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Sienna Lloyd Muérdeme III

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Saga Muérdeme
Sienna Lloyd Muérdeme III

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El hombre invisible

Día 47, 08:15 h


No he dormido en toda la noche. Nunca olvidaré los ojos color fuego de
Solveig, en los que se mezclaba la decepción, el asco, la rabia y la tristeza. No
me atrevo a salir de mi habitación, cada portazo me sobresalta. Tengo
muchísimo miedo: miedo de la reacción de Rebecca cuando se entere y miedo
de tener que irme. ¿Qué me queda entre los humanos? Solo recuerdos que, al
cabo de unos años, estaré convencida de que han sido fruto de mi imaginación.
Frente al espejo, descubro mis ojos hinchados por las lágrimas. Tengo los
párpados enrojecidos y profundas ojeras. Este es el resultado del amor, el
resultado del placer cuando una se encapricha y pierde la cabeza por un
hombre… He mojado dos discos de algodón en un vaso de agua para
colocármelos sobre los ojos. Necesito descansar, pero es como si me corriera
petróleo por las venas: me siento pesada, aturdida, en estado de shock. Voy a
acostarme en la cama y dejar que los algodones alivien mis ojos. Dormir,
necesito dormir.

***

—¡Marmota, pequeña marmota! Quince horas durmiendo, ¿le parece


razonable?
La voz de Magda me llegó distante y no supe discernir si aún estaba
soñando.
—¡Vamos, apúrese! Pensé que estaba a punto de terminar su trabajo. ¡Un
poco de energía, cielo, energía!
Me quité los algodones, ya secos, y abrí los ojos a duras penas. Magda me
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miró con preocupación y se sentó en la cama. Me tocó la frente con su mano


gélida.

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—No tiene fiebre, pero permítame que se lo diga: ¡Menuda carita lleva!
¿Qué está pasando, Héloïse?
No pude resistir la voz tan maternal de la tierna Magda. Me abracé a su
cuello, que olía a rosas.
—Sol nos sorprendió, a Gabriel y a mí, en el jardín.
—Oh…
—Me muero de vergüenza y de miedo. De verdad que no soy una mala
mujer y me prometí no intentar nada con Gabriel tras el regreso de Rebecca,
pero es algo más fuerte que yo, no soy capaz de controlarme.
—¡Usted no tiene la culpa de nada! Es Gabriel quien tiene que tomar las
decisiones y, a poder ser, las correctas. Yo le adoro, es como un hijo para mí,
pero jamás ha sido demasiado fuerte para hacer frente a las situaciones
románticas. En el trabajo es un tiburón, nunca pasa una y su autoridad natural
le ha convertido en el hombre más respetado de la ciudad. Pero su talón de
Aquiles es, y siempre ha sido, el sexo femenino. La primera gran historia de
amor de Gabriel acabó en un completo fracaso, no fue capaz de sentar la cabeza
con Sophie, su compañera, y aunque estaban locamente enamorados, él la dejó
para casarse con otra.
—¡Qué triste! Ha estado con muchas mujeres, entonces…
—No se lo tome a mal, Héloïse, pero Gabriel tiene unos cuantos años de
vida a sus espaldas. Ha conocido a mujeres, sí, pero… a ninguna humana.
—Ah. Ya veo.
—Sophie es viuda actualmente y tan codiciada como siempre. Pensé que
la desaparición de Rebecca volvería a unirles, pero entonces llegó usted, para
mi gran alegría.
—Y Rebecca, para mi gran pena.
—Puedo asegurarle que Rebecca no sabe nada. Me la crucé esta mañana,
iba con Sol y se reían como adolescentes, nada parecía perturbar el corazón de
ninguna de las dos. Luego llegó Gabriel, besó a Rebecca y no pasó nada extraño.
Besó a Rebecca. Aunque era su esposa, no podía evitar creerme con
derechos sobre él y la idea de que se dedicaran gestos tiernos me resultaba
insoportable.
—Me siento aliviada.
¿Lo estaba, realmente? ¿Acaso no había en mí un mínimo deseo de que la
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verdad saliera a la luz? ¿Una esperanza de que, después de las discusiones y los
momentos complicados, una vida en pareja con Gabriel fuera posible? Esas ideas

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me atravesaban el corazón como un cuchillo. No obstante, y aunque era una


chica valiente, respiré más tranquila cuando supe que ella no sabía nada.
Después, una ducha, un café y abrí mi nuevo ordenador. Era la primera
vez que compraba un aparato tan sofisticado y me impresionó la rapidez y
simplicidad del sistema. Me puse manos a la obra con mis notas. Trabajaba en
la biblioteca, con el ordenador y también con textos manuscritos. Si quería que
mi libro no fuera un fracaso, tenía que seleccionar y recopilar una montaña de
palabras. Me olvidé de los problemas de mi vida para observar a mí alrededor:
repasé las complicadas etapas de la guerra de la sangre y traté de dar
coherencia a mi relato, una cronología. ¿Quiénes eran los humanos y quiénes
eran los vampiros, antes y después de la guerra de la sangre? Además,
empezaba a tener mis propias opiniones al respecto, por ejemplo, me parecía
inútil la separación de clanes, que marcaba nuestras diferencias, y creía que,
mientras hubiera una frontera, no nos llegaríamos a conocer los unos a los otros.
La tarde pasó así volando, dejando lugar a una sombra misteriosa: la cena.
Entré en el comedor a las ocho, donde ya estaban Sol, Magda y Charles.
Además, teníamos un invitado, Jacques, el compañero de Élisa, a la que había
conocido la noche de la inauguración del salón rojo. Saludé a todo el mundo.
Solveig farfulló un frío buenas noches por mera educación. Charles le dedicó
una mirada inquisidora y Magda, consciente de la situación, se lanzó a entablar
la conversación.
—El menú de esta noche será muy sencillo. Me ha parecido entender que
Rebecca y Gabriel no se unirán a nosotros.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Jacques, sorprendido por su ausencia.
Él había venido a ver a su socio. Solveig sonrió, me miró a los ojos e intervino.
—Les he regalado una noche en el hotel Dynastie, en la suite principal.
Tuve que recurrir a todos mis encantos y contactos para conseguirlo. Fue
Héloïse la que me dio la idea, con todos sus maravillosos regalos de ayer.
Rebecca estaba rebosante de alegría, nos hemos pasado la tarde buscando un
vestido especial, porque “la noche será larga”. Les vi salir y me parecieron tan
monos juntos…
—Ah, entonces, ¿todo va mejor? —preguntó Jacques, visiblemente
contento con la noticia.
—Hay obstáculos que superar —contestó Sol—. Pero nada podría hacer
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tambalear todos los años que les unen. ¿Viste, Magda, cómo se besaban esta
mañana como dos adolescentes?

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—Sí, sí, Sol. Bueno, no es de buena educación cotillear sobre las historias
íntimas de la gente. Charles, sirve un poco de vino a Jacques y háblanos de tus
hallazgos.
La velada prosiguió; el ácido ataque de Sol me quemaba por dentro,
apenas conseguía tragar la comida. Charles, visiblemente molesto por mi
mutismo, intentaba charlar conmigo.
—Y bien, señorita, no me has dicho en qué punto estás en tu
investigación…
Ruidos de pasos en el pasillo interrumpieron a Charles. Rebecca, más
sublime que nunca, hizo su entrada en el salón, un tanto teatral, pero aun así
espectacular.
—¡Oh, Jacques! Tú aquí, pero ¡qué maravillosa sorpresa!
Llevaba la melena roja recogida en un moño alto y flojo, su abrigo de piel
era del mismo color que su cabello. Se había maquillado los ojos en un tono
negro azabache, que destacaba aún más su brillo. La envidié de inmediato, a
ella y a su carisma, su noble perfume, su ropa impecable.
—Mira, Sol, he rescatado mi abrigo de zorro —dijo mientras acariciaba
su suave pelaje.
—Estás impresionante. Pero… ¿qué estás haciendo aquí?
—Escucha, cariño, tu detalle de la suite fue a–do–ra–ble, pero tengo que
trabajar para preparar el baile. Además, Gabriel también estaba ocupado, ya
nos conoces, siempre tenemos cosas que hacer. Sugirió que volviéramos a casa
y a mí me pareció una estupenda idea.
Gabriel entró. Llevaba un pantalón chino de color gris oscuro, un jersey
de cuello alto que resaltaba su mandíbula cuadrada y una bufanda de lana gris
cuyo tacto parecía ser muy suave. Estaba espectacular, con las mejillas
sonrosadas por el frío. No nos veíamos desde la noche anterior, pero recorrió la
mesa con la mirada sin detenerse ni un instante en mí.
—¡Hola a todos! ¿Jacques? ¡Pensé que te pasarías mañana!
—¿Y privarme de una cena en compañía de estas bellezas? Perdón, pero
tengo que decirlo: Charles y tú no vivís nada mal, compartid un poco…
—¡Hey! Yo no me aprovecho de nada, mi corazón sigue libre.
La respuesta de Charles me sorprendió, pensaba que él y Sol…
—Hablando de soltería, Jacques, ¿usted también está en mi terreno? —
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exclamó Sol sonriente y seductora, mostrando su escote en la dirección de


Jacques.

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—Élisa le habría arrancado las manos por menos que eso —se rió
Jacques, mostrando una foto de su hermosa mujer asiática.
—Ah, no, gracias. No me acerco a los hombres casados.
Esta vez, fui yo quien fijó la mirada en Sol. Ella miró hacia otro lado.
Gabriel se sentó junto a Rebecca y mis pensamientos se dispararon: ¿Qué
hago yo aquí? ¿Voy a castigarme con el espectáculo de presenciar la
reconstrucción de la parejita? ¿Soy el tipo de mujer que hace el amor con el
marido mientras la esposa prepara un baile? Yo valgo más que eso.
—Les pido disculpas a todos, no querría parecer en ningún caso
maleducada, pero desde que tengo mi ordenador nuevo, solo tengo una
obsesión: trabajar. Si no les importa, voy a ausentarme —anuncié para toda la
mesa.
—Recuérdame que te instale la intranet de la casa —me dijo Charles.
—¿La qué?
—Tenemos un sistema de mensajería interna para comunicarnos entre
nosotros.
—Vale.
Me levanté y Rebecca exclamó:
—Sin duda, tenemos muchos puntos en común, Héloïse: el trabajo, el
trabajo, el trabajo.
No es lo único, pensé.
Más tarde, Charles vino a mi habitación para instalar el servicio de
mensajería. Me dio una nota con una dirección de correo: la de Gabriel.
—No tengo ganas de enviarle absolutamente nada.
—Él me pidió al final de la cena que te la diera.
—No la quiero.
—Sí, sí la quieres.
Cogí el pedacito de papel, me lo llevé a la boca, lo mastiqué y me lo tragué.
—Ya está. ¿Contento?
—¿Qué eres, una niña pequeña? Sí, está claro.
Él me pellizcó el brazo, yo le devolví el gesto y ambos nos reímos. Nos
quedamos sonriendo el uno al otro y me aventuré a hacerle una pregunta:
—Charles, no entiendo tu relación con Sol, vosotros…
—¿Eh? No, no, no hay un “nosotros”. Fue solo… sin más, por diversión.
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Además, ¡Sol tiene fobia al compromiso!


—¿Por qué?

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—Hello, empiezas a conocerme, ¡soy muy discreto! Mi lema es: No abras


la boca si no es para besar a las más bellas criaturas. De lo contrario, ¡cállate!
Bueno, voy a ir a una fiesta en el barrio rojo. ¿Quieres venir?
—Aún es un poco temprano en mi iniciación para que me vaya de fiesta
al barrio rojo. La próxima vez.
—¡Cuento con ello!
Charles se fue de la habitación y yo reanudé el trabajo. Me apetecía un
cigarrillo, pero lo había dejado hacía dos años. Llevaba trabajando unas cuatro
horas cuando un icono en mi ordenador empezó a parpadear. Hice clic en él y
apareció un mensaje en la pantalla.

De: Gabriel
A: Hello
¡No me has escrito!

Me quedé flipando. ¡No me toca a mí dar el siguiente paso! ¿Por quién me


toma? Me negué a entrar en su juego y borré el mensaje.
Veinte minutos más tarde, apareció un segundo mensaje.

De: Gabriel
A: Hello
Es hora de que hablemos.

De: Hello
A: Gabriel
Sí. Creo que sí.

De: Gabriel
A: Hello
¿Podemos vernos? ¿Mañana? Rebecca y Sol saldrán para hacer las pruebas
de vestuario, Charles las llevará en coche y es el día de descanso de Magda.
Estaremos solos.

De: Hello
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A: Gabriel
Me pasaré por tu oficina a las once.

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De: Gabriel
A: Hello
Hasta mañana.

Ningún mensaje más. Nada de besos, buenas noches… No le hacía falta


preocuparse con fórmulas de cortesía, él sabía que mañana yo estaría allí.
Gabriel me daba una de cal y otra de arena, podía dominar sus sentimientos y
confesármelos, devorarme con la mirada y después actuar como si yo ni tan solo
existiera. No me gustaba eso. No, en absoluto.
En el chat, vi la lista de los habitantes de la casa: Sol y Rebecca estaban
en línea (aparecía un icono verde junto a su nombre), a diferencia de Magda,
Gabriel, Sophie, Leona, Edgar, Bertrand… Pero… ¿quiénes eran esas
personas? Sabía que la mansión era enorme y a veces escuchaba ruidos.
¿Quiénes podían ser? Y, sobre todo, ¿por qué no hacía vida con Magda, Charles
y los demás? Los ojos se me nublaban y sentía el peso de la fatiga. Me acosté
vestida sobre la cama y observé la galería de retratos antes de hundirme en un
sueño profundo.

***

No flaquear, no ceder, no flaquear, no ceder. Me había estado repitiendo


esas palabras desde que me había levantado y en ese momento acompañaban
rítmicamente mis pasos hacia la galería de los espejos. Mis tacones debían
sonar muy fuerte, porque antes de llegar a la puerta de la guarida secreta de
Gabriel, salió y cerró la puerta tras él. Me detuve e inspiré hondo. Me sentía
fuerte mentalmente, después de toda una mañana convenciéndome de que solo
íbamos a conversar, pero mi cuerpo era débil ante la belleza de tan fogoso
amante. Estaba de espaldas. Observé sus anchos hombros. No se dio la vuelta,
sabía que yo estaba ahí.
—Buenos días, Héloïse.
—Buenos días.
—Caminemos un poco.
Ni un solo gesto de ternura hacía mí. Eso era lo que yo deseaba, pero
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igualmente fue todo un golpe para mi ego. ¿No tiene ganas de tocarme, ya que
estamos solos?, me preguntaba. Empezó a hablar, en un monólogo que no me

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dejaba ninguna oportunidad de intervenir. Yo estaba ahí para escuchar, para


escuchar su voz, con un tono más severo de lo habitual, y para seguirle unos
pasos por detrás, mirando su espalda.
—Héloïse, tienes razón. Esta situación entre nosotros es imposible. No
soy un hombre cualquiera, tengo un negocio que atender, tengo
responsabilidades, una imagen.
No entendí a qué venía eso. ¿Qué tenía que ver la empresa, su imagen? El
fondo de la cuestión era que estaba casado y el regreso de Rebecca. Me hablaba
de su trabajo como si ese hubiera sido siempre el problema… Y, aparte, me
percaté de que había afirmado que yo tenía “razón”, pero… yo nunca le había
dicho eso. Continuó.
—Tienes que entenderlo, mi historia con Rebecca es una historia sólida,
destinada a durar. No puedo tirarlo todo por la borda por una historia imposible,
basada en gran parte, permíteme que lo diga, en una atracción física.
Sentía el corazón en la boca y cada vez me costaba más contener las
palabras.
—Todo esto es demasiado peligroso. ¿Sabes? En el pasado hice sufrir
mucho a Rebecca y ella me perdonó. Además, me ha apoyado en los momentos
difíciles, durante los conflictos con mi padre. Si hoy en día soy yo quien dirige
la empresa familiar, LūX, es gracias a ella. Rebecca parece haber sufrido un
gran shock durante su desaparición y aún no ha recuperado la memoria de los
últimos dos años. ¿De verdad quieres que todavía sufra más?
Aturdida, me quedé en silencio, ningún sonido salía de mi boca. Estaba
como anestesiada. Gabriel siguió caminando, a duras penas conseguía seguirle
el paso. Estaba frío, distante, duro.
—El día de su desaparición, habíamos discutido. Mi comportamiento con
ella fue despreciable. Me había enfadado con mi padre, una vez más, y me
vengué con Rebecca. Ella se marchó de casa hecha una furia, gritando que era
la última vez. Tenía razón. Encontramos su coche abandonado en la carretera,
a unos cientos de metros del castillo, vacío. Ella había desaparecido y su bolso
estaba en el asiento trasero. Pensé que se trataba de una operación de los H.
Era la época en que comenzaron su cruzada para purificar vuestra “raza”, como
ellos dicen. Creí que Rebecca había sido una víctima de la guerra de la sangre.
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Fue un golpe muy duro para mí. Su regreso, lo admito, me brinda una segunda
oportunidad para poder redimir mis pecados.

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Gabriel calló y se instauró un silencio denso, siniestro. Tuve la misma


impresión que si me hubieran acabado de comunicar que alguien había muerto.
Siguió caminando y yo perdí la calma.
—No lo entiendo, Gabriel.
—¿Qué es lo que no entiendes? Edgar, ¿qué estás haciendo aquí?
Me di la vuelta y vi a Gabriel, que avanzaba rápidamente hacia mí. Sentí
vértigo, ¿Cómo puede estar delante y detrás de mí? ¿Estoy soñando?
El hombre al que seguía hundió sus ojos en los míos y me di cuenta de
que no era Gabriel.
—Lo hago por tu bien, hijo. ¿En serio crees que voy a dejar que lo
arriesgues todo por esta… humana?
—Pero, ¿con qué derecho…?
El rostro de Gabriel estaba deformado por la ira. Sus pupilas se habían
dilatado hasta convertir sus ojos en dos discos negros.
Edgar, que se parecía como dos gotas de agua a su hijo, lanzó una mirada
desdeñosa a Gabriel.
—El día que seas padre, lo entenderás. Aunque, dicho sea de paso, no
estoy seguro de que seas capaz de convertirte en padre…
Gabriel recibió el ataque de pleno. Su padre se alejó. Edgar tenía los
mismos rasgos, la misma complexión, la misma edad físicamente que él y, sin
embargo… Al verle caminar, podría haber adivinado, debería haber percibido
la diferencia fundamental entre los dos: Edgar era la encarnación del mal.
Una vena se hinchó en la frente de Gabriel. Estaba furioso. Inició un
movimiento como para continuar la conversación, pero le retuve, agarrándole
por el brazo. No necesitaba más odio, más violencia… Necesitaba amor. Le
abracé y le susurré:
—Tenía tanto miedo de sus palabras… Pensé que eras tú.
—Lo que sea que te haya dicho, olvídalo. No es una buena persona.
—Pero ¿por qué estaba allí? ¿Cómo sabe lo nuestro? ¿Por qué se hizo
pasar por ti?
—Tardaste en darte cuenta, ¿eh? —dijo Gabriel, burlonamente.
—No te mofes, creo que es lo mínimo que puedes hacer después de lo que
acabo de pasar. ¡Un minuto más y me habría explotado el corazón!
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Tomé su fría mano y la posé sobre mi pecho izquierdo. Cuando su piel


estremeció la mía, me di cuenta de que ese gesto de intimidad era una locura

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completamente fuera de lugar. En mi afán por hacerle ver mi miedo, me había


puesto en una posición delicada.
Sentí que mis mejillas se sonrosaban. La mano de Gabriel siguió
constatando el latido frenético de mi corazón.
—¡Mi padre te ha alterado mucho, Héloïse!
—No tanto como su hijo.
—Estoy furioso con él, pero no quiero que me arruine el tiempo que tengo
contigo. Ajustaré cuentas con él más tarde. Me alegro de verte.
—Eso no era lo que parecía ayer por la noche. Tu indiferencia me hizo
daño.
—Héloïse, no seas exigente. ¿Te das cuenta de lo difícil que es volver a
ver a mi esposa, que sufre y, sin embargo, solo desear estar en tus brazos?
—Lo siento.
—Bueno, tengo dos cosas para ti. Para la primera, no tenemos que ir muy
lejos.
Caminamos en silencio. Gabriel tenía la mirada perdida en el horizonte,
como viendo el infinito ante nosotros. Le sentía ansioso, angustiado, parecía
que estaba repitiendo mentalmente la escena con su padre y lo que le podía
haber contestado. Por mi parte, yo iba a su lado, le cogía de la mano, pero estaba
lejos. Edgar... Había visto ese nombre en la intranet de casa… ¿Vive aquí?
¿Cómo puedo poner en riesgo a LūX? ¿Por qué es Rebecca esencial para la
vida profesional de Gabriel? Las preguntas sin respuesta se agolpaban en mi
cabeza, pero una vocecita me susurraba que tenía que aprovechar ese momento
a solas con él. Detuve el paso apurado de Gabriel, le miré y le ofrecí mi mejor
sonrisa. Él me devolvió la sonrisa y su rostro se relajó. Sus grandes ojos color
esmeralda me revolucionaban el alma, era demasiado atractivo. Sentí la
necesidad de empaparme de él, así que me permití la audacia y salté a su
cuello. Él me agarró por las muñecas antes de que pudiera llegar a su deliciosa
boca. Me quedé inmóvil, con los brazos en el aire sujetados por aquel hombre
tan fuerte.
—Todavía no, Héloïse.
Me soltó los brazos, volvió a coger mi mano y dimos unos cinco pasos.
Habíamos llegado al final de la galería. Abrió otra puerta, similar a la de su
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despacho: un gran espejo que, en realidad, era un acceso a otra habitación


secreta. Gabriel accionó la puerta y entramos. Me quedé sin palabras: me
pareció entrar en una bola de espejos. Desde el suelo hasta el techo, y por todas

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las paredes, la sala estaba totalmente cubierta de pequeños azulejos de espejo.


Me veía desde todos los ángulos. En el centro de la habitación, había una cama
redonda, con unas finas sábanas blancas.
—Sabía que los ricos tenían panic rooms, para poder esconderse ante la
presencia de intrusos en casa, pero desconocía la existencia de sex rooms.
Gabriel echó una carcajada. Desde nuestra estancia en la zona blanca, no
le había oído reír.
—De acuerdo, el nombre de sex room le va muy bien a esta habitación.
Pero observa el trabajo de artesanía, todos los azulejos de espejo. Podría
pasarme horas mirándolos. He estudiado muchas cosas en la vida, aprender es
lo que más me gusta; pero no soy un buen artista. Eso es algo innato y yo no soy
precisamente el “creativo” de la familia.
—¿Hay alguien que sí lo sea?
—Oh, sí, mi hermana, Leona. Ella construyó esta habitación. Le llevó
meses recubrirlo todo.
—¿Has decidido darme información a cuentagotas, Gabriel?
—No hemos tenido muchas oportunidades de charlar, tú y yo… La culpa
es de nuestra química.
Me acarició el estómago con su suave mano, me levantó la camiseta y
dibujó arabescos con la punta de su dedo alrededor de mi ombligo. Mis pechos
se enderezaron.
—Quería encontrarme aquí contigo, quería verte desde todos los ángulos.
Su mano se deslizó bajo mis pantalones vaqueros y, sin dificultad, llegó
hasta mi sexo y empezó a tocarme.
—Quiero ver el placer en tu cara. Quiero leer en tus ojos la súplica. Quiero
ver tus pechos bambolearse en mis manos.
Estaba impaciente y bebía sus palabras como se bebe un vino exquisito.
Ebria de deseo, abrí las piernas y él deslizó dos dedos en mí.
—Voy a lamerte, a penetrarte por todos lados. Quiero que veas hasta qué
punto eres mía. Tus ojos no podrán huir, te verás por todas partes.
Gabriel, excitado por sus propias palabras, retiró su mano y desabrochó
mis vaqueros. Sonrió tiernamente al ver mis braguitas de algodón —me las
había puesto porque no esperaba nada más que una conversación…— Bajó la
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fina tela y su boca, separada tan solo por unos milímetros de tejido de mi sexo,
se detuvo para impregnarse de mi perfume.

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—Tu olor es delicioso, Héloïse, tu sexo es una fruta lista para ser
devorada.
Me acostó sobre la cama. Me veía reflejada en el techo, sobre esa cama,
con las piernas separadas. El espectáculo me agradaba, pero rápidamente me
inquieté al no ver a Gabriel. Bajé la cabeza y comprobé que ahí estaba,
bajándome los pantalones. Volví a echar un vistazo al techo, ni rastro de él.
Gabriel sintió que me había distraído y se detuvo.
—No tengo reflejo, Héloïse.
—Es muy raro, me da la impresión de hablar sola, de estar sola cuando
me veo.
—Esa es precisamente la curiosidad de esta habitación.
Gabriel prosiguió su asalto. Me degustó con pasión, enloquecido por mi
sexo. Me encantaba cuando Gabriel se convertía en un animal. Sus ojos
cambiaban, ya no era el mismo hombre gentil, sino un salvaje. Me quedé
mirando al techo, hipnotizada por la escena: estaba haciendo el amor con el
hombre invisible y mi ropa se quitaba sola. Era magia. Magia roja.
Gabriel se desnudó rápidamente y cogió su sexo con la mano. Había
adquirido un tamaño enorme, estaba hinchado al máximo y, a pesar de sus
grandes manos de vampiro, apenas podía rodearlo. Lo agitaba, de arriba a abajo.
Cambié de postura y me acerqué para poner mi boca sobre su glande. Saqué la
punta de la lengua y le lamí con avidez.
—Eres dócil y me encanta.
Subrayó su comentario golpeándome con la pene en la mejilla. Me asestó
un duro golpe, pero no sentí ningún dolor: estaba anestesiada por la excitación.
Me puso de cuclillas. Frente a los espejos, no tenía modo de verle. Dejó de
tocarme, así que me puse en estado de alerta. Me observé en esa postura
humillante. Mis mejillas estaban enrojecidas, mis pechos me parecían más
turgentes. Sus manos separaron mis nalgas y, al acercar su sexo al mío, penetró
mi ano con un dedo mojado. No sabía si era por la penetración, la extraña
sensación de estar inmersa en un sueño o el hecho de no verle, pero me sentía
totalmente osada. Le dejé jugar y me dejé llevar por la multitud de placeres,
que me parecían simplemente excitantes.
—Tu trasero me vuelve loco. Mientras estoy dentro ti, solo tengo un deseo:
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visitarlo.
—Puedes…
—No era una petición.

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Me penetró de golpe y me di cuenta de la tremenda longitud de su sexo.


Yo intenté hacer fuerza, me resistí, pero él se hundió en mí con ardor. Ante el
reflejo de mi cuerpo, que se sacudía solo; de mis labios, que mordía de placer;
de mis pechos, que se agitaban en todas direcciones… llegué al orgasmo.
Excitada por mi imagen en tan humillante postura, profundicé con mis dedos
en mi sexo… y grité y descubrí mi faceta animal. Mis cabellos se me pegaban
a la frente, estaba completamente empapada de sudor, cubierta de marcas rojas
por todo el cuerpo. Gabriel explotó. Escuché su potente gruñido, pero no le veía.
Se apartó y me extendí sobre la cama, exhausta. Depositó un beso en una
de mis nalgas y aquel fue mi último recuerdo.

***

Me desperté sola. Vi mi ropa desgarrada por el suelo y una pila de ropa


nueva doblada sobre la cama. Encima, había un paquete: un cuaderno cerrado
con un lazo negro y envuelto en papel de seda. Encontré una nota bajo el
paquete:

Querida Héloïse:
Sé que tienes preguntas y, aunque yo no tengo todas las
respuestas, encontrarás algunas de ellas en este diario, que empecé el
día que te conocí.
Gabriel

Me vestí a toda prisa, salí disimuladamente al pasillo y regresé a mi


habitación sin aliento. Cerré la puerta con llave y retiré con cuidado el papel
que envolvía el diario de Gabriel, mi tesoro.

Esta tarde, he atropellado a una mujer. Está durmiendo en la habitación


de invitados. Se le parece demasiado. Rebecca me había hecho olvidarla, pero
esta humana me la recuerda vívidamente. Tiene que ser mía. Edgar no debe
enterarse. Tengo ganas de volver a verla dormir y besar sus muslos.
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Tuve que parar para ir por un trago. Sabía que me iba a hacer falta para
poder seguir leyendo su relato.

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¡Adjudicado, vendido!

Me ha parecido ver que el retrato de Rebecca se movía. Sé que no es posible,


sé que es producto de mi mala conciencia y de mi culpabilidad, pero me he
sentido atraído por aquella fotografía. Recuerdo que la tomé el día de nuestro
vigésimo aniversario. Hacía muy buen tiempo, el cabello de Rebecca se movía
como mecido por el viento y confería a su pálida piel reflejos cobrizos… Eran
tiempos felices para nosotros.
Mientras mi divina Héloïse ronroneaba de placer en mis brazos, intentando
recuperar el aliento tras nuestra ardiente unión, los recuerdos de mi mujer
volvieron a mí en el salón rojo. Tenía que marcharme. Héloïse me miró con sus
enormes e inocentes ojos mientras yo cerraba la puerta, con el corazón
apesadumbrado.

Día 48, 22:20 h


Llevo dos días leyendo el diario de Gabriel. No hago otra cosa. He puesto
como pretexto mis investigaciones y me he encerrado en mi habitación para
embeberme de sus palabras. Tenía tanta necesidad de que me hablara, de que
se abriera a mí… que gracias a ese cuaderno me sobreviene una calma
apaciguadora. No todo resulta fácil de leer, en especial los pasajes en los que
habla de Rebecca, pero si antes dudaba de su compromiso conmigo, ahora ya
no. Las palabras de Gabriel respecto a mí son hermosas y parecen sinceras.
Tengo la impresión de estar espiando el subconsciente de mi amante. Todo el
mundo ha deseado en algún momento tener la habilidad de introducirse en la
mente de un ser querido, para conocer toda la verdad. Yo no podría haber
soñado nada mejor. Como en la cama, Gabriel se expresa sobre el papel,
permitiéndome seguir su razonamiento y comprender sus huidas, a veces
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precipitadas.
Rebecca… Quería poder odiarla, habría sido mucho más fácil para acallar
mi sentimiento de culpa. Pero, aparte de algunos cambios de humor

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complicados, no tenía nada que reprocharle. ¿Qué podía hacer, aparte de


esperar a que esos dos gestionaran su relación? Había llegado a un punto en el
que ya no me importaba el resultado, me daba igual que terminaran o que lo
arreglaran, pero necesitaba que sucediera algo pronto.
Nunca piensas en ti, Hello, eso te va a traer muchas decepciones, cariño.
Aquella frase de mi adoraba madre, que se había ido demasiado pronto,
me vino a la cabeza. Tenía tanta razón… En vez de tomar las riendas de mi
vida, esperaba que otras personas, como Rebecca o Gabriel, a los que tan solo
conocía desde hacía unas semanas, decidieran por mí. Cuando mi padre cayó
enfermo, me dediqué en cuerpo y alma a él, y cuando falleció, un año después,
me tocó ocuparme de mamá. Sospecho que murió de pena. Esa era una de las
últimas frases que me había dicho, mientras intentaba darle de comer sin éxito.
Cuidarme… sí, pero ¿de qué me serviría, si iba a terminar sola, mamá?
Deprimida por esos pensamientos, decidí volver a sumirme en la lectura
del diario de Gabriel. Ya me sabía de memoria mis pasajes favoritos. Había de
todo: algunos me halagaban, otros me conmovían y otros me excitaban. Fuera
nevaba; era un 18 de diciembre, así que no resultaba extraño. Coloqué algunos
troncos en la pequeña chimenea. Iba vestida con una sudadera, unos
pantaloncitos y llevaba puestos unos calcetines que me llegaban hasta la
rodilla. Magda me había traído un termo de té “para trabajar”.

Héloïse, qué nombre tan dulce. Una fina naricita, ligeramente respingona,
un poco arrogante sobre los pómulos elevados, sonrojados, soberbios. Ojos
inmensos, castaños, del color de la madera noble, con algunos destellos dorados.
Piernas largas y delgadas, esbeltas… Mujer pequeña, vientre plano, pechos para
perder la cordura, redondos como dos manzanas jugosas. Dientes perfectos, salvo
por un colmillo que se adelanta un poco al incisivo. Un defecto adorable.

Tendría que hacerme un póster con esta descripción, pensé, que


objetivamente me parecía que no tenía nada que ver conmigo. No creía que mi
cuerpo fuera firme y mis pechos… bueno, de acuerdo, mis pechos estaban bien,
pero realmente no me consideraba tan bella como él me había descrito. No
obstante, sentaba bien leerlo. Me hundí en el sofá. El fuego y el té me habían
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calentado. Me quité la sudadera y observé con orgullo, bajó mi camiseta blanca


de tirantes, mis pechos redondos. Pasé la mano por debajo y sentí cómo se
endurecían mis pezones. Retomé la lectura, eligiendo una página al azar.

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Sienna Lloyd Muérdeme III

Creo que Héloïse está contenta. Ella, que siempre tiene un velo de
melancolía en los ojos, parece por primera vez alegre desde que la conozco. Habla
poco de sí misma, pero conozco su pasado, me he informado, y espero el día en
que desee compartirlo conmigo. Mientras tanto, disfruto de ella. Ahora mismo
está en la piscina frente a la cabaña, se ríe como una niña, la he retado a
atravesar la piscina haciendo el pino. No tiene una gran capacidad pulmonar y,
al cabo de tan solo unos metros, ha salido del agua tosiendo, con la decepción
en la mirada, fruto de su fracaso. Me ha jurado que lo va a conseguir.
Pero, cuando sale del agua, ya no estoy frente a una chiquilla. Me deleito
observando el recorrido del agua por su cuerpo firme, que está chorreando. El
traje de baño empapado se pega a su piel y toda su anatomía se hace visible ante
mis ojos: la hendidura de su sexo, la curva magistral de sus nalgas, sus pezones
oscuros, gélidos. Sospecho que quiere provocarme cuando se pone frente a mí para
escurrirse el pelo, inclinándose hacia adelante para no mojarlo todo. Desde mi
posición, veo los labios de su sexo, abultados bajo el bañador. No debería jugar
conmigo, sabe que cuando la deseo, me vuelvo loco. Quiero hacer que se
estremezca, penetrarla, saltar sobre ella. Que mi sexo se hunda en su vientre,
mientras me pide que me corra en su interior.
Ayer, también jugó a este juego y la pobre no podía ni entender lo que estaba
pasando. La misma escena: salió del agua y me preguntó cuáles eran los planes
para la noche. El agua hizo que la parte de abajo de su bikini color crema se
transparentara por completo. La fina línea de vello que cubre su pubis parecía
llamarme a gritos. Entonces, llegó el momento en que me hizo perder el sentido
y mi única obsesión era poner mi lengua sobre su clítoris.

Jadeaba mientras leía, no podía continuar con el relato. La temperatura de


la habitación era demasiado elevada, así que abrí las ventanas para dejar entrar
una bocanada de aire invernal. Me di cuenta de que mis mejillas y mi pecho
estaban enrojecidos, lo que solo me sucedía cuando hacía el amor con Gabriel.
Me pregunté si no estaría jugando conmigo, a través de ese diario. No me creía
capaz de leer aquel pasaje sin excitarme, pero acepté el desafío, me quité los
pantalones cortos y los calcetines. Me quedé en braguitas y camiseta de
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tirantes. Bajé la rejilla de la chimenea para sofocar las llamas y me acosté en


mi enorme y suave cama, para proseguir con mi lectura, que se volvía
pornográfica por momentos.

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Héloïse percibió en el espacio de un segundo que mis ojos pasaron de la


ternura a la rabia y no le dio tiempo a decir nada, yo ya estaba de rodillas ante
ella, mi boca sobre su sexo, aún prisionero de la tela de su bikini. Al principio
solo tenía el sabor del agua clorada pero, según mi lengua se iba adentrando
más profundamente, enseguida pude percibir su perfume, el aroma de su
excitación, que era como una caricia para mi lengua. Afrutada, mi Héloïse.
Apretó los muslos, obedeciendo a un acto reflejo, pero ya era demasiado
tarde. Mis manos agarraron sus nalgas, mis dientes desataron los nudos de su
braguita a cada lado de la cadera y el pedazo de tela cayó a sus pies. Su sexo
era mío, todo mío. Y cuando estaba a punto de devorar lo que se exhibía ante mis
narices, Héloïse saltó a la piscina.

Recordaba aquel momento. Tenía un recuerdo maravilloso de esas


vacaciones, lejos de todo; habían sido toda una delicia. Leer la escena desde el
punto de vista de Gabriel era una experiencia muy fuerte para mí. Sujetaba el
libro con la mano izquierda, mientras que la derecha, aventurera, se coló bajo
de la sábana para llegar a mi sexo. Comprobé que estaba mojada, por no decir
completamente empapada. Delicadamente, con la punta del índice, masajeé el
botoncito que dominaba mi sexo y retomé mi inmersión en la piel de Gabriel.

En el agua, Héloïse se reía a carcajadas. Me había ganado y estaba


orgullosa. Odio que mis planes no salgan del modo previsto. Me puse en pie y mi
erección quedó al descubierto. Me quité los pantalones cortos y Héloïse, la muy
descarada, dejó de reírse. Percibí el deseo en su mirada, pero también el miedo,
como cada vez que posaba los ojos en mi pene. Me zambullí para alcanzarla.
Héloïse trataba de huir, pero yo soy un buen nadador y había llegado el momento
de que me las pagara todas juntas. La atrapé en los escalones medio sumergidos.
Le abrí las piernas y la penetré sin contemplaciones. Ella gritó. Me encantaba.
Hundí mi sexo aún más profundamente en su interior. Creábamos olas en la
superficie, que iban a romper contra sus pechos. Héloïse estaba casi sin aliento,
la arrastré hasta donde no hacía pie, se agarró fuerte a mi cuello y se empaló
sobre mí. Yo le comía los pechos y…
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Mis dedos se restregaban furiosos contra mi sexo ardiente. Cerré los ojos
para completar el relato de Gabriel en mi mente, me venían las imágenes de la

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escena y volvía a sentir la penetración de ese hombre robusto, que me había


llevado en brazos por el agua. El índice, el medio y el anular: introduje los tres
dedos en mí para poner fin a mi suplicio y mi orgasmo fue tan potente que mi
pelvis se elevó del colchón en una tremenda convulsión. Ahogué mi grito.
Una hora después, aún con una sonrisa de satisfacción en los labios,
acariciaba la portada del cuaderno —probablemente lo mejor que jamás había
leído: la historia de Gabriel, el hombre que me obsesionaba— y, al abrir la tapa
frontal para determinar el origen del cuaderno de cuero, de una manufactura
exquisita, me fijé en la primera página. Descubrí restos de papel, indicio de
que las páginas anteriores había sido arrancadas. ¿Qué podrían contener?, me
pregunté.
Exhausta, me dormí, desnuda, abrazando contra mi corazón las
confidencias de Gabriel.

***

Día 48, 8:40 h

De: Hello
A: Gabriel
Gracias por este maravilloso regalo, gracias por confiar en mí, me siento
afortunada y me doy cuenta de lo mucho que te preocupas por mí.
Vas a decir que soy una cotilla sin remedio, pero ¿por qué las primeras
páginas han sido arrancadas?
No sé si cenas con nosotros esta noche, pero tengo MUCHAS ganas de
verte.
Te mando besos… ¡donde tú quieras!

Mi intuición me decía que aquel iba a ser un buen día. Me quedaba poco
para terminar mi investigación y estaba muy contenta, pero a la vez me sentía
estresada: mi experiencia había dado tanto de sí que, releyendo las notas, me
daba la impresión de que tenía material suficiente para un segundo e incluso
un tercer volumen.
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Mientras escribía mecánicamente en el ordenador, se abrió la página de


Google. Desde el accidente, ni siquiera se me había ocurrido consultar mi

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correo electrónico. Al fin y al cabo, ya no tenía apartamento ni trabajo ni


esperaba ninguna noticia en especial.
Abrí la bandeja de entrada: ciento noventa mensajes. Spam en su mayor
parte —la llegada de la Navidad era una pesadilla para los correos—. Borré los
mensajes uno por uno, hasta que solo quedaron quince. El primero era de mi
casero, anunciándome que había alquilado mi estudio, que quedaban dos o tres
cosas que había dejado en el bar de Joey. El segundo era del propio Joey,
diciéndome que podía meterme las cosas por… en fin. Y los trece restantes
eran de Mélanie, mi única amiga de la universidad. En los primeros correos
hablaba de mis faltas de asistencia, de las clases de las que tendría que
ponerme al día. En el último daba señales de pánico.

De: Mélanie
A: Héloïse

Héloïse:
Ya no sé qué más hacer. He ido a ver a la policía y me han dicho
que un adulto tiene derecho a cambiar de vida. Te has dado de baja en la
universidad, alguien ha vaciado tu apartamento por ti… Todo indica,
según ellos, voluntad por tu parte de “desaparecer”. No nos conocemos
demasiado, pero algo me dice que no estás lejos. Yo considero que somos
amigas y me cuesta creer que te hayas ido sin decir una palabra, sin
responder a mis correos electrónicos.
Un profesor me ha confesado que pediste seguir tus clases a
distancia la primera semana, pero que no está autorizado a darme tu
dirección. ¿Qué está pasando? Además, tienes el móvil apagado.
Vas a pensar que estoy loca, pero la última vez que alguien te vio
fue en el Club Melvin y había luna llena… Quizás tenga algo que ver con
ellos. Bueno, estoy divagando por completo, veo demasiadas historias
espeluznantes sobre esas cosas.
Te mando un abrazo, dondequiera que estés.
Mél.
P. D.: Me he enrollado con el señor Never. Tenía que desahogarme con
alguien.
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Me conmovió el corazón. No esperaba que nadie me echara de menos en


absoluto, pensaba que podía desaparecer de la faz de la tierra sin que nadie se
diera cuenta. Pero las palabras de Mélanie eran como un gran soplo de amor.
Ellos, esas cosas… Me hacía gracia, no hacía tanto tiempo yo también hablaba
así. Nunca apoyé el discurso fundamentalista de los H sobre la necesaria
eliminación de los vampiros, pero no me tranquilizaba para nada la idea de su
existencia.
Reescribí al menos cinco veces mi respuesta a Mélanie antes de enviarla.
La conocía desde hacía un año y siempre nos sentábamos juntas. Desde
septiembre, íbamos juntas a tomar un café de vez en cuando. Era muy popular
y tenía un montón de amigos, pero había decidido que nosotras también
debíamos serlo. Solía decir que yo era una gata salvaje, difícil de domesticar.

De: Héloïse
A: Mélanie

Mélanie:
Lo siento muchísimo, me siento fatal por la mera idea de haberte
preocupado. No estoy lejos. Es complicado, pero no te apures porque
estoy muy bien. ¡Mejor que nunca, diría! Me encantaría verte y tomar un
café. Me voy a comprar un nuevo móvil y me pondré en contacto contigo
pronto. Ya te daré mi número.
Me siento bien al saber que alguien piensa en mí.
Besos,
Héloïse
P. D.: He conocido a un hombre casado, y eso no es todo… Sé que está
mal, pero está tan bueno;)

Envié el mensaje y el ordenador emitió un sonido de campana: tenía un


nuevo mensaje, pero de la intranet. ¡Gabriel! Mi corazón se aceleró.

De: Gabriel
A: Hello
Si las páginas están arrancadas, será porque no te conciernen. Un día, tal
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vez, dejes de hacer preguntas y puedas vivir el momento.


Iré a cenar. Con Rebecca, por supuesto.

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++
Gabriel

Un jarro de agua fría. Tuve que contenerme para no enviarle una sarta de
insultos, sabía que jamás hay que responder enfadada. Entre el mensaje y el
diario de Gabriel, había todo un mundo. Entre el hombre en público y el hombre
en su intimidad, había un universo.
Herida, decidí apagar el ordenador y salir a tomar el aire.
Me crucé con Charles en la entrada. Llevaba unos vaqueros ajustados y
un jersey de color camel a juego con los zapatos.
—¡Una aparición!
—¡Venga ya! Solo han pasado un par de días, no es para tanto. ¡Estoy
vivita y coleando!
—Quizás, ¡pero por tu aspecto nadie lo diría!
—¿Y tú pretendes ser un gentleman?
—Don Juan, no gentleman. Necesitas tomar un poco el aire, eso es todo.
No puedo piropearte siempre, señorita sabelotodo.
—Bueno, pues que sepas que es justamente lo que iba a hacer, señor
mujeriego: airearme un poco.
—Ven conmigo, yo te llevo. Voy a una subasta.
—Deléitame.
—Colección privada de la dinastía Romanov. Anastasia lo vende todo,
¿sabes? Es una…
—¡NOOOOO!
—Ja, ja, su misteriosa desaparición, los rumores de su existencia…
Capturaron a su padre, a sus hermanos, a su madre… Tuvo que ser una estaca
en el corazón… Pero a ella, no. Total, que vende los libros y las notas de su
padre y LOS NECESITO.
Esa información iba más allá de mi comprensión. Tenía que volver a
plantearme toda la historia. Me acordé de haberme reído con películas que
hablaban de la existencia de Elvis, de Marilyn… en algún lugar, bajo una nueva
identidad. ¿Qué grandes personajes seguirían aún vivos? ¿Qué parte de todo
aquello era verdad?, me preguntaba.
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En el coche, a toda velocidad hacia la zona roja, Charles y yo conversamos


apasionadamente sobre historia. Conducía un Mercedes SLR negro que me
recordaba al Batmóvil: era un biplaza con tapicería de cuero rojo y puertas que

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se abrían hacia arriba, como las alas de una mariposa. Un coche vigoroso, sexy
y arrogante. A Charles le divertía hacer zumbar el motor y mi asiento vibraba
con cada acelerón. Yo no era especialmente fan de este tipo de demostraciones
de poder automotriz y creía que Freud hubiera tenido mucho que opinar sobre
la elección del tipo de coche… Pero debía admitir que la sensación de
deslizarse sobre el asfalto era reconfortante. El paisaje se deformaba tras el
cristal, pero eso no impidió que Charles me hablara de Rusia, de la caída de
los Romanov y de la llegada del comunismo.
Me enteré de que Anastasia había sido “salvada” por una vigilante
nocturna, una vampira que la había criado como una madre. Cuando llegó a la
edad adulta, la joven princesa decidió “casarse con la sangre” y convertirse en
vampira, convencida de que conseguiría, gracias a la eternidad, restaurar la
gloria de los Romanov.
Fue fascinante. Llegamos al palacio de la subasta, un edificio imponente.
Esperamos un minuto antes de que la reja de la entrada se abriera para dejarnos
paso y aparcamos en un patio de grava, donde se alineaban muchos coches de
lujo.
Un pequeño cartel indicaba el camino: “Venta de la señorita A, primer
piso, puerta C”. Charles sacó su invitación, un tarjetón cuadrado, con
inscripciones doradas. De repente me vi reflejada en el espejo del ascensor y
tuve la sensación de que no iba adecuadamente vestida para la ocasión. Llevaba
puestos unos vaqueros, unas zapatillas Converse blancas y un top de Dior de
Solveig. Le pedí un minuto a Charles y me puse brillo de labios. Intenté
soltarme el pelo, pero las puertas se abrieron ante una pareja de unos cincuenta
años. La mujer, adornada con un tocado de piel blanca, me repasó de arriba
abajo.
—¡Tu distintivo, Hello!
¡Menos mal que había pensado en cogerlo! Con desdén, la mujer entró en
el ascensor propinándome un codazo. La agresividad de sus ojos me heló la
sangre. Al llegar a la sala de la subasta, me entraron ganas de dar marcha atrás.
El suelo de madera crujía bajo la alfombra roja, el silencio se hacía pesado y
las miradas de los desconocidos me hacían sentir realmente incómoda.
Charles, viendo la timidez que se apoderaba de mí, me cogió la mano y
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susurró:
—Vaya, señorita sabelotodo, ahora ya no te haces la listilla.
—¡Calla! Todas estas personas quieren echarme.

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Un hombre vino directo hacia mí y tuve el reflejo infantil de ponerme


detrás de Charles.
—Lucas, amigo mío, no hagas ningún caso al animalito asustado que se
esconde tras de mí, no tiene la costumbre de estar entre nosotros. Pero mañana
será famosa: va a publicar un libro que nos ayudará a hacer las paces con… su
gente.
El hombre inclinó la cabeza en mi dirección. Era bajito, con la corpulencia
de un epicúreo que no hacía el más mínimo caso de los consejos de su médico.
Sus mejillas estaban sonrojadas y su frente despoblada. Llevaba unas gafitas
sin cristales. Tenía un aspecto muy gracioso y su sonrisa me relajó.
—Encantado, señorita, soy Lucas Macjals. ¿Así que un libro? ¿Qué mal
editor ha elegido?
Su apellido me resultaba familiar, pero no conseguía relacionarlo.
—Eh… No tengo editor. Charles ha exagerado, estoy terminando el
manuscrito.
Le expliqué brevemente mi experiencia: mi encuentro con Gabriel, mis
ideas, mis notas y su patrocinio. Lucas se quitó las gafas.
—Circulan muchos falsos rumores. Todos tenemos nuestro punto de vista,
pero el suyo tiene estilo, me da la impresión. Su historia y sus ideas son…
interesantes, jovencita. Me encantaría que quedáramos para hablar.
Sacó su teléfono móvil y murmuró algo. Al final, exasperado, sacó su
agenda de cuero.
—No me adapto a la tecnología moderna. Déjeme ver cuándo podría darle
cita.
—¿Cita dónde?
—¡En mi oficina, por supuesto!
Charles, divertido, intervino.
—Héloïse, el señor Macjals es el jefe de la editorial Macjals. Ya sabes,
los libros Macjals.
—¡Ah, sí, claro! La mitad de los libros de la biblioteca llevan su logotipo.
—¿La mitad? ¡Yo diría que las tres cuartas partes, jovencita!
Nos reímos los tres y acordamos reunirnos después de las fiestas
navideñas.
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La comisaria de la subasta pidió silencio y dio tres golpes de martillo


contra el escritorio. El tono cambió y Charles se sentó, alerta. Me explicó muy
rápidamente que, como el dinero no era ningún problema para los vampiros, no

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sería el mejor postor sino el más rápido el que se llevara los tesoros. Cada
asiento estaba equipado con un botón que había que pulsar en cuanto se
presentaran los libros. El juego se complicaba porque la presentadora modulaba
su discurso de modo que los libros no se anunciaran hasta el último momento.
Había que estar atento y reaccionar con rapidez.
Para hacerme reír, Charles se calentó el pulgar. La luz se apagó, salvo
sobre la mujer del escritorio, y se inició la presentación del primer libro.
Charles era muy rápido y se llevó muchos manuscritos, que iban sucediéndose,
uno tras otro. Cuando uno no le interesaba, me contaba quién era quién. Estaba
fascinada por aquella venta, la tensión flotaba en el aire y la colección se agotó
enseguida.
Una campana indicó que la subasta había terminado. En el pasillo, me
crucé con Lucas Macjals, que se despidió de mí diciéndome:
—¡Cuento con usted, Héloïse!
A lo lejos, divisé a una mujer alta y morena, con brillantes ojos azules y
un carisma mágico, que era el centro de todas las miradas. La gente susurraba:
—Su Alteza Imperial la Gran Duquesa Anastasia Nikolaevna de Rusia.
Como todo el mundo allí, estaba perpleja. Ella desapareció grácilmente y
yo me quedé conmovida por lo que acababa de presenciar. Estaba viviendo
unas experiencias maravillosas.
Con el corazón rebosante de alegría, sonreí a Charles, que parecía que
llevaba unos cuantos minutos observándome.
—¿Acaso tengo monos en la cara, Charles?
—Pues… tienes ojos de alucinada.
Me tomó del brazo y me propuso ir al cuarto piso, donde había otra subasta,
antes de volver a casa. Tal vez pudiera participar, me animó. Después de todo,
la tarjeta de crédito negra de Gabriel bien podía servirme también para mi
estudio.
En el cuarto piso, me encontré con la misma atmósfera que en el primero,
salvo por un detalle: había mucha menos gente.
—Bueno, pues ahora que ya tienes tus libros nuevos, ¿qué quieres? —le
pregunté.
—Disfraces para ti y para mí.
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—¿Eh?
—¿Hola? ¡Tierra llamando a Héloïse! Falta poco para el baile, ¿te
acuerdas?

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El baile, el baile… Rebecca no hablaba de otra cosa y tenía que admitir


que no había pensado en ello para nada. Necesitaba un disfraz, era cierto. El
tema era “Ni vampiro ni humano”, lo cual no me inspiraba especialmente
porque toda mi vida giraba en torno a esas dos categorías.
—Imagínate, un director de teatro ha decidido hacer liquidación y vender
sus trajes —me explicó Charles.
Nos acomodamos en la sala pero, en aquella ocasión, como novedad, me
inscribí en la lista de participantes. Me asignaron el asiento número 9, un buen
augurio: era mi número favorito.
El subastador entró. Tenía pinta de comediante. Nos anunció que el lote
era de quince trajes.
Las luces se apagaron. Me acordé de todos esos años en los que jugaba a
videojuegos con mi padre, con la lengua fuera, concentrada esperando el start.
Llegó el primer traje, de pastora... no estaba hecho para mí. El segundo era de
caballero, el tercero también. Me enfurruñé y Charles se burló de mí. El cuarto
era sublime y le di un codazo a Charles. Se trataba de un tres piezas clásico,
con varias tonalidades de gris, conjuntado con una máscara de lobo
descomunal. Los ojos de Charles se iluminaron: lo quería para él. Le observé
con atención, esperaba la última palabra del subastador igual que se acecha a
una presa. Resultaba muy sexy como cazador. El hombre terminó su discurso
sobre el traje en cuestión, sacado de Caperucita Roja, y vi que la mano enérgica
de Charles se ponía en tensión. Apenas había acabado de pronunciar la última
palabra, Charles, sin dilación, pulsó el botón, que empezó a parpadear: había
ganado, ya tenía su traje.
Aplaudí, pero la gente se dio la vuelta, molesta —al parecer, mi actitud
no era un ejemplo de buenos modales—. Carraspeos de garganta, nuevo
silencio, el vestido de Caperucita era la próxima venta. Deslumbrante y sexy,
me encantó su capa de satén brillante, el nudo de seda y su gran capucha. Me
apetecía, pero no tenía nada que ver con el tema del baile, una lástima. Los
lotes se sucedieron y llegó el último traje.
Una mujer dejó escapar un ¡oh! de admiración. Mis ojos resplandecieron.
El subastador inició un poético discurso sobre el vestido, procedente del ballet
de El lago de los cisnes, inspirado en la música de Tchaikovski. Tenía un
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corpiño blanco bordado con pequeños diamantes centelleantes y tirantes finos


cubiertos de plumas, que también cubrían elegantemente los hombros. El
clásico tutú llegaba hasta la mitad del muslo y estaba formado por varias capas

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de muselina, tul de seda y plumas. El tocado era sublime: una corona de plumas
que formaba unas alitas adorables en los laterales. El vestido me hechizó y
quise imaginarme llevando esa maravilla.
El discurso iba llegando a su fin y me preparé para el momento crucial.
Estaba lista, intenté respirar para tranquilizarme pero, una vez hubo musitado
sus últimas palabras, pulsé el botón frenéticamente. La luz se volvió roja: había
perdido mi oportunidad. Me sentía profundamente decepcionada. Charles pasó
su brazo alrededor de mí:
—No siempre se puede ganar.
—Maldigo a quien lo haya ganado.
Bajó la barbilla para indicarme su botón, que parpadeaba: él había sido
el más rápido.
—No iba a dejar que te quedaras sin algo que deseas con tanto anhelo.
Me lancé a su cuello, profiriendo grititos agudos, mientras las luces se
encendían y la sala se iba vaciando.
—¡Gracias, Charles! Estoy tan contenta, no quería ningún otro traje.
Gracias, qué maravilloso regalo, ¿cómo podría agradecértelo?
Charles clavó en mí su penetrante mirada azul. Me pareció que el tiempo
se detenía. Acercó su cara a la mía, muy poco a poco, y posó sus labios sobre
los míos suavemente. Los recorrió con su lengua y me di cuenta de que tenía
que detenerle antes de que fuera demasiado tarde. No quería que siguiera
besándome, así que reculé. Charles agachó la cabeza.
—Perdona, Héloïse, ha sido sin pensar.
—No te disculpes. No pasa nada, no volveremos a hablar de ello.
—De todos modos, ¡qué beso tan nefasto!
Charles distendió el ambiente con su broma, me pellizcó la mejilla y
regresamos en silencio. Debo confesar, al rememorar aquel beso, que por
espacio de un segundo había sentido placer. Pero mi boca pertenecía a Gabriel.
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3
El gran baile

Día 53, 20:05 h


Llego tarde a cenar. Ya he recibido un recordatorio de Magda: parece que
si no bajamos todos juntos, su comida se arruinará. Estoy hambrienta, pero no
tengo ganas de unirme a ellos. Gabriel me saca de mis casillas, Charles me ha
besado, Sol no me dirige la palabra y Rebecca… Rebecca es la esposa de
Gabriel.
El día había empezado bien: el diario de Gabriel, la subasta, el editor, los
trajes, el correo electrónico de Mélanie. Tenía que llamar a Mélanie y contárselo
todo. Me vendría bien desahogarme con alguien de mi… especie.
Magda y Charles, por más que se esfuerzan por ser mis fieles amigos, no
pueden imaginar el choque cultural que estoy viviendo. Durante la guerra de la
sangre, cada noche veíamos reportajes sobre los vampiros en los que aparecían
como devoradores de bebés, asesinos, violadores y ladrones. La imagen que nos
habíamos formado de ellos estaba más cerca de Jack el Destripador que de
Nosferatu. Siempre oía una vocecita que me decía que no todo podía ser tan
siniestro, pero igualmente me aterrorizaban.
Mélanie debe sentir ese mismo miedo, así que podrá entender mi historia
con el mismo ánimo. Tengo que encontrar tiempo para verla, sin que aquí nadie
sospeche. Mi vida ya es bastante complicada. Me aprovecharé de que puedo
cruzar el barrio rojo y la zona de los H.
Feliz ante la perspectiva de volver a ver a Mélanie, me animé y decidí
cenar. Eran las ocho y cuarto, sabía que me esperaba una riña. Me puse un top
negro de tirantes y mis pantalones cortos de lino color caqui; hacía demasiado
calor en la casa para llevar nada más.
La sala roja estaba desierta, igual que el comedor. Oí risas en la cocina y
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allí me encontré a todo el mundo, congregado alrededor de la isla central,


degustando un pollo asado con patatas fritas. Parecía una escena sacada de una

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comedia familiar en la que todos destilaban paz y amor. Para mi gran asombro,
Solveig acercó un taburete a su lado y me dijo:
—¡Ven a sentarte… Lara Croft!
—No estoy armada, podéis seguir comiendo tranquilamente. Y bien, ¿ya
tienes disfraz para el baile?
Estaba tan sorprendida por la amabilidad de Sol que entablé conversación
con ella alegremente. Me encantaba esa Barbie generosa y divertida, su frialdad
hacia mí me había hecho sufrir.
—Voy a ir de…
Todas las miradas se volvieron hacia Sol, hasta la de Gabriel, que me
había esforzado por evitar desde que había entrado en la cocina. Parecía
verdaderamente intrigado por el disfraz de la bella rubia. Era la típica
fashionista extravagante por excelencia y, fuera lo que fuera de lo que se
disfrazara, estaría fenomenal: era lo que se esperaba de ella.
—Iré de mujer enamorada.
Abrí los ojos sorprendida. Ella bajó los suyos dirigiendo la mirada hacia
su plato y se sonrojó. Rebecca, mientras tanto, fruncía el ceño.
—A ver, cariño, eso no tiene nada que ver con mi tema: “Ni vampiro ni
huma…”
—Becca, ella no va a disfrazarse de “mujer enamorada”, simplemente nos
está informando de que lo está —intervino Gabriel.
Al cabo de unos segundos, Rebecca finalmente reaccionó.
—¿Qué, qué, qué? ¿Estás enamorada? Pero, ¿de quién? ¿Por qué no me
lo has dicho?
—Porque en este momento tienes problemas más urgentes que mi vida
amorosa.
—Es cierto. Pero vendrás al baile de todas formas, ¿no?
Sentí que la reacción de Rebecca había defraudado a Sol, aunque ello no
le impidió contarnos que había conocido a un hombre mientras buscaba su
traje: el nuevo responsable de una casa de alta costura, Mastha, que tomaba el
relevo de su padrino. Ella había resbalado delante de él y se había agarrado a
su corbata… rosa.
Charles dejó escapar un profundo suspiro de alivio.
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—¡Tenía miedo de que estuvieras hablando de mí, Sol!


—Ja, ja. No, querido, he encontrado a mi hombre ideal. Es una mezcla de
James Bond, Brad Pitt y Ryan Gosling.

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—¡Tiene padrino, como tú, eso es genial! ¿De qué se disfrazará?


—El baile, el baile, el baile… Rebecca, te voy a prohibir que lo vuelvas
a mencionar durante el resto de la noche.
Gabriel estaba visiblemente harto ya del tema.
Molesta, la explosiva pelirroja se recolocó el fular, se levantó, tomó su
cuaderno de notas, su pluma y el móvil y salió de la habitación, con el pretexto
de que “tenía cosas que hacer”.
Apoyados sobre la mesa, Magda, Charles, Gabriel y yo seguíamos la
historia romántica de cómo Solveig había conocido a Antoine, director de
Mastha. Con todo lujo de detalles, la chispeante Sol nos describió las sonrisas,
los guiños, las carcajadas, los besos fogosos en el probador… Charles, ansioso
por saber más, comía patatas fritas directamente de la fuente y Magda le daba
palmaditas cada poco en los dedos para que dejara de comer compulsivamente.
Y allí, en medio de esa comedia romántica entre dos mordidos (o
“apadrinados”, ese parecía ser el término políticamente correcto), Solveig nos
desveló un hecho de lo más sorprendente…
—Nosotros… nosotros todavía no hemos ido más lejos.
Charles, imprudente, inició la discusión.
—¿Aún no te has acostado con “el hombre de tu vida”?
—No.
—¿¿¿Por qué???
—Porque quiero esperar a ver si va en serio.
—¡Al contrario, eso no se verá hasta que no os hayáis acostado! Es fácil
jugar a ser Romeo cuando aún no has estado con Julieta. El amor viene después,
cuando él te llama y te coge de la mano. Eso ya no está calculado con el fin de
conseguirte, porque ya lo ha hecho.
Gabriel intervino.
—Estoy de acuerdo. Hacer el amor con una mujer es todo un reto. Siempre
tenemos ganas. Pero después, querer dormir con ella, no solo por el sexo, sino
para poder ver su hermoso rostro por la mañana… eso es el amor.
Mientras Gabriel hablaba, le miraba y sentía mi corazón derretirse. No
creía que su discurso fuera porque yo estaba ahí, tampoco creía que hablara de
Rebecca, pero me pareció sincero. Sol posó su mano sobre la de Gabriel y le
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dijo:
—Cuando se ama a alguien, no podemos luchar contra ello…

Saga Muérdeme
Sienna Lloyd Muérdeme III

El silencio se instaló en la cocina y vivimos un hermoso momento de


comunión entre los cinco, pensando en nuestros amores, fracasos, sueños y
futuros.
Rebecca abrió bruscamente la puerta, histérica.
—¡He perdido mis pegatinas para el vestuario, tenemos que encontrarlas!
Nos entró un ataque de risa incontenible. Rebecca nos había puesto de
nuevo los pies en el suelo, nos había sacado del país de los corazones, las
mariposas en el estómago y “el amor que todo lo puede”; sus preocupaciones
nos parecieron bastante surrealistas.
Rebecca se fue aún más molesta. Encontré sus etiquetas bajo mi asiento
y corrí tras ella para dárselas. Rebecca me abrazó en una demostración de
afecto que me sorprendió. Sus ojos se llenaron de lágrimas cuando le pregunté,
por cortesía, si todo iba bien.
—A nadie le importa realmente este baile; aunque el motivo de
celebración es que he regresado. ¿Debo concluir que a nadie le importa?
Yo era la última persona en el mundo que debía consolar a Rebecca. Me
sentía dividida entre mi traición y mi empatía. Sol venía caminando
alegremente por el pasillo, ligera como una pluma. Sonrió a Rebecca y le dijo:
—Becca, no llores más, ¡solo son unas pegatinas!
¡Ay, el fuego que inundó los ojos de la altísima pelirroja…! Era la misma
mirada a la que me había enfrentado en la cocina, aquella mañana que había
sido odiosa conmigo.
—No te creas mejor que los demás, ahora, tú y tus ojos de corderito. Está
enamorada, vale, por enésima vez, te lo recuerdo. —Y, la miró de arriba
abajo—, déjame que te diga, vieja amiga, que encontrarás a miles de hombres
que quieran acostarse contigo, pero que quieran casarse contigo… Eso ya es
otra historia. Tú no sabes qué es el verdadero amor.
Rebecca se fue con una sonrisa triunfal en los labios. Me daban ganas de
darle una bofetada. Solveig, en estado de shock, tragó saliva, cerró los ojos y
los abrió de nuevo unos segundos más tarde.
—¡Qué mujer tan mala!
—Está triste, Sol. Discúlpala.
—¿Cómo puedes defenderla? Ella te trata mal cada dos por tres.
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—… El sentimiento de culpabilidad, quizás.


—Deja de torturarte, te juro que… ¿Quieres que vayamos a tomar una
copa, las dos solas? Creo que es hora de que sepas la verdad.

Saga Muérdeme
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***

El barrio rojo, de noche, parecía un carnaval de lujo. Miles de guirnaldas


de colores vestían cada edificio. Pregunté a Sol cuánto duraba esta decoración
navideña, pero me respondió que el barrio rojo estaba iluminado así durante
todo el año.
—Es la tradición. Llevamos tanto tiempo en la sombra que cultivamos un
gusto desmedido por las luces nocturnas, es nuestro “día” aquí.
Solveig me llevó al lago Tendre. El pequeño puerto del barrio rojo había
sido creado para que los yates de los residentes pudieran estar anclados todo el
año, pero aquel día no había ninguno: el lago estaba congelado. Estuvimos
hablando un rato del famoso Antoine, de su fogosidad, de la pasión que ponía
en sus besos. Estábamos frente a un hotel, el Beau Rivage, y Sol me propuso
tomar una copa.
—La mayoría de mis amigos odian este lugar, es un poco anticuado,
pero…
—¿Pero?
—Es el lugar ideal para hablar lejos de cotillas.
Entramos a un vestíbulo desierto donde hacía calor, pero nadie nos dio la
bienvenida. Me había acostumbrado tanto en aquellos últimos tiempos a un
servicio de cinco estrellas que tenía la impresión, por muy elegante que fuera
ese hotel, de estar en un antro de mala muerte.
Sol giró a la izquierda sin preguntar y cruzamos la recepción fantasma. Al
llegar al bar del hotel, también vacío, un camarero que estaba detrás de la barra
sonrió al reconocer a Sol.
—¡Solveig la rubia!
—¡Martin el barman!
—Ya sé, un Cosmopolitan con un montón de arándanos y cerezas
confitadas. ¿Y para usted, señorita…?
—Héloïse, perdón, mire, tengo una identificación.
—Los amigos de Solveig son mis amigos, no hacen falta identificaciones
aquí, ¡sino bebidas!
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—Un Martini blanco con lima, por favor.


—¿Vienen a contarse secretos o se quedan en la barra?
—¡Ya me conoces, Martin!

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Sienna Lloyd Muérdeme III

Sin esperar a que el camarero nos sirviera las bebidas, Sol me llevó a una
esquina del bar. La gruesa alfombra ahogaba nuestros pasos y nos hundimos en
un sofá de terciopelo un poco gastado, pero muy cómodo.
—Tienes que perdonarme, Hello.
—¿Por qué?
—Por haberte puesto mala cara, como una niña pequeña. Desconocía lo
que estaba pasando entre Gabriel y tú. Me quedé muy sorprendida, nunca me
habría imaginado… Te creía demasiado inhibida… En fin, no estoy diciendo
que seas una…
Sonreí al ver a Solveig embrollarse con disculpas. No encontraba las
palabras, pero la comprendía. Martin nos interrumpió y nos sirvió las copas. Le
di un sorbo a la mía y Sol se acabó su Cosmo de un trago. Continuó:
—Bueno, he hablado con Gabriel y…
—¿¡Has hablado con Gabriel de “nosotros”!?
—Sí. Él vino a verme, pensé que quería convencerme de que no se lo
contara a Rebecca, pero me habló de ti. De tu dolor, tu bondad, tus…
sentimientos.
—Ah.
—Fue la noche en que había conocido a Antoine y tenía el corazón lo
suficientemente abierto como para escuchar a Gabriel. Estaba fatal, se sentía
tan culpable, me dio mucha pena, pero no fui capaz a decirle que…
Martin le trajo una segunda copa a Sol, como si se anticipara a sus
necesidades. Ella jugó con una cereza, la sumergió en el líquido de color rosa
y, a continuación, intentó hacerla flotar. Podría haberme cautivado el ballet
acuático, pero esperaba la continuación de su relato con impaciencia.
—Solveig…
—Sí, perdón. En resumen, me he dado cuenta de que estáis enamorados
y más preocupados por la situación que otra cosa.
—¿Y es eso es lo que no fuiste capaz de decirle?
Con sus finas manos, tomó la copa del cóctel y, de nuevo, se lo bebió de
un solo trago. Como para darse coraje, miró hacia arriba.
—De acuerdo, tengo que contárselo a alguien, pero júrame, Hello, que no
le dirás nada a Gabriel. Será nuestro secreto. NADIE puede estar al corriente.
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Es solo que me parece justo que te sientas culpable…


—Solveig, me preocupas, ¿qué es eso tan grave que tienes que
explicarme?

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—Rebecca nunca desapareció.


Mi corazón se detuvo. Sentí náuseas. No entendía nada y un aluvión de
preguntas hervía en mi mente. Solveig parecía aliviada, y era yo la que
necesitaba un trago.
No pude proferir palabra. Estaba claro que, ante las noticias impactantes,
el mutismo era mi refugio. Sin embargo, no me faltaban ganas de entender ni
de hablar.
Sol hizo una señal a Martin para que trajera una botella. Estuvimos allí
hablando durante dos horas y Solveig me lo contó absolutamente todo:
repasamos la vida de Gabriel y Rebecca, desde dos años antes de la
desaparición hasta aquel momento. Yo absorbía cada palabra, completamente
desestabilizada por la noticia.
Volvimos a casa de madrugada. Se me había olvidado cerrar la ventana de
mi habitación y, por primera vez desde mi llegada, estaba helada. Una nota de
Gabriel bajo la almohada me reconfortó el corazón:

El estilo Lara Croft te queda genial. No puedo esperar a verte disfrazada


mañana. Besos, para cada centímetro de tu deliciosa piel.
G.

***

De: Rebecca
A: Solveig, Gabriel, Charles, Magda, Héloïse
¡Hoy es el GRAN DÍA, aaaaaaaaaah!
La fiesta empezará a las siete en punto. Cuento con vosotros, sed
puntuales para dar la bienvenida a mis invitados. Yo llegaré a las ocho,
¡tengo que aparecer tarde! La decoración del salón ya está lista. Voy a
dormir un poco esta mañana, pero no dudéis en ir a verlo, ha quedado
muy bien.
¡Qué ganas, qué ganas, qué ganas!

La histeria se había apoderado de Rebecca. Me propuse tratar de olvidar


lo que sabía. Magda llamó a mi puerta: no sabía qué había hecho para merecer
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tanto, pero me había traído el desayuno en un carrito con ruedas.

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—Regalo de Sol, cariño, ella me dijo que iba a tener una mañana
complicada. ¿Han bebido demasiado, hablando de amores?
—Magda, recuerde que yo trabajaba en un bar, tres o cuatro copas de
Martini no… Bueno, vale, de acuerdo: tengo jaqueca.
—Viene todo directo de la cafetería del Grand Palais. ¡Cómo la miman!
El café lo he hecho yo, que conste, a su gusto: ¡corto y con azúcar!
—Un ángel, usted es un ángel. ¿De qué se va a disfrazar esta noche?
—¡De ángel, precisamente!
—¡Le va perfecto!
—Mientras tanto, voy a esconderme, no quiero cruzarme con “el
dragón”…
—Ja, ja. Por cierto… ¿dónde está el salón de baile?
—En el ático, coja el ascensor y pulse PH.
Magda se fue y yo descubrí con placer las exquisiteces bajo las pesadas
campanas de plata sobre el carrito: bollería francesa, dulce de leche y crepes
por un lado; huevos revueltos, bacón a la parrilla y tomates asados por el otro.
A las cinco de la tarde, recorrí en chándal los pasillos en dirección al ático
para ver el salón de baile. El ascensor se abrió y me condujo a una antesala,
con un escritorio Luis XV delante de un vestidor vacío, futuro guardarropa de
los invitados. Empujé las pesadas puertas de madera tallada y me quedé sin
aliento al entrar en el salón: una veintena de personas trabajaban afanosamente.
Aún estaban sacándole brillo al suelo, pero ya se podía adivinar cómo se
reflejarían las miles de luces que iluminarían aquella velada. El suelo había
sido encerado y estuve a punto de resbalar varias veces. A ambos lados del
salón, había dos inmensas mesas cubiertas de manteles blancos, perfectamente
dispuestas para albergar los canapés y, en el centro de la pista, una pirámide
de copas de champán se erigía con orgullo. Se había dispuesto un escenario
para el DJ ante unos grandes ventanales que ofrecían unas vistas
impresionantes de la ciudad. Miré el paisaje, intentando situar mi casa. Mi
antigua casa.
Mientras volvía a la habitación, iba soñando con esa velada, vestida de
princesa. Conseguí prepararme sin pensar en las inquietantes revelaciones de
Solveig.
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Eran las siete. Llegaba tarde. Dudaba si pintarme los labios de rojo o no.
Sol había venido para maquillarme los ojos con un “efecto ahumado”. Era la
única que me había visto disfrazada de cisne y vi en su mirada que mi disfraz

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sería del agrado de Gabriel. Se fue a cambiar y se despidió de mí gritándome


al salir:
—¡Has puesto el listón muy alto, Hello!
Frente al espejo, me veía irreconocible. El corpiño me apretaba los
pechos, debía estar pensado para una mujer más delgada que yo. Pero no me
importaba, marcaba la cintura y me parecía muy elegante. Cuando me puse la
corona de plumas me sentí transformada pero, al fin y al cabo, los disfraces
nunca pretendían ser discretos.
En el salón ya había unos cincuenta invitados. Las mujeres estaban
espectaculares. Había rosas, margaritas, golondrinas que charlaban con
bisontes, caballos y nubes. El tema del baile se había respetado al pie de la
letra y no me crucé con ningún humano ni vampiro.
Un lobo me tendió una copa de champán y me reí al descubrir a Charles.
Su disfraz era sobrio y elegante, estaba segura de que no se iría solo de la fiesta.
Durante una hora la velada se amenizó con música de jazz de fondo. Solveig
llegó del brazo de Antoine, iban vestidos de Ken y Barbie. Admiré la
complicidad que ya les unía; Antoine era encantador, seductor y tan alegre
como Sol. Fueron los primeros en la pista y bailaron como si estuvieran solos.
Les miraba enternecida bailar una balada lenta, cuando el DJ detuvo la
música: las puertas se abrieron y Rebeca y Gabriel hicieron su entrada. A
Magda se le escapó una risita ahogada ante aquella escena, pretenciosa a su
parecer. Yo solo tenía ojos para Gabriel.
Se había disfrazado… No sabría decirlo. Estaba vestido de pies a cabeza
de satén negro y llevaba una máscara demasiado varonil para que fuera de gato.
Cuando vi sus colmillos y sus ojos verdes, me di cuenta de que era una pantera.
Era el disfraz más discreto de la fiesta. Se movía como un felino e iba saludando
a algunas personas. Rebecca llevaba un vestido tan impresionante que nadie
podía acercársele a menos de un metro. Estaba completamente cubierta de
plumas de pavo real, verdes y doradas. Con su cabello rojo, en tirabuzones
recogidos con una pluma, nada le hubiera quedado mejor.
Jacques y Élisa se acercaron para conversar conmigo, mientras la música
se reanudaba. Se hizo el silencio de golpe cuando la imponente Rebecca llegó
a mi izquierda.
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—¡Héloïse, qué disfraz!


—Estás espectacular Rebecca, magnífica. Y este evento es digno de un
cuento de hadas.

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Se rió burlonamente y siguió sin mirarme.


—Ten cuidado, Cenicienta. En la vida real, las criadas mugrientas no se
casan con el príncipe.
Desconcertada, Élisa me miró fijamente y Jacques, que obviamente no la
había entendido, se echó a reír a carcajadas, mientras Rebecca siguió lanzando
su ataque:
—No sé si los cisnes y los pavos reales se llevan demasiado bien.
—Yo… yo no sé, no.
—En fin, mientras el cisne se quede chapoteando en su charca y el pavo
real disfrute de su territorio natural, no debería haber ningún problema.
—Rebecca, no entiendo…
—Sí que entiendes.
Un hombre empujó a Rebecca y ella soltó su copa de vino, que explotó
contra el suelo, rompiéndose en mil añicos. Bajé la mirada y vi mi vestido
manchado de vino. Mis ojos se llenaron de lágrimas y Rebecca aprovechó la
oportunidad para darme la estocada final:
—Tic, tac, Cenicienta: ya es hora de irse en calabaza.
Crucé el salón humillada, sintiendo todas las miradas clavadas en mí. Salí
al vestíbulo vacío y, mientras esperaba el ascensor, Gabriel apareció detrás de
mí. Me cogió firmemente del brazo, me llevó al guardarropa, completamente
lleno, y cerró la puerta detrás de nosotros.
—¡Dios mío, qué bella estás!
Las lágrimas me corrían por las mejillas y solo tenía una cosa clara: estaba
de todo menos bella. Era un oso panda con manchurrones de maquillaje en los
ojos y disfrazada de cisne al que acababan de dar caza.
Gabriel me abrazó fuerte y me apretó contra él.
—¿Qué te ha pasado, mi hermoso cisne, se te ha derramado la bebida?
—No. Rebecca.
—Es algo torpe.
Me mordí el labio de rabia. Gabriel me preguntó:
—¿Lo ha hecho a propósito?
—No, un hombre la empujó, pero después…
—Shhh, mi Héloïse. Bésame.
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Gabriel acercó su boca a mí. Aún llevaba su máscara y yo se la quité.


Tomé su cabeza entre las manos y observé a ese hombre tan perfecto, que me
deseaba.

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—Hazme el amor, Gabriel.


—¿Por qué crees que te he encerrado en este vestidor?
—Este vestidor es más grande que mi antiguo apartamento.
Gabriel tiró de una percha e hizo caer un largo abrigo de visón negro a mis
pies.
—Quiero verte desnuda sobre esta piel. El contraste de tu cuerpo blanco
sobre el negro…
El interruptor de la luz tenía un regulador de intensidad. Lo ajustó para
dejarnos en la penumbra.
—Desnúdate.
Obedecí y empecé a bajar las capas de mi tutú una a una hasta los tobillos.
Recordé un número de una bailarina de striptease en el Club Melvin e intenté
copiar los gestos que le había visto hacer. Suavemente, acaricié mi nuca y me
quité la corona, liberando mi pelo. La respiración de Gabriel se aceleró cuando
me acaricié el cuello. Me giré para desatarme las enaguas, que se desplomaron
emitiendo un ruido sordo.
Oí cómo los pantalones de Gabriel se caían al suelo. Me di la vuelta y le
vi con su sexo en la mano.
—Sigue.
Excitada, me incliné hacia delante. Las braguitas blancas que cubrían mi
trasero quedaron al descubierto, ante sus ojos. Me tomé mi tiempo para
desabotonarme el corpiño. Aún de espaldas a él, dejé que mi ropa interior se
deslizara hasta el suelo.
—Date la vuelta. Muéstrate ante mí.
Mi sexo ardía de deseo. Me di la vuelta y me acostó sobre el abrigo de piel,
que me acariciaba la espalda. Gabriel se agachó y se acercó a mi cara. Descubrí
su sexo, en dirección a mi boca. Lo lamí por instinto.
—Qué bien. Eres dócil, conseguirás lo que quieras. Justo así.
Llevó dos dedos a la entrada de mi sexo, como jugando, y los hundió tan
solo unos segundos. Después, se lamió los dedos.
—Eres deliciosa.
Todo mi cuerpo reclamaba su sexo, lo necesitaba en lo más profundo de
mí ser.
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—Penétrame, te lo ruego.
Le cogí la mano para que me siguiera acariciando, pero la retiró.

Saga Muérdeme
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Entonces, tomé la iniciativa y me tragué su sexo, hasta el fondo de la


garganta. Mi lengua, afanosa, se dedicó a chupar y lamer su pene sin descanso,
con ardor. La fiebre de Gabriel aumentaba a la par que su erección y le sentía
al borde del orgasmo. Se retiró de mi boca y entró en mí. Estaba exultante:
Gabriel era tan hermoso, sus musculosos brazos me llevaban sin esfuerzo. Era
el hombre que había estado esperando: dulce, firme y tierno. Un torrente de
emociones nos envolvió al mismo tiempo y, cuando estaba a punto de llegar al
orgasmo, vi cómo sus grandes ojos verdes se humedecían. ¿Son mis propias
lágrimas de amor, que me engañan y me hacen ver, por primera vez, el amor de
Gabriel por mí? En ese preciso momento, con todo su cuerpo, oí que me decía
te amo y con un gruñido animal terminó en mí, mientras yo rompí a llorar sin
pudor.
Él no se retiró inmediatamente. Los sonidos de la fiesta, amortiguados por
la montaña de abrigos, llegaron hasta nosotros. Todavía en mi interior, Gabriel
me sonrió; puse la mano en su mejilla y deslicé el dedo hasta su colmillo
puntiagudo. La melodía de Sinatra, Strangers in the night era la banda sonora
de aquel paréntesis mágico, puro y perfecto. Él colocó su cabeza sobre mi
pecho. Y descansó.
Después de algunas canciones más, debían haber pasado unos veinte
minutos, me di cuenta de que Gabriel no estaba bien.
—Gabriel, ¿qué te pasa?
—Nada, que no soy feliz.
—Podría tomármelo a mal.
—No. Sabes que no estoy hablando de nosotros. Soy un torpe… yo
también.
—No quiero hablar de ello.
—Sería la primera vez. Tengo un peso en el corazón y me siento
avergonzado. Mi esposa disfruta, deslumbra entre sus invitados y yo estoy
escondido en un vestidor contigo.
Como una marioneta saliendo con un resorte de su caja, me puse en pie
sin tener en consideración la cabeza de Gabriel sobre mí.
—Héloïse, entiéndeme. Rebecca sufre, no sé lo que le pasó, ella tampoco,
aunque sea la misma físicamente, parece estar traumatizada. Me imagino lo
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peor, los H… qué sé yo. Su regreso es un milagro. La he esperado tanto y ahora


soy incapaz de alegrarme. No me merezco ninguna felicidad. Mi padre tenía
razón, debería avergonzarme.

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Sienna Lloyd Muérdeme III

Un torrente de ira me recorrió las venas, algo incontrolable que me aceleró


el ritmo cardíaco y me hizo sentir el latido de mi corazón en las sienes.
—Gabriel, no puedes decir eso. Te lo prohíbo.
—Tú no sabes quién soy, Héloïse.
—Eres un buen hombre.
—Rebecca me dijo lo contrario, ayer por la noche cuando la dejé sola en
la cama porque era incapaz de tocarla. Mi rechazo es inmundo y ella lo sufre…
—¡ELLA TE ABANDONÓ POR OTRO, DEMONIOS!
Esas palabras salieron de mi boca sin que pudiera controlarlas. Me llevé
ambas manos a la boca, era como si fuera otra persona quien hubiera gritado la
verdad a Gabriel.
—¿Qué has dicho, Héloïse?
De pie, con una expresión amenazante, Gabriel esperaba mi explicación.
—No, nada.
Él, en pleno ataque de rabia, me agarró el cuello firmemente con la mano.
Entendí toda la angustia que se escondía detrás de tan violento gesto. Me aclaré
la garganta y empecé a hablar, tratando de transcribir las palabras de Solveig
lo más rápidamente posible.
—Rebecca tenía una aventura, desde hacía seis meses. Una noche estaba
viendo la televisión y empezaron a hablar de desapariciones. Se dijo que era la
mejor manera de dejarte sin que nadie la juzgara. Planificó su partida: el coche,
el bolso… y su amante vino a recogerla. Luego, la historia no funcionó entre
ellos… Y cuando se enteró de que una mujer vivía aquí, decidió que era hora
de volver. Yo… yo soy…
Gabriel salió del vestidor sin mediar palabra.

Día 66
Gabriel lleva doce días desaparecido. Tampoco hay rastro de Rebecca. Ya
se han acabado las Navidades. Esta noche entramos en el año 2013. Si no
vuelve, me iré de esta casa y lo daré todo por terminado.
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