Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 108

Cuando las luces

se apagan

Yenet Perez Prieto


Cuando las luces se apagan
Cuando las luces se apagan
Yenet Perez Prieto
Colección: TodosUno (libros-e)

Diseño de portada:
Rogelio de Sart

Foto de Portada:
Oneiro

Diagramación:
Alberto Martnez-Márquez

Edición:
Max Ilión

Corrección:
Diana Siena

Primera edición
Copyright Yenet Pérez Prieto © 2023

Editorial LETRAS SALVAJES

Hecho en Aguadilla, Puerto Rico

Este libro tiene derechos reservados. Por lo tanto, el mismo no puede


ser reproducido, almacenado en un sistema de informática o
transmitido de cualquier forma o a través de cualquier medio oral,
electrónico, mecánico, copia fotostática, grabación u otros métodos
de difusión y consumo, sin previa autorización.
Cuando las luces se apagan
El viaje

Me decepcionó papá, que regresaba a casa con varios tragos extras;


transformado en otra persona. A mi mamá parecía no importarle.
Parecía. Porque no siempre me decía la verdad para protegerme, eso
decía, y que a veces podemos perder el control por rabia o por pánico,
pero con mis casi once años, no podía comprenderla del todo, igual
le obedecía simulando que no me enteraba cuando ellos peleaban.
Cuando papá peleaba, yo me escondía. Mi hermano Martin lloraba,
tumbado en su silla de correas. Haciendo burbujas de moco, y
buscándonos con los ojos. Escuchábamos siempre las mismas cosas
sobre la gente de la fábrica, siempre quería patearle el trasero a
alguien; su patético trasero, aclaraba enseguida como si fuera algo
relevante. Mamá, aun cargando con una palangana llena de ropa
sucia, o con una olla caliente, comenzaba a interesarse un poco por el
asunto, respondiendo con un sí, pero las patadas ni las broncas
ayudan, pueden botarte, por hacerte el decente, porque no te atreves
a meter la mano; y por eso te provocan, no quieren que nadie sea
distinto, que sea una amenaza, ella hablaba sin decidirse a mirarlo.
Se ponía a escoger arroz, o a hurgar entre la ropa, buscando sin
encontrar. Desde mi escondrijo podía verla meneando la pierna con
impaciencia. Buscando cómo escaparse de la cocina. Un escape
mental, encontraba a veces: mientras papá gritaba, ella tarareaba una
canción en secreto, creando una barrera invisible entre los dos, y la
voz de papá, me contó, iba desapareciendo poco a poco, hasta
apagarse mágicamente. Era como un viaje, como si la mente, que es
poderosa, volara. En ese momento lo que más le importaba era, que
él no perdiera el control.
Que no le pegara. La gente cuando está ebria quiere ser escuchada,
que nadie le diga lo contrario, que no le quiten la razón. Y mamá era
experta, me asombraba siempre al verla lidiando con papá.
Un día, cuando empezaba el verano, yo aproveché que cumplía ya
once para pedir una bici; no puedo explicarlo, pero papá hizo por
incorporarse, alzar su mano sobre la mesa, y golpearme, en varias
ocasiones lo hizo mientras cenábamos, y mamá entusiasmada,
hablaba de las clases de cocina que impartían los jueves por la tele, y
qué gordo el chef. Quería prepararnos un jugo, conocía de memoria

[3]
los ingredientes: apio, manzana verde, que sirve para depurar el
hígado, explicó, mirando eventualmente a papá, yo sabía por qué
mamá lo miraba, agregó luego que también pepino y limón, con aires
de satisfacción, lástima que no haya manzana verde para depurarnos
el hígado, chilló y se levantó. Con once años era suficiente para saber
que mamá lo hizo para vengarse, y yo solté la risa feliz, recordando
que ella me había prometido defenderme siempre, de quien sea
mientras fuera un niño. De quien fuera, me dijo, acariciándome la
cabeza.
Por entonces mamá y yo empezábamos a entendernos de un
extraño modo. Una amiga de mamá que nos visitaba me vendió la
bicicleta que había sido de su hijo cuando tenía mi edad. A papá no
le gustó el gesto. Sospechaba que la mujer tramaba algo trayéndonos
ese cacharro, que puedes matarte, que no quiero verla en mi casa.
Mamá me pidió que la escondiera en mi cuarto. Creo que hice un
gesto de fastidio y le respondí que no, pero no encontré el valor para
decirle que llevaba días cargándole agua a su amiga, que la bicicleta
no era regalada como ella les había dicho.
Era muy probable que papá nunca comprendiera cuánto quería la
bicicleta.
La escondí en mi cuarto.
Después de aquello pasó como un mes, y terminé de pagarle a la
mujer. No sabía si era un buen precio por una bicicleta que estaba
destartalada. Días más tardes la saqué del cuarto para mirarla bien
en el patio. La llevé hasta el fondo, y me puse a pasarle un paño
húmedo. Cansado. Hacía calor, y la voz de papá me llagaba desde la
cocina y me aflojaba las articulaciones. Quise adivinar por qué
peleaban. ¿Por mí?
Entré al cuarto por la ventana, casi nunca le pasaba el cerrojo, sólo
de noche. Caminaba disimuladamente por el pasillo cuando vi de
reojo a papá sacudiéndose las manos. Retrocedí. Me detuve en el
umbral de la cocina. Yo no sabía de qué tenía manchadas las manos,
yo no sabía por qué mamá me dijo deja eso ahí cuando agarré la tijera
de la gaveta con la intención de saltar sobre papá, pero me leyó el
pensamiento, y cerré la gaveta, adivinando que sería un terrible error,
vete, no te metas, me dijo. Salí caminando hacia atrás, hacia el pasillo
con los ojos fijos en los dos, y ella lo miró otra vez para decirle que
estuvo intentándolo, pero ya no puede, con una mano en el vientre.
Supuse que le había pegado, porque ella seguía doblada hacia

[4]
delante, respirando con dificultad. Entonces desde donde me
encontraba para verlos, porque sabía a mamá en una posición
vulnerable, vi a Martin corriendo hacia la puerta. Papá empujó a
mamá, y fue a dar contra el fregadero. Martin dando tumbos cruzó el
portal. Mamá se apoyó en el borde de la meseta, con una mueca de
angustia, buscando los ojos de papá a sabiendas de que podría
reaccionar pegándole, sin importarle para nada que yo esté viendo,
mientras me debatía entre meterme con papá, o correr por mi
hermano.
Tenía que decidirme.
Todo ocurrió muy rápido y a un mismo tiempo.
A Martin lo cogí cuando saltó a la calle, por donde en ese preciso
instante pasaba una rastra cargada de bicicletas nuevas que
venderían a otro día en un almacén. Puse a mi hermano en su silla,
enojado me daba manotazos. Cuando mamá logró erguirse, me puse
a llorar. Papá estaba en el patio pateando mi bicicleta.
Yo seguía en medio del pasillo. Congelado.
Sólo mi mente viajaba hacia otro mundo donde yo no sería yo.

[5]
[6]
Corriendo el riesgo de morir hoy

Ella me ignora, no existo; sin embargo, habitamos la misma casa


sumida en la fealdad de la pobreza y respiramos el mismo aire
impregnado de ese vaho rebelde, que nos ha provocado miles de
sofocos.
Hace unos cinco meses, regreso del entierro de mamá, tuvimos una
extraña discusión sobre quién saldría a buscar dinero, yo, titubeante,
lleno de pánico, traté de explicarle que debía continuar mis estudios
en el preuniversitarío, es decir, continuar la misión que mamá me
había encomendado, entonces moví la cabeza y negué, empecinado
en hacerle entender, de una forma tonta, que de intentarlo sería
hundirnos los tres, y Amelia, como si reaccionara ante una chispa
mágica, descubre en el acto que ya tiene una solución y ninguno de
los dos tendremos que abandonar los estudios, reprimí las ganas de
abrazarla, qué alivio, pero ella me abrazó, y yo simulé que no me
importaba. Me miró excitada, ¿te acuerdas de Raiko? Claro, cómo
olvidarlo, tiene una personalidad de lo más llamativa, señalé irónico,
y ella me hizo un mohín de desgano, no te conviene hacer tratos con
él, le dije. A ti no te conviene que la casa se nos caiga arriba, me dijo.
No quiero que se meta en nuestras vidas, le dije, y ella se carcajeó, ya
está dentro, niño. Entró al baño, la casa se está cayendo, chilló, cerró
la puerta y pasó el cerrojo.
Contaba con veinte minutos exactos para husmear entre sus cosas.
Hacía calor, y anduve resoplando todo el día, con una postura
contradictoria: a veces sí y a veces no, me convenían sus
manipulaciones. Hurgué en su bolso, había colado en él, unos
cincuenta dólares prohibidos, y unas fotos estrujadas que
seguramente sacó de un baúl viejo; ella niña, su mamá y mi padre de
aquellos años en una, luego ella niña sola, ella, ella, ella mujer y Raiko
besándole el cuello por toda la eternidad. Ambos satinados, con la
mirada perdida en el destello dorado de la lente. Por el Puntito
amarillo en la pupila dilatada de Amelia, supuse que se la habían
tomado de noche; inspirados tal vez en La danza de los socios
salvajes. Ya le había pedido yo a Amelia una reproducción de La
danza, pero se negó. Dejé todo en su lugar y salí, conocía el perfume
con mezcla de suciedad de la ropa hecha un bulto tirada en el piso,

[7]
conocía cada rasguño que iba saliéndole a sus tacones por día,
echados como dos perros junto a la cama, y ese olor a cigarrillo
impregnado en el picaporte roto de la puerta. No supe qué pensar.
Ella salió envuelta en la toalla, chancleteó hasta el corredor donde
colgó un blúmer rosa transparentado por el agua. Me miró con
desconfianza mientras se dirigía a la cocina intentando sostenerse el
pelo con un gancho plástico. Allí revisó los trastos, probó la sopa que
había dejado en el refrigerador, y leyó mi pensamiento.
Acordamos que sólo saldría tres veces por semana y únicamente si
el extranjero valía la pena.
Ahora, por imbécil, no existo para ella, porque los días se volvieron
meses, y los interminables meses, en costumbre, le explico a mi
abuela, que sonríe, y da unos manotazos en el bracero del sillón.
Amelia me pintó las uñas y me lavó el pelo con champú de Argán,
musita, medio desorientada. Le agarro las manos y le digo que huele
a Argán, que si no recuerda que yo la sostuve cuando Amelia le lavó
la cabeza, ella asiente. Prometió llevarme a la playa, dice, recostando
la espalda con aire de tranquilidad. Tengo hambre, ¿no tienes
hambre?, le digo para cambiar el tema, porque Amelia es una
mentirosa, está reuniendo dinero para reparar la cocina y el baño, no
creo que gaste un quilo en Costa Azul, perdóname, Matisse. Friego
los platos sucios, el detergente dice Omo, no sé si es de limón o de
algas marinas, y leo que el candelabro de biscuit con una vela gorda,
olorosa a vainilla que dejó Amelía, ahí, en la mañana, dice made in
china, aunque lo trajo del país malo, un yuma bueno, pero goloso; el
paño ocre que paso por las losas, dice made in Germany, mijo, que
fatuo eres, me hubiera dicho ella, pero ella no está, se fue temprano
en un Audi S8, platinado, suelto la risa. Los trastos destellan, son
como figuras geométricas de porcelana líquida sobre el escurridor.
Lavo un tomate maduro, saco rodajas gordas para que no se
desbaraten. Pongo una lasca de jamón dentro del pan para que luzca
como un emparedado de esos que se ven en los anuncios comerciales,
y me lo como, sin mostaza, tirado sobre la meseta. Mientras le
preparo la merienda a Elsa, tocan. Es Raiko, pregunta por mi
hermana, no está, le digo en tono cortante, pero no me escucha, mira
con insistencia a Elsa, que comienza a balancearse como un cachorro
perdido, ni pestañea. Dile que estuve buscándola, que ella sabe,
siento que empuja un poco la puerta. Olisqueo, reconozco el aroma.
Pienso en Amelia con ansiedad. Si quieres puedes espérala, siéntate

[8]
anda, que estoy haciendo un jugo energético que me enseñó una
amiga mexicana, te gusta el plátano, me dice que sí, que le gusta con
azúcar morena. Pero no hay plátano, me lamento, ni mango, ni polen
de abeja. Elsa pide café, Raiko la mira, ¿ella no sabe dónde está
Amelia? Es lindo como Ethan Hawke en Antes del amanecer; trae un
pulóver nike de color gris, me encanta, el gris siempre da un toque
de distinción, de algo más que sobrevida, pero este niño es
ácidamente despreciable, no lo soporto, le digo que ya llegará. Qué
pena me da. Retorno a la cocina, quiero hacer helado, hoy, que tengo
nuez tostada, plátano congelado y extracto de vainilla. Elsa entra
preguntando por el café. Se acabó, hazlo tú, en lo que yo preparo esto,
ella se tambalea cuando intenta desenroscar la cafetera, se la quito,
presiono y cede. Raiko chilla que se le hace tarde. Le respondo que
voy.
Entonces dile eso, me dice al levantarse. Llegará de un momento a
otro, creo que fue a la galería Servando Cabrera, le digo, y él resopla,
y eso dónde está. Lo miro directo a los ojos, eso está en Playa, quiere
exponer ahí con los muchachos de la escuela. Sonríe tristón, suda; el
pulóver gris se mancha de sudor, mirándolo de cerca, adivino que la
rabia le recorre las entrañas, inesperadamente dice la espero,
dejándose caer en el sofá. Toma, escoge arroz, le ordeno. Desde la
cocina, Elsa chilla fuego, pienso en la Habitación roja, ah, viejo,
Matisse. Corro. Elsa me dice al oído que no debí contarle los
proyectos de Amelia al anormal, toma, dale café y deja el helado para
cuando se vaya. Échalo, me ordena. Me empuja. Ya no está inmersa
en ningún letargo, ya el almuerzo se acomodó en su estómago de
goma. Que se joda, exclamo. Baja la voz, que te oye, me dice. ¿Tú
sabes por qué está buscándola?, le pregunto al oído, y dice no, un no
enfático para que no joda más.
Coge, que no hay jugo, Raiko huele el café, y lo bebe, creo que
suspira con satisfacción cuando me devuelve la taza. Habla, pero no
lo escucho. Resopla un poco, moviéndose en el sofá. Esta cosa chilla,
veo su sonrisa retorcida, de burla. No puedo explicarlo, pero me
divierte nuestra posición.
El sol ha menguado, le digo por respuesta y suelto la risa y él ríe
conmigo, me observa con ganas de preguntarme que de qué me río,
ajeno de lo que está sucediendo: quiero joderlo, pero creo que me
estoy hundiendo con él. El tiempo no perdona. Apoyo la cabeza en la
mano y le digo que mañana tengo prueba de historia, y que estoy en

[9]
blanco. Se da por vencido, lo dice con los ojos, sin decidirse a
levantarse, sí, parece que va a llover, advierto, y me burlo de él en
secreto. En eso oímos a Elsa preguntando por la libreta de la bodega,
me mira extrañado, yo me encojo de hombros, ¿tú hiciste el pre?,
insisto en retenerlo otro poco; el recuerdo de Amelia me dice: si él me
pone en contacto con un yuma, tengo que pagarle... y si no funciona,
igual... tengo que ingeniármelas para que todo salga bien, porque a
partir de ahí soy yo la responsable. Él responde que no pasó el pre,
que lo suyo es el negocio. Soy una fiera, ahora sonríe con orgullo,
hinchado como el sapo del arroyo, ah, disimulo, qué guay. Una fiera,
piensa él, aquel sapo, pienso yo. Elsa se desliza por el corredor, en el
cordelito hay tendido un Victoria s secret rojo de Amelia, tres bóxer
míos y un mata pasión de Elsa, de algodón, de lo más mono. Amelia
tiene sus arranques, comienzo a decirle, ayer me hizo tiritas la libreta
de historia, a veces quiero matarla, por perra, él asiente, una gota de
sudor salta, ¿qué negocio hiciste con ella? Una venta ahí, me dice,
sacudiéndose las manos, ah, suelto, fingiendo restarle importancia al
asunto, le hice un encargo ahí, y ahora, después que di mi palabra, se
echa pa'trás. Me pregunta que dónde está el baño. Por ahí, le indico,
ten cuidado con la puerta, le advierto desde la sala mientras cierra. El
aroma de argán pasa por mi nariz. A veces la mente miente, a todos
nos pasa.
En un rato, no hago nada por averiguar por qué se demora tanto
meando, hasta que me dan ganas de mear. Me levanto extrañado,
imaginando otra realidad. El baño está cerrado, lo empujo, y el muy
maricón no está. Corro, casi chocamos frente a la puerta del cuarto de
Amelia. Me mira, sorprendentemente vulnerable, ¿qué buscas? Me
agarra la camisa, y en algún momento le golpeo la nariz con la frente,
tú eres comemierda, chilla, empujándome contra la puerta. Se queda
serio, tocándose la nariz, con rabia, con ganas de golpearme. Veo que
agacha la cabeza, entonces me asaltan unos deseos terribles de
empujársela hacia abajo. Somos completamente dependientes de la
suerte. Alguien lo dijo y tiene razón; porque la cabeza de Raiko está
flotando frente a mí, para suerte mía. Que se joda. Estiro la mano y le
doy un manotazo, suave, como una caricia, para hacerle saber que,
por su descuido, lo he decapitado. Lárgate, le digo.
Afuera, observo con satisfacción los nubarrones, respiro alegre,
porque de pronto la idea de verlo alejarse bajo la lluvia, se hace
realidad. Al cerrar, la ventolera eriza mi alma.

[10]
Decido ponerme a estudiar. En mi cuarto, que es también el cuarto
de Elsa, quien sale riéndose, cuando entro yo. Sé que lo vio todo. The
Joker, exclama y se sonríe. Cierro, pero al instante, apenas logro
hojear la libreta de historia, escucho un chancleteo que se pierde en
el lejano oeste, con su aroma a jabón de lavender. Asomo la cabeza.
Giro los ojos, y sin darme tiempo a reaccionar, Amelia me aprieta, mi
héroe, chilla. Al parecer Elsa le contó. La abrazó callado, agarrándola
por la cintura mojada. ¿Estás estudiando?, pregunta, y le digo sí. Elsa
se abalanza torpemente sobre los dos, y uno de sus dedos se hinca en
mi ojo. Amelia me acaricia el pelo mientras lloro, el ojo y el alma me
arden, intento disimular la euforia, es como si empezáramos a
entendernos, o como si fuéramos viejos amigos, dejo escapar mi risa
feliz. La toalla se me desenrolla, grita ella, subiéndosela por debajo
de los brazos. Elsa retorna a la cocina. Qué aguacero, me dice. Sí, le
digo. Son las obras que cogí para la exposición, me dice ahora muy
seria, no tengo nada bueno terminado y no quiero perdérmela. Noto
que está más alta y mucho más delgada. Son buenas razones, admito,
vístete anda, ella se sube la toalla otro poco, pero la espalda sigue
desnuda. Estoy en problemas, reconoce. Chancletea por el pasillo
hasta su cuarto. Y compra un llavín, le grito. Ya lo compré, pero no
encuentro quien lo ponga, me anuncia. Termina enredada con la
toalla, y desaparece dejándola tirada en la entrada del cuarto. Elsa me
brinda café y unas galletitas de avena, tienen miel, agrega. La adivino
preocupada. Un contraste, pienso, al verla con el extravagante
estuche en la mano y el entrecejo arrugado. ¿Puedo quejarme?,
pregunta. Le digo no, con una sonrisa forzada.
¿Quiero estudiar? Si digo sí, no es totalmente cierto. Un no,
tampoco.
Cierro la puerta del cuarto. Me descalzo y me tumbo bocarriba. El
mundo apesta, yo apesto, necesito un baño. Ahora. Olisqueo un poco
y me llega un olor riquísimo, que mata, ¡qué hambre! Amelia toca,
ven, ayúdame con el zíper. Salto de la cama cuando la veo entrar. Éste
es mi Valentino negro, anuncia. ¿De dónde salió? Elsa grita desde la
cocina, que acaban de entregarlo, envuelto y todo, y que la carne
quedó riquísima. Deduzco entonces que se trata de algo relacionado
con Raiko. Me quedo mirándola a los ojos. No seas pesado, se lo
debo... por el lío ese de las pinturas. Sonríe nerviosa. Estoy cansado,
le digo de mala gana, déjame ahora, ella obedece, y me encierro otra
vez hasta que sea la hora de comer.

[11]
En realidad hasta que escucho a Amelía decir adiós. Taconea
buscando la salida. La puerta se abre y se cierra.
Levántate, me ordena Elsa, ¿no piensas bañarte? Espero un poco
mientras ella se desliza hasta el corredor. A esta hora riega sus matas.
Asomo la cabeza, para cerciorarme de que esté en el fondo y no me
vea espiando a Amelia. Cuando atravieso el trozo de pasillo vuelve a
chillar que me bañe y de un salto entro en las sombras de la sala. El
auto aún ronronea en la calle, miro por la persiana, ¿quién dice que
me obsesiono con nimiedades? No diviso, desde ésta, mi Ventana en
Niza, al sujeto que está en el auto, pero su voz me parece conocida.
Sigo mirando para saber si de verdad se trata de Raiko, y creo que
son dos tipos sin contar el chofer del taxi amarillo. Tres en total. Tres
tristes tigres. Tres pasajeros en el submarino amarillo. Y allá van, al
país de las maravillas. Donde casi todo es posible, si el bolsillo
acompaña los deseos. Me carcajeo con tristeza. Qué injusticia.
Elsa me sorprende saltando hacia el cuarto como un bailarín ebrio,
pero más allá de todo ensueño; con mi expresión poco inocente, más
bien trágica, debo parecerle cómico. ¿Te parece raro ser parte de los
recuerdos de alguien?, no es una pregunta, parece más bien una
reflexión. Le respondo que es interesante. Lo que más ansío es que
Amelia recuerde lo que significa para mí. Aún no he podido mirar en
su Gran interior rojo, no he podido hincarme en su alma, acepto, y mi
carcajada nerviosa asusta a Elsa, que no puede saber lo que estoy
pensando, los demonios sí, y ustedes.
Rápidamente me baño, y enseguida Elsa me sirve la comida
comentando que Amelia anda desganada. Tristona trae una fuente
con grandes trozos de carne, huelo, el vapor me nubla los ojos, ella
pone un trozo en mi plato; salpicado de verde, marrón, amarillo,
parece un paisaje de otoño, inmerso en la niebla. Una roca áspera en
la lluvia es mejor, me asombro. Pruébala, verás que buena quedó,
invita ahora entusiasmada. Muerdo la carne con furia y con placer,
me gustaría que fueran los sesos de Raiko. Yo no tengo intenciones
de buscarme problemas con él, pero el tipo se pasa de la raya. Por
Amelia, qué precio estoy dispuesto a pagar. ¿Y él? Para usarla, para
arrastrarla hasta el submundo en que vive, ¿cuánto?
Cuento las horas y estudio un poco, mas bien hojeo y hojeo y hojeo,
mirando sin mirar los largos apuntes. Amelia ha convertido esta
pieza en comedor- taller, a donde nadie viene a comer, porque hay
una nube de óleo que nunca acaba de disiparse. El taller de Amelia,

[12]
así lo llama Elsa orgullosa. El arte sacude mi espíritu, me inspira, y
los espacios así, tienen el aire impregnado de energía positiva, dijo en
una ocasión, mientras con mirada curiosa intentaba descifrar aquello
que Amelia trazaba con carboncillo sobre un lienzo, y aunque no
supo qué era o qué significaba hasta después de terminado, comentó
que sería algo grande, y sí, Amelia se empeñó en lograr una buena
obra. Voluntad de bien, me digo, pensando irremediablemente en
aquella pregunta que en mi mente tejió un presagio: por Amelia, qué
precio estoy dispuesto a pagar.
No existe ningún motivo para recordármelo a cada momento, se
despreocupa uno, pero existen todos los peores motivos posibles
para no olvidarlo. Parece un terrible trabalenguas.
En un rincón alza su cabeza el caballete, inmerso en las sombras. La
luz de la lámpara se arrastra lánguida por el pasillo. Elsa enciende la
luz del cuarto, y viene, con el sudor pespunteando su frente,
temblores y misterio, a contarme que tuvo un sueño y que no quiere
recordarlo, que no, porque la cabeza está descontrolada, me dice,
como si la cabeza no fuera parte de su cuerpo, como si fuera un
péndulo postizo, que funciona por su cuenta. Me río divertido,
juguetón. No te soporto, se levanta, parece adivinar que no le creo. Y
extrañamente retorna al cuarto.
Intento hojear otro poco, entonces, escucho abrirse la puerta de la
sala. Espero atento por el taconeo, por la sensación de que pueda
sorprenderme, y logre asustarme, suelte la carcajada. Pero el silencio
no me sugiere ninguna adivinanza.
Decidido entro en la sala y descubro a una Amelia distinta, sentada
en el piso, con la espalda contra la puerta. Que no huele a ella; huele
a rabia, a tristeza, a derrota. Ni siquiera respira cuando la aprieto,
desconcertado, y ella, con el labio roto dice lo maté. Miro su mano
temblorosa y veo el tacón. ¿Estás segura?, la obligo a mirarme y ella
niega, balbucea que no sabe, que lo dejó tirado en el piso de una casa.
Y me aprieta para que no la suelte. Observo los pies magullados, y no
digo nada más.

[13]
[14]
El silencio del mar

Esperaría media hora más para acercarme a Laura. Permanecí,


durante ese tiempo, sentado donde había un grupo de viejas de piel
tostada, meciéndose como flores marchitas en la bruma plateada que
salía del mar. Quise hundirme en un indefenso sueño para acariciar
el espíritu piadoso de Laura, donde ella oscuramente resignada
parecía prestarme atención, pero ahí, justo en el borde mismo de mi
alterada respiración, y el gorjeo de las mujeres, de cuando en cuando
el ruido de los autos, nada bello pude conseguir, digamos que nada
agradable para engañarme durante ese larguísimo tiempo en que
debí aguardar por el momento adecuado para abordarla, esas
crueldades me harían volver de un borrón a la realidad. Pero, qué
importaba ya. Empecé a deslizarme hacia ella, con su espalda
curvada vuelta hacia las luces de la Habana. Tenía el mentón
apoyado en la mano, y el codo en la rodilla. ¿Qué pasa?, balbuceó, y
una banda de luz atravesó su mirada. Parecía cansada, y yo,
francamente, sentí miedo de su cansancio. Torpe, enigmático, de todo
soy y nada, como un posible suicida. Tal vez peor. Entonces,
quedamos o no como amigos?, preguntó de pronto, confiriéndole a
su expresión cierta comicidad. Anda, que aquí la mala soy yo, agregó
en busca de mi aprobación, de mi sonrisa disfrazada de enojo, de mi
enojo disfrazado de sonrisa: la máscara de papel para transformar el
dolor. Estaba siendo sincera, y su sinceridad me dolía. Montones de
veces la vi juguetear con las circunstancias, atribuyéndole a lo serio
ese tono tan interesante con el cual me había preguntado si
quedaríamos como amigos.
Lo difícil fue someterla a prueba, pero quise arriesgarme.
¿Hablamos de amistad barata?, dije. Hasta ese día la dejé hacer a su
antojo, pero su inconsciencia me cerraba cada salida posible. En
definitiva, de qué me sirve ese tipo de amistad luego de todo. Soy,
casi por fuerza un tipo complejo, y por eso, el milagro que ansiaba no
ocurrió. Fingí resignación, después de todo, tuvimos agradables y
estimulantes encuentros, y la dicha y la mezquindad se juntaron
muchas veces en la misma dimensión, de modo que no debí esperar
por un milagro, pero me quedé mirándola a los ojos, esperándolo,
con la inexplicable y tonta sensación de que ella sentía mis ojos en sus

[15]
ojos.
Querer ser seducido por ella y no serlo, invariablemente, me
provocó tristeza.
La luna sollozante trazó con breves brochazos un elaboradísimo
camino de plata. Si el mar me hubiese concedido la fuerza que
necesitaba, una fuerza capaz de reforzarme el alma. Pensaba sin saber
por qué, en mi ridículo recelo por todo aquello que la fascinó siempre,
cosas tontas que le otorgaban un ánimo raro, y a su vez pensaba en el
curioso modo con que ella solía apreciar esas cosas. Recuerdo una vez
que el día estaba negro, y aun así quiso sentarse en el malecón, le dije
está bien porque la descubrí pendiente de la suerte de una gaviota
mientras descendía en picada sobre los coletazos de las olas. El cielo
brumoso tejía una interpretación errónea de dónde pudiera estár la
línea del horizonte, puesto que cielo y agua eran un espectáculo
difícil, y Laura divertida se concentró en la bola de plumas. Llueve,
le dije, y sin mirarme señaló la mancha que solo ella veía, el mar
batiendo/ mar y alas/ todo revuelto/ imaginación y realidad. No le
importó la lluvia ni el frío ni mi compañía. Ese día comprendí, en la
bruma de mi angustia, cuánto ansiaba ella escapar.
Tienes cara de susto, dijo. Qué silencio, dije, saliendo del recuerdo.
Ella se estiró, hizo un movimiento indeciso con la cabeza, hasta que
por fin se dejó caer en mis piernas. Bajé, pues, la cabeza y la besé, tuve
que apretarme el corazón para que no saltara contra su pecho. No hay
nada en la vida que ella ansíe tanto como la libertad. Te conté de mi
experiencia con aquel anormal/ celoso/ lleno de traumas. Fue
bastante duro, dijo, y se resbaló y cayó de espaldas a mí, con la ciudad
en los ojos. A veces siento que es horrible la sinceridad; la sinceridad
de Laura. Eso es lo peor. Hay días que semeja el guijarro que alguien
pudiera estar arrojando al agua. Yo acudí a mil patrañas para
acercarme a ti, le dije, y ella soltó una carcajada. Muchas veces se rio
de mi jerigonza y de mis miedos. Creyó que bromeaba. Pero la
sinceridad es torpe, inocente como un niño puro/ mi sinceridad.
Mordisqueándose una uña parecía adivinar que detrás de mi
sonrisa se escondía una angustia que devora. Sin embargo, me
miraba y parecía tan serena, pero yo sabía que, aunque pudiera
escuchar su respiración, estaba más lejana que nunca.

[16]
Cuando las luces se apagan

Gabo sale del baño envuelto en una toalla. En la cama hay un


muchacho de facciones aindiadas acariciándose los vellos crispados
del vientre. Hace un tiempo lo conoció en la librería. Recuerda que
ojeaba un libro del escritor placeteño Rogelio Riverón; pero sabía de
antemano que, Otras versiones del miedo, no lo había adquirido en la
pequeña librería a donde casi nunca llega nada de lo bueno. Disfrutó
de la escena por un rato, se babeo y relamió los labios. La mirada del
aindiado osciló entre las páginas del libro, y él. Desde el exterior le
llegaban palabras enlazadas por el aroma del café, olor a polvo
humedecido (nadie en el local imaginó la lluvia inmediata). Gabo sí
sabía que ese aguacero le sorprendería allí, adherido a la sombra de
los libros y, de modo mucho más sorpresivo, bajo miradas
insinuadoras que lo pusieron como un loco, capaz de intentos
arriesgados; porque las ideas se le suben a la cabeza y zas, se queda
extasiado, al navegar sobre una marea que lo arrastra y él se deja
llevar, porque no tiene fuerzas para luchar contra su verdadero yo.
No puede.
Hoy tiene el día bueno, así dice, y sus padres desde la mesa del
comedor lo ven pasar con su mochila llena de libros al hombro. Todo
un hombrecito ya, piensa Enma. Tal vez hasta tenga novia, murmura
al hundir las uñas en el arroz. Gaspar deja de un lado el periódico y
alza la vista sobre los espejuelos, pero solo alcanza a imaginar el
sonido de los zapatos al caer sobre las losas, como su hijo estira los
dedos sudorosos de los pies, y luego se tumba bocarriba en la cama y
cierra los ojos un instante para pensar en no sabe qué carajo; porque
todos los días piensa en algo distinto, para mantener la dinámica,
para buscarle el sentido a las cosas que para él no las tiene y es mejor
no tomarle en serio sus caprichos o bobadas.
Gabo observa el techo de tablas, sucio, manchado (percudido como
las toallas del Indio), por los restos de telarañas que se le han pegado
con el tiempo y los goterones que se filtran cuando llueve.
La casa en general se pone en un estado lamentable, pero sigue
celosamente en pie para cobijarlos de cualquier cosa y ahorrarle a
Enma un ataque de histeria, la pobre, hay que erigirle un monumento
del alto del capitolio, después de todo la compadece. Si pudiera

[17]
ayudarla a deshacerse de ese viejo insoportable. No hay quien se le
acerque cuando está de mala; porque el viejo es muy astuto y no le
importa lo alto que ella pueda gritarle, ¡borracho! El silencio se
quiebra. Gabo salta de la cama y se detiene frente al espejo. Escucha.
Aquí no regreses todo borracho, porque no estoy dispuesta a soportarte otra
rabieta… Si yo pudiera... Hurga en su pantalón, el Indio le regaló un
creyón color púrpura que le queda fenomenal con su tez blanca, y
esos ojazos azules (igualito a Madonna, Dios mío), y unos dólares
envueltos en un papelito. A Felipe su hermano le manda dinero del Norte,
pero a ti… dime… ¿quién te manda algo, pedazo de anormal? Destapa el
creyón, lo huele mientras se muerde los labios. Desea taparse los
oídos, mejor, no tener oídos en este instante. Desea gritar, golpear, sí,
golpearle la cara a Gaspar. Y gritarle lo porquería que es, mucho peor
que un maricón. Porque los maricones no abusan de nadie. Pone su
nombre en el espejo: Gaby…Gaby. ¡Coño! Gaby, una y otra vez hasta
sentir como el creyón se despedaza entre sus dedos junto con el
último grito de Enma. De repente se instala el silencio entre las
paredes. Saca un pedazo de trapo que tiene debajo del colchón. Se
limpia los dedos, nota que está sudoroso, fue el sobresalto de cuando
escuchó unos pasos detenerse detrás de la puerta, pero ninguno de
los dos se atreve a llamar. Se incomoda, su sangre reacciona de solo
pensar en lo que le hubiera ocurrido si Gaspar entra al cuarto y lo
sorprende en el acto. Dios mío, si me descubren. El miedo lo puede
delatar aunque emplee todas sus tretas. Prefiere cortarse las venas
antes de que ellos lo descubran.
Mañana será Domingo y Gaspar quiere que vaya con él y Felipe de
pesquería; entonces Felipe lo mirará extrañado, con esos ojos de
mono desentendido para detallar en cada uno de sus gestos y luego
contarle a su mujer cómo le fue al marica de Gabo. El pobre, ni
sostener la caña puede, porque no soporta las guasasas, ni el calor,
entiendes mujer, ese muchacho no se parece en na' a su padre. Si
pudiera yo mandarlo a cortar marabú para que veas como se le acaba
la blandenguería. Pero Gabo dice: No iré con ustedes, y se mantiene
inmóvil, esperando la reacción de su padre, que lo mira con el rabillo
del ojo y se hace el que no lo escucha. No iré de pesquería, repite bien
alto, y espera, había visualizado la escena con terror, pensó dejaría de
un lado las pitas y los anzuelos o más propio de él, los tiraría con furia
contra cualquier cosa para advertirle que su paciencia tiene un límite,
y no quiero problemas de ninguna clase, muchacho, casi entre

[18]
dientes, sin mover un solo músculo. Gabo le observa los puños que
permanecen cerrados (sabe la piel áspera al contacto), de ese tamaño
ha de tener el corazón, tanto corazón para tan poco hombre, ni
siquiera un diálogo persuasivo, nada; y con gesto indefinido, que
Gabo interpreta como algo muy peligroso y respiración moderada,
solo se limita a colocarle una mano en el hombro. ¿Me oíste, Gabo?,
inquiere en tono bajo. Cosa que lo asusta porque sabe lo bruto que se
pone cuando le contradicen. Está bien…No vayas, parece que
nosotros nunca nos vamos a entender y no quiero obligarte a nada.
El viejo saca la cabeza del cuartucho y al instante la mete, los dos
saben que en el patio Enma tiende unos pantalones, se pasa la mano
por la cabeza y rasca entre los pelos húmedos mientras hace una
mueca que no sugiere nada. Ese hijo suyo le ha salido demasiado raro
y no le hace caso, piensa, quisiera adivinarle el pensamiento para ver
cuál es su mundo; porque por lo visto para la madre el muchacho es
un encanto… Encanto ni un carajo, coño, lo que le da es deseos de
matarlo. Gabo lo mira, había creído que aún le temía, pero no, ya no
le teme. Como se dice: Gabo siquiera pestañeó. Anda, le dice y señala
hacia la puerta, lárgate ya, no me hagas decirte un disparate, mira
que tu madre está al acecho como una perra paría.
Gabo sale del cuartucho, todo tembloroso. Pudo cagarse del miedo,
pero la mente se le ha transformado para beneficio propio. Ha
madurado y ya no es un niño. Su padre acostumbra a provocarlo cada
vez con mayor frecuencia, burlarse de sus manías lo divierte mucho
mucho. Atraviesa el patio. Su madre hace un rictus, simulando
tranquilidad, pero no puede sostener la mirada sobre su hijo, y
comienza a darle vueltas y cepillazos al pantalón que sumerge en el
agua de la batea. Ya no volverá a levantar la vista, no le preguntará
lo que sabe, no lo verá tirarse en la cama como si estuviera enfermo.
Sentado frente a la cómoda mira la foto de cuando tenía siete años,
tal vez ocho. Disfrazado de cowboy, con espuelas y todo, sonriendo,
hasta parece feliz por aquel entonces.
A veces la risa de los muchachos inundaba la esquina, allí en el
portal de la bodega. Se escondían en cualquier recoveco o matorral
próximo. Solo faltaba él, quien se escondía con su cara de miedoso
(cuando tenía la oportunidad) detrás de un libro, rogándole a Dios
que Gaspar no lo descubriera, pero dónde estaba Dios, si ya Gaspar
tiraba furioso del libro y las páginas de El principito se desprendían
yendo a parar en diferentes lugares. Luego (esa noche que recuerda

[19]
con mayor claridad), se le vino encima, pegándole la boca al oído,
ahogándolo con su aliento repugnante: vete a jugar, le gruñía por lo
bajo para que Enma no lo escuchara. Déjate de niñerías; y esa noche,
recuerda, lo sostuvo en peso por un brazo y una pierna y luego lo
lanzó a las losas. Gimió de dolor y huidizo logró levantarse, correr,
alejarse de la mano que lo persiguió hasta la calle en penumbras. La
luz mortecina del bombillo propició que las fieras excitadas saltaran
sobre él. Miren quien llegó, anunció malicioso el lobo grande. Seguro
querrá aprender la estrategia para soportar los ataques del adversario
estando uno en cuatro puntos. Acorralado, buscando una salida y
sintiendo como le temblaban los labios, hizo ademanes por escapar.
Unas veces tan solo lo empujaban de un lado a otro o contra el tanque
de hierro donde almacenaban petróleo, pero esa noche jugaron con
él al caballito: anda caballito, ponte en cuatro puntos y todos, como
animales hambrientos se le tiraron encima, le bajaron el short y anda
caballito patea, llama a tu mamita. Uno tras otro sudando sobre su
espalda, halándole los pelos como si en verdad fueran las crines de
un potro. El Lobo reía, maricón, y llamaba a Enma para que lo viera
suplicando.
Dolía, y aun duele, saberse el violado, el blanco de los sarcasmos, el
pendejo que se piensa puede burlar la inteligencia ajena, que sueña
con otras miserias y otros lugares donde los malos sean maricones.
Se pregunta si esos salvajes habrán olvidado aquella noche en
particular. Siempre la risa en su mente. Siempre.
Se limpia las lágrimas y cuela en la ducha. Enma toca en la puerta
y le grita si está loco, el agua tan fría a esa hora de la mañana puede
hacerte daño. Pero Gabo ignora a su madre y se ducha cabeza y todo
por un buen rato. El agua matará el fantasma de su niñez. Que el agua
helada penetre sus venas.
Sale del baño con un moño sujeto a la nuca. Saca los zapatos de
debajo de la cama, los huele y siente deseos de lanzarlos por la
ventana, pero no puede, son los únicos que tiene. Enma irrumpe en
la habitación, sigilosa como una gata. Gabo, susurra, tu padre anoche
llegó llorando, y no voy a justificar sus errores que tanto daño te
causaron cuando eras un niño, para mi lo eres aún, y ese rencor que
le guardas todavía, es comprensible. Muchas veces he odiado su
actitud para contigo, pero creo que esta vez realmente quiere
cambiar. ¿Si pudieras ayudarme? Solloza, gesticula con nerviosismo
mientras los ojos se le escapan hacia la puerta y Gabo mira cuando

[20]
ella lo hace. La ve enjugarse las lágrimas con el delantal. Qué rabia
coño. Decide abrazarla y le pide que no se preocupe, trataré de
sobrellevarlo, en un final es mi padre y a quién sino para aceptarlo
con un montón de defectos.
Gabo piensa, visualiza la escena con su madre. Quería cerrar los
ojos y no pensar en nada, pero pensó en su infancia mientras la
escuchaba, recordó todo en un minuto. Y ya no quiere escuchar nada,
no ver a nadie de ese pasado. Ansía solo una cosa: morir; pero para
eso no le alcanza el valor. Ni siquiera pudo dejar que el agua helada
cristalizara sus venas. Está cansado de él. De todo.
Se puso de pie de un salto y salió a la calle. Dentro de una tienda
olfatea el aire y se vuelve hacia unos vestidos con las cejas alzadas, se
muerde los labios mientras avanza moviendo los ojos desconfiado
hacia todas partes. Quince dólares, ni pensarlo. Se aleja evasivo
rumbo a la salida. Afuera en el portal permanece un instante sin
moverse, dubitativo. Sopesando en su mente todos los pros y los
contras y luego no llega a conclusión ninguna respecto a su situación
económica. Ahora necesita localizar a Majela. Pasa corriendo al otro
portal, casi se cae en la acera, se estremece al perder el equilibrio, pero
se endereza con facilidad y continúa de largo por los portales
contiguos. Un negrón que pasa le saca la lengua y él rehúye la mirada
desentendido, seguramente quiere congraciarse, porque ha dado un
frenazo y ahora lo mira desde lejos. Un negro finísimo, con ropa de
marca y todo, pero no está para negros ahora. Necesita encontrar a
Majela, esa vampiresa, la más perra de todas porque según ella vio a
Madonna ahí mismo delante de ella en un concierto en Canadá y
porque ningún hombre en este sala'o pueblucho podrá decir: me
acosté con la Majela. Habitualmente se la encuentra por las tiendas,
pero hace más de una semana que no la ve ni de casualidad. Hoy es
sábado, quizás ya haya venido y se la encuentra exhibiendo su
cuerpazo prostituido y mítico bajo algún toldo del bulevar. Si
sospechara que continua su relación con el Indio no se comportaría
con él como hasta ahora lo ha hecho. Ese tipo no sirve, Gabo, le dice.
Tiene un aspecto desagradable e incluso sospechoso. Aléjate de él; y
Gabo le prometió que lo iba a dejar, pero necesitaba tiempo para
tramar una discusión sin sentido, pues no quiere problemas que lo
perjudiquen.
Junto al mostrador de la panadería ve a Majela, ella extiende la
mano para coger algo que le alcanza otra mujer y mete con rapidez

[21]
en su bolso. Al verlo se le acerca de inmediato, clavando sus ojos en
los de él, interrogantes, con cierto aire de curiosidad y sorpresa a la
vez. Hace un rato unos tipos me preguntaron por ti y como no los
conozco les dije que no sabía. Habiendo dicho esto, echa un vistazo a
los portales. Mejor nos vamos para mí casa, agrega rápido.
La casa de Majela es un flamante chalet. Ella lo invita a pasar: mira
que eres tímido, le dice y se adelanta. Él no la escucha, tiene metido
en la cabeza que lo andan buscando por algún asunto relacionado con
el Indio, y está convencido de que tarde o temprano el Indio dará con
él, aunque no se imagina para qué lo busca, ya que se vieron por la
mañana y él actuaba normal. Se detiene ante un espejo y la voz de
Majela le llega desde algún lugar de la casa, sin embargo no puede
prestarle atención. ¿Tendrán esos tipos en verdad alguna relación con
el Indio? Debe preguntarle a Majela, ella tal vez le esté ocultando
algo, no, no, se lo hubiera dicho desde el principio, y él tampoco
puede mentirle. Se mira en el espejo, de pronto recuerda que el Indio
tenía unos moretones en la espalda, le contó que había peleado esa
noche con un tipo al que le debía dinero… ¡Dólares!
Majela lo abraza con sus manos de mujer, húmedas y perfumadas.
Le besa el cuello. Gabo se ruboriza, no la comprende… ¿Amaría
Majela a un homosexual? No te comprendo, le dice huidizo mientras
se sienta en un diván. Te quiero ayudar a defenderte de la gente que
no te acepta como eres, le dice. Trae té y lo coloca delante de él. La ve
quitarse los tacones y dejarlos sobre su regazo. Hace mucho tiempo
aprendí, continúa, a no confiar en nadie. No en absoluto,
¿comprendes? La confianza puede traerte graves problemas si la
depositas en la persona incorrecta y cosas mucho peor de lo que ya
has vivido. Ven, hablemos mientras organizo las cosas. Lo guía hasta
su dormitorio. Majela se desviste, prefiere andar en ropa interior.
Saca unos vestidos del closet y los tira sobre la cama, pero continúa
mostrando su desnudez con descaro. Puedo mostrarte la realidad
nocturna que tú no conoces, la vida salvaje que encierra la noche y
pocos saben cómo asumirla. Hay esperpentos de todo tipo, calaña,
allí afuera, y están al acecho de seres como tú y te lo voy a demostrar.
Hace una pausa y se estira voluptuosa sobre la cama. Mira, niño
precioso, te voy a sacar de paseo por un tiempo y te voy a presentar
algunas personas; pero no te confundas Gabo, abre bien los ojos y
escucha: Para todos, durante el día y adonde quiera que vayamos,
serás mi novio, Edgar, el extranjero, y por las noches serás una amiga.

[22]
Gabo la mira con los labios torcidos en una mueca de contrariedad.
La idea de hacerse pasar por un extranjero no lo excita, decide
comenzar por otro punto: sabe actuar como un hombre, como una
mujer, porque lo hace diariamente, pero, es él y no otro, por la sencilla
o extraña razón de que en ese sala'o pueblo como le llama ella, todos
lo conocen. Majela sonríe y le dice que los gastos van por ella. Lo
pensaré, agrega él. Y coge un vestido, lo huele. Huele a tierras lejanas
y en la medida de lo posible a sexo. Entonces Majela, para hacerle
sentir algo de placer se lo regala.
¿Por qué haces todo esto? Porque te sobran las cosas, el dinero, el
tiempo libre o porque te doy lástima. Lástima… por ti, que tienes de
todo o por mí que no tengo nada, indaga. Sí, siento lástima por los
dos, responde ella. Él se queda observando el rostro apagado que
desvía la mirada. Algo le oculta, lo descubre en su mirar. Los ojos de
Majela son dos cristales límpidos.
Gabo camina hacia la puerta con ademán de molestia, no sabe
dónde meter la cara, abre, en el fondo del pasillo hay un perro
mordisqueando un muñeco. Majela le agarra el brazo, hace un rictus
indefinido que Gabo interpreta como una súplica. No te marches,
Gabo, no así. Yo soy tan miserable como tú. ¿No ves que vivo rodeada
de mierda?, todo esto es vacío, ¡coño! La más triste de todas las
pobrezas, porque el alma llora cuando recuerda que todo es falsedad,
ni amigos verdaderos ni nada. Se queda serio, casi convencido de que
ella comprende la situación de él, casi, pero como nota que algo ha
cambiado en su mirada, donde ahora se dibuja la sonrisa que
buscaba, casi, sin sombras de miedo, casi, alega que ya no puede
pensar en otra cosa y se inventa él también una sonrisa para creerse
que la engaña.
Tengo que recoger este reguero, dice ella. Gabo se sienta en un cojín
que hay tirado en el suelo, guarda silencio mientras la ve moverse
por la habitación algo perturbada. Traslada cosas de lugar, revuelve
los vestidos, recoge ajustadores, un jeans, un chal que se coloca sobre
los hombros y ríe al mirarlo con el rabillo del ojo. ¡Qué estampa de
loca!: en blúmer, descalza y con un chal púrpura enrollado en el
cuello.
Pero el rabillo del ojo húmedo.
Mientras la muchacha se ducha, el vuelve a mirar los vestidos. Los
huele uno a uno y así hechos un bulto los aprieta contra su pecho
hasta que se sorprende excitado por la idea de probárselos. ¿Quieres

[23]
un mínimo técnico?, le dice ella esbozando una risita rara.
Cuando regresa en la tarde a su casa; el Indio lo intercepta en una
esquina. Por lo visto lo estaba cazando, tiene una mirada inquieta.
Éste apaga el cigarro y le coloca una mano en el hombro y lo examina
con cierto misterio, de esos que despiertan la curiosidad en Gabo, y
el miedo, pero prefiere no decir nada relacionado con dicho
presentimiento. Debiste localizarme antes de venir al barrio, le dice.
No jodas Gabo, si te busqué por todo el pueblo con un socio y na'.
Gabo hace un gesto de desprecio y el Indio le hala del hombro e
intenta arrinconarlo contra un poste. Lo siente resollar, sacudido por
una rabieta. Mentiroso. ¿Cuál socio?, Indio, coño, tu quieres joderme
la vida, le dice. ¿Oye, qué pinga te pasa?, le agarra la barbilla.
¡Vamos!, ordena. ¿A dónde?, pregunta Gabo con el rostro congelado
y aquel sonríe ante la pregunta.
Gabo le sigue los pasos al amparo de las sombras que le mutilan el
cuerpo por intervalos. Camina sigiloso tras el Indio, a través del
angosto pasillo que lo vomitará en una ratonera desagradable,
atestada de inmundicias y una cama improvisada donde tantas veces
lo ha obligado a satisfacerlo. Los ojillos del Indio se mueven de un
lado a otro de la pocilga, circulan sobre los objetos que, en el piso,
junto a la cama, había colocado luego de Gabo marcharse en la
mañana. Cosas comprometedoras que debía desaparecer y, de vez en
cuando, se topa con los ojos de Gabo. Cada uno sabe lo que piensa el
otro; entonces, tan solo por un instante el Indio se turba y Gabo corre
hacia la puerta; sin embargo el otro, con un gesto ágil lo agarra por
los pelos y lo empuja contra la pared.
Luego se queda mirando cómo Gabo se arrastra sobre las losas y se
retuerce al ponerse de pie. Ven acá, le ordena, y Gabo siente la
amenaza en dichas palabras. Como odia ese rostro tan bello, todo su
cuerpo perfectamente proporcionado. El indio comprende que Gabo
ya no le teme y si no es así, muy bien que sabe disimular, pues en su
rostro no hay ni asomo de dolor, lo ve serio, mordiéndose los labios,
estático.
Gabo le teme, claro que le teme, hasta se esta cagando de miedo. Es
un salvaje, un abusador, piensa al verlo avanzar con aquella
seguridad en si mismo algo fingida, hoy no piensa darle el gusto, algo
siempre inventa para salirse de apuros. ¿Algo? Pero no se le ocurre
nada. El Indio es peor que un látigo, cuando se molesta, es peor que
el mandante de una prisión, según él mismo le ha dicho en varias

[24]
ocasiones para amenazarlo. Siempre trae una daga oculta, y esos
amigos suyos son el resultante de productos tóxicos, delincuentes con
el sistema de neuronas atrofiado, de testas podridas. Se pasa la mano
por la cara en un temblor. Májela tenía razón: debe aparentar ser
fuerte y no dejarse engatusar por cualquiera. Pinga, metió la pata
hasta lo más profundo. Ven, no te voy a pegar, insiste el Indio, quien
se muestra tranquilo, anda, por las buenas, murmura relamiéndose
los labios. Tras habérsele acercado enciende un cigarro, aspira varias
veces, y le muestra una sonrisa muy amplia y retorcida.
Tira el cigarro y rápido atrapa a Gabo.
Le pone la boca en la oreja. Gabo sonríe y le dice que asumirá la
orden como si fuera un noble oficio. El Indio replica: zorra, maricona,
no te voy a soltar hasta que no me digas lo que yo quiero oír, hasta
que no me supliques, y lo aprieta más fuerte, tenemos visita, le
susurra en el oído, y lo vuelve con brusquedad hacia la puerta
mientras le presiona el cuello con un brazo y con el otro lo sujeta por
el pecho.
Un albino y un rubicundo amanerado aparecen en el recinto. El
rubio saca de una bolsa que le cuelga del hombro, una cámara de
video, hurga en ella y le dice al Indio que está listo para filmar,
entonces apunta con ella hacia la pareja que continúa forcejeando.
El Indio desabotona su camisa, comienza por acariciarle el pelo a
Gabo, luego le soba las nalgas frígidas y lo aprieta con fuerza contra
su cuerpo excitado. Gabo siente el sexo desbordando el pantalón, la
respiración agitada, éste lo empuja hacia la cama, a esas alturas ya no
intenta resistirse porque la fuerza que lo manipula es mayor, pero le
rechaza los besos. El Indio lo hala molesto, buscando la forma de
desnudarlo mientras se sonríe falazmente al pasarle la lengua por los
labios. Gabo escucha la risa cómplice del rubicundo, por lo tanto,
decide burlarse de todo, echarse a reír, y rehusar la cámara
adoptando posiciones en que el rubicundo no pueda filmarle el
rostro.
Sale de la ratonera y ahora teme volver a su casa: Tener que soportar
la desagradable presencia de su padre, la estampa fingida de buen
esposo con la cantaleta bien tramada de siempre, porque hace horas
que ya cenaron y Enma no es cenicienta; y tendría que mentirle a su
madre, inventar alguna historia creíble, cosa que a veces resulta
difícil (como hoy) para disipar su angustia pues conoce de sobra el
carácter protector que tiene. Puede que Gaspar este borracho, en un

[25]
estado lamentable, las ideas incoherentes y crea necesario cogerlo por
las greñas largas esas que se empeña en dejarse, para no perder la
costumbre, para recordarle que los hombres no tienen que lucir
bonitos, entonces sí sería demasiado por un día. Prefiere podrirse en
la calle, vagar sin rumbo; pero seria una pena pues esta noche todos
los caminos conducen a la casa de Majela.
Ella abre la puerta y lo invita a pasar. Ni siquiera se asombra de su
retorno. Puedes darte una ducha si quieres, le dice y se dirige a su
dormitorio. Gabo la sigue, entran al baño y ella (con la naturalidad
más grande del mundo) lo ayuda a quitarse la ropa. Está llena de
polvo, dios mío, ¿dónde te metiste? Gabo trata de impedírselo, pero
decide dejarla hacer. Májela le palpa el rostro y suspira. Tienes el
labio roto, hace un gesto impreciso y lo besa en la mejilla. Desde la
ducha Gabo vislumbra la silueta de ella a través del fino nylon de la
cortina. Ella da vueltas, la ropa, la había tirado en un rincón del baño
y ahí está, hecha un bulto que mira varias veces desconcertada. Se
baja el blúmer y orina. Desde su dimensión le pregunta qué pasó, solo
eso, y él le responde nada, te extrañé. Majela descubre que la otra del
espejo no quiere hablar de ese asunto, que no, porque la impotencia
la corroe. Gabo, salgamos esta noche a dar una vuelta… Tal vez la
pasemos bien, digo, si estas de ánimo. Gabo no se apresura en
contestar, presiente un vuelco en su vida. Termina de secarse y se
pone la ropa que ella le alcanza. Le parece que es otro, que un sujeto
desconocido ha invadido su cuerpo. Un sujeto confundido, inmerso
en la incertidumbre y la tristeza; y ese presentimiento le provoca ese
sentimiento de soledad que tanto lo asusta.
Majela viene de la cocina con una botella de vino, dos copas y un
plato con jamón lascado. Muestra una sonrisa de satisfacción. Tengo
ahí mismo a Moneda Dura, a Queen, dice ella, oh, dios me encanta
esa pájara, chilla mientras pone el video y prende un Lucky Strike.
Delicioso, dice y lo aspira con avidez. Se lo pasa a Gabo que se
muerde el labio roto y lo toma turbado, con un gesto de impaciencia,
la vista fija en Freddie, aspira y se lo pasa a ella, que lo chupa
despacio, como si la sensación que le otorgara el cigarrillo acaso fuera
distinta, y así continúa. Canta, Gabo, le pide: We are the champion's
my friend ...
Se detienen frente al cabaret. Te voy a presentar a una pareja que
conocí hace unos meses y son dos personalidades, dice Majela.
¿Personalidades?, indaga Gabo. ¡Sí!... Uno es polaco, pintor y está de

[26]
visita. El otro, es habanero, pero hace tres años vive en París, le aclara,
y a ese le encantan los perfomance. ¿Y cómo vinieron desde tan lejos
a parar en este sala'o pueblo?, pregunta con cierto dejo flemático.
Májela lo mira con suspicacia. Les voy a decir que eres escritora,
¿bien? Ahora vuelvo, espérame un segundo.
Ella se aleja en una carrerita. Pasa como un minuto, dos, tres, cuatro,
cinco. Gabo se impacienta. No soporta quedarse sólo en esa facha
entre tantos desconocidos. ¿Qué verán cuando me miran? Acaso un
payaso exótico, un travestí ridículo o una muchacha de mirar
lánguido, que aguarda por la llegada de alguien. Algunos hombres
lo miran, le dicen cosas, y él evade las miradas curiosas, las
encendidas, las furtivas… Temeroso hace un esfuerzo y se sonríe
cuando una muchacha lo saluda, le dice Yisel, no conoce a ninguna
Yisel en todo el pueblo, será muy tosca la pobre, aunque dice Majela
que cualquier mujer quisiera tener esa cara suya, hasta Madonna, le
aclaró un día. Pero él sí recuerda que conoció a una muchachita de
ojos verdes llamada Yisel.
A cierta distancia hay un hombre que lo mira con insistencia. Está
oculto a la sombra de una columna. Debe ignorarlo, puede traerle
problemas, tal vez hasta este borracho, y Majela que no acaba de venir
por él. El hombre se le aproxima. Gabo no lo mira, desvía la mirada.
Siente miedo. ¿Qué hago?, piensa. Se aleja del lugar apresurado, pero
los pasos persisten sobre el asfalto. Dios mío, lo tengo arriba.
Apresura el paso. No puede avanzar. ¡Malditos tacones!, farfulla, ¡ay
Freddie!, ¿dónde estás? No puede detenerse para quitárselos. Le
molestan, se le retuercen en los pies. Da tropezones. ¿A quién puede
acudir por ayuda vestido así? Dios mío, si me descubren. El hombre
lo atrapa por un hombro. ¡Te cogí, conejita!, masculla, expandiéndole
su aura repugnante sobre el rostro. Trata de zafarse sacudiéndose.
¡Gaby!, grita Majela y se aproxima corriendo. Gabo la escucha gritar
como una loca.
El hombre lo suelta y se aleja zigzagueando calle abajo.
¿Qué pasó? ¿Quién era ese hombre?, pregunta exaltada, luego
selimpia el rostro con las manos.
Resopla. No lo sé, responde Gabo.
Camina como un muñeco mecánico. En este momento quiere que
se lo trague la tierra. Desea olvidar el instante del trance, hacer como
si nunca hubiera ocurrido. Borrar de su mente el rostro del hombre.
No quiere pensar que es el mismo hombre que tanto desprecia, al que

[27]
culpará por siempre de haberle destrozado la vida, de haberlo tratado
como a un imbécil, de haberlo fustigado sin látigos, tan sólo con su
mirada, de haberlo matado sin armas, sólo con su rechazo. No quiere
llegar a su casa y verlo allí trenzando con descaro los muslos de Enma
o simulando que lee un policiaco de Raymond Chandler.
Camina en silencio. Mira al cielo, luego a la densa oscuridad de las
callejas remotas. Camina y siente que la noche le abre los brazos.
Vuelve los ojos una vez más: Las luces del chalet se apagan.

[28]
Mañana

Aixa trae puesto un vestido de pequeñas flores amarillas y blancas;


de obstinado desandar por caminos sudorosos, y la tela que se
transparenta, que se le pega de la piel y le enreda los pasos y le
arranca un lamento. Un estudiante de preuniversitario le pasa por el
lado, y desde un auto que frena, una mujer que ríe, sabrá Dios por
qué, lo llama. El muchacho dice no, y continúa, ahora con pasos que
acarician el cemento, estoy apurado, agrega. Ella sonríe,
extrañamente tranquila, pero Aixa la adivina desafiante y nerviosa.
¿Sorry?, insiste, espléndido el auto ronronea también, deja escapar un
regaño. El muchacho no contesta, pero piensa tal vez que la extranjera
está perdida, pues Aixa lo ve de pronto caminando hacia el carro. Los
mira conversar. Como andan las cosas hoy día, nada la asombra.
Hurga en el bolso, se pregunta dónde dejo la llave. Toca. La puerta
tiene la pintura desprendida y sucia a la altura de sus ojos. No tienen
timbre, y el bombillo del portal está fundido. Lo descubrió hace
cuánto, no recuerda. Toca fuerte, y sigue esperando, aprovecha la
ocasión para estirar las piernas, que ya le duelen, y tiene sed, y su
madre que no abre, y ella que no soporta esperar mirando esas nubes
negras. Da un puñetazo, otro. Se recuesta exhausta a la pared. La calle
arde. Piensa, el médico la mira, y ella siente una tristeza infinita, esta
vez, finalmente, se quedó sin fe. Tiene miedo, y el médico asiente, le
explica que se trata de la única oportunidad que tiene, de esa y no de
otra, repite, y debemos esperar a que se realice la operación para
saber si es cierto. Ella se pone seria cuando le dice que no hay otra
forma más simple, recuerda entonces cómo la miró, en casos como el
tuyo, Aixa, no puedo darte un pronóstico fidedigno, darte la
seguridad que buscas, porque no la hay, ¿me entiendes?, nadie
puede, y no guardo reserva posible, porque me pediste la verdad, es
así de duro. Hay que operar, ya. O nunca sabrás.
La madre abre, y ella se despega de la pared apoyándose en el
paraguas, todavía el estudiante conversa con la mujer, sí,
definitivamente está proponiéndole un trato. La puerta gruñe al
cerrarse. Tengo que limpiar, anda, come algo, dice la madre. Algo
sería, coger su pan de la cuota y untarle un poco de aceite de soja.
Agua, me muero de sed, chilla, me estoy muriendo, repite casi en un

[29]
susurro y se queda congelada, observando el insoportable aspecto de
su madre, los ojos que la buscan con desespero, hundidos en un
rostro deshecho, por eso se aguanta el deseo de decirle que no piensa
volver al quirófano, que a lo mejor los síntomas desaparecen solos,
quién te dice que no puede ocurrir, mamá. La madre asiente, coloca
cuidadosamente la escoba sobre la mesa, tanteando, porque sus ojos
no se mueven de la cara de su hija, y la mente tampoco se mueve y la
boca sonríe, como emocionada, ¿te imaginas?, quisiera decir la madre
mientras busca el vasito con ron que dejó no recuerda dónde. Se
dirige a la cocina y descubre con mucho miedo que está vacío. Piensas
que me he vuelto una borracha, dice cuando sale al pasillo, sabe que
su hija ya tomó una decisión. Hunde la nariz en el vaso. La muchacha
responde que no piensa nada, cada cual sabe lo que quiere, y le
rehúye, repitiéndole que no se realizará ninguna operación, y punto.
A su madre los ojos se le convierten en dos charcos turbios, donde
sopla un viento maloliente.
Aixa estira la sábana, se sienta en la cama y se quita los tenis,
delante de su madre finge aceptar que el universo es generoso, pues
le ha dado otra oportunidad y sería una boba si sigue así tan
pesimista, de todas formas no tiene nada que perder porque se está
muriendo, y le dice a su madre que sí, puedes llamar al doctor, pero
hoy no, mañana. Se inventa una sonrisa, a sabiendas de que le es
imposible mentirle, ella sabe.
La mujer no habla, cierra la persiana y sale del cuarto. Aixa se queda
bocarriba sobre la cama, con los ojos cerrados.
Casi sin darse cuenta pasa una hora sumergida en una fría quietud.
Apenas respira. Siente mareos, y como siempre la saliva que le sabe
a yerba, la súbita ola sube, busca en su garganta una salida, la madre
se asoma y quiere inútilmente sostenerla, con torpeza se precipita,
sujetándola por los hombros, pero caen sin fuerzas como dos
temblorosos esqueletos confeccionados de plástico.
Desde el piso, Aixa tira de un extremo de la sábana y logra quitarse
a su madre de encima, que indecisa, aún trata de abrazarle la cabeza,
ella le aprieta entonces las manos, pero no soporta la mirada de
súplica que pone mientras le explica que no continúe tratando de
ayudarla, porque empeoras las cosas, mamá. Se siente agotada y
ansiosa. Se pregunta si siempre será así, aún después de la operación.
Luego sus manos comienzan a suavizarse, las abre y su madre logra
escapar, dando tumbos, espantada de todo, y aunque Aixa no puede

[30]
verle la cara, adivina que podría ser de desesperanza.
Piensa en el sueño que tuvo, desconcertante como todo sueño
donde uno no se reconoce en los recuerdos, ¿o sólo estaba perdida en
alguna divagación producto de los medicamentos?, pero advierte,
que le pareció ver a su padre, y que él, con la voz temblorosa, la
llamaba. Ella se vio también, caminando por una calle de la que en
algún momento se había levantado. Eso fue todo. Ahora prefiere no
pensar. Chancletea impaciente, y sin quererlo, se sabe consciente del
vacío que tiene adentro, un vacío que la ha transformado, pero qué
parte de sí se le perdió.
Abre la persiana, con tanto calor tiene que estar completamente
loca, y encima de cualquiera de sus impresiones, su madre.
Escucha. La puerta de la sala se abre y la voz enferma de tristeza
dice pasa. Aixa se limpia la cara, sabe que es Sergio, a quien
extraordinariamente ya recuerda. Cuando la ve, le da un beso en la
mejilla y ella le dice que piensa operarse el cerebro. Él prefiere no
haberla escuchado, está lleno de rabia y dudas y quiere esquivar la
mirada de Aixa cuando dice sí, ya está decidido, y le tira el brazo por
encima del hombro. Qué bueno, finge alegrarse y baja la cabeza, ¿te
enseñé la foto de Petra?, pregunta deslizando el celular hacia Aixa y
Petra asoma la cabeza de lo más sonriente. ¿Esa es Petra? ¿Se tiñó el
pelo de rojo?, exclama, recelosa, no comprende por qué su supuesta
mejor amiga parece una muñequita hilada con seda, curiosamente
feliz, mientras ella se ha puesto de lo más ojerosa en cuestión de unos
días, entonces recuerda que desde que tiene conciencia de que su
vida depende de una operación, si todo sale bien. Sergio le dice que
su amiga regresa mañana del intercambio, agazapado, como alguien
que pugna consigo mismo. Le habría dicho ella, ¿díselo a Aixa?
Entonces regresa mañana de Panamá, comenta y se hala la felpa
negra con que se había atado el pelo temprano en la mañana cuando
tuvo que ir al médico, le había dicho a su madre que a ese turno iría
sola, no necesita que la lleven de la mano, peor no estaré. Sergio
advierte que está molesta, no debió mostrarle ninguna foto, por eso
decide comentar que el curso se está acabando, que tal vez la lleve a
la playa, como le había prometido, ¿te parece bien irnos a un hotel,
Breezes Bella Costa, allá en Varadero o Cayo Santa María, ahí mismo,
doblando la esquina?, bromea, pero ella no puede escucharlo, trata
de imaginar cómo era su vida de estudiante. Su mente lleva casi dos
días goteando imágenes y trozos de conversaciones. Es que ni

[31]
siquiera recuerdo qué estudias tú, le dice. Él duda, ¿en serio? La
madre mira desde el pasillo, se desentiende de lo que conversan, y
aunque no quiere vigilarlos, siempre busca un pretexto y les pasa por
delante, recoge algo y vuelve a la cocina, desde donde pregunta si el
muchacho quiere café, Sergio asiente, y Aixa corre a la cocina para
decirle a su madre que no moleste, y esta, al ver su mirada de
reproche le da un beso, como si no la hubiese escuchado. Cuando
regresa, Sergio se inventa una sonrisa, pasa un rato callado,
esperando que sea ella quien hable o recuerde. ¡Ah, ya!, estudias
filología, dice entusiasmada, con aparente fiereza, y Petra,
arquitectura, de repente se levanta, no está segura, él reacciona, dice
no, tú, estudias arquitectura y Petra filología. La madre trae las tazas
de café, es de la bodega, dice y se queda mirándolo mientras lo bebe
con aparente gusto, después se marcha, para que puedan conversar,
pues tengo cosas que hacer, ven mañana a verla, le pide. Le caes bien
a mi mamá, comenta Aixa, Pensaba que no, llevo rato viniendo a esta
casa y de la sala no paso, ella aprovecha que se queja y lo besa en los
labios, y él piensa en decir algo que logre animarla porque esta vez
no quiere irse dejándola confundida. Se mueve, reprime las ganas de
besarla, otra vez, escogí la carrera más genial del mundo, así decías
siempre con exagerada convicción, y yo, le acaricia el pelo, querida,
Aixa, me atreví a escoger filología gracias a ti que me ayudaste a
vencer miles de dificultades, sin olvidar que soy tremendo
acompleja'o, de pronto se le ocurre decirle que tiene una caja de
zapatos llena de recuerdos, ella se asombra, muchas fotos viejas,
recortes de revistas con cosas de arquitectura, hasta monedas, yo te
di una de diez centavos de las que trajo mi papá de Brasil, y ahí está,
te lo aseguro, de alguna manera eran cosas que te armaban. Aixa
sonríe, ahora piensa que esas reliquias no le sirven de nada, y si de
algo le servían esos recuerdos sólo eran para robarle el presente. Saca
la cuenta, es esperanza, explica él.
La noche se aproxima y la mujer no vio cuando se fue el muchacho.
Se asusta con los recuerdos que la asaltan, camina dando tumbos,
manotea, deja los codos incados en la mesa, no sabe si habría sido
mejor contarle la verdad, no sabe si su hija volverá a ser como era
antes del accidente. Se sobrecoge, aún con razones muy poderosas
para no hablarle de lo sucedido, sabe que no tiene derecho a una
certeza. Abstraída se empina el vaso de ron, regresa al recuerdo de
cuando él la miró y ella sintió que flotaba como si el mundo estuviera

[32]
ebrio. Hubo un instante así antes del fin: ella le tomó la cara y se la
volteó de un tirón, para provocarlo. Riéndose estaba como un bobo,
Aixa molesta, con el rostro contra el cielo, qué fatuo eres papá, la miró
con el rabillo del ojo, hmm, no seas tan estricta que te pones vieja, y
empezó a cavilar, no parecía un hombre con grandes dudas ni ávido
de poderes, pero enseguida se percató de que en la práctica ese
desprendimiento por lo material, ese deseo de mantenerse alejado de
cualquier tipo de conquista, era una trampa fatal que tal vez nunca
llegaría a evadir, al menos dentro de la fábrica, hundido en un
ambiente indeseable; ella le había dicho que cogiera un atajo, ahora,
ordenó, y luego, el impacto le arrancó el timón de las manos. En un
instante, todo se fue a la mierda.
Decide limpiar, aprovechando que la tarde se llena de silencio y
también de tremenda incertidumbre, y que el sol se arrastra lánguido
sobre los tejados, primero la sala, luego la cocina, porque el piso de
su cuarto se mantiene bastante limpio, la última habitación es la de
Aixa, toca, no quiere despertarla, sólo quiere ver cómo está. A punto
de abrir la puerta, la sorprende el canturreo de su vecina, se apresura
y entra, presa de una presagiante angustia. Niña, la ve tirada en el
piso, de cara a la cama, qué hiciste, mientras se acerca temerosa,
duda, pero qué hiciste, se inclina sobre ella, y la voltea despacio. La
mano de la muchacha salta, y un frasco esparce dadivoso unas pocas
píldoras. La mujer aprieta los ojos y la ciudad mansa recibe las
primeras gotas de lluvia.

[33]
[34]
Don´t let me down, Laura

Recuerdo cómo Laura llegó a mí, sin tener que salir a buscarla. Me
había sentado en aquel banco porque estaba cansado de todo,
extenuado y pensando en que no me alcanzaría la fuerza de voluntad
para comenzar otra vida alejado de las voces y rostros que tanto me
habían agobiado últimamente. Lejos de aquellos intrusos (tal vez con
cierta bondad), que pretendían cuestionar o presionar o salvar mi
espíritu enfermizo, como suelen catalogar ellos esa obsesión que
tengo por escribir cuentos.
Manoseaba un periódico y de pronto un auto frenó. Laura salió de
su interior y se recostó a la puerta. La vi intercambiar palabras con el
tipo que iba al volante, de súbito hizo una mueca, murmuró algún
reproche, y pateó convulsa la puerta. Mientras el auto se alejaba ella
gritó con desánimo, maldijo y luego avanzó imprecisa, zigzagueando
encantadoramente entre las raíces protuberantes de los laureles.
Se desplomó junto a mí, tal vez me confundió con un conocido, más
tarde se echó a reír de manera lastimosa. Nada es eterno, lindo, musitó
pegada a mi oído, yo sentía la presión de su hombro sobre el mío y
aquellos senos que reafirmaban su delicia, asomados en el escote de
la blusa, por tanto, me sentí desconcertado, puede que algo perdido,
¿qué podía hacer, dejarla allí?, tirada sobre el banco, inmersa en una
embriaguez que la convertía en presa fácil de los depredadores
nocturnos. ¡Noooo! Ni pensarlo. Mi decisión fue inmediata.
La trasladé hasta mi casa de un modo sencillo: alquilé un coche
colonial que nos dejó frente a mi puerta.
Pasado un rato Laura se incorporó, estimulada por el bullicio que
se filtraba por las hendijas de las persianas, además, sentía el tecleo
lejano cuya persistencia acabó despertándola del todo, esto lo supe
porque me lo comentó más tarde. Dejé de escribir. Me miró, mientras
se esforzaba por mantener el equilibrio. Se fue recuperando poco a
poco hasta que se dio cuenta de que estaba frente a un desconocido.
Tienes cara de buena gente, dijo y se sonrió, entonces extendí mi mano
y me presenté: Edgar.
Cuando esto ocurrió aún le daba vueltas en mi cabeza al hecho por
el cual ella se había bajado del auto en medio de la nada y en ese
estado tan lamentable, inadvertidamente me había gastado tres

[35]
cuartillas intentando llegar a ese punto. Pensé entre otras cosas que
algo malo debió ocurrirle como para sentir la inmediata necesidad de
bajarse allí mismo, a juzgar por lo que vi y escuché estaba cabrona
con el tipo, quien (luego de yo reconstruir mentalmente la escena)
figuré se había colocado en posición de víctima: Laura, nena ya sabes
que soy así y en verdad fuiste tú la culpable, dijo y como Laura seguía
enfadada, se desesperó. El muy cabrón pasó en un instante por varios
estados emocionales en su intento por persuadirla. Laura habló de
implicaciones y él bajó su mirada de carnero y luego se le alteraron
los nervios al ver que ella pateaba la puerta y aullaba curiosos
insultos: ¿Sabes?, eres una mona, un pendejo, un carnero, dale, vete a la
mierda. Fue tu culpa, maricón, fue tu culpa, me llamó la atención lo de
carnero. Sube ya, le dijo. Vete a la mierda.
El auto se esfumó ante nuestras narices así de rápido como
chasquear los dedos.
Tras haberse desahogado con aquellos gritos, soltó la risa, imbécil,
dijo y fue entonces que se dejó caer en el banco con cierto desánimo.
Imbécil, gimió una vez más y se echó a reír entre sollozos. Nada es
eterno, lindo, dijo al restregarse la nariz. Así es, atiné a decir buscando
sus ojos, pero ella no ladeó la cabeza ni una sola vez.
Quería contarle que había salido huyendo de casa de un amigo,
donde el ambiente de entusiasmo y el deseo de emborracharnos, se
había desvanecido de manera inesperada junto con mi buen estado
de ánimo. Por esa razón salí en busca de un poco de aire para
ahuyentar unos pensamientos dañinos que me venían a la cabeza y
confundían a su antojo mi frágil mente, y para no perder el dominio
y contenerme ante las idioteces de Iker. Solo entonces me percaté de
que Laura se hallaba tirada sobre mí, confiada de mi protección. La
sentí calmada y traté de hallar un pretexto para que difícilmente
comprendiera que debía irse a su casa y darse un baño si le era
posible…No debes quedarte aquí, pueden robarte el iPod o ese anillo… El
bolso…
Al otro día me hizo una llamada telefónica y al siguiente noté que
estaba provocándome. No le di mucha importancia (a propósito) con
la idea de verla sufrir, pero consideré que pudiera cansarse o pensar
que soy maricón. Esa noche me acosté con ella.
No quería permitirme remordimientos, pues ella, esa noche me
anunció mientras comenzaba a vestirse, tras la salvaje cruzada,
otorgándole a su rostro una expresión maliciosa, que era casada. En

[36]
un inicio dicha confesión me sacó de aquel éxtasis, de aquel estado
de satisfacción indecible; pero después descubrí que ella se mostraba
agradablemente ambigua y temeraria. Laura me agradaba y se lo hice
saber, por lo que me respondió con cierto misterio: mi marido no es
policía, pero sabe olfatear muy bien. Reconozco que sentí temor, por eso
nunca le dije que estaba loco por ella y mucho menos perdido en el
sentido más amplio de la palabra. También me dijo que el tipo del
carro era algo así como su chofer, es decir el chofer de su marido y
amante suyo por casi un año. Estuve un rato pensando, todo aquello
me atemorizó. No sabía si creerle y arriesgarme o mandarla al
infierno para evitarme un problema con su marido. Aún no me
decidía, cuando me propuso un brindis.
Me senté frente a ella y decidí que continuaríamos viéndonos. Sin
embargo, cuando terminamos de beber le dije que no quería volver a
verla y por alguna razón que de habérmela dicho no la hubiera
comprendido, ella sonrió y me cogió de la mano para llevarme
nuevamente a la cama.
De pronto empezamos a reír, deseé besarla, su boca me supo un
poco a menta por la bebida. Empezó a bailar mientras se desnudaba.
La miraba hacer tirado en la cama, desde la sala me llegaba Scorpions.
Supuse que a ella no le importaba el tiempo.
Comenzó por acariciarme el pecho. Sentada a horcajadas sobre mí,
lamió y mordisqueo mis hombros y cuello. Chupó con ansiedad
cuanto creyó necesario para satisfacer su apetito brutal, luego
mientras yo disfrutaba masajeando su cuerpo, ella buscó mis manos
para hundirme en el fuego de su vórtice.
Afuera la luna flotaba en medio de un cielo estrellado.
El domingo amaneció lloviendo, pero esa lluvia nos deparó una
tarde serena, quise creerlo de ese modo. Iker me llamó para
informarme que saldríamos a cenar los cuatro. Al oír esto, un
sentimiento extraño, pesimista tal vez se apoderó de mí y me
estremeció de un golpe todo el cuerpo. Desde hacía días era
invariable el hecho de que llegada la ocasión ya no pudiera
sobrellevar ni un tanto más mi relación con Laura, me explico:
nuestra relación se limitaba a unos pocos encuentros en mi casa, fuera
de eso, nada; ni paseos, ni cenas, ni tertulias, entonces aún con el
auricular en la mano y completamente trastornado guardé silencio.
Al instante escuché la voz de Iker que reconocía, razonando entre
dudas, notarme demasiado desconfiado. Soy desconfiado, pero no es

[37]
exactamente desconfianza lo que sentía, sino miedo, de que el marido
de Laura u otra persona nos viera juntos. Por lo claro: miedo del tipo
cuya mujer le ponía los cuernos conmigo.
En cambio, le dije, mientras acariciaba las teclas de mi máquina de
escribir: Espéranos en tu casa. Ya no tenía fuerzas para sufrir aquella
incertidumbre ni deseos de imaginar cómo se iban a desarrollar en
adelante los acontecimientos, resultaba evidente que a pesar de la
angustia pudiera descubrirme enamorado de Laura y pronto llegaría
el momento de enfrentar las consecuencias.
Iker es un español que sobre todas las cosas le gustan las cubanas y
lo afirma sirviéndose de un gesto trascendental, muy propio de él: se
muerde el labio inferior y con ambas manos traza un círculo, se
asemeja a un mimo cuando acaricia de arriba hacia abajo una esfera,
para aludir al volumen, las curvas, la masa. Así me molan las tías, como
Nora, aclara.
En la entrada, el portero nos recibió con una reverencia. Adelante,
nos dijo, y su mano suspendida en el aire nos señaló una mesa. Al
avanzar, sentí el olor del vino y las comidas, la caricia agradable del
aire que me envolvió de un golpe. Comenzó a gustarme el hecho de
tener a Laura a mi lado y sonreírle mientras nos acomodábamos junto
a un cristal o una ventana, no recuerdo con exactitud lo que era pues
no le presté atención y mis pensamientos a ratos vagaban hacia otras
dimensiones y visualizaba en cuadros, escenas (tal como ocurre en
las películas) de lo que hubiera ocurrido si algún conocido nos
hubiera visto, diría que me encontraba en fase de alarma y aunque de
hecho nada malo ocurrió, sentí en lo más profundo de mi ser, que
pude haberme echado a perder la velada a mí mismo, ya que ni
siquiera Iker se percató de mi simulada sonrisa, entonces pedí vino,
por favor, un Cabernet, como aperitivo. Desconozco la procedencia
de dicho vino, tal vez hasta fuera casero, pero en fin, así lo llamaban,
pienso que para darle un toque de distinción, como si fuese original
o importado, algo que dudé de inmediato.
Nora propuso un brindis y adelantó su copa al encuentro de la copa
de Iker donde el camarero había vertido un líquido pardo rojizo, al
cual mi amigo se empeñó en llamar Oporto, asegurando que la
suavidad y el olor de aquel vino le recordaron el otro. Yo sé que
alardeaba. ¿Por qué brindamos?, indagó Laura al levantar su copa y
brindar conmigo, seguidamente con Nora, a quien un momento antes
de efectuarse el brindis, la vi encogerse de hombros y suspirar

[38]
alegando que por nosotros y por la vida.
Me recliné sobre el espaldar, fue entonces que descubrí cierto
esplendor en el salón, supuse que un negocio así requiere de mucha
dedicación y empeño para levantarlo de un modo tan atrayente. En
un extremo del salón, donde divisé una pequeña plataforma, la cual
servía de escenario, estaba una pareja de músicos.
Laura bebió otro sorbo de vino, y la escuché hablar de sus gustos
por x cosas, más bien le hablaba a Nora, quien dejaba su rostro
descansar entre las manos con la misma sonrisa boba todo el tiempo.
Es increíble, pensé, al simular una sonrisa de satisfacción; sentía el
perfume de Laura cuando se me aproximaba y pedía le besara el
cuello, aquí, señalaba su hombro, aquí, daba un salto hasta los labios
y pude ver su mirada maliciosa que me anunciaba no te perdono,
entonces le acaricié las manos y sonreí, en ese momento Iker comentó
algo que no pude escuchar, asentí y él continúo hablando de las
gomas… que el negocio aquel… necesita, sus ojos se achicaron, eso
es un rollo… entre el rumor de otras voces y el sonido de los cristales,
Laura, también, que tiene uno, sí, entre la cadera… y el pubis. No, es
secreto, dijo Nora. De pronto, ya no los escuché, me descubrí
examinando a la gente, muchas parejas felices, como si la noche de
afuera les perteneciera, como si se inventaran una ciudad distinta,
mordida por el polvo de las calles y esos huecos adheridos a su
esqueleto, las aguas estancadas en zanjas. El aire oloroso a
combustible, descendiendo sobre las paredes y muros o el aroma
penetrante del cigarro, cuando el cabo es arrojado sin apagar o ese
vaho instalado desde siempre en cualquier recoveco oscuro de los
portales y vidrieras, ese vaho denso como resultado del orine ya seco,
que dejan los borrachos o los perros; pero animada por las luces de
las farolas y los carros que pasan, los gritos y risas de gente que sale
entusiasmada a redescubrirla atrapada en medio de la noche. Y yo
estremecido y tenso pues no reconocía al marido de Laura en ningún
rostro, nadie tenía su mirada puesta sobre mí. Me sentía cansado de
sorprenderme ausente cuando ella toda relajada me dejaba sin aliento
al mostrarme sus senos con una ligera inclinación hacia mí, tramada
obviamente.
Más tarde el camarero nos trajo cuanto pedimos. Atento colocó los
platos, arroz imperial con carnes y verduras, todo cubierto de crema,
el tipo se veía cansado, aunque demostró buen humor al desearnos
que disfrutáramos la cena. Enseguida se marchó.

[39]
Los cubanos nos acostumbramos a inventar y dentro del arte
culinario existen en efecto agradables innovaciones, por decirlo de
algún modo, que se convierten en originales, tal vez sea porque
preferimos olvidar y aceptamos eso, a lo que llamamos así, según lo
llame otro, por ejemplo, ese arroz con carne que devoré bajo la luz
mortecina de las lámparas.
En un extremo del salón estaba la pareja de músicos. Laura
tarareaba la melodía y me sonreía coqueta. Decidí llamarlos y
dedicarle una canción para verla asombrada, abriendo en el acto sus
ojos marrones, al parecer le gustaban esas canciones de los años 60.
Pidió que le cantaran una de Miguel Gallardo, hoy tengo ganas de ti,
esa por favor si la conocen, insistió persuasiva, con un tono encantador.
Me fijé, cuando al fin decidí pinchar una aceituna, que Iker y Nora
comían sin prisa, inmersos en una increíble impavidez, sin muestras
visibles de entusiasmo por los músicos ¿o por la comida?
El postre fue sumamente inusual (juro que no me lo esperaba),
como me hallaba a punto de paladear el último bocado, en un
instante de total concentración, no tuve conciencia de los cambios en
el salón, en efecto era demasiado tarde (el escenario había cambiado
como por arte de magia), por tanto, obligado en cierto modo a
quedarme y ser partícipe de lo que estaba por ocurrir; y porque Iker
me sostuvo del brazo a punto de desternillarse de la risa, al ver la
expresión de desconcierto, sorpresa, por notar que solo quedábamos
nosotros y unas tres parejas. No supe qué pensar, supuse que algo
realmente loco tramaba.
El dueño del local se trepó en la tarima y nos anunció, sonriéndole
amistoso a Iker que el espectáculo que veríamos a continuación era
un regalo para nuestro amigo español, asiduo visitante en noches
como estas. En seguida presentó al grupo de muchachas que salían al
escenario en minishort y tetas al aire. Luego de disfrutar de aquel raro
y fascinante show coreográfico, tan cargadito de un generoso
esplendor corporal; ellas saltaron fuera del escenario y la música
estalló una vez más para deleite de mi amigo que les extendía los
brazos, agitándolos en el aire al verlas avanzar entre las mesas hacia
él: un príncipe en su poltrona; porque la vida es un carnaval y las penas
se van bailando… Fue, definitivamente, el principio de una pequeña
orgía, pues las niñas movían sus nalgas, y todos nos unimos a esas
despampanantes de ensueño, y no, no hay que llorar… si alguien tiene
que hacerlo no quiero ser yo, y el deseo de poseer a Laura provocó en

[40]
mí sensaciones, me hizo estremecerme al rozar su cuerpo y oler su
perfume delicioso que se expandía cada vez que su pelo ondulaba en
el aire al ritmo de la música. Sentí algo más que una necesidad de
tenderla sobre una mesa y arrancarle, aunque fuera un beso en medio
de las vibraciones de todos aquellos cuerpos excitados.
No sé cómo, pero ella se imaginó que alguna idea loca estaba
pasando por mi cabeza. Vino a mí y me cogió de la mano para
llevarme hasta la plataforma donde una y otra vez la escuché gemir
mientras me besaba delante de todos, pero nadie reparó en nosotros,
solo yo escuchaba su voz y tiraba descontrolado de su cuerpo para
acariciarla. En una ocasión la atraje con violencia, tanto vino había
comenzado a hacerme efecto, le acaricié el cabello y ella se aferró con
fuerza a mi cintura, luego se estremeció y dijo traspasándome con sus
ojos de asesina, que iba a buscar su copa.
Laura no volvió.
Le dijo a Iker que ella me buscaría. Me atemorizó perderla.
Empecé a darle patadas a los neumáticos del carro. Vale tío, vámonos
ya, me dijo suavecito, había comenzado a impacientarse. Le respondí
que no, todavía sin saber por qué, ya no tenía fuerzas para continuar
de pie, ni deseos de pensar en el instante que la vi alejarse y
desaparecer entre los bailadores, entonces la imaginé y comencé a
sorprenderme cuando me percaté que ella parecía fuera de sí y yo en
aquel momento no pude notarlo, ¡que imbécil!
Hice un gesto de fastidio y subí al auto. Me negué a creer que
estuviera exagerando al sentirme así: perdido, al pensar así: de un
modo tan pesimista.
Cuando llegamos a la casa de Iker, le grité: Idiota, tú la dejaste ir. Él
no respondió nada, Nora estaba a su lado, traía puesta una ropa de
dormir. Al instante la vi salir y volver con una taza de té, Lipton,
decía el sobrecito. Ella sollozó y yo seguí murmurando estupideces
mientras sorbía el reconfortante líquido.
Quédate con nosotros, me pidió él al reparar en mi aspecto tan
lamentable, necesitas un haschich, bromeó al pedirle a Nora que le
alcanzara un pito pues deseaba fumar, lo prendió y me lo extendió,
lo chupé con ansias, tosí con asco. Pareces un miserable carnero, agregó.
Le aseguré a mi amigo, que se dejaba llevar por los impulsos de
suinmadurez, mientras nos vimos envueltos en una insidiosa
discusión y yo dejándome llevar por mi conciencia, a esa hora de la
noche, casi desconocida, debido a tanta melancolía y suplicio, que

[41]
sería capaz de salir a buscarla por toda la ciudad. Él sonrió burlón,
pues vale, cuando te arrojen por tierra aquí estaré con los brazos abiertos,
dijo y aspiró fuertemente el aroma del ambientador que hacía unos
minutos Nora acababa de rosear.
Sentado sobre la cama, despojado de mi prodigiosa condición de
espectador estuve a punto de maldecir su suerte.
Fue una noche infinita, a la mañana siguiente sentía cierta
incomodidad y para mi asombro, Iker, quien me pateó y empujó toda
la noche, por tanto, no pude dormir ni un instante, me aconsejó,
colocando su mano en mi hombro, que olvidara a la tía esa, es decir,
cógelo con carácter deportivo, ¿no es así como dicen ustedes?
Bajamos a desayunar a la cocina, ya Nora estaba sentada delante de
la mesa. Vayamos a comprar un Havana Club, dijo él y se acercó muy
tranquilo hasta una silla. Unas cañas, para refrescar, sugirió y Nora
aceptó entusiasmada.
Me cansé, pensé en el acto; y como si él supiera o leyera mis
pensamientos, para fastidiarme comenzó a tararear la canción que
Laura con aquella expresión seductora, les había pedido a los
músicos durante la cena.
Luego aspiró extasiado el aroma deleitable de su café Bustelo.
Me tomé el mío y comí toda cuanta cosa Nora puso a mi
disposición. Ella y él me observaron con paciencia. Callé, bebí y me
inquieté. Afuera unos nubarrones tornaban opaca la mañana. Sentí
cierta decepción al mirar como una cortina gris de lluvia saltó de
súbito contra las persianas, de inmediato entró el aire frío y mi cara
se humedeció, sentí una sensación de soledad bastante desagradable.
La lluvia se tornó densa.
Cerré rápido las persianas.
Iker recordó un sueño que había tenido esa noche, creyó haberme
visto vagando bajo la lluvia, vestido con ropas sucias y ajadas, el
rostro lóbrego, cuando lo vi, tras una ventana de cristal de donde
emanaba una luz opalescente (varado estaba bajo aquella luz con una
copa suspendida entre sus dedos) lo miré con desprecio y fui a
refugiarme bajo los álamos de su jardín.
Lo miré por encima del hombro y le pedí un trago de ron.
Nora dijo (más bien con intenciones de disimular el efecto doloroso
que aquel sueño le provocó), que aquella lluvia y el encierro
involuntario le servían para desear un plato de ensalada china, y nos
miró convencida de que le otorgaríamos importancia a su

[42]
comentario. Se precipitó a explicar: se necesita apio, hongo orejón,
jengibre, pimiento, lirio. Primero se hierven, después se sofríe en aceite y le
echas otras verduras. Luego agregas sal, azúcar y concentrado de pollo, y
todo eso lo revuelves con palitos de madera de sándalo negro. La vimos
encogerse de hombros, lo leí en una revista, dijo y suspiró.
Recuerdo que esa mañana me arrojé contra la lluvia. Son solo tres
cuadras, le dije a Iker cuando insistió en llevarme. Se te va a enfangar el
carro y luego tus maldiciones me revientan los oídos, agregué. Mira que
eres terco, dictaminó Nora, llévate un paraguas. Salí muerto de miedo,
ese miedo, que casi sin darme cuenta, la había ido tomando a todos,
principalmente a Laura (mucho más que a su marido). Miedo a la
distancia que nos separaba. De pronto un viento feroz se me echó
encima y destrozó el paraguas y dio sacudidas como si hubiera
querido arrastrarme, lanzarme lejos de mi propósito inmediato:
llegar a casa. En una ocasión mientras avanzaba, cerré los ojos y
apreté los parpados, cuando los abrí divisé mi casa transformada bajo
la densidad de la lluvia. Sentía el agua azotar mi cara, clavarme sus
uñas en los ojos, en el portal creí ver a Laura, pero cuando ya me
encontraba a punto de alcanzarla, desapareció. Comprendí que tras
aquella falsa imagen se anunciaba un presagio.
Abrí y entré.
Cerré la puerta de mi cuarto con llave, no sé por qué lo hice, mi
madre cumplía un año de haberse muerto. Saqué un cigarro y tuve
que tirarlo, estaba todo tembloroso, debía quitarme la ropa mojada.
Lloré agazapado sobre mi almohada.
A la mañana siguiente me desperté sollozando, había soñado con la
lluvia, la misma que nos envolvía desde el día anterior. Estremecido
por la fuerza de todas aquellas visiones pertenecientes a ese perverso
sueño que no lograba recordar del todo, marqué el número de Iker.
Estaba ocupado y colgué. Me fumé dos cigarrillos, el teléfono de mi
amigo seguía ocupado. Había aprendido a temerle a Iker, en el fondo,
mi desesperación lo divertía y ese modo de tomarlo todo a la ligera
nunca me hizo gracia. Su padre se casó con una inglesa y lo consentía
sobremanera para agradarle, me decía. No saben qué hacer con la
pasta, yo sí. Él nunca habla totalmente en serio, ni lo hizo por aquel
entonces. Es difícil de creer, pero a veces sentía que lo odiaba.
La séptima vez que llamé, me respondió: Dime, Edgar, pronunció
con voz pastosa, parecía salido de la cama. ¿Habéis visto cómo llueve?,
debería llover hasta el próximo domingo, dijo para fastidiar. No, parece que

[43]
escampa, anuncié con fingida indiferencia, pero lo cierto era que la
lluvia seguía cayendo. Ya no llueve, subrayé con malicia. Imaginé a
Iker asomado a su ventana de cristal de la planta alta para ver si en
verdad había escampado y luego con cara de fastidio soltar la cortina
de satén bordado que trajo de España.
Hay una especie de pacto bondadoso, diría, conveniente, puede ser,
entre los dos que quizás nos mantuvo alejados de ciertas
circunstancias, tal vez ni se le puede llamar de ese modo, me resulta
difícil definir un pacto que no sé hasta qué punto nos unió como
amigos, más bien parecía que jugábamos a entendernos sin tomar en
cuenta esos límites o reglas que no deben pasarse por alto cuando se
es amigo de corazón. Tanta lluvia termina desatando visiones, murmuré.
No me jodas, Edgar, farfulló para ablandar, para darle otra connotación
al tema y aligerar mis cadenas, pero yo hice énfasis en la idea: A veces,
en medio del silencio de la noche escucho su voz, te lo juro, coño, inquirí
todavía sin saber por qué acudía a él. Vale, Nora y yo iremos por ti, ¿en
verdad no llueve ya en tu barrio?, indagó confundido. No, le dije con
fiera seguridad. Vale, no salgas de tu casa, porque acá llueve aún, dijo y
colgó.
¡Que estúpido! ¡Que estúpido!, Nora. Me cago en la mar salada,
joder, estoy seguro que chilló luego de colgar.
Cuando la tarde llegaba a su fin, entré en la oscuridad de la sala y
tuve la terrible sensación de hallarme debajo del agua, como si
alguien tirara de mis pies; una sensación de ahogo.
Encendí la luz y me senté convencido de que ya no vendrían.
Al rato tocaron a la puerta. Eran ellos.
Pasaron a la sala y les brindé café. No tenía café en el pozuelo.
Iker me ofreció whisky. Bebimos y traté de explicarles lo que había
pasado, pero parecía que no comprendían. Iker pensaba que no
valdría la pena continuar en ese estado. Quise recordarle sus
vivencias con Claudia, pero no lo hice. Olvídate de esa tía, repetía.
Laura no existe, ella es el producto de tu imaginación, no existe, repetía.
Basta ya, Iker, intervino Nora. Nora, ¿por qué lo habéis hecho? Ella
asintió, cabeceando. ¿Qué te pasa, eh?, dijo ella. ¿Por qué no estáis
colando café?, indagó él. No hay o eres sordo, dijo ella. Él la agarró del
brazo y murmuró en su oído: tú estás mal del tarro, ¿no? ¡Vamos!, ¿me
ayudas o no? Nos ha jodido todo el día con lo de Laura. Ya Nora no lo
escuchaba, se dirigía hacia mí para reprocharme que estuviera
enloqueciendo por esa mujer. Esa del cuento que estás escribiendo.

[44]
Después de todo debí parecer un loco empecinado en querer
dialogar en medio de la tensión que debió provocarles mi
desasosiego. Iker continuó porfiando que la Laura esa me iba a joder;
por sentirse él, alguien centrado, quién sino él para sacarme de ese
aturdimiento, de ese hueco… Maldije aquella seguridad en sí mismo
algo fingida. Podía pensarse, y de algún modo tuve esa convicción,
de que Nora y él se complotaban en mi contra para hacerme sentir
más infeliz de lo que ya era, no sé si en broma y si tenían sus motivos.
No sé si calcularon las posibles consecuencias.
Extrañé las atenciones de mi madre, su disposición de ayudarme
cuando entendía que me hallaba perdido por una de esas crisis, su
modo de aliviarme como fuera posible. Sabía que nadie ni siquiera
ella me hubiera podido sacar de ese estado, lleva tiempo y mucho.
Desde ahí, donde andaba, sumergido en inesperadas cavilaciones,
escuchaba la voz de Nora: ¿No tienes hambre? ¿Has comido hoy, Edgar?,
preguntó de nuevo. No, desde ayer no he comido ni un bocado, le
respondí, de todas formas, no quería comer, no tenía deseos de nada
ni de leer ni de escribir, algo que posiblemente me aliviara. Solo
quería cerrar los ojos y no pensar en nada.
Más tarde, el teléfono sonó, lo tomé sobresaltado, la posibilidad de
que fuera Laura me nubló la razón. Oigo, ¿quién habla? Quien fuera
callaba. Dime… oigo…, repetí y colgaron. Puedo asegurar que escuché
un llanto apagado que me llegaba desde un lugar próximo al teléfono
desde donde llamaron.
Ansié la infinidad del silencio.
¿Whisky?, preguntó mi amigo desanimado, para variar. Sudaba.
Una copita, vale.
No quise whisky, ni sentir la mirada de lastima de Nora prendida
a mi nuca. Les pedí que me dejaran solo.
Después de aquello pasaron los días y el domingo por la mañana,
cuando salí a desayunar, convencido de que se había cumplido el
augurio de Iker, ya que fue una semana lluviosa y me resultó
evidente que maldita, noté que por fin los débiles rayos del sol se
filtraban por las persianas. Era un día frío de noviembre, con algo de
quietud, y esa atmósfera me animó a proseguir escribiendo mi
historia con Laura. Me preparé un té, Supremo, anunciaba la caja.
Aspiré extasiado el fuerte aroma de mi té negro, de China, cargado
de limón, dicha acción me hizo evocar por segunda vez en esa
mañana a mi amigo, quien no volvió a llamarme ni yo a él. El jueves

[45]
de esa semana me había topado con Nora junto a la puerta de una
tienda, ella conversaba con una amiga y me comentó, sin perder el
hilo de su dialogo con la otra, que Iker se hallaba de viaje. Se
lamentaba porque se le habían enfangado los zapatos.
Cuando salí a la sala envuelto en el aroma que emanaba de mi taza,
Laura estaba sentada allí, en medio de la semipenumbra. Avancé
hacia ella, convencido de que se trataba de otra alucinación, si es que
en verdad alguna vez (las veces que creí haberla visto), lo fueron.
Encendí la luz, que dio de golpe sobre su rostro y me senté frente a
ella, estaba ojerosa, vestida solo con una fina túnica de seda. Decidí
palparle el cabello, impregnado por el mismo perfume dulzón, pero
nada repugnante con que gustaba rosearlo, y de inmediato visualicé
ciertas escenas durante la cena en el restaurante. Cedió silenciosa.
Frotó su cara contra mi temblorosa mano, lentamente separó sus
piernas y me pidió que la poseyera al instante. Metí mi mano entre
sus muslos, aparté un poco el blúmer y la toqué. Oh, su olor, me
dieron ganas de comérmela, hubiera desesperado de no besarla ahí.
Deseaba prolongar cada caricia, pero consideré que ella deseaba
hacerlo de inmediato. Al ponerme de pie me desabrochó el pantalón,
entonces me percaté de que aún tenía la taza de té en una mano, bebí
y luego la besé. Aparté la taza para ayudarla a sacar fuera mi búfalo
que asomó con algo de pereza. Empezó a lamerme. Había cierto aire
de insolencia en su expresión. Lucía divina cada vez que mostraba su
sonrisa a través de una incipiente embriaguez, casi convertida en una
mueca de éxtasis. Pude saborear esa perversa voluptuosidad, su
desenfado, su voracidad sin límites.
La taza de té sirvió de mucho.
Cuando terminamos, me pidió le preparara uno, si tienes un dedo de
ron mucho mejor, dijo.
Y lo tenía.
Le traje lo que me había pedido, pero ya no estaba, en su lugar dejó
una dirección.
Apenas se hizo de noche fui a verla. Me aparecí en el lugar algo
nervioso. Toqué el timbre de la puerta, no sin antes echarle una
mirada a la calle y al derredor de la casa. Había tres carros varados
muy cerca y uno de ellos, un Chevrolet divinamente grande de color
azul tenía luz en su interior. Hacia delante, en un extremo del
inmenso portal una pareja se besaba, adherida a un muro. El muro
de las lamentaciones, pensé, recordando a A. Garrido. La puerta

[46]
estaba entrejunta, sujeta con un gancho, pero no se veía nada, solo me
llegaba la música entre cadenciosa y molesta. Alguien sin asomar el
rostro me dijo que entrara.
Sentada en el suelo, declinada a un lujoso diván estaba Laura. Llegas
tarde a mi fiesta, musitó sin mirarme a la cara. De inmediato supe de
su embriaguez.
Alguien puso a Enya. Fue agradable escucharla.
Laura me sonrió y sin mucho esfuerzo se puso de pie. La vi alejarse
entre los bailadores en el momento que una jovencita, perfil griego y
cabellos de un rojo furioso, tan bella como la incauta de Isolda me
ofreció una copa de cóctel, bebí un sorbo y quedé mirándola de reojo,
ella continuó de pie, muy cerca y eso me extrañó. Está riquísimo, le
dije, pero una extraña sensación, algo parecido a un escalofrío me
flageló la espalda. Busqué con los ojos a Laura, estaba en los brazos
de un hombre, inalcanzable, provocándome con su espalda desnuda
hacia mí. Isolda extendió su mano y tocó mi brazo, de forma leve, se
aproximó aún más, la boca pegada a mi oreja y dijo: Edgar, ten cuidado.
Algo sucedía, porque en ese instante un hombre con los músculos
bañados de sudor la arrastró consigo hasta la intangibilidad de otros
espacios extrañamente remotos dentro de aquel laberinto. No la volví
a ver.
Mi diosa rodó por todo el salón de brazo en brazo durante algún
tiempo; cuando sentí su mano posada en la mía, me disponía a
marcharme. Me susurró que bailáramos, vamos, chico, dijo, al notar
que estaba molesto (fingía), y se trataba de una actitud algo loca, pero
el súbito trance con Isolda; sus palabras, me habían dejado atrapado
en un pensamiento (sin motivo aparente) desagradable. Me marcho,
dije, en un tono que ostentaba un profundo desespero y una maldita
pizca de simulación. Ella se dio cuenta y yo acepté el juego ¿de ella?,
en ese instante no podía saberlo, mientras la seguía por el largo
corredor, entre nubes innombrables y un silencio acuchillado por el
bullicio alegre que atravesaba las paredes. Entramos a una habitación
donde había dos hombres conversando sentados en un sofá. Uno
tenía una botella de Havana Club entre las piernas y sostenía su vaso
lleno, con aires de burgués, renacentista, manos blancas de finos
dedillos y uñas esmaltadas. En su mano derecha se alzó un arma que
examinó con ojos de experto, y yo estimé que estaba encantado. El
otro guardó silencio todo ese tiempo mientras evadía el arma que este
hacía blandir delante de él, y se convirtió en el eje de nuevos

[47]
comentarios. El que blandía el arma, interrumpió su plática y me
miró como si hasta entonces no hubiera tenido conciencia de mi
presencia (o nuestra presencia, no sé), Laura se había tirado en otro
diván ubicado en el fondo de la habitación en una solitaria espera. El
tipo rió complacido, entonces acercó la punta odiosa de su arma y la
rodó por mi cara, acaso para divertirse; la movía amenazante y
cariciosa por mi piel hasta dejarla encajada en la comisura. En
aquellas circunstancias no puedo asegurar prácticamente nada con
relación a Laura, ni siquiera podía mirarla de reojo. Quise salir
huyendo, al menos lo deseaba, pero el tipo silencioso me agarró de la
camisa con una inquietante fuerza. Escúcheme… No tiene que suceder
nada desagradable, ni siquiera lo conozco, señor, le dije al de las manos
agraciadas. A él tuvo que parecerle graciosa mi actitud. Me miró con
desprecio y retiró el arma.
Laura irrumpió en la escena, con ingenio y este palideció de ira aún
más. Discutieron en voz baja entre gestos relampagueantes y
confusos, y ella, asordinando la voz le suplicó por mi vida, mira,
hazme lo que tú quieras, pero déjalo ir. Otro sujeto que yacía oculto la
empujó, al parecer no pudo incorporarse.
El viejo quiso interrogarme. Quería saber primero que todo si era el
amante de Laura. Dije que no con la cabeza. El tipo silencioso, pero
de manos livianas me abofeteó, luego me haló por los pelos hasta ella.
¿Eres o no el que anda con esta puta? De nuevo dije que no con la
cabeza. Laura sollozaba de rodillas en las losas, la cara contra sus
muslos, el pelo revuelto.
Sentí un puñetazo en las costillas. Continué negando con la cabeza.
Aquella bestia vio la seña de su amo y de inmediato me dio otro
puñetazo y otro. De repente, como un haz de luz evoqué al chofer de
Laura; de apariencias distinguidas, pero un mono al fin. Supe que se
trataba del mismo hombre. Decidí provocarlos, arriesgarme, pues
necesitaba verlos caer en la confusión. Cuando el marido de Laura se
sentó y prendió un puro, con una chupada parsimoniosa que dejó
una aromática humareda en el aire denso de aquella cueva, tuve la
oportunidad de lanzar mi daga. Este tipo le mintió, el amante de Laura,
es él, dije, pero la cuestión en sí, aparte de que me creyera o no, era
otra: ¿cómo salvar a Laura? El mono no lo miró, esperaba, pienso,
alguna reacción de parte del otro, quien con voz sentenciosa le
preguntó: ¿Qué pasa aquí, Álvarez?
Álvarez resopló inquieto y se volvió con impaciencia y cierta

[48]
socarronería hacia el viejo; una nubecilla de humo cubría la expresión
de molestia que ya iba adquiriendo el rostro del otro. Carraspeó. Nada
pasa, este, quiere jodernos, dijo. Con que quiere jodernos, dijo el jefe. Pues
sí, recuerde que siempre le he sido leal como un perro, agregó. Cobarde,
gimió Laura; y su voz quebradiza caló en mi oído, como si el asco y
la resignación se revolvieran en su estómago.
Deja que se largue, anunció.
Salí de aquella casa desconfiando de mi propia sombra, huyendo
de la noche. Corrí sin rumbo, bajo un cielo gris, disparado por el
recuerdo aterrador de lo vivido.
La luna flotaba sobre mi cabeza, áspera y fría como una mancha
inmediata.
Una y otra vez reviví en mi memoria ese fatal encuentro con el
marido de Laura, llegué a desear que todo fuera producto de mi
imaginación.
¿Con qué fin necesitaba oírme decir que era amante de Laura?
¿Tendría sus dudas? No, no…
La incertidumbre me hizo sentir un miedo distinto a cualquier otro
que hubiera experimentado. Y lo más terrible era que no podía
escapar.
Amanecía cuando desperté tirado en el mismo banco donde conocí
a Laura. Recordé lo sucedido y no podía comprender si había sido
una alucinación causada por aquella bebida que me dio Isolda. Tenía
la sensación de que algo en mí había cambiado, pero con la certeza
de que no me había vuelto loco, incluso pudiera ser que fuera un
sueño, sin embargo, me resultaba menos probable; uno puede
experimentar fenómenos inexplicables producto de la imaginación
tan vívidos, tan reales que resultan perturbadores, otros el
subconsciente te los dicta a través de flash o sueños, pero la verdad,
quisiera o no, se me escapaba de las manos.
Cuando entré a mi casa me seguía angustiando la idea de no saber
qué hacer. ¡Qué horror!, vivir con las garras de ese tipo puestas sobre
uno. Fui directamente al baño, mientras me afeitaba, veía en el espejo
mi rostro; tenía los ojos hinchados y rojos. Rápidamente me froté con
la toalla y salí a la sala con la impresión de que Laura me llamaba.
Escuché un llanto apagado que venía del cuarto.
Laura estaba tirada en la cama, no respiraba. Había gotas de sangre
en el piso; brotaba de una herida en su pecho y se estaba coagulando

[49]
sobre la sábana. Cerré la puerta con llave y me tendí a su lado. Su
cuerpo continuaba tibio.
Desde algún lugar me llegaba la voz de Pablo Milanés: todavía
quedan restos de humedad, sus olores llenan ya mi soledad, en la cama su
silueta se dibuja cual promesa, de llenar, el breve espacio, en que no estas…
En el cuento no aparece que lloré con desesperación.

[50]
Melantie

Druna asciende los escalones, se detiene un instante para mirar


atrás, no, nadie la sigue, fue su imaginación. Se adentra en el ruinoso
lugar, lo que fuera en el pasado una imponente casa colonial. Ahora
solo quedan las paredes erosionadas, en ladrillo vivo, húmedas y
cubiertas de lianas, y ese armazón aparentemente inservible en
medio de los árboles le resulta seguro para encontrarse con Heiden.
Avanza risueña, como si adivinara el perfume del hombre en la
habitación contigua, y esa impresión la entusiasma mucho más de lo
previsto, cuando entra al corredor, se asusta, una sombra salta entre
los hierbajos, con una forma que no identifica, y enseguida
desaparece, pudo ser de cualquier animal, seguro extraviado, pero
solo eso le faltaba, que hubiera un animal dentro de la maldita casa,
sobresaltada corre hasta la otra habitación y ve a Heiden tendido
sobre un pedazo de tractor oxidado. Te va a salir óxido por el equipo,
le dice, y él la abraza fuerte. Druna tiene miedo y no sabe explicarse
a qué teme, quizás sea porque esa tarde los ojos de Heiden dejaron
de ser verdes y ahora le parecen como salidos de la lluvia. Quizás
terror existencial y profundo. Entre besos y caricias, evoca imágenes
de los veranos anteriores, cuando aún sabía que su presencia en el
lugar la hacía proyectar un sentimiento de tranquilidad, el tiempo ha
pasado y no es precisamente la incertidumbre y el egoísmo que
alberga dentro, lo que le sirve para saber que permanece viva, de una
forma extraña, en un hombre que sin saber continúa esperando a que
tome una decisión, es, ese deseo infeliz de él de hacerle creer que
puede protegerla. Vive oprimida por el valor de la vida que escogió,
lo tiene presente, pero también tiene compromisos en La Habana, una
carrera que no ha terminado, y tiene mar.
Heiden la observa, le ha crecido el pelo, y le gusta esa expresión
infantil con que agranda los ojos, esa pose suya maliciosa, casi
obscena, la extrañaba, reconoce, se ha engañado todo este tiempo.
Ahora le es imposible imaginarse con Melantie en el futuro.
Pero Melantie que tanto lo desea no aceptará que esa mujer se lo
quite. Por eso se camufla entre las paredes, y camina como si fuese
una gata, con extrema precaución. Teme a los sucesos que ocurren
porque sí, a la gente que gana sin esfuerzo. Ella se esfuerza

[51]
sobremanera, en todo, y no puede descuidarse porque ese hombre la
está matando, parece que no le importara lo que a hecho por él o que
viva haciéndose la inocente para que la gente no hable de su honor,
espera que pueda mirarle, otra vez, ese rostro de desconfiado, y
escupírselo. Imbécil.
Ven, le dice al oído y la hala por el brazo para que lo siga, Druna ríe
y camina moviendo el cuerpo. Heiden se sienta en un mantel que ha
colocado en el suelo, enciende un cigarro y aspira mientras ella se
acomoda a horcajadas sobre él, y con la cabeza pegada al pecho
desnudo le habla de los proyectos que tiene, porque tiene pensado
exponer sus pinturas en una galería importante como la Víctor
Manuel, sí, me gusta esa, frente a la Plaza de la Catedral, lo que
significa mucho, él da por hecho que ha suspirado, se sonríe, sabe que
ella no puede expresarse a través de sus cuadros, casi todos son
abstractos; garabatos que sólo ella y unos pocos amigos entienden,
aprovecha para decirle que no es atrevida porque tiene miedo, te
refugias en la mierda esa que pintas, y eso es peligroso. Druna se llena
de paciencia, no quiero jugarme el pellejo, me gusta mi refugio de
mierda, dice buscándole los ojos para explicarle que muchos artistas
no logran siquiera expresar lo que siente un ser querido, y hace rato
aprendió a no exteriorizar ese conflicto que tiene consigo misma, esa
es su lucha diaria, suya, y todos, incluido tú, necesitamos vivir con
nuestras propias decisiones, ahora él calla, es la única manera que
tiene para demostrarle que es un caballero, y que no busca verla
enojada, previendo que ella no ha terminado de hacerle entender sus
razones. Pero se quedan mirándose, sin respirar, tumbados en el viejo
motel, escuchando cómo el viento silba y agita los árboles. Druna
desaparece bajo el resplandor de las florecillas dulces de los mangos,
y según pasa el tiempo siente que está sola en ese instante; aunque él
pega su cuerpo cálido al de ella, y esa mezcla de colonia y humo que
emana de él la turbe, la alcanza la soledad. Cada día en la siempre
espera de una posibilidad que no llega la deja sedienta, acepta para
sí, inmersa en el sumiso brezal de su alma.
Nadie quiere estrellarse contra la realidad, aunque no hacerlo no
quiere decir que vamos a pasear en un transbordador por el espacio,
eso es cosa de la ciencia ficción, las palabras de Heiden la despiertan,
la sacan de ese letargo, entonces, aún con la mirada perdida en una
inútil ensoñación, le viene a la mente esa muchachita que la mira casi
con odio, como si yo fuese una amenaza para ella, cómo es que se

[52]
llama, intenta recordar, pero él juega con el pelo largo, sabe que a ella
le gusta y la abraza, dame otro beso, le pide, como si no la hubiese
escuchado y apaga el cigarro en la yerba, se besan. Cómo es que se
llama, insiste ella, y él se molesta, la empuja. Druna se levanta,
prefiere no hablar más, estoy espantada... yo no hice este largo viaje
para que me trates así, y él niega, dice perdón perdón perdón, pero ella
lo rechaza cuando hace un gesto para agarrarla, después la sigue, eres
prosaico y demasiado directo, entra con ella a la otra habitación. Eres
realmente malo, replica, y él le agarra por fin la mano, antes de que
pueda reaccionar y grite suéltame, coño, responde que sí, te suelto,
todos somos malos, y egoístas, será por el daño antropológico que
hemos sufrido por décadas, queda indeciso, mirándose las uñas, es
algo así como el efecto que tiene la bebida en un vicioso, y se reconoce
como un fumador al que el vicio lo está matando, ella asiente. Se
llama Melantie, le dice de improviso.
Druna cierra los ojos para pensar en las traiciones, quién traiciona
a quién, comprende que ese sentimiento de culpa, ya no puede
ignorarlo, él la convirtió en lo que es: una mujer irremediablemente
pragmática, y esto la hace sentirse ajena. Cuando abre los ojos
descubre a Melantie plantada en el umbral, con los brazos inquietos.
Aparenta estar sofocada. ¿Qué pasa? ¿Qué hace ella aquí? Melantie
se pone seria y baja la mirada, lleva rato escondida, perfeccionándose,
para mentirles y que le salga bien, entonces asegura que a Marissa se
la llevaron, hace una pausa y finge quedar sin aire, con cara de
desgracia. ¿Hablas de mi abuela?, la mujer parece asustada, le
responde que sí, y reprime las ganas de soltar la risa para explicarle
que se la llevaron malísima para el hospital, la mira fijo. Voy contigo,
dice él. No, no te preocupes, voy sola, le dice sin pensar y corre por
el pasillo, busca la salida del difícil laberinto. Melantie y Heiden se
quedan mirándose. Él siente que es cómplice de esa mentira.

[53]
[54]
Consumación de mi otra realidad

UNO: De una oscuridad casi compacta siempre surgen monstruos.


La mente los crea, y te hace pensar que son la verdadera
representación del mal. Existen variaciones de todo tipo, y puede que
dentro de lo inventado cobre cierto sentido el sentimiento que sí es
real. Todo esto me viene a la mente cuando en la realidad atravieso
situaciones en las que debo tener bien claro que sí existen los
monstruos, y también, personas monstruosas, dicho sea de paso. Pero
ahora sucede de un modo impensable: la oscuridad misma emerge
con una forma. Me detengo, como para sentirla, y escucho lo que sería
un jadeo, sutil, engañoso. Contengo la respiración y retrocedo,
apuntándola con la linterna. Veo los ojos arriba, vagando en las
tinieblas y la lengua a un paso, tendida cual manto de anémonas. La
forma es la de un perro. Sin llegar a serlo del todo. Como no se decide
siquiera a olfatearme, retrocedo otro poco y antes de volverme
completamente, ordena que me detenga, veo con el rabillo del ojo que
se hunde un poco dentro de sí. Me detengo, sobresaltada, y cierro los
ojos con mucha fuerza, qué tortura, casi puedo sentir su agitada
respiración en mi espalda. Comienzo a volverme, despacio, hacia él,
con los ojos desorbitados por el miedo, y me pongo en guardia,
dejando el haz de luz incrustado en su ojo, que lagrimea en la
distancia. Quedamos en silencio, por un vago espacio de tiempo,
hasta que tengo la rara impresión de que es escandalosamente
inofensivo. Sin quitarme los ojos de encima y casi ceremonioso me
dice que el profesor, Él me espera, y se interrumpe para lamerse la
comisura, después prosigue: No tema nada, como ve, estoy junto a
usted. Mi único propósito es servirle. Lo observo despacio, no sé de
qué quiero asegurarme, acaso, de que no sea una invención, o de que
sus buenas intenciones sean una posibilidad real, aun con ese aspecto
inescrutable que tiene. Mientras voy sumergiéndome silenciosa en
mis cavilaciones veo que dobla las patas delanteras, contrae los
músculos y regresa a su forma natural, que es un bulto bastante
impreciso. Con tales facultades, comienzo a decirle, cualquiera
termina por asombrarse, pero la curiosidad tiene mayor peso, y otro
poquito, lo extraña que me resulta tu buena conducta. ¿Cómo sabes
que busco a Él?

[55]
En medio de una noche sin luna y sin estrellas quisiera haber here-
dado el sentido de certeza absoluta de mi padre, aunque en realidad
pienso que las cosas no funcionan tan así. De ninguna cosa alcanza
uno la certeza precisa, pero uno aprende. Uno simula que es fuerte.
Usted acaba de decírmelo, responde, algo pensativo, y veo, que por
un instante, sus ojos se llenan de fuego. Cosa que me causa una
impresión terrible. Me asusta. ¿Se siente usted bien?, me dice. Me
siento muy bien, le digo. Si se acerca verá la habitación, me sugiere,
abriendo la boca. Desconcertada acerco mi mano y alumbro dentro,
cruzo el arco de dientes, doy unos pasos sobre la lengua,
equilibrándome un poco mientras el espacio se agranda y veo que la
campanilla es un gran bombillo que emite una débil claridad rojiza
delante de la puerta. Abro y me asomo. Solo la cabeza. En medio de
la habitación (la habitación huele a esos maderos bañados por el
océano) hay una cama, y a los pies de la cama hay un closet
empotrado en la pared. Una de sus puertas tiene un agujero del
tamaño de un puño. En la pared del fondo hay un pie de amigo de
madera de pino, confeccionado rústicamente, de donde cuelga una
botella de ron vacía; me dicta el recuerdo de Él que un amigo la colgó
ahí el día que festejaron algunos triunfos, aunque para él no
significaban tal cosa. Sobre la cómoda hay libros, frascos, un falso
tintero de cerámica, un reloj de pulsera; aparecen transparentados
por el haz de luz de mi linterna, ya que la luz del bombillo se extiende
incierta sobre los objetos, formando sombras que ocurren en plena
disipación. Sombras que no lo son. A Él no lo veo. Él no está ahí
dentro, ¿no será que desea hacerme una desagradable broma?, le digo
con tristeza. Esfuérzate un poco, recuerda que es tu deseo, me explica,
resoplando amistoso. Comprendo que no es mirar por mirar. Entro
entonces y miro bien. Otra vez. Las palabras de la bestia me otorgan
cierta certeza. Un sentimiento oportuno de seguridad, la que necesito
para adentrarme a ese instante raro que fluctúa dentro y no fuera de
mí, para no rendirme antes de tiempo. Y es entonces cuando por fin
lo veo acomodando la cabeza sobre unos cojines satinados. Con una
determinación que parece insuflada me siento cerca de su pecho
desnudo, que se arquea, como si fuera el reflejo involuntario de algún
tormento. En el rostro tiene una expresión de cansancio que nunca
antes le vi. Parece perdido en una inevitable ensoñación que no lo
deja siquiera mirarme. Me pego a su cuerpo y lo abrazo y siento cómo
él me abraza. Adivino que con ambigua determinación. Nos

[56]
quedamos así por un rato, sintiéndonos, yo, disimulando mi
angustia, hasta que la bestia me dice que debo marcharme. Miro a la
salida, indecisa, y miro a Él, que no reacciona. ¡Fuera de mi cuerpo!,
ruge, amenazante, y esta vez, es un rugido alargado, tan frío que
parece irreal. Aun así protesto, le digo que sea más específico o no
saldré. Mi determinación no es osadía, más bien me opongo por
inconsolable. Ya no te soporto, admite, sacudido por hondos
temblores, eso que estás viendo, es una reminiscencia, no seas tonta.
La resignación me asalta de un golpe y decido salir. Fuiste paciente
conmigo, acepto, dando un paso precavido hacia atrás, consciente de
que extrañamente me ha perdonado la vida. Con expresión tranquila
asiente: El mayor sufrimiento me viene del estómago, cuando te vi,
ya preso de un salvaje apetito, pensé en despedazarte.
DOS: No quiero volver a encontrarme con Científico, ni con los
clones, dueños absolutos de Plaza Única, en este maldito túnel sin
salida. Una vez tuvimos un encuentro más o menos amistoso, que
desearía olvidar: Por aquí no ha pasado el ciudadano Él, me dijo
Científico, quien por medio de una bocina daba órdenes a Clon R. y
a Clon J. Éste lo vio, dijo uno que acariciaba su bocina del mismo
modo que se acaricia a un gato, y el que él señaló dijo que sí, que el
del gato conocía a Él. Pues sí, añadió el del gato, éste lo conoce. ¿Y
quiénes son ustedes?, pregunté, aprovechando que Científico,
distraído o ignorándome, le pedía a la tropa de clones que salieran de
su campo visual. Éste es Clon Chivo 1 y yo soy Clon Chivo 2,
quedaron mirándose sin respirar, y yo me burlé en secreto, jijiji.
Científico saltó entre los clones y me dijo: tienes una conducta
extraña, ¿tú no serás espía? Me miraba serio, fingiendo una
preocupación que entristece a cualquiera. Clon Chivo 2 intervino
para explicarme, susurrando nervioso en mi oído, velando de vez en
vez a Clon Chivo 1 quien disimulaba a tres pasos deseoso de
escuchar, que ahí nadie conoce a nadie, que no entendemos ese
idioma raro que habla, y no debe sugerirles a los clones que viajen o
hagan negocios, porque cualquier cosa que diga, que tenga olor a
confort, o a autonomía, puede inquietarnos, ponernos nerviosos,
¿comprende? De continuar entre nosotros terminará usted por no
reconocerse a sí misma. Entonces decidí, en el acto y por el bien de
todos, sonreírles y decir adiós. Científico había ordenado mi arresto.
Espero que Clon Vigía sea ciego. Inesperadamente descubro una
salida en la pared del túnel. Debo revisarlo, puede tratarse de una

[57]
trampa o de una alucinación de las que no se escapa ni en los sueños.
Me acerco desconfiada porque hace un momento había pasado cerca
y no vi nada. Pero este agujero es algo tangible en medio de tantas
cosas sospechosas. Por eso salto, segura de que es preferible a tener
que continuar atrapada, y corro bordeando la pared. No puedo
reprimir la risa, en cierto modo me excitan las situaciones extremas.
Mirando la pared del túnel desde el exterior comprendo que está
construida con bastante cemento, bastante de toda materia dura, pero
ahora mi objetivo no es quedarme indagando, ahora debo seguir
huyendo de los clones.
TRES: ¿Eres optimista?, me pregunta Madame Guillaume,
adelantándose a los demás. Suspiro perplejo y digo depende,
mirándola a los ojos; en la mano abierta trae una cereza madura,
hmm, no recuerdo tu rostro, murmura y yo sólo atino a quitarle la
cereza. Ella tuerce la boca como si pensara en la posibilidad de verme
arrepentida, pero aun así, viendo su mano vacía, la meto en mi boca.
A punto de devolvérsela. Cuando se vuelve para alejarse, descubre
que La baronesa D. nos mira. ¡Bienvenida al mundo de los fauves!,
exclama entonces con fingido entusiasmo. La baronesa D. se acerca y
me regala el ramo de flores. Madame Guillaume le hala el brazo.
Mientras se alejan escucho a Madame Guillaume decirle que fue un
lindo gesto, pues ya nadie confecciona flores de papel maché. La
confluencia de los personajes ocurre como en un desfile: pasan
suspendidos sobre el aire; cada cual en lo suyo, y yo digo adiós. Los
señores de la danza provenzal me hacen una reverencia y se alejan
girando sobre la obsesiva camarera que ultima los detalles previos de
un ágape. Los nenúfares de Monet brotan de un estanque en Hyde
Park. Mis ojos se pierden dentro de las pinceladas que forman un
camino rosa, por donde viene hacia mí El payaso de Van Dongen,
después me absorbe la línea verde que tiene Madame Matisse en la
nariz, al punto de quedarme en blanco. No reacciono hasta que ella
pasa y se deshace en la distancia. Todos comienzan a desdibujarse
cuando ya no pensaba que podía tratarse de una alucinación. Las
disímiles atmósferas se disolvieron como si hubieran estado hechas
de humo, sin darme chance de verme atrapada en la simultaneidad
de toda suerte de esperanza. El desfile de los lienzos no era otra cosa
que los efectos de la soledad; la sucesión de la nada sobre la nada, el
silencio de todo miedo. De pronto todo se ha ido, y yo sin aceptar que
nunca estuve, ni que ellos estuvieron, que es una cuestión de lo más

[58]
extraña: el comportamiento no es a voluntad, y por eso, un cielo
imaginario, puede ser la boca insaciable de una verdad transformada.
CUATRO: La escalinata está edificada rústicamente con enormes
y lisos bloques de mármol. Mientras asciendo, acaricio con mis pies
la superficie salpicada de arena. Detrás queda una aparente
profundidad, una ancha franja terrosa que sucumbe ante la
inminente oscuridad, pues la noche va cayendo a mi espalda. El
paisaje se ha dividido. Parada en la cima veo que más adelante
comienza el largo y engañoso desierto. Me quedo mirándolo.
Después miro la oquedad silenciosa que subsiste a mi espalda y
comprendo que debo seguir hacia delante.
En la distancia ya empiezan a distinguirse las dunas. Algunas
tienen forma de concha. Son chatas y lucen agazapadas, como si
fuesen la sombra de otras sombras. A veces tengo la impresión de que
se disuelven bajo el manto traslúcido que deja el viento a su paso, y
pierden nitidez, o desaparecen del paisaje por un rato. Es un proceso
que se repite una y otra vez, extrañamente bello. Alcanzo las primeras
dunas y me tumbo en un generoso recodo, entre dos pequeños
montículos que yacen a la sombra imprecisa de otro que se alza sobre
los demás. El polvo cálido que despiden me roza la piel. Hago
intentos por cubrirme los ojos, pero no acierto, es inútil, y no lamento
tales asperezas. Lo único que lamento es no tener una cámara
fotográfica de largo alcance, como la Nikon que Yegor compró en dos
mil dólares cuando vivíamos juntos. Me gustaba esa cámara. No es
un juguete, me advirtió apenas la trajo a casa. Con Yegor se acaba una
batalla y comienza otra, por motivos casi insólitos, risibles. Es una
desgracia convivir con un fotógrafo maniático. El día que se le
extravió un valioso catálogo de fotografías experimentales que venía
haciendo de algunas fachadas o edificaciones, cada toma a distintas
horas del día, tuvimos una batalla verdaderamente sangrienta, y
luego, cuando apareció, demasiado tarde y gracias a esos misterios
de la vida, en una gaveta del aparador, estalló la guerra. De todas
maneras, no eres original, dije. Al verlo preocupado, era evidente que
sospechaba de mí. En realidad, no había hecho otra cosa que salvar
mi espíritu de sus malvadas suposiciones. Satisfecha argumenté que
no sería nada nuevo, pues algo por el estilo se le ocurrió a Monet hace
ya bastante tiempo. Él seguía hurgando en su mente. Todo eso es
cierto, reconoció, sin mirarme, pero, ¿quién no roba cosas de otro y lo
utiliza a su antojo? Apretó su cabeza contra la mía por un instante, y

[59]
después la dejó hundida en mi cuello. No le di importancia.
Me abandono a la comodidad de mi oasis, es un espacio
desacostumbrado para dormir, pero aceptable. El recodo es como un
cuenco inclinado hacia afuera, envuelto en sombras. Muy cerca de
mí, la arena está ardiendo, un vapor vigoroso se extiende sobre la
superficie dorada, estirándose casi como una gigantesca criatura
deforme. Pensando que sus tentáculos pronto me alcanzarán, cierro
los ojos. Atrapada tal vez en un raro sentimiento de bienestar. Y
entonces, a través de una nube de sueño, escucho la voz de Él,
llamándome, hay una cabaña ahí mismo, detrás de esa duna. Abro
los ojos y lo veo, estirando la mano. ¿Éstas seguro?, le digo por decir
y él coge mi mano. Levántate y ven conmigo. Mis amigos quieren
conocerte.
CINCO: El tiempo ha pasado, lo siento en mis pies descalzos. La
noción de tiempo y lugar ya no se mantiene estable y no puedo
imaginarme los cambios futuros. A veces solo la nada existe y al
mismo tiempo todo está. Al principio no reconocí la calle, pero ahora
que llevo un rato caminando y veo una de las farolas desplazando su
luz con agradable simbolismo (primera que veo encendida), adivino
que ya estuve aquí aunque ahora todo parece diferente: el asfalto está
quebrado, tiene huecos, llenos de agua podrida, los edificios están
desencajados, y los anuncios descoloridos, rotos. Hay autos viejos
varados en un parqueo, y dejó de llover. Voy descubriendo estas
cosas cuando advierto que un tipo salta de uno de los carros, y grita
y patea el trasto oxidado; lo llamo, pero él discute con alguien que no
veo. Trato de acercarme temiendo asustarlo y tropiezo con una caja
de herramientas. En realidad, la rozo con el pie y basta para que la
tapa de latón salte contra una pila de bloques, que tal vez alguien
usaba de asiento. Ya no veo al hombre. Meto la cabeza en el carro, me
estiro un poco y sacudo el timón, qué roña. Pateo la puerta, que ni
abre, ay. Reviso cada carro, miro debajo, lo busco consciente del
absurdo; el hombre inexistente se ha esfumado.
Dejo la calle iluminada atrás. Me gusta la idea de adentrarme en
dimensiones imposibles y ser parte de la transitoriedad de cada
situación. En la realidad de cada cual, ¿quién no vive todo el tiempo
midiendo las posibles consecuencias de cada acción? Por ejemplo,
tengo un retrato de Él, a lápiz, en un desgastado cuaderno que
compré una tarde nebulosa en la calle Obispo, el cual escondo muy
bien de los intrusos. Me abstuve siempre de quitarle una fotografía

[60]
suya. A Él le hubiera parecido que estaba obsesionándome con sus
labios; con esa pinta que tenía de sabelotodo. Y en efecto, la idea de
mi obsesión le cruzó por la mente cuando le mostré el retrato que le
había hecho y le dije que lo quería en serio. Le había dicho que
verdaderamente lo quería, mientras hojeaba el cuaderno, que por
entonces lucía conservado, y aún ese tono amarillento que tiene ahora
no lo había invadido.
Por esos días Él me pidió que lo visitara después de las cinco. A
esa hora salía del trabajo. También yo salía a esa hora del pre con
aquel incómodo y difícil uniforme y unos tenis beige de alta calidad
traídos del extranjero. Él tenía un saludable Pastor Alemán que
enseguida salió a recibirme. Atravesamos la sala y fuimos directo a la
cocina. Y fue entonces que a medio camino noté esa fotografía suya
con que su madre adornaba una mesita ubicada con acierto en el
pasillo. Ahí tienes un corte punk, le comenté. Ya no me gusta, dijo y
suspiró, llevándose la mano hasta la nuca en un gesto de apatía,
adiviné que por su otro yo. Algo te ha cambiado, le dije, sin pensarlo
mucho y no: algo ha cambiado en ti. La vida me ha cambiado, como
cambia a todo el mundo... Por un momento pensé que lo asaltaba la
duda y comenzaría su reflexión por puntos, pero soltó la risa, no te
preocupes que te entendí perfectamente, lo que pasa es que me
aproveché de la ambigüedad del comentario, dijo casi excusándose.
Percibí que era sincero y él notó que yo no le había dado importancia
alguna a lo que dijo. Sí, mucho había cambiado su aspecto físico.
Quería besarlo, saltar contra su boca. Eso pedía mi alma, pero no lo
hice. Yo traía mi mochila llena de libros en el hombro, se la pasé y él
la puso sobre una silla de hierro con tapizado de hule. ¿Quieres
yogur, pan con mantequilla?, preguntó mientras abría el refrigerador
y miraba. Todavía no se había quitado la camisa. Olía a hojas de
ciruela trituradas, o tal vez a una fragancia de esencia floral.
¿Algodón, bambú? A veces los recuerdos se superponen. Colocó todo
en la meseta de losas azules. Siempre me fascinó la mantequilla, pero
le dije que no quería. Entré en el cuarto con él y me senté en un
extremo de la cama. Mi cuerpo tembló. Mientras se descalzaba le
pregunté que si la botella colgada tenía algún significado. Sonrió sin
mirarme, guardaba las medias dentro de los zapatos, después se
recostó sobre la almohada con los brazos cruzados debajo.
Simplemente ninguno, dijo. Quiere mirarme y descansar, intuí yo, y
me conmovió su cansancio. Nos quedamos mirándonos, escuchando

[61]
a Bryan Adams. Nunca supo que una infinita tristeza me
inmovilizaba. Yo lo observaba desde mi modesta altura. Triste pero
serena. Ciertamente, me moría por besarlo.
SEIS: Estoy hundiéndome. Estoy atrapada en un pantano que solo
podía imaginarme que existieran en las selvas de África, ya no me
asombraría si de un momento a otro me alcanza una nube de Tsé-Tsé.
Un muchacho que es la copia de Johnny Depp tira de mi mano sin
demasiado esfuerzo y murmura vamos, y yo voy, alegre detrás de él,
por un sendero lleno de piedras, bordeado de árboles y flores, y
chillo, ay ay, dando brincos. Le comento que las piedras me lastiman
los pies, pero parece que no comprende lo que digo. Tienes miedo,
boba... de los charcos, aclara, y yo miro mis pies llenos de arañazos.
El sendero conduce a una edificación, que emerge de entre las
sombras de los árboles con inusitada majestuosidad. Eso es una casa
con un toque algo más que aterrador, dice, con la ceja alzada como si
estuviera tramando una minucia. Qué bueno, me muero de sed. Entre
los árboles sopla una brisa rebelde, que eriza las ramas y le arranca el
graznido a los pájaros. Advierto que se disponen a atacarnos.
¿Corremos?, le pregunto. No, espera, alza el dedo y señala que ya
falta poco para que crucemos el jardín y lleguemos a la verja. Vamos
a deslizarnos agazapados, propone. No lo miro mientras habla, vigilo
a los pájaros guardianes. Suspiro cuando lo veo avanzar. Me quedo
esperando a que los pajarracos se calmen; él emerge ante la verja,
cruza y me hace una señal estúpida, imbécil. Creo que voy a correr,
al diablo con los dichosos pájaros. Al verme corriendo se pone las
manos en la cabeza. Y se acomoda el pañuelo. Empujo de un golpe la
puertecilla de la verja y me detengo en el portón. Los bichos ni me
vieron pasar.
La puerta de la casa cede silenciosa; su sala principal se extiende
magnífica ante nosotros. La luz de una inmensa lámpara invade toda
la estancia. Hay otra puerta que ha de conducir a una habitación
contigua, al lado de la puerta cuelga un paisaje al óleo que estalla en
continuas protuberancias, por donde asoman sus personajes; el hecho
de que posean vida me ha parecido de repente muy normal. Al
hundir mi dedo en la tela siento una violenta succión, tiene hambre,
me susurra Johnny, pegando su boca a mi oído, como si temiera ser
escuchado. ¿El viejo tiene hambre?, indago. El lienzo tiene hambre,
me dice. Como hipnotizada o como idiotizada (en tales circunstancias
la diferencia es nimia), extiendo mis dedos y palpo la tela, en ese

[62]
instante de inspección escucho un gritico, de un salto retrocedo. Una
rápida sacudida en un rincón del paraje me hace retomar la imagen
de una sacerdotisa flaca que mira absorta el rostro de un monje, de
aspecto un tanto desaliñado y ojillos alegres. Sospecho que él alarga
su mano y agarra el turgente seno de la mujer en un rapto angustioso
y descarnadamente impúdico, que lo alegra a intervalos, y así, una y
otra vez repiten el ritual. Me quedo observándolos. Una persona nos
mira desde el cuadro, le comenta la sacerdotisa al monje mientras se
echa para atrás la manta. Enojada. ¿Quiso decir que tú y yo también
estamos dentro de un cuadro? Deja esa mierda deformada y abre la
puerta, me dice Johnny, que la mente no me alcanza para
disertaciones, eso, señala el lienzo con la boca torcida, es algún tipo
de tortura. Imagino que comienza a impacientarse. Cuando intento
girar el picaporte de la puerta, resulta que no es una puerta
verdadera. Es y no es puerta. Le explico que en estos momentos nada
de lo que vemos es real. Él patea el aire. Insisto, más bien para
convencerme a mí misma, en que si las palabras de la sacerdotisa son
ciertas, nosotros también estamos suspendidos en el espacio de un
lienzo y puede que seamos las figuras que otros observan o el
bosquejo indefinido que algún pintor traza sobre una tela; por esa
razón, Johnny, tengo la sensación inexplicable de que somos los
verdaderos cautivos. Se queja, no entiende que sea el retrato de ese
tal Johnny.
En la estancia aparece un hombre, se nos acerca lentamente, sin
apartar sus ojos de los míos, trae una humeante taza de café y sonríe.
Oh, Marila, te esperaba, exclama y se aferra a mis hombros. Me
abraza. De mala gana le sonrió, por lo visto me conoce o cree
conocerme. El líquido de la taza parece artificial. Entonces ya se
conocían, dice Johnny, quien busca con la vista en derredor, por si
aparece alguien más. Él saluda a Johnny como si acabara de verlo y
comienza a contarle que nos conocimos en Martinica, y fantasea al
exponer que hemos compartido en varias ocasiones y que su nombre
es Gabriel Mathieu de Clieu, oficial de la Marina francesa. Johnny
suelta la risa, el tal Gabriel también ríe, pero nerviosamente, no sé por
qué. ¿Y qué tal estás?, le pregunto. Estupendamente, dice y camina
hacia la puerta que creíamos ilusoria. Oh, señala el cuadro y suspira,
había olvidado decirles que la sacerdotisa es mi madre y el monje es
mi padre, ambos están muertos, explica neutramente y a
continuación gira el picaporte de la puerta, la empuja, abre y

[63]
entramos a esa habitación contigua que también imaginé ilusoria; ya
para entonces no me interesa ese asunto de la puerta, ni escucharle
comentar que sus padres pertenecían a una pandilla de viejos locos
que se infartaron en medio de un orgasmo simultáneo. Johnny se
entretiene mirando la colección de armas expuestas en la extensa
superficie de una de las paredes. Debajo de cada pieza hay datos.
Mientras él mira la muestra, yo veo que Gabriel abre otra puerta y
pasamos a la tercera habitación. Una caja de espejos, exclamo. La
imagen se nos duplica infinitamente, y todos los duplicados se
mueven, gesticulan a su antojo. En un espejo (que miro de soslayo,
con disimulo) veo a Gabriel desnudo, tumbado en un butacón
tapizado de cuero, fumando (imagino que hachís) en una pipa de
alabastro que tiene unos hermosos visos perlados y marrones;
inevitablemente pienso en las aureolas de mis pezones, en mis
pezones en sí, que tienen ese mismo tono, un marrón amameyado.
Así decía Yegor: Eso es un tono amameyado. Y a mí me gustó. Cierro
los ojos y deseo que todo desaparezca, que el bello Gabriel sea solo
un raro recuerdo. No sé por qué deseo que Gabriel desaparezca. Pero
es lo que deseo de momento pensando que la exactitud de las
tonalidades no es verdadera.
Ven Marila, escucho su voz, ven, insiste en que pruebe el café, anda
que está riquísimo.
Abro los ojos, ahora sí, porque probar el café me entusiasma. En el
centro de la habitación hay una mesita, que no recuerdo haber visto,
con las patas de plata labrada, al igual que las sillas, el juego parece
una proyección de la luna: azogue y plata en una misma dimensión.
En el espejo de la mesita mi doble dice no con el dedo, y señala a
Gabriel, que ajeno a la advertencia, se deleita entre sorbo y sorbo,
pensativo. Anda, boba, prueba el café, me dice Johnny, burlón, alegre
y vuelve a perderse entre las imágenes, interesado en redescubrirse
una y otra vez. Grabiel comenta que fue un griego quien abrió en
Londres la primera Cafetería, por el año mil seiscientos cincuenta, y
sorbe, descubro en sus ojos un brillo curioso, que me resulta
interesante. Tú no pasas desapercibido, acepto, y él se sonríe,
agarrando mi mano con una excitación que me turba, mientras
retoma la historia del café diciendo que antes de eso, la ruta se
extendió desde Arabia hasta llegar a Europa, y Venecia era el centro
comercial más importante de la época. ¿De verdad que nos
conocimos en Martinica?, le digo y él se queda mirándome fijamente,

[64]
con ese aire inquietante; yo, nerviosa, cambio la mirada: en el espacio
de esa otra dimensión que es el espejo de la mesita, mi doble hunde
un dedo en el café y le pide a Gabriel que pruebe. Mirándola accede.
Me acerco un poco para asustarlos, y mi doble me tira la tacita. El
cristal se opaca, y comienzan a formarse pequeñas gotas. Comprendo
que sigue enojada conmigo porque ignoré su advertencia. Esto ocurre
y el verdadero Gabriel no se interesa por otra cosa que no sea hablarle
a Johnny de las propiedades medicinales del té, pues a Johnny le
gusta el té y se sorprende al saber que el primer libro sobre el
preciado líquido fue escrito en china, durante la dinastía Tang. De
pronto todas las reproducciones son exactas. En cada uno de los
espejos solo estamos Gabriel y yo. Sorbo largamente de la taza y veo
que el verdadero Gabriel se observa junto a mí bajo la suspensión de
algunos copos de nieve. Querida, creo que alteraste el orden de los
espejos, me reprocha.
Qué orden, replico. Azorada.
SIETE: Johnny me mira desanimado, prefiere beber té de Oolong a
tener que caminar sin rumbo. La tarde se exhibe soleada, es la hora
en que el sol muestra ese aspecto distinto de las cosas, sobre todo de
los árboles a cada lado de la avenida; les noto un desmesurado
volumen, una magnificencia etérea. En el fondo del paisaje el cielo
está violáceo, casi negro, como una advertencia, y aunque el sol
resbala caricioso por nuestros cuerpos, descubro que también llueve,
tal como al principio, y que nos estamos mojando sin notarlo. En el
principio llovía, dice Johnny, y si estamos mojados es porque llueve
aún, deduce y no entiendo sus razones para alegar ese absurdo. El
hecho es que llueve y me dice corre, para guarecernos, corre, entonces
advierto que no es Johnny quien me hala de la mano, sino que es
Yegor. Mi reacción inmediata es detenerme. Es demasiado, la idea de
adivinarlo en Johnny me asusta. Camina, gruñe. Suéltame, chillo.
Niega, apretándome la mano, y me arrastra hasta un estrecho agujero
con aspecto de bóveda, húmedo y oscuro, supongo sea un pasillo o
parte del sótano de un edificio.
Veo su rostro con los contornos borrados. Lo observo con cierto
disimulo. Él no me mira, absorto en sus pensamientos; ha de sentirse
atrapado, perdido en un sueño que no es el suyo. A veces asoma la
cabeza fuera del agujero. Te molesta si fumo, no pregunta, me dice,
con el cigarrillo ya entre los dedos. La luz de un relámpago se
extiende hasta nosotros iluminándole el semblante de un golpe, algo

[65]
muy rápido que me reafirma su increíble parecido con Yegor. Me
parece una locura que no me reconozca. Me perturba y a su vez no
me extraña. Somos dos desconocidos, y para qué recordarle que el
humo me molesta, el humo me irrita y pone los nervios de punta.
Quiero decirle que estamos en un lugar estrecho, asfixiante, que
siento frío, un frío que me desgarra la piel.
No puede encender el cigarro, tiene las manos mojadas y ha
humedecido los fósforos, por su codo corre un fino hilillo de agua,
me mira angustiado. Prefiero ignorarlo mientras sigue insistiendo,
aparece una chispa, muy débil, la pega y chupa. Envuelto en humo
me sonríe con nerviosismo, mira hacia afuera; las ráfagas de viento
nos llegan, comienza a toser. Le sugiero que avancemos antes que sea
de noche y la oscuridad se compacte. Piensa que es una locura, puede
que hasta se hayan inundado algunas calles, balbucea, con el agua
saltando sobre su cara, estamos en una ciudad abandonada. Se queda
mirando hacia el fondo del pasillo, donde hay una entrada toda
tapiada con unos ladrillos que comienzan a erosionarse, a cubrirse de
una pátina oscura y pegajosa, y por arriba clavaron tablas viejas,
adivino su deseo de asomarse por las hendijas. Por las noches
aparecen fieras, murmura y avanza, decidido a mirar, por eso es que
es mala idea salir de aquí, se detiene frente a la pared, también puede
uno cruzarse con algún asesino, por las noches te encuentras de todo
y esos malditos tiran a matar, no lo sabré yo, no tienen conciencia,
abunda, dispuesto a rayar un fósforo, otro y nada, no consigue la
chispa anhelante. Dame acá, salto, le quito la caja y rayo un maldito
fósforo, se acerca a la chispa y sus labios tiemblan, los aprieta y aspira,
y sin quererlo experimento cierta satisfacción. Son buenas razones, le
digo. Me pide la linterna, mientras alumbra la calle, se me antoja
distante, ajeno. Nunca logro imaginarlo en su naturaleza más salvaje,
audaz, con un poco de optimismo en las venas. En algún momento
de nuestras vidas cambiamos cuando las circunstancias cambiaron,
éramos entonces como ahora, dos desconocidos. Hubo amenazas en
medio de la monotonía. Hubo monotonía en las amenazas. No es
bueno arriesgarse a que el sufrimiento te devore desde el interior,
algo así dijo Frida Kahlo, y yo a él, entre una batalla y otra. Salta del
agujero y me dice que volverá. Se hunde en la lluvia neblinosa. Puede
que no vuelva. Si desaparece, no lo sabré; y si de la manera más
increíble regresa convertido en Él o en Johnny, sería bueno. Si regresa
siendo él mismo, y no recuerda que habíamos conversado, no me

[66]
sería raro; y si me reconoce, pero no se reconoce a sí mismo dentro de
este sueño, sería una variante malísima para él.
OCHO: Escucho su voz, pero no le veo el rostro, puedo saber que
es Yegor, por el aroma a cigarrillo que siempre tiene impregnado de
la ropa. ¿Cómo entraste, Yegor?, replico, con la voz punzante,
matizada de desesperación, mientras me precipito y prendo la luz. El
rostro de Él se desliza por mi mente, es un residuo, la gota última que
cae del sueño. Me pregunto si podré yo alguna vez renunciar a los
sueños y vivir en mi realidad, tranquila, vivir solo de recuerdos, y si
es posible, también del recuerdo que me quede de los sueños. Sé que
no. En mi realidad Él no existe, al menos del modo en que me gustaría
a mí. Tampoco quiero que Yegor sea una triste parte de mi realidad.
Porque en buena medida contamos con lo que cada uno tiene para
dar: una realidad imperdonable, y la crudeza arcaica del hoy me está
matando. La contrariedad que pueda sentir dentro de los sueños no
me preocupa. Ni la que conlleva el peligro, ni la que supone la
muerte, como se sabe, cualquier tipo de problema, no es un problema
real, concluyo, pero Yegor me muestra la llave que saca del bolsillo y
sonríe malicioso: La extraje de tu bolsillo cuando me ayudaste a
encender el cigarrillo.

[67]
[68]
El nido

Mira el cuadro que pende de una de las paredes de su cuarto. Todo


es posible, y la imagen había conseguido sumergirla durante bastante
tiempo en un estado al que ella llamó escape, convencida estuvo
entonces de que la realidad cambiaba mientras estaba ahí,
embriagada por el imprevisto (la secuencia, se dijo) de sensaciones
porque todo es posible. No me gustan los adornos, dijo un día,
mientras estaba ahí, delante del lienzo, delante de la vendedora.
Pagó. Había espacio en las paredes del cuarto y ninguna esperanza,
por eso pagó. Por las sensaciones que durante bastante tiempo habían
logrado sacarla de su incómoda, complicada realidad (¿su realidad
no es la misma de todos?), que no sabe si es dentro de ella, y a la vez,
es esa realidad que se expande entre sus cosas, por culpa de sus
hábitos. No sabe si se trata de la cotidianeidad tan mísera que la/ nos
rodea. No sabe. Dice imagen, y no sabe por qué llama imagen a un
montón de espigas, o por qué no necesita persuadir a Rubén (en él
hay mucha gratitud, es generoso) para que la acepte con esa rara
imaginación que tiene. Imagen y punto. La imagen del trigo. La
imagen de una espiga desparramada e inmensa. Eso. Y ahora tiene
una nueva sensación, le confesó a Rubén, que ya empieza a
despojarme de mi deleite, de lo noble de mi alma; es algo turbio, un
contacto turbio y siento como si alguien estuviera mirándome desde
las espigas, desde el oro líquido que teje y teje y teje transformándolo
en nido. Otro vistazo por el extremo inferior, son dos metros de alto
por tres metros de largo. Puedo saltar y hacerme fotos entre las
cariciosas espigas, arremolinadas sobre mis senos, mi boca que
obedece, hábil la lengua busca, retoza con el discontinuo trazo que se
estira sobre mi piel. Mi piel suda. Un tanto más más más allá de
cualquiera de sus ángulos, el dedo que resbala, no puede ser churre.
No. Ahí, en la rendija que une la madera de cedro con el lienzo
soleado, con tanto oro adentro. En la rendija solo puede existir vacío;
pero ese espacio vacío le siembra nuevas dudas. Supone que sí, que
hoy tiene nuevas dudas. ¿Desde cuándo la asaltan las dudas estando
parada ahí delante de la imagen? ¿Desde cuándo se siente
desorientada, temerosa? ¿Cuándo comenzaron sus manos a temblar,
incapaces de coincidir con el hilo admirable de la esperanza?

[69]
Impaciente, porque algo ha perdido entre las sombras de la casa.
Busca, sin ninguna esperanza, el dedo en la rendija, con la no extraña
sensación de que las telarañas que resurgen solo sean producto de su
descuido. Debe creérselo de ese modo, digamos que debe
explicárselo de ese modo mientras pueda para no romper el misterio
roto ya. Roto ya. Rubén no le creyó ni una palabra cuando le mostró
el dedo. Él sonreía mirando el dedo, mirándola a los ojos. Ella sintió
ganas de llorar, se extienden, se multiplican de un día para otro.
¡Imbécil!, el paño en la mano. Ansiaba... ¡Piensas que estoy loca!,
chilló. Padeces de aracnofobia, y no solo les temes. Lánguida ella,
levantó el paño. Es normal, aceptó él, las odias, les tienes asco. Ella
tiembla, él no le creyó ni una palabra; hay un nido de espigas, con
miles de arañas, miles de telarañas cada día. La maldita reina intenta
comunicarse con ella. Cada día repite, teje las palabras con mayor
énfasis. Quiere que las deje tranquilas en el nido dorado. Está loca
por meterse conmigo. Rubén se marchó sin despedirse. Vete,
maricón. Compró creolina, salfuman, lo maté. Ahora duda si fue
verdad que compró todo eso. ¿Lo soñó acaso? ¿Cómo sabe ahora
mismo dónde lo guardó? Escudriñar, cada tramo, cada abertura.
Tiene que matar a la reina. Si no puede con veneno, pues que sea de
un chancletazo. Y en la pared revisar también, debajo de la mesita de
noche, dentro del bombillo fundido de la lámpara, todo es posible,
dentro de la gaveta de la mesita, debajo de la
cama/colchón/sábanas/ almohadas/claro, le gusta esconderse en
los lugares limpios.
Ahora está cansadísima, tirada sobre las frías losas. Mira el lienzo,
desde abajo, en su dimensión, algo parece sobresalir, la verdad es que
es algo muy extraño lo que le está sucediendo, que no entiende.
¿Adónde se habrá ido la magia? Puedo saltar y hacerme fotos con el
mismo entusiasmo del principio, ahí adentro está mi mundo, yo
misma lo descubrí y el me abrió el alma con vehemencia. Soñé con la
esperanza mientras escapaba por medio de él/ a través de él. Dos
metros de alto por tres metros de largo. Poderoso. Penetré en su/ mi
cuerpo. Ya es tarde. Tremendo reguero por toda la casa. Cochina, le
hubiera dicho Rubén mirándola, muy práctico él, lo aprendió de ella,
energía pura/ pura acción, claro, le hubiera dicho a punto de lamerle
el cuello con un gusto sorprendente. Ella emocionada en ese instante
en que las cosas fluyen bien. Cochina, te voy a matar de un
chancletazo, anuncia, a quien pueda interesarle un chancletazo. Al

[70]
silencio, a las paredes, a tanto reguero de arañas. Se desnuda a toda
velocidad. Descorre la cortina y ahí la ve, camuflajeada entre grises
peces de nailon. La ve, coño coño coño. Se inquieta. ¿Y mi chancleta?
Hay una grieta en la pared, un orificio, y ¡zas! Mete una uña, pero el
impulso momentáneo desaparece y se aparta sobresaltada. La idea
de que pueda saltarle encima la hace estremecerse. Rubén entra a la
sala, escucha carcajadas. Decide tumbarse en la cama. El problema de
Martha es precisamente ese: negarse a sí misma la oportunidad de
soñar. La vida no se sueña, se vive, le dijo ella un día. Con una sonrisa
forzada. Como si estuviese castigándolo. Entonces le explicó que
soñar no es malo, simplemente, la vida te cobra por la estupidez, la
vida un día, en un instante te sorprende y te deja desarmado o
desalmado. A ver, usted que sueña, muéstreme cuánto ha construido,
porque es usted un buen soñador, empezará a decir la Vida, ahora
con mayúscula, querrá saber, porque la vida es un obsequio. Soñar
no te salva. El que se pone a soñar cae al vacío. Tengo amigos
frustrados. ¿Qué vamos a construir en realidad tú y yo? Si tuvieras la
oportunidad de hacer lo que sueñas... Ella, llevándose una mano
hacia el mentón, pero desistió, la colocó sobre la de él. Son cosas que
no avanzan si no van juntas. Dijo y entonces lo besó. Por esos
recuerdos no desea ir hasta la ducha y verla lidiando con miles de
arañas imaginarias. Míralas, Rubén, imposible que no puedas verlas.
Será eso, casi súplica, casi peligro. Verla con el agua ondulante,
invadiéndola como si fuera un ejército de arañas y, cuando abre y
cierra la boca, como si en verdad tragara. Tragar, ¡qué rico! Cochina,
sueña él que le susurra. Ella mira cómo la reina machacada
desaparece por la rejilla de la bañera. Muchas patas/ cabeza/
ombligo/ dos ojos/ boca/ pelos/ todo se lo traga la tierra.

[71]
[72]
Máscaras en la llovizna

Desde el sofá veo a Lena pasar de una habitación a otra. Escucho su


voz, luego sale al pasillo y hace un gesto de impaciencia, su madre se
mantiene inmóvil, excepto la mano de donde pende un trapo, con él
flagela el marco de la puerta. Espera que su hija le dé la razón lo antes
posible, su frugal y tierna hija, la que ha descubierto potencialmente
pecaminosa de un día para otro ¿cómo es posible?, se lamenta y se
sopla la nariz en el trapo. Lena le ruega que por favor la deje
tranquila, pues le resultan abominables esos espectáculos delante de
su amiga.
Hojeo una revista que Lena me trajo para que mirase mientras se
las entiende con su madre; quien ahora se limpia las manos con el
noble trapo y mueve la cabeza, no sé si se trata de una aprobación, se
aparta sigilosa para que Lena pase. La última vez que visité esta casa
hubo pelea, siento vergüenza, la mujer me mira y puedo advertir
síntomas de ofuscación, pero no tarda en cambiar la vista.
Lena viene hacia mí con el rostro sudoroso, le promete a la madre
regresar temprano, no voy a tardar, dice esbozando una sonrisa
maliciosa, de complacencia tal vez, pues respira aliviada como si
acabara de ejecutar a una bestia. La mujer queda de espaldas a la
puerta, acoteja unas flores, golpea la mesa con el trapo.
Por intervalos la calle se cubre de chorros de luces, veo nubarrones
que se me antojan un grito de desesperación. Creo que lloverá, me dice
Lena. El viento sopla húmedo, me estremezco de forma inesperada,
me inquieto. No quiero ni pensarlo, atino a decir mientras reparo en
unos hilillos de luz que viajan desde un punto a otro en la pared de
un edificio, deshilachados a partir del instante en que atraviesan el
follaje de una arboleda y vienen a instalarse sobre la cara ruinosa de
la pared. Todo consiste en un juego: el humoso telón se descorre y las
figuras saltan al escenario donde danzarán de acuerdo con el
movimiento de las hojas. Describiéndolo así resulta curioso. Es una
observación extraña, dice Lena. Es normal que piense así, a veces
reacciona como su madre, quien hace un momento nos llamó niñas
pecaminosas, ¿no fue así como nos llamó esa vieja obesa?, pero
olvidémosla, su persona en mi historia no es trascendental ¿o sí?
Creo que vamos a convertirnos en dos graciosos arbolitos de navi-

[73]
dad. La parada está llena, no hay chance de sentarnos ni en una
piedra, aunque la suerte nos guiña un ojo y nos adueñamos de un
trozo de muro donde yacían dos muchachotes. Mi amiga queda
abstraída, seguramente se imagina hospedada en Copacabana, Dios
mío, esas novelitas, suspira al estirar los pies.
Pienso en las modelos de la revista que acabo de hojear, ja, una de
las tipas se parecía a mí, qué bien, ¿será un travestí? Parecían
maniquíes. Tienen un cabello tan ¿abundante? ¿A caso será su propio
pelo, no será un invento de esa gente? Porque sé cuánto sacrificio
hacen esas anoréxicas para ocultar sus angustias. Quisiera enumerar
algunas de mis cualidades más espectaculares, esa es una palabra
muy abarcadora, ja ja, me da rabia. Mi auto diagnóstico va de mal en
peor, además la palabra espectacular me hace pensar en los Follies
Bergere de París de los años cincuentayadinfinitum o en Eros baila o
en la relación que existe entre Richard Gere y Ramiro Guerra o en las
esencias y narcóticos, por tanto, desisto de averiguar si soy o no
espectacular, desisto de evaluar cualquier nueva metamorfosis que
aceche mi dudoso cuerpo. Al final me resulta risible, ja ja ja (Lena me
da un codazo. Todos los ómnibus se parecen, se justifica), pues como es
lógico soy algo ingenua, aunque en efecto, no sé si luzco ingeniosa,
quiero decir ingenua, causa fatal por la cual soy una duda
personificada.
Las personas que transitan se apresuran, se siente la amenaza de la
lluvia en el aire, levanta abanicos de polvo sobre el asfalto. Ante el
nudo de personas pasan dos tipos. Gemelos, señala Lena. A uno se lo
traga un edificio, el otro me resulta extraño, se acoteja
constantemente su vestimenta, pudiera ser por manía. ¡Qué ridículo!,
ella suelta una carcajada, mira, mira, a cada paso se vuelve para verificar
si la lluvia lo persigue o alguien, no sé.
Olvido al loco y me dedico a explorar la realidad con la
estremecedora convicción de que nada en absoluto refleja una
verdadera apariencia. Miro la marcha desordenada de la gente, que
estimo comparar con el movimiento caótico de las moléculas.
Moléculas con máscaras bajo la llovizna que comienza a adornar el
paisaje con cola. La gente de la cola se agita en un cascabeleo
potencial.
Lena me mira con una sonrisita rara. Puedo leer en el destello de
sus ojos el deseo de correr hacia la llovizna y sumergirse en el agua,
dejar que descienda por su cuerpo y le sature hasta el alma. Se me

[74]
ocurre que no estaría mal desde la perspectiva artística que nos pueda
mostrar: puede ofrecernos poses estrafalarias, sin tarifas para los
mirones ni nada en que se tenga que hacer uso de la palabra: billetes.
Entonces mi niña se va sola a la calle (porque la arena está bastante
lejos de aquí). La gente se congrega sumida en una expectación
semejante. Ya no huyen de las crestas de polvo que levanta el viento
ni se enfadan por el temor de estropear sus prendas de vestir con la
ocasional suciedad que provoca apretujarse, ofrecerse codazos, dejar
al menos pendiente la justa oferta de una pelea luego que todo haya
pasado. Incluso se me ocurre hacer retornar al tipo raro para que
descubra incrédulo a la tierna Josephine subiendo a una tarima
improvisada. Ella continúa moviéndose en un éxtasis singular,
suavemente iluminada por la llovizna, su aura acaricia la multitud
que se ha movilizado y no son pocos los que sudan al intentar obtener
un mejor ángulo. Los periodistas, fotógrafos, chismosos sin oficio,
todos suspiran cuando la niña ¿obsequiosa?, comienza a descubrir
sus hombros, tras estos aparece el dibujo de dos rosetas turgentes;
cómplices de su dulzura. Más allá de las posibilidades de un
escándalo, los espectadores se muestran ansiosos de prolongar tal
espectáculo, siento que puedo demorar cada uno de sus gestos, cada
fase del frenesí con el cual deja correr su vestido hasta las caderas. La
llovizna está apretando, vamos a meternos en el portal aquel, su voz me
hace estremecer de súbito y ocupar espacio en esta realidad tan
sensible. Ella agita el bolso impaciente, se golpea una pierna con él.
La miro asombrada. Vamos, con tal que dejes de lucir como tu madre, le
digo y corremos rumbo al portal de una tienda.
La lluvia nos flagela. Observo su vestido empapado ajustársele al
cuerpo. Me detengo, se detiene, mira a su alrededor con una
expresión de contrariedad, vacila, es dudoso precisar con toda esa
agua tejida en su rostro. Pensé que no deseabas mojarte, explica mientras
se coloca el bolso en la frente, maldita, replica, entonces comienzo a
saborear el placer de advertir que en efecto es también su placer y ya
su rostro va adquiriendo ese aire salvaje con el que la identifico; esa
etapa de sentirnos cómplices de una locura.
Quiere contar las gotas incontables que caen en la acera y forman
esteros turbios bajo nuestros pies. Estás loca, le grito y la cojo de un
brazo, insisto tirando de éste. La lluvia metamorfosea cada rincón del
paisaje, se proyecta en el espejo de sus ojos donde veo las ramas
mecerse, los bancos ablandarse…

[75]
Lena se quita los zapatos y corre sin rumbo por la acera, abre los
brazos. Estás loca, repito al verla patear los charcos y correr en
dirección al parque.
La música estalla.
Un payaso aparece montado en una bicicleta, hace piruetas y
malabares. Ella lo observa incrédula. Ese tipo está loco, chilla, mientras
nos acercamos y como yo, advierte bajo la absurda máscara que
sonríe la identidad del payaso. Es un idiota, cómo puedes sentir algo por
él.
Ella habla de algo y algo quiere decir cualquier cosa, aunque yo
tampoco estoy segura de ser precisa al emplear el término "cosa",
¿acaso la palabra sentimiento quedó en desuso? Ignoro sus
sarcasmos. La imagen del payaso absorbe mis pupilas. A pesar del
sombrero que trae puesto, el maquillaje no tardará en deshacerse con
el agua. No puedo creer lo que hace ni por qué lo hace, todo no es
más que una ilusión. Vamos, me pide Lena, su presencia te afecta. Deseo
darle un codazo, pero la veo frotarse la nariz, ese gesto se me antoja
terrible.
Caminamos rumbo a un portal, a veces me vuelvo para mirarlo; él
queda sumido en un halo indescifrable.
Unas muchachas saltan al portal, Lena se echa hacia atrás como si
buscara refugiarse, bosteza con cierto disimulo. Tienes hambre, le digo
mientras palpo su hombro, ella se estremece y se sacude el pelo, me
dice que me aparte, ay, tienes las manos frías. No deseo seguirle el
juego, pronto la veré imitando a su madre, goza, se exhibe
magistralmente ante mis ojos inexpresivos. Tiene vicios curiosos y
eso de imitar a su madre es algo horrible, supongo. Suelta una
carcajada. Eres la persona más triste y perturbada que conozco, anuncia,
anda obséquiame una sonrisita, dice y me pellizca el cachete, oye, a mi
mamá le ha dado por vigilarme. Odio que me acechen. Se vuelve seria hacia
los maniquíes. Tu mamá piensa que soy lesbiana y te lo echa en cara con
esos reproches, ¿eh?, dime, la sacudo por los hombros. Sí, me responde
sin vacilar, limpiándose los hilillos de agua que corren por su frente
en un gesto falso, para restarle importancia a ese sí tan duro. Mira los
maniquíes y eleva una ceja al estilo de María Félix, finge tranquilidad,
muestra esa sonrisa estúpida que pone cuando deja suelta su fértil
imaginación.
Me quedo mirando la lluvia, se me antoja que algo nuevo dirá para
cambiar el tema, así es: ¿ves a esas?, murmura, están al borde del

[76]
escándalo. Es algo tremendo verlas asaltar al primero que se les cruce en el
camino, casi siempre turistas, le piden que escoja a una y si lo prefiere a dos
(no hay problemas) para que las posea en cualquier motel cercano por unos
cien dólares. ¡Malditas zorras!, como las envidio. En fin, amiga, que son tan
adictas al ocio como a los dólares que le decomisan magistralmente a esos
pervertidos, capaces de lo peor con tal de palpar la carne de una niña cubana.
Me inquieta tener a alguien así de versátil como amiga. Puede que
haya sido una descarga mísera, es una adolescente mucho más
desesperada que yo. No me interesa disertar sobre esos asuntos que
abordan las miserias humanas, los desatinos de unas engreídas.
La lluvia se torna más densa, el viento comienza a tirarnos el agua
contra el cuerpo, miro a todas partes y en el parque, aún me parece
ver al payaso. Lena se escurre entre los cristales sin quitarme la vista,
tratando de adivinar mis pensamientos. Las muchachas nerviosas se
aprietan en un rincón y sí, al mirarlas veo un brillo en sus ojos que
me convence de su ferocidad oculta.
Tras la opacidad de las vidrieras los maniquíes lucen sus
desagradables trajes. Ropa de invierno, anuncia un cartel. Mi amiga
me acaricia el pelo. ¿Por qué te lo cortas así?, pregunta. No sé, murmuro,
será porque no tengo identidad. Esta vez me mira con cara de lástima,
no puedo determinar si es por ella misma o por mí; es la unión de
todas las lástimas del mundo.
Su mirada fija es un haz de luz interminable y cegadora, algo se ha
quebrado, intenta decir sin que haga falta. Reprimo el dolor, la rabia.
Le doy la espalda y me mordisqueo una uña, la escupo de inmediato
con asco, luego me armo una sonrisa en la bruma de esta tarde
ilusoria. Pienso que a veces mentimos para sobrevivir.
Con esta idea en la mente perfecciono mi sonrisa.

Llego a casa, mi madre me anuncia desde la cocina que el baño está


listo. Me quito la ropa, el blúmer y salto a la pieza húmeda (húmeda
como mi blúmer, como todos en aquel portal o el último recuerdo de
Richard Gere disfrazado de payaso). Salgo en busca de mis chancletas
y descubro la imagen sigilosa que escapa del espejo, retrocedo. Me
miro, acaricio la mejilla; mis facciones no se definen aún, sin lugar a
dudas luzco como un hermafrodita, con ese encanto enrarecido que
despierta perplejidad en la gente, dudas, algunos titubean al
dirigirme la palabra, por ejemplo, el muchacho que vive en el edificio

[77]
de enfrente, se buscó unos binoculares con los que me vigila desde lo
alto deseoso de escrutar en mi persona. Imagino ha de ser porque el
otro día le lancé la pelota para devolvérsela y sobrevoló su cabeza y
algunas cosas más, el caso es que desperté en él cierta curiosidad, no
me molesta que la sienta, tal vez hasta sean imaginaciones mías. Y
ahora que observo mi rostro puedo advertir nuevas sospechas con
relación al hecho de colocarse uno en la posición de espectador como
lo estoy yo ahora sin poder determinar cuál es el sexo que predomina
en mi persona, si en efecto se trata del femenino como mis padres y
yo queremos creer o del masculino que me asalta en algunas
ocasiones, a veces tan insospechadas que no sabría explicar. Me
pregunto qué imagen de mí, tendrá exactamente la madre de Lena,
Dios mío, qué gesto, qué movimiento hice ante esa vaca gorda que la
incliné a pensar que soy lesbiana.
Mis senos no son grandes como los de Lena, pero sé que hablan por
sí solos, exaltan a la vista, desafiantes, algo que me alienta, y mis
piernas, de bailarina, según mi amiga que dice envidiarlas.
Mientras me enjabono pienso que todo se centra en lo relativo. Así
dice mi madre cuando le digo que ningún hombre me aceptará como
soy. No seas tonta, las personas somos diferentes de alguna manera,
me dice. Basta con decir que nadie es perfecto. A veces ni la
naturaleza lo es, agrega.
A propósito de la naturaleza; la lluvia estuvo colmada de poesía.
No logro tener la certeza de que en verdad el payaso fuera mi Richard
Gere, él ni se imagina que yo lo miro cada tarde desde lejos, al salir
de la escuela y luego puedo respirar hondo, descubrir una ciudad
transformada por la fragilidad de las imágenes que comienzan a
tornarse desconocidas, con los olores que pudiera tener una ciudad
encantada, alegre, envuelta en el aroma de azahar, instalado por
siempre en el aire y todo me resulta tan real que siento su mano en
mi cuello en una caricia espumosa.
Salgo y me seco.
Mi madre aguarda impaciente a que termine de ponerme el dichoso
uniforme. A que llegas tarde a clases, anda, date prisa, insiste y me
alcanza las medias, los tenis. Comienzo a moverme entre sus
lamentos. Voy al comedor. Habla sobre costumbres culinarias en
algunos hogares de este país donde consumen cualquier cantidad de
comida chatarra, la carne en abundancia también es mala, advierte
mientras prende fuego a un cigarro. Su mano queda suspendida en

[78]
el aire, el codo sobre la mesa, tal como solía hacerlo mi padre; con un
gesto impreciso, afeminado. Ambas sabemos que cualquier tema es
complicado y este no es el momento ideal para realizar una sección
ordinaria.
Permanecemos mudas, envueltas en un vaho rebelde.

Suena el timbre.
Lena me pide un libro para leer, en sus ojos se hospeda el
cromatismo que ha dejado la lluvia en el paisaje. Lo abre y lee una
frase que tatué con tinta en la contraportada: Quien quiera verme que
me busque en tus ojos; Waldo Leyva indiscutiblemente necesita de esos
ojos para sobrevivir, me dice, en realidad temo encontrarte en una situación
semejante, argumenta.
Mi amiga hojea el libro. Los hombres no sienten amor, dice con los ojos
clavados en el libro, él te tiene prisionera y no sé si podrás advertirlo a
tiempo. Me acaricia la cara en un titubeo indeseable; es mucho mayor
que tú y aunque tenga los ojos azules o índigo, da igual, no es el mar, peor,
es una simulación de este.
Se aleja.

Estoy parada al lado de Richard Gere. No me decido a abordarlo.


Puedo preguntarle la hora o si puede verme, pero no me decido.
-¿Puedes decirme la hora?, por favor –indaga.
Ayúdame, Eros. ¿Qué hago, huyo, simulo que no lo escuché? De
pronto heme hurgando en la mochila, vaciando las cosas para hallar
el reloj que escondí mientras me acercaba sin imaginar lo habilidoso
que es.
-No lo encuentro –le explico desconcertada sin dejar de buscar.
-Me pregunto si es este –dice y me muestra el dichoso reloj.
Me asalta la sensación de sentirme burlada, pero le sonrió
sorprendida, de hecho lo estoy.
Calculo que se trata de un hombre sui generis, creo que a partir de
ahora no sabré enfrentarlo. Paseo los ojos por los transeúntes, los
recovecos indescifrables de la lejanía. Tal vez el motivo central para
acercárseme no fue la hora sino mi físico. ¡Claro!, seguramente desea
preguntarme si soy hermafrodita o quizás lesbiana, no, no, déjame
pensar y le dará vueltas a los ojos, los pondrá en blanco y fruncirá el

[79]
entrecejo mientras escarba en las nubes para que vea cuánto se
esfuerza por adivinar lo que nadie le ha pedido que adivine y por fin
dirá que soy una copia irregular de Frida, ¿conoces a Frida?
Vacilo un instante bajo la línea de sus párpados, la profundidad de
sus ojos crece y necesito bracear hasta la orilla y reencontrarme con
esa chica que está frente a él, deseosa de retenerlo un poquito más.
-Puedo sospechar cualquier cosa fea de ti, tienes mi reloj en tus
manos.
Resulta una simulación deliciosa, cada gesto, cada mirada bien
tramada, cuando por dentro estoy lanzando aullidos de locura. La
parada comienza a vaciarse y la claridad lo invade desde atrás, me
devuelve una imagen radiante.
-El ómnibus –murmuro.
-Voy a tomar otro. Quiero invitarte a beber algo… Una manera de
disculparme.
Nos sostenemos las miradas y siento, una especie de rubor, no sé,
no bebo, intento decirle, en consecuencia comienzo a reír perturbada.
El aura de su boca flota entre los dos y finalmente se instala en mi
cerebro.
-El ómnibus –repito.
El ómnibus se aleja.
Nos acercamos al mostrador de un salón. Una mujer pregunta por
las confituras. Esas son las que tenemos, dice el hombre desde atrás
de la barra y señala por encima del cristal. El sudor le ha empapado
la camisa en la zona de las axilas y la espalda.
Mi Richard Gere crea una atmósfera de conocernos toda una vida,
insiste en que debo aceptar un helado. Sonrío resignada, y una
cerveza, agrega.
Estoy ante un ser que logra dejarme desposeída de mecanismos, sin
posibilidades de mentir.
Intenta adivinar mi nombre mientras se empina su Heineken. No
puedo evitar mirarle a los ojos. Recita nombres de mujeres famosas.
Sui generis, musito bajo. Te llamas Viengsay, como la bailarina.
Asiento.
El salón cobra cierto encanto bajo la luz plateada de las lámparas
que comienzan a prenderse. A veces arrecia un soplo de aire húmedo;
agita las siluetas y las sillas plásticas. Deseo prolongar la velada, pero
el aire nos advierte sobre el acecho de la lluvia.
-Cuéntame algo de ti –me pide y sus ojos registran en la profundi-

[80]
didad de los míos, escarban allí donde nunca nadie lo ha hecho. Los
vuelvo hacia la calle, ya comienzan a expandirse las sombras sobre
las fachadas descoloridas, percibo nuevos aromas, a manzanilla, a
caña santa… Todos los hombres son iguales, dice mi madre cuando
se levanta, durante todo el día y al acostarse. Una se acostumbra a
todo menos a estar sin ellos y a maldecirlos y a gritarles y a
confundirlos, mientras maldices a la vida por haberte estafado pues
le pides un buen hombre y consigues un loco de mierda.
La vida o Dios desean ser generosos conmigo; entiéndase que es
parte de la primera fase de la estafa.
Con aire de resignación bebo otro sorbo de mi cerveza, ladeando la
cabeza con un ademán pensado que resulta impreciso y natural.
Desde afuera llegan las voces de unos niños. Busco el pedazo de cielo
que sé no podré ver desde aquí. Estoy sumida en un estado exclusivo,
que deleita todos mis sentidos y burla con impudicia mi autocontrol.
-Me siento abominable, solo alza tu mano y dime adiós.
-Déjame decidir cuándo, porque, aunque me digas que eres un
pervertido a la caza de niñas tristes para engañarlas y fastidiarles la
vida, así de fácil como chasquear los dedos; porque es un hábito
difícil de evadir, una adicción insustituible, una droga desgarrante,
un capricho, no me importa.
Sé que de alzar mi mano y trazar en el aire ese torpe adiós ni mi
madre podrá salvarme de lo peor.
-¿No te importa que sea ese tipo?
-Tú mientes.
Tengo una idea dando vueltas en mi cabeza, me turba, fastidia
como si fuese un eco infernal y estúpido que me grita cuán perdida
estoy en este mundo donde solo prevalece lo categóricamente
normal. Ya estoy en exceso dañada por el temor de no poder retenerlo
en mi mundo, ¿exagero?
Afuera comienzan a batir las primeras ráfagas de un viento
húmedo. Un súbito resplandor aviva los colores y por consecuencia
resurge un panorama diferente, las fachadas exhiben un aspecto
renovado; más allá de medir su flamante opulencia se me antoja una
instantánea, un fragmento inanimado de un país remoto visto en
alguna de las postales coleccionadas por mi padre y que ahora
atesora mi madre.
Richard me besa la boca.
Me inclino a creer que la fuerza de su espíritu lucha contra la razón.

[81]
Salgamos, me pide y sostiene mi mano para avanzar bajo el brote de
la llovizna.
Estaba pensando acerca de caminar bajo la llovizna / Si quieres nos
guarecemos allí / No, se trata de la sensación que se siente / Sabía
que comentarías algo así / Puedo pensar que me estás provocando /
No es mi hábito pretender ir más lejos de lo soportable / Pude no
aceptar esta extravagante invitación y llamarte loco o excéntrico /
Sabía que aceptarías, las niñas románticas no se resisten a la lluvia /
Me atrevería a suponer que eres experto en signos y muchas otras
cosas / No sé de qué hablas / Olvídalo entonces / Algún día te lo
diré / Algún día tendré tu edad y ya para entonces no recordarás ni
mi nombre / Una pregunta que viene a tono con tu comentario,
¿siempre dejas huellas? / No lo sé, no depende de mí, sino de la
sensibilidad de los demás / Es difícil ignorar cualquier detalle de tu
persona, algún día lo comprenderás y también el por qué estoy aquí
contigo, detenido en tu mundo.

Estoy resuelta a creer que mirándolo así, callado, mientras


caminamos, en cierto modo se cumple aquel proverbio como suele
decirle mi madre, a pesar de que fue mi padre quien lo dijera en
varias ocasiones; y es que realmente uno sabe lo que siente por esa
persona cuando puede pasar la noche mirándolo dormir, y este
hombre logra seducirme sin palabras.
¿Sabes lo que significa perderse en otra persona?
-No quisiera precisar.
-Eres juicioso –convengo-, temes de ese camino que, a veces,
conduce al caos.
-No existe tal caos, el asunto es que muchos olvidan que todo es
relativo, nada es absoluto.
-Claro, todo es relativo; pero dentro de esa relatividad existe un
caos, ya lo ves, nadie es absolutamente sincero, bueno o malo,
etcétera.
-Y muchos llevamos un disfraz como escudo, para no dejar al
descubierto la verdadera identidad y mucho menos debilidades.
-Claro, todo es relativo y ese disfraz se torna muy cómodo con el
tiempo y resulta nuestro cómplice en todo momento.
-Me vienen a la mente los payasos.
-Claro: sonríe y dile a todos que eres feliz.

[82]
El límite del caos

(Fuera del contexto)


Ellos hicieron su apuesta, solo les faltaba esperar…

(Sandra y el jardín de las delicias)


Éramos cuatro. Ahora somos tres, aunque en realidad siempre lo
fuimos. Sandra ya no nos busca, creo que piensa que somos unos
degenerados. Una vez le pregunté el por qué era tan misteriosa; ella
se llevó las dos manos a la cintura y me miró con suspicacia, luego
dijo medio risueña: por eso mismo, porque todos los tipos que conozco son
unos degenerados. Me conformé con la respuesta, bueno, eso le hubiera
hecho creer si no fuera tan insuperable, pero ella sabía sobradamente
que al llamarnos así quedé de alguna manera impresionado. Nunca
nadie me llamó de una forma tan provocativa.
Necesito retornar un tiempo más atrás, no recuerdo cuánto, para
entonces la había visto conversando con Mario. Ocurrió varias veces
y presumí iba a idealizarla antes de que nos conociéramos. Él casi no
la nombraba, dijo que eran amigos y solo hablaban de cosas triviales.
Yo sé que me lo dijo para que no lo jodiera más. Descuida, muy pronto
la conocerás, pero dile que no cuando te enamore, agregó luciendo una
sonrisa insidiosa. Esa misma tarde me la trajo para que la conociera;
mientras se acercaban sin prisa pude observar con mayor satisfacción
los contornos de su cuerpo, a esa hora el sol le imprimía un toque
áureo a su piel.
Deseé abrazarla, comérmela si fuera posible, hacer mío su pelo que
no dejaba de coquetear con el aire y le golpeaba furioso la cara, y ella,
con un ademán automático (tal vez por la persistencia majadera con
que los mechones le cubrían los ojos) se los colocaba detrás de la oreja.
Por alguna razón escuálida o por caprichos del destino (no deseo
recordar) me pareció que la muchacha era una de las tantas hijitas de
Ishtar.
Más tarde lo confirmé, puesto que después de ese día comenzó a
buscarme para distraerse un poco escuchando los cuentos que yo leía
para ella, convencida de poder anidar en mi almohada que le servía
de cojín para sentirse cómoda en mi camastro vibrante y feliz, de
saberse tan concurrido, tan esencial en esas tardes veraniegas en que

[83]
realizábamos dichas tertulias. Desfilaban mis personajes cada uno
con sus hábitos y locuras, se disputaban entre jadeos y oprobios cuál
sería el héroe de esa tarde, cuál tendría la suerte de desatar oleadas
de suspiros en la cálida jardinera, apunto de lamentarse por cualquier
cosa: el calor me lacera la piel y este asunto de las lecturitas…, masculló
frotándoselos senos, uf.
Por tanto ese asunto de las lecturitas se nos tornó un tanto
insoportable para ambos, que ya habíamos reprimido bastante los
deseos amatorios y tampoco quería permitir que me creyera un
pasmado, así que decidí ocuparme de la mustia florecita del jardín de
las delicias.
Refiriéndose a los personajes de mis cuentos, comentó: Los encuentro
un poco excéntricos y perversos, ya no quiero saber nada de ellos y mucho
menos de tus plumíferos gladiadores, les tengo asco. Plumíferos
gladiadores, así dijo, como los llamé yo en mi cuento y luego destacó
algunos de mis defectos. Ahora que estás conmigo me siento menos
miserable, le dije, para que se burlase de mí como lo hizo. La Dulcinea
pueblerina se había cansado de tanto quijotismo y lo que le urgía a
partir de ese instante era regar su florecita más sensible. Porque en
materia de ecología ni preguntes por quién doblan las campanas (las
campanas doblan por mí).
Ya en el jardín, mi ansiosa amiga comenzó a hurgar con insolencia
en el escondite de mi búfalo, quien gemía deseoso de comerse la
florecita.

(Mario: mi otro yo)


El muy hijo de su santa madre me hizo adorarlo a la manera de un
hermano. Lo adoré tanto como él a mí. Nuestra amistad era un pacto
inalterable e ingenuo.
Y, mi extrañamente confidente amigo, llegó a decirme en una
ocasión, refiriéndose estaba a su pelo largo, que un hombre de verdad
no padece ningún tipo de complejo. Pensé que quizás fuera cierto,
aunque para mí todo es relativo, aun tratándose de un hombre de
verdad, me sonreí, y sin hacer mucho énfasis en el asunto le dije que
tenía razón; sin embargo hay momentos en los que actuamos como
unos auténticos acomplejaos, por ejemplo, aquella aventura
impúdica, que me sumió ceremonioso en la cadencia del cuerpo de
Sandra, lo hizo refutar su criterio y hacerlo evidente con estas
palabras: Amigos, ni pinga, Ezequiel, en qué estabas pensando, tú que

[84]
siempre andas criticándolo todo, cojones, te lo advertí, dijo atragantado
por el babeo que le provocó el creerse traicionado por su deliciosa
amiga y por mí. En ese instante me pareció ver en su mirada algo de
resentimiento, como si tuviera la urgente necesidad de culparme por
todas sus desgracias y su cobardía que siempre lo coloca en una
posición inferior a mí (es demasiado obvio que tengo mucha más
suerte y determinación que él). Lo sabía arrepentido de haberme
presentado a Sandra y aunque no me lo dijo por lo claro, no
necesitaba hacerlo, me bastó con mirar su cara de degenerado, de
perro rabioso.
Mi estado era lamentable por lo frustrante que resulta saberse
abandonado por ella y a su vez quedar como el peor de los amigos.
Yo había pensado que a él sólo le interesaba como amiga. ¡Error!,
jamás creyó en mi ingenuidad. No sé si por egoísta o por mal amigo,
no pensé en él a la hora de irme a la cama con Sandra, y por ende un
tanto estúpido al justificarme por razones que aun no comprendo
muy bien, pues, en verdad fue ella quien me sedujo.

(En el umbral de las desesperanzas)


Y entonces me sentía enfurecido, peor, desolado, incapaz de aceptar
aquel precipitado adiós de hacía dos semanas, en las que debí dejar
la puerta de mi casa abierta varias veces con la esperanza de que ella
pudiera volver.
Irremediablemente, los recuerdos de su naturaleza subsistieron en
mí con mágica perseverancia, a pesar de cualquier otro placer que
pudiera proporcionarme con mediocre capacidad inventiva otra
Dulcinea.
Al advertir cómo habían pasado los días después del curioso trance
con Mario comprendí que ya debía pasar esa hoja insípida, que
tiritaba con impaciencia en la yema de mis dedos, dar ese salto que
me colocara bien lejos de aquel umbral brumoso desde donde no
podía otear la realidad inmediata.
El sábado por la mañana fui a casa de Walter; socio hace un siglo y
admiro cualquier acto de compasión que haya realizado en mi favor,
aunque no me lo merezca. Me recuerdo ansioso y triste. Ni el encanto
que envuelve a mis gallos a la hora de pelear, ni Walter me sacaron
del pesimismo. Bebían ron, no estaba malo, luego alguien se apareció
con una Ritual. Me había sentado en el suelo con mi vaso, pensando

[85]
que Mario llegaría de un momento a otro. Apareció, y el muy pendejo
ya no estaba molesto conmigo, pude advertirlo cuando fijó sus ojos
en los míos y con un gesto rápido me arrebató el vaso de la mano.
Sonreí con cierto alivio, el miedo había pasado ante mí con su aspecto
velado, como se dice, me estremeció todo el cuerpo.
Temblé. Después volví a la normalidad. O eso quise creer.

(Equilibrando sobre la cuerda de las ilusiones)


La pesadilla había pasado y como era de esperar el pobre escritor
que siempre he sido me hizo sucumbir ante una montaña de papeles.
Con mi habitual comodidad me dediqué a torturar varias cuartillas
durante toda la semana. Ya no pensaba tanto en Sandra ni en su asco
por mis gallos (aunque sé que se trataba de celos) ni en ese desprecio
que llegó a sentir por los personajes de mis cuentos.
Llegada la noche del domingo, nos fuimos a vagabundear. Mario
nos propuso hacerles la visita a unas damas. Antes de que pudiera
advertir qué ocurría, ya me encontraba sumido en las caricias de una
mujer mucho mayor que Walter, pero todavía avivada de fantasías y
consabida sensualidad. Ella se apoderó de mí con curiosa angustia
(en efecto, debí lucir como una mascota entre sus garras), lo que
parecía sugerir ser una violadora muy susceptible. Me pedía que no
la abandonara en medio de aquellos orates pervertidos ni que le diera
la espalda a su barnizado rostro donde parpadeaban sus dos ojazos.
Era divertida, dadas las circunstancias, acepté que también era
hermosa.
Bebí tanto que olvidé quién era.
No habría mencionado adonde fuimos a parar ni lo ocurrido en
aquella fiesta (de la cual conocen tanto como yo) de no ser por la
secuencia de los hechos que desembocaron violentamente en un acto
dudoso y cruel.

(La punzante dulzura de una victoria)


Desperté. En el patio mi perro abrazaba el pozuelo donde aún
quedaban algunos pedazos de carne, huesos y plumas. En las losas
había sangre, mucha sangre. El perro abrió los ojos y quiso lamerme
un pie. Le lancé una patada.
No sabía qué pensar: me habían matado los gallos. Pensé en la
conducta vandálica de ciertos muchachotes deseosos de fastidiar, o

[86]
que pudiera tratarse de un acto de soberbia, y entonces me vino a la
mente un chama y el viejo que estaba con él, quien luego de perderlo
todo en la pelea, me miraba con sus ojillos acuciosos, y tuve la extraña
certeza de que ambos se complotaban en mi contra, algo tramarían
para vengarse, después, pensé que exageraba, que eran ideas
absurdas y dejé de verlos, interesado por la siguiente pelea. Al cabo
de un rato los vi pasar y el viejo rezongó a mi espalda. Los ignoré.
No me esperaba algo así. Me sentí transportado, rabioso, sentí
deseos de matar.
Entonces aullé con la ferocidad de una bestia, gemí y más tarde
lloré.

(Tanteando el absurdo)
Estoy sumido en la incertidumbre. Por consiguiente, escribí
(necesito esclarecer los hechos de una manera absurda para no
traicionar mi realidad):
El domingo por la noche mientras estaba en aquella fiesta, donde
me embriagué en los brazos de esa mujer; que no dejó de ironizar un
solo instante sobre las sorpresas que encerraban las próximas horas
nocturnas para un efebo tan apetecible y frugal (con el ánimo de
confundirme), aunque su voz en mi oído no fue lo que en realidad
me impacientó; eran las risotadas lejanas (la risa de Mario junto a las
demás sembró en mi una extraña inquietud), el hálito de los cirios
perfumados. Naturalmente, estos momentos pudo haberlos creado
mi falaz enemigo. Ese que lo mezcla todo en mi memoria… Esa
misma noche; alguien entró en mi patio (pienso en su osadía, en los
colmillos de mi perro, en la estructura helada y triste de la luna), y de
hecho, debo citar un detalle muy peculiar, los gallos que habían
peleado el sábado por la mañana, estaban ahí, y ese alguien lo sabía,
como también sabe de misericordia.
Pensando en tales extravagancias, supuse que se trataba de un
sujeto de doble apariencia.
Debo enfatizar en su doble apariencia, subrayé y de golpe estrujé
los papeles, pero no bastó.
Las ideas cuando estallan de un modo particular nadie puede
destruirlas.

Se trata de su doble apariencia, le comenté a Walter en la tarde. Una

[87]
persona así carece de escrúpulos, argumentó y quedó absorto, bebiendo
de aquel vino bermejo. Tras los cristales de escueto marco imaginé la
existencia de una sombra. Y cuando elaboran sus máscaras resultan
impredecibles.

Necesito leer allí donde yacen símbolos como recuerdos


disimulados. La lógica y el absurdo jamás se dan la mano, me dije.
Creo. Y otra vez deseché la cuartilla.
Tal vez las palabras de Sandra encierren la esencia de lo que busco.
Ese lunes visité a Sandra. Ah, deseaba olvidar, ejecutar un salto
debidamente delicado en este punto, pero es inútil. Supe, por la
manera en que torció sus labios, al verme ahí delante de ella, que no
le inquietaba mi visita (esa fue mi primera impresión). ¿Fingía? Entra,
dijo sin más preámbulos que aquella mueca, una combinación de
desdén e impavidez. Sentí la certeza de resultar un extraño para ella.
De inmediato quiso saber qué deseaba. Conoces a mucha gente,
comencé diciendo, y cuando uno conoce a mucha gente se entera de todo
lo que pasa en el pueblo, hice una pausa, ella se encogió de hombros. ¿Y
qué?, terminaría por decir, pero no dijo nada. En verdad su insulsa
postura me desconcertaba (ese fingido desinterés fue mi segunda
impresión). Decidí contarle todo lo ocurrido. Me importó poco correr
algún riesgo con relación al hecho de no saber exactamente quién era
esa muchacha a la que un día retuve en la profundidad de un tibio
océano como no conocerá otro y la guié entre mis jardines por donde
repta una luna cariciosa, entre húmedas espigas y el temblor de mi
cuerpo. Con esos recuerdos inútiles que me atravesaron como una
niebla ocre de otro tiempo y no me permitieron reconocerla, avancé
y fui descubriendo en ella ese miedo que tanto intentó ocultar (su
miedo, esa fue mi tercera impresión). Yacía de pronto con los ojos
turbios, casi vacíos. La claridad comenzaba a filtrarse por las tablillas
de las persianas cerradas; la luz quedaba allí, en torno a su cuerpo
semidesnudo. Cruzó los brazos y se encogió, impaciente (fue la luz
en torno a ella la que me hizo reparar en lo temprano que había
tocado a su puerta). Hubiera querido eternizar ese instante. Vuelta ya
de aquel dilatado mutismo, gracias a la luz y a mis ojos, me dijo que
no fue Mario, no fue él, insistió evasiva. ¿En verdad le molestaba que
la mirase como lo hice o simplemente era parte de su juego? Aunque
ya no parecía tan hermética, ni distante de su naturaleza
desenfadada.

[88]
Pero entonces no podía determinar hasta qué punto necesitaba de
toda esa gama de teatralidad; pues súbitamente mostró una agitación
alucinante y patética mientras repetía que no fue Mario. Mario estaba
aquí anoche, ¿comprendes? Llegó como a las dos de la mañana, agregó y
aguardó por mi reacción. ¿En realidad sospechaba yo de Mario en ese
momento? Él no sería capaz de hacerte algo tan horrible, musitó con la
voz quebrada. Luego de aquella declaración, avanzó hasta mí y
comenzó a deslizar sus manos por mi pecho, tiró de mi pulóver con
furia hasta hincarse de rodillas. No fue Mario, él estaba aquí, conmigo,
insistió. No tuve deseos de insinuar o decir nada; un gemido interno,
incapaz de traspasar las barreras que forman mis labios se perdió en
su indefinible procedencia, se ahogó, jamás me delataría, jamás
llegaría a ser una muestra de dolor ante sus ojos deseosos de
horadarme el cerebro. ¿Acaso deseaba molestarme cuando dijo que
había pasado la noche con Mario? ¿Desde cuándo dormían juntos?
La duda quedó instalada en mi mente, pero ¿acaso no eran viejas
dudas? Sandra seguía de rodillas, sumida en un temblor, aferrada a
mis piernas casi llorando (¿puede alguien visualizar la escena?), pero
no lo hizo, ella no llora por hombres. Debió pensar que la situación
entre Mario y yo se complicaría, de hecho, una vez más por culpa de
ella. Y allí estaba, Dios mío, desde mi ángulo parecía el comienzo de
una escena muy antigua, y todavía pasados unos días me cuestioné
cómo pude centrar todos mis sentidos en un mismo punto en un
momento tan trágico. Decididamente borré de mi mente (en un
instante demasiado fugaz) cualquier vestigio de ese verdadero horror
que representa mi realidad. Sin abandonar mis cavilaciones
comprendo cuan privilegiada es la imaginación y ese espectáculo (no
aquel que me ahogaba y enfurecía ante los sollozos de Sandra,
perdido en otra dimensión, desplazado por aquella escena que
maliciosamente imaginé o bien pudiera decir deseaba hubiera
ocurrido) ese espectáculo (y me lamento) era la obra de mi otro yo y
bastó para turbarme en el momento menos oportuno, puesto que
trances como ese anuncian la posibilidad nunca remota de una
frustración abrumadora.
Sin pensarlo dos veces la levanté por los pelos con dificultad, se los
había recortado sobre la nuca. Gimió, sentí nostalgia por sus
mechones, ella balbuceó unas ofensas y, en el acto, le besé la boca.
Hizo un ademán por zafarse o algo así, ahora todos esos recuerdos

[89]
son imprecisos. Eres una puta, Sandra, le dije y la volví a besar. Una
cabrona puta.
Me pregunto cómo es posible pueda ella mostrar esa extraña
bondad por Mario, aún sospecho que todo su interés por ayudarlo
(en caso de que fuera cierto lo que afirmó refugiada en los sollozos,
debido a los cuales me asaltaba la sensación de que intentaba por
añadidura prolongar mi fastidio, succionar la poca calma que poseo)
no es exactamente lo que parece o ella desea que parezca. Temo
incluso que sean cómplices y algo pueden estar tramando en mi
contra, algo me ocultan y no es exactamente ese dudoso romance.
¿Qué cojones traman esos dos?
Sandra, Sandra, a veces imagino cosas indeseables, tan capaz te me
antojas de cualquier rareza, como es ese interés desmedido por
protegerlo, y claro, me confundes, me dejas sin armas.

(Sombras)
De regreso a casa supuse entonces que Mario, no sé con qué
objetivo, para no herirme tal vez, cuando todo parecía marchar bien
entre los dos, me negaría haber pasado la noche con
Sandra y así fue. Dormí como un angelito en mi cama, dijo y sin advertir
mi necesidad imperiosa de sacarle la verdad, aunque fuera por los
ojos, comenzó a sonreírse con cierta socarronería por tanto inquirí un
poco más movido por su risa. Temía insistirle mucho sobre el tema
no fuera a notar mi recelo porque algo me ocultan y no es ese
inventado romance. Sus ojos se me antojaban completamente
límpidos, a pesar de aquella sonrisa entre nerviosa y socarrona.
-Ah, Ezequiel no te compliques más la vida por esa mujer. Ella
miente, amigo. Miente.
-¿Qué gana con mentir, intenta enfurecerme, darme celos, acaso
descubrir si aún la deseo?
-¡No! –Intervino-, no es ese su objetivo, pero dime, a quién le
importa lo que ella diga. ¿Tú le crees a ella o a mí?
Guardé silencio contrariado. A él no le creí, ni le creo y a ella,
deseaba creerle, porque de ser así no tendría motivos para dudar de
Mario, pero tengo dudas.
-Ella desea eso, que no me creas, ella necesita sembrar nuevas
contiendas entre los dos, alejarnos, enemistarnos, por eso te dijo que

[90]
estamos juntos. No le creas lo que dice, Ezequiel, no se lo creas, asere,
mira que se jode de nuevo la cosa.
-¿Entonces no pasaron la noche juntos?
-No.
-Si es así, de qué te reías ahorita.
-Buena pregunta, ocurre que una vez más me sorprendió. Posee un
carisma insuperable, palabras tuyas, ¿recuerdas?
-¿Y qué gana con mentir? ¿Qué ganas tú si te creo?
-¿Qué gana la perra?, nunca pensé que fuera tan dura –se sonríe- y
mañosa. Te diré lo que ocurre: hicimos una apuesta y por lo que veo
estoy corriendo el riesgo de ser derrotado por
ella.
-¿Qué apuesta?
-Pruébame que me quieres, me dijo un día y luego te la presenté y
la muy puta se acostó contigo, fue un golpe bajo, una trampa que pasé
por alto, porque ya la apuesta estaba hecha. Lo planeó todo de una
manera increíble. Jugó con los dos. Me dijo: Solo existe una manera
atractiva para saber hasta dónde llegarías por mí. Nos colocaremos
en una situación tremendamente peligrosa puesto que incluiremos a
una tercera persona: Ezequiel. Pobrecito. Solo sacrificando tu amistad
con él quedaré segura de lo que sientes por mí, y sonrió, creo que para
aflojar la tensión. Al principio me interesó la apuesta, pero luego vi
que ella no tenía límites (es tramposa, asere), y ahora lo único que
quiero es demostrarle que pese a cualquier intriga que ella pueda
levantar para sembrar enemistad entre los dos, tú siempre vas a
tenerme confianza. Si gano la maldita apuesta, conservo tu amistad,
puesto que con ella ya no quiero quedarme.
-Y si no ocurre así, Sandra es libre…
-Y él te mata, lo sé, dictaminó ella, y aun así quise arriesgarme y a
partir de entonces mi único objetivo es librarme de sus ataques.
-¿La apuesta no ha llegado a su fin?
-No sé qué pensar, para mí sí.
-Anoche se metieron en mi patio y me mataron los gallos.
En el acto comprendió que los motivos centrales por los cuales
deseaba saber de su paradero durante la noche no era Sandra. Se
mostró perturbado. No sé si fingía. Abrió la boca como quien tomado
por sorpresa va a decir una frase irreprimible, en ese instante ni
siquiera me reprocha que sospeche de él, asustado pienso por la idea
que para él encierra dicha exclamación: ¡Es mala coño! Era una

[91]
supuesta revelación. Y mentirosa, insistió ya desganado, como si
supiera que en verdad no le creía. Supongo.

(Velada con retoques de incertidumbre)


Walter llamó ayer viernes por la mañana para recordarme que era
su cumpleaños y como siempre cenaríamos los tres juntos, ya había
reservado en un lugar tranquilo. La palabra tranquilidad me pasmó,
es decir, lo tomé por sorpresa pues a Walter le encanta festejar en
grande. Es el tipo más salvaje que conozco, pero ciertamente, es un
amigo especial, jamás he de compararlo con Mario, cada uno es lo
que es, y punto. Me pareció escucharlo insistir, no sé, no tengo ánimos
para nada y mucho menos de verle la cara, murmuré. Es un restaurante
privado, donde preparan sabrosos platos, todo muy elegante, añadió para
animarme. Sonreí. Creo que estas exagerando las cosas, dijo. Es una
obsesión, le confesé en un temblor y casi al instante me arrepentí de
hacerlo. Reflexioné sobre las decisiones extremas y le dije que la idea
de saber a Mario un farsante era algo que no podía soportar. Te
imaginas, continuó, lo que pudiera pasar, mi socio, si Mario es inocente, si
te contó la verdad, tal vez hasta sea la víctima en todo esto, señaló. Necesito
creerle o no sé de lo que seré capaz, concluí.
Acepté la invitación.
Supongo que pretendía una pausa en nuestras vidas, al menos
durante la cena y la consiguió, aunque fue en efecto una velada
diferente, carecía de esas cosas de las cuales me apena sentir
nostalgia, la cena era en definitiva la apertura de una velada si bien
recuerdo rasgada por ese deseo de atacarnos en silencio, sin palabras
ni gestos, tan solo ese silencio molesto.
Después de la cena fuimos a parar al mismo bar de siempre. Acepté
beber por piedad hacia mí mismo. La idea de justificarme
internamente se fue convirtiendo en una preocupación
infinita.
Mientras bebía mi cerveza y escuchaba los incomprensibles
comentarios de Walter, hice un breve resumen de las cosas buenas
que Mario y yo habíamos vivido y traté, lo juro, de enarbolar una
presunta equivocación, pues decididamente desearía estar
equivocado respecto a todas esas conjeturas que lo acusan de ser un
degenerado.
Aquel pensamiento rumiaba aún en mi cabeza cuando volví a escu-

[92]
har la voz de Walter, quien se había desplomado sobre la mesa tras
soltar una triste carcajada. Decidí ayudarlo a ponerse de pie, Mario
me imitó, pero nuestro amigo se resistía. Deseo quedarme un rato más.
Qué viejo me siento, Ezequiel, qué viejo, explicó con los ojos llenos de
opacidad.
Lo arrastramos hasta su casa.
Por el camino, ya de regreso, Mario me seguía los pasos, acepté de
una vez que estaba cansado de esta mala racha, de mimarlo y sentir
su desconfianza, sus celos, y sobre todo, cansado de su envidia.
Quedamos de vernos por la mañana junto al río.

(El otro: mi lado infame)


Pedaleo con fuerza, todavía está oscuro y neblinoso. La posibilidad
de estar equivocado me aterra, pedaleo. Coño, Mario no quiero
hacerte daño, un latigazo me recorre la columna, aprieto la
mandíbula y pedaleo. El salvarte no depende de mí, soy un poseso,
un maldito poseso que avanza sigiloso y se escurre entre las sombras
a fuerza de ímpetu, exento de culpas y remordimientos. Ahora soy el
otro, ese mal nacido que se palpa el cuchillo atado a la cintura y
avanza para encontrarse con mi amigo, y no puedo detenerlo, nadie
puede hacerlo. Mira al cielo, las estrellas se han apagado, detiene la
bicicleta y la deja tirada en los herbajos. Mario está sentado sobre una
piedra, el fango negruzco que bordea el río le roza las botas. Más allá,
en el fondo del paisaje hay un lomerío, que se pierde en la lejanía, por
donde comienza a esparcirse la luz. No se ven casas.
El otro se sienta frente a Mario, lo observa colocar una lombriz en
un anzuelo y tirarlo con fuerza sobre el manto humoso del agua, esta
se lo traga. Aprovecha la tregua para sentarse a su lado, mi amigo le
ofrece un cigarro, que prende con su ayuda, chupa.
El sol da en la roca haciéndola resplandecer por sus cantos lisos.
Cometí un error, murmura Mario, y pase lo que pase hoy aquí, que te quede
claro que nunca, amigo mío, nunca te traicioné. Siento rabia, porque
deseo creerle y no puedo, la sangre me hierve y sube a la cabeza, un
solo gesto y lo agarro por el pelo, lo tumbo y arrastro por el fango.
¡Mentira, Mario, mentira coño!, le grito, eres un cobarde... pendejo... rata.
Mario me pide que lo suelte, cojones, que no quiero pelear contigo, pero
me percato que no es a mí a quien le suplica, sino al otro que lo
presiona por la espalda con su rodilla y le coloca el cuchillo en el

[93]
cuello, bien pegado a la aorta. Mario trata de apartarle la mano,
forcejean, pero no puede, la posición lo coloca en desventaja y
necesita apoyar las manos para no hundir la cabeza en el lodo, al
parecer piensa que lo va a picar y se estremece bajo la sombra del
otro. Fue Sandra, ella les cortó la cabeza, balbucea. No te creo, le digo. Y
le crees a ella todo lo que dice con un doble propósito, piensa, Ezequiel piensa,
tú no sospechabas de mí el lunes por la mañana antes de conversar con ella,
suéltame coño, grita. Mario te voy a matar, te voy, me contengo y él
insiste en que lo suelte, suel… suel… Lo presiono aún más contra el
lodo, la cara se le hunde, su voz burbujea en la espesa superficie, el
cuchillo pegadito a la aorta, la mirada clavada en su nuca, quieto todo
el cuerpo. A veces resulta difícil determinar la exactitud de una
acción súbita, contraria a nuestros instintos, que fluctúa entre la
lógica y ese impulso, lo alzo, se escucha el resollar de ambos, una
burbuja escala entre los brazos fijos en el lodo y explota quedamente,
luego un silencio que puede palparse y me quedo mirando cómo mi
rostro se proyecta en el agua. Voy cediendo, lo suelto, sumido en un
reflujo hipnótico. Mario salta y se coloca a la defensiva, tose y sin
dejar de vigilarme se enjuaga la cara. Tose una vez más, sus dedos
crispados garrapatean bajo la faja de su pantalón, en los bolsillos,
apresura la búsqueda, maldice mientras se aparte el pelo de los ojos.
No encuentra su daga, casi nunca anda con ella, excepto cuando se
sabe en peligro. Ya no la vas a encontrar, le digo, el agua está revuelta y
no voy a dejarte mover un solo músculo para hacerlo. Mis palabras lo
provocan, me mira fijo, exaltado, sus ojos se iluminan con un brillo
desconocido, me escudriña, estudia cada movimiento, cada intento
de ataque. No pierde de vista los cortes que realizo en el aire, le rozo
la cara, trato con amagos de sorprenderlo, pero él esquiva cada
cuchillada magistralmente. Tú nunca fuiste un verdadero amigo, le digo
y ataco, busco la oportunidad precisa y lanzo otro cuchillazo, él calla,
lo esquiva. Me adelanto de golpe, Mario se precipita sobre mí e
intenta agarrarme la mano, forcejeamos, pero no cedo ante la presión
que ejerce sobre mi puño y logro zafarme para sorprenderlo con un
corte en el hombro, se estremece, la sangre salta y se funde con el
lodo, tantea la herida con su mano izquierda.
Vacilo desconcertado, y puedo advertir cómo la fuerza poderosa e
irresistible que me ha dominado va cediendo: dejo caer el cuchillo, se
me aflojan los miembros y pierdo concentración.

[94]
Veo a Mario que se aproxima con esa mirada encendida que pone
cuando está furioso y dolido a la vez, sonríe, sé que trama golpearme,
pero mi cuerpo no reacciona y su puño derecho estalla en mi
mandíbula con un efecto devastador. Mi razón se turba, me creo
sumergido en aguas agitadas, que definitivamente quieren
ahogarme, pero resisto y me sobrepongo una y otra vez a cada
impacto. Debo admitir que mi amigo es de esos pocos con reservas
ilimitadas, ya que la herida ha de dolerle bastante, mucho más de lo
que me duelen a mí sus trompadas, lo sé por la manera en que contrae
la boca.
Comienzo a esquivar sus golpes, falla en algunos, le pego, me pega,
intercambiamos abrazos, mimos, tal parece que danzamos. Trato de
martillarle la herida para verlo chillar, pero me resulta difícil, logro
darle un magnifico golpe en la barbilla. Mi amigo baila, pienso que
se va a caer, es casi un hecho cuando me sorprende con un golpe
salvaje en el mentón, maldigo su brazo izquierdo y en el acto caigo
de rodillas.
Estoy hundido en el agua.
Lo veo alejarse, quiero gritarle que me mate ahora, si no lo haces,
entonces te mataré yo a ti, le advierto. Él se vuelve y me sonríe, me mira
con cierto aire burlesco, debió parecerle graciosa mi actitud. Se ha
detenido, de frente, a solo tres metros sin adivinar que el agua me ha
entregado su daga y yace en mi mano. Puedo lanzársela, puedo
intentarlo, pero me faltan fuerzas, más bien me falta valor.
Mientras lo miro alejarse me desplomo quedando en una pose
curiosa.

[95]
Yenet Perez Prieto. Nace en
Placetas, Villa Clara, Cuba, en
1973. Es poeta, narradora y
dibujante. En 2013 recibió el
Premio de narrativa en el
“Encuentro Provincial de
Talleres literarios”, Santa Clara,
por el cuento “Cuando las luces
se apagan”, publicado por la
revista Guamo, de Villa Clara. Su
poemario Mascarada, resultó
finalista al Premio Fundación de
la Ciudad de Santa Clara, en
2015. El mismo fue y publicado
por la Editorial Letras Cubanas,
en 2017. Entre 2016 y 2018 fue miembro del grupo literario La Estrella
en Germen, aglutinado en Santa Clara por el poeta Sergio García
Zamora. Ha participado en recitales de poesía, organizados en Villa
Clara. Poemas suyos aparecen en la antología La estrella en germen,
publicada por la Editorial Sed de Belleza, en 2017. Publicó poesía en la
revista La Gaceta, de Tampa, Florida (Estados Unidos), en 2022. Publicó
poesía en el n. 5 de la revista villaclareña Violas, en 2022. Publicó poesía
en la revista de literatura Vértice, de Cancún, México, en 2022. Publicó
poesía en la revista centroamericana El pez soluble, en 2022. Publicó el
cuento "Corriendo el riesgo de morir hoy" en el blog LITER-ARTE, en
2022. Publicó el cuento "Consumación de mi otra realidad" en el blog
LITER-ARTE, en 2022. Ricón Literario Verso y Prosa publicó video
poemas en su canal de Youtube, con los poemas de su autoría: “Venía
con mariposas tatuadas en el pecho” y “Tus manos”, en 2022. Publicó
poesía en el número 31 de la revista Letras Salvajes, Puerto Rico, en 2022.
Y, finalmente, publicó poesía en la revista Entre paréntesis, de Chile, en
2023.
Índice

1. El viaje / 3

2. Corriendo el riesgo de morir hoy / 7

3. El silencio del mar / 15

4. Cuando las luces se apagan / 17

5. Mañana / 29

6. Don’t let me down, Laura / 35

7. Melantie / 51

8. Consumación de mi otra realidad / 55

9. El nido /69

10. Máscaras en la llovizna / 73

11. El límite del caos / 83


Cuando se apagan las luces cualquier cosa puede suceder.
La pluma imaginativa de Yenet Perez Prieto nos lleva en
estos once cuentos, por atmósferas envolventes, en la que los
personajes y las intrigas caminan a ras del filo del absurdo
cotidiano, con una belleza casi denuncia existencial en la que
se vislumbran mundos paralelos, viajes y caos, y en donde
ya nada es imposible, cuando las luces insulares se apagan
y la oscuridad nos revela no sin dolor, desde el amor más
extraño, hasta la más cruel de las verdades.
Moisés Pascual, escritor panameño

También podría gustarte