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Textos para meditar ante el Sagrario

Y LOS OTROS NUEVE


¿EN DÓNDE ESTÁN?
¿QUÉ HACE Y QUÉ DICE
EL CORAZÓN DE JESÚS
EN EL SAGRARIO?
SAN MANUEL GONZÁLEZ, OBISPO DE LOS SAGRARIOS ABANDONADOS

Lectura del santo evangelio según san Lucas 17, 11-19

Una vez, yendo camino de Jerusalén, pasaba entre Samaría y Galilea.


Cuando iba a entrar en una ciudad, vinieron a su encuentro diez
hombres leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían:
-«Jesús, maestro, ten compasión de nosotros».
Al verlos, les dijo:
-«Id a presentaros a los sacerdotes».
Y sucedió que, mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de
ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos
y se postró a los pies de Jesús, rostro en tierra, dándole gracias. Este era un
samaritano. Jesús, tomó la palabra y dijo:
-«¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están?
¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios más que este extranjero?».
Y le dijo:
-«Levántate, vete; tu fe te ha salvado».
Y LOS OTROS NUEVE
¿EN DÓNDE ESTÁN?
(Lc 17,17)

Conoces esa pregunta, ¿verdad? Es la que arrancó a mi Corazón la


vuelta de un solo leproso de los diez que milagrosamente curé.
Si te has detenido en saborear esas palabras, habrás conocido que
no es una pregunta de curiosidad, que no tuve jamás ni pude tener, ni
de ignorancia, que a mis ojos está todo patente, y que más que una
pregunta es una queja. Y ¡qué de adentro me salió! Tan de adentro
como la compasión que me impulsó a limpiarlos de su horrible mal.

Lo que es un milagro de Jesús


¿Tú sabes lo que son y cómo son mis milagros? ¡Los míos! ¡Los
del Testamento Nuevo!
Los hombres los suelen mirar como espléndidas ostentaciones de
mi poder; y eso principalmente eran mis milagros del Testamento
Antiguo. Pero ahora que Dios se ha hecho hombre para hacer a los
hombres Dios, un milagro mío no es sólo poder, y ya lo necesita
infinito, es también amor, y si en mis atributos cupieran el más y el
menos, te diría que es más amor que poder. Un milagro mío más que
explosión de volcán que arrasa, quema y asola, es estallido de beso,
que abrasa y no quema; más que torrente de fuerza devastadora, es gota
de lágrima que borra, ablanda y limpia; más que fulgor de rayo que
deslumbra y ciega, es mirada que rinde y enloquece...
Para tu lenguaje, te diré que, cuando Yo hago un milagro, no se
me queda cansada la mano, aunque haya tenido que dar con ella de
comer pan milagroso a miles de hambrientos, sino ¡el Corazón! ¡Ése,
ése es el que hace mis milagros! Ése es el que si pudiera cansarse se
quedaría cansado después de cada milagro.

La amargura del milagro no agradecido

Y ahora comprenderás mejor la amargura de aquella mi pregunta


y queja de los nueve curados que no volvieron.
No volver a darme las gracias y estarse conmigo era dejarme,
como me cantaba el poeta, con el pecho del amor muy lastimado.
Como se les quedará a las madres que no pueden mirar ni besar a
sus hijos, ni derramar sobre ellos una lágrima porque no vienen a
verlas...
Y ya te he dicho que mis milagros son eso: miradas, besos,
lágrimas de infinito Amador...
Mal está y me hiere mucho el que me dejen solo los hombres del
mundo que apenas me conocen: ¡me deben tanto todos!
Pero ¿pasar también porque me vuelvan las espaldas hasta los
mismos que acaban de recibir ¡un milagro mío...!?
¿Qué corazón es ése que estiláis los hombres conmigo?
Cada Comunión que se da y cada minuto que pasa de presencia
real mío en cada Sagrario son otros tantos milagros míos, y ¡de los más
grandes!
¿Podréis contar su número?
¡Imposible!
¡Qué pena! Tan imposible es también contar el número de
espaldas que ¡cada minuto se me vuelven!
Ya no puedo preguntar como en el Evangelio: ¿y los otros nueve?
¡Ya no son nueve los que faltan! ¡Son incontables!
Y al llegar aquí déjame que te diga una palabra de agradecimiento
a ti, que me visitas en donde nadie me visita: que gracias a ti puedo
permitirme seguir en muchos Sagrarios exhalando mi queja del
Evangelio.
Cuando tú vas tengo a quien preguntar: ¿Y los otros, en dónde
están?
Y a esa pregunta que sin ruido de palabras te hago, tú me
respondes con los desagravios de tu amor reparador y, sin que me lo
digas con la boca, oigo que me dices con tus lágrimas:
¡Aquí estoy yo por ellos!
BENEDICTO XVI
Esta página evangélica nos invita a una doble reflexión.

Ante todo, nos permite pensar en dos grados de curación:


uno, más superficial, concierne al cuerpo; el otro, más
profundo, afecta a lo más íntimo de la persona, a lo que la
Biblia llama el "corazón", y desde allí se irradia a toda la
existencia. La curación completa y radical es la "salvación".
Incluso el lenguaje común, distinguiendo entre "salud" y
"salvación", nos ayuda a comprender que la salvación es
mucho más que la salud; en efecto, es una vida nueva, plena,
definitiva.

Además, aquí, como en otras circunstancias, Jesús


pronuncia la expresión: "Tu fe te ha salvado". Es la fe la que
salva al hombre, restableciendo su relación profunda con Dios,
consigo mismo y con los demás; y la fe se manifiesta en el
agradecimiento. Quien sabe agradecer, como el samaritano
curado, demuestra que no considera todo como algo debido,
sino como un don que, incluso cuando llega a través de los
hombres o de la naturaleza, proviene en definitiva de Dios. Así
pues, la fe requiere que el hombre se abra a la gracia del
Señor; que reconozca que todo es don, todo es gracia. ¡Qué
tesoro se esconde en una pequeña palabra: "gracias"!

Jesús cura a los diez enfermos de lepra, enfermedad en


aquel tiempo considerada una "impureza contagiosa" que
exigía una purificación ritual (cf. Lv 14, 1-37). En verdad, la
lepra que realmente desfigura al hombre y a la sociedad es el
pecado; son el orgullo y el egoísmo los que engendran en el
corazón humano indiferencia, odio y violencia. Esta lepra del
espíritu, que desfigura el rostro de la humanidad, nadie puede
curarla sino Dios, que es Amor. Abriendo el corazón a Dios, la
persona que se convierte es curada interiormente del mal.

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