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bell hooks es una escritora, feminista y activista que trata

en sus escritos aspectos de raza, clase social y género.


Abanderada de la interseccionalidad, es autora de
numerosos clásicos feministas y en 2014 se fundó el bell
hooks institute en su honor. Entre sus libros destacan:
Feminist Theory (Pluto, 2000), El feminismo es para todo el
mundo (Traficantes de Sueños, 2000), Talking Back
(Routledge, 2014) y Breaking Bread (Routledge, 2016).
Gloria Jean Watkins nació en 1952 en Hopkinsville,
Kentucky, y adoptó el pseudónimo de bell hooks en honor a
su bisabuela, una mujer célebre por decir lo que pensaba.
hooks se licenció por la Stanford University, cursó un
master en la Universidad de Wisconsin y se doctoró por la
Universidad de California, Santa Cruz.
bell hooks (1988) / Fotografía: Montikamoss
¿Acaso no soy yo una mujer?
Mujeres negras y feminismo

bell hooks
Traducción de Gemma Deza Guil
Autora bell hooks
Traducción Gemma Deza Guil
Corrección Sonia Berger
Diseño de colección Rosa Llop
Imagen de cubierta Lorna Simpson
Producción del ePub Bookwire

Edición consonni
C/ Conde Mirasol 13-LJ1D
48003 Bilbao
www.consonni.org

Primera edición en español:


septiembre de 2020, Bilbao

eISBN: 978-84-16205-60-8

Edición original: Ain’t I a Woman. Black women and


Feminism, South End Press, 1981
© 2015 by Gloria Watkins. All Rights Reserved.
Authorised translation from the English language
edition published by Routledge, a member of the
Taylor & Francis Group.
© 2020, de la traducción, Gemma Deza Guil
© 2020, de la edición, consonni

Imagen de cubierta:
Lorna Simpson, Older Queen, 2017
© Fotografía de James Wang
© Lorna Simpson. Courtesy of the artist and Hauser & Wirth

consonni es una editorial con un espacio cultural independiente en el barrio bilbaíno de


San Francisco. Desde 1996 producimos cultura crítica y en la actualidad apostamos por la
palabra escrita y también susurrada, oída, silenciada, declamada; la palabra hecha acción,
hecha cuerpo. Desde el campo expandido del arte, la literatura, la radio y la educación,
ambicionamos afectar el mundo que habitamos y afectarnos por él.
Para Rosa Bell, mi madre,
que de niña me explicó que en el pasado había
escrito poemas
y que yo había heredado la pasión por la lectura y
la escritura de ella.
Índice

Prefacio a la nueva edición (2015)

Agradecimientos
Introducción

1. Sexismo y la experiencia de la esclavitud por parte de las mujeres negras


2. La devaluación sistemática de la mujer negra

3. El imperialismo del patriarcado

4. Racismo y feminismo: la cuestión de la responsabilidad


5. Mujeres negras y feminismo

Bibliografía recomendada
Prefacio a la nueva edición (2015)

Siempre he sabido que quería ser escritora. Desde que era niña, los libros
me han permitido asomarme a mundos distintos al que me resultaba más
familiar. Cual territorios exóticos e ignotos, los libros estaban repletos de
aventuras y presentaban otras maneras de pensar y de ser. Y lo que es más
importante, me aportaban una perspectiva diferente que casi siempre me
obligaba a salir de mis zonas de confort. Me asombraba que los libros
pudieran ofrecerme una perspectiva distinta, que las palabras de una página
pudieran transformarme y cambiar mi forma de pensar. Durante mis años de
estudiante universitaria, el movimiento feminista de la época ponía en tela
de juicio los roles de género definidos y reclamaba el fin del patriarcado. En
aquellos emocionantes años, tal replanteamiento de los géneros se conocía
como «la liberación de la mujer». Y como yo nunca había tenido la
sensación de encajar en los conceptos sexistas tradicionales de cómo debía
ser y qué debía hacer una mujer, me sumé con entusiasmo a la liberación de
la mujer con la voluntad de crear un espacio de libertad para mí misma,
para las mujeres a quienes quería y, en general, para todas las mujeres.
Mi intensa implicación en la difusión de la conciencia feminista me
obligó a plantearme la realidad de la diferencia de raza, clase y género. Y,
así, tal como me había rebelado contra las nociones sexistas del lugar que
ocupa la mujer, también cuestioné los planteamientos del lugar que ocupan
las mujeres y de su identidad que propugnaban los círculos de liberación de
la mujer, porque no encontraba mi hueco en el seno del movimiento. Mi
experiencia como mujer negra joven no estaba reconocida. Mi voz y las
voces de mujeres como yo no se escuchaban. Y lo que es más importante, el
movimiento me había revelado lo poco que sabía de mí misma y del lugar
que ocupaba en la sociedad.
No podría identificarme de verdad con aquel movimiento mientras mi
voz no se escuchara. Pero antes de pedirles a los demás que me escucharan
tenía que aprender a escucharme a mí misma y descubrir mi identidad.
Asistir a cursos de estudios femeninos me había revelado lo que la sociedad
espera de las mujeres. Había aprendido mucho acerca de las diferencias de
género, del sexismo y del patriarcado y acerca de cómo estos sistemas
modulaban los papeles de la mujer y su identidad, pero, en cambio, apenas
descubrí nada sobre qué papel se asignaba a las mujeres negras en nuestra
cultura. Para comprenderme como mujer negra, para entender el lugar
asignado a las mujeres negras en esta sociedad, tenía que explorar más allá
de las cuatro paredes de las aulas, más allá también de los numerosos
tratados y libros que mis camaradas blancas estaban escribiendo para
explicar la liberación de la mujer y para ofrecer modos de pensamiento
nuevos y alternativos acerca del género y del lugar de la mujer.
Si quería forjar un espacio para las mujeres negras en aquel movimiento
revolucionario que reclamaba la justicia de género, tenía que entender
mejor qué lugar ocupábamos en la sociedad en su conjunto. Y aunque
estaba aprendiendo muchísimo acerca del sexismo y de cómo el
pensamiento sexista conformaba la identidad femenina, no me enseñaban
nada acerca de cómo la raza influía también en su modelación. En las clases
y en los grupos de concienciación, cuando llamaba la atención acerca de las
diferencias creadas en nuestras vidas por la raza y el racismo, mis
camaradas blancas, ansiosas por formar lazos basados en nociones
compartidas de sororidad, solían tratarme con desdén. Pero allí estaba yo,
una joven negra y atrevida procedente del Kentucky rural, insistiendo en
que había diferencias importantes que daban forma a las experiencias de las
mujeres blancas y las negras. Mis esfuerzos por entender dichas diferencias,
por explicar y transmitir su significado, sirvieron de trabajo preliminar para
la escritura de ¿Acaso no soy yo una mujer? Mujeres negras y feminismo.
Empecé a investigar y escribir mientras estudiaba la licenciatura. Y me
asombra pensar que han transcurrido ya más de cuarenta años desde que
empecé mi trabajo. En un principio, mis investigaciones toparon con el
rechazo de una editorial. En aquel entonces nadie se imaginaba que pudiera
haber un público para un libro acerca de las mujeres negras. En general, era
más habitual que los negros denunciaran la emancipación de la mujer, por
considerarla una reivindicación de las mujeres blancas. En consecuencia,
las mujeres negras que se apuntaron con entusiasmo al movimiento
quedaron aisladas y desconectadas del resto de la población negra. Con
frecuencia éramos la única persona negra en círculos predominantemente
blancos. Y sacar a colación el tema de la raza se consideraba un intento de
desviar la atención de la política de género. No sorprende, por consiguiente,
que las mujeres negras tuviéramos que crear un corpus teórico aparte en el
que pudiéramos aglutinar nuestro entendimiento de la raza, la clase y el
género.
Combinando mi política feminista radical con mi necesidad de escribir,
decidí desde buen principio que lo que quería era hacer libros que pudieran
leerse y entenderse más allá de las fronteras de clase. En aquel entonces, las
teóricas feministas lidiábamos con el problema del público: ¿a quién
pretendíamos llegar con nuestro trabajo? Llegar a un público más amplio
obligaba a escribir una obra clara y concisa, al alcance de lectores que no
habían estudiado en la universidad y que ni siquiera habían acabado el
instituto. Imaginando a mi madre como mi público ideal, la lectora a quien
más anhelaba convertir al pensamiento feminista, cultivé una escritura que
resultara comprensible a lectores de diversos trasfondos de clase.
Acabar de escribir ¿Acaso no soy yo una mujer? y, diez años después,
cerca de cumplir los treinta, ver cómo se publicaba supuso la culminación
de mi propia lucha por la autorrealización, por ser una mujer libre e
independiente. Cuando acudí a mi primera clase de estudios femeninos,
impartida por la escritora blanca Tillie Olson, y la escuché hablar acerca del
mundo de las mujeres que se esforzaban por conciliar el trabajo con la
maternidad, mujeres a menudo cautivas de la dominación masculina, lloré
con ella. Leímos su obra fundamental, I Stand Here Ironing, y empecé a ver
a mi madre y a mujeres como ella, criadas en la década de 1950, bajo una
nueva luz. Mi madre se casó muy joven, sin siquiera haber cumplido los
veinte años, fue madre joven y, aunque nunca se consideró una defensora de
las mujeres, había experimentado el dolor de la dominación sexista, lo que
la había llevado a alentar a todas sus hijas, las seis, a estudiar para que en el
futuro pudiéramos ser capaces de cubrir nuestras necesidades materiales y
económicas sin depender de ningún hombre. Claro que encontraríamos un
marido, pero antes teníamos que aprender a sobrevivir por nosotras mismas.
Mi madre, cautiva de las cadenas del patriarcado, nos espoleó a liberarnos.
Más que ningún otro libro que haya escrito, mi relación con mi madre
dio forma al texto de ¿Acaso no soy yo una mujer? y fue toda una
inspiración para mí. Escrita en un momento en que el smovimiento
feminista contemporáneo se hallaba aún en su juventud, cuando también yo
era joven, esta obra temprana tiene muchos defectos e imperfecciones, pero
continúa funcionando como un potente catalizador para los lectores y las
lectoras que desean indagar en las raíces del feminismo y las mujeres
negras. Aunque mi madre ha fallecido ya, no pasa un día en que no piense
en ella y en todas las mujeres negras como ella que, sin un movimiento
político que las apuntalara ni teoría alguna sobre cómo ser feministas,
proporcionaron claves prácticas para la liberación y ofrecieron a las
generaciones que las sucedieron el regalo de la elección, la libertad y la
plenitud mental, corporal y esencial.
Agradecimientos

Hace ocho años, cuando acometí la labor de investigación para redactar este
libro, los debates acerca de «las mujeres negras y el feminismo» y «el
racismo y el feminismo» eran poco frecuentes. Tanto amistades como
desconocidos se apresuraban a cuestionar y ridiculizar mi preocupación por
la situación de la mujer negra en Estados Unidos. Recuerdo una cena en la
que hablé del libro y una persona, con voz estentórea y ahogándose de la
risa, exclamó: «¡Pero ¿qué se puede decir de las mujeres negras?!». Otros
se sumaron a sus carcajadas. Yo había escrito en el manuscrito que la
existencia de las mujeres negras solía olvidarse, que con frecuencia se las
ignoraba o denostaba, y mi vivencia en el momento de compartir las ideas
recogidas en este libro me demostró que tales afirmaciones eran ciertas.
En la mayoría de las fases de mi trabajo conté con la ayuda y el apoyo de
Nate, mi amigo y compañero. Fue él quien, al verme regresar de las
bibliotecas enfadada y decepcionada por el hecho de que hubiera tan pocos
libros sobre mujeres negras, me dijo que debería escribir uno. Y también
buscó documentación y me ayudó de modos diversos. Otra fuente
impresionante de aliento y apoyo a mi trabajo procedió de las compañeras
negras con quienes trabajé en la Oficina Telefónica de Berkeley entre 1973
y 1974. Cuando dejé el trabajo para matricularme en el curso de posgrado
universitario en Wisconsin, perdí el contacto con aquellas mujeres, pero su
energía y su sensación de que había mucho que explicar acerca de las
mujeres negras, así como su creencia en que yo podía hacerlo, me ha
servido siempre de puntal. Durante el proceso de edición, Ellen Herman, de
South End Press, ha sido de suma ayuda. Nuestra relación ha sido política;
hemos trabajado para tender puentes entre lo público y lo privado y
convertir el contacto entre una escritora y una editora en una experiencia
reafirmante, en lugar de deshumanizadora.
Este libro está dedicado a Rosa Bell Watkins, quien nos enseñó a mí y a
mis hermanas que las mujeres debemos tratarnos con respeto, protección,
aliento y amor entre nosotras y que la sororidad empodera.
Introducción

En un momento de la historia norteamericana en el que las mujeres negras


de todas las regiones del país podrían haber aunado fuerzas para exigir la
igualdad para la mujer y un reconocimiento del impacto del sexismo en
nuestro estatus social, en gran medida guardamos silencio. No obstante,
nuestro silencio no fue solo una reacción contra las feministas blancas ni un
gesto de solidaridad con los patriarcas negros. Era el silencio de las
oprimidas, ese hondo silencio engendrado por la resignación y la aceptación
de lo que el mundo nos tenía reservado. Las negras de la época no
podíamos unirnos en la lucha por los derechos de las mujeres porque no
concebíamos nuestra condición de mujeres como un aspecto importante de
nuestra identidad. La socialización racista y sexista nos había condicionado
para devaluar nuestra condición de género y contemplar la raza como la
única etiqueta identificativa relevante. Dicho de otra manera, se nos pidió
que renunciáramos a una parte de nosotras, y lo hicimos. En consecuencia,
cuando el movimiento de emancipación de la mujer planteó el tema de la
opresión sexista, argumentamos que el sexismo era insignificante en
relación con la realidad más dura y brutal del racismo. Nos asustaba
reconocer que el sexismo podía ser tan opresivo como el racismo. Nos
aferramos a la esperanza de que la erradicación de la opresión racial
bastaría para liberarnos. Éramos una nueva generación de mujeres negras a
quienes se había enseñado a someterse, a aceptar nuestra inferioridad sexual
y a guardar silencio.
A diferencia de nosotras, las mujeres negras de los Estados Unidos del
siglo XIX eran conscientes de que la verdadera libertad no solo dependía de
liberarse de un orden social sexista que negaba sistemáticamente a todas las
mujeres unos derechos humanos plenos. Aquellas mujeres negras
participaron tanto en la lucha por la igualdad racial como en el movimiento
en defensa de los derechos de las mujeres. Cuando se planteó la cuestión de
si la participación de las mujeres negras en este último movimiento iba en
detrimento de la lucha por la igualdad racial, adujeron que cualquier mejora
en la situación social de las mujeres negras iría en beneficio de todas las
personas negras. En un discurso pronunciado ante el Congreso Mundial de
Mujeres Representantes de 1893, Anna Cooper habló de la situación de la
mujer negra en los siguientes términos:

Los frutos más elevados de la civilización no pueden improvisarse ni desarrollarse con normalidad
en el breve espacio de treinta años. Se precisa la dilatada y dolorosa evolución de varias
generaciones. No obstante, durante este infausto período de la opresión de la mujer de color en
este país, su historia, aún por escribir, se revela como la historia de una lucha heroica, una lucha
contra adversidades pavorosas y abrumadoras que a menudo acabó en una muerte atroz y una
lucha, también, por conservar y proteger lo que una mujer quiere más que a su propia vida. El
doloroso, paciente y tácito esfuerzo de las madres por obtener el simple derecho a los cuerpos de
sus hijas, la lucha desesperada, como tigresas acorraladas, por conservar lo más sagrado de sus
personas, serviría de material para la épica. No sorprende que fueran muchas más las mujeres que
fueron arrastradas por la corriente que las que sirvieron de dique de contención. La mayoría de
nuestras mujeres no son heroínas, pero no creo que la mayoría de las mujeres de cualquier otra
raza lo sean tampoco. Me basta con saber que, mientras que el más alto tribunal de Estados
Unidos la consideraba poco más que una propiedad, una irresponsable y una taruga que su
propietario podía llevar de aquí para allá a su antojo, la mujer afroamericana mantuvo unos ideales
sobre su condición de mujer a la altura de cualesquiera otros concebidos. En reposo o
fermentación en mentes indoctas, dichos ideales no podían reivindicarse públicamente en este
país. Al menos la mujer blanca podía suplicar su emancipación, mientras que lo único que podía
hacer la mujer negra, doblemente esclavizada, era sufrir, luchar y guardar silencio.

Por primera vez en la historia de Estados Unidos, mujeres negras como


Mary Church Terrell, Sojourner Truth, Anna Cooper y Amanda Berry
Smith, entre otras, rompieron los largos años de silencio y empezaron a
explicar y dejar registro de sus vivencias. En concreto, recalcaron el aspecto
«femenino» de su ser, que las hacía ser diferentes de los hombres negros,
hecho que quedó demostrado cuando los hombres blancos abogaron por
conceder el derecho al voto a los hombres negros mientras se privaba de él
a todas las mujeres. Horace Greeley y Wendell Phillips lo bautizaron como
«la hora de los negros», pero, en realidad, lo que se defendía como el
sufragio de los negros era el sufragio de los hombres negros. Con su
respaldo al sufragio de los hombres negros y su denuncia paralela de la
defensa de los derechos de las mujeres blancas, los hombres blancos
revelaron cuán profundo era su machismo, un machismo que, en aquel
breve momento de la historia de Estados Unidos, superó incluso a su
racismo. Antes de que los hombres blancos apoyaran el sufragio de los
hombres negros, las activistas blancas habían creído beneficioso para su
causa aliarse con activistas políticos negros, pero, cuando pareció que los
hombres negros podían conseguir el voto mientras que a ellas seguía
privándoselas de él, aparcaron a un lado la solidaridad política con los
negros e instaron a los hombres blancos a dejar que la solidaridad racial se
impusiera a su defensa del sufragio para los hombres negros.
Cuando el racismo de las defensoras de los derechos de las mujeres
blancas afloró, el frágil vínculo entre estas y las activistas negras se quebró.
Incluso Elizabeth Stanton, en su artículo «Women and Black Men»
(«Mujeres y hombres negros»), publicado en el número de 1869 de
Revolution, intentó demostrar que la reivindicación republicana del
«sufragio masculino» tenía por fin crear un antagonismo entre los hombres
negros y todas las mujeres, una escisión entre ambos grupos que no pudiera
enmendarse. Pese a que muchos activistas políticos negros simpatizaban
con la causa de las defensoras de los derechos de las mujeres, no estaban
dispuestos a renunciar a su oportunidad de obtener el derecho al voto. Sobre
las mujeres negras pendía un arma de doble filo: apoyar el sufragio
femenino comportaba aliarse con las activistas blancas, que habían
expresado públicamente su racismo, mientras que defender el sufragio de
los hombres negros suponía respaldar un orden social patriarcal que las
privaba de voz política. Las activistas negras más radicales exigían que se
concediera el derecho a voto tanto a los hombres negros como a todas las
mujeres. Sojourner Truth fue la mujer negra que habló de manera más
franca acerca de este tema. Se manifestó en público a favor del sufragio
femenino y recalcó que, sin dicho derecho, las mujeres negras tendrían que
supeditarse a la voluntad de los hombres negros. Con su célebre declaración
«Hay mucho revuelo acerca de que los hombres de color consigan sus
derechos, pero no se dice ni una palabra acerca de las mujeres de color y, si
los hombres de color obtienen sus derechos y las mujeres de color no, lo
que veremos será que los hombres de color serán dueños de las mujeres y la
situación volverá a ser tan nefasta como antes», recordó a la opinión pública
estadounidense que la opresión sexista representaba una amenaza tan real
para la libertad de las mujeres negras como la opresión racial. Aun así, a
pesar de las protestas de activistas blancas y negras, el sexismo se impuso y
se concedió el sufragio a los hombres negros.
Aunque los negros de ambos sexos habían luchado por igual por su
liberación durante la esclavitud y gran parte de la era de la Reconstrucción,
los líderes políticos negros defendían unos valores patriarcales. Conforme
los hombres negros fueron avanzando en todos los ámbitos de la vida
estadounidense, instaron a las mujeres negras a adoptar un papel más
subordinado. De manera gradual, el espíritu revolucionario radical que
había caracterizado la aportación intelectual y política de las mujeres negras
en el siglo XIX fue sofocándose. En el siglo XX se produjo un cambio
definitivo en el papel de las mujeres negras en los asuntos políticos y
sociales de la población negra. Dicho cambio presagió un declive
generalizado en los esfuerzos de todas las mujeres estadounidenses por
lograr una reforma social radical. Cuando el movimiento en defensa de los
derechos de la mujer concluyó en la década de 1920, las voces de las negras
feministas se amansaron. La guerra había despojado al movimiento de su
fervor anterior. Las mismas mujeres negras que habían participado codo con
codo con los hombres en la lucha por la supervivencia incorporándose a la
mano de obra en la medida de lo posible no abogaron por el fin del
sexismo. Las mujeres negras del siglo XX habían aprendido a aceptar el
machismo como un hecho connatural a la vida. De haberse encuestado a las
mujeres negras de treinta a cincuenta años acerca de cuál era la fuerza más
opresiva en sus vidas, en la cabecera de la lista habría figurado el racismo,
no el sexismo.
Cuando surgió el movimiento en defensa de los derechos civiles, en la
década de 1950, mujeres y hombres negros habían aunado esfuerzos
reclamando la igualdad racial, por más que las mujeres activistas no
recibieran la aclamación pública que se otorgó a los líderes del sexo
opuesto. De hecho, el patrón de roles sexista era tanto la norma entre las
comunidades negras como entre cualquier otra comunidad estadounidense.
Entre la población negra, se daba por sentado que los líderes más alabados
y respetados fueran hombres. Los activistas negros defendían la libertad
como la obtención del derecho a participar como ciudadanos plenos en la
cultura de Estados Unidos, es decir: no rechazaban el sistema de valores de
dicha cultura. Y, por ende, no pusieron en tela de juicio la adecuación o no
del patriarcado. El movimiento de la década de 1960 en defensa de la
liberación de los negros marcó la primera vez en que la población negra
acometió una lucha contra el racismo con fronteras claras que separaban los
roles de los hombres y las mujeres. Los activistas negros reconocieron en
público que esperaban que las mujeres negras que participaban en el
movimiento se adecuaran al patrón de roles sexista. Exigieron a las mujeres
negras que asumieran una posición supeditada. Se dijo a las mujeres negras
que debían ocuparse de atender sus hogares y criar a los futuros
combatientes de la revolución. El artículo de Toni Cade «On the Issue of
Roles» («Sobre los roles») analiza las actitudes machistas prevalecientes en
las organizaciones negras durante la década de 1960:

Da la sensación de que todas las organizaciones habidas y por haber han tenido que lidiar en un
momento u otro con mujeres dirigentes rebeldes a quienes molestaba ocuparse de contestar el
teléfono o servir el café mientras los hombres redactaban documentos de posicionamiento y
departían sobre asuntos políticos. Algunos grupos tuvieron la condescendencia de asignar dos o
tres puestos de la junta directiva a mujeres. Otros alentaron a las hermanas a formar una junta
ejecutiva aparte y ocuparse de ciertos temas para no provocar una escisión en la organización. Los
hubo que se enojaron y obligaron a las mujeres a salir en desbandada y organizar talleres propios.
A lo largo de los años, esta situación se ha ido relajando. Pero aún estoy a la espera de escuchar un
análisis sereno de qué posición tiene cada grupo concreto sobre este tema. No me canso de
escuchar a tipos decir que las mujeres negras deberían ser pacientes y apoyar a los hombres negros
para que recuperen su masculinidad. La noción de feminidad, afirman (y solo cuando se les
presiona para que se posicionen se dignan a reflexionar sobre ello o exponer argumentos),
depende de su masculinidad. Y esta basura continúa.
Aunque algunas activistas negras se resistieron a los intentos de los
hombres negros de obligarlas a adoptar un papel secundario en el
movimiento, otras capitularon ante las exigencias masculinas de sumisión.
Lo que había surgido como un movimiento que abogaba por la liberación de
todas las personas negras de la opresión racista se convirtió en un
movimiento cuyo objetivo principal era establecer un patriarcado negro. No
sorprende que un movimiento tan preocupado por defender los intereses de
los hombres negros no llamara la atención acerca de la doble repercusión
que la opresión sexista y racista tenía en el estatus social de las mujeres
negras. Se pidió a las mujeres negras que se difuminaran en un segundo
plano, que dejaran que el foco alumbrara única y exclusivamente a los
hombres negros. El hecho de que la mujer negra fuera víctima de la
opresión sexista y racista se consideraba insignificante, porque el
sufrimiento de una mujer, por grande que fuera, no podía anteponerse al
dolor del hombre.
Irónicamente, mientras que el reciente movimiento feminista recalcaba
que las mujeres negras eran víctimas por duplicado, de la opresión racista y
sexista, las feministas blancas solían idealizar la experiencia de la mujer
negra, en lugar de analizar el impacto negativo de dicha opresión. Cuando
las feministas reconocen que las mujeres negras son víctimas y, al mismo
tiempo, subrayan su fortaleza y su resistencia, lo que dan a entender es que,
aunque las mujeres negras estén oprimidas, se las apañan para sortear las
repercusiones nocivas de la opresión siendo fuertes, y eso, simple y
llanamente, no es cierto. Por lo general, cuando alguien hace referencia a la
«fortaleza» de las mujeres negras hace alusión a su percepción del modo en
que las mujeres negras lidian con la opresión. Pasan por alto el hecho de
que ser fuerte frente a la opresión no es lo mismo que superar la opresión, y
que no conviene confundir la resistencia con la transformación. Con
frecuencia, los observadores de la experiencia de la mujer negra confunden
estos términos. La tendencia a idealizar la experiencia de las mujeres negras
iniciada con el movimiento feminista acabó por permear en la cultura en su
conjunto. La imagen estereotípica de la mujer negra «fuerte» dejó de verse
como deshumanizadora y se convirtió en el nuevo emblema de la gloria de
la mujer negra. Cuando el movimiento de emancipación de la mujer se
hallaba en su momento álgido y las mujeres blancas rechazaban el papel de
criadoras, de bestia de carga y de objeto sexual, se ensalzaba a las mujeres
negras por su devoción a la tarea de la maternidad, por su capacidad
«innata» de soportar tremendas cargas y por su accesibilidad creciente
como objetos sexuales. Parecía que se nos había elegido por unanimidad
para asumir todo aquello de lo que las mujeres blancas se estaban
desembarazando. Ellas tenían la revista Ms.; nosotras, Essence. Ellas tenían
libros que hablaban del impacto negativo del sexismo en sus vidas;
nosotras, libros que defendían que las negras no tenían nada que ganar con
la liberación de la mujer. A las mujeres negras se nos apremió a hallar la
dignidad no en la liberación de la opresión sexista, sino mediante nuestra
capacidad de amoldarnos, adaptarnos y sobrellevarla. Primero se nos pidió
que nos pusiéramos en pie para que nos felicitaran por ser «mujercitas
buenas» y luego se nos ordenó que nos sentáramos de nuevo y cerráramos
la boca. Nadie se preocupó por analizar en qué medida el sexismo actúa de
manera tanto independiente como en paralelo al racismo para oprimirnos.
No existe ningún otro colectivo en Estados Unidos cuya identidad se
haya socializado tanto como el de las mujeres negras. Rara vez se nos
reconoce como un colectivo aparte y distinto de los hombres negros o como
una parte presente del grupo general de las «mujeres» de esta cultura.
Cuando se habla de hombres negros, el sexismo milita en contra del
reconocimiento de los intereses de las mujeres negras; y cuando se habla de
mujeres, el racismo milita en contra del reconocimiento de los intereses de
las mujeres negras. Cuando se habla de personas negras, el foco tiende a
ponerse en los hombres, y cuando se habla de mujeres, el foco tiende a
ponerse en las mujeres blancas. Y donde más evidente resulta este hecho es
en el corpus de literatura feminista. Un ejemplo al respecto es el fragmento
siguiente extraído del libro de William O’Neill Everyone Was Brave, donde
se describe la reacción de las mujeres blancas al apoyo por parte de los
hombres blancos al sufragio de los hombres negros en el siglo XIX:

Su incredulidad y su conmoción ante la idea de que los hombres se humillaran apoyando el


sufragio de los negros y, en cambio, no el de las mujeres demostró los límites de su simpatía por
los hombres negros y acabó por comportar la separación de estos viejos aliados.
El fragmento no precisa bien que la diferenciación sexual y racial excluía
por completo a las mujeres negras de la ecuación. En la afirmación «Su
incredulidad y su conmoción ante la idea de que los hombres se humillaran
apoyando el sufragio de los negros y, en cambio, no el de las mujeres», la
palabra «hombres» hace alusión exclusivamente a los hombres blancos; la
palabra «negros», a los hombres negros, y la palabra «mujeres», a las
mujeres blancas. La especificidad racial y sexual de aquello a lo que se hace
alusión o bien no se reconoce por conveniencia o bien se suprime de
manera deliberada. Otro ejemplo lo hallamos en una obra más reciente de la
historiadora Barbara Berg, The Remembered Gate: Origins of American
Feminism. Berg escribe:

En su lucha por el voto, las mujeres desatendieron y pusieron en riesgo los principios del
feminismo. Las complejidades de la sociedad estadounidense a principios del siglo XX indujeron
a las sufragistas a cambiar las bases de su demanda del sufragio.

Las mujeres a quienes alude Berg son mujeres blancas, aunque no lo


explicite. A lo largo de la historia de Estados Unidos, el imperialismo racial
de los blancos ha mantenido la costumbre de los teóricos de utilizar el
término «mujeres» aunque se refirieran exclusivamente a la experiencia de
las mujeres blancas, por más que dicha costumbre, tanto si se practica de
manera consciente como inconsciente, perpetúa el racismo por el hecho de
negar la existencia de mujeres de otras razas en el país. Y también perpetúa
el sexismo por el hecho de asumir que la sexualidad es el único rasgo
definidor de las mujeres blancas y negar su identidad racial. Las feministas
blancas no pusieron en entredicho esta práctica sexista y racista, sino que le
dieron continuación.
El ejemplo más flagrante de su apoyo a la exclusión de las mujeres
negras se desveló cuando trazaron analogías entre las «mujeres» y los
«negros», puesto que lo que en realidad estaban comparando era el estatus
social de las mujeres blancas con el de la población negra. Como muchas
personas de la sociedad racista en la que vivimos, las feministas blancas se
sentían perfectamente cómodas escribiendo libros o artículos sobre la
«cuestión femenina» en los que establecían analogías entre las «mujeres» y
los «negros». Y puesto que las analogías derivan su fuerza, su atractivo y su
misma razón de ser de la sensación de que dos fenómenos dispares se
aproximan, si las mujeres blancas hubieran reconocido el solapamiento
entre los términos «negras» y «mujeres» (es decir, si hubieran reconocido la
existencia de las mujeres negras), dicha analogía habría sido innecesaria.
Por el hecho de hacer continuamente esta analogía, inconscientemente
sugieren que, para ellas, el término «mujer» es sinónimo de «mujer blanca»
y el término «negro», sinónimo de «hombre negro». Y de ello se infiere
que, en el vocabulario de un movimiento supuestamente interesado en
erradicar la opresión sexista, existe una actitud sexista y racista hacia las
mujeres negras. En la sociedad estadounidense, las actitudes sexistas y
racistas no solo están presentes en la conciencia de los hombres, sino que
afloran en todos nuestros modos de pensar y ser. Con excesiva frecuencia,
en el movimiento de emancipación de la mujer se dio por sentado que era
posible librarse del pensamiento sexista mediante la simple adopción de la
retórica feminista pertinente; es más, se presupuso que el mero hecho de
identificarse como oprimida liberaba de ser opresora. Y, en gran medida,
esta grave suposición impidió a las feministas blancas entender y superar
sus propias actitudes sexistas y racistas hacia las mujeres negras. Por más
que hablaran de sororidad y solidaridad entre mujeres, las suyas eran
palabras huecas, pues, en paralelo, desdeñaban a las mujeres negras.
Tal como en el siglo XIX el conflicto entre reivindicar el sufragio para los
hombres negros o para todas las mujeres había situado a las mujeres negras
en una posición peliaguda, las mujeres negras contemporáneas tenían la
sensación de que se les pedía que escogieran entre un movimiento negro
que fundamentalmente defendía los intereses de los patriarcas negros y un
movimiento femenino que fundamentalmente defendía los intereses de
mujeres blancas racistas. Su respuesta no fue exigir cambios en ambos
movimientos y un reconocimiento de los intereses de las mujeres negras. En
lugar de ello, la inmensa mayoría de las mujeres negras se aliaron con el
patriarcado negro, convencidas de que protegería sus intereses. Algunas
mujeres negras, pocas, se decantaron por aliarse con el movimiento
feminista. Quienes se atrevieron a apoyar en público los derechos de las
mujeres fueron objeto de ataques y críticas. Otras mujeres negras quedaron
en un limbo por no querer adherirse ni a los hombres negros machistas ni a
unas mujeres blancas racistas. El hecho de que las mujeres negras no se
reorganizaran colectivamente contra la exclusión de sus intereses por parte
de ambos grupos indica que la socialización sexista y racista nos había
lavado el cerebro hasta convencernos de que no merecía la pena luchar por
nuestros intereses y hacernos creer que la única opción a nuestro alcance
era someternos a los términos de los demás. Ni desafiamos, ni
cuestionamos, ni criticamos. Reaccionamos. Muchas mujeres negras
denostaron el movimiento de emancipación de la mujer como una «necedad
de mujeres blancas». Otras reaccionaron al racismo de las mujeres blancas
fundando grupos de feministas negras. Pero aunque denunciásemos como
desagradable e insultante la idea del macho negro, no hablábamos de
nosotras, de lo que supone ser una mujer negra y de lo que significa ser
víctimas de la opresión sexista y racista.
El intento más destacado por parte de las mujeres negras de articular sus
experiencias, su concepción del papel de la mujer en la sociedad y el
impacto del sexismo en sus vidas fue la antología de Toni Cade The Black
Woman. Ahí acabó el diálogo. La creciente demanda de literatura acerca de
mujeres creó un nicho de mercado en el que prácticamente todo lo
publicado se vendía o recibía cierta atención. Así ocurrió, en particular, con
la literatura acerca de mujeres negras. El grueso de esa literatura que surgió
para colmar la demanda del mercado estaba repleto de presunciones racistas
y sexistas. Los hombres negros que optaron por escribir acerca de mujeres
negras lo hicieron desplegando un machismo predecible. Aparecieron
multitud de antologías con material extraído de los escritos de mujeres
negras del siglo XIX, obras que solían revisar y editar personas blancas.
Gerda Lerner, una mujer blanca nacida en Austria, editó Black Women in
White America. A Documentary History y recibió una generosa beca para
financiar sus investigaciones. Y aunque considero que dicha colección es
una obra importante, es significativo que, en nuestra sociedad, mujeres
blancas reciban becas para realizar investigaciones sobre mujeres negras y,
sin embargo, yo no haya sido capaz de encontrar ni un solo ejemplo en el
que una mujer negra haya recibido fondos para investigar la historia de la
mujer blanca. Y dado que, en gran medida, la literatura antológica sobre
mujeres negras surge de los círculos académicos, donde la presión de
publicar es omnipresente, me inclinó a preguntarme si a los expertos les
motiva un interés sincero por la historia de las mujeres negras o
simplemente se limitan a nutrir un nicho de mercado disponible. La
tendencia a publicar textos antológicos de mujeres negras en el mundo
editorial se ha normalizado tanto que me pregunto si también refleja una
desidia por parte de los teóricos de abordar el tema de la mujer negra de un
modo serio, crítico y erudito. Cuando leía estas obras, con frecuencia, en los
prólogos, los autores afirmaban que se precisaban estudios globales sobre el
estatus social de la mujer negra, estudios aún por escribir, y yo me
preguntaba por qué a nadie le interesaba escribir esos libros. La obra de
Joyce Ladner Tomorrow’s Tomorrow sigue siendo el único estudio serio en
formato libro sobre la experiencia de la mujer negra escrito por una sola
autora que puede encontrarse en los estantes de las librerías en la sección de
mujeres. De tanto en cuando, mujeres negras publican en diarios artículos
sobre racismo y sexismo, pero parecen reacias a examinar el impacto del
sexismo en el estatus social de la mujer negra. Escritoras negras como Alice
Walker, Audre Lorde, Barbara Smith y Cellestine Ware han sido quienes
más empeño han puesto en contextualizar sus escritos en un marco
feminista.
Cuando se publicó el libro de Michele Wallace Macho negro y el mito de
la Supermujer, se anunció como el libro feminista sobre la mujer negra
definitivo. En la cubierta aparece la cita siguiente de Gloria Steinem:

El libro de Michele Wallace podría ser a la década de 1980 lo que el libro Política sexual de Kate
Millet fue a la década de 1970. En él, la autora traspasa la barrera de los sexos y las razas para
conseguir que todos los lectores entiendan las verdades políticas e íntimas de crecer en los Estados
Unidos siendo mujer y negra.

Dicha cita se antoja irónica si se tiene en cuenta que Wallace es incapaz


de abordar el tema del estatus social de las mujeres negras sin perderse
antes en una extensa diatriba acerca de los hombres negros y las mujeres
blancas. Resulta curioso que Wallace se catalogue como feminista cuando
apenas habla de las repercusiones que la discriminación de género y la
opresión sexista tiene en las mujeres negras ni analiza la relevancia del
feminismo de las mujeres negras. Si bien el libro es un relato interesante y
provocador de la vida personal de Wallace que incluye un análisis agudo e
ingenioso de los impulsos patriarcales de los activistas negros, no tiene
relevancia ni como estudio del feminismo ni como estudio sobre la mujer
negra. Su relevancia radica en que se trata del relato de una mujer negra.
Con excesiva frecuencia, en nuestra sociedad se da por supuesto que uno
puede saber todo lo que hay por saber acerca de las personas negras
escuchando única y exclusivamente el relato personal y la opinión de una
sola persona negra. Steinem cae también en esta presunción racista y
estrecha de miras al sugerir que el libro de Wallace tiene un alcance similar
a la obra de Kate Millet Política sexual. El libro de Millet es un examen
teórico y analítico de la política sexual en Estados Unidos que abarca una
exploración de la naturaleza de los roles de género, un estudio de su
trasfondo histórico y un análisis de la omnipresencia de los valores
patriarcales en la literatura. Con más de quinientas páginas de extensión, no
se trata de una obra autobiográfica y, en muchos aspectos, es de una
pedantería extrema. Es razonable inferir que Steinem cree que el público
estadounidense puede informarse acerca de la política sexual de las
personas negras limitándose a leer un análisis del movimiento negro de la
década de 1960, un examen superficial del papel de las mujeres negras
durante la esclavitud y la vida de Michele Wallace. No pretendo denigrar el
valor del libro de Wallace, pero creo que hay que situarlo en su contexto
adecuado. Por lo general, un libro que se etiqueta como feminista suele
centrarse en algún aspecto de la «cuestión femenina». A los lectores de
Macho negro y el mito de la Supermujer lo que más les interesaba eran los
comentarios de la autora acerca de la sexualidad masculina negra, que
constituían el grueso del libro. Su breve crítica de la experiencia de las
esclavas negras y su característica aceptación pasiva del sexismo se pasó en
gran medida por alto.
Aunque el movimiento de emancipación de la mujer motivó a centenares
de mujeres a escribir sobre la cuestión femenina, no logró generar análisis
críticos profundos acerca de la experiencia de la mujer negra. La mayoría
de las feministas daban por descontado que la causa de los problemas que
afrontaban las mujeres negras era el racismo, no el sexismo. De hecho, la
idea de que es posible disociar el tema de la raza del tema del sexo, o a la
inversa, ha nublado tanto la visión de pensadores y escritores
estadounidenses acerca de la cuestión femenina que la mayoría de los
análisis sobre el sexismo, la opresión de género y el lugar que la mujer
ocupa en la sociedad están distorsionados o bien son sesgados e imprecisos.
No podemos formarnos una imagen nítida de la situación de la mujer
centrándonos exclusivamente en las jerarquías raciales.
Desde el principio de mi implicación en el movimiento de emancipación
de la mujer me desconcertó la insistencia de las feministas blancas en que la
raza y el sexo eran dos cuestiones aparte. La experiencia vital me había
enseñado que eran dos temas indisolubles y que, en el momento de mi
nacimiento, dos factores determinaron mi destino: el hecho de haber nacido
negra y el hecho de haber nacido mujer. Cuando entré en mi primera clase
de estudios femeninos en la Universidad de Stanford, a principios de la
década de 1970, una clase impartida por una mujer blanca, atribuí la
ausencia de obras escritas por o acerca de mujeres negras a que la
profesora, por el hecho de ser una persona blanca en una sociedad racista,
estaba condicionada a ignorar la existencia de las mujeres negras, y no por
el hecho de haber nacido ella misma mujer. Durante aquella época les
expresé a las feministas blancas mi preocupación por el escaso apoyo al
feminismo entre las mujeres negras, a lo cual me respondieron asegurando
que entendían la negación de las mujeres negras a participar en la lucha
feminista porque ya estaban sumidas en la lucha por poner fin al racismo.
Mientras yo alentaba a las mujeres negras a convertirse en feministas
activas, a mí me decían que no debíamos convertirnos en «mujeres
liberadas» porque el racismo, y no el sexismo, era la fuerza opresora en
nuestras vidas. Ante ambos grupos expresé mi convicción en que la lucha
por erradicar el racismo y la lucha por acabar con el sexismo estaban
entreveradas de manera natural y que contemplarlas como causas separadas
era negar una verdad fundamental de nuestra existencia, a saber: que la raza
y el sexo son dos facetas inmutables de la identidad humana.
Cuando acometí la fase de documentación de ¿Acaso no soy yo mujer?,
mi intención principal era hablar de la repercusión del sexismo en el estatus
social de las mujeres negras. Quería aportar pruebas concretas que refutaran
los argumentos de los antifeministas que proclamaban con voz altisonante
que las mujeres negras no eran víctimas de la opresión sexista y, por
consiguiente, no necesitaban liberarse. Conforme avancé en mis
indagaciones fui siendo cada vez más consciente de que podía llegar a
comprender en profundidad la experiencia de la mujer negra y nuestra
relación con la sociedad en su conjunto examinando solo la política del
racismo y del sexismo desde una perspectiva feminista. A raíz de eso, el
libro evolucionó en un examen del impacto del sexismo en la mujer negra
durante la esclavitud, la devaluación de la condición de mujer en el caso de
las mujeres negras, el sexismo de los hombres negros, el racismo en el seno
del movimiento feminista coetáneo y la implicación de las mujeres negras
en el feminismo. El objetivo de este libro es ampliar el debate acerca de la
naturaleza de la experiencia de la mujer negra que dio comienzo en los
Estados Unidos del siglo XIX con la finalidad de superar las presunciones
racistas y sexistas acerca de la mujer negra para llegar a la verdad de
nuestra experiencia. Aunque el foco se pone en la mujer negra, nuestra
lucha por la liberación solo tiene sentido si se enmarca en el movimiento
feminista, cuyo objetivo fundamental es la liberación de todas las personas.
1

Sexismo y la experiencia de la esclavitud por parte de


las mujeres negras

En un análisis retrospectivo de la experiencia de la esclavitud por parte de


la mujer negra, el sexismo aparece como una fuerza tan opresora como el
racismo para las vidas de las mujeres negras. El sexismo institucionalizado
(es decir: el patriarcado) formó la base de la estructura social
estadounidense junto con el imperialismo racial. El sexismo fue una parte
integral del orden sociopolítico que los colonizadores blancos se trajeron
consigo de sus patrias europeas y tuvo un profundo impacto en el destino de
las mujeres negras esclavizadas. En sus primeras fases, el comercio negrero
se concentró principalmente en la importación de trabajadores y el énfasis
se puso en la trata de hombres negros. Una esclava negra tenía menos tanto
que un esclavo negro. De media, costaba más caro comprar a un esclavo
negro que a una esclava negra. La escasez de mano de obra, combinada con
el número relativamente bajo de mujeres negras en las colonias
estadounidenses, llevó a algunos plantadores blancos a alentar, persuadir y
coaccionar a mujeres blancas inmigrantes para que mantuvieran relaciones
sexuales con esclavos negros con el fin de producir mano de obra. En
Maryland, en el año 1664, se aprobó la primera ley antimestizaje, cuyo
objetivo era restringir las relaciones sexuales entre mujeres blancas y
esclavos negros. En un fragmento del preámbulo del documento se leía:
Cualquier mujer nacida libre que contraiga matrimonio con un esclavo, a partir del último día de
la presente asamblea, servirá a los amos de dicho esclavo en vida de su esposo y los frutos de
dicha mujer nacida libre y así desposada serán tan esclavos como lo eran sus padres.

El caso más célebre de la época fue el de Irish Nell, una criada en


régimen de servidumbre a quien Lord Baltimore vendió a un plantador
sureño, que la alentó a casarse con un negro llamado Butler. Lord
Baltimore, al conocer el destino de Irish Nell, quedó tan horrorizado al
pensar que una mujer blanca pudiera cohabitar sexualmente con un esclavo
negro, fuera bajo coacción o por elección propia, que hizo derogar la ley. El
nuevo texto legal establecía que los vástagos nacidos de relaciones entre
mujeres blancas y hombres negros serían libres. A medida que los esfuerzos
de los indignados hombres blancos por restringir las relaciones interraciales
entre hombres negros y mujeres blancas dieron su fruto, la esclava negra
adquirió un nuevo estatus. Los plantadores entendieron los beneficios
económicos que podía reportarles criar a esclavas negras. Los virulentos
ataques a la importación de esclavos también pusieron más énfasis en
fomentar la procreación de estos. A diferencia de los hijos nacidos de
relaciones entre hombres negros y mujeres blancas, la prole de cualquier
mujer negra, al margen de la raza del padre, se consideraría legalmente
esclava y, por consiguiente, propiedad del amo al cual pertenecía la esclava.
Así, a medida que el valor de mercado de las esclavas negras fue en
aumento, el número de mujeres robadas o adquiridas por los traficantes
esclavistas también se incrementó.
Observadores blancos de la cultura africana de los siglos XVIII y XIX
quedaron estupefactos e impresionados por la subyugación de las hembras
africanas a manos de los machos africanos. No estaban acostumbrados a un
orden social patriarcal que exigiera a las mujeres que aceptaran no solo
ocupar una posición inferior, sino además participar de manera activa en la
mano de obra comunitaria. Amanda Berry Smith, una misionera negra del
siglo XIX, visitó comunidades africanas e informó sobre la condición de las
mujeres del continente:

Las pobres mujeres de África, como las de India, lo pasan mal. Por regla general, se ocupan de
todo el trabajo duro. Tienen que cortar y transportar la leña, cargan con el agua sobre sus cabezas
y siembran todo el arroz. Los hombres y los niños desbrozan y queman la maleza, con la ayuda de
las mujeres, pero son ellas quienes se ocupan de sembrar el arroz y plantar la mandioca.
Es frecuente ver a un hombretón caminar por delante con solo un machete en la mano (siempre
llevan un machete o una lanza) y, por detrás, a una mujer, su esposa, portando al hijo de ambos, ya
crecido, a la espalda y una carga sobre la cabeza.
Por más cansada que esté, a su señor no se le ocurre llevarle una jarra con agua, para que le
prepare la cena, ni batir el arroz; no, es ella quien debe hacerlo.

El hecho de que las mujeres africanas estuvieran entrenadas en el arte de


la obediencia a una autoridad superior a causa de las tradiciones de su
sociedad debió hacer que a los negreros se les antojaran un producto ideal
para esclavizarlas. Además, como gran parte del trabajo que tenía que
hacerse en las colonias estadounidenses se enmarcaba en el ámbito de la
agricultura con azada, sin duda a los negreros debió de parecerles que la
mujer africana, acostumbrada a desempeñar una amplia variedad de tareas
en la esfera doméstica, resultaría de suma utilidad en las plantaciones
estadounidenses. Así, aunque a bordo de los primeros barcos que
transportaron esclavos al Nuevo Mundo solo viajaban un puñado de
mujeres africanas, conforme la trata de negros cobró impulso, las mujeres
acabaron por representar un tercio de los cargamentos de la mayoría de
barcos negreros. Y dado que no podían ofrecer una resistencia efectiva a la
captura a manos de ladrones y secuestradores, las mujeres africanas se
convirtieron en dianas frecuentes de los traficantes blancos. Además, los
tratantes de esclavos tenían por costumbre apresar a las mujeres importantes
para la tribu, como la hija del rey, que usaban como cebo para atraer a los
africanos a situaciones en las que resultaba fácil capturarlos. También hubo
mujeres africanas que se vendieron como esclavas para castigarlas por
incumplir las leyes tribales. Así, una mujer culpable de adulterio podía
acabar vendida como esclava.
Los negreros blancos no consideraban a las africanas una amenaza; de
ahí que, con frecuencia, en los barcos de esclavos las mujeres negras se
transportaran sin grilletes, mientras que los hombres negros iban
encadenados entre sí. Los traficantes de esclavos creían que los africanos
suponían una amenaza para su seguridad, pero no temían a las africanas.
Ataban a los hombres para evitar posibles amotinamientos. Y dado que los
negreros temían la resistencia y las represalias a manos de los africanos,
ponían toda la distancia posible a bordo entre ellos y los esclavos. Solo en
relación con la esclava negra el traficante blanco ejercía libremente un
poder absoluto, pues podía maltratarla y explotarla sin temor a represalias.
Las esclavas negras que se movían con libertad por las cubiertas de los
barcos eran una diana fácil para cualquier hombre blanco a quien le
apeteciera atormentarlas o abusar de ellas físicamente. En un principio, a
todos los esclavos a bordo del barco se los marcaba con un hierro candente.
Y los negreros empleaban un látigo de nueve ramales para azotar a los
africanos que gritaban de dolor o se resistían a tal tortura. A las mujeres se
las fustigaba con brutalidad por llorar y gritar. Les desgarraban la ropa y las
flagelaban en todas las partes del cuerpo. Ruth y Jacob Weldon, una pareja
africana que experimentó los horrores del transporte de esclavos, vieron a
«madres con hijos de pecho marcadas y fustigadas con tal brutalidad que
pareciera que el mismísimo cielo tuviera que castigar a sus infernales
torturadores con el destino funesto que tanto merecían». Una vez marcados,
se despojaba a todos los esclavos de sus ropas. La desnudez de las mujeres
africanas servía de recordatorio constante de su vulnerabilidad sexual. La
violación era un método de tortura habitual que los negreros utilizaban para
subyugar a las mujeres negras rebeldes. La amenaza de la violación o de
cualquier otro escarmiento físico inspiraba terror en las psiques de las
africanas desplazadas. Robert Shufeldt, un observador de la trata de
esclavos, documentó la prevalencia de la violación en los barcos negreros.
En palabras de Shufeldt: «En aquel entonces, muchas negras
desembarcaban en nuestras orillas preñadas de alguno de los demoníacos
tripulantes que las habían conducido hasta allí».
Muchas mujeres africanas estaban embarazadas antes de ser capturadas o
adquiridas. Y se las forzaba a soportar el embarazo sin preocuparse de su
dieta, sin hacer ejercicio y sin asistencia en el parto. En sus comunidades,
las africanas estaban acostumbradas a recibir cuidados y mimos durante la
gestación; de ahí que la naturaleza bárbara del alumbramiento a bordo de
los barcos negreros fuera tanto físicamente dolorosa como
psicológicamente desmoralizante. Los registros históricos consignan que el
barco negrero estadounidense Pongas transportaba 250 mujeres, muchas de
ellas embarazadas, hacinadas en un compartimento de 1,80 por 5,40 metros.
La mujeres que sobrevivieron a la fases iniciales del embarazo dieron a luz
a bordo, con el cuerpo expuesto a un sol abrasador o a un frío gélido. Nunca
sabremos el número de mujeres negras fallecidas durante el parto ni el
número de mortinatos. Las mujeres negras que viajaban a bordo de los
barcos negreros con niños eran ridiculizadas, vilipendiadas y tratadas con
desdén por la tripulación. A menudo, los negreros maltrataban a los niños
solo para ver la angustia de sus madres. En su relato personal de la vida a
bordo de un barco negrero, los Weldon explicaban un episodio en el que a
un niño de nueve meses lo fustigaban continuamente por negarse a comer.
Al comprobar que los latigazos no servían de nada, el capitán ordenó que lo
metieran con los pies por delante en un caldero de agua hirviendo. Tras
probar otros métodos de tortura sin éxito, el capitán lo arrojó al suelo y le
provocó la muerte. No satisfecho con aquel acto sádico, le ordenó a la
madre que lanzara el cuerpo del pequeño por la borda. La madre se negó y
fue flagelada hasta que lo hizo.
Las experiencias traumáticas de las mujeres y los hombres negros a
bordo de los barcos negreros solo fueron las fases preliminares de un
proceso de adoctrinamiento que transformaría al ser humano africano libre
en un esclavo. Una parte importante del trabajo del negrero consistía en
transformar la personalidad africana a bordo de los barcos para poder
vender el cargamento como esclavos «dóciles» en las colonias
estadounidenses. Había que doblegar el espíritu orgulloso, arrogante e
independiente de la población africana para someterla a lo que los colonos
blancos consideraban un comportamiento adecuado de los esclavos. Un
aspecto crucial en la preparación de los africanos para el mercado negrero
era la aniquilación de la dignidad humana, la supresión de los nombres y el
estatus, la dispersión de los grupos para que no existiera un idioma común y
la eliminación de cualquier otro indicio claro de legado africano. Los
métodos que utilizaron los negreros para deshumanizar a mujeres y
hombres africanos incluyeron torturas y castigos diversos. Un esclavo podía
ser apalizado por cantar una canción triste. Y si lo consideraba oportuno, el
negrero podía matar brutalmente a un esclavo para inspirar terror en los
espectadores encadenados. Estos métodos de amedrentamiento
consiguieron obligar a los africanos a reprimir la conciencia de sí mismos
como un pueblo libre y a adoptar la identidad esclava que se les impuso.
Los negreros dejaron por escrito en sus cuadernos de bitácora que trataban
con crueldad y sadismo a los africanos a bordo de los barcos de esclavos
para «someterlos» o «domesticarlos». Las africanas se llevaron la peor parte
de aquel trato brutal e intimidatorio masivo no solo porque se las podía
victimizar a través de su sexualidad, sino también porque era más probable
que trabajaran en el entorno íntimo de la familia blanca que los hombres
negros. Puesto que el negrero contemplaba a la mujer negra como una
cocinera, una nodriza o una criada comercializable, era fundamental que
estuviera tan absolutamente aterrorizada que se sometiera con actitud pasiva
a la voluntad de su amo y su ama blancos, así como a la de la prole de estos.
Para poder vender su producto, el negrero tenía que asegurarse de que
ninguna criada negra rebelde envenenara a una familia, matara a los niños,
prendiera fuego a la casa u opusiera resistencia en modo alguno. Y la única
garantía que podía aportar se basaba en su capacidad para amansar a los
esclavos. Sin lugar a duda, la experiencia en el barco negrero tenía un
impacto psicológico tremendo en las psiques de las mujeres y los hombres
negros. El trayecto de África a Estados Unidos era tan espeluznante que
solo quienes conseguían mantener las ganas de vivir pese a las angustiosas
condiciones sobrevivían. Los blancos que observaban a los esclavos
africanos desembarcar en las orillas de los Estados Unidos apreciaban que
parecían alegres y felices, y pensaban que dicha felicidad se debía a la
alegría de haber llegado a tierras cristianas. Sin embargo, lo único que
expresaban los esclavos era alivio. Pensaban que lo que les deparaba el
destino en las colonias estadounidenses no podía ser tan atroz como la
experiencia a bordo del barco negrero.
Por tradición, los expertos han recalcado el impacto que la esclavitud
tuvo en la conciencia del hombre negro, alegando que los hombres negros,
más que las mujeres negras, fueron las «verdaderas» víctimas de la
esclavitud. Sociólogos e historiadores machistas han inculcado en la
opinión pública estadounidense la idea de que la repercusión más cruel y
deshumanizadora de la esclavitud en las vidas de la población negra
consistió en despojar a los hombres negros de su masculinidad, lo que,
según argumentan, conllevó la disolución y la alteración generalizada de
toda estructura familiar negra. Los eruditos han añadido que, al no permitir
a los hombres negros asumir su papel tradicional de patriarcas, los hombres
blancos los castraron y los redujeron a un estado afeminado. Tal afirmación
lleva implícita la presunción de que lo peor que le puede pasar a un hombre
es asumir el estatus social de una mujer. Insinuar que la deshumanización
de los hombres negros se debió exclusivamente a negarles su papel de
patriarcas implica que para tener un concepto positivo de sí mismos los
hombres negros tenían que subyugar a las mujeres negras, una idea que
únicamente sirve para apuntalar un orden social sexista. A los hombres
negros esclavizados se los despojó del estatus de patriarcas que había
caracterizado su situación social en África, pero no se les arrebató su
masculinidad. Pese a todos los debates populares que afirman que a los
hombres negros se los castró figuradamente, a lo largo de la historia de la
esclavitud en Estados Unidos a los hombres esclavos se les permitió
mantener una cierta semblanza del rol masculino definido por la sociedad.
Tanto en la época colonial como en el mundo contemporáneo, la
masculinidad implicaba poseer atributos como fuerza, virilidad, vigor y
capacidad física. Era precisamente esa «masculinidad» del hombre africano
lo que primaban los negreros. Los hombres africanos jóvenes, fuertes y
sanos eran su principal objetivo, porque precisamente lo que le reportaba
mayor rentabilidad por su inversión era la venta de africanos viriles que
pudieran emplearse como mano de obra. El hecho de que las personas
blancas reconocieran la «masculinidad» del hombre negro queda
demostrado en las tareas asignadas a la mayoría de los esclavos negros.
Ningún registro histórico indica la cantidad de esclavos negros a quienes se
obligó a desempeñar papeles por tradición realizados exclusivamente por
mujeres. Sí existen, en cambio, evidencias de lo contrario, las cuales
documentan el hecho de que muchos africanos esclavizados se negaban a
realizar muchas tareas porque las consideraban trabajo «de mujeres». Si a
las mujeres y a los hombres blancos les hubiera obsesionado de verdad la
idea de destruir la masculinidad negra, podrían haber castrado físicamente a
todos los hombres negros a bordo de los barcos negreros o haberlos
obligado a ponerse ropa «femenina» o a desempeñar tareas consideradas
«de mujeres». Los amos de esclavos blancos eran ambivalentes en su trato
del hombre negro, porque, mientras que por un lado aprovechaban su
masculinidad, por el otro institucionalizaron medidas para mantener dicha
masculinidad bajo control. Sí hubo algunos hombres negros a quienes
castraron sus amos o turbas, pero el objetivo de tales actos solía ser dar
ejemplo a otros esclavos para que no se resistieran a la autoridad blanca.
Incluso aunque los hombres negros esclavizados hubieran logrado
conservar íntegro su estatus patriarcal en relación con las mujeres negras
esclavizadas, ello no habría hecho que la realidad de la vida esclava
resultara más tolerable, menos brutal o menos deshumanizadora.
La opresión de los hombres negros durante la esclavitud se ha descrito
como una desmasculinización por el mismo motivo que los expertos
prácticamente no han prestado atención alguna a la opresión de las mujeres
durante la esclavitud. Bajo ambas tendencias subyace la presunción sexista
de que las experiencias de los hombres son más importantes que las de las
mujeres y de que la experiencia más trascendental para el hombre es su
reafirmación patriarcal. Los estudiosos se han mostrado reacios a analizar la
opresión de las mujeres negras durante la esclavitud debido a su falta de
voluntad de examinar en serio las repercusiones de la opresión sexista y
racista en su estatus social. Por desgracia, este desinterés y esta
despreocupación los lleva a restar importancia de manera deliberada a la
experiencia de las mujeres negras esclavas. Y aunque ello no desmerece en
absoluto el sufrimiento y la opresión que vivieron los hombres negros
esclavizados, es evidente que ambas fuerzas, el sexismo y el racismo,
intensificaron y magnificaron el sufrimiento y la opresión de las mujeres
negras. La esfera en la que más palmaria resulta la diferencia entre la
situación de los esclavos y las esclavas es el ámbito laboral. Al negro
esclavo lo explotaban principalmente como bracero en los campos, mientras
que a la negra esclava la explotaban como bracera en el campo, como
criada en el hogar y como criadora, aparte de ser objeto de abusos sexuales
por parte del hombre blanco.
Mientras que a los hombres negros no se los obligó a asumir un papel
que la sociedad estadounidense colonial consideraba «femenino», a las
mujeres negras se las forzó a asumir un papel «masculino». Las mujeres
negras trabajaron en los campos codo con codo con los hombres, pero, en
cambio, pocos hombres negros, si es que hubo alguno, trabajaron como
personal doméstico junto a las mujeres negras en los hogares blancos (con
la posible excepción de los mayordomos, cuyo estatus era superior al de una
criada). De manera que sería mucho más atinado que los académicos
examinaran la dinámica de la opresión sexista y racista durante la esclavitud
poniendo el foco en la masculinización de la mujer negra y no en
desmasculinización del hombre negro. En la sociedad estadounidense
colonial, las mujeres blancas privilegiadas rara vez trabajaban en los
campos. Esporádicamente, a algunas criadas blancas en régimen de
servidumbre se las obligaba a trabajar en las plantaciones como castigo por
sus fechorías, pero no era una práctica habitual. A ojos de los colonos
estadounidenses blancos, solo los miembros inmorales y degradados del
sexo femenino trabajaban en los campos. Y cualquier blanca a quien las
circunstancias obligaran a trabajar en los campos se consideraba indigna del
título de «mujer». Aunque las mujeres africanas esclavizadas habían
trabajado en los campos en las comunidades de sus países de origen, tales
tareas se consideraban una extensión del papel femenino de la mujer. Las
africanas trasplantadas pronto constataron que los negreros blancos las
consideraban «sustitutas» de los hombres.
En cualquier plantación con una cantidad sustancial de esclavas, las
mujeres negras desempeñaban las mismas labores que los hombres: araban,
sembraban y cosechaban. En algunas plantaciones, las mujeres negras
trabajaban más horas en los campos que los hombres negros. Y aunque
entre los amos blancos de plantaciones estaba extendida la creencia de que
las mujeres negras trabajaban mejor que los hombres negros, solo un
hombre negro podía ascender a la posición de encargado. A causa de su
pasado en África, a las negras esclavizadas les resultó fácil adaptarse al
trabajo en las granjas de las colonias. En cambio, el hombre africano
desplazado no solo no estaba acostumbrado a los diversos tipos de trabajo
agrario, sino que a menudo consideraba muchas labores «femeninas» y se
quejaba de tener que realizarlas. En los estados en los que el algodón era el
principal cultivo, la cosecha dependía en gran medida de la mano de obra
femenina negra. Y aunque tanto mujeres como hombres negros
recolectaban el algodón maduro, se creía que los dedos ahusados y más
finos de las mujeres negras les permitían extraer más fácilmente el algodón
de la vaina. Los capataces blancos exigían a las trabajadoras negras que
trabajasen al menos tan bien como los hombres. Si una de ellas no
conseguía realizar todo el trabajo que se le requería, se la castigaba. Y si
bien los hombres blancos sí discriminaban a las esclavas negras al permitir
que solo los hombres ascendieran a encargados, dicha discriminación no se
aplicaba a la hora de infligir castigos. A las esclavas se las apalizaba con la
misma dureza que a los esclavos. Los observadores de la vida de los
esclavos afirman que era habitual ver, en una plantación, cómo a una mujer
negra la desnudaban, la ataban a un poste y le pegaban con una sierra rígida
o un palo.
En las plantaciones de grandes dimensiones, no todas las mujeres negras
trabajaban en los campos. También desempeñaban las funciones de niñeras,
cocineras, costureras, lavanderas y criadas. La idea generalizada de que las
esclavas negras que trabajaban en el hogar blanco recibían de manera
automática un trato preferente no siempre se corrobora con los relatos
personales de las esclavas. Es cierto que esclavas que trabajaban en el
ámbito doméstico tenían menos probabilidades de soportar las penurias
físicas de las trabajadoras del campo, pero tenían más de sufrir una crueldad
y tortura infinitas, porque se hallaban constantemente en presencia de amas
y amos exigentes y veleidosos. A las mujeres negras que trabajaban en
estrecho contacto con amas blancas solía maltratárselas por nimiedades.
Mungo White, una antigua esclava de Alabama, recordaba las condiciones
en las que trabajaba su madre:

Tenía demasiado trabajo para una sola persona. Era la doncella de la hija del señor White,
cocinaba para todos los peones, tenía que hilar y cardar cuatro bobinas al día y limpiar el
gallinero. Cada bobina tenía 144 hilos. Y, si no lo hacía todo, le daban cincuenta latigazos por la
noche.

Las esclavas domésticas se quejaban de la tensión que les provocaba


estar constantemente bajo la vigilancia de sus amos blancos.
Con todo, la explotación racista de las mujeres negras como trabajadoras
tanto en los campos como en los hogares no fue tan deshumanizadora y
desmoralizante como su explotación sexual. El machismo de los patriarcas
coloniales blancos libró a los esclavos negros de la humillación de la
violación sexual y otras formas de agresión sexual. Y mientras que el
sexismo institucionalizado era un sistema social que protegía la sexualidad
de los hombres negros, (socialmente) legitimaba la explotación sexual de
las mujeres negras. La esclava era consciente en todo momento de su
vulnerabilidad sexual y vivía con el temor permanente a que un hombre,
fuera blanco o negro, la acorralara para abusar de ella. En el relato de su
experiencia como esclava, Linda Brent expresó su conciencia de la difícil
situación de la mujer negra:

La esclavitud es terrible para los hombres, pero lo es mucho más para las mujeres. A la carga
común a todos se añaden sus males, sus sufrimientos y sus mortificaciones propias.

Tales padecimientos exclusivos de las mujeres negras estaban


directamente relacionados con su sexualidad e incluían la violación y otras
formas de abuso sexual. Solía abusarse de las esclavas negras cuando tenían
entre trece y dieciséis años. Una esclava escribió en su autobiografía:

La niña esclava se cría en un ambiente de libertinaje y temor. El látigo y el lenguaje grosero de sus
amos y los hijos de este son sus maestros. Cuando tiene entre catorce y quince años, su amo o los
hijos de este, el capataz o quizá todos ellos, empiezan a sobornarla con regalos. Y si con ellos no
consiguen su cometido, la azotan o la dejan morirse de hambre hasta que se doblega a su voluntad.

Las narraciones de las esclavas negras que proporcionan información


relativa a la educación sexual de las niñas permiten entrever que apenas
conocían sus cuerpos, que no sabían de dónde venían los niños ni qué eran
las relaciones sexuales. Pocos padres esclavos advertían a sus hijas de la
posibilidad de que las violaran o las ayudaban a prepararse para tales
situaciones. La falta de voluntad de los padres esclavos de afrontar de
manera franca la realidad de la explotación sexual refleja la actitud
estadounidense colonial general con respecto a la sexualidad.
La explotación sexual de niñas esclavas solía tener lugar cuando
abandonaban la choza o la cabaña de sus padres para instalarse en el hogar
de sus amos, donde trabajarían. Era una práctica habitual que a la niña
esclava la obligaran a dormir en el mismo dormitorio que su amo y su ama,
una situación que facilitaba los abusos sexuales. Linda Brent recogía en su
autobiografía un relato detallado de la obsesión de su amo blanco con
ejercer su poder sobre ella y de las amenazas constantes de violarla que le
hacía. Linda entró al servicio de su amo, el doctor Flint, con trece años. Y
aunque no la violó, sí empezó a atormentarla sin cesar y a perseguirla
verbalizando sus intenciones de abusar sexualmente de ella. En su primer
encuentro le indicó que, si no se sometía de manera voluntaria, la forzaría.
Linda, que según indica tenía por entonces quince años, escribió:

Me vi obligada a vivir bajo el mismo techo que él, viendo a un hombre cuarenta años mayor que
yo violando a diario el don más sagrado de la naturaleza. Me decía que yo era propiedad suya y
que debía someterme a su voluntad en todas las cosas…

Los amos esclavistas blancos acostumbraban a intentar sobornar a las


mujeres negras como preparación para sus insinuaciones sexuales con el fin
de colocarlas en el papel de prostitutas. Mientras el amo blanco «pagara»
por los servicios sexuales de la esclava negra, se sentía absuelto de su
responsabilidad por tales actos. Dadas las atroces condiciones de vida de los
esclavos, insinuar siquiera que las esclavas negras podían elegir a su pareja
sexual resulta ridículo. Puesto que el hombre blanco podía violar a la mujer
negra que no respondía de forma voluntaria a sus demandas, la sumisión
pasiva de las esclavas negras no puede considerarse consentimiento. Las
mujeres que no respondían de manera voluntaria a los avances sexuales de
sus amos y capataces eran apalizadas y castigadas. Cualquier muestra de
resistencia por parte de las esclavas aumentaba la determinación de los
amos blancos ávidos de demostrar su poder. En un relato de su experiencia
como esclava, Ann, una joven mulata, documenta la lucha por el poder
librada entre los amos, capataces y flageladores blancos y la esclava. En su
caso, era el flagelador a sueldo quien planeaba violarla. Le exigió que se
desnudara por completo antes de fustigarla. Al darse cuenta de que
pretendía violarla, Ann se resistió, pero su resistencia lo enfureció aún más
y le advirtió: «Mujer, tienes que rendirte ante mí. Voy a poseerte ahora,
aunque solo sea para demostrarte que puedo hacerlo… Tienes que ser mía.
Te regalaré un bonito vestido de percal y un bonito par de pendientes». Ann
les explica a los lectores:
Era insoportable. ¡¿Cómo?! ¿Se suponía que tenía que renunciar al honor sellado de mi vida a
cambio de baratijas? ¿A qué mujer no le habría enfurecido escuchar tremendo insulto? Me volví
hacia él como una leona hambrienta y justo cuando estaba a punto de ponerme encima su lasciva
mano, le apunté y le lancé con atino una botella contra la sien izquierda. Con un grito sordo de
dolor, cayó al suelo, y la sangre manó libremente de la herida.

El flagelador a sueldo no falleció a causa del ataque de Ann, que fue


castigada a cumplir una sentencia en prisión y a azotes diarios. De haberlo
matado, la habrían juzgado por homicidio y la habrían condenado a muerte.
La humanista blanca del siglo XIX Lydia Marie Child resumió la
situación social de las mujeres negras durante la esclavitud como sigue:

La mujer negra no está protegida ni por la ley ni por la opinión pública. Es propiedad de su amo, y
sus hijas son también propiedad de este. Se les permite no tener escrúpulos de conciencia, ni
sensación de vergüenza, ni contemplaciones con el marido o el padre: deben mostrarse
absolutamente sumisas a la voluntad de su amo si no quieren ser azotadas hasta, en el mejor de los
casos, rayar la muerte para complacer la voluntad de este.

Los blancos negreros querían que las esclavas negras aceptaran con
pasividad la explotación sexual como un derecho y privilegio de quienes
ostentaban el poder. La esclava negra que se sometía de manera voluntaria a
los avances sexuales del amo y que recibía regalos en forma de
retribuciones era recompensada por aceptar el orden social existente. En
cambio, las mujeres negras que se resistían a la explotación sexual
desafiaban al sistema, pues su renuencia a someterse sumisamente a la
violación representaba una denuncia del derecho del esclavista a ser amo de
su persona. Y se las castigaba con brutalidad. El objetivo político de esta
violación categórica de las mujeres negras por parte de hombres blancos era
conseguir una lealtad y una obediencia absolutas al orden imperialista
blanco. La activista negra Angela Davis ha argumentado de manera
convincente que la violación de esclavas negras no respondía, tal como han
sugerido otros analistas, al deseo de los hombres blancos de satisfacer su
deseo carnal, sino que se trataba de un método de terrorismo
institucionalizado cuyo objetivo era la desmoralización y deshumanización
de la mujer negra. Davis sostiene:
Al confrontar a la mujer negra como su adversaria en un juego sexual, el amo la sometía a la
forma más elemental de terrorismo especialmente destinado a la mujer: la violación. Dada la
textura ya de por sí terrorista de la vida en las plantaciones, el campo era el lugar donde podía
tomarse más desprevenida a la víctima potencial de la violación, la esclava. Además, podía
manipulársela a voluntad si el amo instituía un sistema aleatorio y la obligaba a pagar con su
cuerpo el alimento, recibir un trato menos severo, la seguridad de sus hijos, etc.

En 1839 se publicó anónimamente el libro American Slavery: As It Is,


escrito por blancos abolicionistas que se creían capaces de desarticular los
argumentos en favor de la esclavitud explicando en negro sobre blanco los
espantos de la vida de los esclavos. Incluían relatos de personas blancas que
habían sido testigos directos de la esclavitud o habían obtenido información
a través de dueños de esclavos y sus amigos. Las encargadas de recopilar y
editar la obra en un principio fueron Angelina y Sarah Grimke, dos
abolicionistas declaradas. Puesto que su hermano había tenido hijos con una
esclava negra, a ambas les preocupaba especialmente la explotación sexual
de este colectivo. En el caso de otras muchas abolicionistas blancas, la
única motivación subyacente a sus esfuerzos por poner fin a la esclavitud
era el deseo de acabar con el contacto sexual entre hombres blancos y
esclavas negras. No les preocupaba la difícil situación de las mujeres negras
esclavizadas, sino salvar las almas de los hombres blancos que, a su
entender, habían pecado contra Dios con sus actos de depravación moral.
Muchas mujeres blancas defensoras de la esclavitud acabaron por
denunciarla por la indignación que les provocaban las barbaridades sexuales
cometidas por los hombres blancos. Se sentían personalmente abochornadas
y humilladas por lo que denominaban el «adulterio del hombre blanco»
(aunque en realidad se trataba de violación). En relación con la actitud de su
ama hacia la explotación de las mujeres negras, Linda Brent escribió:

Enseguida me convencí de que sus emociones estaban motivadas por el enojo y el orgullo herido.
Creía que sus votos matrimoniales habían sido profanados y su dignidad, insultada, pero no
mostraba compasión alguna por la pobre víctima de la perfidia de su marido. Se compadecía como
mártir, pero era incapaz de comulgar con la sensación de vergüenza y desgracia en la que se
hallaban sus desafortunadas e indefensas esclavas.

Las hermanas Grimke se compadecían del calvario que vivían las


mujeres negras, pero la conducta impuesta por las convenciones sociales
victorianas no les permitía exponer de manera gráfica los múltiples actos
crueles infligidos contra las esclavas negras por hombres blancos. El decoro
les impedía hablar con sinceridad y claridad de los males ocultos de la
esclavitud. Angelina Grimke escribió:

Nos abstenemos de levantar más el telón de la vida privada. Esperamos que estas pistas basten
para que se formen una idea de lo que pasa a diario tras un telón que se ha corrido con cautela para
tapar las escenas de la vida doméstica en los Estados Unidos esclavistas.

Si Angelina y Sarah Grimke hubieran levantado más el telón de la vida


privada, no solo habrían sacado a relucir que los amos esclavistas habían
tenido hijos con mujeres negras, sino también los sádicos actos misóginos
de crueldad y brutalidad que iban mucho más allá de la seducción y
englobaban desde la violación y la tortura hasta el asesinato orgiástico y la
necrofilia.
Los historiadores modernos tienden a rebajar la explotación de las
mujeres negras durante la esclavitud. En Daughters of the Promised Land,
Page Smith escribe:

La mayoría de los hombres sureños tuvieron su primera experiencia sexual con una esclava
sumisa. No era infrecuente que muchos de ellos continuaran solazándose de este modo después de
contraer matrimonio. Además, existía una indudable atracción por lo perverso, lo tabú, la
asociación de la oscuridad con una picardía simpática y por la inexistencia de todo riesgo para el
abusador sexual por poco bien recibidas que fueran sus atenciones. A ello se sumaba la tradición
de la sensualidad negra, que posiblemente sirviera para que la esposa blanca se considerara una
pareja sexual más cohibida. De ahí que cuando el hombre sureño buscaba satisfacer sus instintos
sexuales básicos con esclavas fuera donde más colmados los hallara. Puesto que la sexualidad
masculina parece encerrar un cierto grado de agresividad e incluso sadismo, la pasividad y la
indefensión a menudo parecen haber realzado el atractivo del objeto sexual que la mujer negra era
para sus amos blancos.

Smith insta al lector a contemplar la brutalidad del hombre blanco como


algo que sucede porque «los hombres son así». Como tantos otros
historiadores, pinta una esclavitud en la que los hombres blancos tenían los
deseos sexuales «normales» en un hombre, deseo que satisfacían con
esclavas sumisas. Y aunque reconoce el sadismo que a menudo espoleaba la
explotación sexual de las esclavas negras, le resta importancia dando a
entender que era una extensión de la expresión sexual masculina «normal».
El trato brutal propinado por los hombres blancos a las esclavas negras
sacaba a relucir cuán profundo era el odio masculino hacia la mujer y el
cuerpo femenino. Tal trato era una consecuencia directa de las actitudes
misóginas hacia las mujeres que prevalecían en la sociedad estadounidense
colonial. En las enseñanzas cristianas fundamentalistas, la mujer se
retrataba como una maligna seductora sexual, la portadora del pecado al
mundo. La lujuria sexual se originó con ella y los hombres no eran más que
las víctimas de su lascivia. La socialización del hombre blanco para
contemplar a las mujeres negras como su perdición moral desencadenó la
aparición de un sentimiento misógino. Los maestros de religión blancos
enseñaban que la mujer era una criatura pecaminosa por naturaleza de cuya
carne únicamente era posible purgar la maldad mediante la intercesión de
un ser más poderoso. Erigiéndose en los agentes personales de Dios, se
convirtieron en jueces y supervisores de la virtud femenina. Instigaron leyes
para gobernar la conducta sexual de las mujeres blancas con el fin de
garantizar que no cayeran en la tentación de desviarse del camino. Se
infligieron severos castigos a aquellas mujeres que traspasaron las fronteras
que el hombre blanco había definido como el lugar de la mujer. Los juicios
por brujería de Salem fueron una expresión extrema de la persecución de
las mujeres por parte de la sociedad patriarcal. Sirvieron para enviar a todas
las mujeres el mensaje de que, si no se circunscribían a sus papeles pasivos
y subordinados, serían castigadas, incluso con la muerte.
Las numerosas leyes aprobadas para gobernar la conducta sexual entre
los pioneros blancos estadounidenses han llevado a algunos expertos a
concluir que la inclinación hacia la represión sexual en la sociedad colonial
fue una reacción en contra de la permisividad sexual de los colonizadores.
Andrew Sinclair observa:

La terrible libertad del aislamiento y la tierra virgen llevaron a algunos de los primeros colonos a
renunciar a sus principios morales europeos. Según Cotton Mather, los casos de bestialidad no
eran desconocidos. […] Tal como se explicó a los primeros misioneros del Oeste, la barbarie era
el principal peligro que corrían los pioneros. «No consideran que sea una degradación practicar
con solo el bosque y animales salvajes como espectadores lo que les sonrojaría perpetrar en
presencia de un estado social cultivado.» Hasta que una opinión pública severa rigiera la ética de
una sociedad inmigrante diseminada, pequeños gobiernos intentaron hacer cuanto estaba en su
mano para mantener los principios de la civilización.
Los colonos blancos se esforzaron por aniquilar la sexualidad a causa de
su profundo temor a los sentimientos sexuales y su convicción en que tales
sentimientos eran pecaminosos y podían condenarlos a una maldición
eterna. Los colonos blancos depositaron la responsabilidad de la lujuria
sexual en las mujeres y, por consiguiente, las contemplaron con el mismo
recelo y la misma desconfianza que les inspiraba la sexualidad en general.
Este temor y esta desconfianza tan profundos alimentaron un sentimiento
misógino. En Troublesome Helpmate, Katherin Rogers ofrece una
explicación para la aparición de la misoginia:

De las causas culturales de la misoginia, las más evidentes son la culpa o el rechazo asociados con
el sexo. Ello conduce de manera natural a la degradación de la mujer como objeto sexual y a
proyectar en ella la lujuria y el deseo de seducción que el hombre debe reprimir. Al tiempo que
denigra la función sexual de la mujer, la preocupación por el sexo resultante del intento de
reprimir el deseo sirve al hombre para contemplar a la mujer exclusivamente como un ser sexual,
más libidinoso que el hombre y en absoluto espiritual. […]
La misoginia también puede surgir a resultas de la idealización con la que los hombres han
ensalzado a las mujeres como amantes, esposas y madres. Ello ha generado una reacción natural,
un anhelo de derribar lo que se ha encumbrado de manera indebida.

Los colonos blancos expresaron su temor y su odio a las mujeres


institucionalizando la discriminación y la opresión sexistas.
En el siglo XIX, la creciente prosperidad económica de los
estadounidenses blancos los hizo desviarse de las rígidas enseñanzas
religiosas que habían conformado la vida de los primeros colonos. Dicho
desvío de la doctrina cristiana fundamentalista estuvo acompañado de un
cambio en la percepción que los hombres tenían de las mujeres. En el siglo
XIX, las mujeres blancas dejaron de retratarse como seductoras sexuales y se
ensalzaron como la «mitad más noble de la humanidad», cuyo deber era
elevar los sentimientos de los hombres e inspirar sus anhelos más elevados.
La nueva imagen de la mujer blanca era diametralmente opuesta a la
imagen anterior. Se la retrataba como una diosa, en lugar de como una
pecadora; era virtuosa, pura e inocente, no sexual ni terrenal. Elevando a la
mujer blanca al estatus de diosa, los hombres blancos erradicaron el estigma
que la cristiandad había impuesto sobre ella. La idealización de la mujer
blanca por parte de los hombres blancos en tanto que ser ingenuo y virtuoso
sirvió como un acto de exorcismo cuyo objetivo era transformar su imagen
y librarla de la maldición de la sexualidad. El mensaje de la idealización era
el siguiente: mientras la mujer blanca poseyera sentimientos sexuales se la
consideraría un ser inmoral y degradado, pero, una vez eliminados esos
sentimientos sexuales, se convertía en un ser digno de amor, consideración
y respeto. Con la mujer blanca mitificada como un ser puro y virtuoso, una
Virgen María simbólica, el hombre podía contemplarla como exenta de los
estereotipos sexistas negativos de la mujer. El precio que la mujer tuvo que
pagar fue la supresión de sus pulsiones sexuales naturales. Dada la carga de
los incontables embarazos y las penurias del alumbramiento, es
comprensible que las mujeres blancas del siglo XIX no sintieran demasiado
apego por su sexualidad y aceptaran de buen grado la nueva identidad
glorificada y asexual que les impusieron los hombres blancos. La mayoría
de las mujeres blancas adoptaron con entusiasmo la ideología sexista que
propugnaba que las mujeres virtuosas no tenían impulsos sexuales. Estaban
tan convencidas de la necesidad de ocultar su sexualidad que se mostraban
reticentes a desnudarse hasta para mostrar la parte del cuerpo que les dolía a
los médicos varones. Un turista francés de visita en Estados Unidos
observó: «Las mujeres estadounidenses dividen su cuerpo en dos partes;
desde la cabeza a la cintura está el estómago y de la cintura a los pies, los
tobillos». Sobre este mismo tema, Page Smith comenta:

Eran demasiado recatadas para permitir que el médico les tocara el cuerpo y, en algunos casos, ni
siquiera se atrevían a describir su enfermedad. Así ocurrió con una madre joven con un pecho
ulcerado a quien un remilgo exagerado le impedía hablarle con franqueza al médico y describió su
afección como un dolor de estómago.

Obligar a las mujeres blancas a negar su ser físico fue tanto una
expresión del odio masculino hacia la mujer como de su consideración de
esta como un objeto sexual. La idealización de las mujeres blancas no
cambió el desprecio básico que los hombres blancos sentían hacia ellas.
Visitantes de países extranjeros solían apreciar la hostilidad velada del
hombre blanco hacia la mujer blanca. Uno de ellos comentó:

Los hombres estadounidenses trataban a sus mujeres con más deferencia, derrochaban más dinero
en ellas y las contemplaban con más respeto del que se tenía a las mujeres en ningún otro país.
Pero no les gustaban especialmente. No disfrutaban de su compañía ni las consideraban
interesantes por ellas mismas. Las valoraban como madres y esposas, hablaban de ellas con
sentimentalismo y se congratulaban por su actitud ilustrada hacia ellas. Pero no les gustaban
especialmente (y siguen sin gustarles).

El paso de dejar de contemplar a la mujer blanca como un ser


pecaminoso y sexual para considerarla una dama virtuosa se produjo en
paralelo a la explotación sexual masiva de las esclavas negras, tal como la
rígida moralidad sexual de la Inglaterra victoriana creó una sociedad en la
que el ensalzamiento de la mujer como madre y compañera ideal fue de la
mano de la aparición de un inframundo generalizado de prostitución.
Mientras el estadounidense blanco idealizaba a la mujer blanca, abusaba
sexualmente y maltrataba a la mujer negra. El racismo no fue en absoluto la
causa principal de los muchos actos de violencia crueles y sádicos
perpetrados contra las esclavas negras. El profundo odio hacia la mujer
inculcado en la mente de los colonizadores por la ideología patriarcal y las
enseñanzas religiosas misóginas motivaron a la par que autorizaron la
brutalidad que el hombre blanco ejerció contra la mujer negra. En los
albores de su llegada a las colonias estadounidenses, mujeres y hombres
negros toparon con una sociedad ávida de otorgar a los africanos
desplazados la identidad de «salvajes sexuales». Al tiempo que adoptaban
una moralidad sexual mojigata, los colonizadores se mostraron más
proclives si cabe a etiquetar a los negros de bárbaros sexuales. Y puesto que
a la mujer se le atribuyó el papel de originadora del pecado carnal, las
mujeres negras pasaron a contemplarse como la encarnación del diablo
femenino y la lujuria. Se las convirtió en jezabeles y seductoras sexuales y
se las acusó de desviar a los hombres blancos de la pureza espiritual y de
hacerlos pecar. Un político blanco instó a enviar de vuelta a África a las
mujeres negras para que los hombres blancos no fornicaran ni cometieran
adulterio. Sus palabras exactas fueron: «¡Apartad de nosotros la tentación!».
Con todo, aunque tanto las mujeres blancas religiosas como los hombres
blancos y también los negros aseguraban que los hombres blancos eran
moralmente responsables de las agresiones sexuales a mujeres negras,
tendían a aceptar la idea de que los hombres no pueden resistirse a sucumbir
a la tentación carnal femenina. Puesto que las doctrinas religiosas sexistas
les habían enseñado que las mujeres seducían a los hombres, creían que las
mujeres negras no eran del todo inocentes. Con frecuencia utilizaban el
término «prostitución» para aludir a la compraventa de mujeres negras para
ser explotadas sexualmente. Si tenemos en cuenta que en la prostitución
hombres y mujeres intercambian sexo por dinero o alguna otra
contrapartida, se trata de un término mal empleado para referirse a las
esclavas negras, que rara vez recibían compensación por el uso de sus
cuerpos como letrinas sexuales. Abolicionistas de ambos sexos etiquetaban
a las mujeres negras de «prostitutas» porque estaban atrapados en el
lenguaje de la escala de valores victoriana. Al hablar del abuso sexual
generalizado al que se sometía a las mujeres negras, el célebre orador negro
Frederick Douglass dijo ante un público abolicionista en Rochester, Nueva
York, en 1850, que «cada amo de esclavos es el propietario legal de una
casa de mala reputación». Sin embargo, sus palabras ni siquiera permitían
intuir la explotación sexual a la que se sometía a la mujer negra. Douglass
anunció a su público:

Me dispongo a demostrar que más de un millón de mujeres, en los estados sureños de la Unión,
están sometidas, mediante las leyes de la tierra y sin falta alguna por su parte, a una vida de
nauseabunda prostitución y que, por esas mismas leyes, en muchos estados, si una mujer, en
defensa de su propia virtud, le levanta la mano a su brutal agresor, puede ser sentenciada a muerte
legalmente. […] Asimismo, es sabido que las esclavas de tez más clara se venden en esos
mercados a precios que proclaman a bombo y platillo los desventurados fines a los que se las
destinará. La juventud y la elegancia, la belleza y la inocencia se exponen a la venta en el estrado
de subastas, mientras monstruos malvados se alzan a su alrededor, con los bolsillos forrados de
oro, evaluando con ojos lujuriosos a sus futuras víctimas.

Los abolicionistas eran reticentes a hablar de la violación de mujeres


negras por temor a ofender al público, de manera que se concentraban en el
tema de la prostitución. Pero el uso de la palabra prostitución para describir
la explotación sexual generalizada de las esclavas negras por parte de
hombres blancos no solo desviaba la atención de la prevalencia de los
abusos sexuales, sino que concedía mayor credibilidad al mito de que las
mujeres negras eran inherentemente disipadas y, por ende, responsables de
la violación.
Académicos contemporáneos con una perspectiva sexista minimizan el
impacto de la explotación sexual de las mujeres negras en la psique
femenina negra y argumentan que los hombres blancos usaban la violación
de las mujeres negras para castrar aún más a los hombres negros. El
sociólogo negro Robert Staples afirma:

La violación de la mujer esclava dejó clara al hombre esclavo su incapacidad para proteger a su
mujer. Una vez su masculinidad se viera socavada en este sentido, empezaría a experimentar
serias dudas acerca de su capacidad incluso para romper las cadenas de la esclavitud.

El argumento de Staples se basa en la presunción de que los negros


esclavos se sentían responsables de todas las mujeres negras y les
desmoralizaba su incapacidad de ejercer de protectores de estas, una
suposición no sustanciada en pruebas históricas. Un examen de muchas
actitudes de las sociedades africanas tradicionales hacia las mujeres revela
que a los hombres africanos no se les enseñaba a considerarse protectores
de todas las mujeres. Lo que aprendían era a responsabilizarse de las
mujeres de su tribu o comunidad. La socialización de los africanos para
considerarse «propietarios» de todas las mujeres negras y contemplarlas
como una propiedad que debían proteger se produjo tras los largos años de
esclavitud y como resultado de establecer vínculos en base al color de la
piel, en lugar de a la conexión tribal o el idioma compartidos. Antes de
adoptar las actitudes sexistas de los estadounidenses blancos hacia las
mujeres, los africanos esclavizados no tenían motivos para sentirse
responsables de todas las esclavas africanas. Por supuesto que el abuso
sexual de las mujeres negras tuvo secuelas en las mentes de los esclavos
negros. Es probable que el esclavo negro no se sintiera desmoralizado ni
deshumanizado porque a «sus» mujeres las estuvieran violando, sino
porque le aterrorizaba saber que hombres blancos que estaban ansiosos por
maltratar y embrutecer a mujeres y niñas negras (que no representaban una
gran amenaza para su autoridad) podían fácilmente no tener escrúpulos para
aniquilar a los hombres negros. La mayoría de los esclavos negros
guardaron silencio mientras sus amos blancos abusaban sexualmente y
maltrataban a las mujeres negras sin sentirse obligados a actuar como sus
protectores. Su primer instinto fue el de la autoconservación. En su
narración sobre la esclavitud, Linda Brent explica a los lectores que los
esclavos negros, en tanto que colectivo, no se sentían protectores de las
esclavas negras. Brent escribe:

Algunos se esfuerzan por proteger a sus esposas e hijas de los insultos de su amo, pero quienes no
tienen tales sentimientos tienen una ventaja por encima de la masa general de esclavos. […] A
algunos pobres individuos los han flagelado tan duramente con el látigo que se escabullen de sus
casas para conceder a sus amos acceso libre a sus esposas e hijas.

Durante todos los años de esclavitud, hombres negros salieron a título


personal en defensa de mujeres negras a quienes querían. Su defensa de
dichas mujeres no estaba motivada por una concepción de sí mismos como
protectores naturales de todas las mujeres negras.
El historiador Eugene Genovese analiza la explotación sexual de las
mujeres negras esclavizadas en Roll, Jordan, Roll y sostiene:

La violación hacía referencia, por definición, a la violación de mujeres blancas, porque la ley no
contemplaba el delito de violación de una mujer negra. Ni siquiera cuando un hombre negro
abusaba sexualmente de una mujer negra existía modo alguno de sentarlo ante un tribunal para
juzgarlo ni de condenarlo; el único que podía infligirle algún castigo era su amo.

La violación de mujeres negras por parte de esclavos negros viene a


subrayar que, más que asumir el papel de protectores, los hombres negros
imitaban el comportamiento de los blancos. Genovese concluye:

Algunos encargados negros obligaban a la esclava de un modo similar a como lo hacían algunos
amos y capataces blancos. La cuestión sobre cuál de estos hombres blancos y negros con poder
abusaba de las esclavas con más frecuencia sigue sin resolverse. De acuerdo con el sistema de
distribución de tareas, el encargado determinaba el trabajo diario de cada esclavo y no tenía
problemas en atribuir una carga ingente de trabajo a una mujer si esta lo rechazaba. Bajo el
sistema de trabajos forzados, más extendido, los encargados podían flagelar con el látigo con
impunidad (cuando tenían derecho a usarlo, y muchos lo tenían) o hallar cualquier otra manera de
recompensar o castigar.

Dada la naturaleza bárbara de la vida en esclavitud, es probable que las


esclavas negras se aliaran con hombres negros poderosos que pudieran
protegerlas de los avances sexuales no deseados por parte de otros esclavos.
Los celos y las rivalidades sexuales eran una de las principales causas de
trifulca entre esclavos negros.
La mujer esclava no podía buscar amparo de la agresión sexual en
ningún colectivo de hombres, ni blancos ni negros. A menudo,
desesperadas, las esclavas intentaban recabar la ayuda de sus amas blancas,
si bien sus intentos solían ser fallidos. Algunas amas reaccionaban a la
aflicción de las esclavas persiguiéndolas y atormentándolas. Otras alentaban
el uso de las mujeres negras como objetos sexuales, porque ello les
concedía un respiro de las insinuaciones sexuales no deseadas. En contados
casos, las amas blancas reacias a que sus hijos se casaran y se marcharan de
casa les compraban criadas negras para que las utilizaran como compañeras
de juegos sexuales. Incluso las mujeres blancas que deploraban la
explotación sexual de las esclavas solían mostrarse reticentes a tomar
partido para solventar el apuro que vivía una esclava por temor a poner en
peligro su propia posición en el hogar. La mayoría de las mujeres blancas
contemplaban con hostilidad y rabia a las mujeres negras de quienes sus
maridos abusaban. Las enseñanzas religiosas les habían inculcado que, por
naturaleza, las mujeres invitaban a los hombres a caer en la tentación y
muchas amas blancas consideraban que las esclavas negras eran las
culpables y sus maridos, las víctimas inocentes. En Once A Slave, un libro
que contiene un compendio condensado de información recopilada de
relatos de esclavos, el autor, Stanley Feldstein, narra un episodio en el que
una ama blanca regresó a casa antes de lo previsto tras una salida y, al abrir
las puertas de su vestidor, descubrió a su marido violando a una niña
esclava de trece años. Su reacción fue mandar apalizar a la niña y encerrarla
en un humero. La niña fue azotada a diario durante varias semanas. Cuando
esclavas de mayor edad intercedieron en nombre de la niña y se atrevieron a
insinuar que el culpable era el amo blanco, la mujer se limitó a contestar:
«Así aprenderá para la próxima vez. Cuando haya acabado con ella, no
volverá a hacer nada parecido con su ignorancia». Las mujeres blancas
consideraban a las esclavas negras responsables de sus violaciones porque
la moralidad sexual decimonónica les había hecho contemplar a la mujer
como una seductora sexual. Y los propios esclavos adoptaron esa moralidad
sexual. A menudo, otras esclavas solían compadecer a las mujeres que
sufrían abusos sexuales, pero no las consideraban víctimas exentas de
culpa. Una abolicionista afirmaba:
De todas las personas que se marchitaron bajo las penas de aquel espantoso sistema, quienes más
lo sufrieron fueron las mujeres indefensas. El hombre esclavo, por más brutal que fuera el trato
que recibiera, tenía algún recurso, pero para la esclava no había ni protección ni piedad.

La violación no fue el único método que se empleó para aterrorizar y


deshumanizar a las mujeres negras. La flagelación sádica de mujeres negras
desnudas fue otra de las estrategias empleadas para despojar a la esclava
negra de su dignidad. En el mundo victoriano, en el que las mujeres blancas
se cubrían con recato hasta el último centímetro del cuerpo, a las mujeres
negras se les arrancaba a diario la ropa y se las azotaba en público. Los
propietarios de esclavos eran perfectamente conscientes de que
obligándolas a quedarse desnudas ante los flageladores y espectadores
agravaban la degradación y la humillación de las esclavas. Una esclava de
Kentucky recordaba:

A las mujeres se las somete a estos castigos con el mismo rigor que a los hombres. Ni siquiera el
embarazo las exime de ello; en ese caso, antes de atarlas al poste se cava un agujero en el suelo
para acomodar la forma de la barriga de la víctima.

Susan Boggs recordaba:

Desnudaban y azotaban a una mujer si hacía algo que no les gustaba. Por ejemplo, si el pan no
subía bien, el ama se lo explicaba a su marido cuando este regresaba a casa y enviaban a la esclava
a la cárcel del negrero para que la castigaran. Es espeluznante pensar que se expusiera así a
mujeres, a seres humanos.

Las sádicas flagelaciones de mujeres negras desnudas se toleraban


socialmente porque se consideraban maltrato racista, un acto por el que un
amo castigaba a una esclava rebelde. Pero también eran una expresión del
desprecio y la misoginia del hombre. Solomon Bradley, un exesclavo,
explicó a un periodista que lo entrevistó:

Sí, señor, lo más atroz que he visto en mi vida ocurrió en la plantación del señor Farrarby, en la
línea del ferrocarril. Una mañana, mientras estaba trabajando, me dirigí a la casa para beber agua y
escuché a una mujer gritando de dolor. Al acercarme a la verja vi a una mujer tumbada en el suelo,
con las manos y los pies abiertos en cruz y amarrados a postes. El señor Farrarby estaba de pie
encima de ella, azotándola con una correa de cuero del arnés de su carruaje. La golpeaba con tal
fuerza en la espalda y las piernas que con cada azote se le levantaban nuevas ronchas y se le
abrían nuevas heridas en la piel. A veces, cuando la pobrecilla gritaba de dolor, Farrarby le
propinaba una patada en la boca. Una vez exhausto de tanto azotarla, mandó a alguien a la casa en
busca de lacre, prendió una vela y dejó caer la cera sobre la espalda lacerada de la mujer. Luego
agarró una fusta y, de pie sobre la mujer, le arrancó la cera endurecida a golpes. Las hijas crecidas
del señor Farrarby observaban la escena desde una ventana de la casa, a través de las cortinas. El
castigo era tan inhumano que pregunté qué falta había cometido aquella mujer y otras criadas me
explicaron que su único crimen había sido quemar los bordes de los gofres que había preparado
para el desayuno de aquella mañana.

No hace falta mucha imaginación para entender el significado de que una


mujer negra oprimida fuera torturada con tal brutalidad mientras mujeres
blancas más privilegiadas contemplaban sus penurias pasivamente.
Incidentes de esta índole permitían a las mujeres blancas ser testigos de la
crueldad de sus maridos, padres y hermanos y servían para advertirlas de
qué podía depararles el destino si no mantenían una posición pasiva. Sin
duda, las mujeres blancas debían de pensar que, de no existir esclavas
negras que soportaran la peor parte de una agresión masculina tan brutal
contra las mujeres, ellas podrían haber sido las víctimas. En la mayoría de
los hogares esclavistas, las mujeres blancas desempeñaban un papel tan
activo como los hombres blancos en los castigos físicos infligidos a las
mujeres negras. Si bien rara vez las mujeres blancas abusaban físicamente
de esclavos negros, sí torturaban y perseguían a las mujeres negras. Su
alianza con los hombres blancos en el terreno común del racismo les
permitía pasar por alto el impulso misógino que también motivaba los
ataques a las mujeres negras.
La reproducción era otro método socialmente legitimado de explotar
sexualmente a las mujeres negras. Ya he mencionado con anterioridad que,
en la Norteamérica colonial, los hombres blancos determinaron que la
función principal de todas las mujeres era trabajar como reproductoras.
Académicos coetáneos suelen desmerecer la reproducción de las esclavas
alegando que ocurrió a tan pequeña escala que no merece atención. No
obstante, existen pruebas más que convincentes que apuntalan no solo la
existencia de la reproducción de esclavas, sino también el hecho de que era
una práctica habitual y generalizada. Con relación a la trata de negros en el
estado de Virginia en 1819, Frances Corbin escribió: «Nuestros principales
ingresos proceden del aumento de nuestros esclavos». Durante los primeros
años de la esclavitud, la reproducción de las mujeres africanas fue un
proceso difícil. En las comunidades africanas tradicionales, las mujeres
negras amamantaban a sus hijos y los destetaban a los dos años. Y durante
todo ese tiempo, la mujer africana no mantenía relaciones sexuales y, por
consiguiente, espaciaba sus embarazos. Tal práctica concedía a las mujeres
tiempo para recuperarse físicamente antes de volver a quedar embarazadas.
Los esclavistas blancos no entendían por qué las esclavas no encadenaban
embarazos. Y su reacción a esta situación fue recurrir a la amenaza con la
violencia para coaccionarlas a reproducirse. Frederick Olmstead, un sureño
blanco que observó la práctica de la reproducción de esclavas, comentó lo
siguiente:

En los estados de Maryland, Virginia, Carolina del Norte, Kentucky y Tennessee se presta tanta
atención a la reproducción y cría de negros como a la de caballos y mulas. Más al sur los criamos
tanto para su uso como para el comercio. Los dueños de plantaciones ordenan a sus muchachas y
mujeres (tanto casadas como solteras) que tengan hijos, y tengo constancia de que se han vendido
muchas mujeres porque no se reproducían. Una mujer en edad de reproducción vale entre una
sexta y una cuarta parte más que una que no se reproduce.

Los anuncios en los que se publicitaba la venta de esclavas negras


empleaban términos como «esclavas en edad de reproducción», «mujer
embarazada», «fértil», «demasiado vieja para reproducirse» en las
descripciones de mujeres concretas. Moncure Conway, hijo de un esclavista
de Virginia, recordaba:

Por lo general, el mayor recurso pecuniario en los estados fronterizos es la reproducción de


esclavos, y me apena decir que hay mucha base para sustentar la acusación del libertinaje general
entre esclavos para que se multipliquen y que dicho libertinaje no solo es espoleado por muchos
amos, sino que en algunos casos incluso es impuesto. El período de maternidad se acelera; de
media, las madres negras son casi tres años más jóvenes que las de cualquier raza libre, y todas las
mujeres saben quiénes son las solteronas.

Los capataces o amos obligaban a otros hombres a forzar a aquellas


esclavas que se negaban a escoger a un hombre y aparearse con él. Algunos
esclavistas preferían reproducir a las mujeres negras con hombres blancos,
puesto que los mulatos solían cotizarse a un precio más elevado en el
mercado y eran más fáciles de vender. En una carta con fecha del 13 de
marzo de 1835, un pastor metodista residente en Virginia observaba:
Los mulatos son un valor más seguro que los negros puros. De ahí que los dueños de plantaciones
no tengan reparos en que un hombre o niño blanco mantenga relaciones sexuales a su antojo con
todas las mujeres. De hecho, se sabe de un capataz a quien se ha alentado a convertir a todo su
pelotón en su harén y se le ha pagado por ello.

Las negras estériles fueron quienes más sufrieron bajo el sistema de


reproducción. En un informe presentado ante la Convención General
Antiesclavista celebrada en Londres en junio de 1840, diversos testimonios
testificaron que las mujeres negras estériles eran las víctimas de los peores
malos tratos físicos y psicológicos. El informe declaraba:

Mientras que la fertilidad es la mayor de las virtudes, la esterilidad se considera no ya una


desgracia, sino un delito cuyas perpetradoras son sometidas a toda forma concebible de privación
y aflicción. De este modo, una deficiencia que queda completamente fuera del poder de la esclava
se convierte en una oportunidad para infligirle un sufrimiento inconcebible.

En el mismo informe, un ciudadano de Carolina del Norte relataba una


historia que le había explicado un amigo sobre la cría de eslavos en las
plantaciones de Carolina.

Un día, el propietario ordenó a las mujeres que se reunieran en el establo, se dirigió allí, látigo en
mano, y les dijo que se disponía a flagelarlas a todas hasta la muerte. Entonces todas ellas
empezaron a gritar: «¿Qué he hecho, amo? ¿Qué he hecho?». A lo que él respondió: «Malditas
seáis, yo os diré lo que habéis hecho: no os reproducís, hace varios meses que ninguna de vosotras
me da un pequeño».

Algunos propietarios de esclavos ingeniaron un sistema de recompensas


para inducir a las mujeres a reproducirse. Sin embargo, tales recompensas
rara vez eran proporcionales a los servicios ofrecidos. En algunas
plantaciones se entregaba a la mujer un lechón a cambio de cada hijo
nacido. Además, se prometía a las mujeres un vestido o un par de zapatos
nuevos por cada alumbramiento. Y también podía entregárseles una
pequeña suma monetaria, de entre uno y cinco dólares, para premiar el
nacimiento de su cuarto o quinto hijo. Algunos amos esclavistas prometían
dejar libres a las mujeres negras que tuvieran mucha descendencia. En 1761
se presentó una demanda ante los tribunales de Virginia por un testamento
que incluía la disposición de dejar en libertad a una esclava llamada Jenny
si daba a luz a diez hijos vivos. Algunas mujeres esclavas veían en el
embarazo una manera de obtener determinadas ventajas, la principal de
ellas un aligeramiento de la carga de trabajo. En Journal of a Residence on
a Georgian Plantation in 1838-1839, Frances Kremble escribía:

Con el alumbramiento de un hijo se entregan a la familia algunas prendas de vestir y una ración
semanal adicional, y, por insignificantes que puedan antojarse tales retribuciones, sirven de
potentes alicientes para criaturas carentes de la influencia restrictiva que otorgan a la relación
parental el resto de las personas, tanto civilizadas como salvajes. Es más, todas ellas tienen un
conocimiento perfectamente claro de su valor para el amo en tanto que propiedad, y una mujer
piensa, y no erra demasiado, que cuanto mayor sea la frecuencia con la que engrosa el ganado del
amo trayendo nuevos esclavos al mundo, más podrá reclamarle en consideración y buena
voluntad.

La reproducción era angustiosa para todas las esclavas negras fértiles.


Aquellas mujeres malnutridas y sobrecargadas de trabajo rara vez se
encontraban en unas condiciones físicas que permitieran un parto fácil y
seguro. Y los embarazos reiterados sin los cuidados debidos conllevaban
numerosos abortos espontáneos y muertes. Frances Kemble relató lo
siguiente sobre la situación de las mujeres negras en la plantación de su
marido, mujeres que se consideraban afortunadas en comparación con las
esclavas de las plantaciones vecinas:

Fanny ha tenido seis hijos, todos mortinatos salvo uno. Vino a suplicar que le aliviaran la carga de
trabajo en los campos.
Nanny ha tenido tres hijos; dos de ellos han muerto. Acudió a implorar que se cambiara la
norma de enviarla al campo de nuevo transcurridas tres semanas de su confinamiento.
Leah, la esposa de Caesar, ha tenido seis hijos; tres de ellos han muerto.
Sophy, la esposa de Lewis, vino a suplicar algún privilegio. Está sufriendo tremendamente; ha
tenido diez hijos, cinco de ellos muertos. El favor principal que pedía era un trozo de carne, que le
dimos.
Sally, la mujer de Scipio, ha tenido dos abortos y ha dado a luz a tres hijos, uno de los cuales ha
muerto. Acudió quejándose de un dolor incesante y de debilidad en la espalda. Esta mujer tiene
una hija mulata, una esclava llamada Sophy, hija de un hombre blanco llamado Walker que visitó
la plantación.
Charlotte, la esposa de Renty, ha tenido dos abortos y vuelve a estar encinta. El reumatismo
prácticamente la incapacita y me ha mostrado sus pobres rodillas, tan hinchadas que se me ha
encogido el corazón. Le he prometido un par de pantalones de franela, que tengo que encargar que
le confeccionen sin dilación.
Sarah es la esposa de Stephen; el caso y la historia de esta mujer son deplorables. Ha tenido
cuatro abortos; ha traído al mundo siete hijos, cinco de los cuales han muerto, y vuelve a estar
embarazada. Se queja de unos dolores terribles en la espalda y de un tumor interno que se le
hincha al trabajar en los campos; supongo que se le habrá abierto. […] Y supongo que sus
constantes embarazos combinados con el arduo trabajo en los campos puedan haberle producido
una… locura pasajera…
Explico estas cuestiones acerca de sus hijos porque creo que el número que engendran, en
comparación con el número al que dan a luz, es un buen indicador de las repercusiones del sistema
en su propia salud y en la de su prole. Prácticamente todas ellas, como puede apreciarse por los
detalles que he dado acerca de sus dolores, habrían sido candidatas a una cama en un hospital, y
han venido a visitarme tras trabajar durante toda la jornada en los campos.

Kemble admiraba la paciencia con la que las esclavas negras


sobrellevaban el sufrimiento de su arduo trabajo, pero no era ajena a la
«desesperación absoluta» que solía ocultar su aceptación tácita.
La explotación sexual generalizada de mujeres negras era una
consecuencia directa de las políticas sexuales misóginas de la Norteamérica
patriarcal colonial. Puesto que la mujer negra no estaba protegida ni por la
ley ni por la opinión pública, era un blanco fácil. Mientras que el racismo
era claramente el mal que había decretado que se esclavizara a las personas
negras, fue el sexismo lo que determinó que la situación fuera más cruda y
más brutal para las mujeres negras que para los esclavos hombres. Y ese
sexismo no era algo exclusivo de los hombres blancos. La incitación por
parte de los esclavistas al apareamiento entre esclavos conllevó el
establecimiento de una subcultura esclava negra. Y en el seno de dicha
subcultura emergió una política sexual similar. En un principio, los amos
obligaban a las esclavas a aparearse indiscriminadamente. No era
infrecuente que un amo garantizara a un esclavo negro bajo su favor el
privilegio de casarse con una muchacha o una mujer esclava de su elección,
aunque ella no quisiera. No obstante, se comprobó que dicha práctica no era
fructífera. La resistencia al apareamiento forzoso a menudo conllevó
sublevaciones sociales de tal calibre que la mayoría de los esclavistas
consideraron más oportuno permitir que las mujeres y los hombres negros
escogieran a sus parejas. La pareja ponía en conocimiento de los demás su
compromiso estableciendo un hogar nuclear en una cabaña o una choza
vacía. A medida que los africanos desplazados asimilaron los valores
estadounidenses fueron solicitando desposarse mediante las mismas
ceremonias civiles y eclesiásticas que celebraban sus amos y amas;
anhelaban que su unión se reconociera en público. Y pese a que nunca hubo
matrimonios entre esclavos reconocidos legalmente, sí que aspiraban a
celebrar los mismos rituales matrimoniales que sus amos blancos. En
algunas plantaciones, los esclavos llevaron a término ritos de matrimonio
africanos tradicionales, como pedir la mano de la mujer a un pariente y
entregar una pequeña dote por ella. Muchos amos de plantaciones blancos
incorporaron la práctica de que las parejas comprometidas enlazaran sus
manos y saltaran por encima de una escoba como ritual de matrimonio para
los esclavos, un ritual que había sido popular entre los pioneros blancos de
los Estados Unidos. En unas cuantas plantaciones, los amos permitieron que
pastores ordenados oficiaran bodas pese a que el oficio no tuviera valía
legal. La mayoría de los esclavos deseaba que un pastor oficiara su
ceremonia de bodas porque lo consideraban una norma de la cultura
dominante. Sin duda, el cortejo y los matrimonios entre esclavos eran
importantes porque la felicidad de tales ocasiones aliviaba la cruda realidad
de la vida esclava. En su relato sobre la esclavitud, Thomas Jones declaraba
que el esclavo:

despreciado y pisoteado por una raza cruel de hombres sin sentimientos moriría en la flor de su
desgraciada vida de no hallar refugio en un hogar donde recibiera amor y compasión de los
corazones que consideraba sagrados por el afecto irreprimible y la ternura que él mismo les
profesaba.

Los roles de género en la subcultura esclava negra reflejaban los de la


América blanca patriarcal. Dentro de la subcultura esclava negra era la
mujer negra quien cocinaba para la familia, limpiaba la cabaña o choza,
cuidaba de los enfermos, lavaba y remendaba la ropa y colmaba las
necesidades de los niños. En su estudio de las mujeres blancas del sur, The
Southern Lady, Anne Scott relata un incidente en el que un esclavo negro se
negó a realizar una tarea por considerarla indigna de su masculinidad:

En una granja, en un momento crítico en el que la madre y todos los niños estaban enfermos, un
esclavo negro se opuso airado a la sugerencia de que ordeñara la vaca alegando que todo el mundo
sabía que eso era cosa de mujeres y, por consiguiente, él no podía hacerlo.

Mientras que los esclavos negros no estaban en posición de ser


completamente aceptados como figuras de autoridad patriarcales con
derecho a gobernar sobre las mujeres, las mujeres negras no encajaban en
los roles de género existentes, que otorgaban a los hombres un estatus
superior al de las mujeres. Frances Butler Leigh (la hija de Fanny Kemble)
apreció que entre los esclavos de las islas del mar de Georgia «también
imperaba la vieja ley de la sumisión femenina a la voluntad del marido en
todos los aspectos». Las enseñanzas religiosas predicadas a los esclavos
ponían especial énfasis en la aceptación de la superioridad masculina. Las
esclavas cristianas estaban convencidas de que era natural someterse a los
hombres. El amo de una plantación del condado de Lounders, Misisipi,
llamado William Ervin, estableció unas normas para gobernar a sus
esclavos basadas en los roles de género dictados por el patriarcado. Una de
dichas normas decía:

Cada familia vivirá en su propia casa. Los maridos se encargarán de traer la leña, mantendrán a su
esposa y cuidarán de ella. La esposa cocinará y lavará para el marido y sus hijos y se ocupará de
remendar las ropas. El incumplimiento de estas normas por cualquiera de las partes debe
corregirse primero mediante la palabra y, si ello no lo reformase, después con el látigo.

La práctica de los amos blancos de identificar a las esclavas por el


nombre de sus maridos (Jane de Scipio o Sue de John) indica que los
blancos otorgaban a los esclavos un estatus superior que a las esclavas. El
historiador Eugene Genovese afirma:

Los amos sensibles alentaban una división del trabajo por sexos limitada entre sus esclavos y
veían ciertas ventajas en reforzar el poder del hombre en el hogar.

En cuanto a las jerarquías basadas exclusivamente en la raza, el estatus


social de las mujeres y los hombres negros era idéntico, pero la
diferenciación sexista hacía que la condición de los hombres fuera distinta
de la de las mujeres. Únicamente existía una cierta medida de igualdad
social entre ambos sexos en el ámbito laboral. Mujeres y hombres negros
solían desempeñar exactamente las mismas tareas en el campo, pero
tampoco en esa esfera las mujeres podían ascender a posiciones de
liderazgo. Fuera del ámbito laboral, en la vida cotidiana, las esclavas
recibían distinto trato que los esclavos y, en algunos casos, estaban
subordinadas a estos.
En un intento por explicar la repercusión de la esclavitud en los roles de
género aceptados por la población negra, muchos estudiosos
contemporáneos han concluido que la mujer negra fue una figura más
importante en el hogar esclavista que el hombre negro y que, como
resultado, la masculinidad se puso en riesgo. Se ha puesto un énfasis
indebido en la «masculinidad» negra a medida que sociólogos e
historiadores han intentado explicar los efectos nocivos de la opresión
racista en la población negra. Empezó a circular información errónea
cuando los estudiosos de la materia desplazaron la carga de la
responsabilidad de la institución de la esclavitud y sus simpatizantes
blancos a la población negra. Como parte de su esfuerzo por explicar el
impacto negativo de la esclavitud en la familia negra sin culpar ni
responsabilizar de ello al racismo blanco, defendieron que podía entenderse
en el marco de las políticas sexuales entre mujeres y hombres negros.
Argumentaron que, dado que el papel de la esclava negra en el hogar
esclavista era más importante que el del hombre negro, la masculinidad de
este se había puesto en entredicho y, en consecuencia, el tejido estructural
de la familia negra se había deshilachado. Identifican como culpable a la
mujer negra dominante. Los colonos racistas blancos distorsionaron la
realidad al hablar de la desmasculinización de los hombres negros. En
realidad, no había nada raro en el hecho de que las esclavas adoptaran un
papel dominante en el hogar en la Norteamérica decimonónica. Con ello, lo
único que hacían era imitar el comportamiento de sus amas blancas. El
papel dominante que las mujeres blancas desempeñaban en el hogar del
siglo XIX no ha llevado a los estudiosos a teorizar acerca de la inutilidad de
la masculinidad blanca, sino más bien al contrario. El siglo XIX suele
considerarse una época de la historia estadounidenses en la que el
patriarcado blanco fue el bastión de la familia norteamericana. Sin embargo,
este fuerte patriarcado blanco no impidió a las mujeres decimonónicas
asumir el papel dominante en los hogares. Nancy Cott, autora de Bonds of
Womanhood, describe la discrepancia entre la idea patriarcal que había
asignado a los hombres blancos el papel de cabezas de familia y la realidad
del siglo XIX:
Legal y económicamente, el marido/padre controlaba a la familia, pero, retóricamente, la vocación
de la vida doméstica otorgó a las mujeres una esfera propia, que controlaban y en la que tenían
influencia. La maternidad se propuso como la palanca central con la que las mujeres superarían las
divisiones del mundo y, en la práctica, ofreció a las mujeres la mejor oportunidad de incrementar
su poder en el hogar. Los escritores de libros sobre «la escuela en casa» daban por descontado que
los niños vivían, principalmente, en presencia de sus madres, no de sus padres, aunque la
autoridad última (tanto por ley como por convención) fuera patriarcal.

Cabe suponer que, si el hecho de que las mujeres blancas desempeñaran


un papel dominante en el hogar del siglo XIX no comportó ni una pérdida de
la masculinidad ni un socavamiento del poder del hombre blanco, el hecho
de que la esclava negra desempeñara un papel dominante en el hogar
esclavo tampoco debió de representar una amenaza para el hombre negro, a
quien, por otro lado, ya se había desposeído de su poder. La principal
distinción entre el papel familiar desempeñado por los esclavistas blancos y
el desempeñado por los esclavos negros en su subcultura radicaba en que a
los hombres negros se les negaba la oportunidad de ser el sostén económico
de sus familias. Según algunos estudiosos, la incapacidad de mantener
adecuadamente a sus familias, junto con el papel dominante que tenían las
mujeres negras en los hogares esclavos, fue lo que comportó la pérdida de
la masculinidad. Pasan por alto dos realidades. En primer lugar, que en los
Estados Unidos del siglo XIX, el énfasis en el hogar y la familia como la
«esfera femenina» era omnipresente, de manera que no es extraño que las
mujeres negras asumieran un papel preponderante frente a los hombres
negros. Y, en segundo lugar, que los hombres negros sí eran trabajadores y
capaces de mantener a sus familias; lo que sucedía es que los blancos
cosechaban los beneficios de su trabajo. Es ridículo pensar que hombres
negros que trabajaban entre doce y dieciséis horas al día albergaran dudas
acerca de su capacidad para mantener a sus familias. Probablemente sea
más preciso afirmar que los hombres negros esclavizados, más que sentir
que habían perdido su masculinidad, se sentían ultrajados y enojados por el
hecho de que la opresión racista les impidiera disfrutar de los frutos de su
trabajo. En sintonía con la política sexual de los Estados Unidos del siglo
XIX, muchos esclavos negros estaban convencidos de que era su deber velar
por el bienestar económico de su familia y sentían un amargo resentimiento
y remordimientos por el hecho de que el sistema esclavista no les permitiera
desempeñar su función. Pero sentir remordimientos, enojo y resentimiento
no puede considerarse sinónimo de sentir que habían perdido su
masculinidad.
Las personas negras esclavizadas aceptaron las definiciones patriarcales
de los roles de sexo masculinos y femeninos. Creían, como sus amos
blancos, que el papel de la mujer era ocuparse del hogar, criar a los hijos y
obedecer la voluntad del marido. Anne Scott resume la imagen de la mujer
decimonónica idealizada en el pasaje siguiente:

Esta maravillosa creación se describía como la esposa sumisa cuya razón de ser era amar, honrar,
obedecer y, en ocasiones, entretener a su marido, criar a los hijos de este y gobernar el hogar.
Físicamente frágil y «formada para las tareas menos laboriosas», dependía de la protección del
hombre. Y para garantizarse dicha protección, se le otorgaba la capacidad de «hechizar con su
magia» a cualquier hombre a su alrededor. Era tímida y modesta, bella y elegante, «el ser más
fascinante de la creación […], el deleite y encanto de todos los círculos en los que se movía».
Parte de dicho encanto estribaba en su candor. […] Era aguda en sus percepciones de las
relaciones humanas y una criatura con tacto, discernimiento, simpatía y compasión. De naturaleza
abnegada, era dada a padecer en silencio, un atributo con el que se decía que se ganaba la simpatía
de los hombres. Menos atractivas quizá, pero no menos naturales, eran su piedad y su tendencia a
reprimir el vicio y la inmoralidad innatas al hombre. Se le atribuía un profundo interés en el éxito
de cualquier plan destinado a contener las pasiones y velar por una auténtica moralidad.

El «culto a la verdadera feminidad» que afloró durante el siglo XIX tuvo


un hondo efecto desmoralizador en las esclavas negras, que no se sentían
orgullosas de su capacidad de trabajar mano a mano con los hombres en los
campos y, por encima de todo, aspiraban a tener lo mismo que las mujeres
blancas. Los amos de esclavos y capataces blancos averiguaron que su
mejor baza era manipular a las esclavas con la promesa de un nuevo
vestido, de una cinta para el pelo o de un parasol, de cualquier cosa, en
suma, que realzara su feminidad. Era tal el deseo de la esclava de lucir un
aspecto femenino, de damisela, que muchas optaban por llevar vestidos
para trabajar en los campos, en lugar de enfundarse unos pantalones que,
pese a ser más prácticos, se consideraban una prenda masculina. En un
inicio, las africanas desplazadas no consideraban un estigma que las
mujeres trabajaran en los campos, pero, a medida que fueron asimilando los
valores de los estadounidenses blancos, aceptaron la idea de que era
degradante para ellas. En su papel de jornalero en las plantaciones, el
esclavo negro realizaba las mismas tareas que habría tenido que realizar
como una persona libre, mientras que las mujeres negras eran perfectamente
conscientes de que no se consideraba fino ni respetable que las mujeres se
dedicaran a trabajos agrícolas. Henry Watson, propietario de una plantación
en Alabama, se quejaba a su hija en 1865 acerca de la trabajadoras negras
de sus campos en los siguientes términos:

Las mujeres dicen que se supone que ellas no deberían trabajar fuera de casa, que los hombres
blancos mantienen a sus esposas, y pretenden que sean sus maridos quienes las mantengan.

Aunque las esclavas negras solían alardear de su capacidad para el


trabajo, anhelaban ser tratadas con la misma consideración y respeto que
merecían por el privilegio que ser mujer les concedía en la sociedad
patriarcal. En una fecha posterior, Watson informaba:

Las trabajadoras permanecen casi invariablemente inactivas; no van a los campos, ya que desean
que se las trate como damas y sus maridos las mantengan «como hacen los blancos».

El hecho de que a las esclavas negras las obligaran a trabajar como


«hombres» y a existir al margen de la protección y la manutención
masculinas no engendró en ellas una conciencia feminista. Aquellas
mujeres no abogaban por la igualdad social entre ambos sexos. En lugar de
ello, lamentaban con amargura que la cultura dominante no las considerara
«mujeres», motivo por el cual no recibían la consideración y los privilegios
que sí merecían las mujeres blancas. La modestia, la pureza sexual, la
inocencia y un comportamiento sumiso eran las cualidades asociadas con la
condición de mujer, y la feminidad que las esclavas negras se disponían a
conseguir aunque las condiciones en las que vivían socavaran sus esfuerzos.
Cuando llegó la libertad, las mujeres negras decidieron dejar de trabajar en
el campo. Los dueños de plantaciones blancos quedaron boquiabiertos
cuando grandes números de trabajadoras negras se negaron a trabajar como
mano de obra agrícola una vez abolida la esclavitud. Un examen de los
registros de las plantaciones realizado en 1865 y 1866 llevó a Theodore
Wilson a suponer que «la mayor pérdida en cuestión de mano de obra se
debió a la decisión del gran número de mujeres negras que optaron por
dedicar su tiempo a sus hogares e hijos». En las plantaciones donde las
mujeres negras continuaron trabajando en los campos, los propietarios se
quejaron de que abandonaban sus cabañas demasiado tarde por la mañana y
se marchaban de los campos demasiado pronto por la tarde. Los sureños
blancos se asombraron al descubrir que entre los negros se consideraba un
motivo de orgullo que los hombres mantuvieran a sus esposas y familias.
En algunos casos, a los blancos les molestó tanto la pérdida de trabajadoras
que cobraron a los hombres negros un pago adicional por comida y techo si
sus esposas no trabajaban. Al aceptar sin fisuras el papel femenino definido
por el patriarcado, las mujeres negras esclavizadas adoptaron y sostuvieron
un orden social sexista y opresivo y se convirtieron (junto con sus hermanas
blancas) tanto en cómplices de los delitos perpetrados contra las mujeres
como en víctimas de dichos delitos.
2

La devaluación sistemática de la mujer negra

Los estudiosos que escriben acerca de la explotación sexual generalizada de


las esclavas negras rara vez analizan las repercusiones políticas y sociales
que esta tuvo en el estatus de las mujeres negras. En su importante análisis
feminista de la violación, Contra nuestra voluntad, Susan Brownmiller
descuida este tema en el apartado dedicado a la esclavitud. Escribe:

La violación en la esclavitud era más que una herramienta azarosa de violencia. Era un crimen
institucionalizado, parte integral de la subyugación por parte del hombre blanco de un pueblo para
su propio beneficio económico y psicológico.

Aparentemente, Brownmiller parece entender la importancia de tratar la


violación de las mujeres negras durante la esclavitud, como demuestra la
inclusión de este apartado en su libro, pero en la práctica la desmerece,
recalcando que forma parte de la historia, de un pasado pretérito. El
capítulo de su libro se titula «Dos estudios de la experiencia
norteamericana». Y empieza con la siguiente afirmación:

La experiencia norteamericana del Sur esclavo, que se prolongó durante dos siglos, permite un
estudio perfecto de la violación en todas su complejidades si tenemos en cuenta que la integridad
sexual de la mujer negra se aplastó de manera deliberada para que la esclavitud pudiera
mantenerse de manera rentable.
Pese a que Brownmiller logra transmitir a los lectores el hecho de que los
hombres blancos abusaron brutalmente de las mujeres negras durante la
esclavitud, minimiza el impacto que dicha opresión tuvo sobre todas las
mujeres negras en Estados Unidos por el hecho de circunscribirlo al
limitado contexto histórico de un «delito institucionalizado» durante la
esclavitud. Con ello pasa por alto que la violación de las esclavas negras no
solo «aplastó de manera deliberada» su integridad sexual con fines
económicos, sino que conllevó una devaluación de la condición de la mujer
negra que caló en las mentes de todos los estadounidenses y dio forma al
estatus social de todas las mujeres negras una vez concluyó la esclavitud.
Basta con mirar la televisión norteamericana las veinticuatro horas del día
durante toda una semana para saber cómo percibe la sociedad
estadounidense a las mujeres negras. La imagen predominante es la de la
mujer «caída en desgracia», la ramera, la zorra, la prostituta.
El éxito de condicionar al pueblo estadounidense a adoptar un sesgo
sexista y racista que les hace contemplar a la mujer negra como un ser de
poco valor y poca valía resulta evidente cuando feministas blancas
conscientes restan importancia a la opresión sexista de las mujeres negras,
tal como hace Brownmiller. Esta no informa a los lectores de que los
hombres blancos continuaron abusando sexualmente de mujeres negras
mucho después del fin de la esclavitud ni de que tales violaciones estaban
consentidas socialmente. Ni siquiera recalca que la razón principal por la
cual la violación de mujeres negras nunca ha recibido la escasa atención
que recibe la violación de mujeres blancas es que la opinión pública blanca
siempre ha concebido a las mujeres negras como sexualmente permisivas,
disponibles y receptoras entusiastas de cualquier asalto sexual por parte de
cualquier hombre, sea blanco o negro. La designación de todas las mujeres
negras como personas sexualmente depravadas, inmorales y ligeras tiene
sus raíces en el sistema esclavista. Mujeres y hombres blancos justificaban
la explotación sexual de las esclavas negras alegando que eran las
incitadoras de las relaciones sexuales. A partir de dicho pensamiento fraguó
el estereotipo de las mujeres negras como salvajes sexuales y, en términos
sexistas, una salvaje sexual, un ser no humano, un animal, no puede ser
violado. Cuesta creer que Brownmiller desconozca estas realidades, lo cual
me lleva a concluir que no las considera relevantes.
Ya durante la esclavitud, las personas blancas establecieron una jerarquía
social basada en la raza y el sexo que situaba a los hombres blancos en el
eslabón más alto, a las mujeres blancas por debajo de ellos, si bien a veces
al mismo nivel que los hombres negros, que ocupaban el tercer peldaño, y a
las mujeres negras, en el escalafón más bajo. Lo que esto significa en
términos de la política sexual de la violación es que, si un hombre negro
viola a una mujer blanca, esa violación se considera más importante y más
significativa que la violación de miles de mujeres negras por parte del
hombre blanco. La mayoría de los estadounidenses, y en ellos incluyo a la
población negra, reconocen y aceptan esta jerarquía, que han interiorizado
de manera consciente o inconsciente. Por este motivo, a lo largo de toda la
historia de Estados Unidos, la violación de mujeres blancas por parte de
hombres negros ha atraído mucha más atención y se ha considerado mucho
más importante que la violación de mujeres negras tanto por parte de
hombres blancos como negros. Brownmiller perpetúa la creencia de que el
peligro real de la explotación sexual interracial para las mujeres en la
sociedad estadounidense es la violación de mujeres blancas por parte de
hombres negros. Uno de los capítulos más largos de su libro versa sobre
este tema. Es significativo que titule su análisis de la violación de mujeres
amerindias y mujeres negras por parte de hombre blancos «Un estudio de la
historia norteamericana» y, en cambio, titule su capítulo sobre la violación
de mujeres blancas por parte de hombres negros «Una cuestión de raza». En
uno de los párrafos iniciales de este capítulo, escribe: «El racismo, el
sexismo y la lucha contra ambos convergen en el punto de la violación
interracial, la desconcertante encrucijada de un auténtico dilema peculiar de
los Estados Unidos». Brownmiller no menciona términos como «violación
interracial» o «sexismo» en sus capítulos sobre la violación de mujeres de
color.
A resultas de la explotación sexual de las mujeres negras durante la
esclavitud se produjo una devaluación de la condición de la mujer negra
que se ha perpetuado durante siglos. Ya he mencionado con anterioridad
que, mientras que muchos ciudadanos concienciados lamentaban la
explotación sexual de las mujeres negras tanto durante la esclavitud como
en fechas posteriores, como todas las víctimas de una violación en la
sociedad patriarcal se consideraba que estas mujeres habían perdido su
valor y su valía a consecuencia de la humillación sufrida. Los anales de la
esclavitud revelan que los mismos abolicionistas que condenaban en
público la violación de mujeres negras las consideraban más cómplices que
víctimas. En su diario, la blanca sureña Mary Boykin Chestnut dejó escrito:

(14 de marzo de 1861). Bajo la esclavitud, vivimos rodeados de prostitutas mientras que a las
mujeres abandonadas se las expulsa de cualquier casa decente. ¿Quién piensa mal de una mujer
negra o mulata por ser algo que ni siquiera puede mentarse? Que Dios nos ampare, pero el nuestro
es un sistema monstruoso, defectuoso y desigual. Como los patriarcas de antaño, nuestros
hombres comparten casa con sus esposas y concubinas; y los mulatos a los que vemos en todas las
familias guardan una cierta semblanza con los hijos blancos. Cualquier mujer podría decir quién
es el padre de todos los niños mulatos de un hogar cualquiera, salvo del suyo propio. Al parecer,
debe de creer que esos han caído del cielo. A veces hiervo de indignación. Doy gracias por las
mujeres de este país, pero compadezco a los hombres. Probablemente no sean peores que los
hombres de otros lugares, pero, cuanto más baja la amante, más se degradan ellos.

(20 de abril de 1861). No se permiten libros de mala fama en la casa, salvo en la biblioteca, bajo
llave, una llave que el amo guarda en su bolsillo; sin embargo, las mujeres de mala fama, si no son
blancas y forman parte del servicio doméstico, pueden pulular por la casa sin problemas. El juego
del avestruz se considera un acto cristiano. A estas mujeres no se las considera un contingente más
peligroso que un canario.

(22 de agosto de 1861.) Odio la esclavitud. Dicen que no hay más mujeres caídas en desgracia en
una plantación que en Londres, en números proporcionales. Pero ¿qué decir de un magnate que
regenta un atroz harén negro con sus consecuencias bajo el mismo techo que su encantadora
esposa y sus bellas y educadas hijas?

Estas entradas de diario indican que Chestnut consideraba a las mujeres


negras esclavizadas responsables de su destino. Dirige su ira y su enojo
contra ellas, no contra los hombres blancos. Aunque las imágenes
estereotípicas de la mujer negra durante la esclavitud se basaban en el mito
de que todas las negras eran mujeres inmorales y de cascos sueltos, los
relatos y los diarios de las propias esclavas del siglo XIX no recogen prueba
alguna de que estuvieran de ningún modo más «liberadas» sexualmente que
las mujeres blancas. La gran mayoría de las esclavas negras asimilaron la
moralidad sexual de la cultura predominante y la adaptaron a sus
circunstancias. A las niñas negras esclavas se les enseñó, al igual que a las
niñas blancas, que la castidad era la naturaleza espiritual ideal de la mujer y
que la virginidad era su estado físico ideal, por más que el conocimiento de
la moralidad sexual aceptable no alterara la realidad de que no existía
ningún orden social que las protegiera de la explotación sexual.
Cuando acabó la esclavitud, mujeres y hombres negros se alegraron de su
recién adquirida libertad de expresar su sexualidad. Tal como había pasado
con los pioneros blancos, los negros recién liberados carecían de un orden
sexual que rigiera y refrenara su comportamiento sexual y se abandonaron a
sus caprichos. Los esclavos liberados debieron de sentirse bien ante la
oportunidad repentina de elegir una pareja sexual y comportarse como les
placiera. Algunas mujeres negras liberadas ejercieron su libertad sexual
recién descubierta estableciendo relaciones sexuales libres con hombres
negros. Los blancos contemplaban la actividad sexual de las esclavas
liberadas como una prueba más de que las mujeres negras eran unas
libertinas y unas depravadas morales por naturaleza. Prefirieron desatender
el hecho de que la gran mayoría de las mujeres y los hombres negros
intentaban adaptarse a los valores y los patrones conductuales considerados
aceptables por los blancos. Durante los años de la Reconstrucción Negra,
entre 1867 y 1877, las mujeres negras se esforzaron por cambiar las
imágenes negativas perpetuadas por los blancos que se tenía de ellas. Para
intentar disipar el mito de que todas las mujeres negras eran unas
licenciosas, imitaron la conducta y el amaneramiento de las mujeres
blancas. Pero, mientras las mujeres y los hombres negros liberados
intentaban cambiar las imágenes estereotípicas de la sexualidad femenina
negra, la sociedad blanca se resistía a que así fuera. Allá donde fueran las
mujeres negras, ya fuera en la vía pública, en comercios o en sus puestos de
trabajo, se las abordaba y sometía a comentarios obscenos e incluso a
abusos físicos por parte de mujeres y hombres blancos. Y las mujeres
negras que más sufrieron fueron aquellas cuyo comportamiento era
paradigmático de una «dama». Una mujer negra vestida con esmero, limpia
y con unos modales dignos solía ser objeto de vilipendios por parte de
hombres blancos que la zaherían y se burlaban de sus esfuerzos por mejorar.
Le recordaban que los blancos nunca la contemplarían como una persona
digna de consideración o respeto.
En las revistas y los periódicos más destacados, periodistas blancos
hacían escarnio a diario de los esfuerzos de la población negra por mejorar
su imagen. Se deleitaban entreteniendo a sus lectores con estereotipos
negativos de personas negras. Rayford Logan examina hasta qué punto los
principales periódicos y revistas perpetuaron de manera deliberada los
mitos y estereotipos negativos acerca de las personas negras en su estudio
de los años comprendidos entre 1877 y 1918, titulado The Betrayal of the
Negro. Logan afirma que los blancos realizaron un esfuerzo concertado por
perpetuar el mito de que todas las mujeres negras eran disolutas e
inmorales. Escribe:

La supuesta falta de castidad de las mujeres negras, en general, se analizaba en un artículo


aparecido en el Atlantic. Esta impureza se atribuía a su falta de preocupación por la pureza sexual
y al libre uso que los hombres blancos hicieron de ellas. El autor añadía que la inmoralidad sexual
de las mujeres negras disuadía a mujeres y hombres blancos de darse al libertinaje.

El objetivo de artículos de esta índole no era otro que mantener la


separación de las razas. Convencían a los lectores blancos de que no les
interesaba vivir como iguales sociales con los negros alegando que el
contacto con la moral disoluta de los negros (y en particular con la de las
negras) comportaría un desmoronamiento de todos los valores morales. El
público blanco justificaba los abusos sexuales de los hombres blancos a las
mujeres negras argumentando que eran ellas quienes los alentaban con su
inmoralidad.
La explotación sexual de las mujeres negras socavó la moral de los
negros recién liberados, quienes tenían la sensación de que, si no lograban
cambiar la imagen perniciosa de la mujer negra, nunca conseguirían elevar
la concepción de la raza en su conjunto. Casada o soltera, niña o mujer, la
mujer negra era una diana probable para los violadores blancos.
Preocupados, los padres advertían a las muchachas jóvenes negras que no
caminaran por calles solitarias y que evitaran el contacto con hombres
blancos en la medida de lo posible. Y aunque tales prácticas reducían la
explotación sexual, esta no desapareció, porque la mayoría de los abusos
sexuales ocurrían en el puesto de trabajo. Una mujer negra joven recién
casada empleada como cocinera de una mujer blanca relataba que, al poco
de empezar a trabajar en una casa, el marido había intentado propasarse con
ella:

Recuerdo perfectamente el primer y último empleo del que me despidieron. Perdí el trabajo
porque me negué a permitir que el marido de la señora me besara. Debía estar acostumbrado a
tales excesos de familiaridad con sus criadas, o bien los daba por supuestos, porque, sin más
preámbulo, poco después de que me instalara como cocinera, se me acercó, me rodeó con los
brazos y estaba a punto de besarme cuando le pregunté qué pretendía y lo aparté de un empujón.
Yo era joven y recién casada y aún no sabía lo que ha sido una carga para mi mente y mi espíritu
desde entonces: que la castidad de una mujer de color en esta parte del país carece de toda
protección. Me fui a casa sin pensármelo dos veces y le expliqué a mi marido lo sucedido. Cuando
mi marido se presentó a ver al hombre que me había humillado, este lo insultó, lo abofeteó e…
hizo que lo arrestaran. El juez le impuso a mi marido una multa de 25 dólares. Yo estuve presente
en la vista y testifiqué bajo juramento sobre la humillación que me había infligido aquel hombre.
El hombre blanco, por descontado, negó los cargos. El viejo juez alzó la vista y dijo: «Este
tribunal nunca dará más valor a la palabra de un negro que a la de un blanco».

A menudo, las mujeres negras entablaban relaciones sexuales con


empleados blancos bajo coacción, pues estos las amenazaban con
despedirlas si no se sometían a sus demandas sexuales. Una mujer negra
declaró:

Creo que prácticamente todos los hombres blancos se toman licencias indebidas, o esperan
tomárselas, con sus criadas de color… no solo el padre, sino también, en muchos casos, los hijos.
Y las criadas que se rebelan contra tales familiaridades deben o bien dejar su empleo o afrontar
tiempos difíciles, si permanecen en él. En comparación, quienes aceptan mansamente estas
relaciones indecorosas viven a cuerpo de rey. Siempre tienen algo de calderilla para gastar, visten
mejores ropas y consiguen tener al menos un día libre a la semana… y a menudo más. Las
mujeres blancas de estos hogares no siempre son ajenas a tal degradación moral. Sé de más de una
mujer de color a la que mujeres blancas las han importunado abiertamente para que se conviertan
en amantes de sus maridos, alegando que ellas, las esposas blancas, temían que, si sus maridos no
se relacionaban con mujeres de color, seguramente lo harían fuera del hogar con mujeres blancas,
y las esposas blancas, por motivos que deberían ser perfectamente evidentes, preferían que sus
maridos pecasen con mujeres de color para mantenerlos a raya.

Una vez concluida la esclavitud, el acoso sexual de las mujeres negras


era tan generalizado tanto en el Norte como en el Sur que mujeres y
hombres negros indignados escribieron artículos en diarios y revistas
suplicando a la ciudadanía estadounidense que adoptara medidas en contra
de los abusadores blancos y negros que se propasaban con las mujeres
negras. Un artículo publicado en el número de enero de 1912 del
Independent y escrito por una enfermera negra imploraba el fin de los
abusos sexuales:

Las pobres mujeres de color que nos ganamos el salario en el Sur libramos una batalla espantosa.
[…] Por una parte nos asaltan hombres blancos y, por la otra, hombres negros, que deberían ser
nuestros protectores naturales, y tanto en la cocina como en la bañera, sentadas a la máquina de
coser, empujando el cochecito del bebé o de pie tras la tabla de planchar, somos poco más que
bestias de carga, mulas, esclavas. En el futuro lejano, puede que dentro de siglos y siglos, se erija
un monumento de latón o piedra a las Viejas Madres Negras del Sur, pero lo que necesitamos es
ayuda en el presente, compasión en el presente, mejores salarios, mejores horarios, más protección
y la oportunidad de respirar de una vez por todas como mujeres libres mientras estamos vivas.

Cuando personas negras hicieron un llamamiento a la población blanca


para que les ayudara en su lucha por proteger a la mujer negra, sus
peticiones cayeron en oídos sordos. La tendencia de los blancos a
contemplar a todas las mujeres negras como unas disolutas sexuales que no
merecían ningún respeto estaba tan extendida que los logros de estas
pasaban desapercibidos. Incluso si una mujer negra concreta llegaba a ser
abogada, médico o maestra, era probable que los blancos la calificaran de
ramera o prostituta. Todas las mujeres negras, independientemente de sus
circunstancias, se amontonaban en la categoría de objetos sexuales
disponibles. En una fecha tan tardía como la década de 1960, la dramaturga
negra Lorraine Hansberry incluía en su obra To Be Young, Gifted, and Black
escenas que enfatizaban la percepción que los blancos (en particular, los
hombres) tenían de las mujeres negras como objetos sexuales, como
prostitutas. En la obra, una joven empleada doméstica negra afirma:

Muy bien. Pues ya saben algo sobre mí que no sabían. En las calles, cualquier jovencito blanco de
Long Island o Westchester que me ve asoma la cabeza por la ventanilla de su coche y me grita:
«¡Eh, bomboncito! ¡Hola, Jezabel! ¡Eh, tú, malentendido de cien dólares! ¡Tú, sí, tú! Apuesto a
que sabes dónde pasar un buen rato esta noche…».
Síganme algún día y comprobarán que no miento. Puedo estar regresando a casa tras pasar ocho
horas en la cadena de montaje o catorce horas en la cocina de la señora Halsey, puedo estar ese día
llena de trescientos años de ira, tanta que echo fuego por los ojos y me tiembla la piel… y los
jovencitos blancos en las calles me miran y lo único que piensan es en sexo. Es lo único en lo que
piensan cuando me ven… Tanto da que vengas del mismísimo calvario: si eres negra, no les cabe
duda de que te pueden comprar.
Hansberry demuestra que esta actitud hacia las mujeres negras trascendía
las fronteras de clase. En un momento posterior de la obra, una mujer negra
profesional de mediana edad con aspecto chic dice:

«¡Eh, bomboncito! ¡Hola, Jezabel! ¡Eh, tú, malentendido de cien dólares! ¡Tú, sí, tú! En la calle,
los jovencitos blancos me miran y piensan en sexo. Es lo único en lo que piensan cuando me
ven…».

Como Susan Brownmiller, la mayoría de las personas tienden a


considerar que la devaluación de la mujer negra se circunscribió
únicamente al contexto de la esclavitud. En realidad, la explotación sexual
de las mujeres negras continuó mucho después del fin de la esclavitud y se
institucionalizó mediante otras prácticas opresoras. La devaluación de la
mujer negra tras la manumisión fue un esfuerzo consciente y deliberado por
parte de los blancos para sabotear la creciente seguridad y respeto por sí
mismas de las mujeres negras. En Black Women in White America, Gerda
Lerner analiza el «complejo sistema de mecanismos de apoyos y mitos
perpetuados» que tanto las mujeres como los hombres blancos establecieron
para espolear la explotación sexual de las mujeres negras y garantizar que
no se produjera cambio alguno en su estatus social:

Uno de ellos fue el mito de la mujer negra «mala». Al otorgar un nivel de sexualidad distinto a
todos los negros, con relación a los blancos, y mitificar su mayor potencia sexual, podía
convertirse a la mujer negra en la personificación de la libertad y el abandono sexuales. Se creó el
mito de que todas las mujeres negras estaban abiertas a proposiciones indecentes, que tenían una
moral «disoluta» y, por consiguiente, no merecían la consideración y el respeto que se concedía a
las mujeres blancas. Con acuerdo a esta mitología racista, toda mujer negra era, por definición,
una ramera, de tal manera que acosarla y abusar de ella sexualmente no era censurable ni
comportaba las sanciones habituales atribuidas a este tipo de comportamiento. Una amplia
variedad de prácticas reforzaba este mito: las leyes en contra del matrimonio interracial, la
denegación del título de «Sra.» o «Srta.» a cualquier mujer negra, los tabúes contra toda mezcla
social respetable de las razas, la negación a permitir a las clientas negras que se probaran ropa en
los comercios antes de efectuar una compra, la asignación de aseos comunes para ambos sexos en
el caso de los negros, y penas legales distintas en el caso de violación, abuso de menores u otros
delitos sexuales cuando estos se cometían contra mujeres blancas o negras.

La devaluación sistemática de la mujer negra no fue una simple


consecuencia directa del odio racial, sino un método calculado de control
social. Durante los años de la Reconstrucción, los negros liberados habían
demostrado que, si se les concedían las mismas oportunidades que a los
blancos, podían destacar en todos los ámbitos. Sus logros representaban un
desafío directo a las ideas racistas acerca de la inferioridad inherente de las
razas oscuras. En aquellos gloriosos años, parecía que los negros podían
asimilarse y amalgamarse de manera rápida y exitosa en la cultura
estadounidense general. Y los blancos reaccionaron al progreso de los
negros intentando restablecer el antiguo orden social. Para mantener la
supremacía blanca, instauraron un nuevo orden social basado en la
segregación racial. Este período de la historia estadounidense se conoce
comúnmente como los años de Jim Crow o de «iguales, pero separados», si
bien ambas expresiones desvían la atención del hecho de que la separación
racial tras el fin de la esclavitud fue un movimiento político deliberado por
parte de los supremacistas blancos. Dado que el mestizaje representaba la
mayor amenaza para la solidaridad racial blanca, se estableció un complejo
sistema de leyes y tabúes sociales para mantener la separación de las razas.
En la mayoría de los estados del país se aprobaron leyes que prohibían el
matrimonio interracial, por más que dichas leyes no impidieron la unión de
negros y blancos. En los estados del norte, los matrimonios entre hombres
negros libertos y mujeres blancas fueron numerosos. Y los hombres blancos
que así lo deseaban legalizaron sus relaciones con antiguas esclavas negras.
Un reportaje sobre el matrimonio entre un hombre blanco y una mujer
negra publicado en el diario de Nueva Orleans Tribune llevaba por titular
«El mundo se mueve». En su artículo, la periodista aconsejaba a otros
hombres blancos «aprovechar la oportunidad, ahora que la ley lo permite,
para reconocer legítimamente a sus hijos». Los matrimonios interraciales
entre mujeres negras y hombres blancos suscitaban miedo e ira entre la
población blanca. Las uniones sexuales legalizadas entre hombres blancos y
mujeres negras y las uniones sexuales legalizadas entre hombres negros y
mujeres blancas amenazaban los mismísimos cimientos de la segregación
racial. Y, viendo que las leyes antimestizaje no eran lo bastante disuasorias
para evitar el matrimonio interracial, los hombres blancos recurrieron a la
guerra psicológica para imponer el ideal de la supremacía blanca.
Emplearon dos mitos importantes para lavarles el cerebro a todos los
blancos con respecto a los negros recién liberados: el mito de la mujer negra
disoluta o «mala» y el mito del violador negro. Ninguno de estos mitos se
sustentaba en hechos.
En ningún momento de la primera mitad del siglo XX hubo un gran
número de hombres negros violando a mujeres blancas o buscando
establecer relaciones ilícitas con ellas. El estudio de Joseph Washington
sobre la unión interracial titulado Marriage in Black and White documenta
el hecho de que los hombres negros que buscaban relaciones con mujeres
blancas las pretendían en matrimonio. La reacción de la población blanca
no estuvo motivada en ningún momento por una elevada incidencia de
violaciones interraciales durante la Reconstrucción; a lo único que
respondía era a una voluntad de evitar el matrimonio interracial. Y para
ello, los blancos recurrieron a linchamientos, castración y otros castigos
brutales con el fin de impedir que hombres negros entablaran relaciones con
mujeres blancas. Perpetuaron el mito de que todos los hombres negros
ansiaban violar a mujeres blancas con el fin de que estas no mantuvieran
relaciones de amistad con los negros por temor a ser brutalmente agredidas.
La atroz naturaleza de los ataques violentos contra la masculinidad de los
negros ha llevado a los historiadores y sociólogos a asumir que lo que más
temían los blancos era la unión entre mujeres blancas y hombres negros. En
realidad, temían que se autorizara legalmente la mezcla racial entre ambos
sexos en cualquier combinación, pero, dado que era más probable que
hombres negros solicitaran aprobación legal de sus relaciones con mujeres
blancas mediante el matrimonio, fueron ellos los que se llevaron la peor
parte de los ataques blancos supremacistas. Al convencer a las mujeres
blancas para que concibieran a los hombres negros como bestias salvajes,
los supremacistas blancos lograron sembrar un terror suficiente en la mente
de estas para que evitaran todo contacto con hombres negros.
En el caso de las mujeres negras con hombres blancos, el sexo interracial
se alentaba y consentía siempre que no derivara en matrimonio.
Perpetuando el mito de que todas las mujeres negras eran infieles y
licenciosas por naturaleza, los blancos esperaban devaluarlas hasta tal punto
que ningún hombre blanco quisiera casarse con ellas. Después de la
manumisión, los hombres blancos que trataban a las mujeres negras con
respeto o pretendían integrar a una mujer negra en la sociedad blanca
respetable fueron víctimas de persecución y ostracismo. Durante la
esclavitud había sido normal que un hombre blanco de clase alta o media
tomara como amante a una mujer negra o conviviera abiertamente con ella
sin suscitar demasiada desaprobación pública. En Roll, Jordan, Roll,
Eugene Genovese escribe:

Algunos destacados dueños de plantaciones alardeaban de sus amantes negras y de sus hijos
mulatos. David Dickson, de Georgia, uno de los dirigentes más destacados del movimiento en
defensa de la reforma de la agricultura sureña, perdió a su esposa en fechas prematuras, tomó una
amante y toleró una cierta desaprobación social por el hecho de vivir abiertamente con ella y con
los hijos de ambos. Bennet H. Barrow, de Luisiana, estalló de ira ante una conducta similar por
parte de sus vecinos. Los también plantadores de la Parroquia Feliciana del Oeste, dijo, eran, por
supuesto, contrarios al abolicionismo. «Sin embargo, esas gentes aceptan la amalgamación en la
peor de sus formas en esta parroquia. Josias Grey lleva a sus hijos mulatos con él a lugares
públicos y recibe una compañía similar de Nueva Orleans…». El primer alcalde de Memphis,
Marcus Winchester, tenía una bella amante cuarterona con quien se desposó y a la que llevó a
Luisiana. Su sucesor, Ike Rawlins, vivía con una mujer esclava. No contrajo matrimonio con ella,
pero sí se ocupó de mantener económicamente con generosidad a los hijos de ambos. Y tampoco
los Natch, esos indianos altaneros, anduvieron faltos de escándalos. Otros observadores blancos
informan de relaciones por el estilo, exhibidas en público y aceptadas por la sociedad con poco
más que un murmullo y un ligero ostracismo social. Varias hijas de negros libres adinerados
contrajeron matrimonio con hombres blancos respetables.

Los matrimonios entre mujeres negras y hombres blancos se toleraron


durante la esclavitud porque su número era ínfimo y no representaban una
amenaza para el régimen supremacista blanco. Pero dejaron de tolerarse
después de la manumisión. En el estado de Kentucky se solicitó al Tribunal
Supremo que juzgara como enajenado a un hombre blanco que deseaba
casarse con una esclava que en el pasado había sido de su propiedad.
Cuando la esclavitud concluyó y los blancos declararon que ninguna mujer
negra, al margen de su estatus social o color de piel, podría considerarse
nunca una «dama» dejó de considerarse socialmente aceptable que un
hombre blanco tuviera una amante negra. En lugar de ello, la devaluación
institucionalizada de las mujeres negras alentó a todos los hombres blancos
a contemplarlas como prostitutas. Se instó a los hombres blancos de clase
baja, quienes habían tenido poco contacto sexual con mujeres negras
durante la esclavitud, a creer que tenían derecho a acceder a los cuerpos de
estas. En las grandes ciudades, el ansia de usar a mujeres negras como
objetos sexuales conllevó la aparición de numerosos prostíbulos que
abastecían cuerpos negros para satisfacer la demanda creciente de los
hombres blancos. El mito perpetuado por los blancos de que las mujeres
negras tenían una sexualidad más exacerbada espoleó a los explotadores
sexuales y a los violadores blancos. Este mito estaba tan arraigado en la
mente de los blancos que un escritor blanco sureño afirmaba:

Yo lo sabía todo sobre el acto sexual, pero hasta los doce años no supe que se realizaba con
mujeres blancas por placer; hasta entonces pensaba que solo las mujeres negras hacían el amor
con hombres blancos por mera diversión, dado que eran las únicas con un deseo animal de
someterse de ese modo.

La integración racial en la segunda parte del siglo XX comportó el derribo


de muchas barreras a los matrimonios interraciales. No obstante, la mezcla
de razas que los sociólogos habían anticipado no se produjo. Si bien cada
vez fueron más los hombres negros que contrajeron matrimonio con
mujeres blancas, la situación inversa no se produjo. Estas diferencias de
actitud no fueron una coincidencia. Aunque se habían registrado cambios en
la actitud pública hacia los hombres negros, no se había producido ninguno
con respecto a la imagen perniciosa de las mujeres negras. En la década de
1970, el mito según el cual todos los hombres negros eran violadores había
dejado de ser predominante en la conciencia pública estadounidense. Una
explicación a este cambio fue el conocimiento creciente del modo como los
blancos en el poder esgrimían dicho mito para perseguir y torturar a
hombres negros. Una vez el mito dejó de aceptarse como una verdad
incontestable, las mujeres blancas que lo desearon pudieron entablar
libremente relaciones con hombres negros y viceversa.
El éxito de películas como Adivina quién viene esta noche o La gran
esperanza blanca dejó claro que la población estadounidense blanca no era
reacia a reconocer la atracción entre hombres negros y mujeres blancas que
acababan en matrimonio. La aceptación de estas películas por parte del
público indica que había dejado de temer la unión entre hombres negros y
mujeres blancas. Sin embargo, mientras que la mayoría de la población
blanca ha dejado de perpetuar el mito de que todos los hombres negros son
violadores, sí continúa dando pábulo a la leyenda de que todas las mujeres
negras son licenciosas y utiliza su devaluación de la mujer negra como
herramienta para desalentar la popularización del matrimonio entre
hombres blancos y mujeres negras. Los norteamericanos blancos han
renunciado legalmente a la estructura de la segregación que antaño
caracterizó las relaciones interraciales, pero no han renunciado al dominio
blanco. Dado que el poder en los Estados Unidos patriarcales y capitalistas
está en manos de hombres blancos, la amenaza actual evidente a la
solidaridad blanca es el matrimonio interracial entre hombres blancos y
mujeres de color y, en particular, mujeres negras. Y dado que los blancos
siempre han tenido más interés voyerístico en las relaciones sexuales entre
mujeres blancas y hombres negros, y también más fobia, la existencia de
rígidos tabúes sociales que prohíben el matrimonio de hombres blancos con
mujeres negras a menudo se pasa complemente por alto, por más que dichos
tabúes podrían haber tenido un impacto mucho mayor en nuestra sociedad
que los tabúes contra el emparejamiento de hombres blancos con mujeres
negras. La misma población estadounidense blanca que no tenía problemas
con la emisión en la televisión nacional de películas como Adivina quién
viene esta noche sobre el matrimonio entre un hombre negro y una mujer
blanca reaccionaba con indignación e ira cuando una serie emitida en franja
diurna, Days of Our Lives, incluyó un capítulo en el que un joven blanco
respetable se enamoraba de una mujer negra.
Los hombres blancos mantuvieron los tabúes relativos a la unión entre
mujeres blancas y hombres negros porque les interesaba limitar la libertad
sexual de las mujeres blancas y asegurarse de que su «propiedad» femenina
no fuera invadida por hombres negros. En un momento en el que los
métodos anticonceptivos artificiales han restado importancia a la virginidad
femenina y proporcionado a todos los hombres mayor acceso al cuerpo
femenino, los hombres blancos demuestran menos interés en vigilar las
actividades sexuales de las mujeres blancas. En la actualidad, los
matrimonios entre hombres negros y mujeres blancas se aceptan más
abiertamente y aumentan en número. La explicación sobre por qué los
matrimonios entre mujeres blancas y hombres negros se aceptan con más
facilidad que los matrimonios entre hombres blancos y mujeres negras
puede encontrarse en la política sexual patriarcal. Puesto que las mujeres
blancas representan un grupo indefenso cuando no se alían con hombres
blancos poderosos, su matrimonio con hombres negros no supone una gran
amenaza para el patriarcado blanco existente. En nuestra sociedad
patriarcal, si una mujer blanca con dinero se casa con un hombre negro,
adopta legalmente el estatus del marido. Y, en la misma línea, si una mujer
negra se casa con un hombre blanco, adopta el estatus social de este,
adquiere su apellido y los hijos de ambos son los herederos del marido. En
consecuencia, si una gran mayoría de ese reducido grupo de hombres
blancos que dominan los órganos de toma de decisiones de la sociedad
estadounidense se casara con mujeres negras, los cimientos del imperio
blanco se verían amenazados.
Un complejo sistema de mitos y estereotipos negativos socializa a diario
a los hombres blancos para que contemplen a las mujeres negras como
parejas inadecuadas para el matrimonio. En la historia de los Estados
Unidos, el número de hombres blancos que han querido casarse con
mujeres negras nunca ha sido equiparable al de hombres negros que querían
desposarse con mujeres blancas. Los expertos han argumentado que, puesto
que los hombres blancos siempre han tenido un acceso «libre» y sin
restricciones a los cuerpos de mujeres negras, no han estimado necesario
legitimar dichas relaciones mediante el matrimonio. Su argumento omite los
diversos factores que determinan la adecuación para el matrimonio. Joseph
Washington escribe:

Los hombres blancos no han sido serios en sus relaciones con las mujeres negras, lo cual contrasta
con la seriedad de las relaciones entre hombres negros y mujeres blancas.

Washington ofrece una explicación a esta percepción del hombre blanco


de las mujeres negras como «bestias» sexuales, como salvajes inadecuadas
para el matrimonio. Washington no analiza el hecho de que la gente blanca
perpetúe de manera deliberada mitos acerca de la sexualidad bestial de las
mujeres negras con el fin de desalentar a los hombres blancos de
contemplar a las mujeres negras como posibles cónyuges. Los blancos
consienten las relaciones interraciales entre mujeres negras y hombres
blancos solo en el marco de un sexo degradante. A través de los medios de
comunicación, en especial de la televisión, se nos continúan inculcando
imágenes negativas de la mujer negra. En la serie de horario diurno en la
que el joven blanco se enamora de una mujer negra, a esta se la describe
exclusivamente en términos de estereotipos negativos. Sus rasgos se
distorsionan mediante un maquillaje excesivo y lleva los labios
embadurnados de una sustancia grasienta para que parezcan más gruesos de
lo que son; lleva peluca y se viste con prendas que hacen que parezca que
tiene un poco de sobrepeso. En la vida real, la actriz no se parece en nada al
personaje que encarna en la serie, y es el único personaje al que se
caracteriza de manera radicalmente distinta y cuyos rasgos están muy
distorsionados. Sin tales distorsiones, se trata de una mujer de aspecto
saludable y atractiva sin ninguna similitud con el estereotipo negativo que
los blancos tienen de las mujeres negras. Cabe destacar que los rasgos
faciales de la mujer blanca con quien rivaliza no se alteran en absoluto. En
el pasado reciente, la imagen más repugnante de la mujer negra que se ha
plasmado en televisión ha sido en la comedia de situación Detective School.
A la mujer negra se la ridiculiza constantemente por su fealdad, su mal
genio, etc. Cuando no se burlan de ella, los hombres blancos de la serie la
atacan físicamente. Las mujeres blancas contra quienes se la contrapone son
rubias atractivas estereotípicas. En otras series televisivas, la imagen
predominante de las mujeres negras es la de objetos sexuales, prostitutas,
etc. La segunda imagen es la de la figura maternal gruñona y oronda.
Incluso la series que incorporan entre el reparto a niñas negras las retratan
con acuerdo a estereotipos negativos. La niñita negra de la serie cómica
What’s Happening se retrataba como una Zafiro1 en miniatura, siempre
gruñendo y explicando chismes sobre su hermano. Tampoco en el cine
estadounidense las mujeres negras han salido mejor paradas. Una película
reciente que ofrecía otra imagen de la mujer negra era Recuerda mi nombre,
una cinta que ensalzaba la dureza de la mujer blanca «liberada» actual. De
manera significativa, como medida de su dureza se esgrimía que era capaz
de golpear y maltratar a una mujer negra que tiene un novio blanco. Las
imágenes positivas de la mujer negra suelen ser las que la retratan como una
figura maternal, religiosa y sufridora cuyos atributos más entrañables son su
capacidad de sacrificio y su abnegación hacia sus seres queridos.
Las imágenes negativas de mujeres negras en el cine y la televisión no
solo se graban en las psiques de los hombres blancos, sino que afectan a
todos los estadounidenses. Madres y padres negros suelen lamentar que la
televisión mina la seguridad en sí mismas y la autoestima de las chicas
negras. Incluso en los anuncios televisivos, rara vez aparece una muchacha
negra. Ello se debe, principalmente, a que los estadounidenses machistas y
racistas tienden a considerar al hombre negro como el representante de la
raza negra. De ahí que la publicidad en revistas incluya a una mujer y un
hombre blancos, pero considere suficiente utilizar un hombre negro para
representar a la población negra. Esta misma lógica se repite en los
programas de televisión habituales. En muchos aparecen solo figuras
masculinas negras o solo figuras femeninas negras, pero rara vez se ve a
una mujer y a un hombre negros juntos. En algunos casos, como suele pasar
en Saturday Night Live, hombres negros se visten con ropa femenina e
imitan a mujeres negras, por lo general para mofarse de ellas y
ridiculizarlas. Los blancos que controlan los medios de comunicación
excluyen a las mujeres negras para enfatizar lo poco deseable que es
tenerlas como amigas o parejas sexuales. De este modo también se fomenta
la división entre hombres negros y mujeres negras, ya que, a través de su
manipulación de los roles negros, los blancos nos dicen que aceptan a los
hombres negros, pero no a las mujeres negras. Y a las mujeres negras no se
las acepta porque se las considera una amenaza a la jerarquía de razas y
sexos existente.
Mientras se emplean imágenes desfavorables de la mujer negra para
convencer a los hombres blancos de su poca conveniencia como esposas, la
creencia de que lo único que los hombres blancos desean de las mujeres
negras es sexo ilícito previene a las mujeres negras de buscar ese tipo de
uniones. De la misma manera que los blancos no han mostrado interés en
los mitos y estereotipos que los negros perpetúan sobre ellos, tampoco se
debate apenas el hecho de que la idea de que todos los hombres blancos
ansían violar a mujeres negras siga siendo una creencia generalizada entre
las comunidades negras. Por supuesto, dicha creencia se fundamentó en su
día en el hecho real de que, durante largos años, muchos hombres blancos
pudieron abusar sexualmente de las mujeres negras y lo hicieron. Sin
embargo, el hecho de que esa realidad haya cambiado no ha conllevado que
la población negra (y, en particular, los hombres negros) cambien de
actitud, sobre todo porque muchas personas negras están tan
comprometidas con la solidaridad racial como la gente blanca y creen que
la mejor manera de mantenerla es desalentando el enlace legal entre
hombres blancos y mujeres negras.
Los hombres negros tienen un interés especial en mantener las barreras
existentes que desalientan el matrimonio entre hombres blancos y mujeres
negras, porque elimina la competencia sexual. De la misma manera que los
hombres blancos machistas utilizaron la idea de que todos los hombres
negros eran unos violadores para restringir la libertad sexual de las mujeres
blancas, los negros emplean la misma táctica para controlar la conducta
sexual de las mujeres negras. Durante muchos años, la población negra ha
advertido a sus mujeres en contra de involucrarse con hombres blancos por
temor a que sus relaciones pudieran derivar en su explotación y
degradación. Y aunque el hecho histórico de que los hombres blancos han
abusado sexualmente de las mujeres negras es innegable, tanto la población
blanca como la negra lo utilizan como una arma psicológica para limitar y
restringir la libertad de las mujeres negras. Las mujeres negras a quienes sus
padres han convencido de sentirse amenazadas o incluso aterrorizadas por
el contacto con el hombre blanco acostumbran a tener dificultades para
relacionarse con sus jefes, maestros, médicos, etc. blancos. Hay muchas
mujeres negras que tienen una fobia a la sexualidad del hombre blanco
equiparable a la que las mujeres blancas han sentido por tradición con
respecto a los hombres negros. La fobia no es una solución al problema de
la explotación sexual ni a la violación. Es un síntoma. Si bien tener
conciencia del poder masculino para violar a mujeres con impunidad en la
sociedad patriarcal es necesario para la supervivencia de una mujer, es
incluso más importante que las mujeres se den cuenta de que pueden evitar
este tipo de acoso y protegerse en caso de que se produzca.
En una clase sobre mujeres negras que impartí en la Universidad de
California del Sur, estudiantes negras expusieron su temor a los hombres
blancos y su ira y rabia por el hecho de que hombres blancos se les
aproximaran en sus empleos, en restaurantes, en vestíbulos o en ascensores
y les hicieran insinuaciones sexuales. La mayoría de las mujeres de aquella
clase convenían en que, para evitar estos encuentros desagradables, no se
mostraban nunca amables con los hombres blancos y o bien los ignoraban o
bien enviaban vibraciones hostiles en su dirección. También reconocían que
los hombres negros solían restar importancia a muchas de aquellas
insinuaciones sexuales agresivas de hombres blancos insultantes y
negativas o incluso las veían como algo positivo. Y como ellas las percibían
como un hecho racista, no entendían que el machismo que motivaba
aquellos actos no fuera distinto del machismo que motivaba las
insinuaciones sexuales agresivas de hombres negros.
El énfasis que las comunidades negras suelen poner en la figura del
hombre blanco como explotador sexual acostumbra a desviar la atención de
los abusos sexuales que los hombres negros cometen también contra
mujeres negras. Muchos padres negros que advirtieron a sus hijas frente a
las insinuaciones sexuales de los hombres blancos no les advirtieron de los
acosadores negros. Dado que a los hombres negros se los veía como
potenciales candidatos al matrimonio, se consideraba más aceptable que
engatusaran y sedujeran a mujeres negras para entablar relaciones sexuales
potencialmente explotadoras. Mientras que los padres negros prevenían a
sus hijas en contra de someterse al acoso sexual de hombres blancos, no las
instaban a rechazar acercamientos similares por parte de hombres negros.
Estamos ante otra indicación de cómo la preocupación general que la
población negra tiene con relación al racismo le permite ignorar cuando
conviene la realidad de la opresión sexista. Y así, los negros en general se
han mostrado reticentes a reconocer que, si bien el racismo provocó que los
hombres blancos convirtieran a las mujeres negras en dianas, el sexismo es
lo que hace que todos los hombres crean que pueden acosar física o
verbalmente a las mujeres de manera impune. En el balance final, en el caso
de la explotación sexual de las mujeres negras por parte de los hombres
blancos, lo verdaderamente importante es el sexismo que motiva este tipo
de acoso, no solo el trasfondo racial de los hombres que lo inician. Durante
el movimiento del Black Power de la década de 1960 fue habitual que los
hombres negros subrayaran de forma hiperbólica la explotación sexual de
las mujeres negras por parte de los blancos como estrategia para explicar su
desaprobación de las relaciones interraciales entre ambos grupos. Con
frecuencia, su único interés era controlar sexualmente a las mujeres negras.
Mientras que los sedicentes líderes nacionalistas negros (hombres) no veían
ninguna contradicción entre tener parejas blancas y su posicionamiento
político (ya que, a fin de cuentas, solo estaban ejerciendo su derecho como
«hombres» en la sociedad patriarcal de hacer lo que se les antojara en su
vida privada), sí vivían con espanto, enojo e indignación que mujeres
negras aceptaran a hombres blancos como parejas. Aún no ha habido ni una
sola activista política negra destacada que haya mostrado una clara
preferencia por tener como pareja a hombres blancos y, en caso de existir,
tal relación no resultaría aceptable a ojos de todas las personas negras.
Los hombres blancos que aspiran a tener relaciones de amistad o contraer
matrimonio con mujeres negras suelen topar con que la mujer en cuestión
responde a sus avances amistosos con un rechazo frontal o con desprecio.
Muchos estudiosos de la materia, tanto blancos como negros, que han
escrito acerca de las prácticas matrimoniales interraciales (Marriage in
Black and White, Sexual Racism, Sex and Racism in America) omiten que,
si no existen muchos más matrimonios entre hombres blancos y mujeres
negras, es debido a las reticencias de estas. Las mujeres negras que se
relacionan o se casan con hombres blancos descubren que no son capaces
de soportar el acoso y la persecución a las que las someten tanto personas
negras como blancas. En algunos casos, hombre negros que en sí mismos
tienen relaciones interraciales desdeñan a las mujeres negras que ejercen la
misma libertad de elección. Consideran aceptable su propio
comportamiento porque ven a las mujeres blancas como víctimas, mientras
que a los hombres blancos los consideran opresores. De ahí que, a sus ojos,
una mujer negra que se relaciona con un hombre blanco se esté aliando con
un opresor racista. Su tendencia contrapuesta a concebir a las mujeres
blancas como personas inocentes y no racistas es otro reflejo más de su
aceptación de la idealización sexista de la mujer, ya que, a lo largo de la
historia, la mujer blanca ha demostrado ser tan capaz de actuar como
opresora racista como el hombre blanco. Otra táctica que muchos hombres
negros emplean para explicar su aceptación de sus relaciones interraciales
con mujeres blancas y su condena de las relaciones entre mujeres negras y
hombres blancos es afirmar que lo que ellos hacen es aprovecharse de las
mujeres blancas tal como los hombres blancos se aprovecharon de las
negras. Evocan un falso sentido de venganza contra el racismo para
enmascarar sus propios sentimientos machistas y explotadores acerca de las
mujeres blancas y, por ende, de todas las mujeres. El esfuerzo colectivo por
parte de la población blanca y negra por restringir el matrimonio e incluso
la amistad entre las mujeres negras y los hombres blancos contribuye a
perpetuar el dominio patriarcal blanco y la devaluación continuada de la
mujer negra.
La devaluación sistemática de la mujer negra conllevó una degradación
de cualquier actividad desempeñada por esta. Muchas mujeres negras
intentaron desviar el foco de atención de la sexualidad enfatizando su
compromiso con la maternidad. Como partícipes del «culto de la verdadera
feminidad» que alcanzó su punto álgido en los Estados Unidos de principios
del siglo XX, se marcaron la meta de dar fe de su valor y su valía
demostrando que eran mujeres con una vida firmemente arraigada en la
familia. Trabajaron con diligencia en empleos del sector de los servicios
para mantener económicamente a sus hijos y expresaron su amor mediante
un sacrificio personal increíble. Y si bien la población estadounidense
apreció sus esfuerzos, los blancos los proyectaron de manera deliberada
bajo una luz negativa. Asignaron a las mujeres negras trabajadoras y
abnegadas preocupadas por crear un entorno de amor y apoyo para sus
familias etiquetas despectivas como Tías Jemima2, Zafiros y Amazonas,
todas ellas imágenes perniciosas basadas en estereotipos sexistas de la
mujer existentes. En tiempos más recientes, el etiquetado de las matriarcas
negras emergió como un intento más por parte de la estructura de poder del
hombre blanco de proyectar las aportaciones positivas de las mujeres negras
bajo una luz negativa. Todos los estereotipos negativos utilizados para
caracterizar a las mujeres negras eran misóginos. Y como la población
negra ha aceptado la ideología sexista, estos mitos y estereotipos negativos
han logrado trascender las fronteras de clase y raza y no solo han afectado a
la percepción que personas de su propia raza tienen de las mujeres negras,
sino a la propia percepción que tienen de sí mismas.
La génesis de muchos de los estereotipos perniciosos de la mujer negra
cabe buscarla en la época de la esclavitud. Mucho antes de que los
sociólogos dieran pábulo a las teorías acerca de la existencia de un
matriarcado negro, hombres esclavistas blancos crearon un corpus de mitos
y leyendas con el objetivo de desacreditar las aportaciones de las mujeres
negras. Uno de dichos mitos fue la idea de que todas las mujeres negras
eran criaturas infrahumanas masculinizadas. Las esclavas negras habían
demostrado que eran capaces de desempeñar trabajos considerados «de
hombres», así como de soportar penurias, dolor y privaciones, al tiempo
que también eran capaces de realizar labores «de mujer», como ocuparse de
la tareas domésticas, cocinar y criar niños. Su capacidad de salir adelante en
la situación asumiendo un papel de «hombre» definido por el sexismo
representaba una amenaza para las leyendas patriarcales acerca de la
inferioridad y la diferencia psicológica inherentes a la naturaleza de la
mujer. Al forzar a las esclavas negras a realizar el mismo trabajo que los
esclavos negros, los patriarcas blancos contradecían su propio orden sexista,
sustentado en la idea de que la mujer era inferior porque carecía de fuerza
física. En consecuencia, había que proporcionar una explicación de por qué
las mujeres negras podían llevar a cabo tareas que los patriarcas aseguraban
que las mujeres eran incapaces de desempeñar. Para explicar la habilidad de
la mujer negra de sobrevivir sin la ayuda directa de un hombre y su
capacidad de realizar trabajos culturalmente considerados «de hombres», el
hombre blanco argumentó que las esclavas negras no eran mujeres «de
verdad», sino criaturas infrahumanas masculinizadas. No es descartable que
los hombres blancos temieran que las mujeres blancas, al ver la capacidad
de las esclavas negras de trabajar tal como hacían los hombres, pudieran
incubar ideas acerca de la igualdad social entre sexos y alentar la
solidaridad política entre mujeres blancas y negras. Fuera cual fuese el
motivo, las mujeres negras suponían una amenaza tan grande para el
patriarcado existente que los hombres blancos propagaron la idea de que las
mujeres negras poseían características viriles inusuales y no compartidas
con la especie femenina. Para demostrar su argumento, a menudo obligaban
a las mujeres negras a realizar trabajos arduos mientras los esclavos negros
permanecían inactivos.
La reticencia de los expertos del momento a aceptar como un paso
positivo la igualdad social entre sexos en cualquier ámbito llevó a la
formación de la teoría que defendía que la estructura familiar negra se
basaba en el matriarcado. Sociólogos hombres formularon teorías acerca del
poder matriarcal de las mujeres negras para proporcionar una explicación
extraordinaria al papel independiente y decisivo que las mujeres negras
desempeñaban en el seno de la estructura familiar negra. Como sus
ancestros esclavistas, los racistas estudiosos de la materia actuaron como si
las mujeres negras que ejercían su papel como madres y sostén económico
de sus familias en realidad estuvieran llevando a cabo una acción única que
exigía una nueva definición, por más que fuera habitual que muchas
mujeres blancas pobres y enviudadas realizaran también esta doble función.
Ello no obstó para que tildaran a las mujeres negras de matriarcas, un título
que no describía en absoluto con precisión el estatus social de las mujeres
negras en Estados Unidos. Nunca ha existido un matriarcado en Estados
Unidos.
En el mismo momento en el que los sociólogos proclamaban la
existencia de un orden matriarcal en la estructura familiar negra, las
mujeres negras constituían uno de los colectivos social y económicamente
vulnerables más extensos en Estados Unidos, y su estatus no se parecía en
nada a un matriarcado. La activista política Angela Davis escribe acerca de
la etiqueta de «matriarca»:

La designación de la mujer negra como matriarca es poco apropiada y cruel porque ignora los
profundos traumas que la mujer negra debió afrontar cuando tuvo que someter su capacidad
reproductora a intereses económicos ajenos y depredadores.

El término «matriarca» implica la existencia de un orden social en el que


las mujeres ejercen poder político y social, situación completamente
opuesta a la de las mujeres negras y, de hecho, a la de todas las mujeres en
la sociedad estadounidense. Las decisiones que determinan el modo en el
que las mujeres negras deben vivir sus vidas las toman otros, normalmente
hombres blancos. Si los sociólogos etiquetan tan alegremente a las mujeres
negras de matriarcas, también deberían etiquetar como tales a las niñas que
juegan a casitas e interpretan el papel de madre, ya que en ninguno de
ambos casos existe ningún poder real efectivo que permita a las mujeres en
cuestión controlar su propio destino.
En su artículo «Is the Black Male Castrated» («¿Está castrado el hombre
negro?»), Jean Bond y Pauline Perry escriben lo siguiente acerca del mito
del matriarcado:

La proyección de esta imagen de la mujer negra tan enfatizada sociológicamente es coherente y


lógica en términos racistas, porque la llamada matriarca negra es un personaje folclórico
modelado en gran medida por los blancos a partir de medias verdades y mentiras acerca de las
condiciones involuntarias de las mujeres negras.

El mal uso del término «matriarca» ha conducido a muchas personas a


identificar como matriarca a cualquier mujer presente en un hogar donde no
resida ningún hombre. Aunque los antropólogos no se ponen de acuerdo
acerca de si alguna vez existieron de verdad sociedades matriarcales, un
examen de la información disponible acerca de la supuesta estructura social
de los matriarcados demuestra sin sombra de duda que el estatus social de la
matriarca no se parecía en absoluto al de la mujer negra en Estados Unidos.
En el seno de la sociedad matriarcal, la mujer casi siempre disfrutaba de
estabilidad económica. La situación económica de las mujeres negras en
Estados Unidos nunca ha sido estable. Mientras que la renta media del
hombre negro en los últimos años ha superado a menudo los ingresos
medios de las mujeres blancas, los salarios que perciben las mujeres negras
de media siguen siendo considerablemente inferiores tanto a los de las
mujeres blancas como a los de los hombres negros. En la mayoría de los
casos, la matriarca era la dueña de la propiedad. Y dado que la mayoría de
las mujeres negras reciben salarios bajos o medios, solo unas pocas logran
adquirir y conservar una propiedad. En una sociedad ginocéntrica, la
matriarca asume la función de autoridad en el Gobierno y en la vida
doméstica. La antropóloga Helen Diner averiguó en su investigación sobre
las matriarcas que la posición de la mujer era equiparable a la del hombre
en la sociedad patriarcal. Con respecto al papel de la matriarca, Diner
afirma: «Si alguien la ve desempeñar trabajo pesado mientras el hombre
descansa o anda distraído por la casa, es porque a este no se le permite
hacer cosas ni tomar decisiones importantes».
Aunque los sociólogos blancos querrían convencer a todos los
estadounidenses de que la mujer negra acostumbra a ser el «hombre de la
casa», rara vez sucede así. Incluso en los hogares monoparentales, las
madres negras pueden llegar a delegar la responsabilidad de ser el
«hombre» en los hijos varones. En algunos hogares monoparentales en los
que no hay padre, se acepta que un amigo o un amante asuman la toma de
decisiones. Pocas mujeres negras, incluso en hogares donde no hay
presencia masculina, contemplan adoptar un papel «de hombre». En
paralelo, en la vida política estadounidense son pocas las mujeres negras
que ejercen una posición de poder que entrañe la adopción de decisiones. Si
bien es cierto que hoy es mucho más habitual ver a mujeres negras en el
terreno político que en ningún momento de la historia, en proporción con la
población de mujeres negras ese número es relativamente reducido. El Joint
Center for Political Studies ubicado en Washington D.C. analizó hasta qué
punto el sexismo y el racismo han conllevado una infrarrepresentación de
las mujeres negras en el Gobierno estadounidense y su estudio reveló que:

En Estados Unidos, las mujeres negras han más que duplicado su presencia entre los funcionarios
electos en los cuatro años posteriores a 1969. No obstante, incluso en la actualidad representan
solo un 12 % de los funcionarios electos negros y son un porcentaje «infinitesimalmente» pequeño
de los cargos electos del país, según reveló el estudio. El estudio añade que hay unos siete
millones de mujeres negras en edad de votar en el país y, en cambio, solo ocupan 336 de los más
de 520.000 cargos electivos del país. Aun así, el número total de mujeres que en la actualidad
ostentan un cargo público representa un porcentaje un 160 % superior con respecto a su número
hace solo cuatro años.

Muchos rasgos que los antropólogos consideran característicos de la


estructura social matriarcal recuerdan a los privilegios y derechos que
reivindica la lucha feminista. Uno de esos rasgos de la sociedad matriarcal
era el control absoluto que las mujeres tenían sobre sus cuerpos. Diner
afirma: «Por encima de todo, la mujer dispone libremente de su cuerpo y
puede interrumpir un embarazo cuando lo desea o evitarlo». La incapacidad
de las mujeres de la sociedad actual de obtener el control sobre sus propios
cuerpos con respecto al parto ha sido unos de los impulsos principales del
movimiento de emancipación de la mujer. Las mujeres de clase baja y, por
ende, muchas mujeres negras son las que menos control tienen sobre sus
cuerpos. En la mayoría de los estados del país, las mujeres con dinero
suficiente (principalmente, mujeres blancas de clase media y alta) siempre
han sido capaces de deshacerse de los embarazos no deseados. Han sido las
pobres, tanto blancas como negras, quienes menos oportunidades han tenido
de ejercer control sobre su actividad reproductiva. Diner menciona muchas
otras características comunes a las sociedades matriarcales que no tienen
ningún paralelismo con los patrones de comportamiento habituales de las
mujeres negras. El análisis del sexo preferido de los hijos en la cultura
matriarcal reveló a Diner que: «Se prefieren las hijas, porque dan
continuidad a la familia, cosa que los hijos varones no pueden hacer». Las
mujeres negras, como la mayoría de las mujeres de las sociedades
patriarcales, prefieren tener hijos varones, pues nuestra sociedad aprecia a
los niños y a menudo ignora o desaprueba a las niñas. En el estado
dominado por las mujeres, las tareas domésticas se consideraban
degradantes para la mujer, de la misma manera que se consideran indignas
de un hombre en una sociedad androcéntrica. Las mujeres negras realizan la
mayor parte de las tareas domésticas tanto en sus propios hogares como en
hogares ajenos. El matrimonio en el estado matriarcal ofrecía a las mujeres
los mismos privilegios que otorga a los hombres en el estado patriarcal.
Diner escribe:

En el matrimonio, se exige obediencia al hombre, tal como se especificaba en los contratos


matrimoniales del antiguo Egipto. Además, también debe ser fiel, mientras que la mujer queda
libre de cargas. Asimismo, esta retiene el derecho al divorcio y al repudio.

Las mujeres negras han sufrido restricciones en estos ámbitos, al igual


que la mayoría de las mujeres en las sociedades patriarcales.
Como es evidente, esta comparación somera de la situación de las
matriarcas con las de las mujeres negras revela pocas similitudes. Por más
que diversas personas hayan escrito ensayos y artículos que desacreditan la
teoría de la existencia de un matriarcado negro, el término continúa
utilizándose ampliamente para describir la situación de las mujeres negras.
Lo emplean sin reparos personas blancas que aspiran a perpetuar las
imágenes negativas de la mujer negra. En los albores de la aparición del
mito del matriarcado se utilizaba para desacreditar tanto a las mujeres como
a los hombres negros. A las mujeres negras se les decía que habían
traspasado las fronteras de la feminidad porque trabajaban fuera del hogar
para contribuir a la economía de sus familias y que, al hacerlo, habían
minado la virilidad de los hombres negros. Y a los hombres negros se les
enviaba el mensaje de que eran débiles y afeminados y estaban castrados
porque «sus» mujeres realizaban trabajos de baja categoría.
Los estudiosos blancos de género masculino que examinaban la familia
negra intentando detectar en qué aspectos se parecía a la estructura familiar
blanca estaban convencidos de manejar datos objetivos, no influidos por el
sesgo de sus propios prejuicios personales contra el hecho de que las
mujeres asumieran un papel activo en la toma de decisiones familiares. Pero
cabe recordar que estos hombres blancos se habían educado en un mundo
institucional elitista que excluía tanto a las personas negras como a muchas
mujeres blancas, en instituciones a un tiempo racistas y sexistas. De ahí que
al observar a las familias negras optasen por ver la independencia, la fuerza
de voluntad y la iniciativa de las mujeres negras como un ataque a la
masculinidad de los hombres negros. Su sexismo les impedía ver los
beneficios evidentes tanto para las mujeres como para los hombres negros
de que las mujeres negras asumiesen un papel activo en la crianza de sus
hijos. Argumentaban que el hecho de que la mujer negra desempeñara un
papel activo en la familia, tanto como madre cuanto como sostén
económico, había privado a los hombres negros de su estatus patriarcal en
el hogar. Y esgrimían tal argumento para explicar los grandes números de
hogares capitaneados por mujeres, dando a entender con ello que los
hombres negros habían renunciado a su rol como padres debido al papel
dominante de las mujeres negras, cosa que atribuían al hecho de que estas
mantuvieran económicamente a la familia mientras sus maridos estaban
desempleados.
La creencia de que el deseo natural de los hombres es velar por el
bienestar de sus familias manteniéndolas económicamente y, por
consiguiente, sienten herida su masculinidad si el paro o un salario bajo les
impiden hacerlo se antoja una presunción fuera de lugar y totalmente falsa
en una sociedad donde a los hombres se les enseña a esperar recompensas
por su función de sostén de la familia. La estructura del matrimonio en la
sociedad patriarcal se basa en un sistema de trueque, como parte del cual a
los hombres, por tradición, se les enseña a mantener económicamente a sus
mujeres e hijos a cambio de servicios sexuales, de mantenimiento del hogar
y de alimentación. El argumento de que los hombres negros se sienten
castrados porque no siempre fueron capaces de asumir el papel patriarcal de
sostén de sus familias se ampara en la suposición de que creen que deberían
mantenerlas y, por consiguiente, se sienten menos viriles o culpables si no
pueden hacerlo. Sin embargo, tal suposición no parece fundamentarse en
hechos reales. En muchos hogares, los hombres negros empleados se
muestran reticentes a entregar el salario a sus esposas e hijas e incluso ven
con resentimiento que se espere de ellos que compartan con otros el ínfimo
sueldo que tanto esfuerzo les cuesta ganar. En paralelo, pese al hecho de
que la estructura económica capitalista estadounidense aboca a muchos
hombres negros al desempleo, hay algunos de ellos que prefieren no
trabajar en puestos «de mierda» con incontables problemas y escasa
retribución monetaria si pueden sobrevivir sin hacerlo; y estos hombres no
albergan dudas acerca de su masculinidad. Para muchos de ellos, un trabajo
insignificante con un salario bajo representa una mayor afrenta a su
masculinidad que estar en el paro. Y aunque no es mi intención dar a
entender que no ha habido un gran número de hombres negros que se hayan
preocupado de mantener a sus familias, es importante que recordemos que
el deseo de hacerlo no es un instinto masculino innato. Encuestas realizadas
entre grupos de mujeres de todas las razas y clases que intentan recibir
pensiones para sus hijos de sus exmaridos dejarían clara la reticencia de los
hombres a asumir el papel de sostén de la familia. Es más probable que un
hombre negro de clase media o media-baja que haya asimilado las
definiciones estándar de la masculinidad considere importante mantener
económicamente a su familia y, por ende, se avergüence o sienta mermada
su masculinidad si es incapaz de asumir este papel de proveedor. Pero cabe
recordar que, en el momento en el que el mito del matriarcado se convirtió
en una teoría social popular, la inmensa mayoría de los hombres negros
pertenecía a la clase obrera. Y entre los trabajadores, que por definición
reciben unos salarios bajos y casi siempre tienen dificultades para mantener
a sus familias, la hombría o el estatus masculino no lo determina solo la
economía.
Una persona ignorante que escuchara un análisis de la teoría del
matriarcado negro podría asumir fácilmente que los empleos a los cuales las
mujeres negras podían acceder para mantener a sus familias elevaban su
posición por encima de la de los hombres negros, pero no fue así en ningún
caso. En realidad, muchos de los empleos en el sector de los servicios que
las mujeres negras realizaban las obligaban a estar en contacto diario con
blancos racistas que las maltrataban y las humillaban. Y seguramente
sufrieran de manera mucho más intensa la sensación de deshumanización y
degradación que los hombres negros desempleados que se pasaban todo el
día callejeando en sus barrios. Tener un empleo con un salario bajo no
siempre ayuda a tener un buen concepto de uno mismo. De hecho, es
probable que los hombres negros parados pudieran conservar una dignidad
personal que las mujeres negras con empleos de servicio se vieron
obligadas a rendir en el ámbito laboral. Yo recuerdo perfectamente a
hombres negros de clase baja de mi vecindario comentando que algunos
trabajos no merecían la pena porque conllevaban la pérdida de la dignidad
personal, mientras que a las mujeres negras se las convencía de que, cuando
la supervivencia estaba en juego, la dignidad personal debía sacrificarse. La
mujer negra que se creía «demasiado buena» para trabajar como personal
doméstico o desempeñar algún otro empleo de servicio solía ser objeto de
escarnio y se la tildaba de engreída. En cambio, todo el mundo entendía que
los hombres negros en paro alegaran que eran incapaces de aceptar que «el
hombre» les diera órdenes. El pensamiento sexista hacía aceptable que los
hombres negros se negaran a realizar trabajos de poca monta aunque no
fueran capaces de mantener económicamente a su familia e hijos. Y a los
muchos hombres negros que abandonaron a sus familias no se les miraba
con desprecio, mientras que el mismo comportamiento por parte de las
mujeres negras sí se habría condenado.
La población negra aceptó alegremente el argumento de que las mujeres
negras eran matriarcas pese a tratarse de una imagen creada por el hombre
blanco. De todos los estereotipos y mitos negativos que se han utilizado
para caracterizar a la mujer negra, la etiqueta del matriarca ha sido la que
mayor calado ha tenido en la conciencia de muchas personas negras. El
papel independiente que se obligó a desempeñar a las mujeres negras tanto
en el mercado laboral como en la familia pasó a percibirse de manera
automática como impropio de una dama. En la sociedad estadounidense
siempre han existido actitudes negativas hacia las mujeres trabajadoras, y
los hombres negros no fueron los únicos que miraron con desaprobación a
las trabajadoras negras. En su estudio general de las mujeres trabajadoras
(un estudio que se centraba ante todo en las mujeres blancas) titulado
Women and Work in America, Robert Smuts analizaba las distintas actitudes
hacia las mujeres trabajadoras que en su día fueron la norma en la sociedad
estadounidense:

En las décadas anterior y posterior al cambio de siglo, el empleo femenino fue un asunto público
de máxima importancia. Al igual que los jueces del tribunal de Wisconsin, muchos
estadounidenses consideraban comparable a la traición que una mujer quisiera trabajar. La
mayoría de los argumentos que sustentaban esta postura se basaban en una idea compartida de la
naturaleza y función de la mujer. En físico, temperamento y mentalidad, justificaban, las mujeres
estaban exquisitamente especializadas para ejercer como madres y gobernantas del hogar. Emplear
a una mujer de otro modo no solo pondría en peligro sus atributos femeninos esenciales, sino
también su cordura, su salud e incluso su vida. Esta concepción de la mujer conllevaba una
concepción complementaria del hombre. El hombre era deficiente en los ideales femeninos de la
«ternura, la compasión […], la belleza, la armonía y la gracia» esenciales para la creación de un
verdadero hogar y, en cambio, estaba sobradamente dotado de los atributos masculinos de «la
energía, el deseo, la osadía y la posesión forzosa» necesarios en el mundo de los negocios, en el
gobierno y en la guerra.

Aunque estamos ante un ejemplo paradigmático de erudición racista,


dado que Smuts habla de mujeres que se incorporarían por primera vez al
mercado laboral y estas solo pueden ser mujeres blancas, nos proporciona
una imagen precisa de las actitudes negativas con respecto al empleo de las
mujeres como mano de obra.
Tal como los hombres blancos percibían el acceso de las mujeres blancas
al mercado laboral como una amenaza a puestos masculinos y a su virilidad,
a los hombres negros se les socializó para contemplar la presencia de
mujeres negras en la población activa con recelos similares. La teoría del
matriarcado ofreció al hombre negro un marco en el que sustentar su
condena de la mujer negra trabajadora. Muchos hombres negros que
personalmente no sentían menoscabada su hombría asimilaron esta
ideología sexista y contemplaron con desprecio a las mujeres negras
asalariadas. Dichos hombres afirmaban que el hecho de que la mujer fuera
la cabeza de familia era un resultado directo de las tendencias matriarcales
de las mujeres negras y alegaban que ningún hombre «de verdad» podía
permanecer en un hogar en el que no fuera el único mandamás. Aplicando
esta lógica sexista, podemos presumir sin demasiado temor a equivocarnos
que en realidad no fue el hecho de que la mujer negra tuviera mucho poder
en el hogar lo que alienó a los hombres negros, sino el hecho de que tuviera
algo de poder. Los estudiosos de género masculino que etiquetan de mujer
económicamente independiente a una empleada doméstica que trabaja
como una esclava durante cuarenta horas a la semana y gana lo justo para
pagar la comida, el alquiler y otros gastos necesarios le hacen un flaco
favor. En la sociedad sexista, para la mayoría de los hombres ser el cabeza
de familia es sinónimo de tener un poder absoluto. En los hogares
patriarcales, es probable que los hombres se sientan amenazados si las
mujeres tienen un empleo como niñeras que les aporta un estipendio extra
para hacer la compra. Los hombres negros pudieron utilizar el mito del
matriarcado como arma psicológica para justificar sus demandas de que las
mujeres negras adoptaran un papel más pasivo y sumiso en el hogar.
Los hombres que aceptaron el mito de que las mujeres negras eran
matriarcas las contemplaban como una amenaza a su poder personal. Tal
pensamiento no es algo peculiar de los hombres negros. La mayoría de los
hombres de la sociedad patriarcal temen y ven con malos ojos a las mujeres
que no asumen los roles pasivos tradicionales. Desviando la responsabilidad
del desempleo de los hombres negros a las mujeres negras y zafándose de
ella, los opresores racistas blancos lograron establecer un lazo de
solidaridad con los hombres negros basándose en su machismo compartido.
Los hombres blancos aprovecharon los sentimientos machistas impresos en
la psique de los hombres negros desde el nacimiento para convencerlos de
que no debían contemplar a todas las mujeres como enemigas de su
virilidad, sino específicamente a las mujeres negras. Ya he mencionado con
anterioridad que los historiógrafos que estudian la historia de los negros
tienden a restar importancia a la opresión de las mujeres negras y
concentran su atención en los hombres negros. Pese al hecho de que las
mujeres negras son víctimas de la opresión sexista y racista, es habitual que
se las retrate como si hubieran recibido más ventajas que los hombres
negros a lo largo de la historia de Estados Unidos, un hecho no demostrado
con datos. El mito del matriarcado sugería nuevamente que las mujeres
negras habían gozado de privilegios negados a los hombres negros. Sin
embargo, incluso aunque los blancos hubieran estado dispuestos a contratar
a hombres negros para realizar trabajos domésticos y de limpieza, como
criados o lavanderos, estos habrían declinado sus ofertas porque las habrían
considerado una afrenta a su dignidad masculina. Los sociólogos blancos
presentaron el mito del matriarcado de tal manera que implicaba que las
mujeres negras tenían «poder» en la familia y los hombres negros no y,
aunque tales conclusiones se basaban exclusivamente en datos relativos a la
situación económica, alentaron la división entre las mujeres y los hombres
negros.
Algunas mujeres negras se mostraron tan predispuestas a aceptar la teoría
del matriarcado como los hombres negros. Les gustaba identificarse como
matriarcas porque les parecía que finalmente se reconocía su aportación a la
familia negra. A las negras jóvenes interesadas en la historia de África les
seducía la teoría de la existencia de un matriarcado en Estados Unidos
porque les habían explicado que en su madre patria existían sociedades
gobernadas por las mujeres, y reivindicaban el matriarcado como parte del
patrimonio cultural africano. En general, muchas mujeres negras se sentían
orgullosas de que las consideraran matriarcas, porque el término tenía
muchas más connotaciones positivas que otras etiquetas utilizadas para
describirlas. Desde luego, era más positivo que «mami», «zorra» o «furcia».
Ser matriarcas les permitía mantener en orden su sentimiento de honra y
orgullo, pero, dado que la situación social de las mujeres negras en los
Estados Unidos dista mucho de ser matriarcal, es imperativo poner en tela
de juicio la motivación que lleva tanto a blancos como a negros a etiquetar
de manera constante a las mujeres negras de matriarcas. Tal como los
blancos esgrimieron el mito de que todas las mujeres negras eran
licenciosas con el fin de devaluar su condición femenina, usaron el mito del
matriarcado para grabar en la conciencia de todos los estadounidenses que
las mujeres negras eran unos marimachos, castradoras y mandonas.
Y, pese a ello, las mujeres negras adoptaron la etiqueta de matriarcas
porque les permitía considerarse privilegiadas. Lo único que esto revela es
que los colonizadores emplearon estrategias muy eficaces para distorsionar
la realidad de los colonizados y conseguir inculcarles conceptos que, en
realidad, les hacían más bien que mal. Una de las tácticas opresivas que los
negreros blancos utilizaron para evitar las rebeliones y los alzamientos de
esclavos fue lavarles el cerebro para que creyeran que a los negros les iría
mejor siendo esclavos que como un pueblo libre. Los esclavos negros que
asimilaron la imagen de la libertad de su amo tenían miedo a romper las
cadenas de la esclavitud. Se ha aplicado una estrategia similar para lavarles
el cerebro a las mujeres negras. Los colonizadores blancos alientan a las
mujeres negras, quienes, además de estar económicamente oprimidas, son
víctimas del sexismo y del racismo, a creer que son matriarcas y que tienen
algún tipo de control social o político de sus vidas.
Una vez que las mujeres negras, engañadas e ilusionadas, imaginamos
que tenemos un poder del que en realidad carecemos, la posibilidad de que
podamos organizarnos como colectivo para combatir la opresión sexista y
racista queda minada. Entrevisté a una vecina negra que normalmente
trabaja como dependienta y no dejaba de repetir, con mucho énfasis, que la
mujer negra era matriarca, poderosa y tenía el control de su vida, pese a que
intentar conciliar la realidad con esa idea casi le provoca un ataque de
nervios. De manera significativa, los sociólogos que etiquetan de matriarcas
a las mujeres negras nunca han analizado el estatus social de la mujer en el
seno del estado matriarcal, porque, de haberlo hecho, las mujeres negras
habrían sabido que no se parece en nada al suyo. Sin ningún género de
duda, la falsa sensación de poder que se alienta a sentir a las mujeres negras
nos hace creer que no necesitamos movimientos sociales como el
feminismo que nos libere de la opresión sexista. La triste ironía es, por
supuesto, que las mujeres solemos ser víctimas del mismo sexismo que nos
negamos a identificar colectivamente como una fuerza opresora.
El mito del matriarcado negro ayudó a perpetuar aún más la imagen de
las mujeres negras como criaturas masculinizadas, dominantes y
amazónicas. Los blancos pintaban a la mujer negra como una amazona
porque consideraban que ninguna «dama» era capaz de soportar las
penurias que ella soportaba y consideraban su resistencia una señal de
fuerza subhumana animalista. Tal convicción era perfectamente compatible
con ideas acerca de la naturaleza de la mujer negra surgidas en el siglo XIX.
Como el mito del matriarcado, la creencia de que las mujeres negras eran
amazonas se basaba en gran medida en la leyenda y la fantasía. Las
amazonas tradicionales eran un grupo de mujeres que aunaron fuerzas para
fomentar el autogobierno femenino. A diferencia de las matriarcas, a las
amazonas les interesaba construir sociedades en las que la figura masculina
solo estuviera presente en números reducidos. Diner escribe acerca de las
amazonas:

Las amazonas niegan al hombre, destruyen la progenie masculina, no admiten la existencia


separada según el principio activo, la reabsorben y la desarrollan en ellas mismas de un modo
andrógino, con la mujer en la izquierda y el hombre en la derecha. […] Homero plasmó la
verdadera esencia de las amazonas cuando las denominó anitianeirai, que puede traducirse como
«odiadoras de los hombres» o «masculinas».

La inmensa mayoría de las mujeres a quienes entrevisté para este libro


reconocían sin tapujos que el aspecto más importante de la vida de una
mujer era su relación con un hombre. Un examen de la revista Essence
revela que existe una preocupación casi obsesiva entre las mujeres negras
por las relaciones entre hombres y mujeres.
La mayoría de las mujeres negras no han tenido la oportunidad de
disfrutar de la dependencia parasitaria del hombre que se espera del género
femenino y que la sociedad patriarcal alienta. La esclavitud
institucionalizada obligó a las mujeres negras a renunciar a cualquier
dependencia previa de la figura masculina y las obligó a luchar por su
propia supervivencia. La igualdad social que caracterizó los roles de género
entre los negros en el ámbito laboral bajo la esclavitud no creó una
situación que permitiera a las mujeres negras ser pasivas. A pesar de los
mitos sexistas acerca de la debilidad inherente de las mujeres, las mujeres
negras han tenido que ejercer cierta independencia de espíritu debido a su
presencia en fuerza laboral. Pocas mujeres negras han tenido oportunidad
de escoger si querían trabajar o no. Y la participación de las mujeres negras
en la población activa no ha conllevado la formación de una conciencia
feminista. Aunque muchas mujeres negras se incorporaron al mercado
laboral en el sector de los servicios, en agricultura, en industria y en trabajo
de oficina, la mayoría de ellas lamentaban que no las mantuviera
económicamente un hombre. En el pasado reciente, la actitud con respecto a
la participación de las mujeres en la fuerza laboral ha cambiado de manera
radical. Muchas mujeres o bien trabajan por decisión propia o bien se ven
obligadas a hacerlo para llegar a fin de mes. El incremento constante de
mujeres blancas de clase media que se van incorporando a la población
activa indica un cambio de actitud hacia las mujeres trabajadoras. Hasta que
se aceptó que la mayoría de las mujeres, tanto blancas como negras,
formarían parte del mercado laboral capitalista, muchas mujeres negras
lamentaban con amargura las circunstancias que las obligaban a trabajar. Es
interesante destacar que a las mujeres blancas se las criticó y persiguió
cuando se incorporaron por primera vez a la mano de obra estadounidense
en grandes números, si bien, tras los ataques iniciales, apenas hubo
protestas. Y no se ha debatido en ningún momento que se hayan
masculinizado a resultas de realizar empleos tradicionalmente
desempeñados por hombres.
En la actualidad, el hecho de que las mujeres blancas se incorporen al
mercado laboral se contempla como un paso positivo, un movimiento para
ser independientes, mientras que, más que nunca, a las mujeres negras se las
insta a creer que les están arrebatando empleos a los hombres negros o
atacando su virilidad. Por temor a socavar la confianza en sí mismos de los
hombres negros, muchas mujeres negras universitarias reprimen sus
aspiraciones profesionales. Y aunque las circunstancias con frecuencia
obligan a las mujeres negras a actuar de manera asertiva, la mayoría de
aquellas con quienes hablé mientras preparaba este libro creían que los
hombres eran superiores a las mujeres y que toda mujer debía un cierto
grado de sumisión a la autoridad masculina. La imagen estereotípica de la
mujer negra como una mujer fuerte y poderosa domina tanto la conciencia
de la mayoría de los estadounidenses que, incluso aunque la mujer negra se
amolde claramente a las nociones sexistas de feminidad y pasividad, se la
caracteriza como dura, fuerte y dominante. En gran medida, lo que los
blancos han percibido como un rasgo amazónico de las mujeres negras no
ha sido más que la mera aceptación estoica de situaciones que no hemos
tenido el poder de cambiar.
Y a pesar de que los mitos del matriarcado y la amazona negra tienen
como ingrediente nuclear la imagen de una mujer activa y poderosa, el
estereotipo de la Tía Jemima retrataba a la mujer negra como un ser pasivo,
sufridor y sumiso. El historiador Herbert Gutman alega que existen pocas
pruebas que sustenten la idea de que «la criada doméstica típica era una
mami entrada en años que mantuvo su puesto prebélico por lealtad a una
familia blanca o porque los blancos tenían en especial consideración a estas
mujeres».
Gutman apunta que la niñera negra del hogar blanco solía ser una joven
negra con pocos o nulos vínculos personales propios. Gutman no especula
acerca de los orígenes de la figura de la mami negra, pero también fue un
ser legendario fruto de la imaginación blanca. Poco importa que haya
mujeres negras que recuerden al estereotipo de la mami; lo importante es
que los blancos crearon una imagen de la mujer negra que les resultara
tolerable y que no se correspondía en absoluto con la inmensa mayoría de
las mujeres negras. Si, tal como argumenta Gutman, la «niñera» de un
hogar blanco de preguerra típico era una mujer joven y soltera, tiene su
intríngulis que los blancos se esforzaran tanto por crear justo la imagen
opuesta. No cuesta demasiado imaginar qué les llevó a concebir la figura de
la mami negra. Habida cuenta del anhelo del hombre blanco por el cuerpo
de la mujer negra, es probable que a las mujeres blancas no les agradara
demasiado tener a jóvenes negras trabajando en sus hogares por temor a que
se establecieran relaciones entre estas y sus maridos, de manera que
inventaron la imagen de una niñera negra ideal. Ante todo, era una mujer
asexual y, por consiguiente, tenía que ser gorda (preferentemente obesa);
además, debía transmitir la impresión de no ser limpia, por lo que se la dotó
de un grasiento pañuelo que siempre llevaba atado a la cabeza; y sus
apretados zapatos, de los que sobresalían sus grandes pies, recalcaban aún
más su cualidad bestial, de vaca. Su mayor virtud era, por descontado, el
amor hacia los blancos a quienes servía de manera voluntariosa y pasiva.
Los blancos pintaron un retrato afectuoso de la mami porque era el epítome
por antonomasia de la visión sexista y racista de la mujer negra ideal,
plenamente sometida a la voluntad de los blancos. En cierto sentido, con la
figura de la mami los blancos crearon a una mujer negra que encarnaba
exclusivamente las características que los colonos ansiaban explotar. Era la
personificación de la mujer como criadora pasiva, una figura maternal que
lo daba todo sin esperar nada a cambio y que no solo reconocía su
inferioridad con respecto a los blancos, sino que los amaba. La mami
retratada por los blancos no representa ninguna amenaza para el orden
social patriarcal blanco porque está completamente sometida al régimen
racista blanco. Series televisivas contemporáneas continúan presentando
figuras de mamis negras como prototipos de la mujer negra aceptable.
La contrapartida a las imágenes de la Tía Jemima son las imágenes de
Zafiro. El retrato que se hacía de la mujer negra Zafiro era el de una mujer
malvada, traicionera, malintencionada, tozuda y aborrecible, en suma: todo
lo contrario que la figura de la mami. La imagen de Zafiro se basaba en uno
de los estereotipos negativos más antiguos de la mujer: la imagen de la
fémina como inherentemente malvada. La mitología cristiana describía a la
mujer como el origen del pecado y el mal; la mitología racista y sexista
consideraba a las mujeres negras el epítome del pecado y el mal femeninos.
Los hombres blancos podían justificar su deshumanización y explotación
sexual de la mujer negra alegando que poseía cualidades demoníacas
inherentes. Y los hombres negros podían afirmar que no se llevaban bien
con las mujeres de su raza por su maldad. Por su parte, las mujeres blancas
podían esgrimir la imagen de la mujer negra mala y pecadora para subrayar
su propia inocencia y pureza. Como la figura bíblica de Eva, las mujeres
negras se convirtieron en cabezas de turco de hombres misóginos y mujeres
racistas que necesitaban contemplar a algún grupo de mujeres como la
personificación del mal femenino. En un ensayo recogido en The Black
Woman, Perry y Bond describen a Zafiro tal como se la retrataba y se la
sigue retratando en la cultura estadounidense:

Películas y programas radiofónicos de las décadas de 1930 y 1940 difundieron la imagen de


Zafiro de la mujer negra: se la retrata como una mujer de voluntad férrea, eficiente, resentida con
los hombres negros, a quienes desprecia. A estos, por su parte, se los representa como melindrosos
e inútiles. Ciertamente, la mayoría de nosotros hemos conocido a alguna mujer negra dominante
(y también a alguna blanca). Muchas de ellas han sido desafortunadas en la vida y en el amor y
buscan en la autosuficiencia fanática un refugio amargo de sus decepciones.
La imagen de Zafiro se popularizó mediante la serie de radio y televisión
Amos ‘n’ Andy, en la que el personaje de Sapphire [Zafiro] es la esposa
gruñona y regañona de Kingfish. Tal como indica el título, la serie se centra
en los personajes masculinos. El mal genio de Sapphire se utilizó
principalmente para que la audiencia simpatizara con los hombres negros
del reparto. La identidad de esta Zafiro se ha proyectado a cualquier mujer
negra que exprese sin tapujos amargura, enfado y rabia por su situación. A
consecuencia de ello, muchas mujeres negras reprimen estos sentimientos
por temor a que se las considere unas Zafiro gruñonas. O bien adoptan la
personalidad de Zafiro como reacción al duro trato que la sociedad dispensa
a las mujeres negras. La «maldad» de cualquier mujer negra puede ser,
simple y llanamente, la fachada que ofrece a un mundo sexista y racista que
sabe que se aprovecharía de ella si se presentara como alguien vulnerable.
Todos los mitos y estereotipos utilizados para caracterizar a la mujer
negra tienen sus raíces en la mitología misógina. Pero ello no es óbice para
que formen la base de la mayoría de los estudios críticos acerca de la
naturaleza de la experiencia de la mujer negra. A muchas personas les
cuesta apreciar a las mujeres negras tal como son debido a su
predisposición a imponerles una identidad cimentada en estereotipos
nocivos. Los esfuerzos generalizados por continuar devaluando a la mujer
negra hacen que a esta le resulte sumamente difícil, cuando no imposible,
desarrollar un buen concepto sobre sí misma, porque a diario nos
bombardean con imágenes negativas. De hecho, una imponente fuerza
opresora ha sido este estereotipo negativo y el hecho de que lo hayamos
aceptado como un modelo de roles viable a partir del cual moldear nuestras
vidas.

1 La caricatura de Zafiro retrata a una mujer negra gritona, maleducada, tozuda y autoritaria.
Corresponde a la mujer negra enfadada popularizada por el cine y la televisión. Es malhablada y
castradora. Se la muestra con los brazos en jarras o con una mano en la cadera y señalando y riñendo
con la otra mientras sacude enojada la cabeza de un lado a otro y acostumbra a despotricar contra los
hombres negros, ya sea por estar desempleados o por perseguir a mujeres blancas, si bien no son
estos los únicos temas que le provocan disgustos. (N. de la T.)
2 El término «Tía Jemima» se considera la versión femenina del «Tío Tom» y alude al arquetipo
de la «mami» negra, la criada afroamericana con delantal y bandana que sirve y vela por el bienestar
de los blancos. (N. de la T.)
3

El imperialismo del patriarcado

Cuando el movimiento contemporáneo hacia el feminismo dio comienzo,


apenas se debatía la repercusión del sexismo en la situación social de las
mujeres negras. Las mujeres blancas de clase media y alta que se situaron a
la vanguardia del movimiento no se esforzaron por recalcar que el poder
patriarcal, el poder que los hombres utilizan para dominar a las mujeres, no
es solo un privilegio de los hombres blancos de clase media y alta, sino un
privilegio de todos los hombres de nuestra sociedad, independientemente de
su clase o raza. Las feministas blancas se concentraron tanto en la
disparidad entre la situación económica del hombre blanco y la mujer
blanca como indicador del impacto negativo del sexismo que pasaron por
alto el hecho de que, en la sociedad estadounidense, los hombres de clase
baja y pobres son tan capaces de oprimir y maltratar a las mujeres como
cualquier otro grupo de hombres. La tendencia feminista a convertir el
hecho de que los hombres ostenten el poder económico en sinónimo de
opresión comportó que se etiquetara como «el enemigo» al hombre blanco.
Y etiquetar al patriarca blanco de «cerdo chovinista» sirvió de pretexto a los
machistas negros para sumarse a las mujeres blancas y negras en sus
protestas contra la opresión del hombre blanco y desviar así la atención de
su propio machismo, de su apoyo al patriarcado y de su explotación sexista
de las mujeres. Los líderes negros, tanto hombres como mujeres, se han
mostrado reticentes a reconocer la opresión sexista que el hombre negro
ejerce sobre la mujer negra porque se niegan a reconocer que el racismo no
es la única fuerza opresora de nuestras vidas. Y tampoco les interesa
complicar los esfuerzos por combatir el racismo reconociendo que los
hombres negros pueden ser víctimas de este y, al mismo tiempo, actuar
como opresores sexistas de las mujeres negras. Por consiguiente, hay poca
concienciación acerca de que la opresión sexista en las relaciones entre
mujeres y hombres negros sea un problema serio. El énfasis exagerado en el
impacto del racismo en los hombres negros ha evocado una imagen del
hombre negro como un ser débil, castrado y tullido. Y esta imagen domina
con tal intensidad el pensamiento estadounidense que existe una reticencia
generalizada a admitir que los efectos nocivos del racismo en los hombres
negros no les impiden ser opresores sexistas ni excusa o justifica su
opresión sexista de las mujeres negras.
El machismo de los hombres negros se remonta a mucho antes de la
esclavitud en los Estados Unidos. Las políticas sexistas y la Norteamérica
colonizada y gobernada por los blancos no hicieron más que reforzar en las
mentes de las personas negras esclavas creencias existentes acerca de la
superioridad de los hombres con respecto a las mujeres. En un análisis
anterior de la subcultura esclava he destacado que la estructura social
patriarcal concedió al hombre esclavo un estatus superior al de la mujer
esclava. Los historiadores se han manifestado contrarios a aceptar tanto ese
estatus superior de los hombres en la subcultura negra como el hecho de
que la diferenciación en función del sexo de los empleos que asignaban los
amos blancos reflejaba un sesgo en favor del hombre (por ejemplo: a las
mujeres negras se les exigía que realizaran tareas «de hombres», mientras
que a los hombres no se les exigía que desempeñaran tareas «de mujeres», a
resultas de lo cual las mujeres trabajaban en los campos, pero los hombres
no cuidaban de niños). En tiempos modernos, el énfasis puesto en la
definición sexista del papel del hombre como protector y proveedor ha
llevado a los estudiosos a argumentar que el impacto más nocivo de la
esclavitud en la población negra fue que no permitió a los hombres negros
adoptar el rol masculino tradicional. Sin embargo, la incapacidad de los
hombres negros de asumir el papel de protector y proveedor no alteró la
realidad de que, en la sociedad patriarcal, se otorga a los hombres de
manera automática un estatus superior al de las mujeres y no necesitan
hacer nada para ganárselo. En consecuencia, el esclavo negro, pese a estar
obviamente privado del estatus social que le habría permitido protegerse y
cuidar tanto de sí mismo como de otros, ocupaba una posición superior a la
de la esclava por el mero hecho de ser hombre. Dicha posición no siempre
conllevaba un trato preferente, pero respondía claramente a la
diferenciación de roles en función del sexo.
Las discriminación sexista hacia todas las mujeres tanto en el mercado
laboral como en la educación superior que tuvo lugar durante todo el siglo
XIX en Estados Unidos conllevó que la mayoría de los candidatos negros
que aspiraban a ocupar puestos de liderazgo, ya fuera durante la esclavitud
o en la manumisión, fueran hombres. Y dado que los hombres negros eran
predominantes en los puestos de liderazgo, modelaron el movimiento de
liberación negro inicial con una óptica patriarcal. Líderes negras valientes
como Sojourner Truth y Harriet Tubman no eran la norma, sino excepciones
que se atrevieron a desafiar a la vanguardia masculina en la lucha por la
libertad. En apariciones públicas, mítines, almuerzos y cenas, los líderes
negros expresaron su apoyo al patriarcado. No hablaron directamente de
discriminación hacia las mujeres. Envolvieron su machismo en visiones
románticas de hombres negros que colocaban en pedestales a mujeres
negras. En su tratado político The Condition, Elevation, Emigration, and
Destiny of the Colored People of the United States, publicado originalmente
en 1852, el líder nacionalista negro Martin Delaney abogaba sin pelos en la
lengua por patrones de género claramente diferenciados para las mujeres y
los hombres negros:

Dejemos que nuestros muchachos y muchachas se preparen para los negocios y para ser útiles;
dejemos que los hombres se ocupen de las mercancías, del comercio y de otros asuntos de
importancia y que nuestras jóvenes se conviertan en maestras de distinta índole y ocupen otros
puestos de utilidad. […]
Nuestras mujeres deben estar cualificadas, porque han de ser las madres de nuestros hijos. Y
dado que la madre es la primera cuidadora e instructora del niño y la que deja en el pequeño la
primera impronta, además de la más duradera, debemos velar porque dicha impronta sea la más
correcta. Elevad a las madres por encima del nivel de degradación y vuestra prole se elevará con
ellas. En pocas palabras, en vez de ver a nuestros jóvenes hombres transcribiendo en sus
cuadernos recetas de cocina, queremos verlos copiar facturas y albaranes de mercancías.
Frederick Douglass contemplaba el dilema racial en Estados Unidos en
su conjunto como una lucha entre los hombres blancos y los hombres
negros. En 1865 publicó un artículo titulado «What the Black Man Wants»
(«Lo que quiere el hombre negro»), en el que abogaba por conceder el
sufragio a los hombres negros mientras justificaba que las mujeres blancas
siguieran careciendo del derecho al voto:

¿Deberíamos, en este momento, justificar la privación del derecho al voto de los negros porque a
alguien más se le priva de tal privilegio? Yo sostengo que tanto las mujeres como los hombres
tienen derecho a votar y estoy comprometido en cuerpo y alma con el movimiento para extender
el sufragio a las mujeres, pero se trata de una cuestión aparte. Tal vez nos pregunten por qué
queremos tener el derecho al voto. Yo se lo explicaré. Lo queremos porque, para empezar, es
nuestro derecho. Y ningún hombre puede, sin insultar a su propia naturaleza, aceptar ninguna
privación de sus derechos.

Tal afirmación deja claro que, para Douglass, el «negro» era sinónimo
del hombre negro. Y aunque en su artículo asegura apoyar el sufragio
femenino, está claro que consideraba más apropiado y adecuado conceder el
derecho al voto a los hombres. Recalcando que el derecho al voto era más
importante para los hombres que para las mujeres, Douglass y otros
activistas negros se aliaron con los patriarcas blancos sobre la base de un
sexismo compartido.
En sus vidas privadas, los líderes políticos y activistas negros exigían a
sus mujeres que adoptaran papeles subordinados. La feminista negra Mary
Church Terrell dejó por escrito en su diario que su esposo, un abogado
activista, desaprobaba que se involucrara en asuntos políticos. Terrell
lamentaba que la tratase como si fuera un frágil jarrón de porcelana
necesitado de protección constante. El marido de Terrell empleó su estatus
patriarcal para sabotear la labor política de su mujer. Temía que su
feminidad quedara «deslustrada» por tener demasiados encuentros con el
mundo fuera del hogar. Conflictos similares se vivieron en el matrimonio de
Booker T. Washington y su tercera esposa, Margaret Murray. Margaret
anhelaba tener un papel más activo en el movimiento político negro, pero su
marido la instaba a confinarse a la esfera doméstica. En el caso de Ida B.
Wells, si bien su marido apoyaba su labor política, ella no abdicó de su
responsabilidad de criar a sus hijos y en varias ocasiones apareció en
eventos donde debía pronunciar discursos acompañada de sus pequeños. En
1894, Calvin Chase escribió un editorial en Bee titulado «Nuestras mujeres»
en el que llamaba a los hombres negros a asumir el papel de protectores de
la mujer negra. Chase advertía: «Cumplamos con nuestro deber de defender
a nuestras mujeres, establezcamos un sistema de reforma no solo de
nuestras mujeres, sino de todo aquello que atañe al progreso de la raza».
Dirigentes negros del siglo XIX como James Forten, Charles Remond,
Martin Delaney y Frederick Douglass apoyaron las reivindicaciones de las
mujeres de conseguir derechos políticos, pero no estaban a favor de la
igualdad entre sexos. Es más, se mostraban inflexibles en su apoyo al
patriarcado. Como los liberales blancos decimonónicos, los líderes negros
no estaban en contra de conceder a las mujeres acceso a los derechos
políticos, con la condición de que siguiera reconociéndose a los hombres
como autoridades superiores. En un análisis sobre el protocolo sureño
relativo a las actitudes hacia las mujeres, un escritor blanco destacaba: «Los
racistas del Sur y los activistas negros tenían un concepto similar de las
mujeres. Ambos las veían como el segundo sexo, con privilegios
claramente limitados».
Entre la población negra del siglo XIX, hombres y mujeres estaban
incondicionalmente comprometidos con establecer y mantener un orden
social patriarcal en su cultura segregada. Las mujeres negras aspiraban a
adoptar el papel «femenino» de mujer de la casa, mantenida, protegida y
honrada por un buen marido. Pero había un problema: los empleos al
alcance de hombres negros escaseaban. Los blancos racistas se negaban a
contratar a hombres negros, mientras que las mujeres negras sí eran capaces
de encontrar empleos domésticos. Personas blancas y negras han
interpretado la contratación de mujeres negras por parte de blancos en el
sector doméstico y la reticencia paralela a contratar a hombres negros como
un indicador de que se primaba a la mujer negra por encima del hombre
negro. Sin embargo, tal pensamiento pasa por alto el hecho evidente de que
los empleos como servicio doméstico (criadas, amas de llaves, lavanderas)
no se consideraban trabajo «de verdad» o trascendente. Los blancos no
consideraban que las mujeres negras que trabajaban en el ámbito de los
servicios realizaran un trabajo importante que mereciera una retribución
económica adecuada. Consideraban los empleos domésticos que
desempeñaban las mujeres negras como una mera extensión del papel
«natural» de las mujeres y no les otorgaban ningún valor. Mientras que los
hombres blancos se sentían amenazados por la competencia de los hombres
negros en puestos de trabajo con buenos salarios y recurrieron al racismo
para excluirlos, las mujeres blancas se mostraron más que dispuestas a
delegar las tareas domésticas en criadas negras. Dado que dichas tareas se
consideraban un trabajo degradante, no puede inferirse que los blancos
demostraran ningún favoritismo hacia las mujeres negras por el hecho de
permitirles desempeñarlas. Es más probable que creyeran que las mujeres
negras, que a su modo de ver carecían de dignidad y amor propio, no se
avergonzaran de encargarse de tales tareas insignificantes.
Aunque muchas mujeres negras trabajaban fuera del hogar, seguían
apoyando firmemente el patriarcado. Contemplaban al hombre negro
incapaz de zafarlas de la necesidad de trabajar con hostilidad, enojo y
desdén. Incluso en algunos hogares donde los hombres estaban empleados
pero no ganaban dinero suficiente para ser el único sostén de familia, a las
mujeres les amargaba tenerse que incorporar al mercado laboral. Gran parte
de las tensiones tanto en los matrimonios como en otras relaciones entre
mujeres y hombres negros estaban provocadas por la presión que las
mujeres ejercían sobre los hombres para que trajeran el pan a casa y
adoptaran el papel de cabeza de familia. A menudo, los hombres no
medraban en sociedad con la celeridad con la que las mujeres habrían
querido. Debido a que, en los Estados Unidos capitalistas, las mujeres son
las principales consumidoras, son ellas quienes ejercen en gran medida
presión en los hombres para que ganen más dinero. Y las mujeres negras no
han sido una excepción en este sentido. A diferencia de muchos hombres
blancos, que respondían a las demandas materialistas de sus esposas
convirtiéndose en discípulos devotos del culto al trabajo, muchos hombres
negros reaccionaron con hostilidad a tales demandas. Otros estaban
pluriempleados en dos o tres puestos para satisfacer las demandas
materialistas de sus esposas e hijos.
En 1970, L. J. Axelson publicó un ensayo titulado «The Working Wife:
Difference in Perception Among Negro and White Males» («La esposa
trabajadora: diferencia de percepción entre hombres negros y blancos») que
recogía datos que demostraban que los hombres negros aceptaban mucho
mejor que los blancos que sus esposas trabajaran. A menudo han sido las
mujeres negras quienes más rabia y enfado han manifestado por el hecho de
que los hombres negros no asuman la función de sostén de sus familias. En
el número de 1968 de la revista Liberator se publicó un ensayo de la
escritora negra Gail Stokes titulado «Black Woman to Black Man» («De
mujer negra a hombre negro») donde la autora expresaba hostilidad y
desprecio hacia los hombres negros renuentes a asumir la función de
mantener a sus familias:

Si me preguntas cómo puedo amarte y querer estar contigo si cuando regreso a casa te encuentro
hecha unos zorros o por qué las mujeres blancas nunca les abren la puerta a sus maridos como lo
hacen las negras, déjame que te diga una cosa, ignorante. ¿Por qué tendrían que estar ellas
desastradas cuando tienen criadas como yo que se lo hacen todo? Ellas no les gritan a los niños ni
cocinan durante horas; se lo encuentran todo hecho y, al margen de si sus maridos las quieren o
no, al menos traen el pan a casa. […] Las mantienen. ¿Me oyes bien, negro? ¡LAS MANTIENEN!

La cólera de las mujeres negras trabajadoras que han establecido una


equivalencia entre la virilidad y la capacidad de los hombres de ser los
únicos proveedores de la familia y que, en consecuencia, se sienten
estafadas y traicionadas por los hombres que se niegan a asumir tal papel no
es más que otro indicador del grado de su aceptación y apoyo al
patriarcado. Contemplaban al hombre que no asumía de buen grado el papel
de sostén de la familia como un egoísta, holgazán e irresponsable o, en
términos sociológicos de hombre blanco, un «castrado». Su percepción del
hombre negro como débil o afeminado no es una indicación de su repudia
del dominio masculino, sino un reconocimiento por su parte de que adoptan
sin fisuras el patriarcado y desdeñan a los hombres negros reticentes a
asumir el papel que les corresponde.
La idea de que los hombres negros se sienten castrados porque las
mujeres negras trabajen fuera del hogar se fundamenta en la presunción de
que la identidad de los hombres se define a través del trabajo y su
satisfacción personal depende de llevar el pan a la mesa. Tal presunción
desatiende por completo el hecho de que la inmensa mayoría de los
empleos de los hombres consumen mucho tiempo y energía, carecen de
todo interés y, por ende, no los realizan personalmente. Myron Brenton,
autor de The American Male—A Penetrating Look at the Masculinity Crisis,
plantea que los hombres no tienen la impresión de que el trabajo reafirme su
«poder masculino». Si bien admite que a la mayoría de los estadounidenses
se los condiciona mediante el sexismo para que consideren que su función
es trabajar, defiende que los hombres que aceptan la idea de que el trabajo
es una expresión de su poder masculino y debería ser el aspecto más
importante de su experiencia vital suelen llevarse una decepción. Afirma:
«El hombre estadounidense ve en su función de sostén de la familia la
confirmación de su virilidad, pero el trabajo en sí tiene una influencia
deshumanizadora y, por consiguiente, desmasculinizadora». Rara vez los
negros norteamericanos han sucumbido a la idea romántica del trabajo
como realización personal, principalmente porque en su mayoría se han
encargado de los empleos menos estimulantes. Sabían que realizar trabajos
que la sociedad consideraba insignificantes, con jefes y supervisores
atosigándolos y persiguiéndolos, no era gratificante. Y también sabían que
las retribuciones económicas por su trabajo rara vez compensaban las
indignidades que se veían obligados a soportar. Los hombres negros
ambiciosos que asimilaron los valores de los patriarcas blancos de clase
media han sido quienes más dispuestos se han mostrado a aceptar la teoría
de la castración, pues son los que más tullidos se sienten por la jerarquía
racial de una sociedad norteamericana que tradicionalmente ha negado a los
hombres negros un acceso ilimitado al poder. Es habitual escuchar a
hombres famosos y otros negros pudientes lamentar la «falta de poder del
hombre negro» o recalcar que la sociedad estadounidense no le permite ser
un hombre «de verdad». Estos hombres eligen ignorar la realidad de que su
propio éxito es una señal de que los hombres negros no están
completamente atrapados, tullidos ni castrados. En realidad, lo que
corroboran es que han aceptado el patriarcado y, con él, la competencia
masculina y que, mientras los hombres blancos dominen las estructuras de
poder capitalista en la sociedad estadounidense, los hombres negros se
sentirán castrados.
Muchos hombres negros que expresan la mayor de las hostilidades hacia
la estructura de poder del hombre blanco ansían acceder a ese poder. Sus
manifestaciones de rabia y enojo no son tanto una crítica del orden social
patriarcal del hombre blanco cuanto una reacción al hecho de que no se les
haya permitido participar plenamente en el juego del poder. En el pasado,
estos hombres negros han sido quienes más han apoyado la subyugación de
la mujer al hombre. Esperaban recibir el reconocimiento público de su
«hombría» demostrando que eran la figura dominante en la familia negra.
Tal como los líderes negros del siglo XIX consideraban que era
importante que todos los hombres negros estuvieran dispuestos a ser
protectores de sus mujeres y a mantenerlas para dejar claro a la raza blanca
que no tolerarían que se les continuaran negando sus privilegios
masculinos, los líderes negros del siglo XX emplearon la misma táctica.
Marcus Garvey, Elijah Muhammed, Malcolm X, Martin Luther King,
Stokely Carmichael, Amiri Baraka y otros dirigentes negros han apoyado
moralmente el patriarcado. Todos ellos han argumentado que es
absolutamente necesario que los hombres negros releguen a las mujeres
negras a una posición subordinada tanto en la esfera política como en la
vida doméstica. Amiri Baraka publicó un artículo en el número de julio de
1970 de Black World en el que expresaba públicamente su compromiso con
establecer un patriarcado negro, si bien no utilizaba términos como
«patriarcado» o «gobierno masculino», sino que analizaba la formación de
un hogar negro capitaneado por el hombre desde su posición misógina
inherente como si se tratara de una reacción positiva frente a los valores
racistas blancos. Su retórica romántica era típica del vocabulario que los
líderes negros utilizaban para enmascarar las implicaciones negativas de su
mensaje sexista. Dirigiéndose a toda la población negra, Baraka afirma:

Hablamos sobre la mujer negra y sobre el hombre negro como si fueran cosas separadas porque
nos han separado; nuestras manos se alargan para tocar al otro, en busca de la proximidad y la
compleción de estar hechos el uno para el otro y en busca de la expansión de conciencia que nos
proporcionamos mutuamente. Nos separó el hecho y el proceso de la esclavitud. Interiorizamos el
proceso y le permitimos crear una geografía ajena en nuestros cráneos, un espíritu errante que hizo
que no nos encontrásemos y que nos impidió saber lo que se sentía. Y nos distanciamos. Mi mano
puede apoyarse en la tuya y, aun así, tú te habrás ido. Y, por supuesto, yo tampoco estoy ahí, sino
que estoy fuera, vagando entre los granujas y las rameras del universo.
Y esa separación es la causa de nuestra necesidad de autoconciencia y de nuestra futura
curación. Pero tenemos que borrar la separación dotándonos de identidades africanas sanas,
abrazando el sistema de valores que no conoce separación, sino solo el complemento divino que la
mujer negra es para su hombre. Por ejemplo, nosotros no creemos en la «igualdad» entre hombres
y mujeres. No entendemos a qué se refieren esas personas ignominiosas y quienes están bajo su
maligna influencia cuando reivindican la igualdad para las mujeres. Los hombres y las mujeres
nunca seremos iguales… porque la naturaleza nos ha hecho diferentes. El hermano dice: «Deja a
la mujer ser mujer y al hombre ser hombre…».

Aunque Baraka proyecta esta «nueva» nación negra que imagina como
un mundo que tendrá valores marcadamente distintos de los del mundo
blanco que rechaza, la estructura social que concibió se apuntalaba en los
mismos cimientos patriarcales que la sociedad estadounidense blanca. Sus
afirmaciones acerca del papel de la mujer no difieren de las que expresaban
los hombres blancos en el mismo período de la historia de los Estados
Unidos. Los hombres blancos a quienes se entrevistó para el libro The
American Male expresaban inquietud por la creciente presencia de mujeres
blancas en el mercado laboral, que consideraban una amenaza a su estatus
masculino, así como sentimientos de nostalgia por tiempos pasados, cuando
los roles de género estaban claramente delineados. Como Baraka, afirman:

¡Benditos viejos tiempos! Entonces un hombre era un hombre y una mujer, una mujer, y cada uno
de ellos sabía exactamente qué significaba eso. El padre era el cabeza de familia en el sentido real
del término. Y la madre lo respetaba por ello y recibía todas las gratificaciones que necesitaba o
quería en el hogar, realizando sus tareas bien definidas. […] El hombre era fuerte y la mujer,
femenina, y no se hablaba por hablar de esa bobada de la igualdad.

No es coincidencia que, al mismo tiempo que los hombres blancos


manifestaban dudas y nervios acerca de su papel masculino, los hombres
negros decidieran proclamar públicamente que habían subyugado a las
mujeres negras. Por fin, el hombre negro que se había tenido por el
perdedor en la competitiva pugna por el estatus y el poder con el hombre
blanco podía desvelar su mejor carta: él era el hombre «de verdad» porque
era capaz de controlar a «su» mujer. Por fin Baraka y otros hombres negros
podían tildar a los hombres blancos de afeminados y poco viriles. En Home,
Baraka incluye un ensayo titulado «american sexual reference: black man»
(«referencia sexual americana: el hombre negro»), que arranca con la
siguiente afirmación homófoba:

La mayoría de los hombres blancos estadounidenses están educados para ser unos maricas.
Seguramente esa sea la razón por la que tienen esas caras tan frágiles e insulsas, sin rastro del
dolor que lo convierte a uno un hombre. Ese rubor rojo, esos ojos de color azul seda de
mariquitas. […] ¿Os imagináis, aunque sea por un segundo, que el hombre blanco medio sea
capaz de hacerle daño a alguien sin la tecnología gracias a la cual sigue dominando el mundo?
¿Entendéis la flaqueza del hombre blanco, su debilidad y, nuevamente, su alejamiento de la
realidad?

Irónicamente, el «poder» de los hombres negros que Baraka y otros


celebraban era la imagen racista estereotípica del hombre negro como
primitivo, fuerte y viril. Aunque los blancos racistas habían evocado estas
mismas imágenes de los negros para apoyar el argumento de que todos eran
unos violadores, ahora se las idealizaba como características positivas. La
población estadounidense quedó impresionada por Baraka y otros como él
que anunciaban la emergencia de la hombría negra. Reaccionó con temor a
grupos como la Nación del Islam, que ponía el énfasis en una virilidad
negra fuerte, pero también con sobrecogimiento y respeto.
De sus escritos y discursos se infiere claramente que la mayoría de los
activistas políticos negros de la década de 1960 contemplaban el
movimiento de liberación negro como un movimiento para obtener el
reconocimiento y el apoyo de un patriarcado negro en ciernes. Cuando los
críticos con el movimiento del Black Power argumentaron la contradicción
de valores que representaba que los hombres negros abrazaran el poder
negro al tiempo que escogían como compañeras de vida a mujeres blancas,
se les informó de que los hombres «de verdad» demostraban su poder
relacionándose con quienes querían. Y cuando a Baraka le preguntaron si
un hombre negro militante podía tener una compañera blanca, respondió:

Jim Brown lo ha explicado sin tapujos y de una forma a mi parecer bastante certera. Afirma que
hay hombres negros y hombres blancos y que luego están las mujeres. De manera que, en efecto,
uno puede militar en un movimiento negro y tener una mujer. El hecho de que esta sea blanca o
negra ya no impresiona a nadie, lo que impresiona es que un hombre se procure una mujer. La
batalla se libra realmente entre hombres blancos y hombres negros, tanto si nos gusta admitirlo
como si no.

Los hombres negros anunciaban a través del movimiento del Black


Power que estaban decididos a acceder al poder aunque ello implicara
desligarse de la sociedad estadounidense general y establecer una nueva
subcultura negra. A los patriarcas blancos les alarmaban las afirmaciones de
los negros militantes porque sabían que tenían motivos más que justificados
para estar enfadados, para mostrarse hostiles y para querer venganza, y
reaccionaron con resistencia violenta. Pese al hecho de que fueron capaces
de resistir y derrotar a los militantes negros, a los hombres blancos les
impresionó verlos lucir la medalla de su virilidad recién reconquistada. El
movimiento del Black Power tuvo un gran impacto en las psiques de los
estadounidenses blancos. Joel Kovel expone en White Racism: A
Psychohistory que el movimiento del Black Power cambió por completo la
concepción que los blancos tenían de los negros. Afirma:

A través de un desafío declarado, espoleados por líderes como Malcolm X y sus sucesores
radicales, los negros han limpiado el símbolo de la negritud, lo han despojado de su falsa
humildad acumulada y, en efecto, han procedido a la regeneración de su propia matriz simbólica
basada en un concepto positivo de la negritud. El hecho de que este retorno a la dignidad haya
sido posible, en sí mismo, ya da fe de la capacidad del ser humano de resistir a la opresión y es
una gran señal de esperanza tanto para blancos como para negros. Y aunque el hecho de que se
haya materializado a través de la ira y la destrucción pueda parecer deplorable, desgraciadamente
es necesario bajo los términos sofocantes de la matriz simbólica occidental reticente e incapaz de
tratar con humanidad a quienes en el pasado fueron una propiedad. Ahí, en ese acto heroico, se
produce la verdadera ruptura en la sempiterna dialéctica destructiva de nuestra matriz.

Muchos hombres blancos respondieron de manera favorable a las


demandas de los defensores del Black Power que ponían el énfasis en
reintegrar a los negros su masculinidad perdida precisamente porque su
machismo les permitía identificarse y empatizar con tal causa. Los
privilegios patriarcales que los hombres negros exigían en nombre del
poder negro coincidían plenamente con los anhelos con los que los hombres
blancos patriarcales y machistas eran capaces de empatizar. Y aunque ni
mujeres ni hombres blancos comprendieran o simpatizaran con el hecho de
que la raza negra a la cual habían explotado para su beneficio económico
exigiera reparaciones, sí entendían el deseo de los hombres negros de
reafirmar su «virilidad». Como estadounidenses, no les habían inculcado
que la igualdad social era un derecho inherente a todas las personas, sino
que se los había socializado para creer que está en la naturaleza del sexo
masculino aspirar y acceder al poder y los privilegios. En el polémico libro
de Michele Wallace Macho negro y el mito de la Supermujer, la autora
desmerece el movimiento del Black Power, que tilda de ineficaz, e insinúa
que el interés primordial de los hombres negros era acceder a los cuerpos de
mujeres blancas. La autora no acierta a entender que el movimiento negro
de la década de 1960 no solo erradicó muchas de la barreras que impedían
las relaciones interraciales, sino que conllevó numerosos avances sociales y
económicos para la población negra. Ahora bien, los importantes progresos
que reportó el movimiento del Black Power ni justifican ni atenúan el
impacto negativo de las actitudes misóginas que afloraban en gran parte de
su retórica.
Y aunque el movimiento del Black Power de la década de 1960 fue una
reacción al racismo, también permitió a los hombres negros expresar sin
dobleces su respaldo al patriarcado. Hombres negros militantes
arremetieron públicamente contra los patriarcas blancos por su racismo al
tiempo que establecían un lazo de solidaridad con ellos basado en su
aceptación compartida del patriarcado y su compromiso con este. El vínculo
más potente entre los hombres negros militantes y los hombres blancos fue
su machismo compartido: ambos creían en la inferioridad inherente de la
mujer y apoyaban el dominio masculino. Otro elemento vinculante fue la
aceptación por parte del hombre negro, como el hombre blanco, de la
violencia como estrategia principal de reafirmar su poder. El hombre blanco
reaccionó a la violencia del hombre negro con la emoción y el júbilo que
por tradición el hombre ha expresado al ir a la guerra. Pese a atacar a los
militantes negros, los respetaban por su demostración de fuerza. Desde la
aparición del movimiento del Black Power en la década de 1960, los
hombres blancos se han mostrado más abiertos a admitir a hombres negros
en las fuerzas policiales y en puestos de poder en el ejército. Por tradición
se ha considerado aceptable que los hombres aparquen sus sentimientos
racistas en los ámbitos en los que establecen lazos en base a su sexualidad.
Pese al racismo descarado en el terreno de los deportes, fue ahí donde los
hombres negros consiguieron obtener cierto reconocimiento positivo por
sus proezas. El racismo siempre ha sido una fuerza divisoria que separa a
los hombres negros de los blancos, mientras que el sexismo o el machismo
ha sido una fuerza que aglutina ambos grupos.
Hombres de todas las razas en Estados Unidos tienden puentes entre
ellos en base a su convicción compartida en que un orden social patriarcal
es el único cimiento viable de la sociedad. Su postura patriarcal no supone
solo la aceptación de un protocolo social basado en la discriminación de las
mujeres, sino un compromiso político serio con el mantenimiento de
regímenes políticos en todo Estados Unidos y el mundo dominados por los
hombres. John Stoltenberg analiza la estructura política del patriarcado en
su ensayo «Toward Gender Justice» («Hacia la justicia de género »)
publicado en el libro recopilatorio For Men Against Sexism. En su texto,
describe los rasgos que definen el patriarcado:

Bajo el patriarcado, los hombres son árbitros de identidad tanto de hombres como de mujeres,
porque la norma cultural de la identidad humana es, por definición, la identidad masculina, la
masculinidad. Y, bajo el patriarcado, la norma cultural de la identidad masculina consiste en
poder, prestigio, privilegio y prerrogativa sobre y en contra de la clase y el género femenino. Eso
es la masculinidad. Nada más y nada menos.
Se han realizado intentos por defender que esta norma de la masculinidad tiene una base natural
en la biología sexual masculina. A título de ejemplo, se ha planteado que el poder masculino en la
cultura es una expresión natural de una inclinación biológica en los hombres hacia la agresión
sexual. Sin embargo, yo creo que es justamente al contrario. Creo que el funcionamiento genital
masculino es una expresión del poder de los hombres en la cultura. Y creo que la agresión sexual
masculina es un comportamiento completamente aprendido que enseña una cultura bajo el control
absoluto de los hombres. Considero, como explicaré, que existe un proceso social mediante el cual
el patriarcado confiere poder, prestigio, privilegios y prerrogativas a las personas nacidas con
verga y se instaura un programa sexual promovido por el patriarcado (no por la madre naturaleza)
que dicta cómo se supone que deben funcionar esas vergas.

Stoltenberg también recalca que el patriarcado se mantiene mediante los


lazos entre hombres basados en el machismo compartido:

El proceso social mediante el cual las personas nacidas con verga alcanzan y mantienen la
masculinidad tiene lugar en la vinculación masculina. La vinculación masculina es un
comportamientos institucionalizado aprendido mediante el cual los hombres se reconocen y
refuerzan recíprocamente su pertenencia al género masculino y mediante el cual se recuerdan unos
a otros que no han nacido mujeres. La vinculación masculina es política y generalizada. Se
produce siempre que se encuentran dos hombres. No se circunscribe a grupos exclusivamente
formados por hombres. Es la forma y contenido de todos y cada uno de los encuentros entre dos
hombres. Lo que los hombres aprenden para entablar relaciones entre ellos es un elaborado código
conductual de gestos, discurso, hábitos y actitudes que, a efectos prácticos, excluye a las mujeres
de la sociedad masculina. Mediante los vínculos que establecen entre sí, los hombres aprenden los
unos de los otros que el patriarcado los autoriza a dominar la cultura. La vinculación femenina
permite a los hombres obtener ese poder y retenerlo. De ahí que los hombres impongan un tabú
contra la ruptura de lazos, un tabú fundamental para la sociedad patriarcal.
El racismo no ha permitido que se establezca una vinculación total entre
hombres blancos y negros basada en el machismo que comparten, pero sí se
han tendido lazos entre ellos.
La necesidad de reconocimiento de su «masculinidad» que tiene el
hombre negro en la sociedad estadounidense arraiga en su interiorización
del mito de que el simple hecho de haber nacido hombre le otorga un
derecho innato al poder y a los privilegios. Cuando el racismo impidió a la
población negra disfrutar de igualdad social con los blancos, los hombres
negros respondieron como si fueran los únicos representantes de la raza
negra y, por ende, las únicas víctimas de la opresión racista. Se
consideraban las únicas personas a las cuales se les negaba la libertad,
olvidándose de las mujeres negras. En todas sus novelas de denuncia, el
novelista Richard Wright recalcaba los efectos deshumanizadores del
racismo en los hombres negros, como si este no afectara a las mujeres
negras. En su relato breve «Long Black Song», el protagonista, Silas, tras
asesinar a un hombre blanco, grita con ira:

¡Los blancos no me han dado nunca ninguna oportunidad! ¡Nunca le han dado al hombre negro
ninguna oportunidad! ¡No les queda nada por arrebatarnos! ¡Nos quitan la tierras! ¡Nos quitan la
libertad! ¡Nos quitan a nuestras mujeres! ¡Y luego nos quitan la vida!

Wright relega a las mujeres a la posición de propiedad; para él se


convierten en una mera extensión del ego del hombre. Su actitud es típica
del pensamiento masculino patriarcal acerca de las mujeres.
Los hombres negros son capaces de restar importancia al sufrimiento de
las mujeres negras porque la socialización sexista les enseña a ver a las
mujeres como objetos sin valor humano ni valía. Esta actitud misógina es
endémica del patriarcado. En su ensayo «All Men Are Misogynists»
(«Todos los hombres son misóginos»), Leonard Schein defiende que el
patriarcado alienta a los hombres a odiar a las mujeres:

El patriarcado se fundamenta en la opresión de las mujeres. El cemento de estos cimientos es la


socialización de los hombres para odiar a las mujeres.
Si observamos nuestro desarrollo como hombres, es fácil detectar cómo se origina la misoginia.
De niños, lo primero que nos atrae es nuestra madre, una mujer. A medida que crecemos,
aprendemos a convertir nuestro amor por nuestra madre en identificación con nuestro padre.
La familia nuclear patriarcal hace a todos sus miembros dependientes del hombre (padre-
marido). Y es en este ambiente opresivo donde crecemos, un ambiente en el que, incluso de niños,
somos sumamente sensibles a esta jerarquía de poder. Entendemos, más de lo que creen los
adultos, que nuestro padre (y la sociedad hecha a su imagen y semejanza, desde el policía hasta el
médico o el presidente) es poderoso y que nuestra madre carece de poder. Ella tiene que urdir
planes y manipular recurriendo a la compasión y la simpatía para conseguir lo que quiere.

El racismo no impide a los hombres negros asimilar la misma


socialización sexista con la que se anega a los hombres blancos. Desde una
edad muy temprana se enseña a los niños negros que ocupan una posición
privilegiada en el mundo por el mero hecho de haber nacido varones;
aprenden que su estatus es superior al de las mujeres. Como consecuencia
de esta temprana socialización sexista, maduran aceptando los mismos
sentimientos machistas que aceptan sus equivalentes blancos. Cuando las
mujeres no corroboran su estatus masculino asumiendo un papel
subordinado, expresan el desprecio y la hostilidad que les han enseñado a
sentir hacia las mujeres insumisas.
Los hombres negros han sido machistas durante toda su historia en
Norteamérica, pero, en tiempos contemporáneos, su machismo ha derivado
en una misoginia desatada y un odio indisimulado hacia las mujeres.
Algunos cambios culturales en las actitudes hacia la sexualidad femenina
han influido en las actitudes de los hombres hacia las mujeres. Mientras a
las mujeres se las dividió en dos grupos, las vírgenes o «buenas» chicas y
las mujeres sexualmente permisivas consideradas chicas «malas», los
hombres pudieron continuar fingiendo que se preocupaban por las mujeres.
Ahora que la píldora y otros medios anticonceptivos ofrecen a los hombres
acceso ilimitado a los cuerpos de las mujeres, han dejado de tener la
sensación de que es necesario demostrar ningún tipo de consideración o
respeto por ellas. Ya pueden concebirlas a todas como «malas» y «furcias»
y exhibir sin tapujos su desprecio y su odio. Como grupo, los hombres
blancos expresan su odio explotando cada vez más a las mujeres como
objetos sexuales para vender productos y demostrando su apoyo
incondicional a la pornografía y la violación. Por su parte, los hombres
negros lo manifiestan mediante el aumento de la violencia doméstica (los
hombres blancos también) y su denuncia verbal contundente de las mujeres
negras como matriarcas, castradoras, putas, etc. El hecho de que los
hombres negros empezaran a ver a las mujeres negras como su enemigo era
perfectamente lógico dada la estructura patriarcal. Schien escribe acerca del
odio de los hombres hacia las mujeres:

Psicológicamente, cosificamos a las personas a quienes odiamos y las consideramos inferiores a


nosotros. […]
Una segunda situación que alimenta, agudiza y solidifica nuestro odio hacia las mujeres se
desarrolla en una etapa algo posterior. Empezamos a ser conscientes de nuestra posición
privilegiada en la sociedad en tanto que hombres. El judío ortodoxo reza a Dios («Él») cada
mañana para darle las gracias por no haber nacido mujer. Subconscientemente, intuimos que solo
podemos mantener nuestro privilegio si contenemos a las mujeres «en su sitio». Y así vivimos con
un temor constante, pues la amenaza a nuestro poder está en todas partes (incluso, y sobre todo, en
nuestro dormitorio). Este temor al desafío a nuestro poder explica nuestro odio paranoide hacia la
«mujer arrogante».

A las mujeres negras siempre se las ha considerado «demasiado


arrogantes». Los hombres blancos decidieron que así fuera durante la
esclavitud. Cuando Moynihan publicó originalmente su informe sobre la
familia negra, en 1965, en el que perpetuaba la teoría de la castración, en un
principio los hombres negros reaccionaron exponiendo los puntos débiles y
las incorrecciones de su argumento. Alegaron que su afirmación de que se
sentían castrados era ridícula e incierta, pero no tardaron demasiado en
empezar a formular esa misma queja. Su respaldo a la idea de que las
mujeres negras eran castradoras les permitió sacar del armario actitudes
misóginas. Mientras que por un lado abrazaban el mito del matriarcado y lo
utilizaban para instar a las mujeres negras a ser más sumisas, por el otro
transmitían el mensaje de que su hombría no se veía amenazada por la
mujer negra, porque siempre podían utilizar la fuerza bruta y su fortaleza
física para subyugarla.
Entre las comunidades negras de clase más baja siempre se ha sabido que
la virilidad del hombre negro medio no se medía por su capacidad de ser el
sostén de la familia. Tal como afirmó un hombre negro:

En la sociedad blanca, el respeto está, en gran medida, institucionalizado. Se respeta a un hombre


porque es juez, profesor o ejecutivo de una empresa. En el gueto, sin la institucionalización del
respeto, un hombre debe ganárselo por méritos propios, incluida su capacidad de defenderse
físicamente.
Es cierto que los hombres blancos han institucionalizado el respeto, pero
su éxito como hombres poderosos se mide por su capacidad de utilizar la
fuerza tecnológica para ejercer la violencia sobre otros o por su capacidad
para explotar a otros con fines capitalistas. De manera que, en ese sentido,
su manera de ganarse el respeto por su masculinidad no dista tanto de la de
los negros. Mientras que los hombres blancos demuestran su «poder
masculino» organizándose y perpetrando una matanza de japoneses o
vietnamitas, los negros se matan entre sí o asesinan a mujeres negras. Una
de las causas de mortalidad principales entre los jóvenes negros es el
homicidio de negros contra negros. El psiquiatra negro Alvin Pouissant
alega que estos hombres negros son «víctimas de su propio odio a sí
mismos». Si bien los sentimientos de inseguridad acerca de la propia
individualidad pueden motivar a los hombres negros a cometer actos
violentos, en una cultura que tolera la violencia de los hombres como una
expresión positiva de su masculinidad, la capacidad de emplear la fuerza
contra otra persona (es decir: de oprimir) puede no ser tanto una expresión
de odio a sí mismo como un acto gratificante y satisfactorio.
En muchas comunidades negras, al llegar a la madurez, los jóvenes creen
que deben demostrarles a sus amigos que no tienen miedo, que no les
atemorizan los actos violentos. Llevar un arma y estar dispuesto a utilizarla
es su manera de ilustrar en público su fuerza «masculina». En una sociedad
patriarcal, racista e imperialista que apoya y tolera la opresión, no sorprende
que hombres y mujeres juzguen su valía y su poder personal por su
capacidad de oprimir a otras personas. Recientemente, un periodista blanco
de un destacado diario de California informaba conmocionado e indignado
acerca de cómo jóvenes negros en Cleveland prorrumpieron en vítores
cuando se sacó de un edificio de viviendas el cadáver de un agente del FBI
al que había asesinado un muchacho negro. Pero, en una cultura en la que el
culto a la violencia impera en los medios de comunicación (televisión,
películas, cómics…), es perfectamente comprensible que jóvenes de ambos
sexos idealicen la violencia. Y, en el caso de los muchachos negros que
aprenden a través de esos mismos medios que son las dianas automáticas de
la agresión del hombre blanco, tampoco sorprende que se congratulen
cuando ven un símbolo de las fuerzas de seguridad blancas abatido por uno
de ellos. Al fin y al cabo, la socialización sexista los ha alentado durante
todas sus vidas a sentir que «no son lo bastante hombres» si no son capaces
de cometer actos violentos.
Con frecuencia se olvida que el mismo informe de Moynihan que
fomentaba la idea de que las mujeres negras amedrentaban a los hombres
negros instaba a estos últimos a alistarse al servicio militar. Moynihan
afirmaba que la guerra era un «mundo completamente masculino» y era en
ese mundo de asesinatos donde imaginaba que los hombres negros podían
recuperar su orgullo y confianza en sí mismos. Como otros patriarcas
blancos, apoyaba la violencia como expresión positiva de la fortaleza del
hombre. Afirmaba:

Teniendo en cuenta la presión de la vida familiar desorganizada y matrifocal en la que muchos


jóvenes negros llegan a la edad adulta, las fuerzas armadas ofrecen un cambio drástico e
imperioso: un mundo alejado de la mujer, un mundo regido por hombres fuertes con una autoridad
incuestionable.

El sexismo alienta, consiente y apoya la violencia de género, además de


espolear la violencia entre hombres. En la sociedad patriarcal, a los
hombres se les insta a canalizar la agresión frustrada hacia los indefensos:
mujeres y niños. Y tanto blancos como negros maltratan a las mujeres. Si
bien los intereses de este libro me llevan a concentrarme más en la
misoginia negra, no pretendo dar a entender que los hombres negros son el
epítome de la opresión sexista en nuestra sociedad. La sociedad
estadounidense siempre ha puesto un mayor énfasis en los actos violentos
de los hombres negros porque así se desvía la atención de la violencia
perpetrada por los hombres blancos. La violencia de género ha aumentado
en Estados Unidos en los últimos veinte años. Los antifeministas alegan que
el cambio en los roles de género ha supuesto una amenaza para los
hombres, que están canalizando su ira mediante la violencia doméstica.
Como partidarios de la dominación masculina, aseguran que los actos
violentos contra las mujeres continuarán hasta que la sociedad recupere los
roles de género perfectamente delineados de tiempos pasados.
Mientras que a los suscriptores del feminismo les gusta creer que este ha
sido la fuerza motivadora subyacente a los cambios en el papel de la mujer,
en realidad, los cambios en la economía capitalista estadounidense han sido
lo que más repercusión ha tenido en la situación de las mujeres. Hoy
muchas más mujeres que nunca forman parte de la población activa de los
Estados Unidos, pero no gracias al feminismo, sino porque las familias ya
no pueden depender solo de los ingresos del padre. El feminismo se ha
utilizado como herramienta psicológica para hacer creer a las mujeres que
empleos que les roban gran parte de su tiempo y que de otro modo se les
antojarían tediosos son liberadores. Porque, con feminismo o sin él, las
mujeres tienen que trabajar. Los ataques misóginos manifiestos se
producían mucho antes de la aparición del feminismo, y la mayoría de las
mujeres que soportan la carga de la agresión y el maltrato masculino en la
actualidad no son feministas. Gran parte de la violencia de género de esta
cultura se apuntala en el patriarcado capitalista que insta a los hombres a
considerarse privilegiados al tiempo que a diario los despoja de su
humanidad en un trabajo deshumanizador y, en consecuencia, los hombres
emplean la violencia contra las mujeres para restaurar su percepción de
pérdida de poder y masculinidad. El lavado de cerebro a través de los
medios de comunicación incita a los hombres a usar la violencia como
medio de subyugar a las mujeres. En efecto, el patriarcado moderno
reestructurado para satisfacer las necesidades del capitalismo avanzado
erradicó las primeras versiones idealizadas del hombre heroico como
caballero fuerte que protege y mantiene a las damiselas afligidas y lo
sustituyó por la adoración al violador, al macho y al bruto que emplea la
fuerza física para obtener lo que quiere.
En la década de 1960, los hombres negros se disociaron de los códigos
caballerescos de la hombría que en el pasado habían enseñado al género
masculino a deplorar el uso de la violencia contra las mujeres e idealizaron
a los hombres que se aprovechaban y maltrataban a las mujeres. Amiri
Baraka escenificó su aceptación de la violencia como estrategia para
subyugar a las mujeres en su obra Madheart. En una escena en la que una
mujer negra le dice a un hombre negro que se olvide de las mujeres blancas
y se vaya con ella, el protagonista negro, el «héroe» de la obra, demuestra
su capacidad de usar la fuerza para someterla:

NEGRO: Volveré contigo… si te necesito.


MUJER (risas): Lo necesitas, cariño… Basta con que eches un vistazo a tu alrededor. Será mejor
que vuelvas conmigo, si sabes lo que te conviene… Te lo advierto.
NEGRO (se vuelve para mirarla a los ojos): ¿Que me lo adviertes…? (Carcajada en voz baja). Sí.
Ya estamos como siempre… igual que siempre… (se da media vuelta y le da un par de bofetadas
en ambas mejillas.)
MUJER: Pero ¿qué haces…?!!!! Por favor…, cariño, por favor… No me pegues. (Vuelve a
abofetearla.)
NEGRO: Te deseo, mujer, como mujer. Arrodíllate. (Vuelve a abofetearla.) Arrodíllate, sométete,
sométete… al amor… y al hombre…, ahora y para siempre.
MUJER (llorando y sacudiendo la cabeza de lado a lado): Por favor, no me pegues, por favor…
(Se agacha.) Los años se hacen tan largos sin ti. He esperado… te he estado esperando.
NEGRO: Yo también he esperado.
MUJER: He visto cómo te humillaban, negro, te he visto arrodillarte ante perros y demonios.
NEGRO: Y yo he visto cómo te violaban salvajes y bestias y te he visto dar a luz hijos de monos
blancos como la leche.
MUJER: Lo permitiste… no podías… hacer nada.
NEGRO: Pero ahora sí que puedo (la abofetea…, la atrae hacia sí y la besa con fuerza en los
labios). Toda esa pesadilla se ha acabado, mujer, estás conmigo y el mundo me pertenece.

Baraka no fue el único que celebró la violencia del hombre sobre la


mujer. Sus obras se interpretaron ante públicos compuestos por hombres y
mujeres a quienes no desconcertaba, disgustaba ni indignaba lo que veían.
Y si en la década de 1960 Baraka utilizó el teatro para plasmar escenas de
opresión masculina de las mujeres, en la de 1970 un dramaturgo negro
asesinó en el escenario a una actriz negra. La poeta negra Audre Lorde
alude a este asesinato en su breve ensayo «The Great American Disease»
(«La gran enfermedad de Estados Unidos»), en el que aborda el odio del
hombre negro hacia la mujer. Recuerda como sigue el caso de Pat Cowan:

Era una joven actriz negra de Detroit, de 22 años, y era madre. La primavera pasada respondió a
un anuncio de un casting que buscaba a una actriz negra para una obra titulada «Hammer».
Mientras interpretaba la escena de una discusión, bajo la mirada del hermano del dramaturgo y de
su propio hijo, el director de teatro, un hombre negro, agarró un mazo y le asestó un golpe mortal
por la espalda.

En la sociedad patriarcal, a la mayoría de los hombres, pese a estar


comprometidos hasta la médula con el dominio masculino, les gusta pensar
que no utilizarían la brutalidad para oprimir a las mujeres. Sin embargo,
desde edades muy tempranas, se socializa a los niños para que contemplen a
las mujeres como el enemigo y como una amenaza a su estatus y poder
masculinos, una amenaza que, no obstante, pueden conquistar a través de la
violencia. A medida que crecen aprenden que la agresión hacia las mujeres
les ayuda a rebajar su ansiedad y temen que les usurpen el poder masculino.
En su ensayo sobre la misoginia, Schien concluye:

Debemos entender que nuestra ira (y odio) proviene de nuestro interior. No es culpa de la mujer.
Es la actitud que la sociedad patriarcal nos ha instado a adoptar con respecto a las mujeres.
Cuando finalmente nos enfrentamos a la realidad del feminismo, que amenaza nuestro poder y
nuestros privilegios, nuestras defensas no son capaces de ocultar nuestro enojo y recurrimos a una
violencia increíble.
Tenemos que aceptar que ese enojo nos pertenece y surge de nuestro odio a las mujeres. Sé que
los hombres aseguran que, en realidad, no las odian, que lo que ocurre es que las han tratado de
manera injusta debido a su socialización («Los violadores son los demás, no yo»). Esto, además
de falso, es una evasión de responsabilidad. Todos los hombres odian a las mujeres y hasta que
asumamos la responsabilidad por nuestro odio personal seremos incapaces de analizar en serio
nuestras emociones y de tratar a las mujeres como seres humanos iguales a nosotros.

Las mujeres negras son uno de los colectivos femeninos más devaluados
por la sociedad estadounidense, motivo que las ha convertido en víctimas
de un maltrato y una crueldad ilimitados por parte de los hombres. Dado
que tanto los hombres blancos como los negros las han estereotipado como
mujeres «malas», no han podido aliarse con hombres de ningún grupo para
protegerse del otro. Ningún colectivo masculino considera que las mujeres
negras merezcan protección. Un estudio sociológico acerca de las
relaciones entre mujeres y hombres negros con bajos ingresos revelaba que
la mayoría de los jóvenes negros ven a sus compañeras única y
exclusivamente como objetos a los cuales explotar. La mayoría de los
muchachos que participaron en el estudio se referían a las mujeres negras
como «esa zorra» o «esa puta». Su percepción de la mujer negra como un
objeto sexual degradado es similar a la percepción que el hombre blanco
tiene de ella. A menudo, en las comunidades negras, el hombre que
manifiesta sin dobleces su odio y desdén hacia las mujeres es admirado. La
idealización actual de la violencia del hombre sobre la mujer ha hecho que
el proxeneta, que antaño fue una figura despreciada en las comunidades,
haya adquirido el estatus de héroe. El trato misógino que el proxeneta
dispensa a las mujeres se idealizó en películas como Sweet Sweet-back o
Una rubia entre dos mundos y en libros como Pimp: Memorias de un chulo
de Iceberg Slim que idealizaban sus hazañas. Gran parte de la interesante
autobiografía de Malcolm X está dedicada a narrar sus días como
proxeneta. Les explica a los lectores que se sentía cómodo en ese papel
porque consideraba a las mujeres enemigas de la masculinidad a las cuales
había que imponerse mediante la explotación. Y aunque después de
convertirse al islam repudió su trabajo como chulo, habla de él
sencillamente como una expresión distorsionada de su búsqueda de la
«virilidad».
En 1972, Christina y Richard Milner publicaron un libro titulado Black
Players en el que novelaban e idealizaban las vidas de los proxenetas. El
libro incluye un capítulo titulado «Male Dominance—Men Have to
Control» («Dominación masculina—Los hombres tienen que controlar»),
en el que se recalca al lector que el proxeneta impresiona a los demás por el
hecho de subyugar a las mujeres. Los Milner afirman:

Para empezar, el proxeneta debe ejercer un control total sobre sus mujeres y debe hacer
ostentación de dicho control ante los demás mediante una serie de pequeños rituales que expresan
simbólicamente la actitud de su mujer. Cuando está en compañía de otros, la mujer debe
esforzarse por tratarlo con especial deferencia y un respeto absoluto. Debe prenderle los
cigarrillos, colmar sus deseos sin dilación y no contradecirlo bajo ningún concepto. De hecho, se
supone que una prostituta no debe hablar en compañía de los proxenetas a menos que se dirijan a
ella.

El papel que los proxenetas esperaban que las mujeres interpretaran es


una mera imitación del papel que los patriarcas esperan que interpreten sus
hijas y esposas. La actitud pasiva y subordinada que se espera de la
prostituta no es distinta de la que la sociedad patriarcal exige a todas las
mujeres.
Los hombres negros que se alistaron en los grupos de la Nación del Islam
en las décadas de 1960 y 1970 compartían los roles de género sexistas. En
su informe de primera mano del movimiento Nación del Islam Black
Nationalism, publicado en 1962, E. U. Essien-Udom destacaba que los
hombres que se sumaron a los Musulmanes Negros eran los que aceptaban
el «ideal femenino» como el papel natural de la mujer. Essien-Udom
observaba:
Las mujeres musulmanas parecen aceptar a sus hombres como «los primeros entre iguales» y, en
teoría al menos, contemplan al hombre como el cabeza y sostén de la familia. Las mujeres
musulmanas se dirigen a los hombres llamándolos «señor». Y las esposas se dirigen a sus maridos
de modo similar.

En la relación de amor musulmana se sobreentendía que la mujer debía


mostrar deferencia hacia el hombre en todas las ocasiones. Muchas mujeres
negras se unieron entusiasmadas a la Nación del Islam porque querían que
el hombre negro asumiera un papel dominante. Como otros grupos en favor
de la liberación de los negros, la Nación del Islam idealizaba la virilidad y,
al mismo tiempo, relegaba a las mujeres a un nivel subordinado.
Malcolm X fue el líder de la Nación del Islam que muchas personas
consideraban una figura ejemplar de la masculinidad negra, pero es
imposible leer su autobiografía sin apreciar el odio y el desdén que sintió
hacia las mujeres durante gran parte de su vida. Hacia la mitad del libro,
Malcolm escribe lo siguiente acerca de la mujer negra con quien se casó:

Supongo que a estas alturas puedo decir que amo a Betty. Es la única mujer a la que creo haber
amado en toda mi vida. Y es la única de las pocas mujeres (cuatro en total) en las que he confiado
en toda mi vida. Pero es que Betty es una buena mujer y una buena esposa musulmana. […]
Betty… me entiende. No imagino a muchas más mujeres capaces de aguantar mi manera de ser.
Betty entiende que despertar al hombre negro con el cerebro lavado y revelarle al hombre blanco
arrogante y malvado la verdad sobre sí mismo es un trabajo a jornada completa. Si tengo trabajo
pendiente cuando estoy en casa, el poco tiempo que estoy en casa, Betty me permite disfrutar de la
tranquilidad que necesito para trabajar. Rara vez paso en casa más de la mitad de una semana; he
llegado a ausentarme hasta cinco meses seguidos. No suelo tener oportunidad de sacarla por ahí y
sé que le gusta estar con su marido. Está acostumbrada a que la telefonee desde aeropuertos en
cualquier parte, desde Boston hasta San Francisco, Miami, Seattle o, últimamente, a que le envíe
telegramas desde El Cairo, Acra o La Meca.

Por más que Malcolm ensalzara las virtudes de su esposa, su actitud


general hacia las mujeres era sumamente negativa.
Un aspecto importante del movimiento de la Nación del Islam para
muchos de sus miembros era el énfasis puritano que ponía en purificar y
limpiar a los negros, en especial a las mujeres, de su sexualidad impía. En el
patriarcado estadounidense, se cree que todas las mujeres encarnan el mal
sexual. El racismo sexual ha conllevado que las mujeres negras carguen con
la peor parte de la necesidad de la sociedad de degradar y devaluar al
género femenino. Mientras que a las mujeres blancas se las ha colocado en
un pedestal simbólico, a las negras se las considera unas caídas en
desgracia. En la comunidad negra, la mujer negra de tez pálida que parecía
casi blanca era considerada una «dama» y se la colocaba sobre un pedestal,
mientras que a las mujeres negras de piel más oscura se las consideraba
unas furcias. Los hombres negros han demostrado la misma lujuria obsesiva
y desdén por la sexualidad femenina que incita la sociedad en general. Y
dado que, al igual que los hombres blancos, consideran que las mujeres
negras son inherentemente más sexuales y moralmente más depravadas que
otros grupos de mujeres, es hacia ellas hacia quienes manifiestan un mayor
desprecio. En el seno del movimiento musulmán, el hombre negro que en el
pasado había contemplado a la mujer negra como una propiedad devaluada
súbitamente podía verla elevada a la posición de madre y esposa respetada,
siempre y cuando se envolviera la cabeza en un velo y se cubriera el cuerpo
con faldas y vestidos largos.
Essien-Udom aclaró que lo que motivó a la mayoría de las mujeres
negras a alistarse al movimiento de los Musulmanes Negros fue la promesa
de que los hombres negros las respetarían. Titula ese capítulo «The Negro
Women: Journey from Shame» («Las mujeres negras: viaje desde la
vergüenza») y en él escribe:

Uno de los motivos principales que llevaron a las mujeres negras a unirse a la Nación es su deseo
de escapar de la posición que ocupan como mujeres en la subcultura negra. […] Las virtudes
femeninas se respetan en la Nación. La actitud de los hombres musulmanes hacia las mujeres
negras y el trato que les dispensan contrasta marcadamente con la falta de respeto y la diferencia
con los que las tratan los negros de las clases más bajas. La demanda semirreligiosa de
Muhammad de que sus fieles respeten a la mujer negra seduce a las mujeres negras que buscan
escapar de la posición humilde y humillante que tienen en la sociedad negra, así como del espíritu
sexual depredador de la clase baja. Encuentran un refugio de tales abusos en la Nación del Islam,
al tiempo que se liberan de la explotación sexual. Se trata de un viaje de la vergüenza a la
dignidad.

Las mujeres negras que se incorporaban a la Nación del Islam recibían


mejor trato al que estaban acostumbradas antes de su conversión, pero
dicho trato no respondía a un cambio en las actitudes negativas básicas de
los hombres hacia las mujeres, sino a que su líder, Elijah Muhammad,
decidió que iría en el interés del movimiento desarrollar una sólida base
patriarcal como parte de la cual se ofreciera a las mujeres protección y
consideración a cambio de sumisión. En muchos casos, los hombres de la
Nación del Islam, que trataban con respeto a las mujeres negras que
formaban parte del movimiento, seguían maltratando y explotando a
mujeres que no eran musulmanas. Como los hombres blancos, para poder
etiquetar a un grupo de «buenas» necesitaban etiquetar a otro de «malas».
Esta idealización de la mujer negra por parte del hombre negro no era
distinta a la idealización de la mujer blanca por parte del hombre blanco
durante el siglo XIX. Mientras que los hombres blancos elevaron la posición
de las mujeres blancas tildando a las mujeres negras de putas y furcias, los
hombres musulmanes negros del siglo XX ensalzaron a las mujeres negras
calificando de demonios y zorras a las mujeres blancas. En ninguno de
ambos casos los hombres abandonaron su convicción de que las mujeres
eran malas por naturaleza. Mantuvieron sus actitudes despreciativas, que no
obstante canalizaron en una dirección concreta.
Varios hombres negros no musulmanes que consideraban a las mujeres
negras una propiedad devaluada buscaron parejas blancas. La idealización
de la mujer blanca por parte del hombre negro arraiga en una misoginia tan
sexista como su devaluación de la mujer negra. En ambos casos, las
mujeres se reducen a la consideración de objetos. La mujer idealizada se
convierte en propiedad, símbolo y ornamento: se la despoja de sus atributos
humanos esenciales. La mujer devaluada se convierte en un tipo distinto de
objeto: es la escupidera en la que los hombres vierten todos sus
sentimientos misóginos negativos. Los negros que comulgan sinceramente
con el sueño americano, que, en esencia, es un sueño masculino de
dominación y éxito a costa de los demás, son quienes más tienden a
expresar sentimientos negativos acerca de las mujeres negras y sentimientos
positivos en referencia a las blancas. No sorprende que el hombre negro que
se siente autoafirmado en base a términos establecidos por el hombre
blanco desee a una mujer blanca, porque vive cada momento de su vida
compitiendo con el hombre blanco y también debe competir por la mujer
que el hombre blanco ha decidido que representa mejor a «Miss América».
La idea extendida de que los hombres negros desean a las mujeres
blancas porque son mucho más «femeninas» que las mujeres negras se ha
esgrimido para trasladar responsabilidad por el deseo que los hombres
negros sienten de tener parejas blancas a las mujeres negras. Según la lógica
sexista, si los hombres negros rechazan a las mujeres negras y buscan otras
parejas, tiene que ser culpa de las mujeres negras, porque los hombres
siempre tienen razón. Sucede que, en los Estados Unidos sexistas, donde las
mujeres son extensiones cosificadas del ego masculino, a las mujeres negras
se las ha etiquetado como hamburguesas mientras que a las blancas se las
considera costillas de primera calidad. Y son los hombres blancos quienes
han creado esta jerarquía de sexo por raza, no los negros. Lo único que han
hecho los hombres negros es aceptarla y corroborarla. De hecho, si los
hombres blancos deciden en algún momento que poseer a una mujer
púrpura sea el símbolo del estatus y el éxito masculinos, los hombres negros
competirán con ellos por poseer una mujer púrpura. Y aunque opino que es
perfectamente normal que personas de distintas razas se sientan atraídas
entre sí, no creo que los hombres negros que confiesan amar a las mujeres
blancas y odiar a las negras o viceversa se limiten a expresar preferencias
personales ajenas a prejuicios socializados culturalmente.
Los hombres negros no han dudado en presumir de su deseo de «poseer»
a mujeres blancas como un intento de superar la deshumanización racial. En
Sex and Racism in America, Calvin Hernton afirma:

No obstante, en Estados Unidos, donde el negro es el desamparado y la mujer blanca es el


máximo símbolo de pureza sexual y orgullo, el hombre negro suele sentirse atraído a perseguirla
para paliar su falta de autoestima. Poseer a una mujer blanca, que es el premio de nuestra cultura,
es una manera de triunfar en una sociedad que deniega a los negros su humanidad básica.

Apréciese que Hernton emplea constantemente el término «negro»


cuando en realidad se está refiriendo exclusivamente a los hombres negros.
A menudo los hombres negros han alegado (y en muchos casos han logrado
convencer a su público) que la cosificación de las mujeres blancas tiene una
correlación directa con el grado de su propia opresión en la sociedad
estadounidense. Esta lógica les permite enmascarar el sentimiento misógino
básico que incita su anhelo de poseer a mujeres blancas. Muchos hombres
negros que tienen citas y se casan con mujeres blancas tienen un concepto
positivo de sí mismos y han alcanzado un cierto grado de estatus y éxito
capitalista. Su deseo de tener parejas blancas no solo revela cuán
embrutecidos están por el racismo blanco, sino que manifiesta que sus
éxitos carecen de relevancia a menos que posean, además, ese objeto
humano que la cultura patriarcal blanca ofrece a los hombres como
recompensa suprema por sus logros masculinos.
Pocos hombres negros que analizan las relaciones entre hombres negros
y mujeres blancas se preguntan por qué estos no intentan desafiar los
valores de un patriarcado blanco que los incita a cosificar y, si es posible,
explotar a las mujeres blancas. En lugar de ello, presentan al hombre negro
como una «víctima» incapaz de resistirse a la seducción social que le
enseña a deshumanizar a las mujeres negras mediante su devaluación y a las
mujeres blancas mediante su idealización. En realidad, los hombres negros
no oponen resistencia a los esfuerzos de los publicistas y los relaciones
públicas blancos que los instigan a cosificar a todas las mujeres y, en
concreto, a las blancas, porque hacerlo supondría poner en tela de juicio el
patriarcado y su opresión de las mujeres. La afirmación del hombre de
negro de que «poseer» a una mujer blanca representa un triunfo sobre el
racismo es una falsedad que enmascara la realidad de que su aceptación de
esta como «el» símbolo de estatus y éxito es, ante todo, una indicación de la
medida en que apoya y acepta el patriarcado. En sus ansias por acceder a
los cuerpos de mujeres blancas, muchos hombres negros han demostrado
que les interesaba mucho más ejercer sus privilegios masculinos que
desafiar el racismo. Su comportamiento no difiere del de los patriarcas
blancos que, por un lado, afirmaban ser supremacistas blancos, mientras
que, por el otro, eran incapaces de renunciar al contacto sexual con las
mujeres de la mismísima raza que aseguraban odiar. Lo que esto revela es
que, en tanto que hombres, priorizan el ejercicio de los privilegios
masculinos por encima de todo lo demás en la vida. Y si es imperativo que
maltraten y exploten a las mujeres para conservar ese privilegio, no dudan
en hacerlo.
A menudo, en los textos feministas, las mujeres expresan amargura, rabia
y enfado hacia los hombres opresores porque les ayuda a dejar de creer en
versiones idealizadas de los roles de género que niegan a la mujer su
humanidad. Por desgracia, el énfasis excesivo que ponemos en el hombre
como opresor con frecuencia oculta el hecho de que los hombres también
son víctimas. Ser opresor es deshumanizador y antihumano por naturaleza,
tanto como lo es ser víctima. El patriarcado obliga a los padres a actuar
como monstruos, alienta a los esposos y amantes a ser violadores
disfrazados, enseña a nuestros hermanos de sangre a sentir bochorno si se
preocupan por nosotros y niega a todos los hombres la vida emocional que
ejercería como una fuerza humanizadora y autoafirmadora en sus vidas. La
vieja idea del patriarca merecedor de respeto y honor hace mucho que no
tiene cabida en un mundo capitalista avanzado. Puesto que el patriarcado se
ha convertido en un mero subtitular bajo el sistema dominante del
capitalismo imperialista, en tanto que patriarcas, los hombres han dejado de
servir a sus familias y comunidades para ponerse al servicio de los intereses
del Estado. Y, en consecuencia, no se sienten reafirmados en sus vidas
domésticas. Tal como subraya un psicólogo en The American Male:

Puede haber sido un todo un héroe en el instituto, el presidente de una asociación estudiantil, un
deportista destacado o algo por el estilo. Pero, cuando sale al mundo y se convierte en una rueda
más del engranaje de una empresa, regresa a casa sintiéndose derrotado.

A los hombres se los insta a convertir a las mujeres en el ENEMIGO, en


el foco de sus fobias, para poder así permitir a ciegas a otras fuerzas (los
elementos deshumanizadores verdaderamente poderosos de la vida
estadounidense) despojarlos de su humanidad a diario. El selecto grupo de
mujeres patriarcales (que apoyan y sostienen la ideología patriarcal) y los
hombres patriarcales que moldean el capitalismo en Estados Unidos ha
convertido el sexismo en un artículo comerciable al tiempo que ha
convencido a los hombres de sentir que la identidad personal, el valor y la
valía se obtienen mediante la opresión de las mujeres, y esa es el arma
definitiva mediante la cual los patriarcas mantienen sometidos a los
hombres. Un escritor afirma acerca de las relaciones entre mujeres y
hombres negros:

El odio hacia sí mismos y la violencia borbotean en las relaciones sexuales negras. Y a causa de
ello, mujeres y hombres negros rara vez experimentan un amor natural en su relación: o bien
obtienen sexo sin amor o amor sin sexo. La calidad del amor y la calidad del respeto hacia la
mujer se empobrecen debido al síndrome de proxeneta/prostituta que durante tanto tiempo se ha
impuesto a la población negra mediante el racismo y la opresión en Estados Unidos. La violencia
se enmascara como afecto. Las emociones más profundas y vinculantes entre hombres y mujeres
se mutilan mediante la explotación mutua, la desconfianza, la falta de respeto y el esfuerzo por el
engrandecimiento egoísta. De hecho, hay miles y miles de negros jóvenes y viejos que no conocen
otro modo de proceder y no conciben ningún tipo de relación entre un hombre y una mujer más
allá del sexo, el dinero, los coches y la política de género («la guerra de los sexos») vehiculados a
través de la violencia física o verbal, o ambas.

Este autor considera que las tensiones negativas que existen entre las
mujeres y los hombres negros están exclusivamente motivadas por «el
racismo y la opresión en Estados Unidos». No obstante, este énfasis
exagerado en el racismo como explicación de los problemas en las
relaciones entre mujeres y hombres negros nos impide apreciar que el
sexismo tiene repercusiones igual de graves en nuestra manera de
relacionarnos. La reticencia de muchas personas negras a reconocer que el
sexismo alimenta y perpetúa la violencia y el odio entre hombres y mujeres
responde a su rechazo a desafiar el orden social patriarcal. Las mujeres y
los hombres negros que apoyan el patriarcado y, por consiguiente, apoyan la
opresión sexista de las mujeres tienen un interés tremendo en presentar la
situación social de la población negra de tal modo que parezca que lo único
que nos oprime y nos convierte en víctimas es el racismo.
Pero, afrontémoslo, pese a la opresión real del racismo, la sociedad
estadounidense tiene otros modos de convertir a los negros en víctimas. Y
es fundamental que seamos conscientes de otras fuerzas opresivas, como el
sexismo, el capitalismo o el narcisismo, que amenazan nuestra liberación
humana. Reconocer que la experiencia humana es tan compleja que no
basta el racismo para explicarla no socava nuestra preocupación acerca de
la opresión racista. Combatir la opresión sexista es importante para la
liberación negra, porque mientras el sexismo divida a las mujeres y los
hombres negros no podremos concentrar nuestras energías en hacer frente al
racismo. Muchas de las tensiones y los problemas que existen en las
relaciones entre mujeres y hombres negros están provocados por el sexismo
y la opresión sexista. Y el escritor negro que comentaba dichas relaciones
habría atinado más escribiendo:

El odio hacia sí mismos y la violencia borbotean en las relaciones sexuales. Y a causa de esto,
mujeres y hombres rara vez experimentan un amor natural en su relación: o bien obtienen sexo sin
amor o amor sin sexo. La calidad del amor y la calidad del respeto hacia la mujer se empobrecen a
causa del síndrome de proxeneta/prostituta que durante tanto tiempo se ha impuesto a la población
mediante el patriarcado y la opresión sexista en Estados Unidos. La violencia se enmascara como
afecto. Las emociones más profundas y vinculantes entre hombres y mujeres se mutilan mediante
la explotación mutua, la desconfianza, la falta de respeto y el esfuerzo por el engrandecimiento
egoísta. De hecho, hay miles y miles de jóvenes y viejos que no conocen otro modo de proceder y
no conciben ningún tipo de relación entre un hombre y una mujer más allá del sexo, el dinero, los
coches y la política de género («la guerra de los sexos») vehiculados a través de la violencia física
o verbal, o ambas.

Las mujeres y hombres a quienes preocupan el odio y la violencia


crecientes en las relaciones entre mujeres y hombres negros no entenderán
la dinámica real de dicha agresión si se niegan a reconocer que el sexismo
es una fuerza opresiva. El nacionalismo negro, con su énfasis en el
separatismo y en la formación de nuevas culturas, ha permitido a muchas
personas negras creer que, de alguna manera, pese a haber vivido en la
sociedad estadounidense durante siglos, nos hemos mantenido vírgenes, sin
que el mundo que nos rodea haya ejercido ninguna influencia en nosotros.
Se trata de una concepción idealizada de nuestra negritud (el mito del
salvaje noble) que permite a muchas personas negarse a ver que los órdenes
sociales que los nacionalistas negros han propuesto con su fundación del
patriarcado no habrían cambiado en absoluto los sentimientos negativos
entre mujeres y hombres negros. En nombre de liberar a los negros de la
opresión blanca, los hombres negros presentaron la opresión de la mujer
negra como un punto fuerte, como una señal de una gloria recién
conquistada. De ahí que los movimientos de liberación negros hayan tenido
muchas repercusiones positivas en lo relativo a eliminar la opresión racista
sin necesidad de plantear ninguna propuesta para erradicar la opresión
sexista. Las relaciones entre mujeres y hombres negros (como todas las
relaciones entre mujeres y hombres en la sociedad estadounidense) sufren la
tiranía del imperialismo del patriarcado, que convierte la opresión de las
mujeres en una necesidad cultural.
Como personas de color, nuestra lucha contra el imperialismo racial
debería habernos enseñado que allá donde se dé una relación entre amo y
esclavo, entre oprimido y opresor, la violencia, el amotinamiento y el odio
calarán en todos los aspectos de la vida. No habrá libertad para el hombre
negro mientras siga defendiendo la subyugación de la mujer negra. Y no
habrá libertad para el hombre patriarcal de todas las razas mientras defienda
la subyugación de la mujer. El poder absoluto de los patriarcas no es
liberador. La naturaleza del fascismo es tal que controla, limita y restringe
tanto a los dirigentes como a los pueblos que oprimen. La libertad (y por
dicho término no querría evocar un mundo insípido y holgazán en el que
cada cual hace lo que le place) en tanto que igualdad social positiva que
garantiza a todos los humanos la oportunidad de moldear sus destinos del
modo productivo más saludable y común solo podrá ser una realidad
completa cuando nuestro mundo deje de ser racista y sexista.
4

Racismo y feminismo: la cuestión de la responsabilidad

En Estados Unidos se socializa a las mujeres de todas las razas para que
contemplen el racismo exclusivamente en el contexto del odio racial. En
concreto, en el caso de las poblaciones blanca y negra, el término
«racismo» suele considerarse sinónimo de discriminación o prejuicio contra
las personas negras por parte de las blancas. El primer encuentro que tienen
las mujeres con el racismo como opresión institucionalizada es a través de
la experiencia personal directa o mediante la información extraída de
conversaciones, libros, el cine y la televisión. De ahí que el entendimiento
de la mujer estadounidense del racismo como arma política del
colonialismo y el imperialismo se muy limitado. Experimentar el dolor
racial o ser testigos de este no es sinónimo de entender su origen, evolución
o impacto en la historia mundial. La incapacidad de las mujeres
estadounidenses de comprender el racismo en el contexto de la política de
su país no se debe a ninguna deficiencia inherente a la psique femenina.
Simplemente refleja el alcance de nuestra victimización.
Ningún libro de historia utilizado en escuelas públicas nos habló del
imperialismo racial. En lugar de ello, se nos explicaron conceptos
románticos del «Nuevo Mundo», el «sueño americano» o Estados Unidos
como el gran crisol donde todas las razas se hermanan como una sola. Nos
explicaron que Colón «descubrió» América; que los «indios» arrancaban
cabelleras y asesinaban a mujeres y niños inocentes; que se esclavizó a los
negros por la maldición bíblica de Canaán, que fue el propio Dios quien
decretó que ellos serían quienes talaran la leña, labraran los campos y
transportaran el agua. Nadie habló de África como la cuna de la
civilización, ni de los pueblos africanos y asiáticos que llegaron a América
antes que Colón. Nadie tildó de genocidio los homicidios masivos de los
amerindios ni de terrorismo la violación de mujeres amerindias y negras.
Nadie estudió la esclavitud como los cimientos sobre los cuales se ha
apuntalado el crecimiento del capitalismo. Nadie describió como opresión
sexista la reproducción forzada de las esposas blancas para aumentar la
población blanca.
Soy una mujer negra. Estudié en escuelas públicas exclusivamente
negras. Crecí en el sur, rodeada de discriminación racial, odio y segregación
forzosa. Y, sin embargo, la educación que recibí con respecto a la política
racial en la sociedad estadounidense no difirió de la que recibieron las
estudiantes blancas a quienes conocí en los institutos integrados, en la
universidad o en diversos grupos de mujeres. La mayoría de nosotras
entendíamos el racismo como un mal social perpetuado por personas
blancas con prejuicios que podía superarse mediante el establecimiento de
lazos entre negros y blancos progresistas, la protesta militante, los cambios
legislativos o la integración racial. Las instituciones de educación superior
no hicieron nada por ampliar nuestra limitada comprensión del racismo en
tanto que ideología política. En lugar de ello, el profesorado nos negó
sistemáticamente la verdad y nos enseñó a aceptar la polaridad racial en la
forma de supremacía blanca y la polaridad sexual en la forma de
dominación masculina.
A las mujeres estadounidenses nos han convencido socialmente, incluso
diría que nos han lavado el cerebro, para que aceptemos una versión de la
historia de nuestro país creada para sostener y mantener el imperialismo
racial basado en la supremacía blanca y el imperialismo sexual basado en el
patriarcado. Una medida del éxito de tal adoctrinamiento es que
perpetuamos tanto de manera consciente como inconsciente los mismos
males que nos oprimen. Estoy segura de que la profesora negra de sexto que
nos enseñó historia, que nos enseñó a identificarnos con el Gobierno
estadounidense y que adoraba a los estudiantes más capaces de recitar el
juramento a la bandera estadounidense no era consciente de la
contradicción que suponía que tuviéramos que amar a un Gobierno que nos
segregaba y que no dotaba a las escuelas con estudiantes negros del mismo
material y equipamiento que a las escuelas donde solo estudiaban blancos.
Sin quererlo, sembró en nuestra conciencia una semilla del imperialismo
racial que nos mantendría para siempre esclavos. Porque ¿cómo derroca
uno, cambia o incluso desafía un sistema que se le ha enseñado a admirar y
a amar, un sistema en el que le han enseñado a creer? La inocencia de esa
maestra no cambia la realidad de que enseñase a niños negros a aceptar el
mismo sistema que les oprimía, que les alentara a apoyarlo, a contemplarlo
con admiración y a morir por él.
El hecho de que las mujeres estadounidenses, al margen de su nivel de
educación, situación económica o identificación racial, hayamos vivido
años de socialización sexista y racista que nos ha enseñado a confiar
ciegamente en nuestro conocimiento de la historia y en sus repercusiones en
la realidad presente, aunque dicho conocimiento lo haya formado y
moldeado un sistema opresivo, se hace evidente, sobre todo, en el
movimiento feminista reciente. El grupo de mujeres blancas de clase media
y alta y con formación universitaria que sumaron fuerzas para organizar un
movimiento de mujeres imprimió un vigor renovado al concepto de los
derechos de la mujer en Estados Unidos. No abogaban únicamente por la
igualdad social con los hombres. Exigían una transformación de la
sociedad, una revolución, un cambio en la estructura social norteamericana.
Sin embargo, mientras intentaban llevar el feminismo más allá de la retórica
radical e insertarlo en el terreno de la vida en Estados Unidos, quedó claro
que ellas mismas no habían cambiado y no habían desarticulado el lavado
de cerebro sexista y racista que les había enseñado a contemplar a las
mujeres distintas a ellas como «otras». En consecuencia, la sororidad de la
que hablaban no fraguó y el movimiento de mujeres que pensaron que
tendría un efecto transformador en la cultura de Estados Unidos no emergió.
En lugar de ello, lo que sucedió fue que el patrón jerárquico de las
relaciones de raza y sexo establecido en la sociedad estadounidense adoptó
una forma distinta bajo el «feminismo»: la forma de clasificar a las mujeres
como un grupo oprimido mediante programas de acción asertivos que
únicamente consiguen perpetuar el mito de que la situación social de todas
las mujeres estadounidenses es la misma; la forma de la creación de
programas de estudios de la mujer donde la literatura que un cuerpo docente
integrado exclusivamente por blancos enseña en las facultades está escrita
exclusivamente por mujeres blancas, sobre mujeres blancas y, con
frecuencia, desde perspectivas racistas; la forma de mujeres blancas que
escriben libros supuestamente sobre la experiencia de las mujeres
estadounidenses cuando, en realidad, se concentran solo en la experiencia
de las mujeres blancas; y, por último, la forma de una discusión y un debate
infinitos sobre si el racismo debe considerarse o no un problema del
feminismo.
Si las mujeres blancas que propiciaron el avance contemporáneo hacia el
feminismo fueran ni remotamente conscientes de las políticas raciales
aplicadas a lo largo de la historia en Estados Unidos, habrían sabido que
derribar las barreras que separan a las mujeres entre sí supondría afrontar la
realidad del racismo, y no solo del racismo como un mal general de la
sociedad, sino del odio racial que tal vez alberguen en sus propias mentes.
A pesar del dominio patriarcal imperante en la sociedad estadounidense,
Estados Unidos se colonizó en base a un imperialismo racial, no sexual. En
ningún momento las relaciones patriarcales entre hombres blancos y
hombres amerindios hizo sombra al imperialismo racial blanco. El racismo
precedió a las alianzas sexuales tanto en la interacción del mundo blanco
con los amerindios como con los afroamericanos, de la misma manera que
el racismo eclipsó todo vínculo entre mujeres blancas y negras establecido
en base al género. En Retrato del colonizado, el escritor tunecino Albert
Memmi subraya el impacto del racismo como herramienta del
imperialismo:

El racismo aparece […] no como un detalle accidental, sino como una parte consustancial del
colonialismo. Es la máxima expresión del sistema colonial y uno de los rasgos definidores del
colono. No solo establece una discriminación fundamental entre colonizador y colonizado, una
condición sine qua non de la vida colonial, sino que además asienta los cimientos para la
inmutabilidad de dicha vida.
Si bien es probable que las feministas que alegan que el imperialismo
sexual es más endémico a todas las sociedades que el imperialismo racial
tengan razón, en la sociedad estadounidense el imperialismo racial
desbanca al imperialismo sexual.
En Estados Unidos, el estatus social de las mujeres blancas y negras
nunca ha sido equiparable. En los siglos XIX y XX eran escasas o nulas las
similitudes entre las experiencias vitales de ambos grupos de mujeres.
Aunque ambas estaban sometidas a la victimización sexista, en tanto que
víctimas del racismo las mujeres negras estaban subyugadas a opresiones
que ninguna mujer blanca tenía que soportar. De hecho, el imperialismo
racial blanco garantizaba a todas las mujeres, por víctimas de la opresión
sexista que fueran, el derecho a asumir el rol de opresoras de mujeres y
hombres negros. Desde la génesis del movimiento contemporáneo hacia la
revolución feminista, las organizadoras blancas intentaron minimizar su
posición en la jerarquía de castas raciales de la sociedad estadounidense. En
sus esfuerzos por desvincularse del hombre blanco (y negar los vínculos
basados en una casta racial compartida), las mujeres blancas implicadas en
el movimiento hacia el feminismo han alegado que el racismo es endémico
al patriarcado blanco y han defendido que no puede considerárselas
responsables de la opresión racista. Acerca del tema de la responsabilidad
de la mujer blanca, que aborda en su ensayo «Disloyal to Civilization:
Feminism, Racism, and Gynephobia» («Desleal a la civilización:
feminismo, racismo y ginefobia», la feminista radical Adrienne Rich
afirma:

Si las feministas blancas y negras van a hablar de responsabilidad femenina, creo que tenemos que
agarrar el término «racismo» con las manos, despojarlo de la conciencia defensiva o estéril en la
que suele crecer y trasplantarlo para que pueda engendrar nuevas perspectivas para nuestras vidas
y nuestro movimiento. Un análisis que sitúa la culpa por la dominación activa, la violencia física e
institucional y las justificaciones incrustadas en la mitología y el lenguaje en las mujeres blancas
no solo crea una falsa conciencia, sino que nos permite a todas negar o desatender la tensa
conexión entre las mujeres blancas y negras desde la coyuntura histórica de la esclavitud en
adelante e impide cualquier análisis real de la instrumentación de las mujeres en un sistema que
oprime a todas las mujeres y en el que el odio hacia la mujer permea la mitología, la tradición y el
lenguaje.
Ningún lector del ensayo de Rich puede poner en duda que lo que le
interesa es que las mujeres comprometidas con el feminismo se esfuercen
por superar las barreras que separan a las mujeres negras de las blancas. Sin
embargo, la autora no parece entender que, desde una perspectiva de mujer
negra, si las mujeres blancas niegan la existencia de las mujeres negras
escribiendo teoría «feminista» como si las mujeres negras no formaran
parte del colectivo de mujeres estadounidenses o discriminan a las mujeres
negras, el hecho de que Norteamérica fuera colonizada por hombres
patriarcales blancos que institucionalizaron un orden social racialmente
imperialista reviste menos importancia que el hecho de que mujeres blancas
que se autoproclaman feministas perpetúen de manera activa el racismo
contra las negras.
Para las mujeres negras, el tema no es si las mujeres blancas son más o
menos racistas que los hombres blancos, sino si son racistas, a secas. Si las
mujeres comprometidas con la revolución feminista, sean blancas o negras,
aspiran a entender algún aspecto de las «tensas conexiones» entre las
mujeres blancas y negras, primero deben mostrarse dispuestas a examinar la
relación de la mujer con la sociedad, la raza y la cultura estadounidense tal
como es en la realidad, no en un plano ideal. Y eso implica confrontar la
realidad del racismo de la mujer blanca. La discriminación sexista ha
impedido a las mujeres blancas asumir el papel dominante en la
perpetuación del imperialismo racial blanco, pero no ha evitado que
asimilen, apoyen y defiendan la ideología racista o que actúen de manera
individual como opresoras racistas en varias esferas de la vida
estadounidense.
Todo movimiento feminista en Estados Unidos, desde su incepción hasta
la actualidad, se ha construido sobre un cimiento racista, hecho que no
invalida en absoluto el feminismo en tanto que ideología política. La
estructura social de apartheid racial que caracterizó la vida en Estados
Unidos durante los siglos XIX y XX se reflejó en el movimiento en defensa
de los derechos de la mujer. Los primeros defensores de los derechos de la
mujer blanca no buscaban la igualdad de todas las mujeres, sino la igualdad
social para las mujeres blancas. Lo que sucede es que, como muchos de los
defensores de los derechos de la mujer blanca del siglo XIX también
participaban en el movimiento abolicionista, suele darse por supuesto que
eran antirracistas. Los historiadores y en particular los escritores de teoría
feminista reciente han creado una versión de la historia de Estados Unidos
en la que los defensores de los derechos de las mujeres blancas se presentan
como los paladines del pueblo negro oprimido. Este romanticismo
desbocado ha moldeado la mayoría de los estudios del movimiento
abolicionista. En tiempos contemporáneos se tiende a establecer un
paralelismo entre el abolicionismo y el rechazo del racismo. En realidad, la
mayoría de los abolicionistas blancos, tanto hombres como mujeres, pese a
sus vehementes protestas en contra de la esclavitud, se oponían
frontalmente a garantizar la igualdad social a los negros. En su estudio
White Racism: A Psychohistory, Joel Kovel recalca que «el objetivo real del
movimiento reformista, pese a sus inicios nobles y valientes, no era la
liberación de los negros, sino el fortalecimiento de los blancos, con
conciencia incluida».
Existe la creencia extendida de que la empatía de las mujeres blancas
reformistas con los esclavos negros oprimidos, combinada con su
aceptación de que ellas no tenían medios para poner fin a la esclavitud,
condujo a la aparición de la conciencia y la sublevación feministas. Los
historiadores contemporáneos y, en concreto, las académicas blancas,
aceptan la teoría de que la solidaridad que mostraban las mujeres blancas
que defendían los derechos de la mujer con los esclavos negros era
indicativa de que eran antirracistas y apoyaban la igualdad social de los
negros. Esta idealización del papel que desempeñaron las mujeres blancas
lleva a Adrienne Reich a afirmar:

Es importante que las feministas recuerden que, pese a la falta de ciudadanía constitucional, las
privaciones educativas, la sumisión económica a los hombres, las leyes y las costumbres que
prohíben a las mujeres hablar en público o desobedecer a sus padres, esposos y hermanos,
nuestras antiguas hermanas han sido, en palabras de Lillian Smith, «desleales a la civilización» en
repetidas ocasiones, han «olido a muerte en la palabra “segregación”» y a menudo han desafiado
al patriarcado por primera vez, no en nombre propio, sino por el bien de los hombres, mujeres y
niños negros. Tenemos una fuerte tradición femenina antirracista pese a todos los esfuerzos del
patriarcado blanco por polarizar sus criaturas-objetos y crear dicotomías de privilegios y castas
por color de piel, edad y condición de servidumbre.
Existen pocas pruebas históricas que sustenten la afirmación de Rich
según la cual las mujeres blancas, en tanto que colectivo o defensoras de los
derechos de las mujeres blancas, formaran parte de una tradición
antirracista. Cuando las reformistas blancas de la década de 1830 eligieron
trabajar por liberar al esclavo, lo que las motivaba era un sentimiento
religioso. Atacaban la esclavitud, no el racismo. Su ataque se cimentaba en
la reforma moral. El hecho de que no exigieran la igualdad social para las
personas negras revela que seguían apoyando el supremacismo racista
blanco pese a su labor en contra de la esclavitud. Y aunque eran firmes
defensoras del fin de la esclavitud, nunca plantearon un cambio en la
jerarquía racial que permitía que el estatus de su casta fuera superior al de
las mujeres o los hombres negros. De hecho, querían que esa jerarquía se
mantuviera. De ahí que un movimiento en defensa de los derechos de la
mujer que arrancó con tibieza en las primeras actividades reformistas
cobrara un vigor renovado en la estela de los esfuerzos por obtener
derechos para las personas negras precisamente porque las mujeres blancas
no querían que se produjera ningún cambio en el estatus social de los
negros hasta haberse asegurado de que sus demandas de unos derechos más
amplios se hubieran satisfecho.
Los expertos suelen citar las siguientes palabras de la abolicionista y
defensora de los derechos de las mujeres blancas Abby Kelly como muestra
de que las mujeres blancas cobraron conciencia de cuán limitados tenían sus
derechos al reclamar el fin de la esclavitud: «Tenemos motivos para estar
agradecidas a los esclavos por los beneficios que hemos obtenido de ellos y
por eso trabajamos por ellos. En nuestra lucha por librarlos de sus cadenas,
descubrimos que nosotras también estábamos maniatadas». Pese a la
retórica popular en el siglo XIX, la idea de que a través de su lucha por
liberar a los esclavos las mujeres blancas descubrieron que ellas también
tenían limitados sus derechos es sencillamente falaz. Ninguna mujer del
siglo XIX llegaba a la madurez sin ser consciente del sexismo
institucionalizado. Lo que sí averiguaron las mujeres blancas mediante sus
esfuerzos por liberar a los esclavos fue que los hombres negros estaban
dispuestos a defender los derechos de los negros al tiempo que denunciaban
los derechos de la mujer. A resultas de la reacción negativa a su actividad
reformista y al esfuerzo público por restringir y evitar el trabajo
antiesclavista, se vieron obligadas a reconocer que, si no exigían
abiertamente los mismos derechos que los hombres blancos, se las acabaría
arrojando a la misma categoría social que los negros o, lo que era aún peor,
que los hombres negros podían acabar ocupando un estatus social superior a
ellas.
El paralelismo que las mujeres blancas establecieron entre su grave
situación y la grave situación de los esclavos no fue en favor de la causa de
los esclavos negros oprimidos. A pesar de la efectista afirmación de Abby
Kelly, existían pocas similitudes, si es que había alguna, entre las vivencias
cotidianas de las mujeres blancas y las de los esclavos negros. En teoría, es
posible que el estatus legal de la mujer blanca bajo el patriarcado fuera el de
«propiedad», pero desde luego no estaba sometida a la deshumanización y
la opresión brutal que sufría el esclavo. Cuando las reformistas blancas
equipararon el impacto del sexismo en sus vidas con la esclavitud no
estaban revelando su concienciación o sensibilidad por la situación de los
esclavos; simplemente se estaban apropiando del horror de la experiencia
de los esclavos para defender su propia causa.
El hecho de que la mayoría de las reformistas blancas no sintieran
solidaridad política con la población negra quedó demostrado en el
conflicto en torno al sufragio. Cuando pareció que los hombres blancos
podían otorgar a los hombres negros el derecho al voto al tiempo que
dejaban sin sufragio a las mujeres blancas, las sufragistas blancas no
respondieron como colectivo exigiendo el derecho al voto para todos los
hombres y las mujeres. Se limitaron a manifestar enfado e indignación por
el hecho de que los hombres blancos estuvieran más comprometidos con
mantener las jerarquías sociales que las jerarquías raciales en el terreno
político. Ardientes defensoras de los derechos de las mujeres blancas, como
Elizabeht Cady Stanton, que nunca habían defendido los derechos de las
mujeres desde una plataforma imperialista racial se mostraron indignadas
porque a los «negros» inferiores se les concediera el voto mientras que las
mujeres blancas «superiores» seguían sin sufragio. Stanton afirmó:

Si los hombres sajones han legislado así para sus propias madres, esposas e hijas, ¿qué podemos
esperar de los chinos, indios y africanos? […] Protesto contra el sufragio de otro hombre de
cualquier raza o región hasta que se corone a las hijas de Jefferson, Hancock y Adams con sus
derechos.

Las sufragistas blancas consideraban que los hombres blancos las


insultaban al negarse a concederles los privilegios que sí iban a otorgarles a
los hombres negros. Reprendían a los hombres blancos no por su sexismo,
sino por su voluntad de permitir que este eclipsara las alianzas raciales.
Stanton, junto con otras defensoras de los derechos de la mujer, no quería
que los negros estuvieran esclavizados, pero tampoco quería que su estatus
mejorara mientras el de las mujeres blancas permanecía intacto.
A principios del siglo XX, las sufragistas blancas decidieron avanzar en
su propia causa a expensas de la población negra. En 1903, en la
Convención Nacional en Defensa del Sufragio de la Mujer Americana
celebrada en Nueva Orleans, una sufragista sureña instó a conceder el voto
a las mujeres blancas alegando que «este garantizaría de manera inmediata
y duradera la supremacía blanca». La historiadora Rosalyn Terborg-Penn
analiza el apoyo al supremacismo blanco en su ensayo «Discrimination
Against Afro-American Women in the Woman’s Movement 1830-1920»
(«Discriminación contra las mujeres afroamericanas en el Movimiento en
Defensa de la Mujer, 1830-1920»):

Ya en la década de 1890, Susan B. Anthony constató el potencial de la causa del sufragio


femenino para seducir a las mujeres blancas sureñas. Antepuso la experiencia a la lealtad y la
justicia al solicitar al veterano defensor feminista Frederick Douglass que no asistiera a la
convención organizada por la Asociación Nacional en Defensa del Sufragio de la Mujer
Americana (NAWSA) programada en Atlanta. […]
Durante la convención de 1903 de la NAWSA en Nueva Orleans, el Times Democrat atacó a la
organización por su actitud negativa con respecto al tema del sufragio de las mujeres negras. En
una declaración conjunta firmada por Susan B. Anthony, Carrie C. Catt, Anna Howard Shaw, Kate
N. Gordon, Alice Stone Blackwell, Harriet Taylor Upton, Laura Clay y Mary Coggeshall, la junta
directiva de la NAWSA respaldaba la posición sobre los derechos de los estados de la
organización, lo que equivalía a respaldar la supremacía blanca en la mayoría de los estados, en
especial en el sur.

El racismo en el seno del movimiento en defensa de los derechos de la


mujer no afloró simplemente en respuesta al tema del sufragio; era una
fuerza predominante en todos los grupos reformistas que contaban entre sus
miembros con mujeres blancas. Terborg-Penn afirma:
La discriminación contra las reformistas afroamericanas fue más la regla que la excepción en el
seno del movimiento en defensa de los derechos de la mujer entre la década de 1830 y el año
1920. Por más que las feministas blancas Susan B. Anthony y Lucy Stone, entre otras, alentaran a
las mujeres negras a sumarse a la lucha contra el sexismo durante el siglo XIX, las reformistas
antibelicistas que participaron en los grupos abolicionistas femeninos y en las organizaciones en
defensa de los derechos de las mujeres ejercían una discriminación activa contra las mujeres
negras.

En sus esfuerzos por demostrar que existía solidaridad entre las


reformistas blancas y negras del siglo XIX, las activistas contemporáneas
suelen aludir a la presencia de Sojourner Truth en las convenciones en
defensa de los derechos de la mujer para apoyar su argumento de que las
sufragistas blancas eran antirracistas. Sin embargo, cada vez que Sojourner
Truth habló, grupos de mujeres blancas protestaron. En The Betrayal of the
Negro, Rayford Logan escribe:

Cuando la Federación General de Clubes Femeninos se enfrentó a la cuestión de la línea de color a


principios de siglo, los clubes sureños amenazaron con escindirse. Una de las primeras
expresiones de la oposición inflexible a la admisión de clubes de color la revelaron tanto el
Tribune como el Examiner de Chicago durante el gran festival de fraternización de la Exposición
de Atlanta, el Campamento de los GAR en Louisville y la dedicatoria del campo de batalla de
Chickamauga… El Club de Prensa de las Mujeres de Georgia tenía una posición tan contundente
sobre el tema que sus integrantes se manifestaban a favor de retirarse de la federación si se admitía
a mujeres de color. La señorita Corinne Stocker, miembro de la junta directiva del Atlanta
Journal, afirmó el 19 de septiembre: «En este aspecto, las mujeres sureñas no son estrechas de
miras ni intolerantes, sino que simplemente no reconocen socialmente a las mujeres de color. […]
Al mismo tiempo, tenemos la sensación de que el Sur es el mejor amigo de la mujer de color».

Las afiliadas a los clubes de mujeres blancas sureños eran las más
vehementes en su oposición a incorporar a mujeres negras en sus filas, pero
las mujeres blancas del norte también apoyaban la segregación racial. La
cuestión de si las mujeres negras podrían participar en el movimiento de
clubes femeninos en igualdad de condiciones con las mujeres blancas
alcanzó un punto crítico en Milwaukee, con ocasión de la conferencia de la
Federación General de Clubes Femeninos, cuando se planteó si se
permitiría a la feminista negra Mary Church Terrell, a la sazón presidenta
de la Asociación Nacional de Mujeres de Color, saludar a las asistentes y si
se reconocería a Josephine Ruffin, representante de la organización negra
New Era Club. En una entrevista concedida al Chicago Tribune, se solicitó
a la presidenta de la federación, la señora Lowe, que elaborara el rechazo a
reconocer a participantes negras como Josephine Ruffin, a lo cual ella
respondió: «A la señora Ruffin le corresponde estar entre su gente. Con
ellos puede ser una líder y hacer mucho bien, pero entre nosotras lo único
que puede ocasionar es problemas». Rayford Logan explica que las mujeres
blancas como la señora Lowe no ponían objeciones a que las mujeres
negras intentaran mejorar sus propias condiciones, pero consideraban que
había que mantener la segregación racial. Con relación a la actitud de la
señora Lowe hacia las mujeres negras, Logan comenta:

La señora Lowe había ayudado a fundar jardines de infancia para niños de color en el Sur y era
buena amiga de las mujeres de color que se encargaban de ellos. Se relacionaba con ellas en
términos empresariales, pero, por supuesto, aquellas mujeres no se planteaban sentarse a su lado
en una convención. Los negros eran «una raza aparte y entre ellos pueden conseguir grandes
cosas, con nuestra colaboración y con la de la federación, que está dispuesta a hacer todo lo que
obre en su poder para ayudarlos». Si la señora Ruffin fuera «la dama culta que todo el mundo
afirma, le convendría aplicar su educación y su talento como mujer de color entre las mujeres de
color».

Los sentimientos contra las mujeres negras entre las integrantes de los
clubes femeninos blancos eran mucho más fuertes que los sentimientos
contra los hombres negros en los clubes masculinos blancos. Un hombre
blanco escribió una carta al Chicago Tribune en la que afirmaba:

Estamos siendo testigos del espectáculo de que las mismas mujeres cristianas, educadas y
refinadas que durante años han protestado y han luchado contra la discriminación injusta
practicada por los hombres en el momento de reunirse lo primero que hacen es arremeter contra
una de ellas porque es negra, sin ningún otro motivo, pretexto ni razón.

Los prejuicios que las activistas blancas sentían hacia las mujeres negras
eran mucho más intensos que los que sentían hacia los hombres negros. Tal
como explica Rosalyn Penn en su ensayo, los hombres negros contaban con
mayor aceptación entre los círculos reformistas blancos que las mujeres
negras. Las actitudes negativas hacia las mujeres negras eran la
consecuencia de los estereotipos racistas y sexistas prevalecientes, que las
retrataban como moralmente impuras. Muchas mujeres blancas tenían la
impresión de que su condición de damas quedaría socavada si se
relacionaban con mujeres negras. En cambio, ese estigma moral no afectaba
a los hombres negros. Dirigentes negros como Frederick Douglass, James
Forten y Henry Garnett, entre otros, eran bien recibidos esporádicamente en
círculos sociales blancos. Activistas blancas que no se habrían planteado
cenar en compañía de mujeres negras daban la bienvenida a tener un
comensal negro invitado en las mesas de sus hogares.
Habida cuenta tanto del temor de los blancos a que se produjera una
amalgama entre razas como de la historia de anhelo sexual del hombre
blanco por la mujer negra, no puede descartarse la posibilidad de que las
mujeres blancas fueran reacias a reconocer socialmente a las mujeres negras
por miedo a tener que competir con ellas sexualmente. En general, las
mujeres blancas eran reticentes a relacionarse con mujeres negras porque no
querían que las contaminaran criaturas moralmente impuras. Las mujeres
blancas consideraban a las mujeres negras una amenaza directa a su
posición social, porque ¿cómo podría idealizárselas a ellas como seres
virtuosos, casi diosas, si se relacionaban con mujeres negras a quienes la
población blanca consideraba licenciosas e inmorales? En el discurso
pronunciado ante las delegadas de los clubes femeninos negros en 1895,
Josephine Ruffin explicó al público que el motivo por el que los clubes de
mujeres blancas se negaban a aceptar a mujeres negras era por la supuesta
«inmoralidad de la mujer negra» y alentó a las presentes a protestar ante la
perpetuación de estos estereotipos injuriosos:

En toda América existe una clase amplia y creciente de mujeres de color formales, inteligentes y
progresistas que si no llevan vidas plenas y útiles es única y exclusivamente porque aguardan la
oportunidad de hacerlo. Muchas de ellas siguen combadas y ceñidas por la falta de oportunidades,
no solo para hacer más sino para ser algo más. No obstante, cuando se pide que se valore a las
mujeres de color de Estados Unidos, la respuesta que se da de manera inevitable y a la ligera es
siempre: «En su mayor parte, son ignorantes e inmorales, con contadas excepciones, claro está,
pero esas no cuentan». […]
Durante demasiado tiempo hemos guardado silencio mientras se vertían contra nosotras estas
acusaciones impuras e injustas. […] Año tras año, las mujeres sureñas han protestado contra la
admisión de las mujeres de color en cualquier organización nacional so pretexto de la inmoralidad
de estas y, dado que toda refutación se ha fundamentado en una labor individual, esta acusación
nunca se ha desmentido, como debería haberse hecho desde buen principio. […] Precisamente
para romper ese silencio, no mediante protestas ruidosas sobre lo que no somos, sino mediante la
demostración digna de lo que sí somos y aquello en lo que anhelamos convertirnos, nos vemos
obligadas a dar este paso, a convertir esta convención en un ejemplo práctico a ojos del mundo.
El racismo que las mujeres blancas sentían hacia las mujeres negras se
apreciaba tanto en el ámbito laboral como en el movimiento en defensa de
los derechos de la mujer y en el movimiento de los clubes femeninos.
Durante los años transcurridos entre 1880 y la Primera Guerra Mundial, las
activistas defensoras de los derechos de las mujeres blancas centraron su
atención en obtener el derecho de la mujer a trabajar en diversas
profesiones. Veían el trabajo remunerado como una manera de escapar de la
dependencia económica que las ligaba a los hombres blancos. Robert Smut,
autor de Women and Work in America (libro que debería titularse más
acertadamente White Women and Work in America), escribe:

Si una mujer pudiera mantenerse de manera honrada, podría negarse a casarse o continuar casada,
salvo en sus propios términos. De ahí que muchas feministas contemplasen el trabajo como una
alternativa real o potencial al matrimonio y, en consecuencia, como un instrumento para reformar
la relación matrimonial.

Los esfuerzos de las activistas blancas por ampliar las oportunidades


laborales para las mujeres se centraban exclusivamente en mejorar las
condiciones de las trabajadoras blancas, que no se identificaban con las
trabajadoras negras. De hecho, la trabajadora negra se contemplaba como
una amenaza para la seguridad de la mujer blanca, puesto que representaba
más competencia. Las relaciones entre trabajadoras blancas y negras se
caracterizaban por el conflicto. Dicho conflicto se intensificó cuando las
mujeres negras intentaron integrarse en la mano de obra industrial y
tuvieron que afrontar el racismo. En 1919 se publicó un estudio sobre la
participación de las mujeres negras en el tejido industrial de la ciudad de
Nueva York titulado A New Day for the Colored Woman Worker. El estudio
arrancaba con la afirmación siguiente:

Durante generaciones, las mujeres de color han trabajado en los campos del sur. Han sido
empleadas domésticas tanto en el Sur como en el Norte, donde han aceptado puestos de personal
doméstico, mientras que han quedado prácticamente excluidas de nuestros comercios y fábricas.
La tradición y los prejuicios raciales han sido las principales causas de su exclusión. El desarrollo
tardío del Sur y la incapacidad de las mujeres de color de exigir oportunidades en la industria han
erigido barreras adicionales. […] Por estos motivos, las mujeres de color no se han incorporado a
las filas del ejército industrial en el pasado.
Es indiscutible que lo están haciendo en la actualidad. La conveniencia de la guerra, al menos
durante un tiempo, les abrió parcialmente la puerta a la industria. Las fábricas cuyos obreros
habían partido al frente y cuyas obreras blancas se habían incorporado a la industria bélica,
aceptaron a mujeres negras en sus puestos. Era preciso satisfacer tanto la demanda de mano de
obra cualificada como semicualificada o no cualificada. Ya se había recurrido a la mano de obra
inmigrante existente y el flujo de inmigración se había detenido, mientras que los trabajadores
blancos semicualificados se empleaban por encima de sus capacidades en posiciones altamente
especializadas debido a la escasez de personal. Hubo que reclutar mano de obra barata de otros
lados. Por primera vez, las oficinas y los anuncios de empleo insertaron la expresión «de color»
junto al «se busca». Y había mujeres de color, a quienes no se había probado aún, disponibles en
gran número.

Las trabajadoras negras que se incorporaron al tejido industrial


trabajaban en lavanderías comerciales, en la industria alimenticia y en las
ramas menos cualificadas del sector textil, como la fabricación de pantallas
para lámparas, que dependía en gran medida de ellas. La hostilidad era la
norma entre empleadas blancas y negras. Las mujeres blancas no querían
competir con las negras por empleos ni querían tenerlas como compañeras
de trabajo. Para evitar que los empresarios blancos contrataran a mujeres
negras, las empleadas blancas amenazaron con abandonar sus puestos. Era
frecuente que se quejaran acerca del mal hacer de las mujeres negras para
desalentar a los empresarios de contratarlas.
Las mujeres blancas empleadas por el Gobierno federal insistían en que
se las segregara de las mujeres negras. En muchas situaciones laborales se
instalaron salas de trabajo, aseos y duchas separados para que las mujeres
blancas no tuvieran que trabajar y lavarse junto a mujeres negras. Las
trabajadoras blancas esgrimían el mismo argumento que las integrantes de
clubes femeninos blancos para explicar su exclusión de las mujeres negras,
a quienes calificaban de inmorales, licenciosas e insolentes. Además,
argumentaban que necesitaban la protección de la segregación para no
contraer enfermedades «de negros». Algunas mujeres blancas aseguraban
haber visto a mujeres negras con enfermedades vaginales. En un caso, una
mujer blanca que trabajaba en la oficina del Registro de Escrituras, Maud
B. Woodward, hizo la siguiente declaración jurada:

Que blancas y negras utilizan el mismo lavabo y algunas de esas negras tienen enfermedades
visibles; que una mujer negra llamada Alexander ha padecido durante años una enfermedad íntima
y por temor a usar el lavabo después de ella algunas muchachas blancas se ven obligadas a sufrir
mental y físicamente.
Cuando mujeres blancas y negras competían por un puesto, la balanza
solía decantarse por la mujer blanca. A menudo, las mujeres negras se veían
obligadas a aceptar empleos considerados demasiado arduos o extenuantes
para mujeres blancas. En las fábricas de caramelos, las mujeres negras no
solo envolvían y empaquetaban los dulces, sino que también los horneaban,
lo cual las obligaba a levantar continuamente bandejas pesadas para
trasladarlas de la mesa al horno y del horno a la mesa. Y en las tabacaleras
se encargaban del «zafado», un proceso que hasta entonces habían realizado
exclusivamente hombres. El grupo de investigación que realizó un estudio
de la ciudad de Nueva York encargado por el Ayuntamiento informaba de lo
siguiente:

Se encontró a mujeres de color realizando procesos que las mujeres blancas se niegan a
desempeñar. Sustituían a hombres limpiando persianas de ventanas, un trabajo que requiere
permanecer todo el rato de pie y estirarse para llegar a las alturas. También ocupaban puestos de
hombres tiñendo pieles, un empleo muy desagradable y perjudicial para la salud que implica
permanecer de pie, estirarse, usar un cepillo pesado y oler tintes nocivos. En una fábrica de
colchones se las detectó sustituyendo a los hombres haciendo los «fardos», trabajando en parejas,
enrollando los colchones de cinco en cinco y cosiéndolos para prepararlos para su envío. Estas
mujeres tenían que agacharse de continuo y levantar fardos de unos 70 kilos difíciles de manejar.

En las situaciones laborales segregadas por razas, las trabajadoras negras


solían percibir un salario inferior al de las empleadas blancas. Y como
apenas existía relación entre ambos grupos, no siempre estaban al corriente
de la disparidad entre sus sueldos y los de sus colegas blancas. Un estudio
del mercado laboral realizado por el Ayuntamiento de Nueva York reveló
que la mayoría de los empresarios se negaban a pagar a las empleadas
negras sueldos equiparables a los de las empleadas blancas por el mismo
trabajo.

En todas las profesiones, las diferencias salariales entre blancas y negras eran indiscutibles.
Mientras que una de cada dos mujeres de color percibía menos de diez dólares a la semana, entre
las empleadas blancas solo una de cada seis recibía un sueldo tan mísero. […] Muchos
empresarios justificaban pagar mejores salarios a las mujeres blancas alegando que eran más
productivas. Sin embargo, los encargados de las sombrererías de señoras admitían que pagaban
menos a las empleadas negras pese a que su trabajo era más satisfactorio que el de las blancas.
[…]
Esta discriminación salarial parece haber adoptado tres formas. En ocasiones, las empresas han
segregado a las empleadas de color manteniendo la escala salarial de los departamentos de color
por debajo de los departamentos similares integrados por empleadas blancas. […] Un segundo
método ha consistido en negar a las trabajadoras de color la oportunidad de participar en el trabajo
a destajo, como es el caso de las planchadoras de color en la industria textil, que cobraban diez
dólares a la semana con acuerdo a una base temporal, mientras que las planchadoras blancas
cobraban doce dólares a la semana por un número concreto de piezas planchadas. La tercera forma
de discriminación ha sido el rechazo frontal de los empresarios a pagar a las mujeres de color lo
mismo que a una mujer blanca por su trabajo semanal.

Como colectivo, las empleadas blancas querían mantener la jerarquía


racial que les garantizaba un nivel superior en el mercado laboral con
relación a las mujeres negras. Las mujeres blancas que apoyaban la
contratación de mujeres negras para oficios no especializados creían que
debía negárseles el acceso a los puestos cualificados. Su apoyo activo del
racismo institucionalizado provocó conflictos constantes entre ellas y las
empleadas negras. Para evitar alzamientos, muchas fábricas optaron por
contratar a una raza o bien a la otra. En las fábricas en las que ambos grupos
tenían presencia, las empleadas negras trabajaban en condiciones mucho
peores que las blancas. La negativa de las mujeres blancas a compartir
vestuarios, cuartos de baño o zonas de descanso con mujeres negras a
menudo conllevó que a las mujeres negras se les vetara el acceso a estas
comodidades. En general, las empleadas negras sufrían un maltrato
constante debido a las actitudes racistas de las trabajadoras blancas, así
como de la población activa blanca en su conjunto. Investigadores que
trabajaron en el estudio encargado por el Ayuntamiento de Nueva York
resumieron sus hallazgos exigiendo que el sector industrial tuviera en
mayor consideración a las empleadas negras:

A lo largo de este análisis ha quedado claro que la incorporación de la mujer de color a nuestras
industrias no ha estado exenta de problemas. Está realizando trabajos que la mujer blanca se niega
a hacer y a un salario que la mujer blanca se niega a aceptar. Ha reemplazado a mujeres y hombres
blancos y a hombres de color por un sueldo inferior y está desempeñando tareas que podría
demostrarse fácilmente que son nocivas para la salud. No comete más errores de los habituales en
un obrero industrial nuevo e inexperto y, sin embargo, debe afrontar la mayor de las desventajas.
¿Qué situación afrontará la mujer de color en el sector industrial cuando llegue la paz? En la
época de mayor necesidad para la producción y de mayor escasez de mano de obra en la historia
de este país, las mujeres de color fueron las últimas a las que se dio empleo: no se las contrató
hasta que no hubo ninguna otra mano de obra disponible. Y ocuparon los puestos menos
estimulantes, los de menor categoría y, de lejos, los peor pagados. […]
El pueblo estadounidense tendrá que mejorar mucho su trato de la mujer de color que trabaja en
la industria para ajustarse al ideal democrático del que tanto alardeó durante la guerra.
Las relaciones entre las mujeres blancas y negras estuvieron plagadas de
tensiones y conflictos durante la primera mitad del siglo XX. El movimiento
en defensa de los derechos de la mujer no sirvió para aproximar posiciones
entre ellas. Al contrario: dejó claro que las mujeres blancas no estaban
dispuestas a retirar su apoyo a la supremacía blanca para defender los
intereses de todas las mujeres. El racismo en el movimiento en defensa de
los derechos de la mujer y el ámbito laboral servía de recordatorio constante
a las mujeres negras de las distancias que separaban ambas experiencias,
distancias que las mujeres blancas no querían acortar. Cuando dio comienzo
el movimiento contemporáneo hacia el feminismo, las organizadoras
blancas no abordaron el tema del conflicto entre las mujeres blancas y
negras. Su retórica de la sororidad y la solidaridad sugería que las mujeres
estadounidenses eran capaces de establecer lazos superando las fronteras de
clase y raza, pero en realidad ese estrechamiento no se produjo. La
estructura del movimiento feminista contemporáneo no era distinta de la del
movimiento en defensa de los derechos de la mujer anterior. Como sus
predecesoras, las mujeres blancas que iniciaron el movimiento feminista
lanzaron sus esfuerzos en la estela del movimiento de liberación negro de la
década de 1960. Y como si la historia se repitiera, también empezaron a
establecer paralelismos entre su estatus social y el estatus social de la
población negra. De hecho, fueron las incontables comparaciones entre la
grave situación de las «mujeres» y la de «los negros» lo que destapó su
racismo. En la mayoría de los casos, dicho racismo era un aspecto
inconsciente y no reconocido de su pensamiento, suprimido por su
narcisismo, un narcisismo que las cegaba tanto que se negaban a admitir
dos hechos evidentes: el primero, que en un estado capitalista, racista e
imperialista las mujeres no comparten un único estatus social como
colectivo y, el segundo, que el estatus social de las mujeres blancas en
Estados Unidos nunca ha sido equiparable al de las mujeres y los hombres
negros.
Cuando el movimiento feminista arrancó a finales de la década de 1960
quedó claro que las mujeres blancas que lo pilotaban lo consideraban
«suyo», es decir, el medio a través del cual una mujer blanca podía exponer
sus reivindicaciones a la sociedad. Las mujeres blancas no solo actuaron
como si la ideología feminista estuviera exclusivamente al servicio de sus
propios intereses porque eran capaces de atraer la atención pública hacia las
inquietudes feministas, sino que se negaron a reconocer que las mujeres de
color formaban parte del colectivo de mujeres en la sociedad
estadounidense. Instaron a las mujeres negras a unirse a «su propio»
movimiento y, en contados casos, al movimiento feminista, pero, tanto en
conversaciones como en escritos, las actitudes que desplegaban hacia las
mujeres negras eran racistas y sexistas Su racismo no adoptaba la forma de
expresiones de odio declaradas, sino que era mucho más sutil. Consistía en,
sencillamente, ignorar la existencia de las mujeres negras o escribir sobre
ellas utilizando estereotipos sexistas y racistas comunes. Desde La mística
de la feminidad de Betty Friedan hasta The Remembered Gate de Barbara
Berg o publicaciones más recientes como Capitalist Patriarchy and the
Case for Socialist Feminism, editado por Zillah Eisenstein, la mayoría de
las mujeres negras que se consideraban feministas revelaban en sus escritos
que se las había socializado para aceptar y perpetuar la ideología racista.
En la mayoría de sus escritos, la experiencia de la mujer estadounidense
blanca se vende como «la» experiencia de la mujer estadounidense. Y
aunque no es racista que una autora escriba un libro exclusivamente acerca
de mujeres blancas, sí es fundamentalmente racista que los libros
publicados se centren de manera exclusiva en la experiencia de la mujer
estadounidense blanca asumiendo que esa y no otra es la experiencia de
cualquier mujer norteamericana. Por ejemplo, durante la fase de
documentación para este libro, busqué información acerca de la vida de
mujeres negras libres y esclavas en los Estados Unidos coloniales. En una
bibliografía vi listado el libro de Julia Cherry Spruill Women’s Life and
Work in the Southern Colonies, publicado originalmente en 1938 y
reeditado en 1972. En la librería Sisterhood de Los Ángeles encontré un
ejemplar y leí la reseña escrita en la contracubierta específicamente para la
nueva edición:

Women’s Life and Work in the Southern Colonies, una de las obras clásicas de la historia social
estadounidense, es el primer estudio exhaustivo de la vida diaria y la situación de las mujeres en la
América colonial sureña. Julia Cherry Spruill se documentó en diarios coloniales, expedientes
judiciales y materiales manuscritos de toda índole que encontró en archivos y bibliotecas desde
Boston hasta Savannah. El libro resultante fue, en palabras de Arthur Shlesinger, «un modelo de
investigación y exposición, una importante aportación a la historia social estadounidense que
servirá de referencia constante a los estudiantes».
Entre los temas que aborda figuran la función de las mujeres en el asentamiento de las colonias;
sus hogares, ocupaciones domésticas y vida social; los objetivos y métodos de su educación; su
papel en el Gobierno y los negocios fuera del hogar, y el modo como las contemplaba la ley y la
sociedad en general. A partir de abundante documentación, suplementada por el testimonio de
personas que vivieron en la época colonial, Spruill pinta una imagen vívida y sorprendente jamás
vista hasta ahora de los múltiples y diversos aspectos de las vidas de estas mujeres.

Esperaba encontrar en la obra de Spruill información acerca de varios


grupos de mujeres en la sociedad estadounidense, pero, en lugar de ello,
topé con otro libro más centrado en exclusiva en las mujeres blancas y en el
que tanto el título como la reseña inducían a error. Habría sido más acertado
titularlo White Women’s Life and Work in the Southern Colonies. Sin duda,
si yo o cualquier otro autor enviáramos un manuscrito a un editor
estadounidense centrado exclusivamente en la vida y obra de las mujeres
negras en el Sur con el título de Women’s Life and Work in the Southern
Colonies, dicho título se descartaría ipso facto por inducir a error y
considerarse inaceptable. La fuerza que permite a las teóricas feministas
blancas no hacer referencia a la identidad racial en sus libros sobre
«mujeres» que, en realidad, son solo sobre mujeres blancas, es la misma
que obligaría a cualquier autor que escribiera exclusivamente sobre mujeres
negras a hacer alusión explícita a su identidad racial. Y esa fuerza es el
racismo. En un país racialmente imperialista como el nuestro, la raza
dominante se reserva el lujo de hacer caso omiso de la identidad racial
mientras que a la raza oprimida se la obliga a ser consciente de su identidad
racial en todo momento. Es la raza dominante la que puede hacer que
parezca que su experiencia es representativa.
En Estados Unidos, la ideología racista blanca siempre ha permitido a las
mujeres blancas asumir que la palabra «mujer» es sinónima de «mujer
blanca», porque a las mujeres de otras razas se las percibe siempre como
«las otras», como seres deshumanizados que no encajan bajo la categoría de
mujer. Las feministas blancas que reivindicaban su astucia política
demostraron ser ajenas a que el uso que hacían del lenguaje sugería que no
reconocían la existencia de las mujeres negras. Le inculcaron a la opinión
pública estadounidense su concepción de que la palabra «mujer» era
sinónimo de mujer blanca mediante las incontables analogías que
establecieron entre «las mujeres» y «los negros». Pueden hallarse multitud
de ejemplos de tales analogías casi en cualquier obra feminista. En una
recopilación de ensayos publicados en 1975 con el título de Women: A
Feminist Perspective se incluye un ensayo de Helen Hacker titulado
«Women as a Minority Group» («Las mujeres como grupo minoritario»), el
cual es un buen ejemplo de cómo las mujeres blancas han utilizado las
comparaciones entre «mujeres» y «negros» para excluir a las mujeres
negras y desviar la atención de su propio estatus de casta racial. Hacker
escribe:

La relación entre las mujeres y los negros es histórica, además de analógica. En el siglo XVII, se
asignó a los criados negros el estatus legal de las mujeres y los niños, que estaban sujetos a la
patria potestas, y hasta la guerra de la Secesión se dio una colaboración considerable entre los
abolicionistas y el movimiento en defensa del sufragio femenino.

Es evidente que Hacker se refiere exclusivamente a las mujeres blancas.


Un ejemplo aún más clamoroso de comparación del feminismo blanco entre
«negros» y «mujeres» lo encontramos en el ensayo de Catherine Stimpson
«’Thy Neighbor’s Wife, Thy Neighbor’s Servants: Women’s Liberation and
Black Civil Rights» («La esposa de tu vecino, los criados de tu vecino: la
liberación de las mujeres y los derechos civiles de los negros»), donde la
autora escribe:

La aparición de una economía industrial, como señala Myrdal, no ha propiciado la integración de


las mujeres y los negros en la cultura masculina adulta. Las mujeres no han hallado una manera
satisfactoria de reproducirse y trabajar. Los negros no han destruido la dura doctrina de su falta de
asimilación. Lo que la economía concede tanto a las mujeres como a los negros son trabajos
menores, sueldos bajos y pocos ascensos. Los trabajadores blancos odian a ambos colectivos,
puesto que su competencia representa una amenaza para los salarios y, sin entrar en la cuestión de
la superioridad, la posible igualdad laboral pone en riesgo ni más ni menos que la mismísima
esencia de las cosas. Las tareas que desempeñan mujeres y negros suelen ser agotadoras,
repetitivas, costosas y sucias.

A lo largo de todo su ensayo, Stimpson emplea el término «mujer» como


sinónimo de mujer blanca y el término «negro» como sinónimo de «hombre
negro».
Históricamente, los patriarcas blancos rara vez aludían a la identidad
racial de la mujer blanca porque consideraban que el tema de la raza era
político y, por consiguiente, podía contaminar el ámbito sagrado de la
realidad de la mujer «blanca». Al negar verbalmente a la mujer blanca su
identidad racial, es decir: al referirse a ella solo como «mujer» cuando en
realidad querían decir «mujer blanca», el estatus de esta quedaba reducido
al de una no persona. En gran parte de la literatura escrita por mujeres
blancas sobre la «cuestión femenina» entre el siglo XIX y la actualidad, las
autoras hablan de «hombres blancos», pero, en cambio, utilizan solo la
palabra «mujer» para referirse a la «mujer blanca». Simultáneamente, el
término «negros» suele emplearse como sinónimo de «hombres negros». En
su artículo, Hacker dibuja un gráfico comparando el «estatus de casta de las
mujeres y los negros». Bajo el título «Racionalización del estatus», escribe
sobre los negros «Se considera oportuno en su lugar» (?). Ahora bien, no
solo Hacker y Stimpson dan por supuesto que pueden emplear el término
«mujer» para referirse a las mujeres blancas y «negro» para referirse a los
hombres negros; de hecho, la mayoría de las personas blancas e incluso
algunas negras también lo hacen. Los patrones racistas y sexistas del
lenguaje que los estadounidenses utilizan para describir la realidad
fomentan la exclusión de las mujeres negras. Durante los recientes
disturbios políticos en Irán, los diarios estadounidenses publicaron titulares
como «Jomeini libera a mujeres y negros». De hecho, los rehenes
estadounidenses liberados de la embajada iraní fueron mujeres blancas y
hombre negros.
Las feministas blancas no desafiaron la tendencia racista-sexista a
utilizar la palabra «mujer» para referirse exclusivamente a las mujeres
blancas; al contrario, la apoyaron. Para ellas, cumplía dos objetivos. En
primer lugar, les permitía proclamar a los hombres blancos los opresores del
mundo al tiempo que, lingüísticamente, hacía que pareciera que no existía
ninguna alianza entre las mujeres blancas y los hombres blancos basada en
un imperialismo racial compartido. Y en segundo lugar, posibilitaba a las
mujeres blancas actuar como si existieran alianzas entre ellas y las mujeres
de otras razas de nuestra sociedad, lo cual les permitía desviar la atención
de su clasismo y racismo. De haber elegido las feministas realizar
comparaciones explícitas entre la situación de las mujeres blancas y la de
las personas negras o, para ser más concretos, entre el estatus de las mujeres
negras y el de las mujeres blancas, habría resultado evidente que los dos
grupos no sufrían una opresión comparable. Y también se habría constatado
que no existían necesariamente similitudes entre la situación de las mujeres
bajo el patriarcado y las de cualquier esclavo o persona colonizada en una
sociedad regida por un imperialismo tanto racial como sexual. Dicha
sociedad puede considerar a una mujer inferior por su sexo pero superior
por su raza, incluso con relación a hombres de otras razas. Puesto que el
feminismo tendía a evocar la imagen de las mujeres como colectivo, sus
comparaciones entre «mujeres» y «negros» se aceptaron sin titubeos. Su
constante comparación de la ardua situación de las «mujeres» y los
«negros» desvió la atención del hecho de que las mujeres negras eran
víctimas extremas tanto del racismo como del sexismo, hecho que, de
haberse recalcado, podría haber desviado la atención pública de las
reivindicaciones de las feministas blancas de clase media y alta.
Tal como las defensoras de los derechos de las mujeres blancas en el
siglo XIX intentaron equiparar su situación con la de los esclavos negros
para desviar la atención de estos últimos y concentrarla en ellas, las
feministas blancas contemporáneas han recurrido a la misma metáfora para
atraer la atención hacia sus preocupaciones. Y puesto que Estados Unidos
es una sociedad jerárquica en la que los hombres blancos se sitúan en la
cúspide y las mujeres blancas justo por debajo de ellos, era de esperar que,
si las mujeres blancas se quejaban de su falta de derechos en la estela de un
movimiento acometido por las personas negras para reclamar los suyos, los
intereses de las primeras eclipsaran los de los grupos situados por debajo en
la jerarquía, en este caso, los intereses de la población negra. Ningún otro
colectivo en Estados Unidos ha utilizado como metáfora a las personas
negras tanto como las mujeres blancas partícipes del movimiento feminista.
Sobre la finalidad de una metáfora, Ortega y Gasset escribe:

Es verdaderamente extraña la existencia en el hombre de esta actividad mental que consiste en


suplantar una cosa por otra, no tanto por afán de llegar a esta como por el empeño de rehuir
aquella. La metáfora escamotea un objeto enmascarándolo con otro, y no tendría sentido si no
viéramos bajo ella un instinto que induce al hombre a evitar realidades.
Cuando las mujeres blancas hablaban acerca de «las mujeres, como los
negros», «el Tercer Mundo de las mujeres» o «las mujeres esclavas»,
evocaban los sufrimientos y las opresiones de las personas de color para
implicar que «la situación de la mujer blanca es tan lamentable como la de
los negros, como la del Tercer Mundo». Por supuesto, si la situación de las
mujeres blancas de clase media o alta se pareciera mínimamente a la de los
pueblos oprimidos del mundo, tales metáforas habrían sido innecesarias. Y
si hubieran sido pobres o estado oprimidas, o les hubiera preocupado la
situación de las mujeres oprimidas, no habrían necesitado apropiarse de la
experiencia de los negros. Habría bastado con que describieran la opresión
de la experiencia de la mujer. Una mujer blanca que ha sufrido maltrato
físico o abusos sexuales por parte de su esposo o amante y que vive en la
pobreza no necesita comparar su situación con la de una persona negra que
padece para dejar claro que es lamentable.
Si las mujeres blancas del movimiento feminista necesitaban recurrir a la
experiencia de los negros para enfatizar la opresión de la mujer, lo más
lógico habría sido que se hubieran centrado en la experiencia de la mujer
negra. Pero no lo hicieron. En lugar de ello, prefirieron negar la existencia
de las mujeres negras y excluirlas del movimiento feminista. Cuando utilizo
el término «excluir» no me refiero a que discriminaran abiertamente a las
mujeres negras por su raza. Existen otras maneras de excluir y alienar a las
personas. Muchas mujeres negras se sentían excluidas del movimiento cada
vez que escuchaban a las mujeres blancas trazar analogías entre las
«mujeres» y los «negros», ya que, con ellas, lo que las mujeres blancas les
estaban diciendo a efectos prácticos a las mujeres negras era: «No
reconocemos vuestra existencia como mujeres en la sociedad
estadounidense». De haber querido las mujeres blancas relacionarse con las
mujeres negras en base a la opresión común que padecían, podían haberlo
hecho demostrando que eran conscientes o conocían las repercusiones que
el sexismo tenía en la situación de las mujeres negras. Por desgracia, pese a
la retórica sobre la sororidad y los lazos, las mujeres blancas no pretendían
sinceramente estrechar esos lazos con las mujeres negras y otros colectivos
de mujeres para combatir el sexismo. Lo que les interesaba, sobre todo, era
llamar la atención sobre su situación como mujeres de clase media y alta.
Y no convenía a los intereses de las mujeres blancas de clase media y
alta involucradas en el movimiento feminista destacar la dura situación de
las mujeres negras ni las tribulaciones específicas que afrontaban. A una
profesora universitaria blanca que quiere proyectar la imagen de persona
victimizada y oprimida porque le niegan la titularidad de la cátedra no le
interesa evocar imágenes de mujeres pobres que trabajan como empleadas
domésticas por un salario inferior al mínimo y que a duras penas pueden
mantener a sus familias por sí solas. Es mucho más probable que reciba
atención y muestras de compasión si afirma: «Soy un negro a ojos de mis
colegas blancos». Con ello evoca la imagen de la mujer blanca candorosa y
virtuosa y la sitúa al nivel de la población negra y, específicamente, al nivel
de los hombres negros. No es un detalle baladí que las feministas blancas
optaran por hacer sus analogías de raza y sexo comparando su situación
como mujeres blancas con la de los hombres negros. En el ensayo de
Catherine Stimpson acerca de la liberación de las mujeres y los derechos
civiles de los negros en el que explica que la «liberación de los negros y la
liberación de las mujeres deben tomar sendas aparte», los derechos civiles
de los negros se asocian con los hombres negros y la liberación de las
mujeres con las mujeres blancas. Cuando escribe acerca del movimiento de
defensa de los derechos de la mujer del siglo XIX, extrae citas de la obra de
dirigentes negros (hombres) aunque las mujeres negras tuvieron una
participación mucho más activa que ningún líder negro hombre.
A tenor de la psicohistoria del racismo estadounidense, al exigir más
derechos a los hombres blancos y recalcar que sin estos se las situaría en
una posición social equivalente a la de los hombres negros (no a la de la
población negra), las mujeres blancas aspiraban a evocar en las mentes de
los hombres blancos racistas la imagen de que se estaba degradando a la
mujer blanca. Era un llamamiento sutil a los hombres blancos para que
protegieran la posición de las mujeres blancas en la jerarquía por razas y
sexos. Stimpson escribe:

Los hombres blancos, convencidos de la sacrosanta primacía del esperma, aunque culpables por
usarlo y enojados por la pérdida del confortable santuario del útero y el privilegio de la infancia,
han convertido su sexo en un reclamo de poder y luego han utilizado su poder para reclamar el
control del sexo. Tanto en la realidad como en la fantasía, han segregado de manera violenta a los
hombres negros y a las mujeres blancas. La fantasía más célebre sostiene que el hombre negro es
un diablo sexual, rastrero e infrahumano, mientras que la mujer blanca es un ser sexualmente
puro, elevado, sobrehumano. En combinación, ambos encarnan las polaridades del excremento y
la espiritualidad descarnada. Los negros y las mujeres han sido víctimas sexuales de un maltrato
habitualmente ejercicio con crueldad: mientras que al hombre negro lo han castrado, a la mujer la
han violado y a menudo la han sometido a una mutilación genital psíquica.

Para Stimpson, «negro» equivale a hombre negro y «mujer» a mujer


blanca y, aunque describe al hombre negro como racista, invoca la imagen
de que las mujeres blancas y los hombres negros comparten opresión con el
único objetivo de plantear que deben tomar caminos separados y, al hacerlo,
recurre a la analogía del sexo y la raza para tratar de ganarse el favor de los
hombres blancos racistas. Irónicamente, advierte a las mujeres blancas que
no establezcan analogías entre ellas y los hombres negros, pese a que ella
misma lo hace en su disertación. Al insinuar que sin derechos se las engloba
en la misma categoría que a los hombres negros, las mujeres blancas apelan
al racismo contra los negros de los hombres patriarcales blancos. De este
modo, su defensa de la «liberación de la mujer» (que para ellas es sinónimo
de la liberación de la mujer blanca) se convierte en un llamamiento a los
hombres blancos para mantener la jerarquía racial que otorga a las mujeres
blancas un estatus social superior al de los hombres negros.
Cuando las mujeres negras intentaban explicarles a las mujeres blancas
sus ideas acerca del racismo de la mujer blanca o su sensación de que las
mujeres que capitaneaban el movimiento no eran mujeres oprimidas se les
respondía que «la opresión no puede medirse». El énfasis de la mujer
blanca en la «opresión común» en sus llamamientos a las mujeres negras a
unirse al movimiento lo único que consiguió fue alienarlas más. Dado que
muchas de las feministas blancas tenían empleadas domésticas blancas y de
color, las mujeres negras percibían su retórica de la opresión común como
una afrenta, como una expresión de la insensibilidad de la mujer burguesa y
de su desinterés por la posición que ocupaban las mujeres de clase baja en
la sociedad.
La reivindicación de la opresión común se sustentaba en una actitud
paternalista hacia las mujeres negras. Las mujeres blancas asumían que lo
único que tenían que hacer era expresar su deseo de sororidad o su deseo de
que las mujeres negras se sumaran a sus filas y estas reaccionarían con
júbilo. Consideraban que actuaban con generosidad, franqueza y sin tintes
racistas y les sorprendió que las mujeres negras respondieran a sus avances
con enojo e indignación. No entendían que su generosidad iba dirigida a
ellas mismas, que era egoísta y estaba motivada por sus propios deseos
oportunistas.
Si bien es cierto que las mujeres de clase media y alta sufren
discriminación sexista y maltrato machista en Estados Unidos,
colectivamente no están tan oprimidas como las mujeres negras, amarillas o
blancas pobres. Su desinterés por distinguir entre los distintos grados de
discriminación u opresión hicieron que las mujeres negras las vieran como
enemigas. Y si tantas feministas blancas de clase media y alta, que son
quienes menos opresión sufren, intentaban centrar toda la atención en ellas
mismas, lo más normal es que no aceptaran un análisis de la situación de la
mujer en Estados Unidos que planteaba que no todas las mujeres están igual
de oprimidas porque algunas pueden utilizar sus privilegios de clase, raza y
educación para enfrentarse de manera eficaz a la opresión sexista.
En un principio, las mujeres blancas no abordaron los privilegios de
clase en el movimiento feminista. Querían proyectar una imagen de sí
mismas como víctimas y no podían hacerlo llamando la atención sobre su
clase social. De hecho, el feminismo contemporáneo estaba muy vinculado
a la clase. Como grupo, las integrantes blancas no denunciaban el
capitalismo, sino que optaron por definir la liberación recurriendo a los
términos de patriarcado capitalista blanco, equiparando con ello la
liberación con obtener un estatus económico y poder adquisitivo. Como
buenas capitalistas, proclamaron el trabajo la clave de la liberación. Este
énfasis en el trabajo era otra indicación más del narcisismo, clasismo y
racismo que impregnaba la percepción de la realidad de las feministas
blancas. La afirmación de que el trabajo era la clave para liberación de la
mujer lleva implícito un rechazo a reconocer la realidad de que, para el
común de las mujeres de clase obrera estadounidenses trabajar a cambio de
un salario ni las liberaba de la opresión sexista ni les permitía obtener
ninguna independencia económica. En Liberating Feminism, la crítica de
Benjamin Barber al movimiento feminista, el autor analiza el énfasis que el
movimiento de liberación de las mujeres blancas de clase media y alta pone
en el trabajo:

Es evidente que el trabajo significa algo muy distinto para las mujeres que buscan huir del ocio de
lo que ha significado para la mayoría de la raza humana durante gran parte de la historia. Para
unos pocos hombres afortunados, y para muchas menos mujeres, el trabajo ha sido
esporádicamente una fuente de realización y creatividad. Pero, para la mayoría, sigue
representando, incluso hoy, duro trabajo con arados, máquinas, palabras o números, empujando
productos, accionando interruptores o cuadrando documentos para conseguir cubrir la existencia
material. […]
Poder trabajar y tener que trabajar son dos cosas distintas. No obstante, sospecho que serán
pocas las mujeres del frente de liberación que desempeñen empleos de poca monta o sin
cualificación para ocupar su tiempo e identificarse con la estructura de poder. Porque no es el
trabajo en sí lo que otorga estatus y poder, sino determinados tipos de trabajo, que por lo general
están reservados a las clases medias y altas. […] Tal como demuestra Studs Terkel en Working, la
mayoría de los trabajadores consideran que sus empleos son insulsos, opresivos, frustrantes y
alienantes, más o menos lo mismo que opinan las mujeres de ocuparse de los quehaceres
domésticos.

Cuando las feministas blancas indicaban que el trabajo era el camino a la


liberación, no pensaban en las mujeres más explotadas de la población
activa estadounidense. De haber subrayado las tribulaciones de las mujeres
de clase obrera, la atención se habría desviado del ama de casa con estudios
universitarios que se ocupaba de su hogar en una zona residencial y quería
acceder al mercado laboral reservado para las clases media y alta. De haber
centrado la atención en las mujeres que ya trabajaban y a quienes la
sociedad estadounidense explotaba como mano de obra excedente barata, se
habría restado romanticismo a la búsqueda de un empleo «con significado»
por parte de la mujer blanca de clase media. Y aunque ello no desmerece en
absoluto la importancia de que las mujeres se opusieran a la opresión
sexista incorporándose a la población activa, el trabajo no ha constituido
una fuerza liberadora para muchas mujeres estadounidenses. Desde hace
algún tiempo ya, el sexismo no ha impedido que se incorporen como fuerza
laboral. Las mujeres blancas de clase media y alta como las descritas por
Betty Friedan en La mística de la feminidad eran amas de casa no porque el
sexismo les impidiera formar parte de la población activa asalariada, sino
porque habían aceptado voluntariamente la idea de que era mejor ser ama
de casa que trabajadora. Así, lo que más claro dejaba el racismo y el
clasismo de las feministas blancas era su defensa del trabajo como fuerza
liberadora para las mujeres. En los análisis de este tipo, siempre se describía
al «ama de casa» de clase media como la víctima de la opresión sexista, en
lugar de hablarse de las mujeres pobres negras y de otras razas, que son
quienes en realidad están más explotadas en la economía estadounidense.
A lo largo de la historia de la mujer como asalariada, las trabajadoras
blancas han podido incorporarse al mercado laboral mucho más tarde que
las negras y, aun así, medrar a un ritmo mucho más rápido. Pese a que a
todas las mujeres se les negaba el acceso a múltiples empleos a causa de la
discriminación sexista, el racismo veló porque la situación de las mujeres
blancas siempre fuera mejor que la de las trabajadoras negras. Pauli Murray
comparaba la situación de ambos grupos en su ensayo «The Liberation of
Black Women» («La liberación de la mujer negra»), donde escribía:

Si comparamos a la mujer negra con la mujer blanca, descubrimos que la primera mantiene la
soltería más a menudo, que tiene más hijos, que forma parte del mercado laboral durante más
tiempo y en mayor proporción, que tiene menos educación formal, que cobra un salario inferior,
que enviuda antes y que carga con una responsabilidad económica relativamente superior como
sostén de su familia que su homóloga blanca.

Con frecuencia, al analizar la situación de la mujer en el mercado laboral,


las feministas blancas optaron por ignorar o minimizar la disparidad entre la
situación económica de las mujeres negras y la de las mujeres blancas. La
activista blanca Jo Freeman aborda el tema en The Politics of Women’s
Liberation al explicar que las mujeres negras registran «las mayores tasas
de desempleo y los ingresos medios más bajos de entre todos los grupos de
raza y sexo». No obstante, a continuación resta importancia al impacto de
tal afirmación en una frase que dice: «De todos los grupos por raza/sexo de
trabajadores a jornada completa, las mujeres de color son quienes han
registrado un mayor aumento porcentual de ingresos medios desde 1939,
mientras que las mujeres blancas han sido quienes han registrado el más
bajo». Freeman no informa al lector de que los salarios percibidos por las
mujeres negras no representaban tanto un reflejo de una mejora en su
situación económica cuanto una indicación de que sus sueldos, durante
largo tiempo considerablemente inferiores a los de las mujeres blancas, se
estaban aproximando a lo establecido en los convenios.
Pocas feministas blancas, si es que hay alguna, reconocen motu proprio
que el movimiento feminista se estructuró de manera consciente y
deliberada para excluir a las mujeres negras y otras mujeres de color y
ponerse al servicio, primordialmente, de los intereses de las mujeres blancas
de clase media y alta con formación universitaria que reclamaban la
igualdad social con los hombres blancos de clase media y alta. Por más que
puedan convenir en que las mujeres blancas que participaban en los grupos
de liberación femeninos son racistas y clasistas, tienden a pensar que ello no
socava el movimiento. Sin embargo, precisamente el racismo y el clasismo
de las exponentes de la ideología feminista es lo que ha provocado que una
gran mayoría de las mujeres negras recelen de sus motivos y rehúsen
participar activamente en ningún esfuerzo por organizar un movimiento
feminista. La activista negra Dorothy Bolden, que trabajó durante cuarenta
y dos años como criada en Atlanta y fue una de las fundadoras de National
Domestic Workers, Inc., expresó su opinión sobre el movimiento en
Nobody Speaks for Me! Self Portraits of Working Class Women:

Me sentí muy orgullosa de verlas ponerse en pie y hablar cuando todo comenzó. Me alegra ver a
cualquier grupo actuar de ese modo cuando tiene razón y sé que a ellas se les ha negado algo. Pero
no hablan del grueso de la población. Hay distintas clases de personas en todas las fases de la vida
y en todas las razas, y es necesario alzar la voz por esas personas también. […]
No podremos hablar de los derechos de las mujeres si no incluimos a todas las mujeres. Cuando
se le niegan sus derechos a una sola mujer, se les niegan a todas. Me estoy cansando de ir a esas
reuniones, porque ninguna de nosotras participa.
Ellas intentan aprobar su enmienda de la Constitución, pero no van a poder hacerlo hasta que
nos incluyan también a nosotras. Algunos estados son conscientes de que no todas las mujeres
apoyan esa enmienda. Hablan de los derechos de las mujeres, pero ¿de qué mujeres?

Suele darse por supuesto que a las mujeres negras, en su conjunto, no les
interesa la emancipación de la mujer. Las feministas blancas han ayudado a
perpetuar la creencia de que las mujeres negras preferirían mantener los
roles de género estereotípicos a obtener la igualdad social con los hombres.
Sin embargo, una encuesta de Louis Harris para Virginia Slims realizada en
1972 reveló que el 62 por ciento de las mujeres negras apoyaban los
esfuerzos por cambiar la situación de la mujer en la sociedad, frente al 45
por ciento de respaldo entre las mujeres blancas, y que el 67 por ciento de
las mujeres negras empatizaban con los grupos feministas, frente a solo el
35 por ciento de mujeres blancas. Los hallazgos de la encuesta de Harris
sugieren que no es la oposición a la ideología feminista lo que ha llevado a
las mujeres negras a no implicarse en el movimiento feminista.
El feminismo como ideología política que abogaba por la igualdad social
de todas las mujeres era y sigue siendo aceptable para la mayoría de las
mujeres negras. Lo que les llevó a rechazar el movimiento feminista fue
constatar que las mujeres blancas universitarias de clase media y alta que
conformaban el grueso de sus integrantes estaban decididas a moldear el
movimiento para que sirviera a sus propios intereses oportunistas. Si bien el
feminismo se define como la teoría de la igualdad política, social y
económica de los sexos, las feministas blancas utilizaron el poder que se les
otorgó por pertenecer a la raza dominante en la sociedad estadounidense
para reinterpretarlo de tal modo que dejara de ser relevante para todas las
mujeres. Y a las mujeres negras les dejaba estupefactas que les pidieran que
apoyaran un movimiento cuyas participantes, en su mayoría, estaban
dispuestas a mantener las jerarquías de raza y clase entre las mujeres.
Las mujeres negras que participaban en grupos, conferencias y reuniones
de mujeres confiaron en un principio en la sinceridad de sus hermanas
blancas. Como las defensoras negras de los derechos de las mujeres del
siglo XIX, presupusieron que cualquier movimiento femenino abordaría
temas relevantes para todas las mujeres y que el racismo se trataría de
manera automática como una fuerza que dividía a las mujeres y que era
necesario reconocerlo para que fraguara una verdadera sororidad.
Asimismo, consideraban que no podría existir un movimiento feminista
revolucionario radical a menos que las mujeres, como colectivo, se
solidarizaran políticamente. Aunque las mujeres negras contemporáneas
eran conscientes del racismo prevaleciente en las mujeres blancas, pensaban
que podía confrontarse y cambiarse.
Pero al participar en el movimiento feminista descubrieron, en sus
conversaciones con mujeres blancas en grupos de mujeres, en las clases de
estudios de género y en conferencias, que su confianza estaba siendo
traicionada. Averiguaron que las mujeres blancas se habían apropiado del
feminismo para luchar por su propia causa, es decir: por satisfacer su deseo
de introducirse en la corriente del capitalismo estadounidense. Les dijeron
que la mayoría de las participantes eran mujeres blancas y que eran ellas
quienes estaban en posición de decidir qué temas se considerarían
cuestiones «feministas». Las feministas blancas decidieron que el modo de
combatir el racismo era denunciar su educación racista en grupos de
concienciación, alentar a las mujeres negras a sumarse a su causa,
asegurarse de contratar a una mujer de color en «su» programa de estudios
de género o invitar a una mujer de color como ponente en un grupo de
debate de «su» conferencia.
Cuando las mujeres negras implicadas en la emancipación de la mujer
proponían abordar el tema del racismo, muchas mujeres blancas
reaccionaban declarando indignadas: «No nos vamos a sentir culpables». Y
con eso zanjaban el diálogo. Otras parecían deleitarse admitiendo que eran
racistas pero creían que expresarlo verbalmente era equivalente a cambiar
sus valores racistas. En la mayor parte de los casos, las mujeres blancas se
negaban a escuchar cuando sus homólogas negras explicaban que lo que
esperaban no era que admitieran verbalmente su culpa, sino gestos y actos
conscientes que demostraran que las feministas blancas eran antirracistas y
estaban intentando superar su racismo. El tema del racismo en el seno del
movimiento feminista no se habría sacado nunca a colación si las mujeres
blancas hubieran demostrado en sus escritos y discursos que, en efecto, se
habían «liberado» del racismo.
Cuando personas a quienes preocupaba el tema, tanto blancas como
negras, intentaban recalcar la importancia para el movimiento feminista de
confrontar y cambiar las actitudes racistas porque tales sentimientos
amenazaban con socavar la propia lucha, topaban con la resistencia de las
mujeres blancas que consideraban el feminismo solo un vehículo para
conseguir sus propios fines individuales. Las mujeres blancas reaccionarias
y conservadoras, que representaron una mayoría creciente de las
participantes, manifestaban sin remilgos que no consideraban que el tema
del racismo mereciera atención. No querían ponerlo sobre la mesa porque
no les interesaba desviar la atención de su proyección de la mujer blanca
como la víctima «buena» (es decir: no racista) y del hombre blanco como el
opresor «malo» (es decir: racista). A su entender, reconocer la complicidad
activa de la mujer en la perpetuación del imperialismo, el colonialismo, el
racismo o el sexismo habría hecho que el tema de la emancipación de la
mujer fuera mucho más complejo. Y para quienes entendían el feminismo
única y exclusivamente como un modo de exigir el acceso a la estructura de
poder del hombre blanco, convertir a todos los hombres en opresores y a
todas las mujeres en víctimas simplificaba mucho el asunto.
Algunas mujeres negras interesadas en la liberación femenina
reaccionaron al racismo de las feministas blancas formando grupos
«feministas negros». Su respuesta fue reaccionaria. Al constituir grupos
feministas segregados, lo que hicieron fue respaldar y perpetuar el mismo
«racismo» que supuestamente atacaban. No formularon una evaluación
crítica del movimiento feminista y ofrecieron a todas las mujeres una
ideología feminista no corrompida por el racismo y los deseos oportunistas
de grupos particulares. En lugar de ello, lo que hicieron, tal como han hecho
los pueblos colonizados durante siglos, fue aceptar los términos que les
había impuesto el grupo dominante (en este caso, las feministas blancas) y
estructuraron sus grupos sobre una plataforma racista idéntica a la de los
grupos liderados por mujeres blancas contra los que reaccionaban. Las
mujeres blancas quedaron activamente excluidas de los colectivos negros.
De hecho, el rasgo diferenciador del grupo «feminista» negro fue que puso
el foco en temas específicos de las mujeres negras. El énfasis en las mujeres
negras se hizo público en los escritos de las participantes negras. El
Combahee River Collective publicó «A Black Feminist Statement» («Una
declaración feminista negra») para explicar los objetivos de su grupo. En su
párrafo inicial declaraba:

Somos un colectivo de feministas negras que llevan reuniéndose desde 1974. Durante todo este
tiempo nos hemos dedicado a definir y clarificar nuestra política al tiempo que realizábamos labor
política en el seno de nuestro propio grupo y en coalición con otras organizaciones y movimientos
progresistas. La declaración más general de nuestra política en el momento presente es nuestro
compromiso activo en la lucha contra la opresión racial, sexual, heterosexual y de clase y
consideramos que nuestra principal labor es desarrollar un análisis y una práctica integrados
basados en el hecho de que los grandes sistemas de opresión están engranados. La síntesis de
dichas opresiones engendra las condiciones de nuestras vidas. Como mujeres negras,
contemplamos el feminismo negro como el movimiento político lógico para combatir la opresión
múltiple y simultánea que afrontan todas las mujeres de color.
La aparición de grupos feministas negros conllevó una mayor
polarización entre las feministas blancas y negras. En lugar de estrechar
lazos en base a un entendimiento común de la dura y variada situación
individual y colectiva de las mujeres en la sociedad, actuaron como si fuera
imposible salvar la distancia que separaba sus respectivas experiencias
mediante el conocimiento o la comprensión. En lugar de atacar el intento de
las mujeres blancas de contemplar a las mujeres negras como «otras», un
elemento desconocido e insondable, las mujeres negras actuaron como si,
en efecto, fueran «otras». Muchas mujeres negras reafirmaron y apuntalaron
su implicación con el feminismo en grupos integrados exclusivamente por
personas negras, algo que no habían experimentado en los grupos
femeninos dominados por mujeres blancas. Y aunque, de hecho, esa ha sido
una de las características positivas de los grupos de mujeres negras, todas
las mujeres deberían experimentar dicha reafirmación y apoyo en grupos de
razas mixtas. El racismo es la barrera que impide una comunicación fluida y
no se elimina ni se desafía mediante la separación. Las mujeres blancas
apoyaron la formación de grupos aparte porque confirmaba su idea racista y
sexista preconcebida de que no existía ninguna conexión entre sus
experiencias y las de las mujeres negras. La existencia de grupos separados
les permitía no pronunciarse sobre la raza o el racismo. Mientras que las
mujeres negras condenaban el racismo de las mujeres blancas, la creciente
animosidad entre ambos grupos derivó en una expresión explícita de su
propio racismo contra los blancos. Muchas mujeres negras que nunca
habían participado en el movimiento feminista vieron la formación de
grupos exclusivamente negros como la confirmación de que nunca podría
darse una alianza entre mujeres blancas y negras. Para expresar su enfado y
rabia con la mujer blanca, evocaron la imagen estereotípica negativa de esta
como un ser pasivo, privilegiado y parasitario que vivía del trabajo de los
demás con el fin de hacer escarnio de las feministas blancas. Lorraine
Bethel, una mujer negra, publicó un poema titulado «What Chou Mean We,
White Girl? Or. The Cullud Lesbian Feminist Declaration of
Independence», en cuyo prefacio se leía:

Le compré un suéter en una venta de jardín a una mujer de piel blanca (en vez de anglosajona).
Cuando me lo pongo, me desconcierta el olor: apesta a vida tranquila y privilegiada, sin estrés,
sudor o lucha. Cuando lo llevo suelo pensar para mis adentros: «Este suéter huele a comodidad, a
un modo de estar en el mundo que yo no he conocido nunca en mi vida y que nunca conoceré». Es
la misma sensación que experimento cuando paseo por los grandes almacenes de lujo Bonwit
Teller y veo a mujeres de tez blanca comprando joyas que cuestan lo bastante para mantener de
por vida a la viejecita negra que trabaja como ascensorista y que se pasa todo el día de pie
llevándolas arriba y abajo. Son momentos como estos, infinidades de dolores conscientes, los que
me hacen querer llorar/matar/poner los ojos en blanco, pasarme la lengua por los dientes con la
mano en la cadera y gritarles a las sedicentes feministas/lesbianas blancas radicales «¿QUÉ
QUERÉIS DECIR CON “NOSOTRAS”, CHICAS BLANCAS?».

La animadversión entre las feministas blancas y negras no respondía


únicamente a las discrepancias en torno al racismo dentro del movimiento
feminista, sino que era el resultado de años de celos, envidia, competencia y
enemistad entre ambos grupos. El conflicto entre mujeres blancas y negras
no empezó con el movimiento feminista del siglo XX. Empezó durante la
esclavitud. El estatus social de las mujeres blancas en Estados Unidos ha
estado en gran medida determinado por la relación de las personas blancas
con las personas negras. Fue la esclavitud de africanos en los Estados
Unidos colonizados lo que señaló el inicio de un cambio en el estatus social
de las mujeres blancas. Antes de la esclavitud, la ley patriarcal decretaba
que las mujeres blancas eran humildes seres inferiores, el grupo
subordinado en la sociedad. La subyugación de las personas negras les
permitió desalojar su posición denostada y ascender un peldaño en la
sociedad.
De ahí que pueda argumentarse que, aunque los hombres blancos
institucionalizaron la esclavitud, las mujeres blancas fueron sus
beneficiarias más inmediatas. La esclavitud no alteró en modo alguno el
estatus social jerárquico del hombre blanco y en cambio sí otorgó un nuevo
estatus a la mujer blanca. Y la única manera de conservar ese nuevo estatus
era mediante la afirmación constante de su superioridad con relación a la
mujer y el hombre negros. Con demasiada frecuencia, las colonas blancas,
en particular las dueñas de esclavos, optaban por diferenciar su estatus del
de los esclavos tratándolos con brutalidad y crueldad. Y donde más
posibilidades tenía la mujer blanca de reafirmar su poder era en su relación
con la mujer negra. A título individual, las esclavas negras no tardaron en
averiguar que la diferenciación por roles de género no implicaba que a las
amas blancas no hubiera que contemplarlas como figuras de autoridad.
Como las habían socializado a través del patriarcado para respetar la
autoridad masculina y recelar de la autoridad femenina, las amas blancas a
menudo recurrían a castigos brutales para dejar claro su mando. Sin
embargo, ni siquiera esos castigos inhumanos consiguieron obligar a las
mujeres negras a observar a las mujeres blancas con el pavor y el respeto
que demostraban hacia el hombre blanco.
Alardeando del deseo sexual que sentían por los cuerpos de las mujeres
negras y de su preferencia por ellas como parejas sexuales, los hombres
blancos lograron enfrentar entre sí a las mujeres blancas y las esclavas
negras. En la mayoría de los casos, el ama blanca no envidiaba a la esclava
negra su papel de objeto sexual; lo único que temía es que la interacción
sexual del hombre blanco con la mujer negra representara una amenaza para
su estatus social recién adquirido. La relación sexual del hombre blanco con
mujeres negras (aunque se basara en la violación) recordaba a la mujer
blanca su posición subordinada con respecto a él, porque el hombre podía
ejercer su poder como imperialista racial e imperialista sexual para violar o
seducir a mujeres negras, mientras que las mujeres blancas no eran libres de
violar o seducir a hombres negros sin temor a ser castigadas. Y por más que
una mujer blanca condenara que un hombre blanco escogiera interactuar
sexualmente con esclavas negras, carecía de autoridad para imponerle que
se comportara debidamente. Por otro lado, tampoco podía vengarse
entablando relaciones sexuales con hombres negros libres o esclavos. De
ahí que no sorprenda que dirigiera su enojo y rabia hacia las mujeres negras
esclavizadas. En los casos en los que surgieron vínculos emocionales entre
hombres blancos y esclavas negras, las amas blancas castigaban con
extrema severidad a estas últimas. El método más usado por las mujeres
blancas para castigar a las esclavas negras eran las palizas. Presa de un
ataque de celos, una ama podía desfigurar a una esclava negra deseada
como castigo y cortarle un pecho, dejarla tuerta o mutilarle cualquier otra
parte del cuerpo. Este trato, como es lógico, causaba hostilidad entre las
mujeres blancas y las esclavas negras. Para la esclava, el ama blanca que
vivía rodeada de una relativa comodidad representaba el símbolo de la
feminidad blanca. La envidiaba a la vez que la despreciaba, lo primero por
su confort material y lo segundo por la poca compasión y preocupación que
mostraba por la situación de la esclava negra. Puesto que el estatus social
privilegiado de la mujer blanca solo podía existir si había un grupo de
mujeres presente para asumir la humilde situación de la que había abdicado,
es comprensible que las mujeres blancas y negras estuvieran reñidas. Si la
mujer blanca hubiera luchado por cambiar la situación de la esclava negra,
su propia posición social dentro de la jerarquía raza-sexo se habría visto
alterada.
La manumisión no comportó el fin de los conflictos entre las mujeres
blancas y negras; al contrario, los agravó. Para mantener la estructura
segregacionista que la esclavitud había institucionalizado, los colonos
blancos, tanto hombres como mujeres, inventaron una serie de mitos y
estereotipos para diferenciar el estatus de las mujeres negras y blancas. Los
racistas blancos e incluso algunas personas negras que habían asimilado la
mentalidad de los colonizadores retrataban a la mujer blanca como el
símbolo de la feminidad ideal e instaban a la mujer negra a esforzarse para
alcanzar tal perfección tomándola como modelo. De este modo, la cultura
blanca dominante avivó los celos y la envidia hacia la mujer blanca que
habían aflorado en la conciencia de la mujer negra durante la esclavitud.
Anuncios de publicidad, artículos en prensa, libros, etc. servían de
recordatorio constante a las mujeres negras de la diferencia entre su estatus
social y el de las mujeres blancas, y les resultaban profundamente
ofensivos. Donde más clara quedaba esta dicotomía era en los hogares
blancos materialmente privilegiados, donde la empleada doméstica negra
trabajaba como criada de la familia blanca. En estas relaciones, se explotaba
a las mujeres negras para subrayar la posición social de las familias blancas.
Entre la comunidad blanca, tener personal doméstico era señal de
privilegios materiales y la persona que más directamente se beneficiaba del
trabajo de la criada era la mujer blanca, ya que, en su ausencia, le habría
correspondido a ella realizar las tareas domésticas. No sorprende, por
consiguiente, que la criada negra acostumbrara a contemplar a la mujer
blanca como su «jefa», su opresora, en lugar de al hombre blanco, de cuyo
salario solía salir su propio sueldo.
A lo largo de la historia estadounidense, los hombres blancos han
fomentado de manera deliberada la hostilidad y la división entre las mujeres
blancas y negras. La estructura de poder patriarcal blanca enfrenta a ambos
colectivos y, con ello, impide que prospere la solidaridad entre las mujeres
y se asegura de que el estatus de la mujer como grupo subordinado en el
seno del patriarcado permanezca intacto. Con este fin, los hombres blancos
han apoyado cambios en la posición social de la mujer blanca solo si existe
otro grupo de mujeres que asuma ese papel. De este modo, el patriarcado
blanco no experimenta ningún cambio radical en su concepción sexista de
la mujer como un ser inherentemente inferior. Ni renuncia a su posición
dominante ni altera la estructura patriarcal de la sociedad y aun así es capaz
de convencer a muchas mujeres blancas de que se han producido cambios
fundamentales en «el estatus de la mujer» porque ha conseguido
convencerla, a través del racismo, para asimilar que no existe ninguna
conexión entre ella y las mujeres negras.
Dado que la liberación de la mujer se ha equiparado con la consecución
de privilegios dentro de la estructura de poder del hombre blanco, han sido
los hombres blancos y no las mujeres (ni blancas ni negras) quienes han
dictaminado las condiciones de acceso de las mujeres a dicho sistema. Una
de las condiciones que los patriarcas blancos han establecido es conceder a
un grupo de mujeres privilegios a cambio de que estas apoyen de manera
activa la opresión y explotación de otros grupos de mujeres. A las mujeres
blancas y negras se las ha socializado para aceptar y honrar estas
condiciones; de ahí la fiera competencia entre ambas, una competencia que
siempre se ha centrado en el terreno de la política sexual, donde las mujeres
blancas y las negras se han disputado los favores de los hombres. Esta
competencia se enmarca en una batalla general entre varios grupos de
mujeres por ser el colectivo femenino escogido.
El avance contemporáneo hacia la revolución feminista ha topado con el
obstáculo constante de las pugnas entre las distintas facciones. En términos
de raza, el movimiento feminista se ha convertido en otro ámbito más en el
que las mujeres blancas y negras compiten por ser el grupo femenino
elegido. Esta lucha de poder no se ha resuelto con la formación de grupos
de intereses enfrentados. Tales grupos son sintomáticos del problema, no la
solución. Las mujeres blancas y negras han permitido durante tanto tiempo
que su idea de liberación esté modulada por el statu quo existente que aún
no han diseñado una estrategia para aunar fuerzas. La idea de libertad que
tienen es la del esclavo. Y para el esclavo, el modo de vida del amo
representa la vida libre ideal.
Las feministas, blancas y negras, seguirán enemistadas mientras nuestra
idea de liberación consista en ostentar el poder que ostentan los hombres
blancos. Porque ese poder niega la unidad, niega los lazos comunes y es
inherentemente divisivo. Es la aceptación de esta división como orden
natural lo que ha llevado a mujeres blancas y negras a aferrarse
religiosamente a la creencia de que los lazos interraciales eran imposibles y
a aceptar pasivamente la idea de que las distancias que separan a las
mujeres son insalvables. Y aunque el feminismo menos informado y más
ingenuo sabe que la sororidad como nexo político entre las mujeres es
necesaria para la revolución feminista, las mujeres no hemos luchado el
suficiente tiempo y con la bastante contundencia para superar el lavado de
cerebro social que nos han grabado en la psique y nos dice que es imposible
forjar una unión entre mujeres blancas y negras. Los métodos que las
mujeres han empleado para tender lazos que trasciendan las fronteras
raciales han sido tímidos y superficiales y estaban condenados al fracaso.
La resolución del conflicto entre mujeres blancas y negras no dará
comienzo hasta que todas las mujeres acepten que un movimiento feminista
racista y clasista es una farsa, una tapadera para el sometimiento continuado
de las mujeres a los principios patriarcales y la aceptación pasiva del statu
quo. La sororidad necesaria para librar la revolución feminista solo se
conseguirá cuando todas las mujeres se zafen de la hostilidad, los celos y la
competencia mutua que nos ha llevado a ser vulnerables, débiles e
incapaces de imaginar nuevas realidades. Esa sororidad no puede forjarse
solo con palabras. Es el resultado de un crecimiento y un cambio
continuados. Es un objetivo que alcanzar, un proceso de transformación. Y
ese proceso empieza por la acción, por el rechazo personal de cada mujer a
aceptar ningún conjunto de mitos, estereotipos y falsas suposiciones que
niegan los elementos comunes y compartidos de su experiencia humana,
que la privan de la capacidad para experimentar la unidad de toda la vida,
que le niegan la capacidad para cerrar las brechas creadas por el racismo, el
sexismo o el clasismo y que le niegan la capacidad de cambiar. El proceso
empieza por la aceptación personal de cada mujer de que a las mujeres
estadounidenses, a todas sin excepción, se las socializa para que sean
racistas, clasistas y sexistas, en diversos grados, y por entender que
calificarnos de feministas no cambia el hecho de que debemos esforzarnos
de manera consciente por desembarazarnos del legado de socialización
negativa.
Si las mujeres aspiran a librar una revolución feminista (y el mundo
clama por una revolución feminista), entonces debemos asumir la
responsabilidad por unirlas mediante la solidaridad política. Y eso comporta
que debemos asumir la responsabilidad de eliminar las fuerzas que dividen
a las mujeres. El racismo es una de esas fuerzas. Las mujeres, todas ellas,
somos responsables por el racismo que sigue dividiéndonos. Nuestra
voluntad de asumir la responsabilidad por la erradicación del racismo no
debe partir de la culpa, la responsabilidad moral, la victimización o la rabia.
Puede emanar de un deseo sincero de hermandad y del entendimiento
intelectual personal de que el racismo entre las mujeres debilita la
radicalidad potencial del feminismo. Puede brotar de la conciencia de que el
racismo es un obstáculo en el camino que debemos apartar. Y aparecerán
nuevos obstáculos si lo único que hacemos es perdernos en el debate
infinito de quién lo colocó ahí.
5

Mujeres negras y feminismo

Han transcurrido más de cien años desde el día en que Sojourner Truth se
alzó ante una congregación de hombres y mujeres blancos en un mitin
antiesclavitud en Indiana y mostró sus pechos para demostrar que era una
mujer. Para Sojourner, que había recorrido el largo trayecto desde la
esclavitud hasta la libertad, dejar al descubierto sus pechos era una
nimiedad. Se irguió ante el público sin miedo y sin vergüenza, orgullosa de
haber nacido negra y de haber nacido mujer. Y el hombre blanco que le
gritó «¡Yo no creo que seas una mujer de verdad!», involuntariamente
expresó el desprecio y la falta de respeto que sentían los estadounidenses
por las mujeres negras. A ojos del público blanco del siglo XIX, la negra era
un ser que no merecía la calificación de mujer; era un bien mueble, una
cosa, un animal. Cuando Sojourner Truth se alzó ante la segunda
convención anual del movimiento de defensa de los derechos de la mujer en
Akron, Ohio, en 1852, las mujeres blancas que consideraban inadecuado
que una mujer negra hablara en un estrado público en su presencia gritaron:
«¡No la dejen hablar! ¡No la dejen hablar! ¡No la dejen hablar!». Y
Sojourner aguantó sus protestas y se convirtió en una de las primeras
feministas en llamar la atención sobre la situación de la esclava negra,
quien, obligada por las circunstancias a trabajar mano a mano con hombres
negros, era la demostración en carne y hueso de que estaban tan capacitadas
para trabajar como los hombres.
No fue coincidencia que a Sojourner Truth la invitaran a subir al estrado
después de que un hombre blanco pronunciara un discurso en contra de la
idea de la igualdad de derechos para las mujeres argumentando que la mujer
era demasiado frágil para el trabajo manual, porque era por naturaleza
físicamente inferior al hombre. Sojourner rebatió su argumento explicando
al público:

Queridos hijos e hijas, cuando el río suena, piedras trae. Creo que si los negros del sur y las
mujeres del norte hablan de derechos, el hombre blanco no tardará en estar en aprietos. Pero ¿de
qué estamos hablando? Ese hombre de ahí dice que las mujeres necesitan ayuda para subir a los
carruajes y para sortear las zanjas, y que siempre les ceden el mejor asiento en todos sitios, pero a
mí nunca me ha ayudado nadie a subir a un carruaje ni a saltar un charco de barro, ni tampoco me
han ofrecido el mejor asiento. ¿Acaso no soy yo una mujer? ¡Miradme! ¡Mirad mi brazo! He
arado y cultivado, y he recolectado todo en el granero, y lo he hecho mejor que ningún hombre.
¿Y acaso no soy una mujer? Puedo trabajar y comer tanto como un hombre (cuando consigo
comida), ¡y aguantar latigazos también! ¿Acaso no soy una mujer? He llevado a trece hijos en mi
vientre y he visto como todos ellos han sido vendidos como esclavos, y cuando lloré con el dolor
de una madre, solo Jesús me escuchó. ¿Acaso no soy una mujer?

A diferencia de la mayoría de las blancas defensoras de los derechos de


la mujer, Sojourner Truth podía hacer referencia a sus vivencias personales
para demostrar la capacidad de la mujer de ejercer su papel de madre,
trabajar igual que un hombre, ser objeto de persecución, maltrato físico,
violación y tortura, y no solo sobrevivir a todo ello, sino emerger triunfante.
Sojourner Truth no fue la única mujer negra que defendió la igualdad
social de las mujeres. Su entusiasmo por hablar en público en favor de los
derechos de las mujeres pese a la desaprobación y la resistencia de las
audiencias allanó el camino para que otras mujeres negras comprometidas
políticamente expresaran su opinión. El sexismo y el racismo han modulado
tanto la perspectiva de los historiadores estadounidenses que estos han
tendido a pasar por alto y excluir el esfuerzo de las mujeres negras en el
análisis del movimiento en defensa de los derechos de las mujeres en
Estados Unidos. Las estudiosas blancas que apoyan la ideología feminista
también han ignorado la aportación de las mujeres negras. En obras
contemporáneas como The Remembered Gate: Origins of American
Feminism de Barbara Berg, Herstory de June Sochen, Hidden from History
de Sheila Rowbothan o The Women’s Movement de Barbara Deckard, por
citar unas cuantas, el papel que las mujeres negras desempeñaron como
defensoras de los derechos de las mujeres en el siglo XIX brilla por su
ausencia. El libro de Eleanor Flexner Century of Struggle, publicado
originalmente en 1959, sigue siendo uno de los escasísimos volúmenes
históricos sobre el movimiento de los derechos de las mujeres que
documenta la participación de las mujeres negras.
La mayoría de las mujeres implicadas en el reciente avance hacia una
revolución feminista dan por supuesto que fueron las mujeres blancas
quienes iniciaron toda la resistencia feminista al chauvinismo masculino en
la sociedad estadounidense y suponen, además, que las mujeres negras no
tienen interés en la emancipación femenina. Y aunque es cierto que las
mujeres blancas han liderado todos los pasos hacia la revolución feminista
en la sociedad estadounidense, su predominio no indica tanto el desinterés
de las mujeres negras por la lucha feminista cuanto que las políticas de la
colonización y el imperialismo racial a lo largo de la historia han impedido
a las estadounidenses negras abanderar un movimiento femenino.
Las mujeres negras del siglo XIX eran más conscientes de la opresión
sexista de lo que lo ha sido ningún otro grupo de mujeres en la sociedad
estadounidense en toda la historia. No solo eran el colectivo de mujeres más
afectado por la discriminación y la opresión sexistas, sino que su
indefensión era tal que la resistencia por su parte rara vez pudo cobrar la
forma de una acción colectiva organizada. El movimiento en defensa de los
derechos de la mujer del siglo XIX podría haber proporcionado un foro
donde las mujeres negras tuvieran oportunidad de expresar sus
reivindicaciones, pero el racismo de la mujer blanca les vetó la plena
participación en el movimiento. Más aún, sirvió como serio recordatorio de
que había que eliminar el racismo antes de que pudiera reconocerse que las
mujeres negras tenían tanta voz en el tema de los derechos de la mujer
como las blancas. Las organizaciones y los clubes femeninos del siglo XIX
acostumbraban a estar segregados por razas, pero eso no significaba que las
mujeres negras que participaban en tales grupos estuvieran menos
comprometidas que las blancas en la lucha por los derechos femeninos.
Los historiadores contemporáneos tienden a recalcar en exceso que el
compromiso de las mujeres negras decimonónicas con eliminar el racismo
era tan intenso que parecía que su involucración en la lucha antirracista les
impedía participar en actividades en defensa de los derechos de la mujer.
Un ejemplo de esta tendencia lo encontramos en el libro de June Sochen
Herstory, que analiza las organizaciones de mujeres blancas en un capítulo
titulado «The Women’s Movement» («El movimiento de las mujeres») y, en
cambio, aborda las organizaciones de mujeres negras en un capítulo titulado
«Old Problems: Black Americans» («Problemas de antaño: estadounidenses
negras»), una categorización que implica que las organizaciones de mujeres
negras emergieron como parte del esfuerzo general de los negros por poner
fin al racismo y no como parte de su participación en el movimiento
feminista. Sochen escribe:

Los clubes de mujeres negras se organizaban a escala local para ofrecer servicios educativos y
benéficos. Similar en objetivo y naturaleza a los clubes femeninos blancos, en 1896 se fundó la
Asociación Nacional de Mujeres de Color [NACW por sus siglas en inglés], que, con Mary
Church Terrell (1863-1954) a la cabeza, contaba con 100.000 adscritas en 26 estados en solo
cuatro años. Mientras una rama local organizaba un hospital para negros, otra podía estar
diseñando un programa de guarderías para los niños negros de su comunidad.
Mary Church Terrell, una de las primeras mujeres negras que se graduaron por el Oberlin
College, fue una portavoz culta y destacada que defendió los derechos de las estadounidenses
negras. Persona extraordinaria, dedicó su longeva vida a luchar por la libertad de los negros. Era
buena oradora y escribió para diversas causas. Además de liderar la NACW, Terrell hizo campaña
contra los linchamientos, se convirtió en socia fundadora de la Asociación Nacional para el
Progreso de las Personas de Color [NAACP por sus siglas en inglés] y se sumó a la causa del
movimiento sufragista. Representó a las mujeres negras en numerosos encuentros nacionales e
internacionales.

A partir de la información provista en estos párrafos, el lector podría


inferir fácilmente que Mary Church Terrell fue una apasionada defensora de
los derechos de los norteamericanos negros con un interés tangencial por
los derechos de la mujer. Nada más lejos de la verdad. Como presidenta de
la Asociación Nacional de Mujeres de Color, Mary Church Terrell trabajó
incansablemente por involucrar a las mujeres negras en la lucha por los
derechos de la mujer. Sobre todo, le interesaba que lucharan por obtener la
igualdad social para su sexo en la esfera educativa. El hecho de que Mary
Church Terrell, como la mayoría de las defensoras de los derechos de la
mujer negra, estuviera tan comprometida con conseguir mejoras para su
raza en su conjunto no le impedía poner el foco de atención en cambiar el
papel de las mujeres en la sociedad. De haberse considerado Terrell una
portavoz de la raza negra en su conjunto no habría publicado «A Colored
Woman in a White World» («Una mujer de color en un mundo blanco»), un
relato donde analizaba el estatus social de las mujeres negras y las
repercusiones que el racismo y el sexismo tenían en sus vidas.
Ninguna historiadora feminista blanca escribiría acerca de los esfuerzos
de Lucy Stone, Elizabeth Stanton y Lucretia Mott, entre otras, por
desencadenar reformas sociales que afectarían sobre todo a las mujeres
blancas como si sus esfuerzos hubieran estado completamente divorciados
del tema de los derechos de la mujer. Sin embargo, historiadoras que se
califican de feministas minimizan de continuo la aportación de las
defensoras de los derechos de la mujer negras dando a entender que su
interés se centraba exclusivamente en reclamar medidas de reforma racial.
El imperialismo racial blanco fue lo que permitió a las mujeres organizarse
en grupos como la Unión de Mujeres Cristianas de Temperance, la
Asociación de Jóvenes Cristianas o la Federación General de Clubes
Femeninos sin indicar explícitamente en su cabecera que estas
organizaciones eran exclusivamente blancas. Las mujeres negras se
identificaban racialmente bautizando a sus grupos con nombres como Liga
de Mujeres de Color, Federación Nacional de Mujeres Afroamericanas o
Asociación Nacional de Mujeres de Color y, dado que se identificaban por
la raza, los estudiosos asumen que su interés por mejorar la situación de la
población negra en su conjunto eclipsaba su participación en la lucha
feminista por propiciar reformas sociales. De hecho, las organizaciones
reformistas de mujeres negras estaban firmemente arraigadas en el
movimiento feminista. Precisamente en reacción al racismo de las mujeres
blancas y al hecho de que Estados Unidos continuara siendo una sociedad
con una estructura social de apartheid las mujeres negras se vieron
obligadas a centrarse en sí mismas, en lugar de ampliar el foco a todas las
mujeres.
La activista negra Josephine St. Pierre Ruffin intentó trabajar con
organizaciones de mujeres blancas y descubrió que las mujeres negras no
podían depender de que las racistas mujeres blancas las invitaran a
involucrarse plenamente en el movimiento reformista femenino. Fue
precisamente eso lo que la llevó a instar a las mujeres negras a organizarse
para abordar sus problemas por sí mismas. En la Primera Conferencia
Nacional de Mujeres de Color, celebrada en Boston en 1985, expuso ante su
público:

Los motivos por los que deberíamos expresar nuestras reivindicaciones son tan aparentes que se
antojaría innecesario enumerarlos y, sin embargo, el principal de ellos requiere una consideración
seria por nuestra parte. En primer lugar, necesitamos sentir la alegría e inspiración de estar
reunidas, necesitamos hacer acopio de la valentía y la vida fresca que comporta mezclarse con
almas gemelas, con personas que trabajan con los mismos objetivos. Además, tenemos que
discutir no solo de los asuntos de vital importancia para nosotras en tanto que mujeres, sino
también de los que son de especial de interés para nosotras por ser mujeres de color, como la
educación de nuestros hijos y la creación de nuevos horizontes para que nuestros niños y niñas
puedan prepararse para la vida profesional, las profesiones a las que pueden acceder y,
especialmente, qué podemos hacer para la educación moral de la raza con la que nos
identificamos, para nuestra elevación mental y desarrollo físico, la educación doméstica necesaria
que debemos dar a nuestros hijos con el fin de prepararlos para afrontar las peculiares condiciones
en las que se encontrarán y cómo aprovechar al máximo nuestras oportunidades, por limitadas que
sean. Estas son algunas de las cuestiones que debemos analizar. Además, se trata de cuestiones
generales del presente ante las que no podemos permitirnos ser indiferentes.

Ruffin no alentaba a las defensoras de los derechos de las mujeres negras


a luchar exclusivamente por mejorar su propia situación, sino que sostenía
que las mujeres negras tenían que organizarse para poder liderar un
movimiento femenino que tratara las preocupaciones de todas las mujeres:

Nuestro movimiento feminista está liderado y dirigido por mujeres por el bien de las mujeres y los
hombres, en beneficio de toda la humanidad, que es más que cualquier rama o parte de esta. Nos
interesa y solicitamos el interés activo de nuestros hombres y, además, no trazamos la línea del
color: somos mujeres, mujeres estadounidenses, tan interesadas en lo que nos pertenece como
cualquier otra mujer estadounidense; no nos alienamos ni nos retiramos, sino que avanzamos
hacia el frente con la voluntad de unirnos a otras en esta misma lucha e invitamos cordialmente a
otras a sumarse a nuestra causa.

Otras defensoras de los derechos de las mujeres negras se hicieron eco de


los sentimientos de Ruffin. A pesar de que el imperialismo racial blanco
excluía a las mujeres negras de participar en grupos con mujeres blancas,
estas seguían creyendo que únicamente sería posible conseguir los derechos
de las mujeres si todas las mujeres se unían en un frente común. En su
discurso ante el Congreso Mundial de Mujeres Representantes, la sufragista
negra Fannie Barrier Williams dejó claro que las mujeres negras estaban tan
comprometidas con la lucha por los derechos femeninos como cualquier
otro colectivo de mujeres. En su discurso expresó su convicción en que la
solidaridad política de todas las mujeres tendría una repercusión tremenda
en la cultura estadounidense:

El poder de las mujeres organizadas es uno de los estudios más interesantes de la sociología
moderna. En el pasado, las mujeres se conocían tan poco entre sí a nivel mental y sus intereses
comunes eran tan sentimentales y chismosos y su conocimiento de los asuntos más generales de la
sociedad humana tan escasos que organizarse, en el sentido moderno, era imposible. Pero ahora su
inteligencia liberal, su contacto en el interés general de la educación y su creciente influencia para
bien en todos los grandes movimientos reformatorios de esta época les han infundido un mayor
respeto por las demás y les han proporcionado los elementos para poder organizarse con
espléndidas metas de amplio alcance. La mayor ascendencia del desarrollo de la mujer se ha
obtenido cuando nos hemos hecho lo bastante fuertes mentalmente para hallar lazos de unión
entretejidos con la compasión, la lealtad y la confianza mutua. La unión actual es la consigna de la
marcha hacia delante de las mujeres.

Si bien la segregación racial era la norma en las organizaciones


femeninas, las medidas reformistas iniciadas por grupos de mujeres blancas
y negras no se diferenciaban radicalmente entre sí. La única discrepancia
era que las mujeres negras incluían en sus reformas medidas destinadas a
resolver problemas específicos de su colectivo. Uno de dichos problemas
era la tendencia general entre los estadounidenses blancos e incluso entre
algunos negros con el cerebro lavado a contemplar a todas las mujeres
negras como sexualmente inmorales, licenciosas y lascivas, un estereotipo
negativo que tenía su origen en la mitología sexista norteamericana. De ahí
que, mientras que las organizaciones de mujeres blancas podían concentrar
su atención en reformas generales, las negras tuvieran que lanzar una
campaña por defender su «virtud». Como parte de dicha campaña
escribieron artículos y pronunciaron discursos en defensa de la moralidad
sexual de la mujer negra.
Las organizaciones de mujeres blancas pudieron concentrar su atención
en temas como la educación, la beneficencia o la formación de sociedades
literarias, mientras que a las mujeres negras les preocupaban asuntos como
la pobreza, el cuidado de los ancianos y discapacitados o la prostitución.
Los clubes y organizaciones de mujeres negras eran potencialmente más
feministas y radicales en su naturaleza que los de mujeres blancas a causa
de las distintas circunstancias creadas por la opresión racista. Como
colectivo, las mujeres blancas no tuvieron que lanzar un ataque contra la
prostitución, como sí hicieron las mujeres negras. Muchas de las jóvenes
negras que dejaron el sur y migraron al norte se vieron obligadas a ejercer
la prostitución. En algunos casos viajaban al norte con un salvoconducto
que les proporcionaban agencias de empleo o intermediarios. A cambio de
transporte y la garantía de un empleo a la llegada, las mujeres negras
firmaban contratos comprometiéndose a trabajar donde el agente las ubicara
y accedían a pagar una prima equivalente a uno o dos meses de salario. Al
llegar al norte, descubrían que los empleos disponibles eran principalmente
como criadas en prostíbulos. Incapaces de subsistir con el sueldo ínfimo
que les pagaban, «proxenetas» blancos las alentaban a convertirse en
prostitutas. La Liga Nacional para la Protección de las Mujeres de Color
surgió precisamente para informar y ayudar a las mujeres negras que
emigraban al norte. En 1897, la activista negra Victoria Earle Matthews
fundó el White Rose Working Girl’s Home y una sociedad de derechos y
protección de las mujeres negras enmarcada en la Women’s Loyal Union de
Nueva York y Brooklyn. Para concienciar al público de la grave situación
de las mujeres negras, Victoria Matthews impartió una conferencia sobre
«El despertar de la mujer afroamericana». Y no trabajó de manera aislada.
Se fundaron numerosas organizaciones para ayudar a las mujeres negras en
su lucha por la autosuperación.
De entre las mujeres negras que reclamaron la igualdad social para la
mujer, una de las más destacadas fue Anna Julia Cooper. Cooper fue una de
las primeras activistas negras que urgió a las mujeres negras a articular sus
propias experiencias y a concienciar a la población de cómo el racismo y el
sexismo, combinados, influían en su estatus social. Anna Cooper escribió:

En la actualidad, la mujer de color ocupa, podríamos decir, una posición única en este país. En una
época de por sí transicional e inestable, su estatus parece ser una de las fuerzas más verificables y
definitivas de las que conforman nuestra civilización. Se enfrenta a la cuestión femenina y al
problema de la raza y, sin embargo, por el momento no se la considera un factor reconocido en
ninguno de ambos asuntos.
Anna Cooper instaba a la población estadounidense a reconocer el papel
que las mujeres negras desempeñaban no solo como portavoces de su razas,
sino también como defensoras de los derechos femeninos. Para difundir su
opinión sobre estos, en 1892 publicó A Voice from the South, uno de los
primeros análisis feministas del estatus social de las mujeres negras y una
extensa defensa del derecho de la mujer a la educación superior. En A Voice
from the South, Cooper reiteraba su creencia en que las mujeres negras no
debían asumir una posición subordinada pasiva en relación con los hombres
negros. Y criticaba a estos últimos por su negación a apoyar la lucha de las
mujeres por la igualdad de derechos. Frente a las habituales dudas
expresadas por los dirigentes negros acerca de si la implicación de la mujer
negra en la lucha por los derechos femeninos podía debilitar su implicación
en la lucha por erradicar el racismo, Cooper sostenía que la igualdad social
de los sexos permitiría a las mujeres negras ejercer como líderes en la lucha
contra el racismo. Y argumentaba que, de hecho, las mujeres negras habían
demostrado estar tan comprometidas como los hombres negros en la lucha
por la liberación negra, si no más.
A Voice from the South incluía una disertación de Cooper sobre la
educación superior de las mujeres en la que argüía que, como colectivo, las
mujeres deberían tener derecho a la educación superior. Como muchas
feministas de su época, Cooper creía en la existencia de un «principio
femenino» diferenciado y defendía que «una gran carencia del mundo en el
pasado ha sido la de una fuerza femenina», una fuerza que «únicamente
podía alcanzar su plenitud mediante el desarrollo sin trabas de las mujeres».

Lo único que reclamo es que haya un lado femenino y uno masculino de la verdad y que no se
establezca entre ellos una relación de inferior y superior, de mejor y peor ni de debilidad y
fortaleza, sino que se los considere complementarios, complementos de un todo necesario y
simétrico. Si el hombre es más noble en el razonamiento, la mujer es más rápida en la compasión.
Si el hombre es infatigable en la búsqueda de la verdad abstracta, la mujer lo es en ocuparse de los
intereses comunes y en velar con ternura y amor porque ninguno de los «pequeños» perezca. A
pesar de que no es infrecuente ver a mujeres razonar con lo que denominamos la frialdad y
precisión de un hombre y a hombres considerados tan indefensos como una mujer, sigue
existiendo el consenso general entre la humanidad de que un rasgo es esencialmente masculino y
el otro es específicamente femenino. Sin embargo, ambos son necesarios para educar a los niños,
para que los niños varones complementen su virilidad con ternura y sensibilidad y las niñas
completen su amabilidad con fuerza y seguridad en sí mismas. Ambos son igual de necesarios
para aportar simetría a la persona y para que una nación o raza no degenere en mero
sentimentalismo por un lado o en bravuconería por el otro si la domina exclusivamente uno de los
géneros. Por último, es necesario reiterar que el factor femenino solo puede tener pleno efecto
mediante el desarrollo y la educación de la mujer para que esta pueda imprimir con inteligencia y
de manera adecuada su fuerza en las fuerzas de su día y aportar su granito de arena al pensamiento
mundial.

Si bien Anna Cooper, como otras defensoras de los derechos femeninos


del siglo XIX, consideraba que lo mejor que podía hacer una mujer para
servir a su país era utilizar la educación para potenciar el papel que el
patriarcado había asignado a su género, también era consciente de que una
mejor educación permitiría a las mujeres explorar mundos fuera del ámbito
tradicional del hogar y la familia. En respuesta a quienes defendían que la
educación superior interfería con el matrimonio, Cooper respondía:

Les garantizo que el desarrollo intelectual, junto con la seguridad en una misma y la capacidad de
ganarse la vida que propicia, hace a la mujer menos dependiente de la relación marital para su
sustento físico (que, por cierto, no siempre la acompaña). De este modo, la mujer no se ve
obligada a buscar en el amor carnal su única fuente de alegría, gozo, movimiento y energía con la
que nutrir la vida. Su horizonte se expande. Sus simpatías se ensanchan, se hacen más profundas y
se multiplican. Está más en contacto con la naturaleza…

Las mujeres negras del siglo XIX creían que, si les otorgaban el derecho
al voto, podrían cambiar el sistema educativo para que las mujeres tuvieran
derecho a coronar las metas educativas que se propusieran. Por eso
apoyaban sin fisuras el sufragio femenino. La activista negra Frances Ellen
Watkins Harper fue la mujer negra de su tiempo que con más arrebato
defendió el sufragio femenino. En 1888 habló ante el Consejo Internacional
de Mujeres de Washington de la importancia del sufragio de las mujeres
blancas y negras. Y en la Exposición Colombina de Chicago de 1893
pronunció un discurso titulado «El futuro político de la mujer», donde
expresaba su opinión acerca del sufragio:

No creo en el sufragio universal y sin restricciones para los hombres o para las mujeres. Creo en
los exámenes de moral y educativos. No creo que el hombre más ignorante y brutal esté más
preparado para aportar valor a la fortaleza y durabilidad del Gobierno que la mujer más cultivada,
inteligente e íntegra. […] La papeleta en manos de la mujer significa poder e influencia. No puedo
predecir si la utilizará con buenos fines. Afrontamos grandes males que hay que acallar mediante
el poder combinado de unos hombres íntegros y unas mujeres instruidas, y sé que ninguna nación
alcanzará la iluminación y la felicidad plenas si la mitad de su población es libre y la otra mitad
está encadenada. China comprimió los pies de sus mujeres y con ello retrasó los pasos de sus
hombres.

Mary Church Terrell fue otra activista negra que hizo presión en apoyo al
sufragio femenino. En 1912 habló en defensa del sufragio femenino ante la
Asociación Nacional Americana por el Sufragio de la Mujer, a la cual
estuvo adscrita en dos ocasiones. Terrell también participó de manera activa
en el movimiento para acabar con el linchamiento de personas negras. Su
artículo «Lynching from a Negro’s Point of View» («El linchamiento desde
el punto de vista de un negro») se publicó en el número de 1904 de North
American Review, y fue en este artículo donde por primera vez hizo un
llamamiento a las mujeres blancas a implicarse en la cruzada
antilinchamientos. Terrell creía que las mujeres blancas actuaban como
cómplices de los hombres blancos en los linchamientos y les echaba en cara
cierta responsabilidad por el racismo y la opresión racista:

El linchamiento es la estela de la esclavitud. Los hombres blancos que matan a tiros a negros y los
despellejan vivos y las mujeres blancas que prenden con antorchas sus cuerpos ungidos en aceite
hoy son los hijos y las hijas de mujeres que no tenían compasión por la raza cuando fue
esclavizada. Los hombres que linchan a negros hoy son, por lo general, los hijos de mujeres que se
sentaban junto a la chimenea felices y orgullosas por cuidar de sus hijos y poder prodigarles amor
mientras contemplaban inmisericordes, con un corazón adamantino, la aflicción de las madres
esclavas cuyos hijos habían sido vendidos a otros esclavistas, cuando no les había sobrevenido un
destino más triste. […] Quizá sería demasiado esperar que los hijos de las mujeres que durante
generaciones observaron las penurias y la degradación de sus hermanas con un tono de piel más
oscuro sin queja alguna tengan misericordia y compasión de los niños de la raza oprimida en el
presente. Mas qué tremenda influencia para la ley y el orden y qué enemigo más poderoso para la
violencia de las turbas podrían ser las mujeres blancas sureñas si se alzaran con la pureza y el
poder de su feminidad para implorar a sus padres, esposos e hijos que dejaran de mancharse las
manos con la sangre de hombres negros.

El llamamiento que Terrell hace a las mujeres blancas para que tiendan
lazos con las mujeres negras en función de su condición femenina
compartida era una reiteración de los sentimientos de muchas mujeres
negras del siglo XIX que estaban convencidas de que las mujeres podían
constituir una nueva fuerza política en Estados Unidos.
Pese a la opresión racista y sexista, la segunda mitad del siglo XIX fue
una época importante para la historia de la mujer negra. Frances Ellen
Watkins Harper acertó de pleno al exclamar: «Si en el siglo XV el Viejo
Mundo descubrió América, en el XIX la mujer se está descubriendo a sí
misma». El fervor por los derechos de la mujer generado en el siglo XIX
continuó en el siglo XX y culminó en la ratificación de la Decimonovena
Enmienda en agosto de 1920, que garantizaba a todas las mujeres el
derecho al voto. En su lucha por conseguir el sufragio, las mujeres negras
habían aprendido su lección más amarga. Mientras pugnaban por obtener el
sufragio descubrieron que muchos blancos veían en la concesión del
derecho al voto a la mujer otra manera más de perpetuar el sistema opresivo
del imperialismo racial blanco. Los sufragistas blancos se agruparon en
torno a una plataforma que postulaba que el sufragio femenino en el Sur
reforzaría la supremacía blanca. Aunque el sufragio femenino también
garantizaría a las mujeres negras el derecho al voto, en el Sur la población
de mujeres blancas duplicaba a la de negras. En The Emancipation of the
American Woman, Andrew Sinclair analiza la política racial de las
sufragistas blancas y concluye:

El racismo indisimulado de sufragistas sureñas como Kate Gordon y Laura Clay, dos de las
figuras más destacadas de la Asociación Nacional Americana tras la jubilación de Anthony,
preocupaba a las sufragistas del Norte y del Oeste. En su intento por ser diplomáticas para
conseguir apoyos al sufragio en el Sur, Carrie Catt y Anna Shaw perdieron el espíritu de cruzada
de las antiguas abolicionistas. […] El vocabulario del movimiento sustituyó el lenguaje de los
derechos humanos por el de la conveniencia. Las mujeres negras del Norte quedaron excluidas de
algunos desfiles sufragistas por temor a ofender al Sur. Tal como una dirigente negra le escribió a
otra acerca de las sufragistas: «Todas ellas tienen un pavor mortal al Sur y, si pudieran conseguir
la enmienda del sufragio sin conceder el derecho al voto a las mujeres de color, lo harían sin
pestañear».
El lenguaje de las líderes sufragistas del Norte, Elizabeth Stanton incluida, se fue desviando
cada vez más hacia la conveniente reivindicación del sufragio educado para las mujeres. […] La
promesa de la guerra de Independencia de los Estados Unidos en términos de igualdad y libertad
de todos los seres humanos se desdibujó en los intentos por conseguir el voto de un número
limitado de mujeres anglosajonas blancas, tal como en su día los términos de la Constitución
negaron los principios de la Declaración de Independencia.

Como había ocurrido en el siglo XIX con el tema del sufragio femenino,
en la lucha del siglo XX la raza y el sexo se convirtieron en problemas
interrelacionados. Como sus predecesoras, las mujeres blancas apoyaron de
manera consciente y deliberada el imperialismo racial blanco, abjurando
abiertamente de cualquier sentimiento de empatía y solidaridad política con
la población negra. En sus esfuerzos por conseguir el sufragio, las
defensoras de los derechos de las mujeres blancas traicionaron a sabiendas
la creencia feminista de que votar era un derecho natural de toda mujer. Su
predisposición a renunciar a los principios feministas permitió a la
estructura de poder patriarcal apoderarse de la energía de las sufragistas y
utilizar el voto femenino para reforzar la estructura política misógina
existente. La inmensa mayoría de las mujeres blancas no aprovecharon el
privilegio de votar para apoyar un programa feminista, sino que votaron lo
mismo que votaban sus esposos, padres o hermanos. Las sufragistas blancas
más militantes habían esperado que las mujeres emplearan el voto para
constituir su propio partido, en lugar de para apoyar los grandes partidos
que negaban a las mujeres la igualdad social con los hombres. El sufragio
femenino no modificó de manera fundamental la situación de la mujer en la
sociedad y, en cambio, sí permitió a las mujeres apoyar y mantener el orden
social patriarcal, imperialista y racista blanco. Lamentablemente, el hecho
de que las mujeres consiguieran el derecho al voto fue más una victoria de
los principios racistas que un triunfo de los feministas.
Las sufragistas negras averiguaron que el voto tuvo pocas repercusiones
en su estatus social. El ala más militante del movimiento feminista de la
década de 1920, el Partido Nacional de la Mujer, era racista y clasista.
Aunque el partido afirmaba defender la igualdad plena de las mujeres, en
realidad solo promovía activamente los intereses de las mujeres blancas de
clase media y alta. En Herstory, June Sochen hace el siguiente comentario
acerca de la actitud de las sufragistas blancas para con las mujeres negras:

Una vez aprobada la enmienda del sufragio femenino en 1920, algunas reformistas se preguntaron
si podía beneficiar tanto a las mujeres negras como a las blancas, sobre todo en el Sur, donde los
hombres blancos que ejercían el poder prácticamente habían arrebatado el derecho al voto a los
hombres negros. Más de dos millones de mujeres negras a quienes acababa de concedérseles el
voto vivían en el Sur. Cuando las sufragistas insinuaron a Alice Paul que el derecho al voto de las
mujeres negras seguiría siendo un aspecto fundamental, ella respondió que el año 1920 no era el
momento para debatir esa cuestión. De hecho, añadió, las sufragistas deberían disfrutar de su
recién adquirido poder político y urdir planes para librar otras batallas en el futuro. Sin embargo,
tal como habían previsto los reformistas, cuando las mujeres negras fueron a las urnas en Alabama
o Georgia, descubrieron que los funcionarios electorales se guardaban en la manga una serie de
artimañas para impedirles votar. Si una mujer negra era capaz de leer el complicado texto que le
ponían delante, el funcionario blanco encontraba alguna razón oscura para determinar que no
podía votar. Y, si insistía, la amenazaban con violencia si no era obediente y se esfumaba de allí.

Cuando quedó claro que el sufragio femenino no comportó ningún


cambio para el estatus social de las mujeres negras, muchas sufragistas
negras se desilusionaron con los derechos de la mujer. Tras apoyar el
derecho al voto de la mujer, habían visto cómo se traicionaban sus intereses
y habían descubierto que el «sufragio femenino» se esgrimiría como arma
para reforzar la opresión blanca de la población negra. Averiguaron que la
consecución de derechos para las mujeres tendría pocas repercusiones en su
estatus social mientras el imperialismo racial blanco les denegara
sistemáticamente ser ciudadanas de pleno derecho. Así, mientras que las
mujeres blancas se alegraban de haber obtenido el derecho al voto, en todo
Estados Unidos se institucionalizaba un sistema de segregación racial que
amenazaría la libertad de las mujeres negras de manera mucho más crucial
que el imperialismo sexual. Dicho sistema de segregación racial llevaba por
nombre Jim Crow. En The Strange Career of Jim Crow, C. Vann Woodward
describe esta resurgencia del racismo:

En la posguerra se detectaron nuevos indicios de que el estilo sureño se estaba propagando como
el estilo norteamericano en las relaciones raciales. La gran migración de los negros a barrios bajos
residenciales y su incorporación como mano de obra en las fábricas industriales de las grandes
ciudades del norte incrementó la tensión entre las razas. Los trabajadores norteños eran celosos de
su estatus y observaban con resentimiento la competencia de los negros, que no podían afiliarse a
los sindicatos. Se expulsó a los negros de los empleos más deseables de los sectores que habían
conseguido conquistar durante la escasez de población activa en los años de la guerra. Cada vez se
los fue descartando más de los empleos federales. Los carteros negros empezaron a desaparecer de
sus antiguas rutas y también de las batidas policiales. Y comenzaron a perder el control en oficios
como el de barbero, que en el pasado prácticamente había sido su monopolio en el Sur.
El nuevo Ku Klux Klan propagó el racismo en forma regimentada por todo el país en los años
1920. […]
Durante toda esta década no se detectó ninguna tendencia aparente a la moderación o relajación
del código de discriminación y segregación de Jim Crow, como tampoco sucedió en la década de
1930 hasta bien entrados los años de la Depresión. De hecho, las leyes de Jim Crow se elaboraron
y ampliaron en dichos años. En gran medida, la historia económica y social se refleja en esas
nuevas leyes. Las mujeres empezaron a lucir melenas cortas y se convirtieron en clientes de
peluquerías, y en 1926 Atlanta aprobó una ordenanza que prohibía a los peluqueros negros
cortarles el pelo a mujeres y niños menores de 14 años. Jim Crow se mantuvo al día del avance del
transporte y de la industria, así como de los cambios de moda.
Al comprobar que la segregación racial de Jim Crow amenazaba con
despojar a la población negra de los derechos y logros que había
conseguido durante la Reconstrucción, es natural que las activistas negras
dejaran de luchar por los derechos de la mujer y concentraran sus energías
en lidiar con el racismo.
Las activistas negras no fueron el único grupo de mujeres que apartaron
la atención de los temas relacionados con los derechos de la mujer. Dado
que gran parte de la energía de las activistas se había centrado en el voto,
una vez obtenido muchas mujeres no vieron mayor necesidad de que
existiera un movimiento feminista. Y si bien las mujeres blancas del Partido
de la Mujer continuaron con la lucha feminista, las mujeres negras rara vez
participaron. En lugar de ello, concentraron sus energías en hacer frente a la
creciente opresión racial. Así, mientras en 1933 las defensoras de los
derechos de la mujer blancas luchaban por que el Senado aprobara la
Enmienda de Igualdad de Derechos, las activistas negras luchaban por
evitar el linchamiento de mujeres y hombres negros a manos de turbas de
racistas blancos, por mejorar las condiciones del gran número de negros
sumidos en la pobreza y por proporcionar oportunidades educativas. En las
décadas de 1920 y 1930, las activistas negras hicieron un llamamiento a las
mujeres negras instándolas a no permitir que el sexismo les impidiera
involucrarse tanto como los hombres en la lucha por la liberación de los
negros. Amy Jacques Garvey, que participó activamente en el movimiento
nacionalista negro dirigido por su colega y esposo Marcus Garvey, escribió
los editoriales de la página femenina de Negro World, la publicación de la
Asociación Universal de Desarrollo Negro. En sus artículos, alentaba a las
mujeres negras a concentrar su atención en el nacionalismo negro y
participar en la lucha por la liberación de su pueblo.

Los tiempos que vivimos exigen a las mujeres ocupar su lugar al lado de sus hombres. Las
mujeres blancas están replegando a todas sus fuerzas y se han unido más allá de las fronteras
nacionales para salvar su raza de la destrucción y preservar sus ideales para la posteridad. […] Los
hombres blancos empiezan a ser conscientes de que, puesto que las mujeres son la columna
vertebral del hogar, también, gracias a su experiencia económica y a su atención al detalle, pueden
participar de manera efectiva en guiar el destino de la nación y la raza.
Ningún objetivo permanece cerrado durante mucho tiempo para la mujer moderna. Reclama la
igualdad de oportunidades y la consigue: trabaja bien en sus empleos y se gana el respeto de los
hombres que en el pasado se habían opuesto a su incorporación. Prefiere ser ella quien lleve el pan
a casa que ser una esposa medio muerta de hambre que aguarda en el hogar. No teme el trabajo
duro y con su independencia consigue más cosas de su marido de las que su abuela consiguió en
los buenos tiempos.
Las mujeres de Oriente, tanto las amarillas como las negras, empiezan a imitar con paso lento
pero seguro a las mujeres del mundo occidental y, tal como las mujeres blancas refuerzan una
civilización blanca en decadencia, las mujeres de las razas más oscuras avanzan para ayudar a sus
hombres a establecer una civilización acorde a sus propios estándares, y a luchar por el liderazgo
mundial.

Pese a que las líderes negras urgieron a las mujeres negras a asumir un
papel tan activo como el de los hombres negros en la lucha por acabar con
el racismo, bajo este llamamiento subyacía la asunción de que la igualdad
social de los sexos era una consideración secundaria.
Desde el principio del movimiento en defensa de los derechos de la
mujer, sus valedoras más firmes habían defendido que la igualdad social
para las mujeres era un paso imprescindible para la construcción de una
nación patriótica. Recalcaban que las mujeres no se oponían al orden
sociopolítico de los Estados Unidos, sino que simplemente querían apoyar
de manera activa el sistema de gobierno existente. Esta actitud siempre
amenazó la solidaridad política ocasional que existió entre las activistas de
los derechos de las mujeres blancas y negras. Para las mujeres blancas, la
plena participación en el desarrollo de Estados Unidos como nación a
menudo abarcaba aceptar y apoyar el imperialismo racial blanco, mientras
que las mujeres negras, incluso las más conservadoras en cuestiones
políticas, a menudo se veían obligadas a denunciar las políticas racistas del
país. Con el tiempo, ambos grupos de mujeres permitieron que las alianzas
raciales desbancaran a la lucha feminista. La segregación racial continuó
siendo la norma en la mayoría de los clubes y organizaciones de mujeres de
las décadas de 1930 y 1940. Entre 1940 y 1960, la mayor parte de los
colectivos femeninos no pusieron el acento en la liberación de la mujer, sino
que las mujeres se aliaron con fines sociales o profesionales. Barbara
Deckard, autora de The Women’s Movement, sostiene que entre los años
1940 y 1960 no existió un movimiento de emancipación de la mujer
organizado y ofrece como explicación para ello tres razones:

Una de las razones fue la ideología limitada y el hecho de que la base social de las sufragistas
fueran las clases de la élite. Habían recalcado tanto la importancia del voto, y solo del voto, que
sus sucesoras, como la Liga de Mujeres Votantes, estuvieron en disposición de declarar, en la
década de 1920, que ya no existía discriminación contra las mujeres y que las mujeres liberales
debían limitarse a luchar por conseguir reformas generales para toda la población. El único
sucesor de las sufragistas militantes, el Partido de Mujeres, también actuó con estrechez de miras,
aunque en otro sentido. Continuó luchando por la igualdad de derechos legales, pero apenas prestó
atención a la posición inferior que ocupaba la mujer en la familia, a la explotación de las
trabajadoras o a los problemas especiales de las mujeres negras. Este desinterés por los grandes
temas sociales, económicos y raciales alienó a las mujeres radicales, al tiempo que la atmósfera
social hostil les impidió convencer a las mujeres moderadas.
A mediados de la década de 1920, la relativa estabilidad del capitalismo, la desaparición del
pequeño agricultor radical, el anticomunismo y las divisiones internas desmantelaron los partidos
socialistas y progresistas y propiciaron la entrada en una etapa de conservadurismo hostil al
movimiento feminista. El radicalismo de los años 1930 se concentró en el desempleo y, en las
postrimerías de la década, en la amenaza de la guerra con el fascismo, con la práctica exclusión de
todos los demás asuntos. De nuevo, durante la guerra no pudieron abordarse otros temas. Y el
período de posguerra, entre 1946 y 1960, fue un tiempo de expansión económica y dominio
mundial para Estados Unidos, el tiempo también de la guerra fría y del superpatriotismo
asegurado mediante la caza de brujas del macartismo. Todos los grupos liberales y radicales
sufrieron represión y las posibles causas de la liberación de la mujer, como el cuidado de los hijos,
se sofocaron con el resto.

En el período de cuarenta años que se extiende entre mediados de la


década de 1920 y mediados de la de 1960, las líderes negras no abogaron
por los derechos de la mujer. La lucha por la liberación de los negros y la
lucha por la liberación de la mujer se consideraban causas enfrentadas en
gran medida porque los líderes de la defensa de los derechos civiles de los
negros no querían que el público estadounidense blanco contemplara sus
demandas de ciudadanía plena como sinónimo de una demanda radical por
la igualdad de ambos sexos. Convirtieron la liberación de los negros en
sinónimo de obtener plena participación en la nación-estado patriarcal
existente y lo que exigieron fue el fin del racismo, no del capitalismo ni del
patriarcado. Tal como las mujeres blancas habían abjurado públicamente de
toda conexión política con la población negra cuando creyeron que dicha
alianza era contraria a sus intereses, las mujeres negras se desvincularon de
la lucha feminista cuando se convencieron de que parecer feministas, es
decir: radicales, podía ir en detrimento de la liberación negra. Mujeres y
hombres negros querían acceder a la vida estadounidense establecida. Y
para ello consideraban necesario ser conservadores.
Las organizaciones de mujeres negras, que en otros tiempos se habían
ocupado de servicios sociales como los cuidados infantiles, la provisión de
hogares para mujeres trabajadoras y la ayuda a las prostitutas, se
despolitizaron y se centraron más en asuntos sociales como los bailes de
presentación en sociedad y eventos benéficos. Las afiliadas a clubes
femeninos negros imitaban el comportamiento de las mujeres blancas de
clase media. Las mujeres negras que creían en la igualdad social de los
sexos aprendieron a reprimir sus opiniones por temor a que se desviara la
atención de los temas raciales. Consideraban que, ante todo, debían
defender la libertad de las personas negras y, más adelante, una vez
obtenida esa libertad, luchar por los derechos femeninos. Por desgracia, no
anticiparon la vehemencia con la que el hombre negro se opondría a la idea
de que la mujer tuviera el mismo estatus que el hombre.
Cuando surgió el movimiento en defensa de los derechos civiles, las
mujeres negras participaron en él, pero no compitieron por eclipsar a los
dirigentes masculinos. De ahí que cuando el movimiento concluyó, la
opinión pública estadounidense recordase los nombres de Martin Luther
King, A. Phillip Randolph y Roy Wilkins, mientras que los de Rosa Parks,
Daisy Bates y Fannie Lou Hamer habían caído en el olvido. Los líderes del
movimiento en defensa de los derechos civiles de los negros de la década de
1950, como sus predecesores del siglo XIX, dieron a conocer que se
contentaban con establecer comunidades y familias cortadas por el mismo
patrón que los blancos. Siguiendo el ejemplo de los patriarcas blancos, los
hombres negros tenían un interés rayano en la obsesión en afirmar su
masculinidad mientras que las mujeres negras imitaban el comportamiento
de las mujeres blancas y les obsesionaba la feminidad. Se produjo un
cambio evidente en los roles de género entre la población negra. Los negros
dejaron de aceptar pasivamente que la opresión racial siempre había
forzado a la mujer negra a ser tan independiente y trabajadora como los
hombres negros y empezaron a exigir que fuera más pasiva, sumisa y, a ser
posible, que estuviera desempleada.
La socialización de las mujeres negras en la década de 1950 para que
asumieran un papel subordinado al hombre negro se enmarcó en un intento
generalizado en Estados Unidos de convencer a las mujeres de invertir los
efectos de la Segunda Guerra Mundial. La guerra había obligado a las
mujeres, tanto blancas como negras, a ser independientes, enérgicas y
trabajadoras. Pero tanto los hombres blancos como los negros preferían
ahora que las mujeres fueran menos enérgicas y más dependientes y que no
trabajaran. Los medios de comunicación fueron el arma que sirvió para
destruir la recién inaugurada independencia de las mujeres. A mujeres
blancas y negras por igual las sometieron a un bombardeo de propaganda
infinito que las instaba a creer que el lugar de una mujer era su hogar y que
la realización personal en la vida dependía de encontrar al hombre idóneo
con el que casarse y fundar una familia. Y cuando las circunstancias las
obligaban a trabajar, se les decía que era mejor no competir con los
hombres y circunscribirse a empleos en los ámbitos de la enseñanza y los
cuidados.
La mujer trabajadora, tanto blanca como negra, consideraba necesario
demostrar su feminidad. A menudo adoptaba una doble conducta: mientras
que en el trabajo era enérgica e independiente, en el hogar se mostraba
pasiva y complaciente. Más que en ningún otro momento previo de la
historia de Estados Unidos, a las mujeres negras las obsesionaba alcanzar el
ideal de feminidad descrito en la televisión, en la literatura y en las revistas.
La emergencia de una clase media negra conllevó que grupos de mujeres
negras tuvieran más poder adquisitivo que nunca para gastar en ropa y
cosméticos o para leer revistas como McCall’s y Ladies Home Journal.
Masas de mujeres negras que en otro tiempo se habían enorgullecido de su
capacidad de trabajar fuera del hogar y, pese a ello, ser buenas amas de casa
y madres se sintieron descontentas con su situación. Querían limitarse a ser
amas de casa y expresaban abiertamente su rabia y hostilidad hacia los
hombres negros, una hostilidad que emanaba de su convencimiento de que
los hombres negros no se esforzaban lo suficiente por asumir la función de
ser el único sostén de la familia para permitirles a ellas ejercer de amas de
casa. Dichos populares de la época como «los negros no dan un palo al
agua» o «los negros son unos inútiles» expresaban el desprecio que las
mujeres negras sentían hacia los hombres de su raza.
El anhelo evidente de las mujeres negras era participar en la búsqueda de
la «feminidad idealizada» que caracterizó la década de 1950, y les
molestaba que los hombres negros no las ayudaran a hacerlo. Medían a los
hombres negros por el listón marcado por los hombres blancos. Y puesto
que los blancos definían la virilidad como la capacidad de un hombre de ser
el único sostén económico de la familia, muchas mujeres negras empezaron
a ver al hombre negro como un «fracasado». Como represalia, los hombres
negros afirmaron sin tapujos que las mujeres blancas les parecían más
femeninas que las negras. Tanto las mujeres como los hombres negros
vivían con inseguridad su feminidad y masculinidad. Ambos se esforzaban
por adaptarse a los estándares fijados por la sociedad blanca dominante.
Cuando, por el motivo que fuera, las mujeres negras no asumían un papel
subordinado en relación con los hombres negros, estos se enojaban. Y
cuando los hombres negros no asumían el papel de sostenes económicos
únicos del hogar, las mujeres negras se enojaban.
Las tensiones y conflictos que surgieron en las relaciones entre mujeres y
hombres negros se llevaron a escena en la producción de 1959 de la
galardonada obra teatral de Lorraine Hansberry Un lunar en el sol. El
conflicto predomina en la relación del negro Walter Lee con su madre y su
esposa. En una escena en la que Walter le comunica a su esposa, Ruth,
cómo tiene previsto gastarse el dinero del seguro de su madre, ella se niega
a escucharlo, y él se enfada y le grita:

Walter: Eso es lo malo de las mujeres de color de este mundo… no entienden que deben apoyar a
sus hombres y hacerles sentir alguien, hacerles sentir que valen para algo.
Ruth: Hay hombres de color que sí valen para algo.
Walter: No gracias a la mujer de color.
Ruth: Bueno, supongo que como soy una mujer de color, no puedo evitarlo.
Walter: Somos un grupo de hombres atados a una raza de mujeres con el cerebro de mosquito.

La madre de Un lunar en el sol es la figura dominante en el hogar y


Walter Lee no deja de quejarse de que le frustra y le impide ser un hombre
de verdad y de que es una tirana que los doblega a su voluntad. A lo largo
de la obra, Walter Lee es retratado como un irresponsable que no merece la
confianza ni el respeto de su madre. Ella no respeta su afirmación de su
virilidad porque es un inmaduro. En cambio, al final de la obra, cuando se
comporta de manera responsable, la madre asume automáticamente una
posición subordinada. El mensaje de la obra era doble. Por un lado,
retrataba la fuerza y la capacidad de autosacrificio de la madre negra soltera
que trabajaba para garantizar la supervivencia de su familia y, por el otro,
recalcaba la importancia de que el hombre negro asumiera el papel de
patriarca que le correspondía en el hogar. El estilo de vida de la madre es
agua pasada. Walter Lee y Ruth son los heraldos del futuro. La familia
negra del futuro a la que retratan es la familia nuclear de dos progenitores
en la que el hombre asume un papel patriarcal, el papel de la persona que
toma las decisiones, del protector y defensor del orgullo y el honor de la
familia.
La obra de Lorraine Hansberry presagió los futuros conflictos entre las
mujeres y los hombres negros relativos a los roles de género. Este conflicto
se exageró y captó la atención del público con la publicación en 1965 del
reportaje de Daniel Moynihan The Negro Family: The Case for National
Action. En su artículo, Moynihan defendía que la familia estadounidense
negra estaba socavada por la dominación femenina. Afirmaba que la
discriminación racista contra los hombres negros en el sector laboral era la
causante de que las familias negras tuvieran una estructura matriarcal que,
según aseguraba, estaba desalineada con la norma norteamericana blanca, la
estructura familiar patriarcal, lo que impedía que la raza negra se asimilara
en la vida estadounidense dominante. El mensaje de Moynihan era
semejante al de las mujeres negras que reprendían a los hombres negros por
no asumir su papel patriarcal. La diferencia entre las dos perspectivas
estribaba en que Moynihan depositaba en las mujeres negras cierta
responsabilidad por la incapacidad del hombre negro de asumir dicho papel,
mientras que las mujeres negras consideraban que el racismo y la
indiferencia del hombre negro eran los culpables de que estos rechazaran el
papel de sostenes económicos únicos de la familia.
Etiquetando a las mujeres negras de matriarcas, Moynihan implicaba que
las mujeres negras que trabajaban y gobernaban sus hogares eran enemigas
de la masculinidad negra. Y aunque la suposición de Moynihan de que la
familia negra era matriarcal se basaba en datos que demostraban que solo
un cuarto del total de las familias negras de Estados Unidos estaban
gobernadas por mujeres, utilizó esta figura para hacer generalizaciones
sobre las familias negras en su conjunto. Sus generalizaciones acerca de la
estructura familiar negra, pese a ser erróneas, tuvieron un impacto tremendo
en la psique del hombre negro. Como a los hombres blancos
estadounidenses de la década de 1950 y 1960, a los negros les inquietaba
que todas las mujeres se estuvieran volviendo demasiado firmes y
dominantes.
La idea de que las mujeres modernas castraban a los hombres no tenía su
génesis en el conflicto entre las mujeres y los hombres negros por los roles
de género, sino en el conflicto general en la sociedad estadounidense por
ese mismo tema. La imagen de la mujer como castradora no se evocó
originalmente en referencia a las mujeres negras y desde luego no fue
Daniel Moynihan el primero que la planteó; la popularizaron determinados
psicoanalistas que tuvieron su momento álgido en la década de 1950 y
grabaron en la conciencia de la opinión pública estadounidense que
cualquier mujer con una carrera profesional, cualquier mujer que compitiera
con hombres, envidiaba el poder masculino y con toda seguridad sería una
castradora.
Las negras pasaron a ser retratadas como las mujeres castradoras por
excelencia aunque no fueran inherentemente más firmes e independientes
que las mujeres blancas. La historia demuestra que las mujeres blancas
compitieron de manera activa en la estructura de poder dominada por los
hombres mucho antes que las mujeres negras porque no existía una barrera
social que imposibilitara su acceso a esa esfera. Las mujeres negras se
convirtieron en la diana de muchos ataques misóginos a la independencia
femenina, en gran medida porque el racismo las usó como chivo expiatorio.
De la misma manera que, en el siglo XIX, la opinión pública había retratado
a las mujeres negras como el epítome de todos los rasgos negativos que
solían atribuirse al sexo femenino en su conjunto mientras pintaba a la
mujer blanca como la personificación de todos los positivos, la opinión
pública del siglo XX dio continuidad a esta práctica. Se idealizó y elevó el
estatus de las mujeres blancas al tiempo que se devaluaba y degradaba el de
las negras. Daniel Moynihan no intentó documentar el hecho de que el
llamado papel «matriarcal» que las negras asumían en los hogares
capitaneados por mujeres era idéntico al que asumían las blancas en los
hogares de esta índole. En lugar de ello, continuó perpetuando los mitos
sexistas y racistas más popularizados en Estados Unidos acerca de la mujer
negra: la leyenda de que es más enérgica, independiente y dominante que la
mujer blanca.
La ideología sexista apuntalaba el mito del matriarcado. La afirmación
de que las mujeres negras eran matriarcas lleva implícita la suposición de
que el patriarcado debía mantenerse a toda costa y de que la subordinación
de la mujer era necesaria para una consecución sana de la masculinidad. De
hecho, Moynihan sugirió que los efectos negativos de la opresión racista de
la población negra podrían eliminarse si las mujeres negras fueran más
pasivas y sumisas y apoyaran el patriarcado. Una vez más, la liberación de
la mujer se presentó como enemiga de la liberación de los negros.
El grado en que los hombres asimilaron esta ideología quedó demostrado
en el movimiento de liberación negro de la década de 1960. Los líderes
negros del movimiento convirtieron la liberación del pueblo negro de la
opresión racista en sinónimo de su obtención del derecho de asumir el papel
de patriarcas, de opresores sexistas. Al permitir que fueran los hombres
blancos quienes dictaran las condiciones mediante las cuales definirían la
liberación negra, los hombres negros escogieron respaldar la explotación
sexista y la opresión de las mujeres negras. Y, al hacerlo, se
desenmascararon. No se liberaron del sistema, sino que se pusieron al
servicio de este. El movimiento concluyó sin que el sistema hubiera
registrado cambios: no era ni menos racista ni menos sexista.
Al igual que los hombres negros, muchas mujeres negras creían que la
liberación negra únicamente se conseguiría mediante la instauración de un
patriarcado negro potente. Muchas de las mujeres negras que Inez Smith
Reid entrevistó para su libro Together Black Women, publicado en 1972,
aseguraban sin tapujos que consideraban que el papel de la mujer era servir
de apoyo y que el hombre debía capitanear todas las luchas por la liberación
de los negros. Las respuestas típicas de las mujeres negras eran del estilo:

Creo que la mujer debe situarse por detrás del hombre. El hombre debe ir por delante de la mujer
porque, en la historia de este país, la mujer negra siempre ha estado por encima del hombre negro.
Aunque no fuera culpa suya, tenía mejores empleos y una mejor situación. No estaban a la altura
de las mujeres y los hombres blancos, pero sí por encima de los hombres negros. Y ahora que la
revolución está teniendo lugar en la sociedad, creo que las mujeres negras no deberían estar en
primera línea. Creo que quienes deberían abanderar la causa son los hombres porque representan
el símbolo de las razas.
O:

Opino que la mujer negra puede ser uno de los mayores activos en la revolución o en la lucha.
Considero que tiene una larga trayectoria de perseverancia y fuerza. No me gustaría ver esa fuerza
transformada en tendencias dominantes o en caudillismo, pero creo que podemos ser esa fuerza
silenciosa que el hombre negro necesita para librar la batalla por su esposa o por su mujer y su
familia.

En las décadas de 1960 y 1970, un gran número de mujeres negras,


muchas de ellas jóvenes, universitarias y de clase media, se dejaron seducir
por la idea romántica de la feminidad idealizada que se popularizó
inicialmente durante la era victoriana. Hacían hincapié en que el papel de la
mujer era ser la compañera de su hombre. Y por primera vez en la historia
de los movimientos de defensa de los derechos civiles negros, las mujeres
negras no lucharon en igualdad de condiciones con los hombres negros. En
su análisis del movimiento negro de los años 1960, Macho negro y el mito
de la Supermujer, Michele Wallace afirma:

La misoginia era una parte integral del macho negro. Su filosofía, que mantenía que los hombres
negros habían estado más oprimidos que las mujeres negras y que las mujeres negras, de hecho,
habían contribuido a esa opresión, que los hombres negros eran moral y sexualmente superiores y
estaban exentos de prácticamente todas las responsabilidades que los seres humanos tenían hacia
otros seres humanos, solo podía ir en detrimento de las mujeres negras. A pesar de ello, las
mujeres negras estaban dispuestas a creer, contra su propio instinto, que por fin se hallaban al
borde de la liberación del espectro de la rubia omnipotente con labios como un capullito de rosa y
piernas lechosas. Ya no tendrían que admirar a otra mujer alzada en un pedestal. El pedestal sería
suyo. Ya no les haría falta librar su propia batalla. La estaban librando por ellas. El caballero con
armadura blanca cabalgaría por ellas. La bella princesa de los cuentos de hadas sería negra.
Las mujeres del movimiento negro no eran conscientes de las contradicciones que comportaba
querer ser modelos de la frágil feminidad victoriana en plena revolución. Aspiraban a tener una
casa con una cerca de estacas a su alrededor, un pollo en la cazuela y un hombre. Tal como ellas lo
veían, su única responsabilidad revolucionaria oficialmente designada era procrear.

No todas las mujeres negras sucumbieron al lavado de cerebro sexista


que formó parte integral de la retórica de la liberación negra, pero quienes
no lo hicieron pasaron sin pena ni gloria. A los estadounidenses les
fascinaba contemplar cómo la mujer negra, fuerte, fiera e independiente,
sucumbía mansamente a un rol pasivo, más aún: cómo anhelaba adoptar un
papel pasivo.
Aunque Angela Davis se convirtió en una heroína del movimiento de los
años 1960, no se la admiraba por su compromiso político con el Partido
Comunista ni por sus brillantes análisis del capitalismo y el imperialismo
racial, sino por su belleza y su devoción a los hombres negros. La opinión
pública estadounidense prefería no ver a la Angela Davis «política» y optó
por convertirla en una chica de póster. En general, los negros no aprobaban
su comunismo y preferían no tomárselo en serio. Wallace escribe sobre
Angela Davis:

Por todos sus logros, se la consideraba el epítome de la «buena mujer», altruista y sacrificada, el
único tipo de mujer negra que el movimiento aceptaba. Lo hizo por su hombre, decían. Una mujer
en el lugar que corresponde a la mujer. Los llamados asuntos políticos eran irrelevantes.

Las mujeres negras coetáneas que apoyaron el dominio patriarcal


enmarcaron su sumisión al statu quo en el contexto de la política racial y
defendieron que estaban dispuestas a aceptar un papel subordinado con
relación a los hombres negros por el bien de la raza. Eran, en efecto, una
nueva generación de mujeres negras, una generación a quien habían lavado
el cerebro no ya los revolucionarios negros, sino la sociedad blanca y los
medios de comunicación para que creyeran que el lugar de una mujer era el
hogar. Fueron la primera generación de mujeres negras que compitió con
las mujeres blancas por la atención de los hombres negros. Muchas de ellas
aceptaron el machismo del hombre negro única y exclusivamente porque
tenían miedo de quedarse solas, de no encontrar una pareja. El temor a la
soledad o a no sentirse queridas había provocado que mujeres de todas las
razas aceptaran el machismo y la opresión sexista. No había nada único ni
nuevo en la voluntad de la mujer negra de aceptar el papel femenino
definido por el sexismo. El movimiento negro de la década de 1960
simplemente se convirtió en un trasfondo en el que su aceptación del
sexismo o del patriarcado podía anunciarse a la opinión pública blanca que
tan convencida estaba de que las mujeres negras eran más firmes y
dominantes que las blancas.
En contra de la opinión popular, la política sexual de la década de 1950
socializó a las mujeres negras para que se amoldaran a los roles de género
definidos por el sexismo, no por el macho negro de los años 1970. Las
madres negras de los años 1950 les habían inculcado a sus hijas que debían
estar orgullosas de trabajar y que les convenía estudiar por si no
encontraban a ese hombre que sería la fuerza más importante de sus vidas,
que las mantendría y las protegería. Con tal legado, no sorprende que
mujeres negras universitarias abrazaran el patriarcado. El movimiento negro
de la década de 1960 solo hizo aflorar un apoyo al sexismo y al patriarcado
que ya existía en la comunidad negra, no lo creó. Acerca de la reacción de
la mujer negra a la lucha por los derechos civiles de la década de 1960,
Michele Wallace escribe:

La mujer negra nunca abordó realmente los temas principales del movimiento negro. Dejó de
alisarse el pelo. Dejó de usar aclaradores y abrillantadores. Se obligó a ser sumisa y pasiva.
Predicó a sus hijos las virtudes del hombre negro. Pero entonces, de repente, el movimiento negro
concluyó. Y ahora ha empezado a alisarse el pelo de nuevo, a seguir la última moda que dictan el
Vogue y Mademoiselle, a maquillarse las mejillas con un rojo intenso y a hablar, con bastante
frecuencia, de la enorme decepción que ha sido el hombre negro. Tiene poco contacto con otras
mujeres negras y, cuando lo tiene, no es profundo. Acostumbran a hablar de ropa, de maquillaje,
de mobiliario y de hombres. En privado, hace lo que puede para no formar parte de ese excedente
de mujeres negras (un millón) que nunca encontrarán pareja. Y aunque sea una de ellas, tal vez
decida tener un hijo sola.

Ahora que ha dejado de existir un movimiento organizado de lucha por


los derechos civiles de los negros, las mujeres negras no encuentran
necesario enmarcar su predisposición a aceptar un rol definido por el
sexismo en el contexto de la liberación negra, de manera que resulta mucho
más evidente que su apoyo al patriarcado no respondió exclusivamente a su
preocupación por la raza negra, sino al hecho de vivir en una cultura en la
que la mayoría de las mujeres apoyan y aceptan el patriarcado.
Cuando se inició el movimiento feminista, a finales de la década de
1960, la participación de las mujeres negras como colectivo fue escasa.
Dado que el patriarcado blanco dominante y el patriarcado negro habían
transmitido a la mujer negra el mensaje de que votar en favor de la igualdad
de los sexos, es decir: de la emancipación de la mujer, era votar contra la
liberación negra, en un principio recelaron del llamamiento de la mujer
blanca a sumarse al movimiento feminista. Muchas mujeres negras se
negaron a participar en el movimiento porque no querían enfrentarse al
machismo. Y su postura no fue única. La gran mayoría de las mujeres
estadounidenses no participaron en el movimiento feminista por ese mismo
motivo. Los hombres blancos se contaron entre los primeros observadores
del movimiento feminista que destacaron la ausencia de participantes
negras, pero solo lo hicieron para burlarse y ridiculizar los esfuerzos de las
feministas blancas. Con aire de suficiencia, pusieron en tela de juicio la
credibilidad de un movimiento de liberación de la mujer que no era capaz
de atraer a los colectivos femeninos más oprimidos por la sociedad
estadounidense. Fueron los primeros críticos del feminismo que constataron
el racismo de la mujer blanca. En respuesta a ello, las feministas blancas
invitaron a las mujeres negras y de otras razas a sumarse a sus filas. Y las
mujeres negras más vehementemente antifeministas fueron las que más
rápido respondieron. Su posición pasó a considerarse la posición de la
mujer negra con respecto a la liberación femenina. Expresaron su opinión
en disertaciones como la de Ida Lewis «Women’s Rights, Why the Struggle
Still Goes On» («Los derechos de la mujer: por qué continúa la lucha»), los
ensayos de Linda LaRue «Black Liberation and Women’s Lib»
(«Liberación negra y liberación de la mujer» y «Women’s Liberation Has
No Soul» («La liberación de la mujer carece de alma»), publicados
originalmente en la revista Encore, y el texto de Renee Fergueson
«Women’s Liberation Has a Different Meaning for Blacks» («La liberación
de la mujer tiene un significado distinto para los negros»). Los comentarios
de Linda LaRue acerca de la liberación femenina solían citarse como la
respuesta definitiva de la mujer negra a la liberación de la mujer:

Vaya por delante que, de manera inequívoca, la mujer blanca ha tenido muchas más oportunidades
de vivir una vida libre y plena, tanto mental como físicamente, que cualquier otro colectivo en
Estados Unidos, con la salvedad de su esposo blanco. De ahí que cualquier intento de establecer
una analogía entre la opresión negra y la situación de las estadounidenses blancas sea igual de
válida que comparar el cuello de un hombre en la soga con las manos quemadas por la fricción de
la cuerda de un escalador primerizo.

En sus escritos, las antifeministas negras revelaban su odio y envidia de


las mujeres blancas. Invertían sus energías en atacar a las feministas
blancas, pero no ofrecían ninguna prueba convincente que sustentara su
reivindicación de que las mujeres negras no necesitaban la liberación de la
mujer. La socióloga negra Joyce Ladner expresó su opinión sobre la
emancipación de las mujeres en su estudio sobre la mujer negra Tomorrow’s
Tomorrow:

Muchas mujeres negras que tradicionalmente han aceptado los modelos blancos de feminidad los
rechazan ahora por las mismas razones generales por las que deberíamos rechazar el estilo de vida
de la clase media blanca. En esta sociedad, las mujeres negras son el único grupo étnico o radical
que ha tenido la oportunidad de ser mujer. Y con ello quiero decir, ni más ni menos, que gran parte
de las limitaciones y la actitud protectora de la sociedad de la que los grupos feministas proponen
liberarse nunca han sido aplicables a las mujeres negras y, en ese sentido, siempre hemos sido
«libres» y capaces de desarrollarnos como personas, incluso bajo las condiciones más adversas.
Esta libertad, así como las tremendas privaciones que sufrieron las mujeres negras les permitieron
desarrollar una personalidad caracterizada por su resistencia obstinada y su capacidad de
supervivencia que rara vez se plasma en las publicaciones especializadas. Su peculiar carácter
humanista y su valentía sin aspavientos tampoco se consideran el epítome de lo que debería ser el
modelo de feminidad en Estados Unidos.

La afirmación de Ladner según la cual las mujeres negras eran «libres»


se convirtió en una de las explicaciones aceptadas para la negación de las
mujeres negras a participar en el movimiento de liberación de la mujer. No
obstante, tal afirmación solo revela que las mujeres negras que más se
apresuraron en desmerecer la emancipación de la mujer no habían meditado
seriamente acerca de la lucha feminista. Porque, aunque las mujeres blancas
pudieran contemplar el feminismo como una manera de desembarazarse de
las limitaciones que les imponían conceptos idealizados de la feminidad, las
mujeres negras podrían haberlo entendido como un modo de liberarse de las
limitaciones que el sexismo claramente imponía en su comportamiento.
Solo una persona muy ingenua y muy poco ilustrada podría afirmar con
seguridad que las mujeres negras son un grupo femenino liberado en
Estados Unidos. Las mujeres negras que se congratulaban de estar «ya
liberadas» en realidad estaban reconociendo su aceptación del sexismo y su
satisfacción con el patriarcado.
El foco concentrado en el pensamiento antifeminista negro era tan
omnipresente que las mujeres negras que sí apoyaban el feminismo y
participaron en el esfuerzo por instaurar un movimiento feminista
recibieron escasa atención, si es que recibieron alguna. Por cada artículo
escrito y publicado por una antifeminista negra existía una mujer negra con
una postura profeminista. Ensayos como el de Cellestine Ware «Black
Feminism» («Feminismo negro»), «Women Must Rebel» («Las mujeres
tienen que rebelarse») de Shirley Chisholm, «An Argument for Black
Women’s Liberation as a Revolutionary Force» («En defensa de la
liberación de las mujeres negras como fuerza revolucionaria») de Mary Ann
Weather y «The Liberation of Black Women» («La liberación de la mujer
negra») de Pauli Murray expresaban el apoyo de las mujeres negras al
feminismo.
Como colectivo, las mujeres negras no se oponían a la igualdad social
entre los sexos, pero tampoco estaban dispuestas a aunar fuerzas con las
mujeres blancas para organizar un movimiento feminista. La encuesta
Virginia Slims de mujeres estadounidenses de 1972 demostró que más
mujeres negras que blancas apoyaban los cambios en el estatus de la mujer
en la sociedad. Sin embargo, su apoyo de la agenda feminista no las
condujo, en tanto que colectivo, a tomar parte activa en el movimiento de
liberación de la mujer. Suelen darse dos explicaciones a esta falta de
participación. La primera es que el movimiento negro de la década de 1960
alentó a las mujeres negras a adoptar un papel sumiso y les hizo rechazar el
feminismo. La segunda es que a las mujeres negras, en palabras de una
feminista blanca, «les repelía la composición racial y de clase del
movimiento feminista». Tomadas al pie de la letra, estas razones se antojan
válidas. Examinadas en un contexto histórico en el que las mujeres negras
habían hecho campaña en apoyo a los derechos femeninos pese a las
presiones de los hombres negros para que asumieran una postura
subordinada y pese al hecho de que las mujeres blancas de clase media y
alta han dominado todos los movimientos femeninos de Estados Unidos, se
antojan inadecuadas. Si bien justifican la postura antifeminista de las
mujeres negras, no explican por qué las que sí apoyan la ideología feminista
se niegan a participar plenamente en el movimiento femenino
contemporáneo.
En un origen, las feministas negras nos aproximamos al movimiento que
habían organizado las mujeres blancas dispuestas a sumarse a la lucha por
poner fin a la opresión sexista. Pero nos decepcionó y nos desilusionó
descubrir que las mujeres blancas del movimiento apenas conocían ni
sentían interés por los problemas de las mujeres de clase baja o pobres ni
por los problemas particulares de las mujeres de color de todas las clases.
Quienes participábamos activamente en grupos de mujeres averiguamos
que las feministas blancas lamentaban la ausencia de grandes números de
participantes de otras razas pero no estaban dispuestas a cambiar el
programa del movimiento para abordar mejor las necesidades de las
mujeres de todas las clases y razas. Algunas mujeres blancas incluso
alegaron que los grupos no representados por una mayoría numérica no
podían esperar que se prestara atención a sus reivindicaciones. Tal posición
reforzaba la sospecha de las participantes negras de que las activistas
blancas pretendían que el movimiento se concentrara no en los asuntos de
las mujeres como colectivo, sino de la reducida minoría que lo había
organizado.
Las feministas negras descubrieron que, para la mayoría de las mujeres
blancas, la sororidad no implicaba desprenderse de las lealtades a la raza, la
clase y las preferencias sexuales con el fin de establecer vínculos en base a
la creencia política compartida de que se precisaba una revolución feminista
para que todas las personas, y en especial las mujeres, pudieran reclamar ser
ciudadanas de pleno derecho en el mundo. Desde nuestra posición
periférica en el movimiento, comprendimos que el radicalismo potencial de
la ideología feminista estaba quedando minado por mujeres a quienes, pese
a defender de boquilla los fines revolucionarios, principalmente les
preocupaba acceder a la estructura de poder del patriarcado capitalista.
Aunque las feministas blancas denunciaban al hombre blanco, a quien
calificaban de imperialista, capitalista, machista y cerdo racista,
convirtieron la liberación de la mujer en sinónimo de obtener el derecho a
participar plenamente en el mismo sistema que consideraban opresor. Su ira
no era solo una respuesta a la opresión sexista. Era una expresión de los
celos y la envidia que sentían de los hombres blancos que ocupaban puestos
de poder en el sistema mientras que a ellas se les denegaba el acceso a esos
mismos puestos.
Algunas feministas negras nos desesperamos al contemplar cómo
mujeres blancas, racistas y elitistas se apropiaban de la ideología feminista.
No fuimos capaces de usurpar posiciones de liderazgo en el seno del
movimiento para poder difundir un verdadero mensaje revolucionario
feminista. Ni siquiera logramos hacernos oír en los grupos de mujeres,
porque estaban organizados y controlados por mujeres blancas. Junto con
algunas mujeres blancas concienciadas políticamente, las feministas negras
empezamos a pensar que no existía una verdadera lucha feminista
organizada. Abandonamos los grupos, hastiadas de escuchar hablar acerca
de la mujer como una fuerza capaz de cambiar el mundo cuando nosotras
no habíamos sido capaces de cambiar personalmente. Algunas mujeres
negras instituyeron grupos de «feministas negras» prácticamente idénticos a
los grupos que habían dejado. Otras lucharon solas. Algunas de nosotras
continuamos asistiendo a organizaciones, clases de estudios de género o
conferencias, si bien no participábamos plenamente en ellas.
Hace ya diez años que soy una feminista activa. He trabajado por destruir
la psicología de la dominación que permea la cultura occidental y da forma
a los roles de género masculinos y femeninos y he abogado por reconstruir
la sociedad estadounidense no en base a valores materiales, sino humanos.
He asistido como alumna a clases de estudios de género, he participado en
seminarios feministas, en organizaciones y en diversos grupos de mujeres.
En un principio creía que a las mujeres que participaban activamente en
actividades feministas les preocupaba la opresión sexista y su impacto en
las mujeres en tanto que colectivo. Pero me decepcionó ver cómo diversos
grupos de mujeres se apropiaban del feminismo para sus propios fines
oportunistas. Ya fueran profesoras universitarias que denunciaban la
opresión sexista (en lugar de la discriminación sexista) para llamar la
atención sobre sus esfuerzos de medrar profesionalmente, mujeres que
usaban el feminismo para enmascarar sus propias actitudes machistas o
escritoras que exploraban superficialmente temas feministas para progresar
en sus carreras profesionales, me resultó evidente que acabar con la
opresión sexista no era su principal preocupación. Por más que su
llamamiento a filas fuera acabar con la opresión sexista, mostraban poco
interés en la situación del colectivo de mujeres de nuestra sociedad. Lo que
les interesaba, principalmente, era convertir el feminismo en un foro para
expresar sus necesidades y anhelos egocéntricos. En ningún caso se
plantearon la posibilidad de que sus preocupaciones pudieran no coincidir
con las de las mujeres oprimidas.
Aun así, pese a ser testigo de la hipocresía de las feministas, me aferré a
la esperanza de que una mayor participación de mujeres de distintas razas y
clases en actividades feministas conduciría a una reevaluación del
feminismo, una reconstrucción radical de la ideología feminista y el
lanzamiento de un nuevo movimiento que abordara de manera más
adecuada las inquietudes tanto de las mujeres como de los hombres. No me
apetecía considerar a las feministas blancas mis «enemigas». Pero, mientras
fui saltando de grupo en grupo de mujeres intentando plantear otra
perspectiva, lo único que encontré fue hostilidad y resentimiento. Las
feministas blancas consideraban el feminismo «su» movimiento y no
aceptaban que mujeres de otras razas les hicieran críticas, pusieran en
entredicho su avance o propusieran un cambio de rumbo.
Durante esta época, me desconcertó comprobar que la ideología del
feminismo, a pesar de hacer hincapié en transformar y cambiar la estructura
social de los Estados Unidos, no tenía demasiados puntos de contacto con la
realidad del feminismo estadounidense, sobre todo porque las propias
feministas, en su intento por sacar el feminismo del ámbito de la retórica
radical y adentrarlo en el de la vida en Norteamérica, dejaron claro que
seguían estando presas de las mismísimas estructuras que aspiraban a
cambiar. En consecuencia, la sororidad de la que hablábamos no se ha
hecho realidad y el movimiento feminista que aspirábamos a que tuviera un
efecto transformador en la cultura estadounidense no ha fraguado. En lugar
de ello, el patrón jerárquico de las relaciones de sexo y raza establecido por
el patriarcado capitalista blanco se ha limitado a adoptar una forma distinta
bajo el feminismo. Las feministas no facilitaron un análisis global del
estatus de la mujer en la sociedad que tuviera en cuenta los diversos
aspectos de nuestra experiencia. Movidas por sus ansias de promover la
idea de la sororidad, desatendieron la complejidad de la experiencia
femenina. Y al tiempo que reivindicaban liberar a las mujeres del
determinismo biológico, les negaban una existencia más allá de la
determinada por nuestra sexualidad. A las feministas blancas de clase media
y alta no les convenía entrar a debatir los aspectos de raza y clase, porque
no iba en favor de sus intereses. De ahí que gran parte de la literatura
feminista, a pesar de proporcionar información útil acerca de las
experiencias de mujeres, presente un contenido racista y sexista. Y no lo
digo para condenarla ni desmerecerla. Cada vez que leo un libro feminista
racista y sexista siento una profunda tristeza y angustia existencial, porque
saber que en el mismo movimiento que afirma liberar a las mujeres
prosperan incontables asechanzas que nos atan cada vez más fuerte a las
viejas estrategias opresivas representa ser testigo del fracaso de otro
movimiento potencialmente radical y transformador de nuestra sociedad.
Por más que el movimiento feminista contemporáneo estuviera
inicialmente motivado por un deseo sincero de las mujeres de erradicar la
opresión sexista, se enmarca en el contexto de un sistema cultural de mayor
alcance y más poderoso que insta a las mujeres y los hombres a anteponer
la realización de sus propias aspiraciones individuales al deseo de un
cambio colectivo. Y, en este contexto, no sorprende que el feminismo haya
quedado socavado por el narcisismo, la codicia y el oportunismo individual
de sus máximas exponentes. Una ideología feminista que emplea una
retórica radical para hablar de la resistencia y la revolución al tiempo que
aspira a establecerse en el seno del sistema patriarcal capitalista es
esencialmente corrupta. Y aunque el movimiento feminista contemporáneo
haya logrado concienciar acerca del impacto que la discriminación sexista
tiene en el estatus social de las mujeres estadounidenses, poco ha hecho por
eliminar la opresión sexista. Enseñar a las mujeres a defenderse de
violadores no es lo mismo que trabajar por cambiar la sociedad para que los
hombres no violen. Fundar hogares de acogida para mujeres maltratadas no
cambia las psiques de los hombres que las maltratan, ni cambia la cultura
que fomenta y consiente su brutalidad. Atacar la heterosexualidad no ayuda
a reforzar el concepto de sí mismas que tienen montones de mujeres que
desean relacionarse con hombres. Denunciar las tareas domésticas como un
trabajo de baja estofa no restaura el orgullo y la dignidad por su trabajo que
la devaluación patriarcal ha arrebatado a las empleadas domésticas. Exigir
el fin del sexismo institucionalizado no garantiza el fin de la opresión
sexista.
La retórica del feminismo, con su énfasis en la resistencia, la rebelión y
la revolución, creó una ilusión de militancia y radicalidad que ocultó el
hecho de que el feminismo no representaba en absoluto un desafío o una
amenaza para el patriarcado capitalista. Perpetuar la idea de que todos los
hombres son seres privilegiados con acceso a una realización y una
liberación personales que se deniegan a las mujeres, tal como hacen las
feministas, es dar credibilidad a la mística sexista del poder masculino que
proclama que todo lo masculino es inherentemente superior a lo femenino.
Un feminismo tan arraigado en la envidia, el temor y la idealización del
poder masculino no puede hacer aflorar el efecto deshumanizador que el
sexismo tiene tanto sobre los hombres como sobre las mujeres en la
sociedad estadounidense. En la actualidad, el feminismo no ofrece a las
mujeres la emancipación, sino el derecho a ejercer de sustitutas de los
hombres. No ha proporcionado un proyecto de cambio que pueda conducir
a la eliminación de la opresión sexista o a una transformación de nuestra
sociedad. El movimiento feminista se ha convertido en una suerte de gueto
o campo de concentración para mujeres que pretenden conseguir el tipo de
poder que creen que tienen los hombres. Les proporciona un foro para
expresar sus sentimientos de ira, celos, rabia y decepción con los hombres.
Y crea un ambiente donde mujeres que tienen poco en común e incluso
pueden causarse indiferencia pueden establecer vínculos en base a sus
sentimientos negativos compartidos hacia los hombres. Y por último, brinda
a mujeres de todas las razas que aspiran a asumir los puestos imperialistas,
sexistas y racistas de destrucción que ocupan los hombres una plataforma
que les permite fingir que la consecución de sus aspiraciones personales y
sus ansias de poder pretenden el bien común para todas las mujeres.
En este momento, las mujeres estadounidenses contemplamos la
defunción de otro movimiento más que defendía los derechos femeninos. El
futuro de la lucha feminista colectiva es aciago. Las mujeres que se
adueñaron del feminismo para avanzar en sus propias causas oportunistas
han alcanzado las metas que se habían fijado y el feminismo ha dejado de
interesarles como ideología política. Muchas mujeres que siguen activas en
organizaciones y grupos de defensa de los derechos de la mujer se niegan
obstinadamente a criticar el análisis distorsionado de la situación de la
mujer en la sociedad popularizado por el feminismo. Dado que estas
mujeres no están oprimidas, pueden respaldar un movimiento feminista
reformista, racista y clasista, porque no aprecian una necesidad apremiante
de cambio radical. Aunque en Estados Unidos las mujeres han conseguido
obtener una mayor igualdad social con los hombres, el sistema patriarcal
capitalista permanece incólume. Sigue siendo imperialista, racista, sexista y
opresor.
El reciente movimiento feminista no abordó como debía el tema de la
opresión sexista, pero tal incapacidad no cambia el hecho de que existe y
nos victimiza en grados diversos ni nos exime a ninguna de nosotras de
asumir la responsabilidad por el cambio. Muchas mujeres negras son
víctimas de la opresión sexista a diario. Con excesiva frecuencia,
soportamos nuestro dolor en silencio mientras aguardamos pacientemente a
que se produzca un cambio. Pero ni la aceptación pasiva ni la resistencia
estoica conducen al cambio. El cambio solo acontece acompañado de
acción, movimiento y revolución. La mujer negra decimonónica era una
mujer de acción. Su padecimiento, la crudeza de su situación en un mundo
racista y sexista y su preocupación por la difícil situación de otras personas
la motivaron a sumarse a la lucha feminista. No permitió que el racismo de
las blancas que defendían los derechos de la mujer ni el machismo de los
hombres negros la desalentaran de comprometerse políticamente. Tampoco
dependía de ningún grupo que le proporcionara un proyecto de cambio. Era
ella quien hacía esos proyectos. En un discurso pronunciado ante un público
femenino en 1892, Anna Cooper expuso con orgullo la concepción del
feminismo de la mujer negra:

Permitamos que la reivindicación de la mujer sea tan amplia en lo concreto como en lo abstracto.
Nosotras nos posicionamos en solidaridad con la humanidad, con la unicidad de la vida y la
injusticia y artificialidad de todo favoritismo especial, ya sea por cuestión de sexo, raza, país de
origen o condición. Si un eslabón se rompe, la cadena se rompe. Un puente no es más fuerte que
su pieza más débil y una causa no merece más la pena que el menor de los elementos que abarca.
Pero lo último que puede hacer la causa femenina es permitirse condenar a los débiles. Por eso,
como luchadoras por el triunfo universal de la justicia y los derechos humanos, debemos regresar
a nuestras casas de este congreso exigiendo entrar no a través de una puerta exclusiva para
nosotras, para nuestra raza, nuestro sexo o nuestra religión, sino por una magnífica autopista para
el conjunto de la humanidad. La mujer de color cree que la causa femenina es única y universal y
que hasta que la imagen de Dios, ya sea de porcelana o de ébano, no sea sagrada e inviolable,
hasta que la raza, el color, el sexo y la condición no se contemplen como la sustancia de la vida,
sino como mero azar, hasta que el derecho universal de la humanidad a la vida, la libertad y la
consecución de la libertad no se conceda de manera inalienable a todas las personas, la causa de la
mujer no estará ganada, pero no la causa de la mujer blanca, ni la de la negra o la roja, sino la
causa de todo hombre y de toda mujer que se ha retorcido en silencio bajo un mal imponente. Los
padecimientos de la mujer están indisolublemente unidos a toda desgracia indefensa y la
adquisición de sus «derechos» comportará la victoria final del derecho sobre la fuerza, de la
supremacía de las fuerzas morales de la razón y de la justicia y el amor en el gobierno de las
naciones de la Tierra.

Cooper hablaba en su propio nombre y en el de miles de mujeres negras


que habían nacido esclavas y que, por el hecho de haber sido víctimas de
situaciones atroces, sentían compasión y preocupación por todos los
pueblos oprimidos. Si las defensoras de los derechos femeninos hubieran
compartido esos sentimientos, el movimiento feminista en Estados Unidos
habría sido verdaderamente radical y transformador.
El feminismo es una ideología en proceso de elaboración. De acuerdo
con la definición que da el diccionario Oxford English, el término
«feminismo» se utilizó por primera vez en la segunda mitad del siglo XIX,
definido como «propio de las cualidades femeninas». El significado del
término ha ido evolucionando y la definición que da hoy el diccionario de
«feminismo» es: «teoría de la igualdad política, económica y social de los
sexos». Muchas mujeres consideran inadecuada esta definición. En la
introducción a The Remembered Gate: Origins of American Feminism,
Barbara Berg define el feminismo como «un movimiento amplio que abarca
múltiples fases de la emancipación de la mujer». Y añade:

Es la libertad [de la mujer] para decidir su propio destino; la libertad de los roles determinados por
el sexo; la libertad de las restricciones opresivas de la sociedad; la libertad para expresar sus
pensamientos plenamente y transformarlos libremente en acciones. El feminismo exige la
aceptación del derecho de la mujer a una conciencia y un juicio individuales. Postula que el valor
esencial de la mujer estriba en su humanidad común y no depende de otras relaciones de su vida.

Su definición ampliada de «feminismo» es útil, pero limitada. Muchas


mujeres han constatado que ni la lucha por la «igualdad social» ni el foco
en una «ideología de la mujer como ser autónomo» bastan para
desembarazarse de una sociedad de sexismo y dominación masculina. Para
mí, el feminismo no es más que una lucha por acabar con el chauvinismo
masculino o un movimiento para garantizar que las mujeres tengan los
mismos derechos que los hombres, es un compromiso con erradicar la
ideología de la dominación que permea la cultura occidental en varios
niveles (sexo, raza y clase, por nombrar solo unos cuantos) y un
compromiso con reorganizar la sociedad estadounidense para que la
realización personal se anteponga al imperialismo, a la expansión
económica y a los deseos materiales. Las autoras de un panfleto feminista
publicado de manera anónima en 1976 instaban a las mujeres a desarrollar
una conciencia política:

En todas estas luchas debemos ser asertivas y desafiantes, combatir la tendencia asentada en los
estadounidenses a ser liberales, es decir: a eludir la lucha por cuestiones de principios por temor a
crear tensiones o ser impopulares. En lugar de ello, debemos vivir aplicando el principio dialéctico
fundamental: que el progreso solo emana de la lucha por resolver las contradicciones.

Es una contradicción que las mujeres blancas hayan estructurado un


movimiento de liberación de la mujer que no solo es racista, sino que
además excluye a muchas mujeres de otras razas. No obstante, la existencia
de esa contradicción no debería espolear a ninguna mujer a desatender las
cuestiones feministas. Muchas mujeres negras me piden que les explique
por qué me califico de feminista y, mediante el uso de ese término, me alío
con un movimiento racista. Y yo les respondo: «Lo que debemos
preguntarnos, una y otra vez, es cómo puede ser que mujeres racistas se
califiquen de feministas». Es evidente que muchas mujeres se han
apropiado del feminismo para sus propios fines, sobre todo las mujeres
blancas que se han situado a la vanguardia del movimiento, pero, en lugar
de resignarme a aceptar tal apropiación, yo opto por reapropiarme del
término «feminismo» para subrayar que ser «feminista», en la verdadera
acepción de la palabra, es desear la liberación de los roles de género
sexistas, la dominación y la opresión para todas las personas, hombres y
mujeres.
En la actualidad, multitud de mujeres negras en Estados Unidos se
niegan a reconocer que tienen mucho que ganar con la lucha feminista.
Temen el feminismo. Llevan tanto tiempo afincadas en su sitio que tienen
miedo de moverse. Temen el cambio. Temen perder lo poco que tienen.
Temen confrontar abiertamente a las feministas blancas con su racismo o a
los hombres negros con su machismo, por no mencionar ya confrontar al
hombre blanco con su racismo y su machismo. Sentada en muchas cocinas
he escuchado a mujeres negras manifestar su creencia en el feminismo y
criticar con elocuencia el movimiento feminista al argumentar su renuncia a
participar en él. Y también he sido testigo de su renuencia a expresar esas
mismas opiniones en público. Sé que su miedo existe porque han visto
como nos pisoteaban, violaban, maltrataban, masacraban, ridiculizaban y
humillaban. Solo unas pocas mujeres negras han reavivado el espíritu de la
lucha feminista que atizó las mentes y corazones de nuestras hermanas del
siglo XIX. Nosotras, las mujeres negras que defendemos la ideología
feminista, somos pioneras. Estamos allanando el camino para nosotras y
para nuestras hermanas. Esperamos que cuando nos vean alcanzar nuestro
objetivo, ya no convertidas en víctimas, sino reconocidas y sin miedo, se
llenen de coraje y sigan nuestros pasos.
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Imagen de cubierta
Lorna Simpson se licenció en Fotografía por la Escuela de Artes
Visuales de Nueva York y realizó un máster en Bellas Artes en la
Universidad de California, San Diego. Al concluir el programa de
posgrado en San Diego, en 1985, Lorna Simpson era ya
considerada una pionera de la fotografía conceptual. Espoleada por
una honda necesidad de reexaminar y redefinir la práctica
fotográfica para dotarla de relevancia en el mundo contemporáneo,
Simpson aplicó el vocabulario conceptual del momento para crear
documentos de una artesanía exquisita tan limpios y sobrios como
los sistemas cíclicos y cerrados de significado que producen. Sus
obras iniciales ayudaron a propiciar un cambio importante en la
concepción de la fugacidad y la maleabilidad del arte de la
fotografía.

Traducción
Gemma Deza, licenciada en Traducción por la Universidad Pompeu
Fabra (1996), es traductora de novelas, ensayo y libros divulgativos,
en su mayoría sobre arte y arquitectura. Entre sus obras traducidas
figuran: La dominación y lo cotidiano, de Martha Rosler (consonni);
La mentalidad soviética: la cultura rusa bajo el comunismo, de Isaiah
Berlin (Galaxia Gutenberg); Escritos de mujeres desde el sitio de
Leningrado (junto a Joaquín Fernández-Valdés, La Uña Rota);
Carreteras azules, de William Least Heat-Moon (Capitán Swing); la
trilogía de Conn Iggulden La guerra de las Dos Rosas (junto a
Miguel Alpuente, Duomo), o Cómo mueren las democracias, de S.
Levitsky y D. Ziblatt (Ariel).
La colección El origen del mundo rastrea otras formas de
pensar, sentir y representar la vida. Resignificamos el título
del conocido cuadro de Courbet desde una mirada
feminista e irónica, para ahondar en la relación entre
ciencia, economía, cultura y territorio. Literatura que
especula, ficciona y disecciona realidades. Sumergidas en
la turbulencia, amplificamos ideas contagiosas y activamos
teorías del comienzo.

Grupo asesor
Esta colección se gestó inesperadamente en una comida
de cumpleaños de una amiga, a partir de la insistencia por
traducir y publicar otras voces. Fieles a este espíritu
original, conformamos un grupo asesor en contenidos. No
un reducido comité de expertos, sino una muestra de la
comunidad amplia y diversa a la que apelamos.
Conformamos así una sociedad no secreta con la que
compartir conocimientos, a la que escuchamos propuestas.
Algunas se publican en esta colección o saltan a otra,
algunas se quedan en la recámara, otras no serán.
Queremos visibilizar este apoyo y asesoramiento generoso
y muchas veces informal, que muchas de vosotras nos vais
proporcionando. Entre otras inspiraciones, en 2019 este
grupo flexible que nos ha propuesto contenidos ha estado
principalmente compuesto por:
Ixiar Rozas, Maielis González, Leire Milikua, Helen Torres,
María Ptqk, Blanca de la Torre, Teresa López-Pellisa, Elisa
McCausland, Rosa Casado, Orit Kruglanski, Pikara
Magazine, Arantxa Mendiharat, Arrate Hidalgo, Maria
Navarro, Remedios Vincent, Daniel García Andújar,
Verónica Gerber Bicceci, Iván de la Nuez, Alicia Kopf,
Maria Colera, Cabello / Carceller, Constantino Bértolo,
Cristina Ramos González, Rosa Llop, Claudio Iglesias…
Mila esker.

www.consonni.org
Producimos y editamos cultura crítica
El origen del mundo

¿Acaso no soy yo una mujer? de bell hooks se terminó de


imprimir el 6 de septiembre de 2020 en Gráficas Iratxe,
Orkoien, Navarra, en el aniversario del nacimiento de la
escritora, librepensadora feminista y abolicionista escocesa
Fanny Wright (1795); de la abolicionista y activista por los
derechos de la mujer Sojourner Truth (1797) nacida bajo la
esclavitud y sin día de nacimiento registrado, famosa por
su discurso “Ain’t I a Woman?”; de la trabajadora social,
feminista, pacifista y reformadora estadounidense Janne
Addams (1860); del cornetista de hot, Charles “Buddy”
Bolden (1877) considerado como uno de los padres y
fundadores del jazz; de la escritora Carmen Laforet (1921)
nacida en Barcelona y autora de la novela Nada y de la
zoóloga, activista y escritora Donna Haraway (1945) con la
que iniciamos esta colección; entre otras muchas
activadoras de comienzos.

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