Dana y Kae PDF
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Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Gracias
El devorador
Danna & Kay
(La última scout)
Danna & Kay 1
Quizá, si lo hubiera suplicado, el día podría haber sido aún peor, pero no lo
creía.
Kay Nolan, inspectora de Homicidios, arrojó las llaves de la moto sobre el
escritorio y guardó la pistolera con su Glock 19 y la placa en un cajón.
Vestida con pantalones vaqueros, camisa sport y chaqueta entallada, echó un
vistazo rápido a la oficina. Desde la altura de su uno ochenta, le resultaba
muy fácil hacerse una idea de lo que se cocía a su alrededor. Sin embargo, no
había mucho que observar. A aquella hora, la comisaría estaba tranquila. El
turno de noche, menos concurrido y bullicioso que el diurno, trabajaba en
silencio. Sólo ella y parte de su equipo seguían allí, haciendo horas extras
para atrapar a un sospechoso de asesinato que, hasta aquel momento, se había
mostrado demasiado escurridizo.
—Tim, ¿hay algo?
—Nada todavía. —Timothy Clarck, detective de homicidios, colgó el
teléfono y la miró decepcionado—. El tipo es listo y sabe muy bien lo que se
hace. No hay ni rastro de movimientos bancarios encubiertos.
Kay Nolan se dejó caer sobre su sillón y estiró las piernas. Llevaba casi
veinticuatro horas sin dormir, pero su trabajo se estaba derrumbando sobre el
cuerpo de un hombre asesinado que no encontraría justicia. Demasiado joven
para ser inspectora, había demostrado que la edad no era un impedimento
para alcanzar ese grado. Era inteligente, trabajadora infatigable y demasiado
tozuda para dar su brazo a torcer. Jamás permitía que un asesino escapara
impune.
Estudió a Tim. Se le veía tan cansado como a ella. Habían pasado toda la
noche anterior interrogando a un tipo, experto informático del que se decía
que manejaba redes de dinero negro a cambio de suculentos honorarios, que
les había llevado hasta el mismísimo despacho de Ken Strasser, un
empresario cuyo imperio se había construido sobre la base de negocios
turbios de los que, sin embargo, jamás se había encontrado rastro que
permitiera una detención. Lo que hasta entonces se limitaba a delitos de
carácter financiero, se había convertido ahora, sin embargo, en un nuevo caso
para Homicidios. Jack Simpson, dueño de una naviera con la que Strasser
había hecho negocios, había aparecido muerto en su despacho. La
investigación apuntaba a un móvil claro: Simpson no había podido pagar las
deudas contraídas con Strasser y la policía pensaba que éste se había cobrado
la deuda a su manera. Sin embargo, no se había encontrado ninguna prueba
que ligara a Strasser con la muerte de Simpson, pese a que Kay y su equipo
estaban convencidos de que el empresario de origen alemán era quien había
dado la orden de matar al naviero.
Pese a que no contaban con pruebas concluyentes que lo relacionaran con
el asesinato de Simpson, Kay Nolan no daba el caso por perdido. Tras
interrogar durante horas al contable que había llevado las cuentas de Strasser
a lo largo de varios años, había decidido acometer al empresario por el flanco
que creyó más vulnerable: el económico, una especie de recompensa
sucedánea con la que intentaría emular el caso Al Capone y lograr una
condena de carácter fiscal para Strasser. Eso, tal vez, le daría el tiempo que
necesitaba para continuar con la investigación del caso Simpson hasta
conseguir las pruebas necesarias que condenaran a Strasser por asesinato.
Asesorada por el Departamento del FBI que se ocupaba de investigar los
White Collar Crimes, los crímenes de cuello blanco, habitualmente
relacionados con fraude fiscal, había montado un dispositivo policial para
atrapar al propietario de uno de los mayores emporios económicos con sede
en Nueva York. Estaba tan convencida de que lo lograría, que había hecho
creer a su capitán que lo tenían pillado y, cuando todo parecía indicar que
esta vez Strasser no podría librarse, el tipo los había recibido tranquilamente
en su oficina, impecablemente vestido, como si lo hubiera hecho a propósito
para la ocasión, y se había ofrecido a cooperar: les había permitido acceso
libre y total a los ordenadores de Strasser Enterprise.
Kay no era una mujer engreída. Llevaba demasiado tiempo siendo policía
para permitirse esa debilidad y, a pesar de la información que habían
obtenido del contable en el interrogatorio, sabía que no encontrarían nada en
aquellos ordenadores, aunque un rayo de esperanza había mantenido vivo su
optimismo durante el día. Quizá, después de todo, tuvieran suerte y la
División de delitos informáticos de la policía haría el milagro de encontrar
una prueba con la que detener a Strasser y, con ello, conseguirían ese tiempo
precioso que necesitaban para continuar investigando el asesinato de
Simpson. Sin embargo, Tim acababa de darle la puntilla: no había nada con
lo que retener al empresario, que había reservado un billete de ida a Túnez.
Un país con el que los Estados Unidos no tenían firmado tratado de
extradición.
Se echó hacia atrás y dejó que la espalda descansara en el respaldo. Le
dolía todo el cuerpo y lo estiró, buscando un alivio pasajero. Se rastrilló la
melena con los dedos y cerró los ojos un instante. Rachel Webster, el otro
miembro de su equipo, estaba en el aeropuerto con una patrulla esperando
órdenes para arrestar a Strasser, pero no había ningún motivo para hacerlo.
Estaba tan limpio como el instrumental de un quirófano. Kay se presionó la
frente con los dedos y fijó la mirada en la pared del fondo. El ejemplar
hombre de negocios, Ken Strasser, principal sospechoso del asesinato de un
hombre, estaba a punto de embarcar en un avión y ella no podía evitarlo.
Negó en silencio con la cabeza. Efectivamente, el día no podría haber ido
peor. Se incorporó, apoyó los codos sobre el escritorio y fijó la vista en el
monitor del ordenador. El protector de pantalla mostraba la hora. Eran las
20:35. Veinticinco minutos más y se marcharía a casa, con Strasser detenido
o camino de Túnez, aunque intuía que sería la segunda opción con la que
tendría que irse. En su fuero interno, sabía que no se podía ganar siempre, por
más que no lo aceptara.
Volvió a mirar la pantalla. Eran las 20:36 de ese maldito día que, al menos,
estaba a punto de acabar. Se frotó los ojos con los dedos y luego los pasó por
el puente de la nariz, masajeándolo. Por más que se la repitiera, no podía
admitir esa frase. Ella siempre ganaba y los malos siempre perdían.
El móvil sonó. Era Rachel Webster.
—¿Tenemos algo, Kay?
—No, aún no hay nada. ¿Qué hace?
—Acaba de pasar el control de pasaportes. Va a embarcar.
Kay miró el ordenador. Las 20:40.
—¿El despegue sigue previsto para las 20:55?
—Sí —La voz de Rachel le sonó tan decepcionada como la suya propia—,
te llamaré si hay algo.
Kay colgó, pero sabía que no habría nada. Volvió a recostarse en el
respaldo y observó el movimiento de los números en la pantalla. Las 20:41.
La atmósfera estaba cargada y se percibía un olor denso y desagradable. Se
levantó y abrió una ventana. El aire de fuera, cargado con la contaminación
de una gran ciudad como Nueva York, le pareció fresco y limpio en
comparación con el de dentro. Aspiró una bocanada y dejó que la vista se
perdiera entre las sombras que las luces de la calle dibujaban en los edificios
de enfrente. Luego volvió a su mesa de trabajo.
Eran las 20:54. Tenían una orden judicial para impedir la salida del avión
si conseguían esas malditas pruebas. Kay miró a Tim. Estaba al teléfono,
hablando con los de la División informática. Lo vio colgar el auricular y
mirarla. Movió la cabeza negativamente. En la pantalla los números formaron
las 20:55 y Kay dejó salir el aire lentamente de los pulmones. El móvil sonó
de nuevo.
—¿Kay? El avión va a despegar.
—Lo sé. Vete a casa, Rachel.
En silencio, apagó el ordenador y se puso en pie.
—Hemos hecho lo que hemos podido, Kay —Tim se acercó a ella y le
ayudó a ponerse el abrigo.
—Y parece que lo que hemos podido no ha sido suficiente.
—No siempre se puede ganar.
—De críos nos enseñan que el Bien siempre gana, Tim —Kay se volvió
hacia él mientras comenzaba a abrocharse la cazadora—. Parece que Santa
Claus no es el único engaño que nos cuentan.
—Tú sola no puedes limpiar la inmundicia de todo el mundo. Un día u otro
tendrás que convencerte de ello, Kay. Aunque, ¿quién sabe?, quizá algún día
con un poco de suerte podamos echarle el guante a Strasser.
Kay meneó la cabeza.
—No creo en la suerte —dijo—. Dejé de creer en ella como dejé de
hacerlo en Santa Claus, pero si Mahoma no va a la montaña…
Kay cogió el bolso.
—¿No estarás pensando en…?
Ella lo hizo callar con un gesto. Estaba cansada y lo único que deseaba era
marcharse a casa. Se tomaría una copa de vino y llamaría a Lisa. Le
propondría que pasara la noche con ella. Así, al menos, consumiría toda esa
energía que había estado reteniendo y que se había convertido en estrés. Por
la mañana vería las cosas de forma diferente y sería entonces el momento de
empezar a pensar en una solución.
Agarró el bolso con fuerza y sintió que las uñas se le clavaban en la palma
de la mano. Relajó los dedos y pensó que el día había tenido algo bueno: al
fin y al cabo se había acabado y ya nada podría ir mal. Se despidió de Tim
con un gesto y se dirigió hacia el ascensor. Entonces, oyó su nombre.
—Inspectora Nolan.
Kay se giró y vio al capitán, Daniel Gilmore, observándola desde la puerta
de su despacho.
—¿Ya se marchaba?
—Sí, señor. ¿Necesita algo?
—Será sólo un instante, si no le importa.
Kay volvió sobre sus pasos y entró en el despacho del capitán. Sentada en
una de las butacas de la mesa de reuniones, había una mujer vestida con la
elegancia de una dama y la impecable pero aburrida asepsia de un alto
directivo de empresa. Tenía el pelo recogido en un moño, las piernas eran
largas y estaban cubiertas con medias de seda. Llevaba zapatos de tacón, cada
uno de los cuales, pensó Kay, debía de costar la mitad de su sueldo. Chaqueta
entallada, camisa blanca clásica que se ajustaba a un torso delgado en el que
no destacaba la femineidad por el volumen de su busto, sino por las líneas
sensuales y redondas que lo conformaban. Junto a ella, a los pies, descansaba
un maletín de piel. La mujer la estudió del mismo modo en que Kay lo hizo
con ella, en silencio, como dos depredadores que se tantean para decidir cuál
será el primero en atacar a la presa.
—Quiero presentarle a Danna Frost —dijo el capitán.
La mujer se levantó y las dos se miraron frente a frente. Kay pensó que, sin
esos tacones, sería unos centímetros más baja que ella. Danna le tendió la
mano y Kay dio un paso adelante para estrechársela. Se saludaron con
cortesía, pero el apretón de manos fue recio, como si ninguna de ellas
quisiera mostrarse débil ante la otra.
—Va a ser la asesora legal de la comisaría.
—¿Asesora legal, señor?
Kay preguntó sin mirar a su superior. Tenía la vista fija en aquella mujer
que la sonreía bajo una mirada sagaz.
—Se trata de un nuevo programa que se implantará en todo el
Departamento de Policía de Nueva York, inspectora. El gobernador opina
que no se está trabajando conforme a los protocolos de actuación. El número
de casos que se han perdido en los juzgados debido a desajustes en los
procedimientos policiales ha crecido de forma alarmante en los últimos
tiempos, de modo que el departamento ha decidido dotar a cada comisaría
con un consejero legal que evite esos errores.
—¿Una especie de vigilante? —Sintió la mirada inquisitiva del capitán
clavándose en su rostro. La conocía lo suficiente para saber que aquello no le
estaba gustando. Se volvió hacia él y clavó en los ojos de su superior una
mirada que no dejaba lugar a la duda. Estaba cansada, frustrada y ahora,
además, cabreada—. ¿Va a fiscalizar nuestro trabajo, señor? —Lo preguntó
sin ambages, como si la tal Frost no estuviera delante.
—Va a asegurarse de que el trabajo de cada policía de esta comisaría se
realiza conforme a las normas.
—¿Y tendré que informarla de cada paso que doy?
—Más o menos —La voz del capitán sonó más ruda de lo habitual.
Kay volvió la mirada hacia la mujer.
—En realidad, inspectora —Danna Frost no retiró la vista de los ojos de
Kay—, ese más o menos es un sí. Tendrá que informarme de cada paso que
dé.
Kay achinó los ojos, en los que se reflejó un destello de exasperación.
Aquella damita vestida como si fuera a una reunión de altos directivos
acababa de firmar una declaración de guerra. Sabía lo que ese más o menos
que el capitán había pronunciado significaba, pero la letrada no había tenido
empacho en dejar claro su cometido desde el principio.
—Por supuesto —dijo.
Durante un instante, el silencio invadió el despacho, un silencio que, sin
embargo, proclamaba a voces que, con esas palabras, la inspectora acababa
de aceptar la declaración de guerra y que sólo era una cuestión de tiempo,
más o menos largo, que el estallido entre ambas se produjera.
Se despidió con una ligera inclinación de cabeza y recogió el bolso que
había dejado sobre su escritorio. Cuando las puertas del ascensor se cerraron
tras ella, exhaló el aire con fuerza. Al fin, como quedaba demostrado, incluso
en el último minuto el día sí podía ir a peor.
—No la he gustado.
Danna sacó el queso cheddar del frigorífico y lo posó sobre la encimera.
Frank la miró desde el otro lado de la cocina. Se había quitado los zapatos, la
corbata y la camisa, y se había quedado en pantalones y camiseta interior.
—¿Por qué siempre eres tan negativa?
—No lo soy. Lo he visto en sus ojos.
—Acabas de decir que su sospechoso se ha marchado de rositas hacia un
país con el que no tenemos tratado de extradición. ¿Cómo crees que se
sentirá?
—Frustrada, obviamente.
—¿Entonces por qué confundes la frustración con el hecho de que no le
gustes?
Danna dejó de rallar el queso y lo miró.
—Te lo he dicho: lo vi en sus ojos.
—Oh, vamos. Esas son suspicacias femeninas.
—Frank, eres un tipo muy listo para ganar pasta, pero en cuanto a mujeres
no sabes nada.
Él se acercó a ella y le acarició el cuello.
—¿De veras?
Danna cerró los ojos. Quizá había exagerado. Al menos en aquel aspecto,
Frank sabía muy bien lo que hacía. Sintió los labios de él en el cuello y las
manos bajando hasta sus caderas. Se le erizó el vello y dejó el rallador sobre
la encimera. Se dio la vuelta y él la sonrió.
—¿Te sientes menos tensa?
Danna asintió con un movimiento de la cabeza. Sí, la tensión parecía ir
diluyéndose entre los brazos de él, aunque lo que en realidad empezaba a
sentir debía calificarse de una manera un poco más jugosa. Buscó la boca de
él y lo besó. Con rabia, sin preámbulos. Después de unos segundos, él se
apartó y la sonrió.
—Hoy estoy cansado, Dan.
Ella bajó la cabeza, decepcionada, y la apoyó en el pecho de Frank.
Últimamente los dos estaban cansados, más él que ella. Apenas se veían un
rato cada noche, antes de irse a la cama en la que él solía quedarse dormido
enseguida. No hacían el amor con la frecuencia del principio. Ni siquiera con
una frecuencia que pudiera resultar medianamente satisfactoria. Su trabajo en
Wall Street absorbía todas sus fuerzas y, cuando llegaba a casa, sólo quería
relajarse, aunque no con ella. Le bastaba sentarse en el sofá y leer un rato en
silencio. Ni siquiera charlaban. Aquella noche, la conversación sobre su
primer encuentro con la inspectora Nolan había sido una excepción. Danna
pensó que él le había regalado unos minutos de su atención. Los suficientes
para que no se sintiera ignorada. Como buen broker, Frank era práctico y en
sus relaciones laborales no permitía que las emociones entraran en el terreno
de juego. Su percepción de la inspectora era la de un hombre pragmático en
el que, en relación al trabajo, no tenía cabida el tú me gustas o me caes mal.
Sintió que los brazos de él ya no la rodeaban y se giró. Frank había sacado la
leche de la nevera y se había servido un vaso.
—La cena está casi lista —dijo ella.
—No voy a cenar. Tomé un sándwich en la oficina y no tengo hambre.
Danna lo vio alejarse con el vaso de leche, camino del salón. Miró los
orejones, enfriándose en un tazón con agua y los dos platos preparados sobre
la barra de la cocina. Ya ni siquiera cenaban juntos. Cogió las ralladuras de
queso y las añadió a un tazón pequeño en el que había mezclado vinagre
balsámico y aceite de oliva con una pizca de sal y pimienta. Ella sí tenía
hambre. Colocó los trozos de orejones con la rúcula en su plato, lo roció con
el aderezo y esparció algunos trozos de nueces por encima. Masticó despacio,
pensativa y con cierta sensación de desengaño. Aquella ensalada no podría
calmar ese otro tipo de hambre que también tenía.
***
***
***
***
—Claro que lo conocía. Tenía alquilada una de mis habitaciones.
Tim sabía que había hecho una pregunta estúpida, pero interrogar al casero
sobre si conocía a uno de sus inquilinos era un modo como otro cualquiera de
comenzar la investigación.
—Era un patoso. Un asno. Demasiado idiota para evitar morir apaleado.
—No tiene muy buena opinión de él.
—No se merecía otra.
Estaban en el salón del casero, Andrew Young. Un hombre tosco, dueño de
un edificio del que Tim estaba seguro que no pasaría la inspección técnica si
el ayuntamiento decidiera realizarla. Había visitado la habitación de Joe
Repko y todavía sentía en la nariz el olor a suciedad. Sintió lástima por los
agentes de la Científica que aún estaban ahí arriba, metidos en ese cuchitril
infecto. El salón del casero, sin embargo, estaba limpio y ordenado. Había un
par de sofás, una televisión antigua y un aparador lleno de fotos. Tim supuso
que la mujer que aparecía en muchas de ellas debía de ser su esposa y el
adolescente con gorra y bate de béisbol sonriente de la foto que había en la
mesa de la televisión, su hijo.
—¿Sabía que estaba metido en asuntos de droga?
—¿Repko? Sí —farfulló el casero—, pero nada importante. Era un camello
de tres al cuarto.
—¿Lo visitaba alguien?
—De vez en cuando, pero no con frecuencia. Le tenía dicho que aquí no
quería follones. Sus asuntos debía resolverlos ahí fuera.
—¿Alguna vez tuvo problemas?
—Querrá decir si hubo algún día de los que vivió que no los tuviera. Ya le
he dicho que era un asno. Si se hubiera limitado a su coto, no le habría
pasado esto. Pero el tío tenía planes, decía. Grandes planes.
Andrew Young miró por la ventana y echó una ojeada al callejón donde
Repko había aparecido muerto.
—Y en eso ha quedado —dijo señalándolo con el mentón.
—Parece no sentirlo mucho.
El casero miró a Tim, entrecerrando los ojos.
—Psss, ya tengo un par de tipos que quieren la habitación. Por cierto,
¿cuándo la dejaran libre? Tengo que limpiarla un poco antes de que otro
estúpido como Repko la ocupe.
—Pregunte arriba, a los de la Científica.
La puerta se abrió y ambos miraron hacia ella. Un joven adolescente, con
una mochila escolar al hombro, entró.
—Papá, ¿lo has visto?
—Claro que lo he visto.
—Es Joe. Dicen que lo han matado.
Tim estudió al joven.
—¿Lo conocías?
—Este es mi hijo Allan.
Tim le sonrió y lo saludó con un movimiento de cabeza.
—Dime, ¿lo conocías?
—Vivía aquí.
—Claro que lo conocía —el padre terció en la conversación—. Todos lo
conocíamos.
Tim obvió el comentario de Andrew.
—¿Sabes quiénes eran sus amigos?
—Algunos venían por aquí o esperaban a Joe en la puerta. Pero nunca
hablé con ellos.
—¿No conoces sus nombres?
—Se llamaban por apodos.
—Mi hijo no va a contarle nada que no le haya contado yo. Le tenía
prohibido tratar con Joe y su pandilla.
—Supongo que es lo que haría un buen padre. Bien, señor Young, si se me
ocurre alguna pregunta más que hacerle, le llamaré o volveré a pasarme por
aquí.
Tim se marchó. Andrew Young lo vio alejarse, mientras su hijo no podía
quitar ojo del cadáver de Joe, que estaban introduciendo en una camioneta
con el logotipo del Servicio Forense.
***
Patrick Simons se acomodó junto a Nick Martin en la parte trasera del avión.
El vuelo sería corto, pero aun así aceptó el zumo de naranja que le ofreció la
azafata.
—¿Has oído algo sobre la misión?
Patrick encogió los hombros.
—Lo llevan con mucho secretismo, pero creo que se trata de un trabajo de
protección.
—¿Alguna idea sobre el protegido?
—No.
Nick Martin se estiró como pudo, que no fue mucho. Media un metro
noventa y tenía un cuerpo demasiado robusto para acoplarlo a las estrecheces
del asiento.
—Los ingenieros aeronáuticos no piensan en gente como yo. ¿Qué haces?
Patrick había sacado la cartera del bolsillo interior y estaba viendo las fotos
de su mujer y su hija.
—Estoy cansado de todo esto, Nick.
—¿Te refieres a no saber casi nunca dónde vas, ni cuándo vas a hacerlo ni
para qué?
—Sobre todo me refiero a ellas. Apenas las veo y me estoy perdiendo la
infancia de mi hija.
Nick miró por encima de los brazos de Patrick y echó un vistazo a las
fotos.
—La de Julie es nueva.
—Me la mandó Ellie ayer. Es su primer día de guardería y yo no estuve
allí. No creo que quiera seguir con esto.
—¿Hablas en serio?
Patrick asintió con la cabeza.
—Voy a solicitar un destino en Langley.
—¿Me vas a dejar colgado, tío?
—Tú también deberías hacerlo. ¿No has tenido suficientes aventuras ya?
—No. Yo no tengo ninguna vida que me espere ahí fuera.
Patrick no quiso mirarlo. Era un tema del que habían hablado algunas
veces y sabía que siempre que lo trataban, Nick se marchaba a beber una
copa. Cerró la cartera y volvió a guardarla en el bolsillo. Eran buenos amigos.
Se habían conocido cuando los dos entraron en la Agencia. Nick venía de
hacer sus pinitos en el Servicio Secreto que no le había gustado. Su cometido
como agente recién llegado no le permitía un puesto asignado a protección,
así que se aburría. Después de combatir en Irak, estar quieto durante la mayor
parte del día le ponía nervioso. En la CIA había encontrado no sólo más
acción, sino también a Patrick. Llevaban unos años formando tándem y
trabajaban bien juntos. Se habían hecho buenos amigos y Nick se había
convertido en el padrino de su hija cuando Julie nació.
—¿No has pensado en casarte, Nick?
—¡Qué va! No hay mujer en este mundo que me aguante.
—Querrás decir que no hay mujer en este mundo que aguante este tipo de
vida. Creo que en nuestro caso es la incertidumbre lo que acaba con la
mayoría de los matrimonios de los agentes.
—¿Es por eso, Patrick? ¿Ellie y tú tenéis problemas?
—Aún no, pero no quiero dejar que las cosas lleguen a ese punto.
—Entonces lo de pedir un destino en Langley va en serio.
Patrick asintió en silencio. Volvió a sacar la cartera del bolsillo y a mirar
las fotos.
—No quiero perderme su vida. La vida de ninguna de ellas. Y tampoco
quiero que Ellie tenga que recibirme algún día metido en un féretro.
Nick lo miró de soslayo. Sabía a qué se refería Patrick. También él lo había
pensado más de una vez pero, a diferencia de su amigo, no tenía a nadie que
esperase su ataúd, si es que aquel acontecimiento al que solía cerrar los ojos
para poder sobrellevar la vida sucedía. Tampoco es que se viera llegando a
casa con una cartera prendida de la mano y pensando que en cuanto se tomara
una cerveza tendría que cortar el césped. Nunca se había enamorado de una
mujer lo suficiente como para llevar sus ensoñaciones hasta ese punto. Lo
más lejos que habían llegado era hasta el momento en que le pedía que se
casara con él, pero ella nunca llegaba a contestar, porque aquello era sólo una
proyección onírica de la realidad que siempre se acababa antes: cuando ella le
dejaba porque estaba harta de esperar a que volviera de sus viajes.
—En serio, deberías pensarlo. Le has dado suficiente vida al país. Es hora
de que empieces a dártela a ti mismo.
Nick inclinó hacia atrás el respaldo y encogió las piernas. El asiento
delantero le estaba haciendo polvo las rodillas. La observación de Patrick era
una sugerencia a tener en cuenta. Se prometió a sí mismo que la pensaría,
pero no entonces. Las luces de cabina se encendieron y Nick tuvo que volver
a colocar el respaldo en posición vertical y abrocharse el cinturón. El vuelo
había sido corto y estaban a punto de llegar a su destino.
***
—Yo no tengo mucho —Tim se sentó junto a la mesa de Kay—, salvo que el
casero no apreciaba nada a Repko.
—Lo cual no le hace diferente del resto. —Rachel se unió a ellos—. Por lo
que he sacado de aquí y allá, Repko no caía demasiado bien.
—¿Me estáis diciendo que tenemos decenas de potenciales sospechosos?
—Kay dejó el bolígrafo sobre el escritorio y se apoyó en el respaldo de su
sillón.
—No —contestó Rachel—, estoy diciendo que en el barrio no se tenía
buena opinión de Repko. Pero me ha parecido encontrar en todos ellos más
desdén que odio. ¿Qué tal tú? ¿Has dado con algo?
—Philip Norway me ha pasado información, pero no hay nada destacable.
Según los registros de Narcóticos, Joe Repko era un camello de poca monta
que debía de haber pasado desapercibido para todo el mundo excepto para
sus clientes. Se le detuvo en tres ocasiones por tráfico de drogas, pero
siempre fueron cantidades pequeñas y no llegó a entrar en prisión. En su
expediente no aparecen delitos por agresión ni de ningún tipo que nos lleve
pensar que alguien pudiera tener motivos para asesinarlo y mucho menos de
esa forma.
—Salvo que estuviera metido en algún lío de los gordos que no se
encuentre reflejado en los informes.
—Es posible, pero me pregunto cómo podría estarlo si era un don nadie.
Uno se busca líos de los gordos en ese mundo cuando ha subido unos cuantos
peldaños en el escalafón, pero no cuando se está en el rellano y sin
posibilidad de acceder ni siquiera al primer escalón. No creo que se trate de
un ajuste de cuentas.
—¿Algo personal, entonces?
Kay asintió.
—Me parece que la cosa va más por ahí. He hecho una lista de tipos
fichados que han tenido algún contacto con Repko, podemos empezar por
ellos. También hay que saber más de él. ¿Tenía novia?
Rachel y Tim negaron con la cabeza al mismo tiempo.
—Bueno…, pues habrá que empezar a trabajar. Vamos a repartirnos los
expedientes y hablaremos con estos tipos, a ver si sacamos algo en claro.
Los dos detectives se levantaron.
—Eh, mirad —Tim señaló con el mentón el despacho del capitán.
Daniel Gilmore estaba de pie y hablaba por teléfono. Los tres se dieron
cuenta. El rostro de Gilmore estaba tenso, los labios apretados y, aunque no
podían oírle, cuando hablaba parecía que escupía las palabras más que
pronunciarlas.
—¿Quién le habrá montado el lío hoy?
Kay se encogió de hombros.
—No sé, pero parece un cabreo de los buenos. —Miró el reloj y cogió la
chupa—. ¿Qué tal si desaparecemos antes de que abra la puerta? ¿Nos vamos
a comer?
***
De vuelta a su escritorio, Kay obvió el ten con ten que había mantenido con
Danna Frost, pero no la información que había obtenido.
—¿Qué has averiguado?
Tim y Rachel acercaron sus sillas al escritorio de Kay.
—No más que lo que ya sabíamos.
—¿Y la razón para la requisa?
Kay meneó la cabeza:
—Obviamente, no se la dieron.
—¿Qué pinta una Agencia del gobierno en este caso?
—Eso es lo que vamos a averiguar, Rachel.
—Pero el caso está cerrado para nosotros.
—Sólo oficialmente, Tim.
—¿En qué estás pensando? —Rachel cerró el expediente que tenía sobre
las rodillas y acercó la silla un poco más.
—En que esta vez Mahoma no puede ir a la montaña, así que tendremos
que llevar la montaña hasta él.
***
***
Klaus Boschman abrió la puerta y dejó que el camarero del servicio de
habitaciones entrara con la cena. Eligió una propina adecuada, ni demasiado
alta ni demasiado baja. Lo último que deseaba es que alguien lo recordara. Se
sentó en la descalzadora y comió mientras veía en la televisión las noticias
deportivas. En la caja fuerte del armario estaba la bolsa de deporte que había
encontrado en su cuarto al volver de la sesión de masaje, aquella mañana. No
faltaba nada, ni siquiera su NR-2. Se limpió la boca y bebió un sorbo de vino.
Adoraba aquel cuchillo que utilizaban los miembros de la Spetsnaz, las
fuerzas especiales y cuerpos de élite del ejército ruso. Le había salvado la
vida más veces que las armas de fuego y no aceptaba entrar en acción sin él.
Afortunadamente, los envíos por valija diplomática le aseguraban que
siempre lo tendría disponible. No se quejaba. Svetlana siempre hacía un buen
trabajo y jamás olvidaba incluir el NR-2.
Tomó el último pedazo de lenguado y se echó hacia atrás en la
descalzadora. Aún sentía los efectos del masaje. Había sido tan relajante que
ni siquiera había notado cuándo había vuelto la masajista para devolver la
llave. Sin embargo, tenía por delante un duro trabajo. Se levantó y miró por la
ventana. Allí fuera, el espectáculo de luz en el que se envolvía la ciudad de
Miami era delicado y grandioso. Difícil la combinación que en aquel lugar
paradisíaco se había conseguido. Sin embargo, aquello no facilitaba su
trabajo. Dentro de un área metropolitana que albergaba a casi cinco millones
y medio de personas, era muy difícil encontrar lo que Boschman buscaba.
Corrió la cortina y abrió la cama. Tenía sueño y necesitaba descansar si
quería estar fresco al día siguiente. La aguja perdida entre aquel pajar de
rascacielos y mansiones suntuosas acabaría por aparecer. El verdadero
problema era el tiempo. No tenía demasiado y Boschman sabía que, cuanto
más se le necesitaba, más veloz corría.
CAPÍTULO 5
No había amanecido y Kay había vuelto a dormir, por segunda vez en lo que
iba de semana, en la cama de Lisa que, como era habitual, la espabiló al
levantarse. Siempre hacía demasiado ruido y cantaba en la ducha. Le había
dicho un millón de veces que fuera más silenciosa, pero Lisa era el tipo de
mujer que se despertaba llena de energía, sobre todo después de una noche de
buen sexo. La había oído tararear una canción de Tina Turner, supuso que
mientras se daba crema en la cara, y ella había metido la cabeza bajo la
almohada. Tenía muchísimo sueño, aunque no podía negar que también se
sentía relajada, pese a que los músculos se quejaban por el esfuerzo de esa
noche. Cerró los ojos y sintió que comenzaba a adormilarse. No oyó a Lisa
salir del baño, ni se percató de cómo le echaba una última mirada a sus
hombros desnudos antes de marcharse. Luego, aunque no sabía cuánto
tiempo después, sonó el móvil y Kay lo maldijo.
—Nolan —la voz atronó ronca e irritada.
—¿Te he despertado?
—¿Larry?
—Estabas durmiendo todavía.
Kay miró los números fluorescentes del despertador de la mesilla. Eran las
seis y media.
—Y aún debería estarlo durante media hora más —protestó con la garganta
reseca pero con el sabor húmedo de Lisa aún en los labios.
—Seguro que no te importa esa media hora de sueño cuando te cuente lo
que he descubierto.
Kay arrugó la nariz. Sí que le importaba. Lisa y ella se habían divertido de
lo lindo y eran las tres de la mañana cuando su compañera de sexo se tumbó
boca arriba, resoplando, y ella se giró hacia la izquierda, se acurrucó sobre sí
misma y se durmió.
—Espero que sea verdad, Larry, porque, si no, puede que me pase hoy a
verte y no será para saludarte.
Lo oyó reír al otro lado del teléfono.
—Te va a encantar.
—Empieza.
—Todavía no he podido encontrar nada sobre los ordenadores requisados,
aunque sí sé que fue por orden nuestra.
—Eso ya lo sabía —Kay se incorporó, dobló las piernas y se llevó la mano
al muslo para masajearse la parte interna mientras se preguntaba si a aquella
hora había alguien en el FBI o en la comisaría que desconociera quién había
confiscado los ordenadores de Strasser—, ¿pero te has enterado de por qué?
—No.
—¿Y esa era la información que iba a encantarme, Larry?
—Aún no he acabado... —Larry dejó la frase en suspenso, en un intento de
crear tensión. Kay sonrió. Qué bien le conocía. Se cambió de mano el
teléfono y llevó al otro muslo la que quedó libre, el músculo le tiraba a rabiar.
«Estoy perdiendo flexibilidad», pensó. «O anoche pasé demasiado tiempo
abierta de piernas. Debería volver a las clases de Pilates».
—¿Sigues ahí?
—¿Dónde crees que puedo haberme ido a estas horas?
—Se me ocurren unas cuantas posibilidades…
—¡Larry! —ladró Kay. Estaba empezando a impacientarse.
—Vale…, tengo un amiguete en la Interpol.
—No me digas que has metido a Interpol en esto.
—Sólo a mi amigo y es un hombre discreto.
—Aun así. —Kay se dejó caer sobre la almohada y tiró del edredón para
taparse los pechos. Tenía los pezones erectos y esta vez no era a causa de
Lisa. Los acarició para darles calor—. Espero que tengas una buena razón
para haberlo hecho.
—¡Claro que sí! —La voz sonó eufórica al otro lado del teléfono—. Me
pareció extraño no encontrar nada en los ordenadores de Strasser. Estaban
limpios como una patena. Demasiado. Alguien se ha tomado muchas
molestias para que ni siquiera desde dentro encontremos un rastro. Me
pregunté qué tendría de interesante Strasser para generar tanto celo. Así que
llamé a mi amigo…
Vale, Larry quería darle un poco de emoción a su descubrimiento y Kay no
tenía ganas de discutir, así que le siguió el juego.
—¿Y…?
—Y Strasser ya no está en Túnez.
Kay se incorporó en la cama y la luz del amanecer, filtrada por las tenues
cortinas, resbaló por su cuerpo desnudo.
—¿Dónde está?
—Eso es lo bueno. Nadie lo sabe.
—¿Me estás diciendo que Strasser se ha volatilizado y que el FBI se está
encargando de hacer desaparecer cualquier prueba que pudiera haber en esos
ordenadores?
—No, no te estoy diciendo eso, pero parece la suposición más probable.
Sobre todo cuando en el juego entra alguien más que parece corroborarla.
—¿A qué te refieres?
—Mi amigo me dijo que ayer dos agentes de la CIA llegaron de Nicosia y,
sin pasar controles, embarcaron en un jet privado con un plan de vuelo que no
se cumplió.
—¿La CIA?
—Eso parece.
—¿Tienes confirmación de que Strasser volaba en ese jet?
—Directa, no; pero ¿no te parece extraño que dos agentes de la CIA
aparezcan en el aeropuerto de Túnez, se salten los controles y embarquen en
un jet privado, que no llega al destino establecido por su plan de vuelo, al
mismo tiempo que Strasser desaparece?
Kay no contestó. Su cerebro estaba procesando la información que Larry
acababa de darle y la única explicación posible a aquel enjambre de datos era
que el gobierno estaba metido en el caso Strasser hasta el cuello. El porqué
resultaba un parámetro que no conocían, pero Kay sintió que la adrenalina
comenzaba a correrle por las venas. Se levantó y descorrió la cortina. El Sol
empezaba a asomar en el horizonte, bañado por las aguas del Atlántico.
Sintió un escalofrío y los pezones volvieron a ponerse erectos.
—Lo que me estás contando, Larry, es una china en el zapato del gobierno.
—Ya te dije que te encantaría. Seguiré metiendo la nariz, a ver si doy con
qué les pasó a los ordenadores.
—Ten cuidado, Larry.
—¿Sabes, Kay?, creo que quien más cuidado debe tener eres tú.
—Yo no estoy hurgando en los secretos del FBI.
—No —admitió él—, pero no emprendas una guerra contra el gobierno. La
perderías.
Kay se sentó en el borde de la cama, con los hombros caídos, desnuda y
vulnerable, como aquella mañana en que Sarah, desde la puerta del
dormitorio, la abandonó después de haber hecho el amor con ella. Sin
saberlo, Larry acababa de meter el dedo en la herida: siempre perdía las
guerras más importantes de su vida.
—Iré con mil ojos —dijo deslumbrada por la luz del sol, que parecía
dispuesto a arrancarle las lágrimas que jamás se había permitido verter— y tú
no te arriesgues más allá de lo aconsejable. No quiero ser la responsable del
final de tu carrera en el Bureau.
—No me pillarán. Ya son las siete, Kay. Creo que no podrás echar otro
sueñecito.
—No creo que hubiera podido, ni aun teniendo tiempo. Gracias, Larry. Te
debo una.
—Y la pagarás, eso tenlo por seguro. Cuídate.
—Lo haré.
Se levantó y se encerró en el cuarto de baño de Lisa. La ducha tendría que
ser corta si quería llegar a la oficina antes que Danna Frost. No estaba
dispuesta a que la asesora legal le arrebatara también esa pequeña victoria,
aunque dudaba de que aquel día pudiera llevarse el premio. Abrió el grifo del
agua caliente y dejó que las gotas la templaran. Si Larry estaba en lo cierto, el
asunto Strasser estaba a punto de ponerse al rojo vivo. Cogió el bote de gel y
el olor a fresa le invadió la nariz. Era como estar apoyada en el cuerpo de
Lisa, oliendo su piel, acariciándola, lamiéndola. Disminuyó el caudal de agua
caliente y aumentó el de la fría. No era momento para ponerse a pensar en
eso, aunque tenía la seguridad de que esa noche, por tercera vez en la semana,
volvería a dormir en la cama que acababa de abandonar. «¡Jódete, Sarah!».
Un chorro de agua le resbaló por la cara y Kay cerró la boca, evitando que el
pensamiento llegara a hacerse palabra.
***
—¡Eh!
Rachel Webster no se volvió. Llevaba un vaso de latte en una mano y el
bolso en la otra. Aún le escocía recordar el momento en el que, a través de los
ventanales de la terminal, había visto levantar el vuelo al avión en el que
Strasser viajaba.
—¡Detective!
La voz se alzó esta vez por encima del ruido del tráfico y Rachel se volvió.
Apoyado en la pared de un edificio anexo a la comisaría, un tipo vestido a lo
Bob Marley la estaba mirando. En la mano llevaba una bolsa de plástico que
contenía algo cuya naturaleza Rachel no pudo intuir.
—¿Hablas conmigo?
—¿Con quién va a ser? Es usted poli, ¿no?
Rachel volvió sobre sus pasos y se acercó a él. Colgó el bolso del brazo
izquierdo y dejó la mano derecha libre, que llevó a la cintura. Con un simple
movimiento del dedo soltó el seguro que amarraba su Glock 22 a la pistolera.
—¿Qué pasa?
—Tengo algo para usted.
Rachel se acercó un par pasos y observó que el tipo movía la bolsa de
plástico mientras hablaba. Ahora ya podía sentir la culata de la Glock en la
palma de la mano.
—¿Qué es?
—Ayer estuvo preguntando por Repko, ¿no? La vi recorrer los alrededores
del callejón en el que lo mataron.
Rachel asintió.
—Pues me he encontrado con esto.
La parodia de Bob Marley agitó la bolsa ante la cara de Rachel.
—Ábrelo.
—¿Es que lo tengo que hacer yo todo?
El tipo separó las asas y Rachel miró el contenido. Un bate de béisbol
enrojecido por lo que sin duda era sangre y rebozado con restos de tierra.
—¿Dónde has encontrado eso?
—Vi a un tipo enterrándolo en un descampado hace dos noches.
—¿Qué descampado?
—Debería saber a cuál me refiero, detective. Pasó usted por allí ayer
mismo.
—El que hay junto a las vías del tren.
El tipo asintió en silencio.
—¿Viste al hombre?
—De lejos y de noche. No podría reconocerlo.
—Pero sí darnos algunas indicaciones. Ven.
—Paso, detective. Ya le he traído el bate, ahora me voy.
—De eso nada, tú te vienes conmigo.
Rachel lo agarró por el codo y tiró de él hacia la puerta de la comisaría.
Cuando las puertas del ascensor se abrieron en el piso de Homicidios, Rachel
sintió que había algo raro. Recorrió la sala de un rápido vistazo y enseguida
supo a qué se debía esa sensación. Por primera vez en la vida, según creía
recordar, no vio a Kay sentada a su escritorio y con todos los ordenadores
encendidos.
—¿Dónde está Kay? —dijo cuando llegó junto a sus compañeros.
—Eso nos estamos preguntando todos.
James Duffy estaba apoyado en el escritorio de Kay, junto a Tim.
—¿A quién nos traes, Rachel?
—A un tipo al que le gusta cavar. Por cierto, ¿cómo te llamas?
—Tom.
—¿Tom qué?
—Pitt. Tom Pitt.
—¿Hay que ficharlo? —preguntó Tim.
—¡Eh!, oiga —protestó la parodia de Bob Marley—. ¿Ayudas a la pasma y
te fichan como recompensa?
—Siéntate ahí, Tom, y estate calladito. —Rachel se volvió hacia Tim y
James Duffy—. De momento no, pero ya veremos. Toma —tendió la bolsa al
forense—, ¿querrás bajar luego esto a la Científica?
—Claro.
—¿Qué hay que bajar a los cerebritos? —Kay había llegado y estaba detrás
ellos. Se inclinó sobre la bolsa y miró el contenido—. ¿Un bate?
—Justo el arma que teníais que buscar —dijo el patólogo.
—¿Estás aquí por lo de Repko, Duf?
El forense asintió con la cabeza y le tendió una carpeta a Kay.
—Los resultados de la autopsia.
—¿Me haces un resumen? —Kay cogió la carpeta y se la pasó a Tim.
—Nada que sea noticiable. El tío se metía de todo. Tenía el hígado y los
pulmones hechos polvo.
—Creí que lo que tenía hecho polvo era el cerebro. —Tim mostró las fotos
del cráneo que le habían tomado durante la autopsia.
—Eso también —dijo Duffy—. Le golpearon siete veces, pero no se
enteró. Murió con el primer impacto. —El forense señaló una masa
sanguinolenta en una de las fotografías.
—¿Le dio fuerte?
—Suficiente para hacer un home run. Fracturó el cráneo y hundió los
huesos. Muerte instantánea con pérdida de masa encefálica.
—Y luego vinieron seis más… Debía de tener mucha rabia dentro.
—Seis más y un buen patadón, Kay.
Duffy buscó entre las fotografías hasta que encontró la que buscaba.
—Mirad el torso, hasta se notan las huellas de la bota. Le rompió las
costillas.
—¿Has mandado esta foto a la Científica?
—Sí. No estoy seguro de que puedan sacar un molde a partir de ella, pero
pueden intentarlo.
—Y ahora eso —Kay señaló la bolsa.
—Tom Pitt ha tenido el detalle de traérnoslo. Dice que vio a un hombre
hace dos noches enterrándolo en el descampado que hay junto a las vías del
tren, cerca de donde Repko fue asesinado.
—¿Viste al hombre? —Kay le preguntó al remedo de Bob Marley.
—Ya se lo he dicho a ella. Lo vi, pero era de noche y estaba lejos. No
podré identificarlo.
—Ya. Rachel, llama a los de la Científica y diles que manden un equipo al
descampado, luego toma declaración a Bob Marley. Tim, tú date una vuelta
por la zona de nuevo, a ver si encuentras a alguien que sepa algo.
—Yo bajaré esto a la Científica.
—Gracias, Duf.
El forense le guiñó un ojo.
—Puedes dármelas de otra forma.
—Duf…
—¿No hace un cerveza esta noche, después del turno?
Kay lo miró.
—Estas poniendo cara de cordero aposta.
—Pues claro. ¿Aceptas?
—Ya veremos.
—Eso es un no.
—Eso es un ya veremos, Duf. Te llamaré luego.
Kay se sentó a su escritorio cuando el forense se marchó y encendió el
ordenador.
—Me habían dicho que siempre era usted la primera en llegar, inspectora.
Kay no levantó la vista.
—Parece que ahora es usted quien tiene el honor, letrada.
—Tiene mala cara. ¿Ha pasado mala noche?
—En realidad lo he pasado estupendamente, pero gracias por preguntar.
Danna Frost adelantó unos pasos y se sentó junto al escritorio de Kay.
—Parece que tenemos una nueva prueba en el caso Repko.
—No lo sabremos hasta que analicen la sangre del bate.
—¿Cree que ese tal Pitt ha dicho la verdad?
Kay se encogió de hombros y miró a Danna.
—Nunca creo nada hasta que no lo compruebo. Si ese Bob Marley de
pacotilla tiene algo que ver con el crimen, Rachel se lo sacará.
—De todas formas tal vez no estaría mal ponerle bajo vigilancia unos días.
—¿Va a enseñarme como hacer mi trabajo, letrada?
—Sólo era una idea.
—Gracias por aportarla. Ahora, si me disculpa, tengo cosas que hacer.
Danna volvió a su despacho. Por el rabillo del ojo, Kay la observó. Estaba
esperando a que se sentara tras su escritorio para teclear un nombre. Cuando
la vio hacerlo, fijó la vista en el tecleado y escribió: Gabriel Strasser. Luego
pulsó el botón de búsqueda y esperó.
***
2
Después de patearse las calles cercanas al callejón, Tim al fin encontró algo.
El equipo de la policía científica estaba peinando la zona alrededor del hoyo
del que Tom Pitt había extraído el bate de béisbol. Cerca de ellos, un grupo
de muchachos aficionados a este deporte habían abandonado el juego y
permanecían expectantes ante los movimientos de los agentes. Tim se acercó
a ellos.
—¿Hoy no tenéis cole, chicos?
—No. Se han ido de excursión al Museo de Historia Natural, pero nosotros
estamos castigados.
—¿Por qué?
Uno de los muchachos señaló la pelota.
—Rompimos unos cuantos cristales el otro día durante el recreo.
—Pero si fue un accidente…
Los muchachos miraron a Tim con cara de burla.
—Ya veo. No lo fue.
—Rompimos todos los ventanales de la clase del señor Corlett.
—No me lo digáis. El profe de matemáticas.
—Se lo merecía.
—Pero os habéis quedado sin excursión.
—Esto es mucho más divertido —dijo el que tenía el bate mientras
señalaba a los policías de la Científica.
—¿Sabéis qué buscan? —preguntó Tim.
—Ni idea, pero llevan ahí media mañana.
—¿Y no os aburre mirarlos?
—Ya estábamos cansados de jugar. Además, hoy no ha venido Allan. Ha
preferido ir a ver el entrenamiento de su equipo.
—¿Allan Young?
Los muchachos asintieron sin prestarle atención. Uno de los agentes de la
Científica parecía haber encontrado algo. Tim intentó saber de qué se trataba,
pero no pudo distinguirlo desde tan lejos. Pensó que ya se enteraría. Ahora
prefería ir al instituto y charlar un rato con Allan.
No le fue difícil encontrarlo. Había pocos espectadores en las gradas y sólo
uno que prestara verdadera atención al entrenamiento.
—Eh, Allan.
El joven levantó la cabeza y vio que Tim se sentaba junto a él.
—¿Tú también bateaste las ventanas del señor Corlett?
—¿Quién se lo ha contado? ¿Mi padre?
—No. Tus amigos te echaban de menos en el descampado.
—Son unos mantas.
—¿Te gusta más verlos jugar a ellos?
Tim señaló el campo de juego con el mentón.
—Tampoco. ¡Los odio!
Allan se levantó, saltó la fila de asientos y corrió escaleras abajo.
—¡Eh, Allan! —Tim levantó la lata de Sprite que el muchacho había
olvidado en la grada, pero Allan Young no se volvió a mirarlo. El policía la
echó a la papelera y bajó al campo de juego. Se acercó a un hombre canoso
que daba órdenes a gritos desde el banquillo.
—¿Es usted el entrenador?
El hombre lo miró sin levantarse.
—¿Por qué?
—Policía —Tim le mostró la placa—. ¿Tiene unos segundos?
El hombre se los tomó para alejarse del banquillo y llevarse a Tim con él.
—¿Allan Young? Sí —dijo sin pensar la respuesta que Tim le había
formulado cuando estuvieron solos—, formó parte del equipo. —Se
encontraban en el pasadizo de entrada a los vestuarios y el entrenador hablaba
sin quitar la vista de encima a sus chicos—. Es una pena. El mejor bateador
que he tenido en muchos años.
—¿Qué pasó?
—Tuvimos que expulsarlo.
—¿Por qué? ¿Por lo del ataque al aula del profesor de matemáticas?
—¡Oh, no! Eso ha sido sólo una pataleta del chico. La razón no fue tan
pueril.
Por un momento, el entrenador apartó la vista del campo y la fijó en Tim.
—Nadie se mete mierda en este equipo. Si se le pilla, se va a la calle.
—¿Allan Young toma drogas?
—A mí también me pareció increíble cuando descubrí esa porquería en su
taquilla.
—¿Lo ha visto allí arriba?
—Claro. Viene todos los días, pero no volverá hasta que no deje esa
mierda.
Tim le dio las gracias y volvió a las gradas. De repente había recordado
una fotografía. Cuando llegó a la papelera en la que había tirado la lata de
Sprite, metió la mano y la recuperó. Si su teoría era correcta, podrían
despachar el caso Repko en un par de días.
CAPÍTULO 6
Las paredes blancas del pasillo que daba acceso a Narcóticos refulgían bajo
las barras de luces fluorescentes que lo recorrían. Un par de horas antes,
cuando terminó su turno, la oscuridad había caído sobre la comisaría densa y
pesada, como si pretendiera envolverla en una gruesa manta y prepararla para
pasar la noche. Kay había enviado a Tim y a Rachel a casa, en busca de un
descanso que los dos detectives se habían ganado a pulso tras una dura
jornada de investigación, pero ella se había encerrado en una de las salas de
interrogatorios, fuera de la vista del capitán, en busca de un retazo de
información que le pusiera de nuevo tras la pista de Strasser. Ahora, mientras
caminaba en dirección a la puerta de Narcóticos, Kay torció el gesto por la
pequeña punzada de remordimiento que experimentó al pensar en sus
compañeros. Les había endosado el caso Repko a sus detectives mientras ella
se entregaba de lleno a buscar un modo de saldar sus cuentas con Strasser,
una meta que había continuado mostrándose como una barrera infranqueable
hasta unos minutos antes, cuando creyó entrever una puerta trasera por la que
podría colarse, aunque para traspasarla necesitaba a Philip Norway, el oficial
al mando del departamento de narcóticos. Lo llevó a un rincón apartado y le
habló en voz baja.
—Vamos, Philip, seguro que tienes algo con qué trincarlo.
Norway frunció los labios y chasqueó la lengua.
—Ya sé que lo de su padre te ha escocido, pero me estás pidiendo que me
meta en un lío, Kay.
—No, si le muestras al abogado una prueba irrefutable por consumo de
drogas. Y te digo que Gabriel Strasser es un consumidor habitual.
—¿Cómo lo sabes?
—Igual que tú, Philip. He consultado los registros.
—Es un niño de papá, Kay. No estará en el calabozo el tiempo suficiente
para que su padre se decida a asomar la cabeza.
—Pero quizá sí para que dé una pista de su paradero.
El móvil de Kay interrumpió la conversación entre el inspector de
Narcóticos, Philip Norway, y Kay.
—Nolan.
—¿Todavía estás de servicio?
—No.
—Entonces por qué me saludas así.
—Eh, Duf, me pillas ocupada.
—Has dicho que ya no estás de servicio.
—Sí, pero…
—Y también dijiste que me llamarías.
—Dije que quizá lo haría.
—Bueno, para ahorrarte el trabajo de tomar la decisión, ya lo he hecho yo.
¿Estás arriba?
—No, en Narco.
—Pues acaba lo que sea que estés haciendo porque voy para allá.
Kay apagó el i-phone y lo guardó en el bolsillo. A veces James no sabía
reconocer una negativa, aunque lo cierto era que ya llevaba aceptadas unas
cuantas.
—¿Lo harás, Philip?
El inspector de Narcóticos cerró los ojos un instante antes de responder.
—Veré si hay alguna posibilidad, pero no te prometo nada.
—Eso es un sí.
—He dicho que no te prometo nada.
—Te conozco, Philip, y tienes tantas ganas de trincar a ese hijo de puta
como yo.
***
Le había dicho la verdad: estaba cansada. Por eso quizá no había llamado a
Lisa esa noche, o tal vez porque en el fondo su conversación con James la
había dejado tocada. «Nadie puede vivir sin amor», repitió mentalmente la
frase con que Duf se había despedido. Aunque desearía no tener que
admitirlo, lo cierto es que la había llevado consigo de vuelta a casa, sin poder
desprenderse de ella y preguntándose si sería cierta. ¿Era posible vivir sin
amor? Se miró en el espejo al salir de la ducha y observó su cuerpo desnudo.
Pensó en Lisa y en la pasión con que sus manos y sus labios lo recorrían.
¿Había amor en aquellos besos, en aquellas caricias? Deslizó el dedo por el
brazo hasta alcanzar el hueco del codo y de allí saltó al pecho, por el que
peregrinó con delicadeza, como si tuviera miedo de dañarlo. «No», le dijo a
la imagen de su desnudez que el espejo le devolvía, deformada por el vaho.
«Lisa no me ama, ni yo a ella. Sólo nos damos placer». Sintió el tacto de las
yemas de sus dedos sobre la piel fina y delicada del pecho. Había afecto en
las caricias que ambas se prodigaban, ¿pero amor? Apretó los labios. No,
amor no. No lo había desde aquella última vez en que Sarah la tuvo entre sus
brazos. En el espejo, el vapor pareció abrir un camino por el que volver al
pasado…
La noche anterior había llegado a casa muy tarde. Sarah ya dormía cuando
abrió la puerta del apartamento despacio, para no despertarla. Ni siquiera
llegó a encender la luz del recibidor, ni la del salón. Se desnudó en la
oscuridad y se deslizó con cuidado en la cama, moviéndose con lentitud en
busca del cuerpo templado de Sarah, al que se acopló. Debió de quedarse
dormida enseguida y no se despertó hasta que notó que Sarah se separaba de
ella. A la tenue luz del amanecer, la vio levantarse. Kay estiró el brazo y la
agarró por la muñeca.
—Creí que hoy no tenías que ir pronto a la oficina —dijo. Sarah se volvió
hacia ella, con los rasgos desdibujados en la oscuridad.
—Dejé un trabajo sin terminar.
—¿Y no puede esperar? —Kay tiró del brazo y Sarah cayó en el colchón
—. Contaba con este ratito para nosotras. —Se inclinó sobre ella y la besó en
los labios.
—Kay, en serio, tengo…
Kay no la dejó seguir. Volvió a besarle los labios que abrió con la lengua
hasta encontrar la de ella. Notó que Sarah se tensaba, pero sólo un instante y,
luego, aquella lengua tan conocida, tan besada, tan lamida respondió y buscó
su boca, introduciéndose en ella con autoridad, dominándola, haciéndola
suya. La tumbó sobre el colchón y se coló entre sus piernas. A Kay le
encantaba sentirla allí. Sarah sabía muy bien cómo moverse para arrancarle
aquellos destellos de placer. Sus sexos se frotaban, ansiándose, deseándose
con tanta necesidad e impaciencia que el orgasmo subía como una vorágine,
amenazando con llegar antes de tiempo.
—Voy a correrme, Sarah, voy a correrme. —Kay lo deseaba, pero también
quería aplazarlo, disfrutar al máximo.
—Aún no. Espera. —Sarah se deslizó, bajando por el vientre y las caderas,
y Kay sintió sobre su humedad el aliento de Sarah, como la brisa que acaricia
la candente lava de un volcán, antes de zambullirse en ella.
Se quedó exhausta, jadeando sobre la almohada, mientras Sarah se
duchaba. ¿Por qué no había buscado su propia satisfacción? Kay sentía que se
le cerraban los ojos, que buscaban un lugar en el que ponerse a resguardo de
las primeras luces del amanecer. ¿Por qué?, se preguntaba entre sueños. No
tardaría en obtener la respuesta. La vio salir del baño, duchada, vestida con
uno de sus trajes sastre, tan parecidos a los que llevaba Danna Frost.
—¿Te vas? —Se incorporó sobre un codo y la vio abrir la puerta del
dormitorio. Al otro lado, en el salón, aparcadas en fila, las maletas que Sarah
había hecho la noche anterior, antes de que llegara y que no había visto
porque no encendió la luz—. ¿Adónde vas, Sarah? —Saltó de la cama, pero
no se separó de ella. De pie, desnuda, sintiendo los bordes del edredón
rozándole los empeines, escuchó las palabras de Sarah como disparos al
pecho.
—Me voy, Kay. Hay… otra mujer.
El vaho del espejo se cerró, dejando el recuerdo prendido de la memoria y
Kay hubo de contener las lágrimas una vez más. «¡Maldita!», lanzó el puño
contra la puerta del baño y la golpeó con rabia. Tampoco entonces lo hubo.
Fue un amor fingido en un último polvo de despedida antes de decirle la
verdad: que se iba, que había una mujer a la que amaba y que esa mujer no
era ella. Deslizó la vista por el espejo y se observó, luchando por no apartar la
mirada de sí misma. «Sí se puede, Duf», dijo en voz alta, como si el patólogo
pudiera oírla. «Se puede vivir sin amor, pero es muy duro», añadió. Se puso
la camiseta de los Knicks que su padre le regaló cuando tenía quince años.
Estaba vieja, dada de sí y tenía algún agujero, pero así era como se metía en
la cama cuando lo hacía sola. Apagó la luz y se acucó consigo misma, hecha
un cuatro bajo la sábana.
Dio vueltas sin poder dormir y, hora y media después de acostarse, se
levantó y encendió la luz de su mesa de trabajo, en el estudio. Abrió el
ordenador y fue afortunada. Larry le había enviado un correo. En el
documento adjunto, que ocupaba varias páginas, Kay encontró una partida de
nacimiento. Estaba escrita en alemán y pertenecía a un niño llamado Arnulf
Koch, nacido en 1956, en la ciudad alemana de Wittenberge, a orillas del
Elba. Larry había hecho una anotación junto al nombre de la ciudad:
Alemania del Este.
Las siguientes páginas tenían el mismo color pajizo que la partida de
nacimiento. Contenían los certificados escolares de Arnulf Koch desde los
ocho años hasta los veintitrés. Larry había subrayado el nombre del colegio y
había escrito debajo: escuela rusa en Moscú. Kay siguió leyendo. Al terminar
el bachillerato, Koch se había trasladado a estudiar en la Universidad estatal
de Tomsk. Luego, no había nada más sobre aquel niño. En la siguiente
página, Larry también había adjuntado un expediente académico, pero esta
vez el centro de estudios era el Instituto John Kennedy, de la Universidad de
Harvard, y el título de acreditación correspondía a un máster en
Administración Pública. El nombre del estudiante era Ken Strasser.
Kay parpadeó incrédula. ¿Qué estaba tratando de decirle Larry? La barra
lateral de desplazamiento aún no había llegado al final y Kay deslizó el dedo
índice sobre la rueda del ratón y llevó el documento hasta la siguiente página.
Era un corta y pega de fotografías antiguas. Parecía una orla escolar, sólo que
en ella siempre aparecía el mismo estudiante: Koch. Las fotografías
mostraban al niño Arnulf Koch desde sus primeros años en la escuela infantil
hasta el joven universitario de Tomsk. Observar aquellas fotos era como
viajar en el tiempo y ver cómo el niño iba convirtiéndose en hombre, hasta
alcanzar la última de ellas en la que Arnulf Koch se había transformado en
Ken Strasser.
—No puedo creerlo, Larry. ¡No puedo creerlo!
Kay deslizó la rueda del ratón y llegó a la última página. Se trataba de una
serie de recortes de periódicos que databan de unos tres años antes. En ellos,
la prensa se hacía eco del escándalo sobre el espionaje ruso que había sido
descubierto en 2010. El fiscal, Michael Farbiarz, había abierto expediente por
supuestas actividades de espionaje a diez personas que fueron arrestadas bajo
la acusación de proporcionar información al SVR, el Servicio Exterior de
Inteligencia ruso. Sin embargo, ninguna de ellas era Ken Strasser. Kay movió
la rueda del ratón un poco más hasta llegar al último recorte. Se trataba de
una noticia del Pravda cubano: Rusia ofrece el canje de tres ciudadanos
rusos y uno húngaro acusados de espiar para los Estados Unidos a cambio
de Arnulf Koch, natural de la antigua República Democrática Alemana, de
quien se asegura que está siendo torturado por la CIA. El gobierno de Barak
Obama se ha negado en redondo al intercambio, asegurando que ningún
ciudadano europeo o de cualquier otra parte del mundo está sufriendo
tortura por parte de alguna agencia de seguridad norteamericana.
Kay miró la hora en el ordenador. Eran las tres de la mañana. Demasiado
temprano para llamar a Larry. Fue a la cocina y preparó una taza de café. Sin
embargo, y a pesar de lo excitada e impaciente que se sentía por la
información que Larry le había enviado, apenas dio un par de sorbos.
Recostada en el sofá, mientras pensaba en las posibles implicaciones que esa
información ofrecía, se quedó dormida.
***
***
Patrick miró el reloj. Marcaba las cuatro y media. El tiempo corría lento
cuando se estaba de guardia.
—¡Eh!
—No estoy dormido.
—Pues lo parece. Es la hora. ¿Damos una vuelta al recinto?
—El perímetro está asegurado —Nick se desperezó—, pero me vendrá
bien estirar las piernas.
Los dos agentes de la CIA caminaron hacia la parte delantera de la casa.
Un deportivo pasó por la calle, dejando tras él una estela de salsa.
—No me gustan las patrullas con horario establecido. Cualquiera puede
realizar un croquis de las horas de inspección.
—Estás paranoico, Nick.
—Lo que tú digas.
Aún no habían alcanzado la puerta delantera cuando escucharon voces en
el interior de la casa y vieron luces que se encendían.
—¿Qué pasa? —Nick desenfundó el arma.
—No sé. Quédate aquí. Iré a ver.
Poco después Patrick volvía.
—¿Qué?
—Dicen que todo está bien.
—¿Lo has comprobado?
Patrick negó con la cabeza.
—No me han dejado entrar.
—Vete a la parte de atrás. Yo me quedaré aquí.
Patrick desapareció entre las sombras y Nick se acomodó tras el tronco de
un árbol.
***
En una pequeña cafetería en Coral Way, sentado junto al ventanal que daba a
la calle, un hombre leía el periódico. Desde allí observó a los feligreses de
una iglesia católica que abandonaban el templo, después de haber oído misa.
Apoyado en el respaldo del asiento, los vio montar en los coches para
dirigirse a la playa a pasar una entretenida mañana de domingo. Sacó un
pañuelo del bolsillo y se secó el sudor de la frente. Hacía calor en el local y
pensó que, cuando acabara el trabajo, también él bajaría a la playa a darse un
chapuzón en el mar.
Tras la barra de la cafetería, se oía el suave ronroneo de una voz hablando
en español con acento cubano y en los altavoces sonaba una canción de
Gloria Estefan. El hombre del periódico seguía observando la salida de misa
y el alboroto de la calle. Las jacarandas que la recorrían, la cubrían con su
sombra y aplacaban el húmedo calor de Miami. Unos niños jugaban en el
jardín de una mansión próxima a la cafetería. El hombre oía sus gritos y risas
desde allí, pero no podía verlos. Había elegido una mesa que le permitía
observar la casa de enfrente sin que ningún obstáculo, salvo el tronco de uno
de las higueras de Bengala, se interpusiera entre él y la casa. El hombre del
periódico vio llegar a una mujer que se sentó al otro lado de la cafetería,
también junto a un ventanal. La oyó pedir un café en un español con marcado
acento alemán. El hombre dobló el periódico y se quedó quieto unos minutos,
con las manos apoyadas sobre el diario, todavía mirando a los pocos
feligreses que quedaban ante las puertas del templo hablando con el
sacerdote. El ritmo lento que imponía el húmedo calor de Miami se le había
contagiado y la mañana había transcurrido pausada e interminable. Había
leído el periódico varias veces, incluso las esquelas. No quedaba en él una
letra por la que no hubiera pasado los ojos. Pero ya podía marcharse. Se
levantó, dejó unas monedas de propina y salió al calor húmedo de la calle. Se
marcharía a casa y se daría una ducha. Ahora la vigilancia era cosa de aquella
mujer, que había abierto un portátil y tecleaba con rapidez, concentrada en un
texto del que, sin embargo, a ratos apartaba la vista para dirigirla a la casa
que se levantaba frente a la cafetería.
***
Danna estaba sentada en el sofá del salón, rodeada de papeles. Hacía tiempo
que se había levantado y, sobre la mesa de centro, su tercer té se enfriaba sin
que lo hubiera probado. Ni siquiera se había vestido. Aún en pijama y con la
bata puesta, repasaba el expediente de Kay Nolan: licenciada en lenguas,
hablaba con soltura cinco idiomas. Después de la universidad, se había
alistado en los cuerpos especiales del ejército, donde había aprendido toda
clase de artes marciales, algunas de las cuales Danna no sabía ni que existían.
Especialista en la lucha cuerpo a cuerpo, manejaba armas de todo tipo como
un diplomático maneja los cubiertos en una cena oficial. Sin embargo, y
aunque en su expediente no pesaba como una falta, sus superiores le habían
pedido que abandonara el cuerpo por «excesivo pundonor». Danna no estaba
segura de lo que eso significaba, pero sí de que lo averiguaría.
Después de abandonar el ejército, Kay Nolan se había unido a la Policía de
Nueva York, donde había tenido una carrera meteórica hasta alcanzar el
grado de inspectora. En su camino había levantado algunas ampollas, pero
Danna no encontró ningún atajo en la trayectoria de Kay. Los sucesivos
ascensos eran limpios y, por lo que podía ver, ganados a pulso. Tampoco en
su expediente policial existía ningún borrón, aunque la abogada había oído
decir que las amonestaciones verbales que recibía eran bastante comunes. Al
parecer, Kay Nolan, tal y como el capitán le había dicho el día anterior, era
una mujer demasiado terca para ceñirse a lo que consideraba,
despectivamente, pequeños escollos legales que se interponían en su trabajo.
Danna dejó de leer y se recostó en el respaldo del sofá. Observó la foto
oficial de Kay Nolan. No había en ella nada que no hubiera descubierto por sí
misma en la Kay Nolan real: mirada decidida, mandíbula firme, hombros
erguidos… La única diferencia con esa otra Kay es que a la de papel podía
estudiarla con tranquilidad. Era una mujer bella, de eso ya se había dado
cuenta, y, aunque imposible comprobarlo con una fotografía que la cortaba
por debajo de los hombros, Danna había observado en Kay Nolan una
elegancia que muy bien podría haberla llevado a las pasarelas de moda, en las
que sus largas piernas, delgadas y bien contorneadas, según lo que había
apreciado bajo los pantalones vaqueros que solía vestir, se habrían medido
sin ningún tipo de complejo con las de las top models más cotizadas.
—Buenos días. —Frank había salido del dormitorio sin que Danna se diera
cuenta. Aún en calzoncillos y camiseta, descalzo y con el pelo despeinado, se
desperezó frente a ella. Luego se asomó a la ventana y echó un vistazo fuera.
—Hace un día estupendo. ¿Damos una vuelta por Central Park?
—Lo siento, Frank, tengo trabajo que hacer.
—Oh, vamos, Danna, ¡es domingo!
—Lo sé, pero tenemos un lío tremendo en la comisaría y mañana quiero
llevar bien atados algunos cabos.
—¿Se trata de esa inspectora otra vez?
Danna no contestó. Había asuntos de su trabajo que no podía contar, ni
siquiera a Frank.
—¿Sabes? Empiezo a creerte: esa tía te detesta y está empeñada en joderte
la vida.
—No seas vulgar, Frank.
—No lo soy. Simplemente estoy enfadado.
—¿Y por eso tienes que decir tacos?
—Por eso y porque no soy un niño bien de Boston a quien lavaban la boca
con jabón cada vez que decía caca.
—Vale ya. No empieces con eso otra vez.
—Muy bien, pues seguiré con tu inspectora: estoy empezando a odiarla
tanto como dices que ella te detesta a ti. Primero te saca de la cama un sábado
antes de que ni siquiera haya amanecido y ahora nos estropea el domingo.
—Frank…
—No, Danna, es nuestro tiempo y se lo estás dedicando a ellos.
—No es un reproche, Frank, pero es el mismo tiempo que tú dedicas a tus
clientes cada día de la semana, después de que todo el mundo se haya ido y el
Nikkei ni se haya desperezado siquiera.
—Eso es otra cosa.
—¿Por qué es otra cosa? Me roba las cenas contigo y la mitad de las
noches tengo que irme sola a la cama.
—Son días laborales, Danna, y ya sabías en qué consiste el trabajo de un
broker cuando decidimos casarnos.
Danna no contestó. Por su cabeza correteaba una pregunta:
«¿Decidimos?». Frank nunca imaginaría que en aquella decisión ella
simplemente había acatado un mandato estipulado en su vida muchos años
atrás. El camino le había sido trazado y él, simplemente, fue quien pasó por el
lugar adecuado en el momento preciso. Estiró el brazo y cogió la taza de té, a
la que dio un sorbo. El líquido, amargo y frío, le supo a rayos.
—¿No puedes dejarlo para la tarde?
Habría querido decir que no. Frank sabía cómo salirse con la suya y, al
final, siempre era ella la que daba su brazo a torcer, pero una vez más la
negativa no había conseguido traspasar la barrera de los labios. Danna había
vuelto a tragársela. Lo vio acercarse y desatarle el nudo de la bata. Luego
sintió la mano de él deslizarse por debajo del pijama y ascender por el torso,
hasta alcanzar uno de sus pechos. Aguardó a que se quejara de lo pequeños
que eran, pero al parecer esta vez Frank no quería atizar esa brasa. Su mano
experta buscaba encender otro fuego. La besó en el cuello y subió por él,
buscando el lóbulo de la oreja. Danna abrió la boca y aspiró hondo. Sentía
que la respiración comenzaba a agitarse. Luego, la otra mano de Frank se
abrió paso por la entrepierna y Danna gimió. Miles de dólares empleados en
terapia sexual habían conseguido que aquellas respuestas fueran reales. Dejó
caer el expediente que aún sujetaba y lo último que vio, mientras abría las
piernas, fue la foto de Kay Nolan observándola desde la alfombra del salón.
Danna cerró los ojos. Sí que era guapa, pensó antes de levantar la cadera para
facilitar a Frank que le quitara los pantalones del pijama.
***
***
—¿Me quieres decir cómo vas a meter ese pedazo de oso en el avión?
Patrick sonrió satisfecho. Además del fular para Ellie, había comprado un
enorme peluche por el que su hija estaría dándole besos durante toda una
semana.
—Vas a tener que sacarle pasaje. Y no podrás cargárselo a la Agencia.
—¿Qué bicho te ha picado hoy, Nick? Llevas todo el día quejándote.
—Estoy harto de esto. Si ese tipo es tan importante para el FBI, ¿por qué
no se hacen cargo ellos solitos? Ya me va cansando tanta brisa marina
nocturna, tío.
—Hablé con George.
—¿George Sand? ¿La gacetilla de Langley?
—No sé por qué le habéis cargado con esa fama de cotilla. Sabe muy bien
de lo que puede hablar y de lo que no.
—¿Y qué sabía en esta ocasión que sí podía contarte?
—Que estaremos aquí un par de días más y luego nos relevarán. Al
parecer, los de arriba están muy interesados en que el FBI no se apropie en
exclusiva de nuestro amigo de ahí dentro.
—¿Y entonces por qué no repartimos el trabajo con los federales? Estaría
bien que nos dejaran entrar de vez en cuando y ellos se quedaran aquí fuera a
pasar la noche.
—Tío, el bicho que te ha picado debe de ser muy venenoso.
—No me des la vara.
—Anda, vamos a hacer la ronda, que ya toca.
Nick se levantó de mala gana.
—Te lo digo en serio, Patrick, estos federales no saben hacer la o con un
canuto. Lo de las rondas fijas es la mayor estupidez que han ideado estos
tipos.
—Venga, sólo una noche más y nos volvemos a casa.
Patrick y Nick se dividieron para cubrir la zona.
Desde la terraza de un edificio cercano, unos binoculares de visión
nocturna siguieron a la pareja en su recorrido. Después, una mano que
sostenía un cigarro, anotó unos datos en un cuaderno.
CAPÍTULO 9
A pesar de ser lunes por la mañana, Tim llegó a la comisaría con un sobre
alargado bajo el brazo y una gran sonrisa en el rostro. Parecía eufórico y, de
hecho, lo estaba. Aquel sobre contenía la resolución del asesinato de Repko.
Lo habitual con los laboratorios de Criminalística era tener que esperar hasta
que la larga cola que iba por delante de tu prueba se despejara, pero Tim tenía
un amiguete que de vez en cuando le hacía favores a cambio de entradas para
los Knicks. El canje era siempre satisfactorio para los intereses de Tim, que
conocía a un reventa que solía proporcionarle algún que otro chollo.
—¿Dónde está Kay?
—No preguntes.
Rachel se giró en su asiento y señaló el despacho del capitán con un gesto.
Daniel Gilmore estaba al teléfono. La mandíbula tensa, el rostro colorado y la
voz bronca que se podía oír a través de la puerta cerrada cada vez que
hablaba no dejaban lugar a dudas: la interlocutora del capitán era Kay Nolan.
—Va a darle una apoplejía.
—Lo que no sé es lo que va a darnos a nosotros cuando el capitán abra esa
puerta.
Tim dejó el sobre en la mesa de Rachel y levantó las manos.
—Juro que soy inocente. No sé nada de Kay.
—Yo tampoco. Lo único que he oído es que ha solicitado unos días de
vacaciones.
—¿Por sí misma o le han instado a que lo haga?
—No te lo vas a creer, pero al parecer los ha pedido ella solita.
—¿Y ella no tiene nada que ver en esto? —Tim señaló el despacho de
Danna con un movimiento de cabeza.
Rachel se encogió de hombros.
—Ni idea. Frey estaba de guardia este fin de semana y me ha dicho que
hubo una reunión con los chicos del Bureau el sábado de madrugada.
—¿Con quién?
—El capi, los federales, Kay y nuestra supervisora legal.
—¿Qué coño ha pasado, Rachel?
—Ni idea. Puedes ir a preguntárselo a ella.
Tim miró a Danna, concentrada en la lectura de unos documentos.
—¿Por qué no? Siempre deja la puerta de su despacho abierta.
—¿Y?
—Kay y tú le tenéis tanta tirria que no se os ha ocurrido leer entre líneas.
—¿A qué te refieres?
—Esa puerta abierta es una invitación a entrar.
Rachel rio.
—Pues corre. Quiero ver qué tal te recibe.
—¿Supervisora?
—Diga, agente Clarck. —Danna no levantó la vista de los papeles que leía.
—¿Podría hacerle una pregunta?
—Sí, pero yo no podría respondérsela. Sin embargo, usted sí puede
contestar a la mía: ¿dice que ha resuelto el caso Repko?
—Sí, señora. Al menos eso creo.
—Cuénteme.
—Allan Young.
—¿El joven es el culpable?
—Al principio creí eso, señora. Era un jugador de béisbol que prometía,
pero fue expulsado del equipo por consumo de estupefacientes. El muchacho
no lo lleva nada bien. Pensé que era bastante probable que Repko fuera el
responsable de su adicción y que Allan se vengara por ello. Cogí una lata de
refresco que había estado bebiendo y la llevé al laboratorio. Habían
encontrado restos de piel en el bate con el que se golpeó a Repko y pedí que
cotejaran el ADN de esos restos con el de la lata de refresco…
—¿Y?
—Y la persona que dejó los residuos epiteliales en el bate no es Allan
Young, pero su ADN tiene una coincidencia del cincuenta por ciento con el
que lo hizo.
—¿El padre?
Tim asintió.
—Bien, ya tenemos con qué pedir una orden de arresto. Mueva el papeleo,
detective, y luego traigan a Young a la comisaría. Si podemos dar carpetazo a
este asunto hoy mismo, mejor que mejor.
—Sí, abogada.
Tim se volvió, pero antes de llegar a la puerta del despacho se giró de
nuevo.
—Señora, respecto a la inspectora Nolan…
—Por lo que sé está de vacaciones, detective.
—¿Y es todo lo que sabe, supervisora?
Danna levantó la vista y la fijó en los ojos azules de Tim.
—Tengo entendido que ha ido a visitar a un amigo.
—¿Qué amigo?
—No recuerdo el nombre, detective, pero sé que es uno al que tiene
muchas ganas de ver.
—Entiendo. ¿Hay algo que podamos hacer por ella, señora?
Danna levantó los papeles con los que estaba trabajando.
—De hecho yo ya estoy en ello.
—¿Y nosotros?
—Eso deberán preguntárselo a la inspectora, pero procuren no molestar al
capitán con ese asunto. Creo que está muy ocupado.
—Sí, señora. —Tim sonrió.
—Y otra cosa, detective. Intenten no darme más trabajo a mí. Con la
inspectora ya tengo más que suficiente. Ella solita se basta para ocuparme a
jornada completa.
—¿Qué?
—Pide una orden de arresto para Andrew Young.
—Sí, pero ¿qué hay de eso? —Rachel señaló el despacho de Danna.
—Veo que no te sientes impresionada porque haya resuelto el caso.
—Venga, Tim, Cuéntamelo. Qué te ha dicho esa estirada.
—Te lo contaré por el camino. Pero tú y Kay deberíais darle una
oportunidad.
—¿A ésa?
Tim cogió su chaqueta y se dirigió hacia el ascensor, seguido de Rachel.
—Sí, a la supervisora Danna Frost.
***
A primera hora de la mañana, una furgoneta que lucía en sus laterales los
letreros de Delicious Food, una conocida empresa de catering, se detuvo en
la parte posterior de la casa, en Coral Way. En la puerta de servicio, una
mujer vestida con uniforme de doncella aguardaba de pie. Dos repartidores se
bajaron de la camioneta y comenzaron a vaciarla. No tardaron más de treinta
minutos en hacerlo, bajo la mirada vigilante de un par de hombres trajeados y
con un bulto bajo la axila que revelaba que iban armados. Los repartidores
trabajaron en silencio y las cajas, sin ninguna señal que identificara su
contenido, fueron trasladadas al interior de la mansión.
Cuarenta minutos después de haber llegado, la furgoneta se marchó por
donde había venido. Su lugar lo ocupó un SUV de color cereza. De él se
apearon dos hombres y una mujer que entraron en la casa sin que nadie los
detuviera. Detrás de ellos, el hombre trajeado que guardaba la puerta la cerró
y el cielo continuó abriéndose al sol de la mañana.
En la playa, un surfista que había madrugado para disfrutar de un mar
solitario estaba terminando de preparar la tabla. Cerca de él, la primera
bañista de la mañana ya estaba tumbada sobre la toalla, untándose el cuerpo
con crema. El surfista sonrió. La había oído pelear por teléfono, sin duda con
su novio. El joven la miró un momento antes de echar a andar hacia el mar.
Si no fuera por el trabajo que tenía entre manos, aprovecharía aquella
situación. La tía estaba buenísima, aunque quizá fuera un poco alta para él.
—¿Qué le va a pasar cuando el FBI sepa que sigue con la nariz metida en sus
asuntos?
—Creo que va a tener difícil salir indemne de esto, señor. De hecho, el
Bureau tiene decenas de razones para echársela encima.
El capitán Gilmore se llevó los dedos a la frente y la frotó mientras
mientras se mordía el labio inferior. Se había reunido con Danna en su
despacho. A ella le pareció que por debajo del rostro duro y enfadado que
mostraba había una preocupación real por su inspectora.
—La comisaría, sin embargo, queda al margen. Ha tenido la buena idea de
realizar esta locura estando de vacaciones. Usted no puede controlar lo que
sus policías hacen fuera de aquí en su tiempo libre, señor.
—Es un consuelo. Un consuelo muy pequeño. Kay se está jugando no sólo
la placa y su futuro en el cuerpo, sino también ser objeto de un delito federal.
Y eso no me gusta, Danna. No me gusta nada.
—Un sentimiento loable, si me permite decirlo, señor.
Él levantó la cabeza y la miró.
—Mi gente es mi gente, Danna. Incluso cuando mete la pata.
—Le he oído hablar con ella.
—Sí, pero no volverá. ¿No hay nada entonces a lo que pueda agarrarse
legalmente?
Danna negó con la cabeza.
—Seguiré buscando algún resquicio y, si lo hay, lo encontraré. Pero me
temo que es muy difícil que exista, señor. La ley es muy clara al respecto.
—Es la mejor policía con la que me he encontrado en todos estos años. La
pierde su tozudez y…
Danna lo observó desde el otro lado del escritorio. Sentía curiosidad por
conocer lo que el capitán había dejado en suspenso, pero Daniel Gilmore no
la satisfizo:
—Hay que conocerla bien, conocerla hasta el fondo para saber lo mucho y
bueno que hay dentro de esa mujer. Ustedes no congenian, ¿verdad?
—Tenemos nuestros roces, pero quizá sea porque todavía no nos
conocemos.
—Sin embargo, está haciendo un buen trabajo por ella.
—Es mi deber, capitán, y, además, mi gente, aunque todavía no nos
comprendamos del todo, es mi gente.
El capitán esbozó una sonrisa cansada.
—Acabará ganándose a esta comisaría, Danna. Sólo deles tiempo.
—Lo haré, señor. Y, mientras tanto, utilizaré ese tiempo para ver si puedo
encontrar algo que ayude a la inspectora cuando el Bureau se nos eche
encima.
—Yo volveré a llamarla. Si no va a renunciar, al menos la ordenaré que no
se deje atrapar.
—Sería la mejor segunda solución de todas, señor.
—Y en ella confío, Danna, porque la primera no la va a obedecer.
—Esperemos entonces que sea hábil.
—Eso no lo dudo. Es muy buena. Muy, muy buena en todo lo que hace.
***
***
***
Klaus Boschman estiró los brazos hacia adelante y vio que las mangas de su
traje de combate sobresalían por debajo de la chaqueta que lo cubría. Debería
tener cuidado con eso. Comprobó su NR-2. El equipo estaba listo, pero antes
de salir, siempre echaba un último vistazo al cuchillo. Miró por la ventana.
Ya había oscurecido y los hombres estarían tomando posiciones. Apagó la
luz de la habitación y salió al pasillo. Se cruzó con un matrimonio en
albornoz que seguramente venía de la piscina. Los saludó con una inclinación
de cabeza, se acomodó la mochila al hombro y los dejó atrás. Si todo iba
bien, y tenía que ir bien, al día siguiente a esas horas estaría de vuelta en
Nueva York y tal vez decidiera ir a darse otro masaje. Esta vez sólo por el
placer de relajarse.
CAPÍTULO 10
Sólo la había visto una pareja de ancianos, pero Kay no se preocupó. Se había
agenciado un uniforme de jardinero y el matrimonio creyó que trepaba al
árbol por razones de trabajo. Cuando estuvo en la parte más alta y frondosa
de la copa, Kay los vio alejarse tranquilos hasta que los perdió de vista. No
había nada como actuar de manera convincente para que la gente aceptara lo
que uno quería que creyeran.
Luego se había limitado a esperar. Después de una larga tarde, había visto
cómo el sol iba declinando, había acompañado con la mirada a los últimos
bañistas y, entremedias, había realizado algunos estiramientos para evitar que
los músculos se le entumecieran. Poco a poco se había hecho de noche y
entonces Kay bajó hasta acomodarse en unas ramas desde las que podía
observar con mayor ángulo y más claridad, pero lo suficientemente frondosas
para seguir camuflándola.
Los dos hombres que había observado la noche anterior estaban ya de
guardia en el porche posterior de la casa. Podía verlos conversar a través de
los binoculares de visión nocturna con tanta claridad que, de tener tiempo,
podría haberles leído los labios. Sin embargo, Kay Nolan debía estar atenta a
demasiados flancos para entretenerse en ello. Aun así, le había oído decir a
uno de ellos que dejaría el servicio activo para poder volver a casa cada día y
disfrutar de su mujer y su hija. Por un momento, Kay también sintió aquella
necesidad, a pesar de que había sido ella misma quien se había impuesto esa
restricción: jamás se enamoraría, jamás tendría una familia porque jamás
permitiría que la muerte se la arrebatara.
Hizo un barrido lento por todo el recinto interior de la casa con los
binoculares. Luego comenzó el rastreo de la playa. Y entonces los vio. Se
arrastraban sobre la arena como lo haría un miembro bien entrenado de los
cuerpos especiales. Los contó. Eran once. Durante unos segundos, su cerebro
sopesó diferentes posibilidades, pero sólo había una lógica: pese a su empeño
por hacerse con Strasser, aquellos diez tipos armados para el combate se
disponían a atacar una casa en la que había agentes del FBI, norteamericanos
al servicio del gobierno de los Estados Unidos. Kay Nolan sacó el móvil del
bolsillo superior de la chaqueta y marcó el número del capitán Gilmore.
—Un par más de rondas como ésta y nos iremos a casa.
Patrick sonrió a Nick. Estaba eufórico.
—Para ti es fácil decirlo, ahora que vas a sentar el culo en una oficina. Yo
seguiré haciendo chorradas como ésta, pero a saber con quién.
—Venga, tío, ni que fuera a evaporarme. Te toca la parte delantera.
Nick le dio la espalda y se dirigió hacia el jardín de la puerta principal.
Patrick siguió el sendero que conducía hacia el seto que separaba el jardín
trasero de la playa.
***
***
—¡Por qué no contesta, maldita sea! —Kay había visto a la patrulla dividirse
y rodear la mansión, mientras los dos hombres que montaban guardia se
separaban y dirigían a extremos opuestos de la casa. Agitó el teléfono móvil
en el aire, como si aquello fuera a conseguir que el capitán Gilmore
contestara a la llamada—. Jesús, dónde está, capitán, cuando más se le
necesita. —Cortó la llamada y guardó el móvil en el bolsillo—. Y esos dos
memos se separan. Van a caer como moscas.
Kay hizo un nuevo barrido con los binoculares y localizó las posiciones
que los hombres iban tomando. Tres a la parte delantera, cuatro detrás y dos
por cada lateral. Demasiados y bien repartidos. Pensó en dar la voz de alarma,
pero, si lo hacía, ella sería la primera en caer. Necesitaba un arma de fuego.
Miró a su alrededor y vio que uno de los hombres se arrastraba bajo el árbol
en el que ella se ocultaba. Si el FBI de verdad había estudiado las
posibilidades de defensa de aquella mansión, se había lucido. Rodeada por un
murete que apenas llegaba a la cintura, entrar no sólo era fácil, sino también
disparar desde una posición protegida a cualquiera que estuviera en el
interior. La única explicación razonable para aquella metedura de pata era
que en el Bureau hubieran cometido el terrible error de creerse a salvo.
Aquella era la primera lección que enseñaban en el ejército: jamás subestimes
al enemigo, pero aquellos malditos federales parecían no haber oído hablar de
ella.
Kay se mordió el dedo pulgar mientras recorría con la mirada el círculo
que los hombres habían creado en torno a la casa y pensaba en qué hacer. La
respuesta que obtuvo no la gustó, pero sabía que era la única. Se colocó el
equipo y echó un último vistazo con los binoculares. Los hombres seguían
donde los había visto por última vez. Había memorizado el emplazamiento
que ocupaba cada uno de ellos y especulado sobre sus posibles movimientos.
Era la única carta con la que contaba a su favor. Escupió un insulto a los
federales y comenzó a bajar del árbol con el sigilo de un felino.
—¿Todo el mundo en posición?
Klaus Boschman habló en voz baja y las respuestas de sus hombres fueron
llegando, una tras otra, también en un susurro hasta su auricular.
—Procedan.
Pese al silenciador, Nick intuyó el ruido seco del disparo que acababa de
hacer Kay y vio a un hombre caer tras la valla de piedra. Se llevó el puño a la
boca y susurró al micrófono, mientras corría hacia la mansión.
—Nos atacan, Patrick. ¡Entra en la casa!
Entonces, las luces se apagaron.
—Bien, segundo paso: dejarnos a oscuras. —Kay vio que sólo una ventana,
en la parte alta de la casa, permanecía encendida y supo por qué. Sin
embargo, no había tiempo para regodearse por ello. Armada con el M-4 y la
pistola del paramilitar, aprovechó la oscuridad para saltar la valla y acercarse
a la mansión.
—¿Quién eres? —Patrick la apuntó en la oscuridad, cuando estaba a sólo
unos metros de la puerta.
—Soy quien acaba de salvarte la vida, federal, y si no quieres que los dos
la perdamos ahora mismo, será mejor que entremos.
Kay empujó la puerta y entró, seguida de Patrick. El sonido de varias
pistolas que eran amartilladas los recibió.
—No soy federal, guapa —Patrick le arrancó el M-4 de las manos—. Ellos
lo son —dijo, señalando al grupo de hombres que lo rodeaban—. ¿Y tú?
—Acabo de decírtelo.
—Simpson, explique qué está pasando. —El hombre que parecía al mando
de los agentes que la rodeaban gruñó la pregunta.
—Eso intento saber, señor.
Kay no se anduvo por las ramas.
—Nueve tíos vienen a por Strasser y si no os ponéis en guardia ya,
conseguirán su objetivo.
—¿Cómo sabe…?
—Tiene razón —Nick apareció por el corredor que llevaba a la parte
delantera de la casa—. Tú eliminaste al que iba a dispararme, ¿no?
—¡Sí! —Kay le quitó el M-4 a Patrick— y ya están aquí.
Una ráfaga de disparos confirmó las palabras de Kay y los obligó a echarse
al suelo.
—¿Quiénes son? —Nick se arrastró hacia una de las ventanas y echó una
rápida ojeada.
—No tengo ni idea.
Los agentes del FBI habían ocupado las posiciones que tenían asignadas en
caso de ataque.
—¿Y cómo sabes lo de Strasser?
—Largo de explicar. ¿Cuántos somos en la casa?
—Efectivos, seis.
—Siete conmigo. Nos superan en dos.
—Nos superan en todo —Patrick habló por primera vez—. ¿Quién podía
esperar esto? ¿Qué hacemos?
Nick sopesó la situación durante un momento.
—Llevan fusiles de asalto M-4…
Patrick lo miró incrédulo:
—¿Estás sugiriendo que son los nuestros los que nos están atacando?
—Ni de coña, tienen rasgos eslavos. —Kay se reunió con Nick y también
miró fuera—. La luz del quirófano ilumina parte del jardín. No podrán atacar
por ese lado.
—¿Qué quirófano?
El hombre del FBI apostado en la otra ventana dio la luz de alarma:
—¡Al suelo!
Todos volvieron a echarse y una ráfaga de disparos terminó por destrozar
los restos de cristal que aún pendían de las ventanas.
—Han lanzado un cable al primer piso. Intentan escalar. —La voz del
federal se escuchó entre el ruido.
—Nosotros cubriremos esta parte —gritó Nick—. Usted suba y refuerce la
sección superior.
El federal asintió con la cabeza y Patrick ocupó su puesto.
—Tú —Nick le habló a Kay—, al sótano.
—¿Qué dices?
—¡Al sótano!
—No voy a bajar al sótano y esconderme allí.
—No, vas a bajar al sótano y cubrir el generador de emergencia. Si hay un
quirófano ahí arriba, no quiero que nadie se muera por falta de luz.
Kay levantó la mirada y la fijó en Nick. Sabía que tenía razón. La
organización era clave, más aún tras un ataque totalmente inesperado. Cada
cual debía cumplir una función y Kay obedeció la que se le había asignado.
Se arrastró hasta la cocina, cuya ventana cubría otro federal, y luego bajó las
escaleras hasta el sótano. No encendió la luz. Hubo de estudiar el lugar con la
escasa iluminación que llegaba hasta allí, procedente de la ventana del primer
piso donde estaban operando a Strasser. Encontró un rincón que le pareció
seguro y se escondió. Arriba comenzó a escucharse la lucha cuerpo a cuerpo.
Los paramilitares habían logrado abrir una brecha. Kay agarró el M-4 con
rabia. Tener que permanecer quieto y sereno en pleno combate era una de las
órdenes más difíciles de cumplir. Era demasiado fácil dejarse llevar por la
adrenalina y perder el control.
Sacó el móvil del bolsillo y comprobó que no tenía cobertura. No podía
llamar. Sin embargo, supuso que alguno de los federales lo habría hecho y
que pronto llegaría ayuda, lo cual le valdría un buen montón de problemas. El
ruido de lucha continuaba escuchándose, pero con menor intensidad. El
grupo de ataque también sabía que la ayuda se presentaría en breve. Tenían
los minutos contados y debían actuar con rapidez. Se preguntó quién iría
ganando. Entonces la puerta del sótano se abrió.
***
***
Kay los oyó hablar en alemán y lo que decían dibujaban la situación de arriba
a la perfección. Subió los escalones con el sigilo aprendido en los
entrenamientos. Sabía que abajo no había nadie. Quizá tuviera una
posibilidad si lograba sorprenderlos por detrás antes de que… La voz del tipo
que la había ordenado ir defender el generador en el sótano sonó clara y
concisa.
—A discreción, Patrick.
El tiroteo retumbó en toda la casa y Kay subió los peldaños de dos en dos,
sin importarle ya el sigilo. En el corredor superior encontró a uno de los
paramilitares muertos. Los otros dos disparaban a los agentes, que habían
retrocedido y buscaban refugio en otra de las habitaciones. Había sangre por
todas partes y la única habitación en la que había luz parecía un matadero.
Kay vio que uno de los agentes era alcanzado. Uno, dos, tres impactos en el
torso.
—¡Bastardos!
Kay disparo y uno de los hombres apenas tuvo tiempo de volverse. Cayó
con la masa cerebral resbalándole por el rostro. El otro no prestó atención.
Kay estaba apuntándolo cuando sintió un golpe seco en el hombro. Ya lo
había experimentado en otra ocasión y sabía lo que aquello significaba. La
habían disparado y alcanzado. Se arrojó al suelo y oyó otra bala pasar hasta
impactar en la pared, justo detrás de donde ella estaba antes. Buscó la
oscuridad del pasillo. Si el francotirador la había alcanzado cuando se
encontraba bajo el foco de luz que se escapaba del quirófano, quería decir que
no utilizaba mirilla de visión nocturna. Había perdido la pistola. El hombre
que aún quedaba en el pasillo estaba frente a una puerta abierta donde se
había refugiado uno de los agentes. Kay oyó el sonido de la pistola del
agente: ese odioso click que indicaba que se había quedado sin munición. El
tipo del corredor ladró en alemán y luego rio. Kay vio que se volvía hacia la
habitación hasta la que se había arrastrado el agente que había sido
alcanzado, levantaba el arma y hacía fuego. Un leve quejido salió de ella.
Nick, Kay recordó el nombre del agente que aún quedaba en pie, el que le
había dado la orden de bajar al sótano, saltó sobre el alemán.
—¡No! Maldito hijo de puta.
Kay se levantó. El agente estaba herido y sangraba profusamente, pero se
había arrojado sobre el paramilitar que, de un sólo golpe, lo hizo caer al suelo
y lo apuntó a la cabeza con su pistola. Nick se giró y le pateó con el pie.
Klaus Boschman soltó un gemido de dolor y el arma salió despedida de su
mano. Entonces asió su NR-2. Kay se interpuso entre él y Nick. Le ardía el
hombro y, en esas circunstancias, sabía que tenía pocas posibilidades, pero
aún contaba con las piernas y el alemán también estaba herido.
Klaus Boschman esbozó una mueca.
—Verstecken sie sich die Amerikaner hinter seine Frauen?*
—Schlagen die Deutschen seine Frauen?**
Sin aguardar respuesta, Kay lanzó una patada al rostro del alemán que le
hizo tambalearse. Él se volvió y soltó el puño. Ella apenas pudo esquivarlo y
el golpe del alemán impactó de refilón sobre su sien. Kay sintió un vahído y
trastabilló unos pasos. Klaus Boschman se volvió hacia Nick con el NR-2 aún
en la mano. Esta vez no se acercó a él. Presionó el botón y la hoja del
cuchillo salió disparada hacia el agente de la CIA, pero Boschman no contaba
con la tozudez de aquella mujer, que saltó sobre él y lo desestabilizó lo
suficiente para que la cuchilla errara el blanco y no alcanzara el pecho de
Nick.
—Verdammte Schlampe!***
Le arrojó la empuñadura y la alcanzó en el rostro con ella. Con pasos
decididos se dirigió hacia Kay, que retrocedió, adoptando la postura de
combate. De nuevo bajo el foco de luz del quirófano, pensó en el
francotirador mientras notaba que pisaba algo. Bajo el pie, la Smith and
Wesson volvía a ella para ser su salvación. Se arrojó al suelo para cogerla
cuando la bala volvió a pasarla rozando. Pero esta vez estaba armada y el
alemán se puso a cubierto bajando por las escaleras mientras era protegido
por el francotirador.
—¿Está bien?
—Sí, sí. Vaya a atender a Patrick.
Kay obedeció. A la luz del exterior que entraba por la ventana vio al
hombre que el agente del pasillo había llamado Patrick. Yacía sobre un
gigante oso de peluche que ahora estaba cubierto con su sangre. Tenía tantos
disparos en el cuerpo que la posibilidad de que estuviera vivo era tan remota
como la de que ella saliera con bien de aquel lío. Le tomó el pulso. La piel
caliente no le devolvió ninguna señal de vida. Kay se volvió y salió al pasillo.
—Lo siento —dijo al agente, que estaba intentando incorporarse—. No se
mueva, Nick. Se llama Nick, ¿verdad?
Él asintió con la cabeza y Kay se arrodilló a su lado y lo obligó a tumbarse
de nuevo.
—¿Está segura?
—Sí.
—¿Quién es usted?
Kay le mostró la placa.
—¿Policía de Nueva York? ¿Qué pinta aquí una poli de Nueva York?
—Nada. —Kay levantó la cabeza cuando oyó un fuerte frenazo en la calle
—. De hecho, no deben encontrarme aquí. ¿Me guardará el secreto?
Nick la miró sin poder creerse lo que estaba oyendo.
—¿Me lo guardará?
Él asintió en silencio.
—Me ha salvado la vida. Es lo menos que le debo.
—Aguante. —Lo ayudó a acomodarse—. Ya están aquí. Le llevarán al
hospital.
Sin decir más, Kay se levantó y echó a andar por el pasillo. Al pasar por el
quirófano, se asomó y estudió al hombre que yacía sobre la mesa de
operaciones. Aún podían reconocerse en él los rasgos de Ken Strasser. Luego
bajó las escaleras de dos en dos y desapareció por la puerta trasera.
Kay Nolan apoyó en el escritorio el vaso de latte con vainilla que compraba
cada mañana en el quiosco de la esquina, antes de entrar a trabajar, y se dejó
caer sobre el sillón. El despacho de Danna Frost estaba vacío y a oscuras, un
hecho insólito que no habría pasado desapercibido ni al más despistado.
Resultaba tan extraño no verla allí… Desde que la asesora legal fuera
asignada al precinct, Kay no había logrado ser la primera en llegar ni una sola
mañana, a excepción de un día: el primer lunes de cada mes. Extendió el
brazo en busca del latte y notó cómo el hombro le tiraba. Aunque la herida
provocada por el disparo que aquel alemán había acertado a incrustarle en el
hombro en Miami, en la casa en la que un equipo médico estaba dándole un
nuevo rostro a Ken Strasser, ya estaba curada, la cicatriz aún picaba y, de vez
en cuando, cada vez que realizaba un movimiento brusco, el tirón le
recordaba que todavía estaba fresca y debía andar con cuidado. Tras volver a
Nueva York, aprovechó los días de vacaciones que le quedaban para
recuperarse y, cuando se reincorporó al trabajo, apenas le quedaban unas
pequeñas secuelas que nadie notó. Salvo ella misma, el capitán y James
Duffy, nadie sabía que había sido herida y así debía seguir siendo.
Dio un sorbo al café y observó el despacho de Danna Frost, sumergido
en las sombras. Se preguntó cómo se las habría arreglado el capitán para
ocultarle el follón en el que se había metido: dos equipos, uno del FBI y otro
de la CIA, eliminados al completo, salvo por aquel agente llamado Nick, y a
nadie parecía habérsele movido ni un solo pelo de su sitio. La noticia se había
silenciado, salvo por apenas unos breves comentarios en alguna que otra
cadena de televisión local que la habían dado a conocer como un ajuste de
cuentas entre bandas mafiosas dedicadas al mundo de la droga. El poder del
gobierno era grande, aunque, pensó Kay, no tanto como para borrar de su
mente la matanza que aquel tipo alemán y su gente habían llevado a cabo, ni
la imagen del agente de la CIA abatido a tiros y cuyo cuerpo había caído
sobre un enorme oso de peluche. El cadáver de Strasser, sobre una mesa de
quirófano y con el rostro a medio hacer, tampoco había escapado a su
recuerdo. No, el poder del gobierno tenía sus límites. Podía estrangular una
noticia, pero jamás borraría de su memoria aquella noche infame.
Se llevó la mano al hombro y lo masajeó de forma disimulada. Bajo la
cicatriz, la carne desprendía calor y latía como si allí mismo albergara otro
corazón, un reacción que sucedía cada vez que recordaba la carnicería de
Miami. Notó el pequeño abultamiento de la piel, en el que aún se marcaban
las líneas de puntos que le había dado el amigo forense de Duf a escondidas,
en una morgue de Miami. Sólo aquel tipo, el propio Duf, que se había
encargado de curarle la herida hasta que cicatrizó, y Lisa, que la detectó al
instante la primera noche que, tras su vuelta, quedaron para tener sexo,
conocían el resultado del disparo, aunque sólo Duf sabía qué lo había
originado. Él… y el capitán. Danna Frost, pensó mientras volvía la mirada de
nuevo al oscuro despacho, quedaba fuera.
—¿Qué haces? —Rachel Webster acababa de llegar. Apoyó el trasero en el
borde del escritorio de Kay y la observó con mirada interrogativa.
—¿Sabes dónde está? —preguntó Kay, que señaló el despacho de la
asesora con el mentón.
—Ni idea, pero es raro que no haya llegado ya.
Kay asintió en silencio. Sí que lo era, pero lo más extraño de todo es que
ocurriera una vez por mes, el primer lunes. Nadie, al parecer, salvo ella, se
había dado cuenta.
—¿Habéis suavizado relaciones? —Rachel se inclinó para acercarse a Kay
y que la pregunta no se alcanzara más allá de sus oídos.
—Nos toleramos.
—Quizá deberías hacer un esfuerzo. Tim dice que es maja y yo empiezo a
creer que tiene razón.
—Tal vez… —Kay volvió a penetrar las sombras del despacho con la
mirada, como si de esa forma fuera a descubrir el lado positivo que cada vez
más agentes de la comisaría comenzaban a ver en la asesora legal.
—Ahí viene Tim —dijo Rachel—. Hoy tenemos un montón de papeleo por
delante.
—Sí —admitió Kay con atonía. Dos crímenes nuevos resueltos en apenas
unos días habían llenado su escritorio y el de su equipo con una buena pila de
trabajo burocrático—, habrá que ponerse con ello. —Se giró en el sillón,
empujando las ruedecillas con los pies, y meneó el ratón para despertar la
pantalla, que cobró vida con el logo del New York Police Department.
Rachel se sentó ante su mesa y Tim ante la suya. El trabajo comenzaba. Kay
hizo doble clic sobre un carpeta y, mientras aguardaba a que se abriera,
deslizó una nueva mirada furtiva al despacho vacío de Danna Frost. «¿Dónde
estás?», se preguntó. «¿Adónde vas el primer lunes de cada mes?».