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SINOPSIS

Persé fone y Hades está n comprometidos. En represalia,


Demé ter convoca una tormenta de nieve que paraliza Nueva
Grecia, y se niega a levantar la ventisca a menos que su hija
cancele su compromiso.
Cuando los Olímpicos intervienen, Persé fone encuentra que
su futuro está en las manos de los dioses antiguos, y estos
está n divididos. ¿Permitirá n a Persé fone casarse con Hades e
irá n a la guerra con Demé ter, o prohibirá n su unió n y
tomará n las armas en contra del Dios de los Muertos?
Nada es seguro salvo la promesa de la guerra.
PARTE I
I

UN foQUE DE foRMENTo

Unas manos á speras separaron sus piernas y subieron por


sus muslos, unos labios siguieron… una ligera presió n
deslizá ndose por su piel. Medio dormida, Persé fone se arqueó
contra el tacto, ataduras le presionaban las muñ ecas y los
tobillos. Confundida, tiró de ellas en un intento de liberar sus
manos y pies, pero descubrió que las ataduras no cedían.
Había algo en todo esto, la incapacidad de moverse, de
resistirse, de luchar, que hacía que su corazó n se acelerara y
que la sangre le llegara a la garganta y a la cabeza.
—Tan hermosa… —Las palabras fueron un susurro contra
su piel y Persé fone se congeló .
Esa voz.
Ella conocía esa voz.
Antes había considerado a su dueñ o un amigo y ahora era
un enemigo.
—Pirítoo.
Su nombre se deslizó entre sus dientes, con rabia, miedo y
asco. Era el semidió s que la había acechado y secuestrado en
la Acró polis.
—Shh —susurró é l, su lengua, hú meda y fría, se deslizó
contra su piel.
Un grito salió de su garganta. Apretó los muslos,
retorcié ndose contra el tacto extrañ o que recorría su piel.
—Dime qué hace é l que te gusta —susurró , con su aliento
pegajoso bañ ando su oreja, la mano patinando má s cerca de
su centro—. Puedo hacerlo mejor.
Los ojos de Persé fone se abrieron de golpe cuando se
incorporó , inhalando bruscamente. Le dolía el pecho y su
respiració n era agitada, como si acabara de correr por el
Inframundo con un espectro pisá ndole los talones. Tardó un
momento en ajustar los ojos, en darse cuenta de que estaba
en la cama de Hades, con las sá banas de seda pegadas a su
piel hú meda, el fuego anaranjado en la chimenea frente a
ellos, y a su lado el propio Dios de los Muertos, con su
energía, oscura y elé ctrica, cargando el aire, hacié ndolo
pesado y tangible.
—¿Está s bien? —preguntó Hades.
Su voz era clara, tranquila, un tó nico calmante que ella
quería consumir. Lo miró . É l descansaba de lado; su piel
expuesta estaba bruñ ida por la luz del fuego. Sus ojos
brillaban en negro, el cabello oscuro se derramaba sobre las
sá banas como las olas de un mar sin estrellas. Hacía horas,
ella lo había apretado entre sus dedos mientras lo montaba
larga y lentamente y sin aliento.
Tragó ; sentía la lengua hinchada.
No era la primera vez que tenía esta pesadilla, ni tampoco
era la primera vez que se despertaba para encontrar a Hades
observando.
—No has dormido —dijo ella.
—No —respondió é l, y se incorporó junto a ella,
levantando la mano para rozar su mejilla. Su tacto la hizo
sentir un escalofrío en la columna vertebral, directo a su alma
—. Cué ntame.
Cuando hablaba, era como si su voz fuera má gica, un
hechizo que sacaba las palabras de su boca incluso cuando se
agarraban en su garganta.
—Volví a soñ ar con Pirítoo.
La mano de Hades cayó de su mejilla y Persé fone
reconoció la expresió n de su rostro, la violencia de sus ojos
interminables. Se sintió culpable, por haber desenterrado una
parte de é l que se esforzaba por controlar.
Pirítoo atormentaba a Hades tanto como a ella.
—Te hace dañ o, incluso mientras duermes. —Hades
frunció el ceñ o—. Te fallé ese día.
—¿Có mo podías saber que me llevaría?
—Debería haberlo sabido.
No era posible, por supuesto, aunque Hades había
argumentado que por eso había asignado a Zofie como su
protectora, pero la É gida había estado patrullando el exterior
de la Acró polis durante el secuestro. Tampoco había notado
nada fuera de lo normal porque la salida de Pirítoo había sido
por un tú nel subterrá neo.
Persé fone se estremeció , pensando en có mo había
aceptado irreflexivamente la ayuda del semidió s para escapar
de la Acró polis, mientras todo ese tiempo é l había estado
planeando su secuestro.
No volvería a confiar ciegamente.
—No todo lo ves, Hades —intentó calmar Persé fone.
En los días que siguieron a su rescate de la casa de
Pirítoo, Hades había estado de un humor sombrío, que había
culminado en su intento de castigar a Zofie relevá ndola de
sus deberes de É gida, una medida que Persé fone había
detenido.
Sin embargo, incluso despué s de que Persé fone rechazara
el decreto de Hades, la amazona había discutido con ella.
—Esta es mi vergü enza para llevar.
Las palabras de la É gida habían frustrado a Persé fone.
—No hay vergü enza. Estabas haciendo tu trabajo. Pareces
creer que tu papel como mi Égida está en discusió n. No lo
está .
Los ojos de Zofie se abrieron de par en par mientras
miraba de ella a Hades, insegura, antes de ceder, haciendo
una profunda reverencia.
—Como quiera, milady.
Despué s, se dirigió a Hades.
—Espero ser informada antes de que intentes despedir a
alguien bajo mi cuidado.
Las cejas de Hades se alzaron, sus labios temblaron y
contraatacó .
—Yo la contraté.
—Me alegra que hayas sacado el tema —había dicho—. La
pró xima vez que decidas que necesito personal, tambié n
espero que me incluyan en la toma de decisiones.
—Por supuesto, querida. ¿Có mo debo disculparme?
Pasaron el resto de la noche en la cama, pero incluso
mientras é l le hacía el amor, ella sabía que é l luchaba, igual
que sabía que luchaba ahora.
—Tienes razó n —respondió Hades—. Tal vez debería
castigar a Helios, entonces.
Le dirigió una mirada iró nica. Hades ya había hecho
comentarios sobre el Dios del Sol. Estaba claro que ninguno
de los dos se preocupaba por el otro.
—¿Eso te haría sentir mejor?
—No, pero sería divertido —respondió Hades, su voz
contradiciendo sus palabras, sonando má s ominosa que
emocionada.
Persé fone conocía bien la inclinació n de Hades hacia la
violencia, y su anterior comentario sobre el castigo le recordó
la promesa que le había sacado despué s de ser rescatada:
cuando tortures a Pirítoo, podré acompañarte. Sabía que
Hades había ido al Tá rtaro esa noche para atormentar al
semidió s, sabía que había ido varias veces desde entonces,
pero nunca le había pedido que lo acompañ ara.
Pero ahora se preguntaba si esa era la razó n por la que
Pirítoo perseguía sus sueñ os. Tal vez verlo en el Tá rtaro,
sangrado, roto, torturado, pondría fin a esas pesadillas.
Miró a Hades de nuevo y dio su orden.
—Deseo verlo.
La expresió n de Hades no cambió , pero ella creyó sentir
sus emociones en ese momento: ira, culpa y aprensió n, pero
no aprensió n por permitirle enfrentarse a su atacante, sino
por tenerla en el Tá rtaro. Sabía que una parte de é l temía
mostrarle esta faceta suya, temía lo que ella pensaría... y, sin
embargo, no se lo negaría.
—Como quieras, querida.

Persé fone y Hades se manifestaron en el Tá rtaro, en una


habitació n blanca y sin ventanas, tan luminosa que dolía.
Cuando sus ojos se adaptaron, se abrieron de par en par y se
fijaron en el lugar en el que Pirítoo estaba sujeto en una silla
en el centro de la habitació n. Hacía semanas que no veía al
semidió s. Parecía estar dormido, con la barbilla apoyada en el
pecho y los ojos cerrados. Una vez pensó que era guapo, pero
ahora esos pó mulos afilados estaban hundidos, su ostro
estaba apagado y ceniciento.
Y el olor.
No era putrefacció n, exactamente, pero era á cido y agudo,
y le quemaba la nariz.
Su estó mago se revolvió , agriá ndose al verlo.
—¿Está muerto?
No pudo elevar su voz má s allá de un susurro por si acaso;
no estaba preparada para ver sus ojos. Sabía que había hecho
una pregunta extrañ a, dado que estaban en el Tá rtaro, en el
Inframundo, pero Persé fone conocía los mé todos de tortura
preferidos por Hades, sabía que é l daba la vida solo para
extinguirla mediante una serie de castigos desgarradores.
—Respira si yo lo digo —respondió Hades.
Persé fone no respondió inmediatamente. En cambio, se
acercó al alma, detenié ndose a unos metros de é l. De cerca,
parecía una figura de cera que se hubiera ablandado
demasiado bajo el calor, encorvada y con el ceñ o fruncido. Sin
embargo, era só lido y muy real.
Antes de visitar el Inframundo, Persé fone pensaba que las
almas eran sombras de sí mismas; en cambio, eran corpó reas,
tan só lidas como el día de su muerte, aunque no siempre
había sido así. En otro tiempo, las almas del reino de Hades
habían vivido una existencia anodina y abarrotada bajo su
dominio.
Hades nunca había confirmado qué había cambiado su
opinió n, por qué había decidido dar color y la ilusió n de vida
tanto al Inframundo como a las almas. A menudo había dicho
que el Inframundo simplemente evolucionaba como el Mundo
Superior, pero Persé fone conocía a Hades. Tenía conciencia,
se arrepentía de su comienzo como Rey del Inframundo.
Había hecho esas cosas como una bondad, como una forma de
expiació n.
A pesar de ello, nunca se perdonaría por su pasado y era
ese conocimiento el que hería su corazó n.
—¿Ayuda? —preguntó a Hades, sin saber si quería una
respuesta—. ¿La tortura?
Miró al dios, que seguía de pie en el lugar donde se habían
manifestado, con el cabello suelto y los cuernos a la vista, con
un aspecto oscuro, hermoso y violento. No podía imaginar lo
que le hacía estar aquí, pero recordó la expresió n de su rostro
cuando la había encontrado en la guarida de Pirítoo. Nunca
había visto su rabia manifestarse de esa manera, nunca lo
había visto tan horrorizado y destrozado.
—No puedo decirlo.
—¿Entonces por qué lo haces? —Caminó alrededor de
Pirítoo, detenié ndose detrá s de é l y encontrando la mirada de
Hades.
—Por control —respondió Hades.
Persé fone no siempre había entendido la necesidad de
control de Hades, pero en los meses transcurridos desde que
se conocieron, estaba empezando a desear eso mismo. Sabía
lo que era ser una prisionera, no tener poder, estar atrapada
entre dos horribles opciones y, aun así, elegir mal.
—Quiero control —susurró ella.
Hades la miró fijamente durante un rato y luego le tendió
la mano.
—Te ayudaré a reclamarlo.
Su voz retumbó en el espacio entre ellos, calentando su
pecho. Se acercó de nuevo a é l y é l la arrastró de vuelta a su
pecho.
De repente, Pirítoo inhaló . El corazó n de Persé fone se
aceleró al verle removerse. Su cabeza se movió adormilada y
sus ojos se abrieron, somnolientos y confusos.
De nuevo, el miedo a ver su mirada la atravesó ,
sacudiendo sus entrañ as. Hades le dio un apretó n
tranquilizador en la cintura, como para recordarle que estaba
a salvo, e inclinó la cabeza; su aliento le acarició la oreja.
—¿Recuerdas cuando te enseñ é a aprovechar tu magia?
Se refería al tiempo que pasaron en su arboleda, despué s
de que Apolo se marchara con este favor de Hades y la
promesa de Persé fone de que no escribiría sobre é l. Ella había
buscado consuelo entre los á rboles y las flores, pero solo
encontró decepció n cuando no pudo dar vida a una parcela
reseca. Hades había llegado entonces, apareciendo como las
sombras que doblaba a su voluntad y la ayudó a aprovechar
su magia y sanar la tierra. Había sido seductor en su
instrucció n, encendiendo un fuego dondequiera que tocara.
Su cuerpo se estremeció al pensar en ello y sus palabras
salieron entre los dientes.
—Sí.
—Cierra los ojos —le indicó , con los labios rozando la
columna del cuello de ella.
—¿Persé fone? —La voz de Pirítoo era ronca.
Apretó los ojos con má s fuerza, concentrá ndose en cambio
en el toque de Hades.
—¿Qué sientes? —Su mano bajó por el hombro de ella, los
dedos de su otro brazo, firmes alrededor de su cintura, se
extendieron posesivamente.
Esta pregunta no era tan fá cil: sentía muchas cosas. Por
Hades, pasió n y excitació n. Por Pirítoo, ira y miedo, dolor y
traició n. Era un vó rtice, un abismo oscuro sin fin, y entonces
el semidió s volvió a decir su nombre.
—Persé fone, por favor. Yo… lo siento.
Sus palabras la golpearon, una lanza en el pecho, y
mientras hablaba, abrió los ojos.
—Violencia.
—Concé ntrate en ello —le ordenó , con su mano
presionada en su vientre y la otra enlazada con sus dedos.
Pirítoo permanecía encorvado en su silla de metal,
contenido e icté rico, y los ojos que ella había temido le
devolvían la mirada, acuosos y temerosos.
Se dio cuenta de que habían cambiado de lugar, y hubo
un momento en el que dudó , preguntá ndose si podría hacerle
dañ o o no. Entonces Hades habló :
—Alimé ntalo.
Con sus dedos entrelazados, sintió que el poder se
acumulaba en la palma de su mano, una energía que le
abrasaba la piel.
—¿Dó nde quieres causarle dolor? —preguntó Hades.
—Esta no eres tú —dijo Pirítoo—. Te conozco. ¡Te observé !
Un rugido comenzó en sus oídos, y sus ojos ardían, el
poder dentro de ella un calor que podía contener.
Le había dejado extrañ os regalos, la había acosado, le
había sacado fotos en un espacio que se suponía era seguro.
Le había quitado la sensació n de seguridad, incluso en el
sueñ o.
—É l quería usar su polla como un arma —dijo—. Y yo
quiero que arda.
—¡No! Por favor, Persé fone. ¡Persé fone!
—Entonces haz que arda.
La energía que se acumulaba en su mano era elé ctrica, y
cuando sus dedos se separaron de los de Hades, imaginó que
la magia allí reunida se dirigía hacia Pirítoo en un flujo
interminable de lava.
—Esta no es...
Las palabras de Pirítoo se interrumpieron cuando la magia
echó raíces. No había ningú n indicio externo de que le
ocurriera algo malo; no saltaban llamas de su entrepierna,
pero estaba claro que sentía su magia. Sus pies se clavaron
en el suelo, se agitó contra sus ataduras, sus dientes se
apretaron, las venas de su cabeza y su cuello estallaron.
Aun así, consiguió hablar con los dientes apretados.
—Esta no eres tú .
—No estoy segura de quié n crees que soy —dijo—. Pero
permíteme ser clara: soy Persé fone, futura Reina del
Inframundo, Dama de tu Destino… Llegará s a temer mi
presencia.
El carmesí goteaba de la nariz y la boca de Pirítoo, su
pecho subía y bajaba rá pidamente, pero no volvió a hablar.
—¿Cuá nto tiempo permanecerá así? —preguntó
Persé fone, observando có mo el cuerpo de Pirítoo seguía
arqueá ndose y esforzá ndose contra el dolor. Sus ojos
empezaron a salirse de sus ó rbitas y una capa de sudor se
extendió por su piel, hacié ndole parecer de color verde.
—Hasta que muera —respondió Hades simplemente,
observando con una expresió n de desinteré s.
Ella no se inmutó , no sintió , no pidió irse hasta que Pirítoo
se quedó en silencio y sin fuerzas una vez má s. Pensó en su
anterior pregunta a Hades: ¿Sirve de algo? Despué s, no tenía
respuesta, salvo el conocimiento de que una parte de ella se
había marchitado y que, si hacía esto lo suficiente, el resto
tambié n lo haría.
II

UN foQUE QE QUELo

—¿Có mo va la planificació n de la boda? —preguntó Lexa.


Se sentaba frente a Persé fone en una colcha blanca, bordada
con nomeolvides azules. Había sido un regalo de una de las
almas, Alma. Se había acercado a Persé fone en una de sus
visitas diarias a los Asfó delos, con un bulto en los brazos.
—Tengo algo para usted, milady.
—Alma, no deberías haber...
—Es un regalo para… —Se interrumpió rá pidamente, con
mechones de su cabello plateado flotando alrededor de su
rostro redondo de mejillas sonrosadas—. Sé que está de duelo
por su amiga, así que tome, dele esto.
Persé fone había cogido el bulto y, al darse cuenta de lo
que era, una colcha hecha con cariñ o con pequeñ as flores
azules, se le saltaron las lá grimas.
—No sé si tengo que decirle lo que significan las
nomeolvides —continuó Alma—. El amor verdadero, la
fidelidad, los recuerdos. Con el tiempo, su amiga volverá a
conocerla.
Esa noche, despué s de que Persé fone regresara al castillo,
abrazó la manta contra su pecho y lloró . Al día siguiente, se lo
regaló a Lexa.
—Oh, es hermoso, milady —había dicho, sosteniendo la
colcha como si fuera un niñ o pequeñ o.
Persé fone se puso rígida ante el uso de su título; sus cejas
se fruncieron y cuando habló , sonó má s confusa que otra
cosa.
—¿Milady?
Lexa nunca había utilizado el título de Persé fone. Sus ojos
se cruzaron y Lexa dudó , sonrojada.
Lexa nunca se sonrojaba.
—Tá natos dijo que es tu título —explicó .
Persé fone reconoció que los títulos tenían una utilidad,
pero no entre amigos.
—Llá mame Persé fone.
Los ojos de Lexa se abrieron de par en par.
—Lo siento. No quería molestarte.
—Tú ... no lo hiciste.
Por mucho que tratara de sonar convincente, no podía
impregnar su voz con suficiente seguridad. La verdad era que
oír a Lexa llamarla milady era otro recordatorio de que no era
la misma persona que antes y, por mucho que Persé fone se
dijera que debía ser paciente con Lexa, era difícil. Lexa tenía
el mismo aspecto, sonaba igual e incluso se reía igual, pero su
personalidad era diferente.
—Ademá s, si estamos usando títulos, entonces tendrías
que llamar a Tá natos lord.
De nuevo, Lexa pareció avergonzarse. Apartó la mirada de
ella y su rubor aumentó al responder:
—Él dijo que... no tenía que hacerlo.
Persé fone había salido de aquella conversació n
sintié ndose extrañ a y, de alguna manera, aú n má s distante
de Lexa que antes.
—¿Persé fone? —preguntó Lexa.
—¿Hmm?
Persé fone salió de sus pensamientos. Sus ojos se movieron
y se encontraron con los de Lexa, de un azul brillante,
hermoso. Su rostro era má s pá lido bajo la luz de Elíseo,
enmarcado por sus gruesos mechones oscuros. Tambié n iba
vestida con un vestido blanco que se anudaba en el centro.
Era un color que Persé fone no recordaba que hubiera llevado
en el tiempo que la conoció en el Mundo Superior.
—La planificació n de la boda, ¿có mo va? —preguntó Lexa
de nuevo.
—Oh. —Persé fone frunció el ceñ o y admitió —: No he
empezado realmente.
Eso era cierto a medias. Ella no había empezado a
planificar, pero Hé cate y Yuri, sí. Sinceramente, pensar en
planificar una boda sin Lexa le dolía. Si hubiera estado viva,
su mejor amiga habría estado en Internet buscando paletas
de colores y vestidos y lugares de celebració n. Habría hecho
un plan y listas y explicado las costumbres que a Persé fone
nunca le había enseñ ado su madre. En lugar de eso, se
sentaba frente a Persé fone, callada, apagada, sin conocer su
historia. Aunque Persé fone hubiera querido incluirla en los
planes de Yuri y Hé cate, no podía: las almas no podían
abandonar Elíseo a menos que Tá natos las considerara listas
para la transició n a los Asfó delos.
—Quizá podamos llevarla a la planificació n —había
sugerido Persé fone.
Tá natos había negado.
—Tus visitas la dejan fatigada. No podría soportar nada
má s en este momento.
Tambié n había intentado aliviar el rechazo con su magia.
El Dios de la Muerte era capaz de calmar a los que se
encontraban en su presencia, aportando consuelo a los
dolientes y aliviando la ansiedad. Sin embargo, a veces tenía
el efecto contrario en Persé fone. Su influencia sobre las
emociones le resultaba invasiva, incluso cuando su intenció n
era buena. En los días posteriores a la muerte de Lexa,
Tá natos había utilizado su magia en un intento de aliviar su
sufrimiento, pero ella le había dicho que parara. Aunque
sabía que su intenció n era buena, ella quería sentir, aunque
le doliera.
Le parecía mal no hacerlo cuando le había causado tanto
dolor a Lexa.
—No pareces emocionada —señ aló Lexa.
—Estoy emocionada por ser la esposa de Hades —aclaró
—. Es que... nunca imaginé que me casaría. No sé ni por dó nde
empezar.
Demé ter nunca la había preparado para esto, para nada.
La Diosa de la Cosecha había esperado burlar a las Moiras
mantenié ndola aislada del mundo, de Hades. Cuando suplicó
salir del invernadero, para entrar en el mundo bajo la
apariencia de una mortal, solo soñ aba con terminar su
carrera, comenzar un trabajo exitoso y disfrutar de su
libertad durante el mayor tiempo posible.
El amor nunca había formado parte de ese sueñ o, y menos
el matrimonio.
—Hmm —tarareó Lexa, y se apoyó en las manos, con la
cabeza inclinada hacia el cielo apagado, como si deseara
tomar el sol—. Deberías empezar por lo que te hace má s
ilusió n.
Era un consejo que la antigua Lexa habría ofrecido.
Pero lo que má s emocionaba a Persé fone era ser la esposa
de Hades. Cuando pensaba en su futuro, su pecho se sentía
lleno, su cuerpo elé ctrico, su alma, viva.
—Lo pensaré —prometió Persé fone mientras se ponía en
pie. Hablando de la boda, debía ir pronto a palacio para
empezar a planificarla—. Aunque estoy segura de que Hé cate
y Yuri tendrá n sus propias ideas.
—Puede —dijo Lexa, y por un momento, Persé fone no
pudo apartar la mirada. La antigua Lexa le devolvió la mirada,
pensativa y sincera, mientras añ adía—: Pero es tu boda.

Persé fone dejó el Elíseo.


Debería teletransportarse a los Asfó delos. Ya se le hacía
tarde, pero al dejar atrá s a Lexa, su visió n se nubló por las
lá grimas. Se detuvo, enterrando el rostro entre las manos. Le
dolía el cuerpo, el pecho hueco y los pulmones en llamas.
Conocía bien esta sensació n, ya que la había paralizado en los
días posteriores a la muerte de Lexa. Llegaba sin avisar, como
las pesadillas que la atormentaban mientras dormía; llegaba
cuando lo esperaba e incluso cuando no, unido a risas, olores
y canciones, a palabras, lugares e imá genes. Se desmenuzaba
en pedazos de ella.
Y no era solo la tristeza lo que la agobiaba: tambié n
estaba enfadada. Enfadada porque Lexa había resultado
herida, enfadada porque a pesar de los dioses, a pesar de su
propia divinidad, no se podía luchar contra el destino. Porque
Persé fone lo había intentado y había fracasado.
Su estó mago se anudó , envenenado por la culpa. Si
hubiera sabido lo que le esperaba, nunca habría negociado
con Apolo. Cuando Lexa yacía inconsciente en la UCI,
Persé fone acababa de empezar a entender lo que era el miedo
a perder a alguien. De hecho, había tenido tanto miedo que
había hecho todo lo que estaba en su mano para evitar lo que,
en ú ltima instancia, era inevitable. Sus decisiones habían
herido a Lexa de una manera que solo se podía reparar con el
tiempo y con un trago del Leteo.
Incluso con sus recuerdos perdidos, Persé fone aú n tenía la
esperanza de que la antigua Lexa volviera. Ahora sabía la
verdad: el dolor significaba no volver nunca atrá s, significaba
no recoger los pedazos. Significaba que la persona que era
ahora tras la muerte de Lexa era la que sería hasta la
siguiente muerte.
La bilis subió a su garganta.
La pena era un dios cruel.
Al acercarse al palacio, fue recibida por Cerbero, Tifó n y
Ortro, que saltaron hacia ella. Los tres dó berman se
detuvieron ante ella, ené rgicos pero obedientes. Se arrodilló ,
les rascó detrá s de las orejas y se puso a su lado. Había
llegado a comprender mejor sus personalidades. De los tres,
Cerbero era el má s serio y el má s dominante. Tifó n era
apacible, pero siempre estaba alerta, y Ortro podía ser tonto
cuando no estaba patrullando el Inframundo, que era casi
nunca.
—¿Có mo está n mis chicos guapos? —preguntó .
Jadeaban y las patas de Ortro golpeaban el suelo, como si
apenas pudiera contener su deseo de lamerle el rostro.
—¿Han visto a Hé cate y a Yuri? —preguntó .
Se quejaron.
—Llé venme a ellas.
Los tres obedecieron y se dirigieron hacia el palacio,
imponente y ominoso, que podía verse desde casi cualquier
lugar del Inframundo. Sus brillantes piná culos de obsidiana
parecían no tener fin, desapareciendo en el brillante cielo de
tonos grises, una representació n del alcance de Hades, su
influencia, su reinado. En la base del castillo había jardines
de hiedra verde, rosas rojas, narcisos y gardenias. Había
sauces y á rboles en flor y senderos que atravesaban la flora.
Era un símbolo de la bondad de Hades, de su capacidad para
cambiar y adaptarse: era una expiació n.
Cuando lo visitó por primera vez, se enfadó al encontrar el
Inframundo tan exuberante, tanto por el trato que había
hecho con el Dios de los Muertos, como porque se suponía
que crear vida era su poder. Hades había ilustrado
rá pidamente que la belleza que había creado era una ilusió n.
Incluso entonces, ella había estado celosa de que é l fuera
capaz de usar su magia sin esfuerzo. Aunque iba ganando
control cada día, a travé s de las prá cticas con Hé cate y Hades,
seguía envidiando su control.
—Somos dioses antiguos, querida —había dicho Hé cate—.
No puedes compararte con nosotros.
Eran palabras que repetía cada vez que sentía las
familiares garras de los celos. Cada vez que sentía la conocida
frustració n del fracaso. Estaba mejorando, y un día dominaría
su magia, y quizá s entonces las ilusiones que Hades había
mantenido durante añ os se harían realidad.
Los perros la condujeron al saló n de baile, donde Hé cate y
Yuri se encontraban ante una mesa de tallos florales,
muestras de colores y bocetos de vestidos de novia.
—Ahí está s —dijo Hé cate, levantando la vista al oír el
sonido de las uñ as del dó berman golpeando el suelo de
má rmol. Corrieron directamente hacia la Diosa de la Brujería,
que se inclinó para acariciarles la cabeza antes de que se
dejaran caer en el suelo bajo la mesa, jadeando.
—Siento llegar tarde —dijo Persé fone—. Estaba visitando a
Lexa.
—Está bien, querida —dijo Hé cate—. Yuri y yo está bamos
hablando de tu fiesta de compromiso.
—Mi... ¿Fiesta de compromiso? —Era la primera vez que
escuchaba algo al respecto—. Pensé que nos reuníamos para
planear la boda.
—Oh, lo haremos —dijo Yuri—. Pero debemos hacer una
fiesta de compromiso. ¡Oh, Persé fone! No puedo esperar a
llamarte reina.
—Ya puedes llamarla reina —dijo Hé cate—. Hades lo hace.
—¡Es tan emocionante! —Yuri juntó sus manos—. ¡Una
boda divina! No hemos tenido una de esas en años.
—¿Quié n fue el ú ltimo? —preguntó Persé fone.
—Creo que fueron Afrodita y Hefesto —dijo Hé cate.
Persé fone frunció el ceñ o. Siempre habían circulado
rumores sobre Afrodita y Hefesto, el má s comú n, que el Dios
del Fuego no quería a la Diosa del Amor. Durante las veces
que Persé fone había hablado con Afrodita, había deducido
que la diosa no era feliz en su matrimonio, pero no sabía por
qué . Cuando intentó saber má s sobre su relació n, Afrodita se
cerró en banda. En parte, Persé fone no culpaba a la diosa. Su
vida amorosa y sus luchas no eran asunto de nadie. Sin
embargo, tuvo la sensació n de que Afrodita creía que estaba
muy sola.
—¿Estuviste en su boda? —preguntó Persé fone a Hé cate.
—Sí —dijo—. Fue hermosa, a pesar de las circunstancias.
—¿Circunstancias?
—El suyo fue un matrimonio concertado —explicó Yuri—.
Afrodita fue un regalo para Hefesto.
—Un... regalo.
Persé fone se encogió . ¿Có mo podía una diosa, cualquier
mujer, ser presentada como un regalo?
—Eso es lo que le gusta decir a Zeus —dijo Hé cate—. Pero
cuando nació , una sirena de la belleza y la tentació n, Zeus
fue abordado por varios dioses para pedir su mano en
matrimonio. Ares, Poseidó n, incluso Hermes cayó presa de sus
encantos, aunque é l lo negará . Zeus rara vez toma una
decisió n sin consultar a su orá culo, y cuando preguntó por el
matrimonio a cada uno de esos dioses, el orá culo predijo la
guerra, así que la casó con Hefesto.
Persé fone frunció el ceñ o.
—Pero Afrodita parece tan... feroz. ¿Por qué permitiría que
Zeus determinara con quié n se casa?
—Afrodita quería casarse con Hefesto —dijo Hé cate—. Y
aunque no lo hubiera hecho, no habría tenido otra opció n.
Todos los matrimonios divinos deben ser aprobados por Zeus.
—¿Qué ? ¿Por qué ? Pensé que Hera era la Diosa del
Matrimonio.
—Lo es, y é l la involucra hasta cierto punto, pero no confía
en ella. Ella aprobaría un matrimonio si significara el fin de su
reinado como Rey de los Dioses.
—Todavía no lo entiendo. ¿Por qué necesitamos
aprobació n para casarnos?
—El matrimonio entre dioses no es como el de los
mortales: los dioses comparten el poder, tienen hijos. Hay
muchos factores que Zeus debe considerar antes de dar su
bendició n.
—¿Compartir... poder?
—Sí, aunque dudo que afecte a Hades en absoluto. É l ya
tiene influencia sobre la Tierra, pero tú tendrá s control sobre
la sombra, sobre la muerte.
Persé fone se estremeció . La idea de que tendría que
aprender a controlar y aprovechar má s magia era un poco
abrumadora. Apenas estaba dominá ndola suya propia. Por
supuesto, eso no sería un problema si Zeus no aprobaba su
matrimonio. ¿Por qué Hades no le había hablado de esto?
—¿Existe la posibilidad de que Zeus lo desapruebe? —
preguntó , preocupá ndose. Si lo hiciera, ¿qué haría Hades?
Querida, quemaría este mundo por ti.
Las palabras recorrieron su piel, susurrando a lo largo de
su espina dorsal, una promesa que Hades había hecho y que
cumpliría si se le obligaba.
—No puedo asegurarlo —dijo Hé cate, y sus evasivas
hicieron que la ansiedad se agudizara en el estó mago de
Persé fone, una está tica constante que se asentaba en su
corazó n y bombeaba por sus venas. La diosa no solía ser má s
que directa.
Yuri le dio un codazo a Hé cate.
—Estoy segura de que Zeus lo aprobará —dijo—. ¿Qué
razones podría tener para negarte la felicidad?
Persé fone podía pensar en una, y era su poder. Despué s
de que perdiera el control en el Bosque de la Desesperació n y
utilizara la propia magia de Hades contra é l, Hé cate le había
confesado un temor que había albergado desde su primer
encuentro: que sería má s poderosa que cualquier otro dios.
Ese poder la llevaría a ocupar un lugar entre los Olímpicos o a
ser su enemiga, cosa que no podía distinguir.
Yuri pareció cansarse de la conversació n y cambió
rá pidamente de tema.
—¡Empecemos con las paletas de colores! —dijo, abriendo
un gran libro que había sobre la mesa. Los mechones de tela
sobresalían de entre las pá ginas.
—¿Qué es esto? —preguntó Persé fone.
—Es... bueno, es un libro de ideas para bodas.
—¿De dó nde lo has sacado?
—Las chicas y yo lo hicimos —dijo Yuri.
Persé fone levantó una ceja.
—¿Cuá ndo lo empezaste?
Las mejillas del alma se tornaron rosadas y tartamudeó .
—Hace unos meses.
—Hmm.
Persé fone tenía la sensació n de que las almas habían
estado coleccionando artículos de temá tica nupcial desde la
noche en que casi se ahogó en el Estigia, pero no dijo nada,
escuchando mientras Yuri le mostraba una variedad de
combinaciones de colores.
—Estoy pensando en lila y verde —dijo—. Complementará
al negro, que todos sabemos que es el único color que Hades
usará .
Persé fone soltó una risita.
—¿Te molesta su elecció n de colores?
—¿Te refieres a su falta de color? Por una vez me gustaría
verle de blanco.
Hé cate resopló , pero no dijo nada.
Mientras Yuri seguía repasando otras opciones, Persé fone
no pudo evitar pensar en Zeus y preguntarse por qué estaban
planeando una boda antes de saber si su unió n con Hades
estaba siquiera permitida. Tal vez su matrimonio haya sido
bendecido, argumentó ella. Tal vez Hades había preguntado
antes de su propuesta. Eso explicaría por qué ella nunca
había oído hablar de la anticuada advertencia.
Aun así, se aseguraría de preguntarle má s tarde... y
estaría ansiosa hasta entonces.
Persé fone aprobó la paleta de colores y, una vez resuelto,
Yuri pasó al vestido de novia.
—Le pedí a Alma que hiciera algunos diseñ os —dijo.
Persé fone hojeó las pá ginas. Cada vestido estaba adornado
con joyas o perlas y capas y capas de tul. Puede que no haya
soñ ado nunca con su boda, pero sabía con certeza que esos
no eran los vestidos para ella.
—¿Qué te parece?
—Son unos bocetos preciosos —dijo.
—No te gustan —dijo Yuri al instante, frunciendo el ceñ o.
—No es eso... —dijo Persé fone.
—Es eso —intervino Hé cate.
Persé fone miró de reojo.
—Es que... creo que quiero algo má s... sencillo.
—Pero... vas a ser reina —argumentó Yuri.
—Pero sigo siendo Persé fone —dijo—. Y me gustaría ser
Persé fone... durante todo el tiempo que pueda.
Yuri abrió la boca para protestar una vez má s, pero
Hé cate intervino.
—Lo entiendo, querida. ¿Por qué no me encargo yo de
coordinar el vestido? Ademá s, no es que no vayas a tener otra
oportunidad de llevar un vestido de baile.
La Diosa de la Brujería miró a Yuri.
Persé fone frunció las cejas.
—¿Qué quieres decir?
—Oh, querida, esta es solo la primera boda. Tendrá s una
segunda, quizá s una tercera.
Persé fone sintió que se le iba el color del rostro.
—¿Una... tercera?
Esta era otra cosa que todavía tenía que aprender.
Hé cate explicó .
—Una en el Inframundo, otra en el Mundo Superior y otra
en el Olimpo.
—¿Por qué en el Olimpo?
—Es la tradició n.
—Tradició n —repitió Persé fone. Al igual que era tradició n
que Zeus aprobara los matrimonios... y ahora se preguntaba,
si Zeus no aprobaba su matrimonio, ¿significaba que no
aprobaba su relació n en absoluto? ¿Intentaría separarlos
como su madre? Frunció el ceñ o—. No estoy tan dispuesta a
seguir la tradició n.
Hé cate sonrió .
—Por suerte para ti, Hades tampoco lo está .
Se quedaron un rato má s discutiendo sobre las flores y la
ubicació n. Yuri prefería las gardenias y las hortensias,
mientras que Persé fone prefería las ané monas y los narcisos.
Yuri prefería el saló n de baile para la ceremonia, mientras
que Persé fone se inclinaba por uno de los jardines, tal vez
bajo la glicina pú rpura del jardín de Hades. Al final, Hé cate
sonreía.
—¿Qué ? —preguntó Persé fone, curiosa por saber por qué
la Diosa de la Magia parecía tan divertida.
—Oh, nada —dijo ella—. Es solo que... a pesar de declarar
lo contrario, pareces saber exactamente lo que quieres de
esta boda.
Persé fone sonrió suavemente.
—Solo... elegí las cosas que me recordaban a nosotros.
Despué s de su encuentro, Persé fone se retiró a los bañ os,
donde se sumergió en el agua caliente con infusió n de
lavanda durante casi una hora. Estaba agotada. Era el tipo de
cansancio que cala hasta los huesos, resultado de la lucha de
su cuerpo contra la ansiedad casi constante y la culpa
aplastante. No ayudaba que se hubiera despertado con
pesadillas de Pirítoo. Incluso despué s de que ella y Hades
regresaran del Tá rtaro, no había podido dormir. Estuvo
despierta junto al Dios de los Muertos, reviviendo la tortura
que le había infligido al semidió s, preguntá ndose en qué la
habían convertido sus acciones. De repente, le vinieron a la
mente las palabras de su madre.
—Hija, ni siquiera tú puedes escapar de nuestra
corrupció n. Es lo que viene con el poder.
¿Era un monstruo? ¿O simplemente otro dios?
Persé fone salió de los bañ os y regresó a la alcoba de
Hades, la suya, se recordó . Tenía la intenció n de cambiarse y
cenar con las almas mientras esperaba enfrentarse a Hades
por Zeus, pero cuando vio la cama, su cuerpo se sintió pesado
y lo ú nico que quería era descansar. Se desplomó sobre las
sá banas de seda, có moda, ingrá vida, segura.
Cuando abrió los ojos, era de noche. La habitació n estaba
llena de luz de fuego y las sombras de las llamas bailaban en
la pared frente a ella. Se incorporó y encontró a Hades cerca
de la chimenea. É l se giró hacia ella, desnudo, con los
mú sculos cubiertos por las llamas: hombros anchos,
abdominales planos, muslos fuertes. Su mirada recorrió todas
sus partes, desde sus ojos brillantes hasta su polla hinchada.
Era una obra de arte tanto como un arma.
Dio un sorbo al whisky en su vaso.
—Está s despierta —le dijo suavemente y luego se bebió lo
que quedaba de su bebida, dejando el vaso en la mesa cerca
de la chimenea, para venir a la cama. Cuando se sentó a su
lado, le sostuvo el rostro y la besó . Cuando se apartó , su
pulgar rozó sus labios.
—¿Qué tal tu día? —preguntó .
Ella se tiró del labio con los dientes mientras respondía:
—Difícil
É l frunció el ceñ o.
—¿El tuyo? —preguntó ella.
—Lo mismo —dijo é l, dejando caer su mano de su rostro—.
Acué state conmigo.
—No tienes que preguntar —susurró .
Le abrió la bata, que ya estaba desabrochada, dejando al
descubierto uno de sus pechos ante sus ojos hambrientos. La
tela sedosa se deslizó por sus brazos, encharcá ndose
alrededor de su cintura. Hades se inclinó y se metió los
pezones en la boca, con la lengua alternando entre los
lengü etazos y la succió n aguda. Los dedos de Persé fone se
enredaron en su cabello, mantenié ndolo en su sitio mientras
su cabeza caía hacia atrá s, deleitá ndose con la sensació n de
su boca en su cuerpo. Cuanto má s trabajaba é l, má s excitada
se ponía ella, y se encontró guiando una de las manos de
Hades entre sus muslos, hacia su centro fundido, donde má s
deseaba ser llenada.
É l accedió , separando su carne resbaladiza, y mientras la
llenaba, ella exhaló un aliento que se convirtió en un gemido,
que Hades captó mientras su boca se cerraba sobre la de ella.
Durante un largo momento, Persé fone sujetó la muñ eca de
Hades mientras sus dedos trabajaban, enroscá ndose en lo
má s profundo, tocando partes familiares de ella, pero
entonces su mano se desplazó hacia la polla de é l y cuando
sus dedos se encontraron con la suavidad de su eje, é l gimió ,
rompiendo su beso y abandonando su cuerpo.
Ella gruñ ó , tratando de agarrar su mano de nuevo, pero é l
se limitó a reírse.
—¿No confías en que te dé placer? —preguntó .
—Eventualmente.
Hades entrecerró los ojos.
—Oh, querida. Có mo me desafías.
Le cambió el cuerpo para que estuviera de lado, de
espaldas a su pecho. Uno de sus brazos le acarició el cuello
mientras el otro le agarraba los pechos y le recorría el
estó mago hasta los muslos. Separó las piernas de ella,
enganchando una sobre las suyas, abrié ndolas de par en par.
Sus dedos rodearon su clítoris y se enroscaron en sus rizos
antes de volver a sumergirse en su calor. Ella inhaló y se
arqueó contra é l, con la dura polla de é l chocando contra su
trasero. La cabeza de ella se apoyó en el pliegue del hombro
de é l, sus piernas se abrieron má s, atrayé ndolo má s
profundamente, y la boca de Hades descendió sobre la de ella,
salvaje en su deseo de reclamar.
Su respiració n se aceleró , sus talones resbalaron en la
ropa de cama, incapaces de tocar el suelo: se sentía eufó rica y
viva, y quería má s incluso cuando el primer orgasmo vibrante
destrozaba su cuerpo.
—¿Esto es placer? —preguntó .
No tuvo tiempo de responder. Aunque é l le hubiera dado
tiempo, no creía que tuviera la capacidad de convocar
palabras entre respiraciones agitadas mientras la cabeza de
la polla de Hades se acostaba en su entrada. Inspiró mientras
é l se introducía en su interior, arqueando la espalda y
clavando los hombros en su pecho. Cuando estuvo
completamente enfundado, su boca le tocó el hombro, los
dientes rozaron la piel, la mano siguió acariciando su clítoris
hasta que ella gimió . Era un sonido que é l había sacado de
algú n lugar de su interior.
—¿Esto es placer? —volvió a preguntar mientras se
movía, marcando un ritmo lento que la hacía consciente de
todo: cada incremento de su polla al llegar a lo má s profundo,
el golpeteo de sus pelotas contra su trasero, la forma en que
cada empuje le robaba el aliento a sus pulmones.
—¿Esto es placer? —volvió a preguntar.
Ella giró la cabeza hacia la de é l, agarrando su nuca.
—Es é xtasis.
Sus labios chocaron en un beso despiadado y ya no hubo
má s conversaciones, solo jadeos, gemidos desesperados y el
choque de los cuerpos. El calor creció entre ellos, hasta que
Persé fone pudo sentir la transpiració n de sus cuerpos
mezclá ndose. El ritmo de Hades se aceleró , una mano
mantenía la pierna de ella enroscada alrededor de la suya, la
otra estaba en su garganta, sujetando su mandíbula entre los
dedos con la má s leve presió n, y la mantuvo así hasta que se
corrieron.
La cabeza de Hades cayó en el pliegue de su cuello, donde
le dio besos en la piel.
—¿Está s bien? —preguntó .
—Sí —susurró ella.
Estaba má s que bien. El sexo con Hades siempre superaba
sus expectativas y cada vez que creía que habían llegado a su
punto á lgido, nada puede ser mejor que esto, se demostraba
que estaba equivocada. Esta vez no había sido diferente, y se
preguntó cuá nta experiencia tenía el Dios de los Muertos, y
por qué estaba aguantando.
Hades se retiró , y Persé fone rodó hasta quedar frente a é l,
estudiando su rostro, reluciente despué s de haber hecho el
amor. Parecía somnoliento y contento.
—¿Ha aprobado Zeus nuestro matrimonio?
Hades se quedó quieto, como si su corazó n hubiera dejado
de latir y hubiera dejado de respirar. Ella no estaba segura de
a qué estaba reaccionando é l; tal vez se dio cuenta de que
había olvidado hablar con ella sobre esto, o se dio cuenta de
que lo habían atrapado. Al cabo de un momento, é l se relajó ,
pero una extrañ a tensió n se instaló entre ellos: no estaba
enfadado, pero tampoco era la euforia con la que solían
deleitarse despué s del sexo.
—Es consciente de nuestro compromiso —dijo.
—Eso no es lo que he preguntado.
Ella lo conocía lo suficientemente bien ahora: Hades
nunca decía ni ofrecía má s de lo necesario. La miró fijamente
por un momento antes de responder:
—No me negará .
—¿Pero no te ha dado su bendició n?
Ella quería que lo dijera, aunque ya sabía la respuesta.
—No.
Era su turno de mirar fijamente. Sin embargo, Hades
permaneció en silencio.
—¿Cuá ndo ibas a decírmelo? —preguntó Persé fone.
—No lo sé . —Hizo una pausa y ante la sorpresa de ella
añ adió —: Cuando no tuviera otra opció n.
—Eso es má s que evidente. —Le miró fijamente.
—Esperaba evitarlo por completo —dijo.
—¿Decírmelo?
—No, la aprobació n de Zeus —dijo Hades—. É l hace un
espectá culo de ello.
—¿Qué quieres decir?
—Nos convocará al Olimpo para una fiesta de compromiso
y festejos, alargará su decisió n durante días. No tengo ningú n
deseo de asistir, ni de que sufras por ello.
—¿Y cuá ndo lo hará ? —Su voz es un susurro sin aliento.
—En unas semanas, me imagino —dijo.
Miró al techo, los colores se arremolinaban mientras su
visió n se nublaba con lá grimas. No sabía por qué se
emocionaba tanto, tal vez porque tenía miedo o porque estaba
cansada.
—¿Por qué no me lo dices? Si hay una posibilidad de que
no podamos estar juntos, tengo derecho a saberlo.
—Persé fone —susurró Hades, levantá ndose sobre su
codo, se cernió sobre ella, rozando sus lá grimas—. Nadie nos
separará , ni las Moiras, ni tu madre, ni Zeus.
—Está s muy seguro, pero ni siquiera tú desafiará s a las
Moiras.
—Oh, cariñ o, pero ya te lo he dicho antes: por ti, destruiría
este mundo.
Ella tragó saliva, observá ndolo.
—Quizá s eso es lo que má s temo.
La estudió un momento má s, con el pulgar rozando su
mejilla antes de que sus labios tocaran los suyos, luego la
besó por el cuerpo, bebiendo profundamente entre sus
muslos y cuando se levantó de nuevo, no había má s nombres
en sus labios que Hades.

Má s tarde se despertó de nuevo para encontrar a Hades


regresando a su habitació n, completamente vestido.
Sus cejas se juntaron mientras se levantaba para
sentarse, con los ojos todavía pesados por el sueñ o.
—¿Qué pasa?
El dios hizo una mueca, con una mirada dura y poco
amable al responder:
—Adonis ha muerto. Ha sido asesinado.
Parpadeó mientras una oleada de sorpresa la recorría.
A Persé fone no le gustaba Adonis. Le había robado su
trabajo y lo había publicado sin su permiso, la había tocado
incluso despué s de que ella le dijera que no, y la había
amenazado con sacar a la luz su relació n con Hades si no
conseguía que lo volvieran a contratar en Noticias Nueva
Atenas. Se merecía muchas cosas, pero no ser asesinado.
Hades cruzó la sala, volviendo a la barra donde se sirvió
una copa.
—Adonis. ¿Asesinado? ¿Có mo?
—Horriblemente —respondió Hades—. Fue encontrado en
el callejó n fuera de La Rose.
Persé fone tardó un momento en pensar, su mente no era
capaz de asimilar la noticia. La ú ltima vez que vio a Adonis
fue en el Jardín de los Dioses. Ella había convertido sus
brazos en miembros de madera y é l se había arrastrado a sus
pies, suplicando que le devolviera la normalidad. Ella lo había
hecho con la condició n de que, si tocaba a otra mujer sin
consentimiento, pasaría el resto de sus días como una flor
cadá ver.
No lo había visto desde entonces.
—¿Ha llegado hasta aquí... hasta el Inframundo?
—Lo ha hecho —respondió Hades mientras se bebía un
vaso de whisky y se servía otro.
—¿Puedes preguntarle qué pasó ?
—No. É l... está en Elíseo.
Lo que le dijo a Persé fone que su muerte tuvo que ser
traumá tica para justificar su colocació n en los campos de
curació n.
Persé fone observó có mo Hades bebía de nuevo. Solo bebía
así cuando estaba ansioso y lo que má s le preocupaba era lo
alterado que parecía por la muerte de un hombre al que antes
había llamado pará sito.
Lo que sea que haya visto lo ha perturbado.
—¿Crees que fue asesinado por el favor de Afrodita? —
preguntó Persé fone.
No era raro: a lo largo de los añ os, muchos mortales
habían sido asesinados por esa misma razó n, y Adonis era
alguien que hacía alarde de su asociació n con la Diosa del
Amor.
—Es probable —dijo—. Si fue por celos o por odio a los
dioses, no puedo distinguirlo.
El miedo se agolpó en su estó mago.
—¿Está s sugiriendo que fue asesinado por alguien que
tenía una venganza contra Afrodita?
—Creo que fue asesinado por varias personas —dijo Hades
—. Y que odian a toda la Divinidad.
III

LA AgRESIÓN

Las palabras de Hades seguían en su mente cuando se


dirigió al trabajo en The Coffee House a la mañ ana siguiente.
No había podido sonsacarle má s informació n sobre la muerte
de Adonis, solo había añ adido que creía que el asesinato
había sido planeado y ejecutado con intenció n, hecho que hizo
temer a Persé fone que hubiera má s asaltos.
A pesar de su brutal muerte, no se mencionó en ningú n
perió dico. Imaginó que eso se debía a la participació n de
Hades en la investigació n, pero eso tambié n le hizo pensar
que había visto algo que é l no quería que el pú blico, o ella,
supieran.
Frunció el ceñ o. Sabía que Hades intentaba protegerla,
pero si la gente estaba atacando a los mortales favorecidos, o
a cualquiera asociado con los dioses, necesitaba saberlo.
Aunque el mundo en general no sabía que era una diosa, su
asociació n con Hades la convertía a ella y a sus amigos en
objetivos potenciales.
Persé fone eligió un rincó n a la sombra en la cafetería para
instalarse y esperar a Helen y Leuce. Desde que lanzó su
propia comunidad y blog en línea, The Advocate, hace unas
semanas, las tres se reunían semanalmente y, como no tenían
oficina, elegían varios lugares en Nueva Atenas, siendo The
Coffee House uno de sus lugares preferidos. Las dos estaban
atrasadas, probablemente debido al tiempo, ya que Nueva
Atenas estaba experimentando un frente frío.
Eso era probablemente un eufemismo.
Hacía mucho frío y la nieve caía desde el cielo de forma
intermitente desde hacía casi una semana. Al principio, se
derretía en cuanto tocaba el suelo, pero hoy había empezado
a pegarse a las carreteras y aceras. Los meteoró logos la
llamaban la tormenta del siglo. Era la ú nica noticia que
rivalizaba con el anuncio de compromiso de Persé fone y
Hades. Hoy, se encontró con que compartían espacio en la
primera pá gina de todos los medios de comunicació n, desde el
Noticias Nueva Atenas hasta el Delphi Divine, sus titulares se
enfrentaban:
El Dios de los Muertos se Casará con una Periodista
Mortal
Y:
La Tormenta de Invierno Roba el Sol del Verano
Un tercer titular hizo que se formaran nudos en el
estó mago de Persé fone. Era una columna de opinió n en The
Grecian Times, un perió dico nacional y rival de Noticias
Nueva Atenas.
El Clima Invernal es un Castigo Divino
Estaba claro que el autor del artículo no era un faná tico
de los dioses, probablemente un Impío. Decía:
En un mundo gobernado por dioses, nada es casualidad.
La pregunta sigue siendo: ¿A qué ira nos enfrentamos y cuá l
es la causa? ¿Otro mortal que pretendía ser má s bello que
cualquiera de los Divinos? ¿O uno que se atrevió a rechazar
sus avances?
No era ninguna de las dos cosas: Era una batalla en la
vida real entre Hades, Persé fone y su madre, Demé ter, la
Diosa de la Cosecha.
A Persé fone no le sorprendió que se hubiera llegado a
esto. Demé ter había hecho todo lo posible para mantener a
Persé fone y a Hades separados, y eso había empezado desde
su nacimiento. Encerrada en un invernadero de cristal,
Demé ter la había alimentado con mentiras sobre los dioses y
sus motivos, en particular, sobre Hades, al que detestaba por
el mero hecho de que las Moiras habían unido sus hilos.
Cuando Persé fone pensó en có mo solía ser bajo el estricto
gobierno de su madre, se sintió enferma: ciega, santurrona y
equivocada. No había sido en absoluto una hija, sino una
prisionera y, al final, todo fue en vano, porque cuando
Persé fone se encontró con Hades, todas las apuestas se
cerraron y el ú nico trato que importaba era el que estaba
dispuesta a hacer con su corazó n.
—Tu café con leche, Persé fone —dijo Ariana, una de las
camareras, al acercarse. Persé fone había llegado a conocer a
casi todo el mundo en The Coffee House, tanto por su
celebridad como por sus frecuentes visitas.
—Gracias, Ariana.
La barista asistía a la Facultad de Higiene y estudiaba
Epidemiología. Era un canal de estudio desafiante teniendo en
cuenta que algunas enfermedades estaban hechas por Dioses
y solo eran curables si lo consideraban así.
—Solo quería felicitarte por tu compromiso con lord Hades.
Debes estar muy emocionada.
Persé fone sonrió . Era un poco difícil para ella aceptar los
buenos deseos con la tormenta de Demé ter empeorando en el
exterior. No pudo evitar pensar que, si los mortales supieran
la razó n del repentino cambio de tiempo, no estarían tan
contentos con su matrimonio. Aun así, se las arregló para
responder.
—Lo estoy, gracias.
—¿Han elegido una fecha?
—No, todavía no.
—¿Crees que te casará s aquí? Quiero decir, ¿en el Mundo
Superior?
Persé fone respiró profundamente. No quería sentirse tan
frustrada por las preguntas de la mujer. Sabía que se debían
a su emoció n y, sin embargo, solo servían para ponerla
nerviosa.
—Sabes, ni siquiera lo hemos discutido. Hemos estado
muy ocupados.
—Por supuesto —dijo la barista—. Bueno, te dejaré volver
al trabajo.
Persé fone esbozó una media sonrisa cuando la barista se
dio la vuelta para marcharse. Tomó un sorbo de su café con
leche antes de centrar su atenció n en su tableta, abriendo un
artículo que Helen le había enviado a ú ltima hora de la noche
para que lo revisara. No podía describir con exactitud lo que
sintió al leer el título, pero era algo parecido al miedo.
La Verdad sobre la Tríada, el Grupo de Activistas Mortales
En los añ os transcurridos desde el Gran Descenso, los
mortales se han mostrado inquietos ante la presencia de los
dioses en la tierra. Desde entonces, se han formado varios
grupos en oposició n a su influencia. Algunos optan por
identificarse con la ideología de los Impíos. Estos mortales no
rezan ni adoran a los dioses, ni buscan su alivio, sino que
prefieren evitar la divinidad por completo. Algunos Impíos
prefieren adoptar un papel pasivo en la guerra contra los
dioses.
Otros adoptan un papel má s activo y han decidido unirse
a la Tríada.
—Los dioses tienen el monopolio de todo, desde la
industria de comida hasta la ropa, pasando por la minería. Es
imposible que los mortales puedan competir —dice un
miembro anó nimo de la organizació n—. ¿De qué le sirve el
dinero a un dios? No es que tengan que sobrevivir en nuestro
mundo.
Era un argumento que Persé fone había escuchado antes,
y aunque no podía hablar en nombre de otros dioses, sí podía
defender a Hades. El Dios de los Muertos era el má s rico de los
olímpicos, pero sus contribuciones caritativas tenían un gran
impacto en el mundo mortal.
Helen continuó :
La Tríada defiende tres derechos de los mortales: la
equidad, el libre albedrío y la libertad. Su objetivo es sencillo:
eliminar la influencia de los dioses de la vida cotidiana.
Afirman tener un nuevo liderazgo que fomenta un enfoque
má s pacífico en su resistencia a los dioses, a diferencia de sus
anteriores payasadas, que incluían el bombardeo de varios
lugares de reunió n pú blicos y negocios propiedad de los
dioses.
No había pruebas que sugirieran que la Tríada había
estado detrá s de ningú n ataque reciente. De hecho, lo ú nico
con lo que se les había relacionado en los ú ltimos cinco añ os
era una protesta que había surgido en las calles de Nueva
Atenas para oponerse a los Juegos Panhelé nicos. A pesar de
ser considerado un acontecimiento cultural importante para
algunos griegos, la Tríada aborrecía el hecho de que los dioses
eligieran a los hé roes y los enfrentaran entre sí. Era una
prá ctica que conducía inevitablemente a la muerte y, aunque
Persé fone tenía que estar de acuerdo en que la lucha a
muerte era arcaica, era la elecció n de los mortales.
Dioses, estoy empezando a sonar como
Hades. Siguió leyendo:
A pesar de esta afirmació n de paz, se ha informado de 593
ataques contra personas con una asociació n pú blica con los
dioses en el ú ltimo añ o. Los responsables afirman que está n
cumpliendo la nueva misió n de la Tríada al dar paso a un
renacimiento. Este creciente nú mero de muertes ha pasado
desapercibido tanto para los dioses como para los mortales,
eclipsado por las noticias de un matrimonio, una tormenta de
invierno, y la nueva línea de moda de Afrodita.
Quizá los dioses no vean a la Tríada como una amenaza,
pero dado su historial, ¿se puede confiar en ellos? Como se ha
demostrado, no son ellos los que sufrirá n si el llamado grupo
activista decide actuar. Será n los transeú ntes inocentes, y en
un mundo en el que los mortales superan a los dioses en
nú mero, ¿deberíamos preguntarnos qué tendrían que hacer
los Divinos?
Fue la ú ltima frase la que dejó a Persé fone con un sabor
amargo en la boca, especialmente tras la muerte de Adonis.
Sin embargo, incluso teniendo en cuenta las verdades que
Helen destacaba en su artículo, Persé fone necesitaba má s.
Quería saber de los dirigentes de la Tríada: ¿Habían asumido
la responsabilidad de los 593 ataques? Si no era así,
¿pensaban condenar las acciones de los delincuentes?
¿Cuá les eran sus planes para el futuro?
Estaba tan concentrada en tomar notas que no se dio
cuenta de que alguien se acercaba hasta que una voz la sacó
de su trabajo.
—¿Eres Persé fone Rosi?
Dio un respingo y levantó la cabeza para encontrarse con
la mirada de una mujer de grandes ojos marrones y cejas
arqueadas. Su rostro tenía forma de corazó n y estaba
enmarcado por una espesa melena oscura. Llevaba un abrigo
negro adornado con pieles y sostenía una taza de café
humeante entre las manos.
Persé fone sonrió y le contestó :
—Lo soy.
Esperaba que la mujer le pidiera una foto o un autó grafo,
pero en lugar de eso, le quitó la tapa a su café y lo vertió en
su regazo. Persé fone se puso en pie de un salto cuando la
quemadura se instaló a flor de piel y toda la cafetería se
quedó en silencio.
Por un momento, Persé fone quedó aturdida, silenciada
por el dolor y por su magia, que hizo temblar sus huesos,
desesperada por defenderse.
La mujer se dio la vuelta, con su tarea cumplida, pero en
lugar de irse, se encontró de frente con Zofie, una amazona y
É gida de Persé fone.
Era hermosa, alta y de piel aceitunada, con el cabello
oscuro cayendo en una larga trenza por la espalda. Cuando
Persé fone la conoció , iba vestida con una armadura de oro,
pero tras una visita a la boutique de Afrodita, se había hecho
con un vestuario moderno. Hoy llevaba un jersey negro. La
ú nica prenda que no le quedaba bien era una gran espada
que sostenía y blandía contra la cabeza de su agresora.
Los gritos estallaron en la tienda.
—¡Zofie! —gritó Persé fone, y la espada de la amazona se
detuvo a un centímetro del cuello de la mujer. Sus ojos se
fijaron en los de Persé fone, su expresió n frustrada, como si no
entendiera por qué no podía continuar con su ejecució n.
—¿Sí, milady?
—Guarda la espada —ordenó Persé fone.
—Pero... —Ella comenzó a protestar.
—Ahora.
La orden se deslizó entre dientes apretados. Eso era todo
lo que necesitaba Persé fone, Zofie derramando sangre en su
nombre. Esto ya sería noticia: la gente estaba filmando y
fotografiando descaradamente. Hizo una nota para informar a
Ilias de este incidente, tal vez podría adelantarse a los medios
de comunicació n.
La amazona refunfuñ ó , pero obedeció , y su espada
desapareció de la vista. Sin la amenaza de dañ o corporal, la
mujer recuperó la compostura y se volvió hacia Persé fone de
nuevo.
—Borrega —siseó con má s odio en los ojos del que Menta o
su madre habían poseído nunca, y salió furiosa de The Coffee
House, provocando el agradable tañ ido de la campana de la
puerta.
En cuanto se fue, Zofie habló :
—Una palabra, milady. La mataré en el callejó n.
—No, Zofie. Eso es todo lo que necesitamos, un asesinato
en nuestras manos.
—No es un asesinato —argumentó —. Es una retribució n.
—Estoy bien, Zofie.
Se giró para recoger sus cosas, consciente de que la gente
seguía mirando. Ojalá tuviera el control de los rayos como
Zeus, porque electrocutaría todos los aparatos de este lugar
solo para enseñ arles a meterse en sus asuntos.
—Pero... ¡ella te hirió ! —argumentó Zofie—. Lord Hades no
estará contento conmigo.
—Hiciste tu trabajo, Zofie.
—Si hubiera hecho mi trabajo, no estarías herida.
—Viniste tan pronto como pudiste —dijo Persé fone—. Y no
estoy herida. Estoy bien.
Estaba mintiendo, por supuesto, sobre todo para proteger
a Zofie. La amazona podría intentar dimitir de nuevo si
supiera el dolor que sufría Persé fone.
¿A quién se le habría ocurrido utilizar el café como arma?
Pensó Persé fone. Qué traició n.
—¿Por qué te atacó ?
Persé fone frunció el ceñ o. No lo sabía.
Borrega, la había llamado la mujer, otra palabra para
referirse a un seguidor ciego. Persé fone conocía la palabra,
pero nunca la habían llamado así.
—No lo sé —dijo, y suspiró . Se encontró con la mirada de
Zofie—. Llama a Ilias, infó rmale de lo sucedido. Quizá pueda
adelantarse a los medios.
—Por supuesto, milady. ¿A dó nde vas?
—A encontrar a Hades —dijo, y evaluar los dañ os en sus
piernas. La piel le escocía bajo la ropa—. La ú ltima vez que
alguien trató de hacerme dañ o, é l lo torturó .
Se encogió de hombros y envió a Leuce y a Helen un
rá pido mensaje de texto, hacié ndoles saber que su reunió n de
la mañ ana se había cancelado y que las vería má s tarde esta
noche.
—¿Te veré en casa de Sybil? —le preguntó a la amazona.
—Sí, para la inauguració n de la casa —dijo, y sus cejas se
fruncieron—. ¿Traigo madera?
Persé fone se rio.
—No, Zofie. Trae... vino o comida.
Persé fone no sabía mucho sobre la educació n de Zofie,
pero era evidente que la isla de la que procedía no
evolucionaba con la sociedad moderna. Cuando le había
preguntado a Hé cate al respecto, esta le había dicho:
—Así lo prefiere Ares.
—Prefiere... ¿qué ?
—Las amazonas son sus hijas, criadas para la guerra y no
para el mundo. Las mantiene secuestradas en la isla de
Terme para que nunca conozcan nada má s que la batalla.
Despué s de saber esto, Persé fone se preguntó có mo Zofie
había llegado a conocer a Hades y se convirtió en su É gida.
Volvió a centrarse en la amazona.
—Si necesitas ideas, manda un mensaje a Sybil y
pregú ntale qué llevar. Ella te ayudará .
Persé fone envió un rá pido mensaje de texto a Leuce y a
Helen, hacié ndoles saber que había tenido que abandonar la
cafetería antes de tiempo y salió a la calle. El frío la azotaba, y
era peor cuando su ropa estaba mojada, congelando su piel
por debajo. Bajó por la acera resbaladiza por el agua y la
nieve acumulada, doblando la esquina del edificio hasta
perderse de vista de los transeú ntes antes de
teletransportarse al Inframundo.
Apareció en su alcoba, medio esperando que Hades
estuviera allí, esperando, frustrado, listo para inspeccionarla
en busca de heridas, pero aú n no había llegado. Dejó el bolso
a un lado y se encogió de hombros para quitarse la chaqueta
y el leggin de cuero sinté tico. Todavía podía sentir el escozor
residual en el lugar donde el café caliente se había asentado
contra su piel. Por suerte, el dañ o era mínimo: sus muslos
estaban rojos y un poco hinchados, con una pizca de piel
burbujeante moteada en las piernas. Tal vez un chorro de
agua fría sobre ellas ayudaría, pensó .
Cuando se giró para entrar en el bañ o, encontró su
camino bloqueado por Hades.
Persé fone se sobresaltó , llevá ndose las manos al corazó n,
sobre su pecho desnudo. El dios estaba de pie con los ojos
brillantes, elegantemente vestido con su traje negro a medida.
Llevaba el cabello liso y recogido en un moñ o perfecto en la
nuca, sin un mechó n fuera de lugar. Su cincelada mandíbula
estaba bien afeitada y cuidada. Era inmaculado y sexual, una
presencia que le robaba el aliento y la hacía temblar.
—¡Hades! Me has asustado.
Su mirada se dirigió al pecho de ella y sonrió , cogiendo su
mano.
—Deberías haber sabido que te encontraría una vez que
te quitaras la ropa. Es un sexto sentido.
Cuando se inclinó para rozar con sus labios los nudillos de
la mano de ella, sus ojos bajaron y un ceñ o fruncido se dibujó
en su boca. Le soltó la mano y presionó la palma contra su
muslo. Ella se estremeció ; su tacto era fresco contra el calor
de las ampollas.
—¿Qué es esto? —Su pregunta fue casi un siseo.
Al parecer, aú n no le había llegado la noticia.
—Una mujer me vertió café en el regazo —explicó
Persé fone.
—¿Vertió?
—Si preguntas si fue intencional, la respuesta es sí.
Algo oscuro brilló en los ojos de Hades. Era la misma
mirada que había visto la noche anterior, cuando le había
traído la noticia de la muerte de Adonis. Tras un momento, se
arrodilló ante ella. Una oleada de magia brotó de sus manos,
asentá ndose en su piel hasta que ya no sintió el dolor de las
quemaduras ni vio el escaldado en su piel. A pesar de estar
curada, Hades permaneció de rodillas, con las manos
dirigié ndose a la parte posterior de sus piernas.
—¿Me dirá s quié n era esa mujer? —preguntó Hades, con
sus labios rozando la parte interna de su muslo.
—No —dijo, inhalando bruscamente, sus manos se
posaron en los hombros de é l.
—¿No puedo... persuadirte?
—Tal vez —admitió , la palabra se le escapó en un suspiro
—. Pero no sé su nombre, así que toda tu... persuasión sería
en vano.
—Nada de lo que hago es en vano.
El agarre de Hades se intensificó y su cabeza se hundió
entre las piernas de ella, cerrando la boca sobre su clítoris.
Persé fone jadeó y sus dedos se enredaron en su resbaladizo
cabello.
—Hades...
—No me hagas parar —dijo, con la voz á spera.
—Tienes treinta minutos —dijo.
Hades se detuvo, mirá ndola desde el suelo.
Dioses, era hermoso y tan jodidamente sexy. El calor en el
fondo de su estó mago le derritió las entrañ as. Estaba mojada
por é l. Para cuando pusiera su boca sobre ella, se correría; ni
siquiera necesitaría arrancarle un orgasmo.
—¿Solo treinta?
—¿Necesitas má s? —le desafió .
Le ofreció una sonrisa
perversa.
—Cariñ o, los dos sabemos que podría hacer que te
corrieras en cinco minutos, pero, ¿y si quisiera tomarme mi
tiempo?
—Má s tarde —dijo ella—. Tenemos que asistir a una
fiesta, y todavía tengo que hacer cupcakes.
Hades frunció el ceñ o.
—¿No es una costumbre mortal llegar elegantemente
tarde?
Persé fone levantó una ceja.
—¿Te lo ha dicho Hermes?
—¿Está equivocado?
—No llegaré tarde a la fiesta de Sybil, Hades. Si deseas
complacerme, entonces me hará s correrme a tiempo.
Hades sonrió .
—Como desees, querida.
IV

Yo NUNGA HE…

Persé fone se manifestó en la puerta del apartamento de


Sybil con Hades.
Un escalofrío sacudió su columna vertebral.
Era una combinació n de frío y pensamientos de la ú ltima
hora que había pasado con el Dios de los Muertos de rodillas.
Debería estar acostumbrada a la maldad de Hades, pero é l
seguía encontrando formas de sorprenderla, complacié ndola
mientras estaba de pie, con una pierna sobre su hombro. Su
lengua había probado y provocado, devorado y saboreado. Se
apretó contra é l, incapaz de evitar que su cuerpo se
balanceara sobre su boca. Se había corrido, empujada por un
gruñ ido que brotó de lo má s profundo del pecho de Hades.
Acabó con tiempo suficiente para terminar los cupcakes de la
fiesta de Sybil.
Otro escalofrío sacudió su cuerpo. El frío era penetrante,
como agujas hundié ndose en su piel. Era un clima anormal
para el mes de julio, y nada, ni siquiera la felicidad que le
había inspirado el amor de Hades, podía aplacar el temor que
sentía mientras la nieve seguía cayendo.
Es el comienzo de la guerra.
Eran las palabras de Hades; pronunciadas la noche en que
le había propuesto matrimonio, esta vez sobre una rodilla
doblada y con un anillo. Había sido el mejor momento de su
vida, pero ensombrecido por la magia de Demé ter. De
repente, las puntas de los dedos de Persé fone hormiguearon
con poder, reaccionando al repentino escalofrío de rabia que
le subió por la espalda.
La mano de Hades se apretó alrededor de su cintura.
—¿Está s bien? —preguntó , sin duda percibiendo el
aumento de su magia.
Persé fone aú n no había conseguido evitar por completo
que su magia reaccionara a sus emociones.
»¿Persé fone?
La voz de Hades llamó su atenció n y se dio cuenta de que
no había respondido a su anterior pregunta. Inclinó la cabeza
y se encontró con su oscura mirada. La calidez floreció en la
boca de su estó mago cuando sus ojos se posaron en los labios
de é l y en la atractiva barba de su mandíbula, recordando
có mo se sentía contra su piel, una deliciosa fricció n que la
provocaba y le hacía burlas.
—Estoy bien —respondió .
Hades levantó una ceja dudosa.
»Lo estoy —dijo—. Estaba pensando en mi madre.
—No arruines tu noche pensando en ella, querida.
—Es un poco difícil ignorarla dado el clima, Hades.
É l levantó la cabeza y miró al cielo por un momento, su
cuerpo se puso rígido junto al de ella, y sabía que estaba igual
de preocupado, pero no le preguntó su opinió n al respecto.
Esta noche quería divertirse porque algo le decía, que má s
allá de esta noche, no habría nada.
Llamó , pero en lugar de ver a Sybil, un hombre rubio abrió
la puerta. Su cabello caía en suaves ondas justo por encima
de los hombros. Sus ojos eran azules y encapuchados, y su
mandíbula estaba marcada por barba. Era guapo, pero un
completo desconocido.
Extraño, pensó Persé fone. Estaba segura de que este era el
apartamento de Sybil.
—Um, creo que podríamos habernos equivo...
—Persé fone, ¿verdad? —preguntó el hombre.
Dudó y el brazo de Hades la rodeó con fuerza.
—¡Persé fone! —Sybil apareció por detrá s del hombre, se
agachó bajo su brazo y la abrazó —. ¡Estoy tan contenta de
que esté s aquí!
Había una nota de alivio en su voz. Sybil se apartó y sus
ojos se dirigieron a Hades.
—Me alegro de que hayas podido venir tambié n, Hades. —
La voz de Sybil era tranquila y tímida. Persé fone estaba un
poco sorprendida, dado que no era una extrañ a para los
dioses. Había servido a Apolo hacía apenas unos meses como
su orá culo... hasta que é l la despojó de sus poderes de
profecía despué s de que se negara a acostarse con é l. Su
comportamiento lo convirtió en el tema del artículo de
Persé fone, pero su decisió n de escribir sobre el Dios del Sol
había sido un desastre.
Resultaba que é l era amado, y el artículo de Persé fone se
consideró una calumnia. No solo eso, Hades se había puesto
furioso, tanto que había mantenido a Persé fone prisionera en
el Inframundo hasta que pudo negociar con Apolo para que el
dios no buscara venganza.
Aquella experiencia le había enseñ ado muchas lecciones,
principalmente, que el mundo no estaba preparado para creer
a una mujer dolida. Era una de las razones por las que había
iniciado The Advocate.
—Agradezco la invitació n —respondió Hades.
—¿No me vas a presentar? —preguntó el rubio
desconocido.
Persé fone se dio cuenta de que Sybil se había quedado
paralizada. Fue solo un segundo, como si hubiera olvidado
que el hombre estaba presente, y una pequeñ a sonrisa de
disculpa se formó en su rostro antes de volverse.
—Persé fone, Hades, este es Ben.
—Hola —dijo, extendiendo su mano para que la
estrecharan—. Soy el novio de Sybil...
—Amigo, Ben es un amigo —dijo rá pidamente Sybil.
—Bueno, pronto novio —dijo Ben, sonriendo, pero la
mirada que Sybil le dirigió era desesperada. La mirada de
Persé fone se deslizó del orá culo al mortal mientras aceptaba
su mano hú meda y extendida.
—Es... un placer conocerte.
Ben se desplazó hacia Hades. El Dios de los Muertos miró
su mano.
—No quieres estrechar mi mano, mortal.
Sus ojos se abrieron un poco y se produjo un silencio
incó modo, pero solo durante un rato antes de que Ben
volviera a sonreír.
—Bueno, ¿entramos? —preguntó .
Se hizo a un lado, haciendo un gesto para que todos
entraran. Persé fone arqueó una ceja al ver a Hades cuando
entraron en el cá lido apartamento. Hades tenía la capacidad
de ver el alma, y Persé fone se preguntaba qué había
vislumbrado cuando miraba a Ben, aunque creía poder
adivinarlo.
Asesino en serie.
—¿Qué ? —preguntó Hades.
—Prometiste comportarte —dijo ella.
—No está en mi naturaleza apaciguar a los mortales —
respondió Hades.
—Pero está en tu naturaleza apaciguarme a mí —dijo
Persé fone.
—Por desgracia —dijo, con la voz baja—. Eres mi mayor
debilidad.
La entrada del apartamento de Sybil era un corto pasillo
que conducía a la cocina y a un pequeñ o saló n. El espacio
estaba casi vacío, salvo por un sofá cama y un televisor.
Aunque no se acercaba a la extravagancia en la que había
vivido con Apolo, era pintoresco y acogedor. A Persé fone le
recordó el apartamento que había compartido con Lexa
durante tres añ os.
—¿Vino? —preguntó Sybil, y Persé fone se alegró de la
distracció n.
—Por favor —dijo, reprimiendo el dolor que se había
formado en su pecho al pensar en su mejor amiga muerta.
—¿Para ti, Hades?
—Whisky... cualquier cosa que tengas está bien. Solo...
Por favor —añ adió como si fuera una idea de ú ltima hora.
Persé fone hizo una mueca, pero al menos se lo había pedido
amablemente.
—¿Solo? —preguntó Ben—. Los verdaderos bebedores de
whisky al menos añ aden agua.
El corazó n de Persé fone latía con fuerza al ver có mo los
ojos de Hades conectaban con los de Ben.
—Agrego la sangre de los mortales.
—Por supuesto, Hades —dijo rá pidamente Sybil, sacando
una botella de la colecció n en el mostrador y entregá ndosela
—. Probablemente la necesitará s.
—Gracias, Sybil —dijo, aflojando rá pidamente el tapó n
para beber.
Le sirvió a Persé fone una copa de vino y la deslizó por el
mostrador.
—Entonces, ¿có mo conociste a Ben? —preguntó Persé fone,
recogiendo su vino.
Sybil empezó a responder cuando Ben intervino.
—Nos conocimos en Four Olives, donde trabajo —dijo—.
Para mí fue amor a primera vista.
Persé fone se atragantó con su bebida, el vino le quemó la
parte posterior de la garganta mientras lo escupía de nuevo
en el vaso. Sus ojos conectaron con los de Sybil, que parecía
mortificada, pero antes de que ninguna de las dos pudiera
hablar, sonó un golpe en la puerta.
—Gracias a los dioses —dijo Sybil, prá cticamente
corriendo hacia la entrada, dejando a Persé fone y a Hades a
solas con el mortal.
—Sé que aú n no está convencida —dijo Ben—. Pero es
solo cuestió n de tiempo.
—¿Por qué está s tan seguro? —replicó Persé fone.
Su espalda se enderezó mientras proclamaba.
—Soy un orá culo.
—Oh, mierda —refunfuñ ó Hades.
Persé fone le dio un codazo.
—Si me disculpan —dijo é l, saliendo de la cocina con su
botella de whisky.
Ben se inclinó sobre la barra.
—No creo que le guste.
—¿Qué te dio esa idea? —preguntó Persé fone, con la nariz
todavía ardiendo.
Ben se encogió de hombros.
—Es... solo una sensació n.
Hubo un largo e incó modo silencio que pasó entre ellos y
justo cuando Persé fone empezó a excusarse para ir en busca
de Hades, el llamado orá culo habló .
—Has perdido —dijo.
—Disculpa.
—Sí —susurró , con los ojos desenfocados y vidriosos—.
Has perdido, y volverá s a perder.
La mandíbula de Persé fone se apretó .
—La pé rdida de un amigo te llevará a perder muchos, y tú ,
tú dejará s de brillar, una brasa arrebatada por la noche.
Su ira se disipó lentamente, convirtié ndose en asco al
reconocer sus palabras.
—¿Por qué citas a Leónidas?
El programa de televisió n era popular y había sido uno de
los favoritos de Lexa, sobre un rey espartano y su guerra con
los persas. Era un drama lleno de amor, lujuria y sangre.
Ben parpadeó y sus ojos se enfocaron.
—¿Qué acabas de decir? —preguntó , y Persé fone puso los
ojos en blanco. Odiaba a los falsos profetas. Eran peligrosos y
ridiculizaban la verdadera prá ctica de la profecía. Empezó a
hablar, pero fue interrumpida por el grito de excitació n de
Hermes.
—¡Sefi! —El Dios de la Travesura le echó los brazos al
cuello, apretá ndola. Inhaló profundamente—. Hueles a
Hades... y a sexo.
Empujó contra el dios.
—¡Deja de ser espeluznante, Hermes!
El dios se rio y la soltó , su brillante mirada se dirigió a
Ben.
—Oh, ¿y quié n es este? —Su interé s evidente en la
entonació n de su voz.
—Este es Ben. Es el... Sybil… —No estaba segura de có mo
terminar esa frase, pero no necesitaba hacerlo porque de
todas formas nadie estaba escuchando. Ben ya estaba
sonriendo al Dios de la Travesura.
—Hermes, ¿verdad? —preguntó .
—Entonces, ¿has oído hablar de mí?
Persé fone puso los ojos en blanco. É l le había preguntado
lo mismo cuando se conocieron. Nunca le preguntó por qué lo
había dicho, pero tenía la sensació n de que era para sacar
algú n tipo de cumplido teniendo en cuenta que todo el mundo
había oído hablar de é l.
No se sorprendió cuando le salió el tiro por la culata.
—Por supuesto —respondió Ben—. ¿Sigues siendo el
Mensajero de los Dioses, o utilizan el correo electró nico?
Persé fone levantó las cejas y apretó los labios para no
soltar una risa.
Hermes entrecerró los ojos.
—Es lord Hermes para ti —dijo, y se alejó , murmurando a
Sybil mientras pasaba—. Puedes quedarte con é l.
El Dios de los Ladrones no estuvo molesto por mucho
tiempo cuando notó que Hades estaba de pie en la sala de
estar de Sybil.
—Vaya, vaya, vaya, mira quié n ha decidido oscurecer la
esquina, literalmente.
Hades parecía estar fuera de lugar en el apartamento de
Sybil, al igual que la noche que había ido a su casa y de Lexa
a hacer galletas. Al menos había intentado encajar esa noche,
llevando una camisa negra y un pantaló n deportivo. Esta
noche, insistió en llevar un traje.
—¿Qué ha pasado con el pantaló n que usaste en mi casa?
—había preguntado Persé fone antes de salir.
—Yo... los deseché .
Sus ojos se abrieron de par en par.
—¿Por qué?
Hades se encogió de hombros.
—No pensé que habría un momento en que los necesitaría
de nuevo.
Ella levantó una ceja.
—¿Quieres decir que nunca pensaste que volverías a salir
con mis amigos?
—No. —Miró su traje—. ¿No cumplo tus expectativas?
Ella había soltado una risita entonces.
—No, de lejos, las superas.
Entonces é l sonrió y ella pensó que el corazó n se le saldría
del pecho. No había nada tan hermoso como Hades cuando
sonreía.
Otro golpe anunció la llegada de má s invitados, esta vez,
Helen. Llevaba un abrigo largo de color beige con cuello de
piel que se quitó y dobló sobre el brazo. Debajo de la
chaqueta, llevaba una camisa blanca de manga larga y una
falda de color camel con polainas. Su largo cabello estaba
rizado y caía en ondas color miel sobre sus hombros. Había
traído vino y se lo entregó a Sybil con un beso en la mejilla.
No se conocían desde hacía mucho tiempo, pero, como
todos los del círculo de Persé fone, se habían hecho amigas
rá pidamente.
—Este clima —dijo Helen—. Es casi... antinatural.
—Sí —dijo Persé fone, en silencio, con una ola de
culpabilidad golpeá ndola—. Es horrible.
Otro golpe envió a Sybil a la puerta y volvió con Leuce y
Zofie a cuestas. Las dos eran ahora compañ eras de
habitació n, y Persé fone aú n no había decidido si era
realmente una buena idea. Leuce había regresado
recientemente al mundo de los mortales despué s de haber
sido un á rbol durante siglos, y Zofie no entendía realmente a
los humanos, ya que se había criado entre mujeres guerreras.
Aun así, las dos estaban aprendiendo, desde cosas sencillas
como usar el paso de peatones y pedir comida hasta aspectos
má s difíciles de la vida de los mortales, como la socializació n y
el autocontrol.
Leuce era una ná yade, una ninfa del agua. Tenía el
cabello y las pestañ as blancas y una piel pá lida que hacía que
sus ojos azules parecieran tan brillantes como el sol. Cuando
Persé fone la conoció , era combativa y sus bonitos rasgos eran
severos y angulosos. Sin embargo, con el tiempo había llegado
a conocer a la ninfa y su actitud hacia ella se suavizó , a pesar
de que había sido la amante de Hades. Sin embargo, a
diferencia de Menta, Persé fone estaba segura de que no
quedaba ningú n tipo de afecto entre los dos, lo que hacía que
tomarla bajo su tutela fuera una decisió n mucho má s fá cil.
Esta noche llevaba un sencillo vestido azul claro que la hacía
parecer una reina de hielo.
Cuando Zofie entró en el apartamento, estaba sonriendo,
solo para vacilar cuando vio a Hades de pie en la sala de estar
de Sybil.
—¡Milord! —exclamó y se inclinó rá pidamente.
—No tienes que hacer eso aquí, Zofie —dijo Persé fone.
—Pero... Es el Señ or del Inframundo.
—Todos somos conscientes —dijo Hermes—. Míralo: es el
ú nico gó tico en la sala.
Hades le miró fijamente.
—¡Ya que todos está n aquí, juguemos un juego! —dijo
Hermes.
—¿Cuá l es el juego? —preguntó Helen—. ¿Pó ker?
—¡No! —dijeron todos al unísono, los ojos se desviaron
hacia Hades, que los miró como si deseara incinerarlos.
Persé fone podía imaginar la cantidad de trabajo que iba a
tener que hacer despué s para compensar su sufrimiento.
—¡Juguemos a “Yo nunca he”! —dijo Hermes, que se
acercó a la barra del desayuno hasta la encimera de la cocina,
sujetando entre sus dedos varias botellas de diversos licores
—. ¡Con chupitos!
—Vale, pero no tengo vasos de chupito —dijo Sybil.
—Entonces todos tendrá n que elegir algo para tragar —
dijo Hermes.
—Oh, dioses —murmuró Persé fone.
—¿Qué es yo nunca he? —preguntó Zofie.
—Exactamente lo que parece —dijo Hermes mientras
posicionaba las botellas en la mesa de café —. Haces una
declaració n sobre algo que nunca has hecho, y si alguien lo
ha hecho, tiene que tomar un chupito.
Todos entraron en la sala de estar. Hermes se sentó en un
lado del sofá mientras Ben ocupaba el otro, hasta que notó
que Sybil se acomodaba en el suelo junto a Persé fone.
Entonces, abandonó el lugar para apretujarse junto a ella.
Era incó modo de ver, y Persé fone apartó los ojos,
descubriendo que Hades la miraba fijamente. É l estaba de pie
frente a ella, sin formar parte del círculo que habían formado.
Se preguntó si encontraría una razó n para no jugar a este
juego, y no pudo negar que una parte de ella quería ver có mo
respondía a cada una de esas afirmaciones.
Tambié n lo temía.
—¡Yo primero! —dijo Hermes—. Yo nunca he... tenido
sexo con Hades.
La mirada de Persé fone era asesina, lo sabía porque podía
sentir la frustració n que corroía el glamour que utilizaba para
atenuar el color de sus iris.
—Hermes —masculló su nombre entre dientes.
—¿Qué ? —se quejó é l—. Este juego es difícil para alguien
de mi edad. He hecho de todo.
Entonces Leuce se aclaró la garganta, y sus ojos se
abrieron de par en par al darse cuenta de lo que había hecho.
—Oh —dijo—. Oh.
A Persé fone le gustaba Leuce, pero eso no significaba que
le gustara que le recordaran su pasado con Hades. Se esforzó
por no mirar a Leuce mientras bebía de una botella de
whisky.
Ben fue el siguiente.
—Yo nunca he acosado a una exnovia.
Hubo una incomodidad colectiva que precedió a la
declaració n del falso profeta. ¿Intentaba demostrar que no era
un asqueroso?
Nadie bebió .
Sybil fue la siguiente.
—Yo nunca me he enamorado a primera vista. —Era una
indirecta para Ben, que no pareció darse cuenta, o tal vez no
le importó , tan confiado en sus habilidades como orá culo,
tomó un chupito.
La siguiente fue Helen.
—Yo nunca he... tenido un trío.
Para sorpresa de nadie, Hermes bebió , pero tambié n lo
hizo Hades, y algo en ello hizo que el color se desvaneciera en
el rostro de Persé fone. Tal vez fue la forma en que lo hizo: ojos
bajos, pestañ as abanicando sus mejillas, como si no quisiera
que ella lo viera. Aun así, trató de racionalizar que ya habían
discutido esto antes. Hades no se disculparía por vivir antes
que ella, y ella lo entendía. Esperaba que Hades, Dios de los
Muertos, hubiera tenido muchas y variadas experiencias
sexuales... y aun así se sentía celosa.
Finalmente, Hades levantó sus ojos hacia los de ella. Eran
oscuros, con una pizca de fuego que encendía los iris como
una brizna de luna. Era una expresió n que conocía bien, no
tanto una advertencia como una sú plica: Te amo, estoy
contigo ahora. Nada más importa.
Ella lo sabía, lo creía con todo su corazó n, pero a medida
que el juego continuaba, los casos en los que era capaz de
tomar un chupito eran pocos y nada comparados con los de
Hades.
—Yo nunca he... comido comida del cuerpo desnudo de
alguien —dijo Ben, pero añ adió con una mirada directa a
Sybil—. Pero me gustaría.
Hades bebió y Persé fone quiso vomitar.
—Yo nunca he… tenido sexo en la cocina —dijo Helen.
Hades bebió .
—Yo nunca he tenido sexo en pú blico —dijo
Sybil. Hades bebió .
—Yo nunca he fingido un orgasmo —dijo Helen.
Persé fone no estaba segura de qué la poseyó , pero ante
esa afirmació n, inclinó su copa y tragó un trago de vino.
Cuando dejó la copa, Hades enarcó una ceja y sus ojos se
oscurecieron. Podía sentir su energía contra la suya, exigente.
Estaba ansioso por hacerla hablar, por probar su piel y
confirmar que había mentido.
No esperaba que Hades la desafiara delante de todos.
—Si eso es cierto, con gusto rectificaré la situació n.
—Oh —se burló Hermes—. Alguien va a ser follado esta
noche.
—Cá llate, Hermes.
—¿Qué ? Tienes suerte de que no te haya llevado al
Inframundo en el momento en que levantaste esa copa.
Todavía no estaba fuera del reino de la posibilidad con la
forma en que Hades la estaba mirando. Tenía preguntas y
quería respuestas.
—Juguemos a otro juego —sugirió Persé fone.
—Pero este me gusta —se quejó Hermes—. Se estaba
poniendo bueno.
Le dirigió una mirada mordaz.
—Ademá s, sabes que Hades está haciendo una lista de
todas las formas en las que quiere f...
—¡Basta, Hermes! —Persé fone se puso en pie y se dirigió
por el pasillo hacia el bañ o. Cerró la puerta y se apoyó en ella.
Sus ojos se cerraron y exhaló ; fue un intento fallido de liberar
la extrañ a sensació n que se había estado acumulando en su
interior. No podía describirla, pero la sentía espesa y pesada.
Entonces el aire se agitó , y se tensó , sintiendo el cuerpo de
Hades enjaular el suyo, su mejilla tocó la suya, su aliento le
hizo cosquillas en la oreja mientras hablaba.
—Tenías que saber que tus acciones me encenderían. —
Su voz era cruda y á spera, e hizo que el fondo de su estó mago
se apretara. Su cuerpo estaba rígido, una fuerza apenas
contenida.
»¿Cuá ndo te he dejado con ganas?
Ella tragó con fuerza y supo que é l quería la verdad.
»¿No vas a responder?
Le llevó la mano a la garganta, sin apretarla, pero
forzando su mirada hacia la suya.
—Realmente hubiera preferido no enterarme de tus
hazañ as sexuales a travé s de un juego delante de mis amigos
—dijo.
—¿Así que pensaste que era mejor revelar que no te había
satisfecho de la misma manera?
Persé fone apartó la mirada. La mano de Hades seguía en
su garganta, y entonces se inclinó hacia delante, con la
lengua presionando ligeramente su oreja.
»¿Debo dejar ninguna duda en sus mentes de que puedo
hacerte venir?
Le levantó la falda y desgarró su ropa interior de encaje.
—¡Hades! ¡Somos invitados aquí!
—¿Qué quieres decir? —le preguntó mientras la levantaba
del suelo, haciendo palanca con su peso contra la puerta. Sus
movimientos eran controlados pero á speros, una muestra de
la violencia que se escondía bajo su piel.
—Es de mala educació n tener sexo en el bañ o de alguien.
Hades le lamió la boca antes de que su lengua le separara
los labios y sus protestas se ahogaron mientras la besaba con
fuerza, hasta el punto que no podía respirar.
¿Por qué lo provoqué? Porque quería esto, pensó .
Necesitaba esto.
Había querido enfurecerle, sentirle rabiar contra su piel
hasta que dejara de recordar un pasado en el que no existiera
con é l.
Su sexo se apretó cuando sintió que la cabeza de la polla
de Hades rozaba su orificio y, al segundo siguiente, se la
enfundó por completo. La cabeza de Persé fone giró y un
sonido escapó de sus labios, crudo y desvergonzado, mientras
una ola de placer brotaba en su interior.
Entonces llamaron a la puerta.
—Odio interrumpir lo que sea que esté sucediendo allí —
dijo Hermes—. Pero creo que querrá n ver esto.
—Ahora no —gruñ ó Hades, con la cabeza apoyada en el
hueco del cuello de Persé fone. Su cuerpo estaba duro y rígido.
Ella lo reconoció por lo que era: un intento de autocontrol.
Era un rasgo que deseaba que abandonara.
Giró la cabeza hacia la de é l, con la lengua rozando su
oreja, y luego con los dientes. Hades inhaló ; sus manos le
apretaron el trasero.
—Vale, primero, es de mala educació n tener sexo en los
bañ os de otras personas —dijo Hermes—. Segundo, se trata
del clima.
Hades gimió y luego gruñ ó .
—Un momento, Hermes.
—¿Cuá nto dura un momento? —preguntó é l.
—Hermes —advirtió Hades.
—Vale, vale.
Una vez que estuvieron solos, Hades la dejó . Ella sintió su
ausencia de inmediato, un dolor que fue creciendo.
—Mierda —dijo é l en voz baja mientras recuperaba su
aspecto.
—Lo siento —dijo Persé fone.
Las cejas de Hades se fruncieron.
—¿Por qué te disculpas?
Abrió la boca para explicarse, tal vez por sus celos o
porque habían tenido que detenerse, o por la tormenta,
realmente no lo sabía. Cerró la boca y Hades se inclinó hacia
ella.
—No estoy molesto contigo —dijo, y la besó —. Pero tu
madre lamentará la interrupció n.
Persé fone se preguntó a qué se refería, pero no le
preguntó mientras salían del bañ o. Desde el pasillo, pudo
escuchar el televisor a todo volumen.
—Se ha emitido un aviso de una severa tormenta de hielo
para toda Nueva Grecia.
—¿Qué está pasando?
—Ha empezado a llover —dijo Helen. Estaba en la
ventana, con las cortinas abiertas.
Persé fone se acercó . Pudo oír el dé bil golpeteo del hielo al
chocar contra la ventana. Hizo una mueca. Sabía que el
tiempo iba a empeorar, pero no esperaba que lo hiciera tan
pronto.
—Esto es un dios —dijo Ben—. ¡Un dios que nos maldice!
Persé fone se encontró con la mirada de Hades. Un tenso
silencio llenó la habitació n. El mortal se volvió hacia Hades,
exigiendo.
—¿Lo niegas?
—No es prudente sacar conclusiones precipitadas, mortal
—respondió Hades.
—No estoy sacando conclusiones. ¡He previsto esto! Los
dioses reinará n el terror sobre nosotros. Habrá desesperació n
y destrucció n.
Las palabras del orá culo se instalaron en el fondo del
estó mago de Persé fone como una piedra, frías y pesadas. A
pesar de que pensaba que estaba loco, no podía negar que lo
que decía era completamente posible.
—Cuidado con tus palabras, orá culo. —Esta vez fue
Hermes quien habló . Era desconcertante verlo tan severo, tan
ofendido, y el tono de su voz provocó escalofríos en
Persé fone.
Las acusaciones de Ben eran graves, y era posible que su
predicció n provocara la ira de los dioses.
—Solo estoy hablando...
—Lo que oyes —terminó Sybil—. Que puede o no ser la
palabra de un dios, y a juzgar por el hecho de que no tienes
patró n, supongo que te está n alimentando las profecías de
una entidad Impía. Si tuvieras formació n, lo sabrías.
Persé fone miró de Sybil a Ben. Ella no sabía lo que era
una entidad Impía, pero Sybil sabía de qué estaba hablando.
Había sido entrenada para esto.
—¿Y qué tiene de malo una entidad Impía? A veces son los
ú nicos que dicen la verdad.
—Creo que deberías irte —dijo Sybil.
Siguió un tenso silencio mientras Ben parecía registrar las
palabras de Sybil.
—¿Quieres que... me vaya?
—Ella no tartamudeó —replicó Hermes.
—Pero...
—Debes haber olvidado el camino a la puerta —dijo
Hermes—. Te mostraré la salida.
—Sybil... —intentó suplicar Ben, pero en el siguiente
segundo se desvaneció . Todos los ojos se volvieron hacia
Hermes.
—No fui yo —dijo el dios.
Sus miradas se dirigieron a Hades, pero este permaneció
en silencio y, aunque nadie preguntó , Persé fone se preguntó
dó nde había depositado al mortal.
—Creo que deberíamos irnos todos —dijo Persé fone,
aunque lo que realmente quería era estar a solas con Hades
para preguntarle—. Esta tormenta solo va a empeorar cuanto
má s tiempo nos quedemos.
Todos estaban de acuerdo.
—Hades, me gustaría asegurarme de que Helen, Leuce y
Zofie lleguen a casa a salvo.
Asintió .
—Llamaré a Antoni.
Mientras las mujeres tomaban sus chaquetas, Persé fone
apartó a Sybil.
—¿Está s bien? Ben es...
—Un idiota —dijo—. Siento mucho si te ha ofendido a ti o
a los demá s.
—No te preocupes... pero al ritmo que va, seguro que
provocará la ira de algú n dios.
No tuvieron que esperar mucho a Antoni. El cíclope llegó
en una elegante limusina y entraron en ella: Hades y
Persé fone, por un lado, Leuce, Zofie y Helen por otro.
—¿Alguien má s odiaba a ese tipo, Ben? —preguntó Leuce.
—Sybil debería guardar una navaja debajo de su cama por
si vuelve —dijo Zofie.
—O podría simplemente cerrar su puerta —sugirió Helen.
—Las cerraduras se pueden abrir —dijo Zofie—. Una
navaja es mejor.
La cabina se quedó en silencio, excepto por el golpeteo del
hielo en las ventanas.
Primero dejaron a Leuce y a Zofie. Una vez que dejaron la
cabina, la oscuridad pareció tragarse a Helen, cuyo pequeñ o
cuerpo se perdía en la piel de su abrigo. Se quedó mirando la
noche, con su bonito rostro iluminado de vez en cuando por
las luces de la calle.
Despué s de un momento, habló .
—¿Crees que Ben tiene razó n? ¿Que esto es obra de los
dioses?
Persé fone se tensó y miró a la mortal, cuyos ojos se habían
desviado hacia Hades y eran inocentes. Era extrañ o escuchar
esa pregunta sin que hubiera veneno detrá s de las palabras.
—Pronto lo sabremos —respondió Hades.
La limusina se detuvo y, cuando Antoni abrió la puerta, el
aire frío llenó el habitá culo. Persé fone se estremeció y el brazo
de Hades la rodeó con fuerza.
—Gracias por el viaje —dijo Helen al marcharse.
Una vez que estuvieron de nuevo en el camino, Persé fone
habló .
—¿De verdad cree que una tormenta nos separará ?
La forma en que la mandíbula de Hades se movió le dijo
todo lo que necesitaba saber: Sí.
—¿Has visto alguna vez la nieve, Persé fone? —preguntó
Hades, y a ella no le gustó el tono de su voz.
Ella dudó .
—De lejos.
En las cimas de las montañ as, pero desde que se mudó a
Nueva Atenas, nunca.
Hades se encontró con su mirada, sus ojos brillaron;
parecía amenazante y enfadado.
—¿Qué pasa por tu cabeza? —preguntó en voz baja.
Sus pestañ as bajaron, proyectando sombras en sus
mejillas.
—Lo hará hasta que los dioses no tengan má s remedio que
intervenir.
—¿Y qué pasa entonces?
Hades no respondió , y Persé fone no forzó la conversació n
porque, en realidad, tenía demasiado miedo, y creía conocer la
respuesta.
La guerra.
V

UN foQUE QE MAgIA ANTIgUA

—Antoni —dijo Hades poco despué s de que dejaron a


Helen—. Por favor, asegú rate de que lady Persé fone regrese
sana y salva a Nevernight.
—¿Qué ?
La palabra apenas había salido de su boca cuando Hades
tomó su rostro y la besó . Le hizo el amor con su boca,
separando sus labios para meter la lengua dentro. El fondo de
su estó mago se tensó por la anticipació n, sus pensamientos
pasaron de la ira de su madre a la promesa que Hades le
había hecho en el bañ o de Sybil. Todavía sentía el dolor vacío
de su conexió n inacabada, y quería desesperadamente
perderse en é l esta noche, pero en lugar de liberarla, se
apartó , sus labios se sentían hinchados y en carne viva.
Más, Hades. Ahora. Quería gritarle porque le dolía mucho
el cuerpo.
Y él lo sabía.
—No te preocupes, querida. Vendrá s a buscarme esta
noche.
Antoni tosió y sonó como si estuviera tratando de
disimular una risa.
En el siguiente segundo, la magia de Hades estalló ,
oliendo a especias y cenizas, y se fue.
Persé fone dejó escapar un largo suspiro y luego se
encontró con la mirada de Antoni en el espejo retrovisor.
—¿A dó nde fue?
—No lo sé , mi señ ora —respondió , y ella escuchó lo que
no dijo; incluso si lo supiera, me han ordenado que la lleve a
casa. Persé fone de repente supo lo que le pediría a Hé cate en
su pró xima sesió n de entrenamiento: có mo seguir a alguien
cuando se teletransporta.
Antoni dejó salir a Persé fone al frente de Nevernight. A
pesar del terrible frío y la corriente de hielo que caía del cielo,
los mortales seguían haciendo fila, desesperados por tener la
oportunidad de ver el interior del infame club de Hades.
Mekonnen, un ogro y uno de los gorilas de Hades, la recibió al
salir del vehículo. Le puso un paraguas sobre la cabeza y la
acompañ ó hasta la puerta.
—Buenas noches, Persé fone —dijo.
Ella sonrió .
—Hola, Mekonnen. ¿Có mo está s?
—Bien —respondió .
Se sintió aliviada cuando é l no hizo ningú n comentario
sobre el clima. Mekonnen mantuvo la puerta abierta y ella
entró en el club. Subió las escaleras de la pista, repleta de
mortales e inmortales por igual. No siempre caminaba por allí,
a veces se teletransportaba tan pronto como ponía un pie
dentro, cada vez má s, estaba tratando de sentirse có moda con
el tipo de poder que venía con estar comprometida con Hades.
Lo que significaba que este club era suyo.
A veces deseaba poder caminar sin ser vista entre la
multitud como Hades, observando y escuchando, sin
interrupciones, pero no creía que ese poder se manifestara
entre sus habilidades.
Persé fone atravesó Nevernight, pasando por salones
abarrotados, el bar retroiluminado y la pista de baile hundida
donde los cuerpos enrojecidos se presionaban bajo la luz lá ser
roja. Mientras se movía, sabía que la observaban. Incluso si
no la miraban, susurraban, y aunque no sabía lo que decían,
podía adivinar: no había escasez de rumores, no había
escasez de expertos en lenguaje corporal que analizaran cada
uno de sus movimientos, no había escasez de “amigos
cercanos” divulgando detalles sobre su vida en el Inframundo,
su lucha con el dolor, los desafíos de planificar una boda, y
aunque solo había un hilo de verdad en cualquiera de esos
artículos, así fue como el mundo formó su opinió n sobre ella.
Persé fone sabía que las palabras eran tanto aliadas como
enemigas, pero siempre pensó que estaría detrá s del
periodismo sensacionalista, no al revé s.
Simplemente estaba agradecida de que nadie se le
acercara. No es que le importara la mayor parte del tiempo,
pero esta noche se sentía menos confiada. Quizá s tuvo algo
que ver con el incidente del café de hoy. Aun así, sabía que
una de las razones por las que la gente se mantenía a
distancia era porque la estaban protegiendo. Adrian y Ezio,
dos de los ogros que Hades empleaba como gorilas y
guardaespaldas, la flanqueaban desde la distancia. Si alguien
se acercaba, aparecían.
A veces, sin embargo, ni siquiera ellos eran lo
suficientemente intimidantes como para disuadir a los
mortales desesperados.
—¡Persé fone! —Sonó una voz femenina, apenas audible
sobre el clamor de la multitud. Persé fone estaba
acostumbrada a que la gente la llamara por su nombre, y
estaba mejorando en no dejar que eso detuviera su paso, pero
esta mujer se abrió paso entre la multitud y, justo cuando
llegaba a las escaleras, la interrumpió .
—¡Persé fone! —La mujer de cabello oscuro dijo su nombre,
sin aliento por perseguirla por el club. Estaba vestida de rosa
y su pecho palpitaba mientras alcanzaba su brazo. Persé fone
se apartó bruscamente y, de repente, Adrian y Ezio se
interpusieron entre ella y la mujer mortal.
—Persé fone —dijo su nombre de nuevo—. Por favor. ¡Te lo
ruego! ¡Escú chame!
—Venga, mi señ ora —imploró Adrian, mientras Ezio
mantenía una barrera entre ella y la mujer.
—Un momento, Adrian —dijo, y puso su mano sobre el
brazo de Ezio mientras se movía para pararse a su lado.
—¿Está s pidiendo mi ayuda? —dijo Persé fone.
—¡Sí! Oh, Persé fone...
—Ella es la futura esposa y reina de lord Hades —dijo Adrian
—. Te dirigirá s a ella como tal.
Los ojos de la mujer se agrandaron. No hace mucho,
Persé fone se habría encogido al escuchar la correcció n de
Adrian, pero las veces que les pedía a otros que la llamaran
solo por su nombre eran cada vez menos.
—¡Lo siento mucho, lo siento mucho!
Persé fone sintió que se
impacientaba.
—Cualquiera que sea su problema, no debe ser tan
urgente teniendo en cuenta que le está tomando una
eternidad llegar al grano.
Dioses, realmente estaba empezando a sonar como Hades.
—Por favor, mi señ ora, se lo imploro. Deseo negociar con
lord Hades. Debes pedirle que me vea de inmediato.
Persé fone apretó los dientes. Así que la mujer no estaba
pidiendo su ayuda, deseaba que ella suplicara a Hades por la
suya. Inclinó la cabeza, entrecerrando los ojos, tratando de
poner un límite a su ira.
—Quizá s pueda ayudarte —sugirió Persé fone.
La mujer se rio, como si su sugerencia fuera ridícula. Si
era honesta, la reacció n dolió . Se dio cuenta de que esta
mortal no sabía que Persé fone era una diosa, pero fue otro
recordatorio del valor que se le dio en la Divinidad.
Los labios de Persé fone se aplanaron.
—Rechazar mi ayuda es efectivamente rechazar a Hades.
Volvió a subir las escaleras y la mujer intentó abalanzarse
sobre ella, pero Ezio colocó su brazo entre ellos, evitando que
la mujer la tocara.
—Espera, por favor. —El tono de la mujer se volvió
desesperado—. No quise ofender. Es solo... ¿có mo puedes
ayudarme? Eres una mortal.
Persé fone hizo una pausa y miró a la mujer.
—Si lo que está s pidiendo requiere la ayuda de un dios, es
probable que no debas pedirlo en absoluto.
—Eso es fá cil de decir para ti —replicó la mujer enojada
—. Una mujer que puede pedir cualquier cosa a su amante, un
dios.
Persé fone la fulminó con la mirada. Esta mujer era como
cualquier otra persona que escribiera artículos o murmurara
sobre ella. Había creado su propia narrativa sobre la vida de
Persé fone. No sabía có mo había rogado a Hades por su ayuda,
có mo se había negado, có mo la había jodido y regateado con
Apolo cuando debería haber dejado de interferir.
Miró a Ezio.
—Ensé ñ ale la salida —dijo Persé fone, y se volvió para
subir las escaleras con Adrian.
—¡Espera! ¡No! ¡Por favor!
Las sú plicas de la mujer estallaron como el sonido de los
fuegos artificiales dentro del club, y, lentamente, el rugido de
la multitud se volvió silencioso mientras veían a Ezio sacar a
la mujer del club. Persé fone ignoró la atenció n y continuó
subiendo hasta la oficina de Hades. Cuando estuvo detrá s de
las puertas doradas, la frustració n inundó sus venas. Un
dolor le pinchó el antebrazo y reconoció que su magia
intentaba manifestarse físicamente, por lo general en forma
de enredadera, hojas o flores que brotaban de su piel.
La mortal la había disparado.
Respiró hondo para aliviar su ira hasta que la punzada de
dolor se disipó .
¿Cuá l es la opinió n del mundo, de todos modos? Su
amargo pensamiento se convirtió rá pidamente en algo mucho
má s doloroso cuando se dio cuenta de por qué se había
enojado tanto; la mujer esencialmente le había dicho que no
tenía nada de valor que ofrecer, con la excepció n de su
conexió n con Hades.
Persé fone había luchado antes con sentirse como un
objeto, una posesió n propiedad de Hades, a menudo sin
nombre en artículos donde su relació n ocupaba un lugar
central. Ella era la amante de Hades o la mortal.
¿Qué haría falta para que el Mundo Superior la viese
como la veía el Inframundo? Igual a Hades.
Persé fone suspiró y se teletransportó a la arboleda de
Hé cate, solo para encontrar a la diosa enzarzada en una
batalla con un pequeñ o y esponjoso cachorro negro que tenía
el dobladillo de su vestido carmesí entre los dientes.
—¡Nefeli! ¡Libé rame de una vez! —gritó Hé cate.
El cachorro gruñ ó y tiró má s fuerte.
Persé fone se rio, sus frustraciones anteriores
desaparecieron repentinamente, reemplazadas por diversió n
al ver a la Diosa de la Brujería agarrá ndose sus faldas en un
intento por liberarse de una criatura tan pequeñ a y delicada.
—¡Persé fone, no te quedes ahí parada! ¡Sá lvame de este...
monstruo!
—Oh, Hé cate. —Persé fone se inclinó para recoger la bola
de pelo—. Ella no es un monstruo.
Sostuvo a Nefeli en alto. Tenía orejas pequeñ as, nariz
puntiaguda y ojos expresivos, casi humanos.
—¡Es una villana! —La diosa inspeccionó su vestido, lleno
de pequeñ os agujeros. Luego colocó sus manos en sus
caderas, entrecerrando los ojos—. Despué s de todo lo que
hice.
—¿Dó nde la encontraste? —preguntó Persé fone.
—Yo… —Hé cate vaciló , y sus manos cayeron de sus
costados—. Yo... bueno... yo la hice.
Las cejas de Persé fone se juntaron y movió al cachorro de
modo que la sostuvo en el hueco de su brazo.
—¿Tú ... la hiciste?
—No es tan malo como parece —dijo Hé cate.
Cuando no ofreció ninguna explicació n, Persé fone habló .
—Hé cate, por favor no me digas que esto era un humano.
No sería la primera vez. Hé cate había convertido a una
bruja llamada Gale en un turó n que ahora tenía como
mascota en el inframundo.
—Está bien, entonces no lo haré —respondió .
—Hé cate —reprendió Persé fone—. No lo hiciste, ¿por qué ?
¿Porque te molestó ?
—No, no, no —dijo—. Aunque… eso es discutible. La
convertí en un perro debido a su dolor.
—¿Por qué ?
—Porque se estaba volviendo loca, y pensé que preferiría
ser un perro que un mortal que había perdido.
Persé fone abrió la boca y luego la cerró .
—Hé cate, no puedes convertirla en un perro sin su
permiso. No es de extrañ ar que haya atacado tus faldas.
La diosa se cruzó de brazos.
—Ella me dio permiso. Me miró desde el suelo y me rogó
que le quitara el dolor.
—Estoy segura de que no quería que la convirtieras en un
perro.
Hé cate se encogió de hombros.
—Una lecció n para todos los mortales: si vas a pedir
ayuda a un dios, sé específico.
Persé fone ofreció una mirada puntiaguda.
—Ademá s, necesitaba un nuevo grim. Hé cuba está
cansada.
—¿Un grim?
—Oh, sí. —Ofreció una sonrisa maliciosa—. Es solo una
vieja tradició n que comencé hace siglos. Antes de quitarle la
vida a un mortal, envío un grim para torturarlo durante
semanas antes de su final oportuno.
—Pero... ¿Có mo eres capaz de quitar vidas, Hé cate?
—Me asignan como su Destino —explicó .
Persé fone se estremeció . Nunca había sido testigo de la
venganza de la diosa, pero sabía que Hé cate era conocida
como la Dama del Tá rtaro por su enfoque ú nico del castigo,
que generalmente involucraba veneno. Persé fone solo podía
imaginar el infierno por el que pasaría cualquier mortal con
Hé cate asignada como la causa de su muerte.
—Pero ya basta de mí y de este chucho. ¿Viniste a verme?
La pregunta de Hé cate sacó la sonrisa del rostro de
Persé fone al recordar la razó n por la que había buscado a la
diosa. A pesar de su frustració n anterior, ya no sentía tanto
enfado como decepció n.
—Solo... me preguntaba si podríamos
practicar. Hé cate entrecerró los ojos.
—Puede que no sea Hades, pero sé cuá ndo no está s
diciendo la verdad. Vamos, sué ltalo.
Persé fone suspiró y le contó a Hé cate sobre la mujer del
club. La diosa escuchó y despué s de un momento, preguntó :
—¿Qué pensaste que podrías haberle ofrecido a la mujer?
Persé fone abrió la boca para hablar, pero vaciló .
—Yo... no lo sé —admitió . Ni siquiera sabía lo que quería
la mujer, aunque podía adivinarlo. Persé fone no tardó en
darse cuenta de que los mortales rara vez pedían algo má s
que tiempo, salud, riqueza o amor. Nada de lo que Persé fone
podría conceder, ni como la Diosa de la Primavera, y mucho
menos como una diosa que acaba de aprender sus poderes.
—Veo adó nde va tu mente —dijo Hé cate—. No quise
hacerte sentir menos, pero has respondido a mi pregunta de
todos modos.
Los ojos de Persé fone se abrieron un poco.
—¿Có mo?
—Está s pensando como un mortal —dijo—. ¿Qué
posibilidad podría ofrecerme?
—¿Qué podría haber ofrecido, Hé cate? ¿Una rosa
marchita? ¿El sol en un día frío?
—Te burlas de ti misma y, sin embargo, tu madre
aterroriza al Mundo Superior con nieve y hielo. El sol es justo
lo que necesita el mundo mortal.
Persé fone frunció el ceñ o. La idea de intentar
contrarrestar la magia de su madre era abrumadora.
Nuevamente, Hé cate la detuvo.
—Viniendo de la mujer que usó la magia de Hades contra
é l.
Persé fone entrecerró los ojos.
—Hé cate, ¿has estado ocultando que puedes leer mi
mente?
—Esconderse implica que te engañ o intencionalmente —
respondió Hé cate.
Persé fone arqueó una ceja.
—Pero sí, por supuesto que puedo leer la mente —
respondió y luego, como si eso lo explicara todo, agregó —:
Soy una diosa y una bruja.
—Genial. —Persé fone puso los ojos en blanco.
—No te preocupes —dijo—. Estoy acostumbrada a
desconectarme, especialmente cuando está s pensando en
Hades.
La diosa arrugó la nariz y Persé fone gimió .
—Mi punto es, Persé fone, llegará un momento en que ya
no podrá s disfrazarte de mortal.
Un ceñ o frunció los labios de Persé fone, pero incluso ella
estaba comenzando a preguntarse cuá nto tiempo sería capaz
de mantener esta farsa, especialmente con la magia de su
madre corriendo desenfrenada en el Mundo Superior.
—Fue noble, querer ser conocida por tu trabajo, pero eres
má s que Persé fone, una periodista. Eres Persé fone, Diosa de
la Primavera, futura reina del Inframundo. Tienes mucho má s
que ofrecer que palabras.
Pensó en algo que Lexa le había dicho sobre lo que
significaba ser una diosa.
—Eres amable y compasiva y luchas por tus creencias,
pero, sobre todo, luchas por las personas.
Persé fone respiró hondo.
—¿Y qué se supone que debo hacer? ¿Anunciar
mi Divinidad al mundo?
—Oh, querida, no te preocupes por có mo el mundo llegará
a conocerte.
Persé fone se estremeció y, aunque una parte de ella
quería saber qué quería decir Hé cate, otra parte no.
—Ven, querías practicar.
La Diosa se sentó en la hierba y palmeó el lugar junto a
ella. Persé fone suspiró , sabiendo que Hé cate tenía la
intenció n de que meditara. No le gustaba meditar, pero había
estado trabajando en aprovechar su magia, y cuando
mejoraba, por lo general era a travé s de las instrucciones de
Hades que tenía má s é xito.
Tomó su lugar al lado de Hé cate, liberando a Nefeli para
que deambulara por el prado circundante. Hé cate comenzó ,
animá ndola a cerrar los ojos mientras le narraba có mo
debería pensar en su magia, como un pozo o estanque del que
podía alimentarse en cualquier momento.
—Imagina la piscina, reluciente, fresca.
El problema era que Persé fone no pensaba en su magia
como un estanque, era oscuridad, era sombra. No era fresca,
era fuego. No estaba tranquila, estaba furiosa. Ha estado
encerrada tanto tiempo que la libertad la ha vuelto salvaje.
Cuando se acercó , rechinó , brotó , sangró . Era lo opuesto a la
paz, lo opuesto a la meditació n.
Mientras estaba sentada con los ojos cerrados, sintió que
la magia se agitaba a su alrededor, era de Hé cate, un poder
pesado y antiguo que olía como un buen vino, añ ejo y
penetrante, y se sentía como el terror. Sus ojos se abrieron de
golpe solo para descubrir que la pequeñ a y esponjosa perra de
antes se había transformado en un enorme perro del infierno.
Ya no era linda, sino feroz, sus ojos brillaban rojos, sus
dientes eran largos, afilados, y su papada goteaba, salivando
de hambre.
Nefeli gruñ ó , los ojos de Persé fone se dirigieron a Hé cate,
que se había movido para flotar detrá s de su nuevo grim.
—Hé cate... —La voz de Persé fone adquirió un tono de
advertencia.
—¿Sí, mi señ ora?
—No me digas mi señora —espetó —. ¿Qué está s haciendo?
—Estamos practicando.
—¡Esto no es prá ctica!
—Lo es. Debes estar preparada para lo inesperado. No
todos son lo que parecen, Persé fone.
—Creo que lo entiendo. El perro no es lindo.
Un gruñ ido mortal brotó de la garganta de Nefeli. Avanzó
poco a poco hacia Persé fone como un depredador
arrinconando a su presa, inmovilizá ndola contra el suelo.
—¿Ella te insultó , mi amor? —preguntó Hé cate, su voz
dulce, pero reprendiendo.
Persé fone miró a la diosa mientras animaba al perro que
había criticado antes.
—Si quieres que ella ceda, usa tu magia —dijo Hé cate.
Los ojos de Persé fone se agrandaron. ¿Qué magia se
suponía que debía usar para llamar a un sabueso?
—Hécate...
La diosa suspiró .
—¡Nefeli!
Cuando Hé cate pronunció el nombre del perro, sus orejas
retrocedieron y, por un breve momento, Persé fone pensó que
iba a llamarlo.
En cambio, ella dijo:
—Ataca.
Los ojos de Persé fone se agrandaron y, en el segundo
siguiente, se teletransportó y aterrizó en la hierba junto al
océ ano Aleyonia. Solo había estado aquí una vez, una noche
en la que había salido del palacio de Hades y se había
perdido. Se puso de rodillas y se dio cuenta de que se había
salvado por una pulgada de caer del acantilado. Sus
extremidades temblaron mientras se acomodaba en la hierba,
llevando sus rodillas a su pecho. Permaneció sentada un buen
rato, dejando que el viento salado secara las lá grimas que le
surcaban el rostro, repitiendo lo que había sucedido en el
prado.
Teletransportarse se había sentido como su ú nica opció n
tan pronto como Hé cate le había dado la orden, y aunque
ahora estaba a salvo, tambié n sentía que había fallado. No
culpaba a Hé cate. Sabía lo que la diosa estaba tratando de
enseñ arle. Tenía que pensar má s rá pido. Tan pronto como
sintió la magia de Hé cate rodeá ndola, debería haber estado
alerta. En cambio, había estado demasiado có moda, tan
có moda que no se había tomado en serio sus instrucciones.
No cometería el mismo error por segunda vez, porque
eventualmente, no habría lugar para segundas
oportunidades.
VI

UN TRATo

Persé fone paseaba por su dormitorio.


Hades no había regresado desde que la dejó en la
limusina, y aunque no estaba ansiosa por su ausencia,
estaba nerviosa por tratar de dormir sin é l. Cada vez que
miraba su cama sentía pavor. Al menos cuando Hades estaba
aquí, sabía que é l cuidaría su sueñ o y la despertaría de sus
pesadillas si Pirítoo decidía aparecer.
Se detuvo frente a la chimenea y sus ojos se posaron en la
jarra de whisky de Hades. Curiosa, la recogió estudiando el
líquido ambarino. A travé s del cristal, brillaba como gemas
citrinas. Una vez le preguntó a Hades por qué prefería el
whisky como su bebida de elecció n.
—Es saludable —había dicho é l.
Ella resopló .
»Lo es —había argumentado—. Me ayuda a relajarme.
—Pero lo bebes constantemente —señ aló ella.
Entonces é l se encogió de hombros.
—Me gusta sentirme relajado constantemente.
Si ayudaba a Hades a relajarse, tal vez la ayudaría a ella.
Sacó la tapa y tomó un trago. Fue sorprendentemente...
dulce. Le recordaba a la vainilla y el caramelo, dos
ingredientes con los que tenía mucha experiencia. Tomó otro
trago, detectando un toque de especia similar al olor de
Hades. A ella le gustó . Apretando la botella contra sus pechos,
salió del dormitorio y se dirigió a la cocina, encendiendo las
luces que parecían demasiado brillantes despué s de caminar
por los pasillos en sombras del palacio.
Se estaba familiarizando má s con la cocina de Milan y,
sorprendentemente, el cocinero estaba feliz de compartir el
espacio, probablemente porque Persé fone podía enseñ arle
recetas má s modernas, en particular, estaba ansioso por
aprender a hacer pasteles.
—Ya sabes —había dicho Persé fone una tarde mientras le
enseñ aba a decorar galletas de azú car—. Estoy segura de que
hay muchos chefs célebres en Asfódelos. ¿Has pensado
alguna vez en traerlos a tu cocina?
—Nunca tuve ninguna razón para hacerlo —dijo Milan—. Mi
señor es una criatura de costumbres, ha comido lo mismo por
toda la eternidad, no desea variedad o... sabor.
Eso sonaba como Hades.
—Estoy segura de que estará dispuesto a probar algunos
platos nuevos.
—Si la sugerencia proviene de tus labios, no tengo ninguna
duda de que se doblegará a tu voluntad.
Milan no se equivocaba. Persé fone comprendía el poder
que ejercía sobre Hades. É l haría cualquier cosa por ella.
Quemaría el mundo por ella.
Esas palabras la estremecieron, su verdad sonó profunda,
y se preguntó mientras la nieve y el hielo cubrían la tierra
arriba, si Hades se mantendría fiel a sus palabras.
Suspiró y se concentró en su tarea. Decidió que lo que
necesitaba, ademá s de whisky, eran brownies. Se puso a
trabajar, localizando ingredientes, tazones y tazas medidoras.
Comenzó derritiendo mantequilla y luego la mezcló con
azú car. Le encantaba batir los huevos, lo cual era bueno
porque no quería descargar su frustració n con la masa real,
batir demasiado no le daría la textura que quería. Despué s de
los huevos, agregó vainilla, flor y cacao en polvo. Una vez que
mezcló la masa, la vertió en una sarté n, alisando el extremo
romo de su cuchara sobre la parte superior antes de probarla.
—Hmm —suspiró ante el sabor en su lengua, cá lido y
dulce.
—¿A qué sabe?
El sonido de la voz de Hades fue seguido por su presencia
mientras se manifestaba detrá s de ella. Persé fone volvió la
cabeza hacia é l; podía sentir su aliento en la mejilla mientras
respondía.
—Sublime.
Se volvió hacia é l y pasó el dedo por la cuchara,
recogiendo suficiente masa para é l.
»Prueba —susurró mientras sus dedos separaban sus
labios.
No fue necesario persuadirlo; la lengua de Hades se
deslizó a lo largo de su dedo, la presió n de su boca aumentó
mientras chupaba lo que quedaba de la masa. Cuando la
soltó , hizo un sonido profundo en el fondo de su garganta y su
voz retumbó mientras hablaba.
—Exquisito —dijo—. Pero he probado lo sublime y no hay
nada má s dulce.
Sus palabras apretaron su pecho e hicieron que el espacio
que compartían se sintiera aú n má s pequeñ o. Se miraron por
un momento, hirviendo a fuego lento en el calor que
compartían hasta que Persé fone se dio la vuelta y devolvió la
cuchara al cuenco.
—¿Dó nde estabas? —preguntó , recogiendo la cacerola de
brownies y metié ndolos en el horno. Una abrumadora ola de
calor golpeó su rostro cuando abrió la puerta.
—Tenía negocios —respondió Hades, evasivo como
siempre.
Persé fone dejó que la puerta del horno se cerrara de golpe
y se volvió hacia é l.
—¿Negocios? ¿A esta hora?
Ni siquiera estaba segura de la hora, pero sabía que era
temprano en la mañ ana.
É l le ofreció una sonrisa amenazante e inclinó la cabeza.
—Hago negocios con monstruos, Persé fone. —Miró hacia
el cuenco sobre la encimera—. Y tú , aparentemente, horneas.
Ella frunció el ceñ o.
»¿No pudiste dormir? —preguntó é l.
—No lo intenté .
Fue el turno de Hades de fruncir el ceñ o, y luego sus ojos
se movieron.
—¿Ese es mi whisky?
Persé fone siguió su mirada hasta donde había dejado el
recipiente de cristal.
—Lo era —respondió ella.
Luego sintió la mano de Hades en su barbilla cuando
volvió su rostro hacia é l y presionó sus labios contra los de
ella, ligeramente al principio y luego con má s fuerza,
acercá ndose, sellando el espacio entre ellos.
—Estoy ardiendo por ti —habló contra su boca, sus manos
rozaron su cuerpo, una mano apretó su trasero, la otra
presionó contra la seda de su bata para acariciar su centro
hú medo a travé s de la tela. Persé fone gimió , sus dedos se
clavaron en su camisa mientras el calor florecía en la parte
inferior de su estó mago, derritié ndose entre sus muslos. Cada
parte de ella se sentía sensible e hinchada.
Hades rompió el beso y Persé fone siseó mientras se movía
para presionar su erecció n en el calor de su cuerpo.
»Juguemos un juego —dijo é l.
—Creo que he terminado con los juegos por esta noche —
dijo ella, sin aliento.
—Solo uno —dijo é l, besando su mandíbula y tomando la
cuchara cubierta de masa que ella había dejado caer en el
tazó n anteriormente.
Ella frunció el ceñ o mientras lo miraba, curiosa.
»Nunca lo he hecho —dijo, pasando el dorso de la cuchara
por su pecho. La masa estaba fría y ella se estremeció .
—Hades…
—Shh —dijo, sonriendo y pasó la cuchara por sus labios.
Ella comenzó a lamer la masa—. Detente.
Ella se congeló , sus ojos ardieron.
»Eso es para mí.
Ella tragó saliva.
—Nunca he querido a nadie má s que a ti.
—¿Nunca? ¿Incluso antes de que supieras que yo existía?
—lo desafió .
—Sí —dijo, y lamió sus labios antes de separarlos. Sabía a
dulce de azú car y whisky y olía a especias; una mezcla de
clavo, geranios y madera. Sus labios se deslizaron hacia su
mandíbula y los labios de ella quedaron hinchados por su
beso. Habló contra su piel, las palabras vibraron en el fondo
de su estó mago—. Antes de ti, solo conocía la soledad, incluso
en una habitació n llena de gente; era un dolor agudo, frío y
constante, y estaba desesperado por llenarlo.
—¿Y ahora? —susurró ella.
Hades se rio entre dientes.
—Ahora me muero por llenarte.
Su lengua tocó su pecho mientras lamía la masa en su
piel, y sus manos se posaron en sus pechos, sus dedos
acariciando sus pezones a travé s de su camisó n. Persé fone
jadeó , sus dedos juguetearon con los botones de su camisa,
pero Hades tenía otras ideas cuando la llevó al borde de la
isla, colocá ndose entre sus piernas. É l estaba tan cerca que
no podía seguir desnudá ndolo.
»Há blame de esta noche —dijo é l, con las manos
recorriendo sus muslos ligeramente, provocando su entrada.
Se sentía tan incó modamente vacía.
—No quiero hablar de esta noche —dijo ella, alcanzando
su muñ eca, intentó atraerlo dentro de ella.
—Yo sí —dijo é l, todavía rodeá ndola, enviando un
escalofrío placentero por su columna vertebral como un rayo
—. Estabas molesta.
—Me siento... estú pida —dijo.
—Nunca —suspiró é l cuando un dedo se curvó dentro de
ella. El brazo de Hades evitó que su cabeza cayera hacia
atrá s, sus ojos se sostuvieron mientras é l suplicaba—. Dime.
—Estaba celosa —dijo entre dientes, la fea sensació n la
atravesó tan poderosa como el placer que é l le estaba dando
ahora—. Has compartido mucho con tantos antes que yo… Y
sé que no puedes evitarlo y que has vivido mucho... pero yo...
Sus palabras fueron tragadas por una sensació n
abrumadora, una ola de placer que sacudió su cerebro y robó
su aliento. Apenas podía respirar y Hades persiguió esa
sensació n, los dedos se hundieron má s profundamente, el
pulgar rozó ligeramente su clítoris.
—Te habría tenido desde el principio —dijo Hades, su
tono bajo, á spero, sensual—. Pero las Moiras son crueles.
—Solo me dieron para castigarte —dijo ella.
—No, eres un placer. Mi placer.
Besó su boca de nuevo mientras sus dedos continuaban
trabajando y sus respiraciones se mezclaban, má s rá pido
hasta que Hades presionó su palma contra su pecho y la guio
hacia su espalda. É l la miró fijamente mientras hablaba.
»Eres tú ahora, para siempre.
Mientras é l se inclinaba, haciendo que sus piernas se
abrieran, la lengua probando su centro hinchado, ella se
arqueó sobre la encimera de granito en la que é l se deleitó .
Sus dedos y lengua se movieron má s rá pido, persiguiendo su
orgasmo con cada gemido entrecortado, pero antes de que
pudiera correrse, se detuvo, se enderezó y tiró de ella fuera de
la encimera.
—¿Qué está s haciendo? —preguntó mientras sus pies
tocaban el suelo. Había algo oscuro en su mirada y era eró tico
y violento, y Persé fone quería desafiarlo, darle vida.
—Cuando termine, la pró xima vez que juguemos a ese
maldito juego, te irá s tan borracha que tendré que llevarte a
casa.
—¿Y qué ? ¿Pretendes follarme esta noche de todas las
formas en que no me han follado?
É l rio.
—Té cnicamente es de mañ ana.
—Tengo que ir a trabajar pronto.
—Lá stima —dijo y la giró , y con la mano en su cuello, la
empujó hacia delante hasta que su rostro tocó la encimera de
granito. Le abrió las piernas de una patada y la penetró por
detrá s, hundié ndose profundamente. La mano que había
agarrado su cuello se movió a su boca y le separó los labios.
Ella chupó sus dedos, saboreando el metal de su orgasmo en
su piel.
Persé fone extendió la mano para agarrar el borde del
mostrador mientras Hades la manejaba, pero tan pronto como
comenzó , la levantó del mostrador. Un sonido gutural escapó
de su boca mientras se movía con é l todavía dentro de ella, su
polla tocando un lugar diferente y má s sensible mientras su
espalda se encontraba con su pecho.
—No he olvidado tu reclamo anterior. —Su voz era ronca
contra su oreja. Se refería al juego que habían jugado en casa
de Sybil, cuando ella afirmó haber fingido un orgasmo.
—Mentí —gimió ella, tratando de moverse contra é l, pero
Hades no se movió .
—Lo sé —dijo, y sus dientes rozaron su hombro—. Y
tengo la intenció n de desalentar esas mentiras. Te follaré
hasta el punto en que esté s desesperada por liberarte, una y
otra vez para que cuando finalmente te corras, ni siquiera
recuerdes tu nombre.
La promesa en su voz la emocionó .
—¿Crees que será s capaz de parar? —preguntó ella—.
¿Para privarte de la satisfacció n de mi orgasmo?
Hades sonrió .
—Si eso significa oírte suplicar por mí, cariñ o, sí.
É l le estiró el cuello y devoró su boca. Su lengua se
entrelazó con la de ella, barriendo y deslizá ndose, haciendo
que su boca se abriera tanto que le dolía la mandíbula. Ni
siquiera podía devolverle el beso. Este era suyo y solo podía
aferrarse a é l. Cuando la soltó , fue para darle la vuelta,
levantarle la pierna y volver a entrar en ella. El á ngulo les
permitió permanecer cerca, y é l le tapó la boca con la suya,
besá ndola con tanta fuerza que no podía respirar. Cuando
sus labios dejaron los de ella, fue para dejar besos y dientes
sobre su cuello, haciendo una pausa para chupar la piel
sensible hasta que se lastimó bajo su toque. Cuando ya no
pudo sostenerse má s, la apretó contra la pared, empujando
má s fuerte, má s rá pido.
Ella miró su rostro, ojos salvajes y desenfocados, una capa
de sudor perlando su rostro, hasta que ya no pudo
concentrarse en nada má s que la sensació n de é l y el placer
que exprimía dentro de ella.
»Te amo —dijo é l—. Solo te he amado a ti.
—Lo sé —susurró ella.
—¿Lo haces? —la interrogó entre dientes, pero no por
rabia. Estaba esforzá ndose, las venas de su cuello estallaron,
su rostro estaba enrojecido.
—Lo sé —repitió ella—. Te amo. Solo quiero todo, quiero
má s, lo quiero todo de ti.
—Lo tienes —le prometió y la besó de nuevo, sus cuerpos
resbaladizos y pegajosos. Su mano se movió , una presionada
contra la pared detrá s de ella, la otra apretando su trasero
con tanta fuerza que sabía que iba a magullarla. Sentía el
pecho apretado, tenso por el aire que no podía liberar.
Luego, de repente, é l se apartó con una maldició n,
rozando sus labios con los dientes. Su grito gutural era de
frustració n. Realmente tenía la intenció n de torturarla, pero
entonces se retiró por completo y la puso de pie, ajustá ndose
la ropa antes de que Hermes apareciera en la cocina.
De repente, Persé fone comprendió la prisa de Hades.
Sería la segunda vez que el Dios de la Travesura los
interrumpía. La expresió n de Hades era asesina, pero una
mirada a é l silenció su frustració n. El dios dorado parecía
herido, pá lido.
—Hades, Persé fone, Afrodita ha pedido su presencia.
Inmediatamente.
El primer pensamiento de Persé fone fue que debía
tratarse de Adonis, pero, ¿por qué parecía tan preocupado
Hermes? Algo no cuadraba.
—¿A esta hora? —El brazo de Hades se apretó alrededor
de Persé fone.
—Hades —dijo Hermes, con el rostro pá lido—. Esto… no es
bueno.
—¿Dó nde? —preguntó é l.
—Su casa.
No hubo má s preguntas, solo el olor del aire intenso del
invierno y las cenizas mientras se teletransportaban.
VII

UN foQUE DE fERRoR

Aparecieron en una gran habitació n que Persé fone pensó


que debía ser un estudio. La luz estaba apagada, lo que hacía
que las paredes parecieran de un color verde azulado oscuro.
Estanterías de color castañ o forradas con libros
encuadernados en cuero encajonadas en un escritorio del
mismo color. Gruesos marcos de oro antiguo colgaban de la
pared, encerrados en pinturas que representaban ninfas
desnudas, querubines alados, y amantes debajo de los
á rboles. La pared opuesta eran todas ventanas, desnudas,
dejá ndolos expuestos a la noche helada.
La decoració n no se parecía en nada a la de Afrodita, sin
lujosas alfombras, cristales o perlas, y, por un momento,
Persé fone pensó que habían llegado al lugar equivocado, pero
sus ojos pronto encontraron a la Diosa del Amor sentada en el
borde de un silló n en el centro de la habitació n. Iba vestida
con un camisó n de seda azul claro y una bata transparente.
Su cuerpo estaba inclinado hacia una mujer que yacía
envuelta a su lado.
Persé fone no la reconoció , pero pensó que tenía indicios
de los rasgos de Afrodita; en la curva de sus labios, el arco de
su ceja, la inclinació n de su nariz. Estaba pá lida, maltratada
y
golpeada. Sus manos, que yacían enroscadas sobre su
estó mago en ascenso, estaban ensangrentadas, las uñ as rotas
y dentadas.
Pero lo que hizo que el estó mago de Persé fone se
retorciera fueron los cuernos de la diosa. Dos pedazos de
hueso mutilado sobresalían de su cabello color miel
embarrado y enredado. Un perro pequeñ o de pelaje blanco y
sucio estaba acurrucado junto a ella, temblando.
Esto no era en absoluto lo que Persé fone esperaba. Esta
diosa había luchado por su vida, y si no hubiera podido
sentirla, habría pensado que la diosa estaba muerta porque
su respiració n era muy superficial.
—Oh, mis dioses. —Las manos de Persé fone fueron a su
boca y algo espeso y agrio se acumuló en la parte posterior de
su garganta. Corrió hacia ellas y se arrodilló , tomando la
mano de Afrodita entre las suyas.
La Diosa del Amor miró a Persé fone con los ojos
enrojecidos y el rostro manchado. Era difícil verla tan
emocional. Afrodita usualmente hacía todo lo posible por
reprimir sus sentimientos, lo má s que transmitía era ira, y si
eso comenzaba a derretir su exterior gé lido, se apagaba, pero
esto... esto había destruido sus defensas. Quienquiera que
fuera esta diosa, era importante para ella.
—¿Qué pasó ? —Hades hizo la pregunta, llenando la
habitació n con una oscura tensió n que pareció acurrucarse
en sus pulmones y robarle el aliento. Había un tono en su voz,
un escalofrío de violencia, y le bajó por la espalda.
—No lo sabemos con certeza —respondió una voz,
sorprendiendo a Persé fone. Se dio cuenta de que Hades no
había estado dirigié ndose a Afrodita o Hermes, sino a otro; un
hombre que se asomaba en la esquina cerca de las puertas.
Era como si estuviera preparado para hacer una salida
rá pida, excepto que tambié n se veía a gusto, apoyado contra
la pared, con los gruesos brazos cruzados sobre el pecho. Era
casi del mismo tamañ o que Hades, pero no se vestía como
ningú n dios que ella hubiera visto. Llevaba una tú nica beige
sin hilos y un pantaló n que le llegaba hasta las pantorrillas. A
pesar de su sencillez en la ropa, su barba y cabello rubios
estaban bien cuidados y tenían una apariencia casi sedosa.
Pensó que podía adivinar quié n era cuando bajó la mirada
a sus pies, donde una pró tesis dorada asomaba por la pernera
del pantaló n. Este era Hefesto, Dios del Fuego y el marido
ausente de Afrodita, o eso decían los rumores.
Pero si estaba ausente, ¿qué estaba haciendo aquí ahora?
Hefesto continuó hablando, su voz como una cerilla
encendida en silencio.
»Creemos que estaba paseando a su perro, Opal, cuando
fue atacada y solo tuvo la fuerza suficiente para
teletransportarse aquí. Cuando llegó , no estaba consciente y
no hemos podido despertarla.
—Quien haya hecho esto sufrirá —dijo Hermes.
Era extrañ o ver al dios generalmente alegre tan serio.
Ella miró de Hermes a Hades, luego a Hefesto, notando
sus feroces miradas. Persé fone se volvió hacia la mujer que
yacía en el divá n y preguntó :
—¿Quié n es?
Esta vez, Afrodita habló , su voz llena de emoció n.
—Mi hermana, Harmonía.
Harmonía, Diosa de la Armonía, era la menos combativa
de los dioses, ni siquiera una olímpica. Persé fone nunca la
había conocido, ni se había dado cuenta de su conexió n con
Afrodita.
Se volvió hacia Hades.
—¿Puedes curarla?
É l la había curado varias veces, pero sus heridas nunca
habían sido como esto. Aun así, era el Dios de los Muertos y
tenía la capacidad de devolverlos a la vida. ¿Esto no estaba
má s allá de sus habilidades?
Aun así, negó con la cabeza, con una expresió n sombría en
su rostro.
—No, para esto necesitaremos a Apolo.
—Nunca pensé que esas palabras saldrían de tu boca —
dijo Apolo, apareciendo de repente. Iba vestido de forma
arcaica, con una coraza de oro, un lino tó rax de cuero y
sandalias con correas que envolvían sus fuertes pantorrillas.
Una capa dorada colgaba de un hombro y algunos de sus rizos
oscuros se pegaban a su frente sudorosa. Persé fone pensó que
debía haber estado practicando, quizá s para los Juegos
Panhelé nicos.
Estaba sonriendo con suficiencia, sus hoyuelos en plena
exhibició n, hasta que su mirada se posó en Harmonía, y luego
su expresió n se transformó en algo feroz. Era casi aterrador lo
serio que podía ponerse en segundos, al igual que su
hermano, Hermes.
»¿Qué pasó ? —exigió , movié ndose para arrodillarse junto
al divá n, y Persé fone no pudo evitar detectar que el dios olía...
diferente. Su aroma habitual de laurel, dulce y terroso, estaba
dominado por algo má s picante, como el clavo. Ella podría no
haber notado tanto, pero se había colocado entre ella y
Afrodita para alcanzar a Harmonía.
—No lo sabemos —dijo Hermes.
—Por eso te llamamos —respondió Hades, su voz goteaba
con desdé n.
—Yo... no entiendo —dijo Persé fone—. ¿Có mo sabría
Apolo lo que le pasó a Harmonía?
El dios sonrió de nuevo, su horror momentá neamente
olvidado mientras se jactaba.
—Mientras curo, puedo ver los recuerdos. Debería poder
aprovechar sus heridas y descubrir có mo las recibió ... y de
quié n.
Persé fone se puso de pie y retrocedió un paso, observando
có mo trabajaba Apolo, y se sorprendió de lo gentil que trataba
a la diosa.
»Dulce Harmonía —dijo en voz baja, colocando la palma de
su mano sobre su frente, le cepilló el cabello enredado—.
¿Quié n te hizo esto?
Mientras hablaba, su cuerpo comenzó a brillar, y pronto
ese resplandor se transfirió a Harmonía. Los ojos de Apolo se
cerraron revoloteando, y Persé fone vio có mo se contraía su
rostro, frunciendo el ceñ o, espasmos en el cuerpo, y se dio
cuenta de que estaba experimentando su dolor. La
respiració n de Apolo se volvió irregular cuanto má s trabajaba.
No fue hasta que su nariz comenzó a sangrar que comenzó a
preocuparse.
—¡Apolo, detente!
Persé fone lo apartó . É l cayó hacia atrá s, su mano fue a su
nariz, donde ahora el carmesí goteaba hacia sus labios.
Mientras apartaba los dedos, parecía confundido por los
efectos de su curació n.
»¿Está s bien? —preguntó ella.
Apolo la miró , sus ojos violetas estaban cansados. Aun así,
sonrió .
—Aw, Sefi —dijo—. Realmente te importa.
Ella frunció el ceñ o.
—¿Por qué no se despierta? —preguntó Afrodita,
llamando su atenció n de nuevo a Harmonía, que no se había
movido.
—No lo sé —admitió é l—. La curé tanto como pude. El
resto... depende de ella.
Persé fone sintió que el color desaparecía de su rostro.
Pensó en Lexa en el limbo, eligiendo entre regresar o
quedarse en el Inframundo.
—¿Hades? —preguntó Persé fone.
—No veo que su línea de vida termine —respondió , y ella
tuvo la sensació n de que solo estaba respondiendo a su
pregunta tá cita por su bien, no por el de Afrodita—. La
pregunta má s urgente es qué viste cuando la sanaste, Apolo.
Hizo una mueca como si tuviera dolor de cabeza.
—Nada —dijo—. Nada que nos ayude, de todos modos.
—¿Entonces no pudiste ver sus recuerdos? —preguntó
Hermes.
—No mucho. Eran oscuros y confusos, una respuesta al
trauma, creo. Probablemente esté tratando de suprimirlos, lo
que significa que es posible que no tengamos má s claridad
cuando se despierte. Sus atacantes llevaban má scaras,
blancas con bocas abiertas.
—Pero, ¿có mo se las arreglaron para hacerle dañ o? —
preguntó Afrodita—. Harmonía es la Diosa de la Armonía.
Debería haber podido influir en estos... vagabundos y
calmarlos.
Eso era cierto. Incluso si su agresor hubiera logrado
asestar un golpe sorpresa, Harmonía debería haber podido
detener cualquier ataque posterior.
—Debieron haber encontrado una manera de someter su
poder —dijo Hermes.
Todos los dioses intercambiaron una mirada, incluso
Hefesto parecía preocupado, descruzando los brazos para
salir de la sombra solo unos centímetros.
—Pero, ¿có mo? —preguntó Persé fone.
—Todo es posible —dijo Apolo—. Las reliquias causan
problemas todo el tiempo.
Persé fone había aprendido sobre reliquias mientras
estaba en la universidad. Era cualquier objeto imbuido del
poder de los dioses; espadas, escudos, lanzas, telas, joyas,
bá sicamente cualquier cosa que un dios hubiera poseído o
regalado a uno
de sus favoritos. Por lo general, los artículos se rescataban de
campos de batalla o tumbas. Algunos terminaban en museos,
otros en manos de personas que tenían la intenció n de
usarlos para su propio beneficio desastroso.
—¿Hades? —Ella lo llamó por su nombre porque podía
decir que su mente estaba funcionando, dando vueltas a las
posibilidades mientras hablaban. Despué s de un momento, é l
respondió .
—Podría ser una reliquia o quizá s un dios ansioso por el
poder.
Notó que su mirada estaba en Hefesto. El herrero había
creado muchas cosas a lo largo de los siglos, escudos y carros,
espadas y tronos, animatró nicos y humanos.
—¿Alguna idea, Hefesto?
Negó , su expresió n sombría cuando sus ojos grises se
posaron en su esposa y cuñ ada.
—Necesitaría saber má s.
Persé fone tuvo la sensació n de que eso no era
exactamente cierto. Aun así, entendió que quería má s
informació n de la que Apolo había podido dar.
—Dé jala descansar y cuando despierte dale ambrosía y
miel —dijo Apolo, ponié ndose de pie. Persé fone se levantó con
é l y lo estabilizó mientras tropezaba, colocando su mano sobre
su cabeza.
—¿Está s seguro de que está s bien?
—Sí —suspiró é l, luego se rio—. Mantente alerta, Sefi. Los
convocaré pronto.
Luego desapareció . Persé fone se encontró con la mirada
oscura de Hades y, mientras é l parecía enfocado en ella por
un momento, rá pidamente cambió a Afrodita.
—¿Por qué convocarnos?
Persé fone hizo una mueca ante el tono de Hades; estaba
vacío de emoció n, pero pensó que sabía por qué . Esto lo
inquietaba como a ella, y si tenía que adivinar, probablemente
é l la estaba imaginando en esa silla golpeada y magullada, no
a Harmonía.
La espalda de Afrodita se enderezó y miró a Hades.
—Llamé a Persé fone, no a ti —replicó ella ené rgicamente,
mirando a Hermes.
—¿Qué ? —contraatacó é l—. ¡Sabes que Hades no la
dejaría venir sola!
—¿A mí? —preguntó Persé fone, con los ojos muy abiertos
por la sorpresa—. ¿Por qué ?
—Me gustaría que investigues los ataques de Adonis y
Harmonía —dijo ella.
—No —dijo Hades de manera uniforme.
Los dioses lo fulminaron con la mirada.
»Le está s pidiendo a mi prometida que se ponga en el
camino de estos mortales que lastimaron a tu hermana. ¿Por
qué diría que sí?
—Me lo preguntó a mí, no a ti —señ aló Persé fone. Aunque
Hades tenía razó n. Si Adonis y Harmonía fueron atacados por
su conexió n con lo divino, no dudarían en herirla por el mero
hecho de que se casaría con el Dios de la Muerte—. Aun así,
¿por qué yo? ¿Por qué no pedir ayuda a Helios?
—Helios es un idiota —escupió Afrodita—. Siente que no
nos debe nada porque luchó por nosotros durante la
Titanomaquia. Prefiero follar con sus vacas que pedir su
ayuda. No, no me daría lo que quiero.
—¿Y qué quieres? —preguntó Persé fone.
—Nombres, Persé fone —respondió Afrodita—. Quiero el
nombre de todas las personas que pusieron una mano sobre
mi hermana.
Se dio cuenta que no mencionó a Adonis. Aun así,
Persé fone se apoderó de un frío terror cuando se dio cuenta
de lo que perseguía la diosa; venganza.
—No puedo prometerte nombres, Afrodita. Sabes que no
puedo.
—Puedes —dijo—. Pero no lo hará s por é l.
Entrecerró la mirada hacia Hades.
—No eres la Diosa de la Retribució n Divina, Afrodita —
respondió Hades.
—Entonces promé teme que enviará s a Né mesis para llevar
a cabo mi venganza.
—No haré tal promesa —dijo Hades simplemente.
No estaban llegando a ninguna parte, y entonces habló
Hefesto.
—Quien haya lastimado al mortal y a Harmonía tiene una
agenda —dijo é l—. Dañ ar a quienes los agredieron no nos
llevará a un propó sito mayor. Tambié n podrías, sin darte
cuenta, probar su causa.
Afrodita lo fulminó con la mirada, sus ojos brillaban con
algo que parecía má s dolor que ira.
»Si ese es el caso, puedo ver el valor de que Persé fone
investigue el asalto de Harmonía. Ella encaja, como mortal y
periodista. Dado su historial de difamació n contra los dioses,
pueden incluso pensar que pueden confiar en ella, o al menos,
convertirla en su causa. En cualquier caso, sería una mejor
manera de comprender a nuestro enemigo, hacer un plan y
actuar.
Fue el turno de Hades para mirarlo, pero las palabras de
Hefesto la animaron y se volvió hacia Hades.
—No haría nada sin tu conocimiento —aseguró Persé fone
a Hades—. Y tendré a Zofie.
Hades la miró fijamente durante un largo momento.
Estaba rígido, todo en é l odiaba esto, pero luego respondió :
—Discutiremos los té rminos.
Persé fone se pavoneó , eso no era un no.
É l continuó :
»Pero por ahora, necesitas descansar.
Ella sintió que su magia se elevaba para
teletransportarse, y agregó antes de que desaparecieran:
—Convó canos una vez que Harmonía despierte.

Cuando aparecieron en el inframundo, se enfrentaron


entre sí. Se prolongó un largo silencio donde ninguno de los
dos dijo una palabra. Persé fone no creía que fuera porque no
tenían nada que decir, sino porque ambos estaban exhaustos
y el peso de tener que ver a Harmonía, uno de los suyos,
golpeada al borde de la muerte, era pesado. Persé fone no
sabía si debía gritar, sollozar o colapsar.
—Me mantendrá s informado de cada paso que des, de
toda la informació n que obtengas sobre este caso. Te
teletransportará s al trabajo. Si te vas por cualquier motivo,
tengo que saberlo. Llevará s a Zofie a todas partes… —
Mientras é l hablaba, cerró la brecha entre ellos—. Y,
Persé fone, si digo que no...
No terminó la oració n porque no era necesario. Ella sabía
lo que quería decir.
Si decía que no, lo decía en serio, y ella sabía que, si
desobedecía, no habría vuelta atrá s, así que asintió .
—Está bien.
É l dejó escapar un suspiro y aseguró su mano detrá s de
su cuello, presionando sus frentes juntas.
—Si algo te sucediera...
—Hades —susurró , envolviendo sus manos alrededor de
sus muñ ecas. Quería encontrar su mirada, pero é l no soltó su
agarre en su cuello. Aun así, habló —. Estoy aquí. Estoy a
salvo. No dejará s que me pase nada.
—Pero lo hice —respondió é l.
Sin dar explicaciones, sabía que estaba hablando de
Pirítoo.
—Hades…
—No deseo discutirlo —dijo é l, y la soltó , dando un paso
atrá s. Aparentemente, tampoco deseaba tocarla—. Necesitas
descansar.
Lo miró por un momento, ese mismo extrañ o silencio se
extendía entre ellos. No le gustó y quería enfrentarlo, pero
tampoco quería presionarlo. É l ya había dicho que no quería
hablar, y tenía razó n, estaba cansada.
Se retiró al bañ o donde se duchó . Necesitaba la
privacidad, el calor, el ruido sin sentido del agua golpeando
contra las baldosas. Se concentró en estas cosas todo el
tiempo que pudo, evitando pensar en Adonis, Harmonía y
Afrodita.
¿Habían pasado solo unas horas desde que estuvieron
juntos en la cocina? Habían estado a punto de hacer el amor
en todas las superficies. Todavía podía sentir el vacío que
Hades había tallado en su interior. Dos veces la había tomado
hoy y dos veces se había detenido, aunque no por elecció n.
Ella estaba apretada y necesitada, aunque parecía egoísta
pedir sexo dados los eventos de esta noche.
Aun así, casi la había rechazado antes, tanto sus palabras
como su cuerpo.
Era como si no quisiera saber nada de ella esta noche.
Incluso sabiendo que eso no era cierto, un dolor se formó
en su pecho al pensarlo, y se sentó en el suelo de la ducha,
con las rodillas pegadas al pecho hasta que el agua se enfrió .
Levantá ndose, se puso una camisa holgada y regresó al
dormitorio donde encontró a Hades de pie frente al fuego,
todavía vestido.
Ella frunció el ceñ o.
—¿Vienes a la cama?
Se volvió hacia ella y dejó su bebida a un lado antes de
acercarse. Tomó su rostro entre sus manos mientras hablaba.
—Me reuniré contigo en breve.
La miró fijamente por un momento, y cuando se inclinó
hacia delante, abrió la boca, anticipando su beso, excepto que
é l presionó sus labios contra su frente.
Una mezcla de emociones la inundó ; la decepció n y la
vergü enza pelearon. ¿Qué estaba pasando por la cabeza de
Hades? Fuera lo que fuera, se sentía como si la estuviera
castigando. Lo miró fijamente, tragá ndose lo que quería decir,
las acusaciones que quería lanzar, y susurró buenas noches
antes de gatear bajo las frías sá banas, demasiado cansada
para pensar mucho en el beso evasivo de Hades, cayó en un
sueñ o profundo.

Se despertó má s tarde para encontrar a Hades sentado en


la cama, con la espalda desnuda hacia ella, los pies plantados
en el suelo.
Bueno, pensó ella, ha hecho progresos en venir a la cama,
al menos.
Lo alcanzó ; su mano se extendió sobre los duros mú sculos
de su espalda.
—¿Está s bien? —susurró .
É l se volvió y la miró , luego se giró por completo, su
cuerpo desnudo se estiró hasta que su boca se alineó con la de
ella, pero en lugar de besarla, le rozó la mejilla con el pulgar
con ternura.
—Estoy bien —dijo y se enderezó —. Duerme. Estaré aquí
cuando despiertes.
Pero esas palabras no la reconfortaron, y en lugar de
escuchar, se sentó y rodó sobre sus rodillas.
—¿Qué pasa si no quiero dormir?
Se sentó a horcajadas sobre é l, sus brazos rodearon su
cuello mientras las manos de é l se posaban en su cintura.
»¿Qué ocurre? —preguntó —. No me besaste antes y no te
acostará s conmigo ahora.
Ella sintió sus manos flexionarse contra sus costados.
—No puedo dormir —dijo é l—. Porque no puedo detener mi
mente.
—Puedo ayudarte —susurró ella.
É l sonrió un poco, pero estaba triste, y cuando no dijo
nada má s, ella habló .
»Y... ¿Por qué no me besas?
—Porque hay rabia dentro de mi cuerpo y complacerme
contigo... Bueno, no estoy seguro de qué tipo de liberació n
encontraría.
—¿Está s enfadado conmigo? —preguntó , sus dedos
entrelazados en su cabello.
—No, pero me temo que he aceptado algo que solo te hará
dañ o y ya no puedo perdonarme.
—Hades —susurró su nombre, sus miedos lastimaron su
corazó n. Quería decirle que no era solo su decisió n, tambié n
había sido de ella, pero sabía que no podía consolarlo. Este
era un dios que había vivido durante siglos, un dios que
conocía el mundo a diferencia de ella, un dios que tenía
razones para creer como lo hacía, y ella no podía discutir con
eso.
Se inclinó má s cerca; su aliento acarició sus labios. La
tensió n entre sus cuerpos era elé ctrica.
»Disfruta de mí —susurró —. Puedo manejarlo.
La aplastó contra é l, metiendo su lengua en su boca,
besá ndola hasta que no pudo respirar, hasta que sus ojos se
llenaron de lá grimas y su pecho dolía, y justo cuando pensó
que no podía soportarlo má s, é l se separó de ella.
Mientras tomaba respiraciones entrecortadas, las manos
de é l se deslizaron por debajo de su camisó n, guiando la tela
sobre su cabeza. Cuando estuvo desnuda, sus manos
presionaron en cada parte de ella; su espalda, sus senos y su
trasero, y le besó la boca y le chupó el cuello y los pezones. La
dulce sensació n y el placer penetrante la hicieron arrastrar
las uñ as por su espalda, y luego é l la penetró , deslizando un
dedo dentro y luego el otro, trabajá ndola tan rá pido y con
tanta fuerza que no reconoció los sonidos que salían de su
boca.
—Por favor —jadeó —. Por favor, por favor, por favor.
—¿Por favor qué ? —preguntó é l.
Su respuesta fue un grito gutural de liberació n. No se
recuperó cuando la depositó en la cama y sus piernas estaban
tan entumecidas que colgaban abiertas, listas para é l. Hades
se sentó sobre sus talones delante de ella, acariciá ndose a sí
mismo.
»¿Puedes manejarme? —preguntó é l.
—Sí —suspiró . En el segundo siguiente, la agarró por el
trasero, inclinó sus caderas y se estrelló contra ella,
movié ndose a un ritmo que hablaba de su desesperació n por
correrse. Una vez má s, sus manos estaban por todas partes,
agarrando sus muslos, amasando sus pechos, de vez en
cuando se inclinaba para saborear su lengua o lamer el sudor
de su piel y cuando llegaron, Persé fone estaba segura de que
todos en el inframundo escucharon sus gritos de é xtasis.
Hades se derrumbó sobre ella, harapiento, hú medo y
pesado.
Persé fone envolvió sus piernas alrededor de é l y sus
manos se movieron a su cabello, apartá ndolo de su rostro.
Cuando ella contuvo el aliento, habló , le dolía la garganta por
los gritos que Hades había arrancado de su garganta.
—Eres mío. Por supuesto, puedo manejarlo.
Era lo que había querido decir antes, cuando le preguntó ,
pero no había tenido suficiente aire para hacerlo. Hades se
apartó para mirarla, su mirada la penetró , directo al alma.
Esto, pensó ella, era lo más vulnerable que jamás habían
estado el uno con el otro.
—Nunca pensé que agradecería a las Moiras por nada de
lo que me dieron, pero tú , valías todo.
—¿Todo qué ?
—El sufrimiento.
VIII

UNA CoNGESIÓN

Persé fone despertó en pá nico.


No fue estimulado por un sueñ o, sino por el sentimiento
de que se había quedado dormida.
Se levantó de la cama, fijá ndose en Hades que estaba
parado frente a la chimenea. Despué s de la intensidad con
que le hizo el amor anoche, ella esperaba que estuviera
dormido a su lado. Encontrarlo despierto y completamente
vestido hizo que su pecho se sintiera un poco vacío.
Aun así, é l era hermoso y había algo diferente en su
expresió n, una vulnerabilidad que viene con las palabras que
dijo anoche.
Estaba asustado.
Y tenía todo el derecho a estarlo, porque alguien por ahí
había incapacitado a un dios.
Sin embargo, sabía que ese miedo no era por é l, era por
ella, y en lo ú nico en lo que podía pensar era que, si fuera
má s fuerte, si pudiera recurrir a su poder como Hades, é l no
se preocuparía.
—¿Dormiste? —pregunto ella.
—No.
Frunció el ceñ o. No lo había escuchado moverse. ¿Se
había levantado poco despué s de que ella se quedó dormida?
—¿Pesadilla? —pregunto é l.
—No. Yo… pensé que me había quedado dormida.
—Mmm.
Tiró de su bebida, y la dejó a un lado, acercá ndose a ella.
Ella estiró su cuello, sosteniendo su mirada, mientras é l
acariciaba su mejilla con los dedos.
—¿Por qué no dormiste? —preguntó .
—No tenía ganas —dijo.
Arqueó una ceja.
—Pensé que estarías exhausto.
Sonrío y habló gentilmente.
—No dije que no estuviera cansado.
Su dedo se movió sobre su boca, y Persé fone lo metió
entre sus labios, chupando. Hades inhaló , sus fosas nasales se
abrieron, y su otra mano se enredó en su cabello y la base de
su cuello.
Fue una señ al, una pista, de que no había liberado
completamente la oscuridad que trató de mantener a raya
anoche, o tal vez había rellenado su pozo mientras ella
dormía. De cualquier manera, vio la misma pista de violencia,
la misma necesidad de pasió n descarada de anoche.
Sus ojos estaban en sus labios, y la tensió n entre ellos
humedecía el espacio entre sus piernas.
—¿Por qué te está s conteniendo? —murmuró ella.
—Oh, cariñ o, si tan solo supieras.
—Me gustaría. —Dejó caer la sá bana de su pecho. Hubo
un latido de silencio, un momento donde Hades todavía
estaba rígido como una piedra, pero no cedió , en su lugar
tragó y dijo:
—Voy a tener eso en mente. Por ahora, me gustaría que te
vistieras. Tengo una sorpresa para ti.
—¿Qué má s sorpresa que lo que está pasando en esa
cabeza tuya?
Le ofreció una risa y le dio un beso en la punta de la nariz.
—Vístete. Estaré esperá ndote.
Persé fone lo siguió con la mirada cuando se dirigió a las
puertas, llamá ndolo mientras las alcanzaba.
—No tienes que esperar fuera.
—Sí, tengo.
No lo cuestionó , lo dejó irse, salió de la cama y se vistió
para el día. En un típico día de julio, usaría un vestido de
verano para ir a trabajar, algo brillante y con estampados,
pero la tormenta de su madre la hizo usar ropa abrigada.
Eligió una camiseta negra de manga larga, una falda gris y
medias. Lo combinó con tacones y su chaqueta de lana má s
cá lida. Cuando salió al pasillo, Hades estaba esperando, con
el ceñ o fruncido.
—¿Qué ? —preguntó , mirando su atuendo.
—Estoy tratando de averiguar cuá nto tiempo tardaría en
desvestirte.
—¿Por eso saliste de la habitació n? —
preguntó . La esquina de su boca se levantó .
—Simplemente estoy planeando con anticipació n.
Se excitó , ¿estaba haciendo una promesa de cumplir sus
pensamientos anteriores? Levantó su mano para que ella la
tomara, acercá ndola é l antes que su magia los envolviera.
Se manifestaron en lo que parecía ser una sala de espera.
Había un sofá esmeralda sobre dos modernas y estampadas
alfombras y una mesa café y dorada. El suelo era de má rmol
blanco, y una pared de vidrio mostraba una calle conocida, la
reconoció como la calle Konstantine, la misma por la que
caminó con Lexa cuando visitó por primera vez la Torre de
Alejandría.
Un torrente de emoció n le quemó los ojos al pensar en su
mejor amiga. Aclaró su garganta y preguntó :
—¿Por qué estamos en la Torre de Alejandría?
La Torre era otro edificio que Hades poseía, desde el cual
operaba la fundació n Cypress, el negocio filantró pico de
Hades. Persé fone había aprendido por Lexa que Hades poseía
varias caridades, unas que apoyaban a los animales, mujeres
y a los que habían sufrido pé rdidas. Recordó que se sintió
avergonzada por no saber sobre sus mú ltiples esfuerzos, y
cuando lo confrontó , é l le explicó que estaba tan
acostumbrado a existir en solitario, que nunca pensó en
hablar sobre có mo estaba involucrado en el Mundo Superior.
Despué s, se enteraría de que su manto se extendía má s
allá del Mundo Superior y su filantropía, tambié n a la parte
inferior de Nueva Grecia. Era muy consciente de que ni
siquiera entendía el tamañ o del control de Hades, y eso la
hacía estremecerse.
—Me gustaría que tuvieras tu oficina aquí —dijo Hades.
Persé fone se giró y lo miró , con los ojos abiertos.
—¿Esto es por lo que pasó ayer?
—Es una de las razones —respondió , y continuó —:
Tambié n es conveniente. Me gustaría tu opinió n a medida que
continuamos con el proyecto Halcyon, e imaginó que tu
trabajo con The Advocate conducirá a otras ideas.
Ella levantó una ceja.
—¿Me está s pidiendo que trabaje con Katerina?
Katerina era la directora de la fundació n Cypress y
trabajaba en el proyecto Halcyon con Sybil, un centro de
rehabilitació n de ú ltima generació n que ofrecía atenció n
gratuita a los mortales. No hace mucho tiempo, anunciaron la
creació n un jardín de terapia que estaría dedicado a Lexa,
que había estado trabajando en el proyecto antes de su
muerte.
—Sí —dijo—. Debes ser la reina de mi reino e imperio. Es
adecuado que esta fundació n empiece a beneficiar tambié n
tus pasiones.
Persé fone no dijo nada y dio un giro, observando el
espacio con una nueva perspectiva. Había cuatro puertas, dos
a cada lado de la sala de espera. Una, era una sala de
conferencias, las otras tres eran pequeñ as oficinas. Estaban
desnudas, a excepció n de los simples escritorios, pero
observó y empezó a imaginar có mo sería operar en este
lugar.
—¿Te opones? —preguntó é l.
—No —dijo. Solo que sus pensamientos estaban en
espiral.
Pensó en algo que dijo Hades: Es solo cuestión de tiempo
que alguien con una venganza contra mí intente hacerte daño.
Esas fueron palabras que Persé fone difícilmente creyó en ese
momento, principalmente porque no había querido, pero
desde entonces, ella había visto la verdad una y otra vez,
desde Kal a Pirítoo, hasta la enojada mujer que había
arrojado café sobre ella.
Ahora había otra potencial amenaza, los atacantes
desconocidos de Adonis y Harmonía.
Estaría loca si no aceptaba la oferta de Hades.
—Gracias. No puedo esperar para decirle a Helen y Leuce.
La esquina del labio de Hades se levantó , y le acarició la
mejilla.
—Egoístamente, me va a encantar tenerte cerca.
—Rara vez trabajas aquí —señ aló Persé fone.
—Desde hoy, esta será mi oficina favorita.
Trató de no sonreír, entrecerrando sus ojos hacia el dios,
su futuro esposo.
—Lord Hades, debo informarle de que estoy aquí para
trabajar.
—Por supuesto —dijo—. Pero vas a necesitar descansos y
almuerzo, y me voy a asegurar de llenar ese tiempo.
—¿No es el objetivo de un descanso no hacer nada?
—No dije que te haría trabajar.
Sus manos se ajustaron en su cintura. Era una presió n
familiar, una que generalmente era seguida por un beso, pero
cuando empezó a acercarla, alguien se aclaró la garganta, y
Persé fone se giró para ver a Katerina.
—Lady Persé fone. —Sonrió , ofreciendo una linda sonrisa.
Estaba vestida con una blusa de seda amarilla y pantaló n
caqui. Sus rizos creaban un halo alrededor de su cabeza.
—Katerina —sonrió Persé fone—. Es un placer verte.
—Me disculpo por la intrusió n —dijo—. Pero tan pronto
como me enteré de que Hades había llegado, supe que tendría
que atraparlo antes de que se desvaneciera.
Persé fone miró a Hades, quien estaba mirando a Katerina.
La expresió n de su rostro la hizo sentir curiosa. Parecía lo
suficientemente calmado en la superficie, pero apretó
ligeramente los labios, lo que la hizo preguntarse qué quería
compartir Katerina con el Dios de los Muertos.
—Voy a estar poco tiempo, Katerina.
—Por supuesto. —La mirada de la mortal se deslizó a
Persé fone—. Estamos honrados de tenerte aquí, mi señ ora.
Se fue despué s de eso, y Persé fone miró a Hades.
—¿Qué fue eso?
—Te lo digo má s tarde —respondió .
Ella levantó una ceja desafiante.
—¿Igual que me ibas a decir dó nde fuiste la otra noche?
—Te dije que estaba negociando con monstruos.
—Una evasiva nunca es una respuesta —comentó ella.
Hades frunció el ceñ o.
—No deseo esconderte cosas. Simplemente no sé con qué
cargarte durante tu dolor de duelo.
Persé fone abrió la boca y luego la cerró .
—No estoy enojada contigo. Estaba
bromeando. Hades le ofreció una sonrisa.
—Bromeando.
Estaba tocando nuevamente su mejilla, y su mirada fue
tierna.
—Hablaremos esta noche —prometió .
Pensó que la iba a besar, pero en su lugar dejó de tocarla
y se fue. Persé fone se quedó de pie allí por un segundo, se
perdió en una bruma de deseo y, de repente, todo lo que
quería era seguirlo y desafiarlo para que la tomara en su
oficina de cristal ante toda su creació n como prometió una
vez. No tenía duda, é l era tan insaciable como ella, y si no era
má s cuidadosa con sus pensamientos y acciones, no tendrían
nada de qué hablar en la noche como había prometido.
Suspiró y sacó su telé fono, enviando un mensaje rá pido a
Leuce y Helen, avisá ndoles que se reunieran con ella en la
Torre de Alejandría en lugar de su sitio habitual. Persé fone
tenía que admitirlo, estaba aliviada de poder trabajar sin que
el pú blico observara cada movimiento.
Deambuló de nuevo por la habitació n, empapá ndose con
la realidad de que tenía un nuevo espacio para su negocio,
prepará ndose mentalmente sobre como decoraría el espacio y
su nueva oficina.
Acabó junto a las ventanas. Estar en el tercer piso
significaba que tenía una vista impresionante de Nueva
Atenas, rodeada de pesadas nubes, niebla, y nieve. Arados y
camiones de sal estaban trabajando para despejar las
carreteras, en todo momento, nieve y hielo seguían cayendo.
Incluso la ventana tenía guijarros de hielo. Pensó en las
palabras de Hé cate. Tu madre aterroriza el Mundo Superior
con hielo y nieve. El sol es justo lo que el mundo mortal
necesita.
Colocó su mano contra el vidrio.
Había una parte de ella que sabía que podía combatir a su
madre porque lo había hecho antes. Había puesto de rodillas
a Demé ter en la corte de Hades, y la Diosa de la Cosecha,
anciana y poderosa, no se había levantado contra su poder.
Sin embargo, otra parte de ella temía que solo hubiera sido
resultado de que los poderes de Demé ter se debilitaban en el
reino de Hades.
Usaste el poder de Hades en su contra, se recordó , y había
sido terrorífico. Su interior tembló con las secuelas y se había
sentido exhausta las semanas siguientes, durmiendo cuando
no estaba trabajando. Sabía que era una señ al de que no era
lo suficientemente poderosa para contener esa clase de poder.
Iba a tener que conseguir resistencia, y la ú nica forma de
hacer eso, era practicando má s.
Cambió su mirada mientras una gota de agua bajaba por
el cristal. Movió su mano y la atrapo, el hielo había empezado
a derretirse. Presionó juntos los dedos, tratando de averiguar
si había sido su poder o su toque lo que calentó el vidrio. Su
piel no estaba má s cá lida de lo usual, pero su magia estaba
en guardia y alerta, podía sentirlo, como nervios altamente
sensibles que reaccionan a su frustració n.
Pero ese era el problema.
Tenía que empezar a usar su poder de manera intencional.
Colocando su mano nuevamente en el vidrio, enfocó su
energía en su palma, cá lida y elé ctrica. De repente, el hielo
empezó a derretirse de nuevo. Observó gotas de agua bajando
por el cristal y todo en lo que podía pensar era que esto era
un truco barato. No era nada comparado con la magia que iba
a necesitar para terminar con el eterno invierno de Demé ter.
Dejó caer su mano y, mientras lo hacía, las gotas de agua
se congelaron en su lugar.
—¿Persé fone?
Se giró para encontrar a Sybil en la puerta de la oficina.
—Sybil —dijo, sonriendo. Entonces se abrazaron.
—¿Es verdad? ¿Vas a trabajar aquí? —preguntó Sybil.
—Hades me pidió que usara este espacio como oficina, y
debo admitir que estoy má s que feliz de aceptar.
Estaría protegida aquí, pero, sobre todo, Leuce y Helen
estarían a salvo.
—¿Có mo está s? —preguntó Persé fone—. ¿Te ha estado
molestando Ben?
Sybil le dio una mirada oscura y resopló .
—Lo siento mucho por é l, Persé fone. No sabía que era
tan…
—¿Raro?
—Creo que voy a tener que cambiar mi nú mero.
—Me iba a ofrecer para amenazarlo, o hacer que Hades lo
hiciera, pero parece no temer a los dioses.
—Creo que está demasiado concentrado en sí mismo como
para tener miedo de los dioses —dijo ella.
—Lo siento, Sybil.
Se encogió de hombros.
—Es lo que obtengo por intentar un rebote —bromeó . Sin
embargo, Persé fone frunció el ceñ o. Se refería a su efímera
relació n con Aro. El mortal que había sido amigo de Sybil por
mucho tiempo y parecía un buen partido, pero, por alguna
razó n, Aro solo quería que fueran amigos.
—Creo que estoy má s molesta porque nunca podré entrar
de nuevo a Four Olives. Era uno de mis lugares de almuerzo
favoritos.
—Adivina, siempre está el domicilio —dijo Persé fone.
—Sí, pero es probable que aparezca con mi pedido, y
realmente no quiero que sepa dó nde trabajo.
—Basá ndome en su factor espeluznante, creo que ya sabe
dó nde trabajas.
Sybil le dio a Persé fone un gesto aburrido.
—Gracias, amiga.
Ella sonrió .
—No te preocupes, no creo que pueda pasar a Ivy.
Ivy era la recepcionista de la Torre de Alejandría. Era una
dryad, una ninfa del bosque. Era organizada y estricta. Nadie
iba má s allá de su escritorio si no era invitado.
—Almorcemos má s tarde —dijo Sybil, ofrecié ndole otro
abrazo antes de regresar al trabajo. Persé fone no se quedó
sola mucho tiempo antes de que llegará n Leuce y Helen.
Helen gritó con la noticia de su nuevo espacio de oficinas, y
las dos corrieron alrededor del piso como relá mpagos, echando
un vistazo a las oficinas, discutiendo sobre qué escritorio iban
a tomar, y eligiendo la decoració n. Persé fone deambuló a la
primera oficina a la izquierda, se quitó su chaqueta, y sacó su
computadora portá til.
Mientras se sentaba, tocaron a la puerta. Mirando hacia
arriba, encontró a Helen parada en el marco de la puerta.
—Oye, ¿tuviste oportunidad de leer mi artículo?
—Sí. Toma asiento —dijo Persé fone.
—No te gustó —dijo de inmediato Helen, entrando a la
oficina.
—No es eso, Helen. Tienes algunos puntos vá lidos, pero…
Es un artículo peligroso.
Las cejas marrones de Helen se juntaron.
—¿Có mo es peligroso?
—Dijiste sobre los dioses, —dijo Persé fone, y citó —: En un
mundo en el que los mortales superan a los dioses en nú mero,
¿deberíamos preguntarnos qué tendrían que hacer los
Divinos?
—No es má s de lo que hiciste cuando escribiste sobre
Hades —argumentó Helen.
—Helen…
—Bien, quitaré la frase —dijo Helen, su tono fue tosco, su
frustració n obvia. Persé fone hizo una pausa, nunca había
presenciado este comportamiento de su parte. En todo el
tiempo que trabajó con ella en Noticias Nueva Atenas y desde
el lanzamiento de The Advocate, había sido alegre y
entusiasta. Aunque de nuevo, nunca antes había criticado su
trabajo.
A pesar de su reacció n, Persé fone se sintió aliviada de que
estuviera de acuerdo en eliminar el comentario sobre los
dioses.
—Tambié n quiero que encuentres a alguien de la Tríada
para una entrevista.
Los labios de Helen se fruncieron.
—¿No crees que lo he intentado? Nadie responde mis
emails. Esta gente no quiere ser conocida.
—Los correos electró nicos no son la ú nica manera de
rastrear una fuente, Helen. Si lo quieres lo suficiente, haces
el trabajo a pie.
Los ojos azules de Helen brillaron.
—¿Y có mo sugieres rastrear al líder secreto de una
organizació n terrorista?
Persé fone se encogió de hombros.
—Fingiría que soy uno de ellos.
—¿Quieres que finja que soy un miembro de la Tríada?
—¿Quieres tener una primicia? ¿Quieres ser la primera en
revelar los altos rangos de la má s peligrosa organizació n
terrorista en Nueva Grecia? Esto es lo que hay que hacer. Al
final, depende de ti, ¿qué es lo que quieres?
Helen estaba en silencio, mirando a Persé fone. Despué s de
un momento, preguntó :
—¿Y si se enteran de lo que estoy haciendo?
Persé fone resopló , pero respondió :
—Puedo protegerte.
—Te refieres a que Hades puede.
—No —dijo—. Me refiero a que puedo protegerte.
Helen se fue y los hombros de Persé fone se hundieron.
¿Por qué tener esa conversació n con Helen se sintió como un
enfrentamiento? Definitivamente esperaba que fuera má s
receptiva con su retroalimentació n, y el hecho que no lo fuera
fue una sorpresa. Se sintió contrario a la persona que pensó
que era, pero tal vez no conocía en absoluto a la chica.
De repente, la magia se enrosco alrededor de ella,
enderezando su columna vertebral, y la familiar esencia del
laurel perfumó el aire.
—Mierda —dijo Persé fone justo antes de desaparecer.
IX

LA PALASTRA QE QELFoS

Nunca se acostumbraría a ser robada por la magia de otro


dios, excepto Hades. No le gustaba la sensació n, la forma en
que la acunaba, acariciando su piel, invadiendo sus sentidos,
pero al menos sabía quié n lo estaba haciendo basá ndose en la
esencia de su magia.
—Apolo —gruñ ó .
El frío la golpeó instantá neamente cuando se manifestó en
un enorme patio rectangular rodeado por un porche techado.
La nieve que caía del cielo era mínima, algunos copos flotaban
en el aire, pero la tierra a sus pies era hú meda y lodosa.
Escaneó sus alrededores, tratando de descifrar dó nde estaba
exactamente, pero se congeló cuando un hombre musculoso y
desnudo tropezó hacía atrá s, como si lo hubieran empujado.
Sus ojos se abrieron, su corazó n acelerado, muévete, se
dijo, pero, por alguna razó n, sus pies no lo hicieron. Entonces
fue arrastrada por el brazo, estrellá ndose contra un pecho
duro y cubierto de cuero. Persé fone plantó sus manos y
empujó , pero quien la retenía, la liberó rá pidamente. Se
tambaleó hacia atrá s, y sus ojos hicieron un lento recorrido
sobre el colosal cuerpo de un hombre. Desde sus fuertes
pantorrillas envueltas por las correas de cuero de sus
sandalias y su linotó rax de cuero, hasta sus redondos ojos de
iris blancos. Eran probablemente la parte má s impresionante
de é l, y la má s desconcertante. Su mandíbula era fuerte, su
rostro era atractivo y enmarcado por oscuros rizos. El hombre
era un guerrero, un hoplita, si tuviera que juzgarlo por su
atuendo.
Persé fone comenzó a agradecer al hombre por ayudarla
cuando escuchó un fuerte golpe detrá s de ella. Se giró para
encontrar al otro hombre desnudo que había rodado sobre su
estó mago mientras otro envolvía sus manos en su mentó n y
tiraba de su cabeza hacia atrá s.
—¿Tú gritaste? —gritó el hombre
El otro hombre gruñ ó , un sonido enojado que vino del
fondo de su pecho.
Detrá s de ella, el hombre que la había salvado se rio.
Lo miró .
—¿Dó nde estoy? —preguntó .
El hombre pareció no escucharla, así que preguntó de
nuevo.
—¿Sabes dó nde estoy?
De nuevo, pareció no escucharla. Esta vez, se paró frente
a é l. Su mirada cayó , encontrá ndose con la de ella.
—¿Puedes decirme dó nde estoy?
Sus cejas se juntaron, y miró alrededor. Tal vez estaba
confundido por su pregunta. Despué s de un momento,
extendió su mano, como si le estuviera pidiendo la suya.
Vacilante, la extendió y é l la tomó , trazando letras en su
palma.
D-E-L-F-O-S, deletreó y luego, P-A-L-A-S-T-R-A.
Una palastra era un centro de entrenamiento, utilizado
principalmente para la lucha libre.
La palastra de Delfos.
Estaba en Delfos.
—Apolo. —Apretó los dientes, frustrada porque el Dios
del Sol la trajera aquí sin ningú n aviso. A pesar de su
advertencia de anoche donde Afrodita, pensó que al menos la
visitaría antes de llevarla a algú n compromiso desconocido.
Miró hacia arriba, dentro de los inquietantes ojos blancos
del hombre.
—¿Eres sordo? —preguntó .
É l asintió .
—Pero lees los labios —dijo ella—. Gracias por salvarme
antes.
Llevó una palma plana a sus labios y la movió hacia
delante, hablando.
—De nada.
Su habla estaba ligeramente distorsionada, casi gutural.
Sonrió justo cuando sonó una voz que la hizo temblar.
—¡Ahí está s, dumpling1 de azú car!
Persé fone se giró para encontrar al Dios del Sol
caminando hacia ellos. Se veía luminoso, especialmente con el
brillo del día. Usaba un traje similar al del enorme hombre
detrá s de ella, pero su coraza era de oro y hojas de laurel
estaban entrelazadas entre su oscuro cabello. A pesar del
exuberante tono de su voz, parecía frustrado, su mandíbula
apretada, sus ojos con un tono antinatural pú rpura.
—Apolo —gritó mientras la sujetaba del brazo.
—Tampoco te gusta ese, ¿eh? —preguntó .
—Hablamos de los sobrenombres.
—Lo sé , pero pensé que podrías…
apreciarlo. Ella lo miró y Apolo suspiró .
—Bien. ¡Vá monos, Sefi!
—Apolo —advirtió , plantá ndose en su sitio—. Suelta mi
brazo.
Se giró para enfrentarla, con los ojos radiantes. Algo
estaba definitivamente mal.
—Te ofreciste —resopló , como si eso la convenciera de
permitir que la arrastrase.
—La palabra que está s buscando es por favor.
Se miraron el uno al otro, y, de repente, sintió una
presencia detrá s de ella. Inclinó su cabeza hacia atrá s y se
encontró al enorme hombre que la había ayudado antes. Se
cernió sobre ellos, mirando a Apolo, con sus gruesos brazos
cruzados sobre su pecho.
—¿Me está s desafiando, mortal? —Los ojos de Apolo se
entrecerraron. Persé fone pudo sentir su magia activá ndose.
—No luchará s con é l —dijo Persé fone, mirá ndolo fijamente.
Apolo se burló .
—¿Luchar? No habría pelea. Este no puede enfrentarme
en batalla.
—Pelearé por ti, mi señ or. —Otra voz se unió a la refriega
y todos se voltearon para ver al hombre desnudo que había
luchado má s temprano. Se detuvieron, y estaban desnudos y
embarrados, completamente ajenos al frío, o estaban
demasiado entumecidos. É l que estaba hablando era el que
había tenido la ventaja antes. Era atractivo, con grandes ojos
marrones, una masa de corto, y rizado cabello, y barba.
—No hay necesidad —dijo Persé fone.
—No respondo ante ti, mujer.
Por el má s breve de los momentos, Persé fone vio un
destello de furia en los ojos de Apolo.
—Esta mujer es la prometida de Hades, la futura Reina del
Inframundo. Arrodíllate ante ella o enfrenta mi ira.
Los ojos del hombre se abrieron antes de arrodillarse,
seguido por su oponente y el hombre sordo, su nuevo amigo.
Cuando miró al Dios del Sol, estaba sonriendo.
—¿Ves lo que tu título les hace a los hombres, Persé fone?
Ella asintió .
—Debí dejar esta negociació n cuanto tuve la oportunidad.
Pasó a Apolo y se dirigió a la cubierta del porche. No sabía
a dó nde iba, pero hacía frío, y tenía hambre.
—Ni siquiera sabes a dó nde vas, Sefi —dijo Apolo, trotando
para alcanzarla.
—Lo má s lejos posible de tu concurso de pollas —
respondió .
—Actú as como si fuera mi culpa —dijo é l—. Tú eres la que
no vino cuando lo pedí.
—No lo pediste. Lo ordenaste. Hablemos sobre eso.
Apolo estaba en silencio cuando caminó junto a ella.
Despué s de un momento, empezó a hacer lo que sonaba como
sonidos de disculpa.
—Yo… lo... si...
Persé fone desaceleró mientras Apolo luchaba a su lado.
Trató de nuevo.
—Lo sien…
Su boca tembló , como si las palabras lo hicieran querer
vomitar.
—Lo siento —finalmente lo logró , estremecié ndose.
—¿Tienes una hemorragia cerebral? —preguntó Persé fone.
—Esto puede sorprenderte, pero disculparse no es lo mío
—dijo Apolo, deslumbrante.
—Estoy asombrada. Nunca lo habría adivinado.
—Sabes, podrías reconocer lo difícil que fue para mí. ¿No
es para eso que está n los amigos?
—Oh, ¿ahora somos amigos? Porque seguro no se sintió
así antes.
Apolo frunció el ceñ o.
—Yo… no quería molestarte —dijo—. Estaba… frustrado.
—Lo noté . ¿Por qué ?
—Conseguí… Estaba distraído mientras te traía aquí —
admitió —. Pensé … que te perdía.
Las cejas de Persé fone se juntaron.
—¿Por qué estabas distraído?
Apolo empezó a abrir su boca y luego la cerró .
—La nieve empezó a caer de nuevo.
Ante la menció n de la nieve, se giró en la direcció n a la
que é l estaba mirando, las rá fagas se arremolinaban, ahora
má s gruesas, y su estó mago se anudó .
—¿Podemos acordar que no vas a teletransportarme sin
mi permiso?
—¿Hades necesita permiso?
De nuevo, lo fulminó con la mirada.
—¿De qué otra forma se supone que debo convocarte?
—Como lo hace la gente normal.
—No soy gente.
—Apolo…
Habían estado juntos un segundo y ella ya había tenido
que advertirle dos veces.
—Bien —suspiró , cruzando sus brazos sobre el pecho,
mientras apretaba los labios.
—¿Por qué me trajiste? —preguntó Persé fone.
—Quería presentarte a mi hé roe —dijo—. Pero ya lo
conociste.
—¿El grande? —preguntó , pensando que se refería al
hombre sordo, y se sorprendió cuando las facciones de Apolo
se pusieron tensas—. No, ese es el oponente de mi hé roe,
Ajax. Mi hé roe es Hé ctor, el que mantiene todo junto.
Esperó que estuviera má s orgulloso por eso, pero cuando
continú o hablando, entendió su frustració n.
—El que te insultó .
—Mmm, ¿dó nde lo encontraste?
—Delos —dijo—. Es un hé roe bien formado, pero
arrogante. Esa será su muerte.
—¿Y aun así le diste tu favor?
—Delos es donde mi madre encontró refugio y nos tuvo a
Artemisa y a mí —dijo—. Ellos son mi gente y é l los protege. Le
debo un favor.
Lanzaron sus miradas a travé s del campo donde varios
hombres se enfrentaban, todos desnudos. Notó a Hé ctor,
cuyos ojos se entrecerraron, con expresió n burlona. Siguió su
mirada y vio que observaba a Ajax, que estaba en el medio
quitá ndose la ropa. Persé fone desvió sus ojos. Sabía que era
una tradició n que los griegos participaran en la mayoría de
los deportes desnudos, con la excepció n de las carreras de
carros, pero, ¿tambié n era necesario entrenar de esa manera?
—Hades no va a estar contento cuando se entere de có mo
pasé mi día —reflexionó .
Esperaba que Apolo le diera una respuesta sarcá stica,
pero todo lo que dijo fue:
—Mmm.
Cuando lo observó , su mirada estaba fija en Ajax, sus ojos
ardiendo. Conocía esa mirada, incluso en los ojos de alguien
má s, porque era la manera en que Hades la miraba. Codeó a
Apolo.
—Pensé que Hé ctor era tu hé roe —dijo Persé fone.
—Lo es.
—Entonces, ¿por qué está s mirando a Ajax?
Un mú sculo se contrajo en la mandíbula de Apolo.
—Sería tonto si no observara al oponente de mi hé roe.
—¿Cuando se está desvistiendo? —preguntó ella,
levantando una ceja.
Apolo resoplo.
—No me gustas.
Se rio, pero su diversió n murió cuando escuchó algo que
ensombreció su espíritu.
—Míralo, vestido como un guerrero y no puede escuchar
nada —dijo uno de los hombres en el campo, parado junto a
otro, con los brazos cruzados, asintiendo hacia Ajax—. Qué
chiste.
Persé fone apretó los puñ os y miró a Apolo, que
permanecía imperturbable.
—No confío en é l —dijo otro—. ¿Y si nos está engañ ando?
¿Tal vez pretende ser sordo para que bajemos la guardia y se
lo dejemos fá cil?
—Es un jodido favor —añ adió una mujer—. De Poseidó n,
si escuché correctamente.
Todos se rieron, pero Persé fone estaba horrorizada. Miró
a Apolo.
—¿Vas a permitir que sigan hablando así?
—No son mis hé roes —dijo.
—Puede que no sean tus hé roes, pero eres un canciller en
los juegos. ¿No estableces el está ndar de su comportamiento?
—Se detuvo—. O ¿este es el está ndar?
La mirada de Apolo era asesina, pero su atenció n regresó
al campo mientras Hé ctor recogía un bastó n de madera.
—Apolo. —La voz de Persé fone subió de tono.
Hé ctor se movió hacia atrá s, su fuerza era evidente en la
protuberancia de sus mú sculos, y tiró el bastó n hacía Ajax.
Persé fone miró con horror có mo el bastó n voló por el aire,
directo a la cabeza de Ajax, pero entonces, el mortal se giró en
un segundo y atrapó el bastó n con una mano. Lo miró
fijamente por un segundo antes de que su helada mirada
cayera sobre Hé ctor y los que estaban a su lado durante su
intento de asalto. Sus sonrisas se desvanecieron en bocas
abiertas, justo como estaba la de Persé fone.
Ajax rompió el bastó n contra su rodilla y descartó las
piezas. Hé ctor sonrió .
—Así que tus reflejos son buenos, pero, ¿có mo eres en la
arena?
En el siguiente segundo, cargó contra Ajax. Juntos,
cayeron en el lodo, agua se deslizó por todas partes, rociando
el rostro de los que estaban má s cerca. Apolo se acercó al
borde del pó rtico, donde los dos estaban luchando, aunque no
estaban luchando exactamente, estaban peleando. Por un
momento, Hé ctor parecía tener la ventaja, golpeando el rostro
de Ajax mientras se subía a su espalda, pero Ajax se hizo
cargo rá pidamente, capturando el puñ o de Hé ctor en sus
manos y descartá ndolo como si no pesara nada. Ambos se
pusieron de pie, rondá ndose el uno al otro, sus expresiones
llenas de furia.
Hé ctor se apresuró contra Ajax que se inclinó , y le dio un
puñ etazo en el estó mago. Entonces, levantó a Hé ctor y lo
volteó sobre su espalda.
—Se odian el uno al otro —dijo Persé fone.
—Son oponentes —respondió Apolo, pero Persé fone no
estaba segura.
Hé ctor se rio y bromeó con los otros hé roes, solo era Ajax
a quien trataba diferente. Se preguntó por un momento si era
porque era diferente, sordo, o tal vez eran celos. Ajax era
fuerte y capaz a pesar de su audició n.
Aun así, Persé fone sentía que conocía esta rabia. La había
sentido en el bosque de la desesperació n.
Su mirada regresó a Hé ctor, que estaba quejá ndose en el
frío suelo.
Tan rá pido como su lucha había comenzado, terminó . Ajax
no se puso de pie sobre Hé ctor para regodearse, pero se giró y
miró a Apolo antes de recoger su ropa y abandonar el campo.
Las cejas de Persé fone se juntaron y miró desde el mortal
retirá ndose hasta la forma del Dios del Sol.
—¿No vas a revisar a tu hé roe? —preguntó .
—No. Es el castigo de Hé ctor por su arrogancia —dijo
Apolo—. Quizá s esto le enseñ e humildad antes de enfrentar a
Ajax en los Juegos Panhelénicos.
—¿Seguirá s siendo el anfitrió n de los juegos con este
clima?
—Sí un hombre o mujer no pueden luchar con un poco de
nieve, entonces no pertenecen a los juegos.
—No es solo por los competidores, Apolo. ¿Qué pasa con
los espectadores? Viajar es peligroso con este clima.
—Si está s tan preocupada, tal vez deberías hablar con tu
madre.
Persé fone bajó la mirada, frunciendo el rostro.
—¿Así que lo sabes?
—Todos lo sabemos —dijo Apolo—. No es como si Demé ter
no lo hubiera hecho antes. Es solo cuestió n de cuando
intervendrá Zeus.
El estó mago de Persé fone se puso amargo.
—¿Ella escuchará a Zeus? ¿Si é l le dice que se detenga?
—Lo haría —respondió Apolo—. O habría guerra.
Dejaron el campo y Apolo le dio un tour a Persé fone por la
Palastra de Delfos. Era una hermosa instalació n con varias
habitaciones para bañ arse, hacer deporte, y equipos que se
ramificaban desde el pó rtico que rodeaba el campo. Había
varios campos de entrenamiento bajo techo y un enorme
estadio abierto para prá cticas de carros. Ahora miraba al
campo desde una habitació n privada que incluía un bar,
enormes televisores colgados en las paredes, y asientos de
cuero que enfrentan una pared de vidrio. Estaba feliz por
estar dentro, donde estaba cá lido.
—Este lugar es increíble —dijo.
Había algo aú n má s impresionante sobre los estadios de
carros y las carreras. Persé fone solo había podido verlos en
televisió n, pero estar aquí, en persona, le daba una idea de
qué tan monumentales eran.
—Me alegra que te guste —dijo Apolo—. Yo… estoy muy
orgulloso de ello.
Persé fone nunca pensó que escucharía a Apolo decir algo
como eso.
Hubo silencio mientras miraron al centro, donde una
pared baja llamada espina corría por la oblonga pista. Varias
estatuas la decoraban, incluyendo una dorada de Apolo, pero
tambié n estaba Artemisa y una mujer que ella no reconoció .
—¿Quié n es la tercera estatua? —preguntó .
—Mi madre, Leto —dijo Apolo—. Ella arriesgó su vida por
dejarnos nacer a mi hermana y a mí, así que la protegemos.
Persé fone sabía que Hera había perseguido a Leto sin
descanso antes y despué s de que diera a luz a los divinos
gemelos, celosa por la infidelidad de Zeus. Tambié n sabía a
qué se refería Apolo con proteger, é l y su hermana habían
matado a mortales y criaturas por igual. La boca de Persé fone
se puso tensa con el pensamiento.
—Me gustaría que asistieras al primero de los juegos
conmigo —dijo Apolo—. Es una carrera de carros.
—¿Me lo está s pidiendo u ordenando? —dijo Persé fone.
—Pidiendo —respondió Apolo—. A menos que digas que
no.
—Y yo aquí, pensando que estabas cambiando —respondió
ella suavemente.
—Pasos de bebé , senos dulces.
—Si Hades se manifiesta para matarte. No voy a impedirlo.
—¿Qué ? ¡No es como si supiera a qué saben por
experiencia!
—El simple hecho de que estemos teniendo esta
conversació n, es suficiente para hacer enfurecer a Hades.
—Tal vez deberías decirle que la toxicidad masculina no es
atractiva.
Persé fone rodó los ojos y contestó .
—No confía en ti.
—Pero debería confiar en ti.
—Lo hace, tambié n sabe cuá ntas veces te he dicho que no
me llames por otros nombres. —Le dio una mirada desafiante.
Apolo se estiró y cruzó sus brazos sobre su pecho.
—Solo me estaba divirtiendo.
—¡Pensé que nos está bamos divirtiendo!
El Dios del Sol se iluminó .
—¿Te estabas divirtiendo?
Ella suspiró ruidosamente.
—Me haces arrepentirme de mantener mi parte de este
trato.
É l sonrío.
—Lecció n nú mero dos, Sefi. Cuando un dios te dé una
salida, tó mala.
—¿Y cuá l es la lecció n nú mero uno?
—Nunca aceptes una negociació n de parte de un Dios.
—Si esas son lecciones, nadie las estaba escuchando.
—Por supuesto que no. Dioses y mortales siempre quieren
lo que no pueden tener.
—¿Incluyé ndote? —preguntó , mirá ndolo.
Pareció sombrío entonces, una mueca empañ ando su
rostro perfecto.
—Yo má s que nadie —respondió Apolo.
1 Los dumplings son trozos de masa, a veces rellenos, que se cuecen en un
líquido, como agua, sopa o masa dulce envuelta sobre frutas, verduras,
carnes o pescados, y que pueden ser horneados.
X

UN PASEo EN EL PARQUE

Apolo devolvió a Persé fone a la Torre de Alejandría sin


previo aviso. Su ú nico indicio de que estaba a punto de actuar
era el olor de su magia.
—¡Apolo! —gruñ ó , pero su frustració n se perdió cuando el
suelo pareció irse debajo sus pies. Su estó mago dio un vuelco,
el mundo brilló , y cuando se aclaró , encontró a Hades sentado
detrá s de su escritorio en la nueva oficina.
—Hola —dijo.
—Hola. —Su voz retumbó , un gruñ ido bajo y sus cejas se
fruncieron.
No parecía complacido, pero parecía có modo, se reclinó en
su silla, un dedo presionado contra su boca, las piernas
abiertas, y ella pensó que encajaría có modamente en el
espacio entre sus muslos.
—¿Está s bien? —preguntó .
—Harmonía está despierta —dijo.
El corazó n de Persé fone subió a su garganta.
—¿Có mo está ? —Sus palabras llegaron a toda prisa.
—Estamos a punto de averiguarlo —dijo, y se puso de pie,
rodeando el escritorio—. ¿Disfrutaste tu tiempo con Apolo?
A Persé fone no le sorprendió que Hades supiera dó nde
había ido, probablemente podía oler la magia de Apolo. Aun
así, frunció el ceñ o, sabiendo que Hades no estaba feliz y, sin
embargo, no había nada que pudiera hacer. Ella y Apolo
estaban sujetos a un trato que había insistido en cumplir
cuando é l intentó liberarla del contrato, algo que Hades no
había estado en absoluto emocionado de saber.
Aun así, Persé fone mantuvo su postura. Lo ú ltimo que
necesitaba Apolo era sentirse abandonado.
—¿En una escala numé rica? —preguntó ella—. Yo le daría
alrededor de un seis.
Hades arqueó una ceja. Era como si quisiera divertirse,
pero su irritació n estaba ganando.
—Lamento que no esté s satisfecho.
—No estoy disgustado contigo —respondió é l—. Preferiría
que Apolo no te llevara a Delfos durante la rabieta de tu
madre y mientras los atacantes de Adonis y Harmonía todavía
está n ahí fuera.
—¿Me... seguiste?
La idea no la molestaba; de hecho, deseaba que Hades
pudiera rastrear su ubicació n con má s frecuencia. Había
momentos en los que é l no podía encontrarla, de ninguna
manera, y ella no estaba segura exactamente de có mo
bloqueaba su capacidad para sentir y rastrear su magia.
Había sucedido unas cuantas veces, una cuando se había
perdido en el Inframundo, otra vez cuando Apolo la había
robado para una ridícula competencia de karaoke y,
finalmente, cuando Pirítoo la había secuestrado. Cada
instancia era má s peligrosa que la anterior.
Los ojos de Hades cayeron, y levantó su mano para que su
anillo estuviera en exhibició n completa, las gemas brillando
bajo la luz, el centro de varias flores delicadamente
elaboradas.
—Estas piedras, turmalina y dioptasa, emiten una energía
ú nica, tu energía. Mientras lo uses, puedo encontrarte en
cualquier lugar.
A Persé fone no le sorprendió esa habilidad, Hades era el
Dios de los Metales Preciosos.
—No fue... intencionado —agregó Hades—. No me
propuse... ponerte un rastreador.
—Te creo —dijo—. Es... reconfortante.
Hades la miró fijamente y luego le rozó los dedos con los
labios. Su aliento era cá lido contra su piel fría.
—Vamos, Afrodita está esperando —dijo, y desaparecieron.

Aparecieron fuera de una mansió n compuesta de estuco


blanco y vidrio. La puerta de entrada era de madera y tenía
un tirador largo y elegante. Una ventana al lado permitió a
Persé fone mirar y ver una escalera. Nunca habría adivinado
que el estudio en el que había estado la noche anterior
pertenecía a esta casa. Esa habitació n era tradicional y cá lida,
mientras que esta era moderna y elegante.
Persé fone se estremeció , abrazá ndose mientras el viento
azotaba a su alrededor, oliendo a sal y a frío punzante. El
invierno de Demé ter tampoco había olvidado las islas
alrededor de Nueva Grecia, al parecer.
—¿No podemos simplemente teletransportarnos dentro
como la ú ltima vez? —preguntó Persé fone, castañ eteando los
dientes.
—Podríamos —respondió —. Si nos hubieran invitado.
—¿Qué quieres decir? ¿No te dijo Afrodita que Harmonía
estaba despierta?
Hades no respondió de inmediato.
—Hades —se molestó Persé fone.
—Ella envió a Hermes a por ti —respondió Hades—. Me
encontró a mí en su lugar.
Se miraron el uno al otro. Persé fone no estaba segura de
qué decir. Afrodita estaba intentando ir a espaldas de Hades,
y mientras Persé fone se preguntaba qué esperaba lograr la
Diosa del Amor sin Hades, tambié n se preguntaba si Hades se
daba cuenta de que no habría venido sin é l.
—No hará s esto sin mí —dijo.
Ella tenía su respuesta. Fue un golpe, un dolor que no
había anticipado. É l no confiaba en ella, no con esto, de todos
modos, y aunque reconoció que no tenía el mejor historial
para obedecer, esto era diferente, ella era diferente. Le
escocían los ojos y se tragó un nudo en la garganta mientras
giraba la cabeza casi mecá nicamente para mirar hacia la
entrada.
—Persé fone...
Pero lo que sea que Hades estaba a punto de decir se
perdió cuando se abrió la puerta. Respondió una mujer,
excepto que Persé fone no pensaba que fuera una mujer en
absoluto. Se veía lo suficientemente viva, mejillas rosadas y
ojos vidriosos, pero no podía sentir ningú n tipo de vida real,
ni latidos del corazó n o calidez.
Debe ser una animatró nica, pensó Persé fone, una de las
creaciones de Hefesto.
—Bienvenidos. —Su tono era suave, entrecortado, le
recordaba a la voz de Afrodita, solo que un poco tensa—. Mi
señ or y mi señ ora no esperan invitados. Digan sus nombres,
por favor.
Persé fone empezó a abrir la boca, pero Hades pasó
rá pidamente junto a la mujer, el robot, fuera lo que fuera, y
entró en la casa.
—¡Disculpe! —llamó a Hades—. ¡Está s entrando en la
residencia privada de lord y lady Hefesto!
—Soy lady Persé fone —dijo ella—. Ese es lord Hades.
El Dios de los Muertos se volvió hacia ella.
—Ven, Persé fone.
Cruzó los brazos sobre el pecho y la miró .
—Podrías mostrar algo de cortesía. No fuiste invitado,
¿recuerdas?
La boca de Hades se apretó .
La animatró nica se quedó en silencio, y Persé fone se
preguntó por un momento si la había roto, pero su rostro
cambió , se iluminó como si estuviera emocionada o
complacida y dijo:
—Lady Persé fone, eres muy bienvenida. Por favor, sígame.
La mujer se volvió y se dirigió hacia una sala de estar
abierta. Al pasar por Hades, dijo:
—Señ or Hades, no eres muy bienvenido.
Puso los ojos en blanco, pero se puso a caminar junto a
Persé fone. El calor se desplegó en su pecho cuando é l tomó su
mano. Ella trató de liberarse, pero la sujetó con fuerza y ella
cedió . A pesar de lo enojada que estaba con é l, ayudó que
quisiera tocarla.
La casa de Afrodita era lo que esperaba: lujosa, abierta,
romá ntica, y luego había elementos que no eran en absoluto
lo que imaginaba: líneas modernas, arte en metal y madera
pulida. Era una fusió n de la Diosa del Amor y el Dios del
Fuego y, sin embargo, por lo que había oído y visto de los dos,
le sorprendió que sus distintas diferencias encajaran tan bien,
y tan obviamente, en su hogar. Ella esperaba que vivieran
separados y que eso fuera obvio.
Fueron conducidos por un pasillo: en un lado había
ventanas, en el otro, lienzos rociados con rubor rosa y dorado.
Persé fone mantuvo la mirada fija en el arte, sin querer mirar
hacia el jardín de enfrente y ver todas las plantas tropicales
de Afrodita cargadas de nieve.
La criada se detuvo para abrir la puerta y les anunció al
entrar.
—Milady Afrodita, lady Harmonía, lady Persé fone y lord
Hades está n aquí para verlas.
Entraron en una biblioteca y, aunque tenía las mismas
ventanas del suelo al techo en la pared opuesta a ella, de
alguna manera parecía má s cá lida. Tal vez fueron todas las
estanterías de caoba, forradas con libros encuadernados en
cuero y en relieve en oro, o las lá mparas que arrojaban un
resplandor ambarino sobre las paredes. Afrodita y Harmonía
estaban sentadas una al lado de la otra en un sofá tapizado
con terciopelo del color del frío océ ano de afuera. Delante de
ellas había una bandeja con una tetera humeante, tazas y
bocadillos pequeñ os.
Persé fone no podía apartar la mirada de Harmonía. La
diosa rubia era una belleza como su hermana. Parecía má s
joven, su rostro menos anguloso y sus expresiones má s
suaves. La magia de Apolo había hecho mucho para curar los
cortes y moretones que habían estropeado su piel la noche
anterior, pero era evidente que había pasado por un trauma.
Obsesió n en sus ojos y la energía que la rodeaba. Se sentaba
como si temiera que pudiera romperse, o tal vez como si no
confiara en nadie, a pesar de que estaba a salvo. Acurrucada
en su regazo estaba Opal, que estaba recié n bañ ada, su
pelaje blanco como la nieve una vez má s.
Persé fone trató de no mirar los cuernos de Harmonía, o lo
que quedaba de ellos, de todos modos. El hueso blanco se veía
mal sobresaliendo de su cabello sedoso.
¿Volverían a crecer? Se preguntó . ¿Podrían restaurarse
con magia? No lo sabía porque nunca había conocido a nadie
que se acercara lo suficiente a un dios o una diosa para
descornarlos. Tendría que preguntarle a Hades má s tarde.
—Gracias, Lucy —dijo Afrodita, y la animatró nica se
inclinó antes de partir. Los ojos de la diosa se dirigieron a
Persé fone y luego a Hades.
—Veo que Hermes no siguió las instrucciones —comentó
ené rgicamente.
—Puedes agradecerle a Apolo por eso —dijo Persé fone.
—Persé fone y yo estamos haciendo esto juntos, Afrodita —
dijo Hades.
Había silencio.
—Persé fone —dijo Afrodita—. Por favor, toma asiento.
Se sentó en una silla frente a las dos diosas. Afrodita
continuó como si Hades no estuviera oscureciendo la
habitació n, aunque se colocó detrá s de Persé fone.
—¿Té ? —ofreció .
—Sí. —La voz de Persé fone era suave. Quería algo caliente
para romper el frío en sus huesos.
Afrodita sirvió té y deslizó la taza y el platillo hacia ella.
—¿Azú car?
—No, gracias —dijo, tomando un sorbo de la bebida
amarga.
—¿Sá ndwich de pepino?
Era extrañ o ver a Afrodita haciendo de anfitriona, y
Persé fone tuvo la impresió n de que estaba siendo tan corté s
debido al papel que quería que desempeñ ara en la bú squeda
de los atacantes de Harmonía.
—No, gracias —dijo Persé fone.
Siguió el silencio, y fue Harmonía quien lo rompió con un
suave carraspeo.
—Supongo que está s aquí para hablar conmigo —dijo, su
voz era baja y suave, habló con cuidado, pero líricamente.
Persé fone vaciló , sus ojos se posaron en Afrodita por un
segundo.
—Si te sientes lo suficientemente bien. Necesitamos saber
qué pasó anoche.
No podía decir có mo se sentía Harmonía al llevarlos a
travé s del trauma de su encuentro con sus atacantes. No se
inmutó ni parpadeó . Era como si estuviera encerrando todas
sus emociones en un esfuerzo por comunicarse con ellas.
—¿Por dó nde empiezo? —preguntó y miró a Hades.
—¿Dó nde estabas cuando te atacaron? —preguntó é l.
—Estaba en el Parque Concorida —dijo.
El Parque Concorida estaba en Nueva Atenas. Era grande
y tenía muchos senderos boscosos.
—¿En la nieve? —preguntó Persé fone.
Ofreció una pequeñ a sonrisa.
—Salgo a caminar allí todas las tardes con Opal —dijo. El
perro blanco esponjoso en su regazo gruñ ó —. Tomamos
nuestra ruta habitual. No sentí nada malo, ni violencia ni
animosidad antes de que atacaran.
El hecho de que Harmonía caminara por el parque a
menudo y tomara la misma ruta probablemente significaba
que alguien conocía su rutina y planeó el ataque. La nieve
tambié n aseguraba pocos testigos.
—¿Có mo pasó ? —preguntó Hades—. ¿Qué recuerdas
primero?
—Algo pesado me consumió —respondió —. Sea lo que sea,
me llevó al suelo. No podía moverme y no podía invocar mi
poder.
Hubo un largo periodo de silencio y luego Harmonía
comenzó de nuevo.
—Fue fá cil para ellos despué s de eso, salieron del bosque,
enmascarados. Lo que má s recuerdo fue el dolor en mi
espalda, una rodilla se posó en mi columna cuando alguien
tomó mis cuernos y me los cortó .
—¿Nadie fue en tu ayuda? —preguntó Persé fone.
—No había nadie —dijo Harmonía y negó —. Solo estas
personas que me odian por ser algo que no puedo evitar.
—Despué s de que te quitaron los cuernos, ¿qué hicieron?
—preguntó Hades. La pregunta fue cuidadosa, pero casi hizo
que Persé fone se encogiera.
—Me dieron patadas, puñ etazos y me escupieron —
respondió .
—¿Dijeron algo mientras... te atacaban?
—Dijeron todo tipo de cosas —dijo—. Cosas feas.
Hizo una pausa por un momento, sus pestañ as se llenaron
de lá grimas.
—Usaron palabras como puta y perra y abominació n, y
algunas veces las unieron a una pregunta como: ¿dó nde está
tu poder ahora? Era como si pensaran que era una diosa de la
batalla, como si les hubiera hecho algú n dañ o. Todo lo que
podía pensar es que podría haberles traído la paz y, en
cambio, ellos me trajeron agonía.
Persé fone no supo qué decir, quizá s porque no había nada
que decir. No tenía la capacidad de comprender a las personas
que habían herido a Harmonía o su motivo. Era odio, puro y
simple. Odio por lo que era y nada má s.
—¿Hay algo má s que recuerdes? ¿Algo que puedas
recordar ahora que nos ayude a encontrar a estas personas?
—continuó Hades. Luego añ adió suavemente—: Tó mate tu
tiempo.
Harmonía pensó , y despué s de un momento, comenzó a
negar.
—Usaron la palabra borregos —dijo—. Dijeron, tú y tus
borregos se dirigirá n hacia la destrucció n cuando comience el
renacimiento.
—Borrego —repitió Persé fone, y miró a Hades—. Así es
como me llamó la mujer de The Coffee House.
Tambié n había escuchado la palabra renacimiento antes,
en el artículo que Helen había escrito sobre la Tríada. ¿Eran
miembros estos atacantes enmascarados? ¿O simplemente
seguidores renegados?
Harmonía guardó silencio y levantó su mano delgada y
temblorosa para tocar los cuernos rotos en la parte delantera
de su cabeza.
—¿Por qué crees que lo hicieron? —susurró ella.
—Para probar un punto —respondió Hades.
—¿Cuá l es el punto, Hades? —preguntó Afrodita, la ira
evidente en su voz.
—Que los dioses son prescindibles.
Reemplazables.
Desechables.
Inútiles.
—Y querían pruebas —agregó é l—. No pasará mucho
tiempo antes de que las noticias de tu ataque se difundan, lo
queramos o no.
—¿No eres el Dios de las Amenazas y la Violencia? —
preguntó Afrodita—. Usa tu vientre só rdido para adelantarte
a esto.
—Olvidas, Afrodita, que primero debemos descubrir
quié nes son. Para entonces, ya se habrá corrido la voz, si no
entre las masas, entre aquellos que desean vernos caer.
Persé fone se encontró pensando en Sybil: ¿qué haría el
orá culo en un momento como este? Era una pesadilla de
relaciones pú blicas, pero peor aú n, comunicaba que los dioses
eran falibles, que podían, potencialmente, ser derrotados, y la
ú ltima vez que los mortales habían luchado contra los dioses,
el mundo se había ahogado en su sangre.
—Pero debemos dejarlo pasar por ahora —dijo é l.
—¿Por qué ? ¿Deseas que esto vuelva a suceder? —exigió
Afrodita—. ¡Ya ha sucedido dos veces!
Las palabras fueron un insulto para Hades, y Persé fone,
que solo deseaba ayudar.
—Afrodita. —Persé fone pronunció su nombre, su tono de
advertencia.
—Entiendo lo que está diciendo lord Hades —interrumpió
Harmonía—. Alguien está obligado a dejar escapar su
conocimiento de mi terrible experiencia y cuando lo hagan,
estará s listo... ¿No es así, Hades?
Persé fone miró de Harmonía al Dios de los Muertos, quien
asintió .
—Sí —dijo é l—. Estaremos listos.
XI

UN ToQUE DE UNA PESADILLA

Persé fone y Hades abandonaron la isla de Lemnos y


regresaron al Inframundo. Cuando aparecieron en su
dormitorio, Hades la agarró por los hombros y la aplastó
contra é l mientras tomaba su boca, besá ndola como si
estuviera reclamando su alma. Por un momento, se quedó
ató nita. Había tenido en la cabeza que regresarían y
discutirían. Hades sabía que estaba enojada con é l y no le
gustaba dejarlo hervir. Cedió ante la sensació n de sus labios,
el empuje de su lengua, el olor a ceniza y pino adherido a su
piel. Movió su brazo, acunando su cabeza en la curva de su
codo mientras el otro iba hacia su rostro. Con un ú ltimo
barrido de su lengua sobre sus labios, se apartó .
Sus ojos se abrieron rá pidamente para encontrar a Hades
mirá ndola con ternura, como si se diera cuenta de su amor
por ella una vez má s.
—¿Por qué fue eso? —preguntó ella, sin aliento.
—Me defendiste ante Afrodita —dijo.
Persé fone abrió la boca para hablar, pero no tenía
palabras. Le había gritado a la Diosa del Amor porque sus
palabras habían sido crueles y Hades no merecía su censura.
Le dolía pensar que alguna vez había hecho lo mismo.
—Estoy agradecido —agregó .
Ella le sonrió y é l bajó la mirada a sus labios, antes de que
sus cejas se fruncieran sobre sus endurecidos y oscuros ojos.
—Herí tus sentimientos —dijo é l, frunciendo el ceñ o.
Sus palabras fueron una flecha en su pecho, robá ndole la
sonrisa al recordar lo que le había dolido fuera de la casa de
Afrodita. Miró hacia otro lado por un momento, sus
pensamientos un poco caó ticos, pero pensó que era mejor ser
directa. Encontró su mirada.
—¿Confías en mí? —preguntó ella.
Los ojos de Hades se agrandaron.
—Persé fone...
—Lo que sea que esté s a punto de hacer, detente —dijo
Hé cate, apareciendo en la habitació n, cubrié ndose los ojos con
la mano.
Los dos se volvieron para mirarla. Vestía má s formalmente
de lo habitual, con tú nicas del color de las rosas de
medianoche y el cabello recogido en trenzas.
—¿Nos desvestimos antes de que abra los ojos? —
preguntó Hades, mirando a Persé fone.
Hé cate dejó caer su mano y lo fulminó con la mirada.
—Las almas está n esperando. ¡Ustedes dos llegan tarde!
—¿Tarde para qué ? —preguntó Persé fone.
—¡Su fiesta de compromiso!
Intercambiaron una mirada cuando Hé cate tomó la mano
de Persé fone y la arrastró hacia la puerta.
—Ven, no tenemos mucho tiempo para prepararte.
—¿Y yo? —dijo Hades—. ¿Qué me pondré para esta fiesta?
Hé cate miró por encima de su hombro.
—Solo tienes dos atuendos, Hades. Elige uno.
Luego salieron por la puerta y se dirigieron por el pasillo
de má rmol hacia la Suite de la Reina, donde normalmente se
preparaba para los eventos. Una vez dentro, Hé cate convocó
su magia. El olor la puso rígida, tal vez porque la ú ltima vez
que lo usó en presencia de Persé fone, le había ordenado a su
sombrío que atacara. Fue el olor lo que la desencadenó , mora
e incienso, y la sensació n, algo viejo, antiguo y oscuro, pero
cuando la tocó , fue una caricia, un leve pinchazo que se sintió
como seda desplegá ndose sobre la piel. Se relajó debajo de é l,
cerró los ojos y dejó que se enredara alrededor de su cuerpo y
en su cabello. No pasó mucho tiempo despué s que Hé cate
habló .
—Perfecto —dijo, y Persé fone abrió los ojos para encontrar
a la Diosa de la Magia sonriendo.
—¿No hay lampades esta vez?
—Desafortunadamente, no tenemos tiempo para el ocio —
dijo—. Ven, mira mi obra.
La Diosa giró a Persé fone para mirarse en el espejo y soltó
un suspiro. Llevaba un vestido rosa pá lido con un corpiñ o
ajustado y una falda de tul. Era simple y hermoso. En el
proceso de usar su magia, Hé cate le había quitado el glamour
y estaba en su forma divina, con delgados cuernos blancos
retorcidos en su cabeza y flores blancas de camelia formando
una corona en su base. Su cabello se rizaba por su espalda,
todos en diferentes tonos de oro. Sus ojos, verde botella y
brillantes, la hacían parecer salvaje, indó mita, amenazadora.
Siempre supo que había oscuridad dentro de ella. Hé cate
y Hades lo habían visto cuando ella solo podía sentirlo.
Ahora ella tambié n lo veía.
Hay oscuridad dentro de ti. Ira, miedo, resentimiento. Si no
te liberas primero, nadie más podrá hacerlo.
Se encontró con la mirada de Hé cate en el espejo y la
bruja le ofreció una suave sonrisa. Había escuchado sus
pensamientos.
—Esta oscuridad no es la misma. Esta oscuridad es
trabajo y trauma, dolor y pé rdida. Es la oscuridad la que te
convertirá en Reina del Inframundo.
Entonces Hé cate se inclinó hacia delante, sosteniendo los
hombros de Persé fone entre sus manos, colocando su barbilla
sobre su hombro.
—Mírate mucho, amor mío, pero no temas el cambio.
Miró fijamente por un momento má s y descubrió que no
tenía miedo de la persona que la miraba fijamente. De hecho,
le agradaba a pesar del dolor y la pena. Ella estaba rota y, de
alguna manera, era mejor por eso.
—Ven. —Hé cate deslizó sus dedos por los de Persé fone y
se teletransportó .
Aparecieron en medio de Asfó delos, bajo un dosel eté reo
de luces y reluciente tela blanca. Linternas y ramos de rosas
blancas y ruborizadas, delphiniums, caldos y hortensias
flanqueaban a ambos lados de la carretera. Había velas en
cada ventana y mesas fuera de cada hogar llenas de una
variedad de comida, todas las especialidades de las almas que
residían en el interior. Los olores eran variados y deliciosos.
Las propias almas salieron en masa, todas bien vestidas y
alegres.
—¡Lady Persé fone ha llegado! —anunció Hé cate, y
despué s de que se inclinaran, vitorearon y se acercaron para
tomar su mano o agarrar su vestido.
—¡Estamos tan emocionados, lady Persé fone!
—¡Felicitaciones, lady Persé fone!
—¡No podemos esperar para llamarte reina!
Sonrió y se rio con ellos hasta que Yuri se acercó y la
abrazó .
—¿Qué opinas? —preguntó , sonriendo tan ampliamente
que Persé fone estaba segura de que no había visto al alma
tan feliz desde que la conoció .
—Es realmente hermoso, Yuri —dijo—. Te superaste a ti
misma.
—¡Si crees que esto es hermoso, tienes que ver el prado!
Yuri tomó la mano de Persé fone y la guio por el largo
camino, pasando por casas, flores y linternas hasta el verde
esmeralda de la pradera de Asfó delos. Desde el centro de la
ciudad, había visto orbes de luz en la distancia, pero ahora
que se acercó , vio lo que realmente eran. Las lá mparas
flotaban a unos pocos pies del suelo, su luz sobrenatural
encendía todo el prado cubierto de narcisos donde se
colocaban mantas blancas. Cada espacio tenía una canasta
de picnic decorada con los delphiniums blancos de los ramos
que había visto en la ciudad.
—Oh, Yuri, es perfecto —dijo Persé fone.
—Lo pensé porque te gustan los picnics —dijo, y junto a
ella, Hé cate resopló .
Persé fone arqueó una ceja hacia la Diosa.
—¿Qué ? Me gustan los picnics.
—Te gustan los picnics solo con Hades. Te gusta Hades —
dijo.
—¿Y? Esta es mi fiesta de compromiso.
Hé cate echó la cabeza hacia atrá s, riendo.
—¿Te gusta? —preguntó Yuri. Pareció tomar las palabras
de Hé cate en sentido de que podría no gustarle la decoració n.
—Me encanta, Yuri. Muchas gracias.
El alma sonrió .
—¡Ven! ¡Tenemos tanto planeado: bailes, juegos y fiestas!
Regresaron al concurrido centro de la ciudad y Persé fone
se maravilló de la diversidad de las almas: había gente de
todos los á mbitos de la vida, y quería aprender de cada uno.
Todos iban vestidos de manera diferente, tenían diferentes
tonos de piel y acentos, cocinaban diferentes alimentos y
preparaban diferentes té s, tenían diferentes costumbres y
creencias, habían vivido vidas diferentes, algunas sin y otras
con avance, algunas solo unos pocos añ os y otras, largas
vidas y, sin embargo, aquí estaban, al final de todas las cosas,
compartiendo su eternidad sin ningú n indicio de ira o
animosidad.
—Mira quié n ha llegado, y tambié n con tú nicas nuevas —
dijo Hé cate, sacando a Persé fone de sus pensamientos. Se
volvió y sus ojos conectaron con los de Hades, que se había
manifestado al final del camino de la entrada a Asfó delos. Su
presencia detuvo sus pasos e hizo que su corazó n latiera
dolorosamente en su pecho.
Era deslumbrante, un Rey de las Tinieblas, envuelto en
sombras. Su tú nica era del color de la medianoche, adornada
en plata y colgada sobre un solo hombro, dejando al
descubierto parte de su musculoso pecho y bíceps. Ella siguió
su piel bronceada, los contornos y las venas que subían por
su brazo y desaparecían bajo su largo y sedoso cabello. Esta
vez, usaba la mitad superior y sus cuernos negros estaban
coronados con pú as de hierro.
De pie en los extremos opuestos del camino, Persé fone se
sorprendió por lo similares que eran, no en apariencia, sino
algo má s profundo, algo que atravesaba sus corazones,
huesos y almas. Habían comenzado en dos mundos muy
diferentes, pero al final querían lo mismo: aceptació n, amor y
consuelo, y lo habían encontrado en los ojos, los brazos y la
boca del otro.
Esto era poder, pensó mientras su cuerpo se sonrojaba y
revoloteaba con una caó tica marañ a de emociones: la pasió n y
el dolor de amar a alguien má s que el aire en tus pulmones y
el brillo de las estrellas en el cielo nocturno.
—¡Lord Hades! —Un coro de voces sonó cuando varios
niñ os corrieron hacia é l, abrazando sus piernas. Otros se
quedaron atrá s, demasiado tímidos para acercarse—. ¡Juega
con nosotros!
É l sonrió y la golpeó con fuerza en el pecho, la risa que
siguió sacudió sus pulmones. Se inclinó y tomó a una
pequeñ a niñ a llamada Lily en sus brazos.
—¿A qué vamos a jugar? —preguntó .
Hubo varias voces a la vez.
—¡Al escondite!
—¡Gallina ciega!
—¡Ostrakinda2!
Era extrañ o, casi desgarrador, escuchar sus peticiones,
sobre todo porque Persé fone sabía cuá nto tiempo habían
estado en el Inframundo por sus elecciones.
—Bueno, supongo que es solo una cuestió n de a cuá l
jugaremos primero —respondió Hades.
Luego levantó la mirada y se encontró con la de Persé fone.
Esa sonrisa, la que hacía que su corazó n se agitara porque
era tan rara y tan genuina, permaneció en su lugar.
Con su mirada, vinieron muchas otras. Algunos de los
niñ os que habían sido demasiado tímidos para acercarse a
Hades, se acercaron a ella, tomando cada una de sus manos.
—¡Lady Persé fone, por favor, juega!
—Por supuesto —se rio—. ¿Hé cate? ¿Yuri?
—No —dijo Hé cate—. Pero miraré y beberé vino desde el
margen.
Se trasladaron a un espacio abierto cerca del á rea de
picnic que Yuri y las almas habían organizado y jugaron la
mayoría de los juegos que los niñ os habían sugerido, al
escondite, que era demasiado fá cil para Hades, ya que le
gustaba volverse invisible justo cuando estaba a punto de ser
encontrado, lo que significaba que cuando pasaron a jugar la
gallina ciega, Persé fone había declarado que Hades no podía
ser “eso”, ya que usaría sus poderes para encontrarlos en el
campo. Su juego final fue Ostrakinda, un juego de la Antigua
Grecia en el que se dividieron en equipos: uno representaba
la noche y el otro representaba el día, que se correspondían
con los colores blanco y negro de una concha que se lanzaba
al aire. Dependiendo de qué lado se volviera hacia arriba, un
equipo perseguiría al otro.
Persé fone nunca antes había jugado al juego, pero era
bastante simple. El mayor desafío sería escapar de Hades,
porque mientras é l estaba frente a ella en el equipo de la
noche, sabía que tenía la mirada puesta en ella.
Entre ellos, un niñ o llamado Elías sostenía un caparazó n
gigante en la mano. Dobló las rodillas y saltó , enviá ndolo a
volar por los aires. Aterrizó con un ruido sordo en la hierba,
con el lado blanco hacia arriba, y hubo un caos cuando los
niñ os se dispersaron. Por un segundo, Persé fone y Hades
permanecieron en su lugar, con los ojos cerrados. Entonces,
una sonrisa depredadora cruzó el rostro del dios y la Diosa de
la Primavera se dio la vuelta. Mientras lo hacía, sintió el
fantasma del dedo de Hades a travé s de su brazo; ya había
estado cerca de capturarla.
Corrió , la hierba estaba fresca bajo sus pies y su cabello se
movía detrá s de ella, se sintió libre e imprudente cuando se
volvió para mirar por encima del hombro a Hades que se
estaba acercando, y, de repente, recordó que no se había
sentido así desde antes del accidente de Lexa. El pensamiento
hizo tambalear sus pasos, y se detuvo por completo, su
euforia aplastada bajo el peso de la culpa.
¿Có mo pudo haberlo olvidado? Su rostro se calentó y un
grosor se acumuló en su garganta haciendo que se le llenaran
los ojos de lá grimas.
Hades se acercó a ella. Al reconocer que algo andaba mal,
preguntó :
—¿Está s bien?
Le tomó un momento responder, un momento en el que
trabajó para tragarse las lá grimas que se acumulaban detrá s
de sus ojos y reprimir el temblor en su garganta.
—Acabo de recordar que Lexa no está aquí. —Miró a Hades
—. ¿Có mo pude haberlo olvidado?
La expresió n de Hades era sombría, sus ojos dolidos.
—Oh, cariñ o —dijo, y presionó sus labios contra su frente.
Fue suficiente porque fue un consuelo. La tomó de la mano y
la condujo al á rea de picnic donde las almas ahora se habían
reunido para festejar. Yuri les mostró dó nde debían sentarse,
en el borde mismo del campo sobre una manta que estaba
cargada con las mismas linternas y ramos de flores que
decoraban el camino. La canasta estaba llena de alimentos y
odres, ofreciendo una muestra de la cultura en Asfó delos.
Hicieron un festín y el prado se llenó de charlas felices,
risas y gritos de alegría de los niñ os. Persé fone observó la
escena con el corazó n lleno. Esta era su gente, pero lo má s
importante, eran sus amigos. El impulso de protegerlos y
mantenerlos era casi primordial; era ese impulso lo que la
sorprendió , pero tambié n era la forma en que supo que quería
ser la Reina del Inframundo, porque asumir ese título
significaba algo mucho má s que la realeza. Era
responsabilidad, era cariñ o, estaba haciendo de este reino un
espacio aú n mejor y má s reconfortante.
—¿Qué está s pensando? —preguntó Hades.
Ella lo miró y luego a sus manos. Sostenía un panecillo de
trigo y lo había estado partiendo en pedazos, su regazo estaba
cubierto de migas. Lo dejó a un lado y se las quitó .
—Estaba pensando en convertirme en reina —
dijo. Hades le ofreció una pequeñ a sonrisa.
—¿Y eres feliz?
—Sí —dijo—. Por supuesto. Estaba pensando en có mo
será . Qué haremos juntos. Si, es decir, Zeus lo aprueba.
Los labios de Hades se tensaron.
—Sigue planeando, cariñ o.
No le hizo má s preguntas sobre Zeus porque sabía que
diría—: nos casaremos a pesar de Zeus —y le creyó .
—Me gustaría hablar de antes —dijo Hades—. Antes de
que nos interrumpieran, me preguntaste si confiaba en ti.
Podía decir por su expresió n que su pregunta había herido
sus sentimientos. Dudó en hablar, buscando las palabras
para explicarse.
—No pensaste que iría a verte cuando Hermes me llamó a
Lemnos —dijo—. Dímelo, sinceramente.
Hades apretó la mandíbula antes de responder:
—No lo hice.
Persé fone frunció el ceñ o.
—Pero estaba má s preocupado por Afrodita. Sé lo que
quiere de ti. Me preocupa que intente investigar e identificar
a los atacantes de Adonis y Harmonía por su cuenta. No es
porque no confíe en ti, sino porque te conozco. Quieres hacer
que el mundo vuelva a ser seguro, arreglar lo que está roto.
—Te dije que no haría nada sin tu conocimiento —dijo
Persé fone—. Lo decía en serio.
Persé fone quería encontrar a los atacantes de Adonis y
Harmonía tanto como Hades y Afrodita, pero eso no
significaba que fuera a ser precipitada. Había aprendido
mucho de sus errores. Sin mencionar que ver a Harmonía y
có mo había sufrido la hizo detenerse aú n má s. Esta amenaza
era obviamente diferente. Los dioses con el control de sus
poderes no eran capaces de luchar contra ello, lo que
significaba que ella lo tendría aú n má s difícil.
—Lo siento —dijo.
—Una vez dijiste que las palabras no tenían significado —
respondió ella—. Dejemos que nuestras acciones hablen la
pró xima vez.
Ella le mostraría a Hades que quería decir lo que decía, y
solo podía esperar que é l hiciera lo mismo.

Má s tarde, despué s de que las almas se retiraron a sus


hogares para pasar la noche, permanecieron en el prado.
Hades descansaba sobre su espalda, su cabeza en el regazo
de Persé fone. Ella jugaba con su cabello, deslizando sus dedos
a travé s de é l mientras se derramaba sobre su muslo y en la
hierba. Tenía los ojos cerrados, sus espesas pestañ as rozando
los puntos altos de su mejilla. Tenía unas líneas tenues
alrededor de los ojos que se profundizaban cuando sonreía. Si
había alguno alrededor de su boca, ella no podía verlo por la
barba incipiente en su rostro.
Los dioses no envejecían má s allá de cierto punto en su
vida. Era diferente para todos, razó n por la cual ninguno de
ellos se veía igual, y probablemente una decisió n tomada por
las Moiras. Hades parecía haber madurado hasta los treinta y
tantos.
—Hades —dijo su nombre y luego se calló , dudando.
—¿Mmm? —La miró y ella le sostuvo la mirada.
—¿Qué cambiaste por tu capacidad para tener hijos?
Se puso rígido y desvió la mirada hacia el cielo. Era algo en
lo que había estado pensando desde que jugaban en el prado.
Un día, despué s de haber saludado a las almas en las Puertas
del Inframundo, Hades admitió que no podía darle hijos
porque había regateado la habilidad. Ella no conocía los
detalles y, en ese momento, estaba má s preocupada por
aliviar su ansiedad. Parecía pensar que esta admisió n
significaría el final de su relació n.
Pero Persé fone no estaba segura de querer tener hijos y no
estaba má s cerca de tomar esa decisió n ahora a pesar de que
lo pidió .
—Le di la divinidad a una mujer mortal —respondió .
Las palabras hicieron que su garganta se sintiera
apretada y sus dedos se estancaron mientras se enredaban en
su cabello. Despué s de un momento, preguntó :
—¿La amabas?
Hades se rio sin humor.
—No. Ojalá pudiera afirmar que fue por amor o incluso por
compasió n —respondió —. Pero... quería reclamar un favor de
un dios, así que negocié con las Moiras.
—¿Y pidieron tus... nuestros... hijos?
Esta vez, Hades rodó hasta quedar sentado, girá ndose
para mirarla, los ojos vagando por su rostro.
—¿Qué está s pensando?
Ella negó .
—Nada. Solo... estoy tratando de entender al Destino.
Hades sonrió con ironía.
—El destino no tiene sentido, por eso es tan fá cil de
culpar.
Las comisuras de sus labios se volvieron hacia arriba, pero
solo por un momento mientras apartaba la mirada. Sus
pensamientos estaban confusos mientras trataba de
averiguar có mo la hacía sentir exactamente el trato de Hades.
Extendió la mano para acariciarle la mejilla con los dedos.
—Si lo hubiera sabido, si me hubieran dado algú n indicio,
nunca lo hubiera hecho…
—Está bien, Hades —interrumpió Persé fone—. No
pretendía causarte dolor.
—Tú no me causaste dolor —respondió —. A menudo
pienso en ese momento, reflexiono sobre la facilidad con la
que renuncié a algo que llegaría a desear, pero esa es la
consecuencia de negociar con las Moiras. Inevitablemente,
siempre deseará s lo que se lleven. Creo que algú n día llegará s
a resentirte conmigo por mis acciones.
—No lo hago, y no lo haré —dijo Persé fone, y lo creyó a
pesar de que una extrañ a sensació n le anudaba el pecho—.
¿No puedes perdonarte a ti mismo tan fá cilmente como me
has perdonado a mí? Todos hemos cometido errores, Hades.
La miró fijamente por un momento y luego la besó ,
guiá ndola hacia atrá s, hacia el suelo acolchado. Ella se relajó
bajo su peso y dejó que le devorara la boca con caricias lentas
y calientes. Levantó las rodillas y lo enjauló entre los muslos
mientras buscaba su dura longitud debajo de la tú nica. Una
vez que lo tuvo en la mano, Hades se echó hacia atrá s para
posicionarse contra su calor. Ella se arqueó contra la
sensació n de é l empujá ndose dentro de ella. Se quedó allí por
un momento, enterrado profundamente y llená ndola,
besá ndola una vez má s antes de establecer un paso lá nguido.
Sus respiraciones tardaron en acelerarse, sus gemidos
suaves, sus palabras susurradas, y bajo el cielo estrellado del
Inframundo, encontraron alivio y refugio en los brazos del
otro.

—Persé fone —la voz era meló dica, un suave susurro a


travé s de la piel.
Su respiració n se atascó en su garganta mientras las
manos subían por sus pantorrillas. Sus dedos se cerraron en
puñ os en las sá banas de seda y su espalda se arqueó ,
inquieta, su cuerpo todavía medio enterrado en el sueñ o.
—Te gustará —susurró , sus labios rozando la parte
inferior de su abdomen. Ella se retorció y se retorció bajo el
susurrante toque.
—Á brete a mí. —La voz persuadió . Las palabras eran una
petició n, pero las manos que le separaron las rodillas fueron
una orden.
Abrió los ojos de un tiró n, reconociendo el rostro hundido y
los ojos sangrantes que miraban fijamente los suyos.
—Pirítoo —dijo, odiando la forma en que el nombre
sonaba y se sentía en su boca, una horrible maldició n que no
merecía el aliento que necesitaba para hablar. Gritó , y su
mano huesuda le apretó la boca. Se movió de modo que se
sentó a horcajadas sobre ella, sus muslos presionando contra
su cuerpo con fuerza.
—¡Shh, shh, shh, shh, shh! —arrulló , su rostro inclinado
cerca, su cabello oscuro acariciando su mejilla—. No voy a
herirte. Haré que todo sea mejor. Ya lo verá s.
Ella lo arañ ó y, sin embargo, é l no pareció darse cuenta.
Cuando apartó la mano, ella ya no podía emitir ningú n
sonido, le había robado la voz. Sus ojos se abrieron y las
lá grimas se derramaron por los lados de su rostro. Este era
otro de los poderes del semidió s.
Ofreció una sonrisa horrible que pareció atravesar su
rostro.
—Ahí —dijo—. Me gustas má s de esta manera. Así,
todavía puedo oírte gemir.
Tenía un sabor amargo en la parte posterior de la boca y,
cuando Pirítoo se deslizó por su cuerpo para asentarse entre
sus muslos, comenzó a patear y agitarse. Su rodilla se elevó ,
golpeando a Pirítoo en el rostro, y cuando é l cayó hacia atrá s,
se tambaleó hasta sentarse.
Se escabulló hacia atrá s, pateando contra el colchó n hasta
que se presionó contra la cabecera. Su cuerpo se sentía
caliente y frío al mismo tiempo, su ropa estaba empapada de
sudor. Por un momento, miró ciegamente en la oscuridad, su
respiració n entrecortada, luego notó que una sombra se
movía hacia ella y gritó .
—¡No! —Se echó hacia atrá s, la cabeza golpeando
dolorosamente contra la cabecera cuando las enredaderas
atravesaron la piel, enviando un dolor que le destrozó los
huesos por todo el cuerpo. Gritó , el sonido penetró incluso en
sus propios oídos.
—Persé fone. —La voz de Hades atravesó la oscuridad, y
luego la chimenea cobró vida, inundando la habitació n con
luz, iluminando el desorden que había hecho con su cuerpo y
la cama. Había sangre por todas partes, gruesas enredaderas
sobresalían de sus brazos, hombros y piernas, desollando su
piel. Cuando las vio, empezó a sollozar.
—Mírame —espetó Hades, y el sonido de su voz la hizo
estremecerse. Lo miró a los ojos, con el rostro cubierto de
lá grimas saladas.
Había algo en sus ojos, un destello de pá nico que ella
nunca había visto antes. Fue como si, por un momento, no
supiera qué hacer. Agarró las espinas y se disolvieron en
polvo y cenizas, luego sus manos estuvieron sobre su piel,
enviando calor y sanació n a travé s de su cuerpo. La carne que
había destrozado con su magia se fusionó en una línea rosada
arrugada hasta que se suavizó . Cuando terminó , se puso de
pie.
—Te llevaré a los bañ os —dijo—. ¿Puedo… sostenerte?
Ella tragó saliva y asintió . La levantó con cautela y
abandonó la cama ensangrentada.
No hablaron mientras Hades deambulaba por el pasillo. El
olor a lavanda y sal marina era reconfortante. En lugar de
llevarla a la piscina principal, Hades navegó por un camino
separado, por un pasillo con paredes que relucían. Cuando la
ayudó a ponerse de pie, descubrió que habían llegado a una
habitació n má s pequeñ a con una piscina redonda. El aire era
má s cá lido aquí y la luz era má s agradable para sus ojos
cansados.
—¿Puedo desvestirte? —preguntó .
Ella asintió y, sin embargo, le tomó un momento moverse,
deslizar los dedos por debajo de los tirantes de su vestido
ensangrentado y bajarlo por sus brazos. Su tú nica lo siguió .
É l la miró fijamente por un momento y luego extendió la
mano para pasarle un mechó n de cabello por encima del
hombro, se estremeció .
—¿Sabes la diferencia? —preguntó é l—. ¿Entre mi toque y
el suyo?
Ella tragó y respondió honestamente.
—Cuando estoy despierta.
Hizo una larga pausa antes de preguntar:
—¿Puedo tocarte ahora?
—No tienes que preguntar —respondió , y Hades apretó la
mandíbula.
—Quiero —dijo—. En caso de que no esté s lista.
Ella asintió y é l la levantó y entró en la piscina,
abrazá ndola de nuevo. La sangre sobre su piel coloreó el agua
carmesí mientras danzaba en cintas. É l no preguntó sobre su
pesadilla y ella no habló hasta que la tensió n en su cuerpo
disminuyó .
—No entiendo por qué sueñ o con é l —susurró . Hades la
miró con el ceñ o fruncido—. A veces pienso en ese día y
recuerdo lo asustada que estaba, y otras veces creo que no
debería afectarme tanto. Otros…
—No se puede comparar el trauma, Persé fone. —El tono
de Hades era suave pero firme.
—Siento que debería haberlo sabido —dijo—. Nunca debí
haber...
—Persé fone —dijo Hades, su voz suave, y sin embargo
había un borde debajo de ella, una frustració n que hizo que
sus ojos ardieran—. ¿Có mo pudiste haberlo sabido? Pirítoo se
presentó como un amigo. Jugó con tu bondad y compasió n. La
ú nica persona que se equivocó aquí fue é l.
Su boca comenzó a temblar y se tapó los ojos con las
manos. Su cuerpo se sacudió con fuerza y Hades se movió ,
sostenié ndola contra su piel desnuda, con la cabeza metida
debajo de la barbilla. No estaba segura de cuá nto tiempo
estuvo llorando, pero permanecieron en la piscina hasta que
terminó . Se vistieron y regresaron a la cama donde Hades
sirvió dos vasos de whisky. Le entregó uno a Persé fone.
—Bebe —dijo.
Ella aceptó y se bebió el alcohol.
—¿Quieres dormir? —preguntó .
Ella negó .
—Ven, sié ntate conmigo —dijo é l, y se sentó junto al fuego.
La guio a su regazo y ella apoyó la cabeza contra su pecho,
reconfortada por el calor en su espalda y el olor de la piel de
Hades.
Algú n tiempo despué s, Persé fone sintió que la magia de
Hades agitaba el aire. Abrió los ojos, dá ndose cuenta de que
se había quedado dormida y ahora yacía en la cama. Rodó y
se puso en una posició n sentada, sorprendié ndose cuando vio
a Hades. Había algo completamente salvaje en é l, como si
hubiera podido ahogar su humanidad en las profundidades de
su oscuridad y todo lo que quedaba era un monstruo.
Este es un dios de la batalla, pensó .
—Fuiste al Tá rtaro —dijo en voz baja.
Hades no habló .
No necesitaba preguntarle qué había hecho allí. Había ido
a torturar a Pirítoo, y la evidencia estaba por todo su rostro,
manchado de sangre.
Una vez má s, Hades guardó silencio.
Despué s de un momento, Persé fone se levantó y se acercó
a é l, colocando una mano en su rostro. A pesar de la mirada
salvaje en sus ojos, se inclinó hacia su toque.
—¿Está s bien? —susurró ella.
—No —respondió .
Su mano cayó , deslizá ndose alrededor de su cintura. A
Hades le tomó un momento, pero finalmente se movió ,
envolvié ndola con los brazos, abrazá ndola con fuerza contra
é l. Despué s de un momento, habló , y su voz sonó un poco má s
normal, un poco má s cá lida.
—Ilias y Zofie encontraron a la mujer que te agredió —
dijo.
—¿Zofie? —preguntó Persé fone, retrocediendo.
—Ha estado ayudando a Ilias —respondió .
Persé fone sentía curiosidad por saber exactamente qué
quería decir Hades con eso, pero era una conversació n para
otro momento.
—¿Dó nde está la mujer?
—Está detenida en Iniquity —respondió .
—¿Me llevará s con ella?
—Prefiero que duermas.
—No quiero dormir.
Hades frunció el ceñ o.
—¿Incluso si me quedo?
—Hay gente atacando a las diosas —dijo Persé fone—.
Prefiero escuchar lo que tiene que decir.
Hades ahuecó su mandíbula y luego pasó los dedos por su
cabello, haciendo una mueca. Sabía que estaba preocupado,
preguntá ndose si podría manejar este enfrentamiento tan
pronto despué s del horror de su pesadilla.
—Estoy bien, Hades —susurró —. Estará s conmigo.
Eso solo pareció hacer que frunciera má s el ceñ o. Aun así,
finalmente respondió .
—Entonces haremos lo que deseas.
2 Juego muy popular en la antigua Roma con el que los niños
se entretenían durante horas.
XII

UN foQUE DE ILUSTRAGIÓN

Persé fone no había regresado a Iniquity desde la primera


vez que lo visitó . Había venido con la esperanza de salvar a
Lexa, y se había ido sin nada má s que la sensació n de que no
conocía muy bien a Hades o su imperio.
El club era de estilo bar clandestino y los miembros
podían acceder con una contraseñ a. Este espacio era un
territorio neutral y, detrá s de estos muros, los acuerdos se
hacían teniendo en cuenta el equilibrio. Despué s de enterarse
de la maldad que Hades estaba dispuesto a permitir que
existiera en el mundo, Persé fone a menudo se preguntaba
lo mismo:
¿Qué malevolencia permitiría si los resultados trajeran la paz,
si evitaran la guerra, por ejemplo?
Se manifestaron en una habitació n de aspecto similar a
donde había conocido a Kal Stavros, el dueñ o de Epik
Communications, un Magi y un mortal que se había ofrecido a
salvar a Lexa a cambio de la historia de Hades y Persé fone. No
había tenido la oportunidad de negarse antes de que Hades
llegara y terminara el trato, marcando permanentemente el
rostro de Kal.
La acusada se encontraba sentada bajo un charco de luz
circular. Su cabello largo y oscuro era sedoso y liso. Mantenía
la cabeza presionada contra el respaldo de la silla, una
serpiente negra se deslizaba lentamente alrededor de su
cuello mientras otras dos se abrían paso alrededor de sus
brazos, otras seis se deslizaban en un círculo alrededor de sus
pies. Su odio era palpable mientras las miraba con la boca en
una línea dura.
Persé fone avanzó poco a poco hasta que se detuvo en el
borde de la luz.
—No necesito decirte por qué está s aquí —dijo.
La mujer miró con odio y cuando habló , su voz fue clara,
sin una pizca de miedo o incluso rabia. Su calma puso
nerviosa a Persé fone.
—¿Me matará s?
—No soy la Diosa de la Retribució n —dijo Persé fone.
—No respondiste mi pregunta.
—No soy la que está siendo
interrogada. La mujer miró fijamente.
—¿Cuá l es tu nombre? —preguntó
Persé fone. Levantó la barbilla y respondió :
—Lara.
—Lara, ¿por qué me atacaste en The Coffee House?
—Porque estabas allí —respondió , indiferente—. Y quería
que sufrieras.
Las palabras, aunque no eran sorprendentes, todavía
dolían.
—¿Por qué ?
Lara no respondió de inmediato, y Persé fone observó có mo
la serpiente detenía su deslizamiento para levantar la cabeza
de su cuello y sisear, exponiendo colmillos venenosos. Ella se
sacudió , cerrando los ojos con fuerza, prepará ndose para el
mordisco.
—Todavía no —dijo Persé fone y la serpiente se detuvo.
Lara miró a la diosa—. Te hice una pregunta.
Esta vez, cuando la mujer respondió , las lá grimas rodaban
por su rostro.
—Porque representas todo lo que está mal en este mundo
—dijo enfurecida—. Crees que defiendes la justicia porque
escribiste algunas palabras de enojo en un perió dico, ¡pero no
significan nada! Tus acciones son mucho má s reveladoras: tú ,
como muchos, simplemente has caído en la misma trampa.
Eres una borrega, acorralada por el glamour olímpico.
Persé fone miró a la mujer, sabiendo que su ira había
surgido de algo, una semilla que había sido plantada y
alimentada por el odio, así que preguntó :
—¿Qué te pasó ?
Algo inquietante se derramó de los ojos de Lara, una
expresió n que era difícil de explicar, pero cuando Persé fone lo
vio, supo lo que era: trauma.
—Fui violada —siseó en un susurro apenas audible—. Por
Zeus.
Su admisió n fue una sorpresa a pesar de que Zeus era
conocido por este comportamiento, un hecho que no debería
serlo en absoluto. El poder le había dado a Zeus, y a muchos
otros como é l, un boleto para abusar sin ninguna razó n, salvo
que eran hombres y se encontraban en una posició n de
autoridad.
Era un error y estaba en el centro de su sociedad. Incluso
entre las diosas, que eran iguales o, en algunos casos, má s
poderosas, el asalto se utilizaba como medio de control y
opresió n. Hera era un excelente ejemplo: engañ ada y violada
por Zeus, estaba tan avergonzada que accedió a casarse con
é l. Como su reina, incluso su papel de Diosa del Matrimonio
se había convertido en el de Zeus.
A su lado, Hades se puso rígido. Ella miró al Dios de los
Muertos, cuya mandíbula se apretó . Sabía que Hades
castigaba severamente a quienes cometían crímenes contra
mujeres y niñ os. ¿Estaba motivado por las acciones de su
hermano? ¿Había castigado alguna vez a Zeus?
—Lamento que esto te haya pasado —dijo Persé fone.
Dio un paso hacia Lara y las serpientes que la habían
mantenido firmemente en su asiento se desvanecieron en
zarcillos de humo.
—No —espetó Lara—. No quiero tu compasió n.
Persé fone se detuvo.
—No te estoy ofreciendo lá stima —respondió —. Pero me
gustaría ayudarte.
—¿Có mo puedes ayudarme? —dijo con odio.
La pregunta dolió , se sintió igual que cuando la mujer se
le acercó en Nevernight y la reprendió . Aun así, tenía que
hacer algo. Nunca había experimentado el alcance de la
pesadilla de Lara, pero incluso entonces, Pirítoo todavía la
perseguía de una manera que nunca imaginó .
—Sé que no hiciste nada para merecer lo que te sucedió —
dijo Persé fone.
—Tus palabras no significan nada mientras los dioses aú n
puedan herir —ofreció en un susurro doloroso.
Persé fone no pudo hablar porque no había nada que decir.
Podía discutir que no todos los dioses eran iguales, pero esas
palabras no se sentían correctas para este momento, y Lara
tenía razó n, ¿qué importaba que no todos los dioses fueran
iguales cuando los que hacían dañ o quedaban impunes?
Fue entonces cuando recordó algo que le había dicho su
madre.
¿Consecuencias para los dioses? No, hija, no hay ninguna.
Las palabras le dieron ná useas y apretó los puñ os
luchando contra ellas, jurando que un día las cosas serían
diferentes.
—¿Có mo habrías castigado a Zeus? —preguntó Hades.
Tanto Persé fone como Lara lo miraron, sorprendidas.
¿Estaba preguntando porque planeaba hacer algo al
respecto? La mirada de Persé fone se desvió hacia Lara
mientras hablaba.
—Haría que lo despedazaran miembro por miembro y que
le quemaran el cuerpo. Haría que su alma se fracturara en
millones de pedazos hasta que no quedara nada má s que el
susurro de sus gritos resonando en el viento.
—¿Y crees que puedes impartir esa justicia? —La voz de
Hades fue baja, un desafío mortal, y se dio cuenta de que,
aunque había estado aquí para simpatizar, é l estaba aquí
para conseguir algo má s: su lealtad.
Lara puso una mirada de enojo.
—Yo no puedo. Los dioses —dijo—. Los nuevos.
Sus ojos adquirieron una mirada vidriosa, casi
esperanzada, como si estuviera imaginando có mo sería: un
mundo con nuevos dioses.
—Será un renacimiento —susurró .
Renacimiento. Borrega. Eran palabras que había
escuchado antes y le hicieron pensar que Lara estaba
conectada con las mismas personas que habían atacado a
Harmonía y tal vez a Adonis, y sonaba como si estuvieran
desesperados por marcar el comienzo de una nueva era de
dioses por cualquier medio posible.
—No —dijo Hades, su voz pareció atravesarla, arrojá ndola
fuera de la extrañ a posesió n bajo la que había estado—. Será
una masacre y no seremos nosotros los que moriremos. Será n
ustedes.
Persé fone miró a Hades y le tomó la mano.
—Lo que te pasó fue horrible —dijo Persé fone—. Y tienes
razó n en que Zeus debería ser castigado. ¿No dejará s que te
ayudemos?
—No hay esperanza para mí.
—Siempre hay esperanza —dijo Persé fone—. Es todo lo
que tenemos.
Hubo un momento de silencio y luego Hades habló :
—Ilias, lleva a la señ orita Sotir a Hemlock Grove. Estará a
salvo allí.
La mujer se puso rígida.
—Entonces, ¿me encarcelará s?
—No —dijo Hades—. Hemlock Grove es una casa segura.
La Diosa Hé cate dirige la instalació n para mujeres y niñ os
abusados. Ella querrá escuchar tu historia si deseas
contá rsela. Má s allá de eso, puedes hacer lo que quieras.

Persé fone estaba exhausta y un dolor se estaba formando


detrá s de sus ojos, extendié ndose a sus sienes. Podía contar
los días que había pasado la noche durmiendo en las ú ltimas
tres semanas con una mano. Sostuvo su café entre las manos
y tomó un sorbo, sus pensamientos se volvieron hacia Hades.
Su corazó n se apretaba con fuerza cada vez que pensaba en
có mo la había encontrado, rota y sangrando en su cama, con
los ojos llenos de pá nico y dolor. Ella había querido
consolarlo, pero las ú nicas palabras que pudo encontrar
fueron unas para cuestionar su propia cordura y percepció n
de la realidad.
Eso solo pareció irritarlo.
Se estremeció , recordando de repente la forma en que su
piel se partió cuando su magia rugió a la vida, la forma en que
Hades se había visto cuando le preguntó si conocía la
diferencia entre su toque y el de Pirítoo, có mo había llorado
en sus brazos hasta que cayó dormida, despertando má s tarde
para encontrarlo regresando a su habitació n, con el rostro
salpicado de sangre. La Persé fone que, sin saberlo, había
invitado al Dios de los Muertos a jugar a las cartas, se habría
sentido temerosa, disgustada, pero ya no era esa diosa. Había
sido engañ ada, traicionada y doblegada, y vio el final de
Pirítoo como juicio y justicia, má s aú n ahora que había
escuchado la historia de Lara.
Difícilmente podía culparla por el ataque. Había
canalizado su dolor de la ú nica forma que tenía sentido para
ella. ¿Seguramente Zeus vio que sus acciones estaban
fortaleciendo a organizaciones como la Tríada?
El telé fono de su oficina sonó , sobresaltá ndola, sonando
má s fuerte de lo habitual. Quizá s se debía a que estaba
privada de sueñ o, pero lo sacó de su base rá pidamente,
principalmente para silenciarlo, y luego recordó que
necesitaba responder.
—¿Sí? —Su saludo salió má s como un siseo y siguió
rá pidamente con algo un poco má s profesional—. ¿Puedo
ayudarle?
—Lady Persé fone, lamento molestarla —dijo Ivy al otro
lado de la línea—. Tengo a lady Harmonía aquí. Dice que no
tiene una cita contigo. ¿Debería enviarla?
¿Harmonía estaba aquí de visita? Eso la sorprendió . No
esperaba verla tan pronto despué s de su terrible experiencia.
Má s importante aú n, no esperaba que Afrodita la perdiera de
vista.
—Sí, por supuesto. Por favor, má ndala arriba.
Se puso de pie, alisá ndose el jersey y el cabello. Hoy se
sentía cohibida, no había tenido tiempo de prepararse cuando
ella y Hades regresaron a casa de Iniquity. Se había puesto el
atuendo de trabajo má s có modo que tenía y arregló su cabello
en una trenza que no estaba en absoluto interesada en seguir
siendo una trenza.
Entró en la sala de espera que había sido redecorada para
adaptarse al estilo de Persé fone: un sofá con líneas modernas
estaba apoyado contra la pared. Un conjunto de coloridos
retratos florales colgaba sobre este, mientras que dos
espaciosos sillones de zafiro se sentaban enfrente. Una mesa
de vidrio separaba a los dos y un jarró n de narcisos blancos se
ubicaba en el centro.
Lo curioso de có mo se había decorado es que Persé fone no
preguntó ni dio ninguna direcció n. Acababa de regresar al
trabajo el día despué s de que Hades le otorgara el espacio
para encontrar todo arreglado. Cuando le preguntó al
respecto, le echó la culpa a Ivy.
—No puede soportar el espacio vacío —dijo—. Le diste una
excusa para decorar. Estará para siempre en deuda contigo.
—Eres quien me dejó trabajar aquí —respondió Persé fone
—. Debería estar en deuda contigo.
—Ella ya lo está .
Persé fone no había pedido una aclaració n. Cualquier trato
entre é l e Ivy estaba funcionando a favor de ambos.
Su atenció n se centró en el ascensor que sonó cuando
alcanzó su piso. Cuando se abrió , pudo oír a Ivy hablando con
Harmonía.
—Lord Hades nos mantiene ocupados. Má s recientemente,
compró varios acres en preparació n para sus planes de
comenzar un rancho de rescate y rehabilitació n de caballos…
Persé fone arqueó una ceja. Esa era informació n nueva.
Hizo una nota mental para preguntarle sobre eso má s tarde,
pero por ahora, se concentró en sonreír mientras Ivy y
Harmonía salían del ascensor.
La Diosa de la Armonía se veía muy diferente a la ú ltima
vez que Persé fone la vio, por lo que se sintió aliviada. Ya no
estaba magullada ni rota, parecía curada, al menos en
apariencia. Llevaba una blusa con mangas acampanadas,
vaquero ajustado y botas. Su largo cabello rubio estaba rizado
y caía en ondas sobre sus hombros. Un bolso grande colgaba
de su hombro, y Persé fone notó el pequeñ o rostro de Opal que
asomaba desde adentro.
Cuando Harmonía vio a Persé fone, sonrió .
—Buenos días, lady Persé fone —dijo Ivy, inclinando la
cabeza.
—Buenos días, Ivy —respondió —. Buenos días, Harmonía.
No te esperaba.
La diosa se sonrojó .
—Lo siento mucho. Si es un mal momento, puedo volver
luego.
—Por supuesto que no, me alegra que esté s aquí —dijo
Persé fone.
—¿Puedo traerles algo? ¿Café ? ¿Té , tal vez? —preguntó
Ivy, siempre la anfitriona.
—Café para mí —dijo Persé fone—. ¿Tú , Harmonía?
—Lo mismo.
—¡Por supuesto! Ya vuelvo.
Las dos observaron hasta que Ivy desapareció por el
pasillo, luego Harmonía se volvió hacia Persé fone, sonriendo
suavemente.
—Es muy amable —dijo Harmonía.
—Sí, la adoro —dijo Persé fone, y luego le hizo un gesto—.
Te ves bien.
—Estoy mejor —respondió , aunque Persé fone vio un
destello de inquietud en sus ojos. Lo reconoció de la misma
manera que lo reconoció en sí misma: un monstruo que
habitaba bajo la superficie. La tendría mirando por encima del
hombro durante meses, añ os, tal vez para siempre.
—Ven, toma asiento en mi oficina —dijo Persé fone,
dirigié ndola al interior y cerrando la puerta.
Se sentaron en el sofá y Harmonía tomó a Opal de su bolso
y acomodó al perro en su regazo.
—No esperaba que salieras tan rá pido —dijo Persé fone.
—¿Qué má s puedo hacer? —preguntó —. ¿Esconderme
hasta que los encuentren a todos? No creo que eso sea
posible.
—Estoy segura de que Afrodita no estaría de acuerdo.
Especialmente desde que Adonis había sido asesinado.
Harmonía ofreció una leve sonrisa.
—Estoy segura de que lo haría. En realidad, es de Afrodita
de quien vine a hablarte.
Persé fone arqueó las cejas.
—¿Oh? —Sus ojos se posaron en las manos de Harmonía,
que acariciaban nerviosamente el largo pelaje de Opal.
—Creo que mi hermana era el objetivo previsto de mis
atacantes —dijo.
—¿Qué te hace creer eso?
—Lo dijeron —respondió .
Se abrió un pozo en el estó mago de Persé fone.
—¿Te preocupa que Afrodita sufra algú n dañ o?
—No —dijo Harmonía—. Me preocupa que la intenció n de
estas personas sea demostrar cuá n vengativos pueden ser los
Olímpicos, y temo que tienen como objetivo a mi hermana.
—¿Por qué empezar con ella? Hay otros dioses mucho má s
temperamentales.
—No lo sé —admitió Harmonía—. Pero no puedo evitar
pensar que otro dios, un Olímpico, los ayudó a atacarme.
—¿Por qué dices eso?
—Reconocí el arma que usaron para sujetarme, la
sensació n, de todos modos. Era una red, similar a la que hizo
Hefesto, pero la magia no era suya.
—¿De quié n era la magia?
Harmonía empezó a hablar cuando alguien llamó a la
puerta y entró Ivy.
—Solo traje sus café s —dijo, colocando una bandeja en la
mesa de café .
—Gracias, Ivy —respondió Persé fone.
—Lo que sea por ti, querida. ¡Llá mame si me necesitas!
A solas de nuevo, Persé fone sirvió a cada una taza de café ,
y mientras le entregaba a Harmonía su taza y su platillo,
preguntó :
—¿De quié n es la magia?
—De tu madre.
—¿De… mi madre? —Persé fone se quedó quieta con esa
informació n por un momento. No cuestionó có mo Harmonía
sabía quié n era ella, estaba segura de que Afrodita reveló esa
informació n—. ¿Có mo olía? ¿La magia?
—Inconfundible —respondió Harmonía—. Cá lido como el
sol en una tarde de primavera, con el aroma a trigo dorado y
fruta dulce y madura.
Persé fone no respondió .
—No quise decírtelo delante de mi hermana —explicó
Harmonía—. Existe la posibilidad de que pueda estar
equivocada… especialmente si el arma que tienen fue creada
a partir de la magia de la reliquia.
Esa era una posibilidad.
—Pero, ¿no sentiste ninguna otra magia?
Ella frunció el ceñ o y ofreció un
silencioso:
—No.
—Pero… ¿por qué ? —preguntó Persé fone en voz alta—.
¿Por qué ayudaría a esta gente tan empeñ ada en herir a los
dioses?
—Quizá s porque la han lastimado —comentó Harmonía y
luego explicó —: Quizá s apuntó a Afrodita porque es una de
las razones por las que tú y Hades se conocieron.
Algo parecido a la sorpresa se apoderó de los hombros de
Persé fone. Nunca había considerado que su madre lastimaría
a quienes apoyaron la relació n de Hades y ella, especialmente
a travé s de un grupo de mortales que odiaban a los dioses. No
tenía sentido, a menos que estuvieran pasando algo por alto.
—Si estos mortales odian a los dioses, ¿por qué aceptarían
la ayuda de uno?
—Los mortales todavía son impotentes —dijo Harmonía—.
Y no sería la primera vez que sucede algo así. A lo largo de
cada guerra Divina, los dioses se han puesto del lado de sus
posibles enemigos. Hé cate es un ejemplo: un Titá n que luchó
junto a los Olímpicos.
Eso era cierto, y Hé cate no fue la ú nica que eligió a los
Olímpicos. Helios había sido otro, y como se le recordaba a
menudo, usó su lealtad como una razó n para evitar ayudar a
los dioses en cualquier capacidad.
—Lo siento mucho.
Las cejas de Persé fone se fruncieron cuando se encontró
con la mirada de Harmonía.
—¿Por qué lo sientes? Tú fuiste la que sufrió .
—Porque no está en mi naturaleza sumar má s a tu dolor
—dijo.
—Esto no es tu culpa.
—Tampoco tuya —dijo Harmonía, como si leyera su mente,
y luego la diosa ofreció como explicació n—: Puedo ver que tu
aura se pone roja de vergü enza y verde de culpa. No te culpes
por las acciones de tu madre. No le pediste que buscara
venganza.
—No es tan fá cil —respondió —. Cuando tantos sufren
como resultado de mi decisió n de casarme con Hades.
—¿Es porque elegiste casarte con Hades, o algo mucho
má s profundo?
Persé fone miró a Harmonía inquisitivamente.
—En la raíz de la ira de Demé ter hay una multitud de
miedos. Tiene miedo de estar sola y le gusta sentirse
necesaria.
Eso era cierto.
A Demé ter le gustaba ser la salvadora, razó n por la cual le
había llevado tanto tiempo revelar los misterios de su culto,
que incluía la jardinería. Eso le otorgaba una sensació n de
poder y necesidad cuando el mundo pedía comida y agua.
—¿Le dirá s a Afrodita tus sospechas? ¿Que ella era el
objetivo previsto tras tu ataque?
—No —dijo Harmonía—. Porque solo se sentirá culpable.
Ademá s, no tendrías ninguna posibilidad de manejar esta
situació n en silencio una vez que Hefesto se entere. Prendería
fuego al mundo por ella.
Persé fone sonrió ante esas palabras. Había escuchado lo
mismo de Hades y, de repente, sintió que entendía el amor
que el Dios del Fuego poseía por la Diosa del Amor.
—Realmente se preocupa por ella.
—Sí —respondió Harmonía—. Lo veo en sus colores todos
los días, pero es un amor oscuro que se tienen el uno al otro,
obstaculizado por el dolor y la incomprensió n compartidos.
Creo que algú n día llegará n a aceptarse mutuamente. —
Harmonía miró su reloj—. Debo regresar a Lemnos antes de
que Afrodita venga a buscarme.
Opal gruñ ó cuando Harmonía la recogió y la devolvió al
bolso.
—Por supuesto —dijo Persé fone, de pie junto a la diosa.
Cuando abrió la puerta, encontró a Sybil al otro lado
prepará ndose para llamar. La orá culo dejó caer su mano y le
ofreció una sonrisa que rá pidamente se desvaneció cuando
sus ojos se movieron hacia Harmonía, su expresió n
volvié ndose preocupada.
Extraño, pensó Persé fone.
—Sybil, esta es Harmonía —dijo Persé fone. Quizá s no
reconoció a la diosa, aunque eso no tenía sentido con sus
antecedentes como orá culo.
—Es… un placer conocerte —dijo Sybil, aunque parecía
distraída.
Harmonía extendió su mano.
—Un placer, Sybil. —Hizo una pausa—. Eres un orá culo.
—Lo fui —dijo, casi sin aliento.
—Siempre será s un orá culo, incluso si no trabajas para el
Divino —dijo Harmonía—. Es tu don.
Hubo una extrañ a tensió n que llenó el espacio entre las
tres. Quizá s fue por có mo había terminado el trabajo de Sybil
como orá culo. Había sido desgarrador para ella, ver que algo
por lo que había trabajado tan duro se derrumbaba en
segundos.
—Venía a ver si estabas lista para el almuerzo —dijo Sybil.
—En el momento perfecto —dijo Harmonía—. Me estaba
yendo. Persé fone, si necesitas algo, por favor, avísame. Sybil,
fue un placer conocerte.
Harmonía se marchó y Sybil se volvió para verla marchar.
—¿Qué fue eso? —preguntó Persé fone, una vez que se
perdió de vista.
—¿Qué ? —preguntó la orá culo, frunciendo las cejas.
—Algo está mal. ¿Qué viste cuando miraste a Harmonía?
Vi tu expresió n cambiar.
—Nada —dijo rá pidamente—. Comamos. Estoy
hambrienta.
XIII

UNA foRMENTA PERFEGTA

Persé fone, Sybil y Zofie caminaron por la calle hacia


Ambrosia & Nectar para almorzar, agradecidas por la calidez
una vez que estuvieron dentro. A pesar de no estar lejos de la
Torre de Alejandría, el café se había sentido a kiló metros de
distancia cuando lograron caminar a travé s de grandes
montículos de nieve, todo mientras les arrojaban nieve y hielo.
Las quitanieves no podían seguir el ritmo, aunque todavía lo
estaban intentando.
Tomaron sus asientos y Persé fone ayudó a Zofie a navegar
por el menú , informá ndole de sus platos favoritos.
—Quiero probar todo —dijo la amazona. Si fuera
cualquier otra persona, Persé fone asumiría que estaba
bromeando, pero sabía que, si no la detenía, intentaría hacer
exactamente eso.
—Tendrá s tiempo para probar todo eventualmente —
prometió Persé fone.
Pidieron y mientras esperaban su comida, Zofie instruyó a
Sybil sobre có mo desarmar a un intruso, específicamente, en
el caso de que Ben regresara a su apartamento.
—Si é l ataca con una espada, có gela en una parada y gira.
—Demostró el movimiento con un giro de muñ eca, y Persé fone
se alegró de que Zofie no hubiera manifestado su espada real
—. Si te ataca, deté n su espada hacia abajo.
—Zofie —dijo Sybil—. ¿Alguien te ha dicho que la gente ya
no pelea con espadas?
La amazona pareció ofendida.
—¡Mis hermanas y yo siempre luchamos con una espada!
Persé fone trató de no reír.
—Está bien, ¿y si no hay espadas involucradas? ¿Solo
combate cuerpo a cuerpo?
—Ve por la nariz —dijo, con un brillo malicioso en los ojos.
Su conversació n continuó así incluso despué s de que llegó
la comida. Persé fone se sentó en relativo silencio, perdida en
sus propios pensamientos, tratando de reconstruir las cosas.
Un problema era que no tenía suficiente informació n sobre
la muerte de Adonis, pero tal vez habían buscado sacar a
Afrodita con su asesinato. Pero, ¿por qué intentar enfurecer a
un atleta olímpico si no era para crear malestar? ¿No era
suficiente la tormenta de nieve de Demé ter? Aun así, si la
suposició n de Harmonía era correcta, ¿a por quié n iría
Demé ter despué s? Había una serie de dioses y diosas que la
apoyaban: Hé cate, Apolo, aunque posiblemente reacios, luego
estaba...
—Hermes —dijo Sybil—. ¿Qué está s haciendo aquí?
Persé fone parpadeó y se encontró con la mirada dorada
del dios. Parecía que acababa de llegar de la prá ctica de tenis,
vestido con pantaló n blanco y un polo azul claro. Se deslizó en
la cabina junto a Persé fone, arrastrá ndola a lo largo del vinilo
con poco esfuerzo.
—Almorzando con mis mejores amigas —respondió —.
¿Có mo se ve?
—Parece que está s arruinando nuestro almuerzo —dijo
Persé fone.
—Bueno, no es como si estuvieras charlando —dijo,
tomando el tenedor de Persé fone y hurgando en su comida
intacta, mordió un trozo en su boca. Mientras masticaba,
habló , mirando a Persé fone.
—Apuesto a que puedo adivinar lo que estabas pensando
—dijo é l—. Reviviendo una noche de sexo alucinante con
Hades.
—Asqueroso —dijo Zofie.
Sybil rio.
Pero Persé fone deseaba que ese fuera el caso. Haría eso
por encima de pensar en su madre, o en su noche real con
Hades, que solo había estado llena de sangre y lá grimas.
Se las arregló para poner los ojos en blanco y mentir.
—En realidad, estoy pensando en la
boda. Hermes se iluminó .
—¡Dime que has elegido una fecha!
—Bueno, no —dijo, frunciendo los labios—. En realidad,
estaba pensando en... fugarme.
Era una idea que se le había pasado por la mente varias
veces desde que Hades se lo propuso y, dado el drama que
rodeaba su compromiso, parecía la mejor opció n. De todos
modos, ¿alguien realmente necesitaba saber que estaban
casados?
—¿Fugarte? —repitió Hermes, como si no supiera lo que
significaba la palabra—. ¿Por qué te fugarías?
—Quiero decir, hay mucho malestar entre los mortales y
los dioses en este momento, y una boda pú blica simplemente
enfurecería má s a mi madre...
Ahora pensaba que, si su madre estaba involucrada en el
ataque a Harmonía, las cosas podrían empeorar con una
boda.
—¿Y una privada no? —desafío de Hermes, ceja levantada.
—No entiendo esta boda —dijo Zofie—. ¿Por qué
necesitas casarte? Amas a Hades, ¿no es así? ¿No es
suficiente?
Amar a Hades era suficiente, pero su propuesta era la
promesa de algo má s. Un compromiso con una vida que
compartirían y cultivarían juntos. Ella quería eso.
—Si me casara con Hades —dijo Hermes, tomando otro
bocado de la comida de Persé fone—. Me gustaría una boda
televisada para que todos supieran que ese pedazo de trasero
es mío.
—Parece que pensaste mucho en casarte con Hades —
observó Sybil.
—Aparentemente no hay necesidad de planear nada hasta
que Zeus apruebe nuestro matrimonio, de todos modos —dijo
Persé fone, mirando a Hermes.
—¿Por qué me miras como si debería haberte dicho? —
preguntó Hermes, a la defensiva—. Todos saben eso.
—En caso de que lo hayas olvidado, crecí en una casa de
cristal con mi madre narcisista —replicó Persé fone.
—¿Có mo podría olvidarlo? —preguntó Hermes—. ¿Cuándo
hay una fuerte tormenta de hielo fuera para recordármelo?
Sybil dio un codazo al dios.
—¡Ay! —É l la fulminó con la mirada—. Míralo, orá culo.
La mirada de Persé fone se separó de Hermes, cayendo a
sus manos en su regazo.
—Esto no es tu culpa, Persé fone —dijo Sybil.
—Se siente así.
—Quieres casarte con el amor de tu vida —dijo ella—. No
hay nada de malo en eso.
—Excepto que… todo el mundo parece desaprobarlo. Si no
es mi madre, es el mundo o Zeus —hizo una pausa—. Quizá s
deberíamos haber esperado el compromiso. No es que no
vayamos a estar juntos para siempre.
—Entonces permites que otros determinen có mo vives —
dijo Sybil—. Y no hay nada justo en eso.
No era justo, pero Persé fone había aprendido mucho
sobre la justicia en el tiempo transcurrido desde que conoció
a Hades. De hecho, la lecció n había venido de la propia Sybil.
Correcto, incorrecto, justo, injusto; no es realmente el
mundo en el que vivimos, Perséfone. Los dioses castigan.
Estaba empezando a comprender por qué los Impíos
crecían en filas, por qué algunos se habían organizado y
formado la Tríada, por qué deseaban que los dioses tuvieran
menos influencia sobre sus vidas.
—Eso no es bueno —dijo Sybil, señ alando con la cabeza
un televisor en la esquina donde se transmitían las noticias.
Los Impíos se reúnen para protestar contra el clima
invernal
Persé fone quería hundirse en sí misma.
Captó parte de lo que decía el presentador,
—Este clima inusual hace que muchos crean que un dios o
una diosa pueden estar en busca de venganza. Tanto los
Impíos como los fieles están pidiendo un fin de dos formas
muy diferentes.
Persé fone miró hacia otro lado y, sin embargo, no pudo
escapar de la transmisió n, las palabras aú n llegaban y
resonaban en sus oídos.
—¿Por qué sufren los mortales cada vez que un dios tiene
un cambio de humor? ¿Por qué deberíamos adorar a tales
dioses?
—Entiendo cada vez menos a los Impíos —dijo Hermes.
Persé fone lo miró .
—¿Qué quieres decir?
—Cuando empezaron, estaban enojados con nosotros por
ser distantes y descuidados, como si quisieran nuestra
presencia. Ahora parecen pensar que pueden arreglá rselas
sin nosotros.
—¿Pueden? —preguntó Persé fone, porque realmente no lo
sabía.
—Supongo que depende. ¿Helios todavía proporcionaría el
sol? ¿O Selene la luna? A pesar de có mo los mortales perciben
el mundo, somos la razó n de su existencia: podemos crearlo y
deshacerlo.
—Sí, pero… si proporcionaran el sol y la luna y todo el
poder para mantener el mundo. Si los dioses... dieran un paso
atrá s de la sociedad mortal... ¿qué pasaría?
Hermes parpadeó .
—No lo sé .
Estaba claro que nunca antes lo había considerado.
La verdad era que los dioses nunca podrían liberar
completamente su dominio sobre el mundo porque terminaría,
pero, ¿podrían lograr un equilibrio? ¿Y có mo se veía eso
exactamente?
—Disculpe… —Un hombre se acercó a su mesa, celular en
mano. Era de mediana edad y vestía pantaló n gris y una
camisa blanca.
Hermes giró la cabeza.
—No —dijo, y la boca del mortal se cerró de golpe—. Vete.
Se dio la vuelta y se alejó aturdido.
—Eso fue de mala educació n —dijo Persé fone.
—Bueno, hoy eres cualquier cosa menos una novia
ruborizada —argumentó —. Dudo que quisieras posar para
una foto con algú n bicho raro.
Entonces su expresió n se suavizó .
—Ademá s, te ves triste.
Persé fone frunció el ceñ o, lo que no ayudó a su caso.
—Solo estoy... distraída —murmuró .
Hermes la sorprendió extendiendo la mano y colocá ndola
sobre la suya.
—Está bien estar triste, Sefi.
Realmente no había pensado mucho en lo que estaba
sintiendo, en cambio, se había concentrado en mantenerse
ocupada, creando nuevos há bitos para reemplazar los viejos
que le recordaban que Lexa ya no estaba aquí.
—Será mejor que regresemos —dijo, una vez má s eligiendo
la acció n sobre el sentimiento.

Hermes las dejó afuera de Ambrosia & Nectar, dá ndoles a


cada una un beso en la mejilla, incluso a Zofie, quien estaba
demasiado sorprendida para reaccionar al principio, luego
trató de golpearlo. Persé fone la agarró por la muñ eca, pero en
lugar de regañ ar a Zofie, miró a Hermes.
—Pregunta la pró xima vez que decidas besar a alguien —
dijo.
Por un momento, sus ojos se abrieron y luego pareció
genuinamente arrepentido.
—Lo siento, Zofie.
La amazona se enfurruñ ó , con los brazos cruzados sobre
el pecho.
—Bueno, me voy —dijo—. Tengo una cita con un hombre
cabra. Salgamos pronto.
Una vez que desapareció , Persé fone, Sybil y Zofie
intercambiaron una mirada.
—¿Hombre cabra? —preguntaron todas al unísono.
Persé fone y Sybil volvieron al trabajo, dejando a Zofie para
patrullar. Cada vez que llegaba o regresaba de una salida, la
amazona hacía rondas dentro y fuera de la Torre de
Alejandría. Lo que hizo despué s, no se dio cuenta. Sin
embargo, tenía que admitir que estaba contenta de que
Hades la hubiera asignado para trabajar con Ilias. Le dio a
Zofie la oportunidad de hacer má s trabajo basado en tareas y
socializar.
Los dioses sabían que las amazonas necesitaban eso.
Ivy las saludó cuando entraron al edificio y se dirigieron al
ascensor.
—Hermes tiene razó n —dijo Sybil—. Deberíamos salir
pronto.
Persé fone sabía lo que estaba pensando Sybil: no hemos
ido a ningú n lado desde que Lexa murió . Frunció el ceñ o ante
el pensamiento.
—Sí —dijo distraída—. Deberíamos.
—Puedes decir que no —dijo Sybil, y Persé fone la miró a
los ojos—. Si aú n no está s preparada para ello. Todos lo
entenderíamos, ¿sabes?
Persé fone tragó saliva con dificultad.
—Gracias, Sybil —susurró .
Se abrazaron, y Persé fone apoyó la cabeza en el hombro de
Sybil hasta que llegaron a su piso, pero cuando salieron del
ascensor, encontraron a Leuce y Helen de pie una al lado de
la otra mirando por las paredes con ventanas un revoltijo de
luces rojas y azules intermitentes en la distancia. A pesar de
la densa niebla y la mezcla invernal, Persé fone sabía que la
carretera estaba a lo lejos y que había sucedido algo horrible.
—Oh, dioses míos —susurró Persé fone, acercá ndose a
Leuce y Helen.
La televisió n sonó de repente y las tres se volvieron para
encontrar que Sybil había encendido las noticias. Un ró tulo
corría por la parte inferior de la pantalla, anunciando el
horror que podían ver en la distancia:
Múltiples Accidentes Reportados en la autopista A2
—Se cree que los accidentes son causados por carreteras
resbaladizas y mucha nieve. No se sabe el nú mero de
víctimas mortales, sin embargo, se ha informado de que varios
resultaron heridos.
Las imá genes y el video del accidente se movieron en
segundo plano. Persé fone vio conmocionada có mo un
automó vil tras otro se acercaba al accidente, sin darse cuenta
debido a la densa niebla y sin capacidad para frenar a tiempo
o ganar tracció n en la carretera resbaladiza, chocando contra
un vehículo tras otro.
—Qué horrible —dijo Helen justo cuando presenciaron
có mo un gran remolque de tractor se deslizaba hacia la parte
trasera de un automó vil, enviá ndolo por los aires—. ¿Có mo
pudo sobrevivir esa persona?
No pudieron, y no había una forma segura de escapar del
accidente. Dejar el auto significaba la posibilidad de resbalar
en el hielo o ser atropellado por otro vehículo en la alineació n,
quedarse significaba esperar que la siguiente persona no
golpeara demasiado fuerte.
Persé fone miró fijamente, un nudo formá ndose en su
garganta. Esto es lo que temía: que Demé ter se desahogara
con la humanidad no solo porque no podía salirse con la suya,
sino porque sabía que era la mejor manera de llegar a ella.
—¿Por qué desfilar como mortal? Eres una diosa.
—Me parezco más a ellos que a ti.
—No lo eres, y una vez que descubran quién eres en
realidad, te rechazarán por fingir que eres uno de ellos.
—Tu madre está loca —dijo Leuce en voz baja.
Persé fone no necesitaba que se lo dijeran: lo sabía
bastante bien.
Se apartó de la televisió n y caminó a ciegas hacia su
oficina. Una vez dentro, cogió el telé fono y marcó a Ilias.
—Lady Persé fone —respondió .
—¿Dó nde está Hades? —preguntó .
Debió haber sentido la angustia en su voz porque no dudó
en decírselo.
—É l está en Iniquity, mi señ ora.
—Gracias.
Le temblaban tanto las manos que apenas logró colgar el
telé fono antes de desaparecer y aparecer en la oficina de
Hades. Desde aquí, espiaba a los que usaban su club
mientras se sentaban en el bar de abajo, bebiendo, fumando y
jugando a las cartas. Hoy, sin embargo, descubrió que no
estaba solo. Un hombre al que no conocía estaba frente al
escritorio de Hades con un traje azul marino a pesar de que
había dos sillas vacías esperando. Si Persé fone tenía que
adivinar, el hombre no había sido invitado a sentarse.
Tan pronto como llegó , sus voces se detuvieron y la
ardiente mirada de Hades se volvió hacia ella.
—Cariñ o —dijo Hades asintiendo. No había ningú n indicio
de sorpresa en su voz y, sin embargo, sabía por su expresió n
que estaba preocupado por su repentina aparició n.
Entonces el hombre se volvió para mirarla. Era guapo y
definitivamente un semidió s; esos brillantes ojos aguamarina
delataban su parentesco de inmediato, un hijo de Poseidó n.
Tenía la piel morena, el cabello corto y oscuro y una barba
incipiente que le cubría la mandíbula. Ella nunca lo había
visto antes.
—Así que eres la hermosa lady Persé fone —dijo, sus ojos
se hundieron, evaluando, y ella sintió disgusto de inmediato.
—Teseo, creo que deberías irte —dijo Hades, y la mirada
del semidió s dejó la de ella, casi renuente. Persé fone se
estremeció notablemente, perturbada por su presencia.
—Por supuesto —dijo—. De todos modos, llego tarde a
una reunió n.
Asintió hacia Hades y se volvió para salir, detenié ndose
frente a Persé fone.
—Encantado de conocerla, mi señ ora —dijo, y le tendió la
mano. La miró y luego lo miró a los ojos; en verdad, no
deseaba tomar su mano, así que no dijo nada en absoluto,
pero en lugar de ofenderse, el hombre sonrió y dejó caer su
mano.
—Probablemente tengas razó n en no estrechar mi mano.
Que tengas un buen día, mi señ ora.
Pasó junto a ella y lo observó hasta que salió de la oficina,
sin confiar realmente en que se la devolvería. Una vez se fue,
Hades habló :
—¿Está s bien?
Se volvió para encontrar que Hades se había movido
silenciosamente a travé s de la habitació n hacia ella.
—¿Conoces a ese hombre? —preguntó Persé fone.
—Tan bien como conozco a cualquier enemigo —respondió
Hades.
—¿Enemigo?
Señ aló con la cabeza hacia la puerta cerrada donde el
semidió s había desaparecido.
—Ese hombre es el líder de la Tríada —respondió .
Tenía muchas preguntas, muchas, pero cuando la mano
de Hades le tocó la barbilla, se le llenaron los ojos de lá grimas.
—Dime —dijo.
—La noticia —susurró —. Ha habido un accidente horrible.
No pareció sorprendido y Persé fone se preguntó si ya
había sentido la muerte.
—Ven —dijo—. Los recibiremos en las puertas.
XIV

EL fEMPLo DE $ANgRI

Persé fone había venido a menudo al muelle para recibir a


las nuevas almas que cruzaban el río Estigia en el ferry de
Caronte, pero esta vez, Hades se teletransportó al lado
opuesto de la costa, a las Puertas del Inframundo. Hacía frío
aquí, como si el aire del Mundo Superior se filtrara a travé s
del suelo, pero ella apenas se dio cuenta porque ver las
puertas en persona la dejó sin aliento.
Eran tan altas como las montañ as en las que estaban
construidas y estaban hechas de hierro negro. La parte
inferior de las puertas había sido elaborada en una línea de
narcisos, y de ellos brotaban enredaderas en espiral
decoradas con flora y granadas, sus bordes elevados brillaban
dorados bajo el cielo tenue, que se extendía sobre sus
cabezas, pero desaparecía en una oscuridad extrañ a y
aterradora alrededor de ellas. Má s allá de las puertas había
un gran olmo. Persé fone podía sentir su edad, incluso desde
esta distancia. Era tan viejo como Hades y sus raíces eran
profundas, sus extremidades estaban llenas de orbes de luz
brillante y azulada.
—¿Qué se aferra a ese á rbol? —le preguntó a Hades.
—Sueñ os —respondió , mirá ndola—. Aquellos que entren
al Inframundo deben dejarlos atrá s.
Hubo una cierta tristeza que se apoderó de ella al
pensarlo, pero tambié n lo entendía: no había lugar para los
sueñ os en el Inframundo, porque la vida aquí significaba
existir sin carga, sin desafíos. La vida aquí significaba
descanso.
—¿Todas las almas deben atravesar estas puertas? —Su
voz era tranquila porque, por alguna razó n, este espacio se
sentía sagrado.
—Sí —respondió Hades—. Es el viaje que deben
emprender para aceptar su muerte. Lo creas o no, una vez fue
má s aterrador que esto.
La mirada de Persé fone se encontró con la suya.
—No quise decir que fuera aterrador.
É l le ofreció una pequeñ a sonrisa y le tocó los labios con el
dedo.
—Y, sin embargo, tiemblas.
—Tiemblo porque hace frío —dijo—. No por miedo. Es muy
hermoso, pero tambié n es… abrumador. Puedo sentir tu
poder aquí, má s fuerte que en cualquier otro lugar del
Inframundo.
—Quizá s eso se deba a que esta es la parte má s antigua
del Inframundo —dijo.
Una capa apareció en las manos de Hades y la puso sobre
los hombros de Persé fone.
—¿Mejor? —preguntó .
—Sí —susurró .
En el siguiente segundo, aparecieron tanto Hermes como
Tá natos. Sus alas se envolvieron alrededor de ellos como un
manto, luego se desplegaron, expandié ndose y estirá ndose,
casi llenando el espacio en el que estaban para revelar un
puñ ado de almas. Había unas veinte en total, de todas las
edades, que iban desde lo que Persé fone supuso era cinco
añ os hasta los sesenta. La niñ a de cinco añ os llegaba con su
padre, el de sesenta con su esposa.
Tá natos hizo una reverencia.
—Lord Hades, lady Persé fone —dijo—. Volveremos.
—¿Hay má s? —preguntó Persé fone, con los ojos muy
abiertos, mirando al Dios de la Muerte.
É l asintió con tristeza.
—Está bien, Sefi —dijo Hermes—. Solo concé ntrate en
hacer que se sientan bienvenidos.
Los dos dioses desaparecieron y, mientras lo hacían, el
padre de la niñ a de cinco añ os cayó de rodillas.
—Por favor —suplicó —. ¡Tó mame, pero no te lleves a mi
hija! ¡Ella es muy joven!
—Has llegado a las Puertas del Inframundo —respondió
Hades—. Me temo que no puedo cambiar tu destino.
Antes, Persé fone podría haber encontrado insensibles las
palabras de Hades, pero eran la verdad.
No creía que fuera posible que el hombre pareciera má s
pá lido, pero lo logró y gritó :
—¡Eres un mentiroso! ¡Eres el Dios de los Muertos! ¡Puedes
cambiar su Destino!
Persé fone dio un paso adelante. Se sentía como si
estuviera protegiendo a Hades de la ira de este hombre.
—Lord Hades puede ser el Dios de los Muertos, pero no es
el tejedor de tu hilo —dijo—. No temas, padre mortal, y sé
valiente por tu hija. Tu existencia aquí será pacífica.
Entonces volvió su atenció n a la hija y se arrodilló ante
ella. Era adorable, pequeñ a con coletas rubias y rizadas y
hoyuelos.
—Hola —dijo en voz baja—. Mi nombre es Persé fone.
¿Cuá l es tu nombre?
—Lola —respondió la niñ a.
—Lola —dijo con una sonrisa—. Me alegra que esté s aquí,
y con tu padre. Eso es suerte.
Muchos niñ os llegaban al inframundo sin sus padres solo
para ser adoptados por otras almas y reunirse con sus seres
queridos añ os despué s. Si estas eran las circunstancias que
estos dos sufrirían, se alegraba de que estuvieran juntos.
—¿Te gustaría ver algo de magia? —
preguntó . La niñ a asintió .
Persé fone esperaba que esto funcionara mientras recogía
un puñ ado de tierra negra a sus pies. Imaginó una ané mona
blanca y observó có mo se materializaba sin esfuerzo en su
palma. Soltó un suspiro, agradecida, y el rostro de Lola se
iluminó cuando enhebró la flor en su cabello.
—Eres muy valiente —dijo—. ¿Tambié n será s valiente por
tu padre?
La niñ a asintió y Persé fone se enderezó , dando un paso
atrá s. Poco despué s, má s almas se les unieron, guiadas al
Inframundo por Hermes y cosechadas por Tá natos. Antes de
que terminaran su trabajo, el pequeñ o espacio estaba
abarrotado con ciento treinta personas y un perro, cuyo
dueñ o tambié n había llegado al má s allá . Persé fone saludó a
muchos de ellos y Hades hizo lo mismo. Había niñ os y
adolescentes, adultos jó venes y mayores. Algunos tenían
miedo y otros estaban enojados, solo unos pocos no tenían
miedo.
En algú n momento, los dedos de Hades se deslizaron entre
los suyos e hizo un gesto hacia las puertas, que se abrían
silenciosamente para revelar el olmo má s allá en su plenitud:
hermoso, antiguo y brillante.
—Bienvenidos al Inframundo —dijo.
Juntos, llevaron a las almas a travé s de las puertas y por
debajo de las largas ramas del olmo. A medida que
caminaban, miles de pequeñ os orbes de luz aparecieron y
brillaron, elevá ndose sobre sus cabezas para asentarse en las
hojas del á rbol. Las almas miraron con asombro, no con
horror, sin darse cuenta de que esas pequeñ as bolas de luz
eran las esperanzas y sueñ os que habían formado durante
toda su vida. Persé fone sintió una inmensa tristeza al verlo
pasar, pero Hades le apretó la mano.
—Piensa en ello como una liberació n —dijo—. Ya no
estará n abrumados por el arrepentimiento.
Ella se consoló un poco con eso y cuando dejaron el
refugio del á rbol, llegaron a una franja de vegetació n
exuberante y un muelle que se extendía sobre las aguas
negras del Estigia. La orilla del Río de la Aflicció n estaba
cubierta de narcisos blancos. Volviendo del otro lado, estaba
Caronte vestido con una tú nica blanca que se encendía como
una antorcha contra la silenciosa penumbra del Inframundo.
Sus poderosos brazos llevaron el bote a babor y sonrió .
—¡Bienvenidos, bienvenidos! —dijo—. Vengan, vamos a
llevarlos a todos a casa.
Persé fone nunca antes había visto este proceso, pero
observó mientras Caronte elegía a quién se le permitía entrar
en su bote. Ni siquiera estaba lleno cuando decidió que era
suficiente.
—No má s —dijo—. Voy a volver.
Mientras se alejaba remando, Persé fone miró a Hades.
—¿Por qué no tomó má s?
—¿Recuerdas cuando dije que las almas hacían este viaje
para aceptar la muerte?
Ella asintió .
—Caronte no los llevará hasta que lo hayan hecho.
Los ojos de Persé fone se agrandaron.
—¿Y si no lo hacen?
—La mayoría lo hace —dijo.
—¿Y? —insistió Persé fone—. ¿Qué pasa con el resto?
—Es una base de caso por caso —respondió —. A algunos
se les permite ver có mo viven las almas en Asfó delos. Si eso no
los anima a adaptarse, se les envía a los Campos Elíseos.
Algunos deben beber del Leteo.
—¿Y con qué frecuencia sucede eso?
—Es raro —dijo—. Pero, inevitablemente, en momentos
como estos, siempre hay alguien que lucha.
Podía imaginarlo. Ninguna de estas personas se despertó y
esperaba morir hoy.
Caronte regresó unas cuantas veces má s y al final, los
ú nicos dos que quedaban eran el hombre con la hija de cinco
añ os. Caronte intentó tomarla, pero el padre protestó con
vehemencia y Persé fone no lo culpó .
—¡Vamos juntos o no vamos!
Persé fone miró de Caronte a Hades y luego al hombre que
sostenía a su hija en sus brazos. Ella tambié n se aferró a é l;
por mucho que hubiera aceptado su fin, tampoco quería dejar
a su padre.
Persé fone dejó el lado de Hades y se acercó al hombre.
—¿De qué tienes miedo? —preguntó .
—Dejé a mi esposa e hijo atrá s —dijo.
Consideró esta noticia, pero sabía que varias de las almas
que ya habían pasado por el Estigia habían dejado atrá s a un
ser querido. Tambié n sabía que habría má s como é l. No podía
hacerle una promesa que no podía cumplir para todos.
Entonces, en cambio, preguntó :
—¿Y no confías, despué s de todo lo que has visto aquí, que
los volverá s a ver?
—Pero…
—Tu esposa tendrá consuelo —dijo—. Porque está s aquí
con Lola y ella esperará a reunirse contigo aquí, en el
Inframundo. En Asfó delos. ¿No deseas hacerles un espacio?
¿Darles la bienvenida cuando vengan?
El hombre miró a Lola y la abrazó , llorando un buen rato.
Lo dejaron, y mientras tanto, Persé fone sintió la pesadez de
esta tarea. No podía imaginar có mo Tá natos, Caronte y Los
Jueces lograban esto todos los días.
Despué s de un rato, el hombre se recompuso y tomó
aliento.
—De acuerdo. Estoy listo.
Persé fone se volvió hacia Caronte, quien sonrió .
—Entonces, bienvenidos al Inframundo —dijo y ayudó a
los dos a subir al barco.
Hades y Persé fone se les unieron.
El viaje fue silencioso, las almas miraban hacia el agua,
sus expresiones sombrías. El agarre de Hades sobre la mano
de Persé fone se apretó , y ella supo que era porque reconoció
la carga que llevaba, era tristeza, dolor y desesperació n, pero
su estado pronto se animó cuando vio a un grupo de almas de
Asfó delos en la orilla opuesta esperando para darles la
bienvenida.
—¡Miren! —exclamó Lola, señ alando con un dedo
diminuto.
Cuando Caronte llegó al muelle, Yuri e Ian los ayudaron a
subir a la cubierta abarrotada.
—Bienvenidos —dijeron.
Hubo una oleada de actividad cuando fueron aceptados
entre la multitud. Las almas habían estado perfeccionando su
fiesta de bienvenida y habían logrado convertirla en una
celebració n má s con mú sica y canastas de comida.
Inicialmente, le preocupaba que Hades lo desaprobara, ya
que estas almas aú n no habían sido juzgadas, pero el dios
había sentido que esta era una entrada aú n mejor a su reino,
porque siempre estaría en la mente de aquellos que
terminaron en el Tá rtaro.
—Ellos reflexionará n sobre este momento y lamentará n no
haber sido mejores en la vida.
Hades y Persé fone se quedaron con Caronte, viendo có mo
las almas se marchaban por el camino de piedra, a travé s de
los Campos del Luto. Mientras avanzaban, bailaron, cantaron
y vitorearon. Se sintió como un final má s feliz para un día
espantoso.
Junto a ellos, Caronte se rio entre dientes.
—Ciertamente nunca olvidará n su entrada al Inframundo.
Persé fone lo miró .
—¿Crees que eclipsará lo repentino de su muerte?
El daimon le ofreció una suave sonrisa.
—Creo que su Inframundo lo compensará con creces,
milady.
Dicho esto, salió del muelle y volvió a cruzar el río.
Se volvió hacia Hades.
—¿Sigue siendo un destino tejido por las Moiras si es
causado por otro dios?
Ella realmente no lo sabía.
—Todos los destinos son elegidos por las Moiras —
respondió Hades—. Lá quesis probablemente había asignado
una cantidad de tiempo a cada uno de ellos que terminó hoy y
Á tropos eligió el accidente como su forma de muerte. La
tormenta de tu madre proporcionó el catalizador.
Persé fone frunció el ceñ o y Hades volvió a apretarle la
mano.
—Dejemos este lugar. Tengo algo que enseñ arte.
Dejó que Hades los teletransportara, pero se sorprendió
de dó nde la trajo: al Templo de Sangri. Era un gran edificio de
má rmol y piedra blanca. Un conjunto de escalones constituía
una subida empinada hacia las puertas cerradas y doradas
que se encontraban justo detrá s de una hilera de antiguas
columnas icó nicas con pergaminos rematados en oro. Por
muy decorativos que fueran, tambié n eran prá cticos, y
sostenían un frontó n detallado con los símbolos de Demé ter:
la cornucopia y los granos de trigo, que tambié n eran de oro.
—Hades… ¿Por qué estamos en el templo de mi madre? —
preguntó Persé fone.
—Visitando.
El Dios de los Muertos mantuvo su mirada, besó su mano
y luego la guio hacia su brazo mientras comenzaba a subir los
escalones.
—No deseo visitarla —dijo.
—Tu madre quiere jodernos —dijo—. Entonces la
joderemos.
—¿Tienes la intenció n de quemar su templo hasta los
cimientos? —preguntó .
—Oh, cariñ o —respondió Hades—. Soy demasiado
depravado para eso.
Subieron los escalones y ella sintió una oleada de la magia
de Hades cuando las puertas se abrieron. Varios sacerdotes y
sacerdotisas vestidos de blanco dejaron su deambular cuando
vieron entrar al Dios de los Muertos, con los ojos muy abiertos
por el miedo.
—L-lord Hades… —Uno de los sacerdotes se estremeció
mientras pronunciaba su nombre.
—Vete —ordenó .
—No puedes entrar al Templo de Demé ter —se atrevió a
decir una sacerdotisa—. Este es un espacio sagrado.
Hades ignoró a la mujer.
—Vete —dijo de nuevo—. O sé testigo, y complaciente, de
la profanació n de este templo.
Los sacerdotes y sacerdotisas de Demé ter huyeron,
dejá ndolos solos en la habitació n iluminada por el fuego. Las
puertas se cerraron de golpe, haciendo que las sombras en la
pared se estremecieran.
En el silencio, Hades se volvió hacia ella.
—Dé jame hacerte el amor.
—¿En el templo de mi madre? Hades…
La interrumpió con un beso que la hizo gemir. Fue
delicioso y profundo, y el deseo se acurrucó en su estó mago
como garras.
—Mi madre se pondrá furiosa —dijo cuando é l se apartó .
—Estoy furioso —siseó é l mientras su mano se clavaba en
la base de su crá neo y sus labios volvían a los de ella. Su otra
mano viajó hacia abajo, sobre su trasero y debajo de su
muslo, enganchando su pierna alrededor de su cadera. Su
erecció n se acurrucó contra su nú cleo dolorido y ella gimió .
Sus labios se movieron a su mandíbula y luego a su oreja
mientras susurraba—: Y no has dicho que no.
No quiso decir que no. Los acontecimientos de hoy la
habían dejado agitada, inquieta, estresada. Necesitaba
liberació n, lo necesitaba a é l.
Se apartó y se miraron el uno al otro por un momento
antes de que Persé fone pasara las manos por el pecho de
Hades hasta los hombros y lo ayudara a quitarse la chaqueta.
Mientras caía al suelo, su ropa siguió . Se desnudaron el uno
al otro, un proceso lento y lá nguido que implicó muchos
besos, lamer y chupar, hasta que se quedaron desnudos y
entonces Hades la tomó en sus brazos y la llevó por el pasillo
flanqueado por columnas hacia el altar de su madre, que
rebosaba de cornucopias de frutas y gavillas de trigo. Dos
grandes cuencos de oro llenos de fuego rugían a ambos lados
y el aire aquí estaba caliente, lo que hacía que el sudor
goteara de sus pieles.
Hades se arrodilló y la acostó sobre el suelo de baldosas
antes de acomodarse entre sus piernas. La miró fijamente,
sus ojos como fuego, recorriendo cada parte de su cuerpo, y
luego se inclinó y la lamió , su lengua cá lida contra su centro.
Cuando se apartó , sus labios brillaron con su deseo y sonrió
con malicia.
—Está s mojada para mí.
—Siempre —susurró .
—Siempre —repitió —. ¿Incluso al verme?
Ella asintió y Hades se humedeció los labios.
—¿Quieres saber có mo me siento cuando te veo? —
preguntó , incliná ndose para presionar un beso en el interior
de su rodilla.
Ella asintió .
—Cuando te veo, no puedo evitar pensar en ti así —dijo,
su voz fue un susurro sensual contra su piel mientras sus
labios continuaban subiendo por su muslo—. Desnuda.
Hermosa. Empapada.
Cada una de sus palabras fue enfatizada con el remolino
de su lengua contra su piel y su respiració n se aceleró cuanto
má s se acercaba a su nú cleo ardiente.
—Mi polla está dura por ti —dijo—. Y estoy desesperado
por llenarte.
La miró fijamente, su cabeza se cernía sobre el vé rtice de
sus muslos, y podía sentir su aliento contra su carne fundida.
Sus dedos se curvaron en sus palmas, sus uñ as se clavaron
en su piel.
—Entonces, ¿por qué estoy tan vacía?
La comisura de su boca se levantó , y luego descendió , su
boca cubriendo su clítoris. Ella se arqueó contra é l y sus
manos fueron a sus senos, atrayendo sus pezones entre sus
dedos, gimió y encontró su mirada ardiente. En cuanto lo hizo,
é l tiró de sus caderas, las manos se clavaron en su trasero y
luego estuvo dentro de ella, sus dedos se curvaron
profundamente, estimulando una parte de ella que hizo que
su respiració n se atascara en su garganta. Cuanto má s
gritaba, má s rá pido se movía su lengua, má s la persuadían
sus dedos, y cuando se apartó de ella, sus labios y dedos
brillaban.
La dejó relajarse sobre el azulejo y trepó por su cuerpo,
con la boca descendiendo sobre la de ella. Sabía como ella,
picante y salada, y mientras su lengua se deslizaba contra la
suya, estiró la mano entre ellos, envolviendo su mano
alrededor de su polla dura, acariciando con el pulgar la
cabeza, llena de necesidad. Hades gimió .
—¿Quieres tomarme en tu boca? —preguntó .
—Siempre —dijo, sentá ndose.
Se estremeció y cerró los
ojos.
—Esa palabra.
—¿Qué hay de malo en esa palabra?
—Nada —dijo, y tomó su lugar en el suelo, con una mano
detrá s de la cabeza—. Es… perfecta.
Persé fone envolvió su mano alrededor de la polla de
Hades, lo lamió una vez y luego lo tomó en su boca. La mano
de é l se apretó en su cabello y siseó , apretando los muslos
alrededor de sus rodillas dobladas. Mantuvo la boca
concentrada en la punta suave durante un largo rato,
saboreando cada gota de humedad que subía a la superficie y
luego lo tomó hasta la empuñ adura. Dejó escapar un largo
suspiro y se sentó , quitá ndola de su longitud y presionando
su boca caliente contra la de ella. La guio hasta ponerla de
espaldas, movié ndose para agarrar su polla mientras la
presionaba en sus resbaladizos pliegues, provocando su
entrada y su clítoris.
Persé fone gimió y le clavó sus talones en el trasero.
—Ahora, Hades —ordenó —. Lo prometiste.
Ofreció una risa entrecortada.
—¿Qué te prometí, cariñ o?
Se inclinó para besar su cuello y sus dientes rozaron su
oreja. Ella se volvió hacia é l, enojada, con la esperanza de
capturar sus labios, pero é l se movió .
—Llenarme —susurró —. Follarme.
—Eso no fue una promesa —dijo—. Fue un voto.
Y luego se enfundó completamente, acomodá ndose
profundamente, y por un momento se apoyó contra ella, sus
cuerpos resbaladizos fusioná ndose. Sus labios tocaron su
mandíbula, luego su boca, mientras esperaba a que ella se
relajara debajo de é l.
—Dé jame hacerte el amor —dijo de nuevo y sostuvo su
mirada mientras se movía, levantá ndose en sus manos sobre
ella, comenzó a moverse, estableciendo un ritmo que
aseguraba que ella sintiera cada parte de su polla. Se arqueó
debajo de é l, su espalda despegá ndose del suelo. Hades se
retiró entonces, sus manos clavá ndose en sus muslos
mientras inclinaba sus caderas y se sumergía en ella una y
otra vez, firme y agonizante.
Deseaba que durara para siempre, deseaba correrse.
Quería todo de una vez.
Entonces se retiró e inclinó la cabeza entre sus muslos, su
boca descendió una vez má s antes de empujarse de nuevo
dentro de ella, su cuerpo cernié ndose sobre el suyo, sus
brazos fuertes la enjaularon. Ella le observó el rostro mientras
se movía, con los ojos pesados, su mandíbula tensa, sus labios
entreabiertos. De vez en cuando se inclinaba para besarla,
una, dos, una tercera vez, antes de que ninguno de los dos
pudiera mantener los ojos abiertos, hasta que sus cabezas se
inclinaron hacia atrá s y se corrieron.
Despué s, se tumbaron en el suelo de baldosas, con las
extremidades enredadas.
—¿Qué es eso que escuché sobre rescate de caballos? —
preguntó , su voz era baja. Estaba cansada, su cuerpo todavía
temblaba por su liberació n.
Hades no reaccionó , sus dedos continuaron enredá ndose
por su cabello.
—Te lo iba a decir mostrá ndotelo —dijo—. ¿Quié n te lo
dijo?
—Nadie me lo dijo —respondió ella—. Lo escuché .
—Hmm. —Hizo un sonido somnoliento.
Despué s de un momento, se movió para que sus brazos
descansaran sobre el pecho de é l, con la barbilla apoyada
sobre ellos.
—Harmonía vino de visita hoy —dijo.
—¿Oh? —Enarcó una ceja oscura, los ojos entreabiertos.
—Cree que el arma que se utilizó para capturarla fue una
red —dijo—. Y que fue hecha con la magia de mi madre.
Hades no habló , no movió un solo mú sculo de su rostro.
—¿Por qué mi madre ayudaría a atacar a su propia gente?
—Ha sucedido cada vez que nuevos dioses suben al poder
—respondió Hades. No pareció sorprendido en absoluto.
—¿Nuevos dioses o nuevo poder? —preguntó .
—Quizá s ambos —respondió —. Supongo que lo sabremos
tarde o temprano.
Persé fone guardó silencio, considerando las palabras de
Hades.
—¿Qué estaba haciendo Teseo en tu oficina hoy? —
preguntó , repentinamente curiosa. Cuando llegó , cualquier
conversació n que hubieran tenido no parecía ir bien debido a
la tensió n en la habitació n.
—Tratando de convencerme de que no tuvo nada que ver
con tu asalto y el ataque a Adonis o Harmonía.
—¿Y lo hizo?
—No pude detectar una mentira —admitió Hades.
—Pero, ¿aun así piensas que fue el responsable?
El fantasma de una sonrisa tocó sus labios, como si
estuviera orgulloso de que pudiera leerlo tan bien.
—Creo que su inacció n lo hace responsable —dijo Hades
—. A estas alturas debe saber los nombres de sus atacantes y,
sin embargo, se negó a divulgarlos.
—¿No tienes mé todos para extraer informació n? —
preguntó , arqueando una ceja.
Hades se rio entre dientes.
—¿Está s ansiosa por sangre, cariñ o?
Ella frunció el ceñ o.
—Simplemente no entiendo qué poder tiene para guardar
esa informació n.
—El mismo tipo de poder que cualquier hombre tiene con
sus seguidores —respondió Hades—. Arrogancia.
—¿No es eso una ofensa punible a los ojos de un dios?
—Confía, cariñ o, para cuando Teseo venga al Inframundo,
seré yo quien lo acompañ e directamente al Tá rtaro.
XV

CoNVIRTIÉNDoSE EN PoDER

El resto de la semana pasó rá pidamente con Persé fone


realizando su propia investigació n sobre la Tríada. Se enteró
de que la organizació n tuvo un comienzo fallido, alegando que
su liderazgo estaba descentralizado. Esto llevó a que varias
personas realizaran sus propias protestas, algunas pacíficas y
otras má s violentas. Cuando Zeus los declaró una
organizació n terrorista, y como resultado, alentó a varios
fieles mortales a buscar y atacar a los asociados con el grupo,
se habían disuelto temporalmente solo para reformarse un
añ o despué s bajo un nuevo liderazgo.
Eso fue hace cinco añ os.
Desde entonces, ha habido algunas protestas y má s
ataques violentos, pero la Tríada nunca se había
responsabilizado por ellos, alegando que eran Impíos rebeldes.
Persé fone recordó lo que había dicho Hades sobre Teseo: que
el líder de la Tríada afirmaba no tener ninguna relació n con el
asesinato de Adonis y el ataque de Harmonía. ¿Podría ser este
un caso de los Impíos atacando por su cuenta con la ayuda de
Demé ter?
No podía decirlo, solo esperaba que no fuera necesario
otro ataque para averiguarlo.
Era sá bado y Persé fone se dirigía a la cabañ a de Hé cate
para entrenar, sin el conocimiento de Hades. É l había
insistido en que descansara, ya que el sueñ o la había evadido
la mayoría de las noches, pero sabía que despué s de
presenciar el horrible accidente que se llevó tantas vidas en el
Mundo Superior, el entrenamiento era una prioridad, ademá s,
tenía algunas preguntas para la antigua diosa.
Cuando llegó , Hé cate estaba trabajando dentro de su
cabañ a, envolviendo hierbas secas con cordeles: tomillo,
romero, salvia y estragó n. Había varios bultos y todo el lugar
olía dulce y amargo.
Se sentó para ayudar, seleccionando los tallos de cada pila
antes de atar con cuidado el cordel en un lazo ordenado.
—¿Qué tipo de hechizos planeas lanzar con todo esto? —
preguntó .
La esquina del labio de Hé cate se curvó .
—Ninguno… estas hierbas son para cocinar.
—¿Desde cuá ndo? —preguntó Persé fone, pero su
pregunta casi sonó como una acusació n. Nunca había visto a
la diosa cocinar nada salvo venenos.
—Cultivo todo tipo de hierbas —dijo Hé cate—. Algunos
para mis hechizos, otros para Milan, y otros para recreació n.
Persé fone arqueó una ceja.
—¿Por qué Milan necesita tanto?
—Estas hierbas duran al menos tres añ os —dijo—. Pero
me imagino que se está preparando para el banquete de
bodas.
Persé fone se quedó helada. Ni siquiera había pensado en
la comida, y ¿qué hay del pastel? ¿Eran estas cosas en las que
debería estar pensando dados los eventos de la semana
pasada? Frunció el ceñ o y las tensiones se acumularon entre
sus cejas.
—No quería causarte estré s —dijo Hé cate.
—No lo hiciste —dijo Persé fone y se detuvo—. Hé cate, te
pusiste del lado de los Olímpicos durante Titanomaquia, ¿no?
—¿Por qué preguntas?
Persé fone se estremeció ante el tono de su voz, era fría,
casi furiosa. ¿Era este un tema del que la diosa prefería no
hablar?
Hé cate continuó envolviendo manojos de hierbas, sin dejar
nunca su tarea.
—Solo… me preguntaba por qué no te pusiste del lado de
los Titanes —dijo Persé fone—. Ya que eres uno de ellos.
—Ser uno de ellos no significa que esté de acuerdo con
ellos —dijo, mientras continuaba trabajando, sus manos se
movían rá pido—. Bajo los Titanes, el mundo no habría
evolucionado, y creí que los Olímpicos, aunque eran dioses,
eran mucho má s humanos que ellos.
Persé fone hizo una mueca.
—No creo que las razones de mi madre sean tan nobles.
—¿Qué quieres decir?
Persé fone le explicó lo que Harmonía le había dicho, que
había sentido la magia de Demé ter en el parque donde había
sido atacada y sus sospechas de que podría estar trabajando
con la Tríada, o los Impíos rebeldes.
No podía sacar las palabras de Harmonía de su cabeza.
Cá lido como el sol en una tarde de primavera, con el
aroma a trigo dorado y fruta dulce y madura.
La magia de Demé ter se había sentido por toda el arma, la
red, que había atrapado a Harmonía. Tenía sentido, por qué
la diosa no podía invocar su magia para calmar a sus
atacantes. Harmonía era una diosa menor. Contra Demé ter,
tenía pocas posibilidades de vencer a un antiguo Olímpico.
Cuando terminó con su explicació n, Hé cate no pareció
sorprendida.
—No es el primer dios que intenta derrocar a los de su
especie, ni será la ú ltima —respondió .
Era lo mismo que había dicho Hades.
—No pareces preocupada —observó Persé fone.
—Solo me preocupo por lo que puedo controlar —dijo
Hé cate—. Las acciones de tu madre son suyas; no puedes
evitar que elija este camino, pero puedes luchar contra ella en
el proceso.
Persé fone se encontró con la mirada de Hé cate.
—¿Có mo?
La diosa la miró fijamente y despué s de un momento,
tomó un tosco par de tijeras que habían usado para cortar
hierbas antes. Las colocó sobre la mesa, delante de Persé fone.
—Aprendes a curarte.
—¿Por qué ? Dijiste que debería pelear, ¿no debería estar
practicando magia?
—La curació n es un poder necesario de dominar antes de
enfrentarte a cualquiera de los Divinos. Todos los dioses
tienen la capacidad de curarse hasta cierto punto. Hoy
descubriremos la tuya.
¿Todos los dioses? Persé fone no tenía ni idea. Ella había
pensado que era solo un poder poseído por unos pocos.
Persé fone miró fijamente a Hé cate y luego sus ojos se
posaron en las tijeras.
—¿Y qué se supone que debo hacer con estas?
—Te cortará s, o yo lo haré por ti.
Hubo un momento en el que pensó que Hé cate debía estar
bromeando, pero eso pasó rá pidamente al recuerdo de có mo la
Diosa de la Brujería le había ordenado a Nefeli que la atacara.
Esa noche había ido má s allá de enseñ ar simples trucos de
magia. Esto era serio, y Hé cate había demostrado que haría lo
que fuera necesario para asegurarse de que se manifestara el
poder de Persé fone.
Tomó las
tijeras.
—¿Qué se supone que debo hacer una vez que me corte?
—Hazlo y te lo diré —respondió .
Aun así, Persé fone vaciló . Nunca antes se había lastimado
intencionalmente, y la idea de hacerlo la hizo temblar.
Solo finge que es tu magia, dijo, recordando la otra noche,
cuando soñ ó que Pirítoo estaba en su habitació n y unas
ramas gruesas le habían hecho pedazos los brazos y las
piernas. Esto no es nada comparado con eso.
Sostuvo las tijeras sobre su palma. En un instante, la
mano de Hé cate se extendió y la condujo hacia abajo. Los
extremos de las tijeras le atravesaron la mano y se clavaron
en la mesa de debajo.
Al principio, Persé fone estaba tan sorprendida que no
reaccionó . Entonces, Hé cate le quitó las cuchillas de la mano
y con la sangre, vino el dolor. Persé fone gritó , agarrá ndose la
muñ eca de su mano herida mientras su magia brotaba a la
superficie, inundando sus venas. Este era el tipo de magia
que brotaba de su piel, del tipo que había estallado la noche
que había soñ ado con Pirítoo.
—Curarte es una forma de defensa —dijo Hé cate con
calma, como si no acabara de apuñ alarla.
—¿Qué diablos, Hé cate? —demandó Persé fone, su voz era
á spera y furiosa. Sus ojos ardían con magia; podía sentirlo, un
calor residual que hacía que se le humedecieran los ojos.
—Tu magia no se despertará para curar un rasguñ o —dijo
la diosa.
—Entonces, ¿tuviste que apuñ alarme? —preguntó
Persé fone.
Una horrible sonrisa se extendió por el rostro de la diosa.
—Tienes que aprender a invocar tu poder sin dolor, miedo
o ira. Debe convertirse en una segunda naturaleza, por lo que
usaremos el dolor, el miedo y la ira para entrenar.
Persé fone rechinó los dientes. Su magia quemando su piel.
—Canaliza tu magia, Persé fone. ¿Qué se siente cuando
Hades te sana?
Persé fone luchó con su mente, atrapada entre escuchar a
Hé cate y su ira, pero el dolor en su mano tambié n llamó su
atenció n y pronto se concentró en é l y en los recuerdos de las
manos curativas de Hades; había sido fá cil para é l, un pulso
de poder que calentaba la piel, como deslizarse en una fuente
termal.
—Bien —escuchó decir a Hé cate, y cuando abrió los ojos,
vio que su mano estaba curada, la ú nica evidencia de que
había resultado herida era la sangre en la mesa.
—Otra vez —dijo la diosa, recogiendo las tijeras.
Persé fone se estremeció y se puso de pie.
—No.
Hé cate la miró fijamente, todavía sosteniendo las tijeras
ensangrentadas en alto.
—¿Qué quieres, Persé fone?
—¿Qué tiene esto que ver con apuñ alarme?
—Todo. Tu magia es reactiva, má s que probablemente
debido a un trauma, y aunque eso no es tu culpa, nos
estamos quedando sin tiempo. ¿Crees que puedes tomarte
cuatro minutos para curarte en el campo de batalla?
—Esto no es una batalla, Hé cate.
—Pronto lo será … ¿Y dó nde preferirías aprender? Así que
te vuelvo a preguntar. ¿Qué quieres?
Ella quería a… Hades. Quería el Inframundo, el Mundo
Superior, quería…
—Todo —dijo, sin aliento.
—Entonces, lucha por ello —dijo Hé cate.
Persé fone extendió la palma de su mano.
Practicaron durante má s de una hora. Despué s de la
vigé sima vez, Persé fone dejó de estremecerse cuando las
tijeras se clavaron en la palma de su mano. No pasó mucho
tiempo para que comenzase a curar la herida antes de que las
cuchillas incluso dejaran su cuerpo. Dirigida por Hé cate, se
familiarizó con la forma en que su magia reaccionaba a la
intrusió n, má s fuerte con el impacto, calentando
inmediatamente su piel y levantá ndole el vello de la nuca.
—Te está instando a que lo uses —dijo Hé cate—. Quiere
protegerte.
Persé fone había escuchado esas palabras antes, pero
ahora estaba comenzando a entenderlas, y a su magia. No era
algo extrañ o lo que invadía su cuerpo, era tan natural para
ella como su sangre y sus huesos.
—Es suficiente por hoy —dijo Hé cate.
Persé fone había perdido la cuenta de las veces que había
sido apuñ alada. Se sentía cansada, pero extrañ amente
consciente. Como si su cuerpo se hubiera convertido en una
víbora, enrollada y lista para atacar. Por una vez, desde que
sus poderes se habían despertado, no se sentían tan lejos.
—Sí, querida —siseó Hé cate y Persé fone se encontró con la
oscura mirada de la diosa—. Lo entiendes ahora porque
puedes sentirlo. No se trata de invocar poder. Se trata de
convertirse en é l.
Convertirse en poder.
—¿Con qué frecuencia podemos entrenar así? —preguntó
Persé fone.
—Tan a menudo como quieras —dijo Hé cate.
—Por favor, Hé cate.
La diosa extendió una mano y ahuecó su barbilla. Por
primera vez desde que habían comenzado a entrenar hoy, su
mirada se volvió gentil.
—Siempre que recuerdes que te amo —respondió ella.
Las palabras hicieron que a Persé fone se le encogiera el
estó mago, eran palabras llenas de pavor, promesas y miedo,
pero esos eran sentimientos que tambié n existían fuera de
esta cabañ a, en el Mundo Superior, donde la magia de su
madre rabiaba y donde Harmonía había sido atacada. Al
menos aquí, con Hé cate… sabía que estaría a salvo.
—Por supuesto. ¿Có mo podría olvidarlo?
Hé cate le ofreció una sonrisa triste.
—Oh, querida. Puedo hacerte lamentar que alguna vez
fué ramos amigas.

Persé fone consideró dirigirse al Elíseo para visitar a Lexa,


pero despué s de su sesió n con Hé cate, se sentía
particularmente agotada. En cambio, regresó al palacio.
Cerbero, Tifó n y Ortro caminaban obedientemente a su lado, y
tuvo la sensació n de que les habían ordenado escoltarla
dentro del Inframundo, má s que probablemente debido a su
tendencia a vagar y encontrar problemas. Sus sospechas se
confirmaron cuando, tan pronto como puso un pie dentro del
palacio de Hades, los tres dó berman se dispersaron.
No estaba molesta por su presencia o su escolta, pero la
hizo esperar un momento en el que lo necesitara menos. Una
vez má s, pensó en las palabras de Hé cate, y se preguntó en
qué se estaba metiendo exactamente al pedirle a la diosa que
la entrenara como lo había hecho hoy.
—Oh, y Perséfone —había dicho Hé cate mientras salía de
su cabañ a—. No le digas a Hades sobre el día de hoy. No creo
que tenga que decirte que lo desaprobaría.
Esas palabras pesaron sobre ella mientras se dirigía a su
dormitorio. Había hecho una promesa de ser completamente
transparente con Hades, especialmente despué s de perder a
Lexa. Le costó mucho trabajo teniendo en cuenta que no
estaba acostumbrada a comunicarse en absoluto. Crecer bajo
el pulgar de su madre le había enseñ ado que expresar la
opinió n o los sentimientos de una, llamaba la atenció n y las
críticas. Era mejor permanecer en silencio, existir tanto en
secreto como fuera posible para evitar el castigo.
Esa era la forma en que había vivido durante añ os, pero
despué s de la muerte de Lexa, se dio cuenta de que ya no
podía hacerlo. Má s importante aú n, no era necesario. Hades
quería saber de ella, quería entender su perspectiva, y ella
quería lo mismo de é l.
Todavía estaba considerando có mo hablar con é l sobre los
mé todos de entrenamiento de Hé cate cuando entró al
dormitorio y encontró a Hades ocupando su espacio habitual
frente al fuego, y a otro dios que no conocía. Era guapo y
elegante: piel negra, cabello blanco y corto, rizado cerca de su
cabeza. Tenía los ojos muy abiertos, como los de un ciervo, y
labios carnosos. Vestía de blanco con detalles dorados: un
cinturó n alrededor de la cintura y una capa de collares.
Llevaba los pies descalzos, pero probablemente se debía a que
no necesitaba zapatos; unas grandes alas blancas le brotaban
de la espalda.
—Hola —dijo, cerrando la puerta detrá s de ella—. ¿Estoy…
interrumpiendo algo?
Se dio cuenta de que era una pregunta extrañ a, pero… el
dormitorio tambié n era un lugar extrañ o para que Hades
hiciera negocios.
El dios desconocido resopló .
—Persé fone —dijo Hades, sacando una mano de su bolsillo
para hacer un gesto hacia el dios—. Este es Hipnos, dios del
sueñ o. Es el hermano de Tá natos. No se parecen en nada.
Hipnos lo fulminó con la mirada.
—Lo habría descubierto por su cuenta, no tenías que
decírselo.
—No quería que tuviera la falsa impresió n de que serías
amable.
Persé fone se lo quedó mirando, un poco sorprendida por la
rapidez con que el tono y la atmó sfera de la habitació n habían
cambiado en presencia de estos dos.
—No soy descorté s —argumentó Hipnos—. Pero no me va
bien en presencia de idiotas. No eres una idiota, ¿verdad, lady
Persé fone?
Definitivamente no era como Tá natos. Este dios se sentía
má s impredecible. Quizá s era por la naturaleza del sueñ o.
—N-no —dijo, ofreciendo una respuesta vacilante.
—Le he pedido a Hipnos que viniera para ayudarte a
dormir —dijo Hades rá pidamente.
—Estoy seguro de que lo ha entendido —espetó Hipnos.
—¿Y tú ? ¿Le dijiste que no dormías?
Hipnos se echó a reír, un sonido profundo que provenía de
algú n lugar de su garganta.
—¿El Dios de los Muertos admitiendo que necesita ayuda?
Eso es un sueñ o imposible.
Hasta ahora, Hades había permanecido imperturbable por
el dios gruñ ó n, pero, de repente, sus ojos se oscurecieron.
—Esto se trata de ti —respondió , trabajando para que su
voz sonara suave y tranquila a pesar de que apretó los dientes
—. No ha estado durmiendo, y cuando lo hace, se despierta
con pesadillas. A veces cubierta de sudor, a veces gritando.
—No es… nada —trató de discutir Persé fone. No estaba
interesada en seguir este camino, en revivir lo que había
experimentado desde el día en que Pirítoo la llevó —. Son solo
pesadillas.
—Y solo eres una jardinera glorificada —respondió Hipnos.
—Hipnos. —Hades dejó escapar un gruñ ido de
advertencia.
—No es de extrañ ar que vivas fuera de las Puertas del
Inframundo —murmuró Persé fone.
Fue la primera vez que Hipnos pareció divertido.
—Para tu informació n, vivo fuera de las puertas porque
todavía soy una deidad del Mundo Superior, a pesar de mi
sentencia aquí.
—¿Tu sentencia?
—Es mi castigo vivir debajo del mundo por poner a Zeus a
dormir —dijo.
—Dos veces —enfatizó Hades.
Hipnos miró de reojo al dios; una ceja enojada arqueada.
—¿Dos veces? ¿No aprendiste la primera vez? —preguntó
Persé fone.
Hades intentó reprimir una sonrisa.
—Aprendí, pero es difícil ignorar una petició n de la Reina
de los Dioses. Rechazar a Hera significa vivir una vida infernal
y nadie quiere eso, ¿verdad, Hades?
La aguda pregunta de Hipnos sacó la diversió n de la
mirada de Hades. Satisfecho con su pulla, el dios volvió su
atenció n a Persé fone.
—Há blame de estas pesadillas —dijo Hipnos—. Necesito
detalles.
—¿Por qué debes oír de ellas? —preguntó Hades—. Te dije
que tenía problemas para dormir. ¿No es suficiente para crear
un boceto?
—Suficiente, tal vez, pero un boceto no resolverá el
problema. —Miró con enfado a Hades—. Soy mayor que tú ,
milord, una deidad primordial, ¿recuerdas? Dé jame hacer mi
trabajo.
Hipnos volvió a mirar a Persé fone.
—¿Y bien? —Su voz era á spera, exigente, pero ella tuvo la
sensació n de que, si é l no deseaba ayudarla, ya se habría ido
—. ¿Con qué frecuencia las tienes?
—No todas las noches —dijo.
—¿Hay un patró n? ¿Vienen despué s de un día
particularmente estresante?
—No lo creo. Esa es parte de la razó n por la que no quiero
dormir. No estoy segura de lo que encontraré al otro lado.
—Estos sueñ os… ¿proceden de algo traumá tico?
Persé fone asintió .
—¿Qué ?
—Fui secuestrada —dijo—. Por un semidió s. Estaba
obsesionado conmigo y… quería violarme.
—¿Tuvo é xito?
Persé fone se estremeció ante la pregunta directa de
Hipnos y Hades gruñ ó .
—Hipnos.
—Lord Hades —espetó Hipnos—. Una interrupció n má s y
dejaré tu compañ ía.
Los ojos de Persé fone se dirigieron a Hades, de cuya mano
habían brotado letales agujas negras.
—Está bien, Hades. Sé que está tratando de ayudar.
El dios sonrió con pesar.
—Escucha a la mujer. Ella aprecia el arte de la
interpretació n de los sueñ os.
—No —dijo Persé fone—. No tuvo é xito, pero cuando sueñ o,
parece estar cada vez má s cerca de… conseguirlo.
No pudo evitarlo, miró a Hades mientras hablaba y vio que
estaba pá lido. Su pecho se sintió apretado. No había pensado
en lo que esto podría hacerle, tal vez debería haberle dicho
que se fuera. Sin embargo, dudaba que la hubiera escuchado.
—Los sueñ os, las pesadillas, nos preparan para sobrevivir
—dijo Hipnos—. Dan vida a nuestras ansiedades para que
podamos combatirlas. Tú no eres diferente, Diosa.
—Pero sobrevivo —discutió Persé fone.
—¿Crees que sobrevivirías si volviera a suceder?
Ella empezó a hablar.
—No en la misma situació n, en una diferente. Una en la
que quizá s un dios má s poderoso te secuestrara.
Cerró la boca de golpe.
—No necesitas un boceto —dijo—. Debes considerar
có mo luchará s en tu pró ximo sueñ o. Cambia el final y las
pesadillas cesará n.
Entonces el dios se puso de pie.
—Y por el amor de todos los dioses y diosas, vete a dormir.
Con eso, Hipnos desapareció .
Persé fone miró a Hades.
—Bueno, fue agradable.
La expresió n de Hades le dijo todo lo que necesitaba saber
sobre lo que pensaba del Dios del Sueñ o. Luego sus ojos
bajaron y se entrecerraron.
—¿Por qué hay sangre en tu camisa? —preguntó .
Los ojos de Persé fone se agrandaron y cuando miró , vio
una mancha carmesí. No lo había notado antes de salir de la
cabañ a de Hé cate. Supuso que esta era la manera de contarle
a Hades sobre su sesió n de entrenamiento de la tarde.
—Oh… estaba practicando con Hé cate —dijo.
—¿Practicar qué ?
—Curació n —dijo.
Las cejas de Hades se fruncieron.
—Eso es mucha sangre.
—Bueno… no podía curarme exactamente si no estaba
herida —explicó , pero supo por la expresió n del rostro de
Hades que no era lo correcto. Inclinó la cabeza hacia un lado,
endureciendo la boca.
—¿Está haciendo que practiques contigo misma primero?
Persé fone abrió la boca para hablar, pero no había nada
que decir excepto:
—Sí… ¿Por qué está mal?
—Deberías estar practicando en jodidas… flores. No en ti.
¿Qué te hizo hacer?
—¿Importa? Me curé . Lo hice. —Estaba orgullosa—.
Ademá s, no tengo mucho tiempo. Sabes lo que le pasó a
Adonis y viste lo que le pasó a Harmonía.
—¿Crees que dejaría que te pasara lo que les pasó ? —
preguntó .
—Eso no es lo que estoy diciendo —habló con cuidado,
sabiendo que sus palabras importaban aquí, Hades ya se
culpaba por lo que sucedió con Pirítoo—. Quiero poder
protegerme.
Hades se limitó a mirarla, sus ojos bajaron a la sangre, lo
que hizo que ella cruzara los brazos sobre el pecho para
ocultarla.
—Te juro que estoy bien —dijo—. Bé same si crees que
estoy mintiendo.
Sus ojos volvieron a los de ella y avanzó poco a poco, con
la mano ahuecando su mandíbula.
—Te creo, pero te besaré de todos modos.
Los labios presionaron los de ella con dulzura, fue
demasiado breve y demasiado dó cil. Cuando se apartó , ella lo
miró fijamente y le preguntó :
—¿Por qué no me dijiste que tenía la capacidad de
curarme?
—Pensé que en algú n momento Hé cate te enseñ aría —dijo
—. Hasta entonces, era un placer curarte.
Se sonrojó , no ante ningú n recuerdo en particular, sino
ante el sonido de la voz de Hades, la voz de un amante, cá lida
e hipnó tica. Sus ojos se posaron en sus labios, deliciosos,
seductores.
—¿Qué haremos esta noche, cariñ o? —preguntó Hades.
Una sonrisa curvó los labios de Persé fone cuando
respondió :
—Estoy ansiosa por jugar a las cartas.
XVI

EL ESGoNDITE

—Jugamos segú n mis reglas —dijo Persé fone.


Se sentaron uno frente al otro ante la chimenea de su
dormitorio, una mesa y una baraja de cartas entre ellos.
Hades arqueó una ceja.
—¿Tus reglas? ¿En qué se diferencian de las reglas
establecidas?
—No hay reglas establecidas —dijo—. Eso es lo que hace
que este juego sea tan divertido. —Hades frunció el ceñ o y
ella supo que este era exactamente el tipo de juego que
odiaba. Necesitaba estructura, pautas, control.
—Solo escucha. El objetivo es recolectar todas las cartas
de la baraja —dijo Persé fone—. Cada uno de nosotros dejará
una carta al mismo tiempo. Si las cartas suman diez o pones
un diez, golpeas la baraja.
—¿Tú … golpeas la baraja? —preguntó Hades.
—Sí.
—¿Por qué ?
—Porque así es como reclamas las cartas.
Se aclaró la garganta.
—Sigue.
—Ademá s de la regla de las decenas, existe una regla para
las cartas con figuras —explicó .
Tenía que concedé rselo a Hades, mostró interé s en las
reglas del juego, probablemente má s que nada porque estaba
interesado en los desafíos.
—Dependiendo de la figura que saques, tienes un cierto
nú mero de posibilidades de obtener otra figura o el jugador
que colocó la primera figura se lleva todas las cartas.
—Está bien —dijo muy deliberadamente.
Ella continuó .
—Y, por ú ltimo, si golpeas en el momento equivocado,
entonces tienes que poner dos cartas en la parte inferior de la
pila.
—Bien —dijo—. Por supuesto. De nuevo, ¿có mo se llama
este juego?
—Pó quer egipcio —dijo Persé fone.
—¿Por qué ?
Ella frunció el ceñ o.
—N-no lo sé . Simplemente es así.
Hades arqueó una ceja.
—Bueno, esto debería ser divertido. Vayamos a la parte
importante: las apuestas. ¿Qué deseas si obtienes esta…
baraja completa de cartas primero?
Persé fone consideró esto antes de decir:
—Me gustaría un fin de semana —dijo—. Sola. Contigo.
Los labios de Hades se arquearon.
—Está s apostando por algo que te daría con mucho gusto,
y lo he hecho muchas veces.
—No un fin de semana secuestrada en tu dormitorio —
dijo, poniendo los ojos en blanco—. Un fin de semana… en
una isla o en la montañ a o en una cabañ a. Vacaciones.
—Mmm. No me está s dando una muy buena razó n para
ganar —dijo.
Persé fone sonrió .
—¿Y tú ? ¿Qué deseas?
—Una fantasía —dijo—. Cumplida.
—¿Una fantasía?
—Una sexual.
Se necesitó de todo en ella para no tartamudear.
—Por supuesto. —Se las arregló para decir suavemente,
tomando una respiració n superficial. Ahora, ¿quién estaba
haciendo difícil el deseo de ganar? Se mordió el labio—.
¿Puedo preguntar qué implica esta fantasía sexual?
—No. —Sus ojos brillaron con diversió n—. ¿Aceptas?
—Acepto —dijo Persé fone y, mientras hablaba, apretó los
muslos, sintiendo una sacudida de calor bajo en su estó mago.
Esperaba poder concentrarse lo suficiente en el juego para
intentar ganar.
Cortó la baraja y dio a cada uno veintisé is cartas. La
primera carta que dejó fue un dos de picas. Hades colocó una
reina de tré boles.
—Eso significa que tienes tres oportunidades de obtener
otra figura —explicó .
Su siguiente carta fue un rey.
—Ahora tienes cuatro oportunidades de conseguir una
figura.
—Está bien.
Su primera carta fue un cinco de diamantes, la siguiente
un tres de tré boles, la tercera una jota de corazones. Luego,
fue el turno de Persé fone; afortunadamente, dejó otra figura.
—Ahora tienes una oportunidad de sacar una figura —
dijo.
Lo que sacó fue un diez de espadas.
A la velocidad del rayo, la mano de Hades descendió sobre
la baraja con un fuerte estruendo.
Persé fone se estremeció y lo miró sorprendida. No había
esperado que se moviera tan rá pido, o que recordara tan bien
las reglas.
—¿Qué ? —preguntó cuando notó su expresió n—. Dijiste
dar un golpe.
—Eso no fue un golpe, fue má s como una
colisió n. Sonrió con suficiencia.
—Realmente quiero ganar.
Ella arqueó una ceja.
—Pensé que estabas intrigado por mi apuesta.
—Sí, pero puedo hacer realidad tu apuesta en cualquier
momento.
—¿Y no crees que pueda hacer realidad tu fantasía en
ningú n momento?
Los labios de Hades se arquearon.
—¿Puedes?
Se miraron el uno al otro por un instante. La tensió n entre
ellos acumulá ndose rá pidamente, una tormenta en el
horizonte. Parte de ella quería descartar el juego por
completo solo para incrustar su cuerpo en el de ella.
Entonces Hades habló , su voz baja y ronca.
—¿Deberíamos continuar?
Su juego progresó : un intercambio de cartas casi
interminable. En un momento, a Hades solo le quedaba una
carta: la victoria de Persé fone estaba a mano. Estaba tan
emocionada que podía saborearlo.
—No te veas tan presumida, cariñ o. Volveré con esta carta
—prometió .
Y cuando dejó la tarjeta, era un diez.
Golpeó la baraja y reclamó las cartas: un ganador.
Persé fone lo fulminó con la mirada.
—¡Hiciste trampa! —acusó .
Hades se rio entre dientes.
—El reclamo de una perdedora.
—Cuidado, milord, puede que hayas ganado, pero soy
responsable de la experiencia. Quieres que sea buena, ¿no es
así?
Ni siquiera estaba segura de lo que iba a pedir, una
fantasía de algú n tipo. ¿Qué deseaba? Pensó en la vez que la
había amenazado con llevarla a su oficina de cristal. Quizá s
tenía deseos má s oscuros: sumisió n o esclavitud o juego de
roles. Apenas podía respirar mientras esperaba que é l
hablara, que le diera instrucciones.
Entonces se puso de pie, aflojá ndose la corbata y los
gemelos. Persé fone echó la cabeza hacia atrá s, con la mirada
recorriendo los planos de su físico musculoso.
—Diez segundos —dijo.
Persé fone frunció el ceñ o. Había esperado que otras
palabras salieran de su boca como… desvístete o tal vez,
ponte de rodillas.
—¿Qué ? —Quizá s lo había escuchado mal. No había forma
de que malinterpretara la tensió n en esta habitació n. Su
mirada bajó a donde su erecció n se tensaba contra su
pantaló n.
No lo había malinterpretado.
—Tienes diez segundos para esconderte. Entonces te
buscaré .
—¿Tu fantasía es jugar al escondite? —preguntó .
—No. Mi fantasía es la persecució n. Te voy a cazar, y
cuando te encuentre, me enterraré tan dentro de ti que lo
ú nico que podrá s decir es mi nombre.
Eso parecía justo.
Fingió considerar esta proposició n y dijo:
—¿Usará s magia?
Su sonrisa se ensanchó .
—Oh, esto será mucho má s divertido con magia, cariñ o.
Ella entrecerró los ojos.
—Pero este es tu reino. Sabrá s donde sea que vaya.
—¿Me está s diciendo que no deseas que te atrapen?
Fue su turno de sonreír. Sin otra palabra, se
teletransportó y apareció en el jardín de Hades. Había
aterrizado al aire libre, en el camino de piedra negra que
serpenteaba entre flores de colores y á rboles oscuros. Se lanzó
hacia el follaje, agachá ndose bajo cortinas de glicinas y
separando ramas de sauce.
Sintió aparecer a Hades. É l era calor, una llama que
calentó su piel y se sintió atraída por ella como una polilla. Se
apretó contra el tronco del sauce, mirá ndolo a travé s de sus
grá ciles ramas.
É l se giró en su direcció n, dando pasos deliberados pero
cuidadosos hacia ella.
—He pensado en ti todo el día —dijo y un escalofrío la
recorrió . Se apartó del á rbol y vagó por el borde del jardín.
Hades continuó siguié ndola y hablando.
—La forma en que sabes, la sensació n de mi polla
deslizá ndose dentro de ti, la forma en que gimes mientras te
follo.
Persé fone llegó al muro del jardín, el corazó n le latía má s
rá pido. Estaba atrapada. Se volvió para encontrar a Hades
bloqueando su camino, su mirada hambrienta. Extendió un
brazo y luego el otro, encerrá ndola entre ellos. Su aliento
acarició sus labios mientras hablaba.
—Quiero follarte tan fuerte que tus gritos lleguen a los
oídos de los vivos.
Los labios de Persé fone se curvaron y se acercó , sacando
la lengua para saborearle antes de preguntar sin aliento:
—¿Por qué no lo
haces? Luego ella
desapareció .
Apareció en Asfó delos, en el centro de sus concurridas
calles. Era un día de mercado, lo que significaba que las
almas salían en masa, intercambiando los productos que
fabricaban en la comodidad de sus hogares. El olor a levadura
de pan, té s amargos y canela dulce flotaba en el aire.
—¡Lady Persé fone!
—¡Milady!
—¡Persé fone!
Las almas llamaron y comenzaron a apiñ arse a su
alrededor. Los niñ os estaban especialmente felices de verla y
se apretujaron entre las almas mayores para alcanzarla,
abrazar sus piernas y agarrar sus manos.
—¡Ven a jugar con nosotros, Persé fone!
—Lo siento mucho, todos. Me temo que estoy… en medio
de un juego con lord Hades.
—¿Qué tipo de juego? —preguntó uno de los niñ os.
—¿Podemos jugar tambié n? —dijo otro.
Realmente debería haber mantenido la boca cerrada, pero
cuando llegó Hades, las almas de Asfó delos volvieron su
atenció n hacia é l.
—¡Hades! —Los niñ os gritaron y saltaron hacia é l. El
Señ or del Inframundo atrapó a uno, el niñ o má s pequeñ o,
Theo, y lo levantó en el aire. El niñ o se rio y Hades sonrió . Fue
una sonrisa impresionante y golpeó su corazó n como una
flecha. Una vez má s, se encontró pensando en Hades como
padre.
Tragó saliva.
—¡Hades, juega con nosotros! —gritaron.
—Me temo que le he hecho una promesa a lady Persé fone
que debo cumplir —dijo—. Pero ahora les haré una promesa:
Lady Persé fone y yo volveremos a jugar lo antes posible.
La miró fijamente y estaba claro que todavía estaba
concentrado en su objetivo.
—¡Los visitaremos pronto! —prometió Persé fone y
desapareció . Hades la siguió ; podía sentir su magia
entrelazarse con la de ella, y cuando aparecieron, fue en los
Campos de Asfó delos.
La besó y, por un breve momento, Persé fone se olvidó de
que estaban en medio de una persecució n. Fue á spero y su
lengua chocó con la de ella. Bebió profundamente, como si
quisiera consumir su esencia. Sus dedos se hundieron en sus
musculosos brazos mientras se sostenía, ahogá ndose en su
poder.
Se las arregló para volver en sí y alejarse. Hades pareció
sorprendido y sus ojos se oscurecieron. Agarró la parte
delantera de su vestido y la arrastró contra é l, rompiendo la
tela en dos para dejar al descubierto sus senos. Tomó cada
uno en su mano y los cubrió con su boca, trabajando sus
pezones con su lengua caliente hasta que estuvieron tensos.
Luego besó su cuello, sus manos reemplazando su lengua
mientras pellizcaban cada punta apretada.
La cabeza de Persé fone cayó hacia atrá s mientras jadeaba
y Hades gruñ ó en voz baja.
—Ríndete.
Su cabeza dio vueltas, rodeada por su olor. É l se había
alejado lo suficiente para que pudiera ver su rostro, y cuando
lo miró a los ojos, respondió .
—No.
Era una de las cosas má s difíciles que había hecho en su
vida.
Luego desapareció .
Esta vez, apareció en la cavernosa sala del trono de
Hades. A pesar de tener mú ltiples ventanas, gran parte de la
habitació n quedaba a oscuras. Ascendió al trono y tomó
asiento. La obsidiana estaba resbaladiza y fría contra sus
brazos y espalda y, a pesar de que su vestido estaba roto,
estaba sentada con la espalda recta y los senos expuestos.
Si Hades pensó que esta era su victoria, estaba
equivocado.
Cuando se materializó y la vio en su trono, sus ojos
parecieron oscurecerse y sus labios se curvaron en una
sonrisa seductora. Estaba hambriento y su deseo impregnaba
el aire. Olía a especias y humo y ella se inclinó hacia é l,
deseando saborearlo.
—Mi reina —dijo y se dirigió hacia ella.
—¡Detente! —ordenó ella. Para su sorpresa, Hades
obedeció de inmediato, aunque estaba claro que no había
querido hacerlo: sus manos se cerraron en puñ os y su
mandíbula se tensó , sus hombros tensos. Sin embargo, antes
de que pudiera protestar, le dio otra orden—. Desvístete.
La miró un momento y sus labios se curvaron.
—Para alguien a quien no le gustan los títulos, vaya que
eres autoritaria.
Ella lo fulminó con la mirada.
—¿Debo repetirme?
Ahora Hades estaba sonriendo. Levantó la mano y
Persé fone lo detuvo.
—No con magia. El camino mortal. Despacio.
—Como desees —dijo.
Hades se tomó su tiempo para desabotonarse la camisa y
el pantaló n. Primero se quitó la camisa, mostrando su piel
bruñ ida y los mú sculos de sus brazos y estó mago. A
continuació n, se quitó el pantaló n, revelando su erecció n
gruesa y pesada.
Cuando terminó y se paró desnudo ante ella, ella se
sentaba en el borde de su trono, sus manos agarrando los
brazos. Consideró alcanzarlo, envolver sus dedos alrededor de
su polla, pero se contuvo.
—Y tu cabello —dijo—. Sué ltalo.
Extendió la mano, flexionando sus enormes mú sculos,
mientras se desataba el cabello por lo general peinado hacia
atrá s. Los largos y oscuros mechones caían sobre sus hombros
en ondas hacié ndolo parecer salvaje e indó mito. Eso la
entusiasmó .
Pero había una cosa má s que quería.
—Deja caer tu glamour —dijo.
Las comisuras de su boca se curvaron.
—Lo haré si tú lo haces.
Ella lo miró fijamente por un momento y luego soltó su
dominio sobre su magia. Fue como dejar caer una pesada
capa alrededor de ella o arrojar una piel que se había vuelto
tensa y vagamente incó moda. Los ojos de Hades recorrieron
todo su cuerpo, desde sus delgados cuernos blancos que se
retorcían desde una cabeza de rebelde cabello dorado hasta
sus pies descalzos, sucios por correr por el jardín y Asfó delos.
No debería sentirse tan íntimo porque la forma en que la
miraba le resultaba familiar, pero cuando sus ojos oscuros se
encontraron con los de ella, sintió que podría implosionar por
la intensidad.
Entonces é l dejó caer su glamour. A Persé fone le
encantaba ver la transformació n de Hades. Su magia se
evaporó como humo, despegá ndose de su cuerpo para revelar
al antiguo dios debajo. Hades no estaba a menudo en su
forma Divina, lo cual era extrañ o considerando que alentaba
a Persé fone a permanecer en la suya. Sus cuernos eran
negros, letales y, sin embargo, elegantes, con las mismas
curvas esbeltas que las de una gacela. La oscuridad de sus
ojos se consumió para revelar unos irises azul elé ctrico.
Entonces se puso de pie, estudiá ndolo con tanta
intensidad como é l a ella, y se acercó .
—No te muevas —susurró .
Creyó oírle gemir, pero no podía estar segura.
Puso su palma sobre su pecho. Su cuerpo era un infierno
bajo su mano, tan caliente como el Río Flegetonte. Su piel era
suave y sus mú sculos duros. Ella lo exploró , sus abdominales
y costados, movié ndose má s abajo hasta que su mano entró
en contacto con su erecció n. Cuando sus dedos se cerraron
alrededor de é l, Hades inhaló , sus manos apretadas con tanta
fuerza que estaba segura de que había perforado la carne.
Lo miró , acariciá ndolo hasta que una gruesa gota de
semen brilló en la punta de su polla. La quitó con el dedo y se
la llevó a la boca. Hades miraba como un depredador. Ella
estaba superando sus límites, pero eso es lo que quería.
Regresó a su trono, sin apartar los ojos de é l, con su sabor
en los labios y dijo:
—Ven.
Ahora Hades sonrió .
—Solo para ti.
Ella consideró desaparecer de nuevo, pero Hades estuvo
sobre ella al instante. Desgarró el resto de su ropa y la
levantó de su trono por la cintura. Ella no tenía ningú n deseo
de resistirse. Se fundió con é l: pecho con pecho, piernas
alrededor de su cintura, piel suave con mú sculos de hierro.
Hades la penetró y un grito gutural se escapó de lo má s
profundo de cada uno de ellos.
—Estaba empezando a pensar que todo lo que querías
hacer era mirar —dijo contra su piel.
Ella respondió con un gemido cuando é l hizo palanca en
su peso y comenzó a moverse hacia dentro y hacia fuera.
Cada centímetro resbaladizo de é l la llenó a reventar.
—Te deseaba —logró decir—. Quise follar en cuanto
estuvimos solos.
Su voz ahora fue un susurro, ronca y espesa de placer.
Cada vez que empujaba, ella dejaba de hablar, deleitá ndose
con el placer que asolaba su cuerpo.
—Y en lugar de follar, pediste un juego, ¿por qué ?
—Me gustan los juegos previos —dijo, mordisqueando su
oreja.
La risa de Hades se convirtió en un gruñ ido y la besó con
fuerza, estrellá ndose contra ella por unos momentos
incontrolados. Los gritos de Persé fone llenaron la sala del
trono, pero se suavizaron cuando su impulso disminuyó . Fue
una dulce tortura: la estaba arrastrando hasta el borde de un
acantilado, sujetá ndola por un hilo.
Hades era la adicció n definitiva. Era un subidó n glorioso,
una dicha embriagadora que deseaba todo el tiempo.
—Odio esperarte —dijo.
—Entonces bú scame —dijo Hades, besando su cuello.
—Está s ocupado.
—Soñ ando con estar dentro de ti —
dijo. Consiguió soltar una risa
entrecortada.
—Amo esa risa —dijo, besá ndola.
—Te amo —dijo ella.
Algo cambió cuando pronunció esas palabras. Hades
encontró su mirada y la sostuvo mientras se sentaba en el
borde de su trono. Persé fone mantuvo sus piernas envueltas
alrededor de su cintura.
—Dilo de nuevo —dijo.
Lo estudió por un momento y retorció su cabello
alrededor de sus dedos. Sería su salvavidas porque sabía por
la voz de Hades y la forma en que la miraba, que estaba a
punto de ser consumida.
—Te amo, Hades —dijo en voz baja.
Su sonrisa fue sobrecogedora y la besó , ayudá ndola a
moverse hacia arriba y hacia abajo por su eje.
—Te amo. Eres la perfecció n —dijo, apretando su trasero
donde todavía la sostenía—. Eres mi amante. Eres mi reina.
Se echó hacia atrá s y deslizó la mano entre ellos. Una
nueva sensació n la abordó mientras le acariciaba la
hendidura. Ella gimió y tomó el control, montá ndolo má s
fuerte, má s rá pido, sintié ndolo má s profundo que nunca.
Hades respondió , encontrando sus embestidas. Los golpes
de sus cuerpos eran feroces y se corrieron brutalmente.
Persé fone se derrumbó contra é l, sus cuerpos resbaladizos y
calientes, mientras luchaban por recuperar el aliento.
Despué s de unos momentos, sintió a Hades besar su
cabello.
—¿Por qué es la primera vez que escucho sobre tus
fantasías? —preguntó ella.
Cuando é l no respondió de inmediato, lo miró .
—¿Có mo verbalizo tal cosa? —preguntó .
Ella se encogió de hombros.
—Supongo que solo… me dices lo que quieres —dijo—.
¿No es eso lo que querías de mí?
Esbozó una sonrisa.
—Sí —respondió —. Entonces, dime, ¿cuá l es tu fantasía?
Persé fone no esperaba esa pregunta y, a pesar de que
yacía en los brazos de su amante, desnuda y cubierta de
sudor por hacer el amor, se sonrojó .
—Yo… no creo que tenga una —dijo.
—Me perdonará s si no te creo —dijo.
—No —dijo ella—. Yo no… está en tu naturaleza detectar
mentiras.
Hades se rio un poco y luego:
—Pero, ¿qué se necesitará ? ¿Para conocer tus fantasías?
Persé fone no respondió de inmediato mientras pasaba el
dedo por su musculoso pecho.
—Un día… quiero que… me restrinjas —dijo.
Notó la fuerza con la que tragó Hades, pero no se rio y por
eso, estuvo agradecida.
—Siempre haré lo que me pidas —dijo.
Se quedaron en silencio por un largo momento, luego
Persé fone habló .
—¿Y tú ? —Su voz fue tranquila—. ¿Qué otras fantasías
viven en esa cabeza tuya? —Hades se rio entre dientes,
apretando los brazos alrededor de su cuerpo resbaladizo.
—Cariñ o, cada vez que te follo es una fantasía.
XVII

UN foQUE DE $oMbRA

Persé fone se dirigió al trabajo el lunes por la mañ ana


temprano. Había recibido un correo electró nico de Helen
anoche pidiendo una reunió n a primera hora. Tenía una
actualizació n sobre la Tríada y su liderazgo, y Persé fone
estaba ansiosa por descubrir lo que había encontrado. En el
camino, abrió su tableta para ponerse al día con las noticias.
El primer titular que le llamó la atenció n fue el má s grande y
estaba ubicado debajo de una pancarta que decía noticias de
ú ltima hora.
Un individuo que se identifica como miembro del
Movimiento del Renacimiento, una secta de mortales Impíos,
afirma haber descornado con é xito a una diosa.
El pavor se acumuló en el estó mago de Persé fone, pero
tambié n la esperanza. Hades había sospechado que esta
noticia saldría eventualmente. Esta era su oportunidad de
rastrear a los culpables que habían herido y mutilado a
Harmonía y posiblemente asesinado a Adonis.
Al leer el artículo, se sorprendió un poco al descubrir que
no había mucha informació n, e incluso el autor parecía
escé ptico del informe. Parecía que habían recibido una
llamada de una persona que les contó el incidente, pero sin
ningú n detalle. Decían que el grupo había logrado “someter a
una diosa” y “cortarle los cuernos”.
Cuando se pidió una prueba del incidente, la persona que
llamó dijo: “El mundo tendrá pruebas cuando usemos los
cuernos de los dioses en el campo de batalla”.
Queda por ver si este informe es fá ctico, pero una cosa
está clara, el Renacimiento es una entidad violenta del peor
tipo, porque creen que en realidad está n luchando por un
gran bien.
“Somos un escudo para aquellos que ya no desean ser
gobernados por los dioses. Cortaremos los hilos que nos unen
al destino, liberaremos a los que está n bajo el hechizo de su
Divinidad. Somos libertad”.
Era una promesa y una declaració n de guerra.
—¿Milady? —La voz de Antoni fue un suave retumbar.
Levantó sus ojos, encontrá ndose con su mirada en el espejo
retrovisor—. ¿Está s bien?
—Sí —respondió —. Estaba leyendo algo… perturbador.
Antoni frunció el ceñ o.
—¿Hay algo que pueda hacer?
—No, Antoni, pero gracias —dijo Persé fone. Cuando
comenzó a guardar su tableta, Antoni se movió para salir del
vehículo—. No lo hagas, Antoni. Hace mucho frío.
—Permíteme ayudarte a llegar a la puerta. La acera y los
escalones está n resbaladizos.
—Aú n má s razó n para que te quedes —respondió ella.
—Si insistes —cedió finalmente—. Te veré esta noche.
—Por supuesto. Que tengas un buen día, Antoni.
—Y usted, milady.
Persé fone no sabía qué tipo de recados o tareas tenía
Antoni ademá s de llevarla al trabajo. Una vez, cuando el
gigante había venido a buscarla, había venido de recoger la
tintorería, sin embargo, cuando se le preguntó si era para
Hades, dijo que no. En otra ocasió n, había tenido una caja de
vinos tintos que, segú n explicó , era un pedido para Milan. Sin
embargo, fuera lo que fuera, siempre parecía perfectamente
feliz de ejecutar.
Dejó la cá lida comodidad del asiento trasero del Lexus y
entró en el gé lido aire diurno. La acera estaba resbaladiza,
pero una capa de sal y arena facilitó la estabilizació n. Una vez
dentro, saludó a Ivy, aceptó su café con un gesto de
agradecimiento y entró en el ascensor. Mientras subía, se
llevó la taza a las mejillas y a la nariz hasta que estuvieron
calientes y mantuvo su chaqueta puesta incluso despué s de
entrar a su oficina. ¿Estaba imaginando cosas?
Definitivamente se sentía má s frío aquí. Persé fone sabía que
este clima podría provocar fallas de luz y energía, y no tenía
ninguna duda de que Demé ter continuaría hasta ese punto.
De hecho, no le sorprendería que ese fuera el siguiente
mé todo de matar de su madre: congelar a la gente hasta la
muerte.
Alguien llamó a su puerta y Persé fone miró hacia arriba,
encontrá ndose con la mirada de Helen. Estaba vestida con un
top tejido negro y una falda a cuadros en blanco y negro.
Llevaba medias gruesas y botas hasta la rodilla para
mantenerse abrigada, y su cabello rubio estaba retorcido en
un peinado recogido. Un par de pendientes de perlas
completaban el atuendo. A pesar de que Helen siempre se
veía elegante, Persé fone pensó que se veía un poco má s
elegante de lo habitual.
—Te ves muy hermosa —dijo Persé fone.
—Gracias —dijo Helen, con las mejillas sonrojadas—. Yo…
me reuniré con alguien para almorzar.
—¿Oh? —Persé fone arqueó una ceja—. ¿Alguien que
conozca?
—No lo creo. Al menos, no todavía.
Persé fone interpretó que eso significaba que Helen
esperaba presentarle a esta persona misteriosa. Aun así, no
presionó . Helen había llegado para su reunió n y, por mucho
que disfrutara de la compañ ía tanto de ella como de Leuce, le
gustaba mantener las cosas lo má s profesionales posible en el
trabajo.
Despué s de un momento de silencio, Persé fone hizo un
gesto hacia el sofá frente a su escritorio.
—Toma asiento —dijo—. Creo que tenías algo que
compartir.
—Sí —dijo Helen sentá ndose—. Quería discutir mi
artículo contigo. Lo estoy llevando en una nueva direcció n.
—Continú a —animó Persé fone, curiosa. Cogió su
bolígrafo, lista para tomar notas.
Helen vaciló .
—Hice lo que sugeriste —dijo, y algo en esas palabras hizo
que el estó mago de Persé fone se revolviera—. Me acerqué a
los miembros de la Tríada y logré una entrevista con uno de
sus líderes, un alto lord.
—¿Un alto lord?
—Ellos… tienen una especie de jerarquía —explicó —. Es
para proteger a aquellos que no pueden protegerse a sí
mismos.
—Quieres decir que los que tienen el poder está n en la
cima —dijo Persé fone.
—Poder real —dijo Helen como si Persé fone no supiera qué
es el poder real.
—¿Te refieres a los dioses?
—Sí y no —dijo—. Tienen el poder de los dioses, pero lo
usan para proteger. Responden a las oraciones, Persé fone.
Ellos escuchan.
—Helen —dijo Persé fone, dejando caer su bolígrafo—.
Está s equivocada.
—No lo estoy. Lo he visto.
—Lo has visto —dijo Persé fone secamente—. ¿Qué has
visto? Dame un ejemplo.
—He estado en sus reuniones y escuché testimonios —
dijo. Persé fone tomó nota mental de volver a lo que Helen
acababa de revelar: ¿Reuniones? ¿Qué reuniones? La mortal
continuó —: Este hombre tenía cá ncer. Rezó a Apolo, ofreció
sacrificios, incluso se presentó en una de sus actuaciones y le
pidió ayuda. Sin respuesta, ni una palabra. Vino a la Tríada y
uno de los altos lores lo sanó.
Persé fone se puso rígida al escuchar esta historia. Sonaba
muy familiar.
—¿Alguna vez te has detenido a considerar por qué los
dioses pueden no haber respondido a esas oraciones?
—¡Sí! Y la respuesta siempre es, ¿por qué ? ¿Por qué
deberíamos sufrir enfermedades, padecimientos y la muerte
cuando los dioses existen en perpetua salud e inmortalidad?
Persé fone no tenía una respuesta para eso porque ni
siquiera ella lo sabía, excepto que, despué s de perder a Lexa,
tenía que creer que cada fibra tejida en el tapiz del mundo
tenía un propó sito mayor. Quizá s era que a veces un amigo
tenía que morir para que se alzara una diosa.
Se quedó mirando a Helen, preguntá ndose qué la había
atraído al lado de la Tríada tan rá pidamente.
—En serio, Persé fone. Pensé que lo entenderías despué s
de lo que le pasó a Lexa.
—No digas su nombre —dijo Persé fone, con la voz
temblorosa.
—Si tuvieras la oportunidad, ¿no la habrías hecho vivir
para siempre?
—Lo que quiero no importa. Hablas de cosas de las que no
sabes nada. Una cosa es proclamar que los dioses deben
rendir cuentas por sus acciones, eso, ciertamente, es cierto.
Otra cosa es perturbar activamente el equilibrio del mundo.
Y Persé fone había aprendido las consecuencias de esas
acciones por las malas.
Helen puso los ojos en blanco.
—Te han lavado el cerebro, demasiado tiempo sobre la
polla de Hades.
—Eso no es apropiado —espetó Persé fone y se puso de pie
—. Si esta es la direcció n prevista de tu artículo, no aprobaré
su publicació n.
Helen levantó la barbilla, el desafío brilló en sus ojos.
—No tienes que hacerlo —dijo, con un tono presumido en
su voz—. Se lo llevaré a Demetri.
—Hazlo —dijo—. Pero te arrepentirá s.
—¿Es eso una amenaza? —preguntó Helen.
—Eso depende —dijo Persé fone—. ¿Tienes miedo?
Notó la duda que brilló en los ojos de Helen. Persé fone
tomó su telé fono y eligió la línea directa de Ivy.
—¿Lady Persé fone?
—Ivy. Por favor, llama a
Zofie. Cuando colgaba, Helen
habló .
—Tienes miedo. Miedo de perder tu estatus cuando Hades
caiga.
Persé fone colocó sus manos sobre la mesa y se inclinó
hacia delante, asegurá ndose de que el glamour que mantenía
oculto el verdadero fuego de sus ojos se desvaneciera
mientras miraba fijamente a Helen.
—Eso se sintió como una amenaza —dijo Persé fone, con
voz tranquila—. ¿Fue una amenaza?
Los ojos de Helen se agrandaron y antes de que la mortal
pudiera hablar, alguien llamó a la puerta. Ninguna de las dos
se movió , ambas inmó viles por la tensió n en la habitació n.
Persé fone lo reconoció como su magia, hizo que el aire se
sintiera pesado y elé ctrico.
Otro golpe y la puerta se abrió . Zofie estaba en el umbral,
su cabello oscuro en su trenza habitual. Estaba vestida con
una tú nica negra, pantaló n y botas. Se veía sin pretensiones,
para nada la guerrera para la que fue criada.
—Milady, ¿necesitaba mi ayuda?
—Sí, Zofie. Por favor, acompañ a a Helen fuera de las
instalaciones. No debe hablar con nadie cuando salga del
edificio.
—Necesito empacar mi oficina —discutió Helen.
Persé fone no la miró y mantuvo la mirada fija en su É gida.
—Zofie, asegú rate de que solo recoja sus pertenencias
personales de su oficina.
—Como desee, milady —dijo, inclinando la cabeza. Se
volvió hacia Helen—. Vamos.
Helen dio un paso hacia la puerta, pero se volvió hacia
Persé fone.
—Se acerca una nueva era, Persé fone. Pensé que eras lo
suficientemente inteligente como para estar a la vanguardia.
Creo que estaba equivocada.
Sin previo aviso, Zofie empujó a Helen hacia la puerta,
haciendo que se tambaleara hacia delante. La mortal se
equilibró antes de girar para enfrentarse a Zofie.
—¡Có mo te atreves! —gruñ ó Helen.
Zofie sacó una daga de una funda oculta debajo de su
tú nica. Brilló bajo las luces fluorescentes de la sala de espera.
—Lady Persé fone no dijo que tuvieras que salir caminando
del edificio. Vamos.
Cuando se fueron, Persé fone se derrumbó en su silla,
sintié ndose exhausta. No podía pensar en la conversació n que
acababa de tener con Helen. Definitivamente no esperaba que
cambiara su perspectiva sobre la Tríada despué s de una
investigació n tan corta. Por otra parte, no sabía mucho sobre
Helen fuera de su é tica de trabajo, que siempre había
parecido dedicada y entusiasta.
Y esas cualidades que no había perdido, pero que había
aplicado en otros lugares.
Quizá s había algo má s en el trabajo que Persé fone no
podía ver, algo en la vida personal de Helen que hacía que
ponerse del lado de la Tríada fuera la mejor opció n.
Sintié ndose frustrada, dejó su piso para ir a la oficina de
Hades. Cuando llegó , estaba vacía y todo parecía intacto. El
escritorio estaba despejado excepto por un jarró n de narcisos
blancos y un marco de fotos. Se ponían narcisos frescos
diariamente por Ivy, quien, al ser una dríada, tenía un talento
especial para mantener las flores vivas má s tiempo de lo
habitual.
Incluso en su ausencia, estar en un espacio que olía a é l
calmó sus nervios, así que se quedó , caminando hacia la
ventana para contemplar el día invernal. Abajo, vio a Helen
esperando en la acera helada, con los brazos cruzados con
fuerza sobre su pecho mientras se estremecía notablemente.
Despué s de un momento, llegó una limusina negra.
Persé fone bajó las cejas, preguntá ndose quié n lo había
enviado. Helen usualmente tomaba el transporte pú blico
hacia y desde el trabajo. Quizá s estaba má s enredada en la
Tríada de lo que pensaba. El conductor no fue de ayuda. Salió
de la comodidad de su cabina vestido con un traje y sin
marcas de identificació n. Abrió la puerta y ella se deslizó
dentro antes de que el vehículo se deslizara por la carretera.
De repente, Hades se manifestó detrá s de ella, de pie
cerca. Esperaba que pusiera sus manos alrededor de su
cintura, en cambio, la enjauló con ellas, las palmas
presionadas contra la ventana.
—Cuidado —dijo Persé fone—. Ivy te regañ ará por
manchar el vidrio.
—¿Crees que tendrá una opinió n si te follo contra é l?
Persé fone se volvió y la luz burlona en los ojos de Hades se
atenuó .
—¿Qué ocurre?
Le contó todo. Incluyendo lo que consideró la amenaza de
Helen: cuando Hades caiga. Lentamente, apartó las manos de
la ventana y se colocaron a sus costados. Bajó las cejas y los
labios se torcieron en una mueca.
—¿Tienes miedo por mí?
—Sí. Sí, idiota. ¡Mira lo que esa gente le hizo a Harmonía!
—Persé fone…
—Hades —lo interrumpió —. No minimices mi miedo a
perderte. Es igual de vá lido.
Sus rasgos se suavizaron.
—Lo siento.
—Sé que eres poderoso —dijo—. Pero… no puedo evitar
pensar que la Tríada está tratando de provocar otra
Titanomaquia.
Odiaba decirlo, odiaba desenterrar lo que había causado
tanto malestar dentro de Hades, pero necesitaba pronunciar
las palabras, decirlas en voz alta. Pensó que una vez que
estuvieran en el aire entre ellos, sonarían ridículas,
completamente improbables.
Pero no lo hicieron.
Porque estaba segura de que los Primordiales y los Titanes
se habían sentido intocables, y aun así habían caído.
Hades colocó sus manos a ambos lados del rostro de
Persé fone.
—No puedo prometer que no tendremos guerras mil
veces durante nuestra vida —dijo—. Pero te prometo que
nunca te dejaré voluntariamente.
—¿Puedes prometer que nunca te irá s?
Le ofreció una pequeñ a y triste sonrisa y luego la besó .
Sus manos se entrelazaron en su cabello y luego se deslizaron
hacia su espalda y caderas, explorando. Quería esto má s de lo
que quería pensar en có mo é l no había respondido a su
pregunta, así que frotó su polla a travé s de su pantaló n,
provocando un gruñ ido en algú n lugar profundo de su
garganta. En respuesta, é l la agarró por las caderas,
rozá ndose contra ella, pero Persé fone empujó contra su pecho
y lo miró a los ojos.
—Dé jame tener esto —dijo.
—¿Qué quieres? —preguntó .
Ella tomó sus manos y lo condujo detrá s de su escritorio,
donde lo empujó a su silla y se arrodilló ante é l. Colocada
entre sus muslos, soltó el botó n de su pantaló n y lo abrió , su
prominente sexo se elevó , grueso y duro, de la tela.
Sostuvo su mirada mientras envolvía su mano alrededor
de la base de su polla, acariciá ndolo, aumentando la presió n
mientras se movía hacia su cabeza. Si su mirada fuera de
fuego, ella se habría quemado feliz debajo de ella. Sonrió
mientras é l apretaba los dientes, y sus dedos se volvieron
blancos mientras se sostenía de los brazos de su silla.
Entonces ella se inclinó y pasó la lengua por su coronilla.
Tenía un sabor amargo y cá lido y olía a especias.
Un suave gemido escapó de su boca, y luego las palabras.
—Sí —dijo—. Esto. Sueñ o con esto.
Tenía preguntas: ¿Qué había soñ ado, exactamente? ¿Su
boca? ¿Este acto, realizado así? ¿En su oficina abierta? Pero
no preguntó ninguna de ellas y continuó , estimulada por su
respiració n que se agitaba irregularmente, entrecortada y
laboriosa.
—Lord Hades. —La voz de Ivy entró en la refriega y sintió
que Hades se tensaba, su postura cambiando mientras se
ponía rígido y se sentaba má s recto. Su presencia no impidió
que Persé fone continuara, trabajó má s duro, prodigando a
cada sensible bajada y arco de su polla con su lengua.
—¿Por qué está s sentado?
Sonaba perpleja y Persé fone se rio a pesar de que la polla
de Hades le llenaba la boca. Su reacció n fue inmediata. É l
entrelazó una de sus manos en su cabello.
—Estoy trabajando —dijo.
—No hay nada en su escritorio —dijo.
—Está … llegando —dijo, sus dedos se clavaron en su
cuero cabelludo.
—Bien, bueno, cuando tengas un momento…
—Vete, Ivy. Ahora.
Persé fone no escuchó nada má s de ella. Supuso que se
había ido cuando Hades le puso otra mano en el rostro. Por
un momento, sus ojos se encontraron con los de é l mientras
hablaba.
—Toma todo de mí —dijo, y se empujó en su boca.
Fue profundo y sus ojos se llenaron de lá grimas, su
garganta estaba llena de é l, pero quería ser esto para é l.
—Sí —siseó —. Así.
É l bombeó y ella se atragantó , pero é l se quedó allí, rígido
en su boca hasta que se corrió , su garganta llena de su
semen. Tragó saliva, sintiendo el ardor en la nariz. Cuando se
retiró , ella respiró entrecortadamente, con la frente apoyada
en su rodilla. La mano de Hades le acarició el cabello.
—¿Está s bien? —
preguntó . Ella lo miró .
—Sí. Cansada.
É l le rozó los labios con la punta de los dedos.
—Esta noche, haré que te corras con la misma fuerza.
—¿En tu boca o alrededor de tu polla?
É l sonrió ante su pregunta y respondió :
—Ambas.
Hades restauró su apariencia y ayudó a Persé fone a
ponerse de pie.
—Sé que está s teniendo un día difícil —dijo—. Odio irme,
pero vine a decirte que me reuniré con Zeus.
—¿Por qué ?
Podía pensar en dos razones.
—Creo que lo sabes —dijo—. Espero asegurar la
aprobació n de Zeus para nuestro matrimonio.
—¿Lo confrontará s por Lara?
—Hé cate ya lo ha hecho —dijo Hades—. Pasará n unos
buenos dos añ os antes de que sus bolas vuelvan a crecer.
Los ojos de Persé fone se agrandaron.
—¿Ella… lo castró ?
—Sí —dijo Hades—. Y si conozco a Hé cate, fue sangriento
y doloroso.
—¿De qué sirve su castigo si puede regenerarse?
—Es un poder que no se puede quitar, me temo. Pero al
menos, por un tiempo, será … menos… un problema.
—A menos que niegue nuestro matrimonio —dijo
Persé fone.
—Ahí está —concordó .
Quería que é l la tranquilizara, que le dijera que eso no
sucedería, que Zeus no se atrevería. Hades pareció sentir su
malestar, aseguró sus manos detrá s de su cuello y acercó su
frente a la de ella.
—Confía, cariñ o, no permitiré que nadie, ni rey, ni dios, ni
mortal, se interponga en el camino de hacerte mi esposa.

Persé fone regresó a su planta y encontró a Sybil, Leuce y


Zofie en el escritorio de Helen. Estaba al lado del de Persé fone
y decorado de manera simplista, con detalles en má rmol y oro.
—¿Qué está pasando?
—Zofie nos puso al corriente de Helen —dijo Leuce—.
Entonces, pensé en revisar sus cosas.
—¿Porque…?
—Porque ha estado escondiendo cosas —dijo la ninfa.
—¿Có mo lo sabes?
—La he estado observando —dijo—. Tomaba llamadas
telefó nicas fuera de la oficina. Pensé que era extrañ o, así que
la seguí un día.
—¿Y?
—Y se estaba encontrando con un tipo que seguía
glorificando a la Tríada… y a sí mismo —dijo—. Creo que
está n durmiendo juntos.
—¿Có mo se veía?
—Un semidió s —dijo y sus labios se torcieron en una
expresió n de disgusto—. Un hijo de Poseidó n si tuviera que
adivinar. Está en los ojos.
Teseo, pensó .
—¿Cuá ndo me lo ibas a decir?
—Hoy —dijo Leuce—. Es por eso que Helen fue a verte
esta mañ ana, quería llegar a ti primero.
Persé fone bajó la mirada hacia el escritorio de Helen.
Estaba limpio y organizado. Tenía varias investigaciones
almacenadas en carpetas de archivos y etiquetadas con letra
limpia.
Sybil estaba hojeando un pequeñ o libro negro.
—¿Qué es eso? —preguntó Persé fone.
—Notas —dijo la orá culo—. Solo trato de ver si dejó algo
ú til.
—Digo que quememos sus cosas —dijo Zofie—. No dejar
rastro de su traició n.
—No la llamaría traidora —dijo Persé fone, y buscó las
palabras; confundida, tonta, delirante, todo vino a la mente.
—Es una escaladora —dijo Sybil—. Está buscando una
oportunidad que la lleve a la cima rá pidamente. Por eso dejó
Noticias Nueva Atenas contigo. Pensó que podría ir a la cima
contigo.
—¿Viste eso en sus colores?
—Rojo, amarillo, naranja, un toque de verde para los
celos.
—¿Sabías todo eso mirá ndola y no nos advertiste? —
respondió Leuce.
Sybil levantó la vista del libro negro.
—Vi ambició n cuando la miré . Puede ser un rasgo positivo
o negativo. No sabía có mo lo iba a usar.
—No creo que ninguna de nosotras lo supiera —dijo
Persé fone.
—¡Sefi, es la hora del almuerzo!
Hermes apareció a su lado de repente, cantando. Ella
saltó , no esperá ndolo tan pronto, pero cuando sus ojos se
dirigieron al reloj, vio que era casi mediodía. El tiempo se le
había escapado.
—Será n unos minutos, Hermes… ¿Qué llevas puesto?
Parecía un mono y era de color verde militar.
Metió las manos en los bolsillos y se retorció .
—¿No te gusta? Lo llamo mi traje de estar.
—Y… ¿vas a almorzar en é l?
Hermes la fulminó con la mirada.
—Solo di que no te gusta, Sefi. No herirá s mis
sentimientos y sí, tengo toda la intenció n de ir a almorzar con
mi traje de estar.
—Um, Persé fone —dijo Sybil—. Creo que deberías echarle
un vistazo a esto.
—¡Oh, no, no lo haces! —Hermes envolvió una mano
alrededor de su brazo para mantenerla en su lugar.
—Hermes, dé jame ir.
Frunció los labios.
—¡Pero… tengo hambre!
Ella lo fulminó con la mirada y la soltó , refunfuñ ando.
—Bien.
La orá culo entregó el libro abierto. En una de las pá ginas,
Helen había dibujado un triá ngulo y luego había garabateado
la fecha, la direcció n y la hora. La fecha era hoy, la hora, las
ocho de esta noche.
—Leuce, ¿puedes investigar esto?
—Espera. Dé jame ver —dijo Hermes.
—Pensé que tenías hambre —respondió Persé fone.
—Deja de recordá rmelo —dijo Hermes entre dientes y le
arrebató el libro negro de las manos.
Pasó un minuto estudiando la pá gina y luego dijo:
—Esa es la direcció n del Club Afrodisia.
—¿Eso… pertenece a Afrodita?
—No, un mortal lo posee —dijo—. Se llama a sí mismo
Maestro.
Sybil y Leuce rieron.
—¿Qué tipo de club es? —preguntó Persé fone, aunque
pensó que podía adivinar.
—Un club de sexo —dijo—. Uh, no es que yo haya estado.
Persé fone arqueó una ceja.
—¿Quieres decir que Helen tiene una reunió n en un club
de sexo? —preguntó Leuce.
—Tal vez sea perversa —dijo Hermes encogié ndose de
hombros—. ¿Quié nes somos para juzgar las preferencias
sexuales de los demá s?
Persé fone frunció el ceñ o.
—Creo que deberíamos comprobarlo.
Hermes rio.
—¿Crees que Hades te dejará ir a un club de sexo?
—Haré que se corra.
—Estoy seguro de que lo hará s, Sefi, pero no allí.
Persé fone le lanzó una mirada mordaz.
—Si no vas a ser ú til, puedes almorzar solo.
—Solo digo que Hades mataría totalmente la vibra. Si
vamos a ir, é l no puede venir.
—Entonces díselo —dijo—. No me iré sin su conocimiento.
—Uh, no. Me hará jurar que te protegeré con mi vida.
—¿No lo hará s? —preguntó .
Hermes abrió la boca para hablar y luego hizo una pausa,
su mirada se suavizó .
—Por supuesto que te protegería.
Persé fone le ofreció una pequeñ a
sonrisa.
—Podemos ir —sugirió Leuce—. Sybil y yo.
—No —dijo ella—. No solas y no sin mí.
Esto se sintió personal, no solo porque involucraba a
Helen, una mujer que había considerado amiga y empleada,
sino porque temía que sus amigas tambié n pudieran
convertirse en objetivos. Si esta reunió n era sobre el futuro de
la Tríada y sus planes, necesitaba estar allí.
Miró a Hermes.
—Prepá rate para hacer ese juramento, Hermes,
y proté geme con tu vida.

Hades accedió a regañ adientes a dejar que Persé fone


fuera al Club Afrodisia, pero había hecho lo que había
predicho Hermes e hizo que el dios hiciera un juramento para
protegerla.
—¿Y eso que significa? —le había preguntado Persé fone
cuando regresó má s tarde para informarle que había obtenido
el permiso de Hades.
—No te preocupes por eso, Sefi. Tengo esto —había dicho
—. ¡Ponte algo sexy!
Persé fone negó y trató de no reír cuando el dios partió
apresuradamente.
Despué s del trabajo, regresó al Inframundo. Antes de
prepararse para la investigació n de la noche, se
teletransportó a Elíseos. Había pasado un tiempo desde que
había visitado a Lexa, y descubrió que lo que má s deseaba
despué s de lo que sucedió con Helen era a su mejor amiga.
Se tomó su tiempo para vagar por los campos dorados,
salpicados de á rboles gloriosamente frondosos con raíces
salvajes y profundas. De vez en cuando, las amapolas salían
disparadas del suelo, mezclá ndose con la hierba. Una vez,
antes de que Tá natos permitiera que Persé fone se acercara a
Lexa, le había preguntado al Dios de la Muerte sobre las
amapolas esporá dicas.
—Son lugares de descanso eterno —había respondido.
—Te refieres a…
—Cuando un alma ya no desea existir en el Mundo
Superior o en el Inframundo, se libera en la tierra.
Continuó explicando que la energía de sus almas a
menudo actuaba como magia.
—De ella brotan amapolas y granadas.
Había tenido má s preguntas: ¿Cuá ndo decide un alma que
ya no quiere existir? Por supuesto, estaba pensando en Lexa
cuando le preguntó , pero la respuesta de Tá natos no fue la
que esperaba.
—A veces no pueden elegir. A veces vienen a nosotros tan
destrozadas que continuar sería una tortura.
Fue entonces que Persé fone comprendió que había tenido
suerte con Lexa. Al menos solo había tenido que beber del
Lete. Al parecer, había peores destinos.
Mientras Persé fone alcanzaba la cima de una de las
muchas colinas, se detuvo en busca de los familiares rizos
oscuros de Adonis, pero no lo encontró . Era posible que ni
siquiera lo reconociera aquí. Incluso Lexa, aunque familiar, se
veía diferente, y habían pasado meses desde la ú ltima vez que
vio al mortal. Incluso si lo veía, no era como si pudiera
acercarse. Elíseos era para curar. Las almas aquí no recibían
visitantes; ni siquiera socializaban entre ellos.
Lexa era la excepció n, y Persé fone tenía la sospecha de
que Hades tenía algo que ver con eso, aunque nunca lo había
preguntado.
Se quedó un rato má s, con la mirada fija en los campos,
antes de continuar para encontrar a Lexa.
Se tomó su tiempo, disfrutando de la paz que venía con
estar en esta parte del Inframundo. Aquí era fá cil olvidar la
amenaza de su madre, la Tríada, y el repentino cambio de
comportamiento de Helen. Era como si el entorno alejara esos
pensamientos, hacié ndolos má s difíciles de alcanzar, y
siempre tuvo la sensació n de que, si se quedaba aquí el
tiempo suficiente, se olvidaría de irse.
Había otra colina, y mientras descendía a un valle bajo
con má s á rboles donde Lexa solía quedarse má s a menudo, su
mirada se enganchó en un par de almas sentadas debajo de
uno de los á rboles. Estaban hombro con hombro, con la
cabeza inclinada, y ella casi apartó la mirada, sintiendo como
si se entrometiera en un momento íntimo. Excepto que pronto
se dio cuenta de que estaba mirando a Tá natos y Lexa. Uno al
lado del otro, eran opuestos, Tá natos con su cabello blanco,
una llama contra los mechones de medianoche de Lexa. Lo
ú nico que compartían eran unos brillantes ojos azules, y
aparentemente aliento y espacio, pensó Persé fone con
suavidad.
Se preguntó qué debería hacer: ¿Darse la vuelta y volver
más tarde? ¿Agacharse y mirar desde lejos? ¿Acercarse y
separarlos? Sin embargo, no tuvo la oportunidad de decidir
porque los ojos de Tá natos se clavaron en ella, y se apresuró a
ponerse de pie, poniendo distancia entre é l y Lexa, quien
frunció el ceñ o cuando vio a Persé fone.
Sintié ndose incó moda e insegura, bajó la colina hacia
ellos. Dudó cuando vio que Tá natos se acercaba mientras
Lexa permanecía debajo del á rbol, con la cabeza inclinada
hacia atrá s y los ojos cerrados.
—No está s aquí a la hora habitual —observó Tá natos.
—No —estuvo de acuerdo, pero no se disculpó . Elíseos
podía ser vigilado por é l, pero Hades era el rey—. Tengo un
lugar al que ir esta noche. Pensé en venir a ver a Lexa
temprano.
—Está cansada —dijo é l.
—Estaba hablando contigo —señ aló Persé fone y entrecerró
la mirada.
—Entiendo que la extrañ as —dijo Tá natos—. Pero tus
visitas no producirá n los resultados que deseas.
Se echó hacia atrá s, como si la hubiera abofeteado. Las
facciones de Tá natos cambiaron, sus ojos se abrieron un poco
y dio un paso hacia ella, como si se diera cuenta del dolor que
sus palabras habían causado.
—Persé fone…
—No —dijo dando un paso atrá s.
No necesitaba que le recordaran que Lexa nunca volvería
a ser la misma. Lamentaba ese hecho todos los días, luchaba
con la culpa de que esto fuera su culpa.
—No quise hacerte dañ o.
—Pero lo hiciste —dijo y desapareció .
Como no pudo visitar a Lexa en el Inframundo, se
teletransportó al cementerio de Ionia, a su tumba. Todavía
era nueva: un montículo esté ril con una lá pida que decía:
Amada hija, tomada demasiado pronto. Esas palabras se
apoderaron de su corazó n por dos razones: porque sentía que
Lexa había sido llevada demasiado pronto, pero tambié n
porque Persé fone sabía que estaban equivocadas. Al final,
morir fue elecció n de Lexa.
Logré lo que necesitaba, había dicho, justo antes de irse
con Tá natos a beber del Lete, y las cosas nunca volverían a
ser lo mismo.
Era la primera vez que Persé fone venía aquí desde el
funeral de Lexa. Respiró temblorosa mientras se arrodillaba
junto a la tumba. Estaba espolvoreada con nieve, y cuando su
palma tocó la tierra fría, una alfombra de ané mona blanca
brotó de la tierra. Esta magia fue fá cil de liberar porque la
emoció n detrá s de ella era tan cruda, tan dolorosa, que
prá cticamente salió de su piel.
Pasó algú n tiempo quitando la nieve de las flores y de la
lá pida.
—No sabes cuá nto te extrañ o.
Le habló a la tumba, a la lá pida, al cuerpo enterrado dos
metros má s abajo. Eran palabras que no podía decirle al alma
en el Inframundo porque eran palabras que no entendería.
Por eso estaba aquí, para hablar con su mejor amiga.
Se sentó en el suelo, el frío se filtró a travé s de su ropa y
en su piel. Suspiró , apoyando la cabeza contra la piedra en su
espalda y mirando hacia el cielo, rá fagas de nieve se
derritieron en su piel.
—Me voy a casar, Lex —dijo—. Dije que sí.
Se rio un poco. Prá cticamente podía escuchar a Lexa
gritar mientras saltaba en el aire y le echaba los brazos
alrededor del cuello, y tan feliz como la hacía ese
pensamiento, tambié n la aplastó .
—Nunca había sido tan feliz —dijo—. O tan triste.
Estuvo en silencio durante mucho tiempo, dejando que
lá grimas silenciosas corrieran por su rostro.
—¿Sefi?
Miró hacia arriba para encontrar a Hermes parado a unos
metros de distancia, luciendo como fuego dorado en medio de
la nieve.
—Hermes, ¿qué haces aquí?
—Creo que puedes adivinar —dijo, pasando sus dedos por
su cabello rubio mientras tomaba asiento a su lado. Iba
vestido de manera informal, con una camisa de manga larga y
vaquero oscuro.
—¿Sin jersey esta vez?
—Eso es solo para ocasiones muy especiales.
Se sonrieron el uno al otro y Persé fone se secó los ojos, las
pestañ as aú n estaban hú medas de llorar.
—¿Sabías que perdí un hijo? —dijo despué s de un largo
momento.
Persé fone lo miró fijamente, solo viendo el perfil de su
hermoso rostro, pero podía decir por el profundo dorado de
sus ojos y la forma de su mandíbula, este tema de
conversació n era difícil para é l.
—No —susurró —. Lo siento mucho.
—Sabes de é l —dijo Hermes—. Su nombre era Pan, el Dios
de la Naturaleza, de pastores y rebañ os. Murió hace muchos
añ os y todavía lo lloro… algunos días es como si hubiera
ocurrido ayer.
Sabía qué pregunta haría los demá s: ¿Có mo murió ? Pero
esa no era una pregunta que quisiera hacer, porque era una
que no le gustaría responder, así que en cambio, dijo:
—Há blame de é l.
Una sonrisa curvó sus labios.
—Te hubiera gustado —dijo, empujá ndola con el hombro
—. Era como yo, guapo y divertido. Amaba la mú sica. ¿Sabías
que inventó la pipa? Una vez desafió a Apolo a una
competencia. —Hermes hizo una pausa para reír—. Perdió ,
por supuesto. Era simplemente… divertido.
Continuó contando historias de Pan: sus grandes y no tan
grandes amores, sus aventuras y, finalmente, su muerte.
—Su muerte fue repentina, en un momento existió y luego
no, y escuché de su paso por el viento, a travé s de gritos de
mortales y dolientes. No lo creí, así que fui a Hades y me dijo
la verdad. Las Moiras le habían cortado el hilo.
—Lo siento mucho,
Hermes. Sonrió , aunque
triste.
—La muerte es así —dijo—. Incluso para los dioses.
Ante esas palabras, el frío la recorrió , demasiado profundo
para ignorarlo.
—Deberíamos irnos —dijo, ponié ndose de pie y le tendió la
mano—. Tenemos que ir al Club Afrodisia y sé que no vas a
usar eso.
Se las arregló para reír mientras é l la ayudaba a ponerse
de pie y, antes de que desaparecieran para ir por caminos
separados, Hermes la miró a los ojos.
—Nadie dijo nunca que tuvieras que fingir que todo
estaba bien —dijo Hermes—. El dolor significa que amamos
ferozmente… y si eso es todo lo que alguien tiene que decir
sobre cualquiera de nosotros al final, creo que vivimos
nuestra mejor vida.
XVIII

CLUb AFRoDISIA

Persé fone estaba envuelta en su chaqueta má s abrigada,


todavía helada cuando salieron de la parte trasera de la
limusina de Hades. Debajo de su abrigo, llevaba un vestido
negro que mostraba má s piel de la apropiada para este tipo de
clima. Un escote V profundo exponía la turgencia de sus
senos, mientras que los tajos profundos delanteros
destacaban sus muslos. Le costó mucho decidir si Hades
aprobaría el vestido, pero imaginó que é l estaría igualmente
en conflicto si la viera, dividido entre la frustració n y un
profundo deseo de follarla.
Sybil tambié n vestía de negro, aunque su vestido era má s
corto y parecía má s lencería. Le recordó a Persé fone algo que
usaría Afrodita. Leuce se vistió con una blusa roja
transparente y vaquero ajustado, mientras parecía que Zofie
había saqueado su armadura, vistiendo un corsé negro de
varillas de acero que resaltaba su elegante cuerpo y pantaló n
oscuro. Sorprendentemente, Hermes vestía un atuendo má s
monó tono: un escote en V blanco y una chaqueta gris con
vaquero oscuro. En secreto, Persé fone había esperado que
apareciera con su mono.
—Disfruten de su velada —dijo Antoni mientras regresaba
al asiento del conductor.
—Llamaré cuando estemos listos —prometió Persé fone.
—No veo un club de sexo —dijo Leuce, mirando los
edificios bordeando la acera.
Tenía razó n: no había señ ales del Club Afrodisia. Había un
restaurante, un bar y un edificio vacío.
—Está en la parte de atrá s —dijo Hermes.
Lo siguieron por el callejó n oscuro, que había sido barrido
y desempolvado, lo que hizo que la caminata fuera má s fá cil
de lo que Persé fone esperaba.
El club era discreto y no había señ alizació n, solo una
entrada donde un charco de luz amarilla se derramaba sobre
un conjunto de puertas esmeralda donde había dos gorilas.
Verificaron sus identificaciones y mantuvieron las puertas
abiertas para ellos. En el interior, fueron recibidos por un
hombre vestido con un impecable traje negro.
—Ah, Maestro Hermes —dijo el encargado—. Bienvenidos.
—Sebastian —saludó el Dios de las Travesuras.
Los ojos del hombre se posaron en Persé fone, Sybil, Leuce
y Zofie.
—Has traído invitados. Mujeres. —Sebastian pareció
sorprendido, arqueando las cejas.
Hermes se aclaró la garganta.
—Sí. Estas son mis amigas. Has oído hablar de lady
Persé fone. Pronto se casará con Hades.
—Por supuesto —dijo—. ¿Có mo pude estar tan ciego ante
tu belleza? No sabía que lord Hades compartía.
—No lo hace —dijo Persé fone.
Hermes se aclaró la garganta.
—Y estas son sus amigas: Sybil, Leuce y Zofie.
—Estamos verdaderamente honrados. Espero que
encuentre placentero su tiempo aquí. Síganme.
Sebastiá n los llevó arriba, y mientras Persé fone lo seguía
junto a Hermes, le dio un codazo.
—Nunca has estado aquí antes, ¿eh?
—Solo un par de veces —dijo.
Persé fone lo miró .
—¿Solo dos veces y eres tan
conocido? É l sonrió .
—¿Qué puedo decir? Mis habilidades son legendarias.
Persé fone puso los ojos en blanco y le dio un codazo má s
fuerte.
—¡Auch! —Se frotó el costado—. ¿Qué ? ¡He tenido mucha
prá ctica!
Negó , y mientras una parte de ella quiso reír, otra recordó
su conversació n con Hades poco despué s de su juego de Yo
Nunca He. Todavía estaba aprendiendo. A veces se
preguntaba si le había dado a Hades exactamente lo que
necesitaba, especialmente despué s de la forma en que había
tomado el control en su oficina hoy. Había sido rudo y sin
remordimientos mientras empujaba en su boca. No era la
primera vez que habían tenido sexo duro, o la primera que
ella sintió que necesitaba algo má s que su experiencia
está ndar. Quizá s este club le diera algunas ideas.
Cuando llegaron a lo alto de los escalones, se encontraron
en un pasillo oscuro. Persé fone extendió la mano para
sostenerse de la pared en busca de apoyo y descubrió que era
suave, de terciopelo. Pasaron varias puertas, todas con
nombres como Carnal, Pasió n, o Lujuria, antes de llegar a una
llamada Anhelo.
En el interior, la suite estaba iluminada con luces azules
dé biles que arrojaban la mayor parte del lugar en la
oscuridad. Había dos grandes sofá s de cuero negro que
parecían má s bien camas, y un banco con restricciones. Había
una paleta encima. Persé fone mantuvo su abrigo puesto
mientras se acercaba al balcó n donde la luz roja fluía desde el
techo, bañ ando el piso en un carmesí oscuro.
Abajo, había varias camas, grandes sofá s, bancos y dos
jaulas. Había gente por todas partes. Algunos usaban
má scaras y otros no, algunos practicaban sexo de todo tipo,
oral y de otro tipo, algunos se sentaban en sofá s y sillas
charlando y mirando. Tambié n había una pista de baile,
aunque pequeñ a, algunas personas se balanceaban allí
mientras se tocaban y exploraban. Todo estaba en alguna
especie de calma y para nada como Persé fone se lo había
imaginado.
Supuso que lo que había imaginado se parecía má s al sexo
que tenía con Hades, pero lo que compartía con é l era mucho
má s intenso. No se trataba de compartir, no como este lugar.
Aun así, era lento, amable y respetuoso. Una mujer estaba
siendo azotada por un hombre mientras le hacía una mamada
a otro, varias parejas estaban teniendo relaciones sexuales,
sus rostros contorsionados de placer, otra mujer estaba
restringida mientras un hombre la complacía. Durante un
largo momento, Persé fone se sintió atraída por su juego en
particular. No podía decidir por qué estaba fascinada, pero se
dio cuenta de que era porque siempre había pensado en las
restricciones como una cosa, una pé rdida de control, pero esto
se veía diferente. Sensual, provocadora y cariñ osa. Parecía
confianza.
Comenzó a sentir calor por todas partes y se aclaró la
garganta, un dolor profundo se instaló . Le había dado a Hades
lo que había considerado su mejor trabajo al principio del día.
Su encuentro había sido sexy y pesado, y su necesidad era
desesperada. Enroscó los dedos alrededor del alfé izar del
balcó n.
—Entonces, ¿qué piensas? —preguntó Hermes
acercá ndose sigilosamente a su lado.
—Es… diferente —dijo, buscando las palabras adecuadas.
—¿No es tan só rdido como pensabas? —preguntó ,
arqueando una ceja.
—No —dijo ella—. Es… en realidad un poco…
soso. Incluso con un vibrador comunitario.
—¿Ves algo que te gustaría probar?
Persé fone miró fijamente.
—Me refiero con Hades —agregó .
Puso los ojos en blanco y cambió de tema.
—¿Dó nde crees que se llevará a cabo esta reunió n? —
preguntó .
—Supongo que depende del tipo de reunió n que tenga —
dijo Hermes.
Sybil, Leuce y Zofie se unieron a ellos en el balcó n.
Leuce se rio un poco.
—Supongo que algunas cosas nunca cambian.
Persé fone asumió que la ninfa se refería al hecho de que la
sociedad griega antigua estaba hipersexualizada y, en verdad,
sus puntos de vista sobre el sexo no habían cambiado tanto.
Incluso en su sociedad moderna, la prostitució n era legal.
—Rá pido, cú brete los ojos, Zofie —bromeó Leuce.
—¿Por qué ? —preguntó la amazona—. Estoy familiarizada
con el sexo.
Todos miraron, sorprendidos.
—¿Qué ? —preguntó , sonando exasperada—. Puede que
no conozca la sociedad moderna, pero el sexo no es moderno.
Hermes se rio entre dientes y Sybil sonrió .
—¿Has tenido sexo? —preguntó Leuce.
Zofie puso los ojos en blanco.
—Por supuesto.
—Pero… jugamos Yo Nunca He… —dijo Leuce—. ¡Y no
bebiste! ¡Ni una sola vez!
Zofie se quedó callada durante un largo momento y luego
dijo:
—Creo que no entendí el juego.
Se rieron y miraron durante un rato, comentando varios
actos y posiciones. Las parejas se mezclaban, intercambiaban
y participaban en diferentes tipos de sexo, pero con el tiempo,
Persé fone notó que algunos abandonaban la sala, uno por
uno, movié ndose hacia la oscuridad.
Se puso rígida.
—¿A dó nde crees que van? —preguntó Sybil.
—No lo sé —respondió Persé fone.
—¿Investigamos? —preguntó Hermes.
—Alguien tiene que quedarse y vigilar a Helen —dijo
Persé fone—. Sybil, Leuce, ¿la vigilará n y enviará n un mensaje
de texto cuando llegue?
—Por supuesto —dijo Sybil.
—Zofie, necesito que te quedes aquí con ellas.
—Mis ó rdenes son protegerte, milady.
—De hecho, yo juré protegerla esta noche —dijo Hermes
—. Me perdonará s por no confiar en que nadie má s lo haga.
La amazona miró a Hermes y comenzó a protestar cuando
Persé fone interrumpió .
—Zofie, esto es importante. Te ordeno que protejas a mis
amigas. Si Helen está aquí con la Tríada y nos reconoce,
estamos en problemas.
—Muy bien, milady —dijo, todavía mirando a Hermes.
Persé fone se quitó la chaqueta y los dos abandonaron la
suite, colocá ndose má scaras de tela antes de dirigirse al piso
del club. Hermes se detuvo en la oscuridad de la escalera.
—Haz lo que yo haga —dijo, y pasó el brazo de ella por el
suyo mientras caminaban por la sala. Se tomaron su tiempo,
paseando alrededor de camas de miembros enredados y sofá s
con hombres y mujeres perdidos en la agonía de la pasió n. Lo
que la sorprendió fue lo silencioso que era, incluso con mú sica
y gemidos.
Una pareja les sonrió : El hombre estaba entre las piernas
de su compañ era.
—¿Te gustaría unirte? —preguntó .
—Estamos má s que felices de ver —dijo Hermes.
No parecían molestos cuando el hombre comenzó a
practicarle sexo oral a la mujer. Persé fone desvió la mirada,
sintié ndose extrañ a de pie en el centro de esta habitació n,
viendo a la gente participar libremente en el sexo tan
abiertamente. No estaba segura de poder hacer esto; no
estaba segura de sentirse có moda con la gente mirá ndola a
ella o a Hades. Ella era posesiva, é l era posesivo. No
terminaría bien.
Pronto, se adentraron en la oscuridad, navegando por un
pasillo donde estaba un hombre.
—Milady —dijo.
Ella se puso rígida ante el título, pero se dio cuenta de que
cuando Hermes le soltó el brazo, é l estaba allí para ayudarla a
bajar los escalones. Aceptó su mano y caminó delante de
Hermes hacia una habitació n circular y abarrotada, rodeada
de columnas y arcos empotrados. Era un teatro, pero
construido má s como un anfiteatro. El escenario se
encontraba en el punto má s bajo de la habitació n y en su
centro había una diosa.
Estaba atada, sus brazos y piernas extendidos con fuerza
sobre un banco negro. No estaba consciente y había sangre
goteando de una herida en su cabeza.
Persé fone se congeló por un momento, un gé lido hilo de
miedo recorrió su espina dorsal. No reconoció a la diosa, pero
sintió que todavía estaba viva. Los transeú ntes la
abucheaban y le tiraban cosas, otros coreaban cortarle los
cuernos una y otra vez.
—Esa es Tique —dijo Hermes.
Persé fone saltó . No había sentido al dios acercarse, pero
ahora que estaba cerca, su ansiedad disminuyó un poco.
—Tique —susurró Persé fone en respuesta—. ¿La Diosa de
la Fortuna y la Prosperidad?
—La misma —respondió , su voz sombría. Ella lo miró ,
notando la tensió n de su mandíbula y el endurecimiento de
sus ojos.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó
Persé fone. Tenían que ayudarla.
—Esperamos —dijo Hermes—. No sabemos quié n o qué
está de su lado.
Persé fone sintió pavor ante ese comentario, una fuerza
abrumadora que la empujó hacia una corriente rá pida. Pensó
en el arma que había derribado a Harmonía y en su madre,
cuya magia la había impulsado. ¿A qué se enfrentarían aquí?
Estudió a la gran multitud, pero no encontró a Helen entre
ellos.
Má s personas se unieron hasta que la sala estuvo
abarrotada y calurosa. La má scara se pegaba a la piel de
Persé fone, incó moda y hú meda. Con má s gente, vino má s ira y
burlas. Había violencia en el aire y se apretó má s contra
Hermes, sintié ndose cada vez má s incó moda. El dios apretó su
agarre sobre ella, lo que fue menos reconfortante de lo que
debería haber sido porque sabía que Hermes tambié n estaba
tenso.
Un aplauso repentino llamó su atenció n hacia el escenario
donde estaba un hombre. Estaba vestido con un traje azul
marino, hecho a la medida de su gran cuerpo. Tenía el cabello
rubio ondulado y los ojos tan brillantes y azules que ella podía
ver su brillo, incluso desde la distancia.
Semidiós, pensó .
—Ese es Okeanos —dijo Hermes.
—¿Quié n es Okeanos?
—Es un hijo de Zeus —dijo Hermes—. Tiene un gemelo,
Sandros. Por lo general, no está n lejos el uno del otro.
Persé fone observó a Okeanos mientras rodeaba a Tique
como un depredador, con una expresió n de disgusto en el
rostro. Se detuvo en su cabeza y agarró uno de sus cuernos,
rompié ndolo sin esfuerzo. El chasquido hizo que la bilis
subiera a la garganta de Persé fone, pero provocó vítores de la
multitud. Despué s de haber roto el segundo cuerno de su
cabeza, los sostuvo en alto como un trofeo mientras la
multitud lo saludaba como a un hé roe de la antigü edad.
Luego, los arrojó a un lado como si no fueran nada, como
si no acabara simplemente de mutilar a la diosa sujeta sobre
la mesa.
—¡Los Olímpicos se burlan del poder! —gritó —. Ellos
desfilan, celebridades má s obsesionadas con su imagen y su
riqueza y mortales heridos, que concediendo sus oraciones
desesperadas.
La multitud rugió de acuerdo.
—Es una historia má s antigua que el tiempo. Los dioses
viven má s allá de su utilidad para el mundo y deben ser
reemplazados por otros nuevos, aquellos que lo entienden y
ven su potencial. Somos esos dioses. Es hora de recuperar
nuestro mundo.
Má s vítores.
Persé fone se sintió enferma. Era la narrativa que había
esperado y la que Helen había perpetuado. Estos semidioses
realmente querían derrocar a los Olímpicos. El problema era
que estas personas, Adonis, Harmonía, Tique, no eran
Olímpicos, eran inocentes. ¿Qué sentido tenía hacerles dañ o?
El movimiento de Tique llamó la atenció n de Okeanos. El
semidió s continuó hablando mientras se acercaba a la diosa.
—¡Tendremos un renacimiento! Un mundo nuevo donde
tus oraciones son contestadas, donde los dioses interceden
solo cuando se les pide, donde sanen y no lastimen, pero el
precio es nefasto.
Tomó una espada que debió estar sobre la cabeza de
Tique. Brillaba, afilada y peligrosa.
—¿Está n dispuestos a pagarlo? —preguntó , y la multitud
respondió con un rotundo sí.
En ese momento, Persé fone olió la magia de su madre. Le
llamó la atenció n y le aceleró el corazó n. Por un momento,
sintió pá nico, su respiració n se convirtió en jadeos cortos y su
visió n se volvió borrosa, pero tan rá pido como sintió la magia,
se fue y cuando sus ojos regresaron al escenario, Anfió n
estaba levantando la espada.
—¡No! —gritó Persé fone y extendió las manos, justo
cuando varias cabezas se movieron en su direcció n, se
congelaron, excepto Okeanos, cuya mirada se entrecerró
sobre ella.
Mierda.
Puede que los semidioses no sean tan poderosos como
otros dioses, pero era imposible saber con qué magia
nacieron, y parecía que Okeanos podía controlar el tiempo.
Sin una palabra, extendió la mano y envió un rayo hacia ella.
Los ojos de Persé fone se agrandaron y se agachó para
evitar el golpe, pero cuando aterrizó en el suelo, alguien se
materializó frente a ella, una diosa.
—Afrodita…
La diosa extendió su brazo y en el segundo siguiente, el
cuerpo de Okeanos se tambaleó , y su corazó n voló de su
pecho a la mano que esperaba de Afrodita. Los ojos de é l se
agrandaron y cuando cayó de rodillas, Persé fone perdió el
control de su magia y la multitud se movió una vez má s.
Hubo un momento de pesado silencio antes de que la
multitud se diera cuenta de lo que había sucedido.
—¡Dioses! ¡Hay dioses entre nosotros! —gritó alguien.
Luego se produjo el caos: algunos gritaron y huyeron,
mientras que otros se quitaron las má scaras y buscaron
armas dentro del teatro.
—¡Hermes! —gritó Persé fone—. ¡Ve por Tique!
El Dios de la Travesura desapareció en un instante,
apareciendo en el escenario junto a la diosa inmó vil. La
multitud se abalanzó en un intento de atacar a Hermes, pero
los ojos del dios habían comenzado a brillar y algunos
vacilaron.
Persé fone se puso de pie.
—¡Afrodita!
La diosa no parecía escucharla, su atenció n estaba en el
corazó n que aú n latía en su mano, la sangre se filtraba entre
sus dedos. Entonces los ojos de Persé fone se movieron
cuando un mortal se abalanzó sobre la diosa, un candelero
largo levantado para golpear.
—¡Afrodita!
Aun así, la diosa permaneció tranquila, casi pasiva
mientras volvía la cabeza en direcció n al mortal, extendía la
mano y lo enviaba volando hacia atrá s entre la multitud,
desparramando los cuerpos hasta que aterrizó con un fuerte
crujido contra la pared opuesta.
Persé fone esperaba que los mortales salieran disparados,
pero en cambio, corrieron hacia ellos.
Una mano tiró de su cabello, jalando su cabeza hacia
atrá s, estirando su garganta, y le arrancó la má scara. El
movimiento fue tan violento que se quedó ató nita y tardó un
momento en encontrar un par de ojos familiares.
—¿Jaison?
No lo había visto desde el funeral de Lexa. Había dejado de
comunicarse con ella, ahora sabía por qué . Sus rizos oscuros
eran má s largos y su rostro sin afeitar. Parecía rudo y
enojado.
—Vaya, vaya, vaya, los favorecidos han llegado para
infiltrarse en nuestra reunió n.
—Jaison… —dijo su nombre, alcanzando su mano para
disminuir el tiró n que tenía en su cabeza. Se sorprendió
cuando el mortal la soltó , y se tambaleó hacia atrá s solo para
ser empujada con fuerza por alguien. Mientras se tambaleaba
hacia delante, fue empujada de nuevo. Esta vez, logró
detenerse antes de que otra persona pudiera tocarla, pero
estaba rodeada.
Se encontró con los ojos de Jaison.
—¿Por qué ? —se encontró preguntando.
—¿No es obvio? Hades podría haber salvado a Lexa.
Podrías haberla salvado.
—No te atrevas —dijo Persé fone, con los ojos llorosos,
ardiendo con lá grimas frescas.
—Si lo hubieras hecho bien la primera vez, ella no se
habría ido. Ella no era la misma cuando regresó .
—¡Porque quería morir! —gritó Persé fone—. Estaba
cansada, pero fuiste demasiado egoísta para ver eso. Fui
demasiado egoísta.
—No finjas que te importa —dijo—. Si lo hicieras, no te
casarías con Hades.
El círculo se tensó y Persé fone se puso rígida.
—No hagas esto —dijo—. Te arrepentirá s.
—No tememos a Hades —dijo Jaison.
—No es a Hades a quien debes temer —dijo—. Es a mí.
É l se rio y los demá s se unieron, pero la ira de Persé fone
estaba hirviendo. Una mano la alcanzó y explotó , literalmente.
Las espinas brotaron de sus brazos, piernas y palmas.
Salieron disparados como cuchillas y cortaron a los mortales
que la rodeaban, ensartando a muchos de ellos, incluido
Jaison, en cualquier nivel en el que estuvieran: la cabeza, la
garganta, el pecho o el vientre. Gritó por su enfado, por la
carnicería, por el dolor, pero mientras todo esto moría, las
espinas se retrajeron y se hundieron en su cuerpo como si
fueran parte de ella. Aun así, quedó rota y ensangrentada,
con la piel partida.
Cayó de rodillas en el centro de su masacre, incliná ndose
hacia delante, respirando entrecortadamente. Saboreó la
sangre.
Sana, pensó . Tienes que sanarte.
Entonces sintió la inconfundible presencia de Hades.
Primero vio sus zapatos, luego sus ojos hicieron el lento
ascenso por su cuerpo. Cuando vio su rostro, vio a un dios,
uno antiguo lleno de rabia, oscuridad y muerte.
Persé fone tardó un momento en darse cuenta de por qué
la habitació n se había quedado tan silenciosa: era porque
todos estaban muertos. ¿Ella había hecho esto? ¿O fue la
malicia de Hades?
—Hades… —Trató de decir su nombre, pero la sangre en
su boca era espesa y se atragantó con la palabra, enviando un
rocío carmesí a sus zapatos. Su cabeza dio vueltas y cayó al
suelo.
Hades se inclinó y la tomó en brazos. Ella nunca lo había
visto lucir de esta manera, atormentado, afectado, y sabía que
estaba luchando contra algo horrible y oscuro. Quería
consolarlo y todo lo que podía pensar es que esperaba que é l
supiera cuá nto lo amaba.
Entonces todo se oscureció .
PARTE II

“Odioso para mí como las puertas del Hades es el hombre


que esconde una cosa en su corazón y expresa otra”.
- Homero, la Ilíada
XIX

LA ISLA DE LAMPRI

Cuando Persé fone se despertó , estaba en una cama


desconocida. Sentía la lengua hinchada, pero podía respirar,
su garganta ya no estaba llena de sangre. Levantó los brazos,
su piel suave y sin marcas por la magia que había usado para
defenderse en el só tano del Club Afrodisia. Estaba curada y,
sin embargo, no podía evitar sentir que había fallado porque
no había podido hacerlo por sí misma.
Se sentó , escudriñ ando la habitació n luminosa en busca
de Hades. No le tomó mucho tiempo encontrarlo. Las puertas
del balcó n estaban abiertas, dejando entrar el aire fresco y
salado que movía las cortinas de gasa sobre la cama. Justo
fuera, estaba sentado Hades. Se deslizó de la cama, se
envolvió el cuerpo con la sá bana y se unió a é l.
Llevaba una bata negra y estaba inclinado hacia delante,
con los codos apoyados en sus muslos y un vaso de whisky
atrapado entre sus dedos. Sus rasgos eran severos, las cejas
fruncidas, la mandíbula apretada. Parecía sumido en sus
pensamientos y ella tuvo un poco de miedo de molestarlo,
pero quería ver sus ojos.
—Hades —susurró .
La miró , su mirada tormentosa y se preguntó qué tipo de
batalla estaba librando por dentro.
—¿Está s bien? —preguntó .
—No —dijo é l, y la respuesta la hizo estremecerse. Tomó
un trago de su vaso y su mirada volvió a sus pies. Vacilante,
se acercó y extendió la mano para pasar los dedos por su
cabello. Estaba hú medo y olía fuertemente a especias. Respiró
hondo, reconfortada por ello.
—Hades —dijo su nombre de nuevo. Esta vez, le tomó má s
tiempo levantar la mirada hacia ella—. Te amo.
Se dio cuenta de cuá nto le costó tragar y desvió la mirada.
Ella suspiró y extendió la mano hacia su copa, dejá ndola en la
mesa junto a é l. Se las arregló para sentarse a horcajadas
sobre é l en la pequeñ a silla, una rodilla a cada lado de sus
piernas. Tomó su rostro entre sus manos y le rozó las mejillas
con los pulgares. Era tan hermoso y tan destrozado.
—¿Me dirá s có mo te sientes?
—No sé si hay algo que decir —
respondió . Lo estudió durante un largo
momento.
—¿Está s enfadado conmigo?
—Estoy enojado conmigo por dejarte ir, por confiar en que
otro te cuidara.
—Le ordené a Hermes…
—Hizo un juramento —gruñ ó , interrumpié ndola.
Persé fone se congeló por un momento, tomada con la guardia
baja por la ira de Hades. No había estado despierta lo
suficiente para pensar en esto. Ella acababa de verlo y lo
deseaba. Debería haber sabido que é l se tomaría lo suyo como
algo personal. Se culpaba por Pirítoo, tambié n se culparía por
esto.
Aun así, intentó explicarlo.
—Hades. —Le puso las manos en el pecho—. Me… herí.
Fallé . No pude curarme.
La mandíbula de Hades se apretó .
—Estoy bien —dijo—. Estoy aquí.
—Apenas —dijo con los dientes apretados.
Fue la primera vez que notó que las manos de Hades no
estaban sobre ella. En cambio, se agarraban a los brazos de
su silla. Cuando vio esto, se bajó de su regazo y dio un paso
atrá s, golpeando la espalda contra la barandilla del balcó n.
—No sé qué hacer —dijo con impotencia.
—Puedes parar —dijo, con la mirada llena de rabia—.
Puedes decidir no involucrarte. Puedes dejar de intentar
cambiar la opinió n de las personas y salvar un mundo. Deja
que la gente tome sus decisiones y enfrente las
consecuencias. Así es como funcionaba el mundo antes de ti, y
así es como el mundo continuará .
Se empujó del balcó n, enderezá ndose bajo sus palabras
enojadas.
—Esto es diferente, Hades, y lo sabes. Este es un grupo de
personas que han logrado capturar y someter a los dioses.
—Sé exactamente lo que es —dijo con gruñ ido—. Lo he
vivido antes y puedo protegerte de eso.
—No te pedí que me protegieras —dijo Persé fone, alzando
la voz.
—No puedo perderte. —Se puso de pie, enjaulá ndola, con
los dientes al descubierto—. Casi lo hago, ¿lo sabías? Porque
no pude conseguir que mi mente estuviera bien para curarte.
He abrazado a hombres, mujeres y niñ os mientras sangraban
como tú sangrabas. Me han rociado el rostro con su sangre.
Les he hecho rogar por sus vidas, una vida que no podía
extender, curar o regalar porque no puedo luchar contra sus
destinos. Pero tú … No suplicaste por vida; ni siquiera estabas
desesperada por ello. Estabas en paz.
—Porque estaba pensando en ti —le espetó . Era como si le
hubiera clavado un cuchillo en el pecho. Su corazó n se sentía
abierto y expuesto, latiendo con todo su dolor y el de é l. Hades
se congeló —. No pensaba en la vida o la muerte ni en nada
má s que en lo mucho que te amaba y quería decírtelo, pero no
podía…
Se detuvo. No necesitaba dar má s explicaciones, Hades ya
sabía por qué no había podido hablar y no quería recordarle
el horror que había experimentado mientras ella yacía
inconsciente y sangrando. Su mirada se detuvo en su rostro
antes de que su cabeza cayera en el hueco de su cuello y su
cuerpo se sacudiera contra el de ella. No dijo nada mientras
sentía lá grimas calientes empapando su piel. Pasó mucho
tiempo antes de que se compusiera, y cuando se apartó , sus
ojos estaban oscuros y enrojecidos. Nunca lo había visto así
antes. Este era su dolor, real y crudo.
Ella presionó su mano contra su mejilla.
—¿Me llevará s a la cama?
—Te tomaré aquí —dijo, y se inclinó para besarla. Sabía a
sal y whisky y habló contra su boca—. Y luego te tomaré sobre
la cama y luego en la ducha, y en la playa. Te tomaré en todas
las superficies de esta casa y en cada centímetro de esta isla.
Sus manos se movieron a sus caderas, y la atrajo hacia sí
mientras regresaba a la silla. Ella dejó caer la sá bana de su
cuerpo antes de sentarse a horcajadas sobre é l. Las manos de
Hades ahuecaron sus senos y luego llevó sus pezones a su
boca. Persé fone pasó los dedos por su cabello mientras é l
trabajaba, su respiració n se hizo má s superficial, su cuerpo se
movía contra su erecció n, que todavía estaba cubierta por la
tú nica que vestía. Ella se sintió frustrada, queriendo sentir
piel contra piel y los separó , exponiendo su pecho y su carne
hinchada. Se movió contra su calor, la fricció n la hizo
humedecerse má s.
Las manos de Hades se movieron hacia su trasero,
apretando mientras ella se mecía contra é l, luego sus dedos se
deslizaron dentro de ella y se estremeció . Pasó unos minutos
disfrutando de la sensació n de é l, pero pronto deseó má s. Ella
lo liberó y alcanzó su polla, guiá ndolo dentro de ella. Se
apretó contra é l, sintié ndose frené tica y desesperada. El vello
que se arrastraba desde su estó mago hasta su ingle jugueteó
con su clítoris. Mientras tomaba el control, Hades se inclinó
hacia atrá s, con los brazos estirados sobre su cabeza,
agarrá ndose a la parte superior de la silla. Observó su rostro,
los ojos brillando, todavía llenos de sombras.
Pronto sus manos regresaron a su cintura y la ayudó a
moverse, rozá ndose contra ella. La sensació n de é l era un
tó nico que tomaría por el resto de su vida. Les daba vida a sus
miembros y llamas a su alma. Su boca se movió sobre su
hombro, los dientes rozaron su piel. Sus alientos se
mezclaron; sus gemidos empezaron a ser liberados en rá pida
sucesió n. Persé fone sintió que la parte inferior de su estó mago
se tensaba, sus mú sculos se apretaron alrededor de la polla
de Hades y su caliente liberació n se vertió en ella.
Se derrumbó contra é l, respirando con dificultad. Despué s
de un largo momento, se movió , presionando un beso en su
pecho antes de enderezarse con Hades todavía dentro de ella.
Sonrió .
—¿Está s cansado?
—Nunca me había sentido má s vivo —dijo, y parecía que
algo de la oscuridad se había desvanecido de sus ojos. Lo
besó , largo y lento, su lengua lamiendo la de é l hasta que
estuvo duro una vez má s. Se apartó y apoyó la cabeza contra
su pecho, contenta de quedarse así para siempre.
—¿Dó nde estamos? —preguntó , su voz era tranquila.
—Estamos en la isla de Lampri —respondió —. Nuestra
isla.
—¿Nuestra?
—La tengo —dijo—. Pero rara vez vengo. Despué s de
encontrarte en el club, no quise ir al Inframundo. No deseaba
estar en ningú n otro lugar má s que solo. Entonces, vine aquí.
Hubo otro largo tramo de silencio.
—¿Sabes si Tique sobrevivió ?
Fue entonces que las manos de Hades se apretaron a su
alrededor.
—No —dijo—. No sobrevivió .

Má s tarde, Hades le dio a Persé fone su telé fono, lo que le


permitió comunicarse con Sybil, Leuce y Zofie. Habían creado
un chat para decirle que la amaban. Sus ojos se llenaron de
lá grimas ante sus dulces mensajes. Les hizo saber que estaba
bien y preguntó por ellas.
Estamos bien. Zofie se aseguró de que llegá ramos a casa
sanas y salvas, dijo Sybil y explicó lo que pasó arriba.
Sabíamos que algo andaba mal cuando la gente salió de las
sombras gritando que un dios estaba atacando a la gente. No
supimos si fue Hermes o… Hades.
Pero no había sido ninguno de los
dos. Había sido Afrodita.
Había sido ella. De repente, recordó la carnicería que
había causado. ¿A cuá ntas personas había matado?
Dejó el telé fono a un lado y cuando Hades entró en la
habitació n, se detuvo.
—¿Qué ocurre?
—¿A cuá ntas personas maté ? —susurró .
Hades hizo una pausa y luego preguntó :
—¿Qué recuerdas?
—Hades…
—¿Ayudará saberlo? —preguntó .
Abrió la boca para hablar, pero no supo responder.
—Piensa en ello —dijo—. Digo esto como un dios que
conoce la respuesta.
Despué s, caminaron por la playa. Era extrañ o ver a Hades
en un lugar tan brillante vestido con nada má s que una tela
envuelta alrededor de su cintura. Su piel estaba bruñ ida bajo
el sol, convirtié ndose en un bronce dorado. Ella no podía
apartar la mirada.
—¿Por qué está s mirando? —preguntó .
—¿Te molesta? —preguntó , frunciendo el ceñ o.
—No —dijo, pragmá ticamente—. Me dan ganas de follar.
Ella sonrió .
Cuando llegaron a la orilla, corrió hacia el océ ano
chillando de placer cuando el agua se precipitó sobre ella,
empapando la parte inferior de su vestido blanco. Se volvió
para encontrar a Hades vadeando hacia ella.
—¿Cuá nto tiempo ha pasado? —le preguntó a Hades—.
¿Desde que visitaste el océ ano?
—¿Por diversió n? —preguntó —. Apenas lo sé .
—Entonces haremos que esto sea memorable —dijo,
levantá ndose por su cuerpo, sus dedos clavá ndose en sus
hombros anchos y musculosos mientras envolvía sus piernas
alrededor de su cintura. Su polla se acomodó contra ella y sus
dientes rozaron su labio inferior.
—Te amo —susurró ella.
Sus bocas y cuerpos se fusionaron. Su sangre latía con
fuerza, esparciendo sus pensamientos. Sus manos se
deslizaron sobre la piel del otro, disfrutando de la sensació n.
Cuando los dedos de Hades se apretaron en su trasero,
aplastá ndola con una ferocidad desesperada que quería
igualar, se separaron del otro, sus labios palpitando.
—Quiero mostrarte algo —dijo.
Ella arqueó una ceja, su lujuria eclipsaba cualquier otro
pensamiento.
—¿Es tu polla?
É l se rio entre dientes.
—No te preocupes, cariñ o. Te daré lo que quieras, pero
aquí no.
Dejaron el agua y Hades la guio por la playa hacia una
arboleda de plantas y á rboles tropicales. Má s allá de ellos
había un camino que se volvía rocoso a medida que se
acercaba a una cueva abierta. Justo dentro, había una serie
de escalones que descendían en espiral hacia una gruta. El
agua tenía el color de cientos de zafiros relucientes. Por
encima de ellos, el techo se había derrumbado, permitiendo
que una corriente de luz solar cá lida se filtrara y golpeara el
agua. Una exuberante vegetació n crecía dentro de las paredes
de la cueva y se derramaba sobre la superficie rugosa.
Persé fone se quedó mirando, asombrada por lo hermoso
que era.
—¿Te gusta? —preguntó .
—Es hermoso.
Hades sonrió y comenzó a bajar otra serie de escalones
que conducían al agua. Se quitó su cubierta de la cintura y se
quedó desnudo, volvié ndose hacia ella. Cuando se acercó a é l,
Hades salió del borde y se hundió en la piscina profunda. Ella
lo vio emerger a cierta distancia de la orilla.
Sus ojos brillaban, oscuros y reverentes.
—¿Me acompañ ará s?
Se sacó el fino vestido por la cabeza y lo arrojó a su lado
mientras se sumergía en el agua. Hades la agarró por la
cintura, presionando sus labios contra los de ella a medida
que salía a la superficie. Flotando en la gruta, le hizo el amor
a su boca mientras ella estiraba la mano entre ellos, guiando
su polla entre sus piernas para que pudiera sentirlo allí. Se
quedó sin aliento cuando los labios de é l dejaron su boca,
arrastrá ndose por su mandíbula.
—Construiré templos en honor a nuestro amor y te
adoraré hasta el fin del mundo. No hay nada que no
sacrificaría por ti. —Se apartó para mirarla, ojos como
estrellas relucientes—. ¿Entiendes eso?
—Sí —dijo, apretando su asidero alrededor de é l—. Te daré
todo lo que siempre quisiste, incluso cosas sin las que
pensabas que vivirías.
Sus bocas chocaron de nuevo, y Hades la agarró ,
guiá ndolos hacia atrá s, a un hueco en la pared de roca donde
una cascada de agua mantenía oculta una cueva má s grande.
La levantó del agua y entró en ella, guiá ndola contra la pared
de la caverna. Un brazo se estiró hacia arriba, el otro
encontró apoyo al lado de su cabeza. Ella sostuvo su mirada
ardiente.
—Hay algo oscuro que vive dentro de mí —dijo—. Lo has
visto. Lo reconoces ahora, ¿no?
Ella asintió .
—Te quiere de una manera que te asustaría.
¿Estaba diciendo esto para asustarla? Porque tuvo el
efecto contrario, enviando un escalofrío de emoció n por su
espalda.
—Dime.
—Esa parte de mí te quiere rezando por mi polla.
Retorcié ndote debajo de mí mientras te embisto. Rogando que
mi semen te llene.
Persé fone mantuvo sus manos presionadas contra la
pared, sus uñ as raspando la roca detrá s de ella. Lo miró a
travé s de sus pestañ as, sintié ndose tímida y atrevida.
—¿Có mo prefiere recibir la oració n, milord?
—De rodillas —dijo.
Lo miró mientras se arrodillaba, al nivel de su erecció n.
Hades recogió su cabello en una mano, enroscá ndolo
alrededor de sus puñ os hasta que su cuero cabelludo pinchó
de dolor.
—Chú pame —le ordenó y ella obedeció .
Tomá ndolo en su boca, colmando de atenció n la corona
con su lengua, chupando la punta hasta que saboreó su
semen. Hades gimió , su mano apretá ndose en su cabello,
trayendo lá grimas a sus ojos, pero continuó , queriendo jugar
con la oscuridad que afloraba en la aspereza de su agarre.
Cuando comenzó a empujar en su boca, todo lo que pudo
hacer fue recibir, un recipiente para su placer. Ambas manos
ahuecaron su cabeza, sus mú sculos se hincharon, su
respiració n se volvió entrecortada. Ella pensó que se correría,
pero se retiró de repente, arrastrá ndola de pie bruscamente,
moldeando su boca con la suya. Ella cambió su postura
mientras é l guiaba su polla entre sus piernas, provocando su
apertura, resbaladiza por la necesidad de é l.
—Hades… —Su voz salió estrangulada, una sú plica que é l
respondió agarrando sus caderas y embistié ndola. Mientras la
apoyaba contra la pared, otra mano se posó sobre su cuello,
su rostro presionado contra el suyo mientras se movía. Cada
embestida provocó un gemido desesperado de su garganta,
sus dedos apretaban sus hombros, raspando su piel. La boca
de Hades volvió a la de ella, saboreando su lengua, raspando
con sus dientes. Besó y se movió con una ferocidad que no
había sentido antes y sacó palabras sucias y sonidos de su
boca que nunca había dicho ni escuchado.
—Quiero sentir tu liberació n —dijo ella, arqueando su
espalda, sus omó platos cortando la roca—. Quiero que te
corras dentro de mí. —Su respiració n se atascó en su
garganta.
»Quiero sentirlo gotear por mis muslos. —Sus talones se
clavaron en su trasero.
»Quiero estar tan llena de ti, que te saborearé durante
días. —Cerró la boca sobre el ló bulo de su oreja y chupó con
fuerza.
Mientras hablaba, Hades continuó empujando, su boca se
movió hacia su cuello, donde le chupó la piel y la mordió con
fuerza. Ella gritó ante el dulce aguijó n, mientras la vibració n
de su primer orgasmo comenzó a oscilar a travé s de ella;
continuó , sin alcanzar su punto má ximo, solo duró una y otra
vez hasta que todo su cuerpo tembló , y cuando Hades gimió ,
ofreciendo un gruñ ido salvaje, sintió el calor de su liberació n
dentro de ella.
Se quedaron pegados el uno al otro por un rato, hasta que
Hades se apartó y la levantó en sus brazos,
teletransportá ndose al dormitorio donde la acostó en la cama.
Esperó que se estirara a su lado, pero en cambio, se arrodilló
entre sus piernas y besó sus muslos hasta que su boca cubrió
su clítoris, su lengua devoró dulcemente su piel hinchada.
—Hades —susurró su nombre una y otra vez. Sus manos
se hundieron en su cabello y luego cayeron en las sá banas
debajo de ella, retorcié ndose cuando otro clímax la atravesó , y
cuando bajó de lo alto, Hades finalmente descansó a su lado.
Agotada, cayó en un sueñ o profundo.
Má s tarde se despertó y encontró a Hades dormido a su
lado. Estaba acostado boca abajo, sus dedos entrelazados con
los de ella. Parecía tranquilo, los zarcillos de oscuridad que se
habían aferrado a é l horas antes, desterrados por el sueñ o. Lo
miró durante un rato y luego se soltó de su agarre, se puso
una bata y salió . Se apoyó en la barandilla del balcó n,
mirando la noche. Aquí reinaba la paz, al margen de la
destrucció n de su madre.
Y se sentía mal por estar aquí, mal por sentirse tan feliz
cuando reinaba tal caos.
—¿Por qué frunces el ceñ o? —preguntó Hades.
Su voz la sobresaltó y se volvió para encontrarlo en la
puerta, su cuerpo desnudo envuelto por la luz del dormitorio.
El calor floreció bajo en su vientre cuando sus ojos se posaron
en su carne erecta y pensó en có mo la había mirado en la
gruta, las palabras eró ticas que había dicho, la restricció n
que había roto.
Tragó saliva y sacudió los pensamientos de su cabeza.
—Sabes que no podemos quedarnos aquí —dijo Persé fone
—. No con lo que dejamos atrá s.
—Una noche má s —dijo Hades, suplicó .
—¿Y si es demasiado tarde?
Hades no habló . Dejó su lugar en la puerta y se acercó a
ella, ahuecando su rostro, sus ojos escrutadores.
—¿No puedo convencerte de que te quedes aquí? —
preguntó —. Estarías a salvo y volvería contigo en cada
momento libre.
Sus manos se cerraron sobre sus antebrazos.
—Hades —susurró —. Sabes que no lo haré . ¿Qué clase de
reina sería si abandonara a mi gente?
Sus labios se inclinaron hacia arriba, pero su mirada fue
triste.
—Eres la Reina de los Muertos, no la Reina de los Vivos.
—Los vivos eventualmente se vuelven nuestros, Hades.
¿De qué nos servirá si los abandonamos en la vida?
Hades suspiró y apoyó su frente contra la de ella.
—Desearía que fueras tan egoísta como yo —dijo.
—No eres egoísta —dijo—. Me dejarías aquí para
ayudarlos, ¿recuerdas?
Su mirada cayó a sus labios y la besó , sus manos se
deslizaron hasta su cintura, hundié ndose bajo su bata,
estirá ndose para ahuecar su centro caliente.
Persé fone jadeó , su nombre en sus labios.
—Hades —susurró contra sus labios.
—Si no es otra noche, al menos otra hora —dijo.
¿Có mo podía decir que no?
Sus brazos se cerraron alrededor de su cuello cuando é l la
levantó hasta el borde del balcó n, sus dedos se hundieron en
su carne resbaladiza el tiempo suficiente para provocar un
gemido. Cuando se retiró , las uñ as de ella se clavaron en su
piel y Hades se rio entre dientes.
—Estabas equivocada —dijo, llevá ndose sus dedos a su
boca—. Soy egoísta.
Lo miró , un hambre carnal estallando dentro de ella.
Mientras chupaba su carne, abrió má s las piernas,
invitá ndolo a regresar.
—Solo una hora —le recordó a Hades.
Su sonrisa apenas estaba ahí y justo cuando se movía
para unirse una vez má s, gruñ ó , jalando a Persé fone desde la
repisa del balcó n al suelo.
—Joder —espetó —. Hermes.
—Me encantaría unirme a ustedes —dijo el dios,
apareciendo en el balcó n a solo unos pasos de distancia—. En
otra ocasió n, tal vez.
Persé fone se volvió para abrocharse la tú nica y, cuando
miró hacia atrá s, vio que el rostro cincelado del dios estaba
estropeado por un gran corte que iba desde la parte inferior
de su ojo hasta su labio.
Sus ojos se agrandaron.
—Hermes, ¿qué te pasó en el rostro?
Sonrió , sus ojos gentiles a pesar de su respuesta.
—Rompí un juramento.
Los labios de Persé fone se separaron y su mirada volvió a
Hades, que no la miraba, demasiado enojado y concentrado en
el Dios de la Travesura.
—¿Qué quieres, Hermes? Está bamos a punto de regresar.
—¿Cuá nto tiempo es “a punto de”? —preguntó , pero la
sonrisa que ofreció fue sin humor y Persé fone descubrió que
no le gustaba la melancolía que se aferraba a é l. ¿Era este su
dolor por perder a Tique o algo má s?
—Hermes… —comenzó Hades.
—Zeus los ha convocado a los dos al Olimpo —
interrumpió Hermes—. Ha llamado al Consejo. Quieren
discutir su separació n.
XX

UN CoNSEjo DE OLíMPIGoS

—¿Nuestra separació n? —repitió Persé fone, mirando a


Hades—. ¿No hay cuestiones má s urgentes? ¿Como que la
Tríada asesine a una diosa y ataque a otra?
—Solo te di una razó n por la que Zeus llamó al Consejo —
dijo Hermes—. Eso no significa que no vallamos a discutir
otras preocupaciones.
—Iré pronto, Hermes —dijo Hades, quien no había hecho
ningú n intento por cubrirse.
Hermes asintió y luego miró a Persé fone.
—Hasta luego, Sefi —dijo, guiñ ando un ojo. Desapareció , y
ella pensó que tal vez estaba tratando de suavizar la culpa
que sintió al ver su rostro lleno de cicatrices.
Persé fone se volvió hacia Hades.
—¿Le hiciste eso al rostro de
Hermes? Su mandíbula se apretó .
—Preguntas y, sin embargo, lo sabes.
—No tenías…
—Sí, tenía —la interrumpió —. Su castigo podría haber
sido peor. Algunas de nuestras leyes son sagradas, Persé fone,
y antes de que te sientas culpable por lo que le pasó al rostro
de Hermes, recuerda que é l sabía las consecuencias, aunque
tú no.
Sus palabras se sintieron como una reprimenda. Desvió la
mirada y dijo en voz baja:
—No lo sabía.
Hades suspiró , sonando frustrado, pero la tomó de la
mano y la atrajo hacia sí.
—Lo siento —dijo, presionando una palma contra su
mejilla—. Quería consolarte.
—Lo sé —dijo ella—. Debe ser agotador… tener que
enseñ arme constantemente.
—Nunca me canso de enseñ ar —dijo, su voz tranquila—.
Mi frustració n viene de otro lugar.
—Quizá s pueda ayudar… si me dijeras má s —ofreció .
Hades sostuvo su mirada, considerá ndola antes de hablar.
—Me preocupa que mis palabras salgan mal y que
encuentres mis motivos bá rbaros.
Ella frunció el ceñ o. No le sorprendió que se sintiera así.
Lo había llamado la peor clase de dios. Había asumido que
sus acuerdos con los mortales eran simplemente para su
diversió n, no intentos reales de salvar almas.
—Lo siento —dijo—. Creo que te di este miedo cuando
nos conocimos.
—No —dijo—. Estaba allí antes que tú , pero solo importó
cuando te conocí.
—Entiendo el castigo de Hermes —dijo—. Me consuela.
A pesar de sus palabras, sintió que su expresió n
permanecía insegura, cautelosa. Aun así, se inclinó hacia
delante y presionó sus labios contra la frente de ella. Cerró los
ojos contra su beso, sintiendo el calor a travé s de su cuerpo.
Lo miró a los ojos mientras é l se apartaba.
—¿Te gustaría acompañ arme al Consejo? —preguntó .
Sus ojos se agrandaron.
—¿Lo dices en serio?
Ofreció una pequeñ a sonrisa.
—Tengo condiciones —dijo—. Pero si los Olímpicos van a
hablar de nosotros, es justo que esté s presente.
Ella sonrió .
—Ven, debemos prepararnos —dijo, y ella sintió el roce
de su magia mientras se teletransportaban.
Había esperado aparecer en su habitació n para que
pudieran vestirse, pero en cambio, Hades los había llevado a
una habitació n llena de armas.
—Es esto…
—Un arsenal —dijo Hades.
La habitació n era redonda, el suelo de má rmol negro como
el resto del castillo. La mayoría de las paredes estaban
arregladas con lo que parecían estantes de libros, solo que
contenían una variedad de armas: espadas y lanzas, jabalinas
y hondas, arcos y flechas. Tambié n había armas modernas:
pistolas, granadas y otra artillería. Tambié n había escudos,
cascos, cotas de mallas y corazas de cuero en exhibició n, pero
lo que llamó su atenció n fue la pieza en el centro de la
habitació n, una exhibició n de la armadura de Hades. Parecía
amenazante y mortal. Puntas de metal afiladas cubrían los
hombros, brazos y piernas. Una capa negra colgaba del
hombro izquierdo y un yelmo oscuro descansaba a sus pies.
Persé fone se acercó y pasó los dedos por el frío metal del
casco. Trató de imaginarse a Hades vestido con esto. Ya era
grande e imponente, esto lo haría… monstruoso.
—¿Cuá nto tiempo ha pasado? —preguntó en voz baja—.
¿Desde que usaste esto?
—Un tiempo —respondió —. No lo necesito a menos que
esté luchando contra dioses.
—O contra un arma que pueda matarte —dijo.
Hades no respondió . La rodeó y recogió el
yelmo.
—Este es el Yelmo de la Oscuridad —dijo—. Otorga a su
portador la capacidad de volverse invisible. Fue hecho para
mí por los cíclopes durante la Guerra de Titanomaquia.
Sabía de las Tres Armas: el Yelmo de la Oscuridad de
Hades, el Rayo de Zeus y el Tridente de Poseidó n. Siempre
había puntos de inflexió n durante la batalla, un momento en
el que la marea cambia para bien o para mal para cualquiera
de los bandos. Estas armas cambiaron el destino de los
Olímpicos y les permitieron derrotar a los Titanes.
Al ver el yelmo, Persé fone sintió pavor. Sospechaba que la
Tríada deseaba la guerra. ¿Vería pronto a Hades vestido con
esta armadura?
—¿Por qué necesitas este yelmo? —preguntó —. Uno de
tus poderes es la invisibilidad.
—La invisibilidad es un poder que gané con el tiempo a
medida que me volvía má s fuerte —dijo, luego ofreció una
sonrisa iró nica—. Fuera de eso, prefiero proteger mi cabeza
durante la batalla.
Pensó que estaba siendo gracioso, pero Persé fone frunció
el ceñ o mientras le entregaba el yelmo. Lo sostuvo entre sus
manos, mirando los arañ azos y pequeñ as abolladuras en su
superficie. Siempre imaginó que nadie se acercó lo suficiente
a Hades como para lastimarlo durante la batalla, pero las
marcas en este yelmo le recordaron lo contrario.
—Quiero que uses esto mientras esté s en el Consejo —
dijo.
Persé fone levantó la cabeza.
—¿Por qué ?
—El Consejo es para los Olímpicos —dijo—. Y no estoy
ansioso por presentarte a ninguno de mis hermanos,
especialmente en estas circunstancias. No te gustará todo lo
que se dice.
—¿Te preocupa que mi boca sabotee nuestro compromiso?
—preguntó , arqueando una ceja.
Hades sonrió , y fue refrescante considerando que había
estado tan serio los ú ltimos días desde sus heridas en el Club
Afrodisia.
—Oh, cariñ o, tengo fe en que tu boca solo lo mejorará .
Se miraron fijamente durante un largo momento antes de
que su mirada bajara, recorriendo sus mú sculos hasta su
polla todavía erecta.
—¿Vas a ir al Consejo desnudo, milord? Si es así, insisto
en mirar.
—Si sigues mirá ndome así, no iremos al Consejo en
absoluto —dijo, y con un movimiento de muñ eca, ambos
estaban vestidos de negro: Hades con su traje y Persé fone con
un vestido tubo. Le hizo preguntarse có mo se vestían los otros
dioses para asistir al Consejo. ¿Usarían las mejores galas de
los dioses antiguos?
Hades le tendió la mano.
—¿Lista?
En verdad, no estaba segura, pero Hades y su yelmo la
reconfortaron. Esta sería una de las ú ltimas veces que tendría
tiempo de considerar si estaba lista. Llegaría un momento en
el que no habría opció n, cuando todo dependiera de una
acció n rá pida.
Colocó sus dedos en su palma, todavía sosteniendo el
yelmo y se teletransportaron.
Aterrizaron en la sombra, su espalda estaba contra una
gran columna, y cuando miró hacia un lado, pudo ver má s
curvas hacia la izquierda y la derecha. Persé fone podía oír
voces, retumbantes y frustradas.
—¡Esta tormenta debe terminar, Zeus! Mi culto pide alivio.
Persé fone no sabía quié n hablaba, pero supuso que era
Hestia a juzgar por el tono aú n suave.
—No estoy ansioso por ver que se vaya la tormenta —dijo
Zeus—. Los mortales se han vuelto demasiado audaces y
necesitan que se les enseñ e una lecció n. Quizá s morir de frío
les recuerde quié n gobierna su mundo.
Persé fone se encontró con la mirada de Hades. Las
palabras de Zeus eran un problema. Eran la razó n por la que
Harmonía había sido atacada y por qué Tique había muerto.
Era un comportamiento del que los mortales se estaban
cansando y se estaban rebelando.
Hades se llevó el dedo a los labios, tomó el yelmo y se lo
puso sobre la cabeza. Ella no se sintió diferente una vez que
estuvo puesto, excepto que era pesado y no se ubicaba
correctamente sobre su cabeza. Los labios de Hades rozaron
sus nudillos antes de dejarla ir. Se movió a travé s de la
oscuridad sin ser detectado. Ella solo supo cuá ndo apareció
ante los Olímpicos porque habló , su voz oscura, goteando
desdé n.
—No les recordará s nada salvo su odio por ti, por todos
nosotros —dijo Hades, respondiendo a la declaració n anterior
de Zeus.
—Hades. —Su nombre salió como un gruñ ido de la boca
de Zeus.
Persé fone se arrastró por el exterior de las columnas. Má s
allá de ellos, pudo ver el respaldo de un juego de tronos y el
frente de otros tres: Poseidó n, Afrodita y Hermes. Cada trono
representaba una pieza de los dioses. Para Poseidó n, era un
tridente, Afrodita, una concha rosa, para Hermes, la varita de
su heraldo.
Su mirada se detuvo má s tiempo en Afrodita, recordando
có mo se había parado con el corazó n de Okeanos en su mano,
imperturbable por el salvajismo de su magia. ¿Enfrentaría
consecuencias por matar a uno de los hijos de Zeus?
Persé fone no conocía las reglas de los Olímpicos, pero pensó
que la diosa debía haberse justificado ante el Dios del Trueno,
porque estaba sentada aquí, entre los doce, como si nada
hubiera ocurrido.
Persé fone se acercó sigilosamente, hasta que tocó el borde
de uno de los tronos, uno que supuso pertenecía a Apolo, ya
que rayos dorados salían disparados desde lo má s alto.
—Por lo que tengo entendido, Hades, la tormenta es tu
culpa. No pudiste mantener tu pene fuera de la hija de
Demé ter.
—Cá llate, Ares —dijo Hermes.
Persé fone notó la oscuridad que ensombrecía los ojos del
dios y la forma de su mandíbula que hacía que sus pó mulos
parecieran afilados.
—¿Por qué debería hacerlo? Dice la verdad. —Una voz dijo
desde la derecha: Persé fone pensó que sonaba como Artemisa.
—Podrías haberte follado a un milló n de otras mujeres,
pero elegiste quedarte con una, y la hija de una diosa que te
odia má s de lo que ama a la humanidad —continuó Ares.
—Ese coñ o debe ser de oro —reflexionó Poseidó n.
Persé fone sintió algo amargo en el fondo de su garganta y
luego una oscura sensació n de pavor cuando la magia de
Hades estalló , fuerte y vibrante.
—Personalmente cortaré el hilo de cualquier dios que se
atreva a hablar una palabra má s sobre Persé fone.
—No te atreverías. —Persé fone reconoció la voz de Hera—.
Las consecuencias de matar a un dios aparte de las Moiras
será n espantosas. Podrías perder a tu querida diosa.
Siguió un tenso silencio mientras Persé fone trataba de
imaginar la expresió n del rostro de Hades. Probablemente
comunicaba algo parecido a pruébame.
—El hecho es que la tormenta de nieve está causando un
gran dañ o. —La sedosa voz de Atenea, tranquilizadora y
autoritaria, entró en la refriega.
—Entonces debemos discutir soluciones para poner fin a
su rabia —dijo Hades.
—Nada la convencerá de poner fin a su asalto, excepto su
separació n —dijo Hera.
Si bien eso era cierto, tambié n implicaba que no había
otras formas de acabar con la ira de Demé ter.
—Eso está fuera de discusió n.
—¿La chica desea siquiera estar contigo? —desafió Hera
—. ¿No es cierto que la atrapaste en un contrato para
obligarla a pasar tiempo contigo?
Los dedos de Persé fone se cerraron en puñ os.
—Ella es una mujer —dijo Hermes—. Y ama a Hades. Lo he
visto.
—Entonces, ¿deberíamos sacrificar las vidas de miles por
el verdadero amor de dos dioses? —dijo Artemisa—. Ridículo.
—No vine aquí para que el Consejo pudiera discutir mi
vida amorosa —dijo Hades.
—No, pero desafortunadamente para ti —dijo Zeus—. Tu
vida amorosa está causando estragos en el mundo.
—Tambié n tu polla —dijo Hades—. Y nadie ha llamado al
Consejo por eso.
—Hablando de pollas y los problemas que causan —
intervino Hermes—. ¿Nadie va a hablar sobre los problemas
que está causando tu descendencia? Tique está muerta.
Alguien nos está atacando… logrando matarnos… ¿y quieres
discutir sobre la vida amorosa de Hades?
Persé fone no pudo evitar sonreír ante las palabras de
Hermes, pero los otros dioses no tardaron en desanimarla.
—No tendremos nada de qué preocuparnos si la tormenta
de Demé ter continú a —dijo Artemis—. Los mortales se
congelará n hasta los cimientos. Será Pompeya de nuevo.
—¿Crees que la ira de Deméter es lo peor que podría
pasar? —preguntó Hades, su tono amenazante—. Tú no
conoces mi ira.
Fue una amenaza; una que Persé fone sabía que no
llevaría la conversació n a ninguna parte. Hades le había
pedido que no se revelara, pero el hecho era que estos dioses
estaban teniendo una conversació n sobre ella, sus
pensamientos, sus sentimientos, su elecció n, y no estaban
avanzando hacia lo que realmente importaba, y eso era lo que
Demé ter estaba planeando con la Tríada. Dejó el lugar junto
al trono de Apolo y dio la vuelta al arco. Cuando llegó al
borde, donde estaba sentado Ares, se quitó el yelmo de Hades
y lo dejó a un lado. Quitá ndose su glamour, entró en el centro
del arco y, de repente, se vio rodeada por once Olímpicos.
Su mirada conectó con la de Hades y la sostuvo. É l se
sentó rígidamente; sus manos se curvaron alrededor de los
bordes de su trono. Bajo su mirada, pudo enderezar los
hombros y levantar la barbilla. No tenía idea de có mo se veía
para estos dioses antiguos, probablemente joven e inexperta,
pero al menos la verían, la conocerían y, al final de esto, la
respetarían.
—Hades —dijo su nombre y eso pareció calmarlo. Le
ofreció una pequeñ a sonrisa antes de que su atenció n fuera
atraída hacia Zeus, cuya voz pareció retumbar
profundamente bajo sus pies.
—Vaya, vaya, vaya. La hija de Demé ter.
—Lo soy —dijo, sin que le gustara có mo los ojos del Dios
del Trueno brillaron cuando estuvieron sobre ella. Había visto
al rey muchas veces, una figura imponente y grande, su
cuerpo llenaba su trono. A pesar de ser el menor de sus dos
hermanos, su cabello tenía un tono plateado que lo hacía
parecer mayor. No sabía por qué , tal vez sintió que le daba
má s autoridad o había regateado algo de su juventud a
cambio de poder. A su lado estaba Hera, quien la miraba con
juicio. Su rostro, hermoso y noble, era esculpido y cínico.
Miró a su izquierda y encontró el rostro dorado y pasivo
de Atenea, el trono vacío de su madre y luego Apolo y
Artemisa. Apolo inclinó la cabeza una fracció n. Fue el ú nico
reconocimiento que recibió : no había luz en sus ojos ni
inclinació n en sus labios. Trató de no dejar que su estado de
á nimo la perturbara mientras miraba a su derecha donde
encontró a Poseidó n mirando abierta y hambrientamente.
Luego A Hermes, Hestia y Ares.
Hermes sonrió , sus ojos gentiles.
—Has causado muchos problemas —dijo Zeus, atrayendo
su atenció n de mala gana. Encontró su mirada sin brillo.
—Creo que te refieres a que mi madre ha causado muchos
problemas —dijo—. Y, sin embargo, pareces decidido a
castigar a Hades.
—Simplemente busco resolver un problema de la manera
má s sencilla posible.
—Eso podría ser cierto si Demé ter solo fuera responsable
de una tormenta —dijo Persé fone—. Pero tengo razones para
creer que está trabajando con los semidioses.
Hubo un instante de silencio.
—¿Qué razones?
—Estuve allí la noche en que Tique murió —dijo Persé fone
—. Mi madre estaba allí. Sentí su magia.
—Quizá s estaba allí para recuperarte —sugirió Hera—.
Como es su derecho por la Ley Divina. Es tu madre.
—Dado que basamos nuestras decisiones en leyes
arcaicas, entonces debo estar en desacuerdo —dijo Persé fone.
La mirada de Hera se endureció y Persé fone tuvo la clara
impresió n de que no le gustaba que la desafiaran.
—¿Por qué motivos?
—Hades y yo follamos —declaró Persé fone—. Por Ley
Divina, estamos casados.
Hermes soltó una risa estrangulada, pero todos los demá s
permanecieron en silencio. Miró a Zeus. Por mucho que lo
odiara, é l era a quien necesitaba convencer.
—Fue la magia de mi madre la que mantuvo a Tique
restringida —dijo Persé fone.
El dios la miró fijamente por un momento y luego miró a
Hermes en busca de confirmació n.
—¿Es esto cierto, Hermes?
Sus dedos se curvaron en puñ os.
—Persé fone nunca mentiría —respondió .
—La Tríada es un verdadero enemigo —dijo Persé fone—.
Tienen motivos para temerles.
Hubo algunas risas y Persé fone miró a su alrededor.
—¿No acaban de escuchar lo que dije?
—Harmonía y Tique son diosas, sí, pero no son Olímpicas
—dijo Poseidó n.
—Estoy segura de que los Titanes pensaron lo mismo de ti
—respondió ella—. Ademá s, Demé ter es una Olímpica.
—Ella no sería la primera que intentó , y falló , en
derrocarme —dijo Zeus, y notó có mo miraba tanto a su
izquierda como a su derecha. A pesar de có mo se sentaban los
Olímpicos, en este círculo, unidos, estaban divididos. Había
odio aquí e impregnaba el aire como humo.
—Esto es diferente —dijo Persé fone—. Tienes un mundo
listo para cambiar su alianza a un grupo de personas que
creen que son má s mortales que dioses, y la tormenta de mi
madre forzará la decisió n.
—Así que volvemos al problema real —dijo Hera—. Tú .
Persé fone la fulminó con la mirada; su mandíbula se
apretó .
—Si me devuelves a mi madre, me convertiré en un
problema real —dijo Persé fone—. Seré la razó n de tu miseria,
de tu desesperació n, de tu ruina. Te prometo que probará s mi
veneno.
Nadie se rio. Nadie habló . Solo hubo silencio. Miró a
Hades, cuya mirada ardía en la de ella. No sintió que
estuviera decepcionado, pero estaba nervioso. Preparado.
Listo para actuar si era necesario.
—Hablas de lo que no haremos —dijo Zeus—. Pero, ¿qué
quieres que hagamos cuando el mundo sufre bajo una
tormenta creada por tu madre?
—¿No estabas listo para ver có mo el mundo sufría hace
unos minutos? —respondió Persé fone. No era lo que deseaba,
por supuesto. Era lo ú ltimo que quería, pero sentía como si
estos dioses estuvieran a segundos de enviarla de regreso con
su madre, y Persé fone no iría. Tendría a Hades. Tendría el
mundo, de una forma u otra.
—¿Está s sugiriendo que permitamos que continú e? —
preguntó Hestia.
—Sugiero que castiguen a la fuente de la tormenta —dijo.
—Te olvidas. Nadie ha podido localizar a Demé ter.
—¿No hay ningú n dios aquí que lo vea todo?
Hubo risas.
—Hablas de Helios —dijo Artemisa—. No nos ayudará . No
te ayudará porque amas a Hades y Hades le robó su ganado.
Aun así, miró a Zeus a pesar de las otras respuestas.
—¿No eres el Rey de los Dioses? ¿No está Helios aquí por
tu gracia?
—Helios es el Dios del Sol —dijo Hera—. Su papel es
importante, má s importante que el amor obsesivo de una
diosa menor.
—Si fuera tan grande, ¿no podría derretir la tormenta de
nieve que asola la tierra?
—¡Suficiente! —La voz de Zeus resonó en la cá mara; sus
ojos brillaron cuando cayeron sobre ella. Persé fone sintió que
le temblaban las entrañ as. No le gustó la mirada de Zeus, no
le gustó los pensamientos que se agitaban dentro de su
cabeza. Aun así, cuando habló , a ella le complacieron sus
palabras.
»Nos has dado mucho que considerar, diosa. Buscaremos a
Demé ter, todos nosotros. Si está aliada con la Tríada, deja que
admita y enfrente el castigo. Hasta ese momento, sin
embargo, aplazaré el juicio sobre tu boda con Hades un poco
má s.
Hera miró con enfado a su marido, claramente
insatisfecha con esta elecció n.
—Gracias, lord Zeus —dijo, inclinando la cabeza.
Odió pronunciar las palabras o pensar demasiado en por
qué había tomado esa decisió n. Tenía la sensació n de que é l
esperaba ganar su favor de alguna manera.
Los ojos de Persé fone se movieron hacia Hades mientras
Zeus continuaba.
—Por esta noche, nos despediremos de Tique.
Uno a uno, los dioses desaparecieron de la habitació n.
—¡Nos vemos luego, Sefi! —dijo Hermes.
Hades dejó su trono y Persé fone habló mientras se
acercaba.
—Lo siento. Sé que me pediste que me escondiera, pero no
pude. No cuando querían…
La silenció con un beso, marcó sus labios y su boca y,
cuando se apartó , le sostuvo el rostro.
—Estuviste maravillosa —dijo—. En serio.
Sus ojos se llenaron de lá grimas.
—Pensé que me apartarían de ti.
—Jamá s —susurró , y pronunció la palabra una y otra vez
como una oració n, una sú plica desesperada, hasta que ella
casi lo creyó .
XXI

UN foQUE DE MIEDo

La pira sobre la que descansaba Tique era hermosa:


má rmol, engastado con esmeraldas y rubíes y espolvoreado
con oro. Sobre é l había pilas de madera y, encima, la propia
Tique. Su rostro y miembros eran de un blanco pá lido,
bañ ados por la luz de la luna. Su cuerpo envuelto en seda
negra. Su cabello, tan oscuro como la medianoche, se
derramaba por el borde de la pira.
Los dioses estaban a varios metros de distancia en un arco
mientras otros residentes del Olimpo se reunían detrá s de
ellos. No se pronunció ninguna palabra mientras Hefesto
encendía la pira con su magia. Las llamas fueron pequeñ as al
principio, pero se consumieron rá pidamente y Persé fone no
pudo apartar la mirada.
Mi madre ha hecho esto, pensó .
Sus ojos se llenaron de lá grimas, mientras el aire se
llenaba de humo. Las ramitas de lavanda y romero destinadas
a ayudar a tapar el olor, no podían enmascarar el abrumador
aroma de la carne quemada. Los brazos de Hades se
apretaron alrededor de su cintura.
—La muerte de Tique no fue culpa tuya —dijo. Sintió la
vibració n de su voz contra su espalda. No se sentía culpable,
pero se preguntaba quié n sería el pró ximo. ¿Cuá nto hasta
que su madre y la Tríada atacaran de nuevo?
—¿A dó nde van los dioses cuando mueren? —preguntó
Persé fone.
—Vienen a mí, sin poderes —dijo—. Y les doy un papel en
el Inframundo.
—¿Qué tipo de papel?
Persé fone tenía curiosidad, dados los acuerdos que hacía
con los mortales.
—Depende de lo que los desafió en su vida como dios.
Tique, sin embargo, siempre quiso ser madre. Entonces, le
regalaré el Jardín de los Niñ os.
Algo espeso se le acumuló en la garganta y tardó varios
momentos en tragarlo.
—¿Podremos hablar con ella? ¿Sobre la forma en que
murió ?
Persé fone odiaba preguntar, pero quería conocer la
historia de Tique como ellos conocían la de Harmonía.
—No de inmediato —respondió —. Pero dentro de una
semana.
A Persé fone no le agradaba la idea de pedirle a Tique que
reviviera su muerte, especialmente una vez que estuviera en
el Inframundo. Se suponía que era un espacio de renovació n y
curació n, pero no podrían luchar contra este enemigo si no
supieran con qué estaban lidiando.
Su mirada se detuvo en las llamas que consumían a la
diosa hasta que disminuyeron y no quedó nada má s que la
imagen brillante y borrosa de las brasas.

Era tarde cuando Persé fone se despertó . La luz nebulosa


del Inframundo se filtraba por las ventanas. Rodó ,
sorprendida de encontrar a Hades acostado a su lado.
—Está s despierta —murmuró . Se tumbó de lado, el
cabello suelto y los ojos ensombrecidos.
—Sí —susurró —. ¿Dormiste?
—He estado despierto por un rato.
Era su forma de responder que no.
Hades le rozó los labios con los dedos.
—Es una bendició n verte dormir.
Con tantas cosas sucediendo, Persé fone no había pensado
mucho en sus pesadillas. Desde que Hades había llevado a
Hipnos a visitarla, habían permanecido a raya, aunque
dudaba que eso tuviera mucho que ver con el Dios del Sueñ o,
y má s con el hecho de que se había estado recuperando de
heridas graves.
Se miraron el uno al otro durante un largo momento, y
luego Persé fone dejó caer la cabeza sobre el pecho de Hades.
Era cá lido y podía sentir y escuchar su corazó n latiendo
contra su oreja, un golpeteo constante que seguía el ritmo del
de ella.
—¿Tique logró cruzar el río? —preguntó Persé fone.
—Sí, Hé cate estaba allí para recibirla. Son muy buenas
amigas.
Eso era reconfortante. El pulgar de Hades acarició
ligeramente su espalda baja. Sus manos estaban calientes, el
movimiento la adormeció , haciendo que sus ojos pesaran por
el sueñ o.
—Me gustaría entrenar contigo hoy —dijo Hades despué s
de un momento.
—Me gustaría eso —respondió . Había entrenado con
Hades antes y siempre había aprendido algo. Era amable y
paciente en su instrucció n, e inevitablemente acababa en
sexo.
—No creo que te guste —dijo Hades.
Persé fone se apartó lo suficiente para encontrarse con su
mirada.
—¿Por qué dices eso?
Su mirada se clavó en la de ella, una oscuridad
permaneció allí tan profunda y tan antigua como su magia.
—Solo recuerda que te amo.

Persé fone sintió una profunda sensació n de pavor


mientras se encontraba frente a Hades en el centro de su
arboleda. Era la forma en que la miraba, como si hubiera
enterrado todo su calor. Estaba vestido con una tú nica negra
corta que destacaba sus poderosos brazos y muslos. Su
mirada vagó sobre su piel, el ascenso y descenso de sus
mú sculos y, cuando encontró el camino de regreso a sus ojos,
un profundo dolor se instaló en su pecho. É l le devolvió la
mirada, sin emociones, cuando el deseo normalmente
encendía sus ojos.
Entonces habló , su voz baja y ronca, temblando por su
espalda.
—No voy a verte sangrar de nuevo —dijo.
—Ensé ñ ame —susurró ella.
Le había pedido lo mismo la noche en que se conocieron,
cuando lo invitó a su mesa a jugar a las cartas. Entonces no
había entendido lo que realmente estaba pidiendo, no estaba
segura de entenderlo ahora, pero la diferencia era que este
dios la amaba.
—Me amas —susurró .
—Te amo.
Pero la verdad de eso no estaba escrita en su rostro.
Parecía severo, el hueco de sus mejillas profundo y
ensombrecido. Entonces, el aire a su alrededor cambió ,
volvié ndose pesado y cargado. Había sentido esto antes, en el
Bosque de la Desesperació n, cuando la magia de Hades se
había elevado para desafiar la suya. Le levantó el vello de los
brazos e hizo que los latidos de su corazó n se sintieran má s
lentos en su pecho.
Entonces, todo quedó en silencio.
Persé fone ni siquiera había notado el ruido antes; solo
sabía que ahora había una ausencia. Echó un vistazo a los
á rboles plateados que los rodeaban, al dosel oscuro sobre su
cabeza, y luego notó un movimiento a su izquierda y derecha.
Antes que tuviera tiempo de reaccionar, algo oscuro la
atravesó , sacudié ndole los huesos y hacié ndole temblar el
alma. No fue exactamente doloroso, pero le robó el aliento.
Cayó de rodillas, con el estó mago revuelto. Quería vomitar.
Qué demonios.
—Los espectros son magia de la muerte y las sombras —
dijo Hades llanamente—. Está n intentando cosechar tu alma.
Persé fone luchó por recuperar el aliento y levantó los ojos
para encontrarse con los de Hades. Su expresió n envió una
extrañ a corriente de miedo a travé s de ella, y la parte má s
desconcertante del sentimiento era que nunca antes le había
temido.
—¿Está s… tratando de matarme?
La risa fría de Hades la heló hasta los huesos.
—Los espectros de las sombras no pueden reclamar tu
alma a menos que tu hilo haya sido cortado, pero pueden
enfermarte violentamente.
Persé fone tragó saliva, aun saboreando la película amarga
en el fondo de su garganta mientras se ponía de pie con
piernas temblorosas.
—Si estuvieras luchando contra cualquier otro Olímpico,
cualquier enemigo, nunca te habrían dejado ponerte en pie.
—¿Có mo peleo cuando no sé qué poder usará s contra mí?
—Nunca lo sabrá s —dijo.
Lo miró fijamente durante un segundo y luego algo
emergió de la tierra bajo sus pies: una mano negra con
garras. Se cerró alrededor de su tobillo y se sacudió . Cayó
hacia delante mientras tiraba, arrastrá ndola al pozo del que
había salido. Sacó las manos para frenar la caída y sintió un
dolor agudo en la muñ eca al aterrizar.
—¡Hades! —gritó , arañ ando la tierra en un esfuerzo por
anclarse, su corazó n latía con miedo y adrenalina. Rodó y se
sentó lo má s rá pido posible, sus manos en busca de la extrañ a
garra que sujetaba su tobillo como un cepo, pero cuando trató
de apartarla, unas afiladas espinas salieron de ella y le
atravesaron la piel.
Persé fone se echó hacia atrá s, gruñ endo antes de sacar
una enorme espina de su piel y apuñ alar a la criatura que la
sostenía. De esta manó sangre negra, pero se soltó y
desapareció en la tierra. Antes que pudiera volverse, otra
sombra la atravesó . Esta vez se arqueó , gritando mientras
caía al suelo. En el suelo de la arboleda, luchó por respirar y
su visió n se nubló .
—Mejor —escuchó decir a Hades—. Pero me diste la
espalda.
Se cernió sobre ella, un verdadero Dios de los Muertos,
una sombra oscureciendo su visió n.
Odiaba sentir como si fuera el enemigo. Giró la cabeza
para que no pudiera ver las lá grimas amenazando, sus dedos
cerrá ndose en puñ os. Espinas brotaron de la tierra, pero
Hades desapareció antes de que tuvieran la oportunidad de
enredarlo. Rodó sobre sus manos y rodillas y lo encontró al
otro lado del claro.
—Tu mano delató tus intenciones. Invoca tu magia con tu
mente, sin movimiento.
—Pensé que habías dicho que me enseñ arías —dijo, con la
voz temblorosa.
—Te estoy enseñ ando —dijo—. Esto es lo que será de ti si
te enfrentas a un dios en la batalla. Debes estar preparada
para cualquier cosa, para todo.
Persé fone se miró las manos. Estaban ensangrentadas y
sucias y solo había estado entrenando cinco minutos, pero en
ese tiempo, Hades había logrado ilustrar lo poco preparada
que estaba para enfrentar cualquier tipo de batalla. Recordó
el discurso de Hé cate: Recuerda mis palabras, Perséfone, te
vas a convertir en una de las diosas más poderosas de
nuestro tiempo. Se rio sin humor. ¿Có mo se suponía que iba a
volverse tan poderosa, tan controlada, cuando se enfrentaba a
dioses que habían pasado toda su vida perfeccionando su
poder?
Excepto que había poseído tal poder. En el Bosque de la
Desesperació n. Había usado el poder de Hades contra é l, y se
había sentido cruel y agonizante, y sabía a dolor, amargo y
acre.
—Arriba, Persé fone. Ningú n otro dios hubiera esperado.
Déjame extraer tu oscuridad, había susurrado antes de
explorar su cuerpo por primera vez y, ahora mismo, esas
palabras se clavaron en ella, desenredando hilos de
oscuridad. Se puso de pie, temblando. No por los golpes que
había recibido su cuerpo, sino por la frustració n, por la ira.
La tierra comenzó a temblar y trozos de roca se levantaron
del suelo. En respuesta, la magia de Hades la rodeó : un
ejé rcito de humo y sombras. Debería sentirse mal, al contrario
de su propia magia, pero Hades nunca había sido el enemigo.
Excepto ahora, se recordó . Ahora mismo, lo era.
Cuando la roca y los pedazos de tierra se elevaron, las
sombras de Hades tambié n lo hicieron, dispará ndose hacia
ella. Los miró , se centró en ellos, los obligó a reducir la
velocidad y extendió la mano, no para detenerlo, sino para
sujetarlo. La magia se filtró en su piel. Fue una sensació n
extrañ a, tangible, ya que se entrelazó con su sangre, y
cuando abrió la mano, unas garras negras sobresalieron de
las puntas de sus dedos.
Hades sonrió .
—Bien —dijo.
Y luego Persé fone cayó de rodillas.
Su pecho se sentía como si hubiera implosionado, todo su
aliento fue robado por cualquier fuerza invisible que la
hubiera golpeado. Cuando cayó al suelo, todos los miedos que
había poseído durante su corta vida se abrieron camino desde
su garganta.
De pronto, Demé ter se paró frente a ella.
—Madre…
Tiró de Persé fone por la muñ eca. Todavía estaba dolorida
por la caída anterior, y el tiró n envió un dolor má s agudo a
travé s de ella.
Gritando, Demé ter se rio.
—Kore —dijo, y Persé fone hizo una mueca al escuchar el
nombre—. Sabía que este día llegaría.
Persé fone luchó por liberarse, por tener un asidero de su
poder, pero no estuvo a la altura de su llamado.
—Tú será s mía. Para siempre.
—Pero las Moiras…
—He deshecho tu destino —dijo, y se teletransportó . El
olor de la magia de Demé ter hizo que Persé fone quisiera
vomitar. Se manifestó dentro de las paredes de una caja de
cristal. Fuera, estaba Demé ter. Persé fone cargó contra el
cristal, golpeando y pateando, gritando a todo pulmó n.
—¡Te odio! ¡Te odio!
—Quizá s ahora —dijo—. Pero en un milenio, solo me
tendrá s a mí. Disfruta viendo morir tu mundo.
Todo se oscureció y, de repente, se vio rodeada de
imá genes. A su alrededor había pantallas sobre las que se
desarrollaba la vida de sus amigos y enemigos, pasando
mientras ella seguía siendo la misma dentro de su prisió n.
Incluso Lexa tenía un espacio, una imagen estancada de su
lá pida gastada por la intemperie. Vio có mo las vidas de Sybil,
Hermes, Leuce, Apolo y má s continuaban sin ella. Sybil siguió
adelante y murió , Hermes y Apolo empeoraron, y Leuce
regresó con Hades. Hades, su amante, su verdadera alma
gemela, le dio la bienvenida a su cama. Observó có mo é l
encontraba consuelo en el cuerpo de otra, en Leuce, que se
quedó , y en otras mujeres que no reconoció . Llegaron, una
puerta giratoria, y Hades se vació en cada una, respirando
con dificultad en el hueco de sus cuellos hasta que lo dejaron
agotado y todavía solo.
Sus uñ as se clavaron en las palmas de sus manos, su
garganta sangraba mientras le gritaba y lo maldecía.
Dijiste que quemarías este mundo por mí, y, sin embargo,
vives, sigues adelante y existes dentro de é l, sin mí.
Sacó su ira contra las paredes, pero incluso su rabia no
era lo suficientemente fuerte como para invocar su poder.
Mientras estaba allí, viendo el mundo de Hades continuar sin
ella, juró que lo terminaría. Acabaría con é l.
—Perséfone.
Su nombre, la forma en que fue pronunciado, un susurro
suave y sin aliento, llamó su atenció n y se encontró con la
mirada de Hades. De repente, el mundo era diferente, como si
hubiera escapado de su jaula y ahora estuviera en el centro
de un campo de batalla en llamas. En el suelo, a sus pies,
yacía Hades, con los ojos vidriosos, la curva de sus labios
llena de sangre y derramá ndose por su rostro.
Persé fone cayó de rodillas.
—Hades. —Su voz fue diferente, tensa. Le apartó el
cabello del rostro y, a pesar de la sangre, é l le sonrió .
—Pensé … pensé que nunca volvería a verte.
—Estoy aquí —susurró .
Levantó una mano y le pasó un dedo por la mejilla. Ella
inhaló , cerró los ojos hasta que su toque desapareció y
cuando los abrió , descubrió que é l había cerrado los suyos.
—¡Hades! —Colocó sus manos sobre su rostro y sus ojos
se abrieron en rendijas.
—¿Mmm?
—Qué date conmigo —suplicó .
—No puedo —dijo.
—¿Qué quieres decir con que no puedes? —dijo ella—.
Puedes curarte. ¡Cú rate!
Sus ojos estaban má s abiertos ahora y su expresió n triste.
—Persé fone —dijo—. Se acabó .
—No —dijo, negando. Pasó los dedos por su cabello
enmarañ ado y le acarició el pecho con las manos.
Las manos de Hades se aferraron a las de ella.
—Persé fone, mírame —ordenó . Fue lo má s fuerte que
había sonado su voz desde que lo encontró aquí tirado—.
Fuiste mi ú nico amor, mi corazó n y mi alma. Mi mundo
comenzó y terminó contigo, mi sol, estrellas y cielo. Nunca te
olvidaré , pero te perdonaré .
Las lá grimas le quemaron los ojos y le apretó la garganta.
—¿Perdonarme?
Fue como si esas palabras la hicieran má s consciente de
su entorno y del horror que la rodeaba. De repente se dio
cuenta de dó nde estaba y recordó los eventos que habían
precedido a esto: estaba en el Inframundo y ardía. No
quedaba nada de la exuberante y elegante belleza que Hades
había creado, ni los jardines ni el pueblo de Asfó delos, ni
siquiera el palacio se alzaba en el horizonte. En su lugar,
había fuego y espinas, eran gruesas y en espiral, acumulando
escombros como una aguja a travé s del hilo, y fue una de esas
ramas la que había atravesado el estó mago de Hades.
—¡No!
Trató de ordenarle a la rama que se desvaneciera y
cuando eso no funcionó , trató de romperla, pero sus manos
resbalaron sobre la sangre de Hades.
—No, por favor. Hades, no tenía la intenció n de…
—Lo sé —dijo en voz baja—. Te amo.
—No —suplicó , las lá grimas corrían por su rostro. Le dolía
la garganta, le dolía el pecho—. Dijiste que no te irías. Lo
prometiste.
Pero Hades no se movió de nuevo y los gritos de Persé fone
llenaron el silencio mientras su dolor se manifestaba en la
oscuridad.
Má s tarde, se despertó rodeada por el familiar aroma de
especias y cenizas, su cuerpo acunado suavemente contra un
duro pecho. Abrió los ojos y se encontró entre los brazos de
Hades. La conmoció n de verlo bien e ileso hizo que su piel se
sintiera demasiado tensa y hormigueante.
—Lo hiciste bien —dijo.
Sus palabras solo sirvieron para convocar una nueva ola
de emoció n. Sus labios temblaron y se cubrió el rostro
mientras comenzaba a llorar.
—Está bien —dijo Hades, sus brazos se apretaron
alrededor de ella y sus labios se presionaron contra su cabello
—. Estoy aquí.
Ella solo sollozó má s fuerte. Trabajó para recomponerse,
para dominar su emoció n, porque necesitaba distanciarse de
é l y de este espacio donde había presenciado un horror que se
había sentido tan real.
Luchó por liberarse de su agarre.
—Persé fone…
Se puso de pie y se volvió hacia é l. Estaba sentado en el
suelo, luciendo muy parecido a cuando comenzaron,
completamente sin cambios por lo que había ocurrido y eso
solo sirvió para enojarla má s.
—Eso fue cruel. —Le dolía la garganta mientras hablaba,
ronca y arruinada—. Sea lo que sea, fue cruel.
—Era necesario —dijo Hades—. Debes aprender…
—Podrías haberme advertido —dijo—. ¿Sabes siquiera lo
que vi?
Su mandíbula se apretó y supo que lo sabía.
—¿Y si los roles se hubieran invertido?
Sus ojos se volvieron opacos.
—Se han invertido —dijo.
Ella se estremeció .
—¿Fue algú n tipo de castigo?
—Persé fone… —Trató de alcanzarla, pero dio un paso
hacia atrá s.
—No… —Levantó las manos para detenerlo—. Necesito
tiempo. Sola.
—No quiero que te vayas —dijo.
No sabía qué decir, así que se encogió de hombros.
—No creo que sea tu elecció n.
Desapareció , pero no antes de escuchar a Hades
pronunciar un gruñ ido bajo y gutural.
XXII

UN foQUE DE ARREPENTIMIENTo

Persé fone apareció en un bañ o. Al aterrizar, se arrodilló y


vomitó en el retrete. No estuvo mucho tiempo allí cuando
escuchó su nombre.
—¿Persé fone? —La voz confusa de Sybil llegó desde cerca,
y la diosa miró hacia arriba para encontrar al orá culo en la
puerta, cuchillo en mano—. Oh, dioses míos, ¿qué pasó ?
Entró má s en la habitació n y Persé fone levantó la mano
para evitar que se acercara.
—Está bien. Estoy bien —dijo, teniendo arcadas una vez
má s.
Pasaron unos largos segundos en los que no pudo hablar y
Sybil se acercó , apartando el cabello de su rostro y colocando
un pañ o frío en su frente. Cuando las ná useas pasaron,
Persé fone se recostó contra la bañ era, su cuerpo hundido por
el cansancio. Sybil tomó asiento cerca. No tenía idea de có mo
se vería, pero si sus manos eran algú n tipo de indicació n,
debía ser malo. Estaban sucias y magulladas, sus uñ as
rasgadas y ensangrentadas, y había un dolor en su muñ eca
que le recordaba su caída anterior.
—¿Me dirá s lo que pasó ? —preguntó Sybil.
—Es una larga historia —respondió , pero en realidad, no
quería pensar en eso ahora mismo porque no estaba segura
de poder evitar que le dieran ná useas y no le quedaba nada
para vomitar. Solo pensar en tener que recordar detalles
hacía que se le revolviera el estó mago.
—Tengo tiempo —dijo Sybil.
Un movimiento provino de la puerta y, por un instante,
Persé fone pensó que Hades podría haberla seguido a casa de
Sybil, pero en cambio encontró un rostro familiar mirá ndola.
—¿Harmonía? —preguntó Persé fone, frunciendo el ceñ o—.
¿Qué está s haciendo aquí?
Ella sonrió , sosteniendo a Opal en sus brazos.
—Pasando el rato —dijo—. ¿Está s bien?
—Lo estaré —respondió , y luego miró a Sybil—. ¿Puedo…
tomar un bañ o?
—Por supuesto —dijo Sybil—. Yo… te traeré algo de ropa.
Persé fone esperó para moverse hasta que Sybil regresó .
Colocó un conjunto de ropa en la encimera cerca del lavabo
junto con una toalla grande y una de mano.
—Gracias, Sybil —susurró Persé fone.
La orá culo dudó en la puerta, frunciendo el ceñ o.
—¿Está s segura de que está s bien, Persé fone?
—Lo estaré —dijo, y luego sonrió levemente—. Lo prometo.
—Te prepararé un poco de té —dijo antes de cerrar la
puerta.
Persé fone se levantó y abrió el grifo, dejando que corriera
caliente hasta que el vapor flotó en el aire y empañ ó el espejo.
Se quitó la ropa y se sumergió en el agua que la esperaba.
Completamente sumergida, cerró los ojos y se concentró en
curar todo lo que le dolía: su garganta raspada, su cuerpo
magullado y su muñ eca torcida. Una vez que se sintió un
poco má s completa, acercó las rodillas a su pecho, hundió el
rostro en los brazos y sollozó hasta que el agua se enfrió .
Despué s, se levantó , se secó y se vistió .
Encontró a Sybil en la sala de estar sola, con una taza de
té esperando. La orá culo estaba sentada con las piernas
cruzadas en el sofá con la televisió n encendida, pero
Persé fone no reconoció el programa y Sybil tampoco parecía
estar prestando atenció n. Tenía una baraja de cartas de
orá culo en la mano y las estaba barajando.
—¿Dó nde está Harmonía? —preguntó .
—Se fue —dijo Sybil.
—Oh —dijo Persé fone, tomando asiento al lado de Sybil—.
Espero que no se haya ido por mi culpa.
Sin embargo, no pudo evitar sentir que había
interrumpido algo, suponía que realmente lo había hecho.
Había venido a la casa de Sybil porque era el ú nico lugar al
que sentía que podía ir, y sabía que sería seguro.
—Por supuesto que no —respondió Sybil—. Se fue porque
Afrodita vendría a buscarla.
—Es muy protectora con su hermana —dijo Persé fone—.
Yo… no sabía que ustedes dos eran amigas.
—Nos relacionamos poco despué s de conocernos fuera de
tu oficina —dijo Sybil.
Hubo una larga pausa, el sonido de los pies de Sybil
continuó un poco má s hasta que se detuvo y miró a Persé fone.
—¿Quieres contarme lo que pasó ?
Persé fone se sentó en silencio antes de tomar un sorbo de
té y dejarlo a un lado.
—Todo se está desmoronando —susurró .
—Oh, Persé fone —dijo Sybil—. Todo está confluyendo.
Al oír sus palabras, apoyó la cabeza en el regazo de Sybil y
lloró .
Persé fone se despertó má s tarde con la alarma de Sybil. Se
había quedado dormida en el sofá sin regresar al Inframundo.
Se levantó para prepararse y tomó prestada la ropa de Sybil:
unas medias gruesas, una falda y una camisa.
—Se suponía que íbamos a visitar el sitio de construcció n
del Proyecto Halcyon hoy, pero tuvimos que reprogramarlo
debido al clima —dijo Sybil mientras le servía una taza de
café .
Frunció el ceñ o. Esperaba que Zeus cumpliera su palabra
y buscara verdaderamente a Demé ter; mejor aú n, esperaba
que los Olímpicos pudieran convencerla de que detuviera su
ataque.
—No es tu culpa, ¿sabes? —dijo Sybil.
—Lo es —dijo Persé fone—. Estoy segura de que lo viste
venir antes de que sucediera.
La orá culo negó .
—No, solo podría ver lo que mi dios quiere que vea —
respondió —. Pero no tienes el control de las acciones de tu
madre.
—Entonces, ¿por qué me siento responsable?
—Porque está lastimando a la gente y culpá ndote a ti —
dijo Sybil—. Y se equivoca al hacerlo.
Demé ter puede estar equivocada, pero, aun así, la carga
era pesada. Pensó en las personas que habían muerto en ese
terrible accidente en la carretera. Nunca olvidaría haber
recibido tantas almas en el Inframundo a la vez, o có mo había
visto que sus sueñ os los abandonaban a medida que pasaban
bajo el olmo, o la culpa que aú n podía adherirse a un alma
incluso despué s de haber pasado por las Puertas. Sabía que
no sería la ú ltima vez que sucediera algo así, aunque
preferiría que su madre no fuera responsable.
Suspiró y tomó un sorbo de su café , dejá ndolo a un lado
mientras salían del apartamento de Sybil. Decidieron caminar
la corta distancia hasta la Torre de Alejandría en el frío.
Persé fone consideró teletransportarse, pero parte de ella
quería experimentar de primera mano lo que estaba haciendo
la magia de su madre. Intentó alimentar su ira y frustració n,
y funcionó . La caminata fue miserable: la nieve y el hielo les
golpearon el rostro y sus pies resbalaron sobre la nieve
compactada en la acera. El hielo se desprendía de los
rascacielos y edificios, y se estrellaba contra el suelo con un
impacto suficiente como para herir o dañ ar.
Para cuando subieron los escalones helados y entraron en
la torre, estaban congeladas.
—¡Buenos días, milady! —dijo Ivy, rodeando su escritorio
con un café en cada mano—. Buenos días, señ orita Kyros.
Entregó una taza a cada una.
—Ivy, ¿eres maga? —preguntó Persé fone, mientras
tomaba un sorbo de café , dejando que el vapor le calentara la
nariz.
—Siempre estoy preparada, milady —respondió .
Sybil empezó a subir las escaleras y mientras Persé fone la
seguía, Ivy habló .
—Milady, no estoy segura de que haya tenido la
oportunidad de leer los perió dicos esta mañ ana, pero creo que
querrá comenzar con Noticias Nueva Atenas.
El terror se instaló en el estó mago de Persé fone.
—No es bueno —dijo cuando sus ojos cubiertos de musgo
se encontraron con los de Persé fone.
—No pensé que lo sería.
Persé fone subió las escaleras a su oficina. Despué s de
instalarse, sacó las noticias. El titular en negrita decía:
Conoce a Teseo, el líder semidió s de la Tríada
El artículo fue escrito por Helen y comenzaba con una
descripció n general de Teseo; lo llamó hijo de Poseidó n,
encantador y bien educado. La descripció n hizo que Persé fone
sintiera ná useas considerando que había conocido al semidió s
y é l la había inquietado.
El artículo continuaba:
Teseo se unió a Tríada despué s de presenciar có mo varios
hombres se salieron con la suya, a pesar de que sus crímenes
fueron presenciados por mortales y divinos por igual.
—Todavía recuerdo sus nombres —dice Teseo—. Epidauro,
Sinis, Esciró n. Eran ladrones y asesinos, y se les permitió
continuar con sus juergas criminales a pesar de las oraciones
de los lugareñ os. Estaba cansado de ver al mundo adorar a los
dioses por su belleza y poder en lugar de por sus acciones.
Teseo agregó :
—Los dioses no piensan en té rminos de bien y mal, justicia
o injusticia. Te daré un ejemplo. Hades, Dios del Inframundo,
permite que los criminales sigan infringiendo la ley mientras
le sirvan.
Los dientes de Persé fone se apretaron con fuerza, sus
dedos se clavaron en la pantalla de su tableta. Si bien no es
completamente falso, la declaració n de Teseo era engañ osa.
Persé fone se enteró en su primera visita a Iniquity que Hades
estaba muy involucrado en el inframundo criminal de Nueva
Grecia. Tenía una red de criminales a su entera disposició n, y
todos pagaron una deuda para continuar su negocio en forma
de caridad. Persé fone no sabía el alcance de Hades, pero por
lo poco que sabía, é l lo gobernaba.
Persé fone siguió leyendo:
Pronto, Teseo, hijo de un Olímpico, se encontró guiando a
la Tríada por un nuevo camino: un camino pacífico.
—Me horrorizó la historia temprana de la Tríada. Las
bombas y las balaceras. Era barbá rico; ademá s, ¿por qué no
dejar que los dioses hablaran por sí mismos? Sabía que no
pasaría mucho tiempo para que uno, o muchos, ejecutaran su
ira sobre el mundo. Tenía razó n.
En un ataque de ira, Persé fone arrojó su tableta. Aterrizó
con estré pito contra la pared y luego se hizo añ icos en el
suelo. Todo quedó en silencio y luego se abrió la puerta. Leuce
asomó la cabeza.
—¿Está s bien?
Cuando entró la ninfa, la puerta golpeó la tableta que
había arrojado. Leuce hizo una pausa, la miró fijamente y
luego la recogió .
—¿Helen te hizo enojar? —preguntó .
—Es intencional —dijo Persé fone—. Me está
antagonizando al igual que la Tríada intenta antagonizar con
los dioses.
—No te equivocas —dijo Leuce, colocando la tableta rota
en el escritorio de Persé fone—. Helen ni siquiera sabe lo que
cree, es simplemente una seguidora. De alguna manera,
pensó que ese camino estaba con Teseo. No tengo ninguna
duda de que llegará a lamentar esa decisió n.
Ella… Persé fone se ocuparía de eso.
—¿Te pido una nueva tableta?
—Por favor —dijo Persé fone.
—Por supuesto.
Leuce se fue, y cuando cerró la puerta, Hades apareció
frente a ella, manifestá ndose en espirales de humo oscuro.
Estaba exhausto, su rostro estaba demacrado con sombras
que le decían que no había dormido la noche anterior. Una
punzada de culpa la golpeó en el pecho. Probablemente se
había quedado despierto agonizando por sus acciones y las
palabras de ella.
—¿Necesitas algo? —preguntó .
Hades alcanzó detrá s de é l y giró la cerradura en su lugar.
—Tenemos que hablar —dijo.
Persé fone se apartó de su escritorio, pero permaneció
sentada.
—Habla —dijo.
É l se acercó , un cuerpo inmenso prá cticamente llenando la
habitació n, tenso, y pensó que debía estar enojado con ella, lo
que la frustró . Fue é l quien llevó su entrenamiento demasiado
lejos y, sin embargo, incluso ella se dio cuenta del valor de lo
que Hades había estado enseñ ando, ningú n otro dios habría
sido misericordioso.
Hades se arrodilló ante ella y extendió las manos sobre
sus rodillas.
—Lo siento —dijo, sosteniendo su mirada—. Fui
demasiado lejos.
Persé fone tragó saliva y desvió la mirada. Era difícil
sostener su mirada dado que todo lo que podía recordar ahora
era có mo se veía en la muerte.
—Nunca me dijiste que tenías el poder de convocar miedos
—dijo, su voz tranquila.
—¿Hubo alguna vez un momento para hablar de ello?
No lo hubo… lo sabía. Aun así, era parte de su deseo de
saber todo sobre é l: los poderes que poseía, las organizaciones
bené ficas que mantenía, los tratos que hacía.
Cuando no respondió , Hades habló :
—Si me lo permites, me gustaría entrenarte de manera
diferente —dijo—. Dejaré la magia a Hé cate y en su lugar te
ayudaré a estudiar los poderes de los dioses.
Las cejas de Persé fone se levantaron.
—¿Harías eso?
—Haría cualquier cosa si eso significara protegerte —dijo
—. Y dado que no aceptará s estar encerrada en el
Inframundo, esta es la alternativa.
Ella le sonrió .
—Siento haberme ido —dijo.
—No te culpo —dijo—. No es muy diferente de lo que hice
cuando te llevé a Lampri. A veces, es muy difícil existir en el
lugar donde experimentas el terror.
Persé fone tragó saliva. Eso es exactamente có mo había
sido y todo se había sentido tan real.
—¿Está s enfadada conmigo? —susurró
Hades. Persé fone volvió a mirarlo.
—No. Sé lo que estabas intentando hacer.
—Me gustaría decirte que te protegeré de todos y de todo
—dijo—. Y quisiera. Te mantendría a salvo para siempre
dentro de los muros de mi reino, pero sé que lo que deseas es
protegerte tú misma.
Ella asintió , y en su mirada vio el conflicto de su alma.
Tendría que dejar que se hiriera para que pudiera ser
poderosa.
—Gracias —susurró .
É l sonrió levemente, y luego sus ojos se movieron hacia la
copia de Noticias Nueva Atenas en su escritorio,
oscurecié ndose.
—Supongo que ya has leído esto —dijo ella.
—Ilias lo envió esta mañ ana —dijo Hades—. Teseo está
jugando con fuego y lo sabe.
—¿Crees que Zeus actuará ?
La ú ltima vez que Zeus se había pronunciado en contra de
la Tríada, muchos mortales fieles se habían organizado para
cazar a sus miembros. El problema era que no todas las
personas que se identificaban como Impíos eran miembros de
la Tríada. Aun así, fueron asesinados.
—No lo sé —admitió —. No creo que mi hermano vea a la
Tríada como una amenaza, sin embargo, ve la asociació n de
tu madre como peligrosa, por eso cambió su enfoque hacia
ella.
—¿Qué será de ella si Zeus puede encontrarla?
—¿Si cesa su ataque al Mundo Superior? Probablemente
nada.
Nuevamente, escuchó la voz de Demé ter.
¿Consecuencias para los dioses? No, hija, no hay ninguna.
—¿Quieres decir que se saldrá con la suya con el
asesinato de Tique?
Hades no habló .
—Debe ser castigada, Hades.
—Lo será —respondió —. Al final.
—No solo en el Tá rtaro, Hades.
—Con el tiempo, Persé fone —dijo Hades con suavidad, y
su toque pasó de sus rodillas a sus manos, que había
apretado en puñ os—. Nadie, ni los dioses, y mucho menos yo,
te impedirá tomar represalias.
Hubo un silencio y luego Hades se levantó .
—Ven —dijo, deslizando sus dedos entre los de ella y
ponié ndola de pie.
Sus cejas se juntaron.
—¿A dó nde vamos?
—Solo quería besarte —dijo, acercando su boca a la de
ella. Su magia emergió y ella sintió el familiar tiró n de la
teletransportació n. Cuando se separaron, se encontraban en
medio de un claro en el Mundo Superior. Estaba cubierto de
nieve y rodeado de espesos á rboles, doblados por el hielo.
Aun así, era hermoso. Cuando se volvió , encontró un edificio:
Halcyon. Todavía estaba en construcció n, solo un armazó n de
la estructura en la que se convertiría, pero estaba claro que
sería magnífico.
—Oh —susurró .
—No puedo esperar a que lo veas en primavera —dijo—.
Te encantará n los jardines.
—Me encanta todo —dijo—. Me encanta ahora.
Entonces miró a Hades, a la nieve en su cabello y en sus
pestañ as.
—Te amo.
Hades la besó antes de guiarla a travé s del laberinto que
sería Halcyon. Las paredes estaban erigidas, los paneles de
yeso en su lugar. Nombró cada habitació n como si supiera el
diseñ o de memoria: recepció n y comedor, habitaciones
comunitarias y de residentes, y espacios para varios tipos de
terapia. Finalmente, llegaron a un espacio en la planta
superior, despué s de subir varios tramos de escaleras. Era
una gran sala que daba al jardín que estaría dedicado a Lexa.
En la distancia, alrededor de la habitació n, Persé fone podía
ver el horizonte brumoso de Nueva Atenas.
Era impresionante.
—¿Qué habitació n es esta? —preguntó .
—Tu oficina —dijo Hades.
—¿Mía? Pero yo…
—Tengo una oficina en cada negocio que poseo, ¿por qué
no deberías tú ? —dijo—. E incluso, si no trabajas aquí a
menudo, la usaremos.
Persé fone se rio y Hades le devolvió la sonrisa. Se miraron
el uno al otro por un momento. Había una tensió n entre ellos
que quería enmendar, no provenía de su enojo o su distancia,
sino de algo mucho má s primario. Lo sintió dentro de ella, un
tiró n tan profundo que le dolían los huesos.
Se estremeció .
—Deberíamos regresar —dijo Hades.
Sin embargo, ninguno de los dos se movió .
—Hades —susurró su nombre, una invitació n. En el
siguiente segundo, sus bocas chocaron. Hades se presionó
contra ella, su erecció n dura contra sus caderas cuando
golpeó la pared. Sus manos se enroscaron alrededor de sus
muñ ecas mientras las inmovilizaba junto a su cabeza.
—Te necesito —susurró , besando su mandíbula y cuello.
Sus manos se movieron, sus dedos presionando firmemente
su trasero, recogiendo su falda. La respiració n de Persé fone se
aceleró y sus dedos buscaron a tientas los botones de su
camisa. Quería sentir el calor de su piel contra la de ella.
—¡Quietos!
Apolo apareció a solo unos metros de distancia. Parecía
molesto, como si fuera é l quien hubiera sido interrumpido. Iba
vestido de manera informal, con vaquero y una camisa blanca
estilo tú nica que tenía un cuello en V con cordones. Sus rizos
eran rebeldes y caían juguetonamente contra su frente.
—Vete, Apolo —gruñ ó Hades, todavía bajando por el cuello
de Persé fone hasta su clavícula.
—Hades. —Sus dedos se apretaron alrededor de las
solapas de su chaqueta.
—No puedo hacer eso, Señ or del Inframundo —dijo Apolo
—. Tenemos un evento.
Hades suspiró , lo que sonó má s como un gruñ ido, y se
apartó de Persé fone. Ella se esforzó por recuperar el aliento y
se enderezó la falda y la blusa.
—¿Qué quieres decir con que tenemos un evento? —
preguntó .
—Hoy es el primero de los Juegos Panhelé nicos —dijo.
Se había olvidado por completo de los juegos. Las carreras
de carros eran esta noche.
—Eso no es hasta esta noche —discutió .
—¿Y? Te necesito ahora.
—¿Para qué ?
—¿Importa? —preguntó —. Tenemos una…
—No lo hagas —espetó Hades, y Apolo cerró la boca—.
Ella te hizo una pregunta, Apolo. Respó ndela.
Persé fone miró a Hades, sorprendida por su comentario.
El dios entrecerró sus ojos violetas y cruzó los brazos
sobre su pecho.
—La cagué . Necesito tu ayuda —admitió , mirando hacia
otro lado.
—¿Necesitabas ayuda y, sin embargo, deseas ordená rsela
a ella?
—Hades…
—É l ordena tu atenció n, Persé fone, tiene tu amistad solo
por un trato, y cuando lo necesitaste delante de todos esos
Olímpicos, se quedó callado.
—Ya es suficiente, Hades —dijo Persé fone.
No culpaba a Apolo por no hablar en el Consejo. ¿Qué
podía decir?
—Apolo es mi amigo, trato o no. Hablaré con é l de lo que
me molesta.
Hades la miró fijamente por un momento y luego la besó
de nuevo, profunda y mucho má s de lo apropiado con una
audiencia. Cuando se alejó , dijo:
—Me reuniré contigo en los juegos má s
tarde. Cuando desapareció , se volvió hacia
Apolo.
—En verdad no le agradas.
É l puso los ojos en blanco.
—Eso no es nada nuevo. Vamos, necesito un trago.
XXIII

UNA PELEA DE AMANTES

—¿Vodka? —preguntó Apolo mientras se servía un vaso.


Estaba de pie al otro lado de la isla en su impecable cocina.
Persé fone solo había estado en el á tico de Apolo una vez,
cuando estaba ayudando a Sybil a mudarse. Era un espacio
moderno con grandes ventanales y una combinació n de
colores monocromá ticos. Si no supiera cuá n disciplinado era
Apolo, asumiría que nadie vivía aquí, pero el dios era
conocido por su disciplina y eso se extendía a su entorno.
Mantenía todo perfectamente organizado y limpio, incluso sus
electrodomé sticos de acero inoxidable estaban intactos, una
hazañ a que merecía un premio.
—Son las diez de la mañ ana, Apolo —señ aló Persé fone,
sentada en la barra de desayuno frente a é l.
—¿Tu punto?
Suspiró .
—No, Apolo. No quiero vodka.
É l se encogió de hombros.
—Como quieras —dijo, bebié ndose el vaso.
—Eres un alcohó lico.
—Hades es un alcohó lico —dijo Apolo.
No estaba equivocado.
—Entonces, ¿necesitas mi consejo? —preguntó Persé fone,
cambiando de tema.
Apolo sirvió otra bebida y la volvió a consumir. Ella lo
miró , esperando, notando lo mucho que se parecía a Hermes
en este momento. Estaba en la forma de su mandíbula y el
fruncimiento de sus cejas, no podían negar su sangre
compartida.
—La jodí —admitió finalmente.
—Lo supuse —dijo suavemente, manteniendo su mirada
incluso mientras é l entrecerraba sus ojos violetas con
molestia.
—Grosera —respondió .
Persé fone suspiró .
—Apolo, solo dime qué pasó .
Sabía que le estaba dando largas y quería que lo
escupiera antes de acabar con la botella de vodka, no es que
eso lo perturbaría mucho. Solo quería que se diera prisa
antes de decidir que ella necesitaba un trago.
—Besé a Hé ctor.
Persé fone parpadeó , un poco sorprendida por su admisió n.
—Pensé que te gustaba Ajax.
—¿Có mo supiste sobre Ajax?
—En la Palestra, estabas mirá ndolo —dijo. No mencionó
que é l había olido diferente cuando llegó a lo de Afrodita;
algú n otro aroma se había mezclado con su magia y lo había
reconocido como el de Ajax cuando la ayudó en el campo.
Apolo frunció el ceñ o.
—¿Por qué besaste a Hé ctor?
Se frotó el rostro con las
manos.
—No lo sé —gimió —. Estaba enojado con Ajax, y Hé ctor
estaba allí y pensé … Por qué no… ver de qué se trata esto… Y
entonces entró Ajax.
—Oh, Apolo.
Podía ver su desdicha, era tan evidente en su mirada que
le dolía el corazó n.
—Ni siquiera sé por qué me importa. Juré que nunca
volvería a hacer esto.
—¿Hacer qué otra vez?
—¡Esto! ¡Amor!
De repente, lo entendió . Apolo se refería a Hyacinth, el
príncipe espartano del que se había enamorado hacía mucho
tiempo. El mortal había muerto en un horrible accidente. Má s
tarde, iría a Hades y le rogaría al Dios de los Muertos que lo
arrojara al Tá rtaro para que no tuviera que vivir en un
mundo sin su amor, pero Hades se negó y Apolo buscó
venganza en los brazos de Leuce.
—Apolo...
—No… me compadezcas.
—No lo hago. No lo hago —dijo—. Pero la muerte de
Hyacinth no fue culpa tuya.
—Sí, lo fue —dijo—. No era el ú nico dios que amaba a
Hyacinth y cuando me eligió , Cé firo, el Dios del Viento del
Oeste, se puso celoso. Fue su viento el que cambió la
trayectoria de mi lanzamiento, su viento que resultó en la
muerte de Hyacinth.
—Entonces su muerte es culpa de Cé firo —dijo
Persé fone. Apolo negó .
—No lo entiendes. Incluso ahora veo que está sucediendo
con Ajax. Hé ctor se pone má s celoso todos los días. La pelea
que eligió con Ajax en Palestra no fue la primera.
—¿Y si le gustas a Ajax? —preguntó Persé fone—. ¿Y si
está dispuesto a luchar por ti? ¿Decidirá s no perseguirlo por
miedo?
—No es miedo… —comenzó Apolo y luego miró hacia otro
lado con enojo.
—Entonces, ¿qué es?
—No quiero arruinar esto. No soy… una buena persona
ahora. ¿Qué pasa cuando vuelva a perder? ¿Me volveré …
malvado entonces?
—Apolo —dijo Persé fone con tanta suavidad como pudo—.
Si te preocupa ser malvado, entonces tienes má s humanidad
de la que crees.
É l le dio una mirada que suplicaba diferir.
—Deberías hablar con Ajax —dijo, y aunque ofreció el
consejo, sabía lo difícil que era comunicarse. Había sido su
mayor desafío cuando se trataba de su relació n con Hades. En
parte, culpaba a su madre. A lo largo de los añ os, Persé fone se
había acostumbrado a permanecer callada, incluso cuando
tenía una opinió n o un deseo, temiendo las consecuencias, es
decir, el menosprecio de su madre. Hades fue la primera
persona que dio la bienvenida a su visió n, y tenía que admitir
que todavía era difícil de creer que é l realmente quisiera
saber lo que pensaba.
—É l no me quiere.
—No lo sabes.
—¡Lo sé porque lo dijo!
Persé fone se quedó mirando al dios. Un profundo ceñ o
tiraba de su boca, y sus ojos tenían un dolor que ella solo
podía comparar con lo que había sentido cuando estuvo en el
Bosque de la Desesperació n.
—¿Qué dijo exactamente? —
preguntó . Suspiró , claramente
frustrado.
—Nos está bamos besando, y todo iba estupendo y luego
me empujó y dijo… No puedo hacer esto, y se fue.
Persé fone arqueó una ceja, definitivamente estaba
dejando algo fuera.
—¿Está s seguro de que eso es lo que dijo?
—Sí —siseó Apolo—. Puede que sea sordo, pero
definitivamente puede hablar, Persé fone.
—Eso no significa que no te quiera —dijo Persé fone.
—¿Qué má s se supone que significa?
—Se suponía que tenías que… no sé… ¡perseguirlo!
—La ú ltima vez que perseguí a alguien, suplicó ser
convertido en un á rbol.
—¡Esto es diferente! —dijo Persé fone, frustrada. Hizo una
pausa por un momento y luego suspiró —. ¿Ajax te devolvió el
beso?
Un tinte rosado se abrió camino hasta las mejillas de
Apolo y Persé fone tuvo que morderse la mejilla para no reír.
Era extrañ o ver avergonzado al egoísta Dios de la Mú sica.
—Sí, me devolvió el beso, por eso no entiendo… có mo…
¿có mo podría no quererme?
—No dijo que no te quería. Dijo que no podía hacer esto, lo
que podría haber significado cualquier cosa. Podría haber
significado que no podía hacer eso ahora. No lo sabrá s hasta
que lo preguntes.
—Bueno, ahora no puedo preguntar porque besé a Hé ctor.
—¡Es exactamente por eso que necesitas hablar con é l! —
discutió Persé fone—. ¿Harías que Ajax pensara que no te
preocupas por é l?
—¿Por qué debería importarme lo que é l piense?
Reconoció su respuesta como un mecanismo de defensa:
cada vez que algo no salía como quería, inmediatamente
decidía que no valía la pena ni su tiempo ni su energía.
—Apolo, eres un idiota.
La fulminó con la mirada.
—Se supone que eres mi amiga.
—Si está s buscando a alguien que elogie cada una de sus
decisiones, acude a tus adoradores. Los amigos te dicen la
verdad.
No la miró , eligiendo en cambio mirar fijamente a la pared,
así que ella continuó :
—Habla con Ajax, Apolo, y con Hé ctor.
—¿Hé ctor? ¿Por qué?
—Porque también le debes una explicació n —dijo—. Lo
besaste, lo que significa que ahora tiene motivos para creer
que hay má s cosas entre ustedes que antes.
El dios frunció el ceñ o y despué s de un momento,
murmuró :
—Dije que nunca volvería a hacer esto.
—No puedes evitar có mo te sientes.
—Lo sabía —discutió —. No soy bueno para nadie, Sefi.
Ella se sentó allí, negando, sintié ndose derrotada por é l.
—Hyacinth no pensaba eso —dijo, su voz tranquila—.
Apuesto a que Ajax tampoco.
El Dios de la Mú sica frunció el ceñ o.
—¿Qué sabes? Está s aquí solo por un trato, y está s en ese
trato porque te negaste a comunicarte con Hades.
Los labios de Persé fone se aplanaron y le dolió el pecho
ante las palabras de Apolo. Lo sabía bastante bien, se lo
recordaba a menudo, cada vez que quería llamar y hablar con
Lexa o ir a almorzar con su mejor amiga, cada vez que
entraba a los Elíseos. Se las arregló para parpadear lo
suficiente para contener las lá grimas y se aclaró la garganta.
—Una decisió n de la que me arrepentiré por el resto de mi
vida.
No dio ninguna aclaració n antes de desaparecer de la
vista de Apolo.
XXIV

LAS CARRERAS DE CARRoS

Persé fone llegó al estadio Talaria con Sybil, Leuce y Zofie.


Desde el exterior, la arena parecía má s un edificio de má rmol
con columnas apiladas y arcos de ventanas reflectantes. En
un día normal de julio, reflejarían la belleza del sol poniente.
En cambio, estaban llenos de hielo. A pesar del clima, había
gente por todas partes, caminando a travé s de la nieve hacia
una de las muchas entradas alrededor del estadio.
—Dice que aquí hay ocho hé roes compitiendo —dijo Leuce,
mirando su telé fono. La pantalla hizo brillar sus ojos blancos
—. Tres mujeres y cuatro hombres.
—Debería haber má s mujeres —dijo Zofie, quien se
sentaba al lado de Leuce y aú n se elevaba por encima de ellas
—. Manejamos el dolor mucho mejor.
Se rieron.
—¿Hades tiene un hé roe en los juegos, Persé fone? —
preguntó Sybil. Su cabello estaba recogido en una coleta
rizada y se había cambiado a algo un poco menos formal
despué s del trabajo, ahora con vaquero y una sudadera con
capucha rosa de la Universidad de Nueva Atenas.
—No que yo sepa —dijo Persé fone. Hades nunca había
elegido un hé roe, ni en los juegos ni en la batalla, aunque los
había resucitado.
—Las carreras de carros nunca fueron mis favoritas —dijo
Leuce, arrugando la nariz. Probablemente estaba recordando
algo de su vida en el mundo antiguo.
—¿Por qué ? —preguntó Persé fone.
—Porque son sangrientas. ¿Por qué crees que comienzan
los Juegos con ellas?
—Para eliminar a los competidores —dijo Zofie, con un
brillo amenazador en sus ojos.
Eso llenó a Persé fone de una sensació n de pavor y se
preocupó por los competidores, en particular por Ajax. Sabía
que era há bil, pero si algo le sucedía, Apolo estaría devastado.
—No te preocupes —dijo Sybil—. Ellos entrenan para esto.
—El entrenamiento no significa nada cuando se trata de
animales —dijo Zofie.
Antoni se detuvo en la parte trasera del estadio y se
estacionó en una entrada privada donde solo quedaban un
puñ ado de personas. Dejaron la comodidad de la limusina y
entraron en la fría noche. Persé fone había optado por llevar
un vestido blanco, una chaqueta negra y gruesas medias
negras. Aun así, el viento las atravesó . Una vez dentro, las
llevaron a un ascensor, al ú ltimo piso, donde las condujeron a
una suite privada. Era un espacio moderno y monocromá tico
con una barra, sofá s de cuero negro y grandes televisores en
exhibició n en cada rincó n de la sala que mostraban imá genes
de juegos anteriores y entrevistas con hé roes. Una plataforma
de asientos estaba ubicada cerca de una gran ventana de
suelo a techo que daba a la arena, que se veía exactamente
como el á rea de prá ctica en la Palestra de Delphi.
—Esto es bonito —dijo Leuce, acercá ndose a las ventanas.
—¿No podemos sentarnos má s cerca? —preguntó Zofie.
—No quiero comer tierra, Zofie —dijo Leuce—. O morir.
¿No has visto có mo se estrellan esos carros?
Los ojos de Persé fone se posaron en Sybil, preguntá ndose
si se sentiría có moda aquí dado que el espacio recordaba
tanto a Apolo, pero la orá culo sonrió .
—Estoy bien, Persé fone —dijo.
Las cuatro pidieron bebidas en el bar.
—Whisky, por favor —dijo Persé fone—. Solo.
—¿Whisky? —preguntó Leuce, arqueando una ceja—. ¿No
eres una borrachina?
Se encogió de hombros.
—Probé un poco del whisky de Hades la otra noche y me
gustó .
Llegaron sus ó rdenes, y Persé fone tomó un sorbo de su
bebida, disfrutando del sabor y el olor y le hizo desear que
Hades ya estuviera aquí.
—¡Sefi!
Giró y vio que Hermes se acercaba vestido con una
chaqueta blanca, pantaló n, y una camisa celeste. Se veía
có modo y guapo.
—¡Hermes! ¡No sabía que estarías en esta suite!
—Parece que somos tú , yo, algunos Olímpicos, y cualquier
juguete que elijan traer —dijo, y Persé fone abrió los ojos
como platos—. ¡Vas a compartir, Sefi!
Casi gimió . Lo ú ltimo que quería hacer era estar en la
misma habitació n con Zeus, Poseidó n, Hera y Ares. De
repente, la idea de Zofie de sentarse en primera línea a pesar
de sus peligros, sonaba como la mejor opció n.
Persé fone tomó un trago má s grande.
Pronto, los dioses comenzaron a llegar con sus favoritos
detrá s y la habitació n se volvió cá lida y fragante con magia.
La primera en llegar fue Artemisa: hermosa y atlé tica, llevaba
un vestido corto y el cabello peinado hacia atrá s en una cola
de caballo recta y apretada. Cuando entró , se detuvo,
frunciendo el ceñ o a Hermes y luego a Persé fone.
—Eres tú —dijo.
—Tiene nombre, Artemisa —dijo Hermes—. Pó rtate bien.
—Estoy portá ndome bien —dijo, pero su enfoque fue
depredador—. Te encuentro intrigante, diosa.
—Perséfone —dijo Hermes—. Su nombre es Persé fone.
—¿Sigues decidida a casarte con Hades y dejar que el
mundo muera? —preguntó .
Persé fone inclinó la cabeza hacia un lado y preguntó :
—¿No eres la Diosa de la Caza?
Artemisa levantó la barbilla.
—¿Qué tiene eso que ver con esto?
—Creo que podrías usar tus excepcionales habilidades de
rastreo para localizar a mi madre en lugar de insultarme.
Sus labios se apretaron.
—Tienes una boca insufrible, diosa.
Los labios de Persé fone se
curvaron.
—Creo que eso es lo ú nico en lo que tú y Hades estarían
de acuerdo.
Artemisa puso los ojos en blanco y se alejó .
—Ignó rala —dijo Hermes—. Tiene un palo en la vagina.
Persé fone miró al dios.
—Es trasero, Hermes. Tiene un palo en el trasero.
É l se encogió de hombros.
—Es casi lo mismo.
Ella trató de no reír.
Llegó má s gente. Zeus vino con Hera, y Poseidó n con una
hermosa ninfa del océ ano que lucía cabello azul. Los
hermanos de Hades le sonrieron, pero solo Zeus habló . La
hizo
sentir incó moda y ella se puso tensa con su acercamiento.
—Te ves bien, lady Persé fone.
—Gracias —dijo, aunque las palabras se sintieron
incó modas y poco sinceras.
—Confío en que Hades llegará pronto —dijo.
—Sí. Esperamos recibir una actualizació n sobre su
progreso para encontrar a mi madre y poner fin a la tormenta
—dijo.
El rostro de Zeus se endureció y luego asintió secamente.
—Por supuesto.
Mientras se alejaba, tuvo la impresió n de que é l no había
pensado dos veces en los mortales de la tierra mientras
holgazaneaba en el Olimpo.
Afrodita y Harmonía llegaron un rato despué s. Fue a
Harmonía a quien notó primero, cuando la diosa se dirigió
directamente hacia su grupo, sonriendo mientras se paraba
cerca de Sybil.
—Es bueno verte, Harmonía. ¿Có mo está s?
—Estoy bien —dijo y sonrió —. Siento haber tenido que
irme…
Dejó que su voz se desvaneciera cuando Afrodita se unió a
ellos.
—Persé fone —dijo, y asintió a los demá s—. Todos… los
demá s.
Hubo un instante de silencio que siguió a su
acercamiento. Por lo general, Persé fone se apresuraba a
comenzar una conversació n, pero todo lo que pudo pensar fue
en có mo se vio Afrodita en el só tano del Club Afrodisia:
ensangrentada, sosteniendo el corazó n de un semidió s en la
mano. Se preguntó có mo se había enterado la diosa del mitin.
¿Estaba satisfecha con el derramamiento de sangre? Eran
preguntas que tendrían que esperar, un fuerte estallido de
mú sica y vítores interrumpieron sus pensamientos.
—¡Oh, los juegos está n comenzando! —dijo Zofie.
Tomaron sus asientos y Persé fone se sintió aliviada
cuando Hermes se dejó caer en el de la derecha, Sybil estaba
a la izquierda. Vieron có mo la Ceremonia de Apertura
comenzaba abajo. El primer anuncio fue para Apolo, el
canciller de los juegos, quien fue llevado sobre una litera, o
una silla abierta, que era sostenida por cuatro hombres muy
fuertes con el pecho desnudo y engrasado. Llevaban tú nicas
blancas, puñ os de oro y hojas de laurel en el cabello, el mismo
atuendo que lucía Apolo. Sonrió y saludó a la multitud, sin
señ ales de su agonía presente. Lo seguía un grupo de mujeres
que bailaban y arrojaban pé talos al suelo.
Dieron una vuelta al campo y luego regresaron al centro.
—¿Apolo se sentará con nosotros? —preguntó Persé fone.
—No, é l tiene su propio palco —dijo Hermes.
Despué s, los hé roes de los dioses marcharon hacia el
centro del campo mientras ellos y su dios patrocinador eran
anunciados. Reconoció a varios que se habían entrenado en
Palestra, incluidos Hé ctor y Ajax.
—¿Tienes un hé roe en los juegos? —le preguntó a Hermes.
—Lo tengo —dijo—. Tercero desde la izquierda. Su nombre
es Esopo.
Persé fone lo encontró en la alineació n: un hombre fuerte
pero delgado con cabello rubio arena.
—No pareces particularmente emocionado —señ aló
Persé fone.
Se encogió de hombros.
—Tiene dones, pero no es fuerte como Ajax ni
contundente como Hé ctor. Esos dos son la verdadera
competencia.
Tambié n había otros: Damon, que pertenecía a Afrodita, y
Castor, que pertenecía a Hera. Anastasia a Ares, Demi a
Artemisa, y Cynisca a Atenea. Mientras marchaban hacia el
campo, flexionaron sus mú sculos en una rutina de poses que
hizo que la multitud vitoreara má s fuerte.
—Damas y caballeros, dioses y diosas, Divinidad de la
Realeza entre nosotros, ¡den otra ronda de aplausos para
nuestros hé roes de Nueva Grecia!
Persé fone se inclinó hacia Hermes y habló por encima del
rugido de la multitud.
—Dijiste que Hé ctor era contundente —dijo Persé fone—.
¿Qué significa eso?
—Ya verá s.
Al sonido de una trompeta, se sentó hacia delante y ocho
carros emergieron de las sombras del estadio, cada uno tirado
por cuatro poderosos caballos. Eran poderosos corceles, sus
pieles sedosas y de distintos colores. Sus cascos golpearon la
tierra mientras convergían en la pista, levantando polvo y
terrones mientras sus domadores, los hé roes, los impulsaban.
—¿Có mo funciona esto? —le preguntó a Hermes, con el
corazó n acelerado por la emoció n.
—Los conductores deben dar doce vueltas alrededor del
hipó dromo. Allí llevará n la cuenta —dijo, señ alando un
sistema mecá nico en el centro de la arena, una serie de
estatuas de delfines que se lanzarían en picada una vez que
se hubiera conquistado la primera vuelta.
—¿Por qué usan una forma tan antigua de llevar la
cuenta? —preguntó .
É l se encogió de hombros.
—Escogemos y elegimos lo que deseamos conservar de la
antigü edad, Sefi. ¿No te has dado cuenta?
Mientras hablaban, sus ojos permanecieron en el campo,
observando la carrera, una batalla entre la bestia y el hombre
por ser la primera en llegar al puesto de giro. Había tanto
polvo, tanta velocidad, tanto poder… Tenía que ser peligroso.
Justo cuando ese pensamiento cruzó por la mente de
Persé fone, uno de los carros se volcó .
Su inhalació n sorprendida se atascó en su garganta
cuando el carro aterrizó y se hizo añ icos, el cuerpo roto de
Castor aplastado debajo, pero lo que hizo que su sangre se
enfriara aú n má s fue la risa que escapó tanto de Zeus como
de Poseidó n ante la muerte inmediata del mortal.
—No hay victoria para ti, ¿eh, Hera? —se burló Zeus.
Miró a Hermes, quien rá pidamente tomó su mano y la
apretó .
—Es un juego para ellos, Sefi.
Se mordió el labio con fuerza, recordando por qué la
Tríada protestaba por los juegos; esto es lo que objetaban.
Hubo má s movimiento en el campo cuando un grupo de
personas corrió hacia la pista para quitar los escombros del
carro roto, pelear con los caballos y llevarse el cuerpo.
—¿Por qué no se detienen? —preguntó Persé fone—. Ese
hombre… Castor… está muerto.
—Es la naturaleza del juego —dijo Hermes.
Poco despué s del primer accidente, hubo otro. Dos carros
chocaron en una marañ a de caballos y riendas. Esopo fue
arrojado de su carro mientras la pierna de Demi fue aplastada
bajo ella; sus gritos provenientes desde el suelo. Aun así,
ambos estaban vivos.
Persé fone estaba dividida entre seguir mirando y huir de
este lugar por completo, pero se quedó porque Ajax todavía
estaba en la carrera y a la cabeza, junto a Hé ctor. Las ruedas
de sus dos carros estaban a centímetros una de la otra, y sus
caballos seguían avanzando. De los dos, Hé ctor parecía el má s
desesperado, instando a sus corceles con el uso de su lá tigo,
azotando una y otra vez hasta que lo usó contra Ajax.
—No puede hacer eso. —Persé fone se inclinó hacia
delante, mirando a Hermes—. ¿Puede?
El Dios de la Travesura se encogió de hombros.
—Realmente no hay reglas. ¿Es justo? No.
De repente comprendió lo que quería decir Hermes
cuando describió a Hé ctor como contundente.
Su atenció n volvió a la pista.
Hé ctor continuó azotando a Ajax hasta que logró
agarrarse al lá tigo y soltarlo de las manos de Hé ctor, pero la
trampa de Hé ctor tuvo un precio, ya que su carro se acercó
demasiado a la pared, golpeando con tanta fuerza que se
rompió en pedazos y lo envió volando. Persé fone ni siquiera
vio dó nde aterrizó el mortal, estaba demasiado concentrada
en Apolo, que había aparecido en el campo justo cuando Ajax
terminaba su ú ltima vuelta, ganando la carrera.
Ajax detuvo su carro, su amplia sonrisa en exhibició n para
la multitud. Mientras desmontaba, Apolo se acercó y extendió
la mano vacilante, tocando el rostro ensangrentado del mortal
donde el lá tigo le había partido la piel. Entonces, de repente,
los dos se besaron. Ajax acunó el rostro de Apolo entre sus
manos, su boca devoraba, su cuerpo abrumador. Su muestra
de afecto fue recibida con vítores, incluso de Hermes.
—¡Sí! ¡Ve por ello, hermano!
Persé fone trató de no reír.
Cuando la multitud comenzó a abuchear, Apolo se giró
para encontrar a Hé ctor levantá ndose del polvo, acunando su
brazo contra su pecho. Escupió sangre, un chorro de carmesí
saliendo de su nariz y boca, el odio brilló en sus ojos.
Fue entonces que Persé fone se dio cuenta de algo extrañ o:
un grupo de espectadores que salía de su lugar entre la
multitud y bajaba las escaleras del estadio.
—Hermes… ¿quié nes son esas personas?
Justo cuando planteó la pregunta, Ajax pareció notarlo, y
en el segundo siguiente, estaba arrastrando a Apolo tras é l
mientras sonaban disparos y gritos llenaban el aire.
—¡Agá chense! —gritó Sybil, pero Persé fone solo pudo ver
el horror cuando Ajax empujó a Apolo al suelo, recibiendo
bala tras bala.
—¡No! —El grito de Persé fone fue crudo y doloroso,
raspá ndole la garganta mientras se levantaba y golpeaba la
ventana.
—Persé fone. —Hermes la alcanzó —. ¡Tenemos que irnos!
Apolo gritó bajo el cuerpo convulsionando de Ajax.
Finalmente, logró rodar y las balas que corrieron hacia ellos
se detuvieron en el aire, cayendo al suelo.
—Hay otros aquí que luchará n —argumentó Hermes—.
Pero no tú .
Hermes tenía su mano envuelta alrededor de su brazo
mientras la arrastraba lejos de la ventana. Entonces, hubo un
sonido terrible, un crujido que sonó como la magia de Zeus
escapando de las nubes, excepto que no lo era. Parte del
estadio había explotado.
—¡Saquen a los mortales! —ordenó alguien y hubo una
repentina oleada de magia. Persé fone observó có mo
Harmonía se desvanecía con Sybil y Leuce. Zofie se puso de
pie, con la mano extendida hacia Persé fone.
—¡Vamos! —Hermes la empujó hacia la amazona.
Luego hubo otra explosió n y Persé fone se encontró
flotando en el aire, aterrizando con fuerza en el centro de la
pista en medio de escombros y polvo. Cuando golpeó , sintió un
dolor agudo en las costillas y como si le hubieran quitado el
aliento del cuerpo. Rodó sobre su espalda, jadeando en busca
de aire justo cuando una sombra se cernía sobre su cabeza.
Un hombre mortal sosteniendo una roca en alto.
Persé fone gritó , su magia se agitó , y del suelo, grandes
espinas se alzaron atravesando al hombre. É l dejó caer la
piedra, atravesado con la vid, la sangre goteando de su boca.
Rodó y se arrastró lejos, ponié ndose de pie en medio del
caos de gritos desesperados y muerte. La gente yacía inmó vil
mientras otros trepaban a los cuerpos para escapar de la
arena en ruinas. Había cientos de estos atacantes
enmascarados, e incluso mientras los dioses descendían,
continuaron apuntando. No entendía esto, pero sabía lo que
era: odio.
La magia encendió el aire en una corriente de luz
brillante: cayeron relá mpagos y la energía pulsó . Artemisa
desató una lluvia de flechas mortales mientras Atenea
atravesaba a otros con una lanza y Ares con una espada.
Zofie tambié n luchó , despué s de haber aterrizado en la arena.
Un hilillo de sangre bajaba por su cabeza a su rostro, pero
tenía la espada desenvainada y era á gil, rá pida y peligrosa.
Fue un derramamiento de sangre. Fue una batalla.
—¡Persé fone! —Su nombre salió de la boca de Apolo. Se
dio la vuelta, pero ya era demasiado tarde. Una bala le dio en
el hombro.
—¡No! —Los ojos de Apolo brillaron mientras corría hacia
ella.
Se tambaleó un par de pasos, sorprendida, con el lado
izquierdo de su cuerpo entumecido. Se las arregló para mirar
hacia abajo, y cuando vio que la sangre se filtraba en la tela
blanca de su vestido, comenzó a caer, pero antes de que
pudiera aterrizar en la tierra, unos brazos fuertes la
rodearon. El asidero la sacudió y lanzó un grito gutural.
—Te tengo —dijo Hades. Ella miró fijamente sus ojos
oscuros y tormentosos solo por un segundo antes de que é l se
teletransportara.
XXV

MoNSTRUoS

Cuando aparecieron en el Inframundo, entre las paredes


de la alcoba de Hades, un dolor caliente se instaló en lo má s
profundo de sus huesos, irradiando desde su hombro.
Persé fone gimió , obligá ndose a respirar a travé s del dolor
mientras Hades la acomodaba en la cama. Empezó a sacarle el
brazo de la chaqueta y luego rasgó el vestido para acceder a
la herida, y cuando sus dedos la rozaron, ella inhaló con
fuerza entre sus dientes.
—¿Qu-qué haces? —dijo entre dientes.
—Necesito ver si la bala salió de tu cuerpo —dijo Hades.
—Dé jame curarla.
—Persé fone...
—Tengo que intentarlo —dijo—. Hades…
Cerró las manos en puñ os y retrocedió , frotá ndose la
frente con los dedos ensangrentados.
—Hazlo, Persé fone —gruñ ó .
Ella cerró los ojos contra su frustració n, sabiendo que su
pá nico estaba ganando. É l no había querido verla sangrar
nunca má s, y aquí estaban. Respiró hondo una y otra vez
hasta que la calma se apoderó de ella y pudo concentrarse en
el ardiente dolor que emanaba de su hombro herido. Esta vez,
solo quería que el calor terminara, así que imaginó que la
magia que utilizaba para calmarlo era fresca y limpia, un beso
de escarcha a principios de la primavera.
—Ahora. —Escuchó el gruñ ido bajo de Hades.
Pero Persé fone sabía que su magia estaba funcionando: la
herida palpitaba mientras se curaba.
Finalmente, Hades dejó escapar un leve suspiro y
Persé fone abrió los ojos, observando su hombro expuesto para
ver que la piel estaba ligeramente rosada y fruncida, pero la
herida estaba curada.
—Lo hice —dijo y sonrió mirando a Hades.
—Lo hiciste —dijo, sus ojos pasando de la herida a su
mirada, y tuvo la sensació n de que no lo creía del todo.
—¿Qué está s pensando? —preguntó , con voz tranquila.
—Nada que quieras saber —dijo.
Ella le creyó .
Finalmente, se acercó .
—Vamos a limpiarte.
Una vez má s, Hades la estrechó contra su pecho y la llevó
al bañ o. Cuando sus pies tocaron el suelo, se acercó para
apartar los mechones de cabello sueltos del rostro de Hades,
su sangre aú n manchaba su piel.
—¿Está s bien?
En lugar de responder, abrió la ducha, dejando que el
agua se calentara.
Le tomó la mano y le besó la palma antes de acercarse a
ella por detrá s y bajarle la cremallera del vestido estropeado,
guiá ndolo hacia abajo por encima de sus pechos y caderas
hasta que cayó en un montó n en el suelo. Le siguió el
sujetador, y su tacto se detuvo en sus senos, luego en su
cintura y despué s en sus muslos, mientras deslizaba las
bragas por sus piernas y se arrodillaba en el suelo para
mirarla.
—Hades —susurró su nombre, y entonces sus labios
rozaron su piel mientras besaba un camino ardiente por su
cuerpo. Las manos de ella se enredaron en su cabello
mientras é l se detenía para acariciar cada uno de sus
pezones, antes de que su boca devorara la de ella.
Cuando sus dedos se enredaron en la chaqueta de é l, se
apartó .
—¿Te desnudo? —preguntó ella, deseosa de tener su piel
contra la suya.
—Si lo deseas —dijo.
Alcanzó los botones de su camisa, pero un dolor agudo en
el hombro la hizo estremecerse y bajó el brazo. Hades frunció
el ceñ o.
—Dé jame —dijo, haciendo un rá pido trabajo con los
botones. Se quitó la chaqueta, la camisa y los pantalones.
Cuando estuvo desnudo, la agarró por los costados y la atrajo
hacia é l, rodeá ndola con sus brazos. Su boca se inclinó hacia
la suya y ella se abrió para é l. Sentirlo dentro de ella de
cualquier manera era como inyectar magia en sus venas: la
hacía sentir salvaje y apasionada. Pero pronto sintió
verdadera magia, magia curativa, cuando la palma de Hades
se posó sobre ella.
Rompió el beso y miró su hombro. Donde había dejado
una cicatriz, ahora había una piel suave.
—¿No fui lo bastante buena? —preguntó .
No era exactamente la pregunta que pretendía hacer, y
supo una vez que las palabras salieron de su boca, que
herirían a Hades, pero era lo ú nico que se le ocurría decir
porque este tipo de magia era importante para ella y quería
dominarla.
—Por supuesto, eres lo bastante buena, Persé fone —dijo
Hades, y llevó sus manos a la mandíbula de ella, deslizando
los dedos en su cabello—. Soy sobreprotector y temo por ti y,
tal vez egoístamente, deseo eliminar cualquier cosa que me
recuerde mi fracaso en protegerte.
—Hades, no has fallado —dijo.
—Estamos de acuerdo en no estar de acuerdo —dijo.
—Si yo soy suficiente, entonces tú eres suficiente.
É l no habló , y ella subió las manos por su pecho, rodeando
su cuello con los brazos.
—Lo siento. Nunca quise verte sufrir de nuevo, no como lo
hiciste en los días posteriores a la muerte de Tique.
—No tienes nada que lamentar —dijo y la besó .
Esta vez, la guio hasta la ducha. Se quedaron fuera del
chorro mientras é l agarraba el jabó n y mojaba un pañ o.
Empezó por su hombro, lavando suavemente la sangre. Pasó a
sus senos, los manoseó y apretó , sus manos resbaladizas
provocaron cada uno de ellos antes de pasar a su estó mago y
sus costados, sus muslos y sus pantorrillas. De rodillas ante
ella, le dio una orden.
—Gira.
Ella obedeció , apoyando las manos en la pared mientras é l
volvía a subir por su cuerpo. Pasó un rato lavando entre sus
muslos, con los dedos acariciando su carne. Cuando se puso
en pie, ella estaba nerviosa y, aunque su erecció n se engrosó
entre ellos, no se movió para tomarla. En cambio, la miró
fijamente y le dijo:
—Te amo.
—Tambié n te amo —dijo ella, y hubo algo en ese momento,
en el intercambio de palabras, que la hizo llorar—. Má s que
nada.
No eran palabras suficientemente poderosas, pero no
podía encontrar las que necesitaba, las que quería. Las que
transmitían lo mucho que le dolía la sangre y los huesos, el
corazó n y el alma por é l.
—Persé fone —susurró Hades, apartando una lá grima
perdida de su rostro. La tomó en brazos y la sacó de la ducha.
Ni siquiera estaban secos cuando se instaló junto al fuego.
Acunada contra su pecho, se sentaron en silencio mientras los
acontecimientos de la noche volvían a su realidad.
El estadio de Talaria había sido el espacio perfecto para un
ataque. La distracció n de las carreras de carros, el drama
añ adido entre Apolo, Ajax y Hé ctor. Nadie sospechaba nada.
—Toda esa gente —susurró —. Se fueron.
Se preguntó cuá ntos habían muerto, y luego la culpa se
apoderó de ella al darse cuenta de que debería haber estado
en las puertas para recibirlos, para calmarlos.
Los brazos de Hades la rodearon con fuerza.
—No podrá s consolar a todos los que llegan a las puertas
de forma inesperada, Persé fone. Esas muertes son demasiado
numerosas. Consué late, las almas de Asfó delos está n allí y te
representará n bien.
—Tambié n te representan a ti, Hades —dijo.
Entonces pensó en algo: los inocentes no fueron los ú nicos
que murieron esta noche. Entre ellos, estaban los que habían
iniciado la violencia.
—¿Qué pasa con los atacantes que han muerto esta
noche?
Se encontró con la mirada de Hades. No podía saber lo que
estaba pensando, pero é l respondió a su pregunta sin vacilar.
—Esperan castigo en el Tá rtaro. —Hizo una pausa, y luego
preguntó —: ¿Deseas ir?
Una sonrisa se esbozó en sus labios. No era de
anticipació n, sino en respuesta a su pregunta. Semanas
atrá s, nunca habría sugerido un viaje a la cá mara de tortura
que utilizaba para castigar a las almas y, sin embargo, ahora
lo hacía sin vacilar.
—Sí —respondió —. Deseo ir.

Llegaron a una parte del Tá rtaro que Persé fone nunca


había visitado. Era una sala cavernosa, flanqueada a cada
lado por enormes columnas de obsidiana. Tardó un momento
en darse cuenta de que cada conjunto de columnas
bloqueaba una puerta. Estaban en una mazmorra. El aire
aquí era espeso, cargado de un poder ancestral. Echó la
cabeza hacia atrá s, buscando el origen de la magia.
—Aquí hay monstruos —dijo Hades, como para explicar.
—¿Qué… clase de monstruos? —preguntó .
—Muchos —dijo, con aspecto ligeramente divertido—.
Algunos está n aquí porque fueron asesinados, otros porque
fueron capturados. Vamos.
La tomó de la mano y la condujo a travé s de muchas
celdas oscuras. A medida que avanzaban, oyó siseos, gruñ idos
y un horrible lamento. Persé fone miró a Hades en busca de
una explicació n.
—Las arpías —dijo Hades—. Aelo, Ocípete y Celeno; se
inquietan, sobre todo cuando el mundo es un caos.
—¿Por qué ?
—Porque perciben el mal y desean castigar —dijo.
Se cruzaron con muchos má s, incluida una criatura que
era mitad mujer y mitad serpiente. Unos elegantes dedos
rodearon los barrotes de su celda cuando apareció su cabeza.
Era hermosa, su cabello era largo y caía sobre sus hombros en
ondas rojas, tapando sus pechos desnudos.
—Hades —siseó , con sus ojos rasgados brillando.
—Lamia —dijo en señ al de reconocimiento.
—¿Lamia? —preguntó Persé fone—. ¿La asesina de niñ os?
El monstruo siseó ante sus palabras, pero Hades
respondió :
—La misma.
Lamia era la hija de Poseidó n y una reina. Su aventura
con Zeus la llevó a que Hera la maldijera a perder cualquier
hijo que diera a luz, y finalmente, se volvió loca, robando los
bebé s de sus madres para darse un festín con su carne. Su
historia era espeluznante, sobre todo porque Lamia había
pasado de desear un hijo por encima de todo a consumirlos.
Siguieron adelante hasta llegar al final del pasaje, donde
una puerta mantenía aprisionada a una enorme criatura
parecida a un dragó n. Tenía siete cabezas de serpiente,
escamas y aletas palmeadas a lo largo del cuello. Siseaban,
con colmillos que goteaban un líquido negro en un hilo que
llegaba hasta su gran vientre bulboso y terminaba en una
charca. En esa agua había varias almas, cuyos rostros
estaban quemados hasta ser irreconocibles.
—¿Qué es eso? —preguntó ella.
—Es una hidra —dijo Hades—. Su sangre, su saliva y su
aliento son venenosos.
Persé fone se quedó mirando.
—¿Y los mortales en la charca? ¿Qué hicieron?
—Son los terroristas que atacaron el estadio —dijo.
—¿Es este su castigo?
—No —dijo Hades—. Piensa en esto como su celda de
detenció n.
Persé fone dejó que las palabras de Hades se instalaran
entre ellos. Eso significaba que no había indulto cuando los
jueces asignaban el destino de un alma al Tá rtaro. Su castigo
comenzaba de inmediato, y esas quemaduras, el veneno que
devoraba su piel directamente hasta los huesos, era solo el
principio.
—¿Y có mo los castigará s? —preguntó , inclinando la
cabeza para encontrar su mirada. Hades la miró fijamente.
—Tal vez… ¿Te gustaría decidirlo tú ?
De nuevo, se encontró sonriendo a pesar del horror de su
conversació n. Hades le estaba pidiendo que determinara el
castigo eterno de un alma, y eso le gustaba. La hacía sentir
poderosa, confiada. Por un breve momento, se preguntó en
qué la convertía eso, pero ya lo sabía. La convertía en su
reina.
Su mirada volvió a las almas en el lago venenoso.
—Deseo que existan en un estado constante de miedo y
pá nico. Que experimenten lo que infligieron a otros. Existirá n,
por la eternidad, en el Bosque de la Desesperació n.
—Entonces lo tendrá s —dijo Hades, y levantó su mano
para que ella la tomara. Cuando sus dedos se posaron en los
de é l, las almas bajo la hidra se desvanecieron.
»Dé jame mostrarte algo.
La llevó a la biblioteca, a la jofaina con la que había
tropezado al principio de sus visitas al palacio. Cuando la
encontró por primera vez, supuso que era una mesa, pero al
acercarse descubrió un mapa parcial del Inframundo reflejado
en la superficie oscura. Cuando le preguntó a Hades por qué
no estaba completo, le dijo que el resto le sería revelado
cuando se ganara el derecho.
En ese momento, solo Hé cate y Hermes podían ver todo el
Inframundo.
Ahora, cuando miraba, veía todos los ríos, prados y
montañ as. Sabía que las posibilidades de que el mapa
siguiera siendo el mismo eran escasas, ya que Hades
manipulaba a menudo su mundo, añ adiendo, moviendo o
borrando lugares.
—Muestra el Bosque de la Desesperació n —dijo Hades, y
el agua onduló hasta que una dura escena se representó ante
sus ojos. Cuando Persé fone había deambulado entre aquellos
á rboles, había estado sola, el bosque silencioso a su
alrededor, pero ahora lo veía como lo que era: lleno de miles
de almas, todas ellas viviendo alguna forma de su infierno
personal. Había almas que se sentaban en la base de los
á rboles, con las rodillas pegadas al pecho, temblando. Otras
se cazaban unas a otras, arremetiendo y asesinando, solo
para ser revividas y cazadas de nuevo.
—Los que cazan —dijo—. ¿Cuá l es su miedo?
—Pé rdida de control —dijo Hades.
—¿Y los que está n siendo asesinados? —preguntó en voz
baja.
—Fueron asesinos en vida —respondió .
Tambié n había otras: almas que bebían de los arroyos y
morían lenta y dolorosamente, almas que quedaban
atrapadas en una parte del bosque que permanecía
perpetuamente en llamas, almas que eran atadas y estiradas
entre los á rboles mientras eran pinchadas hasta que la
exposició n las llevaba a la muerte.
Cuando cada ciclo terminaba, volvía a empezar, un ciclo
interminable de tortura y muerte.
Despué s de un momento, Persé fone se apartó de la
jofaina.
—Ya he visto suficiente.
Hades se unió a ella, tomando su mano entre las suyas y
besando sus nudillos.
—¿Está s bien?
—Estoy… satisfecha —respondió y se encontró con su
mirada—. Vamos a la cama.
Hades no discutió , y mientras regresaban a su recá mara,
ella se dio cuenta de que la venganza tenía un sabor: era
amargo y metá lico con una dulzura subyacente.
Y se le antojó .
—Persé fone —dijo Hades, con un matiz de preocupació n
en su voz. Sabía que se preguntaba si había ido demasiado
lejos al mostrarle el Bosque de la Desesperació n.
Se quitó la tú nica, sintié ndose tensa. Rodó los hombros
antes de volverse hacia é l.
—Hades —respondió . Lo necesitaba dentro de ella,
necesitaba la distracció n y la liberació n que é l le
proporcionaría.
—Has pasado por mucho —dijo, aunque sus ojos ardían
con un deseo tan potente que sus piernas ya temblaban—.
¿Está s segura de que quieres esto esta noche?
—Es todo lo que quiero —dijo.
É l dio un paso má s, cerrando el espacio que los separaba y
sus bocas chocaron con las lenguas unidas. Se estremeció
bajo sus manos, arqueá ndose contra é l, con sus caderas
desesperadas por moverse contra las de é l. Lo ayudó a
quitarse la tú nica y lo besó por el pecho hasta llegar a su sexo
hinchado. Cuando sus labios tocaron su cabeza, é l emitió un
suspiro, pesado y casi crudo, que rozaba su garganta.
Lo miró , curiosa por ver su expresió n, llena de oscura
pasió n. Eso no hizo má s que avivar el fuego en la boca de su
estó mago. El espacio entre sus muslos se humedeció y su
cuerpo se preparó para acogerlo.
—¿Está bien? —No estaba segura de por qué lo
preguntaba. Tal vez solo quería oírlo decir que sí con ese
fuego que lo consumía todo en sus ojos.
—Má s que eso —contestó , y volvió a é l, saboreando con la
lengua desde la punta hasta la base, burlá ndose de cada
cresta y lamiendo la piel aterciopelada. Inhaló entre dientes
cuando llegó al fondo de su garganta, con los dedos enredados
en su cabello. Lo miró . Su mirada era tierna, cariñ osa, y sin
embargo le abrasaba el alma, calentando cada parte de ella
hasta fundirla.
—No sabes las cosas que deseo hacerte —dijo.
Le sostuvo la mirada, le dio una ú ltima y fuerte succió n a
la corona de su polla, y luego lo soltó . Se enderezó , con la
cabeza inclinada hacia la de é l, sus bocas a la altura mientras
susurraba:
—Mué strame.
Era un reto y Hades aceptó el desafío. Con la mano
apretada en la nuca de ella, acercó su boca a la suya,
invadiendo y enredando la lengua con la de ella y luego, como
si no pesara nada, la atrajo al centro de la cama. De nuevo,
su boca cubrió la de ella chupando y acariciando. Se inclinó
contra é l y sus dedos se clavaron en los brazos musculosos
hasta que los inmovilizó por encima de su cabeza, y entonces
sintió que algo se enroscaba alrededor de ellos, algo suave
pero que la retenía; miró hacia arriba y descubrió que sus
muñ ecas estaban atadas con magia de las sombras.
Un hilo de inquietud la recorrió .
—¿Está bien? —preguntó é l, sentá ndose de nuevo, con sus
fuertes muslos a horcajadas sobre ella, con la polla pesada y
erecta. Ella tragó saliva, con ese extrañ o hilo de inquietud
tirando del fondo de su mente. ¿Estaba bien? No podía
decidirse.
Es Hades, se recordó . Estás a salvo.
Asintió , el malestar se disipaba mientras é l la miraba
abrasadoramente.
Hades sonrió , y su corazó n latió con má s fuerza en su
pecho, la anticipació n se enroscó en su interior.
—Te haré retorcerte —prometió , arrastrá ndose por su
cuerpo con gracia depredadora—. Te haré gritar; haré que te
corras tan fuerte que lo sentirá s durante días.
Su boca se cerró sobre la de ella, movié ndose para que sus
piernas estuvieran entre las de ella y besó su cuerpo, su piel
deslizá ndose deliciosamente contra su clítoris mientras se
abría camino hacia su centro… y, sin embargo, su pecho se
apretó de una manera que no le era familiar.
Intentó liberar el sentimiento que se había anudado junto
a su corazó n, pero no pudo respirar lo suficientemente hondo.
Levantó la cabeza y observó có mo Hades descendía,
detenié ndose a besar el interior de sus muslos, lamiendo la
carne sensible.
Segura, pensó una y otra vez, la sensació n en su pecho en
conflicto con el fuego en el fondo de su estó mago. Segura. A
salvo. A salvo.
Entonces la abrió de par en par, aplastando sus piernas
contra la cama y, de repente, no pudo respirar en absoluto.
Era como si se hubiera encontrado de nuevo en Estigia, siendo
arrastrada desde la superficie del agua negra hasta las
oscuras profundidades en las garras de los muertos que
vivían allí. Cuanto má s luchaba, cuanto má s la sujetaban,
má s oscuro se volvía todo. Se dio cuenta de que las ataduras
de su muñ eca eran de cuerda gruesa. Las manos sobre sus
muslos estaban hú medas.
—Persé fone.
La voz estaba apagada, pero se acercó a ella.
—Hades. —Se atragantó con su nombre.
Una mano se abrió paso bajo la superficie del agua, y ella
la alcanzó , pero al salir a tomar aire, se encontró de frente con
Pirítoo, rostro demacrado, labios pá lidos, ojos sangrantes, y
de pronto se vio de vuelta en aquella silla de madera. Sus
bordes le mordían la piel. Pirítoo se alzaba de rodillas ante
ella.
—Ingrata. —Su voz chirrió .
—¡No, no, no!
Apretó sus piernas desnudas, incluso cuando la mano de
Pirítoo la rozó desde la pantorrilla hasta el muslo.
—Te estaba protegiendo —se quejó , mirá ndola con
desprecio, con la sangre goteando de su rostro sobre su piel—.
¿Y así es como me pagas?
—No me toques, joder —gritó , pero el agarre de Pirítoo se
endureció , sus dedos se clavaron en ella y le separó las
piernas, clavando su cuerpo entre ellas. Se movió hacia
delante en un intento de apartarse, y algo agrio le subió por la
garganta.
Iba a vomitar.
—No —gimió —. Por favor, no.
¿Dónde estaba Hades? ¿Por qué había permitido que esto
sucediera? Dijo que Pirítoo no podía alcanzarla, no podía
hacerle má s dañ o.
¿Dó nde estaba su magia? Intentó alcanzarla, pero parecía
tan paralizada como ella.
—Perséfone —dijo Pirítoo, acercando las manos a su
centro. Su cuerpo se apretó ; sus entrañ as se estremecieron—.
No pasa nada.
Entonces Pirítoo se inclinó para presionar sus labios
contra el muslo de ella y se quebró .
—¡No!
Las ataduras que rodeaban sus muñ ecas se soltaron y
golpeó a Pirítoo, su mano conectó con su mejilla. Fue entonces
cuando se dio cuenta de que había espinas que salían de su
piel, como si sus manos fueran el tallo de una rosa. En cuanto
vio la sangre, sintió que había salido de la oscuridad.
Ya no estaba en esa silla de madera, sino en el centro de
un mar de seda negra en su cama, y no era Pirítoo quien
estaba frente a ella, sino Hades. Su mejilla sangraba por su
golpe.
La sangre se deslizaba por su rostro mientras lo miraba
fijamente, con los ojos muy abiertos, su cerebro se esforzaba
por dar sentido a lo que había ocurrido, pero no tenía ningú n
sentido.
Segura, pensó .
Empezó a acercarse a é l, queriendo limpiar la sangre,
borrar la evidencia de su golpe, pero se detuvo cuando vio sus
manos, llenas de espinas ensangrentadas. Le tembló la boca,
le temblaron las manos y se echó a llorar.
Hades tardó un momento en moverse para tomarla entre
sus brazos, pero cuando lo hizo, su cuerpo estaba frío y rígido.
—No lo sabía —dijo Hades, su voz era baja y á spera. Era
como si estuviera enojado, pero se esforzara por no dejarlo
ver.
Lo siento, quiso decir, pero su boca no funcionaba.
—No lo sabía —repitió Hades—. Lo siento. Te amo.
Repitió esas palabras hasta que se le quebró la voz.
XXVI

RELIQUIAS

Cuando Persé fone despertó , Hades ya se había ido.


Su ausencia renovó su angustia e hizo que le doliera el
pecho. Sintió horror de que Pirítoo invadiera un espacio tan
apreciado. Peor aú n, se sintió avergonzada. Había creído que
podía soportar cualquier cosa siempre que fuera con Hades y,
sin embargo, tan pronto como fue retenida, había perdido el
contacto con la realidad.
¿Cómo se supone que iban a seguir adelante?
Hades siempre sabía lo que tenía que hacer, pero anoche
lo había visto congelarse, y lo conocía lo suficiente como para
adivinar que se alejaría.
Suspiró , con todo su cuerpo cargado de tristeza, y se
levantó de la cama, vistié ndose para el día con un peplo
blanco. Se puso en contacto con Sybil, Leuce y Zofie, que
estaban bien pero preocupadas por ella. Les envió un rá pido
mensaje de texto asegurá ndoles que estaba bien y curada.
Leuce tambié n había enviado una serie de artículos y
Persé fone pasó parte de la mañ ana leyé ndolos y viendo
vídeos relacionados con los atentados del estadio de Talaria.
Una parte de ella se preguntaba si alguien había conseguido
captar un vídeo de su magia, pero todas las imá genes
compartidas eran del exterior del recinto.
Los muertos se multiplicaban: un total de ciento treinta
personas. De ellos, tres hé roes habían muerto: Damon, Esopo
y Demi. Sin embargo, había titulares que afirmaban que el
nú mero de muertos se debía al uso innecesario de la magia
por parte de los dioses que habían asistido a los juegos.
Fue un intento fallido de justificar el terrorismo de la
Tríada.
Persé fone dejó su tableta a un lado, necesitando un
descanso de la pesadez.
Se dirigió al exterior del palacio, a los jardines. Siempre
había sido capaz de percibir los aromas que pertenecían a las
distintas magias, pero cuanto má s tiempo residía en el
Inframundo, má s notaba que cada flor olía a Hades: era una
corriente subterrá nea, tenue, pero definitivamente distinta.
Las rosas, por ejemplo, eran dulces con un toque de humo.
Hacía tiempo que no podía recorrer estos caminos y visitar
estas flores y, al llegar al final del sendero, se detuvo en su
parcela, la que Hades le había dado despué s de que aceptara
su trato de crear vida en el Inframundo.
Era una arena negra y esté ril. Imaginó que todas las
semillas que había plantado seguían enterradas debajo,
latentes, pero algo en darle vida al jardín en ese momento no
le parecía bien. Tal vez guardaría la transformació n para
Hades y la ofrecería como regalo de bodas, si es que alguna
vez se celebraba. Cualquier planificació n se había detenido
mientras esperaban que Zeus diera su bendició n, que ahora
se había aplazado debido a la tormenta de Demé ter, aunque
Persé fone tenía que admitir que no parecía tan importante en
este entorno, donde los dioses morían y la gente era
asesinada.
Abandonó los jardines y entró en los Campos de Asfó delos,
donde se le unieron Cerbero, Tifó n y Ortro. Pasearon por los
mercados del Valle de Asfó delos. Algunas almas se dedicaban
a sus negocios habituales: comercio de alimentos y textiles;
regaban sus jardines mientras otras ordeñ aban las vacas en
el prado. El olor a pan horneado y a canela dulce llenaba el
aire, y con é l llegaban unos dé biles sollozos. Persé fone siguió
el sonido y encontró a Yuri calmando un alma.
—¿Está todo bien? —preguntó Persé fone. Nunca había
visto un alma alterada en Asfó delos y, sin embargo, incluso
Persé fone sabía que había una especie de melancolía en el
aire que nunca había sentido antes.
El alma se apartó inmediatamente de Yuri y se secó los
ojos, sin mirar a Persé fone. Sin embargo, pudo comprobar que
era joven, probablemente de unos veinte añ os. Tenía el
cabello negro y un flequillo recto que enmarcaba un rostro
pá lido.
—Lady Persé fone. —Yuri hizo una reverencia y el alma
que estaba a su lado imitó su acció n rá pidamente—. Esta es
Angeliki. Acaba de llegar a Asfó delos.
Persé fone no necesitaba má s explicaciones. La mujer
había estado en el Estadio Talaria.
—Angeliki —dijo Persé fone—. Es un placer conocerte.
—Para mí tambié n —susurró la mujer.
—Lady Persé fone pronto será nuestra reina —dijo Yuri.
Los ojos de Angeliki se abrieron de par en par.
—¿Hay algo que pueda hacer por ti, Angeliki? ¿Para
ayudarte a adaptarte a tu nuevo hogar?
Eso solo hizo que la mujer llorara má s fuerte, y Yuri la
abrazó una vez má s, alisando una mano por su brazo.
—Está preocupada por su madre —explicó Yuri—.
Angeliki era su cuidadora. Ahora que está aquí, no hay nadie
que la cuide.
Persé fone sintió una punzada de tristeza por esta mujer
cuyas lá grimas no eran para ella, sino para otra, y supo que
tenía que hacer algo.
—¿Y có mo se llama tu madre, Angeliki?
—Nessa —dijo—. Nessa Levidis.
—Me aseguraré de que la cuiden —dijo
Persé fone. Los ojos de Angeliki se abrieron de par
en par.
—¿Lo hará s? ¿De verdad?
—Sí —dijo ella—. Te lo prometo.
Y los dioses no podían romper las
promesas. La joven abrazó a Persé fone.
—Gracias —dijo, sollozando contra ella, con el cuerpo
temblando—. Gracias.
—Por supuesto —dijo Persé fone, antes de apartarse—.
Todo irá bien.
Respiró profundamente y luego soltó una pequeñ a
carcajada.
—Voy a limpiarme.
Persé fone y Yuri observaron có mo el alma desaparecía
dentro de la casa.
—Eso fue muy amable de tu parte —dijo Yuri.
—Fue lo ú nico que se me ocurrió hacer —dijo, y no estaba
segura de que Hades lo aprobara, pero había mucha gente
que había muerto en el ataque de Talaria, y habían dejado
atrá s a sus seres queridos, tanto jó venes como mayores. No
era que ella se hubiera ofrecido a entregar un mensaje
personal.
Tomó nota mentalmente de hablar con Katerina sobre la
creació n de un fondo para ayudar a las familias de las
víctimas, algo que Hades aprobaría.
—Me alegro de verte —dijo Yuri.
—Igualmente —dijo Persé fone—. Siento no haberte
visitado.
—Está bien —dijo—. Sabemos que las cosas no está n bien
arriba.
Persé fone frunció el ceñ o.
—No, no lo está n.
Miró a su alrededor, dá ndose cuenta de que ninguno de
los jó venes residentes había venido corriendo hacia ella como
solía hacer.
—¿Dó nde está n los
niñ os? Yuri sonrió .
—Está n en el jardín con Tique —dijo—. Les ha estado
leyendo todas las mañ anas. Deberías visitarlos. A los niñ os les
encantaría.
Le gustaría ver a los niñ os, pero tambié n le gustaría
visitar a Tique. Sin embargo, le preocupaba. ¿Estaba Tique
preparada para responder a las preguntas sobre su muerte?
—Vamos, voy a caminar hasta el huerto —dijo Yuri—. Iba
a recoger granadas cuando me tropecé con Angeliki.
Salieron de la aldea principal, siguiendo un camino hacia
un grupo de á rboles donde Yuri se quedó a recoger fruta. Má s
allá del huerto, estaba el Jardín de los Niñ os, que no era un
jardín en absoluto, sino má s bien un parque construido en el
bosque circundante. Desde que Persé fone había llegado al
Inframundo, el espacio se había transformado lentamente,
pasando de un par de columpios y un balancín a algo mucho
má s má gico y aventurero. Ahora abarcaba cinco acres con
toboganes y arenales, estructuras para escalar y puentes
colgantes donde los niñ os solían jugar, pero hoy los encontró
reunidos en un claro y a Tique encaramada sobre una gran
roca. Estaba contando una historia de la forma má s animada:
sus expresiones y voces cambiaban para adaptarse a los
personajes mientras hablaba.
—Prometeo quería que el mundo fuera un lugar mejor y,
en lugar de pasar sus días en el Monte Olimpo, exploró y vivió
entre los hombres que luchaban a pesar de toda la belleza del
mundo. Un día, Prometeo se dio cuenta de que, si los hombres
tuvieran fuego, podrían calentarse, cocinar alimentos y
aprender a fabricar herramientas. Las posibilidades eran
infinitas.
»Pero cuando Prometeo acudió a Zeus y le rogó que
compartiera el fuego con los mortales, el Dios del Trueno se
negó , temiendo la fuerza de los mortales. “Es mejor”, dijo
Zeus, “que los mortales confíen en los dioses para todo lo que
necesiten; que recen por sus necesidades y se las
concederemos”.
»Pero Prometeo no estaba de acuerdo, así que desafió a
Zeus y dio al hombre el fuego. Zeus tardó muchos meses en
mirar desde su percha en el Olimpo, pero cuando lo hizo, vio a
los mortales calentá ndose con el fuego, que ahora estaba en
los hogares, en las casas que habían construido porque
Prometeo les había dado fuego. Enfurecido, Zeus encadenó a
Prometeo a la ladera de una montañ a como castigo por su
traició n, pero Prometeo no se entristeció por su sentencia,
má s bien se alegró , se alegró , porque sabía que, en la tierra
salvaje, los mortales prosperaban.
La voz de Tique era serena, exuberante y agradable, y
Persé fone descubrió que prefería el final de esta versió n de la
historia de Prometeo: la verdad era mucho má s oscura. Tras
el engañ o de Prometeo, Zeus liberó a Pandora sobre el mundo
y les dio tanto miedo como esperanza; la esperanza, quizá la
má s peligrosa de las armas.
Persé fone vio similitudes en la forma en que Zeus veía a la
humanidad incluso ahora. El deseo del dios era mantener a
los mortales en una posició n de sumisió n. Era su razó n para
descender a la Tierra, para recordar a los humanos quié n era
el todopoderoso.
Tambié n fue la razó n por la que la Tríada tomó
represalias.
—¡Cué ntanos otra historia, lady Tique! —dijo un niñ o.
—Mañ ana, joven —dijo con una sonrisa—. Tenemos una
visita.
La Diosa de la Fortuna se encontró con la mirada de
Persé fone y los niñ os se volvieron a mirar.
—¡Lady Persé fone!
Se abalanzaron sobre ella, rodeando sus piernas con los
brazos y tirando de su falda.
Se rio y se inclinó para aceptar sus abrazos.
—¿Has venido a jugar con nosotros? —preguntó uno.
—¡Por favor, juega con nosotros!
—He venido a hablar con lady Tique —respondió Persé fone
—. Pero los veremos jugar. Pueden mostrarnos todos sus
nuevos trucos.
Eso pareció satisfacerles y se alejaron a toda prisa hacia el
patio de recreo, trepando y corriendo, columpiá ndose y
deslizá ndose.
Tique se acercó . Era hermosa, alta y á gil, con el cuerpo
cubierto por una tú nica negra y el cabello largo y negro
recogido en un moñ o en la parte superior de la cabeza. Hizo
una reverencia.
—Lady Persé fone —dijo—. Es un placer conocerla.
—Lady Tique —saludó —. Lo siento mucho.
—No hay necesidad de lamentarse —dijo, ofreciendo una
pequeñ a sonrisa—. Ven, vamos a caminar.
Le ofreció el brazo y Persé fone lo aceptó . Las dos se
mantuvieron a la sombra. En esta parte del Inframundo, el
aire era siempre cá lido, y los á rboles tenían un brillo que le
recordaba a la primavera.
—Supongo que deseas saber có mo he muerto —dijo Tique.
Las palabras se retorcieron en el pecho de Persé fone como
un cuchillo.
—No deseo tanto saber —dijo Persé fone—. Pero… me temo
que seguirá ocurriendo si no aprendemos de ti.
—Entiendo —dijo Tique—. Fui derribada por algo pesado,
como una red. Luego me atacaron los mortales, varios de
ellos. Recuerdo que sentí la primera puñ alada de dolor y me
sorprendió que me hicieran dañ o. Luego sentí otra, luego otra.
Estaba rodeada.
—Oh, Tique —susurró Persé fone.
—No pude curarme. Creo que, tal vez, las Moiras cortaron
mi hilo.
Caminaron un poco má s y luego se detuvieron. Tique se
volvió para mirar a Persé fone, con sus amables ojos
tormentosos.
—Sé lo que deseas preguntar —dijo la diosa.
Persé fone tragó saliva. Tenía las palabras en la punta de
la lengua: ¿Está mi madre involucrada? ¿También sentiste su
magia?
—Sentí la presencia de tu madre —dijo Tique—.
Esperaba… que estuviera allí para ayudarme. No estaba lo
suficientemente consciente como para entender que era solo
su magia.
El sentimiento de culpa recorrió a Persé fone, hacié ndole
un nudo en el estó mago.
—No entiendo por qué mi madre ha tomado este camino
— dijo Persé fone, y sintió el dolor de esas palabras rebotar en
su cuerpo.
Hubo una pausa y luego Tique habló :
—Tu madre y yo solíamos ser cercanas —dijo.
Persé fone frunció las cejas. No sabía que Demé ter y Tique
hubieran sido amigas. En el tiempo que había pasado en el
invernadero, nunca había oído hablar de la Diosa de la
Fortuna ni se había encontrado con ella.
—Yo… no te recuerdo —dijo Persé fone.
Tique sonrió y fue triste.
—Fuimos amigas mucho antes de que rogara a las Moiras
por una hija —dijo—. Mucho antes de que estuviera tan
enojada y dolida.
—Cué ntame.
Tique respiró hondo.
—Tu madre te mantuvo en secreto por muchas razones.
Eres consciente de una: tu eventual matrimonio con Hades,
pero Demé ter se escondió mucho antes de que llegaras. Ella
fue violada.
Persé fone sintió que su garganta estaba en carne viva al
tragar este conocimiento.
—¿Qué ?
—Poseidó n la engañ ó , atrayé ndola hacia é l en forma de
caballo, y luego la atacó . Ese fue el comienzo de su odio hacia
los otros Olímpicos. Continuó despué s de que ella fue a Zeus,
rogando que castigara a su hermano y, sin embargo, se negó .
No te digo esto para excusar su comportamiento hacia ti o
hacia el mundo. Te lo digo para que entiendas el por qué .
—Yo… no lo sabía.
—Tu madre no ve la fuerza en su supervivencia.
Persé fone nunca se había planteado de dó nde venía su
madre, los abusos que había sufrido o superado.
Pero esto…
Este era el trauma de Demé ter. Era la semilla que había
plantado las raíces de su miedo al mundo, su miedo por ella.
Poseidó n y Zeus eran uno de los tres; cuando se trataba de
Hades, era probable que Demé ter no tuviera espacio para
considerarlo digno.
—Ella nunca fue la misma —continuó Tique—. Creo que
enterró partes de sí misma para poder existir, pero al hacerlo,
perdió la parte de sí misma que tambié n vivía.
Persé fone intentó inhalar, pero no lo consiguió .
—Lo siento, Persé fone.
—Me alegra que me lo hayas contado —dijo, aunque su
mente daba vueltas con una nueva comprensió n. A pesar del
mal que Demé ter había cometido, Persé fone podía ver los
hilos que llevaban a su madre por ese camino y, al final, no
tenían nada que ver con ella y sí con el trauma. Poseidó n la
había roto; Zeus la había aplastado, y ella había tenido que
existir en un mundo en el que ellos seguían siendo poderosos
y tenían el control.
—¿Lo sabe Hades? —preguntó Persé fone.
—No sé si Demé ter se lo dijo a alguien, salvo a mí.
No estaba segura de por qué , pero eso la hizo respirar un
poco má s tranquila.
—¿Qué hago?
Tique se encogió de hombros.
—Es difícil saberlo. Quizá s vivir con el conocimiento de
que Demé ter hizo lo mejor que pudo dadas sus circunstancias
y, sin embargo, saber que eso no significa que tu trauma no
sea vá lido. Todos estamos rotos, Persé fone. Lo que importa es
lo que hacemos con los pedazos.
Demé ter estaba utilizando sus piezas para hacer dañ o, y
Persé fone sabía que, al final, a pesar de las luchas de su
madre, habría que detenerla.
—Gracias, Tique.
—No será fá cil, Persé fone. El sistema está roto; algo nuevo
debe ocupar su lugar, pero no hay promesas en la guerra, no
hay garantía de que lo que defendemos vaya a ganar.
—Y, sin embargo, la oportunidad vale la pena… ¿no?
Tique sonrió , un poco triste y dijo:
—Eso es la esperanza. El mayor enemigo del hombre.
Despué s de salir del Jardín de los Niñ os, Persé fone se
dirigió a la biblioteca, vagando por los estantes, recogiendo
material sobre la Titanomaquia, curiosa por los
acontecimientos que habían llevado a la derrota de los Titanes
y al reinado de los Olímpicos. Una vez reunidos algunos libros,
se sentó ante el fuego y leyó .
La mayoría de los textos detallaban la amargura y la lucha
de la batalla, pero tambié n la capacidad de Zeus para seducir
y elaborar estrategias. Tenía un historial de manipulació n y
regateo para conseguir la lealtad de dioses y monstruos,
prometiendo poder a los dioses y ambrosía y né ctar a los
monstruos. Persé fone no conocía esta versió n del Dios del
Trueno: ¿aún existía? ¿Estaba tan cómodo en su posición y
poder que había perdido su ventaja? ¿O su feliz ignorancia y
su naturaleza indulgente eran más bien una treta?
Sintió a Hades antes de verlo: su presencia se deslizó por
su cuello y columna vertebral, como si sus labios recorrieran
su piel. Se puso rígida. Teniendo en cuenta la noche que
habían pasado juntos, no esperaba verlo hoy y, sin embargo,
apareció en su periferia. El Dios de los Muertos siempre tenía
el aspecto de haberse manifestado desde la sombra, pero bajo
su piel y detrá s de sus ojos se movía algo má s oscuro que le
heló la sangre.
Persé fone bajó su libro y se miraron durante un largo rato.
É l mantuvo la distancia y ella sintió la extrañ eza que había
entre ellos, una tensió n que le oprimía la piel y le ahogaba el
pecho. Quería decir algo sobre la noche anterior, decirle que
lo sentía y que no entendía por qué había sucedido, pero esas
palabras eran demasiado duras.
—Hablé con Tique hoy —dijo en cambio—. Cree que la
razó n por la que no pudo curarse fue porque las Moiras
cortaron su hilo.
Hades se quedó mirando un momento, con una expresió n
vacía. Este era un Hades diferente, uno que salía a la
superficie cuando el otro no se molestaba en sentir.
—Las Moiras no cortaron su hilo —dijo.
Persé fone esperó a que continuara y, al no hacerlo, le
preguntó :
—¿Qué está s diciendo?
—Esa Tríada ha logrado encontrar un arma que puede
matar a los dioses. —Hades habló con naturalidad, sin que
hubiera preocupació n o ansiedad en su tono.
—Sabes lo que es, ¿no?
—No con seguridad —respondió .
—Dime.
Hades se detuvo un momento. Era como si no supiera por
dó nde empezar… o quizá s algo má s que no quería contar.
—Has conocido a la hidra —dijo—. Ha estado en muchas
batallas en el pasado, ha perdido muchas cabezas, aunque,
simplemente se regenera. Las cabezas no tienen precio
porque su veneno se utiliza como veneno. Creo que Tique fue
derribada por una nueva versió n de la red de Hefesto y
apuñ alada con una flecha envenenada por la hidra, una
reliquia, para ser má s específicos.
—¿Una flecha envenenada?
—Fue la guerra bioló gica de la Antigua Grecia —dijo
Hades—. He trabajado durante añ os para sacar de la
circulació n reliquias como estas, pero hay muchas, y redes
enteras dedicadas a conseguirlas y venderlas. No me
sorprendería que la Tríada haya conseguido hacerse con unas
cuantas.
Persé fone dejó que esa informació n se asimilara antes de
decir:
—Creí que habías dicho que los dioses no podían morir a
menos que fueran arrojados al Tá rtaro y despedazados por los
Titanes.
—Normalmente —dijo Hades—. Pero el veneno de la hidra
es potente, incluso para los dioses. Ralentiza nuestra
curació n y probablemente, si un dios es apuñ alado
demasiadas veces…
—Se mueren.
Eso daría sentido a por qué Tique no pudo curarse.
Despué s de un momento, Hades habló , y las palabras que
salieron de su boca, la conmocionaron, no solo por lo que dijo,
sino porque estaba ofreciendo informació n y é l nunca lo
hacía.
—Creo que Adonis tambié n fue asesinado con una
reliquia. Con la guadañ a de mi padre.
—¿Qué te hace estar tan seguro?
Hubo un segundo de silencio.
—Porque su alma estaba destrozada.
Persé fone comprendió . Adonis había ido al Elíseo a
descansar por la eternidad. Su alma era la magia con la que
florecían las amapolas o las granadas.
—¿Por qué no me lo dijiste?
De nuevo, se quedó callado, pero esperó a que hablara.
—Supongo que tenía que llegar a un lugar donde pudiera
decírtelo. Ver un alma destrozada no es fá cil, llevarla al Elíseo
es aú n má s difícil.
La mirada de sus ojos atormentados le dijo que no
entendería lo que Hades había visto.
Persé fone apartó su libro y susurró su nombre,
desesperada por calmarlo, pero cuando se movió , é l pareció
ponerse rígido, con los ojos dirigié ndose al libro.
—¿Qué estabas leyendo? —preguntó cambiando de tema,
y Persé fone sintió un eco de dolor palpitando en su pecho.
—Estaba buscando informació n sobre la Titanomaquia —
dijo, y observó có mo la mandíbula de Hades se tensaba.
—¿Por qué ?
—Porque… creo que mi madre tiene objetivos má s grandes
que separarnos.
XXVII

EL MUSEo DE LA ANTIgUA GREGIA

Era tarde cuando Persé fone se despertó y encontró el


espacio a su lado vacío. Hades no había venido a la cama. Se
levantó y fue en su busca, encontrá ndolo fuera, en el balcó n,
envuelto en la noche. Se puso detrá s de é l y le rodeó la
cintura con los brazos. É l se tensó y sus manos se aferraron a
las de ella, rompiendo su agarre mientras se giraba hacia ella.
—Persé fone.
Le sorprendió un poco la rapidez con la que se había
girado.
—¿No vas a venir a la cama? —preguntó , con la voz
susurrada.
—Estaré en breve —dijo, soltá ndose. Persé fone se llevó la
mano al pecho.
—No te creo.
Se quedó mirando un momento, con una expresió n
inexpresiva.
—No puedo dormir —dijo—. No quiero molestarte.
—No me vas a molestar —dijo—. Tu ausencia es la razó n
por la que no puedo dormir.
Se sintió un poco tonta al decirlo en voz alta, pero era
cierto que su presencia le facilitaba la relajació n.
—Los dos sabemos que eso no es cierto —dijo, y ella se
estremeció ante sus palabras, porque sabía que se refería a
Pirítoo. Se mordió el interior de la mejilla para evitar que le
temblara la boca. En el tiempo que llevaba conociendo a
Hades, é l nunca la había rechazado, y, sin embargo, aquí
estaba, resistié ndose. Le dolía y se sentía culpable.
—Tienes razó n —dijo ella—. No es cierto.
Lo dejó allí, pero en lugar de volver a su cama, se dirigió al
pasillo, a la Suite de la Reina, donde se metió bajo las frías
mantas y lloró .

Persé fone estaba sentada detrá s de su escritorio, con una


taza de café entre las manos. Miraba fijamente el vapor que se
extendía en el aire, incapaz de concentrarse. No había
dormido y se sentía aturdida. Su cuerpo no deseaba otra cosa
que encontrar un lugar tranquilo y echarse una siesta, pero
sus pensamientos eran caó ticos y se repetían en su cabeza.
Agonizó , dudando entre sentirse culpable o enojada por la
distancia de Hades. Tal vez debería haber forzado la
conversació n en torno a su reacció n, pero despué s de que é l
se negara a ir a la cama, había perdido la confianza y, en
cambio, se sentía ansiosa por abordar el tema. Se había
desencadenado de la nada, y había arremetido contra Hades,
y aunque sabía que é l tambié n había sufrido, no era nada
comparado con lo avergonzada, lo devastada, lo violada que
se sentía.
Se le ocurrió otro pensamiento: ¿y si él ya no estaba
dispuesto a explorar sus fantasías con ella? ¿Y las suyas
propias?
Un golpe llamó su atenció n y Leuce entró con un brazo
lleno de perió dicos. Parecía tan agotada como se sentía
Persé fone.
—¿Está s bien? —preguntó Persé fone.
La ninfa colocó la pila sobre su escritorio y se encogió de
hombros.
—No he dormido bien desde...
Sus palabras se desviaron, pero no necesitó terminar su
frase porque Persé fone sabía que estaba luchando despué s
del ataque al Estadio Talaria.
—Algunas cosas no han cambiado desde la antigü edad —
dijo Leuce—. Se sigue matando, solo que con armas
diferentes.
No se equivocaba: la sociedad era tan violenta como
pacífica.
Los ojos de Persé fone se posaron en el montó n de
perió dicos que Leuce le había traído. El primero era de
Noticias Nueva Atenas y el titular era sobre el ataque al
estadio de Talaria:
MUERTE Y VIOLENCIA:
LA CONSECUENCIA DE SEGUIR A LOS DIOSES
Era un artículo de Helen que afirmaba que el ataque
había sido diseñ ado por la Tríada para forzar el cambio, y que,
sin conflicto, los mortales seguirían viviendo bajo el pulgar de
los dioses.
Se eligió el estadio porque los juegos representaban el
control que los dioses seguían teniendo sobre la sociedad y,
para que eso cambiara, había que desmantelarlo. El problema
era que, de las ciento sesenta personas que habían muerto en
ese estadio, ¿cuá ntas de ellas querían ser má rtires de la
Tríada?
La respuesta de Helen fue cruel: ¿dó nde estaban sus
dioses?
—No puedo creer que Demetri haya aprobado ese artículo
—dijo Leuce, pero Persé fone tenía la sensació n de que
Demetri no había tenido mucho que decir en esto—. Helen se
ha vuelto loca.
—No creo que crea realmente lo que escribe —dijo
Persé fone—. No creo que piense por sí misma en absoluto.
De hecho, Persé fone estaba segura de ello.
—Si la vuelves a ver, por favor, convié rtela en un á rbol —
dijo Leuce.
Persé fone soltó una pequeñ a carcajada cuando Leuce se
marchó , cerrando la puerta tras ella. Por un momento, se
hundió en su silla, sintié ndose aú n má s agotada que antes.
La traició n de Helen había sido impactante, pero esto era algo
má s. Algo mucho peor. Casi como una declaració n de guerra.
Se enderezó lo suficiente y leyó unos cuantos artículos
má s, sintiendo su corazó n má s y má s pesado con cada titular:
Al menos 56 muertes atribuidas a las condiciones
meteorológicas invernales, solo la semana pasada
Millones de personas sin electricidad ni agua debido al
peligroso clima invernal
Muchos temen una crisis alimentaria en medio del
temporal de invierno
Pero fue un epígrafe en particular el que llamó su
atenció n cerca de la parte inferior de la pá gina:
Robo de varios objetos en un museo
Persé fone pensó que eso era extrañ o y recordó que Hades
había mencionado reliquias procedentes del mercado negro,
pero, ¿y si habían sido tomadas de museos?
Mi madre se esconderá a plena vista.
Persé fone llamó a Ivy a la recepció n.
—¿Sí, mi señ ora?
—Ivy, haz que Antoni traiga el auto. Voy a salir unos
minutos.
—Por supuesto. —Hubo una pausa y luego añ adió —: Y...
¿qué debo decirle a lord Hades? ¿Si pregunta dó nde has ido?
Persé fone se puso rígida ante la pregunta. Estaba
frustrada con Hades, pero tampoco quería que se preocupara.
—Puedes decirle que he ido al Museo de la Antigua Grecia
—respondió Persé fone y colgó .
Se puso la chaqueta y bajó las escaleras, pasando por el
escritorio de Ivy.
—Disfrute de su salida, mi señ ora —dijo Ivy mientras salía
del edificio.
Bajó los escalones helados. Antoni esperó , sonriendo a
pesar del frío.
—Mi señ ora —dijo, abriendo la puerta del Lexus.
—Antoni —dijo con una sonrisa mientras se deslizaba en
la cá lida cabina. Cuando el cíclope entró en el lado del
conductor, preguntó —: ¿A dó nde, mi señ ora?
—El Museo de la Antigua Grecia.
La frente de Antoni se frunció , señ al de su sorpresa.
—¿Investigació n? —preguntó .
—Sí —respondió —. Podría llamarse así.
El Museo de la Antigua Grecia estaba situado en el centro
de Nueva Atenas. Antoni la dejó en la acera y ella se dirigió
por el patio hacia unas escaleras de má rmol y la entrada del
edificio. Persé fone había visitado el museo muchas veces,
normalmente en días soleados en los que la plaza estaba llena
de gente. Hoy, sin embargo, el paisaje era á rido y
deslumbrante, las estatuas de má rmol, que normalmente
cegaban bajo la luz, estaban enterradas bajo montones de
nieve.
Al entrar en el museo y pasar por el control de seguridad,
se detuvo a respirar, tratando de captar la magia de su
madre, pero todo lo que pudo oler fue café , limpiadores y
polvo. Paseó por las exposiciones, cada una dedicada a una
é poca diferente de la Antigua Grecia. Las exposiciones eran
hermosas y los objetos estaban dispuestos con elegancia. A
pesar de la intriga, se fijó en las personas, buscando la
familiaridad en sus expresiones o en el movimiento de su
cuerpo. Era difícil identificar a un dios si había manipulado
demasiado su glamour.
No estaba segura de cuá nto tiempo había vagado por el
museo, pero al cabo de una hora había recorrido todas las
exposiciones, excepto el ala infantil. Mientras miraba su
entrada, de colores brillantes, con una letra exagerada y
columnas caricaturescas, percibió un olor familiar, almizclado
y cítrico, que le heló la sangre.
Deméter.
Su corazó n latía con má s fuerza a medida que se
adentraba má s y má s en el ala colorida e interactiva, pasando
por las estatuas de cera y las maquetas de edificios antiguos,
siguiendo el aroma de la magia de Demé ter hasta que la
encontró en el centro de un grupo de niñ os. Definitivamente
había tomado medidas para ocultar su verdadera identidad,
aparentando má s edad con el cabello canoso y algunas
arrugas má s, sin embargo, seguía manteniendo ese aire altivo
que tanto le recordaba a su madre.
Al parecer, estaba dando una vuelta, y ahora mismo
estaba explicando la historia de los Juegos Panhelé nicos y su
importancia en su cultura.
Esto no es lo que había imaginado, incluso cuando había
adivinado que Demé ter se escondía a plena vista.
Verla con los niñ os era como ver a otro dios. Ya no era
severa y había una luz en sus ojos que Persé fone no había
visto desde que era muy joven. Entonces Demé ter levantó la
vista y se encontró con la mirada de Persé fone, y toda aquella
amabilidad se desvaneció . El momento fue breve, un
parpadeo
de decepció n, ira y disgusto, antes de que volviera a mirar a
los niñ os, con una sonrisa bailando en su rostro tan amplia
que sus ojos se arrugaron.
—¿Por qué no pasan un tiempo explorando? Estaré aquí si
tienen alguna pregunta. ¡Adelante!
—¡Gracias, señ ora Doso! —dijeron los niñ os al unísono.
Persé fone no se movió una vez que los niñ os se alejaron,
pero Demé ter se volvió hacia ella, entrecerrando los ojos y
levantando la barbilla en el aire.
—¿Has venido a matarme?
Persé fone se estremeció .
—No.
—Entonces has venido a reprenderme.
Persé fone no respondió inmediatamente.
—¿Y bien? —El tono de Demé ter era cortante.
—Sé lo que te pasó ... antes de que yo naciera —dijo
Persé fone, notando la sorpresa en la mirada de Deméter, en la
forma en que sus labios se separaron. Aun así, solo fue un
momento de debilidad, un instante en el que Persé fone
vislumbró el verdadero dolor de su madre y se angustió antes
de volver a enterrarlo, frunciendo el ceñ o.
—¿Ahora pretendes entenderme?
—Nunca pretendería saber por lo que has pasado —dijo
Persé fone—. Pero me gustaría haberlo sabido.
—¿Y qué habría cambiado eso?
—Nada, salvo que podría haber pasado menos tiempo
enojada contigo.
Demé ter ofreció una sonrisa salvaje.
—¿Por qué lamentar la ira? Alimenta muchas cosas.
—¿Te gusta la venganza?
—Sí —siseó .
—Sabes que puedes parar esto —dijo Persé fone—. No se
puede luchar contra el Destino.
—¿Te lo crees? —preguntó Demé ter—. ¿Dado el destino de
Tique?
Los labios de Persé fone se aplanaron. Era la admisió n de
Demé ter.
—Ella te amaba —dijo Persé fone.
—Quizá s… y, sin embargo, tambié n me dijo que no podía
luchar contra el Destino, y aquí estoy: su hilo cortado por mis
manos.
—Todo el mundo puede asesinar, madre —dijo Persé fone.
—Y, sin embargo, no todo el mundo puede asesinar a un
dios —replicó .
—Así que este es tu camino —dijo Persé fone—. ¿Todo
porque me enamoré de Hades?
Los labios de Demé ter se curvaron.
—Oh, hija, esto está má s allá de ti. Derribaré a cada
Olímpico que se ponga del lado del Destino, a cada adorador
que los tenga en alta estima, y finalmente, los mataré
tambié n, y cuando haya terminado, destrozaré este mundo a
tu alrededor.
La ira de Persé fone sacudió su cuerpo.
—¿Crees que me mantendré al margen y miraré ?
—Oh, flor. No tendrá s elecció n.
Fue entonces cuando Persé fone comprendió que no podía
recuperar a la Demé ter que había bajo la superficie. Aquella
diosa hacía tiempo que se había ido, y aunque aparecía de vez
en cuando, cuando sonreía a los niñ os y cuando recordaba su
trauma, nunca volvería a ser aquella persona. Esta es la
persona que ella creía que tenía que ser para sobrevivir.
Había perdido a su madre hacía mucho tiempo y esto...
esto era un adió s.
—Los Olímpicos te está n buscando.
Entonces Demé ter ofreció una horrible sonrisa. Parecía
que iba a hablar cuando fue interrumpida.
—¡Señ orita Doso! —dijo un niñ o y Demé ter se volvió , su
boca torcida y sus ojos estrechos desaparecieron, sustituidos
por una sonrisa y unos ojos brillantes.
—¿Sí, cariñ o? —Su voz era tranquila y fría, un tono
reservado para las dulces nanas.
—¡Cué ntanos la historia de Heracles!
—Por supuesto. —Ofreció una risa que sonó plateada. Su
mirada se dirigió a Persé fone y, una vez má s, su falsa fachada
se desvaneció y habló —: Deberías temer que me busquen,
hija.
Entonces la Diosa de la Cosecha se volvió , despidiendo a
Persé fone sin otra mirada.
Las palabras de Deméter fueron una advertencia, y
arrojaron una horrible sombra sobre su corazó n. Persé fone
respiró profundamente, odiando có mo se le llenaba la
garganta con el sabor de la magia de su madre, y salió del
museo.
XXVIII

UN foQUE DE fERRoR

Persé fone no volvió al trabajo tras su visita al museo. En


su lugar, se teletransportó al Inframundo y fue en busca de
Hé cate, encontrando a la diosa en su pradera, esperando. Hoy
iba vestida de negro, a juego con Nefeli, que estaba sentada
detrá s de ella, como un presagio. Se frenó al verlas, la
ansiedad brotó en su pecho. Hé cate nunca la esperaba;
siempre estaba haciendo algo: recogiendo hierbas y setas,
preparando venenos o maldiciendo a los mortales.
Se detuvo en el borde del prado y miró a la diosa.
—Sentí tu rabia en el momento en que entraste en el
Inframundo —dijo Hé cate.
—Estoy cambiando, Hé cate —dijo Persé fone, con la voz
quebrada.
—Está s evolucionando —corrigió Hé cate—. Lo sientes,
¿verdad? La oscuridad que se eleva.
—No quiero ser como mi madre.
Era su mayor temor, algo en lo que había pensado desde
la noche en que le pidió a Hades que la llevara a Tá rtaro para
poder torturar a Pirítoo.
—No me inmuto ante la tortura —dijo Persé fone—. Deseo
vengarme de aquellos que me han hecho dañ o. Mataría para
proteger mi corazó n. Ya no sé quié n soy.
—Eres Persé fone —dijo Hé cate—. La reina predestinada de
Hades.
Su pecho subía y bajaba con respiraciones pesadas.
—No debes avergonzarte de herir a la gente que te hace
dañ o —dijo Hé cate—. Es la naturaleza de la batalla.
Habían hablado de combate y de guerra, eran palabras
que se habían enhebrado en las conversaciones de los ú ltimos
meses: batalla con Demé ter, guerra con los dioses.
—Pero eso significa que no soy mejor que los que me
hacen dañ o.
Hé cate ofreció una risa sarcá stica.
—Quienquiera que lo haya dicho nunca ha sido herido, ni
como tú ni como yo.
Persé fone quería hacer má s preguntas a Hé cate: ¿có mo la
habían herido? Pero también conocía el tipo de dolor que
desataban esas preguntas, y no deseaba provocarlo en la
diosa.
—Tu madre prepara una guerra contra el Mundo Superior
—dijo Hé cate—. ¿Deseas derrotarla?
—Sí —siseó Persé fone.
—Entonces te enseñ aré —dijo Hé cate, y sus palabras
fueron seguidas por una terrible oleada de poder mientras el
fuego negro se acumulaba en sus manos, proyectando
sombras en su rostro. Tenía un aspecto aterrador, con el
rostro ceniciento y sin color.
—Lucharé contra ti como lo hará tu madre —dijo—.
Pensará s que nunca te he querido.
Antes que pudiera pensar demasiado en esas palabras,
Hé cate desató su magia de sombras. Cuando impactó , fue
lanzada hacia atrá s, contra el tronco de un á rbol. El dolor era
insoportable, un dolor agudo que la hacía sentir como si su
columna se hubiera roto en pedazos. No podía moverse, así
que inmediatamente invocó su magia, trabajando para
curarse, pero el repentino bramido de Nefeli convirtió la
sangre de Persé fone en hielo. Se había olvidado de la criatura
que se dirigía hacia ella.
No estaba completamente curada cuando se puso en pie y
extendió la mano, utilizando su magia para teletransportar a
la criatura a otra parte del Inframundo. Al otro lado de la
pradera, Hé cate se quedó quieta y, por primera vez desde que
Persé fone conoció a la Diosa de la Brujería, se dio cuenta de
que nunca había sentido realmente su magia. La había
sentido en rá fagas, como luces fantasmales que se encendían
en la oscuridad, que la guiaban de forma intermitente y que
olían a salvia y tierra. Esta magia, la que había invocado para
luchar, era diferente. Era antigua. Olía amargo y á cido como
el vino, pero dejaba un sabor en la garganta, un sabor
metá lico parecido al de la sangre. Al sentirla, una sensació n
de temor se incrustó en su corazó n y, de repente, su latido
irregular era lo ú nico en lo que podía concentrarse: eso y la
rá pida aproximació n de Hé cate.
Se concentró en curar y reunir su poder, recordando las
palabras que Hades había utilizado mientras luchaba contra
ella en la arboleda.
Si estuvieras luchando contra cualquier otro Olímpico,
cualquier enemigo, nunca te habrían dejado ponerte en pie.
Hé cate siguió esta regla, enviando má s magia de las
sombras hacia ella. Persé fone levantó la mano y, durante
unos segundos, todo se ralentizó , pero, a diferencia de las
otras veces que había conseguido congelar el tiempo, la magia
de Hé cate palpitó , como si antes solo hubiera utilizado una
fracció n de ella, destruyendo su hechizo. Las sombras
volvieron a chocar contra ella, hacié ndola volar hacia atrá s.
Aterrizó con fuerza, el viento se le fue de los pulmones, la
tierra se amontonó a su alrededor mientras se detenía
deslizá ndose.
Mientras estaba allí, el suelo empezó a temblar y a rugir.
Sintió que la tierra se abría debajo de ella y se puso de
rodillas, clavando las uñ as para no caer en el abismo que se
había abierto bajo ella. Levantó la vista y encontró a Hé cate a
pocos metros de distancia. Tenía los ojos negros. Había roto la
tierra sin mover un dedo. Había utilizado una magia poderosa
y no estaba aletargada. Tenía a Persé fone de rodillas y solo
había utilizado una pizca de sus habilidades.
Intentó levantarse, pero solo consiguió caer un poco má s.
—Hé cate... —El nombre de la diosa salió de sus labios,
pero no se conmovió con su sú plica. En cambio, su respuesta
fue lanzar má s llamas. Persé fone cayó , gritando en el abismo.
La oscuridad duró solo unos segundos antes de que volviera a
aterrizar en el claro de la batalla. Se estrelló varios metros en
el suelo antes de descansar en el fondo de un crá ter.
Se quedó tumbada durante un segundo, parpadeando
hacia el cielo del Inframundo. Era brumoso y brillante.
De nuevo, recordó las enseñ anzas de Hades.
¿Cómo puedo luchar si no sé qué poder utilizarás contra
mí?
Nunca lo sabrás.
Se teletransportó , apareciendo detrá s de Hé cate, con la
magia agitá ndose en su sangre. Nada má s aterrizar, la diosa
de la magia se giró y, esta vez, en lugar de lanzar una sombra,
surgieron del suelo unas vides negras y espinosas. Los ojos de
Persé fone se abrieron de par en par antes de desaparecer una
vez má s. Cuando apareció a unos metros de distancia, cavó
profundamente, invocando su magia, y una enredadera
espinosa similar surgió del suelo, má s gruesa y afilada, con
pú as de color rojo. Se enredó con la de Hé cate, formando una
barrera entre las dos diosas.
—Finalmente —dijo Hé cate, y una sonrisa malvada se
dibujó en su rostro.
Persé fone sintió có mo estallaba la magia de Hé cate, una
energía tan feroz y mortífera que le hizo vibrar el corazó n en
el pecho. Entonces, la marañ a de espinas explotó y Persé fone
cayó al suelo, cubriéndose la cabeza mientras las pú as se
esparcían por el claro. Sintió varios pinchazos agudos cuando
su cuerpo fue atravesado por ellas. Rugió a pesar del dolor, y
su magia la invadió , empujando la madera astillada fuera de
su cuerpo y sellando las heridas.
—Tú eres la ú nica que puede detener a tu madre —dijo
Hé cate—. Sin embargo, me parece que está s esperando que
los Olímpicos intervengan.
Persé fone se estremeció . Hé cate no se equivocaba, pero la
diferencia era que los olímpicos eran mucho má s poderosos
que ella.
—Quizá s má s poderosos entonces, pero, ¿ahora? —
preguntó Hé cate.
—Sal de mi cabeza —dijo Persé fone entre dientes. La diosa
de la brujería la ignoró .
—¿Y si no se ponen de tu lado? ¿Y si los separan a ti y a
Hades?
Las manos de Persé fone temblaron, y hubo un cambio en
su interior, un cambio en su magia. Estaba sacando de un
pozo al que solo había accedido una vez.
Estaba oscuro.
Era una parte de ella en la que había almacenado su ira,
sus dudas y su miedo, todos los pensamientos y experiencias
negativas que había tenido. Esa energía se filtró de su cuerpo
a la tierra. A su alrededor, las hojas y la hierba se
marchitaron, las ramas de los á rboles cayeron como si
estuvieran fundidas.
Estaba drenando la magia de Hades del Inframundo,
robando su vida para alimentar la suya.
Si Hé cate se dio cuenta, no dudó en su discurso.
—Zeus tomará el camino de la menor resistencia. Tú eres
la menor resistencia. Eres dé bil.
—No soy dé bil.
—Demué stralo.
La tierra a sus pies era ahora esté ril. Los á rboles que una
vez fueron frondosos y esmeralda se habían convertido en
cenizas, los restos arrastrados mientras una oscuridad se
reunía alrededor de Persé fone, levantando su cabello y
rasgando sus ropas.
—Soy la Diosa de la Vida —dijo Persé fone—. La Reina de la
Muerte.
Mientras las sombras se arremolinaban, Persé fone sintió
que ella misma se convertía en oscuridad.
—Soy el principio y el fin de los mundos.
En el siguiente segundo, arremetió , moviéndose má s
rá pido de lo que se había movido en su vida y, al acercarse a
Hé cate, juntó las manos. Una energía oscura salió disparada
y golpeó a la diosa en el pecho. Voló hacia atrá s, arrastrando
los pies por el suelo, desgarrando la tierra. Aterrizó en una
marañ a de espinas que Persé fone había convocado,
enredando sus muñ ecas y sus tobillos.
Cuando el polvo se asentó , Persé fone se quedó respirando
con dificultad, su cuerpo zumbaba por la energía que había
logrado convocar desde el Inframundo.
Hé cate sonrió .
—Bien hecho, querida —dijo—. ¿Vamos a tomar el té ?
Persé fone sintió algo hú medo bajo su nariz y, al tocarse los
labios, sus dedos salieron cubiertos de sangre.
Sus cejas se juntaron.
—Huh —murmuró —. Sí, me encantaría.
Se retiraron a la cabañ a de Hé cate, dejando la pradera
vacía de magia.
—¿Debo... restaurarlo? —preguntó Persé fone mientras se
alejaban.
—No —dijo Hé cate, indiferente—. Deja que Hades vea tu
obra.
Persé fone no discutió . Se sentía cansada, aunque no tan
agotada como en el pasado cuando había usado su magia. La
sangre era nueva, sin embargo, y al sentarse en la mesa de
Hé cate, la diosa le entregó un pañ o negro.
—Has usado mucho poder —explicó Hé cate—. Tu cuerpo
se acostumbrará .
Un aroma terroso y amargo llenaba el espacio mientras
Hé cate preparaba el té .
—¿Has pensado má s en la boda? —preguntó Hé cate—. Las
almas está n ansiosas por confirmar una fecha.
—No lo he hecho —contestó Persé fone, mirá ndose las
manos: tenía las uñ as rotas y los dedos sucios. La boda le hizo
aflorar otros sentimientos, como la culpa. De repente, quiso
volver a luchar solo para no tener que enfrentarse a lo que
sentía.
Hé cate le puso delante una taza de té humeante junto con
un tarro de miel.
—Tendrá s que endulzarlo —dijo—. Es corteza de sauce,
así que será amarga.
Persé fone añ adió la miel lentamente y dio un sorbo al té .
Se concentró mucho en la tarea, evitando el contacto visual
con Hé cate, aunque sabía que la diosa la miraba fijamente.
—¿Está s bien, querida? —preguntó Hé cate, sentá ndose
frente a Persé fone.
No sabía qué responder, así que se quedó callada, pero
sus ojos se empañ aron de lá grimas.
—¿Querida? —La voz de Hé cate era grave.
—No —susurró , y su voz se quebró —. No estoy bien.
Hé cate cruzó la mesa y cubrió la mano de Persé fone con la
suya.
—¿Quieres contarme?
Persé fone tragó , las lá grimas cayeron silenciosamente por
su rostro.
—Ha sido un día muy largo —dijo en voz baja. Hizo una
pausa y luego habló —. Tengo miedo de que Hades se
distancie de mí.
—No creo que sea capaz de mantenerse alejado mucho
tiempo —replicó Hé cate.
—No sabes lo que hice.
—¿Qué has hecho?
Persé fone contó lo que había ocurrido entre ellos la noche
anterior. Tuvo que hacer una pausa para respirar hondo,
pues no esperaba tener una respuesta tan visceral por el
mero hecho de recordar la experiencia, pero incluso ahora, al
pensar en có mo habían empezado, con besos sanadores que
poco a poco se habían transformado en algo má s apasionado,
y en có mo terminaron, con el horror de revivir el secuestro de
Pirítoo, se dio cuenta de que su corazó n se aceleraba y le dolía
el pecho.
—Cariñ o, no has hecho nada malo.
No se había sentido así cuando se había despertado sola.
—Puede ser cierto que Hades se distancie, es probable
que lo haga porque piensa que te ha hecho dañ o.
Sabía que eso era cierto. Nunca olvidaría la expresió n de
horror que había puesto cuando se dio cuenta de lo que había
pasado.
—Le hice dañ o —respondió .
—Lo asustaste —aclaró Hé cate—. Hay una diferencia.
—Odio a Pirítoo por lo que ha hecho. Primero invadió mis
sueñ os y ahora la parte má s sagrada de mi vida con Hades.
—Olvídalo si eso ayuda —dijo Hé cate—. Pero Pirítoo no se
irá hasta que te enfrentes a lo que te pasó .
Persé fone tragó .
—Me siento... ridícula. Tanta gente ha experimentado
cosas peores...
Pensó en Lara, que había sido violada por Zeus.
—No compares los traumas, Persé fone —dijo Hé cate—.
No servirá de nada. Encontrará s la manera de recuperar tu
poder.
—Me siento poderosa cuando estoy con Hades. Me siento
má s poderosa cuando tenemos sexo. No sé por qué , solo me
asombra que este dios adore mis pies.
—Entonces recupera ese poder —dijo Hé cate—. El sexo
tiene que ver con el placer tanto como con la comunicació n.
Habla con Hades. Dile lo que necesitas.
Persé fone se encontró con la mirada de Hé cate.
—Lo amo, Hé cate. El mundo quiere quitá rmelo, y temo
que, si no lo libero, habrá guerra.
—Oh, querida —dijo Hé cate, con una nota de melancolía
en su voz—. No importa tu elecció n, nada evitará la guerra.
XXIX

LA CURAGIÓN

Persé fone cenó con las almas en Asfó delos. Cuando


regresó al palacio, se bañ ó y se puso un camisó n blanco que
se pegaba a su piel hú meda. Al dirigirse a su habitació n, no le
sorprendió encontrarla vacía, a pesar de sentir la presencia de
Hades en algú n lugar del Inframundo. Pensó en su
conversació n con Hé cate y supo que tenía que terminar con
esto antes de que fuera má s allá .
Saliendo al balcó n, fue en su busca, bajando las escaleras
hacia el exuberante jardín de Hades. El camino de piedra
estaba fresco contra sus pies descalzos, y el aire se sentía
hú medo como si acabara de llover, aunque, por lo que sabía
Persé fone, no llovía en el Inframundo.
Cuando atravesó el sombreado dosel del jardín, el
crepú sculo se asentó en tonos apagados de rosa, naranja y
azul. Una luna austera se hacía má s brillante, y, bajo ese
hermoso cielo, estaba Hades. Cerbero, Tifó n y Ortro corrían en
círculos a su alrededor, aplastando la hierba mientras
perseguían su bola roja. Fue Cerbero quien se fijó primero en
ella, luego Tifó n, despué s Ortro y, por ú ltimo, Hades, que se
giró y miró fijamente cuando se acercó . Sus ojos eran oscuros
y quemaban cada parte de su piel expuesta. El deseo estalló
en su estó mago, endureciendo sus pezones bajo la fina tela de
su camisó n.
Se detuvo a unos pasos de é l.
—No te he visto en todo el día —dijo.
—Ha sido un día ajetreado —respondió —. Como el tuyo.
He visto la arboleda.
—No pareces impresionado.
—Lo estoy, pero decir que estoy sorprendido sería una
mentira. Conozco tus capacidades.
Hades siempre había conocido su potencial y, sin embargo,
había sido el primero en enseñ arle que su valor no estaba
ligado a su poder. Era una lecció n difícil de aprender cuando
el valor de los Divinos se basaba en sus habilidades.
El silencio se extendió entre ellos mientras las palabras
que Persé fone quería decir se agolpaban en su boca. Hades
parecía atormentado, allí de pie bajo su hermoso cielo. Ella lo
deseaba tanto, su calor y su aroma. Solo di las palabras,
pensó , respiró profundamente, como si se preparara, pero
solo consiguió soltar un lento soplo de aire.
—¿Has venido a dar las buenas noches? —preguntó
Hades.
Persé fone lo miró , sorprendida. Nunca lo buscaba para
darle las buenas noches porque no tenía por qué hacerlo; é l
siempre se iba a la cama con ella, aunque no se quedara.
—¿No quieres venir a la cama conmigo? —preguntó ella,
observando có mo la garganta de Hades se balanceaba.
—Me reuniré contigo en breve —respondió , pero no la
miró . En su lugar, miró fijamente el horizonte que se
desvanecía. Era la segunda noche que mentía.
Se le hizo un nudo en la garganta.
Consideró la posibilidad de marcharse, de huir, en
realidad. Ante el muro que Hades estaba construyendo,
parecía má s fá cil huir que intentar derribarlo. Pero sabía que
eso no era cierto.
—Quiero hablar de la otra noche —dijo, imprimiendo a su
voz toda la confianza que pudo.
Su petició n atrajo la atenció n de Hades: su mirada feroz,
su mandíbula apretada, su cuerpo tenso. Abrió la boca y la
cerró antes de apartar la mirada.
—No quería hacerte dañ o —dijo, y esas palabras abrieron
una herida en carne viva en su pecho.
—Lo sé —dijo Persé fone, las lá grimas le quemaban los
ojos. A su vez, la propia respiració n de Hades se aceleró , como
si estuviera conteniendo un dique de emociones.
—Estaba tan perdido en mi deseo, en lo que deseaba hacer
contigo, que no vi lo que estaba pasando. Te empujé
demasiado lejos. No volverá a suceder.
No, quería gritar. Era lo que temía: que Hades dejara de
explorar con ella por miedo.
—¿Y si eso es lo que quiero? —preguntó .
Hades la miró fijamente, buscando su mirada, y ella
continuó :
—Quiero probar tantas cosas contigo… Pero tengo miedo
de que no me quieras.
—Persé fone… —Hades dio un paso tentativo hacia
delante, luego otro.
—Sé que no es cierto, pero no puedo evitar có mo pienso, y
creí que era mejor decir lo que pensaba que guardarlo para
mí. No quiero dejar de aprender contigo.
Sus manos se posaron en el rostro de ella, un toque
suave, como si fuera de porcelana. Le inclinó la cabeza para
que su mirada se encontrara con la suya y habló :
—Siempre te querré .
Le dio un beso en la frente y, al apartarse, Persé fone se
aferró a sus antebrazos.
—Sé que te duele por mí, pero te necesito.
—Estoy aquí.
Le sostuvo la mirada y guio sus manos desde su rostro
hasta sus pechos.
—Tó came —susurró —. Podemos ir despacio.
No soltó sus manos cuando le apretó suavemente los
pechos, ni cuando el pulgar y el índice le rozaron los pezones.
—¿Qué má s? —preguntó , con la voz baja y ronca.
—Bé same —dijo, y lo hizo. Sus labios se apretaron
suavemente contra los de ella y su lengua se deslizó por el
borde de su boca. Ella se abrió para é l, saboreá ndolo, su ritmo
un intercambio lento y embriagador. Las manos de Hades
permanecieron en sus pechos, amasando y acariciando.
Entonces se acercó , con una mano en el cabello de ella, y
se congeló de repente, apartá ndose.
—Lo siento, no pregunté si eso estaba bien.
—Está bien —susurró —. No pasa nada.
Se acercó a é l y juntó sus labios. Esta vez, ella lo guio,
introduciendo la lengua en su boca. Sus dedos se
introdujeron en su sedoso cabello, liberá ndolo de su apretada
atadura. Lo utilizó para acercarlo y besarlo con má s fuerza, y
entonces sus manos se desplazaron, bajando por su pecho
hasta su polla, que se tensaba, desesperada por liberarse.
Esta vez, su mano se posó sobre la de ella y se apretó
contra su palma.
—Tó came —dijo é l.
Y lo hizo, primero a travé s de la tela, pero cuando eso no
fue suficiente, le desabrochó el pantaló n y liberó su sexo: era
cá lido, suave y duro, y mientras su mano se movía,
trabajando desde la raíz hasta la punta, siguieron besá ndose
hasta que Hades se apartó , con el rostro brillando de sudor.
—Arrodíllate —susurró ella, y ambos lo hicieron,
besá ndose con desesperació n hasta que Persé fone facilitó que
Hades se pusiera de espaldas. Se levantó el camisó n y se
sentó a horcajadas sobre é l, deslizá ndose sobre su sexo con el
suyo propio; la fricció n era deliciosa, y sin demora, lo guio
dentro de ella. Dejó escapar una respiració n tan profunda que
parecía que su alma había abandonado su cuerpo. Hades
gimió y sus dedos se clavaron en sus muslos.
—Sí —siseó é l, mientras ella se movía, moviendo las
caderas para sentirlo má s profundamente. Se miraron y su
respiració n se aceleró . Persé fone tomó las manos de é l,
guiá ndolas por su cuerpo, hasta los pechos, por los costados,
por el trasero.
—Joder. —La maldició n de Hades fue baja y sin aliento.
Se inclinó hacia delante y lo besó , lo devoró , se ahogó en
é l; no había nada má s que é l bajo la luna tenue y el cielo
estrellado, y cuando se debilitó demasiado para moverse,
Hades se sentó , la agarró por el cuello y la espalda y la ayudó
a deslizarse a lo largo de su polla hasta que se corrió .
Se sentaron en medio del campo, unidos, hasta que su
respiració n se calmó . Despué s, Persé fone se puso en pie con
las piernas temblorosas. Hades le sujetó las manos desde el
suelo.
—¿Está s bien?
Ella le sonrió .
—Sí. Muy bien.
Hades se puso de pie rá pidamente y recuperó su aspecto.
Tras un momento, le tendió la mano.
—¿Está s lista para la cama, querida?
—Siempre que tú tambié n vengas.
—Por supuesto —respondió .
Cuando volvieron a atravesar el jardín, el paso de Hades
se detuvo. Persé fone lo miró , recelosa.
—¿Qué pasa?
—Cuando dijiste que querías... probar... cosas conmigo.
¿Qué cosas, exactamente?
El rostro de Persé fone se sonrojó ; era iró nico, dado que
acababan de tener sexo en el campo fuera del palacio.
—¿Qué está s dispuesto a enseñ ar? —preguntó .
—Todo —dijo—. Todo.
—Tal vez deberíamos empezar por donde fallamos —
respondió —. Con... el sometimiento.
Hades la miró fijamente durante un largo momento, antes
de apartarle un mechó n del rostro.
—¿Está s segura?
Ella asintió .
—Te diré cuando sienta miedo.
Hades apoyó su frente contra la de ella y, mientras
hablaba, su aliento le calentó los labios.
—Tienes mi corazó n en tus manos, Persé fone.
—Y tu polla tambié n, por lo visto —dijo Hermes.
Se volvieron para encontrar al Dios de la Travesura de pie
a unos pasos, con un aspecto muy divertido. Iba vestido como
si hubiera salido de la antigü edad, con tú nicas doradas que
brillaban en la noche y sandalias que le apretaban las
pantorrillas.
—Hermes —gruñ ó Hades.
—Pensé que interrumpir ahora era probablemente mejor
que hace unos minutos —dijo.
—¿Estabas mirando? —preguntó Persé fone, dividida entre
el enojo y la vergü enza.
—Para ser justos... estabas teniendo sexo en medio del
Inframundo —señ aló Hermes.
—Y yo te he lanzado igual de lejos —dijo Hades—.
¿Necesitas un recordatorio?
—Ah, no. Si te vas a enojar con alguien, enó jate con Zeus.
É l me envió .
El estó mago de Persé fone dio un vuelco.
—¿Por qué ? —preguntó .
—Se ha convocado una fiesta —dijo.
—¿Una fiesta? ¿Esta noche?
—Sí. —Hermes se miró la muñ eca, y Persé fone observó
que no tenía reloj—. Dentro de una hora exactamente.
—¿Y debemos asistir? —preguntó .
—Bueno, no te he visto tener sexo por nada —dijo Hermes
con suavidad.
Persé fone puso los ojos en blanco.
—¿Por qué debemos asistir? ¿Y por qué con tan poca
antelació n?
—No lo dijo, pero tal vez haya decidido finalmente bendecir
su unió n. —Hermes hizo una pausa para reírse—. Quiero
decir, ¿por qué iba a convocar un banquete si iba a decir que
no?
—¿Conoces a mi hermano? —preguntó Hades, claramente
no divertido.
—Por desgracia, sí. Es mi padre —respondió Hermes, y
luego dio una palmada—. Bueno, los veré pronto.
Hermes se desvaneció .
Persé fone se volvió completamente hacia Hades.
—¿Crees que es verdad? ¿Que nos está convocando para
bendecir nuestro matrimonio?
La mandíbula de Hades se relajó visiblemente antes de
responder:
—No me aventuraré a adivinar.
Para Persé fone, eso se tradujo en: No lo espero, y mentiría
si no admitiera que eso solo la hizo sentir má s incó moda.
—¿Qué me pongo? —preguntó Persé fone.
Hades la miró .
—Deja que te vista.
Ella sonrió .
—¿De verdad crees que eso es inteligente?
—Sí —dijo, acercá ndola con un brazo alrededor de su
cintura—. Por un lado, no nos llevará mucho tiempo, lo que
significa que tenemos aproximadamente cincuenta y nueve
minutos para cualquier cosa que desees.
—¿Cualquier cosa? —preguntó ella, acercá ndose.
—Sí. —Hades suspiró .
—Entonces deseo... un bañ o.
Había pasado los ú ltimos minutos revolcá ndose en la
hierba con Hades. No hace falta decir que se sentía un poco
sucia.
Hades se rio.
—Enseguida, mi reina.
XXX

UNA FIESTA EN EL OLIMPo

Hades caminó en círculo alrededor de Persé fone.


Ella estaba quieta, el centro de su mundo, llevando un
vestido que é l había materializado con su magia. Era suave y
negro, y acentuaba las curvas de su cuerpo. Un elegante
escote en forma de corazó n y unas mangas largas con capa
creaban una silueta regia. Un escalofrío recorrió su columna
vertebral, haciendo que sus hombros se enderezaran y su
espalda se arqueara ligeramente. Pensó que Hades podría
haberse dado cuenta cuando habló , porque sus palabras
salieron en un gruñ ido bajo y sensual.
—Suelta tu glamour —dijo.
Obedeció sin dudar, dejando que su glamour se
desvaneciera para revelar su forma divina. Al igual que
Hades, no utilizaba esta forma a menudo, salvo en los eventos
del Inframundo. Se sentía má s natural aquí, entre la gente
que la reconocía y adoraba como diosa.
Cuando Hades se detuvo ante ella, la fuerza de su
presencia le robó el aliento. Era impresionante, vestido de
negro y con una corona de hierro. Su mirada azul brillante
recorrió desde sus pechos hasta sus pies, demorá ndose en sus
pechos y en la curva de sus caderas.
—Solo una cosa má s —dijo, levantando las manos, y al
hacerlo, apareció una corona. Hacía juego con la suya: todos
los bordes dentados y negros.
Sus labios se curvaron cuando la colocó sobre su cabeza.
La sorprendió lo ligera que se sentía.
—¿Está s haciendo una declaració n, mi señ or? —preguntó
mientras sus manos caían a los lados.
—Pensé que era obvio.
—¿Que te pertenezco?
Hades le puso un dedo bajo la barbilla mientras hablaba.
—No, que nos pertenecemos el uno al otro. —La besó , y al
apartarse, su suave mirada se conectó con la de ella—. Eres
hermosa, querida.
Trazó la forma de su rostro, la curva de su nariz, el arco
de sus labios. Estaba segura de haber memorizado cada
hendidura, cada hueco y cada curva, pero de repente sintió la
necesidad de asegurarse de haber interiorizado todas las
partes de é l por miedo a no volver a verlo.
Las cejas de Hades se juntaron, sus dedos rozaron el
costado de su rostro.
—¿Está s bien?
—Sí. Perfecto —respondió , aunque ambos sabían que no
estaba siendo del todo sincera. Tenía miedo—. ¿Está s listo?
—Nunca estoy listo para el Olimpo —dijo Hades—. No te
vayas de mi lado.
No tendría ningú n problema con eso, a menos que, por
supuesto, Hermes la alejara.
Su agarre se apretó en el brazo de é l mientras se
teletransportaba, su corazó n palpitaba en su pecho, ansioso
por volver al antiguo hogar de los dioses, aunque algunos de
ellos fueran amigos.
Llegaron al patio de má rmol del monte Olimpo, donde se
alzaba ante ellos un arco de doce estatuas, cada una de las
cuales estaba tallada para parecerse a los Olímpicos.
Persé fone lo reconoció como el espacio donde el cuerpo de
Tique había sido quemado. Era la parte má s baja del Olimpo;
el resto de la ciudad estaba construida en la ladera de la
montañ a y se accedía a ella por una serie de pasajes
empinados. En los pisos superiores se escuchaba un fuerte
clamor de voces y mú sica. En la cima de la montañ a había un
templo en el que la luz cá lida salía de las columnas
arqueadas de un pó rtico abierto.
—Supongo que ese es nuestro destino —preguntó
Persé fone.
—Por desgracia —respondió Hades.
El paseo fue agradable: una escalera de caracol que los
llevó a pasar por bonitas puertas y vistas excepcionales. A
esta altura, las nubes estaban cerca, las estrellas brillaban y
el cielo era de un azul intenso. Se preguntó có mo serían el
amanecer y el atardecer desde aquí. Se imaginó que el bronce
ardiente del sol probablemente bañ aba el má rmol en oro, y
que a su alrededor habría nubes del mismo color. Sería un
palacio dorado en el cielo, hermoso e indigno de quienes lo
gobernaban.
La ascensió n final al templo era un amplio conjunto de
escaleras flanqueadas por dos grandes cuencas de fuego que
conducían a un pó rtico abierto. En la parte superior,
Persé fone encontró una sala repleta de dioses, semidioses,
criaturas inmortales y mortales favorecidos. Reconoció a todos
los dioses y a algunos de los favorecidos, Ajax y Hé ctor, en
particular, que llevaban chitones cortos y blancos y círculos
de oro en el cabello, otros invitados iban vestidos de forma
má s extravagante y moderna, con vestidos que brillaban con
lentejuelas y cuentas, y trajes de terciopelo o con un elegante
brillo.
Había risas, emoció n y una electricidad cargada en el aire
que no tenía nada que ver con la magia, hasta que
aparecieron ellos.
Entonces, una a una, las cabezas se volvieron para mirar,
y el silencio se extendió por la multitud. Hubo una serie de
expresiones: intriga, miedo y ceñ os fruncidos de
desaprobació n, aunque el corazó n le martilleaba en el pecho y
apretó con fuerza la mano de Hades, mantuvo la cabeza alta y
lo miró , sonriendo.
—Parece que no soy la ú nica que no puede evitar mirarte,
mi amor —dijo—. Creo que toda la sala está embelesada.
Hades se rio.
—Oh, querida. Te está n mirando fijamente a ti.
Su intercambio alentó una oleada de susurros mientras se
dirigían a la pista. La multitud se separó para ellos, como si
temieran que el roce de cualquiera de los dioses los
convirtiera en cenizas. A Persé fone le recordaba a una é poca
en la que se sentía frustrada con Hades por dejar que el
mundo pensara que era cruel. Ahora consideraba que
probablemente era su mejor arma: el poder del miedo.
—¡Sefi!
Se giró a tiempo, soltando la mano de Hades, para
encontrar a Hermes atravesando la multitud. Llevaba el traje
má s brillante que jamá s había visto, de un tono amarillo que
parecía la piel de un limó n. Tenía las solapas negras y flores
bordadas en la chaqueta en colores cerceta, rojo y verde.
—¡Está s impresionante! —dijo é l, tomando sus manos
entre las suyas y levantá ndolas como si quisiera inspeccionar
su vestido.
Ella sonrió .
—Gracias, Hermes, pero debo advertirte que está s
halagando la obra de Hades. É l hizo el vestido.
Se oyen algunos gritos de jú bilo: el pú blico, todavía
silencioso desde su llegada, estaba escuchando.
—Claro que sí, y en su color favorito. —Observó Hermes,
con una ceja alzada.
—En realidad, Hermes, el negro no es mi color favorito —
dijo Hades, su voz tranquila, pero de algú n modo resonante, y
Persé fone sintió como si la sala contuviera colectivamente la
respiració n.
—Entonces, ¿cuá l es? —la pregunta provino de una ninfa
que Persé fone no reconoció , pero a juzgar por su cabello
ceniciento, supuso que era una meliae, una ninfa del fresno.
La comisura de los labios de Hades se levantó al
responder:
—Rojo.
—¿Rojo? —exigió otra—. ¿Por qué rojo?
La sonrisa de Hades creció y miró a Persé fone, con la
mano puesta en su cintura. Imaginó que a é l no le gustaba esta
atenció n, pero le iba bien bajo el escrutinio.
—Creo que me empezó a gustar el color cuando Persé fone
lo llevó en la Gala del Olimpo.
Se sonrojó , no pudo evitarlo. Aquella noche había cedido a
su deseo por é l y, tras ello, había sentido la vida por primera
vez, un dé bil latido en el mundo que la rodeaba.
Algunas personas suspiraron con anhelo, mientras que
otras se burlaron.
—¿Quié n iba a pensar que mi hermano sería tan
sentimental? —La pregunta procedía de Poseidó n, que estaba
de pie casi en la mitad de la sala. Llevaba un traje azul
aguamarina, el cabello recogido en una onda rubia y unos
cuernos en forma de sacacorchos que sobresalían de su
cabeza. En su brazo había una mujer que Persé fone sabía que
era Anfítrite. Era hermosa, regia, con un cabello rojo brillante
y un rostro delicado. Se aferraba a Poseidó n, y Persé fone no
podía saber si era por devoció n o por miedo a su mirada
errante.
Una vez que Poseidó n habló , soltó una carcajada, carente
de humor, y bebió de su vaso.
—Ignó ralo —dijo Hermes—. Ha tomado demasiada
ambrosía.
—No le pongas excusas —dijo Hades—. Poseidó n es
siempre un imbé cil.
—¡Hermano! —Se oyó otra voz y Persé fone se encogió
cuando el gran cuerpo de Zeus se abrió paso entre la
multitud. Iba vestido con un chitó n azul claro que se cerraba
sobre un hombro, dejando parte del pecho al descubierto. Su
cabello, que le llegaba hasta los hombros, y su poblada barba
eran de color oscuro, pero con hilos de plata. Persé fone no
pudo evitar pensar que su actitud bulliciosa era todo un acto
de engañ o. Bajo la superficie de este dios había algo oscuro—.
Y hermosa Persé fone. Me alegra que hayan podido venir.
—Tenía la impresió n de que no teníamos elecció n —dijo
Persé fone.
—Se te está contagiando de ella, hermano. —Se rio Zeus,
pinchando a Hades en el costado. Sus ojos se encendieron,
furiosos por el toque—. ¿Por qué no ibas a venir? Al fin y al
cabo, es tu fiesta de compromiso.
Persé fone pensó que era iró nico, dada su tranquila
bienvenida.
—Entonces eso debe significar que tenemos tu bendició n
—dijo Persé fone—. Para casarnos.
De nuevo, Zeus se rio.
—Eso no lo decido yo, querida. Es mi orá culo el que
decidirá .
—No me llames querida —dijo Persé fone.
—Es solo una palabra. No pretendo ofender.
—No me importa lo que pretendas —contraatacó Persé fone
—. La palabra me ofende.
El silencio se extendió entre todos los dioses, y entonces
Zeus se rio.
—Hades, tu juguete es demasiado sensible.
Hubo un borró n cuando la mano de Hades se movió para
agarrar a Zeus por el cuello. Toda la sala quedó en silencio.
Hermes agarró el brazo de Persé fone, dispuesto a apartarla en
el momento en que estos dos entraran en combate.
—¿Có mo has llamado a mi prometida? —preguntó Hades.
Entonces Persé fone lo vio: la mirada que había estado
esperando ver. La verdad de la naturaleza de Zeus bajo la
fachada. Sus ojos se oscurecieron, ardiendo con una luz tan
feroz y antigua, que ella sintió miedo en lo má s profundo de
su alma. La expresió n jovial que solía mantener se transformó
en algo maligno, oscureciendo los huecos de sus mejillas y el
espacio bajo sus ojos.
—Cuidado, Hades, yo sigo rigiendo tu destino.
—Error, hermano. Discú lpate.
Pasaron unos segundos má s y Persé fone no creía que Zeus
fuera a ceder. Parecía má s el tipo de dios que iría a la guerra
por unas pocas palabras que por lo que realmente importaba:
la muerte y la destrucció n que su madre estaba causando en
el mundo.
Pero despué s de unos momentos, el Dios del Trueno se
aclaró la garganta.
—Persé fone —dijo—. Discú lpame.
Ella no lo hizo, pero Hades liberó su garganta.
Zeus recuperó la compostura con facilidad, su rabia se
fundió en su expresió n habitualmente jovial. Incluso rio,
ené rgico y pleno.
—¡Hagamos un festín!
La cena se celebró en una sala de banquetes adyacente al
porche. Una gran mesa horizontal se alzaba por encima del
resto en el lado má s alejado de la sala en la que la mayoría de
los Olímpicos ya estaban sentados.
Persé fone miró a Hades.
—Parece que no nos vamos a sentar juntos —dijo.
—¿Có mo?
Señ aló con la cabeza hacia el frente de la sala.
—No soy una Olímpica.
—Serlo está sobrevalorado —dijo—. Me sentaré contigo.
Donde quieras.
—¿No hará eso enojar a Zeus?
—Sí.
—¿Quieres casarte conmigo? —preguntó Persé fone. Hacer
enojar a Zeus no parecía la mejor manera de obtener su
bendició n.
—Cariñ o, me casaré contigo a pesar de lo que diga Zeus.
Persé fone no lo dudaba, pero tenía una pregunta.
—¿Qué pasa cuando no bendice un matrimonio?
—Arregla un matrimonio para la mujer —dijo Hades.
Persé fone rechinó los dientes y Hades le puso la mano en
la parte baja de la espalda, dirigié ndola a una silla en una de
las mesas redondas. Se sentó y se colocó a su lado. Había
otras dos personas en la mesa que Hades había elegido: un
hombre y una mujer. Eran jó venes y tenían un aspecto
similar, como si fueran hermanos: sus cabellos se rizaban con
el mismo patró n, eran de color dorado y sus ojos verdes
estaban muy abiertos. Ambos parecían estar petrificados y
asombrados por su presencia.
Persé fone les sonrió .
—Hola —saludó —. Soy...
—Persé fone —dijo el hombre—. Sabemos quié n eres.
—Sí —dijo ella, con la voz un poco aguda, sin saber qué
pensar de las palabras del hombre ni de su tono—. ¿Có mo se
llaman?
Dudaron.
—Ese es Tales y esa es Callista —dijo Hades—. Son hijos
de Apeliotes.
—¿Apeliotes? —Persé fone no reconoció el nombre.
—El Dios del Viento del Sureste —respondió Hades con
suavidad.
De nuevo, sus ojos se abrieron de par en par.
—¿Nos conoces? —preguntó
Callista. Hades parecía molesto.
—Por supuesto.
Los dos intercambiaron una mirada, pero antes de que
pudieran decir algo má s, fueron interrumpidos.
—Hades, ¿qué está s haciendo?
La pregunta vino de Afrodita, que se había detenido en su
mesa. Llevaba un hermoso vestido plisado con cintura
imperio y cinturó n. La tela era dorada y brillaba bajo la luz
cuando se movía. A su lado estaba Hefesto, que permanecía
estoico y tranquilo, vestido con una sencilla tú nica gris y
pantaló n negro.
—Sentado —respondió Hades.
—Pero está s en la mesa equivocada.
—Mientras esté con Persé fone, está bien —respondió .
Afrodita frunció el ceñ o.
—¿Có mo está Harmonía, Afrodita? —preguntó Persé fone.
Los ojos verde mar de la diosa se desplazaron para
encontrar su mirada.
—Bien, supongo. Ha pasado gran parte de su tiempo con
tu amiga Sybil.
Persé fone dudó .
—Creo que se han hecho muy buenas amigas.
Afrodita ofreció una pequeñ a sonrisa.
—Amigas —repitió —. ¿Han olvidado que soy la diosa del
amor?
Con eso, los dos se marcharon. Persé fone vio có mo
Hefesto acompañ aba a Afrodita a la mesa del Olimpo, la
ayudaba a sentarse y luego se iba a buscar una mesa para é l.
Se volvió hacia Hades.
—¿Crees que Afrodita se... opone a la elecció n de pareja de
Harmonía?
—¿Quieres decir que se opone porque Sybil es una mujer?
No. Afrodita cree que el amor es el amor. Si está molesta, es
porque la relació n de Harmonía significa que tiene menos
tiempo para ella.
Persé fone frunció el ceñ o y, por un momento, creyó
entender có mo se sentía Afrodita. El ataque de Harmonía
había devuelto a la diosa a su vida y eso había significado
compañ ía, y por mucho que a Afrodita le gustara fingir que no
le importaba su independencia, Persé fone, y todo el mundo,
sabía que ansiaba la atenció n, concretamente, la de Hefesto.
—¿Crees que Afrodita y Hefesto se reconciliará n alguna
vez?
—Solo podemos esperar. Ambos son completamente
insoportables.
Persé fone puso los ojos en blanco y le dio un codazo, pero
el Dios de los Muertos se limitó a reírse.
La cena apareció ante ellos: cordero, patatas al limó n,
zanahorias asadas y eliopsomo, un pan horneado con
aceitunas negras. Los olores eran sabrosos e hicieron que
Persé fone se diera cuenta del hambre que tenía.
Hades buscó una jarra de plata en la mesa.
—¿Ambrosía? —preguntó .
Levantó una ceja.
—Claro.
La ambrosía no era como el vino. Era má s fuerte que el
alcohol mortal. Persé fone solo había tomado una pequeñ a
cantidad en el pasado, y eso había sido gracias a Lexa, que
había comprado una botella del famoso vino de Dionisio que
se había mezclado con una gota del líquido divino.
—Solo un poco —dijo, y vertió una pequeñ a cantidad en
su copa.
Hades llenó el suyo hasta el borde.
—¿Qué ? —preguntó al notar que Persé fone lo miraba.
—Eres un alcohó lico —dijo.
—Funcional.
Persé fone negó y bebió un sorbo de ambrosía. El sabor le
llenó la boca de una sensació n fresca y melosa.
—¿Te gusta? —preguntó Hades, su voz era grave, casi
sensual, y atrajo su atenció n.
—Sí —dijo.
Callista se aclaró la garganta y Persé fone se volvió para
mirarla.
—Entonces, ¿có mo se conocieron? —preguntó .
Hermes resopló , apareciendo junto a Persé fone con su
plato y sus cubiertos.
—¿Te sientas ante los dioses y esa es la pregunta que
eliges hacer?
—Hermes, ¿qué haces? —preguntó Persé fone.
—Te he echado de menos —dijo, y se encogió de hombros.
En cuanto el Dios de la Travesura se sentó a su lado,
Apolo abandonó la mesa del Olimpo para sentarse junto a
Ajax.
—Creo que has iniciado un movimiento, Hades —dijo
Persé fone. Uno que a Zeus no pareció gustarle, ya que sus
labios se torcieron en un ceñ o fruncido.
Hades la miró y sonrió .
—Tengo una pregunta —dijo Tales, sonriendo, con los
ojos brillando mientras miraba a Hades—. ¿Có mo voy a
morir?
—Horriblemente —respondió Hades.
El rostro del joven cayó .
—¡Hades! —Persé fone le dio un codazo.
—¿Es eso cierto? —preguntó el hombre.
—Solo está bromeando —dijo Persé fone—. ¿No es así
Hades?
—No —respondió , con un tono demasiado serio.
Comieron en silencio durante unos minutos incó modos
hasta que Zeus se puso de pie, haciendo sonar una cuchara
de oro contra una copa de ambrosía tan fuerte que Persé fone
pensó que el vaso se rompería.
—Oh, no… —murmuró Hermes.
—¿Qué ? —preguntó Persé fone.
—Zeus va a dar un discurso. Siempre son horribles.
La sala se quedó en silencio y todos los ojos se volvieron
hacia el Dios del Trueno.
—Estamos reunidos para honrar a mi hermano, Hades —
dijo—. Que ha encontrado una hermosa doncella con la que
desea casarse, Persé fone, Diosa de la Primavera, Hija de la
temible Demé ter.
La temible Deméter, tenía razó n. Solo el sonido de su
nombre hizo que el estó mago de Persé fone se retorciera.
Hermes se inclinó .
—¿Acaba de decir doncella? ¿Como una virgen? Tiene que
saber que eso no es cierto, ¿verdad?
—¡Hermes! —Persé fone se enfureció .
Zeus continuó :
—Esta noche celebramos el amor y a los que lo han
encontrado, que todos seamos tan afortunados, y Hades…
Zeus levantó su vaso y los miró directamente.
—Que el Orá culo bendiga vuestra unió n.
Despué s de la cena, volvieron al porche abierto. La mú sica
comenzó de nuevo, un dulce sonido que recorría el aire.
Cuando buscó el origen, descubrió que Apolo tocaba su lira,
tenía los ojos cerrados y el rostro relajado, y se dio cuenta de
que nunca lo había visto sin tensió n en el rostro. Lo observó
durante un largo momento, hasta que abrió sus ojos violetas
y vio que se oscurecían de celos. Su mirada se desvió hacia
donde Ajax estaba de pie al otro lado de la habitació n,
conversando animadamente con un hombre que ella no
reconocía. Persé fone estaba segura de que Ajax se alegraba
de comunicarse con alguien sin tener que leerle los labios,
pero tampoco era consciente de có mo había sido la
conversació n de Apolo con é l, o con Hé ctor, o má s bien, si la
había tenido.
—¿Bailamos? —preguntó Hades, ofreciendo su mano a
Persé fone.
—Nada me gustaría má s —dijo mientras el Dios de los
Muertos la guiaba entre la multitud. La acercó y sintió su
necesidad presionando su estó mago. Se encontró con su
mirada, cargada de deseo, y levantó una ceja.
—¿Excitado, mi amor?
Hades sonrió , y no supo si lo hizo por su cá ndida pregunta
o por su té rmino cariñ oso.
—Siempre, cariñ o —respondió .
Persé fone metió la mano entre ellos, agarrando su polla,
con las manos ocultas en su tú nica.
—¿Qué está s haciendo? —preguntó , con un tono sensual
en su voz.
—No creo que tenga que dar explicaciones —dijo.
—¿Intentas provocarme delante de estos Olímpicos?
—¿Provocarte? —La voz de Persé fone era jadeante
mientras lo acariciaba. Odiaba la tela entre ellos y quería
sentir su calor en la palma de la mano—. Nunca lo haría.
La mandíbula de Hades crujió y apretó los dientes. Sus
brazos la rodearon con fuerza; la cercanía le dificultaba el
movimiento. Lo miró fijamente a los ojos mientras hablaba.
—Solo estoy tratando de complacerte.
—Me complaces —dijo.
Sus rostros estaban a centímetros de distancia, y cuando
los ojos de Persé fone se dirigieron a los labios de Hades, este
cerró su boca sobre la de ella. El beso fue salvaje, exigente e
inapropiado, y cuando se separó , habló .
—¡Suficiente!
Toda la sala se quedó en silencio y los ojos de Persé fone se
abrieron de par en par.
Pero entonces volvió a besarla, agarrá ndola con las manos
por debajo del trasero mientras le rodeaba la cintura con las
piernas y la apretaba con tanta fuerza que jadeó .
—¡Hades! Todo el mundo puede ver.
—Humo y espejos —murmuró mientras abandonaba su
boca, arrastrando besos por su cuello y su hombro. En el
siguiente segundo, se habían teletransportado a una
habitació n oscura, y Hades la tenía inmovilizada contra la
pared.
—¿No te interesa el exhibicionismo? —preguntó .
—No puedo concentrarme en ti como deseo y mantener la
ilusió n —dijo, mientras sus dedos separaban su carne
caliente. Persé fone gimió —. Tan mojada —siseó —. Podría
beber de ti, pero por ahora me conformaré con probar.
Liberó sus dedos y se los llevó a la boca antes de plantar
esa mano contra la pared y besarla.
—Hades, te quiero dentro de mí —dijo, metiendo la mano
entre ellos. Sus ropas parecían interminables y eran mucho
má s frustrantes de separar—. Una vez me dijiste que me
vistiera para el sexo. ¿Por qué no puedes?
Hades se rio.
—Tal vez si no estuvieras tan ansiosa, querida, encontrar
mi polla sería mucho má s fá cil —dijo mientras se desprendía
fá cilmente de su tú nica, dejando al descubierto su musculoso
pecho y su gruesa carne.
Los dedos de ella se cerraron alrededor de é l con avidez, y
luego é l estaba dentro de ella. Ambos gimieron y, por un
momento, ninguno se movió .
—Te amo —dijo Hades.
Ella sonrió , apartá ndole mechones de cabello del rostro.
—Yo tambié n te amo.
Entonces é l empujó , sus dedos se clavaron profundamente
en su piel.
—Te sientes muy bien —dijo.
Solo pudo pronunciar una palabra mientras se
concentraba en la sensació n de que é l empujaba dentro de
ella.
—Má s.
Hades
gimió .
—Có rrete para mí —dijo—. Para que me bañ e en tu calor.
Su orden fue reforzada con el movimiento de su pulgar
contra su clítoris: unos cuantos toques provocadores y ella se
deshizo, sus piernas colgando temblorosamente, su cuerpo
tan pesado que se habría caído si Hades no la hubiera
sujetado.
—Sí, cariñ o —dijo Hades, con los dedos apretá ndole el
trasero mientras bombeaba dentro de ella con má s fuerza,
má s rá pido, corrié ndose con tanta fuerza que sintió su calor,
grueso y pesado, dentro de ella. Despué s, le soltó las piernas,
mantenié ndola erguida con un brazo alrededor de su cintura.
Le apartó el cabello del rostro, alisá ndolo para que no
pareciera tan despeinado.
—¿Está s bien? —preguntó , todavía sin aliento.
—Sí, por supuesto —dijo, y soltó una risita—. ¿Y tú ?
—Estoy bien —dijo, y le besó la frente antes de soltarla.
Se abrochó la tú nica y ayudó a Persé fone a limpiarse.
Luego, sus ojos se dirigieron a la habitació n a la que los había
llevado. Aunque estaba oscuro, la luz de la luna entraba por
las ventanas, iluminando la entrada de una casa. No se
parecía a nada de lo que había visto: parcialmente abierta al
cielo, con un suelo de má rmol blanco y negro que conducía a
una escalera y a otras habitaciones interiores.
—¿Dó nde estamos? —preguntó .
—Estos son mis alojamientos —dijo.
Ella le miró fijamente.
—¿Tienes una casa en el Olimpo?
—Sí —dijo—. Aunque rara vez vengo.
—¿Cuá ntas casas tienes?
Se dio cuenta de que estaba contando, lo que significaba
que tenía má s de las tres que ella conocía: su palacio en el
Inframundo, el hogar en la isla de Lampri y este en el Olimpo.
—Seis —dijo—. Creo.
—¿Tú ... crees?
Se encogió de hombros.
—No las uso todas.
Cruzó los brazos sobre el pecho.
—¿Quieres decirme algo má s?
—¿En este mismo momento? —preguntó —. No.
—¿Quié n administra tu patrimonio? —preguntó .
—Ilias —respondió Hades.
—Tal vez debería preguntarle por tu imperio.
—Podrías, pero no te diría nada.
—Estoy segura de que podría persuadirlo —dijo.
Hades frunció el ceñ o.
—Cuidado, querida, no me opongo a castrar a quien
decidas provocar.
—¿Celoso?
—Sí. Mucho.
Negó y entonces se oyó un golpe en la puerta detrá s de
ellos. Hades gimió y abrió . El Dios del Engañ o estaba de pie
frente a ellos, sonriendo.
—¿La cena no fue lo suficientemente satisfactoria?
—Cá llate, Hermes —soltó Hades.
—Me enviaron a buscarte —dijo.
—Está bamos en camino.
—Seguro —dijo—. Y yo soy un ciudadano respetuoso de la
ley.
Los tres salieron de la residencia de Hades. Fuera de la
casa, se encontraron en un estrecho callejó n. Los muros de
piedra a ambos lados estaban cubiertos de hiedra florecida.
Podía oír la mú sica de la celebració n, las risas y el murmullo
de la multitud. No estaban lejos del templo.
—¿Por qué tengo la sensació n de que Zeus no quiere que
Hades y yo nos casemos?
—Probablemente porque es un asqueroso —replicó
Hermes—. Y preferiría tenerte é l mismo.
—No me opongo a asesinar a un dios —dijo Hades—. Que
se jodan las Moiras.
—Cá lmate, Hades —dijo—. Solo estoy señ alando lo
obvio. Persé fone frunció aú n má s el ceñ o.
—No te preocupes, Sefi. Vamos a ver lo que dice el
orá culo.
Una vez regresaron, la respuesta de Zeus fue inmediata.
—Ahora que has decidido unirte a nosotros —dijo—. Tal
vez esté s preparada para escuchar lo que el orá culo dirá
sobre tu matrimonio.
—Estoy muy impaciente —dijo Persé fone, mirá ndolo
fijamente.
Los ojos del dios brillaron.
—Entonces sígame, lady Persé fone.
Salieron del templo y atravesaron un patio lleno de
hermosas flores, limoneros y estatuas de niñ os con rostro de
querubín que rodeaban a las diosas de la fertilidad: Afrodita,
Afea, Artemisa, Demé ter y Dionisio.
Una vez que salieron, llegaron a un estrecho pasaje que
daba a un patio de má rmol esté ril. En el centro había un
templo redondo. Veinte columnas rodeaban la estructura, y
estaba situada en lo alto de una plataforma. Unos amplios
escalones conducían directamente a unas puertas de roble, la
izquierda con la imagen de un á guila y la derecha con la de
un toro. En el interior del templo había una pila de aceite en
el centro y diez antorchas encendidas colgadas en soportes
alrededor de la sala. Por encima, había una abertura en el
techo por la que se asomaba el cielo oscuro.
Persé fone se sorprendió al ver que Hera y Poseidó n se
unían a ellos. Ninguno de los dos parecía especialmente
satisfecho, ni Hera, con la cabeza inclinada estoicamente, ni
Poseidó n, con sus gruesos brazos cruzados sobre el pecho.
—Mi consejo —dijo Zeus, al ver que Persé fone dudaba.
—Pensé que el orá culo era tu consejo —dijo.
—El orá culo habla del futuro, sí —dijo Zeus—. Pero he
vivido una larga vida y soy consciente de que los hilos de ese
futuro son siempre cambiantes. Mi esposa y mi hermano
tambié n lo saben.
Eso era mucho má s sabio de lo que Persé fone esperaba, lo
cual, se recordó , era el peligro de Zeus.
Observó có mo el Dios del Trueno recuperaba una
antorcha de la pared.
—Una gota de tu sangre, si quieres —dijo Zeus, de pie
junto a la palangana. Persé fone miró a Hades, que le tendió la
mano. Se acercaron a la palangana y, al hacerlo, notó un
objeto afilado como una aguja que sobresalía del borde. Hades
colocó su dedo sobre é l y presionó hasta que su sangre
resbaló por el brillante metal. Manteniendo la mano sobre la
palangana, dejó caer una gota de sangre en el aceite. Siguió
su ejemplo, haciendo una mueca de dolor cuando la aguja
atravesó su piel. Una vez que la sangre estuvo en la
palangana, Hades tomó su mano entre las suyas, llevá ndose
el dedo a la boca.
—¡Hades! —susurró su nombre, pero cuando le soltó la
mano, el corte estaba curado.
—No deseo verte sangrar.
—Solo fue una gota —susurró .
El dios no respondió , pero sabía que no había manera de
que pudiera entender có mo se sentía realmente, al verla
herida, incluso tan pequeñ a.
Se alejaron de la cuenca y Zeus encendió el aceite. Ardió
rá pidamente y se convirtió en un tono verde sobrenatural. El
humo era espeso y ondulante. Poco a poco, las llamas
comenzaron a parecerse a una persona, una mujer envuelta
en llamas.
—Pyrrha —dijo Zeus—. Danos la profecía de Hades y
Persé fone.
—Hades y Persé fone —repitió el orá culo. Su voz era clara,
fría y antigua—. Una unió n poderosa, un matrimonio que
producirá un dios má s poderoso que el propio Zeus.
Y eso fue todo: con la profecía dada, el fuego se
desvaneció .
Hubo un largo silencio en el que Persé fone no podía mirar
má s que la cuenca.
Un matrimonio que producirá un dios más poderoso que el
propio Zeus.
Estaban condenados. Lo supo en el momento en que se
pronunciaron las palabras. Incluso Hades se había puesto
rígido.
—Zeus. —La voz de Hades era oscura, un tono aterrador
que ella no había escuchado en su vida.
—Hades. —El tono de Zeus coincidió .
—No me la quitará s —dijo.
—Soy el rey, Hades. Tal vez necesites que te lo recuerden.
—Si ese es tu deseo. Estaré má s que feliz de ser el final de
tu reinado.
Siguió un tenso silencio.
—¿Está s embarazada? —preguntó Hera.
Los ojos de Persé fone se abrieron de par en par.
—¿Perdó n?
—¿Es necesario que me repita? —preguntó Hera, molesta.
—Esa pregunta no es apropiada —dijo Persé fone.
—Y, sin embargo, es importante a la hora de considerar la
profecía —replicó ella.
Persé fone miró fijamente a la diosa.
—¿Por qué ?
—La profecía dice que su matrimonio producirá un dios
má s poderoso que Zeus. Un niñ o nacido de esta unió n sería
un dios muy poderoso, un dador de vida y muerte.
Persé fone miró a Hades.
—No hay niñ os —dijo Hades—. No habrá
niñ os. Poseidó n se rio.
—Hasta el má s cuidadoso de los hombres tiene hijos,
Hades. ¿Có mo puedes asegurarlo cuando ni siquiera puedes
pasar por un baile sin salir a follar?
—No tengo que tener cuidado —dijo Hades—. Son las
Moiras las que me han quitado la capacidad de tener hijos.
Son las Moiras las que tejieron a Persé fone en mi mundo.
—¿Deseas quedarte sin hijos? —la pregunta vino de Hera.
Persé fone se dio cuenta de que tenía curiosidad.
—Quiero casarme con Hades —dijo—. Si debo quedarme
sin hijos, entonces lo haré .
Pero mientras pronunciaba las palabras, le dolía el pecho,
no por ella, sino por Hades. Cuando é l le había contado el
trato que había hecho, había agonizado, y ella había
reconocido rá pidamente que era Hades quien había querido
tener hijos.
—¿Está s seguro de que no puedes tener hijos, hermano?
—preguntó Zeus.
—Mucho —gritó .
—Dé jalos que se casen Zeus —dijo Poseidó n—.
Obviamente desean follar como marido y mujer.
Persé fone realmente odiaba a Poseidó n.
—¿Y si el matrimonio produce un hijo? —preguntó Zeus—.
No me fío de las Moiras. Sus hilos se mueven siempre,
cambian siempre.
—Entonces nos llevamos al niñ o —dijo Hera.
Persé fone se aferró a la mano de Hades con tanta fuerza
que pensó que sus dedos podrían romperse. Todo lo que
podía
pensar era en no hablar, no protestar.
—No habrá ningú n niñ o —repitió Hades, inflexible.
Hubo un largo momento en el que Hades y Zeus se
quedaron frente a frente, mirá ndose. Hacía mucho calor en
esta habitació n, y cada vez que Persé fone respiraba sentía
como si saliera de su garganta. Necesitaba salir de aquí.
—Bendeciré esta unió n —dijo finalmente Zeus—. Pero si
la diosa se queda embarazada alguna vez, el niñ o debe ser
eliminado.
Ante las palabras de Zeus, Hades no perdió tiempo en irse.
Un segundo estaban en el templo del Olimpo, y al siguiente en
el Inframundo.
Mareada, Persé fone cayó al suelo y vomitó .
XXXI

UN foQUE DE ETERNIDAD

—Está bien —dijo Hades. Se arrodilló junto a ella y la


atrajo hacia sí, apartá ndole el cabello del rostro sudado
mientras sollozaba.
—No lo está —dijo—. No lo está .
Habían exigido a su hijo. Ni siquiera sabía si era posible
que concibiera alguna vez, pero la idea de que Zeus se llevara
a su hijo la devastó .
—Lo destruiré —dijo—. Acabaré con é l.
—Cariñ o, no tengo dudas —dijo Hades—. Vamos, de pie.
Se levantó con é l y Hades tomó su rostro entre sus manos.
—Persé fone, nunca, nunca dejaré que tengan ninguna
parte de ti. ¿Entiendes?
Ella asintió , a pesar de preguntarse có mo podría
detenerlos. Zeus estaba decidido a eliminar todas y cada una
de las amenazas, excepto las que importaban. Había una
parte de ella que ni siquiera confiaba en su bendició n.
Hades la llevó a los bañ os, a una piscina má s pequeñ a que
la que usaban habitualmente. Esta era redonda y elevada.
—Dé jame —dijo Hades, ayudá ndola a quitarse la ropa y a
meterse en la piscina. El agua estaba caliente y le llegaba a
los pechos. Hades se arrodilló , colocó una barra de jabó n
entre los pliegues de un pañ o. Se estremeció cuando empezó a
lavarla, empezando por la espalda, los hombros y los brazos;
cuando llegó a los pechos, sus movimientos se ralentizaron y
é l pasó el pañ o por encima de ella en suaves pasadas hasta
que los pezones se endurecieron bajo su contacto. Cuando no
pudo aguantar má s, le tomó las muñ ecas.
—Hades —exclamó .
Sus ojos se clavaron en los de ella, se inclinó hacia delante
y la besó . Los brazos de Persé fone se enroscaron en su cuello
y lo acercó , cubrié ndolo de jabó n.
—Te amo —dijo ella cuando sus labios se separaron de los
de ella.
—Cá sate conmigo —dijo.
Ella se rio.
—Ya he dicho que sí.
—Lo has hecho, así que cá sate conmigo. Esta noche.
Sus cejas se juntaron mientras lo estudiaba, midiendo su
seriedad.
—No confío en Zeus ni en Poseidó n ni en Hera, pero confío
en nosotros —dijo—. Cá sate conmigo esta noche y no podrá n
quitá rnoslo.
Había algo má s en su interior: una emoció n que surgía
ante la idea de ser finalmente la esposa de Hades. Al no tener
que planificar má s, al no tener que preocuparse por las flores,
los lugares o la aprobación.
—Sí —dijo, y cuando la sonrisa de Hades se dibujó en su
rostro, sintió que se enamoraba de é l de nuevo. La besó y,
durante un largo momento, ella se preguntó si saldrían de los
bañ os, pero Hades acabó apartá ndose.
—Te tendré esta noche como mi esposa —dijo—. Ven, voy
a convocar a Hé cate.
Se enjuagó y se puso la tú nica que Hades le tendió . La
Diosa de la Brujería ya estaba esperando cuando salieron de
los bañ os.
—¡Oh, querida! —dijo, rodeando a Persé fone con sus
brazos—. ¿Puedes creerlo? ¡Te vas a casar esta noche! Vamos
a prepararte —dijo, enlazando el brazo de Persé fone con el
suyo. Miró fijamente a Hades—. Y si te veo, o percibo cerca de
la Suite de la Reina, te desterraré al Foso de Aracne.
—No me asomaré —dijo Hades, sonriendo a Persé fone,
con los ojos iluminados y luego bajando la voz—. Te veré
pronto.
Se separaron entonces, y Persé fone se encontró en el
espacio familiar de la Suite de la Reina, el espacio que Hades
había hecho antes de saber que tendría una amante, antes de
saber de su existencia. Esta habitació n era su esperanza.
La esperanza, pensó . El arma más peligrosa.
No estaba segura de lo que había provocado ese
pensamiento, pero le produjo un temblor en la columna
vertebral que incluso Hé cate notó .
—¿Nerviosa, querida?
—No —dijo—. Estoy má s preparada que
nunca. Hé cate sonrió .
—Sié ntate, las lampadas está n listas.
Señ aló la vanidad blanca donde revoloteaban las criaturas
parecidas a las hadas. Eran pequeñ as ninfas de piel plateada
con alas casi invisibles. Las flores blancas estallaban contra
sus cabellos oscuros. Mientras ella se sentaba, ellas se ponían
a trabajar, su magia hormigueaba contra su piel y moldeaba
su cabello. Eran rá pidas y eficientes, y cuando revoloteaban
detrá s de su cabeza, ella admiraba su trabajo: un maquillaje
sencillo que acentuaba la curva de sus ojos, el arco de sus
labios, la altura de sus pó mulos y las suaves y pá lidas ondas
de su cabello. Sobre su cabeza, en la base de los cuernos,
había una corona de flores suspiro de bebé .
—Hermoso —dijo, y entonces sus ojos se dirigieron a
Hé cate, que flotaba en el reflejo del espejo. Llevaba un vestido
blanco sobre los brazos.
Persé fone se volvió por completo.
—Hé cate, ¿cuá ndo...?
—Alma y yo lo hemos trabajado juntas —dijo—. Vamos a
ver có mo queda.
Hé cate ayudó a Persé fone a ponerse el vestido y se lo pasó
por encima de la cabeza. El material era de seda y se sentía
fresco y suave contra su piel. Cuando se giró hacia el espejo,
jadeó . El vestido era hermoso y sencillo, con una bonita
silueta que parecía estar hecha específicamente para la curva
de sus pechos y el contorno de sus caderas. El escote estaba
cortado elegantemente en V, los tirantes eran finos, y una
corta cola se extendía detrá s de ella.
—Un toque final —dijo Hé cate, mientras sacaba un velo
brillante bordado con vides y flores verdes en colores rojo,
rosa y blanco.
El resultado final fue de ensueñ o: era todo y má s de lo que
había imaginado. Era una diosa, una reina, pero, sobre todo,
era Persé fone.
—Oh, Hé cate, es precioso —dijo, y mientras se miraba en
el espejo, le costaba asimilar del todo que aquel era el día de
su boda.
Se enfrentó a la diosa, que sostenía un ramo de narcisos
blancos, rosas y hojas verdes.
—Yuri hizo que los niñ os recogieran los narcisos —dijo.
Persé fone sonrió , y sintió que las lá grimas se agolpaban en
sus ojos mientras agarraba las flores.
—Sin lá grimas, querida —dijo Hé cate—. Estos son
tiempos felices.
—Pero estoy feliz.
Hé cate sonrió y tomó su rostro entre las manos.
—Sabía desde el momento en que Hades habló de ti que te
amaría. Nunca dudé ni por un momento que este día llegaría.
Los labios de Persé fone temblaron, pero hizo lo posible
por no llorar. En su lugar, tomó aire.
—Gracias, Hé cate. Por todo.
—Es la hora —dijo—. Ven.
—Hé cate —dijo Persé fone, dudando. Había algo que
quería, necesitaba, pero tenía miedo de decirlo.
—¿Sí, querida?
—Me gustaría que Lexa estuviera presente. ¿Crees que
Tá natos la dejaría salir de Eliseo?
—Querida, eres la Reina del Inframundo. Tú decides.
—Entonces tenemos que hacer una parada.

Persé fone esperaba detrá s de una línea de á rboles con


Lexa, que llevaba un vestido que parecía una versió n de su
velo, solo que la tela era negra. Ella aú n no se había asomado
a las ramas para ver la arboleda en la que realmente se
casaría con Hades, pero Lexa sí.
Inhaló y se giró para mirarla.
—Oh, mis dioses, Persé fone —exclamó —. Es precioso y
hay tanta... gente.
Persé fone supuso que Lexa se debatía entre llamarlos
personas o almas.
Se asomó de nuevo.
—No puedo creer que me vaya a casar de verdad —dijo
Persé fone, sujetando sus flores con tanta fuerza que las
palmas de sus manos habían empezado a sudar. Cuando
pensó en có mo había venido, fue aú n má s surrealista. Nunca
se había planteado el matrimonio, nunca había soñ ado con
este día, pero conocer a Hades había cambiado todo eso.
—¿Está s nerviosa? —preguntó Lexa, mirá ndola por
encima del hombro.
—Sí.
—No te preocupes —dijo, y se acercó al lado de Persé fone
—. Cuando pases má s allá de esos á rboles, solo busca a
Hades. No pensará s en nada má s, no querrá s a nadie má s
que a é l.
Era algo que la antigua Lexa diría, y eso reconfortó a
Persé fone. Aun así, miró a su amiga con curiosidad.
—¿Qué ? —preguntó Lexa cuando se dio cuenta.
—Nada —dijo Persé fone—. Es que parece que hablas por
experiencia.
Siguió un extrañ o y espeso silencio.
—Creo que sé lo que es no querer a nadie má s —dijo en
voz baja.
—¿Tá natos? —preguntó Persé fone, que seguía observando
a Lexa con atenció n.
Ella asintió . No era tan difícil de adivinar, dado el modo en
que habían hablado el uno del otro durante el ú ltimo mes.
Persé fone quería decir algo, hacer má s preguntas. ¿Había
hablado con Tánatos de sus sentimientos? ¿Se habían
besado? Pero un sonido dulce y hermoso llenó el aire,
haciendo que un escalofrío recorriera su cuerpo.
—Esa es nuestra línea —dijo Lexa, tirando del brazo de
Persé fone.
Sujetó sus flores y respiró con má s fuerza y, al doblar la
esquina, se quedó sin aliento. Se encontraban en un enorme
bosquecillo rodeado de altos á rboles, cada uno de ellos
decorado con guirnaldas de flores rosas y lavanda, y por
encima las farolas brillaban como luces de linternas. Allí
estaba Hades, terriblemente guapo, cubierto por un arco de
vegetació n y flora; Cerbero, Tifó n y Ortro estaban sentados
estoicamente a sus pies.
En cuanto su mirada se cruzó con la de é l, era todo lo que
quería.
Su sonrisa, amplia y brillante, iluminaba todo su rostro.
Incluso sus ojos parecían má s brillantes, y la seguían cuando
se acercaba a é l. Había elegido un traje para la ocasió n,
negro, con una ú nica flor roja de polyanthus en el bolsillo de
la chaqueta. Llevaba el cabello suelto y atado a la espalda.
Tenía los cuernos a la vista, hermosos y letales, que
sobresalían de su cabeza.
Toda la procesió n fue frené tica, salvaje y perfecta.
Se detuvo para abrazar a los que podía alcanzar: Yuri y
Alma, Issac y Lily y los otros del Inframundo, Caronte y Tique.
Luego se enfrentó a Apolo, que sonrió , sus ojos violetas eran
cá lidos y sinceros.
—Felicidades, Sefi.
—Gracias, Apolo.
Cuando llegó a Hermes, lo abrazó por má s tiempo.
—Está s preciosa, Sefi —dijo, y se apartó . Todavía llevaba
puesto su traje amarillo.
—Eres el mejor, Hermes. De verdad.
Sonrió y le pasó el nudillo por la curva de la mejilla.
Se rieron y, cuando se giró , se dio cuenta de que ahora
estaba frente a frente con Hades. Empezó a acercarse a é l
cuando Lexa la empujó hacia atrá s, agarrando su ramo.
—¿Ansiosa, querida? —preguntó Hades y la multitud rio.
—Siempre —dijo.
Le tomó las manos y su mirada no se apartó de su rostro.
Su sonrisa, oh, su sonrisa era brillante, y algo que ella rara
vez veía, y mientras é l la miraba de pies a cabeza, con ojos de
zafiro tan profundos como las partes má s frías del océ ano, ella
supo que era suyo para siempre.
—Hola —dijo en voz baja, casi con timidez.
—Hola —contestó levantando una ceja—. Está s preciosa.
—Tambié n tú .
Hades parecía divertido.
Se encontraron interrumpidos por Hé cate, que había
entrado en el espacio ante ellos, aclará ndose la garganta, y
cuando se volvieron para mirarla, sonrió , cá lida y feliz.
—Sabía que este momento llegaría —dijo Hé cate—. Al
final.
La Diosa de la Brujería miró a Hades.
—He visto el amor, en todas sus formas y grados, pero hay
algo muy especial en este amor, el que ustedes dos
comparten. Es desesperado, feroz y apasionado. —Hizo una
pausa para reírse, al igual que todos los que estaban detrá s
de ellos. Persé fone se sonrojó , pero Hades permaneció pasivo
—. Y tal vez sea porque los conozco, pero es mi tipo de amor
favorito para ver. Florece y arde, desafía y se burla, duele y
sana. No hay dos almas mejor emparejadas. Separados, son
luz y oscuridad, vida y muerte, principio y fin. Juntos, son
una base que tejerá un imperio, unirá a un pueblo y soldará
mundos. Son un ciclo que nunca termina: eterno e infinito.
Hades.
Hé cate extendió la mano, y en el centro de su palma,
estaba el anillo que Hades había hecho para ella. Lo tomó y lo
sostuvo entre el pulgar y el índice.
La mirada de Persé fone chocó con la suya: ¡un anillo! Ella
no tenía un anillo y, sin embargo, la elevació n de la comisura
de sus labios le decía que todo estaría bien.
—¿Aceptas a Persé fone como esposa? —preguntó Hé cate.
—Sí, acepto —dijo, su profunda voz se deslizó sobre su
piel, hacié ndola temblar mientras deslizaba el anillo en su
dedo.
—Persé fone —dijo Hé cate, y extendió su otra mano. Un
anillo negro descansaba en el centro de su palma. Era pesado
y, al sostenerlo, su mano tembló .
—Aceptas a Hades como tu marido.
—Sí, acepto —dijo, y deslizó el anillo en su dedo. Se quedó
mirando el anillo durante un largo momento, sintiendo un
profundo orgullo al verlo allí: significaba que le pertenecía.
—Puedes besar a la novia, Hades.
Los ojos de Persé fone se clavaron en los de Hades cuando
su expresió n se tornó pensativa, casi sombría, pero Persé fone
sabía que no era porque estuviera molesto, sino que era una
señ al de la seriedad con la que se tomaba este momento. Un
peso se asentó en su pecho cuando se dio cuenta del tiempo
que é l había esperado; aunque su noviazgo era un segundo
en su vasta vida, había pasado la mayor parte de ella solo,
anhelando compañ ía, amor correspondido, y cuando sus
labios se encontraran, sería el fin de ese vacío.
Le tomó el rostro y ella se agarró a sus muñ ecas,
sonrié ndole.
—Te amo —dijo, y selló su boca con la de ella.
Al principio, ella pensó que é l terminaría el beso allí, algo
simple y dulce ante todo el Inframundo, pero entonces su
mano se movió desde su rostro, hasta la parte posterior de su
cabeza, mientras la otra rodeaba su cintura. Su lengua se
deslizó por su boca y ella se abrió para é l, sonriendo un
momento antes de que é l profundizara el beso.
A su alrededor, las almas aplaudieron.
—¡Consigan una habitació n! —gritó Hermes.
Cuando Hades se apartó , había una sonrisa en su rostro,
y se inclinó hacia delante para darle un beso en la frente
antes de tomar su mano. Se giraron para mirar a la enorme
multitud.
—Permítanme presentarles a Hades y Persé fone, Rey y
Reina del Inframundo.
Los vítores fueron ensordecedores. Hades guio a
Persé fone por el pasillo, que le pareció mucho má s corto que
la primera vez que lo recorrió . Una vez que estuvieron detrá s
de la línea de á rboles, la atrajo contra é l y la besó de nuevo.
—Nunca he visto nada má s hermoso que tú —
dijo. Su sonrisa se amplió .
—Te amo. Mucho.
—Vamos —dijo Hé cate al doblar la esquina.
Utilizó su magia para teletransportarlos y los condujo a la
biblioteca.
—Tienen unos minutos para ustedes hasta que vuelva a
recogerlos para las celebraciones —dijo Hé cate en la puerta
—. Si yo fuera ustedes, me quedaría con la ropa puesta. —
Hizo una pausa y añ adió —: Y los pies en el suelo.
Cuando la puerta se cerró , Hades miró a Persé fone.
—Eso —dijo—. Sonaba como un
desafío. Persé fone enarcó una ceja.
—¿Está s dispuesto, esposo?
Pero al oír la palabra, cerró los ojos y exhaló .
—¿Está s bien?
Sus ojos seguían cerrados mientras hablaba.
—Dilo otra vez. Llá mame esposo.
Ella sonrió .
—Dije, ¿está s listo para el desafío, esposo?
Hades abrió los ojos. Se habían oscurecido de azul a
negro, ardiendo de deseo. Se acercó a sus caderas, apretando
la seda de su vestido entre sus manos.
—Por mucho que te desee ahora —dijo—. Tengo algo má s
planeado para nosotros esta noche.
Persé fone le pasó las manos por el pecho y por detrá s del
cuello.
—¿Se trata de... algo nuevo? —preguntó .
Hades levantó una ceja.
—¿Está s pidiendo... algo nuevo?
—Sí —susurró .
Hades tomó su mano y le besó el interior de la muñ eca.
—¿Y qué es lo que deseas probar?
Ella tragó .
—Ataduras.
XXXII

UN MAR DE ESTRELLAS

Hé cate los sacó de la biblioteca y los condujo a la entrada


del primer piso del saló n de baile. Al otro lado de las puertas,
escuchó la voz de Hermes.
—Presentamos a su Señ or y Señ ora del Inframundo, el
Rey Hades y la Reina Persé fone.
Persé fone estaba segura de que nunca se cansaría de oír
su nombre junto al de Hades, y cuando las puertas se
abrieron, se encontró con su gente, con todas las almas del
Inframundo que había llegado a amar. Volvieron a aplaudir y
a vitorear cuando entraron en la multitud, saliendo al patio
donde se detuvieron y allí, bajo el cielo del Inframundo y ante
todas las almas, nuevas y viejas, Hades acercó a Persé fone.
La mú sica era suave, una hermosa melodía que parecía
entrelazarlos.
—¿Qué está s pensando? —preguntó Persé fone.
—Estoy pensando en muchas cosas, esposa —dijo.
—¿Como…?
Las comisuras de sus labios se curvaron.
—Estoy pensando en lo feliz que soy —contestó , las
palabras le calentaron el pecho. Aun así, arqueó una ceja.
—¿Eso es todo?
—No había terminado —dijo, apretando su agarre e
incliná ndose para que su mejilla se apretara contra la de ella,
su aliento rozando su oreja—. Me pregunto si está s mojada
por mí. Si tu estó mago está tenso por el deseo. Si está s
fantaseando con esta noche tanto como yo, y si tus
pensamientos son igual de sucios.
Cuando se apartó , estaba sonrojada, con el calor
acumulá ndose en el centro de su cuerpo. Aun así, le sostuvo
la mirada y, cuando la mú sica llegó a su fin, se detuvieron en
el centro del patio. Persé fone inclinó el cuello y acercó sus
labios a los de é l mientras respondía a sus preguntas.
—Sí.
Sus ojos se oscurecieron y Persé fone sonrió justo cuando
su atenció n fue tomada por un grupo de niñ os que pedían un
baile. Se separó de Hades y se tomó de las manos con los
niñ os mientras se movían por el patio, ajenos al ritmo o al
juego de pies. Sin embargo, a Persé fone no le importaba: reía
y sonreía y sentía má s alegría de la que había sentido en
meses.
Cuando la canció n terminó , comenzó otra, y los niñ os se
separaron para jugar por su cuenta.
—¿Puedes concederme este baile, reina Persé fone?
Se giró para encontrar a Hermes, que se inclinó en su
presencia.
—Por supuesto, señ or Hermes —replicó , tomando su
mano extendida.
—Estoy orgulloso de ti, Sefi —dijo.
—¿Orgulloso? ¿Por qué ?
—Lo has hecho bien ante los Olímpicos esta noche —dijo.
—Creo que he hecho enemigos.
Se encogió de hombros y la guio en un giro.
—Tener enemigos es una verdad universal —dijo—.
Significa que tienes algo por lo que vale la pena luchar.
—Sabes —dijo Persé fone—. Para todo tu humor, Hermes,
tienes mucha sabiduría.
El dios sonrió .
—Otra verdad universal.
Despué s de bailar con Hermes, Persé fone pasó a Caronte y
cuando se encontró de frente con Tá natos, su sonrisa se
desvaneció .
Estaba pá lido y guapo y parecía un poco triste.
El dios inclinó la cabeza.
—Lady Persé fone, ¿bailará s conmigo?
Tá natos no se había acercado a ella desde el día en que le
dijo que no podía ver a Lexa. Enfrentarse a é l ahora le
resultaba incó modo.
Dudó y Tá natos lo notó , añ adiendo:
—Entiendo si deseas declinar.
—No espero que seas amable porque soy tu reina —dijo.
—No te he sacado a bailar porque seas mi reina —dijo—.
Te pedí que bailaras para poder disculparme.
—Discú lpate entonces, y bailaremos.
Frunció el ceñ o; sus ojos azules eran sinceros mientras
hablaba:
—Lamento mis acciones y mis palabras. Llevé la
protecció n de Lexa al extremo y lamento haberte herido.
—Disculpas aceptadas —dijo, y Tá natos ofreció una triste
sonrisa—. No parece que mis disculpas te hayan hecho sentir
mejor —dijo Persé fone mientras bailaban.
—Creo que estoy horrorizado por mi comportamiento —
dijo el dios.
—El amor le hace eso al mejor de nosotros —dijo. Los ojos
de Tá natos se abrieron de par en par y Persé fone soltó una
pequeñ a carcajada—. Sé que te preocupas por ella.
El Dios de la Muerte no habló , así que Persé fone añ adió
algo que conocía muy bien.
—A veces, es difícil explicar nuestros actos cuando está n
guiados por nuestro corazó n.
—Ella se reencarnará un día —dijo Tá natos.
—¿Y?
—No se acordará de mí.
—No entiendo lo que está s tratando de decir.
—Estoy diciendo que ella y yo, no podemos ser.
Persé fone frunció el ceñ o.
—¿Te privarías de un momento de felicidad?
—¿Para escapar de una vida de dolor? Sí.
Persé fone no dijo nada durante un largo
momento.
—¿Sabe ella la decisió n que has tomado?
A Tá natos no pareció gustarle esa pregunta, porque
apretó los labios en una línea dura.
—Deberías al menos decírselo —dijo Persé fone—. Porque
mientras tú eliges escapar del dolor, ella vive en é l.
Una vez terminada su danza con Tá natos, se alejó del
patio, necesitando descanso y distancia de la multitud, y se
adentró en el jardín, donde florecían grandes rosas que
emitían un dulce aroma. Delante de ella, Cerbero, Tifó n y
Ortro deambulaban con la nariz pegada al suelo. Se
sorprendió cuando notó la silueta familiar de su marido
delante de ella. Estaba con las manos en los bolsillos, mirando
al cielo.
Despué s de un momento, se volvió , con los ojos brillantes.
—¿Está s bien? —preguntó .
—Sí —respondió ella.
—¿Está s preparada?
—Sí.
Le tendió la mano y cuando ella apretó los dedos en su
palma, se desvanecieron.

Persé fone no estaba segura de qué esperar cuando se


teletransportaron: una habitació n cá lidamente iluminada por
la luz del fuego, quizá s un regreso a la isla de Lampri. En
cambio, se encontró sobre una plataforma con una gran cama
abierta al cielo. Por encima, había nubes de estrellas
agrupadas en colores naranja, azul y blanco. Tambié n se
reflejaban en el estanque de agua oscura que los rodeaba.
Era como si estuvieran flotando en el mismo cielo.
—¿Estamos... en medio de un lago? —preguntó Persé fone.
—Sí —respondió Hades.
Persé fone se quedó mirando.
—¿Es esta tu magia?
—Lo es —dijo—. ¿Te gusta?
—Es hermoso —dijo—. Pero, ¿dó nde estamos realmente?
—Estamos en el Inframundo —dijo—. En un espacio
creado por mí.
—¿Cuá nto tiempo has planeado esto?
—He pensado en ello durante un tiempo —respondió .
Persé fone se acercó a la cama y alisó la mano sobre las
suaves sá banas de seda antes de mirar a Hades por encima
del hombro.
—Ayú dame a quitarme el vestido —dijo.
Hades se acercó y bajó la cremallera del vestido hasta que
le llegó a la parte baja de la espalda. Sus manos rozaron su
columna vertebral y sus hombros, sumergié ndose bajo los
finos tirantes. La tela susurraba sobre su piel mientras se
encharcaba en el suelo.
Debajo del vestido no llevaba nada, y las manos de Hades
fueron a sus pechos, su boca a la de ella. La besó con un
hambre lenta que se enroscó en el fondo de su estó mago.
Cuando se apartó , sacó algo de su bolsillo: una pequeñ a
caja negra.
—Estas son las Cadenas de la Verdad —dijo Hades—. Son
un arma poderosa contra cualquier dios, a menos que tengan
la contraseñ a. Te digo esa contraseñ a ahora para que, si
empiezas a sentir miedo, puedas liberarte de sus garras.
Eleftherose ton —dijo.
—Eleftherose ton —repitió .
—Perfecto.
—¿Por qué se llaman Cadenas de la Verdad? —preguntó ,
porque creyó adivinar, y la sonrisa de Hades confirmó sus
sospechas.
—La ú nica verdad que sacará n de tus labios es tu placer.
Acué state.
Persé fone hizo lo que le ordenó . Hades la siguió ,
sentá ndose a horcajadas sobre su cuerpo, con sus ropas
rozando su piel, sensible por la necesidad.
—Extiende tus brazos —dijo.
Colocó la caja sobre su cabeza y en el siguiente segundo,
sus muñ ecas estaban sujetas con pesadas cadenas.
—Perdó name, querida —dijo Hades mientras tocaba cada
puñ o, convirtié ndolos en suaves ataduras—. ¿Está s lista? —
preguntó .
—¿Para ti? —preguntó —. Siempre.
—Siempre —repitió Hades.
Se sentó sobre sus talones, todavía a horcajadas sobre
ella, y se aflojó la corbata, luego los gemelos, antes de
dirigirse
a los botones de la camisa.
—¿Qué está s pensando? —preguntó .
—Quiero que te muevas má s rá pido. —Las palabras
salieron de la boca de Persé fone antes de que tuviera tiempo
de pensar. Sus ojos se abrieron de par en par y entonces
recordó que las ataduras alrededor de sus muñ ecas le
arrancarían la verdad de la boca.
Ella entrecerró los ojos.
—¿Hay alguna posibilidad de que te pongas esto?
Hades se rio.
—Si eso es lo que quieres —dijo mientras se quitaba la
camisa y la dejaba a un lado—. Pero no necesitas cadenas
para sacarme la verdad, sobre todo cuando se trata de lo que
pienso hacerte.
—Prefiero no escuchar tus planes —dijo Persé fone, sus
ojos recorriendo con hambre su musculoso pecho.
—¿Qué quieres, esposa?
—Acció n —dijo, contoneá ndose bajo é l. Si pudiera, lo
alcanzaría, pero sus muñ ecas hacían fuerza contra las
ataduras.
Hades se rio y le dio un beso entre los pechos. Ella se
levantó contra su contacto, sus piernas se enroscaron
alrededor de las de é l, quería la fricció n de su cuerpo contra el
suyo. Pero Hades continuó , recorriendo con sus labios su
estó mago mientras se desenredaba de su agarre. Ella lo dejó
ir y permitió que sus piernas se abrieran, sin vergü enza, lista,
desesperada. Hades la miró con hambre, antes de enganchar
los brazos bajo sus caderas, levantar el trasero y lamer sus
resbaladizos pliegues.
Un gruñ ido bajo salió de algú n lugar profundo de su
pecho.
—Esto. Me encanta esto.
Descendió , separando con la lengua su clítoris. La abrió
má s para poder profundizar, y pronto sus dedos estuvieron
dentro de ella, enroscá ndose. Los talones de Persé fone se
clavaron en la cama, sus dedos se enroscaron en las cadenas
y su cabeza se apretó contra la almohada. Se sentía tan
excitada, tan tensa, tan ruborizada, y entonces la cá lida boca
de Hades se cerró sobre su clítoris y succionó , con suavidad y
siguiendo lentos círculos. La respiració n de la mujer se
entrecortó en un fuerte gemido y Hades se apartó , con los
dedos aun trabajando dentro de ella.
—Eso es, cariñ o. Dime có mo se siente.
—Es bueno. Muy bueno.
Consiguió mirarlo, el sudor se acumulaba en su frente, los
ojos lujuriosos y brillantes. Entonces su boca se cerró de
nuevo sobre su clítoris, con la lengua vibrando contra é l. Su
cabeza cayó hacia atrá s mientras gemía. El ritmo era
constante, y la presió n crecía y se retorcía hasta que sus
miembros se estremecieron con la liberació n.
Hades le dio besos en el interior de los muslos, en el
estó mago, en los pechos y en el cuello antes de llegar a sus
labios. La besó antes de ponerse en pie.
—¿A dó nde vas?
—No muy lejos, esposa —prometió mientras se quitaba el
pantaló n. Sus ojos recorrieron cada parte de su cuerpo. Era
enorme e imponente, los mú sculos de sus brazos,
abdominales y piernas, estaban marcados y tonificados, su
cuerpo era una herramienta y un arma. Su mirada se fijó en
su polla hinchada y en sus pesadas pelotas.
—Dime lo que piensas —dijo.
Persé fone se estremeció cuando las palabras salieron de
su boca.
—No importa cuá ntas veces esté s dentro de mí. No
puedo... no es suficiente.
Hades se rio y volvió a colocarse sobre ella, acomodá ndose
entre sus piernas, apretó su cuerpo contra el suyo.
—Te amo —dijo.
—Te amo.
Ella había dicho las palabras tantas veces, y las sentía
profundamente, pero esta vez, la hicieron llorar. Esta noche,
golpearon de manera diferente. Esta noche, sintió que
entendía el amor de una manera que nunca antes había
entendido: era salvaje y libre, apasionado y desesperado.
Abarcaba todas las emociones en su intento de dar sentido a
un mundo que la desafiaba.
—¿Está s bien? —preguntó Hades, con su voz como un
á spero susurro.
Persé fone asintió .
—Sí. Solo estoy pensando en lo mucho que te quiero de
verdad.
La expresió n de Hades se intensificó , su mirada desnudó
cada capa de su alma y entonces la besó antes de levantarse y
guiar su cabeza contra su abertura. Ella apretó los talones
contra su trasero en un intento de empujarlo dentro, pero se
resistió , rié ndose, solo para levantar sus piernas de modo que
se apoyaran en sus hombros, deslizá ndose dentro de ella
mientras sus ojos se sostenían, hambrientos y carnales.
Persé fone jadeó , un sonido gutural que le rasgó la
garganta. Sus dedos se cerraron en puñ os, las ataduras
cortando sus muñ ecas. El placer de sus embestidas era
profundo y exuberante, cada golpe arrancaba un gemido, un
suspiro, una oleada de placer.
—Te sientes tan bien… —dijo Hades entre dientes, con el
rostro reluciente, su larga cabellera soltá ndose de sus
ataduras al moverse—. Tan apretada, tan hú meda.
Eleftherose ton —ordenó , y sus ataduras desaparecieron de
repente. Le soltó las piernas y las dejó caer a su alrededor.
Sus bocas chocaron en un cá lido beso, y las manos de
Persé fone peinaron su cabello hasta que cayó alrededor de
sus hombros.
—¡Mierda!
Su maldició n la estremeció , y luego abandonó su cuerpo
por completo y ella emitió un sonido animal. Se acercó a é l
cuando se sentó y la atrajo hacia su regazo, rodeando su
cintura con las piernas. Luego volvió a estar dentro y ella se
movió contra é l. Todas las sensaciones eran deliciosas: la
forma en que sus mú sculos se aferraban a é l, la forma en que
sus pezones rozaban su pecho, el ligero roce de su vello en su
clítoris. Sus labios chocaron torpemente cuando Hades
empezó a ayudarla a recorrer su longitud, movié ndose má s
rá pido cuanto má s cerca estaba de la liberació n, hasta que se
vació dentro de ella.
Despué s, sus respiraciones eran pesadas, sus cuerpos
resbalaban. Hades cayó de espaldas a la cama con Persé fone
en sus brazos. Ella se sentía aturdida y sin huesos y tan feliz
que empezó a reír.
—Me abstendré de pensar que te ríes de mi actuació n,
esposa —dijo Hades.
Eso la hizo reír má s.
—No —dijo, levantá ndose para poder mirarlo.
Su rostro estaba libre de tensiones y su sonrisa parecía
tan fá cil, una curva perezosa de sus labios que era solo para
ella. Se acercó para rozar con sus dedos su frente y su mejilla.
Luego apoyó la cabeza en su pecho y dijo:
—Lo eres todo.
Hades rodó para que estuvieran de lado, uno frente al
otro, con las piernas enredadas.
—Tú eres mi todo —dijo—. Mi primer amor, mi esposa, la
primera y ú ltima Reina del Inframundo.
Las palabras la golpearon, cada una de ellas una parte de
su identidad, una identidad que había creado de las cenizas
de su pasado. Era hermoso y sobrecogedor.
Sus pesados ojos se cerraron con esas palabras repetidas:
Diosa. Esposa. Reina.
XXXIII

$EGUESTRADo Y QESENMASGARADo

Cuando Persé fone despertó , el cuerpo de Hades estaba


apretado contra el suyo.
Sonrió , dichosa, y se estiró , su trasero presionando la polla
de Hades. El brazo del dios la rodeó por la cintura.
—¿Qué me está s pidiendo? —murmuró , con la voz
adormecida.
Se retorció entre sus brazos y le pasó la pierna por encima
de la cadera, llevando la mano a su polla. No esperó a los
preliminares, sino que se lanzó , sintié ndose temeraria,
excitada y preparada. Hades gimió ; la posició n le impedía
empujar. En lugar de eso, se apretaron el uno al otro,
besá ndose lá nguidamente y respirando con dificultad. Cuanto
má s tiempo pasaban juntos, má s desesperados se volvían sus
movimientos y los ojos de Persé fone se cerraban.
—Quiero ver có mo te corres —dijo Hades, y ella abrió los
ojos. Sus miradas se mantuvieron hasta que encontró la
liberació n y é l la siguió .
Despué s, se levantaron y se prepararon para su día, como
si nada hubiera cambiado, como si ella no fuera la esposa de
Hades, la Reina del Inframundo. Era extrañ o sentirse igual y
a la vez diferente.
—Está s callada —dijo Hades. É l estaba de pie,
completamente vestido, cerca de la chimenea, con un vaso de
whisky en la mano, observando có mo se subía las gruesas
medias por el muslo. Levantó la mirada hacia la suya.
—Estoy pensando en lo surrealista que es esto —dijo—.
Soy tu mujer.
Hades tomó un sorbo de su bebida y luego la dejó a un
lado, acercá ndose a ella para acunar su rostro.
—Es surrealista —dijo.
—¿En qué está s pensando? —replicó ella.
Por un momento, Hades se quedó callado, y luego habló :
—Que haré cualquier cosa para retenerte —
respondió . Con sus palabras, una fría realidad se
instaló en ella.
—¿Piensas que Zeus tratará de separarnos?
—Sí —dijo sin vacilar, y luego le echó la cabeza hacia
atrá s para que lo mirara a los ojos—. Pero eres mía, y pienso
quedarme contigo para siempre.
No dudaba que eso era lo que pretendía Hades, pero sus
palabras dejaron algo oscuro en su corazó n. Pensó en las
palabras del orá culo, breves y sencillas: una unión poderosa,
un matrimonio que produciría un dios más poderoso que el
propio Zeus. Persé fone sabía có mo manejaba Zeus las
profecías que predecían su caída: eliminaba la amenaza.
—¿Por qué crees que nos dejó ir? —preguntó Persé fone.
—Por lo que soy —dijo Hades—. Desafiarme no es como
desafiar a otro dios. Soy uno de los tres, nuestro poder es
igual. Tendrá que tomarse su tiempo para decidir có mo
castigarme.
De nuevo, Persé fone sintió pavor.
Hades le dio un beso en la frente.
—No te preocupes, querida. Todo estará bien.
—Por fin —dijo, sonriendo iró nicamente.
La tormenta de su madre seguía siendo intensa, y ahora
se preguntaba cuá nto empeoraría cuando se supiera que ella
y Hades se habían casado.
—¿Te llevo al trabajo? —preguntó Hades.
—No —dijo—. Voy a desayunar con
Sybil. Hades levantó las cejas.
—¿Le vas a decir que estamos casados?
—¿Puedo?
Persé fone no estaba segura de có mo, o si, se lo dirían a
alguien fuera de los que habían asistido. Sin embargo, le
parecía mal no decírselo a Sybil, que conocía su relació n
desde el principio.
—Sybil es digna de confianza —dijo Hades—. Es su mayor
atributo.
—Estará extasiada —dijo Persé fone, sonriendo.
Se teletransportaron al exterior de Nevernight, donde
Antoni ya estaba esperando, el auto caliente, el calor del tubo
de escape convirtié ndose en un humo espeso al encontrarse
con la gé lida mañ ana. Antoni estaba de pie frente a la puerta
trasera del pasajero, con las manos cruzadas delante de é l.
—Buenos días, mi señ or, mi señ ora —dijo Antoni,
sonriendo, con los ojos arrugados.
—¡Buenos días! —dijo Persé fone, con una amplia sonrisa.
—Te veré esta noche, esposa mía —dijo Hades, y la atrajo
para darle un beso. Luego se acercó a la puerta y la ayudó a
entrar en la cabina.
—Te amo —susurró .
—Te amo —respondió , y cerró la puerta.
Antoni se acomodó en el asiento del
conductor.
—¿A dó nde, mi señ ora? —preguntó , mirando por el espejo
retrovisor.
—Al Café Ambrosía.
—Por supuesto. Uno de mis favoritos —dijo mientras
ponía el auto en marcha y arrancaba a la calle—. Creo que hay
que felicitarlos. La boda ha sido preciosa.
No pudo evitar sonrojarse.
—Gracias, Antoni. Todavía estoy disfrutando.
—Estamos muy contentos —dijo—. Hemos esperado
mucho tiempo por este día.
Desde el principio, los que admiraban a Hades se habían
volcado en su felicidad, y el hecho de que ella formara parte
de esa felicidad hizo que su pecho floreciera de orgullo.
La había elegido y la seguiría eligiendo.
Incluso si las Moiras desenredan nuestro destino,
encontraré una manera de regresar a ti.
Esas palabras llenaban su corazó n, lo hacían latir, una
verdad que nadie podía negar.
No tardaron en llegar al Café Ambrosía. Era un pequeñ o
restaurante moderno, construido con bloques de má rmol
recuperados. Antoni la ayudó a salir del auto y recorrió los
pocos pasos para sostener la puerta abierta para ella.
—Gracias, Antoni.
—Por supuesto... mi reina.
Se sonrieron antes de que ella entrara en el café .
En el interior, el espacio era acogedor, con una
iluminació n cá lida, tonos de madera y asientos mullidos.
Cuando se acomodó , pidió un café y sacó su telé fono para
enviarle un mensaje a Sybil dicié ndole que había llegado.
Mientras esperaba, sacó su tableta y empezó a leer las
noticias de la mañ ana, empezando por Noticias Nueva Atenas.
Ya estaba ansiosa al pensar en lo que podría aparecer en la
portada, dados los dos ú ltimos artículos que había escrito
Helen, pero no esperaba lo que vio hoy.
DIOSA JUGANDO A SER MORTAL:
LA VERDAD DE PERSÉFONE ROSI
Persé fone respiró entrecortadamente y su corazó n se agitó
dolorosamente mientras leía.
Durante cuatro años, Perséfone Rosi se hizo pasar por
estudiante universitaria, periodista y empresaria. Afirmaba
estar dedicada a la verdad, a denunciar a los Divinos por sus
injusticias, a ser una mortal que sufría como el resto de
nosotros, pero la realidad es que no es nada de eso, ni
siquiera mortal.
Perséfone es una diosa, nacida de Deméter, la Diosa de la
Cosecha.
El artículo continuaba, afirmando haber comenzado la
investigació n planteando la pregunta, ¿se casaría realmente
Hades con una mortal? Má s allá de eso, atacaron su trabajo.
Acusó a Hades de engaño, pero en el transcurso de sus
artículos se enamoró del Dios de los Muertos. Escribió sobre
el acoso de Apolo a las mujeres, pero cuando la indignación
pública fue demasiado, se calló. Ahora se la ve a menudo con
el Dios de la Música. Los intentos de Perséfone de denunciar a
los dioses parecen no haber sido más que una forma de que
un dios menor alcanzara el rango de Olímpico.
La ú ltima frase encendió una fina rabia en su interior,
sobre todo porque sabía que esa era la verdad de Helen: ella
era la que buscaba una forma de ascender, y había elegido el
lado equivocado.
Persé fone levantó la vista y se dio cuenta de que la gente
la miraba. Empezó a sentirse incó moda y miró la hora. Sybil
llevaba casi quince minutos de retraso y no había respondido
a los mensajes de texto de Persé fone.
Volvió a enviar un mensaje de texto:
¿Estás bien?
Luego llamó y su telé fono fue directamente al buzó n de
voz.
Extraño.
Persé fone colgó y llamó a Ivy a la Torre de Alejandría.
—Buenos días, lady Persé fone —dijo.
—Ivy, ¿ha llegado Sybil?
—Aú n no —dijo—. Pero volveré a revisar.
La ninfa la puso en espera y, mientras Persé fone esperaba,
el estó mago se le revolvió de miedo. Ya sabía que Sybil no
había llegado al trabajo. Nadie pasaba de Ivy, una verdad que
se confirmó cuando volvió a tomar el telé fono.
—Aú n no ha llegado, mi señ ora. ¿Quiere que la llame
cuando llegue?
—No, está bien. Estaré allí pronto.
Persé fone colgó y frunció el ceñ o. No le gustaba la
sensació n que se le estaba formando en el fondo del
estó mago. Se apoderó de sus pulmones, dificultando la
respiració n y la deglució n.
Tal vez pasó la noche con Harmonía. Tal vez perdieron la
noción del tiempo.
—Zofie. —Persé fone pronunció el nombre de la amazona y
esta apareció al instante. Los espectadores jadearon
sorprendidos, pero Persé fone los ignoró .
—¿Sí, mi señ ora?
—¿Puedes localizar a Harmonía?
—Haré lo que pueda —dijo—. ¿Te acompañ o a la torre?
—No, prefiero que encuentres a Harmonía lo antes
posible.
—Como quiera —dijo, y desapareció .
Zofie la encontrará, pensó .
Intentó consolarse con esos pensamientos mientras
pagaba su café y emprendía el corto camino hacia la Torre de
Alejandría en medio del frío. Nada má s llegar, agradeció el
calor que le recorrió el rostro, derritiendo su piel helada.
—Lady Persé fone —dijo Ivy—. He llamado a la señ orita
Kyros, pero su telé fono parece estar apagado.
Era el ú nico hecho que le impedía creer completamente
que estaba con Harmonía. El telé fono de Sybil nunca estaba
apagado.
Tal vez olvidó su cargador, razonó . Sin embargo, su miedo
aumentaba.
—Lo intentaré de nuevo en unos minutos —dijo Ivy—. He
dejado café en tu mesa.
—Gracias, Ivy.
Persé fone subió las escaleras y entró en su despacho.
Comenzó a quitarse la chaqueta, pero se detuvo al rodear su
escritorio y ver una pequeñ a caja negra. Estaba atada con
una cinta roja y se encontraba junto a su café . ¿Había dejado
Ivy un regalo y no había dicho nada al respecto? La agarró y
se quedó aú n má s confundida cuando encontró una sustancia
pegajosa en el fondo, y luego, horrorizada, se dio cuenta de lo
que era.
Sangre.
—Buenos días. —La voz de Luce se detuvo bruscamente al
entrar en el despacho de Persé fone y ver la mancha carmesí
en su escritorio—. ¿Es eso... sangre?
De repente, a Persé fone le costaba mucho respirar y tenía
un zumbido en los oídos que le dolía.
—Leuce. Consigue a Ivy.
—Por supuesto.
Persé fone sostuvo la caja con cautela, sus manos ya
temblaban. Tiró de la cinta y retiró la tapa. Dentro había un
papel blanco manchado de sangre. Abrió la hoja y encontró un
dedo cortado. Un dolor de garganta le hizo soltar la caja y
alejarse del escritorio.
Justo entonces, Ivy y Leuce regresaron.
—¿Qué pasa, mi señ ora?
Persé fone podía sentir có mo se acumulaban gruesas
lá grimas.
—¿Esta caja estaba aquí cuando me trajiste el café esta
mañ ana?
—Bueno... sí —dijo—. Supuse que era de Hades.
—¿Ha estado alguien má s en mi despacho? —Miró de una
ninfa a otra mientras respondían al unísono.
—No —dijeron.
—Tu puerta estaba cerrada cuando llegué —dijo Leuce.
Persé fone se sintió mareada y su mente se aceleró . Su
mirada se posó de nuevo en la caja y en el dedo ceniciento
que asomaba a travé s del papel.
—Tengo que comprobar có mo está Sybil.
—Persé fone, espera.
No lo hizo.
Se teletransportó al apartamento de Sybil y se encontró en
medio del saló n del orá culo. Estaba completamente destruido:
la mesa de centro estaba en pedazos, el televisor destrozado.
Las puertas de la consola sobre la que se apoyaba parecían
haber sido arrancadas de sus bisagras. Las cortinas habían
sido arrancadas de sus varillas. El suelo estaba lleno de
cristales rotos. En medio de este caos, se dio cuenta de que
algo temblaba, acurrucado en el sofá : Opal, el perro de
Harmonía. Persé fone lo recogió en sus brazos.
—Está bien —lo tranquilizó , pero ni siquiera ella se creyó
las palabras. Comenzó a explorar el resto del apartamento.
—¡Sybil! —gritó , sus zapatos crujieron sobre los
escombros mientras avanzaba por el pasillo, reuniendo su
magia en las palmas de las manos, una energía agitada que
coincidía con lo
que sentía. Comprobó el cuarto de bañ o y encontró el espejo
destrozado; el tocador salpicado de sangre. Sus ojos se
dirigieron a la bañ era, oculta tras la cortina de la ducha. El
tiempo pareció ralentizarse a medida que se acercaba, con su
magia caliente en la mano.
Apartó la cortina, pero encontró la bañ era vacía, sin
manchas.
Aun así, se sintió nerviosa al salir del bañ o y avanzar por
el pasillo donde estaba el dormitorio de Sybil. La puerta
estaba entreabierta y, al abrirla un poco má s de una patada,
la encontró derruida, pero Sybil no estaba.
Sybil no estaba.
Entonces recordó las palabras del falso orá culo.
La pérdida de un amigo te llevará a perder muchos, y tú, tú
dejarás de brillar, una brasa arrebatada por la noche.
Ben.

Persé fone convocó a Zofie y le entregó a Opal antes de


teletransportarse a Four Olives, el restaurante donde
trabajaba Ben y donde había conocido a Sybil. Hubo jadeos
cuando se manifestó y escudriñ ó a la multitud, los mortales
sacaron sus telé fonos para sacar fotos o filmarla.
—No —ordenó , y envió un torrente de energía a toda la
sala. De repente, crecieron pequeñ os arbolitos del interior de
sus dispositivos. Algunos mortales dejaron caer sus telé fonos
con sorpresa, mientras que otros gritaron.
—¡Es una diosa!
—¡Las historias son verdaderas!
Los ignoró , buscando a Ben, que acababa de salir de la
cocina, llevando una bandeja llena de comida. Cuando la vio,
se detuvo y sus ojos azules se abrieron de par en par. Dejó
caer la bandeja y giró sobre sus pies en un intento de volver a
entrar en la cocina, pero en su lugar se desplomó en el suelo,
con los tobillos sujetos por unas finas raíces que habían
crecido desde el suelo bajo é l.
Persé fone se dirigió hacia é l. A cada paso, sentía que su
ira, y su poder aumentaban.
—¿Dó nde está ? —preguntó mientras se acercaba. Para
cuando estuvo frente a é l, luchaba por liberarse, con los dedos
sangrando por la madera astillada—. ¿Dó nde está Sybil?
—¡No lo sé !
—Está desaparecida. Su casa está destrozada y tú
tambié n podrías haberla acosado. ¿Qué has hecho?
—¡Nada, lo juro!
Su magia se expandió , y las lianas que atrapaban sus
tobillos, ahora atrapaban sus muñ ecas, creciendo
rá pidamente hasta rodear su cuello.
—¡Dime la verdad! ¿La has capturado para probar tu
profecía?
—¡Nunca! Te di las palabras que escuché . Lo juro por mi
vida.
—Entonces es bueno que te tenga en mis manos —dijo, y
las lianas le apretaron el cuello con má s fuerza. Los ojos de
Ben se abrieron de par en par, las venas de su frente
estallaron.
—¿Quié n te dio las palabras? ¿Quié n es tu dios?
—Deméter —espetó , apenas capaz de pronunciar palabras
mientras se ponía morado frente a ella.
—¿Demé ter? —repitió Persé fone, y soltó la garganta del
mortal. Ben jadeó y cayó de costado. Las lá grimas corrían por
su rostro mientras se arrastraba, con las manos y los pies aú n
atados.
—Sabías quié n era yo —dijo Persé fone.
Ben tenía una razó n para apegarse a Sybil. Era porque
estaba cerca de ella.
Es solo cuestión de tiempo que alguien con una venganza
contra mí intente hacerte daño.
Eran palabras que Hades había pronunciado, un temor
que había tenido a medida que su relació n se hacía má s
pú blica. Persé fone nunca había considerado que esas
palabras fueran ciertas para ella.
—¡Dime todo! —exigió Persé fone.
Ben intentó escabullirse, pero fue retenido por sus lianas.
—¡No hay nada que contar! Te he dado la profecía.
—No me diste una profecía, me diste una amenaza de mi
madre —vociferó .
—Solo me dieron palabras para decir —gritó —. Tu madre
amenazó a Sybil, ¡no a mí!
Mientras miraba al hombre, notó una humedad que se
acumulaba debajo de é l. El mortal se había meado encima,
pero no fue su miedo lo que la convenció de que decía la
verdad, sino que sabía que é l creía que era un verdadero
orá culo; no reconocería que é l mismo era un instrumento de
su madre.
—Confía, mortal, en que, si algo le ocurre a Sybil, te
recibiré personalmente en las Puertas del Inframundo y te
escoltaré al Tá rtaro.
Su castigo sería brutal, e incluiría miembros cortados.
Se levantó entonces, y su ira se convirtió en algo que se
parecía mucho a la pena: ¿y si no podía encontrar a Sybil?
Ben había sido su ú nica pista. Luego, su mirada se dirigió a
los demá s mortales que estaban en la cafetería y descubrió
que, mientras algunos la miraban con desprecio, otros
estaban absortos en la televisió n donde se transmitían las
noticias de ú ltima hora.
Avalancha mortal, se presume la muerte de miles de
personas.
No.
No, no, no.
Se cree que las fuertes nevadas son la causa de la mortal
avalancha que ha sepultado las ciudades de Esparta y Tebas
bajo varios cientos de metros de nieve. Se han enviado
equipos de rescate.
Todo el cuerpo de Persé fone se sentía cá lido, cargado de
ira y magia.
Y entonces algo la golpeó en la cabeza. Miró a tiempo para
ver có mo una naranja caía al suelo y rodaba.
Su cabeza se movió en la direcció n que había venido y un
hombre gritó :
—¡Maldita seas!
—¡Esto es culpa tuya! —gritó una mujer, recogiendo su
plato y lanzá ndolo contra Persé fone. Le dio en el brazo y cayó
al suelo, hacié ndose añ icos.
Siguieron má s alimentos, objetos y palabras.
—¡Rata! —gritó otro, lanzá ndole su café .
El suelo empezó a temblar y Persé fone supo que, si no se
marchaba, derrumbaría todo el edificio y, a pesar de su
agresió n, no merecían la muerte. Con una ú ltima mirada al
televisor, se teletransportó .
XXXIV

UNA BATALLA ENTRE QIoSES

Llegó al lugar de la avalancha, que se extendía a lo largo


de varios kiló metros; en todas las direcciones había un manto
de blanco brillante. Había señ ales de una ciudad: edificios
derribados, á rboles rotos, madera y metal retorcido que
sobresalían de la nieve, pero lo peor de todo era el silencio.
Era el sonido de la muerte, de un final.
Mientras estaba allí, en medio de la devastació n, los trozos
de comida que se habían pegado a su cabello y a su ropa
cayeron al suelo y eso estimuló algo en su interior: el deseo de
acabar con el reinado de su madre de una vez por todas. Echó
mano de su magia, de lo que quedaba de vida a su alrededor,
recurriendo a su energía, a su ira, a la oscuridad que había
en su interior y que deseaba venganza, y mientras la liberaba,
pensó en todas las cosas hermosas que había querido crear:
las ninfas que había querido proteger de su madre, las flores
que había querido cultivar, las vidas que había querido
salvar.
La magia se acumuló tras un dique de emociones y,
cuando estalló , brotó de ella en una ola de luz brillante que le
hizo llorar los ojos y le calentó la piel. La nieve comenzó a
derretirse bajo sus pies, y en las horribles secuelas de la
avalancha, entre los escombros y los desechos, creció la
hierba, brotaron las flores, los á rboles se enderezaron y
florecieron; incluso el cielo se dividió a sus ó rdenes, las nubes
se separaron para mostrar cielos azules.
Luego, las lianas surgieron del suelo, levantando y
enderezando edificios y casas enteras, reparando las
estructuras hasta cubrirlas de verdor y flores. El paisaje ya no
parecía un desierto blanco o una ciudad de metal, sino un
bosque de flores coloridas y fragantes, vegetació n esmeralda y
luz solar pura y brillante.
Sin embargo, el silencio reinaba y había una nueva
sensació n que jugaba en los bordes de su mente, muy
parecida a la vida que revoloteaba allí, pero era oscura, un
rizo de humo, provocador y burló n.
Era la muerte.
Podrá dar vida a una parte de este mundo, pero no a todo.
Se distrajo de su pena cuando sintió un poder terrible que
venía del cielo. Era a la vez perverso y puro y se agolpó en su
alma, erizando el vello de sus brazos y su nuca. Entonces los
Olímpicos cayeron del cielo, aterrizando en un círculo
alrededor de ella, excepto Hermes y Apolo, que aterrizaron a
cada lado de ella, con la vista puesta en el frente, como para
defenderse.
Hermes iba vestido con una armadura de oro y un
linotó rax de cuero. Su yelmo ostentaba unas alas que hacían
juego con las que brotaban de su espalda. A su lado, Apolo
llevaba un atuendo similar, solo que en la parte superior
sobresalía una aureola de pú as como un rayo de sol.
Hermes miró por encima de su hombro y sonrió .
—Hola, Sefi —dijo.
—Hola, Hermes —contestó en voz baja, sin saber qué
hacer con la presencia de los dioses, pero sabiendo que esto
no era bueno.
Justo frente a ella estaba Zeus, que iba con el pecho
desnudo, salvo por una piel que llevaba como capa y un
pteruges3, una falda de cuero en forma de tira, en la cintura.
A su lado estaba Hera, que llevaba una complicada mezcla de
armadura de plata, oro y cuero. A pesar de que Persé fone
temía a Zeus, le pareció que la Diosa del Matrimonio era la
que parecía má s hambrienta de batalla. Luego estaba
Poseidó n, con su mirada depredadora. É l tambié n tenía el
pecho desnudo y llevaba una tú nica blanca, sujeta por un
cinturó n de oro y verde azulado. En su mano sostenía su
tridente, un arma que brillaba con malicia. Tambié n estaba
Ares, con su capa roja brillante y su yelmo emplumado
ondeando al viento. Tambié n estaban Afrodita, vestida de oro
y rubor, y Artemisa, que llevaba el arco a la espalda.
Persé fone se dio cuenta de que estaba tensa, dispuesta a
tomar el arma si se le daba la oportunidad. Atenea tenía un
aspecto regio, aunque no completamente pasivo, mientras
estaba de pie junto a Hestia, que era la ú nica diosa que no
estaba vestida para la batalla.
Su madre era la ú nica Olímpica que faltaba, y Hades.
Entonces sintió su inconfundible presencia, una oscuridad
tan deliciosa que se sintió como en casa cuando la rodeó por
la cintura y, de repente, se sintió atraída por su só lido pecho.
Persé fone echó la cabeza hacia atrá s y sintió que la
mandíbula de Hades le rozaba la mejilla cuando sus labios se
posaron cerca de su oreja.
—¿Enojada, cariñ o?
—Un poco —respondió sin aliento.
A pesar de su comentario burló n, sintió la tensió n en su
cuerpo.
—Esa fue toda una muestra de poder, pequeñ a diosa —
dijo Zeus.
—Llá mame pequeñ a una vez má s. —Persé fone fulminó con
la mirada al Dios del Trueno, que se rio ante su enojo.
—No sé por qué te ríes —continuó —. Ya te he pedido
respeto antes. No lo volveré a pedir.
—¿Amenazas a tu rey? —preguntó Hera.
—No es mi rey —dijo.
Los ojos de Zeus se oscurecieron.
—Nunca debí permitirte salir de ese templo. Esa profecía
no era sobre tus hijos. Era sobre ti.
—Dé jalo, Zeus —dijo Hades—. Esto no terminará bien
para ti.
—Tu diosa es una amenaza para todos los Olímpicos —
respondió .
—Es una amenaza para ti —dijo Hades.
—Alé jate, Hades —dijo Zeus. —No dudaré en acabar
contigo tambié n.
—Si haces la guerra contra ellos, haces la guerra contra
mí. —Las palabras salieron de Apolo, cuyo arco de oro se
materializó entre sus manos.
—Y contra mí —dijo Hermes, desenfundando su
espada. Se hizo un silencio absoluto.
Entonces Zeus habló :
—¿Quieres cometer una traició n?
—No sería la primera vez —musitó Apolo.
—¿Protegerías a una diosa cuyo poder podría destruirte?
—preguntó Hera.
—Con mi vida —dijo Hermes—. Sefi es mi amiga.
—Y mía —dijo Apolo.
—Y mía —dijo Afrodita, que se separó de la fila y cruzó al
lado de Persé fone. Cuando llegó a situarse junto a Apolo,
pronunció el nombre de Hefesto, y el Dios del Fuego tambié n
apareció , ocupando el espacio junto a ella.
—No voy a luchar —dijo Hestia.
—Ni yo —dijo Atenea.
—¡Cobardes! —vociferó Ares.
—La batalla debe servir para algo má s que para derramar
sangre —dijo Atenea.
—El orá culo ha hablado y ha señ alado a esta diosa como
una amenaza. La guerra elimina las amenazas.
—Tambié n la paz —dijo Hestia.
Las dos diosas desaparecieron, y entonces fueron Zeus,
Hera, Poseidó n, Artemisa y Ares quienes se enfrentaron a
ellos.
—¿Está s seguro de que esto es lo que quieres, Apolo? —
preguntó Artemisa.
—Sefi me dio una oportunidad cuando no debía. Se lo
debo.
—¿Vale la pena su oportunidad?
—¿En mi caso? —preguntó —. Sí.
—Te arrepentirá s, pequeñ a diosa —prometió Zeus.
Los ojos de Persé fone se entrecerraron.
—He dicho que no me llames pequeñ a.
Su poder se movió y rompió la tierra bajo los pies de Zeus
y los demá s Olímpicos. Saltaron para evitar caer en un abismo
abierto, se elevaron en el aire con facilidad y atacaron. Zeus
parecía decidido a golpear a Persé fone, y su primer ataque se
produjo en forma de un poderoso rayo violeta que golpeó el
suelo cerca de sus pies, haciendo temblar la tierra.
—Eres tan perra como tu madre —gruñ ó Zeus.
—Creo que las palabras que buscas son de voluntad fuerte
—dijo Persé fone.
Zeus se echó hacia atrá s, pero en lugar de golpearla, su
brazo se topó con un muro de afiladas espinas, que se
hicieron añ icos, pero fue suficiente barrera para que
Persé fone evitara el golpe del dios. Mientras lo hacía, Hades
se
interpuso entre ellos, su glamour se desvaneció en un humo
negro, pero las sombras que cayeron de é l se dirigieron hacia
Zeus. Una de ellas consiguió atravesar su cuerpo, hacié ndole
retroceder a trompicones, pero se recuperó a tiempo para
desviar las otras dos con los puñ os que sujetaban sus brazos.
—La regla de las mujeres, Hades, es que nunca les des tu
corazó n.
Persé fone no tuvo tiempo de preguntarse có mo había
respondido Hades, ya que, al retroceder a trompicones, se
encontró de frente con Poseidó n, que le lanzó su tridente. Los
filos le cortaron la parte superior del brazo al intentar
moverse y jadeó de dolor, pero aprovechó ese escozor para
empezar a curarse, e invocó lianas del suelo que se enredaron
alrededor del tridente, arrancá ndolo de las garras de
Poseidó n. El dios no tardó en enfurecerse y golpeó con su
mano las lianas, arrancando su arma de su agarre y
clavá ndola en el suelo. La tierra comenzó a temblar y a
resquebrajarse, y la tierra que Persé fone había curado estaba
ahora rota. Una gigantesca fisura apareció entre ella y el Dios
del Mar, y cuando este dio un paso cerca, el fuego brotó de
sus profundidades y un lá tigo en llamas cortó el aire y se
enredó en el cuello de Poseidó n, haciéndolo volar hacia atrá s.
Se estrelló contra uno de los edificios cubiertos de vides que
Persé fone había restaurado.
Al principio no sabía quié n había acudido a rescatarla,
pero entonces sus ojos se posaron en Hefesto, cuyos ojos
brillaban con un poder crudo y una llama. Le dio la espalda y
miró a Poseidó n, que se levantó de entre los escombros con su
tridente brillando.
De repente, le echaron la cabeza hacia atrá s y se quedó
mirando los crueles ojos de Hera, que levantó una espada y la
hizo caer sobre el cuello de Persé fone. Alcanzó la mano de
Hera e invocó espirales con la punta de los dedos. Se
hundieron profundamente en la carne de la diosa y ella gritó ,
sangrando, su espada salió volando. La rabia brilló en los ojos
de Hera y tomó a Persé fone por el brazo y la lanzó . Voló por el
aire, el viento se sentía agudo contra su piel. Aterrizó de pie,
pero en un crá ter y mientras salía de é l, Hera continuó hacia
ella. Persé fone hizo acopio de su magia y unos miembros
ennegrecidos brotaron de la tierra, enredá ndose en los brazos
y tobillos de Hera, mantenié ndola en el cielo. La diosa luchó ,
su grito sonó animal, hasta que las lianas se cerraron sobre
su boca, silenciá ndola.
Hubo un momento en el que Persé fone se quedó al borde
del abismo que su cuerpo había creado, contemplando la
destrucció n provocada por los dioses: la tierra era esté ril y
estaba agrietada, y los incendios se extendían por la tierra
como ríos de llamas, el cielo estaba cargado de humo. La
magia de los dioses pesaba en el aire, una energía que se
sentía como la perdició n y sonaba como un trueno.
Al otro lado del campo, los Olímpicos se enzarzaron en
una batalla entre ellos: las espadas y las lanzas chocaban y se
enfrentaban, mientras que las rá fagas de magia poderosa
contrarrestaban los ataques. Apolo lanzó flechas a Ares, que
las bloqueó con su lanza. Hefesto utilizó su lá tigo de fuego
para bloquear un golpe tras otro del tridente de Poseidó n,
mientras Artemisa y Afrodita cruzaban sus espadas. Luego
estaba Hades, que seguía enzarzado en una feroz batalla con
Zeus. Ambos se golpeaban con sus armas: el bidente de Hades
y el rayo de Zeus. Cada vez que se enfrentaban, se producía
una explosió n de poder que parecía alimentar su ira.
Persé fone se concentró en los dos, y su magia se elevó
para agarrar los tobillos y los brazos de Zeus. El dios rompió
su agarre con facilidad, pero persistió , y Zeus rugió de ira.
Hades aprovechó la oportunidad para hacer que las sombras
lo recorrieran hasta que tropezó hacia atrá s. Al caer, el suelo
se abrió , impulsado por la magia de Persé fone, y el dios cayó
al abismo, llenando el agujero de tierra y escombros,
enterrá ndolo vivo.
Hades se volvió hacia Persé fone justo cuando el suelo
empezó a temblar, y Zeus se elevó del suelo en una explosió n
de tierra, bañ ando a los dioses con tierra y rocas. Un rayo
crepitó alrededor del Rey de los Dioses y sus ojos brillaron. Un
miedo terrible recorrió a Persé fone cuando lo vio y sintió su
poder. Era como un veneno que le revolvía el estó mago.
—¡Persé fone! —rugió Hades.
El rayo cayó rá pidamente. Su cuerpo se agitó
incontroladamente, sus miembros se congelaron en su sitio,
los ojos abiertos de par en par, la boca abierta. Solo pudo ver
el destello de luz violeta, oler el cabello y la carne quemados.
No supo cuá nto tiempo sufrió la conmoció n, pero algo
sucedió , un cambio en su cuerpo al adaptarse a la sensació n
de la magia que había abordado inicialmente su cuerpo y, de
repente, pudo aprovecharla. Cuando el ataque de Zeus
terminó , Persé fone se sintió resplandeciente, con su cuerpo
lleno de electricidad. Sus ojos se entrecerraron sobre Zeus en
el cielo y recogió su magia como si fuera propia, enviá ndola
hacia é l.
Sus ojos se abrieron de par en par en el momento en que
fue golpeado, y su cuerpo se convulsionó en el cielo.
Cuando el asalto terminó , Zeus cayó , su aterrizaje sacudió
la tierra. La visió n de Persé fone se nubló y sus pulmones
traquetearon. Se dio la vuelta, buscando a Hades, pero se
encontró con que Ares soltaba su lanza dorada. Esta cortó el
aire a una velocidad inhumana, demasiado rá pida para que
Persé fone pudiera moverse.
En el siguiente segundo, fue empujada al suelo, se giró
para ver có mo el cuerpo de Afrodita se arqueaba al ser
atravesado por la lanza. Se clavó en el suelo detrá s de ella, y
quedó inmovilizada en su centro, sus brazos colgaban inertes
a su lado, la sangre goteaba de su boca.
—¡No! —El rugido de Hefesto fue tan fuerte y ensordecedor
que detuvo la batalla. Todo el mundo vio có mo se abría
camino hacia ella, envuelta en llamas, alcanzando la lanza, la
sacó de su cuerpo. Un brazo la rodeaba por los hombros, el
otro le presionaba el estó mago.
—Afrodita… —Ares pronunció su nombre mientras sus
pies tocaban el suelo—. No quise...
—Si das un paso má s, te cortaré el cuello —amenazó
Hefesto.
—Afrodita —susurró Persé fone, con la garganta llena de
lá grimas—. No.
—Persé fone —dijo Hades, repentinamente a su lado,
instá ndola a ponerse en pie—. Vamos.
—¡Afrodita! —gritó .
—Tenemos que irnos —dijo Hades.
—¡Apolo! ¡Cú rala! —gritó Persé fone.
Hades la recogió en sus brazos.
—¡No! —rugió mientras se desvanecían.
3 Pteruges se re ere a la pieza decorativa que cae de la cintura de la
armadura de los antiguos soldados griegos y romanos. Generalmente estaba
hecha de cuero y llevaba piezas metálicas y, en casos especiales, joyas para
adornarlo.
XXXV

UN FAVoR

Todavía estaba gritando cuando aparecieron en su


dormitorio.
—Va a estar bien —dijo Hades, sus brazos la rodeaban con
fuerza, sostenié ndola.
—Tomó esa lanza por mí —gritó Persé fone, enterrando su
rostro en su pecho.
—Afrodita estará bien —dijo Hades—. Todavía no es su
hora de morir.
Incluso al oír esas palabras, a Persé fone le costó un rato
calmarse. El día había comenzado con una nota tan hermosa,
una euforia que nunca había sentido antes, y rá pidamente se
había desbordado. Sybil seguía desaparecida, había miles de
muertos enterrados bajo aquella avalancha y los Olímpicos
estaban ahora divididos.
—Sié ntate —dijo Hades, guiá ndola hasta el borde de la
cama.
—Hades, no podemos quedarnos aquí —dijo Persé fone—.
Tenemos que encontrar a Sybil.
—Lo sé , lo sé . Deja que me asegure de que está s bien —
dijo.
Persé fone frunció las cejas. Se sentía bien, luego sus ojos
bajaron a su camisa y se dio cuenta de que estaba cubierta de
sangre.
—Estoy bien. Me he curado.
—Por favor.
La palabra era tranquila, sin aliento, y entonces asintió y
dejó que le desabrochara la camisa. Pareció relajarse cuando
encontró la piel sin marcar.
—Hades. —Comenzó a acercarse a su rostro, pero é l se
puso de pie.
—¡Joder! —gritó .
Se estremeció .
—Nunca quise esto para ti, joder —dijo, pasá ndose los
dedos por el cabello sucio.
—Hades, esto no es tu culpa.
—Quiero protegerte de esto.
—No tenías control sobre có mo actuarían los dioses hoy,
Hades. —Mantenía los ojos desviados, la mirada fija, la
mandíbula crispada—. Tomé la decisió n de usar mi poder,
Zeus tomó la decisió n de acabar conmigo.
—Lo destruiré .
—No tengo ninguna duda —dijo, y se puso en pie—. Y yo
estaré a tu lado cuando lo hagas.
Esperaba que Hades dijera que no, pero en lugar de eso se
acercó a acariciar su mejilla.
—Junto a mí —repitió , y dejó caer su mano—. Há blame de
Sybil.
Persé fone explicó lo que había encontrado en el escritorio
esta mañ ana: una caja negra, atada cuidadosamente con una
cinta roja, que contenía el dedo de Sybil.
—¿Está s segura de que era de Sybil?
—Sí. —Persé fone conocía su energía, pero tambié n
reconoció el esmalte de la uñ a ensangrentada.
—¿Dó nde está ahora?
—Todavía está en mi oficina. —Había estado demasiado
frené tica como para pensar en llevarlo con ella cuando salió a
revisar el apartamento de Sybil.
—Tendremos que recuperarlo —dijo Hades—. Hé cate
puede lanzar un hechizo de rastreo que al menos nos dirá
dó nde le quitaron el dedo.
Era difícil creer que estuvieran hablando con tanta
ligereza del secuestro de Sybil y de lo que, en esencia, era una
tortura. La realidad provocó un escalofrío de rabia en
Persé fone.
—¿Qué hacemos si no está ? —preguntó .
—No puedo decirlo —respondió Hades—. Depende de lo
que encontremos cuando la rastreemos.
Persé fone sabía por qué se habían llevado a Sybil: era una
forma de atraerla, pero, ¿dó nde? Persé fone sospechaba que el
secuestro había sido idea de Demé ter basá ndose en la
profecía que le había dado a Ben, pero, ¿quié n se la había
llevado? ¿Los mismos que habían atacado sin piedad a
Adonis, Harmonía y Tique?
—Vamos, debemos apresurarnos. No podemos pasar
mucho tiempo fuera del Inframundo dado como dejamos a los
Olímpicos —dijo Hades.
En cuanto aparecieron en su despacho, Persé fone supo
que algo iba mal. Hades se puso rígido a su lado y la agarró
por la cintura. Había un rectá ngulo seco y ensangrentado en
su escritorio, donde el dedo de Sybil había descansado
demasiado tiempo en la caja, y había desaparecido. Sus ojos
se desviaron hacia el sofá donde estaba sentado Teseo. Tenía
el mismo aspecto que cuando lo conoció , si no má s relajado,
con una pierna cruzada sobre la otra y los brazos extendidos
sobre el respaldo del asiento.
Persé fone frunció el ceñ o.
—Tú .
El semidió s parecía divertido, sus cejas oscuras se alzaban
sobre los ojos aguamarina.
—Yo —dijo Teseo, con la boca ladeada en una sonrisa de
satisfacció n.
—¿Dó nde está Sybil? —exigió Persé fone.
—Está aquí —dijo, y levantó el dedo.
Los ojos de Persé fone se
oscurecieron.
—¿Qué quieres con ella?
—Tu cooperació n —dijo Teseo—. La necesitaré despué s de
cobrar mi favor.
¿Favor?
Esa palabra heló la sangre de Persé fone.
Los ojos del semidió s se desviaron hacia Hades y se
produjo un horrible silencio. Lo que sea que Teseo haya
venido a recoger provocó que el agarre de Hades se apretara
sobre ella, sus dedos se clavaron en su costado
dolorosamente. Persé fone miró al dios, pero todo lo que pudo
ver fue la parte inferior de su mandíbula mientras miraba al
semidió s.
—¿Qué favor? —preguntó ella.
—El favor que me debe Hades —explicó Teseo, con su voz
aú n tan casual—. Por mi ayuda para salvar tu relació n.
—¿De qué está hablando? —Persé fone volvió a mirar a
Hades. Como é l no respondió , susurró su nombre.
—¿Hades?
—Me devolvió una reliquia que cayó en manos
equivocadas —gruñ ó Hades, y luego añ adió , como para
explicar por qué se había sentido obligado a conceder tan
monumental regalo—. Has visto la devastació n que puede
causar una pieza así.
Lo había hecho. Las reliquias habían provocado las
heridas de Harmonía y la muerte de Tique.
Los ojos de Persé fone volvieron a mirar a Teseo, cuya
sonrisa era perversa: se complacía en esto, se dio cuenta con
disgusto.
—¿Qué es lo que quieres de é l?
—A ti —respondió el semidió s, como si fuera obvio.
—¿A mí? —repitió Persé fone.
—No —dijo Hades, y Persé fone sintió que su magia se
elevaba.
—Los favores son obligatorios, Hades —dijo Teseo—.
Está s obligado a cumplir mi petició n.
—Conozco la naturaleza de los favores, Teseo —siseó
Hades.
—¿Te enfrentarías a la Muerte Divina? —preguntó Teseo,
levantá ndose de su sitio en el sofá .
—¡Hades, no! —dijo Persé fone, que se aferró a su tú nica,
pero é l no la miró , su mirada se dirigió a Teseo, con el cuerpo
tenso y preparado para la batalla. Horribles recuerdos
asaltaron su mente. Eran recuerdos falsos, sacados de sus
mayores temores cuando había luchado contra Hades en su
arboleda, pero se habían sentido reales. Todavía recordaba el
peso de su cabeza en su regazo y la forma en que su sangre
se oscurecía al secarse.
—¿Por Persé fone? —preguntó Hades—. Sí.
—Solo pido que me la presten. Puedes tenerla de vuelta
cuando haya terminado.
El asco hizo que el estó mago de Persé fone se revolviera.
—¿Por qué yo? —preguntó .
—Eso es una conversació n para otro momento. Por ahora,
debes salir de aquí conmigo y Hades no puede seguirte. Si no
haces lo que te digo, asesinaré a tu amiga delante de ti.
Los ojos de Persé fone ardían, y se volvió hacia Hades,
agarrando su brazo hasta que la miró fijamente.
—Persé fone —dijo su nombre, desesperado y dolorido.
—Voy a estar bien.
—No, Persé fone.
—He perdido a demasiada gente. De esta manera... puedo
conservarlos a todos.
La abrazó , sus dedos se clavaron en sus brazos. Ella sabía
lo que estaba pensando: era la ú ltima vez que la vería. Apretó
sus labios contra los de é l y se besaron suavemente. Cuando
se separó , susurró :
—Confía en mí.
—Confío en ti —dijo.
—Entonces, dé jame ir.
Y para su sorpresa, lo hizo.
Detrá s de ellos, Teseo se rio y abrió la puerta, esperando a
que ella pasara.
—Has tomado la decisió n correcta.
Pasó rozando a Hades, y por mucho que lo hubiera
animado a dejarla marchar, sintió inmediatamente el peso de
su ausencia. Todo lo que quería era volver con é l. Se detuvo
cuando llegó junto a Teseo, lo que solo pareció hacer que
Hades se pusiera má s tenso.
—Persé fone. —Hades volvió a decir su nombre y su
corazó n le dolió de una forma que nunca antes había tenido,
como si estuviera envuelto en un hilo tan tenso que apenas
pudiera latir.
—Te amo —dijo—. Y te conozco.
En el momento en que esta puerta se cerrara, é l vendría
tras ella, y no podía arriesgarse. Sybil moriría, y Hades se
enfrentaría a una eternidad de ser perseguido por Né mesis.
No podía dejar que eso sucediera.
Sus ojos se abrieron de par en par al oír sus palabras y,
entonces, grandes lianas negras brotaron del suelo,
envolviendo sus pies y muñ ecas. Su peso lo ancló al suelo,
haciendo que se doblara bajo sus pies. Luchó contra las
ataduras, sus mú sculos se agitaron y las venas saltaron, pero
no pudo liberarse de ellas.
—¡Persé fone! —gritó Hades cuando la puerta se cerró de
golpe, impidié ndole ver. El sentimiento de culpa se apoderó
de ella y las lá grimas brotaron de sus ojos. Quedó frente a
Teseo, que tenía los labios curvados y los ojos encendidos de
diversió n.
—Bien hecho. Nunca te perdonará por eso.
PARTE III

“Los hombres son rápidos para culpar a los dioses: dicen


que inventamos su miseria. Pero son ellos, ellos mismos, en
su depravación, diseñan pena mayor que las penas que el
destino le asigna.”
—Homero, La Odisea
XXXVI

PERSÉFoNE

Teseo sacó a Persé fone de la Torre de Alejandría y la


condujo a un todoterreno que la esperaba. En el interior, las
ventanas estaban tan oscuras que no podía ver el exterior.
Teseo subió al vehículo detrá s de ella y le tendió la mano.
—Tu anillo —exigió .
—¿Por qué ?
—Tu anillo o te cortaré el dedo tambié n.
Persé fone lo miró fijamente. Tenía muchas ganas de usar
su magia contra ese semidió s, pero no se atrevía a hacerlo, no
sin saber si Sybil estaba bien.
Se quitó el anillo del dedo y se lo entregó , sintiendo que
regalaba un trozo de su corazó n. Vio có mo Teseo lo colocaba
en el bolsillo interior de su chaqueta.
—¿A dó nde me llevas? —exigió .
—Vamos al Hotel Diadem —dijo—. Hasta que esté listo
para ejecutar mis planes contigo.
—¿Y cuá les son esos? —No pudo evitar que le temblara la
voz.
Se rió .
—No soy de los que muestran su mano antes de estar
preparado, reina Persé fone.
Ignoró el uso que hizo de su título; probablemente no era
en serio, solo una forma de meterse en su piel.
—¿Está Sybil ahí? ¿En el hotel?
—Sí —dijo—. Llegará s a verla, necesitará s verla para
recordar por qué debes seguir con tu misió n.
Persé fone dejó que el silencio se prolongara un momento
antes de volver a hablar.
—¿Trabajas con mi madre?
—Tenemos objetivos comunes —dijo.
—Los dos quieren derrocar a los dioses —dijo.
—No derrocar —dijo—. Destruir.
—¿Por qué ? ¿Qué tienes contra los dioses? Naciste de
uno.
Aunque Teseo hubiera querido, no podía negar su
filiació n.
—No odio a todos los dioses, solo a los inflexibles —dijo.
—¿Te refieres a los que no te dejan salirte con la tuya?
—Me haces parecer egoísta. ¿No he hablado siempre de
ayudar al bien comú n?
—Ambos sabemos que quieres el poder, Teseo. Solo
juegas a ofrecer a los mortales lo que otros dioses no
conceden.
Teseo sonrió .
—Siempre escé ptica, lady Persé fone.
No estaba segura de cuá nto tiempo condujeron, pero en
algú n momento, el auto se detuvo. Teseo se inclinó hacia ella
y capturó su barbilla entre los dedos, apretando con fuerza y
obligá ndola a encontrar su mirada.
—Tenemos que hacer un pequeñ o paseo —dijo—. Que
sepas que voy a contar las veces que te portas mal, y por cada
infracció n, le cortaré otro dedo a tu amiga. Si se me acaban
los dedos de las manos, pasaré a los de los pies.
La soltó y ella lo miró , respirando con dificultad.
—Confío en que obedezcas.
Justo mientras hablaba, alguien abrió su puerta, y estuvo
a punto de caerse del vehículo, pero se agarró y se movió ,
saliendo de la cabina con elegancia, con la amenaza de Teseo
todavía en su mente.
El Hotel Diadem era grandioso, una estructura parecida a
un palacio que se extendía por varios kiló metros. Persé fone
nunca había estado en su interior, pero sabía que el lugar
contaba con varios restaurantes de lujo y era una escapada
tanto para los residentes locales como para los veraneantes.
Teseo se acercó al todoterreno y enlazó su brazo con el de
ella.
—¿Sabe Hera que está s usando sus instalaciones para
actividades de traició n?
Teseo se rio, una profunda carcajada que a Persé fone le
pareció espantosa a pesar de su calidez. Luego dijo:
—De todos los dioses, Hera es la que má s tiempo lleva de
nuestro lado.
Entraron en el extravagante vestíbulo del hotel. Grandes
candelabros de cristal colgaban a media altura de un techo de
siete pisos coronado por vidrieras. Había varias zonas para
sentarse, y muchas de ellas estaban llenas, abarrotadas de
gente charlando y bebiendo.
Era un lugar magnífico.
Y en algú n lugar dentro, estaba Sybil, sangrando.
Mientras los ojos de Persé fone se preguntaban, notó que la
gente se fijaba en ella. No le extrañ aría que alguien ya
hubiera fotografiado su llegada con Teseo sin anillo y del
brazo del semidió s. Los paparazzi buscaban ese tipo de cosas.
Giró la cabeza hacia Teseo.
—Supuse que serías má s discreto —dijo entre dientes—.
Ya que estás infringiendo la ley.
É l sonrió y se acercó , con su aliento caliente en su oreja.
Los espectadores pensarían que le susurraba cosas dulces,
pero sus palabras la enfurecían.
—Has roto la ley. Te has enfrentado a los dioses.
—Has secuestrado a mi amiga.
—¿Es un delito si nadie lo sabe? —preguntó .
Lo odiaba.
—No desperdicies tus pensamientos en có mo me
torturará s cuando muera. Hades ya ha reclamado ese honor.
Finalmente, Persé fone encontró algo de lo que reírse.
—Oh, no te torturaré cuando mueras. Te torturaré
mientras vivas.
Teseo no respondió , aunque sus palabras no parecían
afectarle. No tenía miedo, ¿y por qué iba a tenerlo? En este
momento, estaba ganando.
Siguieron por el borde del vestíbulo, hacia una gran
escalera que se ramificaba en direcciones opuestas. Tomaron
la de la derecha. La subida era de cuatro pisos y a Persé fone
le ardían las piernas, pero nada podía contrarrestar la
profunda sensació n de temor que se agitaba en su estó mago.
Llegaron a la cima de la escalera y Teseo la condujo por un
pasillo de puertas, detenié ndose en una a la izquierda: el
nú mero 505. Entró en la habitació n y le sostuvo la puerta.
Persé fone mantuvo la mirada fija en Teseo hasta que pasó
el umbral. Había una pequeñ a entrada que desembocaba en
una sala má s grande, donde un hombre estaba de pie contra
la pared. Era desconocido, grande, pero permanecía tan
quieto como un soldado de guardia. Al entrar en la habitació n
sus ojos conectaron con Sybil, cuyo nombre estalló de su boca
en un gemido quebrado. Corrió hacia ella y se arrodilló .
La orá culo estaba sentada con las piernas y los brazos
sujetos. Su cabeza estaba inclinada hacia un lado, apoyada
en su hombro. Su cabello rubio estaba cubierto de sangre
seca y le cubría parte del rostro. Persé fone le apartó los
mechones, revelando unos ojos amoratados, un labio roto y
una nariz ensangrentada. Las lá grimas se acumulan y ardían
en el fondo de su garganta.
—Sybil. —La voz de Persé fone fue má s bien un gemido,
pero los ojos del orá culo se abrieron en rendijas y trató de
sonreír, pero hizo una mueca de dolor y luego gimió .
Persé fone se levantó y se giró para encarar a Teseo, con su
ira aguda, pero encontró a otra persona en la habitació n con
ellos.
—¡Harmonía!
La Diosa de la Armonía estaba en la esquina opuesta,
tambié n sujeta. Estaba magullada y golpeada, mucho peor
que la noche que la había conocido en casa de Afrodita.
Sangraba por una herida en el costado.
—Oh, sí —se burló Teseo. —Esa estaba con ella cuando
aparecimos. Hizo un lío de la situació n, por lo que me vi
obligado a hacer un lío de ella.
Persé fone rechinó los dientes y sus dedos se enroscaron
en la palma de la mano.
—No tenías que hacerles dañ o —dijo, con la voz
temblorosa.
—Pero lo hice. Un día, entenderá s lo que se necesita para
ganar una guerra —dijo, y luego indicó al hombre grande y
silencioso que estaba contra la pared—. Theo es tu
guardaespaldas. Theo.
Dijo su nombre como una orden, y blandió un cuchillo, se
acercó a Sybil y le sujetó la muñ eca. Ella gimió cuando colocó
la hoja contra su dedo anular; ya le faltaba el dedo corazó n.
—¡No! —Persé fone comenzó a moverse hacia ellos, pero la
voz de Teseo la detuvo.
—Ah-ah-ah —regañ ó —. Theo es hijo de un carnicero. Es
un experto tallador. Se le ha ordenado desmembrar a tu
amiga si te comportas mal. Por supuesto, no todo a la vez.
Volveré pronto —prometió el semidió s, y se fue.
En el silencio que siguió , Persé fone se mantuvo de
espaldas a la pared, mirando al hombre cuyas manos seguían
sobre Sybil. Se preguntó si tenía intenció n de permanecer así
mientras Teseo no estuviera.
—Deberías avergonzarte —escupió —. Si son los dioses los
que odias, sus acciones las que desprecias, te has puesto a su
nivel.
Theo no habló .
—No intentes razonar, Sefi —logró decir Sybil, con la voz
desfallecida—. Les han lavado el cerebro.
Ante su comentario, Theo apretó la mano de Sybil.
—¡Detente! —suplicó Persé fone. Los gritos de Sybil
arañ aron su corazó n—. ¡Para, por favor! ¡Por favor!
Cuando la soltó , Sybil sollozó .
Despué s de eso, ninguno de ellos habló .
Persé fone se sentó en el borde de la cama del hotel. Se
miró el dedo desnudo, echando de menos la comodidad del
peso de su anillo y temiendo por Hades. Se preguntó si se
habría escapado de sus ataduras. Cerró los ojos ante el
recuerdo de su expresió n: la conmoció n, la desesperació n. É l
no había querido que se alejara y, sin embargo, ella había
continuado, dando un paso tras otro hasta cerrar la puerta.
Se había dicho que no pasaría mucho tiempo, que no se
separarían por mucho tiempo. Se liberaría de las ataduras y
vendría.
Pero los minutos se convirtieron en horas, y seguían sin
encontrarse. Persé fone luchó contra el sueñ o, sin querer
descansar mientras sus amigas sufrían bajo la mirada de sus
enemigos. Cada vez que daba una cabeceada, sentía que se
caía y se despertaba con un sobresalto. Cuando ya no podía
soportar estar sentada, se ponía de pie. Cuando ya no podía
estar de pie, se paseaba.
No estaba segura de cuá ntas veces cruzó la sala, ni de
cuá ntas horas llevaban encerradas en esta habitació n de
hotel, pero la puerta finalmente se abrió , revelando a Teseo y
a otro hombre grande que podría haber sido el gemelo de
Theo. Pasó por delante de Persé fone y se dirigió directamente
a Sybil.
—¿Qué está s haciendo?
—Está s a punto de descubrir por qué te necesitaba —dijo
Teseo.
Persé fone apretó los dientes, mirando al semidió s. Lo
odiaba tanto.
Entonces, algo se movió en el aire; un cambio que no pudo
ubicar, pero supo que provenía de Teseo, quien se puso rígido
de repente y luego se retorció mientras la puerta se abría de
golpe. Todo sucedió tan rá pido que lo ú nico que Persé fone
pudo hacer fue mirar con horror có mo el semidió s extendía la
mano. Su magia crepitó en el aire, una corriente como la de
un rayo que se encuentra con el agua, y congeló a Zofie, que
había pateado la puerta blandiendo su espada.
Persé fone pudo ver por la expresió n de su rostro, ojos muy
abiertos, boca abierta, que no había esperado enfrentarse a
semejante poder cuando acudió a rescatarla. Entonces, Teseo
manifestó una hoja, la sostuvo como una lanza y la lanzó
contra Zofie, golpeá ndola en el pecho.
Cayó al suelo en la puerta de la habitació n del hotel.
Los gritos de Persé fone fueron cortados por una mano que
rodeó su boca. Luchó contra Theo, con lá grimas en el rostro.
—¡Cá llate! —se quejó Teseo, tratando de alcanzar su
brazo—. Si no quieres que tus otras amigas se unan a ella, ¡te
callará s!
Persé fone se estremeció .
—Limpia esto —ordenó , mirando a Zofie con asco.
Persé fone quería abrazarla, apartarle el cabello del rostro,
decirle lo buena guerrera que era, pero Teseo seguía
agarrando su brazo.
—Vamos.
Tiró de ella y salieron de la habitació n, pasaron por
delante de Zofie, bajaron las escaleras y entraron en un
estacionamiento donde los esperaba una limusina. Teseo
empujó a Persé fone al interior, donde se encontró de frente
con su madre. Verla fue como una rá faga de aire frío, y
retrocedió .
Sabía que su madre pensaría que era una debilidad, que
retrocedía por miedo, pero no era eso, era asco. Esta diosa, la
cosechadora, la criadora, tenía la sangre de miles de personas
en sus manos.
—Sié ntate —ordenó Teseo, empujá ndola al espacio frente
a su madre.
EL semidió s tomó asiento junto a Demé ter mientras Sybil
y Harmonía eran arrastradas a la limusina y prá cticamente
arrojadas una frente a la otra. Persé fone sabía por qué las
mantenían separadas: temían que Harmonía se
teletransportara con Sybil. Aunque no creía que la Diosa de la
Armonía tuviera suficiente energía para usar su magia.
Cuando se cerraron las puertas, salieron a toda velocidad
y Teseo habló :
—Te voy a llevar al lago Lerna —dijo.
—Esa es una entrada al Inframundo —dijo Persé fone.
Nunca la había visto en persona, pero sabía que era una
antigua vía de acceso al reino de Hades. Conociendo al dios
como lo conocía, no podía imaginar qué tipo de trampas había
puesto para evitar la entrada, pero podía imaginar que eran
mortales.
—Sí —dijo.
—¿Por qué no pasar por Nevernight? —preguntó .
—Porque allí hay demasiada gente que intentará
protegerte —dijo—. Despué s de todo, eres su reina.
Demé ter frunció el ceñ o.
—No digas esas cosas. Me da asco.
Persé fone la miró fijamente.
—¿Por qué deseas entrar en el Inframundo? ¿Esperas
recuperar un alma?
—No soy tan predecible —dijo—. Me guiará s hasta el
arsenal de Hades, y garantizará s mi paso seguro.
—¿Quieres armas?
—Quiero un arma —dijo Teseo—. El Yelmo de la
Oscuridad.
Tragó con fuerza.
—Deseas llevar el casco de Hades —dijo—. ¿Y qué ?
¿Robar las otras armas?
—No tendré que robarlas. Me las dará n —dijo.
Debería haberlo adivinado. Poseidó n era su padre,
guardiá n del Tridente, y Hera se aseguraría de que tuviera el
Rayo de Zeus. Eran armas de guerra que ayudaron a los
Olímpicos a derrotar a los titanes; tenía sentido que Teseo
pensara que podía usarlas para derrocar a los Olímpicos.
—Esas armas no te ayudará n a ganar una guerra contra
los Olímpicos. Los dioses son mucho má s fuertes ahora.
—Nunca confío en un solo mé todo para vencer a mi
enemigo —dijo Teseo.
No le sorprendió que no diera má s detalles. Teseo no era
de los que se ponen poé ticos con sus planes.
Una vez que le dio la misió n, nadie volvió a hablar.
Persé fone temía decir algo que pudiera hacer que Teseo se
detuviera y dañ ara a Sybil o a Harmonía.
Las miró , asegurá ndose de que ambas respiraban.
Harmonía volvió a apoyar la cabeza en la ventana mientras
Sybil se hundía contra el cuero.
El auto se detuvo y las puertas de ambos lados del
vehículo se abrieron. Persé fone fue arrastrada fuera por Theo.
Se habían detenido cerca de la orilla del lago Lerna, y fue
guiada, con una pesada mano en el hombro, por un muelle
desvencijado donde esperaba un bote de remos. Una linterna
colgaba de su proa y encendía una pequeñ a parte del lago
negro.
—Sube —ordenó Theo, dando de nuevo un pequeñ o
empujó n a Persé fone.
Ella miró al hombre con desprecio, pero subió a la barca.
La siguió Teseo, que ayudó a Demé ter. Luego llegaron Sybil y
Harmonía. Sybil se estremeció al entrar, pero lo hizo sin
problemas. Luego se volvió para alcanzar a Harmonía, que
estaba pá lida y seguía sangrando por la herida que le habían
infligido en el costado.
—No la toques —ordenó Teseo—. Demé ter.
La Diosa de la Cosecha agarró el brazo de Harmonía y la
arrastró hacia la barca. Persé fone se inclinó hacia delante y
consiguió atrapar a la diosa antes de que se golpeara contra
la borda.
—He dicho que no la toques —dijo Teseo, y se balanceó .
Persé fone se agachó mientras el metal volaba sobre su
cabeza. Cuando intentó golpearla de nuevo, alargó la mano y
lo agarró , deteniendo su ataque, sus ojos brillaron.
—Si quieres ese yelmo, te sugiero que empieces a remar —
dijo—. No tienes mucho tiempo antes de que Hades rompa mis
ataduras.
Al oír sus palabras, Teseo pareció divertirse y le quitó el
metal de encima.
—Como quieras, Reina del Inframundo.
Teseo salió del muelle. El agua era oscura y espesa, como
si no fuera agua sino aceite. Persé fone observó la superficie,
sintiendo una presencia debajo, algo monstruoso vivía en sus
profundidades. No fue hasta que estuvieron casi al otro lado
del lago, cerca de entrada de la cueva, cuando lo que vivía en
el agua se dio a conocer sacudiendo la barca con fuerza,
haciendo que el agua los salpicara.
Los ojos de Teseo encontraron a Persé fone.
—¿Qué he dicho?
Antes que tuviera la oportunidad de reaccionar, un grito
horrible surgió de la oscuridad que los rodeaba, y el barco
volcó .
Persé fone cayó al agua con fuerza, pero subió a la
superficie rá pidamente, a tiempo de ver a Sybil luchando por
sostener a Harmonía.
—¡Sybil! —gritó Persé fone, pero justo cuando empezó a
nadar hacia las dos, una descarga de poder las hizo
retroceder. Persé fone luchó contra las olas mientras una
criatura rugía y salía del agua, seguida por Demé ter, que
estaba encima de un penacho de agua. La criatura era algo
que Persé fone no reconocía. Era una diosa con grandes
cuernos curvados hacia abajo que sobresalían a ambos lados
de la cabeza. Su cabello era largo, y caía sobre sus hombros y
por sus pechos desnudos hasta el borde de sus tentá culos
escamosos, que había utilizado para mantener a Teseo
prisionero.
—Ceto —dijo Demé ter—. No dudaré en separar tus
tentá culos de tu cuerpo.
—Puedes intentarlo, temible Demé ter —dijo—. Pero no
eres bienvenida aquí.
Su madre invocó una cuchilla y saltó , movié ndose con un
movimiento borroso. En el siguiente segundo, el tentá culo que
sujetaba a Teseo fue cortado, cayendo en el lago negro. Ceto
rugió y arremetió contra Demé ter, haciendo volar a la diosa.
En su furia, las olas se elevaron, altas y rá pidas, enterrando a
Persé fone, Sybil y Harmonía bajo la superficie una vez má s.
—¡Detente!
Persé fone gritó , con el agua entrando en su boca, pero las
dos diosas siguieron luchando, creando el caos en el lago que
las rodeaba. Los tentá culos de Ceto se extendieron, agarrando
a Persé fone por la cintura y sacá ndola del lago.
—¡Ceto! —gritó , sus pulmones ardían mientras tosía,
escupiendo agua—: ¡Te ordeno que te detengas!
La diosa se congeló y se volvió hacia Persé fone; sus ojos se
abrieron de par en par.
—Mi señ ora —dijo, llevá ndose la mano al pecho e
inclinando la cabeza—. Perdó neme. No la he percibido.
Empezó a hablar cuando sintió una rá faga del poder de
Demé ter. Su cabeza se giró en direcció n a su madre a tiempo
de ver a la diosa blandiendo su espada en el aire.
—No —dijo, y su madre se quedó helada, con los ojos muy
abiertos y desorbitados, el rostro contorsionado en una mueca
de enojo.
Persé fone se volvió hacia Ceto.
—Mis amigas está n en este lago —dijo Persé fone—. ¿Las
encontrará s por mí?
—Por supuesto, mi reina —dijo, pero sus ojos se
desviaron hacia Demé ter, que seguía suspendida en el aire.
—No te volverá a molestar —prometió .
Ceto trasladó a Persé fone a la orilla, ante la entrada de la
cueva del Inframundo, y desapareció bajo el agua. No pasó
mucho tiempo antes de que el monstruo regresara con Sybil y
Harmonía. Cuando las sentó en la playa de arena, ambas se
desplomaron, agotadas de luchar contra la corriente
antinatural del agua. Sybil rodó sobre las manos y las rodillas
y se arrastró hasta Harmonía, que estaba pá lida, casi azul.
Persé fone corrió , cayendo de rodillas junto a ellas.
—¡Harmonía! ¡Abre los ojos! —suplicó —. ¡Harmonía!
Pero la diosa no respondía. Persé fone miró frené ticamente
de su rostro a su pecho, percibiendo el dé bil pulso de la vida,
pero este se desvanecía rá pidamente.
—¡Sybil, mué vete! —ordenó Persé fone, apartando al
orá culo de su camino. Colocó las manos sobre el pecho de la
diosa y cerró los ojos, buscando la vida que quedaba en su
interior y, cuando la inmovilizó , su cuerpo comenzó a sentirse
cá lido, de la misma manera que se sentía cuando sanaba.
Empujó ese calor hacia el interior de Harmonía y, al cabo de
un momento, se le revolvió el estó mago y se vio obligada a
apartarse y a vomitar en la arena; no era má s que agua, pero
le quemaba la parte posterior de la garganta y le goteaba por
la nariz. Mientras lo hacía, Harmonía respiró profundamente.
Apenas tuvieron tiempo de recuperarse antes de que
apareciera Teseo, arrastrando a Sybil por el cabello y
poniendo un cuchillo contra su garganta.
—¡No, por favor! Por favor —suplicó Persé fone. Estaba de
manos y rodillas ante el semidió s, frené tica.
—Te dije paso seguro —dijo Teseo entre dientes apretados.
—¡No lo sabía! —gritó , con la voz quebrada.
—No importa lo que sepas —soltó —. ¡Ella sufrirá por tu
ignorancia!
Le soltó el cabello y le agarró la mano, cortá ndole un
segundo dedo y arrojá ndolo a los pies de Persé fone. Sybil
gritó , Harmonía sollozó y Persé fone se enfureció , con los ojos
ardiendo de lá grimas.
Una vez hecho esto, Teseo pareció calmarse.
—Levá ntate —ordenó . Luego se volvió hacia donde
Demé ter aú n colgaba, suspendida en el aire—. Sué ltala.
Persé fone hizo lo que le pedía y la diosa se precipitó al
lago. Tardó unos minutos en reunirse con ellos en la orilla,
con los ojos brillantes y relucientes de tanta ira como la que
sentía Persé fone.
—Llé vanos al Inframundo —ordenó Teseo.
XXXVII

HADES

Maldito Teseo.
Olvidando una eternidad de miseria en Tá rtaro, Hades no
descansaría hasta que su sobrino dejara de existir.
Destrozaría su alma, cortaría su hilo en un milló n de pedazos
y los consumiría. Sería la comida má s sabrosa que jamá s
había comido.
Maldito favor.
Malditos destinos.
Luchó contra las ataduras de Persé fone, sus miembros
temblaron, sus mú sculos se tensaron, pero no cedieron.
Joder. Joder. Joder.
Era poderosa, y é l habría sentido má s orgullo si no se
hubiera ido con ese semidió s bastardo. Sabía por qué lo había
hecho. Quería protegerlo, y ese pensamiento lo llenaba de un
conflicto que hacía que le doliera el pecho. La amaba mucho,
y le enfurecía que se pusiera en peligro, aunque lo
comprendiera.
¿Qué le haría Teseo?
Ese pensamiento le provocó otra oleada de furia y volvió a
luchar contra sus ataduras. Esta vez, oyó el claro chasquido
de una, y su pie quedó libre. Tiró del brazo, las venas
subieron a la superficie de su piel, la liana le cortó la muñ eca,
hasta que finalmente se rompió . A continuació n, desgarró el
resto de las ataduras y, una vez libre, se teletransportó .
Persé fone tenía la habilidad de ocultar su propia firma
energé tica personal. Aú n no había descubierto si se trataba
de uno de sus poderes o si era el resultado de haberlos tenido
inactivos durante tanto tiempo. En cualquier caso, era
imposible encontrarla, excepto cuando llevaba su anillo. Se
concentró en la energía ú nica de las piedras: la pureza de la
turmalina y la dulce caricia de la dioptasa. No se había
propuesto rastrearla cuando se lo regaló , habría sido capaz de
rastrear cualquier metal o gema preciosa con tal de
familiarizarse con ella.
Se manifestó entre ruinas.
No tardó en reconocer el lugar al que había llegado: el
derruido Palacio de Knossos. En la noche, era imposible
distinguir las detalladas y coloridas pinturas que cubrían lo
que quedaba de las antiguas murallas, o exactamente
cuá ntos kiló metros se extendían los terrenos, pero Hades lo
sabía porque había conocido este lugar en sus mejores
tiempos y a lo largo de su inevitable destrucció n.
Fue aquí donde sintió el anillo de Persé fone, pero
dé bilmente. Sabía que estas ruinas se adentraban en el
vientre de la tierra; un retorcido laberinto destinado a
confundir. Imaginó a Persé fone en algú n lugar de su interior y
su rabia le hizo entrar en el caparazó n del palacio.
Aunque estaba oscuro, sus ojos se adaptaron y, al cruzar
un suelo de mosaico azul roto, llegó a un pozo oscuro. Parecía
ser una parte del suelo que había cedido. Habló a las
sombras, ordená ndoles que descendieran. Observó a travé s
de ellas có mo la sima se convertía en otro nivel del palacio, y
luego se sumergía en un nivel aú n má s profundo.
Hades saltó , aterrizando tranquilamente sobre otro suelo
de mosaico. Aquí, el palacio estaba má s intacto: sus paredes y
habitaciones con columnas eran má s pronunciadas. Mientras
Hades se paseaba por cada una de ellas, siguiendo las
energías del anillo de Persé fone, la inquietud le invadió . Sintió
que aquí había vida, una vida antigua, y una muerte
profunda. No era extrañ o, ya que este lugar se remontaba a la
antigü edad. Cientos de personas habían muerto aquí, pero
esta muerte, en parte, era reciente: dura, aguda, á cida.
Hades siguió descendiendo hasta llegar al borde de otro
pozo oscuro. El olor a muerte era má s fuerte aquí, pero
tambié n lo era el anillo de Persé fone. La rabia y el miedo se
enroscaron en su cuerpo: un pavor espeso y feroz se acumuló
en el fondo de su garganta. Los recuerdos de la noche en que
la encontró en el só tano del Club Afrodisia lo asaltaron y, por
un momento, fue como si estuviera allí de nuevo, con
Persé fone de rodillas ante é l, destrozada. Podía oler su sangre
y su mente entró en una espiral de oscuridad y violencia. Era
el tipo de ira que necesitaba, el impulso que utilizaría para
hacer pedazos el mundo si la encontraba dañ ada.
Se adentró en la oscuridad, y esta vez, al aterrizar, hizo
temblar la tierra. Al enderezarse, encontró varios pasillos
estrechos.
Un laberinto.
Tambié n estaba familiarizado con esta artesanía, ya que
reconocía el trabajo de Dé dalo, un antiguo inventor y
arquitecto conocido por su innovació n, innovació n que acabó
provocando la muerte de su hijo.
Joder, pensó Hades, girando en círculo, estudiando cada
camino. Aquí hacía má s frío y el aire estaba lleno de polvo. Se
sentía sucio y un poco sofocante. Sin embargo, podía sentir el
anillo de Persé fone, y la energía era má s fuerte en el camino
que se extendía a su derecha. Al adentrarse en la oscuridad
má s profunda, observó que algunas partes del tú nel estaban
rotas, como si hubieran sido golpeadas por un objeto grande.
Algo monstruoso había vivido
aquí. Quizá s todavía lo hacía.
Hades reunió a sus sombras y las envió por el pasillo, pero
parecieron desorientarse y se desvanecieron en la oscuridad.
Su comportamiento erizó el vello de su nuca. Había algo malo
aquí, y no le gustaba.
De repente, la pared de su izquierda explotó , hacié ndole
volar a travé s de la barrera opuesta y, al aterrizar, se
encontró de frente con un toro, o al menos con la cabeza de
uno. El resto del cuerpo era humano.
Era un minotauro, un monstruo.
Bramaba y arañ aba el suelo con una de sus pezuñ as,
blandiendo un hacha doble que estaba astillada y cubierta de
sangre. Hades se imaginaba que la criatura la había estado
utilizando para matar desde que fue encarcelado aquí, lo
cual, si tenía que adivinar por su estado: cabello enmarañ ado,
piel sucia y ojos enloquecidos, era desde hacía mucho tiempo.
La criatura rugió y blandió su hacha. Hades se apartó de
la pared y se agachó , enviando a sus espectros hacia é l. Si
hubiera sido cualquier otra criatura, su magia la habría
sacudido hasta el alma. La reacció n habitual era la pé rdida
total de los sentidos, pero al atravesar este monstruo, solo
pareció enfurecerse má s, perdiendo momentá neamente el
equilibrio.
Hades cargó , golpeando al minotauro. Volaron hacia atrá s,
chocando pared tras pared. Cuando finalmente aterrizaron,
fue en un montó n de escombros, y Hades se alejó rodando,
creando la mayor distancia posible entre ellos.
El minotauro tambié n era rá pido y se puso en pie con sus
pezuñ as. Puede que no tuviera magia, pero era á gil y parecía
alimentarse de un pozo interminable de fuerza. Rugió , resopló
y volvió a cargar, esta vez, mantuvo la cabeza baja, con los
cuernos a la vista. Hades cruzó los brazos sobre su pecho,
creando un campo de energía que hizo que la criatura se
elevara una vez má s.
Tan rá pido como se estrelló , se puso en pie, y esta vez el
gruñ ido que salió del minotauro fue ensordecedor y lleno de
furia. Lanzó su hacha, el arma cortó el aire de forma audible.
Al mismo tiempo, cargó contra Hades, que se preparó para el
impacto. Cuando la criatura se abalanzó sobre é l, Hades
invocó su magia y clavó las afiladas puntas de sus dedos en el
cuello del minotauro. Cuando se liberó , la sangre salpicó su
rostro. La criatura rugió , pero continuó corriendo a toda
velocidad contra cada muro del laberinto. El impacto contra la
espalda de Hades comenzó a enviarle un dolor agudo por la
columna vertebral. Apretó los dientes contra é l y continuó
clavando los pinchos en el cuello del minotauro una y otra
vez.
Pudo notar el momento en que la criatura empezó a
perder su energía. Se ralentizó ; su respiració n llegó con
brusquedad, resoplando por la nariz y la boca, donde tambié n
goteaba sangre. Justo cuando Hades estaba a punto de
soltarlo, el minotauro tropezó , y se encontró cayendo con el
monstruo en otro pozo. Este se estrechó rá pidamente,
haciendo que Hades golpeara los lados como una bola de
pinball, sacando el aire de sus pulmones. Se retorcieron y
giraron bruscamente, hasta que ambos salieron despedidos
del tú nel hacia una sala má s grande. El minotauro aterrizó
primero, y Hades despué s, chocando con una pared que no
cedió , lo que le indicó que donde habían aterrizado no era
hormigó n ni piedra.
Adamantina, se dio cuenta.
La adamantina era un material utilizado para crear
muchas armas antiguas. Tambié n era el ú nico metal que
podía matar a los dioses.
Hades se puso en pie rá pidamente, dispuesto a continuar
la lucha con el minotauro, sin embargo, la criatura no se
levantó .
Estaba muerto.
Sus ojos se adaptaron a esta nueva oscuridad. Era de
alguna manera má s espesa. Quizá tuviera que ver con la
profundidad a la que se encontraban, o quizá fuera la
adamantina. En cualquier caso, la celda era sencilla: un
pequeñ o cuadrado con suelo de arena. A primera vista, por lo
que podía ver, no había salida, pero tendría que buscar má s.
Por el momento, su atenció n se centró en la presencia de
Persé fone. Era fuerte aquí, como si su corazó n latiera dentro
de las paredes de esta celda. Entonces lo vio: el brillo de una
de las joyas de su anillo.
Si su anillo estaba aquí, ¿dó nde estaba? ¿Qué había
hecho Teseo?
Cuando empezó a acercarse a é l, se oyó un dé bil sonido
mecá nico y una red cayó del techo, enviá ndolo al suelo.
Aterrizó con un fuerte crujido contra el suelo. Cuando trató
de invocar su magia, su cuerpo se convulsionó y la red lo
paralizó .
Nunca se había sentido tan impotente y eso le enfureció .
Se agitó y maldijo, pero fue inú til. Finalmente, se quedó
quieto, no porque no quisiera luchar, sino porque estaba
demasiado agotado para moverse. Cerró los ojos por un
momento. Cuando los abrió de nuevo, tuvo la sensació n de
haberse quedado dormido. Tardó un momento en adaptarse,
su visió n nublada incluso en la oscuridad. Mientras estaba
tumbado, con la respiració n entrecortada, notó un dé bil
parpadeo de luz a poca distancia de é l.
El anillo de Perséfone.
Comenzó a alcanzarlo, pero la red mantuvo su brazo
bloqueado. El sudor le recorrió la frente, su cuerpo perdía
fuerzas. Una vez má s, cerró los ojos, la arena del suelo le
cubrió los labios y la lengua mientras se esforzaba por
recuperar el aliento.
—Persé fone —susurró su nombre.
Su esposa, su reina.
Pensó en lo impresionante que se había visto con su
vestido blanco mientras caminaba hacia é l por el pasillo,
flanqueada por almas y dioses que habían llegado a amarla.
Recordó có mo su sonrisa había acelerado su corazó n, có mo
sus ojos verde botella, brillantes y tan felices, habían hecho
que su pecho se hinchara de orgullo. Pensó en todo lo que
habían pasado y por lo que habían luchado, en las promesas
que habían hecho de quemar mundos y amar para siempre, y
aquí estaba é l, separado de ella, sin saber si estaba a salvo.
Apretó los dientes, con una nueva oleada de ira corriendo
por sus venas. Abrió los ojos de golpe y volvió a intentar
alcanzar el anillo. Esta vez, aunque le temblaba la mano,
consiguió hacer fuerza y agarrar un puñ ado de arena y, al
dejarlo pasar por sus dedos, encontró el anillo con gemas
incrustadas.
Respirando con dificultad y temblando, se llevó el anillo a
los labios, lo guardó en la seguridad de la palma de la mano, y
se lo llevó al corazó n antes de caer en la oscuridad una vez
má s.
XXXVIII

PERSÉFoNE

Persé fone entró en la oscura boca de la cueva y los demá s


la siguieron. Teseo mantenía a Sybil cerca, con una mano
constantemente en su antebrazo, un recordatorio de que, si
Persé fone metía la pata, su amiga cargaría con las
consecuencias.
La cueva era grande y cada resoplido, gemido y sollozo
resonaba en los oídos de Persé fone, alimentando su furia.
Tuvo que idear un plan y empezó a preguntarse si esta
entrada al Inframundo era como la de Nevernight. ¿Era un
portal que la llevaría a cualquier lugar que imaginara?
Caminaron hasta que se encontraron con una pared de
roca que parecía bloquear su entrada.
—¿Qué es esto? —preguntó Teseo.
—Esta es la entrada al Inframundo —explicó rá pidamente
Persé fone. Se adelantó y sus manos se hundieron en la pared.
El portal estaba frío y la magia que se arremolinaba en torno
a su piel era como el batir de unas alas. Era reconfortante
porque era la magia de Hades, y le hacía doler el pecho.
¿Dó nde estaba Hades? Lo había atado en el Mundo
Superior solo para asegurarse de que concediera el favor de
Teseo, lo que se había cumplido en el momento en que había
dejado la Torre de Alejandría.
Tal vez nos esté esperando en el Inframundo, se dijo.
—Yo pasaré primero —dijo.
—No —ordenó Teseo—. Demé ter irá .
—Eso no es prudente —argumentó Persé fone—. Los
monstruos custodian estas puertas.
—¿Te preocupas por mí, mi flor? —preguntó Demé ter con
una voz cargada de sarcasmo.
—No —dijo Persé fone—. Me preocupo por mis monstruos.
Por Cerbero, Tifó n y Ortro, específicamente.
—No voy a arriesgar el dolor de Sybil —dijo—. No tienes
que preocuparte por mí.
—Bien —dijo, la palabra resbalando entre sus dientes
como una maldició n—. Solo recuerda que estoy un poco
aburrido de cortar dedos.
Con eso, Persé fone entró en el portal. Fue como vadear el
agua y se movió lentamente, disfrutando de la sensació n de la
magia de Hades, antes de salir al otro lado en la pradera de
Hé cate. Parecía luminoso despué s de experimentar la noche
en el Mundo Superior y la oscuridad de la cueva.
—Persé fone —dijo Hé cate—. ¿Qué pasa?
Parpadeó volvié ndose hacia la Diosa de la Brujería, que
estaba vestida con ropas oscuras y con Nefeli a su lado.
—Hé cate —dijo Persé fone, pero rá pidamente cerró la boca
cuando Teseo, Sybil, Demé ter y Harmonía entraron detrá s de
ella. Cuando aparecieron, un gruñ ido mortal surgió a su
alrededor. Procedía de Nefeli y de Cerbero, Tifó n y Ortro, que
salieron sigilosamente de entre los á rboles.
—¡No, Cerbero! —ordenó Persé fone.
Los perros se detuvieron, todavía tensos, todavía
preparados para atacar, pero no gruñ eron.
—¿Qué es esto? —preguntó Teseo—. ¿Una trampa?
—¡No! —dijo Persé fone—. No. ¡No es una trampa!
Miró fijamente a Hé cate, con los ojos muy abiertos y
desesperados, comunicando lo que podía, sabiendo que la
diosa podía leer su mente. Le mostró lo que había sucedido en
las ú ltimas horas: desde la desaparició n de Sybil, hasta el
hallazgo de su dedo cortado en el trabajo, la avalancha y la
batalla entre los Olímpicos, hasta el favor de Teseo.
Persé fone se volvió para mirar al semidió s.
—Hé cate es mi amiga. Solo ha venido para asegurarse de
que estoy bien.
—Sí, por supuesto. —Hé cate logró esbozar una apretada
sonrisa, y luego sus ojos se desviaron hacia Demé ter—. Qué
gusto. La Diosa de la Cosecha en el Reino de los Muertos.
¿Viene a presentar sus respetos a los cientos que ha
asesinado en el ú ltimo mes?
Demé ter ofreció una fría sonrisa.
—No tengo ningú n deseo de rememorar el pasado.
—Si tú lo dices… —replicó Hé cate—. ¿No está n aquí por el
pasado?
Demé ter frunció el ceñ o y se dirigió a Teseo.
—Ella es una diosa poderosa, tal vez deberías elegir un
miembro de los mortales, para que Persé fone se comporte.
—No —dijo Persé fone, con la voz oscura—. Hé cate no nos
molestará , ¿verdad? Se quedará en su pradera mientras
nosotros viajamos al palacio.
—Por supuesto, haré lo que mi Reina ordene —respondió
Hé cate—. Sin embargo, sería má s rá pido que te
teletransportaras.
—Sin teletransporte —dijo Teseo—. No puedo confiar en
que acabemos donde debemos.
—Si mi señ ora lo ordena, puedes confiar en que te llevaré
exactamente a donde quieres ir —dijo Hé cate, con una voz
agradable, pero Persé fone percibió el trasfondo de oscuridad
que había en su interior.
Persé fone miró a Teseo. É l dudó , inseguro.
—No confíes en la magia de esta diosa. Es malvada —dijo
Demé ter.
—¡Cá llate! —ordenó Teseo.
Los ojos de Demé ter se entrecerraron.
—Da la orden —dijo—. Pero recuerda que tengo la vida de
tu amiga en mis manos.
—Hé cate, al arsenal de Hades.
Cuando la magia de Hé cate las rodeó , Persé fone se
estremeció . Recordaba haber luchado contra la diosa en este
mismo prado, sintiendo la fuerza y la edad de su poder.
Dejaba una oscuridad en el corazó n de la que era difícil
desprenderse, pero ahora mismo era reconfortante, porque
sabía que Hé cate lucharía y los resultados serían mortales.
Aparecieron en el exterior del arsenal. La puerta de la
bó veda era redonda y dorada, con incrustaciones de cristal
grueso y transparente que dejaban ver todas las cerraduras y
los engranajes.
Teseo se lanzó sobre Persé fone y Hé cate, y sus dedos
apretaron el brazo de Sybil.
—Pensé que habías dicho que nos llevarías al arsenal.
—Lo hice —dijo Hé cate con calma—. Pero incluso a mí se
me impide teletransportarme al interior. La reina o el propio
rey, son los ú nicos que pueden abrir la bó veda.
Persé fone comenzó a protestar, pero Teseo volvió a
amenazar a Sybil.
—¡Abre! —gritó , volviendo a su locura, estaba tan cerca de
lo que quería, que apenas podía contenerse.
Persé fone miró a Hé cate, desesperada.
No sé cómo.
No tienes que saberlo, dijo.
Persé fone se adelantó y colocó su mano sobre una
almohadilla junto a la puerta. Una vez escaneada la huella de
su mano, la puerta comenzó a rechinar, abrié ndose como una
rueda para revelar el arsenal de Hades. Persé fone entró en la
familiar sala redonda con su suelo de má rmol negro y sus
paredes cubiertas de armas, pero sus ojos, como los de Teseo,
se dirigieron al centro, donde se alzaba la armadura de
Hades, y el Yelmo de la Oscuridad descansaba a sus pies.
Teseo empujó a Sybil hacia Demé ter al entrar.
—¡Sujé tala! —gruñ ó .
Hé cate se acercó a Harmonía.
—Es má s magnífico de lo que podría haber imaginado —
dijo Teseo mientras se acercaba a la pantalla. Persé fone
sostuvo la mirada de Hé cate, inamovible.
Sácalas de aquí, suplicó .
Por supuesto, dijo la diosa.
Cuando Teseo tocó el yelmo de Hades, la magia de Hé cate
fue como un empujó n, arrastrando a Harmonía y Sybil fuera
del arsenal a un lugar seguro. Las manos de Teseo resbalaron
y el yelmo de Hades cayó de su lugar sobre el pedestal,
rodando por el suelo con un fuerte crujido.
—¡No! —gruñ ó Teseo.
La magia de Persé fone estalló , las espinas surgieron de los
cortes en el má rmol, sellando las salidas. Los labios de
Demé ter se despegaron de sus relucientes dientes mientras
sonreía con maldad.
—Te voy a dar una ú ltima lecció n, hija. Tal vez te
mantenga complaciente.
Si la magia era un lenguaje, el de Demé ter confesaba su
odio. Inmediatamente, su poder brotó en una ola de energía
feroz, golpeando a Persé fone contra una pared, que se
desmoronó bajo su peso. Cayó sobre sus pies, solo para
encontrar a Teseo armado con una espada de la colecció n de
Hades.
—¡Maldita perra! —gruñ ó mientras se balanceaba.
Persé fone atacó , sus dedos tenían puntas negras que
salían como balas hacia el pecho del semidió s. É l retrocedió
tambaleá ndose, su camisa se oscureció con la sangre, sus ojos
relampaguearon, brillando de forma antinatural. Entonces
golpeó el suelo con el puñ o y la tierra empezó a temblar,
haciendo saltar las armas de la pared y que Persé fone
perdiera el equilibrio.
Al mismo tiempo, Deméter invocó otra rá faga de energía.
La golpeó con fuerza, hacié ndola volar una vez má s. Cuando
aterrizó , Teseo levantó su arma sobre su cabeza para golpear.
Persé fone levantó sus manos y cuando su espada se encontró
con la energía que había reunido allí, se estrelló contra la
armadura de Hades. Persé fone invocó unas lianas que le
retuvieron en el lugar donde aterrizó .
Entonces Persé fone dirigió toda su atenció n a Demé ter. Su
magia se enfrentó : cada rá faga de energía se encontró y
explotó , cada enredadera y espina, se enredó y se desmoronó .
La Diosa de la Cosecha lanzó otra rá faga, esta agitó el aire,
haciendo que se tambaleara, enredando el cabello y la ropa de
Persé fone. Demé ter cogió la espada que Teseo había utilizado
durante su ataque y la lanzó contra Persé fone. Ella
contraatacó con su magia, con cualquier cosa que pudiera
convocar rá pidamente.
—Los dioses te destruirá n —dijo Demé ter. —¡Yo te habría
mantenido a salvo!
—¿De qué sirve la seguridad cuando el resto del mundo
está amenazado?
—¡El resto del mundo no importa! —se quejó .
Era la primera vez que Persé fone veía el verdadero temor
de Demé ter por ella, y por un breve segundo, ambas dejaron
de luchar. Se miraron fijamente, ambas con los nervios de
punta, pero las palabras que salieron de la boca de Demé ter
se rompieron, y rompieron a Persé fone.
—Tú importas. Eres mi hija. He rogado por ti.
Había una cruda verdad en esas palabras, y aunque
Persé fone podía entender la acció n de su madre hasta cierto
punto, había algunas cosas con las que nunca estaría de
acuerdo. Tambié n Hades había rogado por ella. Tambié n
Hades quería protegerla, pero estaba dispuesto a dejarla
luchar, a verla sufrir, si eso significaba verla resucitar.
—Mamá —dijo negando.
—Ven conmigo —dijo ella, desesperada—. Ven conmigo
ahora y podremos olvidar que esto ha sucedido.
Persé fone ya negaba.
—No puedo.
Que su madre sugiriera esto era realmente una locura,
pero había llegado a comprender algo sobre la diosa. A pesar
de lo mucho que había vivido, ya no estaba bien. Estaba rota
y nunca volvería a estar completa.
Los rasgos de Demé ter se endurecieron y extendió la
mano, enviando un rayo de magia hacia ella mientras
levantaba su espada. Persé fone bloqueó la magia e invocó la
suya propia, llamando a la oscuridad, que se manifestó en
forma de sombra; los espectros cargaron contra Demé ter y,
cuando se estremecieron a travé s de ella, tropezó , cayendo de
rodillas.
Cuando Demé ter volvió a encontrar la mirada de
Persé fone, sus ojos brillaron. Se levantó , gritando su ira, su
magia se reunió rá pidamente como un viento chilló n.
—Tenías razó n en una cosa, madre —dijo Persé fone.
—¿Y qué es eso?
—La venganza es dulce.
En el siguiente segundo, las armas má s afiladas se alzaron
a la llamada de Persé fone, llaves, cuchillos y espadas
descendieron, golpeando a Demé ter, inmovilizá ndola en el
suelo.
Siguió un horrible silencio cuando el viento se apagó de
repente. Persé fone cayó de rodillas, respirando con dificultad.
—Mamá —murmuró , arrastrá ndose hacia ella.
Demé ter no se movió ni habló . Estaba con los brazos
abiertos, con los dedos aun agarrando la espada. Tenía los
ojos muy abiertos, como si estuviera en estado de shock, y la
sangre goteaba de su boca.
—Mamá —suspiró Persé fone.
Consiguió ponerse en pie y empezó a sacar las armas.
Cuando terminó , la diosa permaneció en el frío suelo de
má rmol y Persé fone se sentó con ella, esperando a que se
curara.
Pero nunca se movió .
—Mamá . —Persé fone se puso frené tica, levantá ndose
sobre sus rodillas, sacudiendo a la diosa. Había querido
muchas cosas de Demé ter: que cambiara, que fuera madre,
que la dejara vivir su vida, pero nunca la muerte. Nunca esto.
Entonces recordó algo que Hades había dicho sobre las
armas aquí: que algunas eran reliquias y podían impedir que
un dios se curara.
—¡Mamá , despierta!
—Ven, Persé fone —dijo Hé cate, apareciendo detrá s de ella.
Ni siquiera había sentido a la diosa acercarse.
—¡Despertadla! —exigió Persé fone. Colocó las manos sobre
su cuerpo, que ahora se estaba enfriando, intentando utilizar
su propia magia, deseando que su madre volviera a respirar,
pero nada funcionó .
—Su hilo está cortado, Persé fone. No se puede traer a
Demé ter de vuelta.
—¡Esto no es lo que quería! —gritó .
Entonces Hé cate colocó sus manos sobre el rostro de
Persé fone, forzando su mirada hacia la suya.
—Volverá s a ver a Demé ter. Todos los muertos vienen al
Inframundo, Persé fone, pero ahora Sybil y Harmonía te
necesitan.
Persé fone respiró profundamente varias veces, con los
ojos escocidos. Finalmente, asintió y dejó que la diosa la
ayudara a ponerse en pie, pero cuando empezaron a dirigirse
a la puerta, se detuvo.
—¡Teseo!
Se giró hacia el lugar donde lo había sujetado antes y
descubrió que había desaparecido.
—¡El yelmo!
Las dos diosas empezaron a buscar en el arsenal cuando
el Inframundo se agitó violentamente y se oyó un horrible
crujido.
El corazó n de Persé fone latía con fuerza en su pecho, y
cuando su mirada conectó con la de Hé cate, la diosa palideció .
—¿Qué fue eso? —susurró Persé fone.
—Eso —dijo Hé cate—. Es el sonido de Teseo liberando a los
Titanes.
NOTA DEL AUTOR

Dioses. ¿Por dó nde empiezo con esto?


En primer lugar, permítanme dar las gracias a mis
lectores. Sois muchos y os aprecio a todos —las reseñ as, los
posts, los mensajes—, todo ello me hace seguir escribiendo.
Gracias a vosotros he podido convertirme en autora a tiempo
completo, y gracias a vosotros puedo seguir haciendo lo que
me gusta.
Tambié n, un enorme agradecimiento a mi equipo de calle.
Todos vosotros sois el mejor equipo de promoció n que podría
haber pedido. Os agradezco todo el tiempo que dedican a mí y
a mis libros. Sois los mejores.
Sobre el libro:
Escribir este libro fue una mezcla desordenada de
agotamiento y agonía y dolor y algo de esperanza de que todo
mejorara. Al reflexionar sobre el proceso, no puedo decir có mo
he llegado hasta aquí, pero me alegro mucho de haberlo
hecho. Estoy muy orgullosa de este libro, má s que orgullosa.
Sé que todos tenemos nuestras opiniones sobre Ruin, pero
espero que puedan decir por qué sufrimos, por qué ese viaje
fue tan importante: fue para llegar aquí. Por el poder de
Malice. Recordar quié n era Persé fone en Darkness, sus luchas
en Ruin y quié n es al final de este libro, me hace sentir
orgullosa. Su viaje me da esperanza: que las dificultades, los
traumas y el dolor nos hacen poderosos.
El resto:
Como todos saben, juego con varios mitos y me gusta
repasar có mo los he adaptado o cambiado en mis libros.
Empezaré con la Titanomaquia.
Titanomaquia: La guerra de los diez años.
La principal pregunta que me hice mientras me preparaba
para Malice fue: ¿qué llevaría a otra Titanomaquia? Todos
sabemos que los dioses pasan por este ciclo: los Primordiales
fueron derrocados por los Titanes, los Titanes derrocados por
los Olímpicos.
Si se lee sobre la Titanomaquia, especialmente el papel de
Zeus, se ve lo carismá tico que es, lo cual es muy desagradable
porque realmente no se quiere que sea tan encantador, pero
entendió lo que se necesitaría para dominar a los Titanes, y
prometió a aquellos que lo apoyaran a é l y a los Olímpicos que
serían recompensados al poder mantener su estatus y poder,
Hé cate y Helios fueron dos Titanes que se unieron a é l.
Tambié n se dice, concretamente, que Zeus tenía a Hé cate en
alta estima, por lo que ella es la ú nica persona que realmente
puede ponerlo en su lugar. Por eso decidí que ella sería capaz
de castrarlo. Elegí la castració n para el castigo de Zeus por
parte de Hé cate porque Cronos tambié n castró a su padre,
Urano (con la guadañ a que se utiliza para matar a Adonis).
Tambié n me pareció que la tormenta de nieve de Demé ter
crearía un ambiente de malestar que contribuiría a otra
Titanomaquia. En el mito, cuando Persé fone es llevada por
Hades al Inframundo, la Diosa de la Cosecha se limita a
descuidar el mundo, que queda sumido en una sequía. Me
pareció que, aunque una sequía sería mala, la tecnología
podría combatirla má s fá cilmente que una tormenta de nieve.
Creo que me sentí así porque vivo en Oklahoma y sufrimos
durante las tormentas de nieve porque no tenemos la
infraestructura para manejarlas. Pensé que Demé ter, como
Diosa de la Cosecha, obviamente tiene control sobre el clima,
así que, ¿por qué no hacer que traiga una furiosa tormenta
de invierno a Nueva Atenas? Así se crearía el escenario para
el malestar entre los mortales, que ya estaban alentados por
la Tríada.
Hablando de Demé ter. Cuando Persé fone desaparece en el
mito, en realidad vaga por el mundo sin rumbo fijo, un poco
deprimida. Acude a Celeus disfrazada de anciana bajo el
nombre de Doso (de ahí su nombre en Malice). Allí empieza a
cuidar de los dos hijos del rey, aunque la pillan intentando
hacer inmortal a uno de los niñ os metié ndolo en el fuego y se
hace ver como diosa. Se enfada mucho por esto y obliga al rey
y a su pueblo a construir un templo en su honor.
Me costó saber có mo iban a reaccionar los dioses ante el
desenfreno de Demé ter, pero intenté mantenerme cerca de
có mo creía que se desarrollaba el mito, que era que los dioses
dejaron pasar esto durante mucho tiempo, hasta que se
enfrentaron a la extinció n de la raza humana y, como
resultado, a la ausencia de adoradores. Al principio, Zeus
trató de usar palabras para calmar a la diosa. Tambié n envió
a otros dioses para intentar convencerla de que volviera al
Olimpo, pero se negó . Como ú ltimo recurso, Zeus envió a
Hermes a recuperar a Persé fone del Inframundo. En mi libro
jugué con la misma pereza en la toma de decisiones de Zeus.
Puede que Zeus necesite adoradores, pero no teme perder su
poder, así que no actú a con rapidez.
Más sobre Deméter.
La violació n de Demé ter es algo que toqué en este libro.
Poseidó n realmente viola a Demé ter mientras busca a
Persé fone, pero sentí que, si esto hubiera ocurrido antes de
que naciera Persé fone, le daría a Demé ter una razó n para
retraerse del mundo y querer proteger a su hija.
Hermes y Pan.
Solo quería hacer una nota rá pida de que hice referencia
a Pan, el Dios de la Naturaleza, como hijo de Hermes, que,
como va el parentesco en toda la mitología, puede o no haber
sido su padre real. Aun así, me gustaría aprovechar el
momento para decir que, de los dioses griegos, Pan es el ú nico
que se sabe que murió . Su muerte no está detallada; de
hecho, nadie sabe có mo ocurrió . Bá sicamente fue un juego de
telé fono escacharrado que acabó llegando a las masas. La
idea es, sin embargo, que con el nacimiento de Cristo, Pan
tenía que morir.
No preguntes. Solo leo los mitos.
Apolo, Ajax y Héctor.
No sé qué me hizo asociar a Apolo con Ajax, pero sabía
que Ajax y Hé ctor se baten en duelo en la mitología durante
la guerra de Troya, así que pensé que sería una diná mica
interesante. En el mito, Hé ctor también es favorecido por
Apolo porque este apoya a los troyanos, mientras que Ajax
lucha por los griegos.
Tambié n decidí que Ajax, descrito como colosal y fuerte,
fuera sordo porque quería demostrar que la sordera no
significa incapacidad. Dicho esto, no quería que tuviera
ningú n tipo de poderes “de superhé roe” má s allá de los que le
otorgaba el mito: su fuerza, su tamañ o y sus reflejos. No creía
que su sordera tuviera que cambiar el hecho de que se
hubiera entrenado como los guerreros oyentes que le
rodeaban.
Afrodita y Harmonía.
En el mito, se dice que Harmonía es hija de Ares y
Afrodita, o de Zeus y Electra. Como no me gustan Ares y
Afrodita, opté por la segunda opció n y la hice hermana de
Afrodita. Harmonía tambié n estaba casada con Cadmo, a
quien creo que amaba mucho porque cuando é l se convirtió
en serpiente, ella se volvió loca y tambié n se convirtió en
serpiente.
En mi versió n, sentí que Harmonía era pansexual.
Tambié n sentí que, aunque Sybil nunca se había planteado
enamorarse de una mujer, cuando conoció a Harmonía no
pudo evitarlo y es muy, muy bonito.
El Palacio de Cnosos y el Minotauro.
En primer lugar, aquí hay un gran artículo sobre la
historia del Palacio de Knossos y por qué fue originalmente un
laberinto: https://www.livescience.com/27955-knossos-
palace-of-the-minoans.html Lo añ ado aquí porque
originalmente se pensaba que el laberinto era solo un palacio
laberíntico construido por Dé dalo. He traído la historia del
Minotauro porque tambié n tenemos a Teseo, que, como
sabemos, fue enviado a matar al Minotauro. Lo consiguió con
la ayuda de Ariadna, que le dio un carrete de cuerda para
ayudarle a escapar del laberinto una vez derrotado el
monstruo.
Teseo y Helena.
Tal vez algunos de ustedes se sorprendan por la
trayectoria de Helen, así que lo explicaré aquí. Hay un mito
en el que Teseo y Pirítoo secuestran a las hijas de Zeus. Teseo
elige a Helena de Troya, mientras que, como sabemos, Pirítoo
elige a Persé fone. El otro mito famoso es aquel en el que Paris
se enamora de Helena y se la lleva de Esparta a Troya
iniciando una guerra.
Segú n las lecturas e interpretaciones del mito, me pareció
que Helen podría ser alguien que busca el mejor camino para
llegar a la cima. Despué s de todo, es una mujer espartana. Es
fuerte, capaz e inteligente. Sabe utilizar su belleza como
herramienta y su mente como arma. Dada mi impresió n de
ella, se puede entender su trayectoria en Malice.
Los Monstruos.
En este libro se mencionan muchos monstruos ademá s del
Minotauro: la Hidra, Lamia, Ceto y Aracne. Solo quería
dedicar un momento a dar una breve descripció n de cada uno
de ellos.
La hidra residía en el lago Lerna, que reconocerá s como
una de las entradas al Inframundo. Elegí que este monstruo
estuviera en el Inframundo porque es muy venenoso; ademá s,
Heracles acabó matá ndolo como parte de sus trabajos.
Lamia era la reina de Libia. Como dije en el libro, tuvo un
romance con Zeus que le valió la maldició n de Hera de perder
a todos sus hijos. Los mitos varían en cuanto a si fueron
asesinados o si fueron secuestrados, así como en cuanto a
có mo llegó a empezar a devorar niñ os. Sea como sea, se volvió
loca y empezó a secuestrar y comer niñ os. Zeus le otorgó el
poder de quitarse los ojos, aparentemente para aliviar su
insomnio (Hera tambié n la maldijo con insomnio). Tambié n la
dotó de profecía, lo que, supongo, es un don que merecen
todos los monstruos devoradores de niñ os.
Ceto es una diosa primordial y es la reina de los
monstruos marinos. Tambié n dio a luz a un montó n de
monstruos, entre ellos las Gorgonas y las Graeas, que tal vez
recuerdes que son las tres hermanas que comparten un ojo y
un diente entre ellas.
Por ú ltimo, menciono a Aracne. Aparece en las
Metamorfosis de Ovidio, que cito al principio de este libro. Era
una mujer que desafió a Atenea a un concurso de tejido. La
razó n por la que quería mencionarla es que Aracne elige tejer
escenas que ilustran las fechorías de los dioses, de forma
parecida a lo que yo elijo hacer en estos libros. En fin, el resto
de la historia cuenta que el tejido de Aracne es impecable y
esto enfurece a Atenea. Las versiones de có mo Aracne se
convirtió en una arañ a varían, pero en cualquier caso se
transforma. En el libro, menciono el pozo de Aracne, que me
gusta considerar como un castigo en el Tá rtaro.
Varios.
Okeanos y su gemelo Sandros son “semidioses modernos”,
pero se basan en otro grupo de hijos gemelos de Zeus,
Amphion y Zethus. No utilicé a Amphion y Zethus como
semidioses modernos porque ya hice referencia a un mito que
está má s o menos conectado con ellos y que sucedió en la
antigü edad, la muerte de los hijos de Amphion y Niobe por la
mano de Apolo y Artemisa.
Apeliotes es un dios real, el Dios del Viento del Sureste. Es
un poco gracioso porque se creía que traía la lluvia
refrescante. Sin embargo, me inventé a los dos niñ os, Tales y
Callista, en el libro.
Menciono brevemente a Hé cuba, que era la esposa del rey
Príamo. Hay un par de mitos sobre ella que terminan con su
conversió n en un perro, que es uno de los símbolos de Hé cate.
En el punto de este libro, Hé cuba está lista para descansar
como alma en el Inframundo, y así Hé cate encuentra a Nefeli,
a quien describe como una mujer que rogó que la diosa le
quitara el dolor despué s de perder a un ser querido. Esto es
una referencia directa a uno de los mitos de Hé cuba en el que
ve morir a su hijo y se vuelve loca. Despué s, se transformó en
un perro.
SCARLETT ST. CLAIRE

Scarlett St. Clair vive en Oklahoma con su esposo. Tiene una


maestría en Bibliotecología y Estudios de la Informació n. Está
obsesionada con la mitología griega, los misterios de
asesinatos, el amor y el má s allá . Si está s obsesionado con
estas cosas, entonces te gustará n sus libros.
Índice de contenido
Sinopsis
PARTE
II
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XI
V
XV
XVI
XVII
XVIII
PARTE II
XIX
XX
XXI
XXII
XXIII
XXIV
XXV
XXVI
XXVII
XXVIII
XXIX
XXX
XXXI
XXXII
XXXIII
XXXIV
XXXV
PARTE III
XXXVI
XXXVII
XXXVIII
Nota del autor
Scarlett St. Claire

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