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comenten con la autora si saben que el libro aún no está disponible en el idioma.
Les invitamos a que sigan a los autores en las redes sociales y que en cuanto
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escritores a seguir publicando más libros para nuestro deleite.
Disfruten de su lectura.

¡Saludos de unas chicas que tienen un millón de cosas que hacer y sin embargo
siguen metiéndose en más y más proyectos!

ATTE: GOR
STAFF
TRADUCCIÓN
°Elke
°Hina
°Kerah
°Lee
°Marii Ivashkov
°Nicte

CORRECCIÓN
°Elke
°Kerah
°Lee
°Liz Markov

DISEÑO
°Kerah

REVISIÓN FINAL
°Matlyn
CONTENIDO
Sinopsis Capítulo 22 Capítulo 44
dedicatoria VEINTE AÑOS ANTES DEL Capítulo 45
El continente arena y PRESENTE
Capítulo 46
cielo
Capítulo 23
Capítulo 47
Prólogo
Capítulo 24
Capítulo 1 Capítulo 48
Capítulo 25
Capítulo 2 Capítulo 49
Capítulo 26
Capítulo 3 Capítulo 50
Capítulo 27
Capítulo 4 Capítulo 51
Capítulo 28
Capítulo 5 Capítulo 52
Capítulo 29
Capítulo 6 EL DÍA DE LA MUERTE DEL
Capítulo 30 REY SENDOA
Capítulo 7
Capítulo 31 Capítulo 53
Capítulo 8
NUEVE AÑOS ANTES DEL Capítulo 54
Capítulo 9 PRESENTE
Capítulo 55
Capítulo 10 Capítulo 32
Capítulo 56
Capítulo 11 Capítulo 33
Capítulo 57
Capítulo 12 Capítulo 34
Capítulo 58
Capítulo 13 Capítulo 35
Capítulo 59
Capítulo 14 Capítulo 36
Capítulo 60
Capítulo 15 Capítulo 37
Capítulo 61
Capítulo 16 Capítulo 38
Capítulo 62
Capítulo 17 Capítulo 39
Capítulo 63
Capítulo 18 Capítulo 40
Epílogo
Capítulo 19 Capítulo 41
Agradecimientos
Capítulo 20 Capítulo 42 Sobre la autora
Capítulo 21 Capítulo 43
Sinopsis
La impresionante secuela de The Princess Will Save You,
de Sarah Henning, un brillante homenaje de fantasía juvenil a La
princesa prometida.

NO PIERDAS DE VISTA LA CORONA...

Tras mil años de estabilidad política, el Reino de Arena y


Cielo está en juego. Cuatro reinos, cuatro gobernantes
compitiendo por el premio final, la soberanía de todo el
continente: Un viejo y despiadado rey que teje redes, cuyos
planes abarcan generaciones. Una reina viuda cuyo único credo
es que todos los reyes deben morir. Una reina fugitiva cuyo
inesperado regreso pone en peligro los planes de todos. Y un
príncipe en ciernes decidido a no esperar más.

Frente a ellos, una princesa derrocada y su amor: un mozo


de cuadra con una sorprendente reclamación propia. Su única
esperanza frente a traiciones indecibles, enemigos ocultos en las
sombras y probabilidades insuperables es el poder del amor
verdadero…
A mi familia, que caminó cada
paso de este viaje conmigo
durante el año que no podía ir a
ninguna parte.
EL CONTINENTE DE ARENA Y CIELO
REINO DE ARDENIA
Principales gobernantes: Rey Sendoa, el Rey Guerrero (fallecido);
Reina Geneva (desaparecida); Princesa Amarande; Generala Koldo,
regente.

Emblema: Tigre

Ubicación: Costa oriental, en las montañas situadas entre Pyrenee, al


norte, y Basilica, al sur.

Castillo: El Itspi

Exportación principal: Diamantes

Atributos: La prematura muerte del autodenominado rey guerrero


Sendoa, unida a la condición de soltera de la joven princesa Amarande, ha
colocado a Ardenia bajo la regencia de la Generala Koldo y la ha
convertido en un tentador premio lleno de joyas para sus codiciosos
vecinos.

REINO DE PYRENEE
Principales gobernantes: Rey Louis-David (fallecido); Reina viuda
Inés, regente; Príncipe heredero Renard (fallecido); Príncipe Taillefer.

Emblema: León de la Montaña

Ubicación: Costa montañosa del noreste del continente, que comparte


fronteras con Ardenia y El Torrent. El reino linda con un profundo
estrecho llamado La División. El Reino de Eritri se encuentra al otro lado
de la vía fluvial.

Castillo: El Bellringe, en lo alto de la Cresta del Rey.

Exportación principal: Oro


Atributos: Rico e insular, Pyrenee gobierna el extremo norte del
continente y tiene una alianza natural con Ardenia como su vecino
montañoso, pero ambos tienen una relación fría.

REINO DE BASILICA
Principales gobernantes: El Rey Domingu; la Reina Nania (quinta
esposa); decenas de descendientes: hijos, nietos, bisnietos

Emblema: Oso

Ubicación: Costa sureste; frontera montañosa con Ardenia y El


Torrente al norte; Myrcell limita con el lado oeste; el Reino de Indu está
al otro lado del mar, al sur.

Castillo: El Aragonesti

Exportación principal: Acero

Atributos: Rico en mineral de hierro que se funde en el codiciado


acero para armas, Basilica disfruta de un robusto negocio de exportación a
pesar de la reputación del Rey Domingu de avaricioso, intrigante y
ambicioso. El árbol genealógico de la familia real es muy extenso, y los
descendientes de Domingu están repartidos por todos los reinos de Arena
y Cielo, lo que hace que su linaje sea casi tan frecuente como sus famosas
armas.

REINO DE MYRCELL
Principales gobernantes: Rey Akil; Reina Sumira

Emblema: Tiburón

Ubicación: Costa suroeste; frontera montañosa con El Torrente al


norte; frontera con Basilica al este; el Reino de Indu está al otro lado del
mar, al sur.

Castillo Central: Miragua

Exportación principal: Perlas


Atributos: Este reino frente a la playa está estrechamente alineado
con su reino vecino del sur, Basilica. Rico en cicuta y perlas, suele ser
objetivo de los piratas que buscan tanto veneno como riquezas, que
esperan aprovecharse de su joven, inexperto y recién casado Rey Akil.

EL TORRENTE / EL REINO CAÍDO DE TORRENCE


Gobernantes principales: Señor de la Guerra; el príncipe heredero
perdido, conocido como el Otsakumea (cachorro de lobo).

Emblema: Las llamas saltarinas del pozo de fuego (Señor de la


Guerra); el Lobo Negro (la familia gobernante Otxoa derrocada)

Ubicación: Parte central del continente; Basilica y Myrcell al sur;


Ardenia al este; Pyrenee al norte.

Castillo central: Otxazulo (Destruido)

Exportación principal: Ninguna

Atributos: Actualmente está bajo el gobierno dictatorial del


enmascarado Señor de la Guerra. Una resistencia pro-Otxoa opera en la
clandestinidad, esperando el regreso del Otsakumea perdido.
PrOLOGO
En la hora febril después de haber escapado por poco con su vida, el
joven príncipe se detuvo sólo para tomar un pergamino y una pluma.

En menos de un momento, había escrito dos cartas.

Una a un amigo.

Otra a alguien a quien no llamaría así.

Ambas contenían el mismo mensaje, escrito con un garabato plano y


zurdo.

El tigre ha huido, el puma ha muerto, el lobo ha encontrado su cabeza.

No se necesitaba firma para uno, ni se aconsejaba para el otro.

Satisfecho y sin tiempo, selló las cartas y las envió. Luego, sin siquiera
mirar por encima del hombro, desapareció en la noche.

*****

En los aposentos del capitán del barco pirata Gatzal, la princesa vio
cómo su verdadero amor abría los ojos.

Desde el lugar en el que había permanecido durante las últimas horas,


en el suelo de madera con su mano anclada en la de él, se deslizó hasta el
borde de la cama donde él dormía. Tuvo cuidado de no empujarlo, ya que
su pecho aún estaba en carne viva por haber sido partido casi en dos por
la mano loca de un príncipe y luego remendado cuidadosamente con un
hilo, una aguja y una sagardoa punzante.

Cuando los ojos dorados del muchacho se centraron en su rostro,


sonrió con sus hoyuelos guiñando un ojo.

—Lo hemos conseguido, Ama.

Ella lo besó entonces, suavemente, consciente de sus heridas. Pero su


amor era más fuerte de lo que parecía y puso unos dedos suaves en su pelo
castaño, tirando de ella más cerca, más profundamente. Cuando se
separaron, los dedos de él acariciaron el costado de su rostro.

—Por supuesto que sí —respondió ella—. Un sabio pirata me dijo una


vez que el amor es la fuerza más poderosa de la tierra.

—En efecto, es poderosa, ya que es la única razón por la que sigo aquí,
respirando tu aire. Espero que nuestro amor acepte de buen grado la sangre
que he derramado y lo dé por zanjado, porque dudo que pueda soportar
mucho más.

La alegría pura floreció entonces en su rostro, el deleite en sus ojos


manchados de mar.

—Oh, Luca, tengo tanto que contarte sobre tu sangre.

No era para nada lo que él esperaba que ella dijera.

—¿Mi... sangre?

Ella le dijo todo entonces. Sobre lo que significaba realmente el tatuaje


lobuno en su corazón: que era el Otsakumea, el último de los Otxoa, familia
gobernante del Reino de Torrence. Sobre el movimiento clandestino
dentro de Torrence para restaurar el reino, y que el lobo negro que había
encontrado en la meseta era un precursor de la resistencia. Le dijo que su
padre había sabido que tenía un príncipe oculto a su cargo. Y que el
hombre que habían matado en la Mano conocía la verdadera identidad de
Luca y había muerto tratando de capturarlo.

—Luca, este es tu derecho de nacimiento y el pueblo quiere que lo


dirijas. Están dispuestos a luchar contra un tirano despiadado para
recuperar su tierra; todo lo que necesitan es a ti.

—Pero... ¿estamos seguros de que esto es cierto? Los mozos de cuadra


no son los elegidos.

—Ese tatuaje es la prueba.

—El tatuaje es simplemente tinta.

—No para la gente que lo ha estado esperando —Sus ojos estaban


llenos y suplicantes, esperando que él viera. Creer. Dejó caer otro beso en
sus labios, luego en la línea de su mandíbula. Le susurró al oído—. Sé que
esto es mucho. Demasiado. Pero es tu oportunidad.... y nuestra oportunidad
de estar juntos.

*****

Hacia el sur, el rey que hace tiempo forjó su legado con la sangre de
su único hermano estaba sentado en su balcón en el amanecer salmón con
un contrato en la mano, el cálido aire salado empujando los restos de su
pelo blanco como la nieve alrededor de su cara.

El sello real se desprendía del pergamino, cortado con la daga que


prefería como abrecartas. Las migas de cera ensuciaban su camisa de
dormir mientras leía por última vez la oferta modificada.

Los cambios no tenían importancia, eran cosas tontas y cosméticas


que no importaban. Valía mucho más el hecho de que ella no viera o no
pudiera ver lo que realmente era importante. Estaba claro que la reina
había ocultado las condiciones a sus asesores más experimentados.

Con una sonrisa que se deslizaba por el escarpado paisaje de su rostro,


el rey sacó una pluma de su tintero y, con una floritura de pocas letras,
cambió toda la forma del continente. Mientras la tinta se secaba, el rey vio
cómo las olas se estrellaban contra rocas tan afiladas como sus peores
aristas.

—Mi rey, te has levantado temprano —llegó una vocecita desde el


interior de sus aposentos. En un momento, su quinta esposa salió a la luz
del amanecer, tan joven que no se le notó ni una línea cuando entrecerró
los ojos desde las sombras del dormitorio hacia la cegadora promesa de un
día de verano.

El rey no enrolló ni dobló ni ocultó el contenido del pergamino. Su


esposa no era del tipo que se entromete en sus asuntos oficiales. Era una
cualidad que hasta ese mismo momento le había servido de mucho.

—Vamos a dar un paseo por la playa, Nania. Sólo nosotros dos. ¿Te
gustaría?

La chica se iluminó como el destello brillante de una estrella fugaz.

—Oh, sí, mi rey. Me vestiré enseguida.


Capítulo

1
En lo alto de las montañas de Ardenia, una princesa y su amor se
encontraban en una encrucijada.

Era el momento de decir adiós.

Las lágrimas colgaban en las esquinas de los ojos de la princesa


Amarande mientras reunía la fuerza necesaria para separarse de él. De pie
ante ella, la mandíbula de Luca se tensó mientras respiraba
entrecortadamente. Cuando las palabras no salieron, incapaces de elevarse
más allá de su corazón, ella lo miró por última vez.

Luca estaba allí, limpio, alto, de hombros anchos, pero vestido casi
como si estuviera de luto: un chico de negro.

Su chico de negro.

Amarande, por su parte, era una confección desaliñada con los jirones
manchados de sangre de su vestido de novia. La sangre del príncipe
Renard de Pyrenee nunca se había limpiado, el vestigio de su decisión
asesina recorría todo el corpiño en un marrón chocolate oxidado. Aun así,
Amarande llevaba el vestido: era la prueba de la boda a la que se había
visto obligada y a la que había puesto fin quitándole la vida a Renard. Si
realmente había traído la guerra a las puertas de Ardenia a través del
regicidio, necesitaba pruebas de lo que realmente había sucedido.

—Venga conmigo, princesa.

Luca se llevó el dorso de su mano a los labios. Sus ojos, dorados y tan
fieros como el sol del verano, no abandonaron su rostro.

Oh, y ella quería ir con él. Al Torrente, esta vez por su propia
voluntad, no atada al lomo de un caballo, chantajeada para forzar su mano
en matrimonio con Renard que hubiera convertido a ese cruel muchacho
en rey de Pyrenee. Ella lo tenía de vuelta. Vivo, suyo, su amor al aire libre
bajo el amplio cielo. Lo último que quería hacer era dejarlo.

Pero para estar juntos para siempre, ambos sabían que debían
separarse.

No había otro camino. Él iría al oeste, al Torrente, la tierra que debería


ser suya por derecho. Ella iría al norte, al Itspi, el castillo de Ardenia que
llamaban hogar.

Así debía ser.

Lo habían estado pensando durante los últimos días en las estrechas


dependencias del barco pirata Gatzal. Estudiaron todos los escenarios
mientras trazaban un curso desde el puerto de Pyrenee, a través de la
división y en el Mar del Este, barriendo el borde del continente de Arena
y Cielo hasta el puerto de Ardenia.

Todas las facetas de la posibilidad, la probabilidad, expuestas a la luz


y consideradas mientras comían su ración de pescado de agua salada,
limpiaban sus heridas y se tumbaban en la cubierta, dejando que el mismo
sol que los había agotado en el Torrente recargara sus músculos gastados y
sus huesos crujientes.

No importaba cómo lo enfocaran, no importaba cuántas preguntas


plantearan, no importaba cuántas reacciones predijeran de cada uno de los
jugadores, Ardenia, Pyrenee, Basilica, Myrcell, el Torrente, este plan
siempre salía el más fuerte.

Amarande sería la primera en llegar a Ardenia, con la tarea de


estabilizar el trono tras la muerte de su padre y apuntalar sus defensas
frente a las represalias de Pyrenee por el asesinato del príncipe Renard.
Después, se uniría a Luca y a la resistencia pro-Otxoa en el Torrente,
derrocaría al Señor de la Guerra y restauraría la paz y la soberanía en el
Reino de Torrence. Y entonces, finalmente, la Princesa de Ardenia y el
Otsakumea Luca, el legítimo heredero de Torrence, se enfrentarían al resto
de la Arena y el Cielo, mano a mano.

Nunca más se separarían.

Sus ojos se encontraron con los de él: su mejor amigo, su amor, su


futuro. El padre de Amarande, el rey Sendoa, cuyo asesinato había
desencadenado todo esto, siempre tenía las palabras para un momento
como éste, al igual que siempre tenía un plan. Sobrevivir a la batalla, ver
la guerra.

La princesa tomó aire, esta vez no tan agitada.

—Iré a verte.

Luca sonrió con sus hoyuelos brillando.

—De eso no me cabe la menor duda.

Ella cerró el espacio que los separaba. Con cuidado de no presionar


su pecho vendado, rodeó el cuello de Luca con sus brazos. Sus labios se
encontraron con los de ella a medio camino. Amarande cerró los ojos y
dejó que el resto de sus sentidos registraran este momento.

El deslizamiento de las manos de él por la espalda de ella. El latido de


su corazón, seguro y firme al oído de ella.

La sólida calidez de él, reforzada por el aroma picante del aceite de


clavo que se aplicaba dos veces al día en el horror que le había acuchillado
el pecho. El daño que el Príncipe Taillefer creó con tinturas y locura había
sido cosido en el barco, pero la curación no había hecho más que empezar.

Por un momento, Amarande volvió a estar en el vestíbulo del


reluciente castillo de Bellringe de Pyrenee, con Renard mirándola
fijamente mientras le susurraba una despedida muy parecida. Una
encrucijada diferente, Luca a la reclusión bajo la vigilancia de Taillefer,
Amarande a vestirse para un matrimonio con Renard que no quería.

Lo que había venido después no había salido bien.

Tortura. Muerte aparente. Venganza en forma de asesinato y muerte


real e irrevocable.

Pero habían sobrevivido. Seguían en pie. Y su amor también.

Y entonces Amarande susurró casi las mismas palabras que le había


dicho a Luca en aquel vestíbulo, un plan elaborado para el éxito que daba
forma a su separación en lugar de uno forjado en torno a la rendición.

—Te quiero. Nuestro tiempo separados no cambiará eso.


—Yo también te quiero, Ama. Siempre, princesa.

Con eso, Amarande besó a Luca por última vez con fuerza. Tan fuerte
como deseaba haberlo hecho antes de que lo secuestraran. Tan fuerte como
lo hizo cuando estaba claro que habían escapado de Pyrenee con vida. Tan
fuerte como pudo: este beso tendría que sostenerla durante días, si no
semanas o meses.

—Ya pueden darse la vuelta —dijo a la tripulación cuando el beso


terminó por fin. Amarande se reunió con cada uno de ellos con una
inclinación de cabeza. Ula, una pirata con una mirada tan afilada como su
espada torrenciana; Urtzi, el gran pendenciero myrcelliano con una
debilidad por su compañera pirata; Osana, la huérfana basilita que
Amarande había adquirido accidentalmente en su huida del Señor de la
Guerra y a la que luego confió la espada de su padre, Egia, gemela de la
que llevaba a la espalda, Maite—. Mantenlo a salvo.

Ante la orden, los ojos dorados de Ula brillaron.

—Con mi vida, princesa —Señaló con la cabeza a sus compañeros—.


Y la de ellos, también.

Osana y Urtzi no objetaron. Amarande imaginó que la Generala


Koldo, actual regente de Ardenia y líder del ejército ardeniano, disfrutaría
de una lealtad inmediata tan inquebrantable. Eso era algo que no se podía
entrenar en una persona.

Amarande montó su caballo, uno robado a Pyrenee en su huida.


Dirigió el caballo castrado cubierto de escarcha hacia el Itspi. El sol estaba
cayendo hacia el horizonte de la montaña, pero ella llegaría al castillo
mucho antes de la oscuridad total. Cuanto antes llegara, antes podría volver
al lado de Luca.

Luca montó en su corcel igualmente robado y se acercó a ella, en


direcciones opuestas, pero lo suficientemente cerca como para tocarse. Los
ojos de Amarande se encontraron con los suyos, azules y verdes sobre los
dorados y su corazón dio un vuelco, desesperado por ir con él. Luca
pareció percibirlo.

—En cuanto conectemos con la resistencia, Ama, enviaremos un


mensaje al Itspi.
Era tanto una promesa como un plan.

Amarande extendió la mano y tocó su rostro, uno que conocía tan


bien como el suyo propio, su piel era cálida y verdadera bajo sus dedos.

—Te veré pronto, mi amor.


Capítulo

2
Una vez más, Luca galopó hacia el Torrente con tres compañeros.
Pero esta vez, todo era diferente.

En primer lugar, estaba consciente.

En segundo lugar, estaba dispuesto, sin ataduras y en su propio


caballo. Tercero, en lugar de actuar como cebo, actuaba como líder.

Técnicamente, Ula y Osana lideraban el camino mientras atravesaban


un paso especialmente escarpado por las montañas veraniegas de Ardenia,
pero estaban a menos de una milla de donde se despidieron de Amarande
antes de que se le pidiera a Luca que proporcionara la dirección.

—¿Cuál es el plan, Luca? —gritó Urtzi desde atrás, donde sus anchos
hombros protegían la retaguardia de su procesión de una sola vía.

No era una pregunta que le hubieran hecho nunca a Luca.

Es cierto que mantenía la cuadra real del Itspi, pero no era más que
una rueda en el carro, no era el conductor. Era alguien que se coordinaba
con otros dentro del castillo, sobre todo con el viejo Zuzen, quien, además
de ser el educador de facto de los niños del palacio, supervisaba el establo
militar, mucho más grande, que se encontraba en los terrenos. Nadie, ni
siquiera Amarande, se había fijado seriamente en Luca para una estrategia.

Luca dudó. No se trataba de una prueba: Urtzi no era de los que


tendían una trampa. Era directo, firme y obstinadamente leal cuando se
trataba de recibir órdenes. Como siempre, Urtzi buscaba orientación.

Mirando hacia él: el Otsakumea, el cachorro de lobo, el heredero del


trono del caído Reino de Torrence. La prueba estaba en el tatuaje del lobo
sobre su corazón, un símbolo en tinta de que era el último de los Otxoa,
familia gobernante durante mil años de lo que ahora era El Torrente.
Apenas podía creerlo y, sin embargo, lo habían planeado todo en el barco:
una forma de ganarse tanto su derecho de nacimiento como la mano de
Amarande, uniéndose a una resistencia pro-Otxoa que se había estado
cocinando a fuego lento desde la Erradicación del Lobo del Señor de la
Guerra. Si todo salía bien, pronto no serían sólo unos pocos amigos los que
le buscarían para que les guiara; podría ser todo un reino.

Luca se humedeció los labios, reunió sus pensamientos y delegó el


poder con su primera decisión como líder real.

—El plan es seguir la dirección de Ula y conectar con la resistencia.

Mientras respondía, Luca giró sobre su caballo para ver mejor al chico
que tenía detrás, sus ojos se dispararon automáticamente por encima del
hombro de Urtzi en busca de alguna señal del caballo blanco de Amarande.
Sin embargo, estaban demasiado lejos y todo lo que Luca veía era el cielo
oscuro y las siluetas de las montañas que, en algún lugar más allá de la
vista, acunaban el Itspi en sus torretas rojas en espiral y su nube de enebros.

—¿Y bien, Ula? —llamó Urtzi cuando ella no respondió


automáticamente. El gran myrcelliano no había ocultado que prefería ser
un seguidor y siempre había seguido a Ula, su compañera de toda la vida
pirata. No habían mencionado ni una sola vez a su antiguo líder de la
tripulación, Dunixi, a quien habían seguido hasta el momento en que lo
abandonaron, dejándolo inconsciente en el suelo del establo real del
Bellringe—. ¿Dónde está la resistencia?

Era una pregunta válida: según la descripción de Ula, la resistencia


pro-Otxoa se había formado en los días posteriores a que el Señor de la
Guerra matara a la familia real y quemara su castillo, el Otxazulo, hasta las
cenizas. Pero ni una sola vez, durante sus clases en el Itspi, Luca se había
enterado de la existencia de la resistencia, ni de dónde se escondían los
leales a su familia. Por lo que él sabía, tal vez ni siquiera estuvieran en el
Torrente propiamente dicho, sino en otro lugar, más seguro y alejado de
los mortíferos pozos de fuego del Señor de la Guerra, que se encendían
cada noche con los cuerpos de los disidentes utilizados como leña.

—Buena pregunta. Una a la que debemos dar respuesta.

—¿Cómo...?
—No seas tan impaciente, Urtzi; iba a decírtelo. Empezamos en un
mercado.

Una risa jugó en los labios de Osana al captar la mirada de Ula por
encima del hombro.

—¿La resistencia mantiene un puesto?

Osana era nueva en el grupo, pero Amarande confiaba en ella, a pesar


de que la huérfana basilita había cambiado de bando más de una vez y,
dada la propensión natural de la princesa a la cautela, su sello de aprobación
era suficiente para el resto.

—Sí, están vendiendo abiertamente sus productos de política anti-


Señor de la Guerra junto con pan recién horneado y mermelada de fresa
—respondió Ula, sacando un trozo de pan duro de su bolsa. Se lo lanzó
juguetonamente a Osana, que lo arrancó del aire justo antes de que le diera
entre los ojos. El grupo se rio cuando Osana royó un trozo y Ula se volvió
hacia Luca.

—¿Dónde está el más cercano?

—¿Me atrevo a preguntar por qué serviría cualquier mercado? —Luca


no estaba seguro, pero si la tinta de su pecho le había demostrado algo, era
que los objetos de gran importancia a menudo se esconden a plena vista.

—Una red es una serie de puntos, Luca.

—¿La resistencia tiene tantos puntos?

—Han tenido diecisiete años de crecimiento —Ula sonrió—. Estos


puntos son estrellas en una constelación si sabes dónde mirar.

—¿Y si vulneramos algún punto tenemos lo que necesitamos para


dirigirnos al líder? —preguntó Luca, antes de aclarar—. Supongo que hay
un líder.

—Por supuesto que lo hay.

—No es por llevar la contraria, pero ¿cómo sabes todo esto, Ula? —
preguntó Urtzi—. Llevo siete años con ustedes y ni una sola vez he sido
testigo de que se reunieran en secreto con algún rebelde torrenciano.
—Te olvidas de la definición de secreto, grandísimo zoquete. Es una
operación encubierta. Se supone que no debes saberlo —Lo dijo
amablemente, pero Urtzi parecía estar afectado hasta el tuétano—. Luca, ¿el
mercado?

Levantó la barbilla hacia el sendero.

—Nos dividiremos hacia el sureste en la siguiente bifurcación del


camino. Desde allí será otra media hora a este ritmo.

El mercado en cuestión era el que servía al Itspi, abajo en la alta franja


de tierra que se llamaba a sí misma valle. Era un lugar al que Luca acudía
al menos una vez a la semana, llenando la cuenta del castillo con artículos
para sus caballos: aceite de lavanda, avena y ungüentos.

Cuando lo vio, Ula llamó al grupo para que se detuviera en un desvío


sombreado. Abajo, las coloridas tiendas del mercado se balanceaban, con
los fuegos de los cocineros llamando al atardecer. En una noche de verano,
todo serían copas llenas y cerdos ennegrecidos, canciones y cotilleos en los
labios de todos. Incluso a esta distancia, su energía era tangible, lamiendo
el aire con un crujido y un susurro.

Ula desmontó, entregó sus riendas a Osana y rebuscó en sus alforjas.

—Obtendré la información —Cuando el otro pirata se movió para


hacer lo mismo, ella negó con la cabeza—. Sola, Urtzi.

El gran myrcelliano le dio una mirada que la clavó como daga, una
que matarían a cualquier otra persona, pero ni siquiera la tocó. Ula
mantuvo su postura y su mirada mientras refunfuñaba—: ¿Y si no le gustas
a esta persona encubierta? ¿No confían en ti?

—Confiarán en mí.

Urtzi se pasó una mano por el pelo oscuro. Los rizos volvieron
inmediatamente a su sitio.

—No quieres que vaya porque no soy del Torrente.

—No es cierto —Ula volvió a comprobar su bolsa y desechó aún más


su preocupación cambiando de tema— ¿Tienes más monedas?
—No —respondió Urtzi—. Mientras tú y Amarande gastaban
diamantes, Osana y yo usábamos el oro de Renard para comprar esa
comida que tanto disfrutaste los últimos días —Y la comida era buena:
pescado frito con hierbas de verano y todas las verduras en escabeche que
un hombre pudiera desear—. ¿Y por qué tienes que pagar a la resistencia?

—No tengo que hacerlo. Pero es probable que tenga que comprar
suministros como muestra de buena fe; no dejan que cualquiera entre en
su red de forma gratuita.

Osana buscó en su bolsillo.

—¿Servirá esto? ¿Con el coste? —Cuando abrió la palma de la mano,


en su interior había cinco anillos, gruesos y dorados, con una piedra bien
engastada en cada uno.

Ula jadeó.

—¿Se los robaste a Dunixi?

Osana se encogió de hombros como si simplemente hubiera robado


barras de pan en lugar de las posesiones más preciadas de una persona.

—Cuando dejé mi puesto para ir a buscar los caballos al establo, lo


encontré inconsciente. Pensé que tenía cosas más importantes de las que
preocuparse.

Urtzi resopló.

—Su mayor problema era yo.

—Lo eras, Urtzi; lo eras —Para empezar, él era la razón por la que su
antiguo líder pirata había sido abandonado en el suelo del establo de
Bellringe, tras haber golpeado a Dunixi directamente en la sien cuando lo
obligó a elegir entre seguirle a él o seguir a Ula. Ahora, Ula le sonrió
mientras dejaba caer los anillos en su bolsa y abrochaba el cordón. La
campana del mercado sonó entonces siete veces—. Debería volver en una
hora. Quizá dos.

—Al menos coge un caballo —ofreció Urtzi—. Volverás antes.


—La montura y el semental son claramente de la Cresta del Rey de
Pyrenee saben lo que falta en su establo. Es lo suficientemente peligroso
como para que sean todo lo que tenemos de todos modos.

Osana desvió la mirada ante este, su error.

—No.

Urtzi suspiró.

—¿Alguna vez estarás de acuerdo con algo que diga?

—Acabo de hacerlo. Sobre que eres el dueño de nuestro antiguo líder.


Volveré para estar más en desacuerdo contigo en cuanto pueda.

Ula trató de moverse a su alrededor, pero Urtzi aseguró su postura,


con los brazos cruzados sobre su tronco de árbol.

—Siempre hacemos todo juntos. ¿Cómo voy a saber que estarás bien?

Luca asintió.

—Sí, ¿cómo lo sabremos?

En lugar de responder a su pregunta verbalmente, Ula se bajó el cuello


de la túnica, revelando un tatuaje: las almohadillas de una pata. Era mucho
más pequeño que el del lobo de Luca, pero se encontraba en la misma
ubicación general sobre su corazón: cinco piezas distintas, con una tinta
satinada idéntica y un estilo abstracto de ángulos que creaban un objeto
orgánico.

—¿Es eso lo que creo que es? —Osana se inclinó tanto sobre los
hombros de su caballo que era un milagro que pudiera mantenerse en su
silla.

Ula respiró profundamente.

—La señal de alguien en deuda con los Otxoa. No quedan muchos de


nosotros. No todo el mundo en la resistencia tiene un tatuaje así, pero como
llave general para abrir puertas, es una buena.

A Luca se le secó la boca.

—¿En deuda? ¿Con los Otxoa?


Los ojos dorados de Ula, que Luca siempre había pensado que se
parecían tanto a los suyos, no se inmutaron.

—Mis padres sirvieron a la familia real.


Capítulo

3
No hubo ningún funeral en el Bellringe. Todavía no.

El pueblo de Pyrenee no lloró al Príncipe Heredero Renard.

Las campanas de la capilla no tocaban el canto prescrito que habían


interpretado por última vez cuatro años antes tras el último y doloroso
aliento del Rey Louis-David.

De hecho, no se había enviado ni una carta. Los gobernantes del


continente de Arena y Cielo no habían sido notificados. Los invitados a la
boda fueron puestos en cuarentena dentro del castillo. Y los sirvientes a
los terrenos. Las puertas se cerraron a cal y canto, y con ellas, las historias
de lo que había ocurrido esa noche.

Todo por orden de la Reina Viuda Inés.

Nadie cuestionó nada de eso. Lo cual era bueno para ellos, porque Inés
no tenía ni un momento de paciencia con nadie que pusiera en peligro sus
planes tan cuidadosamente trazados.

Su hijo había sido asesinado, el asaltante y su alegre banda de piratas


seguían huyendo, y ella debía evitar la guerra el tiempo suficiente para
que todo encajara.

Muy convenientemente, la única persona que se molestaría en


desafiarla estaba desaparecida y muerta para ella de todos modos.

La reina viuda encendió las velas en su sala del consejo. Aquella


mañana, mientras recibía los tratamientos del ciclo lunar por parte de
medikua Aritza, las nubes habían llegado a las montañas desde muy lejos
en la Divisoria, llenas de lluvia y aire pesado que se filtró en las paredes
del Bellringe y encajó con su estado de ánimo.

Mientras encendía la última vela, la joya de la habitación parpadeaba


con luz, una procesión de sirvientas llegó desde las cocinas, con bandejas
llenas de gruesos trozos de carne de venado, finas lonchas de queso, uvas
gordas y pan crujiente, aún caliente desde el hogar. El hielo tintineaba
dentro de las jarras escarchadas cuando dejaban el pesado cristal sobre el
corredor que dividía la larga mesa de mármol.

Como si hubieran oído la campana de la cena, los consejeros


empezaron a llegar. Eran diez en total: la Reina Viuda no escatimaba en
consejos. Hoy, sin embargo, no pensaba aceptar ninguno.

—Por favor, llenen los platos —dijo Inés, señalando la comida que
tenía delante—. Es probable que esta sea una reunión larga. Capitán Nikola,
una vez que esté listo, por favor, pónganos al día sobre el paradero de la
Princesa Amarande.

El grupo de guardias del Bellringe que perseguía a la princesa tras la


desastrosa boda había llegado como se esperaba: la princesa no se
encontraba en ninguna parte. El líder de la guardia de Renard, el capitán
Nikola, estaba sentado en esta misma mesa para transmitir formalmente
estos asuntos, así como para discutir los próximos pasos. El capitán no era
mucho mayor que los hijos de Inés; evitó la comida para hablar de
inmediato, con los nervios a flor de piel para ser escuchado mejor.

Valiente muchacho, que se encontraba en su línea de fuego con las


manos vacías.

—Lo más probable es que la princesa se haya escabullido de las líneas


de nuestros soldados en la frontera y que haya regresado sana y salva a
Ardenia —dijo—. Existe la posibilidad de que esté en El Torrente, dado que
se las arregló para escapar con su mozo de cuadra y al menos dos de los
secuestradores que lo escoltaron a través de ese páramo.

Con cualquiera de los dos resultados, la reina viuda debía estar


preparada, pero le frustraba enormemente no poder dar con la ubicación
de la princesa. La guerra era una posibilidad mucho más fácil de digerir
con un rehén del otro lado.
El consejero Laurent se aclaró la garganta: era el más viejo del grupo,
calvo, con los ojos lechosos y la dentadura estropeada.

—¿La princesa y su mozo de cuadra se fueron con la gente que


secuestró a dicho mozo de cuadra en primer lugar? ¿Qué debemos hacer
con eso?

La reina viuda respondió rápidamente.

—O inspiran lealtad o los secuestradores nunca estuvieron realmente


en el bando contrario.

—¿No tenemos a uno de los secuestradores? —preguntó el consejero


Menon, que era el más joven de los consejeros de Inés, pero todavía una
buena década mayor que ella—. Han encontrado a un eritreo inconsciente
en el establo y lo han puesto bajo custodia. Creo que ha sido relegado al
calabozo, junto con los otros que estaban en el grupo contratado por el
Príncipe Renard.

La reina viuda había dado esa orden, sí: que se detuviera a cualquiera
que hubiera viajado con Renard y no fuera miembro jurado de la guardia.
No se dio cuenta de que un secuestrador había sido uno de ellos.

—¿Ha sido interrogado?

—Por supuesto, Su Alteza. Lo interrogué personalmente —respondió


Nikola—. No tenía ninguna información inmediatamente útil. Ya estaba
inconsciente y, por tanto, no estaba en la capilla cuando sus compañeros
ayudaron a la princesa a escapar.

Inés parpadeó ante el capitán.

—Pero seguro que sabe dónde pueden haber ido.

Nikola tardó en asentir, pero lo hizo.

—El secuestrador especificó que tenía un barco en el puerto de


Pyrenee, pero no pudo presentar una ficha portuaria. Aun así, hicimos un
seguimiento enviando una partida al puerto. El capitán del puerto no tenía
constancia del barco en cuestión.

Ella miró fijamente al chico. Era un buen informante, pero a veces su


juventud era un tremendo problema.
—¿Te dio el secuestrador el nombre del barco?

—Sí, el Gatzal.

Inés jugó con el queso que había apilado en su plato; por una vez, no
tenía estómago para él.

—Capitán Nikola, ¿se molestaron usted y su grupo en entrevistar a


alguien más allá del capitán del puerto?

Hubo una pausa en la que las sillas crujieron y los demás se movieron
para mirar al joven capitán mientras su postura se ponía rígida. Nikola olía
el peligro, todos lo olían. Como no podía ser de otra manera.

—No, Su Alteza. No nos pareció razonable perder el tiempo en una


mentira.

Inés suspiró.

—Aunque lo comprendo, no creo que haya hecho la debida diligencia,


capitán. Interrogaron a una sola persona, una voz oficial que se compra
fácilmente: una bolsa de oro puede eliminar un barco de los libros de
registro y poner una mentira fácil en boca de un capitán de puerto. ¿Por
qué no se tomó el tiempo de hablar con los ojos del puerto? ¿Los bribones,
los pescadores, los mendigos? Tienen tiempo para ser curiosos, muchos
conocen sus cartas, y más de uno podría haber identificado probablemente
el barco, si no fuera por la inusual llegada de una chica empapada de sangre
con mi vestido de novia.

La reina viuda dejó que su reprimenda quedara suspendida en el aire.


Nikola no se atrevió a dirigirse a ella verbalmente. En su lugar, apretó sus
temblorosos dedos contra el borde de la mesa.

—No importa —Con un gesto, Inés relevó al capitán de estar de pie, y


el muchacho se hundió en su asiento—. Lo que importa ahora es que
preparemos nuestra represalia por las acciones de la princesa y pensemos
en lo que Ardenia podría hacer si ella ha regresado allí. Ellos se sentirán la
víctima, aunque fue mi querido Renard cuya sangre fue derramada.

El consejero Laurent volvió a aclararse la garganta. Desde hace un


año, parecía que no podía empezar una conversación de otra manera.
—Su Alteza, eso nos lleva a otra pregunta. ¿Qué pasa con el asunto de
la sucesión? Nuestras manos están atadas con la desaparición del Príncipe
Taillefer. ¿Deberíamos buscarlo, utilizar los recursos que habíamos puesto
en la búsqueda de la princesa y pasar a localizar al actual heredero?

La reina viuda levantó una ceja tan afilada como la mejor daga.

—Hablas mal, Laurent. Taillefer no es el heredero.

Hubo una pausa muy larga.

Finalmente, el anciano comenzó de nuevo, con dificultad y algo


confuso.

—Perdóneme, Alteza, pero con el Príncipe Renard fallecido, el


segundo hijo...

La reina viuda enseñó los dientes.

—La pérdida de la vida del Príncipe Renard es directa e


inequívocamente culpa de Taillefer, quien contrató a los piratas
secuestradores en primer lugar. Dondequiera que esté, ya no le llamaremos
príncipe y no tendrá derecho a este trono.

Las arrugas de Laurent temblaron de sorpresa.

—¿Usted... lo repudiaría, Su Alteza?

—Ya lo he hecho.

—Alteza, por desgracia, hay un protocolo oficial para un asunto como


éste —Una voz de mujer, Colette, otra antigua.

—Hazlo oficial entonces —espetó Inés.

Menon intervino, valiente.

—Me temo que no podemos hacerlo sin pruebas sólidas.

La frustración de Inés aumentó.

—El pirata tiene pruebas.

Los ojos se dirigieron al capitán Nikola, que claramente no deseaba


ser amonestado de nuevo, pero tenía la información que la mesa buscaba.
—Con todo el respeto, Alteza, tiene una jaqueca y no se puede confiar
en su palabra.

La reina viuda apretó los dientes. Tal vez su círculo había crecido
demasiado, un grupo más pequeño significaba menos desacuerdos. Inés
respiró rápidamente y miró por debajo de la nariz a la mesa llena.

—Permítanme recordarles a todos que la boda no se celebró y que no


hubo coronación; por lo tanto, sigo siendo la reina viuda y regente de
Pyrenee. Si no asumen que Taillefer ha sido repudiado y relevado de su
título en este mismo momento, al menos reconocerán que soy la única que
ha sido coronada en esta sala, y, por tanto, es mi palabra la que tiene
prioridad. ¿Entendido?

Algunos murmullos rodearon la mesa, aunque el reconocimiento no


fue suficiente para la ira que bullía bajo sus sedas y encajes.

—¿Lo entienden? —exigió, con una mirada tan penetrante como


directa, a la que no pudo escapar ningún comensal.

—Sí, Su Alteza —sonó al unísono.

—Bien. Capitán, consiga lo que necesita del pirata. Consejo, exijo que,
una vez que tenga las pruebas necesarias por cualquier estatuto que le haga
desafiarme actualmente, iniciemos el proceso para despojar a Taillefer de
su título.

—Sí, Alteza.

Inés continuó sin producir ninguna expresión cercana a la


aprobación.

—No preveo que ese proceso lleve mucho tiempo; por lo tanto,
capitán Nikola, le pido que reúna a sus mejores hombres y cree un plan
para poner sus esfuerzos en localizar a Taillefer. Va a ser juzgado por
traición por su participación en el regicidio de su hermano.

Nikola no dudó en responder.

—Sí, Alteza.

La reina viuda resopló por las fosas nasales.


—Capitán, para que nos queden claras sus órdenes: primero el pirata.
Luego un viaje al puerto, interrogando no sólo sobre la princesa, sino
también de Taillefer. Luego, en base a sus hallazgos, un plan de ataque
completo y multifacético para recuperar a Taillefer para el desayuno de
pasado mañana, ni un momento después.

El joven soldado aceptó la orden y salió inmediatamente. Cuando se


fue y las puertas se cerraron con un chirrido, Colette se enderezó.

—Su Alteza, aunque estoy de acuerdo con usted en que este es el


mejor curso de acción, sería negligente si no mencionara que, teniendo en
cuenta cómo la corona de Basilica cambió de manos hace cincuenta años,
Taillefer podría apelar a los partidos gobernantes de Arena y Cielo para
demostrar que él es el heredero legítimo.

Esta fue la apertura perfecta, casi como si Inés la hubiera escrito ella
misma. Se puso de pie y, con una floritura, sacó dos pergaminos que
sostuvo en alto para que todos los vieran.

—Tengo noticias sobre mi liderazgo y el fortalecimiento de la


posición de Pyrenee en Arena y Cielo, independientemente de los planes
de Ardenia —Distribuyó los pergaminos a sus vecinos inmediatos—. Este
es un contrato firmado y una copia idéntica. El original fue entregado esta
mañana directamente por el rey Domingu, confirmando nuestra intención
de casarnos.

La mesa jadeó. Uno de los hombres habló, típico, dada la pregunta y


el tono general de desaprobación en el ruido que la precedía.

—Pero el rey ya está casado.

—Hace muy poco que se ha quedado viudo por quinta vez —La reina
viuda dejó colgar ese significado.

—Pero deberíamos negociar.... —Esto de su maestro de la moneda. Por


supuesto.

—La negociación ya se ha completado. Lo que ves es el contrato final


—Las sillas se retiraron de la mesa, algunos consejeros se levantaron para
leer por encima de los hombros de los que obtuvieron el pergamino
primero.
Después de que el silencio se asentara durante unos minutos y de que
más personas leyeran los términos, la reina viuda volvió a hablar.

—Partimos hacia Basilica tan pronto como el capitán Nikola presente


un plan. Nuestros reinos se unirán dentro de unos días. Y si Ardenia
protesta, se enfrentará a la reprimenda de nuestros dos ejércitos y
probablemente también al de Myrcell. Después de lo que la princesa
Amarande le hizo a nuestro querido Renard, ese reino no tiene una pierna
en la que apoyarse.

Laurent tuvo el valor de interrogarla, su expresión agria permaneció


impasible mientras hablaba.

—Su Alteza, aunque aprecio su rápida respuesta sobre el asunto de


nuestro trono sacudido, me gustaría señalar que deberíamos ocuparnos
primero de Ardenia: si ese reino se ve amenazado, atacará, esté o no la
princesa entre los muros del Itspi.

—Hay más de una manera de hacer sufrir a Ardenia, y esta boda es


mi primer golpe —respondió Inés, con una ceja levantada y un tenedor—.
Pondrá a Ardenia en la tesitura de elegir una lucha contra dos reinos en
lugar de uno, todo eso mientras se encuentra en la agonía de la regencia.

Laurent no cedió.

—Es una buena unión y sin duda dará de qué hablar a Ardenia, pero
me veo obligado a argumentar que tal vez no sea prudente desposarse con
un hombre que mató a su propio hermano para ganar el trono y que tiene
la costumbre de enterrar a sus esposas.

Inés ensartó un trozo de carne de venado, sosteniéndolo empalado en


su tenedor, carne muerta literalmente, antes de responder al anciano.

—Con todo el respeto que no me has dado, Laurent, no entiendes lo


que puede hacer una mujer dentro de la unión correcta. Y el rey Domingu
nunca ha tenido una esposa como yo.
Capítulo

4
Las campanas de bienvenida no saludaron a la princesa cuando se
acercó al Itspi.

El crepúsculo se había apoderado por completo, y aunque Amarande


sabía que los guardias probablemente sólo podrían ver con claridad el
destello blanco y fantasmal de su caballo, se sentía algo decepcionada.

Amarande clavó los tacones de sus botas en los flancos del caballo.

La entrada estaba sellada y vigilada por cuatro guardias. Los faroles


iluminaban los toques de oro de sus uniformes y los dos tigres ardenianos
que rugían en tándem desde la puerta. Los ojos de los animales brillaban
con granates y diamantes, una visión extraña para la princesa. La puerta
nunca se había cerrado con ella en el exterior.

Cerrar la puerta y armar el exterior era lo que se hacía en la guerra.

—¡Alto! Jinete, anuncia tus intenciones —ordenó una guardiana.

Amarande casi pensó que se trataba de una broma; seguro que la


reconocían a esa distancia. Acercó su caballo, con la esperanza de captar la
luz. Los guardias sacaron sus espadas.

—¡He dicho que te detengas! —La voz de la mujer llevaba el filo de la


acción. Su espada no vaciló. Era claramente la líder del grupo.

Amarande hizo lo que se le ordenó, el caballo levantó polvo con su


firme parada.

—Soy la Princesa Amarande y mi intención es regresar a mi hogar.

La espada de la guardiana vaciló, pero sólo ligeramente.


—¿Su Alteza?

Dio un paso hacia adelante, entrecerrando los ojos en la distancia.


Amarande observó cómo la guardia registraba su rostro, su cabello y el
vestido de novia, profundamente manchado en el encaje dorado del
corpiño, la oscura costra de sangre se mezclaba con las sombras
proyectadas desde el muro del castillo.

—¿Es realmente usted?

—Sí, ¿puedo acercarme?

La líder asintió, pero todas las espadas permanecieron desenvainadas.


Amarande puso en marcha el caballo y se acercó a la luz del candelabro.
Todas las miradas se dirigieron a la sangre y el color se drenó de todos los
rostros.

—Su Alteza, ¿está usted... bien? Eso es sangre.

Por eso se había puesto el vestido: había una verdad innegable. El


rostro de Renard apareció en la mente de Amarande, pálido y aturdido,
justo antes de que su cuerpo cayera al estrado. Su primer asesinato, que
exigía ser nítido, claro, inolvidable, y siempre presente en la parte
posterior de sus párpados. Tragó saliva.

—No es mi sangre.

La líder pareció tomarle la palabra, pero intercambió miradas con sus


subordinados.

—Mis disculpas, Alteza. Es simplemente que anoche nos informaron


de que la daban por muerta.

*****

—Segunda capitana, le aseguro que no soy una muerta andante —


reiteró la princesa mientras la mujer de la guardia, Pualo, la acompañaba
hasta el consejero Satordi, que al parecer había sido el encargado de
anunciar a la guardia del castillo y al personal su presunta muerte.

Aunque al consejero principal se le encomendara hacer tal anuncio


dado el estado actual del Itspi, el hecho de que lo hiciera no tenía sentido.
¿Quién habría dicho tal cosa al Consejo Real? Desde luego, no Renard: la
necesitaba viva y habría sido más probable que enviara la noticia de su
matrimonio antes de que se produjera realmente que la de su falsa muerte.
Y en cuanto a los que quedaban en Pyrenee, podían ganar mucho más
utilizándola como peón que fingiendo que ya no respiraba. ¿Y dónde
estaba Koldo en esto? Seguramente la generala no estaría de acuerdo, como
regente de Ardenia, con un anuncio tan escandaloso. ¿Lo estaría?

No se cruzaron con ningún alma mientras pasaban por el salón rojo


y entraban en la torre norte. Pero en lugar de seguir subiendo las escaleras
hasta la sala del consejo, la guardiana condujo a Amarande directamente al
ala residencial, donde se encontraban los consejeros de su padre. Todos los
miembros del consejo -Satordi, Garbine, Joseba-, así como los demás
confidentes de Sendoa, la Generala Koldo, el capitán Xixi y los guardias
del castillo de más alto nivel, como el capitán Serville.

En la última puerta, Pualo llamó tres veces con rapidez. Los pasos
sonaron contra las tablas del suelo del otro lado: parqué de enebro, en lugar
del mármol de los espacios públicos y las alas reales. El panel de madera
que cubría la mirilla se deslizó hacia atrás, y unos ojos oscuros que
Amarande reconoció como los de Satordi brillaron desde el interior.

Inmediatamente, la puerta se abrió de golpe. Los labios de Amarande


se separaron para saludarlo, pero en su lugar el consejero ladró a la
guardia—: ¿Quién la ha visto?

—Sólo mi compañía, señor.

—Bien. Asegura su silencio.

Atónita ante la orden de Satordi, Amarande comenzó—: Consejero...

—¡Aquí no! —Con más fuerza de la que Amarande podría haber


previsto, Satordi la agarró del brazo y la empujó hacia el umbral antes de
cerrar la puerta.

Se liberó y giró para mirar al hombre.

—Satordi, sé que estás enfadado conmigo por mi desaparición, pero


no pongas tus manos sobre mí sin mi consentimiento. Aunque
aparentemente has anunciado que soy un cadáver, todavía estoy viva y
sigo siendo tu princesa. Como mi consejero, espero que me trates con
respeto.
Satordi se puso tan alto como su enjuto cuerpo le permitió.

—Su Alteza, me disculpo. Su seguridad tiene más importancia que la


formalidad en este momento.

—¿Mi seguridad? Estuve con una guardia del castillo, es lo más seguro
que he estado en una semana. No tienes ni idea de lo que acabo de pasar,
aparte de que de alguna manera creías que no había sobrevivido.

—Acepte mis disculpas o no, princesa, tenemos mucho que discutir.

—Sí, lo tenemos —Amarande volvió a poner una mano en el pomo


de la puerta—. Y yo prefiero que lo hagamos en la sala del consejo. Llama
a Garbine y a Joseba inmediatamente. ¿Está Koldo aquí o en el frente? La
necesitamos. También a los capitanes Serville y Xixi. Todas las mentes
estratégicas que podamos conseguir a estas horas. Pyrenee me está pisando
los talones, llevando la guerra a las murallas del Itspi.

Satordi bloqueó la puerta.

—Es mejor que nos quedemos aquí, princesa —La frustración de


Amarande se hizo presente. Satordi nunca la escuchaba... princesa,
heredera, viva, muerta, su reacción era siempre la misma.

—Sus aposentos son encantadores, consejero —señaló la sala de estar


más allá— pero esto es altamente...

—Es imperativo. Es imperativo que nos quedemos aquí —La voz era
de mujer, regia y directa, pero la princesa no la reconoció.

Amarande se dio la vuelta y su réplica se quedó en los labios. De pie


en una puerta entre los espacios habitables había una mujer con una
cascada de pelo oscuro, envuelto en un tono de azul que complementaba
sus ojos de claraboya.

Era la desconocida más familiar que Amarande había visto nunca.

El corazón de la princesa vaciló al reconocer sus propios labios


rosados, sus altos pómulos y su complexión fuerte, pero menuda. Y la
postura, hombros hacia atrás, piernas firmemente plantadas, barbilla
inclinada hacia arriba, también era puramente suya.
Amarande parpadeó rápidamente como si la arena hubiera rociado
sus ojos, segura de que la mujer se desvanecería.

No lo hizo.

Así que Amarande hizo acopio de toda la valentía que su padre le dijo
que tenía y formuló una pregunta que le rompió el corazón tanto como le
dio una nueva e inesperada esperanza.

—¿Madre?
Capítulo

5
¿Cuántas noches había soñado Amarande con este rostro? ¿Con este
momento?

Su madre, Geneva, la famosa reina fugitiva, de pie ante ella. No era


un sueño. No era una treta. No era una figura borrosa en el borde de los
recuerdos a la que no podía aferrarse por mucho que lo intentara. Días
atrás, mientras escapaba del campamento del Señor de la Guerra con Osana,
Amarande había estado segura de que la mujer en la tienda del Señor de
la Guerra era su madre, un sentimiento sin nombre en sus entrañas que
insinuaba algo que su memoria no podía confirmar.

Pero en ese momento el sentimiento fue sustituido por la realidad.

Por primera vez en quince años, la princesa Amarande de Ardenia y


su madre estaban en la misma habitación. Su madre que había dejado a
Amarande antes de su primer cumpleaños, la misma noche en que la
madre de Luca había muerto.

Quince años.

De preguntarse por qué su madre había huido. ¿Porque no amaba a


su padre y quería escapar de su matrimonio concertado?

De preguntarse por qué no era suficiente para que su madre se


quedara, luchara o se la llevara también.

De preguntarse si su madre estaba realmente viva o muerta por la


mano de su padre, como susurraban los rumores, aunque la princesa nunca
los creyó.
Y ahora, en ausencia de Amarande, su madre había vuelto al Itspi.
¿Era esto simplemente porque la princesa había desaparecido o había otra
razón para que ahora, después de todos estos años, esta mujer saliera de la
imaginación de Amarande y entrara en su vida?

Los reflejos de la princesa eran muy agudos, su cuerpo siempre sabía


exactamente qué hacer ante cualquier amenaza... y, sin embargo, de
repente se quedó congelada en el sitio. Su respiración se entrecortaba
mientras su corazón seguía latiendo con fuerza. Como en el momento en
que los guardias de Renard le habían asestado lo que ella creía que era un
golpe mortal, Amarande se sintió como si flotara fuera de sí misma. Arriba,
en las vigas, observando cómo una tímida sonrisa se extendía por el bello
rostro de su madre. Contando los pasos mientras su madre cruzaba la
habitación, extendía los brazos y abrazaba la forma inmóvil de su hija de
dieciséis años.

La princesa perdió la voz en un jadeo cuando Geneva la acercó. Esta


mujer era real, su cuerpo era cálido y sólido mientras envolvía a
Amarande. Olía a leña y a agua de rosas, su piel era suave con cremas y
cuidados. Cuando el abrazo disminuyó, la madre mantuvo a su hija a
distancia, con unos ojos brillantes que inspeccionaban cada centímetro de
su hija.

—Mírate, Amarande. Tan hermosa como esperaba.

Atónita, Amarande sólo pudo parpadear. Con suavidad, la reina


fugitiva apartó un mechón de pelo de la frente de Amarande, como si
hubiera querido hacer algo así todos los días que estuvieron separadas.

—Mi querida hija, tenemos mucho que discutir, pero primero, ¿qué
es esta sangre? ¿Necesitas una medikua? ¿Y qué es eso de Pyrenee te está
pisando los talones?

La conciencia suspendida de Amarande se puso en movimiento. Le


volvió la respiración, los latidos del corazón, la voz.

—Madre... ¿por qué estás aquí? ¿Ahora? —No era la pregunta más
elegante para este reencuentro, demasiado directa, pero la sospecha estaba
superando rápidamente al shock dentro de Amarande mientras su pulso
patinaba y saltaba. La atención de Amarande se centró en Satordi, que se
había desvanecido en un rincón cuando su madre se acercó—. Consejero,
¿por qué les dijiste a los guardias que estaba muerta? ¿Qué está pasando
aquí?

Satordi desvió la mirada, encontrándose con los ojos de su madre


antes que con los suyos.

—Yo misma me alegro mucho de verla viva, Alteza —dijo ajustando


el cuello de su túnica de marfil y oro—. Pero ha llegado en un momento
muy inoportuno.

La extrañeza de esa afirmación hizo que Amarande se soltara de las


palmas de su madre.

—¿Inoportuno? Esto es...

Su voz se apagó cuando otra figura entró en la luz de las velas.


Amarande retrocedió a trompicones y la empuñadura de Maite, la espada
de su padre, chocó contra la pared de piedra detrás de ella. La figura, un
joven, se detuvo. Completamente iluminado, era la viva imagen del retrato
de la coronación de veinte años que colgaba en el vestíbulo del castillo.

Este muchacho era el rey Sendoa hecho realidad.

La princesa se apoyó en la pared.

—¿Quién eres tú?

Geneva inclinó la cabeza y su sonrisa dejó de ser tan tímida.

—Vamos, querida hija; ya sabes quién es.

La mirada de Amarande no se apartó de los familiares ojos verdes, el


cabello al atardecer y los hombros robustos. Sí, lo sabía. Pero quería
escucharlo del propio muchacho.

—Me dirigí a él.

El chico se hundió en la silla más cercana. Se inclinó hacia delante,


con los codos apoyados en las rodillas, fracasando, al igual que su padre,
en su intento de parecer pequeño.

—Me llamo Ferdinand —Incluso su voz sonaba como la de Sendoa.


La sorpresa recorrió la columna vertebral de Amarande—. Por lo que
tengo entendido, princesa, soy tu hermano menor.
Con la confirmación, el mundo de Amarande volvió a cambiar. Tenía
un hermano.

Su madre había huido mientras estaba embarazada. Y luego se alejó.


Pero... ¿por qué? ¿Cómo? ¿Y lo sabía Sendoa? Más preguntas apiladas en
la pila que guardaba para el fantasma de su padre. Por encima de todo,
¿cuál era su plan? Y ahora, ¿era esto parte de él?

Tres golpes rápidos y la Generala Koldo entró en la habitación con


sus galas de oro y granate.

—¡Koldo! —Amarande se abalanzó sobre la mujer a la que siempre


había considerado una madre sustituta, además de una amiga. La generala
también se sorprendió al ver a la princesa. Sin embargo, Koldo fue tan
rápido como siempre, atrapándola en un abrazo natural, mientras lanzaba
una mirada interrogante sobre Amarande.

—Princesa, estás herida. Llamaré a un medikua.

Esto sorprendió a Amarande: no había una medikua; estaba la


medikua, Aritza. Sin embargo, su madre había utilizado el mismo
calificativo. ¿Cuánto había cambiado el castillo en los últimos días?

—No, no, no es mi sangre. Es la de Renard —Eso provocó una


inhalación aguda de Satordi—. Puede esperar, por favor, los regimientos
de Pyrenee pueden estar en nuestra puerta en horas, si no en este mismo
momento.

Su madre, su hermano, la generala y el consejero se callaron.

—Habla primero, princesa —Koldo condujo a Amarande a un sillón


al otro lado de la mesa baja donde estaba sentado Ferdinand—. El resto
puede venir después.

La generala se sentó junto a la princesa, sin soltarle el brazo, aunque


Amarande no quería que lo hiciera. Necesitaba el tacto de Koldo, quien la
había guiado en tantas cosas. Geneva optó por situarse detrás de Ferdinand,
con sus pequeñas manos apoyadas en el respaldo de su silla. Satordi
permaneció de pie. El mundo de Amarande se tambaleó.

—Traiga agua a la princesa, Consejero —ordenó Koldo y Amarande se


sorprendió ligeramente cuando él le hizo caso, dirigiéndose a un pequeño
armario contra la pared más lejana—. ¿Su Alteza?
—Dejé el Itspi sin avisar la noche del funeral de mi padre porque unos
secuestradores robaron... —Los ojos de Amarande encontraron los de su
madre y los de su hermano, mientras luchaba por encontrar una forma de
describirlo que no la hiciera sentir tan desnuda ante estos casi extraños—.
Luca, mi... mi mejor amigo... para empujarme a casarme con el príncipe
Renard, el príncipe heredero de Pyrenee.

—¿Es este el chico del Torrente? —preguntó su madre— ¿El hijo de


Lygia?

Amarande se sorprendió de nuevo por la voz de su madre y por sus


conocimientos. ¿Cuánto tiempo llevaban en el Itspi? ¿Qué sabían? Koldo
asintió como respuesta.

—Sí, un mozo de cuadra. Sendoa le tomó cariño y le permitió ser


compañero de la princesa.

Algo pasó por los ojos de Geneva, pero Amarande siguió adelante. No
debería sorprenderle que su madre recordara a Lygia de sus días en el
castillo, ya que tendrían una edad similar: diecisiete o dieciocho años. La
madre de Luca había muerto de una infección pulmonar la misma noche
que Geneva había desaparecido. Perder a sus madres la misma noche era
una de las extrañas coincidencias que los unían tan estrechamente. Una
cosa era que ambos no recordaran el rostro de su madre y otra muy
distinta que la persona más cercana sintiera exactamente lo mismo durante
el mismo tiempo.

—Después de fracasar en el intento de lograr una paz diplomática con


Renard, sentí que no tenía más remedio que rescatar yo misma a Luca. Salí
inmediatamente y de forma encubierta porque temía que estuviera en
grave peligro. Tras unos cuantos obstáculos, rescaté a Luca de los
secuestradores, que se habían adentrado en el Torrente. A nuestro regreso,
fuimos interceptados por Renard, su hermano Taillefer y varios guardias
y asalariados.

—El príncipe Renard pretendía rescatarte —Satordi puso una copa de


cristal ante la princesa. Ella no bebió.

—Sabe que es mentira.

—Soy consciente.
—En lugar de escoltarnos de vuelta a Ardenia, como estoy segura de
que esperabas que hiciera, insistió en que nos dirigiéramos a Pyrenee,
donde los dos podríamos casarnos. Me negué, por supuesto, y cuando lo
hice, amenazó con matarme y culpar a Luca si no hacía lo que me pedía.
Superada en número y rodeada en el fondo de un pozo de fuego, sentí que
no tenía otra opción que ir con él.

—¿Amenazó con matarte o con casarse contigo? —preguntó


Ferdinand.

—Esa es toda la gama de opciones.

Su hermano tenía mucho que aprender.

—Las leyes de sucesión en Pyrenee son claras. Para obtener su poder


antes de cumplir los dieciocho años debe casarse. Es más, Renard creía que
su madre estaba haciendo movimientos en un esfuerzo concertado para
impedir su ascenso al trono.

—Suena como Inés —murmuró su madre.

—Así, estaba deseando que nos casáramos —La princesa tragó saliva—
. Llegamos al Bellringe por la tarde y exigió que nos casáramos antes de la
cena. En las horas intermedias, mientras me preparaban para una boda que
sabía que el pueblo de Ardenia no conocía, creí que Luca había muerto a
manos de Taillefer, que había recibido la orden de mantener a Luca como
rehén para que yo cumpliera. Taillefer sabía que, si Luca moría,
probablemente yo tomaría represalias contra su hermano.

El mero hecho de pronunciar el nombre de Luca parecía poner su


corazón a la vista repetidamente, aunque no había admitido ni una sola
vez sus verdaderos sentimientos ante esta gente.

—Y, aunque sabía que este era el objetivo de Taillefer, aun así,
reaccioné de la manera que él quería.

—Princesa, usted no... —La cara de Satordi se había vuelto blanca, el


peso de lo que ella había estado tratando de transmitirle durante los últimos
minutos ahora se registraba completamente.

Con una mano insegura, Amarande se llevó el vaso a los labios y


bebió un sorbo. El agua estaba demasiado caliente en su lengua. De repente,
sintió que toda su cara estaba caliente.
—No me registraron bien antes de la boda —Los ojos de Koldo se
encontraron con los suyos y en ellos Amarande vio la coreografía de lo
que había pasado por la mente de la generala. En efecto, la princesa había
hecho exactamente lo que su madre sustituta habría hecho en la misma
posición.

—Durante nuestros votos apuñalé a Renard. Es su sangre la que está


en este vestido de novia. También intenté matar a Taillefer, pero fallé antes
de huir con mi vida y la sangre de Renard en mis manos. Sin embargo, no
me cabe duda de que la reina viuda Inés quiere la corona para sí misma;
ahora está montando un ataque contra nosotros y retorcerá lo que ocurra
para su beneficio.

Amarande no mencionó a Luca ni a los piratas en su huida. La


princesa no sabía por qué, pero no podía revelar la historia completa. No
a su madre, no al descubierto. No a la inquietante pero familiar forma de
su hermano, sumido en sus pensamientos, en una postura muy parecida a
la de un hombre al que nunca había conocido. Ni a Satordi, que nunca
parecía ver su camino.

No se fiaba de ellos.

A pesar de lo inestable que era Amarande, se sentía reconfortada por


la presencia robusta y el comportamiento uniforme de Koldo.

—Consejero Satordi, avisa al resto del Consejo Real de lo que la


princesa ha aprendido. Debo avisar a mis soldados.

La mano de la generala abandonó la de Amarande cuando la mujer


mayor se puso en pie. Alcanzó el espacio y, para sorpresa de la princesa,
puso una mano en el hombro de Ferdinand. Sólo un suave toque y se
dirigió hacia la puerta. La princesa se quedó boquiabierta: aquello era una
despedida. Una despedida sin palabras, sí, pero con más emoción de la que
había recibido.

Algo no estaba bien.

—Koldo, ¿por qué... por qué estás aquí y no en el frente? Te habías


dirigido a los reinos del sur antes de que me fuera —aventuró Amarande.
Luego añadió, para que su interés no pareciera tan punzante—: ¿Myrcell y
Basilica cedieron? —La cara de la generala era de ángulos cerrados—. No,
no cedieron. Se intensificaron.
Amarande se calmó, con la mente acelerada. Cuando la batalla llamaba
la atención, Koldo nunca era de los que se quedaban en el frente. Eso no
había cambiado con su regencia.

—Pero por qué...

—La generala debe ir a ocuparse de lo que ha empezado, Alteza —


insistió Satordi, desviando la conversación.

—Sí, pero...

—La generala está aquí porque es mi madre natural —Ferdinand la


cortó con una respuesta que la dejó sin aliento, su voz fuerte y clara e
inquebrantable. Cuando el peso de su admisión se instaló entre ellos, miró
a Amarande a los ojos, tan parecido a su padre que casi tuvo que apartar la
mirada.

Los labios de Geneva se separaron y Satordi se pellizcó el puente de


la nariz. Sus reacciones bastaron para confirmar dos cosas: que era cierto,
y que habían decidido que ella no debía saberlo.

El desafío de Ferdinand era silencioso y rígido, y de repente vio a


Koldo dentro de él.

Un bastardo. Un medio hermano. Un secreto.

—Ella merece saberlo todo —anunció Ferdinand en respuesta a la


silenciosa reprimenda—. No quiero mentirle a mi hermana. No me importa
si es una estupidez que yo piense así, pero si todos en esta sala saben la
verdad, ella también debería saber.

El estómago de la princesa cayó tan bajo que parecía que iba a golpear
el cuchillo de su bota. Amarande miró a la generala y al niño, saltando por
encima de su madre. El calor le lamió la garganta cuando su voz se afianzó.

—¿Koldo? ¿Tú... y papá...?

Las palabras le fallaron cuando Koldo asintió una vez. Esto era más
extravagante que su suposición original.

—Es una historia tan larga como la que acabas de contar —respondió
la generala, lo suficientemente directa, como siempre, para mirar a
Amarande a los ojos—. Algún día lo explicaré todo. Pero ahora, tienes
razón, debo advertir a mis soldados. Lo siento, princesa. En otra ocasión.

De nuevo, Koldo se dirigió a la puerta con Satordi pisándole los


talones para alertar a los demás consejeros de la historia de Amarande.
Cuando se fueron, Amarande miró a su nueva familia mientras sus
entrañas se agitaban: tal vez nunca volviera a sentirse en tierra firme.

Tragando con fuerza, la princesa lanzó una mirada a su madre.

—¿Por qué presentaste a Ferdinand como tu hijo?

La mujer no se inmutó.

—Porque lo es.

Es justo. La sangre no era el único vínculo.

—Puede que Koldo no haya tenido tiempo de contar su historia, pero


tú no tienes la excusa. ¿Qué pasó? Merezco saberlo.

—No preferiría renovar nuestra relación de esta manera —respondió


su madre, desviando la mirada—, pero... la simple verdad del asunto es ésta:
Me enteré del nacimiento de Ferdinand y lo robé en un momento de
debilidad.

La bilis subió a la garganta de la princesa.

—¿Robaste el bebé de Koldo?

—Tenía un día de vida, una amenaza para tu puesto y el mío —Las


palabras de Geneva podían grabar diamantes—. Y después de lo que había
hecho... me enamoré de él. Lo crie. Lo hice mío.

Mío.

Amarande siempre había imaginado a su madre como alguien tan


triste que renunció a su vida encantada. A su padre. En ella. Alguien que
se había casado por posición y que anhelaba el amor hasta tal punto de
desesperación que no tuvo más remedio que pasar a la acción. Para robar
en la noche y seguir con otra aventura. Pero esto, Amarande apenas podía
imaginar la verdad tal y como la contaba su madre. ¿Cómo pudo hacerlo?
¿Quién robaría un bebé y dejaría al suyo?
Y luego estaba Koldo. ¿Ella lo sabía? ¿Todo este tiempo? ¿Cómo pudo
soportarlo?

Fuera cual fuera la respuesta, algo en la forma en que la generala se


encontraba en la misma habitación con su madre y la historia entre ellos
hizo que el estómago de Amarande se revolviera. Koldo era la mujer más
fuerte que conocía y, sin embargo, la generala no había atravesado a
Geneva con una espada en cuanto se enteró de este sorprendente engaño.

¿Era eso debilidad o era fuerza?

Amarande miró fijamente a la reina fugitiva.

—Y lo has traído aquí para reclamar la corona en mi lugar.

Su madre no apartó la mirada.

—Este reino se merece un gobernante de mano firme que no lo ponga


en peligro ni lo deje en un lugar precario entre la ley y la conveniencia. Y
aunque Ferdinand no es de mi sangre, no tengo dudas de que es la mejor
opción para Ardenia.

Un escalofrío recorrió su columna vertebral. Amarande tragó saliva.

—Sólo es la mejor opción si yo me quito de en medio.

—Amarande, acabas de cometer un regicidio en un reino vecino,


trayendo la guerra a las puertas de Ardenia. Esto después de haber evadido
tus deberes por perseguir a un niño como una gallina a un gallo. Ardenia
está en un precipicio y tú, mi querida hija, estás dispuesta a tirarla por el
borde.

No. No era así. ¿Lo era?

—Soy tu hija. No soy un peligro.

Su madre inclinó la barbilla.

—Querida, me temo que eres ambas cosas.

—Y entonces debo quitarme de en medio —La princesa se puso en


pie y desenfundó la espada que llevaba a la espalda. No estaba segura de
por qué, no planeaba atacar y, sin embargo, la espada estaba en su mano
mientras luchaba contra las afirmaciones y las obvias maquinaciones de su
madre—. ¿Y cuál es el plan? ¿Mentir? ¿Decirle a todo el mundo que estoy
muerta hasta que reaparezca como tú, años después y en perfecto estado
de salud?

Una mano apretó su cuello. Apretando con precisión la arteria que


suministra oxígeno al cerebro. Un brazo la rodeó por la mitad, un brazo
vestido con galones de oro y granate.

Koldo.

El corazón de Amarande se ralentizó, la visión se volvió negra, sus


miembros perdieron fuerza. Sólo le quedaban unos segundos de
conciencia. La espada de la princesa cayó, golpeando la mesa de mármol.

—Sí, exactamente eso, muchacha inteligente —respondió la reina


fugitiva mientras se inclinaba para recoger la espada caída, Maite, era
Maite, "amor" en torrenciano antiguo—. No es una mentira si al final les
decimos la verdad. Después de que el reino esté a salvo, podrás regresar.
Con tu mozo de cuadra, si quieres. Pero por ahora, princesa Amarande de
Ardenia, tu presencia es demasiado arriesgada.

Justo cuando la conciencia de Amarande huyó y su cuerpo se aflojó,


la generala susurró:

—Lo siento, Ama.


Capítulo

6
Luca y su tripulación llegaron al siguiente punto de la constelación de
la resistencia en la hora negra anterior al amanecer. Parecía ser una granja
de ovejas, acurrucada entre empinadas gradas de roca, el Torrente estaba a
un duro paso y descenso de distancia.

—¿Esto es? —confirmó Luca mientras miraban la cabaña de madera


de enebro. Dentro, las velas ardían con la promesa de las tareas del
amanecer. Aunque las ovejas fueran un espectáculo, las tareas serían reales.

Ula asintió.

—Debemos acercarnos todos juntos. Sigan mi ejemplo.

La pirata había conseguido exactamente lo que necesitaban en el


mercado para hacer contacto. Información sobre dónde ir a continuación,
las compras necesarias para la ofrenda y, para Luca, una jarra de sagardón
antiséptico, de grado medicinal, ideal para tratar sus heridas y cualquier
otra lesión que pudiera surgir.

Guardaron sus caballos en el escaso establo de la granja, luego


recogieron sus alforjas y el saco que Ula había utilizado en el mercado, y
se acercaron a la casa. Ula se estabilizó y llamó a la puerta cinco veces con
cierto ritmo, como le habían indicado.

—¿Qué pretendes a estas horas?

Una voz de hombre. Ula respondió—: Venimos a alimentar a los


desaparecidos.

—¿Qué comen? —preguntó.


Sin saltarse ningún detalle, Ula cambió al viejo torrenciano.

—Hitz ematen dizut.

Te doy mi palabra de honor, tradujo Luca. Su familia ardeniana


encontrada de Maialen, Abene y el viejo Zuzen se había enorgullecido de
enseñarle la antigua lengua, aunque sólo la utilizaba con ellos. Hasta ese
momento, no sabía que Ula la conociera en absoluto.

En la puerta se abrió una rendija y una vela brilló entre ellos y la


oscuridad del interior. Ula también lo sabía y estaba preparada: se inclinó
hacia delante y se bajó el cuello de la túnica, dejando ver la huella de su
pata.

La puerta se abrió más, mostrando al hombre y a la mujer. Ambos


eran del Torrente, y grises por la edad, su piel desgastada por el sol y el
trabajo, pero sus ojos brillantes y atrevidos. Sin decir nada más, hicieron
pasar al grupo al interior y cerraron la puerta con fuerza. Entonces
revelaron sus propios tatuajes: más huellas de patas.

Luca tragó saliva, con el corazón latiéndole rápido al leer los rostros
de estas personas tan resistentes. Su gente. De verdad. Todo era tan
vertiginoso.

—Hemos obtenido los artículos solicitados por la resistencia —


continuó Ula, y señaló a Urtzi, que sostenía el saco en alto.

El hombre asintió.

—Los necesitan. Partiremos de inmediato.

Ula se lo había explicado antes de que se acercaran. Esta era una


operación que funcionaba con un conjunto de expectativas por fases: era
tan crucial como de alto riesgo y alta recompensa. El sistema básico era
simple, no eficiente. Si una persona o personas querían conectarse con la
línea principal de rebeldes ubicada en el Torrente, primero debían cumplir
con una lista de suministros. A continuación, un jinete verificado
entregaba esos suministros a la última ubicación conocida de la resistencia,
que parecía ser tan nómada como el resto del Torrente. Entonces, una vez
aceptados los suministros, la solicitud de reunión se confirmaba o se
denegaba. Si se confirmaba, el jinete regresaba y escoltaba a los nuevos
rebeldes hasta la resistencia.
Luca apenas podía creer que la operación hubiera permanecido
intacta tanto tiempo sin que el Señor de la Guerra la interrumpiera. El
anterior puesto de avanzada se había convertido en cenizas en una
incursión, por lo que era fácil creer que el Señor de la Guerra conocía el
sistema, pero los rebeldes afirmaban que el renovado sistema había
funcionado sin interrupciones desde entonces: dos años seguidos.

Por suerte o por designio, sólo el Señor de la Guerra lo sabía


realmente.

El hombre comenzó inmediatamente a ponerse la ropa que servía


para proteger a los viajeros en el Torrente, sombrero, pañuelo, cinturón de
doble puñal, todo en las telas descoloridas que se mezclaban con el paisaje
arenoso y con la gente que vivía allí. Cuando terminó, tenía el mismo
aspecto que cualquiera de los hombres que Luca había visto en sus viajes
con los piratas y Amarande.

Esto le hizo preguntarse cómo distinguir exactamente a los amigos de


los enemigos.

—Volveré al amparo de la noche, en menos de un día —Aceptó el


saco de Urtzi y un beso de su esposa.

—Antes de que te vayas, tenemos una información más crucial para


que les lleves —El hombre y la mujer hicieron una pausa, captados por el
tono de Ula.

Ula empujó a Luca hacia delante con sus ojos dorados encendidos.

—Vamos, no seas tímido.

El corazón de Luca comenzó a latir con fuerza de nuevo, mientras


miraba los rostros de las personas que habían arriesgado todo cada día de
sus vidas durante los últimos diecisiete años para ayudar a mantener viva
la resistencia.

Mientras el Otxazulo ardía, su madre había escapado a Ardenia, les


había dicho que se llamaba Lygia y lo había escondido. Seguramente el rey
Sendoa sabía quién se escondía en su establo. Seguramente tenía un plan
para ayudarles a recuperarlo; el Rey Guerrero siempre tenía un plan.

Tal vez el plan había muerto con la madre de Luca. Como Sendoa
también se había ido, nunca lo sabría.
Todo lo que Luca sabía era que ahora dependía de él. Y después de
esto, no habría vuelta atrás.

Respirando profundamente, se acercó, desató los cordones del pecho


de su túnica negra y tiró de la tela hacia abajo para revelar la totalidad del
tatuaje del lobo en su pecho.

Cinco puntos. Hocico, orejas. Inconfundible.

La mujer dejó caer lo que tenía en la mano con un golpe y un jadeo.


El hombre se precipitó hacia delante, con la vela en alto. De repente, Luca
se sintió más expuesto de lo que nunca había estado: su sangre en el
exterior, convertida en gruesas vetas negras.

—Hitz ematen dizut —dijo Luca. Te doy mi palabra de honor.

El hombre retrocedió un paso con los labios abiertos y la mirada


levantada desde el tatuaje de Luca hasta su rostro. La mujer se aferró al
codo de su marido, con los ojos muy abiertos. Intercambiaron una larga
mirada y luego el hombre se dirigió a Luca con una voz vidriosa por la
conmoción.

—Mi Otsakumea, te hemos estado esperando.


Capítulo

7
Diecisiete años llevaban esperando.

Mannah y Erfu eran sus nombres, y ambas habían estado dentro del
Otxazulo cuando nació Luca. Eran de los pocos en la resistencia que lo
habían visto personalmente, vivo y tatuado, antes de que el ataque del
Señor de la Guerra dejara el castillo hecho cenizas, las cabezas de la familia
real en picas y los partidarios del Otxoa huyendo en todas direcciones.

Luca no había esperado esto. Toda una vida escondiéndose sin saber
que lo hacía, sólo para encontrar la verdad y, en poco tiempo, gente como
ésta, que había guardado recuerdos y esperanzas durante diecisiete años.
Incluso después de la confesión de Ula, de la que apenas habían hablado,
era impresionante.

La mente de Luca daba vueltas con todo lo que quería preguntarles:


sobre sus dificultades, la resistencia, la vida en el castillo. También sobre
sus padres; era demasiado joven para recordar cómo había sido su madre
cuando murió.

En cambio, como habían preguntado, les había contado rápidamente


dónde había estado todo este tiempo, en el Itspi, criado por el personal del
castillo tras la muerte de su madre por una infección pulmonar, y cómo
había llegado a conocer su identidad. Y entonces Erfu tuvo que marcharse
antes de que se levantara la oscuridad, y fue necesario que Mannah pasara
el día exactamente igual que cualquier otro para despistar a cualquiera que
estuviera vigilando.

Y así, el Otsakumea se quedó con sus preguntas, su tripulación y el


peso de su nombre durante las horas de luz. Al caer la noche, la cabaña se
sentía aún más pequeña, ya que las estrellas también se agolpaban.
—Es hora de limpiar tus heridas, Luca —anunció Ula, apartándose de
la mesa tras la cena. Ella le había dejado claro que debía seguir un horario:
una infección en el pecho por el trabajo de Taillefer o en la pierna por la
prueba de un áspide de Harea, sin duda, frenaría cualquier posibilidad de
rebelión.

Luca le siguió sin rechistar, apartándose también de la mesa, mientras


Osana y Urtzi permanecían sorbiendo té de ortiga. Se hundió en su saco
de dormir, se deshizo de la túnica y comenzó a quitarse el vendaje mientras
Ula recogía la jarra de sagardón que había conseguido en el mercado junto
con una nueva gasa de lino.

El escozor del proceso era el de mil abejas bajo la piel, pero el dolor
era menor en comparación con lo que había sentido en la última semana.
Y la herida sólo tenía un poco de mejor aspecto, la piel magullada y en
carne viva con la inflamación que recorría todo el tajo de un palmo de
longitud en medio del pecho, justo al lado de su tatuaje de lobo. Las suturas
planas y negras estaban apretadas, esforzándose por mantener unidos los
bordes hinchados de la carne. Con el tiempo, su piel y sus músculos se
curarían. Pero no lo suficientemente pronto.

Al otro lado de la habitación, Mannah inhaló con fuerza. Luca levantó


la cabeza y la encontró mirándolo fijamente, con el cuerpo congelado sobre
la tetera, donde volvía a hervir el agua para otra ronda de té.

Mannah no había oído la historia de la cámara de tortura de Taillefer.


Sabía que tenía heridas, pero no cuáles eran ni cómo las había recibido. O
por qué.

La maldición de estar enamorado de una princesa.

En realidad, la anciana no se había enterado de casi nada: había pasado


el día haciendo tareas como si no tuviera invitados, como era la treta.
Todavía no le había hecho las preguntas que se le ocurrían, para no
agobiarla más.

La anciana dejó la tetera y se acercó a Luca, con los dedos doblados


por el trabajo apretados contra su boca abierta. Su rostro estaba pálido, pero
no evitó examinar directamente la herida.

—Pero ¿qué le ha pasado a tu corazón, mi Otsakumea?


Luca tragó saliva mientras Ula aplicaba otra tanda de sagardón a los
puntos de sutura.

—Mi corazón está bien, gracias —Y lo estaba, aunque sabía que eso no
era exactamente lo que la mujer quería decir—. Es una larga historia, pero
lo importante es que Ula ha sido mejor que el mejor medikua al curarme.

La mujer miró a Ula, que había aplicado otra abundante cantidad de


sagardón a un trozo de lino.

—¿Has hecho tú misma estas suturas, niña?

—Sí —contestó ella, presionando el sagardón sobre la pierna de Luca,


todavía negra y plana, pero ya no hinchada.

Mannah asintió.

—Ula-Ulara Vidal, ¿verdad?

Luca respiró con dificultad cuando los ojos dorados de Ula se


dirigieron al rostro de la mujer. Ula no había mencionado los nombres de
sus padres ni sus cargos en el castillo, pero estaba claro que Mannah había
estado pensando en el pasado, repasando los nombres y las caras que había
conocido durante todo el día.

—Sí.

—Eso pensé cuando escuché tu nombre esta mañana —Algo en la


coloración de Mannah cambió, un rubor inundó sus mejillas—. Tu madre
era muy hábil con la aguja: Lygia estaría orgullosa, Ula.

El corazón de Luca tartamudeó. Casi se sentía como si estuviera en el


exterior de su cuerpo, latiendo crudo y rojo.

—¿Lygia? —Tocó el hombro de Ula, sobre todo porque era lo que


podía alcanzar y permanecer relativamente quieto— ¿Tu madre se llamaba
Lygia?

—Sí... —respondió ella, insegura.

—Ése era el nombre de mi madre o el que llevaba en el Itspi. No podía


ir por ahí como reina Elixane, así que se llamaba Lygia. —A Ula se le fue
el color de la cara y las siguientes palabras de Luca salieron por su propia
voluntad—. Mi madre debió de adorar a la tuya para usar su nombre.
Luca se volvió hacia Mannah, cuyos ojos dorados y oscuros corrían
entre ellos como si leyeran las páginas de un libro.

—¿Qué puedes decirnos de Lygia? ¿Habría conocido a mi madre?

Una extraña expresión se dibujó en el rostro de Mannah. Ula, por su


parte, permanecía quieta y silenciosa, con el lino usado agarrado a su
espada. Luca le puso una mano amable en la muñeca.

—He pensado estos últimos días que tal vez Ula y yo estábamos
destinados a encontrarnos y ser amigos y... ¿si nuestras madres eran así?
Dos huérfanos no podían esperar más, tal vez.

—No lo sé —contestó Urtzi desde la mesa, donde estaba sentado con


su cuarta taza de té—, soy un huérfano que ha pasado toda una vida
esperando a mis padres.

Osana le dio un empujón en el hombro.

—Pues deja de esperar porque nuestros padres no van a volver. Pero


sí viven en los recuerdos, así que cállate y deja que la mujer hable.

Luca sonrió suavemente a Mannah.

—Por favor. ¿Qué puedes contarnos? ¿Eran amigas? ¿Lygia y la reina


Elixane?

Después de un largo momento, la anciana contestó, más reservada que


antes.

—Yo era la doncella principal. Lygia estaba entre mis cargos dentro
del castillo. Siento decirlo, mi Otsakumea, pero, aunque se conocían, dudo
que fueran lo que tú llamarías amigas. Conversé más con la reina Elixane
en un día que con Lygia o cualquiera de mis otras chicas en todo un año
y, sin embargo, no diría que éramos amigas.

A Luca se le cayó el corazón. Así que así era en el Otxazulo, entonces.


Sabía que el ambiente del castillo del rey Sendoa era inusual en Arena y
Cielo: menos formal, más familiar. Y se sintió repentinamente triste al
pensar que, si todo hubiera sido diferente y hubiera crecido como mozo
de cuadra en el Otxazulo, la probabilidad de entablar una amistad con la
princesa o de formar un vínculo que se convirtiera en amor, habría sido
nula.
Mannah sonrió suavemente al ver el rostro cabizbajo de Ula y la
decepción en los ojos de su Otsakumea. Cuando habló a continuación,
parecía que las palabras se habían dispuesto cuidadosamente en su lengua.

—Es espléndido que se hayan encontrado. Aquí, así, no en desacuerdo.

Ula y Luca intercambiaron una mirada confusa antes de que la pirata


respirara y preguntara—: ¿Por qué, Mannah?

La mujer miró entre ellos.

—Porque la última orden que le di a Lygia fue que tomara al


Otsakumea y huyera.
Capítulo

8
Amarande se despertó en otro secreto del Itspi. Una cámara que se
parecía mucho a las mazmorras, enterrada como un diamante en las
profundidades de la montaña. Pero no estaba bajo tierra: la luz entraba por
dos ventanas, más altas que su vista. Parecían ser vidrieras, pero las barras
de hierro que atravesaban el interior del marco dejaban claro que eran
simplemente una forma de disimular la celda desde el exterior.

Cuando se incorporó, intentando orientarse, el mundo se desvió. Un


dolor palpitante le golpeaba detrás de los ojos mientras parpadeaba ante la
débil iluminación filtrada de granate y cobalto. No tenía ni idea de si
llevaba horas o días aquí, sólo sabía que ya era de día.

La habían despojado de su espada y de su vaina improvisada, lo cual


no era ninguna sorpresa. También había desaparecido el vestido de novia
manchado, no es que Inés hubiera querido recuperarlo de todos modos y
había sido sustituido por una camisa anodina, que picaba y era áspera.

El sabor metálico de la sangre de Renard se pegaba a su piel a pesar


del cambio de ropa. Sus estancias permanecían y, sobre su corazón, podía
sentir los bordes espinosos de la nota de rescate que había precipitado todo
esto: su precipitada persecución de Luca y sus secuestradores; su posterior
y alegre reencuentro y su desgarradora rendición a los pies de Renard; y
la boda que terminó con la sangre del príncipe heredero en su espada en
lugar de su anillo en el dedo.

Cásate con Renard o no volverás a ver a tu amor.

Su presencia aseguraba que esto no era un sueño, detallaba lo lejos


que había llegado y, al parecer, lo mucho que había cambiado.

Había conocido a su madre. A su hermano.


Las estrellas. Tenía un hermano. Engendrado por su padre con una
mujer que era su generala de confianza, su confidente de siempre y su
amiga más cercano. Criado por la propia madre de Amarande, después de
que ella se lo robara. Ella siempre había creído que la historia de la reina
fugitiva era tan simple como un acto de amor o falta de él, pero la verdad
era mucho más complicada. Todo en estos días parecía resultar así.

Amarande estaba al derecho, pero su mundo estaba al revés.

Su valor había disminuido y su camino hacia el trono se había


desvanecido: la princesa heredera había sido usurpada por un príncipe,
aunque un príncipe que no tenía ningún derecho legal. Las leyes eran
claras. El Reino de Ardenia recayó en la línea masculina. Irónicamente, era
más fácil elevar a un bastardo que permitir que una heredera legítima
gobernara por sí misma.

Y luego estaba Luca, metiéndose de cabeza en una situación mortal


sin ella a su lado. Ella había temido la guerra desde el momento en que
empezó todo esto y había hecho todo lo posible por evitarla, pero ahora
Luca estaba marchando hacia una rebelión que muy bien podría iniciar
una. Habían estado juntos toda su vida, no podía alejarse de él ahora. No
cuando más la necesitaba.

Su plan era un desastre, pero no importaba mientras llegara a Luca lo


antes posible. Amarande se puso de pie, probando sus piernas. Los latidos
detrás de sus sienes aumentaron hasta convertirse en un tambor, pero el
resto de su cuerpo parecía funcionar.

El cuchillo de la bota de Amarande era un peso contra su tobillo.


Comprobó que los dedos rozaban la empuñadura, disimulada por la caña
de la bota. Todavía estaba allí, en efecto. ¿Un descuido? Quizá Koldo era
humana y podía cometer errores.

O tal vez lo había dejado por una razón.

Mientras daba vueltas a las posibilidades en su mente, la princesa


examinó su entorno más de cerca. El colchón relleno de paja, el orinal -de
madera y atornillado al suelo- y los grilletes perforados en la pared. Las
paredes redondeadas eran tan sólidas como cualquier otra cosa en el castillo
fortificado del Itspi, y la puerta era de la misma madera pesada y hierro
con tiras adicionales de acero grueso entrecruzadas a lo largo para
reforzarla.
Sí, una celda de la que era imperativo escapar. Llegar a Luca.
Mantenerlo a salvo del Señor de la Guerra. Luchar por su derecho a
gobernar en el Torrente y luego volver y luchar por Ardenia.

Demostrar a su madre, a su hermano, a sus consejeros y posiblemente


a Koldo que no era un lastre. Ella era un activo. Y no iba a pasar su vida
escondida, sin importar las ramificaciones políticas.

La princesa no sería un sacrificio.

No lo era cuando intentaron casarla. No lo era cuando intentaron


sobornarla con la vida de Luca. No lo era ahora cuando intentaban
esconderla.

Con su cuchillo de bota, sin duda podría abrir un agujero en una parte
de madera de la puerta, lo suficiente para ver el exterior de su habitación
circular. Pero si la vigilancia de un guardia era más que superficial, el
agujero y la madera astillada serían obvios y su cuchillo sería descubierto.

Empezó por la ventana. Incluso de puntillas, los barrotes estaban fuera


de su alcance. Peor aún, estaban a ras del cristal, y no había ni el más
mínimo asidero que le permitiera levantarse y permitirle echar un vistazo
al mundo exterior.

Pero Amarande tenía un plan. Con el cuchillo de bota en mano, cortó


una tira de tela del dobladillo de su delgada e incolora camisa. De pie bajo
la ventana, la princesa saltó, inclinando la punta de la tira para que quedara
a ras de los barrotes cada vez. Después de varios intentos, logró pasarla por
detrás del primer conjunto de barrotes verticales y pudo bajarla lo
suficiente como para poder hacer un nudo con los extremos. El lazo no
era lo suficientemente fuerte como para soportar completamente su peso,
pero podría aguantar el tiempo suficiente para medir rápidamente su
ubicación dentro del castillo.

Amarande se puso de pie sobre el orinal, haciendo equilibrio en


ambos bordes. Con un movimiento fluido, se separó del orinal, sus dedos
se agarraron al lazo de tela y sus brazos se doblaron lo suficiente como
para hacer palanca sobre el borde de la ventana. Durante un largo
momento, se mantuvo allí, con los brazos tensos y los bíceps gritando, los
dedos de las botas clavándose en la sólida pared de piedra.

La arena... podía ver el borde de la arena.


Lo que significaba que seguía en la torre norte, en algún lugar cercano
a la sala del consejo. Justo cuando se dio cuenta de eso, se produjo un
chasquido. La tela se rasgó y, antes de que pudiera lanzarse a por otro
agarre o separar los pies de la pared, Amarande cayó con un sonoro golpe,
golpeándose la nuca contra el suelo de piedra.

Amarande se quedó tumbada durante un momento, con estrellas en


los ojos. La ira floreció junto con un nuevo dolor que iba desde el coxis
hasta la base del cráneo. Recordó débilmente lo que los guardias idiotas del
campamento del Señor de la Guerra habían dicho de ella cuando pensaron
que mentía sobre su nombre: La princesa nunca ha salido de Ardenia.
Encerrada en una torre el día que su madre huyó. Eso lo saben hasta las
arañas que se arrastran por la Mano.

¿Su madre provocó esa mentira? ¿O su padre? ¿Era para mantenerla


a salvo o para que su padre pareciera más controlador de lo que era?

Amarande cerró los ojos, aspiró profundamente y se puso en pie. Esta


vez cogió el cuchillo de su bota y se dirigió a la puerta. No había pomo,
sólo una cerradura plana con todas las partes significativas en el otro lado,
excepto el ojo de la cerradura.

Metió la punta de la daga en el interior y la agitó. Durante un minuto.


Dos. Cinco. Finalmente, se rindió. No había forma de abrirla.

Frustrada, volvió a acercarse a la ventana y empezó a cortar una tira


de tela más gruesa del dobladillo de su camisa, lo suficiente para dejar al
descubierto sus rodillas magulladas. Mientras giraba el torso para cortarla
por detrás, oyó ruidos al otro lado de la puerta. Amarande guardó
inmediatamente el cuchillo debajo de la cama y se sentó encima de ella
como si esperara pacientemente a las visitas.

La puerta se abrió de golpe, revelando a la mujer de la guardia que la


había escoltado al castillo y a los aposentos de Satordi.

—Alteza, esta despierta.

—Segunda Capitana, ya veo que se ha quedado conmigo. Usted y su


equipo de la puerta en una rotación especial para que nadie más sepa de
mi existencia, supongo.

Sin hacer contacto visual, Pualo tragó saliva. Se aclaró la garganta.


—Estoy aquí para quitarle las botas.

—Me gustan bastante mis botas y preferiría conservarlas. Sin ellas,


podría tener un escalofrío. Este cambio es inadecuado. Las montañas de
Ardenia refrescan bastante por la noche, incluso en verano.

—Mis disculpas, Alteza, me informaré para traerle ropa apropiada de


su guardarropa, pero por ahora se requiere ropa sin adornos —La barbilla
de la guardia se inclinó al levantar la mirada—. Al igual que quitarse las
botas.

Amarande entrecerró los ojos.

—¿Por qué? Si quieres mis botas, ¿por qué no me las has quitado
antes?

—Orden de la Generala Koldo: se sabe que llevas un cuchillo en la


bota —Ah, ahí está—. Si no vuelvo con sus botas y el cuchillo, ella misma
vendrá a quitárselas.

Eso era exactamente lo que Amarande quería. Y posiblemente lo que


Koldo quería también: una razón para ver a Amarande que no fuera
sospechosa.

Koldo no podía estar realmente en una alianza con la mujer que le


había robado a su hijo. O contra la chica a la que había entrenado
personalmente para ser una guerrera, y a la que quería como a una hija de
alquiler.

¿Podía?

—Deja que venga.


Capítulo

9
No fue Koldo quien vino a buscar a Amarande.

No, cuando el sonido resonó en la antecámara más allá de la puerta de


su celda y el mecanismo de cierre se liberó, la persona que entró en la
habitación no era su madre sustituta.

Era su hermano.

El corazón de Amarande se desplomó. Esto podía significar muchas


cosas. Que Koldo había salido a enfrentarse al enemigo en las fronteras; o
que su cuchillo era realmente un descuido, no una señal; o que esto era lo
que la generala había pretendido desde el principio.

Vistiendo lo que parecía ser un uniforme granate y dorado del


guardarropa de su padre, Ferdinand cerró la puerta y se presentó con una
daga en la cadera y ninguna otra arma visible más allá de su absoluto
tamaño. Había algo absolutamente impresionante en él a la luz del día,
filtrado como estaba a través de la vidriera.

Pelo color atardecer. Ojos verdes. Cuerpo de buey que necesita un


carro.

Era en todos los sentidos una reproducción del rey Sendoa, y sin
embargo no lo era. A los quince años ya había alcanzado la estatura de su
padre, y aún tenía espacio para crecer. Koldo era más alta que la mayoría
de las mujeres y algunos hombres, y además tenía los hombros anchos, por
lo que no era una sorpresa.

Pero Ferdinand no había sido entrenado por Koldo. Las apariencias


podían engañar, y si realmente sólo tenía el tamaño como defensa, no
duraría mucho si Amarande luchaba por hacer suya esa daga.
A su favor, Ferdinand no fingió.

—No entregaste el cuchillo de tu bota.

En el tiempo que había tenido desde que la guardia se fue, Amarande


había estado ocupada. Había liberado el orinal utilizando su cuchillo para
cortar los pernos que lo fijaban a la base de madera y lo había colocado
directamente bajo la ventana. Le oyó llegar justo cuando saltó sobre los
bordes del orinal para intentar romper el cristal con la empuñadura de la
hoja. Tuvo el tiempo justo para esconder las pruebas -los cerrojos y el
cuchillo- bajo el colchón y sentarse sobre él.

—Quería hablar con Koldo —respondió.

—Acaba de regresar de la frontera de los Pyrineo —El alivio recorrió


a Amarande: el regreso significaba que no estaban en guerra activa.
Aunque la reina viuda Inés seguramente tenía un plan, y un retraso era
una estrategia en sí misma—. La generala habría venido ella misma si no
la hubiera convencido de que podía ocuparme de la tarea.

Amarande tenía muchas preguntas. Pero se limitó a preguntar—: ¿No


llamas a Koldo 'madre'?

—No la conozco como mi madre —Inclinó la barbilla hacia arriba—.


No la conozco en absoluto.

La princesa arqueó una ceja.

—La conozco muy bien y dudo mucho que te haya enviado solo, con
lo valioso que eres. ¿Cuántos guardias hay detrás de esa puerta? Dos por
lo menos. Posiblemente cuatro.

No se echó atrás.

—Hermana, por favor, quítate las botas o cortaré los cordones.

—Me conoces menos que la mujer a la que no llamas madre. No me


llames hermana.

Un destello de algo que podría haber sido dolor se reflejó en sus ojos
de cristal de mar.

—Amarande, por favor, quítate las botas o cortaré los cordones.


Ella sonrió.

—Me encantaría ver cómo lo intentas.

Ferdinand sacó su daga. Era zurdo. Interesante. Algo que padre no


era.

Cuando dio un paso adelante, la princesa descolgó sus brazos de las


rodillas.

—¿Sabes cómo usar esa cosa?

—Por supuesto.

—Yo juzgaré eso.

Ignorándola, Ferdinand avanzó, y en el momento en que estaba a su


alcance, la bota de Amarande golpeó y entró en contacto con su rótula.
Retrocedió a trompicones, pero no cayó. Sus cejas castañas se juntaron.

—Amarande, no hagas esto más difícil de lo que tiene que ser.

—Ya me has encerrado y sin embargo piensas desarmarme. ¿Qué


daño puede hacer mi cuchillo bajo llave?

Ferdinand miró hacia abajo por un instante.

—No queremos que te hagas daño.

—Nunca lo haría —Amarande se replegó sobre sí misma—. ¿Y por


qué te preocuparía eso de todos modos? Te beneficiaría que me desangrara
en esta habitación. Es mucho más fácil enterrar los secretos de los muertos
que gestionar el encarcelamiento de una amenaza viva.

—¿Es realmente lo que crees que quiero? —Su voz bajó, cargada de
frustración. Ferdinand dio un paso adelante, con los dedos apretados en la
daga—. Mi mundo se ha abierto. Sé de mi padre, de mi verdadera madre,
de mi hermana. Quiero saberlo todo. Acabamos de conocernos, Amarande,
pero lo último que veo en ti es una amenaza.

—Ese es tu error.

Cuando ella dio una patada esta vez, Ferdinand estaba preparado,
agarrando su bota y tirando de ella, intentando arrancarla con ambas
manos. Ella retrocedió, pero él se mantuvo firme, logrando incluso
mantener la daga en su mano. El otro pie de Amarande salió disparado y
golpeó su mano izquierda. Su agarre vaciló, dejó caer la daga y ella volvió
a clavarle el tacón en la rodilla.

Él maldijo, se agarró la rodilla y cayó hacia atrás. Amarande se


abalanzó, recogiendo la daga. Aterrizó en cuclillas, con el pie delantero
desnudo y el trasero plantado detrás de ella, todavía calzado. Ferdinand se
levantó con dificultad, intentando enderezarse mientras se agarraba la
rodilla maltrecha.

—No quiero hacerte daño, Amarande; lo juro.

—Entonces, ¿por qué has traído la daga?

—Tu reputación te precede. No iba a usarla.

—La sacaste.

Ferdinand se puso en pie, cuadró los hombros y la miró directamente


a los ojos.

—Amarande, créeme, cuando descubrí mi identidad, me interesaba


mucho más la familia que un título. Precisamente por eso te dije la verdad,
que Koldo es mi madre, no Geneva, cuando nos conocimos. No quiero
empezar nuestra relación con una mentira.

—O me dijiste la verdad porque creías que no viviría mucho tiempo


para gritarlo a los cuatro vientos —Amarande avanzó con la daga—. Si
realmente estás interesado en tenerme como una familia adecuada, ¿por
qué no me sacas directamente de esta celda en este instante?

La garganta del muchacho se agitó, pero no pareció entrar en pánico:


su atención se centró en el cuchillo. Estaba entrenado.

—El consejo cree que la introducción de un heredero real que pueda


acceder al poder sin matrimonio o un cambio de ley imposible mantendrá
a Ardenia a salvo y la situación se estabilizará.

Como había deducido, la introducción de un heredero varón, aunque


fuera bastardo, sería una píldora más fácil de tragar que una mujer soltera
que aceptara el poder que le correspondía.
El patriarcado en pocas palabras.

Hace una semana, la princesa era un bien mueble que se compraba y


vendía junto con su reino; nunca imaginó una situación en la que no se
alegrara de que ese escenario llegara a su fin. Y, sin embargo…

—No creo que eso sea suficiente para detener la guerra en todas las
fronteras. Pyrenee seguirá atacando, sin importar quién esté en nuestro
trono. No subestimes a Inés; tiene un plan.

Ante esto, Ferdinand asintió.

—Madre ha sido muy clara: tenemos que mitigar a Inés. No sabemos


qué está esperando, pero estaremos preparados. Mientras tanto, esto es lo
que podemos hacer para asegurar que no haya más daños.

Amarande respiró entrecortadamente.

—¿Cuándo se presentarán?

—Mañana al atardecer. Los decretos de anuncio han sido escritos y


están distribuidos por Arena y Cielo, anunciando mi coronación.

A Amarande se le secó la boca.

—¿Coronación?

—Me nombraran rey. Aquí no hay ninguna ley sobre la edad; se


reescribió para Padre.

Sí. Padre se convirtió en rey a los quince años. Dos años antes de
casarse. Las leyes eran diferentes a las que Renard había manejado.
Reescritas para el gobernante correcto, pero no reescritas para ella.

Y así como así, su reclamo sería borrado.

Amarande apretó la empuñadura del cuchillo. Su voz se hizo más


áspera.

—Ardenia es mi hogar, mi reino, no el tuyo. ¿Qué te importa


Ardenia? No respondas a eso, no te importa más que el poder que te da.

—No me importa el poder...


—Me estás robando el trono, por supuesto que sí. No quieres mentir,
pero dudo mucho que te importe una higa estabilizar una tierra que no
habías visto hasta hace días.

—Ardenia, mi padre, mi verdadera madre, tú... son granos frescos de


conocimiento, pero es incorrecto asumir que no haré nada por ellos
simplemente porque son nuevos para mí.

Dio otro paso adelante.

—Una respuesta tan diplomática: no es una mentira, pero no es la


verdad. Madre te enseñó bien desde la tienda del Señor de la Guerra.

Amarande levantó una ceja y lo desafió a dar una respuesta. Si


realmente quería comprometerse con una vida de verdad, una
confirmación de lo que Amarande creía haber visto sería una información
vital para transmitir a Luca, si es que podía escapar de este lugar. Y armada
con su hermano a la defensiva, casi podía saborear el aire fresco de la
libertad.

Cuando Ferdinand no respondió de inmediato, dio otro paso hacia él


y siguió presionando.

—Si vas a mentir descaradamente, no desperdicies esa oportunidad


aquí. Vi a nuestra madre en la tienda del Señor de la Guerra. Lo que
significa, según tu propia descripción, que tú también estabas allí.

Ferdinand dirigió su mirada, tan parecida a la de su padre. Aunque


estaba indefenso y arrinconado contra la pared, sus palabras eran
tranquilas y mesuradas. Todo lo que ella no era en ese momento.

—Siempre supiste quién eras y qué poder tenías. Yo no sabía nada


más que lo que me contaba mi madre y aun así vivía una mentira.

Era cierto que Amarande siempre supo quién era, pero se había
equivocado en cuanto al poder que ostentaba y en qué circunstancias lo
ostentaría... o se lo robarían.

—¿Lo confirmas entonces? ¿Madre es el Señor de la Guerra? —Él no


respondió.

A un pie de distancia de él ahora, Amarande agarró el cuchillo con


fuerza, dándole vueltas a las opciones. Estómago. Garganta. Pecho... no.
Sin previo aviso, el recuerdo de la muerte de Renard pasó ante ella.
Sus rasgos de libro de cuentos se enroscaron con sorpresa antes de
quedarse sin color. La sangre vital floreció en carmesí sobre la tela blanca
de su pecho antes de extenderse en negro sobre la berenjena de su
chaqueta.

Ella no mataría a Ferdinand, sólo lo golpearía lo suficientemente


fuerte como para dejar su marca. La princesa levantó el cuchillo.

—Dime.

Ferdinand levantó las manos en señal de rendición.

—Por favor, hermana.

Amarande dudó. Las palabras vacilaron en sus labios. En esa ligera


pausa, él aprovechó. Un largo brazo barrió la bota suelta de la princesa y
la lanzó directamente a su cara. Ella lo bloqueó con un antebrazo, pero en
ese segundo perdió de vista a su hermano.

Y ese fue su error.

Cuando Amarande volvió a tener una visión completa de él, vio su


mano deslizándose fuera de su propia bota. El frío filo de una cuchilla se
reflejaba en la luz filtrada. En su mano. Y luego no.

Atravesó el aire, rápido como el golpe de un ápice de Harea, el


cuchillo la clavó justo entre los tendones que cosían sus nudillos. Empalada,
la mano de Amarande se abrió de golpe, dejando caer la daga. El golpe la
hizo girar hacia atrás y cayó. En dos pasos, Ferdinand recuperó el puñal
caído de Amarande, le arrancó el brazo no herido y le puso un grillete en
la muñeca, con un rostro plácido y decidido, igual que Koldo.

Amarande le dio una patada, yendo a por un tercer golpe en su rodilla


dañada. Pero sin palanca era inútil. Su mano libre trató de agarrar algo, su
pelo, su oreja, el cuello de la túnica de su padre que no tenía derecho a
llevar, pero sus dedos no parecían seguir órdenes con una hoja alojada entre
los tendones.

Ferdinand le puso un grillete a juego con su mano herida. Sus cálidos


dedos rodearon la suya. Ella luchó contra su agarre. De nuevo, él dirigió
los ojos de su padre hacia ella, firmes y tranquilos, aunque respiraba con
dificultad.
—Por favor, quédate quieta mientras te quito el cuchillo, hermana. No
quiero dañar más tu mano.

Una vez más, la pilló desprevenida. Si sus lugares estuvieran


intercambiados, ella no sería tan amable. Si pudiera empeorar un golpe
inicial mientras quitaba su arma, lo haría. Y tampoco usaría el término de
cariño.

—¿Por qué estás siendo amable?

—Porque podrías haberme cortado el cuello y haber escapado en


cuanto entré y no lo hiciste.

Pero... todavía no había encontrado el cuchillo. No tenía sentido. Sin


embargo, su comportamiento era abierto, tranquilo... ¿honesto? Ella se
puso rígida cuando él rodeó con una mano la empuñadura de la daga. Con
la otra mano le sujetó la muñeca contra la pared y, con un movimiento
suave, retiró la hoja.

Amarande no gritó, ni siquiera cuando las estrellas se arremolinaron


en su visión y la sangre comenzó a brotar de su mano. Ferdinand sacó un
pañuelo de su chaqueta y lo ató con fuerza sobre la herida.

—Mandaré a buscar una medikua —Limpió el cuchillo ensangrentado


en su camisa antes de dejarlo caer en su propia bota, la daga caída ya
enfundada en su cadera—. Lo siento. Sé que no me crees, pero no deseo
verte herida, especialmente por mi mano.

Entonces, sin dudarlo, se acercó al colchón y sacó el cuchillo de su


bota de donde lo había escondido. Mientras guardaba la hoja que
Amarande había llevado desde su infancia, Ferdinand asintió suavemente.

—Ahí es donde yo también lo habría escondido.

Herida, desarmada, y ahora una amenaza para su propia corona con


su reclamo y conocimiento de sus secretos, Amarande apartó la mirada de
su hermano.

Ferdinand se dirigió hacia la puerta, con las botas recogidas también,


pero luego se detuvo y se volvió.

—La prueba de lo que has visto se encuentra en la muñeca derecha


de Madre. Lo que encuentres allí te dirá todo lo que necesitas saber.
Y con eso, se fue.
Capítulo

10
—Ula, por favor, háblame de tus padres —Luca no había querido
entrometerse, porque no estaba en su naturaleza.

Sabía que Ula era huérfana. Sabía que ella culpaba al Señor de la
Guerra por eso. También al rey Sendoa, por su incapacidad para detener
la Erradicación del Lobo o incluso para organizar una venganza adecuada.

¿Pero esto? De esto tenían que hablar, si podían.

Ahora sabía que su verdadera madre, la reina Elixane, no había


fingido ser otra persona en el Itspi. Había muerto en el incendio del Señor
de la Guerra en el Otxazulo, como su padre y el resto de su familia. Y la
madre de Ula, Lygia, le había salvado la vida, a costa de la posibilidad de
escapar con su propia familia.

Ula suspiró, pero no habló. Luca volvió a preguntar.

—¿Por favor?

—Díselo o lo haré yo —insistió Urtzi secamente, por encima de la


corteza de la media rueda de queso de oveja que había terminado con
Osana en las horas de silencio que transcurrieron entre la revelación de
Mannah de la angustiosa huida de Lygia y aquel momento de tenso silencio
impulsado por Ula—. Y ambos sabemos que no quieres eso porque me
equivocaré en todos los detalles.

Ante esto, los labios de Ula se torcieron. Sólo un poco.

—Lo harías. A propósito, más mal que bien.


—Entonces considéralo una amenaza. Díselo, o lo estropearé todo
tanto que empezarás a gritarme y despertarás a nuestra anfitriona —Urtzi
señaló la mecedora donde Mannah se había quedado dormida mientras
esperaba a Erfu, con una manta apretada en su regazo.

—Bien.

Sus ojos dorados brillaron en la cabina iluminada por las velas


mientras miraba sus manos libres ahora del sagardón y la gasa. Todos
esperaban: Luca en el suelo cerca de ella, vendado; Urtzi y Osana en la
mesa. Nadie dijo nada mientras Ula se mojaba los labios y se alisaba las
rodillas del pantalón un par de veces.

—Mi padre y yo huimos juntos. Al otro lado de la divisoria, a Eritri.


Él era herrero y encontró trabajo fácilmente, así que conseguimos una
habitación y simplemente... esperamos. Cada noche, antes de dormir,
rezábamos a las estrellas para que madre nos encontrara. Ni siquiera sé si
él sabía realmente dónde estaba o si estaba viva. Sólo sé que rezaba
conmigo.

Ula tragó con fuerza y cerró los ojos como si quisiera evitar las
lágrimas. Al cabo de un momento, sus ojos se abrieron y su voz volvió a
sonar más suave que antes.

—Luego murió, por una herida en la herrería. Estuve en un orfanato


por cuatro vueltas al sol.

Ula no añadió más. Pero entonces Urtzi silbó desde atrás.

—¡Donde me conociste!

Sorprendentemente, se ganó una carcajada.

—Conocerme significa: llegué e inmediatamente traté de cortar la fila


de la cena delante de mí.

Ahora era el turno de Luca de reírse.

—Estoy bastante seguro de que eso no salió bien.

—¿Quieres ver mi cicatriz? —preguntó Urtzi, señalando la piel de su


cuello debajo de la oreja—. Si te fijas bien puedes ver dónde me apuñaló
con un tenedor.
—Así que tu mal genio empezó temprano —se burló Osana.

—Como si tú no le hubieras apuñalado en la misma situación —


respondió Ula—. Era 30 centímetros más alto que cualquiera de la fila y no
sólo intentó colarse delante de mí, sino también de varios niños más
pequeños.

—De acuerdo —cedió Osana—, le habría apuñalado si supiera cómo


hacerlo.

Urtzi golpeó la mesa con ambas manos.

—No los vi.

—¿Volvió a cortar la línea?

—No.

—¿Y qué hay de Dunixi? —preguntó Luca.

—Vino cuando teníamos trece y catorce vueltas al sol —respondió


Ula—. Hijo de un magnate naviero que cayó en desgracia con la corona
eritrea. Su padre fue encarcelado, y su madre ya estaba muerta, así que lo
enviaron al orfanato como parte de la condena. Todo terminó con la
Corona, el barco, el hijo, esos estúpidos anillos.

Aquí asintió a Osana, mientras Urtzi hacía una aclaración.

—Los anillos de su padre —No era su habitual declaración desde la


barriga; había algo amargo en ella—. Los robó del barco mientras se los
llevaban. Su padre nunca supo que los tenía.

Luca sonrió. Sería propio de Dunixi tomar cualquier cosa de valor


antes de huir, sobre todo si no era suya.

—Tengo la sensación de que le gustaba enseñar esos anillos a


cualquiera que tuviera ojos.

—Tendrías razón —escupió Ula.

—Y, sin embargo, le seguiste de todos modos —resaltó Luca—. ¿Por


qué?

Urtzi respondió por los dos.


—Nos sacó de allí.

Esa respuesta fue suficiente para Osana.

—Por eso seguí a la princesa, ella me sacó. Aunque era bastante obvio
que ella era la verdadera, a diferencia de ese fanfarrón. Lo siento, pero lo
era.

Ula se encogió de hombros.

—No lo niego. Pero ese fanfarrón ideó el plan. Sabía dónde había sido
incautado el barco de su padre. Éramos lo suficientemente mayores como
para saber que los niños como nosotros nunca eran realmente adoptados,
nunca eran enviados al mundo por voluntad propia. Si nos hubiéramos
quedado, Urtzi y Dunixi habrían sido reclutados en un mes: el ejército
eritreo es diferente al de Ardenia. En Ardenia, cualquiera con inteligencia
puede ascender a oficial. En Eritri, sólo los hijos de la nobleza son oficiales;
el resto son gruñones. Y los huérfanos están en primera línea.

—Sobre todo si no son de Eritri —añadió Urtzi, con esa amargura de


vuelta. Urtzi no explicó por qué dejó Myrcell por Eritri en primer lugar.
Luca no preguntó: los refugiados rara vez tenían una razón feliz para ser
desplazados.

—No me habrían metido en el ejército —aclaró Ula—. Me habrían


echado a la calle sin conocimientos y sin ahorros. Exactamente como llegué
a ellas en primer lugar.

Las palabras de Ula se apagaron cuando se produjo una conmoción en


el exterior: las cabras estaban alborotadas.

—¡Erfu! —exclamó Mannah, despertándose de golpe; tenía años de


práctica en esperar la reaparición de su marido al amparo de la oscuridad.
Se levantó de la mecedora, dejando caer la manta al suelo, y abrió de un
tirón una sola persiana, como debió de hacer tantas veces antes.

Al abrirla, una luz brilló más allá de la ventana.

Fuego.

Abrió de un empujón las dos contraventanas. El granero estaba


completamente en llamas.
Luca y Ula se levantaron de golpe y las sillas de Osana y Urtzi se
retiraron de la mesa, mientras algo más aparecía.

Un jinete.

No, más de uno, tres. Tres hombres a caballo, con antorchas en la


mano.

Dos se inclinaron hacia la valla de raíles divididos que rodeaba el


nivel superior de la propiedad, la zona de pastoreo más allá, encendiendo
todos y cada uno de los raíles con la precisión metódica de los sacerdotes
que encienden velas a las estrellas.

El tercero se dirigió directamente a la casa.

—¡Fuera, fuera, todos fuera! —gritó Luca. Se oyó un silbido cuando las
llamas tocaron el alero.

Tan cerca del Torrente, la lluvia era escasa, especialmente en verano,


y la estructura era de madera de enebro y estaba seca como un hueso. En
un minuto o menos, todo el edificio quedaría engullido.

Ula recogió las tinturas, metiéndolas en su alforja, mientras Urtzi


arrastraba el resto de las alforjas a medio empacar y la jarra de sagardón.
Luca se apresuró a guardar el mapa, desenvainó su daga y tomó la mano
de Mannah. Ella había cogido un atizador a modo de arma.

—Mannah, ¿hay algún lugar al que podamos huir? ¿Algún lugar


donde podamos escondernos?

—Por la puerta trasera —le indicó la anciana—. Podemos escabullirnos


por el barranco, Erfu y yo mantenemos una cueva. Abastecida con
suministros.

Cerca de la puerta trasera, Osana agarró su espada y utilizó su hoja


para abrirla sin tocar el pomo de metal caliente, y la mantuvo entreabierta.
Mannah y Luca encabezaron la marcha, pero justo cuando todos entraron
en el patio, Ula se pasó de la raya y corrió hacia la casa mientras todo el
frente ardía.

—Ula... —gruñó Urtzi, dejándolo todo, y se dirigió tras ella.


El humo salió durante unos tensos segundos antes de que ambos
aparecieran de nuevo, tosiendo. Ula sostenía un fajo de tela en sus manos.

—Vístete —ordenó Ula, empujando su túnica en los brazos de Luca.

Por supuesto. Tenía razón. Se encogió de hombros, ocultando el


tatuaje, y observó la escena.

Todas las estructuras estaban en llamas: la casa, el granero, el establo,


la valla que lo rodeaba todo. El hedor de la carne y el pelo de los animales
quemados se elevaba hasta las estrellas. Los caballos gritaban, una cacofonía
de cabras, gallinas, el ladrido frenético de los perros de la granja.

El par de jinetes que iluminaban la valla se dirigían atronadoramente


desde direcciones opuestas, en dirección a encontrarse justo delante de la
puerta trasera, y de sus objetivos previstos. El hombre que iluminaba la
cabaña rodeó el lateral del edificio y se reunió con ellos.

Esto había sido intrincadamente planeado.

Los habían ahuyentado y ahora estaban atrapados, rodeados de fuego


por todos lados, con su única vía de escape bloqueada por los
merodeadores montados que se agolpaban ante ellos, con las antorchas aún
encendidas. Los tres llevaban el lienzo y la muselina arenados, muy
populares en el Torrente, con los sombreros tapándose los ojos y los
pañuelos tapándose la nariz.

Mientras Luca los miraba fijamente, con la daga apretada en su puño,


se dio cuenta de que esta sería su primera pelea verdadera sin Amarande
a su lado o como su pura y única motivación. Había dicho la verdad en
aquellos momentos en el prado antes de que todo cambiara.

—Por supuesto que practico, lucho contra ti.

Ni una razón más, ni una razón menos.

Por las estrellas, Luca no quería nada más que estar al otro lado de
este momento. Estar más cerca de estar con ella de nuevo. No podía perder.
No podía defraudarla. No podía dejarla así.

—Tengo una idea —anunció Osana, con los ojos puestos en los
bandidos cuando empezaron a avanzar con sus antorchas y sus duros ojos.
Empujó la espada del Rey Sendoa en la mano libre de Luca y marcó el
brazo de Urtzi—. Necesito tu ayuda.

—Espera... —empezó Ula, sólo para ser cortada cuando Osana se alejó
corriendo, sosteniendo algo que había cogido de su pila de pertenencias
salvadas.

—¡Confía en mí! —gritó, sin siquiera mirar hacia atrás.

Urtzi dudó un momento, mirando a Ula, que le hizo un gesto para


que se alejara, y persiguió a Osana, alcanzándola en apenas unas largas
zancadas.

—¡Hemos visto tu cara, chica! —gritó el líder hacia Osana antes de que
ella y Urtzi desaparecieran por el lado de la cabaña, hacia el establo y los
corrales de los animales— ¡No puedes esconderte del Señor de la Guerra!

No se podía negar entonces. Estos eran los hombres del Señor de la


Guerra.

Los tres bandidos no cambiaron el ritmo de su avance ni se


reagruparon, enfrentándose a Luca con una espada y una daga, a Ula y su
fiel espada curva, y a Mannah blandiendo su atizador de fuego, feroz en
defensa de su hogar duramente ganado, que ahora ardía hasta la hierba
muerta.

—Si eso pretendía ser una distracción, no ha funcionado —susurró


Luca, cuando ninguno de ellos despegó tras la pareja.

—No es una distracción porque saben quiénes son —susurró Ula—.


Corre, los mantendremos a raya.

—No lo haré.

—Puedes y lo harás —gritó ella, dándole un codazo con el hombro.


Volvió hacia el lado de la cabaña en llamas, donde podría lanzarse al frente,
encontrar una brecha en la valla y desaparecer en la noche. Tal vez.

Se hizo a un lado.

—No. No me esconderé. No he venido a este viaje para esconderme.

Mientras discutían, Mannah se separó, toda ella gruñendo y


escupiendo. Avanzó hacia los jinetes, con el atizador fuera y apuntando
directamente al del medio, que tenía un brillo malvado en los ojos y un
pañuelo de color azul del Señor de la Guerra.

—¿Cuál es su asunto aquí?

—Todo lo que temes y todo lo que esperas, vieja —gruñó. A Luca le


resultaba algo familiar. Duro. Enjuto. Despiadado. Pero tal vez todos los
hombres azotados por los duros vientos y la arena del Torrente resultaran
así, como los hombres que Renard y Taillefer habían contratado para dar
caza a Amarande.

—¡No te temo! —gritó Mannah, con el atizador apuntando hacia


delante como una lanza— ¡Invasores! ¡Escoria! Han quemado todo lo de
valor. ¿Qué le van a llevar al Señor de la Guerra de esto? ¿Un montón de
cenizas?

El líder se echó a reír, al igual que sus segundos: uno escuálido y otro
corpulento, ambos tan espinosos y obstinados como los brotes de una
zarza. Al igual que su líder, había algo familiar en ellos.

—Todos sabemos lo que aquí tiene valor, vieja, y no es usted. Ese chico
viene con nosotros.

Mannah sacudió el atizador.

—Por encima de mi cadáver lo hará.

El líder miró a sus segundos.

—Si así lo quieres, entonces.

No.

Rápido como un rayo, Luca echó a correr, sacudiéndose el agarre de


Ula cuando ésta se abalanzó sobre su brazo. El líder se bajó del caballo y
golpeó con fuerza su antorcha: la gruesa madera conectó con la punta del
atizador de Mannah. El delgado instrumento metálico salió volando de su
agarre, dejándola desafiante e indefensa. El hombre levantó su antorcha
una vez más, clavándola en la cara de Mannah.

Entonces Luca estaba allí.


Empujó a Mannah detrás de él, y se enfrentó a la antorcha con un tajo
de su espada. La cabeza cortada de la antorcha salió volando. Aterrizó más
allá de ellos todavía en llamas.

Luca sostuvo la espada en un bloque alto y apretó su daga en la mano


temblorosa de Mannah. Juntos, miraron a los hombres. No podía oír a Ula,
y no tenía ni idea de dónde estaban Urtzi y Osana; todo lo que tenía estaba
volcado en enfrentarse a esos hombres y proteger a Mannah.

El líder bajó los ojos de su caballo y se rio de su muestra de desafío,


con los dientes brillando bajo las luces gemelas de las antorchas de sus
segundos.

—No tiene sentido luchar, cachorro de lobo. Eres nuestro, tus amigos
están como muertos y este lugar es ceniza. Muchachos, llévenselo.

Hubo un destello de movimiento desde la derecha de Luca, y una


daga se lanzó hacia su lado expuesto. El instinto y la memoria muscular
perfeccionados durante sus días en la pradera con Amarande se pusieron
en marcha, y Luca se apartó.

Pero no lo suficientemente rápido.

La daga se enganchó en el borde de la túnica de Luca y le hizo un


corte superficial en el costado. Luca tropezó, incapaz de mantener el
equilibrio sobre su pierna de serpiente. Su espada patinó al caer al suelo.
Luca rodó y trató de arremeter contra ella, pero el muchacho corpulento
ya había desmontado, apartándola de una patada.

El líder se deslizó de su caballo, sacando su propia espada cuando sus


botas tocaron el suelo. Mannah gritó y corrió hacia él, con la daga
desenvainada, él la apartó con la misma facilidad que a una mosca. Ella
cayó en un montón.

Luca hizo que sus piernas se movieran. Unas manos curtidas en la


batalla lo agarraron, un hombre a cada lado, tirando de él hacia arriba, con
sus antorchas todavía en las manos opuestas para dar luz a su líder para
cualquier intención cruel que tuviera antes de arrastrarlo.

—¡Oh, no, no lo harás!

Ula.
Una bola de fuego del tamaño de un puño salió disparada por encima
del hombro de Luca, clavándose directamente en las tripas del líder.
Usando su espada para recoger la cabeza cortada de la antorcha del líder y
lanzarla hacia atrás, Ula había repetido el truco de Amarande en su lucha
contra los áspides de Harea.

Aunque no estaba allí, la princesa de Luca había participado una vez


más en su salvación.

El líder cayó hacia atrás, con la túnica y la piel en llamas de repente.


Su pañuelo se deslizó hacia abajo al golpear el suelo seco detrás de él, su
cara distorsionada por el pánico mientras gritaba horriblemente.

Los hombres que sujetaban a Luca vacilaron conmocionados,


oportunidad que aprovechó para arrancar al escuálido, plantando una bota
en barriga magra. La espada de Ula cortó al corpulento con un golpe en la
parte superior de su espalda, y su agarre sobre Luca murió inmediatamente
al caer.

Detrás de ellos sonaron más cascos.

¿El toque de difuntos de los refuerzos de los asaltantes o el sonido del


rescate?

Luca se giró para ver a dos jinetes que se acercaban a toda velocidad
y que se dirigían directamente hacia los bandidos restantes, que se alejaban
a trompicones con las antorchas aún en la mano.

Urtzi y Osana.

A medida que se acercaban, Luca pudo distinguir a Urtzi, haciendo


malabares con un cubo y una gruesa jarra sin tapar, mientras luchaba por
mantener las riendas del caballo. Osana estaba igualmente agobiada,
agarrando un cubo con ambos brazos mientras dirigía su caballo con las
rodillas.

Al ver esto, Luca se dio cuenta de lo que iban a hacer.

—¡Atrás, atrás, atrás! —gritó, poniéndose completamente en pie,


ayudado por Ula y Mannah. Tropezando, los alejó urgentemente de los
bandidos tan rápido como podían moverse, hacia la cabaña en llamas.

Urtzi cabalgó a un lado, Osana al otro.


—¡Ahora! —gritó Osana.

Lanzó su cubo contra el cuerpo humeante del líder, que se retorcía en


el suelo. El contenido lo empapó por completo y de repente no era un
hombre, sino una bola de fuego.

WHOOSH.

Urtzi golpeó a los otros dos con su propio cubo y la jarra de cristal.
En el instante en que el cáustico antiséptico hizo contacto, las antorchas se
estremecieron y explotaron.

WHOOSH. WHOOSH.

Los tres hombres ardieron de repente.

Como bien sabía el Señor de la Guerra, no había forma de sobrevivir


a unas llamas así.
Capítulo

11
La reina viuda rumiaba los últimos restos de su desayuno.

Estaba ansiosa por escuchar el plan del capitán Nikola para localizar a
Taillefer, especialmente después de haber puesto en marcha con éxito su
desautorización. Tras un nuevo interrogatorio, el pirata encarcelado había
presentado un contrato de alquiler, firmado por su segundo hijo. Era
prueba suficiente de su traición para que sus consejeros hicieran su parte,
pero ella necesitaba que se le juzgara por traición para que a nadie le
quedara duda de que no debía ni podía reclamar la corona de Pyrenee.

Pero el capitán se retrasó, lo que la molestó mucho porque era


necesario que partiera lo antes posible hacia Basilica. Aun así, su retraso le
dio tiempo para recibir uno más de sus tratamientos diarios de la medikua
Aritza, algo que quería evitar hacer en el barco, ya que requería ingerir
una gran cantidad de tintura de hojas de frambuesa roja, bastante difícil de
retener en tierra firme, y mucho menos en un barco marítimo. El barco
real ya estaba repleto de carga y pasajeros, sólo la necesitaba a ella.

Después del tratamiento, mientras la medikua empaquetaba sus


numerosas tinturas, Inés la detuvo momentáneamente.

—¿Medikua Aritza? ¿Tienes algo dentro de tu colección que pueda


proporcionar un... impulso a mi prometido? ¿Algún tipo de equivalente
masculino al servicio que me estás prestando?

Domingu tenía más del doble de la edad de la reina viuda y no había


tenido hijos con su recién fallecida esposa, una mujer más de una década
menor que Inés.

Una sonrisa irónica cruzó los finos labios de la medikua.


—Nada que no le haya proporcionado antes, Alteza, si lo acepta.

—Me encargaré de que lo haga —Llamaron a la puerta, por fin—.


Asegúrate de que tus objetos estén preparados para viajar a las diez
campanadas, medikua. Irás al puerto en mi carruaje.

—Sí, Su Alteza.

Mientras la medikua se alejaba, la reina viuda dirigió su atención a su


siguiente visitante.

—Entre, Capitán. Dígame, ¿espero que tenga un plan inteligente para


una marca inteligente?

Nikola entró, con un aspecto fantasmalmente pálido bajo las


quemaduras de sol aún no desaparecidas de su excursión al Torrente con
el grupo de búsqueda de Renard para "rescatar" a la princesa Amarande.
Su voz era áspera y seca por la falta de sueño.

—Tenemos preocupaciones más urgentes, Su Alteza.

Ofreció un pergamino. La atención de la reina viuda se fijó en el sello


roto.

—Capitán, usted sabe que toda la correspondencia oficial dirigida a la


Corona debe ser abierta sólo por mi mano.

El muchacho palideció aún más ante su tono.

—Iba dirigida al Pueblo de Pyrenee—tartamudeó—. No a la Corona.


No fue entregada por un jinete, sino por un pájaro. Por favor, léalo, Su
Alteza.

Muy inusual, sin duda. Con los labios de la cartera, Inés se levantó y
le quitó el pergamino. No rompió el contacto visual con Nikola, cuya
desesperación no excusaba su insolencia.

—Por supuesto que lo leeré, aunque me enfada que te hayas


encargado de hacerlo tú primero.

—Castígueme después, Alteza. Léalo ahora. Inmediatamente. Por


favor.
A pesar de su juventud, Nikola no solía mostrarse nervioso, como lo
hacía ahora.

Eso, en sí mismo, era motivo de preocupación.

Inés desplegó el pergamino, revelando la minuciosa caligrafía de un


escriba de la corte. La reina viuda leyó las líneas en silencio. Su rostro se
sonrojó, los dedos le temblaron mientras tragaba el nudo que se le había
formado en la garganta al concluir.

El pergamino voló hasta la mesa del desayuno y se posó sobre la


mantequera. La reina viuda miró la carta como si no pudiera ser real. Pero
allí estaba, el pergamino inmediatamente teñido de grasa de mantequilla.

Ardenia había dado el primer golpe. A pesar de todos sus planes y


preparativos, habían hecho el primer corte. Uno profundo. Nada
superficial. Cortando a través del tejido deshilachado que mantenía unido
al continente.

De acuerdo con este documento, Pyrenee ahora estaba acusado de


asesinar a la Princesa Amarande en represalia por la muerte del príncipe
Renard, que ocurrió durante una boda ilegal.

Allí mismo, en la página, estaba la acusación de que la hija del Rey


Guerrero fue secuestrada por Renard y obligada a hacer votos sin el
consentimiento ni el conocimiento del Consejo Real de Ardenia, ni del
gobernante regente del reino, la Generala Koldo. No se mencionó el
contrato firmado que la parte pirenaica presenció la entrega de Renard en
la sala del consejo del Itspi.

Más sorprendente aún, parecía que Ardenia había hecho sus propios
planes y preparativos: El reino había coronado a un nuevo y sorprendente
rey: Ferdinand, el hermano de la princesa Amarande, más joven por un
año escaso.

Inés releyó la carta. No le importó el tiempo que el capitán esperó en


silencio.

En la parte inferior del pergamino, debajo de las firmas apiladas del


nuevo rey, de su madre, que había reaparecido repentinamente, y de cada
uno de los miembros del Consejo Real de Ardenia, había una nota a pie de
página en la que se especificaba que se enviaban copias de la carta a los
demás reinos permanentes de la unión de Arena y Cielo.

Domingu había prometido enviar la noticia de la boda en cuanto el


contrato estuviera terminado. Un breve retraso para que Inés tuviera
tiempo de informar a su consejo y preparar el viaje para las nupcias.

Esos anuncios llegarían mañana a Ardenia, Myrcell y la nobleza digna


de llenar una corte. Lo que significa que esta carta fue enviada sin
conocimiento de la inminente boda.

Un primer golpe valiente, sin duda.

Una declaración hecha porque Ardenia esperaba que ella tomara


represalias por el asesinato de Renard de inmediato. También permitió la
conveniente coronación de este supuesto hijo de Sendoa. Nadie había
tenido noticias de Geneva en quince años, por lo que resultaba difícil de
entender, y mucho menos de creer, que un nuevo y desconocido heredero
varón pudiera aparecer sin más en el Itspi.

Pero, por supuesto, Geneva haría algo así.

Por supuesto.

La mujer siempre encontraba una forma de evitar los inconvenientes.


Y este chico rey era su peón y su billete en uno.

Y, sin embargo, a Inés no le servía de consuelo saber esto. Si era cierto


que Sendoa tenía un hijo, eso explicaría por qué el rey la había rechazado
continuamente. Y, tal vez, por qué nunca había reescrito las leyes a favor
de Amarande. Algo que claramente frustró tanto a la princesa como a los
consejeros que tanto trabajaron para casarla.

También significaba que Amarande o uno de sus sustitutos, el mozo


de cuadra, los piratas contratados o el único jornalero de la fiesta de Renard
que estaba en paradero desconocido, había transmitido la historia de la
desastrosa boda entre los muros de Bellringe directamente a la propia
Ardenia.

La cuarentena de la reina viuda a los invitados significaba que no


podía ser nadie más... bueno, excepto la otra persona que faltaba.

Taillefer.
Inés cerró los ojos y se apretó el puente de la nariz. Sí, el repudio no
sería suficiente. Ese chico sería su muerte si no lo mataba primero.

Debería de haber enviado a Taillefer a medida que la enfermedad de


Louis-David avanzaba y el chico se interesaba por las artes naturales.
Prefería que su segundo hijo torturara cadáveres en algún lugar del otro
lado del mar que, en Arena y Cielo, donde podría causar estragos dirigidos
por su ambición.

De nuevo, repasó la información sobre la boda. Sí, leer entre líneas lo


dejaba todo muy claro.

Ardenia no tenía la posesión de la princesa. "Asesinada" no era un


término ni una acusación utilizada a la ligera. Y habían volcado todo el
poder de la palabra sobre Pyrenee como palanca para atraer a los otros
reinos a su favor.

Las figuras del tablero se habían colocado: Tigre, León de la Montaña,


Tiburón, Oso. Y ahora Inés tenía que encargarse de que todas cayeran a su
favor. La mejor manera de hacerlo, además de completar el matrimonio
como estaba previsto, era desenmascarar su mentira.

—¿Su Alteza? —El capitán encontró por fin la voz al ver que los ojos
de la reina viuda se abrían de golpe y su postura se restablecía: los hombros
se echaban hacia atrás en un tono regio, los codos se apoyaban en la mesa
y los dedos se juntaban. La luz de la mañana se deslizaba por su espalda
desde el balcón abierto, y ella sabía que desde su posición podría parecer
que estaba en llamas junto con el cielo ardiente.

—Como sabes, Ardenia tiene un nuevo rey, una reina reaparecida y


lo que dicen es una princesa muerta. Este giro de los acontecimientos es
demasiado prolijo y por el bien de nuestra reputación debemos demostrar
que están equivocados. Capitán, es imperativo que parta inmediatamente
a buscar a la princesa.

—¿Es ella mi prioridad por encima de Taillefer?

Fue una astuta aclaración por parte de Nikola: ¿primero Ardenia o


Pyrenee?

Sin derecho de sangre, la reclamación de la reina viuda sobre Pyrenee


era débil. Inés lo sabía y el resto de Arena y Cielo también. La mejor jugada
que tenía era proyectar, desviar y enterrar cualquier acusación o persona
en su camino.

Ella había querido enterrar a Ardenia con la amenaza de la guerra,


pero si esta era su elección, tomaría una reclamación fuerte y un ejército
como su primera prioridad. Si Ardenia había utilizado a Pyrenee para
vender una sarta de mentiras destinadas a instalar a un rey con una
reivindicación poco sólida, los ejércitos combinados de Pyrenee y Basilica
podrían impulsar a Ardenia hacia el caos con la misma facilidad que una
princesa viva y en pie.

—Taillefer primero, Amarande después. Ambos si las estrellas se


alinean —Con las ordenes aceptadas, Nikola giró hacia la puerta, pero ella
levantó una mano—. Capitán, no quiere volver a mí con las manos vacías.
Y si huye, su castigo será aún peor que la muerte. Tenga éxito o sufrirá.
Capítulo

12
Apestando a humo y urgencia, Luca y su tripulación se adentraron en
el sol naciente del Torrente. Era casi como si hubiera un segundo amanecer
aquí, en los fondos de la cuenca plana a horcajadas de las montañas. Ya
habían pasado horas y aun así habían ganado tiempo.

Y lo necesitarían.

Partieron inmediatamente, siguiendo el camino hacia el Torrente que


Mannah sabía que Erfu recorría con más frecuencia. La esperanza era que
lo interceptaran en el camino de vuelta a la granja y hacer el viaje hasta la
ubicación de la resistencia de esa manera. Un poco tarde, pero al amparo
de la oscuridad, y por delante de los hombres del Señor de la Guerra que
seguramente irían tras ellos cuando los bandidos no aparecieran con el
Otsakumea en la mano.

Pero con el amanecer esa esperanza se esfumó, junto con las


posibilidades de que Erfu siguiera vivo.

Eran un objetivo, simple y llanamente. Uno en busca de una aguja en


un pajar enorme y hostil. Sin guía, sin dirección, sin forma de localizar a
un grupo que había pasado diecisiete años trabajando muy duro para no
ser encontrado.

En instantes, después de que los estrechos pasos de montaña se


abrieran en los agrietados fondos del Torrente, Luca estaba protegido por
todos lados, protegido de los elementos, mientras cabalgaban en formación
tan rápido como sus caballos les permitían. Ula al frente, Urtzi detrás,
Osana en el lado débil de Luca. Ula había refunfuñado por dejar su lado de
la daga abierto, pero los números no lo permitían. No tenían suficientes
caballos ni gente. Mannah insistió en que debía quedarse en la granja para
redirigir a Erfu hacia ellos cuando llegara. Si es que lo lograba.

Y así los cuatro siguieron adelante. Hacia el Torrente. A la resistencia.

Luego, con un poco de suerte, a un destino con Amarande al lado de


Luca.

Sin embargo, mientras el polvo rojizo de la tierra natal de los Otxoa


se arremolinaba alrededor de su pequeña procesión, el estómago de Luca
no se calmaba. Todos sus sentidos estaban en alerta ante una nueva
amenaza.

Lo llamativo: una banda de guerreros; la caravana del Señor de la


Guerra aplastándose. Lo furtivo: dardos dormidos como el que alcanzó a
Amarande en el cuello y la llevó al cautiverio del Señor de la Guerra; una
daga repentina que atraviesa el objetivo más vulnerable.

Los peligros eran reales y estaban dirigidos a Luca. La tinta sobre su


corazón era la prueba que cualquiera necesitaba: las cabezas cortadas en
bolsas eran para los reyes; los tatuajes desollados eran para los herederos
perdidos.

El caballo de Luca cambió de marcha y el brazo de Ula se levantó en


señal. Aguanta.

Más adelante había una brecha en la larga línea de mesetas, marcada


en el mapa como el Río de Piedra, las escarpadas caras de las formaciones
rocosas se convertían en nada más que un terreno abierto y arremolinado,
de color rojo canela, y que palpitaba con olas de calor que se elevaban
desde el suelo hasta el azul sin nubes del cielo. Luca buscó una señal en los
peñascos verticales, con los dedos en el borde de la bota y la daga a un
paso.

El brazo de Ula bajó y cruzó su cuerpo, con los dedos índice y corazón
extendidos y apuntando a un tercio de la pared rocosa más lejana, a
horcajadas sobre la brecha.

Luca siguió el ángulo de corte de sus dedos.

Allí, había un cuerpo colgado como un espantapájaros, con los


miembros encajados en las grietas de la pared de roca para mantenerlo en
su sitio. Un hombre, con el mismo sombrero y pañuelo que Erfu se había
puesto justo antes de abandonar el puesto de avanzada. No podían ver su
cara. No desde aquí. Pero tenía que ser él.

El corazón de Luca se estremeció con la certeza de que había enviado


a este hombre a la muerte.

—Urtzi —llamó Luca—, mira si es Erfu.

Urtzi se bajó del caballo y sacó una daga de su cinturón, con los ojos
escrutando las formaciones rocosas en busca de algún movimiento. Luca
desenfundó la antigua espada basilita que llevaba a la espalda, un regalo de
despedida de Mannah, mientras Ula y Osana desenfundaban las suyas.

Las largas zancadas de Urtzi se acortaron mientras se adentraba con


cuidado en el estrecho corte rocoso, a 30 metros de la cima de cada meseta,
pero con sólo tres metros más o menos entre una pared y la otra. Al relatar
su viaje a Luca, Amarande había llamado a esta cadena de mesetas el lomo
del dragón y esto demostraba que era más una espina dorsal que un río de
piedra; Urtzi se encajó entre una vértebra y otra, con la espalda pegada a
la pared, comprobando cuidadosamente cada centímetro de roca en busca
de puntos de emboscada ocultos.

Luca no exhaló hasta que Urtzi se apartó de la parte más meridional


de la pared y se giró para mirar el cuerpo. Usando el talón de su daga,
inclinó la cabeza del hombre hacia arriba, revelando el rostro oscuro e
hinchado de Erfu a los que observaban desde abajo.

—Dardo en el cuello y sonrisa de asesino. Lo frenó y luego lo abrió


en canal. Su túnica también está desgarrada; comprobaron su tatuaje.
Tallaron una X en él.

¿Qué había dicho Ula? No quedaban muchos con huellas de patas,


demasiado fáciles de identificar.

Osana, que había sido vendida al Señor de la Guerra y retenida con


Amarande, parpadeó y miró hacia otro lado.

—Ese es el Señor de la Guerra para ti. Sólo las estrellas saben cuánto
tiempo lleva así.

—Está tieso como una tabla —respondió Urtzi—. Probablemente lo


atraparon hace medio día, no más tarde.
—Espera —Ula le miró con los ojos entornados—. ¿Cómo lo sabes?

La mandíbula de Urtzi se movió.

—Puede que te sorprenda, pero te escucho cuando hablas.

—¿Algo más? —preguntó Luca— ¿Huellas? ¿Huellas de caballo?

Urtzi giró en círculo, probando el aire. Sacudió la cabeza.

—El viento corre de norte a sur, ha estado rugiendo por el corte toda
la mañana al menos. Ya ni siquiera veo mis propias huellas. La arena las
ha cubierto.

Se hizo el silencio mientras Urtzi volvía a bajar al sendero.

—¿Lo dejaron allí como un mensaje para nosotros? —preguntó Luca


con la bilis agitándose en la parte posterior de su tráquea. ¿Qué le diría a
Mannah? ¿Que su sola presencia había destruido no sólo su hogar sino
también al hombre que amaba? ¿Cómo se puede explicar eso? Luca tosió,
tragando—. ¿O a la resistencia en general?

—Las dos cosas. Nos perjudica a nosotros, les perjudica a ellos,


perjudica a cualquiera que lo vea —respondió Osana con la voz baja y
tensa—. El Señor de la Guerra se basa en el miedo a la igualdad de
oportunidades: la crueldad del simbolismo es el punto. ¨Si quieres vivir,
no seas este bastardo¨.

Osana no se equivocaba. Ese era exactamente el juego del Señor de la


Guerra. Y exactamente el control que estaban tratando romper la gente
del Torrente. El miedo era el precio que se pagaba por la supuesta libertad
que el Señor de la Guerra les permitía.

Urtzi volvió a subirse a su caballo.

—¿Y ahora qué?

Luca se revolvió el cerebro en busca de la respuesta. No hay huellas,


no hay pistas, su guía está muerto...

—Ahora ven con nosotros.

Luca hizo girar su caballo para enfrentarse a la nueva amenaza, con


la espada preparada. Sus compañeros tomaron posición a su alrededor, con
las armas desenfundadas. La voz provenía de su lado de la daga, su lado
abierto. Cuando sus ojos encontraron al interlocutor, agazapado como una
piedra y observando a varios metros de distancia, el corazón de Luca se
estremeció.

Un fantasma. El hombre era un fantasma. Uno enviado a las estrellas


por la propia mano de Luca y un cuchillo, a la sombra de la Mano con
Amarande luchando a su lado.

Sin embargo, aquí estaba, poniéndose en pie torpemente, arrastrando


un lado de su cuerpo como si estuviera parcialmente paralizado. El hombre
dio un paso vacilante hacia el grupo montado.

En ese momento, Luca encontró su voz, ronca como era.

—Estás muerto.

El hombre aceptó la acusación de Luca con una sonrisa.

—Si el cuchillo hubiera ido un centímetro más en cualquier dirección,


lo estaría.

El hombre dio otro paso doloroso hacia adelante, con todo su lado
izquierdo inmóvil. Luca recordó la soltura del cuerpo de este hombre al
caer en el campamento mientras luchaba contra él y Amarande.
Simplemente se desplomó, una marioneta con los hilos cortados, la daga
de Luca sobresalía de su espalda.

El fantasma se volvió y silbó.

—Es él.

Cuatro hombres se materializaron de la pared de roca. Junto con un


lobo negro.

Luca parpadeó, incrédulo, cuando el famoso emblema de los Otxoa se


adelantó al resto. Su hocico se dibujó en una especie de sonrisa confiada,
sus ojos dorados quietos y clavados en él.

Al igual que él, debería haberse extinguido.

Sin embargo, le miró a la cara y soltó un gruñido grave.


Ula guardó su espada y desmontó cuando el lobo volvió a trotar hacia
el hombre más viejo del grupo, acomodándose en sus ancas junto a él.

—Hitz ematen dizut —dijo, mostrando el tatuaje de la huella de su pata


y ofreciendo su palabra de honor.

El anciano sonrió con los labios estirados sobre su rostro manchado


de oscuro, con un porte orgulloso y erguido a pesar de su edad. Su
presentación era simplemente otra señal, junto con el talón de la loba, de
que este hombre era claramente el líder.

Asintió a Luca y señaló al lobo.

—Hitz ematen dizut, mi Otsakumea. Beltza te reconoce. Al igual que


yo. Síguenos ahora. Rápido.

Osana y Ula guardaron sus armas, mientras Urtzi se quedó


boquiabierto como si hubiera presenciado un truco de magia.

—He mirado por todas partes. ¿Cómo no te he visto?

El fantasma respondió.

—Vivimos sólo porque no podemos ser vistos —Los cuatro hombres


y la loba ¨Beltza¨ se dieron la vuelta. Ula volvió a montar y puso en
marcha su caballo, todavía a la cabeza, pero Luca no se movió—. Pero ¿qué
pasa con Erfu? No podemos dejarlo aquí así.

El líder asintió.

—Al anochecer, lo sacaremos y lo llevaremos con su esposa. Era un


buen hombre y para asegurar que su sacrificio no fuera en vano, es
imperativo que nos vayamos. Ahora.

—Pero su granja está destruida. Los hombres del Señor de la Guerra


nos encontraron y la quemaron. Su esposa está desplazada y...

—Mi Otsakumea, te aseguro que nos encargaremos de pagar todas las


deudas —respondió el líder, tranquilo pero firme—. Ven, por favor. Ahora.

La desconfianza no era una emoción natural para Luca, pero ahora


que se había dado cuenta de su presencia, no podía apagar el agrio revuelto
de la misma en sus entrañas. Esta gente había permanecido cerca del
cuerpo de Erfu. Esperando claramente un encuentro como éste. Un rostro
como el suyo. Y este hombre fantasma proporcionaba la identificación,
Luca aún no había mostrado su propio tatuaje.

Y, aun así, no se movió.

—Su Otsakumea tiene una última pregunta. Por favor —Luca se


dirigió al hombre de la Mano—. ¿Formas parte de la resistencia?

El hombre se giró sobre su pierna buena y estuvo a punto de caerse.


En respuesta, mostró la huella de su propia pata, al igual que los demás. El
lobo se limitó a sentarse y esperar pacientemente con sus ojos dorados
brillantes y sin pestañear. Mientras la túnica del fantasma volvía a su sitio,
Luca trató en vano de imaginarse al hombre como un amigo, sin
conseguirlo. El hombre de la Mano había venido a capturarlo. Estaba
seguro de eso. Amarande estaba segura de eso. Y había iniciado la pelea
que, hasta ese momento, Luca pensaba que había llevado a la muerte de
ese hombre.

Cuando dudó, todo su grupo también lo hizo, los ojos se movían de


Luca al fantasma y viceversa. Finalmente, Luca dijo—: Me lanzaste un
cuchillo.

La misma sonrisa torcida se extendió por el rostro del hombre.

—Apunté para fallar y distraer a tu captor.

—Aquí no —dijo el líder, y parte de la calma de su voz se esfumó—.


Cuanto más tiempo permanezcamos a la intemperie, más peligro
correremos.

Inclinó la cabeza hacia Erfu.

—Ya hemos perdido a uno hoy; no perdamos a nadie más.

Todas las miradas se dirigieron a Luca, pero él miró a la loba. Esa


criatura que lo veía como lo que era, tan imposible como ambos. En ese
momento, la loba se puso de pie y se acercó a la hendidura del espacio
entre vértebras de la columna de piedra. Una vez allí, miró hacia atrás por
encima de su hombro, como si dijera:

—Sígueme.
Cuando sus ojos se encontraron con los dorados de Beltza, el último
Otxoa asintió e hizo avanzar a su caballo hacia el hueco y los demás lo
siguieron.
Capítulo

13
El público esperaba un anuncio de boda y lo que obtuvo fue una
coronación.

La princesa había desaparecido y se le daba por muerta a manos de


Pyrenee. El rey fue presentado, explicado y coronado. La antigua reina
fugitiva fue alabada por mantener a su hijo a salvo y protegido.

Debido a este giro de los acontecimientos, Ardenia era estable y


mortífera: Pyrenee tendría suerte si evitaba una rápida reprimenda del
superior ejército ardeniano.

Ese era el mensaje, en cualquier caso.

Y la Generala Koldo, con sus mejores galas granates y doradas, estaba


observando la salida de los plebeyos, primero de la arena y luego de los
terrenos del castillo, esperaba que el pueblo de Ardenia lo aceptara al pie
de la letra mientras las puertas se cerraban a sus espaldas.

Los guardias observaban a la multitud desde lo alto de los parapetos.


Ya habían oído hablar del malestar por las puertas cerradas, Sendoa
siempre había dejado el Itspi abierto al pueblo de Ardenia. No era su
castillo sino el de ellos, había dicho, citando la sangre, el sudor y las
lágrimas que los reclutas daban al ejército, y los trabajadores a las minas de
diamantes. Ferdinand acabaría viendo el camino de su padre, Koldo estaba
segura de ello. Pero por ahora no protestaba por las puertas cerradas: la
amenaza de guerra era demasiado grande cuando las arenas del continente
se asentaban. No se podía correr ningún riesgo.

Así que las puertas estaban selladas. Por seguridad.

La mirada de la generala se dirigió a la vidriera de la torre norte.


—Lo siento, Ama.

Una sombra pasó junto a ella cuando la comitiva real pasó, Geneva,
ahora llamada Reina Madre, sumida en una conversación con Satordi
mientras desaparecían en las entrañas rojas del castillo. Ferdinand se
detuvo frente a la entrada.

—Koldo, una palabra, si quieres, por favor. En la biblioteca.

—Sí, mi rey —La voz de la generala era estoica y profesional, el tono


exacto que habría utilizado para dirigirse a una petición similar de Sendoa.
Tenía décadas de práctica en ocultar sus verdaderos sentimientos en
público. No sería diferente con su hijo. Ese era el precio que debía pagar
en todo esto. Un pequeño coste en el esquema de todo lo que ya había
pagado y perdido.

La pareja entró en silencio en el Itspi y subió las escaleras. Incluso con


el corsé oculto, el rey cojeaba después de su pelea con Amarande. Entraron
en la gran biblioteca, un espacio amplio y bien iluminado, lleno de pilas y
pilas de manuscritos que iban desde poesía hasta tratados y mapas de todas
las superficies conocidas de la tierra. Como todo lo demás en el Itspi, y en
Ardenia en general, sus fondos habían crecido bajo la mirada de Sendoa.

Koldo siguió a su hijo hasta el banco de ventanas que daban al patio


de entrenamiento, y se sentaron bajo un gigantesco tapiz del abuelo de
Sendoa, representado de niño, montado regiamente sobre un tigre naranja
y negro igualmente regio, sosteniendo un libro. Aunque su bisabuelo
estaba representado con el pelo rubio como la mantequilla, el parecido con
Ferdinand era sorprendente. Se sentó bajo el caprichoso retrato y miró a
la generala con los ojos de Sendoa.

—No puedo mencionarle esto ni al consejo ni a Geneva —dijo


Ferdinand—, pero tuve la impresión de que sólo debíamos decir que
Amarande había desaparecido. Decirle al pueblo que está muerta, cuando
nosotros y un puñado de guardias, debo añadir, sabemos que está viva y
respira, es demasiado para mí. ¿Por qué decir una mentira de la que no
podemos retractarnos?

Por una vez, Ferdinand sonaba inseguro, más como un niño de su


edad que como el despiadado líder en el que Geneva esperaba convertirle.

La general no rompió el contacto visual, ni dudó.


—Hay que hacerlo.

En los ojos entrecerrados de Ferdinand quedó claro que su respuesta


no le gustó.

—Seguro que hay una manera de enmendar esto. No soy de los que
mienten.

—Una mentira te ha traído hasta aquí.

Hizo una mueca.

—Pero no era necesario. Podríamos haber dicho a la multitud que soy


ilegítimo, que soy tu hijo y que me han hecho legítimo a la luz de los
últimos acontecimientos.

El corazón de Koldo dio un brinco ante ese pensamiento. Lo ignoró.


Lo hecho, hecho está.

—La forma más fácil de dirigir pacíficamente es no invitar a


preguntas. Todas las advertencias que enumeras dan pie a demasiadas, unas
que no tenemos tiempo ni margen para responder.

La voz de Ferdinand bajó a un susurro furioso.

—Ella es mi hermana. Tú eres mi madre —Tomó sus manos entre las


suyas. A Koldo se le cortó la respiración—. No me gusta que la escondamos.
No me gusta que acabé de encontrarla y ahora deba actuar como si no
fuera nada para mí.

Koldo le soltó las manos y se arrepintió inmediatamente. ¿Cuándo


podría volver a abrazar a su hijo? Entonces, como era de esperar, se tragó
sus sentimientos y volvió a ser la estoica generala.

—Su Alteza, hay muchas cosas de ser rey que no le gustarán, pero lo
hará porque es el mejor camino para mantener a su pueblo a salvo.

—He aprendido esa lección de Geneva —De esto Koldo no tenía


ninguna duda, dado lo que ella sabía desde hace tiempo—. Sólo pensé que
en esta posición sería diferente.

Después de un momento, Koldo respondió—: Puedo decirte que es


bueno que te sientas así.
Levantó la mirada, sorprendido.

—¿Bueno?

Koldo entrelazó los dedos para no agarrarle las manos, tocarle el


hombro, ni hiciera ninguna otra cosa que se le antojara. En cambio, sonrió
con fuerza.

—Alteza, las decisiones difíciles nunca son fáciles. Incluso para los que
tienen las mejores intenciones, porque ninguna decisión es perfecta. Y a
los que tienen las peores intenciones no les importa.
Capítulo

14
Luca se había aventurado pocas veces en las minas de diamantes de
Ardenia. Oscuras y claustrofóbicas, no eran un lugar para jugar, pero, como
siempre, si Amarande quería ir, él le había seguido.

La resistencia pro-Otxoa vivía bajo tierra, pero el mundo en el que


Luca y los demás se adentraban al amparo de la nueva oscuridad no se
parecía en nada a esas minas. De hecho, en lugar de una madriguera
apretada y peligrosa, estos túneles casi parecían los pasillos de un castillo.
Los techos no eran tan altos, las paredes eran de lecho de roca alisada en
lugar de piedras apiladas, pero estaban iluminados con antorchas cada
pocos pasos de una manera que reflejaba el caminar por el Itspi de noche.

Tala, la líder, hizo un gesto a Luca para que entrara primero, seguido
de Ula, Urtzi le pisaba los talones como siempre y Osana iba en la
retaguardia. Frente a él, a unos 400 metros de distancia, se vislumbraba el
resplandor de un espacio mucho más amplio y, con él, el bajo susurro de
voces lejanas.

Su gente.

En ese momento, Luca vaciló y la loba negra, Beltza, pasó a su lado.


Ella también se detuvo al darse cuenta de que él había dejado de moverse
y se volvió hacia él con sus ojos amarillos brillantes, inteligentes y
alentadores.

Los dedos de Luca se flexionaron, deseando tocar su pelaje, ese


símbolo extinto que no debería existir pero que existía, como él.

La loba negra cerró el espacio entre ellos, retrocediendo, hasta que


estuvo a su lado. Apoyó la parte superior de su cabeza en la palma de su
mano, esperando.
Luca le alisó el pelaje, cuadró los hombros y fijó su atención en
quienes le habían estado esperando todo este tiempo.

A cada paso, un audible zumbido de energía brotaba de las paredes,


creciendo hasta convertirse en algo más que un zumbido, un murmullo,
un dolor. La promesa de lo que habían venido a buscar, su oleaje vibrante,
una energía y una presencia.

La loba caminaba con él con ojos perspicaces que lo miraban tan a


menudo que finalmente sonrió y se inclinó hacia ella con un susurro.

—No te preocupes, Beltza. No he cambiado de opinión: quiero esto.

Y entonces, cuando el ruido, el sonido y el movimiento del más allá


eran tan grandes que hacían zumbar los oídos de Luca, la loba volvió a
detenerse y se hundió en sus ancas, esperando en silencio con el hocico
echado sobre el hombro, observando a Luca avanzar.

Luca cerró los ojos y pensó en Amarande.

En el prado, devorando su almuerzo después de la esgrima con los


ojos encendidos sobre el pastel de limón.

En las delgadas sombras tras su huida, besándole por primera vez. A


la luz del fuego en la Mano, compartiendo su corazón.

Y, ahora, de vuelta en el Itspi, reparando el daño que la boda de


Pyrenee había hecho, esperando al mensajero con la noticia de que había
conectado con la resistencia.

Pronto estarían juntos. Esta vez para siempre. Y nada se interpondría


en su camino.

Quiero esto.

Un último paso y Luca, el Otsakumea, contempló la vasta y abierta


caverna llena de cientos -no, miles- de personas.

Sí, su gente.

La loba negra inclinó su cara hacia el techo y aulló.

Todo movimiento cesó. Todos los ojos se posaron en Luca, de pie


sobre y ante ellos.
Por primera vez en diecisiete años, el pueblo de los Otxoa
contemplaba a su Otsakumea.

Luca les devolvió la mirada, sin saber qué decir. Esto era algo para lo
que debió haberse preparado. Debería haber estado preparado; debería
haber...

Tala dio un paso al frente y apartó el cuello de la túnica de Luca,


dejando al descubierto el lobo de su pecho.

De inmediato, silencio.

Luego, una explosión de ruido que casi lo hizo retroceder: la multitud,


en voz alta y hablando como un solo hombre.

—Mi Otsakumea, te hemos estado esperando.

Cuando el sonido llenó el espacio, la loba negra volvió a aullar,


uniendo su voz a la de ellos.

Y entonces cada una de esas miles de personas comenzó a aplaudir.


Fue completamente abrumador, en ese momento, y luego aún más cuando
Luca, la loba negra y la tripulación se abrieron paso a lo largo de la rampa
que los guio el resto del camino hacia abajo.

Luca, Tala y Beltza llegaron al nivel del suelo en medio de un tumulto


de gente y manos y de repetidas exclamaciones de:

—¡Mi Otsakumea! —que resonaron por toda la caverna.

La reacción de Luca fue hacer lo que había visto hacer a Amarande


casi todos los días de su vida juntos. Apretó todas las manos. Repitió cada
nombre. Contacto visual, contacto visual, contacto visual.

—¡Mi Otsakumea! Eres la mismísima visión del Rey Lotyoa.

—¡Mi Otsakumea! ¡Tu momento no podría ser mejor!

—Oh, ¡cómo he rezado a las estrellas por este día, mi Otsakumea!


¡Diecisiete años! Me atrevo a decir que estaba empezando a creer que las
estrellas se habían cansado de mis peticiones.
Finalmente, después de que casi todo el mundo tuviera la oportunidad
de saludar a Luca, Tala dio una palmada para llamar la atención,
dirigiéndose a la multitud.

—Durante diecisiete años, hemos tenido la gente, la colocación, el plan


—Tala se volvió hacia Luca—. Sólo nos faltabas tú, mi Otsakumea.

Eso quería sonar como un cumplido. Este era su destino, su deber.


Luca miró a la multitud y a los rostros de aquellos que tenían esperanzas
en él mucho antes de saber quién estaba destinado a ser.

—Soy suyo. La espera ha terminado y el Señor de la Guerra será


derrotado.

De nuevo, Tala dio una palmada

—¡Que comience la primera etapa!

La gran sala se despejó cuando todo el mundo entró en acción, cientos


de personas bajando por varios pasillos con arcos altos que salían de la
caverna principal. Todos sabían exactamente lo que significaban esas
palabras y su papel. Todos menos la pieza que lo puso en marcha.

Tala condujo al grupo a una sala más pequeña oculta tras un pilar justo
al lado de la entrada principal. Una especie de sala de recepción, un lugar
equipado con cuencos de agua y ropa de cama para lavar las marcas de un
duro día en el Torrente.

Luca no estaba interesado en esos lujos.

—Tala, perdona mis preguntas, pero tengo muchas.

—Yo también. En primer lugar, me gustaría saber por qué Guille no


anunció sus intenciones antes de atacar a Luca —dijo Ula, refiriéndose al
fantasma, el hombre que él y Amarande habían encontrado en la Mano—
. Le lanzó un cuchillo a Luca, y no quiero que Luca se acerque a él.

—No recuerdo una pelea de cuchillos con Guille —aventuró Urtzi,


perplejo.

—Eso es porque no la hubo —explicó Luca—. Vino a nuestro


campamento después de que Amarande me rescatara de ti y, al saber que
mis tres secuestradores eran dos chicos piratas y una chica a la que llamaba
'sabia con la espada', creyó que la chica había matado a sus compañeros
para quedarse conmigo.

Ula se quedó con la boca abierta.

—¿Ahora él qué?

—Era una suposición razonable —continuó Luca— dada la naturaleza


de Amarande.

La mirada de los ojos dorados de Ula podía grabar el cristal.

—Los hombres siempre piensan tan poco en las mujeres. No me gusta.

Desde el otro lado de la habitación, Osana se rio; era la única de la


tripulación que aprovechaba para refrescarse.

—Te llamó 'sabia'... Quiero decir, eso es un cumplido.

—No como se da.

—Guille es un vigilante: el Señor de la Guerra nos vigila a nosotros y


nosotros a ella —explicó Tala—. Entre otras cosas, vigilamos a los
prisioneros que le interesan especialmente. Por eso, cuando el Señor de la
Guerra envió hombres para interceptar a un prisionero en la Mano, no
sabíamos que eras tú en ese momento, mi Otsakumea, enviamos a Guille.
Y aunque las heridas de ese combate han acabado con su guardia, fue una
suerte que te reconociera. Al identificar al Otsakumea de la forma en que
lo hizo, todos ustedes evitaron los dardos dormidos en el cuello.

Ula le miró con los ojos entrecerrados, todavía inmóvil.

—¿Como el dardo en el cuerpo de Erfu?

—Sí, es parte de nuestro protocolo. Utilizamos métodos similares a los


del Señor de la Guerra, la imitación es parte de nuestra supervivencia.
Aunque Erfu fue obra del Señor de la Guerra, la técnica es casi
indistinguible —El anciano puso una mano decisiva en el hombro de
Luca—. Ahora, ¿te hago un recorrido? ¿Te enseño cómo cultivamos
nuestros alimentos y los almacenamos? Nuestro secadero es bastante
espectacular.

Una punzada de frustración cayó en el estómago vacío de Luca.


Él era la última pieza, lo que estaban esperando, sí, pero era una pieza.

—Seguro que sí, Tala, pero la primera y más urgente pregunta que
tengo no puede esperar —Luca lo encaró. Eran casi de la misma altura, este
hombre fue una vez tan alto como Luca, antes de que la edad encorvara la
línea de sus hombros. Era tan testarudo y enjuto como los árboles del
bosque donde Amarande lo rescató. Probablemente también albergaba un
veneno tan mortal como el del áspide. Los ojos de Tala eran tan dorados
como los suyos, pero encapuchados y delineados: no desviaron la mirada—
. ¿Cuál es el plan?

*****

Tala condujo a Luca, Ula, Urtzi y Osana por otro túnel hasta la sala de
estrategia. Las antorchas de los apliques iluminaban el espacio y la luz de
la luna se asomaba por la cresta del techo abovedado, otra visión artificial
del mundo de arriba. El suelo era un mosaico de pieles cosidas. Grandes
resmas de pergamino estaban enrolladas en posición vertical en botes a lo
largo de las paredes, y los libros, encuadernados en cuidadosa piel, forraban
estrechos estantes de madera perforados en el lecho de roca.

En el centro de la alfombra había una constelación de bandejas de


madera, con un embriagador aroma a romero y tomillo que salía de las
tapas abovedadas. Las tazas de arcilla marcaban cada uno de los cubiertos,
rebosantes de agua fresca.

—Por favor, come, mi Otsakumea. Tú y tus compañeros deben estar


hambrientos.

Todas las miradas se dirigieron a Luca. Su estómago gruñó, pero Luca


levantó una mano.

—Gracias por esta comida. Por favor, no esperen a que terminemos


antes de detallar el plan. Las líneas de comunicación se han colapsado y el
Señor de la Guerra podría estar en movimiento en este mismo momento.

—Le aseguro que sabemos exactamente hacia dónde se dirige el Señor


de la Guerra y no es aquí.

Otra punzada de frustración arañó a Luca.


—Eso es un alivio, ya que me he pasado todo el día esperando un
asesinato. ¿Adónde se dirige el Señor de la Guerra si no es aquí, guiado por
los vigilantes? ¿Y cuál es el plan?

Tala se puso de pie y giró hacia los botes que había en la pared.

—Por favor, llenen sus platos, y yo prepararé el escenario.

Luca indicó a los demás que se sirvieran primero. Debajo de las tapas
abovedadas había un auténtico festín: guiso de cabrito, zanahorias asadas,
patatas bañadas en mantequilla y un mosaico de hierbas. Bajo un cálido
manto de muselina se apilaban grandes trozos de pan sin levadura, que
lloraban más mantequilla y pedían ser mojados en el guiso.

Cuando todos los platos estuvieron llenos, y Urtzi, como era de


esperar, ya iba por la segunda ronda, retiraron los platos para dejar libre el
centro de su círculo. Tala desenrolló un gran mapa de pergamino para que
todos pudieran verlo.

—El plan es sencillo. Tendemos una trampa antes de que lo haga el


Señor de la Guerra.

Luca y los demás se inclinaron sobre el mapa, que era únicamente del
Torrente y estaba repleto de detalles. Mientras Mannah hacía sus tareas
agrícolas, Luca había pasado varias horas con un mapa como éste. Todos
los puntos de referencia importantes estaban marcados, así como las
ubicaciones de cada uno de los pozos de fuego del Señor de la Guerra, que
salpicaban el paisaje como una viruela. Se alzaban donde antes lo hacían
las ciudades, un testamento del poder del Señor de la Guerra. Una antigua
civilización destruida, y de sus cenizas más dolor, ya que el Señor de la
Guerra encendía un pozo por noche con las llamas generadas por la leña
humana.

Pero también había algo más: las líneas que marcaban los túneles,
como el que se encontraba en ese momento, salían en forma de arterias y
venas desde ciertos lugares. Los túneles no estaban completamente
conectados, pero eran extensos. Llevaban años haciéndose. Algunos
estaban marcados con tinta, dañados, peligrosos o descubiertos.

Tala señaló un pozo de fuego al norte y al este del bosque de árboles


de huso que había albergado a Luca y a los piratas la noche en que
Amarande lo había rescatado.
—El Señor de la Guerra está aquí, y se mueve hacia el oeste. Mañana,
todas las caravanas se reunirán en la Mano.

Luca siguió los dedos de Tala, y su mente se imaginó el rostro severo


de Koldo frunciendo el ceño sobre mapas similares en la biblioteca del
Itspi mientras daba clases de estrategia militar a Amarande.

—Si estamos tendiendo una trampa, ¿llegaremos antes que el Señor


de la Guerra? ¿Estaremos en posición y preparados?

Luca pensó en Amarande: ¿cuánto tiempo tardaría en llegar a ella?


¿Cuánto tardaría en llegar con o sin su ejército? Seguramente más de un
día.

Tala negó con la cabeza.

—Ese era el plan, pero aquí es exactamente donde tu sincronización


ha demostrado ser excelente, mi Otsakumea, y nuestros planes han
cambiado con otra ventaja. Hay un nuevo Señor de la Guerra; es un título
pasajero, y creemos que ha cambiado de manos recientemente.

La frase quedó suspendida durante apenas un parpadeo antes de que


llegara la primera pregunta aturdida.

—¿Cómo que un nuevo? —Esta de parte de Osana.

—Desde hace unos días. En nuestra posición, es difícil ser preciso con
los tiempos.

La mente de Luca se aceleró. Era casi demasiada coincidencia para


creer que la madre de Amarande fuera instalada como Señor de la Guerra
la noche en que ella y Osana estaban prisioneras en el campamento del
Señor de la Guerra. Sin embargo, Amarande estaba segura de que la mujer
de la tienda era Geneva. Tal vez su madre no estaba instalada, sino que
estaba de salida, y si se iba, ¿por qué entonces y a dónde iba? Por supuesto,
podría no haber sido esa noche cuando el título cambió de manos. O bien,
su madre podría no haber estado allí en absoluto, y el hecho de que la viera
Amarande era un producto de la febril huida de la princesa.

—Este nuevo Señor de la Guerra ha ordenado que todas las demás


caravanas del Torrente se unan a la suya, en un plazo de dos días, sin
excepciones —Tala señaló a la Mano—. Los que no se presenten serán
perseguidos y pagarán el precio en los pozos de fuego.
Osana suspiró.

—Este nuevo Señor de la Guerra busca protección.

—En forma de inocentes —murmuró Ula.

Tala no calmó su horror.

—Quemar a todos los disidentes en los pozos de fuego es un castigo


que instituyó el segundo Señor de la Guerra. El primer Señor de la Guerra
creó las caravanas como medio de control, sin dejar que el pueblo se
asiente, manteniéndolo siempre en movimiento y hambriento. Un pueblo
hambriento no puede levantar ninguna rebelión. Cuando eso no funcionó
y algunos se rebelaron, el segundo los castigó de la manera más horrible.
El tercero exigió una penitencia añadida a la autonomía. El cuarto, al
parecer, no cree que la penitencia sea suficiente para demostrar la lealtad.

Aquella era una señal terrible: no era un secreto lo que hacían los que
tenían sangre real para mantener un tenue dominio del poder en Arena y
Cielo; otra cosa muy distinta era navegar por el derecho a gobernar sobre
el poder robado de otra persona. Luca se relamió los labios.

—Uno que probablemente tratará de hacer una gran declaración para


percibir la legitimidad.

—O uno que sabe que atacaremos y se está preparando —acusó Ula.


Intercambió una larga mirada con Luca antes de dirigirse a Tala—. ¿Cómo
sabemos cuál es?

El anciano ni siquiera parpadeó antes de responder—: No lo sabemos.


Aunque el razonamiento no importa mientras lo detengamos. Y lo
utilicemos en nuestro beneficio.

Luca asintió.

—Cientos, tal vez miles, tienen que entrar en el campamento a la vez,


y nosotros entramos con ellos.

Tala asintió.

—Sí —Señaló un lugar a unos treinta kilómetros de la Mano. Se


dibujaba como una apretada red de túneles justo al sur del bosque donde
Amarande rescató a Luca de los piratas cuando todos estaban en lados
opuestos—. Ponte en posición aquí. Infíltrate con un pequeño grupo de
reconocimiento para verificar los informes de los vigilantes, y luego,
después de la medianoche de la segunda noche, atacamos.

Luca asintió.

—¿La primera etapa es dirigirse al lugar seguro?

—Sí, la zona de concentración —Tala señaló el lugar—. Todo está


siendo empaquetado y preparado para el movimiento. La segunda etapa es
infiltrarse; la tercera, informar; la cuarta, atacar.

Los latidos del corazón de Luca se aceleraron. Había pensado que tal
vez tardarían semanas o meses en reunir lo necesario para atacar. Y de
alguna manera estaba todo aquí. Inmediatamente.

—¿Qué te parece ese plan, mi Otsakumea?

Era decisivo, hacía uso de la planificación previa y de las


circunstancias únicas, y eliminaba la amenaza presente que suponían los
asaltantes muertos y el evidente conocimiento que tenía el Señor de la
Guerra de ellos.

Lo único que el plan no hacía era dar a Luca tiempo suficiente para
avisar a Amarande. Si ella conseguía volver a su lado a tiempo, sería por
la mayor de las suertes. Aun así, había prometido avisar. Luca respiró tan
profundamente que sus puntos le dieron un tirón.

—Tala, antes de partir, tengo una petición.

—Cualquier cosa, mi Otsakumea.

Luca sintió una punzada de culpabilidad por haber decidido


aprovecharse de su nuevo título.

—Le prometí a la princesa Amarande que le enviaría un mensaje en


cuanto conectara con el movimiento. Ella planea fortificar nuestra lucha
con su poder y sus soldados.

El rostro ajado de Tala se tensó.

—Tengo dudas sobre esto, mi Otsakumea.

—¿Por qué, Tala? —Luego añadió—: Sé directo. Por favor.


El viejo líder se pasó una mano por su pelo canoso, que se había vuelto
blanco en las sienes.

—Para la gente del Reino de Torrence, hay mucha desconfianza en


Ardenia.

La primera conversación de Luca con Ula sobre el movimiento


clandestino susurraba desde los recovecos de su memoria. La lealtad de
toda la vida a la Corona de Ardenia se agitó en las entrañas de Luca.

—Porque el rey Sendoa dirigió su ejército contra el Señor de la


Guerra.

Los labios de Tala se torcieron.

—Sí.

—Pero —las cejas de Luca se juntaron— hay más. ¿No es así?

Tala respondió, con voz baja y contundente, sus ojos oscuros


penetrantes.

—Aprendimos muy pronto, tras la caída de Torrence, que Ardenia no


se limitó a ignorar nuestra situación, sino que la creó.
Capítulo

15
Los sonidos de la coronación de Ferdinand fueron lo suficientemente
fuertes como para que Amarande se alegrara de no haber tenido la
oportunidad de romper la vidriera.

Por supuesto que quería escuchar los sonidos felices de sus


ciudadanos. Por supuesto que quería que se sintieran estables, seguros y
protegidos. Pero era difícil alegrarse cuando le costaba el equilibrio de su
libertad. Esta celda no era muy diferente de la prisión que habría
disfrutado en el Bellringe mientras estaba atrapada en un matrimonio con
Renard.

No en realidad, no en lo que importaba.

Aunque la comida podría haber sido mejor en la jaula dorada de


Pyrenee. Cuando el zumbido del exterior disminuyó y la oscuridad
descendió a través de las ventanas enrejadas de su celda, llegó su única
comida del día. Gachas, entregadas en una taza de madera apenas
hermética.

Amarande estaba golpeando la taza contra el suelo de piedra


repetidamente, con el objetivo de hacer una cuchilla, aunque la madera
estaba demasiado húmeda y, por lo tanto, se doblaba en lugar de partirse,
cuando un susurro llegó desde el otro lado de la puerta.

Inmediatamente tiró el cadáver deforme de la taza en el suelo a su


lado. Era inútil esconderlo. No tenía navaja, y mañana el guardia la vigilaría
para que comiera, igual que el primer día. Tal vez, si causaba demasiados
problemas, la liberarían. O simplemente la matarían. Era una elección a
cara o cruz.
Pualo entró y recogió la taza destrozada sin decir nada. Al salir, otro
invitado se adelantó, bloqueado momentáneamente por el guardia que se
retiraba. Amarande esperaba a Koldo, pero también esperaba al medikua,
dadas las promesas de Ferdinand. En cambio, su visitante fue otra sorpresa.

Su madre.

Geneva llevaba un vestido que la princesa estaba segura de que era


suyo con encaje granate en el corpiño y en las mangas, con toques dorados
entretejidos en rayas que barrían en diagonal hasta una punta y un broche
de cabeza de tigre que las recogía en el hombro. Las faldas eran doradas y
brillaban con la poca luz. En una mano llevaba una pequeña cesta tejida,
pero no parecía ir armada.

—He venido a atender tu herida —Geneva dejó la cesta en el suelo y


se arrodilló—. medikua Aritza no está disponible.

¿No está disponible? Eso era extraño: Amarande no recordaba ningún


momento en que la medikua hubiera estado ausente del castillo.

—¿Dónde está?

—Dondequiera que esté la moneda, supongo —respondió ella,


revolviendo el contenido de la cesta—. Tu padre le pagó bien para que
hiciera su residencia dentro del Itspi. Un benefactor muerto no puede
pagar; me han dicho que se fue justo después del funeral.

Amarande se sintió de repente muy agradecida de no haber confiado


en un rápido regreso al castillo para curar a Luca de su encuentro con el
áspide venenoso. Sin la medikua y sus pociones, habría muerto si hubiera
tomado esa decisión.

Geneva miró a su hija con una ceja enarcada.

—No me mires así; sé lo que hago con estas tinturas; soy más capaz
de lo que sugiere esta bata.

—No es que no te crea capaz —Amarande tragó saliva—. ¿No tienes


alguna gran fiesta a la que asistir para celebrar a tu nuevo rey? ¿Manos
que estrechar? ¿Discursos que dar?

Geneva suspiró y una sonrisa tensa se endureció en su rostro.


—Dada la inestabilidad de la situación actual de Ardenia, hemos
pensado que es mejor posponer nuestra gala de coronación —Empujó la
cesta hacia Amarande, haciendo sonar su contenido—. Adelante, revisa.
Sólo utilizaré las botellas que elijas —Se sentó sobre sus talones, esperando.
Al cabo de unos instantes, Amarande se inclinó sobre la cesta y su mano,
que no estaba herida, pasó por encima de las bolsas de hierbas, los frascos
de tinturas y los pequeños botes de pasta. Aceite de clavo. Aceite de
albahaca.

Sagardón. Pasta de cúrcuma. Miel y bulbos de ajo apilados en un


mortero pequeño pero robusto.

Los dedos de Amarande se detuvieron un instante en el mango del


mortero. Era de mármol, con forma de garrote, y tenía el tamaño justo para
arrancar un ojo con un buen golpe. Con un golpe lo suficientemente fuerte
en la sien podía dejar a la víctima inconsciente, si no la mataba
directamente.

—Antes de que actúes según tu impulso de matarme, debes saber que


todo lo que hice por ti fue por amor.

Amarande se quedó helada, con el mortero frío en la punta de los


dedos. Sus ojos se dirigieron a los de su madre, y su boca formó una línea
amarga.

—Me resulta difícil creer eso mientras estoy encadenada a una pared.

—La confianza es algo que no das fácilmente, por lo que veo.

—¿Lo harías? ¿En mi posición?

—No lo hice, cuando me encontré figurativamente esposada a la


pared. No —Dejó que eso quedara entre ellas sin explicación. Amarande
reconoció el cebo y no lo mordió. Geneva continuó—. Espero que hayas
tomado una decisión. Ha pasado más de un día desde tu herida y es
probable que la infección ya se haya instalado. Esperemos que conozcas
tus antisépticos. Bueno, ¿qué será?

Amarande soltó lentamente el mortero y sacó dos frascos: sagardón


para matar la infección y aceite de clavo para añadir más poderes
antisépticos mientras sellaba la herida. El clavo no era necesariamente
mejor que la albahaca, pero le recordaba un poco a Luca y eso no era poca
cosa.

Su madre aceptó los frascos y apartó la cesta del alcance de la princesa.


Pero Amarande calculó que, a la altura de las cadenas, podría alcanzarla
con el pie si se estiraba lo suficiente. Un golpe de tacón en la mandíbula
para hacer caer a Geneva, y luego un fácil lazo con los dedos de los pies
extendidos. Lanzaría botellas y las rompería como ofensa y distracción, y
luego daría el golpe incapacitante con el mazo. Incluso con su mano
derecha dañada, tenía opciones.

Y, sin embargo, la princesa no se movió.

Su madre se acercó, tomando la mano herida de Amarande entre las


suyas, e inspeccionó la herida. El pañuelo de Ferdinand había ayudado,
pero la sangre se acumulaba en una gruesa costra sobre la herida vertical,
perfectamente situada entre los tendones que recorrían la parte superior
de la mano de Amarande.

La princesa la había examinado mucho en las largas horas


transcurridas desde la visita de Ferdinand. Una pizca a la derecha o a la
izquierda y podría haber perdido el uso de la mano. Y, sin embargo, él
había mantenido a propósito sus tendones intactos, y su mano funcional.
Era un año más joven que ella, pero su hermano era claramente lo
suficientemente sensato, lo suficientemente maduro, o lo suficientemente
misericordioso, para evitar infligirle un daño permanente en el fragor de
la batalla.

Amarande no sabía si debía sentirse impresionada, aliviada, cínica o


todo lo anterior.

Geneva parecía admirar el trabajo de su hijo mientras aplicaba


sagardon. Las lágrimas inundaron los ojos de Amarande cuando el líquido
quemó cualquier infección bajo su piel, pero no dijo nada. Su madre le
aplicó otra ronda de antisépticos y Amarande trató de ignorar lo mucho
que las manos de la mujer se parecían a las suyas.

—Ferdinand dijo que habías pedido hablar con la Generala Koldo. ¿Es
eso cierto?

Amarande no se movió. Su madre levantó una ceja y descorchó el


sagardón. El aceite de clavo fue el siguiente.
—Entiendo por qué quieres hablar con Koldo: te sientes traicionada.
Lo sé. Pero no esperes que venga a consolarte... o a disculparse. Ya conoces
a los soldados, siempre escondiendo sus emociones. Suponiendo que Koldo
tenga alguna.

Su madre se rio un poco ante esto. Amarande no se unió a ella, y


cuando Geneva terminó, sus labios permanecieron torcidos en las esquinas.
Sus ojos brillaron para encontrarse con los de su hija.

—Ella no está aquí, pero yo sí. ¿No hay algo que quieras preguntarme?

Una vez, Amarande lo habría hecho. Habría hecho todas las preguntas
que la atormentaban desde que tenía edad suficiente para recordar que
echaba de menos a su madre.

Las preguntas que habían pasado por su cabeza en aquel primer


momento de júbilo en que Geneva se reveló en los aposentos de Satordi.
Preguntas que disminuyeron en el momento en que Ferdinand entró en
la habitación. Preguntas que murieron por completo cuando se enteró de
lo que había hecho su madre.

Ahora todas las preguntas eran cenizas en su lengua. Esta mujer ya


había demostrado que no era una aliada de Amarande, sin importar las
razones por las que se había ido hace tiempo. Por lo tanto, sus respuestas
carecían de importancia. Ahora todo lo que importaba era liberarse y
reunirse a Luca. Su verdadera familia.

Amarande devolvió obstinadamente la mirada de Geneva,


manteniendo su rostro inmóvil como la piedra, sin decir una palabra. A
medida que el silencio se extendía entre ellas y no llegaban las preguntas,
la mirada expectante de su madre se desvanecía y se tapiaba.

Geneva se hizo con un rollo de gasa y sacó un trozo, lo


suficientemente corto como para que Amarande no pudiera utilizarlo
como arma. Tomó los dedos de su hija entre los suyos y ató la gasa con un
nudo contra la parte exterior de la muñeca de Amarande.

—Tus manos son muy parecidas a las mías. ¿Ves?

En sus ojos azules parpadeaba algo parecido al placer, las primeras


arrugas de las patas de gallo acentuaban sus largas pestañas mientras
levantaba una mano, pequeña pero hábil, con los nudillos prominentes en
oda a su sorprendente fuerza. Amarande no podía estar en desacuerdo; ya
había intentado ignorar otra similitud física entre ellas.

Amarande cogió la mano de Geneva, como si fuera a apretar su palma


contra la de su madre, pero no lo hizo. En un rápido movimiento, cambió
de rumbo y pellizcó la elegante tela de la muñeca de su madre, bajando la
manga.

Y allí, en tinta negra satinada no muy diferente de la de Luca, había


llamas que saltaban hacia el cielo. Un pozo de fuego.

—Es cierto. Eres el Señor de la Guerra.

Su madre no se inmutó, no se movió para ocultar la tinta o negar su


significado.

—Ferdinand te lo dijo.

No lo había hecho, pero le había dado la pista. La prueba de lo que


viste se encuentra en la muñeca derecha de madre. Lo que encuentres allí
te dirá todo lo que necesitas saber. Pero ella nunca lo admitiría ante
Geneva. Por alguna razón Amarande se sintió protegida por eso.

—No. Te vi —Levantó los ojos hacia los de su madre—. Estuve


prisionera en el campamento del Señor de la Guerra, sabes. Tu
campamento. Le dije a tus guardias mi nombre.

Si Geneva realmente quería tener una relación con la hija que había
abandonado quince años atrás, y a la que luego había regresado, sólo para
encarcelarla en una torre, la verdad era el único camino a seguir. Al ver a
su madre reflexionar sobre sus opciones ¿mentiría o confesaría?,
Amarande no estaba segura de que prefería. Ella sabía la verdad; ¿qué más?

Geneva hizo su elección.

—Cuatro personas en todo el mundo llevan este tatuaje. Cada uno de


nosotros ha sido el Señor de la Guerra. No fui la primera y no seré la
última.

Cuatro. Todas las preguntas de la línea de tiempo que Amarande


nunca pudo justificar fueron barridas en esta única revelación.
—El poder del Señor de la Guerra reside en el nombre y la reputación.
Mientras ambos estén intactos, también lo estará el poder del Señor de la
Guerra; no importa quién lleve la máscara, per se.

Amarande no estaba segura de cómo se sentía al estar en lo cierto, o


de que su madre hubiera elegido la verdad. Una nueva pregunta surgió
donde antes estaban las otras.

—¿Ya no eres el Señor de la Guerra?

—Me he retirado. Fui el tercer Señor de la Guerra y el que más tiempo


estuvo en el cargo: diez años.

Diez años. Amarande recordó el rostro de su padre. La cicatriz en su


mejilla, un regalo del Señor de la Guerra. Al menos, esa era la historia que
él había contado. No podía recordar cuándo se la habían hecho
exactamente. ¿Había sido en la última década? Lo más probable. Lo que
significa...

—¿Padre lo sabía?

—Sí.

Todo el aire abandonó los pulmones de Amarande en una lenta fuga.


Era cierto, entonces. El Señor de la Guerra pudo desbocarse sin control
porque el mayor guerrero de Arena y Cielo se negó a atacar.

La princesa enseñó los dientes.

—¿Y qué? ¿El Torrente no fue suficiente para ti? ¿Decidiste usar a
Ferdinand como tu marioneta en Ardenia? ¿Para matar a otro reino?

La mano de su madre golpeó, rápida como un áspide de Harea,


aplastando la mano herida de Amarande con un agarre de hierro. La
princesa gritó, con su herida chirriando de dolor mientras los huesos y los
ligamentos presionaban el corte supurante.

—Admiro tu espíritu, Amarande; admitiré que cuando me enteré de


tu petición de consentimiento, de una voz, de una elección, lo encontré
inspirador. Le dijiste a toda Arena y Cielo lo que querías, literalmente,
sobre el cadáver de tu padre —La voz de su madre no era más que un
susurro de aliento caliente contra la mejilla de Amarande. De repente,
aquel momento en el estrado del funeral de su padre, en el que informó a
su pueblo de que quería decidir quién se convertiría en su marido y en su
rey, parecía que había pasado toda una vida—. Tan dramático en su
ejecución, y tan valiente. Y, sin embargo, no fue eficaz de la manera que
habías soñado. Disparaste a la fibra sensible de tu pueblo, pero enfureciste
a los que tomaban las decisiones, ¿no es así?

La princesa apretó los dientes para amortiguar su grito, mirando a su


madre directamente a los ojos, respirando con dificultad. El agarre de
Geneva se intensificó. Amarande ya no pudo contener un sollozo agónico.

—Madre...

—¿Crees que eres la única persona que busca la libertad de elección,


Amarande? —La ferocidad se acumuló en el tono de Geneva a medida que
sus palabras aumentaban—. Tú, mi querida hija, naciste en un liderazgo que
ha gobernado este reino durante mil años. Tu gente es reclutada en el
ejército, hombres, mujeres, todos, sin elección ni pensamiento. Si
sobreviven a eso, son enviados a las minas para producir diamantes de los
que nunca se beneficiarán. Sus vidas están trazadas para ellos igual que las
de sus padres y madres antes de ellos y las de sus padres y madres antes
de eso durante el último milenio.

El pulgar de Geneva, tan pequeño y fuerte, presionó en el punto


preciso donde la carne de Amarande se abría bajo la gasa. Ella gritó, las
lágrimas salieron de las esquinas de sus ojos.

—Cometí los peores actos de mi vida, las estrellas me salvan, cuando


te dejé para proteger tu legado —Geneva apretó la mano de Amarande con
tanta fuerza que pensó que los huesos podrían romperse—. En los años
transcurridos desde aquella horrible noche aprendí que no vale la pena
salvar ese legado. Especialmente como mujer.

Amarande se esforzó por mantener los ojos abiertos, tratando de leer


el rostro de su madre a través del implacable dolor. La voz de Geneva era
oscura, directa y estaba llena del peso de toda una vida de arrepentimiento.
O, tal vez, de asco.

—Hasta esta noche, eras la mujer más poderosa de Ardenia y


posiblemente la más poderosa del continente de Arena y Cielo. Y, sin
embargo, incluso con todo ese poder, ni siquiera podías gobernar por
derecho propio. Amar por derecho propio. Ser por derecho propio.
¿Podrías?
Mientras la sangre empapaba la gasa fresca, serpenteando por sus
manos unidas, y el dolor desgarraba los bordes de cualquier pensamiento
coherente, la mente de Amarande recordó las palabras de otra mujer
poderosa. La Reina Viuda Inés, respondiendo a la afirmación de Amarande
de que la Corona de Pyrenee no era suya. Sin embargo, tienes la sangre
adecuada, y tu reclamo sigue sin tener valor si no te unes a otra como un
parásito.

Un parásito, mendigando su propio reino. Estas mujeres ya habían


pasado por eso. Sabían cómo gobernar, aunque su sangre y sus derechos
les supusieran una carga diferente a la de Amarande.

Geneva apretó aún más. Los huesos de Amarande se estiraron y


crujieron mientras la herida se plegaba sobre sí misma, el dolor besaba cada
borde, herido o entero.

—Quiero una respuesta, ¿podrías?

Amarande se humedeció los labios, sus dientes castañetearon de


repente.

—No.

La reina fugitiva soltó la mano de su hija.

—Y por eso debemos ponerle fin. El reinado de tu hermano es el


primer paso.

Amarande acunó la mano contra su pecho, a la mayor distancia


posible. Tragó saliva, con estrellas en los recovecos de su visión.

—¿Cómo es eso mejor? ¿Otro hombre en un trono robado? ¿Cómo es


eso más aceptable que mi simple petición de gobernar sola? Puede que
Ferdinand sea un gobernante prometedor, pero elevarlo no resuelve el
problema del patriarcado. Inés está tan hambrienta de poder como se
puede, pero incluso ella me ofreció una solución más diplomática que no
requería borrar mi reclamo encerrándome en una torre.

Amarande esperaba otro estallido, una represalia más dolorosa. En


cambio, su madre encontró un nuevo objetivo.

—Inés lo hizo, ¿eh?


—Sí, antes de la boda.

—¿Y le creíste? —Geneva enarcó una ceja—. Conocí bien a Inés una
vez, como hacen los compañeros. Es mucho más inteligente de lo que se le
atribuye, por mucho que se distraiga con su cara y su pecho. No descartes
ni por un segundo el hecho de que ella sabía exactamente lo que estaba
haciendo, apelando a tus motivaciones en los momentos previos a ese baño
de sangre.

—Me dijo que, si huía de Renard y la dejaba hacer su trabajo,


podríamos derribar el patriarcado con el número adecuado de votos.
Invocar una mayoría que reescribiera las leyes y me dejara gobernar sin
más.

De nuevo, su madre se rio.

—Si tu padre fue incapaz de producir ese resultado, te puedo


garantizar que Inés no habría podido hacerlo. Por algo se llama patriarcado.
La Inés que yo conocí siempre trabajó dentro de él, y de hecho le ha ido
bien. Pero yo pienso romperlo. A mi manera. En mi propio tiempo.

Era una amenaza y una promesa: Ferdinand era realmente una


marioneta. La mujer que se había escondido tras un título durante una
década, moviendo los hilos, ahora llevaba su espectáculo a un nuevo lugar,
a un nuevo pueblo, esta vez escondida tras la viva imagen de un joven rey
guerrero. Koldo tenía que saber esto, y sin embargo lo había dejado pasar
por encima no sólo de la reclamación de Amarande, sino también de su
propia regencia. ¿Por qué?

Geneva recogió cuidadosamente su cesta de tinturas y se puso en pie,


volviéndose hacia la puerta. Ella había terminado, pero la princesa no.
Amarande respiró con calma.

—¿Envenenaste a padre? ¿O diste la orden? ¿Para acabar con él? ¿Fue


realmente el primer paso?

—No.

Eso fue todo. Ninguna explicación. Sólo una respuesta trillada, y otro
paso hacia la puerta. Amarande no estaba segura de qué creer. ¿Estaba
diciendo la verdad?
La princesa apartó la mirada, no queriendo dar a su madre la
satisfacción de una salida vigilada. Fue entonces cuando Geneva se detuvo.

—El hijo de Lygia, Luca. ¿Dónde está? Lo has arriesgado todo por él
y, sin embargo, no está aquí contigo.

El pecho de Amarande se tensó, los bordes desgastados de la nota de


rescate acariciando la piel de su corazón. En silencio, observó el perfil de
la mujer.

La curva de su cuello, elegante incluso en su pequeña estatura. Puede


que el título más reciente de Geneva, Señor de la Guerra, haya pasado a
manos de otro, pero el peso de su poder seguía anclado en sus orgullosos
hombros.

—Tu silencio me da una teoría —Geneva se giró para mirar de frente


a su hija—. Ya no soy el Señor de la Guerra, pero tengo un gran interés en
el Torrente. Conocí a Lygia y soy lo suficientemente observadora como
para saber que Luca no era su hijo, sino que estaba a su cargo. El tatuaje en
su pecho era algo que ella intentaba ocultar a menudo, pero no me pasó
desapercibido el shock en las caras de mis doncellas torrencianas la primera
vez que lo vieron.

Abene y Maialen. Amarande tragó saliva, deseando que su rostro se


mantuviera en blanco, aunque el pánico surgiera dentro de ella, un fuego
salvaje.

—Querida hija, escúchame ahora y ten claro que lo que digo es cierto
—Geneva cruzó la corta distancia e inclinó la barbilla de Amarande para
que no pudiera mirar más que a los ojos de su madre, azules y ardientes—
. Si este muchacho y su tatuaje de lobo pretenden derrocar al Señor de la
Guerra, me encargaré personalmente de que fracase.
Capítulo

16
—¿Lo crearon? —Las palabras de Luca le supieron a ceniza en la
boca—. Tala, por favor, no escatimes en detalles —Miró a Ula, que parecía
estar a un millón de kilómetros de distancia. Ella ya culpaba a Ardenia por
no hacer nada para ayudar a Torrente, pero esta sugerencia... era un camino
ciertamente oscuro—. Sé que el Rey Sendoa no hizo lo suficiente para
desbancar al Señor de la Guerra. ¿Cómo es que esa inacción condujo a la
creación del Torrente?

El hombre respiró profunda y cansadamente. De repente, Tala parecía


mucho más viejo, el peso de los años y de la lucha hacía caer sus hombros
mientras encontraba las palabras para explicar lo que había llevado a la
resistencia que había construido.

—Mi Otsakumea, tu padre, el Rey Lotyoa, era un viejo amigo del Rey
Sendoa. Nuestro rey era diez años mayor y consideraba al Rey Sendoa
como un descarado hermano menor. Su conexión era mucho más fuerte
que con los otros gobernantes. El Rey Domingu era demasiado viejo para
ser un compañero. El padre del Rey Akil, el Rey Alladan, había muerto, y
la reina viuda Tiya no estaba interesada en hacer amigos. El Rey Louis-
David era un par, pero estaba aún más desinteresado en esas cosas que la
reina viuda Tiya. Con todo ello, Lotyoa y Sendoa eran amigos en un
continente donde eso es raro.

Amigos. El Rey Guerrero era amistoso entre quienes lo conocían bien,


sí. Pero se consideraba el protector de la Arena y el Cielo, un papel que
asumió no por amistad, sino como estrategia para aislar a Ardenia.

La percepción y la perspectiva, ¿lo dirigen todo, incluso en la cima?


—Perdóname, Tala, pero por lo que sé de la vida de Amarande, ni una
sola persona de sangre real parece confiar en los demás. No parece tener
ninguna importancia que parezcan amistosos entre sí —Luca señaló el lugar
donde la gasa asomaba por encima de su túnica, marcando su herida—. He
experimentado personalmente lo que un hermano haría para eliminar su
propia sangre de la línea de sucesión. Esa sangre y la apariencia de lealtad
no importaban; ¿por qué iba a importar la amistad?

Asintió, grave.

—Lo que importa es que no lo hizo.

—Eso no tiene sentido —gruñó Urtzi, royendo un trozo de pan.

—Yo estaba allí; sí tiene sentido si entiendes la situación —dijo Tala—


. Aunque habían sido amigos, esa relación se estrechó a medida que se
hacían mayores y luego se enfrentaron a los mismos hitos en una especie
de sucesión retardada: la pérdida de un padre, la elevación al trono, el
matrimonio. Estaban tan unidos como era posible. Y, sin embargo, justo
después de que el Rey Sendoa se casara con la Reina Geneva, algo en su
relación con el Rey Lotyoa cambió.

A Luca se le ocurrió que, aunque sabía que Amarande no era como el


resto, quizás no se podía decir lo mismo de su padre.

—Inmediatamente después de la boda, el Rey Sendoa llamó al Rey


Lotyoa. En dos ocasiones, escuché voces elevadas desde las cámaras reales.
Años más tarde descubrimos que, una semana después de esa última visita,
los soldados del Rey Sendoa se adentraron en el Reino de Torrence y
dieron los primeros pasos hacia la Erradicación del Lobo.

Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Luca.

—Pasos. ¿Qué fueron? ¿Cómo?

—Estos soldados encontraron al primer Señor de la Guerra, un


hombre llamado Jericho Talmage —Este no era un nombre que Luca
hubiera escuchado aún. Mirando a su alrededor, parecía que nadie más lo
había hecho tampoco—. Avivaron su ira contra los Otxoa, consolidaron su
apoyo, apuntalaron sus suministros y elaboraron la estrategia de lo que se
convertiría, poco tiempo después, en un golpe de estado.

Luca apretó los ojos.


—Lo crearon instalando al Señor de la Guerra.

—Sí, mi Otsakumea.

Luca respiró profundamente y abrió los ojos.

—¿Por qué?

—No lo sé. Lo único que sé es que aunque el Rey Sendoa no movió


un dedo en la matanza de los Otxoa, dio la orden.

Luca miró fijamente al consejero de mayor confianza de los Otxoa. El


fantasma de la figura paterna que Luca había conocido toda su vida se posó
con fuerza sobre sus hombros: ese hombre que le había abierto su casa, le
había dado un trabajo, se había asegurado de que recibiera educación,
¿podría haber hecho algo así? ¿Ser tan generoso con una mano y tan cruel
con la otra? Intentó tragar saliva, pero no lo consiguió, mientras leía el
rostro bruñido de Tala. El anciano no rompió el contacto visual, con sus
oscuras pupilas inamovibles.

—¿No es una información de segunda mano?

—No. Es mi información y es la verdad. He sobrevivido —Tala no


levantó la voz, pero sus palabras fueron como cuchilladas, una tras otra,
todas dirigidas al recuerdo de Sendoa tan vívido en la mente de Luca.

Tenía que haber una razón. Esto no podía ser cierto.

Tala pareció leer los pensamientos de Luca. Continuó—: Y si no me


crees, pregúntate por qué un hombre que se autoproclamaba el gran
protector de lArena y Cielo dejó que el corazón del continente se quemara
y destruyera con un encogimiento de hombros y una mirada hacia otro
lado.

Luca tragó saliva.

—Conoces el nombre de Jericho Talmage. ¿Conoces la identidad de


los demás?

—No. Es el único que tenemos confirmado —Los ojos de Tala se


entrecerraron—. ¿A dónde quieres llegar, mi Otsakumea?

Luca respiró profundamente.


—Mi princesa cree que el actual Señor de la Guerra, o, si tu
inteligencia es correcta y hay un nuevo Señor de la Guerra, el anterior, era
su madre. Dijiste que el título no parecía pasar de mano en mano durante
mucho tiempo. ¿Es posible que el Rey Sendoa no haya atacado porque
sabía que la reina fugitiva era el Señor de la Guerra?

Tala pensó un rato en esto, ya que parecía ser una novedad para él.
Después de un largo momento, dijo—: O eso podría haber sido lo que
quería todo el tiempo. El control del Torrente. Tal vez lo tenía a través de
ella. Y con su muerte, renunció involuntariamente al control.

Lo que podría significar que la madre de Amarande fue forzada a


salir. O muerta. Días después de que Amarande estuviera segura de haberla
visto. Tal vez.

¿Cuántas veces se había sentado en el prado con Amarande en el


aniversario de la pérdida de sus madres, la de ella por la desaparición, la
de él por la enfermedad, escuchándola divagar en sus pensamientos sobre
la angustia de su padre por la huida de la Reina Geneva? Cómo el Rey
Sendoa no se casaría de nuevo con su corazón hecho pedazos. Cómo
Amarande agradecía que tuviera la amistad de Koldo para reforzar las
partes rotas de él.

Luca no era Amarande y aunque tenía acceso diario al rey, no era un


hijo sustituto. Pero a lo largo de su infancia en el castillo, había visto lo
suficiente como para saber que lo que Amarande decía sobre el corazón
roto de su padre era cierto. Pero, ¿y si no se lo había roto la Reina Geneva?

Luca volvió a intentar tragar con la garganta reseca.

La habitación estaba en silencio. Tala continuó, con un tono sombrío


y bajo—: El rey Lotyoa era conocido por su bondad. Era más confiado de
lo que era prudente en su posición. De todos y de cualquiera, y creo que
esto fue su fin.

Aquel peso que presionaba el pecho de Luca se tensó, oprimiendo sus


pulmones hasta que no pudo respirar.

Me dicen que soy amable y confiado, como mi padre.

Tomaré las mismas decisiones.

Y si cometo los mismos errores, moriré.


Cuando Luca respiró para hablar, su voz tembló. La sangre en sus
venas era una cosa, su experiencia de vida otra.

—Tu duda sobre Ardenia está bien fundada. Aunque estas acciones
no concuerdan con el Rey Sendoa que conocí, respeto lo que nos cuentas.
Pero también debes entender que confío en la princesa Amarande con
todo lo que tengo.

El líder no respondió.

—Tala, mírame —dijo Luca, poniendo una mano en el hombro del


hombre—. Me gustaría que confiaras en mí, como Otsakumea o
simplemente como Luca, cuando digo que Amarande no es su padre. Si
está conmigo, está contigo.

Luca se acomodó. Sus compañeros asintieron, unificados. Tala respiró


entrecortadamente.

—¿Debes contactar con ella, mi Otsakumea?

—Enviar un mensaje a Amarande es una promesa y estoy obligado a


cumplirla.

—Mi Otsakumea, la princesa Amarande no debería exigirte nada. Ya


no eres su mozo de cuadra.

—Yo lo requiero, no ella. Si hago una promesa, la mantengo. Sobre


todo a los que amo.

La expresión de Tala no cambió. No lo aprobó.

—Es imperativo que la princesa venga sola, no con su ejército. No


confío en ella hasta ese punto.

—La princesa vendrá sola —Luca necesitaba a Amarande más que


cualquier ejército que pudiera traer para derrotar al Señor de la Guerra.
Había visto la determinación de su gente en aquella caverna, la había
sentido en sus puños cuando le habían tomado la mano y lo habían mirado
a los ojos. Cada uno de ellos estaba preparado para luchar. Y a ganar.

A la palabra de Luca, Ula se puso inmediatamente en pie.

—Iré con la princesa.


Esto no fue una sorpresa. Ula sabía, por la huella de su pata, que era
alguien en quien confiaban por igual la resistencia y Amarande. El puente
perfecto. Tala asintió a la chica, con los labios torcidos en sus esquinas de
cara escarpada.

—Por supuesto que sí, Ula. Eres tan valiente, tan leal como tu madre,
dispuesta a hacer lo que sea necesario sin que nadie te lo pida.

Por supuesto que este hombre también conocía a Lygia. Tenía sentido
y, sin embargo, sus labios se abrieron, sus ojos dorados se redondearon con
sorpresa. El rostro y la garganta de Ula se sonrojaron, y su espesa cabellera
oscura no fue suficiente para ocultarlo.

—Gracias.

Osana se puso de pie y se colocó la vaina que sostenía la espada de


Sendoa en la espalda.

—Luca necesita tu talento médico. Iré —anunció—. Conozco el camino


más rápido hacia el Itspi y la princesa me dio instrucciones sobre lo que
debo decir a los guardias.

Osana tenía la misma actitud complaciente que había tenido desde que
se unió a su tripulación en el Bellringe, pero algo en la forma en que Luca
la leía había cambiado en el último día. Luca siempre creía lo mejor de la
gente, pero la muerte del Rey Sendoa y todo lo que había sucedido después
había añadido una nota agria a ese optimismo. Aun así, era un argumento
sólido y no quería parecer combativo ante Tala.

—Me sentiría mejor si alguien te acompaña, Urtzi, ¿me das el gusto de


acompañar a Osana? Estoy seguro de que las cocinas estarán encantadas de
llenar tus alforjas antes de que salgas.

A mitad del bocado, Urtzi se apartó del pan que tenía en el puño e
intercambió una pesada mirada con Ula.

—Yo viajo con Ula.

De repente, Luca se dio cuenta de que su petición había sido mucho


más que simple.

¿Habían estado separados desde que ella había dejado literalmente su


huella en él cuando eran niños?
—Eso no significa que no puedas viajar conmigo —respondió Osana,
con voz ligera antes de añadir, en un tono más pesado—: Sobre todo si es
del gusto de Otsakumea.

Esta última parte era claramente en beneficio de Tala, que observaba


el intercambio con los brazos enrollados sobre su delgado pecho. No le
gustaba el encargo, no le gustaba la resistencia a las órdenes, no le gustaba
nada de eso. Ula lo entendía tan bien como Osana, tan bien como Luca. Y
ella encontraría la manera de hacérselo ver a Urtzi también.

—Vamos, gran zoquete —dijo Ula, con el permiso claro—. Quizá


aprecies un poco más mis mejores cualidades si ves lo que hay ahí fuera.

Urtzi dudó un momento, pero luego se puso en pie.

—Iré —Aliviado, Luca asintió.

Tala les obligó a ambos a confirmar que sólo recuperarían a la


princesa antes de dirigirse a la zona de concentración subterránea de la
resistencia, cerca de la Mano.

—Si llegan a la zona antes que nosotros, esperen a que la resistencia


emerja. Hagan lo que hagan, no busquen la entrada del túnel. Debemos
mantener nuestra ubicación segura. De todos.

—Se puede confiar en Amarande —reiteró Luca, manteniendo la voz


lo más plana posible.

Tala levantó una mano.

—Pero no en los que puedan estar observando.

Luca asintió a sus mensajeros.

—Tengan cuidado —Luego a Tala—: ¿Cuál es mi papel?

—Esperarás noticias en el lugar seguro mientras los vigilantes se


infiltran e informan.

Luca negó con la cabeza. Si había aprendido algo del Rey Sendoa,
Koldo y Amarande, era que los líderes no se escondían y esperaban.

—No, me infiltraré con los vigilantes. No he venido aquí a


esconderme, a esperar o a que me pongan en un pedestal para ver cómo
trabajan los demás —Sus ojos se fijaron en el hombre mayor—. Dígame qué
hacer.
Capítulo

17
En las horas posteriores a la visita de su madre, el sueño no le resultó
fácil a la princesa prisionera.

La mano dañada de Amarande palpitaba, mucho más que cuando se


lesionó por primera vez. Lo único que atenuaba ese dolor agudo y terrible
era la creciente rigidez de sus músculos por la restricción de los grilletes
que la mantenían contra la pared de piedra curvada de la celda circular, a
toda una habitación de distancia de la relativa comodidad de su colchón de
paja. Sólo había suficiente holgura para permitirle encorvarse contra la
piedra sin pulir, no tumbarse del todo, e incluso entonces las esposas de
metal de sus muñecas se clavaban en su piel si hacía algo más que apoyarse
en la pared como una muñeca.

Pero no era el dolor físico lo que la mantenía despierta.

Era la angustia mental.

Por sus propias decisiones que la habían llevado a este momento:


encadenada en una torre de su casa ancestral, oscurecida tanto en su
persona como en su título.

Por el crudo horror de en qué se había convertido su madre, un


monstruo de carne y hueso.

Sobre la abrasadora combinación de ambos, que dejó a Luca


vulnerable de una manera que ella no podía contrarrestar, y de la que era
la única responsable.

Si este chico y su tatuaje de lobo pretenden desbancar al Señor de la


Guerra, me encargaré personalmente de que fracase.
No había ningún matiz en esa amenaza. Su madre ya no era el Señor
de la Guerra, pero si no salía de su encierro y llegaba hasta Luca, su cabeza
pronto estaría en una pica como lo había estado la de su padre. Su tatuaje
desollado y visible, también, una prueba tanto como una amenaza,
expuesta a todos en el Torrente, las caravanas que seguían al Señor de la
Guerra, y la resistencia que esperaba al Otsakumea. Una rebelión rota, el
poder supremo del Señor de la Guerra aumentado.

Ven conmigo, Princesa.

Si lo hubiera hecho…

El dolor de su mano sería reemplazado por el calor de su suave


abrazo. Sus huesos estarían cansados de luchar con él, por él. Y cuando
fuera el momento adecuado, se habrían enfrentado juntos a las ambiciones
de su monstruosa madre, salvando tanto su trono como el de él de las
maquinaciones de Geneva.

En cambio, cuando el sueño llegó en alguna hora negra, Amarande


no soñó con lo que podrían hacer juntos, sino con lo que había hecho. En
la mirada de Renard, en el color que se le escapaba de la cara mientras la
sangre roja y brillante brotaba del golpe, manchando la empuñadura del
cuchillo, la mano y el vestido de novia.

Era la oscura visión de un recuerdo del que no podía escapar.

Su primer asesinato, realizado no por honor ni por luchar por su


pueblo, sino por venganza. Una vida por una vida. Creer que Renard, en
cierto modo, había matado a Luca, su amor.

Coincidía con uno de los principios de su padre: si no es ojo por ojo,


látigo por látigo. Y, sin embargo, era su mayor arrepentimiento.

El sonido de los cristales rompiéndose hizo que la princesa se


levantara y se despertara por completo.

Con otro estruendo, se rompieron más cristales, salpicando las piedras


con brillantes motas de cobalto y carmesí. Dudando en moverse,
Amarande estiró el cuello todo lo que pudo, tratando de ver quién o qué
había fuera de su ventana. Sólo unos pocos trozos de vidrio se aferraban
al marco de la ventana, dejando los barrotes de acero en relieve contra la
noche.
—Luca —susurró Amarande, una oración reflexiva basada en una
esperanza inmediata e imposible. Que su amor fuera tan fuerte que él
sintiera lo mucho que ella le necesitaba y acudiera a rescatarla, igual que
ella había acudido al suyo.

Entonces oyó que un corcho estallaba con un fuerte chisporroteo y


un silbido, y un humo de olor acre llenó el aire. Ante sus ojos, los barrotes
que enmarcaban la ventana se derritieron. La empuñadura de una daga
apartó las tiras de metal destrozadas, creando espacio suficiente para un
cuerpo ágil.

Algo en la secuencia hizo que una gota de inquietud se instalara en su


interior. La princesa se puso en pie, y su entrenamiento y estrategia
pasaron de la defensa al ataque. Se apretó contra la pared y recogió la
mínima holgura de sus pesadas cadenas en un lazo agarrado con la mano
no herida.

Por la ventana apareció una bota, negra y brillante. Luego otra. Le


siguieron unos pantalones lisos y la punta de una espada larga, mientras
un torso masculino serpenteaba de lado a través del espacio que quedaba
entre los barrotes desintegrados. El corazón de Amarande tartamudeó.

No era Luca.

—Desde luego, no se arriesgaron a hacerte desaparecer, ¿verdad? —El


joven se dejó caer con gracia al suelo—. En lo alto de la torre, bajo llave,
encadenada a una pared y vestida con nada más que una sábana glorificada.
Su jaula no es ciertamente dorada, princesa.

Amarande miró a través de la tenue luz a ese chico que no era Luca.
Iba vestido con el traje granate y marfil de la guardia del castillo de Itspi,
pero no era un guardia.

Pelo corto y rubio, bien peinado. Ojos azules, del color de un glaciar
fracturado.

Una mandíbula tan regia como cualquier artista podría imaginar.

Sonrisa de zorro.

—¿Taillefer?
Parpadeó ante el hermano menor de Renard, sin estar segura de si
estaba realmente despierta o si había entrado en otro rincón oscuro de su
pesadilla empapada de sangre.

—Princesa Amarande, tus ojos no te engañan —El segundo hijo de


Pyrenee se inclinó, barriendo la capa granate ante su cuerpo con una
floritura—. Eres una damisela en apuros y estoy aquí para rescatarte.

No se equivocaba, ella era una damisela en apuros, pero él no debía


ser su rescatador.

Ni en un millón de años.

La última vez que lo vio, él estaba en el otro extremo de su espada


mientras ella intentaba en vano clavársela en el corazón. Ella no lo había
matado, pero eso no significaba que no tuviera intención de devolverle el
intento ahora.

La princesa se puso en pie con las piernas dobladas por las rodillas,
lista para la acción. Apretó la cadena en su agarre.

—Estás aquí para vengarte. No soy una tonta.

Taillefer dio un paso más. Su daga y su espada permanecían guardadas


en ambas caderas.

—Veo que estás sorprendida —Levantó las manos con las palmas hacia
fuera, como si se acercara en señal de rendición, como si fuera él quien
estuviera desarmado—. Nunca pensé que fueras una tonta y no subestimo
lo que puedes hacer incluso estando encadenada.

—La adulación no te llevará a ninguna parte.

—Todo lo que tengo es eso y mi razón. Si no escuchas los halagos


quizás escuches la razón.

Amarande inclinó la barbilla hacia su cinturón.

—También tienes tu espada y tu daga.

—Me parece justo —Taillefer desenfundó ambas y las dejó caer en el


espacio que había entre ellos con un ruido de acero sobre piedra—. Recoge
una o las dos, lo que te parezca como garantía suficiente para que aceptes
que no he venido a asesinarte.
La princesa dejó caer la cadena y recogió ambas armas. Amarande no
se fiaba de Taillefer, pero fuera cual fuera su jugada para desarmarse,
estaba segura de que no podría superar sus habilidades, incluso estando
encadenada y herida. Sujetó tanto la daga como la espada en una posición
de guardia alta, el dolor de su mano herida casi silenciado por el mortífero
acero basilita que de repente tenía en su mano.

—No te acerques ni un centímetro. ¿Por qué estás aquí?

Enarcó una ceja rubia y sonrió de esa manera suya engañosamente


encantadora que podría engañar a cualquiera que no lo conociera y hacerle
creer que no estaba completamente trastornado.

—¿Por qué viajé cien millas, robé en los terrenos de un castillo


altamente fortificado, robé un feo uniforme ardeniano, trepé por una torre,
rompí una ventana y derretí los barrotes de la celda, todo ello mientras
hacía equilibrio en una cornisa decorativa de dos pulgadas de grosor para
tener la oportunidad de armar a una furiosa y bien entrenada guerrera con
mis propias armas?

—Sí, eso.

—Porque somos la única esperanza del otro.

La princesa estuvo a punto de reírse, pero en lugar de eso apretó sus


armas.

—He escuchado esta canción antes y ambos sabemos cómo terminó


eso para Renard.

Amarande esperaba verle hacer una mueca de dolor o sonrojarse o


mostrar algún tipo de emoción que coincidiera con la culpa que era un
goteo constante en sus entrañas. Taillefer la había provocado al asesinato
y eso era algo que él no podía discutir. En su lugar, se limitó a responder—
: Precisamente.

—Por el amor de todas las estrellas, expón tu caso claramente,


Taillefer.

El chico se enderezó, la sonrisa de zorro se le escapó de la cara.

—Mi madre quiere tu sangre. Atrapada viva o muerta, hay una


recompensa por tu cabeza por el regicidio del Príncipe Heredero Renard.
Lo mismo por las cabezas de tu mozo de cuadra y a los piratas por ayudar
e instigar el asesinato de Renard y tu fuga.

—Nada de esto es sorprendente. ¿Por qué debería creer que estás aquí
por otra razón que no sea la de trasladarme de mi actual prisión a una
muerte segura en Bellringe?

—Porque si muestro mi cara en la Cresta del Rey, seré asesinado en el


acto —El príncipe miró directamente a los ojos de Amarande—. Tengo el
mismo precio sobre mi cabeza. Piénsalo: Dos pájaros de un tiro. Ejecutar a
un traidor y a la única persona que se interpone en el camino del trono.

Taillefer tenía un punto, pero también tenía linaje real que su madre
no tenía.

—Ella puede asesinarte en secreto, pero su reclamo al trono sería más


poderoso si te juzgara y ejecutara por traición.

—Tienes razón; sería más dramático. Ella preferiría eso a la eficiencia,


supongo. Un juicio y un ahorcamiento público. Sí, es una buena canción
triste. Pero ella no necesita una reclamación legítima; ya ha movido los
peones en posición para su juego de poder.

—Taillefer, de nuevo con los acertijos, no podemos...

—Se va a casar con Domingu, ya está arreglado.

Los ojos de Amarande se entrecerraron.

—Pero él ya está casado con Nania…

—Hace muy poco que se ahogó la Reina Nania. Tan joven, tan
desafortunada, tan inesperada.

Estrellas. El rey basilita tenía ya casi ochenta años, pero un hombre


que había apuñalado a su propio hermano por la espalda por una corona
no tendría reparos en asesinar a una simple esposa. Especialmente su
quinta. Y sobre todo si eso significaba la oportunidad de crear un reino
conjunto y producir un heredero que lo acompañara: los temores de
Renard se estaban haciendo realidad.

Taillefer continuó—: Dentro de unos días, mi madre se casará con


Domingu. No necesitan la aprobación de Ardenia para hacerlo; ya tienen
el acuerdo del rey Akil de Myrcell. Tres jefes de estado de acuerdo no
necesitan un cuarto para obtener la mayoría —Hizo una pausa de apenas
unos segundos—. Eso deja a Ardenia con su nuevo e inexperto gobernante,
aislado y listo para ser conquistada por un nuevo y poderoso reino
conjunto. No es tan descabellado creer que si Ardenia cae, también lo hará
todo el continente.

La mente de Amarande dio vueltas a las posibilidades de lo que


Domingu podría lograr con toda Arena y Cielo bajo su pulgar. ¿Es esto lo
que su padre había temido? ¿Y qué hay de Ferdinand y Geneva?
¿Pelearían? ¿Se inclinarían? Al fin y al cabo, Domingu era el abuelo de
Geneva: ¿valía la pena sobrevivir a los males del patriarcado imperial?

Taillefer observó cómo Amarande procesaba esto.

—¿Lo ve, princesa?

Ella lo vio. Aunque creía que Taillefer se equivocaba al afirmar que


eran la única esperanza del otro. Cada uno de ellos era un obstáculo en este
plan urdido por Domingu e Inés y juntos eran un objetivo mayor.

Sin embargo, Taillefer estaba aquí, ofreciendo una salida. A Luca.


Amarande se mordió el labio. Si se iba con Taillefer, tal vez no llegarían
al amanecer sin sangre. Aunque sus propósitos de aliado fueran ciertos, su
tortura a Luca no era algo que ella pudiera descartar.

—¿Por qué debería confiar en ti?

—¿Por qué debería confiar en ti? —Taillefer dejó caer sus manos—.
Créame, princesa, es una sorpresa para mí también que esté aquí. Intentaste
apuñalarme en el pecho la última vez que tuvimos el placer de estar en la
misma habitación.

De nuevo, a sus oídos le sonó como si estuviera diciendo la verdad.

—¿Por qué no huyes por tu cuenta? ¿Por qué me necesitas?

—Porque no quiero huir. Quiero luchar. Y sospecho que tú también


—Sus ojos recorrieron su postura de doble hoja—. Por eso exactamente
Geneva y Koldo tomaron todas las precauciones y te escondieron, mientras
entregaban la corona a tu hermano.
Estaba claro que él entendía los matices de ella, tanto de las arañas
como de los pájaros. Al igual que sabía que ella lo necesitaría para escapar.

Continuó, su voz calmada y desprovista de cualquier indicio del tono


burlón que tan a menudo utilizaba.

—Observé la ceremonia, ya sabes. Vi cómo ese consejero principal


tuyo anunciaba al pueblo de Ardenia que habías muerto por la mano de
mi madre. Fue un momento bastante sombrío, un gran golpe para tu
pueblo, antes de la repentina y muy conveniente presentación de un
heredero que nadie sabía que existía. Oh, la alegría en esas caras de
sorpresa, princesa. Fue algo. Muy afortunado por su asombroso parecido
con Sendoa: hace que haya menos preguntas y más aceptación ciega y
aliviada.

Taillefer señaló su entorno.

—Esto es una sentencia de muerte, Amarande —Por primera vez en


su memoria, Taillefer parecía estar absolutamente serio—. Todavía respiras,
sí, pero ¿vives? ¿Vivir es estar escondida en una torre? ¿Estar encadenada?
¿Ser considerada una amenaza en tu propia casa? Es una traición tanto
como el fin de tu vida.

Se acercó un paso más.

—Y sabes que esto no durará. Puede que te retengan unos días, una
semana, incluso un mes, como garantía. Pero una vez que tu utilidad se
agote, desaparecerás... para siempre.

Era la verdad. Lo sabía desde el momento en que se había despertado


en esta celda, en su propia casa, encarcelada por personas que había
conocido toda su vida a instancias de la única familia que le quedaba.

Amarande respiró profundamente. Aceptaría la ayuda de Taillefer.


Por el momento, él era su única posibilidad de escapar. Todavía no le había
presionado sobre su plan, cómo pensaba luchar por su derecho de
nacimiento y cómo creía que ella podría ayudarle, pero no importaba. Con
él o sin él, se adentraría en el Torrente para reunirse con Luca. Entonces,
ella reevaluaría.

Luca primero, todo lo demás después.


Con un movimiento suave, Amarande hizo caer la espada de Taillefer
sobre el grillete de su brazo opuesto. Una, dos, tres veces. El metal se
resquebrajó en un patrón de pelo. Se quitó los grilletes y repitió el ataque
en el otro lado.

Libre de los grilletes, se enfrentó a Taillefer.

—Las armas se quedan conmigo. Yo dirijo, aquí y fuera de este castillo.


Vamos.
Capítulo

18
Los primeros pasos que dieron Amarande y Taillefer fueron en
direcciones opuestas. Ella se dirigió hacia la ventana por la que él había
entrado. Él giró hacia la puerta cerrada de su celda.

—Princesa —dijo Taillefer por encima del hombro— aunque puedo


asegurarle que la cima de esta torre tiene una vista encantadora, nos
romperíamos el cuello al bajar. Hagamos esto más sencillo y menos
doloroso.

Amarande no se movió.

—Si quieres desbloquearla, la daga no funcionará. Lo he intentado.

—No necesito una daga —El príncipe deslizó una mano enguantada
en el bolsillo de su uniforme robado—. Tengo más tintura.

Amarande inspeccionó los barrotes de la ventana, deformes y


fundidos como estaban, y luego se quedó boquiabierta ante el frasco que
tenía en la mano.

—¿Qué es eso?

—Impresionante, lo que puede hacer, ¿no? —Levantó el frasco, con


mucho cuidado—. Una concentración de la savia del perejil gigante. Lo
llamo pantano de fuego —Sus ojos parpadearon hacia su rostro en busca
de una reacción. No obtuvo ninguna—. Apártate, ¿quieres? Es
extremadamente potente.

Ella dio un paso atrás.


—Una o dos gotas deberían bastar —Taillefer inclinó la punta de la
botella hacia la cerradura. El líquido era de un verde musgoso brillante,
como un prado atravesado por el sol de primavera. O un pantano de fuego,
sea lo que sea, ya que Amarande nunca había oído ese término. Tal vez
fuera por el color pantanoso y su capacidad para fundir el metal. En
cualquier caso, Taillefer, como de costumbre, pensaba claramente que
estaba siendo inteligente. Una sola gota gorda rodó por el borde de la
botella y entró en el ojo de la cerradura. Inmediatamente, el metal comenzó
a humear, el ojo de la cerradura se expandió.

Impresionante, sí. Pero también completamente aterrador, Amarande


nunca había visto nada parecido.

—¿Sólo reacciona con el metal? ¿O disuelve la piedra y similares?

—Oh, supongo que si tuviéramos suficiente, podríamos quemar el


suelo, pero eso sería todo un desperdicio. Prefiero usarlo gota a gota para
desbloquear las puertas de las celdas y desarmar a los guardias —Con
cuidado, volvió a colocar el corcho en el cuello de la botella—. No puedo
dejar que te diviertas del todo.

Amarande se sintió mal.

—¿Usarías eso a propósito con un humano?

Los labios de Taillefer se movieron mientras miraba su cara de


asombro.

—Está claro que no discutiste con él la casi muerte de tu mozo de


cuadra con mucho detalle, ¿verdad?

La bilis le lamió la garganta y sus manos se apretaron.

—No quiso hablar de ello.

Y ahora Amarande sabía por qué. No había presionado a Luca para


que compartiera los detalles de su encuentro con Taillefer en las
mazmorras del Bellringe, emocionada como estaba de que estuviera vivo
y fuera suyo y estuvieran juntos. Pero si Taillefer decía la verdad y había
usado ese pantano de fuego en Luca, si no estaba mintiendo sólo para
desequilibrarla... ella seguiría el principio de su padre, si no es ojo por ojo,
látigo por látigo, en honor a Luca. No importaba el tiempo que estuviera
con el príncipe, ya fueran cinco minutos o cinco días, ella lo desarmaría de
este pantano de fuego.

Taillefer podría anticipar su venganza. Pero la anticipación no le


ayudaría a sobrevivir.

Por el momento, Amarande reprimió su rabia y observó cómo


funcionaba la tintura.

Un siseo y un estallido, un humo sulfuroso, y el herraje de la


cerradura se derritió. Taillefer suspiró satisfecho, observando cómo su
brebaje perdía fuerza, pero no antes de atravesar una puerta más gruesa
que dos manos rezadoras aplastadas.

—Increíble, ¿no?

—Estaba pensando en otra palabra.

—¿Impresionante? ¿Eficiente? ¿Increíble?

—Vil.

La gruesa puerta de madera dura se abrió de golpe. A través de ella,


Amarande pudo ver una puerta igualmente pesada en el extremo de la
antecámara que conducía a su celda. El guardia estaría al otro lado.

Amarande se acercó a la puerta exterior, con la espada preparada, y


se asomó por el ojo de la cerradura. A unos metros, pudo distinguir al
segundo capitán Pualo saludando al centinela que había montado guardia.
Murmullos bajos, y un momento después, el guardia saludó al capitán y
desapareció: un cambio de turno. Amarande respiró tranquilamente.

—¿Cuántos? —susurró Taillefer.

—Uno. Quédate aquí. Esto no llevará mucho tiempo.

Alejándolo de la puerta, Amarande probó el picaporte, desbloqueado,


y contó en silencio. Uno, dos, tres.

La princesa atravesó la puerta de la antesala y corrió hacia el segundo


capitán. Pualo sólo pareció percibir a Amarande en la fracción de segundo
anterior a que la empuñadura de su espada se estrellara contra la sien de la
guardiana.
Pualo cayó como una piedra en un montón arrugado en el suelo.

Amarande comprobó el pulso de la chica, confirmó que aún respiraba


y dijo—: Mis disculpas, segundo capitán. Que duerma bien.

—No bromeaba, princesa. No me ha costado nada; eres mucho más


rápida que mi pantano de fuego, pero no tan decisiva —Sus ojos se
entrecerraron—. ¿Por qué no la mataste? ¿O a todos los otros pobres
infelices que encontraste durante tu última emocionante aventura?

—No todas las batallas deben acabar en muerte.

Taillefer enarcó una ceja.

—¿Y las bodas? Me atrevo a decir que he oído que se supone que
terminan con un beso y la unión de las familias, pero la última a la que
asistí fue mucho más mortal de lo esperado.

Si así era como Taillefer gestionaba la pizca de culpa que podía tener
por todo el sórdido asunto de la boda, ella no quería participar.

—Cállate y ven.

—Con mucho gusto. ¿Dónde estamos exactamente?

Taillefer no conocía el castillo tan bien como ella, pero basándose en


su capacidad para averiguar dónde la habían retenido a partir de lo poco
que sabía de sus infrecuentes visitas al Itspi para ocasiones de estado, pensó
que iba de farol. Era demasiado inteligente para saber tan poco. Y esto,
como su más reciente intento de humor, los retrasaría. Giró sobre el
príncipe.

—Taillefer, antes de seguir adelante, necesito que me prometas que no


seguirás haciéndote el tonto, porque realmente no te conviene.

La sonrisa del zorro brilló.

—No sé a qué te refieres.

—Sí lo sabes. No me hace sentirme brillante ni confiar más en ti para


que confíes en mi inteligencia. Me hace sentir bastante preocupada por
nuestra tenue asociación y apenas hemos llegado a seis metros de la celda.
Si esto continúa, te arrancaré la lengua antes de que veamos la luz del día,
porque no puedo contigo: las bromas ya son bastante malas. Para. Eso.
—Como quieras —Taillefer se inclinó sobre el cuerpo de Pualo—.
Debería armarme, ya que requieres mis armas.

Alcanzó la daga del segundo capitán, pero Amarande le apartó la


mano de un manotazo.

—¿Y que me apuñale por la espalda al salir? No.

Mientras estuvieran cerca, ella no le permitiría ningún arma: su


tintura de pantano de fuego y cualquier otra poción que tuviera en esa
bolsa eran suficientemente peligrosas.

—Que yo tenga un arma no disminuye tu posesión.

—Lo hace si tu cuchillo entra en mi espalda. Toma la daga de Pualo y


te apuñalaré con ella y te dejaré aquí para que te desangres.

Para su sorpresa, él cedió.

—Bien. Pero sólo porque morir con un uniforme ardeniano supondría


una vida posterior muy embarazosa, dado que soy el actual príncipe
heredero de Pyrenee.

La princesa se puso de pie.

—Sígueme. Y no hagas ruido. Prefiero no morir escapando de mi


hogar ancestral, sin importar lo que lleve puesto.

*****

El Itspi estaba repleto de guardias del castillo. El contingente normal


se duplicaba, posiblemente se triplicaba. Esto era nuevo, muy nuevo, junto
con la puerta del castillo cerrada. Koldo, o posiblemente Geneva, estaban
siendo muy cautelosas.

Los guardias patrullaban los pasillos de dos en dos, y estuvieron a


punto de toparse con Amarande y Taillefer en numerosas ocasiones. Aun
así, se las arreglaron para evitar que los atraparan mientras se adentraban
cautelosamente en el cuerpo principal del castillo, escabulléndose entre las
sombras, coordinando sus movimientos con los repetitivos de las patrullas.
Cuando cuatro guardias que hacían rondas a primera hora de la mañana
por el lado norte del castillo pasaron por su escondite en una pequeña
alcoba cerca de la sala del trono, Amarande agarró a Taillefer de la muñeca
y lo arrastró por el pasillo hasta la biblioteca.

Las puertas dobles se cerraron con un susurro, y los pesados


revestimientos de las paredes y el suelo absorbieron el sonido. Cientos de
estanterías se alineaban en las paredes de doble altura, repletas de textos
militares, historias, cuentos populares, poesía y otros relatos de todo el
continente y más allá: el Rey Sendoa era muchas cosas y una de ellas era
muy leído. Los principios que se repetían a menudo en la mente de
Amarande eran una mezcla de la sabiduría de los libros de estas estanterías
con su experiencia de la vida real.

—Pasé bastante tiempo en su biblioteca durante la visita al funeral, y


aunque la colección de su padre es impresionante —susurró Taillefer—
dudaría mucho que haya un libro aquí que pueda resolver nuestro dilema
actual, a menos que haya un pasaje oculto para salir del castillo. Estrellas,
dime que una de estas estanterías conduce a un pasadizo oculto —Hizo una
pausa, agarrando el tomo de espinas gruesas más cercano, luego otro y
otro—. ¿Este es el detonante? ¿Y éste? O este otro.

Molesta, Amarande tiró de él con fuerza y volvió a enfrentarse a su


voluntariosa y fingida densidad.

—Si sabías la ubicación general de donde me tenían, ¿por qué


demonios escalaste la torre en lugar de usar tu uniforme de guardia robado
para atravesar el castillo y llegar hasta mí? Me reconocerían, por supuesto,
pero a ti no te habrían reconocido.

Taillefer parpadeó.

—Si hubiera sabido que iba a irrumpir en el Itspi tan pronto después
del funeral de tu padre, no habría estado tan ansioso por salir de mi
habitación y recorrer los terrenos durante mi visita. Me crucé con
suficiente gente en mi reconocimiento de tu ubicación para saber que
eventualmente tendría la desgracia de toparme con alguien que pudiera
ponerle una cara a mi verdadero nombre. No soy tan olvidable como
supones. El segundo hijo de un rey sigue siendo un príncipe.

Pasaron por delante de una larga y ornamentada mesa apilada con


pergaminos inclinados. Figuras: osos, leones de montaña, tigres, tiburones
salpicaban las zonas abiertas de la mesa. Objetos utilizados en las sesiones
de estrategia. Los ojos de Amarande se fijaron en un puñado de lobos
negros mezclados con los emblemas actuales. Cada uno tenía una W recién
rayada en el pecho, antiguas figuras de Torrence cooptadas y reutilizadas
para el Señor de la Guerra. El príncipe se detuvo cuando algo le llamó la
atención. Alcanzó uno de los pergaminos.

—Hmm... ¿qué es esto?

—No necesitamos un mapa —espetó—. Yo sé a dónde voy. Te toca a


ti seguirme.

A Luca. Siempre a Luca.

Taillefer suspiró.

—A su mozo de cuadra, sí. Pero, ¿dónde está? ¿Me lo dirás?

No hasta que estuvieran en camino.

—¿Compartir con el indefenso muchacho que me vendería al primer


destello de acero basilita antes de que estemos más allá de los terrenos del
Itspi? No.

—Tu confianza es realmente asombrosa.

—Hasta que no te hayas ganado algo más que una pizca de ella, no te
suministraré munición.

—¿Te he rescatado y sólo he recibido una pizca? Qué tacaña eres.

Amarande giró sobre él.

—Tú entraste, pero yo me rescaté sola. E incluso con tu rescate sigues


siendo muy negativo, en cuanto a la confianza. Nunca te perdonaré lo que
le hiciste a Luca con esa abominación —Señaló el bolsillo de él y el
contorno de la bolsa que contenía el pantano de fuego y cualquier otra
cosa que pudiera llevar.

Una sonrisa se desplegó en su rostro mientras el príncipe asentía.

—Entonces necesitaré un mapa. Es simplemente una buena práctica


cuando uno no sabe a dónde va —Los dedos de Taillefer, aún enguantados,
peinaron los pergaminos mientras entornaba los ojos en la tenue luz del
amanecer. Al no encontrar lo que buscaba, el príncipe se dirigió a las
páginas aplastadas que cubrían la mesa con las figuritas. En un momento,
los pergaminos crujieron mientras él cacareaba de éxito—. Esto servirá.

Amarande no se aventuró a ver qué mapa había elegido. En lugar de


eso, ya se estaba moviendo en la dirección que había planeado, hacia el
centro de la pared sur. Allí, una gran banqueta, tapizada en rica seda
dorada, estaba empotrada en la pared bajo un gran tapiz con los cinco
emblemas de la histórica Arena y Cielo.

Los ojos de la princesa se detuvieron en el lobo negro.

Taillefer se puso al día, ajustando los botones de su túnica de guardia,


los bordes puntiagudos del mapa doblado sobresalían de la tela. Amarande
no hizo ningún comentario sobre el mapa, sino que se limitó a apartar el
tapiz para revelar una pequeña puerta cuadrada cortada en la pared a un
metro y medio del suelo. Soltó el pestillo que mantenía la puerta cerrada,
dejando al descubierto un carro con una polea de cuerda.

Taillefer frunció los labios.

—¿Un montacargas?

—Sí. Mi padre siempre iba a la batalla con todo el material de


referencia, historias y planos dibujados a mano que podía llevar
razonablemente —Amarande sabía muy poco de las hazañas militares del
Rey Louis-David, pero dudaba mucho de que el hombre se acercara lo
suficiente al frente como para añorar tomos de estrategia en su tienda real.

El príncipe se inclinó hacia el montacargas, tirando alegremente del


mecanismo de la cuerda y observando cómo el carro subía y bajaba.
Amarande le liberó de la cuerda y tiró de ella con la suficiente fuerza
como para que el carro subiera y dejara al descubierto un pozo sin
obstáculos. Lo único que tendrían que hacer era deslizarse dos pisos abajo
hasta el patio.

—Entra.

Taillefer hizo una reverencia que hizo que Amarande apartara la


mirada, recordando la cortesía practicada por su hermano mayor en el
funeral de su padre.

—Las damas primero.


—Ni por asomo —Desenfundó su daga e hizo un gesto—. Dentro.

—Bien, bien.

Amarande clavó la daga en la cuerda, inmovilizándola. Luego


mantuvo la puerta abierta. Taillefer se colocó en la banqueta para poder
pasar una pierna y luego otra.

—Te recomiendo que te apoyes en los laterales todo lo que puedas


para no romperte los tobillos al aterrizar.

Con las piernas dentro, se retorció para apoyar las botas contra el eje,
que apenas era mucho más ancho que sus hombros. Con una mano
agarrando con fuerza el marco de la puerta, Taillefer arqueó una ceja hacia
ella.

—¿Has hecho esto antes?

—Sí. Muchas veces.

Taillefer dudó.

—¿Lo sabrán? Si nos rastrean hasta la biblioteca, ¿será un callejón sin


salida o sabrán exactamente lo que has hecho y correrán hasta el patio?

—La única persona que sabe que lo he hecho no está aquí.

—Ah, sí. Por supuesto —Las cejas de Taillefer se juntaron—. Debe


haber sido mucho más joven. No hay manera de que encaje aquí ahora,
con esos hombros, y bíceps, y…

—Sólo vete, ¿quieres?

Por una vez, Taillefer hizo lo que se le dijo sin intentar tener la última
palabra. Amarande contó hasta veinte, el tiempo suficiente para sentirse
segura, por sus experiencias anteriores con Luca, de que no caería sobre él,
y lo siguió hacia la oscuridad.
Capítulo

19
Amarande atravesó la rampa tras Taillefer y aterrizó en el patio de
entrenamiento sin árboles. Inmediatamente, el príncipe comenzó de nuevo
con sus preguntas burlonas.

—Ahora dime, ¿qué travesura en particular estaban haciendo ustedes


dos cuando decidieron que esa sería la mejor manera de dejar el...?

Amarande le cortó con un golpe de palma sobre su boca. La princesa


señaló las viviendas militares al otro lado de la hierba; muchas de las
ventanas estaban abiertas y abiertas con uniformes recién lavados colgados
para que se secaran con la brisa.

—Aquí hay oídos y ojos por todas partes, no sólo dentro. Vamos, al
establo.

Bajo su dirección, se pegaron a las sombras bajo el alero del Itspi,


caminando rápidamente, no corriendo. En el ángulo agudo de otra curva
serpenteante, Amarande se detuvo bruscamente. Taillefer chocó con ella
con un audible OOF, casi derribándola. Ella se estabilizó a su costa con un
fuerte agarre de su hombro, cubriendo de nuevo su boca con una palma
amoratada. Luego, cuando ambos se acomodaron y guardaron silencio, ella
señaló, a través del campo que se encontraba entre su ubicación actual y el
establo, hacia las murallas de la puerta principal.

Estaba repleta de guardias. No una simple cuadrilla de cuatro hombres


como la noche en que ella llegó, sino más de una docena. Y eso era sólo lo
que se veía.

Amarande no había contado con esto: otra adición protectora, como


los guardias dentro del castillo. Durante unos momentos de tranquilidad
leyó las sombras, juzgando cuánto tiempo estarían expuestos mientras se
dirigían al establo. Trató de idear un plan mejor que la suerte. Pero antes
de llegar allí, Taillefer le dio un golpecito en el hombro y luego señaló
detrás de ellos.

La Torre Norte del Itspi ardía con la luz de las antorchas.

La princesa inhaló bruscamente.

—Nuestra ventana de escape está a punto de cerrarse de golpe —


susurró Taillefer—. ¿Cuál es el plan?

La mente de Amarande se puso a pensar en la mejor estrategia posible,


aparte de la velocidad y el sigilo.

—Si no tienes una —anunció en voz baja— voy a ir a doble o nada


en mi modesta confianz…

—No harás tal cosa.

Pero Taillefer ya se estaba desplegando desde su agachada.

—Será mi cuello el que esté en juego, no el tuyo. Espera aquí. Sabrás


cuando moverte.

Antes de que ella pudiera objetar algo más, se dirigió directamente a


la garita de la entrada principal de Itspi. Desenvuelto y sin molestias, con
la barbilla en alto, su rostro real al descubierto y posiblemente reconocible
a metros de distancia.

El primer impulso de Amarande fue abordarlo, pero se contuvo. Le


picaban los dedos, lista para sacar su daga de la funda y clavársela en la
espalda antes de que la vendiera, pero eso sería el fin de una hoja
perfectamente buena...

—¡Ho, ahí arriba! —Taillefer llamó al segundo piso de la casa de la


puerta. Dos rostros se asomaron por encima del parapeto. Amarande se
hundió en el suelo entre las sombras, tratando de cubrir su piel expuesta,
que era tan pálida que parecía atrapar la luz de la luna—. Noticias de la
torre norte: el prisionero ha desaparecido.

—¿Qué prisionero?
—El que custodiaba el segundo capitán Pualo —Taillefer hizo un gesto
como si no pudiera decir el resto y tuviera que ser intencionadamente
vago—. Ya sabes, ese prisionero.

Los guardias se miraron entre sí. Y, de repente, ella comprendió la


astucia de su plan. Puso de manifiesto su capacidad de observación: ni
siquiera había dicho el nombre y el cargo del guardia, y sin embargo había
conseguido utilizar el apuro de Pualo en su beneficio. Sería prudente no
olvidar este talento particular de Taillefer: todo lo que ella dijera o hiciera
podría y sería utilizado para su propio beneficio.

—Te dije que la habían reasignado —cacareó uno, golpeando al otro.


Amarande se encogió. Estos guardias estaban tan verdes como un
manantial ardeniano. Inexpertos, crudos y muy necesitados de la guía del
capitán Serville.

—Muchachos, no es por alterar su apuesta, pero Pualo está herida y el


prisionero ha desaparecido. Los necesitamos aquí abajo para ayudar en la
búsqueda.

—¿Todos nosotros?

—Sí, todos ustedes. Preséntense en la torre norte para recibir más


órdenes. Vayan, vayan, vayan.

Amarande se preparó para que volvieran a interrogar a Taillefer


sobre la identidad del prisionero, pero había actuado correctamente: nadie
sabía nada, pero no quería admitirlo.

Las botas bajaron atronadoramente los escalones y luego susurraron


en una carrera por la hierba aplanada del patio de entrenamiento. Cuando
la puerta del portal se cerró, el último chico se quedó.

—No deberíamos dejar la puerta sin vigilancia —dijo, preocupándose


por su labio—. Nuestros superiores no lo aprobarían.

Taillefer no se inmutó, con la respuesta preparada.

—Me han ordenado hacer guardia hasta que la caza haya terminado.

—¿Pero no deberíamos tener más hombres en lo alto? ¿Para tener un


mejor punto de vista sobre el prisionero? Seguramente ese punto de vista
ayudaría.
Una mirada calculadora cruzó el rostro de Taillefer. Puso una mano
en el hombro del muchacho.

—Por eso estoy allí arriba, por si el prisionero consigue salir del
castillo. Pero si tú y los demás mantienen al prisionero en el castillo, no
tendré que ser la última línea de defensa.

En un momento, la mano libre de Taillefer sacó la daga del guardia


de la funda de su cinturón y la hundió en la carne blanda del costado del
muchacho. La otra mano de Taillefer se desprendió del hombro del guardia
lo suficientemente rápido como para amortiguar su grito de muerte.

Fue entonces cuando Amarande comenzó a correr. En línea recta, a


través del campo, hacia el establo y los enebros del prado que había al lado.
Al cabo de un minuto, oyó los pasos que se acercaban detrás de ella:
Taillefer, corriendo a toda velocidad, con la daga ensangrentada guardada
en su cinturón.

Tal vez Taillefer no era sólo un observador o un estudioso rápido,


sino que estaba bien entrenado. Nunca se había planteado que Renard
supiera realmente cómo utilizar su ridícula espada, pero tal vez le había
juzgado mal. O bien había conjeturado correctamente la habilidad del
príncipe muerto y el talento de Taillefer con esa daga era una aberración,
como casi todo lo demás de este muchacho.

Sea como fuere, Amarande no desestimaría lo que había visto, el


principio de su padre se mantenía.

Si subestimas a un oponente, te sobrevaloras a ti mismo.

Taillefer decía no ser su oponente, pero tampoco era su amigo, el


principio se mantuvo.

*****

Amarande redujo la velocidad al acercarse a la entrada del establo,


con Taillefer pisándole los talones. Desenvainó su espada y se pegó a un
lado de la estructura de madera, asomándose al oscuro interior a través de
las grietas de las tablas verticales. Tras asegurarse de que no había
movimiento en el interior, entraron. Taillefer corrió hacia los establos de
los caballos, pero ella se desvió hacia una puerta opuesta a la entrada.

—¿Adónde vas? —susurró, arrancando una brida de la pared.


—A cambiarme esto. A preparar los caballos. Nada demasiado
llamativo.

Amarande entró en los aposentos de Luca y cerró la puerta con fuerza


tras ella, con los oídos y la intuición alerta ante cualquier señal de
problemas. Porque se avecinaban, pasara lo que pasara.

La velocidad aquí era la clave. Amarande lo sabía de sobra, pero


cuando sus ojos se adaptaron a la escasa luz de la habitación que había sido
el hogar de Luca durante tanto tiempo, toda la adrenalina de la huida se
esfumó.

Durante el tiempo que duró una respiración profunda, se encontró


suspendida en ámbar, flotando, rodeada por la presencia de su amor.

La cama, prolijamente confeccionada con una colcha tejida con cariño


por Maialen, una de sus madres adoptivas. Libros prestados de la biblioteca
de Itspi, apilados ordenadamente a su lado, a Luca le gustaban los poemas.
A los pies de la cama, un baúl de madera de enebro, relleno de las cálidas
lanas necesarias para combatir los fríos inviernos ardenianos. Contra la
pared, junto a la única ventana, se encontraba un armario de madera con
cicatrices. Abrió de par en par sus dos puertas, dejando al descubierto un
conjunto de estantes de cedro, forrados con ropa pulcramente doblada.

Amarande tomó una túnica gris, unos pantalones negros y un gastado


cinturón de cuero para sujetarlos. Se quitó el vestido de prisionera, que
metió en el fondo del armario. Amarande se puso los pantalones, metió su
longitud extra en las altas cañas de sus botas, robadas a Pualo, junto con
una vaina, y se puso la túnica sobre la cabeza.

Cerrando los ojos, no pudo evitar oler rápidamente la camisa, una de


sus favoritas. Olía fresca y limpia, como el heno nuevo y el suave cedro
del ropero, pero también tenía el aroma de ensueño del aceite de lavanda
que usaba en los caballos.

Se oyó un grito. Sus ojos se abrieron de golpe.

Los guardias.

La princesa recogió su espada y su daga, apretando la correa de la


vaina que llevaba a la espalda y dejando caer el cuchillo dentro de su bota.
Antes de que pudiera llegar a la puerta, Taillefer la abrió de un tirón,
con los ojos desviados como si supiera que ella seguía estando indecente.

—¡Deprisa, princesa! Debemos irnos.

Amarande corrió detrás de él para encontrar dos caballos totalmente


preparados, unos que conocía bien, dos castrados gemelos llamados Bastian
y Balkan. Taillefer le tendió las riendas de Bastian y ella se subió.

—¿Has llenado los odres?

—No soy un idiota.

—No estaba diciendo que lo fueras, no estaba segura de que hubieras


tenido suficiente tiempo.

—Posiblemente tuve demasiado. ¿Necesitas que te demuestre cómo se


engancha un cinturón sin la ayuda de una doncella?

—Cállate y sigue el ritmo.

La princesa se adentró en la noche, sin molestarse en mirar detrás de


ella mientras dirigía el caballo hacia el mismo sendero que había utilizado
cuando había perseguido a los secuestradores de Luca en el Torrente hacía
apenas unos días. Detrás de ella, Balkan chilló cuando Taillefer lo puso en
movimiento.

—¡Ahí! Deténganlos.

Al oír las voces de los guardias tan cerca, Amarande agarró la brida
de Bastián con los nudillos blancos, lanzándose hacia la ruptura de los
árboles y los pasos de montaña más allá de los terrenos del castillo. Se
agachó sobre el cuello del caballo, impulsándolo hasta que los únicos ruidos
que podía oír eran los latidos de su corazón, el silbido del viento en su pelo
y los cascos del caballo.

Unos cascos solitarios.

Las estrellas. Si Taillefer había sido capturado, sólo podía esperar que
mantuviera la boca cerrada. Aunque eso era poco probable.

La princesa se arriesgó a mirar por encima de su hombro, y encontró


un ligero alivio al verlo en la distancia cercana, tronando hacia ella, con
una sonrisa en la cara, y el caos a su paso.
Decenas de caballos galopaban libremente por el campo abierto entre
ellos y los guardias de Itspi. Los caballos bloqueaban y acorralaban,
distraían y perturbaban cualquier intento de seguir a los dos fugitivos. Un
clamor se elevó hasta las estrellas mientras los hombres gritaban órdenes
e imprecaciones. La sonrisa de Taillefer se hizo más amplia cuando él y
Balkan alcanzaron a Amarande y Bastian. Pasando los terrenos del Itspi,
bajaron en bucle por las colinas que rodeaban el castillo. Pronto se
perderían en el laberinto de senderos montañosos que se alejaban del Itspi
y de Ardenia. No se produciría una persecución efectiva hasta el amanecer,
e incluso entonces sus huellas se volverían frías y confusas con los viajeros
del verano.

—Una jugada inteligente, príncipe, perder esos caballos. Pero yo no lo


celebraría todavía. No tardarán en venir a por nosotros.

Taillefer no abandonó su sonrisa de satisfacción, ni dudó en


responder.

—Siempre vale la pena celebrar las pequeñas victorias, princesa,


podría ser la última que consigas.
Capítulo

20
El cuerpo no debería haber sido inesperado. Sin embargo, era
inquietante.

La Generala Koldo estaba de pie junto al guardia que habían


encontrado tendido de espaldas cerca de la casa de la puerta. Bajo la luz de
los candelabros de la morgue del Itspi, la generala frunció el ceño e
inspeccionó el cuerpo. El orificio de entrada era preciso: directamente en
el pulmón con un empujón hacia arriba. El tipo de maniobra que habría
destruido la capacidad del guardia tanto para respirar como para pedir
ayuda antes de que la vida se desangrara por completo.

Estaba claro que el asesinato lo había realizado alguien muy


entrenado. Era exactamente el tipo de golpe que Koldo había enseñado a
Amarande y a Luca: decisivo y mortal. Que utilizaran su entrenamiento
para matar a un guardia en el castillo en el que se habían criado era
inquietante.

Pero Koldo no creía que ninguno de los dos fuera el asesino.

Con la mente estratégica revuelta, la generala salió de la morgue y


subió las escaleras de la torre norte hasta la sala del consejo, analizando las
pistas que había dejado la huida de Amarande.

La ventana rota desde el exterior. Los barrotes metálicos fundidos y


deformados que la habían enmarcado. La cerradura igualmente destruida.
Un segundo capitán Pualo conmocionada.

Y luego estaban los informes de la fuga de Amarande hacia el


Torrente. Los guardias de la puerta enviados a la torre con órdenes que no
se dieron.
El guardia asesinado, sí. Los propios caballos de Itspi utilizados como
distracción. Todo perpetrado no por la princesa, sino según los testigos, por
su probable salvador.

Un joven vestido con el uniforme de la guardia Itspi. Pelo rubio, ojos


azules, mandíbula desnuda.

No es Luca. Al entrar en la sala del consejo, Koldo cerró firmemente


las puertas tras ella y se acercó a la gran mesa. Como siempre, sus ojos se
dirigieron primero a Ferdinand. Estaba sentado incómodamente en el
asiento de Sendoa, a la cabeza de la mesa. Geneva se paseó furiosamente
de un lado a otro de la sala mientras Satordi, Garbine y Joseba la
observaban con recelo.

—Todo esto es un problema —El regio semblante de la reina madre


se deshacía, la frustración cortaba bruscamente cada palabra—. Ya ha
pasado la luz del día. Y aun así los guardias no han encontrado nada.

La princesa a la que habían dado por muerta era ahora conocida por
estar viva y huir, no sólo por un puñado de habitantes del castillo, sino por
todos los habitantes de los terrenos de Itspi. La noticia de la mentira y de
la audaz huida de Amarande se filtraría más allá de la puerta y se
extendería como un reguero de pólvora por toda Ardenia, sembrando la
desconfianza y la confusión.

Es probable que ya lo haya hecho.

Peor que la ira de su propio pueblo sería la ira del resto de Arena y
Cielo. No sólo habían mentido, sino que habían acusado a Pyrenee de
asesinato. Y ningún gobernante de este continente se tomaría a la ligera
una acusación falsa tan horrible.

Era una posición precaria creada por ellos mismos. Y la reina madre
no lo permitiría.

—Ve tras ellos, Koldo. Tú conoces a Amarande mejor que nadie.


Puedes encontrarla. Desármala. Tráela a casa por el bien de Ardenia.

Eso era cierto. Pero las prioridades aquí eran complicadas.

—Quiero que la princesa Amarande vuelva a casa y esté a salvo —


respondió la generala—, pero creo que lo que nos dijo es cierto y Pyrenee
la forzó sólo para perder a su príncipe heredero en el proceso. Lo que
significa que tenemos problemas mucho mayores, que no puedo abordar
desde el lomo de un caballo en medio del Torrente.

Allí fue donde ella fue, por supuesto. Por el mismo laberinto de
caminos que conducen desde la frontera occidental de Ardenia hacia el
Torrente y que había utilizado hace poco más de una semana en la
persecución de Luca y sus secuestradores.

—Sí, Pyrenee vendrá, Inés está reuniendo sus fuerzas, estoy segura.
Aun así —Geneva asintió—. Mira, hemos sabido que vendría desde que
Amarande llegó por primera vez con ese pútrido vestido de novia. Ha
colocado a sus hombres en la frontera. Deja que se encarguen de ella. Dada
la falta de urgencia de Inés hasta ahora, no dudo de que podrás recuperar
a Amarande y aún tendrás tiempo para una comida decente y un baño de
burbujas antes de volver al frente. Vete ahora, deberías haberte ido hace
horas.

Koldo se volvió hacia el rey.

—Su Alteza, ¿puedo terminar mi análisis antes de decidir el curso de


acción?

Ferdinand señaló el asiento vacío a su derecha.

—Sí, por favor. Hable claramente de estos problemas mayores.

La generala retiró la silla y se inclinó tanto hacia el rey como hacia el


Consejo Real. Geneva se quedó atrás, reanudando el paso.

—Hablé con los guardias que recibieron órdenes falsas de llegar a la


torre norte. Todos ellos confirmaron que el hombre no era de Torrent. Era
de pelo rubio, de piel clara y ojos azules.

Geneva hizo una pausa.

—¿Sugieres que Amarande no fue rescatada por el mozo de cuadra?

—Luca, madre —corrigió Ferdinand.

Cuando quedó claro que Geneva no se iba a dignar a responder, Koldo


continuó ya que insistir con lo de Luca era peligroso, ciertamente. La
generala no sabía si Geneva conocía la verdadera identidad del mozo de
cuadra y no era un riesgo que estuviera dispuesta a correr sabiendo lo que
sabía del pasado de Geneva.

—No, estoy sugiriendo que la princesa fue tomada por Pyrenee. De


hecho, por las descripciones que he recogido, creo que el impostor podría
ser el propio príncipe Taillefer.

Satordi se aclaró la garganta.

—Lo cual es técnicamente lo que declaramos en nuestra carta. Si


Pyrenee la liberó, sólo hace más fuerte nuestro caso. Ellos la poseen.

—Excepto que nos la robaron —replicó Ferdinand— que no es lo que


decía la carta.

La tensión se hizo más densa en la sala del consejo cuando las


frustraciones privadas del rey sobre las mentiras en su coronación se
filtraron en el espacio. La reina madre se acercó a la mesa, y fue obvio para
Koldo que pretendía suavizar esta irritación de Ferdinand con la misma
facilidad con la que una vez debió alejar un mechón de pelo de sus ojos.

—Mi rey, la carta decía la verdad. Es simplemente que la línea de


tiempo no es del todo exacta —Geneva habló como si las horas y los días
fueran tan maleables como la masa de pan—. Con el tiempo, nadie se atará
de pies y manos por estos pequeños detalles, porque recordarán el más
grande y el único que verdaderamente importa: que Pyrenee estaba detrás
de la desaparición de Amarande.

La incomodidad se reflejó en las jóvenes facciones de Ferdinand.


Entonces miró a Koldo, y ella lo aprovechó para reconducir la
conversación hacia lo que podían controlar en ese momento.

—No importa tanto lo que se percibe como lo que realmente puede


ocurrirle a la princesa. Si Pyrenee la tiene, está en verdadero peligro.

El rey asintió.

—Estoy de acuerdo con la generala. El bienestar de la princesa


Amarande debe ser nuestra prioridad, no lo que piensen los demás.

La reina madre masticó esta reprimenda. No se apartó de la mesa, sino


que pareció verle realmente ahora a la luz de la mañana. No llevaba la
corona, pero en ese momento, sentado en la silla de su padre, Ferdinand se
parecía de repente mucho al Sendoa con el que se había casado y dejado.

—Mi rey —dijo Geneva—, las guerras se ganan por lo que piensa la
gente.

Koldo no podía estar más en desacuerdo. Los pensamientos jugaban


un papel, sí, pero la percepción pública no blandía una espada ni se
desangraba en la hierba pisoteada.

Sin embargo, mantenía su opinión: estas discusiones sólo servían para


perder el tiempo.

—En cualquier caso —insistió Koldo— no hemos recibido ninguna


carta de la reina viuda ni del Príncipe Taillefer amenazando con represalias
por la muerte del Príncipe Renard; esto es inusual —Los miró a ambos con
la preocupación que había ido surgiendo en su interior a medida que
pasaba el tiempo—. Los miembros de la realeza de Pyrenee son conocidos
por su inteligencia; querrán controlar la narrativa sobre esto. Y, sin
embargo, me temo que, como no lo han hecho, es posible que su silencio
signifique que están jugando a otro juego completamente distinto.

Geneva señaló un mapa que alguien había puesto sobre la mesa,


etiquetado con figuras de cada una de las casas y que mostraba la alineación
general de las fuerzas divididas de Ardenia.

—Enviaremos sus tropas a la frontera de Pyrenee hacia el norte,


empujando hasta las puertas de Bellringe si es necesario —dijo la reina
madre—. Defenderemos el honor de nuestra princesa. Nadie puede
culparnos por ello, y el primer acto de Ferdinand como rey será visto
como virtuoso: rescatar a su hermana después de descubrir que no fue
asesinada.

Ferdinand se mostró desafiante, pero con cuidado de no sobrepasar


los límites de Geneva.

—No quiero que mi hermana sea utilizada como moneda de cambio.

—Noble pensamiento, hijo mío, pero no útil —respondió Geneva con


suavidad, sosteniendo la mirada de Ferdinand—. Si recuperamos a
Amarande de las garras de Pyrenee y mostramos al mundo lo que hemos
hecho, reforzando nuestra línea temporal preferida, por supuesto, la
princesa obtendrá lo que quiere. No vivirá sus días en una torre mientras
reconozca a Ferdinand como rey.

La displicencia general de Geneva hacia sus dos hijos frustró a Koldo,


como mínimo. Sus siguientes palabras fueron mesuradas y cuidadosas,
como las de un soldado a un superior, sin insinuar lo que se cuece a fuego
lento por debajo.

—Con el debido respeto, Su Alteza, eso es lo mínimo que quiere la


Princesa Amarande.

—Ah, sí, el mozo de cuadra. Ella corre detrás de él, y luego no llega
con ella al Itspi. Ni siquiera nos dijo qué fue de él después de que Taillefer
hiciera creer que había muerto —Geneva se examinó las uñas—. Curioso,
¿no?

Koldo fue muy cuidadosa en este punto.

—Lo es. Sin embargo, si el cómplice de la princesa era el Príncipe


Taillefer, debemos pensar en lo que quiere. Sus objetivos pueden no ser
los mismos que los de su madre.

Ferdinand frunció el ceño durante un breve instante antes de mirar


a Satordi.

—Como heredero de Pyrenee, Renard necesitaba casarse para obtener


el trono de la regencia de su madre antes de los dieciocho años; ¿podría
Taillefer optar a la corona de la misma manera? ¿Si se casara?

Nadie podría decir que a Ferdinand le faltaba ojo para la estrategia.

—No estoy tan familiarizado con las leyes de sucesión en Pyrenee


como con las de Ardenia —respondió Satordi—, pero es de suponer que, si
las leyes de sucesión se reescriben para un hijo, aplicará para ambos.

Garbine arqueó una ceja.

—El Príncipe Taillefer se da cuenta de lo mal que le fue con esa táctica
a su hermano, ¿no?

Satordi negó con la cabeza.


—Es probable que no le importe: él fue el artífice de la muerte de
Renard. La princesa lo tenía claro. Ella sacó el cuchillo, pero él puso la
motivación.

—¿Podría eso excluirlo de la corona? —Preguntó Ferdinand.

—Tal vez —Fue el concejal más joven quien contestó, Joseba—. Puede
ser repudiado, pero la reclamación de su madre sería débil, en el mejor de
los casos, sin sangre.

Ferdinand volvió a hablar.

—Pero, ¿y si la paranoia de Renard estuviera justificada y su madre


intentara usurpar su corona a través del matrimonio?

Geneva hizo un ruido despectivo.

—La oportunidad de Inés de tener un reino conjunto vía heredero


murió con Sendoa. No hay nadie disponible. El niño rey de Myrcell se
casó el año pasado. Si fuera ventajoso para él, Domingu habría tomado la
mano de Inés tras el último aliento de Louis-David.

—Eso no impidió que esos mismos hombres persiguieran a Amarande


—Koldo señaló los contratos matrimoniales, ahora apilados en rollos sobre
un aparador, a un paso de ser archivados.

Satordi se pellizcó el puente de la nariz, pues nada le gustaba más que


aparecer como un hombre desanimado por las mujeres.

—No, esa era una forma limpia de unir reinos. La princesa tiene la
sangre; Inés no.

—La sangre no es la única forma de tomar un reino —argumentó


Geneva—. La conquista también puede servir.

Joseba, tan erudito como era, no podía dejar las cosas así.

—Por supuesto, el Torrente del Señor de la Guerra es el mejor ejemplo


de ello, pero se podría argumentar que el rey Domingu tomó su corona
tanto por sangre como por conquista.

Ferdinand se basó en el análisis de Joseba.


—¿Y si Taillefer está utilizando a Amarande por ambos medios: por
conquista, con su asesinato de Renard, y por sangre, utilizando un resquicio
legal?

—¿No dijo la princesa que intentó matar a Taillefer? —preguntó


Garbine en respuesta a su pregunta, teniendo sólo como guía la descripción
de Satordi de los acontecimientos durante la llegada de Amarande.

—Lo hizo —confirmó Koldo—. Pero a juzgar por el propio ingenio de


Taillefer, sigue siendo una apuesta digna.

Tras un largo momento, el rey buscó más respuestas en la sala.

—Si Taillefer se casara con Amarande, ¿podría llevarse también a


Ardenia? ¿Seguiría siendo elevada a reina?

Satordi exhaló finamente y se enderezó bajo su gruesa túnica de


marfil y oro.

—Nuestras leyes no preveían tal dificultad.

Dificultades que podrían ponerse muy feas, muy rápidamente.


Geneva miró al rey.

—Deberíamos atraer a las tropas de las fronteras. Fortificar el castillo.

—No. Eso sólo significará una lucha en nuestra puerta —Koldo dirigió
su mirada firme a Ferdinand—. Y, si Amarande llega con Pyrenee para
tomar Ardenia, mis soldados y sus lealtades tendrán que elegir entre la
princesa que han conocido, o el nuevo rey y sus mentiras.

—El ejército lucha contigo, Koldo —argumentó Garbine—. Esos


hombres y mujeres acatarán tus órdenes.

—El ejército lucha por Ardenia. Mis órdenes sólo serán sugerencias
cuando mis mejores soldados se dirijan a las lealtades divididas.

—Entonces volvemos al principio y perdemos el tiempo con esta


conversación —Geneva golpeó el pulido tablero de la mesa con un
pequeño puño—. Estoy de acuerdo: debemos evitar la guerra a toda costa.
Si capturamos a Amarande y a Taillefer, seremos dueños de la narración.
Generala, debe reclamar a la princesa.
Koldo buscó con insistencia la opinión del rey. Geneva no estaba a
cargo aquí y nunca lo estaría, sin importar lo que creyera.

Ferdinand levantó sus ojos hacia los de Koldo.

—Si alguien puede recuperarla, eres tú.

Claro que podía.

—Me iré de inmediato.

—Y si eres capaz de atrapar a Taillefer, hazlo —añadió Geneva—.


Podría ser útil si Amarande no lo asesina primero.

La generala asintió en señal de aceptación de la orden de la reina


madre y se puso en pie para marcharse... pero entonces la silla del rey se
retiró y él también se puso en pie. Ojo a ojo, le puso una mano en el
hombro, una despedida gemela a la que ella le había dado a la llegada de
Amarande.

—Cuídese, generala.

Koldo tragó, un nudo inesperado en su garganta.

—Por supuesto, mi rey.

Entonces la generala se dio la vuelta para marcharse. Geneva tenía


razón en una cosa: debería haberse ido hace horas.
Capítulo

21
Era una verdadera parodia que Amarande estuviera en este viaje con
Taillefer y no con Luca.

A media mañana, cada vez estaba más claro que no les seguían y, por
tanto, el príncipe comenzó su jovial forma de narración, que en este caso
consistía en preguntas aparentemente con el único propósito de molestarla
mientras corrían por el rojizo y árido paisaje del Torrente.

Primero—: ¿Su mozo de cuadra disfrutó aquí más de lo que dijo?

Luego—: ¿Se fue con esa secuestradora torrentina? ¿La chica de la


espada mortal? Debo decir que su sed de sangre es extremadamente
tentadora. ¿Él cree eso?

A continuación—: ¿Siempre planeó encontrarse con él aquí? ¿Acaso


esperabas ser encarcelada en tu propia casa después de que tu hermano
perdido te robara tu reclamo y luego ser rescatada y acompañada por tu
enemigo jurado?

Para cuando se formuló la última pregunta, habían dejado atrás el


interminable muro de colinas semiconexas que ella llamaba el lomo del
dragón y habían girado hacia el noroeste, hacia el refresco del abrevadero
de Cardenas Scar. El cielo era de un azul infinito y sin nubes, y el calor era
tal que se reflejaba en las arenas ocres y en la atmósfera, desdibujando las
líneas que separaban la tierra firme del cielo.

No era la primera vez que Amarande consideraba la posibilidad de


dejar fuera de combate a Taillefer, robarle el frasco de la desagradable
poción y actuar en solitario. Pero dados sus vicios y ambiciones, por el
momento parecía mejor vigilarlo. Así que finalmente respondió.
—Sí, tengo visiones. Esto va exactamente como estaba planeado. No
quiero nada más que ser cazada en el desierto contigo.

Taillefer reconoció el sarcasmo cuando lo escuchó y se rio con ganas.

—Dada nuestra ventaja, si Ardenia realmente quisiera encontrarte, ya


lo habrían hecho. Lo que significa que, en cambio, están preocupados por
cómo contener el hecho de que todo un castillo sabe que estás viva y bien
a pesar de lo que se le dijo al reino —El príncipe se inclinó en sus estribos
hacia Amarande con el ceño fruncido—. En todo caso, una vez que se corra
la voz de la fuga en el Itspi, mi madre sólo nos querrá más. De hecho, su
atención está ocupada con la planificación tanto de una boda como de una
invasión, pero la mujer nunca pierde la oportunidad de consolidar su
posición.

Amarande odiaba que tuviera razón. En todo. Aun así, ella tenía que
mantener la reputación del Rey Guerrero, y aunque sabía que el afamado
ejército de Ardenia no podía manejar una guerra en múltiples frentes,
Taillefer no lo sabía.

—No importa su posición o la de Domingu, una invasión no ocurrirá.


La Generala Koldo no lo permitirá.

Taillefer examinó sus riendas.

—Es extraño, no vi soldados ardenianos cerca de los asentamientos de


Pyrenee ninguna de las dos veces que crucé la frontera en la última
semana.

Ella tampoco los había visto, a pesar de que le habían dicho que se
habían enviado regimientos a todas las fronteras tras las amenazas que
acompañaron al cortejo fúnebre. Además, Koldo había ido a la frontera de
Pyrenee para advertir a su contingente allí, y la generala nunca había sido
de las que van de farol, aunque toda la existencia de Ferdinand arrojaba
una nueva luz sobre la comprensión que Amarande tenía de la generala.

—No es extraño, es estratégico. Una amenaza no tiene que ser visible


para ser mortal.

—No estoy en desacuerdo, princesa.

Más adelante, una mancha en el horizonte destacaba entre el polvo


canela y los brillantes árboles azules. Amarande clavó sus talones en los
flancos de Bastian y salió disparada hacia adelante sin decir nada, lo que,
una vez que él lo alcanzó, dio lugar a otra pregunta de Taillefer, gritada
por encima de los estruendosos cascos de los cascos gemelos.

—¿Eso es agua?

—Sí —Y algo más, también.

Al acercarse, la franja de árboles que rodeaba el abrevadero estaba en


silencio y Amarande se concentró primero en su tarea secundaria. Era un
recado que deseaba haber hecho durante su angustiosa búsqueda de ayuda
para curar la mordedura de serpiente de Luca. Si lo hubiera hecho, todo
habría resultado diferente.

Cuando quedó claro que ninguno de sus posibles cazadores se


escondía en lo más profundo del bosquecillo, Amarande se bajó del caballo
y se dirigió a un tocón hueco muy concreto.

—¿A dónde vas? —preguntó Taillefer al bajar del caballo, con una
bolsa de agua en la mano.

—A mejorar nuestras posibilidades de éxito.

La princesa se inclinó hacia el tocón e inspeccionó la cavidad en busca


de depredadores mortales, un áspid de Harea o un Escorpión Quemado no
eran descartables, y de los objetos que pretendía recuperar. Satisfecha,
metió la mano con cuidado dentro del tocón y recuperó los restos del
engarce de su collar de oro, escondido cuando había liberado sus diamantes
como medio de comercio.

El príncipe se inclinó para mejorar su visión por encima de su


hombro, pero antes de que pudiera formular cualquier pregunta concisa
que estuviera planeando, ella respondió.

—Moneda.

—¿Tú... planeas comerciar con un collar destrozado?

—Necesitamos monedas para comida e información. El oro se puede


fundir con fines medicinales —respondió ella, algo que había aprendido
por las malas cuando la curandera Naiara se había reído de un diamante
como pago por tratar a Luca. Ese error les había costado su caballo—. O en
los bares. Siendo de Pyrenee, deberías saber estas cosas.
Taillefer buscó en los bolsillos de su pantalón y sacó dos pequeñas
bolsas, ambas tintineantes con piezas de oro.

—Sí, lo sé. Y traigo mi oro totalmente preparado. No a medias.

Los ojos de Amarande se entrecerraron.

—¿Qué más tienes?

Taillefer abrió su alforja.

—Almendras, ciruelas pasas, carne seca, pan de caballo, un odre extra.

Las alforjas de la princesa estaban llenas de una sola bolsa de agua y


aire. Él había empacado ambas y claramente le había dado la vacía a
propósito. Ella había estado tan concentrada en avanzar, que no lo había
interrogado al respecto.

—¿Y cuándo ibas a decirme esto?

—Cuando confiaras en mí lo suficiente como para que me pareciera


correcto compartirlo.

—Taillefer, eres el individuo más mezquino que he conocido —Ella


sacó toda la bolsa de carne seca de la alforja abierta, arrancó una pesada
tira de ella y guardó el resto en su propia bolsa. Masticando, se dirigió a la
orilla del agua—. Si no llenas ese odre extra, lo haré yo.

El pergamino se arrugó al desplegar el mapa de su padre.

—Y si no quieres decirme a dónde vamos, deberás sufrir mis


conjeturas sobre la ubicación en este vasto páramo de tu Luca mientras
reponemos nuestros odres.

Tu Luca, era la primera vez que Taillefer utilizaba el verdadero


nombre de su amado en lugar de “mozo de cuadra” y la sorprendió de
lleno. Su padre siempre le había enseñado a no referirse nunca a un
enemigo por su nombre y era probable que Taillefer había estado expuesto
a un sentimiento similar dentro del nido de víboras de la Bellringe, pero
una gota de malestar se instaló en ella ante su cambio de terminología.

—La posada del Señor de la Guerra.

Taillefer arrugó el mapa con intención.


—Veamos, teniendo en cuenta nuestro primer disparo en línea recta
hacia el oeste a lo largo de la línea de mesetas y luego nuestro giro hacia
el oeste-noroeste y, bueno, la completa escasez de fuentes de agua
marcadas, yo diría que actualmente estamos en Cardenas Scar, ¿sí? —
Taillefer no buscaba realmente una confirmación, pero gruñó de todos
modos—. Entonces la posada está... por ahí —Señaló hacia el norte y el oeste.

—Sí, y será un largo viaje durante la parte más calurosa del día, así
que tomemos nuestra agua y pongámonos en marcha…

La princesa se detuvo, golpeada en la cara por un repentino y pútrido


hedor. Bastián luchó contra las riendas que ella agarraba, plantando las
patas delanteras y apartando el hocico. A su lado, Taillefer y Balkan se
quedaron paralizados y por una vez los labios del príncipe se abrieron,
pero no salió ninguna palabra.

Cardenas Scar estaba tranquila, pero no estaba vacía.

Los cuerpos se alineaban en la orilla del arroyo, dos, tres... no, cinco,
y dos más flotaban en las aguas poco profundas. Ninguna sangre manchaba
sus ropas blanqueadas por el sol, ninguna puñalada era evidente, ninguna
herida en absoluto. La punta de la bota derecha de Taillefer rozó uno de
los cadáveres, el de una mujer joven. Llevaba el tejido áspero y sin teñir
del Torrente, sus ojos dorados miraban sin ver hacia el despiadado
resplandor del sol, sus labios siempre abiertos. En su mano apretada, un
odre de agua.

Taillefer se arrodilló junto a ella, sin miedo, y sus manos enguantadas


le preguntaron qué había sucedido. Y aunque la princesa no conocía las
artes naturales tan bien como el príncipe, los últimos momentos de su
padre, descritos por Koldo, pasaron por su mente.

Un sorbo. Una tos. La muerte.

—El agua.

Fue todo lo que Amarande necesitó decir. Taillefer asintió, todavía


examinando a la mujer.

—Han sido envenenados. Recientemente.

—¿Hace cuánto tiempo? Basado en... —Señaló el estado de la mujer.


Taillefer se puso de pie.

—¿Un día, tal vez dos? El sol acelera las cosas, pero aquí hay más
sombra que en la mayor parte del Torrente.

El arroyo avanzaba alegremente sin una respuesta definitiva, pero al


examinarlo más de cerca, los peces flotaban en la superficie, hinchados y
atrapados en las hierbas. Caracoles y serpientes de agua, incluso un
Escorpión Quemado, también. Su conjetura preliminar era correcta y la
única pregunta en su mente era si era el mismo asesino silencioso que le
robó el aliento a su padre.

—¿Envenenaría el Señor de la Guerra a su propia gente? —Taillefer


volvió a desplegar su mapa—. Sólo hay cuatro fuentes de agua marcadas
en este mapa. ¿Qué pasa si todas han sido contaminadas?

Amarande se sintió mal.

—Control. Eso es lo que pasa: se elimina el acceso y se regulan las


fuentes seguras y quién puede usarlas. En el Torrente el agua lo es todo. Si
se controla el agua, se controla todo.

Incluyendo la rebelión.

—Vamos. Tenemos que llegar a la posada lo antes posible.


Capítulo

22
Ferdinand no sabía qué hacer en sus nuevos aposentos, un vasto
laberinto de habitaciones de gruesas paredes que habían pertenecido
recientemente al padre que nunca había conocido.

Los aposentos eran imprescindibles después de la coronación, dijo la


reina madre, en el mismo momento en que anunció que lo odiaba todo,
sugiriendo fuertemente que ajustara todo, desde los muebles hasta los
apliques, para hacerlo suyo.

Ferdinand no estaba convencido de que los aposentos pudieran


desprenderse de la presencia del Rey Sendoa, independientemente de los
cambios, y no estaba seguro de querer cubrir con yeso cualquier rastro de
su padre. Le gustaban los pequeños hallazgos, un tarro de cáscara de limón
confitada guardado en el escritorio, las bolsitas de sándalo metidas en los
bolsillos, los bloques de jabón de bayas de enebro apilados precariamente
junto a la bañera con patas, que le decían más sobre quién había sido su
padre que cualquier otra cosa o persona en este lugar.

Sin embargo, al haberse criado en los amplios espacios del Torrente,


sin paredes, sin habitaciones, sin sombras prolongadas, el rey descubrió
que sólo podía soportar permanecer en el interior de sus aposentos durante
poco tiempo mientras estaba despierto. Después de más de una hora, las
paredes se sentían demasiado cercanas. Demasiado rígidas. Demasiado
sofocantes.

Y así, estaba sentado, pensando, en su balcón al aire libre cuando su


madre irrumpió en sus aposentos sin previo aviso, con los tres miembros
del consejo siguiendo un clamor de pasos entrecortados.
Sin preámbulos, Geneva lo localizó en el exterior y le arrojó a la cara
de Ferdinand un pergamino sellado con cera.

—Mi rey, lee esto inmediatamente. Acaba de llegar de Basilica.

—Basilica —Ferdinand entrecerró los ojos ante el pergamino—. ¿No


es Pyrenee? —Pyrenee era a quien esperaban, ¿no? Basilica tenía al anciano
rey, el abuelo de Geneva. Domingu, el hombre que apuñaló a su hermano
en el lecho de muerte de su padre para reclamar su corona.

—Sí, el sello de Domingu, y dirigido a la Corona, no a ti


específicamente. Debe haber sido enviado antes de tu coronación —La
agitación de la reina madre era evidente—. Ninguna noticia es buena de
ese hombre. ¿Y bien? Ábrelo, ábrelo.

Ferdinand aceptó el pergamino y lo examinó. Rompió el sello,


sorprendido de que su madre no lo hubiera hecho ya. Tal vez trataba de
mantener las apariencias ante el Consejo Real. El rey desplegó el
pergamino y comenzó a leer.

El soberano Reino de Basilica se entristece al anunciar la muerte de la


Reina Nania.

Un grito ahogado de Garbine.

—¡No era más que una niña!

La reina madre negó con la cabeza, grave.

—Dadas las predilecciones de mi abuelo, le aseguro que no fue una


muerte natural —A Ferdinand le preguntó—: ¿Hay algo más?

Satordi se pellizcó el puente de la nariz.

—Es probable que haya el resto de su plan, Alteza.

Que lo había. Ferdinand continuó.

Aunque estamos de luto, el Reino se siente honrado y encantado de


anunciar las alegres nupcias de nuestro estimado Rey Domingu y la Reina
Viuda Inés, regente del Reino de Pyrenee, que ambos reinen por mucho
tiempo. La ceremonia tendrá lugar el duodécimo día del verano en la
capilla de los terrenos del Aragonesti.
Cuando la voz de Ferdinand se apagó en el aire de la tarde, el silencio
se mantuvo durante un largo momento mientras las sombras se deslizaban
por las esquinas. En la mente de Ferdinand resonaban las palabras de
Amarande de la noche en que regresó al Itspi, cubierta de la sangre de
Renard.

“Renard creía que su madre estaba haciendo movimientos en un


esfuerzo concertado para robar su ascenso al trono.”

El plan estaba claro ahora:

Eliminar al heredero: Renard.

Casarse con un rey: Domingu.

Unir dos tronos, Pyrenee y Basilica para controlar dos de los cuatro
reinos en pie de Arena y Cielo.

La mente de Ferdinand se aceleró. ¿Envenenar a un rey y


desestabilizar un reino rival? ¿Podría haber sido parte del plan? Con el
Rey Guerrero muerto y Ardenia descabezada, a menos que Amarande se
casara, Ardenia habría sido presa fácil. Hasta que él llegó.

—El duodécimo día del verano... es esta noche —confirmó Joseba,


entrecerrando los ojos por el terreno como si pudiera ver a Basilica, en la
distancia, aunque estaba a más de cien millas al sur.

Geneva dio un largo suspiro y comenzó a pasearse por una sección


abierta del balcón. Al pasar junto a él, Ferdinand captó las palabras que
murmuró en voz baja—: Puro Domingu. Y parece que Inés por fin ha
hecho su jugada.

Satordi buscó la carta y Ferdinand se la entregó.

—¿Ardenia no está invitada a la boda? Eso es muy raro.

El rey negó con la cabeza.

—Esto no es una invitación, es un anuncio.

—Está claro que Renard tenía razón sobre las ambiciones de su madre,
Inés y Domingu probablemente llegaron a este acuerdo dentro de nuestras
murallas mientras sus hijos se sumergían en el Torrente tras la desaparición
de Amarande —dijo Satordi, sus ojos oscuros recorriendo las líneas del
texto como si pudiera ver lo que había ocurrido entre ellos mientras todo
el Itspi estaba distraído.

Geneva asintió.

—Sus ambiciones son una cosa, pero Domingu no hace nada por amor
y ninguna de sus esposas ha muerto por casualidad. Todo está calculado.
Inés es simplemente su última vía hacia su objetivo de toda la vida: unir el
continente bajo un solo gobierno, el suyo.

Ferdinand había escuchado las especulaciones de su madre más de


una vez, pero...

—Pero si Taillefer vive y gana la corona forzando a Amarande a


casarse como intentó Renard, Domingu no tiene ningún derecho sobre
Pyrenee, casado con Inés o no.

—Domingu encontrará otra manera: por sangre o por conquista. Y


una vez que reclame Pyrenee, Ardenia será la siguiente —Los ojos de
Geneva se dirigieron a Ferdinand—. Nuestra primera prioridad es
mantenerte a salvo. La Generala Koldo no aceptó sacar nuestras tropas de
las fronteras, pero no hay tiempo que perder. Tenemos que hacer que
vuelvan.

Fue una orden clara de la reina madre, pasando por encima del propio
rey. Satordi no la cuestionó, sólo aclaró.

—Estoy de acuerdo con la reina madre. En el momento en que Inés y


Domingu se casen, significará el fin del equilibrio de Arena y Cielo tal y
como lo conocemos. Debemos prepararnos.

—Es probable que lo mejor sea partir de la frontera de Myrcell —


añadió Joseba—. Deberíamos dejar hombres en las fronteras de interés
inmediato: Basilica y Pyrenee.

—Bien. Sí. La guerra ya no es una cuestión. Objetivo primario o


secundario, no importa: somos un objetivo —Ante las palabras de Geneva,
las objeciones de Ferdinand se arrugaron en su garganta; la voz de su
madre era tan firme como lo había sido en su vida anterior, cuando
gobernaba con un puño de hierro forjado en el miedo y las llamas—.
Fortifiquen el castillo con una milla de hombres y háganlo rápido.
Con eso, los otros consejeros se dirigieron a la puerta. Cuando Geneva
se dispuso a salir también, Ferdinand la agarró del brazo.

—Madre, espera —Miró sus fieros ojos azules y vio a la mujer que,
noche tras noche, presidía el fuego del pozo de la hoguera, sin mostrar ni
una sola vez piedad con los que eran llevados a las cenizas como si fueran
leña. No iba a cuestionar su orden de enviar soldados, aunque estaba de
acuerdo con el razonamiento de Koldo de dejarlos en la frontera, pero no
podía dejar sin atender a su hermana—. ¿Qué pasa con Amarande? Si la
dejamos allí, es un peón.

—Siempre fue un peón, un escudo, una amenaza... dependiendo del


lado en el que estuvieras. No puedo cambiar lo que es Amarande. Y ahora
no importa.

—A mí me importa. La quiero aquí. A salvo. Ella no es ninguna de


esas cosas para mí, es mi hermana.

La fiereza en los ojos de Geneva no disminuyó, aunque su expresión


se suavizó de una manera que sólo parecía mostrarle. Levantó la mano y
le apartó un mechón de pelo de la frente y de detrás de la oreja. No se
quedaría y ella lo sabía: nunca se quedaba. Sin embargo, lo había barrido
desde que él era un niño.

—Lo que ella es para los que están fuera de esta habitación no es
decisión tuya, Ferdi, es de ella, como lo fue mía hace mucho tiempo —Le
puso un dedo en los labios—. Yo fui todas esas cosas una vez: peón, escudo,
amenaza y sobreviví, apenas mayor que Amarande ahora. Las estrellas
dirán si ella también lo hará.
VEINTE AÑOS ANTES DEL PRESENTE
El primer día de la primavera del año en que cumplió catorce años,
Geneva fue convocada al ala privada de su abuelo en la fortaleza de ónice
que él llamaba Aragonesti. En una familia que se extendía como las raíces
del mayor de los banianos, brotando hasta donde alcanzaba la vista, una
convocatoria del rey Domingu era un honor muy especial.

Y Geneva tenía la intención de causar una buena impresión.

Para la ocasión, Geneva se había esforzado en elegir el vestido


adecuado. Después de una cuidadosa consideración, se acercó a los
aposentos del rey vestida con un rico satén color chocolate adornado con
toques de oro, mostrando los colores de la Basilica. El marrón no favorecía
a todo el mundo, pero Geneva sabía que complementaba su codiciada
coloración basilical: un cabello oscuro y abundante que contrastaba con
unos ojos azul cielo.

A la hora señalada, llegó a los aposentos privados del rey, marcados


por un conjunto de puertas talladas con una enorme representación de la
cabeza de un oso rugiente e incrustadas con el valor de una mina entera
de joyas: diamantes, zafiros, granates, esmeraldas y perlas.

Los guardias del castillo, apostados en el exterior, le permitieron


entrar sin hacer ni una sola pregunta. Sabían quién era. Por qué estaba aquí.

Geneva no pudo evitarlo: una sonrisa de satisfacción se deslizó por


su exterior pulido y practicado.

Al otro lado de la puerta había una voluminosa sala de estar y un


estudio, todo de piedra de lince brillante con acentos de acero basilical.
Todo en él era afilado y mortífero, y perfectamente Domingu.

—¿Mi rey? —llamó ella, ya que ese era el título que él prefería, incluso
de los familiares.

—Aquí fuera, Geneva, mi niña —respondió Domingu desde el amplio


balcón contiguo al estudio.

Mi niña.
Geneva sonrió, con la barbilla erguida, mientras salía a la luz del sol.
Parpadeó, el brillo blanco del mediodía devoró sus sentidos mientras
apuntaba hacia su figura, sentada a la sombra de un toldo.

Con los hombros hacia atrás y la barbilla alta, Geneva se apresuró a


avanzar con seriedad... sólo para darse cuenta de que su abuelo no estaba
solo.

Una chica de su edad, con trenzas doradas del color de la mantequilla,


vestida con el tono más pálido de la lavanda, la miraba con ojos de un azul
helado. Permanecía recatada frente al rey, con las manos entrelazadas
cortésmente. Geneva no la había visto nunca.

—Inés, querida, ésta es Geneva —Al sonreír, unas profundas arrugas


se abrieron paso en el rostro de bronce del rey. Se acercaba a los sesenta
años, pero seguía siendo apuesto; sus ojos centelleaban de una manera que
sólo un cierto poder podía transmitir, sus rasgos eran tan regios y elegantes
como los de cualquier héroe de cuento—. Ustedes dos son primas lejanas.
Dos hilos en cada extremo de la telaraña, como se dice.

Geneva hizo una reverencia e Inés asintió cortésmente. El rey hizo


un gesto a Geneva para que se pusiera al lado de esta chica, Inés. Geneva
se acercó de mala gana, no quería compartir el protagonismo que tanto
codiciaba con esta chica, pero tampoco tenía otra opción.

Cuando se acomodó, su abuelo sonrió y juntó las manos, siempre


dispuesto a ir al grano.

—Las he convocado porque tengo un encargo muy importante para


las dos.

Domingu dirigió su penetrante mirada azul a las niñas, cuya confianza


podía hacer que todo un ejército se pusiera en guardia, y Geneva levantó
la barbilla para intentar reflejarla.

—Llevará tiempo, así como cierto entrenamiento, planificación y


suerte, pero, si esto sale bien, cuando sus tareas se completen, ustedes y
otras dos chicas muy leales y muy inteligentes tendrán cada una sus
propios castillos, dirigidos por ustedes para mí —El rey hizo una pausa,
leyendo sus caras. Y, al parecer, le gustó lo que vio, continuó—: Nunca les
faltará nada, y sus sacrificios serán una bendición para los reinos de Arena
y Cielo. Un continente bajo una sola casa: Basilica como sol, el resto como
estrellas en órbita.

La sangre de Geneva se encendió con la oportunidad: ella sería la más


leal, la más inteligente, la más exitosa. La más brillante de las estrellas.

—¿Y entonces gobernaremos, mi rey? —preguntó esta prima, con ojos


brillantes y esperanzados.

¿Acaso estaba escuchando? Una pregunta como esa podría llevar


fácilmente a una caída en desgracia. Aun así, su abuelo demostró la
benevolencia que reservaba para la familia; la chica era afortunada por
ello.

—En cierto sentido, sí, pero bajo la dirección del rey —Sonrió de una
manera que era una puerta cerrada, no abierta—. Esto es un patriarcado,
mis niñas. Y aunque soy el hombre más poderoso del mundo, no puedo
cambiarlo.

Si Domingu no podía cambiarlo, ¿quién podía? ¿Y por qué no?


Geneva no se atrevió a preguntar: esas preguntas no serían leales ni
inteligentes.

—Pero lo que sí puedo hacer es convertirte en la mujer más poderosa


del mundo. Sólo tienen que hacer lo que yo diga —Sus ojos brillaron
mientras miraba entre ellos—. Ahora, ¿empezamos?
Capítulo

23
Los cuerpos quedaron impresos en el dorso de los párpados de
Amarande cuando ella y Taillefer dejaron atrás el horror de Cardenas Scar
y apuntaron hacia la Posada del Señor de la Guerra. Horas más tarde,
estaban casi a la vista de la misma; su silueta ramplona debería aparecer en
el horizonte en el resplandeciente calor del día en cualquier momento.

Y Taillefer volvió a hacer preguntas.

—¿Por qué se dejó que esa gente se pudriera como ejemplo? ¿Sólo fue
mala suerte? ¿O eran un objetivo real? Asarlos cada noche ha sido la jugada
para disuadir a los disidentes durante diecisiete años, ¿por qué hacer esto?
¿Y por qué ahora?

Taillefer tenía razón al inclinarse por la conjetura de que el Señor de


la Guerra estaba probablemente motivado por alguna nueva circunstancia,
pero Amarande no estaba dispuesta a compartir nada con él. Expondría a
Luca y a la resistencia. Cuanto menos supiera Taillefer de todo,
literalmente, mejor.

—Deja de hablar. Sólo nos queda un poco de agua y estás


desperdiciando tu saliva. Por supuesto, eres bienvenido a volver por las
relucientes cascadas de la montaña de Pyrenee, pero tengo que llegar a
Luca. Ese es el plan.

Amarande estaba siendo lo más vaga posible a propósito sobre sus


intenciones. Y Taillefer era lo suficientemente inteligente como para
saberlo. Por supuesto.

—No, ese es el objetivo, princesa. El plan es cómo vamos a llegar allí.


El objetivo y el plan no pueden ser uno y el mismo.
Esto era algo que su padre habría dicho. Las palabras no sonaban bien
en la inflexión burlona de Taillefer.

—Bien. El plan es encontrar a cualquiera que pueda conocer el


paradero de Luca.

—¿Y alguien en esta posada, llamada así por el Señor de la Guerra, lo


sabría? Me doy cuenta de que ninguno de nosotros ha dormido, pero
incluso yo veo los agujeros en eso. ¿Esperas que Luca esté allí? Parece
bastante estúpido por su parte ir al único lugar de alojamiento marcado en
un mapa. ¿No hay algún lugar menos conocido?

Amarande dejó escapar un suspiro exasperado.

—Es el único permitido por el Señor de la Guerra; por eso está en el


mapa. Aunque dudo que esté allí.

—Entonces, ¿por qué vamos?

—Para informarnos.

Taillefer levantó una ceja ante otra respuesta vaga.

—¿Y alguien allí sabrá dónde encontrar a Luca?

Ella no tenía respuesta. Pero teniendo en cuenta lo que sabía de la


anterior incursión de los piratas en el Torrente con Luca a cuestas, era el
lugar lógico para empezar sin mucho más.

Si fracasaban aquí, se dirigiría a la Mano. Al igual que Cardenas Scar


y la Posada del Señor de la Guerra, era un lugar probable para obtener
información a través de consultas, robos o amenazas. O el pago: su collar
destrozado o su bolsa de oro deberían servir.

Cabalgaron en bendito silencio durante otra media hora antes de que


Taillefer pusiera a prueba su determinación una vez más.

—Recuérdame cómo es que ustedes dos se separaron en primer lugar.


Seguramente Luca no sabría que estabas encerrada y no te rescataría,
¿verdad?

Ella no dijo nada. Lo que, por supuesto, significaba que Taillefer no


podía dejarlo estar, el sarcasmo goteando en su voz elevada mientras
corrían hacia el oeste y el norte.
—¿Y cómo pensabas llegar a él desde esa celda sin que yo te rescatara?

Intentaba forzar una reacción, ignorando su afirmación de que se


había salvado con él como catalizador. Siguió acosándola.

—No estás respondiendo a mis preguntas, princesa.

Amarande dejó que el viento y los golpes de los cascos en la arena


canela fueran su respuesta.

Miró al frente, a la Posada del Señor de la Guerra, visible por fin en


el horizonte. Hacia la meta. A Luca, siempre a Luca. Nada más importaba:
ni su corona, ni sus obligaciones, ni los nuevos miembros de la familia que
habían aparecido para barrerlos a ambos. Ya llegaría el momento de
ocuparse de ellos, sí, pero no hasta que Luca estuviera a salvo.

—Princesa, me he cansado de tu silencio y de tus vagas palabras —


Taillefer se abalanzó sobre sus riendas. Las arrebató de su mano y detuvo
a los dos caballos, mientras la tierra arrojaba polvo a su alrededor y los dos
castrados se deslizaban por el suelo seco—. Contéstame.

—No intentes controlarme —gruñó Amarande mientras se lanzaba a


por sus riendas.

Taillefer era más fuerte y tenía más influencia. En lugar de plantar su


bota en el hombro de su caballo para empujarlo, el animal no se merecía
semejante magulladura, Amarande le despojó de su propia daga,
arrancándola de la funda de su cinturón. De un solo tajo, le arrancó las
riendas de las manos.

Al perder el equilibrio, Taillefer se desplomó y estuvo a punto de


resbalar del otro lado de la silla de montar. Volviendo a poner su caballo
al galope, escupió por encima de su hombro—: Por mucho que quisiera,
no maté a tu hermano con una espada que le robé, pero eso no significa
que vaya a ser tan amable contigo.

Taillefer se puso en una posición más estable para montar.

—'Amable' no es una palabra que usaría para describirte con respecto


a mi hermano.

—Lo dices como si fueras inocente.


—Según mi madre no lo soy, aunque yo no tiré de la espada. Todo
eso fue culpa tuya, princesa. Y aunque no lo asesinaste con su propia arma,
como tan inteligentemente has señalado, su muerte será para siempre parte
de tu alma.

—¡¿Crees que no soy consciente?! No puedo cerrar los ojos sin ver el
rostro moribundo de Renard. Su muerte me marcará mientras viva —Su
voz era alta y tensa como una cuerda estirada—. Y es tu culpa.

Taillefer parecía completamente imperturbable.

—No soy malvado. Soy ambicioso. Hay una diferencia.

—¡Eres malvado! —Amarande guardó su daga, más que nada para no


apuñalarle el ojo en ese mismo momento—. No hay otro nombre para lo
que le hiciste a Luca. No me importa nada de lo que hagas. Y seamos
sinceros, sólo me ayudas porque no tenías otro sitio al que ir.

Sorprendentemente, Taillefer no dijo nada.

Amarande continuó, con su furia creciendo, mientras exponía todo lo


que había guardado en su interior desde que Taillefer había aparecido en
su celda.

—¡Ahora me estás utilizando igual que me utilizaste para matar a tu


hermano! Debo vivir con eso y Luca debe vivir con lo que le hiciste para
obtener acción de mí. Nosotros somos los que vivimos con el dolor. Tú
simplemente vives con la satisfacción de mover los hilos. Todavía no he
visto un solo grano de remordimiento de tu parte por nada de lo que has
hecho.

Ante esto, Taillefer no discutió. No apartó la mirada. Simplemente


aceptó la furia en su rostro.

Lo que le hizo hervir la sangre.

—¡Tienes años por delante y muchas vidas que salvar antes de que se
me ocurra perdonarte por lo que le has hecho a mi amor! La confianza y
el perdón no son lo mismo y no te ganarás ninguna de las dos cosas
fácilmente, no importa cuánto tiempo te aferres a mi lado —La saliva se
agolpó en las comisuras de sus labios, la preciosa hidratación se perdió en
él—. Si te quedas conmigo, apártate de mi camino. Te abandonaré o te
mataré. De cualquier manera, estarás muerto. No me pongas a prueba.
Capítulo

24
Amarande hizo que Bastian acelerara el galope, dirigiéndose a la
Posada del Señor de la Guerra en el horizonte. Taillefer la seguiría o no. A
ella le daba igual.

Unos instantes después, Amarande oyó el ruido de cascos detrás de


ella, acompañado de su voz gritando algo al viento. Ella siguió cabalgando:
el segundo hijo de Pyrenee nunca aprendería a callarse. Se detuvo junto a
ella.

—¡Sé quién es!

Su corazón tartamudeó.

—¡Luca! Sé lo que significa la tinta —Su corazón casi se detuvo por


completo.

Estrellas, sálvenme. El miedo surgió en el interior de la princesa, frío


y rápido, subiendo por su columna vertebral, sus entrañas, pasando por su
corazón agitado. ¿Era todo tan transparente? ¿Siempre había sido Luca el
objetivo final de la treta del secuestro? Su madre lo sabía. El hombre que
mataron en el campamento de la Mano lo sabía. Ahora Taillefer lo sabía.
¿Quién más?

Esta vez, fue Amarande quien agarró las riendas de Taillefer y tiró
de ellas. Los dos caballos volvieron a detenerse derrapando, envueltos en
una enorme nube de polvo ocre. Tosiendo al caer la tierra, Taillefer siguió
adelante.

—Sé lo que significa la tinta. Sé por qué estamos aquí, en el Torrente.


Sé que me dijiste que no me hiciera el tonto; estaba tratando de descifrar
lo que sabías.
Amarande aspiró todo lo que le permitió el polvo que se acumulaba.

—¿Por qué no me preguntaste simplemente?

La tos de Taillefer se convirtió en una carcajada.

—¿Preguntarte si sabes que el chico por el que tanto has luchado es el


hijo de un rey muerto? ¿El heredero de un trono caído? ¿No crees que eso
habría sonado muy sospechoso viniendo de mí si no supieras ya esa
información?

Tenía razón. La frustración calentó sus mejillas, una emoción mucho


más cómoda para Amarande que el miedo.

—¿En qué más te sigues haciendo el tonto? ¿El veneno?

Taillefer no dudó en responder.

—Supongo que los cadáveres en el abrevadero fueron la reacción del


Señor de la Guerra al obtener información sobre Luca. Es un tirano, pero
no puede ser idiota: tiene que saber que siempre ha habido una corriente
en su contra. Y ahora esa resistencia tiene su campeón. Está entrando en
pánico y tratando de ejercer el control para evitar una rebelión que se ha
hecho esperar.

La frustración en el interior de la princesa se enfrió hasta convertirse


en un profundo y gélido pánico.

Taillefer sabía mucho más de lo que había dejado entrever. Sobre


Luca. La resistencia. Las maquinaciones en juego dentro del Torrente.

El pulso de Amarande latía en sus oídos, tan fuerte que creía que él
podía oírlo.

Ahora no tenía opción, tenía que hacer todo lo posible para mantener
a Taillefer con ella, teniendo en cuenta todo lo que él sabía.

Todo lo que él podía hacer.

Así que la princesa, con mucho cuidado y a propósito, hizo


exactamente lo que sabía que iba a funcionar: declaró su propósito y luego
le dio la opción que él esperaba y rechazó.
—Taillefer, tenemos que llegar a Luca antes de que el Señor de la
Guerra lo encuentre —Señaló con la cabeza la estructura pesada en la
distancia—. Aquí es donde empezamos. De nuevo, tú...

—Puedo irme. Lo sé. Lo has dicho tantas veces que me atrevo a decir
que lo preferirías —Entrecerrando los ojos en el edificio, Taillefer
suspiró—. Supongo que debemos acabar con esto.

*****

Uno a la vez y tu vida en juego.

Taillefer miró la proclama rimada garabateada con sangre en el cartel


que anunciaba su llegada a la Posada del Señor de la Guerra en toda su
gloria de madera.

—¿Crees que esto es lo mejor? —preguntó, mirando con cansancio el


enorme complejo que se extendía ante ellos—. Sabía que esto sería
sospechoso si el Señor de la Guerra lo permitía, pero esto parece una
muerte segura.

En efecto, la Posada del Señor de la Guerra era una aberración


peligrosa: su mera existencia iba en contra de todas las reglas
comprendidas sobre el Torrente.

En un lugar en el que las ciudades se quemaban y la gente se


mantenía en movimiento para evitar la resistencia nacida en la
congregación estática, esto era algo extenso, incondicional y estacionario.
Un gran edificio principal, una enorme valla que salía de él como la estela
de un barco, lleno de campamentos sancionados por los Señores de la
Guerra, cubiertos y protegidos de los elementos, que se podían comprar
por el precio adecuado.

Y lo que es más impresionante, todo el edificio estaba hecho de


madera en un paisaje casi sin árboles, con nada más que tierra reseca y
cielo abierto en kilómetros a la redonda. Eso lo hacía caro, permanente y
totalmente increíble.

Y, por tanto, muy peligroso.

Algo que Amarande podía confirmar personalmente.


Aun así, la princesa se bajó del caballo y ató el castrado al poste de
enganche junto a la señal.

—Taillefer, mi oferta sigue en pie si quieres irte.

—A pesar de la caprichosa advertencia del cartel, voy contigo —


Desmontó y ató a Balkan junto a su hermano—. Dicho esto, si no hacemos
caso a la proclama anunciada, me gustaría pedirte que me devuelvas mi
daga.

El príncipe se puso a su lado y se acercó al gran pórtico del edificio


principal y a la puerta que se abría. Amarande respondió—: Lo haría, pero
no se permiten las armas.

Taillefer se adelantó para enfrentarse a ella mientras avanzaba,


caminando hacia atrás.

—Por eso tienes esa espada atada a la espalda y el cuchillo de tu bota


golpeando contra tu tobillo. Muy sabio: ¿llevabas tus armas antes?

Amarande continuó su trayectoria hacia el porche cubierto y la


estructura desgastada por el sol que había más allá.

—Llevo mis armas precisamente por lo que pasó antes.

—Me siento obligado a preguntar qué pasó antes.

Taillefer la agarró de la muñeca. No fue un golpe fuerte, sólo una


forma de llamar su atención. Tal vez estaba aprendiendo que ella no
respondía bien a la coacción física, pero en cualquier caso no quería que la
tocara. Se quitó la muñeca de encima. Colocó las manos en las caderas y
miró el agujero negro de una puerta abierta y la incertidumbre que había
detrás. Se había tomado bien la broma de ella sobre las armas, pero ahora
el carácter divertido de su expresión habitual había desaparecido, su rostro
era serio.

—Amarande, si mi vida va a estar en juego en este edificio, dime toda


la verdad. Mi cuello merece al menos eso.

En respuesta, ella le ofreció su daga ensangrentada.

—Hay un hombre dentro llamado el Posadero. Como has supuesto, es


leal al Señor de la Guerra, que le permite mantener esta posada, lo que de
otro modo iría en contra de las normas que prohíben la congregación
estacionaria. Se lo permite porque se le paga de muchas maneras que
benefician al Señor de la Guerra, pero lo más importante es que se le paga
en información.

Taillefer palmeó la daga y se animó un poco.

—Parece mi tipo de compañero: doblar las reglas y obtener


conocimientos.

—Puede que no quieras proclamar eso hasta que lo conozcas... si es


que sigue vivo.

—Princesa —reprendió Taillefer, interponiéndose de nuevo en su


camino.

Amarande lo empujó, con la vista puesta en el edificio.

—La última vez que estuve aquí, el guardia del posadero intentó
matarme y las secuelas probablemente hirieron al posadero. Me fui antes
de saber si había sobrevivido.

Taillefer se puso a su lado.

—Entonces, ¿estamos entrando en un espacio cerrado, tratando de


extraer información de alguien que pudiste haber tenido que mutilar o
matar gravemente?

—Sí.

—De repente, mi daga no parece suficiente.

Amarande puso los ojos en blanco.

—Taillefer, fui testigo de cómo asesinaste a ese guardia con un solo


golpe de esa daga.

No intentó negarlo.

—Eso fue sólo porque el chico fue sorprendido.

Cuanto más pensaba Amarande en la técnica que había utilizado con


el guardia, más convencida estaba de que Taillefer podía matar a varios
hombres conscientes con esa daga y su ingenio.
—Tienes ese terror del pantano de fuego. Usa eso.

A pesar del peligro al que se enfrentaban, se rio suavemente.

—Me doy cuenta de que me llamaste malvado no hace mucho, pero


me perturba que sugieras que desencaje eso, lo lance a la cara de alguien y
vea cómo se derrite su carne del hueso.

Ella lo miró fijamente. Él era exactamente esa persona. Si lo usaba con


Luca o para desarmar a un guardia como había sugerido en el Itspi, no
dudaría aquí. Amarande sacó su espada.

—Mantente alerta. Y no esperes que te rescate.

Las tablas de madera del porche crujieron bajo su peso cuando se


adentraron en la sombra del saliente, parpadeando en las fauces abiertas
de la entrada del edificio. No había puertas, sólo una boca negra con
ventanas perforadas a ambos lados.

En silencio, la pareja entró con las armas preparadas mientras el


cambio de luz les anulaba brevemente la visión. Escuchando con atención
el tipo de silencio que le ponía los pelos de punta, Amarande se mantuvo
en una postura de bloqueo fuerte y alta, con la empuñadura apretada en la
espada, mientras parpadeaba en la penumbra hasta que la niebla de la
ceguera desapareció.

Los finos jarrones, las plantas y los especímenes de riqueza habían


desaparecido o estaban destrozados, todo el lugar estaba saqueado. Donde
el suelo había sido carbonizado por la vela durante su lucha con el gigante
de la posadera, las tablas estaban astilladas. Todas las puertas del interior
del edificio estaban fuera de sus bisagras, y las habitaciones de atrás estaban
llenas de escombros. La sangre seca estropeaba las alfombras, antes
intrincadas, una prueba más de la anterior visita de la princesa.

—¿Este es el resultado que mencionaste? —susurró Taillefer—. Si es


así, creo que has subestimado lo que ocurrió aquí.

—El guardia era un gigante. La mayor parte del desorden no es mío.

—Puede ser, pero teniendo en cuenta este desagradable conjunto,


dudo mucho que esta persona de la posada haya sobrevivido.
Señaló con la cabeza el escritorio de mármol, en ruinas en el suelo en
el fondo de la habitación.

—En teoría, pero también la última vez que lo vi estaba inmovilizado


bajo esa losa de mármol.

—Tal vez por eso tengo la sensación de que nos vigilan.

La princesa asintió. Ella también lo sentía. Se movieron juntos,


acercándose al fondo de la habitación. Cuando llegaron al escritorio,
Amarande se detuvo y su atención se centró en una brillante franja de luz
del día, en lo que antes parecía una pared sólida y ornamentada. Pero no,
al mirarla más de cerca, era en realidad una puerta oculta, con sus bisagras
y su picaporte diseñados para fundirse con el patrón dorado y las sombras
intencionadas del espacio de trabajo de la posadera.

—Una puerta —susurró, con la barbilla inclinada hacia la luz—.


Quédate atrás.

Con la espada en alto y preparada para defenderse, Amarande se


acercó a la puerta, presionando su hombro débil contra la pared, con los
ojos clavados en la luz blanca que había más allá en busca de cualquier
movimiento.

Nada.

Con la punta de un dedo, abrió la puerta un poco más y se asomó con


cautela a la franja de luz solar que había más allá.

Todavía nada.

Guiándose con su arma, empujó la puerta hasta abrirla del todo. El


efecto fue cegador, y se quedó allí en su fiel postura de guardia alta,
parpadeando ante el brillo por un momento.

Un momento demasiado largo.

Amarande lo sintió antes de verlo: un cruel golpe descendente que


resquebrajó su postura mientras su mano herida luchaba por mantener el
agarre.

Sabía lo que tenía que hacer en cualquier pelea de espadas: apartar el


golpe con un giro de la espada, liberar la presión y volver a la posición de
guardia. Pero antes de que pudiera hacer lo que le habían enseñado, la
presión sobre su espada aumentó cuando algo o alguien agarró el filo de
su espada y arrastró a la princesa a través de la puerta y hacia la luz.
Capítulo

25
El mundo se desvaneció en un brillo cegador. Los otros sentidos de
Amarande captaron lo que su visión no podía: el peso de otros cuerpos
que la rodeaban. Y lo que fuera que sostenía su espada no estaba dispuesto
a soltarla. Así que la princesa hizo lo único que podía hacer.

La soltó.

La espada y el atacante cayeron y Amarande se puso en cuclillas, con


el cuchillo de la bota inmediatamente en su mano. Mientras las manchas
oscuras danzaban entre ella y los atacantes que se enfrentaban a ella, se
oyó un ruido por detrás, luego una ráfaga de aire y un grito de guerra.

Taillefer.

Otro parpadeo, y la imagen se agudizó, los bordes y la realidad claros.


Un lobo negro. Su espada se cerró en sus fauces.

El príncipe pasó a toda velocidad y derribó al animal al suelo arenoso.


Rodaron por la tierra en un choque de cuerpos y una mancha de negro,
blanco y rojo: la capa granate de su uniforme ardeniano robado quedó
atrapada por el viento y el movimiento.

Una mujer corrió detrás del lobo y de Taillefer mientras pasaban a


trompicones, lamentándose en un sollozo del viejo Torrentiano. Un
hombre estaba en movimiento detrás de ella, corriendo por el enorme
espacio. Era tal y como Luca le había descrito: un patio gigantesco, sin
hierba, sólo con arenas onduladas de tonos que iban desde el típico cobre
hasta el blanco liso. A lo largo de la valla exterior se encontraban las
“habitaciones” al aire libre de la posada: pequeños campamentos cercados.

Eso dejaba a dos atacantes frente a Amarande.


Otro hombre y una mujer: él, calvo, con una daga en la mano derecha.
Ella con ambas manos alrededor de la empuñadura de una espada. Los
cuatro eran de Torrente, con los ojos de color marrón dorado y el pelo
oscuro.

Todos con los dientes desnudos y ensangrentados, enfrentándose a


ella con espadas tan mortales como las suyas.

Sin embargo, estaban aquí. Con otro lobo negro imposible. Inmóvil y
desafiante en los dominios del Señor de la Guerra. Lo que le dio una pizca
de esperanza de que esa gente fuera exactamente a quien necesitaba
encontrar.

Todavía agachada y armada con su daga, Amarande se enderezó


lentamente. Extendió su mano libre, implorando.

—Por favor, buscamos a la resistencia.

El hombre calvo estalló en una risa burlona.

—¡Lo dice la última chica que estuvo aquí con el espía del Señor de la
Guerra!

¿Qué en las estrellas? Ella había estado aquí, sí, pero con Osana…

Un cuchillo salió disparado de la mano del hombre, y la princesa se


lanzó a un lado. Se puso en pie, con la daga preparada. Su compañero se
abalanzó inmediatamente sobre ella, con la punta de la espada apuntando
directamente al vientre de Amarande. La princesa pivotó y se aplanó, y la
mujer se estrelló hacia delante bajo el peso de su arma de conducción. Al
caer al suelo, Amarande golpeó inmediatamente la empuñadura roma de
su daga contra la parte posterior de su cráneo, dejándola inconsciente.

—¡Por favor! ¡Escúchame! —suplicó—. ¡No queremos hacerte daño!

—¡Habla por ti! —Taillefer jadeó desde algún lugar al otro lado del
patio abierto. Era un sonido húmedo, sangre o saliva, que estropeaba el
tono. Detrás de él, el choque de metales.

—¡Mira lo que le has hecho a mi mujer! —bramó el hombre calvo,


corriendo en un amplio arco alrededor de Amarande en un intento de
recuperar su daga, que había caído al suelo detrás de ella.
—¡La dejé inconsciente para que no saliera herida! —respondió
Amarande, recogiendo la daga que pretendía recoger y lanzándola
directamente hacia el hombre. Le alcanzó precisamente como ella
esperaba: no le perforó la piel, sino la tela sobrante de su túnica, clavándole
directamente en la pared de madera del edificio principal de la posada.

Con el rabillo del ojo, la princesa vio su siguiente movimiento.

Si Amarande fuera otra persona, habría dejado a Taillefer a su suerte


mientras ella arrancaba la ubicación de la resistencia de los labios de este
hombre. Después de todo, le había advertido al príncipe que no esperara
un rescate. Pero, por mucho que odiara a Taillefer, se había unido a él y,
sin su distracción hace un minuto, probablemente habría resultado herida
o algo peor.

Satisfecha de que el hombre estuviera bien sujeto por la daga clavada,


la princesa recogió la espada de su esposa y su propia daga y corrió hacia
el príncipe, que seguía luchando con el lobo, la mujer y el hombre que le
había perseguido.

Estaban hacia el centro del patio, tanteando la tierra cerca de donde


se desvanecía del ocre crudo al blanco blanqueado por el sol. Cuando
Amarande se acercó, vio al hombre en el suelo con una puñalada en la
pierna, ligeramente apartado de donde la mujer se cernía sobre Taillefer
con una espada a un palmo de su esternón, el lobo negro sonriendo a su
lado.

—Hasta aquí llega ese afamado talento de lucha ardeniano —se burló
la mujer.

La sangre moteaba la parte delantera del uniforme Itspi de Taillefer,


goteaba de su boca y ya se le formaban moratones morados en la sien y la
mandíbula. Con la capa sujeta por un hilo y el uniforme destrozado por
los dientes y las garras del lobo, Taillefer yacía cauteloso de espaldas, con
los ojos fijos en la mujer y el lobo. Su espada había sido apartada, hacia la
mancha de arena blanca como la escarcha.

Por una vez, no dijo nada.

Con la esperanza de distraer la atención antes de que la mujer o el


lobo acortaran la distancia con la espada o los dientes, Amarande volvió a
defender su caso.
—¡Somos pro-Otxoa y buscamos conectar con la resistencia!

La mujer no se movió. Detrás de ella, el hombre herido se rio tan


fuerte que tosió, mojado y jadeante.

—La princesa Amarande y su guardia, ¿a favor de Otxoa? Eso es lo


más absurdo que he oído nunca.

Taillefer recuperó por fin la voz, extendiendo una mano mientras


intentaba quitarse los pies de encima y ponerse en pie.

—Están equivocados. Esta no es la princesa. Me han robado el


uniforme, y nos aclaman...

La mentira que había fabricado se esfumó cuando la mujer escupió


una orden.

El lobo negro se lanzó directamente a la garganta de Taillefer.

Con los dientes desnudos, la saliva volando, el pelaje arqueado a lo


largo de su columna vertebral. Sus zarpas conectaron con el pecho de
Taillefer y lo empujaron al suelo. El lobo luchó por apartar las mandíbulas
del animal, ya que todo el peso del lobo estaba ahora sobre él, y la bestia
gruñendo tenía toda la ventaja.

Amarande maldijo y corrió hacia ellos, pero estaba demasiado lejos, y


la mujer y su espada estaban listas, bloqueándolas. Tenía dos opciones:
luchar contra la mujer y esperar llegar a Taillefer a tiempo, o lanzar el
cuchillo de su bota contra sus formas retorcidas y entrelazadas y esperar
dar con la piel en vez de con la piel.

Pero entonces, cuando la mujer se acercó tanto a la vista de Amarande


que pudo ver sus dientes apretados, con la espada en alto, la princesa se
dio cuenta de que tenía una tercera opción.

Sin dudarlo lo más mínimo, Amarande se abalanzó sobre la mujer a


toda velocidad, con la espada en alto. La postura de la mujer se endureció,
sus ojos entrecerrados sobre su mandíbula apretada, preparándose para el
impacto.

Tres. Dos. Uno.


En el último segundo, Amarande esquivó y se deslizó. Con la espada
abierta para evitar cortar a la mujer por las piernas, la princesa dejó que la
tierra arenosa y su impulso hicieran el trabajo por ella, mientras derrapaba
junto a la mujer que la esperaba y se dirigía directamente hacia la masa
combinada del príncipe y el lobo negro.

Fuera del alcance de la espada de la mujer, Amarande viró hacia la


refriega, con el único objetivo de ser un objeto contundente de tamaño
humano. Sus rodillas y botas conectaron con el cuerpo lateral del animal,
dando a Taillefer el impulso que necesitaba para empujar al lobo. El empuje
combinado hizo que el animal cayera de costado con un aullido lastimero.

Se alejó derrapando en un penacho de polvo canela hasta el borde de


la arena blanca y plana.

—Eso... parecía... ser... un... rescate —dijo Taillefer, rodando a cuatro


patas en un intento de enderezarse.

—Todavía no ha terminado —Amarande tosió y se puso en pie, con


la espada extendida en una sola mano de su mano no herida, levantada
como protección de la mujer, que seguía allí con una espada y una
venganza.

Sin embargo, en ese momento, la mujer dejó caer su espada por


completo y se precipitó hacia adelante.

Pasando a Amarande. Pasando a Taillefer.

La princesa y el príncipe se dieron la vuelta, para ver sólo el hocico


y las orejas del lobo negro, el resto del cual se había tragado la arena blanca
donde había caído en la pelea. Se lo habían tragado en cuestión de
segundos. Sorbido con la misma facilidad que la sagardoa, directamente en
la tierra.

Detrás de ellos, el hombre herido gritó.

—¡NO! ¡Rena, no!

La princesa y el príncipe vieron con asombro cómo la mujer se


arrojaba a la arena en un remolino de muselina y polvo. Estaba boca abajo,
clavando los brazos desesperadamente en la arena fangosa, con los tacones
de las botas clavados en la tierra de barro para comprarla.
Amarande jadeó, recordando las palabras del posadero de su primera
visita.

El abono. Alimentado por un manantial caliente. Lo suficientemente


abrasador como para hervirte vivo. Te escupe de vuelta, carne muerta, ya
sea por asfixia o por escalfado, no importaba.

Amarande se puso en movimiento, corriendo hacia ellos. La mujer


había conseguido de algún modo llevar al lobo a tierra firme, pero en el
proceso, el abono se había apoderado de ella, atrayéndola inexorablemente
hacia sus fauces.

El lodo eructó y eructó mientras arrastraba toda su mitad superior


hacia la arena. Cuando Amarande y Taillefer la alcanzaron, sólo quedaba
la bota izquierda de la mujer por encima de la superficie arenosa. La loba
gemía, jadeando con fuerza, empapada de arena blanca y húmeda.

La princesa guardó su daga y su espada mientras se lanzaba hacia el


borde, los dedos de su mano herida rozando el talón de la bota de la mujer,
pero no más.

—Estrellas —juró Taillefer, dejando caer su espada. Arrancó la capa de


su uniforme y empujó un extremo a las manos de Amarande. La miró a
los ojos—. No la sueltes.

Entonces Taillefer se lanzó de cabeza a la arena absorbente, sujetando


con fuerza el extremo opuesto de la capa.

La capa se estiró, pero era demasiado corta. Amarande se lanzó a la


arena, estirándose, tratando de mantener la palanca mientras el peso se
desplazaba bajo la tierra. Clavó todas sus piezas puntiagudas, arcos, rodillas,
puntas de botas, en la arena, y maldijo su mano dañada. Su agarre era débil,
pero era todo lo que podía hacer para aguantar. La venda de la mano herida
se desprendió por completo, dejando la herida en carne viva y enfadada al
sol.

Amarande apretó los dientes mientras los segundos pasaban. Un


minuto.

Pero entonces apareció una mano enguantada.

Y otra.
Luego apareció la parte superior de la cabeza rubia de Taillefer, con
el pelo pegado al cráneo. Con todos los músculos de su cuerpo, Amarande
se aferró dolorosamente a su extremo de la capa mientras Taillefer se
levantaba lentamente del lodo absorbente, con la mujer milagrosamente
aferrada a su espalda.

Con todos los músculos de la parte superior de su cuerpo, Amarande


tiró mientras Taillefer hacía suficiente palanca para levantar una pierna y
depositar tanto a él como a la mujer en la segura arena roja.

Los tres yacían exhaustos, tratando de recuperar el aliento, entre


jadeos y toses. El lobo negro se acercó y olfateó la cara de la mujer,
gimiendo.

Cuando su respiración se calmó, Amarande se levantó, comprobó sus


armas y extendió su mano intacta a Taillefer. Él la aceptó y se puso de pie,
con los ojos entrecerrados y los labios torcidos en algo parecido a una
sonrisa, y procedió a demostrarle que se había equivocado con él.

—Como ves, puedo ser desinteresado y confiar en un arma.

—Admito que no esperaba...

—El Señor de la Guerra te encontrará en las estrellas.

El hombre que había inmovilizado contra la pared.

Los ojos de Taillefer se abrieron de par en par, y Amarande soltó la


mano del príncipe para dirigirse a ese hombre, para exponer su caso.

Ni un segundo después, la bota del príncipe chocó con la espalda de


la princesa, que se retorcía.

El golpe hizo que la princesa perdiera el equilibrio y se tambaleó


hacia delante, con su cuerpo exhausto buscando tierra firme.

Donde no lo había.

La bota de Amarande hizo contacto con la arena blanca y fue tragada


de inmediato, el resto de su cuerpo se tambaleó hacia ella, estirado, sin que
se lo propusiera.

Aturdida.
Taillefer trató de atrapar su brazo, pero falló al agitarse... justo cuando
la mujer que había salvado sacó una pierna y atrapó la parte posterior de
sus rodillas, haciéndole caer de bruces tras la princesa.

Y, en un eructo tectónico, Amarande y Taillefer fueron tragados por


la oscuridad total.
Capítulo

26
El beso no fue tan horrible como Inés esperaba.

No fue la edad de Domingu lo que le hizo temerlo: se trataba de un


hombre que ya había estado casado cinco veces y había disfrutado de los
favores de innumerables mujeres. Era que lo odiaba tanto que no estaba
segura de poder hacerlo con la cara seria. Pero lo hizo. Y por su
determinación, recibió mucho a cambio.

Un nuevo anillo en su dedo.

Una nueva corona en su cabello. El joyero del castillo se apresuró a


unir su círculo pirenaico, berenjena y esmeraldas, con lo que habían
llevado las anteriores reinas de Basilica, una piedra lunar y chocolate.

Pero más que todo eso: un nuevo título.

Reina Inés del Reino conjunto de Pyrenee y Basilica.

Habían firmado los papeles para que así fuera. Ella había traído el dote
que él había solicitado, todos esos pequeños frascos de cristal que
tintineaban durante todo el trayecto, hasta que finalmente fueron llevados
por la pasarela y entregados a los guardias de Domingu. También había
traído oro, pero eso era lo de menos. Lo más importante era que se había
traído a sí misma y su voluntad de convertirse en la sexta esposa de
Domingu.

Era una transacción, en realidad. Y nadie se opuso. No por el hecho


de que estuvieran técnicamente emparentados, después de todo, Domingu
estaba emparentado con la mayoría de las casas nobles del continente. Ni
sobre el hecho de que la tinta apenas se había secado en la desautorización
de Taillefer. No se trata de nada.
Y ahora ambos tenían el doble de tierra, el doble de ejército, el doble
de poder. Y lo que es mejor, su nuevo reino conjunto se encontraba entre
Ardenia y la parte más poblada del Torrente. Cualquier rebelión contra el
nuevo reino podría ser fácilmente sofocada.

La reina dejó de ser viuda y su corazón se llenó de alegría. Tenía a


todos los jugadores exactamente donde los quería.

Y ahora Inés estaba hombro con hombro con su nuevo marido en un


estrado en el gran salón de la joya de ónix de Basilica, el castillo de
Aragonesti. Enfundada en un vestido de novia de color berenjena intenso,
adornado con oro y chocolate, Inés estaba de pie detrás de una gran mesa
con guirnaldas de buganvillas y apilada con productos veraniegos del mar
y de la tierra.

Vieiras nadando en mantequilla marrón; mangos frescos, fragantes y


jugosos; faisanes asados y en salmuera; pimientos en escabeche y cebollas
rojas servidos con aguacates cremosos y rodajas de piña, sin plátanos, ya
que no quería que se dorasen y apestasen. Y, en cada lugar, una copa dorada
que se había llenado con el famoso vino blanco de la región: Traminer en
toda su dulce gloria.

Mientras los invitados se acomodaban en los asientos, Inés observó la


escena. Los reinos presentes, Myrcell y las partes antes separadas, pero
ahora unidas de Pyrenee y Basilica, estaban agrupados en sus alineaciones
anteriores. En el caso de Domingu, sus diez hijos, algunos de sus cónyuges,
nietos y bisnietos, se sentaban todos juntos más allá del codo izquierdo del
rey. Su hilo de la red familiar estaba tristemente disminuido, y quedaban
pocos para invitar. Guardias de las tres casas se alineaban en la sala: un
número igual de Basilica y Pyrenee; muchos menos de Myrcell.

El poder en esta sala coincidía con el sol de arriba cuando llegaba a


este continente. La ausencia de Ardenia y del Torrente no importaba, no
cuando la mayoría estaba unida como un solo hombre.

Las mejillas de la reina se calentaron. A su lado, Domingu exudaba


una combinación de regocijo reservado, condescendencia divertida y
arrogancia casual que correspondía a alguien que había apostado y ganado
tantas veces que la derrota ya no era una opción viable, ni siquiera una
consideración.

Una sexta novia y más poder que nunca.


Por supuesto que pensaba que había ganado.

La reina sonrió.

El Rey Akil de Myrcell se levantó para hacer un brindis, como estaba


previsto.

—Antes de comenzar con esta suculenta comida, me gustaría ofrecer


un brindis por el hombre que considero mi segundo padre, y por su nueva
y hermosa novia —La sonrisa del joven rey brilló a lo lejos, lo más
luminoso de la sala.

Inés levantó su copa en alto, cruzando la mirada con Akil mientras


admiraba su apuesto rostro desde el estrado. Él nunca había aceptado
seriamente sus avances. Era una pena. Pobre hombre.

—Seré breve en mis comentarios —continuó Akil—. Las vieiras son


demasiado valiosas como para dejarlas enfriar antes de que lleguen a
nuestras lenguas.

Unas cuantas carcajadas rodaron por la sala ante las bromas poco
ingeniosas. La realeza y los aduladores que vivían en su seno no perdían
detalle.

—Lo que ha ocurrido hoy aquí es nada menos que histórico en la


cacareada historia de nuestro continente: la unión de los gobernantes
absolutos de dos de nuestros reinos. Aunque lloramos los desafortunados
acontecimientos que han conducido a este momento, descansen bien,
Príncipe Renard y Reina Nania, debemos celebrar y marcar esta situación
única, la primera de este tipo que se produce en la historia de la unión de
Arena y Cielo —El joven rey levantó su copa—. ¡Por el Reino de Pyrenee
y Basilica! Por la nueva Arena y Cielo.

—¡Por el Reino de Pyrenee y Basilica! ¡Por la nueva Arena y Cielo! —


La multitud se hizo eco con las copas en alto. Realeza, invitados nobles,
consejeros, cortesanos y guardias: Domingu se había asegurado de que
todos brindaran.

Con una floritura, Akil terminó su discurso y bebió un largo trago de


su vino. Domingu también bebió de su cáliz preferido: metal dorado con
forma de pata de oso. Feo como el pecado. El rey llamó la atención de su
última esposa y bajó su copa, con el dulce vino blanco brillando en sus
labios.

—Inés, querida, da mala suerte no beber.

La reina enseñó los dientes en una dulce sonrisa.

—No me atrevería a tentar a la suerte.

Y, cuando Domingu empezó a responder, su reina le lanzó su copa


llena de vino directamente a la cara, apuntando directamente a su boca
abierta.

El vino dio en el blanco.

Los ojos del anciano rey se abrieron de par en par mientras escupía y
tosía, tratando instintivamente de expulsar el líquido. Se oyó un rugido
mientras todos los presentes se esforzaban por comprender lo que sus ojos
habían presenciado. La Reina Inés confundió aún más la narración al tomar
la barbilla de Domingu, sonreírle a los ojos e inclinarse para susurrarle al
oído.

—¿De verdad creíste que sería tan estúpida como para cumplir tu
petición de los efectos de Taillefer sin investigarlos primero? ¿Realmente
pensaste que bebería este vino envenenado y moriría tranquilamente?
¿Que dejaría que me asesinaras como mataste a Sendoa?

Justo en ese momento, el Rey Akil tosió violentamente,


atragantándose y balbuceando. La atención en la sala se dirigió ahora a
Akil, su bello rostro inexpresivo, los labios salpicados de espuma blanca,
mientras su esposa, Sumira, gritaba horrorizada. El joven rey cayó como
una piedra, golpeando su cráneo contra el borde de la mesa y en el regazo
de su esposa. La sangre se acumuló en su vestido verde pálido mientras
ella se desmayaba.

Domingu fue el siguiente, el cáliz de pata de oso del rey se le cayó de


los dedos mientras su mano libre se aferraba a su garganta. Inés no soltó la
barbilla de Domingu mientras éste se agitaba, con palabras que brotaban
entre la espuma blanca de sus labios.

—No...

—Sí.
La reina apretó su agarre. Le miró a los ojos.

—Debiste pensar que estabas a salvo. Que te necesitaba para que mi


plan funcionara, igual que tú me necesitabas hace tantos años. Que me
habría sentido cómoda viviendo con el miedo de tus hijos mayores, que
esperaron tanto tiempo para gobernar pero que nunca lo harían si yo daba
a luz a un heredero de nuestro trono unido. Pero no soy ajena a los
imprevistos. Resulta que, gracias a tu evidente complot, no necesito un
hombre para mis planes ni para gobernar.

Mientras Inés hablaba, los efectos del vino envenenado cayeron en


cascada alrededor de la sala: cuerpos que caían, gritos horrorizados, una
carrera hacia las puertas enrejadas.

La reina soltó a su segundo marido y antiguo mentor, y el cuerpo de


éste cayó inerte sobre la banqueta. Señaló con la cabeza a los guardias con
uniformes de Pyrenee que estaban apostados detrás del conjunto de mesas
donde los parientes de Domingu se agitaban en pánico.

—¡Ahora!

Decenas de soldados de Pyrenee se desparramaron por el entresuelo


y bajaron las escaleras. Con espadas y dagas desenvainadas, descendieron
como una tormenta sobre las mesas donde la familia de Domingu esperaba
su destino; su vino, por supuesto, no estaba envenenado. Sus espadas
acabaron rápidamente con los descendientes directos de Domingu,
primero los hombres y luego las mujeres que intentaron luchar.

Mientras la sangre salpicaba en grandes arcos, la reina no apartó la


mirada. Era necesario, pero eso no significaba que disfrutara de esa
violencia.

Inés dio una palmada y gritó por encima del caos.

—Los restantes invitados tienen dos opciones. Doblen la rodilla ante


mí y vivirán; de lo contrario, morirán —Señaló a sus soldados, cuyas
espadas amenazaban ahora a todos los que seguían en pie—. Domingu
esperaba gobernar toda Arena y Cielo antes de su último aliento, y sin
embargo fracasó. Pónganme a prueba y se unirán a él en la muerte.

Nadie se movió.
—Sepan esto: yo no envenené el vino. Lo hizo Domingu —La verdad
se asentó sobre la multitud restante, y ella asintió. Sí, sí, él lo hizo. Con la
ayuda de Taillefer—. Sólo conmigo tienen la oportunidad de vivir.

El gran comedor de los Aragonesti se quedó quieto, la muerte o la


capitulación se llevaron cada alma, una por una. Los que eligieron la
muerte bebieron el veneno o sucumbieron a sus heridas, ayudados por los
soldados de la reina. Los que doblaron la rodilla esperaron órdenes.

Cuando todo quedó en silencio, la Reina Inés inspeccionó la sala. Un


tercio de los invitados perdidos por el vino, y un tercio por la espada. Más
o menos lo que ella esperaba. Algunos miembros de su propio grupo
habían sucumbido al vino, pero lo que se había perdido valdría la pena
por todo lo que había ganado.

Pyrenee era suyo. Basilica era suya. Y, con unos pocos trazos de tinta,
el partido restante de Myrcell le entregaría esa franja salada de tierra del
sur y el comercio de perlas y el ejército que lo acompañaba.

Durante mil años en este continente, los reinos se habían ganado a


través de la sangre o la conquista. Sin embargo, con una mente inteligente
y una conciencia férrea, ahora gobernaría tres quintas partes de la Arena
y el Cielo, porque llevaba la conquista en la sangre.

Pero no era suficiente.

Tres quintas partes del continente no serían suficientes, al igual que


no lo habrían sido para Domingu, si hubiera tenido éxito en su plan.

Ella lo quería todo. Y lo tendría. No importaban los planes de Geneva


para Ardenia, antes gobernada por el Rey Guerrero. No importaba el
control del Señor de la Guerra sobre el lamentable pedazo de arena
llamado Torrente. No importa el asunto no resuelto de su hijo Taillefer y
la princesa Amarande.

En los últimos dos minutos había doblegado toda la historia patriarcal


de Arena y Cielo a su voluntad, usando nada más que el marco que la había
mantenido enjaulada durante tanto tiempo.

Pero no más.

—Aquellos de ustedes que han doblado la rodilla, enhorabuena:


levántense y únanse al futuro de nuestro continente —Era teatral, sí, pero
necesario: era un momento dramático, sin duda. Y así, Inés inclinó la
barbilla y se enfrentó a los cansados y tímidos supervivientes con su
sonrisa más benévola—. Sí, pónganse de pie conmigo. Pónganse de pie.
Permanezcan conmigo por la nueva Arena y Cielo. Un lugar donde los
viejos reyes han muerto y una sola reina reinará.
Capítulo

27
Osana se detuvo en el corte de una curva, mirando a través de la
unión hendida de dos montañas, en el Itspi abajo, una gema granate bañada
en naranja del atardecer. La muralla del castillo rodeaba el terreno como
un cinturón con costuras de rubí, tensado en torno a los pastos secos de
verano, fuertemente graduados y sombreados por rodales de fragantes
enebros.

—Estrellas, se parece a su vestido de baile —dijo Osana, sin mirar a


Urtzi, que estaba sentado metiéndose tiras de carne seca en la boca. El gran
myrceliano había aprovechado cada pausa en su viaje como una
oportunidad automática para comer, tan a menudo que ella apenas podía
creer que le quedara algo comestible en su alforja, pero cada vez que metía
la mano en ella se materializaba más comida.

—Parece un castillo —Se encogió de hombros y tragó saliva.

—Un hermoso castillo. El de Bellringe era grandioso e imponente,


pero un poco frígido. Este brilla como una joya, pero sigue pareciendo un
hogar. Envidio a Amarande y Luca por haber crecido aquí.

—No estamos aquí para contemplar el castillo. Entren, agarren a la


princesa y salgan. Puedes admirar la arquitectura en tu próxima visita.

—Bien. Entonces, ¿supongo que vamos y... llamamos a la puerta como


si estuviéramos pidiendo pastel y café? Muestro mi espada y preguntamos
por la princesa...

—No, vamos a través de la ... espera. ¿Está cerrada?

—La puerta parece estar cerrada, sí. Y con soldados.


Urtzi se congeló, mirando el Itspi, catalogando cada sección del
mismo. Mientras su mente superponía la vista actual con el castillo que
había visitado no hacía ni una semana, Osana le arrancó la última tira de
carne seca del puño y se la metió en la boca.

Cuando él no la amonestó, Osana supo que algo iba mal.

—¿Qué? —preguntó, todavía masticando.

Las negras cejas de Urtzi se enroscaron.

—Cuando llegamos, las puertas estaban abiertas. Quizá para el funeral,


pero cuando aceptamos el encargo nos dijeron que no sería difícil entrar.
Teníamos una historia preparada por si necesitábamos hablar para entrar,
pero ni siquiera la necesitamos —Bajó la barbilla hacia la escena de abajo—
. La puerta estaba abierta de par en par. Y aunque Ardenia es famosa por
sus soldados, los guardias no se arrastraban por el terreno como tantas
hormigas.

Sí parecían hormigas. En las murallas. Atravesando los terrenos.


Espesos en la puerta principal, así como en cada entrada al castillo. Hacían
guardia en todos los edificios que podía ver desde este ángulo, la capilla, la
arena, los establos reales y militares, y sus opulentas capas granates
ondeaban con la brisa de la montaña.

Urtzi se pasó una mano por el pelo, los rizos se alisaron por un
momento y luego volvieron a su sitio. Señaló hacia un grupo de árboles,
escondidos junto al establo.

—Allí hay un corte hacia el Torrente. La topografía, los enebros, y un


arroyo que lo cierra. Apuesto a que también hay una fila de guardias allí.

—Pero... ¿por qué los guardias?

—¿Pyrenee, tal vez? Por todo lo que la reina viuda parecía odiar a
Renard, ¿tal vez planea tomar represalias por su asesinato? Pero si ese es
el caso, ¿por qué no hemos visto ninguna señal de ello?

—Podría ser. Aunque con la muerte de Renard, ella está un paso más
cerca de la corona, ¿no? Eso no merece tanto una guerra como un “gracias”.

—Uno pensaría. Pero esta gente no funciona así.


—No sabía que sabías tanto sobre la realeza, pirata.

—Lo sé todo sobre la codicia, ladrona.

—Entonces, ¿qué hacemos? —Preguntó Osana—. ¿Escalar el muro?


¿Probar con los soldados en el puesto de enebro? ¿O simplemente nos
acercamos a la puerta? Todavía puedo mostrar la espada y preguntar por
el capitán Serville, el nombre que me dio Amarande.

—Ya deben saber que está muerto —Urtzi negó con la cabeza—. Y si
asaltamos a sus soldados, probablemente no sonreirán y nos llevarán a una
audiencia con la princesa.

—Entonces, ¿qué tal esto? En lugar de forzarlo o inventar una historia,


simplemente nos acercamos a la puerta, nos presentamos y dejamos que
Amarande haga el resto. Ella nos conoce. Al menos le preguntarán antes
de matarnos, creo.

—Sí, eso podría funcionar. Pongámonos en marcha.

—Tomaré el acuerdo como algo cercano a un cumplido de tu parte.

—Ya has pasado demasiado tiempo con Ula.

*****

Osana se esmeró en instruir a Urtzi sobre cómo debían presentarse;


cómo debía ser ella la que hablara; cómo Egia, la espada que Amarande le
había confiado, podía servir de identificación adicional si era necesario.
Después de todo, el escudo del Rey Sendoa estaba estampado en la base de
la hoja.

Urtzi señaló que desenfundar una espada podría acabar con ellos con
grilletes, ya sea porque no le creyeran lo de demostrar que era del rey o
simplemente porque ella pudiera demostrarlo. Una disyuntiva de último
recurso, en realidad. Pero Osana era tan buena habladora como ladrona.

Llegaron a la puerta con la barbilla en alto y el rostro tan abierto y


confiable como podían hacerlo.

—¡Alto! Jinetes, anuncien sus intenciones —ordenó un guardia. Tres


más se colocaron a su lado, bloqueando la puerta. Muchos más vigilaban la
puerta y se agolpaban en las murallas del castillo. Todos tenían sus ojos
puestos en el pirata y la ladrona

Osana se dirigió cortésmente al guardia que había hablado.

—Nuestras intenciones son entrar, ya que hemos sido invitados.

El guardia no parpadeó.

—Los terrenos del Itspi no están actualmente abiertos a los invitados.


Si han venido para la coronación, llegan un día tarde.

A su lado, sintió que Urtzi se tensaba por la sorpresa: después de todo,


habían cambiado las leyes y coronado a la princesa. Osana le ofreció una
sonrisa amistosa.

—¿La Princesa Amarande es ahora reina? Qué suerte, ya que fue ella
quien nos invitó.

El líder dudó, y sus ojos se desviaron momentáneamente hacia la


guardiana de su derecha. Algo pasó entre ellos.

—Ella no es reina y no los ha invitado —Ignorando su confusión,


señaló el camino por el que habían venido—. Ahora vete.

—Ella lo hizo. Me regaló esta espada y me dijo que la mostrara en la


puerta. Cualquiera que haya sido entrenado bajo el mando del capitán
Serville, que descanse en las estrellas, debería reconocerla por lo que es.
¿Me permite presentársela?

Después de consultar con la guardia, asintió a regañadientes.

—Entrégalo. Lo inspeccionaré.

—Era del Rey Sendoa y una reliquia; preferiría no...

—O me lo entregas o te vas —Los guardias de la casa de la puerta


cumplieron su orden con sus arcos. En un parpadeo, seis conjuntos de
flechas apuntaban a la pareja. Fue entonces cuando Osana se dio cuenta de
que en realidad no eran guardias, sino soldados.

Cuando Osana dudó, sabiendo que en el momento en que la espada


dejara de estar en sus manos no le sería devuelta, la profunda voz de Urtzi
retumbó en la noche que caía.
—Urtzi y Osana. Esos son nuestros nombres. Lleva eso a la princesa
Amarande y arreglaremos esto.

El soldado dio un paso adelante.

—Desmonten antes de entrar.

Urtzi se deslizó al suelo de inmediato, una cabeza más alta que


cualquiera de los hombres. De nuevo, Osana dudó, con los ojos levantados
hacia la casa de la puerta y las murallas.

—Guardia, ¿podrías llamar a sus arqueros? No somos una amenaza.

El hombre hizo un gesto hacia la garita y los arqueros retiraron


inmediatamente sus arcos. Osana guardó la espada y desmontó. Pero en
cuanto sus pies tocaron el suelo, se dio cuenta de que había cometido un
grave error. Los arqueros se habían retirado, pero en el suelo, un
contingente de soldados surgió de los espesos enebros que bordeaban el
camino.

En un momento, ella y Urtzi se vieron rodeados por docenas de


hombres y mujeres con espadas.

Osana levantó las manos.

—La princesa se sentirá muy decepcionada cuando vea cómo nos han
tratado.

Desde atrás, uno de los soldados atravesó las correas de cuero de su


vaina con la punta de su espada. La famosa arma del Rey Sendoa cayó al
suelo detrás de ella en un montón ruidoso, y fue arrastrada.

—Creo que no —dijo el líder—. La princesa fue asesinada por Pyrenee.

—No —insistió Urtzi, con la frustración subiendo el volumen de su


voz, sus cejas enloquecidas—. ¡Nosotros estábamos allí! Ella no estaba —El
soldado arqueó una ceja.

—¿Estuvieron allí?

—No —respondió Osana, pero Urtzi ya estaba gritando—: ¡Sí! —por


encima de ella mientras cuatro hombres fuertemente armados se
acercaban para atarle las manos. Dos más fueron tras Osana. Se llevaron
sus caballos.
—¿Sí? —le preguntó el hombre a Urtzi, mirando de reojo a Osana
mientras ésta escudriñaba el suelo.

—Sí. Suéltame y te lo contaré todo. El secuestro, la boda, Renard,


Taillefer, Luca, todo.

El líder habló con sobriedad.

—No, nos lo contarás de todos modos. El Rey Ferdinand y la Reina


Madre Geneva querrán saber qué pasó con la princesa. Y a quién culpar
por su muerte.

—¿Quiénes son esas personas? —Urtzi miró a Osana en busca de


ayuda, pero la piel aceitunada de la chica había palidecido, los ojos se
volvieron vidriosos y distantes. Comenzó a forcejear y su voz se hizo más
fuerte—. ¡La última vez vimos a Amarande con vida! Si está muerta, no
hemos tenido nada que ver. No me están escuchando.

—Te hemos escuchado alto y claro. Y por eso, ahora estáis bajo nuestro
cuidado como prisioneros del Reino de Ardenia.

—¡No! No lo entienden —insistió Urtzi, mientras ocho soldados le


rodeaban y le ataban las manos. Le despojaron de sus armas y le empujaron
a través de la puerta recién levantada—. ¡Osana! ¡Diles! ¿Qué te pasa?

Osana se adelantó, sin luchar. Sin decir nada en absoluto.


Capítulo

28
El pirata y la ladrona no fueron conducidos a la sala del trono, ni al
salón rojo, donde se estaba preparando la cena. No, los llevaron por cinco
tramos de escaleras, directamente a las mazmorras que bordeaban las
entrañas del Itspi, más profundas que el nivel de las famosas minas de
diamantes de Ardenia, y los encerraron en celdas iguales.

Osana se hundió directamente en el suelo lleno de paja, haciéndose un


ovillo, con la frente pegada a las rodillas. En la celda de enfrente, Urtzi
examinaba los barrotes de acero, tan estrechos que ni siquiera podía pasar
el brazo más allá de la muñeca.

—Te dije que no sonreirían y nos llevarían hasta la princesa. Espero


que se equivoquen al decir que está muerta.

Osana no respondió. Esto confundió a Urtzi, ya que ella siempre había


sido muy habladora, pero no era un secreto que las mujeres tendían a
confundirlo sin importar qué. Como siempre era un seguidor, decidió que
podría intentar tomar la iniciativa y dejar a Osana con el viaje mental que
estaba haciendo.

Por lo que pudo ver al inclinar el cuello hacia los bordes de su celda,
eran los únicos habitantes de la mazmorra. Escuchó, y no pudo oír nada
más que el parpadeo y el estallido de las antorchas colocadas en los apliques
a lo largo del pasillo escasamente iluminado, y los arañazos de las ratas que
correteaban por las paredes.

—Tal vez el hecho de que estemos solos sea algo bueno. Tal vez esto
sea sólo una detención de entrada y salida. Nos harán algunas preguntas,
les diremos lo que sabemos y nos mandarán a paseo —Urtzi pensó que era
una visión bastante optimista; tal vez todo ese tiempo con Luca se le había
pegado tanto como Ula se le había pegado a Osana.

Aun así, Osana no dijo nada.

Parpadeó al verla.

—O simplemente matarán a todos —No hubo reacción—. Y nos


servirán de cena. Cabezas en un plato, nadando en salsa de aceitunas, agujas
de pino saliendo de nuestras narices.

Nada.

—Osana. Hola, Osana. ¿Qué te pasa? Si vamos a salir de aquí, vamos a


tener que trabajar juntos.

—No vamos a salir de aquí.

Su voz era tan pequeña que él casi no estaba seguro de haber


escuchado correctamente.

—¿Qué… por qué?

Si ella respondió, él no lo oyó, porque las puertas al final del pasillo


se abrieron de golpe. Entró una mujer pequeña, de pelo oscuro, vestida con
un rico vestido granate. Caminaba con un propósito aterrador, con los
hombros echados hacia atrás y la barbilla muy alta, como si pudiera separar
la Divisoria con cada paso que daba. Aunque no llevaba corona, Urtzi supo
de inmediato que debía tratarse de la reina madre que había mencionado
el guardia. Era tan impresionante que Urtzi no se dio cuenta de inmediato
de que un hombre, no, un chico alto, seguía su estela.

Osana se puso en pie, saliendo de su trance, con la cara pegada a los


barrotes.

—No sabía quién eras realmente —insistió. Sin parpadear. Sin apartar
la mirada. Su mandíbula era tan firme como su mirada, pero todo el color
había desaparecido de su rostro—. Lo juro. No lo sabía. No hasta que dijeron
el nombre de Ferdinand en la puerta. E incluso entonces no estuve segura
hasta que usted entró en esta habitación.

La regia dama frunció los labios.


—Aquí te dirigirás a él como el Rey Ferdinand. Y a mí como la reina
madre. ¿Lo entiendes, Osana? —La niña asintió solemnemente, sus ojos
azules se desviaron por encima del hombro de la mujer hacia la forma
corpulenta del rey. Los claros ojos verdes del muchacho no se habían
apartado de su rostro desde que había entrado en la habitación, y en ellos
brillaba algo parecido a la tristeza, en contraste con la evidente furia de su
madre—. No sabías que nos habíamos ido porque ya nos habías dejado.

—Osana —aventuró Urtzi, uniéndose a la conversación desde su


celda—. Tengo la sensación de que los conoces.

Los labios de la Reina madre se torcieron.

—Y tengo la sensación de que no les has dicho a tus nuevos amigos


quién eres exactamente.

—¿Quién...?

—Osana es una vigilante —Esto de parte del rey, que de repente


parecía no haber dormido en un milenio—. Para el Señor de la Guerra. O
lo era. Hasta que escapó con mi hermana.

Urtzi tragó saliva con esta nueva información zumbando en sus oídos.
Intentó leer la cara de Osana, para saber de qué lado estaba ahora, pero ella
miró hacia otro lado.

—Chica, tienes suerte de tener información que necesitamos —


anunció la reina madre. Y el interés del rey, por lo que valía—. Nuestros
soldados nos dicen que llegaste a la puerta buscando a la princesa
Amarande. ¿Por qué creías que estaba aquí?

Osana miró al rey, pero su madre no lo toleró.

—No le mires a él. Responde a la pregunta.

Su garganta trabajando, Osana tragó. Rápida como una serpiente, la


mano derecha de la reina madre salió disparada, enganchando los dedos de
Osana y tirando de ella hacia delante hasta que tuvo el brazo de la chica
atascado entre los barrotes en un ángulo doloroso.

Osana gritó y el rey dio un paso hacia ellas, extendiendo la mano


como si pudiera detenerla. Pero entonces retrocedió bruscamente, con los
ojos clavados en una daga que apareció en la mano izquierda de su madre.
La mujer retorció más el brazo, revelando las venas azules de la muñeca
de Osana.

La reina madre presionó la punta de la daga sobre la constelación de


venas hasta que sacó sangre, todo el tiempo inmovilizando a Osana con su
mirada. Esperando.

La muchacha cerró los ojos y las lágrimas salieron por las esquinas.
Entonces, rápida y claramente, desveló todo el plan.

—Se suponía que Amarande vendría aquí, apuntalaría las defensas de


Ardenia contra las represalias de Pyrenee por la muerte de Renard, y luego
esperaría un mensaje y se reuniría con nosotros.

—¿Nosotros? —La hoja presionó más profundamente, la sangre


serpenteando riachuelos alrededor de la punta de acero—. Di su nombre,
chica.

—Nosotros, Luca, los Otsakumea. La resistencia.

La reina madre sonrió.

—Nos llevarás al Otsakumea. Tú y este pirata. Y acabaremos con esa


ridícula resistencia de una vez por todas.

—Espera. Madre, esperamos la guerra cualquier día —argumentó el


rey a su espalda, con una urgencia en sus rasgos que no traicionó en su
voz—. Envía un mensaje. Que vaya un equipo de vigilantes. No podemos
ser nosotros. Y, desde luego, no podemos enviar a ningún soldado de
Ardenia a cumplir las órdenes del Señor de la Guerra.

—No veo por qué no. Les decimos que creemos que la resistencia está
ligada a la muerte del Rey Sendoa. Simple.

—Creo que he dejado claro lo que pienso de las mentiras, madre —


Aquí, él dio un paso adelante, y puso una mano suavemente en su espalda,
sus ojos en la daga aún presionada en el pulso de Osana—. Esa batalla puede
esperar, la de Ardenia no. Una batalla a la vez. Envía el mensaje; espera
noticias de Basilica y Pyrenee. Por favor.

La mandíbula de la reina madre funcionó y tragó una vez antes de


parecer ceder, sus hombros se suavizaron. La postura rígida del rey
también se relajó un poco. Y entonces la mujer retiró su espada de la
muñeca de Osana, pero no sin un último golpe.

Osana gritó y Ferdinand se estremeció.

El corte era profundo, sin llegar a la vena, pero con una nueva cosecha
de gruesas gotas de sangre roja. La Reina Madre soltó fríamente el brazo
de Osana.

—Cuando no vuelvas con la princesa, el cachorro entrará en pánico.


Simplemente esperaremos hasta que Luca venga corriendo por sí mismo.
Amarande corrió tras él; nada indica que no vaya a hacer lo mismo a
cambio.

La reina madre dirigió entonces su atención a Urtzi. Inmediatamente


retiró las manos de las barras; esta mujer se llevaba un dedo sin avisar. Era
extraño, frente a él, se parecía tanto a Amarande en tamaño y estatura que
era desconcertante.

—¿Tienes razones para creer lo contrario, pirata? Estuviste en la boda


de Bellringe, ¿no?

—Sí, estuve en la boda; no, no creo lo contrario.

La reina madre examinó cada centímetro de su rostro, y luego asintió,


satisfecha.

—Bien —Guardó su daga y giró sobre sus talones, llamando al rey,


que se había acercado a la celda de Osana y estaba envolviendo su muñeca
herida con un pañuelo blanco limpio—. Cena con el Consejo Real, mi rey.
Ahora.

Ferdinand se dispuso a seguir a su madre, que ya se dirigía a la salida,


pero Osana le atrapó los dedos con su mano buena. El rey se detuvo y le
dio la vuelta a su agarre, de modo que la mano de ella era tan fuerte como
la de ella.

—¿Está Amarande realmente muerta? —susurró ella.

—Mi rey, llegamos tarde —le espetó su madre, sin dignarse a mirar
atrás—. No se desangrará si ella misma hace el nudo.
El rey no contestó, sino que se limitó a sacudir un poco la cabeza,
apretó los dedos de Osana y se alejó.
Capítulo

29
Amarande se despertó donde las estrellas no podían ver.

Parpadeó en la húmeda oscuridad, sobresaltada al darse cuenta de que


la muerte era más templada de lo que había pensado. No era un surtido de
escalofríos que conducían a la rigidez, sino un calor incandescente. En su
piel, en su pecho, en sus músculos. Su cabeza palpitaba con él, un latido
tras la nueva y abrasadora realidad de lo que era abrir los ojos.

Tal vez las estrellas no podían verla porque ella era una con ellas,
envuelta en tanta luz que parecía ónix oscuro.

Volvió a parpadear y apareció una única luz. Esta bola de luz flotaba
en la distancia. Tal vez una estrella vecina. Alguien que se había ido
recientemente de este mundo.

—¿Padre? ¿Eres tú?

Su voz era seca, con el sabor metálico de la sangre en el fondo de su


garganta.

Intentó, sin éxito, tragárselo.

El resplandor se acercó. Y más cerca. Hasta que casi pudo alcanzarlo


y tocarlo. Sus ojos se sintieron atraídos por la luz, se aferraron a ella como
luciérnagas que rodean una antorcha. Un espíritu, tal vez, el resplandor
interior, como todos los sacerdotes nacidos en las estrellas evangelizaron.

Pero entonces la luz tuvo una voz.

—Tienes la cabeza más dura que he visto, princesa.

No su padre.
Taillefer.

La mente de Amarande se agitó, por supuesto que él sería la estrella


más cercana. Había muerto a un suspiro de su propia muerte. Incluso el
más allá de Arena y Cielo era brutal.

Debería estar con Luca. Debería estar junto a Luca en el cielo eterno.

Pero entonces el pálido rostro de Taillefer, estropeado por la arenilla


y una mancha de sangre, apareció en su visión, junto con la luz blanca de
las llamas. Sus ojos azules captaron la luz del fuego, tan vívidos como
vivos.

—No es de extrañar, dada tu obstinación, pero un golpe así habría


matado a la mayoría de los hombres. Sin embargo, aquí estás, parpadeando
como si tu cerebro siguiera intacto. Aún no lo he visto deslizarse fuera de
tu nariz, pero todavía no estaba convencido de que volvieras a abrir los
ojos.

Amarande se pasó una mano por la nuca, donde se había golpeado


contra el suelo en su celda del Itspi hacía apenas unos días. El nudo que
tenía allí se había calmado bajo la pesadez de su pelo, pero ahora había un
nuevo bulto más grande justo encima: del tamaño de los huevos de ganso
que Maialen tanto celebraba a su llegada a las cocinas del Itspi.

Una mano enguantada apareció en la sombra muerta entre ella y la


cara de Taillefer. La luz se desplazó. Su túnica de guardia, ya hecha jirones,
estaba aún más destrozada que antes. Había cortado tiras de ella para
vendar las heridas que había sufrido en las fauces del lobo negro.

Amarande aceptó su mano y se incorporó. La sangre de su cabeza se


disparó con fuerza, sus ojos se cerraron automáticamente mientras una
marea de dolor le golpeaba las sienes. El estómago se le revolvió y le
dieron arcadas; el agua que le quedaba en el organismo le salió por la boca,
sin llegar a tocar los pantalones ni las botas. Dejó caer la mano de Taillefer
y rodó sobre las manos y las rodillas, aferrándose a la suave tierra hasta
que las náuseas pasaron y no quedó nada en su organismo.

Amarande se limpió la cara con la manga y se sentó de nuevo sobre


sus ancas.

—¿Cuánto tiempo he estado fuera?


—La primera pregunta que habría hecho habría sido ¿Dónde estamos?
Y la respuesta es en una caverna subterránea tan grande como un comedor
y llena de huesos. Pero para responder a tu pregunta, horas. Varias. No
estoy seguro de cuántas —Taillefer le puso algo en la palma de la mano—.
Come esto. Necesitas sustento.

Ella entrecerró los ojos ante el objeto oblongo.

—¿Es eso... una patata?

—Sí. Pélala primero, raspa la carne interior con las uñas. Las patatas
crudas pueden enfermar lo suficiente como para volver a vomitar, pero la
toxina que causa el problema se encuentra principalmente en la piel.

Ese conocimiento de las artes naturales de él, en exhibición, dándole


a su cabeza giratoria otra ráfaga de náuseas.

—No voy a comerlo.

Se lo lanzó a la cara. Taillefer lo atrapó y lo volvió a meter en la palma


de su mano.

—Llevas al menos un día sin comer y te has dado un golpe en la


cabeza. Tienes que comer.

Amarande se lo devolvió.

—Usa tu antorcha para asarlo primero. O préstame la antorcha y lo


haré yo. No me gustaría arriesgarme a otra ronda de vómitos.

Taillefer parpadeó. Estaba claro que había comido patata cruda.

—He subestimado tu astucia.

Mientras el príncipe hacía lo que ella le pedía, la princesa se impulsó


lenta y dolorosamente para ponerse de pie. Le faltaba la fuerza en las
piernas, los miembros se tambaleaban bajo ella. El latido detrás de sus ojos
no se disipaba. Su boca estaba reseca y cruda. Su mano herida palpitaba.
Sin embargo, sólo podía pensar en el tiempo que habían perdido.

Horas. Varias.
Tiempo que no podía recuperar en su camino para encontrar a Luca.
Toda la información que necesitaba para llegar hasta él y la resistencia se
acumulaba en su mente.

Su madre estaba en comunicación con el actual Señor de la Guerra,


sabía el nombre de Luca, esperaba que los rebeldes atacaran.

Luego estaba el agua envenenada en la Cardenas Scar. ¿Cuántos otros


lugares estaban afectados? ¿Estarían Luca y toda la resistencia
envenenados mientras se preparaban para luchar contra el Señor de la
Guerra?

Y ahora estaba la acusación del hombre de la posada del Señor de la


Guerra: que ella había llegado allí por última vez con un espía del Señor
de la Guerra. ¿Podría haberse referido a Osana? De ser así, las
implicaciones de su viaje con Luca podrían ser desastrosas. Las tripas de
Amarande no querían creerlo, pero si la sangre no importaba en el
continente d Arena y Cielo, estaba claro que unos momentos en el mismo
lado tampoco importaban.

Los ojos de Amarande se clavaron en la espalda del príncipe.

Por mucho que la idea de todo el tiempo que habían perdido hiciera
que el miedo y el temor se acumularan en la boca de su recién desocupado
estómago, había algo más inquietante. Había pasado horas inconscientes
con Taillefer cerca, consciente y en plena posesión de sus facultades. No
era algo bueno bajo ninguna circunstancia.

Haciendo inventario, Amarande descubrió, como había temido, que


su cuchillo de bota y su espada habían desaparecido.

—Taillefer, ¿has...?

—Tranquila, princesa. Tomé prestado tu acero para hacer mis vendas.


Y para encender el fuego; apenas hay madera aquí abajo y la mayor parte
está demasiado húmeda para usarla de todos modos —Se giró, revelando
que tenía su daga en la mano, con dos patatas ensartadas en la hoja, medio
asadas sobre su antorcha, que había clavado en la tierra arcillosa. Ladeó la
cabeza cerca de un montón de palos podridos que había recogido—. Tu
espada está allí.
Moviéndose más rápido de lo que era prudente, Amarande se acercó
cojeando a su espada. El acero basilita pesaba el doble de lo normal en su
mano herida, pero Amarande apretó los dientes y la guardó en la vaina
que aún llevaba a la espalda.

—Necesitaré mi daga.

—Eres bienvenida a hacer el asado, entonces —Señaló el montón de


pequeñas y arrugadas patatas que tenía a su lado—. Mis cuchillas no
hicieron el viaje a este pozo de desesperación conmigo.

Tenía en la punta de la lengua que esto era una pérdida de tiempo,


pero cuando dio un paso hacia él, otra oleada de náuseas se abatió sobre
ella, lo suficiente como para que se desmayara sobre sus pies; sus rodillas
se ablandaron, las botas se arrastraron pesadamente por la suave marga
bajo sus suelas mientras se estabilizaba. Su estómago vacío se tambaleó y
rodó, su visión se nubló y, de repente, su corazón latía demasiado rápido.

Taillefer tenía razón: necesitaba sustento.

Tras unos pasos cuidadosos, la princesa se hundió a su lado,


recuperando el cuchillo de su bota y comenzando la tarea de asar las
patatas. Arrancó las dos que había hecho primero de la hoja con lo que
parecían ser afilados fragmentos de cerámica, y cargó el cuchillo con dos
más antes de devolvérselo.

Amarande hincó los dientes en su patata como si fuera una manzana,


el vapor subiendo desde su piel hasta sus sucias mejillas. Era vieja y sosa,
pero posiblemente lo más sorprendente que había probado en su vida. El
almidón le llegó rápidamente y con cada bocado se sintió renovada.

Después de su tercer tubérculo, arrancó dos más del montón, los puso
en el fuego y miró al príncipe.

—¿Dónde has encontrado las patatas?

—En un alijo de macetas de terracota, por ahí. —Taillefer asintió por


encima del hombro—. Junto a un par de túneles. Uno está derrumbado; el
otro parece transitable, pero no tuve tiempo de ver a dónde conducía
después de encontrar los almacenes. Estaba preocupado por ti.
Un alijo de comida y suministros significaba gente. Y, esperaba, la
resistencia: ¿quién más dejaría suministros almacenados bajo tierra si no
fuera gente con algo que ocultar?

—Entonces supongo que ahí es donde empezamos a buscar una salida.

—No hasta que te hayas comido todas las patatas de ese montón. No
creas ni por un segundo que no te he visto casi caerte sólo por intentar
ponerte de pie. Come. Recupera tus fuerzas. Luego nos iremos.
Capítulo

30
—Apesta, ¿verdad? —preguntó Taillefer a Amarande una vez que sus
estómagos estaban llenos, sus piernas más seguras y habían encontrado
otro palo lo suficientemente seco y largo como para que la princesa
pudiera llevar también una antorcha—. Azufre. Alimenta el manantial que
creó el lodo que nos arrastró hasta aquí.

Amarande sostuvo su llama en alto y entrecerró los ojos a la distancia,


aunque la luz era demasiado débil para ver mucho. Esta cueva tenía al
menos tres pisos de altura, y las afiladas espinas de las flores de cueva de
aragonito florecían en lo que podía ver del techo.

—El posadero me dijo que su “abono” me llevaría a una muerte segura.


Menos mal que se equivocó.

—¿Abono? Creo que arenas movedizas es el término técnico —


respondió Taillefer, señalando a su derecha—. Y hay muchos ejemplos de
muerte segura en ese montón: carne muerta, pero no del tipo que te
gustaría comer.

—¿Estás seguro de que los túneles son por aquí? ¿No se han dado la
vuelta?

—Lo están. Sólo hay que ir más allá del cementerio sulfúrico, primero.

El hedor se incrementó hasta que hizo que sus ojos lloraran. Los
huesos se esparcían por el fango sulfúrico, y más allá parecía ser una pared
sólida, pero era, tras una inspección más profunda, limo y lodo, apilados
sobre sí mismos hasta la superficie. Un puñado de cráneos en diversas
configuraciones asomaba de la masa estratificada, que se agitaba con cada
trago de tierra.
—Sobrevivimos simplemente por suerte. Descendimos en el mismo
borde de esa masa y fuimos lo suficientemente pesados como para caer a
través de ella y rebotar hasta donde aterrizamos. Te trasladé a un terreno
más sólido cuando me di cuenta de que no ibas a despertar —Taillefer hizo
una pausa con intención—. De nada. De todos modos, si hubiéramos caído
en la arena a tres o cuatro metros en la otra dirección, nuestra piel se habría
quemado en ese lodo.

Amarande repasó la secuencia en su mente. El análisis de Taillefer era


correcto.

—La gente de la posada conocía la arena, pero no que no fuera igual


de mortífera en toda su superficie.

—Sí. Menudo favor nos hicieron.

—Supongo que sí —Se dio la vuelta—. Si sólo hubieran atendido a la


razón.

—No son tus súbditos. No están obligados a escucharla, princesa.

Eso casi la hizo sonreír.

—La última semana me ha enseñado que nadie me escuchará de todos


modos porque no soy un hombre. Es suficiente para volver loca a una
mujer, y yo soy la afortunada, la heredera directa.

—Tal vez no sea de extrañar entonces que mi madre y la tuya sean


tan particularmente vengativas.

La princesa se mordió una risa apenada. Sí, las reinas que cazaban,
encarcelaban y posiblemente mataban a sus propios hijos eran moldeadas
en su maldad, no nacían así. No era la primera vez que Amarande se
preguntaba qué tipo de experiencias habían retorcido tanto a su madre y
cómo podría ella evitar el mismo destino.

Llegaron a la bifurcación de dos túneles.

—El de la izquierda es donde encontré el alijo de patatas. Parece que


se desvía durante media milla y luego hay una pila de escombros que lo
bloquea parcialmente, pero dado que las patatas estaban cerca, creo que es
probable que haya un camino a través del bloqueo —Esa suposición fue
suficiente para Amarande—. Si estás pensando que la resistencia está
literalmente bajo tierra, secundo esa teoría: estas cuevas naturales han sido
definitivamente aumentadas con herramientas.

Echó un vistazo al interior.

—¿A qué dirección crees que conduce?

Tallifer ya había hecho este cálculo.

—Basándonos en el lugar donde empezamos y donde aterrizamos


después de convertirnos en abono, yo diría que en general hacia el sureste.

—Esa es otra pista de que esto podría ser una estructura frecuentada
por la resistencia: esa dirección nos pondría cerca de otro hombre que
conozco con un lobo negro.

—Espera, ¿eso era realmente un lobo negro? —Parecía genuinamente


intrigado—. Creía que estaban extintos desde hace años y que ese era un
perro criado con astucia.

—No están extintos. Ya conocí a uno. Teniendo en cuenta lo


descaradamente pro-Otxoa que sería la cría de una especie supuestamente
erradicada, estoy bastante seguro de que esas personas de la posada eran
miembros de la resistencia. Ahora sólo tenemos que encontrar más, como
el hombre del este.

Taillefer esbozó una rápida sonrisa.

—Bueno, si encontramos alguno, tal vez nos hagan algo peor que
luchar contra nosotros, no escuchar nuestras súplicas, y luego desterrarnos
a las arenas movedizas después de que los salvemos a ellos y al lobo del
mismo destino. Como hicieron nuestros amigos allá.

Su marca de sarcasmo era tan afilada como cualquier hoja. Y


totalmente molesto.

Amarande lo ignoró.

Inclinándose como el vástago real que era, Taillefer se apartó y señaló


el túnel de la izquierda.

—Después de ti. Ya que tienes tanto la antorcha como las armas.

—Y también pienso quedármelas.


El túnel era lo suficientemente alto como para que ninguno de los dos
tuviera que agacharse, aunque era lo suficientemente delgado como para
exigirles que caminaran en fila india, con sus antorchas parpadeando
salvajemente con cada paso húmedo. El suelo era más sólido que el de la
caverna, pero la tierra era lo suficientemente blanda como para que
Amarande pudiera seguir con facilidad las pisadas de Taillefer de horas
antes mientras avanzaban por el camino. Antes de llegar a la primera
curva, Taillefer volvió a hacer preguntas.

—Háblame del hombre del lobo negro. ¿Cómo se conocieron? ¿Era


un amigo, un enemigo o algo así?

Amarande se humedeció los labios.

—En un momento dado, al principio de mi búsqueda de Luca y los


secuestradores, subí a una gran meseta para obtener una mejor ventaja.

—Parece razonable.

—Así lo pensé: unos cuantos músculos doloridos valdrían la pena para


ver a los jinetes que lo habían robado o alguna otra pista sobre su dirección.
Lo que no esperaba era que arrastrarme por el borde de la meseta me
pusiera cara a cara con las fauces gruñendo de un lobo negro.

—No estoy seguro de si lo más increíble de esa historia es que te


atacara un lobo negro o que ese animal supuestamente extinto viviera en
lo alto de una meseta —Taillefer rio suavemente—. Y, supongo, que éste
estaba entrenado como el que yo enfrenté.

—Estás en lo cierto. El amo del lobo me disparó un dardo para dormir


mientras luchaba contra su animal. Lo siguiente que supe fue que me
desperté encadenada, como impuesto al Señor de la Guerra.

El príncipe asintió, el impuesto del Señor de la Guerra era algo que


ya conocía y suspiró.

—Empiezo a sospechar que podrías hacerte un enemigo en


prácticamente todos los encuentros. Se te da fatal hacer amigos, ¿verdad?
Y los piratas no cuentan porque su cambio de lealtad fue enteramente obra
de Luca, no tuya.
Amarande abrió la boca y la cerró. ¿Tenía razón? Era cierto que, al
crecer, no tenía más amigos que Luca. Pero siempre pensó que era porque
no necesitaba ninguno. Luca era suficiente.

Aceleró el paso, con la antorcha en alto y la espalda rígida.

—Supongo que podrías hacerlo mejor. Tienes muchos amigos. Por eso,
cuando tuviste que huir de tu tierra, lo dejaron todo y se vinieron contigo...
oh, espera.

—Muy gracioso, princesa —Taillefer se permitió una risa oscura—. No


te lo tomes a mal, pero antes de este viaje nunca había discutido de forma
tan absurda con nadie, salvo con mi hermano. Solíamos volver locos a
nuestros tutores con nuestras discusiones cuando éramos pequeños.

Amarande no se lo tomó a mal. De hecho, le entristecía un poco


imaginarse a Taillefer y Renard juntos cuando eran niños. Tal vez ese
último golpe en la cabeza la había hecho más comprensiva de lo que
debería con los hijos de Pyrenee.

—Intercambio de púas, desacuerdos, confianza tenue apoyada por el


trabajo en equipo ocasional y arruinada por la sospecha constante: esa fue
tu infancia, ¿no?

—No —Taillefer hizo una larga pausa—. Sí. Me gustaba más cuando
conseguía meterme en su piel. Estoy seguro de que no es saludable. No te
has perdido nada por no conocer a tu hermano, princesa.

Levantó su mano herida.

—Ya se ha metido literalmente bajo mi piel.

Taillefer se rio.

—Me enorgullece decir que todavía no me ha apuñalado con éxito.

—Agradezco el 'todavía'.

Tras una pausa, Taillefer volvió a la tarea que tenía entre manos.

—Entonces, el plan actual es encontrar a este hombre y a su lobo


negro, esperar que se quede sin dardos para dormir y que retenga la orden
de atacar al lobo el tiempo suficiente para que podamos exponer nuestro
caso y llevarte a tu amor.
—Precisamente. Encontraré a Luca, le advertiré y luego lucharé a su
lado. El resto de las preocupaciones del continente pueden venir después.

—Aunque no niego que eso sea romántico e indudablemente noble,


sigo sin entender de qué estamos advirtiendo a Luca. El Señor de la Guerra
obviamente sabe de su existencia, los cuerpos en Cardenas Scar son la
prueba del intento del Señor de la Guerra de controlar a la oposición, así
como los rebeldes pro-Otxoa que están tomando la posada son la prueba
de que el cambio está en el aire. El movimiento se está produciendo. Si es
obvio para nosotros, es probable que sea obvio para la resistencia, si es que
vale la pena.

Amarande se mordió el interior de la boca mientras él continuaba.

—La cuestión es que Luca se enfrenta al régimen, no a la persona. En


el esquema de las cosas, este conocimiento no importa —El tono burlón se
desvaneció, su siguiente pregunta fue sincera.

—¿Qué es lo que no compartes, Princesa? Algo me dice que sabes


mucho más de lo que dices.

Amarande se abrió paso por un recodo, apilado con la cerámica de


terracota que Taillefer había prometido: los escombros debían estar más
adelante. La princesa tragó saliva, con la esperanza de evitar su insistencia
el tiempo suficiente para la distracción y el problema inmediato del túnel
bloqueado. No podía hablarle del pasado de su madre. Eso era demasiado,
él podría usar ese conocimiento contra ella, ganar el favor de Geneva.

—Princesa —le dijo Taillefer—. No sé qué más puedo... —Un siseo


detuvo a Amarande en seco—. Es eso...

En respuesta, el cuerpo inconfundible de un Escorpión Quemado


salió de la pila de rocas que obstruía el túnel. Un brazo la rodeó por la
mitad, arrastrándola hacia atrás y alejándola. Amarande empujó el agarre
de Taillefer.

—Es sólo uno.

Pero entonces, desde los recovecos entre las rocas, cuyo tamaño
oscilaba entre un melón y un guijarro, llegó más ruido. La señal de
advertencia del escorpión antes de escupir o picar, o ambas cosas.

—Cinco... diez... no, veinte —contó Taillefer—. Debemos retirarnos.


De nuevo, la agarró, esta vez por la muñeca. Amarande lo sacudió con
tanta fuerza que terminó desplazándose hacia adelante en el suelo. El
aguijón del escorpión más adelantado se enganchó. La princesa tragó saliva,
con el corazón palpitante, mientras miraba entre las criaturas, que se
extendían a lo ancho del túnel, y la obstrucción.

—No —Seguían apuntando hacia el lomo del dragón y la meseta


donde ella sabía que estaría el hombre del lobo negro—. Podemos atraerlos,
usar nuestra llama, matarlos…

—¿Qué? —Casi gritó ante su estrategia—. ¿Estás loca? Una picadura y


nada puede ayudarte. Atrás. Arriba.

—Podemos lograrlo.

—Conozco a estas criaturas. No podemos —Amarande recordó lo que


Luca le había contado sobre el taller de Taillefer en el Bellringe. Rebosante
no sólo de pociones como la del pantano de fuego, sino también lleno de
especímenes de todo tipo. Rellenos. En jarras. Vivos.

Lo que le dio una idea.

—El pantano de fuego. ¡Usa eso!

—No. Sólo los enfurecerá más.

Los escorpiones avanzaron, aparentemente trabajando juntos,


formando una línea. Taillefer tiró del brazo de Amarande lo
suficientemente fuerte como para probar la unión.

—No es el momento para la terquedad, ¡vamos!

Luchar contra la torsión de su agarre podría haberla arrojado


directamente a los mortíferos escorpiones que cargaban, así que, por una
vez, Amarande hizo lo que se le dijo.

Corrió.
Capítulo

31
La reina Inés se paró en el muelle del puerto de Basilica, examinando
todo lo que había ganado en una sola noche de esfuerzo.

El océano estaba limpio y refrescante. La salmuera y el aerosol


impregnando el aire espeso con el zumbido y la llamada de las gaviotas.
Las playas dieron paso a las rocas oscuras y las montañas detrás y más allá
de la insinuación del mineral utilizado para fundir el acero que mantuvo
a las arcas de Basilica maduras y listas.

En la cima de una de esas montañas -ya aprendería el nombre o lo


cambiaría- estaba Aragonesti, su nuevo hogar. Todo era de ónice brillante,
una noche estrellada en el medio del día. El perfecto contraste de las
prístinas paredes blancas de Bellringe. Las casas de su castillo eran polos
opuestos tanto en apariencia como en ubicación. Miragua, sede de Myrcell,
era del mismo tono que la arena más allá de ella. Quizás sería una casa de
verano.

Pero ese era un pensamiento prematuro. Los balcones de descanso en


el aire saldo debían esperar hasta que ella alcanzara su meta: Llamar a cada
ultimo centímetro de este continente suyo.

A su espalda, los barcos reales estaban cargados de los viales de


veneno restantes, los miembros de su nueva corte y por supuesto miles de
los soldados, que habían jurado a la nueva reina de los reinos unidos de
Pyrenee, Basilica y Myrcell. No había habido tiempo para cocer nuevos
uniformes, pero eso no le molestó a Inés. Solo había dos bandos -el suyo
y el equivocado- y si esos hombres y mujeres no luchaban por ella,
morirían.
Ardenia se encargaría de eliminar a los más asustadizos mientras ella
marchaba hacia la victoria en el Itspi, el rey bebé mojando sus pantalones
a lo largo del camino, ella podría ofrecerle casarse con él, si él fuera del
tipo maleable. Tal vez.

Pero ella ya había terminado con la necesidad de un hombre que la


ayudara a lograr sus metas. Y el rey bebé no gobernaba en Ardenia. El
verdadero poder detrás del trono le pertenecía a una mujer, la reina madre,
como Geneva se autodenominaba ahora.

No, el control del continente de Arena y Cielo se reducía a sus dos


reinas restantes. Y sería una batalla, de hecho.

Una vez había llamado amiga a Geneva, hace mucho tiempo, cuando
eran peones del mismo juego. Cuando se unieron y se rebelaron, en lugar
de llevarlo a cabo. Cuando ambas recibieron amenazas no muy veladas de
un enfurecido Domingu.

Elegiste tomar una postura en lugar de hacer un movimiento. Un


error.

Ciertamente. Pero desde entonces, tanto ella como Geneva habían


hecho sus movimientos. Ella en los confines de su jaula. Y Geneva fuera
de ella. Pero Inés la conocía lo suficientemente bien como para saber que
la renovada reina madre seguía jugando desde fuera de su casa, incluso
mientras llamaba casa al Itspi cada noche.

E Inés usaría eso a su favor en camino a la destrucción de Geneva y


su bebé rey junto a un dividido y distante ejercito ardeniano.

A continuación, al Torrente. El Señor de la Guerra pensó que estaba


a salvo de los caprichos de los estados del reino. Pero ese seguro se disolvió
en el momento en que Sendoa murió. Fue solo su desinterés en resolver
el problema del Torrente lo que lo mantuvo en marcha durante tanto
tiempo. Nadie más en Arena y Cielo quería desperdiciar sus ejércitos en el
vientre quemado por el sol del continente sin leyes, sin recursos, sin interés
en ser guiados.

Pero ahora ella tenía un ejército tres veces mayor que el de Sendoa.
Y pronto sus grandes militares se inclinarían ante ella. Incluso los rebeldes
que rodeaban al Señor de la Guerra tendrían que arrodillarse ante eso.
O morir intentándolo.

—¿Mi reina?

Inés se giró al acercarse un soldado basilita. Ella le dirigió una sonrisa


tensa.

—¿Segundo capitán Micael?

—Mi reina, los barcos están preparados para desembarcar a sus


órdenes.

Inés miró a su barco real. Los tres emblemas habían sido cosidos
juntos, la bandera era pesada pero la brisa del puerto era lo suficientemente
fuerte como para levantarla. Las cabezas del Oso, el Tiburón y el León de
montaña se unieron como uno solo. Debajo de la bandera, sus consejeros
restantes, sangre fresca de sus reinos adquiridos y la medikua Aritza se
alinearon en la cubierta.

—Vamos, la ruta más rápida posible.

—Sí, mi reina.

Micael se escabulló e Inés se giró hacia la pasarela de su barco. Nikola


aún no había llegado. Seguía por ahí tras Amarande y Taillefer. Ese paso
en falso fue frustrante, pero no importaba.

Ella tenía todo lo que necesitaba para tener éxito y algo más.

El papeleo. El ejército. El elemento sorpresa.

Tal y como había calculado en sus aposentos de Bellringe, las figuras


del tablero habían sido establecidas: Tigre, León de montaña, Tiburón y
Oso. Ahora solo quedaba uno y un fantasma.

Y ella estaba lista para jugar.


NUEVE AÑOS ANTES DEL PRESENTE
Se había dicho que el rostro del Señor de la Guerra reflejaba el miedo
más profundo del espectador, que, al encontrarse cara a cara, el tirano
cambiaba de forma hasta que él solamente fuera reconocido por el alma
del espectador, haciéndoles ver la cosa que los mantenía despierto por las
noches, dejando marcas de garras en las partes mas oscuras de la mente.

Sendoa, Rey Guerrero de Ardenia, no creía en esto. Era un mito, lo


era, como todo en el Torrente, humo y espejos diseñados para proteger al
líder. Una reputación a menudo puede ser mas fuerte que una armadura.
Esto era algo que Sendoa creía. Él sabia que era verdad a través de la
experiencia personal.

Era un Rey Guerrero y no le hacía ningún daño llamarse así mimo


uno.

Su ejército era el mejor del mundo y valía la pena mencionarlo


regularmente.

Su reino era el más rico en Arena y Cielo, mientras los diamantes


fueran extraídos nadie pesaba las arcas.

Y así Sendoa estaba en medio del campamento del Señor de la Guerra.


Un pozo de fuego lo suficientemente largo para tragar cualquier barco en
el Puerto de Ardenia rugió a su espalda. A su lado, la Generala Koldo. Ellos
estaban sin sus espadas, las famosas espadas se fueron con el contingente
ardeniano a una milla del campamento del Señor de la Guerra.

Esta reunión no fue en los términos de Sendoa.

Ni en su tierra ni su decisión ni su ventaja.

No era lo ideal, pero había trabajado durante seis años para tener esta
reunión. Y la tendría. Desarmado, solo valía la pena por la oportunidad de
paz. Para finalmente negociar con esta persona que había orquestado el
asesinato de sus amigos reales. Cuyo mismo liderazgo llevó a los bandidos
y a los asaltantes a Ardenia.
—Koldo —Asintió a su generala, un mechón de cabello de atardecer
cayendo hacia adelante, las palabras tanto un adiós como una orden. No
importaba lo que pasara dentro de esa tienda, la generala mantendría a
salvo a Amarande.

Dos mujeres del Señor de la Guerra se movieron ante él, una escolta.
Caminó entre ellas. En veinte pasos, la escolta se dividió en ambos lados
de la entrada, dando un paso al lado de antorchas gemelas impulsadas hacia
la suave tierra, abriendo cualquiera de las solapas de la cortina, revelando
nada más que una luz cegadora y calor palpable.

El Rey Guerrero entró a la tienda. Una figura estaba tan cerca del
fuego que casi parecía estar formado por humo. Retro iluminado. Negro.
Envuelto en azul y blanco de las llamas mas calientes.

La figura se movió. Dio un paso al frente.

Las rodillas del rey se debilitaron. Algo que podría haber sido miedo
le apuñaló directamente a través de su corazón.

Real. Ella era real.

—Hola, Sendoa.

Bajo varios días de barba pelirroja en las mejillas del Rey Guerrero,
todo color se drenó hasta que sólo quedo el rubor de una quemadura de
sol del Torrente en la punta de su nariz y pómulos.

Miró su rostro descubierto, catalogando rasgos que se reflejaban en


su propia hija joven. Ojos claros, labios llenos, mentón afilado. Lo que, es
más, su marco dominante a pesar de que era leve, su hija sería así, también,
a medida que creciera. Sendoa trató de hablar, su lengua se arrugó en su
boca, toda la humedad en su cuerpo parecía convertirse en polvo.

—¿Por qué?

La mujer le sonrió, el desdén en él era lo suficientemente agudo como


para sacarle sangre.

—Vas a tener que ser más específico.

Ella comenzó a dar pasos tan poderosos y cortantes como los de los
bordes de su tono.
—¿Por qué te dejé? ¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué en las estrellas
estaría de acuerdo en reunirme contigo y mostrar mi verdadero rostro? —
Ella se le acercó lo suficiente para estirar la mano, colocar las palmas de las
manos en sus mejillas y sonreírle a los ojos como solía hacerlo. Ella siempre
había sido pequeña, más de un pie más baja que él y, aun así, en ese
momento, Sendoa sintió que lo había superado en estatura—. O debería ser
¿cómo? ¿Cómo he construido esto? ¿Cómo lo hice debajo de tus narices?
¿Cómo no lo supiste?

El Señor de la Guerra derribó al Otxoa ocho años atrás. Esta mujer, la


madre de su hija, la llamada Reina Fugitiva, Geneva de la Basilica, se había
marchado poco mas de seis años antes. Con la voz aun estrangulada,
escupió la pregunta que ella quería oír.

—¿Cómo?

—El Señor de la Guerra es una idea, no una persona. Es una pena que
no lo hayas sospechado —Ella arqueó una ceja hacia él—. Viniste aquí para
reunirte con el Señor de la Guerra. La persona que mató a tus regios amigos
lobos negros y quemó su castillo hasta las cenizas. La persona que se
levantó en una ola de apoyo de aquellos cansados de la monarquía, hartos
de no tener voz. Yo no soy esa persona, pero no soy menos amada.

—¿Amada? —Salió como una maldición. Una palabra y su voz


completa regresó. La presión se retiró de sus ojos—. El gobierno del Señor
de la Guerra ha hecho al Torrente inhabitable para cualquiera que no sea
bandido, ladrón, mercenario. No eres amada, eres temida.

El Señor de la Guerra no parpadeó.

—Falso. Al salir, mira alrededor de este campamento, Sendoa. Familias


viven aquí, los niños juegan y duermen tranquilos. Ellos son libres —Ella
enseñó los dientes—. Yo los mantengo a salvo con precepción y reputación,
no muy diferente de ti, Rey Guerrero. ¿Es tu ejército realmente el mejor
del mundo o esa reputación simplemente una armadura forjada en
susurros y no en una batalla real?

El Rey Guerrero no mordió el anzuelo.

—¿Es verdad lo que haces para mantener tu reputación? —escupió,


ganando valor alimentado por la justicia—. ¿Forzando a tu gente a siempre
moverse, nunca echar raíces? ¿Quemando disidentes vivos para encender
tus pozos de fuego? ¿Cultivar una cultura donde robar es mejor que un
día duro de trabajo? Ustedes crean caos y la interferencia deliberada, tu
gente no puede sentarse el tiempo suficiente para darse cuenta de las
formas de vida.

—¿Interferencia deliberada? Vaya frase —Ella inclinó la cabeza hacia


él y el trozo de lino que se echó sobre sus hombros (una cubierta para su
rostro en cualquier lugar menos en esta tienda) fue con ella—. Volvamos
al principio. Te sorprende verme, sí, pero hay más de una razón por la que
no esperabas mi rostro.

De nuevo, las mejillas de Sendoa perdieron su color.

Con nuevos ojos, trató de leer a la mujer en la que se había convertido.

Una sonrisa se dibujo en su hermoso rostro.

—Oh, sí, su alteza, sé exactamente a quien esperaba que estuviera en


esta tienda. Jericho Talmage, bandido de las arenas rojas, rebelde,
enigmático organizador. Su reputación, como la tuya, es de leyenda —
Sendoa miró hacia el otro lado—. Pero tú sabes todo eso. Porque tú lo
instalaste.

El Rey Guerrero no respondió.

—¿Por qué necesitabas reclutar a tus hombres y mujeres en el ejército


más grande del mundo? No por una razón altruista que permite a tu gente
sentirse poderosa y segura. No, porque necesitabas cuerpos. ¿Por qué
necesitabas cuerpos? Porque estabas ocupado derrocando a un reino
vulnerable.

La mandíbula de Sendoa se movió mientras las facetas, los ángulos y


las posibilidades pasaban por su mente. No había una estrategia para esto.
Estaba detrás de la curva. Finalmente, el rey preguntó—: ¿Dónde está
Talmage?

La sonrisa del Señor de Guerra se torció.

—¿Después de que Talmage mató tus regios amigos lobos negros,


quemó su hermoso castillo a cenizas y bautizo al Torrente a espaldas de la
ciudadanía con tú apoyo? —Él no respondió. Esto sólo provocó diversión
en el rostro del Señor de la Guerra—. Jericho Talmage necesita un receso.
Y por lo tanto se retiró.
—¿Retirado?

—Oh, ¿no era eso lo que debía hacer? —Acompañó su falsa sorpresa
con una risa coqueta—. Ah, sí, su acuerdo de apretón de manos, que le
apoyarías en la destrucción de los Otxoa y luego dentro de algunos años
lo aliviaría de la carga de dirigir y rescatar el Torrente para ti mismo,
trayendo la nación sin cabeza al redil para expandir las fronteras de
Ardenia, ¿no es así?

El Rey Guerrero no lo negó.

—Y esto se suponía que iba a ser esa reunión. Llegas siete años tarde
para Talmage, por lo tanto, me entiendes —Ella se acercó para acariciar sus
mejillas sin color—. Afortunado tú.

Los molares de Sendoa rechinaron mientras inhalaba levemente por


la nariz, mirando a esta mujer que no era con quien se había casado. No, la
novia adolescente con la que se casó había sido recatada, tranquila,
solemne; su matrimonio concertado siempre se vio mucho más como un
deber para ella que para él.

—No pongas esto únicamente en mí. No habría un Torrente sin ti,


antes de todo esto —Señaló al paño de seda de su vestido azul oscuro y el
pañuelo a juego que le cubría su rostro—. ¿O el poder te ha hecho olvidar
completamente lo que era ser una adolescente, prometida a un hombre al
que se te había ordenado matar?

Geneva inhaló profundamente, sus ojos iluminados por el fuego se


alejaron. No había forma que ella lo hubiera olvidado, sin importar quién
era ella ahora o cuantos años se interpusieron entre ellos entonces.

El plan era de Domingu. Instalando sus parientes dentro de las paredes


de cada castillo, a la espera de instrucciones. Él había elegido a dedo de su
prole a los que tenían el mejor potencial. La edad adecuada para un posible
emparejamiento. El temperamento adecuado. En las profundidades de
Aragonesti, él le dio a cada uno el entrenamiento adecuado, sin el
consentimiento de sus padres, hermanos, cuidadores.

Luego esperó el momento adecuado.

Para colocar a un niño en cada castillo.

Años entre ellos y cada una de sus puertas a otro reino diferente.
Un matrimonio concertado: Ardenia, Pyrenee.

Una institutriz para la viuda y su hijo solitario: Myrcell

Una muerte no planificada y después surgió otra coincidencia:


Torrence.

Y, una vez que todos estuvieron en su lugar y nadie estuvo


preparado: un regicidio masivo y coordinado. Reinos tomados a la fuerza
por un hombre que había tomado todo de esa manera.

Domingu había logrado evitar que fuera demasiado obvio; en lugar


de ser el suegro de todo el continente, simplemente utilizó los medios más
discretos.

Geneva, de dieciséis años, se lo había contado todo a Sendoa en su


noche de bodas. Llorando en sus aposentos. Insistiendo en que era mejor
que el rey no la viera, ni la conociera, ni pasara tiempo a solas con ella.

Así que Sendoa hizo lo que debía.

Primero se lo dijo a su amigo más cercano, Lotyoa, cuyo hermano


estaba prometido uno de los parientes más lejanos de Domingu. Pero
Lotyoa no creía que algo así pudiera suceder y no quería hacerlo,
esperando con alegría la llegada de su segundo hijo.

La reina viuda Tiya estaba demasiado sola para escuchar.

Y Louis-David estaba demasiado prendado del pecho de su esposa


como para preocuparse.

—Yo era el mensajero, pero tú empuñabas el cuchillo. Apoyaste a


Talmage. Asesinaste a la familia real.

—Esa no fue su orden. Él iba a interrumpir…

—No puedes dar órdenes a aquellos cuyas rodillas no se doblan ante


ti —Sus dientes estaban desnudos—. Y no importa tu arrepentimiento, eso
es lo que sucedió. La rebelión que desencadenaste redujo a cenizas a tu
querido amigo y a su reino. Y aunque Talmage fue demasiado lejos, tú y
tu temible ejército no cabalgaron para vengar el asesinato de Lotyoa
porque, ¿qué? ¿Aún así se logró el objetivo? Los planes de Domingu de
un regicidio coordinado pasaron a medida que su miedo a una rebelión
popular similar se colaba. Y así dejaste que el Señor de la Guerra reinara
intacto, usando ese miedo para mantener a las personas más peligrosas del
continente bajo control. Es curioso lo poco que valen las vidas cuando
pagan por tu éxito.

No había defensa. Era verdad.

Una vez que la muerte había tomado a los Otxoa, la estrategia era
evitar que Domingu golpeara hasta que fuera la hora de reclamar el
Torrente para sí y un día dárselo al niño que había escondido en sus
establos en el caos. Acompañado de un nuevo nombre, mentiras y el amor
de aquellos que conocían la verdad.

Pero devolverle a Torrence sería mucho más difícil sin el Torrente


en su poder hasta que el niño fuera mayor de edad. Nunca le había contado
a Geneva la verdadera identidad de Luca. Ni una sola vez. Ni siquiera
después del nacimiento de Amarande y la conexión que había establecido
en él. Y, sin embargo, ella se había insertado a sí misma en su plan
reformado de cualquier manera.

Y así los labios del Señor de la Guerra se curvaron con aire de


suficiencia. Desconociendo el juego final de Sendoa. No el poder para sí
mismo, sino poner las cosas en orden después de lo mal que habían ido.

—Verás —dijo confiada de que tenía el sartén por el mango—. Viniste


a ejecutar un trato que hiciste con un hombre que ya no está aquí. Le confió
el título del Señor de la Guerra a su segunda al mando, una mujer, muy
parecida a la tuya —Por supuesto que ella lo sabía, siempre lo había
sospechado. Aún así no dijo nada—. Y entonces ella me lo encomendó. Él
le contó todo, por supuesto y ella me lo dijo. Pero ese conocimiento no me
ata al trato original, ¿verdad?

Sendoa respiró hondo. Si alguna vez iba a expiar su error, debía


hacerlo bien, a pesar de que su plan se desintegraba.

—¿Cuáles son tus términos, Geneva?

Pero el Señor de la Guerra no respondió. De hecho, ella preguntó—:


Ella está aquí, ¿no es así?

Geneva no necesitaba decir el nombre de Koldo y no lo haría; Sendoa


sabía eso.
—Sí, por supuesto.

—Siempre acompañándote, pero no a tu lado —Los ojos de Geneva se


posaron en su mano, sin encontrar una banda de oro—. ¿No te duele?

Sendoa no parpadeó, ella esperaría que él se defendiera. Pero ceder


sería invitar a preguntas que él no quería responder.

—¿No te duele el corazón por nuestra hija o la arrancaste de tu


corazón como hiciste conmigo? No lo has mencionado ni una sola vez y
ella es el vínculo entre nosotros que esta intacto.

Geneva mostró sus dientes.

—Dejé a Amarande porque la amo.

—¿Amarla? Tu ni siquiera la conoces.

El Señor de la Guerra se movió como un rayo. Un paso de envestida,


un destello de metal y la sangre comenzó a brotar de la mejilla de Sendoa.

El acto dejó al rey tan aturdido que Geneva pudo agarrar su barbilla
con la mano libre de cuchillas, obligándolo a quedarse quieto y nivelado,
sin ningún lugar a donde mirar excepto a sus ojos, mientras su mejilla
lloraba.

—No cuestiones mi amor. No tienes ni idea de lo que he hecho por


mi hija.

El Rey Guerrero no respondió cuando la ira de ella se apoderó de él,


tan feroz como un oso de su reino nativo que había adoptado hace mucho
tiempo como emblema.

Todo dientes, ira y ferocidad.

Geneva golpeó la punta del cuchillo contra su piel, justo debajo del
corte.

—Esto, Sendoa, es mi regalo para ti. Podría haberte degollado


fácilmente y dejar que tu puta generala arrastrara tu cuerpo de vuelta a
casa. Sin embargo, no lo hice. También es mi promesa, que, si no me atacas,
no te atacaré.
En respuesta, él la miró fijamente, sin pestañar. Respirando con fuerza.
Contenido.

—Deja que actúe como me plazca, mantén mi identidad fuera de tu


lengua y Arena y Cielo no sabrán que has hecho el primer corte para
separar mil años de unidad.

¿Eso era lo que realmente ella quería? ¿Con todo el poder que le había
hecho creer que tenía sobre él? ¿Era eso? Era una combinación noble pero
débil; tenía que haber algo más detrás.

—¿Ese es tu negocio? ¿Anonimato y libertad? —Él preguntó,


tranquilo, tenia que haber algo más. Sólo que no estaba seguro de qué. Y
eso, al igual que la sorpresa de su propia presencia, era inquietante. No era
frecuente que el Rey Guerrero se quedara a oscuras.

Con una expresión que no traicionaba nada, el Señor de la Guerra


removió la hoja de la piel, liberando a Sendoa lo suficiente como para que
pudiera ver la daga por completo. Su sangre brillaba la luz del fuego, el
reflejo de la misma en los ojos de Geneva.

—Tú mantén mis secretos, su Alteza, que yo guardaré los tuyos.


Capítulo

32
El cielo era de un azul marino apagado cuando la generala llegó al
pozo de fuego más cercano a Ardenia.

Koldo desmontó, envolvió las riendas de su caballo alrededor de un


peñasco y se dirigió al pozo. Ella trepó por el borde y descendió a la grieta
llena de ceniza. No necesito ir muy lejos, solo seis o siete metros, para que
la línea de ceniza más reciente quedara clara, incluso con la luz menguante.

Sí, hace cinco o seis días -una semana a lo mucho- que la caravana
del Señor de la Guerra había estado aquí. Cuerpos quemados y sólo las
estrellas sabrían qué más, cuando el título del Señor de la Guerra pasaba a
otro.

En privado y dentro de la tienda del Señor de la Guerra, en mayor


secreto, sin ninguna fanfarronería. El tatuaje pincelado en la muñeca, tal
vez unas pocas palabras ceremoniales, el paso de un frasco. Y luego la
aparición de alguien nuevo usando las ropas y el título del Señor de la
Guerra.

Las reglas entre los parientes del Señor de la Guerra eran claras: nadie
dentro de la caravana veía el rostro del Señor de la Guerra descubierto. La
seguridad era primordial y sólo aquellos que gozaban de la suficiente
confianza o estaba a punto de morir veían la identidad desnuda del Señor
de la Guerra. Sin embargo, los que viajaban con la caravana no eran ciegos
al cambio. Por lo que sabía Koldo, Geneva había estado con la caravana
durante la mayor parte, si no era toda, la vida de Ferdinand y también
había sido Señor de la Guerra durante gran parte de ese tiempo. Las señales
del cambio habían sido obvias, nuevas órdenes, la consolidación de las
caravanas y la más obvia indicación: la ausencia de Ferdinand. El rostro
del Señor de la Guerra no se veía, sí, pero su rostro era bien conocido y
destacado. Al menos esta fue la experiencia de Koldo durante sus viajes
anuales en la investigación a la caravana, aunque, en realidad, Ferdinand
siempre era exactamente lo que buscaba cada vez que ella visitaba.

Aquí y ahora, Koldo encontró algo que no esperaba de este pozo de


fuego. Huellas de caballos. Más que eso, evidencia de una pelea.

La generala se acercó. Estuvo tentada a encender una antorcha, pero


sabía que eso podría actualmente dificultar la visión en este tipo de
crepúsculo.

El largo pozo en las cenizas tenía todas las marcas de un caballo


cayendo brevemente de lado antes de ponerse de pie a unos pocos pasos
de distancia.

Directamente hacia el lado donde el caballo había recuperado el


equilibrio era un campo de minas de huellas de cascos. Koldo rodeó el
borde de las mismas, con sus sentidos en funcionamiento mientras
observaba los ángulos, la presión de las marcas, la posición.

Un solo jinete confrontado por más de una docena de oponentes.

La generala sabía qué había encontrado el lugar donde Renard y sus


soldados habían capturado Amarande y a Luca. Las señales coincidían con
la línea de tiempo y confirmaban la historia de la princesa, aunque ésta no
había descrito el encuentro a Koldo con detalles, aunque ni ella ni los
demás le hubieran dado a Amarande la oportunidad de hacerlo.

Koldo se dio cuenta ahora del gran error que había cometido.

Los soldados estacionados en lo alto de las montañas ardenianas sobre


el valle fronterizo con Pyrenee no habían visto a Amarande ni a Taillefer.
Tampoco lo había hecho el nuevo contingente de los exploradores
integrados en los campamentos militares esparcidos estratégicamente a lo
largo de la frontera tras la muerte del príncipe Renard. Nadie tenía noticias,
salvo un chisme sobre un capitán solitario, alguien llamado Nikola, que
cabalgaba solo desde el Bellringe con órdenes de encontrar a Taillefer o
Amarande.

Estaba claro que Taillefer no trabajaba con quien fuera -


probablemente Inés- que diera esa orden. ¿Qué significaba eso?
Koldo volvió a subir a la fosa y se alzó a la tierra firme. Las cenizas
se aferraban a sus botas y guantes y el viento se arremolinaba hacia las
montañas que dividían Ardenia y Pyrenee.

La generala suspiró y cerró los ojos. Imaginando el rostro de


Amarande, feroz y decidida, hija de su padre en todos los aspectos que
importaban.

Leal. Cariñosa. Valiente.

Koldo sabía que si le dieran una opción a Amarande siempre iría por
Luca. Siempre.

Sin embargo, ella se había ido con Taillefer. Aparentemente de buena


gana, dada la evidencia. A pesar de lo que le había hecho a Luca. Una
tortura tan indescriptible que ella había matado a Renard en venganza.

Aunque, Amarande nunca se habría dejado llevar sin querer por


nadie y menos de alguien como Taillefer. No era posible. Era inteligente,
sí, pero no lo suficiente como para sacarla del Itspi a la fuerza.

Pero ¿y si hubiese sido con persuasión?

La propia princesa lo había dicho ella misma.

Taillefer sabía que, si Luca moría, probablemente yo tomaría


represalias contra su hermano. Y, aunque sabía que ese era el objetivo de
Taillefer, reaccioné como él quería.

Los ojos de la generala se abrieron de golpe.

—Le está dando lo que quiere.

Y de repente supo exactamente a dónde ir.


Capítulo

33
La princesa siguió al príncipe en silencio a través del otro túnel que
él había encontrado, serpenteando hacia el sur y al parecer hacia el oeste.
Habían dejado de correr, no sólo porque estaban en lejos de los Escorpiones
del Quemado, sino porque estaban demasiado cansados para hacerlo sin
tropezar. Aunque sus dientes estaban llenos de comida no tenían agua y
sus cuerpos estaban rígidos y adoloridos.

Por lo tanto, ellos se movieron en fila india a un ritmo


frustrantemente laborioso.

Dada la dirección de los túneles, Amarande esperaba que ellos se


dirigieran hacia La Mano. No era donde ella quería ir, pero había sido un
paso en su plan original, un lugar natural para la congregación y, por lo
tanto, respuestas. Una hora más o menos y la promesa caliente de un
renovado agotamiento total se asomó a las esquinas de los ojos de
Amarande. Su garganta estaba tan reseca que parecía palpitar más fuerte
que cualquiera de las otras campanas de advertencia que sonaban por todo
su cuerpo, falta de sueño verdadero, el hambre por la comida adecuada, el
chichón en su cabeza, todo ello.

—¿Podemos ir más rápido? —Amarande lanzó la pregunta a la espalda


del príncipe mientras este atravesaba un tramo del túnel cada vez más
delgado, había perdido su antorcha donde los Escorpiones y estaba
atrapada siguiéndolo, una posición que odiaba, naturalmente.

—Llegaremos donde Luca a tiempo, princesa.

Amarande todavía estaba ligeramente sorprendida de que Taillefer


dignificara a Luca con el uso de su nombre propio, en lugar de llamarlo
"muchacho" o "mozo de cuadra". Pero ya llevaba más de un día haciéndolo,
lo que le daba a Amarande la esperanza de que hubiera aceptado la
verdadera paternidad de Luca, y si lo había hecho, tal vez los demás en
Arena y Cielo también lo harían.

O tal vez Taillefer veía ahora a Luca como una herramienta de otro
tipo. Uno que aceptaría una disculpa por su crueldad y se convertiría en
un eventual aliado. Amarande nunca aceptaría algo así después de lo que
había hecho, pero sabía que Luca lo haría.

Eso decía más del buen corazón de Luca que del talento persuasivo
de Taillefer.

—De nada, ya sabes —dijo el príncipe—, por volver a salvarte, esta vez
de tu insana terquedad.

No se equivocó.

—Gracias. Y de nada por salvarte de una muerte segura a manos de


los rebeldes de la posada.

—Habría sobrevivido sin ti.

—No es probable.

Hizo una pausa.

—Al menos quien nos persiga no nos encontrará aquí abajo —Eso era
cierto, aunque Amarande se arriesgaría a cualquier posible cazador si eso
significaba que podían encontrar la forma de salir de este maldito túnel y
volver a la superficie.

Una hora más y su camino subterráneo comenzó a inclinarse hacia


arriba. Un nuevo ardor se instaló en sus pantorrillas y muslos, una nueva
esperanza vino con él, que tal vez estaban subiendo hacia la superficie y
con ello, aire fresco y un sentido de la orientación.

En la cima, Taillefer se detuvo un momento para tocar una estalactita


especialmente baja que brillaba a la débil luz del fuego. Se frotó los dedos
enguantados y luego los olió.

—Taillefer, ¿qué...?

—Creo que es agua.


La princesa extendió inmediatamente la mano para tocar la roca
húmeda. Sus dedos salieron mojados y olfateó: no había ni rastro del hedor
sulfúrico de la cueva.

—¿Crees que hay más? —preguntó, pero Taillefer ya estaba en


movimiento con la antorcha en alto, siguiendo la promesa de gotas
brillantes que caían sobre la superficie de la piedra.

En unos pocos pasos, se adelantó con una mano en la pared del túnel.

—Más terracota. ¡Ahí! Mira. Lo han marcado.

Efectivamente, más adelante el túnel se ensanchaba hasta llegar a un


pequeño espacio redondo, una madriguera con rocas de punta plana, jarras
de cerámica y, sobresaliendo de la reluciente pared, llave.

Mientras Taillefer fue a ocultar la antorcha en posición vertical entre


las rocas planas, Amarande se abalanzó sobre la pequeña llave de acero,
girando la palanca hasta que salió un chorrito de agua. Puso las manos
debajo, y apenas esperó a que las palmas se llenaran con más de un sorbo
antes de engullirla. El agua se deslizó fresca y agradable por su garganta
reseca. Mientras metía las palmas de las manos por debajo para beber otro
delicioso trago, Taillefer apareció a su lado, sin guantes y con dos tazas de
terracota en las manos.

—Esto es quizás más eficiente, princesa.

—Quizás.

Bebieron hasta la saciedad, dos, tres, cuatro tazas, antes de seguir


inspeccionando el lugar. No había comida adicional, ni pistas adicionales
sobre dónde podrían encontrar la resistencia, salvo en este lugar en un
momento que no era el presente.

—¿Puedo preguntarte algo?

La voz de Taillefer sacó a Amarande de sus pensamientos.

—Mi preferencia en cuanto responder no te ha impedido preguntar


antes.

Fue la respuesta ácida que ella pensó que se merecía, pero luego,
cuando levantó la vista después de que las palabras salieran de su boca, se
arrepintió. En la roca plana frente a ella, Taillefer estaba sentado, con los
ojos leyendo sus manos, un rubor recorriendo su rostro recién limpiado a
la luz del fuego. Ovejuno, así lo llamaría alguien. La sonrisa de Amarande
se hundió y tragó saliva, esperando.

—Es que... ¿Es Luca realmente tu verdadero amor o sólo todo lo que
has conocido?

Amarande se quedó mirando.

—De todas tus ridículas preguntas... ¿de verdad me preguntas esto


ahora? ¿En medio de un viaje de días para encontrar a mi verdadero amor?

Taillefer se humedeció los labios y se giró hacia ella, desapareció ese


destello de timidez y austero el azul brillante de sus ojos.

—Lo pregunto de verdad, sí. Porque creo que es una pregunta justa.
¿Cuántos jóvenes orbitan alrededor de su estrella, princesa?

Levantó la antorcha y la agitó en un pequeño círculo que enmarcaba


su rostro, como si ella fuera el sol y él la tierra. Amarande se burló y apartó
la mirada.

—No es necesario que haya ninguno. Porque tengo a Luca.

Sus labios se curvaron ante su terquedad, su típica expresión


sarcástica construyéndose con cada palabra.

—Asumiendo que sea aceptado como el verdadero heredero de


Torrence, es decir, si la resistencia logra derrocar al Señor de la Guerra,
¿planeas casarte con él? ¿Qué tiene de especial él que arriesgaría tanto si
nunca hubiera pasado tiempo con otros pretendientes elegibles?

Amarande se pasó los brazos por el pecho.

—Taillefer, me doy cuenta de que no sabes lo que es ser una princesa,


pero te das cuenta de que lo último que suele significar la frase
"pretendientes elegibles" es el amor verdadero.

—No lo niego —coincidió Taillefer—. Pero lo hago, respetuosamente,


me pregunto por qué tu padre permitió que tú, el futuro de su reino,
tuvieras una relación de intenciones muy posiblemente amorosas con su
mozo de cuadra.
Lo miró fijamente a los ojos.

—Ya sabes por qué. Mi padre podía ver la tinta en el pecho de Luca
tan fácilmente como tú.

—Ah, así que piensas casarte con él.

Amarande le arrebató la antorcha de la mano y comenzó a alejarse,


adentrándose en el túnel en la dirección que habían tomado, con la voz
obstinada por encima del hombro.

—Es un príncipe y está a un golpe de ser rey. Por lo tanto, un


matrimonio entre nosotros cumpliría los requisitos necesarios que dicta la
ley para permitirme gobernar Ardenia. Si debo casarme por mi poder, mi
verdadero amor es la opción obvia. Mi padre lo sabía.

El príncipe no siguió inmediatamente. Taillefer evitaba las peleas; en


cambio, arremetía con las palabras; ella podía sentir que se enrollaba como
una catapulta, todo tensión y energía inerte. Realmente había estado
pensando en esto durante mucho tiempo. Amarande aceleró.

—Me estás diciendo que crees que tu padre se jugó el futuro de su


reino y su legado con la esperanza de que encontraras tu verdadero amor
en un príncipe oculto. ¿Y que luego los dos vencerían a un sistema
diseñado para la estrategia y no para el amor para crear un matrimonio
que uniera dos reinos, incluso uno caído?

Tuvo el descaro de reírse. El sonido reverberó en las paredes.

—Estoy a favor de los juegos largos, princesa, pero eso, querida, es


impensable.

Amarande se frenó brevemente. Presentándolo así, parecía bastante


inverosímil. Luca le había expresado dudas similares en los aposentos del
capitán del Gatzal, pero con una presentación mucho más suave que el
tono sardónico de Taillefer.

—No conociste a mi padre.

—Oh no, no lo conocí, no realmente. Pero sabes muy bien en qué tipo
de entorno me crie —Amarande recordó su encuentro con Inés. Bellringe
era realmente un nido de víboras. Eso no excusaba sus tendencias—. Y te
puedo decir que, aún si Sendoa estuviera jugando a largo plazo, esta
creencia tuya tiene poco sentido. En cualquier momento podría haber
marchado con ese cacareado ejército suyo hasta el Torrente, matado al
Señor de la Guerra y haber vuelto a casa a tiempo para la cena.

El argumento de Taillefer era tan sólido que no era más que


exasperante. El estrecho paso que ella había trazado a través de las acciones
de su padre -y su particular inacción- parecía ahora un truco de la luz.
Había estado tan segura, al enterarse de la primogenitura de Luca, de que
su padre siempre había tenido esa intención.

Él tenía un plan. Siempre tuvo un plan.

—Él no cambió la ley —Incluso para sus oídos ahora, este argumento
era una telaraña.

El príncipe rio oscuramente desde atrás, ganando terreno.

—Probablemente no cambió la ley porque no esperaba ser asesinado.


Pensó que no importaría. Para cuando su reinado terminara, tú ya estarías
casada desde hace mucho tiempo, tal vez con tu verdadero amor o tal vez
en una alianza política, pero en cualquier caso no importaría.

—Él tenía un plan —Su voz se quebró, audible, inconfundible.

Amarande avanzó a trompicones, casi trotando, y sus pasos se


alargaron cuando el sendero volvió a inclinarse hacia abajo. El túnel de
este lado de la parada de agua era al menos dos veces más ancho que el
que habían recorrido durante horas, y había espacio suficiente para que
Taillefer caminara junto a ella si él se atrevía.

Sin embargo, ahora no venían pasos por detrás.

El avance de Taillefer se había detenido por completo. No tuvo que


mirar atrás para saber que la estaba mirando y a la luz que se alejaba. De
él, de su insistencia en que esto era lo que el Rey Guerrero había planeado,
de todo ello.

Cuando él habló de nuevo, su voz, por una vez, no rebosaba de


sarcasmo ni estaba impregnada de la alegría de una broma privada. En
cambio, era fría y directa, y sus palabras se quedaron en su mente en lugar
de ser rechazadas por completo.
—Amarande, puedes repasar una y otra vez los planes de tu padre en
tu mente, pero la idea de que estuviera protegiendo tu corazón mientras
te daba la tarea de derrocar al Señor de la Guerra para gobernar tu propio
reino es totalmente improbable.

La princesa se detuvo, su frustración se convirtió en una sólida e


indominable tristeza. Se quedó allí, respirando con dificultad, el aire
subterráneo era demasiado cálido y rancio para aliviarla. Cuando Taillefer
llegó hasta ella, cerró los ojos y se tragó el sollozo que se había instalado
en su garganta.

—Es todo lo que tengo, Taillefer. Es lo que tengo para creer.

Sorprendentemente, el príncipe dejó que aquello se quedara así. Y en


ese silencio llegó otra sorpresa.

El distintivo ruido de la corriente de agua.

Era distante pero inconfundible. Sus ojos se encontraron durante un


breve momento y luego echaron a correr. A todo tramo, por el pozo, tan
rápido como lo permitieran la débil luz y el terreno.

Tropezaron en otra curva del túnel y se encontraron a ellos mismos


en una caverna dos veces más grande de las que había debajo de las arenas
movedizas que los había tragado enteros. Y allí, inclinado contra el lado
opuesto, había un arroyo subterráneo, más ancho que Cardenas Scar. El
agua empujaba hacia el sur, su corriente fluía hacia la boca de un túnel alto
y oscuro.

Apoyado contra la pared más cercana había unas pocas balsas hechas
por el hombre, formadas a partir de los extraños árboles de hoja caduca
delgados de ese extraño bosque donde Amarande había rescatado a Luca
de los piratas.

Si las estrellas pudieran ver su corazón desde aquí, tal vez uno la
entregaría directamente a Luca y la resistencia.

—Una forma mucho más cómoda de viajar —dijo Taillefer,


inspeccionando la balsa más cercana a donde habían entrado—. Esta debería
servir bien. Toma los remos, ¿quieres?

Les tomó menos de un minuto en llevar la balsa al agua, recuperar los


remos más viables de una pila cercana y disponerse con su linterna de
forma que pudieran empujar desde la orilla. El agua se movía a un ritmo
perezoso, pero incluso si eventualmente se cansaban de remar, iba a ser un
medio de transporte más rápido que caminar, y otra señal confirmada de
que estaban en el camino correcto hacia Luca y la resistencia.

Quizás fue esa certeza la que despertó en Amarande la necesidad de


corresponder finalmente a Taillefer y su curiosidad con preguntas propias.

—Taillefer, ¿por qué no escapaste simplemente al éter? Dices que


somos la mayor esperanza del otro y, sin embargo, has demostrado hasta
ahora que no morirás en los elementos sin dar algo de pelea. Podrías
haberme dejado fácilmente, desarmada y desorientada en esa cueva, y salir
por tu cuenta. ¿Por qué no lo hiciste?

—Vemos, ambos sabemos que me habrías golpeado la cabeza con una


piedra antes de llegar demasiado lejos.

Ella lo miró de reojo, observando sus ojos a la luz de las antorchas.

—¿Por qué ponerte en un aprieto en el que sabes que estás muerto si


te vas y que podrías morir si sigues adelante? No importa el hecho de que
no pueda controlar lo que Luca pueda hacerte una vez que finalmente
alcancemos a la resistencia, su talento con la espada rivaliza al mío y tiene
más de una razón para asegurarse de que mueras de manera insoportable.

—Ah, sí, supongo que no guardará nada de su legendaria bondad para


mí.

Amarande lo miró a la cara y mintió porque amaba a Luca y sabía


que con la tortura que Taillefer le había infligido, el príncipe nunca
temería a su víctima, sin importar cuánto creciera su poder.

—No, no lo hará, y tampoco lo harán los rebeldes que lo apoyan.

—Sí. Quizás estoy condenado si me quedo o si me voy... —Taillefer


se volvió y la luz de las antorchas captó los ángulos de su rostro,
suavizándose de una manera que casi lo hacía parecer un niño. No un chico
de dieciséis años con las manos manchadas de sangre y una recompensa
por su cabeza—. Princesa, elegí liberarte, seguirte y quedarme contigo no
porque seas mi mayor esperanza, eso fue un poco exagerado, lo sé. Más
bien... es porque nunca he estado solo.
Taillefer apartó la mirada como si algo parecido a la vergüenza le
doblara el cuello y le doblara los hombros.

—Sé que tuve una participación directa en la muerte de Renard. Le


hice cosas horribles a Luca porque quería que me ayudaras a lograr el
sueño que había tenido con fuerza durante demasiado tiempo. Que la
corona fuera mía y poder gobernar. No puedo decirte cuántas noches me
quedé dormido con complots y planes e impulsos de quitjar a mi hermano
del camino. Quizás no a la manera descarada de Domingu, sino para forjar
mi propio camino hacia la corona que tan desesperadamente deseaba.

Su voz se suavizó hasta casi un susurro.

—Esos esquemas me alimentaron durante tanto tiempo que, cuando


se hicieron realidad, estaba ciego a la realidad de lo que ellos significaban.
Había perdido a mi otra mitad, mi compañero constante, la persona que
estaba conmigo todos los días de mi vida. Y estaba solo... hasta que dejé de
estarlo.

El peso de sus palabras golpeó a Amarande con tanta fuerza que se le


cortó la respiración. Para su asombro, el azul hielo de los ojos de Taillefer
brillaban con humedad a la luz del fuego, aunque su voz no traicionó sus
lágrimas.

—Princesa, ¿alguna vez has deseado algo tanto que te llenó, cada grieta
y hendidura dentro de ti, y cuando finalmente sucede y el deseo
desaparece, todo lo que queda es ceniza?

—Sí —susurró Amarande.

Taillefer se volvió. No quedaba nada por decir. Remaron hacia


adelante, hacia la sinuosa oscuridad.
Capítulo

34
Ellos se fueron sin noticias de Osana, Urtzi o Amarande. Esto no le
sentó bien a Luca. Pero el plan no podía esperar. Después de diecisiete años,
esta era una ventana que no se podía desperdiciar.

Y así se sentó con Ula dentro de un carruaje destinado a parecer la


parte de un vehículo de caravana quemado por el Torrente, mirando la
franja de la noche que proyectaba sombras alrededor de su espacio.

Su estrecha unidad estaba llena de observadores dedicados. Tala


liderando -su lobo negro dejado atrás, por supuesto- junto con otros veinte,
todos asignados por su perspicacia y habilidades específicas en
comunicación, estrategia, fabricación de dardos, lucha con espadas y cosas
por el estilo.

Juntos, cabalgaron para unirse a la Caravana Isilea. Con la ayuda de


miembros leales de la resistencia que habían sido plantados en la caravana
años antes, planearon deslizarse con ella como cubierta para ingresar al
campamento del Señor de la Guerra para un reconocimiento final antes
del levantamiento planeado.

Sin embargo, a medida que el plan se acercaba más a ser una realidad,
Luca no podía ignorar el miedo en su estómago de que algo había salido
muy mal para Osana y Urtzi. Aparentemente, Ula también estaba
pensando en eso.

—Debería haber sido yo quien consiguiera a Amarande. Osana no.


Podría haber ido sola. Conozco el camino y no hubiera necesitado una
niñera —refunfuñó Ula, mientras se sentaban en un silencio plateado, la
tela apretada a través de las ventanas del carruaje para proteger su
identidad; esta era la parte peligrosa. Cinco carruajes no eran una caravana,
y hasta que estuvieran con un grupo más grande eran extremadamente
sospechosos. Luego, mucho más tranquilamente—: No te habría
defraudado. Juré por mi vida y lo dije en serio.

No era el juramento de Ula lo que preocupaba a Luca. Fue Osana.


Había algo en ella que él no podía precisar y deseaba haberle hecho más
preguntas a Amarande sobre ella durante esas pocas horas que pasaron
juntos en el Gatzal. Aunque solo estaban él y Ula en el carruaje, se encontró
bajando la voz.

—¿Sabes cómo llegó Osana a unirse a la fiesta de Renard?

Ula, que había estado afilando su espada, se puso rígida.

—¿Por qué?

—Dime y luego te lo diré.

Ula miró a Luca especulativamente.

—Ella estaba con el grupo de los pyrineos cuando se encontraron con


Dunixi, Urtzi y conmigo. Recuerdo que le dijo algo a Renard y luego nos
rodearon. No había otras chicas.

Luca asintió con la cabeza, repitiendo la escena en su mente. El sol


abrasador torrenciano, la desesperación de Renard por encontrar a
Amarande y el probable júbilo del príncipe ante el descubrimiento de los
secuestradores a los que ella había buscado, luchado y escapado.

—¿Es posible que te estuviera identificando? ¿Cuándo estaba


hablando con Renard?

Ula lo miró con los ojos entrecerrados, tratando de leer su rostro en


las sombras antes de responder.

—Nunca pregunté, pero sí, quizás ella nos estaba identificando.


Cuando nos encargaron proteger la tienda de la princesa en el campamento
de los pirenaicos, yo estaba insistiendo a Amarande sobre por qué
demonios iría con Renard, porque obviamente te amaba tanto como tú la
amabas a ella. Osana intervino diciendo que nos había visto en el
abrevadero y que no olvidaría la forma en que hablaste en voz alta de
Amarande.
Ula continuó.

—Recuerdo a una chica allí. Debe haber sido Osana si fue encarcelada
con Amarande en el campamento del Señor de la Guerra. Pero nunca
pregunté —Una pequeña sonrisa cruzó sus labios—. Me distrajo el estar
salvándote.

Luca ignoró las bromas de Ula, su mente se atascó en las palabras del
líder durante el ataque al puesto de avanzada de la resistencia.

—¡Vimos tu cara, niña! ¡No puedes esconderte del Señor de la Guerra!

Habían estado atrapados en su mente durante días, dando vueltas con


la familiaridad burlona del hombre. Todo ello supurando juntos hasta que
su incertidumbre se convirtió en algo más tangible y problemático.

—Es solo... —comenzó—. Era Osana en el abrevadero. Ahora la


recuerdo, pero no me di cuenta hasta después del ataque al puesto de
avanzada. Ella nunca me lo mencionó.

—Está bien —respondió Ula, insegura—. Pero ella no lo mantuvo en


secreto, nos lo dijo a la princesa y a mí.

—Sí, pero —Luca respiró hondo— solo me di cuenta de que era ella
cuando reconocí al bandido principal y a sus hombres; ellos eran su escolta.

Con la mirada perdida por la ventana, Ula no dijo nada durante un


momento. Finalmente, preguntó—: ¿Estás seguro?

—Estoy seguro. Su plan de quemar a los bandidos con el sagardon era


bueno, aunque no necesitaba ir a buscar los caballos con Urtzi para que
funcionara; podríamos haberlos apresurado con la jarra tal como estaba.
Pero ella necesitaba alejarse antes de que la reconocieran e incluso
entonces, no fue lo suficientemente rápida.

Ula tragó y Luca supo que estaba repitiendo la escena en su mente.


Los bandidos convergiendo sobre ellos; el plan febril de Osana; el líder
gritando a su paso que había visto su rostro.

—Quiero escucharte decir exactamente lo que crees que esto significa.

Luca no lo dudó.
—Me preocupa que Osana pueda ser una vigilante del Señor de la
Guerra.

Ula se quedó paralizada, inmóvil como la Mano.

Luca continuó hablando rápidamente.

—Ella le dijo a Amarande que su padre la había vendido a los hombres


del Señor de la Guerra y luego esos hombres mataron a su padre y la
escoltaron hasta el Señor de la Guerra. Que fue entonces cuando nos habría
visto en el abrevadero. No reaccionó como lo haría uno al volver a ver a
esos hombres. Es más, en nuestro viaje ha dejado en claro que sabe bastante
sobre el Señor de la Guerra a pesar de ser una nueva cautiva.

La pirata se mordió el labio, sus ojos dorados en la distancia media, la


mandíbula trabajando mientras su agarre se apretó alrededor de la
empuñadura de su espada.

—Si crees que es una observadora del Señor de la Guerra, ¿por qué
aceptó su oferta de ir tras Amarande? ¿Es por eso por lo que enviaste a
Urtzi?

El carruaje se sacudió, interrumpiéndolo cuando estaba a punto de


responder. Ambos se pusieron de pie, buscando el lienzo dibujado. Ula
empujó a Luca a su asiento.

—Quédate ahí —ordenó en un susurro feroz.

Hizo lo que le dijeron, apoyándose en el asiento mientras el carruaje


se sacudía antes de detenerse abruptamente. Con cuidadosa indiferencia,
Ula apartó la lona y miró hacia la noche negra, con la espada bien
escondida en la mano. Unas pocas palabras del viejo torrenciano flotaron
en la brisa, demasiado bajas para que Luca las entendiera.

Ula se apartó de la ventana, guardó la espada y volvió a enrollar la


lona con fuerza.

—Esa es la Caravana Isilea, más adelante. Vamos a unirnos a su cola


—Con una sacudida, se estaban moviendo de nuevo—. Más allá de ellos
hay una luz que solo puede ser un pozo de fuego.
Capítulo

35
Con los ojos pesados por el sueño no invitado, Amarande no se dio
cuenta de que la oscuridad pasaba de tono a estaño hasta que la balsa
empezó a tambalearse, raspando la tierra blanda de abajo, el agua
desapareció.

La princesa se puso en guardia, tratando de enfocar los ojos, ya que la


luz de la antorcha hacía tiempo que se había apagado. Habían encallado en
otra cueva tachonada de estalactitas, pero el frescor de una mañana en el
desierto azotaba la cara de Amarande.

Aire fresco.

—Taillefer —respiró ella, empujando su hombro donde yacía


acurrucado, con la paleta metida bajo la mejilla como almohada—.
Despierta. Luz del día.

En silencio, se acercó al lugar donde la roca de la cueva se encontraba


con el cielo abierto. Las delgadas líneas de humo se enroscaban a la
distancia cercana, fogatas bordeando el frío. La mañana seguía siendo más
negra que azul, aunque la verdadera luz del día se acercaba con cada
respiración.

Si se trataba del campamento correcto, podrían obtener información


que condujera a Luca y a la resistencia. Y si no, no importaba quién fuera,
tendrían caballos, comida y odres de agua. No les quedaba nada para
intercambiar o canjear, la moneda de Taillefer y su collar destrozado se
habían quedado en las alforjas en sus caballos en la posada del Señor de la
Guerra.
—¿Un campamento? —preguntó Taillefer, agachándose junto a ella y
asomándose—. ¿Nos acercamos a la primera persona que veamos y
preguntamos si alguien ha visto a Luca?

—La persona equivocada podría leer tu sarcasmo como una estupidez.


Vamos, acerquémonos. En silencio.

El río subterráneo salía de la cueva y desembocaba en un cauce seco,


de limo suave y estrecho. No había pistas sobre los rebeldes cuando
abandonaron la balsa y salieron de la cueva, ni otras balsas, ni huellas, ni
patatas, ni cerámica, ni ningún otro signo de vida. Fue una pequeña
decepción, sólo los fantasmas de sus movimientos. Ninguna pista, un rastro
perdido.

En silencio, subieron a la orilla oriental, presionando sus cuerpos en


el limo rojizo, con los ojos mirando por encima de la orilla.

El campamento que tenían delante era enorme. Se enroscó alrededor


de la Mano, a la que habían estado ciegos antes, hacia arriba y hacia la
izquierda, sus dedos recogiendo el amanecer que se avecinaba. Desde allí,
cubrió un paisaje desértico lo suficientemente hacia el este y el norte que
parecía extenderse más allá de la curva de la tierra.

En la distancia, ante ellos y a la derecha, donde Amarande había


pensado que comenzaba el amanecer, no era solo el sol iluminando el
horizonte. Allí también estaban las llamas blancas de un incendio masivo.

Un pozo de fuego en uso.

Inmediatamente, buscó entre las tiendas de campaña la grande azul


que había visto esa noche con Osana. Incluso en la poca luz ya distancia, la
encontró fácilmente, elevándose contra el borde sur del campamento,
cerca del pozo de fuego, la parte superior dorada de su poste central
recogiendo la luz de la llama -un faro de bronce cegador.

Una confirmación.

—El Señor de la Guerra.

La sangre de Amarande estalló cuando el nombre del tirano murió en


sus labios. Ella miró a Taillefer, sorprendida de encontrar su rostro
obviamente ceniciento incluso en la poca luz.
—¿Qué? —preguntó ella, sorprendida, él no era de los que telegrafían
emociones—. El Señor de la Guerra no tiene nada que ver contigo.

Sacudió la cabeza, no fue así. Cuando explicó, su susurro fue tan


agotado como sus rasgos.

—Dijiste en algún momento que los partidarios del rey construyeron


La Mano con las cenizas del castillo de Otxoa ...

Amarande asintió.

—El Otxazulo. Si. Fue reducido a escombros y fue reformado por los
rebeldes para crear La Mano.

Taillefer ladeó la barbilla en dirección opuesta al campamento, más


allá de la otra orilla del lecho del arroyo. Amarande siguió su mirada hacia
donde el paisaje agrietado del Torrente se juntaba en una hendidura
extendida y poco profunda como una huella digital en una rebanada de
pastel de limón.

—Creo que aquí es donde debe haber estado el castillo —Comenzó a


desplegar su mapa, muy silenciosa y cuidadosamente—. Te apuesto a que
ese río subterráneo desembocaba en el castillo, no solo proporcionando
una fuente de agua, sino también posiblemente proporcionando entradas
y salidas.

Esto golpeó a Amarande como una verdad probable, los túneles por
los que habían viajado estaban tan bien formados que probablemente
habían estado allí mucho más tiempo que la resistencia misma.

Taillefer había desplegado todo el mapa ahora. Señaló algo en él y el


viento atrapó el borde, el pergamino se arrugó con la brisa.

Amarande agarró la esquina para silenciarlo. En el proceso, dio su


primera mirada real al mapa y se encontró con una sorpresa.

Este no era un mapa cualquiera de la Arena y Cielo. Era lo viejo


superpuesto con lo nuevo, los detalles del Reino de Torrence se intercalan
con los garabatos de puntos de referencia más modernos como La Mano,
el único puerto en funcionamiento en Torrente, docenas de asentamientos
atravesados con gruesas X de tinta. Antiguos asentamientos, ahora
delineados como fogatas por una pequeña anotación.
—Ese es el trabajo de tinta de mi padre. Todo dibujado como el corte
de una espada.

Taillefer asintió y trazó una línea gris que serpenteaba desde debajo
de una intrincada representación de un castillo entre las fauces abiertas de
un lobo negro aullante.

El tiempo se detuvo para Amarande cuando se imaginó a Luca


colgado de la espalda de Lygia mientras corría desde el castillo en los
momentos antes de que se abriera una brecha y se incendiara. Chapoteando
en el agua, contra el flujo de la marea, ojos frenéticos en la oscuridad. Todo
jadeo, corazón palpitante, corriendo y tropezando, impulsado por la
adrenalina y el miedo.

La imagen era espantosa, el último esfuerzo de una mujer que hace


todo lo posible para salvar a un niño.

El resto de la familia de Luca había sido puesto a la espada, sus cabezas


montadas en picas, rodeadas por los cuerpos destripados de lobos negros,
la erradicación de su casa simbólicamente completa. Toda una línea y su
emblema se convirtieron en cenizas.

—Sí, tienes razón —susurró.

Amarande parpadeó con fuerza con lágrimas hormigueando en sus


ojos. Estaba exhausta, famélica y deshidratada y, sin embargo, su estómago
se hundió con la intensa seguridad de que le estaba fallando a Luca.

¿Y si ella lo había enviado a la muerte en nombre del poder que no


quería? A través de este Señor de la Guerra, su madre, el veneno o incluso
Osana y sus lealtades… donde sea que estuvieran.

¿Y si esta vez la muerte no fuera una artimaña sino la verdad?

El pergamino crujió cuando Taillefer le dio un codazo a Amarande,


señalando algunas líneas de texto.

—Si esos dibujos son de tu padre, entonces tal vez esta sea su letra.

La humedad le nubló la vista y apretó la palma de sus manos contra


cada ojo. Todavía le tomó un momento concentrarse en lo que él se estaba
refiriendo. Él tocó el borde derecho del mapa con el pulgar enguantado.
Allí, en el margen, había líneas de texto inclinadas, escritas en pedazos: una
lista.

La cadena rebelde necesita un eslabón forestal.

El Señor de la Guerra vulnerable a la Mano, ¿usar río? ¿Converge


allí?

¿Venta de oro negro a Indú? ¿Financiar caballos?

Junto a la línea acerca de los rebeldes había una especie de clave: un


punto relleno y un círculo vacío. Los ojos de Amarande hojearon el mapa;
estaban esparcidos por todo el Torrente, y algunos incluso en Ardenia y el
resto de los reinos de Arena y Cielo en pie. Los rellenos constituían la
mayoría y estaban en varios lugares, mientras que tres círculos vacíos se
sentaban en la desembocadura del bosque, el Oiartzun, por el nombre en
el mapa, donde había rescatado a Luca de los piratas y los áspides de Harea.

Los círculos vacíos eran claramente el eslabón perdido: los puntos


rellenos trabajaban casi en una línea ininterrumpida de la misma manera
que las constelaciones prometían imágenes.

La atención de Amarande se centró en el cuadrante este, cerca del


final del lomo de dragón, también conocido como el Río de Piedra,
aparentemente. Era el área por la que se habían puesto bajo tierra antes de
que los Escorpiones los detuvieran. En ese lugar había un grupo de cinco
puntos rellenos y varias líneas dibujadas a mano que salían de la columna,
tanto al norte como al sur.

Sus instintos habían estado en lo cierto. Necesitaban encontrar al


hombre con el lobo negro para tener la mejor oportunidad de localizar a
Luca y los rebeldes.

—Él estaba planeando atacar —susurró Taillefer, el color inundó sus


mejillas—. Este mapa estaba encima de una pila. Plano y usado
recientemente, no enrollado para almacenamiento.

Eso golpeó a Amarande como un rayo. Las figurillas que cubrían la


mesa de la biblioteca: lobos negros con una W tallada en los costados. Sus
dedos buscaron las esquinas del mapa.

—¿Padre escribió algo más?


Taillefer invirtió el mapa lo más silenciosamente posible y dejó al
descubierto el reverso. Allí, escrito con más claridad y con espacio para
trabajar, había otra lista, tallada en el pergamino con la mano de Sendoa
como un cuchillo:

L —Trabajando con A y K

¿Decirle a A primero? ¿O al mismo tiempo?

K a T después del solsticio para la preparación

Muévase antes del equinoccio

G —capturar con vida

Amarande lo leyó una y otra vez.

Su padre iba a atacar por Luca. Con Luca.

Si su padre no hubiera muerto, habrían pasado este verano


preparándose para la guerra.

El plan de su padre. Siempre tuvo un plan. Todo presentado en letras


taquigráficas.

Aun así, algo pesado cayó en el estómago vacío de la princesa cuando


las letras se arremolinaron ante ella, el mensaje era innegablemente claro.
Lo único que no pudo descifrar fue quién era T. Seguramente no Taillefer.
Koldo lo sabría, no podría haber otro K. No es que ella le dijera quién era
el "T". No es que importara ahora. El plan estaba muerto, pero dentro de
Amarande una flama se incendió.

Este plan era tanto una directiva entonces como lo era ahora.

No podía fallarle a Luca. Las palabras de su padre resonaban en su


mente con exactamente lo que debía hacer para asegurarse de que su amor
estuviera a salvo.

Haz la primera marca.

Podría llevar su espada a la garganta del Señor de la Guerra en los


próximos diez minutos y cambiar el curso de todo.
Incluso si no saliera con vida, Luca sobreviviría. El reinado del Señor
de la Guerra se convertiría en un caos. Su madre no podría revivirlo, no
con su compromiso con Ardenia tan público.

La llamada a la acción estaba caliente en su sangre, el pulso le latía con


fuerza en las muñecas, las sienes, la mandíbula. Dejó caer el mapa, sin
importarle el ruido que hacía, y desenvainó su espada.

—¿Qué crees que estás haciendo? —La mano de Taillefer salió


disparada hacia su muñeca, pero falló—. Atacarán a cualquiera que entre
en su campamento con una espada lista.

Amarande rodeó el borde del lecho del arroyo.

—Voy a hacer una visita al Señor de la Guerra.

Taillefer arremetió ahora con ambas manos, yendo hacia sus piernas.
Él le agarró el tobillo, la voz se intensificó mientras se aferraba. Sus botas
resbalaron en el limo blando, incapaces de agarrarse. Ella se deslizó hacia
abajo hasta que la punta de su espada se enganchó a la tierra, deteniendo
su avance y dejando sus hombros y cabeza expuestos a cualquier persona
despierta y alerta en el campamento. A la princesa no le importaba.

—No puedes.

—Puedo y lo haré.

—No —Taillefer le dio un puñetazo en los hombros y la punta de la


espada cedió, Amarande y su arma se deslizaron por el terraplén con él—.
Princesa, entiendo lo que estás pensando. La estrategia es sólida, lo es. Le
daría tiempo a Luca y le daría un régimen tambaleante para desmantelar,
lo que sería mucho más fácil de lo que él está viviendo ahora. Lo admito,
eso está al borde de la genialidad, excepto por una cosa: no saldrás viva.

—Lo haré.

La mirada de Taillefer no vaciló. Para un chico que no traficaba con


seriedad, los ángulos severos de su rostro eran inquietantes.

—Escuchaste a los rebeldes en la posada, el Señor de la Guerra te


encontrará en las estrellas. Eso no sonaba como desear que sus enemigos
tomen el té; parece que el Señor de la Guerra sabe que vas a venir.
Señaló el mapa como prueba, aunque él no sabía lo que hizo acerca
de su madre.

—Amarande, hay más de mil personas aquí que te cortarían, creyendo


que estás tratando de terminar lo que tu padre obviamente estaba a punto
de comenzar y por lo que probablemente lo mataron.

Amarande negó con la cabeza despejada, tratando de negar la verdad


de los puntos que Taillefer había conectado. Pero ella quería que fueran
por otro camino. Necesitaba que lo hicieran.

Si Ginebra mató a su padre, su madre —Koldo también— tuvo mucho


más que ver con los eventos que siguieron, incluso el niño frente a ella.
Alguien que de repente podría haber sido un peón. Hizo una mueca, los
músculos de la mandíbula se dispararon.

—Esa es la oportunidad que tendré que tomar.

—No. No lo harás —Taillefer cambió su agarre para esposar la muñeca


del brazo de espada de ella. Sus ojos captaron la luz, fragmentos de hielo
en este vasto desierto—. Piensa en Luca. Morirá con el corazón roto.

Eso detuvo el aliento de Amarande en sus pulmones.

—Taillefer, ¿cuándo diablos te volviste romántico?

Bajó los ojos.

—Solo diré que... estaba muy claro cuánto te amaba él cuando pasamos
tiempo juntos.

Amarande apartó su muñeca. Esa sensación de malestar que se


derramó en su estómago y tuvo que tragar la bilis que le lamía la garganta.

—¿Quieres decir cuando él creía que moriría en tu mano? ¿Cuándo


lo torturaste cada pulgada de su hermosa vida? ¿Cuándo lo exhibiste como
un cadáver para forzar mi mano?

—Sí —Para su crédito, Taillefer miró hacia arriba para responderle—


. Sé que no lo vas a creer, pero me arrepiento de mis acciones. Mucho.

Ella no dijo nada, pero tampoco se movió, su espada todavía en su


agarre.
—Princesa, ganarás este reino, con él, para él. Lo prometo —La
atención de Taillefer sobre ella era inquebrantable. Ella se volvió más
lejos—. Pero no te sacrifiques ni a ti misma, ni a tu futuro en este momento
por algo que puede no funcionar. Por favor.

Por un largo rato, el silencio se interpuso entre ellos, el ligero viento


agitó las trenzas de su cabello y la tierra cenicienta se levantó a su
alrededor. Amarande enfundó su espada.

Encontró el alivio de Taillefer con la punta de la barbilla.

—Bien. Entramos en el campamento solo por suministros. Caballos,


comida, odres de agua y, si podemos hacerlo, ropa nueva para ti. Tu
uniforme se nota demasiado, incluso sin la capa granate.

La más pequeña de sus escurridizas sonrisas asomó a los labios del


príncipe.

—Odio decirte esto, princesa, pero no importa cómo esté vestido,


todos los ojos estarán puestos en ti —Los labios de ella se abrieron, sin saber
cómo responder a esta afirmación, y la comprensión de cómo debió haber
golpeado sus oídos cruzó su rostro, sus ojos se abrieron de par en par—. No
quise decir eso como un cumplido.

Amarande le dio la espalda, se arrastró por el borde hasta llegar a


tierra firme.

—Vamos.
Capítulo

36
Cuando Luca abrió los ojos al azul de la mañana en el campamento
del Señor de la Guerra; todo olía a humo. El Señor de la Guerra dejaba que
su poder perdurara sobre su pueblo. Recordándoles con cada aliento quién
tenía su destino en sus manos.

El cansancio amortiguaba los miembros de Luca al igual que sus


heridas: la herida en el pecho, cortesía de Taillefer; la mordedura del áspide
de Harea que casi lo había matado. No había dormido lo suficiente en los
últimos días. No lo suficiente para curarse por completo ni para la noche
que tendría que sobrevivir.

Sin embargo, sabía que había dormido en diagonal al suelo del vagón
y Ula, encogida en el banco de su asiento, con la espada abrazada al pecho,
porque había soñado con Amarande, con la noche en que se habían
dormido uno al lado de otro en el mismo sitio, bajo las estrellas. Ella había
insistido en que durmiera en la tienda, pero él no quiso. No porque fuera
una princesa, sino porque era lo correcto. Y cuando su testarudez les había
llevado a dormir a la intemperie, se habían quedado dormidos con las
manos entrelazadas.

Se había dicho a sí mismo que nunca la dejaría ir. No literalmente, por


supuesto, sino que lucharía por lo que tenían mientras él siguiera en pie.
Hoy daría no el último paso, sino un gran paso.

Esa mañana, Amarande pensó que se había despertado primero. Pero


lo que no sabía era que, a pesar de su cansancio y su comodidad junto a
ella, su cuerpo funcionaba con su habitual horario establecido, sus ojos se
abrían en el frío azul antes del amanecer... igual que esta mañana.
Los caballos tenían que comer y su cuerpo conocía sus ritmos mejor
que los suyos.

Y esa mañana él se acostó bajo el cielo brillante, viendo cada rayo


tocar su cara. Nunca la había visto tan desprevenida. Dulce y silenciosa,
sabía que nadie la llamaría así mientras estuviera despierta.

Durante la noche, Amarande había mantenido su mano entrelazada a


la suya, pero se echó espaldas a su lado, con la mejilla apoyada en el pliegue
casi plano de un brazo. Quedó de cara a él con las rodillas levantadas hacia
el estómago y las botas cruzadas.

El sol iluminó el corte de su mandíbula, las quemaduras de sol de sus


mejillas, su nariz y la cresta de su frente. Los finos cabellos de color castaño
que le llegaban hasta el nacimiento del cabello resplandecían con la nueva
luz. Sus pestañas eran tan oscuras como su color lo permitía y un fino rocío
de pecas había sido levantado por el sol del Torrente, algo que sólo se podía
ver de cerca.

Antes de que Amarande se despertara su respiración se agitó y se


echó hacia atrás sobre su columna vertebral, dejando sus rodillas retorcidas
hacia él y sus manos entrelazadas arrastrándose por la tierra mientras se
sacudía del sueño.

Luca había cerrado los ojos entonces, avergonzado por la cantidad de


tiempo que la había observado. Esa persona que conocía tan bien, pero que
nunca había visto así.

En el barco pirata, ella había dormido junto a la cama en el camarote


del capitán, sosteniendo su mano desde su lugar en las tablas del suelo. Él
también se habría acostado allí, si el dolor no fuera tan grande. Su
terquedad se impuso una vez más.

Cuando todo terminó, no quiso otra cosa que dormirse con la mano
de ella en la suya y despertarse con los caballos, deteniéndose lo suficiente
para ver la luz que cruzaba su rostro.

Siempre, princesa.

Un crujido vino del lado de Ula y ella se incorporó con la trenza


despeinada y el pelo por todas partes, el pañuelo resbalando y la espada
arrojada sobre su regazo.
—¿Urtzi? ¿Acaso tú…?

Parpadeó al ver a Luca e inmediatamente se puso a tirar de la lona,


desabrochándola tanto como se atrevió para poder ver bien su entorno.
Luego se aclaró la garganta.

—Tenemos que encender pronto el fuego del desayuno. Debemos


parecernos a ellos. Si nos escondemos aquí, sospecharán.

Luca había querido decir lo que le dijo a Tala: no había venido a este
viaje para sentarse en una relativa seguridad. Para esconderse. Sin
embargo, dudó. Tampoco había venido a este viaje para fracasar.

Esto era un reconocimiento, no la misión real. Esa vendría la noche


siguiente. ¿Y si... salía mal?

Luca había vivido su vida con su destino literalmente escrito en su


piel y había estado a salvo. Ahora, de alguna manera, incluso con el tatuaje
del lobo anidando bajo capas de gasa y dos túnicas, parecía que en el
momento en que saliera del carruaje todo el mundo lo sabría.

Incluso con el disfraz, el nombre ficticio, la tapadera de cientos de


chicos de su misma edad, algunos con coloración y estatura similares, el
miedo que había estado manejando en lo más profundo desde la noche
anterior le recorría la piel.

—Somos un carruaje entre miles.

Ula se puso de pie.

—Sí, y si todos los demás carruajes y tiendas tienen un fuego de


cocina, no se nos notará. Vamos. Probemos nuestros disfraces antes de que
haya luz.
Capítulo

37
A pesar del agotamiento, la sangre y el aliento de Amarande, ella y
Taillefer repasaron su plan mientras se acercaban a los límites del
campamento del Señor de la Guerra.

Capa. Comida. Caballos. Directamente a la meseta donde fue tomada


cautiva por el hombre del lobo negro. Encontrarlo, encontrar la resistencia,
encontrar a Luca.

Entonces todo estaría bien, juntos podrían sobrevivir a cualquier cosa.


Pero primero tenía que sobrevivir con Taillefer.

Su enfoque acordado era el siguiente: Si un objetivo fácil para la ropa


y las provisiones se daba a conocer en el camino hacia los caballos,
consultarían antes de actuar. Necesitaban los caballos más que cualquier
otra cosa y llegar al corral, el cual estaba en el extremo noreste del
campamento, al menos a una milla de su límite de partida, era la prioridad
número uno.

Y, sobre todo: que no los atraparan.

Caminando tan rápido como se atrevían, la pareja recorrió el anillo


exterior de tiendas. Pasaron por delante de fuegos moribundos,
conversaciones en voz baja y bebés que lloraban con la nueva mañana.

La princesa giró bruscamente a la derecha, bajando por un ramal que


se acercaba al centro del campamento; su instinto le decía que sería más
tranquilo. Menos bebés y familias, tiendas de un tamaño más pequeño y
singular. La fila de los solteros. Aun así, había algunos tendederos colgados
en los postes o entre las tiendas de campaña, donde se aireaba la ropa
después de un día de viaje. El paso de Taillefer disminuyó medio paso.
—Capa, norte por noreste.

Los ojos de Amarande se fijaron en la prenda, que colgaba


pesadamente de una cinta; esta prenda no enmascararía perfectamente su
andrajoso uniforme de guardia del Itspi, pero sin duda era mejor. Le dio
un visto bueno sin palabras.

Taillefer se desvió hacia la línea de ropa, arrancando la capa sin dudar


ni detener su paso. Volvió a girar a la derecha con Amarande pisándole
los talones y se la puso. La prenda era de un marrón áspero, con un olor
mezclado de fuego de campamento y aceite de cuero. Era un poco corta,
pero cumplía su función, ocultando el hilo dorado y los hombros rasgados,
donde antes estaba la capa cosida de Taillefer. También tenía una capucha
que sería muy útil.

Engancharon a la izquierda, realineando su camino con el corral de


caballos que ahora estaba recto, a media milla de donde habían girado.

—Tal vez debamos dejar la comida y los odres más cerca de los
caballos —susurró Amarande, mirando por encima de su hombro a una
especie de conmoción: dos hombres con voces elevadas cerca de donde
habían cogido la capa.

Taillefer también lo vio.

—Camina más rápido.

Nada de títulos ni de nombres hasta que no se hubiera superado todo


esto: eso también lo habían discutido. Con mil pares de oídos, había
demasiada gente equivocada alrededor para escuchar una pista.

—No puede parecer que corremos —susurró.

Taillefer respondió tomando su muñeca para tirar de ella. Ahora


estaba básicamente trotando con las rodillas levantadas, oscurecidas un
poco por el flujo de la capa. Ella apartó el brazo cuando doblaron otra
esquina, tratando de poner picos de carpa entre ellos y los dos hombres.

—Estoy contigo, no necesitas…

—OOF.
Taillefer estaba tumbado de espaldas antes de que Amarande
levantara la cabeza. Un hombre del tamaño del ogro que ella y Osana
habían conocido en la posada del Señor de la Guerra estaba allí, con el café
salpicado en la parte delantera de su túnica y goteando por los lados de
una taza de lata en una de sus enormes manos.

La sorpresa hirió las carnosas facciones de sus rasgos.

—¿A dónde con tanta prisa, hombre? —escupió, haciendo rodar el


hombro como si se hubiera salido de su sitio con el golpe que había hecho
caer a Taillefer al suelo. En la mejilla del príncipe ya había surgido un
moretón mientras parpadeaba hacia el cielo iluminado, tratando de
encontrarle sentido a lo que acababa de ocurrir.

—Lo sentimos, no volverá a suceder —respondió Amarande por


Taillefer, rápidamente y en voz baja, extendiéndole una mano para que él
se levantara y pudieran salir del paso.

—Pequeña reina, ¿eres tú?

Amarande se quedó sin aliento mientras sus ojos se dirigían a la


antigua voz y a la hoguera que había a un caballo de distancia. Y, allí,
levantándose de un escalón, estaba Naiara, la sanadora que salvó la vida de
Luca en la Caravana Isilea. Como si se tratara de una confirmación, su
aprendiz Señe apareció junto al hombro de la anciana con la jarra de café
bien sujeta. Detrás de ellos se produjo una conmoción, ya que alguien
tropezó y cayó, casi como si hubiera caminado por el borde del precipicio
donde la princesa se encontraba con mucho cuidado.

Antes de que Amarande pudiera responder, Naiara dio un paso


adelante, inclinándose para ver bien al chico encapuchado en el suelo.

—¿Kidege? ¿Luca?

En ese momento, el tiempo pareció detenerse: el gigante,


repentinamente rígido; Amarande, deseando que las estrellas le
devolvieran esas dos sílabas; Taillefer, empujado sobre una rodilla, sin
llegar a ponerse de pie.

Entonces todo se puso en marcha.

—¿Luca? —la voz del gigante era más fuerte que todo lo que
Amarande había escuchado desde la boda que no sucedió. Su mirada
carnosa se clavó en Taillefer—. ¿Este es el chico que podría desbancar a
nuestro Señor de la Guerra?

Estrellas, no.

Naiara jadeó audiblemente. A pesar de todo su talento y


conocimiento, parecía que la sabia no entendía el poder del nombre de
Luca.

Taillefer se puso en pie y se encogió la capucha a propósito para


demostrar que no tenía sangre torrenciana.

—No, no, esto es un malentendido. No me llamo así, yo…

El gigante agarró a Taillefer por la parte delantera de su túnica y lo


levantó en el aire.

La espada de Amarande estaba al frente en un instante.

—Bájalo. No queremos hacerles daño.

—Tu espada dice lo contrario, chica.

Se oyó el sonido de más acero desenvainado. Dos guardias femeninas


se encontraban en la unión de un par de filas de tiendas. Amarande no se
atrevió a mirar a Naiara ni a Señe; las sanadoras ya tendrían bastantes
problemas por haber albergado el conocimiento de Luca. Una punzada de
arrepentimiento la golpeó cuando deseó no haber girado la cabeza al oír la
primera voz de la sanadora.

—Haz que tu amigo lo baje y yo guardaré mi espada —dijo Amarande


a las guardias: ambas llevaban espadas como la de Ula, curvas y mortales.

—Libéralo, Kerbasi.

El hombre grande sonrió ampliamente a Taillefer, que jadeó y pataleó.

—Con mucho gusto.

La palabra apenas había salido de su boca cuando el gigante lanzó a


Taillefer por los aires. Con la espada en alto, Amarande retrocedió para
apartarse del camino.
Pero el movimiento que había previsto no se produjo: el cuerpo del
príncipe fue lanzado verticalmente, no horizontalmente. Y, mientras caía
en picado hacia la tierra agrietada, la pierna del hombre salió disparada y
su bota conectó con las tripas de Taillefer.

El crujido de una costilla rota reverberó en el aire, y un grito se escapó


hacia el amanecer. Taillefer aterrizó en un montón, con la sangre saliendo
de su boca.

—Tai… —comenzó Amarande, sólo para ser cortada con una


advertencia.

—¡Pequeña reina!

El grito febril de Naiara hizo que la atención de Amarande pasara de


la sangre fresca de Taillefer a un movimiento borroso: las dos guardias
que se acercaban por ambos lados.

—Estrellas —maldijo en voz baja.

La guardia de la izquierda era la más rápida de las dos, y su espada se


arqueaba contra el lado débil de la princesa. Amarande se enfrentó a ella
con un golpe cruzado. El lado ancho de la espada de la princesa atrapó el
fino filo de la hoja de la guardia, con suficiente fuerza y torsión para
invertir el impulso de su movimiento cortante.

Fue suficiente para desequilibrar a la guardia. La princesa golpeó la


rodilla de la chica con la suela de su bota mientras ella giraba, empujándola
fuera del cuadro y al suelo.

La espada de Amarande estaba de nuevo en alto y lanzando un tajo a


la ofensiva cuando se acercó la segunda guardia. Ésta clavó su espada hacia
su cuerpo de tal manera que la parte más gorda de la curva conectó con el
arma de Amarande.

Cuando el acero se encontró con el acero, Taillefer encontró su voz


por encima de su hombro.

—Me vendría muy bien una espada aquí. ¡Cualquier espada! —gritó
en su dirección.
El gigante sacó su propia arma, una espada hecha a su medida, más
larga que la tradicional y más ancha. Taillefer se alejó de ella, quedándose
sin espacio en los estrechos límites de la ciudad de tiendas.

—¡Roba la tuya! La mía está ocupada —replicó Amarande, el filo de su


espada chocó con la curva del arma de su propio asaltante, una guardia
alta, sus brazos ganaban fuerza sólo con la adrenalina y el hambre aún
nublaba su energía.

¿Cómo es posible que esto haya salido tan mal tan rápido?

Taillefer soltó un suspiro, esquivó un golpe y se lanzó contra el


cuerpo del gigante, rodando contra el vientre del hombre y arrancando los
talones para enviarle un codo directo a la nariz.

La sangre salpicó la tierra arenosa no muy lejos de donde Taillefer lo


había marcado y un grito mucho más fuerte y enloquecido se desató en la
luz de la mañana. El gigante tropezó y Taillefer cogió la daga del hombre
de su cinturón. En un destello de luz y movimiento, la hoja levantada se
clavó en la suave curva del cuerpo lateral del hombre.

El hígado del gigante, el bazo, el estómago... uno o todos ellos


perforados.

—Eres una presencia inconmensurablemente útil en mis momentos


de necesidad —reprendió Taillefer, recogiendo la daga del costado del
hombre mientras éste se agitaba. El gigante estuvo a punto de rodar sobre
las botas de Taillefer, lo que le habría inmovilizado, pero de algún modo
eludió el peso del hombre.

—¡Sabía que podías hacerlo! —gritó Amarande. Era una llamada a la


noche de la boda, pero no era su intención.

Durante un momento cegador, el cuerpo sin vida de Renard rozó sus


párpados mientras parpadeaba tras otro choque de acero.

Con los ojos abiertos, la princesa dudó.

Error.

La guardia consiguió aprovechar el impulso de sus espadas al chocar


entre sí para impulsarse hacia el cuerpo de Amarande. La rodilla de la chica
conectó con la parte superior de su muslo. Fue suficiente para que la
princesa se tambaleara hacia atrás y la guardia ganó suficiente ventaja para
empujarla al suelo con sus espadas atrapadas en una cruz que bajaba
lentamente hacia la coronilla de Amarande.

La princesa trató de retroceder, pero su mano herida estaba encima y


la presión de la empuñadura sobre su herida le dificultaba el agarre,
aunque sus músculos entrenados pudieran hacerlo. Amarande clavó los
ojos en la guardia y apretó los dientes. Se empujaría hacia atrás hasta que
volviera a estar de pie.

De repente, Amarande no pudo ver nada, le habían lanzado granos


de arena canela directamente a su cara.

Todo el par entre sus dos espadas se evaporó mientras la princesa


intentaba en vano ver, cayendo al suelo y parpadeando con fuerza. El
tacón de una bota crujió sobre su mano herida, el vendaje marcaba un
punto débil. Ella gritó con la espada encajada entre su empuñadura y la
tierra.

—Suéltala —La otra guardia. Su voz estaba llena de sangre y era dura.
Apretó todo su peso sobre la mano de la princesa.

Los dedos de Amarande se abrieron.

Alguien agarró la espada. Otro la puso de rodillas.

La visión de Amarande seguía fallando. Parpadeó rápidamente, con


las lágrimas trabajando en vano para eliminar los rasposos granos de arena
de sus ojos. Sin embargo, la princesa se mantenía alerta, con la barbilla baja,
esperando contra toda esperanza que no fuera tan reconocible como había
sugerido Taillefer. Esperando que Naiara no fuera interrogada sobre las
dos ocasiones en las que llamó a esta asaltante pequeña reina. Había tenido
sus frustraciones con la sanadora, pero había salvado la vida de Luca y
Amarande estaría siempre en deuda con ella.

—Tengo su espada y sus muñecas; comprueba sus botas —Esa fue la


primera guardia.

La princesa trató de dar una patada con las piernas desde que estaba
arrodillada: alcanzó a alguien en la mandíbula, pero la otra guardia
aprovechó su posición extendida al hacer contacto para abrazar su bota.
Su peso cortó eficazmente el impulso de Amarande, que era demasiado
pesada para sacudirse.

—Hay un cuchillo aquí —anunció la guardia, con la cara apretada


contra la línea interior de la bota. Amarande esperaba que soltara una
mano y la deslizara contra la parte exterior del tobillo para arrebatar la
daga, pero en lugar de eso, simplemente utilizó todo ese su peso para
arrancarla del pie de la princesa que se retorcía. La chica se despegó del
cuerpo de Amarande con la bota, y el cuchillo patinó por el suelo.

—¡El cuchillo! ¡Agárralo! —gritó hacia donde debía estar Taillefer,


aprovechando la distracción y el impulso de la caída para zafarse de las
garras de la otra guardia.

La orden de Amarande no recibió respuesta mientras se giraba para


mirar a la guardia, con las manos preparadas para agarrar su espada, la
espada de la guardia, su larga cabellera... cualquier cosa.

Pero en cuanto se volvió hacia la chica, algo golpeó con fuerza la sien
de Amarande, haciéndola perder el equilibrio. Su oponente aprovechó esa
fracción de segundo para rodar sobre la princesa, clavando la cara de
Amarande en la tierra arenosa mientras se sentaba sobre la espalda de la
princesa, inmovilizándola de una manera que hizo inútil toda la lucha de
Amarande.

Por el rabillo del ojo, la princesa observó con visión borrosa cómo su
propia bota rodaba hasta detenerse: el tacón era el objeto contundente que
la guardia había encontrado para usar contra ella.

Más allá de la bota, vio a Taillefer, también tendido en el suelo, y a


otras dos guardias femeninas llevándole cuerdas a las muñecas, que, como
las suyas, estaban sujetadas a la espalda. Mientras sus propias guardias
reunían cuerdas para sus muñecas, sus captoras pasaron a sus piernas,
atándolas por encima de las rodillas para que pudiera caminar, pero no
correr. Siguieron el mismo procedimiento con Amarande. El gigante
herido miraba, sin pestañear, con la mano apretada en su costado sangrante.
Su nariz ya no estaba recta.

Cuando los dos grupos de guardias terminaron, levantaron a sus


cautivos.
La princesa se dio cuenta de repente de lo numerosa que era la
multitud: lo que había empezado con media docena de personas era ahora
al menos un centenar. Hombres, mujeres, niños, todos despiertos por la
pelea y parpadeando hacia el sol naciente. Naiara y Señe no aparecían por
ninguna parte.

Bien.

Amarande se preguntó si el guardia al que había atacado cuando


estaba encadenada estaría presente y observando.

Si les dijera quién había dicho que era. La pequeña reina, en efecto. Si
el nuevo Señor de la Guerra se enterara y lo creyera.

O si tal vez este Señor de la Guerra ya había recibido la noticia de la


huida de Amarande de las garras de su madre al Torrente. Al igual que el
propio nombre de Luca era un punto de inflamación para el gigante y la
multitud.

Al final Amarande nunca supo cómo lo sabían. Sólo que lo sabían.

—El Señor de la Guerra exige su presencia, princesa Amarande.


Capítulo

38
El corazón de Luca latía en su garganta mientras apoyaba la barbilla
en el suelo, y Ula lo cubría. El fuego de la cocina y su humo los protegía a
los dos de los guardias mientras Amarande y Taillefer marchaban a la
tienda del Señor de la Guerra.

Las preguntas en su mente eran granos de arena que se arremolinaban


en un oleaje y una espiral interminables.

El peso de Ula se movió mientras se desprendía de la forma en que


lo había abordado y asfixiado ante la repentina mención cercana de su
nombre. La forma en que lo había derribado no era "adecuada", no había
forma de explicar sus acciones más allá de una medida de protección, pero
todos los ojos estaban puestos en la princesa.

¿Kidege? ¿Luca?

Había sabido que se refugiaban en la caravana de Naiara. ¿Pero


escuchar su nombre en sus labios? ¿Después de creer que ella podría
haberlo visto? O, más exactamente, ¿ver y reconocer a Amarande y
esperar que su compañero encapuchado en la distancia fuera él?

Eso era de esperarse, era como ver a la propia Amarande. Aquí. A


unos pies del fuego que habían encendido por asimilación, para que Ula
pudiera quemar granos de café y tostar el pan del día. Tan cerca que
incluso antes de que Ula lo abordara reconoció que Amarande llevaba su
túnica arremangada pero evidente.

Feroz, hermosa y luchando junto a Taillefer.

Taillefer.
—Quédate abajo —susurró Ula.

No pudo. Luca se levantó de un empujón, sacudiendo su mano


protectora.

—Tenemos que seguirlos.

—Eso no es valiente; es locura. Si Taillefer te ve, te descubrirá.

—Si Taillefer me ve, nuestros disfraces no fueron lo suficientemente


buenos y estaríamos muertos de todos modos —susurró Luca—. Estamos
aquí para mirar. Necesito vigilar.

—Miguel, haremos que los demás vayan.

Hizo un gesto hacia el carruaje de Tala, que estaba a diez lugares o


más abajo de la línea.

—Le haré una señal…

—No, Sera.

Él ya estaba en movimiento. Enderezando el sombrero que llevaba


como parte de su disfraz. Estaba sucio, el ala mordida por los elementos y
tan empapado de polvo que era imposible ver el color original. Llevaba la
espada de Ula como propia y ella tenía su daga en la cadera, su propio pelo
atado en las trenzas gemelas populares en la caravana isleña, en lugar de la
única y el pañuelo que solía llevar. Los disfraces no eran gran cosa, pero la
sutileza era la clave de todos modos.

—Por favor, no —le suplicó Ula, aunque le obligó a ponerse a su lado.


Amarande y Taillefer iban por delante, pero iban a paso de tortuga, las
guardias orgullosas de su trabajo, presumiendo. Y el pueblo les dio lo que
querían.

—Todo el mundo los mira —argumentó él—. A nosotros no. Si miles


de personas están embobadas, nadie se fijará en nosotros.

Ula suspiró ante su propia lógica, echada en cara.

—Deberíamos decírselo a los demás.

—Si son buenos en su trabajo, ya han observado que nos vamos.


—Miguel, no estoy de acuerdo con nada de esto.

—Sabes que es lo correcto. Si estuvieras sola, Sera, les habrías seguido


sin dudarlo.

Ula guardó silencio y esa fue suficiente confirmación.

Con las cabezas gachas, pasaron por delante del carruaje de la


sanadora, Luca esperaba que se hubieran apresurado a marcharse. Alguien
querría rastrear el primer murmullo de su nombre.

A continuación, se deslizaron entre la multitud, que aún se agrupaba


en torno al carril de tierra compactada donde se produjo la pelea. La sangre
salpicaba de negro el polvo rojizo, las marcas de las botas estaban grabadas
en un barrido de pasos y contramedidas.

—Esto podría arruinar todo —susurró Ula a su lado—. Cambiar todo.

—Ya lo ha hecho.

Rodearon el camino, ganando terreno. Dos guardias protegían la


espalda de Amarande de la multitud. Era más baja que sus captores, pero a
cada pocos pasos el sol naciente le daba justo, y la caída de su pelo rojizo
destellaba en el espacio entre los cuerpos.

Un faro. Una llama en la oscuridad.

Una cosa es conocer la dirección del objetivo final, imaginarla en el


fondo de los párpados y concretarla en sueños. Otra cosa era ver el objetivo
final justo delante de ti, en peligro, siendo entregado a la persona que tiene
todas las razones para matarte en el acto.

La fila de curiosos creció: la noticia de la captura de la princesa se


extendió por todo el campamento. Luca y Ula dejaron que los recién
llegados, apilados a una docena de pasos de distancia observando la
procesión, les sirvieran de cobertura mientras recuperaban el tiempo
suficiente para ponerse rápidamente en fila con Amarande.

Su barbilla sobresalía orgullosa hacia delante, con una guardia


sujetando sus manos atadas y la otra dirigiendo la procesión. Luca deseó
llamarle a la atención a través de la distancia. Como lo había hecho durante
el funeral de su padre. Amarande siempre parecía saber dónde estaba en
todo momento.
Mira aquí.

Mírame.

Estoy aquí para ti, Ama. Siempre, princesa.

Luca no sabía si su sexto sentido funcionaría cuando lo creyera a


kilómetros de distancia y no simplemente a metros.

—¿Por qué está con él? —susurró Ula—. No es precisamente discreto


con ese uniforme. Incluso con la capa exterior. Es demasiado inteligente
como para arruinar su disfraz con el suyo, a menos que quiera hacerlo.

—Lo mismo me pregunto. Y es importante. Pero nada de eso importa


si el Señor de la Guerra le corta la garganta al verla.

La aguja azul y dorada de la gran tienda del Señor de la Guerra estaba


a sólo unas filas de campamentos. Todo lo que estaba tan cerca del pozo de
fuego vivía en un penacho y una bruma, el aire picaba al llegar a los
pulmones, incluso con las llamas apagadas.

—Para una prisionera como ella será un espectáculo. Y un espectáculo


tarda en producirse.

Luca esperaba que estuviera en lo cierto. Aunque la marcha por el


campamento fue mucho más un espectáculo que la propia entrega de los
prisioneros. Sin que el Señor de la Guerra dijera nada en público, las
guardias se limitaron a apartar la entrada de tela de la tienda y metieron a
Amarande y a Taillefer dentro. Un momento más tarde, volvieron a
aparecer para rodear la entrada, con las manos firmemente puestas en los
pomos de sus espadas guardadas.

El corazón de Luca latía en su pecho.

No. Tenía que ver.

Tenía que saber lo que el Señor de la Guerra le haría.

Lo que podría hacerle.

—Ya está.

Ula le golpeó la mejilla con los nudillos, redirigiendo su mirada hacia


la parte trasera de la tienda, acurrucada contra la carruajeza del Señor de
la Guerra. Sin dudarlo, Ula atravesó la larga sombra que proyectaba el
amanecer y se hundió hasta quedar boca abajo, barriéndose debajo del
carruaje. Luca la siguió y se escabulleron y arrastraron hasta que sus
cuerpos quedaron completamente cubiertos por el carruaje, y las ruedas y
las sombras se colaron entre las estructuras de la tienda, manteniendo su
cobertura.

Desde allí, podían asomarse a la tienda del Señor de la Guerra, con el


borde de la tela azul al alcance de la mano. La salida trasera estaba atada y
cerrada, pero el viento había hecho que se combara en la noche. Y aunque
lo que podían ver era escaso y sospechoso, si contenían la respiración y
orientaban sus oídos de modo que estuvieran justo al lado del borde de la
sombra, Luca y Ula podían oír cada palabra del interior de la tienda tan
claramente como el día.
Capítulo

39
La mandíbula de Amarande se tensó cuando el asta dorada de la tienda
del Señor de la Guerra se hizo visible, el humo se enroscaba a su alrededor,
alcanzando el cielo brillante.

La princesa escupió la arenilla que tenía en su boca desde su lucha de


vuelta a la tierra.

El miedo, la sangre, la lealtad... no se le debería ni una a una persona


que envenenaría a los suyos y los acorralaría en su campamento bajo pena
de muerte si no cumplían. Este Señor de la Guerra, esta persona que
compartía el legado de la madre de Amarande, que se sentía más
amenazada por cada aliento de Luca, era todo lo que un líder no debería
ser.

El Señor de la Guerra no era un monarca. El pueblo no se arrodillaba.


Pero no eran sobre sus rodillas menos, "libres" de lo que lo eran de los
grilletes de la realeza.

Y ahora que Amarande sabía que el Señor de la Guerra y la caravana


conocían no sólo los planes de la resistencia, sino también el nombre de
Luca, sólo había una forma de resolverlo.

El dicho de su padre “Sobrevivir a la batalla, ver la guerra” resonó en


los oídos de Amarande mientras se acercaban por última vez, pero en ese
preciso momento no podía ver otra cosa que atravesar el corazón de esa
persona con una espada.

Matar al Señor de la Guerra era la guerra.

Por el pueblo, por Luca, por el futuro del Torrente. No había manera
de evitarlo.
Sus captores los llevaron directamente a la entrada de la gran tienda
azul, sin presentación. No fue una sorpresa que el Señor de la Guerra los
esperara.

Amarande y Taillefer fueron puestos de rodillas frente a un fuego


ardiente.

La tienda parecía vacía, salvo por las siluetas de las cosas más finas de
la vida, colocadas en las esquinas que no quedaban a la vista por el fuego
que tenían delante. Debajo de ellos había una alfombra, finamente tejida, y
más suave que cualquier cosa que cualquiera de ellos hubiera tocado desde
la noche de bodas.

Sin mediar palabra, las guardias se marcharon por donde habían


venido, seguramente a distancia de ataque a la primera señal de angustia.
Sin embargo, la mente de Amarande ya estaba pensando en cómo liberarse
a pesar de tener los brazos atados a la espalda y las piernas atadas a los
muslos.

Un cabezazo, un golpe en el hombro, un empujón en la cadera...


cualquiera podría desequilibrar a esta persona lo suficiente como para
enviarla al fuego, donde las llamas harían el resto. Lo mejor sería una
combinación que le robara el conocimiento antes de que las llamas la
golpearan; un solo grito arruinaría cualquier posibilidad de eliminar las
ataduras en sus piernas que le quitaban la posibilidad de escapar
rápidamente en el caos que seguramente seguiría.

Probablemente Taillefer no podría ayudar, aunque quisiera. Con los


hombros temblando en sus ataduras junto a ella, resopló y tosió, su sangre
que salpicó el fino tejido de la alfombra. Aquella costilla rota le había
alcanzado la base de un pulmón: Amarande estaba segura de eso. Y, dada
su afinidad con las artes naturales, probablemente Taillefer también lo
sabía.

El más mínimo movimiento oscuro sacó a Amarande de sus


pensamientos.

—La hija del Rey Guerrero, en carne y hueso.

La voz del Señor de la Guerra se extendió por el espacio, desde algún


lugar más allá de las llamas. Era femenina y a Amarande no le extrañó que
su madre hubiese traspasado el título a otra mujer. De alguna manera, la
voz le resultaba familiar, aunque no era una que Amarande reconociera.

Después de un largo momento de soportar el peso de una mirada que


no podía ver, Amarande parpadeó cuando el Señor de la Guerra salió de
las sombras y se hizo visible. Aunque en los confines privados de su
tienda, el rostro del Señor de la Guerra estaba cubierto, con una muselina
que le cubría la cabeza del mismo tono que sus ropas de color azul marino.
La identidad secreta pretendía intimidar, como todas las máscaras. Pero
Amarande sintió un alivio inmediato al saber que el Señor de la Guerra
no compartía su rostro, porque eso podría significar que vivirían lo
suficiente para el ataque.

El Señor de la Guerra bajó la barbilla, mientras hacía gala de


inspeccionar a la princesa. Los pantalones y la túnica mugrientos,
empapados en una pasta de sangre, sudor, tierra canela, arenas movedizas
y agua de arroyo; el pelo, una masa enmarañada y embarrada a la altura
de los hombros; su rostro, obviamente reconocible a pesar de la capa de
mugre y el desgaste de las noches de insomnio.

—Admito que eres mucho más pequeña de lo que esperaba.

Sin pestañear, Amarande se dirigió a su oponente sin rostro con un


golpe disfrazado de verdad.

—Me han dicho que me parezco a mi madre.

Observó la muselina, con la esperanza de que el sucesor tropezara con


una confesión. Pero Geneva la había entrenado para evitar la verdad
mucho mejor de lo que había enseñado a Ferdinand.

—En efecto —La voz del Señor de la Guerra no dio ningún indicio de
comprensión—. Esperaba que nos conociéramos en persona, ya que sólo
he conocido el fantasma de tu presencia, ensangrentando a nuestros
guardias y liberando a toda la fila de cautivos, todo un espectáculo.

Amarande no dijo nada.

—Admito que al principio no creí que pudieras ser tú. Pero cuando
convenciste a mi hermana para que nos abandonara, supe que sólo podía
ser este mito de chica: la hija del Rey Guerrero.
Una gota de reconocimiento zumbó en la garganta de la princesa.
Podía ser una mentira, por supuesto, pero se sentía como un alarde. Y una
confirmación.

—Osana.

—Tan inteligente como violenta, por supuesto —La forma en que esta
chica lo dijo no parecía ser un cumplido—. Ella espiaba para nosotros, por
supuesto. Mis hombres la sacaban y la "capturaban" cada pocos días. Luego
se sentaba en nuestro corral durante uno o dos días, escuchando a las chicas
que iban rotando. No era mi única rehén de confianza, pero fue la única
que se tomó su papel muy en serio cuando escapó contigo.

Eso era, entonces. La lealtad por la que Amarande se había


preocupado ahora salía a la luz, una verdad. Un peligro. Osana estaba con
Luca, la espía y el objetivo del Señor de la Guerra, juntos, y la princesa era
la que lo había permitido.

Lo alentó. Lo apoyó.

Amarande iba a enfermar. La bilis surgió de sus entrañas, el hedor le


cortó las fosas nasales mientras tragaba. No podía mostrar debilidad ante
esta chica, no de esa manera.

—No parezcas tan traicionada, princesa. Osana siempre ha sido buena


contando cuentos y los mejores cuentos tienen algo de verdad, por lo que
tengo entendido —El Señor de la Guerra hizo girar una mano en el aire,
prosiguiendo—. De todos modos, hoy también se ha hecho bien. Me temo
que no ha tenido tanto éxito.

El Señor de la Guerra señaló sus cuerpos atados y sus posturas


forzadas. Taillefer tosió, acompañado de un resoplido de dolor y un goteo
de sangre en las finas alfombras. El Señora de la Guerra suspiró al ver otra
alfombra arruinada y puso los hombros en un ángulo altivo.

—Y uno podría preguntarse, sabiendo lo dotada que está… —


Amarande sintió que una ceja se alzaba—. ¿Por qué, después de escapar de
la caravana del Señor de la Guerra, volverías aquí? ¿Con un guardia con
los colores de Ardenia, nada menos? —Dejó pasar esas preguntas, con una
inclinación burlona—. ¿Es puro ego? ¿Estupidez? ¿O tal vez motivada por
algo más aceptable, pero aún idiota en su forma pura: el amor?
Aunque se había preparado para esto, Amarande necesitó todo lo que
tenía para no apartar la vista cuando la presencia de Luca irrumpió en la
habitación.

Sin embargo, no importaba; la voz del Señor de la Guerra pasó de ser


cadenciosa a ser alegremente cruel.

—Dígame, princesa, no sabrá mucho de los rebeldes pro-Otxoa,


¿verdad?

De nuevo, Amarande no dijo nada. Aunque el primer goteo de miedo


se deslizó por su columna vertebral.

El Señor de la Guerra se acercó, pero no estaba a su alcance para darle


un cabezazo, un golpe en el hombro o un empujón en la cadera. Su voz se
calentó con el hombro frío de su invitada.

—Vamos, seguro que tienes algo que decir sobre el asunto.

Amarande miró al frente. Sin dar nada. Sería de piedra hasta el fin de
los tiempos, o hasta que esta chica se atreviera a acercarse a una distancia
de ataque.

—Tal vez tu guardia pueda ayudar a persuadirte para que respondas.

El Señor de la Guerra sacó una espada de su cadera, una daga con una
ligera curva. Agarrando un puñado de su pelo corto y rubio, echó la cabeza
de Taillefer hacia atrás, dejando al descubierto la longitud de su cuello y
colocó el arco más afilado del filo de la daga contra el pulso bajo la barbilla
de Taillefer.

Un movimiento así debía provocar una reacción visceral. Pero


Amarande no se inmutó.

Sin perder la concentración, Amarande le dio a Taillefer la única


ventaja que podía tener en esta situación, aunque no estaba convencida de
que eso le impidiera volverse contra ella.

—Ese no es mi guardia, vale más para ti vivo que muerto en nombre


de la persuasión. Este es el Príncipe Taillefer, el heredero al trono de
Pyrenee.

El Señor de la Guerra no retiró su espada.


—Interesante. Pensé que mentirías.

—Yo no miento.

La tirana se rio.

—Sí, lo sabes. Todos lo hacemos. Incluso si faltas a la verdad porque


quieres proteger a alguien, sigue siendo una mentira.

Cuando Amarande no dijo nada, el Señor de la Guerra presionó más


fuerte y el rojo se clavó en el filo del cuchillo, magullando su piel. Fue
entonces cuando el príncipe se echó a reír, el afilado filo se le clavó más
en la piel con el movimiento.

—Señor de la Guerra, usted no entiende nuestra relación —aclaró


Taillefer—. La princesa lleva días deseando mi muerte. Ella no me está
protegiendo; simplemente te está alertando del hecho de que no tienes la
ventaja que crees tener. Córtame el cuello y no pestañeará.

—Por lo que he oído de ti, principito, me sorprende que hayas vivido


lo suficiente como para enfrentarte a mi espada —De nuevo, su atención
se dirigió a Amarande—. Pero supongo que incluso la hija del Rey
Guerrero podría perdonar al codicioso príncipe que la rescató.

¿Sabía del rescate?

Amarande apretó los dientes. No se dejaría engañar.

El Señor de la Guerra retiró su daga sólo para usar su punta para


levantar la barbilla de Amarande de modo que la princesa no tuviera más
remedio que mirarla a los ojos. El Señor de la Guerra sabía lo que estaba
haciendo. La presión era suficiente para que cualquier movimiento
repentino de la princesa, incluso un ataque cuidadoso, le clavara la punta
en la tráquea. El pulso de Amarande se agitó contra el frío acero, la sangre
de Taillefer marcando su piel, pero no apartó la mirada.

—Príncipe, no creí que te estuviera protegiendo. Más bien, está


protegiendo a su amor, mintiendo por omisión.

La piel de Amarande palpitaba contra la hoja, la sangre pasaba


atronando, bajo presión.
—Si no mientes, Alteza, deberás contarme lo que sabes de la
resistencia y de su recién descubierto líder. Luca, el humilde mozo de
cuadra con un auspicioso tatuaje, que movió a cierta princesa a abandonar
su reino y que ahora pide a los insensatos que mueran con él mientras
intenta construir un trono propio.

Desafiante, Amarande no apartó la mirada mientras lágrimas calientes


susurraban en sus ojos, primero como un destello, luego lo suficiente como
para brotar.

El rostro del Señor de la Guerra cambió de aspecto, con una clara


sonrisa.

—Sí, lo sé todo sobre Luca, el tan esperado Otsakumea. Sé de su gran


altura, de sus ojos dorados, de sus hermosos hoyuelos. Sé del lobo sobre su
corazón. Y sé que busca su destino no para sí mismo, sino para ti. Ser el
príncipe con el que puedas casarte para ganar tu corona, superando esas
leyes inconvenientes que se interponen en el camino.

La espada presionó con más fuerza, obligando a Amarande a arquear


la espalda junto con el cuello, el Señor de la Guerra la colocó a propósito
en un ángulo imposiblemente incómodo.

—Sólo puedo suponer que esperaba que te unieras a él. Pero llegaste
a casa con un comité de bienvenida que no apreció la visión de tu rostro.
Sé que este príncipe te rescató para su propio beneficio. Y que llega
demasiado tarde.

—No sabes nada —respondió Taillefer con los labios curvados en su


sonrisa de zorro.

—¿De verdad? Príncipe, supongo que sabes que tu madre se ha


casado.

—Sí, con Domingu —Sonaba intencionadamente aburrido, repitiendo


lo que Renard había temido como si fuera una vieja noticia—. Planean
tener un heredero que me desplace antes de la mayoría de edad.

—No del todo —El Señor de la Guerra se enderezó y su hoja, afilada,


rasgó la suave piel de la barbilla de Amarande al retirarse—. Puede que ese
fuera el plan al principio, pero no es lo que sucedió. Las puertas fueron
bloqueadas durante la recepción de la boda, y cuando el salón se abrió de
nuevo, dos tercios de los asistentes estaban muertos, incluyendo a
Domingu y toda su familia, y de pie estaba Inés, proclamándose líder de
Pyrenee, Basilica, Myrcell y el rey Akil también pereció —Amarande
jadeó.

¿Domingu, el más despiadado de todos, se ha ido? ¿En su propia


recepción de boda?

Taillefer volvió a toser, la sangre le chorreaba ahora por una comisura


de los labios y sacudió la cabeza. Por una vez, no sonreía.

—No, no puede ser. Ni siquiera tiene derechos. Yo soy el heredero de


Pyrenee. Ella no puede reclamar nada de eso por medio de la regencia de
mi corona; no puede…

—Ella lo hizo. Los consejeros de Pyrenee confirmaron su repudio


antes de los procedimientos matrimoniales. El poder por conquista no
tiene que ser tomado con la guerra. A veces basta con unos cuantos trazos
de tinta y copas llenas de veneno —El Señor de la Guerra se preocupó de
cruzar miradas con Amarande—. Sólo podemos suponer que él mismo
mató a tu padre.

La princesa pensó en su única y verdadera audiencia con Inés, cuando


la reina viuda se había colado en sus aposentos en el Bellringe antes de la
boda. Entonces le dijo a Amarande que ella no había matado a Sendoa.
Amarande le había creído entonces. ¿Pero ahora? Inés era la sospechosa
número uno. Tal vez también había envenenado el abrevadero, un disparo
de advertencia tanto para el Señor de la Guerra como para la resistencia.

—Ser el Señor de la Guerra conlleva ventajas extremas, incluyendo la


égida sobre una vasta red de vigilantes, y nuestra flota de caracaras
entrenados que entregan las noticias mucho más rápido y de forma menos
molesta que los jinetes vestidos con los colores de un reino. Así que, sí.
Todo esto es cierto —El Señor de la Guerra dio un gran paso atrás hacia el
fuego, con la espada aún preparada, observando al príncipe repudiado y a
la princesa desechada que tenía ante sí—. En este mismo momento, Inés
está utilizando su nuevo poder, legal o no, para reunir a su ejército y abatir
a Ardenia. Y cuando la sangre manche los salones del Itspi, recurrirá a la
última pieza: el Torrente. Y entonces el continente estará bajo su mando.

Aquí, el Señor de la Guerra definitivamente sonrió bajo la fina tela.


—Pero lo que pasa con la toma del poder por medio de la conquista
es que mientras haya sangre, habrá preguntas. Inés, a pesar de todos sus
encantos, acaba de conseguir dos tercios de su ejército. Y esos soldados,
criaturas obedientes para las que han sido entrenados, están cumpliendo
con los movimientos para ella, sin pasión. La seguridad aviva esa pasión,
y ella puede conseguirla con la muerte de cualquier cuestión de sangre —
Ella apuntó su espada a Taillefer—. Y eso significa que ella te necesita, a
salvo en su poder. Para matar, para torturar, lo que sea. Neutralizado.

Sí, juzgado por traición y asesinado. Fuera del camino, sin importar la
consecuencia.

—¿Y entonces nos va a entregar a mi madre? ¿Chantaje para quedarse


con el Torrente? —Asintió para sí mismo, no haciendo realmente
preguntas sino resolviendo un problema en su mente. Este chico y sus
estrategias y juegos—. Si crees que soy lo suficientemente valioso para
mantener las ambiciones de mi madre fuera de tu vista, entonces no
entiendes las profundidades de esa mujer.

Tal vez quería mantenerlos juntos. Pensando que podría disminuir su


castigo con la mano que mató a Renard bajo el mismo techo. Pero no
funcionaría.

—No —respondió Amarande con voz resignada—. Me dirijo a


Ardenia.

La mente estratégica de Taillefer se adelantó.

—Pero los planes de Ardenia para ayudar a la resistencia murieron


con Sendoa. Geneva y Ferdinand no tienen ninguna razón para pelearse
con el Torrente, especialmente cuando se enteran de lo que ha hecho mi
madre —Se enderezó un poco más sobre sus rodillas, implorando—.
Entregar a Amarande a Inés sólo favorece sus peticiones de autonomía y
paz.

El Señor de la Guerra se giró hacia Amarande con la cabeza inclinada


en un ángulo viciosamente interrogativo.

—¿Ha venido hasta aquí y aún no se lo has dicho, princesa?

Amarande sintió que los ojos de Taillefer se posaban en su perfil. Se


armó de valor, se volvió hacia él y respondió con decisión:
—Mi madre era la anterior Señor de la Guerra.

Taillefer no reaccionó, salvo para abrir los ojos; era posible que este
chico nunca hubiera sentido una verdadera sorpresa.

—Me dirijo a Ardenia porque el Torrente y Ardenia ahora están


alineados —concluyó—. Es un acto de alianza, no de trueque.

El Señor de la Guerra se movió sobre sus pies.

—Eso es casi todo.

Amarande levantó lentamente los ojos hacia la chica: ¿qué le faltaba?

Al principio, no creyó que el Señor de la Guerra le diera una respuesta


verdadera. Pero entonces la ira de la muchacha se apoderó de ella como
no lo haría un líder mayor y verdadero.

—Tu madre me ha dejado para velar por sus intereses como su


apoderada. Tuvimos una ceremonia, hicimos anuncios… —con una
floritura, levantó la muñeca y señaló una mancha de tinta—. Incluso fingió
marcarme con el tatuaje que todos los Señores de la Guerras han llevado a
lo largo de los años. Pero la ceremonia fue un espectáculo. El poder es
suyo. Yo no soy más que un recipiente. Eso es muy diferente a darme el
poder que merezco.

El corazón de Amarande se detuvo. Su madre no sólo velaba por sus


intereses. Ella seguía manejando los hilos. Desde la sala del trono del Itspi.

Las estrellas.

Ahora Taillefer habló por un lado de su boca.

—Princesa, ciertamente parece que este Señor de la Guerra está


insinuando que ella es la regente en funciones y que tu madre es la
verdadera Señor de la Guerra además de ser la reina madre de Ardenia.

Las dos chicas le ignoraron.

—Tu madre no me ha cedido el título —El Señor de la Guerra dejó


caer su manga hacia atrás—. Tú, princesa, me comprarás el Torrente.

Una vez más, Amarande era algo que se podía trocar. Reclamada.
Ganada.
Estaba tan lejos de donde había estado en los días posteriores a la
muerte de su padre. Y, sin embargo, aquí estaba de nuevo. Igual. Esta vez,
un peón entre dos de su propio género reprimido. Tres, si se cuenta a Inés.
Y estaba claro que la reina no se dejaría contar.

Tres supuestas reinas, todas compitiendo por su posición en su


pequeño continente.

Amarande alzó la barbilla en un ángulo desafiante y apretó los


dientes.

—Puedes seguir adelante e intentar comprar el Torrente con mi


cabeza, pero lo perderás en la misma medida. Si no es con mi madre, que,
sin duda, no regalará el título tranquilamente, por la mano de Luca. El
Torrente no puede ser conquistado sin la caída del Señor de la Guerra. Mi
Luca vendrá por ti.

El Señor de la Guerra se rio. La cara de Amarande se pellizcó de


confusión al ver que la chica echaba la cabeza hacia atrás. Mientras tanto,
Taillefer suspiró y encontró su voz, tan baja y pesada como la de
Amarande, desafiante y decidida.

—No, princesa. Él vendrá por ti. El verdadero amor es tan poderoso


como predecible —una repentina sacudida de lágrimas tiró de sus ojos—.
Ella cuenta con eso. Su pueblo se sentirá traicionado, la revolución se
desmoronará y ella será la dueña del Torrente.

—Exactamente.

La mente de Amarande se aceleró con todo lo que quedó sin decir. La


escoria de Arena y Cielo luchando, con Ardenia como campo de batalla, la
guerra llevada a su pueblo. Con ella y su amor encerrados o asesinados.
Neutralizados. Igual que Taillefer a su lado.

—Debemos darnos prisa y llegar a las puertas de Ardenia antes que la


reina Inés y su nuevo ejército. No es ideal negociar el pago en medio de
una batalla —Las manos del Señor de la Guerra dieron tres fuertes
palmadas, una señal para las guardias. Las mujeres entraron
inmediatamente. Corriendo por la fila, dio órdenes—. Janea, prepara
nuestro caracara más rápido para volar hacia el Itspi. Grania, Tomli,
limpien y alimenten a nuestros prisioneros y colóquenlos en las celdas de
transporte. Manu, toca la campana, partimos inmediatamente.
Capítulo

40
—Dejemos el carruaje y salgamos en los caballos. Iremos directamente
al escondite. El resto del equipo puede tomar nuestro carruaje y seguir con
la caravana. Iremos al este, en paralelo. Le cortaremos el paso.

El plan de Ula salió de ella en un suspiro mientras se dirigían al


campamento del Señor de la Guerra, donde les esperaba el carruaje, el
fuego para cocinar y los demás miembros de la resistencia.

El sombrero de Luca le cubría los ojos mientras atravesaban los


estrechos pasillos que se entrelazaban entre las tiendas y los carruajes,
arrastrando el humo del fuego de la cocina. El aroma del café y el desayuno
se retrasó un poco por el espectáculo de la captura de Amarande.

—No.

Ula le agarró el antebrazo, clavándole las uñas, tan agudas como su


tono grave.

—¿No?

—No. Ella está aquí. No podemos irnos. Estamos aquí. Nos quedamos
con ella.

—Miguel —espetó Ula. Algunas personas se volvieron ante su


advertencia, claramente anhelando más entretenimiento después de una
mañana emocionante. Una de cada dos palabras era "Princesa" o "Ardenia"
que se deslizaba entre la bruma del humo y las tareas.

Los hoyuelos de Luca resplandecieron y él enganchó un codo


alrededor de su cuello, inclinándose hacia su oído mientras sus cuerpos se
unían para lo que debería haber parecido un momento de amantes.
—En el carruaje.

Ula cumplió con una sonrisa para los que los rodeaban, antes de
escupir entre dientes:

—Pero Urtzi. Con ella. Su hermana. ¡Y con ya sabes quién en el


castillo!

Sí. Sus peores temores sobre Osana se habían confirmado y


acrecentado al conocer su relación con ese Señor de la Guerra en busca de
poder. Aun así, respondió:

—En el carruaje.

Ula juntó los labios en otra sonrisa forzada y le tocó la mejilla como
si hubiera hecho una broma. Él se rio y aceleraron sus pasos, en silencio
por el resto del camino. La mente de Luca se agitó.

Amarande estaba viva y aquí.

Su madre estaba viva y en el Itspi.

Y aparentemente tenía un hermano y estaba en el trono.

Todas las veces que la princesa se había preguntado por su madre


cayeron sobre la mente de Luca, entrelazadas y espesas como las plumas
de un pájaro. A medida que crecía, siempre se comentaba lo mucho que se
parecían y se rellenaba con teorías sobre dónde había ido su madre y qué
había pasado. O de cómo la desaparición no era más que una tapadera para
lo que había sido orquestado por la mano de su padre, esa teoría era una
en el mercado, nunca dentro del Itspi donde se comprendía bien el
verdadero carácter del rey.

Hasta que Luca conoció a Ula y a la resistencia, siempre había pensado


que conocía al rey Sendoa tan bien como podría haber conocido a su
propio padre. Ahora no estaba seguro de haberle conocido realmente.

Luca respiró lo suficiente como para llenar el vacío de sus entrañas.

Amarande. Tenía que centrarse en Amarande.

Todo se entrelazaba como hilos en una telaraña. En el prado, el día


del funeral del rey Sendoa, después de que Taillefer se cruzara con ellos y
le preguntara si Amarande había asesinado a Renard por él, le había
preguntado si todos los jugadores reales eran como el segundo hijo de
Pyrenee. Aunque ninguno de los dos sabía lo que iba a pasar con Taillefer,
la respuesta de Amarande fue inmediata.

¿Avaricia? ¿Apuñalar por la espalda? ¿Oportunistas? Hasta el último


de ellos.

Luca comprendía ahora que la red era mucho más amplia de lo que
había pensado. Entendía también que no abandonaría esta caravana hasta
que ella lo hiciera, preferiblemente a su lado.

Todo su pecho, su corazón, que palpitaba bajo la tensión de la herida


y los puntos de sutura y todas las capas de protección, latía con la verdad
de que no podía estar en otro lugar sabiendo que Amarande estaba aquí y
en las garras del Señor de la Guerra. No con la promesa que le había hecho
cuando desaparecieron en la oscuridad después de la boda, vivos a pesar
de todo.

Nunca dejes que nadie nos lleve a ninguno de los dos de nuevo, ¿lo
prometes? Siempre, princesa.

Tras esa promesa llegó la confirmación de que ella le amaba. Él la


había amado durante tanto tiempo y había encontrado su propia manera
de decirlo durante años... y sin embargo parecía imposible que ella sintiera
lo mismo hasta que las palabras se deslizaron en el aire entre ellos mientras
corrían por sus vidas.

El carruaje apareció con el fuego de la cocina aun ardiendo. Sus


compañeros estaban sentados atizando sus propios desayunos,
esforzándose por no parecer que los observaban demasiado de cerca
mientras se acercaban. Luca asintió a Petri y recogió el nombre falso de
Tala.

—Llama a Simu, ¿quieres?

Entonces los dos desaparecieron en su carruaje y Luca cerró la solapa


de la entrada con fuerza. La pizca de luz de la ventanilla desapareció y de
repente se vieron envueltos en la bruma de la lona que tapaba la luz del
día.

—No —dijo Luca de nuevo, más fuerte—. No nos vamos. Nos


quedamos.
—¡Los has oído! —Ella levantó ambos brazos en señal de
exasperación—. Esperan que vayas tras ella. Sería en contra de mi
juramento dejarte caer en la trampa que te están tendiendo.

—Esperan que venga; no esperan que ya esté aquí. Estoy aquí. Me


quedo aquí.

Ula estaba en silencio y respiraba con dificultad. Levantó un dedo y


cerró los ojos. Y, cuando se calmó lo suficiente, agarró la carne de sus
propios brazos con toda la fuerza que pudo y se obligó a mirarle.

—Soy consciente y entiendo que el Señor de la Guerra está cambiando


nuestros planes. Según sus propios designios de poder y su acuerdo con
Geneva, habría cambiado tanto si Amarande entraba en la ecuación como
si no —Ula suspiró con respiración temblorosa—. Pero ya sabes lo que
siente Tala por la princesa. Desconfía de... su poder sobre ti. Me preocupa
que, si nos quedamos, incluso si eso se alinea con el plan original. Será visto
como un abandono del objetivo final para Amarande. Creerán que tus
lealtades están divididas y no por igual o a su favor.

Luca respiró profundamente. Sentía que podía inhalar todo el aire del
carruaje y no sería suficiente. Su corazón ocupaba todo su pecho.

—No, mis lealtades están unidas, más cerca que antes —¿Cómo podía
explicar esto? Luca tragó saliva—. Seguiremos haciendo todo lo que has
mencionado. Enviamos jinetes para advertirles. Y entonces Tala toma ese
plan que ha tenido funcionando durante casi toda mi vida y pivota de
nuevo. Ya sea que ese ataque se produzca esta noche o en la misma
Ardenia, no podemos cambiar el hecho de que ahora tiene dos objetivos:
este Señor de la Guerra y el actual, que maneja los hilos. El camino para
derrotarlo pasa ahora por Ardenia: el futuro de Arena y Cielo pasa por
Ardenia.

Luca dejó reposar ese pensamiento, observando cómo los puños


apretados de Ula se aflojaban a medida que llegaba a visualizar,
comprender y localizar los obstáculos.

—¿Y si se la roban de esta caravana? Directamente al castillo, envuelta


como un lazo. ¿Antes de que llegue la resistencia? O, peor, ¿durante la
lucha?

Luca no parpadeó.
—Rescatamos a la princesa.

—¿Y si llegamos al Itspi y la transacción se ha hecho?

—Entonces asaltamos el castillo.

—¿Estás loco?

—No, sólo sé lo que hemos hecho antes.

Esto la hizo sonreír, pero la corrió con una burla.

—Antes teníamos a Urtzi, que, a pesar de los problemas que le doy, se


da cuenta de mucho. Y no asaltamos nada: nos escondimos y huimos. No
hubo asalto al Bellringe.

Los hoyuelos de Luca brillaron.

—Para alguien que una vez se llamó a sí misma pirata, estás


sorprendentemente falta de sentido de la aventura.

Ula suspiró.

—Aquella noche que pasamos en el campamento de los pyrineos, me


quedé tan impresionada con tu amor por la princesa y el de ella por ti que
discutí con Amarande en nuestra tienda. Le dije que el amor verdadero es
la fuerza más poderosa de la tierra, sólo que lo olvidamos porque los que
tienen el poder aquí tratan con el miedo y no con el amor —respiró
entrecortadamente—. Demuestra que tengo razón, Luca. Demuestra que
tengo razón.

El alivio se desprendió de él en una sola hoja.

—Tengo la intención de hacerlo.

Llamaron a la puerta: Tala. Luca abrió la puerta de entrada. El jefe


llevaba un sombrero profundo como el suyo y un atuendo cuidado. Entró
sin decir nada y Luca volvió a cerrar el carruaje.

—Has oído.

Tala asintió.

—¿Qué es lo que no sé?


Luca contó todo lo que sabía. Sobre Amarande, Taillefer, Inés,
Geneva, Ferdinand. Los nombres se arremolinaron a su alrededor, el
conocimiento de Luca sobre arena y la intriga del cielo de su tiempo en la
pradera con Amarande se coló en el pequeño espacio. Luego, cuando
terminó, Luca hizo una pesada pausa y expuso el argumento de lo que
quería hacer.

—Geneva tiene las llaves del Torrente, este Señor de la Guerra tiene
a Amarande para un trato e Inés tiene planes de controlar todo el
continente. No podemos cambiar el curso de la colisión de estas poderosas
mujeres: las ruedas, los barcos y las líneas de soldados ya están en
movimiento. Sólo podemos hacer nuestro mejor esfuerzo para evitarlo. Y
socavamos a ambos Señor de la Guerras si salvamos a Amarande. Mi
corazón y la resistencia están actualmente alineados —Miró entre ellos—.
Y si no puedes verlo es porque no quieres.

Respirando con dificultad, Luca lo dejó así. Casi.

—Discute conmigo, pero te necesito. Y también Amarande.


Tendremos un plan. Tendremos en cuenta todo. Y al final ganaremos.

Ula estaba inmóvil como una piedra. Tala se rascó la barba incipiente.

Finalmente, el viejo líder de la resistencia se puso en pie.

—Se lo diré a los demás.


Capítulo

41
Amarande fue despojada de sus ropas y limpiada dolorosamente. Le
untaron las heridas con aceite de clavo y las sellaron con miel antes de
envolverlas en lino. Estaba claro que el Señor de la Guerra no tenía
intención de permitir que ninguna infección perdurara antes de que
llegaran a Ardenia, tampoco quería que Amarande sufriera de
deshidratación o hambre. Una vez que la princesa fue depositada en un
carruaje especialmente fortificado, le dieron agua fresca, cerezas
machacadas, pan de pastor, queso y carne seca especiada.

Era lo mejor que había comido desde aquella última noche en el


Gatzal, cuando ella, Luca, Ula, Urtzi y Osana se habían sentado con las
piernas cruzadas bajo las estrellas y habían disfrutado de un pescado asado
que habían pescado ellos mismos. Rociado con zumo de limón y envuelto
en algas, había estado delicioso.

Habían cambiado muchas cosas desde entonces y le dolía el estómago,


pues tenía dificultades para digerir tanto esa cantidad de comida como las
posibilidades de lo que podría venir. Ella deseaba saber qué hacer. Su padre
y sus principios estaban silenciosos en su mente.

A media mañana, el caos que suponía el embalaje del campamento


terminó, y el ánimo cambió: se pondrían en marcha, y pronto. Los
hombres y las mujeres se agitaban alrededor de su carruaje, preparándose,
moviéndose y haciendo cosas. Amarande se quedó observando desde los
barrotes abiertos que bordeaban los largos lados de la celda. Esta carreta
en particular tenía dos lados, divididos por una sólida pared de madera,
igual que el techo. Amarande estaba segura de que habían obtenido la
madera y las ruedas de los carruajes de las frecuentes incursiones realizadas
en los reinos vecinos. Durante al menos una hora, el otro lado del carruaje
estuvo vacío, pero entonces se oyó un ruido sordo, pasos y el tintineo del
mecanismo de cierre.

Un momento después llegó la voz de Taillefer. Casi alegre, aunque


agotada por el cansancio.

—¿Cuándo pensabas decirme que tu madre era el Señor de la Guerra?


Me parece una información que habría estado bien tener, oh, digamos,
cuando vimos cadáveres flotando en el abrevadero. O cuando subimos al
pórtico de la posada del Señor de la Guerra, o, posiblemente, cuando nos
colamos en su campamento en busca de provisiones.

La frustración tiró de Amarande. Con él. Con ella misma. Exhaló un


suspiro de impaciencia.

—No sabía que era la actual Señor de la Guerra. Y sólo sabía de su


anterior ocupación porque Ferdinand me lo confirmó cuando lo adiviné.
Él tampoco quería mentir.

El tono de Taillefer era de serpiente.

—¿Qué más no sé? Has estado ocultando algo más que esa simple
verdad. Y aunque no es un engaño absoluto, una mentira por omisión
sigue siendo una mentira.

—Incluso los mejores de nosotros estamos dispuestos a mentir por


aquellos a los que amamos.

En cuanto esa expresión salió, ella se dio cuenta de que se había basado
en una respuesta que había dado el Señor de la Guerra. Taillefer no le llamó
la atención. En su lugar, añadió: —Los peores de nosotros, también.

Estuvo a punto de preguntarle a quién quería tanto como para mentir,


porque las perspectivas eran escasas.

Su madre quería su cabeza en una pica.

Su hermano fue asesinado por la propia mano de Amarande a partir


de una serie de acontecimientos que él orquestó.

Y la enfermedad se llevó a su padre hace tanto tiempo que parecía


imposible que se beneficiara de una mentira contada hoy.
La verdad que Amarande debería haber gritado desde las cimas de las
montañas se deslizó silenciosamente hasta la punta de su lengua. A fin de
cuentas, ahora podría ser la única oportunidad que le quedaba de decirla
fuera de los gruesos muros del Itspi.

—Ferdinand es un bastardo.

El príncipe soltó una carcajada.

—¿Me estás diciendo que tu madre tuvo un hijo de otro hombre que
resultó ser igual al rey Sendoa?

Amarande consiguió respirar con dificultad por la nariz, todo su


cuerpo parecía de repente tan tenso como la cuerda de un arco.

—Es hijo de la Generala Koldo y mi padre. Sin embargo, mi madre lo


crio como si fuera suyo.

—Eso sí que es un escándalo —cacareó Taillefer, sin aliento—. ¿Por


qué no escapaste y me arrastraste al mercado más cercano para gritárselo
a las masas? Eso es material para asaltar el castillo con horquillas.
Especialmente si pudieras probar que tu madre era el Señor de la Guerra.
¿Tiene un tatuaje?

—Sí.

—Princesa, el amor te ha cegado ante esta oportunidad.

Amarande apretó las rodillas contra su pecho, haciendo una bola con
toda su tensión sobre su tierno corazón. Se imaginó a Taillefer al otro lado
de la pared, su opuesto diametral: suelto y sin ataduras, sin ninguna tensión
en su cuerpo.

—No, tenía que llegar primero a Luca. Mi madre sabía de él y del plan
de la resistencia para atacar al Señor de la Guerra.

—Mis heridas confirman que ella no es la única con esos


conocimientos.

Lo que significaba que si Luca venía a por Amarande antes de su


traslado al Itspi estaba cayendo en una trampa en más de un sentido. La
bilis le arañó la garganta, su reciente comida amenazaba con reaparecer.
Taillefer se movió y se oyó un ligero golpe en el tabique: su columna
vertebral se asentó contra la madera, con todo su peso en ella. Se lo imaginó
con la sien apoyada en el tabique mientras su cabeza se inclinaba hacia un
lado en esa forma burlona que tenía.

—Tu amiga, la pequeña reina, curó mis heridas.

—¿No hay castigo? —La voz de Amarande era baja; deseaba no causar
más problemas a la mujer que salvó la vida de Luca.

—Hizo su trabajo encadenada a punta de cuchillo —Tras una larga


pausa, la voz de Taillefer volvió a sonar—. No es que lo hayas preguntado,
pero parece que me he destrozado una costilla, algo que sólo el tiempo
puede reparar, según me han dicho, pero ella hizo todo lo posible para que
estuviera lo más cómodo posible con un mosaico de fragmentos de hueso
incrustados en al menos un pulmón.

—Me sorprende que dejes que te cure.

—No puede curarme —Taillefer hizo una pausa y Amarande se dio


cuenta de que su voz no sonaba cansada, sino más bien tensa—. Nadie
puede. Pero... ¿por qué?

—Sabes lo suficiente de las artes naturales como para hacer un gran


daño; seguramente lo inverso sería cierto. ¿O sólo has aprendido a destruir,
no a curar?

Amarande esperaba algún tipo de respuesta frívola, lanzada de


inmediato. Algo que se convirtiera en una burla para debilitarla o
mantenerla desequilibrada. Algo que podría incluso herirla, porque en
realidad y contra todo pronóstico, había empezado a crecer una confianza
entre ellos.

Ella le había devuelto su espada después de robarla y él no había


intentado apuñalarla.

Ella había comido la comida que él le había proporcionado y además


ella había compartido el secreto sobre la sangre de Ferdinand.

En cambio, se produjo una pausa por su parte y con un fuerte


estruendo, gritos y maldiciones desde ambas direcciones y crujidos de
carruajes, la caravana se puso en movimiento.
Cuando el carruaje de la prisión se puso en marcha, Taillefer
respondió en voz baja, pero su voz no era ni frívola ni sarcástica. Más bien,
sonaba rígido, triste.

—¿Sabes por qué empecé a incursionar en las artes naturales?

Sorprendida por su tono, Amarande se encontró respondiendo casi


de la manera que esperaba de él.

—Responder a una pregunta con otra pregunta es muy grosero. Pero


sí, dime.

—Mi padre.

Amarande se acomodó contra la madera que los separaba. Sus


recuerdos del rey Louis-David eran borrosos. Había muerto cuatro años
antes y ella había viajado con su padre y Koldo al Bellringe para el funeral.
Fue el último funeral al que asistió antes del de su padre y fue la última
vez que estuvo en el Bellringe antes de su reciente viaje y huida.

—No sabía que era científico.

—No lo era. Pero estuvo enfermo durante más de dos años antes de
morir. La mayoría de la gente, incluso la realeza de Arena y Cielo, cree
que fue una infección la que se lo llevó, pero eso fue sólo el clavo en el
ataúd: llevaba mucho tiempo muriéndose.

El príncipe aspiró profundamente. Una tos le sacudió y luego se


estabilizó.

Lo intento de nuevo.

—Tenía diez años, casi once, cuando decidí que podía hacer algo con
la tos que nunca le abandonaba. Devoré todos los libros que pude sobre
hierbas, tinturas, pociones e incluso magia. Le rogué a mi madre que me
enviara a entrenar con un medikua.

Amarande apoyó su mejilla en la pared. Nunca había oído su voz


sonar tan sinceramente.

—Madre no lo hizo, por supuesto —dijo, con la ira tiñendo sus tonos
bajos—. Ni siquiera mandó a buscar a la famosa medikua Aritza; tu padre
fue quien la trajo a nuestra puerta. Fue un gesto amable, pero demasiado
tarde: llegó después de que se instalara la infección final. En una semana,
cobró su vida para siempre.

Ya era bastante difícil procesar la repentina muerte de su padre a los


dieciséis años; Amarande no podía imaginar despertarse cada día durante
dos años como una niña mucho más pequeña y no saber si ese día sería el
de la despedida.

—Algunas noches, todavía puedo oírle toser mientras duermo —dijo


Taillefer—. El sonido provenía de algún lugar tan profundo dentro de él
que era como si su alma traqueteara con sus huesos.

No hubo ningún giro sarcástico en esta admisión, ninguna


advertencia, ningún intento de autodesprecio. Fue cruda y honesta, y el
dolor de la misma tomó a Amarande y la dejó sin aliento.

Después de todo lo que habían pasado juntos, del odio que ella le
profesaba por lo que le había hecho a Luca, no pudo evitar responder a la
desolación de su voz. Taillefer le había expuesto su corazón y ella sólo
pudo decir: —Lo siento, Taillefer.

Y así era.

Tras otra larga pausa, él continuó en silencio.

—Ya no me queda mucho de él. No en el Bellringe. Y ciertamente no


aquí conmigo ahora.

—¿No has traído nada más que tu poción y piezas de oro?

—Sólo eso y mis recuerdos.

Se oyó un crujido de pergaminos y luego, para sorpresa de Amarande,


la mano sin guantes de Taillefer apareció por la esquina que formaba la
pared que los separaba y atravesó los barrotes de su celda. Apareció
sostenido con fuerza entre sus dedos: el mapa.

—Toma. Quiero que tengas el mapa de tu padre. Tómalo.

Amarande no dudó, aunque se sorprendió al ver que lo tenía en su


poder.

—¿No te registraron? ¿Cómo te las has arreglado para conservarlo?


—Vamos, sé que admiras mi astucia y fue justo esa sensibilidad la que
me permitió conservarlo. No soy menos inteligente porque hayamos sido
capturados, así como tú no tienes menos talento con la espada.

La princesa deslizó un dedo entre los pliegues, abriéndolo lo


suficiente para revelar un fragmento de la escritura de su padre en los
márgenes.

¿El Señor de la Guerra es vulnerable en la Mano? ¿Converger ahí?

Ella trazó las letras allí.

Lo hice, padre. Lo hice.

Y ahora ella era la vulnerable.

Amarande levantó el dobladillo de la sencilla túnica que le habían


dado, muy parecida a la que llevaba Osana cuando se conocieron, y metió
el mapa doblado en la cintura de sus pantalones. No era tan romántico
como llevar la nota de rescate de Luca sobre el corazón, pero el tamaño
del mapa y la naturaleza básica de la ropa no permitían dramatismos, sólo
practicidad.

Permanecieron sentados durante los siguientes minutos en silencio.


El carruaje avanzaba a un ritmo lento pero constante y la caravana no se
detenía ni siquiera para un breve descanso bajo el calor del sol. Si
Amarande apoyaba la cara en los barrotes, entrecerrando los ojos contra la
luz abrasadora de un Torrente sin filtrar, podía vislumbrar la extensión de
la caravana: una fila interminable de jinetes, carruajes y carretas tirados
por pequeños y resistentes caballos de tiro. No tardarían en llegar al Itspi
y a su madre.

¿Volvería a esperar que Luca acudiera a ella en la torre? ¿Había


llegado a la resistencia? ¿Tenían un plan? Ella estaba ajena a él y a todo lo
que pretendían hacer.

Mientras se acomodaba de nuevo contra la pared, recordó algo.

—¿Taillefer? —La emoción en su voz llevaba su nombre con una


energía que no había tenido desde el fragor de la batalla.

—¿Princesa?
—Si has conseguido retener el mapa, ¿qué pasa con el frasco?

Él no respondió tan rápidamente como ella hubiera preferido.


Después de varios momentos, dijo: —Si.

Se agarró a los barrotes, la emoción de la oportunidad corría por sus


venas, lo suficiente como para que sus dedos empezaran a temblar.

—¡Úsalo! El mecanismo de cierre de la celda. Haz el tuyo y luego


pásalo y yo haré el mío... o estoy segura de que la madera reaccionaría aún
mejor. ¡Podríamos hacer un agujero a través de la pared divisoria y luego
directamente a través del suelo del carruaje!

Taillefer no respondió. Amarande soltó un suspiro de impaciencia.

—Taillefer, dame el frasco.

El carruaje se tambaleó, las voces de los hombres gritaban fuertes


maldiciones a su alrededor. Bajo el ruido, apenas pudo oír su respuesta.

—No quiero escapar.

—¿Qué quieres decir con que no quieres escapar? —Se puso en pie de
un salto, metiendo la mano entre los barrotes y rodeando la esquina de la
mampara—. Tienes literalmente nuestra oportunidad de escapar en el
bolsillo. Desengánchalo y salgamos de aquí. Quiero llegar a Luca antes de…

—No tienes el monopolio del deseo, princesa. Soy capaz de desear


tanto como tú.

Amarande lo sintió como un cuchillo en las tripas.

Por todo lo que ella había confiado en que él no la apuñalaría por la


espalda, con las siguientes palabras la atravesó.

—Por mucho que quieras encontrar a Luca, yo quiero a Pyrenee. Por


mi futuro, por el futuro de mi pueblo, estrellas, por el futuro de todo el
continente de Arena y Cielo —dijo—. La semilla del poder de mi madre
está en lo que me robó, sin juicio, sin sangre, sin la voluntad del pueblo.
Ella no es mejor que el Señor de la Guerra, quemando a los Otxoa para que
se pudran.

¿Cómo puede alguien pasar de ser un monstruo conspirador y


torturador a empatizar por la pérdida compartida de un padre a pretender
realmente que le importa alguien que no sea él mismo, y mucho menos
todo el continente?

Amarande rechinó los dientes con frustración.

—¿Por qué te fuiste entonces? ¿Por qué no te enfrentaste a ella? ¿O


por lo menos culparme a mí y hacer lo mismo que hiciste: rescatarme,
traicionarme como yo esperaba que hicieras, y luego llegar al Bellringe
conmigo envuelta en un lazo, ¿con tu título en juego? ¿Por qué atravesar
el continente por mis caprichos?

—Pensé que había tiempo —Su propia rabia salió a relucir, sus
palabras agudas y afiladas—. Pensé que el Torrente podría ser nuestro, de
Luca.

—¡Todavía puede ser! —Su voz era cruda, con el tipo de dolor que ni
su esfuerzo ni el viento podían ocultar. Dudaba de que el príncipe pudiera
oírla—. Dame la botella y déjame escapar. Déjame salvar a Luca de esta
trampa. El Torrente puede ser suyo y…

—¡No! —gritó Taillefer. Luego, al darse cuenta de su volumen, su voz


bajó a un hirviente susurro—. No. No con lo que mi madre ha hecho.

—Taillefer —empezó Amarande sin molestarse en borrar la súplica


de su tono—. Ven ahora…

—No me di cuenta de que mi madre tenía los medios para burlar a


Domingu y reclamar tres reinos sin una sola batalla verdadera. Pero lo ha
hecho y debo desbaratarlo. No lo lamento, princesa. Para enfrentar a mi
madre en esta situación actual, te necesito conmigo como cebo o soy
hombre muerto.

Un crujido vino de su lado mientras Taillefer se movía tan lejos del


divisor como podía. Lejos de ella. Lejos de esta discusión. Lejos de cualquier
compromiso.

—No puedo dejarte ir.


Capítulo

42
A pesar de todo su amor por los argumentos, Taillefer no se dejaba
engañar.

Amarande trabajó durante horas, provocándolo, rogándole que le


diera el frasco del pantano de fuego. Sin embargo, a pesar de todo ese
esfuerzo, sus únicos logros fueron una voz marchita, una garganta reseca
y el prolongado silencio de él.

En algún momento, Amarande se quedó dormida. El estrés y el sol se


combinaron para adormecerla. Cuando sus ojos se abrieron, estaba bajo un
sol bajo.

Las montañas se alzaban delante, a contraluz, desapareciendo en el


borde del tazón que era el Torrente. No eran montañas cualesquiera, sino
sus montañas, las montañas de Ardenia. Roca polvorienta de color marfil,
enebros aferrados a las profundas grietas y fisuras. Pero seguían estando a
distancia.

Tras echar un rápido vistazo para asegurarse de que nadie miraba,


sacó el mapa de su padre y se apartó de los barrotes. Con la mayor
discreción posible, lo desplegó lo suficiente como para poder suponer
dónde se encontraban basándose en la distancia a las montañas y en la
distancia que calculaba que habían recorrido desde la Mano.

Sí, era posible llegar a la frontera de Ardenia al final del día. Tendrían
que viajar aún más rápido que antes sin detenerse, lo que no podía ser
cómodo ni para los jinetes ni para los caballos, pero cuando eras el Señor
de la Guerra nadie te detenía. Sin embargo, las montañas te frenarían.
¿Tantos carruajes y cuerpos en esas empinadas curvas? Eso podría llevarles
un día o más.
Lo que significaba más tiempo para que el Señor de la Guerra la
colgara como cebo para Luca.

Amarande sabía que sería una distracción. Taillefer tenía razón. El


objetivo de la resistencia era restaurar el Otxoa y el Reino de Torrence.
Ella no encajaba en ese plan. Ella era una cuña tanto como un escudo hasta
que llegaran al Itspi.

Y justo cuando empezaba a esperar que ese Señor de la Guerra fuera


lo suficientemente codicioso como para arriesgar los pasos hacia las
montañas de Ardenia en plena noche, el carruaje de la prisión se tambaleó.

Toda la caravana comenzó a frenar.

—Las estrellas y el infierno —murmuró Amarande, oscureciendo su


mapa y revisando ambos lados de su jaula para tener una mejor idea de
dónde se estaban parando.

Las barras hacia el sur revelaron una franja del Río de la Piedra que
atravesaba la distancia; estaban bastante al norte de la enorme línea de
mesetas rojas, en lugar de bordearla como había viajado anteriormente.

Esforzándose por desplegar disimuladamente el mapa, paseó sus


dedos hacia atrás desde la tinta que señalaba el límite de Ardenia y hacia
arriba desde la enorme línea de mesetas.

Y allí, claro como el día, estaba una de las X de su padre con forma
de espada. Una antigua ciudad. Un pozo de fuego.

Pero no cualquier pozo de fuego, sino aquel en el que ella y Luca


habían sido acorralados por Renard y sus hombres.

Taillefer estaba entonces en el bando contrario. Ahora, ella no sabía


cuál era su posición.

No había que descartar el hecho de que su negativa a ayudarla, a pesar


de todo lo que habían pasado, a pesar de la tenue confianza que habían
construido, era una traición.

Una que no descartaría tan fácilmente.

Amarande guardó rápidamente el mapa y se arrastró hasta la sección


más avanzada de su jaula para seguir mirando. El carruaje de la prisión
estaba situado en el primer tercio de la caravana. El resto se curvaba como
una guadaña, la cola se extendía tanto que las sombras del cuenco del
Torrente las devoraban. También pudo ver, a corta distancia, las manos sin
guantes de Taillefer agarrando los barrotes de su celda. Lo ignoró. Por
ahora. Tuvo suerte por eso.

Cuando se detuvieron por completo, se oyeron gritos desde el


carruaje del Señor de la Guerra, situado en la parte delantera de la caravana.
Al igual que su tienda, el vehículo era de color azul cielo, opulento y estaba
fuertemente custodiado, con guardias montados en falange de dos o tres
personas a cada lado.

Una figura emergió vestida con sedas de un azul vibrante, el mismo


tono, pero tres tonos más oscuros que el color del carruaje. El Señor de la
Guerra, o tal vez un señuelo, había muchas ventajas en ser un líder detrás
de una máscara, ninguna de ellas buena para los oponentes y los partidarios
por igual. Subió al estribo del carruaje y con gran fanfarria, la figura agarró
la cadena de una campana de acero sostenida en alto por dos de sus
hombres e hizo sonar tres grandes campanadas.

Se oyó un grito, seguido de una oleada de movimiento en todas las


direcciones, cada paso practicado y familiar cuando la caravana se detuvo
por primera vez en su viaje. Los guardias aseguraron el campamento y
ladraron órdenes mientras los subordinados preparaban las ollas y
encendían el fuego y otros daban de beber a los caballos.

Al poco tiempo, Amarande se dio cuenta de que dos de los guardias


del Señor de la Guerra se dirigían directamente hacia el carruaje de la
prisión. Sin apenas detenerse, los hombres se dirigieron a los guardias que
conducían el carruaje.

—El Señor de la Guerra solicita el placer de una audiencia con el


príncipe y la princesa.

Desde el otro lado de la mampara, Taillefer chasqueó la lengua de


forma decepcionada.

—Si es una petición, entonces la rechazo. Envíale al Señor de la Guerra


mis mejores deseos, pero me temo que todo este viaje me ha dejado
bastante agotado…
Por supuesto, no era realmente una petición: la respuesta de Taillefer
se interrumpió cuando los conductores sacaron el carruaje de su posición
y lo condujeron cuidadosamente hacia la parte delantera de la caravana,
donde les esperaba el Señor de la Guerra.

La princesa se aferró a los barrotes y se fijó en la disposición del


campamento, buscando las tiendas que albergaban las provisiones y el
corral donde se guardaban los caballos. Incluso sin el pantano de fuego,
encontraría una salida y a Luca.

El Señor de la Guerra estaba listo y esperándolos cuando llegaron, de


pie fuera de su gran tienda azul, ya montada. Los conductores de los
carruajes frenaron a los caballos que tiraban de ellos de una forma tan
precisa que, cuando se detuvieron, los barrotes de la prisión de Amarande
estaban perfectamente alineados con la ligera figura del Señor de la
Guerra.

Aunque su rostro estaba oculto por la tela, Amarande estaba segura


de que sonreía.

—¿Disfrutaste de la exhibición, princesa? —preguntó el Señor de la


Guerra, con una nota de orgullo en su voz—. Nos movemos como uno solo
mejor que incluso el que ha sido llamado el mayor ejército de toda Arena
y Cielo, ¿no?

No. Deshacer el equipaje no era batallar como uno.

Amarande no dijo nada, mirando fijamente a la figura enmascarada,


pero sin responder de ninguna manera. El Señor de la Guerra respiró con
fastidio, pero de nuevo deseó un rehén que le siguiera el juego.

—Si eso no te ha impresionado, tal vez lo haga la ceremonia de esta


noche en el pozo de fuego; me encargaré de que tengas un asiento en
primera fila —El Señor de la Guerra se dio la vuelta, pero hizo una pausa,
como si hubiera olvidado mencionar algo—. Tal vez tu precioso Luca asista.
Capítulo

43
Habían elaborado un plan durante el largo viaje. Era sólido. Pero
también significaba que Luca tenía que esconderse, aunque sólo fuera por
un tiempo. Sólo mostraría su cara cuando fuera el momento adecuado. Ula
se encargó de todo. Montar el campamento con los demás, guardar de mala
gana los caballos en el corral, y trazar el mapa del lugar tal y como estaba.

Desde su ubicación, tenían un tiro directo al pozo de fuego, la tienda


del Señor de la Guerra y los carruajes de la prisión, todos bien alineados
alrededor del labio ceniciento. Fácil de encender para las grandes llamas.

Luca había escuchado la amenaza del Señor de la Guerra con sus


propios oídos, sí. Pero no le extrañaría que una mujer ávida de poder como
ella no abandonara su propio plan y arrojara a Amarande a la muerte
simplemente por el espectáculo. El suyo era un corazón que siempre se
inclinaba hacia el bien mayor, pero por necesidad tenía que planear para
el mal mayor y todos sus caprichos.

Esta noche. Mañana. Para siempre con Amarande. Si todo salía como
se había planeado.

Bajo el apretado panel de lino que envolvía su piel cosida y la herida


de la espalda, se le cortó la respiración. ¿Cómo había hecho Koldo esto
durante veinte años? ¿La acumulación, el clímax, los planes y acciones de
otros que uno no podía controlar? Todo se sentía como si hubieran
acampado sobre la cacareada pila de abono del posadero, granos de arena
que los arrastraban hacia las estrellas de arriba, o el destino de los siglos.

—¡Miguel, tengo las manos llenas! —llamó Ula desde fuera del vagón.

Luca abrió el pestillo y sujetó la tapa de la entrada mientras ella


entraba con una jarra de agua del suministro racionado del Señor de la
Guerra, y dos platos de carne guisada; aceitunas curadas, saladas con
vinagre; y un par de pequeñas hogazas de pan, bien calientes.

Luca cogió los platos y los dejó en el suelo mientras buscaba entre los
pliegues de su túnica y sacaba un pequeño mapa.

—Petri ha salido con el mapa y las instrucciones. Todo estará en su


sitio.

Eso fue un alivio; no estaban seguros de poder sacar a un jinete sin


que se dieran cuenta. Ula señaló el plato que tenía delante.

—Toma, come.

Luca no se movió para alimentarse.

—¿Y Ama?

—Tigre en una jaula. Tan hermosa y mortal como siempre.

Los hoyuelos de Luca brillaron.

—Restriégame que no puedo verla por mí mismo, ¿quieres?

—Tenía que hacerlo —Ula sonrió, sirviéndose un vaso de agua


mientras relataba todo lo que había observado—. Mano herida, sin armas,
compañera de carruaje de celda con Taillefer. No me acerqué demasiado
porque tenía una multitud.

Por supuesto.

—Le quitaron las ruedas a su carruaje. Los otros carruajes de las celdas,
también. Cerraduras y guardias. No quiere que ningún idiota que odie a
Ardenia la arroje al fuego si es el billete para un imperio.

—O quieren tener suficiente gente alrededor para arrastrarla si su


madre no está de acuerdo con los términos del Señor de la Guerra.

Se burló de ella jadeando.

—Mírate con pensamientos oscuros, nunca pensé que vería este día.

El optimismo, que siempre había teñido su mundo, había adquirido


últimamente un nuevo matiz. Luca no estaba seguro de si realmente había
cambiado o si el cambio de perspectiva que había adquirido a través de su
pasado reciente había oscurecido las esquinas.

—Es difícil ver lo mejor de la gente cuando los que se disputan el


poder pretenden mostrarte lo peor.

—Los ojos en el premio, Miguel —le lanzó una aceituna—. Cuando


estén de espaldas y sus ojos cegados por su precioso fuego, nuestras espadas
estarán listas.
Capítulo

44
Habían pasado días y el rey Ferdinand seguía pensando.

En cuanto a la guerra, ciertamente se acercaba.

Los caracaras, mensajeros con alas, de los vigilantes del anillo del
Señor de la Guerra fueron definitivas. La reina Inés había asesinado a casi
todos los que estaban a la vista en su boda. Aunque había capturado tres
coronas, su primera orden era recoger una cuarta.

En menos de un día, su armada llegaría al puerto transportando sus


ejércitos combinados, cuya mano de obra, si no habilidad, eclipsaba la del
afamado ejército de Ardenia. Que actualmente se encontraba repartido en
tres fronteras. Bueno, dos: los soldados que vigilaban Myrcell habían
llegado al castillo. Y aunque estos soldados eran del calibre que sólo Sendoa
y Koldo podrían haber creado, no eran suficientes.

No para fortificar el puerto. No para fortificar el castillo. Y


definitivamente no para ambas cosas a la vez.

Por muy superior que fuera, por muy bien entrenado que estuviera,
no había forma de que el ejército ardeniano ganara contra un oponente
que le triplicaba en tamaño, si no más.

Ferdinand había dispuesto todo el escenario sobre una gran mesa en


la sala de estar del rey con los mapas y las figuras de su padre —Oso, León
de la Montaña, Tiburón, Tigre— y adivinó las cifras. Tenía las estimaciones
de su padre sobre los recursos de los otros reinos en los registros que
encontró en la biblioteca, pero Ferdinand no sabía cuántos soldados
enemigos estaban sentados en las fronteras, mirando a los regimientos de
Koldo. O cuántos habían estado presentes en la boda de Domingu e Inés.
La deserción también era posible: estos hombres habían ofrecido sus vidas
para luchar por el rey Domingu y el rey Akil, no por la mujer que había
envenenado su vino y degollado a cualquiera que no doblara la rodilla.

Ferdinand conocía esa vida. No quería recuperarla.

Si sólo Koldo estuviera aquí… Ella sabría qué hacer. Durante veinte
años, había estado al lado de Sendoa mientras construían una de las fuerzas
militares más dominantes jamás levantadas en el continente de Arena y
Cielo. Era un niño de quince años que empujaba figuritas sobre un mapa
en los aposentos del padre que nunca conoció entre sesiones de estrategia
con una madre que había pasado la mayor parte de su vida gobernando a
través del miedo y la intimidación, aunque ella lo llamara amor.

Ferdinand se puso en pie. Dejó los mapas, las estrategias y las


preguntas sin respuesta en su sala de estar y se dirigió a su balcón. El sol
casi se había puesto sobre las montañas, bañando sus picos con un rico y
meloso resplandor.

Habría sido hermoso si no se sintiera como la cúspide del fin del


mundo.

Hace sólo unos días, Ferdinand había creído que todas estas nuevas
verdades descubiertas sobre su filiación ayudarían a traer seguridad y
estabilidad a este deslumbrante lugar. Pero ese escenario se había
tambaleado y estrellado en el momento en que Amarande regresó y
comenzaron las mentiras.

Un rey de nombre, pero nada más. Una figura decorativa cuyo único
papel era legitimar las órdenes filtradas por las ambiciones de Geneva y
los objetivos de su consejo.

Literalmente no tenía las llaves de su propio reino.

Y por eso Osana sufría: ya había intentado más de una vez ordenar
su liberación, pero Geneva bloqueaba cada uno de sus intentos. La reina
madre sospechaba claramente que la relación que habían forjado en la
caravana era algo más que una simple amistad. La mujer lo sabía todo; era
fácil suponer que ella también lo sabía. El nombramiento de Osana como
vigilante y espía, haciéndose pasar por rehén, se había producido sólo una
semana después de que Ferdinand se armara de valor para cogerla de la
mano una noche después de la cena.
Ferdinand se apoyó con fuerza en el parapeto de su balcón, deseando
que viniera un salvador. Koldo, con su mesurada confianza y experiencia.
O tal vez el fantasma del rey Sendoa, el gran rey guerrero, deseoso de
defender a su pueblo, su castillo y su legado incluso desde el más allá de
las estrellas. O Amarande, había recogido la sabiduría de ambos y quería a
Ardenia más que a nadie que él conociera. Si sólo...

Un sonido llegó desde sus aposentos más allá, arrancándole de sus


pensamientos en espiral.

—¡Ferdi! —llamó Geneva y las enormes puertas de sus aposentos se


cerraron con estrépito. Ella era la única que entraba en los aposentos del
rey de esa manera o le llamaba así—. ¿Estás fuera? ¡Entra aquí!

Y su tono era absolutamente alegre. Eso no auguraba nada bueno


según su experiencia.

Ferdinand volvió a entrar de mala gana en la sala y encontró a la


reina madre tumbada en el diván, esperándole como si ella fuera la
anfitriona y él el visitante. Por una vez, no se quejó del mobiliario de época
del rey Sendoa. Estaba demasiado ocupada sonriendo positivamente.

La reina madre le tendió un trozo de pergamino, como si fuera el


bocado más delicioso.

—¡Amor mío! Qué buena noticia.

Siempre había sido así con los retazos políticos enviados por los
vigilantes de varios reinos. Un espectador como si fuera un deporte,
devorando cada bocado de información de todos ellos: Ardenia, Basilica,
Pyrenee y Myrcell.

Matrimonios. Muertes. Incursiones. Cosechas fallidas. Piratas. Nuevas


rutas comerciales. Saboreó todos estos detalles con igual deleite.

Cuando se supo que Amarande había robado la propia espada de


Renard de su vaina y lo había amenazado con ella mientras daba un
apasionado discurso sobre el matrimonio y el consentimiento frente al
ataúd abierto del rey Sendoa... Geneva había hecho literalmente una
pantomima de todo ello para cualquiera que visitara la tienda del Señor de
la Guerra durante las horas siguientes.
Entonces llegó la noticia de la desaparición de Amarande, y de
repente no sólo estaba al tanto de las conjeturas políticas de Geneva, sino
que era una pieza clave. Con susurros que sólo se permitían en la tienda
del Señor de la Guerra, compartió con exquisito detalle la verdad que
estremecía el nombre de su padre, su vida pasada y la posición única que
podrían alcanzar mediante la alianza adecuada con la mujer que lo había
engendrado.

Ahora ella agitó este nuevo bocado de noticias en su dirección, como


si él no lo aceptara lo suficientemente rápido.

—Léelo, vamos, no me hagas esperar más.

—¿Noticias de la caravana?

La ausencia de los concejales hizo que fuera una suposición decente.

Se lo arrancó de los dedos, pero antes de que tuviera la oportunidad


de desdoblar el mensaje, ella ya estaba divulgando su contenido.

—Celia se dirige hacia aquí. Con Amarande.

El corazón de Ferdinand se detuvo en seco. Quería que llegara un


salvador, y en su lugar, un desastre añadido retumbaba hacia el castillo.

—¿Qué?

—Ella capturó tanto a Amarande como a Taillefer en la Mano. Exige


que ceda el poder permanente a cambio de tu hermana.

Ferdinand parpadeó mirando a Geneva, tratando de leer sus


pensamientos y cómo podría responder. Aunque la conocía mejor que
nadie en el mundo, no estaba seguro de cuál sería su siguiente paso.

—¿Qué vas a hacer?

Ella se examinó las uñas y suspiró como si no hubiera tomado ya una


decisión.

—Si no lo hago, estoy segura de que marchará al puerto para recibir


a Inés con otra arma más que añadir a su arsenal. E Inés la tomará.

Ferdinand no pestañeó. Su madre no cedería el poder. Nunca.


Desde los primeros rumores de la desaparición de Amarande, el plan
de Geneva seguía siendo el mismo: estabilizar y obtener el control total de
Ardenia, y luego reclamar el Torrente como es debido, públicamente.

Un conjunto de ideas sabias hasta que llegó Amarande y se confirmó


que el Otsakumea no sólo existía, sino que estaba activando su base.

—No parezcas tan angustiado, Ferdinand; no perderé el tiempo


negociando. Simplemente robaré de nuevo a Amarande y pagaré las
exigencias de Celia con un cuchillo en la garganta y una llamada a la
caravana para que ayude a fortificar las murallas de Itspi.

No era la decisión que esperaba. Era demasiado evidente.

—Tú... ¿matarías a Celia y admitirías tu papel como Señor de la Guerra


simplemente para añadir más números a nuestro ejército?

—No, simplemente no puedo dejar en el poder a alguien que haría un


movimiento tan audaz y temerario. Ella no es apta para ser el Señor de la
Guerra. Obviamente, juzgué mal a mis sobrinas. Primero Osana, huyendo
con Amarande. Y ahora Celia. Toda la línea está fuera de sí. Mi hermano
mayor no las crio correctamente, o tal vez fue culpa de su esposa trepadora.
¿Quién puede decirlo?

Ferdinand tragó saliva.

—¿Y si es una trampa? ¿Y si su objetivo es atraerte para matarte y


reclamar el poder de esa manera?

Luego añadió:

—Es algo que tú harías, y ella aprendió de ti.

Geneva sonrió.

—Por supuesto que aprendió de mí y por supuesto que es una trampa.


Sabe que aceptaré el intercambio encubierto para mantener en secreto mi
identidad como Señor de la Guerra.

Él asintió con la cabeza.

—Entonces debemos trabajar con lo que ella espera, pero no hacer lo


que ella quiere.
Los ojos de la reina madre brillaron de aprobación. Se sentó más recta
en el diván y cubrió su mano con la suya.

—Continúa. ¿Qué tienes pensado, mi rey?

Sus ojos se posaron en la figura de un tigre rugiente que estaba en lo


alto del Itspi dibujado en el mapa de su padre, mirando al puerto. Había
más tigres desplegados a lo largo de las fronteras de Ardenia,
enfrentándose a filas y filas de osos y tiburones al sur y a muchos más
pumas al norte.

No, Geneva no confiaba en que tuviera las llaves del castillo. Pero
Ferdinand aún tenía mucho con lo que trabajar.

—Saldré a recibir a Celia y su grupo, madre —sus ojos se iluminaron,


como él sabía que lo harían—. Ella espera un intercambio encubierto. ¿Pero
qué pasa si llego, un rey con soldados ardenianos, a mi lado y su hermana
Osana para el intercambio?

—Sí, sí, continúa.

Geneva se levantó del diván y comenzó a pasearse mientras


Ferdinand continuaba exponiendo su plan.

—Celia no se lo espera, estará agotada y nuestros hombres harán


cualquier cosa para recuperar a la hija del Rey Guerrero, milagrosamente
viva. Podemos anunciar que hemos vencido al Señor de la Guerra y, por
lo tanto, obtenido el control del Torrente y capturar también a Taillefer,
lo que sorprenderá y frustrará a Inés. Por no hablar de la cobertura de la
reaparición de Amarande de entre los aparentemente muertos.

Geneva se acercó a Ferdinand, le echó los brazos al cuello y le besó


profundamente en la mejilla.

—Y ambas historias serán confirmadas por soldados ardenianos de


larga trayectoria y del más intachable honor.

Le acarició el pelo como si tuviera diez años menos y sonrió


satisfecha.

—No me importa de quién seas hijo, de mí sacas la cabeza por


estrategia.
Capítulo

45
La intimidación estaba funcionando.

Amarande estaba sentada en su jaula de madera, mirando los vastos


restos del pozo de fuego.

Aquí hubo una vez una ciudad. Y ahora no era más que un cráter de
huesos y sueños calcinados. Todo se volvió negro, decadente.
Desaparecido.

Esta noche se alimentaría de más vidas. Enviará más almas a las


estrellas. ¿Cuántas vidas podría ingerir en una sola noche? ¿Un puñado?
¿Una docena?

Todos los carruajes de la prisión estaban ensartados uno al lado del


otro a lo largo de esta cara de la fosa. El Señor de la Guerra había
confirmado que se trataba de un nuevo montaje. Inspirado en la fuga de
Amarande con Osana. No más alambre y cadenas. Ahora son carruajes con
ruedas desmontables y con dramatismo incorporado.

Amarande no podía mirar a los otros cautivos, con sus rostros y


miedos pegados a los barrotes. Sus gritos sonaban en sus oídos, pero morían
en la fosa antes de llegar al otro lado.

Intentó darse la vuelta por completo, de espaldas a la fosa. Pero el lado


opuesto contenía un tipo de horror diferente. Los visitantes se asomaban a
los guardias que hacían de centinelas para ver a la princesa de Ardenia. La
insultaban y le preguntaban sobre su relación con "el cachorro de lobo" y
si realmente había pasado toda su vida encerrada en una torre, encarcelada
por las fechorías de la reina fugitiva.
Taillefer no parecía tener mucho interés. Quizá todos, excepto el
Señor de la Guerra, pensaban realmente que era un guardia del castillo.

Así, Amarande dio la espalda a los insultos y se quedó mirando la


fosa. En efecto, era el lugar de su último enfrentamiento con Luca antes de
ceder a las exigencias de Renard. Eligiendo la rendición en lugar de una
lucha que podría haberlos matado a ambos o al menos a ella. Renard había
dejado claro que dejaría vivir a Luca lo suficiente como para asumir la
culpa de su muerte, así como de su desaparición.

Los pasos de su caballo al galope estaban perfectamente intactos y


eran visibles a través de la cuenca, también había una enorme hendidura
en la base del pozo de fuego donde su caballo había tropezado al intentar
huir. Enfrente de su duro aterrizaje había una profunda medialuna, un
remanente de la fiesta de Renard. Si el ángulo fuera mejor, podría contar
los diecisiete juegos de huellas de caballo o los que hubiera habido.

¿Qué habría pasado si hubiera luchado entonces?

¿Estaría muerta? ¿Habría matado a Renard? ¿Taillefer? ¿A todos


ellos? Y haber sido encerrada en una torre del Itspi por alguien a quien
siempre había querido como a una madre, un hermano cuya existencia ni
siquiera había sospechado, y su verdadera madre, vuelta de entre los
muertos.

Su padre y sus principios se le aparecieron entonces, adormecidos


durante tanto tiempo.

Siempre hacia adelante, nunca hacia atrás.

¿Realmente miraba siempre hacia adelante y nunca hacia atrás?


¿Incluso cuando su madre los dejó? Seguramente tenía una pila de errores
tan grande como sus victorias. Los errores eran la semilla de los
arrepentimientos. ¿No es así?

¿Cómo se puede vivir de verdad y no desear que algunas cosas vayan


de otra manera?

¿No fue así como te conviertes en un mejor líder? ¿En una mejor
persona? ¿Aprendiendo de tus errores y del residuo que dejaron en tu
alma en forma de arrepentimiento?
Pero al igual que con los planes de su padre para su futuro, para el
futuro de Luca, para todo lo que su padre le había enseñado, simplemente
se quedó con preguntas. Las preguntas, apiladas tan alto ahora, se alzaban
sobre ella, más cerca de su padre en las estrellas que de su mundo en el
continente.

La campana del Señor de la Guerra sonó en el campamento. Los


tambores de fuego comenzaron.

La princesa abrió los ojos.


Capítulo

46
Al oír el sonido de los tambores, Luca se asomó a la noche que caía.

Llevaba el sucio sombrero de ala ancha que se había puesto esa


mañana. Sin embargo, la túnica y los pantalones eran nuevos, del mismo
tejido arenado. El pañuelo de Ula había desaparecido, y sus trenzas
habituales estaban en su sitio. Se había puesto una túnica diferente a la que
había llevado mientras recogía la comida y vigilaba el campamento. De
nuevo, ella llevaba su daga y él su espada. Esto era necesario para evitar la
atención, pero eso no significaba que Ula lo apreciara mucho.

—Eres el único hombre al que dejaría tocar esa espada sin sentir antes
el poder de su hoja sobre tu piel.

—Olvidas que me ha apuntado directamente al corazón.

—No ha sacado sangre.

—La trataré con amabilidad —le aseguró, bajando del carruaje.

—Más te vale, Miguel.

El tambor se escuchaba con un ritmo relajado, un latido para las masas


que viajaban como una sola bajo la bandera del Señor de la Guerra. Aquí
se había levantado una ciudad de piedra y recuerdos, pero en sólo unas
horas se había levantado una nueva, con miles de habitantes. La
inmensidad de todo aquello era tan impresionante como la sorpresa de una
ciudad de rebeldes viviendo bajo tierra.

Puede que fuera ese optimismo que llevaba con el corazón en la


manga, pero en el fondo, Luca esperaba que esa gente se salvara. Ya habían
dado tanto al miedo, que luchar por la persona que lo esgrimía contra ellos
le parecía la forma más cruel de morir.

No, más cruel aún, morirían envueltos en una mentira.

El Señor de la Guerra era un símbolo, no más que el de su pecho. Pero


donde su tatuaje contaba una verdad perdida, este Señor de la Guerra se
pondría delante de la multitud esta noche, elevado por un poder que en
realidad no poseía. Este Señor de la Guerra mentía a su pueblo tanto como
el que se sentaba junto al trono de Ardenia, moviendo los hilos.

El ritmo de los tambores parecía acelerarse a cada paso, los músicos


indicaban que la hora estaba cerca. Luca y Ula se cuidaron de caminar
hombro con hombro, pero al pasar por la intersección de cada fila más
cuerpos se cruzaban en su camino, chocando y empujándose.

Ula lanzó una zancada completa frente a Luca. Bloqueando


físicamente su cuerpo, sus dedos se cernían sobre la vaina que sostenía la
daga de Luca. El flujo se balanceaba, el hedor del día pesado. La espada a
su espalda le dejaba un espacio natural, pero Luca enganchó un pulgar bajo
la correa de cuero que cruzaba la parte delantera de su cuerpo, como la
medida más casual de seguridad que podía ofrecer.

El corazón de Luca latía más rápido al ritmo de los tambores. Pero el


ritmo se ralentizó al acercarse al pozo de fuego y a la tienda del Señor de
la Guerra, habían filas y filas que desembocaban en uno de los pasillos del
pozo.

En cuestión de minutos, el clip de la multitud era un insoportable


arrastre.

Medio paso a la vez, el corazón bombeando como si estuviera


corriendo por su vida.

Con el sudor agolpado en las sienes, Luca buscó en su periferia a otros


miembros de la resistencia. Pero en su lugar no encontró más que un muro
de cuerpos. Hombres, mujeres, niños. Algunos armados, otros no. La
mayoría eran del Torrente, con el mismo pelo oscuro, la misma piel
bruñida que él, ojos dorados comunes y también de diferentes tonos de
marrón.

Se vio a sí mismo en cada uno de ellos.


Aunque en unos momentos cualquiera de ellos pudiese intentar
matarlo.

La estatura de Luca no le daba mucha ventaja aquí, ya que muchos de


estos hombres crecían como los árboles del bosque de Oiartzun, delgados
como un hueso y siempre extendiéndose hacia el cielo. Toda su energía se
desviaba hacia el sol, en lugar de llenarse. Sin embargo, podía ver más que
Ula, que avanzaba, a la altura del extremo del pañal de un niño pequeño,
atado cuidadosamente a la espalda de su madre. La aguja dorada de la tienda
del Señor de la Guerra estaba delante y a la extrema derecha.

—Sera —dijo tirando de la túnica de Ula para llamar su atención, los


tambores eran lo suficientemente fuertes a esta distancia como para sentir
que se habían originado dentro de su persona—. Dirígete a la derecha en la
próxima oportunidad, ¿quieres?

Durante varios minutos, paso a paso, se fueron acercando a la hoguera.


Cuando el camino se abrió a un gran anillo alrededor de la fosa, se sintió
como si hubieran dejado atrás un arroyo por un delta, sumergiéndose en
el océano abierto, con espacio para respirar, pero con los cuartos todavía
cerca.

Dieron vueltas y los tambores no se detuvieron entre los golpes


ahora.

Febril, frenético. El último aviso antes de que comenzara la ceremonia


de iluminación.

Por delante, estaba la promesa azul y dorada de la tienda del Señor de


la Guerra. Una hoguera ardía en su interior, el humo salía por la fosa de la
parte superior. Y junto a ella... Amarande.

Estaba apretada contra los barrotes del lado de la fosa, con la cara
captando los últimos coletazos del descenso del sol. En ese momento, el
tiempo se detuvo y Luca también. Sus pies ya no se movían; no podía
apartarse. Su corazón se agitó como si fuera a atravesar los puntos de Ula
y a correr directamente hacia Amarande, su dueña.

Era hermosa, por supuesto, cualquiera podía verlo.

Pero corrió por la chica de su corazón. Feroz, cariñosa, y tan decidida.


Su valentía grabada en cada centímetro de su cuerpo. Bordes duros, pastel
de limón y besos tan suaves como la lluvia. Mejillas azotadas por el viento,
secretos susurrados, y el aliento que se le escapó en el suelo de la pradera,
su cuerpo inmovilizándolo allí, su daga presionando su garganta.

Ula le arrancó el brazo casi de cuajo en un esfuerzo por llamar su


atención.

—Hasta las guapas se queman igual. Deja de mirarla así, Miguel; es


vergonzoso.

Se reía, mostraba sus hoyuelos y hacía todo lo que los espectadores


esperarían de un chico sorprendido mirando a una chica guapa. Pero no
podía dejar de robarle miradas mientras se ponían en posición, sintiendo
que su cuerpo se convertía en cenizas, ensuciando la tierra arenosa y rojiza
a cada paso.

Siempre, princesa. Te quiero siempre. Vendré por ti siempre. Estoy


aquí para ti.

Ula volvió a tirar de su brazo, esta vez lo suficiente como para


inclinar su cuerpo hacia sus labios susurrantes.

—Todavía estás mirando.

—Nunca había visto una princesa de verdad.

Su voz era apropiadamente estrangulada, sin necesidad de actuar.

Ula puso los ojos en blanco.

—Obviamente.

Se instalaron justos donde Ula había marcado en el mapa dibujado a


mano y distribuido entre los miembros de la resistencia en el campamento.
Esa ubicación, les permitía estar cerca del carruaje de Amarande, de la
tienda del Señor de la Guerra, en caso de que se llevara a la princesa, y
estaba en un terreno ligeramente más alto. Además, estaban equidistantes
entre el borde de la fosa y el carruaje colocado fuera de la égida del Señor
de la Guerra como una enorme tarima rodante.

Las guardias se alineaban en el estrado, todas mujeres con espadas no


muy diferentes a las de Ula. También eran jóvenes, probablemente no
mayores que la propia Señor de la Guerra. Chicas feroces, crecidas en su
papel, animadas a partes iguales por el honor y el miedo, probablemente.
Luca tragó saliva, no muy diferente de los reclutas del gran ejército de
Ardenia.

Entonces, con un repique de campanas, los tambores se detuvieron


bruscamente.

El zumbido y el crujido de la multitud, también. Una brisa recorrió el


lugar, la ceniza latente se abalanzó y se asentó desde los lados del foso,
como si las fauces abiertas estuvieran parpadeando para salir del sueño.

En el momento justo, el Señor de la Guerra salió de su tienda. Estaba


vestida con otro tono de azul eléctrico, las crujientes aguas de la Divisoria
vertidas en forma humana en medio del desierto.

Fue impactante. Y estaba destinado a serlo.

El atardecer se había desvanecido, las estrellas seguían siendo tímidas.


La tela de seda se enredó y brilló con la última luz antes de que el
campamento hiciera de las suyas.

El Señor de la Guerra absorbió esa luz menguante y el silencio con


los hombros hacia atrás y la barbilla levantada hacia su pueblo.

—Esta noche, nosotros...

—¡Quemen a la princesa! —gritaron algunos hombres.

Las risas estallaron. Luca se dio la vuelta, como si tosiera, con la cabeza
por encima del hombro. Ula, por su parte, se quedó paralizada. El ruido
alegre se extendió por la multitud, a expensas de Amarande. Hasta que,
finalmente, el Señor de la Guerra se rio también, probablemente como
señal de que les había perdonado la vida a pesar de la interrupción.

—¡No, no! Esta noche mostraremos a la Princesa Amarande de


Ardenia el impresionante poder de nuestras llamas —El Señor de la Guerra
agitó las manos sobre su cabeza, desde su lugar en el estrado, apaciguando
la ola de carcajadas que recorría la multitud—. ¡Mañana, colgaremos su vida
a las puertas del Itspi! ¿Y si Ardenia no puede cumplir con nuestras
exigencias?

—¡Quemamos a la princesa!
De nuevo, risas.

—No, lo quemamos todo. El Itspi será la misma ceniza que el


Otxazulo. Los vientos de la montaña esparcirán lo que hemos hecho a lo
largo y ancho, y Ardenia será una pieza más del vasto imperio del pueblo.

Las risas dieron paso a los aplausos. Y luego a los cánticos. Miles de
voces, aplaudiendo y vitoreando, todo dentro de la palma de la mano del
Señor de la Guerra.

—¡Quémala! ¡Quémala! ¡Quémala!

A Luca se le revolvió el estómago.

—Tenemos esto. La oscuridad. Todo lo que necesitamos es oscuridad.

La voz de Ula apenas era nada. Pero se aferró a ella, encontrando de


nuevo a Amarande en sus confines. Se agarró a los barrotes con ambas
manos, mirando fijamente al estrado. Toda su energía y furia dirigida a
esta chica de la manera exacta que le dio el poder que desvió. Taillefer se
sentó de espaldas a las llamas. Tal vez esperaba que lo hubieran olvidado
o que no le interesaba.

El Señor de la Guerra volvió a mover los brazos por encima de su


cabeza, y todos sus gestos fueron grandiosos para los que se agacharon a
ver.

—Esta noche, honramos a las estrellas con la iluminación de este pozo.


Nuestra hoguera, para los miembros de la Caravana Serena, que llegaron
tarde a nuestra reunión. Cuando el Señor de la Guerra emite un decreto,
espero su total cumplimiento. Nos pone en peligro a todos cuando no
seguimos las leyes de la libertad.

En ese momento, se vaciaron cinco carruajes al final de la fila de


prisioneros. Los miembros de la caravana fueron arrojados al exterior, en
una ceniza blanda al lado de la fosa. Luca se sintió aliviado al ver que no
había niños. Sólo adultos. Era difícil hacerse con ellos y la mayoría se
deslizaba, rodaba o simplemente era empujada por el lateral hasta el fondo.
Salieron cubiertos de ceniza y trozos de hueso.

La ceniza se arremolinó en el aire, subiendo a la multitud antes de


posarse de nuevo sobre las víctimas. Unos pocos valientes intentaron
trepar por los lados, pero la mayoría se sentaron en el centro, resignados o
demasiado orgullosos para hacer un espectáculo.

—Ahora, soy una mujer que no desea perder a la gente bien


intencionada. Y por eso, porque soy benévola y tenemos invitados que
entretener, sí, Príncipe Taillefer de Pyrenee, ¡no me he olvidado de ti! Sí,
ese muchacho que se creía guardia de la princesa era en realidad el joven
príncipe disfrazado. Curioso, no, ya que lo último que he oído es que la
princesa asesinó a su hermano, ¡el Príncipe Heredero Renard! —La
multitud rugió, claramente no habían estado al tanto de ese chisme—.
Quizás estos dos saben reconocer un buen espectáculo cuando lo ven, ¿no?
¡Y la gente dice que la política es aburrida!

El Señor de la Guerra dio una palmada.

—¡Tributos!

Hizo un gesto a la gente de abajo, con la miraba cansada.

—¡Les perdonaré la vida a uno de ustedes! Para conservar su vida, sólo


tienen que sobrevivir. Luchen hasta la muerte: la desfiguración, la pérdida
de conciencia y las lesiones generales no cuentan. Tiene que ser la última
persona viva y en pie. ¡Adelante!

A Ula se le cortó la respiración.

—Las caravanas son familias. Estas personas están emparentadas o se


conocen lo suficiente como para serlo. Les está pidiendo que se coman a
los suyos.

Luca tragó saliva.

—Y lo harán.

Ante sus ojos, los vecinos se volvieron unos contra otros. Robando el
aliento con los rostros ahogados en ceniza, puñetazos en las tripas, patadas
en la cabeza, ojos y oídos desgarrados tras los gritos furiosos.

El corazón de Luca le decía que no podía mirar. Su cabeza le decía


que tenía que hacerlo. Esto era lo que intentaba detener. Esto era por lo
que estaba luchando. Para que ningún gobernante pudiera hacer esto cada
noche, un juego, para los invitados.
Amarande se había apartado de los barrotes, pero sus manos seguían
agarradas a ellos. Mirando hacia delante. Obligándose a sí misma a mirar
también. A sentir cómo la ira brotaba en su interior, alimentando cada
gramo de deseo que tenía de acabar con ella. O al menos eso era lo que él
sentía. Y la conocía lo suficientemente bien como para saber que ella
también lo sentía. Sí, tenía que mirar.

A los cinco minutos del horror, el Señor de la Guerra volvió a dar


una palmada.

—Son demasiado lentos una vez más, Caravana Serena. Rescindo mi


oferta.

Estrellas, no.

El pánico comenzó a surgir en Luca cuando la multitud empezó a


reírse. El Señor de la Guerra señaló con la cabeza a un soldado situado a la
izquierda de su estrado, uno de la docena colocada en los intervalos de un
reloj de sol.

Cada hombre sostenía una jarra a cuatro manos de altura. Al unísono,


vertieron el contenido en el pozo. Aunque el líquido parecía tan claro
como el agua, el aire se llenó con el agudo aroma de algo no muy diferente
al sagardón que Osana y Urtzi habían rociado inteligentemente a los
bandidos que blandían antorchas. De ahí había sacado Osana la idea: lo
había visto realizarse todas las noches.

Ula pegó su cara a su costado, como si se acurrucara, pero la tela


sobrante de su túnica le ocultó la vista. Le puso una mano en el hombro,
esperando que parecer cariñoso. Esperando que nadie que se preocupara
estuviera observando lo suficientemente cerca como para conocer su
terror interno en lugar de su disfrute.

Los cántaros fueron arrojados a un lado, las antorchas se levantaron


en sus lugares.

No hubo recuento. No había campana, silbato ni señal. Estos hombres


hacían esto cada noche, un servicio a su líder.

Al unísono, clavaron las antorchas en las fauces cenicientas. Las


víctimas que aún podían moverse corrieron hacia ellas. Pero fue inútil.
En el espacio de tantos gritos moribundos, toda la fosa quedó envuelta
en llamas.
Capítulo

47
Era peor de lo que la princesa pudo haber imaginado.

Humanos ardiendo como leña. Esperanzas y sueños consumidos en la


noche, reducidos a carne, grasa, piel y tendones, hasta que no quedó nada
que quemar.

Las flamas volaban por la base de la hoguera, un humano calcinado


tras otro hasta que eran un largo y retorcido áspid. Los gritos iban con cada
nuevo bucle e inclinación de las llamas. Parecían durar más que los
cuerpos. Los gritos continuaban viniendo mucho después de que cada
víctima era incapaz de levantarse de las humeantes cenizas.

El hedor era tan insoportable como el calor. Las estrellas y sus gases
infernales parecían acercarse lo suficiente como para derramar el
contenido, el agua de la parte superior de la corriente, con una llamarada
solar ondulante en la fría noche del desierto.

Lagrimas inundaron los ojos de Amarande mientras veía el horror


que había abajo. El ceniciento borde de la hoguera estaba tan cerca que
podía llegar y tocar sus ruinosos bancos. Los gritos y los vítores de la
multitud llegaron cuando los lamentos finalmente comenzaron a cesar, los
humanos de abajo estaban muertos o tan cerca de estarlo que no podían
continuar. Las estrellas recibían nuevas almas.

Sus ojos se dirigieron a la multitud. Sus rostros retro iluminados por


el sol casi perdido.

Esta retorcida y serpenteante multitud de vítores y sonidos. Tan


alimentada por el miedo y el alivio de que esta noche no eran ellos quienes
que vitoreaban estas muertes como si estuvieran viendo una pelea u otro
deporte.
La bilis le arañó la garganta, mientras dejaba que la ira se extendiera
en su interior.

Su madre había sancionado exactamente este horrible espectáculo


cada noche durante diez años. Presidiendo los festejos. Viviendo del miedo.
No se alimentaba de él.

Y, sin embargo, su padre no hizo nada

—¿Por qué, padre? ¿Por qué? —susurró.

Tal vez ni siquiera Taillefer, tan cerca como estaba y silencioso… Tal
vez lo estaba disfrutando, no pudo oír.

Y, sin embargo, un sonido respondió.

El inconfundible suspiro de una cuchilla cortando el aliento de la


garganta de un hombre.

Uno. Dos.

Dos cuerpos tendidos suavemente en el suelo. Uno. Dos.

Amarande se tensó, su barbilla se acercó a su hombro para mirar por


los barrotes de enfrente. Pero entonces un susurro.

—No mires a mi dirección, Ama. Mantenlo en secreto.

Koldo.

Amarande se congeló. Todas las cuerdas de su cuello se tensaron.


Exhaló una bocanada de aire y lentamente llevó su rostro hacia adelante.
Su mente gritó tan fuerte como cualquiera de los cuerpos en la hoguera.

La generala tenía que irse. Ahora mismo. Los guardias muertos fuera
de la jaula de Amarande ya serían bastante malos. ¿Y si Taillefer se daba
cuenta? ¿Le llamaría la atención? Koldo estaría muerto por un resultado
que sería el mismo.

Detrás de ella, Koldo estaba claramente revisando los bolsillos de los


hombres. Buscando llaves en una anilla.

Sin encontrar nada. Amarande sintió que el carro se movía en la


suave cama de ceniza arenosa cuando la generala se puso de pie en el borde
del carro y se apoyó en las cerraduras de acero forjado que el Señor de la
Guerra había hecho claramente con el bolígrafo de alambre de metal
desechado.

Su daga se introdujo en la cerradura. Nada. Necesitaría las llaves o


algo lo suficientemente pesado como para romper el metal de una sola vez.
Incluso a su acero basilita le costaría unos cuantos ruidosos golpes.

Amarande aprovechó la oportunidad para implorarle que se fuera.

—Ya estoy siendo entregada a los pies de mi madre como chantaje.


Que lo hagas tú sola será más doloroso. El resultado será el mismo. Vete.

La generala bajó del borde del carro y suspiró, tensa.

—No he venido aquí para hacerte daño. Y no me iré de aquí sin ti.

Koldo era generalmente de pocas palabras. La economía y la eficiencia


eran sus sellos en todos los niveles. Y, sin embargo, aspiró un poco y abrió
el corazón de Amarande con el siguiente golpe susurrado.

—Si sobrevivimos, te lo explicaré. Si muero en el proceso, por favor,


perdóname por no dar respuestas. He cometido errores, pero siempre te
he amado.

Y luego se fue.
Capítulo

48
El espectáculo de horror del Señor de la Guerra penas acababa de
comenzar.

Una vez que la hoguera estaba totalmente encendida fue como si el


sol se apagara tan fácilmente como una vela, los últimos rayos
desaparecieron sobre borde circular de la tierra y las lejanas montañas
occidentales más allá.

Aunque resonaban en la mente de Luca, los gritos habían


desaparecido técnicamente, todos los que estaban en la hoguera se
encendieron, sus almas se perdieron en las estrellas, los cuales se revelaban
con cada respiración. Millones de vidas, rociadas en el azul tinta del cielo,
la luna tímida en el horizonte.

Sus ojos volvieron a encontrar a Amarande.

Ella no había desviado la mirada. Sólo una vez giró la cabeza,


brevemente. La hirviente furia recorrió sus rasgos mientras las llamas
crecían.

Estaban demasiado cerca de su jaula de madera y sus barras de metal


de lo que él prefería.

Taillefer finalmente se había vuelto, observando también. Luca habría


esperado que aquella sonrisa maliciosa se instalara en el rostro del príncipe
y no se fuera nunca, pero su expresión estaba en blanco.

De nuevo el Señor de la Guerra dio una palmada de atención.

—Ahora, tenemos unas cuantas preguntas, para algunos de los


nuestros.
Mientras se paseaba por el estrado, dos de las mujeres de su puesto de
guardias abrieron la jaula junto a la de Amarande. En cada extremo, la
guarda tenía que subir a la base sin ruedas e inclinarse en el ojo de la
cerradura gigante. Era difícil de ver desde su ángulo actual, pero Luca lo
asimiló todo, sabiendo que la jaula de Amarande tenía lo mismo o peor.

El lado con paneles de madera se abrió de golpe y giró hacia una


rampa. A cada lado, una mujer bajaba y entraba a la luz del fuego. Las
guardas llevaron a las mujeres hasta el borde, el suelo se desprendió del
lado bajo su peso, más arena cenicienta en la hoguera. Las mujeres trataron
de retroceder, el equilibrio empezaba a fallar, pero las guardas las
mantuvieron firmes, sin permitirles moverse.

Las llamas danzaban delante de ellas, y el corazón de Luca cayó en


picado hasta sus botas.

—Esa es Naiara —Sus ojos se dirigieron a la víctima del otro lado —.


Y su aprendiz, Señe.

En su jaula, Amarande pareció darse cuenta también, una mano a la


boca ahora, como si ahogara un grito. Cualquier acción condenaría a la
mujer a un ritmo más rápido. Nada podría salvarla.

—Esto no puede pasar —susurró Luca para sí mismo más que para
Ula.

Ella respondió de todos modos.

—Va a pasar. El Señor de la Guerra no tiene piedad.

Sacudió la cabeza, aunque sabía que Ula tenía razón.

Naiara le había salvado la vida. Y a muchos otros, sin duda.

No podía dejar que esto pasara.

No dejaría que esto pasara.

Los chicos del establo podrían ser los elegidos. Héroes, incluso. ¿Pero
qué clase de héroe no intentaba salvar la vida de una buena persona?

En el estrado, el Señor de la Guerra se apoyó en la barandilla. Sonrió


a los sanadores, que no la miraron. Ni siquiera miraron a la hoguera. Naiara
observó las estrellas con determinación. Los ojos de Señe, sin embargo,
estaban fuertemente cerrados, sus hombros temblando.

—¿Dónde está Luca? —La primera pregunta de el Señor de la Guerra


pareció resonar en las montañas lejanas con la irritación ya en su tono —.
¿Dónde está el Otsakumea?

Un sollozo escapó de los labios de Señe, pero no más. Naiara ni


siquiera se inmutó, en silencio, observó las estrellas. Rezando, tal vez, con
sus labios moviéndose con iluminación de las llamas que ondeaban.

El Señor de la Guerra no apreció el silencio.

—Vieja, has pronunciado su nombre. Hiciste referencia a la princesa


en nuestra compañía, quien es conocida por ser su compañera. ¿Dónde está
él?

Al no responder, el guarda que estaba detrás de Señe empujó a la


chica. Los ojos de la aprendiz se abrieron de golpe mientras se lanzaba
hacia delante, con el pie descalzo suspendido sobre la hoguera durante un
momento enfermizo mientras gritaba. El guardia que estaba a su espalda
la agarró por el brazo para evitar que se cayera, pero la torsión hizo que
ambos pies se perdieran y quedara colgando contra la suave orilla de la
hoguera. Las llamas le lamían los pies y los pantalones, y la ceniza estaba
claramente caliente mientras ella intentaba subir el agarre del guardia.

El guardia la dejó colgar. El Señor de la Guerra inclinó su cabeza y


miró fijamente a Naiara.

—Dime, vieja, o ella se perderá en las llamas

La sanadora miró las estrellas.

— El Luca que conozco era sólo un niño herido. No es el Otsakumea.


Sólo un niño que buscó mis cuidados.

El Señor de la Guerra se agarró a la barandilla del estrado,


inclinándose más hacia delante sobre sus propias llamas. Las súplicas de
Señe eran ahora más fuertes, su cuerpo se agitaba.

—¿No tenía un tatuaje en el pecho?

—No lo vi.
—¿Pero sí viste que estaba con la princesa?

—Estaba con una chica, nunca supe su nombre.

Esto era una mentira. Las sanadoras no podían haber pasado por alto
su nombre en la conversación, él la había llamado Ama al menos dos veces,
mientras que ella sólo lo había llamado Luca en su presencia una vez. De
lo que él era consciente, de todas formas.

—Sin embargo, ¿la llamas 'pequeña reina'? No lo niegues. Cincuenta


personas aquí pueden atestiguar esa verdad, incluyendo a dos de mis
guardas.

El Señor de la Guerra no le dio tiempo a responder, levantando una


mano. En movimientos coordinados, Señe fue lanzada por la borda y
Naiara fue empujada hacia adelante, con la daga de su guardia en la
garganta.

Luca entró en pánico, viendo cómo la sanadora se balanceaba contra


la espada mientras el suelo de arena que había debajo de ella se
desmoronaba con su peso y sus movimientos. Su aprendiz se aferraba a la
ceniza blanda, tratando de trepar. Intentando no resbalar. Las llamas
estaban tan cerca de ella que no podía ver sus piernas por debajo de las
rodillas, el infierno cegaba cualquier visión.

—¿Dónde están? —Él le susurró a Ula.

Sus ojos recorrieron la multitud.

—Están aquí. Están listos

—¿Estás seguro?

El corazón le latía con fuerza en los oídos, la mandíbula se le


desencajó.

—Sí. Pero no es...

—No puedo dejar que se queme

Él no vino aquí a esconderse. Había estado escondido toda su vida.


Por los que le querían. Y ya no se quedaría en las sombras.
Luca encontró a Amarande al otro lado del camino, con la mano aún
apretada sobre su boca, los ojos brillando. Naiara luchaba contra el agarre
del guardia y una línea de sangre rezumaba por el beso de la hoja.

Luca se quitó el sombrero y lo apretó contra la mano de Ula.

—No, espera, no...

Ula se aferró a su brazo, pero ni siquiera su fuerza fue suficiente para


detenerlo.

Se lanzó hacia delante, apartando a la gente del camino, intentando


acercarse, a la luz. El Señor de la Guerra se inclinó hacia delante, con la
siguiente pregunta en los labios, o tal vez una orden, ya que Naiara no
parecía responder. Era ahora o nunca, el Señor de la Guerra esperaba que
estuviera aquí. Esto era un espectáculo. En realidad, nunca necesitó las
respuestas.

—¡Soy Luca! —gritó, levantando los brazos por encima de la cabeza,


señalando lo mejor que podía mientras se empujaba hacia la luz del fuego
—. ¡Soy el Otsakumea!

La multitud jadeó y los más cercanos a él se separaron como si les


hubiera agitado una antorcha. De repente se vio completamente iluminado
por las llamas, el espacio brillante y abierto lo suficientemente despejado
como para proyectar una larga sombra.

Tenía la cabeza desnuda. Su rostro estaba desnudo. No cabía duda de


que era la voz de la multitud.

El Señor de la Guerra se giró, y por ese momento pensó que ella


podría estar insegura.

—Chico, ¿crees que esto es una broma?

Luca apuntó sus palabras directamente a el Señor de la Guerra. Sabía


que Amarande podía verle ahora, y que también Naiara y Taillefer.

—No la quemes. Soy Luca.

—¿Bien, sanadora? —preguntó el Señor de la Guerra—. ¿Lo es?

Naira no respondió.
El fuego crepitaba y escupía.

Amarande, bendita sea, no se había movido ni un centímetro. La


mano presionada a su boca. Los ojos leyendo su rostro. El Señor de la
Guerra observó a la princesa, observó a Taillefer, a Naiara también.

—Vas al fuego con ella, simplemente por este truco.

El Señor de la Guerra hizo un gesto a los guardias más cercanos, pero


antes de que pudieran dar un paso, Luca respiró profundamente y se
arrancó el cuello de la túnica.

Esas mismas terribles y tortuosas llamas saltarinas iluminaron su


tatuaje. Cinco puntos. El lobo negro. Justo sobre su corazón.

Inconfundible. La multitud jadeó.

—¡Soy Luca! —gritó de nuevo.

Su periferia captó a Amarande como un borrón de movimiento -


soltando y sacudiendo los barrotes de su jaula-, pero no se atrevió a apartar
su atención de el Señor de la Guerra, que se paseaba como un tigre por el
abismo ardiente.

—Soy el Otsakumea. El último de los Otxoa. Soy Luca.

Más guardias cayeron, empujando hacia adelante mientras la multitud


rodaba con el zumbido y el chasquido de la sorpresa.

Ula se puso delante de Luca. Pero su daga permaneció en su funda.


En su lugar, pasó una mano por los lazos de la túnica a través de su
esternón.

—¡Soy Luca! —gritó —. Soy la Otsakumea. La última de los Otxoa. Soy


Luca

Allí, sobre la huella de su pata, había una tinta cuidadosamente


terminada, exactamente en la misma forma y ubicación que la de Luca.

El Señor de la Guerra se rio.

—No juegues, niña…

—¡Yo soy Luca! —una voz de hombre.


—¡Yo soy Luca! ¡Soy el Otsakumea! —otra.

—¡Yo soy Luca! ¡El último de los Otxoa! —la voz de una niña.

—¡Yo soy Luca! —una voz colectiva.

Desde todos los alrededores del fuego, hombres y mujeres, niños y


niñas, dieron un paso adelante, anunciándose como el lobezno y
produciendo un tatuaje idéntico.

Cinco puntos. El lobo negro. Justo sobre sus corazones. Inconfundible.

Dondequiera que el Señor de la Guerra se girara había otra llamada.


Otro destello de piel y tinta. Desde su estrado, su cabeza giró. La multitud
de la caravana zumbaba, más fuerte que las llamas y los últimos lamentos
de Señe.

Cientos de personas aparecieron de repente con el mismo tatuaje. La


misma llamada. Miles, en realidad, pero el Señor de la Guerra no necesitaba
saberlo.

Y cuando las proclamaciones gritadas y los destellos de piel se


fusionaron en un crescendo de voces y movimientos para tratar de eludir
a los miembros de la caravana, haciendo espacio, alejándose a codazos,
tratando de no confundirse con aquellos que se atreverían a ser parte de
este engaño coordinado, el Señor de la Guerra se dio cuenta de que no era
un truco.

Era un ataque.

—¡No se queden ahí! ¡Atrápenlos!

Gritó a nadie y a todos a la vez.

Y fue entonces cuando se desató el infierno.


Capítulo

49
Con el corazón en la tráquea, Amarande no podía recordar su último
aliento.

La completa incredulidad de que Luca llamara la atención de el Señor


de la Guerra –revelando su identidad, y el tatuaje- se había apagado,
sustituida por la completa incredulidad de que hubiera hecho tal cosa y
siguiera respirando.

A la orden de el Señor de la Guerra, toda la agitada multitud llegó al


caos, pero los seguidores del dictador ya iban un paso demasiado lento. Su
voz aún resonaba contra las distantes montañas y los dardos para dormir
se disparaban en el aire.

No de su lado, sino de la resistencia.

Se clavaron en los puntos débiles de cualquiera que llevara una


espada o se llevara su propio cañón de dardos a los labios. Hombres y
mujeres cayeron tan suavemente como cuando Koldo había matado a sus
espaldas, pero sin derramar sangre.

Así fue exactamente como ella fue por el hombre con el lobo negro,
muy rápido. La oposición inmediatamente anuló el rápido poder el Señor
de la Guerra, simplemente por tener la distracción y los medios para
golpear primero.

Hacer la primera marca.

Y así fue.
Amarande se presionó contra los barrotes de la celda junto al fuego,
buscando a Luca. El lugar donde había estado parado era ahora un
enjambre de cuerpos, agitándose y moviéndose.

Era el caos de la boda después de haber matado a Renard, pero


literalmente mil veces más frenético. Las familias corrieron hacia los
caminos que se alejaban de la hoguera de fuego, como los radios de una
rueda, y de repente estaban tan atascados como lo estaban en los minutos
antes de que la ceremonia de iluminación comenzara.

Cuando se enfrentó a su primer grupo de bandidos en el Torrente,


Amarande había escapado con su vida en línea y con la sensación de haber
probado por fin la batalla.

Eso no había sido una batalla, esto sí lo era.

La sangre salpicaba, los cuerpos caían a la hoguera, el fuego rugía y


echaba humo con cada adición. Las dagas y las espadas se encontraban en
violentos y reverberantes estruendos. Las botas pisaban los crujientes
huesos, y cuerpos vivos, gritando a las estrellas.

Pero ella lo necesitaba.

—¡Luca! —Amarande gritó su nombre con todo el amor que tenía,


sabiendo que él oiría esa nota, junto con la angustia y el miedo que lo
lanzan al aire.

El mundo parecía gritar de vuelta.

Ya viene. Sabe que estoy aquí.

Sobrevivir la batalla, ver la guerra, había dicho su padre, pero ¿cuál


era para ella?

Al otro lado del camino, el Señor de la Guerra, rugió en el aire en


todas las direcciones mientras la resistencia se acercaba. Cinco de sus
guardias la cubrían en forma de ronda, el estrado crujía bajo su peso
colectivo. Esas mujeres estaban de espaldas a su lanza directiva, con sus
espadas al frente, apuntando a cualquiera que se atreviera a abalanzarse
sobre ella con una espada.

Se atrevieron, por supuesto.


Las guardas del Señor de la Guerra la rodeaban, un blanco móvil a
bordo del estrado, mientras los rebeldes con espadas se acercaban a la
plataforma elevada.

Era una protección, sí. Pero también era un error.

Deberían haberla protegido en un refugio en el momento en que


empezaron las luchas, no dejarla dar órdenes en la noche. Ahora eran presa
fácil.

Y los rebeldes sabían exactamente cómo atacar.

Con una precisión practicada, los miembros de la resistencia


dirigieron sus dardos para dormir al estrado del Señor de la Guerra.
Apuntando a los guardias más cercanos a la barandilla que colgaba sobre
el borde de la hoguera de fuego.

Uno. Dos. Tres. Tres mujeres cayeron como moscas.

La primera, directamente sobre la barandilla donde se había apoyado


el Señor de la Guerra, partiéndola en dos con su peso mientras su cuerpo
medio-inconsciente perdía el equilibrio que no podía controlar y se
precipitaba sobre el borde y caía en el infierno de abajo.

Las otras dos cayeron justo en el borde. El peso del golpe y la caída
de la guarda, en combinación con estos dos cuerpos caídos, inclinaron la
tarima. Todavía estaba sobre ruedas de carro, en un centro de gravedad
más alto que la jaula sin ruedas de la princesa. Solo un par de pies más,
pero lo suficiente como para que todo se tambaleara.

El Señor de la Guerra y las guardas que aún permanecían


retrocedieron tropezándose, hacia los cuerpos y la hoguera de fuego. Su
presencia sólo sirvió para hacer más pesada la tarima, y de repente se oyó
un gran crujido cuando las ruedas más alejadas de la hoguera de fuego se
despegaron del suelo mientras el trozo de tarima con el nuevo peso se
astillaba.

Crujido. Crujido. Crujido.

Las tablas comenzaron a partirse cuando el Señor de la Guerra y las


tres guardias que aún permanecían trataron de agarrarse. Una de ellas
tropezó con un guardia caído y su bota se enganchó en su forma caída. Eso
la llevo a tropezarse hacia atrás. Sus brazos se giraron y una de ellas atrapó
la mano extendida de el Señor de la Guerra.

Como un rayo de color azul, perdió su equilibrio y giró ante el


repentino golpe.

La arena bajo una de las ruedas de la fosa cedió, el carro se tambaleó


y el Señor de la Guerra cayó de cabeza en sus propias llamas.

Amarande se quedó sin aliento. El Señor de la Guerra se había ido.

Estaba muerta.

Gritando durante la caída.

—Esa es una forma bastante apropiada para que un Señor de la Guerra


se vaya —esas fueron las primeras palabras que le oyó decir a Taillefer en
bastante tiempo, y realmente estuvo de acuerdo con él.

—Taillefer, es hora de usar tu pantano de fuego. Vamos.

—Lo estoy guardando. Y, además, este es probablemente el lugar más


seguro para estar en este momento. Es casi imposible distinguir un lado
del otro a menos que sea tu amor el que se enfrente a ti.

Los tatuajes estaban todos oscurecidos ahora, era cierto. Pero ese era
un argumento estúpido.

—Sí, pero ahí fuera podemos ayudar.

Amarande se abalanzó sobre los barrotes que daban la espalda a la


hoguera. No hay rastro de la generala ni de las llaves que estaba buscando,
pero la princesa la llamó a gritos de todos modos.

—¡Koldo!

—¿En serio crees que tu generala puede oírte por encima de este lio?

—¿Por qué no me ayudas? Usa tu voz. Ella también te ayudará.

—O me matará por secuestrarte o rescatarte o cualquier crimen que


prefiera perseguir.
El carro se agitó cuando pasó otra manada de gente aterrorizada, y la
esquina del lado de la princesa se acercó al borde de la hoguera.

Estrellas, ¿por qué Taillefer eligió volver a la versión más


infinitamente irritante de sí mismo en este momento? La frustración
eliminó cualquier tipo de amabilidad de su voz, y jugó con su objetivo
declarado.

—Tienes mi palabra de que te protegeré y ayudaré a derrotar a Inés.

Casi pudo oír la sonrisa de zorro cruzar su espléndido rostro.

—Ambos sabemos que la palabra de otro noble de la Arena y Cielo


vale menos que la sangre compartida y eso apenas vale nada.

El carro se agitó cuando pasó otra manada de gente aterrorizada, y la


esquina del lado de la princesa se acercó al borde de la hoguera. Era el lado
en el que se encontraba su puerta, el opuesto al que les separaba el tabique
de madera. Si iba a salir por la puerta, tendría que ser pronto –un poco
más tarde y no habría una salida segura.

Amarande buscó a Koldo por el lado en el que no estaba la hoguera,


pero no la encontró. Aun así, permaneció en ese lado, tratando de mantener
el mayor peso posible lejos del infierno. Aunque no fue de mucha ayuda
con la presión de los cuerpos. Algo duro se estrelló contra el carro y la
hizo retroceder. Luego otro golpe. Y otro más. A pesar de su peso en tierra
firme, el carro se acercó al borde, una esquina entera de su celda colgaba
ahora sobre las llamas, nada más que aire y muerte debajo de ella.

—¡Taillefer, el pantano del fuego! Quema un agujero a través del


divisor.

El carro se agitó más del lado de Taillefer, como si un par de


luchadores se hubiera instalado en el lado de su puerta.

—Puedo arrastrarme a través de él, y tendremos más peso en ese


lado… mi celda se arrastra sobre el borde. Va a ser un problema enorme si
nosotros no…

Su voz se apagó con otro fuerte golpe. Una tos traqueteante y un


escupitajo de algo húmedo, más sangre.

—¿Taillefer?
Se oyó el traqueteo de las cadenas, el chirrido de las bisagras, y por
un momento todo el carro pareció estar en tierra firme, anclado en el lado
de Taillefer. Se inclinó contra los barrotes, buscando alguna forma de ver
lo que estaba pasando.

El sonido de los nudillos golpeando la carne fue lo siguiente. Un grito.


Una espada voló en su dirección desde el exterior. Los hombres pasaron
corriendo, pero nadie se abalanzó sobre el arma abandonada -aunque
Amarande lo hizo, golpeando con los dedos a través de los barrotes. Los
barrotes le apretaron el codo a menos de un palmo de distancia de donde
la espada basilita permanecía latente en el suelo.

No era el arma de Koldo y no creía que lo fuera. Koldo vendría a por


ella antes que Taillefer. Aunque le había dicho que no quería que lo hiciera.

—¡Taillefer! ¿Puedes coger la espada? Podemos salir de aquí si puedes-

—Tengo mis propios problemas, princesa.

Con la cara aplastada contra los barrotes, mientras se inclinaba para


coger el arma, Amarande se revolvió al oír su voz. Estrangulada. Herida.
Estresada. Sin embargo, no podía ver nada.

Justo cuando volvió a enfocar su atención en el arma, pasaron dos


personas. Uno de ellos, rubio, con el mismo atuendo de los prisioneros que
el suyo. El otro era otro chico de pelo claro, envuelto en una capa muy
parecida a la que habían robado, pero debajo había un destello de la
berenjena más oscura.

Pyrenee. Realmente habían venido por él.

Taillefer forcejeó, con las manos enfurecidas, buscando todos los


puntos blandos de la cara del soldado -orejas, ojos, labios. El antebrazo del
príncipe atrapó la tráquea del muchacho, y su cabeza voló hacia atrás con
un chasquido, escapando un grito sordo de sus labios.

Taillefer usó esa oportunidad para encajar su rodilla contra el pecho


y patear al soldado con toda la fuerza posible sin apenas espacio. Le dio
suficiente espacio para que se lanzara por su espada.

Cuando la arrancó de los dedos extendidos de Amarande, ella sintió


que sus oportunidades se evaporaban, que la espada era suya sólo para su
supervivencia.
Pero.

En un rápido gesto, Taillefer metió la espada entre los barrotes,


directamente en sus manos.

Por un momento sus ojos se encontraron.

—¿La espada? Como desees.

Entonces, un enorme y corpulento brazo de color berenjena lo apartó


de un tirón. Taillefer giró, se agachó, agarró una daga directamente del
pecho de un hombre caído y, mientras se dirigía al soldado de Pyrenee,
fue devorado por la multitud que se retiraba.

Amarande parpadeó como si hubiera sido tragado de nuevo por las


arenas movedizas, sorprendida de que en ese momento la hubiera
ayudado. Se quedó mirando la espada, casi creyendo que era un truco. Pero
no, era de auténtico acero basilita.

La espada de un soldado. La espada de ese soldado. El escudo del puma


de Pyrenee estampado en la empuñadura.

Otro golpe en el carro le quitó la inacción. El carro se inclinó.

Ella tenía que salir.

Poniendo todo su peso en la parte delantera, Amarande comenzó a


cortar el panel divisorio. Era más fino que los barrotes. Si lograba abrir un
agujero, podría romper el delgado panel. Podría hacerlo.

Podría salir de aquí. Para ir hacia Luca, en algún lugar de ahí fuera,
luchando.

Un par de golpes acertados de la espada y apareció un estrecho


agujero, la celda de Taillefer y la puerta abierta.

—¡Ama! —la voz de Koldo.

Ahora tenía un llavero entero, pero la puerta cerrada de Amarande


estaba ahora un metro por encima del borde de la hoguera. Todo su peso
estaba en los cuatro pies restantes de su lado.

—He cambiado de opinión. Por favor, sácame de aquí —elevó su


espada—. Ayúdame a cortar el tabique.
Sin decir una palabra, Koldo corrió hacia el lado opuesto del carro y
comenzó a cortar el tabique con su daga y su espada. Amarande trabajó
desde la esquina hacia el centro, donde la generala golpeó la madera con
todo lo que tenía.

En un minuto, tenían dos agujeros de buen tamaño, pero debían


unirse.

—¡Atrás! Lo tengo— anunció Amarande, alineando su espada con el


fino trozo de madera restante. Un golpe certero sería suficiente.

La princesa llevó la espada hacia atrás. En el impacto, un trozo de


madera salió volando, creando una abertura suficiente para que Amarande
estuviera segura de poder colarse por ella.

Al instante, Koldo apareció a la vista. Estaba manchada de sangre,


herida en el hombro y en el muslo, pero de pie, con una rara sonrisa en el
rostro. Koldo se inclinó hacia delante con la mano enguantada extendida.

—Ama, estoy aquí por ti. No por ella. Te lo prometo. Te explicaré…

El suelo tembló y la generala fue arrojado a un lado. Amarande,


también -lo suficientemente fuerte como para que la espada tocara los
barrotes y cayera de su mano. Se deslizó hacia el lado de la puerta cerrada
que colgaba, y la hoja se asó sobre el fuego.

Amarande trató de reponerse, su pie resbalaba, y de repente tenía una


mano enganchada a los barrotes y su mano herida, con envoltura de lino
y todo, agarrando los bordes ásperos del agujero recién astillado.

Pero en lugar de eso, se quedó colgada.

A todo pulmón, llamó a su amor por última vez.

—¡Luca!
Capítulo

50
La llamada de Amarande golpeó a Luca en las tripas como una ráfaga
de cañón.

Retiró la espada de Ula, del hombre más cercano a él. Su oponente


cayó con un golpe húmedo mientras todo el cuerpo de Luca se retorcía
hacia el sonido de su nombre.

Al otro lado del estruendo del fuego, más lejos de él de lo que había
estado antes, el caos de la batalla lo movía a lo largo del diámetro de la
hoguera. La jaula estaba allí -y honestamente, él había pensado que ella
estaba tan segura como podía estarlo hasta que llegó allí, la celda reforzada
que mantenía a los demás fuera así como la mantenía a ella dentro.

Pero ahora todo se había desplazado sobre su eje. La celda de


Amarande se inclinaba sobre el fuego, con más de la mitad de su longitud
equilibrada precariamente en el aire, las llamas lamiendo el carro mientras
el suelo ceniciento se desintegraba bajo el peso oscilante de la caja.

Ula entró atronando con la sangre manchando su frente.

—¿Lo oíste? Necesitamos llegar allá ahora. Si se cae, no hay manera


de que podamos sacarla.

El ya estaba corriendo, con la espada por delante.

—¡Muévete! ¡Muévete! —gritó, aunque fue inútil.

Corriendo por encima de los cuerpos y de la gente. Esquivando


espadas de todas las formas y rayas mientras apuntaban a otros y se
rebanaban en el camino.
—¡A tu derecha!

Ula agarró la vaina vacía que le cruzaba la columna vertebral,


haciéndolo retroceder justo a tiempo cuando un trío de luchadores se abría
paso en un grupo de dagas y puños, todos ellos dirigiéndose directamente
hacia el fuego.

—Oh, estrellas, el carro se va. ¡Corran, corran, corran!

Podría haber dicho algo más, pero lo único que Luca pudo oír fue la
voz de Amarande. Su nombre. Una y otra vez. Se repetía con cada
respiración mientras corría, deseando que su pierna de serpiente no
tropezara en la zancada, el entumecimiento era una desventaja.

Más rápido ahora, pasaron por donde había estado el estrado de el


Señor de la Guerra, pasando de puntillas entre los cadáveres y los gritos
de los que seguían arrodillados ante las llamas en busca de alguna señal de
que pudiera resurgir de las cenizas.

Con todo lo que tenía, corrió hacia su amor… ella no podía correr la
misma suerte que el Señor de la Guerra. Ella no podía.

Y, a medida que se acercaban, por fin supo que ella le oiría.

—¡Amarande!
Capítulo

51
—¡Amarande! —La voz de Luca.

Intentó verlo a través del agujero. Corrió para entrar, el peso se


redistribuyó en el carro mientras se unía a Koldo.

Otro temblor sucedió y, de repente, todo se inclinó.

—¡Aquí fuera! —La voz de Ula—. Párate en la rampa, sujétalo.

La caja volvió a moverse y, de repente, Amarande supo que lo único


que la mantenía en tierra firme era el peso y la palanca de los tres sobre la
puerta de la celda de Taillefer, las bisagras de la parte inferior haciendo
fuerza contra la base del carro.

Más voces. Más gente. Más peso.

Un sonido metálico. Las bisagras se van, la puerta se inmoviliza, pero


todo el carro se deshace en las costuras. Tirado en una dirección y en la
otra.

—¡Cuerda! ¡Necesitamos una cuerda! —Luca llamó —. ¡Ahora!

Más ruido. Voces. Amarande se sujetó rápidamente a los barrotes.


Intentando hacer recaer todo su peso en el carro lo más alto posible. Miró
hacia la espada. Hacia el borde que desaparecía rápidamente, la arena y la
ceniza se derramaban en el fuego mientras la tensión del carro presionaba
todo su peso y su punto de inflexión en la tierra blanda y caliente.

—¡Yo soy la cuerda! ¡Úsenme como cuerda! —gritó Ula, pateando su


bota hacia Luca. Mirando a Koldo—. Bájame. Ahora.
Luca y Koldo apenas intercambiaron una mirada antes de que Ula ya
estuviera sobre sus manos, sosteniendo sus piernas como si estuviera
jugando a la carretilla. Koldo y Luca aseguraron la bota de la pirata y ella
se arrastró hasta el compartimento abandonado de Taillefer. Bajó el
cinturón de su daga.

Los dedos de Amarande rasparon el cuero, escarbando hasta qué pudo


sostenerse. Ula gruñó, tratando de llegar más lejos, mientras Amarande
enrollaba el cinturón alrededor de su muñeca. Luego deslizó la pieza de
lino que enrollaba su cuchillo, vendando el cuero en su muñeca y
amarrando su mano herida lo más apretado posible, cambiando la
protección extra del refuerzo del vendaje por el dolor temporal que le
atravesaba la mano.

—Bien.

Los ojos de Ula brillaban como estrellas, toda la sangre recorría su


determinado rostro, venas y tendones en tensión. Su cabello caía hacia
delante en trenzas, que sólo servían para enmarcar la tensión.

—Agarra mi muñeca. A la de tres. Uno, dos, tr-

El carro volvió a moverse y la punta de la bota de Amarande se clavó


en el borde de madera que se inclinaba. El impulso la envió hacia arriba,
pero la jaula se estremeció violentamente cuando el último empujón
diezmó la ceniza de arena que había debajo, y un enorme trozo del borde
de la hoguera de fuego se desprendió y se desmoronó en el infierno.

—¡Tira! —gritó Ula.

Amarande fue consciente de que Luca y Koldo tiraban claramente


hacia atrás, pero al caer el carro, la estrecha abertura se enganchó en su
hombro.

Durante un momento enfermizo, el peso de Amarande y Ula más el


carro se arrastró contra Luca y Koldo. Todo el cuerpo de Ula se estiró más
allá de la incomodidad hasta la agonía, sus dedos resbalaban, los dientes
rechinaban.

—Ula, dile a Luca que lo amo. Dile que lo he intentado. Que iba por
él. No quería que hiciera esto sin mí. Lo siento-
Con un rugido, el fuego desgarró el fondo de la jaula, devorando
directamente la puerta y la cerradura que la habían atrapado. Amarande
gritó y perdió una de las manos de Ula, la correa de cuero que protegía el
agarre de la restante empezó a deshacerse.

—Se lo dirás tú misma. ¡Cierra los ojos!

Con un gruñido, Ula desenfundó la daga que tenía apretada contra su


piel y comenzó a clavar la hoja en la madera astillada junto al agujero lo
suficientemente pequeño como para que fuera imposible atravesar a
Amarande.

Sólo dio cuatro golpes antes de que se produjera otro chirrido y toda
la parte inferior del carro se desprendiera. Las llamas lamieron las botas
colgantes de Amarande mientras el carro se elevaba y volvía a bajar,
balanceándose como si estuviera en el agua.

Con una caída ensordecedora, todo se empezó a deslizar

La daga de Ula se cayó y agarró la única mano de Amarande con las


dos suyas. La princesa apretó su brazo inútil contra su cuerpo con toda la
fuerza que pudo... y con una sacudida astillada el carro de prisión se cayó.
Amarande y Ula se deslizaron fuera de la caja de madera mientras ésta caía
en picado, y el impulso las golpeó contra el borde de la hoguera.

Con un tremendo tirón, Luca y Koldo las empujaron hacia atrás y


hacia arriba hasta que el vientre de Ula tocó tierra firme. Tantas manos,
demasiadas manos, que se extendían y sostenían mientras Amarande subía
por el borde, con la ceniza caliente en la cara y el pelo, con la mano libre
buscando la tierra.

El brazo estaba sangrando desde su hombro hasta el antebrazo, y la


madera del carro astillado se había enganchado mientras se deslizaba en la
caída. Las suelas de sus botas se derretían al clavarlas en la tierra,
arrastrándose sobre las manos y las rodillas antes de caer de espaldas.

Vagamente, oyó un choque -el carro cayendo en las llamas.

Padre, casi te veo.

Su cuerpo se agitó por la tos del humo, los ojos se cerraron y se


humedecieron. Y cuando los abrió, Luca se alzaba sobre ella.
Hoyuelos y ojos dorados brillantes y arena pegada al sudor y a la
sangre.

—¡Luca! Viniste, estás aquí, eres mío. Luca, Luca, Luca.

Ella se presionó sobre sus manos y rodillas y luego en una gran


arremetida lo abordó.

En la batalla, incluso así, cada momento parecía una eternidad. La


acción se ralentiza para dar a cada grano de arena del reloj de arena su
tiempo para brillar.

Y en ese grano de arena de tiempo, Amarande estaba de vuelta en el


prado con él. Momentos antes de enterarse de que su padre había muerto,
había superado a Luca, atrapándolo con las rodillas y los codos, y con una
habilidad practicada hasta que su garganta se asentó suavemente bajo la
punta de su espada. Se había preguntado entonces si él lo diría. Ahora sabía
no sólo que lo haría, sino también que lo había estado diciendo todo el
tiempo.

—Siempre, princesa.

Luca abrazó a Amarande mientras caían de nuevo a la arena de forma


precipitada. El cuerpo de ella, ensangrentado y cubierto de ceniza y
temblando por la conmoción de lo que acababa de suceder, se apretó contra
el de él. Las botas de ella golpeaban sus espinillas, los brazos de ella se
apoyaban en sus clavículas, la cara de ella se hundía en la palma de su
mano.

Luca estaba aquí. Estaba realmente aquí y era suyo y estaba vivo.

Amarande le besó entonces. Con los ojos cerrados, la boca hambrienta,


todo su cuerpo desordenado se plegó al calor de Luca. Los brazos de él la
rodearon con fuerza, y una mano se deslizó por su pelo hasta llegar a su
cuello.

Pareció una eternidad, pero fue simplemente el espacio de unas pocas


respiraciones, un bosque de gente a su alrededor en lugar de sus enebros
en la pradera, Koldo, Ula, otros que Amarande no conocía. Más allá de
ellos, la batalla seguía en pie, menos una masa retorcida y más puntos
calientes en un incendio forestal que se había extendido, tomando todo el
campamento y no sólo la zona junto a la hoguera de fuego.
—Movámonos. Tenemos que movernos —La voz de Ula.

Entonces la mano enguantada de Koldo rodeó el brazo no herido de


la princesa y empezó a tirar.

—Ama, más tarde. No en un lugar abierto. Reagrupémonos. A un


lugar seguro contigo. Por favor, ahora.

Amarande asintió y dejó que Koldo la levantara, con su propia mano


extendida hacia Luca. Él la tomó, pero no puso su peso en ella, la sangre
de ella se deslizó por la longitud herida de la misma y en sus dedos. Se
puso de pie por sí mismo, pero mientras se alejaban, ella no la soltó.
Capítulo

52
Amarande se aferró a la mano de Luca mientras los cuatro —la
princesa, el otsakumea, la generala y la pirata— se alejaban del pozo de
fuego y de la batalla que se libraba a su alrededor. La palma de él estaba
caliente por la vida y la emoción de la batalla y sujetó la de ella con
cuidado, con su sangre serpenteando entre ellas.

Subieron a toda velocidad por una hilera de tiendas abandonadas y el


suelo se despejaba de los restos de la batalla a cada paso que se alejaba del
fuego. Ula se adelantó con la daga desenfundada y Koldo se puso en la
retaguardia. Los otros que parecían rodearlos cuando estaban en el suelo
se alejaron.

—Luca, cuando te revelaste pensé que era el fin —La voz de


Amarande era demasiado fuerte para sus oídos, su respiración era pesada
por la carrera y la prisa de la supervivencia. De verlo a él. Ella le apretó la
mano, atreviéndose a mirarlo en la confusa carreta, sólo para confirmar
que su tacto no la había engañado.

Luca estaba aquí. Koldo estaba aquí. Ula estaba aquí.

—Creí que te habías sacrificado por Naiara —intentó susurrar


Amarande, pero el nombre de la sanadora salió entre sollozos: no sabía si
había sobrevivido—. Creí que eran las estrellas que me daban una última
mirada a mi amor antes de robármelo.

—No pretendía escandalizarte, Ama, sólo al Señor de la Guerra y sus


compinches —respondió Luca. Fue entonces cuando ella se dio cuenta de
que él había guardado una espada en su espalda, una igual a la de Ula,
resbaladiza por la sangre de la vida que captaba la luz del fuego y de la
luna mientras corrían—. Nunca te haría daño.
—Pero te sacrificarías por otro...

—¡El tiempo incluso me hizo adivinar, y eso que yo conocía el plan!


—Ula llamó desde más adelante y se escabulló por otra fila—. Por aquí. Hay
agua y refugio. Princesa, siéntate.

Amarande no quiso hacer nada de eso, mirando por encima del


hombro a los cuerpos que luchaban a la luz del fuego, pero tanto Koldo
como Luca la obligaron a sentarse. Estaba de espaldas a la rueda de la
carreta, mientras Ula recogía agua en vasos de arcilla de un carro lleno del
líquido detenido con una llave, apilado a un lado.

Amarande bebió profundamente, agarrando la mano de Luca.

—Tengo tanto que contarte.

—Lo sé y también tengo tanto que contarte, pero debo terminar lo


que he empezado. Mi pueblo me necesita —Él le acarició los lados de su
cara, luego se inclinó y le plantó un beso en la frente.

Espera. Ella apretó las palmas de las manos que la sostenían, los dedos
se curvaron con fuerza sobre los de él. Él se apartó sonriendo, apartó una
de sus manos y besó los nudillos cubiertos de arena. Sus labios eran cálidos.

—No quiero ir, pero debo guiar. No puedo alejarme hasta que haya
terminado —El corazón de Amarande se detuvo cuando él leyó su rostro,
con los ojos dorados iluminados—. Es lo que tú harías en la misma situación.

El orgullo y la pérdida inundaron el pecho de Amarande, tan iguales


como pesados. De repente, no podía respirar, pero su agarre se aflojó en la
mano de él, que seguía acunando suavemente un lado de su cara.

—Lo haría. Pero...

—Amarande, volveré por ti. Ya lo sabes. Siempre vendré por ti.


Siempre, princesa —Miró a Ula y a Koldo—. Quédense con ella.

—Por mi honor —dijo Ula.

—Por supuesto —respondió Koldo.

Luca apretó otro beso febril en los labios de Amarande, la princesa


cerró los ojos y se lo bebió hasta que, con un último y suave barrido de un
pulgar contra su mejilla, se apartó. Ella abrió los ojos, deseando que el calor
de su contacto no se desvaneciera mientras él volvía a cargar en dirección
a la batalla con la espada curva desenvainada y al frente.

Las lágrimas corrían por sus mejillas manchadas de ceniza.

—No, no, no puede volver allí. Ha salido a salvo. No puede volver a


entrar. ¿Y si...? —Amarande ya estaba luchando por ponerse en pie, pero
Koldo la sujetó.

—Ama, él ha ganado. He visto suficientes guerras en mi vida para


garantizarlo.

Ula asintió, presionando el brazo ensangrentado de Amarande.

—En el momento en que el Señor de la Guerra entró en la fosa, toda


la lucha huyó de la gente que la temía.

Amarande luchó contra Koldo lo suficiente como para lanzar su taza


de arcilla hacia el fuego y luchar, dejando que se estrellara contra algún
trozo de tierra del desierto que no se veía.

—Pero ése no era el verdadero Señor de la Guerra... —Amarande


buscó a Luca a través de la noche, pero a esa distancia, todos los cuerpos
eran una mancha de movimiento—. Mi madre nunca renunció. Van a
reagruparse. Él no va a está a salvo; no está…

—Amarande, lo hemos oído todo, Luca y yo —insistió Ula—. Lo que


el Señor de la Guerra te dijo. Lo de tu madre y la marioneta que era ésta.
Él lo sabe, pero la gente del Señor de la Guerra no.

—¿Geneva no renunció al poder? ¿Estás segura? —Preguntó Koldo.

Amarande negó con la cabeza, pero luego se lo pensó mejor al sentir


una ola de náuseas.

—No lo hizo. Este Señor de la Guerra planeaba llevarme al Itspi y


negociar su poder.

Ula miró a la princesa con los ojos entrecerrados.

—¿Por qué estabas con Taillefer? Deberías estar con Osana y Urtzi.
¿Quién es Ferdinand? —Se giró hacia Koldo—. ¿Y quién es ésta?
¿Por dónde empezar? La princesa tenía muchas preguntas para Koldo.
Sobre sus motivaciones. Su relación con el padre de Amarande. Su relación
con el hermano de Amarande. Estrellas, su relación con la propia
Amarande. Ella tenía todas esas preguntas, pero tenía las respuestas más
básicas para compartir en este contexto. Nada de eso había cambiado.

—Es un lío de complicaciones, Ula, pero, en resumen, esta es la


Generala Koldo. La mejor amiga de mi padre, mi madre sustituta y la
verdadera madre de mi medio hermano, Ferdinand, que está sentado en el
trono de Ardenia.

Ula sacó su cuchillo.

—¿Podemos confiar en ella? —Se dirigió a Amarande pero apunto su


daga, manteniéndola a un suspiro de la garganta de Koldo—. ¿Por qué estás
aquí?

—Estoy aquí porque amo a la princesa y me preocupaba su seguridad.

Los ojos de Ula cortaron tan profundamente como podía hacerlo esa
hoja.

—Pero si tu hijo está sentado en el trono de Amarande, tu lealtad es


sospechosa.

—Ula, confío en ella —insistió la princesa. No sabía dónde estaba el


corazón de Koldo, pero sabía que estaba aquí y, aunque fuera simplemente
por los recuerdos y por lo que acababan de pasar, que seguía teniendo fe
en ella—. Ahora confío en Koldo por lo que hemos pasado, igual que tú.

La pirata retiró la daga de la garganta de la generala.

—Bien. Pero aún no te has ganado mi confianza. Princesa, déjeme


inspeccionar su brazo.

—Mi brazo es un desastre, pero puede esperar Ula, ¿puedes encontrar


a Taillefer? Un soldado de Pyrenee se lo robó. Tenemos que encontrarlo.

—Necesita encontrar su cabeza en una pica por lo que le hizo a Luca


—arremetió Ula.

—No estoy en desacuerdo, pero le necesitamos si queremos


enfrentarnos a Inés.
—¿Inés? —preguntó Koldo.

Amarande asintió con la cabeza, pero se dirigió a Ula.

—Por favor, estoy a salvo con Koldo. Mira si puedes encontrarlo. Si


no puedes, o si encuentras su cuerpo, idearemos otro plan.

—¿Lo quieres vivo? No puedo garantizarlo.

—Si me las arreglé para no matarlo durante nuestro tiempo juntos,


creo que puedes resistir.

Ula lanzó una última mirada de advertencia a la generala, metió la


mano en su bota y sacó una segunda daga.

—Si voy a dejarte con tu confianza y un soldado entrenado, al menos


te armo —Le entregó el cuchillo a Amarande sin dejar de clavar su acerada
mirada en el rostro de Koldo—. Vendré por ti si le pasa algo.

En un instante, Ula desapareció, trotando hacia donde había estado el


carro de la prisión, preparada para volver sobre los pasos de Taillefer.

—¿Dónde la encontró Luca? —preguntó Koldo, su mente de generala


admirando a la soldado que huía, incluso cuando su piel se sonrojaba por
la espada de Ula.

—No lo hizo. La encontró uno de sus secuestradores. La historia es


larga, pero no es tan importante como el resto que debo contarte —
Amarande se agarró al brazo de Koldo—. Inés y Domingu conspiraron
para casarse y unir sus reinos, con Renard muerto y Taillefer repudiado,
Inés gobierna ahora Pyrenee.

—No puedo decir que me sorprenda. Estaban preparando algo en el


funeral.

—Sí, pero hay más, de alguna manera, Inés ha matado no sólo a


Domingu, sino también a Akil, a los herederos que estaban en la boda y a
todos los aduladores que no quisieron cambiar de lealtad.

—¿Qué?

—Inés se ha declarado reina de Pyrenee, Basilica y Myrcell, y tiene


una armada que se dirige a Ardenia —Cogió la mano de Koldo—. Directo
a Ferdinand. Y con tres reyes caídos, dudo mucho que esté buscando
adquirir los derechos de Ardenia a través de otro matrimonio.

La conmoción no se reflejó en las facciones de la generala.


Típicamente no tenía hogar allí e incluso ahora era sutil.

—Pero no tenemos soldados allí. Sólo guardias del castillo que todavía
mojan la cama. Son blancos fáciles.

—Inés lo sabe. Sabe que nuestros soldados están en las fronteras. Lo


que no sabe es que, si asalta el Itspi, podría tener lo que necesita para
declarar suyo el continente —Amarande respiró tranquilamente, pero no
sirvió de mucho.

—Pero ella no puede. Sabemos que Ferdinand es ilegítimo. Estrellas,


ya lo han oído; aborrece la mentira. Se lo dirá a cualquiera que lo escuche,
incluida ella.

—Koldo, a ella no le importará de ninguna manera. Ella lo matará.


Matará a Geneva y luego me matará a mí y también a Luca. No importa
quién crea que tiene el poder; eliminará todas las posibilidades y lo tomará
para sí misma. Los pactos de Arena y Cielo están rotos, y ya no importan.
Lo único que podemos hacer es oponernos a ella.

La generala sacudió la cabeza.

—O Geneva se lanzará a por ella, utilizando a Ferdinand como escudo.


Geneva asumirá que todavía tiene su marioneta aquí, no habrá nadie que
envíe un caracara con noticias de esta batalla. Segura de su poder a través
de Ferdinand, Geneva desafiará a Inés. Ella probablemente tiene más
derecho a Basilica que Inés a través de los papeles.

Esto era cierto. Amarande misma probablemente tenía un mejor


reclamo que Inés a los oídos correctos dentro de Basilica y eso era a través
de la sangre basilita de Geneva.

—Y —continuó la generala, la inquietante sorpresa en el rostro de


Koldo dio paso a la vista cansada de la batalla por la disposición de la tierra,
política y de otro tipo— si Geneva de alguna manera pone sus manos en
Taillefer, podría utilizarlo para poner la reclamación de Inés de Pyrenee
en un terreno inestable. La conquista roba coronas, pero la sangre suele ser
difícil de desafiar.
—A menos que seas una mujer. Entonces un niño bastardo es más fácil
de instalar.

Amarande no lo dijo de forma cortante, sino como la verdad. Pero las


lágrimas se formaron en los ojos de Koldo.

—Sí.

Amarande observó cómo esta mujer, a la que nunca había visto


derramar una lágrima hasta la muerte de su padre, empezó a temblar, la
humedad crecía a lo largo de sus pestañas mientras dejaba caer la barbilla
sobre el pecho. Koldo respiró tranquilamente, y cuando habló lo hizo con
la precisión de la soldado que había sido la madre sustituta de la princesa.
Siempre tan fuerte, robusta y directa. Incluso, al parecer, cuando se
derrumbaba.

—Princesa, tu padre siempre tuvo un plan —Todo el aire abandonó


los pulmones de Amarande.

Se llevó su mano herida a la cintura.

—Antes de la muerte de padre, ¿él planeaba ir a la guerra con el Señor


de la Guerra? —Sacó el mapa y lo desplegó—. ¿Ves esto? Está claro que
padre sabía quién era Luca. Sabía que Geneva era el Señor de la Guerra. Si
sabía que Geneva estaba aquí, tenía que saber lo de Ferdinand. ¿Qué
quería? ¿Por qué no...?

Koldo la cortó con una suave presión de un dedo en los labios de


Amarande.

—Princesa, tu padre siempre tuvo un plan —repitió, cayendo ahora


las lágrimas—. Para ti. Para Luca, incluso para mí. La única vez que sus
planes fracasaron fue cuando no los siguió.

Amarande se apartó del contacto de la generala.

—¡Yo los habría seguido! Habría hecho lo que él quería. Luca también
lo habría hecho, si lo hubiéramos sabido. Sabía que tenía que tener un plan,
pero nunca me lo dijo —Su voz tembló—. ¿Cómo voy a seguirlo si no lo
sé?
La generala respiró profundamente y deslizó una mano dentro de su
túnica. Con un movimiento suave, reveló un pergamino. No era un mapa.
Algo más.

—Tu padre siempre tuvo un plan de sucesión. Lo he tenido conmigo


desde que dejé el Itspi en los días posteriores a la muerte de él. Me
preocupaba que alguien, específicamente Satordi, pero ahora Geneva,
pudiera quemarlo.

Desplegó el pergamino, los últimos restos de un sello de cera se


desprendieron de la punta del papel con el movimiento y se lo ofreció a
Amarande.

—Princesa, tu padre veía la grandeza en ti cada día. Te protegió de


tantas maneras que no puedo empezar a contarlas —Señaló con la cabeza
el papel—. Siempre tuvo la intención de que gobernaras. Sabía las
complicaciones que ese deseo crearía. El plan nunca fue Ferdinand;
siempre fuiste tú. De todos sus planes, tú eras el mejor, y les fallé a los dos
al pensar que podía repararlo yo misma.
EL DÍA DE LA MUERTE DEL REY SENDOA
Menos de una hora después de que el cuerpo sin vida del Rey Sendoa
llegara al Itspi, el Consejo Real de Ardenia se reunió en la torre norte del
castillo. Los consejeros Satordi, Garbine y Joseba se sentaron en sus lugares
habituales, en fila.

La silla del tigre rugiente del rey, en la cabecera de la mesa, estaba


gravemente vacía. Y, de pie, rígidamente en posición de firmes a la entrada
de la sala, la Generala Koldo.

Sin cambiar su polvoriento uniforme, con los ojos rojos e hinchados


por un diluvio de lágrimas como no había experimentado en los últimos
quince años.

La generala se acercó a la mesa, que sostenía una única silla para


invitados. Una cabeza de tigre tallada en el respaldo, pero un mundo menos
ornamentado que el antiguo asiento de Sendoa.

—¿No has invitado a la princesa?

Satordi se enderezó. No hizo contacto visual.

—No es apropiado que ella esté aquí. Todavía no. Este no es lugar para
una niña.

Aunque era demasiado cobarde para mirarla, Koldo enseñó los


dientes. Este hombre temía su frustración con un giro de tensión que no
podía acallar.

—Es la última sangre de Ardenia; al menos debería haber sido


invitada.

Satordi barajó los papeles que tenía delante. El cuello delgado le


temblaba sobre el movimiento de su garganta.

—Si quieres arrastrarla llorando desde sus aposentos hasta la próxima


reunión, eres bienvenida a hacerlo. No tengo tiempo para esas histerias.
Debemos llegar al fondo de esto.
Koldo le devolvió la mirada con tanta dureza como le quedaba.

—Entonces hagámoslo. Debemos leer el testamento.

La generala tomó el asiento individual al otro lado de la mesa.

Ahora que estaban al mismo nivel, Satordi se arriesgó a mirarla.


Marcar el tono, dirigir la reunión, eso era todo lo que ese hombre sabía en
opinión de Koldo. Creía que tenía poder, pero sólo se sentaba cerca.

—En primer lugar, tengo algunas preguntas para usted, Generala


Koldo, que estuvo a un metro de nuestro rey cuando murió de
aparentemente nada.

Koldo se limitó a mirarle fijamente. Esperando.

Los demás consejeros permanecieron callados y quietos.

—Generala —dijo Satordi— ¿compartió el rey alguna información con


usted que crea que podría haber conducido al regicidio?

Koldo no dijo nada.

—¿Generala?

—No lo creo. No.

—¿Cree usted que el rey Sendoa murió por causas naturales?

De nuevo, Koldo no dijo nada.

Satordi inhaló finamente. La luz de la tarde cambiaba, el viento y la


sombra jugaban más allá de la pesadez dentro del Itspi.

—Tomaré esa respuesta como un sí.

—No —corrigió la generala, secamente—. Parecía serlo, pero no creo


que lo fuera.

El consejero frunció sus finos labios.

—Bien. Si quiere que le entienda a la primera, le ruego que responda


a mi siguiente pregunta con toda su capacidad. Generala, me doy cuenta
de que ha sufrido un shock, pero a menos que me responda con palabras,
es muy poco lo que puedo hacer para enmendar esta situación.
Sendoa estaba muerto. No había enmienda a eso. Sólo estrellas y
podredumbre.

—Generala, ¿hay alguien que deseara ver a nuestro rey muerto?

No hubo escasez. La verdad es que no. Muchos de los que debían sus
coronas al Rey Guerrero tenían motivaciones obvias si se exponían a la
luz adecuada.

Oso. Tiburón. León de montaña. Y el monstruo del desierto, sobre


todo.

—Sí.

Las cejas de Satordi se arquearon hasta los restos de su cabello.

—¿Le importaría explicarse mejor?

—Él es —era— el protector de Arena y Cielo. Todos los reyes de este


continente le deben su cuello y su corona a Sendoa…

—Eso debería evitar...

—No he terminado, consejero —Koldo miró fijamente a Satordi.


Cuando sus finos labios se cerraron, ella continuó—. Después de años de
esta protección, es probable que algunos hayan creído que podía robar sus
coronas con la misma facilidad con la que los salvaba.

Garbine estaba atónito.

—Nuestro rey nunca se planteó seriamente la posibilidad de


apoderarse de todo el continente. Hay algunos que podrían inclinarse por
eso —algunos, refiriéndose a Domingu—, pero Sendoa nunca lo habría
hecho, y a menos que tenga conocimiento de lo contrario, generala, lo
tomo como una ofensa a mi rey, cuyo cuerpo aún no está frío.

Koldo levantó una mano, cuyo guante desprendía una fina arenilla de
montaña arrastrada por el viento.

—El rey Sendoa no habría hecho tal cosa y no estaba sugiriendo que
lo hiciera. Estaba sugiriendo que otros pensaban que lo haría porque podía
hacerlo. Su propia reputación era una amenaza constante y acuciante para
su propia vida.
Se hizo el silencio en la sala.

En respuesta, Satordi señaló a la concejal más joven.

—Joseba, lee el testamento.

Haciendo lo que se le había encomendado, la joven consejera llevó un


abrecartas al sello, la cera granate del rey —cabeza de tigre incrustada,
naturalmente— que caía sobre la mesa. Joseba desplegó el pergamino, corto
como era, y leyó toda la página en voz alta, con voz clara y nítida.

Yo, Sendoa, Rey Guerrero del Reino Soberano de Ardenia, declaro lo


siguiente como mi última voluntad y testamento. Decreto que, tras mi
muerte que mi hija, la princesa Amarande del Reino Soberano de Ardenia,
sea nombrada hasta su matrimonio regente del reino en mi lugar.

Si la princesa Amarande quedara incapacitada, pasara a las estrellas


junto conmigo o antes de su matrimonio y del fin de la regencia, decreto
que mi mano derecha, la Generala Koldo, sea nombrada regente y
protectora del Reino Soberano de Ardenia.

Estos deseos son inusuales, de eso soy consciente, aunque los hago de
mente y cuerpo sanos y con los mejores intereses de Ardenia en el corazón.
Creo que cualquier otro camino resultaría en el fin de nuestro amado reino.
Si el clima en el continente fuera otro que el actual, desearía que mi hija
gobernara sin el matrimonio como requisito previo. He pensado durante
mucho tiempo en recabar apoyos para cambiar esta desafortunada ley,
pero creo que incluso hacer una petición tan sencilla al actual cuerpo
gobernante me dejaría expuesto al asesinato.

Joseba se detuvo un momento y luego dijo, en un tono mucho más


tímido—: Eso es todo. Simplemente una firma y una fecha: verano, hace
nueve años.

La joven consejera dio la vuelta a la página como si quisiera


demostrarlo, y la atención de Koldo se posó en la firma del rey y en los
números que componían la fecha.

Casi exactamente una semana después del encuentro de Sendoa con


el Señor de la Guerra

El rey había vuelto a pedirle a Koldo que se casara con él esa semana.
Y, aún en carne viva por haber visto a su hijo en carne y hueso, y en
posesión del Señor de la Guerra, había dicho que no. Otra vez. Como
siempre.

—¡Déjame ver eso! —escupió Satordi. Lo arrancó de las manos de


Joseba. El consejero principal devoró la página durante un largo momento
mientras releía cada palabra más de una vez, con los ojos peinando la letra
de la cuchilla.

Satordi dejó caer el pergamino como si estuviera caliente, y Garbine


lo deslizó hacia ella con una mano enguantada mientras el consejero
principal balbuceaba.

—Puede que Sendoa haya pretendido evitar la guerra con esta


declaración, pero la iniciará. Nadie lo permitirá. Nadie.

Koldo se inclinó hacia delante y la ira que llevaba dentro volvió a


aumentar.

—¿Por qué debemos dejar que no lo permitan? Fue su deseo y no


contradice ninguna legislación de Arena y Cielo, ni ningún decreto. Quiso
burlar la burocracia y lo hizo.

Satordi negó con la cabeza.

—La regencia, por definición, no es permanente.

—Es permanente si declaramos que es permanente —Koldo se puso


en pie y arrebató el papel de las manos de Garbine, que colgaba delante
del consejo—. Sendoa declaró que es permanente y por eso es permanente.
¿Te atreves a desafiar a nuestro rey?

Satordi lanzó un gesto de frustración en dirección a Koldo.

—Le desafiaré si eso significa la guerra. Algo que debería importarle


mucho, generala. ¿Tiene los soldados para proteger nuestras fronteras en
un largo y prolongado ataque desde tres lados, el Torrente —porque
alguien lo usará— y el mar?

—No.

—Eso es lo que pensaba —Satordi volvió a coger el papel—. Nuestro


rey tenía buenas intenciones, pero lo mejor que podemos hacer es hacer lo
que se acostumbra. Casar a nuestra princesa para que pueda acceder a su
poder y esperar lo mejor.

—No hay nada de costumbre en un reino con una única heredera


femenina —Koldo le devolvió la mano al hombre—. No ha habido una
situación como ésta en mil años. Estás llevando a nuestra princesa a la
horca. La guerra puede comenzar simplemente con su elección.

Satordi no se inmutó.

—Tomaremos la decisión por ella. Sopesar las opciones. Hacer lo que


es mejor para el reino. Evitar la guerra.

Koldo negó con la cabeza.

—¿Y qué pasaría si uno de nuestros reinos unidos hubiese asesinado


a nuestro rey para poner esto en marcha? ¿Qué pasaría entonces? Sendoa
lo afirmó con sus propias palabras: creía que era una posibilidad muy
buena o habría pedido un cambio de ley. Él sabía que su situación podía
significar su muerte. Tal y como sospechaba.

—Tiene razón, Generala Koldo. Pero no se puede deshacer. Todo lo


que podemos hacer es mitigarlo —Ahora Satordi hizo contacto visual—. Y
hay que prepararse en caso de que no lo hagamos, con conscripción a un
ritmo más rápido. Ascensos. Refuerzos.

Tras una larga pausa, Koldo asintió. Por mucho que no le gustara nada
de esto, tenía razón.

Pero eso no era todo lo que había que mitigar.

—¿Y qué hacemos hasta que se case? Ella no aceptará nada de esto.
Ella querrá una investigación. Desafiar la ley. Desafiará a cualquier regente
que elijas...

—¿Ella te desafiaría? —preguntó Garbine. La atención de Koldo se


dirigió a la anciana, completamente sorprendida por su pregunta. La
consejera continuó—. Si te hiciéramos regente, hasta que se case, ¿se
opondría, generala?

—¿Por encima de cualquiera de ustedes? No. ¿Pero cómo sería eso


mejor? ¿Cómo protegería eso a Ardenia de lo que nuestro rey temía? ¿O
de la princesa?
—No lo haría —respondió Joseba—. Pero dadas las circunstancias,
debes coincidir en que es nuestra mejor esperanza.

Koldo posó sus ojos en la joven consejera, no mucho mayor que la


princesa en cuestión. Apenas pudo mirarla a los ojos en respuesta.

—La esperanza no es un plan.

—Generala, estoy de acuerdo —dijo Satordi, alisando la última


voluntad de Sendoa contra la pesada madera pulida de la mesa—, pero en
este caso, la esperanza puede ser todo lo que tenemos.

Sendoa tenía un plan. Siempre tenía un plan.

Y aunque la Generala Koldo odiaba ir en contra de sus deseos con


cada fibra de su ser, sabía que en el fondo tenían razón.

El statu quo, por muy inusual que fuera por su parte, sería el mejor
escenario para evitar el fin de Ardenia.

Pero la generala también sabía hacer un plan.


Capítulo

53
Amarande se sentó con el último testamento de su padre entre sus
dedos temblorosos durante varios minutos. Koldo no la interrumpió. En
cambio, mantuvo su atención en los alrededores, rastreando el
movimiento. Buscando problemas. Todas las cosas para las que había sido
entrenada.

Después de un largo momento, Amarande finalmente habló.

—Mi padre quería que fuera reina, pero sabía que no podía serlo de
forma pacífica.

Koldo negó con la cabeza.

—No con la composición del continente, no.

—¿Y por eso me hizo regente de mi propio reino? ¿Pero el consejo


no lo creyó prudente? —Por supuesto que no lo harían, esto era lo más
fácil de entender de todo. Satordi debería pudrirse—. ¿Y tú estuviste de
acuerdo?

La generala se movió, apoyando su propia espalda en la rueda del


carro. Ula aún no había regresado, ni tampoco Luca, y aunque la noche se
había vuelto mucho más tranquila, los ojos de Koldo recorrieron la
oscuridad una vez más antes de inclinarse, con la voz baja.

—Acepté porque sabía que desafiar las leyes tal y como estaban
escritas significaría la guerra. Lo que no sabía era que ocurriría de todos
modos. Así, tres reyes muertos, dos reinas en pie. Y no te equivoques,
Geneva se considera reina. Es la reina madre sólo de nombre. Ella desafía
las sugerencias de Ferdinand en todo momento.
—No has tenido en cuenta eso.

—No.

Era igualmente probable que gran parte de la confianza de Geneva


proviniera del poder que tenía tangencialmente en el Torrente. Habría
reaccionado mal a que su marioneta anunciara sus intenciones de poder
tan públicamente a la puerta de lo que Geneva intentaba convertir en una
sede legítima de poder.

Amarande no estaba de acuerdo con el consejo en muchas cosas, pero


se preguntaba quizás si el hecho de saber lo que Geneva había estado
haciendo todos estos años tendría un efecto en la cantidad de contactos que
le daban a su nuevo rey.

—No —repitió Koldo—. No conté con eso ni con otras sorpresas que
vinieron después. No conté con el secuestro de Luca para influir en ti. No
conté con tu desaparición. No conté con el anuncio de Geneva de que iba
a traer a Ferdinand a casa. No conté con que el consejo siguiera adelante
con su plan —La generala respiró entrecortadamente—. Me he pasado la
vida ganando batallas con mi fuerza y evitándolas en lo posible con mi
cerebro y me temo que te he defraudado. He defraudado a mi hijo. Y he
defraudado a Sendoa.

La cabeza de Amarande daba vueltas a las facetas, a todas las caras del
diamante, tal y como su padre le había explicado con tanto gusto. Cada
cara reflejaba algo nuevo: una nueva motivación, un punto de vista, una
decisión, una mentira, una verdad.

—No has respondido a mis preguntas antes —dijo Amarande,


finalmente, en voz baja—. ¿Sabía padre lo de Ferdinand? —Señaló el mapa
de su padre—. ¿Sabía que Geneva era el Señor de la Guerra y planeaba
alcanzarla? Con Luca. ¿Sí? ¿Por qué?

Koldo sonrió con tristeza.

—Tu padre no sabía lo de Ferdinand. No sabía que estaba embarazada,


nunca lo hizo. Cuando se convirtió en algo que ya no podía disimular, fingí
estar herida durante el Conflicto de la División y regresé al Itspi para
esconderme.
—¿Por qué no se lo dijiste? ¿Entonces? ¿O después? Él te amaba. No
podía ayudar sin saberlo.

—Tenía demasiado miedo de lo que pudiera pasar. A Sendoa. A ti. Y


por eso nunca dije nada. No cuando me robaron a mi hijo la noche que tu
madre desapareció. Ni cuando llegó la primera carta de ella —Cartas, por
supuesto. Chantaje—. Estaba tan incrédula de que aún estuviera vivo, que
se sentía como una recompensa por mi silencio. Si lo decía al aire, sentía
como si me lo quitaran de nuevo. No podía dejar que eso sucediera.

—¿Cuándo supiste que estaba aquí? Si sabías que se había convertido


en el Señor de la Guerra, ¿no podías haberle rescatado como me rescataste
a mí?

—No sabía dónde había ido, no hasta que visitamos el campamento


del Señor de la Guerra —Señaló con la cabeza el testamento—. La semana
en que se escribió ese testamento, yo estaba con tu padre cuando se reunió
con el Señor de la Guerra. Mientras le esperaba, vi a un chico que debía
ser mi hijo corriendo por el terreno e intentando entrar en la tienda del
Señor de la Guerra Era evidente que se escondía en la caravana. Y cuando
Sendoa salió de su reunión con cortes en las mejillas y la noticia de que ya
no mantendríamos relaciones con el Torrente, supe que no era
simplemente la invitada del Señor de la Guerra; ella era el propio Señor
de la Guerra. El título había pasado a sus manos.

Amarande no podía imaginarse nada de esto.

—¿Y la dejó ir sin más? ¿Por qué? La gente le acusó a él de su


asesinato... ya estaba haciendo cosas terribles para mantener y aumentar su
poder. ¿Y aun así se alejó? ¿Dejó que ella lo cortara? Es que... ¿por qué
tardó tanto en montar una guerra? Tenía a Luca; conocía su identidad; tenía
su ejército, a ti...

Koldo suspiró, pesadamente.

—Es difícil de creer ahora, pero este camino comenzó cuando Geneva
actuó para salvar la vida de tu padre.

Amarande se llevó los talones de las manos a los ojos.

—Tienes que estar bromeando.


—Tu madre ha hecho muchas cosas terribles en su vida, pero tu padre
vivió y tú también gracias a una decisión valiente que ella tomó.

—Y justo cuando empezaba a desear que estuviera muerta.

Koldo puso una mano en la mejilla de Amarande.

—La historia es la siguiente. El rey Domingu tenía desde hace tiempo


el propósito de hacer suya toda Arena y Cielo. Lo había intentado muchas
veces, de diversas maneras —La princesa levantó la cabeza—. Esta es parte
de la razón por la que tu padre decidió construir un ejército así. El objetivo
era proteger el continente en general, pero a puerta cerrada era protegerlo
de Domingu.

Esto no sorprendió a la princesa. Probablemente no sorprendería a


nadie en el continente lo suficientemente viejo como para nombrar sus
reinos.

—Y así, el viejo rey encontró la manera, utilizando su extensa red de


conexiones familiares —Koldo respiró profundamente. Nunca le gustaron
los discursos largos, en ningún caso—. El plan consistía en instalar a un
miembro de la familia en cada castillo. Y, cuando todos estuvieran en su
sitio, cometer un regicidio coordinado en todos los palacios menos en el
de Aragonesti. Todos los reyes, las reinas y los niños, desaparecidos. Nadie
quedaría en pie excepto Domingu y su familia.

—Espera. ¿Mi madre...?

—Sí. Ella fue asignada para matar a tu padre.

La boca de Amarande se abrió. Se cerró. Volvió a abrirse.

—¿Y aun así se casó con ella?

—No lo supo hasta la noche de bodas. Pensó que la elección de una


novia de Basilica serviría para encubrir a Ardenia de la clara codicia de
Domingu. Se equivocó y tuvo suerte de que Geneva aún sintiera culpa y
vergüenza a los dieciséis años. Ella le contó todo el plan, quién había sido
asignado a qué castillo, la línea de tiempo, el final del juego.

Este plan era, en efecto, puro Domingu, más diplomático que apuñalar
a tu hermano por la espalda, pero no menos diabólico.
—¿Inés también?

Koldo asintió.

—Sí. Es una prima muy lejana y también formaba parte del complot.
Tu padre estaba seguro de que lo llevó a cabo años más tarde, cuando el
rey Louis-David cayó enfermo y estuvo mucho tiempo con mala salud.
Siempre tuvo los medios y una década después de que se frustrara el plan,
lo llevó a cabo de todos modos.

Las palabras de Inés en la cámara del baño en las horas previas a la


boda martillearon el cerebro de Amarande. Tantas oportunidades de poner
en marcha un nuevo régimen con una interacción olvidable, pero fatal.
Inés había hablado de la muerte de su padre, pero quizás ese pensamiento
había impulsado todo lo que había hecho durante casi veinte años.

La mente de Amarande regresó a las acciones de su padre.

—¿Qué tiene que ver eso con el Torrente?

Koldo asintió.

—Cuando sus esfuerzos por advertir a los demás monarcas no


funcionaron, y a nadie le agradó la idea de iniciar una guerra con Basilica,
el rey Sendoa determinó un enfoque más radical, la revolución.

—Pero... ¿por qué Torrence? ¿Por qué no la propia Basilica? ¿Cortada


por la cabeza?

—El Reino de Torrence había estado sufriendo últimamente, la sequía


y los aranceles destruyendo la economía. El pueblo no estaba contento, y
el rey estaba distraído con su nueva esposa y un bebé en camino. En una
palabra, era débil. Algo que podía convertirse en un ejemplo sin mucho
esfuerzo.

—Sendoa organizó la revolución —Ambas levantaron la vista para


encontrar a Ula. La pirata tenía las manos vacías, salvo su daga. No estaba
Taillefer entonces—. La resistencia nos dijo que su rey la inició. Apoyó al
líder y luego lo dejó reinar. ¿Es cierto, entonces?

Koldo asintió.
—Sí. Me envió a buscar al líder adecuado al que apoyar, alguien que
pudiera hacer todos los ruidos correctos, instigar la suficiente inestabilidad
para crear una plantilla para todos los rebeldes de cada reino, tanto para
congelar el plan de Domingu como para desarrollar las suficientes fisuras
naturales que hicieran imposible que un solo gobernante se afianzara. Le
encontré un hombre llamado Jericho Talmage.

Amarande cerró los ojos.

—El primer Señor de la Guerra

—Ha habido cuatro, si se cuenta al que es ceniza —dijo Ula, sacando


un pulgar por encima del hombro hacia la fosa.

—Sí. Pero varias cosas salieron mal —La voz de Koldo era fuerte pero
baja—. Se suponía que Talmage sólo debía crear oposición; en cambio,
construyó un golpe de estado. No debía matar a la familia real, quemar el
castillo e instalar su propio gobierno. Le dimos poder y fue demasiado
lejos. A esto me refiero con lo de no seguir los planes de Sendoa.

A Amarande se le cortó la respiración, de todos los principios de su


padre, no había ninguno que se ajustara a esto. Todas las citas concisas de
golpear primero, prepararse, y no subestimar a tu oponente no importaban
en absoluto si los que estaban contigo tenían sus propios planes.

Ula se puso en marcha.

—¿Tal vez deberíamos retirarnos del campo abierto para esta


discusión? Han montado una tienda de oficiales; debo llevarte allí y
trabajar en tu brazo. Luca se reunirá con nosotros.
Capítulo

54
Casi diecisiete años de planificación y la primera gran batalla en el
esfuerzo por restaurar el Reino de Torrence había terminado en un puñado
de horas. Una combinación de eventos había ido a favor de los rebeldes.

El elemento sorpresa.

La muerte pública del Señor de la Guerra.

Y el hecho de que muchos de sus seguidores no querían estar con ella


en absoluto. Sabían exactamente por qué habían sido llamados por el
recién instalado Señor de la Guerra: sus cuerpos eran un amortiguador
entre ella y cualquier cosa que la resistencia hubiera planeado. Sabían que
los rebeldes tenían a su campeón. Sabían que se avecinaba un ataque. Y
conocían su papel: escudos.

Mucho antes de la medianoche, Luca estaba entre sus hombres con


Tala a su lado. El pozo de fuego no había sido alimentado en horas y, sin
embargo, seguía ardiendo, iluminando los restos pisoteados del
campamento. Los sanadores estaban afuera, haciendo lo que podían, y una
segunda oleada de miembros de la resistencia recorría ahora las tiendas,
proporcionando comida y agua a quien lo necesitara. Ahora todos eran
uno. A la luz del día, verían cómo era eso.

—Los que huyeron no serán cazados —anunció Luca, lo más alto


posible. Su voz había empezado a apagarse, necesitaba agua y descanso.
Beltza, la loba negra, le acarició el costado—. No empezaremos esta
campaña con miedo.

En un mundo perfecto, esta sería la única batalla verdadera en el viaje


para restablecer el Reino de Torrence. El resto de la lucha vendría con
palabras, cambiando mentes, compartiendo planes, ganando apoyo.
Luca sabía que no podía controlar lo que harían los demás. En ese
momento alguien podría estar mirando las estrellas con la semilla de la
resistencia prolongada en su mente. Pero si pudiera elegir, ésta sería la
única sangre derramada.

—A sus tareas, y a su descanso. Buenas noches, amigos míos.


Hitzematen dizut.

Los hombres respondieron de la misma manera y Luca se alejó con


Tala a su lado y Beltza guiando el camino hacia la tienda de campaña que
la resistencia había conseguido y custodiado para Luca. Amarande le
esperaba allí, y le habían informado de que había intentado pasar por
encima de los guardias al menos una vez; estaban allí para protegerla tanto
como para evitar que se uniera a la refriega, herida y desarmada.

—Mi Otsakumea, por la mañana, debemos informar a todo el grupo


del engaño del Señor de la Guerra—dijo Tala con un largo suspiro. Este
hombre no era de los que disfrutaban de su victoria con tanto por hacer.
La información que habían obtenido sobre el falso traspaso de poder lo
había sacudido, sin duda—. Los que trabajaron a la sombra del Señor de la
Guerra durante tanto tiempo merecen saber que la serpiente no ha sido
cortada por la cabeza.

Luca tocó el hombro del hombre. La batalla le estaba pasando factura:


ya no podía ocultar su cojera, sus puntos estaban rígidos e inflamados, y le
dolía todo, desde la piel hasta el pelo de la cabeza.

—Sí, y por la mañana tendremos un plan. Para Geneva y para Inés y


su ejército. Para todo eso. Descansa, Tala. Lo necesitas y lo mereces. Tu plan
ha funcionado mejor de lo que podíamos imaginar.

El anciano se pasó una mano por su pelo salado y picante. A su lado,


la loba negra se sentó sobre sus ancas. Esperando.

—¿Cómo puedo descansar cuando mi mente se agita con el inicio de


un nuevo plan? Nuestra gente está cansada; puede que aún no esté
preparada para enfrentarse al Itspi. Me preocupa tanto que debamos hacer
esto de nuevo. Y en el hogar que se te crio, sé que te preocupas por
Ardenia. Será...
—Todo estará bien —Luca apretó el hombro del hombre y luego
retiró la mano—. Sé que no confías en Ardenia y esta nueva información
no ayuda. Pero necesito que confíes en mi princesa.

—Mi Otsakumea, me siento mal por tu princesa. Debo disculparme.

—Díselo mañana, Tala. Después de que tengamos éxito.

El líder, agotado, asintió con la cabeza, cediendo.

Luca sonrió.

—Ella encontrará un camino para nosotros. Encontraré un camino


para nosotros.
Capítulo

55
La princesa, el Otsakumea, la generala y la pirata se reunieron en la
tienda de los oficiales instalada en las afueras del campamento. Ocho
soldados pro-Otxoa vigilaban el perímetro exterior. En el interior, el
mundo tal y como lo conocían yacía en pedazos sobre mantas y
parpadeando bajo lámparas de velas.

Las huellas de los reyes muertos lo ensuciaban todo.

El codicioso intento de regicidio masivo de Domingu condujo a una


falsa revolución que se convirtió en una real.

Un príncipe, huérfano a causa de dicha revolución, siendo escondido


a plena vista de todos en el reino de Sendoa, lo mejor que pudo hacer por
la familia que ayudó a asesinar.

Luego, en un segundo acto, una reina robando al hijo bastardo del rey,
abandonando a su familia, y criándolo como propio y convirtiéndose en
la líder de la revolución que su marido abandonado inició después de
negarse a matarlo.

Y ahora, después de más muertes calculadas, se quedaron con dos


mujeres en tronos que habían robado a través de la conquista en lugar de
la sangre, enfrentándose entre sí por el continente.

A menos que fueran capaces de impedirlo.

—No pretendo entender los caprichos de la realeza, pero ¿qué en las


estrellas está mal con ustedes? —preguntó Ula tras un momento de silencio,
con las cejas fruncidas, mientras volvía a enhebrar una aguja para tratar las
heridas de la princesa. Ya había limpiado y reparado algunos de los puntos
de Luca, que se habían desgarrado en la lucha—. Alguien debió de haber
hundido una daga en el corazón de Domingu hace veinte años y evitar
este lío.

—Si no fuera Domingu, sería otro. De hecho, es otro —respondió


Amarande entre dientes apretados.

Amarande estaba hecha un ovillo sobre las alfombras de la tienda, el


abrazo de Luca la mantenía inmóvil. La túnica de prisionera estaba abierta,
la mitad de su brazo cosido mientras Ula volvía a esterilizar la aguja sobre
la llama. La herida iba desde la punta del hueso del hombro hasta la parte
superior de la muñeca. La parte superior era una ruina violenta, y habían
acordado intentar mantener los puntos por encima del codo. Amarande
tragó y apuró las palabras mientras pudo.

—Sólo han tenido que pasar veinte años para que caigan las fichas y
resulta que son dos mujeres las que se disputan el fin del patriarcado.

Luca dejó caer un beso en el hombro de Amarande y apretó su agarre


mientras Ula se preparaba para lanzarse de nuevo al brazo de la princesa.

—Sería poético si no fuera porque, a no ser que estas dos poderosas


mujeres se maten entre sí, lo siguiente será venir a por nosotros.

Él no se equivocaba.

Koldo se puso de pie y comenzó a dar un paso medido por un lado


de la tienda, su mente de soldado se agitaba en silencio.

—No te muevas —le ordenó Ula a Amarande—. No puedo con este


temblor.

—No lo puedo controlar —insistió ella, agarrando un puñado de la


alfombra que les habían tendido. Ula le había ofrecido un palo, pero ella
no lo había cogido, queriendo participar en la conversación—. Uno
pensaría que la cantidad de alcohol en mi torrente sanguíneo por la parte
de desinfección de esto, haría esto más fácil.

—Si estás pidiendo que te noqueen, es demasiado tarde.

Luca se inclinó más, hacia Amarande, quien tenía todo su cuerpo


como un tornillo de banco, con la fuerza que había ganado en los establos
del Itspi haciendo lo que podía para mantenerla quieta.
—Eres realmente terrible cuando te hieren, Ama. No te sienta bien.

Su pulgar rozó el lino raído de su mano herida.

—¿Qué ha pasado aquí?

Luca intentaba distraerla. A pesar del dolor, Amarande forzó las


palabras—: Mi hermano.

Luca volvió a alisar la gasa.

—Debe ser un poco como tú, entonces.

—Un poco.

Cuando por fin se ató el último punto, Amarande se obligó a separar


las mandíbulas.

—No se me da bien que me hieran sobre todo porque se me da fatal


estar quieta. No puedo estar quieta cuando una mujer enloquecida por el
poder se abalanza sobre Ardenia con un ejército triple. Puede que no sea
la reina, pero debo proteger a mi pueblo.

Koldo negó con la cabeza.

—El momento es desastroso. Nuestros regimientos en las fronteras no


llegarán a Ardenia lo suficientemente rápido como para vencer a los
barcos. Y esos regimientos fronterizos probablemente estén
comprometidos con los soldados que se han apostado allí desde el funeral.

Estrellas, sí. La guerra puede haber comenzado ya. Dos contra uno en
la encrucijada entre Ardenia, Basilica y Myrcell. La bilis lamió la garganta
de Amarande.

Koldo siguió exponiendo los puntos débiles de Ardenia con su


habitual precisión militar.

—Basándonos en la hora de salida de Inés, es probable que llegue al


Puerto de Ardenia antes de la puesta de sol de mañana, incluso con todos
esos barcos y vientos desfavorables.

—¿Y si los vientos son favorables? —preguntó Amarande.

—Al amanecer. Los barcos pueden marchar toda la noche.


Dentro de unas horas.

Amarande se mordió el labio, sintiendo una punzada de culpabilidad


por lo que iba a decir a continuación.

—Si sólo tuviéramos a Taillefer como cebo.

—Sólo así le aguantaría —escupió Ula, metiendo con demasiada fuerza


sus utensilios médicos en su botiquín—. Busqué por todas partes a ese
maldito asqueroso rubio. Ni rastro de ese sinvergüenza psicópata ni del
hombre pyrineo que lo sacó del carro de la prisión.

La princesa suspiró.

—Sabemos dónde está. O el guardia lo entrega a los pies de Inés o va


por su cuenta a luchar por el poder que siente que ella le robó.

Koldo no perdió un ápice de sus renovados pasos.

—Si es realmente repudiado, el segundo hijo no tiene poder, por


mucho berrinche que haga.

Amarande sacudió la cabeza.

—Es lo que se supondría. Pero con Taillefer no se puede asumir nada


—Agitó su brazo bueno y se levantó, sintiéndose mejor de pie que en
horas—. Olvidémonos de él. Él es la clave de Inés, pero no podemos ni
pensar en enfrentarnos a ella sin enfrentarnos antes a mi madre —
Amarande cruzó miradas con la generala—. Y a Ferdinand.

—Yo me encargaré de Ferdinand —insistió Koldo, con la misma


suavidad con la que aceptaría una orden. Nadie se atrevió a objetar—. La
princesa tiene razón. Debemos ir a Ardenia primero. Será mucho más fácil
de defender desde dentro.

—Sí, excepto que mi madre y mi hermano han dicho a toda Arena y


Cielo que estoy muerta para allanar el camino a su coronación…

—Princesa, para ser justos, tu hermano no quería participar en eso.


Quería decirle al pueblo la verdad, como te dijo a ti —Koldo no era de las
que interrumpen. En este caso, lo hizo con una atención inquebrantable,
casi suplicando que Amarande entendiera que su hijo no era parte de la
mentira.
Amarande aceptó la defensa que Koldo hacía de Ferdinand con una
inclinación de cabeza.

—Lo creo, pero su afecto por la verdad no me protegerá más que a ti,
generala. Si Geneva considera que lo más conveniente es que cualquiera
de los dos esté muerto, todas las espadas, excepto la de Ferdinand, serán
desenvainadas para intentar que así sea.

—Ella quería que te regresara viva.

—Es mi madre; se supone que debe decir eso —respondió Amarande,


con la sangre caliente en las mejillas—. Pero todos sabemos que es
claramente una tarea mucho más grande esconderme con vida de lo que
sería sacar mi cuerpo y culpar a la loca que ha venido a conquistar —
Amarande entrelazó los dedos de Luca entre los suyos—. Por no hablar de
lo que le haría a Luca una vez que haya acabado conmigo.

Koldo rodó los hombros.

—Podría regresarte sola, como se me ha ordenado. Ella no sabrá que


estamos en el mismo bando. Entramos, buscamos audiencia, y luego,
princesa, no quiero despreciar tus complicados sentimientos por ella, nos
deshacemos de la reina madre.

La pesadez en el discurso de Koldo era el único indicio de que la


generala había estado pensando en deshacerse de la mujer durante años.
Era lo más limpio que se podía hacer, y, sin embargo, incluso la idea de
hacerlo provocó que regresara la imagen de Renard a la mente de
Amarande. Decisiones como ésa no podían deshacerse.

Luca besó suavemente el dorso de la mano entrelazada de Amarande.

—Generala, con todo el respeto, no voy a dejar pasar esta ocasión. Si


Amarande va a Ardenia, yo iré a su lado.

—Entonces, lucharemos —Ula respiró profundamente—. Esta mujer


no es sólo su madre. Ella es el Señor de la Guerra Tenemos el ejército que
necesitamos para derribar el castillo.

Sí. Por supuesto.

Luca y su gente habían ganado la batalla, pero no habían ganado la


guerra.
Todavía no.

Luca asintió.

—Planeaba decírselo a los combatientes de la resistencia por la


mañana. Lo sabrán y querrán enfrentarse a ella.

—Ellos necesitan enfrentarse a ella. Tú necesitas enfrentarte a ella,


Luca —Ula pinchó a Luca directamente en el hombro—. Los Otxoa no
pueden ser restaurados si el poder del Señor de la Guerra sigue siendo
viable de alguna manera.

Luca le devolvió el golpe.

—Entonces asaltemos el castillo.

Pero Koldo no estaba convencida. La generala dejó de pasearse y se


volvió hacia ellos, como la mujer que había estado al lado del Rey Guerrero
durante más de la mitad de su vida.

—Es increíble lo que hicieron los rebeldes anoche, Luca. No quiero


disminuir ese éxito.

Respiró profundamente.

—¿Pero?

—Pero no son soldados profesionales. Se beneficiaron de una


planificación a largo plazo y del elemento sorpresa. Aquí no tenemos
ninguna de las dos ventajas.

—¿Y si llegamos al anochecer?

Koldo negó con la cabeza.

—Aunque los reuniéramos para marchar justo en este momento, nos


acercaríamos a plena luz del día, con lo lentos que son. Y si lo dejamos para
una llegada nocturna, podríamos llegar demasiado tarde y encontrarnos
con Geneva e Inés.

Así es. La experiencia de la generala era inestimable aquí. Comprendía


no sólo los tiempos, sino también la psicología. Koldo era, como siempre,
la mejor persona posible para tener a la espalda.
La atención de Amarande se concentró en el pergamino del centro de
la tienda. Su padre, tan sabio, tenía que tener la respuesta aquí. En algún
lugar. Sin embargo, después de varios minutos, sus principios
permanecieron silenciosos en su cerebro, el cansancio se abrió paso en su
segundo aire.

Pero entonces, en lugar de la voz de su padre, llegaron sus acciones.

—Mantenemos el rumbo.

En el momento en que las palabras salieron de su boca, una nueva


energía se encendió dentro de su vientre.

Sí, esto era correcto.

—El Señor de la Guerra envió una carta vía caracara a Geneva


diciéndole que venía conmigo. Quería vencer a Inés allí, lo que significa
que planeaba llegar a Ardenia a más tardar mañana al mediodía. Así que
mantenemos el rumbo, y hacemos que el Señor de la Guerra me entregue
a mi madre.

Amarande se fijó en los ojos de todos los presentes. Se puso en


cuclillas junto a Ula e inclinó la barbilla de la chica hacia la suya. Leyendo
la forma de su cara. Su altura. Osana habría sido mejor, pero sí, esto podría
funcionar.

—Ula, ¿qué te parecería ponerte la ropa de una tirana?

Amarande esperaba que la chica se resistiera. O que opusiera alguna


otra forma de resistencia. En lugar de eso, simplemente preguntó—:
¿Puedo conservar mi espada?

—No veo por qué no.

La cara de Koldo se frunció.

—Es una buena idea, princesa; lo es. Pero Geneva eligió a este Señor
de la Guerra, incluso si el resto de nosotros logramos disfrazarnos lo
suficientemente bien como para parecer guardias, lo cual es dudoso en el
mejor de los casos, ella sabrá que Ula es una impostora en el instante en
que abra la boca.
Ahora llegaba el consejo del Rey Guerrero, perfecto y verdadero,
directamente de su propia línea de pensamiento y no de un menú de
principios.

Amarande sonrió.

—Por eso debemos hacer la primera marca.


Capítulo

56
Taillefer no había imaginado que el final sería así. Cubierto de sangre
que podría ser la suya. Podría ser del Capitán Nikola o podría ser de otra
persona.

No importaba, por supuesto.

Seguía vivo y casi erguido, atado al torso de Nikola y manejando las


riendas desde atrás, añadiendo sangre que sabía que era suya al desorden
que era tanto su camisa como el uniforme del capitán con cada tos
espasmódica. Ésa era la sangre que debería preocuparle, la que indicaba un
problema interno y que se volvía más oscura con cada nuevo resoplido y
corte.

Pero no. Tenía cosas mucho más importantes en mente.

Cuando el sol se asomó por el horizonte oriental del Puerto de


Ardenia, el caballo robado que montaban se detuvo. Taillefer leyó la
escena de abajo como un recuerdo, porque era exactamente como la había
imaginado.

Al menos cincuenta barcos de guerra se agolpaban en la boca del


puerto. No era una armada completa, había demasiados soldados en el
interior, protegiendo las fronteras, pero seguía siendo impresionante y
estaba diseñada para serlo. Sólo su tamaño pretendía ser un disparo de
advertencia intimidatorio.

Un solo barco entre ellos había atracado, enarbolando una bandera en


forma de tríptico, León de montaña, Oso y Tiburón. Pero el cuerpo del
barco era puro Pyrenee. Su madre, esperando la entrada a Ardenia. Habían
bajado la pasarela y los guardias tenían los ojos puestos en la cinta de la
carretera que bajaba desde el Itspi.
Probablemente ya había enviado sus demandas, esperando ganar esta
guerra sólo con la intimidación, para aceptar una rápida rendición y seguir
adelante.

Taillefer respiró tan profundamente como le permitió su pulmón


dañado. No sería tan fácil.

—Esta allí arriba con usted. —Podría haber sido una pregunta, pero el
capitán estaba sangrando por demasiados sitios como para añadirle el
subidón extra a su voz.

—Sí, sí, aquí arriba —respondió Taillefer, con desagrado. A su madre.

Sí.

La pareja se abrió paso por las curvas oscilantes hacia el puerto, el


caballo se movía rápido a pesar del largo viaje a través de la noche desde
el Torrente hasta el borde oriental de Ardenia. Taillefer se aferró a las
riendas mientras Nikola se balanceaba con cada giro, el enorme cuerpo del
capitán apenas anclado en los estribos.

—Ya casi llegas a tu reina. Enderézate, hombre. No me entregará un


capitán con un aspecto poco profesional.

Le dio un pinchazo al capitán en el costado y la barbilla de Nikola se


disparó, su espalda pasó de una caída cóncava a un arco rígido de dolor en
los hombros. El soldado gruñó.

—Ya está. ¿Era tan difícil? Es más fácil hacer tus anuncios sin que tu
voz se proyecte a nuestros tobillos.

Los soldados de la pasarela se tensaron ante el avance de un jinete.


Esperando a Ardenia, por supuesto, pero luego, al inspeccionar más de
cerca, recibiendo la sorpresa de rostros familiares a bordo de un poni
robado, de color negro en lugar del típico blanco pyrineo. Cuando se
escapa de una batalla masiva, uno debe tomar el caballo que pueda
conseguir.

—¿Capitán Nikola? —preguntó uno de ellos, entrecerrando los ojos e


inclinándose hacia delante, con la luz del amanecer guiñando las piezas
doradas de su uniforme berenjena. Por supuesto, la madre de Taillefer sólo
confiaría en los hombres de Pyrenee en estas primeras horas—. ¿Es usted?
—Sí —Taillefer volvió a pincharle en el costado, y el capitán se
enderezó aún más, con las palabras planeadas en los labios—. La reina Inés
me ordenó que le entregara a Taillefer, príncipe repudiado del Reino de
Pyrenee, y así lo he hecho. Debo tener una audiencia con ella de inmediato.
¿Tengo permiso para subir a bordo?

—Sí, capitán —respondieron los hombres, abriendo paso.

El caballo fue empujado hacia la pasarela. El capitán y su cautivo


desmontaron juntos en una maraña, con los brazos de Taillefer rodeando
el torso de Nikola, de forma que se movían como uno solo, con el peso
extrañamente distribuido en un arrastre y deslizamiento por los tablones
de la cubierta, hacia los aposentos de la reina.

—¿Traigo a medikua Aritza? —preguntó uno de los soldados al


capitán, preocupado.

—¿Puede embalsamar un cuerpo? Esa es la verdadera cuestión —


respondió Taillefer, aunque la pregunta no iba dirigida a él. La acentuó con
una tos temblorosa, salpicando la brillante cubierta con manchas de su
sangre real. El soldado retrocedió un paso completo con un leve horror;
estaba claro que éste aún no había visto un campo de batalla—. Déjennos
avanzar. La medikua tendrá mucho que hacer con el tiempo.

Los soldados les dieron un amplio margen después de eso, abriendo


de golpe las puertas de los aposentos reales.

—Mi reina, el capitán Nikola ha llegado con el antiguo príncipe.

Desde el interior, se escuchó la voz de su madre, mezclada con


alegría—: ¡Oh, estás bromeando! ¡Qué sorpresa!

Nikola y Taillefer entraron como uno solo, el príncipe enganchado


bajo los brazos del soldado, agarrado fuertemente a su cuerpo. La reina se
levantó de donde había estado sola frente a un escritorio, desechando los
pergaminos que había estado barajando, y se acercó a cerrar ella misma las
puertas dobles.

—¡Déjennos, muchachos; tenemos mucho de qué hablar! Llamen a la


puerta sólo si llegan noticias del Itspi —Sonrió a la pareja, con sus ojos
azules y glaciares fríos de luz—. Aunque esto no debería llevar mucho
tiempo.
Las puertas se cerraron con un clic e Inés rodeó al capitán y a su
cautivo, que no se había alejado mucho del umbral.

—Capitán, admitiré que creía que no había tenido éxito. Me había


resignado a ello y, sin embargo, aquí está usted, con el traidor de mi hijo
en sus manos. Obviamente, tener a la princesa también habría sido
preferible dada la palanca que estamos tratando de mover, pero cuando
uno no espera nada no puede decepcionarse con algo —Puso sus ojos en
Taillefer—. Y éste es ciertamente algo.

—Hola, madre. He echado de menos tus halagos.

Una sonrisa apareció en su rostro.

—Me alegro de que lo hayas hecho, Taillefer, pero estaba conversando


con Nikola.

—Lo sé —Con esa respuesta, Taillefer se enderezó, con todo su peso


sobre el suyo, y al mover la mano de donde había estado enganchada
alrededor del torso de Nikola, retorció y sacó una daga de donde había
estado alojada en el hígado del soldado durante horas y horas.

El capitán, que ya no se mantenía erguido y cuya sangre salía a


borbotones del órgano perforado, se tambaleó. Con un terrible balanceo,
se desplomó en un montón. Las velas colocadas alrededor de la habitación
chisporrotearon y casi se apagaron ante la ráfaga de aire generada por la
caída del cuerpo.

Taillefer probó la punta de la hoja empapada de sangre en su dedo,


sin dejar de mirar a su madre.

—Es una verdadera maravilla de la precisión de las armas que no se


haya desangrado hace horas. Esta hoja era el bloqueo perfecto.

El príncipe se acercó a su espalda, bloqueando las puertas con el tirón


de la cerradura del travesaño.

La reina comenzó a retroceder, hacia su escritorio. Seguramente tenía


un arma allí, quizás un abrecartas o posiblemente una daga real, pero
Taillefer sólo tenía ojos para la guerra química alineada en filas ordenadas
de frascos en cajas de madera abiertas detrás de ella.
—Si has venido a matarme, no funcionará. Un grito y cien hombres
se abalanzarán sobre esas puertas. Bajarán por la chimenea si es necesario.
Vendrán y estarás muerto.

—¿Qué importa si ya he conseguido matarte?

Él avanzó con el cuchillo, y ella retrocedió dos pasos golpeando contra


su escritorio y las tambaleando las velas en sus jaulas de cristal. Sin
embargo, su barbilla permaneció imposiblemente alta, e Inés le miró por
debajo de la nariz, aunque era una cabeza más baja que su hijo.

—Taillefer, no sé a qué quieres llegar, pero sea cual sea el final del
juego, no tienes derecho a Pyrenee, ni por mi muerte, ni por tu sangre, ni
por nada —Se apoyó en el borde del escritorio, como si hubiera querido
golpearlo—. Ya no eres un heredero. Ya no eres un príncipe. Ya no eres
nadie importante. Simplemente, muchacho, tú, como Arena y Cielo, eres
mío.

Su sonrisa socarrona favorita se deslizó por su rostro.

—Me has nombrado repudiado, pero la única forma que eso funcione
por la traición es con un juicio. Créeme, me informé de las leyes antes de
huir de Bellringe.

—Todo puede suceder con las personas adecuadas en la sala —Inés


agitó los brazos, mostrando el espacio—. Sucedió aquí mismo, ya sabes. Los
consejeros y yo, el papeleo, las pruebas... técnicamente fue simplemente el
contrato que sacamos del pirata capturado, pudriéndose en nuestras
mazmorras. Pero yo sabía, cuando ninguno de los demás lo sabía, que en
realidad estábamos rodeados de cientos de pruebas más —No necesitó
asentir, ni saludar, ni hacer ningún gesto hacia los frascos—. ¿Creías que
iba a ser tan estúpida o tan ciega por la ambición que no iba a cuestionar
por qué Domingu pidió el contenido de tu taller como dote?

Taillefer sonrió. Contuvo la tos que surgía en su pulmón


ensangrentado.

—Madre, por supuesto que sabía que lo cuestionarías. Sólo que no


sabía cómo utilizarías esa información. A menudo me llaman inteligente,
pero tú, ¿dejando que el propio plan de Domingu se desarrolle y
retorciéndolo a tu manera? Eso fue un golpe de genio.
Ella levantó trozos de pergamino de su escritorio. Ninguno estaba
firmado, la nota superior era la última.

El tigre ha huido, el puma ha muerto, el lobo ha encontrado su cabeza.

—Admito que no esperaba cumplidos por el asesinato de tu asesor —


Inés lo agitó delante de él—. Estoy dispuesta a apostar que también se lo
enviaste al Señor de la Guerra, jugando con todos los bandos. Por mucho
que admiraras a Domingu, sabías que te estaba utilizando para conseguir
lo que quería. Veneno en sus manos. Veneno en la bebida de Sendoa.
Veneno en la mía. Veneno, veneno, veneno, de un chico que estaba más
que encantado de hacer cualquier cosa que el viejo rey dijera —Levantó
una ceja—. Aunque supongo que hacer que Amarande matara a Renard
fue tu idea, no la suya, más creativa y dolorosa. Ese es tu sello, ¿no es así?

Taillefer no respondió. No lo necesitaba.

Inés dejó caer el papel junto con el resto en una cascada de pruebas
de su relación con Domingu, que se remontaban al funeral de su padre.
Cuando un ambicioso hermano menor tomó a su lado a un niño devastado
y le habló de todo lo que un hermano menor podía ser. Lo que podía hacer.

Lejos de sus pensamientos, Inés se rio.

—¿Creías que no iba a reconocer la caligrafía que había pagado con


esa ramera de institutriz?

—No hables mal de Alisea; ella hizo más por criarme que tú.

—Ella crio algo, sin duda. Creo que es mi derecho como esposa
despechada utilizar ese término cuando se habla de la mujer que se acostó
con mi marido —respondió Inés como si Taillefer no empuñara un
cuchillo.

—Esa no era una razón para matarlo.

Su madre sonrió con fuerza. Cambió de tema.

—Sin embargo, los cumplidos no me convertirán en una aliada a estas


alturas del partido —Arqueó una ceja—. ¿Funcionó en Amarande? Allí es
donde estabas, ¿no? ¿Cuándo Nikola te encontró? Intentando conseguir el
matrimonio que tu hermano no pudo y robar el trono delante de mis
narices.
—El trono que le robaste a padre —escupió Taillefer—. Lo
envenenaste a diario.

—No tienes pruebas.

—Ah, pero sí tengo un conocimiento enciclopédico de lo que cada


planta y poción de este maldito continente hará a un cuerpo. Piedra
arenisca en el té, ¿verdad? ¿Diariamente durante dos años? Con eso
bastaría.

Su sonrisa se amplió.

—Tienes mucha suerte de que haya esperado tanto tiempo para


asesinarlo. No estarías aquí si hubiera seguido el plan de tu mentor —Dejó
que eso quedara en suspenso, disfrutando del parpadeo de sorpresa en su
rostro—. Pero sigue así, muchacho. Aunque, como todo lo demás aquí, no
ganarás.

Taillefer se abalanzó sobre ella entonces, con la daga cargando contra


cualquier trozo de piel expuesta.

Pero la tos que había reprimido no podía esperar más. Su espada se


tambaleó, y su paso vaciló, todo su cuerpo se estremeció
incontroladamente. Giró fuera de su trayectoria, y Taillefer y su daga se
estrellaron contra el escritorio. La hoja salió disparada hacia el suelo,
rebotando en las estanterías empotradas y dirigiéndose hacia la reina.

Taillefer se agarró al escritorio, con la sangre cayendo a chorros por


la barbilla, coagulándose en los papeles, y respiró profundamente, sin
aliento. Y cuando volvió a ver a su madre, ésta sostenía en alto la daga.

Sus ojos la siguieron mientras Inés y el arma cruzaban hacia las cajas
de frascos, que estaban pulcramente apiladas y tan altas que rozaban el
corpiño de su vestido. Domingu no necesitaba mucho para envenenar el
vino de la boda, tres frascos como máximo. Más de un centenar estaban
allí tranquilamente, su pantano de fuego y su extracto de cicuta. Había
suficiente allí para matar hasta la última alma de este continente con el
mecanismo adecuado. Una buena cantidad en una fuente de agua popular.
Barriles de vino. Sagardoa. Cualquier número de salsas populares en toda
la región. Los vehículos eran tan interminables como discretos.
—Sólo hay dos maneras de que esto termine para ti, mi traicionero y
repudiado vástago. O mueres o deseas estar muerto.

Taillefer tragó y se enderezó. No había ningún abrecartas en el


escritorio. No había sello ni nada pesado que pudiera usar contra esa daga.

—Si sobrevives ahora, si sobrevives a cualquier daño interno que


claramente hayas adquirido, te encerraré en uno de mis castillos,
honestamente, en el que menos tenga que visitar, porque estoy segura de
que tu sufrimiento será bastante, y harás más de esto. También harás los
antídotos —anunció—. Fabricarás viales hasta que te desplomes o ingieras
tú mismo uno de tus brebajes simplemente porque quieres salir.

Taillefer resopló.

En los ojos de su madre brilló la satisfacción.

—Me veo en ti. Y por eso, no puedo dejar que tengas éxito. Tienes
menos experiencia, sí, pero sigues siendo muy, muy peligroso.

Una sonrisa se deslizó por su rostro y por una vez Taillefer se vio a
sí mismo devolviendo la mirada, ambiciosa, implacable. De pie frente a su
duro trabajo, trabajado a la sombra de su dolor por su padre.

Con los nudillos escaldados, Taillefer se agarró a los robustos


pergaminos y a los listones del sólido escritorio de madera y se puso en
pie, con cuidado de no dar un codazo a las velas de la parte superior. Se
quitó la sangre de la boca, pero sólo sirvió para esparcirla.

Se estaba muriendo, sí. Pero había llegado demasiado lejos para que
éste fuera el final.

—Hay una cosa especial en ser el creador de las fabulosas tinturas a


tu espalda, madre, y es que sé más que nadie sobre lo que hay en esos
frascos —Sus ojos eran tan fríos como los de ella—. Y una cosa que sé sobre
el líquido es que es altamente inflamable.

Con todas las fuerzas que le quedaban, Taillefer lanzó las dos velas
del escritorio contra los frascos.

El cristal que rodeaba las velas se rompió en una lluvia de fragmentos,


golpeando las esquinas de las cajas de madera SMASH SMASH, el sonido
sacó a Inés de su congelada incredulidad y la puso en acción.
Cuando el fuego se encendió, ella y la daga se alejaron de las cajas, con
las manos levantadas para proteger su regia cabeza mientras corría hacia
la puerta.

Pero para llegar allí, tenía que pasar por el escritorio y Taillefer estaba
preparado.

Sacó el corcho del frasco escondido en su túnica. Estaba a medio usar


y sus manos estaban desprotegidas. Pero no le importó.

Y, mientras salpicaba el frasco restante de pantano de fuego sobre la


mujer que le había dado la vida, pensó en el horror de Amarande en su
celda. ¿Usarías eso a propósito en un humano?

Si es correcto. Sí. Se arrepintió de lo de Luca, un poco. Pero nunca se


arrepentiría de esto.

El líquido verde brillante sorprendió a Inés a mitad de camino, las


gotas la golpearon desde la punta de la barbilla, bajando por el lado del
cuello y el pecho, hasta la rótula. Ardió a través de la bata de seda color
berenjena que llevaba, a través de su piel, a través de su capacidad de gritar.

Cayó casi con la misma fuerza que Nikola, disolviéndose con un golpe
y una arcada cuando la tintura se puso a trabajar en su tráquea.

Taillefer se frotó furiosamente la mano, manchada de agujeros


humeantes por las diminutas gotas que le habían salpicado con el empuje
del frasco. Se recompuso cuando los movimientos de ella empezaron a
ralentizarse, cruzando hacia las cajas y apagando las llamas, los daños eran
mínimos.

Cuando se volvió hacia ella, ya sólo temblaba. No respiraba realmente.

La tintura había disuelto la piel de su garganta, la carne de su cuerpo


estaba expuesta, las venas y los capilares ardían como un pergamino que
se ennegrecía y se enroscaba en las llamas antes de desaparecer por
completo.

Era una mezcla de exposición, el funcionamiento interno de esta


mujer que se llamaba a sí misma reina, revelado para que todas las estrellas
lo vieran, su hermoso exterior desaparecido. La negrura interior quedaba
al descubierto en la luz.
Taillefer se inclinó y miró el único ojo que tenía frente a él, el otro
tragado bajo el pelo y clavado en el suelo. Le observaba, sin parpadear,
pero aún lleno de vida.

—Madre, ya deberías saber que miento tan fácilmente como digo la


verdad.

Ella no pudo responder, por supuesto. Su voz se quedó junto con el


aire de su tráquea, todo expuesto. Si hubiera tenido tiempo, sería una
investigación fascinante.

Pero no tenía ni el tiempo ni las herramientas.

Cuando la luz se desvaneció en aquel ojo brillante, Taillefer la vio


salir con una réplica exacta de la sonrisa que le había dedicado. Inteligente,
confiada y maliciosa. Era apropiado que esto fuera lo último que ella vería.

—Sólo deseo que tu muerte haya sido tan lenta y dolorosa como la
que le diste a padre. Púdrete en las estrellas, reina.
Capítulo

57
Tenían el aspecto adecuado.

Un pequeño y eficiente grupo formado por el Señor de la Guerra, su


cautiva y dos guardias envueltos en pañuelos. El tipo de grupo que podría
viajar rápidamente, con valentía. Un ejército entero siguiendo
plausiblemente su estela.

Gran parte de esto se debía a Koldo, que tenía dos décadas de


experiencia en el arte de esto. Arrasando bajo el amparo de la oscuridad.
Navegando en curvas cerradas. Viajando como un grano de arena en el
viento, un movimiento silencioso, casi invisible, que no se ve.

Pero, a medida que el sol brillaba sobre el horizonte y las agujas del
Itspi se encontraban en algún lugar al frente, su vestimenta se volvió tan
crucial como su ritmo vertiginoso en una misión.

Koldo, con la túnica marrón bronceada y las calzas, los puños en las
muñecas de cuero a juego con la vaina de la cintura para su espada y su
daga. Ula, enfundada en las ropas de seda del Señor de la Guerra y con la
cabeza cubierta, con la barbilla en alto, decidida, obviamente importante,
incluso cuando se le veía a través de la bruma de la oscuridad antes del
amanecer. Y Luca, vestido con el sombrero de ala y la lona blanqueada por
el sol de todos los bandidos del Señor de la Guerra, con un pañuelo al
cuello. Transportaba a la prisionera, atada a él con una cuerda de la misma
manera que había sido transportado por Ula no hacía mucho tiempo.

Para hacer su papel, le habían dado a Amarande una vestimenta de


prisionera limpia que acompañaba a los nudos de cuerda engañosamente
seguros en sus muñecas. Se aferró con más fuerza a la espalda de Luca —
consciente de la herida que tenía allí— que estaba sujeto a ella. Un rápido
giro de las muñecas y se desprenderían. Mejor aún, una daga se encontraba
en su bota, fácil de desenfundar para sus experimentados dedos. A pesar
de las apariencias, Amarande se sentía más en control y más segura que en
cualquier otro momento de este largo y sinuoso viaje.

El plan no era perfecto, por supuesto. No era algo que su padre


hubiera concebido, pero desplegaba hábilmente sus recursos y un
elemento sorpresa, y era lo que tenían. Eso no era nada.

Lo que no tenían era descanso. Pero eso llegaría pronto. En la victoria


o en la muerte.

Realmente no había mucho en el medio.

Mientras el estrecho camino serpenteaba ante ellos, pasando de un


gris somnoliento a un beige con manchas rojizas, Amarande se acurrucó
en el calor de la espalda de Luca, levantando la barbilla lo suficiente para
dejar caer un beso detrás de su oreja.

—Hubo momentos en los últimos días en los que estuve segura de


que había incumplido mi promesa. Que no volvería a verte pronto.
Nunca...

Sus palabras se interrumpieron.

—Sabía que te vería. Nunca abandonas tus promesas, Ama. A mí, a tu


gente, a las estrellas. Encontrarás un camino.

Algo pesado se le atascó en la garganta. Ésta, exactamente ésta, fue la


manifestación de amor que Ula describió en la tienda del campamento
pyrineo aquella noche, cuando la desesperación de Amarande se agolpó en
su pecho al contemplar el giro que había dado su vida al entregarse a
Renard.

¿Sabes cuántas veces nos dijo que vendrías por él? ¿Cuánta fe tenía
—tiene— en ti? Casi podría arrancar su amor por ti del aire y cortarlo en
rodajas para la cena, era tan sólido. Él te ama y tú lo amas, Amor verdadero,
así de simple.

Los brazos de Amarande se estrecharon en torno al cuerpo de Luca y


su mejilla se acurrucó en la amplia calidez de su espalda. Los latidos de su
corazón retumbaban en su oído, una antorcha que no sólo era para ella,
sino para todo un pueblo. Él siempre había tenido que compartirla con el
pueblo de Ardenia y ahora ella lo compartiría con el pueblo de Torrence.
Ya no era sólo suyo.

Los destinos se reflejaban, el de ella necesitaba ser salvado, el de él


necesitaba ser construido.

Y aunque deseaba desenredar de alguna manera los deseos de su


corazón por él y los deseos de su corazón por su pueblo, no sería posible
separarlos.

No ahora. Ni nunca. No con lo que eran.

Tal vez por eso el amor no encajaba tan a menudo en la ecuación real.

Pero si tenían éxito, podrían cambiar eso.

Una vez que hubiera plena luz, no podría acurrucarse así. Así que
Amarande aprovechó los últimos momentos que tenía. En una sutil
rotación, presionó los besos en cualquier lugar que pudiera alcanzar. A su
columna vertebral. En el omóplato, uno y luego el otro. En el cuello. De
nuevo, detrás de la oreja uno, dos. Ella asentó la curva de su garganta sobre
el hombro de él, su barbilla se posó en su clavícula y sus labios resecos en
su oreja.

—Luca, pase lo que pase con mi madre, con Inés, te quiero. Por favor,
escúchame cuando te digo que, si fallo, no es que no te quiera lo suficiente.
Te quiero más que a nada en este mundo, aunque no lo dijera hasta que
fuera casi demasiado tarde.

Él levantó la mano y le tomó la cabeza, con los dedos entrelazados en


la caída de su pelo. La mejilla de ella se apoyó en el lateral de su cuello, el
ala de su sombrero se encogió de hombros, una cosa extraña. Los labios de
ella se encontraron con la mandíbula de él, el pecho de ella se apretó contra
la columna vertebral de él, su propio corazón palpitando contra la doble
capa de tela que se interponía entre sus pieles.

—No tenías que decirlo, Ama. Siempre lo he sabido. Incluso cuando


nunca creí que tuviera la oportunidad de decírtelo. Te quiero.

—Máscaras arriba. El castillo se asoma —La voz de Koldo era baja y


directa e hizo que Amarande se sacudiera hacia atrás y se alejara de Luca,
como si ya los hubieran visto.
Ula y Koldo se ajustaron el lino a la cara, ocultando sus ojos, que
habían quedado desnudos para poder localizar más rápidamente las rocas
y las raíces a lo largo de los senderos de las horquillas. Luca se encogió el
pañuelo en el cuello, cubriendo la nariz y la boca, siendo los ojos su único
rasgo discernible.

Amarande se inclinó hacia delante y le dio un beso más en la nuca y


luego se echó hacia atrás, de modo que sólo el interior de sus brazos atados
lo tocaba, un espacio fabricado entre su torso y la curva de su espalda.

El amanecer se había convertido en una verdadera mañana y el cielo


era un lienzo azul vibrante para las agujas rojas del Itspi. Amarande inclinó
el cuello para mirar por encima del hombro de Luca el primer vistazo a
su hogar.

—Estará repleto de guardias, nuevos reclutas para el rey.

—La princesa tiene razón —entonó Koldo—. Los guardias son novatos,
sí, pero tienen ojos. Nos descubrirán mucho antes de llegar a las puertas.
Sospecho que Geneva tiene un jinete preparado para recibirnos. A partir
de este momento, debemos asumir que estamos siendo vigilados.

El reloj de arena estaba ahora girado y la arena se derramaba a través


de él, marcando el tiempo entre este momento y cuando esa primera marca
debe hacerse. Luca había trabajado con los líderes de la resistencia para
crear oleadas de combatientes, que los seguirían. Pero incluso la primera
oleada no llegaría hasta al menos dos horas después de que ellos lo hicieran.

Por lo tanto, tenían que asumir que se enfrentaban a esto solos.


Cualquier ayuda llegaría tarde o no llegaría. En el mejor de los casos, sería
una victoria triunfal. En el peor, sería una marcha fúnebre.

Amarande sabía que era demasiado pedir que todo esto se resolviera
en conversaciones y negociaciones. Con promesas verbales y luego con
decretos, y con el juicio y el encarcelamiento de su madre por las
atrocidades que había cometido como Señor de la Guerra

No. Empezó con sangre. Terminaría con sangre. En la siguiente colina,


se convirtió en algo mucho peor.

—Espera —La voz de Koldo sonó con fuerza, contra el viento.


El grupo se alineó en la cresta de un mirador, en el que se veían no
sólo las agujas, sino la totalidad de los terrenos ondulados del Itspi. Estaban
bañados por el sol implacable de un nuevo día, hierbas resecas y gradas
rocosas estampadas por el verano, y cientos, quizás miles, de hombres y
mujeres con sus galas granates y doradas.

Recorrían el patio, el terreno y la arena. Un grupo de ellos incluso


hacía ejercicios en el prado que Luca y Amarande llamaban suyo desde
hacía tiempo. Estos hombres y mujeres se alineaban en el parapeto de la
muralla que rodeaba el Itspi, con sus carcajs de flechas brillando al sol.
Había grupos de ellos fuera de la entrada, mucho más numerosos y más
amenazantes que los guardias verdes y la puerta cerrada que Amarande
conoció el día anterior a la presentación y coronación de su hermano.

Estrellas.

—Ese... es un número mucho mayor de guardias que el que


encontramos hace días —Ula se ajustó el lienzo de la cara para ver mejor.

—Esos no son guardias; son soldados —Amarande deseó estar


equivocada.

—Muchos soldados —enmendó Luca, mirando a Koldo para


confirmarlo—. Al menos un regimiento.

La ira se reflejó en las severas facciones de Koldo y los músculos de


su mandíbula se movieron mientras apretaba los dientes, con la mirada
clavada en la colina.

—Les dije que no llamaran a mis soldados de las fronteras. Está claro
que lo hicieron de todos modos.

Se refería a la madre de Amarande. O a Ferdinand actuando en su


nombre.

El Señor de la Guerra siempre tenía a sus soldados más entrenados


rodeándola en todo momento, el más fuerte anillo de protección para su
persona, su tienda y su carruaje. Por lo tanto, este ajuste estaba en
consonancia con lo que Geneva habría estado acostumbrada en ese papel.
Y fue una suerte, dado que Inés se acercó por mar en lugar de por tierra.

Pero desde su punto de vista, esta protección añadida suponía un


problema importante.
—De repente me siento mucho menos segura de nuestro plan —
anunció Ula.

—Quizás deberíamos esperar hasta que llegue la resistencia —ofreció


Luca—. Toda ella. No simplemente la primera oleada.

Koldo negó con la cabeza.

—No. Están en alerta por Inés. ¿Ves esos grupos? Están formando
partidas para enviarlas al campo, al acecho de cualquier señal de
movimiento de Inés.

Amarande tragó saliva.

—¿No van a esperarla en el puerto?

—No cuando saben que ella puede atracar barcos en las cercanías y
enviar todo un regimiento a pie para crear una obstrucción útil entre el
puerto y su llegada al castillo.

El poco tiempo que Amarande había pasado en la sala del consejo


durante el último año le había permitido conocer la mente estratégica de
su padre, pero no esto.

—¿Qué hacemos, Koldo?

—Lo que no hacemos es nuestro plan —respondió Ula, fuera de


turno—. ¿Ves esos arqueros? Tendré diez flechas en mi espalda en cuanto
me identifique. Geneva no pretendía negociar; pretendía matar a su
marioneta y obtener su premio.

Ula tenía razón. Las flechas vendrían también para Koldo y Luca. La
princesa cifró en uno la posibilidad de que la dejaran en pie. Dependía en
gran medida del ataque que Geneva y Ferdinand planeaban desplegar
contra Inés. Aunque Amarande dudaba mucho que Inés se echara atrás en
una invasión simplemente porque Ardenia se ofreciera a extraditar a su
princesa fugitiva.

Amarande se mordió el labio.

—Bien, nuevo plan. Koldo, estos hombres y mujeres te reconocerían


a la vista, ¿no es así? ¿Te escucharían, nos dejarían pasar, obedecerían si les
dieras una orden?
El viento se levantó mientras la generala trabajaba en los escenarios,
sus ojos oscuros buscaban en el terreno.

—Tal vez, pero no tenemos forma de saber cómo han sido instruidos
por la reina madre, que los recordó. No me extrañaría que Geneva me
nombrara una amenaza con la misma facilidad con la que podría
nombrarte a ti, princesa, si le resulta ventajoso y el rey no está al alcance
de sus oídos —Ella inhaló profundamente—. Creo que tal vez nuestro
mejor curso de acción es a través de ti, princesa. Si hablas, te escucharán.

—Koldo, creen que estoy muerta.

—Exactamente —El tono de Koldo seguía siendo uniforme y directo,


pero ahora contenía el poder de la confianza que claramente le había
faltado durante su anterior planificación—. Estos son mis soldados.
Asistieron al funeral del rey antes de partir hacia las fronteras. Conocen tu
rostro, tu voz, tu reputación. Te creerán cuando confirmes tu identidad, y
sabrán que les han mentido. Es imperfecto, pero si puedo proteger a
Ferdinand de cualquier malestar que surja de esto...

—¿Protegerme de qué, madre?

Todas las miradas se dirigieron al sonido de una nueva voz. Y allí,


doblando la curva al pie de la colina, estaba el propio rey.
Capítulo

58
Estrellas, es un fantasma.

Por segunda vez en este viaje, Luca tuvo casi el mismo pensamiento.
Esta vez, viendo a alguien cuya vida conocía en lugar de alguien cuyo final
había dado.

Luca se quedó mirando al chico del caballo colina abajo con los labios
abiertos, sin que saliera ningún sonido. Amarande se endureció contra él,
el espacio entre ellos se borró. Su corazón repiqueteó contra su caja torácica
en una cadencia de aleteo contra su columna vertebral. El ritmo era
repetitivo, y casi las propias palabras. ¿Amigo o enemigo? ¿Amigo o
enemigo?

El propio corazón de Luca se agitó simplemente al hacer contacto


visual con este chico. La viva imagen del rey Sendoa, veinte años más
joven. Al principio, Luca no había entendido cómo Geneva había entrado
al Itspi con este chico y había conseguido reclamar el reino y despojar a
Amarande al mismo tiempo.

Ahora estaba claro.

Luca sabía lo que veían los concejales. Lo que el pueblo vio desde las
gradas aún calientes del funeral de Sendoa. Lo que vieron los soldados
cuando fueron llamados a defender el Itspi.

A su rey. De vuelta. De nuevo. Aquí, a salvo, y protegido, contra todo


el miedo, la incertidumbre y el cambio que la ascensión de Amarande al
trono podría haber provocado.
La atención de Luca se deslizó hacia Koldo. La verdadera madre del
niño. Y ante las estrellas y los extraños, la había llamado así a cara
descubierta.

—Mi rey, como se me ha ordenado, he recuperado a la princesa —


anunció la generala casi mecánicamente, como si un arquero fuera a
matarla si no seguía el guion.

Habían acordado que Koldo se ocuparía de Ferdinand, pero verlo, ese


fantasma del tigre que merodeaba por los terrenos de su infancia,
manteniéndolo a salvo, planeando su destino, mientras cargaba con la culpa
de haber destruido a su familia, era mucho para Luca.

La correa de lino que cubría la mano herida de Amarande ondeaba


con la brisa. Un recordatorio de lo que Ferdinand podía hacer, incluso a
alguien tan fuerte como ella.

La palma de Luca se aplanó sobre la empuñadura de su espada.

—Yo…Madre, por favor, detente. Es innecesario —Los ojos de


Ferdinand recorrieron el grupo—. Como un esfuerzo de buena fe, por
favor vean a quién he traído conmigo.

El niño rey avanzó, de lomo recto y regio sobre un semental negro,


Marcel, hermano de la amada Mira de Amarande. Era posible que el chico
lo supiera, y si no, la coincidencia era evidente. Ningún grupo de guardias
lo flanqueaba. Más bien, una fina cuerda recorría la curva, y en unos pocos
instantes otro caballo dio la vuelta, Ana, la yegua gris, con dos jinetes
aplastados encima de una sola silla.

Uno, una cabeza más alto, todo rizos oscuros y piel morena bruñida.
La otra, de pelo oscuro y pequeña.

Urtzi. Osana.

Ambos amordazados, atados y conducidos sumariamente.

El corazón de Luca se desplomó hasta sus botas. Por orden suya,


habían ido al castillo. Y, aunque aún no estaba seguro de la lealtad de Osana,
habían pagado el precio.
Ula desenfundó su espada con un estruendo mortal y un susurro del
nombre de Urtzi. El rey levantó las manos con la espada y la daga sobre
la vaina de sus caderas intactas.

—Comprendan que no son mis cautivos. Sólo lo parecen.

Para puntualizar el hecho, Osana buscó su mordaza y la bajó con


facilidad. O bien estaba mal atada o era tan llamativa como las propias
cuerdas de Amarande.

—Estamos mejor de lo que hemos estado en días. Por favor, escucha


a Ferdinand.

El pronunciamiento de su nombre de pila por parte de Osana fue una


sorpresa y una confirmación.

Osana. La vigilante. Hermana del Señor de la Guerra regente. Por


supuesto que conocía a Ferdinand. Luca aún no estaba seguro de sus
lealtades, y, sin embargo, aquí estaba ella, rogando.

A continuación, Urtzi se quitó la mordaza.

—Ula. Escucha, por favor —Eso era... inusual viniendo de él.

—Mi rey —dijo Koldo—, estamos escuchando.

Su mirada verde los recorrió a los cuatro, captando claramente mucho


de sus miradas más allá de él, hacia la curva, y a través de los enebros que
presionaban a lo largo del camino.

—Ante todo, estoy solo. Podemos hablar libremente. Y para


demostrarlo, voy a empezar —Ferdinand respiró profundamente—. He
sido enviado por Geneva para reunirme con el Señor de la Guerra Un
hecho que supongo que por cómo vas vestido ya conoces, junto con el
hecho de que Geneva era y sigue siendo el Señor de la Guerra. La de la
caravana, Celia, es una mera marioneta.

Nadie le respondió.

—Iba a negociar con ella por Amarande, colgando la vida de su


hermana ante ella. Como, de nuevo, supongo que puedes adivinar por la
presencia de Osana.
Osana y Urtzi no significaban nada para Koldo, pero sí todo para el
resto. A la espalda de Luca, Amarande tragó saliva, sus brazos apretando
sus costados, como si lo protegieran.

—Geneva no tenía ninguna intención de negociar. Debía venir con


soldados a mi lado y matar a Celia y a sus guardias por su insolencia al
creer que podía desviar el poder con chantaje —Captó los ojos de
Amarande por encima del hombro de Luca—. Y luego debía hacer marchar
a mi hermana de vuelta al Itspi, para que se ocupara de ella tras el próximo
ataque de la reina Inés, que se cierne como una nube de tormenta en
nuestro puerto, repartiendo demandas de un modo que deja claro que cree
que Ardenia ya es suya.

Todo el aire abandonó los pulmones de Luca.

Llegaban demasiado tarde. La resistencia también llegaría demasiado


tarde. La guerra estaba en las costas de Ardenia.

—¿Ella está aquí? —Preguntó Amarande.

—Sí, hermana. Pero la buena noticia es que tú también lo estás —Miró


a Koldo—. Y tú, madre. No puedo insistir en lo mucho que las necesitamos
—Ferdinand miró a cada uno de ellos—. Los necesitamos a todos —Ahora
miró a la chica que sostenía la única arma desenfundada—. Sólo puedo
suponer por esa espada y la venganza palpable que eres Ula.

La espada de Ula no vaciló.

—Una doble muy útil para Celia, sin duda —continuó él.

Osana leyó las manos de Ula.

—Y si Celia no está aquí, y su ropa está disponible, ¿estoy en lo cierto


al adivinar que usted, mi buen señor, no es otro que Luca, el Otsakumea?

En respuesta, Luca sacó su propia espada.

Una sonrisa se dibujó en los labios fruncidos del rey.

—Que mi hermana te abrace tan fuerte como la vida misma te delata.

Ferdinand lo sabía todo. ¿Cómo lo sabía todo?


—Mi rey —empezó Koldo, con una voz más insegura de lo que Luca
había oído nunca—, ¿qué intención tiene con nosotros?

—Madre, sabes que tengo preferencia por la honestidad, y entiendes


que lo que voy a decir es la verdad.

Koldo asintió.

—Mi plan era este: Sacar a Osana de nuestras mazmorras, y a su amigo,


Urtzi, también, rescatar a Amarande de una tirana y enfrentar a Geneva
con un ultimátum que pusiera a mi hermana en el poder.

—¿Qué? —La voz de Amarande estaba sin aliento—. ¿Cederías ante


mí?

Luca no sabía nada de Ferdinand, pero cualquiera con sangre real que
careciera de ambición en este continente era ciertamente alguien de quien
sospechar.

—Hermana, Ardenia te necesita. Yo te necesito. Odio la mentira que


me han contado para vivir, y Ardenia se marchita bajo su peso. La reina
Inés está en nuestro puerto, preparando su ataque, y si Ardenia va a luchar,
te quiero a mi lado.

Amarande dudó y Ferdinand levantó una mano.

—Confío en ti, hermana. Si no confías en mí, ese es un peligro con el


que estoy dispuesto a vivir para ayudar a Ardenia a sobrevivir a esto.
Capítulo

59
El rey Sendoa siempre tenía un plan.

Ese conocimiento había reconfortado y molestado a Amarande desde


su muerte.

Ella intentaba vivir a su imagen tal y como él lo hacía, ser fuerte,


reflexiva, confiada y, aunque Ferdinand no sabía nada del hombre, estaba
claro que también era de los que hacían planes.

Antes: matar a la falsa Señor de la Guerra y a sus segundos y llegar


con Amarande en la mano y exigir cambios, aprovechando la sangre de
su padre tanto en el Consejo Real como en Geneva.

Ahora: llegar con Koldo a su lado, triunfante en su rescate de


Amarande del Señor de la Guerra, y apalancar su sangre igual, pero con la
generala en la sala y de su lado.

Sin embargo, ninguno de los dos planes funcionó para Amarande, ni


para Luca.

—Tenemos que estar juntos —anunció la princesa, mientras todos se


ponían en círculo, su conversación y sus caballos se adentraban en los
enebros que se arrastraban por las montañas que bordeaban el tramo final
hasta el Itspi.

—Así es.

—No me separaré de Ama —añadió Luca, agarrando con firmeza la


mano de ella, que no estaba herida.
Amarande le devolvió el apretón de sus dedos en la misma medida.
Juntos para siempre, para no separarse nunca más. Eso era lo que habían
acordado al principio de todo esto, y el siguiente paso que dieran podría
ser el final.

Y, si los astros estaban de acuerdo, tal vez también el principio.

—No puedes culparles —dijo Ula, apartando la tela extra de su cara.


Ella misma no se había apartado del lado de Urtzi.

El rey y su madre se lo tomaron en serio y sus rostros se tensaron de


la misma manera. Osana estaba al otro lado de Ferdinand, abrazándole con
fuerza.

Por turnos, Luca y Ferdinand habían explicado la historia de Osana y


Urtzi, enviados por Luca para recoger a Amarande, pero arrojados a las
mazmorras por Geneva. Era una maravilla que no los hubiera matado en
el acto. Tal vez la forma en que Osana apoyó su hombro en el de Ferdinand
tuvo algo que ver. O tal vez fuera su sangre y su anterior ocupación.
Amarande aún no estaba segura.

No tenían mucho tiempo para rehacer el plan, los soldados saldrían


pronto de las puertas, si es que no lo habían hecho ya, todos los ojos estaban
atentos a las señales de Inés mientras la diplomacia se agitaba y los oídos
atentos a cualquier cosa inusual, incluido el rey al lado del camino. Era una
maravilla que Ferdinand hubiera salido del castillo.

Koldo hizo girar las posibilidades y tomó su decisión.

—Mi rey, tal vez el mejor curso de acción aquí es doble. Puedes hacer
desfilar a Amarande y a Luca por los terrenos del Itspi como rehenes que
has salvado del Señor de la Guerra, los habitantes del castillo se alegrarán
de ello, y luego presentarlos a puerta cerrada a la reina madre como
rehenes que has recogido para ella. Geneva estará encantada de ver a las
dos personas que amenazan su poder inmediato, en lugar de una sola.

El corazón de Amarande dio un salto.

Sí, este era el plan. Tal y como su padre lo había ideado. Jugar con los
ángulos, con todas las facetas cubiertas, lo mejor posible, utilizando las
ventajas que tenían.

Miró a Koldo y a su hermano.


—Perfecto. Vamos. Antes de que Inés complique las cosas.

Ferdinand frunció el ceño, todavía dándole vueltas al giro de Koldo,


no perfecto en su mente, no.

—Nos ayudaría tanto a Amarande como a mí tenerte en la sala


mientras negociamos con Geneva y el consejo. A este grupo no le gustan
mucho las opiniones de quienes consideran tanto testaferros como niños.

Amarande casi sonrió: tal vez el género no podría proteger ni siquiera


a un niño con los hombros de un hombre de las opiniones del consejo
sobre la participación de los niños.

Koldo levantó una mano.

—Yo estaré allí. Al igual que los demás. Escuchen con atención; esto
es lo que haremos.
Capítulo

60
El Itspi era completamente diferente a la última vez que Luca lo había
visto.

Entonces: puertas abiertas, plebeyos y altruistas de luto, el terreno


soleado a pesar de la pesadez del funeral del rey Sendoa.

Ahora: las puertas cerradas, los soldados marchando con precisión


militar, cada centímetro cuadrado del recinto inundado por una masa
sanguinolenta de cuerpos, esparcidos por las colinas rocosas y la hierba
seca del verano.

Un último aliento de Sendoa y realmente todo había cambiado. Mil


años de paz comprados con un brutal patriarcado y en el esquema de una
quincena todas las piezas cambiaron.

Para mejor, esperaba Luca.

El plan de Koldo era sólido. Toda la brillantez táctica que sólo había
presenciado tangencialmente en la pantalla. Era exactamente el mejor
curso de acción para anular la amenaza de Geneva y así poder centrarse
en la amenaza de Inés y su nuevo poder, agitándose en el puerto.

Luca no sabía qué estaba esperando. Inés era simplemente una


tormenta con nombre, cuyo poder se acumulaba en el horizonte.

De la mano de ella, Luca se aferró a Amarande mientras recorrían los


terrenos, siguiendo el mentón levantado de su hermano, el cabello del
atardecer y los hombros de buey. Luca se preguntaba cómo Amarande
podía poner sus ojos en Ferdinand; incluso desde su posición adyacente a
la familia, era inquietante estar en la órbita del rey.
Tan familiar y a la vez tan ajeno. No era Sendoa. No era alguien que
ninguno de los dos conociera realmente.

Amarande había dejado claro que, literalmente, había pasado unos


diez minutos con su hermano, sólo unas pocas frases tensas entre ellos.
Luca sabía que había confiado en muchos, más recientemente en Tala, con
menos que eso porque era su naturaleza. El hecho de que Amarande,
siempre tan desconfiada, no lo hiciera le producía, como mínimo,
aprensión.

—Ama —susurró, mientras Ferdinand saludaba a los guardias


apostados en la entrada de los muros interiores del Itspi, los sinuosos
salones de arenisca y mármol—, sé que no suele ser mi función ser
cauteloso, pero ¿confías en él? ¿De verdad?

Amarande se relamió los labios, sin encontrar los ojos de Luca, sólo
observando a su hermano por delante, diciendo todas las cosas preparadas
a los guardias del castillo que observaban cuidadosamente a ambos.

—Te tengo a ti. Si rompe nuestra confianza, lucharemos juntos para


salir. ¿Sí?

Su pulgar recorrió la parte superior de la mano que se enredaba con


la suya.

—Siempre, princesa.

El rey les indicó que le siguieran.

—La reina madre nos recibirá en la sala del consejo.

Ese no era el plan.

Había sido reunirse en la sala del trono. O en el salón rojo. Algún


lugar con espacio para luchar y más de una salida para escapar si las cosas
se torcían.

La incertidumbre arañó a Luca. La daga de su bota presionaba los


tendones de su tobillo mientras daba un paso tras otro hacia un plan que
giraba rápidamente. No recibirían a la reina madre solos. El Consejo Real
y sus opiniones estarían allí. Junto con la amenaza externa de Inés, la
amenaza interna de la condición de Geneva como Señor de la Guerra y
cualquier secreto que se escondiera dentro del rey.
Era imposible decir si realmente era más leal a su madre natural o a
la que lo había criado. Si Ferdinand fuera realmente como su padre, este
enigma sería mucho más fácil de analizar. Si el rey resultaba ser tan
codicioso, traicionero y brutal como todos los demás miembros de la
realeza de Arena y Cielo, Amarande sería probablemente quien lo
eliminara.

El grupo atravesó el castillo, dejando atrás a los guardias que corrían


de un lado a otro. Al pasar por el salón rojo, las puertas de la gran cabeza
de tigre se abrieron, revelando a los oficiales inclinados sobre las filas de
mesas y figuras de madera tallada de los emblemas de cada uno de los
reinos de Arena y Cielo.

Geneva primero.

Inés en segundo lugar.

Ése era el plan, aunque era difícil no distraerse con el zumbido de


inquietud y expectación que salía de la sala roja y llegaba a las piedras a
sus pies. Luca esperaba que esto fuera rápido. Y si no, que se pudiera
posponer de forma efectiva mientras se unían por un enemigo común,
guardando para más adelante el tema de la corona sobre la cabeza de quién.

Subieron rápidamente las escaleras de la torre norte. El corazón de


Luca palpitó con fuerza cuando entraron en la sala del consejo, con cuatro
guardias apostados en la entrada. Nunca se le había permitido entrar. Sin
embargo, allí estaba, todo tapices regios y luz de ventanas oscuras, el
Consejo Real colocado como un tribunal en una mesa muy pulida. Las
puertas se cerraron.

—He vuelto con la princesa Amarande —anunció Ferdinand. La frase


era la que se había ensayado y parecía un poco rebuscada y obvia, pero la
pronunció con los hombros echados hacia atrás mientras se mantenía
erguido ante ellos, los tres miembros del consejo y la reina madre, que se
parecía tanto a Amarande, que a Luca se le cortó la respiración.

—Nuestra princesa, devuelta a nosotros. Qué sorpresa. Y Luca a su


lado —dijo Garbine. La voz de la consejera mayor era de espectáculo. Como
si todos los presentes no supieran lo que le habían hecho a Amarande la
última vez que apareció en este lugar.

Amarande se aclaró la garganta.


—Antes de que me encierres, tenemos mucho que discutir. No, no
discutir. Tienes mucho que oír de nosotros, si te molestas en escuchar.

Satordi tensó los dedos con los codos aplastando el pergamino que
había estado leyendo.

—Bienvenida, princesa; he echado de menos tu don de la


conversación —La seca amonestación de Satordi a Amarande le valió una
sonrisa irónica de Garbine. Joseba se metió más dentro de su túnica,
haciendo parecer que quería fundirse con el suelo de mármol.

La princesa enseñó los dientes.

—Si quieren una conversación, deben considerarme partícipe, aunque


no les guste lo que voy a decir —replicó—. Escúchame ahora, o evítala con
tus desprecios hasta que las flechas de Inés vuelen por la ventana. No me
importa. Puede que me consideres un peligro, pero la verdad es que ahora
soy mucho menos que lo que habrá en tu puerta cuando Inés baje de ese
barco.

—Con el debido respeto, Princesa Amarande, esta no es su sala de


consejo. Es del Rey Ferdinand...

—Y es mi deseo que continúe —anunció plácidamente el rey desde su


posición junto a Amarande. Geneva se levantó de la gran silla en la
cabecera de la mesa, una que sólo podría haber pertenecido al rey Sendoa
y que la ofreció al actual rey con un gesto de la mano. Él no la tomó.

Amarande sacó rápidamente un trozo de pergamino, en cuya parte


inferior era inconfundible la firma de la cuchilla del rey.

—El testamento de mi padre pide que se me hiciera regente de mi


propio reino hasta que deseara casarme.

Satordi entornó los ojos en la distancia.

—¿De dónde has sacado eso?

—Eso no importa. Lo único que importa es que el Consejo Real que


sirvió a mi padre tan estrechamente durante años no le sirvió al final.
Modificando sus deseos como mejor les convenía.

Satordi levantó una mano.


—Eso no es lo que ocurrió, Alteza. Simplemente no creímos que fuera
prudente...

—¿Escuchar a mi padre? Ese hombre que inspeccionó cada faceta.


Buscó todos los ángulos. Sólo flexionaba su músculo cuando lo necesitaba,
evitando la sangre siempre que fuera posible. Siempre tenía un plan. Un
buen plan. En vez de eso, lo hicieron pedazos, y luego echaron más malas
decisiones en el guiso.

—Princesa, trabajamos con lo que teníamos.

—Lo que tenían era su plan y a mí, hasta que una mujer que no habían
visto en quince años apareció convenientemente con un bastardo
masculino y un plan propio en su momento de necesidad.

—Princesa, la generala confirmó...

—No he terminado —Amarande desafió a Satordi a continuar, pero


sus finos labios se cerraron—. Estabas tan enamorado de tu suerte que ni
siquiera te molestaste en hacer las preguntas adecuadas.

—Princesa, mire el panorama general. Se lo imploro —Amarande se


tensó contra la mano de Luca. Satordi ya lo había intentado antes con ella,
el pozo de su experiencia siendo alardeado en el mismo aliento que la
cerraba firmemente.

—Siempre me imploras, pero no me escuchas.

Luca agarró la mano de ella con más fuerza, con la palma apretada
contra el lino de la herida y con la parte superior del brazo tocándola ahora
también; su fuerza era la de ella y quería que la utilizara.

—Si este consejo hubiera acatado los últimos deseos de mi padre en


lugar de ignorar convenientemente la mayor parte de su última voluntad
y testamento mientras armaba a Koldo para la regencia, probablemente no
habría habido una guerra a nuestras puertas.

—No, habría ocurrido de todos modos —discrepó Geneva,


despectiva—. Oso, León de Montaña, Tiburón, Tigre, sus ojos se deslizaron
hacia los de Luca, Lobo Negro. Todos los emblemas de Arena y Cielo son
depredadores por diseño. Cambia uno por otro y sigues teniendo los
dientes.
Aunque Geneva había sido sutil en su amenaza abierta a Luca, el paso
de su identidad y la de los barcos de ella en la noche, Amarande dirigió su
siguiente pregunta al consejo mientras tenía ojos sólo para su madre.

—No le han preguntado a la reina fugitiva dónde había estado,


¿verdad?

El consejo guardó silencio.

—Ahora es el momento de las respuestas, no del silencio. Esa pregunta


no era retórica, contéstenme. Quiero saberlo —Amarande miró a cada uno
a los ojos, de izquierda a derecha: Joseba, Satordi, Garbine.

Satordi respiró entrecortadamente.

—No podemos ocuparnos adecuadamente de las salvedades a la


sucesión, no con la guerra casi a nuestra puerta. Tenemos que estar unidos,
y la forma más limpia de hacerlo es unirnos bajo nuestro rey, no discutir
sobre los detalles de las acciones anteriores, las mías, las suyas, las de ella,
las del rey Sendoa. La respuesta no importa con una armada haciendo
demandas en nuestro puerto.

Extendió una mano para señalar la mesa pulida que tenía ante sí,
repleta de mapas, directivas amarillentas para los reinos de Arena y Cielo,
y un nuevo trozo de pergamino con tres emblemas, León de la Montaña,
Oso y Tiburón. La apertura de Inés, sin duda.

—La respuesta sí importa. Toma, la daré por ti —respondió Ferdinand,


con los brazos abiertos—. No lo hicieron.

La luz del sol bailó sobre los hombros de las túnicas de marfil del
consejo, su falta de defensa era una respuesta en sí misma.

Amarande se volvió hacia Geneva.

—¿Quieres que se lo diga yo o lo harás tú? O tal vez lo haga nuestro


rey, que es partidario de la verdad.

Su madre sonrió al principio, como si se burlara de sus hijos. Una por


su descaro, el otro por sus supuestas debilidades. Ninguno de los dos le
devolvió la sonrisa, con un ceño fruncido. Finalmente, Ferdinand dijo a
Geneva—: Díselo tú o lo haré yo.
La atención de los consejeros se fijó en ella. Geneva se sentó, con la
columna vertebral recta. Luego, con un fuerte suspiro, la reina madre se
puso de pie y se bajó la manga de encaje, revelando un tatuaje en la parte
inferior de su muñeca. El ramillete de llamas saltando, el pozo de fuego en
claro y satinado relieve, el mismo tipo de tinta que tenía en el pecho.

—Durante los últimos diez años, me he escondido a la vista, como el


tercer gobernante que lleva el nombre de Señor de la Guerra

El claro rubor desapareció de las mejillas de Joseba. Garbine se


encogió. Satordi, a su favor, se inclinó para mirar más de cerca. Luca
contuvo la respiración. Era el momento de la verdad. Este golpe solo podía
venir de Ferdinand si iba a caer bien.

—Eres, madre —corrigió Ferdinand—. Eres el Señor de la Guerra Yo


estaba allí, para la negociación, las órdenes, el plan. Consejo, mi madre
nunca tuvo la intención de ceder su poder.

—Ferdinand, has entendido mal...

—No lo hice y no lo hago. El poder del Señor de la Guerra no cambió


de manos. Y la persona elegida para ejercer el poder en tu lugar está
muerta. Tú sigues siendo el Señor de la Guerra tanto como yo soy el rey.

—Mi rey —Los dientes de Geneva brillaron—, tergiversas mis


palabras.

—No lo hago.

Geneva se burló.

—¿Debo recuperar la carta y detallar el plan que he ideado en el


estudio dentro de tus aposentos?

Satordi mordió.

—¿Qué carta?

—Esta —El rey sacó un trozo de pergamino de su bolsillo con la


misma suavidad que Amarande—. Está en clave, pero lo que es, es un
intento de extorsión: la princesa por el poder permanente transferido al
Señor de la Guerra temporal. Exactamente lo que ocurre cuando las
lealtades están divididas.
El rey dejó colgar esa acusación y succionó casi todo el aire de la sala.
¿Era esto lo que había ocurrido cuando Amarande se había puesto de pie
con Koldo a su lado, exigiendo a esta misma gente que cambiara las leyes
para poder acceder a su propio poder y no estar en deuda con leyes que
sólo servían a las víboras que la rodeaban?

Luca nunca había conocido a su madre, la reina o su madre sustituta,


Lygia, pero sí conocía la mirada de reproche que Geneva dirigía al niño
que había criado como su hijo. Le decía que era un tonto, un niño, que no
entendía el peso de lo que significaban sus palabras.

—Tú la mataste. Para obtener a la princesa y su mozo de cuadra por


el bien de Ardenia. ¿De eso se trata todo esto, Ferdinand? ¿Querías el
crédito por tu valentía al salvar a tu hermana? ¿En lugar de mantenerlo
sólo entre nosotros? Bueno, ahora todo el mundo sabe lo leal que eres a la
hermana que te ve como una amenaza.

Amarande dio un paso adelante y Ferdinand le tendió una mano para


detenerla.

—Madre —Incluso con la calma de Koldo en Ferdinand, la frustración


mordió la palabra—. Yo no la maté, pero está muerta.

—La semántica de la vida de esta persona no importa —anunció


Satordi.

—Las lealtades de Geneva están divididas, sí, y la semántica de la vida


de esta persona sí importa —le aseguró Amarande, aumentando la presión
de su hombro contra el cuerpo de Luca. Ahora ella lo apoyaba, y los latidos
del corazón de Luca se aceleraron en consecuencia—. Porque la persona
que su propio pueblo creía que era el Señor de la Guerra murió cuando el
campamento del Señor de la Guerra fue emboscado y reclamado por el
legítimo líder del Reino de Torrence.

Geneva no mostró ni un ápice de sorpresa, salvo para fijar fríamente


su atención en Luca. Éste tragó saliva, pero se la devolvió, mirando
fijamente al Señor de la Guerra ahora, libre de sus secretos y máscaras,
todo ahora a la vista.

La voz erudita de Joseba entró en escena.


—Los Otxoa eran los líderes legítimos del Reino de Torrence, y se han
extinguido.

—Te aseguro que no lo están.

Satordi entornó los ojos hacia Amarande.

—¿Cómo...?

—Como prisionera en el campamento del Señor de la Guerra, lo vi


todo con mis propios ojos —respondió Amarande—. La emboscada, el
ataque, la simbólica Señor de la Guerra cayendo en picado hasta morir en
su propio pozo de fuego. Y luego, la retirada y la rendición de su pueblo,
ante el legítimo rey.

Aquí, su amor se volvió hacia Luca, lo miró directamente a los ojos y


se aseguró de que ninguna de esas personas volviera a llamarlo mozo de
cuadra.

—Luca, el legítimo heredero de los Otxoa, cobijado aquí en el Itspi por


el rey Sendoa, todos estos años.

Amarande le sonrió entonces, y él compartió la sonrisa mientras el


peso de todos los ojos de la sala le apretaba.

—Y antes de que preguntes, Satordi, tenemos pruebas. Pruebas de que


Luca es el heredero, pruebas de que el rey Sendoa lo sabía. Y pruebas de
que había planeado no sólo alertar a Luca de su destino, sino ayudarle a
cumplirlo, atacando al Señor de la Guerra, que sabía que era su reina
fugitiva.

Cada acusación golpeaba como una bala de cañón, rompiendo la proa,


el casco y el mástil de este barco en el que estaban, enviándolo astillado al
mar eterno del tiempo, la intención y el trabajo.

Aunque lo tenían preparado, el tatuaje, el mapa con los planes de


Sendoa, y el conocimiento directo de Koldo, si llegaba, ni Satordi ni
ninguno de los otros consejeros pidió esa prueba. En cambio, el consejero
principal tensó los dedos y miró a Ferdinand.

—Mi rey, creo que tal vez, dada esta nueva información compartida
tanto por usted como por la princesa, sería mejor que la reina madre fuera
relevada de más discusiones sobre los planes del Rey Sendoa para Ardenia,
y el Torrente, sus lealtades, como se ha dicho, son ciertamente turbias y un
peligro para Ardenia, en mi opinión. Si cree que es prudente, llamaré a
una guardia para que se la lleve.

—Eso no será necesario —insistió Geneva.

—Es necesario —Ferdinand cuadró los hombros—. Agradezco tu


preocupación, Satordi, pero esa decisión no me corresponde a mí. Hermana
mía, como legítima heredera y reina, ¿cuál es tu deseo?

Las bocas de cada uno de los consejeros se abrieron, mientras que la


mandíbula de Geneva se tensó, con la traición y la rabia en sus mejillas.
Amarande no se movió.

—Los guardias escoltarán a la reina madre a sus aposentos y


permanecerán frente a su puerta.

En una muestra de apoyo, el rey llamó a la sala—: ¡Guardias, lleven a


la reina madre a sus aposentos y vigilen allí!

Se produjo un movimiento al otro lado de la puerta, y mientras los


hombres y las mujeres tomaban sus nuevas órdenes, la voz de Satordi sonó
grave, lívida, a lo largo de la sala.

—Mi rey, con la guerra a las puertas, ¿entiendo que está... cediendo el
poder?

—Sí. Una mentira me hizo rey. Es una en la que todos ustedes


participaron, y yo también. No soy el heredero legítimo y mis decisiones
son secundarias para mi hermana, que es la reina legítima.

—Pero la unión de los reinos de Arena y Cielo debe aprobar...

—¿Debe aprobar qué? —preguntó Ferdinand, todavía tranquilo. No le


importaba que los guardias hubieran entrado y que no pudieran ignorar
lo que estaba diciendo—. ¿Que pienso ceder la corona a mi hermana, que
debería ser reina a todas luces? Una corona, recuerdo, que me fue
entregada sin consultar a los gobernantes del continente. Tal y como están
las cosas, tenemos a dos tercios de los gobernantes de Arena y Cielo aquí
mismo. —Ferdinand miró a Luca—. ¿Vas a votar conmigo para permitir
que las mujeres herederas gobiernen directamente en Arena y Cielo?

Luca sonrió.
—Con mucho gusto.

Los guardias aparecieron al lado de la reina madre y ella se alejó de


ellos encogiéndose de hombros, optando por retirarse ella misma de la
gran silla del Rey Sendoa.

—Tal vez debería hacer que votaran para concederme Basilica. Tengo
la sangre para eso, mi primo apenas puede competir.

—Así no es como funciona nada de esto —espetó Satordi, no tanto a


Geneva como a toda la idea de esta transferencia casual de poder—. Un rey
no puede nombrar a una reina y hacerse a un lado; una sola batalla no
reinstala al Otxoa.

—Satordi, ¿te escuchas? —exclamó Amarande—. Inés acaba de


asesinar a dos reyes y de reclamar tres quintas partes del continente por
un vino derramado. En esta sala se encuentra su camino hacia los otros dos
reinos. No importa lo que digan las leyes; nada de eso se sostiene. Los
Reinos de Arena y Cielo que escribieron esas estúpidas y antiguas reglas
ya no existen. El futuro de este continente...

Con un estruendo, un guardia y otro cayeron al suelo, con sonrisas de


asesinos grabadas en sus gargantas, y la sangre manando en los cuellos de
sus regios uniformes ardenianos. Geneva se situó sobre ellos con dos dagas
gemelas en las manos, ambas teñidas de carmesí por la sangre arterial.

Más cerca de ella, Joseba se puso en pie de un tirón, y su silla se cayó


con las prisas. No estaba claro si pretendía desarmarla o escapar. No
importaba. Una rápida estocada y cayó, con la sangre floreciendo en el
pecho de su túnica de marfil.

Amarande y Luca se lanzaron a por sus botas, con los cuchillos


preparados y listos como un rayo. Ferdinand fue aún más rápido,
protegiéndolos con su espada mientras se armaban, preparados para
bloquear un ataque.

Todos pudieron ver que las dos dagas que Geneva había estado
sosteniendo sobresalían ahora de Satordi y Garbine. Geneva había
apuñalado a la anciana en el corazón, y estaba desplomada sobre la mesa,
sangrando por todos los papeles esparcidos sobre ella. A Satordi le había
dado en el costado, sin tocar órganos vitales, pero incapacitándolo. El
consejero principal luchó por ponerse en pie, boqueando como un pez
enganchado, antes de caer finalmente detrás de la mesa.

Ignorando por completo sus momentos de agonía, Geneva se inclinó


para recuperar las espadas de los guardias muertos y levantó las espadas
gemelas de Basilica con un encogimiento de hombros.

—Se estaban interponiendo en nuestras discusiones. Reglas,


reglamentos y las minucias de la transferencia de poder. Deberías
agradecerme que te haya quitado ese obstáculo simplemente por mi propio
fastidio —Geneva sonrió, los dos vástagos del Rey Sendoa estaban ahora
en su punto de mira—. Ahora, niños, su único obstáculo soy yo.

Sí, el Señor de la Guerra saldría a luchar. No huiría como la reina


fugitiva que una vez fue.

—¡Guardias! —Ferdinand llamó, su voz aún más fuerte que antes.

Esto también fue un alivio. A pesar del espectáculo que había


montado, Luca no estaba del todo seguro de que Ferdinand no se volviera
contra ellos.

Geneva dio un paso hacia él, con la espada en un ángulo mortal. Los
ojos de Luca se fijaron en sus zapatos: botas, no zapatillas. Podría haber una
daga en ellos, o dos. Tal vez incluso escondido en su corpiño. Una mujer
como ella podría tener fácilmente muchas más armas escondidas.

—¿Quieres que me corten, Ferdinand? —La reina madre dio otro paso,
con la frente muy arqueada—. ¿Después de todo lo que he hecho por ti?

Ferdinand no cedió.

—Me has utilizado. Cada centímetro del camino.

—No, me quedé contigo. Por ti. Y tú pagas mi amor apuntándome con


una espada.

Desde el vestíbulo se oyó una conmoción, y el corazón de Luca


revoloteó de alivio.

Koldo. Ula. Urtzi y Osana. Justo a tiempo, a pesar del lugar imprevisto.

—¡Madre, aquí! —Ferdinand llamó de nuevo y Geneva se estremeció


visiblemente.
Ahora estaba claro que no quería matar a Geneva, sólo eliminar su
influencia. Que se ocupara de la guerra por su cuenta, que saliera triunfante
o que lo perdiera todo a manos de Inés y que se ocupara de sus
contemporáneos, si sobrevivía.

La sonrisa de Geneva se ensanchó de una manera que hizo que el


corazón de Luca se encogiera.

—No van a venir, hijo mío.

La bilis subió dentro de Luca mientras su agarre se tensaba en el


cuchillo. A su lado, Amarande ya estaba escudriñando su periferia en busca
de movimiento más allá de las pesadas puertas dobles.

Pero entonces, a pesar de ese anuncio, un ruido vino de detrás de ella.


Pasos y luego el tintineo de una cerradura y un pestillo liberándose. Y allí,
entrando en la sala desde una puerta oculta más allá de la mesa del consejo,
estaba un oponente que Luca no esperaba.

Taillefer.
Capítulo

61
La hoja de Amarande se endureció en su mano.

Taillefer.

No podía ser. Pero lo era. Se había transformado en el inconfundible


berenjena y oro de Pyrenee. También se había lavado la cara, sin sangre ni
suciedad. Pero seguía luciendo la sonrisa de zorro que tanto había visto la
princesa durante su viaje.

—¿Cómo... por qué...? —La voz de Amarande se apagó y la sonrisa


aumentó. Tan complacida que la había hecho tropezar.

Sus ojos brillaron, posándose en su hermano.

—¿No nos presentas, princesa?

—Reina, acabamos de hacerla reina —corrigió Ferdinand, los ojos


rastreando esta nueva amenaza mientras seguía dirigiéndose hacia Geneva
y sus espadas dobles—. Y te referirás a ella como tal.

Como siempre, Taillefer encontró humor en algo que no era gracioso.


Dejó escapar una risa audible mientras pasaba por encima del cuerpo
moribundo de Satordi. No explicó qué humor vio y tampoco se acercó
más a la habitación, ya que tanto su daga como su espada seguían guardadas
en sus vainas en la cintura.

Tal como estaba, eso lo puso en alineación literal con Geneva y sus
armas, enfrentándose al resto de la sala desde ambos extremos de la mesa
de consejo de forma ovalada.

Amarande miró a su madre y al príncipe.


¿Eran un equipo? ¿Una especie de alianza informal? ¿O se trataba de
otro de los ingeniosos trucos de Taillefer? ¿De qué lado estaba realmente?
¿De su madre? ¿El de ella? ¿O simplemente del suyo propio?

—¿Qué estás haciendo aquí? —Esta pregunta vino de Luca. Amarande


no había creído que él tuviera la capacidad de odiar a Taillefer tanto como
debería, pero la dureza de su tono decía lo contrario.

¿Dónde estaba Koldo? ¿Ula, Urtzi y Osana? Era demasiado esperar a


los guerreros de la resistencia. Todavía no. Pero necesitaban refuerzos. Con
Luca, Ferdinand y ella misma frente a Geneva y Taillefer, sus posibilidades
parecían buenas. Pero alguien se había ocupado claramente de los guardias
y era imposible saber quién más estaba en el pasillo. Peor aún, Taillefer
había llegado desde la antecámara detrás de la sala del consejo, fuera de la
celda en la que había sido encarcelada. ¿Qué más había allí? ¿Quién más?
¿Y cómo había llegado Taillefer al interior del Itspi vistiendo el uniforme
de Pyrenee sin ser detenido por sus soldados de abajo?

—Estoy aquí para asistir a esta encantadora reunión, al igual que tú,
cachorro de lobo. Pido disculpas por mi tardanza, y el lamento es mío ya
que veo que me he perdido la parte de la programación en la que intentan
dejar de lado sus diferencias el tiempo suficiente para unirse y enfrentarse
a un enemigo común —Taillefer se dedicó a examinar el desorden de la
sala. Planos desechados, cuerpos esparcidos por el suelo, sangre vital en
varias fases de liberación. Líneas trazadas en mármol en lugar de arena. La
inspeccionó del mismo modo que una institutriz miraría la habitación de
un niño especialmente desordenada—. ¿No pudiste encontrar dentro de
aquí el unir fuerzas contra mi madre?

—Las negociaciones aún están en curso —respondió Geneva con sus


espadas inamovibles.

—La buena noticia es que ella y yo tampoco pudimos unirnos para


vencerte. Así que me encargué de ella.

El silencio asfixió a la sala ante la insinuación. La diversión brilló en


sus ojos y a Amarande le rechinaron los dientes. Este chico nunca hablaba
claro.

—Taillefer —escupió Amarande—, ¿mataste a tu madre?


—Rey Taillefer y sí. No habrá choque de reinas —Hizo una profunda
y burlona reverencia—. De nada.

Los ojos de Luca se entrecerraron.

—¿Cómo podemos creerte?

Taillefer se acercó un paso más.

—Oh, cachorro de lobo —respondió, casi con cariño—, tú más que


nadie deberías creerme. Te perdoné cuando dije que lo haría. También eres
bienvenido por eso.

Amarande se dirigió de nuevo a Taillefer, casi esperanzada.

—¿Estás aquí para una tregua?

—Está aquí por mí —respondió Geneva. Había estado apartada,


observando con sus espadas, pero ahora dio otro paso adelante, de modo
que de nuevo ella y Taillefer estaban alineados—. Su Alteza y yo somos
aliados desde hace tiempo.

A Amarande se le secó la boca.

—Eso no puede ser.

—¿No es así? ¿Es realmente más fácil para ti creer que un chico al que
intentaste asesinar se pondría de tu lado y no en tu contra, querida hija? —
El azul del tragaluz de los ojos de su madre brilló—. Dime, de nuevo, ¿cómo
se produjo tu atrevida fuga?

Un peso se asentó en el estómago de Amarande mientras repasaba de


nuevo los acontecimientos de aquella noche. El momento. El lugar. Todos
los intangibles. Finalmente, tragó saliva y vio cómo una sonrisa se dibujaba
en el rostro de su madre. La voz de Amarande resonó en sus oídos.

—Sabías dónde me tenían, no porque fueras muy inteligente, sino


porque mi madre te lo dijo.

Como confirmación, Taillefer arqueó una ceja.

—Es muy posible que no lo sepa todo, reina.

—Estás jugando con nosotros dos —acusó Ferdinand.


—Sí, eso es lo que hacen los jugadores inteligentes; tú mismo lo has
hecho un poco. Aplausos para ti, pequeño Sendoa. Siempre hay más de un
lado del juego, y yo los he jugado todos. Tu madre. Tu hermana. El
Torrente. Ardenia. Myrcell. Tengo alianzas con todos los jugadores, mi
dedo en cada olla. No hay nada particularmente especial en ninguno de los
tuyos —Taillefer se volvió hacia Geneva—. Aunque me atrevo a decir que
alinearse con la causa del Señor de la Guerra es una propuesta mucho
menos atractiva que antes, dado que el Otsakumea se ha levantado y está
entre nosotros, y sus partidarios huyen con el viento o se pudren en la
arena.

Geneva giró sobre él.

—¿Perdón?

Taillefer la ignoró y envió una mirada interrogante en dirección a


Luca.

—Supongo que has tenido éxito, si estás aquí —Le guiñó un ojo y le
hizo un gesto con el pulgar—. Un mozo de cuadra como heredero perdido
de un trono extinto es ciertamente uno de los cancioneros.

Todo el cuerpo de Geneva giraba ahora hacia Taillefer, sus espadas,


su fuego y su rencor.

—Mientras yo esté en pie, el cachorro de lobo no ha ganado nada. Y


tú estás conmigo, muchacho.

—No, creo que no —Taillefer se volvió hacia Amarande—. Mi madre


ha muerto. Ahora gobierno Pyrenee. Lucha contra tú madre por Basilica
y Myrcell no me importa. Sólo quiero lo que es mío.

—Mi oferta es esta. Reconóceme ahora como rey y mis naves se


dispersarán. No habrá guerra en tu puerta —Taillefer miró de Amarande
a su madre y viceversa, curvando los labios—. Bueno, a menos que
consideres que esta negociación tuya sea una guerra civil, en cuyo caso la
resuelves y me envías un trozo de pergamino con el nombre del ganador
cuando termine, ¿quieres?

—Eso... en realidad suena razonable —susurró Luca desde el lado de


Amarande.

Y lo era.
¿Sin Inés? ¿Sin guerra para toda Arena y Cielo? ¿Sólo un simple
acuerdo, un apretón de manos, y una separación de caminos? No. No podía
ser.

—Taillefer —llamó Amarande— te reconoceré como Rey de Pyrenee


si honras mi reclamo como Reina de Ardenia y el derecho de nacimiento
de los Otsakumea al recién reformado Reino de Torrence.

La sonrisa del zorro brilló.

—Como desee, Su Alteza.

—¡No! ¡Creo que no! —gritó Geneva, con sus espadas gemelas
chocando entre sí para enfatizar—. ¡El continente no se decidirá así! Por los
deseos volubles de los niños sin ninguna base. Estas palabras no significan
nada.

Justo en ese momento, las puertas se abrieron de golpe y entraron la


Generala Koldo, Ula, Urtzi y Osana, con la respiración agitada. Habían
utilizado sus armas, pero lo habían conseguido a pesar del obstáculo que
Geneva les había creado claramente.

—Ah, mira eso —observó Taillefer, alegremente—. Después de todo,


iban a venir.

Los ojos del Señor de la Guerra se estrecharon ante la generala, otro


supuesto aliado que se convirtió en traidor.

Koldo se puso en línea con su hijo, con los hombros hacia atrás y la
espada en alto.

—Este es el fin, Geneva. Estás derrotada. Como el Señor de la Guerra,


como la reina fugitiva y como la reina madre. Ahora no tienes títulos. Ni
tierras. Ningún ejército. Nada. Arena y Cielo han cambiado para siempre,
pero tú ya no formarás parte de ella.

—Lo que hice, lo hice por Ardenia —Los furiosos ojos azules de
Geneva encontraron el rostro de Amarande—. Protegí el legado de mi hija
de la amenaza del hijo de Koldo.

Se giró hacia Ferdinand.


—Te protegí a ti de la muerte. Podrías haber sido mi primera muerte,
y en cambio te convertiste en mi hijo.

Ferdinand negó con la cabeza.

—Me robaste de mi legítima madre y luego me colgaste como chantaje


durante toda mi vida, hasta el momento en que recuperaste el trono de
Ardenia utilizándome.

—Lo hice por ti. Lo hice por los dos. Lo hice para evitar la guerra. No
sabía lo que haría Inés —Geneva apuntó con una espada a Taillefer—. O
sus hijos psicópatas.

—Oye, estás hablando de un rey —interrumpió Taillefer—. Al menos


llámame genio en lugar de niño-psicópata. Sí, el rey lo aceptará.

Todos los presentes le ignoraron.

—No lo hiciste por nosotros —dijo Ferdinand, su furia era evidente,


aunque su voz se mantuviera contenida—. Le robaste a Amarande la
oportunidad de crecer con su madre y al mismo tiempo me robaste mi
oportunidad de crecer con mi madre y mi padre. Piensa en lo que hemos
perdido.

—¡No! Hice lo que era mejor para los dos cuando ella —Geneva señaló
a la generala— atacó el legado de mi hija.

De nuevo, Ferdinand negó con la cabeza. Bajó la espada y trató de


tocar el corazón de ella, la única madre que había conocido durante quince
años, por muy retorcido que resultara ese amor, dejando que sus palabras
fueran a la vez su ofensa y su defensa.

—No puedes culpar a Koldo por lo que hiciste.

—No, te di mucho. No robé nada —Esta vez su voz tembló—. De ti,


de Amarande, de nadie más. Yo…

—Estrellas —maldijó Ferdinand—, incluso le robaste a Luca la


oportunidad de crecer con su madre.

—¿Qué...? —La voz de Luca estaba tensa—. ¿Qué quieres decir?

Koldo respondió con suavidad.


—Tu madre no murió de una enfermedad pulmonar, Luca. Fue testigo
de la huida de Geneva con Ferdinand. Geneva admitió haberla
estrangulado. Siento mucho decírtelo ahora, de esta manera...

Hubo un momento de silencio aturdidor.

Entonces Ula dejó escapar un grito de rabia.

—¿Qué? —La pirata se lanzó hacia delante con la espada curva en un


ángulo mortal—. ¿Mataste a Lygia? ¿La estrangulaste?

Luca la agarró del brazo al pasar, pero Ula se lo quitó de encima con
furia, avanzando hacia el Señor de la Guerra, paso a paso. Por primera vez,
Geneva retrocedió, retrocediendo ante la furia de los ojos de Ula,
cubriendo esa debilidad involuntaria con una risa burlona.

—¿Quién por las estrellas eres tú y por qué te importa? Lygia no era
en realidad la Reina Elixane, maté a una humilde niñera —Su voz era todo
bravuconería, burlona, y Taillefer realmente tuvo el descaro de reírse,
completamente entretenido desde su rincón—. Has arruinado el glorioso
discurso de mi hijo despreciando todo lo que he hecho en los últimos
quince años. Deja de estropear la corriente; estoy segura de que está a punto
de pasar a la forma en que goberné con miedo y puño de hierro en el
Torrente, aunque él estuvo gustosamente a mi lado y vio arder a cada
víctima.

Ula levantó la barbilla, con la espada en alto y los hombros hacia atrás.
Luca se acercó, pero no intentó sujetarla de nuevo.

—Me llamo Ulara Vidal. Tú mataste a mi madre. Hiciste de mi tierra


un páramo de miedo. Y...

—¿Y qué? —Geneva estrechó su mirada—. ¿Voy a morir a tus manos?


Ponte en la cola, chica.

Con un grito, Ula se abalanzó, con su espada curva sostenida en alto


con ambas manos. Con una fuerza letal, la envió hacia abajo, pero el golpe
fue rechazado por las espadas gemelas de Geneva. El impulso envió a Ula
en un giro que la hizo girar, de vuelta a Geneva, vulnerable a la siguiente
cuchillada de la espada del Señor de la Guerra. Un rápido empujón y Luca
apartó a Ula del camino.

Quedando él mismo expuesto.


En un instante, Geneva se abalanzó y con su espada más cercana, tres
pies de verdadero acero basilita, se lanzó directamente a la carne
vulnerable del torso desprotegido de Luca.

—¡No! —Amarande saltó hacia el brazo de la espada de Geneva. Puso


ambas manos en la parte exterior del brazo de su madre y tiró, haciéndola
girar. Su propia daga cayó, patinando por el suelo de mármol.

Todo el movimiento hizo que ambas se tambalearan hacia la pared


cubierta de tapices. Amarande se estrelló primero contra ella, y la
representación tejida de algún rey ardeniano muerto no sirvió en absoluto
para amortiguar el golpe en la nuca y la parte superior de la espalda. Sin
aliento, Amarande se aferró al brazo de su madre, golpeando su muñeca
una y otra vez contra la pared de piedra en un esfuerzo por liberar la
espada de su agarre.

La sangre.

Había sangre en la espada de su madre. La sangre de Luca.

—¿Luca? —Incluso en sus propios oídos, la voz de Amarande era


estrangulada—. Luca, ¿estás...?

Geneva echó su cuerpo hacia atrás, empujando a Amarande con más


fuerza contra la pared, hasta el punto de que su cráneo se estrelló contra la
implacable piedra con un terrible crujido. El mundo se volvió
inmediatamente lento y amortiguado, su percepción se vio empañada por
las lágrimas y un repentino golpeteo en la cabeza.

Amarande trató de enfocar su visión adormecida, pero apenas pudo


distinguir a Luca en el caos que tenía ante sí. Ula y Urtzi se acercaban y
Osana corría tras ellos. Ferdinand los protegía a todos de la segunda espada
de Geneva, que seguía atacando mientras Amarande mantenía su agarre en
el brazo de la espada que había golpeado a Luca. Era inútil, por supuesto,
porque Geneva no podía alcanzarlo realmente.

Y así, con un gran golpe, Geneva arqueó su segunda espada hacia su


hija, presionada contra la piedra.

En un destello de acero y botas, Koldo atacó.

La generala se abalanzó sobre la espada agitada de Geneva con la suya,


aplastándola contra la pared de piedra detrás de ella. Durante una fracción
de segundo, el cuerpo de Geneva se estiró en cruz, Amarande seguía
inmovilizando un lado con ambas manos, Koldo iba a por el otro con su
espada.

Pero entonces, justo cuando Koldo alcanzó la máxima presión,


Geneva dejó caer la espada. La propia espada de Koldo perdió su palanca,
y se alejó dando tumbos.

Con un gran estruendo, la generala se estrelló contra la pesada mesa


de madera del consejo, y los papeles y figuritas se dispersaron. Y mientras
el cuerpo de Koldo golpeaba, la atención de Amarande se fijó en otro
movimiento de ese lado de la sala. Taillefer retrocediendo lentamente hacia
la puerta por donde había venido, aparentemente ya no entretenido.

Pero Amarande aún no había terminado con él.

—¡Taillefer! Que alguien detenga a Taillefer.

Para sorpresa de Amarande, fue Luca quien acudió a su llamada. En


un abrir y cerrar de ojos, recogió su daga caída y la lanzó de punta a punta
hacia el nuevo Rey de Pyrenee. Amarande no vio cómo la hoja hacía
contacto, ya que Geneva giró para encarar a su hija y golpeó el tapiz en lo
que al principio pareció un golpe fallido al riñón de Amarande.

Pero entonces la piedra de la espalda de Amarande cobró vida. Toda


la pared detrás del tapiz giró, y con ella la princesa y su madre. El rostro
de Geneva se convirtió en una sonrisa calculadora.

—Antes de que este castillo fuera tuyo, era mío.

Y, mientras se sumergían en la oscuridad más absoluta, la madre de


Amarande se rio.
Capítulo

62
El panel volvió a ser de piedra. Todo el grupo, excepto Taillefer, se
abalanzó sobre él y lo pinchó. El tapiz había desaparecido y la pared era
completamente sólida.

Un pasadizo secreto.

Luca había vivido en el Itspi toda su vida, había peinado cada rincón
con Amarande, cada escalera, cada piso, cada rincón. Incluso habían pasado
años utilizando el montacargas de la biblioteca como su propia entrada
secreta al patio.

Pero nunca había visto moverse una pared.

Apuñaló las piedras de la misma altura que la que Geneva había


golpeado, Ferdinand y Urtzi golpearon las que estaban más arriba, Ula y
Osana clavaron sus puños y hombros en las que estaban más abajo.

La Generala Koldo se levantó de donde había caído sobre la mesa.


Estaba sangrando por la cabeza, con un enorme corte sobre el ojo por el
contacto con el enorme mueble con volutas.

—Koldo, —La llamó Luca— ¿conoces...?

—La biblioteca —Mientras lo decía, recogió la espada desechada de


Geneva, miró a Luca y se la lanzó.

—¿Es el único lugar? —Ferdinand ya estaba girando hacia las puertas


dobles, sin esperar la respuesta de su madre.

—Sí.

—No hace falta que me lo digas dos veces.


Ula corrió tras Ferdinand, Koldo y Osana.

—¡Ya vamos, Amarande!

Taillefer siseó algo parecido a una carcajada.

—Sabía que esa biblioteca tenía un pasadizo oculto, Amarande lo negó,


pero lo sabía. Ve; ciertamente puedo entretenerme mientras tú resuelves
esta disputa familiar —Su voz era débil, la daga de Luca había clavado su
fino cuello berenjena contra la puerta por la que había aparecido. Taillefer
no echó mano del pestillo, pero lo haría en cuanto desaparecieran; eso
estaba garantizado—. Esperaré.

—Tenías que tentarme —Ula giró hacia él con la espada fuera y Urtzi
a su espalda—. Tengo mucho que decirte después de tu trato con Luca,
Taillefer.

Luca la despidió con un gesto.

—Se lo diré. Ve, Ula. Tu espada está destinada a Geneva si Amarande


no la consigue primero. Ve, por Ama y por Lygia.

—No te dejaré —respondió Ula, con firmeza.

Taillefer suspiró.

—Tengo lo que quiero. No tengo ninguna disputa contigo, cachorro


de lobo.

—Tenemos toda la disputa. Tú no entiendes la disputa —escupió Urtzi.

Aparentemente, él tampoco se iba a ir.

Luca tenía que ser rápido. Amarande no podía esperar, ni siquiera con
la ayuda de los demás. Le necesitaba a él. Y a ellos. Pero tampoco podían
perder de vista a ese chico malvado y que se acercara a los barcos que aún
permanecían en el puerto.

—Si crees que te dejaremos ir con tu palabra y un apretón de manos,


te equivocas —Luca se lanzó a por las armas de Taillefer, sacando su espada
y su daga de sus fundas. Taillefer no luchó, con las manos inertes a los
lados... Luca no se fiaba de eso. Un farol—. ¿Cómo vamos a saber que no
te irás de aquí y ordenarás a las tropas de tu madre que ataquen Ardenia?
—No lo saben —Ese mismo resuello que habían escuchado a través de
la tela de la tienda del Señor de la Guerra ahuyentó las palabras de su boca,
junto con una tos que le sacudió todo el cuerpo. Si había ocurrido durante
su actuación anterior, Luca se lo había perdido—. Pero no será un
problema.

Taillefer sonrió, pero no era algo saludable. La sangre enmarcaba cada


uno de sus dientes en rojo intenso, como si los hubiera hundido en un
corazón que aún latía.

Fue entonces cuando Luca se dio cuenta de que no sólo había atrapado
la tela del cuello de Taillefer al inmovilizarlo, sino que le había atrapado
el cuello.

Un débil corte a la yugular.

No era un corte de asesino, pero tampoco es fácil de arreglar. La


sangre floreció alrededor de la hoja, filtrándose densamente en la tela. El
frío azul de los ojos de Taillefer buscó los de Luca.

—Me has matado. Es apropiado, después de lo que te hice.

Ula puso una mano en el antebrazo de Luca.

—Vamos, Luca, no necesitamos ver esto. No querías hacerlo.

—Espera. Por favor —La voz de Taillefer era más débil aquí, y Luca
no tenía ganas de irse—. Necesito que le digas algo a Amarande.

Por mucho que odiara a este chico, Luca tenía que concederle esto.
Taillefer era de los que tienen la última palabra. Puede que ya estuviera a
las puertas de la muerte, pero Luca se la había cerrado en la cara. El viaje
a las estrellas de Taillefer corría por su cuenta.

—El veneno en el abrevadero. Ese fui yo. Es lo peor que he hecho.

Luca tragó, respirando con dificultad, aunque la acción había


terminado.

—No digas eso. No mientas con tu último aliento. Mataste a Sendoa


con veneno en su agua, de la misma manera. Lo sé. No lo niegues.
El aire no llenaba los pulmones de Taillefer. No inhalaba. Sin exhalar.
Nada. Luca no pudo apartar la mirada mientras el rostro de Taillefer
palidecía.

—Yo no maté a Sendoa. Mi veneno lo hizo. Renard lo hizo —A


Taillefer le fallaba la voz, pero siguió hablando. Siguió explicando—.
Catalogué cada frasco. Sabía lo que había enviado a Domingu como
muestra. Faltaba un vial más de cicuta y también mi hermano el día que
murió el Rey Sendoa.

Taillefer volvió a toser, tan fuerte que su cuerpo se desplomó después,


la hoja del cuchillo era lo único que lo mantenía erguido. Con su último
aliento, el breve rey de Pyrenee mostró remordimiento por su parte en el
acto que lo inició todo.

—Dile a Amarande que siento no haberlo detenido.


Capítulo

63
Su madre tenía una espada única.

Una ventaja.

La ventaja de saber a dónde iba.

Amarande estaba tirada de bruces en el suelo, las mismas piedras


ásperas de las paredes, no el mármol liso y vistoso de parquet1. Con dolor,
salió de debajo del ornamentado tapiz, cuyo peso cayó sobre ellas mientras
giraban hacia este espacio.

Un pasillo.

Amarande parpadeó. Las antorchas se alineaban en las paredes en un


patrón alternado con vastos vacíos sombríos que nublaban el estrecho piso
inclinado hacia abajo ante ella. La oscuridad era tal que al principio no
podía ver a su madre, sólo oír sus pasos en la distancia. Entonces, cuando
sus ojos se adaptaron, Amarande vislumbró una figura, vestida con un traje
de gala, que avanzaba a toda velocidad, con la espada en la mano, y
cojeando claramente cuando se inclinó hacia atrás por encima del hombro
para comprobar su ventaja.

La reina fugitiva estaba huyendo, una vez más.

Oh, no, no lo harás.

Amarande se puso en acción, con las botas agitándose bajo ella. No


tenía ningún arma. Le dolía el brazo y le ardían las piernas al pasar de la
inmovilidad a la carrera.

1
Es un piso formado por piezas de madera fina acopladas y dispuestas regularmente formando
dibujos variados.
El corazón de Amarande se estremeció ante la idea de que, después
de todos estos años, era ella quien perseguía a la reina fugitiva.

Geneva volvió a parpadear en la luz lejana. Amarande la estaba


alcanzando, los metros de encaje y seda y todos los refuerzos pesaban
fácilmente el doble de la espada que ella llevaba. Y aunque su madre era
realmente fuerte y estaba entrenada, probablemente había pasado muy
poco tiempo haciendo ejercicios de agilidad en un vestido de baile durante
su reinado como Señor de la Guerra.

Amarande se acercaba a ella a cada momento. Cincuenta pasos por


detrás.

A veinte. A diez.

Su madre se detuvo en un callejón sin salida. Geneva dejó caer sus


faldas y comenzó a golpear varias piedras en la pared.

¿Cuántas puertas ocultas había?

Amarande comprendía ahora exactamente cómo Geneva había


logrado moverse por el castillo con un bebé robado y escapar en la noche.
Conocía las venas del Itspi así como sus huesos.

Ese conocimiento no importaba. Tampoco el hecho de que Amarande


no tuviera ningún arma. Ella y su madre atravesarían juntas ese muro o
acabarían aquí, en este pasillo, solas.

—No dejaré que vuelvas a huir. Ríndete o lucha. No hay nada más.

Geneva se dio la vuelta para mirar a Amarande.

—Hay que ganar. Quiero ganar.

—¿Ganar qué? ¿Ardenia? No va a suceder. ¿El Torrente? Ya has


perdido.

—Mientras viva, puedo reunir oposición. También lo pueden hacer


los anteriores Señor de la Guerras. Están vivos, lo sabes. Y no son de los
que dejan que su legado se vaya en silencio.

—No me amenaces, madre.

—No es una amenaza para ti; es una amenaza para tu chico allá arriba.
—Una amenaza para él es una amenaza para mí.

—Bien; entonces los golpearé a los dos —La furia bullía en sus finas
facciones—. Tengo un gran interés en mantener el Torrente a salvo del
imperialismo patriarcal. Ya sabes, el tipo exacto de cosa que ha dejado a
mi propia hija impotente.

—No soy impotente —Amarande estaba desarmada, sí, pero siempre


tenía el poder que necesitaba—. Y si no me equivoco, utilizaste ese
imperialismo patriarcal para volver a entrar en este castillo y robar mi
corona.

—Creí que habías muerto. Creí que salvaría a Ardenia.

—No —Amarande negó con la cabeza, con los ojos sin vacilar. Alcanzó
la antorcha más cercana, no como arma, sino para sostenerla entre ellas,
para poder leer cada centímetro del rostro de su madre—. Creíste que
ganarías el control de Ardenia y aumentarías tu dominio, Señor de la
Guerra. Juraste hasta el cansancio que amabas a Ferdinand. No. Amabas lo
que él podía hacer por ti.

—Esa no es nuestra relación.

—¿No lo es?

Las manos de Geneva seguían revolviendo las piedras detrás de ella.


Con una mano sosteniendo la espada y con la mano libre empujando
cualquier cosa bajo sus dedos, buscando el punto de presión adecuado. Su
espada estaba a distancia de ataque. Amarande no retrocedió, tenía la
antorcha, sus puños y su ingenio. Había mucho que podía utilizar. Pero si
Geneva conseguía abrir ese panel y se quedaba en este pasillo, perdería su
oportunidad por completo. Así que se quedó a menos de un brazo de
distancia.

Geneva ensayó una sonrisa.

—Quería una relación contigo, sabes.

—Anulaste esa posibilidad en el momento en que huiste.

—Volví.
—¡Y me encerraste en una torre! Mantenerme prisionera no es una
relación; es manipulación. No es amor. No me amas, no importa lo que
digas. Y yo nunca podría amarte.

Esos ojos, tan parecidos a los suyos, se estrecharon y el labio superior


de su madre gruñó.

—¿Se supone que eso me corta, princesa? ¿Se supone que eso debe
herirme en lo más profundo? —Aunque sonreía, la expresión de Geneva
era tan fría como el peor de los inviernos pirenaicos—. Puede que lo haya
hecho en el pasado. ¿La mujer que era cuando me despedí de tu frente?
Claro. ¿La mujer que era cuando entré en los aposentos de Koldo a
medianoche y le arrebaté a su bebé dormido? Posiblemente. ¿La mujer que
fui cuando até a ese bebé a mi pecho y corrí hacia el establo, sólo para
encontrar a Lygia despierta, sanando su tos con agua hervida y miel? Tal
vez.

Se detuvo ahí, disfrutando de ver cómo el corazón de Amarande se


desplomaba. La respiración de la princesa se volvió superficial.

Geneva continuó, con la voz dura como el acero basilita que aún tenía
en su mano.

—¿La mujer que era cuando le aplasté la garganta a Lygia cuando hizo
sonar la alarma? No. ¿La mujer que era como Señor de la Guerra y la que
soy ahora? Nunca.

El corazón de Amarande estaba en sus botas, pero se mantuvo firme.


No apartó los ojos del rostro aún femenino de su madre.

—La persona en la que me convertí la noche que dejé este castillo ya


no siente dolor. No puedes cortarme, Amarande. No puedes hacerme daño.
Y tú y tu amor no me vencerán.

—Lo haré. Lo he hecho. Si te rindes...

—No me estoy rindiendo. Ya lo he dicho —Los dientes de Geneva


brillaron. Lo que había dicho era cierto, todos los emblemas de Arena y
Cielo son depredadores por diseño. Cambia uno por otro y seguirás
teniendo los dientes. Y ahora sus ojos se estrecharon—. ¿Por qué no me has
cortado o has prendido fuego a mi pelo y a mi vestido con esa antorcha?
¿O me has quitado la espada y me has apuñalado mientras buscaba
frenéticamente la salida?

—Yo…

—¿Por qué, querida hija? ¿Por qué?

La amenaza de las lágrimas presionó los ojos de Amarande mientras


su corazón se salía de su pecho, palpitando por lo que debía hacer. Ella fijó
su agarre en la antorcha.

—No quiero que termine así.

Los labios de su madre se curvaron.

—No todas las princesas tienen un final feliz. Las reinas tampoco.

Amarande giró entonces la antorcha, con la llama dirigida


directamente a la cabeza de Geneva.

Mientras Amarande realizaba el movimiento, con lágrimas en los


ojos, su madre se agachó y la antorcha conectó con la piedra desnuda de la
pared de atrás.

Se oyó un estruendo y la pared finalmente se movió, revelando la


salida oculta. Amarande se tambaleó hacia delante para sujetarse mientras
el suelo también giraba, con los brazos arriba, torso expuesto y arma
neutralizada.

Y fue entonces cuando el distintivo aguijón de una espada entró en


el muslo de Amarande.

No la espada. Una daga. Geneva se agachó sobre una bota expuesta


mientras giraban. Amarande registró la bota, luego la hoja. No era tan
diferente de aquella con la que había crecido.

—Un regalo de tu padre.

Amarande se balanceó y sus manos rodearon la empuñadura de la


daga mientras completaban el giro.

Las paredes se estremecieron hasta detenerse. Amarande se desplomó


hasta el suelo mientras Geneva se ponía en pie, sin recuperar el cuchillo.
Sabiendo exactamente dónde estaba y hacia dónde corría.
Amarande parpadeó.

La biblioteca. La plataforma giratoria se había abierto de par en par.


Una enorme estantería de libros giraba hacia el pasillo, cubriendo la puerta
oculta.

Estrellas, las esperanzas de Taillefer eran ciertas.

Más pesados tapices se desprendían de las paredes, las vidrieras se


enjuagaban con la luz del mediodía y sus antepasados miraban hacia abajo
en pétreo silencio. Y, mientras la última reina del linaje ardeniano sacaba
el cuchillo de su propia pierna, su madre se encontró con sus ojos.

—Te amé, Amarande.

Aunque las mangas de su madre estaban carbonizadas por la antorcha,


Geneva no estaba gravemente herida. Podía marcharse. Huir. De nuevo.

Sin decir nada más, Geneva se dio la vuelta, dejándola así después de
todos esos años.

Puede que su madre estuviera acabada, pero Amarande no.

Al igual que aquel día en el prado, su cuerpo sabía exactamente qué


hacer.

Amarande sacó su pierna buena con toda la fuerza que pudo,


derribando a su madre en un instante. Entonces Amarande se arrastró
sobre su madre, inmovilizando los brazos de Geneva entre sus rodillas, su
peso sobre el vientre de la mujer y su codo clavado en la tráquea.

El cuchillo a un suspiro de su cuello.

La herida de la pierna de Amarande sangraba a un ritmo terrible.


Alimentada por la adrenalina, su fuerza era falsa y fugaz. La sangre
floreció en sus pantalones.

Las puertas se abrieron de golpe, Koldo liderando el camino mientras


sus soldados de pacotilla la seguían. Se abrieron paso a través de los pasillos
y bajaron un tramo, la única línea directa desde la torre norte a la biblioteca
la que habían tomado, aparentemente.

—¡Ama!
La llamada de Koldo no era muy diferente a la de aquel horrible día.
Cuando se había lanzado hacia el prado, sola y llorando. Esta vez,
Ferdinand y Osana estaban en sus flancos. Entonces apareció Luca,
corriendo desde atrás, con Ula y Urtzi pisándole los talones.

Amarande vio a Luca.

Esa era toda la apertura que su madre necesitaba.

Geneva clavó un pulgar en la herida de la pierna de Amarande, y el


cuerpo de la princesa se agarrotó mientras gritaba, con la visión
desvaneciéndose en blanco. Su madre empujó a Amarande y su espada a
un lado, y se liberó.

La princesa arañó a ciegas hacia el lugar donde había estado el cuerpo


de su madre. Cuando el blanco de su visión empezó a ennegrecerse,
Geneva se estrelló contra la puerta de piedra giratoria, golpeándola lo
bastante fuerte como para que todo el mecanismo empezara a cerrarse, el
cuerpo de Amarande se colocó entre la puerta oculta y el marco mientras
se precipitaban la una hacia la otra.

Amarande trató de apartarse de las paredes de piedra que chocaban,


pero sus extremidades no le hicieron caso, toda su adrenalina se agotó, la
sangre se acumuló bajo su cuerpo de la pierna, del brazo y de algún otro
lugar.

Aun así, buscó a duras penas su daga caída y apuntó a su madre.


Primero miró hacia el pasillo oculto, pero luego siguió el movimiento no
allí sino al otro lado de la biblioteca, encima de la banqueta tapizada de
oro. El tapiz de cinco emblemas se desprendió y el eje del montacargas
quedó a la vista.

Luego vino el movimiento, pero no los bordes limpios.

Y, justo cuando todos sus sentidos se apagaron, Amarande no estaba


segura de sí había ganado o perdido. Sólo que las estrellas elegirían.
EPILOGO
Una pirata sabia dijo una vez que el amor verdadero era la fuerza más
poderosa de la tierra. Sin embargo, ese poder se había cambiado por el
miedo en todo momento, más fácil de manejar y de repartir en la misma
medida. Para cuantificar en grandes gestos de terror burdo e innegable.

Pero en las estribaciones de Ardenia, el miedo no tenía cabida. Las


estrellas habían resuelto las cosas.

Y al atardecer del día siguiente al derramamiento de sangre real en el


Itspi, Amarande se despertó con la luz de la montaña y la sonrisa de un
chico al que había amado desde que podía formar la palabra.

—¿Luca?

—Ama —Los dedos de él se extendieron por sus mejillas y por su


pelo. Un abrazo. Le dio un beso en la frente, en la nariz, en los labios—.
Gracias a las estrellas que estás despierta.

Ella ya lo suficientemente fuerte como para devolverle el beso, lo


hizo, moviendo las manos hacia su pelo, manteniendo a Luca donde quería
hasta que se dio cuenta de que no estaban solos.

Sabiendo lo que Amarande estaba pensando, Luca se apartó, su peso


moviéndose en la cama, su cama, sus aposentos, su sol de poniente. Intentó
incorporarse, por supuesto.

—Vaya, la medikua podría tener algo que decir al respecto.

Ferdinand. Amarande parpadeó al ver que su hermano no intentaba


detenerla y acabó ayudándola, moviendo las almohadas para que se
apoyara antes de chocar con la mesilla de noche mientras rondaba cerca
del cabecero.

Más allá de donde se sentaba Luca, con el calor de su cuerpo apretado,


estaban los demás.
Koldo, que se acercaba a su otro lado, sin uniforme hoy, simplemente
vestida, con la mano pegada a la pierna de Amarande. Aquí, ella no era la
generala. Era la única madre que Amarande había conocido, realmente.

A los pies de la cama, los otros. Ula. Urtzi y Osana. Los inadaptados
de Amarande, piratas y huérfanos y espías, se volvieron a su lado. Estaban
más limpios de lo que ella había visto nunca, descansados, también
moviéndose para ponerse de pie desde los muebles que se habían traído a
su lado desde todos los rincones de sus aposentos.

Amarande se reunió para la respuesta que más necesitaba.

—¿Hemos ganado?

—Seguimos vivos —Ula sonrió y asintió—. Esa podría ser la definición


en este momento.

El crudo latido en el muslo de Amarande lo confirmó. No hay dolor


sin vida. No hay vida sin dolor. Tal como era. Leyó sus caras, deteniéndose
en Ferdinand.

—¿Mi madre?

Él tragó y negó con la cabeza.

Se fue, entonces. Otra vez.

Amarande se humedeció los labios agrietados.

—¿Taillefer y los barcos? ¿Los soldados?

Al oír esto, Luca le apretó la mano, con cuidado para no lastimarle la


herida de cuchillo, que aún se estaba curando.

—Su ejército no atacó —Algo parpadeó en su bello rostro—. Taillefer


no lo consiguió, pero tengo noticias suyas... para más adelante.

La princesa asintió. Con Taillefer siempre había más. Hasta que no lo


había. No sabía cómo sentirse al respecto.

—¿Y Arena y Cielo?

Koldo se inclinó y le agarró la otra mano.


—Es lo que hagamos de él, ahora, mi reina.

El título salió de los labios de Koldo de tal manera que robó el aliento
de los pulmones de Amarande.

—Ardenia, Torrence —Koldo dio un codazo a Luca sobre el cuerpo


de Amarande—, toda Arena y Cielo. Pero eso también es para después.

Y con eso, la generala se puso de pie, con la luz salmón del crepúsculo
atrapando las mechas de su oscura trenza.

—Dejemos que descanse y vayamos a comer. La medikua querrá verla


antes del anochecer.

El resto hizo lo que se les dijo, la indicación de Koldo era tan buena
como una orden.

—¿Medikua Aritza? —Preguntó Amarande—. ¿Ha vuelto?

—Un regalo de Taillefer, si puedes creerlo —explicó Ula, y añadió—:


Aunque yo te cosí primero.

—Deja de fanfarronear —reprendió Urtzi, enganchándole su mano—.


Es hora de comer.

Osana se rio.

—Tus prioridades están siempre intactas, Urtzi —Se colgó del marco
de la puerta que conducía de la alcoba al salón con Ferdinand sobre su
hombro. Parecía haber crecido un centímetro más desde que lo conoció—
. Descansa bien, Amarande.

Un hilo de pánico sorprendió a Amarande mientras salían. Luca


seguía sentado en la cama, y ella se esforzó por atrapar su mano entre las
suyas.

—Espera, ¿no me vas a dejar, Luca? ¿Lo harás? Cena conmigo.


Descansa conmigo. Quédate conmigo. Por favor —Luego añadió con un
atisbo de sonrisa—: Mi rey.

Luca sonrió, con esos ojos suyos del color del amanecer sobre la nieve,
tan cálidos como el atardecer de verano que había detrás.
—Por supuesto que me quedaré. Me quedaré hasta el fin de los
tiempos. Mientras me necesites, aquí estoy. Siempre, Mi reina.

*****

A medida que Arena y Cielo encontraban un nuevo punto de apoyo,


la medianoche llegaba tranquilamente a Bellringe.

La luna estaba alta y ya no era débil, las nubes habían desaparecido,


la noche estaba llena de energía plateada. Una luz de platino se deslizaba
por el paisaje veraniego de la Cresta del Rey y las montañas de Pyrenee,
bañando todo lo que tocaba con el brillo de un millón de estrellas.

Esas estrellas también tenían poder, como todos los habitantes de


Arena y Cielo sabían, el cielo nocturno estaba marcado por las almas que
se habían ido, que miraban hacia abajo, vigilando a los que estaban abajo.
Tal y como estaban diseñadas, las ventanas de la capilla del Bellringe eran
especialmente buenas para captar el resplandor de lo alto, al estar mucho
más cerca del cielo que cualquier otro reino, incluso Ardenia.

Esta noche, las ventanas brillaban un poco más de lo habitual.

Porque en la mesa que había debajo de esas grandes ventanas de


estrellas yacía el cuerpo del príncipe heredero Renard.

Apestando a hierbas y tinturas, sin camisa, con la herida que tenía


abierta cosida bajo las costillas y la piel fruncida bajo el tirón de las suturas,
Renard parecía igual que cuando la medikua lo había dejado días atrás,
llevándose sus maletas y talentos al barco real en el Puerto de Pyrenee.

Sin embargo, a la brillante luz de la luna, las cosas no eran en absoluto


las mismas.

No, esa luz plateada iluminaba su rostro sin afeitar... y el aire se


cargaba, de repente, con todo el poder de las estrellas y su peculiar magia.

Y allí, solo en el silencio, el casi muerto aspirante a rey abrió los ojos.
AGRADECIMIENTOS
Este libro, como tantos otros, se gestó con cariño durante la
enfermedad, la agitación y el caos general que definió a Estados Unidos en
el año 2020. Creo que esa verdad debe ser reconocida, ante todo, porque
los libros no se crean en el vacío. Al igual que las personas y los lugares
pueden ser moldeados por el tiempo y los acontecimientos, lo mismo
ocurre con el arte.

Producir un libro durante la pandemia de COVID-19 fue, como


mínimo, una sacudida creativa. Una época de cuarentena, de agonía, de
sangrado de los límites personales y profesionales y de incertidumbre,
literalmente, en todos los niveles de la vida, afectó mucho a mi proceso de
trabajo, y lo admito como alguien que suele ser muy estricto en la gestión
de su tiempo y que siempre avanza sin descanso. Por lo tanto, este libro
no existiría literalmente sin la gran ayuda de mi red de apoyo, tanto en la
publicación como en casa.

Normalmente, cuando escribo mis agradecimientos, doy las gracias a


mi familia en último lugar porque son mi ancla, y me gusta la poética de
ello (como escritora, ¡se me permite pensar así!). Pero esta vez, están en
primer plano. Siempre me apoyan en todos mis esfuerzos, pero la verdad
es que sin su ayuda esta vez, ya sea proporcionando cuidado de los niños,
espacio para trabajar, descansos mentales, o simplemente un oído mientras
hablaba de esta historia tan complicada y todas mis esperanzas para ella,
este libro no existiría. Así que, en primer lugar, me gustaría dar las gracias
a mis padres, Craig y Mary Warren, y a mi marido, Justin Henning, que
colectivamente hicieron posible que pudiera escribir y editar un libro
durante el infierno de 2020. Y a Nate, Amalia y Emmie, por ser las
distracciones más bonitas. A Dash, Pearl y Camo, también.

Luego, a mi equipo de Tor Teen, que fue tan amable con mi princesa
y su amor. A mi editora, Susan Chang, por su entusiasmo y paciencia
mientras intentaba hacer bien este libro: su amabilidad, comprensión y
rapidez (¡cada vez!), hicieron que todo encajara, y estoy en deuda con usted.
A Melissa Frain, por amarlo primero. A Patrick Canfield, súper asistente,
por su cuidadoso trabajo entre bastidores. Al fantástico equipo de
publicidad y marketing, incluyendo a Giselle González, Saraciea Fennell,
Isa Caban, Anthony Parisi; el equipo social, por su orientación y ayuda
para llevar estos libros a las manos de los lectores. A Lesley Worrell, por
su magnífico diseño de portada y a Charlie Bowater, por el fantástico arte
para la portada. A la producción, incluyendo a Nathan Weaver, Katherine
Minerva, Jessica Katz, Steven Bucsok y Rafal Gibek. Y a todos los demás
en Tor Teen, ¡Muchas gracias!

A mi agente, Whitney Ross, que siempre es mi primera y mejor


animadora. Su espíritu y dedicación tanto a mi trabajo como a mí fueron
una luz a través de la tormenta y la fanfarronería de 2020. Tengo mucha
suerte de que hayas optado por acompañarme en este viaje.

A mi fuerte grupo local de escritores de literatura juvenil: nuestras


tardes de Whine and Wine Zoom fueron un punto brillante en este largo
camino. Echo de menos ver sus brillantes caras en persona. Tal vez, para
cuando este libro salga a la venta, esto vuelva a existir. O no. (Suspiro)

A mi amigo más antiguo, Cory "Cass Anaya" Johnson, cuya vida se


vio truncada por el COVID-19 en enero de 2021: diste forma a esta historia
y a todas las demás por el simple hecho de ser tú, un maravilloso ser. Te
echo de menos.

Y, por último, a mis lectores. Gracias por acompañarme, y acompañar


a mis personajes, en otra sangrienta excursión por el Torrente. Espero que
esta historia les haya ayudado a alejarse de todo durante algo más que un
rato.
SOBRE LA AUTORA

SARAH HENNING es una periodista en recuperación que ha


trabajado para The Palm Beach Post, The Kansas City Star y Associated
Press, entre otros. Cuando no está escribiendo, corre ultramaratones, va al
parque con sus dos hijos y pasa el tiempo con su marido, Justin, que la
ayuda con su sufrido departamento de informática.

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