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BOLETÍN

OE LA

BIBLIOTECA MENÉNDEZ Y PELÁYO


lio m.—MARZO-ABRIL, W2I.-SÍ1. 2

EL ABANICO DE ARTUCA
CAPÍTULO DE UNAS MEMORIAS QUE NO LLEVAN CAMINO

DE PUBLICARSE

Yo no sé por qué viene ahora a la mía, aquel González Forte que


encontré, hace bastantes años, a la orilla del Jarama dispuesto a em­
barcarse en la de Algete. Iba a pasar las vacaciones de verano, con
un amigo del pueblo, y llevaba, por todo equipaje, un ramo de cla­
veles y el Diccionario manual de Campano.
No debía de ser tampoco verdadera impedimenta la que trajo
Artemisa a Madrid, en aquellos días: lo preciso, porque en la Corte,
y bajo la dirección de la tia Nanda — o sea la señora Marquesa de
Bogaraya, dama de gusto muy acreditado — podía su sobrina camal
vestirse a la última, mejor, o por lo menos lo mismo, que en Sevilla.
El verdadero equipaje de Artuca — que asi la llamaban familia y
amigos—lo integraba, como ahora dicen, una buena guitarra y el más
copioso y bien elegido repertorio de coplas; malagueñas, seguidillas,
soleares, juguetillos y hasta polos, de los más jondos.
Artuca encontró, a su llegada a la Corte, inmediatamente abiertas
para ella, de par en par, las puertas de todos los salones do la pri­
mera sociedad. Se debió, naturalmente, a la relación íntima de las
familias de Gavtria y Ramírez de Saavedra—quiero decir del Duque
de Rivas — por el matrimonio del Marqués de Bogaraya, don Gon­
zalo, famosísimo ginete, tañedor de flauta y Alcalde muy popular,
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que fué de Madrid; con doña Fernanda, antes mentada, señora vir­
tuosísima y de trato exquisito, hija del Marqués de Gaviria, dueño
de la acreditada ganadería de toros de plaza, que se corrieron du­
rante muy poco tiempo. A las primeras, y únicas, banderillas de fuego
que se pusieron a un bicho de la torada, el Marqués mandó al ma­
tadero todas las vacas bravas y se acabó la ganadería.
Muy pronto se vió precisada Artemisa—con su guitarra—a re­
nunciar muchos convites; a no poder servir, sino la tercera parte, ex­
casa, de los pedidos que le hacían de canteflamenco, principiando por
Palacio. Don Antonio Cánovas del Castillo, se pirraba por oiría: como
que era el derroche de la gracia. Por eso el más íntimo de mis amigos
le escribió:
«Cuando Camacho estudiaba
el presupuesto de ingresos
la sal estancó, chiquilla,
para cobrarte el impuesto.»
Ni que decir tiene; al mes de su llegada a Madrid, Artuca era una
gran influencia y pedía versos autógrafos e inéditos, para su abanico,
a los inmortales, como hubiera podido solicitar destinos del Presidente
del Consejode Ministros,directamente, y conseguir los nombramientos.
Se había criado en una atmósfera saturada de arte. Los salones del
Marqués de Gaviria, su padre,—jefe en Sevilla, del partido Conser­
vador, antes Alfonsino, caballero a carta cabal, que gastó mucha parte
de su hacienda trabajando por la restauración de la dinastía—esta­
ban siempre alumbrados y servidos para que luciesen en ellos, poetas,
músicos y toda clase de artistas. Aquella gran casa, tan sevillana,
do la calle de O’Doncll, podía compararse, por lo que tuvo de Asilo de
la Cultura, con la de los Duques de Fernán Núñez en Madrid.
Estos antecedentes explican por qué la cantaora reunió en su
abanico, tantas y tales firmas, autógrafas; en el país y en el varillaje.
En la notabilísima «Exposición de El Abanico en España», que,
preparada, abierta y catalogada por la Sociedad Española di Amigos
del Arte, certamen del que fué alma D. Joaquín Ezquerra dil Bayo (i)
constituyó el más completo y aplaudido éxito; faltaban ejemplares,
por arriba del abanico-florilegio; por abajo del abanico de Calañas.
La observación no constituye ni el menor asomo de crítica ad­
versa. Una y otra clase de abanicos están distanciados, por sus con-

(i) Autor de un interesante y bien documentado trabajo acerca de: «El


Abanico en Esparta» «datos pora su historia» publicado al frente del Catálogo
General Ilustrado, Madrid, Mayo-Junio, 1920, Imprenta Blass y Compartía
(Sociedad Anónima). Texto y muchas reproducciones de abanicos notables.
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diciones, del arte de la pintura y no constituyen, por si, tipo intere­


sante con relación a la industria ni a la técnica. En los florilegios,
dicho se está que lo de menos es el abanico mismo, que hace veces
de álbum. Los de Calañas, que no tienen pizca de arte, fueron inse­
parables de El Espectáculo más Nacional, quizás por concomitancia,
porque como afirma un cantar del pueblo,
«Con su capa el torero
maneja al bicho
y la mujer al hombre
con su abanico.»
y yo puse en uno, que «Española sin él, es como molino de viento
sin aspas.»
El abanico de Artuca—hoy Excma. Sra. Condesa de Buena Es­
peranza—es precioso ejemplar entre los de florilegio.
Así ocurre en la Real Biblioteca; los libros más Raros y Curiosos
están encuadernados en modestísima pasta. También el abanico, ob­
jeto de este capítulo, como tal abanico, es cáscara insignificante, de
una fruta exquisita: tomiza que ata el ramo esplendoroso.
Casi pericón, tiene los países de seda y dril color de barquillo;
al recto, pintadas al aguada, unas ramitas de grosella y el varillaje
de «Madera de astillas» con hojas talladas.
Todas las poesías van al verso y en tintas negras, menos la se­
guidilla de la Infanta Doña Paz de Borbón, que figura en el lado de la
fruta, y los versos de El Marqués de Valmar, que escribió con carmín.
S. A. R. puso en el abanico:
«Artemisa me marcho
lejos de España
llevando tus cantares
dentro del alma.
Es tu recuerdo
mi compañero siempre;
con él me quedo.»
El académico y diplomático Marqués, cuñado del gran Duque
de Rivas, notabilísimo crítico literario, en su gallarda letra española,
y tinta rosácea, como dije antes, escribió:
«Si el abanico es emblema
de la inconstancia del viento,
sé tú, en ternura y virtudes
de constancia noble ejemplo;
y asi vivirán, sin sombra,
de amor tus dulces ensueños,
puros cual brisa entre flores,
cual celeste dicha eternos.»
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De aquel ingeniosísimo artillero, espiritista, autor de En los Montes


de la Mancha—libro cuya lectura, no bien comenzada, echa la garra—
que lleva prólogo do D. Pedro Antonio Alarcón, es la siguiente copla:
«Por mucho que te abaniques
en balde niña te cansas:
¿Cómo quieres tener fresco
con dos soles en la cara?
José Navarretb.»
De Antonio Fernández Grjlo, tan discutido y a quien bastaría
haber escrito el soneto Al Cohete, para poder sentarse en sitio prefe­
rentísimo de El Parnaso, por derecho propio y en sillón de brazos;
son estos siete versos:
«Nunca te he visto; pero el alma mía
sabe que existe en tus serenos ojos,
la luz primaveral de Andalucía.
Yo nunca he visto el cielo y sé que el cielo
la gloria esconde tras su manto azul;
por eso sé lo mucho que tu vales;
porque el cielo eres tú II!»
El autor de las Doloras y los Pequeños Poemas escribió:
«Tiene razón Campoamor
cuando te jura y rejura
que, aunque grande, es tu hermosura
de tus gracias la menor.»
Juan José Herránz, luego Conde de Reparaz, el que dió al teatro
La Virgen de la Lorena, j&fe de la «Censura Dramática» en el Minis­
terio de la Gobernación y en cuyo despacho se reunía el segundo
Pamasilh; aconseja a Artemisa:
«Cuando te abaniques
templa tus miradas
recordando que el viento y tí fuego
producen la llama.»
A lo que objeta José Campo-Arana, autor de ¡¡ Tierra!!
«Mas si el que tu quieres
tu mirada busca
no te importe que brote la llama
que la llama alumbra.»
En el volcán de un amor nefasto, se volatilizó, poco tiempo des­
pués, el juicio del pobre Pepe.
Debajo de aquellos sus cuatro versos, añade Eusebio Blasco:
«Y al abanicarte
piensa ñifla mía,
en loa que aquí viven por no haberte visto
¡pasando fatigas!»
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Fué Manuel del Palacio, no obstante la opinión de Clarín, el más


fácil, conecto, inspirado y fecundo fabricante de buenos sonetos: en
el ParnasiUo de Gobernación, le vi muchas veces improvisarlos, de
pie forzado, comenzando por el último verso del segundo terceto: y
salían siempre reondos, como decía Narciso Campillo.
Palacio escribió, sobre el dril, en los clarísimos y firmes carac­
teres de su aurea pluma:
«Aire que juegas con sus rizos bellos
¡cuán impaciente aguardo tu venida,
falta el aroma que bebiste en ellos
al jardín agostado de mi vidal»
También es triste y desengañada la poesía del insigne don José
Echegaray, quien hablando de la dueña del abanico y del poeta,
dice:
«Ella es la llama
que pura brilla.
Tú eres el viento
con que se aviva.
Y en esa hoguera
por mi desdicha
yo soy la helada
triste ceniza.»

Sombríos y esculturales, los dos versos de D. Gaspar NúRez de


Arce, casi disuenan en este florilegio: parecen epitafio. Dicen así:
«Nuestra vfda es el sueño de un momento
aire la dicha, la esperanza viento.»
En cambio D. José Zorrilla—¡cualquiera añade calificativos a
esto nombre, eh!—alegre, galante y oportuno, escribe:
«Jamás bajo la bóveda del firmamento .
al poeta ni al pájaro les falta viento
y grande o chico
a mi me basta el aire de tu abanico.»
José Velarde, paisano de Artemisa, no desmiente la patria ni la
escuela y echa el resto, disparando sobre la gentil cantaora la siguiente
descarga de piropos, bien rimados:
«Castigue ¡oh nifia! tu abanico el viento
traidor que se perfuma con tu aliento
y bebe el néctar de tus labios rojos,
y se deleita en repetir tu acento
y se enciende en la lumbre de tus ojos.»
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Y no se queda corto Luis Montoto, el decano de los poetas de


Sevilla cuando declara:
«Los médicos me recelan
que me vaya a tomar aire
o me muero de tristeza.
Y a los médicos le digo
que yo no quiero más aire
que el aire de tu abanico

D. Enrique Ramírez de Saavedra, Duque de Rivas, hijo del autor


de «D. Alvaro...» afina la puntería; pregunta y luego manda:
«¿A quién no causa embeleso
tanta gracia y tal donaire?
Abanico, dale un beso
cada vez que le eches aire.»
y D. Antonio Cánovas del Castillo, a la sazón Presidente del Con­
sejo de Ministros, aprovechando, sigue tras la pieza que levantó el
Duque, y dice:
«Si va, abanico, el exceso
hasta hacer del aire un beso
he de tomar a desaire
que fuera me dejes de eso
sin darme parte... en el aire.»
Pecan de modestos los hermanos Alvarez Quintero al ofrecer a
la niña.
«Escondida entre todas las mejores
vaya la más humilde de las flores.»
Cierra con clavillo de rubíes el florilegio, la siguiente poesía au­
tógrafa que luego, con ligerísimas variantes, se incluyó en las obras
impresas del magno polígrafo:
«¡Ojalá cada sol que te amanezca
Aun más hermosa y más feliz te mire!
|Nunca tu frente oprima
El demonio tenaz del pensamiento!
Ni rostro engañador, falsa palabra
Maten en tí la flor del sentimiento.
No has de llorar por tí: serás dichosa
Mas no a la compasión tu ánimo cierres,
Porque el llorar con el dolor ajeno
Es alto y melancólico placer.
M. Menéndez Pklayo».
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Por fin, ya fuera del país, escribió el mejor amigo de Gustavo


Adolfo Bécquer, el novelista de Rosas y Perros, el autor del magnifico
articulo El Garbanzo:
«Yo canto... pero en la mano
así, al cantarte Artemisa
no habiendo sitió en la tela
escribiré en las varillas.
Metido, pues, en un puño
no escucharé con envidia
las cuerdas de la gu i tana
cuando entre tus dedos vibran.
Y, si el abanico cierras
al calor de tus caricias
sentiré las pulsaciones
de tu corazón de nifial
Ramón Rodríguez Correa.
|Lo que «s aquí nadie firma!»

Y aquí pone la suya, insignificante, como de obscuro testigo, al


pie de la escritura en que figuran tantas partes insignes.
Luego se abanica y guarda en su caja el de la Señora Condesa
de Buena Esperanza, pareciéndole que entierra, entre cenizas un her­
mosísimo ramo de claveles, aspira por última vez, con delicia, los
perfumes de aquellas primaveras, y ve entrar—para él—triste y fría,
la de hogaño.
EL CONDE DE LAS NAVAS.

8 Mayo de 1921.

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