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¿Cuál fue el origen del universo?

Desde tiempos inmemoriales hemos tratado de conocer cómo se formó el universo. La


respuesta más común se basa en la teoría del Big Bang, pero no es la única.

5 de septiembre de 2010. Actualizado el 15 de noviembre de 2021.

La teoría más conocida sobre el origen del universo se centra en un cataclismo cósmico sin
igual en la historia: el Big Bang. Esta teoría surgió de la observación del alejamiento a gran
velocidad de otras galaxias respecto a la nuestra en todas direcciones, como si hubieran sido
repelidas por una antigua fuerza explosiva.

Antes del Big Bang, según los científicos, la inmensidad del universo observable, incluida toda
su materia y radiación, estaba comprimida en una masa densa y caliente a tan solo unos pocos
milímetros de distancia. Este estado casi incomprensible se especula que existió tan sólo una
fracción del primer segundo de tiempo.

Los defensores del Big Bang sugieren que hace unos 10 000 o 20 000 millones de años, una
onda expansiva masiva permitió que toda la energía y materia conocidas del universo (incluso
el espacio y el tiempo) surgieran a partir de algún tipo de energía desconocido.
La teoría mantiene que, en un instante (una trillonésima parte de un segundo) tras el Big Bang,
el universo se expandió con una velocidad incomprensible desde su origen del tamaño de un
guijarro a un alcance astronómico. La expansión aparentemente ha continuado, pero mucho
más despacio, durante los siguientes miles de millones de años.

Los científicos no pueden saber con exactitud el modo en que el universo evolucionó tras el Big
Bang. Muchos creen que, a medida que transcurría el tiempo y la materia se enfriaba,
comenzaron a formarse tipos de átomos más diversos, y que estos finalmente se condensaron
en las estrellas y galaxias de nuestro universo presente.

Orígenes de la teoría

Un sacerdote belga, de nombre George Lemaître, sugirió por primera vez la teoría del big bang
en los años 20, cuando propuso que el universo comenzó a partir de un único átomo
primigenio. Esta idea ganó empuje más tarde gracias a las observaciones de Edwin Hubble de
las galaxias alejándose de nosotros a gran velocidad en todas direcciones, y a partir del
descubrimiento de la radiación cósmica de microondas de Arno Penzias y Robert Wilson.

El brillo de la radiación de fondo de microondas cósmicas, que puede encontrarse en todo el


universo, se piensa que es un remanente tangible de los restos de luz del Big Bang. La
radiación es similar a la que se utiliza para transmitir señales de televisión mediante antenas.
Pero se trata de la radiación más antigua conocida y puede guardar muchos secretos sobre los
primeros momentos del universo.

La teoría del Big Bang deja muchas preguntas importantes sin respuesta. Una es la causa
original del mismo Big Bang. Se han propuesto muchas respuestas para abordar esta pregunta
fundamental, pero ninguna ha sido probada, es más, una prueba adecuada de ellas supondría
un reto formidable.

/www.unav.edu/web/ciencia-razon-y-fe/las-tres-explicaciones-sobre-el-origen-y-la-evolucion-
del-universo

Las tres explicaciones sobre el origen y la evolución del universo

Autor: Juan Luis Lorda

Publicado en: Actualidad catequética 225-226, pp. 134-148.

Fecha de publicación: 2011

Los dos libros de Dios

El Evangelio es una gran revelación de Dios, una luz nueva para iluminar todas las cosas de este
mundo. Nos habla de Dios y del hombre y de su relación mutua. Desde el punto de vista
cristiano, la revelación del Evangelio es, en realidad, la "segunda" revelación, porque Dios ya
ha hablado en la creación, cuando formó la naturaleza: "Los cielos proclaman la gloria de Dios;
y el firmamento anuncia la obra de sus manos" (Sal 19,1)

Por eso, hay una vieja tradición de pensamiento cristiana que habla de los "dos libros" de Dios:
el de la naturaleza y el de la revelación. Así lo dice bellamente San Agustín: "Es libro para ti la
Sagrada Escritura, para que la oigas. Y es libro para ti el orbe de la tierra, para que lo veas"
*(1).

Con esta imagen se expresa bien cuál es la mente cristiana sobre los dos tipos de saberes que
vienen de Dios: el que encontramos en la naturaleza y el que nos llega con la revelación.

Novedades en el libro de la naturaleza

Sobre el origen del hombre y del mundo, antes sólo teníamos el relato del Génesis y algunos
mitos y fábulas antiguos. Desde mediados del siglo XIX, tenemos otro relato sobre el origen de
las especies y del hombre, el que inició Charles Darwin, que ha sido completado y perfilado a
medida que hemos conocido mejor la genética.

Y, desde mediados del siglo XX, tenemos también un nuevo relato sobre el origen del mundo:
el Big Bang, la gran explosión. Según los indicios que tenemos, el universo actual procede de la
explosión de un punto enormemente denso, y todavía está en expansión.

Ambas teorías científicas son más que hipótesis porque han acumulado pruebas en su favor.
Esas pruebas parecen suficientes para sostener que ambas hipótesis conforman la historia de
nuestro universo. Aunque no conocemos todos los detalles ni podemos comprobarlos
perfectamente, por la enorme distancia de tiempo y la imposibilidad de repetir estos procesos
en un laboratorio.

En el caso de la evolución, el registro fósil es algo así como un puzzle en el que faltan casi todas
las piezas y las que tenemos están rotas. Pero son suficientemente significativas. Además, es
probable que, en los próximos años, alcancemos una mayor confirmación genética de la forma
en que se han realizado los saltos entre las especies, en la medida en que se conozcan más y se
puedan comparar mejor los genomas de las especies.
En el caso del Big Bang, los indicios también son muy fuertes, pero se trata de un caso límite:
porque en esa explosión no sólo se originó todo el universo que conocemos, sino también
todas sus partes, partículas y leyes, a partir del despliegue de un punto original. Por eso, el
momento original es como una especie de límite de nuestro conocimiento físico y más allá no
podemos ir nada más que con la imaginación.

Hay que tener en cuenta que la investigación científica en estos campos es muy difícil y camina
paso a paso. Hay que estar bastante enterado para comprender cuál es el significado de los
pequeños avances, de un hallazgo en el campo de la paleontología, de la genética, de la
astrofísica o de la física de partículas. O de las nuevas hipótesis que se formulan. Suele ser una
información muy difícil de transmitir. En estos temas hay una gran distancia entre la
investigación científica y lo que se puede transmitir al público. Por eso, no hay que hacer
demasiado caso de las noticias sensacionalistas que salpican los medios de comunicación a lo
largo del año. Es mejor recurrir a revistas especializadas de calidad, con criterio realmente
científico *(2).

Un universo unificado

El hecho es que con estas lecturas del libro de la naturaleza, nuestra idea del universo es muy
distinta de la que podían tener, por ejemplo, hace cien años. Hoy podemos contar una historia
del universo desde un momento original hasta el momento actual. Podemos describir todo el
despliegue de la materia con la conformación del universo que conocemos, incluida la tierra,
que es un sistema bien curioso y sorprendente. Y toda la evolución de la vida con su múltiple
riqueza y, también, sus muchas curiosidades y sorpresas. Ciertamente, no podemos contar los
detalles, y desconocemos muchas transiciones, pero podemos contar las líneas generales.

Se trata de una única historia: una historia donde ha surgido todo y donde todo está
relacionado: todas las estructuras de la materia y todos los organismos vivos. Todo se ha
hecho a partir de un punto original y todo está hecho de lo mismo.

Nunca hemos tenido una idea tan unitaria de la realidad. Las gentes de otras épocas vivían en
un mundo lleno de misterios aparentemente inconexos. Había muchas explicaciones parciales
y muchos misterios desconocidos. Hoy no lo sabemos todo, pero sabemos que todo está
relacionado. Es un dato importante y en cierto modo nuevo en la historia del pensamiento.
Quizá uno de los datos más importantes de la historia del pensamiento.
Las ciencias modernas han hecho estas importantes lecturas en el libro de la naturaleza. El
avance de la física, de la química, de la biología y de la astrofísica han llegado a la conclusión
de que todo está hecho de lo mismo, de lo mismos componentes elementales. Además las dos
grandes teorías que hemos comentado (de la evolución y del Big Bang) nos dicen que todo
forma parte de una única historia. "Todo" quiere decir, todo lo que podemos ver en el
universo: todos los cuerpos del espacio, todos los materiales de la tierra, todos los seres vivos
y el hombre. Todo forma parte de una misma historia.

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El Big Bang y la Creación

Autor: Eduardo Peláez

Publicado en: Salvador Mérida, ed. Conjugando Ciencia y Fe. Argumentos en el año de la fe.
Madrid. CEU Ediciones

Fecha de publicación: 2014

Una de las aventuras científicas más apasionantes del siglo XX ha sido el estudio del Universo:
el logro del conocimiento de su origen, su forma y su desarrollo. Produce asombro esta
auténtica odisea para el ser humano: que desde su rincón en el Cosmos haya podido hacerse
una idea global de su historia remontándose a su nacimiento. Es difícil encontrar a alguien que
no haya oído hablar de la teoría del Big Bang. Pero ¿qué fiabilidad tiene? Y si es contrastable
experimentalmente ¿llegamos por eso al dedo de Dios en su creación? ¿Es esta visión una
confirmación para el creyente de lo que enseña su fe? A estas preguntas trataré de responder,
en pocas páginas, con este artículo. Para eso seguiré de cerca, en gran parte, la exposición de
Michio Kaku, catedrático de Física teórica de la City University of New York.

Dos son los grandes protagonistas a los que dedicaré especial atención: Einstein y Lemaître, el
padre del Big Bang.

El Big Bang y la CreaciónCon 26 años –durante su “annus mirabilis” de 1905–, Einstein publicó
tres trabajos científicos de gran relevancia para la Física. En uno de ellos expondrá la Teoría de
la Relatividad Especial. Después de casi diez años de trabajo, con la ayuda de un matemático,
Marcel Grosmann, consiguió formular la Teoría General de la Relatividad, que publicó en
Annalen der Physik en marzo de 1916.

Según cuenta él, la idea inicial para la nueva teoría de la gravedad la tuvo cuando aún
trabajaba en la oficina de patentes como un sencillo funcionario en 1907. “Estaba sentado en
mi silla de la oficina de patentes de Berna cuando se me ocurrió de golpe una idea: si una
persona cae libremente, no nota su propio peso. Me sobresalté. Esta simple idea me
impresionó profundamente. Me condujo hacia una teoría de gravitación”. Era los cimientos de
lo que sería su teoría: las leyes de la física son indistinguibles en un marco acelerado o en un
marco gravitacional. Establecía así el denominado “principio de equivalencia” entre la masa
inerte y la masa pesante y una conclusión, como recuerda Pais, “si todos los sistemas
referenciales son equivalentes, no pueden ser euclídeos”.

La teoría de Einstein venía a reformar la gravitación de Newton al afirmar que la gravedad está
causada porque el espacio-tiempo está curvado. La primera comprobación empírica de esta
visión métrica de la gravitación la llevaría a cabo otro físico, Sir Arthur Eddington, en la isla
Príncipe en el Golfo de Guinea. Eddington era el secretario de la Royal Astronomical Society de
Inglaterra y conocía bien el trabajo de Einstein. Lo narra el propio Eddington en su libro Space,
Time and Gravitation.

Para explicar su teoría, Einstein había planteado una situación hipotética en la que la línea de
visión entre un observador en la Tierra y una estrella estuviese bloqueada por el borde del Sol.
Si Newton tuviese razón, la estrella permanecería invisible, pero Einstein calculó que algo
mucho más sorprendente sucedería. La fuerza gravitatoria solar curvaría el espacio a su
alrededor, los rayos de la estrella seguirían ese camino curvado –su geodésica– para rodear el
Sol y llegarían sin problemas hasta el observador en la Tierra. El oportuno eclipse permitiría
poner a prueba esta hipótesis al ocultar la luz solar; gracias a la Luna, los científicos británicos
podrían fotografiar las estrellas cercanas al Sol que en condiciones normales quedan ocultas
por el resplandor del astro.

Las mediciones hechas por Eddington durante el eclipse total de Sol del 29 de mayo de 1919
en Príncipe demostraron que sus cálculos, sobre la curvatura de la luz en presencia de un
campo gravitatorio, eran exactos. La gravedad solar había provocado una deflexión de la luz de
aproximadamente 1,6 segundos de arco. El resultado coincidía con la predicción de la Teoría
de la Relatividad General. Einstein tenía razón. La noticia corrió por todo el mundo.

Dos años más tarde, en 1921 recibiría el Premio Nobel por su contribución a la Física teórica y
por el desarrollo de la teoría del fotón. Pero no por su relatividad general, pues aún había
físicos que dudaban de que fuese correcta.

Una de las aplicaciones más importantes de la relatividad general ha sido la de la cosmología.


El propio Einstein sugirió al principio que el Universo era una superficie esférica tridimensional
y, por tanto, con curvatura constante. Sin embargo, las ecuaciones de campo implican una
dependencia del tiempo, pero, como no había evidencia de ello, Einstein añadió un término
más a las ecuaciones para eliminar tal dependencia. Dicho término se denominó la “constante
cosmológica”. De este modo defendía un modelo estático del Universo.

Desde 1917 la “constante cosmológica” ha hecho correr ríos de tinta. Einstein llegó a decir que
había sido el mayor error de su vida. Este factor creaba una antigravedad repulsiva que se
equilibraba con la fuerza atractiva de la gravedad. Esto es lo que convertía al universo en
estático. La constante cosmológica asignaba energía al espacio vacío. Este término
antigravitatorio, ahora conocido como “energía oscura”, es la energía del vacío absoluto.
Puede separar las galaxias o acercarlas de nuevo. Einstein escogió el valor de la constante
cosmológica para que contrarrestara exactamente la contracción debida a la gravedad, de
manera que el universo fuera estático. Ochenta años después –como veremos– se encontraría
la evidencia de la constante cosmológica, que ahora se considera la fuente de energía
dominante del universo.

También en ese mismo año de 1917, Willem de Sitter, un físico danés, vio que era posible
encontrar una solución extraña a las ecuaciones de Einstein: ¡un universo completamente
vacío de materia que se expandía! Todo lo que se necesitaba era la constante cosmológica, la
energía del vacío, para mover un universo en expansión. La energía oscura lo impulsaría hacia
adelante.

Los decisivos pasos finales los dieron Alexander Friedmann en 1922, y de modo independiente,
el sacerdote belga y astrofísico, Georges Lemaître en 1927. Ambos mostraron que un universo
expansivo es una consecuencia directa de las ecuaciones de Einstein, en la que desaparece la
constante cosmológica. Friedmann obtuvo una solución de las ecuaciones de Einstein
partiendo de un universo homogéneo e isótropo cuyo radio se expande o se contrae. Antes de
publicarlo le envío una copia a Einstein quien no replicó, pero cuando apareció impresa en el
Zeitschrift für Physik, Einstein se apresuró a escribir una nota al editor alemán criticando la
solución de Friedmann y señalando un error matemático. Tiempo después rectificaría
enviando otra nota en la que se detractó de su objeción. Sin embargo, continuó considerando
que, aunque los cálculos fuesen correctos, sus ecuaciones no describían la realidad. Algo
parecido ocurriría con Lemaître. Einstein le comentó, en 1927, cuando trató de exponerle su
modelo: “he leído su trabajo, sus cálculos son correctos pero su física es abominable”.
Lemaître había publicado sus cálculos y argumentaciones en Annales de la Société scientifique
de Bruxelles en ese año. Friedman había fallecido pocos años antes, en 1925, sin haber visto
solucionado el problema. Fue Einstein quien le envió una copia de su trabajo en inglés a
Lemaître.

La discusión permaneció activa hasta 1929, cuando el astrónomo Edwin Hubble obtuvo unos
resultados que revolucionarían la astronomía. Demostró en primer lugar la presencia de
galaxias fuera de la Vía Láctea. Por otra parte, en 1928 hizo un viaje trascendental a Holanda,
donde se reunió con De Sitter, que afirmaba que la relatividad de Einstein predecía un universo
en expansión con una relación de proporcionalidad entre el corrimiento al rojo y la distancia.
Cuanto a más distancia estuviera una galaxia de la Tierra, más rápidamente se alejaría de
nosotros.

Cuando Hubble volvió al observatorio de Mount Wilson, cerca de Pasadena en California,


comenzó un estudio sistemático de los corrimientos al rojo de las galaxias que había
encontrado, para ver si la correlación era cierta. Sabía que, en 1922, Vesto Melvin Slipher
había demostrado que algunas nebulosas lejanas se alejaban de la Tierra, creando un
corrimiento al rojo de su espectro. Hubble calculó sistemáticamente el corrimiento al rojo del
espectro de galaxias lejanas y descubrió que estas galaxias se alejaban de la Tierra, es decir,
que el universo se expandía a un ritmo vertiginoso. Entonces descubrió que sus datos
confirmaban la conjetura hecha por De Sitter, que ahora se conoce como la “ley de Hubble”: la
velocidad a la que se aleja una galaxia es directamente proporcional a su distancia (y
viceversa).

En 1930 Einstein visitó el observatorio de Mount Wilson, donde conoció a Hubble. A medida
que Hubble exponía los resultados que había obtenido laboriosamente a partir del estudio de
multitud de galaxias, todas alejándose de la Vía Láctea, comenzó a derrumbarse su idea de
universo estático. En ese año Lemaître acudió a Eddington, con el que había trabajado años
atrás, enviándole sus conclusiones. Eddington se convenció de la hipótesis de la expansión del
Universo y conversó de ello con Einstein en Cambridge.

Ahora sabemos que, si se llevan las ecuaciones de Einstein a su conclusión lógica, estas
muestran que el universo ha tenido un comienzo singular. Esto es lo que hizo Lemaître en 1931
afirmando que el universo había tenido origen en una gran explosión. Si el universo se
expande a un ritmo determinado, se puede invertir esta expansión y calcular
aproximadamente cuándo se inició la expansión. En otras palabras, el universo no sólo tuvo un
inicio, sino que también podemos calcular su edad.

Lemaître presentó por vez primera este modelo, es decir la “hipótesis del átomo primitivo”
como lo llamó, en dicho año, en un artículo publicado en la Revue des Questions Scientifiques,
y meses después lo defendió en la Bristish Association for the Advancement of Science en un
ambiente controvertido. Hay que considerar que la descripción que la relatividad general nos
proporciona sobre la expansión del Universo es tal que es el propio espacio el que se expande,
y no se trata, por tanto, de una simple explosión ordinaria donde los objetos que participan en
ella se alejan entre sí sin alterar la estructura espacio-temporal. Además, de acuerdo con el
principio cosmológico, ocurre en todo punto de igual forma, de manera que no podemos situar
el centro de la expansión en ningún lugar concreto. Este hecho ha sido denominado por
algunos la nueva revolución copernicana del siglo XX.

En esos años Einstein reconsideró su actitud hacia la tesis de Lemaître, y en 1933 en Pasadena
y en 1935 en Princeton se mostró mucho más abierto. Su resistencia a la teoría del Big Bang
porque le parecía hecha para sostener la Creación se desvaneció. Al hacerle ver el científico y
sacerdote belga que Dios no se puede reducir a una hipótesis científica abandonó su
desconfianza.

En 1948 estaban claras dos posturas rivales entre sí. Por una parte H. Bondi, T. Gold y F. Hoyle
propusieron el modelo del estado estacionario del Universo, con la hipótesis de una creación
continua compatible con la teoría relativista. Nuestras galaxias y estrellas irían naciendo a lo
largo del tiempo. De este modo el Universo sería eterno y autosuficiente, sin principio en el
tiempo.

En el otro extremo estaba el físico ucraniano G. Gamow y su equipo, R. Alpher y R. Herman.


Gamow abordó la evolución del mundo desde un punto de vista termodinámico, y propuso
que el universo en su instante inicial, además de ser muy denso, como Lemaître apuntaba,
debía de estar muy caliente, y que, durante la expansión se fue enfriando. Esta nueva teoría, el
“átomo primitivo” caliente, armonizaba la cosmología con la física de partículas elementales.

Además, predijeron una fría radiación cósmica de fondo que debería detectarse en todos los
lugares del Universo, como un “eco” de la “gran explosión” inicial. Sería una prueba definitiva a
favor del Big Bang –así la bautizó Hoyle en un programa radiofónico de la BBC– frente a la
teoría del estado estacionario.

La hipótesis del “átomo primitivo” de Lemaître tardaría aún en abrirse camino. La radiación de
fondo, resto fósil de la gran explosión, no era fácil de descubrir. La ocasión la dio un hallazgo
fortuito por parte de dos ingenieros en 1965 Robert Wilson y Arno Penzias. Estos dos
investigadores habían construido un radiómetro en los Laboratorios Bell de Crawford Hill en
New Jersey que intentaron utilizar para radioastronomía y experimentos de comunicaciones
por satélite. El instrumental tenía un exceso de temperatura de ruido de pocos grados Kelvin
con el que ellos no contaban. Los dos científicos desconocían el trabajo de Gamow y sus
colaboradores, y fue el físico de Princeton R. H. Dicke quien identificó correctamente esta
radiación como la radiación de ondas de fondo de Gamow. Penzias y Wilson recibieron el
Premio Nobel por su trabajo y la teoría del Big Bang recibió el espaldarazo que necesitaba.
Lemaître leyó la noticia en el Astrophysical Journal del 13 de mayo de 1965. Estaba
gravemente enfermo. Fallecería el 20 de junio de 1966.
Años más tarde, el satélite COBE (acróstico de COsmic Background Explorer, Explorador de
Fondo Cósmico), puesto en órbita por la NASA en 1989, ha sido quien nos ha dado la imagen
más detallada hasta el momento de esta radiación de fondo, que es sorprendentemente
suave. Cuando los físicos liderados por George Smoot de la Universidad de California en
Berkeley analizaron cuidadosamente los pequeños rizos de este uniforme fondo, fueron
capaces de producir una impresionante fotografía de la radiación de fondo de cuando el
Universo tan sólo tenía 400.000 años de edad.

Dicha imagen muestra que las irregularidades probablemente corresponden a minúsculas


fluctuaciones cuánticas en el Big Bang. Según el principio de incertidumbre, el Big Bang no
pudo ser una explosión perfectamente uniforme, ya que los efectos cuánticos deberían haber
producido irregularidades de un cierto tamaño. Y esto fue lo que encontró el grupo de
Berkeley. Estas pequeñas anisotropías en la radiación de fondo corresponden a variaciones de
temperatura del orden de las cien millonésimas de grado. Esas pequeñas variaciones serían
“semillas gravitatorias” que posibilitan la formación de galaxias y estrellas, cúmulos y
supercúmulos. Este es el mayor avance y respaldo en el estudio de la radiación de fondo desde
que Penzias y Wilson la detectasen.

Posteriormente, en 2001, se puso en marcha otra misión de la NASA llamada WMAP


(Wilkinson Microwave Anisotropy Probe) mediante un satélite preparado para estudiar las
propiedades de la radiación cósmica de fondo en todo el firmamento, utilizando diferencias de
temperaturas medidas en Kelvin. En 2003 los científicos de WMAP obtuvieron un mapa más
detallado de la radiación cósmica de fondo que reflejaba el estado del joven universo, a partir
de unos 300 a 400 mil años después del Big Bang, cuando se formaron los primeros átomos. La
edad del Universo se calculó con bastante precisión en 13,7 miles de millones de años.

Actualmente se piensa que el universo está compuesto de un 4% de materia ordinaria, 23% de


materia oscura y de un 73% de la misteriosa energía oscura, que constituye de este modo la
mayor fuente de materia/energía del Universo entero.

Analizando supernovas de galaxias lejanas, los astrónomos han podido calcular el ritmo de
expansión del Universo a lo largo de miles de millones de años. Para su sorpresa, la conclusión
a la que han llegado es que la expansión del Universo, en vez de estar ralentizándose como la
mayoría pensaba, está de hecho acelerándose. La explicación aún no ha sido descubierta. Es
como si existieran “masas negativas” que causaran repulsión gravitatoria. La constante
cosmológica que Einstein introdujo inicialmente en sus ecuaciones de 1917 vuelve a aparecer.
Esta imagen de Universo acelerado parece confirmar la idea de “Universo inflacionario”
propuesta por primera vez por el físico del MIT Alan Guth, que es una modificación de la teoría
original del Big Bang de Friedmann y Lemaître, donde hay dos fases del proceso de expansión.
Por tanto, tenemos hoy en día una comprensión bastante razonable de la historia del Universo
a partir de un cierto instante inicial. Nuestra reconstrucción de la historia cósmica hacia atrás
en el tiempo llega hasta el momento en el que empezamos a ignorar las leyes físicas que
determinan los procesos relevantes. Ese momento sucede cuando la edad del Universo es del
orden del “tiempo de Planck” (10-44 segundos) y los efectos cuántico-gravitacionales serían
dominantes.

De esta forma hemos llegado a una conclusión convincente: durante el siglo XX nuestro
conocimiento de la gravitación y de la estructura de la materia ha permitido que el Universo
sea accesible a la razón humana. Son numerosos los científicos –hemos visto sólo los más
sobresalientes– que han intervenido en esta gigante historia del descubrimiento del Universo
desde su formación. Uno de los grandes, sin lugar a dudas, ha sido Georges Lemaître, el padre
del Big Bang, como se le ha llamado en diversas obras.

Este científico creyente era un apasionado y competente investigador de las ciencias y no veía
conflicto alguno entre sus descubrimientos y su fe, antes bien pensaba, éstas se
complementaban armoniosamente. En 1935, al recibir una distinción de manos del rey
Leopoldo III de Bélgica, afirmaba algo que tuvo presente desde muy joven: “La ciencia es bella,
merece ser amada por ella misma, pues es reflejo del pensamiento creador de Dios”. Y en
febrero de 1933 en una entrevista del New York Times Magazine confesaba por otro lado: “Yo
me interesaba por la verdad desde el punto de vista de la salvación y desde el punto de vista
de la certeza científica. Me parecía que los dos caminos conducen a la verdad, y decidí seguir
ambos. Nada en mi vida profesional, ni en lo que he encontrado en la ciencia y en la religión,
me ha inducido jamás a cambiar de opinión.”

Lemaître jamás utilizó la ciencia en beneficio de la fe haciendo decir a la ciencia algo más de lo
que es capaz. Miraba el modelo del Big Bang como congruente con la Creación, pero a la vez
estaba convencido de que ambas eran caminos autónomos, diferentes y complementarios que
convergen en la verdad última. Juan Pablo II en su discurso a la Academia Pontificia de las
Ciencias el 3 de octubre de 1981 lo exponía así:

“Toda hipótesis científica sobre el origen del mundo, como la de un átomo primitivo del que
procedería el conjunto del universo físico, deja abierto el problema referente al comienzo del
universo. La ciencia no puede por sí misma resolver dicha cuestión: hace falta ese saber del
hombre que se eleva por encima de la física y de la astrofísica y que recibe el nombre de
metafísica; hace falta, sobre todo, el saber que viene de la revelación de Dios. Hace treinta
años, el 22 de noviembre de 1951, mi predecesor el Papa Pío XII, hablando del problema del
origen del universo con ocasión de la Semana de estudios sobre la cuestión de los micro-
seísmos, organizada por la Pontificia Academia de las Ciencias, decía lo siguiente: "Sería inútil
esperar una respuesta de las ciencias de la naturaleza, las cuales por el contrario declaran con
lealtad hallarse ante un enigma insoluble. Igualmente es cierto que el espíritu humano
entregado a la meditación filosófica penetra más profundamente en el problema. No se puede
negar que una mente iluminada y enriquecida con los conocimientos científicos modernos y
que investiga con serenidad el problema, es llevada a romper el cerco de una materia
totalmente independiente y autónoma –bien por ser increada o por haberse creado ella
misma– y a elevarse hasta un Espíritu creador. Con la misma mirada diáfana y crítica con que
examina y juzga los hechos, llega a vislumbrar y a reconocer en ellos la obra de la
Omnipotencia creadora, cuya virtud, suscitada por el poderoso 'fíat' pronunciado hace miles
de millones de años por el Espíritu creador, se desplegó dentro del universo, llamando a la
existencia, en un gesto de amor generoso, a la materia desbordante de energía".

La fe no entra en colisión con la ciencia pues ambas se sitúan en niveles distintos. Dios no
actúa en el plano de las casualidades creadas sino en el trascendente. Lemaître lo comprendía
bien y lo exponía con claridad delimitando dichos campos. La ciencia puede apuntar hacia la
solución sin acabar de resolverla. Quizás por esto no estaría de acuerdo del todo con Einstein,
cuando en una conferencia suya en el Instituto Tecnológico de California, el 7 de mayo de
1933, en la que describió el universo en expansión, el físico alemán se levantó a la conclusión,
aplaudió y dijo “Esta es la explicación más hermosa y satisfactoria de la creación que haya
escuchado jamás”. Palabras que el profesor belga encontraría matizables.

Es lo que lo que hizo el 10 de septiembre de 1936 en el VI Congreso Católico de Malinas, a


mitad de camino entre Bruselas y Amberes, dedicado a “La cultura católica y las ciencias
positivas”:

“El científico cristiano (…) tiene los mismos medios que su colega no creyente. También tiene la
misma libertad de espíritu, al menos si la idea que se hace de las verdades religiosas está a la
altura de su formación científica. Sabe que todo ha sido hecho por Dios, pero sabe también
que Dios no sustituye a sus creaturas. La actividad divina omnipresente se encuentra por
doquier oculta. Nunca se podrá reducir el Ser supremo a una hipótesis científica. La revelación
divina no nos ha enseñado lo que éramos capaces de descubrir por nosotros mismos, al menos
cuando esas verdades naturales no son indispensables para comprender la verdad
sobrenatural.

Por tanto, el científico cristiano va hacia adelante libremente, con la seguridad de que su
investigación no puede entrar en conflicto con su fe. Incluso quizá tiene una cierta ventaja
sobre su colega no creyente; en efecto, ambos se esfuerzan por descifrar la múltiple
complejidad de la naturaleza en la que se encuentran sobrepuestas y confundidas las diversas
etapas de la larga evolución del mundo, pero el creyente tiene la ventaja de saber que el
enigma tiene solución, que la escritura subyacente es al fin y al cabo la obra de un Ser
inteligente, y que por tanto el problema que plantea la naturaleza puede ser resuelto y su
dificultad está sin duda proporcionada a la capacidad presente y futura de la humanidad.

Probablemente esto no le proporcionará nuevos recursos para su investigación, pero


contribuirá a fomentar en él ese sano optimismo sin el cual no se puede mantener durante
largo tiempo un esfuerzo sostenido. En cierto sentido, el científico prescinde de su fe en su
trabajo, no porque esa fe pudiera entorpecer su investigación, sino porque no se relaciona
directamente con su actividad científica”

He subrayado en el texto lo que me parece imprescindible tener presente a la hora de hacer


una lectura filosófica y teológica de los datos de la ciencia. Estas palabras, sintetizan
nítidamente la compatibilidad entre la ciencia y la fe, en un mutuo respeto, que evita
indebidas interferencias, y a la vez muestran el estímulo que la fe proporciona al científico
cristiano para avanzar en su arduo trabajo. Como ha escrito W. E. Carroll: Tomás de Aquino no
tendría dificultad para aceptar la cosmología actual, incluso con todas sus variaciones
recientes, afirmando a la vez la doctrina de la creación desde la nada. Y distinguiría, por
supuesto, entre los avances en las ciencias naturales y las reflexiones filosóficas y teológicas en
torno a dichos avances.

Lo que es no es defendible –ni desde la ciencia ni desde la fe– es deducir de la ciencia una
visión naturalista donde el Universo se explique a sí mismo como ha ocurrido con alguna
intervención de Hawking que sostiene: “El universo podría ser auto-contenido y
completamente determinado por las leyes de la ciencia"; incluso ha hablado de una “auto-
creación” intentando englobar el Big Bang en una teoría más amplia que evite la singularidad
inicial. Hay que decir que esta teoría no tiene ningún apoyo experimental y no deja de ser un
contrasentido, pues el Universo no tiene en sí mismo la razón de su ser y no puede “crearse”.

Soler ha mostrado con profundidad cómo el intento naturalista de ofrecer un modelo del
universo que contenga una explicación ‘cerrada’ y meramente física de su propia existencia no
funciona ni puede seguramente funcionar.

El modelo del Big Bang, como todo modelo científico, es un modelo provisional que puede ser
mejorado eventualmente, nos dice Sánchez Cañizares. Todas estas son explicaciones físicas o
naturales del universo. Lo explican a partir de una serie de transformaciones naturales (desde
una realidad que evoluciona a otra). Sin embargo, dichas explicaciones no logran responder a
una pregunta más radical que podemos hacernos: ¿Por qué existe algo en vez de no existir
nada? Si pretendemos contestar a esta pregunta recurriendo a las leyes naturales no
encontraríamos una respuesta, porque podríamos seguir preguntando: ¿Y por qué existen esas
leyes? Decimos que el universo necesita una explicación “fuera” de sí mismo no en cuanto a
las leyes físicas, sino para responder a esa pregunta radical. La razón última de la existencia del
universo la estudian la filosofía y la teología. Siguiendo el camino racional propio de estos
saberes, distinto y complementario del de la ciencia, se llega a conocer que el universo tiene
una causa necesaria (que existe por sí misma y no puede no existir) fuera de él; y que esa
Causa es Dios, que ha creado el universo, con sus leyes naturales.

Como escribe Lorda, podemos concluir que llegar a la idea de un Dios Creador está más allá de
los datos científicos. Pero es una deducción posible, de naturaleza filosófica, al contemplar el
conjunto de la realidad. Para nosotros los cristianos, esa deducción, viene reforzada por
nuestra fe.

La explicación última del Universo, de su orden interno, del surgimiento de estructuras y de sus
mismas leyes, es que ha sido pensado por un Ser inteligente. A Benedicto XVI le gustaba
pensar en la misma “entraña matemática” del Cosmos. Galileo dijo que la naturaleza tiene
entraña matemática, pero ese orden maravilloso merece una explicación. A Einstein le llenaba
de asombro que pudiese describirse su funcionamiento con unas elegantes ecuaciones
matemáticas. “Me parece casi increíble –dice el Papa alemán en un encuentro con los jóvenes
de abril de 2006– que coincidan una invención del intelecto humano y la estructura del
universo: la matemática inventada por nosotros nos da realmente acceso a la naturaleza del
universo y nos permite utilizarlo. Por tanto, coinciden la estructura intelectual del sujeto
humano y la estructura objetiva de la realidad: la razón subjetiva y la razón objetivada en la
naturaleza son idénticas. Creo que esta coincidencia entre lo que nosotros hemos pensado y el
modo como se realiza y se comporta la naturaleza son un enigma y un gran desafío, porque
vemos que, en definitiva, es ‘una razón’ la razón que las une a ambas: nuestra razón no podría
descubrir la otra si no hubiera una idéntica razón en la raíz de ambas” El conocimiento cada
vez más preciso del Universo, que huye de todo reduccionismo, nos habla patentemente de un
Logos Creador que por la fe sabemos que es Amor.

Fuentes bibliográficas

Eduardo Peláez López, Ondas gravitatorias. Teoría de L. Bel (CNRS, Paris), Facultad de Ciencias,
Departamento de Física Teórica de la Universidad Autónoma de Madrid, 1976

Michio Kaku, El Universo de Einstein, Antoni Bosch, Barcelona 2010


Abraham Pais, “El Señor es sutil”. La ciencia y la vida de Albert Einstein, Ariel, Madrid, 1984

Valérie de Rath, Georges Lemaître, le Père du big bang, Bruxelles, Editions Labor, 1994

Dominique Lambert, El universo de Georges Lemaître, Investigación y Ciencia, nº 307,


Barcelona, abril de 2002

Eduardo Riaza, La historia del comienzo, Encuentro, Madrid, 2010

Jean-Pierre Luminet, La invención del Big Bang. En busca del origen del universo, RBA,
Barcelona, 2012

Francisco José Soler (ed.), Dios y las cosmologías modernas, BAC, Madrid, 2005

Agustín Udías, El universo, la ciencia y Dios, PPC, Madrid, 2001.

Diego Martínez Caro, Génesis. El origen del universo, de la vida y del hombre, Homo legens,
Madrid, 2008

M. Garrido, L.M. Valdés, L. Arenas (coord.), El legado filosófico y científico del siglo XX, Cátedra,
Madrid, 2009

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