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Sección de Notas

APUNTES SOBRE LA CARICATURA LITERARIA


POR
ARTURO BERENGUER CARISOMO

Toda manifestación de arte es, en cierta medida, desfiguración


y trasposición de la realidad. La copia mecánica y fotográfica de
ésta ofrece siempre un producto mezquino; de ahí que toda crea­
ción verdadera, como elemento indispensable de su propia natu­
raleza, lleve una potente carga de subjetividad. Aun el realismo
extremado, el naturalismo de la segunda mitad del siglo xix, al
exagerar voluntariamente aquella visión objetiva, trastocó sin re­
medio los valores exactos, la dimensión precisa de ese mundo que
con tan ambicioso rigor pretendían analizar.
El arte es ficción que incluye un parecido inmanente, pero es,
asimismo, trascendencia de aquella semejanza. Cuando lo trascen­
dido está muy lejos del modelo, dejándolo, empero, cognoscible
y patente, estamos muy cerca de la caricatura. En concreto, ésta
no es otra cosa que una realidad llevada a sus últimos extremos
de trasposición. Aplicando la tesis de Bergson en La risa, podría­
mos decir que el efecto humorístico de la caricatura surge por el
aniquilamiento de tensión espiritual que sufren los rasgos—pro­
porción y euritmia—al acusar sus desproporciones intrínsecas; en
suma: al perder, por exageración, un comportamiento natural y
homogéneo.
Quizá por esto mismo la caricatura tiene especial vigencia en las
artes plásticas. El sonido (música o poesía) es menos dócil a una
deformación que deja, con todo, intacto, en lo esencial, el mode­
lo propuesto. Desde las fantasías de Bosco a los retratos de Matisse,
pasando por los híspidos cartones de Goya, no hay más sino seg­
mentos de realidades desfiguradas en sus rasgos más palpitantes.
Deformación física de una materia para romper la coherencia nor­
mal de su naturaleza (1).1
(1) De ahí que la versión del mundo en fauvistas y abstractos sea, a fin de
cuentas, caricatura, incluso hasta por su deliberada deshumanización. Ya ve­
remos esto un poco más adelante.
La mejor caricatura será, pues, aquella, fraguada sobre un tema
cuyos rasgos se acusen con sorprendente violencia individual. Quie­
re esto decir que, en el fondo, la caricatura necesita de un mode­
lo donde la misma esté ya como implícita y potenciada. No es cues­
tión de fealdad o belleza; es cuestión sólo de particularidad e
individuación. Una cara anodina, un trozo literario de prosa llana
e indiferente son casi imposible de caricaturizar; les falta para ello
lo fundamental: carácter (2). Nadie sería capaz de llevar a la cari­
catura un rostro de proporciones abrumadoramente regulares o, en
en otro plano, el Digesto Municipal.
La caricatura literaria es, a la vez, más limitada y más inten­
sa que la simple caricatura plástica. Desarrollada en el tiempo, la
deformación literaria no alcanza ese poder de impacto sorpresivo
y directo de la caricatura espacial; pero, en desquite, puede lan­
zarse sobre una dimensión apenas posible, o posible en grado muy
reducido, para el dibujeo: el mundo subjetivo del hombre.
Caracteres, pasiones, sentimientos, si aparecen, como en lo físi­
co, individualizados, aislados con vigor, son fácil de trasponer a
la medida de lo caricaturesco; darán como sucedáneos: las manías,
los apasionamientos, los sentimentalismos, etc. Y a esta caricatu­
ra, que podríamos llamar de fondo, puede añadir la sátira literaria
el abultar con idéntico empeño humorístico lo físico de la crea­
ción misma: el estilo, la línea de composición, el dibujo literario.
El efecto cómico perseguido por la caricatura en todos los casos
propuestos—pictóricos o literarios—se fundamenta, en última ins­
tancia, sobre una deshumanización de los esquemas individuales.
Las leyes de lo cómico, analizadas por Bergson, son aquí inapela­
bles. En cuanto el caricaturista se abandona a un sentimiento com­
pensatorio y desliza, aun subrepticiamente, un mínimo de emoción
o de piedad, basta ese soplo para enervar todo el efecto cómico
buscado. La caricatura, para ser, debe de ser tenaz e implacable.
Don Quijote, los personajes de La Commedia, los héroes de Sha­
kespeare—éstos tan acusados y definidos en sus pasiones—serían
tremendas caricaturas si no estuvieran envueltos en una tembloro-2
(2) Carácter viene de'/apaooto : marcar, la señal que distingue e individua­
liza. Caricatura es italianismo de caricare: cargar. No es difícil sospechar un
fondo de ralees comunes: cargar un carácter es, en efecto, la tarea mínima e
impostergable del caricaturista.
sa atmósfera de misterio piadoso y humano que los redime y enal­
tece. Gargantúa, en cambio, rígido y mecánico—Bergson otra vez—,
siempre él mismo, sin una inquietud, no puede ser, no es otra cosa
que una inmensa y descarnada caricatura.
De todas estas inquietudes que ofrece, múltiple, el tema,
será forzoso delimitarse un campo. Elegimos como experien­
cia para este boceto algunos ejemplos en torno a la caricatura
literaria externa; aquélla que toma por modelo de sátira el estilo, y
reducimos el enfoque a las letras hispanoamericanas.
II
Para que un estilo literario pueda ser sometido a la experiencia
caricatural necesita, como hemos dicho, personalidad v rasgos agu­
damente perfilados.
Es evidente que dentro de la historia española el primero en
ofrecer tal perfil de violencia es el barroco del siglo xvn. Hasta ese
momento no puede hablarse de una forma inconfundible; el italia-
nismo de la centuria anterior había sido tributario de las formas
clásicas, y éstas eran demasiado solemnes, normales, para desfigu­
rarlas con ánimo burlesco; hay sí, contra ellas, prevención popular
castellana, pero siempre aparece respetuosa de aquella tradición
latina enérgicamente orientadora.
Además, el mundo literario, el mundillo, sería más exacto; no se
ha organizado como para integrar todo el fondo trasconsciente de re­
celos, rivalidades y pugnas exigidos como tierra fértil para echar,
con esperanza de fruto cómico, la semilla de la burla o el remedo.
Tal cuadro se configura, en España, durante el siglo áulico,
cuando el culteranismo sistematizó con rasgos muy estudiados y
precisos una insistente tendencia barroca, connatural al estilo cas­
tellano desde sus primeros albores. La crítica, por su parte, no ha­
bía logrado entonces independencia creadora; se limitaba al elogio
o al denuesto sin analizar técnicamente, y el denuesto estaba siem­
pre propincuo a caer sin remedio en caricatura. El modo culterano
implicaba, pues, todas las condiciones necesarias para ser parodiado
con singular facilidad: forma personalísima y abuso desmesurado de
ciertos recursos mecánicos. Como hemos dicho: la caricatura esta­
ba ya potenciada en el modelo.
Góngora, como creador de una voluntad de estilo, se ve en la
obligación correlativa de crear una serie de fórmulas para consti­
tuir un repertorio coherente de expresión capaz de dar fisonomía
a aquella voluntad creadora.
Tales fórmulas son las recogidas por la sátira contemporánea al
genial cordobés, puesto que eran sus aristas más acusadas: la pri­
mera, los cultismos; la segunda, la sintaxis.
La tarea no era difícil: bastaba con desconectar aquellos ele­
mentos de su tensión poética y ponerlos en función puramente me­
cánica. Si bien fueron muchos los que criticaron los abusos néolo-
gistas e hiperbatónicos de los culteranos, caricatura propiamente
dicha, esto es: trasposición del estilo dejándolo visible, pero exas-
peradamente distorsionado, creo que sólo Lope de Vega y Quevedo
alcanzaron a lograrlo con eficacia (3).
Dos sonetos de Lope son conocidísimos: el muy famoso de El
laurel de Apolo:
Boscán, tarde llegamos, no hay posada,
en el cual la caricatura se alcanza al poner—la reacción inadecuada
de Bergson—cultismos e hipérbaton en boca de una criada;
No hay donde noclurnar palestra armada.
Nocturnar es verbo de invención lopesca exagerando el sistema
derivativo de los culteranos, exageración que alcanza su máximo
al hacer casi totalmente inintelegibles, en los versos siguientes, el
hermetismo tipo de la escuela:
Que afecten paso
que ostenta limbos el mentido ocaso
y el sol despinguen la porción rosada.
Estos pudieran ser muy bien versos de Góngora o de Jáuregui;
el efecto caricatural radica en el aniquilamiento de las proporcio­
nes: dar una criada analfabeta, con semejante jerigonza, respuesta
a unos viajeros que piden cama para dormir.
El juego es otro en el no menos famoso soneto de La Dorotea r
Pululando de culto, Claudio amigo,
minotaurista soy desde mañana.
Lope lo llama burlesco, y, en esa escena tercera del acto cuarto,
el grupo de amigos de Fernando se dedica, en una especie de peña
literaria, a estudiar la calidad de su vocabulario. En éste, precisa­
mente, radica el signo caricatural por exageración y amontona­
miento:3
(3) No son, por ejemplo, caricaturas del culteranismo, sino crítica directa
la burla a los cultismos neologistas que hacen Rojas Zorrilla en el primer acto
de Entre bobos anda el juego, o Vélez de Guevara en los trancos IV y X de
El Diablo Cojuelo.
Pulular > alardear;
Minotaurista laberíntico, oscuro;
Derelinquo abandono, desprecio, etc.
son soluciones de máxima tensión para fraguar el vocablo culto v
hermético característico del estilo barroco. Como en el soneto las
palabras así individualizadas se amontonan sin tregua, el resultado
es perfecto: la realidad, absolutamente identificable, está llevada
al extremo de distensión posible (4).
En ambos sonetos la voluntad de Lope fue parodiar una cali­
dad estilística de línea muy señalada, pero es el caso que muchas
veces, por esa misma violencia, la caricatura se deba en piezas es­
critas con la mayor garantía de seriedad y emoción creadoras.
Ello ocurría, claro está, cuando tal estilo servía de vehículo a
un tema extraño a su particular calidad. Góngora, en su experien­
cia más ambiciosa y ejemplar; Las Soledades, ya sabemos no pro­
puso ninguna anécdota capaz de aniquilar la pura fruición de la
forma; dejó a ésta todo el cargo de provocar la magia literaria. Era
lo que desolaba a un espíritu tan clásico y concreto como el de
Menéndez Pelayo. No había, entonces, peligro; la materia ingrá­
vida barroca dejaba entrever muy poco de sólido ni preciso. Sin
tema, el delirio culterano tenía un valor" intrínseco, discutible qui­
zá, pero absolutamente legítimo; era un juego, no una proposición.
Pero cuando ese juego entendía servir a un tema de otra naturaleza
—filosófico, religioso, etc.—era inevitable la caricatura del produc­
to; nacía de la desproporción—otra ves la reacción inadecuada—
entre el contenido y el continente (5).
Por útimo, estas formas densas y pensadas son las más fáciles
de imitar. Su misma condición mecánica—repetición de fórmulas,
motivos estereotipados—creo la conciencia de una aparente senci­
llez terriblemente peligrosa; los suoedáneos, al apurar aqueV.a me­
canización, provocan esa rigidez de formas que se llama decaden­
cia ; caricatura por volatilización de un espíritu vigente y alerta. Bas­
tará recordar los últimos barrocos en los albores del siglo xviir.45
(4) El mismo procedimiento acmmdativo utiliza Luis Barahona de Soto
en el soneto:
Esplendores, celajes, rigoroso,
salvaje, llamas, líquido, candores,
vagueza, faz, purpúrea, cintia, ardores,
otra vez esplendores, caloroso, etc.
(5) El ejemplo inevitable son los sermonarios de fray Hortensio Paravicino.
La contraprueba de todo este análisis la tenemos con el estilo
triunfante en la primera mitad de este último siglo.
La posición antibarroca favoreció una forma llana, sin aristas
acusadas, profunda como materia e indiferente como realización
exterior. Estilo severamente normatizado, de retorno clásico, he­
lado y sobrio, tenía la condición más adversa para someterlo a una
experiencia caricatural: la impersonalidad.
Nadie sería capaz de extremar algún rasgo en la prosa de Jo-
vellanos o del Padre Feijóo. Con los poetas, aun los más elocuen­
tes, como Meléndez—nada digamos de un Samaniego o de un Iriar-
te—, el resultado es idéntico.
Cabría el pastiche, pero éste, aunque la bordea arriesgadamen­
te, nunca se decide a ser caricatura. Es simple imitación, no paro­
dia de una forma dada; los famosísimos Capítulos de Montalvo son
el ejemplo decisivo. La misma calidad tersa e impecable del estilo-
Cervantes, por ser equilibrio puro se resiste a toda burla en propor­
ción directa a su posibilidad de ser imitado. La causa radica en que
cualquier deformación aniquila el modelo y, por ende, frustra lo'
esencial de una verdadera caricatura: mantener en la desfiguración
el parecido.
Puede, sí, imitarse la serena actitud impersonal del neoclasicis­
mo; es imposible, sin destruirlo, distorsionar su calidad objetiva e
impasible.

IV
Sólo, pues, lo muy íntimamente subjetivo tiene capacidad de
proyección burlesca, ya que toda individuación auténtica aflora
desde lo más recóndito del ser (6).
El romanticismo vuelve, en consecuencia, a ofrecer una fecun-6
(6) Esta afirmación haría sospechoso nuestro juicio sobre Cervantes, pero
¡cuidado!, sólo nos hemos referido al estilo. En cuanto a la creación en sí
misma—una de las más subjetivas y originales del mundo—¡a cuántas grotes­
cas deformaciones no se han prestado los dos personajes eternos!, comenzan­
do por su imitación más inmediata, la de Avellaneda, burda caricatura, no
continuación, de sus egregios modelos. Recuérdese, en cambio, cómo cuando
Don Quijote habla en caballero se ve una fisura en el estilo-Cervantes y se
palpa la distorsión de aquella forma hinchada y personalísima (subjetiva) del
prerromántico Feliciano de Silva.
da posibilidad caricatural. La captación de la realidad siempre di­
luida en el alambique subjetivo; los extremos delirantes: la pasión
el horror, el misterio; la filosofía trabada con deshechos hegelianos
y, por lo mismo, muchas veces abstrusa e indescifrable; la búsque­
da afanosa de originalidad, a toda costa, tanto en la prosa como en
el verso, implicaban los perfiles salientes y fáciles de la caricatura.
Además, como el culteranismo del xvn, la escuela romántica
fue, en un comienzo, pasión de minorías que, desde luego, se con­
sideraban selectas, ignoradas y perseguidas, que son las tres pal­
mas del martirologio artístico.
Ahora bien, en esta promoción barroca del siglo XIX hubo algo
más; dos factores nuevos que contribuyeron a dibujar con mucha
energía el modelo específico de la probable caricatura: lo político
y lo mundano. La burguesía sintió con agudo instinto de conserva­
ción cuánto removían bajo sus pies estos mineros nocherniegos de
ideas tan fuera de lo común, tan ajenas a una solución disciplinada
y coherente del problema de gobierno; el romántico, por su parte, al
adquirir conciencia de ese destino revolucionario, procuró diferen­
ciarse con la máxima violencia de sus vecinos: en el atuendo per­
sonal, en el modo de vida, en la actitud frente al mundo. La ca­
ricatura adquirió así, desde este momento, un nuevo sentido: fué
arma doble de ataque y defensa, con una posibilidad trascendental
que, por supuesto, no había conocido durante su inocente función
estrictamente literaria del siglo Xvn.
Para España jugaba, además, otro hecho; lo romántico sonaba
a gabacho, a extranjero. El nacionalismo realista no podía olvidar
cómo la escuela venía importada por los emigrados de la restaura­
ción fernandina y asociaban, aunque nada tuviese que ver, roman­
ticismo y bonapartismo.
Escuela tardía y, en honor a la verdad, con muy pocos autores
de genio responsable, era fatal le ocurriese un doble proceso; su rá­
pida extinción luego de un brote virulento y fulminante; el caso
singular de que los mismos románticos no tomaran muy en serio
sus propias exigencias.
De todo esto surge un hecho inesperado y singularmente su­
gestivo: la mejor caricatura del estilo romántico está muchas ve­
ces en la misma obra de sus autores más significativos. La tensión
es de tal magnitud que basta sólo un pequeño retroceso para ani­
quilar la elasticidad poética, para introducir la duda comprome­
tedora de si aquello está escrito en broma o en serio.
Demos unos pocos ejemplos: Espronceda se burla con frecuen­
cia
cia de su propia poética. Lo marca a destiempo y con el deliberado
empeño de hacer jirones el bordado tejido estilístico, de tal modo
que es imposible averiguar cuándo la conducta literaria es seria o
cuándo irónica (7); la posición mental de Zorrilla al escribir tea•
tro histórico, su misma implacable y feroz autocrítica, inclinan el
ánimo a pensar si toda aquella enfogada creación no será, en el
fondo, sino caricatura, si bastaría acusar ciertos rasgos para salvar
esa línea misteriosa e inefable que divide lo sublime de lo ridícu­
lo (8). Para concluir, ¿cuánto de inconsciente caricatura no yace en
la famosa colección Galería fúnebre de historias trágicas, espectros
y sombras ensangrentadas, de la cual el mismo Larra hizo escar­
nio? (9).
Ante este hecho singular—producto del extremo subjetivo, ori­
ginal e individualista del romanticismo—toda caricatura a propósi­
to resulta, necesariamente, opaca e inferior al modelo en sí. Sería
arriesgadísimo decir que todo el estilo romántico lleva potenciada
una alta carga burlesca—necesitaríamos para demostrarlo una enor­
me acumulación de prueba—, pero sí resulta fácil establecer es el
más necesitado de un enorme voltaje poético interior para mantener
emoción y calidad.
Por eso, sus caricaturistas—Fray Gerundio, Eulogio Florentino
Sauz, Agustín Príncipe, José María Segovia (El Estudiante), etc.—
atacan el contenido humano de la escuela, y la mejor sátira resul­
ta de contrastar la realidad cotidiana con aquella otra exasperada,
delirante y frenética del mundo romántico.
Circunscrito a nuestro tema quedaría casi aislado el conocido
artículo de Mesonero Romanos: El romanticismo y los románti­
cos de 1837, y en él nuestra hipótesis encuentra una justificación
poco menos que decisiva: el plan, los personajes, los decorados de
aquel perdido drama de su sobrino, en diferentes prosas y versos,
si bien Mesonero los pone en el escorzo de la caricatura no están,
como esquema literario, excesivamente alejados del plan, persona­
jes y decorados que hubiese concebido, con toda seriedad, un autor
cualquiera entre los segundones de la penúltima hornada ro­
mántica.789
(7) V. gr.: la oclava 19 del canto I y la octava 6 del canto IV de E l D iablo
M undo.
(8) ¿Acaso no se ha hecho con el Tenorio ? Y, a la inversa, 6alvo cons­
cientes salidas de tono, anacronismos y chulerías, ¿no cabría una representa­
ción en serio de La venganza de D on Metido? Sería curioso intentar la expe­
riencia a modo de contraprueba.
(9) En el primer articulo de El pobrecito hablador: ¿Q uién es el p ú ­
blico y dónde se lo encuentra ? (Ver edic. de las Obras Completas, Montaner y
Simón, Barcelona, 1886, pág. 6, col. 1.a).
El exceso de subjetivismo lleva en su misma naturaleza un prin­
cipio mortal de hipertrofia capaz de llegar a confundir el límite
siempre indeciso entre lo patético y lo risible.

V
La platitud del estilo realista, estilo neutro e impersonal, vuel-
ce a retener, en la segunda mitad del siglo XX, la posibilidad de
la sátira literaria.
Cabe, sí, hacerla, y resulta eficacísima, con los últimos brotes
post-románticos, los cuales, por ser los últimos precisamente, que­
daron muchas veces reducidos a las estrictas soluciones formales
de la escuela.
El ejemplo es el teatro de Echegaray (10). Fué parodiado con
largueza durante su vigencia y, en nuestra hora, Angelina o el
honor de un brigadier, del desconcertante Jardiel Poncela, o Un
drama de Echegaray, ¡ay!, de Luis Muñoz Lorente y Luis Teje­
dor, acreditan la fácil vena caricatural yacente en su peculiarísimo
y espectacular estilo.
Pero, ¿qué punto de arranque, qué línea aguda ofrecen para
la sátira prosas como las de Galdós o Palacio Valdés?; ¿cómo lle­
var a lo burlesco el tono agrisado, burgués y sin relieve de la lírica
campoamorina?; ¿quién saca de su quicio el diálogo isócrono y
esmeradísimo de Tamayo y Baus? (11).
Imposible. Ya hemos dicho que no es asunto en el que inter­
venga el mérito intrínseco de obras o autores. Es cuestión de un
particular modo de ser: la falta de ciertas líneas-tipos capaces de
extenderse hasta la deformación humorística.
(10) Esto no gravita sobre el mérito que, aparte, pueda tener el teatro eche-
garayesco, a nuestro juicio jnny importante y muy necesitado, como hemos
dicho muchas veces, de un estudio serio y responsable, aún por realizar.
(11) El naturalismo si. La misma exageración de su programa era ya un
principio de caricatura. En los A puntes sobre u n nuevo arte de escribir nove­
las (1886-1887), cuando Valera—que no caricaturiza, sino analiza, bien que... con
zumbona socarronería—dice cómo un grupo de fervorosos zolianos sacará a
luz dos novelas tituladas E l bidet y E l orinal y una revista : La vida asquerosa
(Obras Completas, tomo XXVI, pág. 55) ya está dentro del esquema paródico
al exasperar aquella complacencia en lo repugnante, característica de la escuela.
Y la prueba puede ser completa: caricaturas inocentes del naturalismo fueron,
tomándolas como ejemplos de toda la literatura pornográfica sucedánea a su
esplendor, las novelas impresionantes de Felipe Trigo, escritas con indiscutible
seriedad y aplomo.
La singularidad, el estilo castigado, la posición aristocráticaf
independiente y agresiva de los modernistas vuelven a ofrecer
claras motivaciones para la caricatura literaria.
Rehabilitación, a la postre, del romanticismo—quién que es no
es romántico, dijo Darío—, la doctrina acumulaba una densa car­
ga de valores subjetivos y, en lo exterior, retomaba mucho de la
técnica culterana : mitología, teologismo, colores, sintaxis indirecta;
en suma, lo que hemos repetido muchas veces: individualización y
rasgos acusadísimos.
Si bien fueron numerosos los atacantes, el gran caricaturista
del modernismo fué Pablo Parellada (Melitón González). Hombre
de agudo ingenio, de ocurrente vemi, de extraordinaria y sorpren­
dente facilidad para versificar, descubrió como pocos los puntos
hipertrofiabas de la nueva escuela, y lo hizo con saladísima gracia
y no escasa ponderación.
Satirizó y contrahizo al modernismo en numerosas composicio­
nes sueltas, pero su gran hallazgo fué, sin disputa, El Tenorio Mo­
dernista sobre el drama romántico de Zorrilla.
He aquí una caricatura literaria, para ejemplo de nues­
tro plan, poco menos que perfecta: el modelo original permane­
ce, en lo básico, intacto; la deformación radica sólo en el trata­
miento, y ese tratamiento agudiza, con una sorna llena de gra­
cejo, los módulos estilísticos de nuevo cuño, los cuales, a su vez,
no quedan desfigurados en lo esencial.
Daremos una sola muestra: dice Zorrilla en la famosa escena
del sofá (acto IV, escena III):
Esta aura que vaga llena
de los sencillos olores
de las campesinas flores
que brota esa orilla amena:
esa agua limpia y serena
que atraviesa sin temor
la barca del pescador
que espera cantando el día
¿no es cierto, paloma mía,
que están respirando amor?

y transporta Parellada:
La brisa que errabundea
entre nimbos de colorios
de los boscajiles florios
que ese efluvio regodea.
El río que ondulantea
por su iranspuril color,
y el cantoso pescador
monocorde y monorritmico
¿no es verdad, fauno aromítmico,
que son hálitos de amor?
Parellada debió tomar, como era lógico, un extremo de la re­
novación modernista. Yo creo entender que el modelo no muy
lejano del chispeante satírico catalán fué el uruguayo Julio He­
rrera y Reissig. La lírica del genial poeta riopiálense lleva a su
máximo tono el preciosismo, la adjetivación novedosa e hiperbó­
lica, la tendencia subjetiva, etc., en el momento supino del mo­
dernismo, tanto que casi anuncia la disolución anárquica sobre-
viniente después de su rompimiento.
Las fechas, por otra parte, coinciden: Las pascuas del tiempo
(1900) y Los maitines de la noche (1902), libros claves de Herre­
ra, estaban suficientemente divulgados en 1906, fecha del Teno­
rio Modernista, estrenado en el teatro Lara de Madrid el 30 de oc­
tubre de ese año.
Parellada, claro está, desmesura los rasgos cumpliendo la fun­
ción de la caricatura, pero ¿qué diferencia sustancial, salvo, na­
turalmente, la tensión poética interna, el misterio, existe entre la
décima humorística de Melitón González y esta otra de Delecta­
ción absurda, incursa en Los maitines de la noche? :
]Oh mariposa nocturna
de mi lámpara suicida
alma caduca y torcida,
evanescencia nocturna;
linfática, taciturna
de mi Nirvana opioso,
en tu mirar sigiloso
me espeluzna tu erotismo
que es la pasión del abismo
por el Angel Tenebroso!
Si nos atenemos a la línea formal—que es la de nuestro temn—,
prácticamente ninguna. Volvemos a caer en la conclusión de que
toda caricatura ya está implícita y como soterrada en el mode­
lo (12).
Tal particularidad estética es la que ha descubierto el gro-
(12) ¿Hasta qué punto es caricatura o deja de serlo, por ejemplo, la prosa
modernista rigurosamente seria de un José María Vargas Vila?
tesco en la literatura contemporánea (13): una situación trágica
dada puede alcanzar deformaciones humorísticas si se extraen de
las mismas reacciones imprevistas, contrastes violentos entre el he­
cho cardinal patético y muchas de sus manifestaciones exteriores.
Pero el suculento tema del grotesco por ser caricatura de lo
espiritual queda fuera del límite estilístico que nos hemos im­
puesto si, desde cierto punto de vista, una forma de literatura
grotesca contemporánea no reclamara, por su estilo precisamente,
nuestra atención; los esperpentos de Valle Inclán.
Valle Inclán hubiera propuesto, desde la aparición de Luces
de bohemia en 1920, un serio problema de filiación literaria si
no hubiese pertenecido a una rica especie española donde se da
ya resuelto. No es el humor propiamente dicho por cuanto éste
es una toma de posición frente al mundo que puede dejar indem­
ne y hasta ceremoniosa la forma, pero el hecho de contrahacer
frenéticamente la realidad, reducirla a un arbitrario y gesticu­
lante movimiento descoyuntado en donde lo más sombrío, lo más
sórdido se proyecta con un estilo, a su vez, roto y humorística­
mente rebuscado es vieja conducta estética que nos viene, en Es­
paña, desde aquellas figurillas esquemáticas de Francisco Delica­
do, alcanza calidad de paradigma en Quevedo, vibra—pictórica­
mente—en los monigotes de Goya o en los cartelones donde se
visualizan los romances de ciego y toma, por último, sesgo literario
modernista en los esperpentos de don Ramón.
El esperpento es, en suma, la máxima tensión de la caricatura
literaria. Aunque se escudriñe a fondo, así, con esta violencia y
este empeño, no hay literatura en el mundo capaz de ofrecer pa­
reja tentativa.
Pueblo de grandes valores trágicos, de circunstancias exaspe­
radas, España ha tenido siempre—salvo en contados momentos
de supremo y maravilloso equilibrio.—un arte, en consecuencia,
exuberante, como pocos atormentado y personal. De ahí sus li-
neamientos al extremo y de ahí la permanente subyacencia de
un estilo propenso a la deformación caricatural.
El esperpento ha sido una de las soluciones actuales más orgá­
nicas y geniales de esa tendencia, pero no fué la primera y, con
seguridad, no será la última. Desrealizar la vida en un gigantesco
esfuerzo de máxima línea satírica hasta casi diluirla es una de
(13) Podría darse como fecha aproximada de su aparición técnica los al­
rededores de 1916 (Chiarelli, Pirandello, Andreieff. Chaplin), pero en realidad,
su modo de ser es una constante de toda la historia literaria.
las formas más enérgicas para evadir su signo de tragedia, el signo
de tragedia de la vida española (14).

Vil
Las tendencias literarias siguientes a la disolución del moder­
nismo, las llamadas, un poco convencionalmente, escuelas de van­
guardia acumulan, en sí mismas, una enorme dosis de caricatura.
Quizá lo correcto sería decir que no eluden nunca esa posibilidad y
hasta la persiguen con empeño sistemático. Ya Ortega y Gasset,
en La deshumanización del arte, había observado: Dudo mucho
que a un joven de hoy le pueda interesar un verso, una pincela­
da, un sonido que no lleve dentro de sí un reflejo irónico (15).
Para nuestro caso importa que ese reflejo irónico, cualquiera
fuere el patetismo de la escuela, trasciende casi siempre a la línea
formal, a la estructura estilística. No es sólo ironía del concepto,
es ironía de la composición como tal.
La conducta es tan firme que se ha operado como una especie
de inversión del fenómeno que venimos estudiando: el rasgo ca­
ricatural es ahora quien condensa una posibilidad de realismo;
lo disforme, lo absurdo, lo extremado e incongruente son las for­
mas normales de expresión en las que yace, indecisa y cáustica,
la línea entrañable de lo verdadero.
El revolucionario ultraísta, por ejemplo, no tomaba—el pre­
térito indica cosas ya superadas—sus versos descoyuntados por
caricatura (en todo caso, y como mucho, ponía en ellos un dejo
de escéptico cansancio); lo que hacía era partir de una concep­
ción de la realidad tensamente subjetiva y darla por válida como
esquema del mundo. No era, pues, desfigurar a propósito; era
crear aquella realidad desde una máxima y previa descomposición
minuciosamente elaborada. Pero un desenvolvimiento de esta agu-
(14) Valle Inclán llega a decir: El sentido trágico de la vida española sólo
puede darse con una estética sistemáticamente deformada (Luces de bohemia,
escena XII). Si una estética se deforma sistemáticamente ya supone una acti­
tud consciente, y no se trata de eso; se trata de un impulso más propio de
la subconsciencia creadora española que de una voluntad deliberada y pura.
Cuando se ha llegado a tal conciencia estamos en los paradigmas, en los momen.
tos de plenitud ya imposible de trascender. No es menos radicalmente español
Lope que Quevedo, pero mientras en el primero, lo deformado, la exasperación
dimana de un impulso soterrado, ajeno a todo presupuesto, el segundo opera
con un sistema; es caricatura decidida. La afirmación complementaria de Va­
lle Inclán: España es una deformación grotesca de la civilización europea (obra
y esc. cit.), es ya polémica y, por lo mismo, estéticamente inoperante.
(15) Edic. segunda de la Revista de Occidente (Madrid, 1928, pág. 65).
da proposición nos llevaría muy lejos del tema concreto que hoy
nos ha preocupado.
Urge, pues, condensar. De lo expuesto podemos escindir tres
elementos necesarios para obtener una auténtica caricatura:
1. ° Personalidad inconfundible y acusada del modelo.
2. ° Desfiguración extrema que deje, con todo, intacto y cog­
noscible el sujeto caricaturizado.
3. ° Que tal condición se encuentre, en este último, potencia­
da y posible.
Para el caso concreto de nuestro ensayo, la caricatura de una
forma literaria será realizable:
1. ° Sobre aquellas escuelas o autores de máxima tensión crea­
dora a los que el caricaturista destraba de emoción poética para
dejar sólo la rigidez formularia de su estilo peculiar (16).
2. “ En consecuencia, los momentos barrocos—subjetivismo,
singularidad, espectáculo—son los más propicios, los más accesi­
bles a la experiencia deformadora.
Toda caricatura, como todo arte—y la caricatura lo es en alto
grado de dificultad—, implica un sumirse con amor en el modelo.
No habrá sátira, por dura y amarga que fuere, sin comprensión
suprema-, si, a la inversa, degenera en diatriba y vituperio, ya tras­
pasa el límite del arte para caer en polémica y beligerancia.
Este penetrar, esta Einfühltmg de la caricatura, supone extraer
la quintaesencia de su objeto y, al hacerlo, destacar inevitable­
mente, y aunque no se lo proponga, las cualidades últimas del
mismo; éste queda escindido y puro en sus líneas determinantes,
vale decir: si deformado en su estructura lógica llevado a su es­
quema elemental y necesario (17).
Asi, a contrario sensu, la caricatura vitaliza el modelo y lo su­
blima. El humorismo tiene siempre esa suprema virtud de encon­
trar lo recóndito y permanente de toda actitud vital.
(16) Ocurre a veces que el simple pastiche si opera sobre un estilo de esta
calidad se desliza insensiblemente hacia la caricatura; casi no puede evitarlo.
En un singular ensayo argentino: Antología Apócrifa, de Conrado Nalé Roxlo
(Buenos Aires, 1941), variadísima colección de notables imitaciones estilísticas,
se da el caso con ejemplar elocuencia : cuando la copia incide -obre un escri­
tor de expresión agudamente personal {Góngora, Unamuno, García Lorca, por
no salir de España), el resultado es francamente caricaturesco; cuando, por el
contrario, lo imitado es autor traducido o de forma indiferenciada (Dickens,
Carriego, Ingenieros, etc.), la humorada se limita a distorsionar el contenido, y
sólo una práctica muy suficiente podría determinar—tal es la habilidad de Rox-
lo—dónde concluye, formalmente se entiende, el trozo imitado y dónde co­
mienza la imitación.
(17) Bagaría y Valle Inelán, en España, han realizado este milagro—cada
uno en su arte—de modo poco menos que insuperable.
En el fondo de cualquier caricatura, así plástica como litera­
ria, va implícito un elogio que, al desceñir el objeto de su tensión
espiritual, de su vigencia humana, nos lo deja, por contraste, mu­
cho más decidido y evidente en su línea fundamental.
Merecer el honor de la caricatura es saber que lo caricaturi­
zado lleva en sí mismo un regalo de Dios: la originalidad.—A rtu ­
ro B erenguer Carisomo.

EXPRESION VERSUS FORMA. CIEN AÑOS DE PINTURA


ALEMANA
La historia de los movimientos pictóricos que sucedieron al
«impresionismo» en la escuela de París tiene, pese a su aparente
caos, un eje central. Siempre hubo una fuerza centrípeta, por así
decirlo, que sostuvo a raya-—-y aún hoy sostiene—las demasías dee-
integradoras de los «ismos». El último Cézanne y los cubistas serios
jugaron, a nuestro juicio, un importante papel en la articulación
del susodicho eje.
La exposición «Cien años de pintura alemana. 1850-1950» (de
hecho, la exposición abarca desde un retrato de Ravski, 1838, has­
ta una abstracción de Nay, 1956) que acaba de tener lugar en Lon­
dres, formada por más de doscientas cincuenta obras representa­
tivas de las principales tendencias y personalidades, pone de ma­
nifiesto que la pintura contemporánea alemana está desvertebrada
en su desarrollo. No solamente falta un centro geográfico, pues
Berlín nunca lo fué de la cultura germana, sino que no hay tam­
poco ningún sentido arraigado de las formas plásticas, ni ningún
intento en gran escala de alcanzarlo.
En 1904 se funda en Dresde «Die Briicke». Nada anticipaba este
grupo en el realismo de un Menzel o en el idealismo de los «ger­
mano-romanos», en un Leibl o en un Liebermann. Los artistas
de «Die Briicke» son los adelantados de la pintura contemporánea
de Alemania, y su ideal estético es la «expresión» : el grito en
colores violentos, superficies esquemáticas y líneas forzadas. Al lado
de Kischner, de Rottluff o de Emil Nolde, los más virulentos «fau-
ves» de París resultan mansos. No ha habido en la pintura pari­
sina ningún movimiento que rompa tan salvajemente, tan bárba­
ramente, con la tradición como «Die Briicke». La «Weltanschauung»
que hay detrás de las pinturas de los miembros del grupo, por
añadidura, nos trae a la memoria el mundo del protagonista anó­

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