Araceli Iravedra
Araceli Iravedra
En el prólogo a una reciente antología poética, escribia Angela Vallvey-no sin cierdosis de
cinismo autocrítico- que nos encontramos en unos días en que la palabra social nos pone a
la mayoría al borde del desaliento, del aburrimiento y la deserción más inmediata, suena a
cosa pasada y putrefacta, da grima y arranca bostezos, es un pésimo reclamo para nada y
sigue estando tan mal visto que hay que tener valor para sacarlo a relucir en un poema (1).
Presentaba, sin embargo, Vallvey a un poeta que, paradójica o valientemente, no había
dejado de ejercitar en su ya dilatada trayectoria un poco dudoso compromiso con lo
social», pese a haber comenzado su tarea creativa en un tiempo en que lo social había en
efecto-perdido su lugar en los escaparates de la poesía. En un artículo no menos reciente,
el poeta y editor Sergio Gaspar entendía que el paradigma instaurado por los novísimos en
lo que se refiere a la ruptura entre «lo poético y lo social «lo político continuaba vigente en
nuestros días, y creía encontrar la prueba irrefutable de tal ruptura en que hoy, de tan
asumida, ni siquiera se hace preciso verbalizarla. Sin embargo, también paradójicamente,
estas palabras las vertía Gaspar en la entrega de una revista que, bajo el título ¿Todavía
hay compromiso? Poesia y globalización, dedicaba el conjunto de sus páginas a debatir
este problema, y concluía con una antología que venía a ilustrar la cuota de presencia que
goza en nuestros días esta actitud poética (2). Tal vez sea hora de empezar a preguntarse si
Jesús Munárriz, Enrique Falcón, Luis García Montero, Jorge Riechmann, Pablo García
Casado, Manuel Vilas y el puñado de poetas que engrosaban esa antología no van siendo
demasiadas excepciones para seguir sosteniendo un tópico que probablemente comienza
a exigir una revisión.
En el panorama de los últimos años de la poesía española, ya bien lejos las experiencias de
evasionismo artístico y presunta indiferencia ética que supusieron los llamados discursos
novisimos (3), han ido ganando presencia una serie de prácticas estéticas que no se
conciben a sí mismas de otro modo que como un posicionamiento moral ante la realidad.
Ha podido detectarse en determinados ámbitos una reivindicación de la radical utilidad de
la poesía, cuando menos en tanto instrumento ideológico que conforma nuestro
inconsciente y es en consecuencia susceptible de transformarlo, a través de la creación en
el poema de un personaje responsable y reflexivo, que deja plasmada una visión del
mundo capaz de decir otra moral» o de insinuar otro ritmo posible». Incluso, se vienen
dejando ver de un tiempo a esta parte algunos autores que crean una poesía resistente de
cuño radicalmente político, aunque establezcan distancias notorias con las viejas
realizaciones de los años cincuenta y sesenta. Y, aún con más frecuencia, emerge una
poesía intempestiva e incómoda que, sin contemplar la palabra como arma de combate,
condensa su fuerza disolvente en la práctica de un crudo testimonialismo que se vuelve
corrosivo método crítico de la realidad social.
No diré, desde luego, que la apelación al papel de la poesía como eje corrector de
realidades sociales o de valores morales sea una postura generalizada; más bien, los
recelos hacia un tipo de poesía sospechosa de inquietudes solidarias no han dejado de
hacerse notar, apercibido como está nuestro Parnaso poético contra los errores y excesos
del socialrealismo de posguerra. Pero, contra quienes insisten en señalar la frivolidad, la
integración complaciente y el cinismo social y político como notas definitorias de nuestra
actual poesía, no son tan raras las voces que en los últimos años se han alzado para
reclamar a la escritura su cuota de responsabilidad ética o social: voces no sólo
procedentes de nuevas hornadas, sino también y esto es aún más significativo- de autores
tan aparentemente alejados de esta tradición como algunos viejos novísimos (4). Alguna
quiebra ha debido producirse cuando Luis Alberto de Cuenca-que, describiendo las
actitudes primeras de su generación, había evocado la afición compartida por una poesía
«festiva, intrascendente, divertida e inútil. (5)- intervenía en los Encuentros de poesía
celebrados en Oviedo en 1992 proclamando la absoluta legitimidad de una «poesía útil
que reconocía en algunas realizaciones de entonces, y legitimando también aquella poesía
social de posguerra que entroncaba directamente, a su modo de ver, con el concepto
ilustrado de utilitas (6); o cuando Jaime Siles, en una conferencia pronunciada en el mismo
año bajo el título «La poesía ante el nuevo siglo: balance y posibilidades», hacía una
propuesta de lo que él llamaba «compromiso con la historicidad, y apelaba a la
«responsabilidad individual, colectiva y ética, que el poeta debe asumir en su tiempo
histórico, constituyéndose en «eje
corrector del sistema político, económico, social... en que le toca vivir (7). Ante la
rotudidad de tales proclamaciones, resulta evidente que algo se había removido en el
sistema de valores poéticos vigente. Por lo pronto, había sido necesario ese paulatino
desplazamiento del culturalismo a la vida» que, como diagnosticó Miguel García-Posada,
ven acusando la poesía española en los últimos quince años (8), y que Leopoldo de Luis
consideraba como imprescindible caldo de cultivo para cualquier experiencia poética de
solidaridad social (9). El resto era un camino que comenzaría a transitarse con timide
aunque no se haría esperar.
Si los que vivimos son Tiempos-y es el título de un poema-en los que solamente cabe
arregostarse a la mentira o cantar el horror de vivir (29), la insurrección radical proclamada
por Riechmann se cumple en un verso que se instala en esta segunda alternativa,
y desde el centro de su contemporaneidad («Sea / la desolada quimera del
presente/nuestro empeño imborrable», CE), articula su denuncia a través de una
yuxtaposición de temas que comprende toda la crueldad posible en un mundo del que
«nadie puede aterrarse suficientemente (CE). Es esta una escritura regida por el
imperativo de veracidad, y de ahí que el poeta rompa lanzas por «una poética
antisimbolista del realismo irrestricto, du grand realismes (PP). Desde lo que llama una
«estética de la pobrezas, el poeta se dirige al lector, casi siempre, con la claridad de la
palabra directa, prosaica, que elude la ambigüedad del sentido, y que no rehuye el feismo
ni la violencia expresivas; es más, el expresionismo de las imágenes extremadas y el léxico
efectista son la base del hiperrealismo critico a que Riechmann acude con frecuencia para
su activismo poético, que no pretende ofrecer imágenes de reconciliación, sino enconar la
herida de ser hombres (PP). Por lo demás, la ironía o el sarcasmo acuden ampliamente a
reforzar la intencionalidad de una crítica que, a través de la satirización de los valores
sociales tematizados, deja siempre al descubierto el posicionamiento ideológico: «Se
hablaba todo el tiempo de realismo: /con ello se aludía solamente / al disciplinamiento a
través de los mercados. / Tuve que replantearme opciones estéticas» (30). En cualquier
caso, las protestas de realismo formuladas por Riechmann no logran disimular su Intima
simpatía hacia ciertas propuestas-compartidas por Brechty Breton- de un arte
revolucionario que rompa con la «estética de la representación y libere al lenguaje de su
condición de «parásito de la realidad» (PP): a ella debemos la presencia ocasional de
elementos simbolistas y, sobre todo, la apropiación de un lenguaje irracional y de
mecanismos propios del discurso surrealista, en busca de la percepción del absurdo o del
dolor impotente en el envés del no-lenguaje (31).
De este modo se articula verbalmente una propuesta de compromiso que no se detiene en
el ejercicio perturbador del testimonio y la denuncia. A pesar de la visión trágica del
mundo, al poeta le rebrota aunque sea una esperanza vestigial (LEV), porque -como
asegura en su última entrega- al alcance del incapaz está por lo menos, incluso bajo
adversas circunstancias, desandar lo andados (32). Alentado por el gramsciano optimismo
de la voluntad, Riechmann no se cansa de lanzar imperativos cargados de intenciones
movilizadoras, pues piensa, con Pier Paolo Passolini, que es preciso seguir luchando por
aquello en lo que uno cree, sin esperanza de vencers (33). Su proyecto queda, así,
esencial-
mente condensado en el poema «Transformars: la rabia en paciencia histórica / el
abatimiento en estudio y tercamente / la desesperación en desconsuelo (34).
En contra de todo esto, el grupo reunido en torno a Alicia Bajo Cero pretende,
precisamente, orientar su práctica discursiva hacia una relación dialéctica, no
tranquilizadora,
con los discursos legitimadores de la realidad establecidas. Entendiendo que «la escritura
es el lugar del desconcierto y que este descontrol está prefiado de potencialidades políti
case (41), se tratará entonces de romper las expectativas de información, de provocar el
extrañamiento y de construir un discurso incómodo que, poniendo en evidencia las
estrategias ideológicas del sistema, no pueda ser absorbido por el mundo que trata de
negar (42). En el ensayo teórico-crítico Porila y poder, el Colectivo expone cumplidamente
sus planteamientos poéticos. Piensan que toda escritura emerge de unas condiciones
históricas que producen su propio paradigma literario; rechazan el eternalismo y el
esencialismo, con-
ceptos que congelan los objetos en la eternidad al negarles la posibilidad de cambio; y
trabajan por una desacralización del hecho poético, que debe ser considerado como un
intercambio significo de carácter materiales y, por lo tanto, como un elemento de
reproducción y transformación de (visiones de) mundo (43). El volumen aparece presidido
por una cita de Jorge Riechmann: «Intentar no seguir hablando el lenguaje del poder
-aun a costa de que se nos desgarre la boca en el empeños; y su primer capítulo lo
encabeza una convicción de Arnold Hauser: «El criterio de la fecundidad de un arte
comprometido no estriba en la solución de crisis y conflictos, sino en combatir la ilusión de
que, en medio de los peligros y bajo el signo de la catástrofe, todavía se sigue viviendo en
un mundo sin peligro alguno». A través de estas dos citas, Alicia Bajo Cero deja dicho de
forma bien diáfana su programa de acción revolucionaria: la insumisión ideológica y el
cuestionamiento del estado de realidad como caminos más viables para una práctica de
transformación.
La crónica de la marginalidad
Observaba Virgilio Tortosa, apuntando a la autoconciencia realista de la poesia de la expe
riencia, que un análisis de la espacialidad de sus textos no revelaria sino la parcialidad de
la
mirada proyectada sobre lo real, puesto que, protagonizada esta escritura por un sujeto
burgués cómodamente instalado en la triunfante sociedad neoliberal, dejaba fuera cual-
quier voluntad de aproximación a los márgenes de miseria que la circundan (58). El relato
de la marginalidad social es precisamente la materia poética específica de lo que ha dado
en llamarse realismo sucio, y que, inspirado en modelos anglosajones como Raymond Car-
ver o Charles Bukowski, es cultivado en España con voz propia por un grupo cada vez
más nutrido de poetas, entre los que se cuentan Roger Wolfe, Karmelo Iribarren, Violeta
C. Rangel o David González. Bajo el signo del escepticismo y una bien afincada desilu-
sión, estos autores se aplican a retratar con imperturbable crudeza la realidad sumergida
en los bajos fondos de la vida social y personal. No hay en ellos voluntad de articular en el
espacio del poema un proyecto político de transformación del mundo ni de proponer
alternativas sociales; pero la insistente focalización de su mirada en el submundo periféri-
co, y su empeño en ofrecernos-a través de una galería de episodios del fracaso el testi
monio descarnado de la sordidez, termina por poner al descubierto todas las lacras de la
llamada sociedad del bienestar. En este gesto reside la dimensión crítica de estos discur
sos, implícitas denuncias que golpean al lector actuando como un implacable método de
concienciación sobre la realidad. Pero incluso, y aun cuando como en el caso de Roger
Wolfe- el escepticismo se verbaliza como materia metapoética (y así escribir no deja de
ser algo tan inútil como hablar de pintura con un ciego, y el poema se vuelve una especie
de salvoconducto/a ninguna parte) (59), acaba haciéndose palpable una activa critica
del mundo, más allá del puro testimonio, que no elude la reflexión sobre lo social (léanse
poemas como Democracias, Revolucións, o la serie 48 poemas en forma de artefac
tos) (60). Por no hablar de la escritura de David González, donde la crónica de la margi
nalidad social se vuelve tantas veces una manifiesta toma de partido. No en vano
proclama
este poeta que un poema no debe servir para entretener, sino para estremecer, para
quitar
vendas de los ojos (61).
El protagonista de estos poemas-de naturaleza esencialmente autobiográfica (radi
calmente autobiográfica en el caso de David González)- se configura como un sujeto
urbano problemático, escéptico y desencantado, que habita en los dominios de la margi-
nalidad y en el borde del nihilismo, que no aspira sino al ejercicio de la supervivencia, y se
emplea en la tarea con un impulso tan desganado como radicalmente individualista: un
antihéroe con la dosis suficiente de desengaño para haber aparcado cualquier gesto activo
de rebeldía y cualquier esperanza en la transformación. La cosmovisión esbozada tiene
que
ser extraordinariamente dura, al encarar con toda aspereza la problematicidad de nuestra
vida social: el mundo destructor de las drogas o el alcohol como muletas para soportar la
vida, la experiencia de la cárcel, la prostitución y la violencia sexual, la agresividad insoli
daria de la lucha por la supervivencia en un medio hostil... Y junto al lenguaje de los
puños en expresión de David González, esa otra sutil forma de violencia ejercida
sobre el individuo por la soledad, la incomunicación o el hastlo de quien vive sumido en
el vacío de una existencia sin sentido. El escenario de esta existencia es un paisaje urbano
desolador, inhóspito y grotesco, donde todo (...) apesta a muertes (HPC) y es trasunto de
la orfandad del sujeto y de las miserias de una sociedad que ha enfrentado al hombre con-
sigo mismo que, a fuerza de apretar, ha ahogado sus impulsos de generosidad, ternura o
compasión, y cuya mentira de salud aparente ha sido desenmascarada sin piedad alguna.
La lectura última bien pudiera ser que, aunque pueda parecerlo, toda esta violencia no
emerge del submundo marginal, o, si lo hace, no es más que la inevitable consecuencia de
esa otra violencia de guante blanco que, desde quienes verdaderamente detentan el
poder,
se ejerce sobre aquellos únicamente destinados a recibir los golpes (de ahí el titulo de uno
de los libros de David González: Sparrings, y su dedicatoria a los que siempre besamos la
lona del cuadrilátero) (62) y, a lo sumo, a acorazarse para esquivarlos.
La poética del malimo scio, fundada en el lenguaje de la provocación, pone sus bases
en la concepción del poema como una narración directa, descarnada, de episodios de la
desolación, sin escatimar en el intento toda la crudeza, todo el tremendismo o la dosis de
esperpento necesarios para provocar la desestabilización de los cimientos del lector (La
primera mojada/(...) le entró por la boca abierta / le atravesó la lengua la garganta /
y salió por la espalda. // La segunda se la espetaron / en la nuca. / Le rompió los dientes/y
terminó de reventarle / la cabezas) (63). En consonancia con el universo narrado, el estilo
será deliberadamente prosaico, desaliñado y bronco, desnudo de adjetivos y metáforas, en
as antipodas del esteticismo, y-porque la vida también lo es- radicalmente antipoéti
co; el registro coloquial, vulgar incluso, aparece salpicado de términos procedentes de
margots callejeros, blasfemias o voces remitentes al mundo de lo escatológico,
supuestamen
e legitimadas por el contexto verbal en que se insertan, y cuya agresividad es espejo de la
misma violencia del mundo del que hablan. De hecho, y como deja implícito el proverbio
de Lao Tse con que David González introduce sus Sparrings-Las palabras que dicen la
verdad no son hermosas, / las palabras hermosas no dicen la verdad, el feísmo expresi
vo está al servicio del efecto de realidad de lo narrado. En fin, los recursos que moldean
esta poesía aparentemente vacía de artificio convergen casi siempre en una misma volun-
tad de recrudecimiento de la fealdad de la vida; incluso, esa mueca de humor irónico que
aflora a menudo en la poesía de Wolfe es a veces una lente deformante que acude a sacu
dir aún con más violencia, por virtud de la provocadora banalización de lo escabroso, la
sensibilidad del lector. Por lo demás, la ironla jocosa o el sarcasmo demoledor (como en el
poema Democracias: «Corderos de camino al matadero / dándole a escoger el arma / al
matarifes, AB) subrayan en último término el radical escepticismo con que se afronta la
vida, el nihilismo, el sinsentido de todas las cosas.
El discurso comprometido de los últimos tiempos comparte por lo general con su tra-
dición inmediata una firme vocación antiesteticista (por lo que hemos visto, no faltaría
quien suscribiese la famosa proclamación celayana: «Escribiría un poema perfecto / si no
fuera indecente hacerlo en estos tiempos») (77). Gobernados por una voluntad de sociali-
zación de la poesía, y en coherencia con la pretensión de utilidad que los impulsa, tratan
de acertar con una fórmula expresiva capaz de conectar con el lector común; de ahí el
recurso muy frecuente al paradigma realista, incluso a un empleo descarnadamente enun-
ciativo del lenguaje. Por otro lado, tanto la voluntad de verosimilitud como el afán de
provocación, de transgresión de los márgenes de lo correcto, conducen a algunos (Wolfe,
González, Orta...) a la utilización de un registro extremadamente desaliñado y vulgar, más
allá del prosaísmo, donde la depauperación léxica resultante, a veces justificada por el
«clima de la historia», no siempre se resuelve en una fórmula estéticamente feliz. Como
tampoco lo hace, en los momentos peores, un excluyente imperativo de comunicación
que se impone como prioridad absoluta sobre la voluntad de indagación poética, y que
arroja como saldo un mensaje precipitado hacia la prosa, no sólo formalmente descuidado
sino significativamente unívoco, más próximo al panfleto que al poema y al borde de la
poesía doctrinaria, de tesis previa al texto, propia del más fallido realismo social. Aunque
sería injusto negar que el severo discurso doctrinal en que a menudo incurrió esta poesía
tiende a sortearse hoy (siguiendo la estela de los poetas del 50) por el recurso a la ironía o
al humor como mecanismos desacralizadores, propiciadores de un tono de distanciamien-
to que descarga de patetismo y de rigores dogmáticos la palabra poética, entregada más
bien a un testimonialismo socioexistencial matizado por el escepticismo y el desengaño.
Con todo, la retórica del nuevo compromiso se distingue en muchos casos por un
enriquecimiento de la dimensión estética del texto, pues el discurso coloquial aparece
some-
tido a diversos mecanismos de dislocación (rítmica, sintáctica, semántica) potenciadores
de la ambigüedad poética. Buscando su extremo, el racionalismo propio del discurso rea-
lista se ve en algunos casos suplantado por un discurso de andamiaje surrealista o, cuando
menos, contaminado por una técnica irracionalista (Beltrán, Riechmann, Falcón, Méndez
Rubio...), que puede servir a la voluntad más fiel de representación de una realidad con-
flictiva, al intento de salvar la rigidez interpretativa de la enunciación y potenciar la creati
vidad crítica en el proceso de lectura, o de rebelarse ante los parámetros de un lenguaje
funcional que se percibe instrumentalizado por el poder. En general, se observa en algunas
de las nuevas prácticas comprometidas una tendencia a abrazar la propuesta de un arte
revolucionario que rompa con el molde realista para reformularse a la luz de los discursos
de vanguardia, desafiando el peligro de su marginalidad anuladora y eligiendo la desarti-
culación de la convención lingüística y el cuestionamiento del lenguaje como fórmula de
enfrentamiento con la Norma. De forma paralela ha sido puesta en entredicho la idonei-
dad del principio de narratividad y el efecto de claridad expresiva promovidos por las pro-
puestas figurativas para la construcción de un discurso revolucionario (Alicia Bajo Cero).
pues ambos imponen al sentido del texto un carácter cerrado que impediría su decons-
trucción por parte del receptor e invitaría a la inercia crítica, abortando las posibilidades
de construcción alternativa del mismo y de cuestionamiento de la ordenación del mundo
a que éste se refiere. Desde esta perspectiva, al filo del nuevo milenio el discurso estético
realista puede ser percibido por algunos (El signo del gorrión) como un discurso
anestesian-
te que propicia el asentamiento de la ideología del poder. Y por eso, frente a la tiranía
paralizante de lo Real, la alternativa lingüística es la búsqueda de una palabra poética cuya
fuerza libertaria se funda en su radical insumisión a la servidumbre referencial. Una vuelta
de tuerca en la historia literaria que aproxima, no tan paradójicamente, el nuevo compro-
miso a algunas propuestas estéticas de la (desde estas latitudes poéticas) tradicionalmente
denostada práctica novísima (78).
Final
Hace ya unos diez años Luis Antonio de Villena, tras constatar en su antología Fin de
siglo el epigonismo en la práctica de la tendencia que él llamaba de «tradición clásica
-esencialmente, la poesía de la experiencia, se atrevía a augurar los caminos que podrían
llevar a una renovación necesaria, y señalaba entre ellos la práctica de una «nueva poesía
social. o, cuando menos, una poesía de mirada más colectiva (79). Ahora podemos decir
que el rechazo de esta etiqueta por algunos adalides del compromiso (80) es, por lo pron-
to, un síntoma de la radical novedad con que en efecto se asume hoy esta tarea, novedad
en la que no conviene dejar de insistir, pues su examen nos muestra la esencial transfor-
mación de una concepción poética muy apegada en la mentalidad de los lectores a las
prácticas socialrealistas de los años de nuestra Dictadura. Por lo demás, la profecía de
Villena hace fortuna, sobre todo, en la década de los noventa, cuando llega el ensaña-
miento por varios frentes contra una escritura experiencial que, en cualquier caso, no
deja de ser la representante del canon y suele renovarse en direcciones que poco tienen
que ver con la opción del compromiso (a pesar de que, de forma paradójica, encuentre
en su cabeza más visible una tan persistente como singular defensa del valor crítico y
solidario de la palabra lírica) (81). El discurso de la utilidad suele desenvolverse por cir-
cuitos marginales, como así lo atestiguan las editoriales alternativas en que publican sus
creadores (Germania, Ateneo Obrero de Gijón, Icaria, Crecida...) y los significativos
membretes que se autoimponen: Radicales, marginales y heterodoxos es el subtítulo de
la antología Feroces promovida por Isla Correyero, en la que se reúnen y confunden la
S
voluntad radical de compromiso resistente con la rebeldía individualista más o menos ico-
noclasta y marginal; y Voces del Extremo se autonominan los protagonistas de los encuen-
tros de Moguer (que integran y ensanchan parte de la nómina de Isla Correyero --tam-
bién a la misma antóloga-). Pero no puede negarse que su presencia va haciendo cada
vez más ruido. La labor del Equipo Crítico Alicia Bajo Cero, articulada con los proyectos
de la Unión de Escritores del País Valenciano, se ve acompañada desde Madrid por las
iniciativas del Manual de lecturas rápidas para la supervivencia, «pasquín literario promo-
vido por David Méndez y Álvaro Moreno, que más allá de acoger, en sus entregas perió-
dicas o a través del colectivo Material inflamable para manos incendiarias (2000), las
voces conocidas del extremo y del conflicto, articula un espacio literario digital con voca-
ción de transgredir la propiedad intelectual (El mundo no es una mercancía. Las ideas
tampoco») (82) y sobre todo de constituirse, bajo el lema rimbaudiano «cambiar la vida
y a través de una palabra inquieta e incómoda, en «una ventana abierta contra toda anes-
tesia (83). A la revista de literatura y política mientras tanto («publicación de ciencias
sociales y clara orientación marxista con una sección fija de «Poesía practicable>
-Riechmann al fondo-) se unen la reciente Lunas Rojas («Revista de poesía civile, difun-
dida a través de la red por Virgilio Tortosa, Enrique Falcón, José Luis Ángeles y Julia
López de Briñas) (84), la publicación jiennense La Hamaca de Lona o la serie alternativa
de Poemash producida por Vinalia Trippers, ambas con su propio espacio web que da de
nuevo voz a marginales y resistentes (85). Internet se convierte, para estas iniciativas, en
una ventajosa y democrática vía de expansión e interrelación de unas corrientes de escri-
tura con precarios medios para la difusión mediante el soporte convencional (denuncian
ellos-no sin ingenuidad- una interesada política de subvenciones que margina los
discursos no conniventes con el poder), y van tejiendo así una suerte de «infranet» subte-
rránea que, también en este ámbito, pugna por convertirse en alternativa al discurso pre-
ponderante del Mercado. No faltan, por último, los espacios reales de discusión y
encuentro: así, a los ensayos promovidos por la Unión de Escritores del País Valenciano
(p. e., el ciclo de actos públicos «Poesía y conflicto», en 1994), a los citados encuentros
anuales de las Voces del Extremo (1999-2001), o al ciclo permanente «Poesía en Resisten-
cias impulsado en Sevilla por el colectivo La Palabra Itinerante, se suma en la primavera
de este año la convocatoria en Madrid del llamado «Foro Social de las Artes», que a tra-
vés de iniciativas artísticas comprensivas de cine, teatro, poesía o fotografía, y del debate
en torno a núcleos de reflexión sobre las relaciones entre estética y política, ha buscado
«reconstruir la tradición crítica y antagonista que ha vertebrado el siglo XX. con el fin de
«convertirla en energía para la producción artística de nuestros días (86) (al fondo los
poetas Antonio Méndez Rubio, Enrique Falcón, David González, Fernando Beltrán,
Jorge Riechmann, David Méndez, Álvaro Moreno, Antonio Orihuela, Josu Montero o
Virgilio Tortosa).
ay:
En fin: «Después de década y media de poesía tranquila, tranquilizante y tranquilizada
en España, ¿quién había predicho el regreso para este inicio de siglo- de una poesía
contra todo descanso extrema, con conciencia, para un mundo anestesiado?» (87). Es el
diagnóstico entusiasta de Enrique Falcón, uno de los principales promotores de esta escri-
tura que, aunque se mueva fuera de -y contra- la norma que dirige las poéticas impe-
rantes, desde luego también existe, y me atrevo a decir que cada vez menos agazapada,
pues supone el correlato literario del incremento de los movimientos de inquietud social
que, a las puertas del nuevo milenio, ponen en pie cada vez más conciencias contra la lla-
mada era del neoliberalismo y la globalización.