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Red Voltaire

EL HABLA Y EL CINE DE MÉXICO

"Ahí está el detalle"


por Carlos Monsiváis

El escritor mexicano Carlos Monsiváis estará presente -el


miércoles 21 de agosto- en la Feria del Libro. En esta
edición reproducimos uno de sus magníficos ensayos, sobre
el cine y el habla popular en México

ARCHIVOS | 18 DE AGOSTO DE 2002

L
a poesía modernista es un sacudimiento cultural que prueba, al
alcanzar a masas que se suponían inaccesibles o incapaces de
sentir ese pasmo estético de la palabra, la enorme posibilidad de
alcanzar y conmover, con el solo empleo de la poesía, a sectores
condenados solamente al atraso y a la incomprensión de lo bello. ¿Cómo
no van a estar sentenciados a la sordera idiomática si se les regaña por no
hablar y no vocalizar como la elite? Dicho sea de paso, la elite del poder y
del dinero en México, asombrosamente iletrada por lo común, desprecia
con furia a los ignorantes.

Por eso, en los años treinta, cuando el cine mexicano inicia lo que muy
idealizadamente se llama «época de oro», sólo hay un registro confuso y
mitificador del habla popular por razones de censura del buen gusto
dominante de un racismo nada avergonzado de serlo, del rechazo teatral de
los sectores ilustrados y de la fuerza del amedrentamiento lingüístico. «Si
no sabes hablar como Dios manda (sería el mensaje) mejor ni hables». Y
Dios manda que sus hijos utilicen la corrección y el decoro de los
académicos de la lengua, investidos en ese momento con la autoridad del
esplendor idiomático al que atacan las hordas de los inconscientes.

Los académicos señalan las imperfecciones y monstruosidades: «No se


dice haiga», y vierten regaños sobre el vulgo que, con tal de envilecerse, se
revuelca en los barbarismos. En cierta medida, la causa de los académicos
es noble y, por lo menos, intimidan a periodistas y locutores de radio.
También ejemplifican el desprecio de quien tiene posibilidades formativas
por quienes ni siquiera atisban el miedo al «qué dirán» de los académicos,
y ya que no queda otro remedio, se acepta en este medio dictatorial el uso
popular de mexicanismos, de refranes, de algunas voces del inglés, hasta
ahí.

Lo que impera como sonido consagrado es la retórica proveniente de la


religión católica y la retórica del buen decir del melodrama teatral, a la que
se podría agregar el buen decir de los abogados. El buen decir de las
tempestades del alma, de los sermones y de los catecismos, y de lo que se
llama todavía «la religión de la patria». Las denominadas groserías, las
«malas palabras», no sólo delatan al hablante y su incontinencia verbal,
también emiten lo que podría considerarse «sonido pecaminoso». Decirlas
en presencia de damas resulta imposible y lanzarlas ante mujeres
comprueba que las presentes no son damas. El uso de la grosería es
literalmente la renuncia al espíritu femenino.
ASÍ SE HABLABA EN EL CINE

«Hay momentos en la vida que son verdaderamente momentáneos»,


aseguró en algún momento Mario Moreno, Cantinflas. La frase, todavía
vigente, como era de esperarse, nos lleva a los años treinta, al circuito
lingüístico en donde una comunidad pobre, aún dominada por el
analfabetismo, vislumbra la modernidad, o como se le llame a la gana de
hacer lo que padres y abuelos no soñaron, entre tradiciones que, al no
conservarse íntegramente, tienden a desaparecer.

Entonces, el papel de traductor privilegiado de lo contemporáneo le


toca al cine mexicano y norteamericano, que resulta el gran traductor de
estilos de vida que se imitan o se envidian o se detestan; de viajes
imaginarios, de visiones panorámicas de la sociedad, no por falsas menos
integradoras; de la catarsis al mayoreo en las butacas, de regocijos y
duelos comunitarios y, de manera muy fundamental, de modelos verbales.
Y dijo el cine «Así meritito se habla» y así «merito» habló la población.
A lo largo de tres décadas, el cine será importantísimo en la evolución y en
el enriquecimiento del idioma y del sonido del habla popular. En el caso de
México y durante el tiempo que dura su influencia, con la pedagogía
involuntaria del caso, el cine nacional produce lo antes no muy
perceptible: un habla nacional fundada en el centralismo que a las
variantes nacionales les concede únicamente el rango de lo pintoresco. Las
más divertidas, de acuerdo a este canon, el énfasis indígena para
entenderse con el español, tal como lo exhibe María Candelaria, una
película clásica del cine mexicano, que ya desde su estreno era celebrada a
carcajadas por el modo de hablar de los personajes, así la tragedia
disolviera el sentido del humor. El otro acento regional que divierte es el
yucateco, de énfasis en la singularidad, para regocijo de los demás.
En este nuevo sonido de lo mexicano participan el estilo prosopopéyico de
los actores forjados en el teatro hispano de costumbres, todo Garniches o
todos estos expertos en adulterios con final trágico son muy importantes.
Vimos un momento de Gardel que viene directamente de ese teatro
español.
El habla campesina cuajada de heterodoxias y resignaciones, que en sí
misma ya es implorante, de acuerdo a la versión que se da de ella: «Va
usted a creerme un igualado señor amo, porque mis torpes palabras no
traen el sombrero puesto, ansina es de bruto este pobre indio». He aquí un
diálogo típico del cine mexicano.

El tono bravucón de los revolucionarios -tal y como lo enuncia Pedro


Armendáriz- las variantes regionales a que me refería, que divierten el
oído centralista y el tono peleonero, enredado, laberíntico, concentrado en
el relajo que hay en Cantinflas, su representante mágico.
ELOGIO DEL CANTINFLISMO

En este panorama Cantinflas es, casi literalmente, la erupción de la


plebe en el idioma. Antes de él los peladitos -los parias urbanos- sólo
existían en el espectáculo como motivos pintorescos, los expulsados de la
idea de nación por razones obvias, de esas que se captan nada más verlos u
oírlos durante un minuto. A Cantinflas lo ayuda la integración
novedosísima de un lenguaje, no muy seguro de sus significados, y un
movimiento corporal que dice irreverencia, desparpajo, incredulidad ante
las jerarquías sociales, asombro porque le piden que entienda asuntos para
nada de su incumbencia.

Estoy convencido de que Cantinflas, al principio, más que burlarse de la


demagogia, como aseguraron varios críticos, lo que intenta es asir un
idioma, apoderarse de un idioma a través de esas fórmulas laberínticas que
lo depositen en el centro de su significado. No hay aquí el desafío del
pícaro hacia lo instituido, aunque en las tramas el personaje de Cantinflas
requiera de la picaresca. Más bien la expresión es un lujo múltiple de
pobre que mezcla insolencia, azoro, felicidad ante el desconcierto ajeno,
que interpreta justamente como rendición. Todos los diálogos de
Cantinflas lo que intentan es rendir al interlocutor que, ante la
incomprensión, acaba fatigado, desmayado y dispuesto a aceptar lo que el
otro le diga. Es una especie de asedio sexual a través de las palabras, algo
así, porque el resultado es el mismo de un juego de albures, simplemente a
fuerza de oponer un lenguaje que no va a ninguna parte ni sale de ningún
lado, a un intento de racionalidad mínimo.
Gozo al percibir que su fragilidad verbal se convierte en las arenas
movedizas de la conversación. Él habla para no decir, los demás lo
escuchan para no entender, aunque todo el tiempo sean extraordinarios el
ritmo verbal y la dicción. Creo no exagerar si digo que tanto en Cantinflas
como en Tin-Tan la dicción es perfecta, lo que no los hace más
inteligibles, pero sí más sonoramente persuasivos.

Por lo demás, hoy vemos toda la primera etapa del cine de Cantinflas
que es la que vale la pena desde una perspectiva entonces inimaginable.
En su momento a Cantinflas se le califica de feliz excentricidad y se le ve
muy natural, porque su legitimidad viene del sitio que le consigue al habla
popular. En su momento Cantinflas no es declarado una subversión
idiomática sino, por el contrario, una incorporación al idioma. Hoy nos
divierte la lógica del disparate, una suerte de Lewis Carroll, lo inesperado,
con una técnica a la que calificamos de suprema astucia. Entonces regocija
la indefensión de los pobres que nada más eso consiguen, cuando se les da
la oportunidad de hacer uso de lo que creían era el castellano.

Ahora se declara al cantinflismo una burla deliberada de la demagogia,


incluso en su momento se llega a afirmar que Cantinflas surge para
parodiar al líder de la CTM, Fidel Velázquez, ignorando que la mejor
parodia de Fidel Velázquez es la eternidad.

En sus inicios, Cantinflas no me parece que se burle de nadie, más bien


festeja sus limitaciones con incoherencia, risitas, cabeceos, movimientos
dancísticos, la impresión que nos da siempre de que acaba de reventarse
un danzón; extravíos en el laberinto de la conversación, forcejeos o duelos
de lucha libre con la sintaxis y despliegue animoso de la falta de
vocabulario: "Y le dije" y "Entonces, ¿qué dices?" y "Ni me dijo nada,
nomás me dijo que ya me lo había dicho" y "Entonces, ¿qué? como no
queriendo", "Entonces, pues yo digo, ¿no?". Con cualquier otro cómico
estos parlamentos hubiesen sido extraordinariamente penosos, con
Cantinflas adquieren brío, convicción, la fuerza de la épica del sin sentido.

Si por algo el cine mexicano es popular es en este contexto carente de


pretensiones, porque así lo determina la carencia de pretensiones de la
inmensa mayoría de sus espectadores. El público crece desorbitadamente e
incluye a buena parte de América Latina y, en el caso de Cantinflas, de
España.
Y este desbordamiento le confiere al habla popular un vigor
demostrativo y persuasivo, la conclusión, jamás verbalizada, es tajante. No
sólo hablamos así, está bien que hablemos así, es gracioso, divertido,
significativo, pero si el habla de los pobres de la ciudad de México, por
condenada que esté por la élite, es irrebatible dado su poder de
contaminación, lo que surge de la vecindad geográfica y del
avasallamiento industrial de Norteamérica, sí encuentra resistencia.
TIN TAN, EL PACHUCO Y OTROS EXTREMOS

Ya desde fines de los años treinta, un vocablo denigratorio: «pocho», se


extiende en México para designar a los emigrados y su cultura. El término
«pocho» condensa un juicio muy rígido y acervo que enuncia
características que se consideran fatales, entre ellas el descastamiento, en
el sentido de la renuncia a lo castizo y a la casta, el bien de origen; la
torpeza verbal; el mestizaje idiomático regido por una doble ignorancia; la
apariencia ridícula de colores estridentes; el exceso en el vestir. En El
suavecito de Fernando Méndez, un señor le dice irritado a un amigo,
refiriéndose a su hijo, que es pachuco: «Éste no es un hombre, es un
muestrario de peluquería». No obstante la carga peyorativa, el vocablo
pocho anuncia también el proceso de americanización entonces
satanizado, porque se le cree detenible, y sujeto a las extirpaciones de los
aduaneros del idioma.

Hoy, tal vez deberíamos aceptar la inminencia de un nacionalismo


bilingüe. Aparece el pachuco, criatura de los barrios mexicanos de Los
Angeles, que en Estados Unidos es provocación y ansiedad de fusión
cultural y en México se vuelve la excentricidad en el vestir, que es apetito
de modernidad y triunfa en el cine, idea para la que ha llegado su
momento, un resultado cultural de Ciudad Juárez y, es obvio, también de
la ciudad de Los Angeles: Germán Valdez, «Tin-Tan», la mejor síntesis del
proceso, éste es el pachuco, un sujeto singular.

Tin-Tan es el primer gran ejemplo del «habla indocumentado», por así


decirlo, que se prodiga con determinismo idiomático y enriquece, a fin de
cuentas, el español de México. Sobre todo en sus primeras películas: El
niño perdido, Calabacitas tiernas, Músico, poeta y loco, Tin-Tan es
gloriosamente impúdico y aprovecha todas las voces para construir su caló
esencial. Al vocabulario de Tin-Tan ingresa el lenguaje de los presidiarios
y, por otra parte, es el que durante medio siglo renueva el lenguaje muy
mexicano. De las prisiones se va a la radio, al cine y a la televisión. Los
ajustes idiomáticos de la frontera norte, las invenciones de los barrios
mexicanos y su estilo «tírili», de la onomatopeya derivada del swing,
tírilirí, lirí, lirí, lirí, lirá, y el propio jazzeo idiomático del cómico que
convierte cada una de sus intervenciones en un disparadero de ocurrencias
y neologismos.

Tin-Tan es notable por su frescura y su fluidez y por pregonar un


vocabulario que todavía hoy circula, gracias a su poder de contaminación,
al poder de un habla que es, en sí misma, un trámite de adaptación a
nuevos ámbitos: el «jale» por «trabajo»; «cantón» por «casa»; «ya
chántala», de chant; «No forgetées a tus relativos», por «No olvides a tus
parientes», «alivianarse» por «animarse»; «nel» por «no», y así
sucesivamente.

Tin-Tan enseña el juego indispensable, el juego que hoy nos domina:


«castellanizar la americanización», declarar que nada nos es ajeno si
sabemos asimilarlo, añadir vocablos por el método de sustraer y modificar
anglicismos. Tin-Tan, exponente notable de las metamorfosis fronterizas,
incesantes en todo lo concerniente a la tecnología e, incluso, a la vida
popular. Así, caifán, una palabra que en México ha tenido desde hace 30
años mucha circulación, viene «del que cae fine», del que cae bien, o una
expresión de arrabal: «Aquí nomás Juan Camaney», que parece extraída
de la literatura popular del siglo XIX, viene de la convocatoria de barrio
angelino: «Juan, come on, ¿hey?».

Tin-Tan es el primer gran depósito del habla indocumentado, ya no


exclusivamente campesina, así preserve numerosas voces de ese mundo
juzgado anacrónico. Son, por ejemplo, rescates del Siglo de Oro: chafa,
que viene de «chafraldón», lo mal hecho, construido fraudulentamente, o
tira, de tiranía, la autoridad policiaca. Así, Tin-Tan sintetiza la vehemencia
de quien para aprender otro idioma va marcando con señales su lengua
nativa : «Adiós mi chaparrita, and don’t cry for your Pancho»; «Óyeme
bato, ¿cómo se dice window en inglés?».
LA LEGITIMIDAD DEL HABLA POPULAR

El sonido del cine de esa época es un sonido respondón, más cordial


que agresivo, desbordante en transformaciones de palabras, feliz por su
carácter semisecreto, afianzado en la eufonía, sólo accesible a los de
dentro, escénico de manera muy distinta a la muy rígida de abogados y
locutores. Con vigor, durante una etapa del cine mexicano, como ocurre
también con el cine argentino y el brasileño. se proclama la legitimidad del
habla popular, del mejor modo, ejerciéndola con orgullo y jactancia, y se
rechaza la idea penitencial que a la letra dice: «Lo generado en las
colectividades pobres es pecado lingüístico y son irredimibles quienes no
se expresan con propiedad».

Esta idea que el cine da, de Cantinflas a Pedro Infante y David Silva,
esta idea del habla libérrima, como fortaleza asediada, conquista de la
marginalidad social y derecho de los pobres, alcanza en Nosotros los
Pobres y Campeón sin corona, niveles paradigmáticos. Ahí no entran, ni
podrían hacerlo, las intimidaciones de los académicos, lo «chicho» y lo
«gacho» no hacen caso de lo excelso y lo mefítico. Si la educación me dio
hasta aquí, lo que tengo no me apena, más bien me regocija, sería la
conclusión de estos hablantes. De hecho, el cine legitima el habla pública
de los que jamás hablarían en público.

Por supuesto, en el orden lingüístico que este cine propone, funciona


muy positivamente la trampa o la mentira de la recreación. Expulsadas por
razones de censura, las así llamadas «groserías», apoyaturas que
obstaculizan los esfuerzos por un habla creativa, hacen que el cine tenga
que arreglárselas, en su reconstrucción del vocabulario popular, sin las
voces más frecuentes, lo que conduce a guionistas y a actores a una falsa
tipicidad que se va haciendo verdadera en el camino. Al principio resultaba
totalmente falsa la recreación de un habla en donde las "groserías" no
tenían participación; después, y como se verá en estas revisiones del cine,
esta habla, tan podada de lo que era esencial, que era el uso de las malas
palabras como las apoyaturas, los encauces del ritmo verbal, le da una
característica muy especial.

Algo semejante sucede con un proceso clarísimo de invención de un


habla regional -la norteña-, cuyo primer profeta, o primer modelo verbal,
es el actor cómico y compositor Eulalio González, el Piporro. Esta idea de
lo norteño no existía antes de el Piporro. Éste, por su cuenta, transforma la
idea que los norteños -y muy especialmente los de Monterrey- tienen de sí
mismos, y un cómico, de ese modo, le aporta a la vida cotidiana de la
frontera norte en materia de gestos, atavíos y habla, en repertorio, botas y
camisas y paliacates al cuello y sombreros tejanos y estilo de caminar
como entre breñas y matorrales, y vocabulario que denota franqueza,
inmediatez, sarcasmo constante, sinceridad defendida con refranes, ánimo
de fiesta, solemnidad ejercida desde la ironía. Esta fantasía de lo norteño
se concreta con rapidez y le es indispensable a los inmigrantes en los
Estados Unidos. La parodia de John Wayne termina siendo el estilo de
Monterrey.
Desde los años setenta, la desaparición o el arrinconamiento de la
censura idiomática y la caída de la industria cinematográfica mexicana
conducen a la explosión de un habla popular cuya función básica, según
creo, es asimilar o neutralizar la violencia física, la violencia de las
ciudades, mucho más que expresarla. Juegos pirotécnicos, de un sonido
antes detenido en la tipicidad que sí puede entrar en su hogar, estallan las
chingar, los pendejos, los carajos, los ¡Me cae de madres!, los pinche
cabrón, los culeros. Al principio se festejan como conquistas de la libertad
de expresión, hoy, ante su abundancia impresa y hablada, empiezan a dar
igual o a aburrir. Nunca creí, llegado el momento, que el tedio me
dominase cada vez que escucho a alguien hablar sustentado en este
vocabulario que antes se creyó la flor de la libertad de expresión. ¿Cuántas
chingar se necesitan para construir una frase memorable? Aquí el cine ya
no se anticipa a la sociedad, la sigue en sus usos y costumbres más
rutinarios exhibiendo la banalidad de creer en el poderío de las malas
palabras, sea para prohibirlas o para prodigarlas.

De cualquier manera, en 1997, como en 1947, el habla popular se


transparenta y alcanza sus niveles de mayor lucidez en el relajo. Esto me
parece inevitable, nunca una colectividad se reconoce tan claramente a sí
misma como cuando está en las alturas de la fiesta verbal y el choteo y si
se acude a la solemnidad tiene un temor: disolverse en el melodrama. Pero,
¿de qué modo se comunican hoy el 99 por ciento de los mexicanos -clase
dirigente incluida- si no es con el habla popular?

México se ha vuelto, por el analfabetismo funcional y por la escasez de


las lecturas, un país de habla popular, y cuántos no comparten la frase
alguna vez dicha por el epónimo jefe de policía Negro Durazo: «Bendito
país México, que es capaz de sustentar a hijos de la chingada como yo».
Carlos Monsiváis

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