Posverdad, Fake News

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Posverdad, noticias falsas y extrema derecha

contra la democracia
Sobre la posverdad se ha escrito mucho en el último lustro. El Diccionario de
Oxford, que la eligió como palabra del año en 2016, la definió como las
«circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de
la opinión pública que las referencias a emociones y a creencias personales».
Según Lee McIntyre, «la posverdad no es tanto la afirmación de que la verdad
no existe, sino la de que los hechos están subordinados a nuestro punto de vista
político». El filósofo estadounidense considera que a diferencia de las mentiras
y los bulos del pasado, «ahora el campo de batalla abarca toda la realidad
factual». Se habría dado, pues, un salto de calidad respecto a las décadas
anteriores por la hibridación de los viejos y los nuevos medios, que comportaría
la «sofisticación de las viejas reglas de la propaganda, basadas en la
exageración y la simplificación, la ridiculización del adversario, la mentira, la
desinformación, la difusión de bulos y la propagación de teorías conspirativas».
Efectivamente, para Maurizio Ferraris, la posverdad nace del encuentro entre
una corriente filosófica (el posmodernismo), una época histórica (la
documedialidad) y una innovación tecnológica (internet). Se trataría, en
consecuencia, de «un fenómeno radicalmente nuevo respecto a las mentiras
clásicas», ya que «la verdad alternativa se presenta como la crítica (en nombre
de la libertad) hacia algún tipo de autoridad dotada de un valor veritativo y, en
concreto, de la ciencia o de los expertos en general»

En realidad, el proceso empezó hace décadas con el cuestionamiento y la


negación de la ciencia cuando, como en el caso de las compañías tabacaleras
sobre los daños del tabaco o el de las industrias de los combustibles fósiles sobre
el calentamiento global, se trabajó para sembrar la duda y aprovecharse de la
confusión pública. El declive de los medios tradicionales —junto con el sesgo
mediático, que creó equivalencias falsas y una cobertura distorsionada de la
realidad—, el auge de las redes sociales y la creación de medios de
comunicación «alternativos» se solaparon a fenómenos que la psicología social
descubrió hace tiempo, como la disonancia cognitiva, la conformidad social y el
sesgo de confirmación. Así, en la que Ferraris llama la «era de la
documedialidad», que podríamos definir más sencillamente como «era de la
posverdad» o de la «tecno-democracia», el «proceso de atomización» de la
sociedad se ha «reforzado por la metamorfosis del pacto social». Los rasgos
fundamentales que explicarían la relación causal entre documedialidad y
posverdad serían, según el filósofo italiano, la viralidad, la persistencia, la
mistificación, la fragmentación y la opacidad. Como apunta el periodista británico
Matthew d’Ancona, la posverdad viene a ser entonces el software, mientras que
la tecnología digital sería el hardware.
Consecuentemente, la posverdad se puede concebir como una especie de
marco de referencia para muchas más cosas. Se trata, en síntesis, de «una
condición previa y elaborada» o «una idea, un imaginario, un conjunto de
representaciones sociales o sentidos ya incorporados por las audiencias y desde
donde son posibles fake news que refieren a esa idea afirmándola o
ampliándola». Según la crítica literaria Michiko Kakutani, además, no se trata
solo de noticias falsas: también hay «ciencias falsas (fabricadas por los
negacionistas del cambio climático o los antivacunas), una historia falsa
(promovida por los supremacistas blancos), perfiles de «estadounidenses
falsos» en Facebook (creados por troles rusos) y seguidores o me gusta falsos
en las redes sociales (generados por unos servicios de automatización
denominados bots)». Algunos especialistas consideran que antes que de fake
news sería más apropiado hablar de desinformación, ya que esta «no comprende
solo la información falsa, sino que también incluye la elaboración de información
manipulada que se combina con hechos o prácticas que van mucho más allá de
cualquier cosa que se parezca a noticias, como cuentas automáticas (bots),
videos modificados o publicidad encubierta y dirigida».

La capacidad de penetración de las redes sociales es de hecho incomparable


con la de los medios de comunicación tradicionales. Por un lado, por una
cuestión de números: según el Informe digital 2021 publicado por Hootsuite y We
Are Social, en enero de 2021, 55,1 % de la población mundial, es decir 4.300
millones de personas, emplea de forma habitual una red social. Por el otro,
porque internet y su evolución hacia la web 2.0 han permitido superar la
comunicación unidireccional de los medios tradicionales –prensa, radio y
televisión– y llegar a una interacción con el público, facilitando su activación y
participación. De la audiencia, en síntesis, se ha pasado al concepto de usuario;
es decir alguien que puede crear, editar y compartir contenido generado por él.

Sin embargo, el salto de calidad respecto al pasado del que habla Ferraris no se
da solo por esas dos características. A ellas debemos añadir otros elementos
absolutamente novedosos, como la perfilación de datos psicométricos extraídos
de las redes sociales para anticipar con precisión las ideas y decisiones
individuales, la personalización de la propaganda y la capacidad de los bots para
imponer agendas y manipular el peso de las informaciones que se difunden. Un
caso sintomático es el que reveló el escándalo de Cambridge Analytica, que
influyó notablemente en el referéndum británico y las elecciones presidenciales
estadounidenses de 2016. Se trata de procesos que, además, han evolucionado
—y siguen evolucionando— muy rápidamente gracias a la inteligencia artificial o
el machine learning (aprendizaje automático) que permiten el uso de algoritmos
cada vez más elaborados. En el caso de los bots, por ejemplo, de las cuentas
automáticas fácilmente identificables se ha pasado a las cuentas sybils y
cyborgs, es decir cuentas que fingen ser humanos o cuentas llevadas por
humanos pero asistidos por bots. Como apunta Simona Levi, «la peculiaridad de
la situación actual es que los sesgos [informativos] se pueden generar de forma
predictiva y se pueden configurar automáticamente. Es lo que se conoce como
‘gobernanza algorítmica’». El cambio es realmente radical. Obviamente, también
en este caso, como ya apuntaba McIntyre, ciertas actitudes cognitivas operan de
por sí en el comportamiento humano, pero «los algoritmos de personalización
tratan de explotarlas para maximizar el engagement, y de este modo las
refuerzan».

Esto explicaría fenómenos como los filtros burbuja y las cámaras de eco —
conectados directamente con el sesgo selectivo o el de confirmación— que
producen el gregarismo online y un aumento de la polarización tanto ideológica
—es decir, de las opiniones— como de red —es decir, de la estructura de las
interacciones—. La era de la posverdad parece pues haber enterrado la visión
tecnoutopista de la red que había prosperado en los años 90 y los primeros años
2000 para mostrar el lado oscuro de internet.

La extrema derecha 2.0 en la era de la posverdad


La diferencia respecto de otras corrientes políticas e ideológicas es que la
extrema derecha 2.0 ha sabido leer mejor que las demás los cambios de la
sociedad antes mencionados, aprovecharse de las debilidades y las grietas de
las democracias liberales y entender las posibilidades que ofrecen las nuevas
tecnologías. Como apunta D’Ancona, el «desplome de la confianza es la base
social de la era de la posverdad»: dado que las instituciones que
tradicionalmente han actuado como árbitros sociales se han desacreditado, «los
grupos de presión, generosamente financiados, han inducido al público a
cuestionar la existencia de una verdad fiable de forma concluyente», lo que lleva
a una «batalla interminable por definirla, la batalla de tus «hechos» contra mis
«hechos alternativos»». ¿Qué es, si no, el concepto de hechos alternativos
acuñado por la consejera jefe de Donald Trump, Kellyanne Conway, para negar
que a la toma de posesión del líder republicano de 2016 haya acudido menos
gente que a la de Barack Obama? De fondo, hay una idea, con un cierto sabor
nietzscheano y posmoderno, bien expresada por el ensayista ruso de
ultraderecha Aleksandr Dugin: «la verdad es una cuestión de creencia (…) los
hechos no existen».

La ultraderecha ha entendido, pues, que las fragilidades y las vulnerabilidades


existentes pueden ser explotadas: deconstruyendo la realidad compartida y
sembrando confusión se puede polarizar aún más a la sociedad y sacar provecho
en el plano electoral. De ahí su interés y sus esfuerzos para generar y difundir
noticias falsas: en la campaña electoral estadounidense de 2016, la gran mayoría
de las fake news eran mensajes pro-Trump u hostiles a Hillary Clinton, mientras
que en Polonia las páginas de fake news calificadas como conservadoras son el
doble que las progresistas.
Evidentemente, para que todo esto tenga un resultado, debe haber un terreno
abonado. Por un lado, las redes sociales se han convertido en una de las
principales vías para informarse, sustituyendo en buena medida a los medios
tradicionales. Según un estudio del Pew Research Center de 2016, 62 % de los
adultos estadounidenses se informa a través de las redes sociales, cuando en
2012 el porcentaje era de 49 %. Más concretamente, 44 % de ellos se informa
vía Facebook, que se ha convertido, al menos hasta ahora, en la principal red
social para informarse y, consecuentemente, en el canal más útil para difundir
bulos. Por otro lado, las mentiras se propagan más rápido que la verdad: según
un artículo publicado en la revista Science, «las noticias falsas llegan veinte
veces más rápido [en las redes sociales] que en el contacto personal».

Hay dos elementos más. En primer lugar, una parte nada desdeñable de la
población cree en teorías de la conspiración: según diferentes estudios, 60 % de
los británicos creen en, por lo menos, una teoría conspirativa, mientras que casi
la mitad de los húngaros y un tercio de la población de Gran Bretaña, Alemania
y Francia opinan que sus legisladores «ocultan la verdad» sobre la inmigración.
Los más proclives serían los votantes de opciones conservadoras: 30 % de los
que votaron a favor del Brexit, de hecho, creían en la teoría del «gran
reemplazo», contra solo 6 % de quienes votaron por la permanencia. En el caso
de Estados Unidos, una encuesta de la empresa Ipsos de diciembre de 2016
reveló que 75 % de quienes veían los titulares de fake news consideraban la
información allí presente como exacta.

En segundo lugar, la industria de la desinformación se basa en el éxito de los


medios «alternativos» que difunden continuamente fake news. Se trata de
medios, como Breitbart News, Infowars.com, El Toro tv, ImolaOggi y un sinfín de
blogs, a menudo financiados, patrocinados o directamente creados por los
líderes ultraderechistas, a los cuales se suman decenas y decenas de otros
medios —desde páginas web a podcasts, pasando por canales de videos en
YouTube u otras plataformasê— de la galaxia de la derecha más o menos
alternativa. En el caso de EE. UU., una web como The Gateway Pundit recibió
más de un millón de visitas diarias durante la campaña para las presidenciales
de 2016, mientras que los podcasts de The Right Stuff, un blog antisemita y
supremacista blanco fundado por Mike Peinovich, atraían cada semana a
decenas de miles de oyentes. Según un estudio de Mediapart, las tres primeras
páginas de contenido político más visitadas en Francia en 2016 eran de ideología
ultra, como egaliteetreconciliation.fr o fdesouche.com, con contenido identitario
y tradicionalista, fundadas por exdirigentes del Frente Nacional. Se trata de todo
un entramado de webs que ha llevado a hablar en el país galo de la existencia
de una verdadera fachòsphere. El partido liderado por la familia Le Pen, además,
fue el primero en el Hexágono en inaugurar una página web en 1996, convencido
de que para poder divulgar sus ideas era fundamental saltarse la intermediación
de los medios tradicionales.

Si a esto le añadimos que los principales líderes del Partido Republicano,


empezando por el entonces presidente Trump, relanzaban y alababan
públicamente a estos medios, podemos entender la potencial viralización que las
noticias falsas propagadas por los llamados «medios alternativos» puede tener
en las redes sociales. Además, debe tenerse en cuenta que una minoría de
usuarios ligados a partidos populistas puede dominar la discusión política en las
redes sociales: en el caso de Francia, Alemania, Italia, España y Polonia, menos
de 0,1 % de los usuarios generan aproximadamente 10 % de los contenidos con
carácter populista y consiguen amplificar las posiciones antiinmigración y
antiestablishment al introducirlas en los debates y foros convencionales.

La extrema derecha 2.0, en suma, ha entendido que es provechoso ampliar aún


más la desconfianza existente hacia todo lo que huele a establishment,
empezando por los intelectuales, los científicos y los periodistas. No es
casualidad que el líder de la Liga, Matteo Salvini, haya cargado más de una vez
contra los que él define de forma despectiva como los «professoroni»; o que, en
uno de sus numerosos ataques a la prensa, Trump haya llegado a afirmar que
«la CNN apesta». Otro ejemplo es el haber abrazado o, como mínimo, legitimado
el negacionismo científico durante la crisis del covid-19, minimizando el impacto
de la pandemia, criticando las restricciones aplicadas por razones sanitarias,
cuestionando las decisiones de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y
hasta poniendo en duda la existencia misma del virus. Esta postura encaja,
además, con la interpretación ultraderechista de que existe una hegemonía
cultural de izquierdas que impone una agenda progresista, lo que el equipo del
presidente brasileño Jair Bolsonaro define como «marxismo cultural».

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