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ARACELI IRAVEDRA /

¿НАСІА UNA POESÍA ÚTIL? VERSIONES


DEL COMPROMISO PARA EL NUEVO MILENIO

En el prólogo a una reciente antología poética, escribia Angela Vallvey-no sin cierdosis de
cinismo autocrítico- que nos encontramos en unos días en que la palabra social nos pone a
la mayoría al borde del desaliento, del aburrimiento y la deserción más inmediata, suena a
cosa pasada y putrefacta, da grima y arranca bostezos, es un pésimo reclamo para nada y
sigue estando tan mal visto que hay que tener valor para sacarlo a relucir en un poema (1).
Presentaba, sin embargo, Vallvey a un poeta que, paradójica o valientemente, no había
dejado de ejercitar en su ya dilatada trayectoria un poco dudoso compromiso con lo
social», pese a haber comenzado su tarea creativa en un tiempo en que lo social había en
efecto-perdido su lugar en los escaparates de la poesía. En un artículo no menos reciente,
el poeta y editor Sergio Gaspar entendía que el paradigma instaurado por los novísimos en
lo que se refiere a la ruptura entre «lo poético y lo social «lo político continuaba vigente en
nuestros días, y creía encontrar la prueba irrefutable de tal ruptura en que hoy, de tan
asumida, ni siquiera se hace preciso verbalizarla. Sin embargo, también paradójicamente,
estas palabras las vertía Gaspar en la entrega de una revista que, bajo el título ¿Todavía
hay compromiso? Poesia y globalización, dedicaba el conjunto de sus páginas a debatir
este problema, y concluía con una antología que venía a ilustrar la cuota de presencia que
goza en nuestros días esta actitud poética (2). Tal vez sea hora de empezar a preguntarse si
Jesús Munárriz, Enrique Falcón, Luis García Montero, Jorge Riechmann, Pablo García
Casado, Manuel Vilas y el puñado de poetas que engrosaban esa antología no van siendo
demasiadas excepciones para seguir sosteniendo un tópico que probablemente comienza
a exigir una revisión.
En el panorama de los últimos años de la poesía española, ya bien lejos las experiencias de
evasionismo artístico y presunta indiferencia ética que supusieron los llamados discursos
novisimos (3), han ido ganando presencia una serie de prácticas estéticas que no se
conciben a sí mismas de otro modo que como un posicionamiento moral ante la realidad.
Ha podido detectarse en determinados ámbitos una reivindicación de la radical utilidad de
la poesía, cuando menos en tanto instrumento ideológico que conforma nuestro
inconsciente y es en consecuencia susceptible de transformarlo, a través de la creación en
el poema de un personaje responsable y reflexivo, que deja plasmada una visión del
mundo capaz de decir otra moral» o de insinuar otro ritmo posible». Incluso, se vienen
dejando ver de un tiempo a esta parte algunos autores que crean una poesía resistente de
cuño radicalmente político, aunque establezcan distancias notorias con las viejas
realizaciones de los años cincuenta y sesenta. Y, aún con más frecuencia, emerge una
poesía intempestiva e incómoda que, sin contemplar la palabra como arma de combate,
condensa su fuerza disolvente en la práctica de un crudo testimonialismo que se vuelve
corrosivo método crítico de la realidad social.

No diré, desde luego, que la apelación al papel de la poesía como eje corrector de
realidades sociales o de valores morales sea una postura generalizada; más bien, los
recelos hacia un tipo de poesía sospechosa de inquietudes solidarias no han dejado de
hacerse notar, apercibido como está nuestro Parnaso poético contra los errores y excesos
del socialrealismo de posguerra. Pero, contra quienes insisten en señalar la frivolidad, la
integración complaciente y el cinismo social y político como notas definitorias de nuestra
actual poesía, no son tan raras las voces que en los últimos años se han alzado para
reclamar a la escritura su cuota de responsabilidad ética o social: voces no sólo
procedentes de nuevas hornadas, sino también y esto es aún más significativo- de autores
tan aparentemente alejados de esta tradición como algunos viejos novísimos (4). Alguna
quiebra ha debido producirse cuando Luis Alberto de Cuenca-que, describiendo las
actitudes primeras de su generación, había evocado la afición compartida por una poesía
«festiva, intrascendente, divertida e inútil. (5)- intervenía en los Encuentros de poesía
celebrados en Oviedo en 1992 proclamando la absoluta legitimidad de una «poesía útil
que reconocía en algunas realizaciones de entonces, y legitimando también aquella poesía
social de posguerra que entroncaba directamente, a su modo de ver, con el concepto
ilustrado de utilitas (6); o cuando Jaime Siles, en una conferencia pronunciada en el mismo
año bajo el título «La poesía ante el nuevo siglo: balance y posibilidades», hacía una
propuesta de lo que él llamaba «compromiso con la historicidad, y apelaba a la
«responsabilidad individual, colectiva y ética, que el poeta debe asumir en su tiempo
histórico, constituyéndose en «eje
corrector del sistema político, económico, social... en que le toca vivir (7). Ante la
rotudidad de tales proclamaciones, resulta evidente que algo se había removido en el
sistema de valores poéticos vigente. Por lo pronto, había sido necesario ese paulatino
desplazamiento del culturalismo a la vida» que, como diagnosticó Miguel García-Posada,
ven acusando la poesía española en los últimos quince años (8), y que Leopoldo de Luis
consideraba como imprescindible caldo de cultivo para cualquier experiencia poética de
solidaridad social (9). El resto era un camino que comenzaría a transitarse con timide
aunque no se haría esperar.

En busca de otra sentimentalidad


El discurso de la utilidad comienza a fraguarse casi tan pronto como entran en descrédito
el esteticismo radical y el afán de la ruptura que venían caracterizando a las más canónica
prácticas novisimas: cuando, como acostumbra a repetir Luis García Montero, la poesía
española acusa por fin un proceso de «normalización» que permite, entre otras cosas
principalmente, una recuperación de la mejor tradición realista de posguerra, cuyos logros
habían sido sistemáticamente negados desde las actitudes de iconoclastia novísima (10)
Es precisamente en este contexto en el que construye su discurso la llamada otra sentimen
talidad, fenómeno poético que eclosiona en Granada entre fines de los setenta y principios
de los ochenta y que, de la mano del teórico marxista Juan Carlos Rodríguez, se interesa
por una concienzuda revisión del sentido del compromiso en literatura. Desde una
posición de rechazo del esteticismo vanguardista, aunque partiendo de principios muy
distintos a los de la pasada poesía social, la búsqueda de una respuesta a este problema se
convirtió en una necesidad prioritaria para los protagonistas de esta aventura. Un radical
vuelco en el modo de entender las relaciones entre literatura e historia es lo que define la
perspectiva teórica sobre la que se asientan las prácticas creadoras de Javier Egea, Álvaro
Salvador y Luis García Montero, por no citar más que a quienes componen el núcleo
originario de la otra sentimentalidad, cuyo primer manifiesto vería la luz en 1983 (11).
En la base de esta poética se encuentra la arraigada convicción (inspirada por J. C.
Rodríguez) de que la literatura es un discurso ideológico y radicalmente histórico, la lengua
poética un signo de la ideología dominante, pero también una forma de producción de
ideología, y los sentimientos construcciones históricas producto de un horizonte
ideológico determinado. De la mano de Antonio Machado, que revisa el concepto mismo
de sentimentalidad, comprenden estos poetas que la poesía no puede definirse como
cauce expresivo de unos sentimientos eternos, pues los sentimientos corresponden a una
manera muy determinada de entender el mundo, y, por ello, también en esa reserva de la
intimidad humana están presentes las imposiciones ideológicas. Todo esto tiene
implicaciones definitivas para muchas cosas: 1) Desde estas premisas, que hacen saltar las
barreras de lo privado y lo público, pierde todo sentido el planteamiento de la tradicional
dicotomía «pureza vs. compromiso»: si la literatura es una parcela ideológica de la
realidad, sus relaciones con la
historia están por encima de cualquier gesto coyuntural; si la poesía no es una esencia
previa sino una producción histórica, susceptible entonces de ser transformada, el
auténtico compromiso habrá que buscarlo en un discurso materialista capaz de
cuestionarse a sí mismo, de indagar en su propia raíz ideológica a través de un análisis
distanciado de los sentimientos que desvele su razón histórica y permita reflexionar sobre
las posibilidades de
transformación. 2) Afirmar la historicidad de los sentimientos lleva implícita una ruptura
con el sujeto poético tradicional, concebido ahora como la encarnación de un conjunto de
valores históricos. Esto hace posible reivindicar para la poesía la recuperación de la
individualidad de un modo distinto, apuntando una concepción de la individualidad
solidaria, situada en el espacio de la historia y con una implicación social: esta sería la base
de una escritura del yo objetivado o de una nueva épica subjetiva, fundada en una
proyección de lo privado sobre lo público; porque eso sí: nada se escribe sino a través de la
individualidad.
3) Reconocer la entidad ideológica de la literatura tiene radicales consecuencias a la hora
de valorar la poesía como un discurso útil: la otra sentimentalidad nos recuerda la
importancia de la lucha ideológica susceptible de ser emprendida con las armas de la
poesía, «que apesar de que no sirva directamente para dar de comer a los albañiles, es
una lucha real, concreta (...). Porque también en el pensamiento existe la dominación (12).
En definitiva, transformar el mundo significaría ante todo la posibilidad de transformar
nuestro propio inconsciente ideológico. Así, la poesía será útil en la medida en que nos
invite a reflexionar sobre nosotros mismos y nuestro mundo y a conocer las posibilidades
de cambio, en la medida en que nos enseñe a interpretar críticamente la ideología y nos
permita caer en la cuenta de que vivimos en una realidad edificada y que podemos
transformarla a nuestro antojo, de que la historia puede-y debe- estar en nuestras propias
manos. A través de la interpretación de la ideología, el proyecto de la otra sentimentalidad
es, finalmente, hacer de la poesía un conjunto de palabras capaz de otorgarnos una nueva
conciencia moral, «exterior a la disciplina burguesa de la vida.
Poco tiene que ver la propuesta poética de la otra sentimentalidad con el realismo
socialista de posguerra, con el que estos poetas convencidamente marxistas realizan un
implacable ajuste de cuentas: sobre todo, porque no pueden compartir la superficialidad
dogmática de quienes-glosando sus palabras- ingenuamente aspiraron a controlar con
decretos la ideología literaria y social. De hecho, cuando Luis García Montero reedita los
poemas de En pie de paz (1985), concebidos como un llamamiento colectivo a la lucha por
la paz y a la solidaridad con los pueblos centroamericanos» (tal como reza el colofón), no
deja de advertirnos que este libro, en el borde de la poesía política, constituye de algún
modo un trazado de fronteras. Porque, en efecto, si la otra sentimentalidad supone una
apuesta firme por el realismo, recela de los riesgos de irrealidad de los versos escritos al
dictado de un dogma. Por eso García Montero puede escribir, excepcionalmente, movido
por la urgencia de acontecimientos inmediatos y cantar a la paz, a la libertad o a la
revolución bajo títulos tan reveladores como «Canción por la paz y el desarme», Consejo
para ciudadanos pacifistas» o «Uno de mayo (13). Este tono de compromiso explícito es el
que prevalece en la antología 1917 versos (1987), cifra como podrá suponerse no casual a
la que un conjunto de poetas afectos a la otra sentimentalidad contribuye con BAN su
palabra más abiertamente militante (14): pero ni las Coplas de Carmen Romero», de Javier
Egea; ni los Tres sonetos anti-OTAN», de Benjamín Prado; ni el subversivo poema
«instancias, de Jiménez Millán, o de nuevo las palabras «En pie de paz», de García
Montero, incurren en los tonos proféticos del viejo vate social, ni en el lastre de un
maniqueísmo felizmente sorteado por el registro irónico de las «palabras de familia». Por
lo demás, si son estos poemas que enfatizan un posicionamiento político (motivado por la
campaña de rechazo al ingreso de España en la OTAN), lo cierto es que estos autores
prefieren aplicarse a la tarea de investigar en las raíces ideológicas de la propia
sentimentalidad trabajando sobre el material mismo de la experiencia cotidiana, y a este
propósito responden la mayor parte de sus versos: versos formulados por un personaje
ético que toma postura ante la realidad y arriesga una lectura del mundo, y en el que
confluyen inextricablemente peripecia personal y memoria colectiva (léase, p. c., el
monólogo dramático «El insomnio de Jovellanose) (15). Los tiempos estériles y sordidos de
la posguerra, la mediocridad o la dominación invisible ejercida por la moral instituida, la
desolación o el hastío de quien se siente vivir en un «jardín extranjero», los sueños
cumplidos o humillados, la esperanza o la ternura, desfilan por estos poemas con una
vocación inflexible de rebeldía. Y es que aunque los versos hablen del amor, el modo de
vivirlo puede ser también una forma de combate. Porque, como advierte Álvaro Salvador,
la política es un elemento indisoluble de la realidad cotidiana y, en ella, la transgresión es
el camino hacia una nueva moral (16).

«Hacia una poesía entrometida


Al tiempo que se fraguaba la propuesta estética de la otra sentimentalidad, que
desembocaría pronto (ensanchándose o diluyéndose) en la llamada poesía de la
experiencia, emergía en el panorama poético español otro movimiento que, bajo el
nombre de sensismo, venía a confluir con el anterior en su mismo despego de la estética
novísima y en el firme empeño de retomar para la poesía un pulso vital y sociable, vuelta
la palabra hacia el entorno, la biografía, el sentimiento y la experiencia. Fernando Beltrán,
a quien el tiempo acabó revelando como el superviviente más perseverante de esta
aventura (emprendida junto a Miguel Galanes, Eugenio Cobo y Vicente Presa), no tardó sin
embargo en diagnosticar el estrepitoso fracaso de una tendencia que cada vez más
naufragaba en la consagración de lo trivial y anecdótico de las vivencias cotidianas. En el
manifiesto fugaz «Hacia una poesía entrometidas, proclamaba agotado en sí mismo el
furor individualista de la época, y creía percibir que quienes empezamos elevando a los
altares del verso nuestro propio tiempo libre. hemos acabado sin querer ahogando en la
anécdota la última palabra, y deseando hablar simple, descaradamente, de nuestro
tiempo (17). Era esta una apreciación que, si no se ajustaba con mucha exactitud a la
realidad general de la poesía, describía de forma muy
certera la nueva dirección de su escritura, que se proponía ahora convocar en los versos
una
mayor presencia del hecho social. Comenzó Beltrán a hablar de poesia entrometida-
proclamando así su incómoda voluntad de asedio a los problemas colectivos-y.
paralelamente, de poesía desde la experiencia (18)-que, cambiando una preposición del
marbete consagrado, pretendía salvar los horizontes de una obra que corría el riesgo de
convertir las efusiones subjetivas y el anecdotario de la vida personal en estrecho punto de
llegada-. Desde entonces, el protagonista absoluto de sus poemas sería el hombre de la
calle, un sujeto que, pese a su frecuente tono confesional, no busca ser sino la
encarnación indeterminada de cualquier individuo, en suma -como clarifica el poema «Los
otros, los demás, ellos (19)—, un «yo que es el otro. En él se funden de modo inextricable
la dimensión personal y la social, puesto que su existencia intima aparece inevitablemente
afectada por los avatares de la colectividad de la que forma parte y hacia la que dirige, así,
una mirada sensible, atenta y responsable. De ahí que una buena parte de su escritura
esté destinada a registrar-como certifica una de las secciones de una reciente antologia-sel
peso del mundo (20).
Desde esa mirada, el poeta pretende alertar la conciencia del lector a propósito de las más
salvajes e inhumanas actitudes, conductas y consecuencias denuestro pretendidamente
amable mundo global: el desamparo del sujeto ante la gran ciudad de nuestras modernas
y deshumanizadas sociedades (Gran Via), las desigualdades sociales ostensibles en el
contraste entre el opulento Norte y el mísero Sur, en la tragedia de la emigración, en la
prostitución o en la mendicidad (La semana fantástica), el drama del terrorismo y, sobre
todo, el de la guerra (El gallo de Bagdad)... Puede decirse que esta crítica del mundo se
sustenta en un lenguaje de base realista asistido por palabras cotidianas, aunque son
muchos los recursos que someten ese léxico común a una continua distorsión de
extraordinario rendimiento expresivo (juegos de palabras, deslexicalización de frases
hechas, rupturas de sistema...), que, junto a otros como la ausencia de puntuación
convencional, las clipsis o los continuos encabalgamientos dislocadores del ritmo del
discurso, confieren a menudo al lenguaje de Beltrán una dosis de irracionalismo que es
trasunto de la fragmentación, el caos o el absurdo de la realidad poetizada. Una realidad
apenas empañada por el velo distanciador de la ironía, que suele visitar el poema
actuando como dique del patetismo- cuanto más violento es el tono de la denuncia. De ahí
que, junto con el sarcasmo, sea la ironía recurso habitual de los versos urgentes» de El
gallo de Bagdad, donde cumple además con eficacia la función de afilar la visión crítica: La
guerra es dolorosa, absurda, necesaria. / Sin ella no se puede vencer, / ni comprar (...) un
condón de ternura ultrasensible/para hacer el amor y no la guerra (21).

En el manifiesto Hacia una poesía entrometidas pronosticaba Fernando Beltrán el cierre


del círculo que, tras las experiencias de evasionismo artístico culminadas por los
novisimas, nos traería pronto de regreso a una nueva era de compromiso poético, aunque
sería esta vez ―advierte—«sin adscripciones, fidelidades, esperanzas excesivas ni
suculentos sueños». De hecho, las razones que impulsan la actitud de entrometimiento de
Beltrán no están fundadas sino en un profundo humanismo; por lo demás, el poeta es
consciente como reza un verso de su poema «Somalia de «la atroz sequía de esta tinta que
no da de bebers (22). Pero, con todo, su inquietud social y su radical inconformismo le
impiden abdicar del incómodo testimonio susceptible de rebelar la conciencia colectiva.
De ahí, en parte, su preocupación obsesiva por recuperar a los lectores, por buscar una
socialización de la poesía también en el plano de la recepción, ensayando estrategias de
difusión del poema alternativas al minoritario soporte convencional (23); y de ahí,
también, declaraciones de intenciones tan apasionadas como esta: «si siguen sin leernos,
clavaré mis versos en los tablones de anuncios, los colaré en las secciones de ventas por
palabras, los 59.
enviaré por correo, los convertiré en graffiti, en bonos del estado, en equipo de fútbol o en
partido político, y dejaré de publicar libros (24).

Jorge Riechmann: la insurrección del «desconsuelo

Emergiendo a la escena poética en pleno reinado de la poesía de la experiencia, la


escritura de Jorge Riechmann opta también por desmarcarse de un discurso dominante
que deja fuera demasiadas realidades», al orillar sistemáticamente la tematización y la
toma de partido frente a los problemas de alcance colectivo (25). Y es que, desde una
explicita reivindicación de los presupuestos ideológicos y estéticos del marxismo,
Riechmann se opone a la inhibición de la conciencia posmoderna para-siguiendo las
concepciones mantenidas por Brecht-proponer en la teoría y realizar en la práctica una
poética radical de abierta intención política y revolucionaria. El término compromiso
vuelve a ser enarbolado por este poeta sin complejo alguno, aunque se vea en la
necesidad de matizar que en ningún caso esta actitud puede implicar la asimilación de la
lírica a la profecía o al pasquín político de ahí, en parte, su explícito rechazo de la poesía
social escrita al modo de los años cincuenta (26) Pero, con esta salvedad, Riechmann exige
para la poesía una función correctora, «de resistencias ante el espectáculo inmoral de
nuestro tiempo, en la idea de que aceptar para la poesía el papel de ornamento en un
mundo inhumano es indigno (PP). Y así, a una escritura consoladora y melancólica opone
una poesía que quiere llamar del desconsuelo: «duelo por el actual estado de cosas sin
resignación al actual estado de cosas: cambia el mundo, lo necesitas (PP). No es que el
poeta no repare en que los cambios necesarios son más asunto de movimientos sociales
que de la tarea literaria, pero, en cualquier caso, lo que permanece firme es la convicción
de que «nombrar es transformar la realidad, y si la poesía no es arma voluntariosamente
cargada de futuro, tampoco hay poema que deje el mundo intacto. Por lo demás, los
efectos de una obra de arte son imprevisibles, y por eso la ética del artista no puede
basarse en la demarcación de objetivos, pero sí en los principios (27). Como observa
Miguel Casado, es la de Jorge Riechmann una propuesta de utopismo contenido: el poema
no transforma, pero a través de la intensa emoción de que puede cargarse, actúa como
núcleo de resistencia (28). Es lo que viene a decirnos el poema «Otro ritmo posible»: «Un
buen verso no sacia el hambre. / Un buen verso no construye un jardín. / Un buen verso
no derriba al tirano. / Un verso / en el mejor de los casos consigue / cortarte la
respiración / (la digestión casi nunca) / y su ritmo insinda otro ritmo posible / para tu
sangre y para los planetas (PP).

Si los que vivimos son Tiempos-y es el título de un poema-en los que solamente cabe
arregostarse a la mentira o cantar el horror de vivir (29), la insurrección radical proclamada
por Riechmann se cumple en un verso que se instala en esta segunda alternativa,
y desde el centro de su contemporaneidad («Sea / la desolada quimera del
presente/nuestro empeño imborrable», CE), articula su denuncia a través de una
yuxtaposición de temas que comprende toda la crueldad posible en un mundo del que
«nadie puede aterrarse suficientemente (CE). Es esta una escritura regida por el
imperativo de veracidad, y de ahí que el poeta rompa lanzas por «una poética
antisimbolista del realismo irrestricto, du grand realismes (PP). Desde lo que llama una
«estética de la pobrezas, el poeta se dirige al lector, casi siempre, con la claridad de la
palabra directa, prosaica, que elude la ambigüedad del sentido, y que no rehuye el feismo
ni la violencia expresivas; es más, el expresionismo de las imágenes extremadas y el léxico
efectista son la base del hiperrealismo critico a que Riechmann acude con frecuencia para
su activismo poético, que no pretende ofrecer imágenes de reconciliación, sino enconar la
herida de ser hombres (PP). Por lo demás, la ironía o el sarcasmo acuden ampliamente a
reforzar la intencionalidad de una crítica que, a través de la satirización de los valores
sociales tematizados, deja siempre al descubierto el posicionamiento ideológico: «Se
hablaba todo el tiempo de realismo: /con ello se aludía solamente / al disciplinamiento a
través de los mercados. / Tuve que replantearme opciones estéticas» (30). En cualquier
caso, las protestas de realismo formuladas por Riechmann no logran disimular su Intima
simpatía hacia ciertas propuestas-compartidas por Brechty Breton- de un arte
revolucionario que rompa con la «estética de la representación y libere al lenguaje de su
condición de «parásito de la realidad» (PP): a ella debemos la presencia ocasional de
elementos simbolistas y, sobre todo, la apropiación de un lenguaje irracional y de
mecanismos propios del discurso surrealista, en busca de la percepción del absurdo o del
dolor impotente en el envés del no-lenguaje (31).
De este modo se articula verbalmente una propuesta de compromiso que no se detiene en
el ejercicio perturbador del testimonio y la denuncia. A pesar de la visión trágica del
mundo, al poeta le rebrota aunque sea una esperanza vestigial (LEV), porque -como
asegura en su última entrega- al alcance del incapaz está por lo menos, incluso bajo
adversas circunstancias, desandar lo andados (32). Alentado por el gramsciano optimismo
de la voluntad, Riechmann no se cansa de lanzar imperativos cargados de intenciones
movilizadoras, pues piensa, con Pier Paolo Passolini, que es preciso seguir luchando por
aquello en lo que uno cree, sin esperanza de vencers (33). Su proyecto queda, así,
esencial-
mente condensado en el poema «Transformars: la rabia en paciencia histórica / el
abatimiento en estudio y tercamente / la desesperación en desconsuelo (34).

Alicia Bajo Cero o la escritura del conflicto


Con los fundamentos prestados por J. C. Rodríguez a la propuesta teórica de la otra senti-
mentalidad comparte algunos planteamientos de fondo el núcleo poético aglutinado en
torno a la Unión de Escritores del País Valenciano, que, a través de su proyecto de acción
Cultura y revolución, se articula a su vez con la labor teórico-crítica del Colectivo Alicia
Bajo Cero. Para estos escritores, hablar del mundo es también proponer uno posible, luego
la escritura es intrinsecamente política, y el poema un artefacto implacable de afirmación
ideológica (35); de ahí que decir sea también hacer, y que la transformación (que no afec
ta tanto a ciertas estructuras como a los presupuestos que las generan: esto es, a la ideolo-
gla) sea viable a través de la palabra (36). Estas convicciones se revelan, en efecto, en
esen-
cial sintonía con las bases de que parte la otra sentimentalidad. Sin embargo, será también
este colectivo quien realice la crítica más rigurosa de la poética experiencial, que
encuentra
precisamente quintaesenciada en el protagonista más popular de la aventura granadina.
Ya
en un manifiesto firmado en 1993, este grupo de escritores se oponía implícitamente a la
práctica poética en la que de algún modo termina diluyéndose el núcleo de Granada: <a
determinadas estéticas aceptables, y aceptadas, por el poder institucional, cuyo fin
consiste
en enmascarar las situaciones (...) de conflictos y que sirven para legitimar ciertas formas
de poder, en este caso de la cultura establecida (37). Y es que estos poetas entienden que
los textos de la poesia de la experiencia recogen en exclusividad la versión
ideológicamente
establecida de la realidad (38), cerrando así con un discurso univoco -el uniperspectivismo
implantado desde el poder-la pluralidad discursiva de la versión individualizada.
Por eso Alicia Bajo Cero recela de lo que Luis García Montero ha llamado una «poética de
los seres normales, al percibir en tal propuesta una amenaza de estandarización, de
adaptación y no-resistencia a la integración en los parámetros sociales instaurados como
hegemónicos. Tal normalización (ideológica pero también estética) acarrearía la
consolidación
del discurso establecido, la legitimación de lo mayoritariamente aceptado, y desplazando
cualquier perspectiva diferenciadora, no sería más que una estrategia básica del discurso
del poder en su proceso de reproducción ideológica (39). En definitiva, desoyendo las
protestas de García Montero a favor de rescatar el derecho a la disidencia como
patrimonio de las personas normales, de instalarse en la norma para dinamitar desde su
centro los
límites de las convenciones, el Colectivo entiende que, a pesar de su barniz progresista,
tales argumentos sustentan una perspectiva plenamente conservadora, fundada en su
radical inmovilismo (40).

En contra de todo esto, el grupo reunido en torno a Alicia Bajo Cero pretende,
precisamente, orientar su práctica discursiva hacia una relación dialéctica, no
tranquilizadora,
con los discursos legitimadores de la realidad establecidas. Entendiendo que «la escritura
es el lugar del desconcierto y que este descontrol está prefiado de potencialidades políti
case (41), se tratará entonces de romper las expectativas de información, de provocar el
extrañamiento y de construir un discurso incómodo que, poniendo en evidencia las
estrategias ideológicas del sistema, no pueda ser absorbido por el mundo que trata de
negar (42). En el ensayo teórico-crítico Porila y poder, el Colectivo expone cumplidamente
sus planteamientos poéticos. Piensan que toda escritura emerge de unas condiciones
históricas que producen su propio paradigma literario; rechazan el eternalismo y el
esencialismo, con-
ceptos que congelan los objetos en la eternidad al negarles la posibilidad de cambio; y
trabajan por una desacralización del hecho poético, que debe ser considerado como un
intercambio significo de carácter materiales y, por lo tanto, como un elemento de
reproducción y transformación de (visiones de) mundo (43). El volumen aparece presidido
por una cita de Jorge Riechmann: «Intentar no seguir hablando el lenguaje del poder
-aun a costa de que se nos desgarre la boca en el empeños; y su primer capítulo lo
encabeza una convicción de Arnold Hauser: «El criterio de la fecundidad de un arte
comprometido no estriba en la solución de crisis y conflictos, sino en combatir la ilusión de
que, en medio de los peligros y bajo el signo de la catástrofe, todavía se sigue viviendo en
un mundo sin peligro alguno». A través de estas dos citas, Alicia Bajo Cero deja dicho de
forma bien diáfana su programa de acción revolucionaria: la insumisión ideológica y el
cuestionamiento del estado de realidad como caminos más viables para una práctica de
transformación.

En este programa se reconocen, como ilustraciones de dos modos diversos de realizar


lo, las prácticas poéticas de Antonio Méndez Rubio y Enrique Falcón, miembros ambos
de la Coordinadora de la Unión de Escritores del País Valenciano. Si este núcleo de poetas
entendía que la versión «realistas de la realidad que ofrecía la poesía de la experiencia no
cra
sino su versión ideológicamente establecida, esto es, el lenguaje del poder y no del
deseos, Antonio Méndez Rubio explicará sus textos como una provocación a la hegemonía
de la Realidad con mayúscula (de ahí títulos tan elocuentes como Un lugar que no existe)
(44). Tal provocación no podrá efectuarse en un lenguaje que responda al paradigma
realista, pues no se trata ya de retratar lo Real sino de hacer emerger lo (im)posible; la
radicalidad crítica que subyace en el trasfondo de su escritura no reside tanto en la
subversión del significado como en la investigación de una palabra poética no instrumental
(izable), que no elige la clausura del sentido sino su apertura, en la convicción de que este
es el verdadero camino para una poesía radicalmente insumisa, rebelde y libertaria, en las
antipodas de lo legislable, capaz de poner en crisis-una puesta en crisis subliminal,
preconsciente, no figurativa cualquier concepción dogmática de la realidad (45). Enrique
Falcón concibe igualmente la poesía como una tarea desorganizadora, y optar por un
discurso disidente al margen del lenguaje establecido es su modo de plantearse una
poesía política que, frente al conservadurismo ideológico y estético del discurso
experiencial, empuñie una palabra no complaciente con lo instituido (46). Asistimos en
este caso a la enunciación abierta de las lacras de la sociedad capitalista, a la narración de
un conflicto civil puesta en manos de un sujeto revolucionario, pero tal narración no será
lineal y cerrada: en busca de una práctica literaria -conflictivas, refractaria a toda lectura
univoca, Falcón se decanta por una escritura experimental que funda una comunicación
irracional jalonada de imágenes y asociaciones insólitas, determinada por la incoherencia
sintáctica, el encabalgamiento violento y la omisión de los signos de puntuación
normativos, sin que falte la irrupción frecuente, como piezas inesperadas del collage, de
fragmentos de discurso enunciativo asimilables al testimonio-denuncia periodístico. Valga
como ejemplo el largo poema La marcha de 150.000.000 (47), que narra la penosa y
masiva migración de la población del Tercer Mundo hacia los países ricos del Norte, y
donde las tensiones en el ritmo del discurso, el expresionismo de las imágenes y la
realidad insobornable de los datos muestran la dramática violencia de la realidad relatada,
y prestan la base a esa que Enrique Falcón ha denominado una poesía del
estremecimiento (48).

Hacia una poesía de la conciencia


En una órbita afín de intencionalidad teórica si bien distante en las soluciones estéticasse
mueven las propuestas poéticas de un conjunto de autores onubenses (Santiago Aguaded,
Diego J. González, Antonio de Padua, Eva y Francis Vaz, Eladio Orta, Manuel Moya...) que,
capitaneados por Antonio Orihuela, se afanan en la tarea de construir una estética de la
resistencia, explícitamente proclamada por Eladio Orta en su metapoema «Aviso
telegráficos (49), o por Antonio Orihuela en el titulo de su poética al frente de los
versos recogidos en Feroces: «Resistir». El trabajo del Colectivo Alicia Bajo Cero y la Unión
de Escritores del País Valenciano se articula con el de estos autores y algunos otros (entre
ellos, Jorge Riechmann o Fernando Beltrán) a través del encuentro anual de poetas que,
desde 1999, se viene celebrando en Moguer bajo los auspicios de la Fundación Juan
Ramón Jiménez y el marbete diferenciador Voces del Extremo. Como explica Francis Vaz
en su propuesta Siglo XXI, hacia una poesía de la conciencias (50), la expresión voces del
extreme lleva implícita una postura de confrontación y distancia frente al discurso domi-
nante y oficialista de la poética experiencial. Porque la poesía de la conciencia, de la resis
tencia o del conflicto se define desde una posición de resistencia ética frente a lo politica-
mente correctos, desde una actitud de beligerancia frente a los valores establecidos y un
orden social que se proclama como el mejor de los posibles, a través de una labor de
desenmascaramiento del acto de manipulación léxica que, según denuncian, lleva a cabo
el sistema dominante con el fin de lograr la aquiescencia del ciudadano ante la concepción
ideológica que promueve. Voces del Extremo, pues, por su condición de marginalidad o su
conciencia periférica, pero también por la radicalidad ideológica con que enfrentan la
tarea artistica, convertida en una operación estrictamente política y concebida como una
crítica al neoliberalismo desde presupuestos marxistas o humanistas.
Partiendo de la idea de que todo arte es un vehículo de transmisión de mensajes
ideológicos, Antonio Orihuela articula su propuesta en torno a la necesidad de generar un
discurso poético de la utilidad, definido por un compromiso activo que sustraiga a la
palabra de las redes de la ideología burguesa dominante (en la que permanece atrapado
todo discurso políticamente indiferente: a sus ojos, la poesía de la experiencia) e intente
desmontar la actual representación de lo real dictada por el sistema capitalista. En este
caso, la vía será la denuncia explícita, incisiva y violenta del capitalismo y sus sistemas
de representación y reproducción, denuncia que ha de inducir al lector hacia el camino
de la reflexión y despertar su conciencia critica: «Sería una pena-escribe Orihuela-
desperdiciar nuestra capacidad para construir bombas (51). Las palabras de Hauser
enarboladas por Alicia Bajo Cero son también recuperadas por el poeta moguereño, que
sin confiar en la inmediatez transformadora de la escritura, si lo hace en la capacidad
del discurso poético para dinamitar la farsa del sistema. De ahí que, si la palabra acusa-
toria del poeta de la conciencias deja intactos pocos frentes (de la destrucción ecológi
ca a la explotación del Mercado, del oportunismo político al inmovilismo social...), tal
vez lo más llamativo sea esa denuncia de la «insoportable mentiras de la versión de lo
real servida por el discurso del poder, la manipulación de la pro-
paganda social y la dominación tan poderosa como sutil a que el
sistema somete a sus víctimas, cómplices desprevenidos de un
secuestro de redes invisibles (léase, p. e., «El traje nuevo del
emperador) (52).
Esta estética de la resistencia afila sus armas desde un discurso
realista y narrativo de extraordinaria claridad referencial, directo y
desnudo de imágenes, donde lo que prevalece es un registro de
enorme viveza coloquial, callejero, desinhibido, y que a menudo
se asimila, en el gusto por el feísmo expresivo, al lenguaje del llamado realismo ucio. El
discurso metapoético de algunos de estos autores deja bien clara la consciencia con que se
adopta esta opción expresiva y las motivaciones rebeldes de tal elección. Eladio Orta se
enfrenta de forma abierta a una poesía edulcorada y complaciente, a «un arte
domesticados inscrito en los parámetros más convencionales del género, y se reconoce
«rompiendo versos
/a pedazos / escribiendo mal a conciencia, / porque bien otros ya
lo hacen y no ha ocurrido nada: desde su concepción de la escritura como un arma
arrojadiza, elige la provocación y la transgresión lingüística como fórmula de
enfrentamiento con el poder. A
ello se debe, por ejemplo, que las copulativas aparezcan sustituidas por su equivalente
fonética «i», o que las palabras queden
arbitrariamente fragmentadas entre un verso y otro; pero también
que las metáforas dulces», los «floripondios académicos», «las
verdades a medias (...) y el maquillaje en tu rostros hayan sido
reemplazados por los disparos de un verso negro, sucio, malean-
te», que se niega a morderse la boca y prestarse a la complicidad
con el sistema en un tiempo en que las estrellas queridísima lectora / se están lavando los
pies en los charcos (53). En el mismo sentido, Antonio Orihuela, que se reconoce --en
la cita de Bradbury que preside el primero de sus libros-hundido en el barro hasta los
labios (54), justifica la presunta aperticidad de su escritura alegando la inconveniencia
ética
de seguir creando una poesía del asentimiento en el estado de realidad que nos rodea:
porque llega un momento en el que ya no se puede seguir siendo / por más tiempo un
cómplice, silencioso,/ de lo que REALMENTE pasas (EH). Pero son muchas las voces
del extremos para que no se cuenten entre ellas poetas de registros muy diversos y, así, el
prosaísmo descarnado de estos autores contrasts, por nombrar a otra de las habituales de
los encuentros moguerefios, con el realismo más poético de Isabel Pérez Montalbán que,
sin rozar el esteticismo, da entrada en su discurso a la imagen, al simbolo y otros recursos
tradicionales de la lírica, ganando en elaboración expresiva y en ambigüedad semántica lo
que pierde en frescura conversacional.
Cuando impedir que la poesía / se convierta en algo inútil pasa por solvidar las
oscuras golondrinas y llamar a las cosas por su nombres (55), nos enfrentamos a una
poesía a punto de despeñarse por los derrotetos de la prosa, que puede asumir la jerga del
lenguaje periodístico y a menudo se asimila al artículo de opinión (No nos engañemos./
Incremento del beneficio empresarial / no significa aumento de puestos de trabajo, /sig-
nifica incremento del beneficio empresarials) (56). Una escritura donde la denuncia, a
cargo casi siempre de un sujeto de signo autobiográfico, se formula sin doblez y la tesis
queda al descubierto sin pudor. La naturaleza clausurada del discurso juega entonces en
detrimento de su riqueza; como también lo hace, en algunas ocasiones, el ejercicio de una
crítica de trazo grueso que se salda con una versión un tanto irrealista -por simplificado-
ra, esquemática o ingenua- de una realidad polarizada («Izquierda / derecha, «Norte/
Surs) (57) que no se corresponde con su verdadera complejidad. La ironía, el sarcasmo o
incluso un ácido humorismo (léase Bajo tolerancias de Antonio Orihuela, EH) son las
mejores bazas con que cuenta una poesía que, al hacerse cargo de la blanda inocuidad de
sus disparos, flexibiliza con una nota de sano distanciamiento la severidad de la mirada
sobre una realidad que, en el fondo, se sabe del todo ajena a los juicios sumarísimos del
verso.

La crónica de la marginalidad
Observaba Virgilio Tortosa, apuntando a la autoconciencia realista de la poesia de la expe
riencia, que un análisis de la espacialidad de sus textos no revelaria sino la parcialidad de
la
mirada proyectada sobre lo real, puesto que, protagonizada esta escritura por un sujeto
burgués cómodamente instalado en la triunfante sociedad neoliberal, dejaba fuera cual-
quier voluntad de aproximación a los márgenes de miseria que la circundan (58). El relato
de la marginalidad social es precisamente la materia poética específica de lo que ha dado
en llamarse realismo sucio, y que, inspirado en modelos anglosajones como Raymond Car-
ver o Charles Bukowski, es cultivado en España con voz propia por un grupo cada vez
más nutrido de poetas, entre los que se cuentan Roger Wolfe, Karmelo Iribarren, Violeta
C. Rangel o David González. Bajo el signo del escepticismo y una bien afincada desilu-
sión, estos autores se aplican a retratar con imperturbable crudeza la realidad sumergida
en los bajos fondos de la vida social y personal. No hay en ellos voluntad de articular en el
espacio del poema un proyecto político de transformación del mundo ni de proponer
alternativas sociales; pero la insistente focalización de su mirada en el submundo periféri-
co, y su empeño en ofrecernos-a través de una galería de episodios del fracaso el testi
monio descarnado de la sordidez, termina por poner al descubierto todas las lacras de la
llamada sociedad del bienestar. En este gesto reside la dimensión crítica de estos discur
sos, implícitas denuncias que golpean al lector actuando como un implacable método de
concienciación sobre la realidad. Pero incluso, y aun cuando como en el caso de Roger
Wolfe- el escepticismo se verbaliza como materia metapoética (y así escribir no deja de
ser algo tan inútil como hablar de pintura con un ciego, y el poema se vuelve una especie
de salvoconducto/a ninguna parte) (59), acaba haciéndose palpable una activa critica
del mundo, más allá del puro testimonio, que no elude la reflexión sobre lo social (léanse
poemas como Democracias, Revolucións, o la serie 48 poemas en forma de artefac
tos) (60). Por no hablar de la escritura de David González, donde la crónica de la margi
nalidad social se vuelve tantas veces una manifiesta toma de partido. No en vano
proclama
este poeta que un poema no debe servir para entretener, sino para estremecer, para
quitar
vendas de los ojos (61).
El protagonista de estos poemas-de naturaleza esencialmente autobiográfica (radi
calmente autobiográfica en el caso de David González)- se configura como un sujeto
urbano problemático, escéptico y desencantado, que habita en los dominios de la margi-
nalidad y en el borde del nihilismo, que no aspira sino al ejercicio de la supervivencia, y se
emplea en la tarea con un impulso tan desganado como radicalmente individualista: un
antihéroe con la dosis suficiente de desengaño para haber aparcado cualquier gesto activo
de rebeldía y cualquier esperanza en la transformación. La cosmovisión esbozada tiene
que
ser extraordinariamente dura, al encarar con toda aspereza la problematicidad de nuestra
vida social: el mundo destructor de las drogas o el alcohol como muletas para soportar la
vida, la experiencia de la cárcel, la prostitución y la violencia sexual, la agresividad insoli
daria de la lucha por la supervivencia en un medio hostil... Y junto al lenguaje de los
puños en expresión de David González, esa otra sutil forma de violencia ejercida
sobre el individuo por la soledad, la incomunicación o el hastlo de quien vive sumido en
el vacío de una existencia sin sentido. El escenario de esta existencia es un paisaje urbano
desolador, inhóspito y grotesco, donde todo (...) apesta a muertes (HPC) y es trasunto de
la orfandad del sujeto y de las miserias de una sociedad que ha enfrentado al hombre con-
sigo mismo que, a fuerza de apretar, ha ahogado sus impulsos de generosidad, ternura o
compasión, y cuya mentira de salud aparente ha sido desenmascarada sin piedad alguna.
La lectura última bien pudiera ser que, aunque pueda parecerlo, toda esta violencia no
emerge del submundo marginal, o, si lo hace, no es más que la inevitable consecuencia de
esa otra violencia de guante blanco que, desde quienes verdaderamente detentan el
poder,
se ejerce sobre aquellos únicamente destinados a recibir los golpes (de ahí el titulo de uno
de los libros de David González: Sparrings, y su dedicatoria a los que siempre besamos la
lona del cuadrilátero) (62) y, a lo sumo, a acorazarse para esquivarlos.
La poética del malimo scio, fundada en el lenguaje de la provocación, pone sus bases
en la concepción del poema como una narración directa, descarnada, de episodios de la
desolación, sin escatimar en el intento toda la crudeza, todo el tremendismo o la dosis de
esperpento necesarios para provocar la desestabilización de los cimientos del lector (La
primera mojada/(...) le entró por la boca abierta / le atravesó la lengua la garganta /
y salió por la espalda. // La segunda se la espetaron / en la nuca. / Le rompió los dientes/y
terminó de reventarle / la cabezas) (63). En consonancia con el universo narrado, el estilo
será deliberadamente prosaico, desaliñado y bronco, desnudo de adjetivos y metáforas, en
as antipodas del esteticismo, y-porque la vida también lo es- radicalmente antipoéti
co; el registro coloquial, vulgar incluso, aparece salpicado de términos procedentes de
margots callejeros, blasfemias o voces remitentes al mundo de lo escatológico,
supuestamen
e legitimadas por el contexto verbal en que se insertan, y cuya agresividad es espejo de la
misma violencia del mundo del que hablan. De hecho, y como deja implícito el proverbio
de Lao Tse con que David González introduce sus Sparrings-Las palabras que dicen la
verdad no son hermosas, / las palabras hermosas no dicen la verdad, el feísmo expresi
vo está al servicio del efecto de realidad de lo narrado. En fin, los recursos que moldean
esta poesía aparentemente vacía de artificio convergen casi siempre en una misma volun-
tad de recrudecimiento de la fealdad de la vida; incluso, esa mueca de humor irónico que
aflora a menudo en la poesía de Wolfe es a veces una lente deformante que acude a sacu
dir aún con más violencia, por virtud de la provocadora banalización de lo escabroso, la
sensibilidad del lector. Por lo demás, la ironla jocosa o el sarcasmo demoledor (como en el
poema Democracias: «Corderos de camino al matadero / dándole a escoger el arma / al
matarifes, AB) subrayan en último término el radical escepticismo con que se afronta la
vida, el nihilismo, el sinsentido de todas las cosas.

Para un nuevo compromiso (una recapitulación)


No se hace justicia al panorama actual del compromiso poético dejando sin completar un
catálogo todavía copioso de aportaciones estéticas tan diversas como imprescindibles:
pienso, por ejemplo, en la desengañada poesia civil de un Jon Juaristi, en una tradición
realista emparentada con la poesia de la experiencia, que si parecía abandonada tras una
persistente incursión en la conflictiva realidad vasca desde los higiénicos registros del
humor, la ironía y la parodia, regresa ahora con tonos renovados en poemas como «Veinti-
cinco pluvioso (a la memoria de F. Tomás y Valiente) o Zortziko para Mikel Azurmen
dis (64); en el experimentalismo crítico de los aglutinados en torno a la revista El signo del
gorrión (Miguel Casado, Olvido García Valdés, Esperanza Ortega, Ildefonso Rodriguez,
Miguel Suárez, Juan Carlos Suñén, Concha Garcia...) (65), en parte coincidentes con los
antologados en La prueba del nueve, que desde lenguajes no figurativos basados en la
fractura del texto, se entregan, según mostró Antonio Ortega, a una exploración crítica de
la realidad sin concesiones a la versión socialmente concordada de la misma (66); o en
con-
tribuciones al compromiso procedentes de generaciones anteriores, que, como en el caso
citado de Jesús Munárriz, muestran en sus trayectorias una sostenida reflexión sobre lo
colectivo, proyectando desde un lenguaje directo matizado por la ironía una mirada critica
y corrosiva sobre el mundo exterior: una escritura De lo real y su análisis que se inclina sin
complejos hacia una rotunda implicación en lo social. Confio en que el resultado de la
encuesta publicada en este número sirva para acabar de reunir las teselas de un mosaico
todavía amplio de voces y registros.
Confio, también, en que las propuestas poéticas revisadas basten al menos para ilus-
trar, por un lado, que en los últimos años de la poesía española el discurso del compromi
so no es monocorde; pero, también, que los nuevos discursos críticos han experimentado
un indiscutible proceso de resituación, de transformación de sus ideales formales y temáti
cos, en virtud de su adecuación a las nuevas circunstancias políticas, económicas, cultura-
les y literarias. Porque precisamente en esta actualización de una concepción de la escritu
ra que se manifiesta-en consonancia con el contexto en el que surge adaptando sus
contenidos a las nuevas circunstancias históricas y su enunciación a modelos expresivos de
renovada eficacia, podremos identificar algunas constantes que sientan las nuevas bases
del
compromiso en nuestro tiempo, dando a su vez al traste con algunas de las claves y proce
dimientos de la poesía social de los años cincuenta.
Sobra decir, por un lado, que las circunstancias sociopolíticas que separan nuestra pos-
guerra de los años que han traido la nueva poesía crítica explican la presencia de los nue-
vos contenidos y la orientación de la protesta hacia ámbitos inéditos, sustancialmente dis-
tintos a los que ocupaban a la poesía social de la etapa de la Dictadura. Ya no son,
naturalmente, la exaltación de los valores de la democracia y la libertad, la denuncia de las
masacres de la guerra civil, el drama del exilio o el manido tema de España los asuntos
recurrentes de los actuales discursos criticos: aunque no falte la evocación de la violencia
fratricida de la guerra y de los años sordidos y estériles de la posguerra, el ámbito de la
protesta se ensancha cada vez más hacia los conflictos internacionales, focalizándose en el
rechazo de las guerras y la cultura militarista, las profundas desigualdades sociales en
tiem-
pos de neoliberalismo y globalización, la explotación y el sometimiento de los pueblos del
Tercer Mundo, los desastres ecológicos, las contradicciones y abusos del sistema capitalis-
ta... Aunque la denuncia también alcanza al entorno de lo cotidiano, y señala la perversa
dominación ejercida sobre el sujeto por la moral establecida, el drama de la incomuni
cación en nuestros macroespacios urbanos, las miserias de la realidad sumergida en los
márgenes de la sociedad del bienestars y, en fin, la radical insolidaridad de una so-
ciedad gobernada por la hipocresía y el cinismo, incapaz de enfrentarse a sus propias
contradicciones.
Pero más significativa para los movimientos de la historia literaria parece aún la altera-
ción perceptible en una suma de planteamientos, perspectivas y procedimientos de escri
tura que revelan una manifiesta evolución en la forma de ejercer el compromiso. De
hecho, apenas hay poeta de los que he mencionado que, por unas u otras causas, no haya
sentido la necesidad de expresar su distanciamiento respecto de la más inmediata
tradición
histórica. Y es que, sin ser poca la deuda que con ella contraen, parece también un hecho
incuestionable que las nuevas promociones afrontan la tarea del «compromisos de
un modo sustancialmente distinto y visiblemente más maduro al del vate social de la pos
guerra (67).
La aceptación de la entidad ideológica de la escritura, de los vínculos intrinsecos entre
poesía e historia, es un postulado clave para la superación de los planteamientos que ten-
dían a situar el compromiso en el terreno de la voluntad del autor: si hablar del mundo es
proponer un mundo, no hay escritura que no sea, en último análisis, política; también se
compromete el que se dice indiferente a tales esferas, aunque lo haga --rehén de los dicta-
dos de la ideología dominante desde un compromiso aliado con los intereses del capita-
lismo y la moral burguesa. De lo que se trata entonces es
de no doblegarse, con un discurso ideológico aparentemente no-marcado, a la trampa de
un lenguaje absorbido por la ideología del poder. Eso sí, en el camino de la sub-
versión ideológica, los poetas tomarán opciones diversas.
La otra sentimentalidad, que concede a los sentimientos
una potencialidad revolucionaria, y por tanto no discute
los temas sino el modo de tratarlos, tiene que rechazar la
desfasada politización temáticas del realismo socialista y
aplaudir, en cambio, la evolución de los poetas del 50 de
un compromiso político de ideales a una crítica de tono
moral y autorreflexivos (68). En cambio, la mayoría de las
propuestas críticas enfrentan la labor de insumisión ideo-
lógica a través de un asedio directo (testimonio y/o
denuncia) de los problemas colectivos, interpretando la
elusión de tales asuntos como una forma de connivencia,
y el desenmascaramiento de la representación oficial de
la realidad como el verdadero camino para una práctica
social de transformación. Aunque haya también quien
entienda (Falcón, Méndez Rubio...) que sustraerse al
empleo estrictamente instrumental del lenguaje es el
único modo de alcanzar una palabra libre capaz de esca-
par a los designios del poder, de cuestionar una concep-
ción de la realidad que tiende a reproducirse mediante un
lenguaje cuyos sentidos pertenecen al discurso establecido.
COOPER
al
El poeta comprometido de nuestro tiempo no ha perdido la fe en la radical utilidad de
la poesía: la poesía no es inútil porque es un sinil ideológico (69), y precisamente en esta
cualidad reside su potencialidad revolucionaria, su capacidad transformadora hacia otros
mundos o valores posibles («hablar del mundo es proponer un mundo», «nombrar es
transformar la realidad-). El poeta es consciente de que la librada en el terreno de la ideo-
logía es la única lucha al alcance de la poesía, y aunque su funcionalidad no sea inmediata,
hay que saber valorar su importancia, pues es en el pensamiento donde comienza la domi-
nación. En palabras de Jorge Riechmann, un poema logrado constituye cuando menos
una incitación a quitarse las orejeras, salirse del carril, desuncirse de la noria, pararse a
borde de la autopista y respirar (70): es decir, a sustraernos a la tiranía del pensamiento
único para invitarnos a re-pensar la realidad. Lo que se desmorona bajo esta concepción
de la poesía como instrumento de lucha ideológica es el sentido positivista de la noción de
utilidad abrazado por el socialrealismo: el poema no aspira a la solución de crisis y conflic
tos, sino tan sólo al entrenamiento en el uso de razón crítica y de corazón libres (71), a la
resistencia frente a la moral instituida y el control de los mensajes ejercido desde el poder.
A lo sumo, el poema se cumple en la denuncia como elemento perturbador, y de ahí que
escaseen en estos discursos los imperativos o consignas movilizadores y las proyecciones
hacia un futuro mitico, tal el esquema de la canónica poesía social: frente a ésta, la nueva
poesía critica rebaja su componente utópico. Se ha perdido el crédito en la inmediatez ins
trumental de la palabra, aunque no en la lenta fecundidad de un discurso que, dispuesto a
desenmascarar los espejismos de la realidad y constituirse en propuesta ética, despierte la
conciencia crítica del lector frente a las leyes del pensamiento único.
Paralelamente al descrédito de la potencialidad práctica de la poesía, ha desaparecido
del discurso comprometido de fin de siglo el viejo sentido de misión: sin que falten algu
nas reminiscencias (72), lejos ha quedado la concepción mesiánica del poeta como fuente
dispensadora de salvación que caracterizaba al yo heroicos del realismo social. Citando a
René Charel poeta tiene a lo más una tarea, pero no una misión, Jorge Riechmann
tomaba recientemente distancias frente a la postura y los versos de un Gabriel Celaya:
"Mientras haya en la tierra un solo hombre que cante / quedará una esperanza para todos
nosotros" no son versos cerca de los cuales podamos acampar hoys (73). Y en efecto,
Antonio Orihuela también reconoce, en un gesto de ironfa autocrítica, que no es la suya
poesia necesaria, poesía para el pobre, entre otras cosas porque los pobres están
demasiado
ocupados/ trabajando para que los burgueses/ puedan escribir poesías (EH). Esto tiene
consecuencias en el terreno del lenguaje, pues conduce al abandono de la retórica altiso-
nante y el acento grandilocuente tan a menudo adoptados por el poeta-profeta: como ha
escrito Jon Juaristi, asumida la pérdida del lugar social del poeta, el desplazamiento de la
poesía como lugar central de la cultura y la consiguiente merma de centralidad en las
estructuras de poder, el discurso se torna necesariamente melancólico, y la ironía es el
único lenguaje posible que le queda a la melancolía (74).
La configuración del sujeto poético es en la poesía crítica de hoy otro de los principa-
les espacios de quiebra con las realizaciones sociales de los años cincuenta. Y no sólo por
que el mencionado yo heroicos se transmute en tantas ocasiones en un antihéroe o yo
de
la
marginal; sobre todo porque, frente a las pretensiones de
objetividad del discurso socialrealista, que en busca de la
representación del sujeto colectivo procuraba la exclusión
de toda injerencia subjetiva del poeta, es una característica
común a las poéticas de fin de siglo el acendramiento de
la perspectiva individual, la indagación en lo social desde
postas
un yo de alcance existencial. No en vano los
la otra sentimentalidad (identificándose con el discurso del
realismo critice) rechazaron con insistencia los límites esté
ticos de un realismo socialista que proscribió el derecho a
la intimidad y a la diferencia en nombre de un alienante
colectivismo homogeneizador. La convicción de que nada
se escribe sino a través de la individualidad, o de que
historia sólo se vive en primera persona, es implícita o
explicitamente suscrita por Fernando Beltrán y por Jorge
Riechmann, partidarios ambos de enfrentar la escritura
desde la experiencia, y conscientes de que la no implica-
ción afectiva del sujeto en la experiencia poetizada confie-
re al discurso un tono impostado y aboca a un poema
fallido (precisamente, Jorge Riechmann ha señalado esa
pretensión de sustituir la experiencia de otros como el
pecado original de la poesla llamada social: la raiz común
de sus flaquezas estéticas y éticas) (75). Es así como, muy
a menudo en la poesía última, el sujeto enunciador del
poema exhibe un marcado talante autobiográfico, aunque con vocación de representar a
su vez la capacidad de sentir de cualquier ciudadano: que la intimidad sea un territorio
abonado por la historia es lo que hace posible contar desde la primera persona un argu-
mento lírico que trascienda más allá de lo personal (76). O, dicho de otro modo, la fatal
intromisión de lo colectivo en la existencia personal del sujeto determina su implicación
ética en la realidad y su toma responsable de partido.

El discurso comprometido de los últimos tiempos comparte por lo general con su tra-
dición inmediata una firme vocación antiesteticista (por lo que hemos visto, no faltaría
quien suscribiese la famosa proclamación celayana: «Escribiría un poema perfecto / si no
fuera indecente hacerlo en estos tiempos») (77). Gobernados por una voluntad de sociali-
zación de la poesía, y en coherencia con la pretensión de utilidad que los impulsa, tratan
de acertar con una fórmula expresiva capaz de conectar con el lector común; de ahí el
recurso muy frecuente al paradigma realista, incluso a un empleo descarnadamente enun-
ciativo del lenguaje. Por otro lado, tanto la voluntad de verosimilitud como el afán de
provocación, de transgresión de los márgenes de lo correcto, conducen a algunos (Wolfe,
González, Orta...) a la utilización de un registro extremadamente desaliñado y vulgar, más
allá del prosaísmo, donde la depauperación léxica resultante, a veces justificada por el
«clima de la historia», no siempre se resuelve en una fórmula estéticamente feliz. Como
tampoco lo hace, en los momentos peores, un excluyente imperativo de comunicación
que se impone como prioridad absoluta sobre la voluntad de indagación poética, y que
arroja como saldo un mensaje precipitado hacia la prosa, no sólo formalmente descuidado
sino significativamente unívoco, más próximo al panfleto que al poema y al borde de la
poesía doctrinaria, de tesis previa al texto, propia del más fallido realismo social. Aunque
sería injusto negar que el severo discurso doctrinal en que a menudo incurrió esta poesía
tiende a sortearse hoy (siguiendo la estela de los poetas del 50) por el recurso a la ironía o
al humor como mecanismos desacralizadores, propiciadores de un tono de distanciamien-
to que descarga de patetismo y de rigores dogmáticos la palabra poética, entregada más
bien a un testimonialismo socioexistencial matizado por el escepticismo y el desengaño.
Con todo, la retórica del nuevo compromiso se distingue en muchos casos por un
enriquecimiento de la dimensión estética del texto, pues el discurso coloquial aparece
some-
tido a diversos mecanismos de dislocación (rítmica, sintáctica, semántica) potenciadores
de la ambigüedad poética. Buscando su extremo, el racionalismo propio del discurso rea-
lista se ve en algunos casos suplantado por un discurso de andamiaje surrealista o, cuando
menos, contaminado por una técnica irracionalista (Beltrán, Riechmann, Falcón, Méndez
Rubio...), que puede servir a la voluntad más fiel de representación de una realidad con-
flictiva, al intento de salvar la rigidez interpretativa de la enunciación y potenciar la creati
vidad crítica en el proceso de lectura, o de rebelarse ante los parámetros de un lenguaje
funcional que se percibe instrumentalizado por el poder. En general, se observa en algunas
de las nuevas prácticas comprometidas una tendencia a abrazar la propuesta de un arte
revolucionario que rompa con el molde realista para reformularse a la luz de los discursos
de vanguardia, desafiando el peligro de su marginalidad anuladora y eligiendo la desarti-
culación de la convención lingüística y el cuestionamiento del lenguaje como fórmula de
enfrentamiento con la Norma. De forma paralela ha sido puesta en entredicho la idonei-
dad del principio de narratividad y el efecto de claridad expresiva promovidos por las pro-
puestas figurativas para la construcción de un discurso revolucionario (Alicia Bajo Cero).
pues ambos imponen al sentido del texto un carácter cerrado que impediría su decons-
trucción por parte del receptor e invitaría a la inercia crítica, abortando las posibilidades
de construcción alternativa del mismo y de cuestionamiento de la ordenación del mundo
a que éste se refiere. Desde esta perspectiva, al filo del nuevo milenio el discurso estético
realista puede ser percibido por algunos (El signo del gorrión) como un discurso
anestesian-
te que propicia el asentamiento de la ideología del poder. Y por eso, frente a la tiranía
paralizante de lo Real, la alternativa lingüística es la búsqueda de una palabra poética cuya
fuerza libertaria se funda en su radical insumisión a la servidumbre referencial. Una vuelta
de tuerca en la historia literaria que aproxima, no tan paradójicamente, el nuevo compro-
miso a algunas propuestas estéticas de la (desde estas latitudes poéticas) tradicionalmente
denostada práctica novísima (78).

Final
Hace ya unos diez años Luis Antonio de Villena, tras constatar en su antología Fin de
siglo el epigonismo en la práctica de la tendencia que él llamaba de «tradición clásica
-esencialmente, la poesía de la experiencia, se atrevía a augurar los caminos que podrían
llevar a una renovación necesaria, y señalaba entre ellos la práctica de una «nueva poesía
social. o, cuando menos, una poesía de mirada más colectiva (79). Ahora podemos decir
que el rechazo de esta etiqueta por algunos adalides del compromiso (80) es, por lo pron-
to, un síntoma de la radical novedad con que en efecto se asume hoy esta tarea, novedad
en la que no conviene dejar de insistir, pues su examen nos muestra la esencial transfor-
mación de una concepción poética muy apegada en la mentalidad de los lectores a las
prácticas socialrealistas de los años de nuestra Dictadura. Por lo demás, la profecía de
Villena hace fortuna, sobre todo, en la década de los noventa, cuando llega el ensaña-
miento por varios frentes contra una escritura experiencial que, en cualquier caso, no
deja de ser la representante del canon y suele renovarse en direcciones que poco tienen
que ver con la opción del compromiso (a pesar de que, de forma paradójica, encuentre
en su cabeza más visible una tan persistente como singular defensa del valor crítico y
solidario de la palabra lírica) (81). El discurso de la utilidad suele desenvolverse por cir-
cuitos marginales, como así lo atestiguan las editoriales alternativas en que publican sus
creadores (Germania, Ateneo Obrero de Gijón, Icaria, Crecida...) y los significativos
membretes que se autoimponen: Radicales, marginales y heterodoxos es el subtítulo de
la antología Feroces promovida por Isla Correyero, en la que se reúnen y confunden la
S
voluntad radical de compromiso resistente con la rebeldía individualista más o menos ico-
noclasta y marginal; y Voces del Extremo se autonominan los protagonistas de los encuen-
tros de Moguer (que integran y ensanchan parte de la nómina de Isla Correyero --tam-
bién a la misma antóloga-). Pero no puede negarse que su presencia va haciendo cada
vez más ruido. La labor del Equipo Crítico Alicia Bajo Cero, articulada con los proyectos
de la Unión de Escritores del País Valenciano, se ve acompañada desde Madrid por las
iniciativas del Manual de lecturas rápidas para la supervivencia, «pasquín literario promo-
vido por David Méndez y Álvaro Moreno, que más allá de acoger, en sus entregas perió-
dicas o a través del colectivo Material inflamable para manos incendiarias (2000), las
voces conocidas del extremo y del conflicto, articula un espacio literario digital con voca-
ción de transgredir la propiedad intelectual (El mundo no es una mercancía. Las ideas
tampoco») (82) y sobre todo de constituirse, bajo el lema rimbaudiano «cambiar la vida
y a través de una palabra inquieta e incómoda, en «una ventana abierta contra toda anes-
tesia (83). A la revista de literatura y política mientras tanto («publicación de ciencias
sociales y clara orientación marxista con una sección fija de «Poesía practicable>
-Riechmann al fondo-) se unen la reciente Lunas Rojas («Revista de poesía civile, difun-
dida a través de la red por Virgilio Tortosa, Enrique Falcón, José Luis Ángeles y Julia
López de Briñas) (84), la publicación jiennense La Hamaca de Lona o la serie alternativa
de Poemash producida por Vinalia Trippers, ambas con su propio espacio web que da de
nuevo voz a marginales y resistentes (85). Internet se convierte, para estas iniciativas, en
una ventajosa y democrática vía de expansión e interrelación de unas corrientes de escri-
tura con precarios medios para la difusión mediante el soporte convencional (denuncian
ellos-no sin ingenuidad- una interesada política de subvenciones que margina los
discursos no conniventes con el poder), y van tejiendo así una suerte de «infranet» subte-
rránea que, también en este ámbito, pugna por convertirse en alternativa al discurso pre-
ponderante del Mercado. No faltan, por último, los espacios reales de discusión y
encuentro: así, a los ensayos promovidos por la Unión de Escritores del País Valenciano
(p. e., el ciclo de actos públicos «Poesía y conflicto», en 1994), a los citados encuentros
anuales de las Voces del Extremo (1999-2001), o al ciclo permanente «Poesía en Resisten-
cias impulsado en Sevilla por el colectivo La Palabra Itinerante, se suma en la primavera
de este año la convocatoria en Madrid del llamado «Foro Social de las Artes», que a tra-
vés de iniciativas artísticas comprensivas de cine, teatro, poesía o fotografía, y del debate
en torno a núcleos de reflexión sobre las relaciones entre estética y política, ha buscado
«reconstruir la tradición crítica y antagonista que ha vertebrado el siglo XX. con el fin de
«convertirla en energía para la producción artística de nuestros días (86) (al fondo los
poetas Antonio Méndez Rubio, Enrique Falcón, David González, Fernando Beltrán,
Jorge Riechmann, David Méndez, Álvaro Moreno, Antonio Orihuela, Josu Montero o
Virgilio Tortosa).
ay:
En fin: «Después de década y media de poesía tranquila, tranquilizante y tranquilizada
en España, ¿quién había predicho el regreso para este inicio de siglo- de una poesía
contra todo descanso extrema, con conciencia, para un mundo anestesiado?» (87). Es el
diagnóstico entusiasta de Enrique Falcón, uno de los principales promotores de esta escri-
tura que, aunque se mueva fuera de -y contra- la norma que dirige las poéticas impe-
rantes, desde luego también existe, y me atrevo a decir que cada vez menos agazapada,
pues supone el correlato literario del incremento de los movimientos de inquietud social
que, a las puertas del nuevo milenio, ponen en pie cada vez más conciencias contra la lla-
mada era del neoliberalismo y la globalización.

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