Dana y Kae PDF

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Índice

Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Gracias
El devorador
Danna & Kay
(La última scout)
Danna & Kay 1

© Rebeca Upwards, 2019


Todos los derechos reservados.

Fecha de edición: 2-Febrero-2019


CAPÍTULO 1

Quizá, si lo hubiera suplicado, el día podría haber sido aún peor, pero no lo
creía.
Kay Nolan, inspectora de Homicidios, arrojó las llaves de la moto sobre el
escritorio y guardó la pistolera con su Glock 19 y la placa en un cajón.
Vestida con pantalones vaqueros, camisa sport y chaqueta entallada, echó un
vistazo rápido a la oficina. Desde la altura de su uno ochenta, le resultaba
muy fácil hacerse una idea de lo que se cocía a su alrededor. Sin embargo, no
había mucho que observar. A aquella hora, la comisaría estaba tranquila. El
turno de noche, menos concurrido y bullicioso que el diurno, trabajaba en
silencio. Sólo ella y parte de su equipo seguían allí, haciendo horas extras
para atrapar a un sospechoso de asesinato que, hasta aquel momento, se había
mostrado demasiado escurridizo.
—Tim, ¿hay algo?
—Nada todavía. —Timothy Clarck, detective de homicidios, colgó el
teléfono y la miró decepcionado—. El tipo es listo y sabe muy bien lo que se
hace. No hay ni rastro de movimientos bancarios encubiertos.
Kay Nolan se dejó caer sobre su sillón y estiró las piernas. Llevaba casi
veinticuatro horas sin dormir, pero su trabajo se estaba derrumbando sobre el
cuerpo de un hombre asesinado que no encontraría justicia. Demasiado joven
para ser inspectora, había demostrado que la edad no era un impedimento
para alcanzar ese grado. Era inteligente, trabajadora infatigable y demasiado
tozuda para dar su brazo a torcer. Jamás permitía que un asesino escapara
impune.
Estudió a Tim. Se le veía tan cansado como a ella. Habían pasado toda la
noche anterior interrogando a un tipo, experto informático del que se decía
que manejaba redes de dinero negro a cambio de suculentos honorarios, que
les había llevado hasta el mismísimo despacho de Ken Strasser, un
empresario cuyo imperio se había construido sobre la base de negocios
turbios de los que, sin embargo, jamás se había encontrado rastro que
permitiera una detención. Lo que hasta entonces se limitaba a delitos de
carácter financiero, se había convertido ahora, sin embargo, en un nuevo caso
para Homicidios. Jack Simpson, dueño de una naviera con la que Strasser
había hecho negocios, había aparecido muerto en su despacho. La
investigación apuntaba a un móvil claro: Simpson no había podido pagar las
deudas contraídas con Strasser y la policía pensaba que éste se había cobrado
la deuda a su manera. Sin embargo, no se había encontrado ninguna prueba
que ligara a Strasser con la muerte de Simpson, pese a que Kay y su equipo
estaban convencidos de que el empresario de origen alemán era quien había
dado la orden de matar al naviero.
Pese a que no contaban con pruebas concluyentes que lo relacionaran con
el asesinato de Simpson, Kay Nolan no daba el caso por perdido. Tras
interrogar durante horas al contable que había llevado las cuentas de Strasser
a lo largo de varios años, había decidido acometer al empresario por el flanco
que creyó más vulnerable: el económico, una especie de recompensa
sucedánea con la que intentaría emular el caso Al Capone y lograr una
condena de carácter fiscal para Strasser. Eso, tal vez, le daría el tiempo que
necesitaba para continuar con la investigación del caso Simpson hasta
conseguir las pruebas necesarias que condenaran a Strasser por asesinato.
Asesorada por el Departamento del FBI que se ocupaba de investigar los
White Collar Crimes, los crímenes de cuello blanco, habitualmente
relacionados con fraude fiscal, había montado un dispositivo policial para
atrapar al propietario de uno de los mayores emporios económicos con sede
en Nueva York. Estaba tan convencida de que lo lograría, que había hecho
creer a su capitán que lo tenían pillado y, cuando todo parecía indicar que
esta vez Strasser no podría librarse, el tipo los había recibido tranquilamente
en su oficina, impecablemente vestido, como si lo hubiera hecho a propósito
para la ocasión, y se había ofrecido a cooperar: les había permitido acceso
libre y total a los ordenadores de Strasser Enterprise.
Kay no era una mujer engreída. Llevaba demasiado tiempo siendo policía
para permitirse esa debilidad y, a pesar de la información que habían
obtenido del contable en el interrogatorio, sabía que no encontrarían nada en
aquellos ordenadores, aunque un rayo de esperanza había mantenido vivo su
optimismo durante el día. Quizá, después de todo, tuvieran suerte y la
División de delitos informáticos de la policía haría el milagro de encontrar
una prueba con la que detener a Strasser y, con ello, conseguirían ese tiempo
precioso que necesitaban para continuar investigando el asesinato de
Simpson. Sin embargo, Tim acababa de darle la puntilla: no había nada con
lo que retener al empresario, que había reservado un billete de ida a Túnez.
Un país con el que los Estados Unidos no tenían firmado tratado de
extradición.
Se echó hacia atrás y dejó que la espalda descansara en el respaldo. Le
dolía todo el cuerpo y lo estiró, buscando un alivio pasajero. Se rastrilló la
melena con los dedos y cerró los ojos un instante. Rachel Webster, el otro
miembro de su equipo, estaba en el aeropuerto con una patrulla esperando
órdenes para arrestar a Strasser, pero no había ningún motivo para hacerlo.
Estaba tan limpio como el instrumental de un quirófano. Kay se presionó la
frente con los dedos y fijó la mirada en la pared del fondo. El ejemplar
hombre de negocios, Ken Strasser, principal sospechoso del asesinato de un
hombre, estaba a punto de embarcar en un avión y ella no podía evitarlo.
Negó en silencio con la cabeza. Efectivamente, el día no podría haber ido
peor. Se incorporó, apoyó los codos sobre el escritorio y fijó la vista en el
monitor del ordenador. El protector de pantalla mostraba la hora. Eran las
20:35. Veinticinco minutos más y se marcharía a casa, con Strasser detenido
o camino de Túnez, aunque intuía que sería la segunda opción con la que
tendría que irse. En su fuero interno, sabía que no se podía ganar siempre, por
más que no lo aceptara.
Volvió a mirar la pantalla. Eran las 20:36 de ese maldito día que, al menos,
estaba a punto de acabar. Se frotó los ojos con los dedos y luego los pasó por
el puente de la nariz, masajeándolo. Por más que se la repitiera, no podía
admitir esa frase. Ella siempre ganaba y los malos siempre perdían.
El móvil sonó. Era Rachel Webster.
—¿Tenemos algo, Kay?
—No, aún no hay nada. ¿Qué hace?
—Acaba de pasar el control de pasaportes. Va a embarcar.
Kay miró el ordenador. Las 20:40.
—¿El despegue sigue previsto para las 20:55?
—Sí —La voz de Rachel le sonó tan decepcionada como la suya propia—,
te llamaré si hay algo.
Kay colgó, pero sabía que no habría nada. Volvió a recostarse en el
respaldo y observó el movimiento de los números en la pantalla. Las 20:41.
La atmósfera estaba cargada y se percibía un olor denso y desagradable. Se
levantó y abrió una ventana. El aire de fuera, cargado con la contaminación
de una gran ciudad como Nueva York, le pareció fresco y limpio en
comparación con el de dentro. Aspiró una bocanada y dejó que la vista se
perdiera entre las sombras que las luces de la calle dibujaban en los edificios
de enfrente. Luego volvió a su mesa de trabajo.
Eran las 20:54. Tenían una orden judicial para impedir la salida del avión
si conseguían esas malditas pruebas. Kay miró a Tim. Estaba al teléfono,
hablando con los de la División informática. Lo vio colgar el auricular y
mirarla. Movió la cabeza negativamente. En la pantalla los números formaron
las 20:55 y Kay dejó salir el aire lentamente de los pulmones. El móvil sonó
de nuevo.
—¿Kay? El avión va a despegar.
—Lo sé. Vete a casa, Rachel.
En silencio, apagó el ordenador y se puso en pie.
—Hemos hecho lo que hemos podido, Kay —Tim se acercó a ella y le
ayudó a ponerse el abrigo.
—Y parece que lo que hemos podido no ha sido suficiente.
—No siempre se puede ganar.
—De críos nos enseñan que el Bien siempre gana, Tim —Kay se volvió
hacia él mientras comenzaba a abrocharse la cazadora—. Parece que Santa
Claus no es el único engaño que nos cuentan.
—Tú sola no puedes limpiar la inmundicia de todo el mundo. Un día u otro
tendrás que convencerte de ello, Kay. Aunque, ¿quién sabe?, quizá algún día
con un poco de suerte podamos echarle el guante a Strasser.
Kay meneó la cabeza.
—No creo en la suerte —dijo—. Dejé de creer en ella como dejé de
hacerlo en Santa Claus, pero si Mahoma no va a la montaña…
Kay cogió el bolso.
—¿No estarás pensando en…?
Ella lo hizo callar con un gesto. Estaba cansada y lo único que deseaba era
marcharse a casa. Se tomaría una copa de vino y llamaría a Lisa. Le
propondría que pasara la noche con ella. Así, al menos, consumiría toda esa
energía que había estado reteniendo y que se había convertido en estrés. Por
la mañana vería las cosas de forma diferente y sería entonces el momento de
empezar a pensar en una solución.
Agarró el bolso con fuerza y sintió que las uñas se le clavaban en la palma
de la mano. Relajó los dedos y pensó que el día había tenido algo bueno: al
fin y al cabo se había acabado y ya nada podría ir mal. Se despidió de Tim
con un gesto y se dirigió hacia el ascensor. Entonces, oyó su nombre.
—Inspectora Nolan.
Kay se giró y vio al capitán, Daniel Gilmore, observándola desde la puerta
de su despacho.
—¿Ya se marchaba?
—Sí, señor. ¿Necesita algo?
—Será sólo un instante, si no le importa.
Kay volvió sobre sus pasos y entró en el despacho del capitán. Sentada en
una de las butacas de la mesa de reuniones, había una mujer vestida con la
elegancia de una dama y la impecable pero aburrida asepsia de un alto
directivo de empresa. Tenía el pelo recogido en un moño, las piernas eran
largas y estaban cubiertas con medias de seda. Llevaba zapatos de tacón, cada
uno de los cuales, pensó Kay, debía de costar la mitad de su sueldo. Chaqueta
entallada, camisa blanca clásica que se ajustaba a un torso delgado en el que
no destacaba la femineidad por el volumen de su busto, sino por las líneas
sensuales y redondas que lo conformaban. Junto a ella, a los pies, descansaba
un maletín de piel. La mujer la estudió del mismo modo en que Kay lo hizo
con ella, en silencio, como dos depredadores que se tantean para decidir cuál
será el primero en atacar a la presa.
—Quiero presentarle a Danna Frost —dijo el capitán.
La mujer se levantó y las dos se miraron frente a frente. Kay pensó que, sin
esos tacones, sería unos centímetros más baja que ella. Danna le tendió la
mano y Kay dio un paso adelante para estrechársela. Se saludaron con
cortesía, pero el apretón de manos fue recio, como si ninguna de ellas
quisiera mostrarse débil ante la otra.
—Va a ser la asesora legal de la comisaría.
—¿Asesora legal, señor?
Kay preguntó sin mirar a su superior. Tenía la vista fija en aquella mujer
que la sonreía bajo una mirada sagaz.
—Se trata de un nuevo programa que se implantará en todo el
Departamento de Policía de Nueva York, inspectora. El gobernador opina
que no se está trabajando conforme a los protocolos de actuación. El número
de casos que se han perdido en los juzgados debido a desajustes en los
procedimientos policiales ha crecido de forma alarmante en los últimos
tiempos, de modo que el departamento ha decidido dotar a cada comisaría
con un consejero legal que evite esos errores.
—¿Una especie de vigilante? —Sintió la mirada inquisitiva del capitán
clavándose en su rostro. La conocía lo suficiente para saber que aquello no le
estaba gustando. Se volvió hacia él y clavó en los ojos de su superior una
mirada que no dejaba lugar a la duda. Estaba cansada, frustrada y ahora,
además, cabreada—. ¿Va a fiscalizar nuestro trabajo, señor? —Lo preguntó
sin ambages, como si la tal Frost no estuviera delante.
—Va a asegurarse de que el trabajo de cada policía de esta comisaría se
realiza conforme a las normas.
—¿Y tendré que informarla de cada paso que doy?
—Más o menos —La voz del capitán sonó más ruda de lo habitual.
Kay volvió la mirada hacia la mujer.
—En realidad, inspectora —Danna Frost no retiró la vista de los ojos de
Kay—, ese más o menos es un sí. Tendrá que informarme de cada paso que
dé.
Kay achinó los ojos, en los que se reflejó un destello de exasperación.
Aquella damita vestida como si fuera a una reunión de altos directivos
acababa de firmar una declaración de guerra. Sabía lo que ese más o menos
que el capitán había pronunciado significaba, pero la letrada no había tenido
empacho en dejar claro su cometido desde el principio.
—Por supuesto —dijo.
Durante un instante, el silencio invadió el despacho, un silencio que, sin
embargo, proclamaba a voces que, con esas palabras, la inspectora acababa
de aceptar la declaración de guerra y que sólo era una cuestión de tiempo,
más o menos largo, que el estallido entre ambas se produjera.
Se despidió con una ligera inclinación de cabeza y recogió el bolso que
había dejado sobre su escritorio. Cuando las puertas del ascensor se cerraron
tras ella, exhaló el aire con fuerza. Al fin, como quedaba demostrado, incluso
en el último minuto el día sí podía ir a peor.

Mientras el capitán se sentaba y papeleaba con los documentos que tenía


sobre la mesa de reuniones, Danna había permanecido de pie, observando a
Kay a través de las cristaleras del despacho.
—Es una excelente policía, pero tendrá que andar con pies de plomo hasta
que se la gane. —El capitán levantó la vista de los papeles y la fijó en la
supervisora—. Porque se la ganará, ¿verdad?
—Parece que va a ser difícil, señor.
—¿Lo dice por ella o por usted?
Danna volvió la mirada hacia el capitán y la fijó en la de él.
—Por ambas.

—No la he gustado.
Danna sacó el queso cheddar del frigorífico y lo posó sobre la encimera.
Frank la miró desde el otro lado de la cocina. Se había quitado los zapatos, la
corbata y la camisa, y se había quedado en pantalones y camiseta interior.
—¿Por qué siempre eres tan negativa?
—No lo soy. Lo he visto en sus ojos.
—Acabas de decir que su sospechoso se ha marchado de rositas hacia un
país con el que no tenemos tratado de extradición. ¿Cómo crees que se
sentirá?
—Frustrada, obviamente.
—¿Entonces por qué confundes la frustración con el hecho de que no le
gustes?
Danna dejó de rallar el queso y lo miró.
—Te lo he dicho: lo vi en sus ojos.
—Oh, vamos. Esas son suspicacias femeninas.
—Frank, eres un tipo muy listo para ganar pasta, pero en cuanto a mujeres
no sabes nada.
Él se acercó a ella y le acarició el cuello.
—¿De veras?
Danna cerró los ojos. Quizá había exagerado. Al menos en aquel aspecto,
Frank sabía muy bien lo que hacía. Sintió los labios de él en el cuello y las
manos bajando hasta sus caderas. Se le erizó el vello y dejó el rallador sobre
la encimera. Se dio la vuelta y él la sonrió.
—¿Te sientes menos tensa?
Danna asintió con un movimiento de la cabeza. Sí, la tensión parecía ir
diluyéndose entre los brazos de él, aunque lo que en realidad empezaba a
sentir debía calificarse de una manera un poco más jugosa. Buscó la boca de
él y lo besó. Con rabia, sin preámbulos. Después de unos segundos, él se
apartó y la sonrió.
—Hoy estoy cansado, Dan.
Ella bajó la cabeza, decepcionada, y la apoyó en el pecho de Frank.
Últimamente los dos estaban cansados, más él que ella. Apenas se veían un
rato cada noche, antes de irse a la cama en la que él solía quedarse dormido
enseguida. No hacían el amor con la frecuencia del principio. Ni siquiera con
una frecuencia que pudiera resultar medianamente satisfactoria. Su trabajo en
Wall Street absorbía todas sus fuerzas y, cuando llegaba a casa, sólo quería
relajarse, aunque no con ella. Le bastaba sentarse en el sofá y leer un rato en
silencio. Ni siquiera charlaban. Aquella noche, la conversación sobre su
primer encuentro con la inspectora Nolan había sido una excepción. Danna
pensó que él le había regalado unos minutos de su atención. Los suficientes
para que no se sintiera ignorada. Como buen broker, Frank era práctico y en
sus relaciones laborales no permitía que las emociones entraran en el terreno
de juego. Su percepción de la inspectora era la de un hombre pragmático en
el que, en relación al trabajo, no tenía cabida el tú me gustas o me caes mal.
Sintió que los brazos de él ya no la rodeaban y se giró. Frank había sacado la
leche de la nevera y se había servido un vaso.
—La cena está casi lista —dijo ella.
—No voy a cenar. Tomé un sándwich en la oficina y no tengo hambre.
Danna lo vio alejarse con el vaso de leche, camino del salón. Miró los
orejones, enfriándose en un tazón con agua y los dos platos preparados sobre
la barra de la cocina. Ya ni siquiera cenaban juntos. Cogió las ralladuras de
queso y las añadió a un tazón pequeño en el que había mezclado vinagre
balsámico y aceite de oliva con una pizca de sal y pimienta. Ella sí tenía
hambre. Colocó los trozos de orejones con la rúcula en su plato, lo roció con
el aderezo y esparció algunos trozos de nueces por encima. Masticó despacio,
pensativa y con cierta sensación de desengaño. Aquella ensalada no podría
calmar ese otro tipo de hambre que también tenía.

***

Aparcó la moto frente a la casa de Lisa. Un edificio de ladrillo y cuatro


plantas idéntico al resto de los que recorrían la calle. Había estado paseando
por Riverside hasta que el cansancio la venció. Echó un vistazo a la fachada y
vio que las luces del apartamento de Lisa estaban encendidas. No la había
llamado. Trabajaba como teleoperadora para una agencia de seguros y sabía
que lo primero que hacía, al llegar a casa, era apagar el móvil. Apoyó el pie
en la parte baja del portal y empujó con el hombro. El pestillo chascó y el
paso quedó franco. Le había advertido a Lisa decenas de veces sobre ello.
Resultaba tan fácil abrir aquella puerta que era como una invitación a una
fiesta benéfica para los ladrones, pero Lisa, y al parecer también el resto de
vecinos, siempre se olvidaban de avisar al administrador para que la
arreglara. Subió los dos tramos de escaleras a paso lento. El paseo por
Riverside y las casi veinticuatro horas que llevaba en pie la habían dejado
físicamente agotada. Sólo Strasser y su fuga la mantenían en pie. Y para
coronar el pastel, estaba lo de la nueva asesora legal. Muy guapa, muy
elegante y probablemente demasiado lista para engañarla. Los trucos de poli
se habían acabado. Cada uno de los pasos que diera serían observados
cuidadosamente por aquella arpía y denunciados sin contemplación. Sintió
que las emociones le borboteaban en el pecho como una cacerola puesta a
fuego demasiado alto en la que el agua hirviendo empuja la tapadera hacia
arriba, hasta alcanzar el punto de ebullición. Si no encontraba un tubo de
escape por el que la ira pudiera ir diluyéndose, la furia acabaría por estallarle
en pleno rostro. Ascendió por el segundo tramo de escalones y caminó por el
pasillo. El paseo por Riverside no había servido de nada. Ya sólo quedaba
Lisa. La había conocido unos meses atrás, después de que su relación con
Sarah estallara por los aires. Una mañana se había despertado en su cama,
tras una noche de alcohol y, viéndola desnuda a su lado, al parecer también
de sexo. Podría haberse quedado en eso, en un recuerdo nebuloso de una
borrachera pasada entre las sábanas de una mujer desconocida, pero no había
sido así. Se habían vuelto a ver y, con un acuerdo tácito jamás expresado
verbalmente, se buscaban cada vez que necesitaban aliviarse. Lisa era una tía
maja, sin complicaciones y que follaba mucho y bien. Kay no necesitaba más.
No quería más. En aquel momento de su vida, no.
Llamó a la puerta con los nudillos. Lisa abrió sin comprobar quién era a
través de la mirilla.
—Te he dicho cien veces que no abras sin mirar antes.
—Sabía que eras tú. Te he visto aparcar.
Kay se quitó la cazadora y la colgó en el perchero. Se dio la vuelta.
—Aun así —dijo.
Lisa estaba comiéndose una manzana, tenía el pelo húmedo y aún olía al
gel de fresas con el que se duchaba. «El perfecto ejemplo de una Eva
tentadora», pensó Kay, que entornó la mirada y la observó, recorriéndola de
arriba abajo. Llevaba puestas las bragas y una camiseta. «Demasiada ropa».
Quería una Lisa desnuda, en la cama y entre sus piernas. Dio un paso
adelante y le quitó la camiseta. Los pezones erectos la apuntaron como dos
pistolas. «Así está mucho mejor». Sintió que el borboteó se había escurrido
desde el pecho hasta la zona baja del abdomen, pero era un borboteo mucho
más agradable, caliente y cosquilleante. La ira comenzaba a extinguirse
vencida por el deseo imperioso de acostarse con aquella mujer. La abrazó,
sintiendo como los pechos de Lisa se aplastaban contra los suyos. Le buscó la
boca, ansiosa, mientras metía la mano en las bragas y notaba cómo la
redondez de sus nalgas, tiernas y carnosas, se adaptaba a la curvatura de su
mano.
—Necesito un polvo de los buenos —le susurró al oído con la voz ronca.
Lisa no contestó. Había comenzado a desabrocharle la camisa. El borboteo
se agitó allí abajo y en la garganta de Kay ronroneó el primer gemido de la
noche.
CAPÍTULO 2

Kay Nolan no necesitaba ladear la moto cuando se paraba en un semáforo y


apoyar la punta del pie para llegar al suelo. Su estatura le permitía
permanecer sentada sobre el sillín, con los dos pies bien apoyados sobre la
calzada. Podía mirar de frente a la mayoría de los hombres y tenía que
inclinar el cuello hacia abajo para hacerlo con muchos otros. Aquella era de
las peculiaridades de Kay que más los desconcertaba, aunque no la única.
Kay Nolan era una mujer muy alta, fibrosa, capaz de dejar K.O. a un tipo que
la duplicara en peso, pero eso no le hacía renunciar a su femineidad. Vestida
de sport y protegida la cabeza con un casco, aguardaba a que el semáforo se
pusiera en verde sabiendo que cada uno de los hombres que viajaban en los
coches de alrededor no le quitaba la vista de encima. Pese a ser de caderas
escurridas, aquel culo bien formado nunca les pasaba desapercibido.
Por un instante pensó en Lisa. Creía recordar que, la noche anterior,
también ella había dicho algo acerca de su trasero, aunque no estaba segura.
No se sonrojaba al admitir que, en momentos como aquel, lo que Lisa dijera
no le importaba; sólo la rapidez y la habilidad con que se moviera. El
semáforo se puso en verde, Kay aceleró la motocicleta y sonrió al dejar atrás
a los espectadores que se habían quedado embobados con su panorámica
trasera. Aún tardarían un buen rato en darse cuenta de que conducían con la
boca abierta.
Cuando las puertas del ascensor se abrieron, Kay escuchó el silencio. La
comisaría aún no hervía con la actividad propia del turno de mañana. Era
demasiado pronto. Colgó la mochila en el respaldo de su asiento y dejó el
casco en una esquina del escritorio. Encendió el ordenador e hizo lo mismo
con los de sus compañeros. Siempre era la primera en llegar. Excepto aquella
mañana… El sonido de unas teclas al ser golpeadas con los dedos de manera
experta llamó su atención. Impulsó con los pies su sillón giratorio y echó un
vistazo al despacho que había a su izquierda. Llevaba semanas desocupado,
pero aquella mañana ya no lo estaba. Kay estiró los labios con una mueca de
desagrado. En la oficina que le habían asignado, frente a su propio escritorio,
Danna Frost estudiaba unos documentos y tomaba notas en el ordenador. Kay
aprovechó que la asesora legal no se había percatado de su llegada para
estudiarla con tranquilidad. La idea que se había hecho de ella el día anterior
no era muy prometedora. El modo en que vestía, el peinado de diseño, su
mirada templada, pero insensible y, sobre todo, aquella postura demasiado
atrevida, en su opinión, para alguien que acababa de llegar y que, estaba
segura, era consciente de no ser bien recibida; todo ello jugaba en su contra.
Se preguntó cuánto tiempo tardaría en tener a toda la oficina enfrente. Con
ella lo había conseguido en apenas unos minutos. Entrecerró lo ojos al
recordar la frase sucinta, pero cortante, con que afiló las palabras que el
capitán había utilizado para suavizar la situación: «En realidad, inspectora,
ese "más o menos" es un sí». No podía haber empezado peor. Miró la pantalla
del ordenador y vio que no se había conectado a la red interna de la policía.
Dio unos golpecitos en la CPU e intentó hacerlo manualmente, pero el
sistema no respondió.
—¡Eh, Dave! —llamó a un agente de uniforme que se encontraba al final
de la sala—, ¿qué le pasa a esto?
—Se ha caído el sistema de madrugada.
—¿Y cuánto van a tardar en arreglarlo?
—Creo que los técnicos están en ello, pero no sabría decirle, inspectora.
Kay se levantó. Danna Frost seguía concentrada en sus papeles y no
pareció haberse dado cuenta de su presencia. Se preparó un café en el office y
se sentó en un taburete, detrás de la mesa alta donde a veces hacían un
descanso. Continuó observando a la supervisora legal desde allí. Pensó que
tal vez, si le ofreciera una taza de café, podría suavizar el desafortunado
comienzo que habían provocado entre las dos la noche anterior. No es que
sus sentimientos respecto a la presencia de una consejera legal, esbozó una
sonrisa cáustica al recordar este título, hubieran cambiado. Seguía
considerándola una molestia que interrumpiría su trabajo con puntillismos
legales que ahí fuera, en la calle, frente al cañón de una Sig o una Smith and
Wesson empuñada por un tío que no sentía ningún reparo en disparar, no
tenían ningún valor. Pero rechazó la idea. No iba a ser ella quien diera el
primer paso para firmar la pipa de la paz. De hecho, se reafirmó en su idea.
Aquella letrada tendría que ganarse su aprecio cada minuto de cada día,
aunque Kay dudaba de que llegara a conseguirlo.
El móvil sonó y Kay contestó. A pesar del fracaso con Strasser, la vida no
paraba. Había un nuevo asesinato ahí fuera. Kay se acercó al escritorio
mientras llamaba a Rachel.
—¿Te pillo a tiempo? No te pases por aquí. Tenemos un cadáver. Llama a
Tim por si no ha visto la alerta. Nos vemos allí.
Ahora sí estaba segura de que Danna Frost había escuchado su
conversación con Rachel mientras recogía la mochila y el casco de su
escritorio. De reojo, la había visto levantar la cabeza y también, de reojo, la
veía aproximarse. Intuyó que metería las narices en el asunto y no tuvo más
que darse la vuelta para comprobarlo.
—¿Ha habido un asesinato, inspectora?
—Sí, letrada. Como cada día.
—¿Dónde?
—Estoy segura de que no conoce el lugar. No es el tipo de sitio que usted
—Kay le echó una rápida mirada de arriba abajo— debe de frecuentar.
Danna se encogió de hombros. Como si con aquel gesto se estuviera
diciendo a sí misma que no iba a entrar al trapo.
—Quiero un informe completo cuando vuelva. Y, mientras tanto, procuren
no meter la pata y darme más trabajo.
Se giró hacia el despacho y señaló las pilas de documentos que tenía por
revisar.
—Me encantará complacerla, letrada.
—Estoy segura de que sí.
Kay sonrió, mientras se mordía el labio inferior y asentía con la cabeza, sin
quitarle el ojo de encima. Tenía la mochila al hombro y el casco bajo el
brazo, dispuesta a salir para comerse un fiambre que a saber en qué
condiciones se encontraría mientras aquella mujer, repeinada hacia atrás y
trajeada con impoluta severidad, se quedaba sentada en el despacho, mirando
papeles que no valían para nada.
—Pase una buena mañana, letrada.
—Gracias, inspectora. —Danna ya no la miraba—. Usted también.

—Varón, veintitrés años. Se llamaba Joe Repko. Tiene la cabeza destrozada y


tantos agujeros en el cuerpo que seguro que no hay mierda que no se haya
metido. —Rachel habló mientras acompañaba a Kay hasta el lugar donde
yacía la víctima. Arrodillado junto a él, se encontraba James Duffy, uno de
los forenses con los que Kay y su equipo solían coincidir.
—¿Qué hay James?
—Te veo demacrada, Kay.
—Gracias, eres muy amable.
—Pero tienes mejor aspecto que él. —James Duffy señaló el cuerpo de
Joe.
—¿Qué me puedes contar?
—Lleva entre 4 y 6 horas muerto. Lo asesinaron golpeándole la cabeza.
Kay asintió. Rachel tenía razón: el cráneo del joven estaba destrozado.
—Debieron de darle varios golpes.
—En realidad, debieron de ser muchos. Podré facilitarte el número exacto
cuando lo examine, pero es obvio que quien lo mató no sólo quería acabar
con su vida. Aquí hubo mucha rabia sin control.
—¿Qué más sabemos de él?
—¿Medicamente? —Duffy cogió el brazo del cadáver y se lo mostró a
Kay. Estaba lleno de marcas de agujas—. Debe de llevar tanta heroína en las
venas que habría acabado hecho un fiambre si esos golpes no hubieran
adelantado el proceso.
—¿Y de lo demás? —Kay se volvió hacia Rachel.
—Era un camello de poca monta y tenía alquilada una habitación ahí
mismo —La detective señaló un edificio, a la espalda del callejón.
Kay miró su reloj.
—Seis horas… Lo pillaron cuando volvía a casa.
—Después de inundar la ciudad con un poco más de su mierda.
—¡Rachel!
—No me pidas que me contenga. Un tipo como éste le vendió a mi
hermano la heroína adulterada que lo mató. No me da ninguna pena.
Kay no dijo nada. El hermano pequeño de Rachel se había metido en aquel
mundo sin que nadie, ni siquiera su hermana mayor y policía, pudiera
evitarlo. Era un buen chico. Kay lo había conocido cuando ya estaba metido
en aquello hasta las cejas, pero aun así le había caído bien. Recordó que había
intentado hablar con él en un par de ocasiones. Rachel había movido cielo y
tierra para conseguir que su hermano saliera de aquel mundo y Kay quería
hacérselo entender. Lo intentó, pero la decisión de dejarlo no era suya, sino
de él. Una mañana encontraron el cuerpo del chico tirado en la calle, como el
de Joe, muerto por una reacción a la heroína podrida que se había metido en
la vena. Kay miró el cuerpo del joven. No tenía nada de especial. Salvo
aquellos golpes salvajes en la cabeza, era uno más de la lista, pero no sería el
último de ella.
—Tim, interroga al casero, a ver qué te cuenta del chico. Tú, Rachel, date
una vuelta y mete la nariz por ahí. Si hay suerte, igual encuentras algo.
—Y tú, inspectora —la voz de James Duffy sonó divertida a sus pies—,
¿te vienes conmigo a tomar algo?
—Tienes una autopsia que hacer, Duf.
—Tengo varias. Pero estoy seguro de que a mis fiambres no les importará
esperar un ratito.
Kay lo vio esbozar una sonrisa a la que ella respondió con otra. Le caía
bien y sabía que le gustaba. De encontrarse en circunstancias diferentes, era
bastante probable que hubiera aceptado esa invitación para después del
trabajo, pero James Duffy trabajaba con ellos, y una regla que Kay se había
autoimpuesto y jamás se saltaba era la de no salir nunca con nadie de la
oficina, ni hombre ni mujer.
—¿Qué me dices? —insistió el patólogo—. Mis clientes son dóciles y
sosegados.
—Pero tu supervisor no, James. Será mejor que recojas el cuerpo y vayas a
encerrarte en tu morgue.
—Ah, qué cruel. Eso suena horrible.
—Es que es horrible.
Kay caminó hacia la moto. Volvería a la comisaría e investigaría a Joe
Repko. Si era un camello, estaba segura de que estaría fichado y, con suerte,
podría encontrar algo interesante.
—Sólo para los profanos, Kay —le oyó decir mientras arrancaba. Lo
saludó con la mano y se abrió paso entre los mirones que atascaban la entrada
del callejón.

***

Klaus Boschman se despertó y no supo identificar el lugar en el que se


encontraba. Era una habitación de hotel, eso lo sabía. Pasaba la mayor parte
del año fuera de casa, así que la eventualidad de despertarse en su cama, junto
a Frieda, era una posibilidad muy remota. Notó un suave olor a rosas y,
aunque las cortinas estaban corridas, la luz que entraba por los laterales le
indicó que la mañana estaba avanzada. Miró el reloj de pulsera que había
dejado sobre la mesilla la noche anterior y no se sorprendió al ver que ya eran
casi las diez. Vivir a caballo entre dos continentes y sin horarios le
ocasionaba esos despistes, cada vez más frecuentes. Las paredes empapeladas
a rayas en suaves tonalidades crema le recordaron exactamente dónde se
encontraba. Se había registrado la noche anterior en el New York Marriott
Downtown con un nombre falso que ahora no lograba recordar. Tanteó de
nuevo la mesilla y cogió el pasaporte con el que se había identificado: Gustav
Meyer. Cerró los ojos y asintió con la cabeza. Luego se dejó caer y
remoloneó unos minutos entre las sábanas. Había tenido tantos nombres
supuestos a lo largo de su vida que le resultaba imposible recordarlos todos.
Gustav Meyer era uno relativamente nuevo. Sólo lo había usado un en par de
ocasiones. Primero en Afganistán, luego…, dudó, sí, se dijo, luego en
Chechenia. Ahora se lo habían asignado de nuevo para utilizarlo en Nueva
York.
Se estiró y sintió cierto placer al notar cómo los músculos se
desentumecían. Unos años antes, se habría levantado temprano, aunque
hubiera dormido pocas horas, para salir a correr; pero los años se le habían
echado encima y ya no tenía ganas. Su metro noventa seguía impresionando,
pero su cuerpo ya no era fibroso ni ágil. No le importaba. Si lo solicitara,
podría retirarse en el acto. Pero aún no deseaba hacerlo. Quería, al menos,
terminar este trabajo. Luego tal vez decidiera volver a casa y pasar el resto de
su vida en una existencia tediosa al lado de Frieda. Quizá de vez en cuando
los visitaría su hija Hilda, casada con un informático que trabajaba para una
importante empresa en Colonia, e incluso tendrían la fortuna de que Andreas
abandonara Hamburgo algún que otro fin de semana para hacerles una visita
rápida de cortesía. Klaus no los culpaba de su desapego. Suponía que sentían
un profundo afecto por su madre, pero a él… A él lo llamaban papá por mera
legalidad, al fin y al cabo era su padre, pero nunca lo habían considerado
como tal. Durante años, Klaus no le había dado demasiada importancia a la
distancia que sus hijos habían puesto entre ellos y él. Ahora ya no había nada
que hacer. Eran mayores y habían aprendido a valerse por sí mismos sin su
ayuda. Se preguntó si los hijos de algunos compañeros que habían muerto en
acto de servicio tendrían un recuerdo grato de su padre, pero no intentó
encontrar una respuesta. No había marcha atrás. Él había sobrevivido, pero
nunca se tomó en serio la posibilidad de dejar el servicio para pasar más
tiempo con su familia, y eso era algo que no se podía cambiar ni tampoco
algo de lo que realmente se arrepintiera.
Notó que el móvil vibraba en la mesilla de noche y estiró el brazo para
cogerlo. Miró en la pantalla, en la que no había ningún número identificativo.
Tampoco esperaba que lo hubiera.
—Meyer —contestó.
—Buenos días, señor Meyer. Le habla Irene Rudel, del Beyaz Saray. Tal y
como dejó encargado, le llamamos para informarle de que el señor Aldrich ha
llegado al hotel. Pasará aquí un día y luego volará al balneario The Palms, en
Miami, donde tiene reservada estancia para un tratamiento óseo y muscular.
Si desea citarse con él, podrá encontrarlo allí a partir de mañana.
—¿Puede darme la dirección?
—Por supuesto.
Klaus anotó los datos en una hoja de propaganda que le había entregado un
repartidor la noche anterior y que había salido hecha un gurruño junto con el
resto de objetos que llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Después de colgar,
se incorporó y volvió a leer la anotación. Miami… Al menos esta vez no
estaba lejos. Se desperezó, notando de nuevo el placentero estiramiento de los
músculos, y se dirigió a la ducha. Aunque tenía tiempo, quería llegar con
antelación. Nunca se sabía lo que uno podía encontrar por el camino.
CAPÍTULO 3

Cuando volvió a la comisaría, Danna Frost no estaba y Kay se sentó ante su


escritorio sintiéndose liberada. Tener a aquella mujer permanentemente a su
izquierda, en un despacho desde el que podía observarla sin hacerse notar y
sin que ella pudiera devolverle la jugada la irritaba. Encendió el ordenador
que por fin pudo conectarse a la Red de la policía. Joe Repko tenía un amplio
historial de delitos menores, casi todos relacionados con la droga. No era un
camello de los grandes. Trapicheaba con pequeñas cantidades que, Kay
calculó, no debían de darle para mucho más que para ir tirando. Aunque no
era difícil alcanzar esa conclusión, visto el lugar donde vivía.
Pese a la larga lista de infracciones que enumeraba su historial, ninguna de
ellas daba alguna pista sobre su muerte. No parecía estar metido en nada
gordo, aunque por supuesto nunca podía saberse. Aquel expediente no
relataba la vida entera de Joe Repko y quizá el pececillo se había metido en
un mar de tiburones. La muerte violenta que había acabado con él sugería
más una venganza, una dura y extrema venganza, que un simple ajuste de
cuentas. Kay buscó relaciones con otros camellos a los que pudiera tirar de la
lengua y anotó el nombre de los candidatos. Habría que buscarlos y después
interrogarlos. El día se iba a alternar entre la caza y las largas horas de
interrogatorio. Levantó la cabeza y miró al frente, hacia el fondo de la sala.
Ese era su trabajo: cazar a los malos, encontrar pruebas que los inculparan y
llevarlos ante el juez. El engranaje que fallaba en esta máquina era el último.
Kay estaba cansada de ver cómo conducía al juzgado a tipos que muchas
veces habían amenazado su vida durante una persecución para que, después
de un proceso que la mayoría de las ocasiones no llevaba más de unos
minutos, el tío saliera por la puerta como si no hubiera pasado nada, de vuelta
a sus trapicheos.
Se giró hacia el despacho de Danna Frost y lo observó. Estaba vacío, pero
en él ya podían advertirse pistas que dejaban ver a la mujer que lo ocupaba:
una planta, pilas de papeles colocadas de forma ordenada, la taza impoluta,
lápices de colores… Nada parecía encontrarse fuera del lugar que no le
hubiera sido asignado. Supuso que la letrada estaría en algún otro
departamento, metiendo la nariz donde nadie quería que la metiera. Eso les
concedía un descanso a ellos. No sólo el fiscal les había colado un topo,
también era una molestia, o al menos así lo entendía Kay, que no pudo evitar
un gesto de desdén al mirar aquel despacho. Ella era la que se jugaba la vida
y atrapaba a los malos, mientras que Danna Frost formaba parte de ese otro
lado del sistema, el de las leyes y las normas que nunca eran justas. Un juego
que no cambiaría, porque quienes papeleaban no sabían lo que era exponer la
vida.
Se levantó y bajó por la escalera. Se daría una vuelta por Narcóticos, a ver
si había suerte y allí le contaban algo de Joe Repko, un tipo que no tendría la
oportunidad legal de escapar de la morgue.

***

Patrick Simons jugueteó con el llavero de la habitación. Llevaba sentado en


aquel patio interior más tiempo del necesario para aburrirse y, aunque el
hastío consumía una parte importante de su jornada, unos años antes lo había
dado por bien empleado a cambio de los momentos de acción en los que la
adrenalina invadía su cuerpo. Aún era un hombre joven. Bastante joven, en
realidad, pero comenzaba a estar harto de aquella vida. Hacía tiempo que
tenía superada esa adicción a la adrenalina que le empujó a optar por aquel
tipo de vida. Ahora era un hombre casado, con una hija de dos años cuya
infancia se estaba perdiendo.
Cogió el vaso de limonada y dio un largo trago. El lugar era agradable, eso
no podía negarlo. Se encontraba en la terraza de un cómodo hotel, en Nicosia.
Habían aprovechado el patio interior para convertirlo en una especie de selva
tropical en la que las orquídeas de colores, que iban del morado hasta el rosa,
se confundían entre las lianas enroscadas en los troncos de árboles cuyos
nombres Patrick desconocía. El ambiente era cálido y húmedo, como el de
una auténtica selva. Demasiado sofocante para su gusto, pero a aquellas horas
el patio interior estaba prácticamente vacío y eso era justo lo que deseaba.
Miró el reloj. Eran las siete de la tarde. Aún había tiempo para relajarse un
rato. Luego, el ajetreo comenzaría de nuevo. Volvió a coger el vaso y apuró
la limonada mientras evocaba la imagen de su mujer y su hija. Tendría que
pensarlo seriamente. Quizá debería pedir un puesto de oficina en Langley.

***
—Claro que lo conocía. Tenía alquilada una de mis habitaciones.
Tim sabía que había hecho una pregunta estúpida, pero interrogar al casero
sobre si conocía a uno de sus inquilinos era un modo como otro cualquiera de
comenzar la investigación.
—Era un patoso. Un asno. Demasiado idiota para evitar morir apaleado.
—No tiene muy buena opinión de él.
—No se merecía otra.
Estaban en el salón del casero, Andrew Young. Un hombre tosco, dueño de
un edificio del que Tim estaba seguro que no pasaría la inspección técnica si
el ayuntamiento decidiera realizarla. Había visitado la habitación de Joe
Repko y todavía sentía en la nariz el olor a suciedad. Sintió lástima por los
agentes de la Científica que aún estaban ahí arriba, metidos en ese cuchitril
infecto. El salón del casero, sin embargo, estaba limpio y ordenado. Había un
par de sofás, una televisión antigua y un aparador lleno de fotos. Tim supuso
que la mujer que aparecía en muchas de ellas debía de ser su esposa y el
adolescente con gorra y bate de béisbol sonriente de la foto que había en la
mesa de la televisión, su hijo.
—¿Sabía que estaba metido en asuntos de droga?
—¿Repko? Sí —farfulló el casero—, pero nada importante. Era un camello
de tres al cuarto.
—¿Lo visitaba alguien?
—De vez en cuando, pero no con frecuencia. Le tenía dicho que aquí no
quería follones. Sus asuntos debía resolverlos ahí fuera.
—¿Alguna vez tuvo problemas?
—Querrá decir si hubo algún día de los que vivió que no los tuviera. Ya le
he dicho que era un asno. Si se hubiera limitado a su coto, no le habría
pasado esto. Pero el tío tenía planes, decía. Grandes planes.
Andrew Young miró por la ventana y echó una ojeada al callejón donde
Repko había aparecido muerto.
—Y en eso ha quedado —dijo señalándolo con el mentón.
—Parece no sentirlo mucho.
El casero miró a Tim, entrecerrando los ojos.
—Psss, ya tengo un par de tipos que quieren la habitación. Por cierto,
¿cuándo la dejaran libre? Tengo que limpiarla un poco antes de que otro
estúpido como Repko la ocupe.
—Pregunte arriba, a los de la Científica.
La puerta se abrió y ambos miraron hacia ella. Un joven adolescente, con
una mochila escolar al hombro, entró.
—Papá, ¿lo has visto?
—Claro que lo he visto.
—Es Joe. Dicen que lo han matado.
Tim estudió al joven.
—¿Lo conocías?
—Este es mi hijo Allan.
Tim le sonrió y lo saludó con un movimiento de cabeza.
—Dime, ¿lo conocías?
—Vivía aquí.
—Claro que lo conocía —el padre terció en la conversación—. Todos lo
conocíamos.
Tim obvió el comentario de Andrew.
—¿Sabes quiénes eran sus amigos?
—Algunos venían por aquí o esperaban a Joe en la puerta. Pero nunca
hablé con ellos.
—¿No conoces sus nombres?
—Se llamaban por apodos.
—Mi hijo no va a contarle nada que no le haya contado yo. Le tenía
prohibido tratar con Joe y su pandilla.
—Supongo que es lo que haría un buen padre. Bien, señor Young, si se me
ocurre alguna pregunta más que hacerle, le llamaré o volveré a pasarme por
aquí.
Tim se marchó. Andrew Young lo vio alejarse, mientras su hijo no podía
quitar ojo del cadáver de Joe, que estaban introduciendo en una camioneta
con el logotipo del Servicio Forense.

—Esto es todo lo que tengo, Kay. —Philip Norway, el policía de Narcóticos


con el que Kay había hablado, le entregó una pila de expedientes—. Te
mandaré por correo algunos datos más, aunque no creo que encontréis al tipo
que mató a Repko. Hay tantos candidatos en esta ciudad como hormigas en el
campo.
—Gracias, Philip.
Kay tomó el taco de expedientes y se dirigió hacia el ascensor. Frunció los
labios cuando vio que Danna Frost estaba esperándola. Quiso girarse para
subir por la escalera, pero ella ya la había visto.
—Buenos días, inspectora. ¿Quiere que le ayude con esos expedientes?
—No, gracias. Ya puedo yo.
Danna asintió en silencio. Las dos mujeres quedaron frente a las puertas
metálicas del ascensor, en las que se reflejaban sus figuras. Kay miró al
suelo, pero Danna la estudió en el reflejo. Se dio cuenta de que, a pesar de la
mala impresión que se había llevado de ella la noche anterior, tenía cierto
atractivo salvaje. Llevaba enfundados unos vaqueros que parecían no tener
fin, en aquellas piernas interminables. Danna pensó que estaba demasiado
delgada, pero debía de ser fuerte. Sostenía la pila de documentos sin aparente
esfuerzo. La melena le caía por los hombros de forma anárquica, pero con un
desorden estudiado que la hacía más interesante.
—¿Qué tal su primer día de trabajo?
Danna reconoció la primera debilidad de Kay Nolan: le resultaba
incómodo estar en silencio junto a ella.
—Atareado. Demasiados datos con los que tengo que ponerme al día.
Kay asintió en silencio. Entonces las puertas del ascensor se abrieron.
Estaba vacío.
—Por favor… —Danna le cedió el paso.
Cuando las puertas se cerraron, ambas quedaron a solas, en un espacio
demasiado pequeño para sentirse cómodo si la persona con la que estabas no
era alguien conocido.
—He sabido lo del caso Strasser.
—Una pifia —admitió Kay.
—Bueno, usted y su equipo cumplieron con el protocolo, pero a veces las
cosas se tuercen.
—Supongo que lo importante para usted es que cumpliéramos las normas a
rajatabla, no que un asesino haya escapado impune.
—Supone mal. —Danna clavó la mirada en los ojos de Kay. Por un
instante le parecieron llenos de vida, pero apartó el pensamiento—. Claro que
quiero que los criminales sean llevados ante la Justicia, pero no por encima
de la ley. Sin un respeto estricto de las normas con las que nos hemos dotado,
la convivencia y el funcionamiento de la sociedad serían un caos.
—No cuando esas leyes permiten estas cosas, letrada. Un hombre está
muerto y su asesino se ha marchado a un paraíso donde vivirá tranquilo el
resto de sus días. Eso no es justicia.
Danna iba a replicar cuando las puertas del ascensor se abrieron y Kay
salió con paso decidido, sin mirar atrás, sin despedirse de ella.

***

Patrick Simons se acomodó junto a Nick Martin en la parte trasera del avión.
El vuelo sería corto, pero aun así aceptó el zumo de naranja que le ofreció la
azafata.
—¿Has oído algo sobre la misión?
Patrick encogió los hombros.
—Lo llevan con mucho secretismo, pero creo que se trata de un trabajo de
protección.
—¿Alguna idea sobre el protegido?
—No.
Nick Martin se estiró como pudo, que no fue mucho. Media un metro
noventa y tenía un cuerpo demasiado robusto para acoplarlo a las estrecheces
del asiento.
—Los ingenieros aeronáuticos no piensan en gente como yo. ¿Qué haces?
Patrick había sacado la cartera del bolsillo interior y estaba viendo las fotos
de su mujer y su hija.
—Estoy cansado de todo esto, Nick.
—¿Te refieres a no saber casi nunca dónde vas, ni cuándo vas a hacerlo ni
para qué?
—Sobre todo me refiero a ellas. Apenas las veo y me estoy perdiendo la
infancia de mi hija.
Nick miró por encima de los brazos de Patrick y echó un vistazo a las
fotos.
—La de Julie es nueva.
—Me la mandó Ellie ayer. Es su primer día de guardería y yo no estuve
allí. No creo que quiera seguir con esto.
—¿Hablas en serio?
Patrick asintió con la cabeza.
—Voy a solicitar un destino en Langley.
—¿Me vas a dejar colgado, tío?
—Tú también deberías hacerlo. ¿No has tenido suficientes aventuras ya?
—No. Yo no tengo ninguna vida que me espere ahí fuera.
Patrick no quiso mirarlo. Era un tema del que habían hablado algunas
veces y sabía que siempre que lo trataban, Nick se marchaba a beber una
copa. Cerró la cartera y volvió a guardarla en el bolsillo. Eran buenos amigos.
Se habían conocido cuando los dos entraron en la Agencia. Nick venía de
hacer sus pinitos en el Servicio Secreto que no le había gustado. Su cometido
como agente recién llegado no le permitía un puesto asignado a protección,
así que se aburría. Después de combatir en Irak, estar quieto durante la mayor
parte del día le ponía nervioso. En la CIA había encontrado no sólo más
acción, sino también a Patrick. Llevaban unos años formando tándem y
trabajaban bien juntos. Se habían hecho buenos amigos y Nick se había
convertido en el padrino de su hija cuando Julie nació.
—¿No has pensado en casarte, Nick?
—¡Qué va! No hay mujer en este mundo que me aguante.
—Querrás decir que no hay mujer en este mundo que aguante este tipo de
vida. Creo que en nuestro caso es la incertidumbre lo que acaba con la
mayoría de los matrimonios de los agentes.
—¿Es por eso, Patrick? ¿Ellie y tú tenéis problemas?
—Aún no, pero no quiero dejar que las cosas lleguen a ese punto.
—Entonces lo de pedir un destino en Langley va en serio.
Patrick asintió en silencio. Volvió a sacar la cartera del bolsillo y a mirar
las fotos.
—No quiero perderme su vida. La vida de ninguna de ellas. Y tampoco
quiero que Ellie tenga que recibirme algún día metido en un féretro.
Nick lo miró de soslayo. Sabía a qué se refería Patrick. También él lo había
pensado más de una vez pero, a diferencia de su amigo, no tenía a nadie que
esperase su ataúd, si es que aquel acontecimiento al que solía cerrar los ojos
para poder sobrellevar la vida sucedía. Tampoco es que se viera llegando a
casa con una cartera prendida de la mano y pensando que en cuanto se tomara
una cerveza tendría que cortar el césped. Nunca se había enamorado de una
mujer lo suficiente como para llevar sus ensoñaciones hasta ese punto. Lo
más lejos que habían llegado era hasta el momento en que le pedía que se
casara con él, pero ella nunca llegaba a contestar, porque aquello era sólo una
proyección onírica de la realidad que siempre se acababa antes: cuando ella le
dejaba porque estaba harta de esperar a que volviera de sus viajes.
—En serio, deberías pensarlo. Le has dado suficiente vida al país. Es hora
de que empieces a dártela a ti mismo.
Nick inclinó hacia atrás el respaldo y encogió las piernas. El asiento
delantero le estaba haciendo polvo las rodillas. La observación de Patrick era
una sugerencia a tener en cuenta. Se prometió a sí mismo que la pensaría,
pero no entonces. Las luces de cabina se encendieron y Nick tuvo que volver
a colocar el respaldo en posición vertical y abrocharse el cinturón. El vuelo
había sido corto y estaban a punto de llegar a su destino.

***

—Yo no tengo mucho —Tim se sentó junto a la mesa de Kay—, salvo que el
casero no apreciaba nada a Repko.
—Lo cual no le hace diferente del resto. —Rachel se unió a ellos—. Por lo
que he sacado de aquí y allá, Repko no caía demasiado bien.
—¿Me estáis diciendo que tenemos decenas de potenciales sospechosos?
—Kay dejó el bolígrafo sobre el escritorio y se apoyó en el respaldo de su
sillón.
—No —contestó Rachel—, estoy diciendo que en el barrio no se tenía
buena opinión de Repko. Pero me ha parecido encontrar en todos ellos más
desdén que odio. ¿Qué tal tú? ¿Has dado con algo?
—Philip Norway me ha pasado información, pero no hay nada destacable.
Según los registros de Narcóticos, Joe Repko era un camello de poca monta
que debía de haber pasado desapercibido para todo el mundo excepto para
sus clientes. Se le detuvo en tres ocasiones por tráfico de drogas, pero
siempre fueron cantidades pequeñas y no llegó a entrar en prisión. En su
expediente no aparecen delitos por agresión ni de ningún tipo que nos lleve
pensar que alguien pudiera tener motivos para asesinarlo y mucho menos de
esa forma.
—Salvo que estuviera metido en algún lío de los gordos que no se
encuentre reflejado en los informes.
—Es posible, pero me pregunto cómo podría estarlo si era un don nadie.
Uno se busca líos de los gordos en ese mundo cuando ha subido unos cuantos
peldaños en el escalafón, pero no cuando se está en el rellano y sin
posibilidad de acceder ni siquiera al primer escalón. No creo que se trate de
un ajuste de cuentas.
—¿Algo personal, entonces?
Kay asintió.
—Me parece que la cosa va más por ahí. He hecho una lista de tipos
fichados que han tenido algún contacto con Repko, podemos empezar por
ellos. También hay que saber más de él. ¿Tenía novia?
Rachel y Tim negaron con la cabeza al mismo tiempo.
—Bueno…, pues habrá que empezar a trabajar. Vamos a repartirnos los
expedientes y hablaremos con estos tipos, a ver si sacamos algo en claro.
Los dos detectives se levantaron.
—Eh, mirad —Tim señaló con el mentón el despacho del capitán.
Daniel Gilmore estaba de pie y hablaba por teléfono. Los tres se dieron
cuenta. El rostro de Gilmore estaba tenso, los labios apretados y, aunque no
podían oírle, cuando hablaba parecía que escupía las palabras más que
pronunciarlas.
—¿Quién le habrá montado el lío hoy?
Kay se encogió de hombros.
—No sé, pero parece un cabreo de los buenos. —Miró el reloj y cogió la
chupa—. ¿Qué tal si desaparecemos antes de que abra la puerta? ¿Nos vamos
a comer?

Danna Frost cerró la puerta de su despacho. Con la tartera en la mano, había


decidido sacar una botella de agua de la máquina y almorzar en el office. La
pregunta de Kay la había detenido. Para su fortuna, las persianas de madera
estaban bajas y a ella sólo le había dado tiempo a abrir la puerta un par de
pulgadas. Sabía que en aquella pregunta ella no estaba incluida y salir justo
cuando la inspectora la había planteado podía ponerla en el aprieto de tener
que invitarla a que se uniera a ellos. Volvió a su mesa y se dijo que podía
comer sin agua y también que podía soportar aquel despacho seis o siete
horas más sin salir de él.
Creyó intuir la figura de los tres policías al pasar ante las cristaleras,
cubiertas por las lamas de la persiana. Hundió el tenedor de picnic en la
ensalada de pasta y se llevó un bocado a la boca. Al otro lado de la fina
pared, oyó la voz del capitán.
—Claro que me ha llegado una orden de la copia, Tom, pero lo habéis
hecho con nocturnidad y alevosía. No esperaba algo así de ti.
Hubo una pausa en la que Daniel Gilmore escuchó las explicaciones de
Thomas Reed, un alto cargo del FBI. Luego Danna volvió a oír la voz del
capitán.
—Sí, ya sé que vuestra jurisdicción está por encima de la mía. No discuto
las órdenes. Discuto la forma. ¿Por qué no fui informado ayer? He tenido que
enterarme por uno de mis agentes informáticos. Si queríais los ordenadores
de Strasser, podíais al menos haber informado al capitán de esta comisaría.
Se hizo el silencio durante unos segundos y Danna se preguntó si, en
realidad, debería salir del despacho y comer en el office. Pensó que no
importaba dónde estuviera, parecía que siempre se encontraba en el lugar
equivocado.
—No sé qué interés tiene la Agencia en los ordenadores, Tom, y aunque el
asunto de Strasser empieza a olerme muy mal no tengo ningunas ganas de
saber a qué estáis jugando. Pero la próxima vez, actúa con más tacto y no me
hagas sentir como el pelele de la comisaría que se entera de lo que ocurre en
ella por pura casualidad.
Danna oyó el fuerte golpe con el que Daniel Gilmore colgó el teléfono.
Tragó el bocado de macarrones con tomate, cebolla y atún que tenía en la
boca y trató de enterrar la información de la que acababa de enterarse en lo
más profundo de su memoria.
CAPÍTULO 4

El balneario The Palms se encontraba a orillas de la playa. Disponía de todas


las comodidades imaginables y a Klaus le pareció un lugar idílico para
tomarse un descanso. Pero no estaba allí para eso. Tal vez algún día podría
traer a Frieda y hacerse perdonar sus ausencias, aunque creía que ya era
demasiado tarde para eso y, en cualquier caso, no era el momento de pensar
en ello. Se había desnudado y llevaba puesto sólo el bañador, sobre el cual
colocó un albornoz impecable en cuya pechera estaban bordadas las iniciales
del hotel. Guardó la llave electrónica en el bolsillo del albornoz y tomó el
ascensor. En el programa que el doctor del spa había establecido para él, el
primer tratamiento asignado era un baño de burbujas y un masaje integral.
Lo introdujeron en una pequeña habitación, la mayor parte de la cual
estaba ocupada por una piscina en la que el agua borboteaba. Apoyó el cuello
sobre un almohadón, al borde de la piscina, cerró los ojos y se dejó mecer por
las burbujas. Luego lo llevaron a una sala de luz tenue y lo hicieron tumbar
sobre una camilla. Aguardó en silencio, hasta que la masajista entró. Le hizo
algunas preguntas protocolarias y un par de comentarios anodinos, y luego
comenzó a masajearle el cuerpo. Klaus pensó que, si se dejaba llevar,
acabaría por dormirse; pero no podía hacerlo. Sabía que debía permanecer
tumbado boca abajo y que le estaba prohibido mirar a la masajista, pero
cuando ella, al terminar el masaje, le informó de que lo dejaría descansar
unos minutos a solas, Klaus se las apañó para observarla de soslayo. La vio
meter la mano en el bolsillo de su albornoz y coger la llave electrónica de la
habitación. Después, la mujer se marchó y él cerró los ojos, dispuesto a
tomarse esos minutos de descanso.

***

Rachel colocó otro expediente encima de la pila de los que ya habían


revisado.
—Es como buscar una aguja en un pajar. Repko no parecía tener relaciones
más que con camellos de tres al cuarto.
—Bueno —Kay habló sin levantar la cabeza del documento que estaba
estudiando—, él era uno de ellos.
Formaban un corro en torno a la mesa de Tim, atestada de papeles. El
teléfono fijo sonó y el detective contestó. Rachel y Kay no abandonaron su
trabajo hasta que él habló, después de colgar.
—No os lo vais a creer.
—¿Qué?
—Un amiguete del Departamento de Informática acaba de llamarme.
Anoche unos tipos duros requisaron los ordenadores de Strasser.
Kay levantó la cabeza. Sabía lo que Tim había querido decir al hablar de
tipos duros.
—¿De qué agencia?
—Mi amigo dice que no se identificaron. Traían una orden bien clarita de
requisa, expedida por un nombre desconocido para ellos, pero con un sello
más que elocuente: el del FBI.
—¿No dieron explicaciones?
—Ni una.
Kay buscó a Daniel Gilmore con la mirada.
—Me parece que ya sé el motivo de su cabreo. Llama a tu amigo, Tim, y
dile que voy a bajar. Nos reuniremos en el pasillo que da a la salida de
emergencia.

Danna tenía la costumbre, siempre la había tenido, de dejar la puerta de su


despacho abierta. Le hacía sentirse menos ahogada y también creía que aquel
detalle contribuía a que sus subalternos la sintieran más accesible. Era una
forma discreta de indicarles que su puerta estaba siempre abierta para ellos.
Había mantenido esa costumbre en la comisaría, aunque cada vez que
levantaba la vista lo primero que veía era el escritorio de la inspectora y,
cuando no estaba fuera, a la propia Kay Nolan.
En aquel momento se preguntó si aquel despacho tenía por costumbre
hacerle partícipe de información que no debería conocer, al menos hasta que
oficialmente fuera necesario. La conversación entre Kay Nolan y su equipo
corroboró su creencia de que el mundo es demasiado pequeño y hablador
para mantener escondidos los secretos. Vio a Kay pasar ante su despacho y
sopesó la idea de mediar en aquel asunto. Sabía que, por el momento, no era
algo de lo que la supervisora legal debiera ocuparse; pero también sabía que
el caso Strasser había afectado a la inspectora de manera especial y que, por
lo poco que la conocía, era demasiado testaruda para dejar pasar una
investigación que ya no estaba en sus manos. Reflexionó al respecto y se dijo
que esa tozudez podía dar lugar a un buen enredo con consecuencias legales,
de modo que se decidió por actuar. Abandonó su despacho y siguió a Kay
Nolan hasta el Departamento de Informática.

—Simplemente llegaron, enseñaron la orden, recogieron todo el material


informático de Strasser y se lo llevaron. —Carl Barry, el teniente de guardia
en el Departamento de Informática, la miró decepcionado.
—Y nos jodieron —Kay murmuró el taco entre dientes—. En el fondo,
esperaba que pudierais recuperar algo que Strasser hubiera borrado y que nos
pusiera sobre una pista.
—Estás de suerte.
Ella lo miró esperanzada.
—Dame una buena noticia, Carl.
—¿Recuerdas el apagón informático que hemos tenido?
—Sí, me dijeron que el servidor se cayó.
—Pues antes de que lo hiciera, el sistema había hecho una copia de
seguridad de los archivos que habíamos extraído del material informático de
Strasser.
—¿Me estás diciendo que tenemos una copia de los ordenadores y que el
FBI no se ha enterado?
—No sé si la copia estará intacta. Ni siquiera sé si podremos recuperarla,
después de todo el lío que hemos tenido. Pero voy a intentarlo.
—¡Bien, Carl!, eres mi ángel. Pero de esto ni una palabra.
El policía unió los dedos índice y pulgar, y los llevó a los labios.
—Por mis muertos, Kay.

No tuvo que ocultarse ni quería hacerlo. Se había acomodado en uno de los


asientos de plástico del pasillo, cercano a la esquina que doblaba hacia la
salida de emergencia, y había estado escuchando tranquilamente.
Carl Barry se sorprendió al verla allí, cuando Kay y él acabaron la
conversación y volvieron sobre sus pasos; pero si Kay lo hizo, Danna no
pudo apreciar en ella ningún gesto que lo revelara.
—Buenos tardes, letrada. ¿Me estaba esperando?
—En efecto.
—Gracias, Carl. —Kay se volvió hacia su confidente—. Si tengo alguna
pregunta más te llamaré.
Barry asintió en silencio y volvió a su oficina. Danna se levantó.
—Supongo que se sentirá muy satisfecha con la información que acaba de
recabar.
—¿No le ha parecido interesante también a usted?
—Si arrojara alguna luz en la investigación del caso Strasser, sin duda. El
problema es que ya no hay caso, inspectora. De modo que, en realidad, la
considero una información irrelevante. ¿No tiene entre manos la muerte de
Joe Repko?
—Sí —admitió Kay—, pero todavía no he dejado caer de ellas a Strasser.
Es un asesino y lo llevaré ante un jurado por ello. ¿Algo más? Tengo mucho
trabajo por hacer.
—No, salvo en lo que concierne a Strasser, inspectora Nolan. Abandone
esa investigación o tendré que dar parte al capitán.
Kay se encogió de hombros.
—Si eso es lo que cree que debe hacer, adelante, Frost. Por mi parte, yo
haré lo que crea conveniente.
Kay Nolan se alejó por el pasillo, camino del ascensor, y Danna la observó
hasta que las puertas se cerraron. En dos días, había tenido cuatro
encontronazos con aquella inspectora cabezota y rebelde. No estaba mal
como media, pensó. Tal vez debiera tomárselo como un reto, como una lucha
de voluntades en la que ella, Danna Frost, tendría que ingeniárselas para
doblegar a Kay Nolan en el pulso que le estaba echando y dejarle claro quién
mandaba y quién obedecía. Pero, mientras tanto, tenía que seguir haciendo su
trabajo. Entró en el Departamento de Informática y solicitó hablar con el
oficial al cargo.
—No sé si puedo darle esa información, abogada. —Carl Barry dudó.
—¿Ha visto mi tarjeta de identificación, teniente? —Danna la llevaba
colgada del cuello. La tomó y la subió hasta colocarla ante los ojos del policía
—. Lleva el color verde. Eso significa que tengo acceso a todo tipo de
información.
—Pero…, señora.
—Puede informarme ahora, oficial, o dentro de un rato cuando haya puesto
en conocimiento del capitán su negativa a colaborar con la supervisora legal
de la comisaría.
El policía se apartó y la invitó con un gesto a entrar en su despacho. Cerró
la puerta y ambos se sentaron.
—Vinieron anoche —dijo—. Yo no estaba de servicio y mi sargento no
consideró que tuviera que despertarme a las cuatro de la mañana para
informarme de la visita de una Agencia del gobierno. Me he enterado esta
mañana.
—Sea preciso, teniente. ¿De qué se ha enterado exactamente?
—Presentaron una orden de requiso firmada.
—¿Por quién?
—George Sheffer.
—¿El FBI?
El policía se encogió de hombros.
—Muéstreme la orden.
El sello del Bureau sobre la firma de George Sheffer no la volvía ilegible.
Danna estudió el documento. Desde el punto de vista legal, no había ningún
pero que ponerle. Sin embargo, carecía de algo que le sería de ayuda a Kay
Nolan, en caso de que la inspectora se empeñara en seguir siendo tan tozuda.
—¿La orden no venía acompañada de ningún anexo?
El teniente negó con la cabeza y Danna se sintió un poco más serena. Su
trabajo era velar por el correcto funcionamiento legal de la actividad
policíaca de aquella comisaría, pero, y aunque nunca se lo hubiera dicho a sí
misma con palabras, en el fondo de su corazón consideraba que también era
su deber proteger a los agentes que trabajaban en ella.
—Quiero una copia compulsada de esta orden, teniente. Y quiero que le
envíe el original al capitán.
—Estaba a punto de hacerlo, señora, cuando ha llegado.
—Bien. Hágame llegar la copia esta misma mañana. Muchas gracias por su
colaboración, teniente.
Danna le tendió la mano y se marchó. Kay Nolan estaba de suerte. El FBI
no había previsto toparse con una inspectora obstinada como una mula y
había cometido un diminuto error que ella podría utilizar llegado el caso. Las
puertas del ascensor se cerraron y Danna sintió que el elevador comenzaba a
subir. «Ni tampoco», pensó, «había tenido en cuenta a una supervisora legal
demasiado altruista como para evitar meterse en lodazales que no le
correspondían».

De vuelta a su escritorio, Kay obvió el ten con ten que había mantenido con
Danna Frost, pero no la información que había obtenido.
—¿Qué has averiguado?
Tim y Rachel acercaron sus sillas al escritorio de Kay.
—No más que lo que ya sabíamos.
—¿Y la razón para la requisa?
Kay meneó la cabeza:
—Obviamente, no se la dieron.
—¿Qué pinta una Agencia del gobierno en este caso?
—Eso es lo que vamos a averiguar, Rachel.
—Pero el caso está cerrado para nosotros.
—Sólo oficialmente, Tim.
—¿En qué estás pensando? —Rachel cerró el expediente que tenía sobre
las rodillas y acercó la silla un poco más.
—En que esta vez Mahoma no puede ir a la montaña, así que tendremos
que llevar la montaña hasta él.

***

Cuando se sentó, Nick le hizo la pregunta:


—¿Sabes de quién se trata?
Patrick negó con la cabeza. Se había acercado discretamente al aseo
cuando el avión todavía se encontraba parado junto a la terminal. Apartó unos
centímetros la cortina que separaba la parte delantera de la de atrás, donde
viajaban él y Nick, y echó un vistazo. Sólo alcanzó a ver una cabellera blanca
que asomaba unos centímetros por encima del respaldo en el que se apoyaba.
—Pues yo sí.
Nick le golpeó en el pecho con un periódico doblado y Patrick lo desplegó.
Se trataba de un número atrasado del New York Times. La fecha de
publicación era de dos días atrás y en la portada aparecía la foto de Ken
Strasser, un millonario del que se sospechaba que había asesinado al naviero
Jack Simpson y que había huido a Túnez.
—Así que es él.
Nick asintió.
—¿Es que lo llevamos de vuelta a casa?
Esta vez Nick se encogió de hombros. Las órdenes eran claras pero
escuetas: proteger al sujeto al que se le había asignado el nombre de John
Taylor.

En el aeropuerto internacional Túnez-Cartago, el jet privado aguardaba el


permiso para despegar. En el asiento de cuero, junto a la ventanilla, en el que
Patrick Simons lo había visto, Ken Strasser bebía un Martini. Sintió que el
avión temblaba cuando comenzó a rodar por la pista. Sin embargo, esa
sensación convulsa que las ruedas transmitían al resto del aparato cesó
cuando el piloto lo elevó y el avión se separó del suelo. El jet ascendió con
suavidad y pronto quedó atrás el aeropuerto. Abajo, las luces iban perdiendo
definición a medida que el avión adquiría altura. Ken Strasser observó el
cielo a través de la ventanilla. Estaba despejado y la Luna nueva lo hacía
parecer más oscuro de lo habitual. Pensó que adentrarse en aquella negrura
no le atemorizaba. Era como sumergirse en una especie de mousse oscura y,
sin embargo, acogedora.
El millonario notó que el aparato viraba ligeramente. Conocía el plan de
vuelo que el piloto y la torre de control tenían, y también sabía que era un
plan de vuelo falso. El destino al que se dirigía era desconocido incluso para
él.

Ya se había puesto el casco y estaba a horcajadas sobre la moto cuando el


móvil sonó. A través de la visera, descubrió el número de Carl. Se quitó el
casco y respondió.
—Dime que estamos de suerte —dijo.
—Te ha tocado la lotería, Kay.
—¿Qué tienes?
—La prueba que necesitabas para enchironar a Strasser.
—Cuenta.
—Este tío es un chapuzas. Hemos descubierto unos archivos bancarios con
dos transferencias a un número conocido por el Departamento de Delitos
Monetarios. La primera transferencia se realizó dos días antes de la muerte de
Jack Simpson. La segunda, con la misma cantidad de dinero, el mismo día en
que el naviero fue asesinado.
—La primera parte del pago y la segunda, una vez hecho el trabajo.
—Exacto.
—¿Y ese número que tiene fichado el Departamento de Delitos
Monetarios?
—Es el de una cuenta en las Seychelles.
—Un paraíso fiscal.
—Es obvio.
—¿Pero a quién pertenece esa cuenta?
—El nombre del titular es Asbjörn Fogelberg.
—¿Quién es ese tío?
—Nadie. No existe.
—Una identidad falsa que oculta a quién, Carl.
—A un asesino profesional.
—¿Está fichado?
—No. Nunca se le ha pillado. Pero sí hay un expediente sobre él.
—¿Y?
—Y conocemos unas veinte identidades falsas.
Kay gruñó y golpeó el casco con el puño. Cuando parecía que tenía algo,
se le escapaba de entre los dedos.
—Sin embargo…, el tipo ha cometido un error. Tenemos una tarjeta de
crédito que ha utilizado en un restaurante de Manhattan.
—¿Es idiota o qué?
—Supongo que se siente muy seguro.
—Vuelvo a la oficina, Carl. Mientras tanto, lanza una orden de busca y
captura.
—Ya está hecho. Vete a casa y descansa, Kay. En cuanto haya algo, te
llamaré.
Pero Kay Nolan no se marchó. Tal y como había dicho, volvió a la oficina.
El turno de noche ya había relevado al de día, pero Kay Nolan había vuelto
a la comisaría después de tomar un sándwich en un bar de polis, dos
manzanas más allá. Estaba sentada ante su escritorio, en el que sólo el teclado
del ordenador y el ratón se habían hecho un hueco entre los papeles que lo
cubrían. Kay tecleó unas palabras en el ordenador y esperó a que éste
completara la búsqueda. Era su enésimo intento, pero el sistema volvió a dar
el mismo resultado: ninguno. Apoyó los codos en el escritorio y se llevó las
manos a la frente. Luego las juntó delante de los labios y cerró los ojos
durante un momento. El mensaje del sistema: Ninguna coincidencia
encontrada parpadeaba en la pantalla. Sin prestarle más atención, Kay abrió
los ojos y agarró el auricular del teléfono de mesa. La contestación a su
llamada se produjo al tercer timbre.
—Eh, Larry, soy Kay.
—¡Kay, mi Kay! ¡Cuánto tiempo!
Era verdad y Kay se sonrojó. Ella era la responsable de "todo ese tiempo",
pero el carácter de Larry se lo perdonaba. Quizá por eso no le llamaba tan a
menudo como él la llamaba a ella. Larry, un agente del FBI con quien le unía
una grata amistad, era el único hombre al que ella consentía que la llamara su
Kay. Paradójicamente, él jamás había hecho el más mínimo amago de
acostarse con ella. Por eso quizá se lo permitía. Por eso y porque había sido
su mejor amigo en la Academia, aunque al acabar él hubiera optado por el
Bureau en lugar de quedarse en la policía, como había hecho ella.
—Larry…, necesito un favor.
—Lo que quieras.
—Es un favor muy gordo…
—Lo que quieras, Kay. Ya lo sabes.
—Necesito información sobre un tipo.
—¿Strasser?
—¿Cómo lo sabes?
—Oh, vamos, todos los vendedores de periódicos lo han voceado por las
calles de Nueva York: Ken Strasser da esquinazo a la policía, y junto a la
foto del tío, un subtítulo: La inspectora de homicidios, Kay Nolan, no supo
cómo impedir que Ken Strasser, sospechoso de haber asesinado al naviero
Jack Simpson, se fuera de rositas. Lo de "rositas" suena ultrajante. ¿Te dolió?
—Un poco, pero no tanto como el no supo.
—Vale, dime qué quieres saber sobre Strasser. Estoy deseando que les
devuelvas el golpe.
Kay sonrió con gratitud. Larry siempre estaba allí para ella. Se prometió
que lo llamaría con más frecuencia.
***

Danna estaba sentada en el sofá del salón cuando Frank llegó.


—¿No es un poco tarde? —ella no levantó la vista de los documentos que
estaba estudiando.
—Salí con los chicos a tomar una cerveza. ¿Qué haces? —Frank se sentó
junto a ella.
—Reviso una documentación.
—Ya veo —le pasó la mano por la mejilla—, pero ahora estás en casa,
Danna.
—No me ha pasado desapercibido.
—¿Por qué siempre tienes que traerte trabajo?
—Porque no me da tiempo a terminarlo en la oficina.
—¿Y a nosotros qué nos queda?
Los dedos de Frank seguían acariciándole la mejilla, pero el tono de su voz
se había hecho más duro. Danna apartó la vista del fajo de papeles y lo miró.
—Nos queda lo que nosotros reservamos, Frank. Ayer fue tu turno de no
reserva y hoy es el mío.
—¿Te estás tomando la revancha?
Ella negó en silencio y volvió a concentrarse en el documento que estaba
leyendo.
—Ayer estaba cansado, Danna.
—Y yo hoy estoy ocupada.
—Vale —Frank se levantó, pero no se movió de su lado—, ya veo que me
la tenías guardada. Muy bien, tendremos que esperar a que tú estés libre y yo
no esté cansado. Espero que podamos acomodar nuestros horarios de vez en
cuando. Voy a ducharme y luego cenaremos, ¿te parece que habrás acabado
para entonces?
—No lo creo. Esto va a llevarme más tiempo de lo que creía.
Frank se volvió irritado y comenzó a subir la escalera hacia el dormitorio.
—Tendrás que hacerte un sándwich —Danna no apartó la vista de los
papeles—. No he podido preparar la cena.

***
Klaus Boschman abrió la puerta y dejó que el camarero del servicio de
habitaciones entrara con la cena. Eligió una propina adecuada, ni demasiado
alta ni demasiado baja. Lo último que deseaba es que alguien lo recordara. Se
sentó en la descalzadora y comió mientras veía en la televisión las noticias
deportivas. En la caja fuerte del armario estaba la bolsa de deporte que había
encontrado en su cuarto al volver de la sesión de masaje, aquella mañana. No
faltaba nada, ni siquiera su NR-2. Se limpió la boca y bebió un sorbo de vino.
Adoraba aquel cuchillo que utilizaban los miembros de la Spetsnaz, las
fuerzas especiales y cuerpos de élite del ejército ruso. Le había salvado la
vida más veces que las armas de fuego y no aceptaba entrar en acción sin él.
Afortunadamente, los envíos por valija diplomática le aseguraban que
siempre lo tendría disponible. No se quejaba. Svetlana siempre hacía un buen
trabajo y jamás olvidaba incluir el NR-2.
Tomó el último pedazo de lenguado y se echó hacia atrás en la
descalzadora. Aún sentía los efectos del masaje. Había sido tan relajante que
ni siquiera había notado cuándo había vuelto la masajista para devolver la
llave. Sin embargo, tenía por delante un duro trabajo. Se levantó y miró por la
ventana. Allí fuera, el espectáculo de luz en el que se envolvía la ciudad de
Miami era delicado y grandioso. Difícil la combinación que en aquel lugar
paradisíaco se había conseguido. Sin embargo, aquello no facilitaba su
trabajo. Dentro de un área metropolitana que albergaba a casi cinco millones
y medio de personas, era muy difícil encontrar lo que Boschman buscaba.
Corrió la cortina y abrió la cama. Tenía sueño y necesitaba descansar si
quería estar fresco al día siguiente. La aguja perdida entre aquel pajar de
rascacielos y mansiones suntuosas acabaría por aparecer. El verdadero
problema era el tiempo. No tenía demasiado y Boschman sabía que, cuanto
más se le necesitaba, más veloz corría.
CAPÍTULO 5

No había amanecido y Kay había vuelto a dormir, por segunda vez en lo que
iba de semana, en la cama de Lisa que, como era habitual, la espabiló al
levantarse. Siempre hacía demasiado ruido y cantaba en la ducha. Le había
dicho un millón de veces que fuera más silenciosa, pero Lisa era el tipo de
mujer que se despertaba llena de energía, sobre todo después de una noche de
buen sexo. La había oído tararear una canción de Tina Turner, supuso que
mientras se daba crema en la cara, y ella había metido la cabeza bajo la
almohada. Tenía muchísimo sueño, aunque no podía negar que también se
sentía relajada, pese a que los músculos se quejaban por el esfuerzo de esa
noche. Cerró los ojos y sintió que comenzaba a adormilarse. No oyó a Lisa
salir del baño, ni se percató de cómo le echaba una última mirada a sus
hombros desnudos antes de marcharse. Luego, aunque no sabía cuánto
tiempo después, sonó el móvil y Kay lo maldijo.
—Nolan —la voz atronó ronca e irritada.
—¿Te he despertado?
—¿Larry?
—Estabas durmiendo todavía.
Kay miró los números fluorescentes del despertador de la mesilla. Eran las
seis y media.
—Y aún debería estarlo durante media hora más —protestó con la garganta
reseca pero con el sabor húmedo de Lisa aún en los labios.
—Seguro que no te importa esa media hora de sueño cuando te cuente lo
que he descubierto.
Kay arrugó la nariz. Sí que le importaba. Lisa y ella se habían divertido de
lo lindo y eran las tres de la mañana cuando su compañera de sexo se tumbó
boca arriba, resoplando, y ella se giró hacia la izquierda, se acurrucó sobre sí
misma y se durmió.
—Espero que sea verdad, Larry, porque, si no, puede que me pase hoy a
verte y no será para saludarte.
Lo oyó reír al otro lado del teléfono.
—Te va a encantar.
—Empieza.
—Todavía no he podido encontrar nada sobre los ordenadores requisados,
aunque sí sé que fue por orden nuestra.
—Eso ya lo sabía —Kay se incorporó, dobló las piernas y se llevó la mano
al muslo para masajearse la parte interna mientras se preguntaba si a aquella
hora había alguien en el FBI o en la comisaría que desconociera quién había
confiscado los ordenadores de Strasser—, ¿pero te has enterado de por qué?
—No.
—¿Y esa era la información que iba a encantarme, Larry?
—Aún no he acabado... —Larry dejó la frase en suspenso, en un intento de
crear tensión. Kay sonrió. Qué bien le conocía. Se cambió de mano el
teléfono y llevó al otro muslo la que quedó libre, el músculo le tiraba a rabiar.
«Estoy perdiendo flexibilidad», pensó. «O anoche pasé demasiado tiempo
abierta de piernas. Debería volver a las clases de Pilates».
—¿Sigues ahí?
—¿Dónde crees que puedo haberme ido a estas horas?
—Se me ocurren unas cuantas posibilidades…
—¡Larry! —ladró Kay. Estaba empezando a impacientarse.
—Vale…, tengo un amiguete en la Interpol.
—No me digas que has metido a Interpol en esto.
—Sólo a mi amigo y es un hombre discreto.
—Aun así. —Kay se dejó caer sobre la almohada y tiró del edredón para
taparse los pechos. Tenía los pezones erectos y esta vez no era a causa de
Lisa. Los acarició para darles calor—. Espero que tengas una buena razón
para haberlo hecho.
—¡Claro que sí! —La voz sonó eufórica al otro lado del teléfono—. Me
pareció extraño no encontrar nada en los ordenadores de Strasser. Estaban
limpios como una patena. Demasiado. Alguien se ha tomado muchas
molestias para que ni siquiera desde dentro encontremos un rastro. Me
pregunté qué tendría de interesante Strasser para generar tanto celo. Así que
llamé a mi amigo…
Vale, Larry quería darle un poco de emoción a su descubrimiento y Kay no
tenía ganas de discutir, así que le siguió el juego.
—¿Y…?
—Y Strasser ya no está en Túnez.
Kay se incorporó en la cama y la luz del amanecer, filtrada por las tenues
cortinas, resbaló por su cuerpo desnudo.
—¿Dónde está?
—Eso es lo bueno. Nadie lo sabe.
—¿Me estás diciendo que Strasser se ha volatilizado y que el FBI se está
encargando de hacer desaparecer cualquier prueba que pudiera haber en esos
ordenadores?
—No, no te estoy diciendo eso, pero parece la suposición más probable.
Sobre todo cuando en el juego entra alguien más que parece corroborarla.
—¿A qué te refieres?
—Mi amigo me dijo que ayer dos agentes de la CIA llegaron de Nicosia y,
sin pasar controles, embarcaron en un jet privado con un plan de vuelo que no
se cumplió.
—¿La CIA?
—Eso parece.
—¿Tienes confirmación de que Strasser volaba en ese jet?
—Directa, no; pero ¿no te parece extraño que dos agentes de la CIA
aparezcan en el aeropuerto de Túnez, se salten los controles y embarquen en
un jet privado, que no llega al destino establecido por su plan de vuelo, al
mismo tiempo que Strasser desaparece?
Kay no contestó. Su cerebro estaba procesando la información que Larry
acababa de darle y la única explicación posible a aquel enjambre de datos era
que el gobierno estaba metido en el caso Strasser hasta el cuello. El porqué
resultaba un parámetro que no conocían, pero Kay sintió que la adrenalina
comenzaba a correrle por las venas. Se levantó y descorrió la cortina. El Sol
empezaba a asomar en el horizonte, bañado por las aguas del Atlántico.
Sintió un escalofrío y los pezones volvieron a ponerse erectos.
—Lo que me estás contando, Larry, es una china en el zapato del gobierno.
—Ya te dije que te encantaría. Seguiré metiendo la nariz, a ver si doy con
qué les pasó a los ordenadores.
—Ten cuidado, Larry.
—¿Sabes, Kay?, creo que quien más cuidado debe tener eres tú.
—Yo no estoy hurgando en los secretos del FBI.
—No —admitió él—, pero no emprendas una guerra contra el gobierno. La
perderías.
Kay se sentó en el borde de la cama, con los hombros caídos, desnuda y
vulnerable, como aquella mañana en que Sarah, desde la puerta del
dormitorio, la abandonó después de haber hecho el amor con ella. Sin
saberlo, Larry acababa de meter el dedo en la herida: siempre perdía las
guerras más importantes de su vida.
—Iré con mil ojos —dijo deslumbrada por la luz del sol, que parecía
dispuesto a arrancarle las lágrimas que jamás se había permitido verter— y tú
no te arriesgues más allá de lo aconsejable. No quiero ser la responsable del
final de tu carrera en el Bureau.
—No me pillarán. Ya son las siete, Kay. Creo que no podrás echar otro
sueñecito.
—No creo que hubiera podido, ni aun teniendo tiempo. Gracias, Larry. Te
debo una.
—Y la pagarás, eso tenlo por seguro. Cuídate.
—Lo haré.
Se levantó y se encerró en el cuarto de baño de Lisa. La ducha tendría que
ser corta si quería llegar a la oficina antes que Danna Frost. No estaba
dispuesta a que la asesora legal le arrebatara también esa pequeña victoria,
aunque dudaba de que aquel día pudiera llevarse el premio. Abrió el grifo del
agua caliente y dejó que las gotas la templaran. Si Larry estaba en lo cierto, el
asunto Strasser estaba a punto de ponerse al rojo vivo. Cogió el bote de gel y
el olor a fresa le invadió la nariz. Era como estar apoyada en el cuerpo de
Lisa, oliendo su piel, acariciándola, lamiéndola. Disminuyó el caudal de agua
caliente y aumentó el de la fría. No era momento para ponerse a pensar en
eso, aunque tenía la seguridad de que esa noche, por tercera vez en la semana,
volvería a dormir en la cama que acababa de abandonar. «¡Jódete, Sarah!».
Un chorro de agua le resbaló por la cara y Kay cerró la boca, evitando que el
pensamiento llegara a hacerse palabra.

***

—¡Eh!
Rachel Webster no se volvió. Llevaba un vaso de latte en una mano y el
bolso en la otra. Aún le escocía recordar el momento en el que, a través de los
ventanales de la terminal, había visto levantar el vuelo al avión en el que
Strasser viajaba.
—¡Detective!
La voz se alzó esta vez por encima del ruido del tráfico y Rachel se volvió.
Apoyado en la pared de un edificio anexo a la comisaría, un tipo vestido a lo
Bob Marley la estaba mirando. En la mano llevaba una bolsa de plástico que
contenía algo cuya naturaleza Rachel no pudo intuir.
—¿Hablas conmigo?
—¿Con quién va a ser? Es usted poli, ¿no?
Rachel volvió sobre sus pasos y se acercó a él. Colgó el bolso del brazo
izquierdo y dejó la mano derecha libre, que llevó a la cintura. Con un simple
movimiento del dedo soltó el seguro que amarraba su Glock 22 a la pistolera.
—¿Qué pasa?
—Tengo algo para usted.
Rachel se acercó un par pasos y observó que el tipo movía la bolsa de
plástico mientras hablaba. Ahora ya podía sentir la culata de la Glock en la
palma de la mano.
—¿Qué es?
—Ayer estuvo preguntando por Repko, ¿no? La vi recorrer los alrededores
del callejón en el que lo mataron.
Rachel asintió.
—Pues me he encontrado con esto.
La parodia de Bob Marley agitó la bolsa ante la cara de Rachel.
—Ábrelo.
—¿Es que lo tengo que hacer yo todo?
El tipo separó las asas y Rachel miró el contenido. Un bate de béisbol
enrojecido por lo que sin duda era sangre y rebozado con restos de tierra.
—¿Dónde has encontrado eso?
—Vi a un tipo enterrándolo en un descampado hace dos noches.
—¿Qué descampado?
—Debería saber a cuál me refiero, detective. Pasó usted por allí ayer
mismo.
—El que hay junto a las vías del tren.
El tipo asintió en silencio.
—¿Viste al hombre?
—De lejos y de noche. No podría reconocerlo.
—Pero sí darnos algunas indicaciones. Ven.
—Paso, detective. Ya le he traído el bate, ahora me voy.
—De eso nada, tú te vienes conmigo.
Rachel lo agarró por el codo y tiró de él hacia la puerta de la comisaría.
Cuando las puertas del ascensor se abrieron en el piso de Homicidios, Rachel
sintió que había algo raro. Recorrió la sala de un rápido vistazo y enseguida
supo a qué se debía esa sensación. Por primera vez en la vida, según creía
recordar, no vio a Kay sentada a su escritorio y con todos los ordenadores
encendidos.
—¿Dónde está Kay? —dijo cuando llegó junto a sus compañeros.
—Eso nos estamos preguntando todos.
James Duffy estaba apoyado en el escritorio de Kay, junto a Tim.
—¿A quién nos traes, Rachel?
—A un tipo al que le gusta cavar. Por cierto, ¿cómo te llamas?
—Tom.
—¿Tom qué?
—Pitt. Tom Pitt.
—¿Hay que ficharlo? —preguntó Tim.
—¡Eh!, oiga —protestó la parodia de Bob Marley—. ¿Ayudas a la pasma y
te fichan como recompensa?
—Siéntate ahí, Tom, y estate calladito. —Rachel se volvió hacia Tim y
James Duffy—. De momento no, pero ya veremos. Toma —tendió la bolsa al
forense—, ¿querrás bajar luego esto a la Científica?
—Claro.
—¿Qué hay que bajar a los cerebritos? —Kay había llegado y estaba detrás
ellos. Se inclinó sobre la bolsa y miró el contenido—. ¿Un bate?
—Justo el arma que teníais que buscar —dijo el patólogo.
—¿Estás aquí por lo de Repko, Duf?
El forense asintió con la cabeza y le tendió una carpeta a Kay.
—Los resultados de la autopsia.
—¿Me haces un resumen? —Kay cogió la carpeta y se la pasó a Tim.
—Nada que sea noticiable. El tío se metía de todo. Tenía el hígado y los
pulmones hechos polvo.
—Creí que lo que tenía hecho polvo era el cerebro. —Tim mostró las fotos
del cráneo que le habían tomado durante la autopsia.
—Eso también —dijo Duffy—. Le golpearon siete veces, pero no se
enteró. Murió con el primer impacto. —El forense señaló una masa
sanguinolenta en una de las fotografías.
—¿Le dio fuerte?
—Suficiente para hacer un home run. Fracturó el cráneo y hundió los
huesos. Muerte instantánea con pérdida de masa encefálica.
—Y luego vinieron seis más… Debía de tener mucha rabia dentro.
—Seis más y un buen patadón, Kay.
Duffy buscó entre las fotografías hasta que encontró la que buscaba.
—Mirad el torso, hasta se notan las huellas de la bota. Le rompió las
costillas.
—¿Has mandado esta foto a la Científica?
—Sí. No estoy seguro de que puedan sacar un molde a partir de ella, pero
pueden intentarlo.
—Y ahora eso —Kay señaló la bolsa.
—Tom Pitt ha tenido el detalle de traérnoslo. Dice que vio a un hombre
hace dos noches enterrándolo en el descampado que hay junto a las vías del
tren, cerca de donde Repko fue asesinado.
—¿Viste al hombre? —Kay le preguntó al remedo de Bob Marley.
—Ya se lo he dicho a ella. Lo vi, pero era de noche y estaba lejos. No
podré identificarlo.
—Ya. Rachel, llama a los de la Científica y diles que manden un equipo al
descampado, luego toma declaración a Bob Marley. Tim, tú date una vuelta
por la zona de nuevo, a ver si encuentras a alguien que sepa algo.
—Yo bajaré esto a la Científica.
—Gracias, Duf.
El forense le guiñó un ojo.
—Puedes dármelas de otra forma.
—Duf…
—¿No hace un cerveza esta noche, después del turno?
Kay lo miró.
—Estas poniendo cara de cordero aposta.
—Pues claro. ¿Aceptas?
—Ya veremos.
—Eso es un no.
—Eso es un ya veremos, Duf. Te llamaré luego.
Kay se sentó a su escritorio cuando el forense se marchó y encendió el
ordenador.
—Me habían dicho que siempre era usted la primera en llegar, inspectora.
Kay no levantó la vista.
—Parece que ahora es usted quien tiene el honor, letrada.
—Tiene mala cara. ¿Ha pasado mala noche?
—En realidad lo he pasado estupendamente, pero gracias por preguntar.
Danna Frost adelantó unos pasos y se sentó junto al escritorio de Kay.
—Parece que tenemos una nueva prueba en el caso Repko.
—No lo sabremos hasta que analicen la sangre del bate.
—¿Cree que ese tal Pitt ha dicho la verdad?
Kay se encogió de hombros y miró a Danna.
—Nunca creo nada hasta que no lo compruebo. Si ese Bob Marley de
pacotilla tiene algo que ver con el crimen, Rachel se lo sacará.
—De todas formas tal vez no estaría mal ponerle bajo vigilancia unos días.
—¿Va a enseñarme como hacer mi trabajo, letrada?
—Sólo era una idea.
—Gracias por aportarla. Ahora, si me disculpa, tengo cosas que hacer.
Danna volvió a su despacho. Por el rabillo del ojo, Kay la observó. Estaba
esperando a que se sentara tras su escritorio para teclear un nombre. Cuando
la vio hacerlo, fijó la vista en el tecleado y escribió: Gabriel Strasser. Luego
pulsó el botón de búsqueda y esperó.

***

Los agentes del servicio secreto destinados en la embajada llevaban


trabajando dos días. Algunos de ellos habían dormido sólo unas pocas horas,
pero el resultado no llegaba. Seguían sin saber dónde se escondía Strasser.
Era obvio que, cuando el FBI y la CIA dejaban aparte los celos y las
ambiciones personales, y decidían aunar esfuerzos, solían hacer un buen
trabajo. Svetlana Vostokov era una de las personas del equipo que no habían
dormido. Sentada en un sillón ergonómico, dirigía la búsqueda con mano
firme e indiferente al cansancio de sus hombres. Ella también lo sentía, pero,
si era capaz de aguantar, su equipo tendría que hacer lo mismo.
Consultó unos datos en el ordenador de su escritorio y se los pasó al
informático que tenía a su izquierda.
—Prueba con esto que acaba de llegarme. No puede habérselo tragado la
tierra.

2
Después de patearse las calles cercanas al callejón, Tim al fin encontró algo.
El equipo de la policía científica estaba peinando la zona alrededor del hoyo
del que Tom Pitt había extraído el bate de béisbol. Cerca de ellos, un grupo
de muchachos aficionados a este deporte habían abandonado el juego y
permanecían expectantes ante los movimientos de los agentes. Tim se acercó
a ellos.
—¿Hoy no tenéis cole, chicos?
—No. Se han ido de excursión al Museo de Historia Natural, pero nosotros
estamos castigados.
—¿Por qué?
Uno de los muchachos señaló la pelota.
—Rompimos unos cuantos cristales el otro día durante el recreo.
—Pero si fue un accidente…
Los muchachos miraron a Tim con cara de burla.
—Ya veo. No lo fue.
—Rompimos todos los ventanales de la clase del señor Corlett.
—No me lo digáis. El profe de matemáticas.
—Se lo merecía.
—Pero os habéis quedado sin excursión.
—Esto es mucho más divertido —dijo el que tenía el bate mientras
señalaba a los policías de la Científica.
—¿Sabéis qué buscan? —preguntó Tim.
—Ni idea, pero llevan ahí media mañana.
—¿Y no os aburre mirarlos?
—Ya estábamos cansados de jugar. Además, hoy no ha venido Allan. Ha
preferido ir a ver el entrenamiento de su equipo.
—¿Allan Young?
Los muchachos asintieron sin prestarle atención. Uno de los agentes de la
Científica parecía haber encontrado algo. Tim intentó saber de qué se trataba,
pero no pudo distinguirlo desde tan lejos. Pensó que ya se enteraría. Ahora
prefería ir al instituto y charlar un rato con Allan.
No le fue difícil encontrarlo. Había pocos espectadores en las gradas y sólo
uno que prestara verdadera atención al entrenamiento.
—Eh, Allan.
El joven levantó la cabeza y vio que Tim se sentaba junto a él.
—¿Tú también bateaste las ventanas del señor Corlett?
—¿Quién se lo ha contado? ¿Mi padre?
—No. Tus amigos te echaban de menos en el descampado.
—Son unos mantas.
—¿Te gusta más verlos jugar a ellos?
Tim señaló el campo de juego con el mentón.
—Tampoco. ¡Los odio!
Allan se levantó, saltó la fila de asientos y corrió escaleras abajo.
—¡Eh, Allan! —Tim levantó la lata de Sprite que el muchacho había
olvidado en la grada, pero Allan Young no se volvió a mirarlo. El policía la
echó a la papelera y bajó al campo de juego. Se acercó a un hombre canoso
que daba órdenes a gritos desde el banquillo.
—¿Es usted el entrenador?
El hombre lo miró sin levantarse.
—¿Por qué?
—Policía —Tim le mostró la placa—. ¿Tiene unos segundos?
El hombre se los tomó para alejarse del banquillo y llevarse a Tim con él.
—¿Allan Young? Sí —dijo sin pensar la respuesta que Tim le había
formulado cuando estuvieron solos—, formó parte del equipo. —Se
encontraban en el pasadizo de entrada a los vestuarios y el entrenador hablaba
sin quitar la vista de encima a sus chicos—. Es una pena. El mejor bateador
que he tenido en muchos años.
—¿Qué pasó?
—Tuvimos que expulsarlo.
—¿Por qué? ¿Por lo del ataque al aula del profesor de matemáticas?
—¡Oh, no! Eso ha sido sólo una pataleta del chico. La razón no fue tan
pueril.
Por un momento, el entrenador apartó la vista del campo y la fijó en Tim.
—Nadie se mete mierda en este equipo. Si se le pilla, se va a la calle.
—¿Allan Young toma drogas?
—A mí también me pareció increíble cuando descubrí esa porquería en su
taquilla.
—¿Lo ha visto allí arriba?
—Claro. Viene todos los días, pero no volverá hasta que no deje esa
mierda.
Tim le dio las gracias y volvió a las gradas. De repente había recordado
una fotografía. Cuando llegó a la papelera en la que había tirado la lata de
Sprite, metió la mano y la recuperó. Si su teoría era correcta, podrían
despachar el caso Repko en un par de días.
CAPÍTULO 6

Ya había anochecido cuando Patrick y Nick volvían a la casa. Un equipo de


apoyo los había sustituido durante un par de horas, de manera que los dos
agentes dispusieran de un tiempo de descanso, el suficiente para dar una
vuelta por los garitos de salsa y cenar en un restaurante de Collins Ave.
Ahora, sentados en la terraza de la parte trasera y de vuelta a sus labores de
vigilancia, veían cómo iba disipándose la raya del horizonte y el océano se
fundía con el azul oscuro de la noche.
—¿Ya conoces a nuestro anfitrión?
—No. ¿Tú has logrado verlo?
—Tampoco —Nick sacó un paquete de chicles del bolsillo y le ofreció a
Patrick.
—Me han dicho que pasaremos aquí una semana.
—¿Cuando dices aquí te refieres al exterior de la casa?
Patrick se encogió de hombros.
—El interior está lleno de federales. Supongo que a nosotros nos toca la
caseta del perro. Pero podría echar un buen sueño en esa hamaca.
Nick echó un vistazo a la tela gruesa amarrada a dos árboles que se
columpiaba empujada por la brisa marina.
—Parece cómoda.
—Tío, todo en esta casa es cómodo. ¿Te has fijado en el vestíbulo?
—Claro que me he fijado. Es lo único que nos han dejado ver, aparte de
nuestras habitaciones.
—¿Y has visto la piscina? Ellie y yo queremos construir una en nuestro
jardín trasero, pero no será como ésa.
—Necesitarías cinco jardines como el tuyo para poder meterla.
—Con una más pequeña nos bastará. En cuanto acabemos de pagar la
hipoteca, nos meteremos con ella.
—Eres un jodido americano de pura cepa, tío. Tu mujer, tu hija, tu casita
con jardín, piscina y barbacoa…
—¿Dices eso porque me envidias, Nick? —Patrick le guiñó un ojo—.
¿Cuándo vas a sentar la cabeza y casarte?
—Primero tendría que sentar otras cosas, y paso. Estoy bien así.
***

Las paredes blancas del pasillo que daba acceso a Narcóticos refulgían bajo
las barras de luces fluorescentes que lo recorrían. Un par de horas antes,
cuando terminó su turno, la oscuridad había caído sobre la comisaría densa y
pesada, como si pretendiera envolverla en una gruesa manta y prepararla para
pasar la noche. Kay había enviado a Tim y a Rachel a casa, en busca de un
descanso que los dos detectives se habían ganado a pulso tras una dura
jornada de investigación, pero ella se había encerrado en una de las salas de
interrogatorios, fuera de la vista del capitán, en busca de un retazo de
información que le pusiera de nuevo tras la pista de Strasser. Ahora, mientras
caminaba en dirección a la puerta de Narcóticos, Kay torció el gesto por la
pequeña punzada de remordimiento que experimentó al pensar en sus
compañeros. Les había endosado el caso Repko a sus detectives mientras ella
se entregaba de lleno a buscar un modo de saldar sus cuentas con Strasser,
una meta que había continuado mostrándose como una barrera infranqueable
hasta unos minutos antes, cuando creyó entrever una puerta trasera por la que
podría colarse, aunque para traspasarla necesitaba a Philip Norway, el oficial
al mando del departamento de narcóticos. Lo llevó a un rincón apartado y le
habló en voz baja.
—Vamos, Philip, seguro que tienes algo con qué trincarlo.
Norway frunció los labios y chasqueó la lengua.
—Ya sé que lo de su padre te ha escocido, pero me estás pidiendo que me
meta en un lío, Kay.
—No, si le muestras al abogado una prueba irrefutable por consumo de
drogas. Y te digo que Gabriel Strasser es un consumidor habitual.
—¿Cómo lo sabes?
—Igual que tú, Philip. He consultado los registros.
—Es un niño de papá, Kay. No estará en el calabozo el tiempo suficiente
para que su padre se decida a asomar la cabeza.
—Pero quizá sí para que dé una pista de su paradero.
El móvil de Kay interrumpió la conversación entre el inspector de
Narcóticos, Philip Norway, y Kay.
—Nolan.
—¿Todavía estás de servicio?
—No.
—Entonces por qué me saludas así.
—Eh, Duf, me pillas ocupada.
—Has dicho que ya no estás de servicio.
—Sí, pero…
—Y también dijiste que me llamarías.
—Dije que quizá lo haría.
—Bueno, para ahorrarte el trabajo de tomar la decisión, ya lo he hecho yo.
¿Estás arriba?
—No, en Narco.
—Pues acaba lo que sea que estés haciendo porque voy para allá.
Kay apagó el i-phone y lo guardó en el bolsillo. A veces James no sabía
reconocer una negativa, aunque lo cierto era que ya llevaba aceptadas unas
cuantas.
—¿Lo harás, Philip?
El inspector de Narcóticos cerró los ojos un instante antes de responder.
—Veré si hay alguna posibilidad, pero no te prometo nada.
—Eso es un sí.
—He dicho que no te prometo nada.
—Te conozco, Philip, y tienes tantas ganas de trincar a ese hijo de puta
como yo.

***

—Y ahora, ¿puedo saber qué te pasa?


James le acercó la cerveza que el camarero había dejado en la mesa y miró
a Kay fijamente. Estaban sentados en un rincón del pub, junto a un ventanal
que se abría a un jardín iluminado por la luz de las farolas.
—¿Por qué crees que me pasa algo?
—Siempre eres la primera en llegar a la oficina y…
—Ya no. ¿Te han presentado a nuestra supervisora legal?
—Sí.
—¿Y qué opinas de ella?
—Todavía no he podido hacerme una idea, pero por el tono con el que
hablas doy por hecho que a ti no te gusta.
—Ni un pelo.
—¿Ella es la razón de que estés tan rara?
—No estoy rara, Duf.
—Sí lo estás y, además, ¿qué hacías en Narcóticos y qué favor le has
pedido a Philip? —Kay bebió un largo trago de cerveza y apartó la mirada—.
No te hagas la remolona. Vamos, contesta.
—Es confidencial.
—Soy una tumba. Habla.
—Strasser no está en Túnez.
—¿Ah, no? Tenía entendido que se había refugiado allí porque no tenemos
tratado de extradición con ese país.
—Y así fue. De hecho, pasó todo un día en Nicosia.
—¿Y?
—Y luego se marchó.
—¿Adónde?
—No lo sé.
—¿Y qué tiene que ver Philip en este asunto? ¿En qué lío te estás metiendo
ahora?
—No me estoy metiendo en ningún lío. Sólo quiero echarle el guante a
Strasser.
—¿Acusándolo de narcotraficante?
—Deteniendo a su hijo por consumo de estupefacientes.
—¿Estás loca? —El patólogo se atragantó con la cerveza y un acceso de
tos lo enmudeció durante unos segundos—. ¿Vas a utilizar al hijo para atraer
al padre?
—Si la montaña no va a Mahoma…
—Strasser no picará y, además, no necesita hacerlo. Tiene una montaña de
abogados, de entre los mejores del país, que sacarán a su hijo de chirona
antes siquiera de que lo hayas visto.
—Puede.
—¿Puede? —James Duffy se secó las lágrimas que el acceso de tos le
había provocado y bebió un sorbo de cerveza para suavizar la irritación de la
garganta—. Bonita manera de buscarte problemas, Kay. Bonita e inútil. Sólo
conseguirás que el capitán te llame a su despacho.
Kay pensó que, en realidad, quizá serían agentes del gobierno los que les
convocaran a ella y a Daniel Gilmore al despacho de alguien mucho más
gordo, pero no dijo nada. Miró a James, que se había reclinado en la silla y la
observaba en silencio, con un cierto atisbo de rencor atrapado en los
lagrimales aún húmedos. Conocía el origen de aquel resentimiento, sofocado
unas veces por el orgullo y avivado otras por un deseo nunca satisfecho. El
forense no tardó en confirmar sus sospechas:
—Llama a Steve y pídele que te eche un buen polvo —dijo—. Puede que
así se te pase la tontería.
—No metas a Steve en esto. —Kay apartó la vista. Steve era el nombre
con que había bautizado a Lisa en la comisaría y prefería hablar lo mínimo
posible al respecto.
—Claro que lo meto. ¿Qué hace ese tío en tu vida más que follarte?
—No seas ordinario, James. No te va el papel.
—¿Pero tengo razón o no?
—No es asunto tuyo, pero si necesitas alguna aclaración al respecto, sí, la
tienes. Steve y yo nos llamamos cuando necesitamos echar un buen polvo. —
Se arrepintió enseguida. No le gustaba hablar así, no a Duf, un tipo que
estaba enamorado de ella hasta las trancas y que siempre la había tratado con
un respeto al que ella no había sabido responder—. Lo siento, Duf…
Él meneó la cabeza y extendió el brazo, como si fuera un guardia urbano
que detiene la circulación. Kay calló.
—¿Cuándo sentarás la cabeza? ¿Cuándo te buscarás un buen tío con el que
mantener una relación estable?
—No quiero ninguna relación estable, Duf. Por eso Steve me va bien.
—Ya…, no quieres a nadie en tu vida y por eso es a Steve a quien metes
en tu cama. Yo iba en serio, Kay. Lo sabes, ¿verdad? —Ella no contestó—.
¿Por eso no me aceptaste? ¿Porque quería ir en serio contigo?
—James…
—Tu padre murió de pena al perder a tu madre, vale, pero eso no es razón
para que tú no aceptes a nadie en tu vida.
Kay se levantó.
—Vámonos. Estoy cansada.
Salieron a la calle y James paró un taxi. Kay le besó en la mejilla, un beso
que el forense dejó resbalar sin responder.
—Hasta el lunes, Duf.
Él le cogió el codo antes de que ella entrara en el coche.
—Yo ya he renunciado a ti, Kay. Sé que nunca te tendré, pero sigo siendo
tu amigo y lo que te he dicho ahí dentro es lo que te diría igualmente si jamás
me hubiera enamorado de ti. No seas tan tozuda y deja que alguien te quiera.
Nadie puede vivir sin amor.

Le había dicho la verdad: estaba cansada. Por eso quizá no había llamado a
Lisa esa noche, o tal vez porque en el fondo su conversación con James la
había dejado tocada. «Nadie puede vivir sin amor», repitió mentalmente la
frase con que Duf se había despedido. Aunque desearía no tener que
admitirlo, lo cierto es que la había llevado consigo de vuelta a casa, sin poder
desprenderse de ella y preguntándose si sería cierta. ¿Era posible vivir sin
amor? Se miró en el espejo al salir de la ducha y observó su cuerpo desnudo.
Pensó en Lisa y en la pasión con que sus manos y sus labios lo recorrían.
¿Había amor en aquellos besos, en aquellas caricias? Deslizó el dedo por el
brazo hasta alcanzar el hueco del codo y de allí saltó al pecho, por el que
peregrinó con delicadeza, como si tuviera miedo de dañarlo. «No», le dijo a
la imagen de su desnudez que el espejo le devolvía, deformada por el vaho.
«Lisa no me ama, ni yo a ella. Sólo nos damos placer». Sintió el tacto de las
yemas de sus dedos sobre la piel fina y delicada del pecho. Había afecto en
las caricias que ambas se prodigaban, ¿pero amor? Apretó los labios. No,
amor no. No lo había desde aquella última vez en que Sarah la tuvo entre sus
brazos. En el espejo, el vapor pareció abrir un camino por el que volver al
pasado…
La noche anterior había llegado a casa muy tarde. Sarah ya dormía cuando
abrió la puerta del apartamento despacio, para no despertarla. Ni siquiera
llegó a encender la luz del recibidor, ni la del salón. Se desnudó en la
oscuridad y se deslizó con cuidado en la cama, moviéndose con lentitud en
busca del cuerpo templado de Sarah, al que se acopló. Debió de quedarse
dormida enseguida y no se despertó hasta que notó que Sarah se separaba de
ella. A la tenue luz del amanecer, la vio levantarse. Kay estiró el brazo y la
agarró por la muñeca.
—Creí que hoy no tenías que ir pronto a la oficina —dijo. Sarah se volvió
hacia ella, con los rasgos desdibujados en la oscuridad.
—Dejé un trabajo sin terminar.
—¿Y no puede esperar? —Kay tiró del brazo y Sarah cayó en el colchón
—. Contaba con este ratito para nosotras. —Se inclinó sobre ella y la besó en
los labios.
—Kay, en serio, tengo…
Kay no la dejó seguir. Volvió a besarle los labios que abrió con la lengua
hasta encontrar la de ella. Notó que Sarah se tensaba, pero sólo un instante y,
luego, aquella lengua tan conocida, tan besada, tan lamida respondió y buscó
su boca, introduciéndose en ella con autoridad, dominándola, haciéndola
suya. La tumbó sobre el colchón y se coló entre sus piernas. A Kay le
encantaba sentirla allí. Sarah sabía muy bien cómo moverse para arrancarle
aquellos destellos de placer. Sus sexos se frotaban, ansiándose, deseándose
con tanta necesidad e impaciencia que el orgasmo subía como una vorágine,
amenazando con llegar antes de tiempo.
—Voy a correrme, Sarah, voy a correrme. —Kay lo deseaba, pero también
quería aplazarlo, disfrutar al máximo.
—Aún no. Espera. —Sarah se deslizó, bajando por el vientre y las caderas,
y Kay sintió sobre su humedad el aliento de Sarah, como la brisa que acaricia
la candente lava de un volcán, antes de zambullirse en ella.
Se quedó exhausta, jadeando sobre la almohada, mientras Sarah se
duchaba. ¿Por qué no había buscado su propia satisfacción? Kay sentía que se
le cerraban los ojos, que buscaban un lugar en el que ponerse a resguardo de
las primeras luces del amanecer. ¿Por qué?, se preguntaba entre sueños. No
tardaría en obtener la respuesta. La vio salir del baño, duchada, vestida con
uno de sus trajes sastre, tan parecidos a los que llevaba Danna Frost.
—¿Te vas? —Se incorporó sobre un codo y la vio abrir la puerta del
dormitorio. Al otro lado, en el salón, aparcadas en fila, las maletas que Sarah
había hecho la noche anterior, antes de que llegara y que no había visto
porque no encendió la luz—. ¿Adónde vas, Sarah? —Saltó de la cama, pero
no se separó de ella. De pie, desnuda, sintiendo los bordes del edredón
rozándole los empeines, escuchó las palabras de Sarah como disparos al
pecho.
—Me voy, Kay. Hay… otra mujer.
El vaho del espejo se cerró, dejando el recuerdo prendido de la memoria y
Kay hubo de contener las lágrimas una vez más. «¡Maldita!», lanzó el puño
contra la puerta del baño y la golpeó con rabia. Tampoco entonces lo hubo.
Fue un amor fingido en un último polvo de despedida antes de decirle la
verdad: que se iba, que había una mujer a la que amaba y que esa mujer no
era ella. Deslizó la vista por el espejo y se observó, luchando por no apartar la
mirada de sí misma. «Sí se puede, Duf», dijo en voz alta, como si el patólogo
pudiera oírla. «Se puede vivir sin amor, pero es muy duro», añadió. Se puso
la camiseta de los Knicks que su padre le regaló cuando tenía quince años.
Estaba vieja, dada de sí y tenía algún agujero, pero así era como se metía en
la cama cuando lo hacía sola. Apagó la luz y se acucó consigo misma, hecha
un cuatro bajo la sábana.
Dio vueltas sin poder dormir y, hora y media después de acostarse, se
levantó y encendió la luz de su mesa de trabajo, en el estudio. Abrió el
ordenador y fue afortunada. Larry le había enviado un correo. En el
documento adjunto, que ocupaba varias páginas, Kay encontró una partida de
nacimiento. Estaba escrita en alemán y pertenecía a un niño llamado Arnulf
Koch, nacido en 1956, en la ciudad alemana de Wittenberge, a orillas del
Elba. Larry había hecho una anotación junto al nombre de la ciudad:
Alemania del Este.
Las siguientes páginas tenían el mismo color pajizo que la partida de
nacimiento. Contenían los certificados escolares de Arnulf Koch desde los
ocho años hasta los veintitrés. Larry había subrayado el nombre del colegio y
había escrito debajo: escuela rusa en Moscú. Kay siguió leyendo. Al terminar
el bachillerato, Koch se había trasladado a estudiar en la Universidad estatal
de Tomsk. Luego, no había nada más sobre aquel niño. En la siguiente
página, Larry también había adjuntado un expediente académico, pero esta
vez el centro de estudios era el Instituto John Kennedy, de la Universidad de
Harvard, y el título de acreditación correspondía a un máster en
Administración Pública. El nombre del estudiante era Ken Strasser.
Kay parpadeó incrédula. ¿Qué estaba tratando de decirle Larry? La barra
lateral de desplazamiento aún no había llegado al final y Kay deslizó el dedo
índice sobre la rueda del ratón y llevó el documento hasta la siguiente página.
Era un corta y pega de fotografías antiguas. Parecía una orla escolar, sólo que
en ella siempre aparecía el mismo estudiante: Koch. Las fotografías
mostraban al niño Arnulf Koch desde sus primeros años en la escuela infantil
hasta el joven universitario de Tomsk. Observar aquellas fotos era como
viajar en el tiempo y ver cómo el niño iba convirtiéndose en hombre, hasta
alcanzar la última de ellas en la que Arnulf Koch se había transformado en
Ken Strasser.
—No puedo creerlo, Larry. ¡No puedo creerlo!
Kay deslizó la rueda del ratón y llegó a la última página. Se trataba de una
serie de recortes de periódicos que databan de unos tres años antes. En ellos,
la prensa se hacía eco del escándalo sobre el espionaje ruso que había sido
descubierto en 2010. El fiscal, Michael Farbiarz, había abierto expediente por
supuestas actividades de espionaje a diez personas que fueron arrestadas bajo
la acusación de proporcionar información al SVR, el Servicio Exterior de
Inteligencia ruso. Sin embargo, ninguna de ellas era Ken Strasser. Kay movió
la rueda del ratón un poco más hasta llegar al último recorte. Se trataba de
una noticia del Pravda cubano: Rusia ofrece el canje de tres ciudadanos
rusos y uno húngaro acusados de espiar para los Estados Unidos a cambio
de Arnulf Koch, natural de la antigua República Democrática Alemana, de
quien se asegura que está siendo torturado por la CIA. El gobierno de Barak
Obama se ha negado en redondo al intercambio, asegurando que ningún
ciudadano europeo o de cualquier otra parte del mundo está sufriendo
tortura por parte de alguna agencia de seguridad norteamericana.
Kay miró la hora en el ordenador. Eran las tres de la mañana. Demasiado
temprano para llamar a Larry. Fue a la cocina y preparó una taza de café. Sin
embargo, y a pesar de lo excitada e impaciente que se sentía por la
información que Larry le había enviado, apenas dio un par de sorbos.
Recostada en el sofá, mientras pensaba en las posibles implicaciones que esa
información ofrecía, se quedó dormida.

***

Philip Norway ignoró las protestas de Gabriel Strasser y caminó hacia su


escritorio mientras el agente de guardia lo fichaba. Kay Nolan había tenido
suerte, una de esas carambolas que se dan en la vida. Sin embargo, Norway
no estaba tan seguro de que el plan de Kay fuera a dar resultado. Estudió la
documentación que tenía sobre la mesa y respiró hondo. Al menos el niño de
papá le había dado motivos para aquella detención. De eso no podría quejarse
ni la nueva supervisora legal. Echó un vistazo al reloj de la pared. Eran las
cuatro menos cuarto de la mañana. Bonita hora para estar trabajando, pensó.
Si no fuera por ti, Kay, habría dejado que el fulano se metiera toda la mierda
del mundo esta noche y habría ido a por él por la mañana. Norway se
preguntó si merecía la pena volver a casa. Decidió que no. Se echaría un rato
en el sofá de la sala de descanso y hablaría con Kay a primera hora.

***

Patrick miró el reloj. Marcaba las cuatro y media. El tiempo corría lento
cuando se estaba de guardia.
—¡Eh!
—No estoy dormido.
—Pues lo parece. Es la hora. ¿Damos una vuelta al recinto?
—El perímetro está asegurado —Nick se desperezó—, pero me vendrá
bien estirar las piernas.
Los dos agentes de la CIA caminaron hacia la parte delantera de la casa.
Un deportivo pasó por la calle, dejando tras él una estela de salsa.
—No me gustan las patrullas con horario establecido. Cualquiera puede
realizar un croquis de las horas de inspección.
—Estás paranoico, Nick.
—Lo que tú digas.
Aún no habían alcanzado la puerta delantera cuando escucharon voces en
el interior de la casa y vieron luces que se encendían.
—¿Qué pasa? —Nick desenfundó el arma.
—No sé. Quédate aquí. Iré a ver.
Poco después Patrick volvía.
—¿Qué?
—Dicen que todo está bien.
—¿Lo has comprobado?
Patrick negó con la cabeza.
—No me han dejado entrar.
—Vete a la parte de atrás. Yo me quedaré aquí.
Patrick desapareció entre las sombras y Nick se acomodó tras el tronco de
un árbol.

***

En el sótano de la embajada rusa en Washington, en una de la salas


acondicionadas con la más novedosa tecnología informática, un grupo de
hombres permanecía pendiente de las pantallas de varios ordenadores. Uno
de ellos tecleó un código, se quitó los cascos con los que cubría las orejas y
se volvió hacia el centro de la habitación.
—El sistema acaba de localizar una llamada, señor.
Svetlana se levantó y se acercó al agente que había hablado.
—¿De dónde?
—De la comisaría de la inspectora Nolan.
—¿Destino?
—Un móvil localizado en Miami.
—Intervéngala y averigüe el lugar de recepción.
—Estoy en ello, señor.
—No lo deje escapar.
Durante un instante, el silencio cubrió la sala. Los agentes al mando de
Svetlana se dieron la vuelta y observaron a su compañero. Ella se había
colocado unos auriculares y sonreía. La llamada de Gabriel Strasser a su
padre les iba a proporcionar la información que estaban buscando. La oficial
de los servicios secretos rusos no podía creer que hubieran tenido tanta
suerte. Alguien había detenido a Gabriel Strasser por consumo de drogas y el
hijo había llamado al padre en busca de ayuda. Svetlana silbó, satisfecha.
Aquel número de móvil que parpadeaba en la pantalla del ordenador era uno
de los millones que había en la Tierra. Jamás habrían dado con él si el niño de
papá no se hubiera metido en un lío y hubiera llamado, además, desde la
comisaría donde aquella inspectora perseguía con saña a Strasser.
—Coral Way —dijo el agente.
—¿Dirección exacta?
—La tenemos, señor.
El agente se hizo a un lado y Svetlana miró la pantalla. En efecto, la tenía.
CAPÍTULO 7

Cuando su móvil sonó en el dormitorio, Kay aún seguía dormida en el sofá.


Se levantó aturdida y caminó tambaleante de vuelta al cuarto, donde la luz del
teléfono destellaba en la oscuridad. El despertador de la mesilla marcaba las
cinco de la mañana. Al parecer, nunca era demasiado temprano para recibir
una llamada. Cuando reconoció en la pantalla el número del capitán, supo
que la hora era lo que menos importaba. Se vistió preguntándose en qué
momento del proceso había metido la pata de manera que él se enterara… y
no dudara en telefonearla a aquellas horas para citarla a una reunión de
emergencia.
A solas en el ascensor de la comisaría, a Kay aún le parecía increíble que la
reunión en el despacho del capitán se fuera a producir tan pronto. Cuando
ideó el plan, había calculado que al menos contaría con un par de días, pero
era obvio que Strasser sabía mover sus hilos. Sin embargo, antes de subir
había hablado con un agente al que Philip le había hecho un encargo y ahora
Kay contaba con un nuevo dato. El que necesitaba para echar la mano encima
a Strasser. La sala de Homicidios estaba prácticamente vacía. Tan sólo
encontró a dos detectives y un agente de uniforme que la saludaron en
silencio y la vieron entrar en el despacho de Daniel Gilmore.
Kay no se sorprendió al encontrar allí a su capitán, naturalmente, ni
tampoco al ver a Philip, ni a los dos tipos con traje de chaqueta que, estaba
segura, eran federales; pero sí le extrañó la presencia de Danna Frost. Sentada
muy cerca del capitán, tenía un portafolio sobre las rodillas y la miraba de
frente. No le dio la impresión de que en aquel rostro perfectamente
maquillado cuando ni siquiera habían dado la seis de la mañana se reflejara el
más mínimo reproche por obligarla a estar allí a aquellas horas y, pese a que
lo buscó, tampoco halló en él la sombra de un anticipado regocijo por lo que
pudiera suceder. Le pareció observar, simplemente, la mirada del depredador
que está a punto de lanzarse sobre su presa y Kay se preguntó si esa presa
sería ella.
—Los agentes especiales Thompson y Thray. —Daniel Gilmore fue
escueto en las presentaciones. Luego añadió una orden—. Siéntese,
inspectora.
Kay obedeció en silencio y el capitán habló.
—¿Sabe a quién tenemos el honor de albergar en nuestra celda esta noche?
Ella negó con la cabeza.
—Nosotros creemos que sí, inspectora Nolan. —El agente Thray no se
anduvo con rodeos—. De hecho, creemos que ha convencido al inspector
Norway para que detengan a Gabriel Strasser.
—Ya les he dicho que no. —Philip Norway habló sin perder la calma.
Kay tragó la saliva que había estado acumulando en la boca. Philip no la
había delatado. Ahora sólo era cuestión de mantener la misma versión. Los
federales no podrían hacer nada si ambos se cerraban en banda.
—Pero no le creemos.
Philip ni parpadeó.
—Entonces tienen ustedes un problema, agentes.
—Dos, en realidad —añadió Kay.
—¿Se refiere a usted, inspectora?
—En efecto.
—Señores… —Daniel Gilmore intentó hablar, pero el agente Thompson
levantó una mano y lo hizo callar.
—Verá, inspectora, no se trata de lo que creamos o no. Se trata de lo que
sabemos. Y lo que sabemos es que usted estuvo anoche en Narcóticos
hablando con el inspector Norway. ¿Conoce al forense James Duffy?
—Claro que lo conozco, agente. Trabajo con él todos los días.
—Alguien le oyó hablar por teléfono con usted anoche y, al parecer, quedó
en que pasaría a recogerla por Narcóticos, donde usted se encontraba.
¡Mierda! ¿Quién se había ido de la lengua en la morgue? Kate se prometió
que, si lo averiguaba, se la cortaría ella misma y se la pasaría a James para
que la diseccionara.
—¿Y?
—¿Y aún niega tener algo que ver con la detención de Gabriel Strasser?
—Sí, agente. El hecho de que anoche hablara con el inspector Norway en
Narcóticos no demuestra que le instigara a detener al señor Strasser. Contra
quien, hago constar, Homicidios no tiene motivos para sospechar que haya
cometido asesinato alguno.
—Pero sí su padre, inspectora.
—Su padre sí, en efecto.
—La relación es obvia.
—No para mí, agente.
—Usted ha pedido a Narcóticos que detengan a Gabriel Strasser para atraer
al padre.
—¿Y si así fuera, qué hay de ilegal en ello? —La voz femenina y suave de
Danna Frost introdujo un cambio en el tono del interrogatorio. Kay parpadeo
perpleja.
—¿Tengo que explicárselo, supervisora?
—Me gustaría, sí, agente Thray.
—¿Le gustaría que le explicara por qué no está haciendo bien su trabajo?
—Por lo que he oído hasta ahora, agente, nadie en esta comisaría ha
pervertido la ley.
—Supervisora…
—El inspector Philip Norway ha efectuado una detención contra Gabriel
Strasser por consumo de estupefacientes. —Danna extrajo un documento del
portafolio que descansaba en las rodillas—. Aquí tiene la documentación
pertinente. No hay en ella un solo paso que no sea legal. Por otra parte, el
encuentro, fortuito o no, de la inspectora Nolan con el inspector Norway no
demuestra nada. Su exposición sobre un complot entre los departamentos de
Narcóticos y Homicidios para traer de vuelta a los Estados Unidos al señor
Ken Strasser es mera especulación. No se sostendrá en un juicio, agente.
—Reconozco que son pruebas circunstanciales, pero demasiado obvias y
coincidentes en el tiempo como para desecharlas, abogada.
—En cualquier caso, y aunque así fuera, como le dije al principio no hay
nada ilegal en ello.
—Sí, si la inspectora Nolan estuviera inhabilitada para continuar con el
caso Strasser.
—Una circunstancia que no se da.
El agente especial Thray se volvió hacia Daniel Gilmore, encolerizado:
—Capitán, tal vez pueda poner orden entre su personal. Tiene usted en sus
archivos una orden Federal por la que se requisa todo el material informático
y se releva a la policía del caso, que pasa a manos del Bureau.
—Se equivoca, agente —insistió Danna.
—Puedo mostrarle una copia si lo desea, abogada.
—No es necesario. Tengo aquí la mía. —Danna extrajo otro documento
del portafolio—. La orden Federal ampara la confiscación del material
informático, en efecto, pero no releva a la inspectora Nolan del caso ni le
prohíbe en ningún modo continuar la investigación.
—¿Debo recordarle que el señor Strasser se encuentra fuera del país?
—No.
—Y que allá donde está no alcanza la jurisdicción de esta comisaría.
—Tampoco es necesario que me lo recuerde, agente. Aunque quizá sí lo
sea que yo le recuerde a usted que la facultad de actuación del FBI acaba
exactamente en la frontera de los Estados Unidos.
—¿Y?
—Y entonces podríamos empezar a preguntarnos si el Bureau se está
excediendo en sus atribuciones.
—Bien —el agente Thorton habló esta vez—, si el único problema que hay
en todo este asunto es el olvido de una cláusula por la que se releva a la
inspectora Nolan del caso, la tendrá usted en su escritorio en menos de una
hora, capitán. Ahora, si nos disculpa, tenemos trabajo que hacer… dentro de
nuestras fronteras. Buenos días.
Los tres esperaron a que los dos agentes se marcharan. Al salir del
despacho, Gabriel Strasser se les unió y a Kay no se le escapó la mirada que
el hijo del millonario clavó en ella.

Tras la marcha de los agentes, nadie se movió en el despacho del capitán.


—Inspectora…
Kay respiró hondo.
—¿Señor?
—Tendrá que ser usted muy convincente en su explicación para que no la
eche a patadas ahora mismo de esta comisaría y le confisque la placa y el
arma.
Kay sintió sobre ella la mirada amistosa de Philip. A Danna Frost ni
siquiera se atrevió a mirarla de reojo.
—Tan convincente como para demostrarle que Ken Strasser mató a Jack
Simpson?
—¿Tenemos pruebas?
—Sí señor.
—Bien, dos preguntas, inspectora. Una, ¿por qué no he sido informado? Y
dos, los federales tienen razón: Strasser está fuera de nuestra jurisdicción. —
Kay no contestó y el silencio se prolongó durante algunos segundos que se
hicieron demasiado intensos y que el capitán interrumpió con una deducción
lógica—: De modo que usted y Norway prepararon esa trampa pueril al hijo
de Strasser…
—Sí, señor —admitió ella.
—Lo cual sólo ha servido para que esta entrevista nos haya sacado a todos
de la cama a unas horas intempestivas, nos haya valido un enfrentamiento
con el FBI y, para su desgracia y mi tranquilidad, nos hayan relevado del
caso.
—Yo no lo veo así, señor.
Daniel Gilmore levantó una ceja y la miró.
—Esta entrevista ha demostrado que Strasser tiene el amparo de una
agencia del gobierno, que no está dispuesta a permitir que pague por el
crimen que ha cometido. Entiendo que un enfrentamiento directo con el
Bureau no es conveniente para la comisaría, señor, pero también sé que es
nuestro deber llevar a los criminales ante la justicia, y Ken Strasser es un
asesino.
—Muy convincente su discurso sobre la justicia, inspectora. No es
necesario que me lo recuerde, me hice policía porque creía en ello. Sin
embargo, ya no es sólo cuestión de evitar un enfrentamiento con el FBI, le
aseguro que tengo valor para ello si Strasser acaba en el estrado. Nuestro
problema, Kay, es que sigue estando fuera de nuestro alcance.
—Quizá no, señor.
Daniel Gilmore y Danna Frost la miraron estupefactos. Kay intentó apartar
la mirada de la del capitán, pero este no se lo permitió:
—¿Nos pone al día, inspectora?
—Señor —Philip Norway interrumpió el diálogo entre Kay y Daniel
Gilmore—, creo que yo no debería escuchar esta conversación. Si me lo
permite, capitán, tal vez sería mejor que primero se ocupara de mí y luego
continuaran solos.
—Me gusta que los departamentos de mi comisaría trabajen en equipo,
Philip. Le felicito por su labor. Lástima que los abogados de Gabriel Strasser
hayan conseguido sacarlo en menos de una hora. Puede retirarse.
Kay bajó la cabeza y la melena, escurriéndose por las mejillas, ocultó la
sonrisa que esbozó. Aun así, Philip y ella se miraron. Hacía bien al espíritu
encontrar compañerismo y apoyo. Se prometió que le invitaría a un buen
almuerzo en el que se reirían y descargarían la tensión que habían acumulado
durante aquel intenso interrogatorio. Cuando el inspector de Narcóticos salió,
Daniel Gilmore y Danna Frost depositaron en ella su completa atención. Kay
tomó aire y empezó a hablar.
—Cuando el FBI requisó el material informático de Strasser, también
inspeccionó nuestros archivos para comprobar que no había ninguna copia en
ellos. Sin embargo, los problemas con el sistema que hemos tenido estos días
jugaron a nuestro favor: teníamos una copia que sólo descubrimos después de
que se restableciera el sistema y volviera a funcionar a pleno rendimiento.
—¿Y qué hay en esa copia ilegal que tenemos, Kay?
—Los dos pagos que Strasser hizo a un asesino profesional para que se
encargara de Jack Simpson.
El capitán juntó las yemas de los dedos y se los llevó a los labios.
—Esa información demuestra la implicación de Strasser en el asesinato del
naviero, pero, según la orden recibida por el FBI, no deberíamos tener acceso
a ella. Me pregunto si esto implica algún problema legal. ¿Danna?
—Es bastante probable, pero tal vez podríamos encontrar un resquicio en
la ley por donde pudiéramos colarla.
—Bien, póngase a ello en cuanto acabe esta reunión. Si hay que utilizar esa
información, quiero tener bien atados todos los cabos legales. ¿Qué más,
inspectora? Porque si nos ha metido en este lío, quiero pensar que es porque
hay más…
—Sí, señor, en realidad hay mucho más.
Ambos se miraron durante unos segundos.
—De hecho, no se lo va a creer, señor.
—Seguro que sí, viniendo de usted. Pero sea rápida, Kay. Si hay que
moverse, quiero que nuestras piezas lleven ventaja.
Kay sacó de su cartera los documentos que Larry le había enviado y que
ella había imprimido antes de salir de casa.
—El interés del FBI en Ken Strasser implica a nuestro gobierno de alguna
forma.
—Hasta ahí hemos llegado solos, Kay.
—Sí, señor. Al grano, entendido. —Colocó los documentos de Larry sobre
la mesa y tanto el capitán como Danna se inclinaron sobre ellos—. Yo he
descubierto por qué, señor. O al menos una aproximación.
—¿Qué es esto?
—Es la partida de nacimiento y los certificados escolares de un niño
llamado Arnulf Koch, nacido en la Alemania del Este, en 1956.
—Hay también una acreditación académica del Instituto John Kennedy de
Harvard —dijo Danna.
—Sí, pero esa acreditación corresponde a…
—¡Ken Strasser! —el capitán y Danna hablaron a la vez.
—Sí, señor.
—¿Qué tiene que ver Ken Strasser con un niño alemán…? —Daniel
Gilmore se calló y miró a Kay—. ¿Me está diciendo usted, inspectora, que
Ken Strasser es ese tal Arnulf Koch?
—Sí señor.
—Un espía. —Danna no se anduvo por las ramas—. Un joven nacido tras
el telón de acero que probablemente destacaba por sus cualidades
intelectuales —La abogada señaló las calificaciones del niño Koch— es
llevado a la madre Rusia para ser educado allí hasta terminar su formación en
la universidad de Tomsk y luego…
—Luego no hay nada más hasta sus estudios en Harvard.
—Bien, señoras. Si no he entendido mal, estamos aventurando la hipótesis
de que Ken Strasser es un agente de la inteligencia soviética en suelo
norteamericano. ¿Es eso?
Kay asintió en silencio.
—¿Y quiere decirme por qué, si es un enemigo de los Estados Unidos, el
FBI tiene tanto interés en protegerlo?
—Creo, señor, que Ken Strasser se pasó al bando americano en algún
momento.
—¿Qué pruebas tiene de eso?
—En realidad sólo tengo hipótesis, capitán, pero si mira la última hoja,
encontrará una recopilación de artículos que pueden respaldar mi teoría. —
Kay rebuscó entre las páginas del documento hasta que encontró la que
buscaba—. En 2010, el fiscal Michael Farbiarz abrió expediente a diez
personas.
—Lo recuerdo —dijo Danna—. Estuvo en boca de todos los abogados del
país. Acusaba a una decena de personas de ejercer labores de espionaje para
Rusia.
—Sí, aunque en realidad el número de acusados debería haber sido once.
—Dejaron fuera a Strasser.
—Sí, señor. Rusia lo reclamó, hasta el punto de ofrecer un intercambio de
tres ciudadanos rusos y uno húngaro que sin duda trabajaban para nosotros.
Sin embargo —añadió mostrándoles el recorte del Pravda cubano—, nuestro
gobierno no aceptó el canje.
—De haberlo hecho, Strasser habría perdido la cabeza en cuanto llegara a
Rusia.
—Probablemente, capitán.
—Parece que somos muy bondadosos con quienes primero nos espiaron.
—Hace tiempo que no creo en la bondad de los gobiernos, capitán —dijo
Danna—. Lo más probable es que Strasser posea información que puede
dañarnos.
—Y el FBI lo protege. De modo que nuestra investigación es una amenaza
para el Bureau. Pero ¿de dónde demonios ha sacado todo esto, Kay?
—¿Quiere tener que arrestarme, señor?
Daniel Gilmore sonrió.
—No crea que no me faltan ganas, inspectora, pero le tengo más al FBI y a
su prepotencia. En cualquier caso, no se me ocurre qué podemos hacer. A
primera hora de la mañana tendremos una orden por la que seremos relevados
del caso y, de cualquier forma, en eso el agente Thray tiene razón, Strasser
está fuera del país.
El silencio sobrevoló la estancia durante unos segundos. Luego, Daniel
Gilmore volvió a hablar.
—¿O no?
—De hecho, señor, estoy bastante segura de que no.
—Ajá. ¿Qué nuevos secretos guarda su cartera, inspectora?
—En esta ocasión, es el registro de localización de llamadas de la
comisaría quien la guarda, capitán.
—¿Ha ordenado localizar una llamada?
—En realidad…, un amigo…
—Philip Norway, sí, Kay. Está perdonado. Siga.
—Tras la detención de Gabriel Strasser, Philip ordenó localizar el número
al que llamó desde la comisaría.
—¿Y eso nos lleva hasta…?
—Miami, señor.
—De modo que Strasser está allí.
—Tengo una dirección en Coral Way. Podríamos avisar a la policía de
Miami y detenerlo antes de que la orden del FBI llegue, capitán.
—Creo que no —Danna habló mientras miraba su teléfono móvil—.
Acabo de recibir un correo electrónico con la orden. Supongo que si abre el
suyo, capitán, también lo tendrá en su bandeja de entrada.
Daniel Gilmore miró a Kay y frunció los labios.
—Me parece que aquí acaba nuestra aventura, inspectora.
—Sí, señor. Eso parece. —Metió la documentación dentro del portafolio y
se levantó. No llegó a mirar a Danna Frost. Estaba tan sorprendida por la
intervención de la supervisora, que no sabría qué haberle dicho—. Si me
disculpa, capitán, creo que me marcharé a casa.
—Por supuesto que la disculpo, Kay. Es sábado y todos deberíamos estar
en casa. El lunes ya veremos si continúo haciéndolo.
—Sí, señor.

—Parece que ha aceptado bien la derrota. —Después de que Kay se


marchara, Danna también se levantó y guardó la documentación legal que
había traído consigo.
—Se engaña, supervisora. No la ha aceptado en absoluto y lo peor es que
tiene hasta el lunes para pensar.
Danna observó al capitán, aún sentado tras el escritorio de su despacho.
—¿Es rebelde?
—Es terca.
—La orden del FBI es nítida.
—Y su determinación por llevar a Strasser ante el juez mayor que la que
ninguno de esos lechuguinos de traje y corbata tendrá jamás.
Danna ya estaba junto a la puerta, pero no la abrió.
—Esta vez teníamos donde agarrarnos legalmente para sacarla del
atolladero, señor, pero no seremos tan afortunados la próxima.
—Dígamelo a mí, Danna… —Daniel Gilmore suspiró—. Pase un buen fin
de semana.
—Gracias, señor. Usted también.
CAPÍTULO 8

En una pequeña cafetería en Coral Way, sentado junto al ventanal que daba a
la calle, un hombre leía el periódico. Desde allí observó a los feligreses de
una iglesia católica que abandonaban el templo, después de haber oído misa.
Apoyado en el respaldo del asiento, los vio montar en los coches para
dirigirse a la playa a pasar una entretenida mañana de domingo. Sacó un
pañuelo del bolsillo y se secó el sudor de la frente. Hacía calor en el local y
pensó que, cuando acabara el trabajo, también él bajaría a la playa a darse un
chapuzón en el mar.
Tras la barra de la cafetería, se oía el suave ronroneo de una voz hablando
en español con acento cubano y en los altavoces sonaba una canción de
Gloria Estefan. El hombre del periódico seguía observando la salida de misa
y el alboroto de la calle. Las jacarandas que la recorrían, la cubrían con su
sombra y aplacaban el húmedo calor de Miami. Unos niños jugaban en el
jardín de una mansión próxima a la cafetería. El hombre oía sus gritos y risas
desde allí, pero no podía verlos. Había elegido una mesa que le permitía
observar la casa de enfrente sin que ningún obstáculo, salvo el tronco de uno
de las higueras de Bengala, se interpusiera entre él y la casa. El hombre del
periódico vio llegar a una mujer que se sentó al otro lado de la cafetería,
también junto a un ventanal. La oyó pedir un café en un español con marcado
acento alemán. El hombre dobló el periódico y se quedó quieto unos minutos,
con las manos apoyadas sobre el diario, todavía mirando a los pocos
feligreses que quedaban ante las puertas del templo hablando con el
sacerdote. El ritmo lento que imponía el húmedo calor de Miami se le había
contagiado y la mañana había transcurrido pausada e interminable. Había
leído el periódico varias veces, incluso las esquelas. No quedaba en él una
letra por la que no hubiera pasado los ojos. Pero ya podía marcharse. Se
levantó, dejó unas monedas de propina y salió al calor húmedo de la calle. Se
marcharía a casa y se daría una ducha. Ahora la vigilancia era cosa de aquella
mujer, que había abierto un portátil y tecleaba con rapidez, concentrada en un
texto del que, sin embargo, a ratos apartaba la vista para dirigirla a la casa
que se levantaba frente a la cafetería.
***

Danna estaba sentada en el sofá del salón, rodeada de papeles. Hacía tiempo
que se había levantado y, sobre la mesa de centro, su tercer té se enfriaba sin
que lo hubiera probado. Ni siquiera se había vestido. Aún en pijama y con la
bata puesta, repasaba el expediente de Kay Nolan: licenciada en lenguas,
hablaba con soltura cinco idiomas. Después de la universidad, se había
alistado en los cuerpos especiales del ejército, donde había aprendido toda
clase de artes marciales, algunas de las cuales Danna no sabía ni que existían.
Especialista en la lucha cuerpo a cuerpo, manejaba armas de todo tipo como
un diplomático maneja los cubiertos en una cena oficial. Sin embargo, y
aunque en su expediente no pesaba como una falta, sus superiores le habían
pedido que abandonara el cuerpo por «excesivo pundonor». Danna no estaba
segura de lo que eso significaba, pero sí de que lo averiguaría.
Después de abandonar el ejército, Kay Nolan se había unido a la Policía de
Nueva York, donde había tenido una carrera meteórica hasta alcanzar el
grado de inspectora. En su camino había levantado algunas ampollas, pero
Danna no encontró ningún atajo en la trayectoria de Kay. Los sucesivos
ascensos eran limpios y, por lo que podía ver, ganados a pulso. Tampoco en
su expediente policial existía ningún borrón, aunque la abogada había oído
decir que las amonestaciones verbales que recibía eran bastante comunes. Al
parecer, Kay Nolan, tal y como el capitán le había dicho el día anterior, era
una mujer demasiado terca para ceñirse a lo que consideraba,
despectivamente, pequeños escollos legales que se interponían en su trabajo.
Danna dejó de leer y se recostó en el respaldo del sofá. Observó la foto
oficial de Kay Nolan. No había en ella nada que no hubiera descubierto por sí
misma en la Kay Nolan real: mirada decidida, mandíbula firme, hombros
erguidos… La única diferencia con esa otra Kay es que a la de papel podía
estudiarla con tranquilidad. Era una mujer bella, de eso ya se había dado
cuenta, y, aunque imposible comprobarlo con una fotografía que la cortaba
por debajo de los hombros, Danna había observado en Kay Nolan una
elegancia que muy bien podría haberla llevado a las pasarelas de moda, en las
que sus largas piernas, delgadas y bien contorneadas, según lo que había
apreciado bajo los pantalones vaqueros que solía vestir, se habrían medido
sin ningún tipo de complejo con las de las top models más cotizadas.
—Buenos días. —Frank había salido del dormitorio sin que Danna se diera
cuenta. Aún en calzoncillos y camiseta, descalzo y con el pelo despeinado, se
desperezó frente a ella. Luego se asomó a la ventana y echó un vistazo fuera.
—Hace un día estupendo. ¿Damos una vuelta por Central Park?
—Lo siento, Frank, tengo trabajo que hacer.
—Oh, vamos, Danna, ¡es domingo!
—Lo sé, pero tenemos un lío tremendo en la comisaría y mañana quiero
llevar bien atados algunos cabos.
—¿Se trata de esa inspectora otra vez?
Danna no contestó. Había asuntos de su trabajo que no podía contar, ni
siquiera a Frank.
—¿Sabes? Empiezo a creerte: esa tía te detesta y está empeñada en joderte
la vida.
—No seas vulgar, Frank.
—No lo soy. Simplemente estoy enfadado.
—¿Y por eso tienes que decir tacos?
—Por eso y porque no soy un niño bien de Boston a quien lavaban la boca
con jabón cada vez que decía caca.
—Vale ya. No empieces con eso otra vez.
—Muy bien, pues seguiré con tu inspectora: estoy empezando a odiarla
tanto como dices que ella te detesta a ti. Primero te saca de la cama un sábado
antes de que ni siquiera haya amanecido y ahora nos estropea el domingo.
—Frank…
—No, Danna, es nuestro tiempo y se lo estás dedicando a ellos.
—No es un reproche, Frank, pero es el mismo tiempo que tú dedicas a tus
clientes cada día de la semana, después de que todo el mundo se haya ido y el
Nikkei ni se haya desperezado siquiera.
—Eso es otra cosa.
—¿Por qué es otra cosa? Me roba las cenas contigo y la mitad de las
noches tengo que irme sola a la cama.
—Son días laborales, Danna, y ya sabías en qué consiste el trabajo de un
broker cuando decidimos casarnos.
Danna no contestó. Por su cabeza correteaba una pregunta:
«¿Decidimos?». Frank nunca imaginaría que en aquella decisión ella
simplemente había acatado un mandato estipulado en su vida muchos años
atrás. El camino le había sido trazado y él, simplemente, fue quien pasó por el
lugar adecuado en el momento preciso. Estiró el brazo y cogió la taza de té, a
la que dio un sorbo. El líquido, amargo y frío, le supo a rayos.
—¿No puedes dejarlo para la tarde?
Habría querido decir que no. Frank sabía cómo salirse con la suya y, al
final, siempre era ella la que daba su brazo a torcer, pero una vez más la
negativa no había conseguido traspasar la barrera de los labios. Danna había
vuelto a tragársela. Lo vio acercarse y desatarle el nudo de la bata. Luego
sintió la mano de él deslizarse por debajo del pijama y ascender por el torso,
hasta alcanzar uno de sus pechos. Aguardó a que se quejara de lo pequeños
que eran, pero al parecer esta vez Frank no quería atizar esa brasa. Su mano
experta buscaba encender otro fuego. La besó en el cuello y subió por él,
buscando el lóbulo de la oreja. Danna abrió la boca y aspiró hondo. Sentía
que la respiración comenzaba a agitarse. Luego, la otra mano de Frank se
abrió paso por la entrepierna y Danna gimió. Miles de dólares empleados en
terapia sexual habían conseguido que aquellas respuestas fueran reales. Dejó
caer el expediente que aún sujetaba y lo último que vio, mientras abría las
piernas, fue la foto de Kay Nolan observándola desde la alfombra del salón.
Danna cerró los ojos. Sí que era guapa, pensó antes de levantar la cadera para
facilitar a Frank que le quitara los pantalones del pijama.

***

—¿Es que esta calle no tiene fin?


—¿No has mirado el plano, Patrick? Cruza toda la ciudad. Pateársela
entera sería un buen ejercicio si no fuera por toda esta gente que hay que
esquivar.
Patrick y Nick caminaban por Collins Avenue, una de las avenidas más
famosas de la ciudad, que la recorría de norte a sur, siguiendo la línea del
mar. A media tarde, sus aceras eran un hormiguero de personas que
disfrutaban del ambiente o llevaban la tarjeta de crédito preparada para gastar
en las exclusivas tiendas de Collins Avenue.
—¿Por qué no probamos por la playa?
—Espera, Nick. Quiero llevarle algo a Ellie.
Nick odiaba las multitudes y no había dejado de protestar desde que
abandonaron la mansión en su tarde libre. Aunque a Patrick tampoco le
gustaban, había pensado que no podían marcharse de Miami sin visitar
aquella avenida donde, además, pretendía encontrar un regalo para su mujer
que la sorprendiera, pero no le hiciera demasiado daño al bolsillo.
—Otra ventaja de la soltería, Patrick. No tengo que preocuparme por llevar
nada a una mujer cuando vuelva a casa. La mitad de las veces no les satisface
y la otra mitad, aunque sí lo haga, están demasiado enfadadas por tu ausencia
para perdonarte y hacerte ver que les gusta.
—No seas protestón.
—¿Por qué a la realidad le ponéis nombres eufemísticos cuando no tenéis
una defensa contra los argumentos?
—No me líes con filosofías, Nick. Tengo que encontrar algo para Ellie.
—Pues date prisa —el exmarine miró el reloj—, nuestro rato de asueto se
acaba exactamente dentro de cuarenta minutos y todavía tenemos que
recorrer el camino de vuelta.
—Cogeremos un taxi, tranquilo. ¿Qué tal este fular? —Patrick se lo colocó
alrededor del cuello y miró a Nick con ojos enamorados.
—No me vengas con gilipolleces, tío. ¡Yo qué sé! Quítate eso del cuello y
deja de ponerme en evidencia.
Patrick rio. Nick no consentía que su masculinidad fuera puesta en
cuestión y aquella broma de Patrick lo había hecho cabrearse aún más.

***

Al atardecer, sentada en un banco de Saint John's Park, Kay daba la últimas


vueltas a su plan. Había pasado prácticamente todo el domingo en la
comisaría. Lo cierto es que no había encontrado nueva información relevante,
pero no se sentía decepcionada porque sí se había hecho con algunos datos
que le serían de ayuda. También había preparado y entregado la solicitud de
los días de vacaciones que aún tenía disponibles. Supuso que al capitán se le
erizaría el vello de la nuca cuando se enterase al día siguiente, pero para
entonces ella ya estaría en Miami, aunque sin su arma reglamentaria. Se
levantó y tiró el vaso de papel con los restos de café en una papelera. Arrugó
el ceño. No podía pasar la Glock por el detector de metales y su placa dejaría
de tener jurisdicción en cuanto traspasara los controles de embarque. Si fuera
necesario, tendría que valerse de otros medios.
Arrancó la moto que había dejado aparcada en la comisaría y salió del
recinto. La calle estaba despejada y las farolas acababan de encenderse. Kay
aceleró. Además de la maleta, tenía algunas llamadas que hacer.
***

—¿Me quieres decir cómo vas a meter ese pedazo de oso en el avión?
Patrick sonrió satisfecho. Además del fular para Ellie, había comprado un
enorme peluche por el que su hija estaría dándole besos durante toda una
semana.
—Vas a tener que sacarle pasaje. Y no podrás cargárselo a la Agencia.
—¿Qué bicho te ha picado hoy, Nick? Llevas todo el día quejándote.
—Estoy harto de esto. Si ese tipo es tan importante para el FBI, ¿por qué
no se hacen cargo ellos solitos? Ya me va cansando tanta brisa marina
nocturna, tío.
—Hablé con George.
—¿George Sand? ¿La gacetilla de Langley?
—No sé por qué le habéis cargado con esa fama de cotilla. Sabe muy bien
de lo que puede hablar y de lo que no.
—¿Y qué sabía en esta ocasión que sí podía contarte?
—Que estaremos aquí un par de días más y luego nos relevarán. Al
parecer, los de arriba están muy interesados en que el FBI no se apropie en
exclusiva de nuestro amigo de ahí dentro.
—¿Y entonces por qué no repartimos el trabajo con los federales? Estaría
bien que nos dejaran entrar de vez en cuando y ellos se quedaran aquí fuera a
pasar la noche.
—Tío, el bicho que te ha picado debe de ser muy venenoso.
—No me des la vara.
—Anda, vamos a hacer la ronda, que ya toca.
Nick se levantó de mala gana.
—Te lo digo en serio, Patrick, estos federales no saben hacer la o con un
canuto. Lo de las rondas fijas es la mayor estupidez que han ideado estos
tipos.
—Venga, sólo una noche más y nos volvemos a casa.
Patrick y Nick se dividieron para cubrir la zona.
Desde la terraza de un edificio cercano, unos binoculares de visión
nocturna siguieron a la pareja en su recorrido. Después, una mano que
sostenía un cigarro, anotó unos datos en un cuaderno.
CAPÍTULO 9

A pesar de ser lunes por la mañana, Tim llegó a la comisaría con un sobre
alargado bajo el brazo y una gran sonrisa en el rostro. Parecía eufórico y, de
hecho, lo estaba. Aquel sobre contenía la resolución del asesinato de Repko.
Lo habitual con los laboratorios de Criminalística era tener que esperar hasta
que la larga cola que iba por delante de tu prueba se despejara, pero Tim tenía
un amiguete que de vez en cuando le hacía favores a cambio de entradas para
los Knicks. El canje era siempre satisfactorio para los intereses de Tim, que
conocía a un reventa que solía proporcionarle algún que otro chollo.
—¿Dónde está Kay?
—No preguntes.
Rachel se giró en su asiento y señaló el despacho del capitán con un gesto.
Daniel Gilmore estaba al teléfono. La mandíbula tensa, el rostro colorado y la
voz bronca que se podía oír a través de la puerta cerrada cada vez que
hablaba no dejaban lugar a dudas: la interlocutora del capitán era Kay Nolan.
—Va a darle una apoplejía.
—Lo que no sé es lo que va a darnos a nosotros cuando el capitán abra esa
puerta.
Tim dejó el sobre en la mesa de Rachel y levantó las manos.
—Juro que soy inocente. No sé nada de Kay.
—Yo tampoco. Lo único que he oído es que ha solicitado unos días de
vacaciones.
—¿Por sí misma o le han instado a que lo haga?
—No te lo vas a creer, pero al parecer los ha pedido ella solita.
—¿Y ella no tiene nada que ver en esto? —Tim señaló el despacho de
Danna con un movimiento de cabeza.
Rachel se encogió de hombros.
—Ni idea. Frey estaba de guardia este fin de semana y me ha dicho que
hubo una reunión con los chicos del Bureau el sábado de madrugada.
—¿Con quién?
—El capi, los federales, Kay y nuestra supervisora legal.
—¿Qué coño ha pasado, Rachel?
—Ni idea. Puedes ir a preguntárselo a ella.
Tim miró a Danna, concentrada en la lectura de unos documentos.
—¿Por qué no? Siempre deja la puerta de su despacho abierta.
—¿Y?
—Kay y tú le tenéis tanta tirria que no se os ha ocurrido leer entre líneas.
—¿A qué te refieres?
—Esa puerta abierta es una invitación a entrar.
Rachel rio.
—Pues corre. Quiero ver qué tal te recibe.

—¿Supervisora?
—Diga, agente Clarck. —Danna no levantó la vista de los papeles que leía.
—¿Podría hacerle una pregunta?
—Sí, pero yo no podría respondérsela. Sin embargo, usted sí puede
contestar a la mía: ¿dice que ha resuelto el caso Repko?
—Sí, señora. Al menos eso creo.
—Cuénteme.
—Allan Young.
—¿El joven es el culpable?
—Al principio creí eso, señora. Era un jugador de béisbol que prometía,
pero fue expulsado del equipo por consumo de estupefacientes. El muchacho
no lo lleva nada bien. Pensé que era bastante probable que Repko fuera el
responsable de su adicción y que Allan se vengara por ello. Cogí una lata de
refresco que había estado bebiendo y la llevé al laboratorio. Habían
encontrado restos de piel en el bate con el que se golpeó a Repko y pedí que
cotejaran el ADN de esos restos con el de la lata de refresco…
—¿Y?
—Y la persona que dejó los residuos epiteliales en el bate no es Allan
Young, pero su ADN tiene una coincidencia del cincuenta por ciento con el
que lo hizo.
—¿El padre?
Tim asintió.
—Bien, ya tenemos con qué pedir una orden de arresto. Mueva el papeleo,
detective, y luego traigan a Young a la comisaría. Si podemos dar carpetazo a
este asunto hoy mismo, mejor que mejor.
—Sí, abogada.
Tim se volvió, pero antes de llegar a la puerta del despacho se giró de
nuevo.
—Señora, respecto a la inspectora Nolan…
—Por lo que sé está de vacaciones, detective.
—¿Y es todo lo que sabe, supervisora?
Danna levantó la vista y la fijó en los ojos azules de Tim.
—Tengo entendido que ha ido a visitar a un amigo.
—¿Qué amigo?
—No recuerdo el nombre, detective, pero sé que es uno al que tiene
muchas ganas de ver.
—Entiendo. ¿Hay algo que podamos hacer por ella, señora?
Danna levantó los papeles con los que estaba trabajando.
—De hecho yo ya estoy en ello.
—¿Y nosotros?
—Eso deberán preguntárselo a la inspectora, pero procuren no molestar al
capitán con ese asunto. Creo que está muy ocupado.
—Sí, señora. —Tim sonrió.
—Y otra cosa, detective. Intenten no darme más trabajo a mí. Con la
inspectora ya tengo más que suficiente. Ella solita se basta para ocuparme a
jornada completa.

—¿Qué?
—Pide una orden de arresto para Andrew Young.
—Sí, pero ¿qué hay de eso? —Rachel señaló el despacho de Danna.
—Veo que no te sientes impresionada porque haya resuelto el caso.
—Venga, Tim, Cuéntamelo. Qué te ha dicho esa estirada.
—Te lo contaré por el camino. Pero tú y Kay deberíais darle una
oportunidad.
—¿A ésa?
Tim cogió su chaqueta y se dirigió hacia el ascensor, seguido de Rachel.
—Sí, a la supervisora Danna Frost.

***

A primera hora de la mañana, una furgoneta que lucía en sus laterales los
letreros de Delicious Food, una conocida empresa de catering, se detuvo en
la parte posterior de la casa, en Coral Way. En la puerta de servicio, una
mujer vestida con uniforme de doncella aguardaba de pie. Dos repartidores se
bajaron de la camioneta y comenzaron a vaciarla. No tardaron más de treinta
minutos en hacerlo, bajo la mirada vigilante de un par de hombres trajeados y
con un bulto bajo la axila que revelaba que iban armados. Los repartidores
trabajaron en silencio y las cajas, sin ninguna señal que identificara su
contenido, fueron trasladadas al interior de la mansión.
Cuarenta minutos después de haber llegado, la furgoneta se marchó por
donde había venido. Su lugar lo ocupó un SUV de color cereza. De él se
apearon dos hombres y una mujer que entraron en la casa sin que nadie los
detuviera. Detrás de ellos, el hombre trajeado que guardaba la puerta la cerró
y el cielo continuó abriéndose al sol de la mañana.
En la playa, un surfista que había madrugado para disfrutar de un mar
solitario estaba terminando de preparar la tabla. Cerca de él, la primera
bañista de la mañana ya estaba tumbada sobre la toalla, untándose el cuerpo
con crema. El surfista sonrió. La había oído pelear por teléfono, sin duda con
su novio. El joven la miró un momento antes de echar a andar hacia el mar.
Si no fuera por el trabajo que tenía entre manos, aprovecharía aquella
situación. La tía estaba buenísima, aunque quizá fuera un poco alta para él.

La bañista guardó el móvil en la mochila y volvió a echarse sobre la toalla.


Boca abajo, se tapó la cabeza con el brazo y, por debajo de él, vio marchar al
surfista. Cuando el joven se adentró en el mar, la mujer tuvo la tentación de
echar un vistazo a la mochila que había dejado sobre la arena, pero no estaba
segura de que pudiera hacerlo sin que alguien la viera. De hecho, estaba
convencida de que la verían. En cualquier caso, no necesitaba comprobar el
contenido de la mochila. Había visto al joven haciendo fotografías de la
mansión que se alzaba frente a ellos y que tenía salida directa a la playa. El
surfista se le había adelantado y había cogido la mejor posición: una frente a
la puerta por la que se accedía a la playa. El único lugar por el que podía
atisbarse el interior del recinto. Cuando vio que el joven comenzaba a
cabalgar sobre las olas, se levantó y pasó junto a sus pertenencias. Ni siquiera
las miró. La atención de Kay Nolan estaba puesta en el interior de la casa.
Sólo tendría una oportunidad para echar un vistazo cuando pasara por delante
de la puerta. Lo que vio no le dijo mucho: un par de hombres estaban
descargando una furgoneta de reparto de comida, pero lo que oyó sí que lo
hizo:
—¡Eh, Mark!, ten cuidado con esa caja. Es la que contiene el material más
frágil.
Kay apretó el botón de la cámara del móvil y cruzó los dedos para que su
enfoque a ciegas hubiera dado resultado. Cuando alcanzó el paseo marítimo,
se atrevió a mirar la fotografía. Estaba un poco desenfocada, pero creía que
Carl podría hacer algo con ella. Marcó un teléfono y esperó a que
contestaran.
—Barry.
—Hola Carl. Soy Kay.
—¡Eh, Kay!, he oído decir que has vuelto a montar una buena.
—Las noticias corren. ¿Puedes hacerme un favor?
—Lo que quieras.
—Acabo de mandarte la foto de una furgoneta. Necesito que saques la
matrícula y se la pases a Tim o a Rachel. Quiero toda la información que
puedan obtener sobre ella.
—Muy bien.
—Ah, y diles que les llamaré en cuanto pueda.

—¿Qué le va a pasar cuando el FBI sepa que sigue con la nariz metida en sus
asuntos?
—Creo que va a tener difícil salir indemne de esto, señor. De hecho, el
Bureau tiene decenas de razones para echársela encima.
El capitán Gilmore se llevó los dedos a la frente y la frotó mientras
mientras se mordía el labio inferior. Se había reunido con Danna en su
despacho. A ella le pareció que por debajo del rostro duro y enfadado que
mostraba había una preocupación real por su inspectora.
—La comisaría, sin embargo, queda al margen. Ha tenido la buena idea de
realizar esta locura estando de vacaciones. Usted no puede controlar lo que
sus policías hacen fuera de aquí en su tiempo libre, señor.
—Es un consuelo. Un consuelo muy pequeño. Kay se está jugando no sólo
la placa y su futuro en el cuerpo, sino también ser objeto de un delito federal.
Y eso no me gusta, Danna. No me gusta nada.
—Un sentimiento loable, si me permite decirlo, señor.
Él levantó la cabeza y la miró.
—Mi gente es mi gente, Danna. Incluso cuando mete la pata.
—Le he oído hablar con ella.
—Sí, pero no volverá. ¿No hay nada entonces a lo que pueda agarrarse
legalmente?
Danna negó con la cabeza.
—Seguiré buscando algún resquicio y, si lo hay, lo encontraré. Pero me
temo que es muy difícil que exista, señor. La ley es muy clara al respecto.
—Es la mejor policía con la que me he encontrado en todos estos años. La
pierde su tozudez y…
Danna lo observó desde el otro lado del escritorio. Sentía curiosidad por
conocer lo que el capitán había dejado en suspenso, pero Daniel Gilmore no
la satisfizo:
—Hay que conocerla bien, conocerla hasta el fondo para saber lo mucho y
bueno que hay dentro de esa mujer. Ustedes no congenian, ¿verdad?
—Tenemos nuestros roces, pero quizá sea porque todavía no nos
conocemos.
—Sin embargo, está haciendo un buen trabajo por ella.
—Es mi deber, capitán, y, además, mi gente, aunque todavía no nos
comprendamos del todo, es mi gente.
El capitán esbozó una sonrisa cansada.
—Acabará ganándose a esta comisaría, Danna. Sólo deles tiempo.
—Lo haré, señor. Y, mientras tanto, utilizaré ese tiempo para ver si puedo
encontrar algo que ayude a la inspectora cuando el Bureau se nos eche
encima.
—Yo volveré a llamarla. Si no va a renunciar, al menos la ordenaré que no
se deje atrapar.
—Sería la mejor segunda solución de todas, señor.
—Y en ella confío, Danna, porque la primera no la va a obedecer.
—Esperemos entonces que sea hábil.
—Eso no lo dudo. Es muy buena. Muy, muy buena en todo lo que hace.
***

Kay estaba empezando a desesperarse. Parecía que la cola no acabaría nunca.


Pensó que siempre elegía la caja equivocada, ésa en la que el cajero era
novato o algún cliente protestaba por alguna estupidez que retrasaba a todos
los demás. Se apoyó en el carrito y observó su contenido. Había comprobado
varias veces que llevaba todo, pero volvió a hacerlo. Sacó la lista del bolsillo
trasero de los vaqueros y se cercioró de que no faltaba nada. El móvil vibró
en el otro bolsillo trasero.
—¿Qué hay, Rachel? ¿Tienes lo que te pedí?
—Sí, aunque no le encuentro demasiado sentido.
—Cuenta.
—La matrícula de la furgoneta no pertenece a ninguna empresa de
distribución de alimentos.
—Eso ya lo había imaginado, Rachel. Ve al grano.
—¿Estás nerviosa?
—Estoy impaciente.
La voz impersonal de un empleado se oyó por todo el centro comercial.
Llamaba a un cajero para que se incorporara a su puesto y agilizara las colas.
Kay miró por encima de la gente. En cuanto lo distinguiera, se cambiaría de
fila. Aquella espera estaba durando demasiado.
—¿Dónde estás, Kay? ¿En un supermercado?
—En una tienda de material deportivo.
—¿No me digas que vas a jugar a las girl scouts?
—Algo así.
—Sabes que tienes al capitán muy cabreado, ¿no?
—Sí, ya me lo ha dicho él mismo, Rachel.
—Se ha reunido con la letrada en su despacho y me parece que tú eras el
motivo de la reunión.
—No me sorprende, pero ahora es el menor de mis problemas. Cuéntame
sobre esa dichosa furgoneta. Eso es lo quiero saber, no los tejemanejes
legales que se trae entre mano la señorita doña Ley.
—Pues te va a sorprender la información que tengo sobre la camioneta.
—Tal vez no. Me parece que lo intuyo.
—¿Apuestas?
—Una hamburguesa en el Shake Shack: material quirúrgico.
—¿Cómo lo sabías?
—Strasser es un testigo protegido del FBI. Van a hacerle una operación de
estética y darle una nueva identidad. Ese tipo debe de tener información muy
delicada para los nuestros.
—¿Y tú qué pintas en todo esto, Kay?
—Es un asesino.
—Los federales no te van a dejar tocarlo y tú te vas a jugar el cuello. ¿Por
qué no lo dejas?
—No me vengas tú también con esas, Rachel. Ya me siento bastante sola.
—No lo estás, por eso te pido que abandones, Kay. No quiero estar a las
órdenes de otro inspector.
Kay sonrió, pese a que la cola no se había movido una pulgada.
—Prometo que tendré cuidado.
—No me camelas con eso, Kay. Es lo menos que puedes tener. Ve con pies
de plomo, por favor.
—Lo haré.
En el fondo, Kay sabía que Rachel tenía razón, y el capitán, y Tim si
hubiera hablado con ella. Incluso la letrada tenía razón, eso debía
concedérselo y, además, la había salvado el cuello en la reunión con los
federales. Tal vez no fuera tan aborrecible. Se dijo que, cuando todo ese
asunto acabara, ya pensaría si darle una oportunidad. La cola avanzó un
puesto y Kay empujó su carrito. Claro que para eso primero tenía que lograr
salir de ello sin verse envuelta y no estaba segura de poder conseguirlo.
Impaciente, de nuevo, miró el reloj. Tenía tiempo para prepararlo todo,
pero aun así seguía exasperada por la lentitud de la cola. Se llevó la mano a la
cadera derecha. Sentía un vacío allí que le desagradaba y, sobre todo, le
preocupaba. Las cosas serían más fáciles si pudiera sentir su Glock en aquella
cadera que notaba tan desnuda.

***

—Nuestra última noche, Nick.


La pareja de la CIA se encontraba en el porche posterior de la casa. La
parte delantera era responsabilidad del FBI y sólo cuando Patrick y Nick
hacían sus rondas tenían un breve contacto con los federales apostados en el
interior de la casa.
—Estás muy contento por volver a casa, Patrick, pero te digo una cosa:
para ser sincero, aquí no se está mal del todo. El trabajo es descansado; el
lugar, paradisiaco y, como guinda del pastel, nos están pagando unas dietas
que me van a venir de perlas. ¿Sigues pensando en pedir un puesto de oficina
en Langley?
—Sí. Lo he hablado con Ellie y le he dado la mayor alegría de su vida.
—Me alegro por vosotros, pero me pone nervioso pensar qué compañero
me asignarán ahora.
—Acabaréis encajando. No eres tan duro e inaccesible como pretendes
aparentar, Nick.
Los dos agentes callaron. Se oía el murmullo del mar y el sol se ponía tras
ellos, comenzando a cubrir con sombras el jardín. Patrick pensó que Nick
tenía razón: allí no se estaba nada mal y también él lo echaría de menos, pero
su vida familiar lo llamaba más fuerte que nunca y aunque sabía que, de vez
en cuando, añoraría momentos como aquel y la compañía de Nick, tener la
certeza de que cada día volvería a casa a las seis de la tarde y que encontraría
a Ellie y Julie esperándolo era una recompensa mayor que cualquier lugar
paradisíaco y tranquilo como aquél.

***

Klaus Boschman estiró los brazos hacia adelante y vio que las mangas de su
traje de combate sobresalían por debajo de la chaqueta que lo cubría. Debería
tener cuidado con eso. Comprobó su NR-2. El equipo estaba listo, pero antes
de salir, siempre echaba un último vistazo al cuchillo. Miró por la ventana.
Ya había oscurecido y los hombres estarían tomando posiciones. Apagó la
luz de la habitación y salió al pasillo. Se cruzó con un matrimonio en
albornoz que seguramente venía de la piscina. Los saludó con una inclinación
de cabeza, se acomodó la mochila al hombro y los dejó atrás. Si todo iba
bien, y tenía que ir bien, al día siguiente a esas horas estaría de vuelta en
Nueva York y tal vez decidiera ir a darse otro masaje. Esta vez sólo por el
placer de relajarse.
CAPÍTULO 10

Sólo la había visto una pareja de ancianos, pero Kay no se preocupó. Se había
agenciado un uniforme de jardinero y el matrimonio creyó que trepaba al
árbol por razones de trabajo. Cuando estuvo en la parte más alta y frondosa
de la copa, Kay los vio alejarse tranquilos hasta que los perdió de vista. No
había nada como actuar de manera convincente para que la gente aceptara lo
que uno quería que creyeran.
Luego se había limitado a esperar. Después de una larga tarde, había visto
cómo el sol iba declinando, había acompañado con la mirada a los últimos
bañistas y, entremedias, había realizado algunos estiramientos para evitar que
los músculos se le entumecieran. Poco a poco se había hecho de noche y
entonces Kay bajó hasta acomodarse en unas ramas desde las que podía
observar con mayor ángulo y más claridad, pero lo suficientemente frondosas
para seguir camuflándola.
Los dos hombres que había observado la noche anterior estaban ya de
guardia en el porche posterior de la casa. Podía verlos conversar a través de
los binoculares de visión nocturna con tanta claridad que, de tener tiempo,
podría haberles leído los labios. Sin embargo, Kay Nolan debía estar atenta a
demasiados flancos para entretenerse en ello. Aun así, le había oído decir a
uno de ellos que dejaría el servicio activo para poder volver a casa cada día y
disfrutar de su mujer y su hija. Por un momento, Kay también sintió aquella
necesidad, a pesar de que había sido ella misma quien se había impuesto esa
restricción: jamás se enamoraría, jamás tendría una familia porque jamás
permitiría que la muerte se la arrebatara.
Hizo un barrido lento por todo el recinto interior de la casa con los
binoculares. Luego comenzó el rastreo de la playa. Y entonces los vio. Se
arrastraban sobre la arena como lo haría un miembro bien entrenado de los
cuerpos especiales. Los contó. Eran once. Durante unos segundos, su cerebro
sopesó diferentes posibilidades, pero sólo había una lógica: pese a su empeño
por hacerse con Strasser, aquellos diez tipos armados para el combate se
disponían a atacar una casa en la que había agentes del FBI, norteamericanos
al servicio del gobierno de los Estados Unidos. Kay Nolan sacó el móvil del
bolsillo superior de la chaqueta y marcó el número del capitán Gilmore.
—Un par más de rondas como ésta y nos iremos a casa.
Patrick sonrió a Nick. Estaba eufórico.
—Para ti es fácil decirlo, ahora que vas a sentar el culo en una oficina. Yo
seguiré haciendo chorradas como ésta, pero a saber con quién.
—Venga, tío, ni que fuera a evaporarme. Te toca la parte delantera.
Nick le dio la espalda y se dirigió hacia el jardín de la puerta principal.
Patrick siguió el sendero que conducía hacia el seto que separaba el jardín
trasero de la playa.

***

Los zapatos le apretaban. A él le habría gustado ponerse los viejos, pero


Margaret no estaba por la labor y se había empeñado en que estrenara aquella
noche los zapatos que sólo se había puesto una vez: el día que se los probó en
la zapatería.
Daniel Gilmore no soportaba aquellas fiestas a las que su mujer le obligaba
a ir de vez en cuando. Directora de una galería de arte, los compromisos
sociales a los que le obligaba su cargo hacían de él, en aquellas ocasiones, el
marido de la señora Gilmore y lo obligaban a mentir sobre lo mucho que le
gustaban las exposiciones a las que su mujer lo arrastraba.
Aquella noche era especial para ella. Un joven artista que había fichado
por la galería de Margaret exponía sus obras y, alrededor de ellas, se había
reunido lo más granado, y snob, en opinión de Daniel, de la sociedad
neoyorquina.
—Querido, sonríe aunque te duela. Prometo darte un masaje facial esta
noche en cuanto volvamos a casa.
—Margaret, no estoy para bromas. Tengo un problema muy gordo en la
comisaría y…
—Y ahora es tu tiempo de descanso, Daniel. Sabes muy bien lo que tiene
que aguantar la mujer de un policía. Lo siento, amor, pero es tu turno. Y
sonríe.
El capitán estiró los labios sin ninguna gana. De repente, los focos
intensificaron la luz y la música de una orquesta situada en un extremo de la
galería comenzó a sonar. Daniel Gilmore dejó que su mujer lo tomará por el
brazo y lo condujera hacia un corro de hombres y mujeres a los que no
conocía. Sin protestar, encogió los dedos de los pies y la siguió.

***

—¡Por qué no contesta, maldita sea! —Kay había visto a la patrulla dividirse
y rodear la mansión, mientras los dos hombres que montaban guardia se
separaban y dirigían a extremos opuestos de la casa. Agitó el teléfono móvil
en el aire, como si aquello fuera a conseguir que el capitán Gilmore
contestara a la llamada—. Jesús, dónde está, capitán, cuando más se le
necesita. —Cortó la llamada y guardó el móvil en el bolsillo—. Y esos dos
memos se separan. Van a caer como moscas.
Kay hizo un nuevo barrido con los binoculares y localizó las posiciones
que los hombres iban tomando. Tres a la parte delantera, cuatro detrás y dos
por cada lateral. Demasiados y bien repartidos. Pensó en dar la voz de alarma,
pero, si lo hacía, ella sería la primera en caer. Necesitaba un arma de fuego.
Miró a su alrededor y vio que uno de los hombres se arrastraba bajo el árbol
en el que ella se ocultaba. Si el FBI de verdad había estudiado las
posibilidades de defensa de aquella mansión, se había lucido. Rodeada por un
murete que apenas llegaba a la cintura, entrar no sólo era fácil, sino también
disparar desde una posición protegida a cualquiera que estuviera en el
interior. La única explicación razonable para aquella metedura de pata era
que en el Bureau hubieran cometido el terrible error de creerse a salvo.
Aquella era la primera lección que enseñaban en el ejército: jamás subestimes
al enemigo, pero aquellos malditos federales parecían no haber oído hablar de
ella.
Kay se mordió el dedo pulgar mientras recorría con la mirada el círculo
que los hombres habían creado en torno a la casa y pensaba en qué hacer. La
respuesta que obtuvo no la gustó, pero sabía que era la única. Se colocó el
equipo y echó un último vistazo con los binoculares. Los hombres seguían
donde los había visto por última vez. Había memorizado el emplazamiento
que ocupaba cada uno de ellos y especulado sobre sus posibles movimientos.
Era la única carta con la que contaba a su favor. Escupió un insulto a los
federales y comenzó a bajar del árbol con el sigilo de un felino.
—¿Todo el mundo en posición?
Klaus Boschman habló en voz baja y las respuestas de sus hombres fueron
llegando, una tras otra, también en un susurro hasta su auricular.
—Procedan.

El mercenario apoyó el M-4 sobre el murete y buscó su objetivo, Patrick


Simons. No tuvo tiempo de hacerlo. Sintió una mano sobre la boca y otra en
la parte trasera del cráneo. Antes de que pudiera darse cuenta de que al
siguiente segundo estaría muerto, Kay le giró la cabeza con un movimiento
brusco y escuchó el desgarre de las vértebras. El soldado cayó inerte antes
siquiera de que ese pensamiento se hubiera encendido en su cerebro.
A su derecha, otro paramilitar se aprestaba a disparar y Kay sabía que el
objetivo era el segundo hombre de guardia. Apuntó con el M-4 del
mercenario muerto y disparó.
Quedaban nueve.

Pese al silenciador, Nick intuyó el ruido seco del disparo que acababa de
hacer Kay y vio a un hombre caer tras la valla de piedra. Se llevó el puño a la
boca y susurró al micrófono, mientras corría hacia la mansión.
—Nos atacan, Patrick. ¡Entra en la casa!
Entonces, las luces se apagaron.

—Bien, segundo paso: dejarnos a oscuras. —Kay vio que sólo una ventana,
en la parte alta de la casa, permanecía encendida y supo por qué. Sin
embargo, no había tiempo para regodearse por ello. Armada con el M-4 y la
pistola del paramilitar, aprovechó la oscuridad para saltar la valla y acercarse
a la mansión.
—¿Quién eres? —Patrick la apuntó en la oscuridad, cuando estaba a sólo
unos metros de la puerta.
—Soy quien acaba de salvarte la vida, federal, y si no quieres que los dos
la perdamos ahora mismo, será mejor que entremos.
Kay empujó la puerta y entró, seguida de Patrick. El sonido de varias
pistolas que eran amartilladas los recibió.
—No soy federal, guapa —Patrick le arrancó el M-4 de las manos—. Ellos
lo son —dijo, señalando al grupo de hombres que lo rodeaban—. ¿Y tú?
—Acabo de decírtelo.
—Simpson, explique qué está pasando. —El hombre que parecía al mando
de los agentes que la rodeaban gruñó la pregunta.
—Eso intento saber, señor.
Kay no se anduvo por las ramas.
—Nueve tíos vienen a por Strasser y si no os ponéis en guardia ya,
conseguirán su objetivo.
—¿Cómo sabe…?
—Tiene razón —Nick apareció por el corredor que llevaba a la parte
delantera de la casa—. Tú eliminaste al que iba a dispararme, ¿no?
—¡Sí! —Kay le quitó el M-4 a Patrick— y ya están aquí.
Una ráfaga de disparos confirmó las palabras de Kay y los obligó a echarse
al suelo.
—¿Quiénes son? —Nick se arrastró hacia una de las ventanas y echó una
rápida ojeada.
—No tengo ni idea.
Los agentes del FBI habían ocupado las posiciones que tenían asignadas en
caso de ataque.
—¿Y cómo sabes lo de Strasser?
—Largo de explicar. ¿Cuántos somos en la casa?
—Efectivos, seis.
—Siete conmigo. Nos superan en dos.
—Nos superan en todo —Patrick habló por primera vez—. ¿Quién podía
esperar esto? ¿Qué hacemos?
Nick sopesó la situación durante un momento.
—Llevan fusiles de asalto M-4…
Patrick lo miró incrédulo:
—¿Estás sugiriendo que son los nuestros los que nos están atacando?
—Ni de coña, tienen rasgos eslavos. —Kay se reunió con Nick y también
miró fuera—. La luz del quirófano ilumina parte del jardín. No podrán atacar
por ese lado.
—¿Qué quirófano?
El hombre del FBI apostado en la otra ventana dio la luz de alarma:
—¡Al suelo!
Todos volvieron a echarse y una ráfaga de disparos terminó por destrozar
los restos de cristal que aún pendían de las ventanas.
—Han lanzado un cable al primer piso. Intentan escalar. —La voz del
federal se escuchó entre el ruido.
—Nosotros cubriremos esta parte —gritó Nick—. Usted suba y refuerce la
sección superior.
El federal asintió con la cabeza y Patrick ocupó su puesto.
—Tú —Nick le habló a Kay—, al sótano.
—¿Qué dices?
—¡Al sótano!
—No voy a bajar al sótano y esconderme allí.
—No, vas a bajar al sótano y cubrir el generador de emergencia. Si hay un
quirófano ahí arriba, no quiero que nadie se muera por falta de luz.
Kay levantó la mirada y la fijó en Nick. Sabía que tenía razón. La
organización era clave, más aún tras un ataque totalmente inesperado. Cada
cual debía cumplir una función y Kay obedeció la que se le había asignado.
Se arrastró hasta la cocina, cuya ventana cubría otro federal, y luego bajó las
escaleras hasta el sótano. No encendió la luz. Hubo de estudiar el lugar con la
escasa iluminación que llegaba hasta allí, procedente de la ventana del primer
piso donde estaban operando a Strasser. Encontró un rincón que le pareció
seguro y se escondió. Arriba comenzó a escucharse la lucha cuerpo a cuerpo.
Los paramilitares habían logrado abrir una brecha. Kay agarró el M-4 con
rabia. Tener que permanecer quieto y sereno en pleno combate era una de las
órdenes más difíciles de cumplir. Era demasiado fácil dejarse llevar por la
adrenalina y perder el control.
Sacó el móvil del bolsillo y comprobó que no tenía cobertura. No podía
llamar. Sin embargo, supuso que alguno de los federales lo habría hecho y
que pronto llegaría ayuda, lo cual le valdría un buen montón de problemas. El
ruido de lucha continuaba escuchándose, pero con menor intensidad. El
grupo de ataque también sabía que la ayuda se presentaría en breve. Tenían
los minutos contados y debían actuar con rapidez. Se preguntó quién iría
ganando. Entonces la puerta del sótano se abrió.

***

—Si me disculpan un momento —Daniel Gilmore sonrió al grupo de


hombres y mujeres con que su mujer lo había rodeado—, tengo una llamada
urgente que hacer.
Su esposa bajó los ojos, comprensiva. Era inútil que pretender que Daniel
cambiara.
—Eres policía, querido —dijo—, todos lo comprendemos. Anda, ve.
En el vestíbulo de la galería, el capitán Gilmore marcó el número de Kay.
Al descubrir la llamada perdida, se había preocupado y se maldecía a sí
mismo por no haberse dado cuenta.
—Vamos, Kay —murmuró entre dientes—, ¿qué coño está pasando?
Responde.

***

Patrick y Nick habían realizado una retirada estratégica. Refugiados en el


primer piso, lo protegían cubriendo la escalera. Abajo, tres federales habían
muerto y el cuarto no contestaba a las llamadas de sus dos compañeros que,
junto a los agentes de la CIA, custodiaban el primer piso.
—Solo quedamos cuatro —Patrick se volvió hacia Nick.
—Los federales han pedido ayuda. Llegarán de un momento a otro.
—¿A cuántos crees que nos hemos cargado?
—He contado tres seguro.
—Aquí hemos liquidado a los dos que ascendían por el cable.
—Entonces, si nuestra amiga misteriosa tiene razón, quedan cuatro.
—¡Atención a las ventanas! Pueden intentar subir de nuevo.

Lo primero que vio Kay fueron unos zapatos y el bajo de un pantalón, lo


segundo de lo que se percató es que el hombre al que pertenecían ambas
prendas estaba bajando la escalera de espaldas a ella; lo tercero fue la sangre
que resbalaba por las perneras y caía sobre la madera de los peldaños. Luego
oyó el silbido de un disparo, ahogado por el silenciador, y el hombre cayó.
Kay apoyó el M-4 sobre la pared y tanteó la parte trasera de su pantalón,
sacó la Smith and Wesson que le había quitado al paramilitar y la amartilló.
En posición de disparo, aguardó a que las piernas que empezaron a descender
por la escalera bajaran lo suficiente para situarse a tiro. Cuando estaba a
punto de conseguirlo, la música de Let the river run sonó en el bolsillo de la
pechera.
—Mierda —el susurro de Kay no pudo escucharse bajo la música. La
puerta abierta había llevado hasta el móvil la cobertura que antes no tenía. El
hombre se volvió y disparó sin mirar. Kay apenas tuvo tiempo de tirarse al
suelo. Cuando miró hacia la posición donde estaba el objetivo éste había
desaparecido. Kay se arrastró entre el polvo del suelo y buscó una posición
protegida. El paramilitar había desaparecido como si se hubiera volatilizado.
Desde detrás de una vieja nevera, Kay observó el sótano. La única luz que lo
iluminaba era la que entraba desde la cocina. Todo estaba en silencio, incluso
el piso superior, y Kay se preguntó si era la única que quedaba en pie.
Apoyada contra la parte trasera del frigorífico, el arma hacia arriba y la mano
izquierda apoyada en el suelo, le pareció escuchar el sonido sordo de un
cuerpo que se arrastraba. Notó que todo el cuerpo se tensaba y que sus
sentidos se agudizaban. El control completo sobre la respiración la volvía
inaudible. El entrenamiento de los cuerpos especiales era automático en ella.
Apoyó la mano izquierda con fuerza en el suelo. Si tenía que moverse,
necesitaría un punto de apoyo seguro. Entonces lo toco: un tornillo suelto del
frigorífico estaba en el suelo. No lo pensó. Era una treta tan vieja como el
mundo, pero podía resultar. Lo agarró y lo arrojó a su derecha. Escuchó el
siseo de un tiro y localizó el lugar donde se encontraba el paramilitar. Kay se
giró sobre sí misma y alcanzó una posición de tiro. Antes de que el hombre se
diera cuenta, tenía una bala alojada en el cerebro y un reguero de sangre
manaba por el agujero limpio que le atravesaba la frente por la mitad.
El móvil volvió a sonar y Kay contestó.
—Capitán.
—No me diga que se ha metido en problemas, Kay.
—Creo que son más que problemas, señor.
—¡Jesús!, ¿qué coño está haciendo?
—Un grupo de paramilitares ha asaltado la casa donde tienen a Strasser,
señor.
—¡Dios santo! Salga de ahí ahora mismo.
Kay miró hacia la cocina. La casa continuaba en silencio.
—No puedo, señor. Puede que me necesiten.
—¿Quiénes?
—El Bureau y quizá la CIA. No sé quién está metido en esto.
—Pues déjeselo a ellos. Salga de ahí inmediatamente, inspectora. Es una
orden.
—Lo siento —la voz de Kay sonó en un susurro—, no puedo, señor.

Patrick se tocó la oreja y Nick asintió desde el otro lado de la escalera.


Ambos podían escuchar a alguien subiendo los peldaños. Nick se asomó y
echó un vistazo rápido. Luego marcó tres con los dedos. Patrick lo miró
extrañado y preguntó con la mirada. Nick se encogió de hombros. O bien
ellos habían cometido un error al calcular las bajas o aquella chica se había
equivocado al contar nueve hombres… Nick se volvió hacia los federales.
Uno de ellos permanecía ante la puerta del dormitorio que se había
acondicionado como quirófano y el otro guardaba la ventana del pasillo. O
bien ninguno de ellos se había equivocado y el cuarto… Hizo un gesto con el
brazo, pero su aviso llegó tarde. El cuarto hombre era un francotirador y
estaba fuera. El primero en caer fue el federal de la ventana. El segundo, el de
la puerta.
Nick y Patrick se pegaron al suelo. Estaban atrapados. Si se levantaban, se
pondrían a tiro, pero si se quedaban allí agazapados los sorprenderían entre
dos fuegos. Patrick señaló la puerta de la habitación-quirófano y Nick le hizo
el gesto de que se arrastrara hasta ella. Él le cubriría. Patrick obedeció y
consiguió llegar a salvo. Cuando abrió la puerta, unas voces se oyeron desde
dentro urgiéndole a que saliera, pero el agente, protegido por el marco,
disparó su pistola hacia la ventana varias veces mientras Nick corría hacia él.
Oyeron a los hombres de la escalera subiendo por ella cuando cerraron la
puerta. Un simple pestillo era todo lo que les protegía de la amenaza de fuera.
Dentro olía a la carne chamuscada que el bisturí eléctrico iba quemando
para cauterizar los pequeños vasos sanguíneos. Una mujer con pijama de
cirujano, acompañada de un enfermero y otro médico que vigilaba la
maquinaria de anestesia los miraron alarmados desde detrás de unas cortinas
de plástico transparente.
—¿Qué pasa y quiénes son ustedes?
—Agente Nick Simons, de la CIA. Estamos en un apuro, doctora. Tiene
que acabar eso ya.
—¿Qué dice? Estamos en mitad de una operación.
Una ráfaga de tiros atravesó la puerta.
—¡Al suelo! —gritó Patrick—. Me parece que serán ellos los que acaben
la operación si no lo hace usted ahora mismo.
—¿Doctora?
Nick la llamó desde el suelo, pero la mujer ya no podía responderlo. La
ráfaga de tiros había atravesado los cuerpos de la doctora y del enfermero. El
anestesista estaba junto a Strasser, que también había sido alcanzado y, según
mostraba el monitor cardiaco, había entrado en parada cardiaca.
—¿Qué hace ahí de pie? Póngase a cubierto.
—Pero el paciente está…
Otra ráfaga de balas lo alcanzó mientras cargaba el desfibrilador.
—¡Oh, Señor!, esto es una carnicería.
—Nick…
—Te juro que me llevaré a uno de ellos por delante antes de caer.

Kay los oyó hablar en alemán y lo que decían dibujaban la situación de arriba
a la perfección. Subió los escalones con el sigilo aprendido en los
entrenamientos. Sabía que abajo no había nadie. Quizá tuviera una
posibilidad si lograba sorprenderlos por detrás antes de que… La voz del tipo
que la había ordenado ir defender el generador en el sótano sonó clara y
concisa.
—A discreción, Patrick.
El tiroteo retumbó en toda la casa y Kay subió los peldaños de dos en dos,
sin importarle ya el sigilo. En el corredor superior encontró a uno de los
paramilitares muertos. Los otros dos disparaban a los agentes, que habían
retrocedido y buscaban refugio en otra de las habitaciones. Había sangre por
todas partes y la única habitación en la que había luz parecía un matadero.
Kay vio que uno de los agentes era alcanzado. Uno, dos, tres impactos en el
torso.
—¡Bastardos!
Kay disparo y uno de los hombres apenas tuvo tiempo de volverse. Cayó
con la masa cerebral resbalándole por el rostro. El otro no prestó atención.
Kay estaba apuntándolo cuando sintió un golpe seco en el hombro. Ya lo
había experimentado en otra ocasión y sabía lo que aquello significaba. La
habían disparado y alcanzado. Se arrojó al suelo y oyó otra bala pasar hasta
impactar en la pared, justo detrás de donde ella estaba antes. Buscó la
oscuridad del pasillo. Si el francotirador la había alcanzado cuando se
encontraba bajo el foco de luz que se escapaba del quirófano, quería decir que
no utilizaba mirilla de visión nocturna. Había perdido la pistola. El hombre
que aún quedaba en el pasillo estaba frente a una puerta abierta donde se
había refugiado uno de los agentes. Kay oyó el sonido de la pistola del
agente: ese odioso click que indicaba que se había quedado sin munición. El
tipo del corredor ladró en alemán y luego rio. Kay vio que se volvía hacia la
habitación hasta la que se había arrastrado el agente que había sido
alcanzado, levantaba el arma y hacía fuego. Un leve quejido salió de ella.
Nick, Kay recordó el nombre del agente que aún quedaba en pie, el que le
había dado la orden de bajar al sótano, saltó sobre el alemán.
—¡No! Maldito hijo de puta.
Kay se levantó. El agente estaba herido y sangraba profusamente, pero se
había arrojado sobre el paramilitar que, de un sólo golpe, lo hizo caer al suelo
y lo apuntó a la cabeza con su pistola. Nick se giró y le pateó con el pie.
Klaus Boschman soltó un gemido de dolor y el arma salió despedida de su
mano. Entonces asió su NR-2. Kay se interpuso entre él y Nick. Le ardía el
hombro y, en esas circunstancias, sabía que tenía pocas posibilidades, pero
aún contaba con las piernas y el alemán también estaba herido.
Klaus Boschman esbozó una mueca.
—Verstecken sie sich die Amerikaner hinter seine Frauen?*
—Schlagen die Deutschen seine Frauen?**
Sin aguardar respuesta, Kay lanzó una patada al rostro del alemán que le
hizo tambalearse. Él se volvió y soltó el puño. Ella apenas pudo esquivarlo y
el golpe del alemán impactó de refilón sobre su sien. Kay sintió un vahído y
trastabilló unos pasos. Klaus Boschman se volvió hacia Nick con el NR-2 aún
en la mano. Esta vez no se acercó a él. Presionó el botón y la hoja del
cuchillo salió disparada hacia el agente de la CIA, pero Boschman no contaba
con la tozudez de aquella mujer, que saltó sobre él y lo desestabilizó lo
suficiente para que la cuchilla errara el blanco y no alcanzara el pecho de
Nick.
—Verdammte Schlampe!***
Le arrojó la empuñadura y la alcanzó en el rostro con ella. Con pasos
decididos se dirigió hacia Kay, que retrocedió, adoptando la postura de
combate. De nuevo bajo el foco de luz del quirófano, pensó en el
francotirador mientras notaba que pisaba algo. Bajo el pie, la Smith and
Wesson volvía a ella para ser su salvación. Se arrojó al suelo para cogerla
cuando la bala volvió a pasarla rozando. Pero esta vez estaba armada y el
alemán se puso a cubierto bajando por las escaleras mientras era protegido
por el francotirador.
—¿Está bien?
—Sí, sí. Vaya a atender a Patrick.
Kay obedeció. A la luz del exterior que entraba por la ventana vio al
hombre que el agente del pasillo había llamado Patrick. Yacía sobre un
gigante oso de peluche que ahora estaba cubierto con su sangre. Tenía tantos
disparos en el cuerpo que la posibilidad de que estuviera vivo era tan remota
como la de que ella saliera con bien de aquel lío. Le tomó el pulso. La piel
caliente no le devolvió ninguna señal de vida. Kay se volvió y salió al pasillo.
—Lo siento —dijo al agente, que estaba intentando incorporarse—. No se
mueva, Nick. Se llama Nick, ¿verdad?
Él asintió con la cabeza y Kay se arrodilló a su lado y lo obligó a tumbarse
de nuevo.
—¿Está segura?
—Sí.
—¿Quién es usted?
Kay le mostró la placa.
—¿Policía de Nueva York? ¿Qué pinta aquí una poli de Nueva York?
—Nada. —Kay levantó la cabeza cuando oyó un fuerte frenazo en la calle
—. De hecho, no deben encontrarme aquí. ¿Me guardará el secreto?
Nick la miró sin poder creerse lo que estaba oyendo.
—¿Me lo guardará?
Él asintió en silencio.
—Me ha salvado la vida. Es lo menos que le debo.
—Aguante. —Lo ayudó a acomodarse—. Ya están aquí. Le llevarán al
hospital.
Sin decir más, Kay se levantó y echó a andar por el pasillo. Al pasar por el
quirófano, se asomó y estudió al hombre que yacía sobre la mesa de
operaciones. Aún podían reconocerse en él los rasgos de Ken Strasser. Luego
bajó las escaleras de dos en dos y desapareció por la puerta trasera.

*¿Es que los norteamericanos se esconden detrás de sus mujeres?


**¿Es que los alemanes golpean a las mujeres?
***¡Maldita zorra!
2

De nuevo Danna Frost fue la primera en llegar a la comisaría aquel martes


templado de principios de primavera. El día anterior, el capitán le había
pedido que fuera a su casa. Allí se había encontrado con él y con James
Duffy, el forense. Desde la morgue de un hospital en Miami, Kay les había
contado lo ocurrido mientras un patólogo, amigo de James, le extraía la bala
del hombro.
Danna miró la hora. Si todo funcionaba según lo previsto, Kay Nolan
aterrizaría en Nueva York un par de horas más tarde. Contaba aún con varios
días de vacaciones en los que tendría que recuperarse. No podía solicitar una
baja médica por una herida de bala que nunca había ocurrido.
Danna se dirigió al office y se preparó un té. Sentada allí, con la única
compañía de la tisana, de la que sacaba y metía la bolsita de forma
inconsciente, se preguntó si había hecho lo correcto al aceptar la propuesta
del capitán de tapar todo el asunto. Ella, el capitán y James Duffy habían
salvado el cuello a Kay Nolan pasando por encima de unas normas cuya
custodia tenía encargada. No sabía por qué había aceptado, pero, y a pesar de
su mente tan estricta, tan fiel a la obediencia de la Ley, creía no haberse
equivocado al hacerlo. Era cierto que Kay Nolan se había excedido en sus
competencias al acudir a aquella casa, pero, por otra parte, en aquella
mansión maldita dos Agencias del Estado protegían a un criminal y lo
amparaban de la Justicia. Luego, además, la inspectora se había visto
envuelta en una carnicería sobre la que se había echado una manta de
silencio, pero en la que había logrado salvar la vida de al menos un agente
norteamericano.
Dio un sorbo y permaneció quieta, con los codos apoyados en la mesa y la
taza humeando ante sus labios. Tendría que pensar en todo ello con más
calma y decidir si había obrado correctamente. En cualquier caso, había dado
su palabra al capitán que, para protegerla, la había obligado a simular que
ignoraba lo ocurrido.
Volvió a beber de la taza mientras Tim Clarck se asomaba al office y le
daba los buenos días. Lo vio dirigirse a su escritorio y encender el ordenador.
Rachel Webster también la saludó antes de ponerse a trabajar. Danna fijó la
vista en la mesa de Kay Nolan. Se hacía extraño no verla allí, no sentir la
tensión que había entre ellas y, lo más sorprendente, le parecía sumamente
insólita la preocupación que sentía por aquella inspectora cabezota y
desobediente que en aquel momento viajaba sola con un hombro herido de
bala.
Se levantó y volvió a su despacho, cuya puerta cerró en esta ocasión. Pensó
que le habría gustado llamarla y preguntarle cómo se encontraba. Decirle que,
aunque se sentía confusa respecto a lo ocurrido, elogiaba su obstinada actitud
por hacer justicia. Sin embargo, no podía hacer nada de aquello. Kay Nolan
debía pensar que ella, la letrada con quien mantenía una relación tan tensa, no
sabía nada del asunto. A los ojos de la inspectora, James Duffy, su amigo
patólogo, y el capitán eran los únicos que conocían la verdad.
Apartó la taza de té y se puso a trabajar. Ganarse a Kay Nolan iba a
resultar realmente difícil, pensó.
Gracias por leer Danna & Kay

Querido lector, quiero agradecerte tu confianza en mí como escritora así


como que le hayas dado una oportunidad a Danna & Kay. Espero que su
lectura te haya resultado agradable y que hayas disfrutado la historia. Si es
así, ¿puedo pedirte un favor? ¿Te importaría dejar una valoración y un
pequeño comentario de la novela en Amazon? Es una molestia, lo sé, pero es
pequeña y nos ayuda mucho a los escritores :-) Gracias.

Y si te gustó la primera entrega de esta serie, te espero en la segunda, El


devorador, de la que te dejo los primeros párrafos para que vayas
degustándolos. Espero que los disfrutes :-)
El devorador
Danna & Kay 2

Kay Nolan apoyó en el escritorio el vaso de latte con vainilla que compraba
cada mañana en el quiosco de la esquina, antes de entrar a trabajar, y se dejó
caer sobre el sillón. El despacho de Danna Frost estaba vacío y a oscuras, un
hecho insólito que no habría pasado desapercibido ni al más despistado.
Resultaba tan extraño no verla allí… Desde que la asesora legal fuera
asignada al precinct, Kay no había logrado ser la primera en llegar ni una sola
mañana, a excepción de un día: el primer lunes de cada mes. Extendió el
brazo en busca del latte y notó cómo el hombro le tiraba. Aunque la herida
provocada por el disparo que aquel alemán había acertado a incrustarle en el
hombro en Miami, en la casa en la que un equipo médico estaba dándole un
nuevo rostro a Ken Strasser, ya estaba curada, la cicatriz aún picaba y, de vez
en cuando, cada vez que realizaba un movimiento brusco, el tirón le
recordaba que todavía estaba fresca y debía andar con cuidado. Tras volver a
Nueva York, aprovechó los días de vacaciones que le quedaban para
recuperarse y, cuando se reincorporó al trabajo, apenas le quedaban unas
pequeñas secuelas que nadie notó. Salvo ella misma, el capitán y James
Duffy, nadie sabía que había sido herida y así debía seguir siendo.
Dio un sorbo al café y observó el despacho de Danna Frost, sumergido
en las sombras. Se preguntó cómo se las habría arreglado el capitán para
ocultarle el follón en el que se había metido: dos equipos, uno del FBI y otro
de la CIA, eliminados al completo, salvo por aquel agente llamado Nick, y a
nadie parecía habérsele movido ni un solo pelo de su sitio. La noticia se había
silenciado, salvo por apenas unos breves comentarios en alguna que otra
cadena de televisión local que la habían dado a conocer como un ajuste de
cuentas entre bandas mafiosas dedicadas al mundo de la droga. El poder del
gobierno era grande, aunque, pensó Kay, no tanto como para borrar de su
mente la matanza que aquel tipo alemán y su gente habían llevado a cabo, ni
la imagen del agente de la CIA abatido a tiros y cuyo cuerpo había caído
sobre un enorme oso de peluche. El cadáver de Strasser, sobre una mesa de
quirófano y con el rostro a medio hacer, tampoco había escapado a su
recuerdo. No, el poder del gobierno tenía sus límites. Podía estrangular una
noticia, pero jamás borraría de su memoria aquella noche infame.
Se llevó la mano al hombro y lo masajeó de forma disimulada. Bajo la
cicatriz, la carne desprendía calor y latía como si allí mismo albergara otro
corazón, un reacción que sucedía cada vez que recordaba la carnicería de
Miami. Notó el pequeño abultamiento de la piel, en el que aún se marcaban
las líneas de puntos que le había dado el amigo forense de Duf a escondidas,
en una morgue de Miami. Sólo aquel tipo, el propio Duf, que se había
encargado de curarle la herida hasta que cicatrizó, y Lisa, que la detectó al
instante la primera noche que, tras su vuelta, quedaron para tener sexo,
conocían el resultado del disparo, aunque sólo Duf sabía qué lo había
originado. Él… y el capitán. Danna Frost, pensó mientras volvía la mirada de
nuevo al oscuro despacho, quedaba fuera.
—¿Qué haces? —Rachel Webster acababa de llegar. Apoyó el trasero en el
borde del escritorio de Kay y la observó con mirada interrogativa.
—¿Sabes dónde está? —preguntó Kay, que señaló el despacho de la
asesora con el mentón.
—Ni idea, pero es raro que no haya llegado ya.
Kay asintió en silencio. Sí que lo era, pero lo más extraño de todo es que
ocurriera una vez por mes, el primer lunes. Nadie, al parecer, salvo ella, se
había dado cuenta.
—¿Habéis suavizado relaciones? —Rachel se inclinó para acercarse a Kay
y que la pregunta no se alcanzara más allá de sus oídos.
—Nos toleramos.
—Quizá deberías hacer un esfuerzo. Tim dice que es maja y yo empiezo a
creer que tiene razón.
—Tal vez… —Kay volvió a penetrar las sombras del despacho con la
mirada, como si de esa forma fuera a descubrir el lado positivo que cada vez
más agentes de la comisaría comenzaban a ver en la asesora legal.
—Ahí viene Tim —dijo Rachel—. Hoy tenemos un montón de papeleo por
delante.
—Sí —admitió Kay con atonía. Dos crímenes nuevos resueltos en apenas
unos días habían llenado su escritorio y el de su equipo con una buena pila de
trabajo burocrático—, habrá que ponerse con ello. —Se giró en el sillón,
empujando las ruedecillas con los pies, y meneó el ratón para despertar la
pantalla, que cobró vida con el logo del New York Police Department.
Rachel se sentó ante su mesa y Tim ante la suya. El trabajo comenzaba. Kay
hizo doble clic sobre un carpeta y, mientras aguardaba a que se abriera,
deslizó una nueva mirada furtiva al despacho vacío de Danna Frost. «¿Dónde
estás?», se preguntó. «¿Adónde vas el primer lunes de cada mes?».

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