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EL CONCEPTO DE FICCIÓN Por CARLOS BAGNATO

Uno. La literatura —el concepto no me pertenece— sirve para presentar ante el


lector ciertos destinos. La literatura, desde cierta perspectiva, también se asocia al
concepto de ficción y ficción nos remite a fingimiento, engaño, cuento. Nada en la
literatura es estrictamente cierto, al menos en principio. Todo hecho literario, es decir,
todo destino escrito, estría contaminado por imposturas, por falsedades. "De todas las
mentiras, la literatura es mi preferida".
Sim embargo, a poco de avanzar en este territorio encontraremos una serie de
paradojas y contradicciones, que tal vez alcancen para corregir la idea de que lo
escrito—el relato— es invento, falacia, engaño o embuste. Por empezar, la ficción no es
contraria a la verdad. La ficción no es otra cosa que un abordaje turbulento de lo que
llamamos verdad. Una forma de entenderla sin caer en simplificaciones o
empobrecimientos. La búsqueda de una verdad menos rudimentaria. Estas ideas
tampoco me pertenecen.
Tal vez por esta naturaleza de las cosas nos resulte, alguna vez y ya pasado cierto
tiempo, difícil de entender y de creer que nosotros, tan jóvenes, seamos esos de las fotos
grisáceas y en papel brillante, o ese mismo de las anécdotas de nuestros antiguos
compañeros de la primaria. A este fenómeno contribuye, posiblemente, la memoria, que
como todos saben, no sirve para recordar, sino más bien paraolvidar.
Dos. Si concedemos al cogito cartesiano y la muerte de Dios el nacimiento de la
literatura fantástica, y concebimos que ésta, junto a la revolución industrial, permitió el
auge de la literatura de ciencia ficción, podremos vislumbrar porqué, durante el siglo
pasado, hubo tanta buena literatura distópica. Un par de ejemplos: La compra de la
República (Gog, mil novecientos treinta y uno, Giovanni Papini) o, digamos (para no
mencionar los clásicos Mil novecientos ochenta y cuatro o Un mundo feliz) digamos,
repito, Los mercaderes del espacio (1952, Frederick Pohl y Ciryl Klombuth). En el
primer caso, la extraña novela de Papini está compuesta, no por capítulos, sino por
cartas, donde una de ellas explica, como indica su título, cómo se compra una República.
"La ocasión era buena y el asunto quedó arreglado en pocos días", dice Papini, y
continúa: "El Presidente tenía el agua hasta el cuello: su ministerio, compuesto de
clientes suyos, era un peligro. Las cajas de la República estaban vacías; imponer nuevos
impuestos hubiera sido la señal del derrumbamiento de todo el 'clan' que se hallaba en
el poder, tal vez de una revolución". Continúa relatando cómo ha comprado la voluntad
del gobierno, que ha puesto, como garantía del dinero que ha inyectado el comprador,
sus aduanas y monopolios (¿le suena parecido a algo?), insiste el autor en la divertida
situación de la falacia republicana, dado que tiene el poder de cerrar el parlamento o
declarar la guerra cuando quiera, o expulsar a los inmigrantes o aumentar los
impuestos a su antojo, sin que nadie sepa quién es el que ordena tales cosas, ya que la
apariencia de republicanismo se mantiene solamente por la voluntad del dueño del
país, que puede, si su humor lo requiere, revelar el secreto y legal convenio.
Para mayor estupor, este pequeño relato es sumamente escueto, pero
fatalmente verosímil. Léanlo, por favor. El amable mr. Google lo tiene a mano.
Tres. Los Mercaderes del espacio. Una de las mejores novelas distópicas. Y
también una de las más inquietantes. El sistema económico ha devorado al político y las
grandes empresas ejercen el dominio del mundo sin intermediarios. Los cuerpos
colegiados ya no representan a los ciudadanos, sino a las corporaciones. Ya no hay
ciudadanos. Hay consumidores. En el pináculo del poder se encuentran los
empresarios, y sus mejores hombres son los publicistas. ¿Le parece un disparate?
Piense de nuevo.
Cuatro. Otro sí digo sobre Los mercaderes del espacio: en esta sociedad es más
fácil y barato conseguir bienes de lujo que artículos de primera necesidad.
Cinco. El concepto de ficción está ligado íntimamente al de mímesis. La
literatura—en un primer acercamiento— busca explicar el Universo copiándolo. Se
nutre de él. Los textos ficcionales proponen una lógica y unas leyes internas que nos
permiten suspender el juicio de verdad y creer que la realidad es eso que leemos, que
es cierto que hay una isla donde Morel ensaya la inmortalidad, que es cierto que la
belleza de una mujer es capaz de desatar una guerra. Schliemann encontró las ruinas
de Troya persiguiendo esta sensación de veracidad. Borges propone que el recuerdo de
un umbral o de un cementerio antiguo sostiene la existencia física del primero y el
hallazgo de orfebrería y joyas en el segundo. El olvido es inexistencia. Saer especula que
el rechazo de todo elemento ficticio no implica verdad—la verdad es una sustancia
indócil—. ¿Sucedieron, efectivamente, como lo cuenta Walsh los fusilamientos de José
León Suárez? La realidad, dicen por ahí, tiene la misma estructura que la ficción y los
límites entre ambas son lábiles. Para eso, tal vez, convenga apelar a la filosofía, cuyo
grado de ficción debería ser semejante a cero, según algunos ingenuos. La filosofía ha
matado a Dios (es decir, al Autor), pero cree en la Gramática. Los problemas de la
filosofía son los problemas del lenguaje. Un lenguaje pobre, que a duras penas puede
llegar al fin de una oración (no digamos un párrafo), es evidencia de un pensamiento
pobre y débil. La ficción literaria nos presenta nuestros destinos posibles. De eso se
trata.

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