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  El azar y la sensorialidad como resortes creadores de la metáfora.  

El azar es ese impulso creador, ese mapa de lo inesperado que tiene ciudades todavía
inexistentes, apenas reconocidas por el soplo de vida de la intuición. Los personajes, el
héroe, el villano, el pueblo fantasma o el pueblo justiciero son apenas percepciones en la
imaginación poética del escritor dramaturgo o son esa “cuna de la idea” según Kartun
(2006: p., 22); que corren el riesgo de fosilizarse sino tienen en su cualidad de gérmenes de
vida poética, la caótica definición del azar. El azar constituye ese riesgo connatural a la
ficción (y sobre todo en una estructura dramática) de asumir el “que vendrá” como influjo
vital de la percepción del creador, pero aún más, como moderador de sus desbordes
creativos, es decir que ante mi paleta de situaciones probables lanzo los dados de la
circunstancia, y en ese devenir mi personaje deberá encontrar su verdad; su propia muerte.

Es fácil organizar un inicio, nudo y desenlace, manejar unos diálogos ocurrentes y dotar a
las situaciones de ese aire “especial” que solo tienen las obras de teatro. Todos y todas en
este tinglado lo hemos hecho alguna vez. Pero lo auténtico, en el sentido de insuflar
humanidad y deseo al personaje (porque si el personaje no desea, entonces no habrá drama)
es de dotarlo de cierta dosis de azar. Dotar a esa primera idea que la musa o Dios nos
brinda, tal como decía Paul Valery, de un libre albedrío, del que quizá solo el demiurgo
(creador o dramaturgo) puede saber si saldrá librado o no; pero que constituirá si se ha
logrado sostener las percepciones y la idea, en suma, la sensorialidad coherente, en una
metáfora de la vida. El teatro no imita la vida, sino la trasciende.

La sensorialidad como primera imagen que se funda de una alquimia entre la idea y la
percepción, es el cigoto de nuestra creación dramática, la forma poética mágicamente
endemoniada en que el asesinato de Anselmo (mi personaje principal) es llevado a cabo
milimétricamente por Jususa su camarada y amante (el antagónico). No es que aparezca por
arte de magia ese momento en mi cabeza. No. Pero hay una imagen, que, aunque ya haya
sido pensada como idea, gracias al poder intuitivo creador de la sensorialidad voy a poder
sentir y hasta percibir cada momento de ese final, cada surco en la piel de mi personaje,
cada detalle en el espacio de su último momento. La sensorialidad permite entonces al
dramaturgo a que conecte su metáfora con el espectador. Sin la sensorialidad del
dramaturgo o dramaturga, entonces no habría azar alguno que valga la pena, porque el
teatro está hecho de personajes, de entes poéticos dentro de un azar normado. Dentro de un
caos elemental. “Bendito sea mi caos” decía Rimbaud.

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