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El Valor de La Atencion - Johann Hari
El Valor de La Atencion - Johann Hari
Sinopsis
Portadilla
Dedicatoria
Publico los audios de todas las personas...
INTRODUCCION. «Walking in Memphis»
Capı́tulo 1. Causa 1: el aumento de la velocidad, la alternancia y el
iltrado
Capı́tulo 2. Causa 2: la mutilació n de nuestros estados de lujo
Capı́tulo 3. Causa 3: el aumento del cansancio fı́sico y mental
Capı́tulo 4. Causa 4: el desplome de la lectura sostenida
Capı́tulo 5. Causa 5: la alteració n de las divagaciones mentales
Capı́tulo 6. Causa 6: el surgimiento de una tecnologı́a que puede
seguirnos y manipularnos (primera parte)
Capı́tulo 7. Causa 6: el surgimiento de una tecnologı́a que puede
seguirnos y manipularnos (segunda parte)
Capı́tulo 8. Causa 7: el surgimiento del optimismo cruel (o por qué los
cambios individuales son un punto de partida importante pero no
bastan)
Capı́tulo 9. Los primeros atisbos de la solució n profunda
Capı́tulo 10. Causa 8: el estré s se dispara y se desencadena la alerta
Capı́tulo 11. Los lugares que han encontrado la manera de revertir el
aumento de la velocidad y el agotamiento
Capı́tulo 12. Causas 9 y 10: nuestras dietas empeoran y aumenta la
contaminació n
Capı́tulo 13. Causa 11: el aumento de TDAH y có mo respondemos a é l
Capı́tulo 14. Causa 12: el con inamiento fı́sico y psicoló gico de nuestros
hijos
CONCLUSION. La Rebelió n de la Atenció n
Agradecimientos
Notas
Cré ditos
¡Encuentra aquı́ tu pró xima lectura!
Indice
Portada
Sinopsis
Portadilla
Dedicatoria
Publico los audios de todas las personas...
INTRODUCCION. «Walking in Memphis»
Capı́tulo 1. Causa 1: el aumento de la velocidad, la alternancia y el
iltrado
Capı́tulo 2. Causa 2: la mutilació n de nuestros estados de lujo
Capı́tulo 3. Causa 3: el aumento del cansancio fı́sico y mental
Capı́tulo 4. Causa 4: el desplome de la lectura sostenida
Capı́tulo 5. Causa 5: la alteració n de las divagaciones mentales
Capı́tulo 6. Causa 6: el surgimiento de una tecnologı́a que puede
seguirnos y manipularnos (primera parte)
Capı́tulo 7. Causa 6: el surgimiento de una tecnologı́a que puede
seguirnos y manipularnos (segunda parte)
Capı́tulo 8. Causa 7: el surgimiento del optimismo cruel (o por qué los
cambios individuales son un punto de partida importante pero no
bastan)
Capı́tulo 9. Los primeros atisbos de la solució n profunda
Capı́tulo 10. Causa 8: el estré s se dispara y se desencadena la alerta
Capı́tulo 11. Los lugares que han encontrado la manera de revertir el
aumento de la velocidad y el agotamiento
Capı́tulo 12. Causas 9 y 10: nuestras dietas empeoran y aumenta la
contaminació n
Capı́tulo 13. Causa 11: el aumento de TDAH y có mo respondemos a é l
Capı́tulo 14. Causa 12: el con inamiento fı́sico y psicoló gico de nuestros
hijos
CONCLUSION. La Rebelió n de la Atenció n
Agradecimientos
Notas
Cré ditos
Gracias por adquirir este eBook
Johann Hari
Traducció n de Juanjo Estrella
A mis abuelas, Amy McRae y Lydia Hari
Publico los audios de todas las personas a las que cito en este libro en la
pá gina web para que, a medida que leá is el libro, podá is seguir nuestras
conversaciones. Disponible en <www.stolenfocusbook.com/audio>.
INTRODUCCION
«Walking in Memphis»
Cuando tenı́a nueve añ os, mi ahijado desarrolló una obsesió n breve
pero intensa y algo enfermiza por Elvis Presley. Le daba por cantar «El
rock de la cá rcel» a voz en grito, imitando aquellos gorgoritos graves y
aquellos movimientos de pelvis de El Rey. No era consciente de que ese
estilo habı́a acabado convertido en una parodia y lo interpretaba con
esa sinceridad enternecedora del preadolescente que se cree que es lo
má s. Durante las breves pausas que dejaba entre una repetició n y la
siguiente, exigı́a saberlo todo («¡Todo! ¡Todo!») sobre Elvis, de modo
que yo iba contá ndole en lı́neas generales aquella historia a la vez
inspiradora, triste y algo tonta.
Elvis nació en una de las localidades má s pobres del estado de Misisipi,
un lugar muy, muy remoto, le decı́a. Llegó al mundo en compañ ı́a de su
hermano gemelo, que falleció a los pocos minutos. Cuando era pequeñ o,
su madre le decı́a que si le cantaba a la luna todas las noches, su
hermano oirı́a su voz, por lo que é l no paraba de cantar. Comenzó a
hacerlo en pú blico justo cuando la televisió n empezaba a popularizarse,
por lo que, de la noche a la mañ ana, se hizo mucho má s famoso que
nadie antes que é l. Fuera donde fuese, la gente gritaba, hasta que su
mundo se convirtió en una olla de gritos. Se retiró a un refugio creado
por é l mismo, donde veneraba sus cosas, ya que no podı́a disfrutar de
su libertad perdida. A su madre le compró un palacio y le puso de
nombre Graceland.
Me saltaba algunas cosas: el descenso a las adicciones, su é poca de
sudor y muecas en Las Vegas, su muerte a los cuarenta y dos añ os. Cada
vez que mi ahijado, al que llamaré Adam (he modi icado ciertos detalles
para que no se lo identi ique), me preguntaba có mo terminaba la
historia, yo despistaba y lo convencı́a para que cantá ramos a dú o «Blue
Moon». «You saw me standing alone —coreaba é l con su vocecilla—
without a dream in my heart. Without a love of my own.»
Un dı́a, Adam me miró ijamente y, muy serio, me preguntó : «Johann,
¿me llevará s a Graceland algú n dı́a?». Sin pensá rmelo mucho, le dije que
sı́. «¿Me lo prometes? ¿Me lo prometes de verdad?» Asentı́. Y ya no volvı́
a pensar en ello hasta que todo se torció .
Diez añ os despué s, Adam se encontraba perdido. Habı́a abandonado los
estudios a los quince añ os y se pasaba casi todas las horas del dı́a en
casa, ausente, pasando de pantalla en pantalla, del mó vil —con sus
visitas interminables a WhatsApp y a Facebook—, al iPad, en el que
alternaba YouTube con porno. En ciertos momentos, aú n veı́a en é l
rastros del niñ o alegre que cantaba «Viva Las Vegas», pero era como si
esa persona se hubiera descompuesto en fragmentos desconectados
entre sı́. Le costaba mantener un tema de conversació n má s allá de
unos pocos minutos, y o bien regresaba a alguna de sus pantallas o bien
cambiaba de asunto. Parecı́a moverse a la velocidad de Snapchat,
habitar en un lugar en el que no podı́a alcanzarle nada que se estuviera
quieto o fuera serio. Era inteligente, buena persona, amable, pero
parecı́a como si su mente no pudiera ijar nada.
En el decenio que habı́a llevado a Adam a convertirse en un hombre,
ese tipo de fragmentació n parecı́a habernos ocurrido a muchos de
nosotros. Estar vivos a principios del siglo XXI equivalı́a a la sensació n
de que nuestra capacidad para prestar atenció n —para concentrarnos
— se iba desmoronando y resquebrajando. Yo mismo notaba que a mı́
tambié n me ocurrı́a; me compraba montones de libros y los
contemplaba con el rabillo del ojo, sintié ndome culpable, mientras
enviaba el ú ltimo tuit (o eso me decı́a a mı́ mismo). Seguı́a leyendo
bastante, pero con el paso de los añ os, cada vez me parecı́a má s que
intentaba subir por una escalera mecá nica en bajada. Acababa de
cumplir los cuarenta añ os, y siempre que me encontraba con gente de
mi generació n, nos lamentá bamos de nuestra pé rdida de
concentració n, como si se tratara de una amiga que hubiera
desaparecido un dı́a en el mar y ya nadie hubiera vuelto a verla nunca
má s.
Y entonces, una noche, mientras está bamos echados en un gran sofá ,
cada uno enfrascado en su pantalla, que gritaba sin cesar, miré a Adam
y me invadió un temor inconcreto. «No podemos vivir ası́», me dije a mı́
mismo.
—Adam —susurré —. Vá monos a Graceland.
—¿Qué ?
Le recordé la promesa que le habı́a hecho hacı́a tantos añ os. El ya ni se
acordaba de aquellos dı́as de «Blue Moon», ni de mi promesa, pero me
di cuenta de que la idea de romper con aquella rutina que lo
anestesiaba despertaba algo en su interior. Alzó la vista, me miró y me
preguntó si lo decı́a en serio.
—Sı́ —respondı́—. Pero con una condició n. Yo pagaré un viaje de má s
de seis mil kiló metros. Iremos a Memphis y a Nueva Orleans. Iremos
por todo el Sur, por donde tú quieras. Pero no podré hacerlo si, cuando
lleguemos a los sitios, no vas a hacer nada má s que mirar el mó vil.
Tienes que prometerme que lo tendrá s desconectado de dı́a, que te
conectará s solo por la noche. Debemos regresar a la realidad. Debemos
volver a conectar con algo que nos importe.
El me juró que lo harı́a y, a las pocas semanas, despegamos de
Heathrow rumbo a la tierra del Delta blues.
Cuando llegas a las puertas de Graceland, ya no hay un ser humano que
trabaje enseñ á ndote el lugar. Ahora te entregan un iPad y te introduces
unos auriculares pequeñ os en los oı́dos, y el iPad te va explicando lo
que tienes que hacer: gira a la izquierda, gira a la derecha, sigue recto.
En cada sala, el iPad, con la voz de algú n actor que cayó en el olvido, te
explica en qué habitació n te encuentras, y en la pantalla aparece una
imagen de ella. Ası́ que Adam y yo ı́bamos paseá ndonos por Graceland
solos, mirando el iPad. Está bamos rodeados de canadienses y coreanos,
de personas de todas las nacionalidades que, con gesto inexpresivo,
bajaban la mirada y no veı́an nada de lo que les rodeaba. Nadie se
concentraba mucho tiempo en nada salvo en las pantallas. Yo los
observaba mientras caminá bamos y cada vez me sentı́a má s tenso. De
vez en cuando una persona apartaba la mirada de su iPad y a mı́
regresaba un atisbo de esperanza, e intentaba establecer contacto
visual con ella, encogerme de hombros, decir: «Eh, somos los ú nicos
que estamos mirando, somos los ú nicos que han recorrido miles de
kiló metros y hemos decidido contemplar directamente las cosas que
tenemos delante»; pero cada vez que ocurrı́a, me daba cuenta de que si
dejaban de mirar aquel iPad era solo porque querı́an sacar su mó vil
para hacerse un sel i.
Al llegar a la Jungle Room —el espacio preferido de Elvis en su mansió n
—, el iPad seguı́a parloteando cuando un hombre de mediana edad que
estaba a mi lado se volvió para decirle algo a su mujer. Frente a
nosotros, veı́a las grandes plantas de plá stico que Elvis habı́a comprado
para convertir la habitació n en su propia jungla arti icial. Aquellas
plantas falsas seguı́an ahı́, tristes y alicaı́das. «Cariñ o, esto es
asombroso, mira.» Agitó un poco el iPad en direcció n a ella y empezó a
pasar el dedo por la pantalla. «Si lo deslizas hacia la izquierda, se ve la
parte izquierda de la Jungle Room. Y si lo deslizas hacia la derecha,
aparece la zona derecha.» Su mujer se ijó , sonrió y empezó a pasar el
dedo sobre su iPad.
Estuve un rato observá ndolos. Se dedicaban a deslizar la imagen a un
lado y a otro, estudiando los diferentes á ngulos de la habitació n. Me
adelanté un poco. «Pero señ or —dije—, tambié n puede verlo como se
hacı́a antiguamente: se llama “volver la cabeza”. Porque es que estamos
aquı́. Estamos en la Jungle Room. No hace falta que lo vea en la pantalla.
Lo puede ver sin intermediarios. Está aquı́. Mire.» Movı́ la mano y las
hojas verdes falsas crujieron ligeramente. La pareja retrocedió unos
pasos. «¡Miren! —añ adı́ en un tono má s alto del que pretendı́a—. ¿No la
ven? Estamos aquı́. Estamos aquı́ de verdad. No hace falta pantalla.
Estamos en la Jungle Room.» El hombre y la mujer salieron a toda prisa
de la habitació n, volvié ndose a mirarme con cara de «quié n es ese
chalado», y me di cuenta de que el corazó n me latı́a con fuerza. Me volvı́
hacia Adam con ganas de reı́rme, de compartir con é l lo iró nico de la
situació n, de liberar mi enfado, pero é l estaba en un rincó n, con el mó vil
escondido debajo de la chaqueta, revisando el Snapchat.
Habı́a incumplido su promesa en todas y cada una de las etapas del
viaje. Cuando el avió n aterrizó en Nueva Orleans hacı́a dos semanas,
sacó el mó vil al momento, cuando aú n no nos habı́amos levantado de
nuestros asientos. «Me prometiste que no lo harı́as», le recordé . Y é l me
dijo: «Querı́a decir que no harı́a llamadas. No puedo no usar Snapchat
ni enviar mensajes, evidentemente». Eso lo dijo con una mezcla de
sinceridad e incredulidad, como si le hubiera pedido que estuviera diez
dı́as sin respirar. Ahora, en la Jungle Room, lo veı́a consultar el mó vil en
silencio. A su alrededor pululaban personas que tambié n mantenı́an la
vista ija en sus pantallas. Me sentı́a tan solo como si me encontrara en
un maizal de Iowa, a muchos kiló metros de otro ser humano. Me
acerqué a Adam y le arrebaté el mó vil.
«¡No podemos vivir ası́! —le dije—. ¡No sabes estar presente! ¡Te está s
perdiendo tu vida! Tienes miedo de perderte algo... ¡Por eso te pasas el
rato consultando la pantalla! ¡Y al hacerlo sı́ que te lo pierdes! ¡Te
pierdes la ú nica vida que tienes! No ves las cosas que tienes delante, las
cosas que deseabas ver desde que eras un niñ o. De toda esta gente,
nadie ve nada. ¡Mı́rala!»
Me expresaba en voz bastante alta, pero el aislamiento de la gente, que
seguı́a con sus iPad, hacı́a que la mayorı́a ni siquiera se diera cuenta.
Adam recuperó su mó vil de un manotazo y me dijo (no sin cierta razó n)
que me estaba comportando como un loco y se alejó , pasó por delante
de la tumba de Elvis y salió a la calle.
Yo me pasé horas paseá ndome indiferente entre los distintos Rolls-
Royce de Elvis, que se muestran en el museo contiguo, y al inal volvı́ a
encontrarme con Adam, cuando ya anochecı́a, en el Heartbreak Hotel,
que quedaba al otro lado de la calle, y que era donde nos alojá bamos.
Estaba sentado junto a la piscina, construida en forma de guitarra
gigante, y mientras Elvis cantaba en bucle las veinticuatro horas del dı́a
para acompañ ar la escena, se veı́a triste. Al sentarme a su lado me di
cuenta de que, como ocurre con los enfados má s estridentes, mi
indignació n con é l, que se habı́a ido manifestando a lo largo del viaje,
era, en realidad, indignació n conmigo mismo. Su incapacidad para
concentrarse, sus constantes distracciones, la imposibilidad de los
visitantes de Graceland para ver el lugar al que se habı́an desplazado,
eran cosas que yo notaba que empezaban a surgir en mı́. Me estaba
fragmentando como ellos. Yo tambié n estaba perdiendo mi capacidad
para estar presente. Y no lo soportaba.
—Ya sé que hay algo que va mal —me dijo Adam en voz baja, sujetando
el mó vil con fuerza—. Pero no tengo ni idea de có mo solucionarlo.
Y dicho esto siguió enviando mensajes.
Me habı́a llevado lejos a Adam para huir de nuestra incapacidad para
concentrarnos, y lo que descubrı́ fue que no habı́a escapatoria porque
ese problema estaba en todas partes. He viajado por todo el mundo
investigando para la elaboració n de este libro, y casi no hay excepció n.
Incluso cuando me tomaba un tiempo libre, dejaba de investigar y me
desplazaba a algunos de los lugares conocidos por ser los má s
apartados y tranquilos del mundo, allı́ me lo encontraba, esperá ndome.
Una tarde, me habı́a desplazado hasta la Laguna Azul de Islandia, un
lago enorme, de calma in inita y aguas geotermales que burbujean a la
temperatura de una bañ era de agua caliente aunque a tu alrededor no
pare de nevar. Mientras veı́a caer los copos y disolverse al momento en
el vapor que ascendı́a, me percaté de que estaba rodeado de gente que
blandı́a sus palos de sel i. Habı́an metido los mó viles en unas carcasas
impermeables y se dedicaban a posar sin parar y a subir las imá genes.
Algunos lo transmitı́an en directo por Instagram. Yo me preguntaba si el
lema de nuestra era deberı́a ser: «Intenté vivir pero me distraje». Ese
pensamiento se vio interrumpido por un alemá n cachas que parecı́a
in luencer y que en ese momento se dirigió a cá mara de su telé fono a
gritos: «¡Aquı́ estoy, en la Laguna Azul, viviendo la vida a tope!».
En otra ocasió n, fui a Parı́s a contemplar La Gioconda y descubrı́ que
actualmente se encuentra siempre oculta tras una melé de personas de
todas partes del mundo que se agolpan para llegar delante y que,
cuando lo consiguen, se colocan de espaldas al momento, se hacen un
sel i y se abren paso a codazos para alejarse de allı́. El dı́a de mi visita,
me pasé má s de una hora observando a la multitud. Nadie, ni una sola
persona, se dedicó a admirar La Gioconda má s allá de unos segundos.
Su sonrisa ha dejado de resultar enigmá tica. Es como si nos mirase
desde su atalaya de la Italia del siglo XVI y nos preguntara: «¿Por qué ya
no me mirá is como antes?».
Todo ello parecı́a corresponderse con una idea mucho má s amplia que
llevaba varios añ os calando en mı́, una idea que iba mucho má s allá de
las malas costumbres de los turistas. Parecı́a como si a nuestra
civilizació n le hubieran echado polvos pica-pica y nos pasá ramos la
vida sacudiendo y retorciendo la mente, incapaces de prestar atenció n
sencillamente a las cosas que importan. Las actividades que exigen
formas de concentració n má s prolongada —como la lectura de un libro
— llevan añ os en caı́da libre. Despué s de mi viaje con Adam, leı́ el
trabajo de un prominente cientı́ ico especializado en la fuerza de
voluntad en el mundo, el profesor Roy Baumeister, que investiga desde
la Universidad de Queensland, Australia, y decidı́ ir a entrevistarlo.
Llevaba má s de treinta añ os estudiando la ciencia de la fuerza de
voluntad y la autodisciplina, y es el artı́ ice de algunos de los
experimentos má s conocidos llevados a cabo nunca en el á mbito de las
ciencias sociales. Una vez allı́, delante de aquel hombre de sesenta y
seis añ os, le expliqué que mi intenció n era escribir un libro sobre por
qué parece que hemos perdido el sentido de la concentració n y de qué
manera podemos recuperarlo. Y lo miré con gesto esperanzado.
El me comentó que le parecı́a curioso que abordara ese tema con é l.
«Noto que mi control sobre mi atenció n es menor que antes», dijo.
Antes podı́a permanecer sentado horas enteras, leyendo y escribiendo,
pero ahora «parece que la mente me va de un lado a otro mucho má s».
Me explicó que ú ltimamente se habı́a percatado de que «cuando
empezaba a sentirme mal, jugaba a un videojuego en el mó vil, y con el
tiempo comenzó a divertirme». Me lo imaginé apartá ndose de su vasto
cuerpo de logros cientı́ icos para jugar a Candy Crush. Añ adió : «Me doy
cuenta de que no mantengo la concentració n como lo hacı́a antes. Estoy
empezando a ceder, y empezaré a sentirme mal».
Roy Baumeister es, literalmente, el autor de un libro titulado Willpower
[Fuerza de voluntad], y lleva má s tiempo que nadie indagando sobre el
tema. Ası́ que pensé que si incluso é l está perdiendo parte de su
capacidad para concentrarse, ¿a quié n no le pasará ?
Durante mucho tiempo me tranquilizaba a mı́ mismo dicié ndome que
aquella crisis era solo una ilusió n. Las generaciones anteriores tambié n
habı́an sentido que su capacidad para la atenció n y la concentració n
empeoraba; hace casi un milenio, habı́a monjes medievales que se
quejaban por escrito de que, ellos tambié n, sufrı́an de problemas de
atenció n. A medida que los seres humanos envejecen, se concentran
menos y se convencen de que se trata de un problema del mundo y de
la generació n siguiente, y no de sus mentes, que van perdiendo
facultades.
La mejor manera de saberlo con seguridad serı́a si los cientı́ icos, desde
hace añ os, hubieran hecho una cosa que es bastante sencilla. Podrı́an
haber realizado pruebas a un pú blico aleatorio, y haber seguido
realizando el mismo test durante añ os, durante dé cadas, para reseguir
cualquier cambio que pudiera producirse. Pero eso no lo hizo nadie. Esa
informació n de largo alcance no se ha recabado nunca. Aun ası́, creo
que existe otra manera de llegar a una conclusió n razonable respecto a
este asunto. Mientras me dedicaba a investigar para la elaboració n del
presente libro, he aprendido que se dan factores de toda clase que,
segú n se ha demostrado cientı́ icamente, reducen la capacidad de
atenció n de la gente. Existen pruebas contundentes de que muchos de
esos factores han aumentado en las ú ltimas dé cadas, en ocasiones de
modo espectacular. Por el contrario, solo he hallado una tendencia que
podrı́a estar haciendo mejorar nuestra atenció n. Por ello he terminado
por creer que, en efecto, esta crisis es muy real, y que abordarla es
urgente.
Tambié n he descubierto que las pruebas que muestran hacia dó nde
nos está n conduciendo esas tendencias son muy claras. Por ejemplo, se
llevó a cabo un estudio para investigar con qué frecuencia los
estudiantes estadounidenses medios prestan atenció n a algo, a lo que
sea, para lo cual los cientı́ icos encargados del estudio colocaron
software de rastreo en sus ordenadores y se dedicaron a monitorizar lo
que hacı́an en un dı́a normal.1 Descubrieron que, de media, un
estudiante cambiaba de tarea una vez cada sesenta y cinco segundos.
El promedio de tiempo en que se concentraban en una cosa era de
apenas noventa segundos. Si tú , lector, eres adulto y sientes la tentació n
de sentirte superior, ni se te ocurra. Otro estudio, este de Gloria Mark,
profesora de informá tica de la Universidad de California en Irvine (a la
que entrevisté ), se dedicaba a calcular cuá nto tiempo de media se
mantiene con una misma tarea un adulto que trabaja en una o icina.2 Y
era de tres minutos.
Ası́ pues, inicié un viaje de casi 50.000 kiló metros para descubrir có mo
podemos recuperar nuestra concentració n y nuestra atenció n. En
Dinamarca, entrevisté al primer cientı́ ico que, junto con su equipo, ha
demostrado que nuestra capacidad colectiva para prestar atenció n está
menguando muy deprisa. Posteriormente me reunı́ con cientı́ icos de
todo el mundo que han descubierto el porqué . Por ú ltimo, entrevisté a
má s de 250 expertos, desde Miami hasta Moscú y desde Montreal hasta
Melbourne. Mi bú squeda de respuestas me llevó a una curiosa mezcla
de lugares, desde una favela de Rı́o de Janeiro, en que la atenció n se
habı́a destrozado de un modo particularmente desastroso, hasta el
remoto despacho de una localidad poco poblada de Nueva Zelanda en
que habı́an descubierto una manera de recuperar radicalmente la
concentració n.
He llegado a creer que hemos malinterpretado muy profundamente qué
le está ocurriendo en realidad a nuestra atenció n. Durante añ os,
siempre que no conseguı́a concentrarme, me culpaba a mı́ mismo y me
enfadaba conmigo. Me decı́a: «Eres perezoso, eres indisciplinado, tienes
que sobreponerte». Si no, le echaba la culpa al mó vil y me enfadaba con
é l y pensaba que ojalá no lo hubieran inventado. Casi todo el mundo
que conozco reacciona de la misma manera. Pero gracias a mi
investigació n he descubierto que, en realidad, lo que ocurre en este
caso va mucho má s allá de un fracaso personal o de un solo invento.
La primera vez que entrevı́ por dó nde iban los tiros fue en Portland,
Oregó n, adonde habı́a acudido para entrevistar al profesor Joel Nigg,
uno de los expertos má s destacados del mundo en problemas de
atenció n de los niñ os. Me dijo que para comprender qué está
sucediendo quizá me sirviera comparar nuestros crecientes problemas
de atenció n con nuestras cada vez mayores tasas de obesidad. Hace
cincuenta añ os habı́a poca obesidad, pero hoy en dı́a es endé mica en el
mundo occidental. Y no es porque de pronto nos hayamos vuelto
caprichosos ni acaparadores. Segú n é l, «la obesidad no es una epidemia
mé dica, sino social. Disponemos de comida mala, por ejemplo, y por eso
la gente engorda». Nuestra vida ha cambiado drá sticamente —nuestros
suministros de comida han cambiado, y hemos construido ciudades en
las que resulta difı́cil caminar o ir en bicicleta—, y esos cambios en
nuestro entorno han conducido a cambios en nuestros cuerpos. Añ adió
que era posible que algo similar estuviera ocurriendo con los cambios
en nuestra atenció n y nuestra concentració n. Me explicó que, tras
pasarse dé cadas estudiando esta cuestió n, cree que debemos
preguntarnos si en la actualidad estamos desarrollando una «cultura
atencional patogé nica», un entorno en que mantener una capacidad de
concentració n profunda nos resulta a todos extremadamente difı́cil y en
que, para conseguirlo, debemos ir contra corriente. Me contó que
existen evidencias cientı́ icas sobre muchos factores que intervienen en
el empobrecimiento de la atenció n, y que para algunas personas hay
causas que radican en su biologı́a, pero añ adió que es posible que
tambié n debamos averiguar lo siguiente: «¿Está llevando nuestra
sociedad a la gente a ese punto con tanta frecuencia porque vivimos
una epidemia [que está siendo] causada por unas cosas especı́ icas que
no funcionan bien en nuestra sociedad?».
Despué s le pregunté : si lo pusiera a usted al mando del mundo y
quisiera destruir la capacidad de la gente para prestar atenció n, ¿qué
harı́a? Se lo pensó un momento y me dijo: «Seguramente, lo mismo que
la sociedad está haciendo actualmente».
He hallado pruebas contundentes de que nuestra capacidad cada vez
menor para prestar atenció n no tiene que ver fundamentalmente con
un fracaso personal por mi parte, por la tuya o por la de tu hija. Se trata
de algo que nos está n haciendo a todos. Y nos lo está n haciendo unas
fuerzas muy poderosas. Entre ellas está n las grandes compañ ı́as
tecnoló gicas, las big tech, pero se trata de algo que va mucho má s allá
de ellas. Es un problema sisté mico. La verdad es que estamos viviendo
en un sistema que, todos los dı́as, se dedica a verter á cido sobre nuestra
atenció n, y despué s nos exigen que nos culpemos a nosotros mismos y
que mejoremos nuestros propios há bitos al tiempo que la atenció n del
mundo se incendia. Cuando descubrı́ todo ello, me di cuenta de que hay
un vacı́o en todos los libros que existen y que yo habı́a leı́do sobre có mo
mejorar la concentració n. Se trataba de un vacı́o inmenso. En lı́neas
generales, esos libros pasan por alto referirse a las causas reales de
nuestra crisis de atenció n, que radican principalmente en esas fuerzas
má s amplias. Sobre la base de lo que he descubierto, he llegado a la
conclusió n de que entran en juego doce causas que son las que está n
perjudicando nuestra atenció n. He llegado a creer que solo podremos
resolver este problema a largo plazo si las comprendemos y si
posteriormente, todos juntos, impedimos que sigan haciendo lo que nos
hacen.
Existen pasos reales que podé is dar en tanto que individuos a in de
reducir ese problema en vuestro caso, y a lo largo del libro aprenderé is
a darlos. Estoy muy a favor de que asumá is una responsabilidad
personal de ese modo. Pero debo seros sincero, y serlo como me temo
que no lo han sido los libros anteriores que tratan este tema. Esos
cambios tendrá n impacto solo hasta cierto punto. Resolverá n una parte
del problema. Son valiosos. Yo mismo los practico. Pero a menos que
tengá is mucha suerte, no os permitirá n escapar de la crisis de la
atenció n. Los problemas sisté micos exigen soluciones sisté micas.
Debemos asumir responsabilidades individuales ante ese problema, sin
duda, pero a la vez, todos juntos, hemos de asumir una responsabilidad
colectiva para abordar esos factores má s profundos. Existe una solució n
real, una solució n que, de hecho, permitirá que empecemos a sanar
nuestra atenció n. Y creo que he descubierto có mo podrı́amos comenzar
a lograrlo.
Son tres, creo yo, las razones cruciales por las que merece la pena que
emprendá is conmigo este viaje. La primera de ellas es que una vida
llena de distracciones es, a nivel individual, una vida mermada. Cuando
se es incapaz de prestar una atenció n sostenida, no se consigue lo que
pretende conseguirse. Uno quiere leer un libro, pero le distraen los
avisos y las paranoias de las redes sociales. Uno quiere pasar unas
horas con su hijo o con su hija sin interrupciones, pero no para de
consultar el correo electró nico nerviosamente para ver si el jefe le ha
enviado algo. Quiere montar una empresa, pero en lugar de hacerlo su
vida se disuelve en una amalgama borrosa de actualizaciones de
Facebook que solo le llevan a sentir envidia y ansiedad. Aunque no sea
culpa suya, nunca parece haber la su iciente calma, el su iciente espacio
fresco y aireado, para que se pare a pensar. Un estudio del profesor
Michael Posner en la Universidad de Oregó n reveló que si uno está
concentrado en algo y le interrumpen, de media tardará 23 minutos en
volver al mismo estado de concentració n.3 Otro estudio, llevado a cabo
con o icinistas en Estados Unidos, descubrió que la mayorı́a de ellos, en
un dı́a normal, no consigue nunca contar con una hora entera de
trabajo ininterrumpido.4 Si eso es algo que se prolonga durante meses
y añ os, acaba afectando a nuestra capacidad para averiguar quié nes
somos y qué queremos. Y acabamos perdié ndonos en nuestra propia
vida.
Cuando me trasladé a Moscú para entrevistar al iló sofo de la atenció n
má s importante del mundo en la actualidad, el doctor James Williams
(que trabaja sobre ilosofı́a y é tica de la tecnologı́a en la Universidad de
Oxford), este me dijo: «Si queremos hacer lo que importa en cualquier
á mbito, en cualquier contexto de la vida, debemos ser capaces de
prestar atenció n a lo que corresponda... Si no lo hacemos, cuesta mucho
llegar a hacer nada». Me explicó que, si queremos entender la situació n
en la que nos encontramos en este momento, nos ayudará imaginar lo
siguiente. Imaginemos que conducimos un coche pero que alguien ha
arrojado un gran cubo de barro sobre el parabrisas. En ese instante
vamos a tener muchos problemas: corremos el riesgo de cargarnos el
retrovisor, o de perdernos, o de llegar tarde a nuestro destino. Pero lo
primero que debemos hacer, antes de preocuparnos por cualquiera de
esos problemas, es limpiar el parabrisas. Hasta que no lo hagamos, no
sabremos siquiera dó nde estamos. Hemos de lidiar con nuestros
problemas de atenció n antes de intentar conseguir ninguna otra meta
sostenida.
La segunda razó n por la que debemos pensar sobre este tema es que
esa fragmentació n de la atenció n no solo nos está causando problemas
a nosotros en tanto que individuos, sino que está creando crisis en toda
nuestra sociedad. En tanto que especie, nos enfrentamos a una sucesió n
de trampas y emboscadas —como la crisis climá tica— y, a diferencia de
lo que ocurrı́a en generaciones anteriores, en general no estamos
actuando para resolver nuestros mayores desafı́os. ¿Por qué ? Parte del
motivo, creo yo, es que cuando la atenció n se destruye, se destruye la
capacidad para resolver problemas. Para resolver grandes problemas
hace falta una concentració n sostenida de mucha gente durante muchos
añ os. La democracia exige que la població n sea capaz de prestar
atenció n durante el tiempo su iciente como para identi icar problemas
reales, para distinguirlos de fantası́as, para encontrar soluciones y
exigir responsabilidades a sus lı́deres si estos no las aplican. Si
perdemos eso, perdemos nuestra capacidad de contar con una sociedad
plenamente operativa. No creo que sea casual que esta crisis de
atenció n coincida en el tiempo con la peor crisis de la democracia desde
la dé cada de 1930. La gente que no es capaz de concentrarse es má s
proclive a sentirse atraı́da por soluciones autoritarias, simplistas, y es
menos probable que se percate de que no funcionan. Un mundo lleno
de ciudadanos privados de atenció n que combinan Twitter con
Snapchat será un mundo de crisis encadenadas en que no seremos
capaces de afrontar ninguna de ellas.
La tercera razó n por la que debemos pensar profundamente sobre la
concentració n es, en mi opinió n, la má s esperanzadora. Si entendemos
lo que está ocurriendo, podremos empezar a cambiarlo. El escritor
James Baldwin —que, por lo que a mı́ respecta, es el mejor escritor del
siglo XX— dijo: «No todo aquello a lo que nos enfrentamos puede
cambiarse, pero no cambiaremos nada a menos que nos enfrentemos a
ello».5 Esta crisis ha sido creada por el ser humano, y tambié n nosotros
podemos desactivarla.
Es mi intenció n explicaros de entrada có mo he recabado las pruebas
que voy a presentar a lo largo del libro y por qué las he escogido.
Durante mi investigació n he leı́do un gran nú mero de estudios
cientı́ icos y he entrevistado a los especialistas que me parecı́a que
habı́an recabado las pruebas má s importantes. La atenció n y la
concentració n han sido estudiadas por acadé micos de distintos campos.
Uno es el de los neurocientı́ icos, y sı́, tendremos noticias de ellos. Pero
el á mbito que má s ha investigado sobre el porqué de sus cambios es el
de las ciencias sociales, que analizan de qué modo las modi icaciones en
nuestra manera de vivir nos afectan individual y grupalmente. Yo
mismo estudié Ciencias Polı́ticas en la Universidad de Cambridge,
donde recibı́ una formació n rigurosa que me preparó para la lectura de
la clase de estudios que publican esos especialistas y para la
interpretació n de las pruebas que aportan, ası́ como (o eso espero) para
formular preguntas pertinentes en relació n con ellas.
Esos cientı́ icos discrepan a menudo unos con otros sobre lo que está
ocurriendo y sobre el porqué . Y no porque la ciencia sea endeble, sino
porque los seres humanos somos extraordinariamente complejos y
cuesta mucho medir algo tan complicado como es lo que afecta a
nuestra capacidad de prestar atenció n. Evidentemente, ello me
planteaba un reto a medida que escribı́a el libro. Si permanecemos a la
espera de las pruebas perfectas, la espera será eterna. Debı́a actuar,
esforzarme al má ximo sobre la base de la mejor informació n de que
disponemos en la actualidad, sin dejar de ser consciente en ningú n
momento de que esta ciencia es falible, frá gil y debe ser manejada con
cuidado.
Ası́ pues, en todas y cada una de las etapas del libro he intentado hacer
partı́cipe al lector de hasta qué punto son controvertidas las pruebas
que aporto. Algunos de los temas han sido estudiados por centenares
de cientı́ icos, y estos han alcanzado un consenso amplio sobre lo
acertado de los puntos que voy a tratar. Eso es lo ideal, claro está , y en
la medida de lo posible, he ido en busca de cientı́ icos que representan
un consenso en su campo, y he construido mis conclusiones sobre las
rocas irmes de sus conocimientos. Pero existen algunas otras á reas en
que solo un puñ ado de cientı́ icos ha investigado la cuestió n que me
interesaba entender, por lo que las evidencias que puedo extraer de
ellos son menos só lidas. Y hay algú n tema en que reputados cientı́ icos
discrepan sobre lo que está ocurriendo en realidad. En esos casos,
compartiré con el lector esas discrepancias abiertamente, e intentaré
representar todo el espectro de perspectivas en relació n con la
cuestió n. En cada una de las etapas, he procurado llegar a mis
conclusiones sobre la base de las pruebas má s só lidas que he sido
capaz de encontrar.
Siempre he intentado acercarme a ese proceso con humildad. Yo no soy
experto en ninguna de las cuestiones. Soy periodista; entro en contacto
con expertos, y pongo a prueba sus conocimientos y los explico lo mejor
que sé . Si el lector desea conocer con má s detalle esos debates,
profundizo mucho má s en las pruebas en las má s de 400 notas que he
incluido en la pá gina web del libro y en las que se abordan los má s de
250 estudios cientı́ icos que me han servido de base para la elaboració n
del presente trabajo. En ocasiones, tambié n he recurrido a mis propias
experiencias para ayudar a explicar lo que he aprendido. Mis ané cdotas
individuales, claro está , no constituyen ninguna prueba cientı́ ica. Pero
cuentan algo má s sencillo: por qué me interesaba tanto conocer las
respuestas a esas preguntas.
Al regreso de mi viaje a Memphis con Adam, me sentı́a horrorizado
conmigo mismo. Un dı́a me pasé tres horas leyendo las mismas
primeras pá ginas de una novela, distraı́do en mis pensamientos,
perdié ndome en ellos cada vez que lo hacı́a, casi como si estuviera
drogado, y pensé : no puedo seguir ası́. Leer obras de icció n siempre
habı́a sido uno de mis mayores placeres, y perderlo serı́a como perder
una extremidad. Ası́ que les anuncié a mis amigos que pensaba hacer
algo drá stico.
Yo creı́a que eso era algo que me ocurrı́a a mı́ porque no era
disciplinado como individuo y porque mi telé fono mó vil se habı́a
apoderado de mı́. Ası́ que, en aquella é poca, me parecı́a que la solució n
era obvia: ser má s disciplinado y desterrar el mó vil. Me conecté a la red
y reservé una habitació n pequeñ a en la playa de Provincetown, en la
punta de Cape Cod. Me pasaré allı́ tres meses, anuncié , triunfante, a
todo el mundo, sin smartphone, y sin ordenador con conexió n a
internet. Y ya está . Solucionado. Por primera vez en veinte añ os, estaré
desconectado. Estaba cansado de estar conectado. Necesitaba
despejarme la cabeza. Y ası́ lo hice. Me fui. Dejé una respuesta
automá tica en la que explicaba que estarı́a ilocalizable durante los
pró ximos tres meses. Abandoné el zumbido en el que llevaba veinte
añ os movié ndome.
Intenté iniciar esa desintoxicació n digital extrema sin ilusiones. Sabı́a
que esa exclusió n de internet en su totalidad no podı́a ser una solució n
a largo plazo en mi caso; yo no pensaba hacerme amish ni abandonar la
tecnologı́a para siempre. Má s aú n: sabı́a que ese planteamiento no
podı́a ser siquiera una solució n a corto plazo para la mayorı́a de la
gente. Vengo de una familia de clase trabajadora. Mi abuela, que fue la
que me crio, limpiaba vá teres; mi padre era conductor de autobú s, y
decirles a ellos que la solució n a sus problemas de atenció n era dejar el
trabajo e irse a vivir a una cabañ a frente al mar serı́a un insulto cruel:
sencillamente, eso ellos no pueden hacerlo.
Yo lo hice porque pensé que, si no lo hacı́a, podrı́a perder ciertos
aspectos fundamentales de mi capacidad para el pensamiento
profundo. Lo hice por desesperació n. Y lo hice porque me parecı́a que si
me despojaba de todo y regresaba a lo de antes durante un tiempo,
quizá pudiera empezar a atisbar los cambios que todos podrı́amos
aplicar de una manera má s sostenible. Esa desintoxicació n digital
drá stica me enseñ ó muchas cosas importantes, entre ellas, como se
verá , los lı́mites de las desintoxicaciones digitales.
Todo empezó un lunes de mayo, cuando partı́ hacia Provincetown,
perseguido por el resplandor de las pantallas de Graceland. Yo creı́a que
el problema radicaba en mi propia naturaleza distraı́da, y en nuestra
tecnologı́a, y estaba a punto de renunciar a mis dispositivos —¡libertad,
oh, libertad!— durante un largo periodo.
Capı́tulo 1
Lo primero que oı́ al abrir los ojos fue el vaivé n del mar a lo lejos.
Despué s noté el sol que inundaba la cama y me bañ aba en luz. Todas las
mañ anas, en Provincetown, cuando ocurrı́a aquello, sentı́a algo raro en
el cuerpo. Tardé má s de un mes en darme cuenta de qué era.
Desde que habı́a llegado a la pubertad, habı́a considerado el sueñ o
como algo que me costaba alcanzar y de lo que me costaba salir. Me
acostaba entre la una y las tres de la madrugada y de inmediato
ahuecaba las almohadas para que soportaran mis hombros caı́dos.
Despué s hacı́a esfuerzos por evitar que mi mente se dedicara a pasar
por todo lo que habı́a hecho ese dı́a y por todo lo que tendrı́a que hacer
cuando despertara, y por todo lo que era motivo de preocupació n en el
mundo. Para alejar mi mente de esa tormenta elé ctrica interna, solı́a
ver algú n programa de televisió n estridente en el ordenador portá til. A
veces de ese modo conseguı́a dormirme, pero por lo general lo que
hacı́a era proporcionarme una nueva oleada de energı́a nerviosa y
empezaba a enviar correos electró nicos o a investigar unas horas má s.
Finalmente, la mayorı́a de las noches, intentaba bajar el tono tomando
unas cuantas gominolas de melatonina y al cabo de un rato caı́a
rendido.
En una ocasió n, me encontraba en Zimbabue y conversé con unos
encargados de un parque que, por su trabajo, debı́an anestesiar a
rinocerontes para poder suministrarles tratamiento mé dico. Me
explicaron que lo hacı́an dispará ndoles unos dardos con potentes
tranquilizantes. Cuando me describı́an có mo se tambaleaban aquellos
animales, presas del pá nico, antes de caer al suelo, pensé que aquella
tambié n era mi rutina para conciliar el sueñ o.
Tras mi sopor inducido por la quı́mica, despertaba seis o siete horas
despué s gracias a un equipo entero de alarmas estridentes: primero,
una radio-despertador conectada al BBC World Service me
sobresaltaba con los horrores de las noticias del dı́a; diez minutos
despué s, mi telé fono entonaba una sonora alerta, y otros diez minutos
má s tarde aullaba otro despertador. Cuando mi habilidad para seguir
dormido a pesar de los tres era al in vencida, me ponı́a en pie
tambaleante y, al momento, introducı́a en mi organismo una cantidad
de cafeı́na su iciente como para acabar con la vida de un pequeñ o
rebañ o de vacas. Vivı́a siempre al borde del precipicio de la
extenuació n.
En cambio, en Provincetown, cuando caı́a la noche, regresaba a mis
habitaciones y descubrı́a que no habı́a ruidos que me excitaran ni
portales que dejaran entrar el mundo exterior. Me tumbaba en la cama
de mi dormitorio, donde la ú nica fuente de luz era una lamparita de
lectura situada junto a un montó n de libros. Leı́a un buen rato y sentı́a
que el paroxismo del dı́a, lentamente, abandonaba mi cuerpo al tiempo
que yo abandonaba suavemente la conciencia. Me di cuenta de que
habı́a dejado, sin usar, mis cá psulas de melatonina en el armario del
bañ o.
Un dı́a desperté sin despertador despué s de haber dormido nueve
horas y me di cuenta de que no me apetecı́a tomar café . Era una
sensació n tan rara que me quedé quieto unos instantes en la cocina, en
calzoncillos, mirando ijamente el hervidor de agua. Y al inal me di
cuenta de lo que sentı́a: habı́a despertado del sueñ o fresco y
descansado. No me notaba el cuerpo pesado. Estaba alerta. Con el paso
de las semanas, constataba que todos los dı́as me notaba ası́. Desde que
era niñ o no habı́a experimentado algo parecido.
Durante mucho tiempo, habı́a intentado vivir segú n los ritmos de las
má quinas, funcionando ininterrumpidamente, dı́a y noche, hasta que se
les acababa la baterı́a. Ahora vivı́a segú n el ritmo del sol. Cuando el
cielo se oscurecı́a, gradualmente bajaba el ritmo y, al in, descansaba, y
cuando salı́a el sol, despertaba de forma natural.
Aquello estaba propiciando un cambio en mi comprensió n de mi propio
cuerpo. Ahora entendı́a que necesitaba má s sueñ o del que yo, por lo
general, le proporcionaba, y que cuando este llegaba sin ayudas
quı́micas, soñ aba cosas má s vı́vidas. Era como si mi cuerpo y mi mente
se estuvieran desplegando y, despué s, rellenando.
Me preguntaba si aquello tendrı́a algo que ver con el hecho de que
empezaba a pensar con mayor claridad, durante periodos mucho má s
largos, de lo que habı́a pensado en muchos añ os. Decidı́ explorar las
evidencias cientı́ icas de má s peso sobre el modo en que los
misteriosamente largos segmentos de inconsciencia que nuestros
cuerpos ansı́an —y que nosotros, con tanta frecuencia, les negamos—,
pueden in luir en nuestra capacidad para prestar atenció n.
En 1981, en un laboratorio de Boston, un joven investigador mantenı́a
despiertas a unas personas toda la noche y todo el dı́a siguiente, en
largos periodos salpicados de bostezos. Su trabajo consistı́a en
asegurarse de que se mantuvieran conscientes y, mientras lo hacı́a,
proporcionarles tareas para que las llevaran a cabo. Debı́an sumar,
agrupar naipes formando distintos grupos, participar en test de
memoria. Por ejemplo, les mostraba una imagen, se la retiraba y les
preguntaba: «¿De qué color era el coche de la imagen que acabo de
enseñ arte?». Charles Czeisler, un hombre alto, de largas extremidades,
gafas de montura metá lica y voz profunda, no se habı́a interesado hasta
ese momento por el estudio del sueñ o. Durante su formació n mé dica le
habı́an explicado que, cuando dormimos, estamos mentalmente
«desconectados». Ası́ es como muchos de nosotros vemos el sueñ o, un
proceso puramente pasivo, una zona mental muerta en la que no ocurre
nada relevante. ¿Quié n iba a querer estudiar a personas desconectadas?
El se dedicaba a investigar algo que consideraba mucho má s
importante: una investigació n té cnica sobre los momentos del dı́a en
que el cuerpo humano segrega ciertas hormonas especı́ icas. Y para ello
habı́a que mantener a la gente despierta.
Pero a medida que pasaban los dı́as y las noches, Charles no podı́a
evitar percatarse de una cosa. Cuando la gente se mantenı́a despierta,
«una de las primeras cosas que desaparecı́a era la capacidad de
concentrar la atenció n», me contó en un aula de Harvard. Habı́a
encomendado a los sujetos de sus pruebas unas tareas muy bá sicas,
pero con el paso de las horas, estos perdı́an la capacidad de ejecutarlas.
No recordaban cosas que acababa de decirles, ni podı́an concentrarse lo
su iciente como para participar en juegos de cartas muy simples. Segú n
me contó : «Me asombraba hasta qué punto se deterioraba el
rendimiento. Una cosa es decir que el rendimiento medio en una tarea
de memoria fuera el 20 % peor. O el 30 % peor. Pero otra cosa muy
distinta es constatar que el cerebro va tan lento que tarda diez veces
má s en responder a algo». A medida que la gente se mantenı́a despierta,
parecı́a que su capacidad para concentrarse caı́a en picado. De hecho, si
nos mantenemos despiertos diecinueve horas seguidas, nos
convertimos en personas cognitivamente impedidas, incapaces de
concentrarnos ni pensar con claridad, como si nos hubié ramos
emborrachado. Czeisler descubrió que cuando los sujetos permanecı́an
despiertos toda la noche y seguı́an activos el dı́a siguiente, en lugar de
tardar un cuarto de segundo en responder a una ré plica, tardaban
cuatro, cinco o seis segundos. «Resulta bastante asombroso», comentó .
Charles estaba intrigado. ¿Por qué era ası́? Se pasó al estudio del sueñ o,
y durante los cuarenta añ os siguientes ha llegado a ser una de las
iguras mundiales má s destacadas en ese campo, en el que ha realizado
diversos hallazgos fundamentales. Dirige la unidad de problemas de
sueñ o en uno de los principales hospitales de Boston, es profesor en la
Facultad de Medicina de Harvard y da consejos a todo el mundo, desde
los Boston Red Sox hasta los servicios secretos de Estados Unidos. Y ha
llegado a convencerse de que, en tanto que sociedad, estamos
totalmente confundidos con el sueñ o, lo que está echando a perder
nuestra capacidad de concentració n.
Segú n advierte, con el paso de los añ os, la situació n es má s
desesperada. En la actualidad, el 40 % de los estadounidenses sufre
carencia cró nica de sueñ o y duerme menos de las siete horas que son
necesarias cada noche. En Gran Bretañ a, un increı́ble 23 % duerme
menos de cinco horas por noche. Solo el 15 % nos levantamos
descansados. Y eso es nuevo. Desde 1942, la cantidad media de tiempo
que una persona dedica a dormir se ha reducido una hora por noche.
En el ú ltimo siglo, el niñ o medio ha perdido ochenta y cinco minutos de
sueñ o cada noche.1 Existe un debate cientı́ ico sobre la cifra concreta
de nuestra pé rdida de sueñ o, pero la Fundació n Nacional del Sueñ o
calcula que el tiempo que dedicamos a dormir se ha reducido un 20 %
en apenas cien añ os.
Un dı́a Charles tuvo una idea. Se preguntó si, cuando estamos cansados,
empezamos a experimentar lo que é l denomina «parpadeos de la
atenció n». Se trata del fenó meno en que, al principio durante una
fracció n de segundo, perdemos la capacidad de prestar atenció n. Para
determinar si era cierto, empezó a estudiar tanto a personas que
estaban alerta como a otras que se sentı́an cansadas recurriendo a una
so isticada tecnologı́a capaz de reseguir los movimientos de los ojos a
in de ver en qué se centran y que, al mismo tiempo, puede escanear el
cerebro para determinar qué ocurre en é l. Y descubrió algo notable. A
medida que nos cansamos, nuestra atenció n, efectivamente, parpadea.
Y por una razó n muy simple. La gente cree que o bien está despierta o
bien está dormida, me dijo, pero é l habı́a descubierto que incluso si
tenemos los ojos abiertos y miramos a nuestro alrededor, podemos caer
(sin saberlo) en un estado llamado «sueñ o local». Este se da cuando
«una parte del cerebro está dormida y otra parte está despierta». (Se
llama sueñ o local porque el sueñ o se localiza en una parte del cerebro.)
En ese estado, creemos que estamos alerta y somos mentalmente
competentes, pero no es ası́. Estamos sentados en el escritorio y
parecemos despiertos, pero ciertas partes de nuestro cerebro está n
dormidas y no somos capaces de pensar de manera sostenida. Cuando
é l empezó a estudiar a personas que se encontraban en ese estado,
descubrió que «asombrosamente, a veces tenı́an los ojos abiertos, pero
no veı́an lo que tenı́an delante».
Los efectos de la falta de sueñ o, segú n averiguó Charles, son
particularmente nefastos para los niñ os. Los adultos suelen reaccionar
amodorrá ndose, pero los niñ os por lo general reaccionan volvié ndose
hiperactivos. Segú n é l: «Los privamos de sueñ o de manera cró nica, por
lo que no puede ser ninguna sorpresa que muestren todos los sı́ntomas
de la de iciencia de sueñ o, siendo el primero y principal de ellos la
incapacidad para prestar atenció n».
Ya se ha investigado lo su iciente sobre esta cuestió n como para que
exista un amplio consenso cientı́ ico al respecto: si dormimos menos,
es probable que nuestra atenció n sufra. Acudı́ a la Universidad de
Minneapolis para entrevistar a la profesora de neurociencia y
psicologı́a Roxanne Prichard, que ha elaborado un trabajo
sobresaliente sobre estas cuestiones. Cuando empezó a dar clases a
alumnos universitarios a tiempo completo en 2004, lo primero que le
llamó la atenció n, segú n me dijo, fue «lo agotados que estaban aquellos
adultos jó venes». A menudo se quedaban dormidos en cuanto bajaban
las luces del aula, y hacı́an claros esfuerzos para mantenerse despiertos
y concentrados en cualquier cosa. Empezó a estudiar cuá nto dormı́an.
Descubrió que, de media, la calidad del sueñ o de un alumno tı́pico es la
misma que la de un soldado de servicio o la del padre o la madre de un
recié n nacido.2 Como consecuencia de ello, la mayorı́a de los
estudiantes «hacı́an esfuerzos constantes por vencer las ganas de
dormir... No son capaces de acceder a sus recursos neuronales».
Decidió proporcionarles los conocimientos cientı́ icos necesarios para
que entendieran por qué sus cuerpos necesitan dormir; pero se
encontraba en una posició n algo rara. Los alumnos sabı́an bien que
estaban agotados, pero «el problema es que, bá sicamente, está n
acostumbrados a eso desde la pubertad. Desde siempre han visto que a
sus padres y a sus abuelos tambié n les faltan horas de sueñ o. «Se han
criado acostumbrá ndose a estar cansados y a medicarse para
solucionarlo (con cafeı́na u otros estimulantes), y lo ven como algo
normal. De modo que yo lucho contra una corriente que dice que es
normal estar siempre cansada.» Empezó a mostrarles algunos
experimentos. Es posible comprobar el tiempo que tarda una persona
en reaccionar a algo, una imagen que cambia en una pantalla, por
ejemplo, o una pelota que se le lanza. «Las personas con tiempos de
reacció n menores son las que duermen má s», les explicaba. Y cuanto
menos duermen, menos ven o menos reaccionan. Esa es solo una de las
muchas maneras de demostrar que «somos má s e icaces cuando
estamos descansados, que necesitamos menos tiempo para hacer las
cosas. Que no hace falta tener seis pantallas o pestañ as abiertas cuando
hacemos los deberes solo para mantenernos despiertos».
Al principio, cuando hablaba con Charles y Roxanne y otros expertos
del sueñ o, pensaba: «Sı́, eso está mal, pero se re ieren a personas que
está n realmente agotadas, a un grupo marginal de los que está n
realmente extenuados». Pero no dejaban de explicarme que basta con
una pequeñ a cantidad de falta de sueñ o para que esos efectos negativos
aparezcan. Roxanne me mostró que si uno permanece despierto
dieciocho horas (es decir, si se levanta a las seis de la mañ ana y se
acuesta a medianoche), al terminar la jornada sus reacciones son
equivalentes a las de tener un 0,05 g/l de alcohol en la sangre. Y me
dijo: «Si permaneces despierto otras tres horas, será el equivalente a
estar legalmente borracho». Charles, por su parte, me explicó que:
«Mucha gente dice: “Bueno, yo no me quedo toda la noche despierto, ası́
que no tengo problema”, pero de hecho, si te saltas dos horas de sueñ o
todas las noches, y lo haces todos los dı́as, en cuestió n de una o dos
semanas te encontrará s con el mismo rendimiento y la misma
discapacidad que si pasaras toda la noche sin dormir. Todo el mundo
queda destruido despué s de dos noches en blanco, pero puede llegarse
al mismo punto si se duerme cuatro o cinco horas cada noche durante
dos semanas». Cuando lo dijo, me acordé : el 40 % de nosotros vivimos
en ese lı́mite.
«Si no dormimos bien, nuestro cuerpo lo interpreta como una
emergencia —apuntó Roxanne—. Podemos privarnos de sueñ o y
seguir viviendo. Jamá s podrı́amos criar hijos si no fué ramos capaces de
dormir menos, ¿verdad? No podrı́amos sobrevivir a huracanes. Sı́,
podemos hacerlo, pero pagando un precio.3 El precio es que nuestro
cuerpo se pasa a la zona del sistema nervioso simpá tico, y lo que hace
es decir algo ası́ como: “Oh, oh, te está s privando de sueñ o, esto debe
de ser una emergencia, ası́ que voy a iniciar todos los cambios
isioló gicos que me preparará n para esa emergencia. Voy a aumentar tu
presió n sanguı́nea.4 Voy a hacer que te apetezca má s la comida rá pida,
que quieras má s azú car para disponer de energı́a enseguida.5 Voy a
acelerar tu ritmo cardı́aco...”. Como para que con todos esos cambios
diga: estoy listo.» Nuestro cuerpo no sabe por qué se mantiene
despierto. «Tu cerebro no sabe si está falto de sueñ o porque te está s
escaqueando y te has quedado a mirar Schitt’s Creek, ¿verdad? No sabe
por qué no duermes, pero el efecto puro y duro es una especie de
alarma isioló gica.»
En esa emergencia corporal, nuestro cerebro no solo limita la
concentració n inmediata, de corto plazo. Tambié n suprime recursos de
otras formas de concentració n a má s largo plazo. Cuando dormimos,
nuestra mente empieza a identi icar conexiones y patrones de lo que
hemos experimentado a lo largo del dı́a. Ese es uno de los recursos
clave de nuestra creatividad, y es la razó n que explica por qué las
personas con narcolepsia, que duermen mucho, son signi icativamente
má s creativas.6 La falta de sueñ o tambié n perjudica la memoria.
Cuando, esta noche, nos acostemos, nuestra mente empezará a
transferir las cosas que hemos aprendido durante el dı́a a nuestra
memoria a largo plazo.7 Xavier Castellanos, al que entrevisté en la
Universidad de Nueva York, donde es profesor de psiquiatrı́a infantil y
adolescente, me explicó que se puede enseñ ar a una rata a salir de un
laberinto y esa noche monitorizar lo que ocurre en su cerebro mientras
duerme.8 Lo que se descubre es que recrea sus pasos en el laberinto,
uno por uno, y que los codi ica en su memoria a largo plazo. Cuanto
menos dormimos, menos ocurre y somos menos capaces de recordar.
Esos efectos son particularmente intensos en los niñ os. Si privamos de
sueñ o a un niñ o, este empieza a manifestar rá pidamente problemas de
atenció n y con frecuencia entra en un estado de gran agitació n.9
Durante añ os me creı́a capaz de engañ ar a mi cuerpo mediante ciertas
té cnicas para conseguir los mismos bene icios que procura un sueñ o
adecuado. La má s evidente de todas es la ingesta de cafeı́na. En una
ocasió n oı́ una ané cdota, seguramente apó crifa, sobre Elvis Presley,
segú n la cual, en los ú ltimos añ os de su vida, su mé dico lo despertaba
inyectá ndole directamente cafeı́na en vena. Al enterarme no pensé :
«qué horror», sino «¿dó nde está ese mé dico? Yo lo quiero». Durante
añ os me decı́a a mı́ mismo: «Es verdad, no duermo lo bastante, pero lo
compenso con café , con Coca-Cola Zero y con Red Bull». Pero Roxanne
me explicó lo que estaba haciendo en realidad cuando bebı́a aquellas
cosas. A lo largo del dı́a, en nuestro cerebro, se va generando una
sustancia quı́mica llamada adenosina, que nos indica cuá ndo tenemos
sueñ o. La cafeı́na bloquea el receptor que lee el nivel de adenosina. «Yo
lo comparo a pegar un pó sit sobre el indicador de gasolina del coche.
No te está s dando má s energı́a; lo que haces es no darte cuenta de lo
vacı́a que está s. Cuando la cafeı́na se va, te sientes doblemente
cansada.»
Cuanto menos dormimos, má s se nos confunde el mundo en todos los
sentidos: en nuestra capacidad inmediata de concentració n, en nuestra
capacidad para pensar en profundidad y establecer conexiones, y en
nuestra memoria. Charles me contó que incluso si nada má s cambiara
en nuestra sociedad, ese deterioro de nuestra cantidad de sueñ o tiene
por sı́ mismo su iciente peso como para demostrar que nuestra crisis
de concentració n y atenció n es real. «Es muy triste ser testigo de ello y
no poder revertirlo —me comentó —. Es como ver un accidente que se
está produciendo.»
Todos los expertos con los que he hablado a irman que esta
transformació n explica, en parte, nuestro empeoramiento de la
atenció n. La doctora Sandra Kooij es una de las especialistas má s
destacadas de Europa sobre TDAH en adultos, y cuando acudı́ a
entrevistarla en La Haya, me dijo directamente: «Nuestra sociedad
occidental, toda ella, tiene un poco de TDAH porque todos vamos faltos
de sueñ o... Es un asunto serio. Y signi ica algo para nosotros. Y ası́,
todos vamos con prisas, todos somos impulsivos, nos irritamos con
facilidad cuando hay mucho trá ico. Lo vemos en todas partes a nuestro
alrededor. Es algo que se ha estudiado y demostrado en laboratorios.
Creemos que pensamos con claridad, pero no es ası́. Pensamos con
mucha menos claridad de la que somos capaces». Y añ adió que «cuando
dormimos mejor, muchos problemas lo son menos... como los
trastornos de estado de á nimo, como la obesidad, como los problemas
de concentració n... El sueñ o repara muchos dañ os».
A medida que iba enterá ndome de todo ello, me surgı́an algunas
preguntas evidentes. La primera de ellas era: ¿por qué nuestra falta de
sueñ o perjudica tanto nuestra capacidad de concentració n? Sorprende
constatar que se trata de una pregunta relativamente reciente para la
investigació n cientı́ ica. Roxanne me contó : «En 1998, cuando lo escogı́
[el tema del sueñ o] para estudiarlo en mi tesis, no existı́a mucha
investigació n sobre la utilidad del sueñ o. Sabı́amos lo que era, y que
todos lo hacemos... y que es algo misterioso. Pasamos una tercera parte
de la vida inconscientes, sin contacto con el mundo... Era todo un
misterio... Parece un derroche de recursos».
A Charles, cuando era joven, le dijeron que no tenı́a sentido estudiar el
sueñ o dado que se trata de un proceso pasivo, pero en realidad, segú n
descubrió , dormir es un proceso extraordinariamente activo. Cuando
nos vamos a dormir, en el cerebro y el cuerpo tiene lugar toda clase de
actividades, todas ellas necesarias para que seamos capaces de
funcionar y de concentrarnos. Una de las cosas que ocurren es que,
durante el sueñ o, el cerebro se limpia a sı́ mismo de los residuos que ha
acumulado durante el dı́a. «Durante el sueñ o de ondas lentas, los
canales cerebrales de lı́quido espinal se abren má s y eliminan del
cerebro los residuos metabó licos», me explicó Roxanne. Cada noche,
cuando nos acostamos, se nos enjuaga el cerebro con un luido acuoso.
Ese lı́quido cerebroespinal lava nuestro cerebro, arrastra las proteı́nas
tó xicas y las lleva hasta el hı́gado para librarse de ellas. «Ası́ pues,
cuando hablo con alumnos de la facultad, a eso lo llamo caquita de
neuronas. Si no consigues concentrarte bien, es posible que sea porque
tienes demasiada caquita neuronal circulando por ahı́.» Ello explicarı́a
por qué , cuando estamos cansados, «sentimos algo ası́ como resaca»,
porque estamos, literalmente, cubiertos de toxinas.
Esa especie de lavado de cerebro positivo solo se da cuando dormimos.
La doctora Maiken Nedergaard, de la Universidad de Rochester, explicó
durante una entrevista: «El cerebro dispone de una energı́a limitada a
su disposició n, y al parecer debe escoger entre dos estados funcionales
diferentes: o bien despierto y consciente, o bien dormido y limpiando.
Puede compararse a dar una iesta en casa: o bien atiendes a tus
invitados o bien te dedicas a limpiar la casa. Pero realmente, no pueden
hacerse las dos cosas a la vez».10 Un cerebro que no haya pasado por
ese necesario proceso de limpieza queda má s obturado y es menos
capaz de concentrarse. Hay cientı́ icos que sospechan que esa es la
razó n de que algunas personas que duermen poco corren un mayor
riesgo de desarrollar demencia a largo plazo. Segú n Roxanne, cuando
dormimos «nos reparamos».
Otra de las cosas que ocurren cuando dormimos es que nuestros
niveles de energı́a se restauran y se rellenan. Charles me contó que «la
corteza prefrontal es el á rea del cerebro en la que se genera el juicio, y
que parece ser particularmente sensible a la falta de sueñ o... Se observa
que, incluso con una sola noche de pé rdida de sueñ o, esa á rea deja de
utilizar glucosa, que es la principal fuente de energı́a para el cerebro. Es
algo ası́ como quedarse helado». Sin renovar nuestras fuentes de
energı́a, no somos capaces de pensar con claridad.
Pero para mı́, el proceso má s intrigante de los que tienen lugar cuando
dormimos es que soñ amos, y eso, segú n descubrı́, tambié n desempeñ a
una importante funció n. En Montreal, entrevisté a Tore Nielsen,
profesor de psiquiatrı́a. Este suele decirle a la gente que tiene un
«trabajo de ensueñ o», y le pide que adivine de qué se trata. Cuando ya
han repasado toda la lista: ¿piloto de carreras?, ¿catador de chocolate?,
les cuenta que dirige el Laboratorio del Sueñ o en la Universidad de
Montreal. A mı́ me explicó que algunos especialistas de su mismo
campo creen que «soñ ar nos ayuda de alguna manera a adaptarnos
emocionalmente a los acontecimientos de la vigilia». Cuando soñ amos,
podemos regresar a momentos estresantes pero sin que las hormonas
del estré s inunden nuestro organismo. Esos cientı́ icos creen que, con el
tiempo, ello puede facilitar la gestió n del estré s, algo que a su vez, como
sabemos, facilita la concentració n. Tore hace hincapié en que parece
existir cierta evidencia para avalar esa teorı́a, pero tambié n pruebas
que la contradicen, y que todavı́a debemos averiguar má s al respecto.
En todo caso, si es ası́, entonces tenemos un problema porque, en tanto
que sociedad, cada vez soñ amos menos. Los sueñ os se dan sobre todo
en la fase conocida como de movimiento ocular rá pido (MOR, o REM,
por sus siglas en inglé s). Tore me explicó : «Los periodos REM má s
largos y má s intensos son los que tienen lugar hacia la sé ptima o la
octava marca de hora del ciclo del sueñ o. De modo que si reducimos
nuestro sueñ o a cinco o seis horas, es muy posible que no lleguemos a
esos periodos de REM largos e intensos». Cuando me lo iba contando,
yo me preguntaba: ¿qué signi ica ser una sociedad y una cultura tan
frené ticas que no tenemos tiempo ni para soñ ar?
Como nos sentimos nerviosos y no podemos dormir, cada vez somos
má s los que recurrimos a sustancias para conciliar el sueñ o, ya sea
melatonina, alcohol o Ambien. Nueve millones de estadounidenses —el
4 % de la població n adulta— usan somnı́feros con receta mé dica, y
muchı́simos má s adquieren algú n producto para dormir que no
requiere de prescripció n facultativa, como hice yo mismo durante añ os.
Pero Roxanne me dijo sin rodeos: «Si te induces el sueñ o con sustancias
quı́micas, el sueñ o que obtienes no es el mismo». Recordemos que el
sueñ o es un proceso activo en el que nuestro cerebro y nuestro cuerpo
hacen muchas cosas. Y muchas de esas cosas no suceden, o suceden en
muy menor medida, si se llega al sueñ o mediante medicamentos o
alcohol. Las distintas maneras de inducir el sueñ o arti icialmente
pueden provocar distintos efectos. Segú n Roxanne, si tomamos 5 mg de
melatonina (que suele ser una dosis está ndar que se vende sin receta
en Estados Unidos), corremos el riesgo de «destrozar nuestros
receptores de melatonina», lo que hará que nos cueste má s dormir sin
ellas.
Con sustancias má s fuertes aparecen efectos má s acusados. Con
Ambien y otros sedantes que se administran solo con receta mé dica,
Roxanne advierte: «El sueñ o es un equilibrio importantı́simo de
muchos, muchos neurotransmisores, y si... potenciamos arti icialmente
uno de ellos, el equilibrio de ese sueñ o cambia». Es probable que
tengamos menos sueñ o MOR, y menos sueñ os, y que por tanto
perdamos todos los bene icios que se derivan de esa fase crucial. Es
probable que nos sintamos atontados durante todo el dı́a, razó n por la
cual los somnı́feros llevan a un aumento del riesgo de muerte por todas
las causas: es má s probable sufrir un accidente de trá nsito, por
ejemplo.11 «Si alguna vez te han operado de algo y te has recuperado,
como cuando sales de la anestesia —me comentó Roxanne—, no vas
por ahı́ diciendo: “Me siento muy fresco”.» Tomar pastillas para dormir
es como someterse a una anestesia menor. El cuerpo no descansa, no
se limpia, no se refresca, no sueñ a como debe.
Roxanne tambié n me dijo que existen algunos usos legı́timos de los
somnı́feros: por ejemplo, tomarlos durante un tiempo breve despué s de
haber pasado por una pé rdida traumá tica puede ser sensato. Pero,
segú n su advertencia, «no es la solució n al insomnio, indudablemente»,
y por eso se supone que los mé dicos no deben recetarlos a largo plazo.
Da una idea de hasta qué punto nos hemos vuelto disfuncionales por lo
que se re iere al sueñ o el hecho de que a la gente que má s deberı́a
advertirnos sobre esta crisis (los mé dicos) se le exige privarse de sueñ o
para obtener buenas cali icaciones. Como parte de su formació n
mé dica, los mé dicos en prá cticas deben soportar turnos agotadores de
veinticuatro horas (ellos dicen que hacen «un Jack Bauer», en alusió n al
personaje de ese nombre de la serie televisiva 24, en la que Kiefer
Sutherland no puede dormir porque se dedica a perseguir a
terroristas). Se trata de algo que pone en peligro a sus pacientes. Pero
nos hemos convertido en una cultura en la que incluso la gente que má s
sabe sobre el sueñ o idealiza el pasar tiempo sin dormir má s allá de lo
razonable, como hacemos todos los demá s.
La segunda pregunta que me descubrı́ a mı́ mismo formulando era la
siguiente: dado que la falta de sueñ o resulta tan perjudicial y, a cierto
nivel, eso es algo que todos sabemos, ¿por qué cada vez dormimos
menos? ¿Por qué renunciamos a una de nuestras necesidades má s
bá sicas?
Existe un gran debate cientı́ ico al respecto, y parece que son varios los
factores que inciden en ello. Algunos aparecerá n má s adelante en este
libro. Uno, sorprendentemente, es nuestra relació n con la luz fı́sica.
Charles ha realizado algunos de los hallazgos má s importantes sobre
esta cuestió n. Hasta el siglo XIX, las vidas de la mayorı́a de los seres
humanos venı́an marcadas por la salida y la puesta del sol. Nuestros
ritmos naturales evolucionaron para adaptarse a é l: sentı́amos un
chorro de energı́a cuando se hacı́a de dı́a, y modorra cuando oscurecı́a.
A lo largo de prá cticamente toda la historia humana, nuestra capacidad
para intervenir en ese ciclo fue bastante limitada... podı́amos encender
hogueras, pero poco má s. Como consecuencia de ello, segú n Charles,
los seres humanos evolucionaron hasta ser tan sensibles a los cambios
de luz como las algas y las cucarachas. Pero de pronto, con la invenció n
de la bombilla elé ctrica, adquirimos el poder de controlar la luz a la que
estamos expuestos, y ese poder ha empezado a alterar nuestros ritmos
internos.
He aquı́ un ejemplo claro. El ser humano evolucionó para sentir una
inyecció n de energı́a, un «chorro de impulso de vigilia», formula
Charles, cuando el sol empezaba a ponerse. Se trataba de algo muy ú til
para nuestros antepasados. Imaginemos que nos vamos de acampada y
empieza a ponerse el sol: resulta muy ú til sentir entonces que nos
despejamos de pronto, porque en ese caso podremos montar la tienda
antes de que sea demasiado oscuro para hacerlo. De la misma manera,
nuestros antepasados tambié n sentı́an esa nueva inyecció n de energı́a
cuando la luz empezaba a menguar, de manera que podı́an regresar a
salvo a su tribu y terminar las tareas que tuvieran pendientes ese dı́a.
Pero ahora controlamos la luz. Nosotros decidimos cuá ndo se pone el
sol. Ası́ que si mantenemos unas luces muy brillantes encendidas hasta
el momento en que nos acostamos, o si vemos la tele en el telé fono
mó vil y en la cama, cuando lo apagamos, desencadenamos sin querer
un proceso fı́sico: nuestro cuerpo cree que esa mengua sú bita de luz es
la llegada del atardecer, y libera una inyecció n de energı́a nueva para
que nos resulte má s fá cil regresar a la cueva.
«Ahora, esa inyecció n del impulso de vigilia, en lugar de ocurrir a las
tres o las cuatro de la tarde, antes de que se ponga el sol a las seis,
ocurre a las diez, a las once o incluso a medianoche —me explica
Charles—. Nos llega esa inyecció n de energı́a de vigilia en el momento
en que decidimos si nos vamos a dormir. Y nos levantamos por la
mañ ana; nos sentimos como si nos fué ramos a morir. Juramos que al
dı́a siguiente dormiremos má s, pero al llegar la noche no estamos
cansados», porque hemos vuelto a ver un programa en el ordenador
portá til, en la cama, y hemos vuelto a desencadenar ese mismo
proceso, que se repite una y otra vez. «Esa inyecció n de energı́a es muy
poderosa, por lo que la gente se dice: “estoy bien”, pero a la mañ ana
siguiente todo es una nebulosa que han olvidado.» Charles cree que —
como le explicó a otro entrevistador— «cada vez que encendemos una
luz, estamos tomá ndonos sin darnos cuenta una sustancia que afecta a
nuestra manera de dormir».12 Y es algo que sucede todos los dı́as. «Se
trata de uno de los principales factores que contribuyen a esta
epidemia de falta de sueñ o... porque nos exponemos a la luz a horas
cada vez má s tardı́as», añ adió . En efecto, el 90 % de los
estadounidenses miran algú n dispositivo electró nico que emite
resplandor en la hora anterior a la de acostarse, con lo que
desencadenan exactamente ese proceso. En la actualidad estamos
expuestos a una cantidad de luz arti icial diez veces superior a la que
recibı́a la gente hace apenas cincuenta añ os.13
Yo no sabı́a si una de las razones por las que dormı́a mucho mejor en
Cape Cod era porque habı́a regresado a algo má s parecido a ese ritmo
natural. Cuando el sol se pone en Provincetown, la localidad queda
mucho má s oscura, y junto a mi casa de la playa prá cticamente no habı́a
luz arti icial, apenas alguna farola. La neblina anaranjada de la
contaminació n atmosfé rica que ilumina el cielo en todos los lugares en
los que he vivido a lo largo de mi vida habı́a desaparecido, y allı́ solo se
mantenı́a la iluminació n tenue de la luna y las estrellas.
Pero Charles me dijo que solo podremos entender de verdad nuestra
crisis de sueñ o si la ponemos en un contexto mucho má s general. A
primera vista, dice, lo que estamos haciendo es una locura: «No
privarı́amos a los niñ os de nutrició n. Ni se nos ocurrirı́a. ¿Por qué los
privamos de sueñ o?». Pero cuando lo vemos como parte de algo má s
amplio, adquiere cierto sentido, por má s que sea perverso. En una
sociedad dominada por los valores del capitalismo de consumo, «el
sueñ o es un gran problema —me dijo—. Si dormimos, no estamos
gastando dinero, por lo que no estamos consumiendo nada. No estamos
produciendo ningú n producto». Me explicó que «durante la ú ltima
recesió n [en 2008]... se hablaba de una caı́da de producció n de tantos
puntos porcentuales..., de una disminució n del consumo. Pero si todo el
mundo pasara una hora má s durmiendo [como se hacı́a antes], no
entrarı́an en Amazon. No comprarı́an cosas». Si volvié ramos a dormir
un nú mero de horas saludable, si todos hicié ramos lo que hacı́a yo en
Provincetown, segú n Charles «eso serı́a un seı́smo para nuestro sistema
econó mico, porque este se ha vuelto dependiente de personas con falta
de sueñ o. Nuestros fallos de atenció n son solo un efecto colateral. Es el
precio que hay que pagar para hacer negocios». Yo no entendı́ del todo
hasta qué punto era importante esta cuestió n hasta que me faltaba muy
poco para terminar este libro.
Todo esto nos lleva hasta una ú ltima pregunta en relació n con el sueñ o:
¿có mo resolver esta crisis? Existen diferentes capas para la solució n. La
primera es personal e individual. Tal como expone Charles, debemos
limitar radicalmente nuestra exposició n a la luz antes de acostarnos. El
cree que no tendrı́a que haber ninguna fuente de luz arti icial en los
dormitorios, en absoluto, y que deberı́amos evitar la luz azul de las
pantallas al menos durante las dos horas anteriores al momento de
acostarnos. Roxanne me explicó que, para muchos de nosotros, «es
como nuestro bebé , ¿verdad? Ası́ pues, como padres primerizos, nos
decimos: “Tengo que estar atento a eso. Tengo que prestar atenció n. No
duermo tan profundamente”. O somos como bomberos de guardia que
está n atentos a una llamada». Estamos constantemente algo tensos por
si «ha ocurrido algo». Segú n ella, siempre deberı́amos cargar la baterı́a
del mó vil por la noche en otra habitació n donde no podamos verlo ni
oı́rlo. Ademá s, debemos asegurarnos de que el dormitorio tenga la
temperatura adecuada, fresca, casi frı́a. Ello es ası́ porque el cuerpo
necesita refrescar su interior para que nos durmamos, y cuanto má s le
cueste, má s tardaremos en conciliar el sueñ o.
Estos consejos son ú tiles (y relativamente bien conocidos) pero, como
admitieron todos los expertos con los que hablé , no son su icientes para
la mayorı́a. Vivimos en una cultura que nos inunda de estré s y
estimulació n. Podemos explicarle todo eso a la gente, y transmitir los
bene icios para la salud de una buena noche de sueñ o, y la gente se
muestra de acuerdo, pero acto seguido añ ade: «¿Quieres que te
enumere todas las cosas que tengo que hacer en las siguientes
veinticuatro horas? ¿Y pretendes que, ademá s, me pase nueve horas
durmiendo?».
A medida que iba descubriendo las diversas cosas que debemos hacer
para mejorar nuestra capacidad de concentració n, me daba cuenta de
que vivimos en una paradoja aparente. Muchas de las cosas que
debemos hacer resultan tan obvias que son banales: baja el ritmo, haz
solo una cosa a la vez, duerme má s. Pero a pesar de que, a cierto nivel,
todos sabemos que son ciertas, estamos avanzando, de hecho, en la
direcció n contraria: hacia má s velocidad, má s alternancia entre tareas,
menos sueñ o. Vivimos en la brecha que queda entre lo que sabemos
que deberı́amos hacer y lo que sentimos que podemos hacer. Ası́ pues,
la cuestió n clave es la siguiente: ¿qué es lo que causa esa brecha? ¿Por
qué no somos capaces de hacer esas cosas tan evidentes que
mejorarı́an nuestra atenció n? ¿Qué fuerzas nos lo impiden? Gran parte
del resto de mi viaje lo he pasado desvelando esas respuestas.
Capı́tulo 4
Durante má s de cien añ os, ha existido una imagen, una metá fora, que
ha dominado, sobre todas las demá s, la manera en que los expertos
contemplan la atenció n. Imaginemos el Hollywood Bowl atestado de
decenas de miles de personas, todas riendo, empujá ndose y gritando,
que es lo que ocurre cuando la gente va entrando y aguarda el inicio de
un espectá culo. Entonces, de pronto, las luces se apagan y un foco
ilumina el escenario: Beyoncé . O Britney. O Bieber. Repentinamente
cesa el griterı́o y el murmullo, y el foco de todo el edi icio se reduce a
una sola persona y su extraordinario poder. En 1890, el fundador de la
psicologı́a estadounidense moderna, William James, escribió —en el
texto má s in luyente jamá s escrito sobre la materia (al menos en el
mundo occidental)— que «todo el mundo sabe qué es la atenció n».1
Segú n decı́a, la atenció n es un foco.
Para expresarlo en nuestros té rminos, es el momento en que Beyoncé
aparece, sola, en el escenario, y a nuestro alrededor todo lo demá s
parece esfumarse.
El propio James, en su é poca, ofreció otras imá genes, y los psicó logos
han propuesto otras maneras de pensar en ella, pero desde entonces, el
estudio de la atenció n ha sido principalmente el estudio del foco. Yo me
daba cuenta de que esa imagen, ahora que me paraba a pensarlo,
tambié n habı́a dominado mi manera de pensar en la atenció n. Esta
suele de inirse como la capacidad de la persona para atender
selectivamente a algo del entorno. Ası́ que cuando decı́a que estaba
distraı́do, me referı́a a que no podı́a concentrar el foco de mi atenció n
en la ú nica cosa en que querı́a concentrarme. Quiero leer un libro, pero
la luz de mi atenció n no se apaga en mi telé fono, ni en la gente que
habla en la calle, fuera, ni en mis preocupaciones laborales. En esa
manera de pensar sobre la atenció n existe mucha verdad, pero he
descubierto que, de hecho, esa es solo una de las formas de atenció n
que se necesitan para operar plenamente. Coexiste con otras formas de
atenció n que resultan igual de esenciales para que seamos capaces de
pensar con coherencia, y en la actualidad esas formas está n sometidas a
una amenaza aú n mayor que la que afecta al foco.
En mi vida anterior a mi huida a Cape Cod, vivı́a en un tornado de
estimulació n mental. Nunca salı́a a pasear sin escuchar un pó dcast o
hablar por telé fono. Nunca esperaba dos minutos en una tienda sin
consultar el mó vil o leer un libro. La idea de no llenar todos y cada uno
de mis minutos con estimulació n me generaba pá nico, y me parecı́a
raro que los demá s no lo hicieran. Durante viajes largos en tren o
autocar, cuando veı́a a alguien sentado sin hacer nada seis horas
seguidas, mirando por la ventana, yo sentı́a el impulso de acercarme y
decirle: «Siento molestarle, ya sé que no es asunto mı́o, pero querı́a
asegurarme... ¿Es usted consciente de que su tiempo de vida es limitado
y de que el reloj que marca el que nos separa de la muerte no deja de
avanzar, y de que lleva seis horas sin hacer nada en absoluto? ¿Y de que
cuando haya muerto, habrá muerto para siempre? Todo eso lo sabe,
¿verdad?». (Nunca llegué a hacerlo, como atestigua el hecho de que no
esté escribiendo este libro desde un centro psiquiá trico; pero se me
pasaba por la cabeza.)
Ası́ que creı́a que, en Provincetown, sin distracciones, obtendrı́a un
bene icio: serı́a capaz de recibir má s estı́mulos, durante periodos má s
largos de tiempo, y de retener aú n má s de lo que absorbı́a. ¡Podré
escuchar pó dcast má s largos! ¡Podré leer libros má s largos! Y sı́, ocurrió
ası́, pero ocurrió acompañ ado de otra cosa, de algo que no habı́a
anticipado. Un dı́a me dejé el iPod en casa y decidı́ salir sin má s a dar un
paseo por la playa. Estuve dos horas paseando y dejé que mis
pensamientos lotaran, sin que mi foco se posara en nada. Dejé vagar mi
mente, que pasaba de la observació n de unos cangrejos pequeñ os en la
playa a recuerdos de mi infancia, y a ideas para libros que quizá
escribiera dentro de muchos añ os, y al estado de forma de los hombres
que tomaban el sol en bañ ador. Mi consciencia iba a la deriva como los
barcos que veı́a lotar en el horizonte.
Al principio me sentı́a culpable. «Has venido aquı́ a concentrarte —me
decı́a a mı́ mismo— y a aprender sobre la concentració n. Pero te está s
regodeando justamente en lo contrario, en una detumescencia mental.»
Pero seguı́. Y al cabo de poco tiempo ya lo hacı́a todos los dı́as, y mis
periodos de divagació n empezaron a alargarse a tres, cuatro y en
ocasiones cinco horas. En mi vida normal, algo ası́ habrı́a sido
impensable. Pero en ese momento me sentı́a má s creativo de lo que me
habı́a sentido desde que era niñ o. Las ideas empezaban a brotar en mi
mente. Cuando llegaba a casa y las anotaba, me daba cuenta de que
tenı́a má s ideas creativas —y establecı́a má s conexiones— durante un
solo paseo de tres horas que, en condiciones normales, en un mes
entero. Tambié n empecé a permitirme pequeñ os momentos de
divagació n mental. Cuando terminaba de leer un libro, me quedaba ahı́
sin hacer nada durante veinte minutos, pensando en é l, contemplando
el mar.
Extrañ amente, parecı́a que dejar que desapareciera mi foco por
completo me servı́a para mejorar mi capacidad de pensar y
concentrarme de una manera que no era capaz de expresar. ¿Có mo era
posible? No empecé a entender qué ocurrı́a hasta que supe que, desde
hace unos treinta añ os, se ha producido un aumento repentino del
interé s por investigar precisamente sobre este aspecto: la divagació n
mental.
En la dé cada de 1950, en la pequeñ a localidad de Aberdeen,
perteneciente al estado de Washington, un profesor de quı́mica de
secundaria llamado señ or Smith tuvo un problema con uno de sus
alumnos, un adolescente llamado Marcus Raichle.2 Convocó a sus
padres y, muy serio, les contó que el joven hacı́a algo que no estaba
bien. «Su hijo se pasa el dı́a soñ ando despierto», les dijo. Y todos
sabemos que esa es una de las peores cosas que no pueden hacerse en
el colegio.
Treinta añ os despué s, ese mismo hijo contribuyó a realizar un
descubrimiento sobre esa misma cuestió n, descubrimiento que al señ or
Smith no le habrı́a parecido nada bien. Marcus llegó a ser un destacado
especialista en neurociencia y a ser distinguido con el premio Kavli, uno
de los má s importantes galardones en su campo. En los añ os ochenta
del siglo pasado, desde su despacho evolucionó una manera totalmente
novedosa de ver lo que ocurre en el cerebro de la gente, el PET
(tomografı́a por emisió n de positrones, por sus siglas en inglé s), donde
esa tecnologı́a fue usada por primera vez por sus colegas y por é l
mismo.
Yo me encontraba en ese mismo lugar, en la Facultad de Medicina
Washington de Saint Louis, Missouri, porque habı́a acudido a
entrevistarlo. Era uno de los primeros cientı́ icos capaces de usar ese
nuevo instrumento, y cuando lo conectó a un paciente, pudo observar
un cerebro humano vivo como casi nadie lo habı́a visto hasta ese
momento.
Cuando estudiaba medicina, a Marcus le habı́an explicado con gran
seguridad que se sabe lo que ocurre en la mente en los momentos en
que no nos concentramos. El cerebro está «ahı́ durmiente, silencioso,
sin hacer nada, como los mú sculos hasta que los movemos», le
contaron. Pero un dı́a Marcus se ijó en algo raro. Habı́a varios pacientes
preparados para someterse a un PET, y estaban esperando a que é l les
encomendara una tarea, y sus mentes estaban vagando. Mientras
preparaba la tarea, echó un vistazo a la má quina y quedó
desconcertado. Al parecer, sus cerebros no estaban inactivos, tal como
sus profesores de la facultad le habı́an dicho. La actividad habı́a pasado
de una parte del cerebro a otra, pero este seguı́a mostrá ndose
altamente activo. Sorprendido, empezó a estudiarlo con detalle.
Nombró a la regió n del cerebro que se vuelve má s activa cuando
pensamos que no estamos haciendo gran cosa «la red neuronal por
defecto», y a medida que la iba estudiando má s y analizaba lo que el
cerebro de la gente hace cuando parece no hacer nada, constataba que
esa regió n se iluminaba fı́sicamente en los escá neres cerebrales. Marcus
me contó que, al observarlos... «Dios mı́o, ahı́ estaba. Todo. Era
simplemente asombroso.»
Aquello suponı́a un cambio de paradigma en lo que los cientı́ icos
creı́an que ocurrı́a en el interior de nuestro cerebro, y desencadenó un
estallido de investigaciones cientı́ icas sobre gran cantidad de
cuestiones, en todo el mundo. Una de ellas fue el surgimiento repentino
del interé s por la ciencia de la divagació n mental, que se preguntaba:
¿qué ocurre cuando nuestros pensamientos lotan libremente, sin una
concentració n inmediata que los ancle? Vemos que ocurre algo, pero
¿qué es? A medida que el debate se desarrollaba en el transcurso de las
dé cadas siguientes, algunos cientı́ icos llegaron a pensar que la red
neuronal por defecto es la parte del cerebro que se vuelve má s activa
durante la divagació n mental, mientras que otros discrepaban
profundamente. El debate sigue abierto en la actualidad. Pero los
hallazgos de Marcus condujeron a un lorecimiento de investigaciones
cientı́ icas encaminadas a averiguar por qué nuestra mente divaga, y
qué bene icios puede producir esa divagació n.
A in de entenderlo mejor, me dirigı́ a Montreal, Quebec, para
entrevistar a Nathan Spreng, profesor de neurologı́a y neurocirugı́a en
la Universidad McGill, y a York, Inglaterra, a conversar con Jonathan
Smallwood, profesor de psicologı́a en la universidad de la ciudad. Se
trata de dos de las personas que han estudiado esta cuestió n en mayor
profundidad. Es un á mbito de la ciencia relativamente nuevo cuyas
ideas bá sicas siguen siendo objeto de debate, que en las pró ximas
dé cadas probablemente alcanzará un mayor grado de claridad. Pero en
las decenas de estudios cientı́ icos realizados hasta el momento, los dos
han descubierto —o a mı́ me lo parece— tres elementos cruciales que
tienen lugar cuando nuestra mente divaga.
En primer lugar, le damos lentamente sentido al mundo. Jonathan me
puso un ejemplo. Cuando leemos un libro —que es lo que el lector está
haciendo ahora mismo—, obviamente nos centramos en las palabras y
las frases concretas, pero siempre existe una porció n de nuestra mente
que divaga. Pensamos en el modo en que esas palabras se relacionan
con nuestra propia vida. Pensamos en el modo en que esas frases
tienen que ver con lo que yo he expuesto en los capı́tulos anteriores.
Pensamos en lo que es posible que yo exponga a continuació n. Nos
preguntamos si lo que estoy diciendo está lleno de contradicciones, o si
al inal todo acabará por encajar. De pronto al lector le viene un
recuerdo de su infancia, o de lo que vio en la tele la semana pasada.
«Juntas las diferentes partes del libro a in de dar sentido al tema
clave», me comentó Jonathan. No se trata de un defecto en nuestra
manera de leer. Eso, precisamente, es leer.3 Si el lector no dejara que su
mente divagara un poco en este momento, en realidad no estarı́a
leyendo este libro de manera que tuviera sentido para é l. Disponer de
su iciente espacio mental para vagar es esencial para que el lector
pueda entender un libro.
Y no es algo que se dé solo cuando leemos. Se da en la vida en general.
Cierta divagació n mental es bá sica para que las cosas tengan sentido.4
«Si no pudié ramos hacerlo —me contó Jonathan—, muchas otras cosas
se perderı́an.» Ha descubierto que cuanto má s errante dejamos nuestra
mente, mejor se nos da contar con metas personales organizadas,5 má s
creativos somos6 y tomamos decisiones sopesadas, a largo plazo.7 Ası́
pues, todas esas cosas las haremos mejor si dejamos que nuestra
mente divague y lenta, inconscientemente, vaya captando el sentido de
la vida.
En segundo lugar, cuando la mente divaga, empieza a establecer nuevas
conexiones entre las cosas, lo que con frecuencia genera soluciones a
los problemas. Como me explicó Nathan: «Creo que lo que ocurre es
que, cuando existen cuestiones sin resolver, el cerebro intenta que las
cosas encajen», con tal de que le den el espacio para hacerlo. Y me puso
un ejemplo conocido: al matemá tico francé s Henri Poincaré , que vivió
en el siglo XIX, se le resistı́a uno de los problemas má s difı́ciles de las
matemá ticas, y llevaba muchı́simo tiempo concentrando el foco en
todos y cada uno de sus aspectos, sin llegar a ninguna parte. Pero
entonces, un dı́a, cuando estaba de viaje, de pronto, en el momento en
que se subı́a a un autobú s, la solució n se le presentó en un destello. Solo
despué s de apagar el foco, al dejar que su mente divagara por su cuenta,
fue capaz de conectar las piezas y dar respuesta al problema al in. De
hecho, cuando uno repasa la historia de la ciencia y la ingenierı́a,
constata que muchos de los grandes descubrimientos no se producen
durante momentos de concentració n, sino en plenas divagaciones
mentales.
«La creatividad no es [donde creas] algo nuevo que ha surgido de tu
cerebro —me explicó Nathan—. Es una nueva asociació n entre dos
cosas que ya estaban ahı́.» Las divagaciones mentales permiten «que se
desplieguen unos cursos de pensamiento má s extensos, lo que permite
a su vez que se produzcan má s asociaciones». A Henri Poincaré no
habrı́a podido ocurrı́rsele la solució n si se hubiera mantenido muy
concentrado en el problema matemá tico que intentaba resolver, y
tampoco si hubiera estado totalmente distraı́do. Le hizo falta la
divagació n mental para llegar hasta allı́.
En tercer lugar, durante nuestra divagació n mental, la mente, segú n
Nathan, inicia un «viaje mental en el tiempo» durante el que recorre el
pasado e intenta predecir el futuro. Libre de las presiones de pensar
especı́ icamente en lo que tiene delante, la mente empieza a pensar en
lo que puede venir a continuació n, lo que le ayuda a prepararse para
ello.
Hasta que conocı́ a esos cientı́ icos, creı́a que la divagació n mental (que
yo tanto practicaba en Provincetown, y con tanto placer) era lo
contrario de la atenció n, y por ello me sentı́a culpable cuando sucumbı́a
a ella. Pero me di cuenta de que estaba equivocado. En realidad, se trata
de una forma diferente de atenció n, que ademá s es necesaria. Nathan
me contó que cuando estrechamos el foco de nuestra atenció n a una
sola cosa «hace falta cierta amplitud de banda», y que cuando
apagamos ese foco «seguimos teniendo esa misma amplitud de banda,
con la diferencia de que podemos destinar una cantidad mayor de esos
recursos» a otras maneras de pensar. «Ası́ pues, no es que la atenció n
necesariamente baje, sino que simplemente se desplaza a otras
maneras cruciales de pensar.»
Yo me daba cuenta de que se trataba de algo que ponı́a en cuestió n todo
lo que me habı́an enseñ ado a pensar en relació n con la productividad.
De manera instintiva, siento que he tenido un buen dı́a de trabajo duro
cuando lo he pasado sentado frente a mi ordenador portá til,
concentrando el foco en teclear palabras; al té rmino de la jornada,
siento una especie de ataque puritano de orgullo ante mi productividad.
Toda nuestra cultura se construye en torno a esa creencia. Nuestra jefa
quiere vernos sentados en nuestro despacho todas las horas del dı́a;
para ella, trabajar es eso. Esa manera de pensar se nos inculca desde
una edad muy temprana cuando, como a Marcus Raichle, se nos riñ e en
la escuela por soñ ar despiertos. Por eso, los dı́as que dedicaba
simplemente a pasear sin rumbo por las playas de Provincetown, no me
sentı́a productivo. Creı́a que estaba remoloneando, siendo perezoso,
consintié ndome.
Pero Nathan, tras estudiar todo aquello, habı́a descubierto que para ser
productivos no podemos simplemente reducir el foco lo má s posible.
«Yo intento dar un paseo todos los dı́as —me dijo—, y dejo que mi
mente resuelva las cosas, má s o menos... No creo que nuestro control
consciente y pleno de nuestros pensamientos sea necesariamente
nuestra manera má s productiva de pensar. Creo que esos patrones de
asociació n pueden llevarnos a ideas ú nicas.» Marcus se mostraba de
acuerdo. Segú n me dijo, concentrarnos en lo que tenemos delante de
nuestras narices nos aporta «parte de la materia prima que debe
digerirse pero, en determinando momento, debemos alejarnos de ello».
Y me advirtió : «Si nos pasamos el dı́a frené ticamente centrados en el
mundo exterior, perdemos la ocasió n de dejar que el cerebro digiera lo
que le ha estado ocurriendo».
Mientras me lo decı́a, yo pensaba en la gente a la que observaba en los
trenes, los que se pasaban horas mirando por la ventanilla. Los juzgaba
en silencio por su falta de productividad, pero ahora me daba cuenta de
que posiblemente hubieran sido má s productivos que yo, al menos
productivos con má s sentido que yo, que me pasaba el rato tomando
notas nerviosamente sobre libros y má s libros, sin tomarme el tiempo
de descansar y digerir lo que leı́a. El niñ o que, en clase, mira por la
ventana y deja que su mente divague puede estar pensando de la
manera má s ú til.
Pensé en los estudios cientı́ icos que habı́a leı́do sobre el hecho de
pasar el tiempo alternando tareas rá pidamente y me di cuenta de que,
en nuestra cultura actual, no nos concentramos durante la mayor parte
del tiempo, pero tampoco dejamos que nuestra mente divague. Nos
quedamos constantemente en la super icie, en un remolino
insatisfactorio. Nathan me dio la razó n cuando le pregunté por ello, y
me contó que é l mismo se pasa el dı́a intentando conseguir que su
telé fono deje de enviarle noti icaciones de cosas que no le interesan.
Toda esa frené tica interrupció n digital «aleja nuestra atenció n de
nuestros pensamientos» y «suprime nuestra red neuronal por defecto...
Creo que nos movemos casi constantemente en un entorno que se rige
por estı́mulos y se orienta a los estı́mulos, pasando de una distracció n a
la siguiente». Si no nos alejamos de ello, «anula cualquier lı́nea de
pensamiento que tengamos».
Ası́ pues, no solo nos enfrentamos a una crisis de pé rdida de foco: nos
enfrentamos a una crisis de pé rdida de divagació n mental. Esas dos
pé rdidas, sumadas, está n degradando la calidad de nuestro
pensamiento. Sin divagació n mental, nos cuesta má s encontrarle
sentido al mundo, y en el estado de confusió n y colapso que se crea, nos
volvemos má s vulnerables aú n a la siguiente fuente de distracció n que
se presenta.
Cuando lo entrevisté , Marcus Raichle —la persona que realizó el
descubrimiento que abrió la puerta a todo ese campo de la ciencia—
acababa de renunciar a seguir tocando en una orquesta sinfó nica a los
ochenta añ os. Era oboı́sta, y su pieza favorita, la Quinta sinfonía de
Dvoř ák. Me comentó que si queremos pensar sobre el hecho mismo de
pensar, deberı́amos verlo como una sinfonı́a: «Tenemos dos secciones
de violines, violas, violonchelos, contrabajos, maderas, metal,
percusió n... Pero todo funciona como un todo. Tiene ritmos». En
nuestra vida, necesitamos espacio para el foco, pero este, por sı́ mismo,
serı́a como un inté rprete solista de oboe en un escenario vacı́o que
intentara tocar algo de Beethoven. Hace falta dejar vagar la mente para
activar los demá s instrumentos y crear la mú sica má s dulce. A mı́ me
parecı́a que habı́a ido a Provincetown para aprender a concentrarme.
Pero de hecho me daba cuenta de que estaba aprendiendo a pensar, y
de que para eso hacı́a falta mucho má s que concentrar el foco.
Durante los largos paseos que actualmente intento dar sin la compañ ı́a
de ningú n dispositivo, paso mucho tiempo re lexionando sobre la
metá fora de Marcus. Hace unos dı́as, me planteé si podrı́a llevarse má s
allá . Si pensar es como una sinfonı́a que exige todas esas clases
distintas de pensamiento, en la actualidad el escenario se ve invadido.
Uno de esos grupos de heavy metal que arrancan de un mordisco las
cabezas de los murcié lagos y las escupen al pú blico ha irrumpido en
escena y se encuentra, gritando, delante de la orquesta.
Aun ası́, a medida que exploraba má s en las investigaciones sobre
divagació n mental, descubrı́ que existe una excepció n a lo que acabo de
explicar, y una excepció n importante. De hecho, se trata de algo que
probablemente habrá s experimentado.
En 2010, los profesores de Harvard Dan Gilbert y el doctor Matthew
Killingsworth desarrollaron una aplicació n para estudiar có mo se
siente la gente cuando hace toda esa gran cantidad de cosas que hace
cotidianamente, desde tomar el transporte pú blico hasta ver la tele,
pasando por hacer deporte. La gente recibı́a mensajes aleatorios de la
aplicació n en que se le preguntaba: «¿Qué está s haciendo ahora?». Y a
continuació n se le pedı́a que clasi icara có mo se sentı́a. Una de las
cosas que Dan y Matthew se dedicaban a comprobar era con qué
frecuencia la gente se dedicaba a divagar mentalmente, y lo que
descubrieron les sorprendió , dado todo lo que yo acababa de aprender.
En general, cuando la gente divaga en nuestra cultura, se considera a sı́
misma menos contenta que cuando hace casi cualquier otra actividad.
Incluso las tareas domé sticas, por ejemplo, se asocian a niveles má s
elevados de felicidad. Ası́ pues, los dos cientı́ icos llegaron a la siguiente
conclusió n: «Una mente que divaga es una mente infeliz».8
Le he dado muchas vueltas a eso. Teniendo en cuenta que dejar que la
mente divague es algo que ha demostrado aportar tantos efectos
bene iciosos, ¿por qué con tanta frecuencia hace que nos sintamos mal?
Existe una razó n. La divagació n mental puede degenerar fá cilmente en
darle muchas vueltas a las cosas. La mayor parte de nosotros hemos
experimentado esa sensació n en algú n momento: si dejamos de
concentrarnos y dejamos vagar la mente, nos invaden pensamientos
estresantes. Recordé muchos momentos de mi vida anteriores a
Provincetown. Cuando viajaba en aquellos trenes, criticando
mentalmente a aquellas personas que eran capaces de pasarse el rato
mirando por la ventana mientras yo trabajaba, trabajaba y trabajaba,
¿cuá l era mi estado mental? Ahora veo que, con frecuencia, estaba
cargado de estré s y ansiedad. Todo intento de relajarme y pensar
habrı́a hecho que esos sentimientos negativos me inundaran. En
cambio, en Provincetown no sufrı́a estré s y me sentı́a a salvo, por lo que
podı́a realizar mi divagació n mental libremente y esta podı́a obrar sus
efectos positivos.
En situaciones de poco estré s y seguridad, la divagació n mental será un
don, un placer, una fuerza creativa. En situaciones de mucho estré s o
peligro, la divagació n mental será un tormento.
En la playa del centro de Provincetown, delante mismo del largo tramo
de Commercial Street, han instalado una silla enorme de madera, azul,
có micamente desproporcionada, encarada al mar. Debe de medir dos
metros y medio, y está ahı́ plantada como a la espera de un gigante. Yo
muchas veces me sentaba en esa silla, diminuto, cuando caı́a la noche, y
conversaba con personas de la localidad con las que habı́a trabado
amistad. En ocasiones permanecı́amos en silencio, nos limitá bamos a
contemplar los cambios de luz. La luz en Provincetown no se parece a
ninguna otra que haya visto nunca. Está s sobre un ino y estrecho banco
de arena, en medio del mar, y cuando te sientas en la playa quedas
encarado al este. El sol se pone a tu espalda, por el oeste, pero su luz
cae hacia delante, sobre el agua que tienes delante, y su re lejo te da en
la cara. Pareces estar inundado de la luz menguante de dos crepú sculos.
Yo lo contemplaba en compañ ı́a de las personas a las que habı́a
conocido y me sentı́a radicalmente abierto, abierto a ellos, al sol y al
mar.
Un dı́a, cuando llevaba ya unas diez semanas en Provincetown, me
encontraba sentado solo en casa de mi amigo Andrew con uno de sus
perros, Bowie, a mis pies. Estaba leyendo una novela y, de vez en
cuando, alzaba la vista para mirar el mar. En un momento dado me ijé
en que Andrew se habı́a dejado el ordenador portá til abierto sobre una
silla, encendido. En la pantalla se veı́a un navegador de internet. Sin
contraseñ a. Ahı́ estaba, la red a mi disposició n, brillando para mı́.
«Ahora podrı́as entrar en internet—me dije—. Podrı́as consultar
cualquier cosa que quisieras, tus redes sociales, tu correo electró nico,
las noticias.» La idea me aturdió , y me obligué a salir de casa de
Andrew.
Pero las manecillas del reloj no se detenı́an, y al poco tiempo caı́ en la
cuenta de que solo me quedaban dos semanas. Sabı́a que debı́a
conectarme para reservar un hotel en el que quedarme a mi regreso a
Boston. En la biblioteca de Provincetown disponen de una mesa corrida
con seis ordenadores disponibles para el pú blico. Habı́a pasado por
delante muchas veces y siempre habı́a apartado la mirada, como si se
tratara del retrete de un bañ o pú blico del que alguien hubiera dejado la
puerta abierta. Me conecté y reservé el hotel en dos minutos, y a
continuació n abrı́ mi cuenta de correo electró nico. Creı́a que sabı́a lo
que estaba a punto de ocurrir. En mi vida normal, paso una media hora
al dı́a revisando mis correos, entre la mañ ana y la noche (en ocasiones
es bastante má s). Ası́ que calculaba que, en el tiempo que llevaba fuera,
habı́a acumulado unas treinta y cinco horas de correos electró nicos que
iba a tener que revisar durante los siguientes meses, esforzá ndome por
ponerme al dı́a. (Antes de irme, habı́a dejado activada una respuesta
automá tica en la que informaba de que me encontraba totalmente
ilocalizable.) No querı́a. Me sentı́a agotado solo de pensarlo.
Pero entonces ocurrió algo muy raro. Nervioso, abrı́ mi bandeja de
entrada y me dispuse a repasar mis correos... Pero casi no los habı́a. En
apenas dos horas lo habı́a leı́do todo. El mundo habı́a aceptado mi
ausencia con resignació n. Me di cuenta de que un correo engendra otro
correo, y de que si dejas de enviarlos, dejan de llegar. Me gustarı́a decir
que me sentı́ calmado y aliviado ante esa constatació n. Pero la verdad
es que lo tomé como una afrenta, como si me hubieran pinchado el ego
con una aguja de calceta. Me daba cuenta de que tanta actividad, tanta
exigencia sobre mi tiempo, me hacı́an sentir importante. Habrı́a
querido enviar correos en un arrebato para poder recibir respuestas
enseguida, para sentirme necesitado una vez má s. Entré en mi cuenta
de Twitter. Tenı́a exactamente el mismo nú mero de seguidores que
cuando me fui. Mi ausencia habı́a pasado totalmente desapercibida. Salı́
de la biblioteca y regresé a las cosas que me habı́an alimentado en
Provincetown: largos ratos escribiendo; el mar a mis pies; sentarme
con mis amigos y pasar la noche hablando. Intenté olvidar que tenı́a el
ego herido.
Mi ú ltimo dı́a en Provincetown tomé un barco hasta Long Point, que es
la punta de la punta de Cape Cod, una cresta de arena amarilla y el mar.
Desde allı́, podrı́a volver la vista atrá s y contemplar entero el lugar en el
que habı́a pasado el verano, que se extendı́a desde el Monumento a los
Peregrinos hasta Hyannis. Era una sensació n peculiar: ver de un solo
vistazo los lı́mites de mi verano. Me sentı́a má s pausado y má s centrado
que en toda mi vida.
No puedes volver sin má s a vivir como vivı́as antes, me dije a mı́ mismo,
sentado a la sombra del faro. No es difı́cil. Este verano te ha enseñ ado
có mo se hace. Has demostrado compromiso previo al desconectarte.
Ahora puedes demostrar compromiso previo en tu vida diaria. Ya
contaba con las herramientas. En mi ordenador portá til dispongo de un
programa llamado Freedom. Es fá cil. Te lo descargas y le informas de
que quieres que te niegue el acceso a una pá gina web concreta, o a todo
internet, durante el tiempo que tú decidas, desde cinco minutos a una
semana. Pulsas «aceptar» y, hagas lo que hagas, el portá til no se te
conectará a la red. Y para el telé fono disponı́a de una cosa que se llama
kSafe. Tambié n en este caso es muy fá cil: se trata de una caja fuerte de
plá stico que se abre por arriba. Metes el telé fono dentro y pones la tapa,
y giras una rueda que hay en ella para ijar el tiempo durante el que no
podrá s sacar el telé fono. Y ya está . Ahı́ se queda, encerrado; tendrı́as
que romper la caja con un martillo para poder sacarlo. Recurriendo a
esos dos dispositivos, me decı́a a mı́ mismo, podrá s reproducir
Provincetown vayas donde vayas. Puedes usar el telé fono y el internet
del portá til diez o quince minutos al dı́a.
Esa tarde, regalé el montı́culo de libros que habı́a leı́do y me monté en
el ferri, camino de Boston. Me mareé muchı́simo durante la travesı́a, y
pensé que aquella era una metá fora muy burda de có mo me sentı́a al
regresar al mundo online. Al dı́a siguiente le pedı́ mi telé fono a mi
amigo y, en la cama de mi hotel, me quedé un buen rato mirá ndolo.
Ahora me parecı́a extrañ amente ajeno, incluso la fuente de letra de
Apple me resultaba desconocida. Empecé a revisar iconos, estudiando
los distintos programas y pá ginas web. Miré las redes sociales y pensé :
esto no lo quiero. Navegué un poco por Twitter y me sentı́ como si me
hubiera plantado encima de un termitero. Cuando levanté la vista, vi
que habı́an transcurrido tres horas.
Dejé el mó vil en la habitació n y salı́ a comer algo. Al volver, la gente ya
habı́a empezado a responder a mis correos electró nicos y a mis textos y,
a pesar de mı́ mismo, sentı́ una pequeñ a rá faga de a irmació n. Durante
las semanas siguientes empecé a subir contenido a mis redes sociales, y
sentı́ que me volvı́a má s descarnado y malo de lo que habı́a sido en
verano. Escribı́a comentarios sarcá sticos. Me parecı́a que la
complejidad y la compasió n que habı́a sentido en Provincetown
estaban siendo reemplazadas por otra cosa má s ina. En algunos
momentos no me gustaba lo que decı́a. Y entonces sentı́ la lenta
inyecció n de aprobació n, los retuits, los «me gusta». Quiero deciros que
aprendı́ las lecciones de mi periodo en Provincetown de manera lineal,
en un proceso de a irmació n vital, pero serı́a mentira. Lo que ocurrió
fue má s complejo. Me fui de Provincetown en agosto, y usé Freedom y
kSafe, y lentamente se fue diluyendo, y en diciembre el Screen Time de
mi iPhone me indicaba que ya me pasaba cuatro horas al dı́a usando el
telé fono. Me decı́a a mı́ mismo que ese tiempo incluı́a el que pasaba en
Google Maps para orientarme por la ciudad, y tambié n las horas que
dedicaba a escuchar pó dcast, programas de radio y audiolibros. Pero
cuando lo pensaba sentı́a vergü enza. No me encontraba exactamente
donde estaba al principio, pero sı́ me habı́a deslizado claramente hacia
la distracció n y las interrupciones.
Sentı́a que habı́a fracasado. Tenı́a la poderosa sensació n de que habı́a
algo que me arrastraba. Y entonces me dije a mı́ mismo: «Te está s
poniendo excusas. El que tiene que hacerlo eres tú , nadie má s. Estos
fallos son tuyos». Y me sentı́a dé bil. En Provincetown habı́a tenido
muchas revelaciones, pero me parecı́a que eran frá giles, y que algo má s
grande, algo que aú n no terminaba de comprender, las destrozaba
fá cilmente.
Deseaba saber qué me estaba impidiendo hacer lo que una gran parte
de mı́ querı́a hacer. Descubrı́ que la respuesta es má s compleja de lo
que nos han hecho creer, y tiene muchas caras; y tuve conocimiento de
la primera de esas caras cuando llegué a Silicon Valley.
Capı́tulo 6
«Estaba con mi hija ese dı́a —me contó Nir Eyal, diseñ ador de
tecnologı́a israelı́-estadounidense, que recordaba el dı́a en que cayó en
la cuenta de que algo se habı́a salido mucho de su cauce—. Habı́amos
plani icado una preciosa tarde» (estaban leyendo un libro juntos), y ella
llegó a una pá gina en la que se preguntaba: «Si pudieras tener un
superpoder, ¿cuá l escogerı́as?». Mientras ella se lo pensaba, Nir recibió
un mensaje de texto y «empecé a mirar el telé fono, y dejé de estar
totalmente presente con ella». Al levantar la vista, vio que la niñ a ya no
estaba.
La infancia está hecha de pequeñ os momentos de conexió n entre el
niñ o o la niñ a y sus padres. Si nos los saltamos, ya no hay marcha atrá s.
Nir, sobresaltado, se dio cuenta. «Mi hija recibió un mensaje que le
decı́a que cualquier cosa que viniera de mi telé fono era má s importante
que ella.»
Y no era la primera vez. «Me di cuenta... Vaya... debo replantearme mi
relació n con las distracciones.» Pero el caso es que la relació n de Nir
con la tecnologı́a, que era la causante de aquellas, era diferente de la
nuestra, y de una manera muy fundamental. Como Tristan, habı́a
estudiado con B. J. Fogg en su Laboratorio de Tecnologı́as Persuasivas
de Stanford, y posteriormente pasó a trabajar con algunas de las
compañ ı́as má s in luyentes de Silicon Valley, ayudando a idear maneras
de «enganchar» a los usuarios. Ahora veı́a que aquello afectaba incluso
a su propia hija, que le gritaba «¡Es la hora del iPad! ¡Es la hora del
iPad!»1 y exigı́a conectarse a internet. Ası́ pues, Nir se daba cuenta de
que debı́a hallar una estrategia para superar aquello, por ella, por é l
mismo y por todos nosotros.
Nir propone una manera especı́ ica de abordar esta crisis que me
interesa exponer con algo de detalle. Se trata de un enfoque muy
distinto del que han desarrollado Tristan y Aza. El suyo resulta
importante porque está bastante claro que va a ser el que la industria
tecnoló gica nos ofrezca para los problemas de atenció n que, en parte,
ella misma está causando.
En un rincó n indeterminado de su mente, Nir ya contaba con una
plantilla de lo que creı́a que tenı́a que hacer. Habı́a sufrido un
sobrepeso muy considerable, algo que me sorprendió cuando me lo
contó , porque en la actualidad es delgado, casi ibrado. De niñ o lo
enviaron a un «campamento para gordos», y probó con toda clase de
dietas y desintoxicaciones, privá ndose del azú car y la comida rá pida.
Pero no le funcionaba nada. Finalmente, se dio cuenta: «Por má s que
me hubiera encantado echarle la culpa a McDonald’s de mi problema, el
problema no era ese. Me comı́a mis sentimientos. Usaba la comida
como mecanismo para enfrentarme a las cosas». Me contó que una vez
que lo tuvo claro, pudo «abordar el problema de verdad». Entró en
contacto con sus ansiedades e infelicidades, se puso a practicar lucha, y
lentamente empezó a cambiar su cuerpo. «Evidentemente, la comida
jugaba un papel —me dijo—, pero no era la causa raı́z de mi problema.»
Me contó que habı́a aprendido una lecció n clave: «Habı́a algo en mi vida
que yo sentı́a que me controlaba, y conseguı́ controlarlo yo».
Nir se ha convencido de que, si hemos de superar ese proceso por el
que nos enganchamos a nuestras aplicaciones y dispositivos, debemos
desarrollar habilidades individuales para resistir esa parte de nuestro
interior que sucumbe a dichas distracciones. De iende que, para
hacerlo, debemos sobre todo mirar hacia dentro, las razones por las
que, de entrada, queremos usarlos compulsivamente. Me explicó que
personas como Tristan y Aza «me cuentan lo malas que son esas
empresas. Y yo les digo: “Y bien, ¿qué habé is intentado? ¿No? ¿Qué
habé is hecho?”. Y muchas veces no han hecho nada». El cree que los
cambios individuales deberı́an ser «la primera lı́nea de defensa» y que
«hay que empezar con algo de introspecció n, intentando entendernos
un poco a nosotros mismos». Sı́, a irma, el entorno ha cambiado. «Tú [el
usuario medio de tecnologı́a] no has fabricado el iPhone. No es culpa
tuya. Lo que yo digo es que es tu responsabilidad. El problema no va a
desaparecer sin má s. De una manera u otra, ha venido para quedarse.
¿Qué opció n tenemos? Debemos adaptarnos. Es nuestra ú nica opció n.»
Ası́ pues, ¿có mo podemos adaptarnos? ¿Qué podemos hacer? Empezó a
leer la literatura existente en el campo de las ciencias sociales en busca
de evidencias de los cambios individuales que pueden aplicarse. Y
expuso lo que para é l son las mejores respuestas en su libro
Indistractible [Indistraı́ble]. En concreto, existe una herramienta que, en
su opinió n, puede sacarnos del problema. Todos nosotros contamos con
«desencadenantes internos», momentos en nuestra vida que nos
empujan a ceder a los malos há bitos. Nir se dio cuenta de que, para é l,
estos se dan «cuando escribo... nunca me ha resultado fá cil. Siempre es
difı́cil». Cuando se sentaba a su ordenador portá til e intentaba escribir,
muchas veces se aburrı́a o se estresaba. «Cuando escribo, se me
aparecen todas esas cosas malas.» Y cuando le ocurrı́a, se le
desencadenaba algo en su interior. Para alejarse de esos sentimientos
incó modos, se decı́a a sı́ mismo que debı́a cambiar de actividad, solo un
momento. «Lo má s fá cil era: “Voy a revisar el correo electró nico un
momentito nada má s”. O “Voy a abrir el telé fono rapidito”.» Me contó
que «se me ocurrı́an todas las excusas imaginables». Leı́a las noticias
compulsivamente, dicié ndose a sı́ mismo que eso es lo que hacen los
buenos ciudadanos. Buscaba en Google algú n hecho supuestamente
importante para lo que estuviera escribiendo, y dos horas despué s se
descubrı́a a sı́ mismo en el fondo de un pozo, repasando algo
totalmente irrelevante. «Un desencadenante interno es un estado
emocional incó modo —me explicó —. Todo tiene que ver con la
evitació n. Tiene que ver con: “¿Có mo salgo de este estado incó modo?”.»
El cree que todos debemos examinar cuá les son nuestros
desencadenantes sin juzgarnos a nosotros mismos, pensar en ellos y
encontrar la manera de alterarlos. Ası́ pues, cada vez que notaba que le
llegaba esa sensació n imperiosa de aburrimiento o estré s, identi icaba
lo que le ocurrı́a, cogı́a unos pó sits y anotaba en ellos lo que querı́a
saber. Despué s, cuando ya habı́a escrito bastante, se permitı́a a sı́
mismo entrar en Google. Pero no antes.
A é l le funcionaba. Ello enseñ ó a Nir que «no estamos obligados a
mantener nuestros há bitos. Estos pueden interrumpirse. Se
interrumpen constantemente. Podemos cambiar los há bitos. La
manera de hacerlo es entender cuá l es el desencadenante interno y
asegurarnos de que exista cierta separació n entre el impulso de
entregarnos a una conducta y la conducta misma». Desarrolló una serie
de té cnicas como esa. Cree que todos deberı́amos adoptar una «regla
de los diez minutos»:2 si sientes las ganas de revisar el telé fono, espera
diez minutos. Dice que deberı́amos practicar el «control horario»,3 lo
que signi ica que deberı́amos anotar un plan detallado de lo que vamos
a hacer cada dı́a, y seguirlo a rajatabla. Recomienda modi icar las
noti icaciones del telé fono para que las aplicaciones no nos
interrumpan y acaben con nuestra concentració n a lo largo del dı́a. Dice
que debemos borrar todas las aplicaciones que podamos del telé fono, y
que si mantenemos algunas, que programemos por adelantado el
tiempo que estamos dispuestos a pasar con ellas. Recomienda que nos
demos de baja de las suscripciones a listas de correo electró nico y que,
si podemos, establezcamos «horarios de o icina»4 en el correo, ciertos
momentos a lo largo del dı́a en que lo revisamos, y que lo ignoremos el
resto del tiempo.
Segú n me explicó , al proponer esas herramientas, «yo pretendı́a
empoderar a la gente para que se diera cuenta de que: “mira, no es tan
difı́cil. No es tan duro. Si sabes qué hacer, enfrentarte a las distracciones
es bastante sencillo”». Parecı́a sorprenderle que no lo hiciera má s
gente: «Dos terceras partes de las personas con telé fonos inteligentes
nunca cambian la con iguració n de sus noti icaciones. ¿Có mo? ¿En
serio? No es nada difı́cil. Es algo que tenemos que hacer». En lugar de
despotricar contra las compañ ı́as tecnoló gicas, a irma, debemos
preguntarnos qué hemos hecho en tanto que individuos. A mı́ me
preguntó : «¿Por qué el inicio del debate no es: “De acuerdo, hemos
agotado todo lo que podemos hacer ahora?”. ¿Podemos empezar por
eso?... ¡Cambia la con iguració n de tus noti icaciones! Vamos, es una
cosa muy bá sica, ¿no? ¡No pongas que cada cinco minutos te salten las
noti icaciones del puto Facebook! ¿Y lo de plani icar el dı́a qué te
parece? ¿Cuá ntos de nosotros nos plani icamos los dı́as? Dejamos que
el tiempo nos lo arrebaten las noticias, o lo que sale en Twitter, o lo que
ocurre en el mundo exterior, en lugar de decir: ¿qué es lo que quiero
hacer con mi tiempo?».
Yo me sentı́a en con licto mientras Nir me explicaba todo aquello. Me
daba cuenta de que estaba exponiendo exactamente la ló gica que me
habı́a llevado a Provincetown. En mi fuero interno, algo pensaba de ese
modo. Como é l, yo tambié n creı́a: ese es un problema que está en ti, y
debes cambiarlo tú mismo. Habı́a sin duda algo de verdad en ello. A mı́
me parece que todas las intervenciones concretas que Nir recomienda
son ú tiles. Yo las he probado todas despué s de consultar su obra, y
varias de ellas han supuestos cambios pequeñ os pero reales en mi caso.
Pero habı́a algo en lo que decı́a que me hacı́a sentir incó modo, y tardé
un poco en ser capaz de expresarlo. El enfoque de Nir está en
consonancia absoluta con el modo en que las compañ ı́as tecnoló gicas
quieren que pensemos en nuestros problemas de atenció n. Ya no
pueden seguir negando la crisis, de modo que lo que hacen es lo
siguiente: nos instan sutilmente a verlo como un problema individual
que debe resolverse con un mayor autocontrol del usuario, no suyo. Por
ello han empezado a ofrecer herramientas que, segú n ellos, nos
ayudarı́an a fortalecer nuestra fuerza de voluntad. Todos los iPhone
nuevos cuentan con una opció n por la que se nos informa cuá nto
tiempo diario pasamos frente a la pantalla, y cuá nto tiempo semanal, y
disponen tambié n de una funció n No Molestar con la que puede
bloquearse la entrada de mensajes. Facebook e Instagram han
introducido sus propios y modestos equivalentes. Mark Zuckerberg
incluso ha empezado a usar el eslogan de Tristan, prometiendo que el
tiempo pasado en Facebook será un «tiempo bien invertido», salvo que,
para é l, todo se reducı́a a herramientas «tipo Nir» en las que somos
nosotros los que re lexionamos sobre qué ha fallado con nuestros
propios motivos. Escribo este capı́tulo sobre Nir no porque sea una
persona poco habitual, sino porque es una de las personas que con má s
sinceridad expone la visió n dominante en Silicon Valley en relació n con
lo que debemos hacer en estos momentos. Nir seguı́a insistiendo en que
las empresas tecnoló gicas han hecho mucho por que podamos
desconectar. Para argumentarlo, puso un ejemplo de la junta directiva
de una compañ ı́a a la que habı́a asistido en la que el jefe apagó el mó vil
durante la reunió n para que todos los demá s se sintieran con la libertad
de hacerlo. «No sé por qué ha de ser responsabilidad de la empresa. De
hecho, en todo caso, la tecnoló gica nos facilita esa funció n tan genial
que [dice] “no molestar”. La tecnoló gica nos ha dado un botoncito. Nos
basta con pulsarlo. ¿Qué má s responsabilidad queremos que asuma
Apple? Por el amor de Dios, activa el puto botó n de “no molestar”
durante una hora si vas a mantener una reunió n con tus colegas. ¿Tan
difı́cil es?»
Mi incomodidad ante ese planteamiento se me manifestó con claridad
cuando empecé a leer el libro que Nir habı́a escrito unos añ os antes de
que publicara su obra sobre las maneras de vencer la distracció n.
Estaba destinado a un pú blico de diseñ adores e ingenieros de
tecnologı́a y se titulaba Hooked: How to Build Habit-Forming Products
[Enganchados: có mo crear productos generadores de há bitos]. Lo
describı́a como un «libro de cocina» que contenı́a «recetas para el
comportamiento humano».5 Leer Hooked siendo un usuario corriente
de internet es una experiencia rara, como ese momento en una vieja
pelı́cula de Batman en que pillan al malo y este con iesa todo lo que ha
hecho hasta entonces, paso por paso. Nir escribe: «Admitá moslo: nos
dedicamos al negocio de la persuasió n. Los innovadores crean
productos pensados para convencer a la gente de que haga lo que
queremos que haga. A esa gente los llamamos usuarios y, aunque no lo
digamos en voz alta, deseamos secretamente que todos se enganchen
endiabladamente a las cosas que fabricamos».6
Expone los mé todos para lograrlo, que describe como «manipulació n
mental».7 La meta, asegura Nir, es «crear ansia» en los seres humanos,
y cita a B. F. Skinner como modelo para lograrlo. Su planteamiento
puede resumirse con el encabezamiento de una de las entradas de su
blog: «¿Quieres enganchar a tus usuarios? Vué lvelos locos».8
La meta del diseñ ador es crear un «desencadenante interno»9 (¿te
acuerdas de ellos?) que haga que el usuario regrese una y otra vez. Para
ayudar al diseñ ador a imaginar a qué clase de persona se dirigen, dice
que deben visualizar a una usuaria a la que bautiza como Julie, que
«tiene miedo de no estar en el ajo».10 Y comenta: «¡Por ahı́ vamos bien!
El miedo es un poderoso desencadenante interno, y podemos diseñ ar
nuestra solució n para ayudar a calmar el miedo de Julie». Una vez que
has conseguido activar ese tipo de sentimientos «se crea un há bito y
[por tanto] el usuario se ve automá ticamente empujado a usar el
producto durante situaciones cotidianas, como cuando desea matar el
tiempo mientras hace cola»,11 escribe, en tono de aprobació n.
Los diseñ adores deberı́an conseguir que nosotros «repitamos
comportamientos durante largos periodos, en condiciones ideales, el
resto de nuestra vida»,12 añ ade. Y dice que cree que eso es algo que
mejora la vida de la gente, pero tambié n destaca que: «Los há bitos
pueden ser muy buenos para la cuenta de resultados».13 Nir dice que
debe ponerse cierto lı́mite é tico en este terreno:14 no está bien
dirigirse a niñ os, y cree que los diseñ adores tienen que «colocarse con
sus propias creaciones», y usar ellos mismos sus aplicaciones. No se
opone a toda regulació n; cree que deberı́a ser un requisito que, si
pasamos má s de treinta y cinco horas a la semana en Facebook, nos
aparezca un aviso que nos informe de que quizá tengamos un problema
y nos dirija a un sitio donde pedir ayuda.
Pero, a medida que leı́a todo eso, me sentı́a inquieto. El «libro de
recetas» de Nir para el diseñ o de aplicaciones tuvo un gran é xito; la
directora ejecutiva de Microsoft, por ejemplo, lo ensalzó y pidió a su
personal que lo leyera, y Nir es un ponente muy conocido en
conferencias tecnoló gicas. Inspirá ndose en esas té cnicas se han creado
numerosas aplicaciones. Nir fue una de las personas má s destacadas en
Silicon Valley en ese empeñ o de «vué lvelos locos», y aun ası́, cuando
personas como mi ahijado Adam se habı́an vuelto realmente locas, é l
me decı́a que la solució n pasa principalmente por modi icar nuestros
comportamientos individuales, no las acciones de las empresas
tecnoló gicas.
Cuando conversamos, le expliqué que a mı́ me parecı́a que existı́a una
preocupante disparidad entre sus dos libros. En Hooked habla de usar
una maquinaria ferozmente poderosa para conseguir «engancharnos
endiabladamente» y hacernos «sufrir» hasta poder consumir nuestra
siguiente dosis tecnoló gica. En cambio, en Indistractible nos dice que
cuando nos sintamos distraı́dos por esa maquinaria, debemos intentar
aplicar suaves cambios personales. En el primer libro, describe grandes
y poderosas fuerzas usadas para engancharnos; en el segundo, describe
pequeñ as y frá giles intervenciones personales con las que, segú n
asegura, podremos desengancharnos.
«A mı́ me parece que es lo contrario, de hecho —replicó é l—. Todo lo
que exponı́a en Hooked se puede desactivar con pulsar un botó n. Y los
envı́as a la mierda.»
Entendı́ mejor mi creciente incomodidad con el planteamiento de Nir
cuando lo comenté con otras personas. Una de ellas era Ronald Purser,
profesor de gerencia en la Universidad Estatal de San Francisco. El me
dio a conocer una idea que no habı́a oı́do hasta ese momento, un
concepto conocido como «optimismo cruel». Este se da cuando
tomamos un problema importantı́simo con causas muy profundas en
nuestra cultura —como la obesidad, la depresió n o la adicció n—, y
ofrecemos a la gente, con un lenguaje entusiasta, una solució n
individual simplista. Suena optimista, porque le decimos a esa gente
que el problema puede solucionarse, y pronto; pero en realidad es
cruel, porque la solució n que ofrecemos es tan limitada, y tan ciega
respecto a las causas profundas, que no funcionará para la mayorı́a de
la gente.
Ronald me puso cantidad de ejemplos de esa idea, acuñ ada por la
historiadora Lauren Berlant. Y empecé a captarla del todo cuando
aplicó el concepto a una idea relacionada y a la vez diferenciada de la
atenció n: el estré s.
Creo que merece la pena dedicar algo de tiempo a abordar la cuestió n,
pues me parece que puede ayudarnos a ver el error que Nir, y muchos
de nosotros, cometemos en lo relativo a la concentració n.
Ronald me habló de un libro, é xito de ventas, escrito por un periodista
del New York Times, que explica a sus lectores: «El estré s no es algo que
se nos imponga. Es algo que nos imponemos nosotros mismos».15 El
estré s es una sensació n. El estré s es una serie de pensamientos. Si
aprendemos a pensar de otra manera —a apaciguar nuestros
pensamientos desbocados—, el estré s desaparecerá . Ası́ pues, solo
necesitamos aprender a meditar. Nuestro estré s nace de nuestra
imposibilidad para el mindfulness.
Ese mensaje llena la pá gina de promesa optimista, pero Ronald destaca
que, en el mundo real, las causas principales del estré s en Estados
Unidos han sido identi icadas por especialistas de la Stanford Graduate
School of Business en un importante estudio.16 Estas son «la falta de
seguro mé dico, la amenaza constante de un despido, las largas jornadas
laborales, los bajos niveles de justicia organizativa y unas exigencias
poco realistas». Si no cuentas con un seguro mé dico y sufres diabetes y
no puedes permitirte la insulina, o si te ves en la obligació n de trabajar
sesenta horas a la semana a las ó rdenes de un jefe maltratador, o si ves
que despiden a tus colegas uno tras otro y sospechas, con creciente
temor, que tú será s el siguiente, tu estré s no es «algo que nos
imponemos nosotros mismos». Es algo que se nos impone.
Ronald cree que la meditació n puede ayudar a ciertas personas, y yo
coincido con é l, pero que ese é xito de ventas tı́pico, que nos dice que
meditemos para superar el estré s y la humillació n es una «chorrada...
Dı́selo a las mujeres hispanas que tienen cuatro hijos y tres empleos».
La gente que dice que el estré s es solo cuestió n de modi icar nuestros
pensamientos, añ ade, habla «desde una posició n de privilegio. Para esa
gente es fá cil decirlo». Me puso el ejemplo de una empresa que habı́a
empezado a reducir la cobertura sanitaria a parte de su personal y que,
al mismo tiempo, era felicitada por ese mismo autor del New York
Times por ofrecer clases de meditació n a sus empleados. Se ve
claramente que se trata de una medida cruel. Le dices a alguien que
existe una solució n para su problema (sencillamente, ¡piensa de otra
manera sobre tu estré s y te irá bien!), y despué s le haces vivir en una
pesadilla. No proporcionaremos insulina a los trabajadores, pero les
daremos clases para que cambien su manera de pensar. Es la versió n
del siglo XXI de cuando Marı́a Antonieta decı́a: «Que coman tarta».
Dejemos que esté n presentes.
Aunque, a primera vista, el optimismo cruel parece amable y optimista,
a menudo presenta un efecto colateral desagradable. Asegura que
cuando la solució n pequeñ a, forzada, fracasa, que es lo que ocurre la
mayor parte del tiempo, el individuo no le echará la culpa al sistema,
sino a sı́ mismo. Pensará que la ha cagado y que no es lo bastante
bueno. Ronald me dijo que «[ese optimismo cruel] desvı́a la atenció n de
las causas sociales del estré s», como el exceso de trabajo, y puede
degenerar rá pidamente en una forma de «culpabilizació n de la
vı́ctima». Y te susurra que el problema no está en el sistema, sino en ti.
Mientras lo decı́a, yo volvı́a a pensar una vez má s en Nir, y en el enfoque
má s amplio de Silicon Valley que é l ejempli ica. Se gana la vida
vendiendo y promocionando un modelo digital que nos «engancha» y
que recurre a nuestros temores y que é l mismo a irma que está
diseñ ado para volvernos «locos». Ese modelo, a su vez, lo enganchaba a
é l. Pero como é l se halla en una posició n de increı́ble privilegio —en
cuanto a riqueza y a conocimiento de esos sistemas—, ha podido
recurrir a sus propias té cnicas para recobrar cierta sensació n de
control. Y ahora le parece que la solució n pasa, simplemente, por que
todos nosotros hagamos lo mismo.
Dejemos de lado el hecho de que a é l le resulta muy conveniente que
nos culpemos a nosotros mismos en lugar de abordar los problemas
má s profundos. (Despué s de todo, é l trabaja en Silicon Valley.)
Centré monos en algo má s bá sico. La verdad es que no es tan fá cil para
los demá s hacer lo que é l ha hecho. Ese es uno de los problemas del
optimismo cruel: que se basa en casos excepcionales, por lo general
logrados en circunstancias excepcionales, y actú a como si fueran lo má s
normal. Resulta fá cil encontrar la serenidad a travé s de la meditació n
cuando uno no ha perdido el trabajo ni se pregunta có mo hará para
evitar el desahucio el martes que viene. Resulta má s fá cil decir no a otra
hamburguesa, o a la siguiente noti icació n de Facebook, o a la siguiente
pastilla de OxyContin, si no estamos agotados o estresados, si no
necesitamos desesperadamente una especie de bá lsamo para pasar las
siguientes horas estresantes. Decirle a la gente —como hace Nir y como
hace cada vez má s la industria tecnoló gica en general— que es
«bastante fá cil» y que basta con «apretar el puto botó n» es negar la
realidad de las vidas de la mayorı́a de la gente.
Y má s importante aú n: la gente no deberı́a tener que hacerlo. El
optimismo cruel da por sentado que no podemos modi icar
signi icativamente unos sistemas que destruyen nuestra atenció n, por
lo que debemos concentrarnos principalmente en modi icarnos a
nosotros mismos aisladamente. Pero ¿por qué deberı́amos aceptar un
medio lleno de programas diseñ ados para «engancharnos» y
«volvernos locos»?
Eso era algo que veı́a con mayor claridad cuando pensaba en la
analogı́a del propio Nir sobre la obesidad que habı́a sufrido de niñ o.
Creo que merece la pena dedicar un momento a re lexionar sobre dicha
comparació n, pues a mi modo de ver dice mucho sobre en qué nos
estamos equivocando actualmente. Hoy nos parece increı́ble, pero hace
cincuenta añ os, en el mundo occidental habı́a poca obesidad.
Fijé monos en cualquier fotografı́a de gente en la playa de esa é poca:
todo el mundo se ve delgado para nuestros está ndares. Pero entonces
empezaron a producirse una serie de cambios. Hemos cambiado un
sistema de suministro de alimentos basado en comida fresca y
nutritiva por otro que consiste sobre todo en basura procesada. Hemos
estresado masivamente a nuestras poblaciones, haciendo que la
comida reconfortante resultara mucho má s apetitosa. Hemos
construido ciudades en las que muchas veces resulta imposible
caminar o desplazarse en bicicleta. En otras palabras, el entorno ha
cambiado, y eso (no ningú n fallo individual de nuestra parte) ha
alterado nuestros cuerpos. Hemos ganado masa corporal masivamente.
El aumento medio de peso en un adulto, en Estados Unidos, entre 1960
y 2002 fue de casi once kilos.17
¿Y qué ocurrió entonces? En lugar de reconocer las diversas fuerzas que
nos han hecho esto, asumirlas y construir entornos saludables en los
que resulte má s fá cil evitar la obesidad, la industria dieté tica nos
enseñ ó a culparnos a nosotros mismos en tanto que individuos.
Aprendimos a pensar: engordo a causa de un fallo personal. He
escogido una comida inadecuada. Me he vuelto ansioso. Me he vuelto
perezoso. No me he enfrentado a mis sentimientos adecuadamente. No
soy lo bastante bueno. Nos decidimos a contar mejor las calorı́as la
pró xima vez. (A mı́ me ha pasado.) Los libros de dietas individuales y
los planes de dietas personalizadas se convirtieron en la primera
respuesta ofrecida por la cultura a una crisis que tiene, en primer lugar,
unas causas sociales.
¿Y có mo nos funciona este planteamiento? Los cientı́ icos que lo han
estudiado han descubierto que el 95 % de la gente en nuestra cultura
que pierde peso mediante una dieta lo recupera en un periodo de uno a
cinco añ os.18 Eso son diecinueve de cada veinte personas. ¿Por qué ?
Porque no tiene en cuenta la mayor parte de las razones por las que
hemos ganado peso de entrada. No lleva a cabo aná lisis sisté micos. No
aborda la crisis en nuestro suministro de alimentos, que nos rodea de
comida adictiva, altamente procesada que no guarda la menor relació n
con lo que las generaciones anteriores de seres humanos comı́an. No
explica la crisis de estré s y ansiedad que nos lleva a comer. No se
enfrenta al hecho de que vivimos en ciudades en las que no tenemos
má s remedio que meternos en cajas de acero para llegar a cualquier
parte. Los libros de dietas ignoran el hecho de que vivimos en una
sociedad y una cultura que nos modelan y nos presionan, todos los
dı́as, para que actuemos de determinadas maneras. Una dieta no
cambia el entorno má s amplio en que nos movemos, y es ese entorno
má s amplio el causante de la crisis. Nuestra dieta termina y nosotros
seguimos viviendo en un entorno poco sano que nos empuja a
engordar de nuevo. Tratar de perder peso en el entorno que hemos
creado es como intentar subir corriendo por una escalera mecá nica
que constantemente nos lleva hacia abajo. Es posible que unas pocas
personas, en un esprint heroico, lleguen a lo alto, pero la mayorı́a de
nosotros nos descubrimos de nuevo abajo de todo, y sentimos que es
culpa nuestra.
Si hacemos caso de Nir y de personas que piensan como é l, me temo
que reaccionaremos al aumento de los problemas de atenció n igual que
hemos reaccionado al aumento de los problemas de peso, y acabaremos
con los mismos resultados desastrosos. Silicon Valley no es el ú nico que
potencia este planteamiento. Prá cticamente todos los libros existentes
sobre los problemas de atenció n (y he leı́do muchos mientras me
documentaba para la elaboració n de este libro) los presentan
simplemente como defectos personales que exigen cambios
individuales. Son libros de dietas digitales. Pero los libros de dietas no
solucionan la crisis de obesidad, y los libros de dietas digitales no
resolverá n la crisis de atenció n. Debemos comprender las fuerzas má s
profundas que rigen en este caso.
Habrı́amos podido reaccionar a la crisis de obesidad de otra manera
cuando esta se inició , hace cuarenta añ os, aproximadamente.
Habrı́amos podido hacer caso de las evidencias segú n las cuales la
mera prá ctica de la abstinencia individual, en un entorno sin modi icar,
casi nunca funciona, salvo en uno de cada veinte casos como el de Nir.
Habrı́amos podido recurrir a lo que sı́ funciona: modi icar el entorno de
maneras muy concretas. Habrı́amos podido aplicar polı́ticas
gubernamentales para abaratar el coste de alimentos frescos,
nutritivos y accesibles, y para encarecer y di icultar el acceso a comidas
basura y llenas de azú cares. Habrı́amos podido reducir los factores que
llevan a la gente a estresarse tanto que come para sentirse
reconfortada. Habrı́amos podido construir ciudades en las que la gente
pueda caminar o ir en bicicleta con facilidad. Habrı́amos podido
prohibir los anuncios explı́citos de comida basura que la publicidad
dirige a los niñ os y que conforman su gusto de por vida. Por eso, los
paı́ses que sı́ han actuado de ese modo, al menos parcialmente —como
Noruega, Dinamarca o los Paı́ses Bajos—, presentan unos niveles de
obesidad mucho menores, y los paı́ses que se han centrado en decirle a
las personas con sobrepeso, individualmente, que se controlen, como
Estados Unidos y Reino Unido, sufren altos niveles de obesidad.19 Si
toda la energı́a que personas como yo ponemos en sentirnos
avergonzados y en pasar hambre se hubiera puesto en exigir esos
cambios polı́ticos, actualmente habrı́a mucha menos obesidad, y
mucha menos tristeza.
Tristan cree que necesitamos un cambio de conciencia similar en
relació n con la tecnologı́a. Cuando testi icó en el Senado, manifestó :
«Puedes intentar autocontrolarte, pero al otro lado de la pantalla hay
mil ingenieros que trabajan en tu contra». Es precisamente lo que Nir se
niega a reconocer plenamente, a pesar de haber sido é l mismo uno de
esos diseñ adores. Vuelvo a insistir en ello: estoy a favor de todos los
consejos concretos que ofrece. Sı́, realmente debemos coger el telé fono
ahora mismo y quitar las noti icaciones. Debemos averiguar cuá les son
nuestros desencadenantes internos. Y ası́ sucesivamente. (Tristan
tambié n lo cree.) Pero no es «bastante fá cil» pasar de eso a ser capaces
de prestar atenció n en un entorno diseñ ado —en parte por el propio
Nir— para invadir y atacar nuestra atenció n.
A medida que hablaba con Nir, nuestra conversació n se volvı́a má s
acalorada. Dado que esta es una de las pocas entrevistas polé micas que
aparecen en el libro, para ser justo con é l, he colgado el audio completo
en la pá gina web del libro para que el lector pueda oı́r sus respuestas,
incluidas aquellas que, por falta de espacio, no he podido transcribir en
su totalidad. Nuestra conversació n me sirvió para aclararme las ideas
de una manera muy ú til. Me llevó a darme cuenta de que, para
recuperar nuestra atenció n, vamos a tener que adoptar algunas
soluciones individuales, sin duda, pero debemos ser lo bastante
honestos como para decirle a la gente que, sola, probablemente no
podrá salir del hoyo. Y tambié n vamos a tener que enfrentarnos
colectivamente a las fuerzas que nos está n robando la capacidad de
enfocar y obligarlas a cambiar.
La alternativa al optimismo cruel —contarle a la gente una historia
simplista que los lleva al fracaso— no es el pesimismo, la idea de que
no puede cambiarse nada. No. La alternativa es el optimismo auté ntico,
que es aquel por el que reconocemos sinceramente las barreras que se
alzan en el camino hacia nuestra meta y establecemos un plan para
trabajar junto con otras personas para, paso a paso, derribarlas.
Entonces me di cuenta de que, a partir de ese momento, me encontraba
ante una pregunta realmente difı́cil. ¿Có mo empezamos a hacerlo
exactamente?
Capı́tulo 9
Cuando me admitı́ a mı́ mismo por primera vez que tenı́a un problema
de atenció n y me largué a Provincetown, iba con un relato simple sobre
lo que le habı́a ocurrido a mi capacidad de concentració n: que internet
y los telé fonos mó viles habı́an acabado con ella. Ahora, en cambio, sabı́a
que ese enfoque resultaba simplista en exceso —que el modelo de
negocio de las tecnoló gicas era má s importante que la tecnologı́a
misma—, pero estaba a punto de aprender algo aú n má s importante.
Esas tecnologı́as llegaron a nuestras vidas en un momento en que
é ramos especialmente susceptibles de quedar secuestrados por ellas,
cuando nuestro sistema inmunitario estaba bajo, por razones
totalmente independientes de la tecnologı́a y su diseñ o.
A un nivel u otro, muchos de nosotros somos capaces de intuir algunas
de las razones que lo explican. A principios de 2020, decidı́ formar
equipo con el Council for Evidence-Based Psychiatry (Consejo para una
Psiquiatrı́a Basada en Evidencias) y, juntos, encargamos a YouGov, una
de las empresas de encuestas lı́deres del mundo, que llevara a cabo la
que, segú n tengo entendido, fue la primera encuesta cientı́ ica de
opinió n sobre la atenció n, tanto en Estados Unidos como en Gran
Bretañ a. La encuesta empezó identi icando a personas que sentı́an que
su atenció n estaba empeorando y posteriormente les preguntó por qué
creı́an que les estaba ocurriendo. Les ofrecı́a diez opciones entre las
que escoger. La primera razó n que daba la gente para explicar sus
problemas no eran los telé fonos mó viles. Era el estré s, escogida por el
48 %. La segunda razó n eran los cambios en sus circunstancias vitales,
como por ejemplo tener un hijo o envejecer, tambié n escogida por el 48
% de los encuestados. El tercer problema eran las di icultades para
dormir, o una mala calidad del sueñ o, citado por el 43 %. Los telé fonos
aparecı́an en cuarto lugar, escogidos por el 37 %.
Cuando empecé a estudiar los datos con má s detalle, descubrı́ que las
intuiciones de las personas corrientes no son erró neas. En la pé rdida de
la atenció n intervienen unas fuerzas que son má s profundas que
internet y el telé fono, y esas fuerzas, a su vez, nos llevan a desarrollar
una relació n disfuncional con la red. Fui comprendiendo la primera
dimensió n de todo ello cuando empecé a frecuentar a la mujer que con
el tiempo llegarı́a a ser directora general de Salud Pú blica de California,
y que ha realizado hallazgos fundamentales relacionados con estas
cuestiones. De todas las personas a las que he conocido para la
elaboració n de este libro, ella es quizá la que má s admiració n despierta
en mı́. Al principio, cuando leas su historia, quizá te parezca que la
situació n que describe es tan extrema que no tiene mucho que ver con
tu vida, pero no dejes de acompañ arme, porque lo que ella ha
descubierto puede ayudarnos a entender una fuerza que está
fraccionando la atenció n de muchos de nosotros.
En la dé cada de 1980, en la periferia de Palo Alto, California, una joven
negra llamada Nadine se sentı́a inquieta durante su camino de regreso
a casa desde la escuela. Querı́a a su madre, quien le habı́a enseñ ado
algunos pases muy agresivos en la pista de tenis, y siempre le insistı́a
en que se tomara en serio su educació n porque, cuando la tienes, ya
nadie puede quitá rtela. Pero algunas veces su madre, aunque no fuera
culpa suya, se comportaba de manera muy distinta. «El problema era —
escribió Nadine má s adelante— que nunca sabı́amos con qué madre
nos ı́bamos a encontrar. Todos los dı́as, llegar a casa era jugar a las
adivinanzas: ¿nos encontrarı́amos con la madre contenta o con la que
daba miedo?»1
Dos dé cadas despué s, la doctora Nadine Burke Harris contemplaba a
los dos niñ os sentados frente a ella en la consulta y sentı́a algo en el
cuerpo, un dolor antiguo, conocido. Aquellos niñ os tenı́an siete y ocho
añ os y, hacı́a pocas horas, su padre los habı́a montado en el coche y, sin
abrocharles expresamente los cinturones de seguridad, habı́a
arrancado y no habı́a parado hasta encontrar un muro. Entonces habı́a
acelerado al má ximo. Nadine veı́a a aquellos niñ os y pensaba en el
miedo que debı́an de haber pasado. «Yo conocı́a de manera intuitiva
có mo era esa clase de miedo —me contó cuando nos sentamos juntos a
conversar—. Podı́a empatizar a nivel isioló gico, no sé si me entiendes.
Yo sé lo que ocurre en esos momentos.» Resultó que esos niñ os tambié n
tenı́an un padre con esquizofrenia paranoide.
Nadine habı́a lidiado con la enfermedad mental de su madre siendo
siempre una magnı́ ica estudiante, que era lo que su madre, en sus
momentos de buena salud mental, siempre le habı́a inculcado. La
aceptaron en Harvard y estudió Salud Pú blica y Pediatrı́a. Cuando tuvo
que decidir qué hacer con todo lo que habı́a aprendido, entendió que lo
que querı́a era ayudar a niñ os. Mientras muchos de sus compañ eros de
facultad decidı́an ofrecer atenció n mé dica a gente rica, Nadine se fue a
Bayview, una de las ú ltimas zonas no gentri icadas de San Francisco, un
barrio realmente pobre con elevados ı́ndices de violencia. Poco despué s
de iniciar allı́ su actividad profesional, Nadine estaba con unos amigos
cuando oyó un ruido seco. Salió corriendo y se encontró a un joven de
diecisiete añ os al que habı́an pegado un tiro y que se desangraba. Poco
despué s se enteró de que las abuelas de su nuevo vecindario dormı́an a
veces en las bañ eras por miedo a que una bala perdida las matara
cuando dormı́an. Tiempo despué s, re lexionaba sobre qué es vivir
siempre en medio de una violencia gratuita como aquella. Era
consciente de que vivir en Bayview era encontrarse inmersa
constantemente en el miedo y el estré s.
Un dı́a, un muchacho de catorce añ os al que habı́an diagnosticado
TDAH, y al que llamaré Robert, acudió a visitarse con Nadine. (He
modi icado tambié n algunos otros detalles a lo largo del capı́tulo, a
petició n de Nadine, para respetar la con idencialidad mé dica de sus
pacientes.) Durante un tiempo, a Robert le habı́an recetado Ritalin, un
medicamento estimulante, pero en su caso no parecı́a hacerle ningú n
efecto. Le explicó que no le gustaba có mo le hacı́a sentirse, y que querı́a
dejar de tomarlo, pero los mé dicos que lo habı́an tratado antes habı́an
insistido en que siguiera tomá ndolo en dosis cada vez má s elevadas.
Nadine les preguntó a é l y a su madre cuá ndo habı́an empezado sus
problemas de atenció n. Le contaron que cuando tenı́a diez añ os. Ella
quiso saber qué habı́a ocurrido entonces. Bueno, le respondieron, fue
cuando lo enviaron a vivir a casa de su padre. Conversaron sobre el
divorcio, y sobre la vida del niñ o en general, y en ese momento Nadine
preguntó tranquilamente: ¿por qué enviaron a Robert a vivir con su
padre? A los dos les costó un poco contar la historia, pero a
trompicones fue saliendo. La madre de Robert tenı́a un novio, y un dı́a,
al volver a casa, ella se lo encontró en la ducha, abusando sexualmente
de su hijo. De ella tambié n habı́an abusado durante toda su infancia, y la
habı́an acostumbrado a sentir terror de los abusadores y a someterse a
sus exigencias. En ese momento, se sintió impotente, por lo que hizo
algo de lo que estaba profundamente avergonzada. En lugar de llamar a
la policı́a, envió a su hijo a vivir con su padre. Cada vez que Robert iba a
su casa a visitarla, su abusador seguı́a ahı́, esperando.
Nadine pensó mucho sobre ese caso, y empezaba a preguntarse si
tendrı́a alguna conexió n con un problema má s amplio con el que se iba
encontrando. A su llegada al centro mé dico de Bayview, se habı́a dado
cuenta de que el ı́ndice de diagnó sticos de problemas de atenció n en
niñ os era altı́simo, mucho mayor que en barrios acomodados, y la
primera y por lo general ú nica respuesta era drogarlos con
estimulantes muy potentes como Ritalin o Adderall. Nadine cree en la
administració n de fá rmacos para solucionar un amplio abanico de
problemas (por eso estudió Medicina), pero empezó a preguntarse: ¿y
si estamos diagnosticando erró neamente el problema al que se
enfrentan muchos de estos niñ os?
Nadine sabı́a que, hacı́a unas dé cadas, unos cientı́ icos habı́an
descubierto algo signi icativo. Cuando los seres humanos se encuentran
en un entorno aterrador —como una zona en guerra—, suelen entrar
en un estado diferente. Me puso un ejemplo, al que ya me he referido
brevemente. Imaginemos que vamos caminando por el bosque y se nos
encara un oso pardo que parece enfadado y a punto de atacarnos. En
ese momento, nuestro cerebro deja de preocuparse por lo que vamos a
comer esa noche, o por có mo vamos a pagar el alquiler. Se concentra
ú nica y exclusivamente en una cosa: el peligro. Reseguimos todos los
movimientos del oso, y nuestra mente empieza a buscar maneras de
alejarse de é l. Nos ponemos extremadamente alerta.
Ahora imaginemos que esos ataques de osos ocurrieran muy a menudo.
Pongamos que, tres veces a la semana, un oso enfadado apareciera de
pronto en nuestra calle y le diera un zarpazo a uno de nuestros vecinos.
Si ello ocurriera, probablemente desarrolları́amos un estado conocido
como de «hipervigilancia». Empezarı́amos a buscar peligros
constantemente, tanto si tuvié ramos un oso delante como si no. Nadine
me explicó : «La hipervigilancia se da bá sicamente cuando pasamos a
buscar el oso en todas las esquinas. Tu atenció n se concentra en avisos
de peligro potencial, en lugar de concentrarte en estar presente en lo
que está ocurriendo, o en la lecció n que se supone que deberı́as estar
aprendiendo, o en hacer el trabajo que se supone que deberı́as estar
haciendo. No es que [la gente en ese estado] no preste atenció n. Es que
presta atenció n a cualquier indicio o señ al de amenaza o peligro en su
entorno. Ahı́ es donde está su atenció n».
Imaginó a Robert sentado en un aula intentando aprender
matemá ticas, pero sabiendo que en cuestió n de dı́as volverı́a a ver al
hombre que habı́a abusado sexualmente de é l y que quizá volviera a
hacerlo. Se preguntaba có mo iba a dedicar el poder de su mente a las
sumas en aquellas circunstancias. No, su mente se orientaba a una sola
cosa: detectar el peligro. No habı́a nada que funcionara mal en su
cerebro; se trataba de una respuesta natural y necesaria a unas
circunstancias intolerables. Empezó a interesarse por averiguar
cuá ntos de los niñ os a los que trataba, niñ os a los que se decı́a que
tenı́an un defecto inherente, podı́an encontrarse en una posició n como
esa. Junto con su equipo del hospital decidió investigar cientı́ icamente
la cuestió n. Empezó a leer estudios relacionados con ella y descubrió
que existı́a una manera estandarizada de identi icar si un niñ o estaba
traumatizado y en qué grado. Se conoce como el Cuestionario sobre
Experiencias Adversas en la Infancia y es bastante directo.2 En é l se
pregunta: ¿has experimentado alguna de las siguientes diez cosas en tu
infancia? (factores como maltrato fı́sico, crueldad y abandono). A
continuació n, indaga sobre cualquier problema que el sujeto pueda
experimentar en el presente, como obesidad, adicciones y depresió n.
Nadine decidió que su equipo iba a estudiar a los má s de mil niñ os a su
cuidado recurriendo a ese cuestionario para determinar cuá nto trauma
infantil habı́an sufrido y para ver si ello se correspondı́a con cualquier
otro problema que pudieran tener, incluidos los dolores de cabeza y
abdominales y (fundamentalmente) problemas de atenció n. Ası́ pues,
los evaluaron a todos con detalle.
Los niñ os que habı́an sufrido cuatro o má s tipos de trauma tenı́an un
32,6 % má s de probabilidades de ser diagnosticados con problemas de
atenció n o de conducta que los que no habı́an experimentado ningú n
trauma.3
Otros cientı́ icos de todo el territorio de Estados Unidos avalan ese
hallazgo general segú n el cual las probabilidades de que los niñ os
tengan problemas de concentració n son mucho mayores si han vivido
traumas. Por ejemplo, la doctora Nicole Brown, en una investigació n
independiente, constató que los traumas infantiles hacı́an que se
triplicara el desarrollo de sı́ntomas de TDAH. Un ambicioso estudio
llevado a cabo por la O icina Nacional de Estadı́stica del Reino Unido
llegó a la conclusió n de que si una familia pasa por una crisis
econó mica, las probabilidades de que al niñ o se le diagnostiquen
problemas de atenció n aumentan un 50 %.4 Si hay una enfermedad
grave en la familia, la cifra asciende hasta el 75 %. Si uno de los
progenitores debe comparecer en un juicio, sube casi hasta el 200 %.
La base de la evidencia es pequeñ a, pero está creciendo y parece avalar
ampliamente lo que Nadine descubrió en Bayview.
Ella creı́a haber descubierto una verdad fundamental sobre el foco:
para poder prestar atenció n normalmente debemos sentirnos seguros.
Debemos poder desconectar las partes de la mente que está n oteando
el horizonte en busca de osos, o leones, o sus equivalentes modernos, y
permitirnos el lujo de zambullirnos en un tema seguro. En Adelaida,
Australia, me entrevisté con el doctor Jon Jureidini, un psiquiatra
infantil que se ha especializado en esta cuestió n. Me contó que reducir
el foco es «una estrategia muy buena en un entorno seguro, porque
implica que podemos aprender cosas, progresar y desarrollarnos. Pero
si nos encontramos en un entorno peligroso, la atenció n selectiva
[aquella en la que enfocamos solo una cosa] es una estrategia poco
inteligente. Lo que necesitamos en ese caso es repartir la alerta de
manera uniforme alrededor de nuestro entorno en busca de indicios de
peligro».
Cuando supo que eso era ası́, Nadine se dio cuenta de que, con Robert,
la respuesta de sus mé dicos anteriores habı́a sido un error grave. Me
dijo: «¡Qué sorpresa! El Ritalin no trata el abuso sexual». Para esos
niñ os, «las medicaciones tratan los sı́ntomas super iciales y no la causa
de base... Si un niñ o se porta muy mal, casi siempre es una manera muy
buena que tiene de alertar al sistema de que hay algo que no va bien».
Llegó a creer que cuando los niñ os no pueden prestar atenció n, suele
ser una señ al de que viven una situació n de estré s espantosa. Jon, el
mé dico de Adelaida especializado en el tema, me explicó : «Si medicas a
un niñ o en esa situació n, aceptas que siga viviendo una situació n
violenta o inaceptable». Un estudio comparaba niñ os de los que se
habı́a abusado sexualmente con un grupo de la misma edad que no
habı́a sufrido abusos, y llegó a la conclusió n de que entre los
supervivientes de abusos sexuales la tasa habitual de TDAH
diagnosticable era el doble.5 (Esa no es la ú nica causa de TDAH; má s
adelante volveré con las demá s.)
El planteamiento seguido con Robert puede llevar a unos resultados
terrorı́ icos. Me desplacé a Noruega a entrevistar a la polı́tica Inga
Marte Thorkildsen, que habı́a empezado a investigar estas cuestiones
—y que ha escrito un libro sobre el tema— despué s de sentirse
conmovida por el caso de una persona de su circunscripció n electoral.
Se trataba de un niñ o de ocho añ os cuyos maestros consideraban que
mostraba todos los sı́ntomas de la hipervigilancia. No era capaz de
sentarse y quedarse quieto; no paraba de correr de un lado a otro; se
negaba a hacer lo que le pedı́an. Le diagnosticaron TDAH y le
administraron estimulantes. Poco despué s lo hallaron muerto, con una
brecha de diecisiete centı́metros en el crá neo. Lo habı́a asesinado su
padre, que segú n se supo, llevaba todo ese tiempo maltratá ndolo.
Cuando me encontré con ella en Oslo, me explicó : «Nadie hizo nada
porque decı́an: vaya, tiene problemas de atenció n, y bla, bla, bla. Ni
siquiera hablaron con é l durante [el tiempo en que le administraron] la
medicació n».
Nadine empezaba a preguntarse: si ese es el planteamiento equivocado,
¿cuá l es la manera correcta de responder? ¿Có mo podı́a ayudar a
Robert, y a todos los demá s niñ os a su cuidado que estaban en su
misma situació n? Me dijo que ella empieza por explicá rselo a los
padres: «Creo que esa [incapacidad para concentrarse] tiene la causa en
el exceso de hormonas de estré s que segrega el cuerpo de vuestro hijo.
Y eso se soluciona de la siguiente manera. Debemos crear un entorno.
Debemos limitar la cantidad de cosas estresantes o temibles que
vuestro hijo está experimentando y presenciando. Y debemos aplicar
muchas capas amortiguadoras, debemos ofrecerle muchos cuidados,
apoyarlo mucho. Para que podá is hacerlo, tú , su madre, debes
reconocer y abordar la historia de lo que te ha ocurrido en la vida».
Decir algo ası́ no tiene sentido si no puedes ofrecerles maneras
prá cticas de hacerlo. Ası́ que Nadine se esforzó todo lo que pudo para
obtener inanciació n de ilá ntropos del Area de la Bahı́a de San
Francisco y poder convertir su propuesta en realidad. Me explicó que,
en un caso como el de Robert, son muchos los pasos que hay que dar.
Concretamente, tuvieron que ayudar a la madre a asistir a terapia para
que pudiera entender por qué se sentı́a impotente para enfrentarse a
quien abusaba de su hijo. Tuvieron que facilitar asistencia legal a la
familia para obtener una orden de alejamiento para el maltratador y
que este se alejara para siempre de la vida de Robert. Tuvieron que
prescribirles clases de yoga a los dos, al niñ o vı́ctima de abuso sexual y
a su madre, para que volvieran a conectar con sus cuerpos. Tuvieron
que ayudarles a mejorar en sueñ o y alimentació n.
Nadine me contó que hay que «equiparar las herramientas que ofreces
a los problemas a los que se enfrenta la gente». Enfatizó que esas
soluciones má s profundas implican un trabajo realmente duro, pero
ella ha visto có mo transforman a los niñ os. «Creo que es fá cil para la
gente oı́r que, cuando has experimentado un trauma infantil, está s roto
o dañ ado», pero en realidad «tenemos la capacidad de cambiar». Ella lo
ve constantemente durante su prá ctica profesional: «Es increı́ble la
cantidad de niñ os que han pasado del suspenso a la matrı́cula de honor
con un diagnó stico adecuado y con el apoyo indicado». Por eso, para
ella, se trata de un «trabajo feliz» porque «nos muestra el profundo
potencial de cambio. Eso es lo que yo veo en mi prá ctica clı́nica. Es en
gran medida tratable. Es increı́ble lo tratable que es. Y en muchos casos
es fá cil». Cree que si trabajamos lo bastante duro para informar a la
gente, «llegaremos; llegaremos a ese punto en el que habremos
transformado el paisaje de la respuesta que la sociedad y la medicina —
todos nosotros— dan a esta cuestió n».
Nadine cree que si puede dedicarse a ese trabajo es porque ella misma,
hace añ os, fue una niñ a asustada que vivı́a en la periferia de Palo Alto.
Segú n me contó : «Hay un refrá n budista que dice: “Agradece tu
sufrimiento porque te permite empatizar con el sufrimiento de los
demá s”».
Poco antes de verla por ú ltima vez, a Nadine acababan de nombrarla
directora general de Salud Pú blica de California, el cargo de má xima
responsabilidad en el estado. Pero por má s prestigio y poder que
conlleve ese puesto, ella me aseguró que estaba má s orgullosa de otra
cosa. Hacı́a poco tiempo habı́a visto a Robert y a su madre. Y habı́a
constatado que, como consecuencia de la ayuda prolongada que se les
habı́a ofrecido, empezaban a cambiar lentamente. A é l ya no lo
medicaban por sus problemas de atenció n, ni mostraba di icultades de
concentració n. Estaban desarrollando empatı́a mutua. Se estaban
curando a un nivel profundo, de un modo que nunca habrı́an podido
conseguir medicando al niñ o. La madre de Robert empezaba a entender
que los abusos sexuales que ella misma habı́a sufrido la habı́an
incapacitado para proteger a su propio hijo, y pudo, por primera vez en
su vida, verse de otra manera, y compadecerse de sı́ misma. Ello, a su
vez, se tradujo en que pudo empezar a sentir compasió n por su hijo.
Nadine me explicó que los dos reconocen que la historia, a partir de
ahora, podrá desarrollarse de otra manera.
Nadine veı́a que el trauma severo que Robert experimentaba habı́a
resultado devastador, pero tambié n habı́a llegado a creer que la vida
corriente en Bayview, con el estré s que comporta, erosiona la atenció n.
A sus pacientes que no habı́an sido vı́ctimas de abusos infantiles,
tambié n les invadı́an las preocupaciones por los desahucios, la
desnutrició n o los tiroteos. Vivı́an bajo una presió n soterrada
constante.
Cuando me lo explicaba, a mı́ me interesó entender si otras formas de
estré s tambié n afectaban a la atenció n. ¿Y las que resultan muchı́simo
menos aterradoras que el abuso sexual? Descubrı́ que las evidencias
cientı́ icas en este sentido son algo complicadas. Las pruebas
realizadas en laboratorio muestran que si al sujeto se lo coloca en una
situació n de estré s entre ligero y moderado, su rendimiento será mejor
en determinadas tareas que exigen atenció n a corto plazo.6 Todos lo
hemos experimentado: antes de salir a un escenario a pronunciar un
discurso, siento un chute de presió n, pero eso me hace estar despierto,
me pone en mi sitio y me lleva a hacerlo mejor.
Pero ¿qué ocurre si el estré s es prolongado? En esas circunstancias,
incluso los niveles ligeros de estré s «pueden alterar signi icativamente
los procesos de atenció n», como un equipo cientı́ ico concluyó tras un
estudio tı́pico.7 La ciencia tambié n es clara en relació n con lo que
explicaba un informe reciente: «Actualmente resulta obvio que el
estré s puede producir cambios estructurales en el cerebro con efectos
a largo plazo».8
Empezaba a preguntarme: ¿y eso por qué ? Una de las razones es que el
estré s desencadena a menudo otros problemas que sabemos que
erosionan la atenció n. El profesor Charles Nunn, por ejemplo,
destacado antropó logo evolutivo, ha investigado el aumento del
insomnio y ha descubierto que nos cuesta dormir cuando
experimentamos «estré s e hipervigilancia».9 Si no nos sentimos
seguros, no podremos relajarnos, porque nuestro cuerpo nos dice:
está s en peligro, mantente alerta. Ası́ pues, segú n explicaba, la
incapacidad para dormir no es una disfunció n, sino «un rasgo
adaptativo en unas circunstancias de amenaza percibida».10 Para
abordar realmente el insomnio, Charles habı́a llegado a la conclusió n de
que «debemos aliviar las fuentes de la ansiedad y el estré s para tratar
e icazmente el insomnio». Hay que abordar las causas.
¿Y qué causas profundas pueden ser esas? He aquı́ una. Seis de cada
diez ciudadanos estadounidenses tienen menos de quinientos dó lares
ahorrados por si llega una crisis, y muchos otros paı́ses del mundo
occidental van en la misma direcció n. Como consecuencia de los
grandes cambios estructurales en la economı́a, la clase media se está
desmoronando. A mı́ me interesaba comprender qué le ocurre a
nuestra capacidad para pensar con claridad cuando sufrimos un mayor
estré s inanciero. Descubrı́ que es un aspecto estudiado en
profundidad por Sendhil Mullainathan, profesor de ciencia
computacional de la Universidad de Chicago.11 Formó parte de un
equipo que llevó a cabo un estudio con recolectores de cañ a de azú car
en la India. Pusieron a prueba sus aptitudes de pensamiento antes de la
cosecha (cuando estaban sin blanca) y despué s de la cosecha (cuando
tenı́an cierta cantidad de dinero). Y resultó que cuando tenı́an la
seguridad econó mica que traı́a el in de la cosecha, su cociente
intelectual medio era trece puntos superior, una diferencia
extraordinaria.12 ¿Por qué era ası́? Cualquiera que esté leyendo estas
lı́neas y que haya sufrido estré s econó mico conoce instintivamente
parte de la respuesta. Cuando nos preocupa có mo vamos a sobrevivir
inancieramente, todo —desde una lavadora estropeada al zapato que
el niñ o ha perdido— se convierte en una amenaza a nuestra posibilidad
de llegar al inal de la semana. Nos volvemos má s vigilantes, como los
pacientes de Nadine.
Al tiempo que estudiaba esa gran causa del estré s, no dejaba de pensar
en algo que Nadine me habı́a explicado: «Hay que equiparar las
herramientas que ofreces con los problemas que tiene la gente». Me
preguntaba: ¿en qué se traducirı́a eso si lo aplicá ramos a nuestro estré s
inanciero? Pues resulta que en un lugar han respondido precisamente
a esa pregunta. En Finlandia, en 2017, una coalició n de gobierno
formada por partidos centristas y de derechas decidió poner en
prá ctica un experimento. Cada cierto tiempo, polı́ticos y ciudadanos de
todo el mundo sugieren que deberı́a otorgarse a todo el mundo,
mensualmente, un ingreso bá sico garantizado. El Gobierno nos dirı́a: te
entregamos una pequeñ a cantidad de dinero que cubra las necesidades
bá sicas (alimentos, vivienda, calefacció n), pero no má s. Para recibirla,
no hace falta que hagas nada; queremos simplemente que sientas
seguridad y cuentes con lo mı́nimo necesario para sobrevivir. Esa idea
la han valorado todos, desde el presidente republicano Richard Nixon,
hasta el candidato demó crata a la presidencia de Estados Unidos
Andrew Yang. Finlandia decidió que habı́a que dejar de hablar de ello y
ponerlo en prá ctica.13 Seleccionaron aleatoriamente a dos mil
ciudadanos de entre veinticinco y cincuenta y ocho añ os, y les
informaron de que, durante los dos añ os siguientes, todos los meses
recibirı́an 560 euros, sin contraprestaciones. El Gobierno inició
simultá neamente un riguroso programa cientı́ ico para averiguar qué
ocurrı́a a continuació n, y una vez el proyecto terminó , se publicaron los
resultados. Yo entrevisté a dos de los principales especialistas
encargados del estudio: Olavi Kangas, profesor del Departamento de
Investigació n Social de la Universidad de Turku, y la doctora Signe
Jauhiainen, y ambos me pusieron al corriente de sus hallazgos.
Olavi me contó que, en lo relativo a la atenció n y la concentració n, «las
diferencias eran muy signi icativas» una vez que la gente recibı́a una
renta bá sica, su capacidad de concentrarse mejoraba
signi icativamente. Signe me contó que no entendı́an exactamente la
causa, pero descubrieron que «los problemas de dinero no van nada
bien para la concentració n... Si tienes que preocuparte de tu situació n
econó mica... eso le quita mucha capacidad a tu cerebro. Si no has de
preocuparte, mejorará tu capacidad para pensar en otras cosas».
Lo que parece haber hecho la renta bá sica garantizada, aunque fuera
bastante modesta, es proporcionar a quienes la percibı́an la sensació n
de que, por in, pisaban terreno irme. ¿Cuá ntas personas en el mundo
lo sienten ası́ en este momento? Cualquier cosa que reduzca el estré s
mejora nuestra capacidad para prestar una atenció n profunda.
Finlandia ha demostrado que un ingreso universal bá sico, su iciente
para proporcionar un mı́nimo de seguridad, pero no tan elevado como
para desincentivar el trabajo, mejora la concentració n de las personas
al atajar una de las causas de nuestra hipervigilancia.
Ello me llevó a pensar de nuevo en nuestros problemas con internet y
los mó viles. Internet llegó , para la mayorı́a de nosotros, a inales de la
dé cada de 1990, en una sociedad en que la clase media empezaba a
resquebrajarse y en que la inseguridad econó mica aumentaba, y en que
dormı́amos una hora menos que en 1945. Una sociedad má s estresada
será menos capaz de resistirse a las distracciones. En cualquier caso,
habrı́a sido difı́cil plantar cara al espionaje humano del capitalismo de
vigilancia, pero al parecer ya nos está bamos debilitando y, por tanto,
é ramos má s fá ciles de espiar de lo que lo hubié ramos sido en otras
circunstancias. Yo me disponı́a a investigar otras causas que tambié n
nos vuelven cada vez má s vulnerables.
Llegados a este punto, quisiera ser sincero sobre un aspecto que
complica el argumento que vengo planteando a lo largo del libro. Existe
un aspecto en que lo que Nadine iba a enseñ arme —ası́ como los
conocimientos má s generales sobre el estré s que iba a adquirir má s
adelante— plantea un desafı́o al punto clave sobre el que escribo.
Como vimos en la introducció n, creo que es razonable a irmar que
nuestros problemas de atenció n está n empeorando, por má s que no
contemos con estudios de largo recorrido que resigan los cambios que
con el tiempo se han producido en la capacidad de la gente para
concentrarse. Yo he llegado a esa conclusió n porque puedo demostrar
que concurren diversos factores que perjudican nuestra concentració n
y nuestra atenció n, y que dichos factores van en aumento.
Pero existe un contraargumento. Podrı́amos preguntarnos: ¿y si
hubiera tendencias en sentido contrario que estuvieran producié ndose
simultá neamente y que causaran una mejora en nuestra atenció n?
Nadine ha mostrado que experimentar violencia perjudica la capacidad
de concentració n. Pero a lo largo del pasado siglo se ha producido una
importante disminució n de la violencia en el mundo occidental. Sé que
es algo que va en contra de lo que leemos en las noticias, pero es
verdad; el profesor Steven Pinker, en su obra Los ángeles que llevamos
dentro: el declive de la violencia y sus implicaciones, expone con claridad
las evidencias. Se trata de algo que parece ir en contra de la intuició n,
en parte porque nos llegan constantemente imá genes de violencia y
amenaza por televisió n y en internet, pero el hecho es que las
probabilidades de que nos agredan con violencia o nos asesinen son
mucho menores que en el caso de nuestros antepasados. No hace tanto,
el mundo entero —en té rminos de violencia y temor— se parecı́a má s a
Bayview, o a algo aú n peor.
La amenaza de ser agredida fı́sicamente o asesinada es sin duda la
mayor fuente de estré s a que una persona puede enfrentarse. Dado que
esta ha disminuido, cabrı́a esperar que esa tendencia ha llevado a una
mejora de la atenció n y la concentració n. Mi intenció n es ser franco
llegados a este punto.
¿Creo que esa ú nica —pero altamente signi icativa— tendencia de
mejora de nuestra concentració n contrarresta todos los demá s factores
que la perjudican? ¿Contrarresta los efectos del gran incremento de la
alternancia de tareas, la disminució n de horas de sueñ o, los efectos de
la maquinaria del capitalismo de vigilancia, el aumento de la
inseguridad econó mica? A mı́ me parece que, en conjunto no la
contrarresta. Pero no se trata de algo que podamos introducir en un
ordenador para obtener resultados; se hace demasiado complejo
cuanti icar y comparar todos y cada uno de esos efectos. Ası́ pues, hay
personas razonables que podrı́an discrepar de mı́. Es posible que las
pruebas que aporta Nadine apunten que nuestra atenció n, en tanto que
sociedad, deberı́a estar mejorando.
Pero posteriormente he tenido conocimiento de otra fuerza que
interviene en nuestra cultura y que tiene un efecto destructivo sobre
nuestra atenció n, una fuerza que, a lo largo de mi vida, no ha dejado de
crecer.
En tanto que cultura, en el mundo occidental, con el paso de las dé cadas
cada vez trabajamos má s. Ed Deci, profesor de psicologı́a al que
entrevisté en la Universidad de Rochester, en el estado de Nueva York,
ha demostrado que hemos añ adido un mes de trabajo al añ o con
respecto a lo que, en 1969, se consideraba una jornada completa.14
Cuando empezó el siglo XXI, el servicio sanitario canadiense decidió
estudiar có mo pasaba su jornada laboral la gente del paı́s. Se
concentraron en má s de treinta mil personas de má s de un centenar de
lugares de trabajo —pú blicos y privados, grandes y pequeñ os—, y
acabaron realizando una de las investigaciones má s detalladas del
mundo sobre nuestra manera de trabajar. Explicaron que, a medida que
las horas de trabajo aumentan sin parar,15 la gente se distrae má s y se
vuelve menos productiva, y llegaron a la conclusió n de que: «Esas
cargas de trabajo no son sostenibles».16
Yo no comprendı́ plenamente las implicaciones de ello para nuestra
atenció n hasta que visité dos lugares que habı́an experimentado con
maneras de reducir radicalmente la cantidad de estré s que la gente vive
en su puesto de trabajo. Se encuentran separados por diez mil
kiló metros, y sus experimentos son bastante diferentes, pero me parece
que aportan grandes implicaciones sobre có mo podrı́a revertirse el
dañ o que, actualmente, le estamos haciendo a nuestra atenció n.
Capı́tulo 11
Hace unos quince añ os, coincidiendo con la infancia de mis sobrinos,
empezó a ocurrir algo raro. Sus maestros creı́an que un importante
nú mero de niñ os en sus clases se mostraban má s inquietos e incapaces
de concentrarse. No querı́an sentarse, ni estarse quietos, ni atender a
las clases. Má s o menos en esa misma é poca, una idea que no existı́a
cuando yo era pequeñ o —o que, al menos, resultaba excepcional—
empezó a propagarse por el paı́s. Algunos investigadores y doctores
defendı́an que aquellos niñ os sufrı́an un trastorno bioló gico que
explicaba por qué no eran capaces de prestar atenció n. La idea
prosperó con increı́ble rapidez por todo el mundo de habla inglesa. Solo
entre 2003 y 2011, los diagnó sticos del trastorno de dé icit de atenció n
e hiperactividad (TDAH) aumentaron un 43 % en Estados Unidos entre
la població n infantil general, y un 55 % entre las niñ as. En la actualidad,
se ha llegado a un punto en que el 13 % de los adolescentes
estadounidenses han sido diagnosticados de TDAH, y a la mayorı́a de
ellos, como consecuencia de dicho diagnó stico, se les administran
medicamentos que son potentes estimulantes.
En Gran Bretañ a, el aumento tambié n ha sido extraordinario: por cada
niñ o diagnosticado con TDAH cuando yo tenı́a siete añ os, en 1986,
actualmente son cien los niñ os que se encuentran en esa situació n. Solo
entre 1998 y 2004, el nú mero de niñ os a los que se administraba
estimulantes se ha duplicado.
Cuando se trata de nuestros propios problemas de atenció n como
adultos, a menudo reconocemos de plano todo un abanico de
in luencias en nosotros: el aumento de tecnologı́as invasivas, el estré s,
la falta de sueñ o, etcé tera. Pero cuando han sido nuestros hijos los que
se han enfrentado a esas mismas di icultades, durante los ú ltimos
veinte añ os nos hemos visto atraı́dos por una historia de una gran
simpleza: que el problema se debe en gran medida a un desastre
bioló gico. A mı́ me interesaba investigarlo en profundidad. De todos los
capı́tulos que componen el libro, este es el que me ha costado má s
escribir, pues es el tema sobre el que má s discrepan cientı́ icos serios.
Al entrevistarlos he descubierto que no se ponen de acuerdo siquiera
en las cuestiones má s bá sicas, entre ellas la de si el TDAH existe de la
manera en que a mucha gente se le explica que existe, esto es, como una
enfermedad bioló gica. Ası́ pues, mi intenció n es avanzar despacio y
cautelosamente por el capı́tulo. Se trata del tema para el que he
entrevistado a má s expertos —má s de treinta en total—, y sobre el que
durante má s tiempo he formulado preguntas. Pero deseo dejar claras
algunas cosas desde el principio, cosas sobre las que se han mostrado
de acuerdo todos los expertos con los que he hablado: todas las
personas diagnosticadas de TDAH tienen un problema real. No se lo
inventan ni ingen. Sea cual sea la causa, si tú o tu hijo tené is
di icultades de concentració n, no es culpa vuestra; no sois
incompetentes ni indisciplinados ni ninguna otra de las etiquetas que
estigmatizan y que quizá os hayan atribuido. Merecé is comprensió n y
ayuda prá ctica para encontrar soluciones. La mayorı́a de los expertos a
los que entrevisté creen que, en el caso de algunos niñ os, puede existir
una aportació n bioló gica que explique su limitada capacidad de
concentració n, pero discrepan en el alcance de dicha aportació n.
Deberı́amos ser capaces de mantener una conversació n sosegada y
sincera sobre los demá s aspectos de la controversia sobre el TDAH sin
dejar de tener en cuenta estas verdades.
La cuestió n de si los niñ os incapaces de concentrarse tienen un
problema bioló gico es, de hecho, un debate bastante nuevo, y ha
cambiado mucho en los ú ltimos añ os. En 1952, la Asociació n
Estadounidense de Psiquiatrı́a redactó una primera guı́a con todas las
cosas que pueden salir mal con la salud mental de una persona, y la
idea de que los niñ os con di icultades de concentració n padecen un
trastorno bioló gico no fue incluida. En 1968, la idea ya habı́a alcanzado
la su iciente popularidad entre los psiquiatras como para incorporarla,
aunque estos creı́an que afectaba a un nú mero muy bajo de niñ os. Con
el paso de los añ os, el nú mero de niñ os que se considera que está n
afectados por este problema se ha disparado, hasta el punto de que en
muchas zonas del sur de Estados Unidos, al 30 % de los menores se les
ha diagnosticado TDAH antes de cumplir dieciocho añ os. En el
momento de escribir estas lı́neas, la cifra ha crecido aú n má s, y
actualmente a un nú mero inmenso de adultos se les anuncia que sufren
esta discapacidad, y a má s de tres millones de ellos se les recetan
estimulantes por un importe total de como mı́nimo 10.000 millones de
dó lares.
Paralelamente a todo ese estallido, ha surgido un argumento muy
polarizado al respecto. Por una parte está n quienes a irman que el
TDAH es un trastorno causado en gran medida por algo que no
funciona en los genes y el cerebro del individuo, y que grandes
cantidades de niñ os y adultos han de tomar esos estimulantes para
tratarse. Esa facció n tiene una gran preeminencia en Estados Unidos.
Por otra parte está n los que aseguran que los problemas de atenció n
son reales y dolorosos, pero que es erró neo y dañ ino atribuirlos a un
trastorno bioló gico que requiere la ingente prescripció n de
medicamentos, y que deberı́amos ofrecer otras formas de ayuda. Ese
planteamiento se ha impuesto en lugares como Finlandia.
Empecemos por el relato puramente bioló gico, y preguntá ndonos por
qué tanta gente halla verdad y alivio en é l. Un dı́a, en un tren de la
estadounidense Amtrak, me puse a conversar con una mujer que me
preguntó a qué me dedicaba. Cuando le dije que estaba escribiendo un
libro sobre personas con di icultades para prestar atenció n, ella
empezó a hablarme de su hijo. Como en su dı́a no lo anoté , recuerdo
solo los detalles generales de lo que me contó , pero la experiencia del
chico era la tı́pica. Añ os antes le habı́a costado mucho la vivencia
escolar: no era capaz de prestar atenció n en las clases y se metı́a en
muchos lı́os. Finalmente, los maestros la instaron a llevarlo al mé dico.
Este conversó con su hijo y despué s le informó que lo diagnosticaba de
TDAH. Le dijo que su hijo tenı́a una gené tica distinta a la de otros niñ os
y que, como consecuencia de ello, habı́a desarrollado un cerebro
distinto, que no era como el de la mayorı́a de la gente. Ello se traducı́a
en que al pequeñ o le resultaba mucho má s difı́cil estarse quieto y
concentrarse. Stephen Hinshaw, profesor de psicologı́a de la
Universidad de Stanford, me explicó , de manera similar, que la gené tica
es la responsable de entre un «75 y un 80 %» del TDAH, una cifra
aproximada que se basa en gran cantidad de estudios cientı́ icos.1
Que te digan que tu hijo sufre una discapacidad es todo un impacto, y
aquella mujer tambié n lo sintió . Pero, al tiempo que les transmiten ese
mensaje, a los padres tambié n les está n diciendo un montó n de cosas
positivas: el comportamiento de vuestro hijo no es culpa vuestra. De
hecho, merecé is comprensió n; habé is estado enfrentá ndoos a algo que
realmente es muy duro. Y lo mejor de todo es que hay solució n. A su
hijo le recetaron un medicamento estimulante, Ritalin. Cuando empezó
a tomarlo, dejó de mostrarse tan inquieto y a subirse por las paredes.
Pero é l aseguraba que no le gustaba có mo le hacı́a sentirse —un niñ o al
que conozco me contó que é l, cuando tomaba el medicamento, sentı́a
como si le apagaran el cerebro—, por lo que su madre vivı́a un con licto
permanente. Finalmente decidió seguir administrá ndole estimulantes
hasta que cumpliera dieciocho añ os, porque le parecı́a que ası́, al
menos, evitarı́a que lo echaran del colegio. En esta ané cdota no existe
ningú n elemento dramá tico: el niñ o no tuvo ningú n infarto ni se pasó a
las metanfetaminas. En conjunto, a ella le parecı́a que estaba haciendo
lo correcto.
Yo siento una gran compasió n por ella. Pero por diversas razones
tambié n me preocupa que cada vez haya má s gente como ella, que
actualmente cree que se trata de un problema gené tico que debe
abordarse sobre todo con estimulantes. Creo que la mejor manera de
empezar a explicar por qué , podrı́a ser hacer una pausa momentá nea y
ijarnos en lo que ocurrió cuando el concepto de TDAH empezó a
extenderse má s allá de los niñ os, e incluso má s allá de los adultos, hasta
alcanzar a una nueva categorı́a de criaturas vivas.
Un dı́a, en la dé cada de 1990, llevaron al veterinario a una perra de la
raza beagle de nueve añ os de edad. Su dueñ a, bastante estresada,
explicó que tenı́a un problema. Su perra comı́a sin parar, y a veces se
ponı́a histé rica, rebotaba por las paredes de la casa y no dejaba de
ladrar. Si la dejaban sola, se volvı́a loca. Aquella dueñ a repitió varias
veces una palabra para describir a su mascota Emma: «hiperactiva». Y
le imploraba al veterinario que la ayudara a resolver la situació n.
El veterinario al que acudió era Nicholas Dodman, un emigrante inglé s
que, tras má s de treinta añ os de carrera profesional, se habı́a
convertido en uno de los especialistas má s destacados de Estados
Unidos, ademá s de profesor de la Universidad Tufts. Al principio,
Nicholas le recomendó que fueran las dos a adiestramiento canino para
aprender nuevas habilidades que las ayudaran a interactuar. Y la
recomendació n funcionó , aunque no del todo. La dueñ a re irió que los
problemas de Emma se redujeron en un 30 %. Al tener conocimiento de
ello, Nicholas llegó a la conclusió n de que la perra, en efecto, sufrı́a
TDAH, un concepto que, hasta que é l mismo innovó en la interpretació n
del comportamiento animal, solo se habı́a aplicado a los seres humanos.
Le recetó Ritalin, y le aconsejó a su dueñ a que se lo triturase y se lo
mezclase con la comida dos veces al dı́a. Cuando esta regresó poco
despué s, estaba exultante. Explicó que el problema estaba resuelto. La
perra habı́a dejado de dar tumbos por toda la casa, y ya no se pasaba el
dı́a comiendo. Era cierto que Emma seguı́a aullando mucho cuando se
quedaba sola, pero má s allá de ello, se habı́a convertido en el animal
que su dueñ a siempre habı́a esperado.
Cuando fui a entrevistar a Nicholas en su casa de Massachusetts,
aquello se habı́a convertido en una rutina en su clı́nica. Suele recetar
Ritalin y otros estimulantes a animales a los que diagnostica de TDAH.
Nicholas es pionero, y se le ha llamado «el lautista de Hamelı́n» de los
animales medicados por problemas psiquiá tricos.2
Sentı́a curiosidad por saber có mo habı́a llegado a adoptar aquella
postura. Me contó que todo habı́a empezado por casualidad, como
ocurre con muchos descubrimientos cientı́ icos. A mediados de la
dé cada de 1980, cuando ya era veterinario, requirieron sus servicios
para que examinara a un caballo llamado Poker, que tenı́a un problema.
El animal «tragaba aire», un espantoso comportamiento compulsivo
que desarrolla aproximadamente un 8 % de los caballos cuando pasan
la mayor parte del dı́a encerrados en establos. Se trata de una curiosa
acció n repetitiva por la que el animal se aferra con los dientes a algo
só lido —como un poste o una valla que tenga delante—, arquea el
cuello, traga aire y gruñ e con fuerza. Lo hace una y otra vez,
compulsivamente. Los denominados tratamientos contra ese há bito, en
aquella é poca, eran de una crueldad espantosa. En ocasiones los
veterinarios practicaban agujeros en la cara del caballo para evitar la
aerofagia, o les ponı́an anillas de lató n en los labios para que no
pudieran rascar las vallas con los dientes. A Nicholas le horrorizaban
aquellas prá cticas, y en su bú squeda de alternativas, de pronto tuvo una
idea. ¿Y si le suministraba un medicamento? Decidió inyectarle
naloxona, que es un bloqueante de opiá ceos. «En cuestió n de minutos,
el caballo abandonó por completo la conducta —me explicó —. El dueñ o
se quedó ... Dios mı́o, Dios mı́o.»
Transcurridos unos veinte minutos, el animal volvió a rascar la valla
con los dientes y a tragar aire, pero «repetimos [la inyecció n] muchas
veces con muchos animales posteriormente, y el resultado era siempre
el mismo». Y añ adió : «Me fascinaba que pudiera cambiarse un
comportamiento de manera tan espectacular modi icando la quı́mica
cerebral... Y bueno, eso cambió mi carrera».
A partir de ese momento, Nicholas empezó a creer que podı́an
resolverse los problemas de muchos animales respondiendo a ellos
mediante procedimientos que, hasta ese momento, solo se habı́an
aplicado a personas. Por ejemplo, el zoo de Calgary le consultó sobre un
oso polar que caminaba arriba y abajo sin parar, y é l recomendó
administrarle una dosis masiva de Prozac. El animal dejó de caminar y
empezó a pasar el tiempo dó cilmente sentado en su jaula. Hoy en dı́a,
gracias en parte al cambio de perspectiva de Nicholas, hay loros que
toman Xanax y Valium, muchas especies, desde pollos a morsas,
consumen antipsicó ticos, y se administra Prozac a gatos. Uno de los
trabajadores del zoo de Toledo (Ohio) contó a un periodista que los
fá rmacos psiquiá tricos son «sin duda una herramienta de manejo
maravillosa, y ası́ las vemos. Ser capaces de apaciguar nos facilita un
poco má s las cosas».3 Casi la mitad de los zoos de Estados Unidos
admiten que administran fá rmacos psiquiá tricos a sus animales, y
entre el 50 y el 60 % de los dueñ os que acuden a la clı́nica de Nicholas
buscan medicamentos psiquiá tricos para sus mascotas. A veces la cosa
se parece un poco a Alguien voló sobre el nido del cuco pero para cucos
de verdad.
Antes de conocer a Nicholas, esperaba que é l me lo justi icara de alguna
manera concreta. Creı́a que me contarı́a la historia que muchos
mé dicos cuentan a los padres cuando estos tienen hijos con problemas
de atenció n: que se trata de un trastorno de causas bioló gicas, y que por
eso requieren soluciones bioló gicas en forma de medicamentos. Pero
no. El no me dijo nada de eso. De hecho, su explicació n se inició donde
habı́a empezado su propio viaje por esa especialidad: con aquellos
caballos que mordı́an vallas y tragaban aire. «Nadie ha visto a un
caballo salvaje tragando aire. Se trata de un comportamiento que nace
de la “domesticació n”, de mantener a los caballos en situaciones no
naturales —me explicó —. Si no los hubieran metido nunca en un
establo y no los hubieran sometido a presió n psicoló gica
prematuramente, no lo habrı́an desarrollado.»
Mientras describı́a lo que les sucedı́a a aquellos caballos, recurrió a una
expresió n que me impresionó mucho. Dijo que esos animales sufren de
unos «objetivos bioló gicos frustrados». Los caballos quieren moverse,
correr y pacer. Cuando no pueden expresar su naturaleza innata, su
comportamiento y su concentració n se echan a perder y empiezan a
portarse de manera extrañ a. Nicholas me contó que «la presió n de ver
frustrados los objetivos bioló gicos es tal que se abre la caja de Pandora»
e intentan encontrar cualquier comportamiento que «alivie esa dura
presió n psicoló gica o esa incapacidad para hacer nada... Los caballos, en
estado salvaje, pasan el 60 % del tiempo pastando, por lo que no
sorprende que una de las cosas que les procure alivio sea una especie
de falso pacer, que en el fondo es lo que hacen cuando mordisquean los
postes y tragan aire».
El veterinario admitı́a abiertamente que su planteamiento al medicar a
los animales por lo que ha dado en denominarse «zoocosis» (la locura
que con frecuencia desarrollan los animales cuando está n enjaulados)
es una solució n extraordinariamente limitada. Yo le pregunté si, por
ejemplo, medicando a aquel oso polar se habı́a resuelto el problema.
«No —me respondió —. Es un parche. El problema es haber sacado a un
oso polar de su medio y haberlo metido en un zoo. Los osos polares, en
la naturaleza, andan kiló metros y kiló metros por la tundra á rtica. Van
en busca de zonas frecuentadas por focas y nadan y comen focas. La
jaula [de exhibició n donde el oso vivı́a atrapado] no se parece en nada a
la vida real. Ası́ pues, al igual que un hombre encarcelado, el animal
tambié n camina arriba y abajo para calmar el dolor interno que le
causa que le nieguen una vida real... Tiene todos esos instintos intactos
y es incapaz de usarlos.»
La solució n a largo plazo es cerrar los zoos, comentó , y dejar que todos
los animales vivan en un medio que sea compatible con su naturaleza.
Me habló de un perro que no podı́a concentrarse en nada y que se
pasaba el rato persiguiendo obsesivamente su propia cola. Vivı́a en un
diminuto apartamento de Manhattan. Pero un dı́a sus dueñ os se
separaron y lo enviaron a vivir a una granja en el campo, y el animal
dejó de dar vueltas y má s vueltas persiguié ndose la cola, y sus
problemas de concentració n desaparecieron. Todos los perros deberı́an
correr al menos una hora al dı́a sin correa, pero «no muchos» perros-
mascota en Estados Unidos lo hacen, me dijo. Está n frustrados, y eso
causa problemas.
El solo no puede crear ese mundo. En ausencia de esas soluciones a
largo plazo, me preguntó qué querı́a que hiciera. Conversamos largo y
tendido sobre la cuestió n. Yo intenté explicarle que, aunque entendı́a de
dó nde venı́a, me sentı́a instintivamente incó modo con ello. Para esos
animales mostrar esos comportamientos es una manera de expresar
angustia: el caballo Poker detestaba que lo encerraran, y la beagle
Emma odiaba que la dejaran sola, porque los caballos necesitan correr
y los perros vivir en manada. Temı́a que amortiguando con
medicamentos aquellas señ ales pudiera estar animando a sus dueñ os a
vivir una especie de fantası́a: que era posible coger una criatura,
ignorar su naturaleza y hacerle vivir una vida que encaja con las
necesidades del dueñ o, no con las del animal, sin ningú n coste. Lo que
debemos hacer no es tapar la angustia del animal, sino atenderla.
El me escuchó atentamente y me respondió hablá ndome de los cerdos
que viven y mueren en granjas industriales en condiciones brutales,
separados de sus madres cuando nacen, y que pasan toda su vida en
cubı́culos en los que no pueden ni volverse. Y me preguntó : «Yo podrı́a
hacer que ese cerdo se sintiera mucho mejor y tolerase su intolerable
situació n con menos dolor psicoló gico si le administrara Prozac con el
agua que bebe. ¿Tú te opondrı́as a ello?». Yo le dije que las elecciones a
las que me enfrentaba no deberı́an existir. Sus hipó tesis presuponen
demasiado, dan por sentado un entorno disfuncional y admiten que lo
ú nico que podemos hacer es intentar adaptarnos a é l y reducir su
intensidad. Pero es que necesitamos elegir entre mejores opciones.
«Quiero decir que la realidad no deberı́a ser la opció n —replicó é l—. Es
lo que tenemos, ¿verdad? Ası́ pues, hay que trabajar con lo que uno
tiene.»
Empezaba a preguntarme: ¿es posible que los niñ os con di icultades
para concentrarse sean como Emma, la perra beagle, y que los esté n
medicando por lo que en realidad es un problema del medio en el que
viven? Descubrı́ que los cientı́ icos discrepan radicalmente de ese
planteamiento. Sabemos que el gran aumento de niñ os diagnosticados
de problemas de atenció n ha coincidido con otros grandes cambios en
el modo de vida infantil. Ahora a los niñ os se les deja correr mucho
menos; en lugar de jugar en las calles y en los barrios, se pasan casi
todo el tiempo dentro de sus casas, o en las aulas. Ahora los niñ os se
alimentan con una dieta muy distinta, que carece de muchos nutrientes
necesarios para el desarrollo cerebral y que está llena de azú cares y
colorantes que perjudican la atenció n. La escolarizació n de los
pequeñ os tambié n ha cambiado, y actualmente se centra casi por
completo en prepararlos para unos exá menes muy estresantes, con
muy poco espacio para alimentar su curiosidad. ¿Es coincidencia que
los diagnó sticos de TDAH aumenten a la vez que se dan esos grandes
cambios, o existe relació n entre ambas cosas? Ya he abordado las
evidencias segú n las cuales nuestros cambios drá sticos en nuestras
dietas y el aumento de la contaminació n está n causando un aumento de
los problemas de atenció n en los niñ os, y en el pró ximo capı́tulo voy a
concentrarme en las pruebas que indican que otros cambios pueden
estar afectando a la atenció n de estos.
Pero quisiera empezar con alguien que ha sido pionero en una nueva
manera de reaccionar al TDAH en niñ os. A lo largo de tres añ os
entrevisté en repetidas ocasiones al doctor Sami Timimi, destacado
psiquiatra infantil en Gran Bretañ a y uno de los crı́ticos má s
prominentes y claros en el mundo sobre nuestra manera actual de
hablar sobre el TDAH. Fui a visitarlo en Lincoln, la ciudad que se
construyó hace má s de mil añ os en torno a su catedral y que desde
entonces parece haber vuelto a sucumbir bajo tierra. Las partes
antiguas de la ciudad se han visto tomadas por franquicias que pagan el
salario mı́nimo a sus trabajadores, y cuando Sami se instaló en ella
descubrió que su consulta se llenaba de personas que, aunque no fuera
culpa suya, se enfrentaban a bajos salarios y poca esperanza. Se daba
cuenta de que a la gente de Lincoln le hacı́a falta mucha ayuda prá ctica,
pero le sorprendió averiguar que lo que esa gente parecı́a esperar de é l
era una cosa muy concreta. Segú n me dijo, esa gente creı́a que «un
psiquiatra es bá sicamente alguien que receta medicació n», y a é l lo
trataban como dispensador de pastillas. De su predecesor heredó a
veintisiete niñ os a los que se recetaba estimulantes para tratar el TDAH,
y en los colegios de la zona se presionaba para medicar a má s niñ os. A
Sami le habrı́a resultado fá cil seguir con ese mismo planteamiento.
Pero le dio por pensar. Creı́a que si iba a asumir aquella
responsabilidad como mé dico y a tomarse en serio a aquellos niñ os,
debı́a tomarse la molestia de investigar en profundidad su vida y su
entorno. Uno de los pequeñ os diagnosticados con TDAH, al que el
predecesor de Sami habı́a recetado estimulantes, era un muchacho de
once añ os al que llamó Michael para preservar la con idencialidad. Una
vez su madre lo arrastró hasta la consulta, Michael se negó a hablar con
é l siquiera. Se quedó ahı́ sentado, con cara de pocos amigos, mientras
su madre explicaba que no sabı́a qué hacer. Le dijo que a Michael le iba
mal en el colegio, que se negaba a concentrarse y que estaba cada vez
má s agresivo. Mientras se lo contaba. Michael no dejaba de
interrumpirla y le pedı́a en voz baja que se fueran de allı́.
Sami se negó a decidir nada sobre la base de aquella ú nica sesió n. Le
parecı́a que debı́a saber má s, por lo que siguió entrevistando a la madre
y al hijo durante varios meses. Deseaba entender cuá ndo habı́an
empezado aquellos problemas. Al seguir indagando, de manera gradual,
fue enterá ndose de que hacı́a dos añ os el padre de Michael se habı́a ido
a vivir a otra ciudad y ya casi no hablaba con su hijo. Fue a partir de ahı́
que Michael empezó a portarse mal en el colegio. Sami no sabı́a si se
sentı́a rechazado. «Cuando eres niñ o —me explicó —, no está s
desarrollado intelectualmente para dar un paso atrá s y ver las cosas
desde un punto de vista má s racional y objetivo... Cuando un padre dice
que va a venir a verte pero nunca aparece, te imaginas que es porque tú
has hecho algo mal. Que es porque no quiere verte. Que es porque no
eres bueno. Que es porque creas problemas.»
Ası́ que, un dı́a, Sami decidió telefonear al padre de Michael. Este aceptó
acudir a la consulta para ver a Sami, y hablaron de la situació n. Tras el
escarmiento al padre, este decidió que volverı́a a estar presente en la
vida de su hijo de manera continuada, organizada. Sami convocó a
Michael y le dijo que no habı́a nada malo en é l. Que no era culpa suya
que su padre se hubiera desinteresado. Que no sufrı́a ningú n trastorno.
Lo habı́an decepcionado y eso no era culpa suya. Pero a partir de ese
momento las cosas iban a cambiar. A medida que Michael volvı́a a
conectar con su padre, en el transcurso de varios meses, fueron
reducié ndole las dosis de los estimulantes que tomaba. Sami optó por
hacerlo de manera gradual porque los efectos de la abstinencia pueden
ser severos y muy desagradables. Con el paso del tiempo, las cosas
empezaron a cambiar. Ahora contaba con un modelo masculino. Sabı́a
que no era una mala persona que alejaba a su padre. Dejó de portarse
mal en el colegio y volvió a aprender. A Sami le parecı́a que habı́a
identi icado la causa subyacente del problema y la habı́a solucionado,
por lo que los problemas de atenció n, de manera gradual, iban
desapareciendo.
Otro de los niñ os que llegaron a la consulta de Sami era un muchacho
de nueve añ os al que llamó Aden, que en casa se portaba bien pero que
parecı́a mostrar mala conducta en la escuela. Su maestra decı́a que era
hiperactivo y que distraı́a a los demá s niñ os, e instaba a que le
administraran estimulantes.
Sami decidió visitar la escuela, y lo que vio lo dejó anonadado. La
maestra se pasaba el rato gritando a los niñ os para que se callaran, y
castigaba de manera irracional a Aden y algunos otros alumnos a los
que parecı́a tener manı́a. El aula era un caos y le echaban la culpa a
Aden. Al principio, Sami intentó ayudar a la maestra a cambiar su relato
sobre el pequeñ o, pero ella no le hacı́a caso, de modo que optó por
ayudar a los padres de Aden a trasladarlo a otra escuela menos caó tica.
A partir de ese cambio, las cosas empezaron a irle mucho mejor, y
tambié n sus problemas de atenció n fueron difuminá ndose.
Sami sigue recetando ocasionalmente estimulantes a niñ os, pero se
trata de algo excepcional y de una medida a corto plazo una vez que ha
probado todas las demá s opciones. Me comentó que, en la inmensa
mayorı́a de los casos los niñ os con problemas de atenció n que acuden a
su consulta, si los escucha con atenció n y les ofrece apoyo prá ctico para
cambiar su entorno, casi siempre consigue reducir o acabar con el
problema.
Y me explicó que cuando la gente oye que a un niñ o le han
diagnosticado TDAH, muchas veces imagina que es algo ası́ como un
diagnó stico de neumonı́a, que un mé dico ha identi icado un pató geno
subyacente o una enfermedad, y que a partir de ahı́ le recetará algo
para tratar ese problema fı́sico. Pero en el caso del TDAH no existen test
fı́sicos que un profesional de la medicina pueda aplicar. Lo má ximo que
puede hacer es hablar con el niñ o y con la gente que lo conoce para ver
si el comportamiento del pequeñ o se corresponde con una lista
elaborada por psiquiatras. Y nada má s. Sami comenta: «El TDAH no es
un diagnó stico. Es solo una descripció n de ciertas conductas que en
ocasiones se dan juntas. Eso es todo». Lo que decimos, cuando a un
niñ o le diagnostican TDAH, es que a ese niñ o le cuesta concentrarse.
«No se explica nada sobre el porqué .» Es como si dijeran que un niñ o
tiene tos. Si un mé dico identi ica a un niñ o con problemas de atenció n,
ese deberı́a ser el primer paso de un proceso, no el ú ltimo.
Las experiencias de Sami me conmovieron pero, ademá s, le pregunté
có mo sabemos si este enfoque —escuchar al niñ o, intentar resolver el
problema subyacente— funciona realmente, má s allá de esas
conmovedoras ané cdotas. Profundicé má s en la cuestió n. Y resulta que
existe un gran nú mero de estudios en los que se investiga qué ocurre
cuando se administra a un niñ o un fá rmaco estimulante (má s adelante
presento los resultados). Existen algunos estudios que se ijan en lo que
ocurre cuando se proporciona a los padres herramientas para ijar
lı́mites, estar pendientes de manera sistemá tica, etcé tera (las
evidencias no son claras, pero a menudo se constata una ligera
mejorı́a). Pero a mı́ me interesaba saber si existı́a alguna investigació n
sobre lo que ocurre cuando se realizan intervenciones del nivel de las
de Sami.
Y resultó que, al menos por lo que yo pude averiguar, en todo el mundo
parecı́a haber solamente un grupo de cientı́ icos que habı́an abordado
algo parecido a esa cuestió n, mediante un ambicioso estudio a largo
plazo, por lo que me desplacé hasta Minneapolis, que es donde llevaron
a cabo sus trabajos, para conocerlos. En 1973, Alan Sroufe, que se
convirtió en profesor de psicologı́a infantil en la ciudad, inició un
ambicioso proyecto colectivo de investigació n, pensado para
responder a una pregunta ciertamente importante: ¿qué factores de la
vida nos conforman realmente? Acordamos vernos en el café de un
centro de jardinerı́a, a las afueras de la ciudad. Alan es un hombre
amable, de voz sosegada que, al té rmino de nuestra conversació n, iba a
ir a buscar a sus nietos al colegio. Alan y su equipo llevan má s de
cuarenta añ os estudiando a las mismas doscientas personas, todas
ellas nacidas en el seno de familias pobres.4 Les han seguido la pista y
las han analizado desde su nacimiento hasta bien entrada la mediana
edad. Esos cientı́ icos se han dedicado a medir un amplio abanico de
factores de la vida de esas personas, desde sus cuerpos hasta sus vidas
domé sticas, desde sus personalidades hasta sus padres. Una de las
muchas cosas que les interesaba averiguar era: ¿qué factores de la vida
de una persona pueden llevarle a desarrollar problemas de atenció n?5
Al principio, Alan con iaba bastante en la respuesta con la que iban a
encontrarse. Creı́a —como la mayorı́a de los cientı́ icos en ese momento
— que el TDAH estaba causado totalmente por algú n problema
bioló gico congé nito del cerebro del niñ o, por lo que estaba seguro de
que una de las mediciones má s importantes que tomarı́an serı́a la del
estado neuroló gico del bebé al nacer. Tambié n midieron el
temperamento del pequeñ o durante sus primeros meses de vida y
despué s, con el tiempo, fueron midiendo toda clase de cosas, como por
ejemplo el grado de estré s de la vida de sus padres, y cuá nto apoyo
social recibı́a su familia. Alan no le quitaba la vista de encima a aquellas
mediciones neuroló gicas.
Cuando los niñ os alcanzaron los tres añ os y medio de edad, los
cientı́ icos empezaron a realizar predicciones sobre cuá les de ellos
desarrolları́an TDAH. Lo que les interesaba ver era qué factores hacı́an
que fuera má s probable. Quedó asombrado ante lo que encontró , a
medida que los niñ os crecı́an y, a algunos de ellos, en efecto, les
diagnosticaban problemas de atenció n. Segú n se demostró , su estado
neuroló gico en el momento del nacimiento no servı́a en absoluto para
predecir qué niñ os desarrolları́an problemas de atenció n graves. ¿Qué
era, pues, lo que lo determinaba? Segú n descubrieron, «el contexto del
entorno es lo má s importante», en palabras de Alan, y un factor crucial
era «la cantidad de caos del entorno». Si un niñ o se educa en un
entorno en el que existe mucho estré s, las probabilidades de que
desarrolle problemas de atenció n y le diagnostiquen TDAH son
signi icativamente mayores. Por lo que se ve, los elevados niveles de
estré s en las vidas de sus padres suelen igurar en primer lugar. Alan
me explicó que «era algo que podı́a verse en tiempo real».
Pero ¿por qué un niñ o que crecı́a en un entorno estresante tenı́a má s
probabilidades de desarrollar el problema? A mı́, por supuesto, me vino
a la mente todo lo que habı́a descubierto gracias a Nadine Burke Harris.
Alan empezaba a aportarme una capa adicional de explicació n,
compatible con los hallazgos de ella. Segú n me contó , cuando eres muy
pequeñ o, si te disgustas o te enfadas, necesitas que un adulto te calme y
te tranquilice. Con el tiempo, a medida que creces, si te han calmado lo
bastante, aprendes a calmarte tú mismo. Interiorizas la rea irmació n y
la relajació n que tu familia te ha aportado. Pero a los padres estresados,
por má s que no sea su culpa, les cuesta calmar a sus hijos, porque ellos
mismos se sienten sobreexcitados. Ello implica que sus hijos no
aprenden a calmarse ni a centrarse a sı́ mismos de la misma manera.
Como consecuencia de ello, es má s probable que sus hijos reaccionen a
situaciones difı́ciles enfadá ndose o alterá ndose, sentimientos ambos
que perjudican su capacidad de concentrarse. «Por poner un ejemplo
extremo —me dijo—, si te desahucian de tu vivienda un dı́a, intenta esa
noche calmar y apaciguar a tu hija, como necesita.» Y añ adió que no es
solo la pobreza la causante: los padres de clase media tambié n se
enfrentan al estré s. «Actualmente —me explicó —, muchos padres se
ven desbordados por las circunstancias de su vida, como no poder
proporcionar un entorno de sosiego y apoyo a sus hijos.» La peor
respuesta a este hallazgo es «señ alar como culpables a los padres». Ello
solo causa má s estré s y má s problemas a los niñ os, y falta a la verdad.
«Esos padres hacı́an todo lo que podı́an. Te aseguro que querı́an mucho
a sus hijos.» Los padres y las madres lo son en un entorno concreto, y si
ese entorno inunda de estré s a los padres, eso, inevitablemente,
afectará a los hijos.
Tras acumular pruebas de ello durante dé cadas, Alan llegó a la
conclusió n de que «nada de lo que creı́a en un principio resultó ser
cierto», y de que «una clara mayorı́a» de niñ os a los que
posteriormente se les diagnosticó «no habı́an nacido con TDAH.6
Desarrollaron esos problemas como reacció n a sus circunstancias».
Alan tambié n me comentó que existı́a una cuestió n fundamental, clave
para determinar si los padres podı́an acabar superando esos
problemas, una cuestió n que, en mi opinió n, decı́a mucho de la labor de
Sami: «¿Hay alguien que los apoya?». Las familias a las que estudió , a
veces, recibı́an ayuda de personas cercanas. Por lo general no era de
profesionales; simplemente, contaban con una pareja que las apoyaba,
o con un grupo de amigos. Segú n vieron, cuando el apoyo social
recibido se veı́a potenciado de ese modo, «las probabilidades de que
los niñ os tengan problemas en la siguiente etapa son menores». ¿Por
qué ? Alan escribió que «los padres que experimentan menos estré s
pueden mostrarse má s reactivos con sus bebé s; y estos, despué s,
pueden llegar a ser má s seguros». El efecto era tan considerable que «el
elemento predictor potente de un cambio positivo era el aumento de
apoyo social disponible para los padres durante los añ os
intermedios».7 A mı́ me parecı́a que ese apoyo social era precisamente
lo má s importante que Sami ofrece a las familias con hijos que
presentan di icultades de atenció n.
Aun ası́, en este punto existe una di icultad. No hay duda de que cuando
a un niñ o se le administra un estimulante como Adderall o Ritalin, su
atenció n mejora signi icativamente a corto plazo.8 Todos los expertos a
los que he entrevistado, fuera cual fuese su postura en el debate,
estaban de acuerdo en ello, y es algo que yo he visto con mis propios
ojos. Conocı́ a un niñ o pequeñ o que no paraba de corretear de un lado a
otro, gritando, dá ndose golpes contra las paredes y que, tras
administrarle Ritalin, empezó a sentarse, quieto, y empezó a mantener
la mirada en los ojos de la gente por primera vez en su vida. Las
pruebas de que el efecto es real y de que se debe a los fá rmacos son
claras. Yo tengo bastantes amigos adultos que usan estimulantes
cuando deben ponerse las pilas para terminar un proyecto de trabajo, y
a ellos les causa el mismo efecto. En Los Angeles, en 2019, retomé el
contacto con mi amiga Laurie Penny, autora y guionista britá nica que
trabaja en varios programas de televisió n en la ciudad, y ella me contó
que recurre a estimulantes con receta cuando tiene que escribir
mucho, porque le ayudan a concentrarse. En el caso de los adultos, me
parece una decisió n razonable.
Pero por algo la mayorı́a de los mé dicos de todo el mundo es muy cauta
a la hora de recetar estimulantes a niñ os, y ningú n otro paı́s (con la
ú nica excepció n de Israel) se acerca ni de lejos a la prodigalidad con
que estos se recetan en Estados Unidos.
Mis temores al respecto empezaron a cristalizar cuando conocı́ a
Nadine Ezard, directora clı́nica de la unidad de alcoholismo y
drogadicciones del Hospital Saint Vincent de Sı́dney. Es mé dica, y
trabaja con personas que sufren problemas de adicció n, y cuando nos
conocimos, en 2015, en Australia se daba un repunte grave de adicció n
a la metanfetamina. Durante un tiempo, los mé dicos no sabı́an bien
có mo responder a é l. En el caso de la heroı́na, existe un fá rmaco que
podı́an recetar legalmente a personas adictas y que funcionaba como
sustituto razonablemente e icaz, la metadona, pero en el caso de la
metanfetamina no parecı́a existir un equivalente. Ası́ pues, Nadine,
junto con un grupo de mé dicos, formó parte de un importante
experimento autorizado por el Gobierno.9 Empezaron a administrar a
personas adictas a la metanfetamina un estimulante que, en Estados
Unidos, se receta má s de un milló n de veces al añ o a niñ os: la
dextroanfetamina.
Cuando hablé con ella, ya lo habı́an probado en cincuenta personas, y
los resultados de un experimento de mayor envergadura saldrá n a la
luz despué s de la publicació n de mi libro. Ella me explicó que, cuando
toman esos estimulantes, las personas adictas a la metanfetamina
parecen sentir menos ganas de consumir, porque les alivia parte de la
misma ansia. «Re ieren que cuando empiezan a tomarla, sienten por
primera vez en mucho tiempo que su cerebro no se concentra
exclusivamente en la metanfetamina. Que de pronto notan esa
libertad.» En referencia a un paciente, recordaba: «Pensaba en la
metanfetamina constantemente, Estaba en el supermercado [o] en
cualquier parte [y] su decisió n, todo el rato, era: “¿Me quedará bastante
dinero para comprar cristal?”. Y despué s [de administrarle
dextroanfetamina] eso se le calmó ». Ella lo comparaba con dar parches
de nicotina a los fumadores.
No es la ú nica cientı́ ica que ha descubierto similitudes entre la
metanfetamina y las otras anfetaminas que en Estados Unidos se
recetan a niñ os de manera rutinaria. Posteriormente acudı́ a conversar
con Carl Hart, profesor de psicologı́a de la Universidad de Columbia,
que habı́a llevado a cabo experimentos en los que administraba
Adderall a personas adictas a la metanfetamina.10 Cuando la recibı́an
en el laboratorio, esas personas con adicciones prolongadas a la
metanfetamina reaccionaban de maneras casi idé nticas al Adderall y a
la metanfetamina.
El programa de Nadine supone una manera considerada y compasiva
de tratar a personas con adicció n a la metanfetamina, pero lo que a mı́
me perturbó fue saber que los medicamentos que administramos a los
niñ os resultan ser un sustituto razonablemente e icaz de la
metanfetamina. Sami me contó : «Resulta un poco raro darse cuenta de
que estamos recetando legalmente las mismas sustancias que, por otra
parte, a irmamos que son muy peligrosas si se consumen ilegalmente...
Quı́micamente son similares. Funcionan de una manera similar. Actú an
sobre neurotransmisores similares». Pero, como recalcó Nadine cuando
hablé con ella, existen algunas diferencias importantes. Las dosis que se
administran a personas que está n rehabilitá ndose de una adicció n a la
metanfetamina son mayores que las que reciben los niñ os para el
tratamiento de la TDAH. Se las administran en forma de pastillas, lo que
libera sus componentes al cerebro de manera má s lenta que si se
fumaran o se inyectaran. Y las drogas callejeras, por estar prohibidas y
ser vendidas por delincuentes, contienen toda clase de contaminantes
que no está n presentes en las pastillas que se obtienen en las farmacias.
Aun ası́, todo aquello me llevó a querer seguir investigando un poco
má s sobre el recetado masivo de esos fá rmacos a niñ os.
Durante añ os, a muchos padres se les decı́a que podı́an averiguar si sus
hijos tenı́an TDAH de una manera muy directa, relacionada con esos
fá rmacos. Muchos mé dicos les explicaban que un niñ o normal se
pondrı́a muy nervioso y «colocado» si le administraran esos
medicamentos, mientras que los niñ os con TDAH se calmaban, se
concentraban y prestaban atenció n. Pero cuando los cientı́ icos
administraron realmente esos medicamentos tanto a niñ os con
problemas de atenció n como a otros que no los tenı́an, aquella idea
resultó equivocada. Todos los niñ os (y, de hecho, todo el mundo) que
toman Ritalin se concentran y prestan atenció n mejor durante un
tiempo.11 El hecho de que el fá rmaco funcione no demuestra que uno
tenga, de entrada, un problema bioló gico; solo demuestra que uno está
tomando un estimulante. Esa es la razó n por la que, durante la Segunda
Guerra Mundial, a los radaristas el ejé rcito les administraba
estimulantes, pues estos les facilitaban una concentració n prolongada
en un trabajo aburridı́simo que consistı́a sobre todo en observar una
pantalla que casi nunca cambiaba. Y esa es tambié n la razó n por la que
la gente que esnifa rayas de estimulante se vuelve muy aburrida y
suelta unos monó logos larguı́simos: se concentran mucho en su propia
lı́nea de pensamiento y pasan por alto las caras de sopor de sus
interlocutores.
Existen pruebas cientı́ icas que indican que hay diversos riesgos
asociados a administrar esos fá rmacos a niñ os. El primero es un riesgo
de tipo fı́sico: hay evidencias que apuntan a que el consumo de
estimulantes frena el crecimiento del niñ o.12 Los que toman dosis
estandarizadas de estimulantes son unos tres centı́metros má s bajos,
en un periodo de tres añ os, de lo que serı́an si no los hubieran
consumido.13 Varios especialistas tambié n han advertido que los
estimulantes causan un aumento del riesgo de que el niñ o desarrolle
problemas cardı́acos y muera como consecuencia de ellos.14
Evidentemente, los problemas cardı́acos son muy poco frecuentes en
niñ os, pero cuando son millones los pequeñ os que consumen esos
fá rmacos, incluso un ligero incremento del riesgo acaba traducié ndose
en un aumento real de los fallecimientos.
Pero James Li, un profesor asociado de psicologı́a al que acudı́ a
entrevistar en la Universidad de Wisconsin, en Madison, me habló de
algo que me resultó lo má s preocupante de todo. Segú n me dijo:
«Sencillamente, no sabemos cuá les son los efectos a largo plazo. Eso es
un hecho». La mayorı́a de la gente da por sentado (yo entre ellos, sin
duda) que esos medicamentos han sido sometidos a pruebas que han
concluido que son seguros, pero é l me aclaró que «no se ha investigado
mucho sobre las consecuencias a largo plazo para el desarrollo
cerebral». En su opinió n, se trata de algo particularmente preocupante
porque «nos cuesta muy poco administrarlos a niñ os pequeñ os. Los
niñ os son nuestra població n má s vulnerable, porque su cerebro está en
desarrollo... Se trata de fá rmacos que actú an directamente sobre el
cerebro, ¿no? No son antibió ticos».
Me mostró que la mejor investigació n a largo plazo con la que
contamos se realizó en animales, y que los resultados no eran para
tomarlos a broma. Al leerlos vi que demostraban que si se administra
Ritalin durante tres semanas a ratas adolescentes —el equivalente a
administrarlos a humanos durante varios añ os—, se observa que el
cuerpo estriado, una parte crucial del cerebro que se ocupa de
experimentar las recompensas, se encoge signi icativamente.15 En otro
estudio, tambié n se observa necrosis en el hipocampo. Eso signi ica
muerte cerebral en una zona fundamental del cerebro. Segú n é l, no
puede darse por sentado que esos fá rmacos afectará n a los humanos
de la misma manera en que afectan a las ratas, y recalcó que existen
ciertos bene icios en el uso de estos; pero debemos ser conscientes de
que «existen bene icios y existe riesgo. Y en estos momentos estamos
funcionando a partir de los bene icios a corto plazo».
Al entrevistar a otros cientı́ icos, tambié n descubrı́ que los efectos
positivos de esos medicamentos, si bien son reales, resultan
sorprendentemente limitados. En la Universidad de Nueva York, Xavier
Castellanos, profesor de psiquiatrı́a infantil y adolescente, me explicó
que la mejor investigació n llevada a cabo sobre los efectos de los
estimulantes reveló algo importante. Estos mejoran el
comportamiento del niñ o en tareas que exigen repetició n, pero no
suponen una mejorı́a en el aprendizaje. Si soy sincero, no me lo creı́,
pero me molesté en consultarlo en el estudio que los defensores de
recetar estimulantes me habı́an recomendado como regla de oro para
la investigació n sobre TDAH.16 Tras catorce meses consumiendo
estimulantes, el rendimiento de los niñ os en exá menes acadé micos era
un 1,8 % mejor. Pero la mejora en niñ os que, durante el mismo periodo
de tiempo, recibı́an asesorı́a sobre su comportamiento, era del 1,6 %.
Igual de importante resulta constatar que, segú n sugieren las pruebas,
los efectos positivos iniciales de los estimulantes no son duraderos.
Todo el que toma estimulantes desarrolla tolerancia al fá rmaco; el
cuerpo se acostumbra a é l, por lo que necesita una dosis mayor para
obtener los mismos resultados. Y tarde o temprano los niñ os llegan a la
dosis má xima permitida en su caso.
Uno de los cientı́ icos con el que conversé que se mostró má s alarmado
al respecto era el doctor Charles Czeisler, experto en sueñ o de la
Facultad de Medicina de Harvard, que me explicó que uno de los efectos
secundarios principales de los estimulantes es que llevan a dormir
menos. Y, segú n me dijo, ello presenta unas implicaciones preocupantes
para el desarrollo de los cerebros jó venes, sobre todo en el de toda esa
gente joven que ve que los usan para estudiar má s y durante má s horas.
«Suministrar todas esas anfetaminas a niñ os me recuerda a la crisis de
los opioides, con la diferencia de que en este caso nadie habla de ello —
comentó —. Cuando yo era niñ o, si alguien me hubiera dado
anfetaminas, si se las hubiera vendido a niñ os, habrı́a ido a la cá rcel.
Pero, como ocurre con la crisis de los opioides... nadie hace nada. Es un
secreto inconfesable de nuestra sociedad.»
La mayorı́a de los cientı́ icos a los que entrevisté en Estados Unidos
(hablé con muchos de los má s prestigiosos especialistas en TDAH del
paı́s) me dijeron que creen que recetar estimulantes es seguro y
proporciona numerosos bene icios, que superan los riesgos. En efecto,
muchos cientı́ icos estadounidenses de ienden que presentar los
contraargumentos —como hago yo aquı́— es directamente peligroso:
segú n ellos, es la causa de que los padres tiendan menos a llevarles a
sus hijos para que les receten estimulantes y, como consecuencia de
ello, esos niñ os sufrirá n innecesariamente y les irá peor en la vida.
Asimismo, creen que de ese modo se consigue que ciertas personas
dejen de manera brusca los medicamentos, lo que resulta peligroso,
pues pueden pasar por unos sı́ndromes de abstinencia muy duros. Pero
en el resto del mundo, la opinió n cientı́ ica está má s dividida y es
frecuente escuchar planteamientos escé pticos o de franca oposició n a
ese otro enfoque.
Existe una razó n decisiva por la que mucha gente —como la mujer a la
que conocı́ en el tren— se convence de que los problemas de atenció n
de sus hijos son sobre todo el resultado de un trastorno fı́sico. Y es
porque les han contado que se trata de un problema causado
fundamentalmente por la constitució n gené tica del niñ o. Como ya he
expuesto antes, el profesor Stephen Hinshaw me dijo que los genes
explican entre «el 75 y el 80 %» del problema, y en ocasiones los
porcentajes planteados son aú n mayores. Ası́ pues, si se trata
principalmente de un problema bioló gico, entonces, de manera
intuitiva, tiene sentido que se busque una solució n bioló gica, y la clase
de intervenciones que de ienden Sami y otros especialistas solo pueden
ser refuerzos. Al investigar un poco má s sobre ello, llegué a la
convicció n de que la verdad es complicada y no encaja del todo con las
vehementes a irmaciones que se pronuncian a ambos lados de este
polarizado debate.
A mı́ me interesaba mucho entender de dó nde salı́an esas estadı́sticas
que mostraban que un elevado porcentaje del TDAH está causado por
un trastorno gené tico. Y me sorprendió descubrir, por los cientı́ icos
que las aportan, que no parten de ningú n aná lisis directo del genoma
humano. Casi todas surgen de un mé todo mucho má s simple conocido
como «estudios de gemelos». Se toma a dos gemelos idé nticos. Si a uno
le han diagnosticado TDAH, se pregunta si al otro gemelo tambié n se lo
han diagnosticado. A continuació n, se toma a otros dos gemelos, en este
caso no idé nticos. Si a uno de ellos le han diagnosticado TDAH, se
pregunta si al otro tambié n se lo han diagnosticado. La operació n se
repite muchas veces hasta que la muestra es lo bastante grande, y se
comparan los resultados.
La razó n para hacerlo ası́ es sencilla. En esos estudios, todos los pares
de gemelos, sean o no sean idé nticos, se crı́an en el mismo hogar, con la
misma familia, por lo que se interpreta que si se hallan diferencias
entre los dos tipos de gemelos, estas no pueden atribuirse al entorno.
Ası́ pues, dichas diferencias han de explicarlas los genes. Los gemelos
idé nticos son gené ticamente mucho má s parecidos entre sı́ que los
gemelos no idé nticos, por lo que si se descubre que hay algo que se da
má s comú nmente en los gemelos idé nticos, los cientı́ icos concluyen
que existe un componente gené tico.17 Estudiando el tamañ o de la
brecha puede establecerse cuá nto viene determinado por los genes. Se
trata de un mé todo que lleva añ os utilizando toda clase de especialistas
de gran prestigio.
Siempre que los investigadores analizan de ese modo el TDAH,
encuentran que las probabilidades de diagnosticarlo en los dos
gemelos idé nticos son mucho mayores que en los dos gemelos
dicigó ticos. En má s de veinte estudios se ha dado ese resultado. Es
consistente.18 De ahı́ provienen las altas probabilidades de que el TDAH
esté determinado gené ticamente.
Pero un pequeñ o grupo de cientı́ icos se ha preguntado si no existirá un
problema grave con esa té cnica. Tuve ocasió n de conversar con una de
las personas que lo ha planteado ası́ con gran detalle cientı́ ico, el
doctor Jay Joseph, psicó logo en Oakland, California. Y é l me explicó los
hechos. Se ha demostrado —en distintas series de estudios cientı́ icos
— que los gemelos idé nticos no experimentan los mismos entornos
que los gemelos no idé nticos.19 Los gemelos idé nticos pasan má s
tiempo juntos que los otros. Los tratan má s de la misma manera (sus
padres, sus amigos, en sus escuelas; de hecho, muchas veces la gente
no es capaz de distinguirlos). Son má s proclives a sentirse confusos
respecto de su identidad y unidos a su gemelo. Psicoló gicamente está n
má s cerca. Jay me contó que, en muchos aspectos, «su entorno es má s
similar... se copian má s sus comportamientos mutuamente. Los tratan
má s como iguales. Todo ello lleva a un comportamiento má s similar,
sea cual sea ese comportamiento».
Ası́ pues, segú n me explicó , hay otra cosa, ademá s de los genes, que
podrı́a explicar la diferencia que se aprecia en todos esos estudios.
Podrı́a tener que ver con el hecho de que los «gemelos idé nticos»
crecen en un entorno conformador de comportamiento mucho má s
similar que los gemelos no idé nticos. Es posible que sus problemas de
atenció n se parezcan no porque sus genes sean similares, sino porque
lo son sus vidas. Si existen factores en el entorno que causan problemas
de atenció n, los gemelos idé nticos tienen má s probabilidades de
sufrirlos en el mismo grado que los gemelos no idé nticos. Ası́ pues,
prosigue, «los estudios con gemelos no sirven para desentrañ ar las
posibles in luencias de los genes y el entorno». Ello implica que las
estadı́sticas de las que a menudo tenemos conocimiento (las que
muestran que entre el 75 y el 80 % del TDAH se debe a la gené tica, por
ejemplo) se construyen sobre unos cimientos erró neos.20 Jay a irma
que esas cifras «llevan a equı́voco y se entienden mal». Algunos otros
cientı́ icos destacados, como el doctor Gabor Maté , quizá el mé dico
má s conocido de Canadá y al que entrevisté en Vancouver, me dijeron
que ese planteamiento les habı́a convencido.
A mı́ no me parecı́a plausible que tantos cientı́ icos prominentes se
basaran en esa té cnica si estaba tan equivocada. Era consciente de que,
en mis libros anteriores, yo mismo habı́a aportado pruebas salidas de
estudios con gemelos. Pero cuando pregunté a algunos especialistas
que de ienden que el TDAH tiene sobre todo causas gené ticas sobre los
fallos de esos estudios, muchos de ellos admitieron abiertamente que
esas crı́ticas presentan cierta legitimidad, y lo hicieron de una manera
que me desarmó . Por lo general, pasaban simplemente a explicar otras
razones por las que debe parecernos que se trata de un problema de
base gené tica. (En breve volveré a este punto.) Llegué a creer que los
estudios con gemelos constituyen una té cnica zombi, que la gente sigue
citando por má s que sepan que no pueden defenderla plenamente,
porque nos dice lo que queremos oı́r, que ese problema está sobre todo
en los genes de nuestros hijos.
El profesor James Li me explicó que, cuando se dejan de lado esos
estudios con gemelos, «una y otra vez, todos y cada uno de los
estudios» que buscan el papel que cada gen individual juega como
causa del TDAH, descubren que «lo midamos como lo midamos, este
siempre es pequeñ o. El efecto del entorno siempre es mayor». Ası́, a
medida que iba asimilá ndolo todo, empezaba a preguntarme: ¿signi ica
eso que los genes no desempeñ an ningú n papel en el TDAH? Hay
personas que prá cticamente lo a irman, y es ahı́ donde, en mi opinió n,
los escé pticos del TDAH van demasiado lejos.
James me explicó que aunque los estudios con gemelos exageran el
papel de los genes, existe una nueva té cnica llamada «heredabilidad
SNP», que averigua cuá nto de una caracterı́stica es de causa gené tica, y
lo hace recurriendo a un mé todo distinto del de los estudios con
gemelos. En lugar de comparar tipos de gemelos, esos estudios
comparan la composició n gené tica de dos personas sin ningú n tipo de
relació n. Podrı́a escogernos, por ejemplo, a ti y a mı́, y ver si las
coincidencias en nuestros genes se corresponden con un problema que
quizá tengamos los dos, como, por decir algo, la depresió n, la obesidad
o el TDAH. Esos estudios, actualmente, arrojan que entre un 20 y un 30
% de los problemas de atenció n está n relacionados con nuestros
genes.21 James me contó que se trata de una manera nueva de abordar
la cuestió n, y que solo se ija en genes de variació n comú n, por lo que, al
inal, la proporció n causada por nuestra gené tica podrı́a acabar siendo
algo superior. Ası́ pues, segú n me explicó , no es acertado rechazar de
plano el componente gené tico, pero tampoco lo es a irmar que
constituye la totalidad o la mayor parte del problema.
Una de las personas que má s me han ayudado a entender ciertos
aspectos de estas cuestiones ha sido el profesor Joel Nigg, al que
entrevisté en la Oregon Health and Science University de Portland. Fue
presidente de la Sociedad Internacional de Investigació n sobre
Psicopatologı́a Infantil y Juvenil, y se trata de una igura destacada en
este campo. El me explicó que antes se creı́a que habı́a niñ os que
simplemente tenı́an una gené tica distinta que los hacı́a ser diferentes y
desarrollar el cerebro de manera diferente. Pero, segú n é l mismo ha
escrito, actualmente «la ciencia ha evolucionado».22 Las ú ltimas
investigaciones demuestran que «los genes no predestinan; má s bien
afectan a la probabilidad».23 Alan Sroufe, que llevó a cabo el estudio a
largo plazo sobre los factores que causan el TDAH, decı́a lo mismo: «Los
genes no actú an en el vacı́o. Eso es lo má s importante que hemos
aprendido de los estudios gené ticos... Los genes se encienden y se
apagan en respuesta al material ambiental». Como expresa Joel,
«nuestras experiencias, literalmente, se nos meten bajo la piel» y
modi ican la expresió n de nuestros genes.24
Para que re lexionara má s sobre ese funcionamiento, Joel me planteó
una analogı́a. Segú n é l: «Si tu hija está cansada, agotada, pillará un
resfriado con má s facilidad en invierno. Es má s susceptible. Pero si “no
hubiera un virus del resfriado”, ni el niñ o agotado ni el niñ o descansado
pilları́an el resfriado. De manera similar, nuestros genes podrı́an
hacernos má s vulnerables a un desencadenante que se halla en el
entorno, pero aun ası́ debe existir ese desencadenante en el
entorno».25 Y escribe: «En cierta manera, la gran noticia sobre el TDAH
actualmente es que hemos resucitado nuestro interé s por el
entorno».26
Joel cree que los estimulantes pueden tener cierto papel. A irma que, en
una situació n mala, segú n é l son mejores que nada, y que pueden
aportar a los niñ os y a los padres cierto alivio. «Le pongo un cabestrillo
a un hueso roto en el campo de batalla. No lo estoy curando, ¿no? Pero
al menos ese hombre puede caminar, aunque quizá se quede cojo el
resto de su vida.»
Pero añ adió que, si hemos de hacerlo ası́, es fundamental que tambié n
nos preguntemos: «¿Dó nde se ubica el problema? ¿Debemos ijarnos en
lo que afrontan nuestros hijos?». A irma que los niñ os, en este
momento, se enfrentan a muchas fuerzas que sabemos que dañ an su
atenció n: el estré s, la mala alimentació n, la contaminació n, todas ellas
cosas que yo iba a investigar má s despué s de que é l me las diera a
conocer. «Yo dirı́a que no deberı́amos aceptar esas cosas. No
deberı́amos aceptar que nuestros hijos tengan que vivir en una sopa
quı́mica [de contaminantes], por ejemplo. No deberı́amos aceptar que
tengan que crecer con unas tiendas de alimentació n en las que apenas
se venden alimentos de verdad... Todo eso deberı́a cambiar... En el caso
de algunos niñ os, hay algo en ellos que, ciertamente, no funciona
porque su entorno los ha dañ ado. En ese caso, es un poco criminal
limitarse a decir: “Vamos a calmarlos con medicamentos para que
puedan enfrentarse a este entorno nocivo que hemos creado”. ¿Qué
diferencia hay entre eso y administrar sedantes a los presos para que
puedan tolerar su estancia en prisió n?» El cree que solo pueden
administrarse fá rmacos de manera é tica si, al mismo tiempo, se intenta
resolver el problema profundo.
Me miró con semblante serio y me dijo: «Hay una vieja metá fora que
explica que... un dı́a, junto a un rı́o, unos aldeanos se dan cuenta de que
un cadá ver viene lotando por el agua. Y ellos hacen lo que tienen que
hacer. Sacan el cuerpo sin vida y lo entierran dignamente. Al dı́a
siguiente bajan otros dos cadá veres y ellos hacen lo mismo. La situació n
se prolonga durante un tiempo, y inalmente empiezan a preguntarse...
de dó nde vienen esos cadá veres, y si deberı́an hacer algo para
impedirlo. De modo que suben rı́o arriba para averiguar qué ocurre».
Se echó hacia delante y añ adió : «Podemos seguir tratando a esos niñ os,
pero tarde o temprano tendremos que averiguar qué está ocurriendo».
Me di cuenta de que me habı́a el llegado el momento de seguir rı́o
arriba.
Capı́tulo 14
La Rebelió n de la Atenció n
Las notas que siguen son parciales. Existen má s referencias, contexto y
materiales explicativos suplementarios, ası́ como los audios de las citas
del libro, que pueden encontrarse en
<www.stolenfocusbook.com/endnotes>.
1. Jill Twenge, iGen: Why Today’s SuperConnected Kids Are Growing Up Less Rebellious, More
Tolerant, Less Happy – and Completely Unprepared for Adulthood – and What That Means for the
Rest of Us, Nueva York, Atria Books, 2017, p. 64, citando a L. Yeykelis, J. J. Cummings y B. Reeves,
«Multitasking on a Single Device: Arousal and the Frequency, Anticipation, and Prediction of
Switching Between Media Content on a Computer», Journal of Communications, 64, 2014, pp. 167-
192, DOI:10.1111/jcom.12070. Vé ase tambié n Adam Gazzaley y Harry D. Rosen, The Distracted
Mind: Ancient Brains in a High-Tech World, Cambridge, MIT Press, 2017, pp. 165-167.
2. V. M. Gonzalez y G. Mark, «Constant, Constant, Multitasking Craziness: Managing Multiple
Working Spheres», en Proceedings of CHI 2004, Viena, Austria, pp. 113-120. La profesora Mark lo
describe con mayor detalle en la siguiente entrevista, y amplió má s aú n en la conversació n que
mantuve con ella añ os despué s: «Too Many Interruptions At Work?», Business Journal, 8 de junio
de 2006, <https://news.gallup.com/businessjournal/23146/too-manyinterruptions-
work.aspx>.Vé ase tambié n C. Marci, «A (Biometric) Day in the Life: Engaging Across Media»,
artı́culo presentado en Re:Think 2012, Nueva York, NY, 28 de marzo de 2012. Para un estudio con
resultados similares (no idé nticos), vé ase L. D. Rosen et al., «Facebook and Texting Made Me Do It:
Media-Induced Taskswitching while Studying», Computers in Human Behaviour, 29 (3), 2013, pp.
948-958.
3. G. Mark, S. Iqbal, M. Czerwinski y P. Johns, «Focused, Aroused, but so Distractible», en la 18.ª
Conference ACM, 2015, pp. 903-916, DOI:10.1145/2675133.2675221; James Williams, Stand Out
Of Our Light, Cambridge, Cambridge University Press, 2018, p. 51. Vé ase tambié n L. Dabbish, G.
Mark y V. Gonzalez, «Why do I keep interrupting myself ? Environment, habit and self-
interruption», en Proceedings of the 2011 annual conference on human factors in computing
systems, pp. 3,127-130. Vé ase tambié n K. Pattison, «Worker, Interrupted: The Cost of Task-
Switching», Fast Company, 28 de julio de 2008,
<https://www.fastcompany.com/944128/worker-interrupted-cost-task-switching>.
4. J. MacKay, «The Myth of Multitasking: The ultimate guide to getting more done by doing les»,
RescueTime (blog), 17 de enero de 2019, <https://blog.rescuetime.com/multitasking/#atwork>; y
J. MacKay, «Communication overload: our research shows most workers can’t go 6 minutes
without checking email or IM», RescueTime (blog), 11 de julio de 2018,
<https://blog.rescuetime.com/communication-multitasking-switches/>.
5. D. Charles William, Forever a Father, Always a Son, Nueva York, Victor Books, 1991, p. 112.
1. J. MacKay, «Screen time stats 2019: here’s how much you use your phone during the work day»,
RescueTime (blog), 21 de marzo de 2019, <https://blog.rescuetime.com/screen-time-stats-
2018/>.
2. J. Naftulin, «Here’s how many times we touch our phones every day», Insider, 13 de julio de
2016, <https://www.businessinsider.com/dscout-research-people-touch-cell-phones-2617-
times-a-day-2016-7>.
3. «La vida no puede esperar a que las ciencias expliquen cientı́ icamente el Universo. No se puede
vivir ad kalendas graecas. El atributo má s esencial de la existencia es su perentoriedad: la vida es
siempre urgente. Se vive aquı́ y ahora sin posible demora ni traspaso. La vida nos es disparada a
quemarropa. Ya la cultura, que no es sino su interpretació n, no puede tampoco esperar.» J. Ortega y
Gasset, Misión de la Universidad, 1930.
4. Molly J. Crockett et al., «Restricting Temptations: Neural Mechanisms of Precommitment»,
Neuron, 2013, 79 (2), 391, DOI: 10.1016/j.neuron.2013.05.028. Este artı́culo de 2012 es un buen
resumen del tema y la lı́nea actual de pensamiento: Z. Kurth-Nelson y A. D. Redish, «Don’t let me do
that! – models of precommitment», Frontiers in Neuroscience, 6, 2012, p. 138.
5. T. Dubowitz et al., «Using a Grocery List Is Associated with a Healthier Diet and Lower BMI
Among Very High-Risk Adults», Journal of Nutrition, Education and Behavior, 47 (3), 2015, pp.
259-264; J. Schwartz et al., «Healthier by Precommitment», Psychological Science, 25 (2), 2015,
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«Pre-commitment in gambling: a review of the empirical evidence», International Gambling
Studies, 12 (2), 2012, pp. 215-230.
6. P. Lorenz-Spreen, B. Mørch Mønsted, P. Hö vel y S. Lehmann, «Accelerating dynamics of collective
attention», Nature Communications, 10 (1), 2019, DOI: 10.1038/s41467-019-09311-w.
7. M. Hilbert y P. Ló pez, «The World’s Technological Capacity to Store, Communicate and Compute
Information», Science, 332, 2011, pp. 60-65.
8. K. Rayner et al., «So Much to Read, So Little Time: How Do We Read, and Can Speed Reading
Help?», Psychological Science in the Public Interest, 17 (1), 2016, pp. 4-34.
9. S. C. Wilkinson, W. Reader y S. J. Payne, «Adaptive browsing: Sensitivity to time pressure and task
dif iculty», International Journal of Human-Computer Studies, 70, 2012, pp. 14-25; G. B. Duggan y
S. J. Payne, «Text skimming: the process and effectiveness of foraging through text under time
pressure», Journal of Experimental Psychology: Applied, 15 (3), 2009, pp. 228-242.
10. T. H. Eriksen, Tyranny of the Moment, Londres, Pluto Press, 2001, p. 71, citando la
investigació n de Ulf Torgersen, «Taletempo», Nytt norsk tidsskrift, 16, 1999, pp. 3-5. Vé ase tambié n
M. Toft, «Med eit muntert blikk p å styre og stell», Uni Forum 29 de junio de 2005,
<https://www.uniforum.uio.no/nyheter/2005/06/med-eit-muntert-blikk-paa-styre-og-
stell.html>.
Vé ase tambié n este interesante debate: M. Liberman, «Norwegian Speed: Fact or Factoid?»,
Language Log (blog), 13 de septiembre de 2010, <https://languagelog.ldc.upenn.edu/nll/?
p=2628>.
11. R. Colville, The Great Acceleration: How the World is Getting Faster, Faster, Londres,
Bloomsbury, 2016, pp. 2-3, citando a R. Levine, A Geography of Time, Nueva York, Basic Books,
1997, y Richard Wiseman, <www.richardwiseman.com/quirkology/pace_home.htm>.
12. G. Claxton, Intelligence in the Flesh, New Haven, Yale University Press, 2016, pp. 260-261.
Vé ase tambié n P. Wayne et al., «Effects of tai chi on cognitive performance in older adults:
systematic review and meta-analysis», Journal of the American Geriatric Society, 62 (1), 2014, pp.
25-39; N. Gothe et al., «The effect of acute yoga on executive function», Journal of Physical Activity
and Health, 10 (4), 2013, pp. 488-495; P. Lovatt, «Dance psychology», Psychology Review, 2013,
pp. 18-21; C. Lewis y P. Lovatt, «Breaking away from set patterns of thinking: improvisation and
divergent thinking», Thinking Skills and Creativity, 9, 2013, pp. 46-58.
13. Se trata de una buena introducció n sobre sus posturas respecto a este tema: E. Miller,
«Multitasking: Why Your Brain Can’t Do It and What You Should Do About It» (grabació n de
seminario y pase de diapositivas), Radius, 11 de abril de 2017,
<https://radius.mit.edu/programs/multitasking-why-your-brain-cant-doit-and-what-you-
should-do-about-it>.
14. Los costes de la alternancia está n muy irmemente establecidos en la literatura acadé mica. He
aquı́ un ejemplo tı́pico: R. D. Rogers y S. Monsell, «The cost of a predictable switch between simple
cognitive tasks», Journal of Experimental Psychology: General, 124, 1995, pp. 207-231. Y este
tambié n presenta un buen resumen: «Multitasking: Switching costs», American Psychological
Association, 20 de marzo 2006, <https://www.apa.org/research/action/multitask> [autores no
facilitados].
15. James Williams, Stand Out Of Our Light, Cambridge, Cambridge University Press, 2018, p. 69. El
estudio era del doctor Glenn Wilson. No se publicó porque lo encargó una empresa privada. Puede
leerse la conversació n del doctor Wilson sobre dicho estudio en este enlace, seleccionando la
secció n que lleva por encabezamiento «Infomanı́a», <http://drglennwilson.com/links.html>.
Vé ase tambié n P. Hemp, «Death By Information Overload», Harvard Business Review, septiembre
de 2009, <https://hbr.org/2009/09/death-by-information-overload>. El doctor Wilson ha
mostrado su incomodidad por el tratamiento que han dado algunos periodistas a este estudio y yo
he intentado incorporar sus crı́ticas al texto. Segú n é l, la comparació n con el cannabis solo es cierta
a corto plazo; a largo plazo, el cannabis puede perjudicar má s el CI. Lo expreso aquı́ para que quede
re lejado este hecho.
16. E. Hoffman, Time, Londres, Pro ile Books, 2010, pp. 80-81; W. Kirn, «The Autumn of the
Multitaskers», The Atlantic, noviembre de 2017.
17. V. M. Gonzá lez y G. Mark, «Constant, constant, multitasking craziness: Managing multiple
working spheres», en Proceedings of CHI 2004, Viena, Austria, pp. 113-120. Vé ase tambié n L.
Dabbish, G. Mark y V. Gonzá lez, «Why do I keep interrupting myself ? Environment, habit and
sel interruption», en Proceedings of the 2011 annual conference on human factors in computing
systems, pp. 3,127-130; T. Klingberg, The Over lowing Brain, Oxford, OUP, 2009, p. 4; Colville, The
Great Acceleration, p. 47.
18. T. Harris, «Episode 7: Pardon the Interruptions», pó dcast Your Undivided Attention, 14 de
agosto de 2019, <https://www.humanetech.com/podcast>; C. Thompson, «Meet The Life
Hackers», New York Times Magazine, 16 de octubre de 2005.
19. Colville, The Great Acceleration, p. 47.
20. B. Sullivan, «Students can’t resist distraction for two minutes... and neither can you», NBC
News, 18 de mayo de 2013, <https://www.nbcnews.com/technolog/students-cant-
resistdistraction-two-minutes-neither-can-you-1C9984270>. Este estudio no ha sido publicado.
21. Gazzaley y Rosen, The Distracted Mind, p. 127.
22. D. L. Strayer, «Is the Technology in Your Car Driving You to Distraction?», Policy Insights from
the Behavioral and Brain Sciences, 2 (1), 2015, pp. 157-165. La formulació n «muy similar» la usó
é l aquı́: K. Ferebee, «Drivers on Cell Phones Are As Bad As Drunks», UNews Archive, Universidad
de Utah, 25 de marzo de 2011, <https://archive.unews.utah.edu/news_releases/drivers-on-cell-
phones-are-as-bad-as-drunks/>.
23. S. P. McEvoy et al., «The impact of driver distraction on road safety: results from a
representative survey in two Australian states», Injury prevention: Journal of the International
Society for Child and Adolescent Injury Prevention, 12 (4), 2006, pp. 242-247.
24. Gazzaley y Rosen, The Distracted Mind, p. 11; L. M. Carrier et al., «Multitasking Across
Generations: Multitasking Choices and Dif iculty Ratings in Three Generations of Americans»,
Computers in Human Behavior, 25, 2009, pp. 483-489.
25. A. Kahkashan y V. Shivakumar, «Effects of traf ic noise around schools on attention and
memory in primary school children», International Journal of Clinical and Experimental
Physiology, 2 (3), 2015, pp. 176-179.
1. K. S. Beard, «Theoretically Speaking: An Interview with Mihaly Csikszentmihalyi on Flow
Theory Development and Its Usefulness in Addressing Contemporary Challenges in Education»,
Educational Psychology Review, 27, 2015, pp. 353-364.
2. Vé ase B. F. «Skinner, “Superstition” in the pigeon», Journal of Experimental Psychology, 38 (2),
1948, pp. 168-172.
3. Beard, «Theoretically Speaking», pp. 353-364.
4. R. Kegan, The Evolving Self: Problem and Process in Human Development, Cambridge, Harvard
University Press, 1983, p. xii.
5. M. Csikszentmihalyi, Flow: The Psychology of Optimal Experience, Nueva York, Harper, 2008, p.
40.
6. Ibid., p. 54.
7. Ibid., pp. 158-159.
8. Ibid., p. 7. Vé ase tambié n Brigid Schulte, Overwhelmed: Work, Love and Play When No One Has
the Time, Londres, Bloomsbury Press, 2014, pp. 66-67.
9. R. Kubey y M. Csikszentmihalyi, Television and the Quality of Life: How Viewing Shapes
Everyday Experience, Abingdon-on-Thames, Routledge, 1990.
10. Csikszentmihalyi, Flow, p. 83.
11. Csikszentmihalyi, Creativity, p. 11.
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school-aged children and adolescents», Sleep Medicine Reviews, 16 (3), 2012, pp. 203-211.
2. H. G. Lund et al., «Sleep patterns and predictors of disturbed sleep in a large population of
college students», Journal of Adolescent Health, 46 (2), 2010, pp. 124-132.
3. M. E. J. Masson, «Cognitive processes in skimming stories», Journal of Experimental Psychology:
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Clifton, «Subvocalization and reading for meaning», Journal of Verbal Learning and Verbal
Behavior, 19 (5), 1980, pp. 573-582; T. Calef, M. Pieper y B. Coffey, «Comparisons of eye
movements before and after a speedreading course», Journal of the American Optometric
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speed reading and skimming», Bulletin of the Psychonomic Society, 16, 1980, p. 171; M. C. Dyson y
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read from screen», Journal of Research in Reading, 23, 2000, pp. 210-223.
4. J. E. Gangwisch, «A review of evidence for the link between sleep duration and hypertension»,
American Journal of Hypertension, 27 (10), 2014, pp. 1235-1242.
5. E. C. Hanlon y E. Van Cauter, «Quanti ication of sleep behavior and of its impact on the cross-talk
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of the United States of America, 108, suplemento 3, 2011, pp. 15, 609-616; M. Walker, Why We
Sleep, Londres, Penguin, 2018, p. 3.
6. J. Hamzelou, «People with narcolepsy may be more creative because of how they sleep», New
Scientist, 18 de junio de 2019.
7. Gracias al sueñ o se duplican las probabilidades de recordar material que previamente no se
recordaba. Vé ase estudio de la Universidad de Essex: N. Dumay, «Sleep not just protects memories
against forgetting, it also makes them more accesible», Cortex, 74, 2016, pp. 289-296.
8. El estudio de referencia es de K. Louie y M. A. Wilson, «Temporally Structured Replay of Awake
Hippocampal Ensemble Activity during Rapid Eye Movement Sleep», Neuron, 29, 2001, pp. 145-
156.
9. A. Hvolby, «Associations of sleep disturbance with ADHD: implications for treatment», Attention
De icit and Hyperactivity Disorders, 7 (1), 2015, pp. 1-18; E. J. Paavonen et al., «Short sleep
duration and behavioral symptoms of attention-de icit/hyperactivity disorder in healthy 7- to 8-
year-old children», Pediatrics, 123 (5), 2009, e857-64; A. Pesonen et al., «Sleep duration and
regularity are associated with behavioral problems in 8-year-old children», International Journal
of Behavioral Medicine, 17 (4), 2010, pp. 298-305; R. Gruber et al., «Short sleep duration is
associated with teacher-reported inattention and cognitive problems in healthy school-aged
children», Nature and Science of Sleep, 4, 2012, pp. 33-40.
10. A. Huf ington, The Sleep Revolution: Transforming Your Life, One Night At A Time, Nueva York,
Penguin Random House, 2016, pp. 103-104.
11. K. Janto, J. R. Prichard y S. Pusalavidyasagar, «An Update on Dual Orexin Receptor Antagonists
and Their Potential Role in Insomnia Therapeutics», Journal of Clinical Sleep Medicine (JCSM:
publicació n o icial de la Academia Estadounidense de Medicina del Sueñ o), 14 (8), 2018, pp. 1399-
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12. S. R. D. Morales, «Dreaming with the Zeitgeber, Part I: A Lecture on Moderns and Their Night»,
The Wayward School, <https://journals.uvic.ca/index.php/peninsula/article/view/11518/3217>.
13. T. Farragher, «Sleep, the inal frontier. This guy studies it. Here’s what he has to say», Boston
Globe, 18 de agosto de 2018, <https://www.bostonglobe.com/metro/2018/08/17/sleep- inal-
frontier-this-guy-studies-here-what-has-say/MCII4NnJyK6tbOHpvdLgQN/story.html>.
1. C. Ingraham, «Leisure reading in the U.S. is at an all-time low», Washington Post, 29 de junio de
2018, <https://www.washingtonpost.com/news/wonk/wp/2018/06/29/leisurereading-in-the-
u-s-is-at-an-all-time-low/>, <https://www.bls.gov/tus/>.
2. D. W. Moore, «About Half Of Americans Reading A Book», Gallup News Service, 3 de junio de
2005, <https://news.gallup.com/poll/16582/about-half-americans-reading-book.aspx>. C.
Ingraham, «The long, steady decline of literary Reading», Washington Post, 7 de septiembre de
2016, <https://www.washingtonpost.com/news/wonk/wp/2016/09/07/the-long-steady-
decline-of-literary-reading/>; Pew constató que era ligeramente superior: A. Perrin, «Who doesn’t
read books in America?», Pew Research Center, 26 de septiembre de 2019,
<https://www.pewresearch.org/fact-tank/2019/09/26/who-doesnt-read-books-in-america/>.
3. Ingraham, «Leisure reading in the U.S. is at an alltime low».
4. E. Brown, «Americans spend far more time on their smartphones than they think», ZDnet, 28 de
abril de 2019, <https://www.zdnet.com/article/americans-spend-far-more-timeon-their-
smartphones-than-they-think/>.
5. Reading at Risk, National Endowment for the Arts, 2002,
<https://www.arts.gov/sites/default/ iles/RaRExec_0.pdf>.
6. A. Flood «Literary iction in crisis as sales drop dramatically, Arts Council England reports»,
Guardian, 15 de diciembre de 2017,
<https://www.theguardian.com/books/2017/dec/15/literary- iction-in-crisis-assale-drop-
dramatically-arts-council-england-reports>.
7. W. Self, «The printed word in peril», Harpers, octubre de 2018,
<https://harpers.org/archive/2018/10/the-printed-word-in-peril/>.
8. A. Mangen, G. Olivier y J. Velay, «Comparing Comprehension of a Long Text Read in Print Book
and on Kindle: Where in the Text and When in the Story?», Frontiers in Psychology, 10, 2019, p. 38.
9. P. Delgado et al., «Don’t throw away your printed books: a meta-analysis on the effects of
reading media on reading comprehension», Educational Research and Reviews, 25, 2018, pp. 23-
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10. Delgado et al., «Don’t throw away your printed books».
11. N. Carr, The Shallows: How the Internet Is Changing the Way We Th ink, Read and Remember,
Londres, Atlantic Books, 2010, p. 6.
12. Gerald Emanuel Stern (ed.), McLuhan Hot & Cool: A primer for the understanding of and a
critical symposium with a rebuttal, Nueva York, Dial Press, 1967, pp. 20, 23, 65, 212-213, 215.
13. R. A. Mar et al., «Exposure to media and theory-of-mind development in preschoolers»,
Cognitive Development, 25 (1), 2010, pp. 69-78.
14. Ibid.
1. W. James, Principios de psicología, 1890, capı́tulo XI: disponible online.
2. M. E. Raichle et al., «A default mode of brain function», Proceedings of the National Academy of
Sciences, 98 (2), 2001, pp. 676-682. Supe de su obra gracias al excelente libro de Leonard
Mlodinow, Elastic: Flexible Thinking in a Constantly Changing World, Londres, Penguin, 2018, pp.
110-121. Vé ase tambié n G. Watson, Attention: Beyond Mindfulness, Londres, Reaktion Books, 2017,
p. 90.
3. J. Smallwood, D. Fishman y J. Schooler, «Counting the Cost of an Absent Mind», Psychonomic
Bulletin & Review, 14, 2007. Supe de ello por W. Gallagher, Rapt: Attention and the Focused Life,
Londres, Penguin, 2009, p. 149.
4. Y. Citton, The Ecology of Attention, Cambridge, Polity, 2016, pp. 116-117.
5. B. Medea et al., «How do we decide what to do? Resting-state connectivity patterns and
components of self-generated thought linked to the development of more concrete personal
goals», Experimental Brain Research, 236, 2018, pp. 2469-2481.
6. B. Baird et al., «Inspired by Distraction: Mind Wandering Facilitates Creative Incubation»,
Psychological Science, 23 (10), octubre de 2012, pp. 1117-1122.
7. J. Smallwood, F. J. M. Ruby, T. Singer, «Letting go of the present: Mind-wandering is associated
with reduced delay discounting», Consciousness and Cognition, 22 (1), 2013, pp. 1-7. Jonathan, vı́a
correo electró nico, tambié n añ adió lo siguiente: «Tambié n serı́a importante destacar que muchos
de esos rasgos resultan má s claros en personas capaces de controlar cuá ndo divaga su mente (es
decir, cuá ndo pueden evitar hacerlo en el momento en que el mundo exterior reclama su
atenció n)».
8. M. Killingsworth y D. Gilbert, «A Wandering Mind is an Unhappy Mind», Science, 12 de
noviembre de 2010. Veá se tambié n Watson, Attention, pp. 15, 70.
1. T. Ferris, «The Tim Ferris Show Transcripts – Fighting Skynet and Firewalling Attention»,
Tim.Blog (blog), 24 de septiembre de 2019, <https://tim.blog/2019/09/24/the-tim-ferriss-show-
transcripts-tristan-harris- ighting-skynetand- irewalling-attention-387/>.
2. Ibid.
3. B. J. Fogg, Persuasive Technology, Morgan Kaufman, 2003, pp. 7-8.
4. Ibid, p. ix.
5. «The scientists who make apps addictive», 1843 Magazine, 20 de octubre de 2016,
<https://www.1843magazine.com/features/the-scientists-who-makeapps-addictive>.
6. Ferris, «The Tim Ferris Show Transcripts».
7. T. Harris, «How a handful of tech companies control billions of minds every day», charlas TED,
TED2017,
<https://www.ted.com/talks/tristan_harris_how_a_handful_of_tech_companies_control_billions_
of_minds_everyday?language=en>.
8. C. Newton, «Google’s new focus on wellbeing started ive years ago with this presentation», The
Verge, 10 de mayo de 2018, <https://www.theverge.com/2018/5/10/17333574/google-android-
pupdate-tristan-harris-design-ethics>.
9. A. Marantz, «Silicon Valley’s Crisis of Conscience», The New Yorker, 19 de agosto de 2019.
10. Tambié n se puede leer la presentació n completa en <minimizedistraction.com>.
11. N. Thompson, «Tristan Harris: Tech Is Downgrading Humans», Wired, 23 de abril de 2019; N.
Hiltzik, «Ex-Google Manager Leads A Drive To Rein in Pernicious Impact of Social Media», Los
Angeles Times, 10 de mayo de 2019.
12. Ferris, «The Tim Ferris Show Transcripts».
13. T. Harris, Testimonio ante el Comité de Comercio del Senado, 25 de junio de 2019,
<https://www.commerce.senate.gov/services/ iles/96E3A739-DC8D-45F1-87D7-
EC70A368371D>.
14. P. Marsden, «Humane: A New Agenda for Tech», Digital Wellbeing, 25 de abril de 2019,
<https://digitalwellbeing.org/humane-a-new-agenda-for-tech-speed-summary-and-video/>.
15. Tal como recuerda Aza en su entrevista conmigo.
16. Existe un debate sobre las cifras exactas porque se trata de algo intrı́nsecamente difı́cil de
medir. Una manera de hacerlo es lo que se conoce como «tasa de rebote» (el nú mero de personas
que llega a un sitio e inmediatamente abandona sin entrar en ninguna otra pá gina de internet). Por
ejemplo, la «tasa de rebote» de time.com, al parecer, cayó un 15 % cuando introdujeron el scroll
in inito en 2014; Los lectores de Quartz veı́an un 50 % má s de noticias de lo que lo habrı́an hecho
sin el scroll in inito. Ambas cifras proceden de S. Kirkland, «Time.com’s bounce rate down 15
percentage points since adopting continuous scroll», Poynter, 20 de julio de 2014,
<https://web.archive.org/web/20150507024326>,
<http://www.poynter.org:80/news/mediawire/257466/timecoms-bounce-rate-down15-
percentage-points-since-adopting-continuous-scroll/>.
17. T. Ong, «Sean Parker on Facebook», The Verge, 9 de noviembre de 2017,
<https://www.theverge.com/2017/11/9/16627724/sean-parker-facebookchildrens-brains-
feedback-loop>. Para má s citas de cifras tecnoló gicas, vé ase A. Alter, Irresistible: The Rise of
Addictive Technology and the Business of Keeping Us Hooked, Londres, Penguin, 2017, p. 1.
18. Roger McNamee, Zucked: Waking up to the Facebook Catastrophe, HarperCollins, 2019, pp.
146-147; R. Seymour, The Twittering Machine, Londres, Indigo Press, 2019, pp. 26-27.
19. James Williams, Stand Out of Our Light, Cambridge, Cambridge University Press, 2018, p. 102.
20. Nir Eyal, Hooked: How to Build Habit-Forming Products, Londres, Penguin, 2014, p. 11; P.
Graham, «The Acceleration of Addictiveness», Paul Graham (blog), julio de 2010,
<http://www.paulgraham.com/addiction.html?viewfullsite=1>.
1. S. Zuboff, The Age of Surveillance Capitalism, Nueva York, Public Affairs, 2019.
Visitad,www.shoshanazuboff.com> o <www.shoshanazuboff.com> para obtener má s informació n
sobre la lucha del profesor Zuboff a favor de un «futuro humano».
2. P. M. Litvak, J. S. Lerner, L. Z. Tiedens y K. Shonk, «Fuel in the Fire: How anger affects decision-
making», International Handbook of Anger, 2010, pp. 287-310, citando a C. H. Hansen y R. D.
Hansen, «Finding the face in the crowd: An anger superiority effect», Journal of Personality and
Social Psychology, 54 (6), 1988, pp. 917-924. Vé ase tambié n R. C. Solomon, A Passion for Justice,
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3. Litvak et al., «Fuel in the Fire», citando a J. M. Haviland y M. Lelwica, «The induced affect
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5. Vé ase <algotransparency.org>. Este sitio web se dedica a rastrear palabras que son tendencia en
YouTube.
6. William J. Brady et al., «Emotion shapes the diffusion of moralised content in social networks»,
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7. «Partisan Con lict and Congressional Outreach», Pew Research Center, 23 de febrero de 2017,
<https://www.pewresearch.org/politics/2017/02/23/partisan-con lict-and-congressional-
outreach/pdl-02-23-17_antipathynew-00-02/>.
8. John Major pronunció estos comentarios en 1993 en una entrevista publicada en el Mail on
Sunday, que tuvo una gran repercusió n.
9. Nolen Gertz, Nihilism and Technology, Rowman & Little ield, 2018, p. 97; A. Madrigal, «Many
many Facebook users still don’t know that their feed is iltered by an algorithm», Splinter, 27 de
marzo de 2015, <https://splinternews.com/many-many-facebook-users-still-dontknow-that-
their-ne-1793846682>; Motahhare Eslami et al., «“I always assumed that I wasn’t really that close
to [her]”: «Reasoning about Invisible Algorithms in News Feeds», Proceedings of the 33rd Annual
ACM Conference on Human Factors in Computing Systems (CHI ’15), Nueva York, Association for
Computing Machinery, 2015, pp. 153-162. Texto completo de este artı́culo disponible en:
<http://wwwpersonal.umich.edu/~csandvig/research/Eslami_Algorithms_CHI15.pdf>.
10. Eso se lo dijo Tristan a Decca Aitkenhead, jefe de entrevista del Sunday Times. A mı́ me facilitó
la transcripció n no publicada de la conversació n completa, lo que me ha ayudado a dar forma a
esta parte del libro.
11. Litvak et al., «Fuel in the Fire», citando a G. V. Bodenhausen et al., «Happiness and stereotypic
thinking in social judgement», Journal of Personality and Social Psychology, 66 (4), 1994, pp. 621-
636; D. DeSteno et al., «Beyond valence in the perception of likelihood: the role of emotion
speci icity», Journal of Personality and Social Psychology, 78 (3), 2000, pp. 397-416.
12. S. Vosoughi, D. Roy, D. y S. Aral, «The spread of true and false news online», Science, 359, 2018,
pp. 1146-1151.
13. C. Silverman, «This Analysis Shows How Viral Fake Election News Stories Outperformed Real
News On Facebook», BuzzFeed, 16 de noviembre de 2016,
<https://www.buzzfeednews.com/article/craigsilverman/viral-fake-election-news-
outperformed-real-news-on-facebook>.
14. <https://www.vox.com/2019/3/31/18289271/alex-jones-psychosis-conspiracies-sandy-
hookhoax>.
15. Tristan lo expuso ante Decca Aitkenhead. The Guardian tuvo alrededor de 286 millones de
visitas en los seis meses anteriores a septiembre de 2020; el New York Times, casi 254 millones; el
Washington Post poco má s de 185, segú n SimilarWeb.com. La cifra de 15.000 millones aparece
aquı́: <https://www.latimes.com/business/hiltzik/la- i-hiltzik-tristan-tech-20190510-
story.html>.
16. A. Jones, «From Memes to Infowars: how 75 Fascist activists were “RedPilled”, Bellingcat, 11 de
octubre de 2018, <https://www.bellingcat.com/news/americas/2018/10/11/memes-infowars-
75-fascist-activists-red-pilled/>.
17. J. M. Berger, «The Alt-Right Twitter Census: de ining and describing the audience for Alt-Right
content on Twitter», VOX-Pol Network of Excellence, 2018,
<http://www.voxpol.eu/download/vox-pol_publication/AltRightTwitterCensus.pdf>.
18. Tristan se lo dijo a Decca Aitkenhead.
19. C. Alter, «Brazilian Politician tells Congresswoman she’s “not worthy” of sexual assault», Time,
11 de diciembre de 2014, <https://time.com/3630922/brazil-politics-congresswoman-rape-
comments/>.
20. <https://www.independent.co.uk/news/world/americas/jair-bolsonaro-who-is-quotes-
brazil-president-election-run-off-latest-a8573901.html>.
21. C. Doctorow, «Fans of Brazil’s new Fascist President chant “Facebook! Facebook! Whatsapp!
Whatsapp!” At inauguration», BoingBoing, 3 de enero de 2019,
<https://boingboing.net/2019/01/03/world-more-connected.html>.
22. Tristan se lo dijo a Decca Aitkenhead.
23. T. Harris, testimonio en el Comité de Comercio del Senado, 25 de junio de 2019,
<gov/services/ iles/96E3A739-DC8D-45F1-87D7-EC70A368371D>.
1. Nir Eyal, Indistractable: How to Control Your Attention and Choose Your Life, Londres,
Bloomsbury Publishing, 2020, p. 213.
2. Ibid., pp. 41-42.
3. Ibid., p. 62.
4. Ibid., p. 113.
5. Ibid., p. 1.
6. N. Eyal, Hooked: How to Build Habit-Forming Products, Londres, Penguin, 2014, p. 164. Cuando,
tiempo despué s, le leı́ esa cita a Nir, me dijo: «Bueno, hay que leer el libro, ¿no? Si la sacas de
contexto y solo dices esa frase, por supuesto que puedes hacer que diga lo que tú quieres que diga».
Pero yo la leı́ con el contexto e insto a otras personas a hacerlo. Nada en el contexto que rodea esta
frase, o en todo el libro, mitiga el claro signi icado de esta frase.
7. Ibid., p. 2.
8. N. Eyal, «Want to Hook Your Users? Drive Them Crazy», TechCrunch (blog), 26 de marzo de
2012, <https://techcrunch.com/2012/03/25/want-to-hook-your-users-drive-them-crazy/>.
9. Eyal, Hooked, p. 47.
10. Ibid., p. 57.
11. Ibid., p. 18.
12. Ibid., p. 25.
13. Ibid., p. 17.
14. Tambié n enumera algunos usos saludables de esas té cnicas: por ejemplo, el diseñ o de
aplicaciones de itness que animan a la gente a hacer gimnasia, o de otras que nos ayudan a
aprender otras lenguas.
15. Ronald Purser, McMindfulness, Repeater Books, 2019, p. 138.
16. Ibid., citando a Dana Becker, One Nation Under Stress: The Trouble with Stress As An Idea,
Oxford, Oxford University Press, 2013.
17. <https://www.nytimes.com/2021/01/09/opinion/diet-resolution-new-years.html>,
consultado el 12 de enero de 2020.
18. El estudio original que concluyó que el 95 % de las dietas fallan se llevó a cabo con cien
pacientes obesos: A. J. Stunkard y M. McLaren-Hume, «The results of treatment for obesity», AMA
Archives of Internal Medicine, 103, 1959, pp. 79-85. Otros estudios má s recientes arrojan
resultados muy similares; en este, solo el 2 % de la gente mantenı́a una pé rdida de peso superior a
los 20 kg dos añ os despué s: J. Kassirer y M. Angell, «Losing weight – an illfated New Year’s
resolution» New England Journal of Medicine, 338, 1998, pp. 52-54. Algunos cientı́ icos de ienden
que eso es demasiado pesimista, o una de inició n excesivamente exigente del é xito. Vé ase, por
ejemplo, R. R. Wing y S. Phelan, «Long-term weight loss maintenance», The American Journal of
Clinical Nutrition, 82 (1), 2005, pp. 222S-225S. Segú n ellos, deberı́a de inirse como é xito que
alguien mantenga el 10 % de la pé rdida de peso un añ o despué s de la dieta. Pero incluso si se
recurre a esa de inició n, solo el 20 % de los que hacen dieta lo consiguen, y el 80 % fracasa. Este
artı́culo aborda el estudio de 1959 y de iende que es demasiado negativo:
<https://www.nytimes.com/1999/05/25/health/95-regain-lost-weight-or-do-they.html>. Vé ase
tambié n T. Mann, Secrets from the Eating Lab, Nueva York, Harper Wave, 2017. El autor revisó
sesenta añ os de literatura sobre dietas y descubrió que, de media, los que se someten a ellas
pierden el 10 % de su peso inicial, y que antes de dos añ os, de media, han recuperado todos los
kilos que perdieron menos uno, aproximadamente.
19. Má s del 42 % de los adultos estadounidenses y el 18,5 % de niñ os estadounidenses eran obesos
en 2018. Se ha dado un incremento constante en veinte añ os: «Overweight & Obesity Data &
Statistics», Centro para el Control y la Prevenció n de Enfermedades,
<https://www.cdc.gov/obesity/data/index.html>.
En 2018, el 15 % de los adultos neerlandeses eran obesos, una cifra
mucho menor pero aun ası́ su iciente para ser considerada (con razó n)
un problema grave de salud pú blica. Vé ase C. Stewart, «Share of the
population with overweight in the Netherlands», Statista, 16 de
noviembre de 2020,
<https://www.statista.com/statistics/544060/share-of-the-
population-with-overweight-in-the-netherlands/>.
1. D. Marshall, «BBC most trusted news source 2020», Ipsos Mori, 22 de mayo de 2020,
<https://www.ipsos.com/ipsosmori/en-uk/bbc-most-trusted-news-source-2020>; W. Turvill,
«Survey: Americans trust the BBC more than the New York Times, Wall Street Journal, ABC or
CBS», Press Gazette, 16 de junio de 2020, <https://www.pressgazette.co.uk/survey-americans-
trust-the-bbc-more-than-new-york-times-wall-street-journal-abc-orcbs/>.
2. Tristan se lo dijo a Decca Aitkenhead.
3. G. Linden, «Marissa Mayer at Web.20», Glinden (blog), 9 de noviembre de 2006,
<http://glinden.blogspot.com/2006/11/marissa-mayer-at-web-20.html>. Vé ase tambié n,
<http://loadstorm.com/2014/04/infographic-web-performance-impacts-conversion-rates/>.
Vé ase tambié n The Great Acceleration: How the World is Getting Faster, Faster, Londres,
Bloomsbury, 2016, p. 27.
4. M. Ledwich y A. Zaitsev, «Algorithmic Extremism: Examining YouTube’s Rabbit Hole of
Radicalisation», arXiv:1912.11211 [cs.SI], Cornell University, 2019,
<https://arxiv.org/abs/1912.11211>. Vé ase tambié n A. Kantrowitz, «Does YouTube Radicalize?»,
OneZero, 7 de enero de 2020, <https://onezero.medium.com/does-youtube-radicalize-a-debate-
between-kevin-roose-and-markledwich-1b99651c7bb>; W. Feuer, «Critics slam study claiming
YouTube’s algorithm doesn’t lead to radicalisation», CNBC, 30 de diciembre de 2019, actualizado el
31 de diciembre de 2019, <https://www.cnbc.com/2019/12/30/critics-slam-youtube-study-
showing-no-ties-to-radicalisation.html>.
5. A. Narayanan, publicació n de Twitter, 29 de diciembre de 2019, 12.34pm,
<https://twitter.com/random_walker/status/1211264254109765634?lang=en>.
6. J. Horwitz y D. Seetharaman, «Facebook Executives Shut Down Eff orts to Make the Site Less
Divisive», Wall Street Journal, 26 de mayo de 2020, <https://www.wsj.com/articles/facebook-
knows-it-encourages-division-top-executives-nixed-solutions-11590507499>.
7. El artı́culo en The Wall Street Journal compensaba esas a irmaciones citando palabras de
Zuckerberg: «El señ or Zuckerberg anunció en 2019 que Facebook eliminarı́a contenido que
violara está ndares concretos pero que, en lo posible, mantendrı́a el planteamiento de no
intervenció n con materiales polı́ticos que no violaran claramente sus está ndares». «No puede
imponerse la tolerancia en sentido descendente —a irmó durante un discurso pronunciado en la
Universidad de Georgetown—. Esta debe venir de la apertura de la gente, de compartir
experiencias y desarrollar una historia compartida para la sociedad, de la que todos sintamos que
formamos parte. Ası́ es como progresamos juntos.»
8. A. Dworkin, Life and Death: Unapologetic Writings on the Continuing War Against Women,
Londres, Simon & Schuster, 1997, p. 210.
1. N. Burke Harris, The Deepest Well: Healing the Long-Term Effects of Childhood Adversity ,
Londres, Bluebird, 2018, p. 215.
2. V. J. Felitti et al., «Relationship of childhood abuse and household dysfunction to many of the
leading causes of death in adults: The Adverse Childhood Experiences (ACE) study», American
Journal of Preventive Medicine, 14 (4), 1998, pp. 245-258. En este punto, tambié n me he informado
a travé s de mis entrevistas con el doctor Vincent Felitti, el doctor Robet Anda y el doctor Gabor
Maté . Vé ase el libro de Gabor Maté , In the Realm of Hungry Ghosts: Close Encounters With
Addiction, Londres, Vermilion, 2018.
3. Harris, The Deepest Well, p. 59. La doctora Nicole Brown, en una investigació n independiente,
constató que los traumas infantiles hacı́an que se triplicara el desarrollo de sı́ntomas de TDAH: R.
Ruiz, «How Childhood Trauma Could Be Mistaken For ADHD», The Atlantic, 7 de julio de 2014.
Vé ase tambié n N. M. Brown et al., «Associations Between Adverse Childhood Experiences and
ADHD Diagnosis and Severity», Academic Paediatrics, 17 (4), 2017, pp. 349-355; Newsroom,
«Researchers Link ADHD With Childhood Trauma», Children’s Hospitals Today, Children’s Hospital
Association, 9 de agosto de 2017, <https://www.childrenshospitals.org/Newsroom/Childrens-
Hospitals-Today/Articles/2017/08/Researchers-Link-ADHD-with-Childhood-Trauma> ; K.
Szymanski, L. Sapanski y F. Conway, «Trauma and ADHD – Association or Diagnostic Confusion? A
Clinical Perspective», Journal of Infant, Child, and Adolescent Psychotherapy, 10 (1), 2011, pp. 51-
59; R. C. Kessler et al., «The prevalence and correlates of adult ADHD in the United States: results
from the National Comorbidity Survey Replication», The American Journal of Psychiatry, 163, 4,
2006, pp. 716-723. Se descubrió que los niñ os criados en orfanatos rumanos (donde se los
descuidaba de manera grave) tenı́an una probabilidad cuatro veces mayor de desarrollar con el
tiempo problemas de atenció n. Vé ase M. Kennedy et al., «Early severe institutional deprivation is
associated with a persistent variant of adult-de icit hyperactivity disorder», Journal of Child
Psychology and Psychiatry, 57 (10), 2016, pp. 1113-1125. Vé ase tambié n el libro de Joel Nigg,
Getting Ahead of ADHD: What Next-Generation Science Says About Treatments That Work, Nueva
York, Guilford Press, 2017, pp. 161-162. Vé ase tambié n W. Gallagher, Rapt: Attention and the
Focused Life, Londres, Penguin, 2009, p. 167; R. C. Herrenkohl, B. P. Egolf y E. C. Herrenkohl, «Pre-
school Antecedents of Adolescent Assaultive Behaviour: A Longitudinal Study», American Journal
of Orthopsychiatry, 67, 1997, pp. 422-432.
4. H. Green et al., Mental Health of Children and Young People in Great Britain, 2004, O icina
Nacional de Estadı́stica, Departamento de Salud y Ejecutivo Escocé s, Basingstoke, Palgrave
Macmillan, 2005. Las estadı́sticas aparecen en la pá gina 161 y está n resumidas en las tablas 7.20 y
7.21 N. Hart y L. Benassaya me dieron a conocer estas estadı́sticas en «Social Deprivation or Brain
Dysfunction? Data and the Discourse of ADHD in Britain and North America», en S. Timimi y J. Leo
(eds.), Rethinking ADHD: From Brain to Culture, Londres, Palgrave Macmillan, 2009, pp. 218-251.
5. S. N. Merry y L. K. Andrews, «Psychiatric status of sexually abused children 12 months aft er
disclosure of abuse», Journal of the American Academy of Child and Adolescent Psychiatry, 33 (7),
1994, pp. 939-944. Vé ase tambié n T. Endo, T. Sugiyama y T. Someya, «Attention-
de icit/hyperactivity disorder and dissociative disorder among abused children», Psychiatry and
Clinical Neurosciences, 60 (4), 2006, pp. 434-438, <https://doi.org/10.1111/j.1440-
1819.2006.01528.x>.
6. Una guı́a ú til para tener acceso a las mejores realizadas sobre esta cuestió n, y en la que me he
basado para muchos de los estudios de los pá rrafos siguientes, es la tesis de Charissa Andreotti,
«Effects of Acute and Chronic Stress on Attention and Psychobiological Stress Reactivity in
Women», disertació n doctoral (Universidad Vanderbilt, 2013). Vé ase tambié n E. Chajut y D. Algom,
«Selective attention improves under stress: Implications for theories of social cognition», Journal
of Personality and Social Psychology, 85, 2003, pp. 231-248; y P. D. Skosnik et al., «Modulation of
attentional inhibition by norepinephrine and cortisol after psychological stress», International
Journal of Psychophysiology, 36, 2000, pp. 59-68.
7. Skosnik et al., «Modulation of attentional inhibition by norepinephrine and cortisol after
psychological stress»; vé ase tambié n C. Liston, B. S. McEwen y B. J. Casey, «Psychosocial stress
reversibly disrupts prefrontal processing and attentional control», Proceedings of the National
Academy of Sciences of the United States of America, 106 (3), 2009, pp. 912-917.
8. H. Yaribeygi et al., «The impact of stress on body function: A review», EXCLI Journal, 16, 2017,
pp. 1057-1072.
9. C. Nunn et al., «Shining evolutionary light on human sleep and sleep disorders», Evolution,
Medicine and Public Health, 2016 (1), 2016, pp. 234, 238.
10. Z. Heller, «Why We Sleep – and Why We Oft en Can’t», The New Yorker, 3 de diciembre de 2018.
11. S. Mullainathan et al., «Poverty impedes cognitive function», Science, 30, 2013, pp. 976-980.
Vé ase tambié n R. Putnam, Our Kids: The American Dream in Crisis, Nueva York, Simon & Schuster,
2015, p. 130.
12. Mullainathan et al., «Poverty impedes cognitive function». He aquı́ una excelente entrevista
con el profesor Mullainathan: C. Feinberg, «The science of scarcity: a behavioural economist’s
fresh perspectives on poverty», Harvard Magazine, mayo-junio de 2015,
<https://www.harvardmagazine.com/2015/05/the-science-of-scarcity>; el libro de Sendhil
Mullainathan y Eldar Sha ir, Scarcity: Why Having Too Little Means So Much, Londres, Penguin,
2014, aborda la cuestió n en gran detalle.
13. J. Howego, «Universal income study inds money for nothing won’t make us work les», New
Scientist, 8 de febrero de 2019, <https://www.newscientist.com/article/2193136-universal-
income-study- inds-money-for-nothing-wont-make-us-work-less/>.
14. G. Maté , Scattered Minds: The Origins and Healing of Attention De icit Disorder, Londres,
Vermilion, 2019, p. 175; E. Deci, Why We Do What We Do: Understanding Self-Motivation, Londres,
Penguin, 1996, p. 28; W. C. Dement, The Promise of Sleep: A Pioneer in Sleep Medicine Explores the
Vital Connection Between Health, Happiness, and a Good Night’s Sleep, Nueva York, Bantam
Doubleday Dell, 1999, p. 218.
15. R. Colville, The Great Acceleration: How the World is Getting Faster, Faster, Londres,
Bloomsbury, 2016, p. 59.
16. B. Schulte, Overwhelmed: Work, Love and Play When No One Has the Time, Londres,
Bloomsbury, 2014, p. 22, citando a L. Duxbury y C. Higgins, Work-Life Con lict in Canada in the
New Millennium: Key Findings and Recommendations from the 2001 National Work-Life Con lict
Study, Informe 6, Health Canada, enero de 2009; L. Duxbury y C. Higgins, Work-Life Con lict in
Canada in the New Millennium: A Status Report, Informe inal, Health Canada, octubre de 2003,
<http://publications.gc.ca/collections/Collection/H72-21-186-2003E.pdf>. Vé ase la tabla F1 para
conocer las estadı́sticas de sobrecarga de trabajo.
1. B. Cotton, «British employees work for just three hours a day», Business Leader, 6 de febrero de
2019, <https://www.businessleader.co.uk/british-employees-work-for-just-three-hours-a-
day/59742/>.
2. La profesora Helen Delaney de la Universidad de Auckland tambié n me facilitó su siguiente
artı́culo sobre la cuestió n, que todavı́a se estaba revisando, y de é l he extraı́do evidencias.
3. A. Harper, A. Stirling y A. Coote, The Case For a Four Day Week, Londres, Polity, 2020, p. 6.
4. K. Paul, «Microsoft Japan tested a four day work week and productivity jumped by 40%»,
Guardian, 4 de noviembre de 2019,
<https://www.theguardian.com/technology/2019/nov/04/microsoft-japan-fourday-work-
week-productivity>; Harper et al., The Case For a Four Day Week, p. 89.
5. Harper et al., The Case For a Four Day Week, pp. 68-71.
6. Ibid., pp. 17-18.
7. K. Onstad, The Weekend Effect, Nueva York, HarperOne, 2017, p. 49.
8. M. F. Davis y J. Green, «Three hours longer, the pandemic workday has obliterated work-life
balance», Bloomberg, 23 de abril de 2020, <https://www.bloomberg.com/news/articles/2020-
04-23/working-from-home-in-covid-era-means-three-more-hours-on-the-job>.
9. A. Webber, «Working at home has led to longer hours», Personnel Today, 13 de agosto de 2020,
<https://www.personneltoday.com/hr/longerhours-and-loss-of-creative-discussions-among-
home-working-side-effects/>; «People are working longer hours during the pandemic», The
Economist, 24 de noviembre de 2020, <https://www.economist.com/graphic-
detail/2020/11/24/people-are-working-longer-hours-during-the-pandemic>; A. Friedman,
«Proof our work-life balance is in danger (but there’s hope)», Atlassian, 5 de noviembre de 2020,
<https://www.atlassian.com/blog/teamwork/data-analysis-length-of-workday-covid>.
10. F. Jaureguiberry, «Dé connexion volontaire aux technologies de l’information et de la
communication», Rapport de recherche, Agence Nationale de la Recherche, 2014, hal-00925309,
<https://hal.archives-ouvertes.fr/hal-00925309/document>.
11. R. Haridy, «The right to disconnect: the new laws banning after-hours work emails», New Atlas,
14 de agosto de 2018, <https://newatlas.com/right-to-disconnectafter-hours-work-
emails/55879/>, citando a W. J. Becker, L. Belkin y S. Tuskey, «Killing me softly: Electronic
communications monitoring and employee and spouse well-being», Academy of Management
Annual Meeting Proceedings, 2018 (1), 2018.
1. «Sleep and tiredness», pá gina web del NHS, <https://www.nhs.uk/live-well/sleep-and-
tiredness/eight-energy-stealers/>.
2. M. Pollan, In Defence of Food, Londres, Penguin, 2008, pp. 85-89.
3. L. Pelsser et al., «Effect of a restricted elimination diet on the behaviour of children with
attention-de icit hyperactivity disorder (INCA study): a randomised controlled trial», Lancet, 377,
2011, pp. 494-503; J. K. Ghuman, «Restricted elimination diet for ADHD: the INCA study», Lancet,
377, 2011, pp. 446-448. Vé ase tambié n Joel Nigg, Getting Ahead of ADHD: What Next Generation
Science Says About Treatments That Work, Nueva York, Guilford Press, 2017, pp. 79-82.
4. Donna McCann et al., «Food additives and hyperactive behaviour in 3-year-old and 8/9-year-old
children in the community: a randomised, double-blinded, placebocontrolled trial», Lancet, 370,
2007, pp. 1560-1567; B. Bateman et al., «The effects of a double blind, placebo controlled, arti icial
food colourings and benzoate preservative challenge on hyperactivity in a general population
sample of preschool children», Archives of Disease in Childhood, 89, 2004, pp. 506-511. Vé ase
tambié n M. Wedge, A Disease Called Childhood: Why ADHD Became an American Epidemic, Nueva
York, Avery, 2016, pp. 148-159.
5. Joel Nigg, Getting Ahead of ADHD, p. 59.
6. B. A. Maher, «Airborne Magnetiteand Iron-Rich Pollution Nanoparticles: Potential
Neurotoxicants and Environmental Risk Factors for Neurodegenerative Disease, Including
Alzheimer’s Disease», Journal of Alzheimer’s Disease, 71 (2), 2019, pp. 361-375; B. A. Maher et al.,
«Magnetite pollution nanoparticles in the human brain», Proceedings of the National Academy of
Sciences of the United States of America, 113 (39), 2016, pp. 10797-10801.
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«Socioeconomic disparities and sexual dimorphism in neurotoxic effects of ambient ine particles
on youth IQ: A longitudinal analisis», PLoS One, 12 (12), 2017, e0188731; Xin Zhanga et al., «The
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13. M. V. Maf ini et al., «No Brainer: the impact of chemicals on children’s brain development: a
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control de la Cá mara de los Comunes, «Toxic Chemicals in Everyday Life», 20.º informe de Sesió n
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<https://publications.parliament.uk/pa/cm201719/cmselect/cmenvaud/1805/1805.pdf>.
14. T. E. Froehlich et al., «Association of Tobacco and Lead Exposures with Attention-
De icit/Hyperactivity Disorder», Pediatrics, 124, 2009, e1054. Ese metaaná lisis de 18 estudios
constató que 16 de ellos mostraban que el plomo tenı́a un papel relevante en el TDAH en los niñ os
estudiados: M. Daneshparvar et al., «The Role of Lead Exposure on Attention-
De icit/Hyperactivity Disorder in Children: A Systematic Review», Iranian Journal of Psychiatry,
11 (1), 2016, pp. 1-14. Bruce lo aborda aquı́: <https://vimeo.com/154266125>.
15. D. Rosner y G. Markowitz, «Why It Took Decades of Blaming Parents Before We Banned Lead
Paint», The Atlantic, 22 de abril de 2013,
<https://www.theatlantic.com/health/archive/2013/04/why-it-took-decades-of-blaming-
parents-before-we-banned-lead-paint/275169/>. Para má s informació n sobre el racismo de estas
polı́ticas, vé ase este excelente trabajo: L. Bliss, «The long, ugly history of the politics of lead
poisoning», Bloomberg City Lab, 9 de febrero de 2016,
<https://www.bloomberg.com/news/articles/2016-02-09/the-politics-of-lead-poisoning-a-long-
ugly-history>. Vé ase tambié n M. Segarra, «Lead Poisoning: A Doctor’s Lifelong Crusade to Save
Children From It», NPR, 5 de junio de 2016,
<https://www.npr.org/2016/06/05/480595028/lead-poisoning-a-doctors-lifelong-crusade-to-
save-children-from-it?t=1615379691329>.
16. B. Yeoh et al., «Household interventions for preventing domestic lead exposure in children»,
Cochrane Database of Systematic Reviews, 4, 2012,
<https://core.ac.uk/download/pdf/143864237.pdf>.
17. S. D. Grosse, T. D. Matte, J. Schwartz y R. J. Jackson, «Economic gains resulting from the
reduction in children’s exposure to lead in the United States», Environmental Health Perspectives,
110 (6), 2002, pp. 563-569.
18. Joel Nigg, Getting Ahead of ADHD: What Next-Generation Science Says About Treatments That
Work, Londres, Guilford Press, 2017, pp. 152-153. Para un compendio estremecedor sobre
experimentos con animales, vé ase H. J. K. Sable y S. L. Schantz, «Executive Function following
Developmental Exposure to Polychlorinated Biphenyls (PCBs): What Animal Models Have Told
Us», en E. D. Levin y J. J. Buccafusco (eds.), Animal Models of Cognitive Impairment, Boca Rató n,
Florida, CRC Press/Taylor & Francis, 2006, capı́tulo 8. Disponible en:
<https://www.ncbi.nlm.nih.gov/books/NBK2531/>. Barbara Demeneix aborda los PCB y las
evidencias sobre ellos en su libro Toxic Cocktail, OUP, 2017, pp. 55-56.
19. Joel Nigg, Getting Ahead of ADHD, pp. 146, 155; News Desk, «BPA rules in European Union now
in force: limit strengthened 12 fold», Food Safety News, 16 de septiembre de 2018,
<https://www.foodsafetynews.com/2018/09/bparules-in-european-union-now-in-force-limit-
strengthened-12-fold/>.
20. B. Demeneix, «Endrocrine Disruptors: From Scienti ic Evidence to Human Health Protection»,
Departamento de Polı́ticas para los Derechos de los Ciudadanos y Asuntos Constitucionales,
directorio general de polı́ticas internas de la Unió n, PE 608.866, 2019,
<https://www.europarl.europa.eu/thinktank/en/document.html?
reference=IPOL_STU%282019%29608866>.
21. B. Demeneix, «Letter: Chemical pollution is another “asteroid threat”», Financial Times, 11 de
enero de 2020; B. Demeneix, «Environmental factors contribute to loss of IQ», Financial Times, 18
de julio de 2017. Vé ase tambié n Demeneix, Toxic Cocktail, p. 5.
22. A. Kroll y J. Schulman, «Leaked Documents Reveal The Secret Finances of a Pro-Industry
Science Group», Mother Jones, 28 de octubre de 2013,
<https://www.motherjones.com/politics/2013/10/american-council-science-health-leaked-
documents-fundraising/>.
1. Cuanto le pregunté por una cita al respecto, respondió : «Una cita de autoridad es la de S. Faraone
y H. Larsson, “Genetics of attention de icit hyperactivity disorder”, Molecular Psychiatry, 2018.
Ellos estiman que la heredabilidad es del 74 %, cifra ligeramente má s conservadora que ese 75-80
%». S. V. Faraone y H. Larsson, «Genetics of attention de icit hyperactivity disorder», Molecular
Psychiatry, 24, 2018, pp. 562-575.
2. L. Braitman, Animal Madness: Inside Their Minds, Nueva York, Simon & Schuster, 2015, p. 211.
3. Ibid., p. 196.
4. A partir de esa investigació n ha surgido un gran nú mero de estudios. Los má s destacados en este
caso son D. Jacobvitz y L. A. Sroufe, «The early caregiver-child relationship and attention de icit
disorder with hyperactivity in kindergarten: A prospective study», Child Development, 58, 1987,
pp. 1496-1504; E. Carlson, D. Jacobvitz y L. A. Sroufe, «A developmental investigation of
inattentiveness and hyperactivity», Child Development, 66, 1995, pp. 37-54. Vé ase tambié n A.
Sroufe, «Ritalin Gone Wrong», The New York Times, 28 de enero de 2012.
5. Vé ase el extraordinario libro de Alan Sroufe, A Compelling Idea: How We Become the Persons We
Are, Brandon, Vermont, Safer Society Press, 2020, pp. 60-65. Vé ase tambié n, de Sroufe, The
Development of the Person: The Minnesota Study of Risk and Adaptation from Birth to Adulthood,
Nueva York, Guilford Press, 2009.
6. Sroufe, A Compelling Idea, p. 63.
7. Ibid., p. 64.
8. L. Furman, «ADHD: What Do We Really Know?», en S. Timimi y J. Leo (eds.), Rethinking ADHD:
From Brain to Culture, Londres, Palgrave Macmillan, 2009, p. 57.
9. N. Ezard et al., «LiMA: a study protocol for a randomised, double-blind, placebo controlled trial
of lisdexamfetamine for the treatment of methamphetamine dependence», BMJ Open, 2018,
8:e020723.
10. M. G. Kirkpatrick et al., «Comparison of intranasal methamphetamine and d-amphetamine
selfadministration by humans», Addiction, 107 (4), 2012, pp. 783-791.
11. Esta investigació n clá sica fue llevada a cabo por Judith Rapoport: J. L. Rapoport et al.,
«Dextroamphetamine: Its cognitive and behavioural effects in normal prepubertal boys», Science,
199, 1978, pp. 560-563; J. L. Rapoport et al., «Dextroamphetamine: Its Cognitive and Behavioral
Effects in Normal and Hyperactive Boys and Normal Men», Archives of General Psychiatry, 37 (8),
1980, pp. 933-943; M. Donnelly y J. Rapoport, «Attention De icit Disorders», en J. M. Wiener (ed.),
Diagnosis and Psychopharmacology of Childhood and Adolescent Disorders, Nueva York, Wiley,
1985. Vé ase tambié n S. W. Garber, Beyond Ritalin: Facts About Medication and other Strategies for
Helping Children, Nueva York, Harper Perennial, 1996.
12. D. Rabiner, «Consistent use of ADHD medication may stunt growth by 2 inches, large study
inds», Sharp Brains (blog), 16 de marzo de 2013,
<https://sharpbrains.com/blog/2018/03/16/consistent-use-of-adhd-medication-may-stun-
growth-by-2-inches-large-study inds/>; A. Poulton, «Growth on stimulant medication; clarifying
the confusion: a review», Archives of Disease in Childhood, 90, 2005, pp. 801-806. Vé ase tambié n G.
E. Jackson, «The Case against Stimulants», en Timimi y Leo, Rethinking ADHD, pp. 255-286.
13. J. Moncrieff, The Myth of the Chemical Cure: A Critique of Psychiatric Drug Treatment,
Londres, Palgrave Macmillan, 2009, p. 217, citando a J. M. Swanson et al., «Effects of stimulant
medication on growth rates across 3 years in the MTA follow-up», Journal of the American
Academy of Child and Adolescent Psychiatry, 46 (8), 2007, pp. 1015-1027.
14. A. Sinha et al., «Adult ADHD Medications and Their Cardiovascular Implications», Case Reports
in Cardiology, 2016, 2343691; J.-Y. Shin et al., «Cardiovascular safety of methylphenidate among
children and young people with attention-de icit/hyperactivity disorder (ADHD): nationwide self-
controlled case series study», British Medical Journal, 2016, p. 353.
15. K. van der Marel et al., «Long-Term Oral Methylphenidate Treatment in Adolescent and Adult
Rats: Differential Effects on Brain Morphology and Function», Neuropsychopharmacology, 39,
2014, pp. 263-273. Curiosamente, el mismo estudio concluyó que, en adultos, el cuerpo estriado
habı́a crecido.
16. Vé ase tabla 4 aquı́: el MTA Cooperative Group, «A 14-Month Randomised Clinical Trial of
Treatment Strategies for Attention-De icit/Hyperactivity Disorder», Archives of General
Psychiatry, 56 (12), 1999, pp. 1073-1086.
17. J. Joseph, The Trouble with Twin Studies: A Reassessment of Twin Research in the Social and
Behavioral Sciences, Abingdon-on-Thames, Routledge, 2016, pp. 153-178.
18. Vé ase, por ejemplo, P. Heiser et al., «Twin study on heritability of activity, attention, and
impulsivity and assessed by objective measures», Journal of Attention Disorders, 9, 2006, pp. 575-
581; R. E. Lopez, «Hyperactivity in twins», Canadian Psychiatric Association Journal, 10, 1965, pp.
421-426; D. K. Sherman et al., «Attention-de icit hyperactivity disorder dimensions: A twin study
of inattention and impulsivity-hyperactivity», Journal of the American Academy of Child and
Adolescent Psychiatry, 36, 1997, pp. 745-753; A. Thapar et al., «Genetic basis of attention-de icit
and hyperactivity», British Journal of Psychiatry, 174, 1999, pp. 105-111.
19. J. Joseph, The Trouble with Twin Studies, pp. 153-178. Jay ha compilado todos los estudios que
muestran que eso es ası́: J. Joseph, «Levels of Identity Confusion and Attachment Among Reared-
Together MZ and DZ Twin Pairs», The Gene Illusion (blog), 21 de abril de 2020,
<https://thegeneillusion.blogspot.com/2020/04/levels-of-identity-confusion-and_21.html>. Para
un ejemplo tı́pico, vé ase A. Morris-Yates et al., «Twins: a test of the equal environments
assumption», Acta Psychiatrica Scandinavica, 81, 1990, pp. 322-326. Vé ase tambié n J. Joseph, «Not
in Their Genes: A Critical View of the Genetics of Attention-De icit Hyperactivity Disorder»,
Developmental Review, 20 (4), 2000, pp. 539-567.
20. El debate al respecto es largo. La respuesta de Jay a las defensas má s comunes de los estudios
con gemelos, y sus refutaciones, se encuentran aquı́ (a mı́ me resultan convincentes): «It’s Time To
Abandon the “Classical Twin Method” in Behavioral Research», The Gene Illusion (blog), 21 de
junio de 2020, <https://thegeneillusion.blogspot.com/2020/06/its-time-to-abandon-classical-
twin_21.html>.
21. D. Demontis et al., «Discovery of the irst genome-wide signi icant risk loci for attention
de icit/hyperactivity disorder», Nature Genetics, 51, 2019, pp. 63-75.
22. Nigg, Getting Ahead of ADHD, pp. 6-7.
23. Ibid., p. 45.
24. Ibid., p. 41.
25. Ibid., p. 39.
26. Ibid., p. 2.
1. S. L. Hofferth, «Changes in American children’s time – 1997 to 2003», Electronic International
Journal of Time-use Research, 6 (1), 2009, pp. 26-47. Vé ase tambié n B. Schulte, Overwhelmed:
Work, Love and Play When No One Has the Time, Londres, Bloomsbury, 2014, pp. 207-208; P. Gray,
«The decline of play and the rise of psychopathology in children and adolescents», American
Journal of Play, 3 (4), 2011, pp. 443-463; R. Clements, «An Investigation of the Status of Outdoor
Play», Contemporary Issues in Early Childhood, 5 (1), 2004, pp. 68-80. «En Amé rica, la mitad de los
niñ os iban a pie o en bicicleta a la escuela en 1969, y solo la mitad lo hacı́an en coche; en 2009, las
proporciones se han invertido exactamente. En Gran Bretañ a, la proporció n de niñ os que iban a pie
a la escuela pasó del 80 % en 1971 a apenas el 9 % en 1990.» Vé ase tambié n L. Skenazy, Free Range
Kids: How to Raise Safe, Self-Reliant Children (Without Going Nuts with Worry), Hoboken, Nueva
Jersey, Jossey-Bass, 2010, p. 126.
2. L. Verburgh et al., «Physical exercise and executive functions in preadolescent children,
adolescents and young adults: a meta-analysis», British Journal of Sports Medicine, 48, 2014, pp.
973-979; Y. K. Chang et al., «The effects of acute exercise on cognitive performance: a meta-
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the cognitive function of older adults: a meta-analytic study», Psychological Science, 14 (2), 2003,
pp. 125-130; P. D. Tomporowski et al., «Exercise and Children’s Intelligence, Cognition, and
Academic Achievement», Educational Psychology Review, 20 (2), 2008, pp. 111-131.
3. M. T. Tine y A. G. Butler, «Acute aerobic exercise impacts selective attention: an exceptional boost
in lower-income children», Educational Psychology, 32, 7, 2012, pp. 821-834. Ese estudio en
concreto se ijaba en niñ os de familias con bajos ingresos que tenı́an di icultades para prestar
atenció n, pero como explica el profesor Nigg, se trata de un efecto que se observa de manera má s
amplia.
4. Nigg, Getting Ahead of ADHD, p. 90.
5. Para má s evidencias del argumento que expone Isabel aquı́, vé ase A. Pellegrini et al., «A short-
term longitudinal study of children’s playground games across the irst year of school: implications
for social competence and adjustment to school», American Educational Research Journal, 39 (4),
2002, pp. 991-1015. Veá se tambié n C. L. Ramstetter, R. Murray y A. S. Garner, «The crucial role of
recess in schools», Journal of School Health, 80 (11), 2010, pp. 517-526, PMID:21039550;
Asociació n Nacional de Especialistas de la Primera Infancia en Departamentos Estatales de
Educació n, Recess and the Importance of Play: A Position Statement on Young Children and
Recess, Washington, D. C., 2002, disponible enwww.naecs-sde.org/recessplay.pdf> o <www.naecs-
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2002, disponible enwww.eric.ed.gov/PDFS/ED466331.pdf> o
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S. L. Hofferth (eds.), Children at the Millennium: Where Have We Come From? Where Are We
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Play and the Rise of Psychopathology in Children and Adolescents», American Journal of Play,
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childhood: the perils of No Child Left Behind», Education, 128 (1), 2007, pp. 56-63.
11. P. Gray, Free to Learn: Why Unleashing the Instinct to Play Will Make Our Children Happier,
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2. James Williams, Stand Out Of Our Light, Cambridge, UK, Cambridge University Press, 2018, p. xii.
El valor de la atención. Por qué nos la robaron y cómo recuperarla
Johann Hari
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Tı́tulo original: Stolen Focus: Why You Can't Pay Attention
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© de la traducció n del inglé s, Juan José Estrella Gonzá lez, 2023
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