La Edad Del Pavo Elsa Bornemann
La Edad Del Pavo Elsa Bornemann
Elsa Bornemann
La edad del pavo
(12 cuentos)
Elsa Bornemann
Postergué —para algún otro posible próximo libro— la dedicatoria a ciertos nombres de
personas y personitas a las que quiero mucho, mucho, y que pensaba incluir en esta obra.
Confieso que temí malas interpretaciones: ¡al fin y al cabo, acaso tampoco yo dejaría de
sentirme un poco incómoda, parcial o totalmente aludida, si me dedicaran un volumen con el
título de éste... con los doce cuentos que contiene... y —sobre todo— con los versos que le
dan fin al primero!
En cambio, los animales carecen de prejuicios; con ellos no corremos el riesgo de
equívocos a partir de las palabras; nos aman tal cual somos y —además— el amor que nos
brindan también los hace merecedores de mención.
Por eso, entonces:
A Bruma y Joëlle
—mis mellizas gatunas,
herederas de los más porteños tejados de Buenos Aires— compañeras de
tantas horas de esta «pavológica» escritura.
Por la calidez de su presencia en mis días.
(Y en ellas, también a sus padres y hermanitos: Melody, Josefina, Boris y
Frida.)
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chicos pero —también— entre los adolescentes y entre los adultos; como la de descubrir que
papá y mamá no son Superman y la Mujer Biónica...
De golpe, el ingreso a un estado diferente, tan cambiante...
La pubertad... la pre-adolescencia... la despedida —para siempre— de los niños que se han
sido, los primeros pensamientos inquietantes acerca del sentido del ser (¿por qué?, ¿para
qué?).
¿La edad del pavo?
Pocos podrían discutirme que los hay de todas las edades.
La edad del pavo...
¿Qué tal si se observa —detenidamente— a los adultos, que son quienes acostumbran a
señalar esa etapa como pasajera y exclusiva de los más jovencitos? ¡La Tierra estuvo y está —
por desgracia— repleta de pavotes grandes! Sería bueno que lo admitieran. Cuestión de
justicia, que le dicen.
Entretanto —y por lo mismo— estos cuentos que su autora empezó a soñar con
escribirlos a partir de sus primeros tiempos de ex-nena, al darse cuenta de la gran variedad de
personas mayores que podían ser incluidas (ahí, sí) en la singularísima «edad del pavo»...
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Como tantísimos príncipes y princesas de los cuentos, la princesa de éste también estaba
mortalmente triste, había perdido su risa y languidecía —hora tras hora— sin que nadie en el
palacio supiera qué hacer para remediar ese mal.
—Mi Nunila se está consumiendo... —gemía la reina.
—Mi adorada hijita desfallece... —gemía el rey.
—La princesa está triste... ¿qué tendrá la princesa? —susurraban los servidores.
—Los suspiros se escapan de su boca de fresa...2 —entonaban los cantautores
palaciegos.
«Para mí que la niña está harta de que sus padres sean tan... tan... ejem...
extravagantes... algo bobalicones, vamos...», así pensaba Abacuca, la sabia de la corte. «La
princesita se da cuenta; ella sí que no tiene un pelo de tonta como... bueno... ejem... que —a
Dios gracias— no heredó esa... esa tara... Vaya, no encuentro manera elegante para referirme
a la personalidad de sus majestades, que por más que lo sean también son seres de carne y
huesos y sus defectos tienen... Además, Nunila está hartísima de que sus padres le contesten a
todo que “sí, mi amor”, sin prestarle atención a lo que dice... Hartísima del “SINUNILISMO”, eso
es.»
Pero cuando —por fin— juntó el coraje necesario para presentarse ante la pareja real y
exponerle su teoría (muy, muy suavizada para no provocar su ira) perdió su trabajo en la corte
y se le impuso sufrir el exilio en un reino vecino.
—¿Críticas a nosotros? ¿Cómo te atreves? ¡Insensata! —le dijeron a dúo.
—¿Qué otra palabra sino «sí» deben escuchar los nobles oídos de una princesa, a partir
de su nacimiento? —le protestó la reina.
—¿Qué estúpido pensamiento ese del «sinunilismo» has horneado en tu cabeza de
zanahoria, como para que oses decir que mi tesoro está triste porque todo lo que ella opina
merece nuestra aprobación o a todo lo que solicita le contestamos «Sí-Nu-ni-la»? —rugió el
rey.
Desesperada, la pareja real decidió —entonces— consultar a la hechicera del bosque,
que así denominaban a ese montecito cercano a palacio bastante ralo (con cuatro o cinco
arbustos locos, a decir verdad) pero sin el cual esta historia no hubiese estado completa.
—Mil dólares la consulta —les informó la hechicera, no bien reina y rey llegaron a su
casa rodante con la que se desplazaba de aquí para allá.
—¡Mil dolores! ¡Mil dolores! —aulló el rey, que tenía casi todos sus caudales en seguro
depósito —fuera del reino— y los codos permanentemente enyesados.
La hechicera no se alteró ante esa demostración de mal humor.
—Lo lamento, pero ni barato y —menos que menos— gratis logro acceder a ninguna
videncia. Acaso deberían mandar por correo algunos cupones de esos que aparecen en las
revistas y consultar a otra gente que se ofrece por chauchas. Así serán los resultados, pero...
—Está bien —la reina se rindió—. Díganos qué hacer para que nuestra hija recupere su
alegría y vuelva a sonreír. Le pagaremos lo que pide.
—En cheque real, a mi nombre y con talón —aclaró la hechicera— que será entregado,
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Famosos versos de Rubén Darío.
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(La reina había hecho fundir sus innumerables joyas de oro para que su marido
consintiera —finalmente— en redactar la proclama. Si así no hubiera sido, acaso esta historia
hubiese concluido aquí... porque todavía estaríamos esperando que el rey volviera a gastar,
rabioso como seguía por el pago que había tenido que hacerle a la hechicera.)
Al día siguiente de anunciarse la proclama real, una cola de varias cuadras. Comenzaba
—por supuesto— a las puertas del palacio.
Casi no quedaba vecino de aquella comunidad que no se hubiera hecho presente,
tentado por la recompensa y portando un pavo.
—Nos tiramos un lance, total ¿qué podemos perder? —comentaban—. Nuestros reyes
son tan... tan extravagantes... —y al decir «extravagantes» se miraban con risitas cómplices;
nadie ignoraba las pocas luces mentales que destellaban en los cerebros de sus soberanos.
Así se vieron desfilar —ante la pareja real— infinidad de estas aves, que fueron
rigurosamente inspeccionadas por una Comisión de Expertos en Pavos, Gansos y Burros,
creada —especialmente— para la ocasión.
Caro que la inmensa mayoría eran muy jovencitos, de esos que —pobrecitos ellos— se
crían y se engordan para ser comidos... y ninguno podía volar —obvio—, aunque sus dueños
lo lanzaban al espacio jurando y rejurando que hasta un ratito antes sí, que eran tímidos, que
estaban nerviosos por la prueba, que les dieran otra oportunidad...
El rey se puso furibundo y los echó a todos a los gritos de:
—¡Me tratan como a un zonzo, insolentes! ¡Fuera de aquí! ¡Grrr! ¡Ninguna de estas
aves tiene siete años, siete meses y siete días como mi adorada Nunila al día de la predicción!
¡Y ninguna puede volar! ¡Farsantes!
La princesita —apoltronada sobre un gigantesco almohadón ubicado cerca de los tronos
reales de sus padres— observaba todo lo que sucedía con una expresión de aburrimiento
inmortal.
Los expulsados, del palacio (personas y pavos) eran tantos, tantos, tantos, que el
tumulto y el barullo que se produjeron en el recinto alteró todos los ánimos.
Menos el de Nunila —por cierto— que continuaba contemplando la escena con la
misma indiferencia que de costumbre.
Entre empujones, griterío, plumas que volaban al azar, resbalones, protestas, toses y más
plumas flotantes, el enorme salón fue —poco a poco— siendo desalojado.
Ya la reina zamarreaba a Nunila para avisarle que la siguiera a las habitaciones
interiores —y el rey ordenaba que se limpiara, de inmediato, el gran salón— cuando la
princesita dio un respingo y señaló —con su dedo índice— un amplio ventanal que se abría al
parque del palacio.
Las miradas de padres y servidumbre siguieron —como en estado de hipnosis—la
dirección que indicaba la niña. Entonces todos —azorados— vieron aterrizar un helicóptero.
Y más azorados se sintieron poco después, cuando —de la aeronave— vieron descender a
Abacuca, la sabia de la corte. Agitaba una bandera blanca a la par que se iba aproximando al
palacio. Majestuosa.
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—¡Qué hace esa rufiana aquí, si yo la mandé al exilio porque no supo decirme cómo
curar a mi hija! ¿Y cómo se atreve a presentarse sin mi permiso? ¡Y en helicóptero! ¡Esto es
una invasión! ¡Deténgala de inmediato!
El rey aullaba y pataleaba —enojadísimo— junto al ventanal, cuando Abacuca se
detuvo frente a él —del otro lado de los cristales— y lo miró a los ojos, tras una breve
reverencia de cortesía. Digna como siempre. Sin ninguna muestra de temor ante las iras del
rey. Seguía agitando su bandera blanca e hizo señas de que necesitaba entrar al salón, sin
darse por enterada de la guardia real que la rodeaba y que sí la iba a hacer acceder al recinto,
pero en calidad de detenida.
—Calma, muchachos —les susurraba—. No hace falta que me sujeten. Traigo la
solución para la dolencia de la princesita Nunila. Calma, calma... El rey padece una de sus
habituales pataletas, eso es todo...
Un momento después, la corte en pleno escuchaba las palabras de Abacuca. En
respetuoso silencio, menos el monarca —claro— que no lograba contener su rabia y seguía
refunfuñando.
—Su majestad... —y la voz de la sabia profundizó aún más el silencio—. He venido a
comunicarte que descubrí cómo combatir el mal que aqueja a la princesita. Largas noches sin
dormir estuve, desde que me enviaste al exilio... Largas noches en las que no hice otra cosa
que pensar y pensar en la recuperación de la risa de tu bienamada hija. Sin embargo, te
confieso que no arribaba a ninguna solución.
El rey se encrespó:
—¿Y entonces, para qué demonios volviste? ¡Al calabozo irás a parar esta vez!
Abacuca no se dejó intimidar y prosiguió su monólogo.
—Regresé porque ahora sí que sé cómo curar a Nunila. En las palabras mismas de la
hechicera están las claves. Manda traer el pergamino donde las copiaste y que tu paje las lea
en voz alta, así te explico con claridad lo que descubrí.
Nunila pareció animarse un poco más al escuchar a la sabia.
Mientras el soberano enviaba a buscar el pergamino, Abacuca prosiguió:
—Las palabras de la hechicera son un enigma a resolver. Verás que...
La sabia fue interrumpida por el rey que —ya provisto del pergamino— indicó al paje
que lo leyera.
—Que lo haga lentamente, que se detenga cada vez que yo palmee y que reanude
cuando yo silbe —sugirió Abacuca.
El paje inició su lectura:
«En vista de que en el destino de la niña hay dos... dos... digamos... “cosas”
inmodificables y de las que me está vedado hablar...»
La sabia palmeó e intentó explicar el sentido de ese fragmento con suma delicadeza.
—Bien. Con todo respeto —mi rey— debo revelarte que esas «cosas» misteriosas a las
que se refiere la hechicera... son tú y tu esposa...
La pareja real se puso verde y el monarca ya estaba a punto de estallar en una nueva
pataleta, cuando oyeron —sorprendidos— la risita de Nunila.
Abacuca aprovechó el momento de emoción de los reyes para tratar de salvar la
situación, para evitar que se sintieran ofendidos.
—La hechicera dice «cosas» debido a su total respeto por la investidura real... Existen
vocablos tan excelsos —como rey o reina— que no pueden ser pronunciados por labios tan
vulgares... como los de una hechicera... cuando ella sabe que serán registrados en un
pergamino... Por eso agrega que «le está vedado hablar», lo tiene auto prohibido. ¿Me
explico?
—Sí. ¿Pero, y lo de «inmodificables»?
—Seguramente se refiere a que no ve necesaria ninguna cirugía estética...
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Vuelan mariposas,
vuelan bajo el cielito asoleado...
(mas si los pavos volaran...
¡siempre estaría nublado!)
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El Besuqueador
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Hasta que un día, sintió que volvía a tener unas enormes ganas de dar un beso... ¿A
quién?
Pues a aquella muchacha anónima.
Entonces, la llamó por teléfono, le
mandó un telegrama y le escribió una carta
para decírselo...
Y el besito que los unió más tarde fue
de amor, de verdadero amor...
Por supuesto, se pusieron de novios y
se casaron.
Poco tiempo después, con todas sus
ridículas fotos del pasado, el ex-besuqueador
publicó un álbum titulado: «CUANDO YO
ERA PAVO»...
Fue un best-seller.
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KIKIRIKÍ
Desde las alturas, el piloto, los demás tripulantes y el pasaje del pequeño avión que está
por aterrizar en el aeródromo de Villa Surubí, ven —como si fuera una postal— el pueblito
entero con el río sobre uno de sus límites.
El avión sobrevuela dos veces la zona, mientras la azafata se apresura a servir sidra para
festejar un acontecimiento. Se advierte que todos están contentos.
Atardecer de sábado ése en el que los once o doce pasajeros de la aeronave regresan a
sus pagos para votar.
Al día siguiente se van a realizar las elecciones para elegir el nuevo intendente de Villa
Surubí.
Entretanto, en una de las casas del pueblo, Don Venancio Gallo está celebrando una
animada reunión con parientes, amigos y simpatizantes de su partido político. Él es candidato
de una de las tres agrupaciones que se disputan la intendencia.
Don Venancio Gallo se siente muy feliz y no es para menos. Es el favorito de las
encuestas. La mayoría de los vecinos ha declarado que le dará su voto.
A pesar de que es la primera vez que él se ofrece para un puesto como funcionario,
nadie duda de que es un ejemplo de trabajo y honestidad.
¿Por qué —dicen— si su tambo es uno de los más prósperos de la localidad, si su
familia es un modelo, si no se le conocen vicios, no va a ser capaz de cumplir con una
intendencia «de lujo»?
Y dicen más, risueñamente: Hasta el apellido lo pinta tal como es. Siempre
sospechamos que Don Venancio se levanta a trabajar antes de que se oigan los primeros
kikirikís...
El domingo de elecciones se desarrolla normalmente y mucho antes de que se finalice
con el recuento de los votos, todo el pueblo sabe que Don Venancio Gallo será el nuevo
intendente. A los gritos de «¡Kikirikí!, ¡Kikirikí!, ¡Kikirikí!», tocando bocinas y arrojando
papelitos, grupos de jóvenes recorren las calles principales en un alborotado anticipo de su
triunfo.
Cerca de esa misma medianoche, Don Venancio Gallo es llevado en andas hasta el
edificio de la intendencia.
En la plaza que la enfrenta, casi todo el pueblo lo aclama y le reclama que hable.
Emocionado, se asoma —entonces— el intendente electo a una de las ventanas
principales de la municipalidad.
Suena a vuelo la única campana de la iglesia de la otra cuadra.
Redoblan los bombos y los cantitos de adhesión ponen la nota de humor en la noche:
¡Kikirikí, Kikirikí,
ya es intendente de Surubí!
—¡Que hable! ¡Que hable! —vuelven a pedirle.
Don Gallo solicita entonces que vaya cesando la algarabía, «que ya es demasiado tarde
—amigos— para discursos, que por hoy sólo me resta agradecerles —de corazón— su apoyo,
que vayan a dormir y que buenas noches».
La gente no se da por vencida e insiste. Después de una jornada como aquélla hay cierta
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Era la primera vez que veía al Profesor Linares expresándose de ese modo.
Contentísimo. Muy entusiasmado. Casi eufórico. Como todos los que lo rodeaban y que lo
escuchaban atentamente.
De pronto, Quelo tuvo la confirmación de que un hecho extraordinario había ocurrido
porque el Profesor Linares y su grupo se empezaron a palmotear las espaldas, a darse las
manos, a abrazarse, mientras que el Doctor Florini —el más joven de los investigadores— se
subía a un banco y anunciaba algo como si lo hiciera a una multitud. Entre los dedos índice y
pulgar de su mano derecha, exponía cierto objeto tan diminuto que resultaba invisible a los
ojos de Quelo.
Y se reía.
Sin disminuir el volumen de la música que estaba oyendo, el muchacho «paró las
orejas», intrigadísimo.
Mascó su chicle a más velocidad que
de costumbre.
Lo que escuchó —entonces— le heló
la sangre.
El Doctor Florini —como si de golpe
se hubiera y transformado en el más
perverso de los demonios— repetía:
—En la próxima semana, un terrible
terremoto destruirá este pueblito como si
fuera un poroto. Sé discreto. Guarda el
secreto.
Después de ese episodio, la familia y
la gente de Alamares empezó a toparse con
un Quelo distinto.
Desde que había escuchado esa
tremenda revelación y durante los tres días
que le siguieron, iba y venía de aquí para
allá como un sonámbulo, con la mirada
echada para adentro. Continuaba en
conexión con su walk-man y atacando —a
muela limpia— la goma de mascar, pero se
notaba muy preocupado.
«Peligro... Peligro... Peligro...», se decía, sin saber qué hacer.
Ya habían transcurrido tres días; a «la semana próxima» sólo le restaban cuatro para
presentarse y él —Quelo— prisionero de un secreto que —sin dudas— estaba relacionado
con enemigos de Alamares. Con enemigos internacionales que festejaban —por anticipado—
el terremoto que iba a producirse. Con enemigos que saboreaban la destrucción de todo y de
todos por esos pagos. De lo contrario —pensaba Quelo— ¿por qué no alertaron —todavía— a
las autoridades acerca de la inminencia de semejante fenómeno? Malditos invasores...
Las uñas de Quelo se redujeron a su mínima expresión en los días que siguieron y —
poniendo un pretexto cualquiera— renunció a su empleo.
Nadie le pidió explicaciones. Si sólo trabajaba para acumular ropa, casetes y chicles...
Faltaban apenas dos días para que el tremebundo secreto que tanto le pesaba se hiciera
realidad en Alamares, cuando el muchacho no lo aguantó más y les contó a sus padres lo que
callaba.
En Alamares, las horas de la siesta eran tan calurosas que —exponerse a ellas—
significaba correr el riesgo de derretirse. También, los cerebros de los alamarenses se
recalentaban entonces.
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La radio —a través de todas las emisoras— difundía el mismo disco. Rayado, como la
peste, informaba lo siguiente: «Estado de emergencia. La Gobernación de Alamares alerta a
los vecinos que todavía permanezcan en nuestro pueblo. Se les reitera que deben abandonarlo
cuanto antes. Invasores extra-galácticos van a provocar un terremoto aquí mismo, con fines
que no estamos en condiciones de evaluar. Escapen. Sálvese quien pueda. Los saluda y los
ama, su gobernador.»
Dicen que dicen que los investigadores huyeron despavoridos del laboratorio, tras
escuchar la estremecedora noticia.
Y despavoridos corrieron a través de las desiertas calles de Alamares, hasta alcanzar el
último grupo de la caravana que abandonaba el pueblo.
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Juansadas
Había una vez un perro que tenía un hombre que se llamaba Juan.
Digo que el perro tenía al hombre y no el hombre al perro porque —ciertamente— era
así. El dueño del hombre era el mismísimo perro, un bello afgano color champán, al que
habían bautizado «Sacha von Mirosnikov» —según constaba en los documentos suscriptos el
día en que Juan lo había comprado— y que —familiarmente— respondía al nombre de
Pucho.
Si bien se afirma que los afganos no suelen ser animales demasiado dotados —salvo en
su aspecto físico— este Pucho era la excepción a la regla. Ya de cachorro había empezado a
demostrar sus naturales condiciones de líder (líder únicamente de Juan, claro, pero líder al
fin). El caso es que —apenas cumplido su primer año— Pucho se había convertido en el
verdadero patrón de Juan. No podía comparárselo con el autoritario patrón humano que el
muchacho debía soportar en la empresa en la que trabajaba ya que —al menos— el treinta de
cada mes éste retribuía su paciencia con un sueldo bastante generoso, mientras que del Pucho
sólo obtenía cansados lengüetazos a cambio de tanta devoción como le rendía. Pruebas de su
devoción (entre muchísimas otras que me resultaría fatigoso describir):
— Juan planificaba todas sus actividades y las cumplía o no de acuerdo con el estado de
ánimo de su perro. Por ejemplo, era capaz de faltar al trabajo o de cancelar una cita
importante si —antes de salir de su casa— creía detectar un lastimero «¡No me
abandones!» en la mirada del Pucho. En esas ocasiones, le redoblaba las raciones de
comida y bailaba, saltaba, brincaba, andaba por los aires y se movía con mucho
donaire alrededor de su animal, hasta que le parecía que el desganado le regalaba su
mejor sonrisa.
— Juan sólo volvía a recibir en su casa a las contadísimas personas que lograran
conquistarse la simpatía de su perro a primer ladrido, quiero decir, a primera vista
(vista del de cuatro patas, por supuesto...). Y como el Pucho era terriblemente celoso,
apenas si toleraba la visita de dos o tres amigos de Juan... de dos o uno... bueno... de
uno, en realidad, de ese único que aguantaba estoicamente sus gruñidos y las
dentelladas dirigidas a sus tobillos cuando llegaba la hora de retirarse. «Hablale;
explicale que pronto regresarás de visita... Decile que te espere... El pobre sufre
porque te vas, quiere retenerte; por eso los mordisquitos... Decile dulcemente:
“Esperame, Pucho... Esperame”, le repetía Juan a su único amigo, cada vez que éste se
iba, esquivando —a los saltos— las filosas dentelladas del perro e —invariablemente
— con algunas rasgaduras en las botamangas de sus pantalones.
— Juan se había transformado en un perfecto solterón, rotos sus compromisos de
matrimonio con sucesivas señoritas que no le habían caído en gracia al exigente
animal. «Si él las rechazó, por algo será...», pensaba Juan, «Su percepción de la
naturaleza humana es superior a la mía... ¡Quién sabe de qué brujas me ha librado mi
fiel Puchito...!»
— Juan gastaba el dinero que no tenía —contrayendo pavorosas deudas— para pagar un
psicoanalista.
No; no para tratarse él —como seguramente estarán imaginando— sino para que el
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Un amor disparatado
La última vez que Romina Bianco había visto a Telma Solsona personalmente había
sido durante el acto de egresados de la escuela primaria. Aunque —para ese entonces—
ambas estaban enojadas debido a un episodio que más adelante conoceremos, las dos se
separaron con no confesada tristeza, a la que se sumaba la emoción dueña —también— de los
corazoncitos de la mayoría de los compañeros de aquel séptimo grado «B» que —a partir de
aquella tarde— iniciaba nuevos caminos.
Esos nuevos caminos fueron diferentes para Romina B. y para Telma S. No volvieron a
verse hasta diecisiete años después y por pura «causalidad», como le aseguró Telma a su
antigua compañerita de estudios cuando se reencontraron.
—¡Qué casualidad —había exclamado Romina muy alegre— al reconocer a Telma!
—De entre todos los avisos que marqué, justo fui a elegir el tuyo... ¡y eso que hasta te
pusiste un seudónimo!
Las «viejas» compañeras se abrazaron con sincero afecto.
—¡Nada es casual, Romi —sentenció Telma—. Todo está escrito. Las estrellas nos
gobiernan.
Por un motivo o por otro, el caso es que Romina —durante esos diecisiete años— había
postergado su curiosidad por consultar un astrólogo.
Finalmente, escogió uno entre los tantos cuyos avisos aparecen en diarios y revistas.
—¡Justo fui a elegir el tuyo, Telmita!
El aviso decía así:
MADAME SOLARIET
ASTRÓLOGA
SOLICITAR ENTREVISTA AL...
(y aquí se publicaba un número telefónico...)
ABSOLUTA RESERVA
(esto quiere decir que nada de lo que se averigüe será
divulgado)
Romina seleccionó ese aviso, sin imaginar que la tal Madame Solariet era Telma
Solsona, su compañerita de la primaria, ahora convenida en toda una señora astróloga.
—Algo te condujo hasta mí, Romi —le explicó Telma—. ¿Te diste cuenta de que mi
seudónimo está formado con la primera sílaba de mi apellido (sol); más «arie»... las cuatro
primeras letras que componen la palabra «Aries» —nuestro signo del zodíaco— más la inicial
de mi nombre (t)? ¡Ah... es evidente que este vocablo «solariet» te atrajo como un imán!
Recuerdo que decías que mi apellido Solsona tenía el sol adentro... y que debía haberse
escrito con zeta (Solzona) para que estuviera clarísimo su significado «zona del sol»...
Romina la escuchaba asombrada. No se le ocurría qué decir. Aunque —en verdad— a la
par que su amiga le hablaba, una especie como de película cinematográfica —pasada a través
de las ventanillas de un tren en marcha— iba sucediéndose en su memoria.
¿Qué recordaba?
Si queremos enterarnos, detengamos ese tren imaginario, subamos a él, espiemos a
través de las ventanillas; mientras vuelve a ponerse en marcha gracias a la memoria de
Romina...
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que podía adivinarlo uno o dos días después de haberla tratado, poniendo a prueba sus
conocimientos de astrología...
Fue así como salió de paseo con
Héctor... con Claudio... con Esteban... con
Maximiliano... con Guillermo... con Alan...
con Pedro... con Matías... con Horacio... con
Raúl... con Francisco... y los dejó plantados
antes de concluir la vuelta de la manzana de
su casa...
¡Pobres chicos! Ninguno —salvo
Esteban, que se lo preguntó— pudo
entender las causas del repentino «no va
más» de Telma. Cómo iban a suponer que
ella escapaba de los cancerianos, sentía
indiferencia por los de Libra, la deprimían
los virginianos, le producían alergia los de
Sagitario, se compadecía de los geminianos,
se alteraba con los de Tauro, le temía a los
escorpianos, desconfiaba de los de Acuario,
descalificaba a los capricornianos y no le
interesaban los de su propio signo, por eso
de «pan con pan»...
Ah... pero eran los de Piscis quienes lograban ponerle los pelos de punta... A los tres
«pescaditos» que le tocó conocer (los sufridos Gabriel, Lucas y Federico) les sugirió —
directamente— que se fueran a cultivar espárragos al polo norte... ¡Y lo patético era que estos
imposibles eran capaces de intentarlo, con tal de conquistar el amor de la muchachita!
Una mañana —la de su cumpleaños número quince— Telma leyó su horóscopo diario y
sintió que su corazón danzaba —con anticipación— el vals que esa misma noche bailaría con
su papá... y con la legión de frustrados «aspirantes a novio» invitados a su fiestita. ¡Ajá, éste
era doblemente su día! No sólo cumplía los soñados quince, sino que un tal Canopus le
vaticinaba: «Jornada inolvidable. Salud: diez puntos, queridos arianos. Una bella sorpresa
llega a través del signo de Leo.»
Esa noche, el patio de su casa —iluminado como una autopista— fue testigo de la
felicidad de Telma... y de la pérdida de esperanzas de Héctor, Claudio, Esteban, Maximiliano,
Guillermo, Alan, Pedro, Matías, Horacio, Raúl, Francisco... y —por sobre todo— de la
silenciosa rabia de Esteban, porque había sido él quien —a último momento— invitó a
Adrián: Telma le habla dicho que faltaba un chico para completar las parejas de baile...
Adrián. Estaba secretamente enamorado de Telma desde el período escolar.
Lamentablemente, a él le había correspondido integrar los grupos de los grados «A» durante
el ciclo de la primaria y —por lo tanto— se sumaba a otra «barrita».
Ésta era su oportunidad para acercársele. Y tanta era la ansiedad por relacionarse con
Telma que —esa noche— despellejó su timidez y le confesó su paciente amor.
Telma —deslumbrada por ese audaz jovencito que se atrevía a manifestarle sus
sentimientos apenas unos momentos después de la primera conversación— se dijo «Éste es de
Leo».
Durante el resto de la noche, ya no supo si bailaba o si flotaba, si el baile era real o si lo
soñaba...
—¡Mi príncipe de Leo apareció! —se repetía para sí, a la par que bailaba o seguía
flotando entre los brazos de Adrián.
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—«La loca del Zodíaco»... así te llamaba Esteban, el muchacho que nos presentó... Y
bueno... él me contó que vivías obsesionada con el asunto del zodíaco... que esperabas la
aparición de un leonino... que...
—¡No comprendo! ¡Todo tu comportamiento ha sido el de un leonino desde el día en
que te conocí! ¡El zodíaco no se equivoca! ¡Habrán anotado mal la fecha de tu nacimiento!
—Soy de Piscis... Telma... Tuve que decirte que cumplía años el 9 de agosto en vez del
29 de febrero... Una mentirita inocente... De lo contrario, me hubieras mandado a cultivar
espárragos al polo norte...
—Pero... ¿cómo pudiste???
—Yo estaba enamorado desde la infancia. Cuando fui a tu fiesta de quince ya había
estudiado —a fondo— el signo de Leo... y... bueno... traté de actuar como un leonino...
—Y encima... naciste un 29 de febrero... Tu cumpleaños se produce cada cuatro...
cada... ¡Me voy a volver loca!
Cuentan que —durante un tiempito— Telma se volvió un poco loca debido al «shock»
que le produjo el comprobar que la astrología no era infalible.
Las revistas para las que solía escribir sus famosos horóscopos se vieron en la
obligación de rechazar sus trabajos de esa etapa. Y con razón. Vean —si no— algunas
muestras de lo que escribía mientras le duró el «patatraque»:
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La edad del pavo
El Nadador
Nos hicimos amigos durante séptimo grado, cuando Norberto ingresó en mi escuela.
Acababa de mudarse a una casa próxima a la mía. Por eso nuestra amistad pudo ser cultivada
durante muchas horas más que las impuestas por las clases.
Pronto nos convertimos en «íntimos», en «carne y uña», en... bueno... en eso y
«camiseta», como decían nuestras familias.
En realidad, nuestra entrañable relación no tenía otro origen que la misteriosa simpatía
que había surgido entre ambos, las buenas ondas que se pusieron en circulación entre él y yo y
viceversa, no bien nos conocimos, porque lo cierto es que no podíamos ser más diferentes...
En fin; el caso es que debido a esta gran amistad, sólo yo me enteré de un secreto que
Norberto había guardado celosamente hasta entonces. Me lo confió —diría que con chispitas
de orgullo en la mirada— cuando le pregunté:
—¿No te parece que estás exagerando con tu práctica de natación, Norbi?
Yo andaba medio preocupado por lo que empezaba a considerar una obsesión en mi
amigo.
Si bien a mí me encantaba (y me gusta aún) nadar y concurría con él a la pileta del
mismo club durante el año, también me atraían otras actividades. Norberto —mientras tanto—
dedicaba todo el tiempo posible a este deporte acuático, con absoluta exclusión de cualquier
otro programa de entretenimiento. No le interesaba el cine, ni la tele, ni el parque de
diversiones, ni el fútbol... ni... ni... y ni... y tampoco eso que acaso estás pensando: no, él no;
yo era el único que —cada dos por tres— estaba muerto de amor por alguna compañera... Ni
soñar con que Norberto aceptara formar parejita con alguna amiga de mi novia de turno
porque así nos daban permiso para salir a dar una vuelta: en grupo. Fuera de su cumplimiento
con las exigencias escolares (excelente) y de sus charlas conmigo, Norbi no hacía otra cosa
que pensar en nadar, nadar y nadar.
Y nadar.
En aguas reales o en las de su imaginación. Porque como si no le bastaran sus fatigosos
entrenamientos en la pileta del club (y aquí aparece el verdadero motivo de mi inquietud),
Norberto extendía sus prácticas de brazadas a todo momento que se le antojaba propicio.
Quiero decir que —fuera del club— ejercitaba los movimientos de la brazada típica de
cada estilo de natación.
Sí, «en seco». Braceaba en el aire mientras caminaba por la calle —por ejemplo—,
mientras conversábamos en su casa o la mía, mientras los demás jugábamos en los recreos de
la escuela... ¡y hasta mientras dormía! Esto último lo pude comprobar cuando nos tocó
compartir una carpa en el campamento de vacaciones de invierno y me despertaron sus
sonámbulos manotazos cada madrugada.
Decía antes que mi amigo me reveló un secreto cuando yo —intranquilo a causa de su
chifladura natatoria— le pregunté si no estaba exagerando con su entrenamiento.
—Es que yo nadaba antes de nacer... Es mi pasión desde entonces... No puedo evitarlo...
—me contó, con una extraña sonrisita—. No creas que estoy bromeando, que te estoy
tomando el pelo... —continuó, ya serio como un perro en bote—. Es la verdad, Dani. Fijate
que todo el mundo opinaba que mi mamá iba a tener sextillizos durante los nueve meses en
3
Elsa Bornemann
que me estaba esperando a mí, tan globo terráqueo de planetario parecía su vientre... Ella dice
que lo raro era que su cuerpo iba aumentando de peso normalmente, los mismos kilos que
cuando estaba embarazada de mis hermanos mayores... Agua, pura agua era, una sorprendente
cantidad de agua y yo ahí, flotando a mis anchas... Ah... ¡Me fascina recordarlo!
—Pero... ¡no es posible que te acuerdes de eso! —protesté— ¡Mentiroso!
—¡Ja! No sólo recuerdo mis primeras épocas de simple flotador —Dani— sino que
también —y aún con más claridad— los meses siguientes. ¡No tengo la culpa de que los
demás sean tan desmemoriados! ¿Te das cuenta de por qué lo conservaba en secreto? ¡Para
qué te lo habré contado! ¡Yo no miento!
El rostro de Norberto se contrajo con fastidio y el mío debió de haber delatado la
curiosidad que —a pesar de mis dudas— aún me roía antes ese insólito relato porque mi
amigo prosiguió con la narración de sus recuerdos prenatales.
—De flotar a la deriva en mi cálido
marcito privado —continuó diciendo—
enseguida pasé a hacer «la plancha» y —casi
de inmediato— empecé a practicar la patada
del estilo «crawl», Dani. Recién hacia el
séptimo mes antes de mi nacimiento decidí
incorporar las brazadas. Como supondrás, mi
marcito propio me proporcionaba las
dimensiones necesarias para esta práctica,
aunque no pude dedicarle demasiado tiempo
al estilo «mariposa»... Una lástima... Te
aseguro que si los meses de embarazo
hubieran sido diez, salgo de mi mamá
nadando como un experto. Me faltaron días
de entrenamiento para los distintos tipos de
brazadas... Por eso trato de perfeccionarlos...
Aunque no se puede comparar aquel mar
exclusivo, de temperatura ideal, con la
clorosa y atestada pileta del club, ¿no te
parece, Dani?
No. No me parecía ni me podía parecer, porque yo no estaba en condiciones, de
establecer ninguna comparación con aquel «mar» del que hablaba mi amigo. Es más, me
quedé mudo, apabullado por esos recuerdos de los que yo no conservaba en mi memoria ni
siquiera el más vago rumor de una miserable olita...
Durante los años que pasaron desde nuestros trece a los dieciocho, Norbi y yo fuimos
—de a poco— dejándonos de ver con la frecuencia con que lo hacíamos a los doce.
Mi afecto por él se mantenía intacto, pero ya no lograba soportar su monomanía
natatoria.
Por suene, nuestro alejamiento se fue produciendo naturalmente, ya que ambos
elegimos distintos establecimientos de enseñanza secundaria, y yo me borré del club del que
ambos éramos socios porque mi nuevo colegio contaba con campo de deportes y una enorme
piscina.
Por lo tanto, los encuentros con Norberto se fueron reduciendo paulatinamente hasta
reducirse a un «holaquétalcómotevabiengraciaschau», dicho al pasar cuando nos cruzábamos
—por casualidad— en alguna calle del barrio.
Norberto seguía siendo «un caso». Allá iba él, siempre braceando en el aire, como
despegado del mundo debido a la concentración mental con que realizaba sus ejercicios.
3
La edad del pavo
La última vez que lo vi, retrocedía por un sendero de la plaza, caminando hacia atrás al
impulso de las brazadas del estilo «espalda»...
No contestó a mi saludo, ajeno a todo como se desplazaba, de cabeza echada y cara al
cielo.
Los vecinos que —pocos días después— fueron testigos de su entrenamiento final y «en
seco» —como de costumbre— aseguran que Norberto logró nadar hasta la mitad de la
avenida.
Nadar, sí, porque también había incorporado las piernas.
Fue así como se desplazó en el aire, en posición paralela al asfalto y con su cuerpo
extendido a un metro por encima del mismo. Atravesaba la avenida —braceando y pataleando
al mejor estilo crawl— cuando el guiño verde del semáforo dio vía libre a la. catarata de
automóviles...
Y aquí se acaba mi relato porque —como ya habrás podido imaginar— también se
acabó mi amigo Norberto...
3
Elsa Bornemann
Aquel paisito era tan, pero tan pobre que sus fundadores lo habían bautizado
«Peoresnada» y designado a la mosca, como el pájaro nacional que los representara en
bandera y escudo.
Para formarse una idea más o menos aproximada de la miseria que era allí reina y
señora, nos bastarán —apenas— ciertos datos:
— La mayoría de sus habitantes vivía en caños, apilados hasta alcanzar —casi
— las dimensiones de un edificio de varios pisos («caños en propiedad
horizontal», los llamaban).
— De los automóviles podían verse a sus carrocerías —sin medas y sin piso—
circulando de un lado al otro: sus dueños se las calzaban con una suerte de
gruesos tiradores y se trasladaban con ellas a cuestas. A pie, claro.
— Al último mago de Peoresnada —un pelirrojo idealista que se resistía a
abandonar su profesión— ya sólo le salían lauchas de su galera, en vez de
palomas o conejos.
Para colmo, Malagua —una extensa zona del diminuto país— solía sufrir continuas
inundaciones que arrasaban con lo poco que tenían sus pobladores.
«Los otros», los peoresnadenses que vivían en la única región geográfica afortunada —
y que, por lo mismo, había sido elegida como la Capital del país— no lo pasaban tan tan mal,
a pesar de la pobreza generalizada. Ni comparación con los malagüinos...
Por otra parte, existía un reducido grupo de verdaderos poderosos, de potentados que
descendían de los primitivos peoresnadenses y a los que —por supuesto— ninguna crisis
lograba afectar. Todas las empresas del país les pertenecían y —también— algunas de países
vecinos.
El estado de catástrofe al que se veía sometida —cada dos por tres— la zona de las
inundaciones era —para este grupo— una suerte de llamado de los dioses: le permitía ejercer
la caridad, la beneficencia, nada menos. Así, sus conciencias descansaban en paz.
Estaban convencidos de que no debía alterarse el curso de los acontecimientos
naturales, que las inundaciones ocurrían porque estaba escrito en el inmodificable libro del
destino. Por eso, ni soñar con que invirtieran dinero y esfuerzos para prevenir los embates de
las aguas. Soluciones existían —qué duda cabe— pero encararlas les habría significado
contradecir el mandato de la naturaleza y —por sobre todo— privarse de la saludable
gimnasia de la caridad.
Al fin y al cabo era también «el destino»el que los había situado a ellos en una situación
privilegiada, y a esos lejanos prójimos encima de aquellas tierras de la desgracia.
Por algo sería.
Un día como tantos otros, los habitantes de Peoresnada se enteraron de que una nueva
inundación castigaba la región de Malagua. Todos los medios de comunicación —al igual que
siempre— comenzaron a emitir frecuentes noticieros ultra alarmistas. Informaban al país
acerca del fenómeno como si fuera la primera vez que sucedía.
De inmediato, las escuelas de la Capital se pusieron en campaña para recolectar ropa,
calzado, frazadas, colchones y alimentos.
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La edad del pavo
Por supuesto, los estudiantes estaban acostumbrados a colaborar con aquella tarea
solidaria. Y así podía vérselos —primero— de casa en casa, recogiendo lo que cada vecino
decidiera que podía donar para los aún más carenciados que ellos. Después —ya de vuelta en
las escuelas— separando en diferentes pilas las prendas de vestir y demás cosas obtenidas,
según fueran para mujeres, hombres, niños o animales. Los escasos enseres domésticos, los
materiales de construcción y otros objetos necesarios también en emergencias como aquella,
eran recogidos por los clubes de fútbol.
A los bomberos y a la policía les correspondía ocuparse de botes, canoas y balsas que la
buena voluntad de la comunidad más pudiente pudiera ofrecer para rescatar a los inundados.
En fin, que el sentir popular solía conmoverse y responder lo mejor que podía para
ayudar a los hermanos en desgracia.
En esa oportunidad, la de «un día como tantos otros», también, y es en el patio de una
escuela en la que nos encontramos ahora —como espectadores invisibles— observando a un
grupo de compañeros de grado. Abren paquetes. Inspeccionan los contenidos. Separan las
cosas. Las apilan. Vuelven a comprobar —como tantas veces— que gran parte de las prendas
de vestir están muy gastadas y —para colmo— sin botones. Se nota que los hilos o lanas que
los sujetaban han sido cortados a propósito, antes de que sus dueños se desprendieran de esas
ropas. No es posible que aparezcan faltando casi todos y de ese modo, como arrancados —a
veces— o con las partes sobre las que debían estar pegados deshilachadas, a fuerza de
tijeretazos realizados con urgencia.
—Parece que la caridad no usa botones —comenta Graciela a sus compañeros de tareas,
con una mueca de tristeza.
—Menos mal que es difícil descoser rápidamente un cierre relámpago que si no... —
dice Martina.
—¡Algunos también los sacan antes de regalar la ropa...! ¡Miren! —y otra de las nenas
les muestra una media docena de pantalones a los que es evidente que les han quitado los
cierres para donarlos—. Vienen en el mismo paquete —agrega entonces—. ¡Qué casualidad!,
¿no?
Pronto, todos los compañeros de ese grado se encuentran cuchicheando acerca del tema
de la ropa mutilada.
—¡Qué miseria!
—¡Qué egoísmo increíble!
—¿Pero qué se creen? ¿Acaso a ellos les gustaría tener que sujetarse los pantalones con
trapos?
—¿O abrocharse las chaquetas con piolines?
—Bueno, chicos; a nadie le sobra nada por estos pagos... —intervino Graciela
intentando moderar la discusión—. Guardarán los botones para usarlos en otras prendas...
¡Con lo que cuestan los botones!
—¡Claro que son caros, Gra! Pero... ¿qué te parecen las ropas que llegaron en esta pila
de paquetes? —dice Martina— Son de buena calidad, ¿no? Todas. Los dueños no deben de
ser gente pobre...
Y va mostrando distintas prendas bastante finas pero... eso sí... todas despojadas de los
botones.
—A ver... a ver... Aquí se lee algo... —y Graciela señala uno de los paquetes separados.
—¡Y aquí también!
—¡Y aquí!
—¡Y aquí!
Pronto, los chicos advienen que los papeles de envolver de esa pila están sellados. Un
pequeño sello de sobria tinta negra. Entonces leen:
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Elsa Bornemann
Un rato más tarde, cuando los chicos le cuentan a las maestras lo que han descubierto,
una de las más viejas de ellas les dice, con cara resignada:
—Ah, sí, la Niña Fina Socorrito... —y es evidente que disimula otros sentimientos que
los afectuosos que intenta transmitir—. La Niña Fina Socorrito es una de las más distinguidas
damas de caridad de nuestro país —prosigue—. De la primera hora... Jamás ha estado ausente
con sus donaciones... Desde que era muy jovencita... E invariablemente excelente ropa,
¿vieron? es increíble, tendrá cerca de 92 años y sigue conmoviéndose ante las inundaciones...
y ayudando para que nadie pase frío... para que nadie ande desnudo por ahí...
—Pero... —protesta Graciela, algo envalentonada por lo que empieza a comprender
vagamente, sin necesidad de que nadie se lo explique— ¿siempre les sacó los botones ala ropa
la Srta. Fina Socorrito, con lo poderosa que es?
—Y sí... ¿Raro no? —le responde la vieja maestra, sin animarse a ninguna justificación.
Graciela continúa a la carga:
—Pero... yo no entiendo... O sí, y no
me gusta nada. ¿La caridad no usa botones,
señora Luisa?
La interrogación de la nena queda
flotando en el aire, sin respuesta. Y sin
respuesta continúa durante el correr de los
años que siguen a «ese día como tantos
otros».
Y Peoresnada continúa siendo un
paisito tan, pero tan pobre, que la mosca —
emblema nacional— es el único recurso que
los niños más humildes tienen para enterarse
de cómo era un insecto así, siquiera en
ilustraciones, porque las verdaderas moscas
emigraron a zonas más prósperas: insectos
sí, pero no zonzos.
Y continúan las inundaciones en
Malagua...
Y las donaciones...
También, las infaltables de la Niña
Fina Socorrito, que a estas alturas de los
acontecimientos acaba de cumplir sus primeros 105.
Algunos años después, el único diario importante de Peoresnada y al que —por
supuesto— sólo leen las personas «importantes», anuncia:
Hondo pesar y escenas de consternación en el circulo de sus íntimas
amistades y en todos aquellos que han tenido la dicha de conocerla, ha
provocado el deceso de la Srta. Pía María Josefina del Socorro Mercedes
Delfina Robles y Robles de la Renta, distinguida benefactora de nuestra
sociedad y a la que amorosamente conocíamos como «La Niña».
El penoso deceso ocurrió —sorpresivamente— en la tarde de ayer.
Dama de profundas convicciones piadosas, dedicó su rica existencia a
aliviar el dolor de los pobres.
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La edad del pavo
3
Elsa Bornemann
El compañero automático
¡Qué sola se sintió Juana después del fallecimiento de su esposo Tarzán, el famoso «rey
de la selva»! ¡Y qué sola se quedó —unos años más adelante— cuando su hijo Tarzanito
abandonó definitivamente el bungalow natal para radicarse en el Brasil!
El muchacho se había casado con una bella señorita extranjera —nacida en Río de
Janeiro— a la que había conocido mientras estudiaba en esa ciudad.
Ya era padre de tres preciosos morenitos, cuyas fotos cubrían toda una pared del
dormitorio de Juana.
Juana.
Pobre Juana. Seguía con su viudez a cuestas.
A pesar de que no le habían faltado oportunidades para contraer un segundo matrimonio
—ya que era una mujer inteligente y atractiva— ella decía que nunca volvería a enamorarse,
que el recuerdo de su amado esposo era demasiado poderoso, que nadie llenaría el lugar
vacante que había dejado con su muerte.
La mona Chita seguía con ella y era su fiel compañera, junto con tres perros, cinco
gatos, una tortuga y dos o tres docenas de coloridos pececitos.
Juana tenía muchas amistades, claro, y solía visitarlas o invitarlas a su cabaña con
relativa frecuencia. También mantenía larguísimas charlas telefónicas con ellas, respondiendo
a sus constantes llamados en todo momento de la jornada.
En realidad, a Juana no le gustaba quedarse de oreja pegada al teléfono, pero
comprendía que esos continuos ring-ring —que sonaban en su casa— eran la prueba del
cariño que despertaba en los demás. Por eso, atendía con calidez y brindaba —a cada uno— el
tiempo que fuera necesario para que quien llamaba quedara satisfecho. Entonces, ella también
lo estaba.
Así pues, durante el día —ocupada como se encontraba con los quehaceres domésticos
y la atención de sus animalitos y del teléfono— las horas se le pasaban en un soplo.
Interminables le parecían las de la noche y era entonces cuando su soledad le pesaba
tanto, aunque intentara distraerse leyendo, viendo alguna película por televisión o —sobre
todo— inventando nuevas recetas de cocina. Su imaginación —en ese rubro— no tenía
límites.
Por suerte, los fines de semana lograba sacudir —casi por completo— esa angustiosa
sensación de desamparo. Sábados y domingos, su cabaña se convertía en el centro de
atracción turística número uno. «Selvatex», una importante empresa de viajes, le pagaba a
Juana una buena suma mensual para que abriera su cabaña a la curiosidad de los continuos
contingentes de excursionistas. Con eso, ella se mantenía económicamente y con comodidad.
No existía sábado o domingo en que faltaran turistas, provenientes de todas partes.
Nadie resistía la tentación de visitar el hogar de Tarzán, conocer a su mujer y a la
auténtica mona Chita. Además, esa casa era la única de la zona que mantenía la construcción
original, que permanecía igualita a la época en que había sido hecha, tantos años atrás. Tantos,
que ya no era aquella cabaña aislada en mitad de la selva, como en la temporada de su
fundación.
¿«Selva» dijimos? ¿Qué quedaba de la antigua y extendida selva sino un retazo de
pasturas verdes —bien lejos de allí— en lo que ahora se denominaba «las afueras»?
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La edad del pavo
La edificación cubría casi por completo el territorio que alguna vez había sido un lugar
silvestre, rico en vegetación y animales salvajes. La localidad era un modernísimo complejo
urbano.
Una madrugada —como tantas otras— sorprendió a Juana despierta y al borde del
llanto.
—No soporto más esta soledad... —dijo,
y arrojó al suelo —junto a su cama— el
cuaderno donde acostumbraba escribir sus
recetas de cocina.
—Tengo que cambiar mi estilo de vida...
Un trabajo que me interese, tal vez... Eso... Un
trabajo que me ayude a tapar los espacios de
soledad que me están invadiendo el alma...
Y ahí sí que se largó a llorar.
Chita —que descansaba en una hamaca
colgada en el jardincito posterior de la casa y
adonde se abría el ventanal del dormitorio de
Juana— se despabiló —de repente— al oír los
sollozos de su dueña.
Corrió entonces a su lado, saltando a
través del ventanal y la miró —durante unos
instantes— como si comprendiera lo que le
estaba pasando.
Juana le acarició la cabeza:
—Qué increíble, Chita... Parece que
entendieras lo que me ocurre... ¿no es cierto?
Por toda respuesta, la mona salió
disparando hacia afuera.
Cuando regresó al cuarto, traía el cajoncito en el que solía guardar sus cachivaches.
Lo colocó junto a la cama y empezó a sacar sus «tesoros» y a dárselos a Juana.
—Qué amorosa... —dijo la mujer—. Quiere regalarme sus juguetes para que no esté tan
triste...
Dos o tres semanas después de esa noche de crisis, Juana ya había resuelto a qué trabajo
dedicar sus días.
Si le encantaba crear recetas y cocinar los platos mas exquisitos... ¿por qué no hacer lo
mismo para vender?
Así fue como transformó su cocina casi en un mini-laboratorio gastronómico y equipó
una de las habitaciones que daban a la calle, como coqueto local de atención al público.
Hizo publicidad en diarios, revistas, radio y televisión.
Lo que más le costó fue decidir qué nombre le daría a su negocio. Dudó entre «V. G.
Tal’s» (porque sus comidas eran totalmente vegetarianas), «Estado de coma» o «Estado
vegetativo» (que desechó por considerarlos —con razón— de humor negro), «Mendieta» y
«Punto y Coma».
Finalmente, prefirió «Punto y Coma» y —pronto— un gran cartel —al frente de su local
— anunciaba:
PUNTO Y COMA
Los más deliciosos menúes naturistas preparados por encargo.
Comidas para llevar, artesanalmente creadas por Juana Tarzán.
Pedidos al Tel. 3030 o personalmente.
También, entrega a domicilio.
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Elsa Bornemann
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La edad del pavo
Era como si se le hubiera revelado —de repente— la existencia de una «fauna» muy
singular: la de los «pavos telefónicos» —como los apodó— esos seres que suponían que ella
tenía que estar pegada a la silla junto al teléfono, para atender su llamado en ese preciso
instante en que a ellos se les había ocurrido telefonear y no toleraban el contestador...
O esos que contaban con familiares, personal de servicio o secretarios para ocuparse de
responder —cada vez que sonaba la campanilla en sus casas o lugares de trabajo— y no
comprendían que Juana debía de arreglárselas sola...
O esos que —simplemente— no atendían el teléfono cuando no se les venía en ganas y
no valoraban el respeto que a ella le merecían todos los llamados que le hacían, porque todos
tenían la posibilidad de comunicarse con su casa, gracias al contestador...
Incapaces de ponerse —siquiera durante lo que dura un pestañeo— en la piel del otro,
de los otros (en este caso, en la de Juana) solían dejarle mensajes ridículos, absurdos, de los
que aquí se presenta una reducida muestra:
«Es algo miserable esto de acaparar todos los llamados. Clic.»
«Qué invento más triste. Lo que usted no quiere es hablar conmigo. Clic.»
«Llámenos, Juana; ya es la quinta vez que le grabamos un mensaje! Clic.»
(Y las cinco veces... olvidaron comunicar nombres o números telefónicos...
o ambas cosas a la par...! ¡Aj, Juana era la mujer de Tarzán, no Mandrake el
Mago...!)
«¡Odio este aparato! ¡Odio hablar con un aparato! Clic.»
(¿Acaso no se habrían enterado —aún— de que el teléfono es —también—
un aparato?)
«¡Me harta el contestador! Clic.»
—A mí también... —estalló Juana una noche, tras escuchar la novena pavada en la cinta
de grabación—. Esta semana voy a darle vacaciones...
Y entonces lo desconectó durante tres o cuatro días.
¡Para qué! Cuando —debido a las exigencias de su trabajo, que era el único perjudicado
si «el compañero» seguía mudo— Juana volvió a ponerlo en acción, los mismos «pavos
telefónicos» que se manifestaban alérgicos al aparato... reaparecieron grabando mensajes del
tipo de los que siguen:
«¡Por fin conectaste el contestador, Juana; te llamamos dos veces y nadie
atendió!»
«¡Ya era hora de que arreglaras ese maldito aparato! ¿Estuvo descompuesto,
no? La impotencia que sentí, al llamarte el otro día y no poder
comunicarme...»
«Egoísta, Juana, ¿eh? Se está olvidando de dejar encendido el grabador
cuando sale...
Total, que los demás llamen y la campanilla suene y suene y suene...»
—Es el colmo. Inútil esperar coherencia o comprensión de parte de estos pavos —pensó
Juana—. Agotan la paciencia...
Y entonces volvió a desconectar a su «compañero electrónico», desconcertada.
En ese mismo momento sonó el teléfono. Cuando atendió —intranquila porque no
deseaba tener una discusión con ninguno de esos «ejemplares» cuyos mensajes acababa de
escuchar— la voz de su hijo —que le llegaba desde el otro lado del océano— fue para ella
como un regalo del cielo.
Días después de la conversación con Tarzanito, Juana decidió que cumpliría la promesa
que le había hecho de viajar a Brasil. Además, necesitaba reencontrarse con su familia, volver
a ver a sus tres nietecitos, recuperar fuerzas entre quienes tanto la querían.
Se acercaba otro fin de año; ese había sido agobiante y se merecía un descanso. Chita
también, ¡con las energías que había consumido durante los repartos a domicilio!
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Elsa Bornemann
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La edad del pavo
I.
Tal como solía hacerlo la mayoría de los lemonitas durante las cálidas noches de la
estación verde, los cinco se encontraban tendidos —caras al cielo— sobre sus respectivos
colchones flotantes. La silenciosa contemplación de los padres y sus tres hijos era apenas
interrumpida —de tanto en tanto— por el zumbido de alguna astronave que partía desde la
base cercana a su casa. Ya faltaba poco para que concluyera la séptima noche de
contemplación y —con ella— la breve estación verde.
En ese planeta, dicho período era tradicionalmente destinado a la observación conjunta
de la inmensidad. Grandes y chicos acostumbraban a reunirse fuera de las casas y acostarse
con la mirada fija en las estrellas.
Finalizada la séptima noche de muda contemplación, a los pequeños lemonitas les
llegaba el turno de preguntar a sus mayores todo aquello que les interesaba saber con respecto
al universo. Entonces, era mandamiento que las respuestas se orientaran no sólo a satisfacer la
natural curiosidad de los más chicos, sino —también— a estimular en ellos la necesidad de
comprender que Lemonia les pertenecía, que era su diminuto hogar dentro del hogar infinito
que constituía el universo, ese universo que cobijaba al suyo al igual que a otros millones dc
planetas.
En Lemonia, acostarse de cara al cielo durante la estación verde significaba lo mismo
que arrodillarse ante la maravilla de la creación, actitud practicada —por ejemplo— por los
seres de la Tierra.
Un poderoso y fascinante sonido comenzó —de pronto— a expandirse a través de todo
el espacio lemoniano. Indicaba el fin de la fugaz estación. Fue entonces cuando el más
chiquito de los hermanos de la familia a la que se refiere este relato, extendió su único dedo
hacia el cielo y exclamó:
—Y aquella estrellita... ¿cómo se llama?
Señalaba un puntito luminoso casi imperceptible... un mini-mini brillante... apenas un
destello más entre la infinidad de ojos mediante los cuales el cosmos se contempla a sí
mismo...
La madre le contestó:
—Zmrblf. Nosotros lo denominamos así, aunque sus habitantes le pusieron el casi
impronunciable nombre de «Tierra»...
—¡Zmrblf! ¡Bah! —dijo el mayor de los hermanos lemonitas.
—Los zmrblfianos, ¡qué pavos! —agregó el mediano—. Son unos pavos que...
—No deben hablar así —interrumpió el padre—. Fueron tontos, es cierto, pero ya no lo
son. Precisamente mañana, van a festejar un nuevo aniversario del «darse cuenta», según sus
calendarios.
El más pequeño de los lemonitas —que hasta ese momento escuchaba con atención el
desarrollo de la charla entre el papá y sus hermanos— dijo entonces:
—No entiendo... Del «darse cuenta»¿de qué?
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Elsa Bornemann
—De que la Tierra es su casa, aj ¡porque no se daban cuenta los muy pavos! ¡Y pasemos
a otro tema! —exclamó el mayor.
—De que deben cuidarla entre todos,
¡cosa que no hacían, los muy zonzos! Y
cambiemos de historia, que ésta la requete
sabemos —agregó el mediano.
—Ustedes... Yo no... —protestó el más
pequeño, tras las afirmaciones de sus
hermanos.
—Vengan conmigo —les dijo entonces
el padre a sus hijos mayores—, mientras mamá
le cuenta a Xyipi la historia de Zmrblf... —y
accionó un control de su colchón flotante. Los
hermanos mayores hicieron lo propio con los
suyos.
De inmediato, los tres se desplazaban
hacia otro lugar de la llanura que rodeaba su
casa.
Cuando la madre vio que se ubicaban a
una distancia prudencial, la suficiente como
para que ambos grupitos pudieran conversar
sin perturbarse mutuamente, empezó su relato:
—Ese puntito luminoso... Ese mini-mini
brillante que señalaste —querido Xyipi— es
Zmrblf... o «la Tierra», como ya te enteraste... Lo que no sabes es que los habitantes de esa
esfera de escasos 44 mil kilómetros de circunferencia fueron capaces de poner en peligro el
sistema solar al que pertenecen... Te explico: durante miles de años, los zmrblfianos (o
«terráqueos» o «seres humanos», como se autodenominan) estuvieron... ¿qué decirte?... como
dormidos... o algo así... Por eso, cada vez que lograban alcanzar un estado de bienestar que
Les permitía vivir mejor a todos ellos... en vez de disfrutarlo, pues... buscaban el modo de
destruirlo... Sé que esto que te cuento te parecerá rarísimo, pero nuestra Lemonia también
pasó por etapas similares hace millones de años... Nuestros remotos antepasados también
cometieron locuras... Sucede que nuestro planeta es muchísimo más viejo que la Tierra...
Aprendió antes todas estas cosas que les enseñamos a nuestros hijos durante la estación
verde... «Enseñar» —Xyipi— es como pasar una antorcha de una mano vieja a otra joven,
antes de que su fuego consuma la mano vieja... y se consuma a sí misma... y desaparezcan —
entonces— mano y fuego... y... Bueno, te decía que los zmrblfianos fueron capaces de llegar
al borde mismo de la destrucción de su propia Zmrblf... Para hablarte de hechos más o menos
recientes, te cuento que estuvieron a punto de desatar una nueva guerra mundial... Se habían
dividido en dos bandos. Todas las regiones de la Tierra pertenecían a uno u otro bando,
potencias armadas hasta los dientes con las máquinas de matar más perfectas que puedas
imaginarte... y con los subterráneos refugios de protección más sofisticados... ah... como si
creyeran que fuese hermoso sobrevivir en un territorio devastado por la energía nuclear... Si
esa guerra se declaraba —¡plf!—la Tierra iba a estallar sin remedio y el equilibrio de su
galaxia correría el riesgo de perderse... y... en fin... Es debido a esta historia —que tus
hermanos conocen— que aseguraron que los zmrblfianos son pavos... Ah... por suerte
podemos afirmar que lo fueron; ya no... Prosigo: ellos no habían aprendido aún que cada
planeta debe amarse y —por lo tanto— cuidarse a sí mismo; que la Tierra es su bella casa
chica dentro de la casa sin límites que constituye el universo y que alberga a todas sus
estrellas por igual... Por eso, como planeta más viejo decidimos enseñárselo a nuestro
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La edad del pavo
hermano jovencito... Te repito que —aquí— es deber del que aprendió antes el transmitir lo
aprendido. Te repito que aquí, Xyipi, «aprender» significa no persistir en los errores
cometidos... Espero que no lo olvides cuando crezcas... En resumen: decidimos darles una
bella lección, que la merecían por ser más jóvenes... Te aclaro que no teníamos (ni tenemos)
ningún propósito de invadir y dominar la Tierra ni otro planeta... Ya entendimos que con
nuestra amada Lemonia nos basta y sobra si queremos ser felices... También entendimos que
si los zmrblfianos no habían respetado los mensajes de amor y de paz de maestros
extraordinarios como los que entre ellos vivieron, menos respetarían el nuestro... Entonces,
creímos que lo más efectivo sería aproximarnos sin hablarles de amor y de paz... darles un
susto... y... Nuestras naves sobrevolaron la Tierra una y otra vez. Permitimos que todos sus
habitantes nos vieran y no unos pocos, como en otras excursiones anteriores que —como
otros vecinos estelares— también habíamos realizado, llevados por el objetivo de explorar
mundos desconocidos.. una vez que los diarios de los zmrblfianos dejaron le ocuparse de
locuras tales como la guerra entre ellos, para destacar —en primeras planas— nuestra
aparición, aterrizamos plácidamente en varios puntos a la par. El pánico que se apoderó de los
seres humanos fue indescriptible. Sabíamos que —su primera reacción— sería tratar de
destruirnos... Porque... si hacía rato que se mataban entre sí... siendo iguales... ¿cómo no iban
a intentar destruirnos a nosotros, tan distintos físicamente, tan «bichos» para sus órganos de
percepción? Además, si la Tierra se había dividido en dos bandos con ansias le invasión y de
dominio de sus propios territorios... ¿cómo no iban a suponer que nosotros llegáramos
alentados por sus mismos fines? Ah... y si se nos antojara, tenemos todo lo que se necesita
para invadir y dominar cualquier planeta más joven que el nuestro... y así lo comprobaron los
humanos cuando tomaron conciencia de nuestro existir... Por eso sucedió lo que sucedió: en
una total coincidencia con nuestros razonamientos... Enumero:
1. Los hombres se sintieron perplejos.
2. Los hombres resolvieron unir —en contra de nosotros— los dos bandos en que se
habían fraccionado.
3. Los hombres comprendieron —al fin— que unidos debían cuidar su planeta, todos
juntos, sin pavotas divisiones que los llevaran —otra vez— al precipicio de una
guerra entre ellos.
4. Los hombres empezaron a entender que Zmrblf era su casa... y —desde ahí en
adelante— pensaron que debían amarla en su totalidad, cuidarla de polo a polo, de
trópico a trópico, preservando su aire, su agua, su fuego y su tierra...
»Lo que aún no entendieron es por qué —de repente— todas las naves extraterrestres
que ellos suponían una amenaza, fueron como aspiradas por los cielos justamente durante el
día en que temían la invasión de «los monstruos»... Oriente y Occidente terrestres quedaron
boquiabiertos cuando nuestras flotillas convinieron partir, seguras de que los zmrblfianos
habían aprendido la lección. ¡Y vaya si la aprendieron! Por eso papá se enojó con tus
hermanos cuando dijeron que los zmrblfianos son tontos! Lo fueron, Xyipi, hasta hace poco,
es cierto... Lo fueron... Mañana —según señalan los almanaques— van a festejar el haberse
dado cuenta de todo esto... Izarán una bandera única y multicolor como símbolo, como
recuerdo de tan importante acontecimiento. Como podrás suponer, la formaron con un retacito
del color de cada bandera que habían creado en cada región de su planeta... Resultó una bella
bandera de cientos y cientos de colores... Tantos como los motivos que habían usado como
pretextos para dividirse... «La Tierra, nuestra casa...» —entendieron por fin— al igual que
nosotros decimos «Lemonia, nuestro hogar...»
Y la mamá lemonita concluyó su charla mirando la carita de su. pequeño con una
expresión tal que —si no hubiese bailado en el rostro de una extraterrestre— hubiera podido
leerse como una sonrisa de ternura.
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Elsa Bornemann
—Vamos, bebé —le dijo entonces a Xyipi—. Debemos apurarnos. Tenemos que
reunirnos con los otros. Pronto va a iniciarse el burbujeo...
La mamá accionó un control de su colchón flotante, estiró su único dedo para enganchar
al suyo el colchoncito de Xyipi y ambos se desplazaron —enseguida— hacia el sitio donde el
resto de la familia los esperaba: seguían contemplando el cielo y conversando acerca de la.
maravilla que significaba.
Estaban a punto de festejar —como todos los lemonitas— el privilegio de estar
saludablemente vivos, el triunfo de la vida en cualquier esquina del universo.
Se dice que son cosa de extraterrestres... como las burbujas verdes que lemonitaron, con
alegría —poco después—, adhiriéndose a la celebración que los había convocado.
Sus miradas, aún fijas en al abrazo infinito de las infinitas estrellas.
Desde distintos y lejanísimos puntitos luminosos del cielo —y algunas tan sin
sospecharlo— otras y otras y otras y otras miradas coincidían en el celeste encuentro.
II.
Acabo de escribir —como si fuera un cuento— el sueño que tuve este amanecer,
durante el breve lapso en que logré dormirme.
No es fácil dormir aquí, angustiados como vivimos todos los que compartimos este
refugio antinuclear, siempre alertas a las instrucciones y noticias que desciframos en las
gigantescas pantallas de las computadoras zonales o que nos sacuden desde la cadena de
altavoces subterráneos.
Es la primera vez que escribo uno de mis sueños y —también— es la primera vez que
puedo escribir en mi diario desde que estamos al borde del desencadenamiento de otra guerra
mundial, desde que este espanto de ojos abiertos comenzó y que nos perturba aún más porque
no somos las mayorías quienes lo provocamos e ignoro cómo continuará. Pero he sentido la
compulsión de escribir mi último sueño. Tenía que transformarlo en palabras, aunque
tampoco sé para qué lo hice ni cómo lo conseguí, entre la pavorosa inquietud que reina en este
sitio desde que nos anunciaron esa noticia hace una hora y media.
Bien. Ya concluí.
Ahora, a leer y escuchar —de nuevo— lo que las pantallas y los altavoces reiteran
constantemente y que transcribo como final de este monólogo:
«CONSERVAR LA CALMA. AGUARDAR INSTRUCCIONES.
MANTENERSE CADA CUAL EN SU PUESTO HASTA PRÓXIMA
COMUNICACIÓN.
INFORMAMOS TRANSITORIO CESE DE HOSTILIDADES ENTRE
NUESTRO BANDO Y EL ENEMIGO.
REPETIMOS:
INFORMAMOS TRANSITORIO CESE DE HOSTILIDADES ENTRE
NUESTRO BANDO Y EL ENEMIGO.
DESDE TODAS LAS REGIONES DE NUESTRO PLANETA ACABAN
DE INFORMAR QUE CENTENARES DE OVNIS SE ENCUENTRAN
SOBREVOLANDO LA TIERRA.»
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La edad del pavo
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Elsa Bornemann
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La edad del pavo
extraordinaria suavidad, adecuado para la tenue pelusilla de los bebés y los débiles cabellos
de los ancianos... y esta pieza que en Europa no se consigue y que es el resultado del
incomparable ingenio argentino: el peine para calvos, con su acolchada almohadilla de felpa
—en vez de los comunes dientes— para masajear el cuero cabelludo desprovisto de pilosidad
y estimular —por lo tanto— las células capilares para inducir un rápido rebrote del cabello. Y
voy completando mi oferta con este diminuto peinecito, ideal para ordenarse las cejas en una
u otra dirección —atentos señores pasajeros— y con el broche de oro de este verdadero regalo
sometido a su gentil consideración: ¡el peine para animales domésticos! Este originalísimo
utensilio —munido de dos filas de resistentes púas de puntas redondeadas— perfecto para el
aseo de la piel de perros, gatos y otros mamíferos carnívoros y felinos, pertenecientes a esas
especies. Y aquí concluyo —distinguidos señores pasajeros— agradeciéndoles —desde ya—
la atención dispensada y la segura compra que —no dudo— me harán de estos artículos, por
el irrisorio precio de diez mil australes. Pero no quisiera despedirme sin antes augurarles una
agradable jornada. Que Dios les conserve la vista. Muchas gracias y buenos días.
A esta altura de los acontecimientos, varias personas se van desprendiendo de ésa suma
—que no les sobra— y se transforman en dueños de una serie de peines que no necesitan.
Usted también. Y eso que ya compró cuatro o cinco sobres, meses atrás.
El ciego desciende frente a la estación, listo para abordar otro autobús y usted —detrás
de él— baja y cruza la avenida, acomodando en su bolso la reciente compra. Piensa qué va a
hacer con tantos peines. Ni que fuera un pulpo o una monstruosa hidra.
Mira hacia el andén: su tren está pronto a partir. Se apresura y consigue subir, no bien se
pone en marcha.
Como el micro, el vagón también está repleto. ¡Uf, qué fastidio!, pocas esperanzas de
conseguir asiento, como siempre. Sin embargo, apenas se alejan de la estación se desocupa
uno justo a su lado.
Aún restan cuarenta minutos de recorrido hasta el centro de la ciudad por lo que —tras
los pisotones y acrobacias de rigor, que impiden que otros le quiten su sitio— se sienta por
fin. Los compañeros de viaje que continúan parados no disimulan cierta envidia y usted
simula no acusar recibo de algunas miradas fulminantes y vuelve a hojear el diario.
Imposible concentrarse en la lectura. Un desfile de vendedores ambulantes va a hacer su
irrupción durante los treinta y nueve minutos que faltan para llegar al centro.
Y el desfile se inaugura con el señor que «no vengo a vender si no a regalar tres lujosos
fascículos de cocina internacional, conteniendo un centenar de recetas de los más sabrosos
platos para las próximas fiestas; desde la copa de langostinos hasta el pavo relleno con
almendras (por ejemplo) e incluyendo toda la variedad de entradas, comidas frías y calientes,
postres helados y hasta el clásico pan dulce, insustituible en la mesa familiar navideña.
Además, a todo comprador se le obsequiará —sin cargo— un suplemento de alta repostería
europea».
El vendedor exhibe —entonces— tentadoras fotografías de distintos platos, «como para
que vayan comiendo con los ojos el menú que consumirán durante las fiestas...» y usted se
pregunta cuántos de los ocupantes del vagón contarán —siquiera— con una sidra para
entonces...
No obstante, acaso conmovidos por el rostro famélico y la desdentada sonrisa del señor
que las vende, varios adquieren las revistas.
Usted también. Y las enrolla dentro del bolso mientras prosigue el desfile: turrones,
cuchillos multiuso, cascanueces, muñecos de peluche, portadocumentos, quitamanchas, largas
tiras de caramelos, tijeritas «chinas», destapadores, hilos de coser, elefantes de yeso, alicates,
apósitos autoadhesivos, pañuelos, aspirinas, elementos de pirotecnia, también «para las
próximas fiestas...».
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La edad del pavo
Podría haberse llamado —por ejemplo— Cristóbal. Podría haber sido músico, tejedor
de lino o carpintero. Podría haber llegado de un hermoso país que quedara en algún sitio del
otro lado del bosque de la diminuta aldea de Alacia... o en cierto lugar sobre la costa opuesta
de su brumoso río. Pero nadie supo su nombre, ni su oficio, ni su procedencia.
No bien el muchacho de sombrero celeste, mirada celeste y barba ídem apareció entre
ellos, los alacianos se contemplaron —primero— desconcertados y —después— lo
contemplaron a él con sorpresa, con desconfianza, con temor, así, en ese orden, aunque
rápidamente concentraron sus sentimientos en la desconfianza y en el temor. ¿Por qué? Pues...
porque sí, ya que en los cuentos cualquier cosa puede suceder porque sí y no voy a ser yo
quien cambie esta maravillosa causa de los acontecimientos.
Continúo:
De inmediato, los alacianos murmuraron: «Un extranjero», «Un invasor», «Un peligro».
Y dispararon hacia sus casas, bajaron persianas, corrieron cortinas, cerraron puertas con
llaves, clausuraron chimeneas.
Entretanto, erguido en medio de un
callejón y sin entender nada, el muchacho se
quedó solo, bajo la luna y dentro del miedo de
Alacia.
Sintió.
Pensó.
Sintió.
Al rato, con mirada más corazón vueltos
del revés —como para que se viera claramente
la materia de la que ambos estaban hechos—
decidió presentarse, decir «Yo soy...».
Entonces, fueron siete las puertas a las
que llamó sucesivamente.
La primera puerta se entreabrió apenas y
—sin darle la menor oportunidad de completar
su «¡HOLA!»— un hombre le gritó:
—¡Fuera! ¡Fuera de aquí usted y todos
esos insectos gigantes que le sobrevuelan el
sombrero!
Apenas se entreabrieron —también— la
segunda puerta... la tercera... la cuarta... la
quinta... la sexta...
El muchacho escuchó entonces:
—¡Fuera! ¡Fuera usted y todos esos
horribles duendes que bailan en su mirada!
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La «inmoraleja» —en tanto— asegura que —a partir de ese día— los alacianos
debieron aprender a convivir con sus propios monstruos...
¡Ah! Y dicen que aquel muchacho que podría haberse llamado —por ejemplo—
Cristóbal, reaparece en los recuerdos de las viejas de la aldea —una y otra vez— mencionado
como «el chico-espejo».
Pero ése es otro cuento.