12-Todo Por Tí

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 379

Capítulo 1

Castillo Sedgwick
Presente

Si la vida fuese una balanza, Peaches Alexander podría decir con seguridad que
el Destino le había lanzado un montón de ladrillos en el plato opuesto.

No le gustaba la sensación de haber sido lanzada de la proverbial sartén y, en


lugar de caer al fuego, estar flotando sin tener la más mínima idea de donde caería.
Le gustaba tener el control de su propia vida, tener los zapatos ordenados por
colores y sus especias primorosamente acomodadas en su gabinete en orden
alfabético. Esto de dar vueltas fuera de control no era lo suyo.

Frunció el ceño. Bien, admitía que necesitaba un cambio en su vida. Sabía desde
hacía mucho que solo estaba haciendo tiempo y no estaba aprovechando sus dones.
Pero que el Destino manipulara tanto las cosas no le agradaba ni un poco.

Vagó por el patio del castillo de su hermana, mirando alrededor con el ceño
fruncido y deseando que hubiese un lugar donde pudiese esconderse hasta que se le
ocurriera un modo de salir de su predicamento actual. Ya había salido a correr en la
mañana, pero en lugar de aclarar sus pensamiento, había sentido que huía
trastabillando de sus problemas. No, necesitaba ocuparse en algo constructivo para
que su mente pudiese funcionar correctamente y resolver los problemas más
preocupantes.

Miró hacia la portería y vio su salvación. Avanzó por el fino camino empedrado,
rodeado de hierba marchita, y empujó la puerta que llevaba al cuarto de utilería de
su hermana. Ya que era solo un guardarropa gigante -y estaba acostumbrada a
organizar guardarropas grandes- le proveería de un excelente escondite y además
una distracción bienvenida. No se atrevía a esperar que pudiese distraerla de la obra
del Destino que sostenía en su mano.

Una gruesa ruma 1 de faxes que deletreaban el fin de su vida tal como la conocía.

Entró en la habitación, parándose un momento para admirar el lugar. Era


bastante increíble que estuviese parada en lo que un par de siglos atrás, hubiese sido
la fragante guarida de los guardias del castillo. Todo se debía a su hermana gemela,
quien había decidido venir a Cambridge a estudiar y había permanecido el tiempo
suficiente para convertirse en la dueña de un castillo que ostentaba un antiguo
cuarto de vigilancia, convertido en cuarto de utilería para los invitados que de
cuando en cuando, deseaban simular que habían regresado en el tiempo y pensaban
que vestirse de época los ayudaría con el proceso.

Peaches tenía sus propias opiniones sobre la idea de pretender viajar en el


tiempo y el tipo de accesorios necesarios, pero suponía que sería más sabio dejar
esos pensamientos en el reino del ridículo, a donde pertenecían.

Miró los papeles en su mano nuevamente y los dejó sobre un baúl en la entrada.
Ya sabía que decían, leerlos otra vez solo serviría para hacerla molestar. Había mucho
que arreglar, como aquel perchero de ropa masculina al fondo que había dejado a
medias cuando decidió dar un paseo por Francia para darle a su hermana algo de
privacidad con su nuevo esposo. Se alegró de ver que todo seguía como lo había
dejado.

Bueno, todo excepto el gabán medieval con un león galopante estampado que
miraba desdeñosamente hacia abajo con su único y azul ojo visible.

Peaches frunció el ceño mientras devolvía al león a su sitio correcto. Sabía quién
lo había usado por última vez. Y que no lo devolviera a donde correspondía, a pesar

1
Montón. (N.R.)
de sus credenciales académicas y habilidad para organizar hechos y abrigos de
tweed, no la sorprendía ni un poco.

Continuó quejándose de la naturaleza desconsiderada de algunos mientras


organizaba el perchero completo. Miró los diferentes tipos de sombreros en la
estantería de arriba, y uno, de tipo escocés, le llamó la atención. Tenía una especie
de criatura extraña con un hueso en la boca impreso. No era experta en heráldica,
pero si era bastante buena en latín, gracias a la educación estricta en casa de su tía
Edna. Audentes Fortuna Juvat.

La fortuna favorece al valiente. Lástima que no se sentía particularmente


valiente de momento, en contraste directo con los MacKinnon, quienes habían
elegido la frase como divisa. Sabía las divisas de todos los clanes porque había
memorizado el contenido de un pequeño tomo sobre Clanes Escoceses que había
encontrado en la vasta y polvorienta biblioteca de la tía Edna, junto con la
Genealogía de Burke

Un gancho chirrió.

Peaches se congeló, puso los ojos en blanco y exhaló, enderezando los hombros.
No había nada de extraño con lo que acababa de escuchar porque estaba en un
cuarto lleno de ganchos de ropa, viejos y chirriantes. Además el castillo tenía
corrientes de aire. Y de seguro había estado hablando sola, el calor y potencia de su
aliento era suficiente para mover uno de los gan…

El gancho volvió a chirriar.

Bien, ya las cosas estaban llegando a un límite. No estaba por encima de creer en
la posibilidad de actividad paranormal en el castillo de su hermana por razones que
no quería examinar de momento, pero el pensar tener una experiencia de ese tipo
ahora no era nada entretenido. Tenía cosas importantes en que pensar, soluciones
que planear, el balance de toda su vida pendía de un delgado hilo que se podía
romper en cualquier momento y tenía que resolverlo inmediatamente.
Desafortunadamente, tenía la sensación de que no tendría voz ni voto en la
situación actual porque, a pesar de que habían omitido Sedgwick en muchas listas de
Lugares Británicos Embrujados, podía dar buena fe de que estaba embrujado por
varios espíritus.

Como, por ejemplo, el del caballero escocés pelirrojo enfundando en un kilt, que
agitaba molesto un gancho con un gabán a solo diez pies de distancia.

No quería tener una conversación con un fantasma, pero ya que estaba en


Inglaterra…

—¿Está pesado? —le preguntó, pues fue lo primero que se le vino a la mente.

—No, pero es un gabán inglés —respondió el fantasma, jadeante. —La


repugnancia que me produce me deja sin aliento.

Casi se echa a reír, pero se dio cuenta de cual gabán inglés agitaba la aparición y
se puso serio enseguida. Incluso desde donde estaba, podía ver al encabritado león
de Artane mirándola, como reprochándole un descuido. Frunció los labios.

—Entiendo cómo te sientes —le dijo.

—Son una buena familia —dijo el fantasma, —digo, para ser ingleses. —La miró
y frunció el ceño. —¿No lo crees?

Su mirada de determinación era bastante inquietante. Habría preferido creer


que solo había escogido un gancho cualquiera, pero la manera en que lo aferraba,
como si su existencia dependiera de ello, la llevó a pensar que era una elección
deliberada.

—Sabes que ese es el blasón de la familia Piaget ¿verdad? —le dijo, solo en caso
de que no lo supiera.

El fantasma miró el gabán que hacía minutos agitaba y luego volvió a mirarla con
una cara de inocencia fingida.
—Pues lass 2, me parece que tienes razón.

—¿Por qué elegiste ese? —preguntó, algo molesta.

Se movió, nervioso.

—Bueno lass, como todavía estás soltera…—sus ojos asomaban desde debajo de
sus pobladas cejas rojas. —¿Entiendes?

Peaches quedó boquiabierta.

—¿Estás haciendo de casamentero? —le preguntó, sorprendida.

—Shhhh —la acalló, quitándose la gorra y estrujándola. —¿Qué pensarían los


otros fantasmas si se enteran?

—Te dirían que soy la mortal más sensata que conocen porque te dije que no
aceptaría casarme con nadie de esa familia así fuese el último soltero disponible del
planeta.

El fantasma parpadeó. —¿Hablas del joven Stephen de Piaget?

—Ese mismo —dijo gravemente. —No dudo que todas las mujeres de la isla
están agradecidas de que no tenga un gemelo.

—¿Qué las saque de quicio con su guapura? —preguntó el fantasma.

Ella contuvo un resoplido.

—No es precisamente su físico lo que las saca de quicio, pero quizás no


deberíamos especular sobre eso.

El fantasma se le quedó mirando, perplejo, moviendo la boca sin articular


palabra. Peaches casi empieza a enumerar los defectos del futuro Conde de Artane,

2
Muchacha, en escocés. (N.R.)
pero el ruido de una puerta abriéndose tras ella la interrumpió. Al voltearse, vio a su
hermana parada en la puerta, como si dudara entrar.

Por lo menos no se veía aterrada. Al mirar sobre su hombro, Peaches se dio


cuenta del porqué.

El fantasma ya no estaba, sin duda para evitar asustar a la dueña de la casa. A


Peaches no le molestó esto, ya que no deseaba seguir hablando del último Piaget
soltero. Al acercarse a su hermana, notó su semblante preocupado y se asustó.

La tomó del brazo.

—¿Qué sucede? ¿Te pasó algo?

Tess suspiró.

—No, a mí no, ni a John, pero desafortunadamente si pasa algo.

Peaches frunció el ceño. Acababa de hablar con un fantasma escocés, así que
nada podría ser peor que eso.

—Estoy segura de que no es tan malo —dijo, en tono tranquilo.

—Oh, sí podría serlo —dijo Tess. Respiró profundamente antes de continuar. —


Tengo que confesarte algo.

Peaches sonrió.

—¿Qué cosa tan terrible hiciste?

Tess se sentó sobre el baúl. Al parecer no notó la gruesa ruma de papel sobre la
cual se había sentado.

—Es una historia larga con un final interesante.

—No puedo esperar a escucharla.


—Bueno, comienza cuando noté que habías dejado tu celular aquí cuando te
fuiste a Francia.

Peaches se encogió de hombros.

—Lo dejé a propósito. —Lo había dejado porque cuando uno se tomaba una
pausa en su vida, era mejor hacerlo completamente desconectada. Tess tenía el
número de emergencia del hotel donde se había hospedado, así que no estaba
totalmente desamparada.

Tess se revolvió, incómoda.

—Bueno, creí que sería mejor contestar la llamada. —Se detuvo, como
considerando sus palabras. —Así que contesté.

Peaches contuvo su confusión. Su hermana obviamente se preparaba para


decirle algo que consideraba sumamente importante pero, por mucho que lo
pensaba, no se le ocurría que podía ser. No tenía novio al que terminar, ni casero que
apaciguar y mucho menos clientes racionales con los que lidiar. Solo tenía una
colección de locos que habían decido ahogarla con los anteriormente mencionados
faxes. Nada explicaba que tenía a Tess tan incómoda.

Estudió a su hermana por un momento, y frunció el ceño nuevamente.

—¿Le dijiste algo extraño a algún cliente?

—Yo no dije nada —respondió Tess, atropelladamente. —Bueno, traté de no


decir nada —enmendó un momento después.

Peaches se dejó caer en el baúl, arrugando los papeles que su hermana había
dejado intactos. Las cosas se aclaraban, pero no mejoraban.

—¿Y a quién no le dijiste nada?

—Brandalyse Stevens.
Peaches sintió como el cuarto empezaba a dar vueltas. De pronto se encontró
con la cabeza entre las rodillas y la mano de su hermana en la espalda, dándole
golpecitos cariñosos.

—Traté de ser amable —dijo Tess, sonando bastante débil también, —de verdad
lo intenté. Pero cuando empezó a quejarse de que habías regresado a Inglaterra y no
habías ido a arreglarle su colección de ropa interior, pues… tenía que decir algo. —
Luego de otra pausa, agregó: —Quizás no debí empezar diciéndole que tiene un
nombre estúpido.

—Quizás no —resolló Peaches. Comenzaba a pensar que los comunicados sobre


los que estaba sentada no eran solo un mal chiste. —¿Y entonces?

—Le dije que era momento de que aprendiera a organizar ella misma su ropa.
De verdad, Peach, una vez que empecé no pude detenerme.

Peaches tomó la mano de su hermana, pues la espalda le empezaba a doler.


Seguramente tendría morados luego. Se sentó, apoyándose contra la pared de
piedra mientras se le aclaraba la vista y miró a su hermana. Era difícil creer que Tess
había sido la causa de que gran parte de su vida estuviese arruinada, pero no podía
negarlo.

—¿No pudiste detenerte?

Tess negó con la cabeza.

—¿Y qué más le dijiste? —logró preguntar.

—Creo que le dije un par de cosas sobre los varios novios que me ha robado.
Quiero decir, a ti, porque me estaba haciendo pasar por ti. Eso tomó tiempo.

Peaches respiró profundo.

—Genial.

—También puede que haya insultado su blog.


—¿Le criticaste el tipo de letra o el contenido?

—Le dije que su tipografía era horrenda y que todas las fotos de las habitaciones
que ha diseñado están retocadas en la computadora. —Tess tragó saliva. —Me
preguntó si eso era todo.

—Y le dijiste que no, que no era todo, porque tiene el peor aclarado del mundo
en el cabello y se le nota cada vez que está frente a la cámara. —Peaches clavó la
vista en su hermana. —¿O me equivoco?

Tess se sorprendió.

—¿Cómo lo supiste?

Peaches sacó la ruma de papeles bajo ella y le pasó la primera hoja a su


hermana. Allí estaba garabateado, Mis raíces no se notan en cámara, estúpida…

Tess frunció el ceño.

—Suena bastante ofendida.

—Deberías ver los otros.

—No es necesario. —Miró a Peaches, arrepentida. —Lo lamento tanto.

—Yo también lo lamento —dijo Peaches. —Lamento no haber estado allí para
escucharlo.

—Lo grabé.

—Entonces ¿Qué hay que lamentar? —De pronto quiso lanzar todos los papeles
al aire en un gesto de desafío, pero se contuvo, solo haría un desastre que tendría
que limpiar.

Tess le quitó los papeles de la mano. Ojearlos le tomó un buen tiempo, pues
Peaches tenía una gran cartera de clientes.
Había tenido. Tiempo pasado.

Se recostó nuevamente de la pared de piedra y analizó su vida. Tenía bastantes


verdades que analizar y contaba con tiempo -el fajo de papeles era bastante grueso -
para gastar.

Lo que sucedía era que necesitaba un cambio. Lo sabía desde hace un tiempo,
pero no se imaginaba que tendría semejante ayuda para tomar la decisión.

Tess la miró.

—Peach, estos son todos tus clientes.

—Conseguiré otros —respondió Peach, con una calma que no sentía. —No hay
problema.

—No quiero pecar por metiche, pero…

—Tengo suficiente dinero —interrumpió Peaches, sabiendo lo que preocupaba a


su hermana y esperando que no preguntara más. Pero Tess era Tess y los detalles
eran su especialidad.

—¿Cuánto es suficiente?

Peaches respiró profundo.

—Casi tres mil dólares.

Tess parpadeó.

—Querrás decir casi treinta mil.

—No —respondió Peaches, tratando de sonar animada pero fallando


terriblemente. —Sabes que siempre le digo a la gente que no haga negocios con
amigos ¿verdad? Resulta que tengo razón.

—Peaches —Tess estaba horrorizada. —¿Qué pasó?


—Oh, cosas —dijo Peaches. —Un par de malas inversiones aquí y allá. Saqué un
poco de dinero de lo de mi jubilación para ayudar a un amigo necesitado. —Le di mi
contraseña a un amiguito que no era de confiar. —Lo usual.

Tess se quedó pensativa un momento.

—Te quedarás aquí hasta que decidas que hacer, no importa cuánto te lleve.

—No puedo —respondió Peaches con tristeza. —Creí que mi Visa estaba lista,
pero recibí una carta.

—John conoce a alguien con conexiones —la interrumpió Tess. —Ellos se


encargarán de eso.

Peaches podía imaginárselo. Después de todo, John tuvo bastantes problemas


con inmigración, por supuesto que conocía a alguien.

—Voy a regresar a la casa —dijo Tess, y de pronto su voz sonó lejos. —Te haré
un batido de brotes de trigo que te animará.

Peaches miró a su hermana. Estaba allí mismo, pero se sentía tan lejos. Asintió,
solo porque sabía que era eso lo que tenía que hacer. Lo que quería hacer realmente
era echarse a llorar, pero no la ayudaría en nada y de todas formas no acostumbraba
llorar. Era de las que se tragaba las cosas y continuaba su camino. Si tuviese una
moneda por cada vez que se había tragado sus tristezas y había continuado, no le
preocuparía tanto esa ruma de faxes que significaban el final de su cómoda carrera
en Estados Unidos. El único cliente que le quedaba era Roger Peabody, quien solo la
contrataba para limpiar su oficina con el fin de enseñarle las gráficas que había
hecho, detallando los beneficios que tendría si se casaba con él.

Entonces descubrió que Tess ya se había retirado. No se había dado cuenta. Ni


siquiera quería volver a leer los faxes.

Cualquiera que le creyera a Brandalyse Stevens no era el cliente para ella. Y


quizás fuese el propio Destino, empujándola en la dirección correcta.
Se levantó, ignorando el gancho que volvía a estremecerse, y se dirigió a la
puerta. Tess la había dejado abierta y eso, extrañamente, le pareció tenebroso.
Podría haberse parado a analizarlo, pero decidió que mejor no. Ya lo haría después
de por lo menos doce horas sin encontrarse con algún espíritu.

Atravesó el túnel y se detuvo al borde del patio. No era nada raro detenerse allí,
le agradaba el lugar. Pero nunca había tenido una premonición tan fuerte como en
ese momento.

¿Qué pasaría si tuviese el valor de aceptar lo que realmente quería?

Audentes Fortuna Juvat.

El pensarlo casi la dejó sin aliento. Se detuvo un rato más, tratando de controlar
su respiración agitada. Era hora de decidir.

Seguir su sueño o desperdiciar más tiempo de su vida atrasándolo.

No era lo que debía pensar en ese momento. Debería estarse trazando un plan
de vida para recuperarse, no pensando en las ensoñaciones dejadas por su ávida
lectura de las novelas de Bárbara Cartland que su tía Edna escondía tras los
polvorientos volúmenes de Dostoyevsky y Voltaire. No se había tomado ninguna en
serio, por supuesto.

Hasta un día de primavera en el que se encontraba estudiando para sus


exámenes finales.

Había sido una noche despejada, por lo que se había llevado sus notas a un
banquito de la plaza fuera de la biblioteca.

Una pareja se encontraba allí cerca, discutiendo algo en voz baja, cuando de
pronto la muchacha se había retirado, molesta. Peaches no quería pecar de
entrometida, pero si la pareja estaba dispuesta a discutir en público, era porque no
les importaba quien los viera.

El muchacho persiguió a su novia, tomándola por el brazo.


Entonces el tiempo pareció detenerse.

Peaches lo había visto arrodillarse y sacar algo del bolsillo. No tenía ni idea de lo
que había dicho, pero lo vio colocar ese algo en el dedo de la muchacha, que había
estallado en llanto. Entonces la atrajo contra sí y empezaron a bailar.

Como por arte de magia, apareció un violinista, tocando un suave vals.

Peaches había olvidado sus notas, y se había quedado mirando lo que, sin duda
alguna, era lo más romántico que había presenciado en su vida.

La muchacha había mirado a su alrededor, maravillada y le había preguntado a


su prometido,

—¿Por qué?

Él había sonreído dulcemente.

—Por ti —le respondió, —¿no es razón suficiente?

Entonces Peaches se había dado cuenta de lo que quería realmente: un hombre


que la mirara así, que la amara a pesar de sus defectos y que se arrodillara a pedirle
que pasara el resto de su vida con él.

El violín era opcional.

Miró al claro cielo invernal y suspiró. Eso era lo que le había pasado a su
hermana gemela, que tenía un excelente esposo y un castillo. También a su hermana
pequeña, que luego de un baile se había encontrado con un gran esposo y un castillo
un poco más viejo.

Pero a ella no le había pasado. Ya que estaba deseando imposibles, decidió que
quería el cuento de hadas completo. Quería que un tipo se enamorara de ella a
primera vista y, cruzando un mar de posibles parejas atractivas, la invitara a bailar.
Luego de bailar, quería una boda con una tarta esponjosa y un montón de comida
nada saludable, una orquesta para su primer baile y un carruaje para irse con su
príncipe a su nuevo castillo de ensueños con plomería interna y una estufa tipo Aga
en la cocina.

Peaches se preguntó si no estaría ya completamente loca. Peor aún, no se


atrevía a discutir la idea con Tess, por miedo a realmente estarse volviendo loca y
hacer que Tess se viese en la obligación de confirmárselo.

—Disculpe, señorita.

Peaches se volteó para encontrar a un sirviente con librea esperándola.

Se quedó boquiabierta. Bueno, era solo un mensajero, pero tenía un gorro y una
corbata que lo hacían ver muy importante. Se apoyó en la pared. De seguro era algo
para Tess y no había razón para ponerse tan nerviosa.

—¿Si?

—Entrega para la señorita Peaches Alexander, huésped de Lady Sedgwick,


Castillo Sedgwick.

Al ver el enorme sobre blanco que le tendía, Peaches sintió como si algo se
detuviera de golpe. Pensó que pudo ser su corazón, pero todavía lo escuchaba latir
desbocado en alguna parte de su garganta, así que eso no era. Quizás era algo
rompiendo la barrera del sonido sobre ellos. O quizás era el Destino, empujándola
con firmeza, para que diera, por fin, el primer paso.

Tomó el sobre con manos temblorosas. Buscó en sus bolsillos algo que darle al
mensajero, pero solo encontró unos caramelos y su teléfono. El joven sonrió:

—No se preocupe, señorita, me pagan bien por mi trabajo.

Ella asintió y lo vio alejarse. Al voltear el sobre miró el sello y luchó contra la
tentación de correr al cuarto a por su libro de genealogía para saber de qué familia
era el sello. Decidió que mejor abría el sobre, de seguro la carta aclararía más rápido
sus dudas. Al abrirlo, se encontró una invitación de bordes dorados.
Señorita Peaches Alexander, queda cordialmente invitada al baile…

Terminó de leerlo, sorprendiéndose al darse cuenta que era una invitación de


David, Duque de Kenneworth. El hermoso, perfecto y eminentemente disponible
duque de Kenneworth. Acababa de empezar a hiperventilar cuando sonó su
teléfono. Casi lo deja caer dos veces, pero logró atender la llamada a duras penas.

—¿Aló?

—¿Peaches? Soy Andrea.

Peaches parpadeó, tratando de enfocar sus ideas.

—Um...

—Andrea Preston, la prima de David ¿te acuerdas de mí? Nos conocimos en


aquella fiesta en Payneswick a principios de mes.

—Oh, Andrea —logró contestar débilmente. —Por supuesto.

—¿Recibiste la invitación de David? Te dije que estaba segura de que te la


mandaría. Casi no te quitó los ojos de encima ese día. —Pausó por un momento. —
¿Lo recuerdas, verdad?

—Por supuesto que sí —aseguró Peaches, pero de momento no se acordaba ni


siquiera de Andrea.

Eso era mentira, en realidad. Recordaba a Andrea tan bien como a su primo
David. Recordaría más si no hubiese pasado gran parte de esa fiesta tratando de
evitar a Stephen de Piaget y preocupada por Tess, que parecía empeñada en querer
matarse antes de que terminara el fin de semana. Recordaba cómo había mandado a
Tess de vuelta a Sedgwick para irse luego con un trío de diseñadores a Londres,
quienes la habían obsequiado con una semana completa de fiestas con otros
diseñadores. Fue entonces cuando se dio cuenta de que el diseño no era lo suyo.
—Dijo que estabas preciosa —dijo Andrea, sin nada de envidia. —Por eso fue
que me pidió tu dirección. Quería invitarte a la fiesta del próximo fin de semana. Es
algo tipo Cenicienta, pero yo definitivamente voy a ir. El número de hombres
pudientes será abrumador, por supuesto, aunque tener a la hermana de David en el
mismo lugar será algo fastidioso ¿no crees?

Peaches estuvo de acuerdo con lo fastidioso que sería tener a la hermana de


David -aunque no la recordaba en lo absoluto- en la fiesta y, luego de prometer
llamar en lo que recibiera el segundo comunicado con los detalles de la fiesta, se
despidió de Andrea.

Guardó con cuidado el teléfono en el bolsillo y se quedó mirando el patio


verdoso nuevamente, tratando de identificar lo que sentía.

Era un aleteo. En el estómago.

Estuvo tentada a hacer una lista de todas las razones por las cuales era una
ridiculez sentirse así, y otra, para ayudarse a volver a la realidad, pero por primera
vez en siete años, decidió dejarse llevar por la fantasía. Se pondría unos tacones
altos, gastaría algo de dinero en un vestido bonito y soñaría. Solo por este fin de
semana.

¿Qué podría salir mal?

Bailó por el patio hasta sentirse un poco mareada. Entonces notó al fantasma,
parado tímidamente en la puerta del cuarto de utilería. No tenía ganas de volver a
hablar con él, así que lo saludó y se dirigió al salón. De seguro a él no le caía tan bien
Kenneworth.

Por lo menos era razonable que no esperara encontrarse a Stephen de Piaget en


su fin de semana de ensueño.

No sabía mucho de David Preston, pero había escuchado que Stephen y él no


eran muy amigos. ¿Y cómo podrían serlo, si a Stephen solo le interesaban los libros
mustios y medievales?
Se obligó a ignorar el hecho de que a Tess también le interesaban los libros
mustios y aun así era extremadamente atractiva y hermosa.

Stephen de seguro se iba a dormir entre cantos gregorianos, pulcramente


vestido en pijamas de tweed. No era atractivo, ni encantador, y de seguro no se
movía con la gracia de un felino buscando presa.

Y ella no estaba, ni estaría, interesada en sus atenciones. Nunca.

Se acomodó el cabello, dejando esos pensamientos grises de lado y


concentrándose en otros más agradables y principescos.

Señorita Peaches Alexander, queda cordialmente invitada al baile…

No podía creerlo, pero quizás los sueños sí se hacían realidad.


Capítulo 2

Temblando de frío y cansancio bajo la fría llovizna, Stephen de Piaget se


preguntó qué lo habría llevado a interesarse tanto por la cultura medieval. Tendría
que haber dejado la esgrima y la caballería bien segura en los viejos libros de cuero
que atesoraba en su oficina de Cambridge.

—¿Ya tuviste suficiente, querido amigo?

Stephen miró con una mueca a su infatigable e innegablemente malvado


compañero de prácticas, Ian MacLeod.

—Todavía no.

—Entonces alza tu débil espadita inglesa, hombre y pelea. Trataré de no hacerte


llorar otra vez.

Stephen se contuvo de acotar que lo que sostenía era un florete, no una


espadita inglesa, como ya Ian bien lo sabía. También se rehusó a contestar el resto
de la frase, pues jamás lloraba. Había lanzado alguna que otra masculina maldición,
pero ¿llorar? Nunca. Ni siquiera cuando Gideon, su hermano menor -por solo once
meses, cabe acotar- había tomado exitosamente el mercado de telecomunicaciones
del Reino Unido.

—¿Piensas en tu epitafio? —preguntó Ian, arrastrando las palabras.

—No, sobre esquiar en los Alpes, para ser sincero —mintió Stephen. —Es
lamentable que solo pueda hacer dos viajes por estación en lugar de quedarme allá
haciendo nada.
Ian se echó a reír.

—Eres un maldito engreído. No puedo creer que te deje entrar a mi casa. Debe
ser porque me encanta humillar ingleses.

Normalmente, Stephen le habría asegurado que ese no sería en resultado, pero


la verdad era que se estaba enfrentando a un experto y vencerlo no sería posible,
por lo menos no hoy.

Fue, tuvo que admitirlo, una mañana muy larga. Ian MacLeod tenía una reserva
inagotable, no solamente de insultos, sino de destreza, y aparentemente estaba
dispuesto a utilizar ambos en su contra sin piedad. Lo único que le impidió a Stephen
rendirse -no solo una, sino muchas veces- fue su propio orgullo. Estaba en suelo
escocés, escuchando a alguien que no podía ver tocar canciones escocesas de batalla
y se estaba enfrentando a un escocés que, por lo que podía ver, no había aprendido
a pelear al mismo tiempo que sacaba su certificado de secundaria. Era algo de
orgullo nacional, y propio también, tenía que admitir.

Finalmente sintió que se podía permitir un descanso, y apoyando el lado plano


de la espada sobre su hombro, preguntó:

—¿Cuál es ese disco? —El gaitero solitario toca sus canciones favoritas en
Tattoo.

Ian se rio.

—No es ninguna grabación, mi muchacho. Es Robert MacLeod.

—¿Quién?

Ian apuntó a su derecha.

—El gaitero de nuestro clan. En tiempos pasados, claro.

Stephen cerró la boca en lo que se dio cuenta de que la tenía abierta. Después
de todo, ya sabía que no debía sorprenderse de nada que viera en tierra MacLeod.
Conocía a Ian MacLeod y a sus primos James y Patrick MacLeod ya hacía casi diez
años. Cuando se dirigió por primera vez al norte a los veinte años, era un muchachito
impetuoso, increíblemente orgulloso de su éxito académico en Cambridge, que
buscaba algo para liberar energías reprimidas. Había escuchado rumores de un loco
en las Highlands que enseñaba esgrima y quería averiguar si eran ciertos.

Le había parecido extraño entonces -y todavía, para ser sincero- la cantidad de


actividades medievales que alguien podía encontrar para ocupar su tiempo, pero
como ello le convenía, no se quejó. Simplemente hizo una cita con Ian MacLeod,
subió en su vehículo y se dirigió al norte, donde prontamente fue invadido por los
nervios al encontrare en territorio MacLeod.

No es que estuviese poco acostumbrado a lidiar con gente intimidante, pero Ian
MacLeod desafiaba toda definición. No era solamente que se viera como alguien que
fácilmente podía defenderse en un callejón oscuro, aunque eso fuese impresionante
por mérito propio. Stephen no lograba dar con la razón exacta, hasta que visitó el
patio trasero de Ian. Llamar a ese espacio –jardín- no le hacía justicia en lo absoluto.
De haber sabido más en ese momento, habría dicho que era la interpretación
escocesa de un torneo medieval.

Eso había sido extraño, para ser sincero.

Más allá de ese espacio, había una arena donde no se habían escatimado gastos
para asegurar la comodidad y seguridad de unos hermosos caballos que Stephen
reconoció inmediatamente, como poderosos caballos de guerra brasileños. Junto a
ellos, había unos fuertes caballos montañeses de Highland, que no estaban muy
preocupados por la dicotomía de su situación actual.

Stephen se había dado cuenta de dos cosas ese primer día. La primera, al ver a
Ian MacLeod sacar el florete de seis pies de la vaina en su espalda, era que estaba
muy fuera de su zona.

La segunda fue que Ian MacLeod no había aprendido esgrima de ningún maldito
DVD.
—Estás soñando despierto, Stevie —exclamó Ian animadamente. —¿O es que el
gaitero de Jamie te asustó demasiado?

Stephen se dio cuenta que estaba en la arena de Ian, con la mirada perdida en el
horizonte. O más bien, mirando al Highlander -con todas sus galas- parado a cien
yardas, con su kilt flotando en una brisa que no movía más nada. Suprimió un
escalofrío y regresó su atención a Ian.

—También tenemos cosas paranormales en Artane.

—Ah ¿pero tocan tan bien las gaitas?

Stephen sonrió.

—Me temo que no pueden. El fantasma del castillo de mi padre solo se esconde
en los balcones y asusta gente cuando le provoca.

Ian se echó a reír.

—Me imagino —dijo, guardando su espada y estirando las manos por encima de
la cabeza hasta que sus nudillos sonaron. —¿Cuándo nos volvemos a ver?

—Cuando mi ego se recupere de esta paliza —respondió Stephen secamente.

Ian lo miró, serio.

—Esto no fue una paliza, Stephen. No esta vez. Bueno —agregó con una
sonrisita, —no por completo. Para ser un muchacho sin un padre o tío dispuesto a
entrenarlo, lo has hecho bien. Nunca tan bien como yo, claro, pero es que nadie
puede conmigo.

—¿Ni siquiera James MacLeod?

—¿Jamie? —Ian resopló de la risa. —¿Estás loco? Ya ni recuerda cual es el lado


peligroso de su espada, aunque en sus manos flojas ambos lados son un peligro. —
Sonrió con suficiencia. —Nay, no hay quien me supere.
—¿Y cómo soporta todo esto tu esposa?

—La mantengo contenta con lana, flores y por supuesto, mis cariñosas
atenciones. También cambio pañales. Toma nota de eso para cuando te encuentres
casado, mi estimado Haulton.

—Lo haré —prometió Stephen, dándole las gracias a Ian y retirándose antes de
que le ofreciese otra ronda de tortura.

Miró por encima del hombro para ver si el gaitero seguía allí. La aparición lo
miraba fijamente, lo cual era atemorizante. Stephen lo vio hacer una profunda
reverencia antes de desaparecer.

Stephen tuvo que respirar profundamente mientras se dirigía a la casa de


huéspedes que Ian había agregado un par de años atrás, para aquellos valientes que
venían buscando entrenamiento. Y mientras caminaba analizó aquellas cosas que ya
estaban fuera de discusión: Artane tenía fantasmas; los fantasmas de Artane se
comportaban muy mal; y los rumores de que Ian MacLeod había nacido en algún
momento de la Edad Media eran completamente ciertos.

En realidad había escuchado todo sobre el pasado de Ian directo de la fuente,


aunque eso no importaba. Todos los hechos apuntaban a ello.

Al llegar a la puerta de la casa, se dio cuenta de que tenía que prestarle más
atención a sus alrededores. Había sido atacado más de una vez por otros miembros
del clan MacLeod, no solamente por ser un inglés lo suficientemente descarado
como para poner un pie en territorio escocés, sino porque Ian no era el único con
quien venía a entrenar, bueno, si es que a eso se le podía llamar entrenamiento.

No había nadie, y supuso que no era para sorprenderse. Había escuchado que
Patrick MacLeod, el entrenador de tácticas de supervivencia de la escuela de torturas
de Ian y primo del mismo, se hallaba de vacaciones. Ya que Patrick no estaba para
molerlo a golpes, lo mejor sería retirarse temprano.
Se dio una ducha, empacó sus cosas y las guardó en su Range Rover luego de
dejarle una nota de agradecimiento a Jane MacLeod por la deliciosa comida y
entretenidas conversaciones. Normalmente prefería el Mercedes para viajes largos,
pero era difícil guardar un florete en él. Eso y al parecer las Rovers eran el furor entre
los vizcondes ingleses y los terratenientes escoceses. No había razón para atraer
discordia. Colocó sus cosas en la maleta de la Rover y guardó el florete en un
compartimento secreto en el techo que le había costado hacer, pero era sumamente
práctico.

Al voltearse para abordar su vehículo, sintió como un ladrillo se le estrellaba


contra la nariz.

En realidad, era solo un codo. Lo supo el comentario maligno de su atacante


sobre lo que le había hecho a su hueso de la risa. Stephen habría hecho un
comentario sobre el dolor enceguecedor que le había causado a su nariz, pero no
tenía aliento suficiente para quejarse.

El ataque que le siguió fue despiadado. Stephen hubiese preferido mirar desde
fuera a un clon de sí mismo defenderse de un guerrero medieval que hacía lo que
mejor sabía hacer, caerle a golpes usando movimientos que ningún guerrero de la
Escocia medieval podría haber aprendido en su vida.

Patrick MacLeod era malvado. Stephen se lo había dicho en varias ocasiones,


quizás con palabras menos educadas.

Los primeros diez minutos de la pelea fueron difíciles, más que todo porque los
pasó tratando de limpiarse la sangre que le chorreaba de la nariz, obviamente rota.
Después, las cosas mejoraron, por decirlo de alguna forma. Logró sacar su florete
para tener algo con que defenderse, y pudo usarlo por otros diez minutos, hasta que
Patrick se lo quitó de una patada y lo arrinconó contra la Rover, apretando otra
espada contra su garganta.

Patrick chasqueó la lengua.

—Te va a tocar lavar la camisa, me imagino.


—Y también explicarle a mi madre de donde salieron las manchas —respondió
Stephen, forzándose a respirar pausadamente, a pesar de lo mucho que le ardían los
pulmones.

Patrick le quitó la espada del cuello, extendiéndole la otra mano,


afortunadamente vacía. Stephen se limpió la cara con la manga y le estrechó la
mano. —Ian me dijo que estabas de vacaciones.

—Ian miente —advirtió Patrick. —No confíes en él.

—No cometeré ese error otra vez —dijo Stephen, dándole la espalda. Se detuvo
y le clavó una mirada elocuente. —Solo voy a recoger mi espada.

—No me gusta apuñalar gente por la espalda.

Al menos una constante. Stephen recuperó su espada, guardándola nuevamente


en su sitio. Entonces devolvió su atención a Patrick, hermano menor de James
MacLeod.

—Ian me dijo que no te destruyó por completo este fin de semana.

Stephen se encogió de hombros.

—Aparentemente.

—Y todavía estás de pie —continuó Patrick. —Cubierto de tu propia sangre, pero


no vencido.

—¿Eres imbécil? —respondió Stephen con un resoplido que le hizo saltar


lágrimas de dolor. —Con un demonio, creo que me rompiste la nariz.

—Métete un poco de consuelda 3 y ya verás que se te pasa.

A regañadientes, Stephen se dirigió al jardín a buscar la planta e hizo lo que se le


decía. Se sintió bastante idiota, pero de seguro le ahorraría un viaje al médico.
3
Es una planta medicinal muy valorada por sus propiedades. (N:R.)
Patrick enterró su espada en el suelo, se le acercó y le apretó la nariz
vigorosamente.

—¿Ves? No está rota, mujercita.

Stephen se echó a reír, pues era lo único que podía hacer. Solo esperaba no
ahogarse en su propia sangre.

—Bastardo.

—Nay, no lo soy —respondió Patrick, animadamente, —pero si podría ser


muchas otras cosas. De verdad, Haulton, no eres nada original con tus insultos.
Deberías trabajar en ello.

Stephen lo complació, soltándole un montón de palabrotas que lo dejó


confundido.

Patrick fue a recuperar su espada.

—Me pitan los oídos. Pero desafortunadamente tu boca aún se mueve.

Patrick se echó a reír, alejándose. Stephen se montó en su camioneta,


agradecido de alejarse del territorio MacLeod. Iba a tener dificultades para llegar a su
cita de las diez en Cambridge, pero lo habían solicitado en casa, y cuando el deber
llamaba, él respondía. Era, después de todo, lo que hacía un caballero inglés.

Seis horas después, se detuvo frente a las puertas de la casa de su padre. Tuvo
que abrirlas él mismo, pero no le importó. Ya era bastante tarde y comprensible que
no hubiese nadie esperándolo.

Se estacionó donde siempre, y al bajarse, contempló el castillo de su padre.


Estaba hermosamente iluminado por fuera, cosa que su padre había hecho para
complacer a aquellos que pasaran por el pueblo solo para admirar el monumento
con más de ochocientos años de historia.
El mismo Stephen admitía que el castillo era todo un espectáculo. Había costado
mucho dinero mantenerlo, pero eso aparentemente nunca había sido un problema.
Como lo había logrado su padre sin vender nada, era algo que Stephen aún se
preguntaba. Aunque ya estaba bastante ocupado con sus propios títulos y tierras, no
quería pensar en ello, sabía que algún día le tocaría hacerse cargo de esto también.

Después de todo era el heredero de Artane, y eso era lo que esperaban de él.

No solamente su familia, sino él mismo. Amaba a Artane desde siempre, estaba


sumamente orgulloso de su herencia y, gracias a su madre, estaba al tanto de que
algún día sería su responsabilidad. Sonrió al pensar en todos los recuerdos que le
traía el solo contemplar la fachada.

¿Cuántas veces no había jugado, espada de madera en mano, a que defendía su


castillo de enemigos imaginarios, y quizás un turista o dos?

¿Cuántas veces lo había perseguido su padre para castigarlo por haber sacado
objetos con filo de la colección de armas, sin permiso, para practicar con ellos?

Con el pasar del tiempo, se dio cuenta de que no era eso lo que se esperaba de
un joven conde venido de una familia pudiente, con un hermoso y visible castillo, por
lo que había ido a la universidad.

Donde por supuesto hizo carrera en estudios medievales.

Sus padres pensaban, erróneamente, que había dejado atrás esos sueños de ser
caballero errante. Era ridículo, desde un punto de vista lógico, que un hombre con
ese nivel de madurez y categoría se entretuviera jugando con cosas con filo. Aunque
también era un buen jinete, y quizás fuese igual de tonto arriesgar a sus mejores
caballos haciéndolos saltar sobre obstáculos a diferentes alturas del suelo.

Se alejó de su auto, preparándose mentalmente para los comentarios de sus


padres sobre el estado de su camisa y preguntas indiscretas sobre lo que había hecho
el fin de semana. A lo mejor podría convencerlos de que solo había jugado un partido
intenso de criquet. Lo primero que vio al abrir la puerta fue a su madre esperándolo
frente al fuego.

—Stephen, querido ¿Qué le pasó a tu camisa?

Con un suspiro, cerró la puerta tras él.

Lo habían esperado para cenar, con el fin de acribillarlo de preguntas. Luego de


sobrevivir al ataque y asegurarles a sus padres que se había comportado de manera
ejemplar durante todo el fin de semana, se fue al auto para recoger sus cosas y
retirarse a su habitación. Mientras arreglaba todo para acostarse, notó el sobre en la
cómoda. Soltó una maldición al ver el sello de quien lo mandaba. Era Kenneworth,
sin duda extendiéndole una invitación que no aceptaría por una multitud de razones
que no deseaba enumerar de momento.

No obstante, se permitió fantasear un rato, imaginándose al engreído de David


Preston yendo a entrenar a Escocia, donde de seguro le quitarían lo arrogante a
patadas. Era rico, medianamente atractivo y tenía por costumbre coleccionar
mujeres hermosas, a las cuales desdeñaba al aburrirse. Si Stephen tuviese una
hermana, no le permitiría estar ni a diez millas del canalla.

No entendía porque los demás no seguían su ejemplo.

Estuvo tentado de echar la invitación a la basura sin leerla, pero la curiosidad


pudo con él. Abrió el sobre y leyó la brillante invitación. Fiesta elegante con comida y
entretenimiento durante el fin de semana, lo usual. Si decidía ir, tendría que llevar un
traje formal. No entendía porque Kenneworth lo había invitado, sabiendo lo mal que
se llevaban sus familias. No podía prometer no disparar sobre su anfitrión si este era
David Preston.

Y el sólo imaginarse tener que pasar todo un fin de semana viendo como Preston
engañaba a cualquier muchacha lo suficientemente tonta para caer en sus juegos, lo
hacía sentirse enfermo.

No, no iría. No se sometería a algo tan desagradable.


Revisó su teléfono, donde vio que tenía varios mensajes sin contestar de las tres
muchachas con las que salía de momento. Suspiró, pues todas daban por sentado
que había aceptado la invitación de Kenneworth. Lo único positivo de la situación era
que por lo menos todas sabían que no salía con ellas de manera exclusiva. De todas
formas solo estaban interesadas en su título, no en él, lo que simplificaba más las
cosas. Tenía una considerable entrada de dinero, pero no era suficiente para
mantener el estilo de vida que estas muchachas deseaban. Porqué seguían saliendo
con él, era un misterio que no lograba descifrar.

Tiró la invitación nuevamente en la cómoda y se acostó. Sabía que lo más


maduro era aceptarla, para acallar rumores sobre pleitos familiares de una vez por
todas, pero no le daba la gana de hacerlo. Era más sencillo decir que estaba muy
ocupado y esconderse en su oficina en Cambridge hasta que pasara.

Además, le preocupaba su padre. No se veía tan saludable como de costumbre


en la cena, pero quizás fuese por estrés. Tendría que hablar con su madre durante el
desayuno para averiguar la causa. Tenía por costumbre venir a casa una vez cada dos
semanas para lidiar con asuntos de los que su padre no se quería desprender, pero
ya no tenía la paciencia para lidiar, pero quizás fuese momento de venir más seguido.
La biblioteca de Artane quizás no fuese tan grande como la de Cambridge, pero tenía
muchos tomos interesantes, y de seguro encontraría a alguien dispuesto a hacerle la
suplencia más seguido.

Sí, desdeñaría los placeres de Kenneworth House para pasar el próximo fin de
semana en casa. Era lo menos que podía hacer.
Capítulo 3

Peaches se encontraba parada fuera de la pequeña estación de trenes de


Sedgwick, haciendo ejercicios respiratorios para relajarse mientras repetía el primer
mantra que se le ocurrió -que al momento era- No debo matar a mi hermana.

¿Por qué no era capaz de decirle que no a las personas que amaba?

—Todo estará bien —le dijo Tess, consolándola.

—¡Entonces ve tú!

—No puedo —respondió Tess, sonando increíblemente razonable para el


momento. —Terry Holmes viene desde Chevington para ahorrarme el viaje hasta
allá. Sabes que no puedo estar allí y en Cambridge al mismo tiempo.

—Por lo que debiste reprogramar la cita de menor importancia —le espetó


Peaches, —es decir, mi queridísima hermana, tu reunión con el señor Holmes.

Tess la miró de una forma que se podía considerar suplicante.

—Es algo muy importante —le dijo, fervorosamente. —Si haces esto por mí, te
regresaré el favor por partida doble.

—No sé cómo demonios vas a poder pagarme esto. Convencerme de ir a una


reunión de té —se quejó Peaches, clavándole una mirada asesina a su hermana, —
con catedráticos, ni más ni menos.

—Estarás bien.
—Juré no volver a hacer esto jamás, si mal no recuerdas.

—No recuerdo nada —dijo Tess, frunciendo el ceño. —¿Segura que no estás
imaginando cosas?

—Por supuesto que no —respondió Peaches. —Fue en bachillerato, un lugar en


el que por cierto, me abandonaste al graduarte antes de tiempo. Estabas en casa de
Tía Edna por vacaciones y accediste salir con Bobby Rutledge y Gary Peters al mismo
tiempo. Iban a cenar y luego a un estúpido juego de fútbol. Tú fuiste con Gary
porque te gustaba la comida francesa y Bobby te quería llevar a un restaurante
italiano. Mientras tanto, yo terminé con la camisa llena de salsa de tomate a causa
de los nervios que me producía encontrarme contigo en las gradas. —Apretó los
dientes. —Nunca te perdoné por eso.

—No deberías aferrarte tanto a sentimientos negativos —dijo Tess, una ceja
enarcada. —No creo que sea saludable.

—Cállate la boca.

—Y no tenías porqué aceptar ¿sabes?

—Tenía hambre y tía Edna estaba preparando sándwich de lengua para cenar —
murmuró Peaches. —Parecía el menor de dos males.

—Eso fue lo que te volvió vegetariana.

—Sí, la tía Edna es responsable de eso y tú estás tratando de distraerme.


Explícame otra vez como es que nadie se enterará de que estabas almorzando
cómodamente en tu casa y al mismo tiempo tomando el té en Cambridge, usando
estas incómodas medias de nylon.

—El nylon no es incómodo. Lo sabrías si lo usaras más seguido. Y son dos grupos
separados de gente. Nunca se encontrarán el tiempo suficiente para discutir sobre
mí.

Peaches se aguantó las ganas de gritar.


—Además ¿por qué pondría en riesgo mi reputación académica enviándote a ti a
esta reunión si no fuese estrictamente necesario? El asunto con Terry es delicado. —
Tess lo hacía ver extremadamente racional.

—Eeeh, porque quizás estás… ¿demente?

Tess se echó a reír.

—Vamos, móntate en el tren. Solo van a discutir sobre la psicología de los


señores medievales y sus mujeres. Puedes defenderte en ese tema.

Peaches la fulminó con la mirada.

—Deberías ir tú, no yo. En realidad debería ir tu esposo ¿Qué se yo de la


mentalidad medieval?

Tess miró a John.

—¿Algún consejo para ella? ¿Cómo piensa un hombre medieval?

Peaches se volteó a ver a John, quien sin duda había venido a ayudar a Tess a
empujar a una pobre mujer desempleada a un lugar al que no quería ir.

John se encogió de hombros.

—Encuentra al enemigo, mátalo, y regresa a casa antes de que se caliente el vino


y se queme el pan.

—Eso no me sirve de nada —respondió Peaches, frunciendo el ceño.

—Pero es verídico —dijo él, con una sonrisa. —Y habiendo visto ambas épocas
por mí mismo, puedo decir que las cosas no han cambiado mucho. Mi deber es
proteger a mi familia, mantenerlos arropados y bien alimentados, y sacar algo de
tiempo para disfrutar la belleza de la música y el arte. La diferencia es que hace
ochocientos años no tenía una familia que cuidar y cargaba una espada colgada al
cinto. Me quejaba de tener que practicar con el laúd, odiaba la fina ropa incómoda
que me obligaba a ponerme mi madre y me echaba a descansar de la misma manera
luego de una vigorosa mañana en los torneos. Solo ha cambiado el tipo de
comodidades disponibles.

Peaches suspiró desganada, mirando a su hermana.

—Sabrán de todas maneras que no soy tú.

—¿Llevas pantimedias?

—Sí.

—Entonces no sospecharán nada. —Tess la despidió con un beso en la mejilla. —


Vamos, ya Holly te preparó su sofá.

Peaches hubiese querido protestar más, pero ya estaba montada en el tren. Se


quedó un buen rato mirando atrás, enfurruñada. Luego se dio cuenta de que no
podía mantenerlo por tanto tiempo. El enfurruñamiento, no el mirar atrás.

La verdad era que Tess y John se veían tan felices y tan normales, que de no
habérselo dicho, jamás habría adivinado la fecha real de nacimiento de John, ni lo
mucho que se había opuesto Tess a ese final feliz de cuento. Sin embargo allí estaba,
Condesa de su propio castillo, casada con un Conde, quien era realmente un
caballero medieval capaz de defenderla a espadazos, de ser necesario.

Tess estaba a salvo.

Sintió una oleada de envidia que casi la hace caer, pero no le duró mucho. No
podía envidiar tanto a su hermana. No deseaba a John. Ni siquiera estaba segura de
querer un príncipe con un castillo.

Solo quería hacer realidad su sueño. Pero si el hombre de sus sueños venía con
una espada y un castillo propio, no se negaría a aceptarlo.

Se alejó finalmente de la puerta, buscando un asiento para acomodarse durante


el viaje. Había tenido varias noches de sueño reparador con la invitación al baile bajo
su almohada y se había resignado a que era tonto poner tantas esperanzas en un fin
de semana. De ninguna forma encontraría algo especial en Kenneworth House.

Su corazón le decía lo contrario.

Miró por la ventana, tratando de distraerse, pero ver el paisaje pasar solo la
llevaba a contemplar cosas que antes no se había permitido analizar.

Al final, quizás soñar no fuese tan malo. Ella misma le había dicho a sus clientes,
cuando los tenía, que hicieran una lista de sus sueños más queridos y alocados, pues
muchas veces el simple hecho de hacer una lista era suficiente para cambiar el curso
de una vida ¿verdad?

Empezaba a pensar que el Destino le estaba dando una señal para que cambiara
la suya.

Suspiró profundamente, viéndose en la obligación de examinar la carga de


ladrillos que le habían lanzado del lado opuesto de la balanza. Sí, necesitaba un
cambio. Había estado organizando las vidas de otros desde hacía ya siete años, justo
después de haberse graduado de la universidad, y estaba lista para admitir que no
quería lidiar más con gente que no era capaz de tocar una hoja de papel solo una
vez.

Y eso la aterraba.

Era el mismo tipo de terror que había experimentado a los veinte años, cuando
recibió su diploma en Ciencias y aceptó por fin aquello de lo que se había dado
cuenta la noche que vio a la pareja bailando en la plaza, es decir, que no quería estar
encerrada en un laboratorio por el resto de su vida. Admitió que aunque se sentía
bien ayudando personas a través del uso juicioso de fármacos, la única razón por la
que había estudiado Ciencias era porque le pareció el título más difícil de obtener.

El silencio de la tía Edna al escuchar estas palabras directamente de su boca,


todavía aferrando su diploma nuevo, había sido bastante curioso.
Un almuerzo celebratorio. Ese había sido el único comentario de la tía Edna. Sus
regalos habían sido una carta de aceptación de parte de las Hijas de la Revolución
Americana y un enorme libro sobre la genealogía de las familias más importantes de
Gran Bretaña.

Peaches se había dado cuenta de que dichos regalos tenían un significado más
profundo, pero el tratar de descubrirlo inmediatamente podría significar problemas.
Fue por eso que, luego de mostrar la gratitud apropiada -eran de parte de su tía
Edna, quien no era realmente su tía, sino más bien una tía abuela, de esas a las que
no se les pregunta la edad- tomó el primer trabajo que consiguió, el cual era hacer
batidos en una tiendita en el Pike Place Market. Ya era vegetariana para ese
entonces, pero estaba convencida de que lo que había convencido al dueño de
contratarla fue la intervención fortuita de sus padres, olorosos a patchouli 4.

Una de sus clientes regulares había sido, como no, Brandalyse Stevens. Esta la
había contratado luego como su chef particular, y en los seis meses que siguieron
pasó a ser no solo cocinera, sino organizadora profesional del guardarropa de Brandi
y sus amigos. Esto, a pesar de no ser un negocio enorme, le había dado la liquidez
económica y el tiempo suficiente como para permitirse un par de viajes al año a
Inglaterra para ver a Tess.

Se recostó contra el asiento. Podía volver a organizar, acomodar y sobre todo


balancear las vidas de otros, aunque el regresar a Seattle para retomar todo eso sería
algo difícil. Tenía en la cartera el fax de Roger Peabody, en el cual le informaba que
su casero, en vista de que ella se había negado a firmar un segundo contrato, había
decidido alquilarle a otra persona. Y Roger, en un magnánimo gesto, había guardado
sus pocas posesiones en su apartamento.

El solo pensar en Roger, revisando su cosas, le producía nauseas. Cuanto más lo


pensaba, más se convencía que tenía todo lo que necesitaba en la maleta que había
traído consigo a Inglaterra. Sí, las probabilidades de regresar a Seattle eran cada vez
menores.
4
Es una pequeña planta herbácea parecida a la menta en tamaño y tipo de hojas. Tiene una aroma fragante que despierta la
sensibilidad y estimula la espiritualidad. (N.R.)
Lo que la dejaba en el mismo sitio: en bancarrota, sin hogar, y deseando que
algo mágico pasara.

Casi deseaba que nada fuera de lo común pasase en el elegante baile de David
de Kenneworth.

Eran las cuatro de la tarde en punto cuando por fin llegó a la puerta de un
sorprendentemente espacioso anexo, que estaba cerca de la casa de la amiga de
Tess con la cual pasaría la noche. Suprimió las ganas de acomodar su sencilla falda
formal -en realidad, la sencilla falda formal de Tess- y sonrió, esperando verse como
la respetable Doctora por la que tenía que hacerse pasar cuando se abrió la puerta.

—Ah, Dra. Alexander —la saludó un anciano caballero. —Qué bueno que pudo
venir.

—Dr. Trotter-Smythe —dijo Peaches, casi sin temblar. Se mordió la lengua para
evitar agregar o por lo menos eso creo. Porque en realidad no estaba segura. Tess le
había dicho quién era el anfitrión, pero no conocía al resto de los profesores
invitados. Afortunadamente.

El Dr Trotter-Smythe sonrió, invitándola a pasar a su salón, que simplemente


gritaba dinero viejo y apestaba a humo de pipa.

Peaches se relajó un poco. Esta sería la última vez que hacía algo tan estúpido. Si
tan solo no se sintiera tan culpable por interrumpir el primer mes de casada de su
hermana…

Respiró profundamente. Última vez. De verdad.

—Déjame presentarte a nuestra invitada de honor —dijo el Dr. Trotter-Smythe,


guiándola hacia una diminuta anciana, que se veía incluso más vieja que su tía Edna.
—Ella es la Dra. Plantagenet, y sí, ese es realmente su apellido.
Peaches no lo dudaba. La saludó con el mismo entusiasmo con el que habría
enfrentado una audiencia con el Malvado Rey Juan y se preguntó si la mujer se
ofendería si aparentaba un repentino ataque de laringitis.

La Dra. Plantagenet la miró de arriba abajo.

—He escuchado muchas cosas buenas sobre ti, querida. —Su voz sonaba como
pergaminos rozándose, lo cual iba bien con su complexión de papel fino.

—Que amable —logró responder Peaches. —He estado esperando poder


conocerla también. —E inmediatamente después matar a mi hermana.

Acuosos ojos azules la examinaron más detalladamente.

—Hmmm —eso al parecer era lo más conciso que podía decir la Dra.
Plantagenet de momento. —El Dr. Trotter-Smythe quiere que haga una pequeña
presentación, pero de seguro tendremos tiempo para una buena discusión después.
Me interesa escuchar tus ideas sobre el pensamiento medieval.

Peaches se lo imaginaba. Y también se imaginaba sufriendo una laringitis


repentina que la obligaría a retirarse temprano de la reunión, por supuesto.

Para luego, como había decidido antes, ir a matar a su hermana.

Supuso que la gente notaría si se ponía a tomar notas mientras la anciana


hablaba, por lo que solo se quedó sentada, tratando de no moverse demasiado. Se
imaginaba que así se sentían los prisioneros en la Torre cada vez que escuchaban
algún golpe seco. Como el de pisadas en la puerta. O el sonido del hacha en el
patíbulo.

Solo que su encuentro final no sería con un hacha, sería con la Dra. Plantagenet,
quien le preguntaría sus opiniones sobre el medioevo y se encontraría con que solo
sabía que los únicos que consumían pasto de trigo eran los caballos. Como se le
antojaba un batido de esos.
Desafortunadamente, lo único que tenía para darse algo de valor era un plato de
galletitas y un vaso de limonada artificial. Le temblaban tanto las manos que temía
derramar su vaso sobre la extremadamente cara alfombra Aubusson. Notó como la
Dra. Plantagenet se dirigía a ella y rezó porque viniera a por una galleta y no a hablar
con ella. La reputación de Tess quedaría arruinada, a ella seguro la harían pedazos y
entonces perdería la oportunidad de asistir al baile de gala del Duque de Kenneworth
y encontrar a su príncipe de cuento de hadas.

—Trotter-Smythe —dijo una profunda voz masculina tras ella, —discúlpeme por
no traer mis notas. Ah, Tess, querida, me imaginé que… estarías…

Peaches se volteó siguiendo la cadencia de la voz hasta encontrarse frente a


frente con su interlocutor.

Era alto, de cabello oscuro, y… ella suspiró. Solo podía ser honesta. El hombre
frente a ella era absolutamente hermoso. No solo era alto, como ya se había visto
obligada a admitir, sino que tenía un cuerpo exquisito y una sonrisa encantadora. La
estaba mirando con el más maravilloso par de ojos grises, en donde había brillado la
sorpresa por tan poco tiempo, qué pensaría que se la había imaginado de no conocer
ya bien al portador de dichos ojos.

Ella no era Tess. Y Stephen de Piaget lo sabía.

Stephen le dedicó una larga reverencia y una sonrisa.

—Dra. Alexander, debí decir. O quizás mejor Lady Sedgwick. Tantos títulos tan
bien merecidos ¿no lo cree, Dr. Trotter-Smythe?

—Oh, ciertamente —concordó Trotter-Smythe. —Tantos logros, y siendo tan


joven.

Peaches habría sido capaz de darle un codazo a Trotter-Smythe para distraerlo


antes de que empezara a enumerar los muchos logros de Tess, de los cuales ella
tendría que hablar también, pero fue salvada, ya que el venerable doctor parecía
estar distraído por la brillante sonrisa de Stephen de Piaget. O quizás por el pequeño
moretón en su nariz. Era casi increíble, pero parecía que se había peleado con
alguien recientemente.

Se forzó a disimular, porque aunque Stephen de Piaget era su archienemigo, se


estaba haciendo pasar por su hermana y Tess le tenía mucho cariño.

Peaches no entendía porque. Había oído, de fuentes confiables, que Stephen


había ayudado a Tess durante su carrera académica en Cambridge varias veces, sin
aprovecharse de ella. Asumía que era porque el ilustrísimo Vizconde de Haulton ya
estaba demasiado ocupado con su harem de ricas y hermosas celebridades y chicas
de alta sociedad con las que salía, mientras se entretenía insultando a gente
trabajadora de Seattle y dando clases sobre cosas puntiagudas medievales que de
seguro nunca había tocado en su vida.

Aunque no había nada de malo en ser profesor universitario, y mucho menos de


ese tema tan sensual como los caballeros medievales y su inexorable caballerosidad,
ella se imaginaba que los únicos peligros con los que era capaz de enfrentarse
Stephen eran redacciones criticadas con dureza y largas cenas aburridas donde lo
más afilado era el cuchillo de la mantequilla. Si alguien tratara de atacarla, seguro la
dejaría sola, alejándose para evitar que le ensuciaran su bonita bufanda de
cachemira.

Stephen le quitó el plato de la mano. Ella logro sonreírle en lugar de gruñirle,


aunque le tomó bastante esfuerzo.

—Vamos a buscar un sitio para que te sientes ¿te parece? —dijo él,
amablemente. —Te ves un poco sofocada.

—Es por las medias —murmuró ella, entre dientes.

Él se limitó a mirarla concienzudamente, lo que la hizo retorcerse. Antes de que


pudiese protestar, ya la había colocado en un asiento agradable, con su bebida y
plato a la mano, y se le había sentado a una distancia respetuosa, sin duda para
monopolizar cualquier intento de conversación que le llegara a ella.
Sintió un hormigueo en las rodillas, el cual identificó inmediatamente como
estrés y le echó la culpa a Tess. No tenía nada que ver, se dijo, con estar sentada
junto a un hombre cuya cara debería ser ilegal, y cuyas consonantes, elegantemente
pronunciadas, la harían sonreír si no vinieran de su boca, y que atraía gente como
azúcar a moscas.

Seguramente tenía un matamoscas escondido bajo su manga para golpear a los


incautos cuando menos se lo esperaban.

A ella se lo había hecho.

No quería pensar en ese momento incómodo, pero ya que él estaba allí y ella
necesitaba permanecer despierta, decidió que quizás sacarse eso del sistema sería lo
mejor.

Lo había conocido en pleno ataque de pánico, causado por extraviar a Pippa en


uno de esos viajes en el tiempo. Se había comportado como todo un caballero en
pantalón y traje de tweed, ayudando a Tess en todo lo que podía y apoyando a todos
los implicados. Tenía que admitir que aunque sabía que él nunca la tomaría en serio,
ella… suspiró. La verdad es que tenía un crush 5 con él, y había pasado la mayoría de
su tiempo en Inglaterra mirándolo embelesada y fantaseando con él.

Él había parecido no darse cuenta. La tratada con amabilidad, pero era algo
forzado, como si su educación no le permitiera darle alas a sus esperanzas.

Entonces sucedió, El Comentario.

Había estado conversando con un potencial cliente sobre su carrera, en una


reunión atestada de gente importante, cuando Stephen, con una risa fingida, había
soltado: —Oh, pensé que cuando decías ‘orgánico’, te referías al abono que usabas
en el jardín.

El comentario la había humillado. Él ni siquiera tuvo la decencia de parecer


avergonzado cuando todos los que estaban alrededor estallaron en risas, para
5
Flechazo. Amor platónico. (N.R.)
cambiar inmediatamente de tema, sino que se había cerrado inmediatamente. Luego
que se dispersó el grupo, había tratado de ofrecerle una rígida disculpa, y desde
entonces la trataba con distancia. Ella había estado encantada de evitarlo desde
entonces.

Pero ahora se hallaba atrapada.

Se recostó en el sofá, permitiéndose relajarse un poco, porque si no, terminaría


con un terrible dolor de cabeza. Lamentablemente eso no le dejó más que hacer sino
mirarlo mientras manipulaba a la multitud.

Como lograba ser tan encantador y tan idiota al mismo tiempo, era un misterio.
La ancianita estaba ruborizada. Todos los demás estaban embelesados con cada una
de sus palabras. Peaches quiso decirle que estaba acaparando la palestra 6, pero se
dio cuenta de que estaba explicando toda la investigación al tiempo que le daba todo
el crédito a Tess.

Peaches suprimió las ganas de fruncir el ceño. Algo raro pasaba.

Él la miró solo una vez, regalándole una pequeña sonrisa que la habría hecho
sudar, si viniera de otro tipo. Afortunadamente era una mujer con una voluntad de
hierro, capaz de resistirse a profesores cubiertos de tweed que no les importaba
bailar tap 7 sobre el corazón de jóvenes organizadoras/decoradoras.

Fueron tres horas muy incómodas.

Estuvo sumamente agradecida cuando Stephen anunció que la Dra. Alexander


tenía otro compromiso al cual atender, y aceptó los elogios con una sonrisa mientras
se dirigía a la puerta de la mano de él.

Una vez que cruzaron la salida, Peaches se arregló el abrigo y le dijo, lacónica:

—Gracias por rescatarme, Dr. de Piaget. Hasta pronto.

6
Lugar donde se celebran ejercicios literarios públicos o se discute u organiza una controversia.(N.R.)
7
Claqué. (N.R.)
Pero Stephen tenía largas piernas y aparentemente sabía usarlas. Peaches habría
corrido de haber estado usando sus zapatos de goma, pero llevaba los bonitos
tacones de su hermana y debía caminar despacio para no dañarlos.

—Señorita Alexander.

—Estaré bien, gracias —le espetó, lo más amablemente que pudo. Se había
burlado de ella esa terrible noche hacía ya un mes, para luego pasarse toda la noche
coqueteando con sus tres novias ¿y ahora pretendía que fuese amable con él? —Le
diré a Tess que le debe una por esta tarde.

—¿En dónde se está quedando?

—No le incumbe.

—En casa de Holly, seguramente —suspiró él, tomándola por el brazo. —Vamos.
La llevaré hasta allá.

Peaches se apartó de él tan violentamente que casi pierde el equilibrio.

—He sobrevivido veintiocho años sin su ayuda. Creo que puedo arreglármelas
fácilmente.

Él solo se le quedó mirando en silencio, con las manos tras la espalda.

Peaches sabía que estaba quedando en ridículo, pero realmente no pudo


contenerse. No le iba a seguir el juego para que después pudiese echarles en cara a
sus amiguitos de la nobleza que había sido amable con una pobre yanqui.

Se alejó, ignorando lo resbaloso de la acera y lo mucho que se le estaban


enfriando los pies. Este tipo de zapatos deberían ser solo para el verano.

Casi había llegado a casa de Holly cuando se dio cuenta de que alguien la seguía.
Un auto, para ser exactos. Un Mercedes gris que seguramente costaba más de lo que
ella podría ganar durante toda su vida.
Típico.

El Mercedes esperó a que entrara antes de marcharse silenciosamente. Peaches


se sintió aliviada. Entraría a casa de Holly, se daría una ducha tibia y luego se iría a la
cama para no pensar en el hombre que la había salvado durante una reunión que
pudo terminar en desastre y luego la había escoltado a un lugar seguro.

De seguro tendría sus propias razones, como tener cosas nuevas que contarle a
sus amigos.

Dejó esos pensamientos de lado mientras entraba a la ducha. Su cuento de


hadas esperaba y no dejaría que un carnívoro idiota y titulado se interpusiera en su
camino.
Capítulo 4

Stephen entró a su departamento, quitándose el pesado abrigo y lanzando las


llaves en la mesita de la entrada. El tallado en la mesita lo hizo detenerse de pronto.
Era una mesita de cartas del siglo XVIII con la efigie del Zar Pedro tallada en ella. Eso
no fue lo que le sorprendió, sino que nunca se había percatado de que estaba ahí, ni
siquiera sabía de donde la había sacado. De seguro era obra de su abuela, quien sin
duda le había explicado exactamente de donde venía, pero él no le había prestado
atención. Le preguntaría en su próxima visita a la casa de Londres.

Se dirigió a su estudio, donde encendió las luces y la chimenea, para luego


desplomarse en su cómodo sillón con un suspiro de alivio.

Entonces se ahogó. Seguro porque acababa de ver a los tres hombres que lo
observaban parados frente a la chimenea.

No se molestó en usar ninguna de las técnicas de Patrick MacLeod, ya que era


obvio, por el modo en el que estaban vestidos y su ligera transparencia, que estos
caballeros no eran precisamente de este mundo.

Recuperó su compostura y trató de ganar tiempo estudiando a sus invitados. No


estaba seguro de si los había visto antes de Artane, pues trataba de evitar lo
paranormal. De lo que si estaba seguro es que ninguno de ellos le había saltado de
ningún balcón para asustarlo.

Se dio cuenta de que estaba divagando, pero no era su culpa. Ya estaba lo


suficientemente anonadado luego de pasar toda una tarde junto a la señorita
Peaches Alexander. Los fantasmas eran como la cereza sobre el helado.
El hombre -eh, fantasma- más cercano al fuego era un Highlander con una
enorme espada. Stephen sentía que sus observaciones eran correctas, pues había
pasado todo el fin de semana luchando con un tipo parecido. No habían diversificado
los diseños ni colores de las telas de tartán hasta el siglo XVIII -se felicitó a si mismo
por ser capaz de recordar ese detalle bajo presión- así que tratar de reconocer al
enorme guerrero por el color de su vestido era inútil. Afortunadamente para él, el
guerrero tenía el blasón del Clan MacLeod estampado en su sombrero. Identificación
exitosa.

El de al lado tenía el blasón de los MacKinnon en la gorra y estaba vestido con


los colores de tartán asociados con ese clan. Tenía el cabello rojo, la complexión
rubicunda y lo mirada como si deseara fulminarlo. Stephen se preguntó que había
hecho para hacerlo molestar.

También se preguntó si debía levantarse y hacer una reverencia.

Lo pensó largamente mientras examinaba al tercero del grupo. Era obviamente


un inglés isabelino, juzgando por sus pantalones y la enorme gorguera alrededor de
su cuello. Se acomodó la capa sobre los hombros, dejando que Stephen viera el
estampado en su gabán: un león negro desbocado con un ojo azul.

Parte de su blasón familiar. Además, ese fantasma se parecía un poco a su padre


de joven, incluso a su hermano Gideon, más que a él mismo.

El fantasma de Piaget carraspeó, obviamente irritado.

Stephen se levantó de un salto, haciendo una profunda reverencia.

—Stephen, Vizconde de Haulton y Barón de Etham, a su servicio —se presentó,


amablemente.

El fantasma isabelino miró de soslayo a sus acompañantes.

—Ya lo ven, mi sobrino. Modales impecables, lo lleva en la sangre.

Los escoceses no opinaron.


Stephen se aclaró la garganta.

—Si desean tomar asiento, mis señores.

—No es necesario, muchacho —dijo el fantasma de la izquierda, quien, por


cómo estaba ataviado, había sido un miembro importante del Clan MacLeod en
algún momento. —Tenemos asientos propios.

Stephen se lo imaginaba. Esperó a que sus espectrales acompañantes estuviesen


sentados y bebiendo de unas jarras etéreas para sentarse nuevamente. Entonces
buscó algo que decir para iniciar conversación.

—¿No es algo tarde para visitas espectrales de navidad? —preguntó.

El fantasma de Piaget se enfurruñó.

—Debe saber, joven Stephen, que fue mi visita al joven Charles lo que lo inspiró
a escribir su cuento de espíritus bondadosos, pero no es por ello que hemos venido
hoy.

Stephen no se atrevía a especular sobre el porqué de su aparición. Una cosa era


asustarse al ver un fantasma en casa de su padre, para luego molestarse al
escucharlos reír, y otra muy distinta era encontrarse a la merced de tres almas
altamente pertinaces y tratar de dialogar con ellas. Por parte de Stephen, por
supuesto. Ellos no parecían estar para nada intimidados por él.

El fantasma de cabello rojo frunció el ceño, dirigiéndose al Highlander a su


derecha.

—Me pregunto por qué perdemos el tiempo con este muchacho del sur de la
frontera, Ambrose. Mira a este, sentado allí con la boca abierta. Hay mucho trabajo
que hacer de nuestro lado del muro. Quizás el joven Derrick Cameron.

—Ya veremos eso después —le aseguró MacLeod. —Pero primero este
muchacho. Quizás sería mejor presentarnos antes de hablar de negocios.
Stephen se encontró petrificado bajo sus miradas escrutadoras.

—Soy Ambrose MacLeod —dijo la aparición, —terrateniente del Clan MacLeod


durante el glorioso periodo isabelino. Esto son mis compatriotas, Hugh McKinnon y
Fulbert de Piaget.

—Encantado —dijo Stephen, saludando respetuosamente con la cabeza a los


otros dos, quienes no parecían prestarle mucha atención.

—Y ahora, a lo que vinimos —dijo Ambrose MacLeod.

Stephen guardó silencio. No era escritor, así que se imaginaba que el propósito
de los fantasmas no era inspirarlo para que creara algo, como normalmente lo hacían
en otras historias. Debía admitir que no estaba tan emocionado por enterarse del
motivo de su visita, sobre todo porque uno de ellos era aparentemente su ancestro.

Fulbert de Piaget se alisó el gabán y arregló la gorguera con un movimiento de


manos antes de hablar.

—Bien, ya que eres el hijo de mi hermano…

—¿Hijo? —lo interrumpió Stephen.

—Bueno, nieto —el fantasma frunció el ceño, —o bisnieto. Creo que más bien
tátara —empezó a contar con los dedos, —tátara, tátara, tátara. —Se interrumpió de
pronto, fulminando a Stephen con la mirada. —Creo que me has entendido. Eres mi
sobrino en segundo o tercer grado y como soy tu tío, me siento responsable de tu
felicidad.

Stephen parpadeó, mirándolo boquiabierto.

Hugh MacKinnon intercambio miradas con Ambrose MacLeod, pero no dijo


nada. Stephen se aclaró la garganta luego de analizar si de verdad necesitaba
levantarse a servirse un trago.

—Soy feliz tal como estoy —dijo finalmente.


—Pero sigues sin casarte —dijo MacLeod. —Estamos aquí para remediar eso.

—Yo estoy aquí para remediar eso —acotó Fulbert.

MacKinnon resopló.

—¿Qué saben ustedes dos de esta familia? Si mal no recuerdo, fui yo quien se
encargó las otras dos veces.

Stephen vio como la discusión escalaba, y se dio cuenta de que o estaba


perdiendo la cabeza o el golpe de Patrick MacLeod le había dejado un par de tornillos
sueltos, pues estaba mirando a dos antiguos espíritus pelear y no podía sino mirarlos
boquiabiertos.

—Disculpen —trató de intervenir cuando los vio sacar sus espadas, pero lo
ignoraron olímpicamente.

Fulbert y MacKinnon al parecer se conocían desde hacía mucho tiempo. Sus


insultos eran tan refinados como su esgrima, la cual afortunadamente no podía
causar muchos destrozos ya que sus espadas eran tan etéreas como ellos. Stephen
los observó pelear, entusiasmado, hasta que cayó en cuenta de lo que había dicho
Fulbert.

—¿Matrimonio? —preguntó incrédulo.

Fulbert y Hugh se detuvieron el tiempo suficiente para mirarlo con desdeño.

—Sí, matrimonio ¿por qué otra razón estaríamos aquí? —le espetó Fulbert.

—Ciertamente —murmuró Stephen. Los vio regresar a su duelo -si podía


llamársele duelo a eso- y notó que MacLeod no participaba de la pelea.

Se le acercó tembloroso para poder hablar con él el privado.

—¿Matrimonio?
Ambrose MacLeod lo miró con sus brillantes ojos verdes.

—Pues, aye 8, muchacho. Ya es hora ¿no piensas lo mismo?

Stephen no quería pensar en ello. Había recibido indirectas discretas y a veces


no tan discretas sobre su falta de esposa e hijos durante los últimos diez años.

Y para ser completamente honesto, se estaba cansando de las citas, de tratar de


complacer a su terriblemente exigente abuela, quien quería que eligiera a una mujer
no solo con sus propios títulos, sino también con una buena dote. Había pasado el
verano anterior contemplando su vida y encontrándola poco satisfactoria. Se dio
cuenta, para su sorpresa, que envidiaba a su hermano menor por tener una bonita
esposa y una hija encantadora.

Y entonces había entrado al Castillo Sedgwick un par de meses luego de esa


revelación para encontrarse de frente con una mujer que, como decían del otro lado
del charco, le había movido el piso.

Pero no iba a admitirlo, aunque su vida dependiera de ello, porque no estaba a


la altura de las exigencias de su familia. A su abuela le daría un ataque, e incluso su
padre se mostraría sorprendido. Necesitaba a una mujer con títulos y dinero a su
nivel, no a una muchacha bocona, de ropa barata, experta en organizar las cosas de
los demás y que se alimentaba exclusivamente de tofu 9.

—Ella no come tofu —acotó Ambrose. —Está demasiado procesado.

Lo único que le mantuvo a Stephen la quijada en su sitio fueron los largos años
de modales inculcados.

—¿A quién se refiere, mi buen hombre?

8
Sí. (N.R.)
9
Alimento propio de la cocina oriental que se elabora con soja triturada y mezclada con agua y un coagulante, que se
prensan hasta formar una pasta blanquecina compacta parecida al queso; se come de muchas maneras. (N.R.)
—A la señorita Peaches Alexandre —dijo Ambrose, con ese tono de serenidad
que enfurecía precisamente por lo sereno. —Fue invitada en casa de tu padre hace
poco, si mal no recuerdo.

—Lo que hizo que me cayera peor —respondió Stephen, aún sin creerse por
completo que estaba discutiendo cosas personales con un tipo que parecía salido de
un retrato escocés del siglo XVII. —Encuentro sus gustos culinarios bastante
excéntricos.

—Hay cosas más importantes que un filete.

—¡Ha! —dijo Stephen, pues parecía la respuesta apropiada. —Primero toma en


cuenta los cortes selectos de carne Angus, luego las salchichas con puré de patatas,
entonces los filetes y tartas de riñón ¿Qué te queda después?

—¿Arterias sanas?

—Aceptaré las consecuencias, gracias de todas formas.

Ambrose le puso una mano en el hombro, como pudo.

—Es hermosa, y eso no lo puedes negar.

—Es una yanqui.

—Tiene un corazón generoso.

—Y una falta de familiaridad con el concepto de planchar la ropa.

Ambrose lo miró, divertido.

—Puedes admitir que te gusta ¿sabes?

—No me gusta —mintió Stephen. Como no estaba seguro de haber dejado su


punto en claro, agregó: —Casi no puedo soportar estar en la misma habitación que
ella.
—¿Y por qué no?

¿Por qué no? Stephen no sabía ni por dónde empezar. Porque a pesar de
conocerla, por lo menos a través de su hermana y todo lo que ella le había contado
durante el tiempo que se conocían, no había esperado encontrársela de frente, con
su cara de yanqui impresionable y enamorarse de ella hasta las medias. Porque al
hablar con ella, toda su labia se iba al caño y solo quedaba con una lista de
estupideces que solo lo hacían quedar peor cada vez que abría la boca.

Porque al estar en la misma habitación con ella, se convertía en un tímido


adolescente, tan impresionado por la belleza a su alcance que no paraba de meter la
pata a cada momento.

Esta tarde había sido una anomalía en su relación. Había logrado sentarse junto
a ella y mantener la compostura porque todos en la reunión pensaban que Peaches
era Tess, pero apenas habían abandonado el edificio, él había resumido su papel de
completo idiota y las cosas habían terminado como de costumbre.

—¿Stephen?

Stephen devolvió su atención a Ambrose MacLeod.

—¡Ah! —luchó momentáneamente por recordar su idea anterior. —No tolero a


esa mujer porque, aparte de su dieta excéntrica, es una organizadora y yo no
necesito que me organicen nada. Terminaría arreglando todo, desde mis corbatas
hasta mis notas, de tal manera que yo no podría encontrar nada al final.

—¿Y eso sería tan malo? —preguntó Ambrose.

Stephen se preparó para contestar, pero justo en ese momento los otros dos
fantasmas cesaron su pelea y se unieron a la conversación. Stephen se preparó para
lo peor.

Y no lo decepcionaron.
—Ahora que ya atacaron el problema principal, permíteme enfocarme en otros
menos urgentes, joven Stephen —dijo Fulbert, acomodándose en su asiento.

—Muchas gracias —murmuró Stephen, entre dientes, regresando a su asiento


anterior.

Fulbert lo señaló con un gesto flojo.

—Ahora, me parece que hay algo de duda con respecto a una reunión venidera.

Stephen frunció el ceño.

—¿Reunión?

—El baile —dijo Hugh, melancólico, como si deseara asistir él mismo. —El
elegante baile en Kenneworth House.

Fulbert fulminó a Hugh con la mirada.

—No es una casa, es más bien un maldito palacio, si me lo preguntas. Algo


descuidado pero aún no sé cómo hace su joven amo para mantenerlo.

—Busca casarse con mujeres con dinero —respondió Hugh, pensativo. —Ese
siempre es el caso ¿no? Un palacio es algo difícil de mantener.

—Estoy seguro que tendrá a su disposición muchas muchachas con padres


generosos —resopló Fulbert. Luego se dirigió a Stephen. —Pero estamos aquí para
asegurar tu futuro, mi querido sobrino.

—¿Mi futuro? —murmuró Stephen. —No hay nada que asegurar.

Fulbert golpeó la mesa con su copa fantasmal, el líquido cayendo sobre la


alfombra solo para desaparecer al momento.

—¡Saca la invitación de ese canalla de Kenneworth!

—¿Cuál invitac…?
—¡La que tienes guardada en el bolso!

Stephen le echó una mirada suplicante a Ambrose, pero este se mantuvo en


silencio, observándolos con una sonrisita. Resignado, abrió su bolso donde la
invitación parecía querer abrir un agujero en el cuero.

—¿Esta invitación? —se la mostró al fantasma.

—Envía tu aceptación por ese aparato con el que te comunicas —ordenó


Fulbert, —antes de que se haga más tarde.

Stephen consideró sus opciones. Podía negarse, por supuesto, porque sabía que
lo peor que podían hacerle era embrujarlo por el resto de sus días. Pero quizás fuese
mejor evitarlo yendo a pasar un fin de semana de conversaciones aburridas pero
buena comida. Apretó los labios y miró a Ambrose.

—¿Hay alguna razón por la cual eligieron este evento para torturarme?

Ambrose solo sonrió.

Se dirigió a Hugh MacKinnon.

—¿No querrán arreglar los problemas ancestrales entre los Preston y los de
Piaget, verdad?

Hugh puso los ojos en blanco.

—Por supuesto que no, tenemos cosas más importantes que hacer.

Stephen sospechaba que sabía cuál era ese negocio tan importante. Reacio, miró
a Fulbert.

—¿Se supone que deba conocer a alguien en esa reunión?

—¡Ya la conoces!—exclamó Fulbert.

—No estoy seguro de saber a…


—¡La señorita Peaches Alexander!

Stephen frunció el ceño. Una cosa era ser regañado por uno de tus ancestros.
Otra cosa era estar parado en tu propio estudio cara a cara con dicho ancestro. Y
otra muy diferente era que dicho ancestro te dijera que estabas obligado a ir a una
fiesta este fin de semana para relacionarte con una mujer con la cual ni podías cruzar
palabra.

Por razones explicadas anteriormente.

—Estoy ocupado —dijo con firmeza.

—Desocúpate —le espetó Fulbert.

—Yo…

—¡Nay!10

—¡Pero!

Fulbert se levantó, llevándose la mano a su espada con un vuelo de capa.

—Estoy preparado a atravesarte aquí mismo, sobrino.

Stephen miró a Hugh, quien se veía tan furioso como su espectral tío. Ambrose
MacLeod solo lo seguía observando con esa sonrisita misteriosa.

Stephen frunció los labios.

—¿Nada que agregar, terrateniente?

Ambrose se encogió de hombros.

10
No. (N.R.)
—Supongo que ya sabrás lo que pasará. Serías incapaz de dejar a una mujer
indefensa en las sucias garras de David de Kenneworth, y mucho menos a una
bebedora de pasto de trigo que te hace temblar las rodillas.

—¡Ella no me hace temblar las rodillas!

—Los hombres de Piaget no dicen mentiras —lo regañó Fulbert.

Stephen resopló. Todo un fin de semana evitando los insultos de David Preston
mientras evitaba que le pusiera las manos encima a Peaches. Le clavó una mirada
elocuente a su tátara tátara tátara tío, y suspiró. Sacó su teléfono y le envió un
mensaje a la secretaria de Preston.

—¿Satisfecho? —le preguntó a Fulbert mientras guardaba nuevamente el


celular.

—Es un comienzo —admitió Fulbert. —Ya veremos cómo procede la tarde.

Stephen casi no podía contenerse.

Pues David Preston era un canalla sin moral ni escrúpulos, y su hermana Irene
tenía una larga lista de solteros a los que pretendía embaucar como idiotas. Lista que
él mismo encabezaba, para disgusto de su hermano.

Y Kenneworth House era lo suficientemente grande como para tener fantasmas


propios.

Miró a sus acompañantes etéreos.

—Por favor díganme que no piensan acompañarme.

Fulber se sentó nuevamente.

—Me atrevo a decir que no nos notarás —dijo inquietante, —a menos, claro, de
que te desvíes de tu objetivo.
Stephen suspiró. Sería un fin de semana fabuloso.
Capítulo 5

Peaches comenzaba a pensar que quizás debió aceptar que Tess le prestara su
pequeño auto para su viaje al norte. El clima empezaba a empeorar, y no sería
problema si no se hallara justo en medio de la nada.

Pero aceptar el auto de Tess había sido demasiada caridad para ella. Su hermana
le había hablado en serio cuando le ofreció quedarse en Sedgwick por tiempo
indefinido, ya que le había dado su propio juego de llaves. A eso le había seguido
bastante ropa apropiada para una fiesta, incluido un elegante vestido para el baile,
tan nuevo que aún tenía la etiqueta. Peaches había tratado de protestar, pero Tess la
había ignorado. Para cuando encontró la billetera colmada de dinero escondida en su
bolso, con una nota que le suplicaba no preguntarse su origen, ya Peaches se había
resignado a no pelear con su hermana.

El viaje al norte había comenzado bien. El viaje en tren había sido agradable. Su
maleta tenía ruedas y por lo tanto era fácil de llevar. Holly le había ofrecido un buen
desayuno que de alguna forma había calmado el aleteo en su estómago.

La primera pista de que quizás el Destino le estuviese tratando de arruinar su fin


de semana de ensueño, vino cuando llegó a la estación del pueblo y notó que estaba
por lo menos a diez millas de Kenneworth House.

Había asumido que podría tomar un taxi, o un autobús, o que encontraría a


alguien esperándola para llevarla. Desafortunadamente ninguna de esas opciones
resultó ser viable.
Consiguió que la llevaran en una carreta arrastrada por una bicicleta, por lo
menos las primeras cinco millas. La carreta olía mal, como si acabaran de transportar
abono fresco. Rezó para que nadie la viera.

Había caminado las últimas cuatro millas, y por sus cálculos, ya estaba por llegar
a un lugar seguro. El pensar en una ducha caliente y un alegre fuego era lo único que
la mantenía caminando bajo la persistente lluvia fría que acababa de convertirse en
una niebla fría que le recordaba a una nevera gigante.

Se apartó un mechón de cabello congelado de la cara, ignorando el chasquido


que produjo, y empezó a buscar Kenneworth House en el horizonte. Estaba envuelta
en niebla, pero ya podía ver la silueta. Pensó en sentarse un momento en su equipaje
para recobrar el aliento, pero su maleta no estaba en condiciones de soportar su
peso. Solo esperaba que fuese a prueba de agua, o si no, su ropa necesitaría atención
una vez que llegara a lo que, juzgando por la invitación, era una casa sumamente
elegante.

Miró alrededor, para verificar si el aguanieve que empezaba a caer sería solo
pasajero, y se sorprendió al ver las luces de un auto que se acercaba.

Genial, una cosa era entrar por la cocina y correr a una habitación para
ducharse, y otra era ser interceptada por algún invitado chismoso en este estado tan
precario. Busco un lugar donde esconderse, pero no encontró ninguno alrededor.

Solo le quedó una opción. Tiró su maleta al piso y se paró sobre ella, adoptando
una pose clásica. El clima estaba lo suficientemente nublado como para hacerse
pasar por una estatua y quizás el conductor estuviese tan maravillado por
Kenneworth House que ni siquiera le prestaría atención.

Pero claro, eso era mucho pedir.

De poderla ver, su madre le diría que lo tenía bien merecido por intercambiar su
sándwich de humus y coles de Bruselas por los dulces de un compañerito incauto
cuando estaba en el colegio. Peaches le había dicho lo mismo a muchos de sus
clientes.
Pero su karma tenía otra cosa planeada para ella.

El auto se detuvo lentamente. Peaches mantuvo su pose, esperando que el


conductor creyera estar imaginando cosas.

La ventana del conductor bajó lenta y agónicamente. Peaches estaba preparada


para encontrarse frente a frente con David de Kenneworth, mirando extrañado la
estatua que ninguno de sus ancestros había colocado en su propiedad.

Pero el conductor resultó ser Stephen de Piaget, el experto en humillar


inocentes organizadoras y jefe torturador de incautas estatuas que se congelaban al
norte del páramo de Yorkshire.

Frunció el ceño por unos minutos, y luego volvió a cerrar la ventana.

Típico.

Peaches casi no podía esperar a que se marchara, pero se dio cuenta de que
seguía en la misma dirección, eso querría decir que se dirigía al mismo lugar que ella.

A lo mejor no tendría que verlo todo el fin de semana. O a lo mejor sí.

Había encendido sus luces intermitentes y se estaba bajando del auto. Quiso
advertirle que dañaría sus bonitos zapatos caros caminando por el aguanieve
acumulada en el camino, pero se quedó petrificada en su pose de estatua al verlo
acercarse.

Él se detuvo frente a ella, mirándola a los ojos.

Le adjudicó su falta de aliento al frío, definitivamente no era por los hermosos


ojos de él, o ese rostro digno de cualquier fantasía adolescente. La tomó por el
hombro, bajándola de la maleta. Le siguió la corriente solo porque se dio cuenta que
no le hacía ningún favor a su guardarropa parándose sobre él.

Se frotó los brazos, porque parecía ser lo más apropiado. Más cuando lo vio
levantar la maleta, encontró palabras para dirigirse a él.
—¿Qué haces? —graznó.

Él no le contestó, como cosa rara. Solo llevó la maleta hasta el auto y la guardó
en la parte trasera.

—Pero…—logró recuperarse de la impresión corrió tras él, —necesito eso.

Stephen se mantuvo en silencio, abriendo la puerta del copiloto y haciéndole


señas para que se montara.

Ella lo siguió al lado del conductor.

—Mire —empezó, sabiendo que estaba mirando los dientes del proverbial
caballo regalado, —ustedes, los hombres de Piaget, tienen la mala costumbre de
mandar a todo el que conocen. Mis hermanas podrán aceptarlo, pero yo me niego
categóricamente.

—Es solo un aventón hasta la casa —respondió él, lacónico.

Ella levantó el mentón, desafiante.

—No necesito ningún aventón.

En realidad había sonado más como N-no ne-c-cesi-t-t-to ningún a-aven-t-tón,


pero supuso que ninguno de los arbustos estaría tomando nota de su tartamudeo,
aunque el Profesor Piaget de seguro lo hacía, para usarlo en su contra más tarde.

La miró por un minuto o dos, luego se encogió de hombros, bajándose del auto
nuevamente. Estuvo tentada a preguntarle si por lo menos le devolvería su maleta,
pero se sorprendió al verlo quitarse el abrigo. La envolvió con él antes de que
pudiera quejarse y se sentó en el asiento del copiloto.

Ella se aferró al abrigo con menos delicadeza de la que merecía. Era, después de
todo, un bonito abrigo de cachemira.

—¿Qué diantres está haciendo?


—Ya que no quieres que te de un aventón, pensé que preferirías conducir —
contestó él, acomodado en el asiento de copiloto.

Peaches pensó que seguro tendría más éxito tratando de conducir una nave
espacial, pero quizás no era el momento de pensar en ello. El costoso Mercedes la
llamaba con todo el encanto de una sirena masculina; podía sentir la dulce
calefacción, devolviéndole vida a sus miembros.

Aun así, intentó una última excusa.

—Arruinaré tus asientos.

—Son de cuero. De seguro pasaron por cosas peores aun estando en la vaca.

Peaches se quedó pensativa. De seguro él había convertido esas vacas en filetes


luego de mandar a hacer los asientos, pero ya pensaría en eso luego. Miró al cielo,
que se oscurecía y determinó que sería mejor salir de ese frío antes de resfriarse.

El ruido de succión que hizo su pie al liberarse del fango del camino, le hizo
recapacitar. Terminaría arruinando el interior del costoso Mercedes con sus zapatos
sucios.

—Podría sentarme en el techo —ofreció, sin pensar.

—Por favor, no.

—Pero…

—Señorita Alexander, por favor —su tono de voz reflejaba toda la impaciencia
que sentía, —solo móntese antes de que ambos tengamos que pasar el resto de este
maldito fin de semana estornudando.

Bueno, no sonaba tan entusiasmado como ella por la fiesta. Quizás su invitación
no era tan bonita como la de ella, o alguna de sus novias no asistiría. A lo mejor se
debía a que pensaba que solo servirían opciones vegetarianas en la comida y
lamentaba la futura falta de grasas animales en su plato ¿Qué sabía ella sobre la
nobleza británica, aparte de su genealogía, después de todo?

Stephen no sonaba particularmente amigable, de seguro porque estaba a punto


de mojarle sus asientos. Finalmente se sentó, mirando detenidamente sus pies, aún
fuera del auto. Sus zapatos estaban cubiertos de lodo. Luego de considerarlo un
momento, se los quitó, colocándolos en su regazo, ya que sus pies desnudos estaban
considerablemente más limpios.

Trató de no gotear por todas partes, de verdad lo intentó.

Él se aclaró la garganta.

—¿Y bien?

Peaches lo miró, pero él tenía la misma expresión adusta de siempre, como si no


supiera que opinar de ella. Era tan diferente de cómo lo describía Tess, que se
preguntaba si le habían hecho algún trasplante de personalidad sin que nadie se
diera cuenta. Tess nunca se cansaba de decirle lo elocuente que era, siempre el alma
de las reuniones de catedráticos.

Peaches no lo veía. A lo mejor se relajaba cuando discutían sobre gabanes y


túnicas, pero siempre había sido fríamente educado con ella, incluso durante esos
primeros días cuando buscaban frenéticamente a Pippa.

Supuso que las razones serían muchas y la mayoría tendrían que ver con el
hecho de que ella no coincidía con las estiradas expectativas de él.

Se frotó la cara y sacudió la cabeza, escuchando el crujir del hielo que caía de sus
cabellos. Supuso que lo mejor sería poner el auto en marcha para que ambos
pudiesen llegar la casa. Allí podría despedirse de Stephen con un muy educado adieu
y proseguir con su fin de semana de ensueño, mientras él regresaba a sus cosas de
noble con sus amigos nobles.
Sí, después de esto podría proseguir con su vida. Su ropa se secaría, se
descongelaría y viviría su fantasía secreta durante todo un fin de semana.

Después de todo, tenía todos los ingredientes necesarios: ropa bonita, una
mansión que parecía un palacio, y un guapo duque quien le había enviado una nota
personal con su invitación, dejándole saber lo extasiado que estaba por volverla a
ver. Las cosas se veían bien.

Y por lo tanto no pensaría en su hermana Pippa y el hecho de que había


preferido cambiar el mundo moderno, con su ruido incesante, su plomería interna y
señal de internet, por vivir en el medioevo con su guapo Lord Montgomery, o que el
guapo hermano de Lord Montgomery había preferido venirse al futuro para casarse
con Tess en lugar de quedarse en aquellas tardes silenciosas donde, aparte de una
emboscada o dos, no había mucho que hacer.

Su propia vida, en comparación, no podría ser peor en ningún periodo de


tiempo. No tenía negocio, ni reputación y de seguro gran parte de su ropa interior
estaba decorando estos momentos la chimenea de Roger Peabody dentro de una
vitrina de plexiglass.

Sí, mientras más pronto pudiese continuar con el plan que el Destino tenía
trazado para ella, mejor.

—¿Señorita Alexander?

Fue entonces que cayó en cuenta de que no estaba retorciéndose en Seattle,


sino descongelándose en la vieja y alegre Inglaterra, dentro del auto de un hombre
que de seguro no podía esperar para botarla sobre alguna lona.

—Estoy bien —respondió, enderezándose abruptamente. —Completamente


bien, gracias.

Evitó mirarlo para no encontrarse con esa molesta expresión educada que él
seguramente usaba con todas las personas con las que se veía obligado a ser amable.
Buscó el cloche y tomó la palanca de cambios, rezando para que todo saliera
bien.

No fue fácil llevar el costoso Mercedes hasta la entrada de la casa —menos aún
con Stephen de Piaget sentado junto a ella, sin duda anotando cada gota que caía en
sus caros asientos de cuero— pero lo logró sin ahogar el motor.

Se estacionó frente a la puerta, tanteando hasta encontrar la llave para apagar el


motor. Fue a abrir la puerta pero una mano la detuvo.

—¿No hay una entrada menos visible? —preguntó Stephen en voz baja.

Peaches se habría sonrojado de no tener tanto frío. Se preguntaba lo mismo.

—Por el goteo, ya sabes —agregó él.

Al diablo todo. Quiso responder algo hiriente, pero lo reconsideró. Quizás debía
darle el beneficio de la duda. Era posible que tratara de evitarle un momento
incómodo frente a la nobleza inglesa.

—No te queremos chapoteando en los pasillos ¿verdad? —continuó él. —Sería


algo desastroso.

No se merecía el beneficio de la duda, recapituló ella, sino una contundente


patada en el trasero. Lo único que la detenía era que no quería ensuciarle los
pantalones.

Bien, aparentemente si había una entrada de servicio, lo que descubrió cinco


minutos después mientras cojeaba por ella. Le ofrecieron una toalla para secarse los
pies, por lo cual estaba eternamente agradecida. El sirviente que los escoltó adentro
miró los zapatos enlodados que cargaba ella, como si dudara en ofrecerle una bolsa
para guardarlos o un cubo de basura para disponer de ellos.

Un mayordomo de alto rango apareció entonces, y al fijarse en ellos, bueno, más


bien al fijarse en Stephen, los saludó con una profunda reverencia.
—Vizconde Haulton —saludó, respetuosamente. —Le esperábamos.

Stephen respondió educadamente. Peaches estaba muy ocupada goteando para


hablar.

—Ah, usted es la señorita Alexander, presumo —le dijo el mayordomo, con la


ceja tan enarcada que era un verdadero milagro que no desapareciera bajo sus
cabellos.

Peaches asintió, sin atreverse a hacer más nada por miedo a gotear más de lo
debido y molestar al mayordomo.

—Ah, Stephen, querido —dijo una dulce voz femenina, —por fin llegaste.

—Fue algo lento —respondió Stephen, —pero por fin llegué.

Peaches estaba de acuerdo. Estaba aquí, y desafortunadamente ella también. Se


volteó para ver a las mujeres que acababan de llegar, de seguro para embelesarse
con el guapo Vizconde Haulton. Reconoció a una de ellas, Andrea, la prima de David.
Esta se le quedó mirando boquiabierta.

—¿Peaches? —preguntó, como si no terminara de creérselo.

—Me agarró la lluvia —graznó la aludida en respuesta, deseando haberse


quedado con los arbustos mojados de afuera que por lo menos no la juzgarían.

—Es obvio —dijo la otra mujer, en un tono bastante frío y calculador. —Te
trajiste bastante contigo.

—Oh, Irene, no seas maleducada —la regañó Andrea, tomando a Peaches del
brazo. —Ven, te llevaré a tu habitación. Oh, te presento a mi prima Irene, por cierto.
Es la hermana de David.

Cualquier respuesta que pudo haber dado Peaches quedó silenciada, pues fue
arrastrada sin mucha ceremonia a sitios desconocidos. Andrea ya le había ordenado
a un sirviente que llevara su equipaje.
Sabía que debía memorizar el camino, pero toda su concentración estaba puesta
en seguirle el paso a Andrea, quien caminaba al mismo ritmo de su parloteo
incesante. Se sintió mal por un momento al notar el rastro de agua y lodo que iba
dejando. Pobre del que le tocara limpiar.

Pero mientras caminaban, el ambiente cambió. Los pisos perdieron su brillo y los
cuadros que colgaban en las paredes se hicieron cada vez menos hermosos hasta que
no hubo ninguno. Andrea se detuvo en un pasillo que obviamente había tenido
mejores días.

—Bueno, aquí estamos —dijo, abriendo la puerta y encendiendo la luz. Bueno,


intentando, ya que la bombilla no parecía querer encender. —Debe haber una
lámpara por aquí.

La había. Junto a una camita que parecía salida de un colegio de niñas de una
novela de Charlotte Bronte. Peaches, como era su costumbre últimamente, estaba
boquiabierta y sin palabras ante la austeridad del cuarto.

—No te preocupes —anunció Andrea. —No estarás aquí mucho tiempo.

Eso la consolaba un poco, aunque el cuarto siguiese pareciendo que pertenecía


más a una cárcel que a una mansión.

—Thomas, esto está un poco simple ¿no crees?

—Mis disculpas, Lady Andrea —dijo una voz tras Peaches, —pero llegó un
invitado de último minuto y tuvimos que cederle las habitaciones preparadas para la
señorita Alexander debido a su rango.

—¿Y quién fue? —quiso saber Andrea.

—El Vizconde de Haulton, por supuesto.

Peaches se volteó para mirar al anciano mayordomo, quien llevaba consigo a


una especie de paje que sostenía su enlodada maleta y zapatos como si no supiese
que hacer con ellos. No sabía qué iba a matarla primero, si la vergüenza, la ira o el
frío. No creía morirse de frío ya que volvía a sentir los dedos de los pies, así que creyó
que lo más seguro era que la matara la vergüenza.

A la única conclusión que pudo llegar fue que Stephen de Piaget estaba tratando
de arruinarle la vida.

—Oh, y aquí está Betty, quien será tu mucama —dijo Andrea, entusiasmada. —
David está muy pendiente de tu comodidad, como puedes ver. Betty, vamos a
desempacar las cosas de la señorita Alexander, por favor. De seguro se quiere dar un
baño.

Peaches no podía ni asentir.

Estaba acostumbrada a la sensación de estar en un lugar nuevo e incómodo. Se


había sentido así la primera vez que pisó Inglaterra. Le había pasado muchas veces
en la universidad cuando le tocaba cambiar de apartamento y relacionarse con un
nuevo grupo de compañeras de habitación. Sabía bien cómo lidiar con ello, pero este
lugar no la ayudaba en lo más mínimo.

De haber sido una llorona, ya estaría llorando en una esquina, pero no. Solo
tragó grueso varias veces mientras Betty desempacaba la ropa empapada de la
maleta igualmente empapada.

—Oh, Peaches —murmuró Andrea, —tu vestido.

Peaches lo miró, y deseó no haberlo hecho. Su precioso vestido —que no debió


haber empacado en una maleta tan pequeña— estaba irreparablemente arrugado.
No sabía siquiera si aún estaba seco.

—No te preocupes —dijo Andrea, tomando el vestido y retirándose


rápidamente, —voy a mandarlo a planchar. Nos vemos en la cena, querida. —Le
lanzó un beso antes de salir.

La cena. Peaches cayó en cuenta que no comía desde el desayuno, pero


considerando el estado de su estómago, quizás fuese lo mejor. Estaba tentada a irse
directa a la cama, pero de seguro tendría que hacer por lo menos una pequeña
aparición. Miró a la mucama, quien aún desempacaba ropa mojada, lo cual dejaba en
claro que su maleta no era a prueba de agua.

Betty frunció los labios. Peaches estaba de acuerdo con ella. Buscó con la mirada
alguna otra puerta que guiara a un baño, pero no la encontró.

—Disculpa ¿Dónde está el baño? —le preguntó a la mucama.

—Tercera puerta a la derecha, señorita. Le recomiendo que vaya ahora, de


seguro habrá una larga fila antes de la cena.

Peaches se lo imaginaba. Luchó nuevamente con la tentación de irse temprano a


la cama, pero estaba asquerosa y fría, necesitaba una ducha. Enderezó los hombros,
tomó la fina toalla que le ofrecieron y se dirigió valientemente al baño.

Incluso Cenicienta había tenido un mal comienzo, ¿cierto?


Capítulo 6

Stephen soportó como un caballero la mano fría de Irene que lo aferraba. En


realidad, quería seguir a Peaches y asegurarse de que la estaban tratando bien.
Como eso era imposible de momento, solo podía estar seguro de que David la había
alojado, sin duda alguna, cerca de su propia recámara. Mientras Peaches tuviese un
buen seguro en su puerta, estaría a salvo.

Continuó escuchando a Irene, quien hablaba de cosas que a él no le importaban,


por lo cual solo respondía con monosílabos y onomatopeyas cuando era necesario.
Quince largos minutos después pudo deshacerse de ella, luego de prometerle
sentarse a su lado durante la cena. Se apresuró a regresar a la entrada trasera donde
había dejado su auto.

Un nervioso y joven paje se encontraba allí, mirando nerviosamente a la casa,


como si temiera que alguien saliera a regañarlo por dejar el auto atravesado.

Stephen le sonrió para tranquilizarlo.

—¿A dónde lo llevo?

El muchacho casi se jala los cabellos.

—Oh, mi lord, yo me encargaré de eso. No sería apropiado que usted lo hiciese.

—No sería la primera vez —respondió Stephen, con un gesto desdeñoso, —pero
aprecio tu ayuda, de verdad. Aunque creo que deberías secar los asientos. Fue un
viaje algo húmedo, por llamarlo de alguna manera.
—Me encargaré de todo eso, mi Lord —dijo el muchacho, con una sonrisa
tímida. —Estoy honrado de encargarme de su automóvil. Merece el mejor cuidado.

Stephen le entregó las llaves, memorizando la cara del muchacho para


asegurarse de recompensarlo luego. Entonces regresó a la casa, donde encontró a un
sirviente esperándolo.

Recorrieron la antigua casona sin prisa, lo que le dio la oportunidad de analizar y


catalogar sus alrededores. En realidad nunca había pisado Kenneworth House. Su
padre y el padre de David habían sido fríamente educados el uno con el otro en
público y fríamente groseros en privado, lo que no había hecho posible invitación
alguna.

A Stephen no le había importado mucho relacionarse con David, por lo que no


había seguido la rencorosa tradición. Si, había escuchado de diferentes fuentes sobre
las antiguas peleas entre ambas familias, pero jamás se había preocupado por
enterarse de la razón exacta de las mismas. Suponía que en algún momento alguien
había ofendido a otro alguien, lo que los había llevado a insultarse durante siglos en
la privacidad de sus bibliotecas. No eran más que tonterías eternizadas.

Aunque, mientras miraba los retratos de los ancestros Kenneworth, no pudo


evitar preguntarte cuál de ellos había empezado el pleito o simplemente lo había
continuado por entretenimiento. Se detuvieron frente a un enorme cuadro al final de
las escaleras, con un hombre vestido a la usanza medieval en él.

—El primer Lord de Kenneworth —explicó el sirviente, —Hubert, mi lord.

Stephen examinó la pintura, ceñudo. Era lo más apropiado. Seguramente había


sido este tonto quien había iniciado el conflicto entre familias.

Continuó tras el sirviente, notando los parches descosidos en la alfombra, y se


preguntó cómo haría David para mantener las luces encendidas en todo el castillo. Se
rumoraba que era apostador, pero quizás fuese mejor con las cartas que cuidando su
propia casa.
Lo llevaron a un cuarto sorprendentemente opulento. Adentro, lo esperaba su
sirviente personal, quien se levantó al verlo, dejando su libro de lado. Stephen lo
apreciaba mucho. Lo había mantenido bien vestido y organizado durante gran parte
de su vida.

—¿Wodehouse?

—Una novela romántica, en realidad —dijo Humphreys, mostrándole la tapa. —


Tiene viajes en el tiempo y es bastante entretenida. La señora Jane Fergusson me la
regaló la última vez que fui con usted a Escocia, pero no había tenido tiempo de
leerla seriamente. Fue escrita por la esposa del terrateniente MacLeod, Elizabeth, si
no me equivoco. Es uno de sus primeros trabajos, al parecer.

—¿Tiene una colección? —Stephen estaba impresionado.

—Aparentemente.

—Bueno, los inviernos escoceses son largos.

—Y el árbol genealógico de MacLeod está colmado de raras ocurrencias, incluso


cosas paranormales —dijo Humphreys, manteniendo la seriedad, —no como el de
Piaget, por supuesto.

Stephen se estremeció al recordar aquella tarde en su estudio, pero Humphreys


no pareció darse cuenta. Tampoco se sorprendería de escucharlo, pues había tenido
más de un encuentro con un espíritu juguetón en los oscuros pasillos de Artane.

Humphreys señaló el conjunto que había elegido para él.

—Su ropa está lista, mi lord ¿desea vestirse ya para la cena?

En realidad, lo que Stephen deseaba hacer era acostarse con los pies en alto y
echarle una ojeada al libro de Humphreys, pero el deber llamaba. Le agradeció a su
mayordomo por su buena labor y fue al baño a lavarse.
Se puso lo que Humphreys había elegido para él sin comentarios. Después de
todo, era su mayordomo quien le había inculcado su sentido de la moda y tenía un
excelente ojo para combinar.

Ya vestido, se permitió unos momentos junto al fuego mientras Humphreys


arreglaba la habitación. Lo estudió por un momento.

—Supongo —dijo, tratando de sonar casual, —que no sabrás donde alojaron a


los demás invitados, solo por satisfacer mi curiosidad.

Humphreys sacó un enorme pliego de papel del escritorio, alisándolo sobre la


mesa.

—¿Algo así, mi lord?

Stephen se levantó a examinarlo más de cerca. Era un plano de Kenneworth


House con los nombres de los demás huéspedes escritos en las habitaciones que les
habían sido consignadas por el fin de semana.

—No voy a preguntar de donde sacarte esto.

—Eso sería lo mejor, mi lord.

—Ni por qué lo hiciste.

—Por supuesto, mi lord.

Stephen estudió el plano y no se sorprendió al darse cuenta de que Irene estaba


en la habitación de al lado. Lo que si le sorprendió fue que las tres mujeres que le
habían escrito para asegurarse de que asistiría a la fiesta estaban todas en el mismo
piso que él. Salir de madrugada sería imposible.

—No veo a la señorita Alexander —comentó, luego de leer un poco más el


plano. A lo mejor David había asumido que dormiría con él.

Era increíble lo rápido que se podían perder los estribos.


—Creo que hubo un cambio de último minuto —dijo Humphreys, cauteloso.

Stephen lo fulminó con la mirada.

—¿De último minuto?

—Así escuché.

—¿Por qué siento que no me va a gustar lo que tienes que decir?

Humphreys se enderezó, con las manos tras la espalda.

—Está en lo correcto, mi lord. Traté de inmiscuirme lo más que pude en el


proceso, pero temí ofender a algún Kenneworth.

—Déjame las ofensas a mí —dijo Stephen amargamente.

—Oh, mi lord, pero si su habilidad de obtener exactamente lo que desea a través


de la diplomacia es legendaria.

Stephen se echó a reír, a pesar de lo molesto que estaba.

—Y me atrevo a decir que lo aprendí casi todo de ti.

Humphreys inclinó la cabeza modestamente.

—Como usted diga, mi lord.

—¿Crees que puedas averiguar dónde alojan a la señorita Alexander sin ofender
a nadie?

—Por supuesto, mi lord.

—También necesito que verifiques otra cosa que me tiene confundido.

A Humphreys solo le faltó ponerse un sombrero de detective y un monóculo.

—¿Algo le tiene confundido?


—Una de los invitados —admitió Stephen.

—La señorita Alexander, me imagino.

Stephen asintió.

—Me pregunto quién la invitó —explicó, tratando de sonar casual, —parece


algo… inusual.

—¿Por ser americana?

—Eso, y no estaba al tanto de que tuviese una relación tan cercana con el Duque
de Kenneworth que mereciera una invitación personalizada.

—Creo que se conocieron en la fiesta de Lord Payneswick, a principios de mes.


Supuestamente quedó encantado con ella.

Stephen no quiso preguntar de donde había sacado Humphreys esa información


y no se atrevió a comentar nada sobre las atenciones amorosas del duque. Solo sabía
que no permitiría que Peaches estuviese a solas con esa serpiente.

Clavó una mirada elocuente en su mayordomo.

—Me preocupa no verla en este plano.

—Lo entiendo perfectamente, mi lord.

—Entonces te dejo a cargo de descubrir donde la alojan.

—Que tenga una excelente velada, mi lord.

—Gracias, Humphreys —respondió, aunque no se sentía animado. Parecía como


si hubiesen dejado a Peaches por fuera, aunque se imaginaba que ese no era el caso
si David pretendía llevársela a la cama.

Aunque David normalmente no se preocupaba en lo más mínimo por los asuntos


de la casa. Tampoco su madre, la duquesa viuda de Kenneworth. Era una mujer
encantadora, pero acostumbraba permanecer lejos de sus hijos. Stephen lo sabía,
pues Raphaela Preston y su madre eran muy buenas amigas, a pesar de los pleitos
familiares. Sospechaba que había sido Irene la de los arreglos, lo cual lo dejaba más
preocupado.

Pero como no podía ir de habitación en habitación para averiguar dónde estaba


Peaches, decidió calmarse y bajar a la reunión a cumplir con su anfitrión. Este sería
solo el comienzo y de seguro no habían llegado todos los invitados aún. Tenía tiempo
para planear su estrategia.

Fue guiado al salón principal por el mismo anciano sirviente de antes, así que el
descenso fue tan lento como el ascenso. Estudió nuevamente los retratos de los
ancestros de Kenneworth, aunque fuese solo para divertir a su padre con las
descripciones. Lord Edward se partiría de risa al enterarse de que la mayoría de los
familiares de Kenneworth se distinguían por sus enormes orejas y sus narices de
cochino. Cómo David había evitado ambas, no sabría decirlo.

Fue depositado en un amplio comedor en donde habían colocado un buffet de


comida horrible. Mientras balanceaba un plato de entradas horrendas -David tenía
que despedir al cocinero- se preguntó si quizás Humphrey pudiese conseguirle algo
mejor de comer luego. Pasó una hora incómoda tratando de navegar el campo
minado de su vida social.

Peaches no aparecía, lo que le preocupaba. A lo mejor había decidido cenar en


su habitación, lo que le hizo desear poder unirse a ella, pero tenía que enfrentarse al
salón primero.

Se encontró con sus tres amiguitas primero. Las tres eran hijas de duques, bien
vestidas y criadas, que estaban más encantadas con el título de él y las fiestas que
ofrecía su abuela que con él mismo.

La primera se llamaba Zoe y era la menos peligrosa del trío. Era tan cabeza hueca
que él sospechaba que se había freído el cerebro a base de tinte. Prefería las fiestas
de su abuela y solo se quejaba si no lograba verlo por lo menos un rato, pero la
conversación con ella no era en lo absoluto interesante.

Brittani, de cabello oscuro y rostro perfecto, tenía una personalidad tan fría que
haría huir a un vampiro de puntillas. Amaba, más que todo, la limusina, los
restaurantes caros en Londres y sus maravillosos asientos en el teatro de Drury Lane.
Era un poco más instruida que la anterior y podía entablar conversaciones realmente
interesantes cuando se lo proponía, lo que era, tristemente, casi nunca. Stephen
sospechaba que, de pedírselo, aceptaría casarse con él, pero que aún no estaba lista
para despedir a su amante italiano. Eso no sucedería pronto.

La última del trío de arpías era Victoria, y no podía tener un nombre más
apropiado.

Victoria no solamente disfrutaba de los lujos exóticos de él, sino que se


comportaba como si ya le pertenecieran. Tenía el cabello rubio oscuro, o por lo
menos así se veía. No podía decir que había disfrutado alguna de sus muchas citas
con ella, pero era la preferida de su abuela, ya que tenía el mejor pedigrí de las tres,
y por lo tanto lo había obligado a prestarle mayor atención, lo cual había aceptado
para mantener la paz familiar.

Las cosas se tornaron un poco más espinosas cuando llegó Irene a saludarlo.
Obviamente era una mujer con nervios de acero, pues ignoró por completo a Zoe y a
Britanni, mientras que a Victoria solo le sonrió. Si Irene no lo aterrara por completo,
admiraría sus agallas.

Era muy hermosa, con su piel blanca, cabello claro y modo de vestir elegante,
eso sí podía admitirlo. Pero su manera de comportarse dejaba mucho que desear.
Era particularmente cruel con los que no la complacían, yéndose al extremo con tal
de arruinarles la reputación. Aparecía casi todas las semanas en los tabloides por una
u otra razón. Stephen no deseaba en lo más mínimo verse involucrado con
semejante persona, a pesar de lo tentadora que se mostraba.
—¿Disfrutando de la reunión, Haulton? —le preguntó coquetamente al
detenerse junto a él.

—Inmensamente —respondió él, educadamente. —Es un verdadero placer verla


en un lugar que le hace justicia a su belleza.

—Eres encantador —dijo ella, en un tono mordaz que lo hizo sentir más nervioso
aún. —No veo a tu desaliñada choferesa. A lo mejor se está secando todavía.

—Quizás —Stephen se encogió de hombros, tratando de desviar la atención de


Irene. Sabía que no le haría ningún favor a Peaches si le permitía a Irene volcar su
atención en ella. Ya tendría suficiente si pretendía frecuentar a su hermano. —Que
maravilloso buffet el de hoy.

—Los arreglos de la cena fueron hechos sin mi consentimiento —dijo Irene, —lo
que desafortunadamente te priva de mi compañía a la mesa. Quizás mañana.

Él inclinó la cabeza respetuosamente.

—Será todo un placer conversar sobre lo que tiene su hermano preparado para
nosotros mañana durante el desayuno.

Ella solo alzó la ceja, y se retiró. Él no se atrevió a especular quién había llamado
su atención tan repentinamente, pero de seguro había sido el Jefe de Mayordomos,
quien supervisaba en ese momento el buffet. Esperaba que no fuese el responsable
del arreglo actual, pues lo pasaría mal.

Logró dejarle el plato a uno de los camareros. Bien, cuatro trampas en el salón y
acababa de evitar lo peor.

—Te puedo mantener a salvo, si quieres.

Stephen estaba seguro de que había brincado del susto, pero quizás había
logrado disimularlo, pues nadie dijo nada. Junto a él se hallaba Andrea Preston.
No sabía exactamente que había hecho Andrea para obtener el privilegio de
juntarse con el elevado círculo de amistades de Irene, sin merecer la supervisión de
su más poderosa prima. Era hija de un barón menor, quien reinaba en un pueblucho
de una sola calle en algún lugar de la frontera. O algo así.

Se la había encontrado en varias ocasiones a través de los años y la consideraba


una persona agradable y educada, a pesar de la compañía que frecuentaba. Le sonrió
educadamente.

—¿Necesito protección?

Ella se rio.

—Me parece que es obvio, si observas a tus alrededores como yo lo hago.

—¿Y qué te parece?

—Sumamente divertido —admitió ella. —Después de todo, no soy el soltero más


codiciado por todas las féminas de la habitación. No me incluyo entre ellas, por
cierto.

—Me parece que debería sentirme ofendido.

—Oh, no, no deberías —dijo ella, alegremente. —Estás completamente fuera de


mi alcance.

Stephen se echó a reír.

—Oh, es pura basura ¿verdad? Pero eso ya lo sabes.

Ella solo sonrió, encogiéndose ligeramente de hombros mientras lo guiaba lejos


del montón de arpías. Decidió que le caía bien, después de todo había sido amable
con Peaches.

Aparte sería útil tener otro par de ojos vigilando el lugar, especialmente unos
que no quisieran abusar de él con la mirada.
—Oh, vaya —murmuró Andrea, los ojos fijos en otra parte. —Oh, no.

Al seguirle la mirada, Stephen entendió la consternación en su tono.

Peaches acababa de entrar en el salón y se veía francamente mal.

No sabía de donde habían desenterrado la ropa, ni porque no le habían prestado


una plancha, pero el conjunto era simplemente desagradable.

Se sintió disgustado consigo mismo, pues lo primero que creyó fue que ella no
sabía vestirse para este tipo de eventos. Intentó enfocarse en rescatarla, pues sabía
que nunca nadie había necesitado tanta ayuda como ella en este momento. Y dado
que nadie decía nada, era responsabilidad de él sacarla del atolladero.

Aunque supuso que lo mejor sería hacerlo lo más discretamente posible.


Después de todo, ya iba a ser una tarde bastante desagradable para ella.
Capítulo 7

Definitivamente, Peaches no se sentía la más bonita de la fiesta.

De hecho, habría preferido aparecerse en ropa interior. Por lo menos estaba


seca y planchada. No podía decir lo mismo del resto del conjunto.

Estaba segura de que la mucama formaba parte de algún plan macabro para
arruinar su estancia.

Luego de descongelarse en el agua tibia de una bañera que necesitaba una


buena limpieza, había regresado al cuarto para encontrar que Betty había
desempacado todo lo que había en la maleta y lo había guindado 11 alrededor de la
habitación para secarlo.

El parecido a su habitación en la universidad la consoló un poco, pero el mal


estado de su guardarropa era suficiente para deprimirla aún más. Escogió lo mejor
que pudo, dadas las circunstancias.

Obviamente se había equivocado.

—Permítame llevarla al buffet, señorita —dijo una voz junto a ella.

Encontró a una joven sirvienta a su lado, quien la miraba como a punto de llorar.
Peaches no sabía si era por la vergüenza ajena que causaba o el olor a lana húmeda.
Estuvo tentada a simplemente darse la vuelta y huir. Entonces reconoció uno de los
rostros de entre el mar que la miraban sorprendidos.

11
Colgar algo en un lugar para que se seque. (N.R.)
Stephen de Piaget la miraba severamente.

Quizás esa era la expresión que adoptaba cuando trataba de no burlarse de


aquellos que solo consideraba dignos de mezclar abono.

No pensaba darle el gusto de mirarla así el resto de la noche.

Desafortunadamente, parecía empeñado en acercarse a ella, por lo que decidió


que lo mejor era seguir a la joven sirvienta, quien parecía estar tratando de no
echarse a reír. Algo de comida quizás la ayudaría a enfrentar el resto de la velada.

Juntarse con la nobleza, pensó, mientras llenaba un plato con entradas, no era lo
suyo. Prefería encontrarse con gente agradable, de preferencia una a la vez, no
pasearse por un mar de gente desconocida que la miraba como si viniera de
revolcarse en los establos.

Estando en el buffet, se dio cuenta del olor de su suéter. No se había dado


cuenta en la habitación y eso no hablaba bien del estado de la misma. Parpadeó
rápidamente para evitar que se le aguaran los ojos ¿Qué otra cosa podía hacer? La
única blusa que traía estaba demasiado arrugada y ponerse el vestido tan pronto
hubiese sido de mal gusto. El suéter estaba húmedo, pero no se había percatado de
lo fragante que estaba.

A través del reflejo en el espejo frente a ella, vio su ruina acercarse en tres
partes. Por un lado, David, quien estaba conversando animadamente con un grupo,
pero indiscutiblemente se dirigía hacia ella. Por el otro, Andrea, tratando de zafarse
de Irene, quien había elegido justo ese momento para preguntarle algo. Y
finalmente, Stephen de Piaget, avanzando inexorablemente, dejando atrás una
estela de mujeres ensimismadas y caballeros adustos, ofendidos sin duda por no
haber recibido la cantidad suficiente de atención. Se movía como un jaguar, elegante
y despiadado.

La asustaba a niveles insospechados.


Ahí, por fin lo había admitido. Era engreído, perfeccionista y absolutamente
incapaz de sentirse intimidado. Sentía lástima por los libros en su biblioteca. No los
culpaba por esconderse tras los polvorientos manuscritos Tudor para escapar de su
escrutinio.

No le interesaba lo que tuviera que decirle, porque estaba segura que tendría
que ver con su incapacidad de vestirse apropiadamente para la ocasión. Se
imaginaba que le seguiría una lista de todas las razones por las cuales no debía estar
allí —bueno, se trataba de Stephen, una mirada desaprobadora bastaría para hacerle
saber exactamente lo que pensaba de ella.

Por lo cual lo evitaría como si de un leproso se tratara.

Afortunadamente para ella, Andrea llegó primero. La miró con cautela, pero
aparentemente la prima de David estaba de su lado.

—Oh, Peaches —dijo con una sonrisita de pena, —fue algo difícil llegar aquí ¿no?

—¿Se nota?

—Debiste haberme pedido algo prestado —la regañó Andrea.

—No pensé en eso —respondió Peaches. Había estado muy ocupada tratando
de recuperar la sensibilidad en pies y manos mientras trataba de no caer en pánico
por no tener nada seco que usar en público.

—Bueno, querida, la próxima vez solo sigue un poco por el pasillo. Espera, no
estamos en el mismo pasillo. No importa —agregó rápidamente. —Envía a tu
mucama esta noche a mis habitaciones y te conseguiremos algo que usar mañana
antes de que te acuestes, si es que ella no lo hizo ya.

Peaches no conocía los hábitos nocturnos de Betty, pero sabía que ella, por lo
menos, se retiraría temprano. Si no, no tendría problemas de patear el catre de Betty
antes de acostarse para enviarla en una misión redentora.

—Y aquí viene David —advirtió Andrea. —Creo que te ha estado esperando.


Peaches resistió las ganas de cerrar los ojos y rezar, pues alguien podría notarlo.
En lugar de eso, aferró su plato y se volteó, viendo como David Preston se le
acercaba, entreteniendo a su cautivo séquito con anécdotas seguramente
fascinantes.

Mientras que ella olía a perro mojado.

Para crédito de David, solo arrugó la nariz discretamente antes de dirigirle la


palabra.

—Te agarró la lluvia, ¿no, Peachy?

Ese sobrenombre sonaba como uñas en un pizarrón, pero estaba segura que
solo era por lo incómoda que estaba. Antes no le había molestado. De verdad.

Respiró cuidadosamente para evitar que se le aguaran los ojos otra vez.

—Sí —respondió, tratando de sonreír.

David frunció el ceño.

—Qué extraño. Irene envió a un chofer a buscarte a la estación.

Peaches no quiso adjudicarle malas intenciones a Irene tan temprano, pero aun
así su ropa seguía arruinada y estaba dando una terrible primera impresión.

De seguro la hermana de David no había sido maliciosa a propósito.

—Bueno, hubo un par de confusiones —dijo Andrea, con un ligero encogimiento


de hombros. —Pero ya todos estamos aquí, medianamente secos. Podría ser peor.

—Bueno… —empezó David.

—¿Y no es hermoso el suéter de Peaches? —lo interrumpió Andrea. —Uno de


sus clientes más famosos es un presentador de televisión americano ¿sabías?
David siguió olfateando, a pesar del resumen artístico que trataba de darle
Andrea.

Peaches le agradecía el esfuerzo, pero la peste no la dejaba concentrarse. Luego


de un rato se dio cuenta que el mal olor venía del plato ¿ahora qué, veneno en la
comida?

Buscó un sitio apropiado para deshacerse de la comida, sin éxito. El karma no


podía tener tan buena memoria, se dijo ¿acaso habían sufrido tanto los niños a los
cuales les había cambiado su horrendo sándwich por dulces? ¿Y tenía que pagar
justo en este momento, con su suéter de lana húmedo y los pantalones, también de
lana, que olían como estuviesen en una carreta llena de vegetales pasados?

Aparentemente así era. Observó con horror que otros invitados se acercaban,
mientras Andrea y David hablaban alegremente de ella, dejándola sin salida. Stephen
de Piaget seguía en su lucha por acercarse, pero ninguna mujer en la sala parecía
capaz de resistir sus encantos. Tampoco ningún caballero.

Y aparte, allí venía Irene Preston, quien dejaba una estela de gente aterrorizada
a su paso.

Peaches comenzó a pensar que había cometido un terrible error. Era un cuento
de hadas, pero no el tipo que esperaba. Estaba terriblemente incómoda, se sentía
completamente fuera de lugar y ahora tenía que enfrentar a los horrores gemelos
que eran Irene Preston y el Vizconde Haulton.

Irene llegó primero y su expresión desdeñosa fue como una cachetada.

—Interesante elección de ropa, señorita Alexander.

Peaches normalmente no se preocupaba mucho por lo que pensaran de ella.


Pero aquí, rodeada de extraños y oliendo a oveja mojada, encontró que sí, si le
importaba y mucho.
—Creí que habíamos enviado un auto a buscarla —dijo David, mirando
elocuentemente a su hermana.

—Por supuesto que lo hicimos —se defendió Irene. —No creerás que la expuse
al clima a propósito. De seguro desdeñó su ayuda para recibir algo de simpatía al
llegar en un estado tan lamentable. No es mi culpa que no sepa vestirse
apropiadamente para la ocasión.

Peaches se asustó al sentir que se le iba el plato de las manos, pero el contenido
nunca se estrelló contra el piso. Había sido Stephen de Piaget, quien se lo había
quitado de la mano sin mediar palabra, depositándolo en la mesa del buffet.

—¿Es tu suéter lo que huele tan mal? —preguntó Irene, incrédula.

Stephen agarró a Peaches por el brazo.

—Si nos disculpan, la señorita Alexander debe atender una llamada urgente de
su hermana.

Peaches lo miró, sorprendida.

—¿Por qué?

—Sedgwick está en llamas.

Peaches sintió que le fallaban las rodillas, pero el agarre de Stephen en su brazo
evitó que diera contra el piso. La sacó de allí a rastras, como un niño malcriado. Notó
que había mucha gente disimulando risas y no creía que se estuviesen riendo de
Stephen. Trató de soltarse de él sin éxito.

—Puedo caminar yo sola, ¿sabes?

Él no le respondió, solo siguió caminando.

—¿Por qué Tess te llamó a ti y no a mí?


La ignoró.

A veinte pies del comedor fue que logró soltarse de él, fulminándolo con la
mirada.

—Deja de arrastrarme.

—Debes estar hambrienta —dijo él.

Ella parpadeó, sorprendida.

—¿Y eso que tiene que ver con todo esto?

—Nada en particular.

Estaba algo mareada por no haber almorzado. Era por eso que nada tenía
sentido al momento. Se enfocó en Stephen con algo de dificultad.

—¿Sedgwick se quema?

—Yo también estoy hambriento —explicó él. —Supongo que la comida en buen
estado estará escondida todavía en la cocina.

Ella se frotó los brazos, preguntándose si acababa de caer en alguna suerte de


realidad alterna.

Había un hombre guapo, vestido con un fino traje casual y una bonita corbata
borgoña parado frente a ella. No parecía estar loco, pero nada de lo que decía tenía
sentido.

—¿Se está quemando la casa de mi hermana? —preguntó nuevamente.

—No.

Ella quedó boquiabierta.

—¿Me sacaste de allí con una mentira?


—Subterfugio —la corrigió él. —Es bastante útil cuando la comida apesta y la
compañía es insoportable.

La risita nerviosa haciendo eco en el pasillo la hizo sonrojarse nuevamente. Lo


había adjudicado antes a la cantidad de personas en la habitación y al hecho de que
todavía se estaba descongelando, pero ahora era, sin duda, producto de la
vergüenza.

—Son gente muy educada —los excusó, tratando de ser amable. —Alta
sociedad, ya sabes.

—Pero la comida estaba horrible —dijo él, tomándola del brazo nuevamente. —
Y si no nos apresuramos, nos obligarán a volver allá, a seguir tragando esa porquería.

—No quiero ser maleducada —protestó ella. —Con Lord David.

—Créeme, no notará tu ausencia. Tiene otras cosas con las cuales entretenerse.

Le tomó otros veinte pasos comprender exactamente lo que le decía. Y se sintió


como si la hubiesen pateado en el estómago. Logró zafarse sin violencia, dándose
cuenta de que no tenía energía ni para molestarse con él, puesto que de seguro
decía la verdad.

Stephen se aclaró la garganta.

—Quise decir…

—Estoy cansada —respondió ella, su propia voz sonándole extraña y joven. —


Creo que preferiría irme a la cama. —Miró a su alrededor, pero solo había espejos,
recordándole lo mal que se veía de momento. —Si tan solo supiera a donde
dirigirme.

Stephen se atravesó entre ella y los espejos, forzándola a mirarlo.

—No almorcé, y supongo que tú tampoco.


La amabilidad en su voz la desconcertaba, pero decidió no tomarla en cuenta.
Era imposible que él tratara de ser bueno con ella.

—Me pregunto si me dejarán beber un vaso de agua antes de retirarme —


murmuró, abatida.

Stephen no se movió: se quedó allí parado, silencioso y adusto.

Peaches intentó moverse, pero encontró su camino bloqueado por una figura de
mayordomo que parecía estar vestido de época. Hizo una reverencia corta.

—Mi lord —dijo educadamente, —y la estimada señorita Alexander. He


preparado una comida especialmente para ustedes.

Peaches se quedó sin aliento.

—¿En serio?

El anciano asintió.

—Es correcto. Al joven amo aquí presente no le agrada la comida gourmet, y


dado que tiene un temperamento tan volátil, trato de complacerlo en la medida de
lo posible.

—¿Se conocen? —preguntó Peaches en lo que logró recuperarse de la


impresión.

—Sí, señorita —dijo el anciano. —Soy Humphreys, el mayordomo personal de


Lord Stephen.

A pesar de todo lo que le había pasado, Peaches no pudo evitar sonreír. Era la
primera vez que sonreía sinceramente en todo el día.

—¿De verdad?
—Lo soy —respondió el mayordomo, con seriedad. —Y conociendo tan bien a su
señoría y lo terrible de su mal humor cuando no le satisface la comida, me tomé la
libertad de prepararle algo más acorde a sus gustos. Espero que a usted también le
agrade, señorita.

Peaches estuvo a punto de comentar que cualquier comida sin Irene Preston
criticándole la ropa estaría a su gusto, pero se limitó a seguir al simpático
mayordomo y a Stephen a un lindo y pequeño salón más allá de la cocina.

Una mujer mayor los esperaba allí, de pie junto a la ventana. Humphreys le hizo
una reverencia antes de presentarla.

—Su señoría, Raphaela Preston, Duquesa viuda de Kenneworth —dijo, —


permítame presentarle a la señorita Peaches Alexander. Creo, su señoría, que no
necesita que le presente al Vizconde Haulton.

—No, no es necesario —dijo la duquesa, acercándose a Stephen para permitirle


besar su mano. —Qué bueno que encontraste a estos dos, Humphreys, parecen estar
hambrientos.

Peaches se encontró envuelta en la nube de perfume y buenos modales que era


Raphaela Preston, sin fuerzas para resistirse a su encanto.

Quien quiera que hubiese planeado hacer de la cena en el comedor un buffet, no


se había atrevido a discutir con la duquesa y su deseo de una comida más
consistente. Peaches no le prestó mucha atención a lo que había en su plato, solo
sabía que era un delicioso plato caliente y vegetariano. El plato de Stephen era
parecido al suyo, con algunas porciones de carne, las cuales despachaba
alegremente.

—Muchas gracias, su señoría —se dirigió a la duquesa con una expresión de


inmensa gratitud.

—Llámame Raphaela, querida —insistió la duquesa, con un gesto ligeramente


desdeñoso. —Aquí no es necesaria tanta formalidad.
Peaches se sintió aliviada al enterarse de que la duquesa prefería las comidas
sencillas a los ruidosos y costosos bufetes, y también que prefería hablar en francés.
Gracias a su tía Edna, lo hablaba con fluidez. Se sorprendió al escuchar a Stephen,
cuyo francés también era impecable y encantador.

Tuvo que cerrar los ojos por un momento ¿Cómo podía un hombre ser tan
encantadoramente culto y tan idiota al mismo tiempo?

—Veo, querida, que te has vestido de forma sencilla para una tarde tranquila
luego de un largo viaje.

—Oh, sí —logró responder Peaches. Estaba dolorosamente al tanto de la


condición de su ropa. Por lo menos ya no olía tanto a oveja mojada. —Ha sido un día
largo, su señoría.

—Raphaela —le recordó la duquesa, —aún si mi hijo se sale con la suya, quizás
termines refiriéndote a mí de una manera más íntima. Me pregunto qué opina el
querido Haulton al respecto.

Peaches miró a Stephen, quien observaba a la duquesa con una expresión difícil
de leer. De seguro era un excelente jugador de póker.

—Creo, su señoría —respondió él en voz baja, —que hay cosas que mejor no se
discuten.

Peaches se aguantó las ganas de fulminarlo con la mirada. Se imaginaba lo que


opinaba él al respecto de cualquier tipo de relación, amorosa o fantasiosa, con David.

Raphaela se echó a reír, dándole golpecitos cariñosos a la mano de él.

—Sabiduría que sin duda has ganado de tanto lidiar cuidadosamente con los
egos de los demás, querido. Ahora, Peaches, querida ¿puedes contarme que te trae a
Inglaterra con este clima tan horrendo?

Peaches no se atrevió a dirigirle la mirada a Stephen mientras inventaba un


cuento sobre lo mucho que deseaba estar cerca de su hermana gemela nuevamente,
alejando la atención de su situación actual y llevando la conversación al tema de los
gemelos en general.

Después de un buen rato junto al fuego, Peaches dejó de sentirse tan fuera de
lugar. Raphaela Preston era una excelente anfitriona, la comida estaba deliciosa y la
conversación, maravillosa. Incluso Stephen había permanecido en silencio.

Ya casi no se arrepentía de haber venido. Tenía un bonito vestido para el baile,


gracias a su hermana. De pronto podría reclutar la ayuda de Raphaela para evitar ir a
la excursión a caballo del día siguiente y permanecer fuera del foco de atención hasta
la cena, y quizás hablaría con Andrea para pedirle prestado algo más apropiado que
usar hasta el baile. De seguro aún estaba a tiempo de rescatar su cuento de hadas.

Ciertamente estaba en la cocina, pero no cubierta de hollín. Le caía bien a la


señora de la casa, y el duque de ensueño todavía no había tenido la oportunidad de
exponerse a sus encantos para poner las cosas en marcha.

Ahora solo le faltaba deshacerse del aguafiestas que tenía en frente para que las
cosas marcharan sin problemas.
Capítulo 8

Stephen se sentía afortunado de estar en la acogedora salita, rodeado de dos


mujeres hermosas y los restos de una deliciosa cena. Estaba seguro de que Peaches
todavía no le tenía mucho afecto, pero por lo menos estaba bien alimentada y fuera
de la boca del lobo. Se sentía feliz de escucharlas hablar, ya fuera de arte, moda o del
deplorable estado de la cocina al norte de Calais. Él, siendo inglés, se sintió obligado
a defender la comida de su país natal.

Raphaela negó con la cabeza.

—Querido mío, no puedes negar lo horrible que es la cocina inglesa.

—El chef de Artane es impecable en su trabajo —contestó él, —aunque el tuyo


se ha ganado sus laureles el día de hoy.

—Y por supuesto, para cenar prefieres Londres a Paris ¿verdad?

—Nunca dije eso —se defendió, —aunque tampoco dije lo contrario. Solo me
aseguraba de contar con comida decente durante mi estancia aquí.

A Raphaela le hizo gracia el comentario.

—Prometo no envenenarte, pequeño canalla de Piaget. Y antes de que abrumes


a mi pobre chef con tus halagos, creo que haríamos bien en retirarnos a la cama por
el día de hoy. Tengo entendido que David tiene planeada una excursión de cacería
mañana temprano y no deseo que falles tus tiros.

Stephen se lo imaginaba. Le sonrió educadamente, mientras ayudaba a Peaches


a levantarse. Esta lo miró, como sospechando que deseaba ponerla en evidencia ante
la duquesa, pero se limitó a ayudarla en silencio, pues no tenía nada que decir que
pudiera convencerla y no deseaba discutirlo frente a la duquesa.

—Ahora quizás Stephen quiera acompañarnos a nuestras habitaciones antes de


dirigirse a la suya. Conociendo a David, de seguro lo mandó al sótano, pero sin
acceso a la cava de vinos.

Stephen estuvo a punto de responder con el humor apropiado al comentario,


pero algo en la expresión de Peaches lo detuvo. Se veía terriblemente incomoda,
pero no lograba adivinar por qué.

A menos que fuese porque David Preston si había tenido el atrevimiento de


ponerla a dormir en su habitación. En ese caso se aseguraría de descansar bien para
no errar ninguno de sus tiros al día siguiente.

Humphreys tosió discretamente.

—Estaría encantado de guiar a la señorita Alexander a su habitación, su señoría


—dijo educadamente. —Me tomé la molestia de memorizar las habitaciones de cada
huésped, en caso de necesitar encontrarlos rápidamente.

Raphaela intercambió una mirada cómplice con Peaches.

—Stephen no mereces tener a alguien tan maravilloso a su servicio.

Peaches forzó una sonrisa, mientras que Stephen no se atrevió a mirar a


Humphreys, por miedo a revelar más de lo que debía con la mirada. Por la expresión
del mayordomo, intuyó que ya había llevado a cabo su investigación y que los
resultados no eran satisfactorios.

La duquesa también estudiaba al mayordomo, como si presintiera que algo


estaba mal. Tomó a Peaches del brazo, declarando jovialmente:

—No vi esa lista que mencionas, querido Humphreys, así que creo que sería
mejor acompañar todos a la señorita Alexander para asegurarnos de que llegue a
salvo a su habitación.
—Oh, creo poder encontrar el camino sola —protestó Peaches, sintiéndose
todavía más incómoda que antes.

—Tonterías, querida —dijo Raphaela. —Es lo menos que puedo hacer por ti
después de tan agradable conversación. Te seguimos, Humphreys. —Y mirando por
encima del hombro, agregó: —Serás nuestro guardaespaldas ¿no, Haulton?

Stephen asintió, pues tenía toda la intención de ser eso y más.

Caminó tras la duquesa viuda de Kenneworth y ese ser maravilloso venido del
otro lado del charco, con la desagradable sensación de que se dirigía a una incómoda
batalla. Peaches estaba estresada -lo notaba por lo tenso de sus hombros-. No supo
el por qué hasta que Humphreys tomo la escalera de servicio en lugar de la principal

Solo sus años de experiencia controlando sus emociones evitaron que estallara
en ira al ver a donde se dirigían. La duquesa tampoco dijo nada, pero por su
expresión, se molestaba cada vez más con cada paso que daba. Se molestaron
mucho más al tomar otra pequeña escalera que llevaba directo al sótano.

Stephen rezó para poder aguantar todo el fin de semana sin moler a golpes a
David Preston. Aunque, dada la debilidad de este por las mujeres hermosas,
sospechó que era otro el responsable de alojar a Peaches en aquella parte del
castillo.

Se detuvieron frente a la puerta del cuarto, si es que podía llamarse así, y


Stephen estuvo a punto de decir algo, pero Raphaela lo interrumpió, agarrándole el
brazo con fuerza para evitar que metiera la pata.

—Bueno —dijo Raphaela, soltando el brazo de Stephen, —obviamente han


cometido un error.

Peaches sorprendió a Stephen con una sonrisa genuina.

—Su señoría, está bien. Me agrada estar lejos de la conmoción.

—Bueno, sí estás bien lejos —comentó Stephen, abriendo la boca sin pensar.
Peaches lo fulminó con la mirada, y él supuso que se lo tenía bien merecido.
Dada la cantidad de comentarios asnales que le había proferido durante su
turbulenta relación, estaba seguro de que ella pensaba que estaba contento de
tenerla fuera de su camino. Eso no era verdad, aunque si estaba feliz de tenerla lejos
de David e Irene Preston.

Obviamente Humphreys tendría que investigar un poco más el tema de los


huéspedes. A Stephen le causaba más que curiosidad saber quién era responsable de
sus ubicaciones.

Peaches le sonrió a Raphaela mientras abría la puerta del cuarto.

—En realidad es bastante acogedor. Y la muchacha que me asignaron ha hecho


un… un excelente… trabajo…

Stephen pronto descubrió porque Peaches se había quedado sin palabras. No


era por el estado del cuartucho -y llamarlo cuartucho era ser amable- sino por la
mucama, quien sostenía entre sus manos un bonito vestido de baile.

Bueno, había sido bonito en algún momento. Ahora era un desastre. No solo
estaba cubierto de lodo, sino que parecía que alguien se había tomado la molestia de
atacarlo con tijeras de jardinería.

Raphaela se deslizó elegantemente, arrancándole de las manos el vestido a la


mucama y entregándoselo a Humphreys, quien se apartó discretamente de la vista
de Peaches.

—Esto no está bien —dijo con firmeza. —Tengo varios trajes que te puedes
probar. Solo tendremos que arreglarles el dobladillo para que te queden. En cuando
a la habitación…

Peaches la miró con los ojos aguados.

—Está bien, su señoría. Perfecto en realidad.

Raphaela frunció los labios.


—Me gustaría llegar al fondo de esto.

—Me parece —intervino Humphreys desde su escondite tras la puerta, —que la


señorita Alexander se vio desplazada por el Vizconde Haulton.

De haberse atrevido, Stephen le habría dado un codazo a su mayordomo.


Peaches no parecía sorprendida, lo que le hizo preguntarse si ya lo sabía de
antemano. No entendía por qué la habían desplazado en favor de él, ya que había
confirmado su ida a principios de semana. No, aquí pasaba algo más y él se
encargaría de llegar al fondo de eso.

—¿No hay otros cuartos disponibles, entonces? —preguntó Raphaela,


fulminando a Humphreys con la mirada. —¿Nada más apropiado?

—Me indican que todas las habitaciones están ocupadas, Su Señoría —


respondió Humphreys. —Yo, por supuesto, no me atrevería a poner en tela de juicio
las decisiones tomadas por su ama de llaves en base a las órdenes que le
impartieron.

Stephen miró a Peaches, deseando aclararle que no era culpa de él, pero sabía
que no le creería. Se veía terriblemente cansada, pero entonces sonrió
maravillosamente, despidiéndose de la duquesa con un beso.

—Gracias por la maravillosa cena, Su Señoría, y por acompañarme hasta acá,


pero si no le importa me retiraré a la cama.

—Por supuesto, querida —Raphaela le sonrió. —Te veré en la mañana a primera


hora.

La puerta se cerró tras Peaches. Stephen no había logrado verle la cara, así que
no sabía en qué estado de ánimo se había retirado realmente. Fulminó a Humphreys
con la mirada mientras le ofrecía su brazo a Raphaela.

Regresaron en silencio a la escalera principal. Allí se detuvieron y Raphaela lo


estudió por un momento antes de hablar.
—Quejarse en este momento sería indiscreto —le recordó en voz baja.

Él asintió.

—Lo mismo pienso.

—Silencio entonces.

—Lo merece la situación, por supuesto.

—Pero si te encargarás de lo necesario, ¿verdad?

Él sabía a lo que ella se refería. Sacar a Peaches de esa habitación sería


imposible, pero más que todo, no aconsejable. Alguien con las agallas de alojar a un
invitado en un cuartucho en mal estado sería capaz de hacer cosas peores si se le
contrariaba. Stephen no quería empezar a echar culpas en Kenneworth House, pero
sospechaba de cierta hermana mordaz que sin duda disfrutaba del sufrimiento de
otros.

Había otras cosas menos interesantes pero no por ello menos importantes que
tendría que arreglar, por supuesto.

Asintió nuevamente.

—Por supuesto, Su Señoría.

Ella mantuvo su expresión estoica.

—Sabes que mi hijo se adjudicará el crédito de lo que sea que tengas en mente
hacer, si le conviene ¿verdad?

Stephen se encogió de hombros, fingiendo que no le importaba.

—Su hijo puede quedarse con todo el crédito que desee.

Raphaela sonrió.
—Eres digno hijo de tu madre.

—Y de mi padre.

—Lo que significa que tienes unos modales impecables pero no soportas a mi
hijo y tampoco a mi fallecido esposo. —Arqueó las cejas brevemente antes de
continuar. —No soy Preston de nacimiento, por lo cual no entiendo muy bien sus
razones.

Stephen sonrió a pesar de lo molesto que estaba.

—¿Va a contarme exactamente cuáles son las razones de este pleito o tengo que
ir a buscar pistas a la biblioteca?

—Creo que no sería prudente buscar pistas en la biblioteca, querido. Mejor no le


prestes atención a insinuaciones o rumores.

—No lo sé, —dijo Stephen, pensativo. —Quizás si logro entender lo que pasa
entre nuestras familiar aprenda a apreciar un poco más al duque.

Raphaela se echó a reír de buena gana.

—Querido, no creo que haya nada que te haga apreciar más al duque, menos
ahora que está detrás de algo que tú deseas. —Lo miró de soslayo. —¿O me
equivoco?

—A veces las cosas que uno desea no quieren ser deseadas por uno.

—¿De verdad?

—Sí, Su señoría.

Ella le dio golpecitos cariñosos en el brazo.

—Necesitas descansar.
Él estuvo de acuerdo. Era mejor que pasarse toda la noche preguntándose quién
había tenido la osadía de insultar a Peaches de esa manera.

La duquesa tomó el vestido destrozado de manos de Humphreys.

—Me encargaré de esto.

—Se lo agradecería mucho.

Ella se despidió finalmente de ambos y se dirigió escaleras arriba. Stephen


esperó a que desapareciera por la esquina para dirigirse a Humphreys.

—¿Tenías que decir todos los detalles? —le gruñó.

—Se habría enterado de todas formas, mi lord —respondió Humphreys. —Creí


que sería mejor con usted delante.

Stephen frunció los labios.

—Creo que ya lo sospechaba y no hicimos más que confirmárselo. —Miró


alrededor antes de dirigirse nuevamente a su mayordomo. —Aquí es menos
probable que nos espíen, así que hagamos nuestros planes ¿Por dónde sugieres que
empecemos?

—Por asignarle una nueva sirvienta a la señorita Alexander —respondió


Humphreys sin vacilar. —La atención de esta es realmente cuestionable.

—No creo querer escuchar los detalles, si no te importa.

—No lo importunaré con eso. Haré venir a mi hermana para que ayude a la
señorita Alexander este fin de semana.

Stephen lo miró sorprendido. No sabía que Humphreys tuviese una hermana,


mucho menos una que se encargara de tales cosas.

—¿Tu hermana es mucama?


—De momento —respondió Humphreys. —Ella cuidará bien de la señorita
Alexander.

Stephen se apoyó de la pared, cruzando los brazos.

—Va a necesitar ropa nueva.

—Ya tengo una lista de las tiendas de la zona, mi lord.

Por supuesto que la tenía.

—¿Y zapatos?

—También, mi lord.

Llamarlo simplemente mayordomo era un insulto, y decir que era su secretario


también omitía sus muchos dones. Ese hombre era una maravilla. Stephen le sonrió.

—Nunca cesas de sorprenderme.

—Siempre hago mi mejor esfuerzo, mi lord.

—Creo que lees demasiado Wodehouse.

Humphreys le devolvió la sonrisa.

—Uno siempre debe tener sus héroes, mi lord, aunque sean ficticios.

—Estoy seguro que Sir Pelham se inspiró en alguien real —acotó Stephen. —
Ahora está el problema de las tallas.

—Si me lo permite, mi lord, creo que puedo encargarme de ello.

Stephen decidió permitírselo, ya que el hombre prácticamente lo había criado.


Era un viudo, acostumbrado a lidiar con una jauría de nietos y había sido perfecto
para amansar y enseñar a un terco adolescente. Confiaba en que le conseguiría algo
bonito y adecuado a Peaches.
—¿Alguna sugerencia para el guardarropa o todavía no llegas tan lejos? —le
preguntó.

Humphreys no vaciló.

—Atuendo de cacería para mañana en la mañana, luego unos bonitos


pantalones, blusa de seda y chal de cachemira para estar en la casa durante la tarde.
La cena será algo formal, así que de seguro querrá un vestido de tarde-noche
apropiado. Y claro, es vital un vestido para el baile, aunque aún no tengo claro el
color.

—Blanco —dijo Stephen.

Humphreys se sorprendió.

—Pero, mi lord…

—¿Tienes algunas sugerencias para el diseño?

Humphreys suspiró.

—Ya le envié algunas opciones por correo electrónico, mi lord. Elija la que más le
guste y será enviada el sábado por la mañana.

Stephen ya se lo imaginaba. Se dirigió a sus habitaciones con Humphreys, y


consideró un par de cosas mientras se preparaba para dormir.

—No me siento cómodo dejándola sola esta noche —le dijo al mayordomo antes
de que se retirara.

—Ya me he encargado de eso, mi lord.

Stephen sabía que no debía sorprenderle, pero no pudo evitarlo.

—¿Cómo lo lograste tan rápidamente aquí?

—Soborné a un musculoso pero necesitado ayudante.


—¿Y confías en él?

—Usted está considerando ofrecerle un mejor empleo, si hace bien esta tarea,
claro está.

—Que generoso de mi parte.

—También lo pensó él —dijo Humphreys, estoico. —Sueña con vivir cerca del
mar.

—Qué bueno que conozco a alguien con un castillo en la costa.

—Ciertamente, mi lord.

Stephen se despidió de su mayordomo, aliviado. Se sentía muy afortunado de


tener a Humphreys de su lado, ya que siempre parecía tener la solución o la
respuesta adecuada. David Preston debería estar nervioso de tener a semejante
hombre en su contra.

Y si sabía lo que le convenía, mantendría las manos quietas y a su hermanita


controlada.

Se fue a acostar. La cacería no empezaba tan temprano, pero quería estar


preparado. De momento, habría preferido poder pasar la mañana investigando sobre
la familia Preston en la biblioteca, pero consideró que sería menos peligroso ir a la
cacería. Las probabilidades de que su anfitrión le disparara era menos que si
intentaba escabullírsele, después de todo.
Capítulo 9

Peaches se estremeció en la ducha. No era porque el agua estuviese fría, aunque


tampoco estaba caliente. Desafortunadamente no se había levantado tan temprano
como debía y había perdido la oportunidad de usar el agua caliente. Tampoco le
preocupada haberse perdido el desayuno. Tendría que conformarse con el kit-kat
aplastado que tenía en el bolso.

No, lo que la preocupaba era que no sabía cómo salirse del foso en el que estaba
metida.

Bien, no era la primera vez que se enfrentaba a la nobleza inglesa. Ya había


compartido bastante con ellos a principios de mes, pero por lo menos en ese
momento estaba vestida adecuadamente, así que no llamaba la atención. También
tenía su ira hacia Stephen de Piaget que la mantenía lenguaraz y simpática, a tal
punto que muchos de los invitados la habían confundido con su hermana, la
condesa.

Aquí solo era Peaches Alexander, la yanqui con un guardarropa inservible, que
solo contaba con sus encantos para defenderse.

Unos encantos que ahora estaban tan aplastados como su chocolate.

El sentirse inferior no era algo a lo que estaba acostumbrada. Se criticaba


ferozmente todos los días, buscando maneras de mejorar como persona. Había una
cierta claridad en su modo de actuar, ya que, al conocer bien sus fallas, no le
molestaba cuando otro las señalaba. Aunque, por supuesto, estaba acostumbrada a
lidiar con gente que de algún modo la apreciaba o si no, con otros que dudaban de
sus habilidades profesionales. Jamás la habían juzgado por su modo de vestirse o su
lugar de nacimiento.

Lo único que la consolaba era que muchos de los invitados de Preston tendrían
un ataque si supieran quienes eran sus padres.

Se amarró la bata de baño con más firmeza mientras se miraba en el espejo.


Siempre había considerado que su hermana era una mujer espectacular, pero nunca
lograba ver eso mismo en ella. Quizás si se peinaba el cabello de otra forma, lograría
verse como alguien que sabía dónde estaba parada.

Puso los ojos en blanco y se preparó para abandonar el baño. No podía controlar
lo que otros pensaban de ella. Y a pesar de que no era una famosa cantante de ópera
o Madame Curie, era quien era y eso sería suficiente. Pediría prestada una plancha,
arreglaría su ropa lo mejor posible e iría a socializar.

Se irguió de hombros y salió, temblorosa. Era un largo camino de vuelta a su


cuarto, pero trató de no pensar en quien la había desplazado de su habitación
original. Él de seguro si estaba más cerca de su baño. A lo mejor se golpearía el dedo
meñique del pie y no podía asistir a la casa, o mejor aún, tropezaría con las miles de
notas de sus fervientes admiradoras y se lastimaría el tobillo, quedando incapaz de
bailar el domingo por la tarde.

Con esos animados pensamientos, abrió la puerta para vestirse.

Y se detuvo en seco.

Había una sirvienta en la habitación, pero no era la chica de ayer. Era su tía
Edna… pero más joven y almidonada.

—Ah…

—Me llamo Edwina —se presentó la mujer, levantándose del banquito en el que
esperaba. —He venido a vestirla.

Peaches tragó saliva.


—Oh…

—También he venido a encargarme de sus habitaciones —agregó Edwina. —Está


ahora bajo mi supervisión.

Peaches asintió. No sabía que otra cosa hacer.

—Entiendo que hubo algunos inconvenientes anoche —dijo la sirvienta, con una
severa expresión de desaprobación.

—Sí, los hubo —explicó Peaches. —Mí vestido…

—Eso no importa —la interrumpió Edwina. —Seguiremos adelante. No me


agrada el exceso, pero puedo ver que su guardarropa no es apropiado para esta casa.
Por lo tanto, se le ha provisto uno nuevo.

Peaches siguió con la vista el huesudo brazo que señalaba a la pared y vio lo que
Edwina describía. Un guardarropa nuevo.

Caminó -flotó, más bien- hacia él para revisarlo. Había un bonito conjunto de
cacería, acompañado de botas a la medida, otro que parecía algo que usaría Audrey
Hepburn para relajarse en casa y junto a eso, un bonito vestido…

Peaches miró a Edwina.

—¿Esto es para el baile?

—Por supuesto que no —sentenció esta, con algo de sorpresa en su adusta cara.
—Es para la cena de esta noche. No es algo apropiado para un baile formal.

—Oh, lo siento. Creí…

—De eso nos encargaremos mañana, señorita.

Peaches se dejó caer lentamente en la cama, aun procesando la sorpresa.

—Por supuesto.
—No se pueden esperar milagros, señorita Alexander.

—Claro que no —concordó Peaches. —¿Quién hizo esto posible?

Edwina miro a Peaches como si le hubiese pedido que se subiera la falda y


bailara el can-can.

—He jurado guardar el secreto, señorita y no pienso faltar a mi promesa.

—¿Ni siquiera puedes darme una pista?

—Ni siquiera eso.

Robarse unos lingotes del Fuerte Knox habría sido más fácil que sonsacar a
Edwina. Además ¿era necesario saber quién se había apiadado de ella?

Fue entonces que vio los recibos en la papelera y trató de acercarse a revisarlos,
pero Edwina se lo impidió, cerrando rápidamente la tapa con el pie.

—El secreto debe mantenerse, señorita —le recordó, chasqueando la lengua.

Peaches se rindió con un suspiro.

Edwina se frotó las manos, yendo al guardarropa.

—He ordenado que le traigan algo ligero de comer. Querrá apresurarse para
estar lista para la cacería.

—¿De verdad? —chilló Peaches. Su excusa para faltar se alejaba desbocada,


como de seguro haría su caballo más tarde. Su única experiencia con dichos
cuadrúpedos había sido tratar de contener sus chillidos de terror mientras los
alimentaba. No contaba con tener que montarse en uno y confiar que no la tirara de
la silla.

Pero antes de poder protestar, se encontró vestida en el elegante conjunto de


cacería. Al mirarse en el espejo no pudo dejar de preguntarse quién había tenido la
amabilidad de enviarle esta ropa. A lo mejor había sido Raphaela, la elegante madre
de David, o quizás Andrea, la amable prima.

Las rodillas le temblaron cuando consideró que podría haber sido el mismísimo
David, pero se negó a sucumbir. Agradecería lo recibido y punto.

Llegó el desayuno, y por su calidad, Peaches supuso que el mayordomo de


Stephen había estado importunando al cocinero nuevamente. Luego de someterse a
una última revisión de Edwina, se encontró en el pasillo, de camino a la reunión.

Completamente sola.

Se alejó del pasillo de los sirvientes, acompañada solo por el eco de sus botas. Se
preguntó cuánto tiempo de construida tendría la casa y cuantas fiestas y excursiones
habían sido planeadas allí. Escuchó voces y risas a su derecha, así que tomó esa
dirección. Empujó una de las puertas, la cual fue halada por el otro lado, negándole
la oportunidad de asomarse primero. Así que entró.

Bueno, por lo menos ahora si calzaba para el grupo. Todos vestían el mismo tipo
de conjunto y se veían atractivamente gallardos.

Y claro, ella en lugar de quedársele mirando a David Preston, dirigió su vista a


Stephen de Piaget.

Tendría que tener una seria conversación consigo misma más tarde, quizás
Edwina pudiese ayudarla con eso. Mientras tanto, miraría a donde se le antojara.

Stephen sin duda había nacido para usar trajes de tweed, pero se veía
innegablemente guapo en ese conjunto deportivo. Era la viva imagen de uno de sus
primeros amores literarios, el Sr. Darcy de Orgullo y Prejuicio.

¿Qué tenían esos hombres guapos de cabello oscuro con botas de montar que
inducían a la salivación extrema? Buscó por todos los medios aferrarse a su dignidad.
No quería un caballero inglés, quería un gurú de la comida naturista. No quería que
usara ropa elegante, lo quería en sandalias y barbudo. No quería enamorarse de un
noble carnívoro ecuestre rompecorazones con el que no tenía ni la más mínima
oportunidad de relacionarse, sino de un vegetariano excéntrico que no le pidiera
patentes de nobleza cada vez que la invitara a un café.

Y especialmente no quería enamorarse de ese noble que tenía en frente.

Buscó frenéticamente a David, quien vino a su encuentro. Le mostró su sonrisa


más amigable y respiró profundamente. Ayer había sido un mal día, pero hoy sería
diferente. Estaba bien vestida, había comido bien en la mañana y su cabello no
estaba congelado. Todo estaba bien.

Y David era extremadamente guapo, se recordó.

Su cabello era de ese rubio perfecto que no desentonaba, la chaqueta le


quedaba justa al talle y sus botas estaban bien lustradas. No era precisamente muy
alto o musculoso, pero se veía completamente fabuloso.

No como ese personaje oscuro y siniestro parado en la esquina, observándola


fijamente, de seguro criticándola.

Permitió que David la tomara de la mano y la guiara por el salón, feliz de no


sonrojarse ni ponerse nerviosa. Desplegaría sus encantos sin pudor.

Se detuvieron junto a Irene, lo que la desanimó un poco, pero se dijo que si no


podía lidiar con una cuñada malintencionada, mejor empacaba de una vez.

—Le estaba hablando a Irene de tu carrera —dijo David, descansando la mano


de ella en su fuerte codo. —Es algo de ciencias ¿no?

—Sí, química orgánica —asintió ella.

David se echó a reír.

—Sabía que era algo así. Aunque creí que cuando decías que era orgánica, te
referías al abono de tu jardín.
Peaches se rio para disimular, dolorosamente consciente de la presencia de
Stephen cerca de ellos. De seguro lo había escuchado todo. Él le había hecho un
comentario parecido anteriormente, pero esa vez no se había reído. Se había sentido
humillada y luego furiosa. Lo miró disimuladamente, pero él seguía con la misma
expresión estoica y difícil de leer. Bueno, aparte de su melancolía acostumbrada,
como si no pudiese esperar a salir de ese lugar.

—Bueno, es una equivocación fácil de hacer, dada la gran cantidad de


universidades agrícolas que tienen en los Estados Unidos —se justificó David, con
una sonrisa encantadora.

Peaches trató de no retorcerse ¿acaso podría ser tan idiota?

—Me gradué en Stanford —acotó, disimulando su malestar con una sonrisa.

—Bueno, es en California —dijo Irene, fríamente. —De seguro tuviste muchas


oportunidades de estudiar cosas orgánicas allí.

—Creo que deberíamos salir antes de que el clima empeore —dijo David,
ignorando a su hermana. —No queremos que nos atrape un temporal.

—Ya empeoró el clima —señaló Stephen, acercándose. —Está algo nublado para
ir de cacería ¿no crees?

—¿Temes que a alguien se le vaya un tiro? —preguntó David, educadamente. —


Entiendo, es por eso que iremos de paseo, no de cacería. Luego regresaremos a
calentarnos junto al fuego con una buena bebida. Creo que es una excelente idea.

A Peaches se le ocurrieron varios epítetos para esa idea, y excelente no era uno
de ellos. Pero no ganaba nada con quejarse, así que se dejó guiar por David,
agradecida de alejarse de Irene y Stephen. A lo mejor el mal carácter de ambos se
anularía al juntarse, dejándolos aburridos pero tolerables. Además Irene parecía
estar feliz de poder tomar a Stephen del brazo, así que la dejó ser.
Se mantuvo en silencio durante todo el camino, dándose ánimo silenciosamente
hasta que se encontró frente a frente con su ruina. No era una ruina enorme, pero si
era más grande de lo que esperaba.

—Este es Diablo —dijo David, acariciando al caballo y dándole las riendas. —Será
perfecto para ti.

—No sea asno —exclamó Stephen, tras ella. —La señorita Alexander no sabe
montar tan bien como nosotros.

David sonrió.

—Y Diablo es un caballo manso —dijo, entregándole las riendas a Peaches. —


Súbete, querida.

Stephen le quitó las riendas de la mano.

—No, Excelencia, no se subirá —dijo, cortante. —Es un caballo muy grande para
ella.

—Creo que soy un buen juez de carácter y…

—No, no lo es —le espetó Stephen, dándole las riendas a un mozo.

La discusión no amainó, y Peaches temió que llegaran a las manos, aunque eso
no pasó. Al parecer no se permitían golpizas antes del almuerzo.

Finalmente, David cedió.

—Bien, búscale un jamelgo y avergüenza a la pobre muchacha. Irene, toma las


riendas de Diablo y demuéstrales lo manso que es.

Peaches observó a Irene montar al caballo. No la tiró de la silla inmediatamente,


pero la hermana de David si tuvo dificultades para controlar al caballo. Sintió la
necesidad apremiante de sentarse, inundada de agradecimiento al no estar montada
en esa bestia.
Stephen se mantuvo en silencio, con las manos tras la espalda, vigilando a David,
quien organizaba el resto del paseo. Peaches se sintió tentada a correr a la casa a
esconderse tras las almidonadas faldas de Edwina antes de que Stephen le pudiese
ofrecer otro caballo, pero David la atajó antes de que se pudiera mover.

No se escuchó ningún coro celestial ni brilló el sol cuando le habló.

—¿Disculpe? —preguntó ella.

—Dije que tus botas son lindas —dijo él.

—Si ¿verdad? —respondió, pero él ya se había volteado, montándose en su


propio caballo.

—Bueno, nos vamos —dijo, guiando a su enorme caballo a la entrada. —Los


demás nos alcanzarán luego.

El grupo se dirigió a sus monturas. Bueno, no todos. Peaches notó un grupo de


tres muchachas que no compartían el entusiasmo de los demás. Eran las mismas que
la habían fulminado anoche con la mirada antes de que se retirara, aunque recordó
que también habían fulminado a Irene, así que decidió no prestarles mucha atención.
Al verlas a la luz del día, se dio cuenta de que las había visto antes, en Payneswick.

Allí no habían estado en grupo. No las conocía, pero estaba segura de que no
deseaba conocerlas.

—Sígueme, —dijo Stephen, y se dio cuenta de que le hablaba a ella. Quiso


molestarse por lo mandón que era, pero se dejó guiar en silencio al establo luego de
ver la pelea que tenía cazada a Irene con su caballo. De seguro cualquier cosa que
eligiera Stephen para ella, sería mejor que esa bestia endemoniada. Se preguntó si el
grupito de mujeres desanimadas se enzarzaría en una pelea épica, entonces notó
que no tenía de qué preocuparse. Luego de darse cuenta que Stephen prefería la
compañía de ella, decidieron fulminarla al unísono con la mirada.
Podría haberles dicho que no se preocuparan, puesto que no tenía intenciones
de robarle a su galán, pero no tuvo oportunidad. Le lanzó una mirada suplicante a
Andrea, quien los miraba divertida a la distancia, pero Andrea negó con la cabeza.
Tenía la opción de enfrentarse a las Debutantes Rezagadas o ignorarlas.

Decidió ignorarlas.

Siguió a Stephen, pero no muy de cerca. Después de todo, sus rivales estaban
armadas con fustas y no quería verse expuesta a un latigazo accidental. Tampoco
quería montarse en un caballo, pero tenía la ligera impresión de que no podría
zafarse del compromiso.

Stephen se paseó por el establo, acompañado de un hombre que era,


obviamente, el encargado, quien al parecer estaba muy intimidado por el Vizconde -y
Peaches no podía culparlo si así era- o esperaba a ver si Stephen tenía idea de lo que
estaba haciendo.

Luego de considerarlo bastante, Stephen se dirigió al encargado.

—La señorita Alexander tiene poca experiencia montando caballos.

Peaches se ofendió.

—¿Y cómo sabes eso? —engreído, agregó por lo bajo.

Stephen la miró, arqueando una ceja. Peaches sintió nuevamente ganas de


sentarse al verlo acariciar el hocico del animal frente a él. Era más amable con un
animal que con ella ¿no era esa razón suficiente para querer golpearlo?

La debilidad en sus rodillas era producto del terror, obviamente, no por la


ternura con la que él miraba al caballo.

—Me parece que este es una buena opción —le dijo Stephen al encargado. —Se
ve bastante dócil, aunque dejo la decisión final en tus manos, Andrews. Su
Excelencia, la señora Raphaela, habla maravillas de ti.
Andrews sonrió de tal manera que cualquiera habría pensado que Stephen
acababa de considerarlo digno de salvar el reino. Asintió entusiasmadamente.

—Gunther es una excelente opción, mi lord. Es algo viejo, pero manso y


dispuesto. Haré que lo ensillen enseguida.

Y así fue. Pronto Peaches se encontró parada junto al caballo ensillado con
Stephen ayudándola a subir. La silla se veía incómoda.

—Es más grande que el otro caballo —dijo, con la boca seca por los nervios.

—Aye, señorita —dijo Andrews, terminando de ajustar las tiras de la silla. —Es el
más viejo de nuestros caballos. Muchos han aprendido a montar en él y nunca los ha
tirado de la silla.

—¿Seguro?

El encargado le guiñó el ojo y fue a buscarle un banquito. Peaches miró a


Stephen.

—¿Cómo supiste cual escoger?

—A los nobles nos entrenan para estas cosas.

Decidió que lo que más la hacía rabiar era su incapacidad de discernir cuando
bromeaba y cuando no. Lo fulminó con la mirada.

—Pensé que habías crecido montando un caballo de palo mientras correteabas


gritando por el castillo de tu padre.

—Los de Piaget no corretean gritando. Expresamos nuestra algarabía con


mesura —explicó él, serio. —Y no era un caballo de palo, era un caballito mecedor
llamado Dante por el cual los pisos de mi madre quedaron rayados sin remedio.

Antes de poder responder algo cortante, se vio enfrentada a múltiples


dificultades.
Y todavía ni se montaba en el caballo.

—Suba la pierna, señorita —le indicó el encargado.

No le quedó sino hacerle caso.

***

Para cuando logró terminarse la cena, luego de bañarse y vestirse


apropiadamente, se dio cuenta de que estaba harta de todo.

Las reuniones en el campo no eran lo suyo. No le importaba lo manso que


resultó su caballo, había estado convencida todo el paseo, de que estaba a punto de
caer de morros al suelo. Había rezado por simplemente sobrevivir al paseo y retirarse
directo a la cama después, para fantasear en paz con el baile del día siguiente.

Pero entonces se habría perdido la singular experiencia de sentarse junto al


Duque de Kenneworth en la cena y ser el centro de sus atenciones.

Lo que sucedía justo ahora.

No era tonta. Sabía que le estaba coqueteando. Y tenía que admitir que estaba
sumamente halagada. Él era tan…encantador.

Paseó la mirada por el salón, no porque quisiera, sino para vigilar donde se
encontraba Stephen para poder evitarlo. A diferencia de David, era tan desagradable.

Lo de esta mañana había sido un ejemplo perfecto. No solo se empeñó en


cabalgar junto a ella, sino que la aburrió todo el camino con historias tontas de su
primera lección ecuestre, que él mismo había admitido que no recordaba bien, pues
tenía tanta experiencia ya en eso. Aparentemente no le importaba aburrir a todos los
demás con sus técnicas para principiantes. No importaba lo que opinara su madre de
él, Peaches pensaba que necesitaba que le enseñaran modales.

No como a David, que era todo un caballero.

—Ya regreso, querida —le dijo, con una sonrisa encantadora. —Solo voy a
rellenar mi copa.

Peaches asintió y sonrió, aunque no entendía porque se levantaba si había


sirvientes dispuestos por todo el salón para servirlo. Quizás trataba de demostrarle
que, después de todo, era un tipo normal.

Eso desafortunadamente dejó su puesto vacío, que fue prontamente llenado por
Irene, quien se quejaba a viva voz.

—Ese Haulton solo quiere hablar de su ridícula beneficencia —espetó. —Es una
maldita fiesta, no una reunión para seleccionar donantes.

—Cuida tu lenguaje, querida —la regañó Raphaela. —Y no creo que Lord


Stephen esté tratando de reclutarte, solo desea hablar de otra cosa que no sean
jugadores de fútbol y sus escándalos en la prensa.

—Oh, Madre, eres tan inocente.

Peaches no pensaba que Raphaela fuese inocente, pero decidió guardarse sus
opiniones. Era mucho más educativo escuchar la conversación sin participar y tratar
de verse interesada por el tema.

¿Stephen tenía una beneficencia? Sí, claro. Los cazó por el espejo, a Stephen y
David, discutiendo algo en voz baja. David parecía tratar de convencerlo de algo. A lo
mejor también tenía su propia beneficencia. Stephen no hacía más que negarse a
cooperar -era un de Piaget, después de todo- hasta que finalmente David se retiró
con una palabrota.

Trató de concentrarse en la animada discusión que sostenían Irene y Raphaela


con respecto a la Semana de la Moda en París, pero se encontró distraída por el
duque, que aún no regresaba junto a ella. Era tan bueno coqueteando que la tenía
hecha una mantequilla. Qué bueno que estaba sentada.

No como ese horrible heredero de Artane y otros múltiples títulos que no podía
hacer un cumplido aunque su vida dependiera de ello.

Se sorprendió de ver que otros no lo encontraban tan aburrido. Tuvo que


admitir, a regañadientes, que él sabía desenvolverse bien en un grupo.

Lo había visto el día anterior, pero no terminaba de creérselo.

Lo estudió un poco más a través del reflejo, admitiendo que no parecía estar
aburriendo a nadie con historias de justas y caballeros. David se había rendido, pero
parecía estar entablando una animada conversación con otros caballeros sobre
fútbol, sorprendentemente.

El trío de debutantes, más algunas otras de las féminas en la sala, parecían


estarse conteniendo las ganas de lanzársele encima. Solo por no arruinar las
antigüedades en la sala, aparentemente.

—Hijas de duques.

Peaches miró a Raphaela.

—¿Disculpe, Excelencia?

—Esas que te fulminan con la mirada son hijas de duques, cherie —le contestó
Raphaela, en francés. —Quizás podamos dar un paseo por los jardines mañana y te
contaré todo lo que necesites saber de sus familias.

—O podríamos hablar de abono.

Raphaela se echó a reír.

—¿No te interesa en absoluto Lord Haulton?


—Ni un poco.

—¿Y mi hijo?

—¿Quién no se interesaría por su hijo, su señoría? —preguntó Peaches,


sorprendida. —Es perfecto.

Raphaela arqueó las cejas, pero no dijo nada. En cambio, se dirigió nuevamente
a su hija, hablándole en inglés.

Peaches no entendió el propósito del comentario de la duquesa, así que decidió


no tomarlo mucho en cuenta.

No negaba que se sintió aliviada cuando anunciaron que era hora de retirarse a
la cama. David aún no regresaba, pero notó la falta de otros caballeros en el
comedor. A lo mejor se habían reunido en otra parte a ver un juego tardío de fútbol.

Lo que sí la sorprendió fue la insistencia de Raphaela de acompañarla a su


habitación, con Stephen y su mayordomo siguiéndoles los pasos a una distancia
prudencial. Raphaela hizo como que no los veía y se despidió de ella cariñosamente.

Peaches no sabía que pensar de Stephen, quien la miraba a ella, en lugar de a la


madre de su anfitrión, desde el sitio donde había elegido reclinarse contra la pared.
Quizás quería su abrigo de vuelta.

Entró a la habitación para buscarlo, pero no lo encontró. En su lugar estaba


Edwina, quien se levantó majestuosamente del banquito donde la esperaba.

—Le llegó un paquete —anunció, severa.

Lo primero que se le ocurrió a Peaches era que le habían enviado una


notificación de desalojo, pero entonces recordó que no tenía lugar de donde la
pudieran desalojar. Al ver que Edwina sacaba una enorme y elegante bolsa de detrás
de la cama, decidió que lo mejor sería sentarse.

Lo cual hizo, mirando emocionada a la sirvienta.


—¿Preparada, señorita?

Peaches pensó en bromear, diciendo que aún no tomaba su jugo de pasto y por
lo tanto, no estaba tan preparada como pensaba, pero algo en la expresión de
Edwina la detuvo.

—Tanto como podría estarlo —contestó tímidamente.

Edwina frunció el ceño, como si acabara de pasar revista a la armada de la Reina


y los hubiese encontrado listos para la batalla, pero no al cien por ciento. Tomó el
cierre de la bolsa y clavó sus severos ojos en Peaches.

—Su vestido, señorita.

Peaches jadeó de sorpresa, lo cual fue la mejor opción que lo primero que se le
había ocurrido, es decir, desmayarse.

Parecía que su cuento de hadas sí se haría realidad.


Capítulo 10

Stephen estaba nervioso.

No estaba acostumbrado a sentirse nervioso. Era demasiado viejo para sentirse


nervioso. Se le podía subir la presión arterial durante una animada discusión
profesional, y también acelerar el pulso al atrapar a algún colega tratando de robarle
sus notas, pero ¿ponerse nervioso? Jamás.

Aunque nunca había tenido el poder de hacer realidad los sueños de la mujer
que amaba solamente enviando a su mayordomo con su tarjeta de crédito a comprar
ropa. El preocuparse en demasía por quedar bien, era tonto, pero igual se
preocupaba. Pues aunque ya la ropa estaba a salvo en el castillo, el vestido podía
resultar muy corto y los zapatos apretados.

Suprimió las ganas de mesarse el cabello, colocándose firmemente las manos


tras la espalda, lo que también lo ayudó a controlar las ganas de lanzarle objetos
contundentes al indiscreto Duque de Kenneworth, quien había pasado la noche
anterior apostando dinero que no tenía. Stephen estaba seguro de que pretendía
pasar esta noche jugando con algo mucho más valioso: el corazón de Peaches
Alexander.

Deseó tener un trago en la mano, aunque no acostumbraba beber. Así podría


ocuparse en algo que no fuera aguantarse las ganas de cruzarle la cara de un golpe al
infeliz duque. El muy canalla tenía fama de embaucar a muchachas inocentes para
atraerlas a su cama y luego botarlas de su vida, sin importarle las consecuencias. Si
Stephen tuviese una hermana, no la dejaría estar ni a diez pies del bastardo. Dos de
sus primas habían estado a punto de caer en sus redes, pero él había intervenido a
tiempo. El solo imaginarlo tratando de seducir a una inocente yanqui era suficiente
para hacerle hervir la sangre.

Y no cualquier inocente yanqui.

Apartó la mirada antes de hacer o decir algo de lo que se arrepentiría luego.


Desafortunadamente la única otra cosa medianamente interesante era su trío de
amiguitas, quienes parecían haberse unido para hacerle la vida de cuadritos y en este
momento lo fulminaban con la mirada. Era culpa suya, pues había rechazado toda
invitación a pasear a solas, ya fuese por los discretos pasillos o el maravilloso jardín
con excusas tontas que no recordaba ahora.

Se sorprendió al darse cuenta que Raphaela Preston se había, de algún modo,


materializado a su lado. Y cargaba una expresión de suma serenidad que de seguro
no ayudaría a sus nervios.

—¿Qué? —murmuró, sombrío.

—Oh, Haulton, estás de un humor horrible esta noche.

—Me cayó mal el desayuno.

Ella se echó a reír, tomándolo del brazo.

—Tengo, a ver ¿Cuál es la palabra que busco? Ah sí, noticias para ti, querido.

Él no tenía energías para demostrar emoción.

—Tu harem está planeando tu ruina —dijo Raphaela, sonriendo como el gato
que atrapó al pajarito y no enfrentará consecuencias por tragárselo. —Han estado
confabulando en una esquina todo el día.

—¿Cortarán mis frenos o me envenenarán? —preguntó Stephen, con amargura.

—Creo que preferirían verte descuartizado, pero temen represalias de las


autoridades. Por lo que escuché, se contentarán con difamarte ante la prensa.
—Qué lástima que nunca hago nada controversial.

—Me escuchaste bien, ¿Cierto? Para difamar se requiere mentir. Van a mentir.

Stephen frunció los labios.

—Que lo disfruten.

Ella lo miró, sorprendida, para luego echarse a reír.

—Sí, estoy segura de que lo harán ¿quieres que te diga la otra noticia que te
tengo?

—¿Hay alguna manera educada de pedirle que se calle?

—No lo creo —respondió educadamente. —Nuestra querida americana me


preguntó sobre algunas adiciones hechas a su habitación anoche. Le comenté que
pudo haber sido mi hijo quien las envió. —Parpadeó, inocentemente. —¿Qué
opinas?

—Que es demasiado hermosa y discreta para tildarla de metiche —dijo Stephen,


cubriendo la manecita de ella con la suya. —Lamentablemente.

Raphaela estudió a su hijo, quien se paseaba por el salón, viéndose


particularmente odioso en su perfecto traje de noche, y sacudió la cabeza.

—Mi hijo debería casarse.

—Sí, debería —concordó Stephen. —Cuanto más rápido, mejor.

Raphaela lo miró con curiosidad.

—¿Tu madre también te dice eso?

—Con bastante frecuencia.


La duquesa lo escrutó con la mirada un buen rato, para luego regresar sus
contemplaciones a su hijo.

—La señorita Alexander no es la indicada para él.

—¿Por su falta de dinero, títulos y pedigrí? —preguntó Stephen. —Creo que esta
conversación la hemos tenido antes.

—Si no, debemos tenerla ahora. Y no, me expresé mal. Quise decir que él no es
el indicado para ella.

Stephen no contestó, lo cual decidió que era lo más apropiado.

—Él le romperá el corazón. —Raphaela volvió a escrutarlo. —Pero tú no lo harías


¿verdad?

Stephen abrió y cerró la boca varias veces, sin saber que decir. Finalmente
suspiró profundamente.

—¿Por qué te cae tan bien Peaches?

—Porque es encantadora, honesta y se ríe sinceramente de los intentos


humorísticos de una anciana. Y habla un impecable francés. Deberías pedirle que te
dé clases.

—Ella me detesta.

—¿Y qué le hiciste?

Él se rio de buena gana.

—¿Por qué asume que la culpa fue mía?

—Porque eres un hombre, mon cher —le respondió, coqueta.

—Me ofende.
—¿Solo eso?

—Me enseñaron a no decir todo lo que pienso desde pequeña edad.

—Tu madre y yo somos buenas amigas, a pesar de la enemistad de nuestros


esposos e hijos. No escandalizarás a esta anciana contándole lo que te pasa. Ahora
dime, qué le hiciste a mi querida Peaches para contrariarla de tal forma.

Stephen suspiró.

—Respirar frente a ella. Lastimosamente también se me ocurrió hablar.

—Metiste la pata y quedaste como idiota, ¿verdad?

—En repetidas ocasiones.

—¿Por qué no simplemente te disculpas? —le preguntó, encogiéndose de


hombros. —Me parece bastante simple.

—¿Para qué? —dijo en voz baja. —De todas formas no puede haber nada entre
nosotros.

Ella resopló discretamente.

—Stephen, has pasado demasiado tiempo con la cabeza metida en libros


medievales. Estamos en el siglo XXI y se permiten todo tipo de cosas.

—Usted no conoce a mi abuela.

—¿Te preocupa que te recorte la mesada12 si eliges libremente a tu esposa? —lo


interrumpió, algo de humor coloreando la pregunta. —Sí la conozco. Esa vieja bruja
me aterra, y eso que no soy yo la que debe darle la cara con respecto a este tema.
Me extraña que le permitas opinar.

12
Porción de dinero que se da o paga todos los meses. (N.R.)
Stephen trató de hablar, pero Raphaela lo interrumpió nuevamente, sacudiendo
la cabeza.

—Entiendo por lo que estás pasando. Yo pasé por lo mismo y es algo que me
gustaría evitarles a mis propios hijos, pero tenemos deberes que cumplir ¿no? —
Contempló nuevamente a David. —Su padre lo malcrió y yo no fui lo suficientemente
fuerte para arreglar el desastre. Su hermano mayor hubiese sido un mejor
heredero… de no haber muerto, por supuesto —respiró profundamente. —Pero el
pasado debe quedar atrás. El futuro está adelante y David debe contraer
matrimonio. No con tu dama, claro. Kenneworth solo podrá salvarse en manos de
una mujer fuerte que le ponga mano dura a David. Que tenga dinero propio también
nos ayudaría, pero preferiría que fuese inteligente y supiese administrar lo que ya
tenemos. —Se apartó de él, sonriendo. —Voy a pedirles que guarden el champaña
por el momento. Es demasiado temprano para este tipo de cosas.

Stephen la observó marcharse, deseando no haber escuchado esa última parte.


Su familia no era perfecta, pero trabajaban duro y apreciaban lo que tenían. Se había
preguntado anteriormente, en uno de esos ratos de ocio, como hacía David Preston
para mantener su lujoso estilo de vida. Gastaba como si estuviese seguro de que
nunca se quedaría sin dinero.

Y ahora tendría que verlo babear durante toda una velada tras una muchacha sin
dinero. Bueno, si tenía algunos ahorros, pero Tess le había revelado, cuando la llamó
para confirmar las medidas de Peaches, que esta había gastado bastante en el
vestido arruinado.

Se frotó el rostro, deseando nunca haberse preguntado por el estilo de vida de


David ni por la situación económica actual de Peaches. Tenía que aprender a
mantener la boca cerrada.

Se apoyó contra la pared, cruzando los brazos solo para no ir a ahorcar al Duque
de Kenneworth.

Podía ver porque le gustaba Peaches.


¿A quién no?

Pero lo cierto era que David no conocía realmente a Peaches. Sí, sabía su
nombre y de donde venía, pero hasta allí.

Por ejemplo, David no sabía lo profundamente amable que podía ser Peaches.
Pero Stephen sí. Había sido receptor de dicha amabilidad hasta que hizo el
malhadado comentario sobre abono. Había sido maravillosa con los hijos de su tío
Kendrick y su hermano Gideon.

Se había comportado a la altura con los padres de él. Y cuando su hermana Tess
se fue de vacaciones a un destino desconocido con John de Piaget, Peaches se había
hecho cargo de todas las responsabilidades de su hermana con gracia y sin una sola
queja.

¡Era imposible no quererla!

Pero el punto era, como había tratado de decirle a Raphaela, que ella no lo
quería a él. No, no solo no lo quería, lo detestaba. Era una sensación nueva, ser
rechazado de tal forma por una mujer. Él había usado el viejo -disculpa, tengo un
compromiso- para deshacerse de alguna cita desagradable con amabilidad, pero
Peaches no lo había rechazado amablemente, lo había pateado sin piedad.

Era bastante desagradable. Después de todo era bastante guapo, bastante rico y
tenía unos cuantos títulos propios.

Su padre no era anciano, pero Stephen le quitaba cada vez más


responsabilidades, haciéndose cargo de múltiples propiedades a la vez. Su hogar
ancestral había sido usado varias veces como set de filmación, y era solo un castillete
prácticamente abandonado cerca del mar.

Si eso no era suficiente para impresionar a una fogosa y peleona yanqui ¿Qué lo
sería?

No estaba seguro de querer saberlo.


—Supongo que no te gustaría pasear conmigo por el jardín invernal ¿cierto? —
preguntó una voz a su lado.

Era Andrea Preston, quien lo miraba con una sonrisita divertida.

—¿Te parece que necesito un paseo? —le preguntó.

—Estás algo lívido —respondió ella. —Creí que una caminata sería suficiente
para devolver el color a tus mejillas.

—Eres muy amable.

—Es mi peor defecto.

Stephen estuvo a punto de aceptar la oferta, pero cometió el error de mirar


hacia la entrada antes de ponerse en marcha.

Entonces sonrió.

Blanco había sido el color correcto. La mujer en la entrada se veía como toda
una princesa. Eso se debía, seguramente, a que era la mujer más hermosa en la sala,
pero su hermosura no se debía al vestido, o al bonito peinado o a su cara perfecta.

Era solo Peaches Alexander dejando su hermosura brillar.

Ni siquiera el ver al vil Duque de Kenneworth dirigirse a ella, para sin duda
monopolizar su tiempo, pudo aguarle la felicidad de verla.

La acompañaron al salón como si de realeza se tratara. Stephen creyó escuchar


muchos dientes chirriando de rabia, pero lo ignoró. No estaba seguro, pero sospechó
que incluso Andrea se había retirado para darle espacio. Se preguntó cómo podría
hacer para distraer a David y conseguir aunque fuera un solo un baile con Peaches.

Se imaginó que la velada se le haría eterna. Le habría encantado que así fuese,
en otra ocasión, para poder quedarse mirando a Peaches toda la noche, pero en este
momento, el deseo de propiciarle un terrible accidente a David Preston, amenazaba
con embargarlo.

Trató de convencerse de que le bastaría con ver feliz a Peaches, pero al


observarla bailar en los brazos de David, se dio cuenta de que no solo quería que
fuese feliz.

Quería que fuese feliz con él. No con David, no con otro. Con él.

Lo sospechaba desde antes, obviamente, pero el verla en brazos de otro,


ruborizada de felicidad, lo forzaba a darse cuenta de golpe de la verdad. Sintió que le
temblaban las rodillas.

Buscó un lugar donde apoyarse, donde procedió a cruzar los brazos nuevamente
y se obligó a proyectar su acostumbrada calma sombría para ocultar sus
pensamientos.

No sabía si ella pudiese aprender a amarlo. No estaba seguro de que estaría


dispuesta a asumir las responsabilidades que venían con ser la futura Condesa de
Artane. Ni siquiera estaba convencido de que quisiera pasar el resto de sus días en
Inglaterra.

Solo sabía que la quería, por un montón de razones que no quería analizar de
momento.

Respiró profundamente y empezó a planear su estrategia. Media vida en una


biblioteca y el duro entrenamiento con Ian MacLeod no habían pasado en vano.
Sabía un par de trucos, quizás no muy limpios, pero si válidos.

Era obvio que el primer paso era convencerla de que dejara de lado su
animosidad para con él. Habría preferido tener un poco más de tiempo para pensar,
pero la realidad era que ya estaba en plena batalla y su adversario le iba ganando por
un vals.
Tendría que procurarse la tarjeta de baile de Peaches y tachar el nombre de
David, por lo menos un par de veces.

Todavía era temprano.


Capítulo 11

Peaches miró el antiguo reloj en la pared, y se preguntó si estaba atornillado a la


misma o no, ya que era sorprendente que se mantuviera en su sitio a pesar de la
cantidad de giros que se habían dado alrededor de él.

Eran las once y media.

Bien, estaba acostumbrada a sentir cosas extrañas, de otro mundo, incluso y no


solo por los efectos de lo que fuese que fumaran sus padres. Había visto fantasmas y
viajado en el tiempo, aun cuando estaba plenamente consciente de que no debería
ser capaz de hacer esas cosas. Pero esto era diferente, era mágico.

Algo que se sentía como el Destino, finalmente llegando.

—¿Me concede este baile, señorita Alexander?

Peaches estaba segura de que había estado a punto de brincar del susto, ya que
su interlocutor la sorprendió. Cuando se fijó en quien era, reprimió las ganas de
soltarle una palabrota, pues su tía Edna la había criado bien y las señoritas de bien no
usaban palabrotas. Respiró profundo, le dijo a su Destino que esperara un momento
y decidió aceptar un baile con el odioso Vizconde de Haulton, pues era lo apropiado.
Le sonrió educadamente antes de contestarle.

—Por supuesto —le dijo, con lo que esperaba fuese el balance perfecto entre
frialdad y amabilidad. Se había burlado de ella antes y no pensaba permitirle
olvidarlo. Ni hacerle creer que ella se había olvidado.
Y entonces cometió el terrible error de tomarle la mano. Una chispa extraña la
recorrió, desde el brazo hasta el cerebro, y pudo haber sobrevivido, de no haber
cometido entonces un segundo error. Lo miró a los ojos.

Está bien, una cosa era desearlo sexualmente -o más bien, imaginarse como
sería desearlo sexualmente, si le gustara de alguna manera- mientras lo miraba en
esas entalladas ropas de cacería. Pero la verdad era que, aunque ciertamente se veía
bien con aquel conjunto, se veía muchísimo más guapo ahora.

Trató de dirigir la mirada a cualquier otro lado, pero eso le dificultaba demasiado
bailar, así que se rindió y lo miró a gusto.

Su sastre debía amarlo, porque el entalle del traje era perfecto. También su
estilista, pues su corte de cabello era exquisito, y sus instructores de baile -porque
estaba segura de que había sido más de uno- habían cumplido sus deberes a
cabalidad. Sentía que sus muchos semestres de baile formal en la universidad
estaban mucho más justificados ahora que cuando bailaba con David. No dio ni un
solo paso en falso, y tampoco Stephen.

Volvió a ver el reloj. Faltaban veinte para las doce.

No apresuró el baile, pero tampoco se quedó a conversar con él después de


acabada la pieza. Le agradeció por su tiempo y fue a retocar rápidamente su
maquillaje.

Entonces buscó a David, a quien su hermana se había llevado justamente ocho


minutos antes. Al encontrarlo le hizo señas, pero no fue necesario esperar mucho.
Literalmente dejó a Irene hablando sola para ir a reunirse con ella.

Le ofreció el brazo.

—¿Te gustaría un paseo por el jardín?


¿Por qué no? Sintió como se le desbocaba el corazón al aceptar su propuesta.
Cruzó el salón de baile de la mano de él, tomándose el pulso discretamente. Sí, sus
latidos estaban prácticamente desbocados.

Podía sentir su Destino llegar.

Las puertas del jardín estaban abiertas. Peaches se sintió como si entrara en un
sueño. Bueno, una alucinación bastante fría, pero no se iba a quejar. Su cuento de
hadas estaba por materializarse.

La luna llena iluminaba el gran porche, limpio de hielo y nieve, y no había nadie
que interrumpiera lo que Peaches sabía que sería un momento mágico. David la
tomó de la mano, acercándola a él y mirándola con sus espectaculares ojos azules.

Tan diferentes a aquellos tormentosos ojos gris claro.

—Sé que no tenemos mucho tiempo conociéndonos —dijo David,


interrumpiendo sus pensamientos.

Ella dejó de lado esos pensamientos inútiles, concentrándose en él. Era un


hombre maravilloso ¿verdad? Y no le importaba que ella fuera una simple
organizadora desempleada, sin ningún título de nobleza. Si no, no la habría traído a
pasar un momento mágico en el jardín ¿cierto?

Le soltó la mano, rodeándole la cintura con los brazos y atrayéndola contra sí.
Ella cerró los ojos, para disfrutar mejor el momento.

—Oh, disculpen —los interrumpió una animada voz masculina. —No sabía que
había alguien en el jardín.

Peaches se mordió las ganas de soltar un improperio. ¿Acaso ese tipo nunca
dejaría de arruinarle el momento? Cuando no la insultaba, le desbarataba sus
momentos perfectos.

—Hace demasiado frío para pasear ¿no creen? —continuó Stephen, clavando la
mirada en David.
—Bueno, viejo, no estábamos precisamente paseando —respondió David,
arrastrando las palabras. —No pasaremos frío.

—Tu hermana me mandó a buscarte —explicó Stephen. —Como soy un


caballero, acepté su petición.

Peaches sintió como David dudaba y luego se apartaba de ella. Estaba tan
molesto por la interrupción, que había olvidado tomarla de la mano. Sí, eso era.

—Como también soy un caballero —respondió fríamente, —responderé.

—Eso sería lo más apropiado.

—Siempre me comporto de la manera más apropiada.

Stephen inclinó la cabeza.

—Por supuesto, Excelencia.

A Peaches le entraron ganas de golpearlos a ambos con los libracos de etiqueta


que seguramente les habían hecho leer en el colegio. Fue llevada de vuelta al salón,
quizás con menos ceremonia que antes, pero pudo fulminar a Stephen con la mirada
durante todo el camino, así que no se quejó. Graciosamente aceptó la disculpa de
David y se sonrojó al escucharlo prometer que regresaría a buscarla en lo que
terminara de atender a su hermana.

Decidió ir al baño a retocarse. Trató de echarle una última mirada venenosa a


Stephen, pero no lo vio por ninguna parte. De seguro se había retirado de vuelta a su
guarida luego de arruinarle los planes.

El baño de visitas era digno de un hotel. De seguro David y su familia recibían


muchas visitas y por ello tenían este baño tan lujoso. Había un descanso con un
asiento circular y al fondo a la derecha estaba el baño propiamente dicho.
El reloj dio quince para las doce. Se miró en el espejo, estudiándose. Se veía
igual, pero todavía faltaban quince minutos para que se acabara la magia. Quizás
cambiaba por dentro primero.

Al estudiar mejor su reflejo, tuvo que admitir que el trabajo de maquillaje y


peinado realizado en ella había sido excelente. Había logrado compartir un temprano
almuerzo privado con Raphaela Preston antes de dirigirse al pequeño baño de
servicio a por una ducha tibia, bueno, más bien fría, pero estaba tan emocionada por
el baile que no le había importado.

Al regresar a su habitación se había encontrado con un pequeño pandemonio 13.

Habían apoyado la cama contra la pared para darle más espacio a la media
docena de estilistas que la ayudarían a transformarse. La depilaron, pulieron y
rociaron con sumo cuidado y miles de elogios a su materia prima. Tomó té mientras
la preparaban y una cena ligera antes de colocarse por fin el vestido.

El cual le quedaba perfecto.

Incluso los zapatos eran de la talla correcta. Luego de analizarlo mucho, estaba
segura de que había sido David su silencioso beneficiario. Al insinuárselo a Raphaela
solo había recibido una sonrisa por respuesta, lo cual quería decir que estaba en lo
correcto.

Estaba muy agradecida con sus estilistas, quienes la proveyeron de un pequeño


y elegante bolso para guardar una polvera y lápiz labial. Se retocó ligeramente,
aunque el maquillaje no se había corrido en lo absoluto. Esperaba que más tarde si
tuviese ocasión de correrse.

La puerta del baño se abrió, acompañada de voces femeninas.

—Por supuesto que no es nadie —espetó una de las voces. —Se nota de solo
verla.

13
Lugar en el que hay mucho ruido y confusión. (N.R.)
—¿Entonces que te preocupa? —dijo la segunda voz. —No te está tratando de
quitar nada tuyo.

—No me importa en lo más mínimo lo que hace mi hermano David, ni con quien
se relaciona. Lo que me enerva es que otros también se fijen en ella.

Peaches suspiró. Era Irene, por supuesto. Y la otra voz sonaba como la de
Andrea.

—¿El Vizconde de Haulton?

—Sí, Andrea —dijo Irene, entre dientes. —El Vizconde de Haulton, heredero de
Artane, el cual te recuerdo que es un hermoso lugar.

—Pero no te gustan los objetos medievales.

—Pero si me gustan los hombres con la capacidad de vender dichos objetos para
redecorar su hogar —explicó Irene, —lo que le obligaré a hacer a los diez minutos de
casarnos. Y cuanto más rápido saque a esa cualquiera del camino, más rápido nos
casaremos.

Peaches quiso asomarse para asegurarle a Irene que no tenía intenciones de


quitarle a su querido heredero de Artane, pero no tuvo oportunidad pues Irene se
lanzó un violento monólogo criticando a las cazafortunas, en particular las
americanas como ella.

—Pero creo que a David le gusta mucho ella.

La risa de Irene cortó el aire como cuchillos.

—No seas ridícula, Andrea. Está jugando con ella.

—Pero organizó esta fiesta para ella —reiteró Andrea. —Me lo dijo él mismo.

—Sí, querida, con una sola razón en mente.


Andrea guardó silencio por un momento.

—Creo… creo que no te entiendo.

—Andrea por favor, no te hagas la tonta. David solo quería una excusa para
jugar cartas con sus amigos y tener algo con que entretenerse luego. Ella está aquí
para servir de entretenimiento privado.

—Pero David no es así.

Irene volvió a reír, y no era una risa agradable.

—No conoces a mi hermano. Está prácticamente comprometido ¿sabías? Con


Phyllis Milbourne.

—¿En serio? Pero ella no tiene títulos.

—Pero si tiene lo que él desea, es decir, la capacidad de hacerse la vista gorda


mientras él se acuesta con todas las mujeres bonitas del hemisferio norte y
toneladas de dinero.

—Pero Peaches…

—Organiza medias —la interrumpió Irene, —no tiene dinero y es lo


suficientemente hermosa para entretenerlo durante aproximadamente cuarenta y
ocho horas. Ves, es por eso que necesita casarse con una mujer rica, para con el
dinero de ella, poderse asegurar todos estos lujos para embaucar mujeres incautas y
que se acue…

—¡Shhhh!

Peaches supuso que Andrea había interrumpido a su prima de esa manera


porque su elegante bolsito había elegido ese preciso momento para resbalársele de
las manos.

—Hay alguien más aquí.


—Me pregunto quién será —el tono de Irene no era sincero. —Veamos de quien
se trata.

Peaches no estaba segura que había resultado más humillante: si escuchar una
conversación a hurtadillas o escuchar una conversación a hurtadillas sobre ella y su
supuesto futuro novio.

No podía creer lo que escuchaba. David había sido muy bueno con ella, muy
atento y generoso. Le había comprado todo un guardarropa con zapatos incluidos al
ver que no tenía nada apropiado ¿cierto?

Pero si solo lo había hecho para aprovecharse de ella…

Miró la única salida, flanqueada en ese momento por dos mujeres nobles
hermosamente vestidas.

Andrea la miraba con lástima, mientras que Irene parecía disfrutar del dolor que
causaba.

Peaches les pasó por al lado sin comentario alguno. La risa de Irene la siguió
hasta el pasillo.

Vio a David al final del pasillo y sin pensarlo mucho echó a correr en dirección
contraria. No sabía exactamente a donde se dirigía, solo quería irse lejos.

Lo único que le llamó la atención mientras corría fue lo increíblemente cómodos


que eran los zapatos. David Preston podría ser un canalla, pero tenía buen gusto.

A lo mejor ya tenía bastante práctica.

Se dio cuenta de que había ido a parar al mismo porche de antes. No sabía que
le daba más pena: haber sido embaucada por Preston o haber hecho el ridículo
frente a Stephen de Piaget. Ella, a quién nunca le había importado lo que la gente
pensara de ella, quién se había pasado cinco años de su vida aconsejándole a otros
que no le prestaran tanta atención a la opinión de otros y se centraran en mantener
bajo control sus vidas.
Se echó a llorar, y eso fue la guinda de esa velada que había resultado ser más
una pesadilla que un cuento de hadas.

Maldita sea, iba a arruinarse el maquillaje.

Escuchó la puerta del porche abrirse, y huyó precipitadamente.

El reloj dio las doce de la noche.

Bajó corriendo los escalones hacia el jardín, notando agradecida lo limpios que
estaban. Se encontró de pronto en un laberinto de arbustos.

No era el sitio más agradable para estar. Las sombras le jugaban trucos cuando
tratada de orientarse entre la niebla que había cubierto sorpresivamente el patio.

La temperatura se había vuelto insoportablemente fría.

No estaba segura de cuando exactamente había ocurrido aquello. Seguramente


en algún momento de su alocada carrera. Afortunadamente empezaba a recobrar la
calma.

Se detuvo al darse cuenta de que había perdido un zapato. No contó las


campanadas, pero le pareció extraño que ya no retumbaran. Un reloj no daba la hora
tan rápido.

Entonces se dio cuenta de otra cosa. Algo que la hizo caer en pánico, ya que
tenía un excelente radar interno para las cosas extrañas y, de ser un radar real,
estaría pitando alarmantemente, con luces rojas parpadeantes y todo.

Estaba parada en una puerta del tiempo.

No había razones para preguntarse exactamente qué hacía allí. Le sorprendía


encontrarse algo así en el patio de David Preston, pero no valía la pena analizarlo de
más. Se preguntó cuántos invitados se habrían perdido allí o si solo pasaban junto a
ella sin notarla. Quizás solo se activaba con la presencia de aquellos que sabían
exactamente de qué se trataba.
Quizás se estaba volviendo loca y necesitaba que la cachetearan.

Bien, se encargaría de dársela en cuanto saliera de este aprieto, pero entonces


se dio cuenta de que ya era tarde.

—Ooooh ¡es un hada!

—¡Nay, es una bruja!

—La Reina de los Condenados.

Peaches se volteó, lista para soltarles una respuesta hiriente. Después de todo,
no había razón para permitirles a los sirvientes de Kenneworth House ponerse
impertinentes con un invitado. Estaba segura que ni siquiera Irene aprobaría su
comportamiento y los muy malintencionados se quedarían… sin… trabajo.

Pero al voltearse se quedó boquiabierta y sin palabras.

La casa no estaba. Bueno, para llamar las cosas por su nombre, el maldito
palacio no estaba. En su lugar había una choza. Bueno, no era exactamente una
choza. De haber estado buscando un lugar donde guarecerse un rato durante la Edad
Media, la habría considerado apropiada, pero en comparación con el esplendor de
Kenneworth House…

En comparación con Kenneworth House era un cuchitril.

Y lo poco aseados hombres que la rodeaban no llevaban el uniforme de los


sirvientes de David Preston.

Hizo una lista rápida de sus opciones. Podía gritar, lo que la tentaba; podía
desmayarse, lo que la tentaba más aún o podía echar a correr. Consideró la última,
aunque no sabía a donde podía huir. Retrocedió hasta la puerta y saltó un par de
veces.

Nada.
Lanzó una palabrota. Solo le quedaba huir. De seguro encontraría pronto otra
puerta en el área. Después de todo, Inglaterra y Escocia estaban llenas de actividad
paranormal, especialmente espectros y apariciones ¿y cómo culpar a un fantasma
por querer quedarse?

El clima era maravilloso, con sus largas tardes grises y lluviosas. O a lo mejor
decidían permanecer por la rica historia del lugar. Había largas escaleras que
embrujar, viejos enemigos con quien pelear, un rey con un reino que defender y
cientos de familias menores con un honor que proteger.

Pero quizás, pensó, era la continua molestia por la calidad de la comida. Le


encantaban los encantadores restaurantes y hotelitos, pero Londres tenía la peor
comida que había probado en su vida.

La luz de la luna llena iluminó a sus acompañantes, haciéndola ver que cargaban
largas cosas puntiagudas. Volvió a considerar la opción de correr, pero con un solo
zapato se le hacía difícil. Quizás ya la puerta estuviese lista para regresarla al tiempo
correcto. Dejó de lado la antipatía por el futuro señor de Kenneworth y todos sus
acompañantes y saltó nuevamente.

Lamentablemente, sin éxito.

Decidió que seguramente no había saltado lo suficientemente fuerte. Los que la


miraban se hacían la señal de la cruz y muchos otros gestos desconocidos que de
seguro serían para espantar el mal de ojo.

Le tomó un momento, pero finalmente se detuvo, agotada. Estaba en forma,


pero dar saltitos con un solo zapato y enfundada en un vestido de gala era
francamente estresante.

Se dobló con las manos en las rodillas para recobrar el aliento.

Esa fue su última acción consciente.


Capítulo 12

Stephen se paseaba por el salón de baile, ansioso. No porque no tuviera una


pareja para bailar o porque deseara retirarse a su habitación a quitarse los zapatos
formales que, como de costumbre, le molestaban. Era porque había visto a Irene y
Andrea Preston regresar al salón de manera sospechosa.

Simplemente tenía la sensación de que algo estaba mal.

Se retiró a una de las esquinas para poder ver más claramente quién estaba
presente y que hacían. No sabía exactamente quienes estaban presentes al
momento, pero tenía más o menos una idea de cuantos podían faltar. No veía a
Peaches Alexander por ningún lado.

Y por alguna razón eso le molestaba mucho.

Si David Preston se hubiese salido con la suya, ella estaría allí, junto a él, siendo
víctima de su seducción barata. Pero no estaba allí.

Sabía que David no había hecho nada para ofenderla, solo porque se había
pasado los últimos veinte minutos vigilándolo de cerca, desde que se los encontró en
el porche e interrumpió lo que estaba seguro que había sido el intento más barato de
romance en el último siglo.

Pero había varias mujeres que Stephen sospechaba habían estado jugando sucio
recientemente.

Vio como Irene Preston se le acercaba, como solicitando su atención. Si eso era
lo que tenía que hacer para obtener la información que buscaba, se la daría.
Inclinó la cabeza respetuosamente.

—Hermosa velada, mi lady.

—Ciertamente, mi lord.

—Al parecer nos faltan algunos invitados —acotó Stephen educadamente. —No
veo a la señorita Alexander por ninguna parte.

—Yo tampoco la he visto.

—¿De veras?

Irene parecía estar calculando algo, y ser sincera no formaba parte de la


ecuación.

—Es decir, la vi temprano, pero no desde entonces.

Entonces Stephen notó a Andrea, parada a cinco pies de su prima y


retorciéndose incómoda. Le sonrió.

—¿Y usted, Lady Andrea? ¿La ha visto?

—Estás demasiado interesado en una invitada que ni siquiera es tuya, Haulton —


dijo Irene, con una risita nerviosa. —Imagino que David puede hacerse cargo de ella
sin tu ayuda.

—La vi en el baño —soltó Andrea de pronto, estremeciéndose bajo la mirada


asesina que le lanzó Irene.

Stephen miró a Andrea agradecido antes de dirigir su atención a Irene


nuevamente.

—No dudo que David sea capaz de hacerse cargo de ella, solo me daba algo de
curiosidad. Quizás pueda traerle algo de beber, Lady Irene ¿Ponche?

Irene se acarició el cuello de una manera bastante perturbadora.


—Ciertamente, estoy sedienta. Andrea, ve y tráenos algo.

—Permítame —la interrumpió Stephen, retirándose antes de que pudiera


decirle otra cosa.

—Apresúrate —le dijo Irene, —aún no estoy cansada de bailar.

A Stephen le importaba muy poco si ella quería bailar o no. Se dirigió a la mesa
de la comida y envió a un sirviente a evitar que Irene muriera de sed.

Casi no logra escaparse de su trío de arpías personales, pero afortunadamente


alguien había anunciado que era hora de descorchar una exótica botella de
champaña. Creyó identificar la voz de Lady Raphaela y se sintió sumamente
agradecido.

Abandonó el salón y buscó el baño más cercano. Desde allí analizó las posibles
rutas de escape. Si Peaches había tenido algún tipo de encontronazo con Irene
¿hacia dónde había corrido?

Luego de considerar sus opciones, tomó el camino que le indicaban sus instintos.
No era muy partidario de hacerles caso, a menos que estuviese estudiando algún
escrito antiguo o que Patrick MacLeod estuviese a punto de golpearlo por la espalda,
pero en este caso sintió que era lo mejor.

Se detuvo en el patio, Peaches pudo haberse dirigido de vuelta a la casa, al


garaje o incluso pudo haberse adentrado más en el jardín, pero no había dejado
pistas. Se metió las manos en los bolsillos, pensativo. La había visto dirigirse al baño,
y unos minutos después Irene y Andrea salieron tras ella, pero él no había creído que
tuviesen malas intenciones.

Ahora no estaba tan seguro.

Era posible que Irene le hubiese dicho o hecho algo desagradable a Peaches. La
manera en que Andrea se retorcía era prueba suficiente, pero ¿qué había hecho
Peaches luego de eso? Lo más sensato habría sido retirarse a su habitación, pero
quizás había preferido salir a tomar algo de aire fresco.

Miró al suelo y deseó que los sirvientes de Kenneworth House no hubiesen sido
tan diligentes a la hora de quitar la nieve. Si no, contaría con por lo menos algunas
pisadas para orientarse.

Tomó la decisión de enfrentarse al jardín, lamentando no tener una linterna


encima. Tenía una pequeña en su llavero, pero estaban en su habitación, protegidas
por el feroz Humphreys. Tendría que improvisar con lo que tenía encima.

Se internó en el laberinto de arbustos, siguiéndolo a ciegas hasta que sus ojos se


habituaron a la poca luz. Había cientos de pisadas en el suelo, pero ninguna que
fuera de utilidad.

Siguió su camino, vacilando, hasta que llegó finalmente al centro del laberinto.
Se le erizaron los cabellos al ver lo que tenía en frente.

Una puerta del tiempo.

Y tirado frente a ella un exquisito zapato de tacón.

Se mesó los cabellos y se permitió soltar un par de palabrotas. ¿Qué había


pasado con su vida tranquila? ¿De cuándo acá tenía que lidiar con cosas más terribles
que el ocasional fantasma en la biblioteca? ¿Por qué tenía que lidiar con todo lo que
sus ancestros habían evitado preocuparse?

Se inclinó a recoger el zapato y…

—¿Algún problema, Stephen?

Stephen se volteó de un salto, manteniendo el zapato tras él.

—Perdí mis llaves —fue su respuesta insulsa.


—¿Y por qué crees que están aquí? —preguntó David. —Es un lugar bastante
extraño para perder unas llaves.

—Ya sabes —dijo Stephen, alejándose discretamente de la puerta de tiempo, —


en un jardín pueden pasar cosas muy extrañas, especialmente en invierno. Por eso
me pregunto porque trajiste a la señorita Alexander acá, sobre todo con este frío.

—Solo nos quedamos un rato en el porche —dijo David, arrastrando las


palabras. —Habría sido más tiempo si no nos hubieras interrumpido.

—Mala suerte, viejo —dijo Stephen, encogiéndose de hombros. —Estoy seguro


de que tendrás más suerte en otra ocasión.

—Es exactamente lo que planeo —los ojos de David brillaban, —y por eso estoy
aquí ¿esta Peachy contigo?

—No, vine yo solo a tomar algo de aire.

—Pensé que venías a buscar tus llaves.

—También —Stephen sonrió, haciéndose el tonto. —¿Queda algo de comida o


ya se acabó la fiesta?

—Estoy seguro de que queda algo —dijo David, —claro, quedaría más si te
apartarás de la mesa de vez en cuando.

—Tengo muchas mujeres que complacer, necesito reponer fuerzas.

David lo miró, repugnado y se volteó, dirigiéndose de vuelta a la casa. Stephen lo


siguió, guardándose discretamente el zapato en el bolsillo del abrigo, pues no quería
que David adivinase exactamente lo que había encontrado.

¿Una puerta de tiempo, justo en el corazón de Kenneworth House?


Se preguntó si Peaches había sabido lo que era antes de entrar o si se había
dado cuenta de su equivocación cuando ya era demasiado tarde. Tenía tanta
experiencia como él con ese tipo de artefactos, es decir, ninguna.

Caminó con calma tras el Duque de Kenneworth, aunque en realidad deseaba


correr. No tenía otro plan sino regresar a donde estaba la puerta y saltar hasta que lo
llevara a donde estaba Peaches.

Si no funcionaba, estaban perdidos.

—¿Regresarás a la fiesta? —le preguntó Kenneworth cuando llegaron a la puerta


del salón. —¿O irás a la cocina a acabarte mi reserva de jerez?

—El jerez suena excelente —dijo Stephen, haciéndole una reverencia. —Si su
Excelencia me lo permite, claro.

Esperó a que David terminara de fulminarlo con la mirada y regresara al salón


para correr en dirección contraria. Iba a buscar a Peaches, pero antes tenía que
arreglar ciertas cosas. Por ejemplo, necesitaba tener una idea de cómo iba a hacer
para encontrarla, y asimilar que estaba lidiando con alto tan extraño como viajar en
el tiempo.

Quizás debía revisar alguno de los libros de Lady Elizabeth MacLeod para ver si le
daban alguna idea.

Sacudió la cabeza mientras corría por los pasillos. Las cosa que había
presenciado durante los últimos cinco años le sacarían canas incluso a su padre. En
realidad algunas si le habían sacado canas a su padre, especialmente esos cinco
muchachos y su pequeña hermanita, hijos del conde de Seakirk los cuales podrían
hacerse pasar por gemelos de Gideon. Y aunque de seguro Kendrick de Seakirk podía
contarle cosas interesantes, no era lo que necesitaba en este momento. Solo había
un familiar cercano -bueno, pariente, en realidad- que podía ayudarlo en este
momento.

Subió las escaleras para encontrarse rodeado de un grupo de mujeres nobles.


—¡Stephen! —lo saludaron al unísono, en diferentes tonos de reproche.

—Ah, Zoe, Britanni, Victoria, que bueno verlas. Debo irme ahora ¿desayunamos
mañana?

Empezaron a pelearse entre ellas, lo cual aprovechó para escabullirse a su


habitación.

Cerró la puerta tras él, atrancándola con llave y preparándose para enfrentarse
con el último obstáculo en su camino: su mayordomo, quien de momento seguía
leyendo tranquilamente al amor de la lumbre.

Stephen lo estudió por un momento. Winston Humphreys lo había criado desde


los trece años, por lo que lo consideraba como un segundo padre. Le había dado
miles de lecciones, desde cómo anudarse la corbata a cómo distinguir un caballo
ganador y Stephen había adoptado su estricto código moral.

Era el único que estaba al tanto de sus actividades en Escocia, pues lo


acompañaba regularmente ya que disfrutaba de la compañía de Jane MacLeod y su
ejército de hijos, los cuales le recordaban a los suyos. Si sus actividades con Ian
MacLeod le causaban algún tipo de molestia, no lo había manifestado. Y tampoco se
sorprendía con las actitudes medievales que a veces demostraban Kendrick de
Seakirk o la esposa de Zachary Smith. De hecho, jamás se metía en la vida de ninguno
de los coloridos personajes que a veces se aparecían por Artane a menos que fuese
estrictamente necesario.

Pero Stephen no estaba seguro de lo que opinaría sobre su participación directa


en alguna situación paranormal.

Humphreys se levantó, guardando el libro bajo el brazo.

—¿Mi lord?

Stephen se apartó de la puerta.

—Tengo una emergencia que requiere absoluta discreción.


Humphreys no se inmutó.

—Por supuesto, mi lord.

—Es algo… del tipo paranormal.

—Sí, mi lord.

Stephen se quitó el abrigo, haciendo que el zapato de Peaches se le cayera del


bolsillo. Lo recogió, entregándoselo a su mayordomo antes de dirigirse al escritorio
donde guardaba su teléfono celular.

—¿Y el otro zapato donde está, mi lord? —preguntó Humphreys, en completa


calma.

—Eso es lo que necesito averiguar. —Consiguió su teléfono, dirigiéndose a su


confiable mayordomo nuevamente. —Voy a llamar a Zachary Smith.

—El hermano de Lady Elizabeth —acotó Humphreys, —actual conde de


Wyckham y esposo de Mary de Piaget, hermana del conde de Seakirk, hija de…

—Basta con la genealogía —lo interrumpió Stephen, sintiéndose cada vez más
nervioso. —Tengo que irme.

—¿Desea que empaque, mi lord?

Stephen lo pensó.

—Tengo que cambiarme de ropa. Necesito mi gabán. —Pausó por un momento.


—Y una espada.

—¿Una espada, Lord Stephen?

—Revisa que tiene Kenneworth colgado en sus paredes —dijo distraídamente,


buscando el número personal de Zachary. —Lo birlaré luego.

—¿Desea que esté afilada?


—Eso espero.

Humphreys lo miró por un momento antes de retirarse con una reverencia.


Stephen esperó a que la puerta se cerrara antes de marcar el número. Zachary
respondió casi de inmediato.

—La única razón por la que respondo tu llamada —le dijo con voz cansada, —es
porque estoy paseando por el castillo para ayudar a la bebé más hermosa del mundo
a quedarse dormida.

—¿Me ignorarías si no fuese el caso? —preguntó Stephen educadamente.

Zachary se echó a reír.

—Probablemente no. Me agrada ofrecerte una perspectiva realista cuando


haces tus investigaciones, aunque quizás no soy el mejor consejero ¿Qué pasa
ahora?

—Peaches Alexander acaba de atravesar una puerta de tiempo y voy tras ella.

Una sarta de palabrotas acompañaron al ruido sordo de un teléfono cayendo al


piso. Stephen esperó pacientemente mientras escuchaba a Zachary luchando por
calmar al bebé para poder recoger su teléfono. La madre apareció a los pocos
minutos para llevársela y pudo seguir hablando.

—¿Hace cuánto tiempo?

Stephen le dio todos los detalles lo más rápido que pudo, explicándole sus
opciones y haciendo la pregunta más urgente.

—¿Cómo averiguo dónde está?

Zachary suspiró.

—Eso es lo más difícil. Si estuviese allá podría ayudarte a tener más o menos una
idea de lo que sucede, pero me imagino que no quieres esperarme.
—Esperaba partir lo más rápido posible, pero no me atrevo a hacerlo hasta que
todos se hayan acostado. Necesito hacer correr el rumor de que Peaches se marchó
a casa por su cuenta. Lo último que necesito es a David Preston metiendo sus narices
en este asunto.

—Apenas y puedo creer que estés en su casa —comentó Zachary. —¿Seguiste a


Peaches hasta allí o qué?

—En cierta manera —concordó Stephen. —Aunque no lo creas, fui invitado.

—Como de seguro lo fueron todas tus novias —dijo Zachary, —solo para servir
de entretenimiento, claro.

—¿Cómo adivinaste?

—Me entero de algunos chismes cuando voy a Tesco —explicó Zachary. —


Normalmente no apareces en la portada, pero no toma mucho esfuerzo encontrar
cosas de tu vida social en la página seis.

—La vida social que me gustaría tener se está viendo comprometida ya que
parte importante de ella está fuera de mi alcance de momento. Ahora ¿tienes algún
consejo útil?

—¿Estás interesado en Peaches Alexander ahora?

—Zachary —el tono de Stephen era de advertencia.

Zachary se echó a reír.

—Tranquilo, no me estoy tomando la situación a juego. No recuerdo que


hubiese una puerta cerca de Kenneworth, pero déjame llamar a Jamie para
confirmarlo. Te enviaré un par de consejos y salidas de emergencia por mensaje de
texto, en caso de que la puerta se cierre tras de ti y no puedas abrirla nuevamente.

—Cosa que no pasará, claro está.


Un dudoso murmullo fue su única respuesta.

5256781777041497

Stephen se aguantó las ganas de maldecir.

—¿Qué, algo más que deba saber sobre las puertas?

—Generalmente —explicó Zachary, —solo tienes que pensar en un destino y


voilá, llegaste. A veces es más útil pensar en la persona que estás buscando si no
tienes ni idea a donde se fue. Eso, claro, asumiendo que la puerta funcione
correctamente.

—¿Asumiendo?

—Bueno, estoy seguro de que sabes los problemas que tuvimos con la puerta
cerca de Artane. Está muy impredecible últimamente. Creo que se autodestruirá uno
de estos días.

—Me impresiona lo mucho que me molesta pensar en eso.

Zachary volvió a reír.

—Imagino que Robin, mi suegro, diría lo mismo. Que mal que nunca has tenido
la oportunidad de conocerlo. Te caería bien.

—No quiero pensar en eso ahora —replicó Stephen. —Haz las llamadas
pertinentes y luego envíame los planes de contingencia, si eres tan amable.

—Yo comería algo antes de irme —le aconsejó Zachary. —Lleva algo de comida
contigo.

—No planeo quedarme el tiempo suficiente para necesitar comer algo.

—Como digas —Zachary estaba realmente entretenido. —Te devuelvo la


llamada después.
Stephen colgó, guardándose el teléfono en el bolsillo. Estaba seguro de que
Humphreys podría llevar a cabo su investigación de la manera más discreta posible,
pero él tendría que dejarse ver y pronto.

Diría a todo el que lo quisiese escuchar que Peaches había tenido que retirarse
de emergencia y que él mismo la había enviado a casa en un taxi. Luego se aseguraría
de tener una coartada parecida para sí mismo antes de partir, pero le dejaría los
detalles a Humphreys.

Lo último que necesitaba era que Kenneworth enviara una partida de búsqueda
en pos de Peaches y que desaparecieran por la misma puerta que ella. Sus familiares
eran harina de otro costal: sabían exactamente a que se exponían de no actuar con
discreción. Pero permitir que un grupo de aventureros no tan discretos se internaran
en algo tan peligroso como una puerta de tiempo no era en lo absoluto aconsejable.

Se volvió a colocar el abrigo, preparándose para desempeñar su papel en la


mascarada que él mismo organizaba.
Capítulo 13

Peaches estaba teniendo un sueño horrible.

Soñaba que estaba tirada en el suelo, amarrada como un pavo mientras


escuchaba a un tipo mal vestido amenazarla en algo que parecía francés. A pesar de
su extensivo estudio del lenguaje y sus recientes sesiones con la maravillosa
Raphaela Preston, no lograba entender lo que decían. No era como esa pesadilla
donde una multitud se la comía con los ojos mientras estaba parada sobre una mesa
con un leotardo que no dejaba nada a la imaginación. Este sueño era un poco más
peligroso y aparentemente en otro idioma.

Le gruñó el estómago, lo que detuvo al tipo que monologaba. La fulminó con la


mirada y le dijo algo al que tenía al lado, quien se le acercó y la pinchó con un palo.

Fue allí donde cayó en cuenta de que no estaba soñando.

—Ouch —se quejó, tratando de apartarse del palo afilado. Entonces se dio
cuenta de que no podía porque había alguien parado tras ella. Este la pateó,
dejándola boca abajo sobre la nieve. Trató de alzarse, pero se arrepintió al momento
al ver que uno de ellos desenfundaba una enorme espada.

—Pero si soy un hada —dijo en el francés más claro que pudo.

Eso le había funcionado a su hermana Pippa, pero lo que funcionaba para una
hermana, desgraciadamente, no siempre le funcionaba a la otra. El anunciarles que
no era una loca escapada de algún hospital no pareció impresionarlos tanto como
deseaba. La conversación que siguió a sus palabras fue agitada, en el peor sentido de
la palabra. Logró colocarse de tal modo en que por lo menos podía verlos discutir.
Seguro se preguntaban la mejor manera de matar a un hada ¿por qué no les había
dicho que era una poderosa bruja y que los maldeciría si no la dejaban en paz?

Daría lo que fuera por tener cualquier tipo de detergente químico a la mano
para asustarlos, pero no tenía ni siquiera lo básico. Y al parecer tampoco mucho
tiempo de vida.

El tipo con la espada al parecer ya había discutido lo suficiente. Se dirigió hacia


ella, al parecer decidido a atravesarla. Alzó la espada sobre su cabeza.

Ella cerró los ojos, viendo su vida pasar delante de ellos como una película.

Pero entonces oyó el ruido de metal chocando contra metal. Pensó quizás que
alguien con armadura se había atravesado, pero al abrir los ojos vio que lo que la
había protegido era otra espada, bastante ornamentada.

La ostentosa arma afilada era portada por un completo lunático. Había pateado
al tipo tras ella antes de bloquear el golpe de la espada y ahora la mantenía segura
tras él.

Se levantó dificultosamente, ya que aún tenía las manos amarradas tras la


espalda, pero ya que se encontraba en peligro mortal, encontró la fuerza para por lo
menos ponerse de rodillas.

Fue entonces cuando las cosas se pusieron raras. Y gracias a sus padres, ella era
experta en cosas raras.

Observó a su gallardo salvador, quien portaba ropas bastante ajustadas y


modernas. Se batía valientemente contra sus atacantes, aunque lo superaban en
número. Además del espadachín asesino, estaban los tres maleantes con los que se
había encontrado en el jardín de Kenneworth antes de desmayarse. Sintió la
tentación de tantearse a ver si le habían hecho algo más mientras estaba
inconsciente, pero aún estaba amarrada.
Lo que sí pudo ver, fue cómo el rufián a quien su héroe había pateado antes se
levantaba, soltando lo que ella se imaginaba que era una palabrota.

—Hey —chilló Peaches. —Hey.

Su salvador se volteó justo a tiempo para golpearlo con el mango de la espada,


enviándolo de vuelta al suelo. Aplicó tanta fuerza que una de las joyas de la
empuñadura se cayó.

Él la tomó por el brazo, levantándola de golpe. Su vestido hizo un crujido


horrendo al romperse la falda por la mitad, pero no lo notó tanto como su falta de
zapatos.

Entonces notó otra cosa.

Por supuesto, su héroe era Stephen de Piaget.

Casi se desmaya nuevamente, no solo porque no esperaba verlo aquí, sino


porque demostraba un nivel inesperado de habilidad con la espada. El elegante clon
del señor Darcy, con sus aires sofisticados, se había visto reemplazado por una suerte
de guerrero vikingo que sabía usar la espada tan bien como sus puños y pies.

De tener las manos libres, habría sucumbido a un clásico desmayo de princesa.

Entonces fue que cayó en cuenta de lo que veía: Stephen de Piaget, actuando
como esos muchachos medievales de Piaget que conocía. Frunció el ceño, pero él no
lo notó.

—Hey —le gritó.

Al parecer tenía problemas para escucharla ahora.

—¡Hey, tú! —gritó más fuerte.

—Estoy algo ocupado ahora —le respondió él, evadiendo un puñetazo.


—¿Dónde aprendiste todo esto? Creí que no sabías usar una espada.

Continuó ignorándola. Esta vez no lo culpó, pues sus adversarios todavía lo


superaban en número y la cosa parecía estar empeorando.

Stephen luchaba ahora con el líder del grupo, quien se parecía bastante a David
Preston, pero con una larga barba. Los rufianes uno y dos estaban ya desmayados en
el suelo. En su defensa, de seguro nunca los habían golpeado tan duro en el mentón
con una bota de suela moderna. Ella supuso que al despertar le contaría, a todo
quién quisiese escuchar, sobre el mago que los había vencido con el poder de sus
zapatos mágicos.

Stephen trastabilló hacia ella. Peaches se rasgó un poco más las faldas
acercándose a él.

—¿Ahora si responderás mis preguntas? —Estaban lo suficientemente cerca


para conversar, así que decidió aprovecharlo. —La que te hice antes ¿sabes?

—¿Por qué pensabas que soy un inútil con la espada? —preguntó él, sacándose
de encima a quien sin duda era el progenitor de la línea Kenneworth.

—Lo hacías muy mal cuando practicabas con Montgomery —dijo ella.

—Mentí —gruñó él, bloqueando un golpe del rufián uno, que volvía a levantarse
y partiéndole la nariz con el lado plano de su espada.

—Eso no tiene sentido —respondió ella. —¿Por qué no admitir que sabías?

—Porque —respondió él, limpiándose el sudor con la manga de la chaqueta, —a


mi abuela no le gustan este tipo de actividades extracurriculares.

—¿Tienes una abuela?

La mirada que le lanzó fue suficiente para hacerla callar. Bueno, por lo menos
por un momento. No era común ver a Stephen de Piaget tan… suelto. No la estaba
insultando, y ella tenía bastante frío, así que siguió la conversación.
—¿Dices que a tu abuela no le gusta la esgrima?

—Sí —respondió él, apretando los dientes.

—¿Dónde aprendiste todo esto?

—Con Ian MacLeod.

—Claro —ella asintió con la cabeza, —todos aprenden esgrima con Ian MacLeod.

—Y si no, deberían.

—¿Qué otras cosas desaprueba tu abuela? ¿Todo lo que no tenga que ver con
tweed?

Él trastabilló, apretando los dientes.

—Me harías las cosas muchísimo más fáciles si guardaras silencio por un minuto.

—¿Solo uno?

Stephen volteó a verla solo por un instante, pero la sonrisa que adornaba su
rostro fue suficiente para hacerle temblar las rodillas. Era la primera sonrisa sincera
que le dedicaba desde que se conocían. Sacudió la cabeza, no era momento de
quedarse atontada en el medio. Saltó sobre el rufián desmayado y renqueó hacia un
árbol. Había visto en una película que se podían romper cuerdas frotándolas contra
la corteza repetidamente, y ya que se sentía en el set de una, creyó que valdría la
pena intentarlo.

Resultó un poco más difícil de lo que pensaba. Claro, también tenía prisa y temía
por la vida de Stephen. La espada con la que luchaba, por muy bonita que fuese,
parecía un mondadientes comparada con la de su rival.

—¿Y esa es tu espada? —le gritó.

—¡Por supuesto que no! ¡Y por favor, guarda…!


—Silencio, ya sé —lo interrumpió. —No lo hago más, te lo prometo.

Él no se molestó en agradecerle, lo cual de seguro su draconiana abuela se


tomaría como una falta de respeto, pero no lo culpaba. Estaba bastante ocupado
evitando ser apuñalado.

Finalmente rompió las cuerdas, haciéndose daño en las muñecas por distraída.
En su defensa, se había quedado pasmada al escuchar a Stephen hablando en ese
francés normando antiguo que usaba John cuando creía que nadie lo escuchaba.

Se apoyó contra el árbol y decidió abruptamente que si tenía que estar atrapada
en la Inglaterra medieval, prefería estarlo con Stephen a su lado. Era experto en
historia, y aparentemente podía hacer algo más que aburrir a la gente con su análisis
de Chaucer.

—¿Qué le estás diciendo? —le preguntó después de un rato.

—Que eres una maga —le respondió él. —Haz alguna poción ¡rápido!

—¿Cómo qué? —espetó ella, sorprendida.

—¡No sé, piensa en algo medieval!

—Ya consideré esa opción —explicó ella, a la defensiva, —pero como no tengo
ni tinte orgánico ni abono a la mano, decidí hacerme pasar por un hada.

Él le echó una mirada bastante elocuente por encima del hombro.

—Entonces dile que eres la Reina de las Hadas ¿quieres? Eres perfecta para el
papel.

—¿Eso fue un cumplido?

—Supongo —contestó él mientras esquivaba un espadazo. Le lanzó entonces su


abrigo, agregando un apresurado: —Póntelo.
Ella se envolvió con el pesado gabán, disfrutando quizás demasiado el olor de su
colonia, mientras hacía lo posible por ignorar que no tenía zapatos. Se envolvió los
pies como pudo con unas cuantas hojas caídas.

Al empezar a prestarle más atención a la conversación entre Stephen y el jefe de


los rufianes, comenzó a entender, por lo menos un poco.

—¿Eres uno de los bastardos de Artane, cierto? —gruñó Lord Kenneworth.

Stephen no le contestó.

—¿Por qué no me contestas? —el tipo se veía cada vez más molesto.

—Porque no vale la pena gastar saliva en ti —respondió Stephen, lacónico, —


quién quiera que seas.

Bueno, esa no fue la respuesta apropiada. Peaches deseó tener lápiz y papel a
mano para anotar lo que sin duda era una colección de palabrotas antiguas que Tess
apreciaría bastante.

—¿Qué quién soy? —el adversario de Stephen dejó caer su espada por un
momento. —¿No sabes quién soy?

—No, y no me importa —le espetó Stephen.

—¡Soy Hubert de Kenneworth!—exclamó Lord Kenneworth. —¡Y mi palacio es


tan hermoso como el de Robin de Artane!

Stephen se echó a reír.

—Esto no puede ser verdad.

Pero aparentemente si era verdad, y Lord Hubert no lo encontraba tan gracioso.


Alzó su arma nuevamente y se precipitó contra Stephen con renovado vigor,
haciéndolo retroceder.
Entonces la espada de Stephen decidió partirse por el mango.

Hubert se echó a reír.

—Eso demuestra…

Pero sus palabras se quedaron en el aire. Bueno, más bien fueron noqueadas por
el gancho derecho que le estampó Stephen. El golpe fue tan potente que lo hizo caer
al suelo, golpeándose la cabeza con una roca y quedando allí cuan largo era.

Peaches quiso verificar si estaba bien, pero Stephen no estaba tan preocupado.
La agarró de la mano y la llevó en dirección opuesta.

—Espera —se quejó ella, trastabillando tras él. —Perdí mi zapato.

Él se apartó el cabello del rostro.

—¿Dónde?

—Si lo supiese no estaría perdido, ¿no crees?

Él la miró, parpadeando por un momento, y luego sonrió.

Y entonces se abrieron las nubes y el sol brilló sobre ella por primera vez en
veintiocho años.

Se habría detenido a admirar todos los detalles de su rostro perfecto, pero


estaba muy ocupada siendo envuelta en sus brazos.

Apoyó el rostro contra su chaqueta de montar, sintiendo ganas de llorar, pero en


lugar de eso, se quedó allí, muy quieta, disfrutando el tener los brazos de un fuerte
pero tembloroso hombre alrededor de ella.

—¿Tienes miedo? —le susurró.

—En realidad me congelo —contestó él.


—Oh, puedes tomar…

—No —la interrumpió enseguida, acariciándole la espalda. —Traje el abrigo


pensando en ti de todas maneras.

Ella suspiró.

—¿Viniste por mí?

—Por supuesto.

—¿Cómo supiste que estaba aquí?

—Te lo contaré cuando estemos a una distancia prudencial de este lugar. Y creo
que acabo de encontrar tu zapato, aunque estoy seguro que preferirías las pantuflas
que metí en uno de mis bolsillos. Afortunadamente no hay que ir muy lejos —la
apartó de si un momento. —Hay una puerta en el jardín de David.

—Sí, ya me di cuenta.

—Lo hablaremos más tarde, junto con otros asuntos —agregó él.

No estaba segura de qué quería decirle él, pero la mirada que le lanzó al decir
eso último no le había gustado para nada.

—¿De verdad? —le preguntó mientras se apartaba de él para recoger su zapato.


—Ha sido una velada tan exquisita que no me siento capacitada para discutirla.

Él le echó otra mirada que no pudo descifrar, por lo cual prefirió guardar
silencio. A lo mejor pensaba que no era lo suficientemente buena para David
Preston. A lo mejor pensaba que no debía juntarse con la nobleza.

O a lo mejor estaba muy ocupado envolviéndole los pies en las pantuflas que le
había traído para que no se le congelaran y ella estaba demasiado distraída para
concentrarse. Seguro cuando dejara de tocarla se concentraría mucho mejor.
Stephen se enderezó una vez completado su trabajo y fue a revisar al grupo de
rufianes. Estaban desmayados, pero aún respiraban, lo que era algo bueno. Recogió
los pedazos de su espada y regresó junto a ella.

—Podría cargarte de regreso.

—No es tan lejos.

Él asintió, fijándose en la choza que era de momento Kenneworth House y


frunció el ceño.

—Deberíamos apresurarnos para que no nos vean. Preferiría esperar a la noche,


pero…

—No, mejor vámonos —respondió ella. Podía aguantar unos quince minutos
más, pero pasar todo un día en la Inglaterra medieval no le llamaba en lo absoluto la
atención.

Stephen le ofreció un brazo, agarrando las piezas de la espada con la mano


contraria. Trató de ignorar lo agradable que era caminar de su brazo y se concentró
en mover sus ateridos pies en la dirección correcta. Miró a la casucha, que se veía
más cerca de lo que le gustaría.

—No sabía que me había alejado tanto de la casa.

—Los subalternos del señor estaban tratando de regresarte al bosque para que
las hadas pudiesen venir a buscarte. Los deslumbraste.

—Que grupo tan genial.

Él le volvió a sonreír. Peaches decidió que involucrarse con el heredero de


Artane no era bueno para su salud mental, en ninguna época. Se parecía mucho a
John de Piaget, pero mayor, más sabio y mucho más atractivo, si es que eso podía ser
posible. Cuando le sonreía así sentía que se le iban las piernas y…
—El primer Lord de Kenneworth, al que tuvimos el placer de conocer —comentó
él, interrumpiendo sus pensamientos, —pensó que eras lo suficientemente hermosa
para ser un hada, pero usó su intelecto superior y se dio cuenta de que eras solo una
mujer perdida. Se estaba ofreciendo a llevarte a su casa y calentarte.

—Ya me imagino como —murmuró Peaches.

—Mejor no.

—Debe ser algo de familia —dijo ella, luego de analizarlo durante veinte pasos.

—¿La lascivia? —preguntó Stephen, educadamente.

—Sí.

Stephen no contestó. Se limitó a apretarle la mano y seguir caminando por un


camino que ella no conocía.

Pero sí reconoció su destino. La nieve estaba pisoteada por todas partes, con
huellas de diferentes tipos.

Stephen miró a la casa y luego empezó a revisar el terreno, apartando algo de


nieve con el pie, pero sin encontrar lo que buscaba.

Ya que él estaba ocupado, Peaches decidió vigilar que nadie saliera de la casucha
y prontamente soltó un juramento.

Un jinete solitario se les acercaba velozmente.

Stephen soltó una palabrota, pero en francés, y procedió a lanzarle el pomo de


la espada al jinete con tanta fuerza que fue un milagro que no lo tirara del caballo al
momento. Entonces lo tomó por la lanza y lo hizo desmontar, ocupando su lugar
sobre el animal.

Peaches se rasgó las faldas, aferrándose al brazo de él para montarse.


—Este quizás sea su único caballo —comentó mientras se alejaban al galope.

—Quizás.

—¿No te molesta cambiar la historia?

—No cuando no me gusta la alternativa.

Lo que ella suponía sería verla en brazos del primer Lord Kenneworth y ser
ejecutado por una espada oxidada. Le dio las gracias, a lo que él contestó con un
suave gruñido, y se quedó en silencio. Solo esperaba que el desenlace de esto fuese
ellos regresando a su tiempo original a darse una buena ducha y comer algo.

Vivir en el pasado no era lo suyo. No podía hacer de Cenicienta y vivir entre


rescoldos y cenizas, y comer solo carne bañada en salsa. Quería volver a casa donde
podía quejarse de la comida empacada inglesa y del chocolate americano. Tenía frío,
hambre y empezaba a tenerle algo de cariño al Vizconde Haulton, lo cual la aterraba.
Verlo sin su uniforme de profesor le había dado una nueva perspectiva.

Una nueva perspectiva muy favorable.

Se preguntó si actuaba diferente para poder adaptarse a los tiempos o si ese era
el Stephen de Piaget real, quien se encerraba en trajes de tweed y modales estrictos
para adaptarse al entorno moderno.

—¿Aún tienes mucho frio? —preguntó él, por encima del hombro.

—Estoy bien así, gracias —le respondió, sonriendo.

Le dio un par de golpecitos cariñosos al brazo que le envolvía la cintura y se


concentró en cabalgar lo más rápido posible al sitio al que quería llevarla. Ella no se
atrevió a preguntar a donde iban.

Solo estaba feliz de haber sido rescatada por Stephen.


Capítulo 14

Stephen observó al muchacho que se alejaba en la grupa del caballo que él había
robado el día anterior. No era porque prefiriera caminar el resto del camino, sino
solo para no darle más razones a Lord Kenneworth de perseguirlos. Quizás la
devolución del caballo lo disuadiese de hacerles algo horrible.

Pues todavía estaban peligrosamente cerca de Kenneworth House, lo suficiente


como para caer en una emboscada. A Stephen no le importaba utilizar sus
habilidades de espadachín, pero prefería continuar su camino en paz. Aunque puesto
a elegir entre la vida de Peaches y un extraño, sabía exactamente lo que haría.

Eso lo sorprendía, el fogonazo que sentía de solo pensar que alguien pudiese
hacerle daño a Peaches. Tenía que admitir que había estudiado muy bien a sus
parientes que habían decidido mudarse a tiempos más modernos y en todos ellos
sentía una suerte de energía que no había entendido hasta ahora. La pelea de antes
había durado solo media hora, pero le había abierto los ojos.

—¿A dónde vamos ahora?

La miró parada frente a él, temblando dentro de su amplio abrigo y pantuflas.


No estaba seguro de que pudiese llevarla a casa en buen estado de salud.

Si es que lograban regresar a casa.

Se dio cuenta, parado bajo ese árbol y temblando casi tanto como ella, que no
había hecho bien sus cálculos. A pesar de las advertencias de Zachary, había
planeado llegar, rescatarla y volver antes de una hora. Se llenó los bolsillos de
manzanas, pero nada más sustancioso. Tampoco había traído nada para guarecerse
del clima. Y tampoco nada para disfrazar sus llamativas ropas modernas.

Tenía que admitir que era un completo idiota.

Lo único que tendría que decir una vez fuera del atolladero sería que nunca
quería tener más nada que ver con Kenneworth o sus alrededores. La puerta se había
mantenido tercamente cerrada las primeras veces que intentó pasar y no lo había
dejado retornar con Peaches. Agregándole la ridícula falta de algún arma en buenas
condiciones en el palacio, Stephen entendió porque ningún Piaget quería tener algo
que ver con los de la calaña de David. La frustración de lidiar con todo esto lo
mantendría lejos en el futuro.

Se preguntó si Peaches se sentía igual.

—¿Stephen?

Sonrió reflexivamente al escucharla decir su nombre, pero se apresuró a


disimularla.

—¿Sí?

—¿Decías?

Eso lo regresó a su dilema actual. La puerta en Kenneworth no había funcionado,


ni tampoco el pequeño portal al que se había dirigido luego. Eso lo dejó con sus otras
opciones, las cuales incluían investigar el campo cercano, por ello se encontraban
allí. Esperaba estar a un cuarto de milla de su tercera opción. Encontrar una posada
en el área parecía requerir un milagro.

—Creo que hay una posada en esa dirección —la señaló con la cabeza. —Pienso
que lo mejor sería arriesgarnos a buscarla, comer algo, calentarnos y luego intentar
con las puertas otra vez.
Ella asintió, temblorosa. La tomó de la mano sin pensarlo y se encontró con que
no quería soltarla. Ella no pareció tomarlo a mal, así que no lo mencionó. Ambos
estaban pasando un mal rato, quizás eso los acercaría.

O quizás solo se aprovechaba de la situación y ella estaba demasiado distraída


para notarlo. Sea como fuere, estaba más que dispuesto a seguir tomándola de la
mano en tanto ella no se quejara.

Fue solo al pararse en la barra para ordenar algo de comer que se dio cuenta de
un terrible fallo en su plan. No podía alimentar a su doncella sin tener dinero para
pagar.

Stephen no estaba en su mejor momento.

Mientras se devanaba los sesos, tratando de buscar una forma de pago


apropiada y maldiciéndose por no traer nada para intercambiar, alguien le tocó el
codo.

—No necesita pagar —le dijo un muchachito, que había aparecido


repentinamente a su lado. —Los jóvenes señores junto al fuego me pagaron para
servirle a usted y a su señora algo de comer y unas bebidas.

Stephen no estaba seguro de cómo se procedía en estas situaciones durante


esta época. Pensó que un simple agradecimiento bastaría, solo esperaba poder
ofrecerlo de manera clara e inteligente.

Le hizo un gesto con la cabeza al encargado y se acercó a los dos jóvenes junto al
fuego.

Los estudió con cuidado mientras caminaba. Deseó de pronto haber pasado más
tiempo ignorando a su profesor de la universidad y más hablando con el fantasma
del castillo de su padre, para determinar cómo sonaba un acento normando-francés
real.
Decidió invitar a Kendrick de Piaget una copiosa y cara cena cuando regresara
mientras hacía una reverencia a sus nuevos amigos. Después de todo, era gracias a
su tío que no sonaba como un completo idiota en francés.

Sus nuevos amigos no parecían estar interesados en entablar una conversación.

Stephen estudió su plato cuidadosamente. No reconocía nada, pero tenía mucha


hambre. Solo esperaba que no estuvieran comiendo y bebiendo algo que pudiera
enfermarlos.

Los demás no parecieron encontrar nada raro con la comida. Comían con
entusiasmo, pero cuidándose de mantener sus rostros escondidos bajo sus capuchas.

Stephen intercambió miradas con Peaches, quien solo se encogió de hombros.

Se aclaró la garganta, preparándose para iniciar una conversación superficial,


cuando uno de sus benefactores hizo chocar su taza ruidosamente contra la mesa y
le susurró algo a su amigo. Con un rápido buen día para ambos, se levantaron y
desaparecieron por la entrada de atrás.

Stephen movió platos y tazas de madera, preguntándose si quizás pudiese


robarse uno para su oficina, y se sentó junto a Peaches.

—Eso fue interesante —le dijo.

—Creo que aún no terminamos con esta aventura —dijo Peaches, pasándole un
pedazo de papel. —Dejaron esto en la mesa antes de irse, me parece que a
propósito.

Stephen lo agarró, pero casi lo suelta al darse cuenta de lo que era.

Un mapa.

La posada aparecía en él, y un camino junto a ella que llevaba a una equis que
Zachary no había mencionado en el mapa que le envió. Stephen no se atrevía a
esperar que esa equis los llevara de regreso a casa, pero era algo que le llamaba
poderosamente la atención.

—¿Qué opinas? —le preguntó a Peaches.

—Nos dejaron algunas monedas también —respondió ella, —creo que nos
conocen.

Stephen estuvo a punto de hacer lo que de seguro habría sido un comentario


engreído sobre sus conexiones familiares, incluso a través del tiempo cuando algo lo
interrumpió. Un extraño acababa de entrar en la posada y se habría frenado en seco
al verlos. Podría ser algún hombre de Kenneworth, persiguiéndolos.

Tomó la mano de Peaches.

—¿Puedes correr?

—Claro que sí.

Esperaron a que se volteara a hablar con el tabernero para correr hacia la puerta
trasera, lanzándole una moneda al guardia para que detuviera al tipo si trataba de
seguirlos. A Stephen le dolió desprenderse de un artefacto medieval en tan buenas
condiciones, pero era eso o arriesgarse a que lo atraparan.

De todas maneras no llegaron muy lejos. De hecho, solo al establo, donde los
atrapó su perseguidor cuando trataban de llevarse un caballo. Al escuchar el susurro
de una espada abandonando su vaina, Stephen se apresuró a desenfundar el puñal
que llevaba en la bota, el cual Patrick MacLeod le había aconsejado que no saliera
nunca sin asegurarse que lo llevaba.

Su oponente lo miró, blandiendo el puñal y relajó su postura, bajando la espada.

—Tienes que estar bromeando.

Stephen consideró rápidamente sus opciones. Podía lanzarle el cuchillo desde


donde estaba y huir, podía ignorar ese comentario y lanzarse contra él, aunque
estaba bastante mal equipado para una lucha cuerpo a cuerpo o podía intentar
dialogar.

Se rascó la mejilla con el pomo del puñal.

—Perdí mi espada esta mañana. Uno resuelve con lo que tiene ¿no crees?

El otro hombre se echó a reír, lo cual hubiese sido consolador, en otro momento,
pero ahora Stephen no estaba seguro de a que se enfrentaba.

Su adversario se quitó la capucha, dejando a Stephen sorprendido y a Peaches


sin palabras.

—Así que decidieron salir a pasear —comentó el hombre, sin dejar de mirarlos.

Stephen decidió que sería un mejor regalo enviar a Kendrick y a su esposa de


viaje y él encargarse de los niños por ellos. Se lo merecía por enseñarlo a defenderse
tan bien en este idioma familiar pero extraño.

—Bueno —logró responderle, —es un bonito día después de todo.

El hombre frente a él se le parecía mucho, solo que rubio y mayor.

—Creo que tu señora no concuerda contigo. Quizás debería guiarlos a casa antes
de que se congele por completo —le dijo mientras envainaba su espada.

Stephen guardó el puñal de nuevo en su bota sin quitarle la vista de encima a su


interlocutor.

—Es una propuesta interesante, mi lord.

—Wyckham —se presentó. —Nicholas de Wyckham.

A Stephen no le sorprendió ese nombre. Era, después de todo, uno de sus


muchos tíos lejanos.

—¿Y quién eres tú?


—Stephen —respondió el aludido, —Vizconde de Haulton, si lo prefiere.

—Y el Barón de Etham —agregó Peaches, murmurando entre dientes, —si


quiere ser completamente exacto.

Nicholas de Wyckham le sonrió.

—La exactitud es de gran importancia para mí, señora Alexander. —La estudió
por un momento. —Asumo, por supuesto, que eres la cuñada de mi hermano John y
no su hija. Me parece que no, aunque han pasado algunos años desde que los tuve
de invitados en mi palacio. —Se encogió de hombros. —Quien quiera que seas me
has dado un buen susto.

—Soy Peaches, la hermana de Tess —aclaró esta.

Nicholas asintió.

—Un placer conocerte.

Stephen pudo sentirla temblar bajo su brazo.

—Pero Tess y John vinieron de visita el mes pasado, según tengo entendido.

—¿De verdad? —Preguntó Nicholas, claramente confundido, —entonces algo


pasa con el tiempo ¿Cómo acabaron aquí?

—Una puerta en Kenneworth —admitió Stephen.

—Bueno, eso explica muchas cosas —dijo Nicholas, resoplando. —Están lo


suficientemente lejos para no molestarme mucho, pero puedo decir con certeza que
no quiero tener nada que ver con los de su calaña. Su casa parece una perrera, no
me extraña que las cosas salieran mal.

A Stephen tampoco le extrañaba, pero no comentó nada.


—Vine a encontrarme con dos de mis hijos —continuó Nicholas, —pero al
parecer vienen con retraso. Creo que podremos conversar un poco a gusto, pero
mejor nos vamos a la parte de atrás del establo —le ofreció el brazo a Peaches con
una sonrisa, —¿Cómo está tu hermana? ¿Aún no se cansa del tonto de mi hermano?

—Está muy feliz con él —respondió Peaches, devolviéndole la sonrisa.

—Me alegra. Recuérdale a John que prometí hacerle una visita si eso llegara a
cambiar, por favor. —Miró a Stephen por encima del hombro, —¿Vienes, Haulton?

Stephen asintió y los siguió.

Minutos después estaban sentados al fondo del establo en sendas pilas de heno,
agradablemente protegidos del frío.

Peaches parecía estar cómoda envuelta en una gruesa manta y tampoco había
despreciado las botas ofrecidas por Nicholas para reemplazar las empapadas
pantuflas que llevaba. Stephen la ayudó a colocarse las botas y luego se dirigió a su…
tío, con un suspiro de resignación.

—Gracias.

—Haulton es un lugar hermoso —dijo Nicholas, frotándose las manos. —La


propiedad favorita de mi padre. Antes de que falleciera, nos insistió que Haulton
siempre debía pasar a manos del heredero principal. A lo mejor creía que el heredero
podría cansarse del hogar ancestral.

—Ah —dijo Stephen, sin saber que opinar.

—Quizás te sorprenderá —continuó Nicholas, —pero guardas un gran parecido


con mi padre y mi hermano Robin —miró divertido a Peaches, —¿o no, señora
Alexander?

Peaches sonrió.

—No creo que le sorprenda.


—Es el heredero actual ¿no?

—El que viste y calza.

—¿Cómo está esa vieja pila de rocas estos días? —preguntó Nicholas.

A Stephen le tomó un momento darse cuenta de que le hablaba a él.

—Gloriosa —suspiró.

Nicholas le guiñó un ojo a Peaches.

—Confirmado como el heredero. Aunque me atrevo a decir que cualquiera que


haya nacido allí, lo amará a pesar de todo. Excepto mi hermano John.

—Él lo ama —dijo Peaches, —pero ama más a mi hermana.

Nicholas sonrió nuevamente.

—Me atrevo a aseverar que ese es el caso. Mientras sea feliz no puedo
reclamarle sus acciones. De algún modo, entiendo porque las tomó —pausó
brevemente. —¿Qué opina usted de Artane, señora Alexander?

Stephen no pudo evitar mirarla, a pesar de que trató de contenerse.

—Pienso que es de ensueño —admitió ella, con un suspiro que Stephen no supo
cómo interpretar. —Y Stephen lo describe correctamente. Es absolutamente
glorioso.

—Entonces sería mejor enviarlos de regreso antes de que se congelen en la


espesura. —Miró a Stephen, —¿Ya intentaron regresar?

—Por la puerta inútil de Kenneworth —explicó Stephen, —luego por otro lugar
algo dudoso en la cercanía. Zachary Smith me lo recomendó, junto con otro par de
lugares. —Recordó entonces el mapa que le habían entregado antes, pero prefirió no
hablar del mismo. Tenía la sensación de que si revelaba que los hijos de Nicholas -si
es que resultaban ser ellos- tenían algo así en su posesión, los metería en un buen lío
con su padre.

Nicholas frunció el gesto.

—No creo que puedas lograr que esa puerta en Kenneworth te funcione. Va en
un solo sentido, como quien dice. Zachary debería saber bien cuáles son las más
adecuadas. Cuéntame lo que te dijo y planearemos la ruta más rápida a su destino.
No creo que tu señora esté en condiciones de caminar mucho, así que trataré de
contratar una carreta para que los deje lo más cerca posible.

Stephen lo miró seriamente.

—Gracias, mi lord.

Nicholas sonrió.

—Para eso está la familia, para ayudarse incluso a través del tiempo.

Stephen se preguntó cuanta experiencia tendría Nicholas con este tipo de


situaciones, pero no se atrevió a hacerlo en voz alta. Simplemente tomó la mano de
Peaches para calentarla entre las suyas y se lanzó a una detallada discusión de cosas
que pertenecían al reino de la ficción.

Unas horas después, luego de ocultarse el sol, Stephen y Peaches miraban al


bien pagado conductor alejarse de ellos traqueteando. A pesar de lo amable que era,
el conductor les tenía miedo y parecía muy feliz de dejarlos de lado.

—¿No quieres quedarte un poco más?

Stephen la miró, sorprendido por su pregunta.

—¿Para qué?

—Para propósitos investigativos, supongo —respondió ella, pausando para


suspirar lentamente. —No me importaría acompañarte un poco más.
Él la miró, toda desaliñada y cansada, y sacudió la cabeza.

—Creo que esta visita ya fue lo suficientemente larga —comentó, frotándose las
manos para calentarse, —no creo que sea conveniente quedarnos más tiempo, sobre
todo con nuestros atuendos actuales.

—Oh, no estoy segura —dijo ella, con una media sonrisa, —de seguro
descubrirías cosas muy interesantes.

—Me parezco demasiado a mis ancestros como para hacerme pasar por otro
noble —explicó él, negando con la cabeza nuevamente, aunque sonreía. —Podría
unirme a un gremio, pero no sé si me dejarían. Aparte, mientras yo busco trabajo
¿Qué harías tú?

—No estoy segura de querer responder esa pregunta.

—Yo tampoco —dijo él, —es por eso que mejor nos regresamos a casa lo más
rápido posible.

—¿Crees que lo logremos esta vez?

—Nicholas parece estar convencido de que sí.

Ella tembló.

—Eso fue raro.

—Bastante —concordó él.

—Me dijo que te diera esto —dijo ella, pasándole una bolsita. —Puedes juntarlo
con lo que te dieron los muchachos.

Stephen la sopesó con las manos y se echó a reír.

—Seguramente es el sencillo que cargaba en el bolsillo.

—Dijo algo parecido.


Él miró alrededor una última vez y la tomó de la mano.

—Examinaremos esto cuando estemos en casa —dijo, señalando la puerta


brillante que podía ver a unos diez pies de distancia, —¿Lista?

Ella asintió y lo siguió hacia el futuro.


Capítulo 15

Peaches contempló Kenneworth House, que se alzaba frente a ella, todavía


envuelta en una fina niebla. No se veía tan invitadora como la primera vez que la vio,
pero no le importaba mucho.

Los cuentos de hadas no se suponían que terminaran así.

—Creo que necesitamos una coartada.

Stephen de Piaget seguía a su lado, mirándola con severidad. Su hermoso rostro


estaba terriblemente sucio y se veía bastante desaliñado. Pero le había salvado la
vida con una espada ceremonial de Kenneworth desafilada y la había traído de vuelta
a casa.

—¿Una coartada? —logró preguntar. —¿De qué tipo?

—Bueno, no creo que quedaríamos muy bien parados entrando así a la


biblioteca, exigiendo una ducha caliente, comida y disculpándonos por destruir una
espada antigua.

Peaches asintió.

—No lo entendería.

—No, de hecho llamaría a la policía y nos enviaría directo al sanatorio —dijo


Stephen, resoplando. —Le encantaría poder destruirme así.

No quería creer que David pudiera llegar a ser tan vengativo, pero empezaba a
creer que se había equivocado en un par de cosas, así que asintió, aunque el
movimiento le dolía. La próxima vez que decidiera internarse en la Inglaterra
medieval se aseguraría de llevar mejores zapatos y de juntarse con otro tipo de
gente, aunque las pantuflas de Stephen y las botas de Nicholas habían evitado que
perdiera los dedos de los pies por el frío.

Se aclaró la garganta, incómoda.

—Hay ropa en mi habitación que quiero llevarme. —No fue capaz de explicar
que las quería solo porque David se las había comprado. No después de todo lo que
Stephen había hecho por ella.

—Haré que Humphreys busque tu ropa, no te preocupes. Ahora necesitamos


una buena coartada.

Peaches estaba demasiado cansada para ofrecer alguna idea.

—Lo que tú digas.

—¿Me está permitiendo gobernarla, señorita Alexander?

Ella le clavó una mirada elocuente, pero solo la observaba, paciente.

—Sí, mi lord Haulton, ya que creo que su idea de gobernarme incluye montarme
en un aparato de transporte moderno en el que no tendré que usar mis pies.

—Definitivamente correcto —respondió él. —¿Quieres que…?

—No —lo interrumpió ella de inmediato, —no es tan lejos, puedo hacerlo.

Él no la cargó, pero si le ofreció su brazo. No dudó en tomarlo mientras


bostezaba ruidosamente y se dejaba llevar hacia el garaje de Kenneworth.

El vigilante se levantó de un salto y estaba a punto de saludarlos cuando se


quedó boquiabierto al ver el estado en el que estaban.
—Nos perdimos en el pantano —mintió Stephen, —es increíble las cosas que
pueden pasar en esta época del año.

El vigilante solo pudo proferir un sorprendido gorgoteo.

Stephen le sonrió de manera encantadora.

—Si fuese tan amable de traerme mis llaves, mi buen hombre, nos retiraremos
de inmediato.

Trajeron las llaves y no se dijo nada más. Peaches no se atrevía a mirar al tipo
que todavía los miraba como si hubiesen salido de su peor pesadilla.

—Disculpen, pero se ven… bastante golpeados. —murmuró finalmente.

—No se preocupe —dijo Stephen, —permítame explicarle lo ocurrido.

Peaches escuchó sin queja alguna, como Stephen inventaba una historia
bastante interesante sobre como la señorita Alexander había sufrido un pequeño
accidente, golpeándose la cabeza y quedando desorientada. Él mismo había estado
paseando por el jardín antes de retirarse temprano de la fiesta, y afortunadamente la
había encontrado antes de que se hiciera un daño peor. Luego de considerarlo, había
decidido llevarla con el médico personal de su padre lo más rápido posible. Dado que
era posible llegar a Artane esa misma noche, se irían inmediatamente y le rogaba
encarecidamente que le informara de los hechos a su Excelencia.

El vigilante asintió y llamó a sus ayudantes para abrir el portón. Con una
temblorosa reverencia, se retiró para informarle a su patrón las desventuras de Lord
Haulton y su damisela en peligro.

Peaches se sorprendió de lo fácil que había sido tranquilizar a David después de


su desaparición. No se atrevía a preguntarle a Stephen todos los detalles, pero
estaba segura de algo: si era Irene la que estaba a cargo, no le extrañaba que no
enviaran a nadie a buscarla.

Renqueó junto a Stephen hacia el Mercedes, pero dudó antes de montarse.


—Detestaría arruinar también este asiento.

—Lo enviaremos a lavar luego —respondió él con una sonrisa cansada. —


Además, es solo un auto, señorita Alexander.

Fue entonces que se dio cuenta de que él nunca la llamaba por su primer
nombre. Supuso que este no era el momento para preguntarle el por qué. Se subió al
auto con cuidado, inclinándose para ver mejor las botas que llevaba, las cuales
parecían pertenecer más a un museo que a sus pies.

Stephen se inclinó frente a ella y le miró los pies por un momento.

—Creo que debería quitártelas.

—Solo si tienes una bolsa donde guardarlas —respondió ella. —Piensa en toda
esa tierra antigua que tienen pegada, podría haber algo interesante allí.

—Usted, señorita Alexander —dijo él, —sería una excelente investigadora


medieval.

—En realidad solo le tengo miedo a lo que sea que quede de mis pies. No quiero
derramar nada peligroso en tu alfombra.

Le regaló una media sonrisa, lo más cercano a emoción genuina desde que
regresaron a su tiempo original.

—Dudo que algo así suceda. Veamos si puedo tomarlas con cuidado.

Ella no gritó, ni tragó saliva, pero si empezó a llorar silenciosamente. No era


tanto por el dolor en los pies, sino porque estaba redomadamente feliz de estar de
vuelta en su propio tiempo. No tendría que llevar botas viejas y ajadas nunca más,
pues no pensaba atravesar otra puerta del tiempo en su vida.

Stephen le tendió una servilleta para que se secara el rostro mientras le envolvía
las piernas desnudas en una manta. Una manta obviamente de cachemira. Se
preguntó si acaso tendría otro tipo de tela fina entre sus favoritas, mientras él
abordaba el asiento del conductor y encendía el auto.

Peaches empezó a temblar, lo que supuso era algo bueno. Mientras el motor se
calentaba, Stephen sacó su teléfono celular y lo dejó a mano. Entonces puso en
marcha el vehículo, saliendo del patio. Peaches vio cómo se abría la puerta de atrás,
pero no pudo ver quien salía, pues Stephen aceleró, alejándose lo más rápido posible
de Kenneworth House, y por una vez, ella estuvo de acuerdo con él.

Olía bastante a lana mojada cuando entró por primera vez a Kenneworth House,
pero eso no se comparaba con lo mal que olía ahora.

El teléfono de Stephen sonó, pero este se limitó a revisar el número, sin


contestar.

—¿Me atrevo a preguntar quién es?

—Irene —contestó él. —Seguirá llamando, así que mejor me comunico con
Humphreys para indicarle lo que debe decir antes de que lo vuelvan loco.

—¿Está al tanto de lo que nos pasó?

—Tiene una idea bastante vaga, pero no deseo ser específico, así que voy a
inventarme varias cosas. Espero no pienses mal de mí luego de esto.

Le dio el visto bueno, así que se orilló, llamando a su mayordomo y discutiendo


que iba a decirle a los otros nobles, como se iba a encargar de traer consigo las cosas
de la señorita Alexander y cómo iban a enviar de regreso a casa a la señorita Edwina.
Peaches se recostó en el asiento, pensando lo sencillo que era simplemente
depender de él para que arreglara las cosas.

Se detuvo, sorprendida.

¿Stephen se encargaría de enviar a Edwina a casa? ¿Acaso la había traído él?


Esperó a volver al camino para analizar mejor sus pensamientos y mirarlo.
Afortunadamente estaba oscuro y no podía distinguir bien su rostro. Analizó la
conversación que había escuchado.

Si Humphreys había traído a Edwina por órdenes de Stephen, especialmente


para ella ¿se habría encargado de proveerla de alguna otra cosa?

¿Cómo un nuevo guardarropa?

Empezaba a pensar que había sido una completa e irremediable tonta.

Stephen bostezó.

—Creo que debería parar por combustible y algo de comer—parpadeó,


interrumpiéndose. —¿Qué tienes?

Abrió la boca, cerrándola casi de inmediato. En realidad no quería saber. El solo


pensar que Stephen de Piaget, el hombre que adoraba odiar, había sido quien
gastara dinero en ella para que no se viera como una campesina idiota era…

Bueno, era más de lo que podía soportar.

Él sacó otra servilleta y fue a secarle el rostro, pero se detuvo a milímetros de él,
mirándola preocupado. Le entregó la servilleta en la mano.

—Deben dolerte mucho los pies.

No era dolor, sino remordimiento lo que sentía, pero no era capaz de admitirlo
todavía. Tragó saliva un par de veces antes de hablar.

—Cuando nos detengamos —tuvo que respirar profundo para continuar. —


Cuando nos detengamos ¿quieres que me baje yo a comprar la comida?

—Creo que el traje de gala y el abrigo pueden levantar sospechas —respondió


él.
—Bueno, estamos en el campo —dijo ella, —creo que las botas de montar no se
verían tan fuera de lugar.

—¿A estas horas de la noche? —preguntó él, irónicamente. —Nos detendremos


en el primer lugar que encontremos. —Pausó, mirándola. —¿Te sientes bien?

No, me siento como una tonta. Pero no podía comentarlo en voz alta sin discutir
todas las otras cosas que le molestaban, así que de momento asintió con la cabeza y
guardó silencio. Él no preguntó nada más.

Trató de cerrar los ojos, pero todo le daba vueltas. Se resignó a mirar por la
ventana, deseando poder cerrar los ojos.

Llegaron a una gasolinera más pronto de lo que ella había creído. Vio como
Stephen pagaba por la gasolina y compraba algo de comer, notando que nadie se
sorprendía por las ropas extrañas de ambos.

Pronto estuvo de vuelta en el auto, con una taza de té caliente en las manos.
Esperó a que se alejaran un poco para empezar a hablar.

—Gracias —dijo, aclarándose la garganta.

Él la miró.

—¿Así de bueno está el té?

—No me refería al té —explicó ella. —Sino a lo otro.

Él frunció el ceño, y luego cayó en cuenta.

—No fue nada, en serio.

Peaches supuso que el mejor momento para ofrecer una disculpa siempre era el
presente, antes de acobardarse.

—Si fue importante —dijo, mirándolo. —Me salvaste la vida. Te lo agradezco.


Él se encogió de hombros.

—El placer es mío.

—No fui muy cortés en ese momento.

—No es necesario que te caiga bien —insistió él. —Puedo ser un patán cuando
me lo propongo.

—¿De veras? —reflexionó ella. —Me pregunto si será cierto.

—Mejor no lo hagas.

Bueno, no era precisamente el gran acercamiento, pero ella supuso que podría
continuar con la disculpa ya que estaba en eso.

—Fuiste muy amable con Tess y conmigo antes de Navidad —le recordó,
rápidamente, antes de acobardarse. —Y yo no devolví esa amabilidad.

—¿De veras?

Empezaba a desear haberse quedado callada la boca. Pero acababa de tener una
experiencia cercana a la muerte y no había mejor momento para confesarse o
disculparse.

—Creo que bromeabas conmigo la vez pasada —dijo. —En aquella fiesta.

—Recuerdo cual fue.

Ella respiró profundo.

—Creo que me lo tomé muy a pecho y no debí hacerlo. —Pausó. —Mis más
sinceras disculpas.

Él guardó silencio. Peaches esperó, pero él siguió sin responder. A lo mejor no


sabía aceptar disculpas, o pensaba que estaba loca o no le importaba lo que ella
pensara.
A lo mejor no era broma y realmente la creía un fracaso.

Esperó lo que se sintió como una eternidad antes de aclararse la garganta y


preguntar:

—¿A dónde vamos?

Stephen tomó la autopista, pero no respondió su pregunta, ni la miró. Ella casi


llegó al punto de pensar que había tenido la razón todo el tiempo y debía limitarse a
golpearlo hasta que la dejara ir cuando por fin le habló.

—Creo que puedo llevarnos hasta Cambridge sin provocar un accidente —dijo,
con voz cansada, —pero temo que Sedgwick queda muy lejos para mí esta noche. —
La miró brevemente. —Tampoco creo que sea prudente ir a Artane esta noche, a
pesar de lo que le dije al muchacho del garaje.

—Tus padres no aprobarían esto de seguro —respondió ella.

—Creen que solo me gustan las espadas detrás de una vitrina.

—No me refería a las espadas —dijo ella, tratando de mantener un tono casual,
—sino al hecho de que andes por ahí a estas horas de la noche en compañía de una
desconocida con un bonito pero manchado vestido.

Él negó con la cabeza.

—Mis padres ya no cuestionan con quien ando, ni las horas a las que decido
llegar, pero no es por eso que quiero evitar Artane. Creo que mejor vamos a mi
departamento, para evitar discusiones innecesarias. Humphreys llevará tus cosas a
primera hora de la mañana. —Entonces la miró. —Estarás a salvo.

Ella se volteó para poder mirarlo bajo la tenue luz de las luces del tablero. Pensó
que jamás se le habría ocurrido pensar que él sería capaz de comportarse como un
caballero. Estaba realmente más preocupada por la reputación de él que por
cualquier otra cosa, pero como él mismo había acotado, era un adulto. Si le
incomodaba que ella durmiera en su casa, siempre podía dejarla en un hotel
cercano.

Pero no expresó nada de esto en voz alta. En vez de eso, se limitó a


contemplarlo de la manera más discreta posible y se preguntó cómo era posible que
se hubiesen llevado tan mal al principio. Y, aparte ese momento de compañerismo
compartido en la Inglaterra medieval, las cosas no parecían mejorar. Parecía muy
interesado en mantenerla a salvo, sí, y montarla en un tren de regreso a Sedgwick,
claro, pero nada más, seguramente.

Pasó el resto del viaje tomándose el té e ignorando el dolor de sus extremidades


al descongelarse. Stephen trataba de mantenerse despierto de todas las maneras
posibles, encendiendo la radio, subiendo y bajando las ventanas y tamborileando los
dedos en el volante. Aun así, parecía a punto de desplomarse cuando por fin se
estacionaron junto a un anexo en los alrededores de la universidad de Cambridge. El
reloj estaba por dar las tres de la mañana.

Stephen apagó el auto, pero se quedó un buen rato con las manos en el volante.

Peaches estuvo a punto de creer que se había quedado dormido, cuando


finalmente le habló.

—Me pones nervioso.

Ella parpadeó, confundida.

—¿Qué?

—Se me dificulta mucho hablar contigo —respondió lentamente. Entonces la


miró. —Siempre meto la pata.

Ella sacudió la cabeza, pues estaba convencida de que escuchaba voces.

—¿De qué diantres estás hablando?


Solo la miró, como si quisiera memorizar su rostro. Luego se guardó las llaves en
el bolsillo y abrió la puerta del auto.

—Espérame un momento.

—¡Argh!

—Quiso decir beee, señorita Alexander, beee.

Peaches lo vio irse y sonrió, casi sin darse cuenta. Pensó que ya sabía porque
tantas mujeres estaban tras él.

¿A quién quería engañar? Seguro lo perseguían por ese rostro perfecto y ese
cuerpazo. El título de seguro era un bono, pero ninguna apreciaba su humor seco ni
su abundante encanto personal, de seguro.

Stephen le abrió la puerta y la miró por un seguro.

—¿Te sientes bien?

Quiso decirle que estaba simplemente embargada de buenos pensamientos


hacia él, pero prefirió guardárselo. Asintió con la cabeza, dándose golpecitos en las
piernas y preguntándose si aguantarían su peso.

Stephen se inclinó, pasándole un brazo por la espalda y el otro bajo las rodillas.

Peaches chilló.

Él se detuvo.

—¿Pasa algo?

—No puedes cargarme.

—En realidad creo que sí puedo.


—No deberías cargarme, fue lo que quise decir —enmendó ella. —¿Qué
pensarán tus vecinos?

—Mis vecinos están durmiendo plácidamente y no notarán nada, a menos que


te quejes todo el camino, lo cual los despertará.

Casi lo golpea en la nariz con el codo al pasarle el brazo por los hombros, y casi le
pega con la puerta del auto, pero afortunadamente no pasó.

—Soy más fuerte de lo que parezco —se quejó ella. —En serio.

La cargó hasta la puerta, logrando abrirla sin dejarla caer. Una vez dentro la
colocó en el suelo con sumo cuidado antes de encender las luces.

La decoración del apartamento era hermosa, dejando a Peaches sin aliento a


pesar de todo. Parecía la oficina de un profesor a principios de los cincuenta.

—Wow —suspiró.

Él también suspiró, pero algo fastidiado.

—Ya sé, está bastante abarrotado. Es culpa de mi abuela, quien me sigue


mandando sus antigüedades. Yo sería feliz con un pequeño escritorio y un sillón pero
ella seguro piensa que ya que soy profesor, no debo avergonzar a la familia
paseándome por allí con una bata deshilachada en un apartamento vacío.

Peaches sonrió.

—Me gusta cómo piensa.

—Le agradará tu opinión cuando la escuche. Vamos a verte los pies, entonces
podrás decidir entre la ducha o la bañera.

—En realidad no me quiero mover mucho, temo arruinar tus pisos.

Él negó con la cabeza.


—Es solo piso. Ven, siéntate en la escalera.

Ella obedeció y le examinó sus pies rápidamente. Sus dedos no estaban


quemados por el frío y nada parecía estar a punto de caerse. Solo estaban algo
sucios.

—¿Ducha o bañera? —preguntó Stephen, mirándola.

—Ducha, gracias —respondió ella. —Espero que tengas uno de esos


calentadores de agua. Pienso quedarme bajo el agua caliente toda la noche.

—Sí, tengo uno —dijo él, —dame un minuto y te traeré una bata de baño.

Casi se duerme esperándolo. Entonces, toalla y bata en mano, se dirigió al baño


a quitarse de encima todo ese lodo medieval. Una vez limpia, se vistió y regresó a la
cocina, donde él calentaba una especie de caldo.

Aceptó la taza ofrecida sin remilgos, imaginándose que su novio hippie


imaginario estaría ofendidísimo por el claro aroma a carne que desprendía el caldo.
Luego Stephen la llevó escaleras arriba, a las habitaciones.

—La habitación de huéspedes está al fondo a la izquierda —explicó. —Puedes


disponer de todo lo que encuentres allí.

—No sé siquiera como agradecerte —respondió, con sinceridad.

Stephen volvió a ponerse serio y adusto.

—De verdad, señorita Alexander, no hay necesidad.

Le habría tomado tres pasos. Solo tres tontos pasos y volvería a estar envuelta
entre sus brazos. Ya había estado allí antes, durante aproximadamente sesenta
segundos. Se preguntaba cómo se sentiría ahora, y cómo se sentiría él si ella daba
esos tres pasos y lo abrazaba.

Decidió hacer algo más discreto.


—Puedes llamarme Peaches ¿sabes?

Entonces lo vio detenerse de golpe, como si hubiese estado también a punto de


abrazarla. Pero no lo hizo. Simplemente la tomó de la mano y le hizo una profunda
reverencia.

Ella supuso que eso era respuesta suficiente. Subió las escaleras despacio.

—Buenas noches, Peaches —se escuchó desde abajo.

Ella sonrió.

—Buenas noches, Stephen.

Oyó sus pisadas firmes dirigiéndose al baño, de seguro a ducharse. Entonces


entró a la habitación, manteniendo las luces encendidas solo el tiempo necesario
para ver donde estaba la cama y acostarse, con bata y todo.

La cama se sentía como el paraíso luego de su desacertada aventura en la


Inglaterra medieval. Se acurrucó con una sonrisa en los labios.

Buenas noches, Peaches.


Capítulo 16

Stephen caminaba por la calle, preguntándose si había perdido la cabeza. Era


posible, después de todo, ya que no acostumbraba viajar por el tiempo. Pensó en
llamar después a Zachary Smith para hacerle algunas preguntas. Él tenía más
experiencia en el asunto y podría aclararle algunas dudas.

Sí, quizás el pasar tanto tiempo en una época que no era la suya lo había
afectado de alguna manera. Lo consideró seriamente mientras abría la puerta de su
casa. Era increíble como una persona podía estar llevando una vida tranquila y de
pronto encontrarse completamente fuera de su zona de comodidad.

El paquete que llevaba en las manos era ejemplo de ello. Fue a la cocina,
dejando su carga en la mesa: unas extrañas bebidas verdes y panecillos hechos de
harina integral. Los observó con sospecha. Pensaba que disfrutaría más comerse el
cartón en el que estaban envueltos que el contenido, pero el muchachito de pelo
largo que lo había atendido, le había asegurado que tanto las bebidas, como los
panecillos eran deliciosos.

Quizás sería prudente batir algunos huevos para acompañarlos.

Para cuando terminó de preparar los huevos revueltos con algo de salchicha,
Peaches emergió de la ducha. Se encontró nervioso nuevamente, lo cual le pareció lo
más ridículo del mundo. Se aclaró la garganta para no retorcerse de los nervios.

—Bebida verde —le dijo, colocando el vaso junto al plato con panecillos, —y
unos panecillos aparentemente más saludables que los normales, pero tendrás que
verlo por ti misma.
Se sentó, mirándolo sorprendida.

—¿Bebida verde?

—No la preparé yo, si eso te tranquiliza.

Entonces le sonrió.

Y él sintió que le temblaban las rodillas.

Se sentó apresuradamente para disimular, estudiando cuidadosamente su


propio vaso. El batido se veía repugnante y olía como al aliento de un caballo luego
de pastar todo el día, pero había pasado pruebas más duras y si tenía que beber eso
para impresionar a la mujer sentada frente a él, lo haría sin dudar.

—¿También compraste uno para ti?

Sonaba encantada, lo que lo hizo dudar, pero sin duda no tenía ninguna mala
intención y solo estaba entusiasmada de verlo tomar opciones más saludables.

—Sí, para acompañar una comida de verdad que freí con media taza de
mantequilla —admitió, divertido. —Es mi primera vez, después de todo, no quiero ir
muy rápido.

Ella tomó un sorbo de su vaso y suspiró.

—Está delicioso. Si no quieres el tuyo me lo puedes pasar.

Él probó la bebida. Era bastante sabrosa, si ignorabas el color verde sucio que
tenía, y el sabor a pasto que te dejaba en la boca. Sentía que había estado cortando
la grama con los dientes. Lo consideró un momento y luego deslizó el vaso hacia ella.
Mejor estar seguro de que no vomitaría luego.

—Todo tuyo.
—¿Incluso después de todo lo raro que comimos en aquel lugar que no
mencionaremos?

—Aún me estoy recuperando de eso —respondió él, atacando con gusto su plato
de huevos con salchicha. —Esto me ayudará a borrar los malos recuerdos culinarios.

Se quedaron en silencio. Finalmente, levantó la vista, viéndola jugar


distraídamente con el panecillo en su plato. Lo miraba.

—¿Qué sucede? —le preguntó, finalmente retorciéndose de los nervios. Jamás


se retorcía, lo que era prueba de que la semana lo había dejado bastante marcado.

—Solo pensaba en algo.

Dejó su tenedor de lado y la miró.

—¿En qué? —le preguntó, con algo de temor.

—En nuestra pequeña aventura. Lo que pensabas de, pues, ciertas cosas. —Le
clavó una mirada elocuente. —Creo que hemos llegado a…

—¿Dónde estás, Stephen?

Stephen se estremeció cuando fueron interrumpidos por esa voz que no quería
escuchar en este momento. Ni siquiera tuvo oportunidad de confesarle a Peaches
que no quería tener más nada que ver con nadie que no fuese ella cuando a su
cocina entró nada más y nada menos que Lady Victoria Andrews, hija del Duque de
Stow. Venía acompañada de Humphreys, quién tenía el ceño fruncido. Esto en un
hombre tan estoico como él era señal de peligro. Stephen entendió el por qué al
instante.

Victoria se detuvo en seco al verlos sentados en la mesa, desayunando, ella


envuelta en la bata de él.

—Bueno —dijo, en un tono tan elocuente que Stephen supo que estaría toda la
mañana discutiendo.
—Buenos días, Victoria —la saludó con un suspiro.

Las cosas fueron de mal en peor a partir de aquí. Stephen jamás se había
acostado con Victoria. Era conocido en muchas partes por su afición a las espadas,
pero más aún por su nivel de discreción en ese tipo de situaciones, al punto de rozar
en mojigatería.

Nada de eso parecía importarle a Victoria en este momento. Stephen notaba


que se estaba preparando para decirle exactamente todo lo que pensaba de él, así
que se disculpó, llevándosela a su biblioteca para conversar en privado. Humphreys
tuvo el detalle de cerrar la puerta tras él, lo que le hizo preguntarse si sería suficiente
para contener la ira de ella. Victoria empezó a vociferar desde el pasillo, dando
pisotones hasta llegar a la biblioteca.

Stephen la siguió, tratando de explicarle que Peaches y él eran solo amigos –


desafortunadamente- pero antes de poderle decir nada, ella agarró el ejemplar
antiguo de James Joyce que le había regalado la navidad pasada. Lo arrancó
cruelmente de la repisa y lo lanzó a la chimenea, que había encendido para Peaches
antes de ir a comprar el desayuno.

Lo contemplo quemarse por unos minutos antes de dirigirse a ella.

—Bien hecho, Victoria. Se tiene que ser muy tonto para mostrar tan poco
respeto por la palabra escrita.

Le dio una bofetada y abandonó su casa dando pisotones.

Stephen se frotó la mejilla mientras la miraba irse. Jamás había querido


cortejarla, pero había sido más educado mantener las apariencias que tratar de
romper lo que sea que tuvieran.

Entonces recordó que había dejado a la mujer que sí le interesaba sentada en la


mesa de la cocina, envuelta en su bata y sin saber que pasaba.
Corrió de vuelta a la cocina, pero no la encontró. Entonces escuchó el rugido de
su Range Rover alejándose apresuradamente y suspiró. Entonces se le ocurrió que
quizás le había dejado alguna nota. Peaches no era el tipo de persona que dañaría
una antigüedad solo por hacerlo sentir mal.

Fue al cuarto de huéspedes, donde encontró la cama tendida y una nota en la


almohada.

Gracias por la ropa, Lord Haulton. Le enviaré un cheque cuando esté de vuelta en
casa.

Eso lo alarmó. ¿Se iba de vuelta a Seattle?

Decidió llamar a Tess para preguntarle.

—Stephen —Tess se escuchaba aliviada del otro lado de la línea, —dime que
Peaches está contigo. No he sabido nada de ella desde el sábado por la noche ¿Cómo
estuvo el baile?

—Estuvo… interesante —logró contestarle.

Tess guardó silencio por un momento.

—¿Por qué tengo la impresión de que las cosas no salieron según lo planeado?

—Seguramente porque eres su gemela —dijo él, con un suspiro, —y si, Peaches
está bien. Los dos estamos bastante agradecidos de estar lejos de Kenneworth. —
Pausó un momento. —Tuvimos una pequeña aventura.

Tess guardó silencio nuevamente, esta vez por más tiempo.

—¿Qué tipo de aventura, Stephen?

—El tipo que aparentemente le suceden con bastante frecuencia a los miembros
de mi familia. Te lo contaré con lujo de detalles cuando te vea, pero no es por eso
que te llamaba. Quería averiguar si tu hermana te llamó.
—Déjame ver si entiendo —dijo Tess, despacio. —Tuviste una aventura con mi
hermana en los alrededores de Kenneworth House, pero ella ya no está contigo
¿correcto?

—Sí, ese es un resumen bastante bueno —concordó él.

—¿Algo que quiera decirme, Lord Haulton?

—Estoy seguro de que Peaches te contará todo apenas te vea —contestó él, —
pero ahora quisiera saber si ya se puso en contacto contigo.

—No me ha… espera un momento, no cuelgues.

No tenía pensado colgar. Paseó nerviosamente hasta que decidió sentarse. Se


quedó mirando cómo se ennegrecía el James Joyce en la chimenea y solo se dio
cuenta que cabeceaba cuando se le cayó el teléfono. Tess estaba de vuelta en la
línea, y no le estaba gritando. Eso era bueno.

—Viene de regreso a Sedgwick.

—¿Le dijiste que te llamé? —preguntó Stephen.

—¿Bromeas? —Tess se echó a reír. —No me interesa meterme en el embrollo


que es tu relación con mi hermana. Me dijo que tu mayordomo la acababa de dejar
en la estación de tren y que llegaría en la tarde. —Pausó por un momento. —Me
imagino que no es seguro preguntarte porque no la estás trayendo tú mismo.

—Victoria de Stow entró a mi apartamento y la encontró desayunando en mi


mesa, usando mi bata.

—Bueno, eso explica muchas cosas.

—No me acosté con ella, Tess.

—¿Victoria o Peaches?
—Ninguna de las dos.

—Gracias por la información, Stephen —comentó Tess, en tono seco. —Fue un


vistazo muy interesante a tu vida personal.

Él se mesó los cabellos.

—Disculpa. Último vistazo, te lo prometo. No soy yo mismo. Fue un viaje


revelador, temo que no me he recuperado.

—No puedo esperar a que me cuentes todo ¿Cuándo vienes?

—Apenas y consiga mis llaves.

Tess volvió a guardar silencio, lo que lo puso nervioso.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—No quiero meterme en tus asuntos —inició ella, despacio.

—Ah —la interrumpió con un resoplido. —No te detuvo antes.

—Porque estabas saliendo con un montón de tipas huecas y estaba preocupada


por ti, de una manera muy maternal. Ahora me preocupo tanto por ti como por mi
hermana y no quiero quedar atrapada en el medio.

—Tu hermana y yo somos adultos racionales que sabemos mantener la cabeza


fría, puedes dejar de reírte ahora —le soltó secamente.

Le colgó la llamada, todavía riéndose. Él frunció los labios, guardándose el


celular en el bolsillo. Le echó una última mirada a su preciado ejemplar de Joyce, aun
ardiendo, y fue a la cocina a recoger los platos.

Estuvo tentado a abrir un paquete de tabaco que alguien le había regalado hacía
un tiempo, pero no acostumbraba fumar, y romper el sello le pareció de mal gusto.
Mientras pensaba, lavó los platos y aireó el apartamento, que apestaba a libro
quemado. Supuso que podía seguir con su vida tal y como la llevaba hasta ahora, es
decir, salir con mujeres ricas que solo lo querían por su título y pasar el mayor
tiempo posible encerrado en la biblioteca. Incluso podría llamar a Peaches e invitarla
a salir en un par de citas, sin compromiso claro.

O podía amarrarse bien el cinturón, correr a su auto y ver si podía llegar a


Sedgwick antes que el maldito tren, para arrodillarse frente a ella en plena estación y
pedirle que fuese suya, enviando títulos y dinero al carajo.

Apagó la chimenea de un sopetón, corriendo hacia la puerta.

Donde se tropezó aparatosamente con Humphreys.

—¿Ya se fue? —le preguntó, ansioso.

Humphreys se arregló el cabello flemáticamente.

—Sí, señor. La acompañé hasta la puerta del tren personalmente.

—Muévete, tengo asuntos que arreglar con ella antes de perder la oportunidad.

Humphreys lo detuvo.

—No antes de encargarse de su compromiso de las diez, mi lord.

Stephen frunció el ceño.

—¿Mi qué?

—Su clase, mi lord. A las diez de la mañana. Aún puede llegar a tiempo si me
permite pasarle su portafolio.

Stephen se llevó las manos a la frente.

—Esa maldita clase.


—No me atrevería a juzgar la naturaleza de dicha clase, mi lord, pero es un
compromiso y debe ser cumplido ¿desea que le prepare una maleta y su vehículo
para irse de viaje luego?

—Definitivamente.

—Si me permite opinar con franqueza, pienso que es encantadora.

—Claro, y también te recomiendo que recuerdes quién es tu jefe la próxima vez


que cierta yanqui te pida que la lleves lejos de mí en mi propio automóvil.

Humphreys arqueó una ceja.

—Como desee, mi lord.

Stephen frunció los labios. Por lo menos no tendría que prepararse mucho para
su clase. Estaban discutiendo la vida rural medieval, y ya que la había experimentado
de primera mano recientemente, podría dar una explicación interesante sin llevar
sus notas.

Aceptó un abrigo y su portafolio de manos de su mayordomo, mirándose en el


espejo para verificar que llevaba uno de sus acostumbrados trajes y no un pantalón
de mezclilla -el no estar seguro de lo que llevaba era prueba suficiente de lo confuso
de su estado mental- entonces se dirigió a la universidad. En el camino, sacó su
celular, marcando el número principal de Sedgwick. No había razón para no avisar
que iba, no quería tener que dormir en los establos.

—Castillo Sedgwick —contestó una voz masculina, —paseos guiados para


aquellos que deseen aprender, espadas y cenas para aquellos que ya sepan
demasiado de historia y buenas golpizas para aquellos que acostumbren jugar con el
corazón de ciertas cuñadas.

Stephen frunció el ceño.

—¿No tienes nada mejor que hacer en esa pila de rocas que llamas hogar?
—¿Por qué no vienes y lo averiguas por ti mismo?

—Tengo que ir a clases, ya sabes, es mi trabajo, lo que mantiene mi nevera y el


tanque de mi Mercedes lleno.

John de Piaget hizo un sonidito desdeñoso.

—Ahórrate tus tonterías sobre cuentas bancarias. Escuché que estuvieron solos
en la espesura durante el fin de semana.

—Sí, y eso fue solo en Kenneworth. No me creerías lo que vimos en la Inglaterra


medieval.

—Me imagino que no —respondió John.

Stephen se sorprendió de lo bien que se podía transmitir una sonrisita de


suficiencia a través del teléfono.

—Te contaré con lujo de detalles la excelente conversación que tuve con tu
hermano Nicholas en cuanto esté desocupado.

John guardó silencio por un momento.

—Está bien, ganas esta vez ¿Qué necesitas?

—Hospitalidad.

—Creo que necesitas más que eso —respondió John, secamente, —como una
clase o dos de cómo cortejar a una mujer, ya que obviamente no sabes cómo
hacerlo. Háblame con franqueza, Stephen ¿alguna vez le has prestado atención a
algo que no fuese un libro?

—No estoy seguro de haber estado saliendo con mujeres —dijo Stephen con un
suspiro. —Arpías, más bien, lo que me ha inducido más de una vez a encerrarme en
los libros.
—Deberías visitarnos entonces.

—Esperaba que me invitaran pronto.

—Trae una espada.

—Lo haré. —Pausó. —Debería dejar en claro que creo que no le agrado en lo
absoluto.

—Bueno, no te mencionó entre palabrotas cuando llamó. Eso es un avance.

—Está embotada por el viaje.

—Entonces te sugiero que te aproveches de eso y la enamores ahora, antes de


que se recupere.

—Tú no harías algo así —le recordó Stephen.

—Nay, pero no soy yo quien la tiene que enamorar ¿verdad? Y mientras mis
encantos son perfectamente adecuados, los tuyos… —Suspiró pesadamente. —Creo
que tu única esperanza es cansarla con tu fastidiosa presencia. Cuando se retire a
recuperarse de las náuseas, pensaremos en otra cosa.

Stephen frunció el ceño nuevamente.

—¿Seguro que somos parientes?

John se echó a reír.

—Para mi sorpresa, sí.

—No necesito que me pongan una multa —dijo Stephen, —así que nos veremos
esta tarde ¿está bien?

John pausó un momento.

—¿Tienes algo más que hacer el resto de la semana?


—Nada hasta el viernes.

—Entonces escucha mi consejo y ven mañana en la mañana.

—¿Estás loco? —preguntó Stephen. —¡De seguro para mañana ya irá de camino
al aeropuerto!

—Sí, tiene la costumbre de huir —concordó John, —pero el perseguirla solo hará
que corra más rápido. Ven mañana, no olvides tu espada. Quizás se apiade de ti
luego de verte retorciéndote de dolor en el piso.

Stephen esperaba quedar mejor parado después del inevitable duelo, pero
conocía las habilidades de John. Suspiró pesadamente.

—Tuvo un fin de semana difícil —dijo, apesadumbrado. —Cuida de ella, por


favor.

—Oh, Stephen, mi muchacho, me parece que te estás encariñando con la


muchacha.

Stephen le lanzó una palabrota, pero colgó antes de decir algo que de seguro
lamentaría al llegar a Sedgwick. Daría su clase, y arreglaría todos sus asuntos
pendientes para mantenerse ocupado el resto del tiempo.

Si John de Piaget quería darle algún consejo, lo aceptaría sin dudar. Después de
todo, de seguro eran más útiles sus consejos que cualquiera que se le pudiera ocurrir
a él solo.
Capítulo 17

Peaches se encontraba parada junto al fuego, meneando la taza de té que


acababa de prepararse. A pesar de haber salido a trotar temprano y haberse dado
una ducha caliente antes de venir a la cocina, tenía frío.

Quizás era algún efecto secundario de su accidentado día en la Inglaterra


medieval. Todavía sentía la necesidad imperiosa de sentarse hasta dejar de temblar.
Trató de plantearse una rutina en el camino de regreso, pero el atravesar las puertas
del castillo de Tess la había afectado. El despertar en una cama de aspecto medieval
en la mañana, tampoco la había ayudado mucho.

La había pasado mejor durante su paseo, excepto que había corrido tres millas
mirándose fijamente los pies. Igual en el camino de regreso, hasta llegar a Sedgwick,
que se alzaba imponente frente a ella. Demasiado medieval. Demasiado extraño para
ella.

Pero todo eso era una distracción a lo que de verdad le molestaba en este
momento, parada en la cocina de su hermana, sopesando sus opciones a futuro.

Su lista no era esperanzadora. Podía regresar a Seattle y tratar de resucitar su


carrera. Brandalyse podía verse bien en cámara y conocer a toda la gente importante
de la ciudad, pero eso se podía superar con esfuerzo ¿verdad? Podría hacer una
nueva lista de clientes, más desordenados y desesperados por su ayuda. Tres mil
dólares -que no eran ya exactamente tres mil- le bastarían para sobrevivir mientras
encontraba trabajo en alguna tienda ¿cierto?

No estaba muy segura de sus otras opciones. No se podía quedar en Inglaterra


indefinidamente, eso era seguro. Su hermana y cuñado terminarían por hartarse de
ella y la echarían a la calle. Tendría que regresar a Seattle y reconstruir su vida de
algún modo. Por lo menos, ya no se encontraba atrapada en una época que no era la
suya, donde sus opciones de empleo se habrían visto desagradablemente reducidas a
cocinera, mucama o algo peor.

Fue entonces que Tess entró a la cocina, radiante.

Peaches se sintió algo celosa, pero recordó que Tess merecía ser feliz después de
sufrir tanto, así que se sacudió los celos, pero se permitió fruncirle el ceño al dirigirle
la mirada.

Tess la miró con las cejas arqueadas mientras preparaba la tetera para hacer
más té, y sacaba el termo y la cesta de picnic. Peaches asumió que seguro se
preparaba para una salida romántica con John y no le preguntó nada.

Tess apartó la tetera del fuego, dejando reposar el té antes de pasarlo al termo.

—¿Disfrutaste tu paseo?

—Sí, ha sido un día encantador, de momento —respondió Peaches. —¿Cómo ha


estado tu mañana?

—Espectacular —dijo Tess, recargándose sobre la mesa con aire conspirador. —


¿Qué haces? Si no te molesta que pregunte.

Peaches sabía que su hermana no se refería a lo que hacía en ese momento, sino
más bien en qué estaba pensando.

Respiró profundamente antes de responder.

—Para ser sincera, no lo sé.

—¿Y qué es lo que quieres hacer?

—Tener una carrera exitosa, alcanzar mi potencial, pensar en tener una relación
a futuro, quizás en diez años.
—Es en serio, hermana —la interrumpió Tess con una sonrisa. —¿Qué quieres
hacer?

Peaches no fue capaz de confesar lo que realmente quería porque le parecía


completamente ridículo. E incluía a un hombre que jamás podría tener aunque lo
quisiera, aunque estaba segura de que no lo quería. Suspiró.

—Quiero unas vacaciones.

—Acabas de tener unas.

Peaches le clavó una mirada elocuente.

—En un sitio con plomería interna.

Tess se enserió.

—Lamento que hayas tenido que estar allí sola.

—No fue por mucho tiempo —le recordó Peaches. —Stephen fue a buscarme lo
más rápido que pudo.

—Se toma su caballerosidad muy en serio —dijo Tess, —aunque creo que no fue
exactamente por eso que fue a rescatarte.

Peaches negó con la cabeza.

—Fue muy amable conmigo, pero no siente nada más por mí, estoy segura de
ello.

Tess asintió y guardó silencio, aparentemente sin más nada que opinar. Peaches
no podía culparla. Stephen no era para ella y ella no era para él, tan simple como
eso. Mientras más rápido cayera en eso, mejor para todos.
Aparte, no le gustaba. Era mandón, serio y tenía demasiadas novias
maleducadas que lo visitaban a horas inesperadas. Ella buscaba a alguien que se
dejara gobernar sin chistar. De veras.

Miró a Tess.

—¿Qué debería hacer? Con mi vida, quiero decir.

—Ah, no —Tess soltó una risa incómoda. —No soy la que da los consejos aquí,
hermanita. La experta en eso eres tú ¿Qué le dirías a alguien en tu situación?

—Le aconsejaría que no tomara decisiones apresuradas y que considerara


calmada y amorosamente todas sus opciones —explicó Peaches.

—Allí lo tienes —dijo Tess, pasando el té al termo y empacando varias cosas


apetitosas en la cesta junto con él. —Vamos a evitar tomar decisiones apresuradas y
a considerar tus opciones calmada y amorosamente.

—¿Tú y yo? —preguntó Peaches.

—Es correcto —contestó Tess, —vamos a aprovechar esta hermosa mañana.

—Está todo congelado allá afuera —acotó Peaches, —y es extraño que quieras
poner a John a hacer de tercera rueda.

—John no hará de tercera rueda —explicó Tess, colocándose su abrigo. —Está


ocupado. Seremos solo tú y yo esta mañana. Iremos a ver un espectáculo.

—¿Un espectáculo de qué?

—De quienes, querrás decir.

—¿De quienes, entonces? —Peaches se sentía cada vez más frustrada.

—John y un amigo. Están en la arena en este momento, entrenando.

Peaches se puso su abrigo, solo porque Tess se lo lanzó encima.


—¿Y quién es este amigo?

Tess la miró, divertida.

—Te gustaría saberlo, ¿verdad?

Peaches se sintió mareada de pronto.

—No juegues conmigo Tess, mi chip está sorprendentemente fuera de centro


¿Quién está con John?

Tess agarró la cesta con una mano y a su hermana con la otra.

—Stephen.

—¿Stephen de Piaget?

—El mismo.

Peaches cerró los ojos, respirando profundamente para tranquilizarse. Así que
Stephen había venido a Sedgwick. Tenía un auto y era libre de ir a donde quisiera.
Además, de seguro solo quería conversar con John sobre su reciente viaje a la
Inglaterra del medioevo y comparar notas con su hermana. Seguro se había traído la
espada para distraerse un rato. Estaría encantada de verlos entrenar junto a Tess y
luego regresar a casa a por una exquisita y relajada cena entre amigos, sin importar
quién estuviese a la mesa.

Repitió uno de sus mantras para tratar de centrarse.

—Pensé que tenía que dar clases.

—Ayer tenía una clase a las diez, por eso no pudo venir a cenar. Hoy es otro día.

—Debe estar ansioso por hablar con John.

—Sí, claro, seguro es solo eso —se burló Tess.


Peaches trató de ignorar como se le aceleraba el corazón.

—¿El Dr. de Piaget solo da clases una vez por semana?

—Aparentemente —dijo Tess, esta vez sin ninguna sonrisita traviesa. —Y por si
te interesa -que es obvio que si te interesa porque estás repitiendo tus mantras en
voz alta y no te has dado cuenta- Stephen hace una hora que ha llegado. Es raro que
no te lo hayas tropezado cuando saliste a correr.

Tenía la mirada fija en el piso. Peaches trataba de no hiperventilar.

—Bueno, vamos a ver si tu amigo sigue en una sola pieza. Llevan rato
entrenando.

—Puede que John se lleve una sorpresa. Ese patético intento con Montgomery
fue un engaño. Stephen lleva años entrenando con Ian MacLeod, no sé cuántos
exactamente, pero por lo menos dos o tres.

—No me preocupa.

—Claro, a ti no, pero yo si estoy preocupada —dijo Peaches, dándose cuenta de


lo seca que tenía la boca. Miró a su hermana, tratando de no caer en pánico. —¿Por
qué vino?

—Creo que John lo invitó a almorzar.

—¿Y qué hacía John hablando con él en primer lugar?

—Stephen llamó ayer —explicó Tess. —Creo que no te lo comenté. Llamó justo
después de que la hermosa Victoria de Stow se retirara de su casa, luego de lanzar
un preciado volumen de Joyce al fuego, lo cual lo molestó bastante. Cuando regresó
a la cocina se dio cuenta de que no estabas. Aparentemente olvidaste tu cepillo en su
baño.

Peaches le clavó una mirada elocuente.


—No dejé ningún cepillo, pero si usé su baño. Solo pedí prestada su ducha.

Tess la miró, divertida.

—Peaches, eres un adulto.

—Y solo usé su ducha. Una de sus novias se presentó de sopetón y me encontró


usando la bata de él porque no tenía otra cosa que ponerme y no sabía que
Humphreys ya había traído mis cosas. Victoria de Stow puede creer lo que quiera,
pero tú tienes que creerme cuando te digo que solo usé la ducha de Stephen.

—Es mejor esperar hasta después del matrimonio —dijo Tess solemnemente.

—¿De verdad?

—De verdad.

Peaches puso los ojos en blanco.

—No sé ni para que estamos discutiendo esto, porque—resopló. —Me pregunto


si es posible conseguir un vuelo de regreso para mañana.

—¿De regreso a dónde? —preguntó Tess.

—A Seattle, para recuperar mi ropa interior de la vitrina en donde Roger


Peabody la tiene guardada, de seguro.

Tess soltó la cesta con cuidado para envolver a su hermana entre sus brazos. La
apretó con fuerza contra si un largo rato.

—Quédate.

—Me da miedo —admitió Peaches.

Tess aflojó su abrazo lo suficiente para poder mirarla a la cara.

—Puede que te agrade más de lo que crees.


—No quiero planear mi vida en base a un hombre.

—¿Por qué no?

—Porque tengo cosas que hacer —dijo Peaches, apartándose de su hermana. —


Cosas importantes que arreglar.

—Bueno, ¿por qué no te quedas aquí mientras arreglas esas cosas importantes?
El castillo es lo suficientemente grande para todos —propuso Tess. —Así puedes ver
a Stephen mientras haces nuevos planes. Estoy segura que nos visitará con
frecuencia para estudiar este nuevo tema.

—¿Cuál nuevo tema?

—Tú.

Peaches quiso empujar a su hermana, pero recordó que no le funcionaba desde


que habían superado los cinco años. Le torció el gesto.

—No fuerces las cosas. Acabo de perdonarlo por ser un idiota.

—No es un idiota. Estaba sin palabras.

—¿Te dijo eso?

—Peach, conozco a Stephen desde hace ocho años. El tipo es imposible de callar.

—A mí raramente me dirige la palabra.

—Es porque lo asustas.

—¡¿Por qué?!

—Porque le gustas.

—¿Y por qué? —preguntó Peaches, sintiéndose miserable.


—¿Bromeas? —Tess se echó a reír. —¿Te has mirado en el espejo últimamente?

—¿Es todo? —preguntó Peaches. —¿Solo le gusta mi físico?

—Ah, no, no caeré —dijo Tess, sacándola casi a rastras al solar. —No me vas a
poner a hacer una lista de tus dones. Son demasiados.

—Pero si yo no sé hacer nada.

Tess se detuvo tan abruptamente que casi hace caer a Peaches. Le clavó una
mirada seria.

—Escúchame, Peaches Alexander, y mejor hazlo antes de que me ponga en


modo tía Edna: eres una persona maravillosa con miles de dones y tú potencial solo
está delimitado por tu valor. Pero si quieres saber qué es lo mejor que tienes como
persona -y lo que dificulta vivir contigo- es que cuando le hablas a alguien, lo haces
de una forma tan inspiradora que todo se desvanece y la persona a la que le hablas
se siente lo más importante del mundo. Y si crees que eso no es importante, mejor
piénsalo dos veces.

Peaches se encontró siendo arrastrada nuevamente por el patio.

—Pero no tengo un título.

—Quizás no quiera casarse contigo.

—¡No voy a ser su —se interrumpió, gorgoreando indignada. —No voy a ser su
cómo-sea-que-se-llame-eso-aquí ¡Ni siquiera me gusta!

—Mentirosa.

Peaches no pudo refutar eso, así que cerró la boca y se dejó arrastrar.

—Cuidado con la roca.


Peaches miró al suelo y se encontró peligrosamente cerca de la roca que
señalaba la puerta del tiempo en el puente de Tess. Se apartó de un salto, mirando a
su hermana.

—Creo que me quedaré aquí.

—¿En Inglaterra?

—No, en el castillo. En la cocina.

—¿Por qué?

Peaches respiró profundo.

—Porque tengo miedo.

—¿De ver a Stephen o de dejarlo ir?

Peaches resopló, molesta.

Tess le dio unos golpecitos cariñosos en la espalda.

—No te preocupes. Después de todo, ni siquiera te gusta ¿no?

Peaches decidió que sería de mal gusto empujar a su hermana al foso, después
de todo lo que había hecho por ella, así que la siguió a la arena, sentándose junto a
ella y evitando mirar el duelo que se llevaba a cabo allí.

Contempló las nubes, el terreno lodoso y el bosque seco que rodeaba el castillo,
pero el tintineo de espadas era sumamente llamativo, y finalmente tuvo que dirigir la
mirada a la pelea.

Entonces deseó no haberlo hecho.

No se le había ocurrido preguntarle a Stephen su edad, seguro tenía treinta y


pocos, pero no había diferencia entre él y John, en cuanto a gracia y energía. John
contaba con la ventaja de toda una vida de entrenamiento, y no se lo estaba
haciendo fácil a Stephen.

Se rindió y contempló fijamente a aquel hombre que había resultado ser


diferente a lo que ella pensaba. Ciertamente tenía su colección de títulos
universitarios y un montón de certificados de la escuela de nobleza, pero eso no lo
representaba por completo. Solo era parte de él.

Le había comprado un vestido para hacerla sentir hermosa, había soportado


todas sus groserías sin quejarse y la había visto babear abiertamente por David
Preston. Había alzado una espada de mala calidad en su defensa y sin importarle la
ruina de los asientos de su auto, había movido cielo y tierra para llevarla a un sitio
donde estuviera segura y cómoda.

Le había comprado un batido verde, solo porque sabía que le gustaban.

Pero también era el futuro Conde de Artane, el actual Vizconde de Haulton y


Barón de Etham, y profesor consumado de la Universidad de Cambridge, no gracias
al dinero de su padre, sino a su propio trabajo duro.

Se preguntó por qué no estaría casado ya.

Se le ocurrió que quizás fuese algo bueno.

Tess se le acercó.

—No te gusta.

Peaches respiró profundo antes de responder.

—Nope.

—No es tu tipo.

—En absoluto.
—Entiendo que disfruta de un buen filet mignon de vez en cuando.

—Absolutamente barbárico —murmuró Peaches.

—Pero es guapísimo ¿no crees?

—S… —Peaches se interrumpió, fulminando a su hermana con la mirada. —


Detente.

—Me gusta ver a donde te llevan tus pensamientos.

—Eres una metiche.

Tess solo le sonrió y volvió a contemplar a su esposo. Peaches luchó consigo


misma, mientras escuchaba el chocar de espadas y verbos medievales siendo
conjugados y corregidos al momento.

—Tiene novias. Tres para ser exacta —le susurró a Tess luego de un rato.

—Dos —la corrigió su hermana. —Y no le gustan.

—¿Entonces por qué sale con ellas?

—Para complacer a la abuelita.

Peaches la miró a los ojos.

—Nunca querría casarse con alguien como yo —susurró miserablemente.

Tess la miró con seriedad.

—Mi queridísima Peaches ¿por qué no dejas que sea él quien decida?

Peaches le lanzó los brazos al cuello, apretándola hasta que chilló y luego huyó
apresuradamente.

No quería que la vieran a punto de llorar.


***

Para cuando terminó la tarde, Peaches era un desastre. Stephen se comportó


como normalmente lo hacía… pero en realidad no.

Era terriblemente educado con ella, aunque esta vez se notó que no era por falta
de interés, sino por su carácter solícito. Se rio con John de cosas modernas que los
sorprendía a ambos, y luego cambió fácilmente el tema para interrogar a Tess sobre
su reunión con Terry Holmes, para entonces continuar sus discusiones en francés
normando.

Si la miró de vez en cuando, como para asegurarse de que estaba cómoda con el
cambio de idiomas repentino y las historias que narraba.

Ella le indicó que todo estaba bien. Se sintió halagada de que la considerara de
tal forma, pero se convenció de que solo era producto de su buena crianza. Su madre
de seguro se había encargado de educarlo de la mejor manera.

Sí, de seguro era solo eso.

Se mantuvo convencida hasta que le pidió educadamente que lo acompañara


hasta su auto.

Aceptó, porque Tess la empujó hasta la puerta y habría sido de mala educación
dejarlo allí plantado. Así que se irguió, recordándose que era una mujer adulta y lo
acompañó.

Estaba sumamente agradecida de llevar un mullido suéter y pantalones en lugar


del vestido tipo Cenicienta y los zapatos de tacón esta vez.

Stephen se detuvo cerca del puente, notando la piedra allí, y se movió al otro
extremo. Peaches lo miró, sorprendida.
—¿Por qué nos detenemos?

—Hace frío —contestó él, encogiéndose de hombros. —Quería estar seguro de


que podías regresar a salvo a la casa.

Peaches frunció el ceño.

—¿Entonces para qué vinimos acá?

—Porque quiero preguntarte algo.

No se atrevió a especular, así que se mantuvo callada y aterrorizada.

—¿Regresarás a Seattle?

La pregunta fue lo suficientemente abrupta como para asustarla. Parpadeó y


respiró profundo.

—No lo sé.

Él rumió sus palabras antes de continuar.

—Tess me comentó algo de que habías tenido un problema con tu empleo, pero
no me atreví a pedirle más detalles.

—Un problema —repitió Peaches, —yo no lo llamaría así.

—¿Entonces cómo?

—Destrucción total, más bien. Tess mandó a mi mejor cliente a freír espárragos
y dicha cliente se encargó de quitarme a los demás.

La estudió en silencio por un momento, poniéndola aún más nerviosa.

—Eso debió haber sido desagradable.


—Oh, no sé —respondió Peaches, tratando de sonar despreocupada, pero
temiendo estar sonando tan aterrada como se sentía. —Un negocio fructífero no es
la gran cosa. Además, solo organizaba medias.

Stephen se apoyó de las barandas de metal, mirándola pensativo.

—Sospecho que era mucho más que eso, pero no opinaré por falta de
conocimientos. —Tomó una pausa. —Pero me preguntaba si estarías dispuesta a
apartar un día o dos para hacer algo de beneficencia antes de retirarte a reconstruir
tu imperio.

—Siempre y cuando no incluyan viajar en el tiempo —ella se estremeció de solo


pensarlo, —y es ahora que me doy cuenta de lo raro que es referirse a eso como una
realidad.

Stephen sonrió brevemente.

—Nada de ese tipo —dijo, metiéndose las manos en los bolsillos. —Necesito
algo de ayuda con algo, y quería saber si estabas dispuesta a ayudarme.

—¿Necesitas que organice tus medias?

Él volvió a sonreír, y a ella se le subió el corazón a la garganta.

—No, nada de eso. Es más bien algo de investigación. Me imagino que con tu
experiencia…

—¿Con substancias orgánicas? —interrumpió ella, tratando de bromearle.

Se puso serio de pronto, pero no era su seriedad acostumbrada.

—Ese día estaba luchando por encontrar algo interesante que decir y terminé
ofendiéndote —le susurró, apenado. —Te pagaría por tu ayuda, por supuesto.

—¿Qué necesitas investigar?


—Oh —él dudó por un momento. —Cosas.

—Suena urgente.

—Los profesores debemos publicar escritos con frecuencia —explicó él. —Ese
tipo de cosas.

Peaches no estaba segura de poder completar alguna tarea cerca de él. Ni


siquiera estaba segura de poder leer tranquilamente en la misma oficina. Quizás
podría encerrarse en la biblioteca y mandarle palomas mensajeras cada vez que
terminara un pasaje. Lo miró con franqueza.

—Tengo problemas con la Visa —explicó. —John me está ayudando con eso.
Conoce a alguien.

—Me imagino que conoce a varios.

—No me mires a mí —exclamó ella, alzando los brazos, —es tu tío.

—Según dicen —suspiró él. —¿Qué dices?

—¿Puedo pensarlo?

Él asintió despacio.

—Por supuesto —dijo, extendiéndole el brazo. —Ven, te acompaño hasta la


casa.

Ella lo miró, sorprendida.

—Pensé que era yo la que te acompañaba al auto.

—Fue una excusa para hablar contigo a solas —le respondió. —Vamos, querida,
antes de que te enfermes con este frío.
Querida. Había escuchado a John llamar a Tess así centenares de veces y siempre
le causaba ternura. Ahora sabía el efecto devastador que tenía el término salido de la
boca de algún de Piaget. Tuvo que aferrarse al brazo de él para mantenerse erguida.

Se encontró prontamente en la puerta principal, a punto de despedirse.

Stephen se metió la mano en el bolsillo del abrigo.

—Quería darte esto antes, pero lo había olvidado.

Ella se cruzó de brazos.

—¿Darme qué?

Se sacó un zapato del bolsillo. El par del que había destrozado en la Inglaterra
medieval. Ella lo tomó, enmudecida por la sorpresa y lo miró.

Él le sonrió.

—Creí que te gustaría tenerlo.

Entonces se retiró antes de que pudiera responderle. Se detuvo brevemente al


final de la escalera y alzó la mano en su dirección.

Peaches le devolvió el saludo, aunque lo que quería era correr tras él y echársele
encima.

—Entra ya, Peaches —le dijo suavemente mientras cruzaba el puente.

Peaches entró, cerrando la puerta tras ella. ¿Trabajar para él? ¿Cómo su
asistente?

Era increíble. Tendría asiento de primera fila para ver cómo lidiaba con su círculo
de novias celosas, sus compañeros de la facultad. Lo vería prepararse para
desenvolverse en ese mundo al que pertenecía pero ella no conocía en lo absoluto.
Necesitaba una buena noche de descanso para recobrar el sentido y decirle que
no.

—¿Te dio un zapato? ¿En serio? —preguntó John al verla pasar por el pasillo.

—Sí —contestó ella.

—Bueno, pudo haber sido peor. Le pudo haber dado un anillo —dijo Tess,
echándose a reír.

Peaches se retiró rápidamente. No les lanzaría su precioso zapato, aunque se lo


merecieran.

Una buena noche de descanso, eso necesitaba para recobrar fuerzas y decirle
que no.

Era lo correcto.
Capítulo 18

Stephen se encontraba sentado junto al fuego, tratando de concentrarse. La


tarea se le hacía bastante difícil, no sólo por los tres fantasmas rondándolo, sino por
la hermosa mujer mortal que revisaba artículos antiguos junto a él.

Se preguntó si debería sorprenderse de que Peaches aceptara ayudarlo. Había


pasado la mayor parte del día anterior ignorándolo en Sedgwick. Bueno, no era del
todo correcto. Había sido educada, dirigiéndole el mínimo necesario de palabras para
luego concentrarse en otra cosa. Había quedado de piedra al recibir el texto de ella
temprano con una sola palabrita.

Sí.

Él habría aceptado eso como respuesta a un sin número de preguntas, pero


decidió llevar las cosas despacio. Le envió una respuesta despreocupada y la citó en
su oficina después de almuerzo.

Llegó la hora del almuerzo, y se preguntó si estaba quizás cometiendo un error.

Después de todo, sus horarios eran bastante flexibles este semestre, dejándole
más tiempo del acostumbrando para quedarse leyendo en la oficina. El invitar a
Peaches a pasar tarde tras tarde en el mismo espacio que él era simplemente una
tortura. Si tuviese clases para entretenerse, las cosas serían más llevaderas.

Y cuando Peaches por fin llegó, adusta y seria, enfundada en uno de los
conjuntos que él le había comprado, seguramente pensando que sería lo apropiado
para ir a la oficina de un profesor, tuvo que aferrarse a la puerta para no caer de
rodillas y suplicarle que terminara su tormento de una vez y se casara con él.
—Estoy confundida.

¡Y por todos los cielos, él también lo estaba! Se aclaró la garganta, tratando de


mantener el control sobre sus emociones.

—¿Con respecto a qué?

—¿Por qué estás investigando este periodo en particular?

—Yo no —respondió él. —Tú lo harás.

—Pero vas a publicar un artículo sobre esto ¿no?

—Desafortunadamente, sí —explicó él, —pero será más fácil ahora que estás
aquí para hacer todo mi trabajo por mí.

Ella lo miró, recelosa.

—¿Y si me equivoco?

—No lo harás.

—Eres bastante confiado.

—Te obligaré a sentarte en primera fila cuando lo presente y te llevarás todo el


crédito. Supongo que el miedo a enfrentarte a una anciana profesora de historia con
anteojos será suficiente para mantenerte en el buen camino.

Se le quedó mirando, lo suficiente como para ponerlo nervioso. Finalmente


colocó un marcador de páginas en el libro que leía y lo cerró con cuidado.

—¿Si?

Tuvo dificultad iniciando su oración, hasta que por fin logró hablar:

—No estoy segura de poder hacer esto.


—¿Hacer qué? —preguntó él, fingiendo demencia, aunque sabía exactamente a
lo que ella se refería. Estar en la misma habitación con ella era insoportable. No sabía
si quería lanzarse sobre ella y besarla o salir corriendo. —¿No estas segura de poder
aguantar tantos manuscritos viejos?

—No son los libros lo que me molesta —admitió ella, mirándolo fijamente.

Stephen dejó su libro de lado, inclinándose hacia ella.

—¿Entonces qué?

—Creo que empezamos con mal pie —le dijo, con un suspiro tembloroso.

—¿Hoy?

—No, en general.

La miró, esa hermosa criatura etérea que se había dignado a iluminar su oficina y
se preguntó cómo responder sin hacerla huir. Respiró profundo.

—Quizás deberíamos empezar de nuevo.

—¿Y cómo propones que lo hagamos?

—Bueno, podríamos presentarnos.

Le sonrió y a él le temblaron las piernas. Afortunadamente estaba sentado y no


sufrió ningún inconveniente. Peaches tenía ese efecto sobre él.

Se levantó, y la ayudó a levantarse, no solo porque era lo que le habían


enseñado a hacer, sino porque Peaches lo merecía. Le hizo una reverencia corta.

—Stephen Phillip Christopher de Piaget —se presentó, —a su servicio.

—Que nombre tan largo —comentó ella, estrechándole la mano.


—Mi hermano menor tiene tantos nombres como yo, pero los suyos son más
cortos —respondió él con una sonrisa.

Ella se le quedó mirando, como esperando que agregara algo.

Stephen pensó en preguntarle que ocurría, pero ya sabía lo que esperaba.


Suspiró.

—¿Debo recitar el resto?

—Sí, debes hacerlo.

Suspiró nuevamente.

—Bien, afortunadamente poseo el título de Vizconde de Haulton y Barón de


Etham, lo cual me permite conseguir buenos asientos en uno o dos restaurantes
lujosos de Londres. Mi padre es el Conde de Artane, lo que me permite conseguir
buenas butacas en el teatro. Tengo un doctorado en estudios medievales, con énfasis
en literatura y lenguaje medieval. Ahora te toca a ti.

—Peaches Alexander —respondió ella, estrechándole la mano nuevamente y


regresando a su asiento. —Ya el resto lo sabes. A que colegio asistí, que hay en mi
guardarropa, lo cerca que estoy a llegar a un nivel de pobreza digno de una novela de
Dickens.

También regresó a su asiento, apoyando los codos sobre las rodillas. Esa posición
le permitía estar más cerca de ella, lo cual lo complacía.

La estudió a la suave luz del fuego y de las luces incandescentes que se negaba a
apagar. Era tan hermosa como su hermana. Pero podía decir con franqueza que se
había dado cuenta cinco minutos después de conocerla, que Tess Alexander no era la
mujer para él, lo que no tenía nada que ver con su apariencia, personalidad,
inteligencia, que se dedicaran a lo mismo o que ya tuviera pasaporte europeo. No,
Tess estaba destinada a casarse con John de Piaget y él lo había sabido de inmediato,
incluso antes de conocerlo.
Peaches era harina de otro costal.

—¿Qué te llevó a elegir química como carrera? —le preguntó al darse cuenta
que tenía cinco minutos mirándola en silencio.

Ella suspiró.

—Fue lo más difícil que se me ocurrió. Estaba rodeada de hermanas -bueno,


excepto Cindy- que trataban desesperadamente de ser diferentes a nuestros padres.
Primero pensé en tomar medicina, pero me di cuenta que no me gustaba luego de mi
primer año en la universidad.

—¿Y qué querías entonces?

—Marcar una diferencia —respondió, —de alguna manera.

—¿Y no pensaste que podías lograrlo en un laboratorio?

Ella le clavó una mirada elocuente.

—Sé que arreglar medias no es lo más glamoroso del mundo, pero por lo menos
podía ver la luz del sol todos los días.

—No te criticaba —enmendó él, —solo tenía curiosidad ¿Y ahora qué?

—No lo sé —contestó ella, con sinceridad. —Estudios medievales, supongo.

A lo que estaba más que gustoso de permitirle continuar, para darse una
oportunidad de analizar lo que había escuchado y planear su segundo movimiento.
Pero al ir a tomar nuevamente su libro, se dio cuenta de que ella no había terminado
con su ronda de preguntas.

—¿Y tú que quieres?


Casi se le sale un a ti por respuesta, pero logró atajarse a tiempo. Se preciaba de
tener un buen filtro cerebro-boca, pero no parecía funcionar muy bien cuando ella
estaba presente. Volvió a dejar su libro y se acomodó en su butaca.

—¿A qué te refieres?

—¿Exactamente, qué quieres? —le volvió a preguntar. Señaló con un gesto toda
la oficina antes de continuar. —Esto no parece estar en la misma onda que el otro tú,
el que sabe usar una espada. Entonces también está el tú noble, al que no conozco
pero al parecer usa trajes caros, tiene un chofer y una limusina. Aparte de un
mayordomo, al que ya conozco.

—Humphreys es más bien mi secretario.

Ella se echó a reír.

—Creo que es más bien tu cuidador.

Stephen se habría sentido ofendido si el comentario hubiese venido de otra


persona. Pero, de algún modo, esa bonita muchacha -nay, no bonita, hermosa- no
era capaz de ofenderlo. Su belleza era completamente natural, no parecía proveer de
nada que ella se hiciera para modificar su apariencia, sino del aura dulce y vulnerable
que emitía y que él no había sido capaz de ver hasta ahora.

Se dio cuenta que ella esperaba una respuesta y estaba realmente interesada en
lo que él tenía que decir.

—Estoy bastante satisfecho con mi vida —dijo. No pretendía revelar nada más.

—¿Qué te gusta más de tu vida?

—Creí que tenías un grado en química, no psicología.

Lo miró, sonrió y regresó a su libro.

—Deberías ir pronto a Escocia.


—Fui recientemente a la Inglaterra medieval. Eso debería bastarme.

Siguió enfrascada en su libro.

—Estás de mal humor.

Eso no describía ni la cuarta parte de lo que sentía. Ella había encontrado su


debilidad y la estaba explotando. Se le dificultaba bastante reconciliar sus diferentes
facetas: profesor, espadachín y heredero de un montón de rocas que nunca fallaban
en dejarlo sin aliento cada vez que volvía a casa.

De alguna forma, no le sorprendía lo fácil que lo había descubierto Peaches.

Trató de volver a su lectura, pero cada minuto que pasaba sentado lo ponía más
ansioso.

—Nunca te di las gracias por la ropa en persona.

Él parpadeó.

—¿Qué?

Le clavó una mirada elocuente.

—Sé que me rescataste varias veces el fin de semana pasado. El vestido era
encantador.

Él solo pudo asentir, sin encontrar palabras para responder.

—Esto también está genial —dijo ella, señalando el suéter que llevaba,
obviamente regalo de él. —Y los zapatos me quedan.

—Humphreys tiene buen ojo.

—Y tú tienes buen gusto.


—Él hace todo el trabajo y yo me llevo el crédito. —Stephen respiró profundo. —
Te veías muy hermosa entonces, y ahora también.

Lo estudió por un momento.

—¿Por qué no me dijiste nada?

—¿De qué?

—De la ropa. Me dejaste pensar que había sido David Preston quién me ayudó.

Él se retorció, incómodo. Casi se levanta y empieza a divagar de los nervios.

—No estabas—pausó, buscando una mejor manera de expresarse. —No te veías


dispuesta a —dejó su libro de lado y se tapó la cara. —¿Debemos tener esta
conversación justo ahora?

—Creo que necesitas una bebida verde.

Lo que necesitaba era una ducha fría, y no por las razones usuales. Necesitaba
algo que lo regresara a la realidad y le devolviera el sentido común.

—No creí que las aceptarías si sabías que había sido yo quien las había
comprado.

Peaches se frotó las manos en el pantalón.

—Disculpa —dijo en voz baja. —Me equivoqué respecto a ti. Me equivoqué


respecto a muchas cosas.

—¿Incluido David Preston? —le preguntó, porque era incapaz de mantener la


boca cerrada, el muy idiota.

Ella iba a responder, pero fue interrumpida por su propio celular.

—Disculpa —le dijo mientras lo buscaba para atender la llamada.


—Tranquila. Atiende tu llamada.

Asintió y atendió.

Stephen regresó a su lectura, un magnifico tratado sobre el matrimonio en el


medioevo, y estuvo concentrado en ella durante diez segundos, que fue lo que tardó
en darse cuenta de que Peaches hablaba con nada más y nada menos que con el
canalla, engreído e idiota de David Preston, el tarado Duque de Kenneworth al que le
faltaba una espada ceremonial y la habilidad de darse cuenta de cuándo era el mejor
momento para interrumpir.

Stephen deseó haberle robado más espadas, solo para molestarlo.

—David, de verdad aprecio…

David la interrumpió, por supuesto. Stephen trató de mantener una expresión


neutral, dejando que Peaches resolviera las cosas por sí misma. Después de todo, no
podía reclamarle nada. Ni siquiera era dueño de su tiempo como investigadora.
Tenía todas las intenciones del mundo de pagarle, pero Tess ya le había advertido
que de seguro Peaches no aceptaría su dinero. Era difícil decirle a Peaches que no
saliera con Kenneworth sin tener ningún argumento a su favor.

Y sería incapaz de hablar mal de otro solo por quedar mejor parado. Si Peaches
se enamoraba de él, quería que lo hiciera por sí misma, no a base de artimañas.

La escuchó protestar, diciendo que si había sido un fin de semana maravilloso,


pero que había sufrido un pequeño accidente y que había decidido regresar
temprano a casa y que no era necesario que la invitara a cenar. Se sorprendió tanto
como ella de enterarse de que David estaba en Cambridge.

—¿A las siete? —preguntó ella. —Bueno, creo que estaré. Bueno, eso es verdad.
—Suspiró. —Estoy ayudando al Vizconde Haulton con una investigación. —Miró a
Stephen de soslayo. —Supongo que puedes pasar buscándome por su oficina, si
quieres. —Pausó. —Bien, te veré entonces.
Stephen hundió su nariz en su libro. Parecía lo mejor en ese momento.

Un silencio incómodo cayó sobre ellos por varios minutos.

—Era David Preston.

Stephen le sonrió.

—¿De veras?

Peaches parecía querer mantenerse tan neutral como él en este momento.

—Quiere llevarme a cenar.

—Que encantador de su parte, por supuesto ¿sabes hasta que hora estarás
ocupada con él?

Parecía sentirse bastante mal al respecto, lo que extrañamente lo animó.

—Espero que no hasta muy tarde. Debo tomar el tren de vuelta.

—Quédate —la interrumpió.

Ella parpadeó, sorprendida.

—¿Qué?

—Te buscaré un sitio cerca de la universidad. Así no tendrás que moverte tanto
de Sedgwick para acá —le explicó, buscando su teléfono.

—Pero no traje ropa.

—Humphreys tiene un gusto impecable.

Lo miró, seria.

—Stephen, no puedo permitir que me compres otro guardarropa.


—¿Por qué?

—¡No puedo dejar que tu mayordomo me compre ropa interior!

—Es mi secretario.

Eso no le causo gracia.

—Me pone muy incómoda. Todo esto, me pone incómoda.

A él se le borró la sonrisa.

—¿De veras?

—¿No te parece extraño que me estés vistiendo para salir con otro tipo? —le
preguntó, cruzada de brazos.

—Le diré a Humphreys que te elija algo feo para salir esta noche.

Peaches guardó silencio por un largo rato. Luego dejó el libro de lado y se
levantó.

—Tengo que ir a correr.

—Te acompaño.

Ella se sorprendió.

—¿También corres?

—Sí —respondió él, guardando sus libros y apagando la chimenea. —Ian


MacLeod me lo recomendó.

—¿Y siempre haces todo lo que Ian MacLeod te dice?

—Solo cuando tiene una espada en la mano —dijo él, sacudiéndose las manos.
—En realidad empecé cuando estaba en Eton. Uno debe hacer lo que debe hacer
para compaginar con sus responsabilidades. —O huir de ellas, como había sido el
caso. —¿Trajiste tu ropa de trotar y los zapatos?

—Nunca salgo de casa sin ellos.

—Entonces sírvete como si estuvieses en tu casa —dijo él, guiándola hasta el


baño.

Lo miró por un momento antes de tomar su mochila y retirarse al baño, pausa


que Stephen aprovechó para llamar a Humphreys, quien estuvo más que encantado
de buscarle algo apropiado a la señorita Alexander para esa noche.

Veinte minutos después, a mitad de carrera, fue que Stephen cayó en cuenta de
que lidiaba con algo que no se esperaba. Peaches ni siquiera sudaba, mientras que él
ya casi no podía continuar.

—¿Disfrutando el paisaje? —preguntó él, sudando.

—Es maravilloso —respondió ella, mirándolo. —¿Tú?

—Oh sí —jadeó él, —genial.

—¿Continuamos o tuviste suficiente por hoy?

Se detuvo a recuperar el aliento.

—Estoy bien.

—¿Te mencioné que participo en el maratón de Seattle todos los años?

Stephen casi cayó de rodillas.

—No lo hiciste, mujer maligna.

Peaches se echó a reír.

—Esa expresión no fue muy inglesa que digamos, mi lord.


—Tengo varias expresiones poco inglesas que me gustaría decirte.

Le dio unos golpecitos cariñosos en la espalda, lo que casi acaba con él al


momento.

—Entonces mejor guardas saliva para decírmelas.

Stephen se enderezó con dificultad.

—¿Y si me cargas de vuelta a la oficina?

Ella solo sonrió y echó a correr.

La contempló irse. El único beneficio de acompañarla a ejercitarse era que por lo


menos estaría distraído por sus doloridas piernas mientras ella iba a cenar con un
hombre que no era él.

Entonces corrió tras ella.


Capítulo 19

Peaches se miró en el espejo del baño de su habitación en un pequeño hotel tan


lujoso que no se atrevió a especular cuánto costaría la noche. El mero hecho de que
estuviera tan cerca de la universidad le hacía sentir escalofríos en los bolsillos. Solo
esperaba que Stephen tuviera un buen convenio con el hotel. Sino, esperaba por lo
menos poder reponerle sus gastos con trabajo. Al final seguro que terminaría
debiéndole dinero, pero por lo menos así no sentía que lo estuviese llevando a la
bancarrota. O peor, como un caso de beneficencia.

Claro, él jamás lo habría llamado así. Tess siempre se había cuidado de


mencionar en varias oportunidades lo generoso que era Stephen con su tiempo y
dinero. Lo que Peaches no esperaba era ser recipiente de ambos.

La vida era muy rara.

El ruido de su teléfono la asustó, y se preguntó si no sería de mala educación


dejar perder la llamada. No quería hablar con David Preston. Se había comportado
de manera encantadora la noche anterior y la había tratado bien. De haber ido a
cenar con él un mes antes, habría estado emocionada por sus atenciones. Era muy
guapo.

Pero en lugar de encontrarlo encantador y atractivo la noche anterior, le había


parecido más bien creído y desagradable. Sus intereses parecían reducirse a hacerse
quedar bien y atacar a todo el que viniese de Artane. Le había sorprendido la
violencia de sus comentarios contra Stephen.

También se sentía avergonzada, pues un mes antes hubiese estado de acuerdo


con dichos comentarios.
Lo único bueno de la noche, fue que Stephen la esperaba con la puerta abierta
cuando David la fue a dejar en su oficina. Eso le evitó ser víctima de los inapropiados
avances de David. Había dejado en claro lo irritado que estaba por recibir un apretón
de manos en lugar de un abrazo apasionado cuando se despidieron, pero a ella,
sorprendentemente, no le importó lo que pensara o creyese merecer.

Parpadeó, regresando al presente al darse cuenta de que quien la llamaba era


Stephen, no David. Contestó, sorprendida, pues él sabía que se verían en menos de
una hora.

—¿Sí?

—Cambio de planes —le dijo atropelladamente.

El corazón se le subió a la garganta, y no de la buena manera. A lo mejor había


decidido que vestirla, alimentarla y darle hogar mientras salía con otro era el colmo
de la ingratitud.

—¿Cambio de planes? —repitió, asustada.

—Investigación de campo —explicó él. —En Bath ¿te parece bien?

Se dejó caer con alivio sobre la cama.

—Pensé que ibas a despedirme.

Stephen guardó silencio por un minuto.

—No se me cruzó nunca por la mente.

—Por lo menos.

—Cierto —dijo él. —Entonces ¿te animas al viaje?

Lo consideró por un momento. Pasarse el día encerrada en la oficina de Stephen,


leyendo o pasarse el día con Stephen recorriendo su ciudad favorita de Inglaterra.
—¿De veras es por trabajo? —Preguntó. —¿O solo una excusa para viajar?

—¿Un día libre? —preguntó él, fingiendo estar horrorizado. —Nada de eso.
Llevo implementos para que tomes notas y un termo lleno de gachas desabridas para
que comas.

Peaches suprimió una sonrisa. Un día de gachas desabridas, notas y Stephen. No


había nada mejor.

—Creo que puedo manejarlo.

—Bueno, ponte algo cómodo y nos vamos.

Se dio cuenta de que él le hablaba en francés, y no en francés moderno.

Obviamente el viaje a la Inglaterra medieval lo había afectado bastante.

—Creo que deberíamos usar francés moderno hoy, mi lord. Seremos el


hazmerreír del pueblo.

—¿Crees que podríamos discutir eso luego? Me estoy congelando por completo
aquí parado en tu puerta.

—¿Qué pasa, el tweed no es lo suficientemente abrigado? —preguntó ella con


dulzura.

Resopló, exasperado.

—Peaches, llevo pantalones de mezclilla.

Esta vez no pudo suprimir la sonrisa. Iba a ser un día interesante.

—Igual yo —logró responder. Y no eran los pantalones que había traído de


Seattle, con los parches de caritas sonrientes cosidos en la parte de atrás, sino unos
nuevos que el maravilloso Humphreys había elegido para ella.

—Genial, entonces apresúrate, por favor.


Se levantó, colocándose unas bonitas botas para pasear y un suéter de
cachemira, también patrocinados por Humphreys. Salió corriendo de la habitación,
con un par de panecillos en la mano libre. Sería bueno tener algo en el estómago
antes de las gachas.

Se detuvo tan abruptamente en el lobby que casi deja caer sus panecillos.

De no conocerlo ya, no lo habría reconocido. El hombre frente a ella no parecía


el futuro Conde de Artane.

Si algo sabía hacer John de Piaget era ser sumamente atractivo, con esa fibra de
chico malo. Chaquetas de cuero y autos rápidos. Al parecer era de familia.

Peaches logró recuperar el control de sus extremidades al acercarse a aquel


galán con chaqueta de cuero negro, pantalones de mezclilla ajustados y botas de
montar. Así de seguro no lo dejaban entrar a la universidad.

—Apuesto que la abuelita no aprueba esta combinación —dijo, algo jadeante. —


¿Estás de incógnito?

Stephen le sonrió, acabando con la poca estabilidad de sus rodillas y su corazón.

—Poseo ropa casual ¿sabes?

—Ya veo.

—Vamos al auto antes de que te desmayes —dijo, guiándola afuera.

—Estoy débil porque no he desayunado —protestó ella mientras llegaban.

Stephen se encogió de hombros, abriéndole la puerta.

Peaches dudó antes de montarse.

—Creo que no debería comer en tu auto luego de todo lo que ya le he hecho.

Le quitó uno de los pastelillos.


—Tienes una taza de té esperándote ahí dentro. Recuerda, es solo un automóvil.

—Eres muy amable —dijo, mirándolo con seriedad.

Estuvo a punto de responderle, pero simplemente le sonrió, haciéndole señas


para que se montara en el auto.

El interior del Mercedes no estaba como ella lo recordaba. De hecho, se veía


incluso mejor que antes. De seguro era obra de Humphreys.

Esperó a estar ya fuera de Cambridge y que Stephen terminara de desayunar


para iniciar conversación.

—La ropa está excelente, gracias.

—Humphreys tiene un gusto impecable —contestó él, lidiando con el pesado


tráfico. Le echó una miradita rápida. —No aceptaré dinero a cambio.

—No pensaba pagarte con dinero —le respondió, disfrutando del


estremecimiento sorpresivo de él. —Lo haré con trabajo.

—No, no lo harás.

—Sí lo haré.

—Nay, mi lady, no lo permitiré.

—No creas que puedes intimidarme con ese francés antiguo —le dijo, tratando
de sonar como una profesora estricta. —Lo entiendo a la perfección.

—¿También las palabrotas?

—Tess necesitaba tener a alguien con quien practicar y la conversación gaélica


de tía Edna nos preparó para el futuro.

Stephen sonrió.
—Creo que me caerá bien tu tía Edna.

—Aún está atormentado enredaderas en su jardín —comentó Peaches, —y creo


que encontraría tu francés aceptable. —Contempló el paisaje por su ventana. —He
pensado en rogarle que me permita quedarme con ella.

—No lo hagas.

Lo miró, sorprendida.

—¿Por qué?

Le clavó una mirada elocuente.

—Tengo más cosas para que investigues por mí.

Deseó tener alguna respuesta inteligente, pero solo pudo observarlo, tratando
de tranquilizar su agitada respiración. Lo cierto era que aunque ella era una
excelente investigadora, seguro podría encontrar alguien más capacitado en la
universidad. Y no era ninguna tonta. No le había dado trabajo solo para darle algo en
que ocuparle o porque le tuviera lástima.

No se atrevía a preguntarse exactamente en qué pensaba él, porque las


posibilidades eran ridículas de contemplar.

Pasó el resto del viaje al sur -y fue un viaje bastante largo- manteniendo una
animada conversación ligera. Estaba casi segura de que lo habían discutido todo,
desde la empobrecida escena culinaria de Londres, hasta el dinero que habían
ganado los padres de ella invirtiendo en algodón y cáñamo, pero no completamente.
Lo único que sabía era que todo su desprecio hacia Stephen de Piaget se
desmoronaba cada segundo que pasaba junto a él.

Afortunadamente para su corazón, había completado una lista bastante


deprimente de cosas que harían su relación imposible para cuando llegaron a Bath.
Era una asistente de investigación. Él era el futuro Conde de Artane. Ella era
yanqui. Él, nuevamente, era el futuro Conde de Artane. A ella le encantaba vivir en
un jardín, viendo crecer las plantas y organizar vidas y guardarropas. Él era el maldito
futuro Conde de Artane, usaba trajes de tweed y pasaría el resto de su vida cuidando
de sus propiedades y evitando que la familia cayese en bancarrota por culpa de los
elevados impuestos.

Además, en realidad -esto tuvo que repetírselo varias veces para creerlo- no le
gustaba. Sí, era guapo, pero era demasiado serio y estudioso. Vivía de llenar mentes
jóvenes de conocimiento y tradiciones antiguas, lo cual a ella la aburría. Estaría muy
feliz cuando pudiese dar su investigación por terminada y regresar a una vida sin él.

Para cuando Stephen estacionó su costoso auto y se bajó a abrirle la puerta, ella
estaba considerando salir corriendo. Apenas pudo salirse del auto, buscó la ruta de
salida más cercana, pero él, aún con una mano en la puerta abierta y la otra en el
techo del vehículo le impidió salir.

Quizás era algo positivo.

Ella jadeó de pronto.

—No podemos continuar así.

La miró, sorprendido.

—¿Continuar cómo? ¿Aquí en Bath?

Se dio cuenta de que estaba a punto de hacer el ridículo, pues era la única que
estaba pensando en otra cosa que no era tomar notas para la disertación medieval
de Stephen. Buscó algo inteligente que contestar.

—No podemos continuar sin ¡agua! Eso es, sin agua para beber. Por si nos da
sed.

La miró como si estuviese perdiendo la cabeza y ella se sentía inclinada a darle la


razón.
Se apartó para dejarla salir, cerrando la puerta tras ella.

—Me ocuparé de eso luego. Mientras tanto hablemos de perros pastores. —La
miró de soslayo. —O pastores en general.

Ella parpadeó.

—¿Por qué hablaríamos de eso?

—Compláceme.

Supuso que era mejor que golpearlo, así que le siguió la corriente.

—Lo único que se de los pastores y sus perros es que de seguro vuelven locas a
las ovejas con su fastidio.

La guio calle arriba, llevándola del brazo.

—Según tengo entendido, lo hacen para mantener a salvo a las ovejas.

—Sí, y metidas en el rebaño —murmuró ella

—Protegidas —acotó él. —¿Ves la diferencia?

—¿Acaso los hombres de Piaget entienden de diferencias? —le preguntó,


intencionadamente.

Stephen se detuvo, mirándola. Si hubiese sido un poco más romántica, habría


pensado que estaba a punto de besarla. Se preguntó si se había dado cuenta de
cómo se había apartado el cabello de la nuca. Solo para refrescarse, claro.

Le besó la mano. Peaches lo miró boquiabierta.

—Mejor cierra la boca. La gente va a pensar que te acabo de proponer algo


indecente.

—Pues me parece que lo que dijiste no fue muy decente.


—No he dicho nada, todavía.

—Pero me estás mirando.

La siguió mirando sin ningún pudor.

—¿Por qué no simplemente me das una oportunidad y vemos que tal salen las
cosas?

—¿Con eso del pastoreo?

—También.

Peaches cerró los ojos por un momento.

—Esto no va a funcionar.

—¿Estás segura?

Se vio forzada a contemplar sus magníficos ojos grises. Suspiró largamente.

—Sí, estoy segura.

—Permíteme llevarte a mi modo por hoy —suplicó él, acariciándole el dorso de


la mano con el pulgar, quizás para consolarlos a ambos. —Solo por hoy.

Ella tragó saliva. Un caballero alto y extremadamente atractivo se estaba


ofreciendo a tratarla como una princesa durante todo un día ¿y ella estaba haciendo
un berrinche?

—Bien, acepto —contestó en voz baja.

Le regaló una de esas sonrisas a las que se estaba haciendo adicta rápidamente y
la guio calle arriba.

—¿Te apetece correr?


—Siempre, pero creo que me saldrían ampollas si corro en estos zapatos.

—No esperes que te compre otros si los dañas.

—¿No te preocupan mis ampollas?

Él se echó a reír.

—En realidad sí, y luego de que me patearas el trasero en nuestra carrera de


ayer, me parece que lo mejor es mantener un paso tranquilo.

Peaches le devolvió la sonrisa.

—¿Sabes, Stephen? Eres encantador cuando te lo propones.

—Es justo lo que me propongo ahora.

Dieron unos pasos más antes de que ella por fin se atreviera a preguntar.

—¿Por qué?

—¿Y por qué no?

Ella frunció el ceño.

—Esa no es respuesta.

La miró y su expresión iba realmente mucho mejor con la chaqueta de cuero que
con sus trajes de tweed. La apartó de la acera a una esquina tranquila. Peaches creyó
que iba a continuar hablando de perros pastores o quizás le iba a dar una lista de
cómo la compañía de una yanqui era mucho mejor a la de su trío de debutantes. Una
de ellas había arruinado un libro muy caro, después de todo.

Pero no hizo eso. En su lugar, acunó el rostro de ella entre sus manos, se inclinó
y la besó.
Peaches estaba tan sorprendida que sus rodillas cedieron. Stephen la sujetó por
la cintura, apretándola contra él mientras la besaba nuevamente. Ella se aferró a sus
brazos para mantenerse de pie.

—¿Y esto? —preguntó él, luego de separarse a tomar aire.

—No estoy segura de que entiendo —murmuró Peaches.

—Déjame guiarte hoy y luego me dices si necesitas otra explicación.

Ella se estremeció.

—Stephen…

La acalló con otro avasallante beso. Peaches le echó los brazos al cuello, pues
parecía lo más apropiado. Eso y, a pesar de haber besado a una buena cantidad de
hombres antes que a él, ninguno le había hecho temblar las rodillas de esa manera.

Una ruidosa queja a su lado la hizo volver a la realidad.

—Jovencitos indecentes —se quejó una anciana voz. —Besándose en público.

Stephen levantó la cabeza, encontrando a una canosa anciana mirándolos con


repugnancia.

—Mis disculpas, señorita.

—Señora —gruñó la anciana. —Señora Yeats.

—Señora Yeats —repitió Stephen educadamente. —Mis más encarecidas


disculpas, señora Yeats.

La señora Yeats los fulminó a gusto con la mirada, para luego proseguir su
camino. Peaches se le habría quedado mirando boquiabierta, pero estaba muy
ocupada mirando boquiabierta a Stephen. Él solo le sonrió, acabando con el poco
sentido común que le quedaba.
—Cosas de nobles —dijo, riéndose.

—¿De eso era que se trataba?

Él siguió riéndose, guiándola a quien sabe dónde. Ella no se atrevió a preguntar.

Todo eso era imposible. Ella era una don nadie y él tenía tres nombres de pila.
Ella era de baja casta. Él, el heredero del castillo más hermoso en la costa norte de
Inglaterra. Ella era vegana. Él de seguro tenía vacas enteras guardadas en el
congelador.

—Creo que necesito algo de beber —admitió, con la boca seca.

—Hay un bar de jugos allí enfrente —señaló él.

—Gracias al cielo. Espero que tengan algo verde —suspiró ella.

—Espero que tengan algo apto para consumo humano —murmuró él entre
dientes.

Pero lo dijo con una sonrisa, y caminó junto a ella al cruce de peatones. Le
compró un batido verde y pidió uno para él, con extra de fruta para disimular el
sabor a campo primaveral. Eructó disimuladamente al salir del bar.

—Temo por mi digestión.

Ella temía por su corazón, pero no dijo nada. Se limitó a seguirlo, solicita, a
donde fuera que la llevara.

***

El día fue mágico, en verdad. Pasearon por las calles, fueron a una exhibición
sobre Jane Austen, entraron de incógnito en una de las propiedades del National
Trust en el Royal Crescent, y evitaron ir al sector comercial como si del mismísimo
infierno se tratarse. Peaches estuvo realmente feliz cuando, al finalizar la tarde,
entraron a un bar-restaurant bastante encantador, elegido por Stephen, donde
servían una amplia gama de opciones libres de carne.

Stephen ordenó un plato de papas y vegetales salteados para ella y una taza de
estofado de carne para él. Al sentarse, se aseguró que los pies de ella quedaran
atrapados entre los de él.

—¿Entonces? —le preguntó, soplando su taza de té. —¿Cuál es tu veredicto?

—Me pusiste a trabajar —dijo ella, fingiendo disgusto. —Estuve memorizando


detalles todo el santo día.

—Pero te alimenté —replicó él. —Con cosas verdes.

Ella lo miró, seria.

—Cierto.

—¿Entonces?

—El jurado ha decidido que eres un hombre terriblemente encantador que no


puede evitar ser un mandón —recitó ella. —Debe ser algo genético.

—Desde hace como ochocientos años —dijo él, orgulloso. —Al parecer le
funcionó de maravilla a mis parientes. Lo sé porque los conozco.

Ella se echó a reír.

—Debe ser extraño conocer a varios de los hijos del hombre que construyó tu
hogar ancestral y empezó tu línea familiar.

—La palabra extraño se queda corta —confesó él, con una sonrisa torcida. —Me
hace estar mucho más pendiente de que el lugar no se desplome durante mi
regencia.
Peaches se estremeció al recordar eso. Había estado evitando pensar en eso que
había rumiado durante todo el camino a Bath. La lista de razones se le había olvidado
casi por completo luego de que Stephen la besara, pero al parecer no había forma de
dejarlo atrás.

Trató de alejarse, pero la retuvo, sorprendido.

—¿A dónde vas?

—De regreso al lado racional de la mesa.

—Peaches…

—¡Oh, David, mira a quienes tenemos aquí!—exclamó una animada voz.

Peaches volteó a su izquierda para encontrarse con David e Irene Preston,


maravillados junto a ella. Estos se apresuraron a tomar asiento en la butaca. Irene
junto a Stephen y David junto a ella.

—¿No es maravilloso? —preguntó Irene, mirando a Stephen como si de un


delicioso chocolate se tratara y pensara tragárselo completo lo más pronto posible.

A Peaches se le ocurrieron bastantes epítetos para ese momento. Maravilloso no


figuraba en la lista.

Se dio cuenta de que le estaba prestando más atención a Irene que a David,
quien le había rodeado los hombros con un brazo y le hablaba sin detenerse. Se
apartó de él, con el ceño fruncido, pero él no pareció darse cuenta.

—Listo entonces, Peachy —dijo David, en el mismo tono de su hermana. —


Pasaré por ti a mediodía.

Le tomó un minuto procesar lo que le decía.

—¿Mediodía?
—Mañana —se le acercó con una sonrisa conspiradora. —Para ir a almorzar, si
es que no se nos ocurre algo más interesante. Claro, eso dejaría a Irene sola, pero
Stephen se encargará de eso ¿verdad, Haulton?

—Por supuesto —el tono de Stephen era terriblemente sombrío, pero su rostro
no revelaba nada. —A donde tú quieras, Irene.

—Que afortunado habernos encontrado en Bath —dijo Irene, clavándole una


miradita traviesa a Stephen. —Quizás la señorita Alexander prefiera regresar a
Sedgwick con David.

—Es una verdadera lástima que no se pueda —respondió Stephen, —ya que la
señorita Alexander está en Cambridge, asistiéndome con una importante
investigación. —Le dirigió una sosa mirada a David. —No querría ponerte a pelear
con el tráfico, viejo.

—Pero nosotros también estamos en Cambridge —insistió Irene. —David tenía


negocios que hacer y pensé en acompañarlo. No sería tan difícil intercambiar
pasajeros, es bastante conveniente.

Peaches no lo hubiera llamado conveniente, pero no era quien llevaba la batuta


de la conversación.

—Quizás en otro momento —dijo Stephen, determinante. —La señorita


Alexander y yo tenemos cosas importantes que discutir, me temo, como la trata de
ovejas en el medioevo. —Clavó su mirada en Peaches. —¿Cierto, señorita Alexander?

Peaches asintió, permaneciendo en silencio y concentrándose en el golpeteo


rítmico que Stephen tamborileaba contra su bota. No sabía si lo hacía a propósito,
más una miradita durante el largo discurso de Irene sobre las bondades de las
tiendas de ropa en Bath le confirmó que sí lo era.

Pasaron una hora miserable. David no parecía ser capaz de dejar de tocarla, y
ella no parecía poder convencerlo de detenerse de una manera educada. No sabía
que era más insoportable: David o ver como Irene se aferraba a Stephen.
Se sintió muy aliviada cuando por fin pudieron escapar al auto de Stephen, de
regreso a Cambridge, pero no sabía porque. Stephen se había mantenido en silencio.
Ella no quería saber en qué pensaba.

Entonces estiró la mano abierta, esperando que ella la tomara.

Dudó solo un segundo antes de tomarla. Le besó el dorso de la mano y la apoyó


contra su muslo, cubriéndola con la suya. Eso duró hasta que llegaron a la M25 y
tuvo que lidiar con el pesado tráfico londinense. Le besó la mano nuevamente,
regresándola al regazo de ella.

Le gustó esa oportunidad de estudiarlo en silencio, mientras batallaba


concienzudamente con el tráfico. Tenía unas cuantas pecas en la nariz y unas leves
arrugas alrededor de los ojos. Si le hubiesen preguntado a que se debían un mes
atrás, habría respondido que eran de tanto fruncir el ceño. Ahora sabía que eran de
tanto sonreír y mirar con ojos entrecerrados a un maniático espadachín escoces.

—¿Qué? —le preguntó cuándo se dio cuenta de que ella lo miraba.

Le tomó un momento recordar lo que quería decir.

—No recuerdo haberle dicho que si a David.

—¿A lo del almuerzo o alguna otra cosa?

—A ninguna de las dos —admitió, juntando las manos sobre su regazo. —No me
di cuenta de que le había dicho que si almorzaría con él mañana, pero no se me
ocurrió otra respuesta. Creo que no hay razón de peso para negarme.

—Hmmm —respondió él.

Peaches estaba segura de que no había modo de estar más incómoda. Quería
huir, pero el clima se había puesto en su contra y el tráfico no amainaba, así que se
quedó quieta, escuchando la estación de radio que Stephen había elegido luego de
tratar de contener varios bostezos y deseando estar en cualquier otro lugar. No
estaba segura de donde había salido el beso que había compartido antes, ni a donde
se había ido toda la plática de guía.

Quizás el encuentro con el Duque de Kenneworth le había recordado a Stephen


que era su deber relacionarse con mujeres de cierto tipo.

Mujeres como Irene Preston, por ejemplo.

Stephen manejó por todo Cambridge, deteniéndose frente a la casa de


huéspedes de Holly. La acompañó hasta la puerta. Cuando ella se volteó a
agradecerle por el maravilloso día, se encontró envuelta en sus brazos.

Se abrazaron mutuamente, sin darse cuenta que ninguno quería dejar ir al otro.
Ella tenía miedo de asustarlo con sus ansias de no soltarlo.

—Te veré en la mañana —le dijo él en voz baja.

Asintió y se separó lentamente de él. Si él quería hablar de besos, guía o futuro,


ese era el momento. Pero guardó silencio.

Peaches se volteó tristemente hacia la puerta, dándose cuenta que no valía la


pena esperar a que le hablara. Lo miró una última vez entre las sombras del portal,
notando que llevaba su acostumbrada expresión seca y cerró la puerta tras ella.

Se dirigió a su habitación. No se decidía si estaba más molesta con David por


interrumpir ese momento tan especial o con Stephen por quedarse tan callado.

De una cosa si estaba segura: los cuentos de hadas eran una mentira.
Capítulo 20

Stephen regresó rápidamente a su oficina. Tenía que admitir que la única parte
de detestaba de su trabajo como profesor eran las reuniones. No había nada peor
que verse encerrado en una habitación con otro montón de profesores que solo se
preocupaban por detalles nimios que a él no le interesaban.

Bueno, quizás si le habrían interesado en otro momento, pero ahora tenía


experiencia real en otra época, acceso a fuentes verídicas de los hechos ocurridos en
el medioevo, y justo ahora, una mujer en su oficina a la que deseaba ver antes de
que se fuera a almorzar con un hombre al que verdaderamente empezaba a odiar.

David Preston ya le caía mal desde antes. Participar junto al buen duque en
varias organizaciones benéficas le había dado bastantes oportunidades de presenciar
la abismal falta de principios del mismo.

El simple disgusto había empeorado luego de una escandalosa muestra de su


carácter fraudulento en una de las galas en beneficio del hospital local. Pero aun así
no había empezado a odiarlo hasta la fatídica fiesta en Payneswick, donde David
había puesto los ojos en Peaches. Quizás ella no lo había notado, pero Stephen sí.

Kenneworth había sido terriblemente indiscreto, regando sus intenciones de


conquistar a la chica nueva por todo su círculo.

Stephen supuso que eso no había afectado socialmente a Peaches solo porque
era hermana de la Condesa de Sedgwick, un hecho que también había hecho saber.
Nadie se había atrevido a decirle nada, pero raramente era contradicho, pues nadie
salía ileso luego de meterse con el inescrupuloso duque.
Stephen podía decir sinceramente que David jamás había logrado tocarlo.
Suponía que era gracias a que su madre era un parangón de virtudes, que no había
hecho nada loco en su juventud que pudieran usar ahora en su contra y a que su
padre siempre se había preciado de ser escrupulosamente honesto en todo lo que
hacía. David podía insultarlo todo lo que quisiera, pero eran solo palabras. Él estaba
seguro de quién era.

Llegó a su oficina y encontró la puerta trancada. Eso lo alarmó por un minuto,


hasta que logró destrancar la puerta y vio a Peaches, ordenando unos libros. Entró,
suspirando aliviado.

—Caramba, que bien vestido estás.

Asintió con la cabeza.

—Creí que no tenías clases hoy.

—No tuve —explicó él, quitándose el abrigo y dejando el maletín sobre el


escritorio.

—¿Entonces por qué tanta prisa, Señor Parlanchín?

Le sonrió a pesar del cansancio, sentándose cerca de ella.

—Solo estaba ansioso de ver qué cosas nuevas has descubierto para mí.

Lo contempló en silencio un largo rato, él tuvo que recordarse que jamás se


retorcía de incomodidad. Pero ella estaba tan bonita, sentada primorosamente al
amor del fuego, la luz acariciando su piel perfecta.

Stephen arrugó la cara.

—Te recogiste el cabello.

—Combina mejor así con esta falda discreta y el suéter. —le sonrió, pero no le
duró mucho. —Tengo que irme.
—¿Ya es hora del almorzar con el gallardo y encantador Duque de Kenneworth?
—preguntó Stephen, con un tono jovial que realmente no sentía.

—Al parecer.

—La pasarás bien. No te apresures, todo estará aquí para cuando regreses.

Ella se alisó la falda.

—Estoy algo avergonzada.

—¿No te gusta la ropa? —le preguntó, tratando de mantener una expresión


neutral.

—Me queda perfecta —le espetó, algo molesta. —Solo creo que es de mal gusto
salir con un hombre usando la ropa que te regaló otro.

—No sabría decirte —murmuró entre dientes.

Peaches lo fulminó con la mirada, agarrando su bolso para salir, una cosita
encantadora que Humphreys le había elegido para tal ocasión. Stephen se levantó,
encontrándose cara a cara con ella.

—No puedes…—murmuró ella, respirando profundo. —Bueno, ya lo sabes.

Se cruzó las manos tras la espalda. Era la única manera de no rendirse y


apretarla contra él.

—Te compré algunas cosas solo porque no quería que regresaras a Sedgwick —
le admitió.

—Porque necesitas que trabaje para ti, ¿no?

—Eso también.

Lo miró con tristeza.


—¿Vas a salir con Irene?

—No. Soy un sinvergüenza —respondió, aparentando buen humor. —Tengo


mucho que hacer aquí.

Peaches cerró los ojos con firmeza, retirándose de la oficina.

Stephen la vio salir, y justo después de que ella cerrara la puerta, estalló en un
torbellino de juramentos y palabrotas, casi todas dirigidas al Duque de Kenneworth.

Eso lo hizo sentir mejor por un rato, pero no cambiaba el hecho de que David
estaba disfrutando de la compañía de Peaches y él no.

Empezó a divagar. Quizás Peaches tenía razón y necesitaba pasar un rato en


Escocia. Quizás aceptase acompañarlo. Le encantaría llevarla a uno de sus sitios
favoritos.

No se lo admitía a todo el mundo, pero amaba Escocia. Su padre se había


horrorizado de saber lo fascinado que estaba con todo lo que existía al norte del
muro de Adriano. Le encantaban los valles y los lagos, y esa sensación de haber
retrocedido en el tiempo.

Fue un desperdicio de tarde. Trató de hacer un millar de cosas que solo lo


mantuvieron ocupado por un minuto o dos. Consideró salir a correr, y luego se
encontró en un bar de jugos, bebiéndose un vaso de ese lodo verde, dándose cuenta
de que le empezaba a gustar. Se detuvo entonces en una de sus tiendas favoritas
para comprarse un enorme pastel de filete y riñón, para contrarrestar tanto verde en
su sistema. Luego de disfrutar de todas esas distracciones, regresó a su oficina a
trabajar.

Levantó la vista de su trabajo al escuchar la puerta. Peaches había entrado


calladamente y la había cerrado tras ella.

Parecía estar muy seria.


Se levantó de golpe, abrazándola sin pensar. El moverse demasiado rápido en
Bath la había empujado a los brazos de Preston ¿no? No quería cometer el mismo
error, pero era tan difícil.

Trató de separarse de ella, entonces notó que estaba aferrada a él.

—¿Te hizo daño? —le preguntó antes de poder contenerse. Se dio cuenta que la
ira lo consumía.

Peaches lo miró.

—No, no. Estábamos en un lugar público. Además se defensa personal.

—Me sentiría mejor si pasaras un par de días bajo la supervisión de Ian MacLeod
—aseveró él. —¿Fue maleducado?

Le clavó una mirada elocuente.

—Al parecer esta va a ser una conversación incómoda.

—Y que lo digas. Aunque debería estar más preocupado por tu estado físico,
primero quiero saber cómo está tu corazón.

Ella lo soltó.

—¿David Preston? ¿Bromeas? Ese tipo es un patán. Nunca lo consideré como


otra cosa.

La detuvo antes de que se escapara, volteándola gentilmente. Una mirada le


bastó para darse cuenta que si se había ilusionado de alguna forma y ahora se sentía
avergonzada.

—A mí también me han engañado antes —le admitió.

—¿Estabas enamorado de la que te engañó?

Él ignoró la pregunta.
—¿Estabas enamorada de David Preston?

—Eso fue bastante sentimental de su parte, Lord Haulton —respondió ella con
severidad, —y sin mencionar, indiscreto.

Él se mesó el cabello.

—Creo que necesito ir a correr.

—Apuesto que sí. Ponte los zapatos de goma, nos vamos.

—¿Y qué me dejes en cama como la vez pasada? —resopló él. —No lo creo.

—Vamos a la pista. Me aburrirá luego de unas cuantas vueltas. —Ella se volteó


para irse, mirándolo por encima del hombro. —Aún no respondes mi pregunta.

—Responde a la mía primero.

Peaches suspiró, llevándose las manos a la cadera.

—Al principio me sentí halagada por toda la atención, y creí que podría terminar
en cuento de hadas. —Se encogió de hombros, pero él pudo notar que era algo
delicado. —Es la pura verdad, y no sé cómo hice para confesártelo. Deben ser las
medias que me cortan la circulación.

Él le sonrió.

—Nah, son las ansias de patearme el trasero en la pista. Sientes que no me


dolerá tanto si me confiesas algo primero.

Ella se cruzó de brazos.

—Todavía me debe una respuesta, Lord Haulton.

—Vas a tener que sacármela a la fuerza, mujer.

—No creas que no soy capaz.


Él jamás lo dudó, pero ella se sintió en el deber de demostrárselo. Una hora
después, él pedía clemencia en la pista.

—Me vas a matar —jadeó, deteniéndose a recobrar el aliento.

—No tienes que correr conmigo.

—Eso me dejaría corriendo tras de ti. Eso sería mucho peor. —Stephen se
enderezó, prometiéndose entrenar más seguido, y la miró. Por lo menos jadeaba
ligeramente esta vez. —Una sola vez.

—¿Una sola vez qué? —preguntó ella.

—Me enamoré —respondió brevemente. —Una sola vez.

Ella se llevó las manos a la cadera.

—¿Y? ¿Cómo fue?

Se limpió el sudor con el antebrazo, rezando para que su sentido común volviera
a él.

—Vámonos.

Ella quedó boquiabierta.

—¿Eso es todo?

—Sí, es todo.

—Tú… tú… —balbuceó ella, fulminándolo con la mirada. —Yo te confieso uno de
mis secretos ¿y me quieres venir a pagar con eso?

—Soy un hombre —repuso él, encogiéndose de hombros.

—Si no estuviésemos en la universidad, te golpearía.


Él sonrió, pues lo dudaba.

—¿Qué quieres hacer esta noche?

—¿Me estás pidiendo que salga contigo, rata pérfida?

Stephen se echó a reír, porque ella estaba allí con él, no con David Preston y se
mostraba lo suficientemente interesada como para ponerle epítetos.

Estaba completamente perdido.

—Sí, eso exactamente es lo que hago —le respondió, feliz.

—Bueno, yo no quiero ir —le gruñó. —A menos que la propuesta sea buena.

—¿Una cena lujosa? —preguntó él. —¿Ir al teatro? ¿Al cine?

—Una cena en tu casa y luego pasaremos toda la noche leyendo los Cuentos de
Canterbury —le espetó ella. —En el idioma original, por favor.

Él parpadeó.

—¿Lo dices en serio?

—Sí. Me es más fácil sacarte detalles cuando estás concentrado en algo.

—No hay ningún detalle que…

Ella le alejó.

—Vámonos, chico.

***
Varias horas después, estaba sentado frente a la chimenea de su estudio,
leyendo pacientemente la obra maestra de Chaucer, doloridamente consciente de la
hermosa mujer a su lado, escuchándolo con atención.

Finalmente no lo soportó más. Dejó el libro al lado y la besó.

Luego de un rato, abrió los ojos para ver su reacción. No lo estaba pateando
repetidamente, así que algo estaría haciendo bien. Le pasó una mano por la nuca y
profundizó el beso.

—Detalles —le murmuró ella.

—¿Sobre qué?

—Ya sabes de qué.

—Una sola vez —dijo él, besándola otra vez.

—¿Y cómo fue?

—No ha pasado nada todavía.

Ella abrió los ojos, frunciendo el ceño.

—¿No ha pasado nada?

Negó con la cabeza.

—No todavía.

Se inclinó hacia atrás para verlo mejor.

—Entonces estás enamorado de esta chica —dijo, despacio, —no sabes que
puede pasar con ella, ¿y aun así estás aquí conmigo?

—Leyendo Chaucer, sí —concordó.


—Y algunas cosas más, campeón. No me refiero a otros libros. —Clavó los ojos
en el mentón de él, haciéndole pensar que de pronto saldría corriendo, pero ella
tenía los dedos entrelazados firmemente con los suyos y no daba muestras de querer
soltarse. Guardó silencio por un rato antes de hablar.

—Eres muchas cosas, Stephen, pero no un canalla.

—Gracias.

—Por lo menos eso creo.

—Gracias —repitió algo ofendido.

—Así que, si no eres un canalla ¿Qué haces aquí conmigo?

—Me imagino que te darás cuenta del porqué tarde o temprano —respondió él,
inclinándose para besarla nuevamente.

—¿Estás siendo condescendiente? —le preguntó severamente.

—No, solo quiero besarte.

—¿Por qué?

Pensó en una docena de respuestas apropiadas ante de decidirse por la más


adecuada. La tomó por los hombros, alejándose ligeramente de ella para mirarla a la
cara con toda la sinceridad del mundo. Era, después de todo, una mujer
terriblemente inteligente.

Pudo ver en sus ojos el momento exacto en el que ella se dio cuenta de lo que
trataba de decirle.

Quedó boquiabierta. Se levantó de golpe, alejándose de él con las rodillas


temblorosas. Lo mantuvo alejado con un gesto, cruzándose de brazos.

—No puedes estar hablando en serio.


Era obvio que estaba horrorizada, pero él no supo exactamente por qué. Quizás
no quería tener nada que ver con él -lo que temía- o creía que él no quería tener
nada que ver con ella -lo que le sorprendía.

—¿No? —le preguntó, serio.

Lo apuntó con un dedo tembloroso.

—¡Con un demonio, eres el heredero de Artane!

Dejó el libro a un lado.

—¿Solo por eso?

Peaches alzó el mentón.

—Estoy bastante consciente de nuestras diferencias, mi lord. Pertenecemos a


clases diferentes.

Se quedó boquiabierto. Lo supo porque le costó volver a cerrar la boca.

—Que montón de idioteces.

—No son idioteces —le respondió ella. —No estoy dispuesta a ser una
aventurilla. Y sí, sé que David Preston solo me quería para eso.

—No soy David Preston.

—No, eres el maldito heredero de Artane.

—Ya lo dijiste. No deberías decir tantas palabrotas.

—¡Vete al demonio!

La miró en silencio por un momento antes de doblarse de la risa.


—Además, mira en la situación que estoy ¿no tengo derecho a unas cuantas
palabrotas? —se cruzó de brazos, impaciente.

Él frunció los labios, conteniendo otro ataque de risa.

—Creo que tienes razón.

Se le alejó un poco más.

—Creo que necesito ir a correr.

La expresión de su rostro lo devastó. Se veía completamente rota, y eso se sintió


como si le echaran un cubo de agua helada encima.

Se dio cuenta de que divagaba, pero Peaches Alexander tenía ese efecto en él.
No lo dejaba pensar bien. Se levantó, abrazándola con delicadeza. Temblara, pero no
era por el frío. Después de todo, tenía el bonito suéter de cachemira que le había
elegido Humphreys.

Cuando por fin se calmó, decidió enfrentarse a aquello que no quería oír, quizás
ella no lo amara en absoluto.

—¿Crees que algún día —pausó un momento para evitar que le temblara la voz
—podrías dejar de detestarme?

Peaches le rodeó la cintura con los brazos.

—Nunca te he detestado.

—¿Entonces me odias?

Ahogó un sonido extraño contra el hombro de él. No sonaba como un sollozo,


pero no pudo reconocerlo de inmediato. S quedó allí, apoyada contra él por largo
rato antes de mirarlo nuevamente.

—Creo que esto no funcionará, mi lord.


Él se encogió de hombros.

—No soy un condenado príncipe, querida. Tengo algo de libertad.

—Stephen, eres, y no puedo creer que tenga que recordártelo tan seguido, el
futuro Conde de Artane. No puedes salir con una yanqui.

—No hablaba de salir contigo, Peaches.

Ella lo miró, estudiándolo con sorpresa.

—¿Entonces de que hablabas?

—Esperaba cortejarte, para luego tener una pública y escandalosa boda.

—¿Me estás pidiendo que me case contigo? —preguntó ella, cuando pudo
volver a cerrar la boca.

—Bueno, pensaba cortejarte primero.

Se apartó de golpe de él, mirándolo en silencio. Caminó hacia la puerta,


volviéndose a verlo con una mano sobre la madera. Lágrimas silenciosas le caían por
las mejillas.

Se preguntó si alguna vez ella cesaría de dejarlo sin aliento. Se le acercó,


tomándola delicadamente entre sus brazos. Se sintió aliviado al no recibir ningún
tipo de rechazo de parte de ella.

—¿Seguro que no me confundes con mi hermana? —preguntó, con voz


temblorosa. —Ella es la de los títulos y los grados universitarios.

—No, Peaches —susurró él. —No te confundo con tu hermana.

Se abrazaron en silencio por un par de minutos. La tomó por el mentón,


haciéndole alzar el rostro y limpiándole las mejillas.
—¿Quieres que te cuente el momento exacto en el que me enamoré de ti? —le
preguntó.

—Stephen…

—Fue en el salón principal de Sedgwick —continuó él, tratando de no disfrutar


tanto el sonido de su nombre en los labios de ella. —Estábamos vueltos locos
buscando a Pippa, y entonces llegaste tú. Tess me había estado hablando de ti
durante años, pero nunca pensé que eras realmente tan perfecta.

—Es una exagerada —murmuró Peaches.

—En tu caso, no.

—Nadie se enamora a primera vista —acotó ella.

—¿De veras? —preguntó él, poniéndose serio de pronto.

—De veras. Creo que toma alrededor de una semana.

Stephen parpadeó, confundido. Entonces entendió lo que ella trataba de decirle.

—¿Una semana?

Ella asintió.

—Sí, una semana.

—¿Podrías describirme esa semana?

—¿Quiere detalles, Lord Haulton? —ella sonrió.

—Por supuesto.

Con un suspiro, pareció relajarse.


—Fuiste nuestra roca —dijo ella. —Mi roca, para ser exacta, cuando Pippa se
marchó. Me hacías reír, me traías té, me llevabas a pasear por horas en la playa. Por
supuesto, no quería agarrarte gusto, porque sabía que lo nuestro no podía ser. —Lo
miró a los ojos. —Por ser quien eres, por supuesto.

—Tonterías.

—No, no lo son —replicó ella. —Que te lo tomes tan en serio es parte de tu


encanto. —Se encogió de hombros. —Y allí estabas, el príncipe de un castillo de
ensueño que, montado en un blanco corcel, vino a rescatarme del dolor de perder
una hermana. Fue algo bastante fuerte. —Lo volvió a mirar a la cara. —Aunque fuiste
un héroe algo silencioso.

—Es porque me dejas sin aliento —admitió él. —Tenía miedo de meter la pata,
lo que terminé haciendo igual. He intentado congraciarme contigo desde entonces.

Peaches sacudió la cabeza.

—Stephen, esto no puede… —la interrumpió el zumbido de su teléfono al otro


lado de la habitación. —Debe ser Tess, es la única que llama tan tarde.

—Contesta, yo no me moveré de aquí —le dijo, soltándola para que pudiese ir a


contestar. Se retiró al sofá, aprovechando el momento para contemplarla. Lo que le
había contado era verdad solo en parte. No se había enamorado de ella solo por los
cuentos de Tess, ni al ver su postura erguida ni su fortaleza interna, ni siquiera su
belleza. Al verla, algo había simplemente encajado dentro de él. Sabía que era la
mujer de su vida.

—Es David —dijo ella, con el teléfono en la mano.

Stephen se le fue el ánimo al piso. Le hizo señas de que contestara sin comentar
nada, pues no tenía nada bueno que decir. Ella frunció el ceño, pero contestó igual.

Stephen trató de no espiar, pero había mucho silencio en casa y él tenía buen
oído. Lo consoló escuchar que ella no estaba muy entusiasmada de hablar con David.
—¿Mañana en la noche? —dijo Peaches. —No estoy segura de donde queda
Chattam Hall. Oh, en Londres. Ya veo.

Stephen se mesó los cabellos. Chattam Hall le pertenecía a su abuela por parte
de madre, la cual hacía reuniones importantes todos los sábados. Se le había
olvidado que este fin de semana habría una reunión especial, aunque, en su defensa,
había estado bastante ocupado. En el pasado, esas reuniones consistían mayormente
de parlotear con políticos importantes y bailar bajo la férrea supervisión de su abuela
con todas las mejores solteras disponibles. Por lo menos esta vez no tendría que
lidiar con Victoria, pero aún sin ella en la ecuación, no era la mejor situación para
presentar a Peaches antes su abuela.

Pero la única manera de que la dejara ir con el baboso de David Preston era por
encima de su frío y yerto cadáver.

Miró a Peaches, sacudiendo la cabeza con firmeza.

Peaches le clavó una mirada que no supo interpretar.

—¿La abuela de Lord Haulton? No, no conocía ese parentesco. No sé si estará allí
o no.

Stephen la señaló, luego se señaló a sí mismo, asintiendo.

Peaches lo ignoró.

—Todavía no estoy segura de lo que haré el fin de semana. Dame un momento y


te devuelvo la llamada.

Se apresuró a defenderse después de que colgó.

—Te prometo que no me acordaba de eso. En realidad nunca me ha gustado


asistir.

—¿Miedo de encontrarte con el Trío Terrible?


Él suspiró.

—No me sorprendería. Las listas de invitados de mi abuela siempre son


enormes, y ellas siempre se aseguran de estar. Bueno, excepto Victoria, que siempre
ha evitado encontrarse con mi abuela y verse obligada a pasar una noche en mi casa,
por si querías saber.

—En realidad no quería saber.

—Eres una pésima mentirosa.

Ella suspiró, colapsando en el sofá junto a él.

—Entonces no debería ir.

—Claro que deberías ir —dijo él. —Conmigo, por supuesto.

—Stephen —replicó ella. —No puedo salir contigo.

—En realidad, puedes hacer mucho más que salir conmigo, pero debo admitir
que hay que planear alguna forma de que mi abuela no se entere de que no tuvo
nada que ver en cuando a mi relación contigo. —Quizás estaba subestimando la
potencial ira de su abuela, pero no había razón de preocuparse antes de tiempo.
Como le había indicado antes a Peaches, él tenía la potestad de elegir su propio
camino. Que otros concordaran con él o no, era algo que no podía controlar. Suspiró.
—Supongo que puedo dejar que Kenneworth te lleve si crees poder soportarlo. Me
aseguraré de que John y Tess estén presentes para llevarte de vuelta a casa. —Le
clavó una mirada bastante elocuente. —Primera y última vez, Peaches.

Ella lo consideró por un momento antes de enviarle un mensaje de texto a


David, diciéndole que había cambiado de parecer.

—Aunque fuera posible, de alguna manera —dijo, lentamente. —No sé cómo


haremos que funcione.

—Un paso a la vez —respondió él.


Ella respiró profundo.

—¿Y cuál es el primer paso?

—Superar la tarde de mañana luego de ser consentida en Londres.

—Más cosas que superar —suspiró ella, pesadamente.

—Te guiaré, si me lo permites —dijo él. —Peaches, si estoy yendo muy de prisa o
empujándote en una dirección que no te agrada, dímelo y…

—¿Te detendrás? —preguntó ella, educadamente.

—Lo intentaré —dijo, tratando de sonar tan educado como ella, pero fallando
miserablemente.

Peaches lo miró en silencio.

—¿De veras?

—Cambiaría mi forma de proceder —admitió él. —Pero a menos de que me


golpees… no.

—Es una locura —resopló ella. —No puedes casarte con una yanqui.

—A mi hermano le funcionó.

—Él no es el heredero.

Stephen la miró con seriedad.

—Ya veremos si mi padre tiene algo que objetar, lo cual no creo. Entonces, si
aún tienes dudas, podemos escabullirnos por una de esas estúpidas puertas para ir a
pedirle su bendición al mismísimo Rhys o a Robin de Piaget ¿estarás satisfecha
entonces?

Ella se encogió de hombros.


—Solo me preocupo por ti.

—Debes dejar de ser tan malditamente altruista.

—No deberías decir tantas palabrotas —le espetó con una sonrisa.

Stephen puso los ojos en blanco, pero aprovechó el tenerla tan cerca para
dedicarse a algo más constructivo que soltar palabrotas.

Por lo menos eso lo mantendría contento mientras soportaba ver como David
Preston trataba estúpidamente de conquistarla en un lugar donde no podía
simplemente sacarlo al patio por el pescuezo y dispararle.
Capítulo 21

Peaches bostezó mientras esperaba a que David encendiera el auto para llevarla
a Chattam Hall, hogar de la anfitriona más ilustre de todo Londres, quien por
casualidad resultaba ser la abuela de Stephen.

Louise Heydon-Brooke era, según lo que había escuchado Peaches, la abuela por
parte de madre de Stephen, lo que significaba que su única conexión a Artane era su
hija, esposa del Conde. Era baronesa por derecho propio, lo que significaba solo otro
futuro título para Stephen.

David se montó finalmente en el auto, apestoso a colonia y arrogancia. Encendió


el motor de su ostentoso Ferrari rojo, haciéndolo vibrar con una sonrisa estúpida.

A ella no le impresionó ni un poco.

Se sintió aliviada cuando se vio obligado a atender una llamada telefónica, ya


que le permitió concentrarse en cosas más agradables, como el recordar que no
había tenido que lidiar con David todo el día.

Había abordado un tren a Londres en la mañana para dedicarse a un montón de


cosas que Stephen había insistido pagaría él. Lo ignoró, por supuesto. Supuso que era
tonto a la larga, pero insistió en pagar el tratamiento facial y la manicura con su
propia tarjeta de crédito, y luego había tomado un taxi para ir a buscar su vestido.

Ese fue el momento en el que se rindió y se dejó llevar por él. Tenía que admitir
que se debía a la nota que le había entregado la dependienta apenas cruzó la puerta
de la tienda. Estaba algo asustada: había muy pocas cosas exhibidas y todo mundo
sabía que mientras menos hubiese en la vitrina, más caro era el lugar. Decidió
serenarse y abrir la nota.

No quiero ni imaginarme los golpes indebidos que le has dado a tu tarjeta hasta
ahora, así que permíteme contribuir con esto a tu noche.

SdP.

No pudo evitar sonreír al leerlo. Fue llevada por la dependienta a probarse un


hermoso vestido azul pálido. Luego, fue acompañada a la calle, donde Humphreys la
esperaba, sosteniendo la puerta abierta de un brillante Rolls-Royce negro.

—¿Me atrevo a preguntar a donde nos dirigimos? —le susurró al mayordomo


con voz temblorosa.

—Tengo entendido que al Ritz, señorita.

—No es bueno en eso de llevar las cosas con moderación ¿no?

Humphreys se limitó a sonreír, cerrando la puerta tras ella.

Efectivamente, la esperaban en el Ritz. Fue guiada escaleras arriba por un


solicito empleado del hotel, siendo dejada al cuidado de nada menos que Edwina,
quien se encargó de prepararla para su velada.

Peaches se había dado una ducha relajante y luego se había limitado a dejarse
cortar, pulir y pintar mientras bebía a sorbitos su batido verde. Luego de ser
adornada con varias piezas que parecían pertenecer a una caja fuerte, fue revisada
una última vez, considerada adecuada -por Edwina, naturalmente- y enviada
escaleras abajo para ser escoltada a la reunión.

Y ahora se encontraba en un auto demasiado decadente para su gusto,


acompañada de un tipo al que no toleraba y no le interesaba en lo más mínimo lo
que tenía que decir. Lo único bueno de estar tan cerca de él, era la oportunidad de
estudiarlo, dándose cuenta de los detalles que le habían molestado sin darse cuenta.
Por ejemplo, el modo en el que David se refería a Stephen. Era una egocéntrica
condescendencia, más que desprecio real. Como si él pudiese meterse con Stephen
de Piaget sin consecuencia alguna. Se preguntó si por esa razón era que había sido
invitada al baile en Kenneworth House. Quizás David sospechaba que Stephen le
tenía cariño y el invitarla era su manera de provocarlo.

Lamentaba mucho haber sido parte de esa burla, aunque no hubiese estado
consciente al momento.

Chattam Hall no era tan grande como el palacio de Kensington, pero si era más
grande de lo que esperaba. No le extrañaba que la abuela de Stephen lo vigilara tan
férreamente. De seguro adoraba el lugar y deseaba asegurarse de que la esposa de
Stephen lo cuidaría tan bien como ella misma.

Eso no pintaba bien para ella, pero el solo pensar que Stephen creyera que
podrían tener algo más que lo que ya tenían -sea lo que fuere- era bueno.

—Aquí vamos —la interrumpió David, inclinándose hacia ella, aparentemente


listo para besarla.

Casi se golpea la nuca evitándolo. Él disimuló su desdicha revisándose el peinado


en el espejo.

Le abrieron la puerta y una mano enguantada se adelantó para ayudarla a bajar.


Ella sonrió cuando descubrió que era Humphreys quien la atendía.

—Al parecer estás en todas partes hoy —le dijo.

—Simplemente cuido las joyas de la familia, señorita —le confesó él. —Y no me


refiero a las que lleva puestas —acotó con una sonrisa traviesa.

Ella se sonrojó a pesar de todo.

—Eres muy amable, Humphreys.

—Es un honor encargarme de usted, señorita Alexander.


Desafortunadamente fue dejada al cuidado de David después de entrar. La
entrada de este fue tan escandalosa y llamó tanto la atención, que Peaches tuvo que
suprimir el deseo de huir al baño más cercano.

Entonces recordó que eso no le había funcionado tan bien la última vez que tuvo
que lidiar con él, así que lo soportó lo mejor que pudo.

Creía estarlo haciendo bien, hasta que vio a Stephen, de pie junto a una anciana
que solo podía tratarse de su abuela, Lady Chattam. La miraba con esa sonrisa
educada que utilizaba antes a menudo.

Encerrarse en el baño empezaba a sonar cada vez más atractivo.

Miró a la abuela de Stephen. Era justo como se la imaginaba: cabello blanco


abundante, ropa de seda y joyas exquisitas. También era bastante incisiva, como
descubrió al ser presentada.

—Ah, la señorita Peaches Alexander —dijo Lady Chattam, mirando a Peaches de


arriba abajo, sin duda estudiándola despiadadamente. —La hermana de la Condesa
de Sedgwick, si no me equivoco.

—Es correcto, mi lady —Peaches se contuvo las ganas de hacer una reverencia.

—Creo que ya conoce a mi nieto —Lady Chattam señaló elegantemente a


Stephen. —El Vizconde de Haulton.

—Es cierto —admitió Peaches, sin atreverse a mirar a Stephen. Notó que él
extendía su mano hacia ella, pero Lady Chattam intervino, separándolos.

—Pues me alegra —dijo secamente. —Como siempre, Kenneworth es el último


en llegar. Iremos a cenar de inmediato. Stephen, tu brazo.

Peaches respiró profundo. No esperaba una cálida bienvenida, ya que no


contaba con títulos nobiliarios, ni dinero, así que no le sorprendió la frialdad de la
matrona. Caminó hacia el comedor del brazo de David Preston, quien la abandonó
prontamente para ir a por un trago en la biblioteca.
Quedó sola, entre un mar de gente desconocida. Entonces alguien la tomó por el
codo. Al voltearse, se encontró con Tess y John de Piaget, a quienes saludo
efusivamente. Nunca se había sentido tan agradecida de ver a alguien.

—Gracias al cielo, la caballería —suspiró.

Tess la miraba como si nunca la hubiese visto antes.

—Te ves preciosa ¿Kenneworth te compró ese vestido?

Peaches se retorció, incómoda.

—Obviamente no.

Tess frunció el ceño por un momento antes de caer en cuenta.

—¿Stephen? —preguntó en voz baja.

—Creo que llevamos mucho tiempo sin conversar ¿no crees? —Peaches sonrió
débilmente.

—Ciertamente —suspiró Tess, —pero creo que es hora de hablar. Dos de las
novias de Stephen están aquí e Irene Preston se está afilando los colmillos. No sé si
su prima Andrea forme parte del plan también.

—No las culpo —admitió Peaches, jugueteando con su collar de diamantes. —Él
tiene un gusto excelente.

—Cierto —concordó Tess, sonriendo, —tanto en ropa como en mujeres.

—Lo cual deberíamos discutir en otro momento —susurró John. —Se acerca su
Excelencia.

Peaches suspiró profundamente antes de voltearse a saludar a David con una


sonrisa. Iba a ser, tal como lo temía en el auto, una larga velada.
Lo único que la animó fue el enterarse de que no estaría sentada junto a
Kenneworth en la cena, sino junto al nieto de Lady Chattam, quien la ayudó a tomar
asiento como todo un caballero. Aceptó graciosamente, tratando de calmarse.

—¿Qué opinas de la disposición de los asientos? —preguntó Stephen en voz


baja.

—Me encanta —murmuró ella en respuesta, arreglándose la servilleta en el


regazo. Ahora más que nunca estuvo agradecida por las lecciones de tía Edna, quien
se empeñó en que supieran exactamente que cubierto usar si alguna vez tenían que
comer con gente noble.

—Te ves preciosa —dijo Stephen, usando su vaso de agua como tapadera.

—Gracias.

—¿Ese lápiz labial se corre o es de esos modernos?

—¿Por qué la pregunta?

—¿Por qué crees?

Peaches le sonrió, pero no contestó. Afortunadamente sirvieron la comida antes


de que pudiera meterse en problemas. La cena se le hizo eterna, pues estaba
dividida entre comerse con los ojos a Stephen, quien se veía delicioso en su traje
formal, sabiendo que la temible abuela los vigilaba de cerca, y el prestarle atención a
la conversación en la mesa. Que Stephen estuviese empeñado en sostener su mano
bajo la mesa no la ayudaba.

—Creo, mi Lord Haulton —le murmuró en voz baja, —que está usted a punto de
meterse en problemas.

—Mi abuela no lo notará —le susurró él en respuesta.

—Pero los criados sí.


—Ellos no dirán nada.

—Pero tus novias sí. Una de ellas ya sospecha que algo pasa. —Peaches le sonrió
educadamente. —La rubia me ha estado fulminando toda la velada. Y ni hablar de
Irene Preston.

—¿Debería entonces mirarte de otra forma?

—No, pero por lo menos deja de mirarme tanto la boca.

Él le sonrió. Esa sonrisita educada que había visto tantas veces antes de meterse
en el embrollo de la Inglaterra medieval y que su vida perdiera sentido. Ahora
entendía que no significaba que él la odiara, más bien lo contrario.

Significaba que la amaba.

—¿Bailamos después? —Stephen le preguntó.

—Si quieres —contestó.

—¿Crees que cumpla las expectativas? —preguntó él de pronto. —Las de tía


Edna, me refiero.

Peaches se sorprendió. Era extraño que se preocupada por la opinión de una


anciana que ni siquiera conocía. Que lo hiciera hablaba muy bien de él.

También de sus sentimientos por ella.

—¿De verdad te importa tanto?

—Mucho, si te soy sincero.

—Tienes que dejar de hacerme esto en público —le dijo, parpadeando para
evitar que se le aguaran los ojos. —Nos vas a meter en problemas. Y sí, estoy segura
de que te considerará apropiado.
La manera en que le sonrió entonces la hizo sentirse aliviada de estar sentada.
Sospechó que la abuela no se había levantado a averiguar que pasaba porque estaba
distraída y no se había dado cuenta. Luego de asegurarse de que Lady Louise
estuviese aún entretenida con otros huéspedes, se permitió una agradable
conversación con un robusto señor a su izquierda, quien resultó ser un magnifico
jardinero. Logró tener una buena conversación con él, a pesar de tener la distracción
constante del codo de Stephen contra el suyo, o su pierna cerca de la de ella.

A la cena le siguió un periodo de socialización, el cual fue tan doloroso como se


había imaginado. David la mantuvo junto a él casi toda la velada, aunque pudo evitar
que le pusiera las manos encima. Se sintió aliviada al escuchar a la orquesta afinar,
aunque pensándolo bien, de seguro David intentaría monopolizar su tiempo, y no
porque la quisiera, sino por su propias razones.

Lo único que la salvó de ese terrible destino fue que Lady Louise había traído una
orquesta especializada en música clásica, así que, luego de trastabillar un par de
canciones, David se rindió y la guio a la mesa del ponche. No había notado lo mal
bailarín que era en Kenneworth House.

—Preston, viejo amigo —dijo una elegante voz tras ellos, —¿no crees que es
hora de que le des la oportunidad a otro?

Se voltearon para encontrarse cara a cara con John de Piaget, quien se veía
terroríficamente letal, a pesar de sus finas ropas.

—¿A ti? —resopló David.

John arqueó la ceja.

—Privilegio familiar, ya sabes.

—Tu castillo ni techo tiene.

—Cierto, pero el de mi esposa sí, y estoy más que contento con eso. Ahora deja
a mi cuñada en paz y anda a molestar a otro con tus tonterías.
—¿Cómo te atreves? —preguntó David, inflándose de autosuficiencia.

John tomó a Peaches de la mano.

—Detente, a nadie le importa.

—No te atreverás a hablarme así en un futuro —amenazó David en voz baja,


pero lo suficientemente alto para ser escuchado por la gente a su alrededor.

Peaches no era de las que se asustaba con facilidad, pero no pudo negar que el
tono de voz de David era amenazante. Caminó con John hacia el centro de la pista de
baile.

—¿Qué opinas? —le preguntó, usando ese francés antiguo que de seguro pocos
entenderían en esa reunión.

—Estoy muy feliz de que mi abuela me forzara a tomar clases de baile y de arpa
de niño —respondió él, complacido. —Y tu acento es impecable. Mantendrás a cierto
muchacho que se interesa en estas cosas muy complacido.

Ella frunció el ceño mientras la guiaba en un vals.

—No era eso a lo que me refería, pero ciertamente bailas muy bien.

—¿Mejor que mi sobrino?

Peaches se echó a reír, aliviada por esa breve distracción.

—Creo que guardaré silencio al respecto, por lo menos de momento. Tú de


seguro ya notaste que la abuela de Stephen no te quita los ojos de encima, pero no
parece estar molesta.

—De seguro aún trata de averiguar por qué me parezco tanto a su sobrino.

—¿Qué le has dicho?


—Yo ni me he acercado a la vieja bruja —dijo John, fingiendo temblar de miedo.
—En realidad no me importa. La dejaremos pensar lo que quiera, de momento. —
Miró por encima de la cabeza de ella. —En cuanto a nuestro buen duque, temo que
planee algo. Todavía no sé qué es, pero lo estoy vigilando.

—Estoy segura de que Stephen está aliviado.

—Lo está ciertamente, aunque me pidió que dejara mis armas en el auto.

—¿Y lo hiciste?

Él se limitó a sonreír, lo que le sacó otra sonrisa a Peaches. Era bueno saber que
tanto John como Stephen estaban preparados para blandir algo más que su extrema
guapura, de ser necesario.

—Y allí está mi buen Vizconde Haulton, mirándome ceñudo, rodeado de primos


menos importantes, quienes no te quitan los ojos de encima ¿A dónde te llevo
primero?

—Con los primos —susurró Peaches. —No estoy preparada para lidiar con la
abuela de momento, y no pienso interponerme entre las novias del infierno y su
presa.

—Me parece que es lo más sabio. Te dejaré con los muchachos Chattam
entonces, hasta que las depredadoras de Stephen se cansen de perseguirlo.

Peaches no dijo nada, pero sospechaba que Stephen se cansaría antes que
alguna de ellas. John la dejó en manos de uno de los nietos menores de Lady
Chattam, un encantador y guapo jovencito que resultó ser un excelente bailarín,
aunque su conversación se limitó a su salud y al clima.

Peaches supuso que los diamantes de Stephen lo tenían encandilado.

***
Era ya casi media noche y Peaches se encontraba tomando ponche en compañía
de Tess y John. David había desaparecido misericordiosamente una hora antes. Tenía
que admitir que la había pasado bien bailando con los primos de Stephen. Llegó a
bailar una pieza con su hermano Gideon, quien la trataba como si ya formara parte
de la familia. También había tenido la oportunidad de sostener una agradable
conversación con Megan, la esposa de Gideon, y el tener a Tess cerca la ayudaba a
mantenerse centrada. Todo iba bien, a pesar de tener que pretender no sentir nada
por Stephen.

—Oh, vaya —susurró Tess.

Peaches estuvo a punto de preguntarle a su hermana que pasaba, pero obtuvo


la respuesta sin tener que abrir la boca.

Stephen se dirigía a donde estaba ella.

—Calma —le murmuró Tess.

—Guarda silencio —respondió Peaches. —A su abuela no le va a gustar esto.

—No creo que le importe —dijo Tess. —Disfruta de tu momento de fantasía.

—Si me besa, lo mato.

Tess se echó a reír, retirándose a la pista de baile de la mano de su esposo.

Stephen se detuvo frente a ella, con una pequeña reverencia.

Peaches trató de no retorcerse.

—Mi lady —la saludó él, educado como de costumbre.

—Creo que me confunde con mi hermana, la condesa.

—No lo creo —contestó él, tendiéndole la mano. —¿Me concede esta pieza?
Ella le tomó la mano.

—¿Seguro?

—Absolutamente.

—A tu abuela le va a dar un ataque.

—Se recuperará —aseveró, sacándola a la pista y abrazándola para bailar.


Suspiró aliviado, —Creo que esto hace valer todo el sufrimiento de esta velada.

—Gracias —le contestó, con una sonrisa. —Aunque debo admitir que tus primos
fueron muy educados y encantadores.

—¿Te comienza a gustar el otro lado de la familia, querida?

Peaches negó con la cabeza.

—No tienen callos.

Él frunció el ceño.

—¿Callos?

—Por la esgrima —le explicó, apretándole tiernamente la mano derecha. —Una


chica tiene que tener estándares.

—Creo que nadie se dará cuenta si te recompenso por ese comentario cuando el
reloj de las doce —le comentó, con una sonrisa aliviada.

Ella se echó a reír, más que todo porque estaba entre sus brazos y en ese
momento todo parecía perfecto.

Entonces el reloj dio las doce. Y las cosas dieron un vuelco inesperado.
Capítulo 22

Parado en la biblioteca de su abuela, con Peaches a su lado, Stephen tenía una


sensación extraña en el estómago, demasiado parecida al miedo para su gusto.

Supuso que era mejor que la intensa irritación que había sentido al ser
interrumpido mientras trataba de besar a Peaches justo a medianoche. Un paje de su
abuela le había avisado que lo solicitaban en la biblioteca. Había llegado, listo para
decirle a su abuela exactamente lo que pensaba sobre meterse en su vida amorosa,
pero al parecer no era eso por lo que lo solicitaban.

Su abuela estaba parada en plena biblioteca, obviamente molesta por la


interrupción. Su hermano Gideon también estaba allí, junto a su esposa Megan.
Ambos tenían una expresión completamente neutra, pero claro, estaban
acostumbrados a escuchar noticias sin sentido, así que ya tenían práctica
disimulando. El grupo lo completaban, para alivio de Stephen, Tess y John.
Afortunadamente John iba desarmado.

Aunque Stephen comenzaba a desear haberlo dejado traer sus espadas.

Estaban todos reunidos alrededor del ilustrísimo Duque de Kenneworth, quien


se comportaba como si estuviese en audiencia en su propio palacio.

—Nos está apartando de una agradable fiesta —dijo Stephen, cruzándose de


brazos, —y lo estamos complaciendo solo porque tenemos buenos modales. Por
favor, indíquenos el propósito de esta reunión para poder continuar con la
festividad.

David le sonrió fríamente.


—Estaba esperando justamente que llegaras tú, Haulton. Es una verdadera
lástima que no estén tus padres, pero tendremos que conformarnos con los
presentes.

—¿De qué demonios estás hablando? —Stephen no solía perder los estribos,
pero estaba a centímetros de descargar toda su ira sobre David: una cosa era ser
molestado por él y la víbora de su hermana en público, y otra muy distinta era tener
que soportarlo en su propio hogar.

—Ya me estoy cansando del suspenso yo también, jovencito —acotó Lady


Louise. —Quizás olvides de quien es la reunión, y lo que significa tu mal
comportamiento para tu reputación.

—Preocúpese más por usted misma —dijo David.

Stephen vio erizarse a su abuela.

—¿Y por qué debería preocuparme por mi misma?

—Porque luego de que escuche lo que tengo que decir —explicó David, —se
dará cuenta que no tiene el dinero suficiente para hacer este tipo de cosas todos los
fines de semana.

—No seas ridículo —le espetó Lady Louise.

—No estoy seguro de que David conozca otra manera de comportarse, Abuela
—intervino Stephen, —pero quizás tenga una divertida anécdota que compartir. —
Fulminándolo con la mirada, agregó, —Espero que sea lo suficientemente divertida
para justificar todo esto.

David señaló la puerta. Al dirigir la mirada hacia allá, notó que Irene y Andrea
acababan de entrar. Parecían no estar muy convencidas de querer estar allí.

Intercambió miradas con John, quien discretamente se encargó de colocar a


Peaches y a Tess tras él.
David parecía no darse cuenta que estaba en una habitación llena de hombres
que no dudarían en hacerlo pedazos de ser necesario.

—¿Necesitas de una audiencia más grande? —le preguntó a David, cruzándose


de brazos.

—Si te callas la boca y me dejas hablar, seré breve —los ojos de David brillaron
desagradablemente. —Estoy aquí para darte la oportunidad de salvar todas tus
propiedades y el buen nombre de tu familia.

Lady Louise puso los ojos en blanco.

—Eres un demente —dijo, haciéndole señas al mayordomo en jefe, —


Hollingsworth, llama a las autoridades.

—Hollingsworth, quédate donde estás —ordenó David. —Escúchame, anciana, y


más te vale que me escuches con atención.

Stephen no se había dado cuenta de que su abuela estaba junto a él hasta que
sintió sus dedos atenazándole el brazo de tal manera que lo hizo estremecerse.

—Estoy a nada de perder la paciencia —advirtió Lady Louise, en un tono tan


severo que Stephen no pudo evitar temblar de miedo. —Mejor cambia el tono,
jovencito, o terminarás en mi lista negra.

—Sí, escúpelo de una vez —le espetó Stephen, en un tono deliberadamente


desdeñoso, —antes de matarnos a todos del suspenso.

—A eso voy —la expresión de David cambió por completo, dejando ver todo el
odio que sentía, —y me dirigiré directamente a ti. No entiendo exactamente porqué,
pero mi prima Andrea te quiere.

Stephen parpadeó, confundido. No era eso lo que esperaba oír.

—¿Qué?
Lady Louise hizo un ruido de impaciencia.

—Mi nieto no se casará con ninguna muchachita de un pueblo sureño sin


importancia, sin importar lo que ella crea querer.

David se metió las manos en los bolsillos.

—Más temprano que tarde descubrirán que Andrea obtendrá lo que quiere a
pesar de todo —dijo mirándola por encima del hombro. —Andrea, ven a compartir lo
que descubriste.

Stephen vio como Irene empujaba a Andrea de tal manera que la chica habría
caído al suelo, de no ser porque él intervino, atrapándola a tiempo.

—¿Cómo fue que te inmiscuiste en eso? —le preguntó, sorprendido.

Se apartó de él, yendo a pararse junto a su primo. Stephen regresó junto a su


abuela, más que todo para evitar que esta lo apuñalara con un abrecartas o algo así.

Estaba sorprendido de lo mal que había juzgado a la prima de David, a menos


que estuviese metida en un embrollo que no podía controlar.

Se dio cuenta de que no quería enterarse realmente de lo que pasaba.

—Revisaba el escritorio de mi padre —explicó Andrea, con voz temblorosa, —


cuando conseguí un sobre sellado. A él le gustaba coleccionar antigüedades, así que
había varios documentos viejos. —Miró a David, nerviosa, —Yo pienso que…

—No deberías pensar —le espetó David, agarrándola por el hombro. —Yo
continuaré por ti, Andrea, ya que parece ser algo terriblemente difícil. Verás, lo que
Andrea consiguió entre los papeles de su padre le pertenecía en realidad a uno de
mis ancestros. —Clavó la mirada en Stephen, —¿No te da curiosidad saber qué es?

A Stephen no le gustó la expresión en el rostro de David. No sabía si era


producto de drogas o quizás simplemente locura, pero la razón no importaba. Se
limitó a asentir con la cabeza.
—Eran las ganancias de un juego de azar.

—Lo cual no me sorprende —lo interrumpió Lady Louise. —Lo que si me llama la
atención es que todavía tengas casa, a pesar de lo derrochador que era tu padre.

La expresión de David se endureció.

—Sí, era un hombre poco precavido.

—Y tú también lo eres —le espetó Lady Louise, —pues pasas tanto tiempo como
él apostando.

—Afortunadamente para mí —el tono de David era frío, —soy un poco más
inteligente e investigo por mi cuenta, en lugar de depender del trabajo de los demás.
Creo que esa es tu experticia, ¿no, Haulton?

—Yo creo que eres un idiota —replicó Stephen, —pero supongo que ese no es el
punto.

—Y tú no encontraste el documento —dijo Andrea en voz baja, —fui yo.

—Cállate, Andrea —le gruñó David.

Stephen resopló.

—Bien. Alguien hizo bien su trabajo y David se enteró de ese juego de azar.
Entonces decidió que significaba algo para él.

—Y no podría estar menos interesada en lo que él crea —agregó Lady Louise. —


Vamos, niños, de regreso a la fiesta.

—Esperen un segundo —interrumpió David, —si no les molesta. No he


terminado. —Clavó la mirada en Stephen. —Entre los papeles del padre de Andrea,
encontré un sobre sellado.

—¡Yo lo encontré!—exclamó Andrea.


David le alzó la mano.

—Si no te callas…

—Si la tocas, me aseguraré de que te saquen esposado —amenazó Stephen.

—Siempre tan caballeroso —rio David. No era una risa agradable.

Stephen frunció los labios.

—Termina de una vez ¿Qué había en el sobre sellado?

—Sí, por favor —agregó Gideon, arrastrando las palabras. —¿Las escrituras de
una mina en África, quizás?

—No —replicó David, sin quitar los ojos de Stephen. —Una Escritura de
Reclamación, pertinente a Artane y todo lo que conlleva.

Stephen parpadeó por un momento, y entonces se echó a reír.

—Buen intento, David, pero es inútil.

David sonrió.

—No me creerás tan estúpido, ¿verdad, Stephen?

—En realidad sí te creo tan estúpido —dijo Stephen. —Ninguno de mis ancestros
sería tan estúpido como para apostar Artane.

—Hice que verificaran la autenticidad del papel y puse a mis abogados a


investigar cualquier posible error en el documento —explicó David. —Para ahorrarte
algo de tiempo, no hay ninguno. Es completamente legal.

—Déjame ver ese papel —pidió Stephen, sonando terriblemente aburrido, —


solo por curiosidad, claro.

—No.
—Déjame ver si lo entiendo —Lady Louise apartó a Stephen del medio. —Tienes
las agallas de venir a mi casa, ¿para decirme que un ancestro tuyo le quitó su casa al
padre de mi nieto en un juego de azar?

David se encogió de hombros.

—Estoy seguro de que fue un juego limpio. Y si, Artane fue colocado como
colateral y lo perdieron.

—Dame pruebas —dijo Stephen, evitando que su hermano se abalanzara sobre


David. —No nos interesan tus delirios de grandeza.

—Yo vi el documento —dijo Andrea, fulminando a David con la mirada de tal


manera que hizo estremecer a Stephen. —Y más te vale que mantengas tu parte del
trato o lo haré desaparecer.

David se volvió contra ella.

—No me interesa tu estúpido trato.

—¡Tramposo!—exclamó Andrea, interrumpiéndolo.

Él solo se encogió de hombros.

—Sí, sí lo soy.

—Me produce algo de curiosidad —dijo Stephen, tratando de propiciar una


pelea entre los Kenneworth: eso solo podría beneficiarlo de algún modo. —¿Cuál era
ese trato?

Andrea se volteó a verlo.

—Le dije a David que le daría el documento si te entregaba a mí.

Stephen se puso las manos tras la espalda.


—Qué acuerdo tan interesante, Andrea ¿Iban a amarrarme como a una res, o
acaso contabas con el encanto de David para convencerme de presentarme en tu
casa cargado de sedas y joyas?

Andrea clavó la mirada en Peaches.

—Por lo menos yo tengo pedigrí, no como tu puta.

—Detente de inmediato —exclamó Lady Louise, interrumpiéndola. —No


toleraré esa clase de lenguaje en mi casa, pues esta aun es mi casa. —Se dirigió a
David. —Ahora dime lo que quieres antes de los eche de aquí y terminemos con esto
de una vez.

David sonrió.

—Lo que quiero, abuelita, es que tu nieto venda todo lo que posee y compre mi
silencio. Si no están dispuestos a vender sus posesiones, me quedaré con Artane. Y
una vez que me encargue que todos los periódicos se enteren del escándalo de sus
parientes apostadores, usted, Lady Louise, no podrá llevar a cabo nunca más este
tipo de veladas. Mi hermana por fin ocupará su lugar como la mejor anfitriona de
Londres.

—Y tú tendrás algo más que perder en los juegos de cartas, ¿no? —dijo Stephen,
suprimiendo un bostezo. —Deberías buscar ayuda profesional, Kenneworth. Hay
tratamientos para esa adicción.

—Tienes setenta y dos horas para venderlo todo —David temblaba de ira. —
Mándame pruebas de que estás recolectando el dinero o hablaré con la prensa.

—Mándame pruebas de que ese documento existe —replicó Stephen, —o te


acuso por difamación.

—No me quieres de enemigo, Haulton. Eso te lo puedo asegurar.

—Pruebas, o si no seré yo quien acuda a la prensa. Y no te preocupes por llevar a


la señorita Alexander a casa.
—No había pensado en eso, —dijo David. —De seguro ya se buscó quien la
llevara. Es experta en eso.

Stephen se dio cuenta de que su abuela y su hermano lo sujetaban porque no se


pudo abalanzar sobre el canalla.

—Hollingsworth, acompaña al Duque de Kenneworth y a sus parientes a la salida


—dijo Lady Louise. —Asegúrate de que nada caiga en sus bolsillos por error.

David se sacó algo del bolsillo, un sobre de papel, y lo lanzó a los pies de Stephen
antes de retirarse, seguido de Irene y Andrea. Stephen lo vio irse, estupefacto por las
noticias. Apartó los brazos de su abuela y hermano.

—Despierta a Geoff Segrave —le dijo a Gideon, quien ya estaba buscando el


número del abogado de la familia en su teléfono. Esperaban que él tuviera la
solución al problema presente.

—Necesito un trago —suspiró Lady Louise. —Megan, querida ¿serías tan amable
de prepararme un whisky con soda? Con poca soda, por favor.

Stephen ayudó a su abuela a sentarse. Entonces recogió el sobre del piso, y fue a
apoyarse contra una de las bibliotecas, tomando la mano de Peaches en el camino.

La miró antes de abrir el sobre. Dentro, había una foto de un documento viejo.

Un pagaré de una apuesta.

Con Artane como colateral.

Se sintió palidecer. Peaches le arrebató la foto de la mano, estudiándola.

—Oh, Stephen —dijo ella. —Esto no puede ser verídico.

—Si no, es una excelente falsificación.

—La firma está tapada —indicó ella. —También la fecha.


—Claro, no es bueno que tengamos tantos detalles —respondió él, abrazándola
con fuerza.

—Stephen…

—No me importa lo que nadie piense —le dijo, —solo no me sueltes por los
próximos cinco minutos o si no me voy a caer de culo.

—Pero puedes casarte con Andrea.

—No.

Peaches suspiró, abrazándolo. Él apoyó su mejilla contra su cabello, cuidando de


no arruinar el peinado que no había tenido oportunidad de elogiar, y cerró los ojos.

—Vamos a casa —le murmuró. —Y esta vez puedes leer a Chaucer tú en voz alta.

—No se inglés antiguo.

—Entonces elije otra cosa —suspiró él. —Algo que te guste. Humphreys tiene
una copia de Wodehouse en la biblioteca, y también varias novelas románticas sobre
viajes en el tiempo.

—Cualquiera de los dos está bien —concordó ella.

Stephen suspiró profundamente. Tendría que hablar con Geoff Segrave primero,
luego encontrar un maldito historiador -y conocía varios- que no fuese chismoso para
verificar la autenticidad del papel. Entonces iría a correr, para tratar de huir del
hecho de que ese papel, cuya foto Peaches le estaba mostrando a John en ese
momento, parecía, a todas luces, verídico.

Su hogar, perdido por un idiota. Y la única manera de protegerlo sería vender


todo lo que estaba dentro para pagar el silencio de David Preston. La única manera
de evitarlo sería…

Sus pensamientos se detuvieron de golpe.


La única manera de evitarlo era conseguir los fondos sin tener que vender todas
sus posesiones y enviar a su padre a la quiebra. Quizás vendiendo algunas
antigüedades apartadas con ese mismísimo propósito, por alguien en el pasado que
estuviese interesado en mantener Artane en la familia para las generaciones futuras.

Era una locura, pero él ya había estado en la Inglaterra medieval una vez y había
sobrevivido.

¿Por qué no hacer un segundo viaje?

Sí, necesitaría de seguro la ayuda de su familia para salvar Artane de caer en


manos de un tipo cuya familia jamás le había tenido ningún afecto a la suya, cosa que
sabía bien luego de su encuentro con el primer Lord Kenneworth. Y sabía
exactamente dónde encontraría a alguien dispuesto a ayudarlo.

Y exactamente cuándo.
Capítulo 23

Peaches habría preferido no recordar el resto de la velada. Los huéspedes


habían sido sacados a toda prisa de Chattam Hall, sin explicación alguna por la
ausencia de su anfitriona. Peaches no podía culparla. Lady Louise se había retirado
junto a Stephen a algún lado de la casa luego de que un mensajero de Kenneworth
llegara con un maletín lleno de pruebas. Ninguno de los dos había vuelto a aparecer.

Los demás aún estaban en la biblioteca, en diferentes estados de molestia.


Peaches ayudó a Megan a repartir bebidas, trató de conversar de otro tema con su
hermana, pero finalmente admitió que estaba harta de permanecer sentada.

No entendía como un hombre era capaz de apostar toda su herencia en una


mano de cartas. No estaba segura de cómo había llegado ese pagaré a manos del
padre de Andrea tampoco. Algo tan importante debería estar en manos del heredero
de Kenneworth ¿no?

Lo que si entendía era porqué Andrea quería a Stephen. Intentar chantajearlo


para casarse con ella era una idea original, pero se notaba que no lo conocía en
absoluto si pensaba que iba a funcionar.

O por lo menos eso esperaba Peaches.

Se paseó por el pasillo para mantenerse despierta. Chattam Hall era


hermosísimo, lleno de antigüedades victorianas y aún más arcaicas. Peaches las
admiró por un momento antes de continuar por el pasillo.

No debió detenerse junto la puerta entornada. Se lo dijo a sí misma varias veces,


pero sus pies al parecer opinaban distinto.
Escuchó voces del otro lado, y supo que debía seguir de largo, pero algo no la
dejó. Se recargó contra la pared para escuchar la conversación, sin una onza de
vergüenza.

—No hay manera de refutarlo —dijo Lady Louise, —es verídico.

—Imposible —refutó Stephen. —Es un…

—Sí, sí, sé lo que es. Pero en este caso, tiene la razón.

Peaches estaba admirada del aplomo de Lady Louise Heydon-Brooke. El mundo


se le podía estar viniendo encima, pero ella continuaría adelante, pasara lo que
pasara. Stephen sonaba más iracundo que determinado a seguir, pero Peaches no lo
culpaba. Tampoco quería creer que David tuviese algún poder sobre Artane, pero era
difícil negar lo que había visto con sus propios ojos.

—Encontraré los fondos para esto de alguna manera —declaró Stephen.

—Ciertamente lo harás —dijo Lady Louise, severa, —y lo harás casándote.

Hubo una larga pausa. Stephen se aclaró la garganta.

—Creo, Abuela, que ya estoy demasiado viejo para…

—¿Qué se te diga lo que tienes que hacer? Me parece que no. Te casarás,
muchacho, y te casarás con la que yo elija para ti. Será una muchacha con dinero y
títulos, es la única manera de salvar Artane.

—No.

—Es tu deber, Haulton —Lady Louise habló con una severidad tal que incluso
Peaches se estremeció. —Y no seguirás evitándolo como has venido haciéndolo
durante ya una década.

—Es completamente ridículo —dijo Stephen. —Con todo el respeto que merece,
Abuela, no aceptaré un matrimonio obligado, ni aunque la elijas tú.
—Lo harás —el tono de Lady Louise era tajante, —o no verás ni un maldito
centavo de mi dinero.

—¿De verdad cree que me importa eso?

—Te importará, muchacho, cuando seas Conde de Artane y necesites reparar el


techo. —Lo miró, incrédula. —¿Fue así como te criaron, Stephen? ¿Para qué dejaras
perder todo por lo que tus ancestros lucharon, sangraron y mantuvieron protegido a
pesar de guerras, hambrunas y engaños, solo por algo tan tonto como el amor de
pareja?

No hubo más que silencio por un rato.

—¿Tiene una lista, Abuela? —preguntó Stephen, tenso.

—Sí —respondió Lady Louise, —y elegiré a alguien apropiado. Me rehúso a


permitir que esa pila de rocas, que representa el alma y el corazón de tu padre, caiga
en manos de ese canalla de Kenneworth, o peor aún, tenga que ser vendido para
callarlo.

Hubo otra pausa.

—Quédatela como amante, si quieres. Admito que es encantadora, pero no te


casarás con ella.

—¿Es todo, Abuela?

—Es todo, Stephen.

Peaches trató de huir antes de ser descubierta, pero no pudo. Stephen parecía
haber completado un maratón y estar considerando vomitar. La agarró de la mano,
llevándola a otra parte.

—No deberías —le dijo, apartándose de él. La miró con tormentosos ojos grises.

—Escuchaste todo lo que dijo ¿verdad?


—No quería, de veras.

—Pero ella si quería que escucharas —dijo él, molesto. Volvió a tomarla de la
mano y la apretó contra él. —Nos vamos a casa.

—Puedo irme con John y Tess.

—No, absolutamente no. Vienes a casa conmigo esta noche.

—Escúchame, no voy a ser tu amante.

Se volvió tan abruptamente que casi la hace caer. Luego de atajarla, la tomó de
las manos, mirándola a los ojos.

—¿De verdad crees que sería capaz de pedirte eso?

Peaches sacudió la cabeza, pues se echaría a llorar si abría la boca. Y ella jamás
lloraba. Ignoró que había estado llorando por un momento la noche pasada en la
biblioteca de él.

—Arreglaré esto a la manera antigua.

—¿Vas a pegarle un disparo a él o a tu abuela? —preguntó Peaches,


sorprendida.

Stephen parpadeó sorprendido, y sonrió brevemente.

—Ella es matriarca de una antigua línea, pero lo entenderá al final. Con respecto
al otro —le rodeó los hombros con un brazo, guiándola por el pasillo. —No, no le
dispararé, aunque me siento tentado. Se necesitará dinero, y mucho.

—¿Y de dónde lo sacarás?

—Estoy trabajando en ello.

—¿Le crees?
Él suspiró amargamente.

—No tengo razones para no hacerlo.

Se detuvo con él para despedirse del resto del grupo, quienes aún estaban en la
biblioteca. Entonces le permitió escoltarla hasta el auto.

El viaje de vuelta a Cambridge lo pasaron en silencio, fuertemente tomados de la


mano. Peaches esperó a que se estacionara frente a la casa para hablar nuevamente.

—Todavía puedes cambiar de opinión, ¿sabes?

Él la miró.

—Peaches, querida, haría falta algo mucho peor que esto para hacerme cambiar
de opinión.

—Es algo bastante fuerte.

—Mi cariño por ti lo es más.

—¿Cariño? —repitió ella, sonriendo casi sin darse cuenta.

—Estoy tratando de ir despacio —explicó él.

La sonrisa de ella fue más amplia esta vez, pues él era sumamente encantador.

Stephen apagó el auto, pero se quedó un buen rato, pensativo.

—Puede que seas tú la que cambie de parecer.

—¿Por qué lo haría? —preguntó ella. —Yo no tengo dinero. Si tú no tienes


dinero, entonces estaríamos iguales. Aunque te digo de antemano que creo que yo
estoy mejor preparada para llevar una vida de pobreza.

—¿De veras? —preguntó Stephen, clavándole una mirada elocuente.


—Ciertamente —contestó Peaches. —Tú, con tu vida fácil, jamás haciendo nada
más difícil que mover tu hermoso trasero de un cómodo sillón a una cómoda sala de
lectura con calefacción.

Él se echó a reír.

—La calefacción a veces ni quiere servir.

—Oh ¿hace mucho frío en esos antiguos aposentos donde se ve forzado a llevar
a cabo su labor?

Stephen se ladeó en el asiento para verla mejor.

—Dejemos eso de lado por ahora y sigamos hablando de mi hermoso trasero.

—Mi lord, es usted un pervertido.

—Y tú, amor mío, te veías absolutamente encantadora esta noche.

Peaches se alisó la falda.

—Le arranqué, bueno, te iba a decir que le arranqué la etiqueta al vestido para
no poder devolverlo, pero descubrí que no tenía ninguna, lo que es bastante
aterrador. De todas formas no creo estar segura de poder recuperar el dinero. Tiene
una mancha de sorbete en el dobladillo.

—¿Cuándo te manchaste de sorbete?

—Yo no me manché de sorbete —acotó ella. —Fuiste tú quien me manchó,


cuando intentabas meterme mano durante la cena.

Él se echó a reír, besándole la mano.

—Trataba de ser discreto. Desafortunadamente.

—Te estabas tomando ciertas libertades.


—Querida, no tienes ni idea de las libertades que… bueno, mejor olvídalo. No
me habría aprovechado de ti aun teniendo la oportunidad. Un casto beso quizás, en
el momento apropiado. —Apagó el auto, abriendo la puerta. —Veamos si ese
momento por fin llega.

Esperó a que le abriera la puerta y la guiara hacia la entrada de la casa antes de


hablar nuevamente.

—¿Qué pasa? —preguntó Stephen.

—¿Qué harías si lo perdieras todo?

Él se encogió de hombros.

—Vender el auto, mudarme a Francia. —La miró de soslayo. —Podríamos


cultivar uvas.

—No bebo.

—Yo tampoco. Manzanas entonces, o aceitunas.

—En Italia es donde siembran olivos.

—Mi italiano apesta —admitió él. —¿Y el tuyo?

—Puedo llevarnos al baño y al tren, pero nada más.

Entraron a la casa. La tomó inmediatamente entre sus brazos.

—Gracias —le susurró. —Necesitaba esa distracción.

—¿Distracción? —repitió ella. —Tengo que ser honesta contigo, Stephen.


Preferiría que fueses pobre. Tus títulos y riqueza son un obstáculo.

La miró, preocupado.

—¿Puedes vivir con ellos?


—Tu abuela cree que no debería.

—Mi abuela habla demasiado.

—No creo que sea la única que hable de más.

—¿Te importa?

—¿Y a ti?

Él le clavó una mirada elocuente.

—Ni un poquito.

Peaches arqueó las cejas. No le importaba lo que otros pensaran de ella, pero
solo porque se conocía, sabía cómo tratar a otros y a donde se dirigía. Comentarios
sobre sus decisiones o sobre el camino que eligiera no la molestaban. Pero suponía
que eso cambiaría si entrelazaba su destino con el de Stephen.

La tomó de la mano, guiándola a la biblioteca. Humphreys estaba allí,


encendiendo la chimenea. Se levantó al verlos, sacudiéndose las manos.

—Mi lord, señorita Alexander —saludó. —¿Desean algo?

Stephen se quitó el abrigo, dejándolo en una silla.

—Yo estoy bien ¿Peaches?

Negó con la cabeza, permitiéndole que le quitara el chal y que se lo pasara a


Humphreys.

—Creo que estamos bien por ahora —dijo Stephen. —Asaltaremos el


refrigerador si nos da hambre luego.

—Entonces me retiro por hoy, mi lord. Estaré de vuelta a primera hora.


Peaches lo observó marcharse. Apenas se cerró la puerta, se encontró de nuevo
en brazos de Stephen. Lo miró, sonriendo.

—¿Qué pasa?

Él le acarició la mejilla.

—Pensaba terminar ese asunto que nos quedó pendiente a media noche.

Ella se rio.

—¿A pesar de todo lo que ha pasado hoy, aun solo piensas en besarme?

—Pienso en ello, sueño con ello y planeo hacerlo —respondió él, inclinándose.

Le echó los brazos al cuello, dejándose besar. Luego de un laborioso momento,


él alzó el rostro para tomar aire.

—Bueno, por lo menos esto no cambiará si quedamos pobres.

Peaches se echó a reír, atrayéndolo nuevamente contra sí.

***

Se despertó, confusa. Fue entonces que se dio cuenta de que se había quedado
dormida en el sofá de la biblioteca. En defensa propia, estaba agotada y Stephen no
dejaba de revisar libro tras libro. El fuego seguía chispeando alegremente.

Entonces se levantó, envolviéndose en la manta con la que la habían arropado


amorosamente, y fue a buscar al señor de la casa. Al que encontró fue a Humphreys.

—¿Dónde está el Vizconde Haulton? —le preguntó, sofocando un bostezo con el


dorso de la mano.
—Salió, señorita.

—¿A clase?

Humphreys vaciló.

—Un poco más lejos, señorita.

Peaches se dejó caer lentamente en una de las sillas del comedor.

—¿En qué dirección? —preguntó, algo asustada.

—Al norte, señorita.

De alguna forma no le sorprendía, pero si la asustaba aún más.

—¿Qué auto se llevó.

—La Range Rover, señorita.

Pudo sentir el miedo bajándole por la espalda.

—¿Dijo acaso lo que planeaba hacer?

—Si mal no recuerdo, señorita, dijo algo de investigar el hogar ancestral de la


familia. Le dejó una nota, puede leerla mientras le preparo algo de desayunar.

No estaba segura de poder comer nada, pero vio a Humphreys sacar varias cosas
verdes de la nevera y echarlas en un exprimidor de jugos que no había notado antes.
Habría sonreído al notarlo, pero estaba muy ocupada abriendo la nota y leyéndola.

No me sigas, y lo digo en serio. Estaré de vuelta antes de que finalice el plazo de


Kenneworth con una solución. Se una buena chica, quédate junto al fuego y deja que
Humphreys te alimente.

Te amo,
Stephen.

Obviamente estaba por hacer algo peligroso. Un presentimiento terrible la


invadió. De seguro se dirigiría a esa equis en el mapa de Artane para ir al pasado y…
¿Qué? ¿Vagaría hasta encontrar un tesoro enterrado?

A menos que hubiese descubierto algo en sus libros la noche anterior y no le


hubiese dicho nada al respecto.

Miró a Humphreys, quien estaba concentrado haciendo el jugo.

—Humphreys ¿tienes idea de lo que estaba leyendo Lord Haulton anoche?

—Salió de la biblioteca muy temprano en la mañana, señorita, pero no llevaba


ningún libro consigo. Me atrevo a decir que lo dejó en su escritorio.

Ella lo pensó por un momento.

—¿Tenemos algún disfraz?

—¿Qué tipo de disfraz necesitamos? —la miró por encima del hombro.

—Oh, ya sabes —hizo un gesto desdeñoso con la mano. —Ropa renacentista,


vestidos medievales. Zapatos de época. Un cinturón con una daga. —Lo miró,
fingiendo inocencia. —Ese tipo de cosas.

—En el guardarropa de la habitación de invitados, señorita.

—¿Podrías llevarme a la estación de tren más tarde?

Él la miró, horrorizado.

—¿Para qué viajar en tren, señorita, cuando puede viajar más cómoda y
rápidamente?

—¿Tienes las llaves del Mercedes?


—Me gusta tenerlas cerca —dijo él, tanteándose el bolsillo de la chaqueta con
una sonrisa, —por si ocurre alguna emergencia.

Claro. Lo pensó un momento, observando al mayordomo con cuidado.

—Él quiere que me quede aquí.

—Sin duda, señorita. —Humphreys volvió su atención al jugo. —Tendré el auto


listo para cuando lo necesite.

Peaches le sonrió, aceptando el vaso de jugo y regresando a la biblioteca. Notó


unos libros en el escritorio que no había visto antes y se dispuso a revisarlos antes de
marcharse, para tener una mejor idea de lo que se proponía Stephen.

Solo esperaba no perder ningún detalle.


Capítulo 24

Stephen se detuvo justo fuera del muro del castillo de su padre, contemplando
el castillo moderno que se alzaba ante él.

Suspiró. No era la primera vez que lo veía, imponente frente a él, pero sentía
como si fuese la última.

Se frotó el rostro, cansado. Obviamente la falta de sueño lo estaba afectando.

Había llegado temprano a Artane, dejando su auto estacionado en la puerta.


Adentro, le dejó una nota a su madre, junto con las llaves, explicándole que se iría de
excursión con unos amigos, quienes lo llevarían de vuelta al castillo, y pidiéndole que
guardara el auto. Entonces buscó su espada corta y se internó en la oscuridad.

Para ser honesto, al principio no le había creído nada a los que habían viajado en
el tiempo.

Por lo menos hasta que conoció a Kendrick de Piaget, su tío, quien, aunque no
era propiamente un viajero del tiempo había tenido un viaje sumamente interesante.
Kendrick se parecía mucho a Gideon, pero eso de seguro era una coincidencia. No
había pasado tanto tiempo con su tío, así que no conocía mucho su historia.

Entonces tuvo el placer de conocer a Zachary Smith y a John de Piaget, solo con
un año de diferencia. El escuchar las historias de Zachary había sido impresionante,
pero el escuchar el perfecto francés normando de su esposa Mary -tía de Stephen- lo
había dejado sin habla. Zachary también lo dominaba a la perfección. Y John de
Piaget y él podrían ser gemelos, de no ser por la diferencia de edad.
Ya había hablado bastante con Zachary durante el rescate de Peaches, así que ya
no tenía más preguntas que hacerle. Ahora que tenía experiencia propia con las
puertas del tiempo, creía tener una buena idea de lo que le esperaba.

No era viajar en el tiempo propiamente lo que le asustaba, sino lo que pudiese


encontrar del otro lado.

De este lado, el presente, las cosas estaban mal. No quería creerlo, pero no
había forma de negarlo. David Preston, el canalla Duque de Kenneworth, tenía en su
poder las escrituras de Artane, Haulton, Blythewood e Etham. Su abogado, el sagaz
Geoff Segrave, no creía que incluyese los objetos en su interior, pero eso no
importaba.

Artane era invaluable, no solo por la historia del lugar, ni los recuerdos que
contenía. Stephen pensaba que aun vendiendo todos los objetos valiosos de la
familia entera, no lograría reunir la cantidad necesaria para salvarlo. Era
simplemente imposible.

Se le ocurrió, mientras observaba dormir a Peaches en su biblioteca, que debía


crear un fondo fiduciario para sus futuros hijos -si es que lograba reunir algo de
dinero para los hijos que pensaba tener con ella- algo aparte de sus títulos y tierras,
que no le pudieran quitar. Era una lástima que su padre no hubiese pensado en eso
antes.

Fue entonces cuando empezó a meditar sobre la idea que se le había ocurrido en
Chattam Hall.

¿Y si lograba convencer a uno de los antiguos señores de Artane de apartar algo


para sus futuros hijos? O más específicamente ¿para él?

Dejó a Peaches dormida y manejó como un poseso hasta Artane, donde escribió
la nota a su madre y se deslizó fuera del castillo antes del amanecer, caminando por
el bosque hasta donde estaba ahora, un lugar apropiado con respecto al castillo,
tanto pasado como presente.
Sabía que la puerta estaba allí porque había visto a Pippa desaparecer por ella
anteriormente. También porque la veía ahora, brillando a la luz tenue del amanecer.

Se preguntó cuántos se habrían encontrado perdidos del otro lado, sin saber
dónde estaban. O quizás solo funcionara a ciertas horas, con determinada gente.

Sinceramente esperaba que este fuese el momento adecuado y la persona


adecuada.

Esperaba encontrarse con Rhys de Piaget, o el padre de Mary, Robin. No los


conocía personalmente, pero sabía, gracias a escuchar las largas conversaciones de
Mary y John sobre ellos, que eran tipos justos, listos y razonables. Robin era un
insaciable espadachín, dedicándose a los duelos con fervor, pero ambos hombres
amaban Artane.

Pudo haber elegido a muchos otros, pero la época medieval le llamaba más la
atención. Eso y los artefactos de dicha época eran mucho más valiosos.

Con un suspiro, se armó de valor y atravesó la puerta.

El vértigo fue tan violento que lo hizo trastabillar, casi tumbándolo sobre un
montón de nieve que no había estado allí antes. Miró a su alrededor, asustado.

Las luces fluorescentes no estaban, pero seguía siendo Artane,


afortunadamente. No tenía idea de que año era, pero se enteraría pronto. A lo mejor
correría con suerte y se encontraría con Robin, un mes después de que John los
abandonara.

Sacudió la cabeza. Eso significaría que Nicholas tendría poco más de treinta años
la última vez que lo encontró, lo cual no era cierto. Y sus hijos, los gemelos rubios
que le habían pagado la comida cuando fue a rescatar a Peaches, tendrían veinte o
menos. Si la puerta actuaba según los deseos de su usuario, entonces quizás habría
llegado al pasado poco después de la última vez que lo visitó.
Eso le hizo doler la cabeza, así que se apresuró a pensar en algo más. El sol
empezaba a salir por encima del mar en calma, lo cual lo llenó de paz.
Afortunadamente, algunas cosas no cambiaban.

Vigiló con cuidado a los guardias en las almenas mientras se acercaba al portón.
Como lo esperaba, fue detenido antes de llegar e interrogado sobre sus asuntos en el
castillo.

El decir que le traía un mensaje de su hermano al señor del castillo fue suficiente
para que lo dejaran pasar. Solo esperaba no terminar en el calabozo de Artane. Lo
conocía bastante bien en el presente, y no deseaba verlo en todo su esplendor.

Mantuvo la compostura bastante bien durante la caminata, hasta que lo


depositaron en el salón principal, frente a la chimenea. Estar en lo que había sido su
hogar desde niño, pero ochocientos años antes de nacer era una experiencia
bastante extraña. Estaba rodeado de guardias, como era de esperarse. Lo que no se
esperaba era que al encontrarse frente al señor de Artane se sintiera como viéndose
en un espejo.

Este ancestro de Piaget era algo mayor que él, pero se comportaba como un
hombre joven. Tenía más o menos la misma edad que Nicholas cuando lo conoció.
Stephen se preguntó si sería el mismísimo Robin.

—Lord Robin —dijo uno de los guardias, con voz grave, —este hombre se
presentó en el portón, alegando traer un mensaje para usted, que solo puede
entregarlo él mismo. —Le tendió la espada de Stephen. —Traía esto consigo.

Stephen vio como Robin sacaba la espada de su vaina, sorprendiéndose por un


momento, para luego volverla a envainar. Bien, era obviamente una espada
moderna. La había mandado a hacer con un hombre recomendado por Ian MacLeod.
Robin la miró nuevamente, devolviéndosela a Stephen.

—Bonita espada.

—Muchas gracias, mi Lord Artane.


Robin arqueó una ceja.

—Me parece, muchacho, que debes acompañarme a un lugar más privado.

—¡Pero, mi lord!—exclamó uno de los guardias.

—William, me parece que puedo lidiar por mí mismo con este joven, de resultar
ser peligroso, lo cual dudo. Puedes vigilar la puerta de mi solar. Te llamaré de ser
necesario —sentenció Robin, dirigiéndose a su solar.

Stephen recibió una mirada fulminante del guardia que lo hizo temblar
ligeramente, pero como no tenía nada bueno que decir al respecto, prefirió seguir a
su ancestro en silencio, tapándose el rostro con su capucha.

Era, debía admitirlo, muy extraño en verdad.

Entraron al solar de Robin, que aún en la época de Stephen, seguía siendo el


solar privado del señor del castillo. Robin trancó la puerta con llave, lo que lo alivió
un poco. Aún estaba bastante cansado, pero aguantó de pie, mientras Robin se
sentaba lánguidamente en una silla frente al fuego. Después de todo, ese hombre
sentado frente a él era su abuelo, por muy lejos que estuviesen en el árbol familiar, y
lo habían educado bien.

Robin lo miró de arriba abajo.

—Quítate esa capa y déjame mirarte bien, muchacho.

Stephen lo obedeció al instante, observándolo con cuidado para ver su reacción.

Robin habría sido un excelente jugador de póquer.

—¿Quién eres? —le preguntó amablemente.

—Stephen, mi lord.

Robin lo estudió con cuidado.


—¿Y quién es tu padre?

—Edward, mi lord —respondió Stephen. —El veinticuatroavo Conde de Artane.

Robin se frotó los labios con el índice, como si tratara de no sonreír.

—Interesante. Supongo que tienes una muy buena razón para presentarte en mi
casa a estas horas de la mañana.

—Necesito ayuda.

—¿Acaso tu progenitor acabó con mi amado castillo?

—Nay, algún tonto de la familia se lo apostó a los bastardos de Kenneworth en


algún momento y el presente duque ha decidido cobrarnos.

Robin sacudió la cabeza.

—Ese Hubert de Kenneworth es un dolor de cabeza. Nunca nos ha tenido afecto,


pero recientemente anda bastante insoportable. Asegura que uno de mis eh…

—¿Hijos bastardos? —sugirió Stephen, con algo de vergüenza.

—Aye, uno de esos, cuyo número suelen exagerar las malas lenguas, te lo digo
de una vez. Él asegura que uno de ellos le dio una buena paliza. Ha jurado vengarse.

Stephen carraspeó, sonrojado.

—Mi lord, creo que es mi deber confesarle que fui yo quien lo hizo.

Robin frunció los labios, pero los ojos le brillaban.

—No me sorprende. De igual forma me alegra saber que fue uno de mis
muchachos quien le dio una lección a ese canalla. —Le hizo señas a Stephen de que
se sentara. —Cuéntame de tus problemas, muchacho.
Stephen se sentó, aceptando una copa de deliciosa cerveza de mano de su
ancestro y le contó lo más precisamente que pudo la situación que los amenazaba.

—¿Y tienes pruebas de este… documento? —preguntó Robin.

—Sí, una copia —explicó Stephen. —Mi abogado indica que si es legal. —Pausó.
—Mi hombre de leyes, quise decir.

—Sé a qué te refieres, muchacho y estoy seguro de que sus servicios son tan
caros como ahora. —Contempló a Stephen con cuidado. —Parece que no has
dormido.

—Es cierto —admitió Stephen. —Tenía algo de prisa.

—Te buscaré una cama en un momento, pero primero satisface mi curiosidad ¿a


quién conoces en ese Futuro del que me hablas?

—A Zachary Smith y su esposa, quien es hija de usted y está encinta.

Robin casi deja caer su copa de cerveza.

—Con un demonio, todavía no me acostumbro ¿Quién más?

—A Kendrick, hijo de usted, su esposa y seis hijos —respondió Stephen. —Cinco


varones iguales a él y una hembra.

—Y la esposa de Nick, Jennifer, es la hermana de la esposa de tu hermano


Gideon, ¿correcto? —dijo Robin, con una sonrisita.

Stephen se echó a reír.

—Aye, es correcto, mi lord.

—Espero que me digas los nombres de todos mis nietos, deseo memorizarlos —
dijo Robin, —pero más tarde. Vamos a buscar algo de desayunar. Tengo un día
ajetreado hoy y tú necesitas comer algo antes de descansar.
Stephen siguió a Robin a la cocina, donde se sirvió felizmente un delicioso plato
caliente, directo de las manos del cocinero de Artane. Robin se sentó junto a él. Al
parecer el señor de Artane no era lo suficientemente remilgado como para negarse a
comer junto al horno en compañía de sus sirvientes.

Stephen trató de ignorar las miradas de los sirvientes.

—¿Acaso elegí mal mis ropas? —le preguntó a Robin en voz baja.

—Supongo que sospechan que hay parentesco entre nosotros —respondió Lord
Artane. —Y de seguro admiran las agallas que tienes al presentarte en mi castillo. Te
dejaré adivinar quién creen ellos que eres por ti mismo.

Stephen quedó boquiabierto.

—Que incómodo.

Robin resopló.

—No para ti, de seguro, pero para mí sí que lo es. Vamos a buscar a Anne para
impartir las instrucciones del día y encontrarte una cama. Te dejaré descansar un
rato y luego pensaremos una solución a tu dilema. —Miró a Stephen de soslayo. —A
menos que ya tengas alguna solución en mente.

—Pensaba quizás en una pesada bolsa de oro escondida tras la chimenea.

—Stephen, muchacho, de seguro se necesitará más de una, o por lo menos eso


imagino. —Se levantó con la gracia de un guerrero experimentado, agarrando su
espada. —Lo discutiremos más tarde, quizás en la arena. Me imagino que sabes usar
esa espada que traes.

—Apenas.

—Bueno, eso es algo que solucionaremos pronto. —La sonrisa de Robin hizo
temblar al pobre Stephen. —Después de todo, no hiciste ese largo viaje solo para
quedarte echado en una silla ¿verdad?
—Nay, mi lord —respondió Stephen. —Por supuesto que no.

El resto de la mañana pasó rápidamente. Conoció a la señora de la casa y, luego


de balbucearle algunos detalles sobre los hijos de ella que vivían en otra época, pudo
echarse en una mullida cama y permitirse cerrar los ojos.

De seguro se necesitará más de una, o por lo menos eso imagino.

Eso le había dicho Robin, y Stephen tenía que admitir que estaba de acuerdo.
Normalmente no actuaba sin pensar, pero quizás se había apresurado demasiado
anoche. Había revisado una lista de herederos de Artane para ver si descubría cuál
de ellos había sido lo suficientemente estúpido como para apostar el castillo. Al no
encontrar ninguno, había decidido poner en marcha su otra idea, la cual era buscar a
uno de los primeros señores de Artane y convencerlo de apartar algo de oro para
poder venderlo en el futuro y pagarle a David Preston.

Era obvio que tenía que ocurrírsele otro plan, pero no sabía que otra cosa hacer.
Capítulo 25

—De verdad creo que algo raro sucede, señorita.

—¿Será que están recibiendo turistas el día de hoy?

Humphreys lo pensó por un momento.

—Jamás en domingo, señorita Alexander. Esto parece estar mal.

Peaches estuvo de acuerdo con Humphreys. Artane era, según lo que sabía, un
lugar bastante ajetreado, incluso los días en que solo había empleados en la
propiedad, pero había algo extraño en el modo en que los autos estaban ordenados
en el estacionamiento.

Se bajó del auto en cuanto pudo, dejando que Humphreys aparcara el Mercedes.
Corrió hacia las puertas del castillo, abiertas de par en par, lo que de algún modo la
llenó de aprehensión. La señora Gladstone no estaba en su cabina en la entrada, de
seguro por ser domingo, pero eso solo le agregaba peso a la sensación de vacío en el
lugar.

Se detuvo en seco al llegar al patio. Había una ambulancia y varios vehículos de


emergencia aparcados frente la entrada principal. Los encargados estaban cerrando
la puerta de atrás de la ambulancia.

Lo primero que pensó fue que le había pasado algo a Stephen, por lo que echó a
correr tras uno de los encargados del vehículo.

—¿Qué pasó?
—Su Señoría —respondió el encargado, negando tristemente con la cabeza.

Peaches quedó boquiabierta.

—¿Lord Edward?

El hombre bajó la cabeza, como si temiera haber hablado de más. La miró con
remordimiento mientras abordaba la cabina.

Peaches corrió escaleras arriba, entrando al castillo. Empujó la puerta, sin


molestarse en tocar. A la primera que vio fue a Megan de Piaget, corriendo tras su
hija en el pasillo. Megan la vio, tomó a la niña en brazos y caminó hacia ella.

—Peaches —le temblaba la voz, —¿Dónde está Stephen?

—Creí que estaba aquí —respondió Peaches, —¿Qué sucedió?

Megan respiró profundo.

—Lord Edward sufrió un ataque al corazón.

—¿Ya lo llevaron al hospital? —la interrumpió Peaches, sorprendida. —¿Eso allá


afuera era otra ambulancia?

Megan palideció.

—Peaches, él murió. Fue demasiado para él. Oh, pensé que lo sabías. —La rodeó
con un brazo, guiándola por el pasillo. —David Preston envió un abogado esta
mañana, con una carta explicando lo que nos dijo anoche. Lord Edward quedó tan
afectado que… pues, fue demasiado para él.

—No lo puedo creer —la voz de Peaches sonaba extrañamente vacía. —¿Cómo
está Gideon, no, como está Lady Helen?
—Ambos están devastados —explicó Megan. —Stephen dejó una nota anoche,
explicando que se iba de excursión con unos amigos y que estaría desconectado. No
lo sabe todavía y no sabemos cómo contactarlo.

Peaches se dejó caer en una de las sillas frente al fuego. Había tenido sus
sospechas antes, pero estaba casi segura de que Stephen no haría nada extremo.
Pero ahora estaba segura de adonde había ido. Miró a Megan a los ojos, viéndola
caer en cuenta de lo que pasaba.

—No creerás que…—susurró Megan. —¿De verdad?

—Sí lo creo y sí lo hizo —respondió Peaches. —Estoy segura.

—¿Pero por qué? —preguntó Megan, dejando a la niña en el sofá y fue a


sentarse junto a Peaches. —¿En qué estaba pensando?

—Buscaba una manera de salvar el castillo de su padre. —Pausó, mirando


alrededor. —Es su castillo ahora, supongo —miró a Megan, —difícil de creer ¿no?

Megan le tomó la mano brevemente.

—Yo no pensaría en eso ahora, si fuera tú. Ya estarás bastante ocupada


esperando que regrese.

—¿Esperar? —Peaches resopló. —No voy a quedarme esperando.

—Peaches, no querrás decir que vas a seguirlo —susurró Megan, escandalizada.

—No voy a seguirlo. Voy a hacer las cosas a mi manera.

—Yo que tú, no haría eso.

Peaches admitió que parte de ella estaba de acuerdo. Era algo poco ortodoxo,
pero estaba enamorada del heredero de Artane. Lo ayudaría de todas las maneras
posibles.
—En realidad no estoy completamente segura de a donde fue —admitió. —O
más bien a cuando. Revisé los libros de Stephen, tratando de ver que estaba pasando
cuando apostaron Artane. Eso fue sencillo, Stephen revisó varios libros anoche.

—¿Y qué descubriste?

—Que tengo que investigar más a fondo.

—¿Y luego que piensas hacer? —preguntó Megan, sorprendida. —¿Regresar en


el tiempo y cambiar la historia? James MacLeod dice que es algo catastrófico.

—No cambiaré nada —explicó Peaches, —simplemente voy a ver qué pasa. De
todas formas no pienso moverme de aquí hasta saber exactamente donde debo
revisar. —Miró a Megan con seriedad. —¿Crees que les importe si investigo en la
biblioteca?

—Por supuesto que no —respondió la aludida, con una sonrisa. —Pero deberías
pasar primero a saludar a Lady Helen. Le agradas bastante y el verte la animaría
mucho.

Peaches lo consideró un momento.

—¿Crees que me haga preguntas indiscretas sobre el paradero de Stephen?

—Peaches, querida amiga, si piensas casarte con un hombre al que no le parece


extraño saltar entre épocas, vas a tener que aprender a mentir de una manera
convincente. Deberías empezar ahora.

Peaches arrugó el gesto.

—Supongo que hablas por experiencia.

—Oh, en realidad no —dijo Megan, con una sonrisita. —Solo lidio con
fantasmas. Gideon y yo le dejamos eso de viajar en el tiempo a otros. Vamos a
buscar a la señora de la casa.
Peaches se sentó un rato con Helen de Piaget, ofreciéndole algo de consuelo en
este momento tan difícil. Cuando finalmente Lady Helen aceptó acostarse, se deslizó
discretamente a la biblioteca a investigar.

Ya había revisado los libros de Stephen, pero no tenía muchos referentes a su


familia en la época pre-Victoriana o Victoriana. Tenía la corazonada de que ese
periodo de tiempo era el que tenía que investigar.

Después de todo, un hombre capaz de hacer semejante apuesta debía tener


amigos dispuestos a apostar algo de igual valor. Pensó que quizás sería más corriente
encontrar caballeros así a principios del siglo veinte, pero algo le decía que el hecho
había ocurrido durante el periodo Victoriano, o quizás un poco antes.

Se había preguntado varias veces si no se debería a su insana obsesión con los


libros de Jane Austen.

No tenía mucho tiempo investigando cuando encontró algo que calzaba tan
perfectamente con la situación que casi no pudo creerlo. Lord Reginald de Piaget,
Conde de Artane a inicios del siglo diecinueve había sido, según algunos reportes, un
hombre sumamente interesado en apuestas.

Por decirlo de alguna forma.

Sacó un libro sobre la dinastía Kenneworth, buscando algo de información sobre


la familia durante el mismo periodo de Reginald y encontró que Lionel, el entonces
Duque de Kenneworth, era famoso por una milagrosa racha de partidas ganadas y
por sus numerosas amantes.

Típico.

Supuso que Lionel no era quien buscaba, aunque calzaba en el perfil, ya que
formaba parte de la línea directa de sucesión. Cerró el libro con un suspiro luego de
leer su fecha de muerte. Lionel había muerto joven, aunque no estaba muy clara la
causa. Quizás solo la habían causado los problemas comunes del agua contaminada,
mala higiene y los duelos al amanecer.
Luego de cerrar el libro, permaneció contemplando el fuego un buen rato. Si
Lionel había sido el ganador de la apuesta ¿por qué no había reclamado su premio al
instante? Quizás solo había querido atormentar un rato a Reginald de Piaget antes de
demandar la entrega de sus ganancias.

Frunció el ceño, pues algo no cuadraba. Si Lionel había muerto antes de poder
reclamar su premio ¿por qué no lo había hecho su hermano Piers? Supuso que era
posible que estuviese muy ocupado luego de la muerte del heredero como para
fijarse en esas cosas. De todos modos eso no explicaba porque el documento había
estado en poder del padre de Andrea Preston y no del actual duque.

Abrió el libro nuevamente, releyendo el párrafo sobre Lionel de Kenneworth y


siguiendo su línea con atención. Descubrió entonces que Lionel había tenido un hijo
antes de morir, por lo cual Piers no había heredado el título, sino que simplemente lo
había cuidado hasta que su sobrino fue mayor de edad.

Aparentemente, el muchacho no había guardado todos los papeles de su padre.


Era por eso que Andrea lo había encontrado en el escritorio del suyo.

Memorizó las fechas, nombres y lugares importantes y luego cerró el libro.

—Bingo —murmuró.

—¿Bingo?

Casi se cayó de la silla. Se levantó con dificultad para encarar a quien la había
interrumpido.

Encontró a Zachary Smith, veterano viajero del tiempo, apoyado lánguidamente


en la puerta de la biblioteca con las manos cruzadas sobre el pecho.

—Saludos, mi lord —lo saludó con una sonrisa. —¿Cómo se encuentra


Wyckham?

—Casi terminado —respondió él, —algo por lo que estoy sumamente agradecido
¿Qué tal la biblioteca?
—Interesante. Siempre me ha gustado un buen libro. —Ella se levantó,
escondiendo el libro que leía tras ella para evitar que Zachary lo viera. —Qué bueno
verte, Zach, pero debo irme ahora.

—¿Tienes que irte? —él no se retiró de la puerta. —¿A dónde?

—Oh, solo de vuelta a mi habitación.

—Megan me dice que todavía no te asignan una.

Megan habla demasiado, pensó Peaches, pero no se atrevió a decirlo en voz


alta. Ordenó los libros en el escritorio y se sacudió las manos.

—Voy a buscar uno —explicó. En otro siglo. —¿Cómo está Mary?

—Recuperándose, y tú estás cambiando el tema.

Peaches estaba bastante familiarizada con el comportamiento de los hombres


de Piaget, ya fuesen nacidos en la familia o agregados por matrimonio y sabía que si
no lograba pasar a Zachary, no llegaría ni a la puerta de entrada.

—No es algo tan interesante, y luego de investigar tanto junto a Stephen, estoy
bastante familiarizada con el concepto. Ahora, si me disculpas, voy a ser de utilidad
en otra parte.

Zachary ni se inmutó.

—Sé a dónde se fue.

Peaches fingió limpiarse los oídos.

—No estoy segura de a que te refieres, pero tengo prisa. Si me lo permites.

—Yo habría hecho lo mismo que él —continuó Zachary. —Y le habría dicho a la


mujer que amo que se quedara en un solo sitio. No puedo creer que Stephen no
hiciera lo mismo.
—Oh, sí, me dejo una linda nota —dijo Peaches, preguntándose si sería de mala
educación darle un buen empujón al tío de Stephen. —¿Por qué no me dejas irla a
buscar para leerla con Mary y así nos reímos todos?

Zachary no sonreía.

—Supongo que no ayudaría en nada enumerarte los peligros que conlleva lo que
piensas hacer.

—¿Qué? —dijo ella, tratando de aparentar algo de humor. —¿Ir a la cocina?

Él no se reía con ella.

—Es bastante más peligroso que un viaje a la cocina. Las consecuencias pueden
ser catastróficas y letales.

Ella se irguió.

—Estoy al tanto de ello.

Zachary frunció el ceño, tendiéndole un rustico bolso de viaje.

—Deberías llevarte esto al viaje tan divertido que piensas hacer.

Peaches habría sonreído, pero estaba aterrorizada.

—¿Hay bocadillos dentro?

—Carne seca y tocino.

—No eres nada gracioso ¿lo sabes?

—Eso también me lo dice tu futuro esposo —dijo Zachary, calmado, —aunque


insiste en que fueron mis muchas aventuras lo que modelaron mi sentido del humor.

—¿Es cierto?
Él le clavó una mirada elocuente.

—La puerta de Artane es… turbulenta, por llamarla de alguna forma. Es por ello
que Stephen te pidió que te quedaras aquí tejiendo.

—Leyendo —interrumpió Peaches. —Me dijo que leyera.

—Como sea —Zachary resopló, molesto. —Es bastante difícil averiguar a donde
se fue con exactitud y llegar al mismo periodo de tiempo lo es aún más.

Peaches se echó el bolso al hombro, aferrándose a la asa para ocultar el temblor


en sus manos.

—Difícil, pero no imposible.

—No del todo.

—Eso tendrá que bastar —afirmó ella.

Él sacudió la cabeza con una triste sonrisa.

—Peaches Alexander, eres una mujer formidable.

—No —de pronto sentía la boca terriblemente seca. —Estoy aterrada.

—Bien, es correcto que lo estés —dijo él. —¿Tienes un puñal?

—¿Un puñal?

Él señaló el bolso con la cabeza.

—En el fondo. Guárdatelo en un lugar discreto pero fácil de agarrar. Es una


locura que quieras ir sin ningún tipo de entrenamiento. —La miró. —¿Serías capaz de
matar a alguien?

Ella ni siquiera pudo asentir.


—Me lo imaginé.

—Él necesita saber lo que le ocurrió a su padre —logró explicar, —y necesita


saber lo que averigüé.

—Se lo puedes decir cuando regrese.

—Será demasiado tarde entonces —insistió ella, sintiendo unas repentinas


punzadas de pánico. —David nos dio setenta y dos horas. Han pasado solo
veinticuatro y mira lo hizo el muy bastardo. Stephen necesita buscar otra manera en
lugar de…

—¿En lugar de convencer a Robin de Piaget de esconder cosas tras las paredes?

Ella parpadeó, sorprendida.

—¿Qué te hace pensar eso?

—Es una larga historia —dijo Zachary, con una sonrisa, —que tiene que ver con
unos parientes visionarios de James MacLeod. Sigue hablando. Stephen piensa que
así puede arreglar las cosas ¿pero?

—No está buscando en el lugar correcto.

—¿Y tú sabes cuál es el lugar correcto?

—Sí, lo sé —respondió Peaches. —Y estoy segura de cuál es la persona correcta.

Zachary se apartó un poco. Era el momento perfecto para huir, pero ya que
había dejado de regañarla y simplemente la escuchaba, quizás pudiera ser de ayuda.

—Necesito ropa del 1800 para Stephen y para mí —explicó. —Usaré las
medievales que me dio Humphreys durante la primera parte del viaje.

—No puedes viajar hoy —insistió Zachary. —Es muy tarde.


—Si me ayudas a conseguir la ropa, puedo irme en una hora, con tiempo
suficiente de llegar antes de que oscurezca.

—¿A dónde? —Le preguntó él, educadamente, —no has sido muy clara al
respecto.

—El Artane medieval. Entonces Stephen y yo nos dirigiremos al periodo dela


Regencia del 1800 y cambiaremos la historia.

Zachary suspiró, mesándose el cabello.

—Va contra mis principios enviar a una mujer sola a través del tiempo.

—¿Y a quien puedo llevar conmigo? Tú tienes una niña pequeña y esperas otro
hijo. John se acaba de casar. Kendrick puede provocarle un infar… —Se interrumpió,
llevándose las manos a la boca antes de terminar la oración. —Estaré bien. Regresaré
a este Artane lo más rápido que pueda.

—¿Y si llegas al año equivocado?

—Lo resolveré.

Él la miró con seriedad.

—¿Y si fallas?

—Entonces no habrá solución —admitió ella.

Zachary suspiró.

—Iré a buscar la ropa.

—Gracias, Zach.

—Agradéceme cuando estés de regreso con el lunático ese que amas a salvo.

—¿Cómo sabes que lo amo? —le preguntó, como quien no quiere la cosa.
—¿Entonces por qué te estás planteando hacer una cosa tan peligrosa por él?

Peaches sonrió, aunque en otro momento la sonrisa habría sido más amplia.
Contempló a Zachary marcharse y se retiró corriendo a la habitación de Megan,
donde su cómplice la esperaba.

Empacaría a toda prisa y estaría lista entonces para partir. Solo esperaba poder
encontrar a Stephen antes de que hiciera algo que ambos pudiesen lamentar.
Capítulo 26

Stephen temblaba de cansancio, lleno de lodo hasta las rodillas. Se preguntaba


por qué demonios había decidido venir al Artane medieval. Escocia era bastante
agreste, Ian MacLeod formidable y los floretes muy pesados. Pero no eran nada
comparado a enfrentarse a un sonriente Robin de Piaget -su abuelo varias
generaciones atrás- solo para darse cuenta que dicho abuelo, que rondaba ya los
sesenta, tenía tanta energía como un jovencito de veintiuno y no le daba pena
demostrarlo.

Stephen estaba aterrado. Disfrutaba cada segundo del combate, pero estaba
aterrado.

En realidad el viaje no había sido tan terrible como había sospechado. En


realidad, estaba encantado con cada momento. Era todo con lo que había estado
fascinado toda la vida, pasando en vivo frente a él. Había considerado la idea de traer
su teléfono para grabar algo, pero decidió que ese momento mágico debía
permanecer solo en su memoria.

Se dedicó a memorizar furiosamente cada detalle.

Lo que si lamentaba era haber dormido tanto. Había despertado tarde de su


siesta, pues Robin al parecer todavía consideraba sus opciones. Había almorzado
copiosamente y luego le habían invitado a bajar a la arena. No se sorprendió al
enterarse de que Robin había pasado allí la mayor parte de la mañana, entrenando
con sus hombres.

—Cuéntame sobre las mejoras que le han hecho a mi castillo en ese futuro tuyo
—pidió Robin, sin dar todavía muestras de cansancio, para fastidio de Stephen, quien
trató de complacerlo con diferentes anécdotas mientras trataba de no ser golpeado
tan repetidamente por su espada.

La tarde pasó lentamente, pero Stephen se sintió sumamente agradecido


cuando su abuelo pausó repentinamente, mirando a la izquierda.

—Esa es una mujer verdaderamente hermosa —dijo Robin, aún sin dar muestras
de cansancio.

Stephen maldijo su propio cansancio y se encontró mirando sobre su hombro


antes de darse cuenta de que era una mala idea por dos razones. Una, que Robin
aprovechó su distracción para quitarle la espada de un golpe, la cual salió disparada
vergonzosamente, terminando clavada en el suelo. Y dos, que al voltear vio a nada
más y nada menos que a Peaches Alexander, envuelta en una capa ajena, parada a
unos metros de él.

Eso le quitó el aliento más rápidamente que cualquier golpe de su abuelo.

Robin se paró junto a él.

—Se parece bastante a Persephone, la esposa de mi hermano menor.

—Es porque se trata de la hermana mayor de Persephone —jadeó Stephen en


respuesta.

—Es muy diferente a su hermana.

Stephen miró esos ojos grises tan parecidos a los suyo.

—¿Lo sabes solo con mirarla?

Robin se dio un golpecito entre los ojos.

—Mi habilidad de distinguir gente sale a relucir nuevamente. Los cortesanos de


Henry tiemblan cada vez que me ven.
—Me lo imagino.

Robin estudió a Peaches con cuidado.

—¿Y a que se dedica?

Stephen pensó en todas las maneras que podía describir a la mujer frente a él.
Estaba seguro de que Robin, con su intelecto superior, sabría entenderlo a la
perfección, pero describir a Peaches basándose en su trabajo era,
desafortunadamente, no hacerle justicia a sus dones.

Podía organizar vidas y cambiarlas. También sabía de alquimia y como


exactamente sacarlo de su centro y sorprenderlo. Pero también era experta en ver a
través del ruido y las corazas, encontrando los sueños atrapados dentro y
cuidándolos para que se hicieran realidad. Había escuchado miles de historias de la
boca de Tess durante muchos años y luego lo había presenciado por sí mismo. La
miró por un momento, y entonces se dirigió a su abuelo con una sonrisa.

—Ella ama —dijo simplemente.

Robin le clavó una mirada elocuente.

—¿Incluso a un perdedor como tú?

Stephen sonrió, incómodo.

—Usted, mi Lord Artane, ha estado mucho tiempo expuesto a un inapropiado


lenguaje moderno. Y aunque desearía que así fuese, no me atrevería a esperar que
de verdad me ame.

—Entonces mejor trabajas en eso ahora que tienes a disposición mi magnifico


castillo y mi despensa superior. Te daría algunos consejos sobre cómo enamorar a
una mujer de buena crianza y mejor corazón, pero creo que no los aprovecharías.

—John me dijo lo mismo hace un par de días —comentó Stephen, pensativo.


—¿Y de dónde crees que John aprendió todo lo que sabe? —dijo Robin,
arqueando una ceja. —De mí, por supuesto. Me alegra saber que su cómodo futuro
no le ha arruinado la cabeza. Ahora, es mejor que vayas a recibir a tu dama, antes de
que decida que en realidad no vales la pena.

Stephen estuvo de acuerdo, así que recuperó su espada de donde había caído,
limpiándola y guardándola antes de hacerle una reverencia a Robin y dirigirse hacia
Peaches, quien estaba rodeada ahora de varios muchachos.

Fue a hablarle, pero se interrumpió. Había dos muchachos gemelos, de cabellos


claros, parados allí, mirándolo, o más bien, evitando mirarlo con tanto ahínco que se
le antojó extraño. Se parecían bastante a Nicholas de Wyckham, lo que lo extrañó
aún más.

Si eran los hijos de Nicholas, con los que se iba a reunir la vez que se lo encontró,
eso significaba…

Sacudió la cabeza, dejando de lado esos pensamientos. La posibilidad de que


otros de sus parientes viajaran en el tiempo era algo sobre lo cual no quería pensar
ahora. Se prometió estudiarlos con cuidado luego. Mientras tanto, se cruzó de
brazos, mirando severamente a Peaches.

—Me sorprende verte aquí —le dijo, en su mejor francés normando. Más bien,
mintió en su mejor francés normando. No le sorprendía en absoluto verla, pero
pensó que sería mejor sonar molesto, en caso de que ella pensara utilizar otra puerta
del tiempo en un futuro. —No pensarás que necesitaba rescate.

Lo miró como si se hubiese vuelto loco.

—Por supuesto que no.

—Bien —respondió él, sintiéndose un poco más medieval de lo que le convenía.


—Así es que debería ser.

—Aunque no dudaría en rescatarte de ser necesario.


Parpadeó sorprendido, mirando a esa hermosa, inteligente y valiente mujer que
pudo tranquilamente haberse quedado esperándolo a que terminara sus asuntos en
lugar de arriesgarse. Adivinó que una poderosa razón la había movido a buscarlo,
incluso a través del tiempo.

No se atrevió a pensar que podría haberlo hecho solo porque lo amaba.

No se atrevía a tocarla por lo sudado que estaba, pero una de las ventajas de
entrenar en un clima tan frío era que el sudor se congelaba rápidamente. La abrazó,
atrayéndola contra sí.

—Discúlpame —le susurró.

Peaches le devolvió el abrazo, aferrándose con fuerza a su pecho, como si


estuviese feliz de verlo.

—¿Por qué? ¿Por esa respuesta de salvaje que me diste?

Él se rio, apartándola lo suficiente para verla a la cara.

—También por eso.

Ella se puso de puntillas, besándolo rápidamente.

—Estás perdonado.

Stephen le habría agradecido apropiadamente por eso, pero fue distraído por la
conversación que escuchó junto a él.

—Así que eso es lo que pasa —comentó una voz pícara.

—Que sorpresa —respondió otra voz, algo más seca.

Los gemelos se encontraban detrás de Peaches. Stephen los estudió por un


momento antes de dirigirse a uno de ellos.

—¿Nos conocemos?
—Theophilus de Piaget —se presentó el aludido. —Y este es mi menos guapo y
menos inteligente pero más travieso hermano, Samuel.

Samuel le hizo una reverencia.

—A su servicio, como siempre ¿Y quién eres tú?

—Stephen —respondió secamente. Cuanto menos les dijera, mejor, pensó.

—¿Stephen qué? —preguntó Samuel, en tono inocente. —¿Eres de por aquí?


¿Algún pariente desconocido quizás? Te pareces tanto a Philip que podrías ser su
herma…

Theophilus lo interrumpió con una fuerte palmada en la nuca.

—No se parece a nadie, por lo menos no a nadie que conozcamos —le advirtió,
antes de hacerle una reverencia a Stephen. —Mi lord, creo que su señora tiene frío
¿me permite escoltarla adentro para permitirle regresar a su tortura, quiero decir,
entrenamiento con el tío Robin?

Stephen estudió a Peaches por un momento. Aunque parecía estar


genuinamente feliz de verlo, de seguro tendría una razón poderosa para estar allí.
Algo más pasaba, algo serio. Podía verlo en sus ojos.

Se dirigió a Theophilus.

—¿Por qué no se apartan un poco y me permiten hablar con mi lady primero?

—Eso de seguro estará bien también, Theo —dijo Samuel, compartiendo una
mirada con su hermano que Stephen no pudo descifrar. —Mejor lejos de oídos
curiosos.

—Como los del tío Robin —respondió Theophilus.

—¿Cuáles si no? —comentó Samuel, educadamente.


Cuáles, ciertamente. Stephen no sabía, no quería saber y no se molestó en
preguntar. Simplemente esperó a que los gemelos se alejaran lo suficiente para
hablar con Peaches.

—¿Qué pasó? —le preguntó en voz baja. —¿Encontraste algo?

Ella asintió.

—Revisé lo que había en tu biblioteca en Cambridge, pero no podía sacarme de


la cabeza que algo no encajaba.

—¿Y qué descubriste? —le preguntó, cauteloso.

—Que uno de tus ancestros más recientes era al parecer adicto a las apuestas y
su contemporáneo en Kenneworth un maestro de las trampas. —Le sonrió
débilmente. —Qué bueno que no nos limitamos a lo medieval en nuestra
investigación.

—¿Por qué presiento que esto quiere decir que debo irme a otra época a pasear
en tacones? —se quejó Stephen.

—Porque estamos teniendo esta conversación en un helado paraje medieval y


no nos parece extraño estar aquí. Dejé una maleta llena de ropa de 1800 escondida
detrás de una roca.

Él le sonrió.

—Eres maravillosa.

No le devolvió la sonrisa. Al parecer su seriedad se le estaba pegando.

—Pasa algo más —dijo él, mirándola sorprendido, —¿verdad?

Iba a decirle algo, pero fue interrumpida por la llegada de Robin. Stephen los
presentó y esperó pacientemente mientras ella y Robin conversaban. Entonces ella le
dirigió la mirada, haciéndole sentir escalofríos.
—¿Qué pasa? —le preguntó, con voz grave.

Le puso las manos en los brazos, que había cruzado sin darse cuenta.

—Se trata de tu padre.

Él parpadeó, confundido. Su padre había estado en excelentes condiciones la


última vez que lo había visto, el fin de semana pasado.

—¿Sufrió algún accidente?

Ella negó lentamente con la cabeza.

—Sufrió un ataque al corazón.

—Bueno ¿Qué hicieron al respecto? —demandó saber. —¿Lo llevaron al hospital


o…? —Dejó de hablar, pues la respuesta a su pregunta estaba escrita en el rostro de
ella. De pronto se vio sujetado por Robin, pues había estado a punto de caer de
rodillas. —Está muerto ¿cierto?

—Stephen, lo siento tanto —el rostro de ella estaba cubierto de lágrimas.

Stephen sacudió la cabeza.

—Pero él estaba bien la última vez que lo vi. Hablé con él ayer temprano. No
entiendo.

Ella dudó por un momento.

—¿Fue un accidente o…?

—Recibió una carta del Duque de Kenneworth.

Stephen sintió como si le hubiesen dado un golpe en el estómago.

—Lo voy a matar —se apartó bruscamente de su abuelo. —Voy a matar a David
Preston con mis propias manos.
—Nay, no lo harás —lo interrumpió Robin. —Dale tu espada a tu señora,
muchacho, e iremos a correr. Te servirá para calmarte antes de que hagas le hagas
algo a ese hijo de perra de David Preston que seguro lamentarás después.

—La madre de David Preston es una mujer encantadora —acotó Stephen, con
los dientes apretados.

—Estoy seguro de que la madre de su padre no es tan buena —sentenció Robin.


—Entrega tu espada, muchacho, y vamos antes que Anne envíe antorchas para
iluminar el camino.

Stephen trató de desabrocharse el cinturón, pero las manos le temblaban


terriblemente. Peaches lo ayudó, echándole los brazos al cuello por un momento
antes de quitarle el cinturón con la vaina. Entonces lo miró, y él pudo ver su angustia
reflejada en los ojos de ella. Respiró profundo, dirigiéndose a su abuelo, quien
apoyaba su espada contra un asiento de piedra cercano.

—Estoy listo —murmuró.

Robin se dirigió a los gemelos.

—Lleven a la señora Peaches adentro y preséntensela a Lady Anne. Recuerden


que es la hermana de Persephone. Nos veremos en mi solar en un rato.

Los muchachos guiaron a Peaches, quien miró a Stephen por encima del hombro
hasta desaparecer por la puerta. Stephen le mantuvo la mirada, ya que no sabía que
otra cosa hacer.

—¿Acostumbras hacer esto en tu época? —le preguntó Robin.

—En realidad sí.

—De seguro lo heredaste de mí —dijo Robin, con seriedad. —No te dejes


engordar en esa época fácil en la que vives, muchacho. El correr te mantendrá ágil y
despierto. También evitará que cometas tonterías hasta pensar mejor las cosas.
Stephen admitió para sí mismo que era un buen consejo. Dio junto a Robin
varias vueltas alrededor de la arena, hasta que sintió que estaba a punto de
desmayarse. Por lo menos ya era capaz de hablar sin estallar en sollozos.

Robin se detuvo, doblándose un momento para recuperar el aliento.

—Solía ser capaz de correr más —le comentó a Stephen, jadeando.

—Pues me ha superado completamente.

—Eres algo débil —Robin le palmeó cariñosamente la espalda con una sonrisita
de autosuficiencia. Entonces lo miró con seriedad. —Y ahora eres Lord de Artane, mi
muchacho. Más razón aún para salvarlo y pasárselo a tus hijos ¿no crees?

Stephen asintió pesadamente.

—Estoy de acuerdo.

—¿Tu señora de trajo noticias del asunto?

—Ciertamente —admitió Stephen. —A pesar de que le ordené que me esperara


en casa.

—Ese es el tipo de mujer con la que se debe casar un señor, si quieres mi opinión
sincera —dijo Robin, con una palmada. —Aunque no dejes que olviden quien es el
amo de la casa, muchacho. Debo admitir que es un poco más difícil de lo que creí
originalmente.

Stephen no lo puso en duda. Acompañó a Robin hasta la entrada del castillo,


dándose cuenta que ahora era igual al hombre que caminaba junto a él.

Era una lástima que tuviese que ser a expensas de la vida de su padre.

Se lavó y cambió de ropa. Fue escoltado entonces al solar del amo, donde se
encontró a Peaches, esperándolo.
La puerta se cerró tras él, dejándolos solos. Ella le sonrió.

Él la tomó entre sus brazos, hundiendo el rostro en sus cabellos. No se atrevió a


hablar por un largo tiempo. No solía llorar, de hecho no recordaba la última vez que
había llorado realmente, pero sentía que ahora estaba a punto.

Lamentablemente, su dolor tendría que esperar. Respiró profundamente antes


de apartarse ligeramente de Peaches y mirarla a la cara.

—¿Dónde están los amos del castillo? —le preguntó, ignorando lo ronco de su
voz.

—Supervisando la cena —explicó Peaches. —Aunque creo que es solo una


excusa para darnos algo de privacidad. —Lo miró a los ojos. —Fueron muy amables
al dejarnos el solar.

—Es mejor que el maldito calabozo.

Peaches le sonrió tristemente.

—Acércate al fuego, mi lord. Tienes las manos heladas.

Lo guio a una silla cerca del fuego, una que Stephen estaba seguro de haber visto
en una vitrina en el segundo piso del Artane moderno. Él se sentó, halándola para
que se sentara en su regazo y se contentó con abrazarla, contemplando el fuego un
largo rato.

—Qué día —suspiró.

Ella levantó la cabeza de su hombro.

—Siento mucho lo de tu padre, Stephen.

Él le acarició el cabello con ternura.

—¿Cómo está mi madre?


—Devastada, por supuesto —admitió ella. —Gideon y Megan la acompañan,
junto a Zachary y Mary. Por supuesto, ya sabían a donde te habías ido y Zachary me
envió a buscarte.

—Lo voy a matar.

—Me dio un extenso monólogo antes de dejarme ir, pensando que me haría
cambiar de opinión —acotó Peaches, clavándole una mirada elocuente. —Le dije a tu
madre que sabía dónde estabas e iría a buscarte. Me dijo que deseaba que
regresaras lo más pronto posible.

—Me encantaría complacerla —suspiró él. —Ahora, explícame porque no


debería regresar inmediatamente y matar a David Preston con mis propias manos.

—Te encarcelarán por asesino —explicó ella.

—Podría raptarlo a otra época y matarlo allí. Nunca sabrán que fui yo.

Peaches le sonrió.

—James MacLeod no aprobaría eso.

—No se lo diría.

—De seguro se entera igual.

Stephen se mesó el cabello.

—Tienes razón. Cuéntame entonces lo que descubriste ¿leíste mis libros?

—Sí, pero también pasé un buen rato en la biblioteca de tu padre. El


decimonoveno Conde de Artane, Reginald, era algo fanático de las apuestas.

—Maravilloso —dijo Stephen, cansado. —¿Crees que fue él quien apostó


nuestra casa y todas nuestras propiedades?

Ella se encogió de hombros.


—Es una corazonada, pero esta situación con los Preston me hace pensar que
Reggie es nuestro hombre. Su contemporáneo, Lionel, murió cuando su hijo era muy
pequeño, dejando a su hermano a cargo por un largo tiempo. Eventualmente, el hijo
creció y tomó posesión plena del título, lo que me hace creer que el tío Piers se
apoderó de ciertos papeles antes de pasarle la herencia a su sobrino. Ya que murió
poco después de eso, imagino que no le dio tiempo de explicarles a sus hijos
exactamente que había en su escritorio. Por eso no lo notaron hasta ahora.

—Lo que explicaría por qué el documento estaba en posesión del padre de
Andrea —dijo Stephen con un suspiro.

—Eso era lo que yo pensaba —concordó ella. —Es solo una corazonada.

Stephen pensó que era una muy buena corazonada, y valía la pena seguirla,
aunque tuviese que ponerse plataformas y pantalones ajustados.

—No estoy segura de cómo lograremos cambiar las cosas sin cambiar demasiado
—comentó Peaches, preocupada.

—Quizás debamos solo cambiar el resultado del juego y dejar todo lo demás
intacto —dijo él, pensativo.

Ella asintió.

—Supongo que es una buena idea.

—¿Fue un juego de cartas o un duelo de esgrima?

—Cartas.

—Gracias al cielo —exclamó él. —Por lo menos no fue un duelo con pistolas al
amanecer.

Peaches frunció el ceño.

—¿Has jugado póquer alguna vez, Stephen?


—¿Cómo crees que inicié mi colección de libros antiguos en Eton? —preguntó él,
arqueando una ceja.

—¿Con ganancias ilícitas?

—Gané limpiamente, querida, aunque no pensaba que me serviría fuera de la


escuela —se frotó el rostro con las manos. —Debí traer algo sobre las reglas del
juego en el siglo diecinueve.

Ella se levantó a buscar algo en su bolso. Entonces le entregó un libro. Él leyó el


título y le sonrió amorosamente.

—Gracias.

—No hay de qué.

—De todas maneras estás en problemas por seguirme.

—No, no lo estoy —contestó ella. —Puedes intentar regañarme, pero


simplemente me negaré a escucharte.

Se imaginó que así sería.

—Quisiera que te fueras a casa —suspiró.

—Me imagino que así es.

Stephen se levantó, apartándole el cabello del rostro.

—De verdad preferiría que regresaras, querida —le dijo. —Aunque creo que es
mejor que te quedes conmigo. Tampoco deseo enviarte sola de vuelta.

—Creo que es lo mejor —concordó Peaches. —Después de todo, puede que me


necesites.

—Espero no necesitarte —dijo Stephen. —Y no es porque no te quiera a mi lado.


—Sacudió la cabeza. —Última vez que hacemos algo así. La presión es demasiada.
—No te dejes apabullar.

Él volvió a rodearla con sus brazos, apretándola contra si hasta que sintió que
sus latidos se normalizaban. Le acarició la espalda tiernamente.

—Gracias —le susurró al oído, —por venir a avisarme. Sé que no es la única


razón, pero me siento muy agradecido de que hayas sido tú quien me dio la noticia.
—Pausó un momento. —Lo único que lamento es no estar allí para mi madre.

—No podrías haberlo sabido, lo que ella entiende. Kendrick estaba en camino
cuando me fui. Estoy segura de que Gideon y él la cuidarán hasta que lleguemos.

—¿Debería contarle la verdad? —preguntó él, luego de pensarlo un momento.

—¿Qué viajaste por el tiempo para salvar tu castillo? —le contestó ella,
mirándolo a los ojos. —No creo que le sorprenda, y entenderá por qué lo hiciste.
Cuando le dije que te venía a buscar me clavó una mirada bastante elocuente.

—¿Qué tipo de mirada?

—Del tipo que te echa una madre cuando sabe que estás mintiendo. Me
prometió que mantendría la calma hasta que llegáramos y me pidió que te lo dijera.

Él sonrió, a pesar de todo.

—Entonces tenemos que apurarnos.

—¿Crees que es posible llegar a la fecha exacta?

—Esperemos que sí, pues estaremos vestidos a la usanza del 1800. —Se inclinó,
besándola suavemente. —Te ves cansada, querida. Hermosa, pero cansada.
Permíteme alimentarte y entonces descansaremos un par de horas antes de partir.
Me gustaría hablar un momento a solas con esos gemelos rubios.

Ella le sonrió.
—¿Crees que nos pagaron el almuerzo?

—Sé que nos pagaron el almuerzo, lo que quiere decir que también nos dieron
ese mapa y eso me lleva a la conclusión de que han estado revisando el escritorio de
su padre y aprendiendo cosas poco acordes a su época. No me parece correcto que
sigan los pasos de su tío John.

—¿Por lo infeliz que es John en el futuro? —preguntó ella, con seriedad.

—No, porque me aterra pensar que harían dos adolescentes medievales en la


Inglaterra moderna —explicó Stephen, con un resoplido. —John es extremadamente
feliz, lo cual haría mucho más atractiva nuestra época, y esos mocosos no
pertenecen a ella. Ahora, busquemos a nuestros anfitriones a ver si la cena está lista.

Ella lo detuvo.

—Stephen, de verdad lo siento, por todo.

Stephen la abrazó nuevamente.

—No mataré a nadie, tranquila, pero si le daré un buen susto a ese. —Pausó,
respirando profundo. —El ilustrísimo Duque de Kenneworth lo pensará dos veces
antes de volver a abrir su sucia boca.

—Esperemos que sí —suspiró ella.

La besó en la frente, para no caer en la tentación de hacer algo más. Entonces la


llevó del brazo al comedor, para pedirle al señor del castillo algo de comer.
Capítulo 27

Peaches se encontraba sentada a la mesa en el comedor principal de Artane. Lo


recordaba bastante bien. Allí había llorado a su hermana, y se había encontrado con
Stephen. El estar en su versión medieval, sentada junto al presente señor y a su
futura contraparte debería resultarle extraño. Y de algún modo así era.

Stephen estaba junto a ella, mirándola con una sonrisa.

—¿Qué? —le preguntó, sonrojada.

—Nada, solo estoy feliz de tenerte a mi lado —le respondió, sacudiendo la


cabeza.

—¿De veras?

—Sí, a pesar de todo.

—Yo también estoy muy feliz de tenerlos aquí —dijo Robin, tomando la mano de
su esposa.

Peaches lo miró, confundida. Podía entender porque estaba feliz de ver a


Stephen, pero ella no pertenecía a la familia. Aun así, él la miraba con un brillo
extraño en los ojos. Mary le había comentado, en una de sus muchas caminatas por
la playa, que su padre era un bromista consumado. Al parecer ya había encontrado
un tema apropiado para meterse con ella y con Stephen.

—Apreciamos su hospitalidad —contestó Stephen, mirando a Robin con una


expresión que Peaches entendió al momento. —Son muy amables al albergarnos y
entretenernos.
—Entretenimiento —Robin chasqueó los dedos, como si hubiese recordado algo
de pronto. —O quizás algo más interesante, como una boda.

—Robin —advirtió Anne por lo bajo.

Robin ignoró a su esposa, sonriendo afablemente.

—Ha pasado mucho tiempo desde la última boda aquí en Artane, y creo que no
deberían viajar juntos sin escolta, a menos de que estén casados.

Peaches quedó boquiabierta.

—¿Una boda?

—¿No te agrada, eh? —preguntó Robin, picándole el ojo.

—Robin —dijo Anne, con un largo suspiro de sufrimiento, —déjalos en paz.

—No los estoy molestando, solo me preocupo por su bienestar y su futuro.


Además, me han robado el privilegio de asistir a dos bodas, por lo menos según lo
que sé, y para las demás ya estaré muerto. Esto es lo menos que pueden hacer para
subsanar mi orgullo herido.

Peaches sintió como Stephen le buscaba la mano bajo la mesa.

—Mi lord —trató de explicar, —ni siquiera he empezado a cortejarla.

—No hay mejor momento para cortejar que después de la boda. —Le pasó algo
a Stephen. —Aquí tienes algo para empezar. No es necesario que me agradezcas.

Stephen abrió la mano, permitiendo que Peaches viera el bonito y antiguo anillo
de oro macizo que tenía posado en su palma.

Intercambiaron miradas por un momento. Stephen miró a su abuelo antes de


regresar su atención a Peaches.

—¿Y bien? —le preguntó.


—¡Oh, por todos los cielos!—exclamó Robin. —¿Eso es lo mejor que se te
ocurre? ¡Temo por la continuidad de mi línea!—agregó, mirando horrorizado a su
esposa.

Peaches lo vio clavarle una oscura mirada a su abuelo, lo que consideró muy
valiente, ya que había sido testigo de su desempeño en la arena. Entonces volvió a
mirarla.

—No era exactamente así como me imaginaba que sucederían las cosas.

Ella no pudo evitar echarse a reír. Jamás se habría imaginado que terminaría
casándose en el Artane medieval, pero de alguna forma parecía lo más sensato. Le
sonrió a su futuro prometido.

—Qué bueno que no requiero de tanto cortejo.

—Ciertamente, porque solo dispongo de quince minutos —admitió él,


secamente. —Pero te lo compensaré por el resto de nuestras vidas.

Ella lo miró, esta vez con seriedad.

—Tu abuela no estará de acuerdo.

—Abuela no está aquí para opinar. Además es la madre de mi madre. —Señaló a


Robin con la cabeza, —A él le caes bien, y tiene una espada con una retórica bastante
convincente.

—Pero ¿Qué harás cuando ella se entere? —le aterraba imaginárselo.

—Querida, soy el Conde de Artane —le susurró dulcemente al oído. —Y no me


importa lo que opine mi abuela. Si sacara por un momento la nariz de sus listas de
invitados, se daría cuenta de que no hay nadie mejor para el papel de lady de Artane.
—Se apartó de ella para mirarla a la cara. —¿Entonces?
Ella vio que Robin le sonreía, y pensó que seguramente la temible abuela
también aprendería a aceptarla como esposa de su nieto. Miró a Stephen con una
sonrisa.

—Creo que estoy dispuesta a recibir una propuesta de matrimonio.

Stephen frunció el ceño.

—Creo que mi Lord Artane ha sido una mala influencia para ti.

Lo miró levantarse y hacerle una profunda reverencia a Robin y a su esposa.

—El padre de mi lady no está disponible en este momento, ¿sería usted tan
amable…?

—Claro, por supuesto. —Robin se levantó alegremente. —Estaré encantado de


tomar el lugar de su progenitor. Incluso le daré una buena dote, pero ¿Qué traes tú a
esta unión, muchacho? ¿Una choza en la playa? ¿Una moneda de plata?

Peaches no pudo evitar reírse al ver la mirada que Stephen le dedico a su abuelo.

Robin le sostuvo la mirada con gesto aburrido.

—Está bien, puedo imaginármelo —dijo finalmente. —Ahora apresúrate y haz tu


propuesta. Si la muchacha acepta, haré traer al cura de inmediato.

Stephen se hincó de rodillas frente a Peaches, tomándola de la mano. Ella


empezó a temblar, sintiéndose nerviosa, a pesar de que sería una genial anécdota
que compartir con su hermana.

—Sé lo que estás pensando —dijo Stephen.

Ella asintió.

—Me imagino que así es.

Él contempló la mano que asía entre las suyas.


—¿Y si fuese un pequeño viñedo en la Toscana, que dirías?

—Que sí.

—Entonces pretende que nos encontramos allá.

Peaches contemplo el antiguo salón, uno que aguantaría los embates de


ochocientos años bajo la acérrima protección de generaciones de hombres y mujeres
de Piaget, comprometidos con mantener la herencia familiar. Miró a Robin y a Anne,
quienes los observaban, serios pero expectantes. Robin tenía a su mujer abrazada
contra él, y Anne la miraba con una cara que le dejaba en claro que sabía
exactamente como se sentía en ese momento.

Volvió su atención a Stephen.

—No creo que ninguna de tus otras novias sabría apreciar tu castillo.

—Pero tú sí.

—Ciertamente —concordó ella, parpadeando rápidamente para evitar que se le


aguaran los ojos. —¿Es medianoche?

Él sonrió.

—En algún lugar del mundo.

Ella respiró profundo.

—Entonces acepto, y acepto, solo por si tenemos que repetir esto en algún
momento.

Stephen se levantó, tomándola apasionadamente entre sus brazos, ejerciendo


entonces sus derechos señoriales y besándola.

—¡El anillo!
Peaches escuchó la exclamación de Robin, pero le tomó un momento reaccionar.
Sonrió cuando por fin Stephen lo deslizó en su dedo, para abrazarla nuevamente.

—Oh, basta ya de eso —dijo Robin, sentándose nuevamente. —Necesitamos


buscar al cura e ir a la capilla. No creerás que permitiré que se casen en un comedor.
Y tú, mi muchacho, deberías ir a lavarte.

Stephen lo miró, sorprendido.

—Pero ya me lavé.

—Hazlo de nuevo.

Stephen abrió la boca como para contestar, pero lo pensó mejor.

—Como usted ordene, mi lord.

—Ah, deferencia —dijo Robin, sonando particularmente complacido. —Vamos a


traer velas y antorchas. Hay una pequeña ceremonia de la cual me encargaré.

***

Dos horas después, Peaches se encontraba frente a la enorme chimenea del


cuarto de huéspedes preparado para ellos. Les habían traído velas y bocadillos. Su
flamante esposo acababa de trancar la puerta y ahora estaba frente a ella.

—Esa es mi habitación —le explicó, paseándose por el cuarto.

—¿En el siglo veintiuno?

Él asintió, frotándose la cara.

—Quiero un trago.
—Mientes —le dijo ella, sonriendo. —¿Estás enojado?

Él le devolvió la sonrisa.

—Creo que debería estarlo, pero estoy bien. —Se sentó en un banquito junto a
ella, tomándole la mano. —No era así como me imaginaba nuestra boda.

—Bueno, la capilla es encantadora —respondió Peaches, pensativa. —Y los


invitados sí son familia, de alguna forma.

—La capilla sigue siendo hermosa en el futuro —dijo Stephen, —y habríamos


tenido familia más cercana. Aunque creo que la iluminación si hubiese sido la misma.

—La luz de las velas me parece muy romántica.

—Me alegra, ya que ninguno de mis ancestros se molestó en instalar electricidad


en ese lado del castillo.

—Entonces ¿Cuál es la diferencia? —preguntó ella, encogiéndose de hombros.


—Tuvimos una bonita ceremonia, rodeados por familiares, un buen fuego en la
chimenea.

—Te podría haber comprado un vestido de boda que acentuara mejor tu belleza,
fotógrafos para conmemorar el día. Habrían asistido mi madre, mi hermano, tu
hermana y su esposo —le besó la mano que acunaba entre las suyas. —Y luego un
carruaje tirado por caballos para llevarnos a una limusina que nos llevaría al
aeropuerto. La luna de miel en París, por supuesto.

—Nah, esto está bien —suspiró ella, —me agrada lo agreste de este sitio.

Él le sonrió.

—¿Sabes que tendremos que hacerlo todo de nuevo cuando estemos de


regreso, verdad?

Peaches lo miró, algo preocupada.


—¿Te molesta que esta vez sea algo solo de los dos?

—Peaches, querida, de ser por mí, el resto de nuestras vidas se trataría solo de
nosotros dos —le explicó él, con seriedad. —Pero ya que eso es imposible, no, no me
molesta en absoluto que tengamos este momento para los dos. No lo habría querido
de ninguna otra forma. —Le sonrió de esa manera breve y seria que había aprendido
a amar. —Tú y yo, juntos, en un castillo de ensueño junto al mar. Y nos espera una
luna de miel en el siglo diecinueve. Puedo entender perfectamente que estés
emocionada por todo esto.

Ella se echó a reír, echándole los brazos al cuello.

—Esa idea de París me gusta. Tenla en mente para la segunda luna de miel, si
quieres.

—Lo haré. Y aunque esto no se lo admitiré a ningún otro que no seas tú, estaré
encantado de tenerte junto a un sin número de platos franceses exquisitamente
preparados.

Ella suspiró.

—Ensaladas con aderezos exquisitos.

—Filet mignon y foie gras.

Bueno, tendrían que acordar estar en desacuerdo en ciertas cosas. Pero antes de
que pudiese enumerarlas, la besó, lo que la dejó incapaz de pensar en otra cosa que
no fuese ese hombre que había movido cielo y tierra para rescatarla, su futuro y su
hogar.

Y estuvo conforme con eso durante el resto de la noche.


Capítulo 28

Stephen se encontraba de pie en uno de los pisos superiores de Artane, en una


época que definitivamente no era la suya, preguntándose cómo haría para
deshacerse del tipo desmayado que llevaba en brazos.

Miró a Peaches, señalando la puerta frente a él.

—Lo pondremos aquí.

Ella asintió, abriendo la puerta de la habitación -la cual era la habitación de él, lo
que resultaba tan perturbador como seiscientos años antes, en la época de Robin de
Piaget- y sosteniéndola mientras él pasaba, cuidando de no dejar caer al tipejo de
época. La única razón por la que no lo dejaba caer pesadamente al suelo era que el
mencionado tipejo era otro de sus abuelos, ancestro directo por línea paterna.
Peaches entró tras él, encendiendo una lámpara con una cerilla. Lo miró,
sacudiéndose las manos.

—Supongo que es una manera de resolver las cosas —dijo, sonriendo.

Stephen estuvo de acuerdo. Habían llegado al Artane del siglo diecinueve


cuando el sol se ocultaba y habían logrado colarse entre la multitud que se dirigía al
castillo. Casi creyó estar en una obra de teatro, de no ser por los invitados y el
terrible hedor de los establos.

Las cosas habían salido bien hasta que encontró cara a cara con Reginald de
Piaget, el presente Conde de Artane y se dio cuenta de que habría sido mejor poder
llevar a cabo su plan durante una mascarada.
Reginald se le había quedado mirando, boquiabierto, para luego buscar algo en
sus bolsillos mientras murmuraba sin parar. Stephen lo detuvo antes de que
consiguiera lo que buscaba, algo que de seguro sería perjudicial tanto para él como
para Peaches.

—Yo que usted no haría eso —le recomendó, con una sonrisa educada y una
mano en el antebrazo.

Reginald se separó de él violentamente.

—¡Dígame su nombre, señor, o me veré obligado a retarlo a un duelo al


amanecer!

—Oh, evitemos eso, por favor —respondió Stephen. —¿Por qué mejor no me
cuenta un poco del juego de cartas que tendrá hoy con su amigo el Duque de
Kenneworth, en el que piensa apostar su casa y todas sus propiedades?

Reginald de Piaget, ese gran apostador, palideció, abriendo la boca,


indudablemente para pedir auxilio. Eso los había llevado escaleras arriba, con
Peaches creando una distracción, haciendo ver como si algo se le hubiese metido en
el ojo y él utilizando la técnica favorita de Patrick MacLeod, golpeando a su ancestro
en la barbilla con la palma de la mano.

Lo que los llevó a la situación actual, mirando al desventurado progenitor


desmayado en el suelo.

—Que idiota —murmuró Stephen, con bastante desagrado.

—¿De verdad quieres atarlo?

Stephen se encogió de hombros.

—No se me ocurre otra cosa.


—Tranquilo, eso me parece buena idea —concordó ella, estudiando al
inconsciente Reginald de Piaget. —Solo me pregunto dónde sería apropiado
esconderlo luego de atarlo.

—Lo amordazaremos también y lo meteremos bajo la cama. Pero necesito su


corbata. Al parecer favorece ese horrendo tono de verde.

Peaches lo miró, acortando la distancia entre ellos y abrazándolo.

—Stephen —suspiró, sacudiendo la cabeza, —si tus estudiantes pudiesen verte,


estarían impresionados.

—¿Solo por qué desmayé a mi ancestro de un golpe y lo arrastré por el pasillo?


Hacia mi propio cuarto, el que esta vez me está causando bastante desagrado.
Viendo el lado bueno, por lo menos estoy orientado, si sabes a lo que me refiero.

Ella se quedó pensativa un rato, mirando a Reginald.

—¿Qué tan duro lo golpeaste?

—Lo suficientemente duro.

—Entonces aprovechemos el momento, pero solo para quitarle la corbata y el


abrigo.

—Creí que querías pasar la luna de miel en el siglo diecinueve.

Ella se echó a reír, apartándose de él.

—Cierto, pero eso fue antes de llegar y darme cuenta que entre el corsé y el mal
olor no se puede respirar aquí. Apresurémonos para poder irnos rápido.

Él estuvo de acuerdo, no tenía estómago para soportarlo por mucho tiempo, así
que se puso manos a la obra, quitándole chaqueta, corbata y camisa a su babeante
ancestro. Se las puso, dejando que Peaches lo ayudara a ajustarse la corbata verde
pútrido.
—¿Qué opinas?

—Que eres precioso, incluso con ese tono de verde, que es realmente espantoso
—dijo ella. —No creo que nadie sea capaz de notar la diferencia entre tú y tu
distinguido ancestro. Ahora déjame tranquila, deberías estar repasando tu estrategia
en el juego.

—La repasé anoche —insistió él, tomándola entre sus brazos nuevamente. —El
cambio de hora me mantuvo despierto, ya sabes.

—No solo eso te mantuvo despierto.

—Ahora que lo mencionas, tienes razón, no fue solo eso.

Ella se echó a reír, casi sin aliento.

—Stephen de Piaget, eres un libertino.

—Es esta horrible corbata —dijo él, rezando para no traerse ningún piojo encima
por ponerse esa horrible ropa, —me hace perder la cabeza.

Ella frunció los labios.

—Sí, de seguro es eso. —Lo miró, y sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo


entero. —Por favor, terminemos con esto de una vez. Estoy lista para ir a casa.

Él suspiró, abrazándola en silencio unos minutos.

—Gracias por casarte conmigo —le susurró finalmente.

—¿De veras?

Él asintió.

—Sí, de veras. —Entonces se separó de ella a regañadientes. —Vamos a ponerle


fin a esto, para que pueda tener un hogar al cual llevarte. Aunque debo admitir que
me cuesta concentrarme. —Le sonrió ampliamente. —Me tienes distraído con esa
ropa de época.

—¿Quieres que te hable de David Preston para inspirarte? —le soltó ella,
cruzada de brazos.

—Eso fue un golpe bajo, querida —le dijo frunciendo los labios, —pero funcionó.
Encarguémonos de Reggie para continuar con el plan.

—Iré a mezclarme con los invitados.

Él la miró con seriedad.

—Prepárate para correr, Peaches.

—¿Crees que sea necesario?

—Ya nada me sorprendería, querida. Mejor estar preparados.

Peaches se puso de puntitas, besándolo brevemente.

—Que tengas una buena partida.

—Quédate cerca.

La abrazó brevemente, soltándola antes de echarse a llorar o de decirle que se


arrepentía del plan y que tendrían que mudarse a Italia a plantar aceitunas.
Intercambiaron una última mirada antes de que se deslizara fuera del cuarto y él se
concentrara en su primera tarea de la noche, la cual era esconder bien a su ancestro.

Esperaba que las demás tareas resultaran igual de fáciles.

***
Amanecía ya cuando por fin llegó trastabillando a las puertas de Artane junto a
Peaches. Las puertas del Artane moderno, el de su padre.

Excepto que ya no era de su padre. Era suyo.

—¿Estás bien?

Miró a su esposa, con quien técnicamente estaba casado hacía ya ochocientos


años y sonrió, cansado. Todavía llevaba sus ropas del siglo diecinueve, una mochila a
la espalda y parecía haber pasado toda la noche revolcándose en un chiquero. Él no
se veía mucho mejor, pero en lugar de una mochila llevaba una espada en la mano,
igual de sucia y embarrada que él.

En realidad si se habían caído en un chiquero.

—Estoy entumecido —admitió él, —por el frio, el cansancio y falta de alimento.


—Sacudió la cabeza. —Si hubiésemos tenido que tragar más de esa bazofia que
estaba sirviendo Reggie, me habría echado cual largo soy en la mesa de juego y
arrojado la toalla.

Ella le sonrió, limpiándose un poco de barro de la mejilla.

—Diría que fue la indigestión lo que cambió el curso de ese dudoso juego, digo,
Lionel de Kenneworth terminó retirándose, terriblemente intoxicado, pero creo que
de todos modos habría fingido malestar para retirarse con su dignidad intacta. Lo
superaste en eso de las trampas.

—No hice trampa —insistió Stephen.

—Mentiroso.

Él sonrió.

—Muy bien. Solo no vi ninguna razón para no darle una cucharada de su propia
medicina. Pero quiero que quede claro, para futuras generaciones, que cada centavo
que gané durante mi estancia en Eton fue ganado de manera justa.
—¿Solo en Eton?

—Tú viste mi colección de primeras ediciones ¿realmente crees que gasté mi


dinero en ellas?

Ella le sonrió, pero se le borró al momento.

—No respondiste mi pregunta original —señaló el castillo con la cabeza. —


¿Estarás bien?

Él respiró profundamente y asintió.

—Lo estaré.

—Creo que tomaré entonces el tren y…

Stephen la interrumpió con un comentario en broma, pero entonces se dio


cuenta de que ella hablaba en serio.

—Por supuesto que no —sentenció de inmediato, sorprendido.

—Pero Stephen, esto es bastante personal y…

—Peaches, querida, hemos pasado los últimos dos días muy juntos. Y antes de
eso, pasé incontables días deseando poder estar junto a ti. —La miró con seriedad.
—Quiero estar aquí con mi madre, pues la amo y es mi responsabilidad, pero me
gustaría que estuvieras conmigo. A menos que te incomode —agregó finalmente.

Ella negó con la cabeza.

—Por supuesto que no. Me quedaré.

La estudió por un momento.

—¿Cuánto tiempo crees que nos tomará acostumbrarnos el uno al otro?


—Creo que necesitas llevarme a un par de citas primero —dijo ella,
solemnemente, —y empezar con ese cortejo que llevas rato prometiéndome.

Stephen la tomó entre sus brazos, abrazándola en silencio unos momentos para
luego besarla.

—Nos dedicaremos a eso cuando terminemos con nuestros deberes aquí ¿te
parece?

Peaches se volteó a mirar Artane, allí silencioso frente a ellos. Se volteó


nuevamente hacia Stephen, respirando profundo y asintiendo. La tomó de la mano y
juntos atravesaron el portón principal.

Stephen saludó a la Sra. Gladstone con la cabeza cuando la vio en su cabina,


vestida de luto. Casi sigue de largo, pero entonces decidió detenerse un momento.

—Buen día, Sra. Gladstone —la saludó educadamente.

—Buen día, Lord Stephen —respondió la aludida. —Lamento mucho lo de su


padre.

—Gracias —dijo él, sencillamente. Después de todo, había tenido dos días para
reconciliarse con el hecho de que su padre ya no estaba. —Lo único que lamento es
no haber estado aquí.

La señora pareció considerar cuidadosamente sus palabras.

—Esos metiches de Kenneworth han estado curioseando por aquí —dijo, con el
ceño fruncido. —No me agradan en lo absoluto.

—Me encargaré de ellos.

—Espero que sí, mi lord.

Stephen asintió, tomando nuevamente la mano de Peaches para dirigirse al


castillo de su padre.
Se detuvo, suspirando. Aún tenía que recordarse que ya el castillo no era de su
padre, sino suyo.

—Aún no celebran el funeral —dijo, mirando a Peaches.

—No serían capaces —respondió ella, en voz baja. —Faltabas tú y mucha gente
estaba al tanto de nuestro paradero.

Él asintió.

—Tendremos que contarle a mi madre.

—Probablemente.

—Pero no a tus padres.

—Se limitarían a felicitarnos por el viaje y regresarían de inmediato a sus


brownies de cannabis. No valdría la pena llamarlos —dijo ella, con una sonrisa.

Él la miró con seriedad.

—Prometo no ser ese tipo de padre.

—Es una de las razones por las que me casé con usted, mi lord.

Stephen se detuvo, haciendo el amago de abrazarla cuando notó por el rabillo


del ojo que alguien se acercaba.

Soltó una palabrota. Era su abuela, caminando a pasos agigantados hacia él. Lo
primero que pensó fue en proteger a Peaches con su cuerpo, pero se lo tachó al
haber pasado demasiado tiempo en el pasado. En lugar de eso, se limitó a agarrarla
fuertemente de la mano.

Lady Louise Heydon-Brooke de Chattam Hall se detuvo abruptamente frente a


él, mirándolo de arriba abajo y haciéndolo sentir como un enano, lo cual era
bastante admirable, ya que él le llevaba por lo menos treinta centímetros de altura.
—¿Dónde demonios estabas metido, Stephen? —le preguntó secamente. —
¿Acampando con esta chica? —Arrugó la nariz. —Hueles horrible.

—Gracias, Abuela —respondió Stephen, educadamente. —Si nos disculpas, mi


lady y yo estamos de camino a la casa, donde nos pondremos presentables para
poder encargarnos de ciertos asuntos pendientes.

—Suéltala, Stephen.

Stephen sintió la mirada de Peaches. Definitivamente también pudo sentir la


mirada fulminante de su abuela. Miró a su esposa, arqueando una ceja, y luego
volvió su atención a la anciana.

—Esperaba poder anunciártelo con más calma, Abuela —dijo, calmadamente, —


porque te tengo mucho afecto. Has estado a mi lado en momentos muy difíciles y me
has dado buenos consejos a lo largo de mi carrera.

La abuela palideció.

—No me digas…

Stephen volvió a mirar a Peaches, quien lo miraba solemnemente, como


diciéndole que hiciera lo que creyera más conveniente. En realidad ya sabía lo que
pensaba al respecto luego de una larga conversación mientras huían, evitando ser
asesinados tanto por los peones de Kenneworth, como por los subalternos de
Reginald de Piaget. Respiró profundamente.

—No lo negaré. De hecho, para mostrarte el sitio tan importante que tienes en
mi vida y que tendrás en la vida de mi esposa e hijos, compartiré algo contigo que
solo tú sabrás.

—Necesito un brandy.

—Más tarde. —Stephen le ofreció el brazo. —Verás, Abuela por favor, toma mi
brazo para seguir hasta la casa, decidí que lo que me faltaba en la vida era alguien
que aceptara estar conmigo aunque no tuviese nada.
—Pero Irene —respondió trémulamente la anciana, —Lady Zoe, incluso la
insulsa de Brittani…

—Estaban encantadas con mis accesorios, pero no se interesaban realmente por


mí. Puedo llegar a ser, como bien sabes, una persona muy difícil.

—No trates de disimular, Stephen —suspiró pesadamente la anciana. —Cuando


te lo propones puedes ser un completo asno.

—Entonces ¿no estás feliz de que haya encontrado una muchacha inteligente,
hermosa y bien educada dispuesta a amarme y soportarme a pesar de mis defectos?

Vio cómo su abuela estudiaba detenidamente a Peaches por un largo tiempo,


antes de volver la atención a él.

—¿Esa bonita muchacha de ahí?

—Ella misma.

—¿Se fugaron? —preguntó, con un temblor en la voz que dejaba bien claro que
necesitaba un trago fuerte.

—Sí —admitió él, con una sonrisa. —Aunque estoy seguro que una sencilla boda
en unas dos semanas pondrá todo en orden, por lo menos a su juicio ¿no?

—¿Dos semanas? No digas tonterías. Necesitaré por lo menos un mes para


enviar las invitaciones. En seis semanas sería más conveniente. —Le clavó una
mirada fulminante. —Y espero que dejes esos pensamientos de fuga de lado,
jovencito, o si no tendrás que vértelas conmigo.

Stephen frunció el gesto, solo para soltar una palabrota cuando escuchó a
Peaches reírse tras él. La miró, no muy seguro de porque encontraba tan gracioso el
hecho de mantenerlo fuera de su lecho por seis semanas, y luego a su abuela, quien
de seguro encontraba hilarante el hecho de que Peaches lo mantuviera fuera de su
lecho por seis semanas.
—¿Han estado conspirando a mis espaldas? —preguntó en tono amargo.

Su abuela lo dejó de lado para ir junto a Peaches, quien olía bastante mejor que
él.

—Perdona los prejuicios de una anciana —le dijo, tomándola del brazo. —
Aunque tengo suficientes para elegir, Stephen es mi nieto favorito. A pesar de eso,
soy la primera en admitir que tiene sus defectos, el menor de ellos sus encantadores
ojos grises.

—Son hermosos —concordó Peaches.

—Escuché que hubo un tiempo en el que no te caía nada bien mi nieto.

—También tenía mis propios prejuicios —admitió Peaches. —Pero él es difícil de


resistir.

Lady Louise volvió su atención a Stephen.

—Un mes.

—Dos semanas —insistió él.

—No seas tonto, sería imposible planear algo decente en tan poco tiempo —dijo
ella, con los labios fruncidos. —A lo mejor, si son discretos, pueden dormir en
habitaciones adjuntas.

—Gracias, Abuela —dijo Stephen, secamente.

—Peaches vendrá a quedarse conmigo, por supuesto, mientras arreglamos su


ajuar. Tú tendrás que quedarte aquí para arreglar los asuntos de tu padre. Me
imagino que eso tomará alrededor de un mes.

Stephen se prometió que haría cumplir su voluntad de alguna manera, pero


quizás no ahora. Después de todo, su abuela se estaba comportando
apropiadamente y Peaches parecía estar contenta, agarrándolo de la mano, así que
se imaginó que podría dejar a su abuela a salvo en la cocina junto a una buena
botella de jerez y llevarse a su esposa escaleras arriba sin que nadie se diera cuenta.

***

Inclinado sobre el parapeto, en el techo del castillo, Stephen tuvo que admitir
que el día se le había hecho eterno. Ahora observaba el atardecer, como era su
costumbre cada vez que estaba en casa. Había inventado algunas historias
interesantes sobre su repentino viaje para tranquilizar a su abuela y a los sirvientes
de la casa. Luego había pasado un largo rato consolando a su madre, dejándola con
la promesa de contarle la historia completa al finalizar sus tareas y entonces se había
dedicado de lleno a arreglar los detalles del funeral de su padre.

Había visto muy poco a su esposa, lo que lo ponía de mal humor.

Sintió unos brazos que lo rodeaban desde atrás, pero no se sorprendió.


Simplemente se volteó, apoyándose contra el muro y rodeó a su acompañante con
sus brazos, apretándola contra él.

—Detesto las alturas —murmuró Peaches, sus palabras quedando algo ahogadas
contra su pecho.

—No permitiré que te caigas.

—Nunca lo has permitido.

Él sonrió, apretándola con más fuerza.

—Y no pienso hacerlo jamás.

Peaches se quedó en sus brazos un largo rato, contemplando el mar en silencio


con él.
—¿Cómo te sientes? —le preguntó entonces, apartándose lo suficiente para
mirarlo a la cara.

Él suspiró.

—Afligido —admitió, —aunque el momento me parece algo extraño, como si de


alguna manera hubiese estado predestinado a suceder así. Nunca se lo diría a mi
madre, por supuesto.

—Creo que ella piensa parecido —comentó ella, en voz baja. —Me contó que le
gusta mucho la pequeña casa en Etham.

La casa de la familia en Etham era de todo menos pequeña, pero estaba en el sur
y los jardines eran espectaculares.

Stephen suspiró profundamente.

—No me sorprende. Creo que nunca le gustó el norte, ni el mar. —La miró con
ternura. —¿Y a ti que te gusta?

—Me gustas tú —respondió ella, con una sonrisa tierna. —Y el mar. Y las
paredes de tu castillo que susurran historias con el viento, y sus fantasmas que
siempre se aseguran de hacerme una reverencia si paso junto a ellos.

Se rio, algo incómodo.

—¿De veras? Que afortunado que ya sepan quién eres y lo que significas para
mí.

—Tengo la sensación de que la entrada que colocamos en el gran libro de la


genealogía de los de Piaget ya ha sido revisada varias veces. Creo que debimos usar
un apodo.

—Dejaremos que nuestros hijos averigüen la verdad por sus propios medios.

Peaches todavía sonreía.


—Y ni hablar de tus parientes, quienes me han estado mirando como si supieran
perfectamente lo que pasó. Megan me preguntó si dormiría en tus habitaciones o si
necesitaba que me mandara a preparar una para guardar las apariencias.

—¿Y qué le respondiste?

—Le dije que tu abuela nos había dado permiso de estar en habitaciones
adjuntas.

—Pero en Artane no hay habitaciones adjuntas. Por lo menos no conectadas una


con la otra.

—Ahí tienes tu respuesta. Eso resuelve el problema bastante bien.

Él sonrió secamente.

—¿Hablaste con Tess?

—Sí. Me dijo que no era justo que me vengara de esa manera, recordándome
que yo fui testigo de su boda civil.

—Le enviaremos una invitación a la próxima.

Ella se echó a reír, poniéndose de puntillas para besarlo.

—Bueno, te dejo para que rumies tranquilo durante otro rato.

—¿Cómo lo supiste?

—¿Qué, que habías venido aquí a estar a solas un rato? —Se apartó de él
suavemente. —Robin me comentó que los señores de Artane, esos que de verdad lo
llevan en la sangre, tienen la necesidad de pasar tiempo en el techo, rumiando. Le
prometí que me aseguraría de que siempre tuvieras un rato para ti.

Stephen tuvo que respirar profundo antes de continuar.

—Te amo.
—Lo sé —respondió ella. —Búscame cuando termines y te diré lo que realmente
pienso de ti.

Él se rio, sabiendo que de seguro acortaría sus momentos en el techo si estaba


seguro de que Peaches de Piaget lo esperaba adentro.

La observó marcharse, y le devolvió el gesto con la mano antes de que


desapareciera por la puerta de la torre antes de regresar a sus contemplaciones.
Suponía que debería salir temprano mañana, con Peaches, para llegar a Londres
antes de que terminara el plazo de David, a las dos de la tarde, aunque le sorprendía
lo poco que le importaba lo que iba a suceder.

Seguro era porque ya sabía lo que pasaría.

David de seguro disfrutaría estar ante las cámaras, con los periodistas y
abogados ansiosos por el anuncio. Entonces abriría su caja fuerte y sacaría dos
sobres. Uno con el pagaré, que ya había visto antes, y que Stephen se había
encargado de inutilizar cuando se hizo pasar por Reginald en el pasado, y otro que
contenía, según David, el documento de propiedad de Artane.

Lo que David no sabía era que el segundo sobre no contenía lo que él pensaba.

Stephen no pudo evitar sonreír al imaginarse la escena.


Capítulo 29

Peaches se reclinó contra el apoyacabezas del asiento de copiloto del Mercedes


de Stephen y cerró los ojos. Eso la mareó, como de costumbre, así que decidió mejor
contemplar a su esposo.

Estaba enfundado en un elegante traje gris oscuro, que complementaba sus


ojos, con una discreta corbata borgoña y lentes de sol. Tenía el ceño fruncido, pero
no lo culpaba: el tráfico de Londres era terrible.

—¿Y bien? —le preguntó. —¿Estás aliviado?

Él quitó los lentes, apoyándoselos en la coronilla y la miró.

—¿Tengo que ser honesto?

—Sí, mi Lord Artane, debe ser honesto.

—Entonces debo decirte que estoy completa y profundamente aliviado —


respondió con un hondo suspiro de felicidad. Le sonrió. —Admito que tuve un
momento de terror cuando David insistió en hacer un espectáculo de la apertura del
sobre, y nos empezaron a fotografiar desde todos los ángulos. Creí que estábamos al
borde de la ignominia y la quiebra.

—Pero que David tuviera que mirar dos veces el pagaré y se diera cuenta que
mágicamente había pasado de recibir Artane a tener que entregar Kenneworth fue
un buen toque —acotó Peaches. —Aunque creo que no supo apreciar el trabajo que
tomó.
—Aunque hacer firmar a Lionel fue más sencillo de lo que creí —comentó
Stephen, secamente. —De seguro habría peleado más el final de esa partida si no
hubiese estado tan ocupado vomitando junto a la mesa.

—Creo que el trozo de pastel que le ofrecí tuvo que ver con eso —admitió ella,
modestamente.

Él la miró, boquiabierto.

—No.

—Sí. Mis padres son herbolarios —dijo sencillamente. —Te puedo asegurar que
han tratado y fumado todo los tipos de yerba disponible. Más nunca lobelia, o tabaco
hindú, como lo llaman en algunas partes. Cae mal al estómago.

—Recuérdame agradecerte más tarde. No me había dado cuenta —le dijo,


tomándola de la mano.

—Creí que ya tenías demasiado de que preocuparte y no te negarías a recibir


algo de ayuda extra. —Dejó escapar un largo suspiro. —Debo admitir que estaba
bastante nerviosa en el banco, pero no quería perderme de nada. —Lo estudió
cuidadosamente. —Me alegra que tengas tan buenos reflejos. David estuvo a punto
de partirte la nariz.

Stephen se echó a reír.

—Todo gracias a Patrick MacLeod, quien estoy seguro que ha logrado partírmela
un par de veces.

—Irene no va a estar feliz con su rostro en la mañana.

—Es lo que se merece por pararse tan cerca de mi codo, murmurando cosas
horribles sobre mi familia y sobre ti —murmuró él, entre dientes. —Aunque lamento
que su nariz no vuelva a ser la misma después de esto.
Peaches lo miró besarle la mano, posándola sobre su muslo y cubriéndola con la
suya. Eso se había vuelto costumbre siempre que estaban en el auto.

—¿Y tú, estás aliviada? —preguntó él, sin quitar los ojos del camino.

Ella suspiró.

—Estoy feliz de que por fin acabara. Aunque me siento mal por Raphaela. No se
merece nada de esto.

—No te preocupes demasiado —le aseguró Stephen, sonriendo. —Se mudará a


la casa de su familia en el sur de Francia, donde se dedicará al cultivar uvas. Ya nos
extendió una invitación para este verano.

—¿Qué pasará con Casa Kenneworth? —preguntó Peaches. —¿Tendrán que


venderla?

—Al fisco, sin duda. Las apuestas de David son más graves de lo que dice. No
estoy seguro de que tenga los fondos suficientes para mantenerla. Con respecto a lo
que hará después, la verdad no lo sé, de seguro terminar de despilfarrar lo poco que
le queda. Nadie de su línea tiene mucho sentido común al parecer.

—Bueno, conocimos al primer señor, Hubert.

Un escalofrío recorrió la espalda de Stephen.

—Prefiero dejar de lado eso de aventurarme por una puerta del tiempo para
estudiar ancestros, aún más sin son ajenos. Ni siquiera estoy seguro de querer
conocer a más de los míos.

—Robin y Anne resultaron encantadores.

—Ha —resopló él. —Eso es porque no tuviste a Robin vapuleándote durante


horas sin piedad en pleno invierno, solo porque necesitaba pensar.

Ella le golpeó cariñosamente la pierna.


—Qué bueno que te hice entrenar la semana anterior, ¿verdad?

Él le apretó la mano.

—Ciertamente, querida. No creas que no lo agradecí.

—¿Te apetece ir a correr esta tarde?

—No —admitió él con una risita. —¿Tú?

—A mí me agradaría —admitió ella.

—¿Y luego qué? ¿Cenamos y vamos al cine?

—Podemos leer a Chaucer en tu biblioteca.

Stephen le clavó una mirada elocuente.

—¿Estás complaciéndome?

—Solo porque te amo —dijo ella, sacudiendo la cabeza con una sonrisa.

—Entonces listo, una carrera, Chaucer y luego podemos hablar de otras cosas.

—No te olvides del batido verde.

Él resopló, colocándose nuevamente los lentes de sol y concentrándose en el


tráfico. Pero sonreía.

Y ella también.

***
Seguía sonriendo un mes después, parada junto a él en la capilla del hermoso
castillo junto al mar, casándose con él. Nuevamente.

Estaban rodeados de familiares y amigos, y estaba segura de que había más


invitados que no podían ver. Era un día perfecto, la culminación de un puñado de
semanas perfectas llenas de sucesos inesperados.

Jamás pensó que se llevaría tan bien con la abuela de Stephen. La mujer era una
gurú de las compras, con un gusto exquisito y una habilidad sin par para negociar con
diseñadores creídos y obtener exactamente lo que quería. Cuando no estaba
gastando el dinero de Stephen o manipulando a tenderos indefensos, se ocupaba en
enseñarle a Peaches como se manejaba la alta sociedad inglesa. Lo hacía de tal forma
que la hacía sentir que ese siempre había sido su lugar.

Peaches había logrado pasar unos días con Tess y John, dando largos paseos con
su hermana mientras esperaba que Stephen terminara con sus clases. Discutieron las
ramificaciones kármicas de que tres hermanas se casaran con tres hombres de la
misma familia, pero llegaron a la conclusión de que ellas dos eran muy felices y
esperaban que Pippa también lo fuese, en la época donde decidió vivir.

También dio largos paseos del brazo de la madre de Stephen, por la playa de
Artane, con el viejo castillo posado como un dragón sobre el risco. Había aclarado
todas las dudas de Lady Helen sobre John de Piaget y el porqué de su parecido con
Stephen. También le contó la verdad sobre el sitio de su boda original. Tenía que
admitir que Lady Helen tenía nervios de acero y una mente muy abierta.

El resto del tiempo la pasó con Stephen, leyendo en su oficina mientras él


terminaba con su trabajo, conversando con Humphreys sobre el cuidado de Artane y
tratando de decidirse qué hacer con su vida. Le tomó casi un mes, pero finalmente se
decidió, más la inspiración vino de un lugar poco común.

Anne de Artane.

Peaches se preguntó que habría hecho Anne de haber vivido en el siglo


veintiuno, con todo lo que pudiese desear al alcance de la mano. Y entonces lo supo.
En realidad, lo había escuchado de la misma Anne, quien la había llamado aparte
antes de la boda para hablar de lo que se esperaría de ella como la nueva señora del
castillo. Anne le había dicho, en una tierna mezcla de inglés moderno y francés
normando, que de estar en el lugar de Peaches, viviría su vida exactamente como lo
había hecho hasta ahora, enfocada en amar a su esposo, a sus hijos y a todos
aquellos que llegaran a su vida. Era lo único que importaba al final.

Pensó en esas palabras mientras bailaba con su esposo el día de su boda -la
segunda y última, de momento-, mientras cenaba junto a familia y amigos,
disfrutando de la compañía de todos lo que habían venido a felicitarlos y celebrar
con ellos. Incluso al retirarse a descansar entre los brazos de su esposo.

Todavía las pensaba a la mañana siguiente, cuando se levantó para encontrarse


sola en la cama. Encontró una nota junto a ella.

Búscame en el techo.

SdP.

Se puso uno de sus pesados abrigos y subió por las escaleras de su castillo de
fantasía, para llegar al techo a hundirse en los brazos de su guapo príncipe. Luego de
pasar un buen rato calentándose junto a él, le sonrió.

—¿Feliz, mi lord?

—Bastante, mi lady.

—¿No te estás congelando aquí arriba? —le preguntó, tiritando por la brisa.

—Ya no siento las piernas —respondió él, con una risa exasperada. —Creí que
me rescatarías hace media hora.

—¿Ese es mi trabajo ahora? —ella sonrió traviesamente. —¿Rescatarte?

Él la apretó más contra sí, aparentemente ya experto en ese fino arte de


demostrar afecto sin palabras.
—Nos turnaremos.

—Bueno, eso hemos hecho hasta ahora.

Stephen le rodeó los hombros con un brazo.

—Vamos a discutir eso más a fondo.

Ella lo miró, seria.

—¿Ya pasaste el tiempo necesario en el techo por hoy?

Él sonrió.

—Sí, aunque te haré saber si necesito más. De momento prefiero retirarme a un


lugar más cómodo, preferiblemente frente al fuego y contigo a mi lado.

—A tu habitación, entonces.

—Correcto, Peaches, amor mío. Aunque parece una verdadera lástima no


ocupar el dormitorio principal, pero supongo que de momento bastará ¿tú que
piensas?

Peaches pensaba muchas cosas, y una de ellas era lo orgulloso que estaría Robin
de Artane del hombre frente a ella. Aún estaba algo embrollado, buscando quien lo
reemplazara en la universidad para poder dedicarse a Artane a tiempo completo,
pero a donde quiera que iba, dejaba a la gente con la certeza de que de verdad se
preocupaba por lo que pasaba y tomaba en cuenta sus opiniones. Lo sabía porque lo
había acompañado a ver a sus inquilinos, a hablar con sus estudiantes y había
protagonizado un gracioso contratiempo con el Dr. Trotter-Smythe, quien se había
desmayado al verla salir de la oficina de Stephen junto a Tess. Todos los beneficiarios
de Stephen se habían tomado la molestia de llamarla aparte para expresarle el
agradecimiento que sentían hacia él.

Incluso Irene Preston le había enviado una escueta nota, agradeciéndole por no
presentar cargos contra su hermano por difamación.
Ella le había respondido, agradeciéndole su amable atención en la fiesta de
David, hacía ya tantas semanas. Supuso que quizás Irene se lo tomaría como otro
puñetazo en la cara, pero Peaches estaba realmente agradecida. De no haber
terminado en ese cuartucho por órdenes de Irene, ni haber huido luego de sus
hirientes palabras, no estaría donde estaba en este momento.

—¿En qué piensas? —preguntó Stephen, su voz grave retumbando en su pecho.


—¿En lo agradable del fuego en nuestra habitación?

—En realidad —ella apoyó la cabeza en su hombro, aspirando su agradable


perfume, —pensaba en la fiesta en Kenneworth House.

—Por todos los cielos, no —soltó una risa incómoda. —¿Por qué?

Ella alzó la cabeza para mirarlo mejor.

—Si no hubiese sido porque Irene te obligó a ir y luego me hizo la vida imposible,
todavía estaría esperando a enamorarme de ti.

—Te contaré un secreto —dijo él, en voz baja. —Originalmente no pensaba ir, en
mi defensa, no sabía que estabas invitada, hasta que un trío de fantasmas
parlanchines me convencieron.

—¿De veras?

Stephen frunció los labios.

—De acuerdo, me amenazaron con no dejarme en paz si no me amarraba los


pantalones e iba a esa fiesta. Pero cuando llegué a Kenneworth House y me encontré
contigo, estuve un poco más a gusto.

—Y entonces me rescataste.

—Por lo menos una vez —concordó él. Se inclinó para besarla. —Y lo haría otra
vez, todas las veces que haga falta.
—¿Incluso si tienes que regresar a la Inglaterra medieval?

—Inclusive —respondió, serio. —Por ti, haría lo que fuera, todas las veces
necesarias, sin importar el costo.

—Pero preferirías quedarte aquí.

Él se echó a reír.

—Querida, tenemos una bonita chimenea y una estufa Aga en la cocina.


Obviamente prefiero quedarme aquí ¿a ti no te agrada más esto?

Ella lo miró. Era el señor del castillo bajo sus pies, dueño de su corazón. Era
capaz de dejarla sin aliento con un beso, una caricia, incluso una mirada. Era un
hombre que la amaba por completo, no a pesar de lo que fuera, sino precisamente
por lo que era.

—Estás en lo correcto —le respondió, apartándose de él con una sonrisa, —pero


ya vamos adentro. No me quiero congelar más tiempo en el techo.

Él se echó a reír nuevamente, guiándola hacia la puerta de la torre.


Capítulo 30

Stephen de Piaget, Conde de Artane, antiguo Vizconde de Haulton, pero todavía


Barón de Etham, contemplaba complacido la fiesta que se desarrollaba ante él,
maravillado con los arreglos de Wyckham, pero agradecido de no haber tenido que
hacer reparaciones similares en Artane.

Aun así, el lugar era espectacular. Zachary había renovado el segundo piso,
agregando unos elegantes arcos normandos al techo, y primorosos tapices
auténticos que caían de techo a piso.

Se detuvo, observando los tapices con más cuidado. Uno de ellos parecía
moverse. Parpadeó, frotándose los ojos. Quizás se lo estaba imaginando, y la falta de
sueño no lo ayudaba. Era el contra de tener un hijo pequeño, ansioso de conocer el
mundo y no tan ansioso de dejar dormir a sus padres.

Buscó con la mirada a su esposa e hijo, quienes recorrían el salón, socializando


con diferentes grupos. Mary de Piaget Smith, Condesa de Wyckham, había pasado la
mayor parte de la noche bailando con su esposo, pero ahora acunaba a su pequeña
de nueve meses mientras conversaba con Peaches de Piaget, Condesa de Artane,
quien a su vez llevaba en brazos a su hijo de cuatro meses, el Vizconde de Haulton,
futuro Conde de Artane.

Era esperanzador, pero un poco aterrador, pensar que quizás Robin de Piaget
estuviese escondido en las sombras, contemplando a su hija conversar con la
responsable de traerles otro heredero para mantener la dinastía viva.

El tapiz se volvió a mover, y esta vez estuvo seguro de ver la sombra de dos
cabezas asomándose.
—Tengo un presentimiento.

Zachary Smith apareció de pronto junto a él, mirando con atención el mismo
tapiz.

—¿De veras? —Le preguntó —¿Qué presentimiento?

—Uno del tipo paranormal.

—Creo que yo experimento algo parecido.

Zachary lo miró, pensativo.

—¿No me dijiste que los hijos de Nicholas -esos que son tus sobrinos por
matrimonio ¿sabes?- llegaron como de sorpresa a ese albergue al que fuiste y
además de comprarte comida te dieron algo de dinero y un mapa?

Stephen asintió lentamente.

—Es correcto.

—¿Y no te parece extraño que, además de darte todo eso, supieran


exactamente cuándo encontrarte?

—Eso te lo comenté hace algún tiempo. Pudo ser una coincidencia.

Zachary le clavó una mirada elocuente, que lo hizo fruncir el ceño.

—Está bien —admitió, —quizás fue demasiada coincidencia ¿Qué sugieres?

—Que los adolescentes son problema.

—Especialmente los gemelos.

—Tu esposa debe saber más de eso, estoy seguro. Trato de no imaginarme lo
que pasa Kendrick con sus trillizos —Zachary se estremeció. —A veces me quita el
sueño de noche.
Stephen pensó en acotarle que debía preocuparse más por su propia hija, dado
el carácter de su impetuosa e independiente madre, pero decidió callarse la boca. En
lugar de eso, intercambio miradas con el Conde de Wyckham y al unísono, cruzaron
el salón hasta llegar al tapiz.

Entonces, dos muchachos rubios salieron disparados de detrás del mismo hacia
la cocina.

Les tomó varios minutos acorralarlos, en parte porque eran dos y parecían
conocer bien la estructura del castillo. Stephen llegó a la cocina para encontrarse la
salida bloqueada por hombres de la familia, Zachary, Kendrick, Gideon y el padre de
Zachary, respectivamente. Este último observaba con ojos muy abiertos al par de
muchachos rubios parados en el medio de la cocina, con espadas en la mano.

—Interesante —murmuró Peaches, deslizándose bajo el brazo de él, con el


pequeño Robin en brazos.

Uno de los muchachos reparó en Stephen, quedando boquiabierto.

—¡Es el tío Robin!—exclamó. —Y también la tía Persephone.

Su hermano lo interrumpió de un codazo.

—No seas idiota. No es tío Robin, y ella no es la tía Pippa, aunque se parezca
mucho. Aquel de allá es Kendrick, me atrevo a decir, aunque se ve bastante viejo ¿no
crees?

—Sí creo —le respondió el primero, palideciendo.

—Creo que lo logramos —dijo el segundo, con una sonrisa de satisfacción.

Kendrick puso los ojos en blanco, acercándose a ellos.

—Samuel y Theophilus de Piaget, son un par de payasos idiotas.


Los muchachos corrieron hacia su tío, echándole los brazos al cuello. Stephen
abrazó a Peaches mientras los escuchaban contar desordenadamente los
pormenores de su viaje y preguntando en voz alta si había pizza o papas fritas para
comer.

Pronto se encontró conversando animadamente con los muchachos que le


salvarían en estómago y la vida en un futuro, que era el pasado de él pero futuro
para ellos. Todo dependía de la perspectiva.

—Hablan un muy buen inglés —les comentó, impresionado.

—Somos bilingües —dijo Theo, orgulloso. —¿Verdad, Sam?

—Lo somos —concordó Sam, sacando pecho. —Fue algo difícil aprender, pero lo
logramos. Tío Kendrick ¿Dónde está la nevera?

Kendrick señaló a Zachary.

—Pregúntale al esposo de Mary. De seguro lo recuerdan.

Theo y Sam tragaron saliva al mismo tiempo, y se deslizaron sumisamente hacia


su otro tío, de seguro con el propósito de encantarlo para que les ofreciera quedarse
indefinidamente.

Stephen se retiró discretamente de la cocina, intercambiando miradas con


Zachary. Las cosas saldrían como tenían que salir. Él se aseguraría de invitar a los
muchachos a comer a Artane, para asegurarse de que supieran exactamente donde
estar para salvarle el pellejo en el pasado y luego se pondría de parte de Zachary
para regresarlos, así fuese a patadas, a su época original.

Ni muerto los dejaría tocar las llaves de su auto.

Se detuvo de camino al salón principal para contemplar a su esposa, esa


amorosa y hermosa mujer que se había dedicado a su papel de Condesa de Artane
con un entusiasmo que lo dejaba sin aliento, para ser sincero. O a lo mejor eran las
carreras por la playa de Artane a las que lo arrastraba, por lo menos antes de darse
cuenta de que estaba embarazada, justo después de la segunda boda.

Que él sospechaba, había pasado después de la primera boda.

Si alguien tenía alguna sospecha sobre la fecha exacta de concepción del bebé,
no se había manifestado. A lo mejor a nadie le importaba, o tenía miedo de
enfrentarse a su ira.

Le contarían la verdad a su hijo algún día. Después de todo, Stephen no podía


estar seguro de que su pequeño no descubriría, más temprano que tarde, que Artane
era mucho más que paredes antiguas que los protegían del frío.

Pero hasta entonces, sería él el guardián de sus secretos, defensor de sus


habitantes, y el hombre más agradecido del mundo por tener una esposa dispuesta a
recorrer ese arduo camino junto a él.

Realmente, estaba bendecido.

También podría gustarte