12-Todo Por Tí
12-Todo Por Tí
12-Todo Por Tí
Castillo Sedgwick
Presente
Si la vida fuese una balanza, Peaches Alexander podría decir con seguridad que
el Destino le había lanzado un montón de ladrillos en el plato opuesto.
Frunció el ceño. Bien, admitía que necesitaba un cambio en su vida. Sabía desde
hacía mucho que solo estaba haciendo tiempo y no estaba aprovechando sus dones.
Pero que el Destino manipulara tanto las cosas no le agradaba ni un poco.
Vagó por el patio del castillo de su hermana, mirando alrededor con el ceño
fruncido y deseando que hubiese un lugar donde pudiese esconderse hasta que se le
ocurriera un modo de salir de su predicamento actual. Ya había salido a correr en la
mañana, pero en lugar de aclarar sus pensamiento, había sentido que huía
trastabillando de sus problemas. No, necesitaba ocuparse en algo constructivo para
que su mente pudiese funcionar correctamente y resolver los problemas más
preocupantes.
Miró hacia la portería y vio su salvación. Avanzó por el fino camino empedrado,
rodeado de hierba marchita, y empujó la puerta que llevaba al cuarto de utilería de
su hermana. Ya que era solo un guardarropa gigante -y estaba acostumbrada a
organizar guardarropas grandes- le proveería de un excelente escondite y además
una distracción bienvenida. No se atrevía a esperar que pudiese distraerla de la obra
del Destino que sostenía en su mano.
Una gruesa ruma 1 de faxes que deletreaban el fin de su vida tal como la conocía.
Miró los papeles en su mano nuevamente y los dejó sobre un baúl en la entrada.
Ya sabía que decían, leerlos otra vez solo serviría para hacerla molestar. Había mucho
que arreglar, como aquel perchero de ropa masculina al fondo que había dejado a
medias cuando decidió dar un paseo por Francia para darle a su hermana algo de
privacidad con su nuevo esposo. Se alegró de ver que todo seguía como lo había
dejado.
Bueno, todo excepto el gabán medieval con un león galopante estampado que
miraba desdeñosamente hacia abajo con su único y azul ojo visible.
Peaches frunció el ceño mientras devolvía al león a su sitio correcto. Sabía quién
lo había usado por última vez. Y que no lo devolviera a donde correspondía, a pesar
1
Montón. (N.R.)
de sus credenciales académicas y habilidad para organizar hechos y abrigos de
tweed, no la sorprendía ni un poco.
Un gancho chirrió.
Peaches se congeló, puso los ojos en blanco y exhaló, enderezando los hombros.
No había nada de extraño con lo que acababa de escuchar porque estaba en un
cuarto lleno de ganchos de ropa, viejos y chirriantes. Además el castillo tenía
corrientes de aire. Y de seguro había estado hablando sola, el calor y potencia de su
aliento era suficiente para mover uno de los gan…
Bien, ya las cosas estaban llegando a un límite. No estaba por encima de creer en
la posibilidad de actividad paranormal en el castillo de su hermana por razones que
no quería examinar de momento, pero el pensar tener una experiencia de ese tipo
ahora no era nada entretenido. Tenía cosas importantes en que pensar, soluciones
que planear, el balance de toda su vida pendía de un delgado hilo que se podía
romper en cualquier momento y tenía que resolverlo inmediatamente.
Desafortunadamente, tenía la sensación de que no tendría voz ni voto en la
situación actual porque, a pesar de que habían omitido Sedgwick en muchas listas de
Lugares Británicos Embrujados, podía dar buena fe de que estaba embrujado por
varios espíritus.
Como, por ejemplo, el del caballero escocés pelirrojo enfundando en un kilt, que
agitaba molesto un gancho con un gabán a solo diez pies de distancia.
—¿Está pesado? —le preguntó, pues fue lo primero que se le vino a la mente.
Casi se echa a reír, pero se dio cuenta de cual gabán inglés agitaba la aparición y
se puso serio enseguida. Incluso desde donde estaba, podía ver al encabritado león
de Artane mirándola, como reprochándole un descuido. Frunció los labios.
—Son una buena familia —dijo el fantasma, —digo, para ser ingleses. —La miró
y frunció el ceño. —¿No lo crees?
—Sabes que ese es el blasón de la familia Piaget ¿verdad? —le dijo, solo en caso
de que no lo supiera.
El fantasma miró el gabán que hacía minutos agitaba y luego volvió a mirarla con
una cara de inocencia fingida.
—Pues lass 2, me parece que tienes razón.
Se movió, nervioso.
—Bueno lass, como todavía estás soltera…—sus ojos asomaban desde debajo de
sus pobladas cejas rojas. —¿Entiendes?
—Te dirían que soy la mortal más sensata que conocen porque te dije que no
aceptaría casarme con nadie de esa familia así fuese el último soltero disponible del
planeta.
—Ese mismo —dijo gravemente. —No dudo que todas las mujeres de la isla
están agradecidas de que no tenga un gemelo.
2
Muchacha, en escocés. (N.R.)
pero el ruido de una puerta abriéndose tras ella la interrumpió. Al voltearse, vio a su
hermana parada en la puerta, como si dudara entrar.
Tess suspiró.
Peaches frunció el ceño. Acababa de hablar con un fantasma escocés, así que
nada podría ser peor que eso.
Peaches sonrió.
Tess se sentó sobre el baúl. Al parecer no notó la gruesa ruma de papel sobre la
cual se había sentado.
—Lo dejé a propósito. —Lo había dejado porque cuando uno se tomaba una
pausa en su vida, era mejor hacerlo completamente desconectada. Tess tenía el
número de emergencia del hotel donde se había hospedado, así que no estaba
totalmente desamparada.
—Bueno, creí que sería mejor contestar la llamada. —Se detuvo, como
considerando sus palabras. —Así que contesté.
Peaches se dejó caer en el baúl, arrugando los papeles que su hermana había
dejado intactos. Las cosas se aclaraban, pero no mejoraban.
—Brandalyse Stevens.
Peaches sintió como el cuarto empezaba a dar vueltas. De pronto se encontró
con la cabeza entre las rodillas y la mano de su hermana en la espalda, dándole
golpecitos cariñosos.
—Traté de ser amable —dijo Tess, sonando bastante débil también, —de verdad
lo intenté. Pero cuando empezó a quejarse de que habías regresado a Inglaterra y no
habías ido a arreglarle su colección de ropa interior, pues… tenía que decir algo. —
Luego de otra pausa, agregó: —Quizás no debí empezar diciéndole que tiene un
nombre estúpido.
—Le dije que era momento de que aprendiera a organizar ella misma su ropa.
De verdad, Peach, una vez que empecé no pude detenerme.
—Creo que le dije un par de cosas sobre los varios novios que me ha robado.
Quiero decir, a ti, porque me estaba haciendo pasar por ti. Eso tomó tiempo.
—Genial.
—Le dije que su tipografía era horrenda y que todas las fotos de las habitaciones
que ha diseñado están retocadas en la computadora. —Tess tragó saliva. —Me
preguntó si eso era todo.
—Y le dijiste que no, que no era todo, porque tiene el peor aclarado del mundo
en el cabello y se le nota cada vez que está frente a la cámara. —Peaches clavó la
vista en su hermana. —¿O me equivoco?
Tess se sorprendió.
—¿Cómo lo supiste?
—Yo también lo lamento —dijo Peaches. —Lamento no haber estado allí para
escucharlo.
—Lo grabé.
—Entonces ¿Qué hay que lamentar? —De pronto quiso lanzar todos los papeles
al aire en un gesto de desafío, pero se contuvo, solo haría un desastre que tendría
que limpiar.
Tess le quitó los papeles de la mano. Ojearlos le tomó un buen tiempo, pues
Peaches tenía una gran cartera de clientes.
Había tenido. Tiempo pasado.
Lo que sucedía era que necesitaba un cambio. Lo sabía desde hace un tiempo,
pero no se imaginaba que tendría semejante ayuda para tomar la decisión.
Tess la miró.
—Conseguiré otros —respondió Peach, con una calma que no sentía. —No hay
problema.
—¿Cuánto es suficiente?
Tess parpadeó.
—Te quedarás aquí hasta que decidas que hacer, no importa cuánto te lleve.
—No puedo —respondió Peaches con tristeza. —Creí que mi Visa estaba lista,
pero recibí una carta.
—Voy a regresar a la casa —dijo Tess, y de pronto su voz sonó lejos. —Te haré
un batido de brotes de trigo que te animará.
Peaches miró a su hermana. Estaba allí mismo, pero se sentía tan lejos. Asintió,
solo porque sabía que era eso lo que tenía que hacer. Lo que quería hacer realmente
era echarse a llorar, pero no la ayudaría en nada y de todas formas no acostumbraba
llorar. Era de las que se tragaba las cosas y continuaba su camino. Si tuviese una
moneda por cada vez que se había tragado sus tristezas y había continuado, no le
preocuparía tanto esa ruma de faxes que significaban el final de su cómoda carrera
en Estados Unidos. El único cliente que le quedaba era Roger Peabody, quien solo la
contrataba para limpiar su oficina con el fin de enseñarle las gráficas que había
hecho, detallando los beneficios que tendría si se casaba con él.
Atravesó el túnel y se detuvo al borde del patio. No era nada raro detenerse allí,
le agradaba el lugar. Pero nunca había tenido una premonición tan fuerte como en
ese momento.
El pensarlo casi la dejó sin aliento. Se detuvo un rato más, tratando de controlar
su respiración agitada. Era hora de decidir.
No era lo que debía pensar en ese momento. Debería estarse trazando un plan
de vida para recuperarse, no pensando en las ensoñaciones dejadas por su ávida
lectura de las novelas de Bárbara Cartland que su tía Edna escondía tras los
polvorientos volúmenes de Dostoyevsky y Voltaire. No se había tomado ninguna en
serio, por supuesto.
Había sido una noche despejada, por lo que se había llevado sus notas a un
banquito de la plaza fuera de la biblioteca.
Una pareja se encontraba allí cerca, discutiendo algo en voz baja, cuando de
pronto la muchacha se había retirado, molesta. Peaches no quería pecar de
entrometida, pero si la pareja estaba dispuesta a discutir en público, era porque no
les importaba quien los viera.
Peaches lo había visto arrodillarse y sacar algo del bolsillo. No tenía ni idea de lo
que había dicho, pero lo vio colocar ese algo en el dedo de la muchacha, que había
estallado en llanto. Entonces la atrajo contra sí y empezaron a bailar.
Peaches había olvidado sus notas, y se había quedado mirando lo que, sin duda
alguna, era lo más romántico que había presenciado en su vida.
—¿Por qué?
Miró al claro cielo invernal y suspiró. Eso era lo que le había pasado a su
hermana gemela, que tenía un excelente esposo y un castillo. También a su hermana
pequeña, que luego de un baile se había encontrado con un gran esposo y un castillo
un poco más viejo.
Pero a ella no le había pasado. Ya que estaba deseando imposibles, decidió que
quería el cuento de hadas completo. Quería que un tipo se enamorara de ella a
primera vista y, cruzando un mar de posibles parejas atractivas, la invitara a bailar.
Luego de bailar, quería una boda con una tarta esponjosa y un montón de comida
nada saludable, una orquesta para su primer baile y un carruaje para irse con su
príncipe a su nuevo castillo de ensueños con plomería interna y una estufa tipo Aga
en la cocina.
—Disculpe, señorita.
Se quedó boquiabierta. Bueno, era solo un mensajero, pero tenía un gorro y una
corbata que lo hacían ver muy importante. Se apoyó en la pared. De seguro era algo
para Tess y no había razón para ponerse tan nerviosa.
—¿Si?
Al ver el enorme sobre blanco que le tendía, Peaches sintió como si algo se
detuviera de golpe. Pensó que pudo ser su corazón, pero todavía lo escuchaba latir
desbocado en alguna parte de su garganta, así que eso no era. Quizás era algo
rompiendo la barrera del sonido sobre ellos. O quizás era el Destino, empujándola
con firmeza, para que diera, por fin, el primer paso.
Tomó el sobre con manos temblorosas. Buscó en sus bolsillos algo que darle al
mensajero, pero solo encontró unos caramelos y su teléfono. El joven sonrió:
Ella asintió y lo vio alejarse. Al voltear el sobre miró el sello y luchó contra la
tentación de correr al cuarto a por su libro de genealogía para saber de qué familia
era el sello. Decidió que mejor abría el sobre, de seguro la carta aclararía más rápido
sus dudas. Al abrirlo, se encontró una invitación de bordes dorados.
Señorita Peaches Alexander, queda cordialmente invitada al baile…
—¿Aló?
—Um...
Eso era mentira, en realidad. Recordaba a Andrea tan bien como a su primo
David. Recordaría más si no hubiese pasado gran parte de esa fiesta tratando de
evitar a Stephen de Piaget y preocupada por Tess, que parecía empeñada en querer
matarse antes de que terminara el fin de semana. Recordaba cómo había mandado a
Tess de vuelta a Sedgwick para irse luego con un trío de diseñadores a Londres,
quienes la habían obsequiado con una semana completa de fiestas con otros
diseñadores. Fue entonces cuando se dio cuenta de que el diseño no era lo suyo.
—Dijo que estabas preciosa —dijo Andrea, sin nada de envidia. —Por eso fue
que me pidió tu dirección. Quería invitarte a la fiesta del próximo fin de semana. Es
algo tipo Cenicienta, pero yo definitivamente voy a ir. El número de hombres
pudientes será abrumador, por supuesto, aunque tener a la hermana de David en el
mismo lugar será algo fastidioso ¿no crees?
Estuvo tentada a hacer una lista de todas las razones por las cuales era una
ridiculez sentirse así, y otra, para ayudarse a volver a la realidad, pero por primera
vez en siete años, decidió dejarse llevar por la fantasía. Se pondría unos tacones
altos, gastaría algo de dinero en un vestido bonito y soñaría. Solo por este fin de
semana.
Bailó por el patio hasta sentirse un poco mareada. Entonces notó al fantasma,
parado tímidamente en la puerta del cuarto de utilería. No tenía ganas de volver a
hablar con él, así que lo saludó y se dirigió al salón. De seguro a él no le caía tan bien
Kenneworth.
—Todavía no.
—No, sobre esquiar en los Alpes, para ser sincero —mintió Stephen. —Es
lamentable que solo pueda hacer dos viajes por estación en lugar de quedarme allá
haciendo nada.
Ian se echó a reír.
—Eres un maldito engreído. No puedo creer que te deje entrar a mi casa. Debe
ser porque me encanta humillar ingleses.
Fue, tuvo que admitirlo, una mañana muy larga. Ian MacLeod tenía una reserva
inagotable, no solamente de insultos, sino de destreza, y aparentemente estaba
dispuesto a utilizar ambos en su contra sin piedad. Lo único que le impidió a Stephen
rendirse -no solo una, sino muchas veces- fue su propio orgullo. Estaba en suelo
escocés, escuchando a alguien que no podía ver tocar canciones escocesas de batalla
y se estaba enfrentando a un escocés que, por lo que podía ver, no había aprendido
a pelear al mismo tiempo que sacaba su certificado de secundaria. Era algo de
orgullo nacional, y propio también, tenía que admitir.
—¿Cuál es ese disco? —El gaitero solitario toca sus canciones favoritas en
Tattoo.
Ian se rio.
—¿Quién?
Stephen cerró la boca en lo que se dio cuenta de que la tenía abierta. Después
de todo, ya sabía que no debía sorprenderse de nada que viera en tierra MacLeod.
Conocía a Ian MacLeod y a sus primos James y Patrick MacLeod ya hacía casi diez
años. Cuando se dirigió por primera vez al norte a los veinte años, era un muchachito
impetuoso, increíblemente orgulloso de su éxito académico en Cambridge, que
buscaba algo para liberar energías reprimidas. Había escuchado rumores de un loco
en las Highlands que enseñaba esgrima y quería averiguar si eran ciertos.
No es que estuviese poco acostumbrado a lidiar con gente intimidante, pero Ian
MacLeod desafiaba toda definición. No era solamente que se viera como alguien que
fácilmente podía defenderse en un callejón oscuro, aunque eso fuese impresionante
por mérito propio. Stephen no lograba dar con la razón exacta, hasta que visitó el
patio trasero de Ian. Llamar a ese espacio –jardín- no le hacía justicia en lo absoluto.
De haber sabido más en ese momento, habría dicho que era la interpretación
escocesa de un torneo medieval.
Más allá de ese espacio, había una arena donde no se habían escatimado gastos
para asegurar la comodidad y seguridad de unos hermosos caballos que Stephen
reconoció inmediatamente, como poderosos caballos de guerra brasileños. Junto a
ellos, había unos fuertes caballos montañeses de Highland, que no estaban muy
preocupados por la dicotomía de su situación actual.
Stephen se había dado cuenta de dos cosas ese primer día. La primera, al ver a
Ian MacLeod sacar el florete de seis pies de la vaina en su espalda, era que estaba
muy fuera de su zona.
La segunda fue que Ian MacLeod no había aprendido esgrima de ningún maldito
DVD.
—Estás soñando despierto, Stevie —exclamó Ian animadamente. —¿O es que el
gaitero de Jamie te asustó demasiado?
Stephen se dio cuenta que estaba en la arena de Ian, con la mirada perdida en el
horizonte. O más bien, mirando al Highlander -con todas sus galas- parado a cien
yardas, con su kilt flotando en una brisa que no movía más nada. Suprimió un
escalofrío y regresó su atención a Ian.
Stephen sonrió.
—Me temo que no pueden. El fantasma del castillo de mi padre solo se esconde
en los balcones y asusta gente cuando le provoca.
—Me imagino —dijo, guardando su espada y estirando las manos por encima de
la cabeza hasta que sus nudillos sonaron. —¿Cuándo nos volvemos a ver?
—Esto no fue una paliza, Stephen. No esta vez. Bueno —agregó con una
sonrisita, —no por completo. Para ser un muchacho sin un padre o tío dispuesto a
entrenarlo, lo has hecho bien. Nunca tan bien como yo, claro, pero es que nadie
puede conmigo.
—La mantengo contenta con lana, flores y por supuesto, mis cariñosas
atenciones. También cambio pañales. Toma nota de eso para cuando te encuentres
casado, mi estimado Haulton.
—Lo haré —prometió Stephen, dándole las gracias a Ian y retirándose antes de
que le ofreciese otra ronda de tortura.
Miró por encima del hombro para ver si el gaitero seguía allí. La aparición lo
miraba fijamente, lo cual era atemorizante. Stephen lo vio hacer una profunda
reverencia antes de desaparecer.
Al llegar a la puerta de la casa, se dio cuenta de que tenía que prestarle más
atención a sus alrededores. Había sido atacado más de una vez por otros miembros
del clan MacLeod, no solamente por ser un inglés lo suficientemente descarado
como para poner un pie en territorio escocés, sino porque Ian no era el único con
quien venía a entrenar, bueno, si es que a eso se le podía llamar entrenamiento.
No había nadie, y supuso que no era para sorprenderse. Había escuchado que
Patrick MacLeod, el entrenador de tácticas de supervivencia de la escuela de torturas
de Ian y primo del mismo, se hallaba de vacaciones. Ya que Patrick no estaba para
molerlo a golpes, lo mejor sería retirarse temprano.
Se dio una ducha, empacó sus cosas y las guardó en su Range Rover luego de
dejarle una nota de agradecimiento a Jane MacLeod por la deliciosa comida y
entretenidas conversaciones. Normalmente prefería el Mercedes para viajes largos,
pero era difícil guardar un florete en él. Eso y al parecer las Rovers eran el furor entre
los vizcondes ingleses y los terratenientes escoceses. No había razón para atraer
discordia. Colocó sus cosas en la maleta de la Rover y guardó el florete en un
compartimento secreto en el techo que le había costado hacer, pero era sumamente
práctico.
El ataque que le siguió fue despiadado. Stephen hubiese preferido mirar desde
fuera a un clon de sí mismo defenderse de un guerrero medieval que hacía lo que
mejor sabía hacer, caerle a golpes usando movimientos que ningún guerrero de la
Escocia medieval podría haber aprendido en su vida.
Los primeros diez minutos de la pelea fueron difíciles, más que todo porque los
pasó tratando de limpiarse la sangre que le chorreaba de la nariz, obviamente rota.
Después, las cosas mejoraron, por decirlo de alguna forma. Logró sacar su florete
para tener algo con que defenderse, y pudo usarlo por otros diez minutos, hasta que
Patrick se lo quitó de una patada y lo arrinconó contra la Rover, apretando otra
espada contra su garganta.
—No cometeré ese error otra vez —dijo Stephen, dándole la espalda. Se detuvo
y le clavó una mirada elocuente. —Solo voy a recoger mi espada.
—Aparentemente.
Stephen se echó a reír, pues era lo único que podía hacer. Solo esperaba no
ahogarse en su propia sangre.
—Bastardo.
Seis horas después, se detuvo frente a las puertas de la casa de su padre. Tuvo
que abrirlas él mismo, pero no le importó. Ya era bastante tarde y comprensible que
no hubiese nadie esperándolo.
Después de todo era el heredero de Artane, y eso era lo que esperaban de él.
¿Cuántas veces lo había perseguido su padre para castigarlo por haber sacado
objetos con filo de la colección de armas, sin permiso, para practicar con ellos?
Con el pasar del tiempo, se dio cuenta de que no era eso lo que se esperaba de
un joven conde venido de una familia pudiente, con un hermoso y visible castillo, por
lo que había ido a la universidad.
Sus padres pensaban, erróneamente, que había dejado atrás esos sueños de ser
caballero errante. Era ridículo, desde un punto de vista lógico, que un hombre con
ese nivel de madurez y categoría se entretuviera jugando con cosas con filo. Aunque
también era un buen jinete, y quizás fuese igual de tonto arriesgar a sus mejores
caballos haciéndolos saltar sobre obstáculos a diferentes alturas del suelo.
Y el sólo imaginarse tener que pasar todo un fin de semana viendo como Preston
engañaba a cualquier muchacha lo suficientemente tonta para caer en sus juegos, lo
hacía sentirse enfermo.
Sí, desdeñaría los placeres de Kenneworth House para pasar el próximo fin de
semana en casa. Era lo menos que podía hacer.
Capítulo 3
¿Por qué no era capaz de decirle que no a las personas que amaba?
—¡Entonces ve tú!
—Es algo muy importante —le dijo, fervorosamente. —Si haces esto por mí, te
regresaré el favor por partida doble.
—Estarás bien.
—Juré no volver a hacer esto jamás, si mal no recuerdas.
—No recuerdo nada —dijo Tess, frunciendo el ceño. —¿Segura que no estás
imaginando cosas?
—No deberías aferrarte tanto a sentimientos negativos —dijo Tess, una ceja
enarcada. —No creo que sea saludable.
—Cállate la boca.
—Tenía hambre y tía Edna estaba preparando sándwich de lengua para cenar —
murmuró Peaches. —Parecía el menor de dos males.
—El nylon no es incómodo. Lo sabrías si lo usaras más seguido. Y son dos grupos
separados de gente. Nunca se encontrarán el tiempo suficiente para discutir sobre
mí.
Peaches se volteó a ver a John, quien sin duda había venido a ayudar a Tess a
empujar a una pobre mujer desempleada a un lugar al que no quería ir.
—Pero es verídico —dijo él, con una sonrisa. —Y habiendo visto ambas épocas
por mí mismo, puedo decir que las cosas no han cambiado mucho. Mi deber es
proteger a mi familia, mantenerlos arropados y bien alimentados, y sacar algo de
tiempo para disfrutar la belleza de la música y el arte. La diferencia es que hace
ochocientos años no tenía una familia que cuidar y cargaba una espada colgada al
cinto. Me quejaba de tener que practicar con el laúd, odiaba la fina ropa incómoda
que me obligaba a ponerme mi madre y me echaba a descansar de la misma manera
luego de una vigorosa mañana en los torneos. Solo ha cambiado el tipo de
comodidades disponibles.
—¿Llevas pantimedias?
—Sí.
La verdad era que Tess y John se veían tan felices y tan normales, que de no
habérselo dicho, jamás habría adivinado la fecha real de nacimiento de John, ni lo
mucho que se había opuesto Tess a ese final feliz de cuento. Sin embargo allí estaba,
Condesa de su propio castillo, casada con un Conde, quien era realmente un
caballero medieval capaz de defenderla a espadazos, de ser necesario.
Sintió una oleada de envidia que casi la hace caer, pero no le duró mucho. No
podía envidiar tanto a su hermana. No deseaba a John. Ni siquiera estaba segura de
querer un príncipe con un castillo.
Solo quería hacer realidad su sueño. Pero si el hombre de sus sueños venía con
una espada y un castillo propio, no se negaría a aceptarlo.
Miró por la ventana, tratando de distraerse, pero ver el paisaje pasar solo la
llevaba a contemplar cosas que antes no se había permitido analizar.
Al final, quizás soñar no fuese tan malo. Ella misma le había dicho a sus clientes,
cuando los tenía, que hicieran una lista de sus sueños más queridos y alocados, pues
muchas veces el simple hecho de hacer una lista era suficiente para cambiar el curso
de una vida ¿verdad?
Empezaba a pensar que el Destino le estaba dando una señal para que cambiara
la suya.
Y eso la aterraba.
Era el mismo tipo de terror que había experimentado a los veinte años, cuando
recibió su diploma en Ciencias y aceptó por fin aquello de lo que se había dado
cuenta la noche que vio a la pareja bailando en la plaza, es decir, que no quería estar
encerrada en un laboratorio por el resto de su vida. Admitió que aunque se sentía
bien ayudando personas a través del uso juicioso de fármacos, la única razón por la
que había estudiado Ciencias era porque le pareció el título más difícil de obtener.
Peaches se había dado cuenta de que dichos regalos tenían un significado más
profundo, pero el tratar de descubrirlo inmediatamente podría significar problemas.
Fue por eso que, luego de mostrar la gratitud apropiada -eran de parte de su tía
Edna, quien no era realmente su tía, sino más bien una tía abuela, de esas a las que
no se les pregunta la edad- tomó el primer trabajo que consiguió, el cual era hacer
batidos en una tiendita en el Pike Place Market. Ya era vegetariana para ese
entonces, pero estaba convencida de que lo que había convencido al dueño de
contratarla fue la intervención fortuita de sus padres, olorosos a patchouli 4.
Una de sus clientes regulares había sido, como no, Brandalyse Stevens. Esta la
había contratado luego como su chef particular, y en los seis meses que siguieron
pasó a ser no solo cocinera, sino organizadora profesional del guardarropa de Brandi
y sus amigos. Esto, a pesar de no ser un negocio enorme, le había dado la liquidez
económica y el tiempo suficiente como para permitirse un par de viajes al año a
Inglaterra para ver a Tess.
Casi deseaba que nada fuera de lo común pasase en el elegante baile de David
de Kenneworth.
Eran las cuatro de la tarde en punto cuando por fin llegó a la puerta de un
sorprendentemente espacioso anexo, que estaba cerca de la casa de la amiga de
Tess con la cual pasaría la noche. Suprimió las ganas de acomodar su sencilla falda
formal -en realidad, la sencilla falda formal de Tess- y sonrió, esperando verse como
la respetable Doctora por la que tenía que hacerse pasar cuando se abrió la puerta.
—Ah, Dra. Alexander —la saludó un anciano caballero. —Qué bueno que pudo
venir.
—Dr. Trotter-Smythe —dijo Peaches, casi sin temblar. Se mordió la lengua para
evitar agregar o por lo menos eso creo. Porque en realidad no estaba segura. Tess le
había dicho quién era el anfitrión, pero no conocía al resto de los profesores
invitados. Afortunadamente.
Peaches se relajó un poco. Esta sería la última vez que hacía algo tan estúpido. Si
tan solo no se sintiera tan culpable por interrumpir el primer mes de casada de su
hermana…
—He escuchado muchas cosas buenas sobre ti, querida. —Su voz sonaba como
pergaminos rozándose, lo cual iba bien con su complexión de papel fino.
—Hmmm —eso al parecer era lo más conciso que podía decir la Dra.
Plantagenet de momento. —El Dr. Trotter-Smythe quiere que haga una pequeña
presentación, pero de seguro tendremos tiempo para una buena discusión después.
Me interesa escuchar tus ideas sobre el pensamiento medieval.
Solo que su encuentro final no sería con un hacha, sería con la Dra. Plantagenet,
quien le preguntaría sus opiniones sobre el medioevo y se encontraría con que solo
sabía que los únicos que consumían pasto de trigo eran los caballos. Como se le
antojaba un batido de esos.
Desafortunadamente, lo único que tenía para darse algo de valor era un plato de
galletitas y un vaso de limonada artificial. Le temblaban tanto las manos que temía
derramar su vaso sobre la extremadamente cara alfombra Aubusson. Notó como la
Dra. Plantagenet se dirigía a ella y rezó porque viniera a por una galleta y no a hablar
con ella. La reputación de Tess quedaría arruinada, a ella seguro la harían pedazos y
entonces perdería la oportunidad de asistir al baile de gala del Duque de Kenneworth
y encontrar a su príncipe de cuento de hadas.
—Trotter-Smythe —dijo una profunda voz masculina tras ella, —discúlpeme por
no traer mis notas. Ah, Tess, querida, me imaginé que… estarías…
Era alto, de cabello oscuro, y… ella suspiró. Solo podía ser honesta. El hombre
frente a ella era absolutamente hermoso. No solo era alto, como ya se había visto
obligada a admitir, sino que tenía un cuerpo exquisito y una sonrisa encantadora. La
estaba mirando con el más maravilloso par de ojos grises, en donde había brillado la
sorpresa por tan poco tiempo, qué pensaría que se la había imaginado de no conocer
ya bien al portador de dichos ojos.
—Dra. Alexander, debí decir. O quizás mejor Lady Sedgwick. Tantos títulos tan
bien merecidos ¿no lo cree, Dr. Trotter-Smythe?
—Vamos a buscar un sitio para que te sientes ¿te parece? —dijo él,
amablemente. —Te ves un poco sofocada.
No quería pensar en ese momento incómodo, pero ya que él estaba allí y ella
necesitaba permanecer despierta, decidió que quizás sacarse eso del sistema sería lo
mejor.
Él había parecido no darse cuenta. La tratada con amabilidad, pero era algo
forzado, como si su educación no le permitiera darle alas a sus esperanzas.
Como lograba ser tan encantador y tan idiota al mismo tiempo, era un misterio.
La ancianita estaba ruborizada. Todos los demás estaban embelesados con cada una
de sus palabras. Peaches quiso decirle que estaba acaparando la palestra 6, pero se
dio cuenta de que estaba explicando toda la investigación al tiempo que le daba todo
el crédito a Tess.
Él la miró solo una vez, regalándole una pequeña sonrisa que la habría hecho
sudar, si viniera de otro tipo. Afortunadamente era una mujer con una voluntad de
hierro, capaz de resistirse a profesores cubiertos de tweed que no les importaba
bailar tap 7 sobre el corazón de jóvenes organizadoras/decoradoras.
Una vez que cruzaron la salida, Peaches se arregló el abrigo y le dijo, lacónica:
6
Lugar donde se celebran ejercicios literarios públicos o se discute u organiza una controversia.(N.R.)
7
Claqué. (N.R.)
Pero Stephen tenía largas piernas y aparentemente sabía usarlas. Peaches habría
corrido de haber estado usando sus zapatos de goma, pero llevaba los bonitos
tacones de su hermana y debía caminar despacio para no dañarlos.
—Señorita Alexander.
—Estaré bien, gracias —le espetó, lo más amablemente que pudo. Se había
burlado de ella esa terrible noche hacía ya un mes, para luego pasarse toda la noche
coqueteando con sus tres novias ¿y ahora pretendía que fuese amable con él? —Le
diré a Tess que le debe una por esta tarde.
—No le incumbe.
—En casa de Holly, seguramente —suspiró él, tomándola por el brazo. —Vamos.
La llevaré hasta allá.
—He sobrevivido veintiocho años sin su ayuda. Creo que puedo arreglármelas
fácilmente.
Casi había llegado a casa de Holly cuando se dio cuenta de que alguien la seguía.
Un auto, para ser exactos. Un Mercedes gris que seguramente costaba más de lo que
ella podría ganar durante toda su vida.
Típico.
De seguro tendría sus propias razones, como tener cosas nuevas que contarle a
sus amigos.
Entonces se ahogó. Seguro porque acababa de ver a los tres hombres que lo
observaban parados frente a la chimenea.
—Debe saber, joven Stephen, que fue mi visita al joven Charles lo que lo inspiró
a escribir su cuento de espíritus bondadosos, pero no es por ello que hemos venido
hoy.
—Me pregunto por qué perdemos el tiempo con este muchacho del sur de la
frontera, Ambrose. Mira a este, sentado allí con la boca abierta. Hay mucho trabajo
que hacer de nuestro lado del muro. Quizás el joven Derrick Cameron.
—Ya veremos eso después —le aseguró MacLeod. —Pero primero este
muchacho. Quizás sería mejor presentarnos antes de hablar de negocios.
Stephen se encontró petrificado bajo sus miradas escrutadoras.
Stephen guardó silencio. No era escritor, así que se imaginaba que el propósito
de los fantasmas no era inspirarlo para que creara algo, como normalmente lo hacían
en otras historias. Debía admitir que no estaba tan emocionado por enterarse del
motivo de su visita, sobre todo porque uno de ellos era aparentemente su ancestro.
—Bueno, nieto —el fantasma frunció el ceño, —o bisnieto. Creo que más bien
tátara —empezó a contar con los dedos, —tátara, tátara, tátara. —Se interrumpió de
pronto, fulminando a Stephen con la mirada. —Creo que me has entendido. Eres mi
sobrino en segundo o tercer grado y como soy tu tío, me siento responsable de tu
felicidad.
MacKinnon resopló.
—¿Qué saben ustedes dos de esta familia? Si mal no recuerdo, fui yo quien se
encargó las otras dos veces.
—Disculpen —trató de intervenir cuando los vio sacar sus espadas, pero lo
ignoraron olímpicamente.
—Sí, matrimonio ¿por qué otra razón estaríamos aquí? —le espetó Fulbert.
—¿Matrimonio?
Ambrose MacLeod lo miró con sus brillantes ojos verdes.
Lo único que le mantuvo a Stephen la quijada en su sitio fueron los largos años
de modales inculcados.
8
Sí. (N.R.)
9
Alimento propio de la cocina oriental que se elabora con soja triturada y mezclada con agua y un coagulante, que se
prensan hasta formar una pasta blanquecina compacta parecida al queso; se come de muchas maneras. (N.R.)
—A la señorita Peaches Alexandre —dijo Ambrose, con ese tono de serenidad
que enfurecía precisamente por lo sereno. —Fue invitada en casa de tu padre hace
poco, si mal no recuerdo.
—Lo que hizo que me cayera peor —respondió Stephen, aún sin creerse por
completo que estaba discutiendo cosas personales con un tipo que parecía salido de
un retrato escocés del siglo XVII. —Encuentro sus gustos culinarios bastante
excéntricos.
—¿Arterias sanas?
¿Por qué no? Stephen no sabía ni por dónde empezar. Porque a pesar de
conocerla, por lo menos a través de su hermana y todo lo que ella le había contado
durante el tiempo que se conocían, no había esperado encontrársela de frente, con
su cara de yanqui impresionable y enamorarse de ella hasta las medias. Porque al
hablar con ella, toda su labia se iba al caño y solo quedaba con una lista de
estupideces que solo lo hacían quedar peor cada vez que abría la boca.
Esta tarde había sido una anomalía en su relación. Había logrado sentarse junto
a ella y mantener la compostura porque todos en la reunión pensaban que Peaches
era Tess, pero apenas habían abandonado el edificio, él había resumido su papel de
completo idiota y las cosas habían terminado como de costumbre.
—¿Stephen?
Stephen se preparó para contestar, pero justo en ese momento los otros dos
fantasmas cesaron su pelea y se unieron a la conversación. Stephen se preparó para
lo peor.
Y no lo decepcionaron.
—Ahora que ya atacaron el problema principal, permíteme enfocarme en otros
menos urgentes, joven Stephen —dijo Fulbert, acomodándose en su asiento.
—Ahora, me parece que hay algo de duda con respecto a una reunión venidera.
—¿Reunión?
—El baile —dijo Hugh, melancólico, como si deseara asistir él mismo. —El
elegante baile en Kenneworth House.
—Busca casarse con mujeres con dinero —respondió Hugh, pensativo. —Ese
siempre es el caso ¿no? Un palacio es algo difícil de mantener.
—¿Cuál invitac…?
—¡La que tienes guardada en el bolso!
Stephen consideró sus opciones. Podía negarse, por supuesto, porque sabía que
lo peor que podían hacerle era embrujarlo por el resto de sus días. Pero quizás fuese
mejor evitarlo yendo a pasar un fin de semana de conversaciones aburridas pero
buena comida. Apretó los labios y miró a Ambrose.
—¿Hay alguna razón por la cual eligieron este evento para torturarme?
—¿No querrán arreglar los problemas ancestrales entre los Preston y los de
Piaget, verdad?
—Por supuesto que no, tenemos cosas más importantes que hacer.
Stephen sospechaba que sabía cuál era ese negocio tan importante. Reacio, miró
a Fulbert.
Stephen frunció el ceño. Una cosa era ser regañado por uno de tus ancestros.
Otra cosa era estar parado en tu propio estudio cara a cara con dicho ancestro. Y
otra muy diferente era que dicho ancestro te dijera que estabas obligado a ir a una
fiesta este fin de semana para relacionarte con una mujer con la cual ni podías cruzar
palabra.
—Yo…
—¡Nay!10
—¡Pero!
Stephen miró a Hugh, quien se veía tan furioso como su espectral tío. Ambrose
MacLeod solo lo seguía observando con esa sonrisita misteriosa.
10
No. (N.R.)
—Supongo que ya sabrás lo que pasará. Serías incapaz de dejar a una mujer
indefensa en las sucias garras de David de Kenneworth, y mucho menos a una
bebedora de pasto de trigo que te hace temblar las rodillas.
Stephen resopló. Todo un fin de semana evitando los insultos de David Preston
mientras evitaba que le pusiera las manos encima a Peaches. Le clavó una mirada
elocuente a su tátara tátara tátara tío, y suspiró. Sacó su teléfono y le envió un
mensaje a la secretaria de Preston.
Pues David Preston era un canalla sin moral ni escrúpulos, y su hermana Irene
tenía una larga lista de solteros a los que pretendía embaucar como idiotas. Lista que
él mismo encabezaba, para disgusto de su hermano.
—Me atrevo a decir que no nos notarás —dijo inquietante, —a menos, claro, de
que te desvíes de tu objetivo.
Stephen suspiró. Sería un fin de semana fabuloso.
Capítulo 5
Peaches comenzaba a pensar que quizás debió aceptar que Tess le prestara su
pequeño auto para su viaje al norte. El clima empezaba a empeorar, y no sería
problema si no se hallara justo en medio de la nada.
Pero aceptar el auto de Tess había sido demasiada caridad para ella. Su hermana
le había hablado en serio cuando le ofreció quedarse en Sedgwick por tiempo
indefinido, ya que le había dado su propio juego de llaves. A eso le había seguido
bastante ropa apropiada para una fiesta, incluido un elegante vestido para el baile,
tan nuevo que aún tenía la etiqueta. Peaches había tratado de protestar, pero Tess la
había ignorado. Para cuando encontró la billetera colmada de dinero escondida en su
bolso, con una nota que le suplicaba no preguntarse su origen, ya Peaches se había
resignado a no pelear con su hermana.
El viaje al norte había comenzado bien. El viaje en tren había sido agradable. Su
maleta tenía ruedas y por lo tanto era fácil de llevar. Holly le había ofrecido un buen
desayuno que de alguna forma había calmado el aleteo en su estómago.
Había caminado las últimas cuatro millas, y por sus cálculos, ya estaba por llegar
a un lugar seguro. El pensar en una ducha caliente y un alegre fuego era lo único que
la mantenía caminando bajo la persistente lluvia fría que acababa de convertirse en
una niebla fría que le recordaba a una nevera gigante.
Miró alrededor, para verificar si el aguanieve que empezaba a caer sería solo
pasajero, y se sorprendió al ver las luces de un auto que se acercaba.
Genial, una cosa era entrar por la cocina y correr a una habitación para
ducharse, y otra era ser interceptada por algún invitado chismoso en este estado tan
precario. Busco un lugar donde esconderse, pero no encontró ninguno alrededor.
Solo le quedó una opción. Tiró su maleta al piso y se paró sobre ella, adoptando
una pose clásica. El clima estaba lo suficientemente nublado como para hacerse
pasar por una estatua y quizás el conductor estuviese tan maravillado por
Kenneworth House que ni siquiera le prestaría atención.
De poderla ver, su madre le diría que lo tenía bien merecido por intercambiar su
sándwich de humus y coles de Bruselas por los dulces de un compañerito incauto
cuando estaba en el colegio. Peaches le había dicho lo mismo a muchos de sus
clientes.
Pero su karma tenía otra cosa planeada para ella.
Típico.
Peaches casi no podía esperar a que se marchara, pero se dio cuenta de que
seguía en la misma dirección, eso querría decir que se dirigía al mismo lugar que ella.
Había encendido sus luces intermitentes y se estaba bajando del auto. Quiso
advertirle que dañaría sus bonitos zapatos caros caminando por el aguanieve
acumulada en el camino, pero se quedó petrificada en su pose de estatua al verlo
acercarse.
Se frotó los brazos, porque parecía ser lo más apropiado. Más cuando lo vio
levantar la maleta, encontró palabras para dirigirse a él.
—¿Qué haces? —graznó.
Él no le contestó, como cosa rara. Solo llevó la maleta hasta el auto y la guardó
en la parte trasera.
—Mire —empezó, sabiendo que estaba mirando los dientes del proverbial
caballo regalado, —ustedes, los hombres de Piaget, tienen la mala costumbre de
mandar a todo el que conocen. Mis hermanas podrán aceptarlo, pero yo me niego
categóricamente.
La miró por un minuto o dos, luego se encogió de hombros, bajándose del auto
nuevamente. Estuvo tentada a preguntarle si por lo menos le devolvería su maleta,
pero se sorprendió al verlo quitarse el abrigo. La envolvió con él antes de que
pudiera quejarse y se sentó en el asiento del copiloto.
Ella se aferró al abrigo con menos delicadeza de la que merecía. Era, después de
todo, un bonito abrigo de cachemira.
Peaches pensó que seguro tendría más éxito tratando de conducir una nave
espacial, pero quizás no era el momento de pensar en ello. El costoso Mercedes la
llamaba con todo el encanto de una sirena masculina; podía sentir la dulce
calefacción, devolviéndole vida a sus miembros.
—Son de cuero. De seguro pasaron por cosas peores aun estando en la vaca.
El ruido de succión que hizo su pie al liberarse del fango del camino, le hizo
recapacitar. Terminaría arruinando el interior del costoso Mercedes con sus zapatos
sucios.
—Pero…
—Señorita Alexander, por favor —su tono de voz reflejaba toda la impaciencia
que sentía, —solo móntese antes de que ambos tengamos que pasar el resto de este
maldito fin de semana estornudando.
Bueno, no sonaba tan entusiasmado como ella por la fiesta. Quizás su invitación
no era tan bonita como la de ella, o alguna de sus novias no asistiría. A lo mejor se
debía a que pensaba que solo servirían opciones vegetarianas en la comida y
lamentaba la futura falta de grasas animales en su plato ¿Qué sabía ella sobre la
nobleza británica, aparte de su genealogía, después de todo?
Él se aclaró la garganta.
—¿Y bien?
Supuso que las razones serían muchas y la mayoría tendrían que ver con el
hecho de que ella no coincidía con las estiradas expectativas de él.
Se frotó la cara y sacudió la cabeza, escuchando el crujir del hielo que caía de sus
cabellos. Supuso que lo mejor sería poner el auto en marcha para que ambos
pudiesen llegar la casa. Allí podría despedirse de Stephen con un muy educado adieu
y proseguir con su fin de semana de ensueño, mientras él regresaba a sus cosas de
noble con sus amigos nobles.
Sí, después de esto podría proseguir con su vida. Su ropa se secaría, se
descongelaría y viviría su fantasía secreta durante todo un fin de semana.
Después de todo, tenía todos los ingredientes necesarios: ropa bonita, una
mansión que parecía un palacio, y un guapo duque quien le había enviado una nota
personal con su invitación, dejándole saber lo extasiado que estaba por volverla a
ver. Las cosas se veían bien.
Sí, mientras más pronto pudiese continuar con el plan que el Destino tenía
trazado para ella, mejor.
—¿Señorita Alexander?
Evitó mirarlo para no encontrarse con esa molesta expresión educada que él
seguramente usaba con todas las personas con las que se veía obligado a ser amable.
Buscó el cloche y tomó la palanca de cambios, rezando para que todo saliera
bien.
No fue fácil llevar el costoso Mercedes hasta la entrada de la casa —menos aún
con Stephen de Piaget sentado junto a ella, sin duda anotando cada gota que caía en
sus caros asientos de cuero— pero lo logró sin ahogar el motor.
—¿No hay una entrada menos visible? —preguntó Stephen en voz baja.
Al diablo todo. Quiso responder algo hiriente, pero lo reconsideró. Quizás debía
darle el beneficio de la duda. Era posible que tratara de evitarle un momento
incómodo frente a la nobleza inglesa.
Peaches asintió, sin atreverse a hacer más nada por miedo a gotear más de lo
debido y molestar al mayordomo.
—Ah, Stephen, querido —dijo una dulce voz femenina, —por fin llegaste.
—Es obvio —dijo la otra mujer, en un tono bastante frío y calculador. —Te
trajiste bastante contigo.
—Oh, Irene, no seas maleducada —la regañó Andrea, tomando a Peaches del
brazo. —Ven, te llevaré a tu habitación. Oh, te presento a mi prima Irene, por cierto.
Es la hermana de David.
Cualquier respuesta que pudo haber dado Peaches quedó silenciada, pues fue
arrastrada sin mucha ceremonia a sitios desconocidos. Andrea ya le había ordenado
a un sirviente que llevara su equipaje.
Sabía que debía memorizar el camino, pero toda su concentración estaba puesta
en seguirle el paso a Andrea, quien caminaba al mismo ritmo de su parloteo
incesante. Se sintió mal por un momento al notar el rastro de agua y lodo que iba
dejando. Pobre del que le tocara limpiar.
Pero mientras caminaban, el ambiente cambió. Los pisos perdieron su brillo y los
cuadros que colgaban en las paredes se hicieron cada vez menos hermosos hasta que
no hubo ninguno. Andrea se detuvo en un pasillo que obviamente había tenido
mejores días.
La había. Junto a una camita que parecía salida de un colegio de niñas de una
novela de Charlotte Bronte. Peaches, como era su costumbre últimamente, estaba
boquiabierta y sin palabras ante la austeridad del cuarto.
—Mis disculpas, Lady Andrea —dijo una voz tras Peaches, —pero llegó un
invitado de último minuto y tuvimos que cederle las habitaciones preparadas para la
señorita Alexander debido a su rango.
A la única conclusión que pudo llegar fue que Stephen de Piaget estaba tratando
de arruinarle la vida.
—Oh, y aquí está Betty, quien será tu mucama —dijo Andrea, entusiasmada. —
David está muy pendiente de tu comodidad, como puedes ver. Betty, vamos a
desempacar las cosas de la señorita Alexander, por favor. De seguro se quiere dar un
baño.
De haber sido una llorona, ya estaría llorando en una esquina, pero no. Solo
tragó grueso varias veces mientras Betty desempacaba la ropa empapada de la
maleta igualmente empapada.
Betty frunció los labios. Peaches estaba de acuerdo con ella. Buscó con la mirada
alguna otra puerta que guiara a un baño, pero no la encontró.
—No sería la primera vez —respondió Stephen, con un gesto desdeñoso, —pero
aprecio tu ayuda, de verdad. Aunque creo que deberías secar los asientos. Fue un
viaje algo húmedo, por llamarlo de alguna manera.
—Me encargaré de todo eso, mi Lord —dijo el muchacho, con una sonrisa
tímida. —Estoy honrado de encargarme de su automóvil. Merece el mejor cuidado.
—¿Wodehouse?
—Aparentemente.
En realidad, lo que Stephen deseaba hacer era acostarse con los pies en alto y
echarle una ojeada al libro de Humphreys, pero el deber llamaba. Le agradeció a su
mayordomo por su buena labor y fue al baño a lavarse.
Se puso lo que Humphreys había elegido para él sin comentarios. Después de
todo, era su mayordomo quien le había inculcado su sentido de la moda y tenía un
excelente ojo para combinar.
—Así escuché.
—¿Crees que puedas averiguar dónde alojan a la señorita Alexander sin ofender
a nadie?
Stephen asintió.
—Eso, y no estaba al tanto de que tuviese una relación tan cercana con el Duque
de Kenneworth que mereciera una invitación personalizada.
Fue guiado al salón principal por el mismo anciano sirviente de antes, así que el
descenso fue tan lento como el ascenso. Estudió nuevamente los retratos de los
ancestros de Kenneworth, aunque fuese solo para divertir a su padre con las
descripciones. Lord Edward se partiría de risa al enterarse de que la mayoría de los
familiares de Kenneworth se distinguían por sus enormes orejas y sus narices de
cochino. Cómo David había evitado ambas, no sabría decirlo.
Se encontró con sus tres amiguitas primero. Las tres eran hijas de duques, bien
vestidas y criadas, que estaban más encantadas con el título de él y las fiestas que
ofrecía su abuela que con él mismo.
La primera se llamaba Zoe y era la menos peligrosa del trío. Era tan cabeza hueca
que él sospechaba que se había freído el cerebro a base de tinte. Prefería las fiestas
de su abuela y solo se quejaba si no lograba verlo por lo menos un rato, pero la
conversación con ella no era en lo absoluto interesante.
Brittani, de cabello oscuro y rostro perfecto, tenía una personalidad tan fría que
haría huir a un vampiro de puntillas. Amaba, más que todo, la limusina, los
restaurantes caros en Londres y sus maravillosos asientos en el teatro de Drury Lane.
Era un poco más instruida que la anterior y podía entablar conversaciones realmente
interesantes cuando se lo proponía, lo que era, tristemente, casi nunca. Stephen
sospechaba que, de pedírselo, aceptaría casarse con él, pero que aún no estaba lista
para despedir a su amante italiano. Eso no sucedería pronto.
La última del trío de arpías era Victoria, y no podía tener un nombre más
apropiado.
Las cosas se tornaron un poco más espinosas cuando llegó Irene a saludarlo.
Obviamente era una mujer con nervios de acero, pues ignoró por completo a Zoe y a
Britanni, mientras que a Victoria solo le sonrió. Si Irene no lo aterrara por completo,
admiraría sus agallas.
Era muy hermosa, con su piel blanca, cabello claro y modo de vestir elegante,
eso sí podía admitirlo. Pero su manera de comportarse dejaba mucho que desear.
Era particularmente cruel con los que no la complacían, yéndose al extremo con tal
de arruinarles la reputación. Aparecía casi todas las semanas en los tabloides por una
u otra razón. Stephen no deseaba en lo más mínimo verse involucrado con
semejante persona, a pesar de lo tentadora que se mostraba.
—¿Disfrutando de la reunión, Haulton? —le preguntó coquetamente al
detenerse junto a él.
—Eres encantador —dijo ella, en un tono mordaz que lo hizo sentir más nervioso
aún. —No veo a tu desaliñada choferesa. A lo mejor se está secando todavía.
—Los arreglos de la cena fueron hechos sin mi consentimiento —dijo Irene, —lo
que desafortunadamente te priva de mi compañía a la mesa. Quizás mañana.
—Será todo un placer conversar sobre lo que tiene su hermano preparado para
nosotros mañana durante el desayuno.
Ella solo alzó la ceja, y se retiró. Él no se atrevió a especular quién había llamado
su atención tan repentinamente, pero de seguro había sido el Jefe de Mayordomos,
quien supervisaba en ese momento el buffet. Esperaba que no fuese el responsable
del arreglo actual, pues lo pasaría mal.
Logró dejarle el plato a uno de los camareros. Bien, cuatro trampas en el salón y
acababa de evitar lo peor.
Stephen estaba seguro de que había brincado del susto, pero quizás había
logrado disimularlo, pues nadie dijo nada. Junto a él se hallaba Andrea Preston.
No sabía exactamente que había hecho Andrea para obtener el privilegio de
juntarse con el elevado círculo de amistades de Irene, sin merecer la supervisión de
su más poderosa prima. Era hija de un barón menor, quien reinaba en un pueblucho
de una sola calle en algún lugar de la frontera. O algo así.
—¿Necesito protección?
Ella se rio.
Aparte sería útil tener otro par de ojos vigilando el lugar, especialmente unos
que no quisieran abusar de él con la mirada.
—Oh, vaya —murmuró Andrea, los ojos fijos en otra parte. —Oh, no.
Se sintió disgustado consigo mismo, pues lo primero que creyó fue que ella no
sabía vestirse para este tipo de eventos. Intentó enfocarse en rescatarla, pues sabía
que nunca nadie había necesitado tanta ayuda como ella en este momento. Y dado
que nadie decía nada, era responsabilidad de él sacarla del atolladero.
Estaba segura de que la mucama formaba parte de algún plan macabro para
arruinar su estancia.
Encontró a una joven sirvienta a su lado, quien la miraba como a punto de llorar.
Peaches no sabía si era por la vergüenza ajena que causaba o el olor a lana húmeda.
Estuvo tentada a simplemente darse la vuelta y huir. Entonces reconoció uno de los
rostros de entre el mar que la miraban sorprendidos.
11
Colgar algo en un lugar para que se seque. (N.R.)
Stephen de Piaget la miraba severamente.
Juntarse con la nobleza, pensó, mientras llenaba un plato con entradas, no era lo
suyo. Prefería encontrarse con gente agradable, de preferencia una a la vez, no
pasearse por un mar de gente desconocida que la miraba como si viniera de
revolcarse en los establos.
A través del reflejo en el espejo frente a ella, vio su ruina acercarse en tres
partes. Por un lado, David, quien estaba conversando animadamente con un grupo,
pero indiscutiblemente se dirigía hacia ella. Por el otro, Andrea, tratando de zafarse
de Irene, quien había elegido justo ese momento para preguntarle algo. Y
finalmente, Stephen de Piaget, avanzando inexorablemente, dejando atrás una
estela de mujeres ensimismadas y caballeros adustos, ofendidos sin duda por no
haber recibido la cantidad suficiente de atención. Se movía como un jaguar, elegante
y despiadado.
No le interesaba lo que tuviera que decirle, porque estaba segura que tendría
que ver con su incapacidad de vestirse apropiadamente para la ocasión. Se
imaginaba que le seguiría una lista de todas las razones por las cuales no debía estar
allí —bueno, se trataba de Stephen, una mirada desaprobadora bastaría para hacerle
saber exactamente lo que pensaba de ella.
Afortunadamente para ella, Andrea llegó primero. La miró con cautela, pero
aparentemente la prima de David estaba de su lado.
—Oh, Peaches —dijo con una sonrisita de pena, —fue algo difícil llegar aquí ¿no?
—¿Se nota?
—No pensé en eso —respondió Peaches. Había estado muy ocupada tratando
de recuperar la sensibilidad en pies y manos mientras trataba de no caer en pánico
por no tener nada seco que usar en público.
—Bueno, querida, la próxima vez solo sigue un poco por el pasillo. Espera, no
estamos en el mismo pasillo. No importa —agregó rápidamente. —Envía a tu
mucama esta noche a mis habitaciones y te conseguiremos algo que usar mañana
antes de que te acuestes, si es que ella no lo hizo ya.
Peaches no conocía los hábitos nocturnos de Betty, pero sabía que ella, por lo
menos, se retiraría temprano. Si no, no tendría problemas de patear el catre de Betty
antes de acostarse para enviarla en una misión redentora.
Ese sobrenombre sonaba como uñas en un pizarrón, pero estaba segura que
solo era por lo incómoda que estaba. Antes no le había molestado. De verdad.
Respiró cuidadosamente para evitar que se le aguaran los ojos otra vez.
Peaches no quiso adjudicarle malas intenciones a Irene tan temprano, pero aun
así su ropa seguía arruinada y estaba dando una terrible primera impresión.
Aparentemente así era. Observó con horror que otros invitados se acercaban,
mientras Andrea y David hablaban alegremente de ella, dejándola sin salida. Stephen
de Piaget seguía en su lucha por acercarse, pero ninguna mujer en la sala parecía
capaz de resistir sus encantos. Tampoco ningún caballero.
Y aparte, allí venía Irene Preston, quien dejaba una estela de gente aterrorizada
a su paso.
Peaches comenzó a pensar que había cometido un terrible error. Era un cuento
de hadas, pero no el tipo que esperaba. Estaba terriblemente incómoda, se sentía
completamente fuera de lugar y ahora tenía que enfrentar a los horrores gemelos
que eran Irene Preston y el Vizconde Haulton.
—Por supuesto que lo hicimos —se defendió Irene. —No creerás que la expuse
al clima a propósito. De seguro desdeñó su ayuda para recibir algo de simpatía al
llegar en un estado tan lamentable. No es mi culpa que no sepa vestirse
apropiadamente para la ocasión.
Peaches se asustó al sentir que se le iba el plato de las manos, pero el contenido
nunca se estrelló contra el piso. Había sido Stephen de Piaget, quien se lo había
quitado de la mano sin mediar palabra, depositándolo en la mesa del buffet.
—Si nos disculpan, la señorita Alexander debe atender una llamada urgente de
su hermana.
—¿Por qué?
Peaches sintió que le fallaban las rodillas, pero el agarre de Stephen en su brazo
evitó que diera contra el piso. La sacó de allí a rastras, como un niño malcriado. Notó
que había mucha gente disimulando risas y no creía que se estuviesen riendo de
Stephen. Trató de soltarse de él sin éxito.
A veinte pies del comedor fue que logró soltarse de él, fulminándolo con la
mirada.
—Deja de arrastrarme.
—Nada en particular.
Estaba algo mareada por no haber almorzado. Era por eso que nada tenía
sentido al momento. Se enfocó en Stephen con algo de dificultad.
—¿Sedgwick se quema?
—Yo también estoy hambriento —explicó él. —Supongo que la comida en buen
estado estará escondida todavía en la cocina.
Había un hombre guapo, vestido con un fino traje casual y una bonita corbata
borgoña parado frente a ella. No parecía estar loco, pero nada de lo que decía tenía
sentido.
—No.
—Son gente muy educada —los excusó, tratando de ser amable. —Alta
sociedad, ya sabes.
—Pero la comida estaba horrible —dijo él, tomándola del brazo nuevamente. —
Y si no nos apresuramos, nos obligarán a volver allá, a seguir tragando esa porquería.
—Créeme, no notará tu ausencia. Tiene otras cosas con las cuales entretenerse.
—Quise decir…
Peaches intentó moverse, pero encontró su camino bloqueado por una figura de
mayordomo que parecía estar vestido de época. Hizo una reverencia corta.
—¿En serio?
El anciano asintió.
A pesar de todo lo que le había pasado, Peaches no pudo evitar sonreír. Era la
primera vez que sonreía sinceramente en todo el día.
—¿De verdad?
—Lo soy —respondió el mayordomo, con seriedad. —Y conociendo tan bien a su
señoría y lo terrible de su mal humor cuando no le satisface la comida, me tomé la
libertad de prepararle algo más acorde a sus gustos. Espero que a usted también le
agrade, señorita.
Peaches estuvo a punto de comentar que cualquier comida sin Irene Preston
criticándole la ropa estaría a su gusto, pero se limitó a seguir al simpático
mayordomo y a Stephen a un lindo y pequeño salón más allá de la cocina.
Una mujer mayor los esperaba allí, de pie junto a la ventana. Humphreys le hizo
una reverencia antes de presentarla.
Tuvo que cerrar los ojos por un momento ¿Cómo podía un hombre ser tan
encantadoramente culto y tan idiota al mismo tiempo?
—Veo, querida, que te has vestido de forma sencilla para una tarde tranquila
luego de un largo viaje.
—Raphaela —le recordó la duquesa, —aún si mi hijo se sale con la suya, quizás
termines refiriéndote a mí de una manera más íntima. Me pregunto qué opina el
querido Haulton al respecto.
Peaches miró a Stephen, quien observaba a la duquesa con una expresión difícil
de leer. De seguro era un excelente jugador de póker.
—Creo, su señoría —respondió él en voz baja, —que hay cosas que mejor no se
discuten.
—Sabiduría que sin duda has ganado de tanto lidiar cuidadosamente con los
egos de los demás, querido. Ahora, Peaches, querida ¿puedes contarme que te trae a
Inglaterra con este clima tan horrendo?
Después de un buen rato junto al fuego, Peaches dejó de sentirse tan fuera de
lugar. Raphaela Preston era una excelente anfitriona, la comida estaba deliciosa y la
conversación, maravillosa. Incluso Stephen había permanecido en silencio.
Ahora solo le faltaba deshacerse del aguafiestas que tenía en frente para que las
cosas marcharan sin problemas.
Capítulo 8
—Nunca dije eso —se defendió, —aunque tampoco dije lo contrario. Solo me
aseguraba de contar con comida decente durante mi estancia aquí.
—No vi esa lista que mencionas, querido Humphreys, así que creo que sería
mejor acompañar todos a la señorita Alexander para asegurarnos de que llegue a
salvo a su habitación.
—Oh, creo poder encontrar el camino sola —protestó Peaches, sintiéndose
todavía más incómoda que antes.
—Tonterías, querida —dijo Raphaela. —Es lo menos que puedo hacer por ti
después de tan agradable conversación. Te seguimos, Humphreys. —Y mirando por
encima del hombro, agregó: —Serás nuestro guardaespaldas ¿no, Haulton?
Caminó tras la duquesa viuda de Kenneworth y ese ser maravilloso venido del
otro lado del charco, con la desagradable sensación de que se dirigía a una incómoda
batalla. Peaches estaba estresada -lo notaba por lo tenso de sus hombros-. No supo
el por qué hasta que Humphreys tomo la escalera de servicio en lugar de la principal
Solo sus años de experiencia controlando sus emociones evitaron que estallara
en ira al ver a donde se dirigían. La duquesa tampoco dijo nada, pero por su
expresión, se molestaba cada vez más con cada paso que daba. Se molestaron
mucho más al tomar otra pequeña escalera que llevaba directo al sótano.
Stephen rezó para poder aguantar todo el fin de semana sin moler a golpes a
David Preston. Aunque, dada la debilidad de este por las mujeres hermosas,
sospechó que era otro el responsable de alojar a Peaches en aquella parte del
castillo.
—Bueno, sí estás bien lejos —comentó Stephen, abriendo la boca sin pensar.
Peaches lo fulminó con la mirada, y él supuso que se lo tenía bien merecido.
Dada la cantidad de comentarios asnales que le había proferido durante su
turbulenta relación, estaba seguro de que ella pensaba que estaba contento de
tenerla fuera de su camino. Eso no era verdad, aunque si estaba feliz de tenerla lejos
de David e Irene Preston.
Bueno, había sido bonito en algún momento. Ahora era un desastre. No solo
estaba cubierto de lodo, sino que parecía que alguien se había tomado la molestia de
atacarlo con tijeras de jardinería.
—Esto no está bien —dijo con firmeza. —Tengo varios trajes que te puedes
probar. Solo tendremos que arreglarles el dobladillo para que te queden. En cuando
a la habitación…
Stephen miró a Peaches, deseando aclararle que no era culpa de él, pero sabía
que no le creería. Se veía terriblemente cansada, pero entonces sonrió
maravillosamente, despidiéndose de la duquesa con un beso.
La puerta se cerró tras Peaches. Stephen no había logrado verle la cara, así que
no sabía en qué estado de ánimo se había retirado realmente. Fulminó a Humphreys
con la mirada mientras le ofrecía su brazo a Raphaela.
Él asintió.
—Silencio entonces.
Había otras cosas menos interesantes pero no por ello menos importantes que
tendría que arreglar, por supuesto.
Asintió nuevamente.
—Sabes que mi hijo se adjudicará el crédito de lo que sea que tengas en mente
hacer, si le conviene ¿verdad?
Raphaela sonrió.
—Eres digno hijo de tu madre.
—Y de mi padre.
—Lo que significa que tienes unos modales impecables pero no soportas a mi
hijo y tampoco a mi fallecido esposo. —Arqueó las cejas brevemente antes de
continuar. —No soy Preston de nacimiento, por lo cual no entiendo muy bien sus
razones.
—¿Va a contarme exactamente cuáles son las razones de este pleito o tengo que
ir a buscar pistas a la biblioteca?
—No lo sé, —dijo Stephen, pensativo. —Quizás si logro entender lo que pasa
entre nuestras familiar aprenda a apreciar un poco más al duque.
—Querido, no creo que haya nada que te haga apreciar más al duque, menos
ahora que está detrás de algo que tú deseas. —Lo miró de soslayo. —¿O me
equivoco?
—A veces las cosas que uno desea no quieren ser deseadas por uno.
—¿De verdad?
—Sí, Su señoría.
—Necesitas descansar.
Él estuvo de acuerdo. Era mejor que pasarse toda la noche preguntándose quién
había tenido la osadía de insultar a Peaches de esa manera.
—No lo importunaré con eso. Haré venir a mi hermana para que ayude a la
señorita Alexander este fin de semana.
—¿Y zapatos?
—También, mi lord.
—Uno siempre debe tener sus héroes, mi lord, aunque sean ficticios.
—Estoy seguro que Sir Pelham se inspiró en alguien real —acotó Stephen. —
Ahora está el problema de las tallas.
Humphreys no vaciló.
Humphreys se sorprendió.
—Pero, mi lord…
Humphreys suspiró.
—Ya le envié algunas opciones por correo electrónico, mi lord. Elija la que más le
guste y será enviada el sábado por la mañana.
—No me siento cómodo dejándola sola esta noche —le dijo al mayordomo antes
de que se retirara.
—Usted está considerando ofrecerle un mejor empleo, si hace bien esta tarea,
claro está.
—También lo pensó él —dijo Humphreys, estoico. —Sueña con vivir cerca del
mar.
—Ciertamente, mi lord.
No, lo que la preocupaba era que no sabía cómo salirse del foso en el que estaba
metida.
Aquí solo era Peaches Alexander, la yanqui con un guardarropa inservible, que
solo contaba con sus encantos para defenderse.
Lo único que la consolaba era que muchos de los invitados de Preston tendrían
un ataque si supieran quienes eran sus padres.
Puso los ojos en blanco y se preparó para abandonar el baño. No podía controlar
lo que otros pensaban de ella. Y a pesar de que no era una famosa cantante de ópera
o Madame Curie, era quien era y eso sería suficiente. Pediría prestada una plancha,
arreglaría su ropa lo mejor posible e iría a socializar.
Y se detuvo en seco.
Había una sirvienta en la habitación, pero no era la chica de ayer. Era su tía
Edna… pero más joven y almidonada.
—Ah…
—Me llamo Edwina —se presentó la mujer, levantándose del banquito en el que
esperaba. —He venido a vestirla.
—Entiendo que hubo algunos inconvenientes anoche —dijo la sirvienta, con una
severa expresión de desaprobación.
Peaches siguió con la vista el huesudo brazo que señalaba a la pared y vio lo que
Edwina describía. Un guardarropa nuevo.
Caminó -flotó, más bien- hacia él para revisarlo. Había un bonito conjunto de
cacería, acompañado de botas a la medida, otro que parecía algo que usaría Audrey
Hepburn para relajarse en casa y junto a eso, un bonito vestido…
—Por supuesto que no —sentenció esta, con algo de sorpresa en su adusta cara.
—Es para la cena de esta noche. No es algo apropiado para un baile formal.
—Por supuesto.
—No se pueden esperar milagros, señorita Alexander.
Robarse unos lingotes del Fuerte Knox habría sido más fácil que sonsacar a
Edwina. Además ¿era necesario saber quién se había apiadado de ella?
Fue entonces que vio los recibos en la papelera y trató de acercarse a revisarlos,
pero Edwina se lo impidió, cerrando rápidamente la tapa con el pie.
—He ordenado que le traigan algo ligero de comer. Querrá apresurarse para
estar lista para la cacería.
Las rodillas le temblaron cuando consideró que podría haber sido el mismísimo
David, pero se negó a sucumbir. Agradecería lo recibido y punto.
Completamente sola.
Se alejó del pasillo de los sirvientes, acompañada solo por el eco de sus botas. Se
preguntó cuánto tiempo de construida tendría la casa y cuantas fiestas y excursiones
habían sido planeadas allí. Escuchó voces y risas a su derecha, así que tomó esa
dirección. Empujó una de las puertas, la cual fue halada por el otro lado, negándole
la oportunidad de asomarse primero. Así que entró.
Bueno, por lo menos ahora si calzaba para el grupo. Todos vestían el mismo tipo
de conjunto y se veían atractivamente gallardos.
Tendría que tener una seria conversación consigo misma más tarde, quizás
Edwina pudiese ayudarla con eso. Mientras tanto, miraría a donde se le antojara.
Stephen sin duda había nacido para usar trajes de tweed, pero se veía
innegablemente guapo en ese conjunto deportivo. Era la viva imagen de uno de sus
primeros amores literarios, el Sr. Darcy de Orgullo y Prejuicio.
¿Qué tenían esos hombres guapos de cabello oscuro con botas de montar que
inducían a la salivación extrema? Buscó por todos los medios aferrarse a su dignidad.
No quería un caballero inglés, quería un gurú de la comida naturista. No quería que
usara ropa elegante, lo quería en sandalias y barbudo. No quería enamorarse de un
noble carnívoro ecuestre rompecorazones con el que no tenía ni la más mínima
oportunidad de relacionarse, sino de un vegetariano excéntrico que no le pidiera
patentes de nobleza cada vez que la invitara a un café.
—Sabía que era algo así. Aunque creí que cuando decías que era orgánica, te
referías al abono de tu jardín.
Peaches se rio para disimular, dolorosamente consciente de la presencia de
Stephen cerca de ellos. De seguro lo había escuchado todo. Él le había hecho un
comentario parecido anteriormente, pero esa vez no se había reído. Se había sentido
humillada y luego furiosa. Lo miró disimuladamente, pero él seguía con la misma
expresión estoica y difícil de leer. Bueno, aparte de su melancolía acostumbrada,
como si no pudiese esperar a salir de ese lugar.
—Creo que deberíamos salir antes de que el clima empeore —dijo David,
ignorando a su hermana. —No queremos que nos atrape un temporal.
—Ya empeoró el clima —señaló Stephen, acercándose. —Está algo nublado para
ir de cacería ¿no crees?
A Peaches se le ocurrieron varios epítetos para esa idea, y excelente no era uno
de ellos. Pero no ganaba nada con quejarse, así que se dejó guiar por David,
agradecida de alejarse de Irene y Stephen. A lo mejor el mal carácter de ambos se
anularía al juntarse, dejándolos aburridos pero tolerables. Además Irene parecía
estar feliz de poder tomar a Stephen del brazo, así que la dejó ser.
Se mantuvo en silencio durante todo el camino, dándose ánimo silenciosamente
hasta que se encontró frente a frente con su ruina. No era una ruina enorme, pero si
era más grande de lo que esperaba.
—Este es Diablo —dijo David, acariciando al caballo y dándole las riendas. —Será
perfecto para ti.
—No sea asno —exclamó Stephen, tras ella. —La señorita Alexander no sabe
montar tan bien como nosotros.
David sonrió.
—No, Excelencia, no se subirá —dijo, cortante. —Es un caballo muy grande para
ella.
La discusión no amainó, y Peaches temió que llegaran a las manos, aunque eso
no pasó. Al parecer no se permitían golpizas antes del almuerzo.
Allí no habían estado en grupo. No las conocía, pero estaba segura de que no
deseaba conocerlas.
Decidió ignorarlas.
Siguió a Stephen, pero no muy de cerca. Después de todo, sus rivales estaban
armadas con fustas y no quería verse expuesta a un latigazo accidental. Tampoco
quería montarse en un caballo, pero tenía la ligera impresión de que no podría
zafarse del compromiso.
Peaches se ofendió.
—Me parece que este es una buena opción —le dijo Stephen al encargado. —Se
ve bastante dócil, aunque dejo la decisión final en tus manos, Andrews. Su
Excelencia, la señora Raphaela, habla maravillas de ti.
Andrews sonrió de tal manera que cualquiera habría pensado que Stephen
acababa de considerarlo digno de salvar el reino. Asintió entusiasmadamente.
Y así fue. Pronto Peaches se encontró parada junto al caballo ensillado con
Stephen ayudándola a subir. La silla se veía incómoda.
—Es más grande que el otro caballo —dijo, con la boca seca por los nervios.
—Aye, señorita —dijo Andrews, terminando de ajustar las tiras de la silla. —Es el
más viejo de nuestros caballos. Muchos han aprendido a montar en él y nunca los ha
tirado de la silla.
—¿Seguro?
Decidió que lo que más la hacía rabiar era su incapacidad de discernir cuando
bromeaba y cuando no. Lo fulminó con la mirada.
***
No era tonta. Sabía que le estaba coqueteando. Y tenía que admitir que estaba
sumamente halagada. Él era tan…encantador.
Paseó la mirada por el salón, no porque quisiera, sino para vigilar donde se
encontraba Stephen para poder evitarlo. A diferencia de David, era tan desagradable.
—Ya regreso, querida —le dijo, con una sonrisa encantadora. —Solo voy a
rellenar mi copa.
Eso desafortunadamente dejó su puesto vacío, que fue prontamente llenado por
Irene, quien se quejaba a viva voz.
—Ese Haulton solo quiere hablar de su ridícula beneficencia —espetó. —Es una
maldita fiesta, no una reunión para seleccionar donantes.
Peaches no pensaba que Raphaela fuese inocente, pero decidió guardarse sus
opiniones. Era mucho más educativo escuchar la conversación sin participar y tratar
de verse interesada por el tema.
¿Stephen tenía una beneficencia? Sí, claro. Los cazó por el espejo, a Stephen y
David, discutiendo algo en voz baja. David parecía tratar de convencerlo de algo. A lo
mejor también tenía su propia beneficencia. Stephen no hacía más que negarse a
cooperar -era un de Piaget, después de todo- hasta que finalmente David se retiró
con una palabrota.
No como ese horrible heredero de Artane y otros múltiples títulos que no podía
hacer un cumplido aunque su vida dependiera de ello.
Lo estudió un poco más a través del reflejo, admitiendo que no parecía estar
aburriendo a nadie con historias de justas y caballeros. David se había rendido, pero
parecía estar entablando una animada conversación con otros caballeros sobre
fútbol, sorprendentemente.
—Hijas de duques.
—¿Disculpe, Excelencia?
—Esas que te fulminan con la mirada son hijas de duques, cherie —le contestó
Raphaela, en francés. —Quizás podamos dar un paseo por los jardines mañana y te
contaré todo lo que necesites saber de sus familias.
—¿Y mi hijo?
Raphaela arqueó las cejas, pero no dijo nada. En cambio, se dirigió nuevamente
a su hija, hablándole en inglés.
No negaba que se sintió aliviada cuando anunciaron que era hora de retirarse a
la cama. David aún no regresaba, pero notó la falta de otros caballeros en el
comedor. A lo mejor se habían reunido en otra parte a ver un juego tardío de fútbol.
Peaches pensó en bromear, diciendo que aún no tomaba su jugo de pasto y por
lo tanto, no estaba tan preparada como pensaba, pero algo en la expresión de
Edwina la detuvo.
Peaches jadeó de sorpresa, lo cual fue la mejor opción que lo primero que se le
había ocurrido, es decir, desmayarse.
Aunque nunca había tenido el poder de hacer realidad los sueños de la mujer
que amaba solamente enviando a su mayordomo con su tarjeta de crédito a comprar
ropa. El preocuparse en demasía por quedar bien, era tonto, pero igual se
preocupaba. Pues aunque ya la ropa estaba a salvo en el castillo, el vestido podía
resultar muy corto y los zapatos apretados.
—Tengo, a ver ¿Cuál es la palabra que busco? Ah sí, noticias para ti, querido.
—Tu harem está planeando tu ruina —dijo Raphaela, sonriendo como el gato
que atrapó al pajarito y no enfrentará consecuencias por tragárselo. —Han estado
confabulando en una esquina todo el día.
—Me escuchaste bien, ¿Cierto? Para difamar se requiere mentir. Van a mentir.
—Que lo disfruten.
—Sí, estoy segura de que lo harán ¿quieres que te diga la otra noticia que te
tengo?
—¿Por su falta de dinero, títulos y pedigrí? —preguntó Stephen. —Creo que esta
conversación la hemos tenido antes.
—Si no, debemos tenerla ahora. Y no, me expresé mal. Quise decir que él no es
el indicado para ella.
Stephen abrió y cerró la boca varias veces, sin saber que decir. Finalmente
suspiró profundamente.
—Ella me detesta.
—Me ofende.
—¿Solo eso?
Stephen suspiró.
—¿Para qué? —dijo en voz baja. —De todas formas no puede haber nada entre
nosotros.
12
Porción de dinero que se da o paga todos los meses. (N.R.)
Stephen trató de hablar, pero Raphaela lo interrumpió nuevamente, sacudiendo
la cabeza.
—Entiendo por lo que estás pasando. Yo pasé por lo mismo y es algo que me
gustaría evitarles a mis propios hijos, pero tenemos deberes que cumplir ¿no? —
Contempló nuevamente a David. —Su padre lo malcrió y yo no fui lo suficientemente
fuerte para arreglar el desastre. Su hermano mayor hubiese sido un mejor
heredero… de no haber muerto, por supuesto —respiró profundamente. —Pero el
pasado debe quedar atrás. El futuro está adelante y David debe contraer
matrimonio. No con tu dama, claro. Kenneworth solo podrá salvarse en manos de
una mujer fuerte que le ponga mano dura a David. Que tenga dinero propio también
nos ayudaría, pero preferiría que fuese inteligente y supiese administrar lo que ya
tenemos. —Se apartó de él, sonriendo. —Voy a pedirles que guarden el champaña
por el momento. Es demasiado temprano para este tipo de cosas.
Y ahora tendría que verlo babear durante toda una velada tras una muchacha sin
dinero. Bueno, si tenía algunos ahorros, pero Tess le había revelado, cuando la llamó
para confirmar las medidas de Peaches, que esta había gastado bastante en el
vestido arruinado.
Se apoyó contra la pared, cruzando los brazos solo para no ir a ahorcar al Duque
de Kenneworth.
Pero lo cierto era que David no conocía realmente a Peaches. Sí, sabía su
nombre y de donde venía, pero hasta allí.
Por ejemplo, David no sabía lo profundamente amable que podía ser Peaches.
Pero Stephen sí. Había sido receptor de dicha amabilidad hasta que hizo el
malhadado comentario sobre abono. Había sido maravillosa con los hijos de su tío
Kendrick y su hermano Gideon.
Se había comportado a la altura con los padres de él. Y cuando su hermana Tess
se fue de vacaciones a un destino desconocido con John de Piaget, Peaches se había
hecho cargo de todas las responsabilidades de su hermana con gracia y sin una sola
queja.
Pero el punto era, como había tratado de decirle a Raphaela, que ella no lo
quería a él. No, no solo no lo quería, lo detestaba. Era una sensación nueva, ser
rechazado de tal forma por una mujer. Él había usado el viejo -disculpa, tengo un
compromiso- para deshacerse de alguna cita desagradable con amabilidad, pero
Peaches no lo había rechazado amablemente, lo había pateado sin piedad.
Era bastante desagradable. Después de todo era bastante guapo, bastante rico y
tenía unos cuantos títulos propios.
Si eso no era suficiente para impresionar a una fogosa y peleona yanqui ¿Qué lo
sería?
—Estás algo lívido —respondió ella. —Creí que una caminata sería suficiente
para devolver el color a tus mejillas.
Entonces sonrió.
Blanco había sido el color correcto. La mujer en la entrada se veía como toda
una princesa. Eso se debía, seguramente, a que era la mujer más hermosa en la sala,
pero su hermosura no se debía al vestido, o al bonito peinado o a su cara perfecta.
Ni siquiera el ver al vil Duque de Kenneworth dirigirse a ella, para sin duda
monopolizar su tiempo, pudo aguarle la felicidad de verla.
Se imaginó que la velada se le haría eterna. Le habría encantado que así fuese,
en otra ocasión, para poder quedarse mirando a Peaches toda la noche, pero en este
momento, el deseo de propiciarle un terrible accidente a David Preston, amenazaba
con embargarlo.
Quería que fuese feliz con él. No con David, no con otro. Con él.
Buscó un lugar donde apoyarse, donde procedió a cruzar los brazos nuevamente
y se obligó a proyectar su acostumbrada calma sombría para ocultar sus
pensamientos.
Solo sabía que la quería, por un montón de razones que no quería analizar de
momento.
Era obvio que el primer paso era convencerla de que dejara de lado su
animosidad para con él. Habría preferido tener un poco más de tiempo para pensar,
pero la realidad era que ya estaba en plena batalla y su adversario le iba ganando por
un vals.
Tendría que procurarse la tarjeta de baile de Peaches y tachar el nombre de
David, por lo menos un par de veces.
Peaches estaba segura de que había estado a punto de brincar del susto, ya que
su interlocutor la sorprendió. Cuando se fijó en quien era, reprimió las ganas de
soltarle una palabrota, pues su tía Edna la había criado bien y las señoritas de bien no
usaban palabrotas. Respiró profundo, le dijo a su Destino que esperara un momento
y decidió aceptar un baile con el odioso Vizconde de Haulton, pues era lo apropiado.
Le sonrió educadamente antes de contestarle.
—Por supuesto —le dijo, con lo que esperaba fuese el balance perfecto entre
frialdad y amabilidad. Se había burlado de ella antes y no pensaba permitirle
olvidarlo. Ni hacerle creer que ella se había olvidado.
Y entonces cometió el terrible error de tomarle la mano. Una chispa extraña la
recorrió, desde el brazo hasta el cerebro, y pudo haber sobrevivido, de no haber
cometido entonces un segundo error. Lo miró a los ojos.
Está bien, una cosa era desearlo sexualmente -o más bien, imaginarse como
sería desearlo sexualmente, si le gustara de alguna manera- mientras lo miraba en
esas entalladas ropas de cacería. Pero la verdad era que, aunque ciertamente se veía
bien con aquel conjunto, se veía muchísimo más guapo ahora.
Trató de dirigir la mirada a cualquier otro lado, pero eso le dificultaba demasiado
bailar, así que se rindió y lo miró a gusto.
Su sastre debía amarlo, porque el entalle del traje era perfecto. También su
estilista, pues su corte de cabello era exquisito, y sus instructores de baile -porque
estaba segura de que había sido más de uno- habían cumplido sus deberes a
cabalidad. Sentía que sus muchos semestres de baile formal en la universidad
estaban mucho más justificados ahora que cuando bailaba con David. No dio ni un
solo paso en falso, y tampoco Stephen.
Le ofreció el brazo.
Las puertas del jardín estaban abiertas. Peaches se sintió como si entrara en un
sueño. Bueno, una alucinación bastante fría, pero no se iba a quejar. Su cuento de
hadas estaba por materializarse.
La luna llena iluminaba el gran porche, limpio de hielo y nieve, y no había nadie
que interrumpiera lo que Peaches sabía que sería un momento mágico. David la
tomó de la mano, acercándola a él y mirándola con sus espectaculares ojos azules.
Le soltó la mano, rodeándole la cintura con los brazos y atrayéndola contra sí.
Ella cerró los ojos, para disfrutar mejor el momento.
—Oh, disculpen —los interrumpió una animada voz masculina. —No sabía que
había alguien en el jardín.
Peaches se mordió las ganas de soltar un improperio. ¿Acaso ese tipo nunca
dejaría de arruinarle el momento? Cuando no la insultaba, le desbarataba sus
momentos perfectos.
—Hace demasiado frío para pasear ¿no creen? —continuó Stephen, clavando la
mirada en David.
—Bueno, viejo, no estábamos precisamente paseando —respondió David,
arrastrando las palabras. —No pasaremos frío.
Peaches sintió como David dudaba y luego se apartaba de ella. Estaba tan
molesto por la interrupción, que había olvidado tomarla de la mano. Sí, eso era.
Habían apoyado la cama contra la pared para darle más espacio a la media
docena de estilistas que la ayudarían a transformarse. La depilaron, pulieron y
rociaron con sumo cuidado y miles de elogios a su materia prima. Tomó té mientras
la preparaban y una cena ligera antes de colocarse por fin el vestido.
Incluso los zapatos eran de la talla correcta. Luego de analizarlo mucho, estaba
segura de que había sido David su silencioso beneficiario. Al insinuárselo a Raphaela
solo había recibido una sonrisa por respuesta, lo cual quería decir que estaba en lo
correcto.
—Por supuesto que no es nadie —espetó una de las voces. —Se nota de solo
verla.
13
Lugar en el que hay mucho ruido y confusión. (N.R.)
—¿Entonces que te preocupa? —dijo la segunda voz. —No te está tratando de
quitar nada tuyo.
—No me importa en lo más mínimo lo que hace mi hermano David, ni con quien
se relaciona. Lo que me enerva es que otros también se fijen en ella.
Peaches suspiró. Era Irene, por supuesto. Y la otra voz sonaba como la de
Andrea.
—Sí, Andrea —dijo Irene, entre dientes. —El Vizconde de Haulton, heredero de
Artane, el cual te recuerdo que es un hermoso lugar.
—Pero si me gustan los hombres con la capacidad de vender dichos objetos para
redecorar su hogar —explicó Irene, —lo que le obligaré a hacer a los diez minutos de
casarnos. Y cuanto más rápido saque a esa cualquiera del camino, más rápido nos
casaremos.
—Pero organizó esta fiesta para ella —reiteró Andrea. —Me lo dijo él mismo.
—Andrea por favor, no te hagas la tonta. David solo quería una excusa para
jugar cartas con sus amigos y tener algo con que entretenerse luego. Ella está aquí
para servir de entretenimiento privado.
—Pero Peaches…
—¡Shhhh!
Peaches no estaba segura que había resultado más humillante: si escuchar una
conversación a hurtadillas o escuchar una conversación a hurtadillas sobre ella y su
supuesto futuro novio.
No podía creer lo que escuchaba. David había sido muy bueno con ella, muy
atento y generoso. Le había comprado todo un guardarropa con zapatos incluidos al
ver que no tenía nada apropiado ¿cierto?
Miró la única salida, flanqueada en ese momento por dos mujeres nobles
hermosamente vestidas.
Andrea la miraba con lástima, mientras que Irene parecía disfrutar del dolor que
causaba.
Peaches les pasó por al lado sin comentario alguno. La risa de Irene la siguió
hasta el pasillo.
Vio a David al final del pasillo y sin pensarlo mucho echó a correr en dirección
contraria. No sabía exactamente a donde se dirigía, solo quería irse lejos.
Se dio cuenta de que había ido a parar al mismo porche de antes. No sabía que
le daba más pena: haber sido embaucada por Preston o haber hecho el ridículo
frente a Stephen de Piaget. Ella, a quién nunca le había importado lo que la gente
pensara de ella, quién se había pasado cinco años de su vida aconsejándole a otros
que no le prestaran tanta atención a la opinión de otros y se centraran en mantener
bajo control sus vidas.
Se echó a llorar, y eso fue la guinda de esa velada que había resultado ser más
una pesadilla que un cuento de hadas.
Bajó corriendo los escalones hacia el jardín, notando agradecida lo limpios que
estaban. Se encontró de pronto en un laberinto de arbustos.
No era el sitio más agradable para estar. Las sombras le jugaban trucos cuando
tratada de orientarse entre la niebla que había cubierto sorpresivamente el patio.
Entonces se dio cuenta de otra cosa. Algo que la hizo caer en pánico, ya que
tenía un excelente radar interno para las cosas extrañas y, de ser un radar real,
estaría pitando alarmantemente, con luces rojas parpadeantes y todo.
Peaches se volteó, lista para soltarles una respuesta hiriente. Después de todo,
no había razón para permitirles a los sirvientes de Kenneworth House ponerse
impertinentes con un invitado. Estaba segura que ni siquiera Irene aprobaría su
comportamiento y los muy malintencionados se quedarían… sin… trabajo.
La casa no estaba. Bueno, para llamar las cosas por su nombre, el maldito
palacio no estaba. En su lugar había una choza. Bueno, no era exactamente una
choza. De haber estado buscando un lugar donde guarecerse un rato durante la Edad
Media, la habría considerado apropiada, pero en comparación con el esplendor de
Kenneworth House…
Hizo una lista rápida de sus opciones. Podía gritar, lo que la tentaba; podía
desmayarse, lo que la tentaba más aún o podía echar a correr. Consideró la última,
aunque no sabía a donde podía huir. Retrocedió hasta la puerta y saltó un par de
veces.
Nada.
Lanzó una palabrota. Solo le quedaba huir. De seguro encontraría pronto otra
puerta en el área. Después de todo, Inglaterra y Escocia estaban llenas de actividad
paranormal, especialmente espectros y apariciones ¿y cómo culpar a un fantasma
por querer quedarse?
El clima era maravilloso, con sus largas tardes grises y lluviosas. O a lo mejor
decidían permanecer por la rica historia del lugar. Había largas escaleras que
embrujar, viejos enemigos con quien pelear, un rey con un reino que defender y
cientos de familias menores con un honor que proteger.
La luz de la luna llena iluminó a sus acompañantes, haciéndola ver que cargaban
largas cosas puntiagudas. Volvió a considerar la opción de correr, pero con un solo
zapato se le hacía difícil. Quizás ya la puerta estuviese lista para regresarla al tiempo
correcto. Dejó de lado la antipatía por el futuro señor de Kenneworth y todos sus
acompañantes y saltó nuevamente.
Se retiró a una de las esquinas para poder ver más claramente quién estaba
presente y que hacían. No sabía exactamente quienes estaban presentes al
momento, pero tenía más o menos una idea de cuantos podían faltar. No veía a
Peaches Alexander por ningún lado.
Si David Preston se hubiese salido con la suya, ella estaría allí, junto a él, siendo
víctima de su seducción barata. Pero no estaba allí.
Sabía que David no había hecho nada para ofenderla, solo porque se había
pasado los últimos veinte minutos vigilándolo de cerca, desde que se los encontró en
el porche e interrumpió lo que estaba seguro que había sido el intento más barato de
romance en el último siglo.
Pero había varias mujeres que Stephen sospechaba habían estado jugando sucio
recientemente.
Vio como Irene Preston se le acercaba, como solicitando su atención. Si eso era
lo que tenía que hacer para obtener la información que buscaba, se la daría.
Inclinó la cabeza respetuosamente.
—Ciertamente, mi lord.
—Al parecer nos faltan algunos invitados —acotó Stephen educadamente. —No
veo a la señorita Alexander por ninguna parte.
—¿De veras?
—No dudo que David sea capaz de hacerse cargo de ella, solo me daba algo de
curiosidad. Quizás pueda traerle algo de beber, Lady Irene ¿Ponche?
A Stephen le importaba muy poco si ella quería bailar o no. Se dirigió a la mesa
de la comida y envió a un sirviente a evitar que Irene muriera de sed.
Abandonó el salón y buscó el baño más cercano. Desde allí analizó las posibles
rutas de escape. Si Peaches había tenido algún tipo de encontronazo con Irene
¿hacia dónde había corrido?
Luego de considerar sus opciones, tomó el camino que le indicaban sus instintos.
No era muy partidario de hacerles caso, a menos que estuviese estudiando algún
escrito antiguo o que Patrick MacLeod estuviese a punto de golpearlo por la espalda,
pero en este caso sintió que era lo mejor.
Era posible que Irene le hubiese dicho o hecho algo desagradable a Peaches. La
manera en que Andrea se retorcía era prueba suficiente, pero ¿qué había hecho
Peaches luego de eso? Lo más sensato habría sido retirarse a su habitación, pero
quizás había preferido salir a tomar algo de aire fresco.
Miró al suelo y deseó que los sirvientes de Kenneworth House no hubiesen sido
tan diligentes a la hora de quitar la nieve. Si no, contaría con por lo menos algunas
pisadas para orientarse.
Siguió su camino, vacilando, hasta que llegó finalmente al centro del laberinto.
Se le erizaron los cabellos al ver lo que tenía en frente.
—Es exactamente lo que planeo —los ojos de David brillaban, —y por eso estoy
aquí ¿esta Peachy contigo?
—Estoy seguro de que queda algo —dijo David, —claro, quedaría más si te
apartarás de la mesa de vez en cuando.
—El jerez suena excelente —dijo Stephen, haciéndole una reverencia. —Si su
Excelencia me lo permite, claro.
Quizás debía revisar alguno de los libros de Lady Elizabeth MacLeod para ver si le
daban alguna idea.
Sacudió la cabeza mientras corría por los pasillos. Las cosa que había
presenciado durante los últimos cinco años le sacarían canas incluso a su padre. En
realidad algunas si le habían sacado canas a su padre, especialmente esos cinco
muchachos y su pequeña hermanita, hijos del conde de Seakirk los cuales podrían
hacerse pasar por gemelos de Gideon. Y aunque de seguro Kendrick de Seakirk podía
contarle cosas interesantes, no era lo que necesitaba en este momento. Solo había
un familiar cercano -bueno, pariente, en realidad- que podía ayudarlo en este
momento.
—Ah, Zoe, Britanni, Victoria, que bueno verlas. Debo irme ahora ¿desayunamos
mañana?
Cerró la puerta tras él, atrancándola con llave y preparándose para enfrentarse
con el último obstáculo en su camino: su mayordomo, quien de momento seguía
leyendo tranquilamente al amor de la lumbre.
—¿Mi lord?
—Sí, mi lord.
—Basta con la genealogía —lo interrumpió Stephen, sintiéndose cada vez más
nervioso. —Tengo que irme.
Stephen lo pensó.
—La única razón por la que respondo tu llamada —le dijo con voz cansada, —es
porque estoy paseando por el castillo para ayudar a la bebé más hermosa del mundo
a quedarse dormida.
—Peaches Alexander acaba de atravesar una puerta de tiempo y voy tras ella.
Stephen le dio todos los detalles lo más rápido que pudo, explicándole sus
opciones y haciendo la pregunta más urgente.
Zachary suspiró.
—Eso es lo más difícil. Si estuviese allá podría ayudarte a tener más o menos una
idea de lo que sucede, pero me imagino que no quieres esperarme.
—Esperaba partir lo más rápido posible, pero no me atrevo a hacerlo hasta que
todos se hayan acostado. Necesito hacer correr el rumor de que Peaches se marchó
a casa por su cuenta. Lo último que necesito es a David Preston metiendo sus narices
en este asunto.
—Como de seguro lo fueron todas tus novias —dijo Zachary, —solo para servir
de entretenimiento, claro.
—¿Cómo adivinaste?
—La vida social que me gustaría tener se está viendo comprometida ya que
parte importante de ella está fuera de mi alcance de momento. Ahora ¿tienes algún
consejo útil?
5256781777041497
—¿Asumiendo?
—Bueno, estoy seguro de que sabes los problemas que tuvimos con la puerta
cerca de Artane. Está muy impredecible últimamente. Creo que se autodestruirá uno
de estos días.
—Imagino que Robin, mi suegro, diría lo mismo. Que mal que nunca has tenido
la oportunidad de conocerlo. Te caería bien.
—No quiero pensar en eso ahora —replicó Stephen. —Haz las llamadas
pertinentes y luego envíame los planes de contingencia, si eres tan amable.
—Yo comería algo antes de irme —le aconsejó Zachary. —Lleva algo de comida
contigo.
Diría a todo el que lo quisiese escuchar que Peaches había tenido que retirarse
de emergencia y que él mismo la había enviado a casa en un taxi. Luego se aseguraría
de tener una coartada parecida para sí mismo antes de partir, pero le dejaría los
detalles a Humphreys.
Lo último que necesitaba era que Kenneworth enviara una partida de búsqueda
en pos de Peaches y que desaparecieran por la misma puerta que ella. Sus familiares
eran harina de otro costal: sabían exactamente a que se exponían de no actuar con
discreción. Pero permitir que un grupo de aventureros no tan discretos se internaran
en algo tan peligroso como una puerta de tiempo no era en lo absoluto aconsejable.
—Ouch —se quejó, tratando de apartarse del palo afilado. Entonces se dio
cuenta de que no podía porque había alguien parado tras ella. Este la pateó,
dejándola boca abajo sobre la nieve. Trató de alzarse, pero se arrepintió al momento
al ver que uno de ellos desenfundaba una enorme espada.
Eso le había funcionado a su hermana Pippa, pero lo que funcionaba para una
hermana, desgraciadamente, no siempre le funcionaba a la otra. El anunciarles que
no era una loca escapada de algún hospital no pareció impresionarlos tanto como
deseaba. La conversación que siguió a sus palabras fue agitada, en el peor sentido de
la palabra. Logró colocarse de tal modo en que por lo menos podía verlos discutir.
Seguro se preguntaban la mejor manera de matar a un hada ¿por qué no les había
dicho que era una poderosa bruja y que los maldeciría si no la dejaban en paz?
Daría lo que fuera por tener cualquier tipo de detergente químico a la mano
para asustarlos, pero no tenía ni siquiera lo básico. Y al parecer tampoco mucho
tiempo de vida.
Ella cerró los ojos, viendo su vida pasar delante de ellos como una película.
Pero entonces oyó el ruido de metal chocando contra metal. Pensó quizás que
alguien con armadura se había atravesado, pero al abrir los ojos vio que lo que la
había protegido era otra espada, bastante ornamentada.
La ostentosa arma afilada era portada por un completo lunático. Había pateado
al tipo tras ella antes de bloquear el golpe de la espada y ahora la mantenía segura
tras él.
Fue entonces cuando las cosas se pusieron raras. Y gracias a sus padres, ella era
experta en cosas raras.
Entonces fue que cayó en cuenta de lo que veía: Stephen de Piaget, actuando
como esos muchachos medievales de Piaget que conocía. Frunció el ceño, pero él no
lo notó.
Stephen luchaba ahora con el líder del grupo, quien se parecía bastante a David
Preston, pero con una larga barba. Los rufianes uno y dos estaban ya desmayados en
el suelo. En su defensa, de seguro nunca los habían golpeado tan duro en el mentón
con una bota de suela moderna. Ella supuso que al despertar le contaría, a todo
quién quisiese escuchar, sobre el mago que los había vencido con el poder de sus
zapatos mágicos.
Stephen trastabilló hacia ella. Peaches se rasgó un poco más las faldas
acercándose a él.
—¿Por qué pensabas que soy un inútil con la espada? —preguntó él, sacándose
de encima a quien sin duda era el progenitor de la línea Kenneworth.
—Lo hacías muy mal cuando practicabas con Montgomery —dijo ella.
—Mentí —gruñó él, bloqueando un golpe del rufián uno, que volvía a levantarse
y partiéndole la nariz con el lado plano de su espada.
—Eso no tiene sentido —respondió ella. —¿Por qué no admitir que sabías?
La mirada que le lanzó fue suficiente para hacerla callar. Bueno, por lo menos
por un momento. No era común ver a Stephen de Piaget tan… suelto. No la estaba
insultando, y ella tenía bastante frío, así que siguió la conversación.
—¿Dices que a tu abuela no le gusta la esgrima?
—Claro —ella asintió con la cabeza, —todos aprenden esgrima con Ian MacLeod.
—Y si no, deberían.
—¿Qué otras cosas desaprueba tu abuela? ¿Todo lo que no tenga que ver con
tweed?
—Me harías las cosas muchísimo más fáciles si guardaras silencio por un minuto.
—¿Solo uno?
Stephen volteó a verla solo por un instante, pero la sonrisa que adornaba su
rostro fue suficiente para hacerle temblar las rodillas. Era la primera sonrisa sincera
que le dedicaba desde que se conocían. Sacudió la cabeza, no era momento de
quedarse atontada en el medio. Saltó sobre el rufián desmayado y renqueó hacia un
árbol. Había visto en una película que se podían romper cuerdas frotándolas contra
la corteza repetidamente, y ya que se sentía en el set de una, creyó que valdría la
pena intentarlo.
Resultó un poco más difícil de lo que pensaba. Claro, también tenía prisa y temía
por la vida de Stephen. La espada con la que luchaba, por muy bonita que fuese,
parecía un mondadientes comparada con la de su rival.
Finalmente rompió las cuerdas, haciéndose daño en las muñecas por distraída.
En su defensa, se había quedado pasmada al escuchar a Stephen hablando en ese
francés normando antiguo que usaba John cuando creía que nadie lo escuchaba.
Se apoyó contra el árbol y decidió abruptamente que si tenía que estar atrapada
en la Inglaterra medieval, prefería estarlo con Stephen a su lado. Era experto en
historia, y aparentemente podía hacer algo más que aburrir a la gente con su análisis
de Chaucer.
—Que eres una maga —le respondió él. —Haz alguna poción ¡rápido!
—Ya consideré esa opción —explicó ella, a la defensiva, —pero como no tengo
ni tinte orgánico ni abono a la mano, decidí hacerme pasar por un hada.
—Entonces dile que eres la Reina de las Hadas ¿quieres? Eres perfecta para el
papel.
Stephen no le contestó.
—¿Por qué no me contestas? —el tipo se veía cada vez más molesto.
Bueno, esa no fue la respuesta apropiada. Peaches deseó tener lápiz y papel a
mano para anotar lo que sin duda era una colección de palabrotas antiguas que Tess
apreciaría bastante.
—¿Qué quién soy? —el adversario de Stephen dejó caer su espada por un
momento. —¿No sabes quién soy?
—Eso demuestra…
Pero sus palabras se quedaron en el aire. Bueno, más bien fueron noqueadas por
el gancho derecho que le estampó Stephen. El golpe fue tan potente que lo hizo caer
al suelo, golpeándose la cabeza con una roca y quedando allí cuan largo era.
Peaches quiso verificar si estaba bien, pero Stephen no estaba tan preocupado.
La agarró de la mano y la llevó en dirección opuesta.
—¿Dónde?
Y entonces se abrieron las nubes y el sol brilló sobre ella por primera vez en
veintiocho años.
Ella suspiró.
—Por supuesto.
—Te lo contaré cuando estemos a una distancia prudencial de este lugar. Y creo
que acabo de encontrar tu zapato, aunque estoy seguro que preferirías las pantuflas
que metí en uno de mis bolsillos. Afortunadamente no hay que ir muy lejos —la
apartó de si un momento. —Hay una puerta en el jardín de David.
—Sí, ya me di cuenta.
—Lo hablaremos más tarde, junto con otros asuntos —agregó él.
No estaba segura de qué quería decirle él, pero la mirada que le lanzó al decir
eso último no le había gustado para nada.
Él le echó otra mirada que no pudo descifrar, por lo cual prefirió guardar
silencio. A lo mejor pensaba que no era lo suficientemente buena para David
Preston. A lo mejor pensaba que no debía juntarse con la nobleza.
O a lo mejor estaba muy ocupado envolviéndole los pies en las pantuflas que le
había traído para que no se le congelaran y ella estaba demasiado distraída para
concentrarse. Seguro cuando dejara de tocarla se concentraría mucho mejor.
Stephen se enderezó una vez completado su trabajo y fue a revisar al grupo de
rufianes. Estaban desmayados, pero aún respiraban, lo que era algo bueno. Recogió
los pedazos de su espada y regresó junto a ella.
—No, mejor vámonos —respondió ella. Podía aguantar unos quince minutos
más, pero pasar todo un día en la Inglaterra medieval no le llamaba en lo absoluto la
atención.
—Los subalternos del señor estaban tratando de regresarte al bosque para que
las hadas pudiesen venir a buscarte. Los deslumbraste.
—Mejor no.
—Debe ser algo de familia —dijo ella, luego de analizarlo durante veinte pasos.
—Sí.
Pero sí reconoció su destino. La nieve estaba pisoteada por todas partes, con
huellas de diferentes tipos.
Ya que él estaba ocupado, Peaches decidió vigilar que nadie saliera de la casucha
y prontamente soltó un juramento.
—Quizás.
Lo que ella suponía sería verla en brazos del primer Lord Kenneworth y ser
ejecutado por una espada oxidada. Le dio las gracias, a lo que él contestó con un
suave gruñido, y se quedó en silencio. Solo esperaba que el desenlace de esto fuese
ellos regresando a su tiempo original a darse una buena ducha y comer algo.
Se preguntó si actuaba diferente para poder adaptarse a los tiempos o si ese era
el Stephen de Piaget real, quien se encerraba en trajes de tweed y modales estrictos
para adaptarse al entorno moderno.
—¿Aún tienes mucho frio? —preguntó él, por encima del hombro.
Stephen observó al muchacho que se alejaba en la grupa del caballo que él había
robado el día anterior. No era porque prefiriera caminar el resto del camino, sino
solo para no darle más razones a Lord Kenneworth de perseguirlos. Quizás la
devolución del caballo lo disuadiese de hacerles algo horrible.
Eso lo sorprendía, el fogonazo que sentía de solo pensar que alguien pudiese
hacerle daño a Peaches. Tenía que admitir que había estudiado muy bien a sus
parientes que habían decidido mudarse a tiempos más modernos y en todos ellos
sentía una suerte de energía que no había entendido hasta ahora. La pelea de antes
había durado solo media hora, pero le había abierto los ojos.
Se dio cuenta, parado bajo ese árbol y temblando casi tanto como ella, que no
había hecho bien sus cálculos. A pesar de las advertencias de Zachary, había
planeado llegar, rescatarla y volver antes de una hora. Se llenó los bolsillos de
manzanas, pero nada más sustancioso. Tampoco había traído nada para guarecerse
del clima. Y tampoco nada para disfrazar sus llamativas ropas modernas.
Lo único que tendría que decir una vez fuera del atolladero sería que nunca
quería tener más nada que ver con Kenneworth o sus alrededores. La puerta se había
mantenido tercamente cerrada las primeras veces que intentó pasar y no lo había
dejado retornar con Peaches. Agregándole la ridícula falta de algún arma en buenas
condiciones en el palacio, Stephen entendió porque ningún Piaget quería tener algo
que ver con los de la calaña de David. La frustración de lidiar con todo esto lo
mantendría lejos en el futuro.
—¿Stephen?
—¿Sí?
—¿Decías?
—Creo que hay una posada en esa dirección —la señaló con la cabeza. —Pienso
que lo mejor sería arriesgarnos a buscarla, comer algo, calentarnos y luego intentar
con las puertas otra vez.
Ella asintió, temblorosa. La tomó de la mano sin pensarlo y se encontró con que
no quería soltarla. Ella no pareció tomarlo a mal, así que no lo mencionó. Ambos
estaban pasando un mal rato, quizás eso los acercaría.
Fue solo al pararse en la barra para ordenar algo de comer que se dio cuenta de
un terrible fallo en su plan. No podía alimentar a su doncella sin tener dinero para
pagar.
Le hizo un gesto con la cabeza al encargado y se acercó a los dos jóvenes junto al
fuego.
Los estudió con cuidado mientras caminaba. Deseó de pronto haber pasado más
tiempo ignorando a su profesor de la universidad y más hablando con el fantasma
del castillo de su padre, para determinar cómo sonaba un acento normando-francés
real.
Decidió invitar a Kendrick de Piaget una copiosa y cara cena cuando regresara
mientras hacía una reverencia a sus nuevos amigos. Después de todo, era gracias a
su tío que no sonaba como un completo idiota en francés.
Los demás no parecieron encontrar nada raro con la comida. Comían con
entusiasmo, pero cuidándose de mantener sus rostros escondidos bajo sus capuchas.
—Creo que aún no terminamos con esta aventura —dijo Peaches, pasándole un
pedazo de papel. —Dejaron esto en la mesa antes de irse, me parece que a
propósito.
Un mapa.
La posada aparecía en él, y un camino junto a ella que llevaba a una equis que
Zachary no había mencionado en el mapa que le envió. Stephen no se atrevía a
esperar que esa equis los llevara de regreso a casa, pero era algo que le llamaba
poderosamente la atención.
—Nos dejaron algunas monedas también —respondió ella, —creo que nos
conocen.
—¿Puedes correr?
Esperaron a que se volteara a hablar con el tabernero para correr hacia la puerta
trasera, lanzándole una moneda al guardia para que detuviera al tipo si trataba de
seguirlos. A Stephen le dolió desprenderse de un artefacto medieval en tan buenas
condiciones, pero era eso o arriesgarse a que lo atraparan.
De todas maneras no llegaron muy lejos. De hecho, solo al establo, donde los
atrapó su perseguidor cuando trataban de llevarse un caballo. Al escuchar el susurro
de una espada abandonando su vaina, Stephen se apresuró a desenfundar el puñal
que llevaba en la bota, el cual Patrick MacLeod le había aconsejado que no saliera
nunca sin asegurarse que lo llevaba.
—Perdí mi espada esta mañana. Uno resuelve con lo que tiene ¿no crees?
El otro hombre se echó a reír, lo cual hubiese sido consolador, en otro momento,
pero ahora Stephen no estaba seguro de a que se enfrentaba.
—Así que decidieron salir a pasear —comentó el hombre, sin dejar de mirarlos.
—Creo que tu señora no concuerda contigo. Quizás debería guiarlos a casa antes
de que se congele por completo —le dijo mientras envainaba su espada.
—La exactitud es de gran importancia para mí, señora Alexander. —La estudió
por un momento. —Asumo, por supuesto, que eres la cuñada de mi hermano John y
no su hija. Me parece que no, aunque han pasado algunos años desde que los tuve
de invitados en mi palacio. —Se encogió de hombros. —Quien quiera que seas me
has dado un buen susto.
Nicholas asintió.
—Pero Tess y John vinieron de visita el mes pasado, según tengo entendido.
—Me alegra. Recuérdale a John que prometí hacerle una visita si eso llegara a
cambiar, por favor. —Miró a Stephen por encima del hombro, —¿Vienes, Haulton?
Minutos después estaban sentados al fondo del establo en sendas pilas de heno,
agradablemente protegidos del frío.
Peaches parecía estar cómoda envuelta en una gruesa manta y tampoco había
despreciado las botas ofrecidas por Nicholas para reemplazar las empapadas
pantuflas que llevaba. Stephen la ayudó a colocarse las botas y luego se dirigió a su…
tío, con un suspiro de resignación.
—Gracias.
Peaches sonrió.
—¿Cómo está esa vieja pila de rocas estos días? —preguntó Nicholas.
—Gloriosa —suspiró.
—Me atrevo a aseverar que ese es el caso. Mientras sea feliz no puedo
reclamarle sus acciones. De algún modo, entiendo porque las tomó —pausó
brevemente. —¿Qué opina usted de Artane, señora Alexander?
—Pienso que es de ensueño —admitió ella, con un suspiro que Stephen no supo
cómo interpretar. —Y Stephen lo describe correctamente. Es absolutamente
glorioso.
—Por la puerta inútil de Kenneworth —explicó Stephen, —luego por otro lugar
algo dudoso en la cercanía. Zachary Smith me lo recomendó, junto con otro par de
lugares. —Recordó entonces el mapa que le habían entregado antes, pero prefirió no
hablar del mismo. Tenía la sensación de que si revelaba que los hijos de Nicholas -si
es que resultaban ser ellos- tenían algo así en su posesión, los metería en un buen lío
con su padre.
—No creo que puedas lograr que esa puerta en Kenneworth te funcione. Va en
un solo sentido, como quien dice. Zachary debería saber bien cuáles son las más
adecuadas. Cuéntame lo que te dijo y planearemos la ruta más rápida a su destino.
No creo que tu señora esté en condiciones de caminar mucho, así que trataré de
contratar una carreta para que los deje lo más cerca posible.
—Gracias, mi lord.
Nicholas sonrió.
—Para eso está la familia, para ayudarse incluso a través del tiempo.
—¿Para qué?
—Creo que esta visita ya fue lo suficientemente larga —comentó, frotándose las
manos para calentarse, —no creo que sea conveniente quedarnos más tiempo, sobre
todo con nuestros atuendos actuales.
—Oh, no estoy segura —dijo ella, con una media sonrisa, —de seguro
descubrirías cosas muy interesantes.
—Me parezco demasiado a mis ancestros como para hacerme pasar por otro
noble —explicó él, negando con la cabeza nuevamente, aunque sonreía. —Podría
unirme a un gremio, pero no sé si me dejarían. Aparte, mientras yo busco trabajo
¿Qué harías tú?
—Yo tampoco —dijo él, —es por eso que mejor nos regresamos a casa lo más
rápido posible.
Ella tembló.
—Me dijo que te diera esto —dijo ella, pasándole una bolsita. —Puedes juntarlo
con lo que te dieron los muchachos.
Peaches asintió.
—No lo entendería.
No quería creer que David pudiera llegar a ser tan vengativo, pero empezaba a
creer que se había equivocado en un par de cosas, así que asintió, aunque el
movimiento le dolía. La próxima vez que decidiera internarse en la Inglaterra
medieval se aseguraría de llevar mejores zapatos y de juntarse con otro tipo de
gente, aunque las pantuflas de Stephen y las botas de Nicholas habían evitado que
perdiera los dedos de los pies por el frío.
—Hay ropa en mi habitación que quiero llevarme. —No fue capaz de explicar
que las quería solo porque David se las había comprado. No después de todo lo que
Stephen había hecho por ella.
—Sí, mi lord Haulton, ya que creo que su idea de gobernarme incluye montarme
en un aparato de transporte moderno en el que no tendré que usar mis pies.
—No —lo interrumpió ella de inmediato, —no es tan lejos, puedo hacerlo.
—Si fuese tan amable de traerme mis llaves, mi buen hombre, nos retiraremos
de inmediato.
Trajeron las llaves y no se dijo nada más. Peaches no se atrevía a mirar al tipo
que todavía los miraba como si hubiesen salido de su peor pesadilla.
Peaches escuchó sin queja alguna, como Stephen inventaba una historia
bastante interesante sobre como la señorita Alexander había sufrido un pequeño
accidente, golpeándose la cabeza y quedando desorientada. Él mismo había estado
paseando por el jardín antes de retirarse temprano de la fiesta, y afortunadamente la
había encontrado antes de que se hiciera un daño peor. Luego de considerarlo, había
decidido llevarla con el médico personal de su padre lo más rápido posible. Dado que
era posible llegar a Artane esa misma noche, se irían inmediatamente y le rogaba
encarecidamente que le informara de los hechos a su Excelencia.
El vigilante asintió y llamó a sus ayudantes para abrir el portón. Con una
temblorosa reverencia, se retiró para informarle a su patrón las desventuras de Lord
Haulton y su damisela en peligro.
Fue entonces que se dio cuenta de que él nunca la llamaba por su primer
nombre. Supuso que este no era el momento para preguntarle el por qué. Se subió al
auto con cuidado, inclinándose para ver mejor las botas que llevaba, las cuales
parecían pertenecer más a un museo que a sus pies.
—Solo si tienes una bolsa donde guardarlas —respondió ella. —Piensa en toda
esa tierra antigua que tienen pegada, podría haber algo interesante allí.
—En realidad solo le tengo miedo a lo que sea que quede de mis pies. No quiero
derramar nada peligroso en tu alfombra.
Le regaló una media sonrisa, lo más cercano a emoción genuina desde que
regresaron a su tiempo original.
—Dudo que algo así suceda. Veamos si puedo tomarlas con cuidado.
Stephen le tendió una servilleta para que se secara el rostro mientras le envolvía
las piernas desnudas en una manta. Una manta obviamente de cachemira. Se
preguntó si acaso tendría otro tipo de tela fina entre sus favoritas, mientras él
abordaba el asiento del conductor y encendía el auto.
Peaches empezó a temblar, lo que supuso era algo bueno. Mientras el motor se
calentaba, Stephen sacó su teléfono celular y lo dejó a mano. Entonces puso en
marcha el vehículo, saliendo del patio. Peaches vio cómo se abría la puerta de atrás,
pero no pudo ver quien salía, pues Stephen aceleró, alejándose lo más rápido posible
de Kenneworth House, y por una vez, ella estuvo de acuerdo con él.
Olía bastante a lana mojada cuando entró por primera vez a Kenneworth House,
pero eso no se comparaba con lo mal que olía ahora.
—Irene —contestó él. —Seguirá llamando, así que mejor me comunico con
Humphreys para indicarle lo que debe decir antes de que lo vuelvan loco.
—Tiene una idea bastante vaga, pero no deseo ser específico, así que voy a
inventarme varias cosas. Espero no pienses mal de mí luego de esto.
Se detuvo, sorprendida.
Stephen bostezó.
Él sacó otra servilleta y fue a secarle el rostro, pero se detuvo a milímetros de él,
mirándola preocupado. Le entregó la servilleta en la mano.
No era dolor, sino remordimiento lo que sentía, pero no era capaz de admitirlo
todavía. Tragó saliva un par de veces antes de hablar.
No, me siento como una tonta. Pero no podía comentarlo en voz alta sin discutir
todas las otras cosas que le molestaban, así que de momento asintió con la cabeza y
guardó silencio. Él no preguntó nada más.
Trató de cerrar los ojos, pero todo le daba vueltas. Se resignó a mirar por la
ventana, deseando poder cerrar los ojos.
Llegaron a una gasolinera más pronto de lo que ella había creído. Vio como
Stephen pagaba por la gasolina y compraba algo de comer, notando que nadie se
sorprendía por las ropas extrañas de ambos.
Pronto estuvo de vuelta en el auto, con una taza de té caliente en las manos.
Esperó a que se alejaran un poco para empezar a hablar.
Él la miró.
Peaches supuso que el mejor momento para ofrecer una disculpa siempre era el
presente, antes de acobardarse.
—No es necesario que te caiga bien —insistió él. —Puedo ser un patán cuando
me lo propongo.
—Mejor no lo hagas.
Bueno, no era precisamente el gran acercamiento, pero ella supuso que podría
continuar con la disculpa ya que estaba en eso.
—Fuiste muy amable con Tess y conmigo antes de Navidad —le recordó,
rápidamente, antes de acobardarse. —Y yo no devolví esa amabilidad.
—¿De veras?
Empezaba a desear haberse quedado callada la boca. Pero acababa de tener una
experiencia cercana a la muerte y no había mejor momento para confesarse o
disculparse.
—Creo que bromeabas conmigo la vez pasada —dijo. —En aquella fiesta.
—Creo que me lo tomé muy a pecho y no debí hacerlo. —Pausó. —Mis más
sinceras disculpas.
—Creo que puedo llevarnos hasta Cambridge sin provocar un accidente —dijo,
con voz cansada, —pero temo que Sedgwick queda muy lejos para mí esta noche. —
La miró brevemente. —Tampoco creo que sea prudente ir a Artane esta noche, a
pesar de lo que le dije al muchacho del garaje.
—No me refería a las espadas —dijo ella, tratando de mantener un tono casual,
—sino al hecho de que andes por ahí a estas horas de la noche en compañía de una
desconocida con un bonito pero manchado vestido.
—Mis padres ya no cuestionan con quien ando, ni las horas a las que decido
llegar, pero no es por eso que quiero evitar Artane. Creo que mejor vamos a mi
departamento, para evitar discusiones innecesarias. Humphreys llevará tus cosas a
primera hora de la mañana. —Entonces la miró. —Estarás a salvo.
Ella se volteó para poder mirarlo bajo la tenue luz de las luces del tablero. Pensó
que jamás se le habría ocurrido pensar que él sería capaz de comportarse como un
caballero. Estaba realmente más preocupada por la reputación de él que por
cualquier otra cosa, pero como él mismo había acotado, era un adulto. Si le
incomodaba que ella durmiera en su casa, siempre podía dejarla en un hotel
cercano.
Stephen apagó el auto, pero se quedó un buen rato con las manos en el volante.
—¿Qué?
—Espérame un momento.
—¡Argh!
Peaches lo vio irse y sonrió, casi sin darse cuenta. Pensó que ya sabía porque
tantas mujeres estaban tras él.
¿A quién quería engañar? Seguro lo perseguían por ese rostro perfecto y ese
cuerpazo. El título de seguro era un bono, pero ninguna apreciaba su humor seco ni
su abundante encanto personal, de seguro.
Stephen se inclinó, pasándole un brazo por la espalda y el otro bajo las rodillas.
Peaches chilló.
Él se detuvo.
—¿Pasa algo?
Casi lo golpea en la nariz con el codo al pasarle el brazo por los hombros, y casi le
pega con la puerta del auto, pero afortunadamente no pasó.
—Soy más fuerte de lo que parezco —se quejó ella. —En serio.
La cargó hasta la puerta, logrando abrirla sin dejarla caer. Una vez dentro la
colocó en el suelo con sumo cuidado antes de encender las luces.
—Wow —suspiró.
Peaches sonrió.
—Le agradará tu opinión cuando la escuche. Vamos a verte los pies, entonces
podrás decidir entre la ducha o la bañera.
—Sí, tengo uno —dijo él, —dame un minuto y te traeré una bata de baño.
Le habría tomado tres pasos. Solo tres tontos pasos y volvería a estar envuelta
entre sus brazos. Ya había estado allí antes, durante aproximadamente sesenta
segundos. Se preguntaba cómo se sentiría ahora, y cómo se sentiría él si ella daba
esos tres pasos y lo abrazaba.
Ella supuso que eso era respuesta suficiente. Subió las escaleras despacio.
Ella sonrió.
Sí, quizás el pasar tanto tiempo en una época que no era la suya lo había
afectado de alguna manera. Lo consideró seriamente mientras abría la puerta de su
casa. Era increíble como una persona podía estar llevando una vida tranquila y de
pronto encontrarse completamente fuera de su zona de comodidad.
El paquete que llevaba en las manos era ejemplo de ello. Fue a la cocina,
dejando su carga en la mesa: unas extrañas bebidas verdes y panecillos hechos de
harina integral. Los observó con sospecha. Pensaba que disfrutaría más comerse el
cartón en el que estaban envueltos que el contenido, pero el muchachito de pelo
largo que lo había atendido, le había asegurado que tanto las bebidas, como los
panecillos eran deliciosos.
Para cuando terminó de preparar los huevos revueltos con algo de salchicha,
Peaches emergió de la ducha. Se encontró nervioso nuevamente, lo cual le pareció lo
más ridículo del mundo. Se aclaró la garganta para no retorcerse de los nervios.
—Bebida verde —le dijo, colocando el vaso junto al plato con panecillos, —y
unos panecillos aparentemente más saludables que los normales, pero tendrás que
verlo por ti misma.
Se sentó, mirándolo sorprendida.
—¿Bebida verde?
Entonces le sonrió.
Sonaba encantada, lo que lo hizo dudar, pero sin duda no tenía ninguna mala
intención y solo estaba entusiasmada de verlo tomar opciones más saludables.
—Sí, para acompañar una comida de verdad que freí con media taza de
mantequilla —admitió, divertido. —Es mi primera vez, después de todo, no quiero ir
muy rápido.
Él probó la bebida. Era bastante sabrosa, si ignorabas el color verde sucio que
tenía, y el sabor a pasto que te dejaba en la boca. Sentía que había estado cortando
la grama con los dientes. Lo consideró un momento y luego deslizó el vaso hacia ella.
Mejor estar seguro de que no vomitaría luego.
—Todo tuyo.
—¿Incluso después de todo lo raro que comimos en aquel lugar que no
mencionaremos?
—Aún me estoy recuperando de eso —respondió él, atacando con gusto su plato
de huevos con salchicha. —Esto me ayudará a borrar los malos recuerdos culinarios.
—En nuestra pequeña aventura. Lo que pensabas de, pues, ciertas cosas. —Le
clavó una mirada elocuente. —Creo que hemos llegado a…
Stephen se estremeció cuando fueron interrumpidos por esa voz que no quería
escuchar en este momento. Ni siquiera tuvo oportunidad de confesarle a Peaches
que no quería tener más nada que ver con nadie que no fuese ella cuando a su
cocina entró nada más y nada menos que Lady Victoria Andrews, hija del Duque de
Stow. Venía acompañada de Humphreys, quién tenía el ceño fruncido. Esto en un
hombre tan estoico como él era señal de peligro. Stephen entendió el por qué al
instante.
—Bueno —dijo, en un tono tan elocuente que Stephen supo que estaría toda la
mañana discutiendo.
—Buenos días, Victoria —la saludó con un suspiro.
Las cosas fueron de mal en peor a partir de aquí. Stephen jamás se había
acostado con Victoria. Era conocido en muchas partes por su afición a las espadas,
pero más aún por su nivel de discreción en ese tipo de situaciones, al punto de rozar
en mojigatería.
—Bien hecho, Victoria. Se tiene que ser muy tonto para mostrar tan poco
respeto por la palabra escrita.
Gracias por la ropa, Lord Haulton. Le enviaré un cheque cuando esté de vuelta en
casa.
—Stephen —Tess se escuchaba aliviada del otro lado de la línea, —dime que
Peaches está contigo. No he sabido nada de ella desde el sábado por la noche ¿Cómo
estuvo el baile?
—¿Por qué tengo la impresión de que las cosas no salieron según lo planeado?
—Seguramente porque eres su gemela —dijo él, con un suspiro, —y si, Peaches
está bien. Los dos estamos bastante agradecidos de estar lejos de Kenneworth. —
Pausó un momento. —Tuvimos una pequeña aventura.
—El tipo que aparentemente le suceden con bastante frecuencia a los miembros
de mi familia. Te lo contaré con lujo de detalles cuando te vea, pero no es por eso
que te llamaba. Quería averiguar si tu hermana te llamó.
—Déjame ver si entiendo —dijo Tess, despacio. —Tuviste una aventura con mi
hermana en los alrededores de Kenneworth House, pero ella ya no está contigo
¿correcto?
—Estoy seguro de que Peaches te contará todo apenas te vea —contestó él, —
pero ahora quisiera saber si ya se puso en contacto contigo.
—¿Victoria o Peaches?
—Ninguna de las dos.
Estuvo tentado a abrir un paquete de tabaco que alguien le había regalado hacía
un tiempo, pero no acostumbraba fumar, y romper el sello le pareció de mal gusto.
Mientras pensaba, lavó los platos y aireó el apartamento, que apestaba a libro
quemado. Supuso que podía seguir con su vida tal y como la llevaba hasta ahora, es
decir, salir con mujeres ricas que solo lo querían por su título y pasar el mayor
tiempo posible encerrado en la biblioteca. Incluso podría llamar a Peaches e invitarla
a salir en un par de citas, sin compromiso claro.
—Muévete, tengo asuntos que arreglar con ella antes de perder la oportunidad.
Humphreys lo detuvo.
—¿Mi qué?
—Su clase, mi lord. A las diez de la mañana. Aún puede llegar a tiempo si me
permite pasarle su portafolio.
—Definitivamente.
Stephen frunció los labios. Por lo menos no tendría que prepararse mucho para
su clase. Estaban discutiendo la vida rural medieval, y ya que la había experimentado
de primera mano recientemente, podría dar una explicación interesante sin llevar
sus notas.
—¿No tienes nada mejor que hacer en esa pila de rocas que llamas hogar?
—¿Por qué no vienes y lo averiguas por ti mismo?
—Ahórrate tus tonterías sobre cuentas bancarias. Escuché que estuvieron solos
en la espesura durante el fin de semana.
—Te contaré con lujo de detalles la excelente conversación que tuve con tu
hermano Nicholas en cuanto esté desocupado.
—Hospitalidad.
—Creo que necesitas más que eso —respondió John, secamente, —como una
clase o dos de cómo cortejar a una mujer, ya que obviamente no sabes cómo
hacerlo. Háblame con franqueza, Stephen ¿alguna vez le has prestado atención a
algo que no fuese un libro?
—No estoy seguro de haber estado saliendo con mujeres —dijo Stephen con un
suspiro. —Arpías, más bien, lo que me ha inducido más de una vez a encerrarme en
los libros.
—Deberías visitarnos entonces.
—Lo haré. —Pausó. —Debería dejar en claro que creo que no le agrado en lo
absoluto.
—Nay, pero no soy yo quien la tiene que enamorar ¿verdad? Y mientras mis
encantos son perfectamente adecuados, los tuyos… —Suspiró pesadamente. —Creo
que tu única esperanza es cansarla con tu fastidiosa presencia. Cuando se retire a
recuperarse de las náuseas, pensaremos en otra cosa.
—No necesito que me pongan una multa —dijo Stephen, —así que nos veremos
esta tarde ¿está bien?
—¿Estás loco? —preguntó Stephen. —¡De seguro para mañana ya irá de camino
al aeropuerto!
—Sí, tiene la costumbre de huir —concordó John, —pero el perseguirla solo hará
que corra más rápido. Ven mañana, no olvides tu espada. Quizás se apiade de ti
luego de verte retorciéndote de dolor en el piso.
Stephen esperaba quedar mejor parado después del inevitable duelo, pero
conocía las habilidades de John. Suspiró pesadamente.
Stephen le lanzó una palabrota, pero colgó antes de decir algo que de seguro
lamentaría al llegar a Sedgwick. Daría su clase, y arreglaría todos sus asuntos
pendientes para mantenerse ocupado el resto del tiempo.
Si John de Piaget quería darle algún consejo, lo aceptaría sin dudar. Después de
todo, de seguro eran más útiles sus consejos que cualquiera que se le pudiera ocurrir
a él solo.
Capítulo 17
La había pasado mejor durante su paseo, excepto que había corrido tres millas
mirándose fijamente los pies. Igual en el camino de regreso, hasta llegar a Sedgwick,
que se alzaba imponente frente a ella. Demasiado medieval. Demasiado extraño para
ella.
Pero todo eso era una distracción a lo que de verdad le molestaba en este
momento, parada en la cocina de su hermana, sopesando sus opciones a futuro.
Peaches se sintió algo celosa, pero recordó que Tess merecía ser feliz después de
sufrir tanto, así que se sacudió los celos, pero se permitió fruncirle el ceño al dirigirle
la mirada.
Tess la miró con las cejas arqueadas mientras preparaba la tetera para hacer
más té, y sacaba el termo y la cesta de picnic. Peaches asumió que seguro se
preparaba para una salida romántica con John y no le preguntó nada.
Tess apartó la tetera del fuego, dejando reposar el té antes de pasarlo al termo.
—¿Disfrutaste tu paseo?
Peaches sabía que su hermana no se refería a lo que hacía en ese momento, sino
más bien en qué estaba pensando.
—Tener una carrera exitosa, alcanzar mi potencial, pensar en tener una relación
a futuro, quizás en diez años.
—Es en serio, hermana —la interrumpió Tess con una sonrisa. —¿Qué quieres
hacer?
Tess se enserió.
—No fue por mucho tiempo —le recordó Peaches. —Stephen fue a buscarme lo
más rápido que pudo.
—Se toma su caballerosidad muy en serio —dijo Tess, —aunque creo que no fue
exactamente por eso que fue a rescatarte.
—Fue muy amable conmigo, pero no siente nada más por mí, estoy segura de
ello.
Tess asintió y guardó silencio, aparentemente sin más nada que opinar. Peaches
no podía culparla. Stephen no era para ella y ella no era para él, tan simple como
eso. Mientras más rápido cayera en eso, mejor para todos.
Aparte, no le gustaba. Era mandón, serio y tenía demasiadas novias
maleducadas que lo visitaban a horas inesperadas. Ella buscaba a alguien que se
dejara gobernar sin chistar. De veras.
Miró a Tess.
—Ah, no —Tess soltó una risa incómoda. —No soy la que da los consejos aquí,
hermanita. La experta en eso eres tú ¿Qué le dirías a alguien en tu situación?
—Está todo congelado allá afuera —acotó Peaches, —y es extraño que quieras
poner a John a hacer de tercera rueda.
—Stephen.
—¿Stephen de Piaget?
—El mismo.
Peaches cerró los ojos, respirando profundamente para tranquilizarse. Así que
Stephen había venido a Sedgwick. Tenía un auto y era libre de ir a donde quisiera.
Además, de seguro solo quería conversar con John sobre su reciente viaje a la
Inglaterra del medioevo y comparar notas con su hermana. Seguro se había traído la
espada para distraerse un rato. Estaría encantada de verlos entrenar junto a Tess y
luego regresar a casa a por una exquisita y relajada cena entre amigos, sin importar
quién estuviese a la mesa.
—Ayer tenía una clase a las diez, por eso no pudo venir a cenar. Hoy es otro día.
—Aparentemente —dijo Tess, esta vez sin ninguna sonrisita traviesa. —Y por si
te interesa -que es obvio que si te interesa porque estás repitiendo tus mantras en
voz alta y no te has dado cuenta- Stephen hace una hora que ha llegado. Es raro que
no te lo hayas tropezado cuando saliste a correr.
—Bueno, vamos a ver si tu amigo sigue en una sola pieza. Llevan rato
entrenando.
—Puede que John se lleve una sorpresa. Ese patético intento con Montgomery
fue un engaño. Stephen lleva años entrenando con Ian MacLeod, no sé cuántos
exactamente, pero por lo menos dos o tres.
—No me preocupa.
—Stephen llamó ayer —explicó Tess. —Creo que no te lo comenté. Llamó justo
después de que la hermosa Victoria de Stow se retirara de su casa, luego de lanzar
un preciado volumen de Joyce al fuego, lo cual lo molestó bastante. Cuando regresó
a la cocina se dio cuenta de que no estabas. Aparentemente olvidaste tu cepillo en su
baño.
—Es mejor esperar hasta después del matrimonio —dijo Tess solemnemente.
—¿De verdad?
—De verdad.
Tess soltó la cesta con cuidado para envolver a su hermana entre sus brazos. La
apretó con fuerza contra si un largo rato.
—Quédate.
—Bueno, ¿por qué no te quedas aquí mientras arreglas esas cosas importantes?
El castillo es lo suficientemente grande para todos —propuso Tess. —Así puedes ver
a Stephen mientras haces nuevos planes. Estoy segura que nos visitará con
frecuencia para estudiar este nuevo tema.
—Tú.
—Peach, conozco a Stephen desde hace ocho años. El tipo es imposible de callar.
—¡¿Por qué?!
—Porque le gustas.
—Ah, no, no caeré —dijo Tess, sacándola casi a rastras al solar. —No me vas a
poner a hacer una lista de tus dones. Son demasiados.
Tess se detuvo tan abruptamente que casi hace caer a Peaches. Le clavó una
mirada seria.
—¡No voy a ser su —se interrumpió, gorgoreando indignada. —No voy a ser su
cómo-sea-que-se-llame-eso-aquí ¡Ni siquiera me gusta!
—Mentirosa.
Peaches no pudo refutar eso, así que cerró la boca y se dejó arrastrar.
—¿En Inglaterra?
—¿Por qué?
Peaches decidió que sería de mal gusto empujar a su hermana al foso, después
de todo lo que había hecho por ella, así que la siguió a la arena, sentándose junto a
ella y evitando mirar el duelo que se llevaba a cabo allí.
Contempló las nubes, el terreno lodoso y el bosque seco que rodeaba el castillo,
pero el tintineo de espadas era sumamente llamativo, y finalmente tuvo que dirigir la
mirada a la pelea.
Tess se le acercó.
—No te gusta.
—Nope.
—No es tu tipo.
—En absoluto.
—Entiendo que disfruta de un buen filet mignon de vez en cuando.
—Tiene novias. Tres para ser exacta —le susurró a Tess luego de un rato.
—Mi queridísima Peaches ¿por qué no dejas que sea él quien decida?
Peaches le lanzó los brazos al cuello, apretándola hasta que chilló y luego huyó
apresuradamente.
Era terriblemente educado con ella, aunque esta vez se notó que no era por falta
de interés, sino por su carácter solícito. Se rio con John de cosas modernas que los
sorprendía a ambos, y luego cambió fácilmente el tema para interrogar a Tess sobre
su reunión con Terry Holmes, para entonces continuar sus discusiones en francés
normando.
Si la miró de vez en cuando, como para asegurarse de que estaba cómoda con el
cambio de idiomas repentino y las historias que narraba.
Ella le indicó que todo estaba bien. Se sintió halagada de que la considerara de
tal forma, pero se convenció de que solo era producto de su buena crianza. Su madre
de seguro se había encargado de educarlo de la mejor manera.
Aceptó, porque Tess la empujó hasta la puerta y habría sido de mala educación
dejarlo allí plantado. Así que se irguió, recordándose que era una mujer adulta y lo
acompañó.
Stephen se detuvo cerca del puente, notando la piedra allí, y se movió al otro
extremo. Peaches lo miró, sorprendida.
—¿Por qué nos detenemos?
—¿Regresarás a Seattle?
—No lo sé.
—Tess me comentó algo de que habías tenido un problema con tu empleo, pero
no me atreví a pedirle más detalles.
—¿Entonces cómo?
—Destrucción total, más bien. Tess mandó a mi mejor cliente a freír espárragos
y dicha cliente se encargó de quitarme a los demás.
—Sospecho que era mucho más que eso, pero no opinaré por falta de
conocimientos. —Tomó una pausa. —Pero me preguntaba si estarías dispuesta a
apartar un día o dos para hacer algo de beneficencia antes de retirarte a reconstruir
tu imperio.
—Nada de ese tipo —dijo, metiéndose las manos en los bolsillos. —Necesito
algo de ayuda con algo, y quería saber si estabas dispuesta a ayudarme.
—No, nada de eso. Es más bien algo de investigación. Me imagino que con tu
experiencia…
—Ese día estaba luchando por encontrar algo interesante que decir y terminé
ofendiéndote —le susurró, apenado. —Te pagaría por tu ayuda, por supuesto.
—Suena urgente.
—Los profesores debemos publicar escritos con frecuencia —explicó él. —Ese
tipo de cosas.
—Tengo problemas con la Visa —explicó. —John me está ayudando con eso.
Conoce a alguien.
—¿Puedo pensarlo?
Él asintió despacio.
—Fue una excusa para hablar contigo a solas —le respondió. —Vamos, querida,
antes de que te enfermes con este frío.
Querida. Había escuchado a John llamar a Tess así centenares de veces y siempre
le causaba ternura. Ahora sabía el efecto devastador que tenía el término salido de la
boca de algún de Piaget. Tuvo que aferrarse al brazo de él para mantenerse erguida.
—¿Darme qué?
Se sacó un zapato del bolsillo. El par del que había destrozado en la Inglaterra
medieval. Ella lo tomó, enmudecida por la sorpresa y lo miró.
Él le sonrió.
Peaches le devolvió el saludo, aunque lo que quería era correr tras él y echársele
encima.
Peaches entró, cerrando la puerta tras ella. ¿Trabajar para él? ¿Cómo su
asistente?
Era increíble. Tendría asiento de primera fila para ver cómo lidiaba con su círculo
de novias celosas, sus compañeros de la facultad. Lo vería prepararse para
desenvolverse en ese mundo al que pertenecía pero ella no conocía en lo absoluto.
Necesitaba una buena noche de descanso para recobrar el sentido y decirle que
no.
—¿Te dio un zapato? ¿En serio? —preguntó John al verla pasar por el pasillo.
—Bueno, pudo haber sido peor. Le pudo haber dado un anillo —dijo Tess,
echándose a reír.
Una buena noche de descanso, eso necesitaba para recobrar fuerzas y decirle
que no.
Era lo correcto.
Capítulo 18
Sí.
Después de todo, sus horarios eran bastante flexibles este semestre, dejándole
más tiempo del acostumbrando para quedarse leyendo en la oficina. El invitar a
Peaches a pasar tarde tras tarde en el mismo espacio que él era simplemente una
tortura. Si tuviese clases para entretenerse, las cosas serían más llevaderas.
Y cuando Peaches por fin llegó, adusta y seria, enfundada en uno de los
conjuntos que él le había comprado, seguramente pensando que sería lo apropiado
para ir a la oficina de un profesor, tuvo que aferrarse a la puerta para no caer de
rodillas y suplicarle que terminara su tormento de una vez y se casara con él.
—Estoy confundida.
—Desafortunadamente, sí —explicó él, —pero será más fácil ahora que estás
aquí para hacer todo mi trabajo por mí.
—¿Y si me equivoco?
—No lo harás.
—¿Si?
Tuvo dificultad iniciando su oración, hasta que por fin logró hablar:
—No son los libros lo que me molesta —admitió ella, mirándolo fijamente.
—¿Entonces qué?
—Creo que empezamos con mal pie —le dijo, con un suspiro tembloroso.
—¿Hoy?
—No, en general.
La miró, esa hermosa criatura etérea que se había dignado a iluminar su oficina y
se preguntó cómo responder sin hacerla huir. Respiró profundo.
Suspiró nuevamente.
También regresó a su asiento, apoyando los codos sobre las rodillas. Esa posición
le permitía estar más cerca de ella, lo cual lo complacía.
La estudió a la suave luz del fuego y de las luces incandescentes que se negaba a
apagar. Era tan hermosa como su hermana. Pero podía decir con franqueza que se
había dado cuenta cinco minutos después de conocerla, que Tess Alexander no era la
mujer para él, lo que no tenía nada que ver con su apariencia, personalidad,
inteligencia, que se dedicaran a lo mismo o que ya tuviera pasaporte europeo. No,
Tess estaba destinada a casarse con John de Piaget y él lo había sabido de inmediato,
incluso antes de conocerlo.
Peaches era harina de otro costal.
—¿Qué te llevó a elegir química como carrera? —le preguntó al darse cuenta
que tenía cinco minutos mirándola en silencio.
Ella suspiró.
—Sé que arreglar medias no es lo más glamoroso del mundo, pero por lo menos
podía ver la luz del sol todos los días.
A lo que estaba más que gustoso de permitirle continuar, para darse una
oportunidad de analizar lo que había escuchado y planear su segundo movimiento.
Pero al ir a tomar nuevamente su libro, se dio cuenta de que ella no había terminado
con su ronda de preguntas.
—¿Exactamente, qué quieres? —le volvió a preguntar. Señaló con un gesto toda
la oficina antes de continuar. —Esto no parece estar en la misma onda que el otro tú,
el que sabe usar una espada. Entonces también está el tú noble, al que no conozco
pero al parecer usa trajes caros, tiene un chofer y una limusina. Aparte de un
mayordomo, al que ya conozco.
Se dio cuenta que ella esperaba una respuesta y estaba realmente interesada en
lo que él tenía que decir.
—Estoy bastante satisfecho con mi vida —dijo. No pretendía revelar nada más.
Trató de volver a su lectura, pero cada minuto que pasaba sentado lo ponía más
ansioso.
Él parpadeó.
—¿Qué?
—Sé que me rescataste varias veces el fin de semana pasado. El vestido era
encantador.
—Esto también está genial —dijo ella, señalando el suéter que llevaba,
obviamente regalo de él. —Y los zapatos me quedan.
—¿De qué?
—De la ropa. Me dejaste pensar que había sido David Preston quién me ayudó.
Lo que necesitaba era una ducha fría, y no por las razones usuales. Necesitaba
algo que lo regresara a la realidad y le devolviera el sentido común.
—No creí que las aceptarías si sabías que había sido yo quien las había
comprado.
Asintió y atendió.
Y sería incapaz de hablar mal de otro solo por quedar mejor parado. Si Peaches
se enamoraba de él, quería que lo hiciera por sí misma, no a base de artimañas.
—¿A las siete? —preguntó ella. —Bueno, creo que estaré. Bueno, eso es verdad.
—Suspiró. —Estoy ayudando al Vizconde Haulton con una investigación. —Miró a
Stephen de soslayo. —Supongo que puedes pasar buscándome por su oficina, si
quieres. —Pausó. —Bien, te veré entonces.
Stephen hundió su nariz en su libro. Parecía lo mejor en ese momento.
Stephen le sonrió.
—¿De veras?
—Que encantador de su parte, por supuesto ¿sabes hasta que hora estarás
ocupada con él?
—¿Qué?
—Te buscaré un sitio cerca de la universidad. Así no tendrás que moverte tanto
de Sedgwick para acá —le explicó, buscando su teléfono.
Lo miró, seria.
—Es mi secretario.
A él se le borró la sonrisa.
—¿De veras?
—¿No te parece extraño que me estés vistiendo para salir con otro tipo? —le
preguntó, cruzada de brazos.
—Le diré a Humphreys que te elija algo feo para salir esta noche.
Peaches guardó silencio por un largo rato. Luego dejó el libro de lado y se
levantó.
—Te acompaño.
Ella se sorprendió.
—¿También corres?
—Solo cuando tiene una espada en la mano —dijo él, sacudiéndose las manos.
—En realidad empecé cuando estaba en Eton. Uno debe hacer lo que debe hacer
para compaginar con sus responsabilidades. —O huir de ellas, como había sido el
caso. —¿Trajiste tu ropa de trotar y los zapatos?
Veinte minutos después, a mitad de carrera, fue que Stephen cayó en cuenta de
que lidiaba con algo que no se esperaba. Peaches ni siquiera sudaba, mientras que él
ya casi no podía continuar.
—Estoy bien.
—¿Sí?
—Por lo menos.
—¿Un día libre? —preguntó él, fingiendo estar horrorizado. —Nada de eso.
Llevo implementos para que tomes notas y un termo lleno de gachas desabridas para
que comas.
—¿Crees que podríamos discutir eso luego? Me estoy congelando por completo
aquí parado en tu puerta.
Resopló, exasperado.
Se detuvo tan abruptamente en el lobby que casi deja caer sus panecillos.
Si algo sabía hacer John de Piaget era ser sumamente atractivo, con esa fibra de
chico malo. Chaquetas de cuero y autos rápidos. Al parecer era de familia.
—Ya veo.
—No, no lo harás.
—Sí lo haré.
—No creas que puedes intimidarme con ese francés antiguo —le dijo, tratando
de sonar como una profesora estricta. —Lo entiendo a la perfección.
Stephen sonrió.
—Creo que me caerá bien tu tía Edna.
—No lo hagas.
Lo miró, sorprendida.
—¿Por qué?
Deseó tener alguna respuesta inteligente, pero solo pudo observarlo, tratando
de tranquilizar su agitada respiración. Lo cierto era que aunque ella era una
excelente investigadora, seguro podría encontrar alguien más capacitado en la
universidad. Y no era ninguna tonta. No le había dado trabajo solo para darle algo en
que ocuparle o porque le tuviera lástima.
Pasó el resto del viaje al sur -y fue un viaje bastante largo- manteniendo una
animada conversación ligera. Estaba casi segura de que lo habían discutido todo,
desde la empobrecida escena culinaria de Londres, hasta el dinero que habían
ganado los padres de ella invirtiendo en algodón y cáñamo, pero no completamente.
Lo único que sabía era que todo su desprecio hacia Stephen de Piaget se
desmoronaba cada segundo que pasaba junto a él.
Además, en realidad -esto tuvo que repetírselo varias veces para creerlo- no le
gustaba. Sí, era guapo, pero era demasiado serio y estudioso. Vivía de llenar mentes
jóvenes de conocimiento y tradiciones antiguas, lo cual a ella la aburría. Estaría muy
feliz cuando pudiese dar su investigación por terminada y regresar a una vida sin él.
Para cuando Stephen estacionó su costoso auto y se bajó a abrirle la puerta, ella
estaba considerando salir corriendo. Apenas pudo salirse del auto, buscó la ruta de
salida más cercana, pero él, aún con una mano en la puerta abierta y la otra en el
techo del vehículo le impidió salir.
La miró, sorprendido.
Se dio cuenta de que estaba a punto de hacer el ridículo, pues era la única que
estaba pensando en otra cosa que no era tomar notas para la disertación medieval
de Stephen. Buscó algo inteligente que contestar.
—No podemos continuar sin ¡agua! Eso es, sin agua para beber. Por si nos da
sed.
—Me ocuparé de eso luego. Mientras tanto hablemos de perros pastores. —La
miró de soslayo. —O pastores en general.
Ella parpadeó.
—Compláceme.
Supuso que era mejor que golpearlo, así que le siguió la corriente.
—Lo único que se de los pastores y sus perros es que de seguro vuelven locas a
las ovejas con su fastidio.
—¿Por qué no simplemente me das una oportunidad y vemos que tal salen las
cosas?
—También.
—Esto no va a funcionar.
—¿Estás segura?
Le regaló una de esas sonrisas a las que se estaba haciendo adicta rápidamente y
la guio calle arriba.
Él se echó a reír.
Dieron unos pasos más antes de que ella por fin se atreviera a preguntar.
—¿Por qué?
—Esa no es respuesta.
La miró y su expresión iba realmente mucho mejor con la chaqueta de cuero que
con sus trajes de tweed. La apartó de la acera a una esquina tranquila. Peaches creyó
que iba a continuar hablando de perros pastores o quizás le iba a dar una lista de
cómo la compañía de una yanqui era mucho mejor a la de su trío de debutantes. Una
de ellas había arruinado un libro muy caro, después de todo.
Pero no hizo eso. En su lugar, acunó el rostro de ella entre sus manos, se inclinó
y la besó.
Peaches estaba tan sorprendida que sus rodillas cedieron. Stephen la sujetó por
la cintura, apretándola contra él mientras la besaba nuevamente. Ella se aferró a sus
brazos para mantenerse de pie.
Ella se estremeció.
—Stephen…
La acalló con otro avasallante beso. Peaches le echó los brazos al cuello, pues
parecía lo más apropiado. Eso y, a pesar de haber besado a una buena cantidad de
hombres antes que a él, ninguno le había hecho temblar las rodillas de esa manera.
La señora Yeats los fulminó a gusto con la mirada, para luego proseguir su
camino. Peaches se le habría quedado mirando boquiabierta, pero estaba muy
ocupada mirando boquiabierta a Stephen. Él solo le sonrió, acabando con el poco
sentido común que le quedaba.
—Cosas de nobles —dijo, riéndose.
Todo eso era imposible. Ella era una don nadie y él tenía tres nombres de pila.
Ella era de baja casta. Él, el heredero del castillo más hermoso en la costa norte de
Inglaterra. Ella era vegana. Él de seguro tenía vacas enteras guardadas en el
congelador.
—Espero que tengan algo apto para consumo humano —murmuró él entre
dientes.
Pero lo dijo con una sonrisa, y caminó junto a ella al cruce de peatones. Le
compró un batido verde y pidió uno para él, con extra de fruta para disimular el
sabor a campo primaveral. Eructó disimuladamente al salir del bar.
Ella temía por su corazón, pero no dijo nada. Se limitó a seguirlo, solicita, a
donde fuera que la llevara.
***
El día fue mágico, en verdad. Pasearon por las calles, fueron a una exhibición
sobre Jane Austen, entraron de incógnito en una de las propiedades del National
Trust en el Royal Crescent, y evitaron ir al sector comercial como si del mismísimo
infierno se tratarse. Peaches estuvo realmente feliz cuando, al finalizar la tarde,
entraron a un bar-restaurant bastante encantador, elegido por Stephen, donde
servían una amplia gama de opciones libres de carne.
Stephen ordenó un plato de papas y vegetales salteados para ella y una taza de
estofado de carne para él. Al sentarse, se aseguró que los pies de ella quedaran
atrapados entre los de él.
—Cierto.
—¿Entonces?
—Desde hace como ochocientos años —dijo él, orgulloso. —Al parecer le
funcionó de maravilla a mis parientes. Lo sé porque los conozco.
—Debe ser extraño conocer a varios de los hijos del hombre que construyó tu
hogar ancestral y empezó tu línea familiar.
—La palabra extraño se queda corta —confesó él, con una sonrisa torcida. —Me
hace estar mucho más pendiente de que el lugar no se desplome durante mi
regencia.
Peaches se estremeció al recordar eso. Había estado evitando pensar en eso que
había rumiado durante todo el camino a Bath. La lista de razones se le había olvidado
casi por completo luego de que Stephen la besara, pero al parecer no había forma de
dejarlo atrás.
—Peaches…
Se dio cuenta de que le estaba prestando más atención a Irene que a David,
quien le había rodeado los hombros con un brazo y le hablaba sin detenerse. Se
apartó de él, con el ceño fruncido, pero él no pareció darse cuenta.
—¿Mediodía?
—Mañana —se le acercó con una sonrisa conspiradora. —Para ir a almorzar, si
es que no se nos ocurre algo más interesante. Claro, eso dejaría a Irene sola, pero
Stephen se encargará de eso ¿verdad, Haulton?
—Por supuesto —el tono de Stephen era terriblemente sombrío, pero su rostro
no revelaba nada. —A donde tú quieras, Irene.
—Es una verdadera lástima que no se pueda —respondió Stephen, —ya que la
señorita Alexander está en Cambridge, asistiéndome con una importante
investigación. —Le dirigió una sosa mirada a David. —No querría ponerte a pelear
con el tráfico, viejo.
Pasaron una hora miserable. David no parecía ser capaz de dejar de tocarla, y
ella no parecía poder convencerlo de detenerse de una manera educada. No sabía
que era más insoportable: David o ver como Irene se aferraba a Stephen.
Se sintió muy aliviada cuando por fin pudieron escapar al auto de Stephen, de
regreso a Cambridge, pero no sabía porque. Stephen se había mantenido en silencio.
Ella no quería saber en qué pensaba.
—A ninguna de las dos —admitió, juntando las manos sobre su regazo. —No me
di cuenta de que le había dicho que si almorzaría con él mañana, pero no se me
ocurrió otra respuesta. Creo que no hay razón de peso para negarme.
Peaches estaba segura de que no había modo de estar más incómoda. Quería
huir, pero el clima se había puesto en su contra y el tráfico no amainaba, así que se
quedó quieta, escuchando la estación de radio que Stephen había elegido luego de
tratar de contener varios bostezos y deseando estar en cualquier otro lugar. No
estaba segura de donde había salido el beso que había compartido antes, ni a donde
se había ido toda la plática de guía.
Se abrazaron mutuamente, sin darse cuenta que ninguno quería dejar ir al otro.
Ella tenía miedo de asustarlo con sus ansias de no soltarlo.
De una cosa si estaba segura: los cuentos de hadas eran una mentira.
Capítulo 20
Stephen regresó rápidamente a su oficina. Tenía que admitir que la única parte
de detestaba de su trabajo como profesor eran las reuniones. No había nada peor
que verse encerrado en una habitación con otro montón de profesores que solo se
preocupaban por detalles nimios que a él no le interesaban.
David Preston ya le caía mal desde antes. Participar junto al buen duque en
varias organizaciones benéficas le había dado bastantes oportunidades de presenciar
la abismal falta de principios del mismo.
Stephen supuso que eso no había afectado socialmente a Peaches solo porque
era hermana de la Condesa de Sedgwick, un hecho que también había hecho saber.
Nadie se había atrevido a decirle nada, pero raramente era contradicho, pues nadie
salía ileso luego de meterse con el inescrupuloso duque.
Stephen podía decir sinceramente que David jamás había logrado tocarlo.
Suponía que era gracias a que su madre era un parangón de virtudes, que no había
hecho nada loco en su juventud que pudieran usar ahora en su contra y a que su
padre siempre se había preciado de ser escrupulosamente honesto en todo lo que
hacía. David podía insultarlo todo lo que quisiera, pero eran solo palabras. Él estaba
seguro de quién era.
—Solo estaba ansioso de ver qué cosas nuevas has descubierto para mí.
—Combina mejor así con esta falda discreta y el suéter. —le sonrió, pero no le
duró mucho. —Tengo que irme.
—¿Ya es hora del almorzar con el gallardo y encantador Duque de Kenneworth?
—preguntó Stephen, con un tono jovial que realmente no sentía.
—Al parecer.
—La pasarás bien. No te apresures, todo estará aquí para cuando regreses.
—Me queda perfecta —le espetó, algo molesta. —Solo creo que es de mal gusto
salir con un hombre usando la ropa que te regaló otro.
Peaches lo fulminó con la mirada, agarrando su bolso para salir, una cosita
encantadora que Humphreys le había elegido para tal ocasión. Stephen se levantó,
encontrándose cara a cara con ella.
—Te compré algunas cosas solo porque no quería que regresaras a Sedgwick —
le admitió.
—Eso también.
Stephen la vio salir, y justo después de que ella cerrara la puerta, estalló en un
torbellino de juramentos y palabrotas, casi todas dirigidas al Duque de Kenneworth.
Eso lo hizo sentir mejor por un rato, pero no cambiaba el hecho de que David
estaba disfrutando de la compañía de Peaches y él no.
—¿Te hizo daño? —le preguntó antes de poder contenerse. Se dio cuenta que la
ira lo consumía.
Peaches lo miró.
—Me sentiría mejor si pasaras un par de días bajo la supervisión de Ian MacLeod
—aseveró él. —¿Fue maleducado?
—Y que lo digas. Aunque debería estar más preocupado por tu estado físico,
primero quiero saber cómo está tu corazón.
Ella lo soltó.
Él ignoró la pregunta.
—¿Estabas enamorada de David Preston?
—Eso fue bastante sentimental de su parte, Lord Haulton —respondió ella con
severidad, —y sin mencionar, indiscreto.
Él se mesó el cabello.
—¿Y qué me dejes en cama como la vez pasada? —resopló él. —No lo creo.
—Al principio me sentí halagada por toda la atención, y creí que podría terminar
en cuento de hadas. —Se encogió de hombros, pero él pudo notar que era algo
delicado. —Es la pura verdad, y no sé cómo hice para confesártelo. Deben ser las
medias que me cortan la circulación.
Él le sonrió.
—Eso me dejaría corriendo tras de ti. Eso sería mucho peor. —Stephen se
enderezó, prometiéndose entrenar más seguido, y la miró. Por lo menos jadeaba
ligeramente esta vez. —Una sola vez.
Se limpió el sudor con el antebrazo, rezando para que su sentido común volviera
a él.
—Vámonos.
—¿Eso es todo?
—Sí, es todo.
—Tú… tú… —balbuceó ella, fulminándolo con la mirada. —Yo te confieso uno de
mis secretos ¿y me quieres venir a pagar con eso?
Stephen se echó a reír, porque ella estaba allí con él, no con David Preston y se
mostraba lo suficientemente interesada como para ponerle epítetos.
—Una cena en tu casa y luego pasaremos toda la noche leyendo los Cuentos de
Canterbury —le espetó ella. —En el idioma original, por favor.
Él parpadeó.
Ella le alejó.
—Vámonos, chico.
***
Varias horas después, estaba sentado frente a la chimenea de su estudio,
leyendo pacientemente la obra maestra de Chaucer, doloridamente consciente de la
hermosa mujer a su lado, escuchándolo con atención.
Luego de un rato, abrió los ojos para ver su reacción. No lo estaba pateando
repetidamente, así que algo estaría haciendo bien. Le pasó una mano por la nuca y
profundizó el beso.
—¿Sobre qué?
—No todavía.
—Entonces estás enamorado de esta chica —dijo, despacio, —no sabes que
puede pasar con ella, ¿y aun así estás aquí conmigo?
—Gracias.
—Me imagino que te darás cuenta del porqué tarde o temprano —respondió él,
inclinándose para besarla nuevamente.
—¿Por qué?
Pudo ver en sus ojos el momento exacto en el que ella se dio cuenta de lo que
trataba de decirle.
—No son idioteces —le respondió ella. —No estoy dispuesta a ser una
aventurilla. Y sí, sé que David Preston solo me quería para eso.
—¡Vete al demonio!
Se dio cuenta de que divagaba, pero Peaches Alexander tenía ese efecto en él.
No lo dejaba pensar bien. Se levantó, abrazándola con delicadeza. Temblara, pero no
era por el frío. Después de todo, tenía el bonito suéter de cachemira que le había
elegido Humphreys.
Cuando por fin se calmó, decidió enfrentarse a aquello que no quería oír, quizás
ella no lo amara en absoluto.
—¿Crees que algún día —pausó un momento para evitar que le temblara la voz
—podrías dejar de detestarme?
—Nunca te he detestado.
—¿Entonces me odias?
—Stephen, eres, y no puedo creer que tenga que recordártelo tan seguido, el
futuro Conde de Artane. No puedes salir con una yanqui.
—¿Me estás pidiendo que me case contigo? —preguntó ella, cuando pudo
volver a cerrar la boca.
—Stephen…
—¿Una semana?
Ella asintió.
—Por supuesto.
—Tonterías.
—Es porque me dejas sin aliento —admitió él. —Tenía miedo de meter la pata,
lo que terminé haciendo igual. He intentado congraciarme contigo desde entonces.
Stephen se le fue el ánimo al piso. Le hizo señas de que contestara sin comentar
nada, pues no tenía nada bueno que decir. Ella frunció el ceño, pero contestó igual.
Stephen trató de no espiar, pero había mucho silencio en casa y él tenía buen
oído. Lo consoló escuchar que ella no estaba muy entusiasmada de hablar con David.
—¿Mañana en la noche? —dijo Peaches. —No estoy segura de donde queda
Chattam Hall. Oh, en Londres. Ya veo.
Stephen se mesó los cabellos. Chattam Hall le pertenecía a su abuela por parte
de madre, la cual hacía reuniones importantes todos los sábados. Se le había
olvidado que este fin de semana habría una reunión especial, aunque, en su defensa,
había estado bastante ocupado. En el pasado, esas reuniones consistían mayormente
de parlotear con políticos importantes y bailar bajo la férrea supervisión de su abuela
con todas las mejores solteras disponibles. Por lo menos esta vez no tendría que
lidiar con Victoria, pero aún sin ella en la ecuación, no era la mejor situación para
presentar a Peaches antes su abuela.
Pero la única manera de que la dejara ir con el baboso de David Preston era por
encima de su frío y yerto cadáver.
—¿La abuela de Lord Haulton? No, no conocía ese parentesco. No sé si estará allí
o no.
Peaches lo ignoró.
—En realidad, puedes hacer mucho más que salir conmigo, pero debo admitir
que hay que planear alguna forma de que mi abuela no se entere de que no tuvo
nada que ver en cuando a mi relación contigo. —Quizás estaba subestimando la
potencial ira de su abuela, pero no había razón de preocuparse antes de tiempo.
Como le había indicado antes a Peaches, él tenía la potestad de elegir su propio
camino. Que otros concordaran con él o no, era algo que no podía controlar. Suspiró.
—Supongo que puedo dejar que Kenneworth te lleve si crees poder soportarlo. Me
aseguraré de que John y Tess estén presentes para llevarte de vuelta a casa. —Le
clavó una mirada bastante elocuente. —Primera y última vez, Peaches.
—Te guiaré, si me lo permites —dijo él. —Peaches, si estoy yendo muy de prisa o
empujándote en una dirección que no te agrada, dímelo y…
—Lo intentaré —dijo, tratando de sonar tan educado como ella, pero fallando
miserablemente.
—¿De veras?
—Es una locura —resopló ella. —No puedes casarte con una yanqui.
—A mi hermano le funcionó.
—Él no es el heredero.
—Ya veremos si mi padre tiene algo que objetar, lo cual no creo. Entonces, si
aún tienes dudas, podemos escabullirnos por una de esas estúpidas puertas para ir a
pedirle su bendición al mismísimo Rhys o a Robin de Piaget ¿estarás satisfecha
entonces?
—No deberías decir tantas palabrotas —le espetó con una sonrisa.
Stephen puso los ojos en blanco, pero aprovechó el tenerla tan cerca para
dedicarse a algo más constructivo que soltar palabrotas.
Por lo menos eso lo mantendría contento mientras soportaba ver como David
Preston trataba estúpidamente de conquistarla en un lugar donde no podía
simplemente sacarlo al patio por el pescuezo y dispararle.
Capítulo 21
Peaches bostezó mientras esperaba a que David encendiera el auto para llevarla
a Chattam Hall, hogar de la anfitriona más ilustre de todo Londres, quien por
casualidad resultaba ser la abuela de Stephen.
Louise Heydon-Brooke era, según lo que había escuchado Peaches, la abuela por
parte de madre de Stephen, lo que significaba que su única conexión a Artane era su
hija, esposa del Conde. Era baronesa por derecho propio, lo que significaba solo otro
futuro título para Stephen.
Ese fue el momento en el que se rindió y se dejó llevar por él. Tenía que admitir
que se debía a la nota que le había entregado la dependienta apenas cruzó la puerta
de la tienda. Estaba algo asustada: había muy pocas cosas exhibidas y todo mundo
sabía que mientras menos hubiese en la vitrina, más caro era el lugar. Decidió
serenarse y abrir la nota.
No quiero ni imaginarme los golpes indebidos que le has dado a tu tarjeta hasta
ahora, así que permíteme contribuir con esto a tu noche.
SdP.
Peaches se había dado una ducha relajante y luego se había limitado a dejarse
cortar, pulir y pintar mientras bebía a sorbitos su batido verde. Luego de ser
adornada con varias piezas que parecían pertenecer a una caja fuerte, fue revisada
una última vez, considerada adecuada -por Edwina, naturalmente- y enviada
escaleras abajo para ser escoltada a la reunión.
Lamentaba mucho haber sido parte de esa burla, aunque no hubiese estado
consciente al momento.
Chattam Hall no era tan grande como el palacio de Kensington, pero si era más
grande de lo que esperaba. No le extrañaba que la abuela de Stephen lo vigilara tan
férreamente. De seguro adoraba el lugar y deseaba asegurarse de que la esposa de
Stephen lo cuidaría tan bien como ella misma.
Eso no pintaba bien para ella, pero el solo pensar que Stephen creyera que
podrían tener algo más que lo que ya tenían -sea lo que fuere- era bueno.
Entonces recordó que eso no le había funcionado tan bien la última vez que tuvo
que lidiar con él, así que lo soportó lo mejor que pudo.
Creía estarlo haciendo bien, hasta que vio a Stephen, de pie junto a una anciana
que solo podía tratarse de su abuela, Lady Chattam. La miraba con esa sonrisa
educada que utilizaba antes a menudo.
—Es correcto, mi lady —Peaches se contuvo las ganas de hacer una reverencia.
—Es cierto —admitió Peaches, sin atreverse a mirar a Stephen. Notó que él
extendía su mano hacia ella, pero Lady Chattam intervino, separándolos.
—Obviamente no.
—Creo que llevamos mucho tiempo sin conversar ¿no crees? —Peaches sonrió
débilmente.
—Ciertamente —suspiró Tess, —pero creo que es hora de hablar. Dos de las
novias de Stephen están aquí e Irene Preston se está afilando los colmillos. No sé si
su prima Andrea forme parte del plan también.
—No las culpo —admitió Peaches, jugueteando con su collar de diamantes. —Él
tiene un gusto excelente.
—Lo cual deberíamos discutir en otro momento —susurró John. —Se acerca su
Excelencia.
—Te ves preciosa —dijo Stephen, usando su vaso de agua como tapadera.
—Gracias.
—Creo, mi Lord Haulton —le murmuró en voz baja, —que está usted a punto de
meterse en problemas.
—Pero tus novias sí. Una de ellas ya sospecha que algo pasa. —Peaches le sonrió
educadamente. —La rubia me ha estado fulminando toda la velada. Y ni hablar de
Irene Preston.
Él le sonrió. Esa sonrisita educada que había visto tantas veces antes de meterse
en el embrollo de la Inglaterra medieval y que su vida perdiera sentido. Ahora
entendía que no significaba que él la odiara, más bien lo contrario.
—Tienes que dejar de hacerme esto en público —le dijo, parpadeando para
evitar que se le aguaran los ojos. —Nos vas a meter en problemas. Y sí, estoy segura
de que te considerará apropiado.
La manera en que le sonrió entonces la hizo sentirse aliviada de estar sentada.
Sospechó que la abuela no se había levantado a averiguar que pasaba porque estaba
distraída y no se había dado cuenta. Luego de asegurarse de que Lady Louise
estuviese aún entretenida con otros huéspedes, se permitió una agradable
conversación con un robusto señor a su izquierda, quien resultó ser un magnifico
jardinero. Logró tener una buena conversación con él, a pesar de tener la distracción
constante del codo de Stephen contra el suyo, o su pierna cerca de la de ella.
Lo único que la salvó de ese terrible destino fue que Lady Louise había traído una
orquesta especializada en música clásica, así que, luego de trastabillar un par de
canciones, David se rindió y la guio a la mesa del ponche. No había notado lo mal
bailarín que era en Kenneworth House.
—Preston, viejo amigo —dijo una elegante voz tras ellos, —¿no crees que es
hora de que le des la oportunidad a otro?
Se voltearon para encontrarse cara a cara con John de Piaget, quien se veía
terroríficamente letal, a pesar de sus finas ropas.
—Cierto, pero el de mi esposa sí, y estoy más que contento con eso. Ahora deja
a mi cuñada en paz y anda a molestar a otro con tus tonterías.
—¿Cómo te atreves? —preguntó David, inflándose de autosuficiencia.
Peaches no era de las que se asustaba con facilidad, pero no pudo negar que el
tono de voz de David era amenazante. Caminó con John hacia el centro de la pista de
baile.
—¿Qué opinas? —le preguntó, usando ese francés antiguo que de seguro pocos
entenderían en esa reunión.
—Estoy muy feliz de que mi abuela me forzara a tomar clases de baile y de arpa
de niño —respondió él, complacido. —Y tu acento es impecable. Mantendrás a cierto
muchacho que se interesa en estas cosas muy complacido.
—No era eso a lo que me refería, pero ciertamente bailas muy bien.
—De seguro aún trata de averiguar por qué me parezco tanto a su sobrino.
—Lo está ciertamente, aunque me pidió que dejara mis armas en el auto.
—¿Y lo hiciste?
Él se limitó a sonreír, lo que le sacó otra sonrisa a Peaches. Era bueno saber que
tanto John como Stephen estaban preparados para blandir algo más que su extrema
guapura, de ser necesario.
—Con los primos —susurró Peaches. —No estoy preparada para lidiar con la
abuela de momento, y no pienso interponerme entre las novias del infierno y su
presa.
—Me parece que es lo más sabio. Te dejaré con los muchachos Chattam
entonces, hasta que las depredadoras de Stephen se cansen de perseguirlo.
Peaches no dijo nada, pero sospechaba que Stephen se cansaría antes que
alguna de ellas. John la dejó en manos de uno de los nietos menores de Lady
Chattam, un encantador y guapo jovencito que resultó ser un excelente bailarín,
aunque su conversación se limitó a su salud y al clima.
***
Era ya casi media noche y Peaches se encontraba tomando ponche en compañía
de Tess y John. David había desaparecido misericordiosamente una hora antes. Tenía
que admitir que la había pasado bien bailando con los primos de Stephen. Llegó a
bailar una pieza con su hermano Gideon, quien la trataba como si ya formara parte
de la familia. También había tenido la oportunidad de sostener una agradable
conversación con Megan, la esposa de Gideon, y el tener a Tess cerca la ayudaba a
mantenerse centrada. Todo iba bien, a pesar de tener que pretender no sentir nada
por Stephen.
—No lo creo —contestó él, tendiéndole la mano. —¿Me concede esta pieza?
Ella le tomó la mano.
—¿Seguro?
—Absolutamente.
—Gracias —le contestó, con una sonrisa. —Aunque debo admitir que tus primos
fueron muy educados y encantadores.
Él frunció el ceño.
—¿Callos?
—Creo que nadie se dará cuenta si te recompenso por ese comentario cuando el
reloj de las doce —le comentó, con una sonrisa aliviada.
Ella se echó a reír, más que todo porque estaba entre sus brazos y en ese
momento todo parecía perfecto.
Entonces el reloj dio las doce. Y las cosas dieron un vuelco inesperado.
Capítulo 22
Supuso que era mejor que la intensa irritación que había sentido al ser
interrumpido mientras trataba de besar a Peaches justo a medianoche. Un paje de su
abuela le había avisado que lo solicitaban en la biblioteca. Había llegado, listo para
decirle a su abuela exactamente lo que pensaba sobre meterse en su vida amorosa,
pero al parecer no era eso por lo que lo solicitaban.
—¿De qué demonios estás hablando? —Stephen no solía perder los estribos,
pero estaba a centímetros de descargar toda su ira sobre David: una cosa era ser
molestado por él y la víbora de su hermana en público, y otra muy distinta era tener
que soportarlo en su propio hogar.
—Porque luego de que escuche lo que tengo que decir —explicó David, —se
dará cuenta que no tiene el dinero suficiente para hacer este tipo de cosas todos los
fines de semana.
—No estoy seguro de que David conozca otra manera de comportarse, Abuela
—intervino Stephen, —pero quizás tenga una divertida anécdota que compartir. —
Fulminándolo con la mirada, agregó, —Espero que sea lo suficientemente divertida
para justificar todo esto.
David señaló la puerta. Al dirigir la mirada hacia allá, notó que Irene y Andrea
acababan de entrar. Parecían no estar muy convencidas de querer estar allí.
—Si te callas la boca y me dejas hablar, seré breve —los ojos de David brillaron
desagradablemente. —Estoy aquí para darte la oportunidad de salvar todas tus
propiedades y el buen nombre de tu familia.
Stephen no se había dado cuenta de que su abuela estaba junto a él hasta que
sintió sus dedos atenazándole el brazo de tal manera que lo hizo estremecerse.
—A eso voy —la expresión de David cambió por completo, dejando ver todo el
odio que sentía, —y me dirigiré directamente a ti. No entiendo exactamente porqué,
pero mi prima Andrea te quiere.
—¿Qué?
Lady Louise hizo un ruido de impaciencia.
—Más temprano que tarde descubrirán que Andrea obtendrá lo que quiere a
pesar de todo —dijo mirándola por encima del hombro. —Andrea, ven a compartir lo
que descubriste.
Stephen vio como Irene empujaba a Andrea de tal manera que la chica habría
caído al suelo, de no ser porque él intervino, atrapándola a tiempo.
—No deberías pensar —le espetó David, agarrándola por el hombro. —Yo
continuaré por ti, Andrea, ya que parece ser algo terriblemente difícil. Verás, lo que
Andrea consiguió entre los papeles de su padre le pertenecía en realidad a uno de
mis ancestros. —Clavó la mirada en Stephen, —¿No te da curiosidad saber qué es?
—Lo cual no me sorprende —lo interrumpió Lady Louise. —Lo que si me llama la
atención es que todavía tengas casa, a pesar de lo derrochador que era tu padre.
—Y tú también lo eres —le espetó Lady Louise, —pues pasas tanto tiempo como
él apostando.
—Afortunadamente para mí —el tono de David era frío, —soy un poco más
inteligente e investigo por mi cuenta, en lugar de depender del trabajo de los demás.
Creo que esa es tu experticia, ¿no, Haulton?
—Yo creo que eres un idiota —replicó Stephen, —pero supongo que ese no es el
punto.
Stephen resopló.
—Bien. Alguien hizo bien su trabajo y David se enteró de ese juego de azar.
Entonces decidió que significaba algo para él.
—Si no te callas…
—Sí, por favor —agregó Gideon, arrastrando las palabras. —¿Las escrituras de
una mina en África, quizás?
—No —replicó David, sin quitar los ojos de Stephen. —Una Escritura de
Reclamación, pertinente a Artane y todo lo que conlleva.
David sonrió.
—En realidad sí te creo tan estúpido —dijo Stephen. —Ninguno de mis ancestros
sería tan estúpido como para apostar Artane.
—No.
—Déjame ver si lo entiendo —Lady Louise apartó a Stephen del medio. —Tienes
las agallas de venir a mi casa, ¿para decirme que un ancestro tuyo le quitó su casa al
padre de mi nieto en un juego de azar?
—Estoy seguro de que fue un juego limpio. Y si, Artane fue colocado como
colateral y lo perdieron.
—Sí, sí lo soy.
David sonrió.
—Lo que quiero, abuelita, es que tu nieto venda todo lo que posee y compre mi
silencio. Si no están dispuestos a vender sus posesiones, me quedaré con Artane. Y
una vez que me encargue que todos los periódicos se enteren del escándalo de sus
parientes apostadores, usted, Lady Louise, no podrá llevar a cabo nunca más este
tipo de veladas. Mi hermana por fin ocupará su lugar como la mejor anfitriona de
Londres.
—Y tú tendrás algo más que perder en los juegos de cartas, ¿no? —dijo Stephen,
suprimiendo un bostezo. —Deberías buscar ayuda profesional, Kenneworth. Hay
tratamientos para esa adicción.
—Tienes setenta y dos horas para venderlo todo —David temblaba de ira. —
Mándame pruebas de que estás recolectando el dinero o hablaré con la prensa.
David se sacó algo del bolsillo, un sobre de papel, y lo lanzó a los pies de Stephen
antes de retirarse, seguido de Irene y Andrea. Stephen lo vio irse, estupefacto por las
noticias. Apartó los brazos de su abuela y hermano.
—Necesito un trago —suspiró Lady Louise. —Megan, querida ¿serías tan amable
de prepararme un whisky con soda? Con poca soda, por favor.
Stephen ayudó a su abuela a sentarse. Entonces recogió el sobre del piso, y fue a
apoyarse contra una de las bibliotecas, tomando la mano de Peaches en el camino.
La miró antes de abrir el sobre. Dentro, había una foto de un documento viejo.
—Stephen…
—No me importa lo que nadie piense —le dijo, —solo no me sueltes por los
próximos cinco minutos o si no me voy a caer de culo.
—No.
—Vamos a casa —le murmuró. —Y esta vez puedes leer a Chaucer tú en voz alta.
—Entonces elije otra cosa —suspiró él. —Algo que te guste. Humphreys tiene
una copia de Wodehouse en la biblioteca, y también varias novelas románticas sobre
viajes en el tiempo.
Stephen suspiró profundamente. Tendría que hablar con Geoff Segrave primero,
luego encontrar un maldito historiador -y conocía varios- que no fuese chismoso para
verificar la autenticidad del papel. Entonces iría a correr, para tratar de huir del
hecho de que ese papel, cuya foto Peaches le estaba mostrando a John en ese
momento, parecía, a todas luces, verídico.
Era una locura, pero él ya había estado en la Inglaterra medieval una vez y había
sobrevivido.
Y exactamente cuándo.
Capítulo 23
—¿Qué se te diga lo que tienes que hacer? Me parece que no. Te casarás,
muchacho, y te casarás con la que yo elija para ti. Será una muchacha con dinero y
títulos, es la única manera de salvar Artane.
—No.
—Es tu deber, Haulton —Lady Louise habló con una severidad tal que incluso
Peaches se estremeció. —Y no seguirás evitándolo como has venido haciéndolo
durante ya una década.
—Es completamente ridículo —dijo Stephen. —Con todo el respeto que merece,
Abuela, no aceptaré un matrimonio obligado, ni aunque la elijas tú.
—Lo harás —el tono de Lady Louise era tajante, —o no verás ni un maldito
centavo de mi dinero.
Peaches trató de huir antes de ser descubierta, pero no pudo. Stephen parecía
haber completado un maratón y estar considerando vomitar. La agarró de la mano,
llevándola a otra parte.
—No deberías —le dijo, apartándose de él. La miró con tormentosos ojos grises.
—Pero ella si quería que escucharas —dijo él, molesto. Volvió a tomarla de la
mano y la apretó contra él. —Nos vamos a casa.
Se volvió tan abruptamente que casi la hace caer. Luego de atajarla, la tomó de
las manos, mirándola a los ojos.
Peaches sacudió la cabeza, pues se echaría a llorar si abría la boca. Y ella jamás
lloraba. Ignoró que había estado llorando por un momento la noche pasada en la
biblioteca de él.
—Ella es matriarca de una antigua línea, pero lo entenderá al final. Con respecto
al otro —le rodeó los hombros con un brazo, guiándola por el pasillo. —No, no le
dispararé, aunque me siento tentado. Se necesitará dinero, y mucho.
—¿Le crees?
Él suspiró amargamente.
Se detuvo con él para despedirse del resto del grupo, quienes aún estaban en la
biblioteca. Entonces le permitió escoltarla hasta el auto.
Él la miró.
—Peaches, querida, haría falta algo mucho peor que esto para hacerme cambiar
de opinión.
La sonrisa de ella fue más amplia esta vez, pues él era sumamente encantador.
Él se echó a reír.
—Oh ¿hace mucho frío en esos antiguos aposentos donde se ve forzado a llevar
a cabo su labor?
—Le arranqué, bueno, te iba a decir que le arranqué la etiqueta al vestido para
no poder devolverlo, pero descubrí que no tenía ninguna, lo que es bastante
aterrador. De todas formas no creo estar segura de poder recuperar el dinero. Tiene
una mancha de sorbete en el dobladillo.
Él se encogió de hombros.
—No bebo.
La miró, preocupado.
—¿Te importa?
—¿Y a ti?
—Ni un poquito.
Peaches arqueó las cejas. No le importaba lo que otros pensaran de ella, pero
solo porque se conocía, sabía cómo tratar a otros y a donde se dirigía. Comentarios
sobre sus decisiones o sobre el camino que eligiera no la molestaban. Pero suponía
que eso cambiaría si entrelazaba su destino con el de Stephen.
—¿Qué pasa?
Él le acarició la mejilla.
—Pensaba terminar ese asunto que nos quedó pendiente a media noche.
Ella se rio.
—¿A pesar de todo lo que ha pasado hoy, aun solo piensas en besarme?
—Pienso en ello, sueño con ello y planeo hacerlo —respondió él, inclinándose.
***
Se despertó, confusa. Fue entonces que se dio cuenta de que se había quedado
dormida en el sofá de la biblioteca. En defensa propia, estaba agotada y Stephen no
dejaba de revisar libro tras libro. El fuego seguía chispeando alegremente.
—¿A clase?
Humphreys vaciló.
No estaba segura de poder comer nada, pero vio a Humphreys sacar varias cosas
verdes de la nevera y echarlas en un exprimidor de jugos que no había notado antes.
Habría sonreído al notarlo, pero estaba muy ocupada abriendo la nota y leyéndola.
Te amo,
Stephen.
—¿Qué tipo de disfraz necesitamos? —la miró por encima del hombro.
Él la miró, horrorizado.
—¿Para qué viajar en tren, señorita, cuando puede viajar más cómoda y
rápidamente?
Stephen se detuvo justo fuera del muro del castillo de su padre, contemplando
el castillo moderno que se alzaba ante él.
Suspiró. No era la primera vez que lo veía, imponente frente a él, pero sentía
como si fuese la última.
Para ser honesto, al principio no le había creído nada a los que habían viajado en
el tiempo.
Por lo menos hasta que conoció a Kendrick de Piaget, su tío, quien, aunque no
era propiamente un viajero del tiempo había tenido un viaje sumamente interesante.
Kendrick se parecía mucho a Gideon, pero eso de seguro era una coincidencia. No
había pasado tanto tiempo con su tío, así que no conocía mucho su historia.
Entonces tuvo el placer de conocer a Zachary Smith y a John de Piaget, solo con
un año de diferencia. El escuchar las historias de Zachary había sido impresionante,
pero el escuchar el perfecto francés normando de su esposa Mary -tía de Stephen- lo
había dejado sin habla. Zachary también lo dominaba a la perfección. Y John de
Piaget y él podrían ser gemelos, de no ser por la diferencia de edad.
Ya había hablado bastante con Zachary durante el rescate de Peaches, así que ya
no tenía más preguntas que hacerle. Ahora que tenía experiencia propia con las
puertas del tiempo, creía tener una buena idea de lo que le esperaba.
De este lado, el presente, las cosas estaban mal. No quería creerlo, pero no
había forma de negarlo. David Preston, el canalla Duque de Kenneworth, tenía en su
poder las escrituras de Artane, Haulton, Blythewood e Etham. Su abogado, el sagaz
Geoff Segrave, no creía que incluyese los objetos en su interior, pero eso no
importaba.
Artane era invaluable, no solo por la historia del lugar, ni los recuerdos que
contenía. Stephen pensaba que aun vendiendo todos los objetos valiosos de la
familia entera, no lograría reunir la cantidad necesaria para salvarlo. Era
simplemente imposible.
Fue entonces cuando empezó a meditar sobre la idea que se le había ocurrido en
Chattam Hall.
Dejó a Peaches dormida y manejó como un poseso hasta Artane, donde escribió
la nota a su madre y se deslizó fuera del castillo antes del amanecer, caminando por
el bosque hasta donde estaba ahora, un lugar apropiado con respecto al castillo,
tanto pasado como presente.
Sabía que la puerta estaba allí porque había visto a Pippa desaparecer por ella
anteriormente. También porque la veía ahora, brillando a la luz tenue del amanecer.
Se preguntó cuántos se habrían encontrado perdidos del otro lado, sin saber
dónde estaban. O quizás solo funcionara a ciertas horas, con determinada gente.
Pudo haber elegido a muchos otros, pero la época medieval le llamaba más la
atención. Eso y los artefactos de dicha época eran mucho más valiosos.
El vértigo fue tan violento que lo hizo trastabillar, casi tumbándolo sobre un
montón de nieve que no había estado allí antes. Miró a su alrededor, asustado.
Sacudió la cabeza. Eso significaría que Nicholas tendría poco más de treinta años
la última vez que lo encontró, lo cual no era cierto. Y sus hijos, los gemelos rubios
que le habían pagado la comida cuando fue a rescatar a Peaches, tendrían veinte o
menos. Si la puerta actuaba según los deseos de su usuario, entonces quizás habría
llegado al pasado poco después de la última vez que lo visitó.
Eso le hizo doler la cabeza, así que se apresuró a pensar en algo más. El sol
empezaba a salir por encima del mar en calma, lo cual lo llenó de paz.
Afortunadamente, algunas cosas no cambiaban.
Vigiló con cuidado a los guardias en las almenas mientras se acercaba al portón.
Como lo esperaba, fue detenido antes de llegar e interrogado sobre sus asuntos en el
castillo.
El decir que le traía un mensaje de su hermano al señor del castillo fue suficiente
para que lo dejaran pasar. Solo esperaba no terminar en el calabozo de Artane. Lo
conocía bastante bien en el presente, y no deseaba verlo en todo su esplendor.
Este ancestro de Piaget era algo mayor que él, pero se comportaba como un
hombre joven. Tenía más o menos la misma edad que Nicholas cuando lo conoció.
Stephen se preguntó si sería el mismísimo Robin.
—Lord Robin —dijo uno de los guardias, con voz grave, —este hombre se
presentó en el portón, alegando traer un mensaje para usted, que solo puede
entregarlo él mismo. —Le tendió la espada de Stephen. —Traía esto consigo.
—Bonita espada.
—William, me parece que puedo lidiar por mí mismo con este joven, de resultar
ser peligroso, lo cual dudo. Puedes vigilar la puerta de mi solar. Te llamaré de ser
necesario —sentenció Robin, dirigiéndose a su solar.
Stephen recibió una mirada fulminante del guardia que lo hizo temblar
ligeramente, pero como no tenía nada bueno que decir al respecto, prefirió seguir a
su ancestro en silencio, tapándose el rostro con su capucha.
—Stephen, mi lord.
—Interesante. Supongo que tienes una muy buena razón para presentarte en mi
casa a estas horas de la mañana.
—Necesito ayuda.
—Aye, uno de esos, cuyo número suelen exagerar las malas lenguas, te lo digo
de una vez. Él asegura que uno de ellos le dio una buena paliza. Ha jurado vengarse.
—Mi lord, creo que es mi deber confesarle que fui yo quien lo hizo.
—No me sorprende. De igual forma me alegra saber que fue uno de mis
muchachos quien le dio una lección a ese canalla. —Le hizo señas a Stephen de que
se sentara. —Cuéntame de tus problemas, muchacho.
Stephen se sentó, aceptando una copa de deliciosa cerveza de mano de su
ancestro y le contó lo más precisamente que pudo la situación que los amenazaba.
—Sí, una copia —explicó Stephen. —Mi abogado indica que si es legal. —Pausó.
—Mi hombre de leyes, quise decir.
—Sé a qué te refieres, muchacho y estoy seguro de que sus servicios son tan
caros como ahora. —Contempló a Stephen con cuidado. —Parece que no has
dormido.
—Espero que me digas los nombres de todos mis nietos, deseo memorizarlos —
dijo Robin, —pero más tarde. Vamos a buscar algo de desayunar. Tengo un día
ajetreado hoy y tú necesitas comer algo antes de descansar.
Stephen siguió a Robin a la cocina, donde se sirvió felizmente un delicioso plato
caliente, directo de las manos del cocinero de Artane. Robin se sentó junto a él. Al
parecer el señor de Artane no era lo suficientemente remilgado como para negarse a
comer junto al horno en compañía de sus sirvientes.
—¿Acaso elegí mal mis ropas? —le preguntó a Robin en voz baja.
—Supongo que sospechan que hay parentesco entre nosotros —respondió Lord
Artane. —Y de seguro admiran las agallas que tienes al presentarte en mi castillo. Te
dejaré adivinar quién creen ellos que eres por ti mismo.
—Que incómodo.
Robin resopló.
—No para ti, de seguro, pero para mí sí que lo es. Vamos a buscar a Anne para
impartir las instrucciones del día y encontrarte una cama. Te dejaré descansar un
rato y luego pensaremos una solución a tu dilema. —Miró a Stephen de soslayo. —A
menos que ya tengas alguna solución en mente.
—Apenas.
—Bueno, eso es algo que solucionaremos pronto. —La sonrisa de Robin hizo
temblar al pobre Stephen. —Después de todo, no hiciste ese largo viaje solo para
quedarte echado en una silla ¿verdad?
—Nay, mi lord —respondió Stephen. —Por supuesto que no.
Eso le había dicho Robin, y Stephen tenía que admitir que estaba de acuerdo.
Normalmente no actuaba sin pensar, pero quizás se había apresurado demasiado
anoche. Había revisado una lista de herederos de Artane para ver si descubría cuál
de ellos había sido lo suficientemente estúpido como para apostar el castillo. Al no
encontrar ninguno, había decidido poner en marcha su otra idea, la cual era buscar a
uno de los primeros señores de Artane y convencerlo de apartar algo de oro para
poder venderlo en el futuro y pagarle a David Preston.
Era obvio que tenía que ocurrírsele otro plan, pero no sabía que otra cosa hacer.
Capítulo 25
Peaches estuvo de acuerdo con Humphreys. Artane era, según lo que sabía, un
lugar bastante ajetreado, incluso los días en que solo había empleados en la
propiedad, pero había algo extraño en el modo en que los autos estaban ordenados
en el estacionamiento.
Se bajó del auto en cuanto pudo, dejando que Humphreys aparcara el Mercedes.
Corrió hacia las puertas del castillo, abiertas de par en par, lo que de algún modo la
llenó de aprehensión. La señora Gladstone no estaba en su cabina en la entrada, de
seguro por ser domingo, pero eso solo le agregaba peso a la sensación de vacío en el
lugar.
Lo primero que pensó fue que le había pasado algo a Stephen, por lo que echó a
correr tras uno de los encargados del vehículo.
—¿Qué pasó?
—Su Señoría —respondió el encargado, negando tristemente con la cabeza.
—¿Lord Edward?
El hombre bajó la cabeza, como si temiera haber hablado de más. La miró con
remordimiento mientras abordaba la cabina.
Megan palideció.
—Peaches, él murió. Fue demasiado para él. Oh, pensé que lo sabías. —La rodeó
con un brazo, guiándola por el pasillo. —David Preston envió un abogado esta
mañana, con una carta explicando lo que nos dijo anoche. Lord Edward quedó tan
afectado que… pues, fue demasiado para él.
—No lo puedo creer —la voz de Peaches sonaba extrañamente vacía. —¿Cómo
está Gideon, no, como está Lady Helen?
—Ambos están devastados —explicó Megan. —Stephen dejó una nota anoche,
explicando que se iba de excursión con unos amigos y que estaría desconectado. No
lo sabe todavía y no sabemos cómo contactarlo.
Peaches se dejó caer en una de las sillas frente al fuego. Había tenido sus
sospechas antes, pero estaba casi segura de que Stephen no haría nada extremo.
Pero ahora estaba segura de adonde había ido. Miró a Megan a los ojos, viéndola
caer en cuenta de lo que pasaba.
Peaches admitió que parte de ella estaba de acuerdo. Era algo poco ortodoxo,
pero estaba enamorada del heredero de Artane. Lo ayudaría de todas las maneras
posibles.
—En realidad no estoy completamente segura de a donde fue —admitió. —O
más bien a cuando. Revisé los libros de Stephen, tratando de ver que estaba pasando
cuando apostaron Artane. Eso fue sencillo, Stephen revisó varios libros anoche.
—No cambiaré nada —explicó Peaches, —simplemente voy a ver qué pasa. De
todas formas no pienso moverme de aquí hasta saber exactamente donde debo
revisar. —Miró a Megan con seriedad. —¿Crees que les importe si investigo en la
biblioteca?
—Por supuesto que no —respondió la aludida, con una sonrisa. —Pero deberías
pasar primero a saludar a Lady Helen. Le agradas bastante y el verte la animaría
mucho.
—Oh, en realidad no —dijo Megan, con una sonrisita. —Solo lidio con
fantasmas. Gideon y yo le dejamos eso de viajar en el tiempo a otros. Vamos a
buscar a la señora de la casa.
Peaches se sentó un rato con Helen de Piaget, ofreciéndole algo de consuelo en
este momento tan difícil. Cuando finalmente Lady Helen aceptó acostarse, se deslizó
discretamente a la biblioteca a investigar.
No tenía mucho tiempo investigando cuando encontró algo que calzaba tan
perfectamente con la situación que casi no pudo creerlo. Lord Reginald de Piaget,
Conde de Artane a inicios del siglo diecinueve había sido, según algunos reportes, un
hombre sumamente interesado en apuestas.
Típico.
Supuso que Lionel no era quien buscaba, aunque calzaba en el perfil, ya que
formaba parte de la línea directa de sucesión. Cerró el libro con un suspiro luego de
leer su fecha de muerte. Lionel había muerto joven, aunque no estaba muy clara la
causa. Quizás solo la habían causado los problemas comunes del agua contaminada,
mala higiene y los duelos al amanecer.
Luego de cerrar el libro, permaneció contemplando el fuego un buen rato. Si
Lionel había sido el ganador de la apuesta ¿por qué no había reclamado su premio al
instante? Quizás solo había querido atormentar un rato a Reginald de Piaget antes de
demandar la entrega de sus ganancias.
Frunció el ceño, pues algo no cuadraba. Si Lionel había muerto antes de poder
reclamar su premio ¿por qué no lo había hecho su hermano Piers? Supuso que era
posible que estuviese muy ocupado luego de la muerte del heredero como para
fijarse en esas cosas. De todos modos eso no explicaba porque el documento había
estado en poder del padre de Andrea Preston y no del actual duque.
—Bingo —murmuró.
—¿Bingo?
Casi se cayó de la silla. Se levantó con dificultad para encarar a quien la había
interrumpido.
—Casi terminado —respondió él, —algo por lo que estoy sumamente agradecido
¿Qué tal la biblioteca?
—Interesante. Siempre me ha gustado un buen libro. —Ella se levantó,
escondiendo el libro que leía tras ella para evitar que Zachary lo viera. —Qué bueno
verte, Zach, pero debo irme ahora.
—No es algo tan interesante, y luego de investigar tanto junto a Stephen, estoy
bastante familiarizada con el concepto. Ahora, si me disculpas, voy a ser de utilidad
en otra parte.
Zachary ni se inmutó.
Zachary no sonreía.
—Supongo que no ayudaría en nada enumerarte los peligros que conlleva lo que
piensas hacer.
—Es bastante más peligroso que un viaje a la cocina. Las consecuencias pueden
ser catastróficas y letales.
Ella se irguió.
—¿Es cierto?
Él le clavó una mirada elocuente.
—La puerta de Artane es… turbulenta, por llamarla de alguna forma. Es por ello
que Stephen te pidió que te quedaras aquí tejiendo.
—Como sea —Zachary resopló, molesto. —Es bastante difícil averiguar a donde
se fue con exactitud y llegar al mismo periodo de tiempo lo es aún más.
—¿Un puñal?
—¿En lugar de convencer a Robin de Piaget de esconder cosas tras las paredes?
—Es una larga historia —dijo Zachary, con una sonrisa, —que tiene que ver con
unos parientes visionarios de James MacLeod. Sigue hablando. Stephen piensa que
así puede arreglar las cosas ¿pero?
Zachary se apartó un poco. Era el momento perfecto para huir, pero ya que
había dejado de regañarla y simplemente la escuchaba, quizás pudiera ser de ayuda.
—Necesito ropa del 1800 para Stephen y para mí —explicó. —Usaré las
medievales que me dio Humphreys durante la primera parte del viaje.
—¿A dónde? —Le preguntó él, educadamente, —no has sido muy clara al
respecto.
—Va contra mis principios enviar a una mujer sola a través del tiempo.
—¿Y a quien puedo llevar conmigo? Tú tienes una niña pequeña y esperas otro
hijo. John se acaba de casar. Kendrick puede provocarle un infar… —Se interrumpió,
llevándose las manos a la boca antes de terminar la oración. —Estaré bien. Regresaré
a este Artane lo más rápido que pueda.
—Lo resolveré.
—¿Y si fallas?
Zachary suspiró.
—Gracias, Zach.
—Agradéceme cuando estés de regreso con el lunático ese que amas a salvo.
—¿Cómo sabes que lo amo? —le preguntó, como quien no quiere la cosa.
—¿Entonces por qué te estás planteando hacer una cosa tan peligrosa por él?
Peaches sonrió, aunque en otro momento la sonrisa habría sido más amplia.
Contempló a Zachary marcharse y se retiró corriendo a la habitación de Megan,
donde su cómplice la esperaba.
Empacaría a toda prisa y estaría lista entonces para partir. Solo esperaba poder
encontrar a Stephen antes de que hiciera algo que ambos pudiesen lamentar.
Capítulo 26
Stephen estaba aterrado. Disfrutaba cada segundo del combate, pero estaba
aterrado.
—Cuéntame sobre las mejoras que le han hecho a mi castillo en ese futuro tuyo
—pidió Robin, sin dar todavía muestras de cansancio, para fastidio de Stephen, quien
trató de complacerlo con diferentes anécdotas mientras trataba de no ser golpeado
tan repetidamente por su espada.
—Esa es una mujer verdaderamente hermosa —dijo Robin, aún sin dar muestras
de cansancio.
Stephen pensó en todas las maneras que podía describir a la mujer frente a él.
Estaba seguro de que Robin, con su intelecto superior, sabría entenderlo a la
perfección, pero describir a Peaches basándose en su trabajo era,
desafortunadamente, no hacerle justicia a sus dones.
Stephen estuvo de acuerdo, así que recuperó su espada de donde había caído,
limpiándola y guardándola antes de hacerle una reverencia a Robin y dirigirse hacia
Peaches, quien estaba rodeada ahora de varios muchachos.
Si eran los hijos de Nicholas, con los que se iba a reunir la vez que se lo encontró,
eso significaba…
—Me sorprende verte aquí —le dijo, en su mejor francés normando. Más bien,
mintió en su mejor francés normando. No le sorprendía en absoluto verla, pero
pensó que sería mejor sonar molesto, en caso de que ella pensara utilizar otra puerta
del tiempo en un futuro. —No pensarás que necesitaba rescate.
No se atrevía a tocarla por lo sudado que estaba, pero una de las ventajas de
entrenar en un clima tan frío era que el sudor se congelaba rápidamente. La abrazó,
atrayéndola contra sí.
—Estás perdonado.
Stephen le habría agradecido apropiadamente por eso, pero fue distraído por la
conversación que escuchó junto a él.
—¿Nos conocemos?
—Theophilus de Piaget —se presentó el aludido. —Y este es mi menos guapo y
menos inteligente pero más travieso hermano, Samuel.
—No se parece a nadie, por lo menos no a nadie que conozcamos —le advirtió,
antes de hacerle una reverencia a Stephen. —Mi lord, creo que su señora tiene frío
¿me permite escoltarla adentro para permitirle regresar a su tortura, quiero decir,
entrenamiento con el tío Robin?
Se dirigió a Theophilus.
—Eso de seguro estará bien también, Theo —dijo Samuel, compartiendo una
mirada con su hermano que Stephen no pudo descifrar. —Mejor lejos de oídos
curiosos.
Ella asintió.
—Que uno de tus ancestros más recientes era al parecer adicto a las apuestas y
su contemporáneo en Kenneworth un maestro de las trampas. —Le sonrió
débilmente. —Qué bueno que no nos limitamos a lo medieval en nuestra
investigación.
—¿Por qué presiento que esto quiere decir que debo irme a otra época a pasear
en tacones? —se quejó Stephen.
Él le sonrió.
—Eres maravillosa.
Iba a decirle algo, pero fue interrumpida por la llegada de Robin. Stephen los
presentó y esperó pacientemente mientras ella y Robin conversaban. Entonces ella le
dirigió la mirada, haciéndole sentir escalofríos.
—¿Qué pasa? —le preguntó, con voz grave.
Le puso las manos en los brazos, que había cruzado sin darse cuenta.
—Pero él estaba bien la última vez que lo vi. Hablé con él ayer temprano. No
entiendo.
—Lo voy a matar —se apartó bruscamente de su abuelo. —Voy a matar a David
Preston con mis propias manos.
—Nay, no lo harás —lo interrumpió Robin. —Dale tu espada a tu señora,
muchacho, e iremos a correr. Te servirá para calmarte antes de que hagas le hagas
algo a ese hijo de perra de David Preston que seguro lamentarás después.
—La madre de David Preston es una mujer encantadora —acotó Stephen, con
los dientes apretados.
Los muchachos guiaron a Peaches, quien miró a Stephen por encima del hombro
hasta desaparecer por la puerta. Stephen le mantuvo la mirada, ya que no sabía que
otra cosa hacer.
—Eres algo débil —Robin le palmeó cariñosamente la espalda con una sonrisita
de autosuficiencia. Entonces lo miró con seriedad. —Y ahora eres Lord de Artane, mi
muchacho. Más razón aún para salvarlo y pasárselo a tus hijos ¿no crees?
—Estoy de acuerdo.
—Ese es el tipo de mujer con la que se debe casar un señor, si quieres mi opinión
sincera —dijo Robin, con una palmada. —Aunque no dejes que olviden quien es el
amo de la casa, muchacho. Debo admitir que es un poco más difícil de lo que creí
originalmente.
Era una lástima que tuviese que ser a expensas de la vida de su padre.
Se lavó y cambió de ropa. Fue escoltado entonces al solar del amo, donde se
encontró a Peaches, esperándolo.
La puerta se cerró tras él, dejándolos solos. Ella le sonrió.
—¿Dónde están los amos del castillo? —le preguntó, ignorando lo ronco de su
voz.
Lo guio a una silla cerca del fuego, una que Stephen estaba seguro de haber visto
en una vitrina en el segundo piso del Artane moderno. Él se sentó, halándola para
que se sentara en su regazo y se contentó con abrazarla, contemplando el fuego un
largo rato.
—Me dio un extenso monólogo antes de dejarme ir, pensando que me haría
cambiar de opinión —acotó Peaches, clavándole una mirada elocuente. —Le dije a tu
madre que sabía dónde estabas e iría a buscarte. Me dijo que deseaba que
regresaras lo más pronto posible.
—Podría raptarlo a otra época y matarlo allí. Nunca sabrán que fui yo.
Peaches le sonrió.
—No se lo diría.
—Lo que explicaría por qué el documento estaba en posesión del padre de
Andrea —dijo Stephen con un suspiro.
—Eso era lo que yo pensaba —concordó ella. —Es solo una corazonada.
Stephen pensó que era una muy buena corazonada, y valía la pena seguirla,
aunque tuviese que ponerse plataformas y pantalones ajustados.
—No estoy segura de cómo lograremos cambiar las cosas sin cambiar demasiado
—comentó Peaches, preocupada.
—Quizás debamos solo cambiar el resultado del juego y dejar todo lo demás
intacto —dijo él, pensativo.
Ella asintió.
—Cartas.
—Gracias al cielo —exclamó él. —Por lo menos no fue un duelo con pistolas al
amanecer.
—Gracias.
—De verdad preferiría que regresaras, querida —le dijo. —Aunque creo que es
mejor que te quedes conmigo. Tampoco deseo enviarte sola de vuelta.
Él volvió a rodearla con sus brazos, apretándola contra si hasta que sintió que
sus latidos se normalizaban. Le acarició la espalda tiernamente.
—No podrías haberlo sabido, lo que ella entiende. Kendrick estaba en camino
cuando me fui. Estoy segura de que Gideon y él la cuidarán hasta que lleguemos.
—¿Qué viajaste por el tiempo para salvar tu castillo? —le contestó ella,
mirándolo a los ojos. —No creo que le sorprenda, y entenderá por qué lo hiciste.
Cuando le dije que te venía a buscar me clavó una mirada bastante elocuente.
—Del tipo que te echa una madre cuando sabe que estás mintiendo. Me
prometió que mantendría la calma hasta que llegáramos y me pidió que te lo dijera.
—Esperemos que sí, pues estaremos vestidos a la usanza del 1800. —Se inclinó,
besándola suavemente. —Te ves cansada, querida. Hermosa, pero cansada.
Permíteme alimentarte y entonces descansaremos un par de horas antes de partir.
Me gustaría hablar un momento a solas con esos gemelos rubios.
Ella le sonrió.
—¿Crees que nos pagaron el almuerzo?
—Sé que nos pagaron el almuerzo, lo que quiere decir que también nos dieron
ese mapa y eso me lleva a la conclusión de que han estado revisando el escritorio de
su padre y aprendiendo cosas poco acordes a su época. No me parece correcto que
sigan los pasos de su tío John.
Ella lo detuvo.
—No mataré a nadie, tranquila, pero si le daré un buen susto a ese. —Pausó,
respirando profundo. —El ilustrísimo Duque de Kenneworth lo pensará dos veces
antes de volver a abrir su sucia boca.
—¿De veras?
—Yo también estoy muy feliz de tenerlos aquí —dijo Robin, tomando la mano de
su esposa.
—Ha pasado mucho tiempo desde la última boda aquí en Artane, y creo que no
deberían viajar juntos sin escolta, a menos de que estén casados.
—¿Una boda?
—No hay mejor momento para cortejar que después de la boda. —Le pasó algo
a Stephen. —Aquí tienes algo para empezar. No es necesario que me agradezcas.
Stephen abrió la mano, permitiendo que Peaches viera el bonito y antiguo anillo
de oro macizo que tenía posado en su palma.
Peaches lo vio clavarle una oscura mirada a su abuelo, lo que consideró muy
valiente, ya que había sido testigo de su desempeño en la arena. Entonces volvió a
mirarla.
—No era exactamente así como me imaginaba que sucederían las cosas.
Ella no pudo evitar echarse a reír. Jamás se habría imaginado que terminaría
casándose en el Artane medieval, pero de alguna forma parecía lo más sensato. Le
sonrió a su futuro prometido.
—Creo que mi Lord Artane ha sido una mala influencia para ti.
—El padre de mi lady no está disponible en este momento, ¿sería usted tan
amable…?
Peaches no pudo evitar reírse al ver la mirada que Stephen le dedico a su abuelo.
Ella asintió.
—Que sí.
—No creo que ninguna de tus otras novias sabría apreciar tu castillo.
—Pero tú sí.
Él sonrió.
—Entonces acepto, y acepto, solo por si tenemos que repetir esto en algún
momento.
—¡El anillo!
Peaches escuchó la exclamación de Robin, pero le tomó un momento reaccionar.
Sonrió cuando por fin Stephen lo deslizó en su dedo, para abrazarla nuevamente.
—Pero ya me lavé.
—Hazlo de nuevo.
***
—Quiero un trago.
—Mientes —le dijo ella, sonriendo. —¿Estás enojado?
Él le devolvió la sonrisa.
—Creo que debería estarlo, pero estoy bien. —Se sentó en un banquito junto a
ella, tomándole la mano. —No era así como me imaginaba nuestra boda.
—Te podría haber comprado un vestido de boda que acentuara mejor tu belleza,
fotógrafos para conmemorar el día. Habrían asistido mi madre, mi hermano, tu
hermana y su esposo —le besó la mano que acunaba entre las suyas. —Y luego un
carruaje tirado por caballos para llevarnos a una limusina que nos llevaría al
aeropuerto. La luna de miel en París, por supuesto.
—Nah, esto está bien —suspiró ella, —me agrada lo agreste de este sitio.
Él le sonrió.
—Peaches, querida, de ser por mí, el resto de nuestras vidas se trataría solo de
nosotros dos —le explicó él, con seriedad. —Pero ya que eso es imposible, no, no me
molesta en absoluto que tengamos este momento para los dos. No lo habría querido
de ninguna otra forma. —Le sonrió de esa manera breve y seria que había aprendido
a amar. —Tú y yo, juntos, en un castillo de ensueño junto al mar. Y nos espera una
luna de miel en el siglo diecinueve. Puedo entender perfectamente que estés
emocionada por todo esto.
—Esa idea de París me gusta. Tenla en mente para la segunda luna de miel, si
quieres.
—Lo haré. Y aunque esto no se lo admitiré a ningún otro que no seas tú, estaré
encantado de tenerte junto a un sin número de platos franceses exquisitamente
preparados.
Ella suspiró.
Bueno, tendrían que acordar estar en desacuerdo en ciertas cosas. Pero antes de
que pudiese enumerarlas, la besó, lo que la dejó incapaz de pensar en otra cosa que
no fuese ese hombre que había movido cielo y tierra para rescatarla, su futuro y su
hogar.
Ella asintió, abriendo la puerta de la habitación -la cual era la habitación de él, lo
que resultaba tan perturbador como seiscientos años antes, en la época de Robin de
Piaget- y sosteniéndola mientras él pasaba, cuidando de no dejar caer al tipejo de
época. La única razón por la que no lo dejaba caer pesadamente al suelo era que el
mencionado tipejo era otro de sus abuelos, ancestro directo por línea paterna.
Peaches entró tras él, encendiendo una lámpara con una cerilla. Lo miró,
sacudiéndose las manos.
Las cosas habían salido bien hasta que encontró cara a cara con Reginald de
Piaget, el presente Conde de Artane y se dio cuenta de que habría sido mejor poder
llevar a cabo su plan durante una mascarada.
Reginald se le había quedado mirando, boquiabierto, para luego buscar algo en
sus bolsillos mientras murmuraba sin parar. Stephen lo detuvo antes de que
consiguiera lo que buscaba, algo que de seguro sería perjudicial tanto para él como
para Peaches.
—Yo que usted no haría eso —le recomendó, con una sonrisa educada y una
mano en el antebrazo.
—Oh, evitemos eso, por favor —respondió Stephen. —¿Por qué mejor no me
cuenta un poco del juego de cartas que tendrá hoy con su amigo el Duque de
Kenneworth, en el que piensa apostar su casa y todas sus propiedades?
—Cierto, pero eso fue antes de llegar y darme cuenta que entre el corsé y el mal
olor no se puede respirar aquí. Apresurémonos para poder irnos rápido.
Él estuvo de acuerdo, no tenía estómago para soportarlo por mucho tiempo, así
que se puso manos a la obra, quitándole chaqueta, corbata y camisa a su babeante
ancestro. Se las puso, dejando que Peaches lo ayudara a ajustarse la corbata verde
pútrido.
—¿Qué opinas?
—Que eres precioso, incluso con ese tono de verde, que es realmente espantoso
—dijo ella. —No creo que nadie sea capaz de notar la diferencia entre tú y tu
distinguido ancestro. Ahora déjame tranquila, deberías estar repasando tu estrategia
en el juego.
—La repasé anoche —insistió él, tomándola entre sus brazos nuevamente. —El
cambio de hora me mantuvo despierto, ya sabes.
—Es esta horrible corbata —dijo él, rezando para no traerse ningún piojo encima
por ponerse esa horrible ropa, —me hace perder la cabeza.
—¿De veras?
Él asintió.
—¿Quieres que te hable de David Preston para inspirarte? —le soltó ella,
cruzada de brazos.
—Eso fue un golpe bajo, querida —le dijo frunciendo los labios, —pero funcionó.
Encarguémonos de Reggie para continuar con el plan.
—Quédate cerca.
***
Amanecía ya cuando por fin llegó trastabillando a las puertas de Artane junto a
Peaches. Las puertas del Artane moderno, el de su padre.
—¿Estás bien?
—Diría que fue la indigestión lo que cambió el curso de ese dudoso juego, digo,
Lionel de Kenneworth terminó retirándose, terriblemente intoxicado, pero creo que
de todos modos habría fingido malestar para retirarse con su dignidad intacta. Lo
superaste en eso de las trampas.
—Mentiroso.
Él sonrió.
—Muy bien. Solo no vi ninguna razón para no darle una cucharada de su propia
medicina. Pero quiero que quede claro, para futuras generaciones, que cada centavo
que gané durante mi estancia en Eton fue ganado de manera justa.
—¿Solo en Eton?
—Lo estaré.
—Peaches, querida, hemos pasado los últimos dos días muy juntos. Y antes de
eso, pasé incontables días deseando poder estar junto a ti. —La miró con seriedad.
—Quiero estar aquí con mi madre, pues la amo y es mi responsabilidad, pero me
gustaría que estuvieras conmigo. A menos que te incomode —agregó finalmente.
Stephen la tomó entre sus brazos, abrazándola en silencio unos momentos para
luego besarla.
—Nos dedicaremos a eso cuando terminemos con nuestros deberes aquí ¿te
parece?
—Gracias —dijo él, sencillamente. Después de todo, había tenido dos días para
reconciliarse con el hecho de que su padre ya no estaba. —Lo único que lamento es
no haber estado aquí.
—Esos metiches de Kenneworth han estado curioseando por aquí —dijo, con el
ceño fruncido. —No me agradan en lo absoluto.
—No serían capaces —respondió ella, en voz baja. —Faltabas tú y mucha gente
estaba al tanto de nuestro paradero.
Él asintió.
—Probablemente.
—Es una de las razones por las que me casé con usted, mi lord.
Soltó una palabrota. Era su abuela, caminando a pasos agigantados hacia él. Lo
primero que pensó fue en proteger a Peaches con su cuerpo, pero se lo tachó al
haber pasado demasiado tiempo en el pasado. En lugar de eso, se limitó a agarrarla
fuertemente de la mano.
—Suéltala, Stephen.
La abuela palideció.
—No me digas…
—No lo negaré. De hecho, para mostrarte el sitio tan importante que tienes en
mi vida y que tendrás en la vida de mi esposa e hijos, compartiré algo contigo que
solo tú sabrás.
—Necesito un brandy.
—Más tarde. —Stephen le ofreció el brazo. —Verás, Abuela por favor, toma mi
brazo para seguir hasta la casa, decidí que lo que me faltaba en la vida era alguien
que aceptara estar conmigo aunque no tuviese nada.
—Pero Irene —respondió trémulamente la anciana, —Lady Zoe, incluso la
insulsa de Brittani…
—Entonces ¿no estás feliz de que haya encontrado una muchacha inteligente,
hermosa y bien educada dispuesta a amarme y soportarme a pesar de mis defectos?
—Ella misma.
—¿Se fugaron? —preguntó, con un temblor en la voz que dejaba bien claro que
necesitaba un trago fuerte.
—Sí —admitió él, con una sonrisa. —Aunque estoy seguro que una sencilla boda
en unas dos semanas pondrá todo en orden, por lo menos a su juicio ¿no?
Stephen frunció el gesto, solo para soltar una palabrota cuando escuchó a
Peaches reírse tras él. La miró, no muy seguro de porque encontraba tan gracioso el
hecho de mantenerlo fuera de su lecho por seis semanas, y luego a su abuela, quien
de seguro encontraba hilarante el hecho de que Peaches lo mantuviera fuera de su
lecho por seis semanas.
—¿Han estado conspirando a mis espaldas? —preguntó en tono amargo.
Su abuela lo dejó de lado para ir junto a Peaches, quien olía bastante mejor que
él.
—Perdona los prejuicios de una anciana —le dijo, tomándola del brazo. —
Aunque tengo suficientes para elegir, Stephen es mi nieto favorito. A pesar de eso,
soy la primera en admitir que tiene sus defectos, el menor de ellos sus encantadores
ojos grises.
—Un mes.
—No seas tonto, sería imposible planear algo decente en tan poco tiempo —dijo
ella, con los labios fruncidos. —A lo mejor, si son discretos, pueden dormir en
habitaciones adjuntas.
***
Inclinado sobre el parapeto, en el techo del castillo, Stephen tuvo que admitir
que el día se le había hecho eterno. Ahora observaba el atardecer, como era su
costumbre cada vez que estaba en casa. Había inventado algunas historias
interesantes sobre su repentino viaje para tranquilizar a su abuela y a los sirvientes
de la casa. Luego había pasado un largo rato consolando a su madre, dejándola con
la promesa de contarle la historia completa al finalizar sus tareas y entonces se había
dedicado de lleno a arreglar los detalles del funeral de su padre.
—Detesto las alturas —murmuró Peaches, sus palabras quedando algo ahogadas
contra su pecho.
Él suspiró.
—Creo que ella piensa parecido —comentó ella, en voz baja. —Me contó que le
gusta mucho la pequeña casa en Etham.
La casa de la familia en Etham era de todo menos pequeña, pero estaba en el sur
y los jardines eran espectaculares.
—No me sorprende. Creo que nunca le gustó el norte, ni el mar. —La miró con
ternura. —¿Y a ti que te gusta?
—Me gustas tú —respondió ella, con una sonrisa tierna. —Y el mar. Y las
paredes de tu castillo que susurran historias con el viento, y sus fantasmas que
siempre se aseguran de hacerme una reverencia si paso junto a ellos.
—¿De veras? Que afortunado que ya sepan quién eres y lo que significas para
mí.
—Dejaremos que nuestros hijos averigüen la verdad por sus propios medios.
—Le dije que tu abuela nos había dado permiso de estar en habitaciones
adjuntas.
Él sonrió secamente.
—Sí. Me dijo que no era justo que me vengara de esa manera, recordándome
que yo fui testigo de su boda civil.
—¿Cómo lo supiste?
—¿Qué, que habías venido aquí a estar a solas un rato? —Se apartó de él
suavemente. —Robin me comentó que los señores de Artane, esos que de verdad lo
llevan en la sangre, tienen la necesidad de pasar tiempo en el techo, rumiando. Le
prometí que me aseguraría de que siempre tuvieras un rato para ti.
—Te amo.
—Lo sé —respondió ella. —Búscame cuando termines y te diré lo que realmente
pienso de ti.
David de seguro disfrutaría estar ante las cámaras, con los periodistas y
abogados ansiosos por el anuncio. Entonces abriría su caja fuerte y sacaría dos
sobres. Uno con el pagaré, que ya había visto antes, y que Stephen se había
encargado de inutilizar cuando se hizo pasar por Reginald en el pasado, y otro que
contenía, según David, el documento de propiedad de Artane.
Lo que David no sabía era que el segundo sobre no contenía lo que él pensaba.
—Pero que David tuviera que mirar dos veces el pagaré y se diera cuenta que
mágicamente había pasado de recibir Artane a tener que entregar Kenneworth fue
un buen toque —acotó Peaches. —Aunque creo que no supo apreciar el trabajo que
tomó.
—Aunque hacer firmar a Lionel fue más sencillo de lo que creí —comentó
Stephen, secamente. —De seguro habría peleado más el final de esa partida si no
hubiese estado tan ocupado vomitando junto a la mesa.
—Creo que el trozo de pastel que le ofrecí tuvo que ver con eso —admitió ella,
modestamente.
Él la miró, boquiabierto.
—No.
—Sí. Mis padres son herbolarios —dijo sencillamente. —Te puedo asegurar que
han tratado y fumado todo los tipos de yerba disponible. Más nunca lobelia, o tabaco
hindú, como lo llaman en algunas partes. Cae mal al estómago.
—Todo gracias a Patrick MacLeod, quien estoy seguro que ha logrado partírmela
un par de veces.
—Es lo que se merece por pararse tan cerca de mi codo, murmurando cosas
horribles sobre mi familia y sobre ti —murmuró él, entre dientes. —Aunque lamento
que su nariz no vuelva a ser la misma después de esto.
Peaches lo miró besarle la mano, posándola sobre su muslo y cubriéndola con la
suya. Eso se había vuelto costumbre siempre que estaban en el auto.
—¿Y tú, estás aliviada? —preguntó él, sin quitar los ojos del camino.
Ella suspiró.
—Estoy feliz de que por fin acabara. Aunque me siento mal por Raphaela. No se
merece nada de esto.
—Al fisco, sin duda. Las apuestas de David son más graves de lo que dice. No
estoy seguro de que tenga los fondos suficientes para mantenerla. Con respecto a lo
que hará después, la verdad no lo sé, de seguro terminar de despilfarrar lo poco que
le queda. Nadie de su línea tiene mucho sentido común al parecer.
—Prefiero dejar de lado eso de aventurarme por una puerta del tiempo para
estudiar ancestros, aún más sin son ajenos. Ni siquiera estoy seguro de querer
conocer a más de los míos.
Él le apretó la mano.
—¿Estás complaciéndome?
—Solo porque te amo —dijo ella, sacudiendo la cabeza con una sonrisa.
—Entonces listo, una carrera, Chaucer y luego podemos hablar de otras cosas.
Y ella también.
***
Seguía sonriendo un mes después, parada junto a él en la capilla del hermoso
castillo junto al mar, casándose con él. Nuevamente.
Jamás pensó que se llevaría tan bien con la abuela de Stephen. La mujer era una
gurú de las compras, con un gusto exquisito y una habilidad sin par para negociar con
diseñadores creídos y obtener exactamente lo que quería. Cuando no estaba
gastando el dinero de Stephen o manipulando a tenderos indefensos, se ocupaba en
enseñarle a Peaches como se manejaba la alta sociedad inglesa. Lo hacía de tal forma
que la hacía sentir que ese siempre había sido su lugar.
Peaches había logrado pasar unos días con Tess y John, dando largos paseos con
su hermana mientras esperaba que Stephen terminara con sus clases. Discutieron las
ramificaciones kármicas de que tres hermanas se casaran con tres hombres de la
misma familia, pero llegaron a la conclusión de que ellas dos eran muy felices y
esperaban que Pippa también lo fuese, en la época donde decidió vivir.
También dio largos paseos del brazo de la madre de Stephen, por la playa de
Artane, con el viejo castillo posado como un dragón sobre el risco. Había aclarado
todas las dudas de Lady Helen sobre John de Piaget y el porqué de su parecido con
Stephen. También le contó la verdad sobre el sitio de su boda original. Tenía que
admitir que Lady Helen tenía nervios de acero y una mente muy abierta.
Anne de Artane.
Pensó en esas palabras mientras bailaba con su esposo el día de su boda -la
segunda y última, de momento-, mientras cenaba junto a familia y amigos,
disfrutando de la compañía de todos lo que habían venido a felicitarlos y celebrar
con ellos. Incluso al retirarse a descansar entre los brazos de su esposo.
Búscame en el techo.
SdP.
Se puso uno de sus pesados abrigos y subió por las escaleras de su castillo de
fantasía, para llegar al techo a hundirse en los brazos de su guapo príncipe. Luego de
pasar un buen rato calentándose junto a él, le sonrió.
—¿Feliz, mi lord?
—Bastante, mi lady.
—¿No te estás congelando aquí arriba? —le preguntó, tiritando por la brisa.
—Ya no siento las piernas —respondió él, con una risa exasperada. —Creí que
me rescatarías hace media hora.
Él sonrió.
—A tu habitación, entonces.
Peaches pensaba muchas cosas, y una de ellas era lo orgulloso que estaría Robin
de Artane del hombre frente a ella. Aún estaba algo embrollado, buscando quien lo
reemplazara en la universidad para poder dedicarse a Artane a tiempo completo,
pero a donde quiera que iba, dejaba a la gente con la certeza de que de verdad se
preocupaba por lo que pasaba y tomaba en cuenta sus opiniones. Lo sabía porque lo
había acompañado a ver a sus inquilinos, a hablar con sus estudiantes y había
protagonizado un gracioso contratiempo con el Dr. Trotter-Smythe, quien se había
desmayado al verla salir de la oficina de Stephen junto a Tess. Todos los beneficiarios
de Stephen se habían tomado la molestia de llamarla aparte para expresarle el
agradecimiento que sentían hacia él.
Incluso Irene Preston le había enviado una escueta nota, agradeciéndole por no
presentar cargos contra su hermano por difamación.
Ella le había respondido, agradeciéndole su amable atención en la fiesta de
David, hacía ya tantas semanas. Supuso que quizás Irene se lo tomaría como otro
puñetazo en la cara, pero Peaches estaba realmente agradecida. De no haber
terminado en ese cuartucho por órdenes de Irene, ni haber huido luego de sus
hirientes palabras, no estaría donde estaba en este momento.
—Por todos los cielos, no —soltó una risa incómoda. —¿Por qué?
—Si no hubiese sido porque Irene te obligó a ir y luego me hizo la vida imposible,
todavía estaría esperando a enamorarme de ti.
—Te contaré un secreto —dijo él, en voz baja. —Originalmente no pensaba ir, en
mi defensa, no sabía que estabas invitada, hasta que un trío de fantasmas
parlanchines me convencieron.
—¿De veras?
—Y entonces me rescataste.
—Por lo menos una vez —concordó él. Se inclinó para besarla. —Y lo haría otra
vez, todas las veces que haga falta.
—¿Incluso si tienes que regresar a la Inglaterra medieval?
—Inclusive —respondió, serio. —Por ti, haría lo que fuera, todas las veces
necesarias, sin importar el costo.
Él se echó a reír.
Ella lo miró. Era el señor del castillo bajo sus pies, dueño de su corazón. Era
capaz de dejarla sin aliento con un beso, una caricia, incluso una mirada. Era un
hombre que la amaba por completo, no a pesar de lo que fuera, sino precisamente
por lo que era.
Aun así, el lugar era espectacular. Zachary había renovado el segundo piso,
agregando unos elegantes arcos normandos al techo, y primorosos tapices
auténticos que caían de techo a piso.
Se detuvo, observando los tapices con más cuidado. Uno de ellos parecía
moverse. Parpadeó, frotándose los ojos. Quizás se lo estaba imaginando, y la falta de
sueño no lo ayudaba. Era el contra de tener un hijo pequeño, ansioso de conocer el
mundo y no tan ansioso de dejar dormir a sus padres.
Era esperanzador, pero un poco aterrador, pensar que quizás Robin de Piaget
estuviese escondido en las sombras, contemplando a su hija conversar con la
responsable de traerles otro heredero para mantener la dinastía viva.
El tapiz se volvió a mover, y esta vez estuvo seguro de ver la sombra de dos
cabezas asomándose.
—Tengo un presentimiento.
Zachary Smith apareció de pronto junto a él, mirando con atención el mismo
tapiz.
—¿No me dijiste que los hijos de Nicholas -esos que son tus sobrinos por
matrimonio ¿sabes?- llegaron como de sorpresa a ese albergue al que fuiste y
además de comprarte comida te dieron algo de dinero y un mapa?
—Es correcto.
—Tu esposa debe saber más de eso, estoy seguro. Trato de no imaginarme lo
que pasa Kendrick con sus trillizos —Zachary se estremeció. —A veces me quita el
sueño de noche.
Stephen pensó en acotarle que debía preocuparse más por su propia hija, dado
el carácter de su impetuosa e independiente madre, pero decidió callarse la boca. En
lugar de eso, intercambio miradas con el Conde de Wyckham y al unísono, cruzaron
el salón hasta llegar al tapiz.
Entonces, dos muchachos rubios salieron disparados de detrás del mismo hacia
la cocina.
Les tomó varios minutos acorralarlos, en parte porque eran dos y parecían
conocer bien la estructura del castillo. Stephen llegó a la cocina para encontrarse la
salida bloqueada por hombres de la familia, Zachary, Kendrick, Gideon y el padre de
Zachary, respectivamente. Este último observaba con ojos muy abiertos al par de
muchachos rubios parados en el medio de la cocina, con espadas en la mano.
—No seas idiota. No es tío Robin, y ella no es la tía Pippa, aunque se parezca
mucho. Aquel de allá es Kendrick, me atrevo a decir, aunque se ve bastante viejo ¿no
crees?
—Lo somos —concordó Sam, sacando pecho. —Fue algo difícil aprender, pero lo
logramos. Tío Kendrick ¿Dónde está la nevera?
Si alguien tenía alguna sospecha sobre la fecha exacta de concepción del bebé,
no se había manifestado. A lo mejor a nadie le importaba, o tenía miedo de
enfrentarse a su ira.