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Primera edición Febrero de 2015

Portada: María Elena Tijeras.

Corrección y maquetación: Tamara Bueno.


Libro dedicado a todas las personas que han hecho posible que mi novela vea la
luz, y por supuesto para ti que has decidido leerlo y embaucarte en la historia de
Lucía y Andreu, gracias.
“No olvides nunca que el primer beso no se da con la boca, sino con los ojos.”

O.K. Bernhardt.
Capítulo 1. Ellas…

Pasó sin llamar, a esas horas no había nadie en el club salvo ellas. Sus maridos
habían salido a comprar algo de material erótico que necesitaban reponer porque
el que tenían en la sala se había roto a consecuencia del uso. Pero no entró al
momento, se quedó unos instantes en la puerta contemplándola. Entre la cálida luz
de las velas y el precioso vestido trasparente que llevaba, el lugar se podía
asemejar al paraíso. Siempre la comparaba con una diosa escapada de algún
templo griego, puesto que su belleza no podía ser cotidiana. Hoy había decidido
llevar el pelo suelto, aumentando con creces la sensualidad que desprendía. Elsa se
relamió los labios y comenzó a dar pequeños pasos hasta llegar a su lado. Sus
pezones, erectos bajo la camiseta, rozaban la tersa piel de la espalda desnuda.
Podía sentir el vello erizado de la mujer. Podía escuchar cómo se alteraba su
respiración ante el conocimiento de lo que vendría después. Colocó sobre sus
hombros las manos y comenzó a retirar los delgados tirantes. Su boca bajó hasta el
esbelto cuello y empezó a besarla. Silvia aceptó con agrado la proposición y dejó
que se deslizaran por sus brazos los pequeños hilos del vestido. Elsa rodeó con sus
manos la pequeña figura y atrapó los suaves pechos descubiertos de la amante. Era
un pecado tocar los diminutos y duros pezones. Con delicadeza, abrió dos de sus
dedos y los utilizó como pinzas, presionando con lentitud los deliciosos brotes.
Silvia echó la cabeza hacia atrás al notar en su cuerpo un sugestivo balanceo de
deseo y, abriendo la boca, exhaló el aire retenido.

–Estás preciosa –murmuró Elsa–. M e encanta tenerte así.

Ella no contestó, prefería dejarse llevar y no interrumpir con torpes palabras el


momento que estaban viviendo. Así que levantó las manos y las posó sobre la
cabeza de su amada. Elsa dejó de presionar los pechos y empezó a acariciarla por
el vientre hasta llegar al límite donde la piel se cubría con elegante tela.

–Esto comienza a molestarme –dijo la joven mientras los dedos apartaban los
escuetos hilos del tanga. Pegó su nariz en la suave piel de ella e inspiró con
fuerza–.

–Uhm, me encanta como hueles. Este delicioso aroma a frutas hace que se me
alteren los sentidos. –Las manos bajaron hasta posarse en las pronunciadas caderas
de la mujer y la giró hacia ella–. ¿Estás preparada para mí, cielo? –preguntó
mientras su boca albergó uno de los delicados pezones.
Ella sollozó de placer. Elsa descendió una palma y la posó en el sexo caliente de la
compañera. El ardiente flujo libidinoso la manchó. En efecto, estaba preparada
para la locura que iban a iniciar. Silvia comenzó a gimotear de deseo, necesitaba
que las caricias continuaran para darle la satisfacción que precisaba. La mano
traviesa empezó a moverse entre sus piernas, haciendo que la desesperada
muchacha inclinara la cadera hacia ella. Elsa alzó la vista y contempló el deleitoso
rostro de su amante.

Las mejillas comenzaban a sonrojarse fruto de la pasión que habían originado.


Sonrió con malicia y mientras se arrodillaba, unos revoltosos dedos comenzaron a
introducirse en el interior de la compañera que jadeaba sin parar.

–Eres una chica muy traviesa y por ello voy a tener que castigarte –susurró Elsa
con ahogados sollozos producidos por la lujuria que la asaltaba.

Le ofrecería aquello que tanto necesitaba, aquello que tanto demandaba por tener;
sentir la ardiente lengua recorrer el chorreante sexo. Intuyendo el siguiente paso,
Silvia levantó uno de sus pies y lo apoyó sobre la rodilla de Elsa. Le daba plena
libertad para seguir deleitándola. La pícara hembra acercó su boca hacia la jugosa
cueva y comenzó a beber de ella con gula. La lengua caminaba de arriba abajo,
llenando sus pupilas del delicioso néctar que emanaba. Llevó una de sus manos
hacia los labios vaginales, los abrió lo suficiente como para acceder mejor a la
pequeña perla hinchada y acercó sus dientes. La mordió con suavidad, haciendo
que la joven comenzara a estremecerse de placer. Las manos de Silvia se posaron
sobre el cabello de su amante. Intentaba mantener el equilibrio que perdía al ser
sometida a semejante gozo.

Inclinó la cabeza hacia atrás y empezó a jadear con rapidez, Elsa sabía muy bien
cómo llevarla a la locura y cómo hacer que ella se volviese una perra loca de deseo.

Cuando el gemido se convirtió en grito de éxtasis, Elsa levantó su rostro y mostró


con orgullo el brillo que rodeaba su boca. Nunca el jugo de una fémina le había
resultado tan sabroso como el que ella le regalaba. Apartó con suavidad el pie de
su amante y se levantó frente a ella. La aferró entre sus manos y la besó con pasión.

–Vamos –murmuró Silvia agarrando una de las manos que la amarraban por la
cintura y dirigiéndola hacia el sofá que se encontraba en el lugar más apartado y
oscuro del despacho.

La dejó durante unos segundos de pie frente al sillón para caminar hacia la mesa
de la oficina. Elsa la miraba con entusiasmo intentado averiguar qué es lo que
estaba buscando en aquel cajón que no paraba de trastear. De pronto cerró y
regresó a donde se encontraba. En sus manos llevaba dos enormes juguetes de
silicona de diversos colores. Ambas sonrieron como cuando estaban en las celdas
del colegio, deseosas de sentir ese placer que se les había sido negado.

–¿Arriba o abajo? –preguntó Silvia mostrando los consoladores.

–Arriba –respondió.

Se acercó despacio y la cogió del cuello atrayéndola hacia ella para darle otro beso
ardiente.

En el momento que estuvieron a punto de desfallecer por la falta de oxígeno, se


separaron y se tendieron en el sofá tal como habían comentado. No era la primera
vez que lo hacían, ni sería la última. Aunque en esta ocasión no tenían mucho
tiempo para jugar puesto que el club se abría en media hora y sus maridos
llegarían antes.

Así que con suavidad pero con destreza, cada una con su juguete en una mano y
abriéndose paso entre los hinchados y palpitantes labios, empezaron a invadirse.

Ambas gimieron tras notar la primera penetración. Silvia recogió todo el flujo que
Elsa soltaba sobre el consolador y se lo llevó a la boca. No se cansaría jamás de
degustarlo. El sabor afrutado que desprendía era, para ella, como disfrutar de un
buen caviar junto con una botella de Armand de Brignac.

Por otro lado, Elsa sabía muy bien cómo debía de actuar con Silvia cuando se
encontraba bajo el placer de sus manos. No podía ser delicada, para ella no. El sexo
tenía que ser fuerte y rápido porque solo así podría llegar a sentir el clímax del
nirvana. De ahí que las dos se compenetraran tan bien y hubiesen mantenido en
vigor las relaciones sexuales, a pesar de que estar casadas. Porque conocían a la
perfección que para mantener un equilibrio mental, necesitaban mantener un buen
equilibrio carnal, y no siempre lo lograban bajo la piel de sus esposos.

–Sigue, cariño, sigue… –murmuró Elsa cuando la amada comenzó a introducir


saliva en su ano.

–No voy a parar –contestó Silvia. Y después de cubrir con babas el falso pene,
emprendió unos suaves empujes dentro de su recto–. ¿Bien? –preguntó cuando su
cuerpo albergó todo el consolador.
–Muy bien –respondió entre jadeos de satisfacción.

Silvia empezó a bombear el simulado falo al mismo tiempo que acariciaba el


hinchado clítoris y volvía a recoger con su lengua el delicioso néctar. Las rápidas
respiraciones hacían que el cuerpo se moviese sin control, intentaba mover la
cabeza, mordía sus labios y ponía los ojos en blanco.

–¡Sigue, nena, sigue! –gritaba deseando llegar hasta donde se dirigía–. ¡Dame lo
que necesito!

Y su deseo fue concedido. Bombeó más fuerte, acarició con su nariz el clítoris a la
vez que mordía con fuerza los labios ensanchados por la excitación. Se movía como
una serpiente, como un caballo desbocado por una pradera al sentir su libertad.
Sus gemidos sonaban como la melodía más exquisita que se puede interpretar.

–¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! –exclamó de gusto mientras se corría en la boca de su


amante.

Pero antes de que Elsa pudiera perder las fuerzas, agachó la cabeza y absorbió el
sexo húmedo de Silvia. Ahora le tocaba su revancha y aunque fuesen diez o cinco
minutos los que tendría para satisfacerla, la haría gritar hasta dejarla muda.
Capítulo 2. Mañana de cumpleaños

Dicen que el dinero hace la felicidad, pero Lucía no estaba segura de ello. No podía
quejarse, vivía acomodada desde que se casó con Jorge, a quien intentaba
agradecer el bienestar que le había ofrecido. Sin embargo, se encontraba triste. Se
levantó de la cama y se acercó a la ventana. Se suponía que el matrimonio sería el
colofón para una mujer de su posición, aunque ella deseaba eliminarlo lo antes
posible. Escuchó un ruido en el baño y giró su rostro hacia él. Se estaría
preparando para marcharse al trabajo. De nuevo dirigió la mirada hacia el exterior
y comenzó a tocar el frío cristal con los dedos. ¿Cuánto tiempo llevaba sopesando
la idea? ¿Cuatro? ¿Cinco años? Pero nunca daba el paso, no se atrevía a dejar todo
lo que tenía a su alrededor porque su esposo la destruiría, de eso estaba segura.

–¿Ya estás despierta? –La voz de Jorge interrumpió sus pensamientos.

–Sí, acabo de hacerlo –respondió sin ganas.

–Hoy tengo unas reuniones importantes. Quizá llegue tarde a casa, pero cuando
regrese celebraremos tu cumpleaños.

–Tengo planes… –murmuró mientras se retiraba del ventanal.

–¿Planes? ¿Qué planes tienes? –replicó enfadado. No le gustaba que ella organizase
un día sin haberlo consultado antes. Él era quien decía la última palabra y con ello
la proposición sería aceptada, si lo veía apropiado para la intachable vida social en
la que vivía, o negada de inmediato.

–Elsa me ha invitado a comer. No estaremos solas, vendrán más amigas.

–¡Te he dicho muchas veces que esa tipeja no es buena para ti! –Comenzó a
enfurecerse–. Eres una mujer respetable y eso a lo que tú llamas amiga, es tan solo
escoria de mundo.

–Como te he dicho, habrá más gente. –Se sentó sobre una esquina de la cama
mientras miraba cómo su esposo se colocaba la corbata.

–De todas maneras, no me agrada esa fiesta. ¿Dónde iréis? –siguió el


interrogatorio.
–A un restaurante nuevo, se hace llamar Dos por Dos. –Levantó una ceja y observó
el rostro de su marido. Si por un momento pensaba que aquel lugar era impropio,
le negaría de manera contundente acudir sin tan siquiera pensar que se realizaba
para ella.

–Me han hablado de él, lleva poco tiempo abierto –explicó reflexivo–. Los socios
han comentado varias veces sobre la posibilidad de hacerles una visita y sopesar si
el local está acondicionado para realizar allí las cenas con los futuros inversores.

–Si lo deseas, cuando regrese te comento mi impresión. –Sonrió tímida. Le gustaba


la idea de poder ayudar en algo a alguien, ya que viviendo bajo las órdenes de su
marido tan solo podía acatar sus mandatos sin pestañear.

–No hace falta, ya lo haré yo cuando les visite alguna vez. –Buscó en el perchero la
chaqueta del traje oscuro que llevaba puesto–. ¿Dónde se supone que estarán
nuestros hijos? –preguntó tras unos segundos de silencio y meditación.

–Mi madre los recoge hoy del cole y se los lleva a la casa de campo todo el fin de
semana. Les vendrá bien cambiar de aires. Además, llevaban tiempo suplicando
visitar a los abuelos. –Lucía alargó la mano y sacó unos pantis de red que guardaba
en su cajonera segunda de la mesita de noche. Su lugar secreto. Las miró con cariño
y comenzó a vestir los desnudos pies. Aquellas prendas eran lo único que se podía
permitir llevar sin que su marido se alterase demasiado. Aunque de vez en cuando
le soltaba alguna que otra charla sobre qué clase de mujeres se ponían ese tipo de
lencería.

–No entiendo cómo pueden gustarte. Son muy parecidas a las que se ponen las
putas en los burdeles. –El marido las miraba con repulsión.

–M e parecen bonitas –susurró sin ser capaz de levantar la mirada.

Las acarició con suavidad, y al mismo tiempo que las manos paseaban por la
longitud de sus piernas, la mente viajó a un lugar desconocido donde lo único que
veía era a su marido postrado a sus pies, con cintas de cuero rodeando su cuerpo y
besando, de forma concienzuda, los delicados pantys que había despreciado sin
motivo alguno.

–Ten cuidado en la fiesta. –Lucía giró su cabeza hacia él y amusgó los ojos–. Esas
reuniones femeninas nunca terminan bien. Se desmadran cuando no tienen a los
maridos para que las dirijan. Se os da un poquito de confianza y os volvéis locas.
Pero a ti ni se te ocurra hacer gilipolleces, ¿has comprendido? No quiero estar en
boca de nadie y menos por ese tipo de indecencias.

–Tan solo vamos a comer en el restaurante, no debes preocuparte por nada –


comentó mientras su verdadero yo gritaba por salir de su interior y explicarle que
ni ella era una zorra que debía de ser sometida, ni tampoco una perra en celo.

–¿Preocuparme? ¡Claro que no! Como se te ocurra hacer algo fuera de lo habitual,
te pego una patada en el culo y sales disparada de esta casa, eso sí, sin esos putos
diablos a los que llamas hijos –le señaló con el dedo para darle más énfasis a su
advertencia.

–Estás exagerando, ¿no crees? –Se quedó pasmada ante lo que estaba ocurriendo.
Había dejado de ser sutil en sus amenazas, o tal vez ese enfado era consecuencia a
su falta de encuentros sexuales. Llevaban más de un mes sin hacer el amor y eso
parecía crear cierta tensión entre ambos. Pero no le apetecía hacer nada. ¿A quién
le puede atraer la idea de meterse en la cama con el hombre que te amenaza en
quitarte los hijos si pides el divorcio? A ella no, aunque sabía que tarde o temprano
debía de abrirse de piernas para relajar el ambiente familiar. No deseaba que los
niños crecieran en un entorno hostil, como le sucedió a ella.

–Tú vete, vete. Pero atenta a las consecuencias. –La miró desafiante y cerró la
puerta.

–Felicidades, cariño –murmuró Lucía para sí tras la salida del marido–. Espero que
tengas una jornada llena de ilusión y alegrías en el día de tu cumpleaños…

No había sido capaz ni de felicitarle. Tan solo se preocupaba de amenazarla para


que actuase tal como él deseaba. Así lo llevaba haciendo desde que se
comprometieron. Al principio ella pensó que sería un acto de posesión masculina,
sin embargo, con el paso de los años, descubrió que más bien era una característica
típica de un marido gilipollas. Tenía la certeza de que no la amaba, pero no se lo
reprochaba porque ella tampoco lo hacía. Se habían casado muy jóvenes, quizás
antes de poder saber lo que era el verdadero amor y la auténtica pasión que tienen
los verdaderos enamorados. Pero el destino se lo puso en su camino y tuvo que
aceptarlo.

¿Durante cuánto tiempo más aguantaría al cabrón que la sometía? No le ponía


fecha de caducidad a un producto que estaba caducado antes de empezar; aunque,
tarde o temprano la pantomima de matrimonio en el que vivía, finalizaría. El
teléfono móvil comenzó a sonar despertándola del abatimiento mental al que se
sometía. Estiró la mano con pereza y descolgó.

–¿Sí? –respondió sin emoción.

–¡Felicidades! –una voz femenina gritó con bastante energía.

–Gracias Elsa, eres la primera que me felicita.

–¿No lo ha hecho tu querido marido? –preguntó suspicaz.

–Ni se ha molestado… Estaba más preocupado en amenazarme que en felicitarme.

–¡Hijo de puta! Te juro que le arrancaré los huevos.

–El problema ha sido que no he tenido tiempo para hablarle sobre los planes que
teníamos hoy, y cuando se los he explicado no se ha puesto muy contento.

–¡Qué bastardo! Te he dicho muchas veces que lo dejes, que te mereces algo mejor
y que puedo comenzar a buscártelo cuando quieras. Si fuera tú, a todo le diría que
sí y luego…¡¡tendría más cuernos que un toro!! –comenzó a sonreír con fuerza.

–En fin, dame alegrías y no penas. ¿Cómo va todo? –cambió con rapidez de tema
porque no quería seguir sintiéndose mal por el nefasto matrimonio en el que se
hallaba. Era su día.

–¡¡Genial!! ¿Estás preparada para la mejor fiesta de cumpleaños que hayas tenido
en tu vida?

–Me conformo con que sea algo divertido y me saque de esta maldita rutina. –Miró
a su vestidor y se quedó en silencio. Poco después comenzó a buscar entre las
perchas algo que le llamase la atención–. No encuentro nada para ponerme en un
día como hoy.

–Yo me pondría sexy y dejaría ese estilo de eterna monja que llevas a cuestas.

–Es fácil decirlo cuando no se tiene un marido que puede quemarte en la hoguera
por brujería si llevas un escote dos centímetros más largo de la cuenta. –Seguía
buscando por si en algún rincón de aquel tosco armario se hallase el vestido que
deseaba, cosa que le parecía bastante raro puesto que era su querido marido quien
elegía el vestuario más adecuado para ella.
–Venga, mujer. Por una vez en tu vida has lo que te dé la gana sin pensar en lo que
dirá o pensará tu esposo. Saca la chica mala que llevas dentro. –Elsa la quiso
estimular con sus palabras. Tenía plena certeza que debajo de aquella fría imagen,
había una mujer ardiente y deseosa de salir al exterior.

–Al final Jorge va a tener razón y eres una mala influencia para mí.

–¿Esa opinión tiene sobre mí? Bueno, ya sabes por dónde me paso sus ideas… –
carcajeó.

–No seas mala, a pesar de ser un imbécil es mi marido. Pero esta vez creo que
tienes algo de razón. Hoy quiero que sea diferente, ya no solo porque cumplo
treinta y ocho años, sino también porque tengo el pálpito que será un día muy
especial.

–¿Especial? ¿Te refieres a que te has dado cuenta, por fin, de que no tienes cuarenta
y te vistes como una de sesenta? O, ¿tal vez te haya venido bien que tu queridísimo
Jorge no te felicite y quieras buscar las felicitaciones en otros brazos?

–Eres una zorra… –Se volvió a sentar sobre la cama y acarició lo único que llevaba
puesto, sus medias.

–Has lo que te dé la gana, pero lo único que te digo es que por una vez en tu vida
decidas qué quieres y lo hagas sin pensar en qué dirán. Recuerdo una Lucía
traviesa, una Lucía que luchaba por los derechos de las mujeres en un lugar donde
tan solo podíamos callar y escuchar.

–Ha pasado mucho tiempo de aquello. La gente cambia, yo he cambiado… –


suspiró con nostalgia.

–¿Qué te haría feliz en este día? –Lucía se quedó callada durante unos segundos
pensando cuál sería la intención de la pregunta–. ¿Hola? –inquirió Elsa al no ser
contestada.

–Si hago lo que estoy pensando y se entera, el cabreo será abismal.

–¿Quieres follarte a otro?

–¡No! Tan solo quiero vestir, por un día, de forma diferente –respondía mientras se
levantaba de un salto de la cama y cogía unos zapatos de tacón que tenía
escondidos en su ropero.
–Dos cosas tiene: enfadarse y que se le pase. ¿De verdad que no te planteas tener
un buen amante? Es bastante bueno para eliminar la ansiedad.

–¿Encontrar a otro hombre? ¡Ni de coña! Bastante tengo con este. Oye… ¿a qué
hora se supone que hemos quedado?

–Estaremos allí sobre la una y media.

–Creo que me dará tiempo ir al centro comercial y echar un vistazo. Quizás


encuentre lo que estoy buscando. –Lucía miraba y remiraba el reloj.

–Si llegas más tarde, pero desconocida, te lo perdono. Así cerrarás las bocas de esas
que llamas amigas. ¡Venga, chiquilla! ¡No te entretengas con tonterías! Hasta luego.

–Nos vemos.

Cogió el primer vestido que encontró, se enfundó los zapatos que tenía entre sus
manos y salió con rapidez de casa. Hoy debía pensar tan solo en ella, sin darle
vueltas a las repercusiones que tendrían sus actos. De todas formas no iba a hacer
nada extraño, se trataba de una reunión de amigas para celebrar un día especial.

Cuando todo acabase, regresaría a su rol de mujer sofisticada y virginal. ¿Qué


había de malo en ello?

****

El centro comercial era enorme, paseaba de un lado a otro sin encontrar nada que
le llamase la atención. No tenía una idea exacta de lo que deseaba, pero seguro que
lo sabría cuando lo viese. Tras visitar más de diez locales y no hallar nada, se
desmoralizó. Al final se debía conformar con el atuendo que llevaba puesto. Miró
el reloj y se sorprendió: eran las doce y cuarenta y cinco; ya no había tiempo para
seguir con la búsqueda, así que decidió marcharse hacia el restaurante y que fuese
lo que tuviese que ser. Quizás el año que viene tendría más suerte. Afligida, acercó
su bolso al torso y presionó el botón del ascensor para bajar al aparcamiento.
Cuando las puertas se abrieron apareció una chica vestida de cuero negro. Iba muy
gótica pero el vestido era precioso. Se ceñía al cuerpo, mostrando las curvas de la
muchacha. Unos pequeños adornos plateados embellecían los gruesos tirantes.
Pero lo que le llamó muchísimo la atención fue el escote. Si se agachaba más de la
cuenta podía verse sin tapujos el ombligo. Lucía lo observó muy intrigada. Se
imaginó cómo sería llevar un vestido así y que todo el mundo girase la cabeza para
volver a deleitarse con tu presencia. «¡¡Ese!!», gritó una vocecita dentro de su
cabeza. «¡Quiero ese ya!», continuó hablándole. Miró de nuevo a la joven de arriba
abajo. La chica se quedó parada y sorprendida de la actuación de ella e intentó
esquivarla para marchase. Fue entonces cuando Lucía no reparó en modales y se
abalanzó sobre la joven para interrogarla.

–¿Dónde has comprado ese vestido?

–¿Cómo? –preguntó la chica aún más atónita cuando supo la razón de aquella
extraña actitud.

–Necesito un vestido y el tuyo me gusta. ¿Dónde lo has comprado?

–Justo ahí. –La chica le señaló una tienda con logotipos negros.

Al principio Lucía pensó que le estaba tomando el pelo. Tal vez la muchacha había
pensado que era una desequilabrada y la mandaba al primer sitio que se le ocurría,
y no era otro que una especie de sex-shop. Así que giró la cabeza hacia la extraña y
le dijo:

–Aunque pueda parecerte una loca, no lo estoy. Llevo más de dos horas visitando
todas las tiendas porque hoy es mi cumple y quiero ir a la fiesta vestida de forma
diferente a la que suelo ir.

–Entienda que la situación es extraña, pero a pesar de todo no le he mentido. M e


lo compré allí la semana pasada. Cuando yo fui había bastantes a buen precio. No
todo el mundo luce un vestido de esta forma –posó las manos en su cintura y se
expuso ante Lucía.

–Eso ya lo sé. Pero solo con ver las caras de mis amigas, ya habrá valido la pena.

–El vestido no hace a la mujer, es la mujer quien hace a la prenda. –Se apartó de
ella hacia atrás y comenzó a alejarse.

–No sé muy bien lo que has querido decir, pero te doy las gracias por haberme
respondido –ahora la desconcertada era Lucía.

–No te preocupes, cuando el tejido toque tu piel, lo entenderás. –Se giró, alzó la
mano para despedirse y siguió andando hasta perderse entre la multitud.

«¿Y esta se había asustado de mí? ¡¡Por el amor de Dios, si parece que se ha
escapado de un psiquiátrico!! Bueno, que no tengo tiempo. Me ha dicho que era…»

Levantó la mirada hacia la tienda y aligeró el paso.

Cuando llegó a la entrada del local, se paró y miró hacia un lado y hacia el otro,
nadie conocido debía verla entrar allí. Si la descubrían, pronto lo sabría su marido
y este entraría en cólera dando gritos y aspavientos. Se lo imaginó en la puerta del
local donde celebraba la fiesta resoplando como un toro y portando en su mano el
primer abrigo que le tapase hasta los tobillos. Él era así… Al cerciorarse de que no
había nadie por los alrededores que la pudiese fastidiar, entró y se acercó a la
dependienta para hablarle muy bajito.

–Buenas tardes. Me han informado que venden vestidos negros. –La boca de Lucía
rozaba la oreja de la chica. No quiso especificar el material de la prenda porque le
daba vergüenza pensar que alguien pudiera escucharla. Una mujer de treinta y
tantos, con un vestido de Channel y pidiendo una cosa así, solo podía llegar a una
conclusión: era puta y se gastaba el dinero en vestidos caros.

–Buenas tardes. Me quedan algunos… ¿Me dice su talla, por favor? –La joven
también respondió susurrando.

–Suelo llevar la treinta y ocho o cuarenta. Aunque no sé si entraré con mis nuevas
caderas –dijo llevándose las manos hacia la cintura.

–Las curvas en una mujer son señal de feminidad, señora. No es lo mismo el


balanceo de un buen culo que de alguien que la espalda le llega a las piernas. Ya
me entiende –le guiñó–. Además, yo que usted, en vez de ponerse algo como eso –
le señaló un perchero con vestidos de flecos y encajes–, me atrevería con estos. –La
chica la dirigió hacia un armario que se encontraba cerca de los probadores. Miró
varias veces el cuerpo de Lucía y seleccionó uno de todos los que tenía–. Este le
quedará genial, se lo prometo.

Lucía cogió el atuendo y corrió hacia el probador. Se había encaprichado con la


prenda y no se la quitaría de la cabeza hasta que viese con sus propios ojos que no
le quedaba bien; sin embargo, ocurrió todo lo contrario. El cuero se adaptaba de
forma increíble a sus curvas, se podría decir que “le quedaba como un guante”. Se
miró en el espejo del probador y disfrutó de manera pecaminosa con lo que
contemplaba. «Parezco una mujer de esas que pegan», se dijo. De repente una
sonrisa pícara apareció en su rostro y se imaginó que su mano derecha llevaba una
pequeña fusta y en la izquierda unas esposas. Fue en ese mismo instante cuando
un calor extraño apareció en su sexo. El clítoris palpitó de excitación y su cuerpo
fue invadido por una corriente eléctrica sobrehumana. Todo su ser le estaba
indicando qué necesitaba para ser ella misma. Aquello que dormía entre prendas
de seda se había despertado con el tacto de otra piel. Tuvo que cerrar sus ojos para
tomar conciencia de lo que estaba sucediendo. Tuvo que cerrar los ojos para no
verse más…

–¿Cómo le queda? –La dependienta corrió la cortina hacia un lado sin avisar
despertándola de golpe de su trance.

–No creo que sea lo que esté buscando –le dijo sin moverse del lugar. Sus pies se
habían quedado pegados al suelo. Tal vez le obligaban a seguir contemplando
aquello que no quería ver.

–¿Lo dirá de broma, no? Porque ese vestido ha nacido para cubrirla. No le hace
arrugas en la cintura –. Pasaba la mano por el cuerpo de Lucía para reforzar sus
palabras–. El escote de la espalda le queda justo donde debe estar. El pecho se
realza…¡Perfecto! –exclamó sonriendo. Pero al ver la cara de su cliente posó la
palma sobre su hombro y le susurró–: Una sotana no hace al monje, un vestido
como este no hace que parezcas lo que no eres, tan solo te ayuda a descubrir quién
puedes llegar a ser. Pero si te sientes mal con él puesto, te puedo buscar otros. M
ira allí –dijo señalando los del pechero que habían visto la primera vez. Tienes
muchos donde elegir.

Se quedó callada mirando de nuevo al espejo. En efecto se veía bastante bien.


Quizá todo aquello que había sentido eran solo locuras mentales al verse con
prendas diferentes a las que estaba acostumbrada. Giró la cabeza hacia la
dependienta y contestó a la sonrisa que ella le ofrecía.

–Me veo rara, es solo eso… –murmuró.

–Pues usted decide, ¿se lo queda?

Lucía dudó durante unos segundos en los que pensó la cara que pondrían sus
amigas al verla vestida de aquella forma. Posiblemente llegarían a la conclusión de
que su etapa de “depresión de los cuarenta” se habría adelantado un par de años y
no se tomarían aquello como algo importante. Luego imaginó la cara de su marido
y soltó una carcajada.
–¿Sí? –Preguntó la joven.

–Me lo quedo. La única pega es que creo que el escote de la espalda es algo
exagerado.

–La espalda es una de las partes más sensuales que tiene la figura femenina y está
para enseñarla, señora. Créame, está increíble.

De pronto, como salidos de la nada, comenzaron a vitorearla unos muchachos que


andaban merodeando la tienda. Lucía levantó la cabeza para mirarlos y se
sorprendió al verlos tan entusiasmados por ella. Se asustó y anduvo con más
rapidez hacia el mostrador, aunque en el fondo su ego comenzaba a exaltarse y a
tomar una fuerza que no había sentido en muchos años.

–Déjeme ofrecerle algo más. –La muchacha sacó una caja y la puso encima del
cristal–. No es una joya tan valiosa como la que lleva por pendientes, pero es la
más adecuada para ese exitoso vestido. –La abrió y le mostró un collar negro.

–Es bonito, pero ya tengo esta gargantilla. –Se la tocó con las manos. Sin embargo,
la dependienta hizo oídos sordos y se acercó detrás de Lucía con el objeto en la
mano, le desabrochó el que llevaba y le colocó el otro.

–Esta preciosidad es un collar de espalda, resaltará su belleza. Además, la gran


perla negra oscilará al ritmo de sus caderas y eso será el punto más erótico para
quien la observe desde atrás –Lucía la miró de soslayo, no entendía esa media
sonrisa que la joven insinuaba tras decir aquellas palabras. Pero la muchacha no le
explicó nada, sino que continuó la conversación–. Para finalizar, un detalle
imprescindible para esta transformación, unas gafas negras.

–¿M e quieres convertir en una bruja? –preguntó con una risita.

–No, solo quiero mostrarle lo que esconde. En su interior hay una mujer ardiente,
deseando de dar placer y amar con mucha pasión.

–Esto es tan solo para una fiesta… –dijo acentuando sus palabras con el ceño
fruncido.

–Lo que usted diga, pero no se imagina el poder sexual que desprende. Si no me
cree, mire a los chicos que se encuentran en la tienda. Están embobados y
cubriendo las erecciones que les provoca una mujer como usted. –La cogió de los
hombros y la hizo girar sobre sí misma para que contemplase lo que le estaba
diciendo.

En la planta del local había cinco hombres: dos de unos veinticinco años y tres de
unos dieciocho. Estaban dispersados entre los pasillos de la tienda e intentaban
esconder la excitación que guardaban bajo el pantalón con cualquier caja que los
cubriese. Al girase Lucía y contemplar el espectáculo que había en torno a ella
tomó fuerzas y se enderezó para mostrarse por completo. Se sentía extraña. Por
unos instantes pensó que estaba fuera de lugar. Era una mujer casada y respetable
y aquel tipo de situaciones le resultaban deshonestas. Sin embargo, la vocecita que
había aparecido antes por su cabeza resurgió: «Saborea el momento. Disfruta de lo
que tienes a tu alrededor en vez de amargarte que para eso ya está tu casa. Por fin
te sientes deseada, admirada… ¿no te lo puedes permitir tan solo unas horas?
Mañana la rutina volverá y esto lo tendrás como un bonito recuerdo en el que
apoyarte esos días de llanto».

–Si no es capaz de descubrir su verdadera esencia –le susurró al oído


interrumpiendo de nuevo sus pensamientos–, no conseguirá ser feliz. La vida que
está llevando es solo la mitad de lo que en verdad necesita.

–Me dices qué te debo. Tengo algo de prisa. –Las palabras de la chica la
incomodaron aún más. No era coherente que alguien le insinuara aquello que
debía de hacer cuando ni ella misma sabía qué dirección tomar.

–Las gafas son un regalo –dijo la chica. Cogió la mano a Lucía y le susurró–: Si
algún día decide hacer caso a su conciencia, puedo ayudarla.

–Gracias, pero no la necesito. Esto es para hoy… –Sacó el dinero, se lo puso en el


mostrador, atrapó la bolsa donde había colocado su anterior prenda y se dispuso a
salir con rapidez. Necesitaba con urgencia respirar aire fresco puesto que el que
tenía a su alrededor estaba demasiado contaminado.

Sin embargo, antes de pisar el exterior la vida le iba a dar otra sorpresa. Uno de los
jóvenes parecía estar esperándola en la puerta. Con una camiseta de manga corta,
que dejaban a la vista los bíceps trabajados en el gimnasio, un tatuaje en el cuello y
una sonrisa preciosa, la miró de arriba abajo y apoyó su palma en el marco de la
puerta. Lucía al principio se quedó petrificada. Aquella manera de actuar le
resultaba un tanto acusante, pero en vez de asustarse, levantó sus gafas nuevas y
miró con fiereza al muchacho, si el jovenzuelo pretendía intimidarla con una
mirada de deseo… ¡Iba listo!
– Madame, espero con ansía volverla a ver –le dijo el muchacho apartándose de la
puerta y dejándola pasar.

–¿Me has tomado por una niñera? –Levantó la barbilla y miró aquellos profundos
ojos verdes.

–Ni mucho menos, madame. Pero este perro necesita ser honrado con su presencia
de vez en cuando.

–M e lo pensaré. –Bajó sus gafas y se marchó de allí con paso firme.

–¡Oh mon Dieu! –exclamó el joven al mismo tiempo que se golpeaba la cabeza con
el pórtico de la puerta–.¡¡ Cést ne pas posible!!

«¿Has visto? Yo no te engaño, eres poderosa…», le habló de nuevo la voz.

Se dirigió al ascensor, presionó el botón y sonrió. Durante aquellos minutos se


había sentido como la primera vez que se montó en la Montaña Rusa, llena de
excitación y deseosa de que no terminar jamás. Sin embargo, tenía que darse prisa
e intentar no llegar muy tarde a su fiesta. Se miró en el espejo del ascensor y se
recogió su larga melena, dejando al descubierto su cuello. Se palmeó el vestido
para ajustarlo más a su piel, y pensó en las caras de sorpresa que pondrían sus
amigas al verla llegar. «Serán todo un poema», pensó.
Capítulo 3. Una obligación agradable

Como cada mañana, Andreu había corrido por el parque, se había dado una larga
ducha y ahora se dirigía hacia su trabajo para llenar su tiempo de reuniones,
informes y casos nuevos. Llevaba realizando la misma rutina desde mucho tiempo
atrás. Pensaba que de esta forma controlaba su vida mejor de lo que había hecho
con anterioridad, donde le asaltaron, de repente, multitud de sorpresas
desastrosas. Otra de las razones de mantener esa incansable vida era no plantearse
el porqué no podía hallar una mujer que lo amara a él y no a su dinero. Se sentía
solo en medio de la nada. Un hombre sin brújula en mitad del desierto, una
persona tan vacía en su interior que apenas podía soportar la tristeza de dicha
soledad. Sin embargo, su apariencia con los demás era muy diferente. Ocultaba su
verdad bajo una máscara de madurez y optimismo. Saludó a la secretaria y caminó
hacia su despacho. Hoy sería un día muy duro: una docena de archivos que
repasar, la visita de un nuevo cliente y una deseada reunión con el socio que
aumentaría el capital de la empresa. Una agenda de lo más completa pero como el
destino no se puede controlar, a pesar de querer hacerlo, se vio enfrascado en un
plan para el que no le habían pedido opinión.

–¡Joder, tío! ¿Por qué narices me haces esto? –Andreu giraba el sillón de derecha a
izquierda con bastante fuerza. Odiaba cambiar los planes y su hermano le había
organizado algo sin su consentimiento.

–¡Es solo un puto cumpleaños! ¿Es que ya no te acuerdas de lo que significa


disfrutar? Estás tan absorto en esa mierda de oficina que no ves más allá de esos
dichosos papeles.

–Esos dichosos papeles, como tú los llamas, son la razón por la que conduces un
Porche y no una chatarra. –Apretó con fuerza los puños y tomó aire despacio. La
excusa que daba a todo el mundo sobre le intenso trabajo que había en la oficina le
hacía estar liberado de cosas como esta; sin embargo, para Fidel no le servía de
nada.

Él hacía y deshacía a su antojo y todos los que estaban a su alrededor debían de


seguirlo.

–Tengo una reunión muy importante. Llevo meses detrás de ese hombre para que
pueda ayudarnos sobre un caso que nos dará más beneficios.
–No te pido que permanezcas todo el tiempo. Pero sí que me gustaría apagar las
velas y verme acompañado de mi hermano –dijo con todo afligido–. Aunque no te
lo creas, todavía te necesito.

–¿No me vas a pedir nada más? –contestó después de pensárselo durante unos
segundos.

–Te lo prometo. Ven a comer y te juro que no te pediré nada más.

–¡Trato hecho! No vale echarse atrás, mira Fidel que te conozco… –Arqueó su ceja
derecha y cogió unos informes que estaba valorando.

–Estoy haciendo la cruz de la promesa, hermano. –Sonrió complacido–. ¡Venga,


nos vemos a la una y media! La reserva la hemos hecho en el Dos por Dos. Ha
comentado la chica que en la misma sala habrá un grupo de mujeres, pero no
resultarán un problema porque estaremos alejados de ellas. Esos salones son
enormes.

–Fidel, no necesito otra caza fortunas. Tú puedes ser feliz con una arpía interesada
en tu cuenta bancaria, pero yo no. ¿Prométeme que no es una encerrona de las
tuyas? –Andreu miró hacia la ventana.

–¡Que no, joder! Es solo una reunión de amigos, una comida entre chicos para abrir
boca a la fiesta que doy esta noche. –Fidel se frotaba las manos mientras pensaba
en la llegada del crepúsculo; música, chicas, juerga, sexo… El cóctel perfecto para
finalizar un día de cumpleaños.

–Allí estaré –la voz derrotada de Andreu apareció tras una leve reflexión.

–Gracias, hermano. Te debo una. –Y con la satisfacción de haber ganado una


batalla, desconectó la llamada.

¿Cuánto tiempo llevaba enclaustrado entre aquellas paredes? ¿Cuatro, cinco, seis
meses, o tal vez un año y medio? A sus veintinueve llevaba una eternidad jugando
a ser el patriarca de la familia. Tal vez se había acomodado a la situación y ahora
no quería ver más papel en su vida que los que tenía sobres su mesa. A los cuales
daba gracias porque de no ser por ellos el desamor que vivió en el pasado hubiese
terminado peor de lo que acabó. La vivencia con Dulce fue el detonante de su
enclaustramiento. El apodo de Dulce se lo había puesto Fidel al descubrir las
patrañas que tejía en su mente. Frunció el ceño y apretó con fuerza los documentos
que tenía entre manos al recordar el momento en el que pidió explicaciones a
Cayetana por lo sucedido. Ella tan solo gritó, desde la puerta al marcharse, que le
daban asco sus caricias, que odiaba cómo hacían el amor y que no se lo habría
follado de no ser por la suculenta cuantía que tenía en el banco. Cerró sus ojos y
agitó la cabeza para hacer que se marchasen aquellos pensamientos. En algún
momento de su vida tendría que olvidar su pasado para comenzar un nuevo
futuro, pero por ahora le resultaba imposible.

–Señor Voltaire, la cita de las diez treinta está en la sala de reuniones. –Ya
acaramelada voz de su secretaria interrumpió sus agrios pensamientos.

–Gracias. Elena, necesito el dossier de ese caso. –Andreu fijó su mirada en el cristal
del ventanal–. ¿Te importaría traernos un café?

–En cinco minutos los tendrá sobre su mesa. Por cierto, el señor Fidel quiere que le
anule la cita de esta tarde. ¿Lo confirma?

–¿Tengo algo importante? –Rezó en voz baja para que la hubiese puesto que de
este modo tendría la razón perfecta para anular su invitación.

–Se trata tan solo del señor Ramírez. Desea agradecerle la ayuda en su caso. Hasta
el lunes a las once no hay nada interesante –mintió. Pero le daba igual que viniese
a verlo el Rey, hoy tenía que sacarlo de aquel lugar fuera como fuese.

–Gracias. Estaré con el señor Martínez en un minuto.

–Se lo haré saber.

Flores, él necesitaba muchas flores para el frío ventanal. A ver si de esta manera, en
vez de sentirse helado, se reconfortaba con el perfume de las plantas y del colorido
de sus frutos.

Horas después aparcó en la entrada del restaurante. Le daba igual llegar unos
veinte minutos tarde, así aguantaría menos los rebuznos varoniles de los invitados.

Echó un vistazo a la fachada del nuevo local y le gustó mucho la sensación de


calidez que emanaba. Por un instante pensó que podría celebrar allí las reuniones
con los clientes y abandonar el sobrio lugar donde los recibía. Caminó hacia la
entrada, abrió la puerta, respiró hondo y levantó un pie para entrar cuando
escuchó:

–¿Pasas o te quedas fuera? –Una voz femenina le hizo girarse de golpe y al


contemplarla se quedó atónito.

«¡Mierda! La armadura de caballero se ha hecho añicos», pensó.


Capítulo 4. Dos por dos ¿son cuatro?

Lucía llegó tarde, como siempre. Pero hoy tenía la excusa perfecta: enseñar una
imagen diferente. Paró el motor del coche, cogió el bolso y se miró al espejo. Se
encontraba tan bien, le gustaba tanto cómo se veía, que pensó una y otra vez que
no debía de sentirse tan feliz con su nuevo look porque no era el apropiado para
ella.

¿Qué pensaría su marido si la viese vestida así? Nada bueno, de eso estaba segura.

Caminó con elegancia hacia la puerta, sus caderas bailaban sensuales bajo el
estupendo vestido. Se detuvo un momento para tomar aire, levantó la mirada y se
quedó de piedra. Un muchacho, igualito a los adonis que había estudiado,
permanecía inmóvil frente a la entrada. El joven parecía divagar, miraba una y otra
vez el frontal del restaurante dudando si entrar o no. Dejó que se aproximara hacia
la puerta, y con paso firme se colocó tras él. Acostumbrada al empalagoso perfume
de su marido, este le resultó agradable. Era una mezcla entre flores y frutas, una
esencia imposible de olvidar. Recogía su larga cabellera engominada en una coleta
hacia atrás.

Por un instante tuvo la tentación de acariciarla, pero se contuvo.

–¿Pasas o te quedas? –volvió a repetir–. Llego tarde.

–Lo siento, no la había visto. Pase por favor. –Andreu se apartó dejando la entrada
libre a la dama. Cuando ambas miradas se cruzaron, sintieron una energía especial,
era algo tan semejante como el bajar de una montaña rusa, o cuando saltas en
paracaídas desde un avión a más de cien mil pies. Ante la extravagante situación,
el muchacho se ruborizó y Lucía se quedó prendada del bello rostro. Jamás se
había encontrado bajo la atenta mirada de un hombre que dejaba ver con claridad
el mar de sus ojos y el deseo de su alma.

–Gracias –agradeció mientras continuaba su camino hacia el interior del local.

El balanceo de sus caderas se hizo más exagerado. Ella quería mostrar pavonearse
para él. Deseaba demostrar que su cuerpo todavía podía ofrecer una bonita
sensualidad. Pero el contoneo no solo hizo que el muchacho admirase a la mujer,
sino que también perdiera la consciencia emitiendo sin censura resoplidos y
sollozos libidinosos. Aquel acto inesperado hizo que la autoestima y la confianza
de Lucía aumentaran. Jorge, su marido, en más de una ocasión le había dicho que
las mujeres que habían tenido hijos dejaban de ser llamativas para los hombres, y
como en muchas ocasiones, su teoría había sido derrotada por la verdad real.

A Andreu le resultaba difícil controlar sus ojos. Estos seguían los suaves ajetreos
que ella realizaba. Parecía estar poseído por el canto de una sirena, aunque claro,
ni ella cantaba ni era una sirena. Tan hipnotizado se encontraba que no dominó sus
pasos y tropezó con el alzado de un escalón, cayendo sin poder evitarlo sobre la
espalda descubierta de ella.

–¡Por el amor de Dios, ten cuidado! –gritó Lucía.

–De nuevo lo siento. Hoy parece que me he levantado con el pie izquierdo –se
excusó mientras se volvía a apoyar en la espalda para poner distancia entre ellos.

Sin embargo, el ligero contacto con la piel de ella hizo resurgir la exigencia carnal
que Andreu llevaba sepultando desde hacía tiempo. Esa necesidad que se calmaba
él mismo para no tener que volver a caer en el abismo de la tortura. Su sexo
comenzó a alzarse y sintió la presión de este en su pantalón. Atolondrado,
sonrojado y ávido de deseo por una extraña, saltó con rapidez hacia atrás e intentó
esconder el bulto de su entrepierna. No sabía qué decir. No se le ocurría ninguna
excusa para su comportamiento. Tan solo pensó que llevaba mucho tiempo sin
sentir el calor de un cuerpo femenino y esa había sido la causa de su pérdida de
autocontrol.

–¿Quieres ir delante? Por mi bienestar, creo que será lo mejor. –Lucía parecía
asombrada ante la reacción que había tenido el muchacho. Cuando la tocó, dijo
algo en francés y saltó hacia atrás con rapidez. Parecía avergonzado. Sus mejillas
estaban colmadas de un rojo fuego y no paraba de mover las caderas como si le
estuviese picando algún insecto. Frunció el ceño y lo miró con atención. Quizás
estaba al lado de un loco. Un increíble, enigmático, atractivo y sexy demente que
daban ganas de devorar.

–¿Le hice daño? –Andreu seguía sin poder controlar hacia dónde miraban sus ojos.
Ahora contemplaba las medias de rejilla con las que la mujer cubría sus piernas.

Después siguió con los zapatos. Le volvían loco los peep-shoes. Con el largo y fino
tacón realzaban la figura femenina. Se obligó a levantar la mirada. Debía descubrir
cómo eran sus ojos, pero fue entonces cuando perdió la poca sensatez que le
quedaba, si es que le quedaba alguna. Aquellas caderas, pronuncias y voluptuosas,
la cintura, el reafirme del vestido en su pecho… «¡¡ Mon Dieu!!», gritó Andreu
dentro de su cabeza. Ya sí que no podía evitar que ella descubriera su descontrol.
Notaba la cabeza de su sexo reptar por la cintura y esquivarse de la presión del
cinturón. Estaba cada vez más duro, más ansioso, más deseoso de sentir en su piel
la de ella.

–Estoy bien, pero me estás haciendo perder un tiempo precioso –dijo con enfado
Lucía. A pesar de gustarle lo que veía y de notar que el joven estaba noqueado ante
ella, debía de entrar y dejar a un lado ese deseo que ambos habían despertado,
puesto que estaba casada y esa mañana no se había levantado diciendo; “hoy como
regalo de cumple, voy a disfrutar de un ´yogurin´”.

Andreu se volvió a disculpar y, parado un metro tras ella, dejó que entrara al local.
Respiró varias veces con profundidad para retomar la normalidad. La situación se
le había ido de las manos. Quizá el problema era que había estado tan
ensimismado en sus nuevos proyectos que había dejado aparada la satisfacción
personal. O tal vez era algo más simple; aquella mujer provocaba un deseo fuera
de lo común.

Una vez dentro, Lucía se dirigió hacia al maître.

–Buenas tardes, soy Lucía Sandoval.

–Buenos tardes señora, estábamos esperándola. Sus amigas están preparadas… –El
maître giró la cabeza y miró al hombre que permanecía detrás de ella. Un
muchacho callado, con la mirada perdida en el cuerpo de la mujer y olfateando,
como un perro sabueso, el perfume que emanaba–. ¿Qué desea, caballero?

–¿Perdón? –Miró con cara de burla al sirviente–. ¡Ah! Sí, sí, disculpe. Soy el señor
Andreu Voltaire.

Lucía esbozó una sonrisa. Estaba complacida consigo misma y eso hacía años que
no lo sentía. Jamás observó en el rostro de su marido una imagen así. Nunca la
miró con deseo. Apenas la abrazaba. Cuando hacían el amor se colocaba arriba, la
follaba y terminaba con prisa. En más de una ocasión pensó que solo hacía sexo
para tener más hijos. Claro está, Jorge no tenía ni idea que tras su tercer vástago
ella comenzó a tomar anticonceptivos. No deseaba encadenarse aún más a un
hombre que no la amaba. Cerró los puños y se obligó a eliminar los negativos
pensamientos. Ya tendría tiempo para sentirse de nuevo desdichada con la vida
que tenía. En aquel momento necesitaba disfrutar de la excitación y el deseo que el
joven proyectaba hacia ella.

–Señor, la fiesta de su hermano ha comenzado sin usted. Pero si es tan amable de


seguirme, les conduciré a ambos a sus respectivos lugares. –El maître empezó a
andar despacio, mirando de soslayo a sus acompañantes. Tenía en su rostro una
risa burlona, le parecía cómico el comportamiento que estaba teniendo el joven en
presencia de la mujer.

El restaurante tenía varias salas, todas ellas con bastante amplitud. Quizá el dueño
del local había pensado tener una gran cantidad de clientes, de ahí la inmensidad
del edificio. Lucía iba observando todos los rincones por los que pasaba. Se quedó
parada al ver un gran salón adornado igual que en tiempos del rococó. En otro,
había un escenario e imaginó que era para celebrar conciertos o actuaciones. El
empresario había creado un reino donde tenían cabida todo tipo de clientes.

–Perdone que le sea indiscreta –Lucía se dirigió hacia el maestre–, por curiosidad…
¿cuántas salas tiene el restaurante? –Su pregunta tenía truco. Ella había observado
en su recorrido unas escaleras al fondo de un pasillo paralelo al que andaban.
Apenas eran visibles salvo que se pusiera hincapié en mirar. De ahí que pensó que
el lugar escondía algo más de lo que aparentaba.

–El restaurante se compone de dos plantas, señora Sandoval. Aquí abajo tenemos
cuatro salones, como ha podido observar…

–¿Y arriba?

–Es un club nocturno, señora –contestó sin titubeos.

–¿Club? –La voz de Andreu apareció por detrás.

–Sí, de día trabajamos en el restaurante, donde le esperan sus acompañantes –


remarcó aquellas palabras– y en las salas que hemos observado. Pero por la noche,
se cierra esta planta y se abre la de arriba, que como le he dicho es un club privado.

«¿Pero dónde me han traído?», pensó Lucía.

«¿Pero por dónde se mueve ahora mi hermano?», pensó Andreu.

El maître se paró frente a una gran puerta de madera tallada, sus dibujos
simulaban a las imágenes del juicio final. Lucía sintió un escalofrío al recordarle
una época que tenía olvidada. De repente sintió algo de calor tras ella, se giró
despacio y observó que el joven se había acercado a ella al sentir que se encogía de
temor. Lo miró agradecida y, mientras daba un pequeño suspiro, pensó que el
muchacho le ofrecía algo que nunca nadie le habían dado; protección y seguridad.
Entonces el maître abrió y les invitó a entrar. Pero se quedaron parados. Se
encontraban tan cómodos que no deseaban romper el hechizo de bienestar que les
envolvían.

–Les esperan –insistió el empleado.

Al final el primer paso lo dio Lucía, no sin titubear en varias ocasiones sobre la
decisión que había tomado puesto que cada centímetro que ponía entre ellos, más
frío recorría su cuerpo. Arrugó la frente con suavidad. Le resultaba extraño tener
aquel tipo de sensaciones hacia un hombre y mucho más siendo alguien a quién
acabada de conocer. “Estoy peor de lo que imaginaba» Se dijo al creer que todo
aquello que estaba sucediendo entre los dos era producto de su soledad. Levantó la
mirada hacia el lugar que le había indicado el maître y sonrió con ganas al ver a
sus amigas.

–¡Joder, Lucía! –exclamaron estas–. ¡Estás impresionante!

–¡Feliz cumpleaños! –dijo Elsa mientras se dirigía hacia ella y la envolvía en un


fuerte abrazo–. Nena, estás rompedora. La última vez que te vi con un vestido de
estos éramos unas locas de la noche.

–No me acordaba de lo bien que me hacían sentir… –respondió susurrando.

–¡Eeehhh! –le gritaron el otro grupo que se encontraba en la sala–. ¡Ven aquí,
nosotros te felicitaremos!

–¡Fidel, esos modales! ¿Cuándo has perdido la educación?

Andreu se adentró con rapidez al lugar para reprender la actitud de su hermano.


Por un segundo se imaginó asfixiando a Fidel con sus propias manos por haber
tratado a la mujer de aquella forma. «¡Relájate, Andreu. No es para tanto.
Discúlpate en su nombre y así tienes otra razón para permanecer unos instantes
más a su lado», se dijo. Caminó erguido, con la mirada fija en ella e intentando
aparentar una cara de enfado para que no pensase que la situación le parecía
divertida.

–Disculpe los modales de mi hermano, habrá comenzado con las copas… –y le


volvió a ofrecer aquella sonrisa infantil que tanto le había gustado a Lucía.

–Espero que le castigue por ese comportamiento, ha sido una grosería. –Lucía miró
de soslayo a Andreu al mismo tiempo que cogía la mano de Elsa para dirigirse
hacia su mesa.

–Cuente con ello, madame. –Hizo una reverencia y se marchó hacia su hermano,
haciéndole muecas de enfado.

–¿Qué ha sido eso? –le preguntó la amiga al oído mientras caminaban.

–Nena, eso ha sido un auténtico pecado capital y se llamada Andreu Voltaire –


respondió con complicidad y entusiasmo.

Durante el trascurso de la celebración, Lucía advertía cómo era observada por el


joven y le resultó bastante divertido. Nunca había sido objeto de deseo de nadie y
la actitud de aquel muchacho hacia ella le empezaba a gustar. En su mente, cada
vez más perdida debido al alcohol, se lo imaginaba besando su piel, acariciando
con esas grandes y bellísimas manos su cuerpo, notaba hasta los dedos bajar por su
vientre, apartando las finas costuras de sus braguitas para acceder hasta su
húmedo y ardiente sexo. Se sobresaltó cuando volvió a sentir palpitaciones en su
clítoris y cómo la excitación que la recorría le hacía emanar fluidos entre sus
piernas. Estaba muy caliente, pero que muy, muy caliente. Tanto, que por unos
instantes pensó en levantarse de allí y correr hasta el baño para saciarse sola.

–¿Estás bien? –preguntó Elsa cuando la vio tan alterada.

–Sí, ¿por? –Dejó de mirar al joven para centrarse en su amiga.

–Te siento acalorada. ¿Cachonda, tal vez? –Sonrió.

–Creo que lo estoy –murmuró para que no la escuchara nadie salvo ella.

–Yo también lo estaría si un hombre más joven que yo se fijase en mí como lo hace
él contigo. –Señaló con la cabeza hacia donde se encontraba Andreu que no dejaba
de mirar con deseo a Lucía mientras parecía entablar conversación con los que le
rodeaban.

–No entiendo por qué, pero desde que lo he visto en la puerta, mi cuerpo ha
demandado estar bajo sus caricias. –Seguía sonrojada por la excitación y por la
vergüenza que le daba explicarle a Elsa que deseaba a otro hombre que no fuera su
marido.

–¡Pues tíratelo! –dijo Elsa sin pensar.

–¿Estás loca? Estoy casada, ¿recuerdas? ¿Sabes lo que podría perder si me acuesto
con él y Jorge se entera? –Abrió los ojos de par en par. De repente, comenzó a sonar
unas melodías a través de los altavoces.

–¿Crees que él te ha sido fiel todo el tiempo? ¡Venga ya! Tal como dices que te folla
es porque las caricias y los mimos se los ha dado a otra o a otro. Por favor… – dijo
mirándola a los ojos– ¿has visto la cara que tiene ese chiquillo al contemplarte?
Está deseando caer en tus brazos.

–Tengo marido e… –No pudo terminar la frase. Notó que algo le hacía sombra y al
girarse para saber de qué se trataba, lo descubrió parado frente a ella y esbozando
una sonrisa encantadora.

–Buenas tardes, señoras –saludó con cortesía–. ¿Alguna de ustedes me ofrecería un


baile? –Sonrió al grupo pero regresaron sus ojos hacia la figura de Lucía.

–¡Ella! –gritó Elsa y la levantó de un achuchón.

–Hija de puta –susurró mientras su mano era atrapada por Andreu.

Pero antes de llevarla a la pista de baile, Fidel, que observaba a su hermano atónito
ante su inesperado comportamiento, se levantó y secundó la actuación de

Andreu. Si aquella mujer significaba algo para su hermano, él lo apoyaría con los
ojos cerrados. Se acercó al grupo de mujeres y sacó a bailar a la primera que le
miró.

Estaba feliz. Era la primera vez en mucho tiempo que veía reír a su hermano. Le
brillaban los ojos y tenía una imborrable sonrisa tonta. Solo esperaba que ella lo
cuidase y no le rompiera el corazón otra vez.

Cuando Andreu posó con suavidad su mano sobre la cintura de ella, casi se muere
de placer. Un escalofrío invadió su cuerpo y comenzó a sentir palpitaciones donde
no era respetuoso. Así que con delicadeza, puso algo de distancia entre ellos. No
quería darle la impresión de ser lo que no era, porque hasta el momento justo de
conocerla en la puerta del restaurante, él había podido controlar muy bien todas
sus excitaciones. Pero le resultaba muy difícil si ella estaba delante.
–Siento si le hice daño –dijo con voz aterciopelada.

–No te preocupes, no ha sido nada –pudo responder mientras respiraba una y otra
vez el suave y delicioso aroma varonil.

–No suelo ser tan torpe, pero hoy me siento despistado –sonrió.

–¿Eres de aquí? –Ella balanceaba con suavidad entre los brazos del joven.

–Sí. ¿Y tú?

–También.

–Entonces…hoy es tu cumpleaños, ¿verdad?

–Sí, cumplo treinta y... –Sin darse cuenta, apoyó su cabeza sobre el pecho agitado
del joven.

–¿Y? –Colocó su barbilla sobre el cabello de Lucía y respiró con suavidad el


perfume que expulsaba.

–Y unos pocos más. –Levantó su barbilla y ambas bocas se quedaron a escasos


milímetros. Podían respirar el aire que el otro expulsaba. Podían sentir el calor el
uno del otro, e incluso el bombeo de los agitados corazones hacían eco en el cuerpo
contrario. Estaban conectados de una manera extraña. Andreu quiso acercarse un
poco más a esos labios que le invitaban a ser besados pero no lo consiguió, alguien
llamaba a Lucía.

–Lucía, la tarta. –Atrapó Elsa a su amiga de la mano y la retiró de allí en el instante


justo en el que el hombre había decido besarla.

–Gracias por el baile –le dijo mientras su amiga se la llevaba hacia algún lugar.

–Un placer.

–Menos mal que te he retirado. Ese iba a plantarte un beso delante de todo el
mundo –le susurró Elsa.

–Menos mal, porque yo me hubiese dejado…

–Recuerda una cosa, nena. Si quieres llevar una doble vida lo mejor que debes
aprender es la discreción. Y hoy no es el momento idóneo para liarte con él. Dale tu
teléfono, proponle una cita en algún lugar alejado de esta ciudad, pero hoy no.
Ahora siéntate y sopla la vela de la tarta.

Al sentarse de nuevo, el camarero apareció con un precioso pastel en forma de


corazón. En el centro estaba escrito “Feliz Cumpleaños” y la vela permanecía
encendida. Las amigas comenzaron a cantar y al finalizar aquel atroz cántico,
acercó la boca a la pequeña llama, sopló, alzó la vista, clavó sus ojos sobre el joven
que la miraba atónito y deseó en voz alta.

–Que mi vida tome otro rumbo…


Capítulo 5. Rechazada

Estaba achispada, caliente y bastante emocionada por las insinuaciones


pecaminosas del joven hacia ella. En más de una ocasión pensó apagar ese fuego
que había crecido entre sus piernas. Se imaginó caminar hasta el baño, él la
seguiría como perro buscando un hueso, lo esperaría detrás de la puerta, y, en el
momento justo que uno de sus pies pisara el suelo, lo atraparía de la camisa y
tiraría de él hasta el baño más cercano. Lo apoyaría en la pared y antes de que
pudiera hablar, ya tendría en la mano izquierda su sexo. Ese sexo que había visto
alzarse ante ella cuando la encontró en la puerta, el mismo que notó crecer cuando,
de forma descuidada, acercó sus caderas.

Lucía resopló. En efecto, estaba muy cachonda, y la única forma de apagar su


fuego era o sola, o con su marido. Así que hizo una locura más. Después de que
todo terminase, condujo su coche hacia el bloque donde Jorge tenía la oficina.
Quería darle una sorpresa. Alzó la cabeza, estiró el vestido y salió del ascensor
intentando mantener el equilibrio. Tenía la esperanza de que, cuando Jorge la viese
tan sensual, dejaría todo lo que estuviera haciendo y la poseería como un loco,
calmando así su necesidad. Mientras caminaba por el largo pasillo percibió que las
miradas de los empleados se quedaban clavadas en ella. Podía notar la atracción
que desprendía en ese momento. Erótica, por una vez en su vida se sentía erótica.

–Buenas tardes, Amber. ¿Está el señor en su despacho? –Sus manos se apoyaron


sobre la mesa dejando expuesto su hermoso trasero y la espléndida espalda
descubierta.

–Sí, señora, y está solo. –Sonrió con complicidad.

–Gracias, Amber. –Se marchó hacia la puerta, pero antes de abrirla giró la cabeza
hacia la chica y le dijo–: No le pases llamadas hasta que yo salga.

–Sí, señora.

Cuando empujó la metalizada entrada, vio a Jorge sentado en el sillón. Leía con
atención unos papeles. Estaba tan ensimismado en lo que tenía entre manos que no
percibió su llegada. Entró con cautela y cerró el pestillo de la puerta.

–Hola, cariño –susurró mientras se acercaba.


–¿Lucía, eres tú? –Sus ojos se abrieron como platos ante la sorpresa–. ¿Qué diablos
haces vestida así? –preguntó enfadado.

–¿No te gusta? –Lucía se giró para que su marido pudiera apreciar el efecto del
vestido sobre su cuerpo, quería seducirlo. Deseaba encontrar ápices de lujuria en
su rostro, tal como los había visto en el muchacho del restaurante.

–¡Pareces una puta! –Se levantó del sillón y se dirigió al perchero. Alcanzó la
chaqueta de su traje e intentó colocársela encima–. Esto cubrirá tu descarada
vestimenta.

–¿Descarada vestimenta? ¿Acaso no me encuentras sexy? –Rechazó la prenda.

–¿Estás borracha? –La miró de reojo–. Te advertí sobre el alcohol… ¡No estás
acostumbrada!

–¡Por Dios, Jorge ! –Ella levantó sus brazos–. ¡He venido a que me folles, no a que
me suertes un sermón!

–¡Cielo Santo, Lucía! ¿Qué has ingerido? Seguro que te han echado alguna droga
en la bebida, y no te has dado ni cuenta. –Colocó de nuevo la chaqueta en el
perchero y se sentó–. ¿Has venido en coche? ¡Serás insensata! Pide un taxi y vete a
casa a cuidar a tus hijos, que es lo que deberías estar haciendo, y no vagar como
una puta buscando polla.

–¡A la mierda! Vengo con ganas de hacer el amor, ¿no te ha dado cuenta? Y en vez
de eso, me sueltas una charla moral. –Se giró hacia la puerta.

–¡Shh! No levantes la voz. Soy el jefe de esta oficina, llevo más de veinte años
demostrando la educación y el respeto a todos mis empleados, no quiero
espectáculos, para eso te vas a un circo.

–¡Qué te jodan! –Abriendo la puerta salió del despacho más enojada que
decepcionada.

Sin despedirse de la empleada y aguantando las lágrimas que luchaban por salir,
corrió por el pasillo hasta llegar al ascensor. Una vez que se cerraron las puertas se
giró hacia el espejo y comenzó a golpearlo con fuerza. «¡¡Gilipollas!! ¡¡Maldito
cabrón!!», gritaba en cada golpe: «¿Cómo he podido ser tan ingenua? ¿Cómo he
podido pensar que había algo de amor en nuestro matrimonio? ¡¡Mentiraaaaaaa!!
¡¡Esto es tan solo una puta mentiraaaaaaa!!». El sonido de un glin le hizo callar, se
dio la vuelta y las puertas se abrieron. Alzó su cabeza y continuó caminando hasta
su coche. Por el trayecto el nudo en la garganta y las ganas de llorar aumentaban.
Parada frene al coche, buscó sus llaves dentro del bolso, pero no las encontraba
entre tanta cosa que guardaba. «¡Maldita sea!», chilló al mismo tiempo que lanzó el
neceser hacia la ventana del auto. Ya no podía aguantar más la situación. Era
inhumano sentirse así. Al final se derrumbó y comenzó a llorar. Tras las lágrimas
aparecieron sollozos de frustración, de dolor, de terror. Había sido despreciada por
su marido, tratada como una vulgar fulana. No le podía permitir esa actitud hacia
ella. Una señora tenía que ser querida, deseada y saciada como tantas veces había
soñado.

Ese era su martirio; buscar un sentimiento donde no había nada. Buscar una
satisfacción que no podía hallar porque la persona que estaba a su lado era un
egoísta.

Mientras, sus lágrimas destruían el trabajado maquillaje. Su cuerpo se dejaba caer


sobre los talones. Se rendía. No quería ni deseaba luchar más. Las directrices de su
vida ya se habían esfumado y no había marcha atrás. Bajó la mirada y vio cómo el
vestido se llenaba de gotas salinas. Con sus dedos comenzó a hacer círculos. El día
había sido fantástico hasta ese momento. Le había gustado esa sensación que había
tenido al llevar puesto aquel vestido. Tal vez la prenda fue la chispa que hizo
brotar a la mecha. O tal vez fue el detonante de una hecatombe matrimonial. Fuera
lo que fuese, le había hecho sacar algo que escondía desde la adolescencia, su
fuerza y entereza.

Se fue incorporando al mismo tiempo que se apartaba las lágrimas del rostro y
comenzó a pensar que no era momento de rendirse, puesto que si volvía a
doblegarse ante su marido, este no la dejaría levantarse jamás. Buscó de nuevo las
llaves en el bolso, abrió el coche y lo encendió. «No puedo cometer otra vez el
mismo fallo», se dijo mientras salía del aparcamiento y ponía rumbo hacia algún
lugar de la ciudad.
Capítulo 6. ¿Perseguida o capturada?

Podían detenerlo por esto. Como experto en el tema, daba fe de que estaba
violando alguna que otra norma. Si ella descubría que la estaba siguiendo, podía
denunciarlo por acoso.

«Mal asunto –pensó–, un abogado de tu reputación con una denuncia de ese


calibre, sería una noticia de primera página en los periódicos de la ciudad.»

Pero el sentimiento de culpabilidad se esfumó como el humo cuando la vio


llorando. ¿Qué le pasaría? ¿Cómo podría aliviarla?

Estaba sentado en el coche, los cristales oscuros le protegían para no ser


descubierto. Sin embargo, deseaba salir de su anonimato para abrazarla y
reconfortarla. Se vio reflejado en el espejo retrovisor. Su rostro mostraba la
desesperación que estaba viviendo su alma. Apretó con tanta fuerza el volante que
parecía querer arrancarlo del coche. Y murmuró que si alguien le hubiese hecho
daño se las tendría que ver con él. De pronto, el extraño y repentino sentimiento de
protección le llamó la atención. ¿A son de qué podía pensar eso si ella no era suya?
¿Unas cuantas risas y unas miradas acaloradas eran suficientes para él? ¿Tan
necesitado se encontraba como para dar por sentando algo que no tenía ni pies ni
cabeza? Empezó a controlar la respiración, debía encontrar la sensatez de la que se
caracterizaba. Tras unos segundos con la frente apoyada en el volante lo consiguió.
Abrió la puerta, salió del coche y se dirigió con paso firme hasta donde se
encontraba Lucía. Sin embargo, ella había desaparecido. «¿Dónde se habrá
metido?» La buscó aterrorizado. No podía perderla en ese estado de agonía, podría
sucederle cualquier cosa. Además, tenía dentro de él esa parte perversa que le
susurraba que no la dejara escapar porque no encontraría otra igual y él la quería.
De repente el sonido de un motor acelerado le hizo girarse. Se trataba de Lucía. Se
marchaba hacia algún lugar.

«¡No te escaparás!», pensó.

Saltó sobre su asiento y encendiendo el coche, la siguió por el aparcamiento. «No te


preocupes –decía mientras la perseguía desde una distancia aceptable–, cuidaré de
ti.»

Lucía se sobreponía del shock; se había prometido desde niña que no sufriría más.
Pero los fantasmas del pasado volvieron para burlarse de ella. Criada en colegios
católicos había padecido muchísimo. Sus deseos más íntimos fueron machacados
con oraciones y latigazos. Sus padres habían cedido, mediante grandes cantidades
de dinero, la responsabilidad de la crianza y la virtualidad de su única hija a las
religiosas. Su papá, un estricto militar, odiaba tener una hija dentro del cuartel.
¡Demasiadas tentaciones! Según pensaba, las mujeres rodeadas de hombres
terminaban siendo la puta de todos, y eso no estaba dentro de sus pretensiones. Su
hija debía de ser la viva imagen de la pureza y la castidad.

Y su madre, ¡por favor!, algunas veces no la recordaba de manera física. Siempre


escondida entre tinieblas, a las órdenes de un hombre autoritario. Su cometido en
la vida era la procreación y la servidumbre hacia un esposo dominante; sin
embargo, a ella no le parecía importar, es más, estaba segura de que le gustaba.
¿De verdad creyeron que ese tipo de vida la haría feliz? Su madre jamás se oponía
a lo que su marido disponía. Tampoco hizo nada cuando dispuso alejar a su hija de
su lado. Lucía frunció el ceño y agarró con más fuerza el volante. Nunca había
comparado su vida matrimonial con la de sus padres pero en aquellos momentos
confirmaba que estaba viviendo la misma vida que tenía su madre. Vestía, actuaba
y asentía como lo hacía ella. Golpeó con fuerza el volante y se dijo que esto tenía
que cambiar. No dejaría que su esposo eliminase la poca personalidad que le
quedaba.

Desde pequeña luchaba contra sus cuidadoras cuando pensaba que no estaban
haciendo lo correcto y por ello consiguió un sinfín de castigos. Las sanciones
habían consistido en períodos de ayuno, latigazos, rezos e incluso más de una vez
tuvo que limpiar, de rodillas, los interminables pasillos. ¡En fin! Pasó unas
temporadas durísimas hasta llegar a ser una fierecilla domesticada, tal como se
habían propuesto hacer. Aunque en el fondo, la mujer indomable solo estaba
dormida. Dio gracias a todo lo que a su paso aparecía en el momento que pudo
salir del zulo y eliminar todo tipo de lazos que la unían con las monjas. ¿Quién fue
su salvador? Su marido. Un joven y bello becario apareció un día lluvioso con el
único objetivo de realizar unas prácticas para llegar a ser gerente de una empresa.
Todo el mundo sabía que era alguien muy importante porque de lo contrario, las
religiosas nunca hubiesen permitido la intromisión del sexo masculino por los
alrededores. Y, en efecto, lo era, su padre era el mayor benefactor del convento.
Todos los meses aparecía un jugoso cheque por gentiliza del señor M artínez. Día
que la madre superiora se reclinaba en el sofá de su despacho y tomaba un vaso de
whisky. Lo tomaba como su mejor ofrenda a Dios. Cosa que no podía ser verdad
puesto que cada latigazo o castigo que le imponía, la madre gritaba que era la
única forma de obtener la paz.
«Puta monja…», pensó.

No deseaba regresar a su hogar. Lo último que le gustaría hacer era estar


esperando a su esposo sentada en el sofá. Se volvería loca hasta que llegara y
después… después terminarían la conversación que habían iniciado en el
despacho. En esos momentos odiaba toda su vida. Le hubiese gustado tener una
máquina del tiempo para volver atrás y cambiar el instante en el que Jorge puso
sus ojos en ella. En vez de sonreírle con timidez, le lanzaría la primera piedra que
encontrara a mano y le haría correr. “Las apariencias engañan”, le había repetido
en más de una ocasión Elsa al sentirse tan enamorada de su futuro marido. ¿Le
hizo caso? No. Ella seguía defendiendo que aquel hombre iba a ser su príncipe azul
y en lo que se convirtió fue en el sapo más asqueroso de la charca.

Un creyente acérrimo, un marido puritano, el yerno perfecto para su padre. Aún


recordaba la cara de este cuando hicieron oficial su compromiso. Estaba pletórico,
honrado de encontrar un hombre tan púdico para su hija. Jorge haría que ella
caminase por la vida correcta…

No sabes lo feliz que me haces, hija mía. Me alegro de que hayas madurado porque me
tenías muy preocupado. De verdad que durante un tiempo pensé que acabarías con uno de
esos chorizos con moto y chupa de cuero…, le dijo su padre mientras la llevaba del
brazo al altar.

Y de verdad que era el marido perfecto, pero no para ella. Creyó tener un hombre
que, bajo aquella imagen angelical, escondía un monstruo sexual. Un amante
insaciable, un toro buscando montar a su hembra. Sin embargo, cuando día tras
día, ese marido se quedaba a medias en la cama, cuando el cansancio era la mejor
excusa para girarse y llenarla de soledad, empezó a sospechar que el demonio
sexual que creyó ver en su esposo, había sido solo una ilusión.

–¿Elsa? –Cogió el teléfono y llamó a la única persona en quién confiaba.

–¿Lucía, eres tú? –Se escuchaba mucho ruido–. ¿Ha pasado algo?

–¿Dónde estás? –Pensó que el apoyo de una amiga era lo que necesitaba en aquel
momento.

–Espera, me voy hacia algún lugar donde pueda escucharte mejor. –Se movió
durante un momento. Luego todo quedó en silencio y continuó preguntando–:
¿Qué ha pasado? ¿Y esa visita sorpresa?
–Si te estoy llamando es porque salió mal. No le gustó mi nuevo look. –Un
semáforo la hizo parar. Se miró al espejo y se sorprendió de lo demacrada que se
encontraba–. ¿Por dónde andas?

–Estoy en el restaurante…

–¿Todavía? Pensé que te habías marchado a casa.

–¿Recuerdas que hablamos sobre la “otra” parte que tiene el local? –Elsa abrió un
grifo.

–Sí, el maître nos comentó que se trata de un club nocturno o algo así.

–Pues estoy ahí. Lo mejor que puedes hacer es venir al restaurante, aparca por la
parte de atrás y cuando hayas estacionado, me haces una perdida.

–Dame cinco minutos. Estoy cerca. No tardaré más de eso, vengo desde la
oficina…

–Tendremos tiempo de sobra para hablar. Espero tu llegada, y oye… ten cuidado.

–Lo tendré. Gracias Elsa, era una buena persona.

–No lo creas… –Elsa frunció el ceño. Mientras desconectaba la llamada observó a


su alrededor. Quizás el entorno en el que Lucía la situaría le haría cambiar de
opinión.

*****

Juraba que la estaban siguiendo, pero era imposible. Sin embargo, un Lexus negro
se dirigía hacia donde ella marchaba. En algunos momentos tuvo la idea de parar
su vehículo y aparecer por la ventanilla del conductor para preguntar si se había
perdido. Miró a través del espejo retrovisor mientras ponía el intermitente hacia la
derecha. Si en verdad la seguía, llamaría a la policía. Bastante había tenido ya con
la decepción de su marido como para que la noche empeorara con cualquier loco.
Pero el Lexus siguió hacia delante. «Veo demasiadas películas de intriga. Creo que
no es bueno mezclar alcohol, decepción y suspense en un mismo coctel», pensó
mientras miraba a su alrededor. El aparcamiento estaba a tope, no había un hueco
para poder ubicar el coche. Dio como unas tres vueltas para encontrar dos metros
libres. «¿Qué clase de Club es para que tuviese el aforo del parquin completo?» Al
final halló uno cerca de la puerta de la entrada. Lo estacionó como pudo y salió del
vehículo. Un escalofrío la acogió de repente. Miró a un lado y hacia el otro.
Continuaba pensando que alguien iba tras ella. Podía ser que su marido hubiese
mandado algún empleado para que cuidara de ella. «¡¡Qué va!!», exclamó. «Ese
solo cuida su bolsillo y su imagen.» Cogió el móvil e hizo una perdida a su amiga,
se apoyó en el coche y esperó que la recibieran.

Mientras esperaba a su amiga, comenzó a inspeccionar su alrededor. Todo le


resultaba demasiado tenebroso. Había mucha oscuridad en la zona, como si nadie
quisiera ver el coche que estaba a su lado o las personas que anduvieran cercas. No
llegaba a entender cómo un lugar podía ofrecer dos opiniones tan distintas en el
mismo día. Observó movimientos de cámaras que parecían enfocar; si la vista no le
fallaba por la embriaguez, había contado cinco: dos en la puerta de la entrada y
tres en el aparcamiento. Unas leves luces ofrecían un camino hacia el portalón
blindado. Se disponía a emprender su andanza cuando escuchó un leve ruido. Se
giró sobre sus talones, su corazón palpitaba cada vez más rápido, sentía una
presión en el estómago y respiraba agitada. Tenía miedo.

–¿Lucía, dónde estás? –preguntó su amiga abriendo la puerta metalizada.

–¿Elsa, eres tú? –Se acercó hacia ella.

–Sí, cariño, estoy aquí.

–¡Joder! Ya me explicarás qué narices es este lugar. –Lucía salió de las sombras.
Elsa la miró de arriba abajo, esbozó una sonrisa y le abrió los brazos para que ella
se sumergiera en un cálido abrazo.

–Cariño, lo vas a descubrir pronto. Además, vienes muy apropiada para el


ambiente en el que te vas a encontrar…

–¿Qué coño llevas puesto?

Vestía toda de negro brillante. Un pequeño corpiño, con lazos cruzados en la


espalda, cubría su torso; una falda corta tapaba lo indispensable y un liguero de
color rojo enlazaba a unas medias que le llegaban por encima de las rodillas. Pero
nada de eso llamó tanto la atención como el collar que lucía en su cuello. Era igual
que el de un perro.
–¿Lo que hay dentro es de una fiesta de disfraces? –le preguntó sorprendida.

–No, no se trata de ninguna fiesta “de esas”. Antes de entrar, vamos a hablar un
poquito, ¿vale? –Lucía levantó sus hombros. La mano de Elsa cogió la suya y la
llevó hacia unos bancos de piedra que estaban ocultos con la oscuridad–. Esto es
un club y no me refiero al de golf, cariño. Esto es un poquito más fuerte, no apto
para todos los públicos. Por ese motivo no todo el mundo puede entrar aquí, y
quien lo hace, lleva la discreción al punto más elevado. Ella lo ha querido y lo
quiere así. No nos conviene tener problemas. Bastante tenemos que lidiar con los
nuestros como para añadir los de fuera. –Puso cara de desesperación.

–¿Has dicho ella? Creía que esto lo llevaba un hombre.

–¿Un hombre? ¡Qué va! Los llevamos dos mujeres y por ahora lo hacemos muy
bien.

–¿Tú eres… y quién es la otra?

–Una dómina. Una mujer que ha luchado mucho para ver su sueño realidad. Y por
fin, después de ganar la batalla al viento y a la marea, lo ha conseguido –Lucía la
observaba atónita. Jamás se le había pasado por la cabeza que su amiga trabajase y
menos en ese tipo de locales. Siempre creyó que sobrevivía de las riquezas que
arrebataba a sus amantes, pero nunca se imaginó que montara un puticlub.

–No sé si podría entrar ahí –dijo dudosa.

–¿Por qué? Nadie se atreverá a tocarte salvo que tú se lo ordenes.

–¿Yo? ¿Ordenar qué? –preguntó aún más dubitativa.

–Mira, vamos a hacer una cosa; tú me cuentas qué te ha sucedido con ese bastardo
que tienes por esposo y luego te llevo dentro para que no confundas ideas de lo
que hay ahí dentro. ¿O. K?

–Me ha rechazado. –Lucía agachó la cabeza ante la vergüenza que sentía–. M e ha


tratado como una vulgar puta. Solo quería ser deseada y me ha pegado una patada
en el culo…

–¡Él sí que se merece una patada en el culo! ¡¡Gilipollas!! No tiene ni idea de lo que
tiene a su lado y lo desprecia por miedo a no estar a la altura. ¡¡Imbécil!! –Elsa
levantó la cara de su amiga–. Estás muy hermosa, cielo, y ese mojigato que tienes
por marido no lo sabe apreciar. ¡Ven, sígueme! Te voy a demostrar cómo eres en
realidad.

Levantándola del banco, la llevó hacia la puerta. Allí golpeó dos veces y abrió la
puerta un hombre tan grande que apenas cabía su cuerpo con la entrada abierta.

–¿Mercancía nueva? –El gorila le echó un vistazo de arriba abajo a la mujer–. ¿Qué
ofreces, linda?

–Tranquilo, pequeño. Que te vas a revolucionar pronto y queda mucha noche. Ella
no es ama, por ahora… –Una sonrisa y una mirada oscura reflejaba un deseo
imposible–. Dame una máscara.

–¿Completa? ¿Quieres esconder ese lindo rostro? –Neón seguía devorando a Lucía
con los ojos y Elsa le pegó un puñetazo en el estómago.

–Como sigas así te voy a hacer más pupa… –Sonrió.

–Sabes que si ese es tu placer, estaré encantado de ofrecértelo.

–Por ahora quiero que me des ese antifaz y que dejes de babear. Cuando te pones
así me das asco. –Le dio un bofetón con fuerza.

Lucía los observaba asombrada. Nunca sopesó la idea de tener en su vida una
escena como esta, pero tampoco salió corriendo y se escondió, sino que la disfrutó
de una forma muy especial.

–He notado que te has excitado –le susurró Elsa cuando le colocó el antifaz–. ¿Qué
ha sido? ¿Él o mi forma de tratarlo?

–No sé a qué te refieres… –respondió bajito.

–Sí lo sabes. Me refiero a esa dominación femenina que lucha por salir de esa cárcel
a la que la has sometido. –Apoyó sus palmas sobre los hombros y la condujo hacia
una puerta oscura.

–¿Dominación? No sé nada de eso salvo por las novelas que he leído.

–¡¡Venga ya, no será…!!

–Los traviesos o La casa del placer. También hay uno… el cuarto creo…
–Ya… ¿Qué has sentido cuando los leíste? –La hacía caminar despacio.

–No sé… que me lo pasaba bien. –Giró la cara y la miró expectante.

–¿Cuántos libros has leído en tu vida?

–Muchos –respondió tajante.

–¿Y por qué te acuerdas de esos con rapidez?

–Porque me excitaron mucho…


Capítulo 7. Un lugar diferente

Andreu estuvo muy atento a la conversación que las amigas habían mantenido.
Desde que Lucía aparcó su coche había estado escondiéndose como un vulgar
acosador. ¿Qué llegaría a pensar si lo descubría? Como mínimo que se trataba de
un demente sexual. A partir de ahí… cualquier cosa. Ojeó el lugar donde había
estacionado. Estaba cerca de la puerta posterior del restaurante. ¿Qué sería esto? El
maître les había dicho que la segunda planta era un club nocturno. Recordó que
cuando les respondió apareció un gracioso sonrojo en sus mejillas. ¿Qué habría en
ese club? ¿No le había comentado su hermano que era socio del local? «¡Bastardo!
No lo puedo dejar solo, siempre se mete en líos.»

Desde que Fidel había empezado a caminar, resultó ser un grano en el culo. Él,
como hermano mayor, se sentía con la obligación de respaldarlo. ¡La cantidad de
dolores de cabeza que le había producido! Sobre todo en la época del instituto.
Raro era el día que no llegaba con problemas, si no se trataban de peleas callejeras,
eran ideas utópicas sobre negocios sin posibilidad de rentabilización. El dinero, las
chicas y el póker también habían entrado en juego. Perdió casi la mitad de su
fortuna en los casinos. ¡Malditas adicciones! En fin, un amplio popurrí que su
hermano llevaba como currículo. Se frotó los ojos, quizá no debería de criticarlo
tanto. Si se analizaba en ese momento, no era la persona más idónea para dar
consejos. Perseguir a la mujer de magníficas caderas… ganaría el ranking de los
horrores. Pero no podía evitarlo, su curiosidad había aumentado tras las miradas
fogosas que se habían ofrecido durante la comida.

En el instante que el maître dijo su nombre escuchó un tintineo de campanas. Una


electrizante descarga que despertó su dormido corazón. Intentó controlar la
respiración mientras se escondía detrás de unos arbustos para escuchar con mucha
atención a las chicas que conversaban sobre lo que había en el club. Cuando Lucía
se levantó agarrada de la mano de su amiga, Andreu pensó que se marcharía hasta
su casa. Pero no fue así, caminó hacia la puerta y entró en aquel lugar.

Escuchar cómo el gorila babeaba por el cuerpo de Lucía no fue del todo agradable
para sus oídos. Ese instinto de propiedad masculino que le había asaltado durante
el día, volvió a aparecer algo más sangriento puesto que se imaginó arrancándole
la lengua al gorila.

«¡Te arrancaría la cabeza de cuajo si tuviese alguna posibilidad!», gritó en sus


adentros el enamorado.

Saliendo de su escondite, se estiró la ropa de su traje, alzó la barbilla y anduvo con


paso firme hasta la puerta por donde había desaparecido ella.

–¿Nombre? –le preguntó Camal cuando Andreu apareció.

–Andreu Voltaire –respondió con los dientes apretados.

–¿En serio? –Una carcajada salió del mastodonte.

–¿Algún problema? –Escondió sus puños apretados en los bolsillos de la chaqueta.


Seguro que debía cobrar alguna deuda provocada por su hermano.

–No, ninguno. Solo que me ha hecho gracia que me des tu verdadero nombre, aquí
todos dan un pseudónimo.

–¿Qué le hace pensar que sea real? –Levantó una ceja y giró con suavidad la cara
hacia la derecha.

–Su hermano, al que aquí conocemos como Esclavo Ron, nos pasó una foto suya
para que lo conociéramos y le dejásemos entrar si se atrevía a venir a nuestro
humilde club. Con lo cual, no tengo dudas de que su nombre corresponde con la
realidad.

–¿Les dijo también cómo debía ser llamado?

–Eso es elección propia. Al igual que la utilización o no de máscara o antifaz. Casi


todo el mundo que viene por aquí, prefiere mantener oculta su identidad.

–Aceptaré un antifaz. –No le hacía gracia llevar nada en la cara. Su madre sufría
cada vez que se disponía a disfrazarlo y ahora lo estaba haciendo por una mujer.

–Por último, indicarle que tiene en esa puerta un vestidor lleno de taquillas. Debe
desnudarse y descalzarse –dijo mientras le ofrecía la prenda.

–¿Descalzo? ¿Desnudo? ¿Pero qué es este lugar? –Perseguir a Lucía ya había


quedado en segundo lugar. Ahora necesitaba saber en qué mundo se encontraba
Fidel.

Mejor era investigar dónde estaba y qué hacía por si el día de mañana tuviese
algún problema, porque tan seguro como que sale el sol después de la noche, que
al final se metería en problemas.

–Si lo desea, puede llevar sus calzoncillos. Pero no le prometo que le duren
mucho… –le comentó mientras le palmeaba la espalda.

–Gracias –respondió.

Con aflicción se fue desnudando. Había imaginado que Lucía lo vería con su mejor
traje, pero ahora, medio desnudo, descalzo y con una máscara, tenía que dejar la
seducción para otro momento…
Capítulo 8. El club

Menos mal que su amiga la sujetaba, de lo contrario hubiese caído desmayada al


suelo. La visión de la enorme sala en la que habían entrado la dejó sin sentido
común. Nunca se había imaginado que la dominación y la sumisión fuese eso.
¿Dónde estaba el amor? Allí solo se escuchaban gritos e innumerables chirridos
que hacen los látigos cuando cortan el aire para ser apoyados sobre la piel
enrojecida. ¿Cómo se podría encontrar el placer siendo flagelados o tratados con
ese tipo de crudeza? En medio del amplio salón, había una gran barra circular
donde se encontraban dos chicos sirviendo copas. Ambos llevaban collares de púas
plateadas; como las que tenía el perro de su vecina, el que tanto ladraba. Tenían en
los pezones unas pinzas de metal, de las cuales pendían unas cadenas que llegaban
más abajo de la cintura. Evitó imaginar dónde terminarían y qué escabrosa función
realizaban. Sus ojos no sabían en qué posarse. Demasiados lugares nuevos y
apetitosos. La sala estaba adornada de una gran cantidad de cuadros, en los que
podías contemplar varias escenas sobre el trato que se merecía el hombre en aquel
lugar. Uno estaba amarrado a unas cuerdas que pendían de un gancho del techo.
Otro aparecía tumbado sobre una mesa y era bañado con cera. Hombres chupando
tacones. Hombres follados por varias amas que se enfundaban arneses, hombres
siendo fustigados en la cruz… ¡hombre, hombres! ¡Solo hombres! Empujada por su
amiga, continuó avanzando. Pero frenó de golpe cuando un varón con una
máscara integral y desnudo se abalanzó sobre sus pies. En su boca tenía un bozal y
de las cuerdas tiraba una exuberante mujer. Una diosa vestida de látex. Le llamó la
atención que ella lo estaba usando de caballo y parecía que las rodillas del
muchacho sangraban. Este relinchó y continuó su camino.

«Una cosa de estas sería divertido tener en casa para cuando Jorge se ponga tonto,
me monto sobre él», bromeó consigo misma.

Otra escena que llamó su atención estaba un poco más lejos de donde se
encontraba; casi en lo más apartado de la sala había un hombre atado a una cruz y
una mujer, también vestida de oscuro, le daba latigazos sin parar mientras el
muchacho le daba las gracias por cada fustazo. En ese momento, recordó la de
veces que ella había sido fustigada por las monjas. Un escalofrío invadió su cuerpo.
No le gustó regresar al pasado. Le habían hecho tanto daño con aquel tipo de
castigo. Había perdido tanto…

–¿Estás bien? –susurró Elsa–. Sabía que esto iba a ser muy duro para ti. No estás
acostumbrada…

–No te preocupes. Solo que eso de ahí me ha hecho recordar a la puñetera madre
superiora, ¿la recuerdas? Y tranquila, el ambiente que veo no me parece
desagradable. El poder que aprecio de ellas sobre ellos me llama mucho la
atención.

–Las recuerdo mucho más de lo que crees, Lucía. Pero ahora, mi preocupación es
saber si te encuentras bien. No te puedes imaginar la de veces que me he
preguntado cómo reaccionarías si te desvelaba el mundo en el que me siento feliz.

–¿Tú mundo? ¡Serás hija de puta! ¡Toda una vida diciendo lo frustrada que estoy
en mi vida sexual ¿y no has sido capaz de regalarme un cumpleaños en un lugar
como este?! -Su dedo índice se colocó sobre el esternón de Elsa.

–Aquí soy ama Alexia.

–¿Alexia? ¿Cómo la americana que estuvo con nosotras un curso entero diciendo
que éramos escoria tercermundista?

–Ella fue el origen de lo que ves. –Se encogió de hombros–. Me enseñó que el
placer tiene muchos sabores, y el gusto a vainilla ya no me dice nada.

–¿Vainilla? ¿Es que hay sabores para el sexo? –Lucía sintió un golpe sobre sus
zapatos. Miró hacia abajo y halló un hombre tirado en sus pies, lamiendo sus
zapatos. Alzó la vista y observó a su amiga. Estaba petrificada, ¿qué hacía ese
hombre lamiendo sus zapatos? Pero al pronto, apareció una rubia medio desnuda
que llevaba en su mano derecha una fusta y en la izquierda unas esposas de metal.
Saludó con la cabeza a Elsa y luego le dijo al hombre:

–Bien hecho, perro. Demuestra a esta ama lo bien que te he adiestrado. –El hombre
se levantó y buscó la aprobación de su ama, gimiendo de placer cuando esta le
acarició la cabeza.

–Ama Luna, ella es ama Azúcar.

«¿Cómo se puede llamar una persona Azúcar tratando a la gente así?», pensó
Lucía.

–Bienvenida –le dijo la mujer con un tono suave y cariñoso–. Espero que estés
disfrutando del tour que ama Alexia te está ofreciendo. He observado que te han
gustado mis esclavos. –Lucía quedó sorprendida, no la entendía. Ama Azúcar le
señaló hacia los cuadros que ella había estado observando con anterioridad–. Son
mis preferidos, los perros más fieles que he tenido desde que soy dominante. –El
esclavo que había lamido los zapatos de Lucía sollozó, entonces ella se agachó y
acariciándole de nuevo la cabeza le dijo–: Tú también eres especial, perro mío…

–La verdad, es que estoy gozando mucho con todo lo que veo –respondió.

–Voy a llevarla a que conozca a Dominatrix -le dijo Elsa.

–¿Ella lo ha permitido? –la mirada asombrada de ama Azúcar le provocó cierta


intriga, ¿quién sería esa tal Dominatrix para que tuviese que pedirle permiso?

–Sí. Y está feliz por recibirla. –Elsa volvió a coger la mano a su amiga.

–Pues si es así, no os entretengo más. –Miró al esclavo y le gritó con fuerza–.


¡Sígueme de rodillas, perro! ¡Hazme sentir orgullosa de mi mascota!

–¿Quién es esta? –le preguntó Lucía mientras se dirigían hacia una puerta de color
roja.

–Es la ama más poderosa después de Dominatrix y de mí. Es capaz, en una sesión,
de controlar a cuatro perros. ¡Toda una joya! Ahora, cariño, voy a darte el mejor
regalo de cumpleaños que hayas tenido en mucho tiempo.

–Vaya, no sé si asustarme o emocionarme. M ira que cuando mi marido se entere


que no estoy en casa, se enfadará bastante…

–Ese capullo no me da miedo. Es un mindundi que si le diera con el arnés, se


quedaría muy relajado. –Lucía esbozó una gran carcajada. Eso no lo había pensado
nunca, tal vez Jorge no era buen amante porque la persona que tenía a su lado no
era la correcta.

Elsa golpeó la puerta que estaba frente a ellas y se abrió despacio. El corazón de
Lucía empezó a palpitar como el centrifugado de una lavadora, esto estaba siendo
muy emocionante. Elsa cogió con fuerza su mano y la introdujo en la oscura
habitación, tan solo iluminada de luces rojas. Dos cosas captaron todo su interés;
un amplio escritorio negro y las paredes cubiertas de cuadros con el mismo
motivo: la dominación de la mujer sobre el hombre. Seguro que si los estudiaba
uno por uno podía hacer un máster en la materia puesto que allí se encontraban
todas las formas de torturar a un esclavo. Desde follarlo con un arnés, cubrirlo
entero con látex salvo la boca, o azotarlo mientras estaba amarrado con cadenas…
¡Válgame el cielo! ¿En verdad eso podía gustar? El respaldo de un sillón, también
negro, empezó a moverse. Alguien estaba sentado allí. Lucía imaginó que era la
Dómina. Su corazón no le daba tregua, latía a un ritmo sobrehumano. Iba a
conocer a una reina de la dominación y eso la excitada muchísimo.

–Has cambiado mucho, pequeña Lucy. –Un suave canto de sirena habló desde el
lugar–. La última vez que te vi estabas llorando. Destrozada porque teníamos que
marcharnos. Esa imagen, tu rostro lleno de lágrimas, me ha acompañado en las
noches más duras de mi vida.

–¿Silvia? ¿Eres tú? –El asiento se giró apareciendo una exuberante pelirroja. Sus
largos rizos cubrían los desnudos hombros. Un maquillaje perfecto le hacía resaltar
la expresión gatuna de su rostro, y unos preciosos ojos azul mar estaban clavados
en ella.

–¿Cómo estás? –Su voz continuaba suave y serena. Lucía corrió hacia ella, sin
importarle en quien se había convertido, o en los dos gorilas que aparecieron de
entre las sombras. Silvia levantó la mano y la dejaron pasar.

–¡Dios mío! ¡Cuánto tiempo…! –La abrazó y empezó a sollozar. Era su amiga del
alma, la que añoró cuando se casó, cuando tuvo cada uno de sus hijos, cuando
necesitó un hombro en el que llorar o una compañía con la que compartir un buen
vaso de vino. Sin parar el llanto, con una voz ahogada de la emoción comenzó a
interrogarla–: ¿Dónde has estado? ¿Qué has hecho durante este tiempo? ¿Por qué
tuviste que irte? ¿Por qué no me llamaste…?

–Oh, mi niña. He querido hablar contigo tantas veces… Cuando me dijo Elsa que
estabas viniendo, no pude creérmelo. Te he añorado tanto, cariño. –Ella le
acariciaba la coleta negra azabache que todavía mantenía–. Sigues igual que hace
diez años.

–Más vieja. –Se apartó con suavidad para que su amiga la pudiera contemplar
mejor–. Aunque ya veo que para ti el tiempo solo te ha mejorado. –Levantó la ceja
mientras le miraba el escote. Según recordaba ella no lo rellenaba de ese modo.

–¡Ja, ja, ja! –Silvia carcajeó mientras sostenía sus pechos con ambas manos–. ¡Esto
no lo hizo la naturaleza, mi niña!

–Ya veo, estás increíblemente sexy. –Dómina entrelazó sus dedos con una mano de
Lucía y la acompañó hacia un sofá de cuero negro que tenía a su derecha.
–Cuando Alexia me dijo que habías deslumbrado en tu cumpleaños, no me
imaginaba lo linda que estabas. ¡Te ves espléndida!

–No todo el mundo piensa lo mismo. –Ella agachó la cabeza debido al dolor que le
había producido recordar la escena con Jorge.

–Tu marido es un gilipollas. Un anticuado sexual que no sabe apreciar lo que tiene
delante. Todavía no sé cómo le sigues siendo fiel. –Lucía la miró sorprendida–.

Cariño, llevo aquí mucho tiempo, y esta ciudad aunque es grande, no lo es.

–Te añoré en mi despedida de soltera, en mi boda, en los nacimientos y bautizos de


mis hijos… –Ella la abrazó. Su amiga, junto con Elsa, habían sido las hermanas que
no tuvo y que deseó tener durante el resto su vida.

Cada vez que rememoraba aquella época, le venían a la memoria un sinfín de


escenas en las que se encontraba cumpliendo castigos. Se cebaron con las tres, tal
vez porque eran las más rebeldes del convento. Preguntaban por todo,
desobedecían aquello que no veían correcto y saltaban los muros para irse de copas
a los bares del pueblo más cercano. ¿Rebeldes? Mucho. ¿Por qué? Porque una
persona no es feliz cuando se le impone algo y a ellas les impusieron una vida que
no deseaban. Al final, Lucía se derrumbó y dejó de ser la chica mala para
convertirse en lo que se habían propuesto, una futura esposa modelo.

–No creas que me he perdido tanto… –Silvia apretó su mano y comenzó a


acariciarla con el pulgar–. Elsa me ha mantenido al tanto de todo. No me perdí tu
boda, cielo. Estaba en la última fila escondida entre el tumulto. No quise acércame
porque de lo contrario –Lucía la miró de reojo–, no te habrías casado con el payaso
al que llamas esposo. Y sobre los nacimientos de tus hijos, bueno, ella se encargó
de mandarme un montón de fotos.

–Todavía no me explico por qué te has ocultado tanto tiempo. La vida que llevas es
respetable.

–No lo he hecho por mí, sino por ti. Sé lo problemática que soy. M i vida no es
buena, y podrías ser salpicada con mi mierda. No sería justo arrebatarte lo que
llevas construyendo tanto tiempo, o más bien… ¡lo que tu esposo ha querido hacer!

Lucía se levantó enfadada. Le daba igual la clase de vida que su amiga había
decidido llevar. Pero sí que le cabreaba el no saber de ella en años. Incluso llegó a
pensar que había muerto.
–¡Eres una zorra! –le gritó a Elsa que se mantenía callada y llena de lágrimas tras
ver el reencuentro–. ¿Cómo has podido ocultarme esto? Que sepas… que no te lo
voy a perdonar jamás. –Empezó a andorrear por la oficina. De pronto se paró y
miró detrás del escritorio. Doce pantallas de diecinueve pulgadas estaban situadas
de manera perfecta para poder controlar toda la zona que rodeaba el local. Ella
observaba cada escena que se reflejaba en las teles. Era un espectáculo divertido y
apasionante –Lucía se giró hacia ellas y les dijo muy seria–. A mí no me importa
quién sois y en qué basáis vuestra vida. Siempre habéis sido mis amigas y eso está
por encima de todo. ¿Lo entendéis o lo queréis más claro?

Elsa y Silvia se levantaron del sofá y se abrazaron con Lucía quien las esperaba con
los brazos abiertos. Los sollozos empezaron a llenar la sala y más de un grito de
ahogo apareció de la nada. El tiempo había pasado en ellas pero nunca cambiarían
el sentimiento que una vez las unió. Ese que si volvía a aparecer, la ciudad tendría
que echarse a temblar…

–Esto sí es un buen regalo de cumpleaños –susurró Elsa entre suspiros


entrecortados por el llanto.

–¡Joder! –exclamó Silvia, separándose con rapidez de sus amigas. Algo había
llamado la atención en las cámaras. Algo bastante peligroso por la forma de actuar
de la mujer–. Chicos, creo que vamos a tener un gran problema... –les informó a los
gorilas que estaban inmóviles observando la ñoñería del reencuentro.

–¿Qué ocurre? –Elsa se tensó, los contratiempos en el club eran muy peligrosos.

–Tenemos un “bombón” en la dos. Esas víboras se lo van a comer enterito. No van


a dejar ni las migas…

Lucía miró al televisor que ella indicaba. Y cuando observó el cuerpo de un


hombre semidesnudo y caminando despacio pegado a la pared, le resultó bastante
gracioso. Daba la sensación de que no sabía dónde se metía. Pero cuando el joven
alzó la barbilla y reveló su rostro. Tuvo que poner su palma sobre la superficie de
la mesa para no perder el equilibrio. Su corazón comenzó a agitarse tan rápido
como su respiración. Sus ojos se abrieron de par en par y pudo imaginar que se
habían dilatado sus papilas. Aquel muchacho era una droga bastante irresistible y
hoy ella estaba demasiado cansada de decir a todo que no.

–¿Por qué le llamas así? –preguntó Lucía a Silvia con los dientes apretados y sin
dejar de observar los suaves movimientos que él iba haciendo. Lo sentía perdido,
aturdido.

–¿Ese no es…? –Intentó averiguar Elsa pero Silvia levantó su dedo para hacerla
callar. Había notado en Lucía algo que debía de confirmar, porque de ser así, su
amiga había regresado.

–Ese muchacho es la primera vez que viene por aquí. Creo que es el hermano de
un esclavo, Ron, creo que se llama esclavo Ron. Hace buenas dotes para que su
ama esté siempre bien servida y viva con el lujo y bienestar que se merece –explicó.

–No me has contestado… –dijo con exigencia Lucía–. ¿Por qué le has llamado
“bombón”?

–Sí te he respondido, pero estás tan enfadada por lo que estás viendo que no lo has
entendido. Llamamos bombón a un hombre guapo y con bastante poder
económico que aparecer por primera vez en nuestro club.

–¿Y? –Se giró sin dejar de mirarlo.

–Y todas las lobas se lanzarán a por él. Será un placer para aquella ama que lo acoja
bajo sus piernas. –Silvia sonreía en su interior. Aquella cara de enfado le recordó el
día que reclamó como suyos a su marido y al marido de Elsa. Fue un momento de
posesión tan bonito que con tan solo recordarlo, se ponía cachonda. Dejó de lado el
tierno momento y se concentró en lo que estaba observando. Su amiga asaltada por
los celos–. ¡¡No me jodas!! ¿Te pone cachonda el abogado del diablo? Con el
montón de hombres que han pasado por tu lado y…¿palpita tu coño por él?

–¿Me vas a decir tú ahora quién puede excitarme? –Lucía comenzaba a sacar esa
fiera que dormía en su interior. Esa que, durante un tiempo, tenía aterrados a los
alternantes de los bares del pueblo que visitaban. Nadie era capaz de hablar con
ella porque si lo hacían, sabían que el castigo sería atroz.

Por un instante pensó en olvidar lo que estaba viendo y dejar que todo pasase. Sin
embargo, cuando miró de reojo al visor y observó cómo comenzaban a rodearlo,
dejó aparcado en alguna parte de su cerebro las palabras “me da igual” y pegó un
fuerte puñetazo a la pantalla.

–¡Haz que se aparten de él! –ordenó sin titubeos.

–¡Dime, ¿Por qué tendría yo que hacer tal cosa?! -Se cruzó de brazos, se sentó sobre
la mesa y esperó una respuesta.
–Me imagino que todo esto viene porque ese chico ha estado flirteando contigo en
el restaurante –miró a Lucía. –Sin embargo, me tenéis flipada. No entiendo por qué
te has puesto así de repente cuando siempre has dicho “yo no puedo, tengo que
serle fiel a Jorge”. Y ahora estás echando humo por las orejas. ¡¡No me lo puedo
creer!!

–Y este es el instante en el que tenemos que decir que todo ha sido una
coincidencia, ¿verdad? –Silvia esbozó una pícara sonrisa.

–¿Qué sospechas? –preguntó Elsa.

–Que me ha seguido… –dijo entre susurros Lucía. Ahora confirmaba que las
sospechas sobre aquel Lexus no eran una locura suya. Era él. La estaba siguiendo
quizá desde que salió del restaurante y si era así… tal vez la hubiese visto llorar en
el aparcamiento.

–¿Qué vas a hacer, cariño? ¿Dejarás que esas aves carroñeras atrapen su presa? –la
chinchó Silvia que empezaba a divertirse con la situación.

–Tendré que dejarle a todas bien clarito que ese bombón tiene dueña. ¿No crees? –
respondió mientras se acercaba a la puerta y giraba la cabeza hacia ellas. Se estiró
el vestido, se pasó las manos sobre el pelo, respiró con profundidad y salió con
seguridad de aquella habitación.

Llevaba mucho tiempo sin demostrar lo que en realidad era. Estaba desentrenada.
Pero si iba a reclamarlo como perro de su propiedad, sacaría toda aquella garra que
sabía que tenía en su interior.

–Sabes que se la van a comer viva –le dijo Elsa a Silvia cuando giró su mirada hacia
ella.

–¡Sail, Camal! –exclamó. En milésimas de segundos sus dos enormes gorilas le


cubrieron las espaldas–. Decidles a las chicas que ese joven le pertenece a Lucía

–La he llamado ama Luna. –Elsa abrazó a Silvia para besarla.

–Un nombre muy bonito, cielo. ¿Qué hacéis mirando ahí parados? –les preguntó
enfadada a sus gorilas que las miraban con deseo.

–No queremos perdernos… –murmuró Camal.


–Ya tendréis lo vuestro. Ahora salvad a nuestra amiga.

A pesar del enfado, los hombres salieron de allí dejándolas solas. Una vez que
cerraron la puerta, ellas comenzaron a besarse.

–¿Crees que podría asimilar alguna vez el tipo de vida que tenemos? –le dijo Silvia
mientras acariciaba con sus suaves manos los pezones erectos de la amante.

–¿Lucía? No lo sé, quizá con el tiempo… –Ella bajó despacio los tirantes de su
amada mientras recorría con la lengua el cuello. Las manos se apoderaron de sus
tersos pechos, acariciando con suavidad los duros pezones. Le encantaba sentirlos
excitados por ella. Era el mejor momento del día. Meter en su boca las pequeñas
cimas de montaña.

–Algún día tendrá que saber la verdad. No podemos esconder lo que somos ni lo
que nos gusta. Y a mí me gusta ese coñito húmedo que tienes entre tus piernas… –
la besó con intensidad.
Capítulo 9. Momentos íntimos

Por un momento tuvo que mirarse las pelotas por si habían salido corriendo junto
con su polla, porque todo lo que observaba a su alrededor le provocó tanto miedo
que no supo si una parte de su cuerpo se había despojado de su lugar y había
salido despavorido. Lo primero que hizo al entrar en el tenebroso lugar fue
apoyarse en la pared para no desmayarse. Contaba los pasos que realizó al entrar
para saber cuántos tenía que dar para huir. Giró la cabeza para mirar hacia la
puerta; contaría “tres, dos, uno…”, contendría la respiración y saldría corriendo.
Pero en el instante justo que tomó la decisión, notó una presencia a su lado. M ovió
la cabeza y vio cómo una mujer le sonreía de forma maliciosa. Vestía con un negro
corsé. Pequeño, muy pequeño porque dejaba al descubierto sus pechos. Bajó los
ojos y contempló el altísimo calzado que llevaba. Aquellos finos tacones podrían
hacer mucho daño si ella se dispusiera a hacerlo. Fue levantando sus asombrados
ojos muy despacio. No quería hacerla enfadar puesto que en su mano llevaba un
látigo de dos metros. «¡¡Corre!! ¡¡Sal de aquí… ya!!», le decía una vocecita en su
mente.

Iba a hacerlo. Quiso controlar sus piernas que temblaban de miedo y echar a
correr, pero un ruido detrás de la mujer llamó su atención. Unos pequeños gritos y
maldiciones se escuchaban por encima de la música del local. Andreu abandonó la
idea de salir corriendo para saber qué sucedía en aquel lugar. De pronto, dos
enorme cuerpos aparecieron por detrás de la mujer. Uno lo reconoció con rapidez
puesto que se trataba del portero que le había indicado qué debía de hacer al
entrar. El otro, muy parecido a este, aunque se diferenciaban por los tatuajes que
enseñaba el esbelto y desnudo torso. Andreu frunció el ceño. Tal vez se habían
arrepentido de su presencia y venían para echarlo a patadas. Sin embargo,
atraparon el brazo alzado de la mujer, preparada para dar un latigazo al suelo y le
susurraron algo. De repente, ella comenzó a escupir por su boca roja palabras
bastantes mal sonantes y se alejó de allí. Andreu seguía cada vez más anonadado.
Tal vez su hermano andaba por las sombras del local y había solicitado que le
salvasen. Pero no fue esa la razón. Los gorilas se apartaron y apareció tras ellos la
mujer más bella que había conocido. Su cuerpo reaccionó al tenerla de nuevo tan
cerca: «Síp, mis pelotas y mi sexo siguen conmigo», se dijo sonriendo con sutileza.

Sus caderas seguían siendo bastante provocadoras. Según se aproximaba, la


respiración del hombre desaparecía. Su largo pelo, amarrado en una coleta, se
movía al compás de sus pasos. Pero lo que dejó sin aliento al joven fue la mirada
caliente y posesiva que escondían sus ojos bajo el antifaz. «¡Dios!», exclamó para sí
cuando notó de nuevo la presión en su pequeño slip. Ahora no podría ocultar la
erección que había crecido entre sus piernas y tampoco tenía una excusa sensata
para que ella no tuviese una idea “errónea” de lo que estaba sucediéndole. Ella se
paró frente a él y lo miró de arriba abajo. Se colocó las manos en las caderas
mientras que Andreu se las colocaba en su sexo para disimular lo que tenía.
«Sálvame, Dios mío y te prometo que iré todos los días a misa», rezó.

Lucía no era consciente de la lujuria que la poseía. Tampoco podía pensar de


manera coherente en aquellos momentos. Solo tenía una idea en su cabeza: que
todo el mundo supiera que el bombón tenía dueña y que era ella quien se lo
comería. Desde el mismo instante en el que lo vio en el restaurante supo que algo
dentro de su alma cambiaría. Ahora se daba cuenta que el rechazo que había
sufrido por parte de su marido no le resultaba tan dramático. ¿Qué iba a esperar de
él? ¿Qué la tomara del brazo, se la llevara a la mesa y le hiciera el amor como
nunca antes lo había hecho? Eso era igual que pensar en tomar la luna y ponerla en
su jardín. Tonterías. Sin embargo, allí estaba, frente al hombre más guapo que
jamás había visto y sintiendo que ella era todo su mundo de deseo. Pensó en
milésimas de segundo que aquel joven se había preocupado en el tiempo que la
conocía más que su esposo en todo su matrimonio. Sonrió picarona cuando
observó que intentaba ocultar la excitación que poseía. Nunca nadie la había
deseado con tanta intensidad. Siguió caminando hasta que se colocó frente a
Andreu. Sus bocas se rozaban al tomar aire. Las caderas de ella se encajaron en las
del hombre, haciendo que aquella erección aumentara hasta límites insospechados.
Lucía pensó en poner sus manos en el torso desnudo, tal vez así descubriría cómo
se aceleraba su corazón en su presencia, puesto que el suyo no hacía más que
galopar dentro de su tórax.

–¿Buscabas algo? –dijo con voz ruda debido a la agitación que estaba viviendo.

–Sí. –Intentó mantener la calma, pero ciento noventa y siete centímetros de cuerpo
más veintisiete de anexo, no se podía controlar teniéndola tan cerca. Sus piernas
comenzaron a temblar. El corazón ya no estaba en su lugar, había corrido hasta la
garganta, y sus manos, esas que deseaban posarse sobre la bella y erótica espalda
que ella lucía, no paraban de moverse buscando el lugar más adecuado.

–¿Qué quieres? –continuó con aquella pose dominante. No podía desmoronarse


ante el ansia que sopesaba en aquellos instantes por pegarlo aún más en la pared y
besarlo con tanta necesidad que recompensara el tiempo perdido con Jorge. Un
escalofrío recorrió su cuerpo. Su entrepierna entró en calor. Notaba cómo se iba
humedeciendo y eso la estaba volviendo loca. Pero era normal, tenía que serlo.
Andreu la estaba presionando con su enorme falo y si ella no lo estuviera tapando
en ese instante, el ciego que vendía los cupones de la once en la esquina de la
farmacia hubiese visto también la erección del muchacho.

–Si puedo obtener lo que quiero, te lo diré. Pero si vas a tratarme como a los que
están a tus espaldas, no sigo el juego. Yo no estoy dentro este mundo… –Antes de
que pudiera continuar con el discurso que inició, Lucía atrapó su rostro y lo besó.
Hay veces que los hombres están mejor callados…

Nadie podría haberles advertido de la química que tuvo ese beso. Lucía le traspasó
la posesión y la lujuria que sentía por él. Y mientras la lengua recorría su boca y
acariciaba cada rincón de la mentolada intromisión, siguió reforzando su dominio
sobre Andreu. Las manos del muchacho se posaron sobre las caderas que tanto
adoraba, y el suave tacto del vestido le hizo estremecer. Llevaba siglos sin besar a
una mujer con tanta pasión, mejor dicho, nunca había sentido cómo se quemaba su
boca al besar. Se encontraba tan desconcertado que se decía una y otra vez que lo
que le ocurría no era real. La gente normal no podía tener ese tipo de sentimientos
después de cinco horas de conocerse. O se había vuelto loco o aquello era un sueño
del que despertaría de un momento a otro y tendría las sábanas mojadas por una
corrida incontrolada.

–¿Me dices ahora qué venías buscando? –Lucía separó sus labios con suavidad y
jadeó en cada palabra.

–¿Me prometes que me recompensarás con otro beso? –le susurró.

–Según el tipo de respuesta que me des… –Ella movió las caderas contra su erecto
sexo. Empezaba a jugar una partida en la cual el premio para el ganador sería
satisfacción sexual.

–¡Dios, a ti! ¡Te buscaba a ti! ¿Contesta eso a tu pregunta? –Levantó con suavidad
las pestañas para poderla admirar de nuevo.

–Mucho. –Lo cogió de las muñecas y arrastró de él por toda la sala. La gente tras su
paso sonreía. “Una más que demuestra quién tiene el poder en este puto mundo”,
dijo un joven a su ama.

No hacía falta que nadie le indicara dónde podían tener algo de intimidad. Ella lo
supo desde el momento que vio la puerta de la oficina de Silvia.
–¿Dónde me llevas? –Andreu estaba algo asustado. No le gustaba lo que allí
hacían, y aunque sentía algo especial por la mujer, no participaría en los juegos que
se ofrecían.

Ella abrió una puerta negra y encontró un pasillo iluminado por unas antorchas en
las paredes. «¿Dónde será?», se preguntaba. Necesitaba una habitación libre.

Tras dejar pasar dos puertas con luces de color rojo sobre el marco de la puerta,
encontró una de color verde. «¡Esta!» Giró el pomo y arrastrando al pobre
muchacho que se dejaba mangonear, entraron juntos.

La habitación estaba iluminada con las cálidas luces de unas velas de ceras que se
posaban en varios lugares. El aroma a esencias frutales y velas encendidas
inundaban el lugar, aportando un estado de bienestar difícil de describir. Lucía
soltó las muñecas del joven y dejó que observara donde se encontraba. Ambos
debían razonar con claridad para dar paso a lo que deseaban, fundirse en el más
puro y placentero deseo sexual.

–Antes de que empieces a hacer cosas con las que no me encontraré cómodo,
quiero advertirte que este rollo a mí no me gusta. –Andreu se quitó el antifaz–. M e
ha excitado mucho la ropa que llevas, pero no por tener esa prenda, sino por lo que
escondes bajo ella. Pero eso de ahí no me va. –Señaló hacia un armario que tenía
las puertas abiertas. Dentro de él se encontraban todo tipo de juguetes necesarios
para una sesión de BDSM: velas, consoladores, cuerdas, arneses, bolas chinas,
mordazas, plugs, esposas, fustas, gatos, púas… Todo un tesoro para el que lo sabía
apreciar.

–¿Piensas que a mí sí? –Ella se apoyada sobre la puerta, quería evitar la posible
huida del asustado joven. Por más que intentaba llamar a la coherencia y a su
raciocinio para advertir que estaba haciendo una locura, su cerebro no respondía.
Se dejaba llevar, por primera vez en su vida, por el instinto más trivial, el deseo
sexual.

–No lo sé –musitó Andreu girándose sobre sus talones y posicionándose frente a


ella.

–¿Crees que este es mi ambiente? –Caminó hacia él–. M ira, guapo, ni soy de este
tipo de ambiente ni debería estar aquí contigo porque soy una mujer casada y con
hijos. Y sin embargo, deseo saborear cada centímetro de tu piel. Espero con
ansiedad saber qué me ofreces y necesito calmar el hambre de lujuria que has
despertado en mí. –Miró su reloj y arqueó una ceja–. Son las ocho de la tarde de un
20 de Diciembre, todavía es mi cumpleaños, y me gustaría tener un regalo
imposible de olvidar.

Algo que hiciera más alegre y llevadera la mierda de vida que tengo. ¿M e lo vas a
ofrecer tú o busco a otro?

Andreu se quedó atónito ante la fuerza y sinceridad que desprendían sus palabras.
Pudo notar en su tono de voz pinceladas de agonía y desesperación. Había
escuchado fuera la conversación con la amiga y no entendió la causa exacta de su
llanto, sin embargo, ahora lo comprendía todo. Su marido debía ser un absoluto
capullo para no darse cuenta de la belleza que tenía por esposa. Esa alimaña no se
merecía ser poseedor de una diosa. Ella tenía que ser admirada, mimada y alabada
por la persona que decidiese ser su compañero. Cerró los ojos y pensó que si cabía
una minúscula posibilidad de que él pudiese entrar en su vida, aunque al principio
fuese de manera temporal, lucharía con uñas por eso. Tal vez, cuando lo conociera
mejor, optara por abandonar su anterior vida y renovarla a su lado.

–Dime qué deseas y lo haré –le murmuró mientras se acercaba a ella–, si quieres
que ladre, ladraré. Si quieres que salte, lo haré, si quieres que sea tu regalo, aquí
me tienes. Tómame. Coge de mí todo lo que necesites. Soy tuyo.

–Para ser un regalo perfecto necesitas un precioso lazo rojo sobre tu cabeza –
ronroneaba mientras sus brazos rodeaban el fuerte cuello y acercaba su bajo
vientre al sexo erecto de él.

–Te prometo que cuando tengamos otra ocasión similar, lo llevaré puesto…

Andreu se lanzó con ferocidad sobre los labios de ella. Su lengua invadió con
brusquedad la boca de Lucía. Quería saciar con prontitud la pasión que había
crecido entre ellos. Las yemas de sus dedos comenzaron a caminar sobre la
femenina piel desnuda, deleitándose de las caricias en sus hombros y en los
deliciosos brazos. La piel de Lucía era tan suave que cada roce era enloquecedor.
Gimió sin aire, estaba loco por ella. Sabía que era ilógico sentir ese tipo de adicción
con tan poco tiempo de conocerse, pero se decía una y otra vez que nadie había
provocado en él ese tipo de desesperación. «M e quemas», pensó. Podía jurar que
si seguían así, él mismo padecería eso que se llamaba “combustión espontánea”.
Aunque si lo meditaba con frialdad, era la mejor forma de morir para un hombre
enamorado de la mujer que tocaba.
Por otro lado, Lucía tenía los ojos cerrados. Se encontraba embelesada con el placer
que el joven le estaba ofreciendo. De pronto notó cómo las manos de él se
aferraban a su cintura y la alzaba para llevarla a algún lugar de la tenebrosa
habitación. Sus labios audaces y cálidos la provocaban con tanta fuerza, que era
imposible dejar de tenerlos sobre su boca. Quería más, necesitaba muchísimo más,
porque debía contrarrestar el tiempo perdido con la pasión que él le regalaba. No
quería saber si el mañana existiría. No quería hacerse a la idea de que solo serían
unos minutos, a lo sumo una hora. Tan solo le importaba sentir en su cuerpo la
lascivia que poseían dos extraños que se atraen hasta límites insospechables.

Andreu la tumbó con suavidad sobre las sábanas de raso negras. Condujo sus
flácidas manos sobre la cabeza y la cubrió con su enorme cuerpo.

–Te deseo tanto… –le susurró en el oído–, nunca he encontrado una mujer como tú.

–No habrás buscado lo suficiente. –Sus ojos hambrientos se encontraron con los de
él.

–Creo que no busqué en los sitios adecuados, porque no te hallé en ellos… –le
decía mientras volvía a besar su cuello.

Muy despacio fue bajando su boca hacia el pequeño escote que ella enseñaba. Soltó
sus grandes manos y las dirigió hacia los pechos.

–Me encanta este vestido, pero ahora mismo lo quiero fuera. Si no te importa… –
Sonrió con timidez.

La incorporó con gran delicadeza de la cama, colocándola de pie. Dejó que sus
torpes manos masculinas buscaran la interminable cremallera. Conseguido su
objetivo, besó la espalda con ternura y comenzó a bajar los tirantes del suculento y
enloquecedor atuendo. La prenda cayó al suelo con suavidad, dejando al
descubierto la silueta de la mujer. Andreu era incapaz de hablar, estaba atónito con
la belleza que contemplaba. Sin lugar a dudas, era una mujer espléndida.

–No es lo que esperabas. –Lucía se sintió avergonzada ante el absoluto mutismo


que el joven tuvo tras exponer su desnudez. En el fondo estaba acomplejada
porque su cuerpo ya no era el mismo, los embarazos y el paso del tiempo siempre
hacen mella en una dama.

–¿Crees que me desagrada lo que veo? –preguntó mientras la giraba para


contemplar su rostro–. Oh, Lucía, nunca he visto alguien tan bello. Ni en mis
mejores sueños tuve el placer de tener entre mis manos un cuerpo como el tuyo.
Solo me falta una cosa para que me sienta aún más feliz.

–¿Qué? –inquirió inocente.

–Que seas mía para siempre…

Lucía se congeló. No supo cómo hacer frente a las palabras del muchacho. ¿Qué
fuese suya para siempre? Lo que pedía no era viable. Aunque deseaba estar con él,
no podía ofrecerle más que una noche de sexo. Lo miró directo a sus ojos y percibió
que aquella insinuación no había sido tan solo producto del deseo. Él quería estar
con ella tal como le había dicho. No se iba a conformar con un rato de sexo porque
aquella mirada le gritaba que en el interior del joven se hallaba un sentimiento más
profundo. Uno que ella no podía ofrecer porque aunque también había sopesado la
idea de tenerlo a su lado para siempre, en su casa le esperaban tres criaturas que
llorarían su ausencia. Puesto que estaba segura que si Jorge descubría lo que había
hecho, le arrebataría lo que más quería en su vida, sus hijos.

–Lo siento, debo marcharme. –Ante la mirada sorprendida de Andreu, atrapó el


vestido que tenía en los pies y comenzó a vestirse.

–¡Lucía! ¿Qué sucede? –Andreu le cogió la mano cuando esta inició un camino
hacia la puerta–. ¿Qué sucede, amor?

–¡No me digas eso! No puedo ser tu amor, ni puedo ofrecerte más de una noche de
sexo. Esto es una locura que se debe terminar aquí. Lo siento, de verdad que lo
siento…

–¡No me hagas esto, por favor! –Andreu corrió hacia ella y la atrapó, quedando sus
labios, de nuevo, pegados a los de ella. Quería saborearla otra vez, quería volver a
sentir su cuerpo desnudo al lado del suyo. Quería hacerla borrar de su mente las
torpes palabras que le había declarado.

–Olvida esto. Olvida la locura que casi hacemos. ¡Olvídame! –Se escapó del
amarre, abrió la puerta y salió despavorida de allí. Necesitaba dejar atrás la locura
que estaba a punto de hacer. Ni él se merecía que alguien jugara con los
sentimientos más puros como es el amor, ni ella podía hacerse ilusiones por
encontrar a un hombre que la quisiera con todo lo que con ello implicaba.

–¡No! –gritó Andreu mientras veía cómo se marchaba la mujer de sus sueños–. ¡No
te vayas por favor! –suplicó.
Pero ella no miró a atrás. A pesar de escuchar la petición, ella no podía darse la
vuelta. Huir era la mejor opción. No podía hacerle daño, no podía hacerse daño.
Capítulo 10. Evasión de la realidad

Ella se había marchado. Hacía más de una hora que cruzó la puerta sin mirar atrás.
Sin embargo, Andreu seguía sentado sobre la cama con la esperanza de que
volvería y le borrase la soledad y frialdad que sentía su cuerpo en aquella
habitación. Con la cabeza agachada sobre sus piernas y derramando lágrimas por
la desesperación, sufría por la situación que había vivido. Por una vez en su vida
había encontrado a la mujer perfecta y la tuvo que dejar escapar.

Sus puños se apretaron tanto que las uñas se clavaban con saña en la piel. Sabía
que no debía estar así puesto que ella no le pertenecía, estaba casada. Sin embargo,
él no cesaba de buscar la manera para reclamarla como suya. Ese instinto animal
que se debe esconder brotó desde lo más profundo de sus entrañas para gritarle
que dejase atrás tonterías sociales y por una vez en su vida pensara en lo que en
verdad quería. Y él quería a Lucía. Era una locura, lo sabía. Era imposible, también
lo sabía.

Pero estaba seguro que su vida tenía un antes de conocerla y un después de besar y
sentir su cuerpo junto al suyo. «¿Por qué no me callé? ¿Por qué no he salido tras
ella y la hice parar? ¿Por qué?», se decía una y otra vez con alaridos de
desesperación. Cerró sus ojos y no vio oscuridad. La vio a ella. Caminando,
sonriendo, besándolo, desnuda...

–No volverá –dijo una voz familiar que surgió de la nada dentro de la habitación.

–¡Es mía! –gritó al mismo tiempo que levantaba su rostro hacia la persona que
estaba frente a él. Era la primera vez que Fidel lo miraba compasivo. Se encontraba
parado en la puerta con un bóxer negro y un collar de cuero en su cuello. No se
veía adecuado vestido para dar un sermón, sin embargo, allí estaba, al lado de su
hermano en un momento bastante drástico para él.

–Creo que pertenece a otro. –Se acercó para sentarse junto a su hermano. No sabía
bien cómo actuar. La última vez que vio a Andreu llorando fue en el entierro de su
padre y desde ese instante, él pensó que se había convertido en un hombre tan
duro como una piedra.

–Fidel, te prometo que si hubieses venido a mi despacho y me contaras que has


conocido a la mujer de tu vida en cuestión de horas, te habría dicho que estabas
loco. –Su mirar volvió al suelo donde pudo comprobar que su hermano también
estaba descalzo–. Como siempre, te habría echado la típica charla de “esa ha
venido buscando tu cartera”; sin embargo, esta vez soy yo quien está en ese lado.
Soy yo quien sufre de amor tras conocerla. –Suspiró con profundidad, levantó su
mirada y dijo con total seguridad–: Esa mujer me ha puesto el cuerpo y el alma
patas arriba. Lo que una no logró en más de cinco años de relación, Lucía lo ha
hecho en una milésima.

–Siempre has sido muy escéptico en el amor, hermano. –Se acercó hasta él, se sentó
a su lado y le echó el brazo por encima–. Alguna vez cupido tenía que lanzarte su
flecha, ¿no?. –Una tímida sonrisa apareció en sus labios. No quería trasmitirle
ningún tipo de regodeo ante la situación. Tan solo quería ver en el rostro afligido
una pequeña sonrisa–. Andreu, confío en tu fuerza y este contratiempo lo
superarás. Tarde o temprano lo olvidarás.

–No lo sé, Fidel. En este momento no soy capaz de pensar con claridad. Solo puedo
reflexionar una cosa: ¿cómo pude decirle que la quería para siempre?

–¿Le dijiste eso?

Los ojos de Fidel casi se salen de su lugar y todo porque se había quedado
asombrado por las palabras que le había desvelado su hermano. ¿Cómo había sido
capaz de hacer tal cosa? No tenía lógica alguna. Se podía haber encaprichado como
tantas veces lo había hecho él, pero que le desvelara que la necesitaba a su lado o
para siempre, era inaudito. Nunca había dicho Andreu a una mujer nada parecido,
ni después de años de relación con “dulce” escupió por su boca ninguna palabra
que le indicara a los que lo rodeaban que era suya. Lo miró de soslayo y no
encontró ni un solo rasgo del hombre fuerte que se jactaba de ser. Estaba hundido.
Aunque costase creerlo, Andreu Voltaire estaba hundido por amor.

–Tengo que confesarte una cosa, Andreu. Cuando ella salió corriendo de aquí
tropezó conmigo en el pasillo. La reconocí en seguida porque una mujer así no se
olvida con facilidad. Sin embargo, esta vez mis ojos se fijaron en otra cosa aún más
llamativa que sus caderas.

–¿El qué?

–Su rostro expresaba miedo y lloraba sin consuelo. Por un momento pensé que la
habías agredido y por eso vine hacia aquí. Pero cuando te encontré tan abatido,
supe que ella había salido por otra razón más profunda.
–¿Cómo has pensado que yo…? ¡Jamás! ¡M ataría si alguien le hiciese daño! No te
puedes hacer una idea de cómo me hierve la sangre con tan solo pensar que
alguien la tocara para agredirla. M e convertiría en una bestia descontrolada. –
Tomó aire para calmar la ira que había crecido en él. Una vez que se relajó,
prosiguió su diálogo–: No entiendo por qué su rostro expresaba miedo. Aquí solo
hubo amor.

–Puede que no esté acostumbrada a ser amada y sentir que alguien lo hace, le ha
provocado pavor.

–Está casada… –murmuró mientras agachaba la cabeza y se llevaba las dos manos
a ella.

–¿Y? ¿Crees que todo el mundo que se casa ya tiene que ser por amor? ¿Hola?
¿Hay alguien ahí? –Coscareó la cabeza del hermano como quien llama a la puerta
de una casa.

–No estoy para bromas… –Suspiró varias veces y al final miró a Fidel y le preguntó
con seriedad–: ¿Puede alguien volverse así de loco en tan poco tiempo?

–Sí, y creo que, tal vez debe ser algo genético, porque yo también lo estoy. –Andreu
alzó las cejas y esperó la respuesta–. Si vengo aquí no es porque disfrute con el
ambiente, es porque encontré a una mujer especial de la cual estoy enganchado
desde el mismo instante que me dijo “hola”.

–Ya me extrañaba que te gustara este mundo, demasiado fuerte para nosotros,
¿verdad? –Comenzó a apartar las lágrimas de su rostro.

–Es lo que parece. Que te metes en un mundo de torturas y humillaciones, pero no


es así. El BDSM está formado por un compendio de protocolos y aptitudes que
deben cumplirse para que una relación D/s funcione. Por ejemplo, antes de
formalizar el contrato con mi Ama, mujer de la cual estoy enamorado, yo le hice
una serie de límites que ella aceptó al hacerme suyo. Ella vela por mí cuidándome
y valorando mi trabajo hacia ella, y eso, en cierto modo, es precioso.

–¡Ja,ja,ja! –Por fin sonrió–. ¿Has visto al hombre que estaba de rodillas con la mujer
encima? –Andreu se levantó de la cama y se acarició los brazos helados para darse
calor.

–Simulan un caballo con su jinete. –Fidel le siguió con la mirada–. Es un acto


precioso. El sumiso camina portando a su ama donde ella requiera con elegancia y
vigor.

–¡Joder, prefiero galopar en la cama! –Continuó con aquella bonita sonrisa con la
cual exhibía sus nacarados dientes–. Vámonos de este lugar, necesito irme a casa.

Debo hacer una recopilación de todo lo que me ha sucedido en el día de hoy.


Porque encontrar a la mujer de mi vida y perderla por gilipollas, es para meditarlo
en soledad y con una buena botella en la mano.

–En esta vida hay que saber atrapar lo que en verdad te interesa. Si ella es la mujer
de tu vida, ¡lucha por ella! ¿Por qué te crees que me dejo azotar? –Los ojos
picarones de Fidel brillaban de amor. Amaba tanto a la mujer con la que estaba,
que no le importaba cómo era o cómo necesitaba obtener el placer. Él se ofrecía en
cuerpo y alma a los antojos de ella–. ¡Anda, hermano!, vete de aquí. Nos
encontraremos en la puerta, debo vestirme primero. –Golpeó la fornida espalda de
Andreu y lo hizo salir de allí.

****

Lucía había luchado cada instante tras salir por la puerta para no darse la vuelta y
envolverse otra vez entre los cálidos brazos de Andreu. Pero no hacerle daño era
una razón de peso para huir. Un hombre como él no podía estar con ella, o más
bien ella no podía estar con él. Estaba casada, tenía una vida acomodada con
marido e hijos. Por mucho que deseara estar rodeada por su joven y ardiente
cuerpo, no podía someterlo a sus necesidades para luego abandonarlo como un
perro. Sonrió cuando recordó la posesión de Andreu hacia ella. Había sido todo un
halago hacia su persona. No recordó ni un solo instante en el que su marido la
hubiese reclamado con tanta pasión. Pero tampoco pudo recordar momentos de
lujuria como los que había tenido en la habitación. Agarró con fuerza el volante y
se obligó a continuar la marcha.

Tenía que volver a su hogar y abandonar, por más que le doliese, la locura que
había crecido en ella. No podía dejarse arrastrar por unos deseos incoherentes. Se
miró al espejo retrovisor y encontró una mujer llena de desconsuelo. En menos de
cuatro horas dos hombres la habían hecho llorar y eso no era justo. Era el día de su
cumpleaños y debía ser mimada y querida, no puteada. –¡M aldito cumpleaños!–,
gritó y golpeó el volante varias veces. Debía regresar y darse un baño. Eso era
primordial para eliminar de su cuerpo las caricias y los besos que Andreu le había
regalado. De repente el móvil comenzó a sonar, miró quién le hacía la llamada y
vio que era su marido. «¿Qué narices querrá este ahora?», pensó.

–¿Sí? –preguntó con naturalidad.

–¿Dónde estás? Llevo más de una hora en casa esperándote –replicó con enfado.

–He estado tomando una copa con Elsa y voy para allá –comenzó a aumentar la
velocidad. Ya empezaba a sobrepasar el límite establecido…

–No tardes, tenemos que hablar de lo que ha sucedido hoy en la oficina. No me


parece bien que te vistas así…

–¡No te escucho! Creo que pierdo cobertura. Pi,pi,pi… –Colgó el teléfono. Miró de
nuevo el espejo y contempló su rostro: cansado, penoso, amargado; ella no merecía
esto. Le había gustado sentirse amada. Por unos instantes hasta pensó que por fin
descubría lo que era ese cosquilleo en su estómago por ver a la persona querida.
Sin embargo, tenía que dejar todo atrás. Ahora regresaba a su verdadera vida, sus
hijos y su esposo. Aunque sabía que por encima de todo, no dejaría de pensar ni un
minuto en Andreu, porque fuera como fuese, el nombre se había grabado en su
corazón con fuego.
Capítulo 11. Juramento

Fidel acompañó a su hermano al ático. No estaba seguro de cómo este iba a


reaccionar ante la nueva situación. Nunca lo había visto tan destrozado, ni siquiera
cuando descubrió que la arpía lo había engañado durante tanto tiempo tuvo un
gesto de dolor en su rostro. Supo entonces que la ruptura fue una liberación para
él. Pero esta ocasión era especial. Había llorado… ¿De verdad que se había
enamorado de ella? Durante el trayecto Andreu le contó que la había perseguido
por toda la ciudad desde que abandonó el restaurante y que por ese motivo había
llegado al club. Aquello le dejó anonadado; su hermano, la persona más cuerda del
mundo, ¿persiguiendo a una mujer? «¡¡Ver para creer!!», se decía Fidel en sus
pensamientos. Si Andreu incumplía normas, perseguía una mujer, se escondía
como un hábil ladrón y se desnudaba para introducirse en un club de BDSM tenía
que ser por varias razones; drogas o que en efecto ella era su estrella. En el fondo lo
comprendía. Ella emanaba sexualidad por cada poro de su piel. Era difícil contener
la mirada cuando pasaba cerca. No es que fuera la típica modelo de extrema
delgadez, no. Lucía tenía unas buenas caderas. La espalda grande y unas piernas
de vértigo. Su pelo azabache palidecía aún más su blanquecino rostro, ese que
tapaba con un sutil maquillaje. La nariz pequeña y chata. Unos ojos verdes
escarlata que cuando la mirabas deseabas caer a sus pies sin soltar ni una sola
palabra. Sin olvidar los sonrojados y perfilados labios.

Siempre que no hubiesen sido besados… A grandes rasgos le recordaba mucho a


su amada. Alta y con esos andares que te hacen caer más rápido que una fila de
fichas de dominó. Pero su mujer era más dura, más estricta, más dominante. Sonrió
al recordar las terribles penurias a las que fue sometido hasta alcanzar el corazón
de su Ama. La llamaban Ama Hielo, porque nadie había conseguido calentar su
cuerpo, hasta que llegó él y la cautivó con su dolor. Ofreciéndose como sacrificio
en cada una de sus sesiones despertó de su letargo al escondido corazón y
comenzó a sentir amor.

Giró la vista hacia su hermano. Se apoyaba sobre la pared del salón y tenía la
mirada perdida. Por más que había insistido en quedarse esa noche con él, este lo
había rechazado categóricamente. No deseaba estar con nadie. Quería ahogar sus
penas en soledad. No podía dejarlo así. No podía ver que su hermano, ese que
había cuidado la familia desde que su padre falleció, ese que lo había sacado en
más de una ocasión de la cárcel, se quedara con los brazos cruzados y bañado en
ríos de lágrimas porque no volvería a él su amada. Ahora debía de hallar la
manera de recompensar tantos años de generosidad.

–¿Estás seguro de que no quieres compañía? Esa botella es mucho para ti, deberías
compartirla. –Fidel estaba en la puerta viendo como Andreu atrapaba entre sus
manos una botella de whisky.

–La ocasión lo merece, ¿no crees? –Se descalzó, se quitó el traje que le oprimía y se
dirigió hacia el baño.

–Una ducha caliente te vendrá bien. Descansa, mañana te llamaré –le dijo mientras
salía.

–Llámame el lunes, pienso estar inconsciente todo el fin de semana –gritó al mismo
tiempo que abría el grifo de la ducha.

Andreu escuchó cómo se cerraba la puerta, ahora estaba solo. Dio un interminable
sorbo a la botella comenzando así el deseado camino hacia el desfallecimiento.

Cuando consiguiese estar en el momento más álgido de la borrachera, intentaría


borrarla de su mente.

El agua caliente comenzaba a llenar la enorme bañera de porcelana blanca. Posó la


botella sobre la cerámica verde esmeralda que rodeaba la tina caliente, y terminó
de desnudarse. Le pareció una tarea bastante difícil puesto que el alcohol
comenzaba a recorrer sus venas y no podía posar las manos con exactitud sobre las
prendas. Se sumergió con lentitud en el agua caliente. El vapor cubrió todo el baño,
dándole un matiz más triste de lo que en esos instantes. M iró de reojo al enorme
espejo que tenía en frente y gruñó enojado. Cuando lo puso en el lugar soñó con
ver reflejado el rostro de placer de la mujer que compartiese su vida. Vería
proyectada innumerables situaciones sexuales que tendrían en el sitio. Caras
repletas de sonrojo por la pasión, expresiones al gemir, el rápido movimiento del
agua cuando la penetrase… Ese espejo reflejaría esa oda al amor que tanto
añoraba. Estuvo a punto de arrojar sobre él el bote de cristal que tenía en su
derecha, pero al final le surgió una idea mejor. Se incorporó y escribió con espuma
el nombre de ella. Regresó a la bañera y se dejó calentar por el agua que aún seguía
caliente. Sumergió la cabeza e intentó aguantar todo lo que pudiese hasta fallecer,
pero no lo consiguió. El instinto de supervivencia logró hacerle respirar,
recobrando así la vida que no deseaba vivir. Las manos taparon su cara y empezó a
llorar con amargura. En el fondo odiaba sentirse así. Jamás hubo una mujer que lo
hubiese noqueado como lo hizo Lucía. «¡Joder!», gritaba una y otra vez. Si
hubiesen estado veinte minutos más, le habría pedido matrimonio… Apartó las
manos de su cara y sintió algo fuera de lo normal, su sexo se había puesto erecto.

Tan solo con el hecho de recordar los besos y las caricias que se habían regalado, la
excitación volvía dura y exigente a su verga. Apoyó su cabeza sobre la
almohadilla, cerró los ojos, y cubriendo con su mano el sexo alterado, empezó a
masturbarse pensando en el olor de su pelo, en el balanceo de sus caderas, en la
figura escandalosa que resaltaba el atrevido vestido, en la suavidad de la espalda,
en sus besos, en sus susurros… Notaba como latía su verga, cómo convulsionaba
preparándose para impulsar el semen viudo. Chilló el nombre de ella tantas veces
como su polla escupía las inocuas semillas. No era la liberación de un sexo sin
finalizar lo que necesitaba, demandaba tener cerca el cuerpo de la mujer que
nombraba. Sintiendo todavía el leve temblor de su orgasmo, cogió la botella y
bebió con ahínco. Medio desvaído por la sacudida y por el alcohol, se levantó de la
bañera y desnudo caminó hacia el salón. Se paró cuando llegó al ventanal que daba
a la amplia terraza. El cristal estaba empañado. Debía de hacer muchísimo frío
fuera porque nunca lo había visto así. Sin embargo, más ebrio que sobrio, abrió la
ventana y salió desnudo para respirar el aire nocturno. Seguía agarrando la botella
en su mano y cada paso que daba por la gélida terraza, daba un sorbo al whisky. M
iró hacia el cielo y descubrió que había un montón de estrellas brillantes. Hacía
mucho tiempo que no observaba una noche tan estrellada. Apoyó la mano libre
sobre una de las tumbonas que había por allí y comenzó a hablar en voz alta.

–Mi padre me enseñó a no rendirme jamás –balbuceaba a las estrellas levantando


la mano de la botella–, a luchar por todo lo que amaba. Familia, trabajo, amigos,
amor… –Algo de baba caía por una de las comisuras de sus hermosos pero
incontrolados labios–. ¡Y voy a seguir su consejo! Yo, Andreu Voltaire, hago el
siguiente juramento: no me daré por vencido hasta que esa mujer sea mía. ¿Habéis
escuchado? –gritó y, resbalándose, calló desplomado al suelo.
Capítulo 12. Ver para creer

Resopló cada segundo que duró el viaje hacia su hogar. Jamás en su vida había
sentido tanto agobio y presión al respirar. De verdad que tuvo que esforzarse
mucho para no dar la vuelta y caer llorando bajo los brazos de Andreu. Porque
cuanto más se acercaba a su casa, más repulsión tenía hacia lo que iba a encontrar;
un marido al que no amaba y a quien tan solo le unía unos hijos preciosos. Paró el
coche y suspiró varias veces. Si ayer en la noche alguien le hubiese dicho que hoy
iba a ser un día crucial para ella, se habría muerto de la risa. Sin embargo, ahora no
se reía. Era verdad que todo su orden se transformó en un caos. En primer lugar su
nuevo look, en segundo lugar una borrachera, en tercera posición había sido
tratada como una puta por su marido, en cuarto lugar había visto a su amiga
Silvia, a la que no veía desde hacía más de una década, y había resultado que era la
dueña de un fabuloso y espectacular club de BDSM , y claro está, por último pero
no por ello menos importante, había encontrado un hombre que le hizo perder la
cabeza hasta un límite insospechable, tanto como para no querer volver a su hogar
nunca más. Parada frente a la entrada de su casa, metió las manos en el bolso para
buscar las llaves y escuchó un pequeño ruido que provenía de dentro.

–¿Te has dado cuenta de la hora a la que llegas? –le preguntó su marido mientras
le abría la puerta–. ¿Qué narices has estado haciendo?, ¿follando con cualquiera?

Porque con esa pinta, solo vas pidiendo guerra.

–Buenas noches a ti también. –Se adentró en el hogar y quiso evitar las gilipolleces
de su esposo–. No he hecho nada malo. No creo que llegar a las once de la noche
sea motivo de represalia. Fui a la oficina para compartir contigo el resto del día,
pero me rechazaste, ¿recuerdas? –Anduvo hasta el salón donde se quitó los
altísimos y deliciosos zapatos. Sintió alivio en sus pies cuando los posó en el suelo.
El frío los calmó permitiéndole poder caminar hasta el mini bar del salón.

–¿Crees que me excita ver a mi mujer vestida como una zorra? –Jorge le gritaba al
mismo tiempo que la perseguía.

–Espero que por lo menos me hayas considerado una de las caras. Porque hasta
ahora solo he tenido el placer de acostarme con acaudalados –respondió con
sarcasmo y tirantez. Fue en ese instante en el que Lucía se regañó por haber vuelto
a su casa. Tenía que haber conducido hasta la casa de sus padres y les daría algún
tipo de explicación banal para quedarse allí…

–No es propio que la mujer a la que considero una esposa ejemplar, aparezca
vestida como una ramera. ¿Sabes la cantidad de hombres que has dejado babeando
como perros? –chilló airado.

–¿En serio? Pues ya que me consideras una puta, podrías facilitarme el trabajo y
ofrecerles mi número de teléfono. –Tomó la primera botella que encontró en el
mueble bar y la sirvió en una copa. Luego abrió la puerta del pequeño congelador
y cogió dos cubitos con las manos.

–¿Acaso no has bebido bastante? –Agarró la copa de las manos de Lucía.

–Haz el favor de soltarla –le advirtió mirándolo con ira–. Esta noche estás fuera de
ti. Fui a la oficina para tener un encuentro sexual con mi marido. M e encontraba
sexy y quería que ambos disfrutáramos del momento. Lo que los demás piensen…
¡me es indiferente! Pero que mi esposo se atreva a tratarme así, es
endemoniadamente jodido, ¿no crees? –Desató el agarre de la copa y se lo llevó a
sus labios.

Estaba delicioso, nunca había tenido el placer de saborear un sorbo de ron como lo
hacía en ese instante. Eso sí, su marido tenía los ojos ensangrentados por la furia,
pero ya se le pasaría. Y mañana, volvería su vida de castidad y de indiferencia.
Mañana estaría de nuevo atrapada en un matrimonio que la hacía infeliz, que la
destrozaba, pero era lo que había elegido.

–¡No me joderás! –Jorge sacudió la copa, derramándose el licor por todo el salón.
Lucía había girado su cara para ver caer el vaso pero cuando la giró para
reprocharle la acción, se encontró con el golpe de una mano sobre su ojo izquierdo.
En milésimas de segundo, ella comenzó a perder la visión y su rostro empezó a
palpitar por el dolor. M iró de soslayo a su marido para intentar ver algún ápice de
arrepentimiento, pero no lo halló. Es más, seguía en sus trece mientras continuaba
amenazándola–. La próxima vez que vuelvas a la oficina, espero que sea con la
vestimenta apropiada de una mujer en tu posición. Recuerda quién soy y lo que
puedo darte si no obedeces.

Girándose sobre sus talones la dejó allí sola, herida no solo física, sino también
mentalmente. Sus temblorosas manos acariciaron con suavidad su rostro. Ardía.

Sacó fuerzas de donde no las tenía y se dirigió hacia el congelador. Tomó un par de
hielos y, envolviéndolos en un pañuelo de seda, se los puso en el ojo. Sabía que eso
no sería suficiente y que mañana amanecería con un hematoma difícil de ocultar.
«¡¡Por el amor de Dios!! ¿Qué voy a decir?» La respuesta estaba en huir de allí.
Debía marcharse a la casa de campo durante unos días y tal vez el maltrato físico
podría desaparecer porque el psicológico no lo haría jamás. Caminó como una
muerta viviente hacia el baño, abrió el grifo de la bañera y dejó que el agua caliente
la llenara. Necesitaba una limpieza con urgencia, a ver si de esta forma algo de la
podredumbre que le había infligido el que se llamaba su marido, era eliminada.
Una vez abrazada por el líquido, apoyó su cabeza sobre la blanda almohada y
llevándose las manos a la cara empezó a llorar. Tras unas desesperadas lágrimas,
comenzaron a salir unos gritos ahogados. No quería volver a llamar la atención de
Jorge y que se regocijara de lo que había hecho, porque sin lugar a dudas lo haría.
Él no era de pedir perdón. Cuando fue capaz de controlar el desconsuelo, abrió los
ojos y miró hacia el suelo. El móvil tenía una lucecita que parpadeaba. No tenía
ganas de moverse. Solo quería quedarse allí el tiempo suficiente para olvidar lo
que había sucedido a lo largo del día.

Durante todos los años de matrimonio ella siempre había dado y nunca pidió nada
a cambio. Nunca discutió por las continuas órdenes que le daba. Él había decidido
cómo debía vestir, qué comer, qué beber, e incluso la cantidad de hijos que era
recomendable tener con miras a Hacienda a ser tratada como una familia ejemplar.
Colegios, ropas, deportes, amigas… Su cabeza empezó a girar al mismo tiempo
que veía pasar su vida destrozada por el control y por la apatía. Ella nunca había
sido partícipe en nada, ni tan siquiera en la mascota que tenían en casa. Abrió los
ojos y contempló el baño. No recordaba haber elegido algo de lo que veía. En
verdad, no había escogido nada de lo que se podía encontrar en la casa. Ella tan
solo era un mero maniquí para el mundo de su marido. El concepto de mujer
florero apareció golpeando su consciencia. Algo dentro de ella quería salir, tal vez
se trataba de esa mujer que llevaba hibernado en su interior. La que parecía haber
perdido tras años de castigo por las monjas. Las malditas educadoras supieron
hacer bien su trabajo, creando una mojigata esposa. Comenzó a meditar sobre
aquella época y llegó a la conclusión de que de entre todas las alumnas del
internado, ella era la más moldeable. Quizás esa fuera la razón para separarla de su
grupo de amigas. Sin lugar a dudas, la fierecilla domada se convirtió a base de
golpes en la mujer perfecta para el acaudalado inversor. Comenzó a encajar las
piezas de un puzle que no había resuelto a pesar de haberlo intentado en multitud
de ocasiones. Ahora se respondía a los porqués de las visitas de Jorge al maldito
convento. Se estaba asegurando que la esposa elegida estaba siendo bien instruida
para tal honor. «¡Maldito cabrón manipulador!», pensó mientras golpeaba con
fuerza el agua de la bañera. Las monjas le habían facilitado el camino a cambio de
unas suculentas donaciones y él consiguió lo que necesitaba, una esposa y el
dinero de esta, puesto que, gracias al matrimonio, accedió a la fortuna de su padre
y lo manejó a su antojo. Jorge creció en el mundo que deseaba estar, obtuvo un
buen puesto en la alta sociedad y fue respetado y valorado por estos.

Se levantó de la bañera y cogió la toalla que tenía a su derecha. «Ni recuerdo si la


compré yo», pensó. Al asaltarle de nuevo la rabia por darse cuenta que había sido
una marioneta en el mundo idílico que construyó su esposo, decidió tirar la prenda
al suelo y salir desnuda de allí.

Una agoniosa asfixia empezó a dominarla. Sus piernas temblaban y apenas se


sostenía. Estaba tan aturdida que lo único que pensó era en salir de allí lo antes
posible. Se dirigió hacia el balcón y lo abrió con rapidez, dejando que el frío
abrazara su cuerpo. Empezó a tiritar. El vaho que emanaba su boca cada vez era
más denso y notó que su corazón se iba ralentizando. Se abrazó y miró hacia el
cielo. Podía hacer dos cosas: o morir congelada, así no tendría que padecer ni un
minuto más las inquisiciones de Jorge, o salir de allí para encontrar una alternativa.
Lo sopesó durante tanto tiempo que estuvo a punto de perder la consciencia; sin
embargo, esa rabia interior emergió desde lo más profundo de su alma, haciendo
que el calor y la fuerza que necesitaba, la levantara de su pesadez. Se abrazó y
suspiró. «M e toca tomar cartas en el asunto», se dijo. Se giró y corrió hacia el salón,
buscó el móvil en su bolso e hizo una llamada de auxilio.

–¡Por fin! ¿Dónde estás? –Elsa le inquiría antes de ella poder saludarla–. Ya me
puedes contar qué ha pasado porque me dijeron que saliste más rápida que el
correcaminos. ¿El joven no estuvo a tu altura?

–No te llamo para eso –comentó triste.

–¿Qué coño pasa, nena? ¿Dónde estás? –Dejó aparcado el tono burlón con el que le
había respondido y empezó a preocuparse.

–¿Quién es? –Otra voz femenina apareció en la conversación con Elsa.

–Es Lucía, cariño. Creo que está en problemas. –En ese instante Lucía volvió a
llorar. Elsa se alteró y prosiguió con su interrogatorio–. ¿Dónde estás? ¿Qué ha
sucedido? ¿Se trata de tus hijos? ¿Están bien?

–Elsa, me ha pegado. Me ha dado un puñetazo en la cara –explicaba mientras


sollozaba sin consuelo.

–¡Lo mataré! ¡Puto bastardo de mierda! ¡Con la cara de ángel que tiene! Ese hijo de
puta no llegará a mañana. ¡¡Morirá antes!! –Elsa golpeaba todo lo que encontraba a
su alrededor.

–¡Para de una vez y dame el maldito teléfono! Hola, cariño, soy Silvia.
Tranquilízate un poco. –Su tono era tan encantador que Lucía obedeció sin
rechistar–.

Antes de que esta loca me destruya la oficina necesito saber qué ocurre.

–Quiero que Elsa venga a buscarme –gimoteaba–. Jorge me ha atizado, estoy


desnuda en el balcón y siento como dejo de respirar.

–¿Jorge te ha zurrado? ¡Increíble! Jamás pensé que ese muerto de hambre fuera
capaz de hacer una cosa así, pero escucha: ponte. algo de abrigo y te recogeremos
en diez minutos.

–Que sean cinco, por favor… –suplicó.

–No tardaremos, ahora vístete y espera a que lleguemos. –Su voz cambió a un tono
más autoritario. Era la única manera que encontró para hacer despertar a Lucía del
shock por el que estaba pasando.

–Que se ponga lo primero que encuentre y que baje esas putas escaleras de mierda.
Se viene con nosotras –gritaba furiosa Elsa por detrás de Silvia.

Lucía se mantuvo comunicada con ellas hasta que llegaron al aparcamiento. Había
ocultado su cuerpo con el primer albornoz que encontró. Bajó con sigilo las
escaleras para no alertar a Jorge, abrió la puerta y buscó el coche. Sus pies
descalzos tocaron la fría calle, pero no sintió nada. Se habían convertido en carne
acolchada que no era capaz de transmitir a su mente cualquier nueva textura.
Silvia abrió la puerta del coche y salió a su encuentro. La envolvió entre sus brazos
y la condujo al interior.

–Está helada –le dijo a su compañera que mantenía el coche encendido para no
perder tiempo–. Pon la calefacción que tirita de frío. ¡Joder, Lucía! ¿Qué has hecho?

–¡Hijo de puta! –exclamó Elsa cuando vio el rostro destrozado de su amiga–. ¡Esto
no puede quedar así! ¡¡M e cago en su puta madre!! Hay que mandar a los chicos y
que ellos le enseñen que a las mujeres no se les pega. ¡Cobarde de mierda! –
Golpeaba sin cesar el volante.
–Solo quiero salir de aquí. –Sus dientes castañeteaban. Su mirada asustada se cruzó
con la ira que desprendían sus amigas–. Solo quiero salir de aquí…

Los brazos de Silvia continuaban abrazándola mientras se alejaban del lugar. Lucía
echó un último vistazo a la casa que un día creyó un hogar y se obligó a dirigir su
mirada hacia otro lado. No debería añorar lo que nunca tuvo, porque el hombre
que vivía allí en el fondo no había significado nada para ella salvo amargura y
desesperación. No se merecía otra oportunidad, ni tan siquiera se le pasó por la
cabeza dársela. Había vivido una etapa y ahora debía forjase otra bien distinta. Tan
solo pensaba cómo arreglarlo todo para que Jorge no se quedara con los amores de
su vida, sus hijos.

–Entraremos por la parte de atrás. –La voz de Elsa atrajo su atención–. De esta
manera nadie sabrá que está aquí.

–Lucía –le susurró Silvia–, ¿estás despierta?

–Sí –murmuró.

–Hemos llegado, cariño. Necesito que te incorpores un poquito para que pueda
agarrarte y sacarte de aquí. Iremos primero al Club…

–¿Al Club? Pensé que me llevabas a tu casa… –Lucía cuchicheó mientras abría sus
ojos.

–Nena, estás en mi casa. Aquí es donde vivo. –Elsa salió del coche y se acercó a
Silvia para ayudarla a sacar a la desvalida mujer.

–Llama a los chicos, no se mueve –le dijo ofreciéndole el interlocutor.

–Sail, Camal, necesito que vengáis a la puerta del almacén. Sed discretos, traemos a
Lucía. –Ella se apoyó en el coche para cubrirlas.

–Tranquila, amour – le dijo Sail con su agradable acento francés–, cuenta hasta tres.

Antes de que pudiera responder, el mastodonte galo salió disparado por la puerta.
Elsa echó la cabeza hacia atrás y empezó a reír.

–Te dije discreción. –El cuerpo de Sail la cubrió por completo. Una enorme
montaña la protegía, ciento veinte kilos de puro músculo estaban frente a ella.
–No creo que ese término sea el más apropiado después de ver cómo mi mujer sale
por la puerta a toda velocidad y no me responde a las mil llamadas de teléfono.

–Él cogió su mentón con sus rudos dedos y los dirigió hacia sus labios–. Espero
que estés dispuesta para los azotes que te mereces, pequeña bruja.

–Mmmm… Si me vas a castigar así. ¡Prepárate para más escapadas! –Sus labios
fueron besados con fuerza por el marido, mostrándole la desesperación que había
sentido durante sus veinte minutos de ausencia.

–¿Estás bien, mon coeur? –la voz de Camal se escuchó tras las caderas de Sylvia
mientras ella seguía intentado incorporar a su amiga en el asiento trasero.

–Yo estoy muy bien, pero Lucía está derrotada. Ha llorado tanto que no tiene
fuerzas para moverse de aquí. –Camal atrapó la delgada cintura de su mujer y tiró
de ella con suavidad. Antes de mirar el cuerpo abatido, la atrajo hacia sí y la besó
con tanta pasión y necesidad que Silvia sintió el pálpito de su clítoris en la húmeda
y cálida lencería.

–La próxima vez pide ayuda, mon coeur. M e hubiese encantado tener unas
palabras con el hijo de puta que le ha hecho eso. –Levantó las cejas y señaló con la
cabeza rapada hacia la cara de Lucía.

–Esa es la razón por la que no os hemos llamado –dijo Elsa golpeando el pecho de
su esposo–. Nosotras la sacamos de allí, vosotros hubieseis quemado la casa con él
dentro.

–Me conoces bien… –Camal sonrió y dejó expuesta su preciosa dentadura blanca.

–Quiero llevarla a casa y mantenerla a salvo. –Silvia acariciaba los largos mechones
negros de su amiga mientras yacía inconsciente–. M e da la sensación que además
de alcohol, ha tomado algún sedante…

Camal se inclinó hacia el coche y sacó a Lucía como si se tratase de una pluma de
pájaro. Se la puso en el hombro y comenzó a andar por el pasillo oscuro. Sail y

Elsa le seguían protegiendo la retaguardia, y Silvia intentaba cubrir las partes del
cuerpo que se quedaban descubiertas. Los cuatro se dirigieron hacia el edificio
anexo, hacia lo que era su hogar.

–¿Qué tenéis pensado hacer? –preguntó Sail cuando dejaron sobre una cama
caliente el cuerpo de Lucía.

–Yo iría y le cortaría los huevos de cuajo –contestó Elsa apretando con fuerza sus
puños.

– Mon amour, creo que eso es un delito –dijo Sail con una enorme sonrisa en su
boca.

–¿Tú crees? –Arqueó su ceja derecha y entrecerró los ojos.

–Lo sé muy bien… –La abrazó con fuerza desde atrás y besó su mejilla derecha–.
Aunque ya sabes que para mí es todo un placer tener esas manitas ahí abajo.

–Lo mejor será que ella decida –intervino Silvia. –Cuando se sienta con fuerzas
sabrá qué opción es la más adecuada. Tened en cuenta que tiene tres hijos
pequeños y ese capullo siempre le ha estado amenazando con ellos.

–Sigo pensando que si nos los quitamos del medio, no habrá caso. ¿No conocías a
alguien de la cárcel?

–¿Yo? –preguntó con cara de inocente su marido–. Si yo soy muy buena gente y
nunca he visitado ese tipo de lugares…

–Claro… díselo al que te escupió en la cara. –Se giró y le puso el dedo en la nariz.

–Odio los gérmenes. Y ese tipo me echó muchísimos. –Se apartó y besó la palma de
su mano.

–Como ha dicho Silvia, la mejor opción es esperar a que ella se recupere del
trauma. Y sobre el tema de sus hijos lo tengo claro, si ese capullo los utiliza para
joderla, entonces… le joderemos nosotros a él. ¿Alguna objeción al respecto? –
Nadie dijo nada–. Pues entonces… todo aclarado. Marchémonos a descansar que
hoy ha sido un día bastante duro.

–Sí, muy duro. Como lo que tengo entre mis piernas –le susurró Sail a Elsa.

–No estoy para eso… –le respondió intentando separarlo de ella. Pero no lo
consiguió. Era igual que querer mover una montaña que se encuentra en tu paso.

–¿De verdad? –Sail bajó su mano y la introdujo dentro del pantalón. Sin pedir
permiso, separó con sus dedos la escueta lencería e introdujo dos dedos dentro del
sexo de ella y comenzó a juguetear en su interior. –Si estás cachonda perdida –le
siguió susurrando–, eres una perra en celo cuando te cabreas y eso me vuelve loco,
ya lo sabes.

–Sail… –murmuró.

–Di mi nombre, mon amour, y grítalo cuando estés apunto de correrte –jadeaba
sobre la boca de la mujer.

–Sail…

–¡Vamos, grítame! –Sus dedos se movían cada vez más rápidos. Él seguía
apoyándola sobre la pared. La besaba mientras que su otra mano buscaba dentro
del escote el pezón al que presionar.

–Nosotros nos vamos… –habló Camal cogiendo a su esposa en brazos–. Tenemos


un asunto que arreglar. He de castigar a esta mujer por haber salido sin la
protección de su marido.

–Ajá… –respondió Sail sin mirarlos–. Vas a correrte, ¿verdad? Lo veo en tu cara.
Tus ojos brillan y tus mejillas ya tienen ese sonrojo que adoro.

–¡Fuerte! –exigió Elsa–. Necesito que me folles con fuerza.

Sail sacó con rapidez la mano del sexo y la utilizó para alzarla en brazos y llevarla
hasta el sillón. La puso espaldas a él. Le bajó los pantalones, se desabrochó la
cremallera y, dirigiendo su gran erección hacia la apertura, la penetró con la
intensidad que ella demandaba.

–¿Así, te gusta más así? –preguntaba al mismo tiempo que la bamboleaba con tanta
intensidad que la cabeza de ella golpeaba sobre el respaldo del asiento.

–¡Sí! –gritó.

–¡Córrete, zorra! ¡Córrete para mí! –Exclamaba entre gemidos. –¿Quién es tu


dueño? ¿Quién es el motor de tu vida? –Sus grandes manos agarraban la cintura de
ella y la empalaba cada vez más salvaje, más bárbaro.

–¡Tú! –aulló presa del deseo.

–¡Grita mi nombre!
–¡¡Sail!!

Fue entonces cuando ambos jadearon con más vigor. Elsa se llevó las manos hacia
los erectos pezones y los apretó como si se tratasen de pinzas. Levantó la cabeza
ante el placer al que estaba siendo sometida y gritando de nuevo el nombre de su
amante, se corrió. Sail sintió cómo una descarga invadía su sexo y notó correr el
semen por los conductos de este. Alzó también la cabeza y exclamó:

–¡Mía, joder, eres mía!

Ambos comenzaron a zarandearse. Sail agarró con más brío el cuerpo de su mujer
para que no pudiera caer. Acercó su boca hacia la espalda y le dio un tierno beso.

–Que no se te olvide, mon amour. Eres mía y si algo te ocurriese, no habría nada en
el mundo que hiciera parar este tren desbocado.

–Yo también te quiero… –respondió Elsa.

La cálida luz solar pasaba con suavidad entre unas oscuras cortinas. Cuando Lucía
abrió los ojos, descubrió que no estaba en su dormitorio. En efecto, todo lo
sucedido no había sido una pesadilla. Sus manos tocaron la hinchada mejilla y
expresó en su rostro cierto malestar, el dolor permanecía en la zona. Se sentó en la
cama y quiso mirarse en el primer espejo que encontrara, pero no halló ninguno.
La habitación estaba prácticamente desnuda. Una cama enorme, una pequeña
mesita, una cómoda y una especie de sillón a los pies fue lo único que encontró.
¿Dónde la habían metido? Se levantó inquieta y se dirigió hacia la puerta,
necesitaba salir de allí.

Pero antes de poner la mano sobre el pomo para poder girarlo, alguien lo hizo
primero.

–Buenos días, dormilona. –Elsa apareció con una enorme sonrisa. Llevaba en su
mano un gran vaso de café.

–Buenos días. ¿Dónde estoy? –le preguntó mientras retrocedía para dejarla pasar.

–Estás en nuestra casa –la voz de Silvia apareció detrás del cuerpo de Elsa.

–Ahh, eso me tranquiliza –dijo con sarcasmo.

–Sé que le había prometido a Silvia que no te presionaría, pero me resulta


imposible ver esa cara y no preguntarte qué narices ha pasado. –Elsa posó el vaso
en la mesita y se sentó sobre la cama.

–Es la pregunta del millón –respondió mientras atrapaba el café. Tras unos
segundos de reflexión, se colocó frente a sus amigas y comenzó su relato–: Estaba
furioso. Nunca lo había visto así. No creo que la razón fuese el vestido o por llegar
más tarde de lo normal a casa. En verdad pienso que todo su coraje nació porque
perdió el control de la situación. Como ya sabéis, todo ha estado supervisado por
él, y que yo me desmadrara sin su permiso no sentó bien a su ego.

–Quizá yo también pierda el control… –advirtió Elsa endureciendo su rostro


angelical.

–Lo debería haber dejado antes. Esto me ha pasado porque yo no he tenido el valor
suficiente para abandonarlo. –Las miró con pesar.

–Nunca fue la mejor opción para ti. Siempre hemos creído que te involucraste en
una relación que no era la idónea. En el convento se rumoreaba que el bastardo
pagó a las monjas para que le recomendaran una chica de alto poder adquisitivo y
docilidad. –Silvia permanecía de pie y observaba cada movimiento de su amiga.

–Yo también he llegado a esa conclusión… –murmuró apenada.

–Pero el pasado, pasado está –gritó Elsa–. Ahora debes comenzar una vida nueva,
claro que antes hay que destrozar al cabrón.

–Primero quiero traer a mis hijos conmigo. Están con mi madre y he de advertirla,
en la medida de lo posible, de que deben permanecer allí y no marcharse con

Jorge porque si lo hacen, no los volveré a ver más. –Caminó hacia la mesita donde
tenía el móvil para llamar a su casa pero no tenía batería–. Necesito un teléfono.

–Puedes llamar desde la oficina, saldrá en oculto, de esta manera te ahorras dar
explicaciones incómodas –dijo Silvia.

–Gracias chicas, de verdad, gracias por estar conmigo en estos momentos. Creo que
si no llega a ser por vosotras, todavía estaría allí llorando por la vida que me ha
tocado vivir. Sé que empezar de nuevo no va a fácil pero si permanecéis a mi lado,
lo superaré.

–Siempre… –Elsa estiró su mano derecha hacia el frente.


–Estaremos… –Silvia colocó la suya encima.

–Juntas –cerró el juramento Lucía.


Capítulo 13. Requerido

Fidel conducía a gran velocidad por las calles de la ciudad. Había recibido un
mensaje de su ama requiriendo su presencia en el club, y no la quería hacer esperar
demasiado. Debía de ser algo bastante importante porque de lo contrario no se
hubiese saltado uno de sus principales límites que era no interrumpir su vida
familiar, y ella sabía que hoy era el día en el que su madre y él iban a poner flores a
la tumba del padre. Aparcó el coche en la parte de atrás y se dirigió hacia la puerta.
Tocó tres veces y esperó a que alguien le abriese.

–¿Quién? –preguntó Camal.

–Soy el Esclavo Ron, señor. M i ama me ha requerido –dijo esperando a que le


permitiera el paso.

–Ya sabes qué hacer –le comentó.

–Sí, señor.

Se dirigió hacia los vestuarios y se desnudó. Cogió el collar de cuero negro que
tenía en su taquilla y comenzó a adentrarse en el club. Todo estaba apagado. No
había nadie allí dentro y el silencio era sepulcral. Era normal ya que la zona se
cerraba de día para que no interrumpieran con alaridos y música la parte menos
oscura del local. Pero aquello le preocupó aún más. ¿Por qué lo necesitaba a esas
horas? Siguió andando hasta la habitación en la que ella hacía sus sueños realidad.
Su corazón se aceleraba cada vez más. Su respiración, entrecortada debido a la
ansiedad de pensar que le había sucedido algo, lo ahogaba. Tocó la entrada dos
veces y esperó a que le indicase si podía o no entrar.

–Pasa, esclavo mío –la suave voz de su dueña le permitía el acceso.

–Señora, su perro está aquí para lo que desee –dijo mientras caminaba con
suavidad dentro de la habitación.

El dormitorio estaba en penumbra. Iluminado con las habituales velas, apenas


distinguió donde se encontraba ella. Entrecerró los ojos y observó una silueta
sentada en un diván.
–¿M e permite acercarme? –preguntó con asombro. Seguía sin saber para qué había
sido solicitado.

–Estoy aquí –la voz de su ama apareció de entre las sombras. No era la mujer que
estaba sentada. En la habitación había dos…

–Gracias por venir tan rápido. –Bianca, Ama Hielo, se acercó a él para acariciarlo y
besarlo.

–Sus deseos son mis mandatos, señora –respondió dejándose besar.

–Lo sé. –En su mano tenía una cadena que aferró al collar de su cuello. Arrodillado
y andando como si fuera un perro, se acercaron hacia la figura que los observaba
callada. –Querida, aquí tienes a mi esclavo para lo que desees.

Fidel comenzó a temblar. Nunca había estado con otra Dómina que no fuese ella y
la idea de ser sometido por otra no le gustó porque lo que tenía con Bianca era
amor y no sentimiento de dominación.

–¡M ira al suelo! –le ordenó Bianca mientras tiraba de la cadena hacia el suelo. Él lo
hizo.

–Buenos días, esclavo Ron. –Este se quedó sorprendido al averiguar de quién se


trataba–. Imagino que estarás preguntándote por qué estás aquí. –Fidel asintió con
la cabeza mientras clavaba su mirada al suelo. Nadie podía alzar la mirada cuando
ella estaba presente, de ahí que su señora le obligase a bajar la mirada–. Necesito
ayuda y Bianca me ha dicho que tú me la proporcionarás.

–¡Responde! –ordenó su dueña.

–Haré todo lo que esté en mi mano, señora. Será un honor poder ayudarla. –
Continuaba con su posición de humillación.

–Bien, una amiga necesita un buen abogado y sé de buena tinta que tu hermano lo
es.

–Sí, señora. Es uno de los mejores en esta ciudad y no tendrá problema alguno para
llevar su caso.

–Pero no des todo por sentado. Se trata de Lucía Sandoval, y si no recuerdo mal ha
tenido algún altercado con él. –Se incorporó del diván para observar el rostro del
joven. Se parecía mucho a su hermano aunque sus rasgos faciales estaban más
marcados y sus ojos no eran azules, sino marrones.

–¿Ella? –Debido a la sorpresa que tuvo, levantó la cara hacia Dómina y Bianca le
tiró de la cadena hacia abajo–. Lo siento, mi señora, ha sido sin querer –se excusó.

–¿Crees que tu hermano pondrá alguna pega? –Puso sus largas piernas frente la
cara del esclavo.

–No, señora. Creo que también será un placer para él. –Sonrió complacido.

–Perfecto. Gestiona una cita lo antes posible, ¿entendido? –dijo con impaciencia.

–Sí, señora. En cuanto mi ama no me necesite, lo haré. Gracias por confiar en este
humilde siervo –agradeció.

–Bianca, espero que sepas agradecer como se merece su colaboración. –Comenzó a


caminar hacia la puerta.

–Sí, no dudes que lo haré. –Esbozó una insinuante sonrisa diabólica.

–Nos vemos luego. –Salió de allí.

Fidel seguía anonadado. Era un honor haber hablado y permanecido junto a una
mujer tan poderosa como ella. Pero no solo su alegría se debía a eso, sino a que por
fin iba a poder ayudar a su destrozado hermano.

–¿Qué? –inquirió Bianca cuando observó la alegría que desprendía el muchacho.

–Que hoy me han hecho muy feliz, señora.

–Todavía no ha terminado el día. Levántate y quédate desnudo. Yo también quiero


ser feliz.

El muchacho se levantó y mientras ella le quitaba la cadena, se desprendió del


bóxer. Un escalofrío invadió su cuerpo y empezó a sentir la excitación en su sexo.

Estaba preparado para la recompensa que su amada le iba a ofrecer.

–Échate sobre la cama –mandó.


Y caminó despacio hacia ella. Se tumbó mirando el techo y colocó cada mano en un
lado del cabezal del catre. Bianca atrapó las muñecas con diferentes esposas
disfrutando de la exposición que el joven realizaba para ella. Sin límites, sin
miedos y con total adoración. Abrió un cajón de la mesita y atrapó un antifaz
negro. Le inclinó la cabeza y se lo puso. No quería que viese nada, así estimularía
sus sentidos y disfrutaría de cada caricia mil veces más. Instantes después, Fidel
comenzó a notar sobre su cuerpo los dedos de su señora. Empezó a volar…

–Me has honrado con tu comportamiento –murmuraba entre cada caricia–. Eres lo
mejor que he tenido en mi vida.

–Gracias, mi ama. Es un placer servirle –intentaba responder. Los roces en su piel


le estaban llevando a un mundo inimaginable–. Daría mi vida si la pidiera, lo sabe.

–Lo sé. –Dejó de tocarlo y caminó durante unos instantes por la habitación. Luego
volvió hacia él y comenzó a dibujar en su cuerpo, con pequeñas gotas de cera que
caían de una vela encendida, el nombre de ella.

Fidel se excitó aún más. Su sexo comenzaba a erguirse sobre su cuerpo. El calor de
cada lágrima en su piel solo avivaba más su imperiosa lujuria. En efecto, su ama y
señora le estaba complaciendo por su acto. Alzó la cadera para guiar a su Dómina
por dónde necesitaba sentir el calor. Bianca sonrió complacida. «Por supuesto,
amor», pensó. Alargó la mano y un pequeño río de lava calló sobre el erecto sexo.
El muchacho gritó de emoción y levantó aún más la zona. Más, deseaba mucho
más.

La mujer acercó el pequeño fuego y fue acariciando con ella el lugar inguinal. Un
aullido salió por la boca del esclavo.

–Mi pequeña zorra –dijo apartando la vela–. Eres especial…

Las lágrimas comenzaron a correr bajo del antifaz. Fidel estaba emocionado,
ilusionado, consentido con la vida que tenía, porque en ella se encontraba la mujer
que amaba, y una vez hallada, nada ni nadie le separaría de ella. Sintió cómo
volvía a distanciarse de él, la frialdad era palpable cuando ella lo abandonaba. Pero
como en la anterior ocasión, regresó al momento. La cama empezó a moverse,
parecía que ella se subía pero no fue capaz de preguntar. Lo que decidiera, así
haría.

–Abre la boca –ordenó. Así lo hizo él–. Recibirás el zumo de tu ama, te alimentaré
de mis entrañas y saborearás lo que tanto deseas.
–Sí, ama.

Bianca puso su sexo sobre el rostro del sumiso, dejando que se alimentara lo
suficiente como para que la esencia de ella se apoderase de su cuerpo. Era suyo,
por más que intentara evitar amarlo, no podía. Cada gesto, cada ofrenda, cada
aceptación que el joven realizaba por ella, reforzaba con más ahínco el sentimiento
de amor que había surgido entre ambos.

–¡Mete la lengua! –ordenó entre jadeos. Su orgasmo estaba a punto de llegar.

Al sentir la caliente sin hueso rozando las puertas de su interior, empezó a


balancearse sobre la angelical cara. La intensidad en cada fricción iba
aumentándose, volviéndose una demente al ser sucumbida por el placer.

El joven empezó a expulsar gotitas seminales, estaba tan cerca de la explosión


como ella. Pero no podía hacer nada sin el consentimiento de su diosa. Seguiría
degustando del rico néctar hasta el final de sus días, no le importaba morir bajo las
piernas de su amada. De pronto, mientras su lengua acataba la orden que le había
sido designada, Bianca comenzó a frotarse con más vigor y sacudió su cuerpo con
gran agresividad. Fidel intentó mirar el rostro exótico de su dueña, pero le fue
imposible. El sexo de la lujuriosa mujer se movía de tal forma que notó el chorreo
de su miel sobre las pestañas. Hubiese dado su vida a cambio de sentir su polla
dentro de ella, pero parecía claro que en esta ocasión no iba a suceder.

–Otro regalo, siervo –jadeaba–: córrete, ¡ahora!

Bianca se agarró a las borlas del cabezal para no perder el equilibrio. Su cuerpo se
zarandeaba bruscamente ante la llegada del deseado clímax. Su refriega en el
rostro del sumiso no terminaba. Necesitaba seguir hasta que su cuerpo notase el
descenso de la adrenalina. Giró su cabeza hacia atrás y vio que Fidel se había
llevado una de sus manos hacia su sexo y se estaba masturbando con rapidez.
Amusgó sus ojos y comprendió que el joven estaba en el límite. No duraría ni un
segundo más. Entonces cerró sus ojos y se dejó llevar… ante las múltiples
sacudidas que su cuerpo le estaba ofreciendo.

Ambos gritaron, ambos se volvieron locos, ambos desearon que el placer no se


terminara nunca. Jamás encontrarían a nadie que les complementara como ellos lo
hacían. No solo físico, sino también de alma.
Capítulo 14. La visita de Fidel

Habían pasado tan solo cinco días desde que Andreu descubrió a la que creyó ser
la mujer de su vida. Y desde ese momento, no supo más de ella. Parecía que se la
había tragado la tierra. Durante las cuarenta y ocho horas que había durado su
agonía, seis de ellas las utilizó para salir de su casa e ir a buscarla donde pensó
encontrarla.

Sin embargo, ni estaba en su casa, la cual había merodeado como un ladrón


buscando una entrada para acceder al hogar, ni en el edificio donde aparcó el
coche, que descubrió que era el lugar donde trabaja su marido, ni en el club, donde
estuvo esperando sentado en la entrada más de una hora a que alguien le abriese la
puerta tras media hora de golpes y gritos. Nada. No halló nada. Lo único que pudo
confirmar es que cada instante que pasaba sin ella seguía añorando sus besos, su
perfume caminando por su nariz, la suavidad de su piel al tocarla… Intentó por
todos los medios dejar de pensar en Lucía, pero no lo consiguió. Cuando cerraba
los ojos tan solo la veía a ella, mirándole, sonriéndole, susurrándole al oído que no
se desanimara porque al final volverían a estar juntos. Apiló entre sus manos los
documentos que había leído y los colocó con dejadez sobre la mesa. No tenía
ningún interés en solucionar los problemas de los demás porque ni él mismo
solucionaba el suyo. «¿Cómo se puede ser un salvador si tan solo eres el verdugo
de uno mismo?», se decía una y otra vez deambulando por su oficina. «No debería
haber venido. Hoy no estoy en forma –seguía pensando–. M iraré la agenda y si no
tengo nada interesante, volveré a caer en los brazos de esa botella que dejé a
medias.» Con desgana, observó lo que tenía previsto para la mañana y entrecerró
sus ojos al sorprenderse de que todas las citas habían sido anuladas menos una.
Una que se había antepuesto a las anteriores con color rojo y en mayúscula. Se
sentó con rapidez en el sofá y leyó varias veces las anotaciones. Al final optó por
resolver su dilema.

–Elena, quería hacerte una pregunta –comentó después de dejar pulsado el botón
del intercomunicador durante unos segundos. Tal vez lo había cambiado él y ahora
no se acordaba.

–¿Se encuentra mejor? ¿Necesita algo?

–Tengo algo apuntado en rojo en la agenda para hoy, pero no me acuerdo de qué
se trata. ¿Sabes algo de eso? –M ovía inquieto el sillón de un lado a otro.
–Puede que sea algo relacionado con Fidel. –Ella sabía de qué se trataba pero se
mantendría al margen, no quería inmiscuirse en temas familiares. Lo que tramara
el diablillo con su hermano era cosa de ellos.

–Bien, entonces le llamaré a ver qué me cuenta. Gracias. –Colgó.

Los dedos de Andreu comenzaron a tamborilear sobre la mesa y frunció de nuevo


su ceño. Si su hermano había concertado una cita sin poner nombre o algún tipo de
palabra en clave, solo era por una razón; tenía problemas y no deseaba que nadie
descubriera que volvía a meterse en líos. Tal vez requería de sus servicios para
salir del Club. «¿Qué has hecho?», se preguntaba una y otra vez. M iró de soslayo
al precioso árbol de navidad que tenía dentro de la oficina. Este año no tenía ganas
de celebrar nada. Se le hacía un nudo en la garganta con tan solo pensar que
tendría que fingir una bonita y alegre sonrisa ante todos los que aparecían por
casa. Además, las ancianas amigas de su madre no cesarían de preguntarle cuándo
traería una mujer y unos niños. Levantó las cejas cuando una idea recorrió su
mente, quizá la noticia que su hermano le daría no debía de ser mala, a lo mejor se
trataba de boda o de hijos. Sonrió al pensar en la posible descendencia de su
hermano. Si eran la mitad de guerrilleros que su padre, sería un tito con muchos
problemas. Puso sus brazos por detrás de la cabeza y se reclinó hacia atrás. ¿Cómo
se tomaría su madre una noticia así? Bueno, seguro que con los brazos abiertos.
Sonrió cuando otro pensamiento invadió su mente: ¿estarían siempre vestidos con
látex y cuero? Halloween o carnavales serían los días preferidos de su cuñada y
hermano.

–Buenos días, Andreu –la voz de su hermano apareció por la puerta.

–Dicen que cuando nombras al diablo tres veces, aparece…

–¿Soy el diablo? Vaya, me veía más de angelito. –Caminó por el despacho.

–Te iba a llamar. Quería que me explicaras qué significa esto. –Abrió la agenda y le
indicó lo que tenía escrito en ella.

–Lo he puesto yo, necesito que estés libre. Quiero pedirte un favor.

–¿De qué se trata? –preguntó sin mirarlo.

–No me vas a echar el sermón de la mala vida que tengo y que estás muy cansado
de sacarme las castañas del fuego. –Se sentó en la silla y estiró las piernas sobre la
mesa.
–¡Quita tus pies de ahí! –Los retiró de un manotazo–. Vas a manchar los papeles.

–Bueno, entonces, ¿me vas ayudar? –Sonrió.

–Todo depende de lo que necesites… –Apiló las hojas en un montón y las retiró de
su lado.

–Es poca cosa, seguro que no tendrás problemas…

–¿Lo vas a escupir ya o debo adivinarlo? –Comenzaba a desesperarse.

–Alguien de dentro del Club necesita tu ayuda. –Cruzó los brazos y las piernas.

–¡No me pidas ayuda para ocultar un asesinato, por favor!

–¿Asesinato? ¡Ja,ja! –Comenzó a carcajearse sin parar.

–No te rías, he sopesado muchas cosas. Asesinato, casamiento, hijos,…

–¿Casamiento, hijos? ¡Ja,ja! –Seguía riendo sin parar.

–Cuando dejes de mofarte de la situación, me explicas qué es lo que necesitas que


haga.

–Como ya te he dicho, alguien necesita de tus servicios y me encantaría que le


atendieras. Si no te convence el caso, puedes abandonarlo sin compromiso. Pero sé
que eres muy bueno en tu trabajo y podrías hacerlo bastante bien.

–¿Y quién es esa misteriosa cita? –Se levantó de su asiento y se dirigió hacia la
cafetera.

–Solo puedo decirte que es alguien muy importante para las amas…

–¿Amas? ¿Te refieres a las mujeres semidesnudas vestidas de negro que portan en
sus manos todo tipo de herramientas medievales? –Tomó varios sorbos de café.

–Sí. Se puede denominar de muchos modos, pero entre todas, esa es la más bonita.
–Observaba a su hermano cómo se alteraba, le ponía nervioso no saber quién era.
Pero antes moriría que desvelarle el secreto. Se había jurado que le recompensaría
todos los años de mala vida, y seguro que eso le haría olvidar todas las penurias
que le había hecho sufrir.
–Sabes que la intriga me mata, ¿verdad? No te llamo hijo de puta porque tu madre
es la mía y es una santa. Pero esta me las pagarás. –Andreu comenzaba a perder la
paciencia. No le hacía gracia ver a su hermano sentado, tan tranquilo, ofreciendo
sus servicios a personas un tanto extrañas.

–¡Júralo! –gritó Fidel dibujando en su rostro una risa burlona.

–¡Pues claro que me las pagarás! ¿Cómo se te ocurre ofrecer mis servicios sin
consultar? Y mucho menos, después del mutismo que tienes.

–A ver, no te pongas nervioso. No quiero que te alteres más de lo necesario, solo se


trata de un divorcio. –Cerró los ojos y se tapó los oídos. Comenzaba la segunda
parte del primer raund.

–No acepto casos de divorcios, ya lo sabes. –Parecía como si le hubiesen quitado un


gran peso de encima. Su rostro había vuelto a la normalidad.

–Lo sé, pero como te he dicho, es un caso especial. Lo sopesas cuando venga y le
dices a la cara que no quieres trabajar en su caso. –Miró el teléfono al escuchar el
pitido de un mensaje–. He de irme, ya me cuentas.

–¿Pero…dónde vas? -Seguía sorprendido con la actitud que había tomado su


hermano. Parecía como si en vez de un club de masoquismo se había introducido
en una secta. No era el mismo, de eso no le cabía ni la menor duda. Había
cambiado de un tiempo a esta parte y no sabía cómo afrontar la nueva etapa de
este. Solo rezó para que nada le hiciese tanto daño como el que él mismo estaba
padeciendo.

Cuando Fidel cerró la puerta y no obtuvo respuesta de la razón de la huida, se


volvió a sentar y la pila de papeles que había unido los volvió a colocar en el otro
lado de la mesa. Estaba nervioso. No sabía qué hacer. Este le había involucrado en
un caso de divorcio aun sabiendo que la empresa no se dedicaba a ese tipo de
menesteres. No los aceptaba desde que sufrió en sus carnes el dolor de ver cómo
era arrebatado de sus manos lo que tanto había tardado en conseguir. No solo se
sintió herido por la traición de una mujer llena de codicia, sino también con la
justicia, esa que tanto exaltaba en cada uno de sus casos.

–Elena, ya sé de qué se trataba ese punto rojo en la agenda –Andreu comentó a su


secretaria–. M i hermano necesita un favor… –Miró hacia el techo.

–¿Le voy buscando el número de un asesino discreto? –Esbozó una sonrisa


divertida.

–Si lo necesitase, utilizaré mis propias manos. –Se recostó sobre su silla, y miró
hacia el ventanal al escuchar un ruido familiar. Estaba lloviendo. Hacía mucho
tiempo que no lo hacía de aquella forma. M ás que gotas de agua chocando sobre el
cristal parecían golpes de piedras intentando invadir su privacidad.

–Yo que usted contrataría a otra persona, así las tendría limpias… –Seguía con una
sonrisa divertida en su rostro.

–Creo que por muchas trastadas que me haga mi hermano, se las perdonaría todas.
–Se levantó, y con sus dedos acarició la ventana dibujando el camino que hacían
las gotas de agua–. Gracias Elena, solo quería informarte.

–A su disposición, señor. Pero sigue en pie lo de buscar un asesino a sueldo…

Como no tenía bastantes complicaciones, ahora venía un desconocido para un caso


de divorcio. Seguro que sería algún miembro del club que fue descubierto y su
mujer montaría en cólera ante ese tipo de engaños. ¡Lógico! Si él fuese esposa y
encontrase a su marido haciendo dios sabe el qué, también pediría la separación a
gritos.

Y claro está, podría sacarle hasta la pelusa del ombligo si alegaba demencia. Se
sentó otra vez en su sillón y comenzó a balancearse. Era la única manera que tenía
para tranquilizar el estado de ansiedad. Cerró los ojos y pensó que eran los brazos
de su madre quien lo mecía mientras le susurraba una armoniosa melodía. Ella
sabía muy bien cómo relajar a su hijo. Sin embargo, cuando menos se lo esperó, la
nana desapareció y entre la oscuridad surgió una figura que reconocía a la
perfección. Era ella.

Con una preciosa sonrisa se acercaba a él para entrelazar su cuerpo con el suyo y
darle un enorme y apasionado beso. «¡Joder!», gritó al sentir entre sus piernas un
alzamiento no consentido.
Capítulo 15. En busca de ayuda

Llevaba unos días enclaustrada en el enigmático edificio. A pesar de que todo el


personal la recibía con los brazos abiertos, ella se escondía en la habitación para
llorar y gritar. La putada que Jorge pretendía hacerle quitándoles a sus hijos era
inhumana. Jamás se preocupó por ellos y ahora quería dar a entender que era el
mejor padre del planeta porque estaba pagando el colegio y pretendía darles una
educación adecuada. Sabía que debía ser fuerte, no solo por la nueva vida que
comenzaría, sino porque debía hacer frente a las mil tretas que realizaría su marido
para hacerse otra vez con el control que había perdido. Entreabrió la puerta de su
dormitorio y vio sobre la pared a los dos galos. Con los brazos cruzados, esperaban
cualquier movimiento para despertarse de su letargo. Lucía esbozó una sonrisa
divertida. Nunca pensó que sus amigas se hubiesen emparejado con tipos como
ellos. Quizá para Elsa sí cuadraba, pero para Silvia, no. Creyó que se casaría con un
hombre educado, respetuoso, siempre vestido de esmoquin, pero nunca imaginó
que lo haría con un armario empotrado de dos metros con ciento treinta kilos de
peso, rapado, con pendientes en las orejas y la piel cubierta de tatuajes. Toda una
sorpresa. Pero no acabó ahí su asombro, porque tenían más cositas guardadas…

–Es difícil de entender –le comentaba Silvia–. Nosotras estamos casadas con ellos,
que como has podido comprobar no solo nos basamos en una relación matrimonial
uniparental.

–Hasta ahí lo comprendo todo –le decía Lucía–, pero sigo sin entender la relación
especial que tenéis vosotras. Parece un misterio oscuro…

–Como sabes, nuestra amistad comenzó en la residencia. Con el tiempo esa


relación dio paso a un afecto demasiado poderoso. No éramos solo amigas o
confidentes, también surgió el amor. Un amor tan especial que es la base para
poder amar a los demás. No sé si me explico bien. –Silvia cruzó las piernas y se
tumbó en el amplio sofá de cuero negro.

–Nunca pensé que dicho amor fuera tan fuerte. Siempre os veía tan unidas, tan
cómplices que alguna vez que otra puse la duda en mi mente, pero se pasaría en
un segundo porque no vi ningún tipo de indicio sexual en vosotras. –Lucía sonreía
mientras las mejillas se llenaban de sonrojo. La situación era un poco embarazosa,
aunque se las daba se liberal, todavía existían cosas que la ruborizaban.
–Cariño, pues yo veía cómo Elsa se ponía cachonda cuando me duchaba a su lado.
–Lucía levantó una ceja–. Sus pezones se oscurecían y se endurecían.

–Y siempre estaba húmeda –Elsa interrumpió la conversación entrando por la


puerta. Las había estado escuchando, no cabía duda porque antes de dar un paso
más, se relamía los labios pensando dónde se iban a posar.

–¡Oh Dios! –exclamó Lucía levantando las manos–. ¡Sois insaciables! Habéis estado
toda la noche gritando con vuestros maridos y ¿todavía queréis más?

–Es diferente. Con ellos es pura pasión, sexo duro e intenso. Y entre nosotras –miró
con lascivia a Elsa– es un sexo cálido, suave, tierno.

–Bueno, cuando ellos participan, todo empieza suave pero termina duro –se
carcajeó Silvia.

–Creo que hasta en eso habéis tenido suerte. Ellos os entienden a la perfección y os
respetan. –La mirada de Lucía se dirigió al suelo–. Habéis sido chicas muy
afortunadas. Tenéis un club que funciona bastante bien, estáis colmadas de afectos,
caricias, dinero, sexo…

–¡Lo describes como el anuncio de la próxima película de Richard Curtis! ¿Crees


que no hemos tenido problemas? ¡Gilipolleces! Al montar Silvia este club ha estado
expuesta a amenazas de todos los partidos políticos conservadores de esta
sociedad. La utilizan como diana para lanzar los dardos en sus campañas
electorales.

Todos quieren acabar con el demonio interior que llevan dentro y piensan que si
evitan el pecado, eliminarán al pecador. Ha sido asaltada en varias ocasiones.
Nuestros maridos han tenido que vigilarnos mientras dominábamos a los esclavos,
pensando que cualquiera de ellos sería un infiltrado para hacernos daño. Tengo el
cuerpo cubierto de cicatrices debido a las peleas que se han formado dentro del
club. ¿A eso le llamas fortuna? No, nena. –Elsa se retiró de la puerta y se acercó a
Lucía–. Ha sido una verdadera tortura estar donde estamos. Es verdad que los
cuatro nos unimos para sacar esto adelante y por ahora, lo vamos consiguiendo.
Pero te aseguro, como que el sol sale todos los días, que no ha sido un camino de
rosas.

–Siento haberte herido –murmuró Lucía–, pensé que había sido algo más fácil para
vosotras.
–Cielo, tú has dormido en sábanas de raso, a pesar de no ser feliz. Nunca te ha
faltado de nada. Que sí, que todo ha sido gracias a la fortuna que tu padre cedió a
ese bastardo, pero no puedes negar que has tenido una vida bastante cómoda. Sin
embargo, nosotras fuimos desterradas por nuestras familias. Imagínate lo que era
ser dos niñitas de papá, que viven felices sin dar un palo al agua, y de la noche a la
mañana encontrarnos en la calle y sin un euro en la cartera, además del repudio
familiar cuando descubrieron nuestras tendencias sexuales. –Elsa echó el brazo
sobre Lucía–. Aunque hemos demostrado día tras día que no nos hace falta nadie
para salir adelante.

–Juraría por mi cabeza que esos machos aniquilarían a cualquiera que les soplara a
sus chicas –comentó Lucía mientras reía sin parar.

–No lo dudes –la voz ruda y varonil de Sail apareció de entre las sombras–. Si
alguien pensara por un momento en hacer algo a mis chicas, no llegaría a respirar
de nuevo.

–Eso tiene el casarse con ex militares –dijo Elsa mientras era alzada por los brazos
de su marido.

–Y a ti que te gusta que tu marido sea así de bruto, ¿verdad, mon amour? –Besó sus
ardientes labios.

–No me gusta, lo adoro. Pero ahora explícame la razón por la que espías esta
conversación de chicas. –Frunció el ceño–. Porque nos estabas espiando, ¿me
equivoco?

–Uhm, suena tentador. Sin embargo, no es eso. Tenéis en la puerta a la ama Bianca.
Dice que necesita hablar con las tres.

–¿Quién es ama Bianca? –preguntó al fin Lucía. Elsa y Silvia se miraron con
rapidez. Dudaban si contarle la verdad. Si le decían que era la pareja de Fidel
Voltaire y que este había estado hablando con su hermano para llevar su caso de
divorcio, podría salir corriendo, y en ese momento les urgía saber si el esclavo
había conseguido su propósito.

–Es una buena chica –dijo al fin Sail, que las observaba.

–Hazla pasar y recuérdame esta noche que azote ese duro traserito. –Elsa palmeó
el culo de su marido, haciendo que este se excitara ante las amigas. Lucía levantó
de nuevo las palmas de sus manos.
–Si continúo mucho tiempo a vuestro lado, tendré que comprarme un consolador.
Unos días más encerrada aquí observando vuestra ilimitada pasión y voy a
empezar a maullar como una gata en celo.

–Tengo montones en ese cajón. –Le señaló hacia la mesita que estaba tras ella–.
Recuerda que estás en la casa del placer. –Elsa sonreía mientras observaba la cara
de espanto de su amiga. Era tan remilgada que no había sido capaz de curiosear en
la habitación en la que había dormido durante dos noches.

Instantes después de salir Sail, se escuchó unos leves toques en la puerta. Tras la
invitación de Silvia a pasar, apareció una preciosa chica vestida de cuero y con
tacones de vértigo. Una extraordinaria mulata de ojos verdes y un hermoso pelo
azabache.

–Buenos días, señoras –saludó tras cerrar la entrada.

–Cierra la boca –le dijo en el oído Silvia a Lucía–. Como sigas admirándola así, va a
pensar que la deseas.

–¡Jódete! –respondió Lucía.

–Querida Bianca, gracias por venir. ¿Tienes alguna respuesta? –Elsa seguía
reclinada en el sillón negro.

–Sí, mi esclavo acaba de llamarme y me ha dicho que debe estar allí lo antes
posible. –Miró a Lucía de medio lado.

–¿No ha tenido problema al saber de quién se trata? –Inquirió Silvia.

–Ron no le ha dicho quién es. Quiere darle una sorpresa. Dice que así es mejor. –
Levantó una ceja y comenzó a sonreír.

–Me lo imagino…

–¿Algo que deba saber? –preguntó al fin Lucía ante aquel secretismo.

–Hemos pedido ayuda a un buen abogado para que lleve tu caso de divorcio –
respondió con serenidad Silvia–. Es el mejor de la ciudad y aunque no suele llevar
este tipo de asuntos, hará una excepción contigo.

–¡Genial! ¡Gracias! ¡Mil gracias! –gritó eufórica.


–No me las des hasta que descubras quién será el abogado. –Su rostro expresó
sarcasmo y entusiasmo, dejando a la pobre Lucía más intrigada si cabía.

–¿Algún esclavo de esos? No me importa. –Se incorporó de la cama y se arrodilló


ante su amiga–. Cualquier ayuda es buena para mí.

–Se trata de Andreu Voltaire… –susurró.

–¿Cómo? –Lucía abrió los ojos de par en par debido a su asombro. Se levantó con
rapidez y mirando a las tres mujeres continuó–. ¿Con el montón de gente que hay
en esta maldita ciudad y habéis llamado a Andreu? ¡Perfecto!

–Es el mejor… –cuchicheó Elsa.

–¿A qué hora debe estar allí? –Sin hacer caso a los aspavientos y resoplidos que
Lucía estaba realizando mientras andaba por la habitación maldiciendo su vida,
Silvia continuó la charla con Bianca.

–A las doce –respondió mientras observaba con asombro el histerismo de la mujer.

–Bien, allí estará. Dale las gracias a tu sumiso y recompénsalo bien, se lo merece.

–Lo haré. Nos veremos más tarde. –Con un grácil y embelesado contoneo de
caderas, la mujer salió de la habitación.

–¡Estáis locas! –Seguía increpando Lucía–. Después de lo que pasó, ¿me buscáis a
Andreu para esto? Pero la locura más grande es que él lo ha aceptado. –

Deambulaba de un lugar a otro.

–No seas tonta y prepárate, te espera a las doce y te queda poco tiempo.

–No puedo aceptarlo –dijo algo más relajada.

–No pierdes nada por intentarlo –comentó Elsa sin apartar la mirada de Lucía.

–No lo entendéis, creo que no lo entiendo ni yo, pero ese hombre me descoloca…

–¡Todos los hombres nos descolocan! –Ambas sonrieron observando la cara de


espanto de la mujer.
–No como lo hace él conmigo. Voy a estar sentada explicándole mis penurias
matrimoniales mientras que mi cuerpo llora por sentirse atrapado bajo el suyo.

–Pues haz un dos por uno –carcajeó Elsa–. Fóllatelo y acéptalo como abogado.
Seguro que eso te dará privilegios. Quizá ponga más ímpetu en el caso…

–¡Eres una zorra! –Lucía se giró hacia ella y la señaló con el dedo.

–Lo sé, no me dices nada nuevo –susurró levantando las cejas y lamiéndose los
labios.

–¡Joder! ¡Joder! –aulló la desesperada mujer. Sus amigas no la entendían, no se


hacían una idea de lo que podía pasar cuando viese al hombre frente a ella. Lo
deseaba, lo extrañaba y durante los días de cierre, solo había estado tocándose
pensando que él era quien le realizaba las caricias. Estaban locas, pero ella también,
porque al final lo aceptaría. Sin embargo, intentaría dejar a un lado ese lujurioso
deseo para centrarse en lo que en aquellos momentos le interesaba, su divorcio y
sus hijos.
Capítulo 16. El cliente sorpresa

Tras la apresurada salida de Fidel, Andreu se había quedado anonadado. Nunca lo


vio actuar de aquella forma, sin embargo, no podía extrañarse de nada. Tampoco
había pensado que su hermano se excitaba con el dolor y allí estaba, siendo el
esclavo de una ama y sometiéndose a sus mandatos. Miró el reloj: eran casi las
doce, pronto vendría la extraña cita si no lo dejaba tirado. En el fondo se moría de
curiosidad por saber quién era y qué había sucedido. Se hacía miles de conjeturas
mentales para intentar averiguar qué necesitaría para el caso, pero nada le hizo
sospechar sobre la verdad. Miró hacia el ventanal y se regañó por no haber
comprado las flores que comentó en su día. Con tanto ajetreo se le había olvidado.
Como cada segundo libre lo invertía pensando en Lucía, todo lo demás se había
quedado aparcado en algún lugar de su cerebro que no conseguía hallar. Resopló
con amargura al tenerla en su mente de nuevo. Debía hacerla desaparecer como
fuera. Ella no le pertenecía y jamás sería para él, aunque ardiera en deseos por ello.
Quizá le vendría bien tomar unas vacaciones y alejarse él también de todo lo que le
rodeaba y así poder despejar su cabeza. Dirigió la mirada hacia su secretaria, ella
redactaba algo en el pc. Pulsó el interfono y comenzó a charlar con esta para
entretenerse mientras aparecía su visita.

–¿No has recibido ninguna llamada sobre la cita de las doce?

–No –respondió llevándose la mano hacia su pelo. De pronto, el teléfono comenzó


a sonar.

–Quizá sea la cita y quiere anularla, te dejo –dijo Andreu con tono esperanzador. Si
al final no aparecía, él se marcharía a su casa y sopesaría cómo volver a controlar
su vida.

–Dime. –Elena sabía a la perfección quién efectuaba aquella llamada.

–¿Todavía no ha llegado? –preguntó Fidel eufórico.

–Aún no. Espero que no tarde demasiado. –Ella hacía girar el lápiz entre sus dedos.

–¿Por qué? ¿Qué ocurre? –se preocupó.

–Tu hermano está como un gato enjaulado. Creo que si pudiera, se subiría por las
paredes tipo Spiderman. ¿Estás seguro de lo que vas a hacer? Andreu es un chico
muy sensible y después de lo que sufrió con la maldita, no se merece más daño.

–Hoy voy a recompensar ese sufrimiento. –Una sonora carcajada brotó a través del
teléfono.

–¡No me dejes con la duda! –le suplicó–. Llevo días observando a tu hermano
saliendo de la oficina desesperado. Pero lo que resulta más aterrador es que va al
cuarto de baño y luego regresa tranquilo. –Seguía jugando con el lápiz.

–¡Se estará autoabasteciendo! –Sonreía eufórico el muchacho–. Bueno, todo va a


cambiar.

–Tu hermano es un caballero, no creo que haga ese tipo de cosas en la oficina –le
regañó.

–Mi hermano, Elena, es un hombre enamorado. Y como tal, se masturba pensando


en su amor. No hay nada de malo en ello.

–¡No me digas esas cosas! –Miró de reojo a su jefe y no pudo evitar pensar que lo
que decía Fidel era cierto.

–En fin, que la cita de las doce es Lucía, la mujer que le hace suspirar.

–¡Válgame el cielo! ¿Él lo sabe? –Miró a Andreu de nuevo.

–No, no lo sabe y a todo esto, que yo solo te he llamado para que apoyes el móvil
en el intercomunicador y me dejes escuchar la conversación que van a tener.

–¡Ni de coña, jovencito! Necesitan intimidad. –Elena giró su cuerpo hacia el


ascensor cuando escuchó un ruido–. Fidel, parece que viene –cuchicheó.

–Te prometo que seré un chico muy bueno. Te limpiaré la casa durante una
semana, iré a por ti para que no cojas el autobús. ¡Déjame escuchar! ¡Por favor! –
suplicó a gritos.

–¡Que no! –Colgó con prisa y esperó la llegada de la enigmática mujer. Estaba
deseando saber cómo era la persona que había arrasado el corazón del joven.

Lucía salió del ascensor con el pulso descontrolado. Mientras subía las plantas
hasta la oficina del abogado, quiso darse la vuelta muchas veces, pero sabía que
Camal realizaría la tarea que le había sido encomendada: hacerla llegar. Sin
embargo, tuvo miedo cuando se abrieron las puertas. Andreu no aceptaría el caso
cuando descubriese que el motivo de su separación había sido el libertinaje que
ella había realizado, sobre todo porque el primer causante era él. En verdad la
miraría con desprecio y la echaría a patadas de la oficina. Quizá en el fondo
necesitaba que la despreciara, porque sería la única forma de quitárselo de sus
pensamientos. No era lógico que su vida se viese tan alterada desde que conoció al
joven. Tampoco era razonable que en sus momentos de soledad ella recordase cada
beso o cada roce que le había ofrecido. La situación le resultaba demencial, aunque
en alguna ocasión había escuchado a sus amigas decir que cuando uno se
enamoraba todo lo que hacía era irracional. «¿Enamorarme? ¿Yo? ¿De un hombre
al que he visto tan solo unas horas? ¡Imposible! Solo puede ser deseo. Nada que
ver con el amor. El amor crece con el tiempo, no con unos instantes de pasión», se
decía una y otra vez. Sin embargo, cuando el ascensor paró, su respiración se vio
alterada. Su corazón comenzaba a latir con rapidez. Las palmas comenzaban a
sudar y por unos instantes sintió cómo perdía las fuerzas de sus piernas. Estaba
nerviosa al pensar que lo iba a ver de nuevo y que no sabía cómo actuaría él ante
su presencia. «¡Ayúdame Señor!», exclamó al adentrarse por el pasillo.

–Buenos días, soy Lucía Sandoval –saludó a la mujer que se encontraba sentada
frente al ordenador y la miraba con curiosidad.

–Buenos días. ¿Puedo ayudarla? –preguntó cortés mientras la observaba de arriba


abajo. Era una mujer algo mayor para el joven. Se la había imaginado muy
diferente. Aunque vestida de aquella forma no se apreciaba mucho la belleza que
podía demostrar.

–Vengo a ver a Andreu Voltaire. Tengo una cita con él. –Apretó sus puños al
pronunciar en voz alta el nombre. Nunca lo había escuchado de su boca con aquel
tono y le gustaba cómo sonaba.

–Señor Voltaire, la visita de las doce está aquí –le dijo con dulzura a través del
teléfono.

–Por favor, hazla pasar.

Andreu estaba sentado en su sillón. Le gustaba recibir a sus nuevos clientes


sentado y rodeado de cientos de carpetas. Era una técnica que su padre le había
enseñado para captar al cliente en la primera visita. Un abogado desde su trono,
rodeado de millones de casos resueltos, era un buen gancho. Escuchó el suave clic
de la manivela girándose y miró hacia la puerta. De repente su corazón comenzó a
latir muy deprisa y su vello se erizó. Abrió los ojos y contuvo la respiración.

«¡Lucía!»

Se olvidó de inspirar. Las mariposas que sentía revolotear en su estómago salieron


despavoridas por la boca, que había dejado abierta ante el asombro. Ella estaba allí,
frente a él. A tan solo dos metros de distancia. Quiso saltar la mesa y entrelazarla
en sus brazos. Ofrecerle todo el amor que le tenía pero no lo hizo. Algo en su
interior le gritaba que tenía que esperar. Lucía no era ni la sombra de lo que había
conocido días atrás. Vestida con unos amplios vaqueros y una enorme camiseta, se
quedó en la entrada sin poder pasar. Andreu amusgó sus ojos y los clavó sobre las
grandes gafas que ella no se quitaba. «¡Por el amor de Dios! Que no hayas
permitido lo que estoy pensando porque entonces el que necesitará un abogado
seré yo», pensó. Apretó con fuerza sus puños y esperó a que ella se alejara de la
puerta, pero no lo hizo. Permanecía estática. M irando hacia él, esperando alguna
señal que le permitiera caminar hacia el interior. Andreu gritó una maldición en
francés, retiró el asiento de una patada y corrió hacia ella, atrapándola en un cálido
abrazo.

–Andreu… –susurró al mismo tiempo que se calentaba con el cuerpo del


muchacho. Su cabeza se apoyaba sobre el torso. Escuchaba el corazón de este latir
con fuerza. Su respiración estaba entrecortada y las grandes palmas de sus manos
le acariciaban la espalda. Fue en ese instante cuando se rindió y dejó que toda la
fuerza que había ofrecido a los demás desapareciese, dando paso a un llanto
ahogado y desesperado.

–No te preocupes, yo estoy aquí y nadie podrá hacerte más daño. Cuidaré de ti,
Lucía. Te lo prometo que cuidaré de ti. –Levantó la barbilla de la mujer y apreció el
alcance de la contusión. Apretó los dientes y volvió a maldecir, pero esta vez en
voz baja, para que ella no sintiese más pesadumbre ante su exposición. –Sé que no
es el momento para decir que te he estado buscando, pero he de comentártelo.
Pongo mis cartas sobre la mesa para que seas tú quien sopese si de verdad me
quieres a tu lado. No me considero un acosador, es más, nunca he estado detrás de
una mujer como lo he estado contigo. –Lucía seguía observándolo a través de sus
gafas. No sabía qué contestarle. –No quiero que pienses que me estoy
aprovechando de tu debilidad. No es mi intención. Tan solo quiero que sepas que
eres muy importante para mí y que lucharé con todos los medios que tenga a mi
alcance para hacerle pagar a ese bastardo lo que te ha hecho.
–No sé qué responder, Andreu. Ahora mismo estoy aturdida.

–Por ahora nos centraremos en lo que te ha traído hasta aquí. ¡Ven! –Bajó la mano
hacia su muñeca y la cogió con cuidado–. Cuéntame lo que te ha sucedido durante
estos días. Fidel solo me comentó que venía alguien para un tema de divorcio, ¿es
correcto? –La condujo hasta un sofá que tenía en el despacho y la sentó junto a él.

Elena apagó el intercomunicador mientras caían lágrimas de sus ojos. Por primera
vez, el mocoso de Fidel había hecho algo bueno. Y solo esperaba que no fuese una
nueva decepción para el bueno de Andreu. M iró la agenda y vio que no había
nada después de ella. La cerró con suavidad, cogió su bolso y salió de allí. Cuando
estuvo en la puerta, se giró y echó la llave. Nadie debía interrumpir lo que estaba
sucediendo allí.

–Como abogado tuyo, necesito que me cuentes lo que sucedió. –Las manos de
Andreu continuaban acariciando las de Lucía. Quería reconfortarla y escuchar con
atención lo que tenía que contar. Aunque no le cabía duda que su argumento le iba
a destrozar las entrañas…

–En realidad… –Ella dudó por unos segundos si era apropiado contarle todo. Le
resultaba incómodo explicarle al hombre que la seducía la realidad de lo ocurrido.

Sin embargo, alzó la mirada hacia los ojos del joven y observando su franqueza y
ternura, se decidió–. Después de marcharme del Club, me dirigí a casa. Allí me
estaba esperando mi marido. Estaba muy enfadado, demasiado. Para él había sido
un horror que apareciera en la oficina vestida de esa forma… –La imagen de ella
moviendo las caderas con el ceñido vestido volvió a su mente y no pudo controlar
el alzamiento que comenzó a tener bajo su pantalón. Se avergonzó de su actuación.
Debía aparcar el instinto que ella le despertaba. No era el momento…–. Y quiso
imponer su ley con agresividad. –Lucía apartó las gafas de su rostro para que
Andreu apreciase la manera en la que su marido había querido implantar sus
órdenes.

Andreu se levantó de golpe al contemplar en el rostro de la mujer el destrozo de


una ira. Se tocó el pelo y comenzó a andorrear por la habitación. La erección había
desaparecido de inmediato. Ahora el sonrojo de sus mejillas no indicaba lujuria,
sino deseo de destrozar al personaje que había hecho daño a la mujer de su vida.
Lo buscaría y le pagaría con la misma moneda, de eso estaba seguro.

–Lo siento, ma vie. Creo que he sido poseído por la rabia y el deseo de aniquilación.
–Se volvió a sentar junto a ella y la abrazó–. Odio el maltrato, pero si además, se lo
producen a las personas que quiero… –Se calló de inmediato al escucharse decir
aquellas palabras. Nunca había dicho te quiero a nadie, ni tan siquiera a la arpía
que lo destrozó en el pasado.

–El dolor físico se cura, Andreu, pero tengo hijos y que me los quiera arrebatar, me
duele más que mil palizas. –Ella lo miró de reojo para adivinar si ponía cara de
sorpresa al desvelarle que tenía descendencia. Quizás tal descubrimiento haría
frenar de golpe ese amor que segundos antes le había mostrado. Sin embargo, no
encontró ni un ápice de sorpresa, seguía mostrando ira.

–Relájate, no puede hacerte nada. Los niños son de la madre y más si se trata de un
tema de malos tratos. ¿Lo denunciaste? –Besó con suavidad las manos de ella.

– No pude. –Ella retiró sus manos del amarre y se las llevó hacia la cara para
ocultarse tras ellas.

–¡Ni se te ocurra ocultarte y menos en mi presencia! –le dijo mientras separaba las
manos y dejaba de nuevo su rostro para poder admirarla–. Esa no es la actitud que
mi chica debe adoptar. Yo quiero una guerrera, porque vamos a tener que luchar
con todas nuestras fuerzas, ¿vale?

–No estoy tan segura de conseguirlo… –cuchicheó mientras las lágrimas


regresaban a sus ojos.

–¿Dudas de mi profesionalidad? –preguntó con sarcasmo. En el rostro masculino


apareció una burla irónica mientras arqueaba la ceja derecha–. Puedo asegurarte
que soy bastante bueno. En un ranquin del uno al cien, sin lugar a dudas estoy en
el ciento dos… ¡por lo menos!

–M e acabas de impresionar. No imaginé que fueses tan humilde. –Sonrió por


primera vez. Andreu se desmoronó al contemplarla de aquella forma. De sus ojos
comenzaron a brotar pequeñas ráfagas de felicidad. Sus labios se curvaron hacia el
lado derecho, dejando ver aquellos preciosos dientes que habían marcado su boca
en el último encuentro. Suspiró con profundidad y se dijo que haría todo lo que
estuviese en su mano para que no se apagase la sonrisa más bonita del mundo.

–Estás… –murmuró mientras la cogía de la mano.

–¿Estoy? –inquirió ella al escucharlo.


–Nada. Estaba pensando. Solo eso. –Soltó las manos y se levantó de su lado. Tenía
que alejarse durante unos instantes de ella. No era el momento ni el lugar de
gritarle todo lo que sentía en su corazón. Debía de recordar una y otra vez que
había venido a que le asesorase en el divorcio.

–¿Sabes? Cuando me dijeron que eras tú la persona que me defenderías no estaba


segura de que fuera lo correcto. Por lo que hemos vivido. Por lo que sentimos… –

Lucía tomó aire y alzó su mirada para observar los movimientos del joven. No
deseaba darle la impresión de que era una arpía que deseaba tenerlo entre sus
piernas para que se esforzase en su trabajo. Ella sentía algo muy especial por el
Andreu. No podía ponerle nombre, pero latía en su interior desde que lo vio por
primera vez.

–¿Sientes algo por mí? –preguntó incrédulo.

–Sí –respondió Lucía con firmeza. –No sé si será amor. Lo único que puedo decirte
es que me siento feliz cuando estoy a tu lado y que me haces arder de deseo.

–Lucía… –susurró Andreu acercándose a ella y colocándose de rodillas–. Yo…


Yo… ¿Me dejas besarte? –Acercó sus manos al rostro y sus pulgares tocaron con
suavidad las mejillas.

–¿Dudas? –Lucía se humedeció la comisura de su boca–. Si necesitas una


respuesta…

No pudo terminar la frase, Andreu se abalanzó sobre los carnosos labios y la


invadió con desesperación. Su lengua se introdujo buscando las caricias de la suya.
Se había vuelto loco al pensar que no la volvería a tener así. Pero ella lo deseaba
como él lo hacía. Pudo sentir cómo el cuerpo de la mujer se relajaba y se dejaba
llevar ante su beso, su calidez, su deseo. Ambos cerraron los ojos para sentir con
más fuerza la pasión. Nada ni nadie podría destrozar el momento. Si la vida los
había cruzado de nuevo, sería por algo.

–Lo siento –se disculpó Andreu–, esto no es justo para ti.

–No me hables de justicia, Andreu, ahora no es el momento. Solo quiero que me


beses otra vez.

Y envolviendo sus brazos por la cintura la atrajo hacia él. Sus labios se encontraron
de nuevo en la puerta de su boca. Sin embargo, esta vez no fue tan dulce y
acaramelado, sino agresivo y feroz. Se había convertido en un hombre sediento de
deseo y pasión. Lo necesitaba tanto que se olvidó de tomar aire para respirar.

Adoraba la calidez de sus labios y se alimentaría de ellos siempre que le fuese


posible, porque tener el sabor de ella en su boca era un néctar adictivo. Por otro
lado, Lucía llevó sus manos hacia la espalda de él y comenzó a marcarla con sus
uñas. Aquel beso la estaba sumergiendo en un precioso estado de necesidad. Podía
sentir cómo crecía la humedad entre sus piernas y el cuerpo temblaba haciendo un
precioso baile erótico.

–Dime que no es un sueño –susurró Andreu mientras su lengua recorría el suave


cuello femenino. Su nariz capturaba en su caminar el delicioso aroma de su piel.
Inspiró con ahínco y esbozó una sonrisa traviesa al percibir el olor de deseo que
ella comenzaba a emanar.

–Si es una alucinación, no quiero despertar jamás –contestó Lucía con un suave
jadeo.

Había imaginado con volver a encontrarse entre sus brazos y sentir cómo su vida
tomaba vida a través de los besos. Dejó que su labio se estirase bajo la presión de
los dientes de él y lo miró agitada. Su respiración se entrecortaba. Su pecho se
alzaba y bajaba al ritmo del enloquecido corazón. No tenía dudas; el muchacho era
especial para ella. Ahora no era el momento de arrepentirse con lo que perdió en el
club al marcharse, ahora era el momento de disfrutar el presente y dejar que el
futuro empezara a escribirse con otro tipo de letra más apropiada.

No la liberó de su presión. La observaba con detenimiento. Sus dedos seguían


acariciando el perfilado mentón. Ya no recogía lágrimas derramadas y eso le
enorgullecía. Pensar que a su lado olvidaba el tiempo pasado y se dejaba llevar por
el aquí y el ahora, lo volvía loco de deseo. Sin querer apartar sus labios de los de
ella, abandonó el calor del rostro y las manos las dirigió hacia su camisa. Quería
mostrar por completo su torso y que las caricias de aquellas duras uñas pudieran
clavarse en su piel. Pero al ver que Lucía arrugaba la frente, se distanció unos
milímetros de ella para observarla mejor.

–Dime que no lo haga y pararé –le dijo mientras su camisa se posaba en el suelo de
manera despreocupada. Sus manos bajaron hacia el cinturón del pantalón y la
volvió a mirar, esperando cualquier gesto en el rostro de la mujer que le hiciera
parar, pero no lo encontró. Todo lo contrario, ella lo miraba con deseo y se relamía
una y otra vez.
Lucía estaba quemándose viva. La sangre de su cuerpo comenzó a hervir cuando el
torso de Andreu quedó al descubierto. Sufriría la ira de Dios por no cumplir unos
de sus pecados capitales, la gula, puesto que por mucho que comiera de aquel
cuerpo, siempre querría más. Tenía ante ella un bombón tan perfecto que pensaba
que si en algún instante le hincaba el diente, lo destrozaría. Su busto trabajado
deleitaba los ojos de la mujer. Un torso sin vello, una piel blanca y cubierta de
pequeñas pecas que invitaba a hacer todo aquello que a ella se le antojase. Se
relamió los labios como si fuese una vampiresa a punto de engancharse al cuello
de su presa. Sedienta de alimentarse y devorarlo, porque no iba a dejar ni las
migajas. Extendió sus manos y comenzó tocarlo. Él echó la cabeza hacia atrás y
gimió ante las suaves caricias de ella. El aullido de placer estimuló los sentidos de
Lucía. Quería deleitarlo de la única manera que le gustaba. M iró la cara del joven
y sintió su clítoris palpitar; en efecto, la locura los había dominado. Atrapó con sus
dedos los oscuros pezones erectos que sobresalían del busto y los presionó con la
fuerza de unas pinzas. Andreu gritó y se tambaleó con tanta fuerza que casi se cae
al suelo. Ella lo observó asombrada, ¿lo habría hecho mal? Quizá no debía repetirlo
más.

–Me ha gustado –le dijo Andreu cuando recuperó la voz–. Puedes hacerlo las veces
que desees.

–Pensé que te había hecho daño –susurró mientras frotaba con las palmas de su
mano los doloridos pezones.

–Ha sido maravilloso. –Se inclinó y le dio un tierno beso.

–Bien, acabas de abrir la caja de Pandora. –Andreu arqueó la ceja. No entendía qué
quería decir, pero su tono había sido muy excitante. Así que fuera lo que fuese,
sería bienvenido.

–¡Levántate y ponte frente a mí! –ordenó sin titubeos.

Y así lo hizo, sin terminar de quitarse el cinturón que estrangulaba su enorme


erección, se puso frente a ella de pie y ofreciéndose para el sacrificio. Sentada sobre
el escurridizo sofá negro de cuero, Lucía se abrió de piernas y colocó a Andreu
entre ellas. Levantó sus manos y sacó las uñas para hincárselas en la suave y
blanquecina piel. El hombre comenzó a gemir cuando sintió sobre su cuerpo los
roces de sus cuchillas. Las piernas empezaron a temblar y casi vuelve a perder el
equilibrio. Sin embargo, una parte de su cuerpo seguía inamovible, dura, erecta,
exigiendo más y más… Lucía entrecerró los ojos y dejó caminar los dedos a sus
anchas, hasta que llegó a la hebilla del pantalón. El pecho del muchacho subía y
bajaba con rapidez, la excitación lo estaba consumiendo al igual que lo hacía con
ella. Atrapó el cuero negro y tiró de él hacia el suelo haciendo que Andreu se
arrodillara ante ella. Cuando abrió la boca para poder expresar dolor, Lucía la
poseyó e introdujo su lengua con firmeza y dominación. Era suyo, ya no había
marcha atrás, él le pertenecía de la misma manera que ella era de él. Con la mirada
atónita, el muchacho observaba cómo la mujer que adoraba se quitaba la camiseta
y mostraba un bonito sujetador de encaje negro en el que escondía sus bellos
pechos.

–¿Qué? –dijo cuándo contempló la cara de asombro del joven–. ¿No me recordabas
así? Tal vez la oscuridad de la habitación te hizo ver cosas que no eran – masculló.
No le hacía gracia pensar que el joven comenzaba a no gustarle lo que veía.

–¿Por qué dices eso? –preguntó atónito.

–Por ese rostro lleno de sorpresa al mirarme. –Llevó una mano hacia el largo
cabello del joven y se lo enredó entre sus dedos.

–Estoy sorprendido de tenerte a mi lado. Estoy sorprendido de la posesión que he


sentido hacia mí. Estoy sorprendido de contemplarte… –De repente se quedó
callado. Lucía se había colocado tras él, lo había amarrado del pelo con fuerza y
buscaba algo sobre la mesa.

–No me gusta nada ese pelo tan largo –murmuró estirando aún más el cabello.

–No te enfades, mañana me lo cortaré si no te gusta. –Andreu se quedó más


asombrado si cabía.

En ningún momento pensó que su pelo era un estorbo. Es más, él pensaba que era
un rasgo bastante interesante para describirlo. Casi todos sus compañeros de oficio
iban con el pelo corto y engominado, sin embargo él lo llevaba atrapado en una
cola o suelto. En el fondo tan solo era un acto de rebeldía. Desde que fue
despreciado por Dulce, se lo dejó crecer. De esta forma dejaba de aparentar esa
imagen de niño bueno y le servía para espantar a posibles “buitres”. De repente
tuvo que echar la cabeza hacia atrás con rapidez. Lucía le hacía más daño. Tiraba
del cabello sin contemplaciones. Intentó verla y cuando descubrió lo que iba a
hacerle, se excitó tanto que sintió cómo su pene erguido escupía las primeras gotas
seminales.

–Soy una impaciente. –La mujer sonrió, agachó la cabeza para besarlo y continuó
hablando–. No puedo aguantar hasta mañana… –Abrió las tijeras y le cortó de un
tajo la trenza que había enredado en su mano. Andreu gritó y ella volvió a besarlo.

Aunque parecía un capricho de mujer, no lo era. Aquello era un gesto que indicaba
a los dos el comienzo de una nueva etapa. Ella la había iniciado en el mismo
momento que abandonó su marido y él, al liberarse de una apariencia solitaria y
agranujada.

–Esto sobra. –Tiró con rabia el moño al suelo. Los hilos del cabello cayeron
despreocupados alrededor de los amantes.

–Lo que desees se cumplirá –susurró Andreu cada vez más excitado.

–Gracias por aparecer en mi vida. –Anduvo despacio hasta colocarse frente a él. Lo
contempló desde arriba y sonrió de placer. Por un instante pensó en decirle que se
introdujera bajo sus piernas y que se alimentase de lo que ella comenzaba a
emanar, pero se contuvo–. Ponte de pie –ordenó.

–No tienes que agradecerme nada, soy yo quien ha vuelto a vivir desde que estás
en mi camino. –Se incorporó con ayuda y dejó al descubierto la excitación que
brotaba entre sus piernas. Ya no le resultaba incómodo mostrarse tal como se
sentía; un hombre hambriento por tocar y amar a la mujer que tenía frente a sí.

Lucía sonrió complacida y se relamió ante el deseo que le provocaba verlo en


aquella situación. Volvió a agarrarlo con fuerza por el pelo y lo atrajo hacia su
boca.

Necesitaba calmar su sed. Se sentía adicta a sus labios. La lengua recorrió su


interior buscando la de él. Deseaba hacerle bailar bajo la pasión de las caricias. De
pronto, en mitad de ese apasionado contacto. Ella bajó su mano hacia el pantalón y
buscó el sexo de él. Andreu gimió y entrecerró los ojos dejándose llevar por el
placer.

–Ya no hablas… –susurró Lucía antes de morderle el lóbulo.

–Mmm… –murmuró el joven.

–Me lo imagino. –Agarró con fuerza el pene entre sus manos y empezó a
acariciarlo con suavidad. Pudo sentir entre sus dedos la humedad que expulsaba el
sexo masculino. Deseó por unos instantes tenerlo en la boca y poder así tener
consciencia del sabor de su hombre, pero se contuvo. Ella no podía dejar de
controlar la situación, ahora tenía los hilos para sucumbirlo al placer.

–Lucía… –jadeó Andreu al notar su pene convulsionar en la mano de ella.

–¡Córrete! –le ordenó–.Esto es solo el principio. Se inclinó de nuevo hacia la boca


masculina y la poseyó con fuerza mientras el joven expulsaba el frenesí que le
invadía.

Cuando las últimas sacudidas en el cuerpo de Andreu le indicaron que el éxtasis


había desaparecido, sacó la mano, la puso frente a su cara y observó con
satisfacción el líquido viscoso.

–¡Come! –ordenó.

Andreu abrió la boca y dejó que Lucía introdujera sus dedos en ella. Acató su
mandato con gusto. Saboreó todo lo que ella le ofrecía como premio. Y cuando
terminó, un pequeño gritito salió desde lo más profundo de su ser puesto que
deseaba seguir lamiendo aquella generosa mano.

Los ojos de ella se iban cerrando presa del placer al que estaba siendo sometida. Su
lengua lamía una y otra vez sus propios labios como si fuese ella misma quien se
deleitaba con la esencia del joven. Cuando el muchacho terminó, alzó despacio los
ojos hacia ella. Le brillaban. No hacía falta que dijera ni una sola palabra sobre la
felicidad que sentía, su mirada lo decía todo. Lucía se acercó y lo besó con tanta
ansiedad que perdieron el equilibrio y cayeron sobre el sofá, entre risitas por la
anécdota. La mujer se levantó, él se incorporó y observó con mucha atención lo que
ella tenía previsto hacer.

Frente al muchacho, Lucía se abrió de piernas y se posó sobre las rodillas del joven.
Este no apartaba sus ojos de las manos puesto que ella las conducía hacia el
sujetador. Lo desabrochó y las liberó de la presión. Andreu pensó que su corazón
había emprendido una carrera de fórmula uno puesto que lo notó en el tórax y en
su garganta.

–¿Y bien? –Se restregó su sexo en las piernas del hombre.

–Estoy en el paraíso… –murmuró.

–Estas equivocado, muñeco. El paraíso acaba de abrir sus puertas… –Condujo las
enormes manos hacia sus pechos y dejó que los tocara.
Andreu temblaba. No podía creerse lo que le estaba sucediendo. La mujer de sus
sueños se exponía a sus toques, a sus caricias, a sus labios. En su vida pensó poder
enamorarse con aquella intensidad. Cada poro de su piel gritaba el nombre de ella
y el sudor que desprendía su cuerpo eran lágrimas de felicidad. Por fin había
encontrado a la mujer perfecta y no la volvería a dejar escapar…

–Quiero… –susurró con suavidad Andreu.

–Adelante… –contestó ella entre gemidos.

Acercó sus labios hacia los duros pezones y los introdujo dentro. Los succionó con
fuerza. Los dedos de Lucía se enredaban en su cabello y seguían tirando al mismo
tiempo que iniciaba un pequeño baile para frotar sin parar su caliente sexo sobre
las piernas del joven.

–Sigue… dame placer… –gemía la mujer entre balanceos.

Por un segundo, solo por un instante, pensó que su sexo explotaría como un volcán
dormido durante siglos. Tuvo que dejar de lamer los pechos para controlarse un
poco. Metió su nariz en el canalillo e inspiró con fuerza. El olor de Lucía estaba ya
dentro de él como su propia esencia. Retiró sus manos de las montañas y las llevó
hacia la espalda. Quería que ella sintiese el tacto de sus dedos. Con su rostro
enterrado en los senos, empezó a subir y bajar sus falanges en el cuerpo exaltado
de Lucía.

Al principio dio un respingo. No había intuido el propósito del hombre. Pensó que
las posaría en las caderas e intentaría llegar hasta su centro para masturbarla, pero
no fue así. Quería hacerla arder. Quería que ella deseara sentir sus besos y sus
caricias con tanta urgencia como le sucedía a él. De repente Andreu se distanció un
poco de sus pechos. Lucía arrugó levemente su frente al pensar que no iba a
continuar; sin embargo, cuando un suave y delicado calor comenzó a recorrer la
piel de sus senos, echó la cabeza hacia atrás y se dejó llevar.

–Voy a saciar mi hambruna… –masculló al mismo tiempo que su lengua


abandonaba las duras protuberancias y bajaba por el abdomen hasta su ombligo.

Lucía sabía a la perfección hasta dónde quería llegar y ella lo deseaba tanto como
él. Si aquella sin hueso era tan efectiva como parecía, iba a ser recompensada por
los años perdidos con Jorge. Solo de pensarlo la humedad caló el pantalón hasta
llegar a la piel del joven.
–Quiero desnudarte. –Abrió sus palmas y las extendió por la espalda.

–M e parece bien, puedes hacerlo. –Sonrió complacida.

Andreu la incorporó y la puso de pie, él hizo lo mismo, pero no se quedó frente a


ella, sino que se arrodilló para poder comenzar la tarea de ir eliminando aquellas
prendas que los separaban para tener al fin, ese contacto definitivo. Empezó por las
zapatillas y los calcetines. Admiró los cuidados pies y sin pensarlo dos veces los
besó. Lucía sonrió y se mantuvo callada. Quería saber qué más podía ofrecerle el
joven. Andreu posó sus manos sobre la cintura femenina y buscó el cordón.
Deslazó aquel nudo y bajó con suavidad el pantalón. Ella tan solo tuvo que mover
sus plantas para despojarlo del todo.

–¿Sigue gustándote lo que ves? –La pregunta apenas podía ser escuchada ni por
ella misma. Estaba tan excitada que no conseguía poner ni el tono dominante que
debía. Era la primera vez que se sentía tan venerada que era incapaz de reaccionar.

–Eres la mujer que siempre busqué –confesó entrecortado.

–Pues hazme feliz… –Se abrió de piernas y dejó que él se acoplara entre ellas.

Andreu se colocó tal como le estaba indicando y lo primero que hizo fue acariciarla
con la nariz mientras inspiraba su olor y se mojaba por la humedad de ella.

Estuvo a punto de retirarlas y saborearla sin barreras, pero se decía una y otra vez
que debía enloquecerla. Recorrió cada milímetro de la prenda hasta sentir cómo las
piernas de la mujer empezaban a tambalearse. Fue en ese instante cuando utilizó
su lengua para lamerla sobre la tela, mojándola aún más. Ella echó la cabeza hacia
atrás y dejó que él llevara la iniciativa que desease, llegados a este punto, el control
casi había desaparecido. Como Andreu no obtuvo ninguna negación, repitió una y
otra vez los lengüetazos sobre la lencería. Llegó un momento que no supo
distinguir si aquella humedad era producida por los jugos de Lucía o por la saliva
que segregaba su boca al saborearla. Pero en el fondo le daba igual la razón, lo
único importante para él era que estaba llenando su cuerpo de ella. Antes de poder
perder su consciencia ante el placer, se envalentonó y llevó un dedo hasta la
costura y la apartó con suavidad. Levantó sus ojos y no observó en el rostro de
Lucía ninguna negación, así que alzó su boca hacia el sexo femenino y lo absorbió.
Paseó su lengua por cada rincón de la sabrosa e hinchada carne. «Dios mío,
gracias», pensó mientras cerraba sus párpados y dejaba que todos sus sentidos
disfrutaran de lo que estaba ocurriendo. Siguió con su valentía al hacer que uno de
sus dedos jugara en aquel terreno. Arrugó la nariz esperando represaría, aunque
no obtuvo negativa ante su hecho.

Lucía perdía las fuerzas. Jamás había sentido aquel placer entre sus piernas. El
vello lo tenía erizado, su corazón palpitaba descontrolado y su respiración no
poseía un ritmo adecuado. De vez en cuando tomaba aire mediante un jadeo o un
gemido, aunque no le era suficiente para mantenerse con vida. Alargó la mano y
palpó el cabezal del sofá. No quería estropear la situación que estaban viviendo
pero si no se sentaba lo antes posible, caería al suelo sin poder evitarlo. «Por el
amor de Dios, ¿dónde está ese control que necesito en estos momentos?», se dijo a
la vez que se iba recostando sobre el inmueble.

–¿Puedo? –preguntó con timidez el hombre señalando la diminuta y mojada


prenda. Lucía tan solo pudo asentir puesto que las palabras no salían por su boca.

Andreu las hizo bajar por las piernas y cuando las tuvo en sus manos, las inspiró y
las arrugó.

–Si tanto te gustan, tengo muchas como esas –dijo con sarcasmo al ver cómo las
sostenía y las adoraba.

–Las quiero todas, pero solo hay un requisito –Se colocó de nuevo entre las piernas
y le acarició los labios vaginales con su vaho.

–¿Cuál?

–Que todas y cada una de ellas… –recorrió con su lengua la hendidura. Apartó con
su manos los carnosos pliegues y dejó el clítoris expuesto para su placer– hayan
rozado… –mordió la perla hinchada y Lucía gritó– este precioso sexo… –arremetió
con su lengua con tanta fuerza que quiso follarla con ella.

Lucía buscaba con sus manos algo en lo que poder aferrarse y transmitirle esa
desesperación que tenía al ser abatida por las incesantes ondas del placer. Sonreía,
lloraba, gritaba, sollozaba y no cesaba de morderse los labios. En algunos
momentos sentía vergüenza de sí misma, pero se esfumaba el negativo
pensamiento cuando volvía a ser sacudida por el placer. «Ese chico es bueno, muy
bueno con la boca», consiguió meditar en un instante de tregua. Levantó la cabeza
y lo observó. Sus ojos se cruzaron unos instantes y ella pudo contemplar el brillo
de sus mofletes. Toda su excitación estaba siendo recogida por él y eso la excitaba
tanto que era capaz de cerrar los ojos y levitar.
–¿Qué me responderías si te digo que necesito darte más placer? –preguntó el
joven levantando un poco su rostro y dejando ver las chispas de sus ojos.

–¿Qué tienes pensado?

–Tan solo quiero darte placer. –Una de sus palmas empezaron a frotar su sexo
haciendo que ella diera un respingo inesperado.

–No sé… tendría que meditarlo.

–Puedo estar así todo el tiempo del mundo. –Seguía rotando y agitando a la mujer
con las fuertes caricias.

–Andreu… creo… –Echó la cabeza con brusquedad hacia atrás y jadeó con ahínco.

–Grita. Grita cuanto quieras, mi amor. Escuchar tu placer es la mejor melodía que
escucharé en mi vida –le comentó al mismo tiempo que introducía en ella dos
dedos e iniciaba un incesante bombeo.

Lucía no podía parar de gemir. Miles de estrellas luminosas llenaban sus ojos y la
convulsión de su cuerpo apenas la dejaban permanecer quieta en el sillón. Si
continuaba de aquella forma terminarían los dos en el suelo.

–Me voy a correr –sollozó mientras sentía en su cuerpo la llegada del orgasmo.

–¿Quién te lo impide? –Seguía follándola con sus manos.

La mujer golpeó con fuerza el brazo del sofá y gritó con energía el nombre de él
cuando se dejó embaucar por la llegada del clímax. Su garganta, seca de tantos
jadeos, expulsaba pequeños gruñidos y alaridos. Era incapaz de mantener los
brazos firmes, era un muñeco de trapo.

–¿Te gusta, ma vie? ¿Adoras esto tanto como lo hago yo? –Su boca tomó las últimas
gotas de miel que la mujer emanó de su orgasmo–. Tan sabrosa, tan deliciosa, ¿te
gusta esto? Porque yo me muero por seguir tomando lo que me das. No puedo
parar de beber de ti.

–No lo hagas, te lo ruego. –Ella arqueó sus caderas hacia él, ofreciéndose como una
sacerdotisa a su pueblo. Ya no sentía dolor en su cuerpo, ni arrastraba pena su
alma, todo se había quedado atrás, como si tan solo hubiese sido una pesadilla de
la cual ya se despertó.
–No puedo parar, ma vie. Soy tuyo, ¿recuerdas? –M ordió con mucha delicadeza el
botón inflamado haciendo que ella volviera a gritar su nombre, eso endureció más
su polla que no paraba de llorar gotitas seminales. Escuchar su nombre en la mujer
que adoraba era el mayor placer que podía ofrecerle. Los dedos perversos
volvieron a su vagina, regresando a su cuerpo los vapuleos del clímax. Pudo sentir
cómo los músculos vaginales se apretaban sobre ellos, mientras era embestida sin
cesar. –Córrete para mí, ma vie. Deja que vea lo bella que estás mientras te corres en
mi boca.

–Andreu… ¡Voy a salir disparada!

Y volvió a saber lo que era ser arremetida por un increíble orgasmo. M ientras
aullaba como una loba, él seguía presionando sus dedos dentro de ella. No daba
crédito a lo que le estaba sucediendo. Por primera vez se había corrido dos veces y
para más inri, lo había hecho sobre la boca de un hombre. Ni en sus mejores
sueños, aquellos en los que varios hombres la manoseaban y le ofrecían un placer
pecaminoso, lo había imaginado. Sus pensamientos se esfumaron como el humo de
un cigarro ante una ventisca al sentir una leve presión donde nunca la habían
invadido: su ano.

–Relájate, princesa –le dijo al ver la tensión que un mísero roce le había
provocado–. ¿Nunca te han tocado aquí? –Ella meneó la cabeza–. ¡Bendito Dios!
¿Dime que seré el primero? ¡Jura que cuando estés preparada, tendré ese regalo! –
Ella asintió. Cómo se iba a negar ante la emoción que observó en el joven. Estaba
segura que si le pedía la luna, cogía una escalera y se la traería.

Andreu besó con ternura el caliente lugar que había devorado y se alzó para
dejarse contemplar antes de echarse sobre ella y convertirse por fin en un solo ser.

Apoyó las palmas sobre ambos lados del sofá y, alzando la cabeza, dejó que su
boca ahora saboreara los duros pezones. En un arrebato de locura los mordió e
hizo gritar a Lucía. Esta le agarró del pelo con fuerza y tiró de él hacia arriba hasta
que sus rostros quedaron al mismo nivel.

–M e estas enloqueciendo, pequeño diablo. Ahora me toca a mí, quiero que grites
lo mismo que yo. –Ella se lamió los labios anticipando su jugada y Andreu pensó
que no podría vivir ni un minuto más sin ella.

Lucía le empujó hacia atrás y lo dejó caer sobre el sofá. Era su turno y le haría
enloquecer lo mismo que había hecho él con ella. Se agachó y sacó la lengua ante la
atenta mirada del joven que no cesaba de temblar. Llevó su mano hacia el erecto
sexo y dejó liberado el capullo sonrojado de su caparazón de piel. M iró endiablada
al muchacho y lamió despacio el miembro. Sabía a salado. Tal como se imaginó
que sabría. Continuó su manjar hasta que el pene comenzó a ponerse tan rígido
que los conductos empezaron a drenarse de semen. Estaba a punto de salpicarla.
Cualquier roce más y él explotaría como un misil.

–Lucía, no podré aguantar más, y no quiero correrme así. No hoy… –Andreu se


quedó petrificado ante sus dos palabras. “No hoy” como dando ya por sentado que
estarían todo el tiempo del mundo juntos y ninguno de los dos había dicho nada al
respecto.

–Bueno, seré compasiva contigo. Pero te advierto que la próxima vez no lo seré. –
Besó la erección y se incorporó de nuevo.

Escuchar de la boca de Andreu que habría un mañana la colmó de alegría. Estaba


desesperada por decirle que aunque parecía una locura, ella deseaba estar a su
lado hasta que ambos decidiesen lo contrario, pero se controló. Después de todo lo
que le había sucedido necesitaba ir con tranquilidad.

–Quiero estar dentro de ti… –le canturreó.

Lucía sonrió. Se relajó sobre el sillón y elevó sus caderas para darle paso a lo que él
le suplicaba; unirse en un solo ser.

Andreu lo hizo poco a poco, como si intentara desvirgar a una virgen. Sus caricias
hacia Lucía eran delicadas y sensuales, la trataba con tanto esmero que parecía una
figurita de cristal. Pero cuando ella notó todo su miembro dentro, un estallido
eléctrico apareció en los dos. Andreu perdió el control. Empezó a embestirla con
fuerza, dejándose llevar por el lobo que brotaba en su interior. Ella era suya y la
marcaba como un animal salvaje. La voracidad que desprendía al sentirse dentro
rayaba la demencia. Y perdió la poca cordura que tenía cuando sintió la presión de
su miembro prepararse para estallar. Las uñas de ella se clavaron en su espalda
como cuchillos y el grito del joven hizo eco en la boca de ella. Los dientes mordían
sus labios hinchados haciendo inseparable la unión. Sin embargo, cuando los
zarandeos del cuerpo femenino le indicaban que el orgasmo estaba sucumbiendo a
la mujer, ella soltó el duro amarre, se abrazó a él y puso la cabeza sobre su hombro.
El hombre la entrelazó con más fuerza y la presionó sobre su sexo. Ambos sudaban
por la pasión, ambos estaban a punto de culminar su lujuria. Lucía abrió la boca y
mordió algún lugar del torso masculino. Se dejó llevar por la loba que dormía en
su interior, lo marcaba como una hembra marca a su macho, con uñas y dientes.
Andreu también se liberó y notó cómo su sexo expulsaba dentro de ella el líquido
resultante de su demencia. Los temblores recorrieron su cuerpo y mirando de reojo
a la mujer que yacía flácida sobre él, pensó que estaba donde debía estar, con la
mujer que amaba.

–Eres preciosa –le dijo mientras besaba con ternura las sonrojadas mejillas.

–Uhm. –Lucía cerró los ojos, dejándose llevar por el momento tan maravilloso que
estaba viviendo–. ¿Te has parado a pensar en cuántas normas nos acabamos de
saltar? –Sonrió.

–En lo único que piensa mi mente en estos segundos es en recuperarme y volver a


sentirme caliente entre tus piernas. –Se recostó a su lado y la abrazó con fuerza.

–Eres un diablillo, ¿lo sabes? –Ella se aferró a los brazos masculinos.

–Y tú eres ma vie –le susurró.

–¿Qué significa eso? –Ella cerró sus ojos. No era un buen lugar para estar desnudos
y dormir, pero estaba agotada, la había dejado exhausta.

–Es francés y significa “mi vida”. Ya sabes que mi padre era galo. –Inspiró el aroma
de su pelo.

–No puedo ser tu vida, Andreu. Llevamos muy poco tiempo juntos. –El cuerpo de
Andreu se tensó al escuchar aquellas palabras. No podía pensar ella que lo
abandonaría, sería su muerte.

–Bueno, pero podemos llegar a un acuerdo, si te parece bien.

–¿Un acuerdo? –Ella se sorprendió. Se giró hacia él y lo encontró sonriente. Estaba


encantador con los labios hinchados y las mejillas rojas de pasión.

–Sí, uno sexual. Podemos acordar sexo sin compromiso durante un tiempo
razonable. Si vemos que esto no tiene un sentido, se habla y se olvida. Pero si esto
provoca que nos enamoremos…

–No sé qué pensar… –Ella estaba loca por aceptarlo. Sabía que su corazón le
pertenecía pero antes debía de arreglar el asunto de su divorcio. Le era primordial
dejar sus cadenas liberadas.
–¿Acaso no has disfrutado? Si no es así, puedo intentarlo de nuevo. –La besó.

–Vale –respondió al fin–. Acepto tu acuerdo. Sexo sin compromiso. ¿Reglas?

–No hay reglas. –Rozó con su nariz la de ella.

–Entonces… ¿puedo venir cuando desee sexo a tu oficina?

–Eso será lo mejor del día, Lucía. Verte entrar por la puerta deseando ser saciada,
necesitando que mi cuerpo satisfaga todos tus deseos… Solo de pensarlo, mi sexo
ya ha reaccionado. –Cogió una de las manos y se la llevó hacia su verga para que
ella confirmase su entusiasmo.

–¿Y si te pido que vengas al club? –Ella levantó una ceja mientras una sonrisa
irónica apareció en su boca. Sabía la sensación que le había producido y lo quería
poner a prueba.

–Pues te preguntaré ¿qué quieres que lleve puesto? –Soltó una carcajada sonora.

–¡Mentiroso! –le dio un codazo en el estómago–, si no te gusta estar allí.

–Pero por tenerte entre mis brazos haría lo que fuera. –La volvió a besar, y ella lo
quiso con más fuerza–. Duerme, ma vie. Debes descansar. Quiero que estés en
plenas facultades para aprovechar al máximo nuestro acuerdo sexual. –La sonrisa
traviesa no desaparecía de su rostro.

–¿Velarás mi sueño? –Atrapó una de sus manos y se la llevó a su boca.

–Con mi vida si hiciese falta. –La abrazó y besó su hombro.

–Gracias… –murmuró dejando que el sueño la envolviera.

–A ti por devolverme las ganas de vivir.


Capítulo 17. La promesa pactada

–Me prometiste que iba a ser la mujer perfecta. –Jorge gritaba por teléfono. La voz
del receptor no podía terminar las frases. Encolerizado por la situación, era incapaz
de escuchar–. ¡Joder! ¡M e juraste que estaba preparada para este tipo de vida!
¿Sabes cómo me puede afectar un divorcio en este momento?

–Quizá no haya sido todo culpa de ella, ¿no te parece? –le replicó una voz
masculina.

–Tus palabras fueron: “está dominada, ya tienes lo que necesitas”- ¿Recuerdas? –


La cólera se apoderaba cada vez más del decepcionado marido.

–Se encargaron las monjas de relajar su temperamento y no te puedes quejar. La


elegiste de entre todas las candidatas y me sentí complacido por ello. Sin embargo,
no puedes pedirme que doblegue de nuevo a mi hija, ya no es una niña, sino toda
una mujer, y si ella decide poner fin a vuestro matrimonio, la apoyaré de manera
incondicional.

Los dientes de Carlos comenzaron a rechinar. Gracias a su esposa, supo que el


bastardo había golpeado a su hija y eso no lo permitiría. Desde que Lucía nació, su
única obsesión fue construirle un futuro fácil y buscar el hombre apropiado para
convivir plácidamente con el tesoro más preciado en su vida. Era normal que un
padre como él intentara hallar un buen hogar y un marido respetable puesto que
tal como estaba la sociedad, su hija podía ser presa de cualquier depravado que tan
solo la quisiese por su dinero y la hiciese una mujer de mala vida. Cuando los
padres de Jorge aparecieron un día en la mansión y comentaron que su pequeña
era la mejor candidata para su hijo, casi llora de la emoción. Todos sus miedos por
verla desorientada en el mundo de la inmoralidad se esfumaron. Sabía que no sería
un camino de rosas para ella, porque su temperamento era el mismo que el suyo:
era fuerte, enérgica, dominante, cabezona, todas las características dignas de un
Sandoval; sin embargo, era mujer y debía ser cuidada por un buen marido. Así que
dejó su educación en manos de las mejores expertas.

–Tuve que castigar su comportamiento, Carlos. Debía hacerle saber que soy una
persona respetable y no puede venir a mi lugar de trabajo, justo el día en el que soy
visitado por El Grupo, para cerrar unos contratos, vestida como una vulgar fulana.
–No le había gustado ver la perversión en las caras de los hombres mientras
contemplaban el cuerpo de su mujer–. Parecían el perro de Pávlov, babeando ante
la llegada de la comida. No me importa que viniese a verme, pero no vestida como
una puta. ¿Lo comprendes?

–Hay muchos caminos para volver a encauzar un río, ¿no crees? Lucía no merecía
ser agredida. –Carlos estaba muy dolido. No daba crédito a que el aquel cretino se
atreviese a dañar el rostro de su hija. Los azotes que le ofrecía a su esposa no eran
para dañarla, sino para infundirles placer a ambos. En ningún momento imaginó
que las manos de ese necio se convirtiesen en armas dañinas y no utensilios para la
protección. Lo había defraudado en todos los sentidos. Se esperaba un rey de los
negocios y un esposo ejemplar, y tan solo encontró una escoria que buscaba un
hierro donde sujetarse para dejar de tambalearse. Apretó con fuerza su puño
derecho y respiró. Si no llega a ser porque sus nietos andaban por allí, habría
salido en busca del engendro y lo habría estrangulado con sus propias manos,
dando por zanjado el problema que tenía su hija desde que lo puso en su camino–.
Quizá si le pides disculpas, todo termine bien –comentó con un nudo en la
garganta. Esa era la última opción que deseaba, pero no había otra alternativa. Si
Jorge no deseaba divorciarse, para no perder todo aquello que decía que había
conseguido, debía de disculparse y hacer como si nada de lo acontecido fuese real.

–¿Quieres que me rebaje a tu hija, a una mujer? –Él también había sopesado esa
idea, pero ¿hasta qué punto podía ser degradado? No tenía la intención de estar
por debajo de ninguna mujer, y mucho menos de ella–. He cumplido la parte del
trato que me corresponde, le ofrecí un cálido hogar, una buena posición social, una
familia a la que criar, joyas, vestidos… ¿Qué más desea? ¿Vestir como una zorra y
ser follada por todos?

–¡Mi hija sería incapaz de hacer tal cosa! –gritó mientras golpeaba con el puño
cerrado la mesa de madera que tenía en frente.

–No tienes ni idea de cómo es tu hija. La tienes por santa y no lo es. ¿Sabes lo que
descubrí en uno de esos cajones que guarda bajo llave? Tranquilo, no pienses, te lo
digo, un consolador. ¿M e estás escuchando? Le tuve que requisar a tu idílica hija
una polla de plástico y no era de las pequeñas… ¡qué va! Esa como mínimo era
XXL.

Carlos sonrió. En efecto, su dulce hija se parecía mucho más a él que a su preciosa
esposa. Fue ese tipo de actitudes lo que le hicieron temblar por el futuro de ella.

De ahí su empeño en la búsqueda de un hombre que la controlase y la colmara de


tal forma que dejara saciada a la ardiente mujer que llevaba dentro.

En su entorno social no estaba bien visto que la mujer tuviese más deseo sexual
que el hombre. Pero si su hija escondía un consolador era por una razón fácil de
explicar: no se sentía satisfecha. Quizá su yerno no solo era un inepto en los
negocios, sino también en la cama.

–Los problemas de alcoba se quedan dentro del matrimonio. Eres un caballero y no


debo decirte que eso no es respetuoso ni educado. –Todo aquello por lo que había
luchado durante su vida se desmoronaría si salía a la luz las oscuras necesidades
de su hija. Entre la recatada sociedad en la que ellos se movían. los deseos
amatorios no estaban bien vistos, y menos si se trataba de las apetencias femeninas.
Expulsarían, sin dudarlo ni tan siquiera un segundo, a toda la familia del Grupo.

¿Quién iba a aceptar entre los miembros más respetuosos a una familia en la que
era de vox pópuli las demandas sexuales de la hija? Aunque ya no solo era Lucía,
sino que empezarían a indagar con ahínco sobre la familia y descubrirían más de lo
que ellos podrían suponer. Tal vez hallarían la verdad de quién era Carlos
Sandoval y se respondería la incesante pregunta de cómo una pareja con más de
cuarenta años de casados se quieren como el primer día. Carlos frunció el ceño al
mirar hacia la estantería. «Si me descubren, todo se habrá acabado», pensó.

–Soy un caballero, jamás expondría mis problemas de alcoba ante nadie. Lo único
que deseo es que hables con tu hija y la hagas razonar. En este momento no me
puedo permitir un escándalo de estas dimensiones. El Grupo está pensando en
elegirme como vicepresidente y he trabajado muy duro para ello.

–Haré todo lo que esté en mi mano. –Carlos se sorprendió ante aquella confesión.

El Grupo, del cual formaba parte desde que su propio padre lo introdujo, era tan
solo una asociación de la gente más acaudalada de la ciudad en la que trabajaban
ocultos ante la sociedad para conseguir todo tipo de beneficios sin tener que dar
explicaciones. Manipulaban a los políticos a su antojo y eran tan meticulosos que
rara era la semana que no tenían varias reuniones para informar a los integrantes
de los avances logrados. Por esta causa Carlos no conseguía entender el motivo por
el cual no se le había puesto en conocimiento la decisión de poner a su yerno en la
lista de candidatos para el cargo de Vicepresidente.

–Gracias. Sé que harás todo lo necesario para que tu hija vuelva a entrar en razón. –
Sonrió al pensar que al final se saldría con la suya.
–Que tengas un buen día –se despidió con toda la amabilidad que pudo fingir.

–Lo mismo te deseo –respondió sonriente. Por el tono de voz de Carlos, Jorge supo
que lo había dejado pensativo. Seguro que nunca se había imaginado que el
marido de su hija podría llegar a alcanzar un puesto tan importante dentro de la
comunidad, sin embargo, estaba a punto de lograrlo. Solo le quedaba resolver el
problema con su esposa pero ya había tomado una decisión; puesto que El Grupo
no admitía divorciados pero sí viudos, si ella decía que no, él la haría desaparecer.
Capítulo 18. La nota

Llevaba tanto tiempo sin dormir que cayó rendida sin querer. Cuando abrió sus
ojos no supo si habían pasado minutos o varias horas, pero el descanso en brazos
de Andreu había sido suficiente para tener la energía necesaria para continuar el
día. Lo miró de reojo y observó cómo su angelillo salvador dormía profundamente.

Extendió su mano y la puso en su desnudo pecho, justo donde tenía el corazón.


Necesitaba sentirlo en su piel porque ya le pertenecía. Al notar el suave roce, el
muchacho entreabrió los ojos y la contempló. Ambos sonrieron y se besaron.

–¿Estás comprobando si estoy vivo? –Sonrió.

–Estás tan quieto que me he asustado un poquito. –Puso su cabeza en el fornido


busto masculino.

–Suelo dormir así de tranquilo cuando estoy feliz. Es un defecto familiar. –Enterró
la nariz en el pelo e inspiró el aroma a frutas que ella emanaba.

–No sé qué hora es y debo marcharme –le confesó mientras lo abrazaba–. Debo
hacer varias cosas, entre las cuales se encuentra asesinar a unas amigas.

–¿Y eso? –La atrajo aún más hacia él.

–Ellas han sido las causantes de esto. –Levantó su rostro y besó la barba desaliñada
del joven.

–Bueno, puedes agregar a esa lista negra a mi hermano Fidel. Él fue quien me
obligó a aceptar el caso.

–Tengo que añadir a muchos, porque seguro que la señora de tu hermano también
lo sabía, y los maridos de mis amigas estarán en el ajo, por supuesto.

–Recuérdame que les mande a todos un regalo. –Sonrió y fue a besarla cuando el
móvil de ella comenzó a sonar.

–¿Qué quieres, pesada? –respondió Lucía al ver que era Elsa quien realizaba la
llamada.
–Lucía, deberías de venir al Club, ha sucedido algo muy grave y necesito que estés
a nuestro lado. –Elsa estaba compungida y eso era extraño en ella. Algo gordo
debía haber ocurrido para que su tono de voz sonase con tanto pesar.

–¡Voy para allá! –exclamó Lucía levantándose con rapidez.

–¿Qué sucede? ¿Por qué tienes esa cara? –Andreu se había incorporado con la
misma velocidad que ella. La mujer buscaba con desesperación su ropa, había
lanzado el móvil por los aires y apenas articulaba una palabra coherente–. ¡Lucía! –
gritó al mismo tiempo que la agarraba con fuerza de los brazos y la hacía mirarlo.

–Algo muy grave ha sucedido. Nunca he escuchado triste a Elsa, y me ha parecido


que estaba incluso llorando.

–Bien, te acompaño. No te voy a dejar sola. Sea lo que sea estaré a tu lado. Me da
igual si tenemos un contrato sexual o de compra. No voy a dejarte ni un segundo…
–Lucía no lo dejó terminar, lo abrazó con fuerza y le besó.

–Gracias –le dijo mientras repetía el suave toque en sus labios hinchados por las
sesiones de pasión.

–Gracias a ti por dejarme estar a tu lado. –Andreu la atrajo hacia él y la agarró de la


cintura.

–No sé cómo agradecerte esto.

–No te separes más de mí…

Durante el trayecto hacia el club, ninguno de los dos pudo articular palabra. Lucía
contemplaba el exterior con la mirada perdida. No llegaba a comprender la razón
por la cual Elsa le podía haber llamado con tanta desesperación. Y Andreu se
entristecía cada vez que apartaba los ojos de la carretera para contemplarla y
observar en su rostro la tristeza que no podía hacer desaparecer. Aparcó el coche
en la parte de atrás del local y apoyó su mano en la rodilla izquierda de su
acompañante.

–Sea lo que sea estaré a tu lado, Lucía.

–Eres un cielo… –susurró mostrando en su rostro una leve sonrisa mientras


extendía su mano y tocaba la cara del joven. Él cogió su mano y la besó.
–Vamos, mon amour, estoy impaciente por saber qué ha sucedido.

Cuando Andreu salió del coche y caminó hacia la puerta de Lucía para abrírsela,
echó un vistazo a su alrededor. El aparcamiento estaba vacío y si no llegaba a ser
por la oscuridad que comenzaba ocultarlo, todo el mundo que pasase a menos de
veinte metros de aquel lugar, sabría que andaba por allí. Por un instante se
preocupó al imaginar qué repercusión tendría si alguno de los “exquisitos” clientes
lo descubriese. Tal vez le hiciesen un consejo de guerra o lo mandarían
directamente a la hoguera sin juicio alguno. Pero sus dudas e inquietudes
desaparecieron cuando ella cogió su mano para salir del vehículo. Le apretó con
fuerza necesitando de él para continuar su labor. La miró con todo el cariño y amor
que sentía dentro de sí y suspiró. Ella era todo lo que había esperado y no la
dejaría escapar por nada ni nadie en el mundo, y si ya no requerían de sus
servicios la primera fuente de inversión de su empresa, buscaría nuevas
alternativas.

De pronto un ruido tras ellos le puso en alerta. Se giró y levantó sus puños para
protegerla. Si alguien intentaba dañar a su mujer, primero tendría que pasar por la
furia de un hombre encelado.

–¿Lucía? –La voz de Camal apareció tras el enorme portalón de metal.

–Sí, soy yo. Vengo acompañada de Andreu. ¿Qué sucede? –preguntó mientras se
dirigían a su encuentro.

–Pasa nena, las chicas están bastante preocupadas por ti. Buenas tardes –le dijo
extendiendo la mano hacia el acompañante–. Perdona los modales del otro día,
pero en este tipo de club toda seguridad es poca.

–No te preocupes, si fuese mi local yo haría lo mismo –respondió al saludo.

–Lucía, ¿eres tú? –La voz de Elsa apareció al final del inmenso pasillo negro.

–Sí. ¿M e podéis decir qué narices ocurre? ¿Y Silvia? ¿Y Sail? –preguntó sin parar.

–Estoy aquí, reina –contestó Silvia mientras caminaba por el pasillo oscuro–. Sail
ha tenido que salir a hacer unas cosillas, pero también está muy bien. –Miró a Elsa
y a su marido que la observaban confirmando un secreto entre los tres.

–Estábamos preocupados por ti –dijo al fin Elsa cruzando los brazos y mirando de
reojo a Andreu.
–¿Por mí? –Lucía se sorprendió aún más. Ellas sabían dónde se encontraba y por lo
que estaban siendo testigos, se imaginarían que en el encuentro hubo más que
palabras.

–Sí, por ti. Aunque también está implicado el nuevo miembro familiar –dijo Elsa en
tono burlón. Andreu la miró de reojo no entendiendo la ironía de sus palabras, al
igual que no sabía por qué no cesaba de dirigir las miradas hacia su pene
escondido.

–Podemos entrar al despacho, allí hablaremos con más tranquilidad –dijo Camal
en tono protector.

Las amigas rodearon a Lucía y la condujeron hasta el despacho. Los dos hombres
las seguían a menos de un metro, parecían los escoltas de las princesas. Faltaba
poco para que el club abriese las puertas a los socios, y a pesar de no haber ni un
ruido de gemidos o latigazos en la sala, Lucía sentía escalofríos cuando caminaba
por allí. Miró de reojo hacia Andreu y le sonrió. Parecía que se había relajado ante
lo que observaba. Quizás en algún momento de su vida se dejaría someter y
torturar bajo los enormes juguetes que el club prestaba a sus clientes. Aunque por
ahora ninguno de los dos estaba preparado para tanto nivel. Sin embargo, pensar
que era atado en la cruz, desnudo y a su merced, comenzó a excitarla.

–¡Nena! –exclamó Elsa al notar la agitación que crecía en su amiga.

–¡Calla! No se puede ocultar nada contigo. –Le dio un suave codazo en el


abdomen.

–¡Esta niña quiere marcha! –Sonrió mientras miraba a los chicos de reojo.

Camal y Elsa se carcajearon, por el contrario, Andreu se quedó muy callado y al


acecho de todo lo que hacía sentir emocionada a su mujer. Cuando abrieron la
puerta del despacho, Andreu atrapó a Lucía y la puso frente a él.

–¡Tápame! –le susurró.

–¿Qué quieres? –le preguntó en voz baja, tal como lo había hecho él.

–Necesito que cubras la tremenda erección que tengo. –Ella empezó a reír–. No te
rías, esto es incómodo.

–Aquí es muy normal sentirse así. Pero… ¿qué estabas pensando?


–En los elefantes del circo… ¿Tú qué piensas? Pues en ti, en toda esa zona que
hemos dejado atrás. En la esposas, las cadenas…

–¿Sobre ti? –Lucía se volvió hacia Andreu. Además de tapar su erección quería
notarla en su vientre. Quizá sus amigas la perdonarían un ratito para poder
relajarlo…

–Pues claro, me he imaginado de todas las maneras posibles.

–¡Por el amor de Dios, Andreu! Me estás haciendo quemar lo que escondo entre
mis pierna… –Lucía se restregó en la erección. Andreu casi aúlla cuando sintió
cómo la cabeza de su pene luchaba por salir por encima del cinturón.

–Eres mi locura… –La agarró de los codos y la atrajo hacia sí para ofrecerle un
desesperado beso.

–Uhm, si queréis, puedo unirme a la fiesta. –La voz de Silvia hizo separar con
rapidez las apasionadas bocas.

–Por ahora nos iremos conociendo solos. Pero quizás más adelante, te dejemos
participar –respondió Lucía mientras daba pequeños besos en los carnosos labios
de Andreu.

–¿Necesitas algunos minutos de relajación? –siguió hablando Silvia con cierto


sarcasmo al observar la erección que intentaba ocultar–. Te noto un pelín excitado
esta tarde.

–Creo que mientras Lucía esté a mi lado, este será mi estado normal, sino te
importa.

–¡Para nada! Yo no tengo problemas con las excitaciones de los demás. Estoy
acostumbrada, es mi trabajo.

–¿Qué sucede? ¿Por qué tanta intriga? –le preguntó Lucía mientras seguía
amarrada al cuerpo de su amante.

–Necesitábamos que estuvieras aquí con nosotros, a salvo…

–¿A salvo? ¿De qué? Estaba en la oficina de Andreu cuando recibí vuestra llamada.
La verdad es que la voz de Elsa no sonaba como siempre. –Dirigió la mirada hacia
ella. Estaba sentada en uno de los sillones del despacho, ataviada con un elegante
corpiño negro y una escueta falda que la hacían irresistible.

–Debía de estarlo, pequeña. –Silvia se acercó hacia Lucía. En la mano llevaba unos
papeles. Andreu, que estaba tras de ella, se irguió como si supiese de qué se
trataba–. Mientras que estabas con él en su despacho, nos llegaron por mail estas
fotos. –Se las mostró.

Lucía podía haberse caído hacia atrás si no llega a ser porque Andreu la sujetaba.
Él se había hecho una idea de lo que podían mostrar las fotos así que miró de reojo
a Silvia y ella asintió con la cabeza.

–Son fotos tuyas, con él…

–¿En la oficina? –Lucía las empezó a ojear. Sus manos le temblaban con tanta
fuerza que no era capaz de mantenerlas rectas–. ¿Quién ha podido hacerme esto? –
gritó desesperada mirando a todos los que estaban a su alrededor.

–Fuera de todo contexto, daré mi opinión. La calidad de la imagen es buena y los


modelos son espectaculares, podríamos colocarlas dentro del club. Sobre todo me
gusta esta –cogió una en la que Lucía mordía los pezones a Andreu–. Por tu
expresión puedo alegar que te lo estabas pasando muy bien. –Le guiñó al hombre.

–La verdad es que me lo estaba pasando genial, esos dientes son peligrosos cuando
dicen de morder –respondió el joven mientras abrazaba a Lucía y miraba las fotos.

–¿Tenéis una idea de quién ha podido ser? Estas imágenes son bastante
comprometidas para Lucía. El abogado de su marido puede alegar infidelidad
entre otras muchas más cosas y podemos llegar a perder el caso. El adulterio está
muy mal visto en una madre que reclama la custodia de sus hijos.

–Esto no me puede estar pasando a mí… –murmuró Lucía mientras sus piernas no
cesaban de temblar.

–Mandaron una nota. –Camal extendió el papel hacia Lucía y golpeando el hombro
del hombre le comentó–: Ahora es el momento de saber dónde te encuentras tú.

Lucía comenzó a leer:

“Malditas hijas de puta, aquí tenéis lo que siempre habéis querido, una zorra más para
vuestro club. Estaréis muy orgullosas con la cosecha porque está disfrutando, y además se
la folla uno de los mejores abogados de la ciudad. Es decir, que también es de lujo. Años bajo
mi regazo, cuidándola como la señora que tenía que ser, y ahora resulta que es una puta,
pero con gusto… ¡Arderéis en el infierno! Y esa zorra no volverá a ver a sus hijos nunca
más, ¡antes los mato yo con mis propias manos!”

Las manos de Lucía temblaban según leía. Esto era lo último que se esperaba de su
marido, la amenazaba con la muerte de sus hijos. Dejó caer la nota y justo en ese
mismo instante, ella perdió las fuerzas y comenzó a tambalearse. Andreu la atrapó
con fuerza y, aferrada a sus brazos, la condujo hasta uno de los sillones que
estaban vacíos.

–No le dejaré hacer nada. Mientras que permanezcas a mi lado y tú lo veas


conveniente trataré a tus hijos como míos, así que como comprenderás, no le voy a
dejar hacer nada para que nos los arrebate. Los quiero gritando y correteando junto
a nosotros. ¿M e has entendido, mon amour?

–¡Oh, Andreu!¡Ayúdame, por favor! –le imploró mientras le abrazaba con fuerza y
dejaba caer sus lágrimas sobre la camisa del hombre –. No dejes que les haga daño
a mis hijos, ¡ellos lo son todo para mí!

–Te prometo que voy a luchar con todas mis fuerzas para que ese cretino no se
salga ni una vez más con la suya. –Andreu agarró el tembloroso cuerpo femenino
con fuerza y besó con suavidad su cabello–. ¿Quién de nosotros está vigilando a los
niños? –preguntó a Silvia.

–Eres más listo de lo que pensaba, abogado –sonrió con satisfacción la mujer–, Sail
se marchó hace un rato hacia la residencia de los padres de Lucía y ha confirmado
que los pequeños están allí.

–¿Alguna visita inesperada? –interrogó con sarcasmo.

–Se nota que no conoces a Jorge. Es un payaso y un cobarde. No creas que asaltará
la casa en busca de sus hijos y mucho menos solo. Es más bien de ese tipo de ratas
que esperan en la calle a que sus presas estén indefensas y en ese momento actúan.
–Apretó con fuerza sus puños y miró de reojo a Lucía, quien parecía calmarse bajo
los brazos del joven–. Sail ha dicho que si todo sale como espera, y casi nunca falla,
irá con alguien a casa o… los atrapará cuando se dirijan al cole.

–¿Crees que le voy a dar tiempo a ese imbécil para que los rapte? –Acarició el
cabello de Lucía que todavía estaba inmovilizada por el shock.

–Estás demasiado seguro de conseguir tu objetivo, Andreu. Y de verdad, no sabes


dónde te metes. El futuro ex marido de Lucía es un poderoso miembro…

–De una asamblea en la que están asociados toda la gente influyente de esta
ciudad, ¿verdad? –interrumpió la frase.

–¡Sí, en efecto! ¿Cómo lo sabes? –exclamó Silvia sorprendida.

–Mi padre fue uno de ellos. Durante mis paseos en la oficina cuando él la dirigía,
pude conocer a varios miembros fundadores. Se hacen llamar El Grupo y son muy
poderosos. Encontraremos dentro dueños de empresas multinacionales y cargos
políticos, entre otros. Hombres con mucho poder adquisitivo que se creen los
dueños de la ciudad. –Silvia amusgó sus ojos, el muchacho la estaba
sorprendiendo–. M i padre, en su tiempo, fue uno de sus asociados honoríficos de
la asamblea, pero cuando se casó con mi mamá tuvo que abandonarlo. –Las
mujeres pusieron rostros de incógnita a lo que él les respondió–: Se casó con la hija
de una criada de la familia. Y ese hecho no estaba permitido entre la alta sociedad.
Le “indicaron” que lo más acorde era casarse con una de las hijas de los miembros,
aunque tuviese relaciones con mi madre, opción que mi padre desestimó en el acto.
Tuvo que escaparse con su esposa y vivir alejados de esta ciudad. Pero cuando me
tuvo y ya nadie podía interrumpir el matrimonio, puesto que había descendencia,
regresó a su hogar. Durante un tiempo nadie le dirigió la palabra, es más, se le hizo
un vacío para que ninguna persona fuese al bufete y así terminar en la miseria
como ellos ya habían dispuesto. Sin embargo, el destino fue caprichoso y un día
necesitaron de la ayuda de mi padre. El presidente hizo algo bastante gordo y
acudió a él para que le “salvase el culo”. M i padre no les cobró el servicio, prefería
que ellos permanecieran endeudados con él por si algún día necesitaba recurrir a
su poder. Imagino que pensó en utilizar ese favor para hacernos socios a nosotros y
mantener el puesto que perdió por amor.

–¡Son una panda de estirados castrados! Desde que abrimos el local han intentado
cerrarlo más de veinte veces. Según ellos es un “antro de perversiones” y no se han
parado a pensar que este “antro” vive de las generosas aportaciones que hacen sus
vástagos. Hijos que necesitan ser domados y castigados para liberarse de las
atrocidades que ven realizar a sus padres –gritaba Silvia mientras daba vueltas por
la oficina y pisaba con fuerza el suelo.

–Bueno, son una gente bastante especial, Silvia. Como te he contado, a mi padre,
uno de los mejores abogados, lo expulsaron porque se casó con una mujer de un
estatus social inferior. Entre sus objetivos principales es limpiar la impureza moral
que hoy en día se está viviendo, así que no me extraña que tu club sea el principal
objetivo a derribar.

–¡Los ponía a todos en fila con el culo en pompa y los follaba con el arnés! Seguro
que luego se quedarían muy relajaditos y no tendrían esa cara de estirados que
soportan día a día. –Silvia se acarició despacio su rostro. Por la sonrisa que
mostraba, estaba imaginándose lo que comentaba.

–Creo que más de uno necesitaría de ese “servicio”. Sobre todo el capullo con el
que está casada Lucía.

Ella permanecía atónita ante la exposición que había hecho Andreu. Él sabía más
sobre los tejemanejes de su esposo que ella misma. «Cuando mi padre se entere de
todo esto, se quedará helado», pensó.

–Elsa, es Sail. –Camal le ofreció el teléfono alterando la tranquilidad que se había


formado en el ambiente.

–Dime. Sí, sí, ajá, claro. ¿Y se fue? ¿Cuándo? Bien, gracias cariño, creo que tienes
razón. Lo cuento y que opinen. Ten cuidado, que si te pasa algo, me muero.

–¿Qué ocurre? –Lucía se apartó de Andreu y se incorporó del sillón.

–Mirad, ha estado Jorge en la casa de los padres de Lucía. Llevaba el coche


familiar, seguro que con la esperanza de llevarse a los niños. Pero tu padre –le
dirigió la mirada a Lucía– no se los ha dado. Sail dice que deberíamos irnos para
allá. Creo que lo más prudente es que vayáis vosotros dos, si vamos nosotras,
podemos alterar el ambiente y ya sabes que tu padre no nos acepta de muy buen
grado. Aunque, no sé por qué, pienso que tu padre es dominante, quizás eso
explicase nuestros desencuentros. En fin, sin tontería ni coñas, que mi marido
estará allí por si vuelve y necesitáis la fuerza bruta. Eso sí, mandádmelo cuando no
os sirva, que tengo la cama helada sin él.

–Es raro que mi padre no le haya dado a Jorge los niños. ¿Sospechará algo?

–Tu padre es algo terco, pero no tonto. Aunque creo que más bien ha sido tu
madre la que lo ha puesto al corriente de todo. Una sumisa es incapaz de ocultarle
algo a su dueño –comentó Elsa.

–No vayas por esa dirección, mis padres no tienen ni idea de lo que es el BDSM –
expuso Lucía con inocencia–. M i madre le habrá contado que me golpeó y, como
es lógico, mi padre habrá actuado tal como es… dominante –susurró para así esta
última palabra.

–Si te parece bien, le llamas mientras nos dirigimos a tu casa. –Se aferró a su
cintura y besó su mejilla haciéndola despertar de una extraña y repentina
abstracción mental–. De esta forma le indicas que vas acompañada de tu abogado.

–¿Crees que será conveniente? –Lucía se entristeció. No deseaba alejarse de su


lado, pero el viejo corazón de su padre podía darles un disgusto si se presentaba
con el origen del problema.

–No voy a dejarte sola ni un instante. Cada vez que te gires, estaré a tu lado. Cada
vez que respires, yo espiraré contigo…

–¡Oh, qué bonito es el amor! –exclamó Silvia–, Camal, no entiendo por qué eres
incapaz de susurrarme esas cosas mientras follamos, ya sabes, por cambiar ese
aullido animal que te sale por la boca cuando llegas al orgasmo. –Se giró hacia su
esposo y presionó su dedo en el duro esternón del hombre.

–¡Oh, nena! Soy incapaz de pensar cuando tengo mi sexo dentro de ti, y mucho
menos de soltar esa cursilería. M e convierto en una bestia hambrienta de coño
caliente. –Levantó varias veces sus casi invisibles cejas y agarró con suavidad la
mano femenina que presionaba su fornido cuerpo, la bajó hacia su cintura y Silvia
pudo advertir que su marido ya estaba listo para empotrarla donde pillase, así que
más valía que todos los que merodeaban en la sala terminaran por abandonarla lo
antes posible o verían sobre los suelos y el sofá una bonita escena de Sodoma y
Gomorra.

–Relájate un poquito, cuando se marchen te calmaré esa excitación que noto entre
tus piernas –susurró con avidez de deseo.

–Pues échalos ya o te bajo los pantalones y te follo delante de todos –cuchicheó


mientras mordía su cuello. Camal era un loco por el vampirismo, se corría con tan
solo presionar sus dientes en la suave piel de su mujer.

–Si no os importa –interrumpió Lucía–, me llevo a Andreu de este calenturiento


lugar. Creo que será lo mejor antes de que nos pongamos todos a follar como
conejos. Os avisaré tan pronto como descubra algo.

–Es una pena que no participéis –dijo Elsa sentándose sobre el sillón negro de
piel–. Nunca hemos sido más de cuatro.
–Danos tiempo –comentó Andreu mientras atrapaba de la cintura a Lucía y la
llevaba fuera de la oficina.

–¿Tiempo? –preguntó extrañada la mujer.

–¿Qué le iba a decir? Encima que nos invita… –Ella le tiró un pellizco en su vientre
y continuaron con su objetivo, llegar a la casa de los padres de Lucía antes de que
volviera Jorge.
Capítulo 19. Sexo delicioso

Silvia todavía estaba atrapada entre los brazos de su esposo y balanceaba sus
pecadoras caderas sobre la erección, la cual, crecía por segundos hasta un tamaño
inimaginable. La verdad, es que después de tanto estrés un poco de sexo no le
vendría mal. Los ojos de Camal estaban llenos de deseo, y el roce de sus manos
sobre su cuerpo era una deliciosa oda a la locura. Ella abrió un poco más las
piernas, dejándole espacio para que él pudiera colocar las suyas entre ellas. Un
inocente acto que se convirtió en una locura erótica, porque el marido subió la
rodilla izquierda hasta su necesitado sexo y comenzó a frotarla sin cesar,
haciéndole palpitar la perlita hinchada.

–Creo que esta noche tenemos una nena muy caliente… –le susurró Camal.

–¿Solo esta noche? –le respondió con una gran sonrisa.

–No me refería a ti, me refería a ella… –Hizo un leve movimiento con la cabeza
para indicarle hacia dónde debía mirar.

Elsa estaba sentada en su sillón. La escena que observaba entre sus amigos la tenía
muy excitada y agitada. Mientras que la feliz pareja comenzaban el
precalentamiento sexual, ella tenía la sangre hirviendo y su sexo preparado para
ser invadida. Sin embargo, solo se dedicó a mirar y a satisfacerse sola. Su marido
era muy celoso de lo suyo. Le dejaba mantener relaciones con otras mujeres,
participase él o no, pero le tenía totalmente prohibido estar con otro hombre que
no fueran él.

–¿Estás caliente? –le preguntó Silvia mientras lamía el cuello de su marido y


levantaba la camisa para dejar al descubierto el torso que la hacía volverse caníbal.

–¿Tú qué crees? Estás gozando de tu marido y yo aquí… solita. –Seguía


acariciándose.

–¿Quieres unirte? Seguro que a mí esposo no le importará, y si Sail se siente


desplazado, le haremos un hueco otro día –Camal gruñó, esa idea no le hizo gracia.

Tanto él como su hermano daban rienda suelta a sus mujeres cuando se trataba de
relaciones con otras féminas, sin embargo, tenían muy claro que el único pene de
carne que follaba a su mujer era el suyo.

–Prefiero mirar. Por ahora me satisfago bien.

–Como desees… ¡Camal! ¡Serás bastardo! –Silvia no pudo alegar nada más. En
represalia a lo que había insinuado, su marido metió dos enormes dedos entre sus
piernas y la penetró con fuerza sin avisar.

–¿Dos o tres? –susurró el esposo. Al no tener respuesta inmediata lo hizo él–. Bien,
hoy decido yo. Mejor tres, ¿verdad?

Ella agarraba con fuerza los hombros de su marido. Las uñas se clavaron en la
dura y chocolatada piel. Necesitaba amarrarse con todas sus fuerzas al cuerpo
masculino porque el brusco balanceo la desequilibraba tanto que podía caer al
suelo. Su marido se convertía en una gran bestia cuando adquiría el control y no
conseguía tener ni una pincelada de benevolencia hacia ella. Y esa forma de
tomarla la volvía tan loca que antes de que pudiera terminar las convulsiones de su
primer orgasmo, llegaba las primeras del segundo.

–¡Más! ¡Quiero más! –exigía Silvia al sentir el placer recorrer su cuerpo.

–Por supuesto. Lo que desee mi mujer es una orden para mí.

Camal quitó la mano de entre las piernas de su mujer, la colocó junto con la otra,
en las caderas, y comenzó a arrodillarse. Echó un vistazo hacia Elsa. Estaba con la
mano dentro de la ropa, por la expresión de su rostro supo que se penetraba con
suavidad. La sensación de control que tenía sobre las dos mujeres le llevó a un
frenesí enloquecedor. Regresó su mirada hacia Silvia y observó en sus ojos el deseo
más erótico que jamás hubiese encontrado. Esperaba con ansiedad el siguiente
paso. Con rapidez, bajó la pequeña falda y arrancó el fino tanga que, segundos
antes, había apartado hacia un lado para masturbarla. Le encantaba que su esposa
llevase aquel tipo de prendas, le facilitaban el camino cuando, en el momento que
fuese, en el lugar que le diera la gana, quisiera penetrarla hasta dejarla afónica.

–¡Mierda! –exclamó con la diminuta prenda en su mano–. Debería haberla


utilizado antes de arrancarla. M e divierte frotarla en ese coño húmedo que
tienes…

Tras el suave quejido de Silvia, le arqueó las caderas hacia él y metió su boca
dentro del cálido y chorreante sexo. Le deleitaba lamerla, saborearla, olerla, porque
no había nada más perfecto que comer su miel y oler su aroma a deseo. Un
monstruoso gruñido salió de la boca del hombre al sentir en sus papilas la ardiente
impregnación femenina. Apartó con suavidad los labios vaginales y empezó a
introducir su sin hueso traviesa. Silvia comenzó a perder la estabilidad. Buscaba
con la mirada un punto donde apoyar sus agitadas manos, pero la niebla que
apareció en sus ojos le hizo no hallar nada cercano. De pronto, un calor apareció
entre sus muslos, Camal había abandonado el sexo para lamer la miel que tenía
entre las piernas.

–¿Ya? –preguntó asombrada. Le había sabido a poco.

–¡Ni de coña! –La cogió en brazos y la llevó al sillón que estaba cerca de la
espectadora excitada. Si se mantenía cerca de Elsa, la haría participar en el
aquelarre siempre sin romper la norma que ambos hermanos poseían.

Silvia calló con los brazos hacia arriba y las piernas estiradas. Camal recorrió con
las grandes y anchas palmas las delgadas piernas de su mujer. De repente, una
mano tocó el hombro del hombre, era Elsa que parecía unirse a la fiesta. Camal
frunció el ceño porque no deseaba tener problemas con su hermano, entonces, la
mujer le dio un beso en la mejilla y sonrió.

–Solo con ella… –murmuró sin voz presa de la excitación. El hombre asintió.

Cogió la mano femenina y la condujo hacia el sexo de su mujer

–Dale lo que se merece mientras me despojo de mis ropas –dijo con una voz ronca.

Y así lo hizo, se arrodilló y comenzó a masturbarla sin parar. Silvia gemía de placer
al contemplar la escena. Para ella era todo un frenesí estar entre las caricias de las
personas que más amaba y necesitaba en el mundo.

–Quiero saborearla –dijo Elsa a Camal. Y este, con una sonrisa, le dio su permiso.

Atrapó las rodillas de la mujer y se las abrió con suavidad. Le gustaba deleitarse
mirando el sexo húmedo y palpitante de su amante. Agachó la cabeza y se metió
donde quería estar. Rozando los labios hinchados y bebiendo de la miel que ella
expulsaba sin parar. De repente, los gemidos de Silvia se quedaron mudos ante un
fuerte aullido gutural que salió despedido de la garganta del hombre. Se estaba
masturbando ante la escena que estaba presenciando. Echó la cabeza hacia atrás, la
hizo golpear en la pared al ritmo de sus caricias en su sexo. M iró fijamente a su
mujer y gritó al eyacular en su mano. Su cuerpo se movía sin control. Su rostro
mostraba dolor, placer, deseo… mordió sus labios y sonrió con malicia.
–¿Tienes el coño bien comido? –Se acercó hacia su esposa y le apartó el pelo
despeinado.

–Tu hermano me castigará por esto –susurró Elsa levantando por un instante su
rostro del sexo de Silvia.

–No tiene por qué. En ningún momento voy a tocarte y ya sabes que no te deseo,
pero sí que me excita verte con mi mujer. Y ahora ella me va a hacer más feliz. –

Agachó su cabeza y le dio un beso en los labios.

Silvia asintió como pudo. Sabía a la perfección qué es lo que pretendía hacer su
marido. Abrió su boca y lo recibió tal como se merecía. Primero lo acarició con su
lengua y poco después lo introdujo en su hirviente morro. Sonrió cuando observó
que su esposo echaba la cabeza hacia atrás y comenzaba a temblar de gusto.
Volvería a explotar si seguía de aquel modo.

–Qué bien lo haces, ma vie –exclamó Camal entre jadeos y acariciando con sus
dedos el rostro húmedo de su esposa–. Eres tan buena que me harás correrme
pronto. El hombre se retiró como pudo del amarre con su mujer. Ella se había
vuelto tan demente que no le dejaba retirarse y este no quería correrse todavía. A
pesar de la pequeña queja de Silvia, se alejó de ellas y caminó desnudo hasta la
mesa. Buscó entre los cajones algo con hincapié y se giró para mostrarles lo que
tenía en sus manos.

–Creo que este es el tamaño de tu marido. –Sonrió levantando uno de los


consoladores que guardaban allí.

Elsa asintió y comenzó a retirarse de entre las piernas de Silvia. No le hizo ninguna
gracia pensar que ya debía de abandonarla, pero mientras que su marido estuviese
presente debía acatar las normas que él imponía. Una vez que se encontraban las
dos solas… la cosa cambiaba.

–¡Toma! –Se lo puso en las manos–. Termina como puedas

–Sail no quiere que me folle otro hombre, pero no le importa que lo haga una
mujer –dijo mientras se bajaba los pantalones.

–¿Qué propones? –Camal sonrió y agarró su pene con fuerza. La insinuación de la


mujer lo había descontrolado y comenzaba a expulsar gotitas de semen.
–Que me masturbe con la boca mientras tú la bombeas con ese tremendo sexo. –
Levantó las cejas.

–¡Sí! –exclamó Silvia entusiasmada.

–Los deseos de ella, son órdenes para mí. Si lo ve bien, yo también. –Sonrió.

Silvia se incorporó del sofá y cogió la mano de la mujer para dirigirla hacia el lugar
donde ella había yacido. La colocó hacia arriba y levantó sus piernas, dejando el
sexo brillante para ser devorado. Camal volvió a gritar, estaba poseído por el deseo
y la locura de sentir pronto un sexo caliente. La esposa se arrodilló y bajó su boca
hacia la vagina llorona de Elsa. Sacó la lengua y empezó a saborear su manjar.
Mientras Elsa se dejaba comer y su cuerpo se envolvía en el baile del erotismo, el
hombre se acercó por detrás de la mujer y levantó con suavidad las caderas para
facilitar la entrada de su polla. Pero cuando la iba a penetrar se paró, agachó la
cabeza y mordió los labios hinchados que sobresalían de entre las piernas. Silvia
alzó la cabeza y gritó de gusto. Miró de reojo a su marido y sintió que el amor en él
crecía todavía más.

Estaba dispuesta a renegar de todo por tenerlo a su lado. Frunció despacio el ceño
al recordar que casi lo pierde cuando le dispararon en la puerta, pero como era un
gran macho, digno del linaje del que procedía, sobrevivió.

–Rico, rico. Mejor que un buen vino… –musitó el hombre al levantar la cabeza y
mostrar a su mujer los enormes colmillos blancos.

–Estoy segura que me has hecho dos agujeros –jadeó Silvia.

–Te pondré dos bonitos aros de oro, así podré tirar de ellos a mi antojo. –Volvió a
sonreír y le dio un gran palmetazo en el glúteo–. Ahora mete esa cabeza entre las
piernas, que yo te voy a transportar a la luna.

Camal no tuvo miramientos, dejó abierta la bendita puerta vaginal y conduciendo


con la mano su polla, la invadió con fuerza. Los tres gritaron por el éxtasis. El
hombre dirigía a las dos con sus movimientos. Una de las manos de su esposa
acompañó a las caricias de la lengua que ofrecía a su amiga. Si ella llegaba,
intentaría que lo hicieran todos. Él separaba y acercaba la pelvis haciendo que las
fricciones enloquecieran a los tres.

–¡Correos! –gritó desesperado–. ¡Vamos nena, córrete conmigo! –comentó el


marido mientras clavaba sus colmillos sobre la espalda femenina.
–¡Sí! –aulló Elsa que se llevaba las manos a los descubiertos pezones y los
presionaba con fuerza mientras la lengua traviesa hacía su cometido: conducirla
hasta el orgasmo.

Y rodeados de gemidos, sudor y olor a sexo, los tres consiguieron satisfacerse. La


primera en salir de la sala fue Elsa, dejando solos al matrimonio.

–Sabes que te quiero, ¿verdad? –La lengua de Camal recorría la piel de su esposa.

–No tanto como yo. –Se incorporó a pesar del peso desplomado sobre ella, y llevó
sus manos hacia el precioso rostro de su marido, lo atrapó con cariño y besó sus
exquisitos labios rojos.
Capítulo 20. El deseo de un bastardo

«¡Esto es inaudito!», pensó Jorge mientras observaba las fotos que tenía entre sus
manos. Por mucho que las miraba no podía comprender que Lucía estuviese
follando con otra persona que no fuera él. «Y la muy golfa tiene que liarse con él,
precisamente con él.» Golpeó con fuerza la mesa y dejó que todo cayese al suelo.
La conversación que tuvo con Carlos Sandoval sobre una posible reconciliación se
quedó aparcada. Él no podía perdonar la infidelidad de una mujer y mucho menos
albergando la posibilidad de que en algún momento de su vida alguien
descubriese ese adulterio y se mofaran a su costa. Tenía que ir a por todas. Imaginó
que El Grupo sopesaría su inocencia y dejarían a un lado la norma de no ascender a
los divorciados. Debía de explicarles que él tan solo era la víctima, y eso fue lo que
quiso hacer con el padre de Lucía. En primer lugar le informó de lo ocurrido a
través de una segunda llamada de teléfono, en la cual le informaba sobre las
imágenes que confirmaban lo hablado con anterioridad. «Tu hija pasó de un
consolador de plástico a una polla con patas», se mofó en la conversación. Pero
como el anciano no creyó ni una de sus palabras tuvo que aparecer en la mansión y
portar en sus manos las pruebas del delito. Jorge sonrió al ver la cara del hombre
cuando contempló dichas fotos. «Ha merecido todo el tiempo de espera y la
desgraciada lluvia para poder contemplar la cara de la derrota. Muere, cabrón, y
dame ya de una puta vez todo esto que es mío» meditaba Jorge al ver cómo el
anciano se tambaleaba de un lado a otro por la impresión que había tenido.

–¿Te das cuenta de que todo lo que te he dicho es verdad? –inquirió sin ser capaz
de tenderle una mano para ayudarlo.

–Hoy día, nada es lo que parece –respondió Carlos, apoyando las dos manos sobre
la mesa e intentando así no caer.

–¿Crees que las he manipulado? ¿De verdad que lo crees? –Levantó las cejas y
arrugó la frente mientras que alzaba una y otra vez las fotos que presionaba en su
mano.

–Tan solo digo que necesito hablar con mi hija para tener también su opinión. –
Tomó aire y comenzó a controlar su ansiedad.

–¡Lógico! ¿Cómo he llegado a pensar que estarías de mi lado? Es tu hija y tiene tu


sangre…
–¿Qué estás insinuando, Jorge? –Giró la cabeza para clavar su mirada en el
alterado hombre.

–Que de tal palo, tal astilla, suegro. –Caminó sin mirar atrás y cerró la puerta de un
portazo.

Se fue de allí sin conseguir su propósito, llevarse consigo a sus hijos, sin embargo,
había logrado algo que jamás pensó hacer, destruir a su suegro. Por primera vez lo
había visto abatido y hundido y eso le agradó tanto que estaba loco de emoción.
Aunque seguía aferrado a su primer propósito, hacer que la mujer se hundiera en
la miseria para él poder alcanzar la superioridad social soñada. En la puerta de la
casa de los ancianos, Jorge se acarició la barba y miró al cielo. Todavía no había
logrado nada puesto que si alguien descubría que había dañado a su todavía
esposa, podría ser expulsado sin más. «No te alteres –se dijo –. Los hematomas se
habrán borrado y ella no te ha denunciado, con lo cual sigues teniendo una
oportunidad», continuaba pensando mientras se acercaba al coche. De repente, una
sonrisa se dibujó en su cara, cogió el móvil y llamó a la única persona que podría
ayudarlo en aquel momento.

–¿Dígame? –contestó una voz ronca.

–Buenos días, señor. Soy Jorge…

–¿Jorge? –interrumpió el presidente de la asociación clandestina.

–Sí, señor, soy yo. Necesito contarle lo que me ha sucedido y que El Grupo me
ayude.

–¿Qué ocurre? ¿Algo marcha mal? –El presidente se reclinó sobre su asiento. Jorge
nunca había pedido nada al Grupo desde que su padre lo introdujo. Así que debía
de tratarse de un caso importante para él. Quizá, tan solo era preguntar sobre su
posible nombramiento, aunque le parecía bastante extraño.

–Siento molestarle, pero necesito ayuda en un tema peliagudo. –Tomó aire y, tras
el silencio del hombre, continuó–: Mi esposa, bueno, mi futura ex mujer me ha
engañado con otro hombre. –Jorge puso tono de marido compungido. Tenía que
camelarse al anciano para que este le ayudase sin hacer ningún tipo de conjeturas.

–¿Desde cuándo lo sabes? ¿Tienes pruebas de ello? No quiero que pienses que se
trata de morbo, pero necesito más detalles, hijo.
–Mi mujer ha estado muy rara últimamente, más desde su último cumpleaños. –
Abrió la puerta de su coche y se introdujo en él para poder charlar con
tranquilidad.

–Sí, todos recordamos el momento en el que llegó a tu oficina. –El hombre esbozó
una sonrisa pícara al recordar la silueta erótica de la mujer. Siempre la había visto
enfundada en prendas muy propias de una esposa y le llamó la atención el cambio
tan radical que había tomado.

–¡Ahí lo tiene, señor! Eso fue el colofón a una etapa de disgustos. Últimamente
andaba abstraída, despistada, desagradecida, pero lo más importante es que había
desatendido la labor de madre. Tuve que hacerme cargo de ellos porque no eran
cuidados de forma adecuada.

–Lo siento, de verdad que lo siento. Una mujer debe crecer como madre y esposa –
afirmó con rotundidad.

–Entiende, entonces, que me pusiera a indagar sobre lo que mi esposa hacía


cuando no estaba cerca. Debía de hallar la razón por la cual actuaba de esa manera.
No solo por ella, sino también por la paz que, hasta ese instante, había llenado
nuestro dulce y querido hogar.

–La mejor forma de radicar un problema es buscar la raíz de este y luchar contra él
–reflexionó con suavidad.

–Pero lo que descubrí no fue de mi agrado, señor. En una de las ocasiones en las
que la seguí, la encontré en brazos de otro hombre, desnudos y haciendo el amor. –

La bomba ya había sido expuesta. Un caso de infidelidad era motivo suficiente


para que todo el mundo lo apoyase sin medida–. Les hice fotos –musitó con pena.

–¿Hizo usted fotos a su mujer mientras le era infiel con otro hombre? –El
presidente no salía de su asombro. No se imaginaba la frialdad que podía tener el
muchacho. Si hubiese estado en su lugar no habría sido capaz de tomar ni una sola
imagen del acto, más bien habría interrumpido la escena y los habría matado en el
acto. En efecto, tal como todos los demás comentaban, era un miembro
prometedor, puesto que su frialdad y cordura le vendría muy bien al Grupo para
no dejarse llevar por falsos sentimientos y luchar por lo que en verdad interesaba,
su propagación social.

–Sí, señor. Les hice fotos mientras mi mujer sucumbía al placer que le regalaba el
otro hombre. –Emitió unos fingidos sollozos dándole a entender que se sentía
consternado ante la situación que estaba viviendo.

–¿Qué necesita de nosotros, hijo? –El anciano alargó la mano y atrapó una cajetilla
de tabaco. Su mente recordó el escándalo que podía haber provocado en la alta
sociedad su inversión en los clubs de alterne. Sin embargo, todo fue zanjado
gracias al abogado en quien había confiado. Un antiguo miembro del Grupo al que
no solo le debía su dignidad, sino también su inmaculada y venerable vida.

–Yo solo quiero a mis hijos, señor. Necesito tenerlos cerca. La educación que esa
mujer puede ofrecerles no es la que deben seguir… ¡No es buen ejemplo para ellos!

–¿Dónde están ahora los niños? –Inhaló el humo del cigarrillo.

–Están en la casa del padre de mi mujer… perdón, ex mujer. ¡Todavía no me


acostumbro a esta pena! –exclamó con consternación.

–Bueno, no se preocupe. Reuniré al Grupo con carácter de urgencia y marcharemos


hacia la casa de Carlos Sandoval en breve. Hablaremos con él y le haremos entrar
en razón. Esos niños no deben estar en manos de una libertina…

–Gracias, señor. Le estoy muy agradecido. Siento mucho recurrir a su ayuda, pero
no sabía a quién dirigirme en estos momentos. Esto es lo peor que me podía pasar
a las puertas de mi nombramiento.

–No se preocupe por ello, lo haremos de tal manera que su reputación no se verá
dañada, para eso estamos en El Grupo. Si los demás no son capaces de ver lo que
nosotros vemos, serán castigados.

–Gracias, señor, mil gracias. –Una maliciosa sonrisa apareció en su rostro.


Teniendo a los miembros de su lado, la suerte estaba echada.

–Nos vemos en dos horas en la casa de Carlos –terminó la conversación el


presidente.

–Allí estaré, señor.


Capítulo 21. ¡Mío!

Lucía no había abierto la boca durante el camino. Se pasó todo el trayecto mirando
a través del cristal y suspirando. Andreu se moría cada vez que escuchaba esbozar
un lamento de su boca. Se sentía culpable de lo que había sucedido. Si hubiese
pensado que desde el edificio próximo alguien estaría haciendo fotos de su idílico
encuentro, habría saltado por la ventana para degollarlo. Sin embargo, no presintió
nada. ¿Quién iba a pensar una locura como esa? Nadie salvo un ruin y bastardo
hijo de puta. Recordó la cara que puso ella cuando observó las fotos. Pudo notar
cómo se le rompía el corazón en mil pedazos. Pero juró que el cerdo pagaría por su
proeza.

–¿Qué piensas? –Lucía observó el enfurecimiento en el rostro de Andreu.

–¿Sinceramente? –Ella asintió–. Que mataré a tu marido en cuanto tenga una


mínima posibilidad.

–¡Bobo! –Lucía golpeó despacio la rodilla del hombre provocando con el roce un
estado de excitación y lujuria.

–¡No me toques! ¡Por Dios! Que no quiero aparecer en tu casa con este estado…
¿Acaso no te das cuenta que me excitas con tan solo mirarme? –Sonrió.

–¡Ja,ja,já! –carcajeó.

–¿No te lo crees? ¡M ira! –Levantó un poco su cadera–. Ya está preparada para ti.
Ahora debo pensar en casos que no he resuelto para bajar la inflamación. –Tomó
aire y le dijo con dulzura–: Sé que es difícil de comprender, Lucía. Soy el primero
que no lo hace, pero desde que te vi en el restaurante creo que estoy enamorado de
ti.

He hecho locuras que ni yo mismo las explico. Te seguí con el coche cuando te
marchaste del restaurante, luego entré en el club tras tus pasos. Cuando huiste
despavorida me encerré en mi piso para no parar de beber…

–Pero ahora estoy aquí, contigo. Y te prometo que no saldré huyendo por temor a
lo que siento. –Se acercó e inclinó su cabeza sobre el hombro masculino.
–Pensé que jamás volvería a verte y me volví loco. –Posó su barbilla sobre el pelo
oscuro de Lucía e inspiró con fuerza.

–Yo también pensé perder la cordura cuando te vi entrar en el club desnudo,


perdido, solo. Aunque creo que más bien serían celos, porque tuve unas ganas
enormes de tirar de los pelos a todas las amas que se te acercaron.

–Yo solo recuerdo el vaivén de unas caderas acercándose. –Besó el cabello.

–Creo que desde ese instante sentí que eras mío y que nadie debía tocarte, salvo yo.
No lo entiendo ni lo quiero comprender, pero es así. Te necesito y deseo que
formes parte de mi vida, con o sin contrato sexual.

–¡Ven aquí! –Pasó un brazo protector sobre el hombro de la mujer y la atrajo aún
más a él–. ¿Te he dicho que te pertenezco y que no quiero estar con nadie, salvo
contigo? Es por si no te ha quedado claro, te lo repito las veces que haga falta.

–Alguna vez que otra te lo he escuchado. –Besó la mejilla de su hombre.

–Bien, pues aclarado el tema de que vamos a estar siempre juntos, arreglemos
ahora el problema de tu estúpido ex marido, y luego, cuando los niños estén
viviendo en su nuevo y confortable hogar…

–¿Nuevo hogar? –Lucía interrumpió la frase asombrada y alzó la mirada para ver
con claridad a Andreu.

–Había pensado llevaros a mi casa. No es gran cosa, pero en el ático podemos


convivir bastante bien. Cuatro dormitorios, una espectacular terraza con vistas
hacia el interior de la ciudad y a la montaña. –El joven mostraba en sus ojos la
ilusión y alegría de comenzar con ella algo nuevo, algo que jamás había pensado
tener, una familia a la que adorar y cuidar–. Aunque la sorpresa más atractiva de
mi hogar está en el cuarto de baño. –Arqueó varias veces las cejas–. Tengo un
inmenso espejo…

–¿En la bañera? –Lucía empezó a acariciar con sus dedos el pecho del joven.

–Sí, ahí mismo. Ya la utilizaremos las veces que desees, pero ahora, deja de
tocarme, por favor.

–¿Por? ¿No te gusta? –preguntó asombrada.


–No es eso, mon amour, es justo lo contrario. Me gustas tanto que ya me has vuelto
a poner a punto… –Inspiró con profundidad para mantener el control sobre lo que
ya no lo tenía.

–Te prometo que aliviaré todas tus necesidades cuando esto termine. –Lucía le
abrió unos botones de la camisa y acarició el pecho de su amante con la lengua.

–No voy a poder esperar tanto –susurró.

–Lo sé…
Capítulo 22. Pero…

El señor Carlos Sandoval estaba como loco dando vueltas por toda la casa. La
cajetilla de tabaco había volado en menos de dos horas y llevaba más de una
década sin fumar. La noticia de la deshonra de su hija no se la esperaba. Las fotos
aparecían una y otra vez en su retina. No entendía cómo su princesita había caído
en el mundo de la perversión, si él había luchado con uñas y dientes para que no
sucediera. Sin lugar a dudas era hija suya, pero era una mujer y no estaba bien
visto que ellas tuviesen más apetito sexual que ellos. Podía llegar a comprender su
desconsuelo o su insatisfacción, pero siempre albergó la esperanza de que fuese
una mujer inteligente, y aquel acto le gritaba que era todo lo contrario. «Esto tiene
que ser un trastorno esporádico –se decía una y otra vez para calmarse–. Este
bastardo es tan egoísta, que no le ha dado a mi hija el placer que ha necesitado y
por eso se ha visto con otros. Así que puedo alegar que ante la separación y el
estado de soledad, ella ha perdido la cordura de manera temporal.» Apoyó las
manos sobre la mesa y respiró con profundidad. Tenía que controlar su estado de
ansiedad provocado por el contratiempo, puesto que si no lo conseguía, no vería a
sus nietos crecer. Debía aceptar lo evidente, Jorge era un hombre bastante egoísta y
ambicioso y nunca se preocupó de darle a su hija ese amor que ella tanto necesitó,
y la pesadumbre la habría vuelto loca. Sin embargo, ahora estaba más preocupado
por sus nietos que por los padres de ellos. Estuvo a punto de dárselos a Jorge, pero
los llantos de su mujer y una vocecita en su interior que le gritaba que no lo hiciera,
le hizo negar tal acto y esperar a que su hija también contara su parte de la historia.

Miró el reloj, eran más de las seis de la tarde y, con todo el lío, ni habían
almorzado. Los niños correteaban por la casa y tenían al servicio de los nervios
detrás de los pequeños. ¿Cómo explicarles que no podían marcharse con su padre,
cuando este los esperaba en la puerta? La mayor de sus nietas, Eva, con seis años
de edad, preguntaba insistentemente cuándo se iban a marchar, a lo que él solo
podía responder “cuando llegue tu madre”. No era capaz de explicarles nada más,
tampoco sabía qué debía decirles, no deseaba meter la pata. M iró una foto de su
hija cuando tenía la misma edad. Sonreía y disfrutaba de un hermoso día de
campo. Recordó que fue la única vez que había estado jugando con ella y se
entristeció. Por aquel entonces los militares debían comportarse como unos machos
destructores y no podían mostrar el amor que tenían en sus entrañas. Lucía no
entendía por qué su padre no la besaba delante de su ejército, ni tampoco entendió
por qué la llevaba lejos del cálido hogar.
–Señor. –La voz de la ama de llaves le sacó de sus pensamientos.

–Dime, Clara –respondió girándose hacia ella.

–La señorita ha llegado, y desea que le anuncie que no viene sola. La acompaña el
señor Andreu Voltaire.

–¿Andreu Voltaire? –La voz de Carlos se estranguló. No supo encajar en el puzzle


al muchacho. Tal vez su hija contrató al abogado para enfrentarse a su marido.

Una pequeña sonrisa se dibujó en su rostro, si era verdad lo que había pensado,
Lucía era más lista de lo que él pensaba, puesto que El Grupo actuaría de una
forma muy diferente cuando supieran que el letrado de la demandada era un
Voltaire.

–¿Señor? –Clara volvió a insistir al verlo absorto en algún pensamiento.

–Perdona, haz que pasen. Les espero aquí.

–Sí, señor.

Carlos se arregló el traje, quería causarle una buena impresión al acompañante de


su hija. Traía a su casa un miembro de una familia honorable y eso no lo había
conseguido ni él mismo. En multitud de ocasiones invitó al padre del muchacho
para entablar una amistad, pero siempre rehusó alegando motivos laborales.
Escuchó unos pasos acercarse a la puerta, suspiró y se giró hacia ella.

–¿Papá? –La voz de Lucía irrumpió el silencio de la habitación.

–Pasa, hija mía. –Durante unos segundos, Carlos no supo cómo actuar. Al
contemplar la imagen de su hija se quedó tan asombrado que no podía articular
palabra.

Estaba más delgada y uno de sus ojos todavía mostraba el impacto de aquella
desgraciada mano. Respiró entrecortado y abrió sus brazos para que Lucía se
introdujera entre ellos–. Mi niña. Mi tesoro… ¿qué te ha hecho?

–¡Oh, papá! ¡Te he extrañado tanto!

–Pues siempre he estado aquí, mi niña –le decía mientras la acariciaba y besaba su
rostro lleno de lágrimas.
–Lo sé, pero quería mantenerte un poco al margen de todo lo que me sucedía. Sé
que jamás harías algo para destrozar mi vida, sin embargo, con Jorge… –Miró
hacia el suelo y su padre le levantó el rostro con dos dedos.

–Eres sangre de mi sangre y puedes contar con tu padre para todo. Es verdad que
mi amor por ti me cegó tanto que, en vez de ponerte en buenas manos, te dejé en
las peores. –La abrazó con fuerza y besó el oscuro pelo.

–Ahora no me importa eso, papá. Sé que Jorge ha estado aquí y tal vez, él… –
Escondió su cara entre la camisa de Carlos–.Te ha enseñado…

–No solo es culpa tuya, Lucía, también tengo yo algo que ver en todo esto –habló
Andreu desde la puerta.

–¡Señor Voltaire! –exclamó asombrado Carlos, al reconocer al joven de la puerta–.


¿Has sido tú? –comenzó a enojarse, pero Lucía, al notar cómo su padre se
encolerizaba, lo abrazó con más fuerza y le hizo calmar.

–Por favor, llámeme Andreu. Lucía, si tu padre ha visto las fotos, es normal que
quiera asesinarme, pero le prometo, señor Sandoval, que mis propósitos para con
su hija son nobles por mi parte. –Caminó hacia el anciano extendiendo su mano
para saludarle.

–No sé si extender mi mano para saludarte o para abofetearte. Sé lo que representa


tu apellido, sé qué hizo tu padre por esta sociedad, sé que todo el mundo piensa
que es mejor tenerte a su favor que en contra, pero también sé que ella es mi hija y
que puede perder todo lo que tiene por haber tenido un desliz.

–Yo no soy ningún desliz, señor Sandoval. Pretendo ser la pareja de su hija hasta
que ella decida no tenerme a su lado.

–Es fácil poner esas palabras en la boca, sin embargo, no estoy tan seguro de que
esto. ¿Qué has pensado hacer con mis nietos?

–Cuando todo esté aclarado y su padre esté controlado, se vendrán a vivir a mi


hogar. No es una mansión en el campo, pero podrán gozar de todo lo que esté en
mi mano para ofrecer.

–No sé… –Lucía levantó la mirada y Carlos le apartó las lágrimas del rostro–. Ya
decidí por ella una vez y fue el mayor error de mi vida. Creo que ahora te toca a ti
tomar el timón, cariño. –Besó su frente.
–Señor Sandoval, estoy enamorado de su hija. –Lucía abrió los ojos de par en par y
se apartó de su padre para colocarse frente a Andreu–. La quiero, la respeto y
deseo protegerla ahora y siempre.

–Me parece muy bien todo este romanticismo, pero como te he dicho, Lucía tiene
hijos y Jorge los está reclamando. Es más, ha pedido ayuda al Grupo y ellos no
tardarán en venir. –Miró hacia su hija–. Me llamaron hace unos cuarenta minutos
para confirmar que los niños están conmigo y que permaneceremos en casa.

–¡ El Grupo! –exclamó Lucía–. ¿Qué narices ha hecho ese imbécil?

–Relájate –le dijo Andreu–, si fueras mi mujer y tuvieras un amante tan guapo y
elegante como yo, estaría loco de envidia…

–¿Y querrías joderme? –preguntó Lucía.

–Eso no te lo responderé delante de tu padre –le contestó Andreu.

–Lucía –reclamó Carlos la atención de su hija que parecía estar en otros menesteres
poco aptos en su presencia–, no sé qué clase de defensa propondrás, pero tal como
veo yo las cosas, deberías de despedirte de los niños…

–¡Papa! ¿Cómo me puedes pedir eso? –Lucía volvió a mirar a su amante–. Por
favor, no hagas que me quite a mis chiquitines.

–Tus hijos son los míos y no se van a separar de nosotros. –Y a pesar de la


presencia del anciano y de la cara de espanto que tenía cuando escuchó las
palabras del muchacho, Andreu aferró el cuerpo de Lucía hacia él y besó con
ternura los sonrojados labios.

El Grupo se había reunido en la sala de juntas. Estaban ya muy seguros de la


resolución del caso; los niños se quedarían con Jorge porque su madre no era un
buen ejemplo para ellos. Además, el futuro vicepresidente era un hombre
intachable, de moralidad impoluta, y su trabajo en la comunidad social era
exquisito, no podían dejar que una mujer mandara al garete toda una vida de
trabajo y sacrificio por y para la comunidad.

–Tranquilízate, Jorge. Haremos todo lo que esté en nuestras manos para terminar
con tu agonía –comentaba uno de los miembros mientras posaba su mano en el
hombro del supuesto marido abatido–. Todos hemos decidido que vamos a
ayudarle.
–Gracias, espero que esto finalice lo antes posible, por el bien de mis pequeños y
tiernos hijos –respondió entristeciendo el rostro.

–Lo entendemos, amigo. –El compañero palmeó de nuevo los hombros decaídos–.
Tranquilo, cuando todo este problema marital termine, endulzaremos tu vida con
la incorporación a la vicepresidencia.

–Será un gran honor para mí servir a esta comunidad, y reitero las gracias por el
favor que se me está ofreciendo.

–Todos somos una gran familia dentro del Grupo, y tenemos la obligación de
ayudarnos los unos a los otros. Solo nosotros entendemos qué necesita esta
maltrecha comunidad, y debemos estar unidos para enfrentarnos a las
adversidades que nos pondrán en el camino –el presidente, hasta ahora en silencio,
comentó al muchacho mientras lo observaba con detenimiento. Algo le decía en su
interior que Jorge no era trigo limpio. Parecía que exageraba demasiado su dolor.

–Yo vivo por y para El Grupo, señor. Desde que mi padre me condujo de la mano a
la sede, he deseado ser un miembro eficiente para la comunidad. He trabajado con
fuerza y ahínco en todo lo que he visto conveniente e interesante para ella. He
intentado ofrecer un nuevo camino repleto de pureza y disciplina, porque solo así
conseguiremos habitar por encima de esta sociedad corrompida y podrida. –Y no
mintió. Desde la primera oportunidad que tuvo para introducirse en El Grupo
luchó por forjar una vida intachable e impoluta. Por eso apareció en el convento y
buscó una mujer conveniente. Hizo un pacto con el mismo diablo para que la
sometieran a continuas aberraciones y palizas. Pensó que si la trataban mal,
cuando la reclamase como esposa lo tendría como el héroe con el que sueña toda
mujer, y no replicaría cualquier normativa que dictara en casa. Y lo consiguió
durante mucho tiempo… Frunció el ceño al recordar que ya nada era igual.

–Por eso El Grupo te ayudará en lo que pueda –hizo una pausa para respirar y
tomar el maletín que estaba al lado de su sillón presidencial–. Nos esperan abajo,
están preparados para irnos a la casa de Carlos y reclamar a tus hijos como
propios. ¿Nos marchamos?

–Sí, señor, estoy preparado para ir a por mis hijos.


Capítulo 23. Una cara de asombro, un rostro
de esperanza

El viaje desde la oficina hasta la casa de los padres de Lucía se hizo eterno para
Jorge. Ansiaba ver la cara que tendría cuando le quitara a sus hijos. En verdad, la
vida de los niños no le importaba nada. Les había buscado un internado donde
alojarlos el resto de sus vidas. Sin embargo, el placer que tendría al contemplar el
dolor en el rostro de ella sería enorme. Quería arrebatarle lo que más quería
porque de esta forma ella sentiría lo mismo que él al ver cómo la vida social se
desvanecería por su culpa. Echó un vistazo al interior de la limusina y sonrió. Se
encontraba donde siempre había soñado, rodeado de los directores y unidos para
un fin común. Se reclinó un poco en el asiento y pudo contemplar la entrada de la
casa del anciano. Se llevaría una gran sorpresa al verlo con ellos.

–Bueno, Jorge, ya hemos llegado. Yo hablaré con Carlos primero, le expondré la


situación y las posibles resoluciones que adoptaremos.

–No tengo problema, señor. Lo que usted haga, estará perfecto.

–Gracias.

El anciano salió del coche, se sacudió el traje, movió los pies de un lado a otro y se
dirigió hacia el timbre de la puerta. Los demás integrantes del Grupo lo siguieron a
una distancia prudencial; valoraban la jerarquía en la que se encontraban y cada
uno sabía el escalón en el que se encontraba.

–Buenas tardes, caballeros. –Clara salió a recibirles.

–Buenas tardes, nos gustaría hablar con el señor Carlos Sandoval, Clara.

–Adelante, les atenderá en su despacho. Si son tan amables de seguirme.

–Con mucho gusto. –El anciano hizo un gesto a Jorge para que se uniera a ellos y
así entrar en el hogar donde tendrían el encuentro.

Este se acercó a ellos y se resguardó entre la protección del Grupo. Si hubiese ido
solo, le habrían tirado piedras desde lejos, pero con ellos no. En el instante que él
fuese vicepresidente sacaría a la familia Sandoval de la asociación. Una adultera no
era buen ejemplo para las demás mujeres de la sociedad…

Cuando Jorge entró en la casa notó que alguien lo miraba. Buscó a dicho personaje
y lo encontró, era Lucía. Estaba arriba, en la baranda del segundo piso. Parecía
bastante estropeada y demacrada. «Quizá tanto sexo no te ha sentado tan bien
como imaginaste –pensó –. O tal vez estés jodida porque voy a quitarte el alma», se
carcajeó ante el placer que le supuso esta última idea.

–Señor Sandoval, la visita ha llegado –le informó Clara.

–Hazle pasar, gracias.

–¡Querido Carlos! ¿Cómo se encuentra? –El anciano presidente abrió la puerta y


caminó hacia su viejo amigo extendiendo la mano.

–Muy bien, pero no creo que mejor que tú. –Alargó la suya para responder al
saludo.

–Bueno, la pierna sigue haciendo de las suyas –le explicaba mientras levantaba un
poco la extremidad–. Pero mirándolo por el lado bueno, es una estupenda
meteoróloga.

–Yo dejé de fumar y he vuelto por el estrés. –Ambos amigos se abrazaron tras el
primer saludo.

–Sabes por qué estoy aquí, ¿verdad? –El presidente lo miraba con cariño y
angustia.

–Me lo puedo imaginar. –Echó un vistazo diabólico hacia el bastardo yerno que
estaba parado observando la situación–. ¿M e aceptas una copa?

–Te lo agradezco, pero me gustaría terminar lo antes posible con todo este lío. –
Frunció el ceño. No le resultaba cómodo hacerle aquella trastada a su mejor amigo.

El dolor que le iba a causar sería terrible y en el fondo, no se lo merecía porque era
un hombre bueno y valeroso. Sin embargo, el honor de un miembro del club había
sido manchado y tenía que limpiarse de la manera estipulada.

–Como quieras. Puedes argumentar. –Carlos se sentó en su sillón para escuchar


con atención lo que su amigo iba a exponer.
–El motivo que nos ha traído hacia a tu hogar no ha sido otro que la petición
insistente de un miembro de nuestra sociedad para reclamar la custodia de tus
nietos, sus hijos. Alega que tu hija no es buena madre para ellos.

–¡Yo discrepo! Mi hija es muy buena madre. ¡Excelente! Es verdad que no ha sido
la esposa que Jorge ha querido, pero en fin… ¡Él tampoco ha resultado ser el
marido idóneo! ¿Verdad? –Esquivó la figura que tenía en frente para dirigirle la
mirada al bastardo de Jorge.

–¡Yo he dado a su hija todo lo que ha estado en mi mano! –gritó muy exaltado–.
Nunca le ha faltado ni un plato para comer, ni un vestido que ponerse, al igual que
he mantenido en muy buena posición a mis hijos. –Jorge cruzó sus piernas y se
apoyó en la puerta. Por ahora su secreto parecía que estaba guardado. Una de las
normas básicas de la congregación era que las mujeres eran meros floreros, pero
había que respetarlas al máximo. No tenían voto, no podían opinar pero jamás se
les trataría con humillación, vejaciones o maltrato.

–¿Estás seguro que has satisfecho a mi hija “en todo” lo que ella necesitaba? –le
preguntó arqueando una ceja.

–Si te refieres a que tu hija guardaba con esmero un consolador en su cajón y le


privé de él, pues sí, he sido un mal esposo porque no la he consentido en su
totalidad. –Miró de soslayo al anciano.

–¡Hijo de puta! –susurró Lucía desde su escondite.

–¿De verdad que te quitó el consolador? Seguro que se sintió avergonzado porque
el tamaño de su pene era muy inferior –le susurró Andreu al oído mientras
intentaba no reírse en alto.

–Es verdad. En cuanto lo descubrió, lo hizo desaparecer –cuchicheó.

–Yo te compraré todos los que quieras y de todos los tamaños… ¡Me vuelve loco
jugar con los consoladores!

–Bien, pero ahora cállate, que necesito escuchar, luego ya veremos. –Entrecerró los
ojos.

–No me parece bien que digas esas cosas de mi hija. ¡Siempre has sido un
caballero! ¿Qué ha cambiado?
–¿Y todavía lo preguntas? ¿Acaso no te traje pruebas de lo que había ocurrido?
¿Qué harías tú en mi lugar, unirte a la fiesta?

–Primero, mi hija salió de la casa matrimonial porque la golpeaste…

–¡Jorge! –El anciano se giró hacia él–. ¡Eso no está permitido en la sociedad!

–Señor, vino borracha y a deshoras. M e alteré porque no sabía si le había pasado


algo, y cuando la vi con bromas y desquiciada por el alcohol, no pude reaccionar
con cordura. Pero nunca, nunca le había puesto la mano encima –quiso excusar su
actuación.

–Mi hija no estaba borracha, no te inventes nada. M i hija había celebrado su


cumpleaños y llevaba unas copas, pero no debía de estar borracha cuando
conducía el coche. Y sobre el tema de las fotos, me parece muy rastrero que
siguieras a mi hija para inmortalizar los encuentros con otro hombre. Eso también
atañe a su honor, ¿no te parece?

–¡Sabía que estaba con otro! ¿Cómo me iban a creer si no llevaba las pruebas? –
comenzó a perder los nervios. El rumbo de la conversación no estaba siendo como
él esperaba.

–Caballeros. –Una voz masculina apareció por la puerta. Sin embargo, fueron dos
figuras humanas las que se dejaron ver.

Los directivos del Grupo miraron asombrados cuando descubrieron quién era el
hombre que permanecía parado observando a los allí presentes, era el hijo
primogénito de Andreu Voltaire.

–Señor Voltaire –dijo el anciano con alegría–. ¡Es un honor tenerlo entre nosotros!

–Gracias, caballeros. Yo también me alegro de veros. Perdonad si he sido algo


brusco en mi intersección, pero no he podido contenerme al ver la cantidad de
sandeces que ese caballero –señaló a Jorge– está expulsando por su boca. Así que
como estoy involucrado en el asunto de la señora Sandoval porque soy el
susodicho amante, tan solo comentaré que: reclamo el favor que se le debe a mi
familia para que todo esto se zanje de la mejor manera para ella.

–¡Serás cabrón! –dijo Jorge fuera de sí–. ¡Este es el hombre que se está follando a mi
mujer!
–Eso ya lo he dicho yo… –murmuró Andreu entre risas al ver la cara que se le
había quedado al marido.

Todo el mundo miró a Andreu y a la pequeña sombra que se escondía tras él.

–Lucía –le dijo el anciano–, ¡ven aquí!

Lucía se acercó muy despacio y se aferró con fuerza a la calidez de la mano de su


amado. No deseaba permanecer sola ante una situación como aquella.

–Buenas tardes, señor. –Apenas movió sus labios para hablar porque la tensión que
estaba viviendo le hacía no poder mover la boca.

–¿Has escuchado todo lo que se ha dicho aquí sobre ti? –El anciano se cruzó de
brazos y se sentó sobre la enorme mesa de madera que tenía Carlos para sus
papeles.

–Sí, señor, he podido escuchar cada palabra que se ha dicho en esta habitación
sobre mí.

–¿Tienes alguna pregunta o duda, o algo que comentar? –El anciano miraba sin
pestañear a la mujer.

–Si me lo permite, puedo intentar dar mi versión de los hechos. Creo que yo
también soy importante en el tema que se está tratando.

–Adelante –ordenó. Nunca hubiese permitido escuchar la versión de una mujer,


sin embargo, el hecho de que estuviese junto a un Voltaire y este le había
reclamado el favor, hacía que todas sus normas tuviesen un paréntesis.

–Bien, agradezco a Jorge el hecho de que me haya cuidado durante todo este
tiempo. Pero en verdad, no era feliz a su lado. Alego que no he tenido carencias
económicas y que mis hijos han sido tratados de la misma manera que a mí.
Aunque, nos ha faltado una figura paterna y un marido al que amar. Para él solo
hemos sido un expositor perfecto para luchar por una meta: llegar a ser un cargo
importante en ese estimado club. El hecho de que yo tuviese escondido un
consolador –miró a Jorge con rabia– está fuera de contexto. Pero sí es verdad que
después de todo lo sucedido, no quiero volver a estar ni un minuto más con él. Es
malo, rastrero, dañino, mentiroso, ambicioso de poder, la codicia camina por sus
venas, fíjense cuanto le supone estar por encima de los demás que ha puesto al
Grupo en contra mía para quedarse con los niños, cuando no sabe ni sus edades. Yo
no digo que no haya sido mala esposa, o que mis deseos maritales no hayan
coincidido con los de mi actual esposo, pero he sido muy buena madre, mucho.
Mis hijos son mi vida, y como eso lo sabe él, los utiliza para hacerme daño.

–Estamos de acuerdo en que Jorge es todo eso que usted ha descrito. Pero el
adulterio…

–Señor, –dijo Andreu– aquí es donde pido el favor familiar que El Grupo debe a los
Voltaire.

–¡Anda ya! –exclamó Jorge–. ¿Vas a gastar un favor como ese por mis hijos? –
Levantó las manos por el asombro.

–Quiero que Lucía se quede con sus hijos y disfrute de la custodia. Claro está, las
visitas que el padre tenga con sus hijos serán vigiladas. Nunca se sabe hasta qué
punto uno puede llevar la venganza por despecho. –Miró al anciano.

–¿Está usted seguro de eso, caballero? ¿Quiere que El Grupo le conceda su favor a
esta familia?

–Es mi deseo. Los hijos de Lucía pronto serán mis hijos también. –La miró y
extendió su mano hacia ella. La mujer se acercó a él y se estrechó en su cobijo.

–Si estás tan seguro de ello, es nuestra obligación cumplir tu deseo. Tu padre nos
hizo un gran favor en su momento, y todos le debemos nuestro amparo. Dé por
hecho, joven Voltaire, que su familia no será tocada.

–Quedando claro, que mi familia incluye a Lucía Sandoval, sus hijos y sus padres.
–Andreu abrazó a Lucía.

–Sí, en efecto, se incluirán todos bajo esa protección.

–Gracias, ha sido un honor conversar con usted. Caballeros, Carlos, si me


disculpan, tengo nuevos hijos que conocer y atender. –Hizo una reverencia y,
agarrando con fuerza la mano de su mujer, la sacó de allí.

–Bien, –dijo el anciano– creo que esto ha finalizado. Si nos disculpas, El Grupo
tiene que volver a reunirse para discutir el cargo que se queda libre…

–¿Tienes algún cargo libre? –le preguntó con sarcasmo Carlos.


–Sí, el de vicepresidente, ¿interesado, viejo amigo? –Se acercó hacia él mientras que
abría un baúl pequeño que tenía sobre la mesa.

–Solo si tú eres el presidente –cogió un puro y se lo ofreció.

–Por supuesto, las buenas raíces nunca deben morir. Esta juventud son tallos que
se arriman a los arboles fuertes, pero siguen siendo mala hierba. –Con el puro en
la mano, pasó por el lado de Jorge y no se dignó ni a mirarlo.

Todo el mundo en el club estaba alterado. El boca floja de Fidel había hablado
sobre el asunto de Lucía y de su hermano, y cuando se trataba de temas amatorios,
todo el mundo deseaba escuchar el chisme, aumentando la inquietud al descubrir
que se trataba de amigos de los jefes. Habían llamado más de mil veces a la
habitación de Bianca, pero siempre ofrecían la misma respuesta: no sabían nada. El
único que tenía que conocer algo era Sail, pero tras regresar de la casa de Lucía, se
encerró en uno de los salones para reprender alguna actitud que Elsa había tenido
durante su ausencia, y claro está, nadie molestaba a la bestia hambrienta de
necesidad cuando se encerraba gritando: “El que toque la puerta durante las
próximas doce horas, morirá”. Murmuraban que llevaba a Elsa en el hombro como
si se tratase de un saco de patatas, pero nadie hizo ni dijo nada. Aquel hombre se
convertía en un feroz monstruo cuando deseaba poseer a su mujer. Podían estar
varios días sin salir de la habitación, eso sí, cuando abrían la puerta, se
encontraban más delgados y llenos de un increíble amor.

–Estoy de los nervios, espero que todo haya salido bien –dijo Bianca sentada sobre
la cama. A su lado, Fidel tenía el teléfono en la mano esperando que alguien lo
llamara.

–¿Sabes?, mi hermano siempre ha sido el más listo de la familia. El más


responsable, honrado, sensato, pero a la hora de encontrar pareja, nunca ha tenido
suerte. Y se merece ser feliz por una vez en su vida.

–Tiene que serlo para tener un hermano como tú, bichito –le dijo su ama mientras
le acariciaba la espalda.

–Tras la muerte de mi padre, yo me iba a volver loco. Estuve metido en muchas


cosas peligrosas, entre ellas, en temas de drogas. Pero siempre estuvo Andreu
apoyándome. Salvándome de todas las capulladas que día tras día se me ocurrían.
Quise hacerle un regalo, quise llevarlo hasta Lucía.

–¿Ella es su gran amor? –le preguntó mientras le ponía las esposas.


–Bueno, yo creo que sí. Nunca he visto al responsable de mi hermano saltarse las
normas jurídicas, y el perseguir o acosar a una mujer está dentro de ellas. –

Levantó ambas cejas y sonrió.

–Tú siempre me acosas. –Se apoyó en la cama detrás de él y comenzó a tocarle con
sus largas uñas.

–Sí, pero yo no vivo conforme a la ley. Vivo para pasar de ella. –Echó la cabeza
hacia atrás cuando ella tiró con fuerza de su pelo.

En ese instante el móvil vibró y Bianca lo atrapó para leer el mensaje.

–Dice que todo está ok, que los niños y la madre son suyos y te da las gracias. –
Apagó el aparato y con el pelo todavía amarrado, le besó con pasión.

–¡Gracias a Dios! Todo ha salido bien. –Sonrió.

–¿Puedes ya ocuparte al cien por cien de tu ama? –Soltó el amarre del cabello y se
colocó frente a él.

–Por supuesto, señora. ¿Qué desea que haga?

–Por ahora ponte de rodillas y besa mis pies. Luego ya veremos…

–Sí, mi señora.
Capítulo 24. Sorpresas

Después de varios días discutiendo sobre los derechos y los deberes del divorcio,
Lucía y Andreu habían quedado con Elsa, Silvia y sus esposos para tomar una
copa en el bar. A pesar de que ella había insistido en que no le ofrecería ninguna
sorpresa “no deseada”, él tenía sus dudas.

–Por favor, nena. No me hagas ninguna trastada, te lo suplico. –Andreu agarraba el


volante con fuerza y, a pesar de que el rostro de su mujer no le alertaba de nada
extraño, había aparecido un tic en el ojo derecho que no tenía antes.

–No voy a hacer nada. Solo quiero tomarme una copa con mis amigos. Estaremos
en plan tranquilo.

–Ya pero… ¿tú le has recalcado eso de la “tranquilidad” a Elsa y a Silvia? Es que
suelen ser duras de entender.

–Eres un pesado, Andreu Voltaire. Por cierto, a los niños les han encantado sus
habitaciones, todo un detalle los dibujos de Disney.

–No ha sido cosa mía, Lucía, es de Bianca, la ama de Fidel. Resulta que además de
saber manejar bien el látigo, es una magnífica decoradora.

–¿Ves? Todo el mundo esconde algo. Si no le importa, podemos recomendarla


entre nuestras amistades, ha hecho un buen trabajo.

–Sí, eso le he dicho a Fidel, que la apuntaré en la agenda.

Andreu observó el aparcamiento del club, estaba vacío. Era lógico puesto que en
los períodos de vacaciones los perversos maridos o las insaciables esposas
abandonaban el rol que poseían en el local y adoptaban el apropiado para sus
hogares.

–¿Qué tal? –Elsa salió a su encuentro.

–Bien, cariño –respondió Lucía–. Cansados con tanta mudanza, pero muy felices
con el cambio.
–¿Cómo llevas la vida de marido con hijos, compañero? –le preguntó Sail mientras
le ofrecía la mano.

–Bueno, como ellos, cansado. Estamos todo el día sin parar de jugar. Disfruto
mucho con los diablillos… –Sonrió mientras apartó la mano y lo saludó con un
gran abrazo.

–¡Creo que es peor él que ellos! –exclamó Lucía mientras caminaba hacia la
entrada.

–Seguro… –murmuró Andreu con una mirada pícara.

–¿Y vosotros? –le dijo Lucía–. Te veo rara, Elsa.

–¡Estamos embarazados! –gritó Sail mientras la levantaba de las piernas para


alzarla en brazos.

–¿Y eso?

–Pues eso es el resultado de la gran fiesta que le realicé a mi mujer durante doce
horas en la habitación tras volver de tu casa.

–¿Y eso? –preguntó ahora Andreu.

–Tuve que castigarla, la muy pícara se había masturbado con mi hermano y Silvia,
así que tuve que reprender ese acto.

–¿La castigaste durante doce horas con sexo por eso? –Andreu los miraba atónito,
no conseguía entender la conducta de aquellas parejas.

–Se lo merecía… –Besó la frente de su esposa.

–Y como a mi esposo se le olvidó algo tan básico como es llevar condones, ahora
nos toca ser papás.

–Y seguro que hago nenes preciosos, ¿verdad, ma vie? –Tocaba la barriga con su
gran palma.

–Enhorabuena a los dos, es una bonita noticia. Pronto tendremos otro látigo en la
familia –exclamó Andreu mientras palmeaba la espalda del futuro papá.
–Mi niña no se puede criar aquí, sería un peligro cuando comenzara a andar, no
habría sumiso que le tosiera… –Emitió una gran carcajada.

–Bueno, todavía queda otra sorpresa ¿verdad? –le dijo Elsa a Lucía mientras le
giñaba un ojo.

–Me has prometido que no habría sorpresas “extrañas”. –Andreu giró con rapidez
su mirada hacia la mujer.

–Tranquilo, no se trata de eso. –Le agarró de la cintura.

–¿Qué le has prometido? –le preguntó Sail intrigado.

–Que no tendrá sorpresas “bedemeseras”. Hoy lo tengo con la sensibilidad a flor


de piel. –Besó sus labios.

–Pero no se trata de…

–¡Elsa! –la hizo callar su amiga.

–No me regañes, nena. Estoy embarazada y a las embarazadas se les permite todo.

–¿Dónde está Silvia? –preguntó, asombrada, Lucía. Con tanta emoción se le había
olvidado que su amiga no la había salido a recibir.

–Creo que está preparando la mesa –dijo Sail.

–Esta mujer tiene que controlar hasta el más mínimo detalle –murmuró Lucía.

–Por eso es Dómina, ¿no? –dijo Andreu.

–Venga, entremos dentro de la sala o saldrá gritando –comentó Sail mientras


seguía amarrado al vientre de su mujer.

Según se adentraban, ambos se quedaron mirando de reojo. El club parecía muy


distinto sin gente merodeando en lencería. Los juguetes con los que se divertían,
no tenían apenas sentimientos sin nadie con quien utilizarlos, eran tan solo unos
adornos inanimados. Andreu cogió la mano de su mujer y la apretó con fuerza.
Aunque todo parecía calmado, el corazón del hombre palpitaba con rapidez. Estar
allí le provocaba una excitación difícil de entender.
–¿Silvia? –preguntó Lucía cuando observó en el centro de la sala una mesa
preparada de ricas viandas y velas negras encendidas.

–Estoy aquí. –Apareció tras una de las cortinas que hacían de puerta para llegar a
las habitaciones. Parecía relajada, contenta, feliz, ilusionada. Su marido, Camal,
caminaba detrás de ella y por el bienestar que expresaba en su rostro, no habían
estado cocinando en los últimos quince minutos–. ¿Qué tal va todo? –Se estiraba el
vestido.

–Muy bien, por ahora hemos conseguido que los niños estén conmigo. Nos queda
tratar el tema económico… –la saludó con dos besos.

–Este abogado es bueno, aunque recuerda –Camal lo miró de reojo y le puso el


dedo en el esternón– que te vi desnudo. –Todos empezaron a reír sin parar
recordando el instante en el que Andreu entró en el club y la cara de espanto que
tenía.

–Oye, me ha dicho Elsa que tienes un secreto que contar –empezó la conversación
Lucía mientras comenzaban a sentarse alrededor de la mesa.

–Sí, ahora os cuento. –Levantó la mano y de la nada aparecieron una mujer y un


hombre semidesnudos–. ¡Comenzad! –les ordenó. Y empezaron a servir el vino.

Andreu no hablaba, parecía que le habían arrancado la lengua, sin embargo, Lucía
imitaba a sus amigas, se relajó y disfrutó de la deliciosa servidumbre.

–Me tienes en ascuas –dijo Lucía a Silvia.

–Ayer tuve una reunión muy importante. –Tomó la mujer un sorbo y saboreó el
vino–. Fue algo sorprendente, pero al requerir mi presencia el miembro principal
de El Grupo la acepté.

–¡Cuenta, cuenta! ¿Qué quería? ¿Cerrarte de nuevo el local? –interrogaba Lucía sin
parar. Si ese era el tema, hablaría con su padre a ver qué podía hacer.

–No exactamente, ¿verdad, Andreu? –Levantó las negras pestañas y lo miró


mientras volvía a beber.

–Tuve una reunión con ellos hace unos días. –Lucía le golpeó el hombro de delante
hacia atrás con sus delicados dedos. No le había dicho nada–. No te enfades,
cariño. No quería fastidiar la sorpresa de Silvia.
–¿Qué ocurrió? –preguntó mirando a ambos.

–Parece que me van a dejar un poco tranquila. Posponen una década más mi
quema en la hoguera –se burló.

–Me han ofrecido ser el abogado de la sociedad y como único requisito, les dije que
tenían que cesar la campaña que tenían sobre el Dos por Dos. – Andreu atrapó la
mano de su mujer, que lo miraba anonadada, y la besó.

–Gracias por pensar en nosotros, eres un buen macho. –Camal le dio una palmada
en la espalda y Andreu casi vuela de la silla–. Lo siento, no controlo mi fuerza con
el entusiasmo.

–Es algo que debe trabajar, ¿verdad? –Silvia lo miraba suspicaz.

–Sí, cielo, lo trabajaré gustoso. –Alzó las comisuras de sus labios dejando ver los
blancos colmillos que escondía.

Las horas pasaron muy deprisa. No se habían dado cuenta de lo tarde que era
hasta que Andreu miró el reloj y alertó a su mujer de la hora. Los niños se habían
quedado con la madre de él y la improvisada abuela estaba entusiasmada al ver
corretear chiquillos en la solitaria casa. Sin embargo, debían ser conscientes de la
nueva vida que comenzaban juntos. Durante el trayecto, Lucía lo miraba de reojo.
Estaba asombrada de la actitud que había adoptado frente a la nueva familia. Jorge
jamás se había preocupado ni tan siquiera en saber si comían o se duchaban y
Andreu ya los había escolarizado en el mejor colegio de la ciudad.

–¿Qué piensas? –preguntó Lucía cuando reinó el silencio más de cinco minutos.

–Solo hago un resumen de cómo han quedado las cosas, cielo. Elsa y Sail están
embarazados. Silvia y Camal ya no tendrán problemas con El Grupo, en el cual tu
padre es el vicepresidente y yo el abogado principal. M i hermano Fidel
enamorado de Bianca, que resultó ser una decoradora infantil impresionante.
¿Quién nos queda?

¡Ah, sí! Y por último, por fin te verás libre de ese capullo con el que has estado
viviendo para ser mía. –Se llenó de amor cuando escuchó aquellas palabras.

–¿Y tú? –Arqueó la ceja la mujer, deseosa de averiguar qué conclusión había
sacado su amor de todo eso.
–Y yo era la persona más infeliz del mundo. Caminaba en este sin rumbo, y de
repente, encuentro una mujer que me atrapa desde el primer momento en el que la
veo. M e cautiva, me domina, me hace feliz, me destroza el alma si no está a mi
lado y llena de gritos infantiles la soledad en la que sobrevivía. –La mano derecha
se posó en la rodilla de ella y la apretó con suavidad–. Te quiero con locura, Lucía.
Desde el momento en el que te vi, eres la razón de mi vida y ahora no sé vivir sin
ti.

–Yo también te quiero. –Andreu abrió los ojos como platos. Era la primera vez que
le había dicho te quiero y un dolor abdominal comenzó a invadirlo. En milésimas
de segundos su sexo comenzó a reclamar lo que era suyo, así que ante la mirada
atónita de su mujer, aparcó el coche en un lugar apartado de la carretera.

–¿Me has dicho que me quieres? –Desabrochó el cinturón del vehículo y se giró con
rapidez hacia ella.

–Sí, lo he dicho –se rio.

–Me haces tan feliz, que mira lo que has provocado en mi cuerpo. –Atrapó la mano
de la mujer y se la llevó hacia su enorme sexo inflamado. Lucía metió los dedos por
el cinturón y acarició el capullo sedoso y llorón–. M e vuelves loco, nena.

–Lo sé. –Se relamió los labios y atrajo la cabeza del hombre hacia ella para besarlo
con pasión. Era suyo en cuerpo y alma y se lo demostraría cada día de su vida.

Las manos de Andreu buscaron la pestaña para reclinar el asiento. Quería hacerla
disfrutar tal como se merecía. Ella abrió los ojos mientras sus bocas seguían
pegadas.

–¿Qué te ocurre? –musitó Andreu, separándose un poco de esos cálidos labios.

–Nunca he hecho el amor en un coche –respondió con timidez.

–Bueno, siempre hay una primera vez. –Andreu se incorporó de su asiento y alzó
un poco más a Lucía en el suyo–. Espero que tengas muchas primeras veces
conmigo, mi amor.

Las manos masculinas comenzaron a tocarla desde su rostro hasta la línea en la


que la falda comenzaba a ser piel. Lucía abrió las piernas e invitó al hombre a
entrar dentro para hacerla disfrutar. Sin embargo, él comenzó a bajar hasta
arrodillarse ante ella. Levantó sus pies y los colocó en el asiento. Quería devorarla
una y mil veces.

La palma derecha comenzó a acariciar el sexo húmedo por encima de lencería.


Podía sentir en su palma cómo se habían hinchado los labios vaginales y el
pequeño saliente declaraba su derecho de ser tocado. Acercó su cara y comenzó a
rozar su nariz por la prenda. Lucía gimió y levantó las caderas, haciendo que
tuviese más espacio para satisfacerla. Pasó la lengua por la braguita y sintió en sus
papilas gustativas el sabor de su mujer. Se volvía loco, cada vez su miel era más
adictiva y, como un yonki, necesitaba aumentar la dosis. Los dedos comenzaron a
tocar la fina costura y empezaron a apartarla. La mujer sollozó de placer, sabía qué
iba a hacer con ella y lo deseaba.

–Me encanta como hueles a sexo –musitó Andreu mientras retiraba la prenda y
volvía a meter su nariz en la húmeda y caliente vagina–. Y me vuelve loco ese
perfume femenino. –Abrió la boca y dejó que su lengua se impregnara de toda la
miel que ella emanaba debido a la excitación.

–Esto es… –susurró Lucía mientras se llevaba las manos a la cara.

–Pues no ha terminado. –El hombre introdujo dos de sus dedos dentro de ella y
comenzó a moverlos con destreza. Lento, muy lento, haciendo que el sonrojo
apareciera en las mejillas que tanto adoraba.

Lucía comenzaba a zarandearse cuando sintió la presión de su lengua en su vagina


y el delicado el bombeo de los dedos. Jamás había disfrutado de una situación así.

Estaba más preocupada en ser satisfecha que en intentar ocultarse de algún


visitante que anduviera por el lugar.

–Tengo una sorpresa, cariño. –Sonrió con malicia.

–¿Qué es? –preguntó con cierto recelo.

–Tú ya sabes que tus deseos son mis órdenes, así que te he comprado un
juguetito…

–¡Oh, Dios! –exclamó al escuchar cómo abría la guantera del coche y se imaginaba
qué era lo que escondía allí.

–Te voy a hacer sudar… –La punta del simulado pene comenzó a acariciar la
entrada de ella. Andreu se volvió loco al escuchar los suaves sonidos que emitía el
roce de la piel con la silicona. En efecto, su mujer estaba muy excitada y
emociona–. Lo meto con delicadeza… –La mano libre apartó los jugosos labios
para dejarle paso al juguete. Andreu comenzó a introducirlo despacito, sin prisa,
disfrutando de cada centímetro de pene que se adentraba en su mujer.

–¡Oh, sí! –exclamó Lucía al sentirse invadida.

–Vas a disfrutar, te lo prometo. –Y mientras los músculos atrapaban la placentera


silicona, Andreu comenzó a mantener un ritmo de bombeo y de invasión.

Deseaba con todas sus fuerzas hacerla disfrutar.

–¡Andreu, Andreu! –gritaba enloquecida. Llevó sus manos hacia los duros pezones
y comenzó a presionarlos. Su hombre la estaba llevando a una lujuria demasiado
irreal.

–¡Venga, nena! ¡Diviértete para mí! –Comenzó a sacar y meter el aparato con más
fuerza, con más control, con más ritmo. Observando la cara que ponía su mujer
ante la llegada próxima del orgasmo. Sí, estaba muy excitada, tanto como él. Pero
ese momento era para ella, ya disfrutarían los dos una vez tuviesen algo de
intimidad en casa.

–¡Ah! –aulló cuando el clímax la cubrió y sus ojos solo pudieron apreciar estrellitas
de colores. Bajó las manos y buscó el rostro de Andreu, lo alzó y lo besó con
pasión–. Gracias –le dijo cuando necesitó aire para poder vivir–. Gracias por
haberte involucrado en mi vida y hacerme tan feliz.

–El placer ha sido mío. Venga, siéntate bien que terminamos la fiesta en casa. –
Volvió a besarla y se sentó en su asiento.

–Me parece bien, pero este –cogió el consolador– también sube a la habitación.

Ambos sonrieron.

Fin
La autora

Nací el 26 de Septiembre de 1977, en Lasarte, un pueblecito de


San Sebastián. Por motivos laborales de mi madre, emigré
hasta Guadahortuna, Granada. Donde viví hasta los
diecinueve años, momento en el cual viajé a la capital para
estudiar una carrera universitaria. Ya no regresé. M e casé y
tuve dos hijos. M i aventura literaria comenzó desde la
infancia. Donde plasmaba entre papeles un mundo diferente
al que vivía. Con el tiempo lo abandoné, dedicándome
plenamente a mi vida familiar. Sin embargo, un día quise
retomarlo y saber si merecía la pena aquella idea que latía en
mi mente sin parar. Creé Laberinto de Engaños, una novela llena de suspense y
erotismo. M e costó mucho encontrar alguien que confiara en mí pero tras su
publicación, no he parado. He colaborado en varias antologías solidarias. Algunos
de mis relatos fueron seleccionados para aparecer en Diversidad Literaria. Fui juez
en el concurso de relatos eróticos de El Club de las Escritoras. Coordinadora de la
antología Historias para pecar y Trece flechas bajo el sello de Colección LCDE.
Colaboradora en 7 Deseos de Navidad, Navidad Romántica. Edité Passionata que
la podéis encontrar en Amazon, Crónica de un Deseo, con editorial Arconte y
ahora Enamorado de ella. Pero prometo regresar pronto con más historias.

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