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CUANDO SACAMOS UNA PRENDA DEL ARMARIO y nos la ponemos, en cierto modo

nos definimos a nosotros mismos; construimos y matizamos los espacios sociales y las
relaciones humanas que los habitan. En este sentido, hay pocas prendas tan fascinantes y
versátiles como la gabardina que, desde su creación a mediados del siglo XIX, ha vestido
cuerpos y actitudes de lo más dispares.
Su nombre parece provenir de la garibaldina, el abrigo de las tropas italianas de Garibaldi.
Tras registrar su célebre marca en 1856 con solo 21 años, Thomas Burberry inventó en
1888 el tejido que daría forma al abrigo: la gabardina, impermeable y transpirable, perfecta
para combatir las inclemencias del tiempo en el Reino Unido. Al ejército británico no le
pasó inadvertida esta creación que comenzó a usar en 1901 y cuyos oficiales llevaron
durante la Primera Guerra Mundial. Esto explica que el popular impermeable no contara
con capucha: sus primeros usuarios llevaban casco.
El trench saltó pronto de las trincheras a la calle y al mundo del cine: los soldados se
convirtieron en hombres de incorregible romanticismo, varones que, vistiéndola,
reinventaron en cierto modo la masculinidad. Imposible no acordarse del atormentado
Humphrey Bogart de Casablanca y del irresistible Jean-Paul Belmondo en las películas de
Louis Malle o Jean-Luc Godard. Los detectives privados también tomaron buena nota del
inmejorable material de la gabardina, perfecta para largas noches de vigilancia bajo la lluvia
y que, con ayuda de un periódico, garantiza el anonimato de buena mañana. El desaliñado
detective Colombo es quizá el más representativo de todos ellos.
Lo genuino de esta prenda reside en su generosa naturaleza: cuando decidimos ponérnosla,
no solo nos definimos nosotros, sino que también nos permite que la definamos a ella. Si el
chaqué destila respeto, el esmoquin ceremonia y el loden exclusividad, la gabardina no
impone, por sí misma, ninguna lectura concreta a quien la observa. De ahí que haya muchos
otros iconos culturales ligados a ella, tan variados entre sí como los armarios que hoy la
consideran indispensable.
Jacques Tati fue uno de los que facilitaron la disolución de tan varonil significación de la
gabardina a través de su inolvidable Monsieur Hulot, un hombre con largas piernas de jirafa y
en el hocico, siempre, una reconocible pipa. Tampoco podemos olvidarnos de la fumadora
Lauren Bacall, o de la espléndida Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes,
probablemente la mayor responsable de que a día de hoy las mujeres lleven esta prenda tanto
como los hombres. A Marlene Dietrich, Brigitte Bardot, Meryl Streep o Lady Di también las
podemos recordar con trench.
El cine nos enseña que todo cuanto hagamos o digamos cambiará drásticamente si, en el
momento de hacerlo o de decirlo, llevamos puesta una gabardina. Lo importante aquí no es
qué gabardina llevemos, sino la forma en que lo hagamos. Si no hace frío o viento, un
cuello subido podrá ser tenido por arrogante. Quien la lleva cerrada muestra desconfianza o
timidez. El que camina con ella abierta denota cierta dejadez. El que la viste cerrada pero de
pronto la abre y deja constancia de que no lleva más ropa que esa, atenta contra la ley.
Los ocho metros de tela que emplea tradicionalmente Burberry para su confección dan para
muchos pliegues, que se convierten en resortes de expresividad según el gusto del modista.
Hay quien habla, incluso, de una quiromancia del trench, que permitiría leer los pliegues
como las líneas de una mano o los posos de una taza de café turco.
Las tendencias, claro, son cambiantes. Hoy se ven con frecuencia gabardinas de tartán,
algunas propuestas más cozys y originales propuestas para los bolsillos laterales. La variedad
es amplia, pero su verdadera esencia la compone una historia de muchas páginas que no
parece que vaya a terminarse nunca.

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