Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 19

RESEÑA DE LA NOVELA EN LA ANTIGÜEDAD CLÁSICA,

GRIEGA Y LATINA

Género tan antiguo como la imaginación humana es el relato de casos


fabulosos, ya para recrear con su mera exposición, ya para sacar de ellos
alguna saludable enseñanza. La parábola, el apólogo, la fábula y otras
maneras del símbolo didáctico son narraciones más o menos sencillas, y
gérmenes del cuento, [1] que tiene siempre en sus más remotos orígenes
algún carácter mítico y trascendental, aunque este sentido vaya
perdiéndose con el [p. 8] transcurso de los tiempos y quedando la mera
envoltura poética. Narración mucho más grandiosa y compañera también
de las primitivas civilizaciones, es la epopeya, teogónica primero y
después heroica, divina al principio y humana luego, pero representación
entonces de una humanidad más excelsa y vigorosa que la de las edades
históricas. En estos géneros espontáneos se agota la actividad estética de
las razas vírgenes y de los pueblos jóvenes, y salvo la poesía lírica,
ninguna otra forma del arte literario coexiste con ellos. La novela, el teatro
mismo, todas las formas narrativas y representativas que hoy cultivamos,
son la antigua epopeya destronada, la poesía objetiva del mundo moderno,
cada vez más ceñida a los límites de la realidad actual, cada vez más
despojada del fondo tradicional, ya hierático, ya simbólico, ya meramente
heroico. La novela, considerada como representación de la vida familiar,
puede insinuarse en la epopeya misma. ¿Qué es la Odisea sino una gran
novela de aventuras, en la mayor parte de su contenido? Pero los
naufragios y trabajos del protagonista, los detalles domésticos más
menudos, están envueltos en una atmósfera luminosa y divina que los
ennoblece y realza, bañándolos de pura y serena idealidad. La categoría
estética a que tal obra corresponde es sin duda superior a la de la ficción
novelesca, que más o menos se caracteriza siempre por el predominio de
la fantasía individual, por el libre juego de la imaginación creadora. La
epopeya tiene raíces mucho más hondas, que descienden a lo más
recóndito del alma de los pueblos; es cosa venerable y sagrada, que oculta
misterios étnicos y genealógicos, emigraciones y sangrientos conflictos de
razas y gentes, ascensión del espíritu humano a la vida religiosa y
civilizada, símbolos medio borrados de una revelación primitiva y de
verdades eternas. Nacida en un período de viva y fresca intuición y de
religioso terror ante los arcanos de la [p. 9] Naturaleza misteriosa y
tremenda, que apenas comenzaba a levantar una punta de su velo, la
poesía épica, contemporánea de los primeros esfuerzos y de las primeras
conquistas del trabajo humano, no domina la realidad, sino que es
dominada y sobrepujada por ella. La personalidad del poeta no existe:
yace abismada y sumergida en el espíritu colectivo, del cual es eco sonoro;
su nombre es un mito más, que se confunde con los nombres de sus
héroes. No hay obra sin autor, es cierto; pero el nombre de autor, en el
sentido que la literatura le ha dado, es el que menos cuadra al poeta épico,
que hasta cuando logra la perfección de la forma, como por privilegio
estético de su raza aconteció a Homero o a los poetas homéricos, la
alcanza por instinto semidivino, que no excluye el aprendizaje técnico
transmitido por generaciones de aedos y rapsodas, pero que aleja toda
sombra de artificio literario y parece una comunicación inmediata y
continua de la esencial belleza de las cosas reflejadas en la mente del
poeta.
Tales momentos no pueden menos de ser fugaces en la vida de la
Humanidad. Cuando nace la literatura propiamente dicha, es decir, el arte
reflexivo de la composición y del estilo, obra enteramente personal, y que
coincide en todas partes con el advenimiento de la prosa, principal
instrumento del discurso humano y de la cultura científica, la epopeya
muere o por lo menos se transforma. Unas veces se combina con la poesía
lírica, como vemos en las odas triunfales de Píndaro, tan llenas todavía de
mitos y de recuerdos heroicos; otras presta su metro y sus formas a la
didáctica, y es maestro de la vida en Hesiodo, o intérprete del pensamiento
filosófico aplicado a la interpretación del enigma de la Naturaleza, como
en la poesía física de Empédocles y Parménides; otras se convierte
de narrativa en activa, y los héroes y las divinidades de la epopeya,
conservando todavía su grandioso y sobrenatural prestigio, pisan las
tablas de la escena trágica y pronuncian las aladas palabras que en su
boca ponen Esquilo y Sófócles. Y no paran aquí las transformaciones del
genio homérico, que es a modo de río inagotable para el pensamiento y el
arte de la Hélada, pues también la Historia crece a los pechos de la
epopeya, y al despojarse de la forma métrica no abjura de su origen, ni de
la pasión a lo maravilloso, ni de la candorosa y patriarcal ingenuidad del
relato, que hacen de Herodoto un [p. 10] poeta épico, tan lejano del tipo
de historiador político que hallamos en Tucídides.
La novela, última degeneración de la epopeya, no existió, no podía existir
en la edad clásica de las letras griegas. Pero elementos de ella hubo sin
duda, y pueden encontrarse dispersos en otros géneros. Aparte de los
apólogos esópicos y de las fábulas libycas, que son género de muy remoto
abolengo y más oriental que griego, fué peculiar de aquella cultura en su
mayor grado de refinamiento sabio el mito filosófico, que unas veces es
metamorfosis o interpretación de un mito religioso y otras veces parábola
o alegoría libremente imaginada para exponer alguna doctrina metafísica
o moral. De este género de mitos es maestro prodigioso Platón en
el Timeo, en el Protágoras, en el Critias, en el Fedro, en el Convite y en
tantos otros diálogos. A veces estos mitos tienen notable desarrollo
poético, como el de Her el Armenio en el libro X de la República (que sirve
al filósofo para exponer sus ideas acerca de la vida futura), y la leyenda
geográfica de la isla Atlántida, que probablemente oculta una verdad
histórica desfigurada por la tradición y acomodada por Platón a un sentido
político.
Desprovistas de tal sentido y de cualquier otro que no fuese el de la
curiosidad y mero deleite, conoció la antigüedad helénica gran número de
narraciones fabulosas históricas y geográficas, muchas de ellas de origen
oriental, asirio, persa o egipcio, como las que de buena fe sin duda recogió
Herodoto de boca de los intérpretes de Memfis, y todas las maravillas que
contenían los libros de Ctesias, frecuentemente citados por Diodoro
Sículo. Basta leer el satírico y ameno tratado de Luciano sobre el modo de
escribir la Historia para comprender a qué punto llegó el furor de mentir en
los historiadores de la decadencia, incluso en los que escribían de cosas
de su tiempo, como los biógrafos de Alejandro. Prescindiendo de los
mitógrafos de profesión, como Apolodoro, que al fin recogían leyendas
antiguas, aunque muchas veces las exornasen y amplificasen, no puede
omitirse que las relaciones de viajes apócrifos a países apenas conocidos
o a tierras enteramente fabulosas llegaron a constituir un género, al cual
corresponden la Panacea, de Evhemero; la Isla Afortunada, de Iámbulo; el
libro de Hecateo de Abdera sobre las costumbres de los Hiperbóreos, [p.
11] y otras varias expediciones imaginarias, de las cuales es chistosa
parodia la Historia verdadera, del mismo Luciano.
Engendró la muelle ociosidad de las ciudades de Jonia y de la Magna
Grecia un nuevo género de narraciones, destinadas al frívolo halago de la
imaginación, cuando no al de los sentidos, y análogo en gran manera a los
cuentos orientales, de los que acaso en parte procedían. Perdidas las
primitivas fábulas sibaríticas y milesias , sólo es dado formar juicio de ellas
por imitaciones griegas y latinas muy tardías, como el cuento de la Matrona
de Éfeso en el Satyricon, de Petronio; el Asno, atribuido a Luciano o a
Lucio de Patras, y el mucho más extenso y complejo Asno de Oro, de
Apuleyo; obras que justifican ciertamente la fama de libidinosas y aun de
brutalmente obscenas que gozaban dichas fábulas, aunque no sea difícil
encontrar en esos mismos libros, sobre todo en el del retórico africano,
narraciones de más noble carácter, y alguna tan pura, ideal y exquisita, tan
llena de profundo y místico sentido como la historia de los amores de
Psique, [1] que fué adoptada como símbolo por la teurgia neoplatónica.
Todas las formas seminovelescas hasta ahora enumeradas, con la sola
excepción de los mitos filosóficos, fueron poco cultivadas en la edad de
oro de la literatura griega, y tenidas sin duda en concepto de géneros
inferiores. Su mayor desarrollo, y también el mayor número de ejemplares
que de ellas conocemos, pertenecen a épocas de decadencia, a la
alejandrina, a la greco-romana, y finalmente, a la bizantina. Hay que
exceptuar una obra sola, compuesta en los mejores tiempos del aticismo,
la Cyropedia, de Xenophonte, novela histórica, pedagógica y política, que
bajo el disfraz de una fabulosa biografía de Ciro el Mayor, envuelve un
curso completo de educación regia y una exposición grave y amena de las
doctrinas morales de la escuela socrática. Este libro, célebre en todos
tiempos, ha sido progenitor de numerosa literatura ético-política: nuestro
obispo Guevara le imitó en su Marco Aurelio ; Fenelón juntó en
el Telémaco los risueños cuadros de la Odisea y la tendencia práctica de
la Cyropedia, y aun el Emilio, de [p. 12] Rousseau, aunque no sea
doctrinal de príncipes sino catecismo de educación democrática, puede
considerarse como el último eslabón de esta cadena de novelas
pedagógicas, donde la intención doctrinal se sobrepone en gran manera
al interés estético de la fábula.
Si en alguno de los clásicos griegos quisiéramos personificar el genio de
la novela antes de la novela misma, no escogeríamos otro que Luciano, a
quien la intachable pureza de su estilo coloca entre ellos, si bien
cronológicamente pertenezca al siglo II. En sus obras, tan numerosas, tan
varias, tan ricas de ingenio y de gracia, tan sabrosas y entretenidas, no
sólo hay muestras de todos los géneros de cuentos y narraciones
enumerados hasta ahora, las imaginarias de viajes, las licenciosas o
milesias, las alegorías filosóficas, sino que el conjunto de todos sus
diálogos y tratados forma una inmensa galería satírica, una especie de
comedia humana y aun divina, que nada deja libre de sus dardos ni en la
tierra ni en el cielo. La ironía, el sarcasmo, la parodia, alternan con el
razonamiento filosófico, con la gravedad del moralista, con el desenfado
del cínico, con el libre vuelo de la fantasía del poeta. Juntando dos géneros
harto diferentes, el diálogo filosófico y el de la comedia, logra Luciano un
singular compuesto de la manera de Platón y de la de Aristófanes, con un
sabor acre y picante peculiar suyo, que recuerda la fuerza blandamente
corrosiva del estilo de Voltaire y todavía más la prosa de Enrique Heine.
La antigua sátira menipea renace en sus coloquios, y se combina con la
observación de costumbres y caracteres practicada por Teofrasto y otros
peripatéticos. Aun descartada la polémica contra la mitología y la polémica
contra Los filósofos, hay en Luciano magistrales invenciones cómicas,
como Timón el Misántropo y El banquete o Los Lapitas; singulares
historias de maravillas y encantamientos en el Philopseudes, y de rasgos
heroicos de amistad en el Toxaris; cuadros tan livianos como ingeniosos
de la mala vida de las meretrices y de los parásitos; sátiras generales de
la vida humana, como Carón y el Icaro-Menipo; sátiras personales en
forma biográfica, como Alejandro el Falso Profeta y la Muerte
de Peregrino. Dejo aparte, porque es para mi gusto la obra maestra del
sofista de Samosata, el diálogo del zapatero Simylo y su gallo, joya de
buen sentido, de gracia ática y de dulce y consoladora filosofía. No menos
que la variedad y riqueza de los argumentos pasma en Luciano la [p.
13] fecundidad de recursos artísticos con que sazona y realza sus
invenciones: sueños, viajes al cielo y a los infiernos, diálogos de muertos,
de dioses y de monstruos marinos, epístolas saturnales, descripciones de
convites, de fiestas y regocijos, de audiencias judiciales, de subastas
públicas, de cuadros, de estatuas, de termas regaladas, de sacrificios e
iniciaciones, de toda la vida pública y privada, religiosa y doméstica, del
mundo greco-oriental en tiempo de los Antoninos. Salvo Plutarco en sus
obras morales y en sus biografías, ningún autor clásico nos pone tanto en
intimidad con el múndo antiguo. Es un ingenio de decadencia, pero
saturado del más puro helenismo. Y al mismo tiempo, por la fuerza
demoledora de su crítica, por la nimia curiosidad del detalle pintoresco y
raro, por el artificio sutil, por la riqueza de los contrastes, por el tránsito
frecuente de lo risueño a lo sentencioso, de la más limpia idealidad a lo
más trivial y grosero; por el temple particular de su fantasía, que con voz
moderna podemos definir humorística, nos parece un contemporáneo
nuestro de los más refinados, originales y exquisitos. Sus cualidades y sus
defectos le predestinaban para ser uno de los grandes maestros y
educadores del espíritu satírico y del arte literario moderno. En él buscó
sus armas toda la literatura polémica del Renacimiento; no las desdeñó la
filosofía del siglo XVIII, y a parte de esta vena petulante y agresiva,
grandes observadores de la vida humana, que la contemplaron con más
sano y piadoso corazón y con mente serena y desinteresada; grandes y
honrados satíricos, cuya musa dominante fué la indignación contra el error
y el vicio, encontraron provechoso recreo en las páginas de Luciano, y
acomodaron a la literatura de los pueblos cristianos mucho que no puede
rechazar el más ceñudo moralista. Tan abigarrado y extraño resulta, pues,
el catálogo de los imitadores del Samosatense, como es abigarrada su
doctrina y vario el objeto de sus burlas y el tono de sus escritos. El Elogio
de la Locura y los Coloquios, de Erasmo y Pontano; el Mercurio y
Carón, de Juan de Valdés; el Crótalon, de nuestro Cristophoro Gnosopho,
y el Cymbalum mundi, de Buenaventura Desperiers; alguna parte de
Rabelais; la Sátira Menipea francesa; el Coloquio de los Perros y El
Licenciado Vidriera, de Cervantes; los Sueños, de Quevedo; los Diálogos
de los muertos, de Fenelón y Fontenelle; los Viajes de Gulliver; muchos
diálogos de Voltaire y [p. 14] algunos de sus cuentos, como Micromegas
y el Sueño de Platón; el Sobrino de Rameau, de Diderot; no pocos escritos
de Wieland; las Sátiras políticas de Courier, y aun si se quiere, las
fantasías cómico científicas del autor norteamericano que escribió el viaje
del holandés Hans Pfaal a la Luna; todas estas y otras innumerables
producciones, tan divergentes en gusto, estilo y tendencias, son obras en
que más o menos se refleja la inspiración de Luciano, o por involuntaria
reminiscencia, o por imitación deliberada, o por mera analogía del cuadro
estético, o por semejanza de temperamento en los autores; influencia no
siempre pura, sino mezclada con otras muchas, y en algunas ocasiones
oscurecida y casi anulada por el genio triunfante del imitador. No importa
que alguno de ellos no conociera directamente el texto de Luciano o no se
acordase de él al tiempo de escribir. La influencia no por ser latente es
menos poderosa, y la de Luciano estaba en la atmósfera de las escuelas
del siglo XVI, en el polvo que levantaba la literatura militante, en la tradición
literaria de los siglos posteriores. Lo que no se veía en el mismo Luciano,
se aprendía con creces en sus discípulos, que han sido formidable legión.
Voltaire, por ejemplo, no había frecuentado mucho la lectura de Luciano,
y sin embargo, se parece a él como se parecían los dos Sosias, aunque
tiene más hiel y menos imaginación, o si se quiere, una imaginación menos
poética y libre.
Comparados con los brillantes caprichos de la musa de Luciano, pierden
mucho de su valor otros diálogos, cuentos y visiones que nos restan de la
antigüedad; la Tabla, de Cebes, es una alegoría moral, prolija e incolora,
pero que tuvo la rara fortuna de ser conocida y parafraseada por los
árabes; Los Césares, del emperador Juliano, una invectiva mordaz y
apasionada en que se ve más al sectario y al sofista que al hombre de
gusto. Lo que es verdaderamente muy agradable y no tiene toda la fama
que merece, sin duda por estar como perdida en las obras de un retórico
que nadie lee, es la Historia Eubea, de Dión Crisóstomo, idilio venatorio en
prosa, cuento moral en que se contrapone la pacífica existencia de dos
cazadores que viven en el seno de la Naturaleza y de la familia al tumulto
de la ambición y de la codicia que reinan en las ciudades. Hay en esta
ingeniosa y simpática narración un grado de delicadeza moral que anuncia
la vecindad del Cristianismo.
[p. 15] Tanto la Historia Eubea, en su género purísimo, como el
monstruoso cuento de Lucio o el Asno, que anda entre las obras de
Luciano, aunque no a todos parece suyo, presentan todos los caracteres
de la novela corta. Pero la novela extensa de amor y de aventuras, es un
producto de la extrema decadencia de la literatura griega y se cultivó
principalmente en la época bizantina. Para que esta clase de
composiciones tuviese existencia propia era menester que todos los
grandes géneros fuesen muriendo y que el rumbo de la sociedad
cambiase, tornándose cada vez más indiferente a la vida pública y menos
capaz del arranque heroico de la epopeya, del vuelo majestuoso de la
lírica, del interés patético y sagrado de la tragedia, de la gravedad de la
historia, de la sutil profundidad del diálogo filosófico y hasta de la
amargura, saludable a veces, de la sátira doctrinal y severa. Por otra parte,
el desarrollo creciente de la vida familiar, sus relaciones cada día más
complejas, los excesos de la vanidad y del lujo, la confusión de razas
distintas dentro de la unidad del Imperio romano, con peculiares ritos y
supersticiones, con varias y pintorescas costumbres, cierto género de
cosmopolitismo, en suma, alimentado por frecuentes y largos viajes, era
medio adecuado para que el ingenio lozanease en ficciones de toda casta,
aun sin traspasar los límites de la verosimilitud. El mundo moral
comenzaba a transformarse, y estos novelistas de decadencia, a quien los
griegos llamaban escritores eróticos (incluyendo entre ellos, no sólo a los
narradores de profesión, sino a los sofistas que componían cartas
amatorias, como Alcifrón y Aristeneto), llevan en su nombre mismo el
calificativo de su género, puesto que el amor, secundario siempre en la
epopeya y en la tragedia clásica (salvo en Eurípides), es, por el contrario,
la principal inspiración, y puede decirse el fondo común, de esta literatura
tardía, que alguna vez, como en la novela de Heliodoro, llega a la castidad
del arte cristiano, pero que con más frecuencia no sale de la esfera
puramente sensual en que se mueve el lindo y gracioso pero amanerado
idilio de Longo.
Las dos obras a que aludimos son las que principalmente merecen
atención en este grupo. El Teágenes y Cariclea, aunque no sea la más
antigua de las obras de su estilo, puesto que fué precedida por
las Babilónicas de Iámblico el Sirio y acaso por alguna otra, es sin disputa
la más célebre, sirvió de modelo a otras muchas [p. 16] dentro del mundo
greco-oriental y tiene la gloria de haber inspirado el último libro de
Cervantes y de haber encantado la juventud de Racine. No puede ser libro
vulgar el que ha logrado tales admiradores y panegiristas, pero es
seguramente un libro de muy cansada lectura. El interés de las aventuras
es muy pequeño y casi todas pertenecen al género más inverosímil,
aunque de fácil y trivial inverosimilitud: raptos, naufragios,
reconocimientos, intervención continua de bandidos y piratas. El merito de
Heliodoro no consiste en la fábula ni tampoco en el estilo, que, aunque
superior a su tiempo, es una especie de prosa poética llena de centones
de Homero y Eurípides, sino en la moral pura y afectuosa que todo el libro
respira, en la ternura de algunos pasajes y en cierta ingeniosa psicología
con que el autor expone y razona los actos de sus personajes, dando el
primer ejemplo de novela sentimental, aunque no muy apasionada. Tal
novedad, unida al prestigio que cualquier libro griego o latino, aun de los
más endebles, tenía en tiempos pasados, explica la gran popularidad
del Teágenes, cuya importancia en la historia de la novela es innegable, y
que, tal cual es, aventaja en gran manera a los Amores de Leucipe y
Clitofonte, de Aquiles Tacio; a los de Abrocomo y Anthia, de Jenofonte de
Éfeso; a los de Chereas y Calirrhoe, de Chariton de Afrodisia; a los
de Ismene e Ismenias, de Eustacio o Eumatho, y a otras novelas
bizantinas que nadie lee y con cuyos títulos es inútil abrumar la
memoria. [1] Sólo debe hacerse una excepción en favor de la interesante
y romántica historia del príncipe Apolonio de Tiro, por la difusión que tuvo
en la Edad Media y en el siglo XVI, como lo testifican la versión latina, [p.
17] atribuída a Celio Simposio, el Gesta Romanorum y otras colecciones
de cuentos; nuestro Libro de Apolonio, perteneciente al siglo XIII y a la
escuela del mester de clerecía; la Confessio amantis, del inglés Gower, la
novela Tarsiana, del Patrañuelo de Juan de Timoneda, y el Pericles,
príncipe de Tiro, drama atribuído a Shakespeare. Por de contado que este
rey Apolonio nada tiene que ver, salvo el nombre, con el filósofo pitagórico
del siglo I de nuestra era, Apolonio de Tiana, ni con su fabulosa biografía,
escrita por el sofista Filostrato, la cual debe contarse entre las novelas
filosóficas y taumatúrgicas que pulularon en los últimos tiempos del
paganismo, especialmente entre las sectas dadas a la teurgia y a las
ciencias ocultas. [1]
Aspecto muy diverso que todas las novelas hasta aquí
mencionadas , tiene la célebre pastoral de Dafnis y Cloe, obra de tiempo
y de autor inciertos, atribuída, quizá por error de copia, a un sofista llamado
Longo. Es la primera novela del género bucólico, y sin duda la más natural
y agradable, aunque su aparente [p. 18] ingenuidad nada tenga de
primitiva y sí mucho de refinado y gracioso artificio. Su autor imita
constantemente a los bucólicos sicilianos Teócrito, Bión y Mosco, y en
general, a los poetas de la escuela alejandrina, de la cual no parece muy
distante. Tiene el gusto y el sentimiento de la Naturaleza en mayor grado
que otros antiguos, y en la pintura de la pasión candorosamente sensual
de sus protagonistas procede sin velos, como gentil que no tiene recta
noción del pecado; pero su fantasía es más voluptuosa y amena que torpe,
y la belleza y placidez del cuadro campestre, los discursos platónicos del
viejo Filetas y hasta algo de sobrenatural y misterioso que hay en el destino
de los dos amantes, infunden a la novela cierto encanto poético, y,
trasladándola a la región de los sueños, la purifican un tanto de la grosería
realista. Pero entiendan los incautos que ni esta es la verdadera y sagrada
antigüedad, ni esta la gracia y sencillez del mundo naciente, sino una linda
pintura de abanico, que recuerda las del siglo XVIII francés, al cual
pertenece cabalmente la única y pudorosa imitación de Longo, Pablo y
Virginia. La ilusión que produce Dafnis y Cloe, consiste en que los griegos,
aun los sofistas y decadentes, conservan una relativa pureza y simplicidad
de estilo que contrasta con las afectaciones del gusto moderno.
No pequeña parte del atractivo de esta novelita ha de atribuirse también al
arte peregrino con que en distintos tiempos la han trasladado a sus
lenguas respectivas intérpretes tan esclarecidos como el obispo Amyot y
Pablo Luis Courier en Francia, Anibal Caro en Italia, y entre nosotros, don
Juan Valera. Así como las obras verdaderamente clásicas pierden siempre
en la versión, por esmerada que sea, un libro mediano, como Dafnis y
Cloe, puede salir mejorado en tercio y quinto de manos de sus traductores,
y por eso Amyot, escribiendo en el francés viejo y sabroso del siglo XVI,
prestó al cuento griego una rusticidad patriarcal que en el original no tiene
y que Courier remedó a fuerza de erudición ingeniosa; Aníbal Caro hizo
hablar a Longo en la prosa láctea y florida, melodiosa y suave del
Renacimiento italiano, y Valera, postrero en tiempo, no en mérito, labró
con el cincel de su prosa castellana, tan sabiamente familiar, expresiva y
donairosa, cuanto acicalada y bruñida, una ánfora que conserva el rancio
y generoso olor de nuestro vino clásico de los mejores días.
[p. 19] Con ser tantas las variedades del género novelesco que en su
senectud y aun en sus postrimerías ofrece el mundo clásico, es singular
que casi nadie (exceptuando a Luciano y a los epistológrafos eróticos
Alcifrón y Aristineto, inventores de la novela en forma de cartas) diese
indicios de seguir la senda abierta por la comedia nueva de Menandro y
sus imitadores, presentando bosquejos de la vida familiar, y escenas de
costumbres. El cuadro de género, la novela realista que en Roma se
manifiesta con todos sus caracteres en el libro de Petronio, no hace en los
autores griegos más que fugaces y episódicas apariciones, y aun en ellas
puede decirse que el campo de la observación está restringido a las
costumbres de las rameras y de los parásitos, presentadas con notable
monotonía.
Muy lejanos estaban los tiempos en que el análisis ético y psicológico, la
interpretación fina y sagaz de las pasiones humanas y de los casos de la
vida, fuesen principal materia del novelista. En la novela greco-bizantina lo
borroso y superficial de los personajes se suplía con el hacinamiento de
aventuras extravagantes, que en el fondo eran siempre las mismas, con
impertinentes y prolijas descripciones de objetos naturales y artísticos, y
con discursos declamatorios atestados de todo el fárrago de la retórica de
las escuelas, plaga antigua del arte griego. Por otra parte, aun que la
filosofía de los afectos y de los caracteres hubiese avanzado mucho con
los trabajos de los peripatéticos, quedaba por descubrir una región del
mundo moral oculta todavía a los ojos de Aristóteles y de Teofrasto. Casi
irreverencia parece hablar de la novela cristiana de los primeros siglos, y
sin embargo, es cierto que esta novela existía, a lo menos en germen, no
por ningún propósito de vanidad literaria o de puro deleite estético, sine
por irresistible necesidad de la imaginación de los fieles, que, no satisfecha
con la divina sobriedad del relato evangélico y apostólico, aspiraba a
completarle, ya con tradiciones, a veces muy piadosas y respetables, ya
con detalles candorosos, que apenas pueden llamarse fábulas, puesto que
del inventarlas al creerlas mediaba muy corta distancia en la fantasía
fresca y virgen de los que las inventaban de un modo casi espontáneo.
Pero hubo casos en que la ficción no fué enteramente inofensiva, por
haberse mezclado en ella el interés de las diversas sectas heréticas, que
llegó a viciar [p. 20] hasta los mismos evangelios canónicos. Aun en libros
que, andando el tiempo y olvidadas las circunstancias en que habían
nacido y las doctrinas particulares que reflejaban, fueron alimento de la
piedad sencilla de los siglos medios e inspiraron maravillosas obras al arte
religioso, es fácil reconocer huellas de gnosticismo, como en el Evangelio
de Nicodemus (cuya triunfal Bajada del Cielo a los lnfiernos es el tipo más
antiguo de la epopeya cristiana); las Actas de San Pablo y Tecla sabemos
que fueron compuestas por un presbítero de Asia, imbuído en la falsa
opinión de que era lícito a las mujeres el sacerdocio y la predicación en la
Iglesia, y las Clementinas o Recognitiones fueron en su origen un libro
ebionita o de cristianismo judaizante, y el texto griego actual conserva
muchos vestigios de ello. Pero muerta con el tiempo o casi ininteligible ya
la parte de polémica teológica que estos libros contenían, quedó sólo la
parte edificante y con ella el interés novelesco, pudiendo decirse que la
novela místico-alegórica nació con las suaves visiones del Pastor de
Hermas; que la Santa Tecla de las Actas fué el primer tipo de virgen
cristiana trasladado a la narración poética, y que en las Clementinas, la
novela de aventuras, viajes y reconocimientos, que por antonomasia
llamamos bizantina, cobró interés nuevo, a pesar de las espinas de la
controversia, y no fué ya relato insulso de peripecias irracionales, sino
demostración palpable de los caminos de la Providencia. Tan patente está
el carácter de la novela en las Actas de la mártir de Iconio y en la historia
de la familia de Clemente, que todavía en el siglo XVI pudo aprovecharlas
nuestro Tirso de Molina para el libro de cuentos espirituales que
tituló Deleitar aprovechando. Pero ninguna de ellas igualó en popularidad
a otra novela griega muy posterior, comúnmente atribuída a San Juan
Damasceno (siglo VIII), la Historia de Barlaam y Josafat, libro de
procedencia oriental, en que aparece cristianizada la leyenda del príncipe
Sakya Muni, tal como se ha conservado en el Lalita Vistara y en otros
textos budistas. No afirmamos, de ningún modo, que a esta novela
ascética se limitase la influencia del extremo Oriente sobre la antigüedad
griega. Otra no menos profunda, pero más tardía, ejercieron las
colecciones de cuentos, el libro de Calita y Dina, traducido en el siglo XI
por Simeón Sethos; el Sendebar transformado en Sintypas por el
gramático Miguel Andreopulos. Estos [p. 21] apólogos y ejemplos
traducidos del siríaco o del árabe procedían de versiones persas de libros
sánscritos, y sin entrar aquí en su embrollada historia, baste consignar que
fué Bizancio uno de los focos por donde penetraron en Europa, así como
otro fué la España musulmana, que transmitió a nuestra literatura
versiones independientes de las demás occidentales, ya en la forma latina
de la Disciplina clericalis, ya en la prosa castellana de Alfonso el Sabio y
el infante don Fadrique, ya en la catalana del Libro de Las Bestias, de
Raimundo Lulio.
Insensiblemente, vamos invadiendo el campo de la Edad Media, al cual la
decadencia griega nos ha arrastrado; pero conviene dar un salto atrás,
para fijarnos en los escasos, pero muy curiosos, productos de la novela
latina. Redúcense, como es sabido, a dos obras, la de Petronio y la de
Apuleyo, si bien algunos añaden, con poco fundamento, la alegoría
pedagógica y enciclopédica de Marciano Capella sobre las Bodas de
Mercurio con la Filología, y la Vida de Alejandro, por Quinto Curcio, que es
historia anovelada y en muchas partes indigna de fe, pero de ningún modo
novela histórica, como no lo es tampoco, aunque sea mucho más fabulosa,
la del Pseudo-Calistenes, tan importante para los orígenes de la leyenda
de Alejandro y sus transformaciones en la Edad Media. No lo son menos
para el ciclo troyano. Los libros apócrifos que llevan los nombres de Dictys
cretense y Dares frigio, pero más que novelas propiamente dichas, son
una prosaica degeneración y miserable parodia de la epopeya homérica,
a la cual suplantaron en Europa hasta que amaneció la luz del
Renacimiento. [1]
[p. 22] Petronio y Apuleyo son, pues, los únicos representantes de la
novela latina, a no ser que queramos añadir a Ovidio como autor de
deliciosos cuentos en verso (que a esto se reducen
las Metamorfosis), donde las aventuras y transformaciones de los dioses
gentiles están tratadas con la más alegre irreverencia y con el sentido
menos religioso posible.
El Satyricon, de Petronio, auctor purissimae impuritatis, pertenece sin
duda al primer siglo del Imperio, y una de las digresiones literarias en que
abunda, muestra que su autor era contemporáneo y émulo de Lucano.
Pudo ser la misma persona que el epicúreo árbitro de las elegancias de
Nerón, cuya valiente semblanza nos dejó Tácito; pero de fijo
el Satyricon, obra muy pensada y refinadamente escrita, que debió de ser
enorme a juzgar por la extensión de los fragmentos conservados y por lo
que dejan adivinar de la parte perdida, no puede confundirse con las
tablillas satíricas que aquel varón consular escribió pocas horas antes de
morir y envió al Emperador a modo de testamento cerrado, contando, bajo
nombres supuestos, sus propias torpezas y las de sus cortesanos.
Prescindiendo de la notoria imposibilidad que el caso envuelve, no se
encuentran, en la parte conservada del Satyricon, alusiones de ningún
género a Nerón, ni menos se le puede considerar retratado en la grotesca
figura del ricacho Trimalchion, que más bien presenta algún rasgo de la
estúpida fisonomía de Claudio. El Satyricon es una novela de costumbres,
de malas y horribles costumbres, escrita por simple amor al arte y por
depravación de espíritu; no es un libro de oposición ni una sátira política.
En su traza y disposición es una novela autobiográfica, muy descosida y
llena de episodios incoherentes; pero en la cual se conserva la unidad del
protagonista, que es una especie de parásito llamado Encolpio. Sus
aventuras y las de sus compañeros de libertinaje, entre los cuales
descuella el poetastro Eumolpo, son menos variadas que brutales, pero
ofrecen un cuadro [p. 23] completo de la depravación de la Roma cesárea,
y por la riqueza extraordinaria de los detalles, tienen el valor de un
testimonio histórico de primer orden. Si se logra vencer la repugnancia que
en todo lector educado por la civilización cristiana ha de producir este
museo de nauseabundas torpezas, no sólo se adquiere el triste y cabal
conocimiento de lo que puede dar de sí el animal humano entregado a la
barbarie culta, que es la peor de las barbaries cuando la luz del ideal se
apaga, sino que se aprenden mil raras y curiosas especies sobre el modo
de vivir de los antiguos, que en ningún otro libro se hallan, y hasta formas
de latín popular (sermo plebeius) que han recogido con gran esmero los
filólogos. En los trozos que pueden calificarse de honestos y en los que sin
serlo del todo no pecan por lo menos contra la ley de naturaleza ni ofenden
la fibra viril, es admirable la elegancia y a veces la energía viva y pintoresca
del estilo de Petronio. Sus digresiones sobre la elocuencia y la poesía y
sobre las causas de la decadencia de las artes, muestran que era
un dilettante muy ingenioso, partidario de la tradición clásica y enemigo de
los declamadores aunque también declamase no poco en sus tentativas
épicas sobre la Guerra civil y la Destrucción de Troya. En cambio, sus
versos ligeros, amorosos y epicúreos, son de una gracia mórbida que
recuerda, con menos pureza de gusto, la manera de Catulo. Los mezcla
en su narración a ejemplo de las antiguas sátiras menipeas, naturalizadas
en Roma por Varrón; pero con ser muy lindos estos versos quedan
inferiores a su prosa, que si de algo peca es de exceso de lima y artificio.
El cuento milesio de la Matrona de Efeso es un dechado de fina ironía; el
banquete de Tramalchion, un gran cuadro de género que puede aislarse
del resto de la obra y que sorprende por la valentía y crudeza de las tintas;
el episodio de los amores de Polyeno y Circe, un trozo de literatura galante
y algo amanerada, en que se advierte una cortesanía erótica poco familiar
a los antiguos. En todo el libro reina una discreta ironía, un escepticismo
frío y de buen tono que, por desgracia, envuelve la indiferencia moral más
cínica e inhumana. El Satyricon es un fruto vistoso y lleno de ceniza, como
las manzanas de Sodoma.
Aunque las Metamorfosis del africano Apuleyo, más conocidas con el título
de El Asno de Oro, presenten alguna escena tan repugnante y bestial
como las peores de la novela de Petronio, no [p. 24] son tan licenciosas
en conjunto y abarcan un cuadro novelesco mucho más amplio. Son, si se
prescinde del estilo extravagante y afectadísimo, una de las novelas más
divertidas y variadas que se han escrito en ninguna lengua. La forma es
autobiográfica, como en Petronio; pero el héroe narrador interesa mucho
más y no se pierde el hilo de sus raras aventuras, a pesar de los muchos
episodios intercalados. El Asno griego, de Luciano, o de quien fuere, ha
pasado íntegro al de Apuleyo, pero no es más que el esqueleto de su
fábula. La parte picaresca y realista precede enteramente de este o de
otros cuentos griegos, pero la parte mítica, simbólica y trascendental de la
obra es toda de Apuleyo y refleja a maravilla su propia vida, tan llena de
extraños casos, las incertidumbres de su conciencia, sus peregrinaciones
filosóficas, su insaciable y supersticiosa curiosidad, su magisterio de las
ciencias ocultas, su iniciación en los misterios egipcios, su neoplatonismo
teúrgico, su charlatanismo oratorio. El Lucio griego se burla de lo que
cuenta; su transformación en asno es mera bufonada. El Lucio latino,
aunque no tome al pie de la letra tan ridícula historia, cree en lo
sobrenatural y en el prestigio de la magia, cuyos ritos parece haber
practicado, a pesar de las hábiles negaciones de su Apología, y se
muestra doctísimo en materia de purificaciones y exorcismos. En el último
libro de El Asno nos conduce hasta el umbral de los misterios de Isis,
aunque no llegue a levantar el velo de la Diosa, y su tono solemne y
religioso no es el del fabulador liviano, sino el del inspirado hierofante.
Hasta la fábula de Psiquis parece adoptada por Apuleyo con alguna
intención alegórica, aunque no fuese la muy sutil que vemos en Fulgencio
Planciades. Mezcla abigarrada de cuentos milesios, casos trágicos,
historias de hechicerías y mitos filosóficos, El Asno de Oro, que como
novela de aventuras está llena de interés y de gracia, es, sin duda, el tipo
más completo de la novela antigua, y nos deleitaría hoy tanto como a los
lectores del siglo II si estuviese escrita con más llaneza de estilo y no en
aquella manera decadente, violenta y afectada, llena de intolerables
arcaísmos y grecismos, de frases simili-cadentes, de palabras
compuestas o torcidas de su natural sentido, de metáforas
y catacresis monstruosas, de diminutivos pueriles y de todo género de
aliños indecorosos a la grave majestad de la lengua latina. El estilo de
Apuleyo, aunque africano, no tiene la [p. 25] corrupción bárbara y férrea
como el de algunos apologistas cristianos, sino enervada y delicuescente,
como si quisiera remedar las contorsiones y descoyuntamientos de algún
eunuco sacerdote de Cibeles.
Petronio ha influído muy poco en la literatura moderna. Los antiguos
humanistas no le citaban ni le comentaban más que en latín; así lo hizo
nuestro don Jusepe Antonio González de Salas, grande amigo y docto
editor de Quevedo. Y realmente, libros como el Satyricon, nunca debieran
salir de lo más hondo de la Necrópolis científica . Apuleyo, en quien la
obscenidad es menos frecuente y menos inseparable del fondo del libro,
ha recreado con sus portentosas invenciones a todos los pueblos cultos, y
muy especialmente a los españoles e italianos, que disfrutan desde el siglo
XVI las dos elegantes y clásicas traducciones del arcediano Cortegana y
de Messer Agnolo Firenzuola; ha inspirado gran número de producciones
dramáticas y novelescas, y aun puede añadirse que toda novela
autobiográfica y muy particularmente nuestro género picaresco de los
siglos XVI y XVII, y su imitación francesa el Gil Blas, deben algo a Apuleyo,
si no en la materia de sus narraciones, en el cuadro general novelesco,
que se presta a una holgada representación de la vida humana en todos
los estados y condiciones de ella.
Tal es la herencia, ciertamente exigua, que la cultura greco-latina, principal
educadora del mundo occidental, pudo legarle en este género de ficciones
tan poco frecuentado por los pueblos clásicos. Pero la Edad Media,
prolífica en todo, creó y adapto nuevos tipos de narración, que son el
origen más inmediato y directo de la novela moderna y que pasamos a
considerar en sus relaciones con España.

Notas

[p. 7]. [1] . Los más antiguos cuentos conocidos son hasta ahora los
egipcios, que ha coleccionado G. Maspero en un precioso volumen (Les
Contes populaires de l'Egipte ancienne, traduits et commentés par G.
Maspero, París, año 1889, tomo 4 de Les littératures populaires de toutes
Ies nations). El primero de los cuentos que comprende, descubierto en
1852 por Rougé, es una novela de la época faraónica, enteramente
análoga a las de Las Mil una noches, con una de cuyas historias, la de los
príncipes Amgiad y Assad, tiene gran semejanza este cuento de los dos
hermanos, y también con otros muchos temas de novelística popular (falsa
acusación de una madrastra o cuñada, encantamiento del corazón en un
árbol, transformaciones del protagonista Bitiu análogas a las de Proteo,
etc.). Todavía más extraordinario y fantástico es el cuento dec Satni, hijo
de un rey de Menfis, en que intervienen momias parlantes, hechiceras,
magos y otros seres misteriosos, pasando gran parte de la acción fuera de
los limites de este mundo. Otros cuentos son de género muy diverso. El
de la toma de la ciudad de Joppe por los soldados de Tutii escondidos en
grandes vasijas de barro recuerda en seguida la estratagema de Alí Baba
y los cuarenta ladrones en Las Mil y una noches. No falta una muestra de
novela de viajes y naufragios, análoga a la de Sindbad el marino, y todavía
más a las griegas que parodió Luciano en la Historia verdadera. Hay
verdaderos cuadros de costumbres populares, como la historia del aldeano
que va a pedir justicia a la ciudad. Pero en general son cuentos
prodigiosos, en que la magia predomina, como el del rey Kufní; el de la
princesa de Baktan, poseída por el espíritu maligno; el del príncipe
predestinado a ser muerto por la serpiente, por el cocodrilo o por el
perro, o bien relatos de aventuras épicas que han podido pasar por
historias, como las Memorias de Sinuhit. A estos y otros varios cuentos
más o menos íntegros, recogidos directamente de los papiros egipcios, ha
unido Maspero el de Rhampsinito, que sólo conocemos en la forma griega
que le dió Herodoto. Los papiros que contienen algunos de estos cuentos
son del siglo XIII o XIV antes de la era cristiana, y algunos todavía más
antiguos en centenares de años, según la opinión de Maspero. La India no
tiene nada que se aproxime a esta antigüedad, y los cuentos egipcios son
hasta ahora las primicias del género en la literatura universal.
[p. 11]. [1] . Psique escribimos, a ejemplo de Juan de Malara y otros
humanistas españoles del siglo XVI, que no modificaron la terminación
griega, aunque también la forma Psiquis tiene en castellano antiguas y
buenas autoridades.
[p. 16]. [1] . Pueden verse recopiladas las principales en los Erotici
Scriptores de la colección Didot (texto griego y traducción latina).
Anteriores a todas ellas, son los fragmentos de otra que en 1893 descubrió
Wilcken (vid. Hermes, XXVIII, p. 161 y ss.), y que su principal editor e
ilustrador, Enrique Well (Etudes de Littérature et de Rythmique
Grecques, París, 1902, p. 90 y ss), llama Ninopedia, por ser su argumento
las mocedades del rey Nino, fundador de Nínive, y especialmente sus
amores con una prima suya, que en los fragmentos no está nombrada,
pero que al parecer es la famosa Semíramis. Estos fragmentos, que
conservan mucho carácter épico, pero que están escritos con la misma
fraseología retórica que las demás novelas griegas conocidas, se han
conservado en un papiro egipcio del siglo I de nuestra era.
[p. 17]. [1] . Con ser tan medianas, generalmente hablando, las novelas
helénicas, todas, aun las de la decadencia bizantina, importan para la
literatura comparada, porque tienen rasgos y situaciones que han sido
explotados con más habilidad por grandes poetas de diversas naciones,
que a voces las han tomado del fondo común de la tradición popular. Así,
la historia de la doncella que se hace enterrar en vida, adormecida por
medio de un narcótico, para librarse de un matrimonio odioso, está ya en
las Efesiacas de Xenofonte, con la diferencia de que aquí la heroína cree
beber un veneno mortal y el amante no está enterado. Forma justamente
el tema de Pyramo y Thisbe uno de los elementos del cuento de Romeo y
Julieta (Massuccio, Luigi da Porta, Bandello, Lope de Vega,
Shakespeare...). Aparece también una copiosa serie de cantos populares
(vid. núm. 96 de las English and Scottish Ballads, de Child), entre ellos
varios romances españoles que todavía se cantan en Asturias, Portugal y
Cataluña. En muchas de estas versiones se añade el pormenor del plomo
o del oro fundido con que se traspasan las manos de la supuesta muerta.
(Vid. G. París, Journal des Savants, diciembre de 1892.) Aparte de la
comunidad de temas folklóricos, que sólo prueba el parentesco inmemorial
de las tradiciones de Oriente y Occidente, no son escasas las huellas de
la novela griega en el campo de la literatura moderna, aun prescindiendo
de los novelistas propiamente dichos. Con poca sorpresa averiguó la
crítica, hace pocos años, que el germen de uno de los más bellos idilios
de Andrés Chénier, El Joven Enfermo, está en una de las peores y más
olvidadas novelas bizantinas, Los Amores de Rhodantes y Dosicles, de
Teodoro Prodromo, monje del siglo XII, pésimo imitador de Heliodoro.
[p. 21]. [1] . En este imperfectísimo bosquejo de la novela antigua, me he
guiado únicamente por la impresión y el recuerdo de mis propias lecturas
de los textos clásicos, puesto que a nada conduciría extractar lo que ya
dicen, y dicen muy bien, las obras especiales sobre este argumento, entre
las cuales merece la palma la de E. Rhode, Der griechische Roman und
seine Vor laüfer (Leipzig, 1876). Para Las últimas imitaciones bizantinas
debe consultarse también la excelente Geschichte der byzantinischen
Literatur, de Carlos Krumbacher (Munich, 1891). La Histoire du roman
dans l'antiquité, de A. Chassang (1862), es un inventario crítico muy
apreciable, pero acaso su erudito autor amplía demasiado el concepto de
la novela, confundiéndole con el de la falsa historia, y se detiene poco en
las novelas propiamente dichas. La antigua History of fiction, de Dunlop,
todavía es útil por lo copioso de sus análisis; pero más bien que en el
original inglés, debe ser consultada en la traducción y refundición alemana
de Félix Liebrecht, uno de los fundadores de la novelística
comparada (Geschichte der Prosadichtungen, Berlín, 1851). Contiene
ideas originales, expuestas con ingenioso talento crítico, la pequeña y
sustanciosa obra del profesor norteamericano F M. Warren, A History of
the novel previous to the seventeenth century (New York, 1895).

También podría gustarte