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La casa encantada es el título de un apasionante relato en el que las fuerzas ocultas del

mal están en constante pugna con el poder de la lógica y la razón, quienes, después de un
cruento combate, hacen surgir la luz de la verdad por medio de su más fiel representante,
el genial detective Harry Dickson.
Jean Ray

La casa encantada
Harry Dickson - 53

ePub r1.0
xico_weno 25.11.17
Título original: La maison hantée de Fulham road
Jean Ray, 1973
Traducción: Mariano Antolín
Ilustraciones: Randi Ziener & Enrique Banet

Editor digital: xico_weno


ePub base r1.2
I - SE DESCUBRE LA CASA ENCANTADA DE FULHAM
ROAD
Aquella noche de mayo era clara y suave.
Cuatro caballeros doblaban la esquina de Elm Park; andaban con lentitud, para hacer durar el
placer de estar juntos, de charlar, de respirar el aire puro de la noche, lleno de olor a hierba joven.
—Subamos por Fulham hasta Walton Street, y allí cogeremos el metro —dijo uno de ellos—; aún
no me decido a cambiar la calma de esta noche tan deliciosa por una de esas malolientes cajas
rodantes.
—De acuerdo, Hardy —respondió de buen humor uno de sus compañeros—; por una vez que el
fog no cubre Londres en general, y Fulham en particular, hay que aprovecharlo.
La larga calle estaba oscura y casi solitaria; de tarde en tarde, un farol de tres llamas expandía
tímidamente su luz. Las tabernas iban cerrando a falta de clientes nocturnos; el viento que llegaba del
Támesis estaba cargado de agrios olores marinos; se oían las quejumbrosas sirenas de los barcos de
Chelsea Reach.
—Qué noche tan agradable —murmuró Hardy—, ¿no le parece, Listerham?
Listerham, que luchaba con un cigarro cuyo papel se despegaba, gruñó:
—¿Y a usted, Goodfield? —preguntó Hardy, que sentía la necesidad de participar su entusiasmo
poético.
—Yo —dijo el superintendente de Scotland Yard— estoy de servicio en este barrio, y no puedo
hablar en mi informe de estrellas ni de la brisa de la noche. Hable de ello con Harry Dickson, que
está aquí presente.
El célebre detective respondió vagamente.
—¿Con qué sueñan las jovencitas y… los detectives? —se burló amigablemente Hardy
amenazando al detective con el dedo.
—Pues con nada sombrío ni sangriento —respondió Harry Dickson con el mismo tono—;
observaba las casas dormidas y me decía que, igual que los hombres, tienen distinta fisonomía unas
de otras. Observe ese bar cuyo nombre no puedo leer a causa de la oscuridad. Hay una luz encendida
todavía; no hay clientes retrasados, pues si así fuera habría más luz en la sala, pero sin embargo están
esperando a un consumidor. Símbolo luminoso de esperanza mercantil. Ahora mire esa casa,
completamente nueva, más pequeña que sus vecinas. Pintura reciente, cortinas nuevas. Y ese cubo de
basura galvanizado que el diligente Ayuntamiento vaciará al amanecer. Bajo ese techo hay un joven
matrimonio soñando con un maravilloso futuro.
—¡Poeta! —reprochó suavemente Hardy.
—Y ¿qué le dice esa casa de allí enfrente? —preguntó de pronto Goodfield.
Señaló, al otro lado de la calzada, una casa alta y negra, de fachada leprosa, rezumando tristeza y
abandono.
—¡Bah! —respondió Harry Dickson—, el refugio de un misántropo, de un avaro o de la nada.
—Muy bien, señor Dickson —repuso Goodfield sonriendo—. Tres cosas… y ha acertado las tres
veces.
—Pero —dijo el detective un tanto extrañado— un misántropo y un avaro pueden ser la misma
persona, pero no pueden fundirse con la nada, ¡con la nada!
—Sin embargo, así es —replicó Goodfield—. Ese edificio pertenece al viejo Lobster, que es
tanto un misántropo como un avaro, pero que no vive en él.
—En ese caso la tendrá alquilada —dijo Listerham.
—¡Ah!, lo haría si pudiera, pero nadie quiere vivir aquí.
—En estos tiempos en que hay tanta crisis de viviendas es bastante extraño encontrar en Fulham
Road una casa inocupada —opinó Hardy.
—¡Hum!, esa palabra no es completamente exacta. Inocupada… no exactamente —dijo
pensativamente Goodfield.
—Vaya, salió el hombre de Scotland Yard —dijo Listerham—, enigmas y misterios. ¿Desde
cuándo se escriben novelas en los despachos de la Policía de Londres?
—No se escriben —gruñó Goodfield—, pero se podrían escribir y quizá mejor que en la
redacción del Evening Dispatch.
Goodfield aludía a la profesión de Listerham, redactor del mencionado diario.
—¿Hay en este asunto tema para un artículo sensacionalista? —preguntó el periodista.
—¿Un artículo? Pero… si puede escribir seis gruesos tomos si la suerte le sonríe. Esa casa está
encantada, eso es todo.
—Vamos, Goodfield —dijo Dickson—, cuéntenos esa historia que se muere por relatarnos, a
pesar de lo tarde que es.
Un ruido lejano les hizo callar por un momento.
—Vaya, el último tranvía —declaró cómicamente Hardy—; tendremos que coger un taxi; pero si
la historia de Goodfield es buena no me pesará el precio de la carrera ni de la propina.
—No hay ninguna historia —dijo el superintendente—, y el propietario, que aún confía en
alquilar la casa, si no en venderla, no quiere publicidad sobre el asunto. Por lo tanto, no debemos
ocuparnos de ellos. Los vecinos dicen que está encantada, pero que eso no les molesta. El fantasma
no traspasa los altos muros del patio.
—Y ¿de qué naturaleza es esa criatura del más allá, Goodfield? —preguntó Hardy—. Las
historias de aparecidos siempre me han entusiasmado.
—Pues me parece que esta historia le va a decepcionar, querido amigo —repuso el policía—; yo
no sé nada más, Lobster no sabe nada y los otros tampoco.
—Y ¿por qué ese vejete ha dejado abandonada esa casa siendo tan avaro cómo es?
—No me lo ha dicho, y Lobster no es muy hablador. Pero tiene miedo, eso es cierto. Todo lo que
yo sé, se lo repito, es que esa casa está encantada, y que nunca hemos investigado sobre ella, lo cual
me alegra.
Harry Dickson no había tomado casi parte en la conversación. Su mirada, en principio perdida a
lo lejos, pasó de la taberna vacía a la casa nueva, y por fin se detuvo en la casa encantada.
—Amigos míos —dijo de pronto—, caminemos más deprisa, no nos entretengamos aquí,
¿quieren?
—¡Ah! ¡El gran Dickson teme a los fantasmas! —rezongó Listerham.
—¡Quién sabe! —respondió el detective apretando el paso.
—¿Por qué tan rápido? —exclamó Hardy—, ¿acaso nos persigue el fantasma?
—¡Quién sabe! —respondió por segunda vez su célebre amigo.
Goodfield le miró de soslayo.
—Pero… señor Dickson… Si no me equivoco ha pronunciado esas palabras con la mayor
seriedad del mundo.
—¡En efecto, Goodfield!
—¿Toma usted esas historias en serio? —exclamó el valiente policía.
—Me temo que sí, Goodfield —replicó el detective en voz baja.
Listerham y Hardy se les acercaron.
—¡Oh! Dickson, ¡no nos oculte nada! ¡Es todo tan emocionante!
—No tengo nada que ocultarles, ya que no sé nada; sé menos de esa casa que Goodfield, a decir
verdad. Lo cual no impide que quiera alejarme de este lugar… de momento.
—De momento… —repitió lentamente el superintendente—; de modo, que piensa usted volver,
señor Dickson.
—¡Sí! —cortó bruscamente el detective.
—Pero ¿por qué? Ya le he dicho que esta casa no nos ha preocupado nunca y que nunca hemos
recibido una queja sobre ella. No se ve a nadie, y no se comunica con las casas vecinas. He tenido la
suficiente curiosidad como para buscar y consultar los planos de la misma. ¡Bah! Una casa bastante
grande, burguesa y no demasiado antigua, pero sin rastro de misterio —declaró Goodfield de un
tirón.
—Eso es demasiado bello para ser cierto —dijo Dickson riendo—. No obstante, y a pesar de
todo eso que me dice, Goodfield, me gustaría conocer más minuciosamente la casa encantada. De
momento, las cosas están tranquilas y puedo ofrecerme unas vacaciones. En vez de pasarlas en
Engadine, o en Alta Savoya, o en las Highlands, las consagraré por entero a esta casa.
—Encantadoras vacaciones —silbó Hardy.
—Dante bajó a los infiernos y trajo de allí un libro inmortal —respondió Harry Dickson de buen
humor—. ¡Sabe Dios qué historia traeré de esa casa para incluir en mis memorias!
—¿Qué es lo que le hace pensar que va a encontrar algo interesante en esa casa? —preguntó
Goodfield a su vez.
—Su observación es justa e inteligente, querido superintendente —respondió el detective—. Lo
que me interesa prodigiosamente de esa casa vacía, deshabitada, es el porqué nos observaban hace
unos momentos.
—¿Cómo? ¿Nos observaban? —exclamó el policía—. ¡Yo no he visto nada!
—¡Ni yo! ¡Ni yo! —dijeron Listerham y Hardy a coro.
—Los tres están excusados, ya que el observador era un ser discreto por excelencia; sólo que
tenía unos ojos demasiado brillantes.
Goodfield se echó a reír a carcajadas.
—¡Un gato! ¡Seguro que se trataba de un gato, señor Dickson!
El detective inclinó gravemente la cabeza.
—Le daría la razón de buena gana, Goodfield, pues eran efectivamente eso, ojos de gato:
grandes, verdes, con la pupila dilatada. Por eso, si los hubiera visto brillar a cuarenta centímetros
por encima del reborde de la ventana, hubiera pensado que algún gato se había introducido
clandestinamente en la casa vacía. Pero los ojos brillaban más arriba, a la altura de un hombre, y la
expresión no era la de un animal.
—Entonces, ¿cómo era? —preguntó ávidamente Listerham.
—Inteligente, atenta, humana, pero muy cruel —respondió Harry Dickson bajando la voz.
El gran detective no iniciaba nunca una aventura a la ligera, eso no lo ignoraban sus
acompañantes.
—Así es como viejos cuentos a veces nos descubren apariciones sobrenaturales —dijo el
periodista.
Harry Dickson no respondió. Tenía visiblemente prisa por llegar a la primera parada de taxis.
—¿Empezará usted sus investigaciones mañana mismo? —preguntó Goodfield.
—Nada de eso. Quizá haya despertado la desconfianza de la nada, de ese «vacío»: en resumen de
eso que no conozco y que ocupa la casa de Fulham Road. Me tomaré un tiempo. Pero les ruego que
me prometan por su honor que no le contarán nada a nadie, ni de nuestra conversación ni de mis
intenciones.
Aunque muy intrigados, Goodfield, Hardy y Listerham hicieron la promesa muy solemnemente.
Aparecieron dos taxis. Hardy les llamó.
Uno de ellos no se mostró demasiado dispuesto a coger viajeros.
—Tengo la gasolina justa para llegar al garage —murmuró.
El otro, por el contrario, estaba dispuesto a llevarles, aunque con suplemento de noche y una
buena propina.
—¡Bueno! Nos apretaremos un poco —dijo Listerham con tono conciliador abriendo la
portezuela y entrando el primero en el coche.
—A menos que vayan ustedes en mi misma dirección —intervino el primer taxista—; voy hacia
Oxford Street.
—¡Ésa es nuestra dirección, señor Dickson! —exclamó Goodfield.
—En ese caso suban —dijo el conductor un poco más amablemente.
Listerham y Hardy vivían en Camberwell. Decidieron por lo tanto tomar el segundo taxi.
Los cuatro amigos se separaron con unos cordiales apretones de manos.
Por desgracia, ése sería el último para dos de ellos. Cerca de Kennington Park, el taxi volcó y se
incendió. Los dos pasajeros murieron y sacaron sus cuerpos carbonizados de entre los restos del
automóvil.
Goodfield, al recibir la noticia, se ocupó él mismo de la investigación del caso.
El coche que se había incendiado pertenecía a un garagista de Cheapside, pero… que le había
sido robado la víspera, mientras estaba aparcado en Brompton Road y su conductor tomaba una copa
con un cliente en una taberna de esa calle.
El conductor-ladrón había desaparecido.
—Todo se explica —decidió Goodfield—. O el ladrón tenía la intención de sacar algo de dinero
conduciendo el taxi o pretendía llevarlo a algún lugar apartado con el fin de desguazarlo.
Cuando Harry Dickson tuvo conocimiento de la noticia no dijo nada, pero, una vez en su casa,
anotó algunas cosas en su agenda:
—Brompton Road está cerca del lugar de Fulham Road en el que estuvimos charlando más de
media hora.
»Eso es más de lo que necesita un hombre decidido a intentar el golpe del coche robado. De
buena nos salvamos Goodfield y yo.
¿Le tomaría la delantera la casa encantada?
Luego dejó que transcurrieran cuatro semanas.
***
Aproximadamente un mes más tarde de la trágica muerte del periodista y de su amigo Hardy, un
joven caballero se presentó en el despacho de los señores Pound & Wilson, notarios en Warwick
Street.
—Quiero alquilar una casa tranquila, no muy lejos de aquí —declaró—, pero no estoy dispuesto
a pagar grandes sumas, ya que vivo solo con mi criado, y viajo continuamente.
El señor Pound, que era quien le había recibido, se rascó la oreja.
—En estos tiempos de penuria no se puede ser demasiado exigente —dijo—. Tengo varias casas
para alquilar, pero no se puede decir que sean muy baratas.
—Veamos —dijo el joven.
—En Westbourne, una casa pequeña, con jardín… ¿La querrá amueblada, no?
—Sí, efectivamente.
—Entonces ésa no le interesa. Tengo otra que da a Eaton Park. Una situación magnífica.
Completamente amueblada. Sus dueños estarán en el extranjero por lo menos tres años.
—No está mal, y ¿el precio?
El notario dijo una cifra que el cliente recibió con un silbido de estupor.
—Lo siento mucho, señor Pound, pero no soy Rothschild.
El hombre de negocios no se dio por vencido y ofreció sucesivamente una casa en Victoria
Street, otra cerca de Green Park, y un apartamento en Knights Bridge.
Pero los precios no estaban dentro de las posibilidades del cliente, que hizo ademán de
marcharse.
—Espere —dijo el señor Pound alarmado—, me queda una en Fulham Road. Está completamente
amueblada, aunque no es demasiado moderna. El precio es verdaderamente razonable, pero hay
algo…
—Fue escenario de algún crimen —declaró el joven.
—¡Oh!, no, nada de eso… Quizá se ría usted de mí, pero soy un hombre honrado y no quiero que
mis clientes me digan luego que les he ocultado algo… Señor, ¿es usted supersticioso?
—Yo —exclamó el joven extrañado—, en absoluto, y mi criado Fielding tampoco.
—En ese caso, creo que podremos llegar a un acuerdo —dijo el notario visiblemente satisfecho,
por el giro que tomaba la entrevista—. Se dice… que está… encantada.
El joven se encogió de hombros.
—Pero… ¡en qué siglo vivimos! —Gruñó.
El señor Pound, cada vez más satisfecho, se frotó las manos.
—Eso es exactamente lo que yo me digo —afirmó con energía.
—¿El precio?
El hombre dijo una cifra que el cliente escuchó en silencio.
—Quizá la pueda bajar un poco —dudó el señor Pound.
—¿Cuánto?
El señor Pound dijo otra cifra.
El rostro del joven se iluminó.
—Esa cifra me va como un guante, señor Pound, pagaré un trimestre por adelantado, haga el
recibo a nombre del señor Sherwood.
De este modo el señor Sherwood alquiló para sí y para su criado, James Fielding, la casa
encantada de Fulham Road.
II - HARRY DICKSON SE VA A HACER UN CRUCERO
Edward Van Buren estaba cómodamente sentado en el más confortable de los butacones de Baker
Street.
Harry Dickson observó amigablemente al rudo marino flamenco, con el que ya compartió alguna
aventura.
—Estoy realmente contento de saber que La Flandre se encuentra en este momento atracado en
Lower Pool, señor Van Buren. Creo que va a partir para hacer un crucero hacia el círculo polar. El
sol de medianoche solicita la presencia de su espléndido yate. ¡Ah! ¡Qué bello viaje!
—¿Le gustaría venir, señor Dickson? —preguntó el marino ruborizado por el placer.
—No le digo que no, amigo mío… Incluso creo que… sí.
—¡Hip! ¡Hip! ¡Hurra! —rugió Edward Van Buren.
Harry Dickson sacudió la cabeza sonriendo.
—No tan deprisa, querido amigo, no tan deprisa. Le debo algunas explicaciones. Es
absolutamente necesario, en efecto, que Harry Dickson y su ayudante Tom Wills vayan a hacer un
crucero en el yate La Flandre. Serán sus huéspedes a bordo hasta su regreso, que será dentro de unos
tres meses, ¿no?
—Eso es lo que yo quería decir —respondió Van Buren desconcertado.
—Sin embargo, Harry Dickson y su inseparable Tom Wills se quedarán en Londres.
¿Comprende?
—Un tanto complicado para mí —murmuró Van Buren enrojeciendo.
Harry Dickson le golpeó amigablemente en el hombro.
—Un truco tan viejo como el mundo. Ya lo he utilizado no sé cuántas veces.
»Nuestra profesión también tiene sus recursos. Éstos no se renuevan todos los días, sino más bien
al contrario. Y lo más asombroso de todo es que siempre dan resultado; incluso los criminales más
inteligentes se dejan engañar, debido a su gran deseo de saberse a salvo.
Edward Van Buren se golpeó la frente.
—¡Qué idiota soy! Debí haberlo comprendido desde el principio. Para todo el mundo, ustedes
estarán a bordo de mi yate, excepto… para mí, ¿no?
—Eso es. Si le parece bien, dos buenos policías de Scotland Yard, que tienen cierto parecido
conmigo y con el simpático Tom Wills subirán a bordo y harán con usted el viaje hacia el Norte.
Hornung y Mason son dos perfectos caballeros y muy educados. Hornung estudió en Cambridge y
Mason en Eton; han viajado mucho, y durante las noches boreales su compañía le resultará muy
entretenida. ¿No es usted un as del ajedrez en su país?
—Sí, he ganado algún título.
—Pues bien, creo que Hornung tendrá algo que decirle cuando se instale frente a su tablero.
¡Jaque, mate! Ese chico no tiene más que esas palabras en la boca.
—Eso me consolará un poco de su ausencia, señor Dickson —repuso el flamenco.
—¿Tiene usted amigos periodistas en Londres? —preguntó el detective.
—¡Un montón de ellos! No olvide que colaboré algunas veces en revistas literarias. Ya le hice
esa confidencia, cuando vivimos juntos aquella terrible aventura de los Vengadores del Diablo.
—Ya lo recuerdo. Pues bien, sea lo más indiscreto posible. Dígales que compartiré con Tom las
alegrías y peligros de su viaje por el polo. Dígales todas las fantasías que se le ocurran, cuanta más
publicidad se dé a la noticia, mejor.
—Tengo la intención de ir más allá de los Spitzbergen, con la esperanza de encontrar el avión del
desgraciado Guilbaud que era la última esperanza de Amundsen…
—¡Y Dickson le acompañará para echarle una mano!
—¡Eso iba a decir!
—Dentro de dos o tres días hará que me fotografíen en su barco con Tom Wills. Invite a tantos
reporteros gráficos como el barco pueda soportar sin riesgo de hundirse.
—¡Muy bien!
Tres días más tarde había muchísima gente en Lower Pool, para asistir a la salida del La
Flandre. Los periodistas habían hablado del viaje como si se tratara de una expedición ártica.
Nubes de jovencitas y de chiquillos, blandiendo sus álbumes de autógrafos, solicitaban la firma o
una frase amable del célebre detective, que les complacía encantado. También Tom Wills saboreó
los honores de una celebridad intempestiva y su mano ilustró las páginas en blanco de muchos
álbumes y diarios de jovencitas.
Por fin una estridente sirena sonó en la sala de máquinas.
—¡Todo el mundo a tierra! —gritó el timonel por el altavoz—. ¡Nos vamos! ¡Bájense, si no, no
les desembarcaremos hasta llegar al polo Norte!
Estallaron risas, pero el público obedeció lentamente.
—Señor Dickson, una moneda para hacer una medalla… pero media corona será un mejor
amuleto.
Era un inmenso grandullón, que llevaba sobre el pecho un cartel que decía: Ciego de nacimiento,
ayudado por un joven de aspecto enfermizo que tendía hacia el detective una mano suplicante.
A Harry Dickson le hizo gracia la frase y se apresuró a complacerla.
—¡No la vendería ni por un billete de diez libras! —exclamó el enfermo perdiéndose entre la
multitud.
La noche caía. Un poco de bruma cubría el Támesis.
Más allá de Tower Bridge, la niebla se espesaba, y nadie pudo ver que una lancha de la Policía,
con las luces apagadas, se acercaba al yate cuyas máquinas había reducido la marcha.
—¡Buena suerte, señor Dickson! ¡Hasta pronto, Tom! —dijo una voz emocionada.
La lancha de la policía fluvial se perdía ya en la noche del río, llevando hacia la orilla a Dickson
y a su ayudante.
Sin embargo, en los periódicos del día siguiente se podía leer que la delegación de una sociedad
de sabios había detenido a La Flandre a su paso por Sheerness, y que los delegados que habían
subido a bordo habían recibido muy cordiales palabras de Dickson. Incluso Tom Wills fue definido
como un joven lleno de juicio y buen humor cuya inteligencia hacía honor a la juventud inglesa. Y
más tarde, en las escalas de Leith y Oslo se les hicieron las mismas alabanzas.
Hornung y Mason interpretaban muy bien sus respectivos papeles…
***
Mientras que esas noticias llegaban de la capital noruega, y la señora Crow se ocupaba en
guardar cuidadosamente las notas de felicitación que afluían continuamente a la vacía casa de Baker
Street, Harry Dickson, Tom Wills y Goodfield se habían instalado en una pequeña habitación de los
sótanos de Scotland Yard para asistir a una función de… cine, de la que eran los únicos
espectadores.
La cinta que se pasaba, la primera vez a velocidad normal, la segunda vez más despacio por
orden del jefe, reproducía la salida de Lower Pool del yate de Van Buren. Un colaborador de
Scotland Yard, especialista en la materia, la había filmado de manera muy discreta.
Harry Dickson sacudía la cabeza y no tenía una expresión demasiado satisfecha.
—Ningún rostro de los que aparecen en la película me dice nada —dijo—, vuelvan a pasar el
film.
La película fue proyectada por tercera vez.
—¡Alto! —ordenó de pronto el detective.
—¿Ha visto algo interesante? —preguntó Goodfield.
—Quizá; vea usted mismo.
—No veo más que multitudes y multitudes. Uno levanta un pie, otro un brazo, otro abre la boca
para hablar. Es de lo más gracioso ver estas películas mudas. Pero eso es todo lo que veo.
Tom Wills intervino.
—Veo al ciego al que dio usted media corona, señor Dickson —dijo.
—¡Bravo! Es a él a quien me refería. Pero ¿qué ve usted?
—¡Bueno! Poca cosa.
—¿De verdad? ¡Pues bien, observe que acaba de dejar a su lazarillo! Haga continuar la película,
Goodfield; esto puede volverse apasionante.
La banda comenzó a moverse crepitando suavemente.
—Vaya, ahí va, ahora lo hace solo —exclamó Tom Wills.
Goodfield se encogió de hombros.
—Es un falso ciego, como lo son la mayor parte de los mendigos profesionales que inundan la
ciudad.
—¡Es posible! Pero de todos modos creo que sé cómo funcionan esos individuos. Observen que
al principio de esta proyección, el hombre mantenía su mano fuertemente crispada en el hombro de su
lazarillo. ¿Por qué? ¡Porque era ciego!
—Y una hora más tarde, ¿ya no estaba ciego? —se burló el superintendente—. A esto se le
podría llamar el milagro de Lower Pool.
—No es una mala expresión, después de todo, Goodfield —respondió Dickson sonriendo—
sobre todo ahora que se sabe que algunos milagros ya se han explicado de modo perfectamente
natural.
De todos modos, yo afirmo que el hombre que a bordo del yate era un ciego, comenzó a ver lo
suficiente como para moverse solo y sin ayuda una hora más tarde.
—No, pero… —comenzó Goodfield molesto por no entender nada.
—Observe cómo la película se oscurece considerablemente —continuó imperturbable el
detective—, al final ya casi sólo se ven unas sombras que se mueven sobre un fondo tenebroso.
—Eso es lógico, ¡ya era de noche!
—¡Naturalmente! Toda la explicación reside precisamente en ese hecho.
Ni Goodfield ni Tom respondieron.
—No les haré desesperar. El hombre en cuestión es un nictálope. Es decir, un hombre ciego, o
casi ciego, durante las horas del día, y que ve perfectamente en la oscuridad. El caso es bastante
raro, pero existe. Las rapaces nocturnas son nictálopes, el búho, el cernícalo, nuestro amigo el gato…
—¡Pero los gatos ven bastante bien durante el día! —exclamó Tom Wills.
—Eso es cierto, pero los pájaros nocturnos algunas veces son completamente ciegos por el día.
Pero ahí donde el hombre se revela nictálope lo es a la perfección. La ciencia ha registrado algunos
casos verdaderamente notables: el australiano Keengaze, por ejemplo, completamente ciego por el
día y con luz artificial, podía leer perfectamente el periódico en la habitación oscura de un fotógrafo.
Un mestizo mejicano llamado Juárez, descendiente del famoso revolucionario de Querétaro, se dice,
se hacía pasar por ciego, y de hecho lo era durante el día, pero veía perfectamente por la noche, y
utilizaba esta singular facultad para cometer impunemente robos y rapiñas[1].
—Prodigioso —gruñó Goodfield—. Pero volviendo a nuestro bribón, ¿qué hizo?
—De momento, no lo sé, pero lo que sí puedo afirmar es que se trata de la misma criatura cuyos
ojos de fuego verdes nos espiaban cierta noche.
—¡Desde la ventana de la casa encantada de Fulham Road! —exclamó Goodfield.
—¡Exactamente, Goodfield!
—Voy a hacer que le busquen inmediatamente —exclamó el policía.
—Es una buena idea, pero dudo mucho de que lo consiga.
—¿Y eso por qué?
—Vuelva a pasar la última fase de la película despacio, y observe.
De nuevo la escena llenó la pantalla.
—Observe, el hombre se endereza —dijo Dickson—, adopta otra forma, un nuevo aire… ¡Ah!,
¡se terminó! Ese tipo parece que sabe muy bien cómo cambiar de personaje.
—Aún me queda su acompañante —gruñó Goodfield—, a ése sí que podremos agarrarle y llegar
de ese modo al nictálope.
—Quizá —murmuró Dickson—. De todos modos… nada le impide intentarlo.
—¡Ya veremos! —Gruñó el superintendente con energía.
La pantalla se había apagado y las luces volvieron a iluminar la sala.
—Dígame, Goodfield, ¿hizo usted esa pequeña investigación sobre los antecedentes de la casa de
Fulham Road?
—Iba a ponerle al corriente de los resultados, señor Dickson —exclamó Goodfield—. Hay en
esa lúgubre construcción efectivamente algo de misterioso.
—¡Ah!, eso es terriblemente interesante, querido amigo.
—Hace veinte años, albergó a un personaje bastante sombrío. Su nombre era Ephra Ullmann, ¿le
dice algo?
Harry Dickson reflexionó y por fin asintió con la cabeza.
—Ya recuerdo. Fue un asunto bastante ruidoso en su tiempo. Ullmann era el hombre de confianza
de lady Bossmere, cuyas joyas fueron célebres. Un día la encontraron asesinada en su gabinete, y la
piedra más valiosa de su colección había desaparecido. Era la Gran Luna, una esmeralda inca, de
una pureza excepcional y que estaba valorada en más de cien mil libras; algunos expertos dicen que
muchísimo más.
—Sobre Ullmann se abatieron cargos abrumadores; fue condenado a muerte, pero se benefició de
la duda que continuaba planeando sobre el asunto, y eso le salvó de la horca —continuó Goodfield
—. Ya hace algunos años que murió en el presidio de Dartmoor.
Harry Dickson permaneció pensativo.
—Quizá sea poca cosa —murmuró—, pero tengo datos tan tenues, pistas tan frágiles que no
puedo rechazar ninguna.
—¿Ya usted a entablar la lucha contra la casa encantada, señor Dickson? —preguntó ávidamente
Goodfield.
—Todavía no, viejo amigo, dentro de algunos días; antes tendré que hacer una pequeña excursión
a Dartmoor. Pero todo el mundo me cree camino del polo y no me puedo permitir el desmentir esa
opinión. Va usted a hacer que el Departamento de Justicia me extienda una autorización en regla para
que tanto yo como mi ayudante podamos visitar ese célebre penal. Sólo que hará que sea a nombre
del famoso filántropo americano señor Hollander y su secretario Thomas Burton.
De ese modo se separaron, y aquella misma noche, los señores Hollander y Burton ocuparon un
confortable apartamento en un hotel cercano a Charing Cross.
A primera hora de la mañana siguiente, Goodfield en persona fue a visitar al célebre filántropo
americano.
—Le traigo las autorizaciones que quería, señor Hollander —dijo en alta voz, mientras que el
camarero del piso le abría la puerta del apartamento.
Pero cuando se encontraron solos, bajó la voz:
—Sabe usted… el acompañante del hombre de la película… ¡le hemos encontrado!
—¡Ah!, realmente…
—Sí, pero espere… no nos dirá gran cosa. Le hemos encontrado en High Street… con un cuchillo
en el pecho. ¡Muerto!
Harry Dickson se sentó pensativo en un sofá.
—¡Ah! —murmuró—, el hombre de los ojos de gato es bastante astuto, y no se dejará coger sin
jugar su partida hasta el final. Es prodigiosamente inteligente, y no descuida ni un solo detalle,
aunque el ser tan precavido le lleve al crimen. Recuerde bien lo que le voy a decir, Goodfield:
¡tenemos que acosar a un animal muy peligroso!
III - «DEJAD TODA ESPERANZA»
Éstas son las palabras que Dante leyó sobre la ardiente puerta del infierno.
También podrían encontrarse sobre la inmensa puerta de roble negro que forma la entrada
principal del formidable penal de Dartmoor.
Construido en medio de una región pantanosa, casi desierta, presa de fiebres palúdicas, esa
prisión, a pesar de su aspecto moderno, es casi un insulto a la humanidad.
¡Que todos los que entren ahí, igual que los condenados del gran poeta italiano, pierdan toda
esperanza! La mayor parte de ellos irán a dormir, al cabo de varios años de silencioso martirio, a
tumbas anónimas. Aquellos que salgan no serán mucho más afortunados, ya que la horrible cárcel les
seguirá toda la vida, primero por el veneno sutil de la fiebre que guardarán en su sangre; luego por el
desprecio, la aversión y el terror que inspirarán a los hombres.
Sin embargo, los primeros días del verano casi daban aire de fiesta a la gran pradera verde que
rodea los oscuros edificios.
Una hierba verde y fragante rodeaba los estanques que reflejaban un azul profundo; las caléndulas
de los pantanos y los mastuerzos daban una nota dorada y malva entre el verde y el azul. Los mirlos
silbaban en las hayas, las urracas charloteaban y se echaban a volar con su vuelo de juguete
mecánico. Las fúlicas se peleaban agriamente con las pollas de agua en el bosque. Los echarpes de
bruma que se iban dibujando en el horizonte podían compararse a finas muselinas a las que el sol
convirtiera en lamés de oro.
Un guardián con rostro de puma acababa de abrir la gruesa puerta en respuesta al timbrazo de los
visitantes, y les miraba de arriba abajo con desconfianza.
Pero, en cuanto vio el pase firmado por el ministro, el cancerbero se confundió en amabilidades.
—Al gobernador de Dartmoor le hubiera encantado recibir la visita de unos huéspedes tan
importantes como el señor Hollander y su secretario, pero se encuentra en Dublín asistiendo a un
congreso penitenciario. Sin embargo, les recibirá el director adjunto, el señor Lark, una persona
encantadora.
Lo cual era realmente cierto, ya que el mayor Lark era un hombrecillo simpático, contento de la
vida, aún joven y que intentaba por todos los medios reconfortar y enmendar a sus pensionarios.
Condujo a sus visitantes a través de colosales edificios de piedra oscura, por pasillos sonoros a
los que daban jaulas de rejas que eran las celdas: jaulas, es cierto, en las que se agitaban fieras quizá
más peligrosas de las que pueblan las selvas tropicales. Luego les llevó a visitar los talleres
silenciosos en los que los detenidos trabajaban sin decir una sola palabra, sin un murmullo, bajo la
mirada severa de un guardián armado hasta los dientes. Por fin les condujo a través de los lúgubres
patios en los que los hombres paseaban dando vueltas en redondo durante la única hora diaria en que
se les permitía ver la luz del sol y gozar del aire puro.
El señor Hollander se acariciaba tristemente su bella barba blanca que le hacía parecerse a un
venerable papá Noel.
—¡Ah!, mi corazón sufre con todas estas desgracias —gimió—. Dígame, mayor Lark, ¿no ilumina
a estas almas, algunas veces, el sentimiento de remordimiento?
Lark suspiró.
—Quizá… Algunas veces, he creído en el arrepentimiento de algunos de ellos, he podido
entrever la luz de la redención. Sin embargo, siempre me han decepcionado amargamente. Creo que
tarde o temprano, el espíritu del mal vuelve a apoderarse de ellos. Conocí un prisionero que, tras
diez años de vida ejemplar, se complació envenenando a seis de sus compañeros con una hierba
venenosa que encontró mientras trabajaba en el pantano.
»Un tal Papper hizo algo semejante, pero se ocupó de sus guardianes. Encontró cicuta y, como
trabajaba en la cocina del personal, envenenó una olla entera y luego se suicidó. De la misma manera
actuó un tal Ullmann, un hombre que no nos había dado más que satisfacciones desde el principio de
su internamiento.
—¡Ullmann! Tengo la vaga sensación de haber oído ese nombre en un asunto criminal de no hace
mucho tiempo.
—El asunto de lady Bossmere, recuerde.
—Sí, sí —respondió el señor Hollander con indiferencia.
—Era un hombre tranquilo y afectuoso. Le destinamos a la enfermería. Se convirtió de alguna
manera en el brazo derecho del doctor Hestings, uno de nuestros mejores médicos; un verdadero
padre para los reclusos, enfermos o no.
»Un día, por una tontería (el doctor Hestings le había reprochado no haber limpiado bien unos
instrumentos quirúrgicos), cogió una botella de ácido sulfúrico y se la tiró a su benefactor. El vitriolo
no solamente desfiguró al sabio, sino que también le hizo perder la vista y la emoción le paralizó.
Desde aquel momento permanece en nuestra clínica privada como si fuera un cadáver viviente, casi
privado de la razón.
—¡Ah!, ¿y el culpable?
—Fue castigado. Otro detenido que había asistido a la escena le persiguió por la galería,
entablaron una lucha en el curso de la cual Ullmann cayó desde lo alto de la escalera de piedra y se
rompió la cabeza. Ahora le contaré el caso de…
El señor Lark estaba lanzado, y durante una hora entera el señor Hollander escuchó historias
sombrías de detenidos que habían roto las esperanzas de sus vigilantes.
—Y, sin embargo —añadió el buen mayor Lark—, ¡no desespero jamás!
Ante estas bellas palabras el filántropo no pudo menos de estrechar la mano de un hombre tan
admirable, tan convencido de su misión redentora.
Cuando llegó la noche, el mayor Lark (para el que esa visita era una agradable diversión en
medio de sus tediosas jornadas) se complació en agasajar principescamente a sus huéspedes.
Comieron pasteles deliciosos de anguilas y aves asadas, bebieron whisky y coñac de las mejores
marcas.
Mientras el señor Lark exponía al señor Hollander sus ideas sobre el sistema penitenciario
inglés, anticuado y bárbaro, indigno de una nación civilizada, el joven secretario dejaba errar su
mirada a través de la ventana abierta sobre los oscuros edificios y sobre el océano de sombras de los
pantanos que rodeaban la prisión.
Apenas se veían algunas luces al fondo de los tenebrosos patios; pero a Tom no le costó
distinguir un oasis de claridad más allá de la gran verja, cerca de las viviendas de los miembros del
personal y sus familias. Hizo la observación:
—Allí se ve una casa menos lúgubre que las demás, señor Lark.
—De lejos, así es, señor Burton, pero la realidad es muy distinta. Pero no por estar mejor
situada, mejor iluminada, alegrada por medios artificiales esa parte de la prisión es menos triste: es
nuestra clínica particular, y la casa que ve es la del desgraciado doctor Hestings, del que ya hemos
hablado. Vive allí en un aislamiento completo, cuidado por el prisionero que le salvó la vida.
Ullmann lo desfiguró de tal manera que casi nadie se atreve a mirarle a la cara. Por lo cual no es
demasiado extraño que se haya vuelto tan misántropo. Pero si quieren ustedes hacer una obra de
caridad, vayan a hacerle una visita y díganle algunas palabras de consuelo.
—Naturalmente, señor Lark. Si tiene usted la bondad de llevarnos hasta ese infortunado, se lo
agradeceré y le asociaré siempre a una buena obra.
El toque de silencio resonó en la noche y las últimas luces se desvanecieron.
Los tres hombres se dirigían hacia la lejana claridad del pabellón aislado, en el que se terminaba
de manera tan terrible la vida de un hombre de bien.
Atravesaron un jardín bien cuidado, separado del exterior por una muralla más baja que las otras.
El señor Lark explicó que los detenidos (exceptuando a los que habían recibido el puesto de
enfermeros de confianza), no podían penetrar en esa parte del penal.
Pasaron un pequeño bosquecillo de coníferas enanas y se encontraron ante una especie de chalet
no demasiado feo.
El señor Lark llamó y, segundos más tarde, un joven de aspecto agradable que llevaba el
uniforme de los presos modificado por la bata blanca de los enfermeros, abrió la puerta.
—Buenas noches, 265 —dijo el mayor—; le traigo unos visitantes, aunque la hora sea un poco
tardía. Este señor es el gran filántropo americano señor Josuah Hollander. Acaba de visitar
Dartmoor en compañía de su secretario, el señor Burton. ¿Puede usted llevarles a presencia del buen
doctor Hestings?
El joven saludó.
—Perfectamente, señor Director. Tengan la bondad de entrar, señores —dijo volviéndose hacia
los visitantes.
Fueron introducidos en una habitación espaciosa que hacía las veces de salón. En él reinaba una
limpieza meticulosa, pero no daba esa sensación fría y penosa de los salones de hospital. Una mano
artística había colocado algunos bibelotes, algunas plantas decorativas y algunas flores, con la
intención sin duda de alegrar a su ocupante.
Un lecho de metal, muy bajo, ocupaba toda una parte de la habitación. En él había una forma
inmóvil. El señor Hollander y su secretario se acercaron, pero retrocedieron horrorizados.
Un rostro humano atrozmente desfigurado, cosido por cicatrices, con algunas partes rosas, casi
sangrientas, resaltaba en la blancura de nieve de la almohada y las sábanas.
Los ojos apenas eran visibles, la boca se abría en una mueca demoníaca. En eso se había
convertido el buen doctor Hestings, el hombre que se había dedicado con tanta ilusión a los presos
de Dartmoor y que había recibido esa abominable recompensa.
—Doctor Hestings —dijo el señor Lark con voz baja—, aquí hay dos caballeros, especialmente
enviados por el ministro de Justicia para visitar Dartmoor. No han querido marcharse sin venir a
saludarle.
Se oyó un débil gemido.
—Doctor Hestings —dijo el señor Hollander con voz emocionada—, no puedo menos que
deplorar la ingratitud humana que le ha sumido en semejante estado.
La mueca de la boca cambió de aspecto y probablemente quiso formar una sonrisa. Luego se
volvió a oír la penosa voz.
—¡He perdonado, señor!
—¡Noble corazón! —exclamó el americano, y el labio superior del buen señor Lark tembló de
emoción como si fuera a romper a llorar.
El enfermero sacudió tristemente la cabeza.
—Les suplico que no prolonguen su visita, señores —dijo en voz baja—. Los pocos gestos que
aún le permite su parálisis, y sobre todo el hablar, fatigan mucho al enfermo.
—Número 265 —dijo el señor Lark, poniendo su mano sobre el hombro del preso—, le aseguro
que la Administración tendrá muy en cuenta su abnegación con este gran bienhechor que es el doctor
Hestings.
El joven sacudió lentamente la cabeza.
—La libertad no me atrae; si alguna vez tuviera que dejar mi puesto de enfermero, sería para
dedicarme por entero a este gran hombre —respondió con voz emocionada.
Cuando el señor Lark y sus invitados hubieron salido de la lúgubre estancia e hicieron a la
inversa el camino de hacía un rato, el mayor dijo confidencialmente al señor Hollander:
—¿Ha observado el porte distinguido del preso número 265? Es un chico de muy buena familia, y
fue un oficial de porvenir, antes que un desgraciado asunto de deudas y de robo, seguido de tentativa
de asesinato, nos lo trajera con una condena de veinte años. Ya hemos conseguido conmutar su pena
de trabajos forzados en prisión ordinaria. Si se ocupa usted algo de deportes, señor Hollander, su
nombre no le será desconocido: Jim Horva.
El americano sacudió la cabeza.
—No sé casi nada de deportes, pero mi secretario, el señor Burton, no está en el mismo caso.
¿No es cierto, Thomas?
El joven señor Burton asintió.
—El teniente Jim Horva, de la aviación de la Marina, que conquistó varios premios por sus
acrobacias aéreas, creo.
—Exactamente, señor Burton —respondió el señor Lark—. ¡Ah!, no crean que en Dartmoor sólo
se encuentra la hez de la sociedad. Aquí tenemos…
Y el subdirector citó con complacencia los detenidos de postín que dormían actualmente en las
siniestras celdas o en los oscuros dormitorios de la gran prisión inglesa.
Se despidieron siendo los mejores amigos del mundo.
La hostería del Pavo Blanco, que se alza en medio de los pantanos, no muy lejos de la demasiado
célebre cárcel, y que es un lugar de cita famoso entre los cazadores, dio albergue a los señores
Hollander y Burton.
Los dos hombres llegaron a ella a pasos lentos, bajo la temblona claridad de las estrellas.
Una vez instalado en una confortable habitación, el señor Hollander (o Harry Dickson si lo
prefieren) encendió su fiel pipa y comenzó a fumar frenéticamente, sin interrumpirse más que para
rellenarla y volverla a encender, pero nunca para dirigir la palabra a Tom Wills, que comenzaba a
impacientarse. Pero cuando el joven hubo terminado de fumar el último cigarrillo de su cajetilla,
interrumpió él mismo ese desesperante silencio.
—Me parece que Dartmoor no nos ha descubierto demasiado, jefe.
—Mejor dicho que no nos ha descubierto más que cosas negativas —dijo Dickson con acento
moroso—. A decir verdad, Tom, esperaba encontrar aquí la solución al misterio de Fulham Road.
»Por un momento creí que el espectro de esa casa era Ullmann, pero… en carne y hueso.
Ullmann, hombre astuto y paciente, fugado de Dartmoor, que vuelve a su domicilio londinense… Eso
ya se ha visto otras veces.
—Si fuera así, la policía le hubiera detenido inmediatamente —declaró Tom Wills.
—No es la primera vez que la administración de un penal declara difunto a un hombre que se ha
escapado de la prisión. ¿Por qué? Porque la opinión pública es una cosa que cuenta en Inglaterra más
que en cualquier otro lugar, y porque la evasión de un criminal conocido es muy duramente
interpretada por la prensa, que se explaya en la negligencia de la administración.
»He seguido un camino falso. Únicamente en las novelas el detective sabe desde el primer
momento cuál es la verdadera pista del crimen. Nuestra profesión es casi siempre una sucesión
paciente de pasos y contrapasos.
»Volveremos a Londres mañana, para interpretar otro papel.
»Usted se convertirá en el señor Sherwood, mientras que yo seré su fiel criado, James Fielding, y
nos instalaremos en la antigua vivienda del difunto Ullmann en Fulham Road.
IV - MEDIANOCHE, LA HORA DE LOS FANTASMAS
Dos asistentas pasaron dos días enteros en la casa de Fulham Road para convertirla en habitable,
dedicadas a una caza ardua de arañas, polillas y polvo.
Antes de eso, Harry Dickson había consagrado muchas horas a la búsqueda de pistas y huellas,
pero tuvo que declararse vencido, ya que una espesa capa de polvo lo cubría todo y no revelaba
absolutamente nada.
Nada no es la palabra justa. Una de las habitaciones (que desde ahora se llamará el salón
amarillo, pues Tom le dio ese nombre desde el momento en que lo vio) no tenía absolutamente nada
de polvo, y parecía bien cuidada, como si alguien la ocupara regularmente.
Ello no extrañó demasiado al detective.
—A los fantasmas también les gusta sentirse cómodos, igual que a los simples mortales —
bromeó.
Cuando la casa estuvo limpia como los chorros del oro, el señor Sherwood se instaló en ella
como un buen burgués a quien los problemas de la vida no preocupan demasiado.
Se convirtió en un asiduo cliente del bar La Estrella Polar, que estaba aún abierto y cuya enseña
pudieron leer aquella noche que costó la vida a Listerham y a su amigo Hardy.
James Fielding eligió una taberna menos elegante, y se contentó con el albergue La Pipa de
Tierra. Rápidamente adquirieron fama de buenos clientes y de excelentes vecinos, y, como al cabo
de ocho días seguían disfrutando de buena salud, estaban contentos de la vida y continuaban
apreciando un buen vaso de ale o de whisky, la casa encantada adquirió también la buena reputación
de sus habitantes y ya no se volvió a hablar en la vecindad de los fantasmas más que como algo ya
pasado.
Esos ocho días, Harry Dickson los había consagrado a una exploración meticulosa de la casa;
pero, una vez transcurrida la semana, no se encontró más adelantado en su investigación que los
primeros días.
Tom Wills comenzaba a dar signos de manifiesta impaciencia y, una noche, cuando estaban
sentados en el salón amarillo, no pudo aguantarse más y comenzó a quejarse.
—Estoy empezando a creer que nos estamos dedicando a la búsqueda de la nada, señor Dickson
—dijo.
—Hijo mío —respondió el detective—, hoy por primera vez le permito que me llame por mi
verdadero nombre en esta casa. Ya que estoy completamente seguro que no esconde ninguna trampa,
ningún dispositivo que permita un espionaje clandestino. No, es una casa honrada, como casi todas
las que conocemos en Londres. Y ahora le diré que, por el contrario, estamos buscando cosas muy
tangibles en esta casa.
—¿A saber? —preguntó Tom con bastante impertinencia.
—Thomas, su santo patrón, fue castigado por su incredulidad, si no me equivoco, pero no me voy
a portar severamente con usted por el mismo motivo.
»En primer lugar estoy buscando “algo” que no le diré, y que será su único castigo, aunque dada
su curiosidad quizá sea un castigo tremendo. En segundo lugar, busco uno o unos criminales.
—¿Un fantasma? —preguntó Tom.
—He dicho un criminal, poco importa el que pertenezca a nuestro mundo o al del más allá,
aunque estoy seguro que no se trata de la segunda posibilidad. Además del joven asesinado en High
Street, quiero vengar a Listerham y a Hardy.
—¡Pero si ellos fueron víctimas de un accidente de tráfico, como muy bien sabe!
—Accidente maquinado con una infernal habilidad, Tom. ¡El hombre con mirada de gato jugó
rápidamente y muy bien, a fe mía!
—¿Le estamos esperando a él?
—¡Sí!
—Pero, en ese caso, estamos en peligro de muerte continuamente —exclamó el joven—. Si
realmente esa misteriosa criatura entra en esta casa y no se preocupa demasiado cuando tiene que
suprimir a alguien, ¿por qué habría de tener consideración con nosotros?
—No he dicho que vaya a tener consideración con nosotros, al contrario, pero no tiene
demasiada prisa en suprimirnos. Supongamos que, en una noche terrible, la misteriosa criatura nos
deje en el umbral de esta habitación con la garganta abierta… en medio de un inmenso charco de
sangre que saldría por debajo de la puerta y llamaría la atención de los vecinos. Inmediatamente, una
nube de policías y de detectives se abatiría sobre esta casa. Ello ocasionaría un registro minucioso y
sin precedentes, una vigilancia continua. Todo ello son cosas que nuestro desconocido quiere evitar a
toda costa.
»No, no, lo más que hará será intentar hacer que nos asustemos, y no creo equivocarme al afirmar
que buscará en el más allá las armas para conseguirlo.
—Cadenas, sudarios blancos, aullidos a medianoche, apariciones terroríficas —enumeró Tom
Wills con complacencia.
—Quizá, pero ello denotaría una gran falta de imaginación en un hombre inteligente.
—Dice usted un hombre inteligente. ¿Está usted seguro de ello? —preguntó Tom.
—¡Muy seguro! Desde la muerte de Ullmann ha habido cuatro inquilinos diferentes; be podido
conocer y hablar con dos de ellos. Rehúsan decir por qué se marcharon de aquí: tuvieron miedo… es
todo lo que saben, todo lo que quieren decir. Tuvieron miedo, Tom… También yo espero tener
miedo.
—Y entonces, haremos como ellos, ¡levantaremos el campo!
—¡No tan deprisa! El miedo no dura siempre; una vez que se haya desvanecido, podré acudir a la
razón, a la lógica. Y luego sabré de dónde proviene todo ello… esto normalmente es suficiente para
explicar un sentimiento tan deprimente.
—¡Santo cielo! —dijo Tom—, ¡no es muy prometedor!
No se dijeron nada más y se hundieron en la lectura de algunas revistas ilustradas.
En el exterior, la noche en Fulham Road estaba tranquila y silenciosa; a lo lejos, hacia Walton
Street, se oía el sordo rodar de los últimos «metros». Harry Dickson recordó la noche en que
descubrieron la casa encantada y comparó ambas, de tan idéntico aspecto.
Pero la casa ya no era el amenazador y siniestro edificio abandonado. El salón amarillo, con sus
muebles viejos, sus descoloridos terciopelos, sus tamizadas lámparas, tenía un suave aspecto
provinciano. A Harry Dickson había empezado casi a gustarle. Le gustaban los dos falsos Corot, con
sus pesados marcos dorados; las porcelanas descoloridas y la cristalería del viejo aparador; el
butacón Voltaire, mullido y profundo, la mesa redonda en cuyo centro se erguía una copa de cristal
azul muy bella. Sabía el número exacto de las flores de la tapicería y de la alfombra. Sentía su alma
tan tranquila como la de un pequeño rentista. Un fantasma elige otros lugares para moverse: un viejo
castillo, en medio de un parque rodeado de bosques, unas ruinas al borde de un mar bravío…
Tom Wills bostezó y dejó a un lado la revista que acababa de hojear.
—Buenas noches, jefe; espero que el fantasma haga como las pasadas noches y nos deje
tranquilos.
—Buenas noches, hijo mío; rogaré porque tenga un feliz descanso, pero francamente, ¡eso no me
agrada demasiado!
Harry Dickson oyó a su ayudante subir, bostezando ruidosamente, los peldaños de la escalera en
espiral que llevaba al primer piso. Luego el ruido de algunos muebles golpeados por alguien con
prisa por meterse en la cama, y por fin, escuchó cómo gemía un somier.
Una vez solo, el detective volvió a coger su pipa, desdeñó las revistas y se sumió en la
ensoñación hundido en el confortable sillón.
Su rostro había perdido de pronto todo rasgo de buen humor.
No, Harry Dickson no estaba contento: se confesó que desde la víspera quería dejar la casa y
comenzar la investigación por otro lado.
Sus ojos se cerraron, tremendamente fatigados.
Oyó el ruido lejano de un automóvil, luego no escuchó más que esos miles de pequeños ruidos
que trenzan el silencio nocturno de una vivienda dormida.
El reloj que había sobre la chimenea sonó.
Medianoche. Doce pequeñas campanadas argentinas bastante espaciadas que Dickson contó
mecánicamente… Nueve, diez, once…
Y de pronto la duodécima campanada se confundió con un aullido terrible que venía del piso de
arriba.
Harry Dickson, completamente despierto, estaba ya de pie, con el revólver en la mano.
De un golpe violento, abrió la puerta a la oscuridad del pasillo apenas alumbrado por una
pequeña lámpara que permanecía encendida.
En el piso de arriba había caído una mesa o una silla, luego resonaron lúgubres gemidos.
—¡Tom! —exclamó el detective.
No obtuvo otra respuesta que una larga serie de gritos y llamadas de socorro que llegaban de la
habitación del joven.
Cuatro a cuatro, Dickson subió los peldaños, y de un fuerte puñetazo abrió la puerta del
dormitorio de su ayudante.
La luz del techo estaba encendida, inundando la habitación con una agradable luz amarilla; las
sillas estaban tiradas por el suelo; pegado a la pared de enfrente a la puerta, Tom Wills, en pijama,
miraba a su jefe con ojos llenos de un loco espanto.
—¡Tom! —exclamó Harry Dickson—, ¿qué ha sucedido?
Pero el joven no pareció haberle oído, incluso parecía que no le veía.
—¡Allí! ¡Allí! —tartamudeó—… ¡Oh! ¡Es horrible! ¡Es espantoso!
—¡Pero si no hay nada! —gritó el detective sacudiéndole enérgicamente.
Entonces el joven pareció darse cuenta de la presencia de su jefe.
—¡No me deje solo! —imploró.
—Pero por el amor de Dios, ¿qué ha sucedido? ¿Qué ha visto?
Tom sacudió la cabeza. Estaba lívido y temblaba como una hoja movida por el viento de octubre.
—¡No puedo decirlo! ¡Oh!, es espantoso… Espero que no vuelva.
Gruñendo, el detective se volvió a la puerta y se adelantó hacia el descansillo que permanecía
oscuro. Todo estaba tranquilo en la casa; un mosquito volaba a su alrededor zumbando agriamente.
Dickson dio un manotazo intentando cazarle.
En ese mismo instante, se echó hacia atrás.
Su corazón parecía pararse dentro de su pecho. Lanzó un aullido salvaje.
Algo indefinido estaba ahí… les rodeaba. ¿Dónde? No tenía ni la menor idea.
Ese algo subía lentamente la escalera con movimientos de reptil; y al mismo tiempo bajaba del
piso superior. Revoloteaba pesadamente alrededor de la lámpara, con una monstruosidad nocturna.
¿Qué? ¿Qué era? Harry Dickson no hubiera podido decirlo. Era el colmo del terror, quizá el
miedo en persona que rondaba a su alrededor, aniquilando su razón, lanzando fuera de sus cerebros
cualquier chispa de sentido común.
Tuvo la impresión de un gran vacío, de algo parecido a un abismo que acabara de abrirse allí,
donde, dos segundos antes, había una pared cubierta con un papel de florecillas provincianas.
Algo se agitaba en la oscuridad de ese abismo, un brazo de pulpo, un rostro verde, una mano
gigantesca… No, no era eso… No se podía saber. Era espantoso, eso era lo único que la mente
conseguía comprender.
Harry Dickson intentó reaccionar con todas sus fuerzas. Vio cómo Tom Wills se deslizaba
suavemente y caía al suelo y allí permanecía tendido, sollozando de miedo.
Él mismo se sentía débil como un niño, sin energía ante el innombrable horror que llegaba hacia
ellos desde el fondo de las sombras.
De pronto, se sintió deslumbrado, una violenta luz estalló a menos de dos pies de su rostro. Con
un grito de sufrimiento, se tapó los ojos como si acabaran de quemárselos con un hierro al rojo.
Luego, como en un último destello de energía, los abrió: una riada de sombras y de humos se
precipitó por la habitación, le agarró y le atrajo como hacia el seno de un furioso torrente.
Con un último grito de terror, perdió la noción de las cosas.
***
Una deliciosa sensación de frescor le sacó de un inmenso entumecimiento.
Su cuerpo parecía flotar, aéreo y ligero, a una altura fantástica, luego tuvo la impresión de
descenso muy suave, un vuelo a través de una atmósfera bañada de suaves claridades y vivificada
por brisas primaverales.
—Jefe —suplicó una voz amiga.
Abrió los ojos.
Estaba tumbado en el suelo del dormitorio de Tom Wills, y el joven, lívido y vacilante, le bañaba
las sienes con agua fresca.
Las persianas estaban bajadas, pero dejaban pasar algunos rayos de sol; ruidos cordiales subían
de la calle: el grito de un vendedor de periódicos, el claxon de un autobús, el silbato de un agente de
policía, una canción infantil…
Sonrió a la vida, que le pareció de pronto maravillosa, pero inmediatamente recordó y se
estremeció.
Tom Wills vio el escalofrío y bajó la cabeza.
—¡Oh, jefe, era espantoso!, pero ¿qué era?
Harry Dickson se levantó penosamente, la habitación pareció convertirse en una inmensa ola que
le arrastraba; sintió náuseas, una bocanada de bilis le subió a la boca y vomitó.
Eso le hizo mucho bien. Cuando hubo bebido un poco de agua mineral y hubo vaciado casi entero
un frasco de melisa, se sintió con fuerzas para sonreír.
—Lo que era, Tom… Pues bien ¡vamos a intentar averiguarlo!
Tom Wills sacudió la cabeza con aire de duda.
—Ya se lo había anunciado, Tom, ¡hemos tenido miedo! Miedo como los anteriores inquilinos.
Es el miedo, Tom, el Miedo con mayúscula, el miedo exteriorizado si quiere, abstracto. Pero
miedo… y es terrible, lo reconozco.
Se miró largamente a un espejo.
—¿Ha tenido usted la impresión de haber dormido después de haberlo sentido? —preguntó de
pronto a su ayudante.
Tom Wills se pasó la mano por la frente.
—Sí, un sueño agitado, impreciso, lleno de pequeños ruidos rítmicos…
—Exactamente. ¡Yo también! Martillazos, ruido de herramientas. ¿Algo así?
—Sí, exactamente.
—Creo que lo hemos oído los dos, Tom, ya que nuestro sueño no era realmente sueño, sino más
bien una especie de vigilia inconsciente que sin embargo deja algunos recuerdos. ¿No vio nada?
—Sí… la lámpara ardía; un hombre… luego otro que, con un gesto furioso, la apagó.
—¡Eso es, eso es! ¡Yo también lo he visto! Ah, Tom, acabamos de dar un paso dentro del
misterio.
—Si hay que pagar semejante precio para dar el segundo paso, creo que voy a desistir —
murmuró Tom Wills.
—Creo que estoy tentado de darle la razón, mi querido Tom.
Mientras hablaba, Harry Dickson continuaba mirándose en el espejo. De pronto, se pasó los
dedos por el cuello y notó que tenía una picadura.
—Una picadura de mosquito —murmuró—, es cierto, en el momento en que todo comenzó, maté
uno, en el descansillo.
Sintió bajo sus dedos la pequeña ampolla dura.
—¡Vaya, esto sí que tiene gracia!
Era Tom el que había lanzado ese grito: tenía una picadura idéntica en la mejilla izquierda.
—Como si no bastara con tener aparecidos en esta casa maldita —murmuró—, los mosquitos
también aparecen.
Pero le respondió una risa clara.
Era Harry Dickson que, con los ojos brillantes, esbozaba un paso de baile.
—El sentido común acaba de hablar, Tom —dijo—; el principio de la razón, como diría
Rouletabille. Los fantasmas se han burlado bien de nosotros. Esperaron hasta el momento en que el
miedo se apoderara de nuestros cerebros de hombres para entrar impunemente y dedicarse a sus
pequeñas ocupaciones. ¡Vaya fantasmas! ¡Valientes espectros! ¡Excelentes representantes del más
allá! ¡Pero qué perfección en la ejecución de la obra! Ahora que la razón ha dado su opinión,
veremos si la búsqueda continúa siendo infructuosa.
Ante un Tom Wills más desconcertado que nunca, Harry Dickson comenzó a andar a cuatro patas,
y examinaba el parquet y la alfombra.
—Ésta es la posición que los novelistas dan a los detectives con más asiduidad —observó,
riendo—… pero le tengo que confesar que a veces sirve de mucho en esta profesión nuestra… Vaya,
¡hoy ha servido!
Levantó a la claridad del día una pequeña ramilla verduzca.
Tom Wills la observó cuidadosamente y decidió que se trataba de una brizna de césped.
—No precisamente eso, Tom, pero sí un pariente campestre, por decirlo de alguna manera.
»Pero apenas hace algunas horas vivía aún en la tierra, y he aquí que aparece sobre la alfombra
de su dormitorio en Fulham Road.
»Vaya a buscar una botella de champagne, Tom, ¡nos la hemos ganado!
—¡Por todas las emociones de la noche! —terminó Tom Wills.
—No solamente por eso, amigo mío, sino porque la casa encantada acaba de comunicarnos su
misterio.
—¡Pero si eso no es posible! —exclamó el joven casi con cólera.
Harry Dickson le agarró por el brazo para conducirle al salón amarillo, donde la botella de
champagne iba a ser sacrificada en el altar del éxito.
—Eso no quiere decir que nuestra tarea haya terminado, sino todo lo contrario: ahora comienza a
ser verdaderamente ardua. Necesito pruebas, Tom, muchas pruebas, para llegar a descubrir una de
las cosas más abracadabrantes que hayan existido jamás.
»Ahora vamos a inmiscuirnos un poco en los asuntos del bar La Estrella Polar.
V - EL SECRETO DE «LA ESTRELLA POLAR»
James Fielding pasó parte de la mañana acodado en el mostrador del albergue La Pipa de Tierra.
Cuando salió de allí, sabía muchas cosas acerca del vecindario y sobre todo acerca de sus asiduos
clientes.
Amy Wardle, dueño de La Estrella Polar, la casa contigua a la que ocupaban los señores
Sherwood y Fielding, se encontraba también entre los criticados.
—Un mal hombre, gruñón y desconfiado, señor Fielding —le confesó entre dos copas el
charlatán posadero—. ¡Y, además, malo! Fíjese, tenía a su servicio a un pobre sobrino al que ya no
se ve desde hace algunas semanas. Seguro que le ha despedido despiadadamente.
Un excelente oporto secundaba la verborrea del patrón de La Pipa de Tierra.
—¡Yo sé algo de él! —dijo guiñando un ojo.
—Es usted un hombre muy ameno, y sabe entretener a sus clientes —aduló el señor Fielding.
El posadero le dio un golpe afectuoso en el hombro.
—¿Por qué no quiere alquilar el pequeño garaje que tiene en la parte de atrás de su casa y que da
a una callejuela transversal?
—Ésa sí que es una extraña pregunta —replicó el señor James Fielding.
El posadero adoptó un aire misterioso.
—Es un local muy pequeño. Hace algún tiempo, Wardle guardaba allí el carbón y la leña. Ahora
guarda un automóvil.
—No veo mal en ello —repuso inocentemente el señor Fielding.
—No lo sé, no lo sé, ¿pero por qué hace de ello un misterio? Ese coche, un pequeño dos plazas,
que sin embargo debe correr mucho, debe en mi opinión…
El patrón guiñó un ojo y se sirvió otra copa de oporto.
—Dice usted que en su opinión… —dijo el señor Fielding con aire aburrido.
—… Transportar contrabando, lo cual seguro que proporciona muchas ganancias al canalla de
Wardle.
—¿Qué tipo de contrabando?
—No precisamente losas de cerámica —rió burlonamente el dueño del albergue—, sino algo que
se pague bien, ¡drogas, por ejemplo!
—¿Por qué piensa usted eso?
—Porque las transportan unos aviadores. ¡Los he visto! Llevan cascos de cuero y abrigos de
cuero también, como los de los pilotos.
—¡Santo cielo! ¡Qué gentuza hay entre nosotros! —gimió el señor Fielding—. Me siento muy
feliz de no ser cliente del bar de ese malvado, pero mi patrón va allí. ¡Le aseguro que le haré
cambiar de lugar inmediatamente!
El tabernero suspiró de satisfacción e insistió en que el señor Fielding aceptara un cocktail.
El buen mayordomo volvió a su casa hacia el mediodía, y entre él y su amo hubo un largo
conciliábulo.
—Vamos a sondear la conciencia de nuestro vecino inmediatamente, Tom —dijo Harry Dickson
—. Pero antes va usted a encender todas las luces del descansillo y va a añadir, además, las dos
lámparas portátiles que poseemos, de manera que la caja de la escalera quede brillantemente
iluminada. Hará lo mismo en su dormitorio, Tom, ya que da al descansillo. No ahorre lámparas, es
de primordial importancia.
Tom Wills no perdió el tiempo haciendo preguntas a su jefe. Se sentía a la vez ansioso y feliz,
como lo hacía siempre que veía al detective acercarse rápidamente a la solución del enigma.
Cuando todo estuvo listo, y Dickson se hubo declarado satisfecho, salieron sin hacer ruido y
rodearon la manzana de casas a la que pertenecía la suya.
Tardaron algún tiempo en descubrir el callejón de que había hablado el dueño de La Pipa de
Tierra. Era un pasadizo lo suficientemente ancho como para que pasara un coche; aunque sus
guardabarros arañaban las paredes. Cosa que, por otro lado, descubrió Tom Wills inmediatamente…
—Mire, los arañazos no son demasiado recientes, pero tampoco demasiado viejos.
Harry Dickson sacudió la cabeza.
—Ha llovido durante casi todo el día, y el hollín, arrastrado por el agua, cae como si se tratara
de tinta a lo largo de las paredes desoladas. No, hijo mío, estas marcas son de ayer mismo.
—¿Quién se entretiene en aparcar su automóvil en un garaje tan confortable? —preguntó Tom,
encogiéndose de hombros.
—¡Los fantasmas de nuestra casa, Tom!
El joven iba a responder cuando Harry Dickson le tapó la boca con la mano, haciendo gestos de
que escuchara.
Una voz descontenta refunfuñaba al otro lado de una doble puerta mugrienta, que cerraba el fondo
del callejón.
—Es el patrón de La Estrella Polar monologando —murmuró Tom—. Reconozco perfectamente
su voz, tan melodiosa, tan suave…
A decir verdad era un órgano poco simpático…
—¡Otra vez la noche en blanco! —Gruñía la voz—. ¡Van a volver! ¡Como si no pudieran
espaciar un poco sus extrañas visitas! ¡Ah!, qué mala gente.
»Si por lo menos yo viera el color de su dinero, pero no… promesas y más promesas. ¿Acaso
esperan descubrir una mina de oro? Amy Wardle, condenado estúpido, te has dejado engañar por
esos sinvergüenzas.
El resto se perdió en un ronroneo furibundo.
Pero Harry Dickson estallaba de alegría.
—Creo saber por qué el señor Amy Wardle posee tal amor por el soliloquio —dijo alejándose
seguido por Tom Wills—; ha debido vivir algún tiempo en un país en el que el silencio es regla.
Todo esto es lógico, Tom, todo comienza a encadenar perfectamente.
—¿Vamos a tomar un whisky al bar de ese canalla de Wardle? —preguntó Tom—. Tengo que
confesar que no es malo.
—Espere, Tom, no sabía que ese barman recibía visitantes tan importantes dos días seguidos.
¿Deben tener prisa? Vaya, yo me reuniré con usted dentro de unos minutos.
Tom Wills, empujó la puerta de La Estrella Polar, mientras que Dickson volvía a su casa.
Cogió una maleta que había conseguido en el transcurso del día, la llevó al salón amarillo y sacó
de ella un fonógrafo de apariencia bastante vulgar.
Sin embargo, el aparato tardó bastante tiempo en comenzar a funcionar.
—¡Ah! —murmuró el detective observándolo con mirada satisfecha—, es un bonito aparato que
se compraría a crédito a cualquier revendedor de Cheapside. Y sin embargo… sí… sin embargo…
Se frotó enérgicamente las manos, se puso el sombrero y el abrigo; después tras una última
ojeada al fonógrafo fue a reunirse con Tom a casa de Amy Wardle.
Este último le recibió con un gruñido y, con pasos lentos, se dispuso a servirle, se veía
claramente que el cliente no le gustaba.
—Señor Sherwood —dijo el falso mayordomo en voz lo suficientemente alta para que Wardle,
de pie tras el mostrador, le oyera—. Señor Sherwood, sería tan amable de aceptar tomar una copa en
mi compañía en un establecimiento tan honorable como éste… si usted quisiera… estoy confuso…
quizá no debiera…
—No se preocupe, mi buen James —replicó Tom con condescendencia.
—Bien… quisiera invitarle a una botella de vino francés.
—No debiera… ¿es que le ha tocado la lotería? —exclamó Tom Wills siguiendo el juego a su
jefe.
—En absoluto, pero creo que voy a conseguir la prima ofrecida por Scotland Yard por ese joven
que fue asesinado hace algunas semanas.
—Cincuenta libras creo que eran —dijo Tom Wills.
—Sí —dijo Harry Dickson con un desprecio muy bien interpretado—, cincuenta libras… por un
hombre que ha estado diez años en Dartmoor.
Un ruido de vasos rotos se oyó tras el mostrador, lívido y tembloroso, mirándoles con terror…
—He dejado caer un vaso —balbuceó.
—Conozco su nombre —continuó el ayuda de cámara—, se llamaba…
La mesa fue derribada con ruido y Harry Dickson saltó hacia el mostrador atrapando a Wardle
por la muñeca.
Un gran revólver de reglamento cayó al suelo.
—Atrapado —dijo lacónicamente—. Ha sido lento, señor Triggs, alias Wardle, antiguo habitante
de Dartmoor y evadido de ese lugar donde reina la justicia cuando aún le quedaban diez años por
cumplir.
—¿Es usted policía? —preguntó sordamente Wardle—. Ya me parecía a mí… ¿Va a volver a
mandarme allá dentro?
—Puede que sí y puede que no. En realidad nosotros no somos de la policía gubernativa y acaso
le dejemos en paz si es usted razonable.
—¿Qué tengo que hacer? —preguntó el antiguo convicto cuyos ojos brillaban de esperanza.
—Conducirnos a la habitación que ha alquilado a unos señores que llegaron aquí en coche. Por la
calleja de atrás…
La cara de Wardle estaba pálida, pero ahora se puso verdosa.
—Sabe usted que eso me costaría muy caro —murmuró—. El grande… sí, el hombre terrible que
corre como un gato en la noche… mata a un hombre con más tranquilidad que con la que yo rompo un
vaso.
—¿Sabía usted que ha suprimido a su, digamos, sobrino, o mejor al hombre que se evadió con
usted de la cárcel? —preguntó Tom.
—El desgraciado Jim… lo sé.
—Entonces no perdamos tiempo —intervino Harry Dickson—, ya hablaremos después si es
necesario. Vamos a esa habitación.
Wardle les precedió por una escalera oscura y les introdujo en un cuarto espacioso bastante
pobremente amueblado.
Harry Dickson se dirigió a la cama y arrancó la tela que cubría en parte la pared contra la que se
adosaba.
Tom Wills lanzó un grito de sorpresa: la pared tenía puntos luminosos.
—Son las luces de la casa de al lado —explicó Dickson—. En esta casa los agujeros están
ocultos por las flores del papel pintado en la pared.
—Pero se debería ver desde el otro lado la luz de esta habitación —exclamó Tom.
Harry Dickson se volvió a Wardle que estaba en medio de la habitación con los brazos cruzados
sobre el pecho y la mirada sombría.
—Supongo que nunca se enciende —dijo riendo—; ese hombre terrible, como usted dice, debe
de ver bastante en la oscuridad.
Wardle aprobó con la cabeza.
De pronto, Dickson se aproximó a la mesilla de noche, abrió el cajón y, con un grito de
satisfacción, se apoderó de un objeto metálico.
—¡Aquí tienen el arma del fantasma! —exclamó.
Tom Wills consideró con contempló con estupor una especie de pistola muy pequeña y plana.
—Es un trocar, Tom, o al menos de la familia de ese instrumento quirúrgico. Pues está muy
perfeccionado. ¡Mire!
Apuntó el arma hacia Wardle, que se tiró al suelo gritando de terror.
—¡Vaya nuestro amigo Wardle o Triggs conoce los efectos del picotazo de este mosquito! Eso
nos dice mucho con respecto a su complicidad en el asunto.
—¡Tenía miedo! —balbuceó Wardle—, miedo… Es espantoso. Hay personas que se fueron de la
habitación de aquí al lado para volverse locos y morir.
Harry Dickson se dirigió sin ningún miramiento al bandido.
—Esta pequeña pistola disimula un resorte muy potente capaz de lanzar una aguja impregnada de
un potente veneno. ¡Miren!
Se oyó un silbido muy suave y Tom pudo ver que al otro lado de la habitación se clavaba en la
madera una aguja.
—Aún no conozco la composición de este maldito líquido que los «fantasmas» inoculaban desde
lejos, a través de las paredes, a sus vecinos, pero creo que se trata de un líquido de origen siberiano
que provoca el más terrible de los miedos. Creo que se obtiene de los ciervos jóvenes.
—Wardle-Triggs —dijo volviéndose hacia el antiguo presidiario—, ¿cómo se introducían sus
amigos, los aparecidos, en la casa vecina?
—¿Supongo que decírselo me servirá de algo? —murmuró el barman.
—Pudiera ser que le dejara escaparse —respondió Harry Dickson.
Wardle lanzó un gruñido que debía de significar aprobación.
Se dirigió hacia una esquina de la habitación y presionando un ladrillo un poco saliente hizo
deslizarse una parte de la pared. Apareció un rincón del descansillo de la escalera de la casa vecina.
Un resplandor entusiasta se encendió en los ojos del detective.
—Simple e ingenioso —aprobó—. La pared se desliza y no gira, lo que es una ventaja sobre los
sistemas con eje, que son fácilmente detectables. Supongo que para el vecino esta puerta no existía,
¿verdad?
—¡Pues claro que no! —bromeó Wardle.
—¿Cómo se consiguió construir este paso sin despertar las sospechas del vecino, o al menos del
propietario? —preguntó Tom.
—¿Del propietario? —replicó Wardle—. ¿Se refiere usted a ese maldito canalla de Lobster? Es
verdad, ustedes no lo saben. Hace algún tiempo la casa encantada y ésta no formaban más que un solo
inmueble.
»Cuando sucedió esa sucia historia con su arrendatario Ullmann, el viejo Lobster debió pensar
que la casa se haría inhabitable y la dividió en dos. Hizo esta puerta entonces, aunque yo no sé por
qué la hizo.
Tom Wills observó que el rostro de su jefe se iluminaba.
—¿Usted no sabe por qué, Wardle? ¿Quiere que yo se lo diga?
El expresidiario miró temerosamente al mayordomo.
—Sabe usted que no parece en absoluto un criado —murmuró—; incluso me parece que su rostro
me resulta conocido.
Miró detenidamente al detective.
—Usted… es… Harry Dickson… —dijo lentamente.
El detective sonrió.
—No se lo niego, Wardle, eso le ayudará a comprender que no le servirá de nada seguir
mintiendo.
—Yo no he mentido —dijo el barman—, le aseguro que en cuanto le he visto actuar sentí la
inutilidad de mentir. Sin embargo, no pensaba que fuera usted el célebre y temido Dickson, que me
han dicho está en el Polo Norte en una expedición.
—Entonces voy a explicarle yo mismo sus tratos con Lobster.
»Después de la detención de Ullmann se guarda mucho de alquilar su casa. Se imagina que el
ladrón había escondido algún botín precioso. Busca, sigue buscando, pero no encuentra nada.
»Para no ser molestado por arrendatarios hace circular la leyenda de la casa encantada. Pero a la
larga eso le costaría caro, tanto más cuando estuvo seguro que la casa no contenía ningún tesoro
escondido.
»Lobster era muy avaro. De una casa hizo dos para alquilar una.
»Pero le rondada una idea por la cabeza. La leyenda de la casa encantada interesó sobre todo a
los que buscan aventuras. Fíjese que de cuatro arrendatarios, sólo hay dos que no quieren hablar de
lo sucedido.
»Desde la casa, ésta en que estamos, y ayudado por usted, Wardle-Triggs les observa: acaso
ellos tuvieran más suerte que él. Entonces les roba.
»¡Y de qué modo recupera los gastos de antes! ¿Verdad?
—No podría expresarlo mejor —dijo Wardle.
—Y las víctimas, que también son unos forajidos, no se atreven a hablar por miedo a atraer la
atención de la Policía sobre ellos. Lobster sabe eso y se aprovecha de ello. De pronto las cosas
cambian. La casa se convierte en una casa auténticamente encantada.
»Al menos para Lobster que, aterrorizado, sólo tiene una idea: alquilarla, librarse de algo que no
le produce ya dinero. ¿Qué ha pasado? No es muy complicado saberlo…
»Surgen otros ladrones mucho más terribles. También ellos van a emprender la búsqueda.
Necesitan su complicidad, Wardle, y usted se somete a todas sus exigencias. ¿Por qué? Porque usted
les tiene miedo. Porque ellos saben quién es usted. Porque una palabra de esos desconocidos
bastaría para mandarle de nuevo al truyo.
—¡Dios mío, todo eso es cierto, señor Dickson! —gimió Wardle.
—Se presenta un inocente arrendatario. ¿Qué hace usted entonces, Wardle? Según indicaciones
de sus cómplices usted utiliza esa pequeña pistola y, cuando se presenta la ocasión, envía por una
abertura de la pared la aguja venenosa contra los infortunados vecinos.
»El miedo hace el resto. El arrendatario se las pira. Eso hizo usted mismo con nosotros ayer
noche.
—No, no —exclamó Wardle—, era el hombre terrible quien lo hizo. Yo no quería. Este señor —
señaló a Tom Wills—, era mi cliente, y un buen cliente me atrevo a decir. Los bandidos no me daban
ni un real: sólo promesas y más a menudo amenazas. La presencia del señor me proporcionaba
dinero. Se lo juro que fue así.
—¡Wardle! —dijo de pronto Harry Dickson—, ¿los dos hombres a quienes usted teme tanto
llegan a Londres en avión?
Wardle titubeó y levantó las manos suplicando clemencia.
—¿Dónde aterriza su aparato? —preguntó Dickson con voz enérgica.
—Le juro que no lo sé, pero… ¡me matarán si saben que he cantado! Harán conmigo lo mismo
que con el desgraciado Brighton-Jim, a quien liquidaron en High Street.
—Estoy aquí para impedirlo, Wardle —dijo suavemente el detective.
El presidiario le miró con cierta esperanza.
—Le creo, señor Dickson; lo mejor será que se lo cuente todo, aunque en realidad no le he
ocultado gran cosa. Un día olvidaron en el garaje un plano de carreteras de los alrededores de
Londres. Lo guardo en un cajón de mi dormitorio. Hay una pequeña cruz de tinta roja en un lugar muy
cerca del bosque de Epping.
—¿Les espera usted esta noche?
—Sí, hacia medianoche, como siempre.
—Escuche Wardle…
El hombre lanzó un extraño gemido y sus rodillas se doblaron. Dickson se lanzó a sostenerle.
—¡Wardle! ¡Triggs!
Un profundo suspiro… Después nada.
Harry Dickson levantó al hombre y le llevó a la cama.
—Quería conseguir el silencio de este individuo —dijo en voz baja—, pero nunca la apoplejía.
—¿Cómo, Wardle ha muerto? —exclamó Tom Wills.
—Ruptura de aneurisma, Tom, piense en la angustia diaria en la que ha vivido este hombre. Pero
la muerte fue dulce. Que el Señor sea indulgente y tenga en cuenta la franqueza de sus últimos
momentos.
Vivamente emocionados por aquel final tan inesperado, los dos detectives dejaron la habitación.
En el cajón encontraron el plano con la señal de tinta roja.
Pasaron aún algunos minutos en la casa vecina, apagaron las luces, se pusieron los impermeables,
pues la noche era lluviosa, después se alejaron de Fulham Road. Antes, Dickson había examinado
por última vez su fonógrafo y expresado a media voz su satisfacción.
En un garaje amigo pusieron a su disposición un automóvil. Harry Dickson se puso al volante y el
coche tomó la dirección de Epping.
VI - EL PÁJARO NOCTURNO
Una vez en el coche, Tom Wills observó que el oscuro bosque de Epping servía muy a menudo de
marco a crímenes y felonías.
—Es fatal —dijo el detective—, con sus terrenos sin cultivar, sus compactos setos, su vigilancia
casi nula, ofrece un escondite maravilloso a los bandidos, igual que el bosque de Bondy en Francia
ofrece a los bandidos parisienses un deleznable refugio.
Londres quedaba a sus espaldas, nebuloso, inseguro…
De vez en vez Harry Dickson levantaba los ojos al cielo y gruñía.
—Espero que aunque el cielo esté nublado no dejen de venir.
Tom Wills que había oído esa observación respondió:
—Si ese hombre tiene ojos de gato, verá perfectamente, aunque no hay ni luna ni estrellas.
—¡Bravo! Debí pensar en ello —exclamó el detective.
Pisó a fondo el acelerador y el coche comenzó a devorar los kilómetros a juzgar por el
movimiento progresivo de la aguja del cuentakilómetros.
Cuando la oscura sombra del bosque de Epping apareció en el horizonte enturbiada por los
vapores y las nubes nocturnas, Harry Dickson detuvo el automóvil y con mirada conocedora consultó
el mapa. La cruz de tinta roja marcaba el lugar donde se encontraba un aserradero abandonado.
—Hasta ahora vamos por buen camino —dijo.
—Me parece que se ven unos edificios —dijo Tom-Wills.
—Voy a creer que padece usted nictalopía igual que «el hombre horrible» —se burló Harry
Dickson.
—¿Por qué llamaría Wardle al desconocido «el hombre horrible»? —preguntó Tom.
—Ésa es una pregunta que ya no podremos hacerle, al igual que muchas otras, pero siento no
habérsela hecho… Sin embargo, mi querido Tom, creo que puedo contestarla…
—No se moleste en hacerlo, jefe —dijo Tom con acento irónico.
—Simplemente porque el aspecto de ese hombre debe ser realmente horrible.
—¡Vaya, nunca lo hubiera sospechado! —exclamó el joven.
Tom Wills había visto bien: los antiguos edificios estaban allí abandonados, casi en ruinas.
Harry Dickson divisó dos montones de maderos medio podridos y estacionó el coche entre ellos.
—No hubiéramos podido encontrar un sitio mejor —dijo frotándose las manos—; estas pilas de
maderos nos ofrecen triple ventaja: un excelente escondite para nuestro coche, un puesto de
observación magnífico para nosotros y la seguridad de que un aparato volador intentará a cualquier
precio evitar la proximidad de este obstáculo.
—¿Cree usted que es aquí donde aterrizan, jefe?
—Sí, ese hangar ofrece un escondite ideal para el aparato, y el terreno me parece suficientemente
propicio para maniobrar.
—Parece estar usted muy seguro de su medio de locomoción, señor Dickson; sin embargo, no
sabe usted más que una cosa, y es que los clientes del difunto Wardle llevaban cascos de aviador.
Eso es poco, conozco a motociclistas que también los utilizan.
—Por eso no sólo me fío de esa prueba, Tom. La prueba que tiene realmente valor para mí es
puramente mental: los fantasmas de Fulham Road no podrían utilizar más que un avión…
El reloj luminoso de Tom Wills señalaba las once y cuarto.
—Un cuarto de hora de espera —observó el detective—. Su automóvil debe ser muy veloz, pues
les debe llevar a Londres en media hora. Ya que inician sus andanzas a las doce en punto.
—¿Dónde estará el coche? —preguntó Tom Wills.
—Probablemente entre esas ruinas; pero no tengo intención de perder ni un solo minuto en
buscarlo. Me propongo dejar que se vayan sin entorpecerles. ¡Luego, ya veremos!
A lo lejos, del fondo de la noche, una campana perdida en las tinieblas dio las once y media. Al
mismo tiempo Harry Dickson levantó los ojos al cielo que estaba cuajado de oscuras nubes.
—¿Lo oye, Tom?
—Sí, jefe —murmuró el joven, estremeciéndose de angustia.
Un rugido relajo al principio, luego más definido, hacía vibrar el aire nocturno.
El ruido se precisó justo por encima de sus cabezas.
—Acaban de fijar el tren de aterrizaje allí arriba —murmuró el detective—, sólo un nictálope
podría realizar semejante proeza dada la oscuridad reinante.
Apenas había terminado de hablar cuando una oscura sombra se destacó en el cielo y cayó en
picado hacia el suelo.
Los detectives casi no pudieron distinguir la confusa forma de un avión aterrizando con todas las
luces apagadas.
Harry Dickson se había subido a uno de los montones de madera y observaba el campo con tantas
precauciones como si fuera de día.
—Para el hombre que desciende ahí, es de día —murmuró.
Oyeron los últimos sonidos de la hélice, luego algunos sordos ruidos metálicos. Tras unos
minutos, eternos para los detectives que se mantenían al acecho, se oyó el motor de un automóvil.
—¡Ahí están, Tom, cuidado!
Un pequeño coche rodaba suavemente por el accidentado suelo del campo, pasando muy cerca
del escondite de Dickson y de Tom Wills.
—Espere —dijo de pronto una voz cascada—, me parece que veo algo.
Harry Dickson se estremeció y llevó la mano al revólver: acababa de ver brillar en la oscuridad
dos terribles ojos verdes, una verdadera mirada de tigre.
—Déjeme en paz con sus estúpidas costumbres de gato asqueroso —gruñó otra voz— y no haga
que pendamos el tiempo, ¿quiere?
El motor volvió a oírse y el coche dio un pequeño salto hacia adelante. Un instante después se
desvaneció en las tinieblas, y el ruido mecánico decreció progresivamente. Harry Dickson respiró.
—Por un momento creí que mis planes se iban al traste —dijo—. Ahora, Tom, vamos a actuar
brevemente.
Salieron de su escondite y se dirigieron hacia el gran hangar.
Un cuarto de hora después había descubierto el avión.
Era un monoplano pequeño, pero provisto de un motor muy potente.
—He aquí un pájaro que tardará en reemprender su vuelo —bromeó Harry Dickson.
Acto seguido se puso a manipular en los órganos del motor.
—Bueno, he dejado una magneto que no valdría ni cinco céntimos —rió—, y este carburador ya
no «carburará».
—Entonces, ¿nuestros pájaros ya no tienen alas? —interrogó Tom Wills.
—Exacto, mi querido amigo, usted lo ha dicho.
—¿Vamos a volver a Fulham Road?
—Nada de eso. No quiero molestar a esos tipejos en su trabajo nocturno.
—Pues éste no es un lugar demasiado confortable como para pasar la noche —refunfuñó Tom
Wills.
—Ni es ésa mi intención. Al contrario, vamos a volver al mundanal ruido. Nuestro amigo
Goodfield nos espera en su casa para cenar.
—¿Y los… fantasmas?
—Mañana… será otro día —respondió irónicamente el detective.
Subieron al coche y tomaron el camino de Londres, y aproximadamente hacia la una de la
madrugada, tras una carrera desenfrenada por las calles felizmente desiertas, se detuvieron ante la
puerta de Goodfield, el superintendente de Scotland Yard.
La casa estaba brillantemente iluminada y Goodfield recibió a sus amigos en un comedor
maravillosamente provisto.
—No me sucede todos los días preparar cenas tan importantes —confesó el valiente policía.
—Creo que nuestro amigo Goodfield se está ofreciendo un pequeño anticipo sobre una
recompensa que bien podría cobrar… muy… muy próximamente.
—¿Cree usted, señor Dickson? —exclamó Goodfield rojo de placer.
—Lo creo, lo creo —respondió maliciosamente el detective—, pero no vendamos aún la piel del
oso.
—Si tuviera la de los fantasmas de Fulham Road me daría por satisfecho —declaró el policía
golpeando suavemente la mesa.
—Puede que haya también algo más, Goodfield —dijo Dickson riendo—. Pero mientras
esperamos descorche esa magnífica botella de vino francés que parece esperar impaciente ser
saboreada.
VII - LOS FANTASMAS
Harry Dickson informó a Scotland Yard de la muerte de Wardle, pero consiguió igualmente que
cualquier intrusión por parte de la policía en La Estrella Polar no se haría antes de la noche.
Hacia las ocho de la mañana, tras haber pasado una buena noche en la habitación de invitados del
buen Goodfield, el señor Sherwood y su criado Fielding volvieron a su casa de Fulham Road.
Una vez dentro recorrieron las habitaciones y, como siempre, no encontraron nada sospechoso.
—Nada —dijo Tom Wills—, nada, igual que siempre.
—Quizá —murmuró Harry Dickson y se dirigió al salón amarillo y una vez allí hizo funcionar el
fonógrafo.
El disco anunciaba un vals de Strauss, pero, sin embargo, no se oyó nada parecido, lo que oyeron
fue un monótono arañar.
—¡Ese aparatejo no marcha! —dijo Tom Wills desdeñosamente.
—Espere, «Tom el impaciente» —respondió Dickson al tiempo que sonreía.
El arañar había cesado para dejar paso a unos golpes claros, luego a silencios más o menos
entrecortados por otros golpes.
—Los golpes que escuchamos en nuestro sueño —exclamó Tom Wills.
—¿Sueño? Sí… hum… si usted quiere… ¡Ah! ¡Escuche!
Se había elevado la voz de un hombre y resonaba, cascada, singularmente deformada por el
fonógrafo-grabador.
«¡Nada! ¡Nada! Asqueroso Ullmann.
»—Es un poco tarde para ir a decirle que ha mentido —contestó otra voz con un acento
extremadamente furioso.
»—¡Dijo en la chimenea! ¡Y ya las hemos visto todas!».
Harry Dickson se enderezó rojo de alegría.
—¿Qué me dice de mi fonógrafo de doble efecto? Reproduce música perfectamente como
cualquier otro, pero registra perfectamente y sin que lo parezca, durante cuatro horas
aproximadamente, todo lo que se produzca en materia de sonido a su alrededor. Es una obra maestra
de la casa Bemhardt, de Nuremberg, mecánicos de alta precisión. Y bajo tan inocente aspecto, creo
que tiene algo más en su interior.
—Todo lo que alcanzo a comprender es que entraron unos hombres y trabajaron aquí durante la
noche —dijo Tom Wills.
—Lo cual ya es algo importante, Tom —respondió el jefe.
—¿Qué es lo que buscan, y dónde?
—A esa doble pregunta le responderé que sé perfectamente lo que buscan. Pero dónde… en qué
lugar… eso acabo de saberlo hace unos instantes.
—¡Pero si ellos no han encontrado nada de nada! —exclamó Tom Wills—, y me da la impresión
que buscan desde hace mucho tiempo. Años tal vez.
—Eso es cierto, y yo, Tom, en pocos segundos acabo de encontrarlo.
—¿Cómo? —exclamó el joven—. ¡No le he visto buscar!
—No era necesario. No obstante, la razón ha hablado, lo cual es más que suficiente.
Harry Dickson se dejó caer en una butaca y bostezó.
—Dios mío, ¡qué largo va a ser el día, Tom! A decir verdad, no espero a esos caballeros hasta la
caída de la tarde.
Hacia mediodía el criado salió a dar una vuelta a la calle y dejó entrar a dos, y luego a otros dos
caballeros, que se instalaron cómo pudieron en una pequeña habitación de la planta baja.
—Mi querido Goodfield, me temo que encuentre la espera demasiado larga —dijo Harry
Dickson, dando la mano al superintendente—. Hay whisky en el aparador y cartas en aquel cajón; les
ruego que si juegan lo hagan con el más absoluto silencio.
—¿Está usted bien seguro de que recibiremos la visita de los fantasmas, señor Dickson? —
preguntó uno de los policías que acompañaban a Goodfield.
—Tan seguro como de que me llamo Harry Dickson y de que el vino que bebimos anoche en casa
de Goodfield era maravilloso —respondió alegremente el detective.
Una hora más tarde, Tom Wills que volvía de un supuesto paseo, tendió un telegrama a su jefe.
El detective lo leyó y sacudió la cabeza.
—Esto hace que ya no haya ninguna duda al respecto —dijo—, todo sucederá como he previsto,
Goodfield.
—¿Por qué no les cogemos en cuanto entren en la casa? —preguntó Tom Wills.
Harry Dickson sacudió la cabeza.
—No, hijo mío, quiero vengarme un poco de ellos. No he olvidado la noche del gran miedo.
—¿Y se va a exponer a recibir otro pinchazo?
Harry Dickson se echó a reír.
—Pone usted el dedo en la llaga, Tom; quiero cogerles con las manos en la masa. De todos
modos le confieso que también he manipulado algo su trocar, igual que hice con el avión.
Hacia las cuatro, Tom Wills, que erraba por la casa, vino a decir que oía pasos en la habitación
vecina.
—Como no sea que Wardle se ha despertado —opinó Goodfield, pero Dickson sacudió la
cabeza.
—Estén preparados, amigos míos; yo voy a volver a mi puesto de criado.
En el saloncito de la planta baja todo se volvió silencioso. Eran cinco los que esperaban el gran
acontecimiento: Tom Wills, Goodfield y los tres policías; Harry Dickson había vuelto al salón
amarillo y se le oía canturrear.
Un momento más tarde el fonógrafo comenzó a funcionar y el vals La Viuda Alegre llegó hasta
los policías.
Harry Dickson escuchaba y canturreaba con placer.
Con un plumero diestramente movido quitaba una mota de polvo de aquí, una pelusa de allí, sin
parar de tararear la popular melodía.
Por las ventanas ya no entraba tanta claridad; lentamente el crepúsculo oscurecía el salón
amarillo.
El detective sacudió la cabeza: el animal se hacía esperar.
Volvió al gramófono que comenzó a difundir otro vals vienes.
Abajo Goodfield y sus compañeros se enervaban un tanto.
—Después de La Princesa Dollar nos pondrá El Soldado de Chocolate, y luego todo el
repertorio clásico —murmuró el superintendente—; prefiero una buena serie de disparos a esta
odiosa espera musical.
Sin embargo, arriba, los acontecimientos se precipitaban a pesar de la calma aparente de la
atmósfera.
El fonógrafo sonaba muy bajo, lo que obligó al detective a acercarse al pabellón tanto que
parecía a la escucha de un secreto.
La música se había vuelto de pronto lejana y débil, pero otros ruidos se insinuaban en la
habitación. Era el lentísimo deslizarse de unos pasos, luego el ruido de una cortina que se corre con
mucha precaución en la habitación vecina.
El interior del pabellón del aparato era de níquel pulido, lo que le hacía servir de espejo. Harry
Dickson podía ver fácilmente, deformado y agrandado, todo lo que sucedía detrás de él.
Unas sombras se agitaban en el oscuro reducto, y, de pronto, una mano apareció a la altura de la
abierta cortina.
Pero el detective no se movió; apenas una sonrisa iluminó sus tranquilos rasgos. Hizo un gesto
como para desplazar el pabellón del aparato y sin duda ese gesto conllevaba un gran golpe teatral.
¡Adiós valses y estribillos! Una formidable y potentísima voz salió del aparato: «¡Ah! ¡Ya están
ustedes aquí, señores asesinos de Ullmann!».
Un doble grito de terror estalló detrás de Harry Dickson, que se volvió tranquilamente.
Al mismo tiempo, Tom Wills, Goodfield y sus hombres invadieron el salón amarillo, revólver en
mano, mientras que en el techo se encendían potentes lámparas.
Dos hombres se mantenían de pie apoyados en la cortina del fondo. Uno pálido y resuelto, con
los labios temblando de rabia; el otro haciendo gestos de ciego.
—Señores —presentó Harry Dickson—, he aquí los fantasmas de nuestra casa de Fulham Road.
Éste es Jim Horva, exteniente de nuestra aviación de la Marina, y ahora conocido en Dartmoor bajo
el número 265; su acompañante es el doctor Hestings, médico que trabajó en el mencionado penal.
—¡Cielos! —murmuró Goodfield—. ¡Es horrible de mirar!
—Qué le vamos a hacer —dijo Horva con una risa cruel—. ¡Mala suerte! He vuelto a jugar y he
vuelto a perder.
Se volvió hacia Harry Dickson.
—Y pensar, querido señor, que creí reconocer, bajo su disfraz grandilocuente e hipócrita de
Hollander al famoso detective Harry Dickson.
»Pero ese cretino de Hestings me trató de visionario y me impidió salir detrás de usted y darle su
merecido con una barra de hierro.
—Es usted un joven muy perspicaz, señor Horva —respondió educadamente el detective—. Es
una verdadera pena que esa cualidad no le haya servido para descubrir lo que buscaban en esta casa.
—¿Y lo ha encontrado usted, as de ases? —se burló.
—Naturalmente, y no me costó más que dos minutos exactos descubrir dónde se escondía eso. No
veo ningún inconveniente en mostrárselo.
»Quiere ponerles las esposas a estos caballeros, Goodfield.
Harry Dickson les precedió por la escalera, hizo funcionar la puerta secreta y entró en la
habitación donde Wardle dormía su último sueño.
—Tom —dijo—, dé unos golpecitos contra el ángulo de la chimenea.
—¿Qué? —aullaron los dos prisioneros.
Tom Wills obedeció, y momentos después, una pequeña cavidad apareció sobre la piedra de
mármol negro. Harry Dickson metió la mano en ella y sacó una pequeña caja de hierro blanco, que
abrió.
Un magnífico resplandor verde salió de ella. Horva lanzó un terrible juramento.
—Ésta es la Gran Luna, la prodigiosa esmeralda que el difunto Ullmann robó a su víctima lady
Bossmere —dijo simplemente.
—¡Cien mil libras! —murmuró Goodfield.
Jim Horva, muy pálido, se dirigió a Harry Dickson.
—Espero que no tendrá inconveniente en decirme cómo encontró esa piedra —dijo.
—En absoluto, señor. El curioso fonógrafo que han podido ver en el salón amarillo me informó
de sus desesperadas palabras de ayer: «Ullmann… mentiroso… chimenea…».
»Ullmann no les había mentido. La chimenea era de la casa en la época en que escondió la
esmeralda. Pero, después, la casa fue dividida en dos. Durante años, han dormido ustedes, en todas
sus visitas, al lado de este tesoro.
De pronto, Jim Horva se tambaleó.
—¿Le emociona el asunto hasta ese punto? —preguntó Goodfield riendo.
—Nada de eso, amigo mío —rió burlonamente el bandido—, pero tendrán que hacerme un sitio
al lado de Wardle.
—¡Se ha envenenado! —exclamó Tom Wills.
—Sí y no, mi joven amigo —repuso Horva con voz debilitada—. Ha sido este maldito trocar el
que me ha jugado una mala pasada. Quise disparar contra su criado en el momento en que oía la
dulce música de ese fonógrafo.
El aparato se estropeó y me clavó la aguja en la mano.
—¡Bah! No es mortal —dijo el detective.
—Creo que está usted en un error, Harry Dickson; este querido doctor Hestings había cargado su
aguja con una droga un poco más peligrosa que de costumbre. ¡Adiós! Cuídense de coger bien a ese
canalla de doctor.
La ambulancia se llevó dos cadáveres del bar La Estrella Polar aquella noche, el de Wardle-
Triggs y el de Jim Horva, el hombre que hubiera podido ser uno de los más prodigiosos aviadores de
los tiempos modernos si el destino no hubiera hecho de él un criminal…
***
Un día en el que el célebre detective relataba, en sus más mínimos detalles, esta curiosa aventura,
añadió algunas explicaciones que el lector agradecerá que reproduzcamos.
—En Dartmoor, Ullmann se estaba regenerando. Estaba al servicio del doctor Hestings, y un día
en que su crimen le pesaba más que nunca, se confesó al médico.
»Pero Horva, que era también enfermero como Ullmann, le oyó.
»Un proyecto loco germinó en su tarado cerebro: apoderarse de la esmeralda.
»Por desgracia… en todos los hombres duerme un criminal, esto se ha repetido muy a menudo en
materia de criminología, y esta vez el terrible proverbio se cumplió.
»Horva ganó al doctor Hestings para sus proyectos.
»Para ello había que hacer desaparecer a Ullmann, que habría podido confesarse con alguien más
que con el doctor. Este último lo dudaba, pero Horva precipitó los acontecimientos.
»Me imagino perfectamente cómo debieron producirse los hechos. Hestings y Ullmann están
solos en el laboratorio del hospital; Jim Horva se acerca cuidadosamente a ellos y golpea a Ullmann,
sin duda mediante su famosa barra de hierro, de la que me habló. Pero en aquel preciso momento
Ullmann estaba manejando una sustancia, muy peligrosa: tiene en la mano un frasco de ácido
sulfúrico. En un movimiento de defensa, lanza el contenido que alcanza al doctor Hestings.
»Después de ello intenta huir.
»Horva no le da tiempo: le persigue por la escalera y le precipita por ella, el desgraciado se
rompe la cabeza.
»Hestings ha quedado atrozmente desfigurado; ha perdido la vista, la emoción le ha paralizado.
»Pero Horva le necesita para llevar a cabo su formidable proyecto. Se convierte en el más
devoto de los enfermeros.
»Y Hestings se cura, aunque parcialmente: recupera el uso de sus miembros, e incluso recobra la
vista. ¡Pero de una manera muy extraña! ¡Se ha convertido en un completo nictálope, aunque a la luz
del día sigue siendo ciego!
»También esto resulta provechoso para Horva.
»Hestings jugará el papel de hombre paralítico y completamente ciego. ¿Cómo se podría
sospechar, si es que alguien lo hacía, de un hombre semejante?
»¿Huir? A Horva ni se le ocurre. No quiere correr el riesgo de que le vuelvan a coger. Antes que
nada quiere estar completamente seguro de la veracidad de la historia de Ullmann.
»Por lo tanto, su presencia es necesaria en Londres, y al mismo tiempo en Dartmoor. Se impone
una especie de ubicuidad.
»Horva, enfermero del doctor, goza de una libertad relativa en la prisión, las noches le
pertenecen. Sale. Consigue ponerse en contacto con un antiguo compañero de la aviación. Compra un
avión, sin duda a un precio muy alto, para asegurarse al mismo tiempo el silencio del vendedor. Casi
toda la fortuna de Hestings desaparece en esa operación.
»Llevan el aparato a las inmediaciones de la prisión: otra complicidad que hay que comprar. La
fortuna de Hestings debió disminuir mucho con esos gastos.
»Y es esa falta de dinero lo que les impide alquilar la casa de Londres. Además no deben verles
en Londres…
»La suerte les sonríe: Lobster, el propietario de la casa de Ullmann, ya ha dado a la mansión la
fama de encantada.
»¡Mejor! ¡Seguirá siéndolo! Basta con sembrar el terror en los inquilinos que se decidan a vivir
en ella.
»Hestings sirvió en las colonias, entre otros lugares en las misteriosas montañas del Himalaya.
Conoce el veneno que hace sentir el miedo.
»Pero además tienen aún más suerte: han reconocido en Wardle a un antiguo prisionero de
Dartmoor, Triggs. Inmediatamente se convierte en el fiel servidor de los dos aliados.
»El último dinero de Hestings sirvió para comprar un pequeño automóvil muy rápido. Éste les
concede esa especie de ubicuidad que necesitan: en dos horas de rápido vuelo hacen el trayecto de
Dartmoor a Londres. Media hora de coche les lleva a Fulham Road hacia la medianoche. Tienen dos
horas por delante para realizar sus investigaciones. Observen que esto no comenzó así. Esa
organización no se consiguió inmediatamente. Hestings debió encontrar la manera de venir a Londres
dos o tres veces solo, y Horva se arregló, con ayuda de un maniquí probablemente, para hacer creer
en su presencia en la clínica de Dartmoor: lo cual no era demasiado difícil, dadas las pocas personas
que se acercaban al enfermo misántropo.
»Observen también que el doctor Hestings se encontró una vez en Londres a pleno día. El día de
nuestra supuesta partida hacia el Polo Norte. Pero necesitaba un guía para que le condujera a través
de la ciudad, ya que en pleno día era ciego. Cuando consiguió su propósito, es decir, cuando estuvo
seguro de que Dickson se había marchado, suprimió al pobre diablo que le había servido de ayuda.
—Pero —objetó Tom Wills—, ¿sabía Hestings que íbamos a ocuparnos de ese asunto?
—Eso es evidente. Recuerde usted, Goodfield, aquella noche en que vi brillar los ojos de gato
detrás de los cristales de la casa encantada. Hestings debió reconocerme. En ese momento, su
organización ya funcionaba perfectamente. Creían haber comprendido mal a Ullmann e investigaban
piedra a piedra toda la casa.
»Desde el momento en que me vio, Hestings debió sembrar la alarma en la mente de Horva. Éste
era un hombre de acción.
»Salió por el garaje, robó un coche que había aparcado en los alrededores y vino a ofrecemos un
taxi. Fueron Listerham y Hardy los que subieron a él, y como no me alcanzó a mí, el bandido
encontró que dos testigos menos estaba bien. Provocó el accidente en el que nuestros amigos
perdieron la vida.
»Si no recibimos antes la visita de esos caballeros se lo debemos a que este verano —continuó
Harry Dickson— los días son largos, las noches cortas, había que volver pronto a casa. El invierno
les venía mejor a sus propósitos. La naturaleza hizo de las suyas convirtiendo al doctor Hestings en
nictálope. Gracias a esa extraña facultad, el aterrizaje del avión, en plena noche, en un suelo
peligroso, se podía efectuar sin demasiado peligro.
—Una vez que hubieran encontrado la esmeralda, Horva se hubiera podido escapar
definitivamente, ¿no es así? —preguntó Goodfield.
—No lo creo. Eran personas inteligentes, prudentes. Hestings habría entrado «oficialmente» en
vías de curación. Habría empleado todas sus fuerzas en conseguir el indulto de Horva, ya que en el
fondo quería profundamente al joven bandido, que le había dado algo de cariño. A Horva le habrían
indultado. Con cualquier pretexto se habrían convertido en ricos y probablemente en hombres
honestos.
***
El destino, sin embargo, decidió que las cosas salieran de otra manera. La familia Bossmere, al
entrar de nuevo en posesión de la Gran Luna, ofreció una recompensa de diez mil libras al célebre
detective Harry Dickson. Al menos, eso es lo que contaron los periódicos.
No añadieron, y eso no es justo, que una gran parte de ese dinero fue a engordar la caja de
retirados de Scotland Yard y que el superintendente Goodfield cobró un cheque tan importante que
pudo comprarse un pequeño automóvil y algunos cuadros que desde hacía tiempo deseaba.
Sin contar con los pobres de Londres, culpables del empobrecimiento de la cuenta bancaria de
Harry Dickson.
Notas
[1] Los dos hechos son auténticos. (N. del A.). <<

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