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Collacocha o un mundo dividido

Collacocha es una obra que no solo da cuenta de un primer proceso de regionalización de nuestra
dramaturgia, sino de un realismo social que tiene en Solari Swayne a su cultor más prolífico.
Echecopar es la cabal imagen del hombre modelado por su época: la década del 50 en un Perú
flanqueado por el militarismo que devenía de 1930 hacia el Oncenio de Leguía arribando así a los
50 del general Odrìa. De allí en adelante los periodos históricos del Perú estarán signados entre
1956 hacia 1968 con una etapa a la que se denomina Reformismo Civil Moderado o de la
Formalidad Democrática; pasando por los gobiernos de Prado Ugarteche (56-62), con el primer
gobierno de Belaunde (63-68) donde todavía se respira ese auge de expansión económica
representado por un desarrollo de la infraestructura donde el Estado peruano producía mucho
cemento, pero poca política social frente a una migración de las poblaciones indígenas del campo
a la ciudad.

De ese contexto, y solo de aquel pudo haber salido Collacocha, de un país fracturado, pero con la
férrea idea de progreso por sobre todas las cosas. Donde las grandes infraestructuras eran el pan
de cada día, y una clasista forma de concebir el desarrollo se posicionó en las altas esferas
políticas, so pena las grandes brechas de desigualdad que se estaban gestando, germinando así las
primeras luchas guerrilleras de izquierda del 60 hasta la devastación total de esas improntas con la
asunción del terror de Sendero Luminoso, el MRTA y el terrorismo de Estado.

En Collacocha, cada personaje representa, sin ningún afán didáctico que venga de una
dramaturgia de izquierda, (Solari Swayne era muy crítico con el marxismo) una transferencia de
conductas desde sus personajes de la sociedad del Perú de entonces. Cada cual, con su tema en un
mundo dividido entre el socavón y la superficie transcurren el idealista, el descreído, el
sindicalista, entre otros caracteres vivos en la fábula social peruana.

Juan Ríos: El ultimo modernista

El caso de Juan Ríos es peculiar porque es el último de los escritores que surge del influjo de
Valdelomar, Vallejo, Cesar Moro entre otros de esa etapa. Su teatro se instala en uno moderno
que se aleja decididamente del costumbrismo para dejarse influenciar por las vanguardias
europeas, tratando también de no dejarse llevar por ciertas modas como el realismo de Ibsen que
sí lograron calar en los escenarios de Argentina Uruguay y México. Y hay también en la obra de
Ríos un acento existencialista.

En Ayar Manko, Ríos se sirve de una leyenda incaica canónica y lo convierte en un drama de fuerte
carácter, de fibra intensa en el que vamos a ver discurrir a sus persones a través de sus trágicos
destinos. El cuestionamiento de la existencia nuevamente toma una suerte de dramatis personae
hacia el esclarecimiento de un juego absurdo que es la muerte. Cada personaje desde Ayar Auka
se irán develando ante la su propia realidad, así se le escucha “¿Existe acaso el demonio, existimos
nosotros?”. En ese panorama Ayar Manko discursa sobre linajes y valores ancestrales que están
perviviendo hacia un solo objetivo: el poder. La figura de Ayar Manco será como un clarificador de
las oscuras circunstancias que tienen a su pueblo desecho y que lo transformará, esa es la
consigna, en un pueblo unido en paz sobre la tierra.

Con una técnica que deviene de una profunda investigación histórica en referentes académicos y
de una solvencia en el oficio de revivir personajes insuflándoles vida propia más allá del referente
preconcebido, la obra de Juan Ríos no solo toma obras clásicas, sino que las recrea dándole una
actualidad universal, tal como sucede con el Quijote, por ejemplo.

Injustamente relegado de nuestra dramaturgia más por desconocimiento o supina ignorancia, la


obra total de Juan Ríos debería ser reeditada y reinterpretada para los nuevos escenarios de
nuestro teatro nacional. No es justicia. Es sentido común diría el propio Ríos.

El de la valija

Sebastián Salazar Bondy fue aquel animador cultural por excelencia y poeta exiliado en su propia
patria, hombre de gran versatilidad en la cultura peruana de su tiempo: actor, dramaturgo,
periodista, poeta, escritor, ensayista, en fin, su caso fue de aquel incomprendido hombre, artista
cultísimo de vanguardia siempre atento a las voces creativas de los jóvenes; un intelectual libre de
ideologías, pero con las ideas en claro en que el destino del Perú debía tener un derrotero social
que lo libere de intromisión extranjera alguna y del capitalismo que asolaba con sus renovadas
fauces el Perú contemporáneo de los años 40 y 50. La idea del escritor comprometido, era casi un
axioma exportado de la Europa sartreana, pero en Sebastián ese impulso tuvo grandes gestas y
muchas decepciones. Fue profesor de la INSAD (ahora ENSAD) entre 1958 y 1960.

Del teatro de Salazar Bondy cabe mencionar esas dos etapas marcadas de su vida de escritor, por
un lado, la apertura a nuevas formas de mirar el mundo sin caer en la impronta del carácter
nacional, o diría una temática de escape, más centrado en lo formal de miradas más universales;
de esta etapa destacan sus Seis Juguetes escritos entre el 47 y el 53 del que estamos tratando
ahora la pieza El de la Valija. Estas obras son de un carácter temático abierto, sin especificaciones
o tonalidades políticas de coyuntura. Posteriormente vendrían sus obras más enraizadas en la
problemática nacional y de fuste filosófico existencial que rompe o reinventa su teatro: Rodil
(1952) No hay isla feliz (1954) Algo quiere morir (1957) o Flora Tristán (1959); entre otras que van
tomando características disímiles.

Con El de la valija, el autor se instala en un contexto abierto a la interpretación del espectador, la


poca nitidez de lo geográfico hace del contrapunto entre el vigilante y el vagabundo una suerte de
juego de la imaginación, donde la versatilidad del dramaturgo se impone a la persuasión de la
historia. Así, el juguete cómico cumple en el autor su fase de exploración con efectos dramáticos
esperados y regulares, donde el diálogo teatral es quizá lo más forjado de la pieza.

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