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Decálogo

para ser nosotras:


1. No nos haremos daño con lo que sí valió la pena.
2. No nos castigaremos con el silencio.
3. No nos callaremos lo que importe decir.
4. No nos obligaremos a hablar cuando no queramos hacerlo.
5. No daremos explicaciones si no nos ayudan a ser.
6. No trivializaremos lo que fuimos.
7. No haremos caso a quienes nos aconsejen sin conocernos.
8. No dejaremos de intentar conocernos.
9. No nos asustaremos cuando nos hayamos conocido.
10. No dejaremos nunca de cruzar el río de las primeras veces.
Carla y Joana. Una tierna y profunda historia sobre el amor entre dos chicas
que buscan su lugar.

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Nando López

El río de las primeras veces


ePub r1.0
Titivillus 24.04.2023

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Título original: El río de las primeras veces
Nando López, 2022

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

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A Paloma y a Yolanda,
porque a vuestro lado no hay río que no me atreva a cruzar

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«Pero la verdad es diversa; la verdad nos llega con diferentes
disfraces».

VIRGINIA WOOLF
Acerca de no conocer el griego

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Un final (que es un principio)

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Tienen una conversación pendiente desde hace un año, pero ninguna de las
dos sabe cuándo será un buen momento para iniciarla.
Ni Joana, que apenas ha podido deshacer el equipaje y, menos aún,
asimilar el cambio del Berlín en el que ha pasado el último año por el pueblo
al que, por decisión o por cobardía —eso todavía debe decidirlo—, acaba de
volver.
Ni Carla, a quien la noticia del regreso de Joana le ha provocado una de
esas crisis que llamaba brotes antes de que Iria, su terapeuta, le pidiese que
los transitara como simples instantes. Aunque entiende el consejo de su
psicóloga, empeñada en privar de excepcionalidad a cuanto le sucede, a Carla
le resulta imposible controlar la ansiedad cada vez que surge ante ella una
encrucijada que no desea asumir.
El tiempo que ha transcurrido desde aquella noche en el río hasta ahora no
ha contribuido a que ninguna de las dos aclare sus ideas sobre lo que, cuando
vuelvan a verse, querrían decirse. En realidad, solo ha servido para que ambas
den aún más crédito a sus propias versiones, hasta convencerse de que nada
de lo que después se dijeron era del todo cierto.
Carla se deja caer sobre su cama y busca consejo en los carteles de cine
que llenan las paredes de su cuarto y que, en su mayoría, ha sacado de las
páginas centrales de las viejas revistas de su padre.
Le gusta curiosear entre lo que no ha vivido, imaginar cómo pudo ser un
tiempo que nunca fue el suyo y apropiarse de referencias ajenas para escapar
de los límites que siente que le imponen las actuales. Esa pasión vintage que,
según Eloy, forma parte del carácter de su hija fue una de las primeras cosas
que compartió con Joana en cuanto llegó al pueblo, justo antes de que
empezaran a intercambiar libros y películas. Las lecturas que, como Fun
Home o Un cuarto propio, Joana consideraba imprescindibles y las películas
que, como El piano o Las vírgenes suicidas, Carla no se podía creer que nadie
más hubiera visto. Eso es porque ya no ponen clásicos los sábados por la
tarde, explicaba su padre, que se aprovechaba del gusto de Carla por los
flashbacks para sacarle brillo a su veta nostálgica. Ahora lo tenéis todo, pero
ni siquiera lo encontráis.

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En su cuarto, tumbada bocarriba y tras un año encadenando trabajos
precarios mientras decide qué quiere hacer con su vida, no parece que sea
cierto eso de que lo tenga todo. O, por lo menos, no lo que le gustaría tener.
Quizá lo vería diferente si no hubiese dejado nada más empezar esa
carrera que sintió que no era para ella. Si no se hubiera creído obligada a
justificar su decisión ante su padre —¿en qué momento empezaría a servir
para algo la mayoría de edad?—, si ese no hubiera sido otro camino más sin
salida, otro de los callejones en los que, desde niña, ha sido experta en
internarse. Como si necesitara perderse en el laberinto, como si esa oscuridad
la llamase con fuerza.
Por mucho que Carla cambia de postura en el colchón, no alcanza a ver
ese todo al que alude Eloy cuando, pese a sus esfuerzos por respetar su
espacio, se le escapa algún comentario sobre cuánto le cuesta entender a su
hija. Sobre el abismo en el que ambos se distancian cada vez que ella regresa
al laberinto y él no encuentra la forma de sacarla.
Si Joana no se hubiera ido del modo en que se fue, podrían haberlo
hablado. Ella sí la entiende cuando se queja de que está harta de que a su
generación solo le toquen las sobras. Igual que comprende los silencios y los
días en los que Carla necesita esconderse del mundo porque el ruido lo inunda
todo y la vida se le hace tan grande que si no se refugiase a tiempo acabaría
extraviándose muy lejos de sí misma.
Su historia, que ambas intentan recomponer antes de tomar una decisión
sobre lo que se dirán cuando vuelvan a verse, podría haber sido otra. Pero ni
siquiera eso es original. A fin de cuentas, todas las historias de dos son
mentira o, por lo menos, pueden contarse de tantas maneras como decidan
construirse. Igual que la suya, la que ellas empezaron a crear en ese segundo
de bachillerato donde eran «la friki» y «la zorra» por aclamación impopular, y
que no es más que la suma de los errores que han cometido y de los aciertos
con los que tal vez se estuvieran equivocando.
Ahora tienen que resolver qué van a decirse. El pueblo es demasiado
pequeño como para no verse y, aunque repriman las ganas, ambas conocen
bien los lugares en que pueden buscarse. Los espacios de los que se
adueñaron y donde sus cuerpos comenzaron a dialogar antes de que el
silencio se impusiera entre ambas. Por culpa de lo que sucedió en el río. O de
todo lo que no ha sucedido durante los doce meses siguientes.
Ha pasado un año, piensa Joana, a la vez que intenta convencerse de que
el tiempo habrá contribuido a suavizar las aristas.

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Ha pasado un puto año, se repite Carla, llena de rabia por todo lo que
llevan callando desde entonces.
Mientras se pelean con el tiempo y con lo que esperaban de él, las dos ven
cómo se iluminan las pantallas de sus móviles con la notificación de un
whatsapp entrante.

Mañana a las 9 fiesta en casa de Noa.

Es de su amigo Marc y va acompañado de un gif en el que se cuelga y


descuelga una y otra vez un cartel con la palabra welcome.
Joana, que lo ha recibido en el grupo de las Tres Mosqueteras que
comparte con Marc y Noa, no está segura de querer celebrar algo que ni
siquiera sabe si es un regreso o una huida. Y tampoco le apetece hacerlo con
toda la gente que, conociendo las ansias sociales de Noa, se reunirá mañana
en esa casa, a la que aluden irónicamente como Cumbres Borrascosas.
«¿Por qué no hacemos algo las tres solas?», y añade el emoticono de las
estrellas en los ojos para expresar unas ganas que, ahora mismo, no siente.
Los ha echado de menos, pero ver a Marc y a Noa también supone volverse
transparente y permitir que adivinen en ella palabras —Elke, Bobby,
Kreuzberg— que aún no está lista para explicar sin que le duelan.

Tía, no nos seas asocial. Noa se ha currado mucho lo


de mañana.

Esta vez es Marc quien suma dos manos en actitud de súplica para evitar que
Joana falte a un evento en el que es la invitada protagonista.

¿Irá quien tú ya sabes?

¿Quien yo sé?

Marc, no me jodas.

¿No quieres que la invitemos?

Joana escribe y borra durante unos segundos.

Me da lo mismo.

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Miente, y Marc, que la conoce, interpreta un «no quiero verla» y se arrepiente
de haberle enviado a Carla otro mensaje, fuera del grupo de WhatsApp, en el
que nunca llegaron a incluirla.
Ella, por suerte para Marc, responde sin pensárselo con un seco «mañana
no puedo». No está dispuesta a reencontrarse con Joana en Cumbres
Borrascosas, en medio de un montón de desconocidos que pondrán a prueba
los avances en su fobia social. Tampoco le apetece estar presente en la
primera fiesta oficial de las Tres Mosqueteras, a las que, a pesar de que las
cuatro se volvieron inseparables desde su llegada al pueblo, nunca llegó a
pertenecer del todo.
Aún hoy no se explica por qué no pudieron renombrarlas para que fueran
cuatro. Más allá de una ridícula fidelidad al clásico de Dumas, tiene que haber
algo que ella no hizo para quedarse fuera de esa estrambótica categoría. O
quizá fuese tan simple como que, cuando llegó a las vidas de Noa, Marc y
Joana, el cupo de Mosqueteras ya estaba cerrado, así que ella se quedó fuera
de su grupo de WhatsApp y de la referencia literaria.
Mala suerte.
Nada que no sea habitual en sus veintiún años de vida.
Pura, llana y simple mala suerte.
Quizá ahora, en este caluroso junio en que vuelven a ella los momentos
vividos justo un verano atrás, pueda aprovechar lo que ha aprendido del
silencio para agarrar el azar con fuerza y volver la suerte a su favor.

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I
La llegada

«Todo sería distinto, porque las dos eran distintas. Sería un


mundo tan desconocido como lo había sido al principio aquel
mundo que acababa de vivir».

Carol
PATRICIA HIGHSMITH

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1

Las Tres Mosqueteras


—¿Te quedarás aquí o vas a instalarte con tu padre?
Joana, que esperaba que las preguntas del primer día fueran un poco más
sencillas, se encoge de hombros.
No es que no quiera darle una respuesta a su madre, es que sencillamente
no la tiene. Preferiría contestar que con ninguno de los dos, pero sus planes
son más deseos que intenciones concretas: no porque le falten las ganas, sino
por la ausencia de medios económicos para llevarlos a cabo.
Su idea, de momento, es dividirse entre las dos casas, buscar algún trabajo
en que la exploten a cambio de una miseria —lo que, por supuesto, incluye
formas de esclavismo contemporáneo como prácticas y becas— y gastarse lo
poco que gane en algo pequeño y cutre, pero donde se sienta tan libre como
en el apartamento que ha dejado en Berlín.
—Como me comentaste que querías buscar un piso compartido… —
añade Ruth—. No creas que intento meterte prisa.
—Pues se te está dando regular —se defiende Joana, que vive como un
ataque lo que su madre disfraza de curiosidad. ¿Nadie le ha dicho a esta
señora lo difícil que es independizarse? ¿De verdad se cree que prefiere seguir
reduciendo su universo a una habitación donde no cabe nada de lo que
desearía decir de sí misma?
—Mira que te gusta sacarlo todo de quicio.
—Volví ayer —contesta, tratando de no subrayar en exceso el sarcasmo
—. Lo mismo necesito algo de tiempo, mamá. No sé, un par de días, una
semana, un mes. Porque deshacer la maleta sí que puedo, ¿no?
—Qué cosas tienes, hija.
Joana se disculparía si no fuera porque está segura de que lleva razón.
Desde que cruzó el umbral de los dieciocho, esa frontera invisible que parece
decidirlo todo, tener dos casas se convirtió en sinónimo de no tener ninguna.
Las normas que habían regulado lo que Marc y ella misma habían
bautizado como sus vidas duplicadas dejaron de regir en cuanto pudieron
elegir con cuál de sus padres querían seguir viviendo. Adiós a los libros de

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texto idénticos en las dos casas, a los armarios con ropa clonada, a los cuartos
que trataban de decorar como si fueran las dos caras de un mismo espejo.
Pero la ausencia de obligación que trajeron consigo los dieciocho también
desnudó la inconveniencia. Y ambos sentían que sus respectivos padres los
miraban como si fueran parte de una vida anterior a la que, de alguna manera,
tenían derecho a renunciar.
De las vidas duplicadas pasaron a la urgencia de la emancipación,
explicaba Marc en uno de los larguísimos vídeos en su canal, donde, con la
excusa de comentar los libros que lee, habla en interminables circunloquios
sobre sí mismo. Y a Joana, aunque no publique sus impresiones en redes, le
sucede lo mismo.
No encaja del todo en la foto fija con su padre, que rehízo su vida junto a
Rocío y tres niños insoportables a quienes intentan hacer pasar por sus
hermanos. Ni con su madre, que al año del divorcio empezó a vivir con Iván,
un tipo de abdominales perfectos, sonrisa perfecta, modales perfectos,
peinado perfecto y espaldas anchas y, por supuesto, también perfectas, que a
Joana le resulta entre inquietante y apócrifo. No se fía de la gente que pone
demasiado empeño en parecer lo que es, e Iván, especialmente cuando luce su
uniforme de policía, pertenece a ese grupo. Al de los que necesitan mostrar
para ser, por algo que no sabe si es consecuencia de una posible crisis de los
cincuenta o un rasgo intrínseco de su personalidad.
—Estoy deseando que me lo cuentes todo —miente su madre, que no está
muy segura de querer profundizar en las experiencias personales de su hija—.
Por cierto, ya me he enterado de que te han preparado una fiesta.
—Genial. —Joana deja a un lado la taza con un café que, ahora mismo, le
apetece tan poco como continuar la conversación—. Ya se me había olvidado
lo que era estar permanentemente en las noticias.
El recordatorio de hasta qué punto resulta imposible la privacidad en ese
pueblo construido a base de susurros se suma a los motivos por los que quizá
volver de Berlín no ha sido una gran idea.
—Es en casa de Noa, ¿verdad? Con lo que le gusta a su familia darse
aires…
—Noa no se da aires, mamá.
Joana defiende a su amiga desde la lealtad construida a lo largo del
tiempo, a pesar de que antes de su viaje ya notase las primeras grietas en un
vínculo que le exige obviar el contexto. Pero, más allá de sus contradicciones,
cree que sería tan injusto culpar a Noa o a Gerard, su hermano mayor, de los

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errores de sus padres como responsabilizarse a sí misma de las malas
decisiones de los suyos.
—Está claro que no hemos empezado con buen pie —prosigue Ruth, en
quien su hija intuye algo de envidia hacia las familias que controlan la
cooperativa agrícola—. A ver si la fiesta te relaja un poco, que has venido
muy intensa de Berlín.
Suele ser siempre así: su madre dice algo inconveniente, Joana intenta
hacérselo entender y Ruth se victimiza, convencida de que ha sido
malinterpretada.
Ni siquiera en las videollamadas con que la informaba de su estancia en
Alemania han perdido esa rutina, por lo que se ahorra replicar nada más para
no empeorar la convivencia durante su primer día y se pone en pie, dispuesta
a encerrarse en su habitación con la excusa del equipaje.
—Sobre lo de antes —insiste su madre—, lo único que quería decirte es
que a mí me parece estupendo que sigas aquí hasta los treinta o que te
busques algo para ti sola.
—Mensaje captado —se ríe Joana—: hasta los treinta. Ni un día más.
Le hace gracia ese límite temporal que su madre dibuja con la misma
precisión con la que hoy se siente exiliada de dos territorios que no le
pertenecen. Dos casas donde no se encontraba antes de irse a Berlín y que a
su regreso le son aún más ajenas. Nadie la espera en ellas, aunque todo fluya
con la cordialidad impostada de siempre, en ese equilibrio familiar en el que
la vida, más que reivindicarse, se susurra.
El de sus padres no fue un divorcio traumático, como en casa de Marc. No
hubo infidelidades ni traiciones, como entre los padres de Marc. Ni tampoco
pelearon por su custodia, como sí lucharon los padres de Marc.
Todo ocurrió de una manera mucho más sutil, casi imperceptible, porque
en su familia la realidad siempre pasa de puntillas y no está permitido alzar la
voz —ni las emociones— más de lo necesario.
Eso es lo que Joana aprendió durante una infancia en la que solo había
tiempo para, así lo llamaba Ruth, «lo importante». Y lo importante era una
hipoteca que los ahogaba y un negocio en crisis permanente. Así que, cuando
sus padres le dijeron que iban a divorciarse, ella no acabó de creérselo. Tenía
trece años, sus dos primeros buenos amigos en el instituto y hasta sus
primeras deportivas de marca. La librería por fin les iba tan bien que incluso
habían contratado a una tercera persona para que les ayudase.
Por eso, entendió poco después, Ruth y Andreu decidieron que era el
momento. Ahora que estaba cubierto «lo importante», podían tomar una

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decisión como la de separarse y asumir que hacía mucho que habían dejado
de quererse.
El espejismo de la bonanza económica duró muy poco.
Su padre no tardó en despedir a la persona que había contratado en la
librería y su madre se vio obligada a aceptar un contrato de mierda en el único
hotel rural de la zona.
Como todo lo tangible resultó ser efímero, el mismo día que su padre salió
de casa, antes de que conociera a Rocío y tuviese con ella a sus tres
monstruos, incluso antes de que Iván apareciese en casa de su madre con sus
pesas, su insignia policial y su sonrisa de dentífrico, aquel día en que ella aún
tenía trece años y muchos más sueños que derrotas, Joana se prometió que lo
más importante en su vida siempre serían las emociones que, para bien o para
mal, la atravesaran.
—¿Todo bien por Berlín? —la saluda don Sonrisa Perfecta con su
habitual efusividad de anuncio televisivo.
Joana asiente y se desliza por el pasillo hasta su habitación. Cierra la
puerta de su último reducto de independencia y redacta dos mensajes breves.
El primero, «Te echo de menos. Sehr», lo escribe para Elke. En esa lengua
que han aprendido a hablar juntas y que no pertenece por entero a ninguna de
las dos. Un idioma que no es ni el alemán de una ni el español de otra y
donde, entre palabras inventadas y calcos fonéticos que rozan lo extravagante,
se cuela más de una frase en inglés.
El segundo, «Quizá deberíamos hablar», lo escribe para Carla. Solo tres
palabras que borra antes de enviar. No sabe si sentir arrepentimiento por no
atreverse o alivio por no haberse atrevido. Le guste o no, antes o después
tendrá que volver a escribirlas… Por eso ha vuelto, ¿no? Para que lo
importante, signifique lo que signifique, no quede aplazado por lo urgente.

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2

Jules y Jim
Casi nunca sabe cómo comienzan, tan solo que suceden. Buscar su origen
forma parte de la terapia, pero eso no supone que siempre demos con la raíz,
le advirtió Iria en cuanto empezaron a trabajar esos momentos en los que
Carla siente que se rompe.
Ocurre algo en su interior que provoca una disociación entre lo que
percibe y lo que hace, como si se convirtiese en espectadora de sí misma y no
tuviera control sobre sus acciones, aunque sí sobre sus pensamientos.
Cansancio, estrés, falta de sueño… Al principio probaron con razones que
pudieran resultar inteligibles. Causas que también su padre pudiera entender,
pero las sesiones online solo permiten descartar motivos y, lejos de ofrecer
aclaraciones precisas, trenzan una red de explicaciones tan intrincadas como
la espesa niebla que la atrapa cuando la fractura ocurre.
Una vez recuperada, cuando su cuerpo vuelve a responderle con
normalidad y el insoportable dolor de cabeza que la asedia durante la crisis al
fin se desvanece, Carla sí puede intuir cuál ha sido el detonante.
Especialmente ahora que, gracias a la terapia, esos momentos son cada vez
menos frecuentes.
—Siempre irán contigo —le respondió Iria en una ocasión en que ella le
pidió que se los arrebatase—. Tus sombras forman parte de lo que eres, igual
que tu lucidez o que tu capacidad de entregarte a los demás. Aquí podemos
trabajar para que no uses tus cualidades para herirte con ellas, pero no para
eliminarlas. Si buscas un milagro, mejor lo dejamos. No querría hacerte
perder el tiempo.
Por suerte, continuaron. Y gracias a eso ahora cree que duran algo menos.
O incluso que las controla mejor.
Iria no suele conformarse con sus frases cortas y sin subordinadas: al
revés, siempre busca un «así que», o un «por lo tanto», o cualquier otro nexo
que conduzca a una consecuencia o, mejor aún, a alguna causa. Pero Carla no
habla con ella para encontrar cadenas lógicas sino para que sus heridas le

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duelan algo menos. Las que lleva consigo de manera consciente y las que
intuye que ha heredado.
En esa herencia se incluye la ausencia de su madre. Cuando enfermó,
Teresa era demasiado joven y ella, demasiado pequeña, así que cada vez que
surge el tema y alguien le ofrece un compungido «lo siento», Carla mete sus
manos en los bolsillos y baja instintivamente la cabeza, tratando de mostrarse
tan apenada como aspiran a encontrarla los demás. Con dos años, no ha
guardado más que fotogramas borrosos de la tragedia que si forma parte de su
vida es porque marcó, para siempre, la de su padre.
Hace poco hubo alguien, sí.
Al menos, eso cree Carla, porque Eloy nunca llegó a presentársela.
Incluso puede que haya habido alguien más en estos años, pero su padre
siempre ha pensado que es mejor no compartir esa faceta de su vida, como si
sus inestables aventuras sentimentales pudieran perjudicar la relación con su
hija. Carla no acaba de entenderlo. Si hay algo que comprende y respeta es la
inestabilidad, aunque intuye que ese debe de ser el motivo de que sepa tan
poco de las mujeres que han estado con él. Y lo lamenta de veras, porque
quizá si hubiera surgido alguien que lo aferrase con fuerza, no habrían
acabado en este pueblo en medio de la nada.
No es que Carla esperase tener una adolescencia fácil, pero al menos
confiaba en vivirla en el anonimato de la ciudad en la que hasta entonces se
había sentido invisible. Perderse en la multitud era una buena forma de
encontrarse, y así fue como, entre sus trayectos de una punta a otra de la
ciudad y sus maratones de cine clásico, se dio cuenta de que su deseo no
admitía fronteras. Ni mucho menos géneros.
Si pudiera vivir en una película sería en Jules y Jim, de Truffaut. O en
Soñadores, de Bertolucci. En cualquiera de esos títulos que no conocía nadie
en su clase y que formaban parte de la lista que ella consideraba
imprescindible para convertirse en la directora de cine que se había propuesto
ser. Imbuida de la libertad que emanaban aquellos fotogramas, empezó a
mirarlos con deseo. A ellos. A ellas. A elles. Los pronombres se flexionaban
en su cabeza con la misma suavidad con que Carla acercaba sus manos a sí
misma cuando, presa de esas imágenes, experimentaba con su cuerpo.
Cuando su padre le dijo que se mudaban justo en el verano de sus
dieciséis, se lo tomó muy mal. No la apenaba la marcha. Ni siquiera iba a
extrañar a la gente que había conocido en aquella ciudad. Solo la aterraba la
idea de tener que volver a buscar un lugar desde el que nadie pudiese verla.
Un sitio donde ahorrarse las miradas de lástima cuando descubrían que su

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madre había muerto hacía ya muchos años o las miradas de rechazo cuando, a
fuerza de provocarla para que hablase, se daban cuenta de que sus frases
estaban llenas de imágenes y referencias cinematográficas que no entendían.
Pero ella no sabía —ni quería— hablar de lo que hablaban los demás.
Igual que de niña tampoco pintaba árboles con troncos en forma de prisma
y copas verdes y redondeadas. De niña pintaba árboles azules y romboidales.
Casas boca abajo y gente de tamaños imposibles. Aquellos espejismos se
convirtieron pronto en un asterisco constante en sus boletines de notas.
*Hemos observado en Carla… *Creemos que Carla… *Opinamos que
Carla…
Los asteriscos se tradujeron primero en soledad, después en cicatrices que
ella misma grababa en su piel, más tarde en brotes que la dejaban noqueada
un par de días y, por último, en terapia y en medicación, e intuye que su
origen radica en su incapacidad para dibujar casas y árboles como la gente
cree que son, en lugar de como ella los imagina.
*Se aconseja que Carla… *Se estima que Carla… *Se recomienda que
Carla…
La noticia de la mudanza no ayudó a que el camino fuese más sencillo.
No es justo, se quejó.
Y su padre, que jamás la había tratado como a una cría salvo por el celo
con que protegía su vida sentimental, le respondió que tenía toda la razón, que
no lo era, pero el trabajo iba mal, el alquiler resultaba imposible y en el
pueblo disponían de la casa del abuelo, que desde que ya no estaba
permanecía vacía y a la espera de que alguien le diese alguna utilidad.
Véndela.
Cualquier cosa antes que abandonar la marea humana de la línea de metro
que la llevaba cada día al instituto.
Lo he intentado, Carla. Te aseguro que lo he intentado…
Y su padre le habló de todo lo que había probado, por supuesto, sin suerte,
antes de tomar aquella decisión.
Hicieron las maletas con resignación y el viaje en silencio, con la música
a todo volumen y las ventanillas bajadas para fingir que no les ahogaba aquel
cambio para el que ninguno de los dos estaba preparado. Hasta llegar allí.
Hasta ese lugar donde hoy le han bastado unas horas para acabar con el
precario equilibrio sobre el que se ha sostenido durante estos dos años. Un
espejismo de serenidad que se ha desvanecido en cuanto ha recibido la noticia
del regreso de Joana y la invitación para una fiesta a la que no va a acudir.

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Justo un año después de que las dos hubieran arruinado la que debería
haber sido una despedida madura y perfecta. O, por lo menos, razonable.
Mientras espera recibir un mensaje que no llega, piensa que solo tiene
sentido buscar palabras si son capaces de recuperar esa emoción que les
provocaba verse. Ese entusiasmo que compartían antes de la despedida, y del
río, y de Berlín, y de este año que lo ha cambiado todo y las ha conducido a
este ahora en el que Carla solo tiene clara la distancia que las separa de
quienes empezaron a ser desde el mismo instante en que se conocieron.

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3

El azul es un color cálido


Lo primero que Carla vio de Joana fue una foto que no era suya.
—Tú sabrás a quién quieres acercarte —le dejó caer Angy, la delegada
del D, después de guiarla, por sugerencia de su tutor, en un innecesario paseo
por el centro—. Siendo la nueva, lo mejor es que elijas bien.
Carla no supo si interpretar aquellas palabras como un consejo o como
una amenaza. Respondían a desencuentros y odios trabados a lo largo de los
años anteriores, en los que ella había permanecido fuera de plano, inmersa en
otra película que no tenía nada que ver con aquel lugar.
Aun sin entender por qué Angy se había dado tanta prisa en mostrarle una
imagen pornográfica de una compañera a la que ni siquiera conocía, la siguió
a lo largo de los pasillos del instituto, que ni tenía tanto que enseñar ni era tan
especial como para requerir visita alguna: un gimnasio algo descuidado, unos
laboratorios claramente mejorables, una biblioteca con escaso repertorio
bibliográfico y una sala de audiovisuales reconvertida en salón de actos que
ya habría parecido antigua en los noventa. Al acabar, sacó dos conclusiones:
era más que probable que aquel lugar le diese problemas y, por supuesto,
elegiría a la gente, según Angy, inadecuada.
Su intuición no le falló.
Se acercó a las Tres Mosqueteras gracias a que Lola, su profesora de
inglés, decidió arrancar el curso con una película con la que quería comprobar
el nivel de su grupo. Que el título elegido fuera El azul es un color cálido —
que Carla adoraba en su versión cinematográfica y Joana, en su original
novelístico— parecía tan poco casual como la pulsera LGTBIQ+ que Lola
lucía en su muñeca izquierda o el momento en que, al pasar lista, les preguntó
por sus pronombres, binarios o no. La mayoría, con Angy y Rubén al frente
como los habituales adalides de la cisheteronormatividad, reaccionó con risas
y burlas que tanto Carla como las Tres Mosqueteras consideraron
tremendamente pueriles.
Pero el día de la película, en el que Carla llegó a pensar que a lo mejor no
había sido tan horrible mudarse hasta allí, no se conformaron con el murmullo

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habitual.
—¿En serio tenemos que tragarnos esta mierda? —protestó Angy
poniéndose en jarras delante de toda la clase.
—Sit down, please —la reprendió Lola con un inglés que, pese a sonar
esforzado, no parecía tan convincente como el del resto de sus colegas de
departamento.
—Tú puedes ser lo que quieras, tía —se sumó Igor—, pero no tenemos
por qué ver a dos tías comiéndose el coño.
—Lo mismo tu sistema mononeuronal no lo distingue —reaccionó Joana,
a quien no ofendía tanto el ataque hacia Lola como la interrupción de una
historia que amaba—, pero lo único que esas dos tías se están comiendo en
esa escena es la boca.
—Y lo que hagan después nos va a parecer fenomenal —se atrevió a
añadir Carla.
El murmullo inicial se convirtió en ruido y Lola acabó perdiendo los
papeles y sustituyendo el shut up please por un que os calléis de una vez con
el que a duras penas consiguió que terminaran de ver las escenas que había
previsto para esa sesión. Mientras ella ponía todo su empeño en serenar los
ánimos de un grupo donde no contaba con una reacción que a ella le resultaba
cavernaria, Joana y Carla se cruzaron una mirada en la que latía la promesa de
una posible complicidad.
—Te has equivocado —le dijo Angy en cuanto sonó el timbre, dejando
claro que lo del otro día había sido una amenaza.
—Vaya —le respondió Carla con una plácida sonrisa—, cuánto lo siento.
El desconcierto de Angy, que se alejó de ella después de clavarle una
intensa mirada de desprecio, volvió a confirmarle que no había nada que los
monstruos temiesen más que la serenidad, una estrategia que había aprendido
en el colegio y que aplicaba cada vez que alguien intentaba amedrentarla.
—Ha estado bien.
Carla se giró y vio a la chica de ojos verdes y perpetuo gesto analítico que
había intervenido en la clase de Lola. No había nada en ella especialmente
destacable —ni demasiado alta, ni demasiado delgada, ni demasiado simétrica
y con unas facciones redondeadas que parecían aniñarla—, pero el conjunto,
acentuado por su pelo largo y rizado y los pines artesanales con cubiertas de
libros con que cubría las solapas de su cazadora vaquera, le resultaba
atractivo. Y, en cierta manera, intrigante.
—Lo de antes —insistió—, que ha estado bien. Gracias por no dejarme
sola.

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—Nosotras no hemos hablado porque no nos habéis dado tiempo —se
defendió el chico que iba con ella junto con otra compañera. Carla todavía no
había memorizado sus nombres: apenas llevaba unos días en el pueblo y
tampoco tenía demasiado interés en conocer la identidad de sus habitantes. Se
negaba a entablar lazos que desdijeran que aquella sería solo una época de
transición, pero sí se había fijado en que los tres formaban un grupo que rara
vez se separaba dentro o fuera del aula.
—Tranquila —se burló Joana—, este no está acostumbrado a que alguien
se le adelante. Lleva mal no ser el centro de atención.
—Pero mira que eres capulla.
—Y tú, egocéntrico. —Los dos se rieron y Carla, que no sabía si estaba
autorizada a participar de su broma privada, se mantuvo callada—. Por cierto,
soy Joana. Y el egocéntrico es Marc.
—Eso —repuso él con sorna—, también puedes llamarme Egocéntrico. A
secas.
—Noa —se presentó la tercera—, y a estos dos, cuando se pongan así, ni
caso. Pueden ser muy cargantes.
Carla pensó en algo ocurrente, pero no era capaz de calibrar si resultaría
oportuno. Esa dificultad para valorar los límites del humor y la sensibilidad
ajena también formaba parte de sus sesiones con Iria, en las que aún no había
logrado acertar con las fronteras a las que podía aproximarse sin herir a los
demás. O a sí misma. Por eso optó por limitarse a decir su nombre.
—Carla.
—Ya —respondió Marc—, lo sabemos. Aquí es imposible ser la nueva
sin que se entere todo el mundo.
—Si estás preguntándote si soy yo, ya te digo que sí, que soy yo —se
explicó Joana antes de que Carla pudiera insinuarlo—. Bueno, quiero decir,
que no soy yo, pero la foto esa que han viralizado entre Angy y Rubén dicen
que es mía. Porque estoy segura de que ya te la han enseñado, ¿verdad?
Asintió.
—Cómo no… —Marc ladeó indignado la cabeza.
—No sé de dónde ha salido, solo que el año pasado decidieron arruinarme
el curso con ella.
—Y todo porque a los nazis de siempre les jodió que no nos
escondiéramos —la interrumpió Marc con una apostilla que a Carla le resultó
innecesaria. ¿Por qué usaba ese plural en medio de un relato que pertenecía a
Joana?

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—Aquí hay mucho capullo. Pero tú tranquila, que no vas a tardar mucho
en darte cuenta. Es imposible no ver sus simbolitos de mierda en todas partes.
Los tres hicieron una pequeña pausa, como si quisieran darle tiempo a
Carla para formular la pregunta que había quedado suspendida en el aire. Sin
embargo, ella podía imaginárselo por sí sola y, además, se negaba a comenzar
su vida allí enraizándola en los fantasmas de los demás. Bastante tenía con los
suyos.
—Inventarse movidas de las vidas ajenas es un pasatiempo habitual en
este pueblo —siguió hablando Joana.
Aquí y en todas partes, pensó Carla, que sospechaba que el problema no
tenía tanto que ver con el escenario como con los personajes que lo habitaban.
—Mejor ten cuidado con lo que cuentas de ti y con lo que te crees de lo
que te cuenten —le advirtió Marc.
Carla asintió. Lo que pudieran contarle sobre los demás le importaba
poco. Prefería sus propios juicios a la rumorología. Y en cuanto a lo que
dijesen de ella, la traía sin cuidado. Hacía mucho que, cuando se trataba de su
vida, no admitía otra opinión que no fuera la suya.
—Este viernes nos vamos a la fábrica —propuso Joana—, si te quieres
venir…
—Gracias —dudó, aunque su expresión dejara un margen a la posibilidad
de apuntarse al plan en el último momento.
No estaba segura de qué era la fábrica, pero acertó al deducir que debía de
tratarse de algún edificio abandonado, al igual que intuyó sin dificultad lo que
se haría en ella. Sentarse en corro, beber algo, dejar sonar la música conectada
a algún altavoz portátil y fingir que la noche era trepidante hasta que alguien
dijera el nombre de un local en el que rematarla coreando alguna canción con
vocación de himno. Ni el plan la emocionaba, ni integrarse formaba parte de
sus proyectos inmediatos, aunque aproximarse a Joana sí acababa de sumarse
a ellos.
—Si te vienes, ya verás como alguien dice alguna burrada sobre mí y la
foto esa en cuanto se cojan el punto. Todavía les dura la tontería… Pero si no
te importa que te vean por ahí junto a la zorra, la pija y el marica del insti,
eres bienvenida.
—La zorra, la pija, el marica —repitió ella, mirándolas conforme
enunciaba las etiquetas de las que se habían apropiado en un intento de
resignificación— y la friki. Que me parece que os falta una.
—¿Así de fácil se lo vas a poner a los cabrones esos? —se rio Joana, a la
que le hizo gracia la rapidez con que se había etiquetado a sí misma.

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—Claro. Prefiero elegir yo —respondió con la naturalidad que tantos
asteriscos le había costado en el pasado y que, en ese entorno aparentemente
inhóspito, iba a granjearle sus primeras amigas—. Friki es una de mis
palabras favoritas. La gente suele insultar por las pocas cosas que valen la
pena.
—Entonces te vemos allí, ¿no, friki? —insistió Marc, a quien Carla le
despertaba cada vez más curiosidad.
—Las Mosqueteras llevamos muy mal que nos dejen tiradas —le advirtió
Joana.
—¿Las Mosqueteras?
—Te lo explicamos el viernes si no nos fallas.
Nada más despedirse, Carla decidió, a pesar de sus dudas, que ese viernes
sí acudiría a la fábrica. Porque el plan de socializar durante las noches del fin
de semana no le gustaba. Pero la idea de volver a ver a Joana, sí.

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A través del espejo


Joana recibe el mensaje de Bobby de camino a su fiesta.

Careful. Pls.

Si le ha escrito es porque Elke se lo ha contado. Y habrán hablado de ella. Y


habrán estado debatiendo sobre si Joana tiene derecho a enviarle un whatsapp
diciéndole que la echa de menos después de haberse vuelto a España. No ha
podido escucharlos, pero se atrevería a adivinar sus opiniones y hasta cómo
las han expresado.
Los imagina en el salón en el que la recibieron el día de la entrevista. El
domingo por la tarde en que los conoció, cuando llegó hasta ellos apurada por
no haber encontrado aún una habitación que pudiera pagarse con la beca
obtenida gracias a la ayuda de Lola. Una cantidad que no le permitiría
grandes lujos durante el tiempo que pasara en Berlín y que, sin embargo, sí le
ofrecía la seguridad necesaria para afrontar un año lejos de casa.
Y lejos, aunque eso tardara en confesárselo a Elke, también de Carla.
—Llegas tarde —la recibió un chico negro y mucho más alto que ella en
un inglés con marcado acento estadounidense.
—No encontraba la calle —se justificó, balbuceando con los rudimentos
lingüísticos que había logrado apuntalar en las clases de Lola, donde se
dedicaba más a las referencias literarias que a las destrezas gramaticales.
—Un punto menos —se rio una chica pelirroja, con el pelo muy corto y
los ojos muy claros, que debía de ser dos o tres años mayor que ella y estaba
echada en un sillón en el lateral del salón.
—Lo siento —se disculpó Joana, como si hubiera perdido una partida en
un juego que desconocía. Y esperó a que el chico que le había abierto la
puerta se hiciese a un lado para poder entrar.
«Hay muchos estudiantes», eso era todo lo que le habían dicho sobre
Kreuzberg y, tras googlearlo, había descubierto que se trataba de uno de los

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barrios alternativos de moda en Berlín. Que algunas de sus calles fueran tan
difíciles de encontrar como aquella no era culpa suya.
—Soy Bobby. Y ella, Elke.
Joana musitó un pleased to meet you que no estaba segura de que fuera
procedente antes de presentarse.
—Joana.
—¿Y por qué aquí, Joana? —le preguntó Elke en un inglés que sonaba a
alemán y que se convertiría en la base del idioma híbrido que acabarían
inventando juntas.
—Me gusta el barrio —mintió ella. En dos días en Berlín solo había visto
los alrededores de la residencia donde se acogía temporalmente a los
seleccionados por la beca.
Si hubiera sido sincera le habría gustado responder que, con un pueblo
como el que había dejado atrás, cualquier barrio de cualquier ciudad en la que
no la reconociesen por la calle ya sería un entorno alternativo. Pero ni su
alemán ni su inglés le permitían semejante digresión.
—¿No te sientas? —Elke se hizo a un lado para que Joana ocupase la
parte del sofá que había dejado libre al desplazar sus larguísimas piernas.
Bobby se colocó enfrente y Joana se dio cuenta de que no la intimidaba el
idioma, o la situación, sino la fisicidad extrema de aquellas dos personas que
la observaban tan de cerca. Los dos sobresalían en estatura y era evidente que
compartían pasión por el deporte, en contraste con su cuerpo siempre tendente
al sobrepeso y con el que había tenido que esforzarse por aprender a quererse
a pesar de que los filtros, stories y posts ajenos le gritaran que no tenía
motivos para hacerlo.
—Para entrar en esta casa hay que acertar tres palabras —anunció Elke.
—¿Acertar? —repitió ella, aventurando una traducción del guess que
había creído escuchar.
—Tranquila, no tienes que pensar demasiado. Solo intuición —le explicó
Bobby silabeando sus frases, tras darse cuenta de los problemas lingüísticos
de su nueva candidata a inquilina.
—No sé si yo tengo mucho de eso —confesó Joana sin pensárselo y, por
un segundo, la imagen de la última noche en el río estuvo a punto de
noquearla.
—No hay una única respuesta —le aseguró Elke—. Pero sí hay muchas
que no nos gustan.
—Que no nos gustan nada —matizó Bobby, dejando claro que de lo que
dijera dependía que atendieran su solicitud.

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—Tú nos dices con qué palabras te defines y nosotros te decimos si te
puedes quedar.
—¿Y ya está?
Joana esperaba una entrevista más detallada, idéntica a las que había
tenido en los otros seis pisos que había visitado ese mismo día. Cuestiones
sobre las rutinas de limpieza, sobre el reparto de tareas, sobre las normas
convivenciales y hasta sexuales (quién podía traer a casa a quién, cuándo y
bajo qué señales). En definitiva, un interrogatorio que invitase a sus
huéspedes a imaginar cómo sería tenerla de compañera de piso, no una prueba
que parecía sacada de una de las peripecias de Alicia en A través del espejo.
En vez de una entrevista objetiva, le ofrecían la oportunidad de definirse con
tres palabras que, en primer lugar, no sabía si iba a encontrar en los idiomas
en que podían entenderla. Y que, además, podían ser mentira. ¿O contaban
también con eso?
—Empiezo yo. —Bobby se puso en pie y comenzó la ronda de
presentaciones. Enfundado en sus vaqueros grises y rotos por la rodilla y con
su camiseta negra sin mangas y con un puño cerrado rojo en el centro,
resultaba imponente—. Ahí van mis tres palabras: único, sincero y
extrovertido. Ah, y, por favor, nada afroamericano: soy negro y soy del
Bronx. Mis padres son del Bronx, mis abuelos son del Bronx, mis bisabuelos
eran del Bronx y yo también nací en el puto Bronx, así que soy tan de Nueva
York como el que más.
—¿Quieres probar ya o prefieres que siga yo?
Elke le dedicó a Joana una sonrisa que esta intuyó sincera y que, a pesar
de lo raro que le resultaba todo, la hacía sentir extrañamente en casa. Ni
siquiera sabía si llegaría a serlo, pero a pesar de esa dificultad que la alejaba
del mundo que la rodeaba, y con la que llevaba luchando toda su vida, aquí
experimentaba una cercanía que la hacía desear acertar con esas tres palabras.
Quizá porque el método de ingreso era tan insólito como el que ella misma
propondría. Aunque en su caso, lo tenía claro, no se trataría de elegir
adjetivos, sino libros. Ella preguntaría por tres títulos que hubieran marcado la
vida de la persona que tenía enfrente. Joana los tenía muy claros.
El primero, Orlando. Por culpa de Lola y de su obsesión por Virginia
Woolf, de la que no dejó de llevarles fragmentos para traducir todas y cada
una de las semanas de aquel segundo de bachillerato en que todo acabó
empujándolas a constituir su Comando Woolf.
El segundo, Hojas de hierba. Por culpa de las Tres Mosqueteras y de las
reuniones semanales a las que Marc puso el nombre (Noches Repelentes),

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Noa, el lugar (su casa) y Carla, la fecha (los viernes), y que inauguraron con
el poemario de Whitman para imitar a los protagonistas de El club de los
poetas muertos, otra de las películas que Lola usaba en sus clases de inglés.
Y el tercero, Fun home. Cómo no, por culpa de Carla. De Carla y de esa
jodida canción que, en los días en que la echaba de menos, no lograba sacarse
de la cabeza.

Do you feel my heart saying «hi»?

Joana está convencida de que la música, como la literatura, ha sido creada tan
solo para eso, para recordarnos desde un sadismo que se finge nostalgia a las
personas con quienes la compartimos. Pero aquí no le pedían libros, sino
palabras, y agradeció que Elke se prestara a otorgarle algo más de tiempo para
elegirlas.
—Hoy voy a variar —avisó la anfitriona, como si quisiera adelantarse a
las posibles objeciones de Bobby—. Testaruda, libre y contradictoria.
A Joana le costó entender la primera y la última palabra, pero su frei —
que pronunció en alemán— sí le llegó tan nítido como esperanzador. Ese libre
era el adjetivo que explicaba por qué había terminado allí. Por qué le había
dicho que sí a Lola cuando le habló de esas becas para cursar fuera el primer
año de carrera. Por qué prefirió arriesgar todo lo que había construido antes
que seguir encerrada en un pueblo lleno de miradas donde el simple hecho de
ser requería un esfuerzo excesivo y que, demasiado a menudo, apenas
compensaba.
«Tú eres como tu abuela María, igual de reservada».
De repente, escuchó la voz de su padre susurrándole al oído el símil con el
que la había retratado desde cría. Comparándola con esa mujer a la que ella
recordaba como una anciana enjuta de mirada hipnótica, dueña de una belleza
que ni el tiempo, ni la guerra, ni el hambre ni las humillaciones que vinieron
después habían conseguido robarle. No guardaba muchos recuerdos a su lado,
porque murió cuando no tenía más que ocho años, pero sí recordaba el día en
que la sentó en su regazo y, mirándola como a una adulta, le dijo que solo
tenía un consejo que darle.
—Vive. —Joana, que no entendía por qué la había interrumpido en sus
juegos infantiles, la miraba con los ojos muy abiertos—. Tú solo vive. No
dejes que nadie te quite eso como nos lo han quitado a las demás.
Entonces no comprendió a qué se refería. Porque esa guerra de la que a
veces hablaba le quedaba muy lejos y ni siquiera parecía que fuera real. No
había descubierto aún la caja metálica de galletas en la que su abuela

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guardaba fotografías de cuando era joven y donde se la veía con su marido, al
que Joana no había llegado a conocer. O con sus amigas de la fábrica, donde
trabajaba liando cigarrillos. O con una de esas compañeras con la que, según
ese álbum disperso que había escondido en su caja, había pasado mucho más
tiempo que con las demás.
Pero con ocho años Joana no sabía que las vidas se bifurcaban entre lo
posible y lo imposible, entre lo que nos atrevemos a hacer y lo que nos
negamos, entre lo que somos y lo que no nos permiten ser. No podía
imaginarse que la abuela María, además de esa señora mayor que le regalaba
caramelos y le dejaba monedas de dos euros en los bolsillos, fuera también
una mujer llena de deseos y de secretos. Ni que hubiera guardado en esa caja
de galletas la vida que no fue y que aspiraba a que su nieta sí llegase a vivir.
Convencida de que esa era la respuesta que necesitaba, Joana escogió las
tres palabras con las que habría descrito a su abuela. Pero no a la que conoció,
sino a la que imaginaba. A la que su padre le insistía en que se parecía.
Reservada, aunque esperaba aprender a dejar de serlo.
Impaciente, porque estaba harta de esperar un futuro que no llegaba.
Orgullosa, a pesar de que esa soberbia que antes le servía como escudo
ahora amenazara con convertirse en una barrera que la alejaba.
—¿Esas son tus palabras? —preguntó Bobby.
—Creo que sí. —Joana se encogió de hombros—. Podía haberme
inventado tres que molasen más, pero os ibais a dar cuenta de que eran
mentira.
Por primera vez desde que había llegado a Berlín, el esfuerzo mental que
le suponía construir cada frase había disminuido un poco. Quizá porque esta
vez sí sabía lo que quería decir y esa certeza la impulsó a desempolvar todo el
inglés aprendido entre series, películas y canciones.
—Tiene razón —sentenció Elke, y se acercó a Bobby para musitar algo
que Joana no llegó a oír.
—Lo pensamos y mañana te decimos algo —la informó él.
—No —se plantó ella.
—¿No? ¿Qué quiere decir no? —Elke estaba tan perpleja como divertida.
—Quiere decir que no. Me lo decís ahora y listo. Si yo he jugado a
vuestro juego, lo justo es que ahora juguéis vosotros al mío.
No sabía qué estaba haciendo, pero sentía una extraña levedad que hacía
que todo le importara bastante poco. Como si por fin hubiera empezado a
asimilar que aquel no era el entorno anterior. Ni el lugar del que había
escapado para buscar a la Joana que empezaba a encontrar por culpa de esas

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dos personas que la habían puesto a prueba con sus excentricidades. Si ellos
ejercían de irreverentes, ¿por qué ella no podía desempeñar también ese
papel? Se preguntó si esa reacción entraba dentro del «vive» que le había
aconsejado su abuela María, pero lo que tenía claro es que le parecía más
coherente con la Joana que había plantado cara a Angy y a Rubén cuando
difundieron la maldita foto, o con la que no se había amilanado después de lo
del banco arcoíris, que con la Joana asustadiza en que la había convertido un
viaje que debía servir para lo contrario. En esa soberbia sí se reconocía.
—No sé si has entendido que aquí decidimos nosotros —replicó Bobby
sin salir aún de su incredulidad: era la primera inquilina que le plantaba cara.
—Lo he entendido. Y eso es lo que os pido que hagáis: que decidáis.
Elke se acercó a su móvil, buscó uno de sus temas favoritos y puso el
Willkommen de Cabaret a todo volumen mientras Bobby sacaba tres cervezas
de la nevera y ella se convertía en Sally Bowles con un playback que dejaba
claro que sus dotes coreográficas eran tan sobresalientes como su físico. Esa
misma semana, Joana descubriría que la danza era una de las grandes
pasiones de Elke y que incluso había llegado a presentarse a las pruebas del
ballet estatal, donde estuvo a punto de ser seleccionada.
—Bienvenida —le dijo Bobby a Joana sin que esta pudiera apartar la
mirada del espectáculo que improvisaba Elke.
Joana aún no podía creerse que hubiera dado con un lugar donde las
puertas se le habían abierto por ser exactamente como era. Respondió con un
simple danke y le agradeció a su abuela María ese orgullo que, según su
padre, había heredado de ella y que le acababa de granjear una habitación en
Kreuzberg.
«Ya tengo nuevos compañeros de piso. Y son muy nosotras», escribió en
el grupo de las Tres Mosqueteras. Noa y Marc respondieron con sobredosis de
almíbar y de corazones, a pesar de que ambos sintieron una punzada al leer
ese nosotras aplicado a dos personas que desconocían y que, de repente,
usurpaban su identidad.
Por eso, aunque esta noche preferiría saltarse la fiesta en casa de Noa, se
ha prometido poner de su parte para que salga bien. Habría sido mejor que la
recibieran con una de sus Noches Repelentes antes que con una fiesta en
Cumbres Borrascosas. Pero no va a decírselo. No va a decirles que si ha
aprendido algo en Berlín es que en su vida lo importante, además de ser lo
urgente, es lo pequeño. Eso que nadie ve y que ella necesita.

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De qué hablamos cuando hablamos de amor


«Solo es una fiesta», le escribe Marc.
Desde que Joana avisó de que iba a regresar no ha dejado de insistir en
acercarlas, a pesar de que las dos han intentado hacerle entender que no
necesitan que nadie interceda por ellas.
«Ya. Pero es la suya», responde Carla tajante, confiando en que baste con
eso para que Marc la deje en paz.
Este año apenas se han visto. Desde que Joana se marchó, ha evitado
reunirse demasiado con las Mosqueteras. No sabe si ella les habrá contado o
no lo que pasó en el río y eso la vuelve más vulnerable de lo habitual, como si
tuviera que protegerse de un ataque que ignora si llegará a ocurrir.
«Deberíais ser más Carver y menos Austen», sentencia Marc, aludiendo a
dos de los libros de sus Noches Repelentes.
Carla está acostumbrada a que Marc retuerza las referencias. Igual que
ahora las acusa de ser excesivamente tormentosas comparándolas con los
relatos de De qué hablamos cuando hablamos de amor, uno de los libros que
más controversia provocó en sus reuniones de los viernes y que forma parte
de los que Noa detesta, porque considera que sus autores se niegan a permitir
que los personajes sean felices por un simple capricho creativo.
«Siendo Austen también se sufre, Mr. Darcy».
Marc contesta con un emoticono sonriente al apodo que le dedica Carla y
que, entre matches, supermatches y eternos días de ghosting, se ha ganado
entre las Mosqueteras, que acogen con la mejor voluntad sus relatos sobre los
chicos a los que idealiza y que, hasta la fecha, no han hecho mucho más que
decepcionarlo.
«Te vamos a echar de menos».
«Tú, puede. Pero Joana, no».
De lo contrario, durante su año en Berlín se habrían escrito. Se habrían
llamado. Se habrían mirado a los ojos a través de cualquiera de las pantallas
donde Carla ha esperado que Joana apareciese.
Al principio lo interpretó como un castigo. Y lo entendió.

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Joana continuaba enfadada.
De acuerdo.
Podía comprender eso.
La rabia. El despecho. La ira por haberse visto abocada a presenciar en el
río una escena que rompía las líneas esenciales de su relato. Las páginas que
debían haber cuidado para que esa novela de Austen que podían haber sido sí
acabara con un final feliz.
Después el silencio se volvió costumbre. Una rutina imposible de cambiar
porque hacerlo equivalía a una disculpa. Y no era fácil pedirse perdón cuando
todo había comenzado a quedar tan lejos como para desvanecer sus límites.
No resultaba tan precisa la culpa. Ni la responsabilidad. No era sencillo alzar
la voz cuando no estaba claro quién había condenado al silencio a quién.
«Antes o después vais a tener que hablarlo», insiste Marc.
«Lo sé. Pero no así».
Carla guarda el móvil en su cazadora de cuero y conduce rumbo al bar
con su moto, una antigualla que perteneció a su padre y que se ha encargado
de reparar ella misma. Su turno, que se ha asegurado de no cambiar para
evitar cualquier atisbo de debilidad ante la invitación a la fiesta, comienza
solo en quince minutos, así que acelera y disfruta por un momento de la
velocidad y de esa libertad momentánea que la ayuda a serenarse. El viento en
su cuerpo, golpeándola mientras se abre paso por ese pueblo del que solo
piensa en marcharse, le recuerda que no está atada a esa tierra que pisa, a ese
suelo en el que ha creído hundirse durante este año en que todo ha salido al
revés de como había planeado.
No entiende por qué su vida a veces se parece tan poco a la que le gustaría
tener.
En el instituto los límites resultaban evidentes. Lo que no poseían era todo
aquello que no les estaba permitido. Pero los dieciocho lo cambiaría. Y la
universidad. Y la vida adulta que se agazapaba tras esa fiesta de graduación
que, quién se lo iba a decir, acabaría abriendo una de las primeras grietas
entre ella y Joana.
Todo ha resultado ser una gran estafa. Una promesa de un viaje a un lugar
que no existe. Y se pregunta si solo le sucede a ella, si nadie más se da cuenta,
o si los demás también lo ven, pero fingen no hacerlo para que Matrix no
desaparezca.
«¿Ves como llevo razón, Iria?», le dirá mañana a su terapeuta cuando les
toque su videosesión semanal. Siempre es lo mismo: mi puta mala suerte.

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Aparca su moto en la salida trasera del local. La primera semana
trabajando allí aprendió que era el mejor lugar para esquivar a los babosos
que se quedan hasta la hora del cierre y confunden sus ganas de follar con el
interés del resto del mundo en aguantarlos.
Gracias a todo el deporte que ha hecho este año, en el que las pesas se han
convertido en una de sus dos salvaciones —la otra, aunque prefiera
mantenerla en secreto, tiene nombre propio—, podría tumbar a más de uno de
esos borrachos sin problema. Pero no suelen actuar solos, sino en manada,
como las bestias en las que se transforman o que siempre han sido y que el
alcohol desvela, así que prefiere no sobreestimar sus fuerzas, porque una cosa
es saber la llave que escogería y otra comprobar si podría ejecutarla. Y, de
momento, confía más en su vieja moto.
—Toma. —Micaela, su compañera de turno, le llama la atención nada
más verla.
—¿Y esto? —Carla recoge decepcionada la bandera LGTBIQ+ que ella
misma había llevado al local hace tan solo una semana.
—Dice Saúl que ya no pega. Como ha pasado el día del Orgullo…
—Hace dos días.
Carla exagera su mueca de decepción, aunque lo cierto es que no le
sorprende que su gesto activista haya durado tan poco. El tiempo
estrictamente necesario para que su encargado no pueda ser acusado de ser el
gilipollas que ella sabe que es.
—El año que viene la podemos poner de nuevo —sugiere Micaela con
una naturalidad que Carla no sabe si interpretar como ingenuidad o cinismo.
—Claro que sí. Una vez al año y solo los días imprescindibles, no se os
vaya a pegar algo.
—No te pongas así. Sabes cómo es la gente por aquí…
Está a punto de responder con un «sé cómo sois por aquí, sí», pero le da
pereza asumir la discusión posterior, y por eso toma su bandera y la guarda en
su mochila, como una derrota más de todas las que han ocurrido desde que
llegó a un lugar que sigue sin pertenecerle. Quizá por eso había llevado ese
trozo de tela que tan peligroso le parece a su jefe, para intentar conquistar un
territorio donde es una extraña. O para demostrarse algo a sí misma. O,
aunque le duela reconocerlo, para hacer algo de lo que Joana pudiera sentirse
orgullosa.
Mierda, Carla, mierda.
Sigues buscándola. Sigues esperándola. Sigues contando con conseguir su
aprobación, ¿no te das cuenta?

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Coloca vasos y botellas, mientras esa voz que disfruta lastimándola le
recuerda que el orgullo que busca no es el suyo. No es la celebración de ser
quien es. Es el orgullo que le gustaría que sienta Joana. La misma que hoy no
la espera en una fiesta a la que, hace tan solo un año, no habría dudado en
acudir.
—Es mejor ir con cuidado —insiste Micaela, empeñada en justificar la
decisión de Saúl.
—Este verano está todo algo revuelto —le da la razón Teo, que sale de
reponer botellas en la trastienda. Saca su móvil y le da al play a un vídeo en el
que ha grabado algunas de las esvásticas e insignias falangistas que han
aparecido en diferentes lugares de la región.
—Son los mierdas de siempre —responde Carla, a la que esas pintadas
llevan de nuevo al banco arcoíris. A los días con Joana.
—Los de siempre y algunos más.
—¿Ya estamos de cháchara? —los interrumpe Saúl, que acaba de entrar
con su uniforme habitual: polo negro, pantalón beige y unos náuticos azules
que para Carla son, sencillamente, incomprensibles.
—¿Y esto? —Carla le enseña la bandera que acaba de devolverle Micaela.
—Eso te lo llevas a tu casa.
—Pero ¿no estábamos súper orgullosos de ser un bar súper inclusivo?
—No me toques los cojones, anda.
Carla arquea una ceja y, sin añadir nada más, se gira y finge colocar unos
vasos a la espera de que lleguen los primeros clientes. Saúl, por su parte,
anuncia que se ausentará cinco minutos para ir a la oficina, una nave exenta
que se halla a unos doscientos metros del bar. Si pudiera ver su rostro ahora
mismo, descubriría en ella una mueca llena de sarcasmo y hasta de
satisfacción ante la exquisita capacidad argumentativa de su jefe. Es
consciente de que se está jugando el puesto, pero siempre habrá otro trabajo
de mierda donde la exploten exactamente igual que aquí y que le permita
ahorrar lo que necesita para pagarse el primer año en la Escuela de Cine.
Ese es el plan.
Conseguir el dinero para la matrícula y para tirarse en la capital un par de
meses, porque se ve que hay gente que cree que el cine es un camino que solo
deberían recorrer quienes puedan pagárselo. Después se buscará allí otro
curro con el que sobrevivir los tres años que dura la diplomatura. Ese, al
menos, ha sido el acuerdo al que llegó consigo misma después de dos meses
tirados a la basura en una carrera que no era la suya. O que podría haberlo

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sido si no hubiera dado con aulas masificadas, profesores mediocres y un plan
de estudios programado para disuadirla.
Lo único bueno de sus escasos tres meses universitarios fue confirmar que
tenía que salir de allí cuanto antes y, de paso, comprobar que el apoyo de su
padre era tan incondicional como sospechaba. En vez de reproches o
exigencias, Eloy solo le ofreció tiempo con un «aún eres joven» que sonaba
sincero.
Aunque de los recursos han hablado menos, Carla los cuenta en los euros
que ahorra cada semana para esos estudios de cine con que se rescatará a sí
misma antes de que la realidad ahogue sus esperanzas. Por eso se conforma
con alguna que otra bala dialéctica cuando Saúl se dirige a ella con ese
desprecio absoluto hacia la otredad a la que, por mucho que se lo niegue, él
también pertenece. Esa otredad que, pese a ser la única intersección posible,
es la diana predilecta de este pueblo donde, como le decía Micaela, todos
hablan de todos. Algo que Carla sabe desde el primer año que estuvo allí.
El año en que conoció a Joana. A Marc. A Noa.
Y, por supuesto, a Lola.

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El retrato de Dorian Gray


—Siento llegar tarde. En Jefatura querían comentarme que todo el pueblo está
hablando de «nuestras clases pornográficas».
El comentario de Lola desató un murmullo inmediato, en el que se
mezclaron las risas nerviosas con la sensación de victoria del sector crítico
liderado por Angy e Igor, al que no tardaron en sumarse Rubén, Gus y Lena.
Era evidente que alguien se había quejado de la película que se había
proyectado la semana anterior y ese pequeño incidente había trascendido
hasta convertir aquella sesión en un taller erótico destinado a pervertir a
castos y tímidos adolescentes.
Joana, Marc y Noa, que habían crecido entre premisas y consejos
similares de sus respectivas familias —que no parezcas demasiado…, bueno,
tú ya me entiendes—, no se sorprendieron tanto como Carla, para quien esa
noticia constataba hasta qué punto se había equivocado su padre obligándola a
instalarse allí.
—Pero no os preocupéis —prosiguió Lola, que hablaba con tanta
seguridad que ni siquiera parecía disgustada.
Nada en ella era distinto a las demás mañanas. Ni su tono de voz, ni el
atuendo con el que sus veintiséis casi parecían dieciocho —peto vaquero
gastado y camiseta de rayas blancas y azules a juego con el color del mechón
que sobresalía de su cortísima melena cubriendo su frente—, ni tampoco la
serenidad con que les expuso cómo había resuelto la situación.
—Ya les he dicho que esas clases pornográficas no las hemos dado…
todavía.
El murmullo se frenó en seco y toda la clase fijó sus ojos en Lola.
Expectantes ante lo que fuera que estaba a punto de decir y perplejos ante lo
imprevisto de su comentario. En ese mismo instante, Carla supo que aquella
era la mujer a la que quería parecerse en el futuro, mientras que Joana, Marc y
Noa la convertían, instantáneamente, en la líder simbólica de las Tres
Mosqueteras.

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—Desde la semana que viene, dedicaremos los últimos quince minutos de
cada sesión a leer las voces LGTBIQ+ más relevantes de la literatura inglesa
—hizo una pausa antes de disparar con intención cada palabra—: gais,
lesbianas, bisexuales, asexuales, trans, revisaremos cómo ha sido su retrato a
lo largo de la historia y, de paso que aprendemos inglés, evitaremos que
hagáis el ridículo cuando volváis a encontraros con una película como la del
otro día.
—Tú lo que tienes que hacer es enseñarnos inglés, ¡hostias! —saltó Igor
fuera de sí.
—Por eso mismo —replicó Lola sin inmutarse—. Y os lo voy a enseñar
con las mejores plumas de la lengua inglesa. Y sí, lo de pluma lo digo en el
sentido más amplio de la palabra. ¿Alguna sugerencia más?
—¿Te crees que no vamos a denunciarte por querer comernos la cabeza
con esta mierda? —se sumó Angy mientras el resto de la clase se dividía entre
una mayoría que creía que Lola estaba yendo demasiado lejos y una minoría
que apoyaba su propuesta. La minoría, liderada por Carla, Joana, Marc y Noa,
intervino a través de su portavoz oficial.
—Esta mierda se llama Derechos Humanos, cari —replicó Marc—, así
que prueba a denunciar a ver si con un poquito de suerte a quien multan es a
ti.
Carla, que esperaba con curiosidad la reacción de Lola, la vio acercarse a
su portátil y teclear algo, mientras Angy, Igor y los acólitos de su colmena se
revolvían contra Marc con su nada original «maricón» y sus gestos
despectivos: la lengua empujando exageradamente el lateral de la boca, el
puño cerrado subiendo y bajando a la altura de los labios.
—Pues ya lo tenéis —los avisó Lola.
—¿Ya tenemos el qué? —saltó Rubén.
—El enlace donde podéis descargar el formulario para poner una
reclamación oficial en Inspección. Se lo lleváis a vuestros padres y así les
ahorráis el trabajo de tener que buscarlo. Que rellenen lo que les piden ahí y
listo. Eso sí, deseadles suerte. Lo mismo cuando se enteren de que consideran
que leer Orlando o El retrato de Dorian Gray es terrorismo queer, en la
Administración se parten de risa a su costa.
Quien se rio en ese momento fue Joana.
Y Carla, que no estaba preparada para que nadie la sorprendiese tan
pronto, tuvo que admitir que Lola se había ganado su atención y, por qué no,
su curiosidad. Por un segundo, se molestó en observar a la mujer que tenía
delante. Sus ojos almendrados y oscuros. Su nariz afilada y menuda. Sus

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pómulos marcados y subrayados por la cortísima melena que los enmarcaba
con calculada dejadez. Su chupa de cuero y sus camisetas de rayas con citas
literarias que ella misma diseñaba e imprimía.
«No hay cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente», afirmaba
en nombre de Virginia Woolf su camiseta blanquiazul de aquel día. Un lunes
de hace solo dos años, aunque a veces parezca que ha pasado más tiempo.
Esta noche, tras la barra que empieza a llenarse con los primeros
habituales, Carla recuerda esa frase de Woolf que ella y Joana eligieron
estamparse juntas. La misma camiseta que sigue usando porque se niega a
renunciar a lo que fueron y a lo que soñaron que podían ser. La que aún se
pone porque es su forma de no rendirse. De recordarse que lo que sucedió en
el río no fue tan solo culpa suya. Quizá ni siquiera fuera culpa de nadie. Quizá
pasó porque el amor se rige por un azar egoísta y caprichoso que responde
antes a la codicia que a la entrega. Seguro, piensa Carla, que Woolf también
dijo algo al respecto. Y mientras baja la cabeza y finge que no le ha jodido
tener que callarse ante Saúl, se pregunta si es digna de lucir palabras como
esas. O si la literatura, como la vida, también hay que ganársela.

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Afinidad
Ha llegado demasiado pronto. Y se ha puesto la ropa equivocada. Joana no
está muy segura de qué la ha llevado a elegir esa camiseta de la que existe una
réplica exacta, si su otra dueña no la ha tirado.
«No hay cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente».
Llevarla hoy tiene algo de nostalgia forzosa, como si se hubiera rendido a
la obviedad de que, ahora que ha regresado, resulta inútil negar sus ganas de
acercarse a Carla. Aunque la detenga su miedo a hacerse daño. Aunque sepa
que esta noche no va a encontrarla en la fiesta que le han preparado Marc y
Noa, quienes aprovechan que todavía no ha llegado nadie más a Cumbres
Borrascosas para darle su regalo de bienvenida.
—A ver si te gusta…
Joana lo mira con curiosidad, envuelto entre papeles de colores en los que
Marc y Noa han dibujado cubiertas de libros que reconoce enseguida.
El cuaderno dorado, Nada, El cuento de la criada, Estupor y temblores,
El cuarto de atrás… Le emocionan las referencias que han escogido, no solo
por sus autoras, sino porque todas ellas son parte de los títulos que
descubrieron juntas. O incluso que, como en el caso de El cuaderno dorado,
leían a la vez, sobre todo cuando aquellas páginas elegidas en sus Noches
Repelentes les resultaban algo confusas.
«Es más fácil cuando han hecho una serie», les confesó Noa en un
arrebato de sinceridad el día que cambiaron a Susan Sontag por Margaret
Atwood.
Desde el instituto, Noa siempre ha sido la que los obliga a poner los pies
en el suelo. Cuando aún compartían clase, ella formaba parte de su grupo por
elección, pues su naturaleza camaleónica le permitía jugar a ser la más
popular del colegio o la más hermética, dependiendo de su humor y de lo que
necesitara o le apeteciera en cada momento. Las fiestas en la gigantesca casa
de sus padres, que no ponen demasiadas pegas mientras se respeten unas
normas más bien laxas, eran uno de los motivos que la llevaban a granjearse
con facilidad las simpatías ajenas, de modo que pronto se convirtió en el

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puente entre ellos tres y el mundo. O, por lo menos, en una ventana desde la
que ambas realidades podían mirarse.
Joana abre su regalo con delicadeza.
Muy despacio.
Odia a la gente que rasga el envoltorio como si solo importase el
contenido.
Marc y Noa la miran expectantes, con la misma ilusión con que la
recibieron hace unos días en el aeropuerto. Esa mirada que a Joana, lejos de
tranquilizarla, la ha cargado con una responsabilidad que teme no ser capaz de
satisfacer. Como si estuviera en la obligación de hacerles sentir que el año
fuera no los ha alejado, que siguen siendo las Tres Mosqueteras de siempre y
que las experiencias berlinesas no la han moldeado de la forma en que lo han
hecho.
Los ojos de sus amigas, que la esperaban con un cartel con su nombre en
la entrada del aeropuerto, le exigían que fuera la de siempre. Que les
asegurase que todo seguía igual. Y que si lo sucedido el verano anterior —de
lo que Joana se ha negado a hablarles— no la había cambiado, su estancia
fuera, tampoco.
—¿Qué? —le pregunta Marc orgulloso de su elección—. ¿A que estabas
deseando leerlo?
—Ya sabes que sí —le sonríe Joana al descubrir la cubierta de Afinidad,
de Sarah Waters.
—Pues en cuanto lo termines, que rule —bromea Noa, que también tiene
curiosidad por esa historia.
—Claro —le da la razón Marc—, pero primero tendrá que leerla ella. Si
no, vamos a quedar fatal, que los autorregalos dan un poco de cringe.
Los tres se ríen y, gracias a Marc, Joana logra disimular que ya lo tiene.
«Es uno de mis Lieblingsbücher», le contó Elke después de que lo
hubieran robado «accidentalmente». Joana, motivada por el entusiasmo de
aquella compañera de piso de piernas infinitas y mirada tan verde como
inquisitiva, lo devoró en apenas un par de días.
—Mira. —Marc le quita el ejemplar de las manos y le señala una página
con un subrayado a lápiz.
—«Todos los objetos que vemos son horriblemente imperfectos» —lee
Joana en voz alta.
—¿Os acordáis?
Noa y Joana asienten.

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—Pero ¿no decías que no lo habías leído? —se molesta la primera, que a
veces tiene que esforzarse mucho por no recriminarle a Marc sus ansias de
protagonismo.
—Solo he buscado esa frase. Lola nos dijo que la había sacado de ahí.
—El día del banco —recuerda Joana, dejándose arrastrar por la memoria
hacia ese lugar en el que todo parecía más fácil.
—Nunca estuve muy segura de qué quería decirnos con eso —confiesa
Noa—. Y, si os digo la verdad, creo que no lo sabía ni ella.
—Lola no era tan random —la defiende Marc.
—A Lola la habéis idealizado entre todas. Pero tampoco era para tanto.
—Las Noches Repelentes las empezamos gracias a ella.
—Tú ya eras repelente antes.
—Eso también —admite Marc.
Las tres recuerdan el momento en que, gracias al listado de lecturas de
Lola, las Mosqueteras decidieron dedicar una noche a la semana a compartir
libros, hierba y cervezas mientras se refugiaban en aquellas ficciones para
escapar de un lugar que cada nuevo día se volvía aún más pequeño.
Así fue como Marc encontró a Oscar Wilde y, con el exacerbado tono
melodramático que entonces lo caracterizaba, usó una cita de su De profundis
para salir del armario en casa.
Así fue como Noa se enamoró de John Keats y convirtió Bright Star en su
película favorita y toda la filmografía de Ben Wishaw en su nueva pasión.
Así fue como Carla, a la que invitaron a sumarse a su club a pesar de
carecer del título de Mosquetera, se obsesionó con la vida de Sylvia Plath y
trató de traducir sus demonios a través de sus versos.
Y así fue como Joana entró en Una habitación propia y, de mano de
Virginia Woolf, empezó a encontrar su voz junto con las palabras que deseaba
pronunciar con ella.
—Lola nunca te cayó bien, Noa.
—No me gusta la gente con tanto ego.
—Claro —replica Marc—, que para egos ya está el tuyo.
—Capullo.
—Borde.
Joana, que finge ojear el libro para no tener que intervenir, piensa que los
dos llevan algo de razón. Pero afirmar algo así supondría abrir una polémica
inadecuada en el contexto de una fiesta. Una noche en la que todo debería
salir bien, aunque eso, sin Carla presente, sea imposible.

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Por muy segura que se muestre de su decisión ante Marc y Noa, no ha
dejado de pensar en ella desde que ha regresado. En su cabeza, las imágenes
de lo que había entre ella y Carla antes de marcharse se suman a las escenas
de lo que ha nacido entre ella y Elke. Todo se confunde, se acelera, se
retuerce sobre sí mismo en una película de la que Joana ignora el final y para
la que solo tiene hipótesis.
Lo que podría ser si consigue perdonar a Carla.
Lo que podría construir si se atreviese a darle otra oportunidad a Elke.
En ninguno de esos dos condicionales encuentra respuestas que la ayuden,
y por eso los obvia y se centra en la fiesta. En el regalo que aún tiene en sus
manos. Finge no oír sus dudas y les agradece a Noa y Marc que le hayan
regalado un libro que ya tiene y que forma parte de ese año en Berlín que,
cuando está con sus Mosqueteras, finge que no ha pasado. O que, por lo
menos, no ha sido tan decisivo como lo recuerda.

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La librería
Elke y Joana caminaban por la Lindentrasse cuando vieron la fotografía de
Sarah Waters en el escaparate de una pequeña tienda decorada con cintas
arcoíris. Aquella mañana Bobby no había querido acompañarlas al Museo
Judío y Joana, que había intentado comprender las explicaciones de Elke a lo
largo de su visita, aún seguía impactada por los espacios altos y opresivos que
acababan de recorrer juntas.
La perenne sensación de vacío la había perseguido a lo largo de todo el
recinto, hasta volverse todavía más intensa en la Torre del Holocausto y entre
las gigantescas columnas del Jardín del Exilio, donde se había pegado
intuitivamente a Elke, como si buscase junto a ella la protección de las fieras
que parecían seguir asediando ese espacio consagrado a las víctimas del
nazismo.
—¿Entramos?
Elke apuntaba hacia el local y Joana la siguió hasta el interior sin dudarlo.
Las dos se situaron junto a un estante lleno de libros de Sarah Waters,
calificada como Autorin des Monats. Justo en la pared contigua, al lado de lo
que más que una estantería parecía un altar en su honor, habían desplegado
una selección de otras autoras relevantes de los últimos siglos presidida por
La librería, de Penelope Fitzgerald, lo que Joana interpretó como un
homenaje del lugar a sí mismo.
—¿La has leído? —le preguntó Elke mientras cogía un ejemplar de
Afinidad.
—Solo algunas páginas. A una de mis profesoras le gustaba mucho. Y a
ella —comentó señalando con la mirada a la vendedora— yo diría que
también.
Aquella joven, que no debía de ser mucho mayor que ellas, las
escudriñaba con atención y Joana se percató de que no era una desconocida
para Elke.
—Mucho, sí —respondió su compañera de piso mientras se acercaba a la
librera, que esquivó el beso en la mejilla con que pretendía saludarla y lo

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sustituyó por una mano extendida, que Elke se negó a estrechar.
Convertida en una intrusa en medio de un capítulo que no le pertenecía,
Joana fijó la mirada en el libro que le había dado Elke y, tras abrirlo al azar,
fingió concentrarse mientras recordaba la voz de Lola leyendo algunas de sus
páginas en las últimas sesiones del curso. Tras un mes de clases en la
Humboldt-Universität, todavía no había conocido a una sola profesora tan
carismática como ella y empezaba a dudar de si eso llegaría a suceder. Quizá
el deslumbramiento universitario era imposible porque no dependía de lo que
le ofreciesen quienes tuviera delante, sino de lo que ella fuera capaz de tomar
por sí misma.
—¿Y para eso has venido?
Puede que la librera dijera, en realidad, por qué has venido. O con quién
has venido. O incluso que no dijera ninguna de las tres cosas, pero la reacción
de Elke, ligeramente abochornada, hizo que Joana optase por la primera de
esas traducciones.
—Vámonos —le ordenó, y se giró bruscamente.
Joana la siguió sin rechistar y solo cuando se hallaron a la altura de la
Gitschiner Strasse se dio cuenta de que llevaba en las manos el ejemplar de
Afinidad que había tomado en la librería.
—Lo siento —se disculpó con Elke, como si hubiera robado una
valiosísima e irreemplazable posesión—. Vuelvo a devolvérselo.
—No. —Le quitó el libro de las manos, buscó un bolígrafo en su
bandolera y escribió un gigantesco «Willkommen, Joana» en la primera
página—. Ahora es tuyo. De regalo de bienvenida.
Desconcertada, se lo agradeció con un danke y pasó el resto del camino de
regreso a su piso inventando la historia que, de momento, no se atrevía a
preguntarle. Pudo preguntárselo, sí. Pero no lo hizo. No quería que el pasado
formase parte de su presente. Ni necesitaba saber qué había sucedido entre la
librera y Elke, ni estaba dispuesta a relatar lo que había ocurrido entre Carla y
ella. Las personas que habían sido antes no estaban obligadas a hacerse
visibles ante quienes eran ahora, y aquel libro, con su dedicatoria en la
primera página, era la prueba de ello. El primer eslabón en una nueva cadena
de experiencias y afectos donde bastante pesaban los recuerdos propios como
para sumar también el conocimiento de los ajenos.
Lo que Joana no imaginaba es que ese mismo libro le daría la bienvenida
meses después. En otro lugar. En otro tiempo. Con otra gente. Recordándole
sus vidas a uno y otro lado del espejo. La que había elegido y la que había

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desestimado. O la vida que se había resignado a mantener y la que no se
atrevía a empezar.
—Ya están aquí. —El timbre de la casa de Noa los avisa de la llegada de
los primeros invitados.
—Pero ¿quiénes son? —Joana está convencida de que solo echará de
menos a Carla, la única persona que no va a acudir.
—No sé, gente —sonríe Noa, que se niega a dar fiestas que no sean
concurridas e instagrameables.
—Gente —asiente Joana.
Envuelve de nuevo el libro y, antes de guardarlo en su mochila, dobla la
esquina superior de la página en la que Marc ha dado con una de las citas que
Lola lucía en sus camisetas.
«Todos los objetos que vemos son horriblemente imperfectos».
Y sí, quizá lo sean. Pero este libro, con el que le han dado la bienvenida a
dos vidas tan diferentes que por momentos parecen idénticas, se niega a serlo.

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Esperando a Godot
—Estamos cerrando.
—¿A estas horas?
—Sí. —Saúl responde tajante y dirige la mirada a Teo para que se ocupe
de que el grupo de recién llegados no acceda al lugar.
Carla, que no los ha visto nunca, deduce que deben de haber venido de
alguno de los pueblos de alrededor. Si fueran de allí, no le habrían pasado
desapercibida las dos chicas que se dan la mano ni el chico negro y
corpulento de la cresta rosa que luce en su camiseta una clara insignia
antifascista. Junto a él, otros dos chicos algo más menudos: uno, pelirrojo y
con los ojos muy claros, y otro, delgado y con rasgos asiáticos. Ninguno debe
de tener más de diecinueve o veinte años y, por un segundo, Carla ve en ese
grupo un reflejo de sus Mosqueteras, con la diferencia de que todo lo que
ellas se empeñan en normativizar, ellos han decidido no esconderlo. No
intentan pasar desapercibidos ni en su forma de vestir ni de comportarse, y
eso les granjea tanto la admiración de Carla como el rechazo inmediato de
Saúl.
—¿Pasa algo? —interviene ella desde la barra, fingiendo no haberse dado
cuenta de lo que acaba de suceder.
—No —contesta el encargado sin mirarla.
—¿Y esa gente? —Una de las chicas del grupo, que lleva la bandera
bisexual cosida a su cazadora, apunta a los clientes que apuran sus copas en el
local.
—Han entrado antes. En cuanto acaben, se van.
—Podemos tomar algo rápido —propone el de la cresta rosa mientras el
pelirrojo le tira levemente de la camiseta.
—Anuar —le susurra, pero este, en vez de retroceder, da un paso al frente
y se sitúa a un palmo de distancia de Saúl. Haciéndole frente.
Es algo más alto que Carla, muy fibroso y con una mirada incisiva y
profunda en la que late la misma rabia que en sus palabras. Solo pretende
franquear la puerta que acaban de cerrarle. Tan sencillo como dar unos pasos,

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ocupar junto con sus colegas los taburetes libres al inicio de la barra y beber
algo.
—¿No había sitio en la fábrica o qué? —les espeta Saúl con desprecio—.
Allí seguro que os podéis apañar con unas latas.
Sin añadir nada más, hace rodar un par de botellines por la barra. El
pelirrojo hace ademán de correr a cogerlos para evitar que caigan al suelo,
pero Anuar lo detiene.
—Alvi. —Le basta con mencionar su nombre para que le obedezca.
Carla escucha con cierto placer cómo estallan las dos botellas contra el
suelo y aplaude para sí el liderazgo que emana ese joven que se ha convertido
en diana de la ira de su jefe.
—¡¿Habéis venido a liarla o qué?! —les grita Saúl mientras, con un
chasquido, ordena a Micaela que limpie el suelo con una fregona. Ella corre a
su llamada como si fuera el perro con quien parece haberla confundido, y
Anuar extiende su brazo para detener el paso a Alvi, del que no queda rastro
de la docilidad que parecía mostrar en un primer momento.
—Hemos venido a pasar un rato —responde la chica de la bandera bi—.
Solo eso.
—Y eso es lo que vamos a hacer, Neus.
—Aquí no —zanja la discusión Saúl, que sigue sosteniendo la mirada a
Anuar.
Los dos permanecen frontales y estatuarios, sin avanzar o retroceder ni un
solo milímetro, conscientes de que cualquier movimiento cederá la victoria al
rival.
Apenas han elevado la voz, pero la situación es lo bastante tensa como
para haber llamado la atención de los demás clientes, que no dudan en
abandonar el tedio de sus conversaciones habituales para centrarse en
observar la escena.
Quizá sea eso lo que impide que Carla se mantenga al margen.
Lo haría si no estuviesen mirando.
Si ella no formase parte de esta secuencia.
Si este no fuera uno de los momentos de los que la directora que aspira a
ser —recuerda, Carla: la misma que necesita este curro de mierda— promete
acordarse para incluirlo en su primera gran película. Uno de esos instantes
que sabe que importan porque, aunque no lo parezca, está ocurriendo algo. Y,
más aún, está definiéndose alguien. Ella, los demás, los otros. ¿No iba de eso
aquella obra tan extraña que les obligó a leer Lola y en la que nunca llegaba el
tal Godot al que esperaban? No recuerda el nombre del autor, pero sí que

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hablaba de la distancia entre quienes somos y quienes creemos que somos.
Entre lo que tenemos y lo que esperamos.
El abismo que se abre esta noche entre la camarera que mira cómo su jefe
le niega la entrada al local a un grupo que podría ser el suyo y la adolescente
que, con su camiseta woolfiana, se prometió no traicionarse junto a un banco
pintado con todos los colores del arcoíris. Un día demasiado próximo en el
tiempo como para haberlo olvidado.

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Ítaca
Lo del banco no fue idea de Lola, aunque Joana acabara diciendo que sí.
Lo del banco había sido idea de Carla.
Fue ella la que, harta de las gilipolleces de Igor, Angy y su corte de
moscones cavernarios, sugirió pintar con los colores de la bandera LGTBIQ+
el banco a la entrada del instituto.
Y fue ella también la que habló con Lola para que se lo propusiera al
Consejo Escolar, que, a pesar de ciertas reticencias, acabó votando que sí.
—No ha quedado mal.
—¿Crees que esto sirve de mucho, Carla? —la cuestionó Marc, en quien
adivinó cierto recelo por no haber sido el promotor de la idea. No soportaba la
naturaleza egocéntrica de su activismo: nada que no surgiera de una propuesta
que pudiese firmar o, mejor aún, colgar en su canal de YouTube le parecía
digno de ser destacado.
—En este pueblo, sí.
—No solo aquí —apostilló Noa, que empezaba a cansarse del tono
despectivo con el que Carla se refería a aquel lugar y a sus gentes. Por
supuesto que compartía muchas de sus quejas, es más, ella misma las
expresaba en cuanto tenía ocasión. Pero estaba segura de que habría otros
sitios más grandes que, pese a su soberbia de gran ciudad, serían igual de
mezquinos. Qué más daba la dimensión del entorno si la vida personal se
reducía siempre a un inevitable microcosmos.
—No te rayes, anda —medió Joana—, sabes lo que ha querido decir.
Además, tú piensas lo mismo.
—¿Y eso? —Marc señaló la palabra ÍTACA que Carla había pintado en un
extremo del espaldar.
—Por el poema que leímos el otro día en clase.
—Pues nada, con esto ya hemos acabado con el fascismo. Unos versitos
de Kavafis, unos botes de pintura y listo. Si lo hubieran sabido los aliados en
la Segunda Guerra Mundial, la de bombas que se habrían ahorrado…
—Es un gesto, Marc.

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—¿Y a los nazis de por aquí crees que les importan los gestos?
—Últimamente no dejan de liarla —añadió Noa.
—Están muy creciditos —les dio la razón Joana.
—Broncas, palizas, ciberacoso… Unas joyitas, pero la policía —Marc
dirigió una mirada más que evidente hacia Joana— siempre se escuda en que
no hay modo de identificarlos ni pruebas que permitan averiguar sus
identidades.
—¿Y a mí qué me cuentas? Eso es cosa de Sonrisa Perfecta y sus colegas,
no mía. Habla con él si quieres.
—Entonces ¿es gente del pueblo? —preguntó Carla.
—De la región, en realidad. Actúan en grupo y por toda la zona.
—No sabía que me había mudado a 1945.
—Claro, porque en la capi no era así. En la capi solo hay seres de luz
como tú, Carla.
—Habrá que decirle a Lola que ya está —cambió el tema Joana.
Recogieron las pinturas y, por un instante, disfrutaron de la pequeña
victoria que suponía ese banco multicolor convertido en trinchera de la
disidencia. Al menos, durante las horas que resistió sin el gigantesco
«FUERA BOLLERAS Y MARICONES» con que amaneció al día siguiente.
—Esto no se va a quedar así —se prometió la Carla de entonces al
descubrir que había sido vandalizado.
Esto no se puede quedar así, se exige la Carla que hoy asiste impertérrita
al plano general que se desarrolla en el bar en que trabaja.
Como si su yo de ahora respondiera al que deseaba ser entonces, sirve
cinco cervezas y las coloca en un extremo de la barra.
—Yo creo que a una, por lo menos, sí os da tiempo.
Saúl la fulmina con la mirada y Anuar, consciente de que aceptar su
invitación la involucrará aún más de lo que se ha implicado, eleva las manos
en señal de paz y emprende la retirada junto a sus compañeros.
—Nos veremos —se despide, y deja suspendida una frase que suena a
amenaza.
Es tan previsible todo lo que va a suceder a continuación que Carla ni
siquiera espera a que Saúl la acorrale con sus malas formas frente al almacén.
Le basta con verlo dirigirse hacia ella para saber que ahora vienen los gritos, y
los insultos, y el chantaje, pero como el yo del instituto no ganó sus batallas
para que el yo de los veinte sea quien pierda la guerra, le da la espalda a su
encargado, busca su casco y sale de allí dejando bien claro que no piensa
volver.

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—¿Ves? —clava su mirada en Saúl—. Ahora sí que estáis cerrados.
Sin pensárselo, eleva su casco y golpea con todas sus fuerzas la cristalera
de la entrada, que se quiebra en mil pedazos.
Intuye que Saúl la persigue al grito de hija de puta. Incluso que Teo o
Micaela lo acompañan. Corre deprisa hacia su moto y, presa de una euforia
que no puede explicarse, se coloca el casco que acaba de usar y acelera hasta
perderse en la carretera sin saber bien adónde ir. Su móvil vibra en el bolsillo
y, antes de dar con un recodo en el que detenerse y leer el mensaje, adivina
quién es y qué le propone.

Esta fiesta es una mierda. Nos vemos donde siempre?

No le gusta el «donde» y no le convence el «siempre». Pero es la mejor


manera posible de acabar la noche.
Responde con un escueto «ok» y piensa en lo que dirá su padre cuando
llegue la denuncia o, peor aún, cuando le confiese que necesita un nuevo
curro si quiere salir de ese jodido pueblo y empezar en una escuela de cine
que hoy le queda un poco más lejos.
Aunque la Carla de los dieciocho, desde su banco arcoíris recién
reconquistado, quede mucho más cerca.

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Cumbres borrascosas
Le ha bastado con menos de una hora para darse cuenta de que todo sigue
siendo tal y como lo recordaba.
Joana siente una punzada de decepción al reconocer los rostros, los gestos
y hasta las expresiones de quienes llenan la fiesta, como si el año transcurrido
desde su marcha no hubiera supuesto ningún cambio real en el mundo que
antes habitaba.
Habría preferido la extrañeza a la cotidianidad, porque eso, a pesar de que
le exigiría un esfuerzo para recuperar su espacio, también supondría un reto.
No deja de verse a sí misma como una extraña en un espacio que, lejos de
sorprenderle, le resulta demasiado conocido. Sin embargo, no halla un lugar
en el que ubicarse en medio de los grupos que alternan conversaciones
ruidosas —las risas, esas risas que no siempre tienen que ver con pasarlo bien,
sino con la necesidad de parecerlo—, los selfis grupales y los likes con que,
de un extremo a otro de la habitación, hacen un guiño a alguien que parece
más accesible a través de una pantalla que al otro lado de la mesa donde Noa
y Marc han dejado las bebidas.
—Es la hostia que hayas vuelto, Jo —se sincera él en uno de esos
instantes donde el alcohol lo vuelve extrañamente efusivo y en los que se
permite asegurar que quiere a alguien más que a sí mismo. Ella permanece
rígida mientras Marc, sin que sea pertinente, le da uno de sus abrazos de oso.
Uno de esos abrazos que solo le permite a él.
Quizá porque fueron capaces de verse antes que nadie. O porque
decidieron contarlo a la vez. O porque estar juntos los hizo más fuertes en un
pueblo donde nada se parecía a la vida que envidiaban en las series que veían.
Donde las casas eran mucho más pequeñas, donde las familias no siempre
llegaban a fin de mes y donde ir de la mano de alguien podía ser un ejercicio
de valor que ni ella ni Marc, antes de que se hicieran fuertes juntos, habían
tenido.
—No sabes lo que te hemos echado de menos, Jo.

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Ella, que no está segura de que haya sido exactamente así, agradece
escuchar de nuevo el nombre con el que Marc, y solo Marc, siempre la ha
llamado. Ese guiño suyo que nació mucho antes de las Noches Repelentes, y
de Lola, y de Carla, y de Elke, y de que la vida se volviera un laberinto
porque cada decisión abre una nueva encrucijada llena de interrogantes que
no está segura de saber contestar.
No tenemos la culpa de haber nacido con buen gusto, se reía Marc
cuando, en aquellos años de instituto donde la diferencia solo admitía ser
ocultada o exhibida, alguien trataba de burlarse de ellos por sus continuas
citas de las Brontë, o de Shelley, o de Mujercitas —gracias, Saoirse Ronan;
gracias, Timothée Chalamet— de Louisa May Alcott. No siempre disfrutaban
por igual de los libros que elegían. Pero ni siquiera eso importaba: lo esencial
era compartir el viaje.
Entonces, cuando Marc no había alcanzado la cifra mágica de los diez mil
seguidores en Instagram —que ahora duplicaba en su cuenta de TikTok—,
todavía era divertido. Antes de que decidiera profesionalizar sus redes, eso le
dijo, y las convirtiera en un canal literario en YouTube y una sucesión de
reels donde se ejerce como el crítico que, gracias a su grado de Filología,
espera llegar a ser.
—He intentado que viniera, aunque no sabía si querías que lo hiciese —le
confiesa ahora que no los oye Noa, que está hablando con su hermano Gerard
al fondo del salón.
—Tampoco yo —admite y, por primera vez, se permite sincerarse sobre
lo que sea que la une o la aleja de Carla, situándola en el extremo de una
cuerda que duda si seguir estrechando o soltar de una vez.
—Nunca nos has contado por qué rompisteis.
—No rompimos —se da cuenta de lo que acaba de decir e,
instintivamente, se autocorrige—, o no del todo.
—¿Ah, no? Pues qué bien lo estáis disimulando…
—Es algo entre ella y yo.
—Carla tampoco le ha dicho nada a nadie. Desde que te fuiste la hemos
visto menos… Ya sabes cómo es.
Le gustaría decir que sí, pero lo cierto es que solo la intuye. El tiempo
juntas no las ha ayudado a conocerse, sino a imaginarse. Sabe cómo son la
Carla y la Joana que no puede sacarse de la cabeza desde el día del gimnasio.
Y cómo son también las que decidieron que serían juntas. Pero no ha mirado
de cerca a las que son. La Joana que se sube a un avión huyendo de un

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diálogo que no tiene ni idea de cómo empezar o la Carla que se niega a ir a
despedirse al aeropuerto porque teme esa conversación.
—¿Y allí?
—¿Allí qué, Marc?
—Que si allí ha habido alguien…
Durante su año en Berlín, Marc ha evitado forzar cualquier tipo de
confesión y se ha mantenido cauto en mensajes, audios y videollamadas,
callándose sus sospechas de que entre Joana y su compañera de piso había
nacido algo por lo que hoy sí quiere preguntar. Ella, sin embargo, se encoge
de hombros y agradece la irrupción de Gerard, que casi los arrolla de camino
a la puerta.
—¿Ya te vas?
—He quedado. Bienvenida y eso.
El hermano de Noa y ella nunca han cruzado más de seis palabras
seguidas, así que Joana valora el esfuerzo que le habrá supuesto semejante
exceso verbal.
—¿Vamos a bailar o no vamos a bailar? —los apremia Noa, apuntando
con intención hacia el baño—. Aunque antes podemos animarnos un poco,
¿no?
Joana niega con la cabeza y espera a que ella y Marc regresen de
compartir lo que sea que Noa ha conseguido esta vez y que hará que vuelvan
con una dosis de entusiasmo tan químico e impostado que pronto resultará
insoportable. Esa euforia que Carla odia tanto como ella y que si hasta ahora
han resistido cuando salían en grupo es, sencillamente, porque las dos se
aislaban en un espacio propio al que nadie más tenía acceso.
—¡Todas para una y una para todas!
Noa y Marc corren hacia Joana y, al grito de las Mosqueteras, la arrastran
a la pista improvisada en el jardín. Saltan al ritmo de una canción que habla
de otros veranos que no se parecen a este. Porque es en inglés, porque existen
el mar infinito y las noches eternas y porque describe despedidas que no
necesitan disculpas. Veranos que suceden con la mirada llena de lo que está
por venir en lugar de empañada por todo lo que se ha dejado atrás.

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Beloved
Fue Bobby quien tuvo la culpa de la primera vez que ocurrió algo con Elke.
En otra fiesta en la que Joana, que siempre ha preferido los encuentros
singulares a los eventos colectivos, se aburría tanto como en la que le han
preparado Marc y Noa en Cumbres Borrascosas.
Si Bobby no hubiese propuesto aquel estúpido juego, quizá no habría
pasado nada. O habría sucedido más tarde.
Joana apenas llevaba un mes en el piso de Kreuzberg y, a pesar de que
Elke había llamado su atención desde el primer día, se había prometido que
evitaría que ocurriese algo entre ellas.
En parte, porque no sabía bien dónde había quedado todo con Carla
después de la última noche en el río.
Y, en parte, porque le daba miedo involucrarse en una relación con
alguien que, como Elke, parecía tener mucho más bagaje emocional. Incluida
Sabine, la vendedora de la librería con la que, en otro de los paseos donde le
enseñaba lo que ella llamaba los must de Berlín, le confesó que había estado
saliendo casi dos años.
—¿Dos años?
—¿Te parece mucho? —La voz de Elke sonaba diferente cuando hablaba
el poco español que sabía. Lo había estudiado en el instituto y lo pronunciaba
con un marcado deje mexicano adquirido de su profesora.
—No, pero me sorprende.
—Estábamos bien, creo. Hasta que le sugerí venir aquí… —le explicó
después de que Joana le insistiera en conocer su historia: ya que la habían
convertido en la víctima de su primer y único robo literario, era justo que le
ofreciese algún detalle más—. En cuanto Sabine se mudó nos dimos cuenta de
que esto no funcionaba. Ni nosotras solas. Ni nosotras con Bobby. Y sin
Bobby este lugar no es posible.
—Pero ¿es que Bobby y tú…?
—A veces —asintió ella con naturalidad—. Pero no es lo esencial. Lo
importante es esto. ¿Me sigues?

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Joana intentaba descifrar un discurso que Elke acompañaba con grandes
aspavientos mediante los cuales, abriendo por completo los brazos, señalaba
todo el espacio que las rodeaba. De algún modo, ese piso se había convertido
en la metáfora de su mundo y en el único escenario posible para una relación
como la que fuera que había mantenido con Sabine y con Bobby.
Joana le preguntó si era poliamor y ella le respondió con otro «esto» y un
nuevo movimiento de brazos. Su rechazo a cualquier clase de etiqueta era tan
obvia como su necesidad de asociar el entorno con su marco identitario. Ella
era allí. Ella era en medio de «esto», de aquel piso tan luminoso como
destartalado, amueblado únicamente con piezas disonantes y sacadas de
contenedores y tiendas de segunda mano donde había encontrado parte de los
futuros que podía ser.
Elke solo le llevaba un par de años, pero en su mirada cabía todo un
mundo. Un universo de experiencias que tenían que ver con la supervivencia
en esa familia donde Joana intuye que, además de silencio, hubo violencia.
Un recorrido que, una vez que Elke salió de su Fulda natal, se vio completado
por todas las personas que había ido encontrando en su camino y que la
habían convertido en la mujer fuerte e independiente que Joana había visto en
ella.
La noche de esa otra fiesta en Kreuzberg, a mediados de octubre, debían
de ser diez o doce personas las que se habían dado cita en el piso.
Compañeros universitarios de Bobby y de Elke, jóvenes que a Joana, que
seguía viéndolo todo desde el prisma de su pueblo y del río que lo sesgaba, le
resultaban exultantemente cosmopolitas. Abrumada, se acodó en un rincón
del salón, con un vaso de plástico en la mano y la mirada perdida en aquel
grupo del que todavía no formaba parte.
Bobby se dio cuenta de su aislamiento y propuso un juego. Por parejas,
debían pensar en una película y escenificarla. Nada original, pero si se
mostraban ocurrentes, las risas estaban garantizadas.
Joana sintió pánico. Odiaba la mímica. Odiaba los juegos que implicaban
mímica. Y odiaba, sobre todo, tener que ponerse delante de un grupo de
extraños para hacer mímica.
Antes de que nadie la buscara con la absurda pretensión de que
participase, corrió a esconderse en el cuarto más cercano. El de Bobby. Se
sentó en la cama y, sin tocar nada, dejó vagar su vista por las imágenes y los
objetos que atestaban aquella habitación.
Esa noche fue la primera vez que se topó con Angela Davis. Y con Maya
Angelou. Y con Toni Morrison y su Beloved. No es que antes no hubiera

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sabido de ellas, pero estaba tan ocupada con su propio mundo que ninguna de
esas autoras había formado parte de sus Noches Repelentes junto a Carla,
Marc y Noa. La certeza de todo lo que le quedaba por descubrir, la sensación
de empezar a conocer para acabar convencida de que seguía sin saber
absolutamente nada, la excitaba y angustiaba a partes iguales. Era un estímulo
para seguir explorando, pero también constituía la confirmación de su
insignificancia. Un minúsculo punto en medio de un universo infinito donde
nadie, por mucho que se esforzara en ello, tendría la obligación de recordarla.
Si Carla hubiera estado allí, la habría abrazado. Eso era lo que hacían
cuando alguna de las dos caía en esas ideas que habían aprendido a controlar
ante los demás.
Nadie en el pueblo quería oír algo parecido un viernes por la noche, en los
peldaños de la fábrica de papel abandonada donde comenzaba, entre botellas
y vasos de litro, el fin de semana. Nadie habría tenido interés por escuchar las
ideas que había detrás de las cicatrices de Carla. Las marcas que Joana
descubrió la primera vez que se desnudaron y de las que, solo cuando estaban
solas, volvieron a hablar.
El sonido de la puerta del cuarto de Bobby la sustrajo de su
ensimismamiento. Tan pronto como se abrió, se sintió en la obligación de
disculparse, como si hubiera estado haciendo algo malo. Se puso en pie y se
replegó contra la pared, trazando la máxima distancia posible entre su cuerpo
y los objetos de aquella habitación para demostrar que no se había atrevido a
coger ninguno. Elke la miró con curiosidad, sin entender qué hacía allí. O
comprendiéndolo tan deprisa que prefirió no preguntárselo.
En momentos así Joana querría ser diferente. Contar con la facilidad de
trato de Noa. O con la seguridad de Marc. O con el hermetismo y la
mordacidad contundente de Carla. Pero ella no dispone de ninguna de esas
cualidades, tan solo la de una vergüenza pegajosa que la lleva a querer encajar
sin lograrlo y que da lugar a situaciones tan embarazosas como aquella,
escondida como una cría en un cuarto que ni siquiera era el suyo.
Pensó que Elke intentaría convencerla. Estaba acostumbrada al no seas
tímida, al no pasa nada, a que le tendieran la mano creyendo ayudarla para
darle un empujón que solo conseguía que se sintiera aún más expuesta. La
realidad era un lugar inhóspito para su introversión. Por eso se había aliado
muy pronto con los libros, sus páginas eran el único espacio en que podía
pasar desapercibida y, a la vez, encarnar un papel protagonista.
—¿Todo bien?

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—Todo bien. —Dio un par de pasos hacia delante, convencida de que
Elke había ido hasta allí para llevarla con los demás y obligarla a participar en
el juego.
Su compañera de piso se dejó caer en la cama, en el mismo lugar en que
Joana había estado antes, conectó su móvil al altavoz que Bobby tenía en su
cuarto, dejó que sonara Campus de Vampire Weekend y dio una suave
palmada en el edredón para pedirle que se sentara junto a ella. Joana obedeció
y las dos permanecieron unos segundos en silencio, dejando que la música
fuera la única protagonista.
—Es la mejor habitación de las tres —dijo Elke cuando acabó la canción,
y Joana, que no entendía a qué venía ese comentario, alzó los hombros en
señal de indiferencia—. La más luminosa. Y me la ganó en uno de sus juegos.
Son su especialidad. Igual que el de las tres palabras, que también fue idea
suya. O los de esta noche. Bobby ha nacido para ser el centro de atención.
—Hay que tener talento para eso.
—Las fiestas no son lo tuyo, ¿verdad?
—Según cuáles. —Se dio cuenta de que su frase había resultado lo
suficientemente ambigua como para dotar de un nuevo significado a la
extrema cercanía entre sus cuerpos.
—¿Te espera alguien allí? —le preguntó Elke tras afianzar su posición,
sin separarse ni un milímetro.
—No lo sé.
A pesar del riesgo de que interpretara su respuesta como una torpe
evasiva, Joana prefirió ser sincera. Y esa ignorancia de la situación en que
había quedado su historia con Carla, en la que convergían sus ganas de
alejarse con su deseo de volver a verla, era la única contestación posible.
—Eso es que sí hay alguien —sentenció Elke—. Si no, sabrías que no lo
hay.
No la contradijo porque no se sentía capacitada para explicarlo en la
combinación de inglés, alemán y español con que se comunicaban, pero si su
gramática se lo hubiera permitido, habría argumentado que la certeza debía
consistir en lo contrario: si la esperase alguien, lo sabría. Su duda no suponía
existencia, sino imprecisión. La presencia vaga de alguien que se
desvanecería por completo si no construían nuevos recuerdos a los que
aferrarse. Eso, a grandes rasgos, es lo que habría querido contarle mientras
Elke la miraba a los ojos y hacía que todo su discurso se tambaleara sobre
unos rudimentos léxicos insuficientes y el nerviosismo creciente de un cuerpo
que exigía ser escuchado.

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No fue premeditado, piensa. Ninguna de las dos hizo nada para que
sucediera, cree recordar. Pero antes de que terminase la canción, su mano
estaba tan cerca de la de Elke que podía sentir el tacto de su piel en la suya.
Sin contar con más certeza que la de su intuición, los dedos de ambas
empezaron a buscarse y juguetear, rozándose, entrelazándose, trabando un
nudo de deseo que, a la tercera canción, secundaron sus labios. Elke
agarrándole la cabeza con su brazo. Joana apretando su cintura con el suyo. Y
la música que seguía sonando mientras los demás se reían a carcajadas en el
salón ante las imitaciones de Bobby.
—Lo importante —repitió Elke justo antes de levantarse y acercarse a la
puerta— es esto. Si crees que también puede ser tu sitio, búscame.
Joana permaneció sentada mientras ella se marchaba y se incorporaba de
nuevo a la fiesta. Confusa y excitada, siguió allí durante tantos minutos como
fueron necesarios para desprenderse de las imágenes del sexo que había
imaginado y que no había llegado a suceder, así como para llenarse de la
voluntad de que esos momentos ocurrieran. Esa noche, en su cuarto, después
de haber sufrido hasta el último de los juegos socializadores de Bobby, se
dejó llevar por lo que podía caber en ese «esto» con el que Elke había
bautizado su reino y, desnuda en la cama, aplicó sus manos con toda la
suavidad y la vehemencia que esperaba obtener de ella la próxima vez que
decidiesen encontrarse. Cerró los ojos para concentrarse en su perfume ácido,
en sus piernas rozando las suyas, en sus labios recorriendo el cuerpo que
ahora, a solas, se estremecía al prometerse el placer que hoy tan solo habían
empezado a atisbar.
El día en que salió rumbo al aeropuerto, Elke le entregó un regalo que le
pidió que no abriera hasta que hubiese embarcado. Ella ni siquiera necesitó
hacerlo: le bastó con sopesar su tamaño para adivinar que se trataba de un pen
drive. En su interior, solo una pista de audio con Campus, de Vampire
Weekend.

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Escritos de cine
Lleva más de una hora conduciendo, dispuesta a vaciar el depósito de
gasolina si es necesario. Carla se arrepiente de haber tecleado ese «ok» al
whatsapp en el que Gerard la invitaba a un encuentro que ahora no sabe si
quiere que se produzca. Pero no manda ningún mensaje más. No avisa de que
va a retrasarse. Si de verdad tiene interés en que pasen el resto de la noche
juntos, deberá conformarse con ese silencio hasta que sea capaz de decidir si
le apetece. Ahora mismo solo aspira a desaparecer para no pensar en por qué
su vida se parece tan poco a la que le gustaría tener. Su euforia inicial se ha
desvanecido hasta volverse desconcierto, así que acelera y solo cuando se
considera lo suficientemente lejos de todos, incluso de sí misma, aparca su
moto en medio de la nada y la deja entre unos árboles donde, si quisiera
perderse, nadie la encontraría.
A veces fantasea con eso. Y cuando el delirio se vuelve demasiado
persistente saca su móvil y escribe a una de sus dos personas de referencia, tal
y como le ha enseñado Iria. Una es su padre. La otra, Gerard. Cada vez le
ocurre con menos frecuencia, pero este último año le ha resultado
especialmente difícil y ha habido alguna ocasión en que el laberinto era tan
seductor que ha necesitado pulsar uno de esos dos números.
Hazlo inmediatamente, le insiste Iria, no sobreestimes tus fuerzas.
Si Joana no se hubiera marchado, habría elegido su número. Pero se fue.
Se fue y, tras su última noche, le dijo que era mejor que no volvieran a hablar
durante un tiempo. Que no podía ser responsable de su vida. Eso le dijo.
Responsable.
A Carla aún le quema esa palabra, porque nunca ha querido que nadie se
responsabilice de sus actos. Ni de sus heridas. Ni mucho menos de su
laberinto. Pero Joana solo piensa en lo que vio esa noche en el río, y no en las
lecturas de un acto que, como cualquier otro, es polisémico. Depende de
dónde se coloque la cámara. De si es un plano secuencia o un contrapicado. Y
de cómo se organicen las imágenes. La magia del cine, como ha leído Carla
en unos Escritos de cine que le regaló Joana antes de que todo se volviera

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confuso, reside en la sala de montaje. En el modo en que se ordenan las
experiencias de los protagonistas. Y la suma de todo lo que han vivido ellas
dos no puede ser lineal. Porque eso limitaría su complejidad, y su historia no
se puede contar como si tuviera un principio y un final. Su historia son sus
dudas, sus vértigos, sus oscilaciones. Su historia también son estas ganas de
verse que Carla no se atreve a satisfacer y que la llevan a pensar, sin que
entienda del todo por qué, en el lugar donde ahora mismo la espera Gerard.
Ha perdido la noción del tiempo que lleva junto al río, cobijada bajo los
álamos. Hace mucho que no le sucedía, pero el incidente en el bar se ha
sumado a la ansiedad que, aunque se lo niegue, le provoca el regreso de
Joana, originando uno de esos accesos de ansiedad en los que solo siente
ganas de correr, de alejarse, de apartarse hasta que se olvida de dónde está y
podría ser capaz de cometer alguna acción que supusiera un riesgo para ella
misma o para los demás. Iria le ha pedido que acuda a urgencias cada vez que
presente un cuadro así, pero esta noche no piensa seguir su consejo. No quiere
que vuelvan a sentarla en la sala de espera, ni pasar por el triaje, ni aguantar la
mirada del enfermero que la atendió la última vez, una semana después de la
marcha de Joana, y que parecía juzgarla por hacerle perder el tiempo. Esta
noche prefiere probar con otra terapia, y por eso saca su móvil y, bajo el «ok»
con el que ha contestado hace más de dos horas, suma un «¿sigues ahí?» que
no sabe si obtendrá respuesta.
«Sigo». Le sorprende la paciencia de Gerard y la premia con un «Voy»
que no deja lugar a dudas de que acudirá a su llamada.
—Pensaba que te habrías ido —lo saluda mientras empuja la puerta del
barracón donde suelen quedar. Uno de los del extremo sur del asentamiento
prefabricado en el que se alojan los temporeros contratados por la cooperativa
de sus padres.
—Tampoco tenía nada mejor que hacer —le responde Gerard, dándole
una calada al porro que lo ha acompañado durante la espera—. ¿Quieres?
Carla declina la invitación y se deja caer a su lado, presa de un cansancio
que no se explica y que, seguramente, tenga que ver con lo que pesan las
palabras no dichas.
—Creo que me han echado.
—¿Por? —le pregunta él sin demasiada curiosidad.
—O no. —Carla se lo piensa mejor y opta por cambiar su declaración. Es
más, si fuera un atestado policial, exigiría que tomaran nota de lo que está a
punto de decir e invalidasen su testimonio anterior—. He dimitido yo.
—De ser camarera no se dimite.

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—Se puede dimitir de cualquier cosa.
—Si te tratan como si fueras una persona, sí. Pero si te van a seguir
tratando como si fueras basura vayas donde vayas, pues no.
—Esto no va a ser siempre así.
Gerard da otra calada y saca un par de latas de cerveza —marca blanca,
porque la maría se ha llevado todo el presupuesto de la noche—, pero no
responde.
—Tiene que cambiar en algún momento.
—A peor —resopla.
—¿Tan jodido estás en el gimnasio?
—Estoy como siempre. Haciendo turnos imposibles y cobrando tan poco
que no puedo pagarme ni un sitio en el que podamos follar sin tener que
escondernos aquí como dos delincuentes.
—Es mejor así, Gerard. Tu hermana no creo que…
—Mi hermana me la suda.
—Pues a mí no. Noa no será mi mejor amiga, pero ella y Marc son de lo
poco que tengo en este pueblo que me apetece conservar.
Carla sabe que no está siendo del todo sincera. No le preocupa tanto la
reacción de Noa. Ni la de Marc. Lo que la angustia es que lo que sea que
comparte con Gerard se convierta en la forma definitiva de alejar a Joana.
Alguna vez lo hablaron y ella le dijo que no. Que no le importaba que mirase
a otra gente, fueran hombres, mujeres o no binaries. Pero Carla no sabe si es
cierto. Intuye que hay cosas que son más fáciles de expresar que de sentir y se
pregunta si en Joana no surgirá una inseguridad imprevista cuando sepa que el
cuerpo que ha sido suyo también es, a ratos, de Gerard.
—Tranquila, eh —la corta él—, que yo tampoco tengo ganas de que esto
sea otra cosa diferente. Con que nos hagamos caso de vez en cuando me vale.
—¿Esto es hacernos caso?
—Algo así.
Carla se acerca hasta él y, cogiéndolo por sorpresa, aprieta sus brazos
contra la pared, inmovilizándolo. Mordisquea su cuello con suavidad hasta
subir a su boca y detenerse en ella, sin dejar de presionar su cuerpo contra el
de Gerard en ningún momento. Él, que encuentra un placer especial en el sexo
sin excusas que han inventado juntos, no opone resistencia, disfrutando de la
fuerza que exhibe Carla y de la que, gracias al tiempo que han compartido
entrenando, también se considera responsable.
Quizá por eso siguen repitiendo, porque esa forma de expresar el deseo les
resulta tan morbosa como inesperada. Y por eso Gerard tolera sus desplantes,

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sus retrasos, su absoluto desinterés por cualquier clase de vínculo que no sea
el exclusivamente físico. Tanto como el deporte que tuvo la culpa de que,
meses atrás, cruzaran sus caminos.

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La realidad y el deseo
—¿Estás segura de que has escogido el peso correcto?
Carla se volvió hacia el monitor que le había llamado la atención antes de
su primera serie en la máquina de hombros. Era uno de esos tipos al borde de
la vigorexia que ya la habían subestimado en otras ocasiones. Moreno, con
ojos grandes color miel y casi desnudo gracias a una holgada camiseta sin
mangas y unos cortísimos pantalones deportivos que apenas dejaban espacio a
la imaginación. Otro tío que la miraba con esa condescendencia que odiaba y
al que prefirió no responder. Se limitó a alzar sus brazos y subir y bajar la
barra una, dos, tres, cuatro y hasta diez veces, completando la serie sin
dificultades ante la mirada atónita del entrenador.
—Vaya, perdona —se disculpó—, te he subestimado.
—Está claro que sí —le respondió ella, que nunca se sentía obligada a
admitir las disculpas que le ofrecían.
—Si necesitas que te haga una tabla nueva, avisa —se ofreció él—. Por
cierto, no te había visto nunca por aquí.
—Acabo de llegar.
—Me llamo Gerard.
—Está bien, Gerard —repitió ella con sorna.
—¿Tampoco me vas a decir tu nombre? —Estaba tan habituado a que se
le prestase atención en el que consideraba su territorio que la actitud de la
recién llegada lo había desconcertado por completo.
—¿Para qué?
—¿Cómo que para qué?
—¿Lo vas a recordar?
—Te aseguro que sí. No hay mucha gente así de borde por aquí.
—Ya te acostumbrarás —contestó—. Me llamo Carla.

Desde que Joana se marchó con su estúpida beca berlinesa, el deporte se
ha vuelto tan útil en su vida como las sesiones con Iria. Durante las horas que
pasa en el gimnasio es capaz de cambiar las palabras que aún le duelen por

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movimientos que le permiten desahogarse y abrazar su cuerpo de un modo en
que no lo había hecho hasta ahora. Le gusta reconocer en sus músculos las
huellas del esfuerzo, admirar el tesón que hay tras cada uno de los cambios
físicos que admira en un espejo donde está aprendiendo a contemplarse con
orgullo. Algo de culpa tienen en esos logros las tablas que, después de limar
las asperezas de su primer (des)encuentro, le diseña Gerard y que ella cumple
con disciplina. A veces le gustaría contar con esa misma determinación para
lo que es supuestamente prioritario y otras piensa que es bueno que el tesón le
falle en las ocasiones que solo contribuirían a acortar su horizonte, como si la
vida estuviera decidida de antemano y no pudiese opinar sobre ella.
Ella y Gerard empezaron pronto a intercambiar consejos y rutinas. A él le
provocaba curiosidad esa chica que no se parecía en nada a las que conocía y
a ella le resultaba práctico contar con alguien que pudiera asesorarla si
necesitaba un nuevo reto deportivo al que enfrentarse. Cuando además
empezaron a coincidir en Cumbres Borrascosas, en alguna de las fiestas
organizadas por Noa, los dos se dieron cuenta de que no solo no les molestaba
cruzarse en ellas, sino que les provocaba morbo reconocer su aspereza en la
del contrario. Del reconocimiento, de ese primer instante en que supieron que
podían convertir su extrañeza en alianza, evolucionaron hacia la búsqueda,
ese segundo momento en que decidieron utilizarse para acallar su
insatisfacción.
Ambos asumen que lo suyo, que comenzó a los dos meses de que Joana
estuviera en Berlín, no es nada profundo, ni significativo, ni siquiera
romántico. Lo suyo es que, cuando la soledad araña, se buscan. Se consuelan.
Se reconfortan. La primera vez que surgió, lo único que sabían del otro es que
no atravesaban un buen día. Pero ni Gerard detalló las causas de su mal
humor, ni Carla le explicó que el silencio de Joana era el causante del suyo.
Se limitaron a observarse en los espejos de la misma sala de pesas donde se
habían conocido hasta descubrir la posibilidad de canalizar esa rabia usando
el cuerpo.
A él le gusta la corpulencia sólida y elegante de ella. Y a ella la excita la
musculatura proporcionada de él, en la que prima la definición sobre el
volumen. Tampoco le resultan molestos sus ojos miel, ni sus labios grandes,
ni la expresión oscilante entre la indiferencia y la ironía con que juzga todo
cuanto lo rodea y con la que Carla, a veces, se identifica. Ese día en que
coincidió con Gerard en que todo era una mierda —porque Joana no se había
dignado a responder, porque se había dado cuenta de que se había metido en
una carrera que odiaba, porque le daba miedo defraudar a su padre una vez

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más y estaba harta de que su vida dependiera de las expectativas ajenas—, le
envió un mensaje proponiendo una cerveza junto al río, que se convirtió en
caer sobre la hierba y en clavarse en la espalda y las piernas las hojas que se
llevaron como testimonio de su primer encuentro.
—Menos mal, joder —le dijo Gerard mientras se sacudían la ropa
dispuestos a regresar al pueblo—, estaba hasta los cojones de la friendzone.
—Pues no te creas que hemos salido —lo desubicó ella.
—¿Y lo que acaba de pasar?
—Esto cabe también en la friendzone.
—¿Desde cuándo?
—Desde ahora mismo. Mientras tú lo tengas claro, podemos repetirlo.
—Ya veremos —respondió él algo molesto—. Además, ¿tú no eras
bollera?
Ella lo fulminó con la mirada.
—Lesbiana.
—A ver —se retractó él—, que no quería ofender. Noa dice que Joana se
llama así a sí misma.
—Nosotras nos podemos llamar como nos da la gana. Es diferente.
—Siento si ha sonado mal.
—Ha sonado de pena, Gerard. Además, soy bi.
—Nunca he tenido nada con una tía bi.
—Ni lo tienes ahora —subrayó ella, que no estaba dispuesta a que nadie
la diera por asumida—. Tú y yo no tenemos nada. Solo estamos. Cuando nos
apetezca.
—Lo que tú digas.
Después de aquella despedida, Carla estaba segura de que no repetirían.
Pero, en un pueblo donde resultaba tan difícil dar con gente con la que
evadirse de la losa de ser siempre una misma, acabó siendo inevitable que
sucediera.
—Esto sigue siendo la friendzone —le advirtió con ironía la primera vez
que se vieron en el barracón al que volverían en adelante.
—¿Es que tú aspiras a algo más? —le respondió él, que esta vez no estaba
dispuesto a dejarse avasallar por la rotundidad de Carla.
A pesar de que han seguido quedando desde entonces, nunca salen juntos
del gimnasio ni quedan en espacios públicos, porque Carla cree que Noa no
aprobaría lo que sucede entre ella y su hermano mayor, del mismo modo que
tampoco aprobó lo que sucedió entre ella y su mejor amiga. Saber que Carla,
a lo largo del tiempo, ha llegado a formar parte de los repartos de ambas

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películas, desconcertaría a Noa, así que ha tenido que convencer a Gerard de
que deje lo suyo al margen de su hermana.
No considera que esté traicionando a nadie, pero tampoco tiene intención
de explicar que lo que la une a Gerard es solo la conciencia de esa soledad
infinita, cósmica, en la que se halla inmersa desde que todo el mundo
comenzó a darle el pésame por una madre de la que ni siquiera guarda un solo
recuerdo. Y tampoco puede confesar que la soledad de Gerard nace del
baremo con que siente que sus padres miden su vida, de sus comentarios
sobre la inteligencia social de Noa o de los elogios a todas y cada una de las
decisiones de su hija frente a los fracasos —una ESO acabada tarde y mal, un
trabajo basura en un gimnasio y un continuo no saber qué hacer consigo— de
su hijo.
Últimamente es cada vez peor, le confesó Gerard en una de sus noches
juntos, y se quejó de la cantidad de excusas que encuentra su familia para
recordarle todo lo que según ellos podía ser y, por supuesto, no está siendo.
Quizá por eso Gerard se ve de vez en cuando con ella, porque también
siente que es material dañado, y cuando se acuestan juntos consigue dar un
golpe contra quienes llevan años haciéndolo sentir inferior por no alcanzar
nunca los estándares que esperan de él.
A cambio de que no le pregunte nada que no quiera contar, Carla permite
que abarque con sus manos los lugares donde permanece el testimonio cada
vez más difuminado de sus heridas, del mismo modo que ella acaricia los
rincones de la piel de Gerard donde ha aprendido que están sus tatuajes. El
que tiene forma de luna en el muslo izquierdo. El que parece un arco en su
brazo derecho. Y su favorito, quizá porque le recuerda las marcas en sus
viejos boletines de notas: el pequeño asterisco justo encima de su cintura.
Esta noche, como todas las anteriores, acaban acomodándose en el jergón
que hay en el lateral derecho de los barracones. Solo que ellos no emplean el
suyo para reponer fuerzas después de una jornada que empieza demasiado
pronto y acaba demasiado tarde, sino para cansarse y atemperar los nervios y
los músculos a la vez, con Carla subida sobre Gerard y obligándolo a seguirle
el ritmo mientras ella aplica sus propias directrices, en busca de un placer que
han aprendido a sincronizar con cierta pericia. Le gusta prolongar el momento
previo al clímax, el instante en que sabe que Gerard tiene que esforzarse para
no dejarse llevar y acabar antes de lo que ella considera oportuno, entretenida
en acariciar las líneas geométricas que dividen su torso y que, en ese espacio
mal iluminado y peor ventilado, casi parecen irreales.

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Con las demás nunca ha sido así. Ni siquiera ahora. Con el resto de las
chicas con las que se acuesta Gerard no permite imposiciones como las que sí
le tolera a Carla. Solo con esta se presta voluntariamente a ese juego en el
que, con ella sentada sobre su cuerpo, Carla juega a ser quien le hace el amor
a él. Y Gerard, que disfruta de una posición en la que puede ser amante a la
vez que voyeur, se deja llevar hasta que ella, susurrándole algo que nunca ha
llegado a entender, decide que ha llegado el momento.
Ignora cuál es esa palabra que, entre sus gemidos, siempre se le escapa.
Quizá ni siquiera sea siempre la misma. Quizá Carla inventa cada vez una
contraseña diferente. Tampoco se lo pregunta. Exigirle respuestas sería una
manera de alejarla.
—En la fiesta me han preguntado por ti —la informa mientras buscan la
ropa que han desperdigado por el suelo.
—¿Todos?
—No.
—Ya.
No añade nada más, acaba de vestirse deprisa y se despide de Gerard sin
responder al «¿nos vemos este finde?» que él le lanza antes de salir del
barracón. Hay algo en sus encuentros que se vuelve demasiado real cuando
terminan, como si el fin del deseo trajera consigo un insoportable exceso de
prosa. Por eso Carla siempre se marcha del mismo modo: saliendo sin mirar
atrás, subiéndose a su moto y acelerando tanto como si estuviera huyendo de
una situación que solo tiene sentido mientras sucede, pero que se vuelve
incómoda cuando ha concluido. Porque no debería haber pasado. O porque es
mucho más mediocre de lo que, si todo fuese de otra manera, debería ser.

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Una habitación propia


No hay demasiada gente en la librería. Joana tan solo recuerda algunas
ocasiones, casi todas asociadas a su infancia, en que fuera difícil moverse por
ella. Algún Día del Libro, alguna firma bajo el cobijo de ese Sant Jordi que,
entre libros y flores, pronto se convirtió en su momento favorito del año. Pero
de un tiempo a esta parte es diferente. Lo que al principio fue un negocio
precario y después un sitio con cierto encanto, ahora no es más que un simple
vehículo de supervivencia.
—¿Qué tal la fiesta? —la recibe su padre, feliz al verla entrar allí junto a
Marc y a Noa.
—Genial —exagera tratando de no herir el orgullo de su organizadora: a
fin de cuentas, está convencida de que la manía de Noa de convertirse en Mrs.
Dalloway no tiene la culpa de que ella se sintiera tan fuera de lugar.
Marc traduce ese genial como «no veía el momento de marcharme», pero
agradece que Joana se esfuerce por valorar a quienes la esperaban a su regreso
en vez de compararlos con quienes ha dejado atrás. Aunque no lo hayan
verbalizado aún, ese contraste forma parte de sus temores. Tanto a Marc
como a Noa les inquieta ser insuficientes ahora que la mirada de Joana se ha
acostumbrado a otra ciudad, a otra gente, a otra manera de ser que supera con
creces, en dimensiones y en estímulos, al lugar al que ha vuelto. La simple
comparación entre los planos de Berlín y su pueblo resulta imposible, cuando
todas las calles y las opciones de uno caben en cualquiera de los barrios del
otro.
—Sigues sin ordenar esto —le recrimina Joana a su padre, señalando las
estanterías a su derecha.
No acaba de entender qué hace Simone de Beauvoir al lado de una
antología de poesía barroca ni por qué las novelas de Truman Capote han
acabado junto a sagas descafeinadas de elfos y dragones sin relación con el
autor de A sangre fría.
—Si tuviera más tiempo —se justifica Andreu, que se siente extrañamente
vulnerable ante las miradas de desaprobación de su hija.

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—Digamos que está todo en un estado —Joana busca la palabra precisa:
no quiere ser innecesariamente hiriente— ¿mejorable?
—Mejorable, sí… —Su padre suspira mientras señala los libros que se
apilan en el angosto almacén—. Muy mejorable.
—Si hubiera un criterio… —comenta Marc, que acaba de encontrarse con
una biografía de Carmen Laforet enterrada entre unos cómics de DC.
—Lo había. Bueno —Andreu se corrige enseguida—, lo hubo. Pero el día
a día ha acabado devorándome, supongo. Y ahora me conformo con poder
encontrarlos. La mayoría están clasificados según la editorial, otros en orden
alfabético de autores, algunos por títulos… En fin, un lío.
—Eso es lo malo. Resulta imposible entrar aquí y enamorarse de algo a
primera vista. ¿Sabes lo que quiero decir?
Joana compara la librería de su padre con la magia que desprendía la de
Sabine. O con la Buchkantine, el local de la Dortmunder Strasse al que se
escapaba los domingos con Bobby y con Elke a buscar títulos para sus clases
de Políticas y, de paso, hojear las novedades.
Andreu asiente.
Su padre sabe a lo que se refiere. Pero el tiempo amenaza con ganar una
partida que el cansancio, los pocos márgenes de beneficio y la maquinaria de
los grandes vendedores online han ganado hace mucho.
A Joana le duele esa derrota. Porque ese local es uno de los mejores
recuerdos que guarda la niña de trece años que, ahora que ha regresado, la
observa cada mañana desde el que fue su cuarto. Entonces aquel lugar no
había sufrido aún las crisis del 2000 ni la del 2008, así que no se percibía en
él la dejadez que ahora sí encuentra. La sensación de que no se halla en el
espacio mágico de su infancia, sino en un museo apolillado y anacrónico
donde los libros se acumulan como obstáculos más que como promesas.
—Un momento… —Joana se alegra al sorprender en su padre una mirada
de entusiasmo que conoce bien—. ¿Y si te encargas tú?
—¿Yo?
—¡Claro!
—¿Encargarme cómo?
—¿No lo adivinas?
Todo con Andreu es siempre un acertijo. Incluso los temas más serios.
Como el año en que su madre y él se divorciaron y Andreu se sentó con ella
para decirle que había tomado junto a Ruth la mejor de todas las decisiones
posibles. A lo que añadió después un «¿adivinas cuál?» ante el que Joana, que

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había sabido lo que estaba pasando mucho antes de que se lo contaran, no
estaba segura de qué responder.
—Puedo proponerte un acuerdo.
—¿Qué clase de acuerdo?
—¿Y si trabajases aquí? Conmigo —sugiere Andreu—. Podrías ayudarme
en la librería cuando salgas de la facultad.
Joana mira un segundo a Noa y a Marc. No espera su consejo, pero saben
leerse como para interpretar si les parece una buena idea. ¿Trabajar en la
librería? ¿Con su padre? No le disgusta la opción de ganar algo de dinero. Ni
mucho menos que eso suceda entre libros. Pero no está segura de que su
relación, que se volvió menos íntima cuando Rocío y los tres monstruos
irrumpieron en la vida de Andreu, sea tan fluida como para arriesgarse a
sumar un lazo laboral. Además, desde que ha regresado de Berlín solo tiene
ganas de respirar en libertad. Lejos. Más allá de las lindes de ese río que sigue
cercando su presente y sus sueños. Como si esa frontera natural en la que ha
transcurrido su vida nunca fuera a desaparecer.
—¿Qué me dices?
—¿Estás hablando en serio?
Necesita ganar tiempo, por eso responde con una pregunta retórica.
—Podrías, no sé, organizar todo esto. Darle un sentido… Ordenarlo por
temas, por ejemplo. No tenemos una sección de feminismo, ni de literatura
gay, ni…
—LGTBIQ+ —lo corrige Marc—. Literatura LGTBIQ+.
—Eso —asiente Andreu, que se ve incapaz de retener tantas siglas, a
riesgo de que su hija lo acuse de boomer—. Pues que no tenemos ninguna
sección así, ni nada que se le parezca. Es una librería del siglo XXI atrapada en
el siglo XX, ¿me sigues?
—Te sigo… —Joana lleva su mano a la nuca e inclina levemente la
cabeza hacia su hombro izquierdo, como siempre que pretende restarle
importancia a lo que está a punto de decir—. Lo que no sé es si quiero esos
rincones. A ver, que sí que los quiero, aunque no como lugares cerrados.
Quiero que esos títulos se vean, claro, pero no que sean gueto. ¿Comprendes
lo que intento decir?
A pesar de que Andreu asiente, su hija nota que no. A Joana le da rabia
que no puedan entenderse en otro nivel, pero lo acepta. En el fondo, tiene
suerte. Su familia no niega. No invisibiliza. Ni siquiera juzga. No tienen nada
que ver con los padres de Marc, que aún hoy le insisten en que se muestre
«discreto» y a quienes les parece bien que su hijo sea como sea «mientras no

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se le note». O con la madre de Elke, que se pasó toda su adolescencia
repitiéndole que «estaba confundida» y que la bisexualidad era «una fase».
Tanto Ruth como Andreu podrían entender mejor ciertas sutilezas, desde
luego, pero al menos nunca la han cohibido y además, si es sincera,
seguramente ella tampoco acabe de captar muy bien las suyas.
—Lo que no puedo pagarte es un sueldo alto… —Como si eso fuera una
sorpresa—. Tendría que ser algo simbólico…
Joana lo mira perpleja. No se lo estará diciendo en serio.
—Lo bastante como para que puedas pagar los gastos de la casa de la
abuela que, eso sí, te alquilaría gratis.
Ahora está claro.
A cambio de trabajar para él, su padre le está ofreciendo un lugar donde
vivir y en el que recuperar la independencia a la que, tras su año fuera, le
resulta tan duro renunciar.
Preferiría que fuera en otro sitio. Pero ni es probable que encuentre pronto
un trabajo digno ni, mucho menos, que pueda pagarse un piso en la ciudad.
Frente a lo intangible de lo que le gustaría, lo accesible de lo que le
ofrecen. Una casa que, hasta la fecha, su padre alquilaba como alojamiento
rural y que, de repente, pasaría a ser suya.
Una habitación propia. El guiño que siente que le hace la mismísima
Virginia Woolf junto con la mirada de Noa y de Marc, que asienten
convencidos de que es una gran idea, termina de convencerla. Lo que no sabe
es que sus amigas no muestran ese entusiasmo porque opinen que es la mejor
decisión para Joana, sino por puro egoísmo: si se adueña de un espacio, le
será más difícil volver a abandonarlo. Aún no se ha dado cuenta, pero está
empezando a llenar de sentido ese «esto» al que se refería Elke.
—A mi madre le habría gustado que vivieses allí —le asegura Andreu.
Joana piensa que sí y es consciente de que es la segunda vez que su abuela
María interviene para ofrecerle un lugar en el que quedarse. La primera vez,
en Berlín, le regaló las palabras. Y ahora, la logística.
—Bueno —insiste su padre—, ¿qué me dices?
—Nosotros podríamos ayudarte —se ofrece Marc, que ya visualiza sus
próximas Noches Repelentes en casa de Joana. Quizá esa sea «la cueva» a la
que la propia Joana se había referido la primera vez que empezaron a
celebrarlas.
Ella echa un vistazo a su alrededor. Imagina las nuevas secciones, los
carteles, los días especiales que organizar: firmas, dramatizaciones, clubes de

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lectura, debates… Su mirada se ilumina, su fantasía se dispara y su corazón,
que se ha mantenido silencioso y huraño desde que aterrizó, late con fuerza.
—Que hay mucho trabajo por hacer.

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El cuento de la criada
Hacemos la primera en tu casa nueva? Ahora que
vives sola, puede ser nuestra cueva.

Aún te acuerdas de eso?

Pues claro, Jo. Con el coñazo que nos diste, como


para no…

Pero si tú pensabas lo mismo, confiesa.

Sabes que sí… Por cierto, a Carla también deberíamos


decírselo.

La primera la podíamos hacer sin ella.


Solo las Mosqueteras.

Es que esto nunca fue una cosa de las Mosqueteras.


Sino del Comando. Y el Comando Woolf nació con
ella. Si fue Carla quien le puso el nombre…

Escribiendo… Borrando… Escribiendo…


Joana se toma su tiempo para responder a lo que, a su modo, cabría
calificar de golpe bajo.

Necesito tiempo.

Llevas una semana aquí, Jo. Y este pueblo no es


Berlín. Aquí no hay tantas calles para evitar a alguien
eternamente.

Mañana te digo.

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Mañana… Tú siempre tan Scarlett.

Pero mira que eres antiguo…

Honey, los clásicos son atemporales. Que nuestro club


va de eso. Y la cueva, ya lo sabes, en adelante la
pones tú.

A Joana le hace gracia el modo en que Marc dispone de lo que no le pertenece


y, a la vez, le divierte que siga obsesionado con esa cueva de la que hablaron
en la primera de sus reuniones.
Aquel día de finales de noviembre esa alusión poseía otro sentido. Sobre
todo, porque aún estaban todas. También Carla, envuelta en uno de esos
jerséis gigantescos que ahora, por lo que le cuentan, ha sustituido por tops y
ajustadas camisetas con las que exhibe sus progresos físicos. Pero hoy lo que
entristece a Joana es que la alusión a ese inicio supone la obligación de
admitir que también ha existido un final.
O, en el mejor de los casos, un paréntesis.
—Nos vendría bien una cueva. —Joana, aún obsesionada por la última
película que les había aconsejado Lola, no pudo evitar comparar la gigantesca
habitación de Noa con el espacio natural en el que se reunían los
protagonistas de El club de los poetas muertos—. Quizá podríamos ir al río la
próxima vez.
—En primavera, a lo mejor —replicó Noa, harta de que no se valorasen
nunca ni su disposición ni sus recursos—, pero en pleno diciembre y a estas
horas no aguantamos allí ni una hora. Hazme caso.
—Pues a mí —Carla, como casi siempre que intervenía en las
conversaciones de las Tres Mosqueteras, hizo una pausa. Las marcaba mucho
para asegurarse de que había captado su atención y, de paso, para valorar lo
que estaba a punto de decir— no me ha gustado tanto.
Marc se subió a la mesa de Noa, provocando la estrepitosa caída de un par
de botes llenos de bolígrafos y rotuladores de colores que se esparcieron por
el suelo.
—«¡Oh capitán, mi capitán!» —gritó emulando a los protagonistas del
filme.
—Supongo que si eres un tío cis blanco hetero lo mismo sí está bien. O
incluso si eres un tío cis blanco gay —prosiguió Carla, que una vez que
tomaba la palabra no se dejaba amilanar por las reacciones de sus
interlocutores—, como lo está casi todo, en realidad.

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—La acción transcurre en 1959 —expuso Joana, que no estaba dispuesta a
que le arruinaran una película que, como todo lo que les descubría Lola, había
decidido sumar a su lista de referentes—. Hay que entenderla en su contexto.
—Ya —Carla repitió su pausa habitual—, pero es que a lo mejor a mí lo
de tener que entender siempre el contexto me toca un poco el coño. A lo
mejor el contexto que quiero que entiendan es el mío.
—Te pongas como te pongas —la interrumpió Marc, que tampoco iba a
permitir que la primera de sus Noches Repelentes se desviara de su objetivo
inicial—, la peli es una pasada.
—Y a nosotras —insistió Joana imitando la voz de una niña pequeña—
nos vendría genial una cueva.
—Eso —le dio la razón Marc a la vez que caía sobre ella y le daba uno de
sus abrazos de oso.
—Qué plasta eres… —se rio.
—¿Lo habéis traído? —Noa, que se había autoerigido en moderadora
oficial de la primera sesión, sacó su ejemplar de El cuento de la criada.
Carla sospechaba que si se prestaba con tanta frecuencia a ser la anfitriona
de sus actividades era porque hallaba en esa invitación la única forma de
ejercer un control que sería imposible lejos de sus Cumbres Borrascosas. Sus
aportaciones intelectuales, más bien mediocres, nunca resultaban tan agudas
como las de Marc —aunque en ellas hubiera muchos rastros inconfesados de
sus búsquedas en la Wikipedia—, ni tan profundas como las de Joana. Así
que decidir el dónde, en el caso de Noa, era también su forma de controlar el
cómo.
—Claro que los hemos traído. —Marc, Carla y Joana sacaron sus propios
libros, todos ellos llenos de banderitas de colores con las que habían marcado
los pasajes o las frases que habían llamado su atención.
Noa, en un acto reflejo, escondió ligeramente el suyo, avergonzada de que
fuera el único que apenas contenía marcas en su interior.
—Antes de nada, confesad —propuso Marc—: ¿lo habéis leído sin ver la
serie?
—¿Verla después también cuenta como hacer trampa? —preguntó Carla,
cuya sensibilidad cinéfila había disfrutado con cada uno de los planos de su
adaptación.
Marc negó con la cabeza.
—Venga, va —admitió Noa—, yo empecé por la serie. Pero es que entre
los exámenes, la mierda de la EBAU y el rollo que le mete esta señora a todo
lo que cuenta, necesitaba aligerar un poco la lectura.

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—Esta señora —la interrumpió Joana, tomándose como algo personal
aquella ofensa— es una escritora excelente. Y si le «mete rollo» es porque lo
que cuenta no se puede entender sin conocer bien el entorno. Y la intimidad
de los personajes. Si no conocemos a fondo el mundo de Defred, es imposible
que entendamos su lucha.
—June —la corrigió Carla.
—Bueno, sí, June.
—Si nosotras también le robamos su nombre, ¿qué le queda? Ya que no
somos capaces de hacer nada más, por lo menos deberíamos respetar eso.
El tono de Carla se había vuelto ligeramente más sombrío. Daba la
impresión de que ya no estaba hablando solo del libro que las había reunido
allí.
A pesar de que el resto se mantuvo en silencio, confiando en que
continuara hablando, Carla no lo hizo. Se dejó caer sobre la alfombra, en el
lateral del cuarto, que estaba presidido por un gran ventanal, y estiró su largo
jersey de lana hasta cubrir con él sus rodillas. A Joana le había llamado la
atención desde el primer día el desmesurado tallaje de la ropa de Carla, que se
escondía bajo prendas que impedían apreciar un cuerpo atlético que solo
había alcanzado a ver en las duchas después de la clase de Educación Física.
Si se pareciese a ella, pensaba, no se ocultaría. Al revés, escogería pantalones
mucho más ceñidos. Y prendas que dejaran a la vista el tatuaje con forma de
ave que llevaba Carla en su hombro derecho. O las piernas sólidas que, a
pesar de que no se había atrevido a confesárselo aún a nadie, imaginaba
rodeando con fuerza las suyas. Pero por mucho que la acuciasen las ganas de
arriesgarse, aquellos eran los días en que Joana aún prefería mantener las
distancias. Al menos, hasta que supiera qué verdades ocultaban los jerséis
XXL y las camisas sin forma de Carla.
—¿A qué te refieres con eso de que no somos capaces de hacer nada más?
—preguntó Noa, a quien enervaba con sus continuos sobreentendidos.
—A que las rebeliones de verdad no suceden ahí —Carla señaló los
ejemplares para los que Marc buscaba el encuadre perfecto con que subirlos a
su Instagram—, sino aquí. Si las revoluciones suceden dentro de un libro es
solo para que reaccionemos fuera.
—¿Lo dices por lo del banco?
—Por lo que le han hecho a nuestro banco —matizó enfatizando el
posesivo.
—¿Y qué propones que hagamos? —Joana quería averiguar hasta dónde
estaba dispuesta a llegar.

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—Lo que haría June: devolverles el golpe. Estoy segura de que los que se
han cargado el banco son gente cercana al insti. Y se merecen una respuesta.
Gente que las conocía o que creía conocerlas, pensaba Carla, de esa que
las espiaba desde las ventanas de sus casas y desde las pantallas de sus
móviles. Gente que sigue a otra gente fuera y dentro de las redes porque ese
rastro le permite trazar el itinerario de vidas que no son la suya, controlando
accesos e imponiendo peajes a través de sus propias miserias. Por eso no
podían cruzarse de brazos. Puede que allí no hubiesen instaurado una distopía
como la que describía Margaret Atwood, pero si callaban, estarían invitando a
toda esa gente a ocupar el espacio que debía pertenecerles a ellas. Y a sus
voces.
—No sé si liarla este curso es una gran idea —se opuso Noa, que llevaba
obsesionada con la nota de corte que le exigían en la universidad desde que
comenzaron el bachillerato—, a lo mejor podemos esperar al verano.
—Eso —se burló Marc—: rebélese y proteste en cómodos plazos. No
vaya a ser que se le cuele algo de rebeldía en su conformismo.
—A lo mejor no necesitamos una cueva —continuó hablando Carla, que
no estaba dispuesta a dar marcha atrás—, sino provocarlos para que salgan de
las suyas.
—¿Y cómo vamos a hacerlo?
Se incorporó de golpe y tomó su ejemplar de la novela de Atwood.
—Con esto, por supuesto.
No preguntaron nada más. Por motivos distintos, supieron de inmediato
que estaban de acuerdo en secundar la propuesta de Carla.
Noa, porque no quería ser la única a la que dejaran fuera: su necesidad de
pertenencia era superior al temor a posibles represalias o manchas en su
sobresaliente expediente académico.
Marc, porque consideraba que la inauguración de sus Noches Repelentes
exigía un acto iniciático.
Y Joana, porque confiaba en que esa acción contribuyese a que pudiera
seguir desvelando qué ocultaba la chica del jersey, que, daba igual cuánto
intentara negárselo, había empezado a obsesionarla.

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Carol

¿Cuántas verdades caben en catorce segundos?


Carla ha tenido que borrar seis veces su mensaje hasta que ha conseguido
grabar una locución lo bastante aséptica como para que no signifique nada.
Solo una afirmación y una fecha. Nada más.

¿Cuántas mentiras caben en catorce segundos?
Joana está tratando de empezar la gran primera novela que se ha
prometido escribir este verano, cuando la pantalla de su móvil la interrumpe.
Culpa suya, claro, por no haberle dado la vuelta como hace cuando de verdad
necesita concentrarse.
Ahora su imprudencia no tiene solución.
Puede fingir que no lo ha visto. Pero el audio de Carla está ahí.
Y la imagen de su perfil, también.

¿Cuántos recuerdos caben en catorce segundos?


Carla ha cambiado su imagen de WhatsApp justo antes de darle a enviar.
Se ha arrepentido.
Del envío, primero.
Del fotograma escogido, después.
Pero cree que, después de un año de silencio, tiene derecho a remover a
Joana tanto como su ausencia la ha removido a ella.
Lo malo es que eso puede significar que no responda.
Tal vez tenía que haber sopesado con cautela qué era lo que prefería
conseguir: una provocación o una respuesta.

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¿Cuántas traiciones caben en catorce segundos?
Joana está a punto de borrar el envío nada más reconocer la escena que lo
acompaña. Una imagen encerrada en una circunferencia minúscula y que, sin
embargo, la asoma a uno de esos momentos que se habían prometido que
jamás banalizarían:
1. No nos haremos daño con lo que sí valió la pena.
2. No nos castigaremos con el silencio.
3. No nos callaremos lo que importe decir.
Aún guarda la conversación de WhatsApp del día que, entre las dos,
trazaron su «Decálogo para ser nosotras». Así lo llamaron, convencidas de
que esa relación que se negaban a limitar con palabras estaría siempre a salvo
de la mediocridad que no se merecían.
Pero este audio —en realidad, esta imagen, porque Joana sigue sin pulsar
el play— traiciona todos sus diez mandamientos.

¿Cuántas posibilidades caben en catorce segundos?
Carla sabe que ha jugado sucio. Pero está en su derecho de traicionar un
epígrafe del decálogo después de que Joana haya transgredido unos cuantos
más.
4. No nos obligaremos a hablar cuando no queramos hacerlo.
5. No daremos explicaciones si no nos ayudan a ser.
6. No trivializaremos lo que fuimos.
No se siente culpable por haber recurrido a esa escena de Carol. A esa
tarde. A ese día en que, después de que Lola les propusiera comparar en clase
una página de la novela de Patricia Highsmith con la película que la adaptaba,
ella y Joana decidieron que querían verla juntas.
Solas.
Ya había pasado lo del banco. Y lo de su rebelión. Y hasta lo del
gimnasio.
Ni siquiera les importaron las voces de los de siempre: Angy, Igor y
Rubén interrumpiendo la clase y gritando que estaban hasta los huevos de
tanta bollera, el director entrando para calmar los ánimos después de que las
voces desembocaran en motín, Lola manteniéndose firme frente a la queja
que, esta vez sí, se formalizó por parte del AMPA y que conllevó la apertura
de un expediente.
De repente daba igual el vértigo. Las dudas. La pregunta de si habría
camino de retorno. El interrogante de si sabrían regresar a la amistad en caso
de que se perdieran buscándose entre el amor y el sexo.

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Carla se niega a que la respuesta sea un no, así que prefiere vulnerar su
propio decálogo con tal de dar con los pasos que necesitan recorrer si quieren
reencontrarse.

¿Cuántas excusas caben en catorce segundos?


Joana no sabe si necesita que Carla se disculpe.
Es más: no quiere que lo haga.
7. No haremos caso a quienes nos aconsejen sin conocernos.
8. No dejaremos de intentar conocernos.
9. No nos asustaremos cuando nos hayamos conocido.
10. No dejaremos nunca de cruzar el río de las primeras veces.
Estas dos últimas normas en las que tanto había insistido Carla fueron las
únicas que no supieron cumplir. Sin esos mandamientos, su decálogo habría
funcionado. Pero las exigencias resultaron inasumibles y ahora teme que ese
mensaje aluda a cualquiera de los momentos en los que se traicionaron.

¿Cuántas decepciones caben en catorce segundos?


Carla sabe que puede que Joana, que ha desactivado el aviso de mensaje
leído desde que ha regresado, no llegue a escucharla.
Que no se entere de que solo la informa de que mañana irá a hablar con
ella a la librería donde, según le han contado, está trabajando.
Es consciente de que puede que su aviso no llegue a su destinataria.
Hasta de que, una vez allí, ella se niegue a hablar con ella.
Pero teme que, si no lo intenta, la ansiedad se vuelva de nuevo
incontrolable. Que regresen los días que se tornan noches y los instantes en
los que llega a creer que ha perdido la conciencia porque el tiempo se estira y
encoge a su voluntad, sumiéndola en un desconcierto que acaba con migrañas
y ajustes de su medicación.
Por eso no puede postergar ni un día más el reencuentro pendiente.
Y no es por Joana.
Ni por el nosotras que llegaron a ser. (¿Que creyeron ser?).
Es por ella misma.

Página 83
II
El reencuentro

«Levanto la mirada, observo lo que me espera en mi vida


futura y trato de descubrir qué me gustará entre lo que allí
intuyo. Cuando medito o sueño en mi vida futura, solo me
anima un pensamiento: los amigos y las relaciones humanas».

Diario de duelo
MARY SHELLEY

Página 84
1

Persépolis
Marc es el primero en fijarse en cuanto el chico de la cresta rosa entra en la
librería.
Le llama la atención la libertad con la que viste, ajena a la uniformidad de
todos los tíos con los que ha estado hasta ahora, y su gaydar le dice que
podría entrarle si quisiera.
Mejor: si se atreviera.
En vez de acercarse para iniciar una conversación, abre su móvil y lo
busca en Grindr, pero su perfil no aparece entre los usuarios habituales. La
mayoría, sin foto. O con bustos amputados. «Mascxmasc». «Sin pluma». «Sin
dramas». «Sin malos rollos». «Solo act». «Solo pas». La lista de requisitos es
tan monótona como el repertorio de imágenes que Marc se sabe de memoria y
en las que no encaja ese chico algo más alto y bastante más atlético que él.
Finge estar mandando un audio y dispone la cámara de su móvil de modo
que pueda fotografiar al desconocido.

Creo que tengo nuevo crush.

Envía el mensaje al grupo de las Mosqueteras, con las que ha quedado allí en
diez minutos para elegir el primer título de su nueva temporada de Noches
Repelentes. Noa llega quince minutos tarde y Joana apenas lo hace con el
tiempo justo de saludar y comenzar su turno.
—¿Lo habéis visto? —Marc señala con la mirada al chico nuevo, que
sigue hojeando libros entre los desordenados anaqueles del local.
—No es tu estilo —lo juzga Noa.
—¿Y cuál se supone que es mi estilo?
—El drama —se burla Joana—. Pregúntale si también es el suyo.
Joana, consciente de que debería haber empezado ya su turno, les pide que
se encarguen de elegir el libro sin ella.
—Se suponía que lo íbamos a hacer entre los tres —se molesta Noa, que
empieza a cansarse de la impresión de ser un plan eternamente pospuesto

Página 85
desde que Joana ha regresado.
—Prometo no quejarme —les asegura, tratando de disculparse así por no
haber llegado a tiempo y evitando explicarles que, si se ha retrasado, es
porque ha estado a punto de faltar al trabajo. Ha barajado la posibilidad de
llamar a su padre diciendo que se encontraba enferma con tal de evitar el
encuentro que, tras oír el audio de Carla, sabe que puede producirse.

Mejor otro día y en otro sitio.

Pero al doble tic que revela que su mensaje ha sido leído, no le ha seguido
ninguna respuesta que muestre asentimiento. O comprensión. Ni mucho
menos acuerdo.
Conoce a Carla lo bastante como para saber que una vez que ha decidido
algo es difícil que dé marcha atrás, y por eso hoy ha apurado al máximo en la
cama, dudando entre mentir para seguir escondiéndose o ponerse en pie e ir
hasta la librería para dejar de hacerlo.
—¿Alguna preferencia? —pregunta Marc, que opta por ser práctico. No
es que no comparta con Noa una cierta decepción ante la desidia de Joana,
pero confía en que esa apatía desaparezca en cuanto retomen sus viejas
costumbres y recuperen los viernes con sus libros, sus confesiones íntimas y
sus canciones a todo volumen en playlists confeccionadas al hilo de las
lecturas y de los bailes con los que, entre la euforia de la amistad y la del
alcohol, ponen fin a esas madrugadas.
—Diarios —improvisa Joana, confiando en que la dificultad de la tarea
impida que la sigan acribillando con reproches y preguntas.
—¿Diarios? —repite con fastidio Noa, que detesta las sesiones en que
sustituyen la ficción por la realidad. Ni siquiera la autoficción le interesa
demasiado: ella cree que la literatura debería mostrarnos lo que aspiramos a
ser, no recordarnos lo poco que somos.
Marc se aplica en la búsqueda de algún título que se ajuste al criterio
impuesto por Joana cuando el chico de la cresta rosa lo interrumpe.
—¿Sabes dónde están las novelas gráficas?
Respira antes de responder. Es un pequeño truco que ha aprendido
grabando sus vídeos de YouTube y que le permite no tartamudear cuando le
gusta alguien. O, por lo menos, no hacerlo demasiado.
—Es que no hay… —vuelve a respirar: ¿por qué la vida real se le da peor
que sus redes sociales?—, vamos, que no hay una sección. Están mezcladas
con los demás.
—Genial…

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—¿Buscabas alguna en concreto?
—No sé. —Marc juraría que lo está mirando con intención, pero es tan
malo interpretando las señales de los chicos que quieren ligar con él como
enviándolas, así que opta por no arriesgar—. ¿Hay alguna que me
recomiendes?
Le acerca un ejemplar de Persépolis que adivina encima de uno de los
montones de libros que lo rodean.
—Es de mis favoritos.
—Ya —asiente el chico de la cresta rosa—. Y de los míos. Pero buscaba
algo que no hubiera leído. Por cierto, me llamo Anuar.
—M… —respira, joder, respira— Marc.
—¿Me ayudas a buscar algo que no conozcamos ninguno, Marc?
Joana y Noa observan la escena desde lejos, con una mezcla de ilusión y
de envidia. A Noa le resulta agridulce adivinar en su amigo esa excitación de
la novedad que, en su caso, sigue sin suceder. No aspira a una gran historia de
amor, ni siquiera a una historia de amor a secas, pero sí le gustaría que en su
vida ocurriese algo que no fuera tan mediocre como los polvos que ha
acumulado con los chicos del pueblo con los que ha estado. A Joana, en
cambio, la imagen de Marc buscando libros con ese chico al que no conocen
le recuerda el morbo de sus primeras veces con Carla. La fascinación de los
primeros días con Elke. Y los dos recuerdos se solapan para conducirla al
mismo interrogante en el que lleva detenida desde su regreso.
—No llevas mucho por aquí, ¿verdad? —pregunta Marc, que empieza a
controlar algo mejor su balbuceo.
—Me he mudado hace un mes. Pero no aquí —le explica Anuar—, estoy
con unos amigos en el pueblo de al lado. Nos hemos alquilado una casa entre
cinco.
—No suena mal.
—Si fuera en otro sitio y sin haber tenido que mandar a la mierda a
nuestras familias, te aseguro que estaría mejor.
Marc controla su curiosidad y evita preguntar por una situación que, en el
fondo, tampoco necesita que Anuar le aclare. Puede imaginarse qué hay
detrás de las vidas de esas cinco personas que comparten piso en un lugar
donde, seguramente, sientan que encajan tan poco como en el sitio del que
han huido.
La puerta de la librería se abre e interrumpe su conversación.
—Vaya… —Anuar la reconoce enseguida—, tú otra vez.
—Yo otra vez —le sonríe Carla.

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—Gracias por lo del otro día —es todo lo que dice antes de dejar sobre la
mesa el dinero que cubre el precio exacto de la última novela de Alison
Bechdel.
—Si quieres —lo detiene Joana, que prefiere concentrarse en Anuar para
olvidarse de que ya es imposible evitar el reencuentro con Carla—, puedes
venirte con nosotras a la fábrica algún finde.
—Con tus amigues —añade Marc, que le agradece a Joana que se lo haya
puesto tan fácil.
—Mientras no nos echen —responde él sarcástico a la vez que cruza una
mirada cómplice con Carla.
—¿Es que ha pasado algo? —se interesa Noa, que odia no enterarse la
primera de todos los detalles de cuanto sucede en el pueblo.
—Ha pasado que cada vez hay más hijes de puta en todas partes. —Anuar
zanja la conversación y se despide sin que Marc tenga tiempo de pedirle su
Insta. O su teléfono. Cuando lo ve salir de la librería chasquea la lengua
decepcionado consigo mismo: ¿cuándo va a dejar de ser tan patético cada vez
que le interesa alguien?
Noa, consciente de que Carla y Joana necesitan estar a solas, le propone a
Marc que busquen en el almacén los diarios que les ha encomendado su
amiga.
—No hace falta que os vayáis —les dice o, más bien, les ruega Joana.
Pero sus Mosqueteras ya han cerrado la puerta y ahora, le guste o no, está a
solas con Carla.
—Hola.
—Te pedí que no vinieras.
—Ya… Pero yo te dije que sí iba a venir.

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2

Música para camaleones


—Pensaba que te ibas a rajar.
—¿Y por qué me iba a rajar según tú? —se ofendió Noa, que no entendía
las dudas de Carla.
—No sé. —Carla se encogió de hombros y contestó con la misma
naturalidad con que agradecería que se dirigiera a ella el resto del mundo—.
No parece que este sea tu rollo.
—Pues no. Mi rollo no es estar a las tres de la mañana delante del insti,
pero si hay que montar bronca por una buena causa, se monta. Que no sea mi
rollo —repitió Noa, marcando con intención cada palabra— no significa que
me falten ovarios para hacer lo que es justo.
—¿Os queréis calmar? —las interrumpió Joana, a quien cada vez le
resultaba más incómoda la incipiente hostilidad entre ambas.
Su indiferencia inicial había evolucionado hacia una suerte de rivalidad
por un liderazgo que en ese grupo jamás había tenido nombre propio. Todas
para una y una para todas, ¿no era eso? ¿No habían elegido ser las Tres
Mosqueteras por ese motivo? Entonces no debería ser tan complicado sumar a
alguien más, por mucho que Carla supusiera un desafío constante por su
modo de interpretar la realidad.
—Vamos a hacer lo que se supone que hemos venido a hacer —dispuso
Joana, que solo quería terminar cuanto antes.
—¿Habéis memorizado el mapa y las frases? —les preguntó Marc,
aludiendo al plano del instituto y al archivo de citas literarias que les había
enviado. Entre ellas, un par de frases de Virginia Woolf, varias de Oscar
Wilde y, por supuesto, el «Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual.
Soy un genio» de Truman Capote en su Música para camaleones.
—¿Memorizado? —sonrió Joana, relajando el ambiente—. ¿Estamos de
repente en 2001?
Las tres sacaron sus móviles, mostrando tanto la fotografía del plano
como el PDF con las frases con las que se habían propuesto llenar las paredes
exteriores del instituto.

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—Vale —les dio la razón Marc—, pero la cita de Capote me la quedo yo.
—La verdad es que les estamos haciendo un favor.
—Claro que sí, Carla —ironizó Noa—. Les va a encantar encontrarse el
insti lleno de pintadas.
—Si fueran medio inteligentes no las borrarían.
—¿Ah, no?
—No. Porque no las verían como armas, sino como ventanas.
—No empieces con tus rayadas —la detuvo Noa, que encontraba
especialmente cargante la intensidad de Carla. Era tiempo de acción, no de
metáforas.
—No van a tardar ni medio segundo en averiguar que hemos sido
nosotras. Eso lo tenéis claro, ¿verdad? —quiso cerciorarse Marc.
Era imposible que no sospechasen de ellas después de firmar su acción
con una huella tan evidente como la de los libros que, por culpa de Lola,
habían empezado a compartir.
—De eso se trata, ¿no? —respondió Carla—. La idea es que les joda saber
que hemos sido nosotras, pero que no puedan demostrarlo. Tenemos que
dejarles bien clarito que no van a encerrarnos otra vez en sus putos armarios.
—¡Ni un paso atrás! —Marc elevó el puño cerrado en señal de lucha y las
demás, que empezaban a contagiarse de la osadía que irradiaba Carla, lo
acompañaron.
—Ahora solo falta una cosa —les recordó Carla antes de que se bajaran
los pasamontañas que había distribuido Marc.
Sabían que debían protegerse de las cámaras que el Ayuntamiento había
autorizado en determinados lugares del pueblo y que, cosas que pasan, no
habían captado a quienes habían asaltado su banco arcoíris. Como imaginaban
que esas cámaras serían mucho más eficientes cazando mensajes antifascistas
que registrando las provocaciones de signo contrario, habían acordado acudir
vestidas completamente de negro, sin un solo elemento que facilitase su
identificación.
—Lo sé —asintió Marc en alusión a esa cuestión pendiente—. ¿Queréis
que lo echemos a suertes?
—No somos tan mierdas —se molestó Noa—, si alguien entra tiene que
ser porque quiera correr ese riesgo. Y si nadie se atreve, se prescinde de eso y
punto. Pero no vamos a hacer que pringue otra por nuestra culpa. No estamos
jugando a verdad o reto.
—Prescindir de esa parte del plan no es una opción —se negó Carla—, si
no conseguimos entrar se quedará en nada. Necesitan vernos saltar sus

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barreras. Sentir el mismo miedo que nosotras cuando nuestros espacios dejan
de ser seguros. Y no basta con grafitear los muros exteriores: alguien tiene
que saltar, romper la ventana de la cafetería y meterse dentro.
Joana sintió un escalofrío ante los argumentos de Carla.
Por mucho que se reconociese en ellos, le resultaba difícil combinar la
imagen que había empezado a hacerse de ella, en la que primaba una
sensibilidad voluble y un particular don para hablar en los momentos menos
oportunos, con la imagen que ahora les mostraba, en la que exhibía una
frialdad que le hizo plantearse hasta dónde sería capaz de llegar para
despojarse de ese miedo con el que, de un modo u otro, las cuatro habían
aprendido a convivir.
Se preguntó si Carla sería capaz, en caso de que la ocasión lo permitiera,
de llegar más lejos de lo que lo harían esta noche. Si podrían haber sido
personas, en vez de muros, los objetivos del plan que había diseñado.
No solo la angustiaba imaginar los límites de acción de Carla, sino
también comprobar que encontraba excitante su resolución, su voluntad de no
dejarse pisar, esa fortaleza que nacía de la misma raíz que su fragilidad. Las
dos cualidades convivían a la vez en la Carla que les repartía los botes de
espray recordándoles las paredes que les correspondían.
Desde fuera, todo en ella expresaba seguridad y arrojo, pero Joana
ignoraba qué pasaría después, tan pronto como se impusiera el miedo que la
habitaba dentro. No imaginaba que, tras el esfuerzo de esta madrugada, la
Carla decidida de ahora daría paso a la Carla que se lastimaba sin piedad. La
Carla que debería encerrarse en su cuarto hasta que el cuerpo encontrase el
modo de reconducirse entre los angostos pasillos en los que la fatiga y la
sobreestimulación aprisionaban su mente.
Ninguna de las Mosqueteras intuía aún el dolor que entrañaba esa lucha
que se libraba cada día en el interior de Carla. Ni siquiera Joana. A fin de
cuentas, ella solo había empezado a asomarse al interior de aquella chica que,
por mucho que Noa se empeñara en seguir tratando como «la nueva», la
fascinaba lo suficiente como para considerarla ya parte irrenunciable de su
grupo.
—Entonces ¿qué? —las apremió Marc—. ¿Alguien quiere colarse dentro
o no?
—Querer, lo que es querer…
Noa ya consideraba bastante esfuerzo haberse escapado de su casa a esas
horas. Además, estaba convencida de que Gerard se había dado cuenta: el
muy mamón, que se pasaba las noches en vela delante de su ordenador,

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seguro que la había oído salir, así que mañana tendría que soportar su
chantaje y buscar la forma de callarlo para que sus padres no le armasen una
de sus movidas.
—Me encargo yo —se ofreció Joana.
—¿Estás segura? —Marc, que ya había asimilado que no saldrían de allí
sin que Carla se saliese con la suya, se alegró de que hubiera una voluntaria
dispuesta a sacrificarse por el resto.
—Sí —respondió, sin ninguna convicción en lo que estaba diciendo.
No solo no estaba segura, sino que le parecía que aquella era la peor idea
posible: el instituto no armaría un gran escándalo por unas capas de pintura en
su fachada, pero sí que concitarían la ira de padres, madres, personal docente
y no docente, y hasta puede que del resto del pueblo, si se atrevían a tocar sus
instalaciones y a dejar su huella en el hall de entrada.
Su sí no nacía de la seguridad, sino de algo tan estúpido como su deseo de
impresionar a Carla. Por idiota que eso la hiciera sentir. Por ridícula que fuera
esa necesidad que, antes de conocerla, habría calificado de cliché. Pero quizá
era inevitable caer en ello. Quizá la fascinación por alguien siempre terminase
dando la razón a esos lugares comunes frente a los que se había creído
inmune. Hasta ahora.
Antes de la irrupción de Carla, su historial sentimental se resumía en un
par de historias en redes —con dos chicas que vivían demasiado lejos como
para que lo virtual se volviese físico—, por lo que era fácil ponerse a salvo de
esos clichés. Sencillamente, no había surgido nadie a quien necesitase
demostrarle que era más de lo que se creía ser.
—¡Vamos! —ordenó Carla y, a su señal, salieron corriendo en dirección a
sus objetivos.
A Joana le habría gustado recibir un gracias a cambio de su ofrecimiento.
O incluso algún elogio propio del cine bélico que tanto detesta. Un «qué
valiente eres» habría sonado antiguo y grandilocuente, pero habría escogido
ese exceso retórico antes que la sensación de que tampoco importaba
demasiado que fuera ella la que rompiese la maldita ventana. Mientras las
demás llenaban con los grafitis acordados los muros exteriores, su misión
consistía en correr hasta el hall y dejar allí la cita de Virginia Woolf que daría
la bienvenida a todo el instituto al día siguiente.
«No hay cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente».
En cuanto hiciera estallar el cristal con el martillo que había cogido del
escueto maletín de herramientas de casa de su madre, saltaría la alarma. Lo

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que no imaginaba es que el ruido sería tan atronador, ni que le temblaría el
cuerpo mientras intentaba terminar aquella cita que, al final, tuvo que resumir:
«No hay cerrojo que podáis imponernos».
Sonaba menos lírico, pero también más práctico. Prolongar su tarea
suponía dar tiempo a que la policía apareciera por allí. Y en caso de que eso
ocurriera, su sanción sería más grave que un simple parte de Jefatura.
Marc, Noa y Carla también recurrieron a la síntesis para imprimir sus
lemas sobre las fachadas. Así fue como Marc resumió en un contundente
«Soy un maricón y soy un genio» el célebre autorretrato de Capote.
«Escribid solo lo que os dé tiempo», les había insistido Carla: en cuanto
saltase la alarma contarían con un máximo de cinco minutos para dispersarse.
Y eso fue lo que hicieron, salir corriendo rumbo al tramo del río donde habían
decidido encontrarse para celebrar la que, por primera vez en mucho tiempo,
vivieron como una victorial real.
—Vendrán más —aseguró Noa, envalentonada después de haber salido
indemnes de su primer asalto.
—Claro —le dio la razón Carla mientras se quitaba el pasamontañas, del
que todavía no se había desprendido.
Y las dos, sin saber muy bien por qué, se dieron un abrazo.
Marc respiró tranquilo —la tensión entre ambas lo agotaba y agradecía
ese inicio de cordialidad— y Joana celebró ese entendimiento, a pesar de
observarlo con una envidia que ni le gustaba ni deseaba sentir.
Ella no era así.
No le molestaba que Noa se llevase antes que ella el abrazo que esperaba
después de haber sido la que más riesgo había corrido. No era tan infantil,
sabía bien que eso era una red flag inmediata. Ella no podía permitirse mirar a
dos de sus amigas desde la distancia en que, de repente, se había ubicado.
Así que hizo lo único que se le ocurrió para disipar sus fantasmas: tomó
de la mano a Marc y lo obligó a correr con ella hasta dejarse caer sobre Carla
y Noa, fundiéndose en un abrazo colectivo al borde del río. Un instante en el
que solo podían oírse sus risas sobre el rumor del agua y que las cuatro —
ahora sí: una para todas y todas para una— habrían querido que fuera
interminable.

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3

Heráclito
Hoy quedan lejos esas risas. Los momentos en que este río fue el territorio en
el que concurrían sus intereses antes de transformarse en el escenario de su
desencuentro.
A pesar de eso, sigue siendo el único lugar del pueblo en el que Carla no
se siente una completa forastera. Por eso este año ha venido aquí en más de
una ocasión. Porque todo ha salido al contrario de como debería y los
episodios de ansiedad han vuelto a agudizarse desde que no sabe qué hacer
con su vida.
Cuando el presente la ahoga, se sienta en la hierba con su móvil, sus
auriculares y la lista infinita de películas que todavía tiene por ver y que
considera imprescindibles para cualquiera que sueñe con dirigir. Si consigue
el dinero necesario para matricularse en la Escuela de Cine, llegará allí
sabiendo quiénes son Dreyer o Tarkovsky y conociendo la filmografía
completa de Campion, Varda o Coixet. Por eso, cuando le tocaba elegir título
en sus Noches Repelentes, ella siempre proponía libros que hubiesen sido
adaptados al cine o a la televisión. Aquellos viernes no estuvieron mal
mientras duraron, pero Noa y Marc dejaron de invitarla en el mismo momento
en que Joana se fue, no sabe si porque dejaron de reunirse o porque Noa se
escudó en esa ausencia para resucitar diferencias que Carla creía superadas.
A veces, ni siquiera mira la pantalla de su móvil.
Se sienta entre los riscos, tras localizar algún árbol que le asegure la
sombra necesaria, y entonces pulsa el play, sí, y hasta finge prestar atención a
la película que se ha descargado la noche anterior. Pero acaba bajando el
volumen y dejándose llevar por el son del río, permitiendo que esa melodía
improvisada acune sus pensamientos, con la esperanza de que arrastre consigo
las voces que no dejan de hacerle daño desde que tiene uso de razón.
Las que le gritan que no está a altura de quien debería ser.
Las que la acusan de no saber ni siquiera quién es.
Las que le recuerdan el precio de su disidencia. De haberse negado a
reconstruirse según lo que se esperaba para seguir definiéndose de acuerdo

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con lo que de verdad es.
La culpa de que no se haya rendido a la vulgaridad la atribuye a su padre.
Eloy no solo es responsable de que conozca con todo lujo de detalles el cine
de los noventa, sino también de que jamás haya renunciado a sus asteriscos.
Al contrario. La cambió de colegio tantas veces como fue preciso hasta dar
con quienes la celebraran por no acomodarse en vez de censurarla por ello.
Ahora, mientras espera a Joana, admite que si la ha echado tanto de menos
es porque ella tampoco la censuraba.
Extraña las tardes en que descubrieron una forma de vivir el sexo que
tenía que ver con sumar el diálogo a la piel, con permitir que las palabras —a
veces en forma de verso, a veces transformadas en escenas de cine— se les
enredaran en las piernas con la misma fuerza con que ellas se enlazaban entre
sí, anudándose en un combate donde la única victoria posible era avanzar a
través de sus cuerpos hasta cubrirlos con las manos, que deshacían voraces los
límites. Los labios que parecían querer cincelar el contorno de su cintura. La
lengua que dibujaba cuidadosa la forma de su pecho y descendía hasta
internarse en el sexo de quien era a la vez cómplice y rival, en ese ambiguo
equilibrio entre la delicadeza y la vehemencia que aprendieron a disfrutar
juntas.
Las noches con Gerard no han sido nunca así, en ellas solo cabe lo físico,
y Carla siente que tienen más de acrobacia gimnástica que de comunión
íntima, por mucho que, cuando se sienta a horcajadas sobre él, pueda
sospechar verdades que solo se vuelven transparentes en medio de esa
desnudez.
Extraña el sexo con Joana.
La piel de Joana.
La respiración agitada de Joana cada vez que encontraban lugar y ocasión
para recorrer sus cuerpos a solas.
Pero lo que más extraña de ella es su silencio cómplice.
Las horas sentadas desnudas una junto a la otra sin que fuera preciso decir
nada. Joana, perdida en sus libros. Ella, en sus referencias cinéfilas. Las dos
absortas en la contemplación del arte que otras voces habían creado para ellas
y para los sueños que iban a inventar. La excitación también nacía de ese
vértigo que compartían, de la duda de si estarían iniciando un camino que no
tendría salida, del miedo a descubrirse impostoras y mediocres cuando
necesitaban confiar en ser brillantes. Y esa angustia que el mundo adulto
confundía con ilusión las unía cada día un poco más frente a esos manidos
tópicos del todo por hacer o de los veinte como los mejores años de una vida

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en la que lo mejor no podía ser su precariedad. Su vínculo era su mejor
defensa contra la imperfección de un porvenir que, lejos de abrir las puertas
prometidas, disfrutaba cerrándoselas en las narices y dejándoles claro que
cada año sería otra huella más imposible de reconstruir.
Nada le garantiza que ese nexo previo baste para salvar el alejamiento de
este último año, pero al menos sí le asegura que Joana no faltará a su palabra.
No, Joana no va a jugársela y llegará de un momento a otro.
Puede que se hayan decepcionado.
Incluso que hayan callado lo que no se debía omitir.
Pero hasta ahora jamás se han mentido. Y no van a empezar a hacerlo
hoy.
Así que cuando Joana le ha insistido en que la esperase donde siempre,
Carla ha accedido y ha salido de la librería después de tragarse las ganas de
invitarla a subir a su moto. Lo más probable es que le hubiese respondido que
no, pero si hubiera sido un sí no se imagina cómo habría reaccionado al notar
los brazos de Joana alrededor de su cintura, aferrándose a ella con la misma
fuerza con que lo hicieron en cada una de esas excursiones de un verano que
debía haber sido infinito y que, conjurándose contra su voluntad, acabó
demasiado pronto.
«En la librería no, por favor», le ha insistido Joana, y le ha pedido que le
diera una hora para organizarse, avisar a su padre y salir en dirección a ese
«donde siempre» que, con solo decirlo, ya duele.
Duele pensar que les bastó un verano para inventar un siempre (¿en
cuántas caricias se debería medir la eternidad?) y solo una noche para
destruirlo.
Allí mismo. Junto a ese árbol. En ese recodo que llegaron a llamar suyo y
donde a Carla le resulta imposible no revivir las escenas del verano anterior.
La belleza de este paisaje en el que siempre ha encontrado un reflejo
sereno de sí misma le devuelve desasosiego. La repetición de una noche que
se dibuja sobre el agua una y otra vez. Solo que ahora sería distinto. Heráclito
—el único de los filósofos que le pareció medianamente cuerdo de sus clases
de bachillerato— tenía razón.
No es posible cruzar dos veces el mismo río.

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4

Jane Eyre
—Antes este lugar parecía más mágico.
Joana no la saluda. Tampoco alude a su modo de irrumpir, contra su
voluntad, en la librería. Solo se sienta junto a Carla, calculando la distancia
justa para que sus cuerpos no se alcancen en caso de que surja la tentación de
un abrazo que no está preparada para ofrecer.
—¿Y lo era?
Joana, que esperaba una respuesta similar, no responde. Sabe bien que
Carla nunca ha creído que esconderse allí tuviera algo de mágico. En una
ocasión incluso llegó a decirle que a ella sí se lo parecía porque le resultaba
fácil convertir en romántico lo que no era más que miedo. Hasta le citó a Jane
Eyre, acusándola de no dejar salir a la mujer que llevaba encerrada dentro de
sí. Joana fingió no entender qué tenía que ver la novela de la Brontë con su
carácter, a pesar de que sabía perfectamente a qué se estaba refiriendo Carla.
Es más, el hecho de que hubiera escogido un símil literario demostraba hasta
qué punto había empezado a conocerla: durante toda su adolescencia, la
literatura no solo había sido la manera en que Joana se expresaba, sino
también el lugar donde se escondía.
—He venido, ¿no? Pues tú dirás —apremia a Carla para que empiece a
hablar cuanto antes, consciente de que solo existen dos alternativas para
iniciar su diálogo: la disculpa y el reproche.
—No me has escrito mucho…
El reproche.
De las dos opciones, Carla escoge la que abre una pendiente tan escarpada
como la de los acantilados que se adivinan a lo lejos, justo donde el río se
vuelve algo más caudaloso.
—Tampoco tú.
—Ya.
—He estado muy ocupada.
Joana se arrepiente nada más decirlo. Pero Carla, que no quiere que todo
se arruine tan pronto, acepta su respuesta pueril —al menos es ligeramente

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más elaborada que la suya— sin molestarse en contraargumentarla.
—¿Ha merecido la pena? —Su voz suena sincera, aunque es obvio que
está aguantándose las ganas de formularle las preguntas que desearía hacerle.
—Ha sido un buen año… —Joana busca algo que añadir entre su
repertorio de lugares comunes—. Berlín es un lugar fascinante.
—Eso ya lo intuíamos —sonríe Carla, que busca en la mirada de Joana la
confirmación de un recuerdo común.
—Tienes que ir.
En su respuesta, Joana elude la memoria de esa mañana en la que, por
supuesto, también ha pensado. El día que las dos se saltaron la clase de
Lengua y acabaron nadando en este mismo tramo del río. Planeando fugas
inminentes a lugares como Londres o Berlín, donde podrían dejarse ver sin
que nadie dijera nada. Sin que nadie opinara. Sin que el padre de Carla mirase
mal a Joana porque sospechaba que era una mala influencia para su hija. Y sin
que los padres de Joana mirasen mal a Carla porque creían que aquella chica
extraña, de la que se decía que antes de llegar al pueblo había sido internada
en psiquiatría en un par de ocasiones, no era una buena compañía para la
suya.
—O mejor podemos ir juntas. —Carla no está dispuesta a rendirse—. Así
me lo enseñas.
Pero Joana tiene miedo a dejarse secuestrar por sus palabras, que causan
en ella el mismo efecto hipnótico que el eco del río.
—Es mejor que lo descubras por ti misma.
—Quizá.
En medio de un tenso silencio, no porque no sepan qué decir sino porque
ignoran cómo hacerlo, escuchan de nuevo todos los momentos compartidos
en ese mismo lugar.
—Lo siento, Joana, de verdad… Lo siento.
Ahora sí: la disculpa.
El río parece sosegarse ante las palabras que, aunque lleguen tarde, al
menos han sonado con la nitidez con que Joana necesita escucharlas.
—Ya. —No quiere causar más daño ni, mucho menos, despreciar el
esfuerzo que sabe que conlleva renunciar al orgullo para pedir perdón, pero
tampoco cree que sea honesto anunciar una continuidad que tal vez no se
produzca.
Joana, al igual que Carla, odia los «no pasa nada». Detesta los «no
importa».
Porque claro que pasa. Y sí que importa.

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Claro que sigue viendo, una y otra vez, las mismas imágenes que tuvieron
lugar en ese río.
Las de los días buenos, en los que ser juntas parecía posible.
Las de los días raros, en los que las primeras desavenencias anunciaban
las tormentas en el camino.
Y las imágenes del día en que se quebró la confianza porque Carla utilizó
contra ella una de sus estrategias. Un plan tan elaborado como el que diseñó
la noche en que grafitearon el instituto y que ejecutó con el mismo rigor,
arruinando la relación que estaban construyendo.
—Sé que hoy no vamos a solucionar nada. —Carla, que se ha prometido
ser tan sincera como espera que lo sea Joana, se ocupa de acabar con el
incómodo silencio que ha seguido a su disculpa—. Pero si no queremos
mandarlo todo a la mierda, deberíamos empezar por algún sitio…
—Me hiciste daño. —Es todo lo que Joana se siente capaz de decir ahora
mismo—. Y luego…
—Luego han pasado cosas —resume Carla, que no necesita que le
verbalice la historia que adivina que Joana ha vivido en Berlín.
Esta asiente sin pronunciar el nombre de Elke.
—Aquí también —le confiesa Carla, que tampoco nombra a Gerard—,
pero dijimos que conocer a otras personas no nos separaría. Y lo demás…
—Lo demás aún duele.
—Por eso quería verte, para intentar que deje de dolernos.
Joana no sabe qué le está pidiendo exactamente.
Carla tampoco.
No está segura de si le está proponiendo reconstruir la relación en el punto
en que la dejaron un año atrás. Si se conformaría con recuperar su amistad y
que la incluyera de nuevo en los planes de las Mosqueteras. Tal vez definir lo
que pretende resulte secundario en este instante. Tal vez solo se trata de
afianzar una comunicación que no quiere que vuelva a interrumpirse.
—Habría preferido que no lo hubieras hecho, Carla.
—Habría preferido que me lo hubieras contado antes, Joana.
Las dos asumen la recriminación que les corresponde y aceptan que aún
no están preparadas para hablar de lo que pasó en ese mismo río donde se
observan llenas de dudas.
—El viernes he quedado con Marc y Noa. Si te quieres pasar…
Carla le agradece la tregua que supone esa invitación, aunque no sabe si
aceptarla. ¿No deberían averiguar antes cómo desean reubicarse?

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—Podemos quedar las cuatro juntas. No sé… No tengo ni puta idea de
cómo hacerlo bien.
—Por si te sirve de algo —la consuela Carla, que temía que su
reencuentro no fuese una oportunidad, sino una cancelación—, creo que hoy
no lo hemos hecho demasiado mal.
No espera a su reacción. Siente una vergüenza súbita, pegajosa, un pudor
extremo que nace de haberse desnudado en una sola frase. Su timidez nunca
ha tenido que ver con el cuerpo. Al revés. Su físico sabe trabajarlo, adaptarlo,
y ahora incluso exhibirlo. Si ama el deporte es porque le otorga las
herramientas necesarias para que sus brazos, sus hombros, sus piernas hablen
por ella. Para ocupar con sus miembros endurecidos por el entrenamiento el
lugar en el mundo que su hipersensibilidad le niega. No la llames así, la
regaña Iria. No uses ese prefijo tan idiota para atacarte, como si sentir se
pudiera graduar en cantidades benignas y nocivas. Pero ella sí lo hace. Y
cuando le dijo a Joana aquello sobre Jane Eyre, en realidad hablaba de sí
misma. De la mujer a la que no deja salir para que no la hieran, para que no
tengan que cambiarle la medicación, para que los dolores de cabeza no la
obliguen a quedarse en cama por mostrarse tan vulnerable como acaba de
hacerlo.
—Gracias —susurra Joana, aunque sospecha que ni siquiera la ha
escuchado.
Ve cómo Carla alza la mano en señal de despedida y, mientras arranca la
moto, Joana piensa que su relación ha sido siempre así, un juego de distancias
en el que nunca llegan a encontrar el perímetro exacto donde su historia se
vuelve posible.
Una historia que comenzó en ese segundo de bachillerato D en el que, con
la excusa de las optativas, agruparon a todos los raros del instituto —por
mucho que Marc prefiriese autoconsiderarlos outsiders—. Al menos, esa fue
la teoría de las Mosqueteras, que no entendían cómo era posible un grupo
como el suyo, donde fueron a parar a la tutoría de Lola quienes se salían de
los límites anodinos y previsibles del pueblo.
La geometría de nuevo, piensa Joana. El contorno en el que se logra caber
o no por una simple cuestión de márgenes. Y la certeza de ocupar siempre el
ángulo equivocado, el lugar desde el que se la ve demasiado o donde ni
siquiera se percatan de su presencia. Por eso le gusta tanto este rincón junto al
río, porque aquí, lejos de todos, no tiene que preguntarse por los códigos de
pertenencia, sino que puede habitar libre en sus márgenes, dejando que sea el
paisaje quien imponga el único diálogo posible.

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Entre ella y sus expectativas.
Entre ella y sus recuerdos.
Entre la Joana de aquel 2.º D donde vio por primera vez a Carla y la Joana
que desde el verano pasado no está demasiado segura de conocerla.
Vuelve la mirada hacia el río, cuyo curso parece ahora más turbulento que
hace unos minutos.
Lo más triste, apuntará esta noche en su cuaderno, no es que no podamos
cruzar dos veces el mismo río.
Lo más triste es que resulta demasiado fácil olvidar cómo era ese río la
primera vez que nos atrevimos a cruzarlo.

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5

Matar un ruiseñor
—Mírame a los ojos y dime que no has tenido nada que ver con eso.
Joana cogió su mochila y trató de esquivar a su madre, pero Ruth bloqueó
la salida, dispuesta a no dejarla marchar hasta obtener una respuesta.
—¿Tú eres consciente de la que se ha liado con las pintadas? ¿De lo que
va diciendo la gente por todo el pueblo?
—Las mierdas de siempre. En este pueblo no saben hablar de otra forma.
Clavó la mirada en su madre y pudo palpar el autocontrol que a Ruth le
había exigido reprimirse. De alguna manera, cada vez que insultaba ese lugar
era como si también la estuviera atacando a ella, así que había faltado muy
poco para que su madre perdiera los nervios y respondiese con una bofetada
que Joana no le habría perdonado.
—Si sabes algo es mejor que lo cuentes —le advirtió Sonrisa Perfecta con
un rictus adusto que hacía escaso honor a su apodo.
—¿Para que nos ayudes o para que os crucéis de brazos, como hacéis
siempre?
—Hago mi trabajo, Joana.
—¿Y por qué se supone que lo del instituto es más grave que lo de nuestro
banco? Esas pintadas no amenazan a nadie. Ni insultan a nadie. Quien haya
hecho eso —afirmó, distanciándose de su propia acción tanto como le era
posible— solo ha plasmado ideas que lo mismo deberían calar por aquí. Pero
quien hizo lo del banco estaba agrediéndonos. Esa diferencia la pilláis, ¿no?
—¿Estuviste allí? —insistió su madre—. Tuvo que ser idea de la
desequilibrada esa…
—No la llames así.
—¿Y cómo la llamo? Porque tú sabes que no está bien.
—¿Y nosotras sí? ¿Crees que yo estoy bien? ¿Y tú? ¿Tú estás bien,
mamá? A lo mejor lo único que nos distingue de Carla es que disimulamos
mejor y que ella no se molesta en hacerlo. O porque es más valiente o porque
no sabe fingir que todo va de puta madre, qué más da. Pero que no finja no la
hace peligrosa. Eso la hace real.

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—Real es el problema que vais a tener si demuestran que fuisteis vosotras
—la amenazó Sonrisa Perfecta, empeñado en forzar una confesión que Joana
no iba a ofrecerles—. Lo mejor es que nos cuentes lo que pasó. Aún estamos
a tiempo.
—No —negó ella mientras esquivaba a su madre y lograba franquear la
puerta rumbo al instituto—. Hace mucho que en este lugar ya no estamos a
tiempo de nada. No se puede cruzar un río dos veces, ¿nunca os lo han dicho?
Cerró de un portazo y salió corriendo en su bicicleta, riéndose al imaginar
el desconcierto de su madre y de Sonrisa Perfecta ante una alusión filosófica
que, desde luego, no esperaban. Ya lidiaría a su regreso de las clases con la
continuación del primero de los dos interrogatorios de aquella mañana. El
segundo, en el despacho de la directora y bajo la atenta mirada de Lola,
comenzaría en cuanto pusiera un pie en el instituto.
—Si habéis sido vosotros, lo sabremos.
—Nosotras. —Marc corrigió a Esperanza, la directora, en un gesto que
Noa consideró estúpidamente irrelevante y que, sin embargo, Carla y Joana sí
agradecieron.
Lo último que planeaban era agachar la cabeza ante aquella mujer que
había sido, durante años, la cara oficial de las exigencias reaccionarias del
AMPA. La misma que había abortado todas las iniciativas a favor de la
diversidad que habían nacido desde las Mosqueteras y que solo habían
arraigado gracias a la complicidad de Lola. Si había algo que Esperanza no
les ofrecía era justo lo que prometía su nombre, en una de esas paradojas por
las que Carla insistía en que todo el mundo debería elegir el suyo y abandonar
ese otro nombre con el que, en vez de llamarnos, nos frustran.
—Vosotros —recalcó la directora— lo que tenéis que hacer es contarme
qué sabéis de lo que sucedió aquí la otra noche. ¿Eso lo habéis entendido o
no?
Nadie respondió y Lola, que había sido convocada como tutora del grupo
al que pertenecía la primera tanda de sospechosos, tampoco insistió en que
hablasen.
Joana, que la observaba de refilón, creyó leer en ella una mueca de
orgullo, como si se alegrase de que hubieran optado por erguirse antes que
por doblegarse, como esperaban quienes habían destrozado su banco. Aquel
acto iba más allá de una respuesta puntual a esos grafitis. Era una reacción
frente a todos los que seguían extendiendo el miedo, aprovechándose de que
hacían más ruido que aquellos a quienes insultaban.

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Quizá se equivocaran, pero tanto Joana como Carla sospechaban que Lola
también había huido de un lugar muy parecido al suyo. De otro rincón del
mundo en el que la vida se hace pequeña de puro estrecha. Por eso era lógico
que las entendiera. Y, más aún, que las apoyara. Por eso aguardaba en silencio
a que terminara el infructuoso interrogatorio al que las sometía Esperanza y
que, tras casi una hora dando vueltas en torno a preguntas que solo
condujeron a decenas de «no sé», «yo no estaba» y «no tengo ni idea», la
directora zanjó con una amenaza:
—Os lo advierto: si descubro que habéis sido vosotros —Marc estuvo a
punto de corregirla de nuevo, pero una patada de Noa lo detuvo—, no voy a
tener más remedio que expulsaros. Y estando en segundo de bachillerato, no
necesito explicaros lo que significa eso.
Nada más salir de su despacho, Lola les hizo un gesto para que la
siguieran hasta el aula de audiovisuales, que estaba desocupada en ese
momento.
—No me respondáis a nada de lo que voy a decir, solo escuchadme.
Asintieron dóciles y ella, antes de seguir hablando, sacó un libro de su
bandolera. Buscó una página marcada con los mismos post-it de colores que
usaban las Mosqueteras y leyó en voz alta:
—«Uno es valiente cuando, sabiendo que ha perdido ya antes de empezar,
empieza a pesar de todo y sigue hasta el final pase lo que pase. Uno vence
raras veces, pero alguna vez vence».
Cerró el libro y lo dejó sobre la mesa.
—Es vuestro —les dijo a la vez que empujaba ligeramente con sus dedos
aquel ejemplar de Matar un ruiseñor—. No seré yo quien le quite la razón a
Harper Lee, pero sí quiero pediros algo: hagáis lo que hagáis, no lo hagáis por
mí. Si lo hacéis por vosotras, adelante. Yo sé cómo habría reaccionado si
hubiera estado en vuestro lugar o, mejor dicho, cómo reaccioné cuando lo
estuve, así que no voy a preguntaros nada más. Pero necesito que me
aseguréis que no vais a ocuparos de guerras que no sean vuestras. Para las
mías, ya me valgo yo sola.
—Lola, nosotras solo…
Alzó su dedo índice a la altura de sus labios y, sin añadir ni una sola
palabra más, ordenó a Joana que guardara silencio. Abrió la puerta y las invitó
a salir. Lola, sin embargo, se quedó allí con la excusa de preparar materiales
para su siguiente clase.
—Ya tenemos libro para este viernes —comentó Joana mientras hojeaba
el ejemplar que acababa de regalarles su tutora.

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—No sé muy bien qué acaba de pasar ahí dentro —respondió Noa.
—Que tenemos una aliada —sentenció Carla—. Eso es lo que ha pasado.
—Lo mismo si le decimos que se venga a la fábrica este sábado también
se apunta —bromeó Marc—. Hay que celebrar esto, ¿no os parece?
Estaban a punto de darle la razón cuando se cruzaron con el grupo de Igor,
Rubén y Angy. Pasaron sin dirigirles la mirada, pero Lena y Gus, que
caminaban justo detrás, se encargaron de chocar sus hombros contra ellas,
empujándolas hacia los laterales del pasillo con una maniobra que no tenía
nada de casual.
—Estáis muertas —le susurró Igor a Marc al oído antes de alejarse.
—Pues sí que les ha jodido —reaccionó Marc, tratando de aparentar que
esa amenaza no le había afectado lo más mínimo.
—De eso se trataba, ¿no? De devolverles la humillación.
—¿Y la venganza va a ser siempre el camino, Carla? —la cuestionó Noa,
que no acababa de saber dónde acababa la valentía de la que hablaba la cita
que les había entregado Lola y el rencor que observaba en ella.
—La venganza, no sé —la defendió Joana—, pero los libros, sí.
—Este nos lo llevamos el sábado a la fábrica —propuso Marc—. Hay que
brindar por ser valientes, ¿no os parece?
—Y por ser —apostilló Carla con una de sus frases de tono enigmático—.
Hay que brindar por ser.

Página 105
6

El ruido y la furia
Marc es el último en llegar. En cuanto aparece en la fábrica, saca su móvil
para enseñarles el último vídeo que ha subido a su canal.
—Imagino que ya lo habéis visto…
—¿Era necesario?
—Pues claro, Noa. Hay que contar lo que pasa. Y con fuentes fiables.
—¿La fuente fiable eres tú? —bromea Joana.
—Más que otros, seguro.
En el vídeo de Marc, su voz en off se superpone a los planos donde se
aprecian los destrozos provocados en el mismo bar en que trabajaba Carla. Al
parecer, el ataque ocurrió de madrugada y, a pesar de que no ha habido daños
personales, los materiales han sido cuantiosos.
Carla, que al final también ha decidido acercarse a la fábrica, no dice
nada. Se ha sentado frente a Joana, a la distancia justa para poder participar de
la bebida, pero dejando el suficiente espacio como para que todo pueda
encontrar de nuevo su lugar. Si es que hay un camino posible que le garantice
el recorrido de regreso que, por mucho que intente negárselo, tanto anhela.
—Este sitio cada día está peor.
—¿Quién crees que ha sido? —pregunta Noa, que no puede dejar de
relacionarlo con todo lo vivido durante el curso anterior.
—No lo sé. —Joana se alza de hombros—. ¿Los nazis de siempre?
—Lo dudo —le lleva la contraria Noa—. ¿Por qué iban a destrozar el bar?
Por lo que me ha contado mi hermano, Saúl no es precisamente uno de los
nuestros…
—Ni idea, chica —responde Marc—. Yo solo cuento lo que pasa. La
investigación que la hagan otros… Anda, va, hacedme un sitio.
Marc se sienta entre Noa y Joana, enfrente de Carla, que se convierte en
espectadora de un grupo al que esta noche no sabe si pertenece de verdad.
—¿Seguro que Sonrisa Perfecta no te ha contado nada, Joana?
—¿A mí? ¿De qué?

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—De las denuncias. —Marc les muestra unos tuits que también ha
compartido en su canal—. Se han multiplicado en toda la zona. Están muy
crecidos…
—Pero ¿quiénes? —lo interroga Noa, que no soporta las vaguedades.
—Joder, pues los de siempre. Solo que ahora parece que han salido de las
cloacas y se atreven a decir lo que antes se callaban.
—¿Y esos han sido los que la han liado en el bar? No sé, Marc, no me
cuadra. —Joana sacude la cabeza, poco convencida de la tesis de su amigo.
—Pues pregúntaselo a Sonrisa Perfecta, que seguro que te lo explica
mejor… Yo lo único que sé es lo que he oído por allí y por aquí…
—No sé por qué te has empeñado en eso de ser filólogo, cari, con el
futuro que tendrías como espía…
Marc apunta hacia las botellas y los vasos de plástico.
—Que rule.
Carla nota que el móvil vibra en el bolsillo de sus vaqueros. Sabe quién es
y también qué busca, así que prefiere no responder hasta que haya decidido si
la noche la acabará junto a Joana y sus Mosqueteras o si necesitará escribir
otro de sus escuetos «ok» para acudir al encuentro que acaban de proponerle.
A Joana, que se esfuerza por retomar la rutina de hace un año, se le hace
extraño estar allí y, aún más, la distancia física autoimpuesta entre ella y
Carla. Hasta que sepan qué hacer con su pasado no sabrán bien qué hacer con
su presente, y permanecen exiliadas en tierra de nadie, a pesar de que el mero
hecho de que hayan acordado una tregua ya supone un paso hacia delante. Un
progreso que, aunque solo sea por lo bueno vivido, tal vez merezca la pena
celebrar.
A su alrededor, el resto de los jóvenes reunidos en la fábrica no parecen
participar de la alegría festiva propia de una noche de sábado como esta. Las
cuatro sospechan que la mayoría de las conversaciones giran en torno a lo que
les acaba de contar Marc y que, una vez más, las hacen sentirse en el punto de
mira. Desde el día en que su instituto apareció cubierto de citas literarias son
sospechosas de todo cuanto sucede en el pueblo, de modo que tampoco esta
vez les son ajenas las miradas de desconfianza que, a solo unos metros, les
lanza el grupo en el que Igor se enrolla con Angy mientras Rubén intenta, sin
éxito, hacer lo propio con Lena.
—¡Anuar! —Carla se alegra al verlo llegar y Marc, que ya no contaba con
que se acercara hasta la fábrica, también.
—Al final has venido…

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—Me habíais invitado, ¿no? —le responde a Marc con naturalidad antes
de sentarse junto a Carla.
—¿Vienes solo? —A Noa le llama la atención que se haya presentado allí
sin ninguna de las amistades con quienes lo vieron en la librería.
—Alvi y les otres pasaban de apuntarse.
—Así que vienes en mood explorador —bromea Marc, que no recordaba
que la mirada de Anuar fuera tan penetrante.
—Si el rollo que os traéis aquí me mola, ya les diré que se apunten.
—Qué responsabilidad. —A Joana le hace gracia la seguridad con que se
desenvuelve en un grupo que ni siquiera es el suyo.
—¿La vuestra o la mía? —le responde él, y Marc le ofrece algo de hierba
y un vaso con hielos.
—Las botellas las tienes ahí.
—Pero nada de gorronear —le advierte Noa—, la próxima vez pones
también tú.
—Si hay próxima vez —responde Anuar mientras busca algo de papel y
cruza su mirada con la de Marc, que acaba de decidir que esta noche le
encantaría que sucediera algo.
Noa está a punto de saciar su curiosidad disparando un repertorio con toda
clase de preguntas cuando ven acercarse a Igor, a quien siguen Angy y Rubén.
—Ahí están —anuncia Marc con sarcasmo—: El ruido y la furia.
Aunque no entendieron ni una página de aquella novela de Faulkner que
también les había recomendado Lola, las Mosqueteras se habían apropiado de
su título para aludir a la jauría con la que se veían obligadas a convivir.
—¿Qué coño hace este aquí? —El matonismo de Igor no ha disminuido ni
un ápice desde que salieron del instituto. Al revés, es como si, ahora que están
fuera, esa violencia que antes contenía a duras penas ya no necesitara ningún
tipo de coartada para ocultarse—. ¿También has venido a liarla? Porque mi
hermano Saúl ya me ha contado el numerito que armasteis en el bar…
—La pregunta sería quién coño eres tú —le responde Anuar con un
aplomo que lo descoloca.
—Solo espero que tú y tus colegas no hayáis sido los cabrones que le
habéis destrozado el local, porque como nos enteremos de lo contrario, vais a
tener que dar unas cuantas explicaciones.
—¿Y quién nos va a pedir esas explicaciones? ¿Tú?
Las Mosqueteras sonríen ante la rápida respuesta de Anuar. A las cuatro
les despierta admiración ese chico que se niega a ejercer el papel de víctima y
que, sin dudarlo, planta cara al ruido y la furia como si fuera el protagonista

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de un wéstern. Quién sabe, piensa Carla, tal vez ese sea el único género
posible en un lugar como este.
—Ándate con cuidado, negrito —lo amenaza Igor.
—Así lo haré, blanquito —le responde Anuar con sorna.
Angy y Rubén hacen ademán de lanzarse sobre él a una señal de Igor, y
Anuar saca sus brazos y se coloca en posición de defensa. Las demás lo
secundan, dejan los vasos en el suelo y se ponen en pie a su lado, rodeándolo
como una muralla defensiva que impida que la situación siga avanzando.
—Esto no acaba aquí. —Igor se da la vuelta y sus acólitos lo secundan.
Solo cuando están lo bastante lejos como para no oírlos, Marc deja
escapar un «ha estado cerca» con el que desahoga la tensión por lo que acaba
de suceder. Si hay un ámbito en el que jamás se ha sentido fuerte es en el
físico, así que la simple idea de que esa violencia que llevan años conteniendo
desembocase en una pelea lo ha alterado. Carla, sin embargo, se muestra
serena. Casi decepcionada por no haber podido dejar salir los demonios que la
atormentan a través del cuerpo que, con su «ok» para Gerard, espera
satisfacer en breve.
—Es como si todo sucediera otra vez… —Noa intenta hacer memoria—.
¿Cómo se llamaba eso?
—¿Repetición? —bromea Marc.
—Imbécil —se ríe ella con una carcajada que no suena del todo natural o
que a los demás no se lo parece—. Me refiero a eso de que todo ocurre una y
otra vez. Nos lo explicó Lola, ¿o ya no os acordáis?
—El eterno retorno.
—Exacto.
—No sé si Nietzsche aludía precisamente a esto. —Marc adopta su pose
de universitario concienciado—. Pero sí, es como si todo estuviera
sucediendo de nuevo…
—¿No iréis a dejar que esos capullos nos arruinen la noche? —los anima
Anuar, que saca un altavoz de su mochila y conecta su móvil a todo volumen
antes de mirar a Marc con interés—. Si queréis que me traiga a mis amigues,
voy a necesitar algún motivo más para volver…
Llenan sus vasos y se dejan llevar por la música que sigue sonando. Solo
Carla permanece al margen, alejándose conscientemente del grupo porque
sabe que si se queda acabará acercándose a Joana tanto como, ahora mismo,
Marc se aproxima hasta Anuar. Solo que entre ellas no cabe la vacilación que
observa en ellos. Ese momento de incertidumbre en el que es clave saber leer
movimientos y gestos que anuncian un sí o que, si la suerte no acompaña,

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determinan un no. En el caso de Marc y de Anuar es evidente que ese sí está a
punto de producirse, y por eso ninguna de ellas se extrañará cuando decidan
irse y desaparezcan en dirección a ese tramo del río al que acuden cuando no
disponen de un lugar mejor para el sexo.
Entre ella y Joana la pregunta es distinta. Tiene que ver con si el deseo es
compatible con las dudas. Si la piel las ayudará a acercarse o lo complicará
todo un poco más. Y como no encuentra las respuestas que busca, Carla se
mantiene a cierta distancia, sin apenas bailar, observando al grupo como si la
recién llegada fuera ella, pendiente del móvil, en el que Gerard insiste en que
esta noche no va a esperar tanto como la última vez.
Joana finge estar poseída por la música y se apoya en la complicidad con
Noa y Marc para disimular sus ganas de acercarse hasta Carla, tomar su brazo
y darle un beso infinito que no sabe si quiere que sea para ella o para Elke.
Eso es lo único que la detiene. El alcohol y los porros han ayudado a que las
fronteras de lo correcto se diluyan, así que ahora no pesa tanto lo que sucedió
en el río hace un año, pero sí su conciencia de no saber con quién quiere estar.
Si sus ganas de lanzarse sobre Carla nacen de que desea estar con ella o si son
la consecuencia de que no puede estar con Elke.
Sus dudas se acaban respondiendo solas. En cuanto se da cuenta de que
Carla se ha desvanecido. Sin despedirse. Sin decir nada. Con el mismo sigilo
con que su recuerdo, en forma de obsesión, sigue instalado en su cabeza.

Página 110
7

Las inseparables
Durante los días posteriores a sus grafitis, las Mosqueteras se aseguraron de
extremar las precauciones. Iban y volvían al instituto las cuatro juntas,
convencidas de que mientras no se separasen era poco probable que ocurriera
algo. Sin embargo, su cautela se relajó con la misma rapidez con que
Esperanza se encargó de que se limpiara la fachada del edificio, y las calles se
llenaban de pintadas que repetían, una y otra vez, el mismo mensaje:
«Fuera eskoria de nuestro pueblo».
—Por lo menos son inclusivos —se burló Marc, que había decidido no
amedrentarse ante las amenazas que también había empezado a recibir en su
canal de YouTube—. Porque con lo de «eskoria» nos insultan a todas.
—No tiene gracia —lo reprendió Noa—. ¿O te cuento lo que les ha
parecido a mis padres que esa mierda haya aparecido en los barracones?
—Y en la librería. —Joana sacó su móvil y les mostró una fotografía en la
que se veía la misma consigna con una única peculiaridad: en este caso iba
acompañada de una bandera LGTBIQ+ tachada en rojo—. Me ha avisado mi
padre esta mañana.
—Son unos cabrones.
—Eso ya lo sabíamos, Marc. Pero las guerras son así. Si quieres
defenderte, tienes que atacar antes.
—¿Tú has perdido la cabeza, tía? —saltó Noa—. Esto no es una guerra,
joder.
—Claro que lo es. Y llevamos tanto tiempo calladas que la estamos
perdiendo.
Ese fue el momento en que abandonaron su hábito de ir en grupo al
instituto. La pervivencia de sus Noches Repelentes, de sus ratos en la fábrica
y hasta de su cuarteto dependía de reducir la convivencia entre quienes
parecían destinadas a no entenderse.
—Somos más fuertes si nos ven juntas —se lamentó Marc.
Y solo tuvieron que pasar dos semanas para que los hechos le dieran la
razón.

Página 111
Fue un viernes. A última hora.
El día en que tenían Educación Física al acabar la mañana y, frente a las
prisas del resto por comenzar cuanto antes el fin de semana, las cuatro
remoloneaban para salir las últimas y encontrarse con Lola, a quien les
gustaba informar del libro que compartirían esa noche en su club.
Pero ese día Noa tenía prisa porque sus padres la estaban esperando, y
Marc, que quería subir uno de sus vídeos a su canal, también.
—Me abro ya —se despidió Noa—. Esta noche nos vemos.
—Con Las inseparables —le recordó Joana, aunque sospechaba que,
como de esta novela de Simone de Beauvoir no había serie, su amiga no se la
habría leído.
—Eso —apuntó Marc—, como nosotras.
No tan inseparables, pensó Noa, pero omitió su comentario para no
agravar más la distancia que se había abierto en el grupo.
Carla y Joana salieron las últimas de los vestuarios y, al intentar abrir la
puerta, se dieron cuenta de que estaba cerrada con llave.
—Mierda. —Carla no dejaba de girar sin ningún éxito el picaporte.
—¿Tienes cobertura?
—No, ¿y tú?
—Tampoco.
Toda su clase sabía que el gimnasio, ubicado en un pabellón en el extremo
sur del patio, era uno de los numerosos puntos donde fallaba la cobertura en el
pueblo, así que encerrarlas allí suponía aislarlas y dificultar un rescate que, en
el peor de los casos, tendría que esperar hasta el lunes y, en el mejor, hasta
que alguien se diera cuenta de su ausencia.
—¿Y el gilipollas de Eduardo? —Joana no podía creer que su profesor
hubiera cometido una torpeza así.
—Habrá preguntado si ya estábamos todos, como hace siempre, y le
habrán dicho que sí. O peor —se atrevió a insinuar—, lo mismo hasta ha sido
parte de esto.
—¿Siempre desconfías de todo el mundo?
—No tenemos muchos motivos para no hacerlo, ¿no?
Unos ruidos fuera las interrumpieron.
—¿Qué coño es eso? —se alarmó Joana.
Ambas tuvieron la impresión de que alguien arrojaba algo —¿tablones de
madera, quizá?— contra la puerta.
—¡A ver si esto también os gusta!

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No pudieron identificar la voz con claridad. Podía ser Igor o Rubén. Los
dos se habían esforzado tanto por resultar iguales que resultaba difícil
distinguirlos. Y, más aún, al otro lado de la puerta.
—Tenemos que salir. —Carla, que temía que esos descerebrados
estuvieran a punto de hacer una barbaridad, señaló la ventana sobre las
espalderas.
—¿Estás hablando en serio? —A Joana no le preocupa escalar hasta allí,
pero sí el salto de después.
—Prefiero partirme una pierna saltando a esperar a que estos bestias nos
hagan algo.
Nunca llegaron a saber si lo habrían hecho o si solo se trataba de una
amenaza. Las dos escucharon con claridad el «¡sacad los mecheros!» que
Angy gritó a quienes estaban con ella.
Lo más probable, pensaría Joana, es que todo fuera una estrategia para
meterles miedo. Un juego psicológico para atemorizarlas durante el tiempo
que pasaran encerradas.
Lo más seguro, opinaría Carla, es que su odio los hubiese envenenado
tanto como para prender fuego de verdad a esos tablones de madera con los
que, el lunes siguiente, comprobarían que habían llenado el acceso al
pabellón.
No tendrían ocasión de averiguar quién llevaba razón, porque las dos
asumieron que la única opción era esa ventana a la que treparon gracias a las
espalderas y que Carla, más ágil que Joana, se ocupó de ayudarle a alcanzar.
—Deben de ser tres metros… —Ahora que solo quedaba el salto con el
que debían poner fin a su huida, Joana sentía auténtico pánico: la aterraba la
idea de caer mal.
—Dos y medio —la corrigió Carla, no tanto porque pensara que era así,
sino porque creía que reducir el riesgo le infundiría seguridad—. Es lo bueno
de que este gimnasio sea una bazofia.
—A lo mejor viene el conserje… —Joana buscaba cualquier excusa con
tal de no saltar.
—¿Y si llega demasiado tarde?
—Bueno, pues si me mato, te encargas tú de decirles a las Mosqueteras
que las quiero.
—Empiezo yo —se ofreció Carla y, sin un titubeo, saltó al suelo y cayó
en cuclillas, en una posición tan perfecta que Joana, si no estuviera muerta de
miedo, la habría ovacionado con un aplauso.
—Yo no sé hacer eso…

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—Es fácil —la animó—. Tú solo salta. Y recuerda que estoy aquí.
Joana no cayó precisamente en cuclillas. Acabó tumbada, de costado y
con un enorme roto a la altura del hombro, ligeramente magullado.
—Cuando llegue a casa la meto en un marco —sonrió Joana, celebrando
que su sudadera se hubiese llevado la peor parte del golpe.
—Vámonos de una vez —la interrumpió Carla. Y corrieron juntas en
dirección a la verja trasera, a través de la que, esta vez sí, pudieron ascender y
descender con más facilidad.
—¡Pero ¿adónde vamos?! —le gritó Joana al darse cuenta de que Carla no
se detenía.
—¿Cómo que adónde? ¡Al río!

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Yo sé por qué canta el pájaro enjaulado


¿A las doce? ¿Tan pronto?

Marc acompaña su whatsapp de emojis dormilones mientras Noa y Joana


intentan sonsacarle cómo acabó todo con Anuar la noche anterior.
«¿Tan intenso ha sido?», le pregunta Noa, que incluye un sticker de Eric
enrollándose con Adam en Sex Education.
«Pero qué gossip que eres», le responde sumando otro de Mean Girls, una
de las películas que más veces han visto juntas.
«¿Ha sido intenso o no?», insiste ella, y Marc contesta con una sucesión
de emoticonos de llamas y explosiones que no dejan lugar a dudas sobre
cómo acabó su encuentro con Anuar.
«Pues quedamos a las doce y media», decide Joana, que cuenta con su
ayuda para instalarse en casa de su abuela.
«Gracias, generosa».
Joana, que sabe que la esperan en otra parte, solo teclea un sucinto
«Mucho» mientras sube a su bici rumbo al río.
La idea de encontrarse con Carla en la mañana de su mudanza ha sido
suya. Aunque ahora se arrepiente de haberle enviado ese audio, ha sido ella la
que le propuso verse en el río en cuanto se dio cuenta de que Carla había
desaparecido sin despedirse. Como si necesitara una explicación. O como si
asumiera que no puede empezar de nuevo, y estrenar casa tiene algo de eso,
sin hablar con Carla de su tema pendiente.
La ubicación que le ha enviado a Carla coincide con el que era su lugar
habitual, justo en el bosque de álamos que se abre hacia uno de los tramos
más serpenteantes del río, donde han compartido los peores y los mejores
momentos de su vida.
Joana no sabe cómo interpretar su propia decisión. Resulta difícil dirimir
si se trata de uno de sus intentos de que algo salga mal incluso antes de que
comience o si, por el contrario, es una invitación sincera a hablar de aquella
madrugada de agosto que sigue siendo un tema vetado entre ambas.

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Para garantizar que el marco elegido no acabe volviéndose en su contra,
Joana llega la primera, con media hora de antelación. Si se familiariza con el
lugar, le será más fácil evitar que las imágenes de ese otro verano empañen su
conversación. Quiere mantenerse serena. Avanzar en la dirección que, en los
últimos días, parecen haber encauzado. O, al menos, no alejarse demasiado
del equilibrio inestable de la pasada noche en la fábrica.
Carla llega puntual. Evitar que los demás pierdan el tiempo por su culpa
es una de sus obsesiones. Uno de los motivos que hacen que prefiera el
silencio al diálogo, siempre condicionada por la sospecha de que cuanto tiene
que decir no es tan interesante. Pero esta vez sí es necesario. Su deseo de
dotar a ese paisaje de un nuevo significado es lo que la ha llevado hasta allí.
Ninguna de las dos quiere seguir asociándolo a la noche que las alejó y sí a la
mañana en que, huyendo del encierro en el gimnasio, empezaron a ser juntas.
Pero lo cierto es que no están seguras de cómo conseguirlo.
Joana teme que, si se atreve a hablarlo, Carla pueda sentirse juzgada.
Carla está segura de que, por mucho que intente explicárselo, Joana la
seguirá juzgando.
Fingir que no sucedió, ese era el trato.
Y, hasta donde Carla es capaz de saber, lo han cumplido: ninguna de las
Mosqueteras conoce su historia.
No será ella la primera en traicionarlo. Ni siquiera por salvarse a sí misma
a ojos de Joana.
—Gracias por tu audio… Sé que estos días entre nosotras no están
siendo… —Se traba: ¿cómo se dicen las palabras que no existen?—. Bueno,
que no son…
—¿Fáciles? —le sonríe Joana, que se siente extrañamente bien en esa
incomodidad.
Carla asiente.
—Han sido muchos meses.
—Cuando me fui —confiesa Joana— no parecían tantos.
No se lo parecían porque, antes de despegar hacia Berlín, aún no estaba
Elke. Ni Bobby. No había encontrado ese barrio de Kreuzberg que convertiría
en su mundo mítico ni se había acostumbrado al amor ininteligible de una
mujer que la fascinaba por su sencillez. Alguien con quien todo era tan fácil
como nunca lo había sido con Carla. Y aunque no esté segura de que esa
simplicidad fuese suficiente, sí constituía un lugar seguro. Una habitación
compartida en la que no había que hacer esfuerzo para que todo ocupase el
sitio que le correspondía.

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Con Carla no es así.
Con Carla cada movimiento exige una estrategia.
Y cada cambio supone un riesgo.
Todo resulta apasionante porque entraña novedad y, a la vez, temible
porque puede desembocar en una cadena inesperada de consecuencias de las
que es casi imposible identificar la causa.
—A lo mejor si ese verano hubiera sido distinto, no nos habría parecido
tanto tiempo… Pero cuando te fuiste ya habían cambiado cosas.
—¿Lo has pensado mucho?
—Un poco… —Carla niega con la cabeza como una niña y, bajando la
mirada, confiesa—. Muchísimo. Cada maldito día.
—¿Si te digo que yo también te he echado de menos ayudaría?
—Solo si es cierto.
—Lo es.
Todo depende de lo que quiera saber Carla. Porque claro que hubo
momentos en los que pensó en ella, igual que otros tantos en los que solo
tenía ante sí su nueva realidad. Y no se trata de que cuando besaba a Elke
pensara en Carla, porque ninguna de las dos fue nunca una sustitución: cada
una ocupa un lugar en su vida, un espacio que les pertenece por entero y en
los que quizá sea ella la que se convierte en dos Joanas diferentes.
Pero más allá de lo vivido con Elke, ha seguido extrañando a Carla. A la
persona a quien jamás ha tenido que dar explicaciones de todo lo que el resto
del mundo juzga en ella. Como su aversión a pisar las baldosas si no es de dos
en dos o su fobia a empezar proyectos los días pares. Con ella no necesita
justificar lo que los demás consideran extraño porque esa conciencia de su
singularidad es lo más importante que las une. O que las unía.
—¿Estás segura de que me has echado de menos?
Carla pretende alargar un poco más el momento fácil. Quiere que Joana
siga diciéndole que aún es alguien en su vida. Que ni Berlín le ha resultado
tan inmenso ni ese río se le antoja tan pequeño.
—Hasta podría ponerte ejemplos… Hubo muchos días en que me habría
gustado que estuvieras allí. O hablar contigo. Pero después de… —bordea el
recuerdo—, después de lo que pasó aquí no estaba segura de que fuera buena
idea llamarte.
—Podías haberlo hecho.
—Tú también, Carla.
—Allí habría sido una interferencia… Y no quería convertirme en eso.
—¿Y tú?

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—¿Yo?
—No debería ni preguntártelo…
—Yo solo te he echado de menos a medias.
La respuesta de Carla la desconcierta. No ha perdido la capacidad de
sorprenderla, y eso hace que, de repente, Joana sienta unas ganas inmensas de
acercarse más. Lo justo como para notar que, si extiende levemente su mano,
podría rozarla.
—¿A medias?
—He echado de menos a quien me comprendía. No a quien me juzgó.
—No te juzgué. Solo pensé que no nos estábamos haciendo bien.
—Nos hacíamos bien, Joana. —Es una de sus pocas certezas, así que la
expresa con toda la seguridad con que la siente—. Te aseguro que nos
hacíamos bien.
—Quizá nos hagan mejor otras personas…
—Solo una pregunta.
—Di.
—¿Han sido muchas o solo una?
A Joana casi le hace gracia la concreción de Carla. Casi ha olvidado su
desprecio por cualquier circunloquio inútil y, en este caso, está claro que
considera que ya han esperado lo suficiente como para andarse con sutilezas.
—Elke —pronuncia su nombre a la vez que, elevando su dedo índice, deja
claro que solo ha habido una—. ¿Y tú?
—Seguro que te ha contado Noa. Se supone que no lo sabe, pero eso aquí
es imposible.
Sí, lo había hecho. Desde el rumor connatural a aquel pueblo y de acuerdo
con lo que Noa, según le dijo, solo intuía. Justo lo que Carla acaba de
confirmarle con su evasiva.
—No parece que Gerard y tú tengáis mucho en común.
—Tampoco lo buscamos. Es solo algo que ocurre. Y cuando ocurre, no
está mal… Pero eso no impide que dejemos de existir también nosotras.
—¿Como un nosotras?
—O como lo que sea.
A Joana le sorprende esa Carla dispuesta a admitir un espacio más
múltiple y abierto del que había imaginado. Temía encontrarse con
exigencias, incluso con posibles comparaciones. Lo vivido fuera frente a lo
vivido antes. Lo descubierto frente a lo ya conocido. Lo que pudo ser frente a
lo que ahora es. Y en vez de todos esos silogismos que no las conducirían a
ninguna parte, encuentra una mano tendida para redibujar el rumbo. Sin más

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presión que la del pasado compartido con el que, antes o después, tendrán que
aprender a convivir. Las dos saben que, pase el tiempo que pase y vengan las
historias que vengan, sus nombres seguirán grabados como parte fundacional
de sí mismas, eslabones en un relato donde dieron color a algunas de las
mejores páginas de una adolescencia de la que cuanto más se alejan, más
pistas obtienen sobre la que será su biografía.
—Ahora tienes que contármelo.
Joana piensa que Carla le ha robado su pregunta.
Es ella la que debería exigírselo.
—¿Y qué quieres que te cuente?
—No sé. Cómo ha sido estar allí, por ejemplo.
Resulta fácil sustituir ese adverbio por un pronombre.
Allí es ella. Son ellos.
Allí es Bobby y su activismo interseccional. Bobby y ese ejemplar de Yo
sé por qué canta el pájaro enjaulado que le prestó al poco de llegar. Bobby y
su experiencia en un mundo que resulta diferente al que Joana conocía, en el
que ha empezado a entender obstáculos que ella, desde sus privilegios, jamás
ha tenido y que él le contaba en las noches de invierno en que no había ganas
ni dinero para salir a beberse las calles de un Berlín gélido.
Allí es Elke y su seguridad en sí misma. Elke y su pasado familiar,
siempre turbio. Elke y sus recuerdos enterrados para que no enmarañen su
presente, ofreciéndole una historia que a las dos les pareció fácil porque tenía
fecha de caducidad. Hasta que el hecho de saber que estaba a punto de
acabarse se convirtió en lo que condenó la relación a concluir antes. Hubo
algo de torpe en el quédate de Elke, y en las dudas de Joana, y en todo lo que
siguió a la traición de su acuerdo, según el cual solo iban a aprovechar el
tiempo sin preocuparse de nada más.
—¿De verdad quieres saberlo?
Carla se encoge de hombros.
En el fondo, le da lo mismo.
Tiene tan poca curiosidad por lo que haya podido vivir con esa tal Elke
como nulo interés en hablarle de lo que sigue pasando entre Gerard y ella.
No considera necesario incluir sus vivencias con otras personas, pero sí
buscar el modo de aprender a hablar con Joana de nuevo. Porque, a falta de
práctica, lo han olvidado.
—¿Sabes algo curioso? —Joana elige hacer una acrobacia para redirigir la
conversación—. Cuando me preguntaban si tenía algo aquí no sabía qué
decirles. Hasta se me pasó por la cabeza llamarte para que me lo aclarases.

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—No me gusta mucho, la verdad.
—¿El qué? —La mira inquieta: ¿ha dicho algo incorrecto? ¿No está
siendo lo bastante cuidadosa?
—Tener algo… No se trata de tener nada. Se trata de ser, creo yo. De ser
con alguien.
—Solo es un modo de hablar.
—Ya —Carla ve el precipicio: sabe que está ahí delante, a tan solo unos
pasos, y en vez de evitarlo, se lanza sobre él—, pero la forma de hablar
importa.
—Y las mentiras. —Joana nota que está cayendo en ese mismo abismo e,
instintivamente, retira su cuerpo y se sienta más a la derecha—. Las mentiras
y que te hagan el vacío también importan.
Ahora solo caben dos opciones.
La primera es la más visceral. Dejarse llevar por la inercia y sacar todo lo
que aún está pendiente —por qué lo hiciste, qué se supone que pretendías,
cómo esperabas que reaccionara yo—, con la esperanza de que rodar en caída
libre hasta la orilla del río sirva para algo.
La segunda es la más fría. Y, eso creen, la menos peligrosa. Consiste en
permitir que el río imponga su voz sobre las suyas. Guardar silencio para que
el agua hable por ellas, fingiendo que no piensan a menudo en cómo era todo
un verano atrás y en cómo podía haber llegado a ser si hubieran tomado
decisiones diferentes a las que escogieron.
A ambas les llega el sonido inconfundible del recuerdo que comparten.
Una noche de hace un año donde Joana se recuerda a sí misma corriendo a
través de esos álamos, buscando respuestas a la crueldad de la escena que
acababa de ver.
Pero como las dos han escogido la opción del silencio, no lo mencionan.
—Tengo un par de entrevistas de curro esta mañana —le informa Carla—.
¿Necesitas que me pase más tarde para ayudaros con la mudanza?
—La pregunta es si quieres venir, ¿no te parece?
—No, la pregunta no es si yo quiero. La pregunta es si lo quieres tú. Pero,
tranquila —se pone en pie y se sacude con rabia la hierba—, ya me la has
respondido.
—Necesitamos tiempo —intenta disculparse Joana mientras Carla se
dispone a subirse a su moto.
—¿Tú crees? —Carla no está tan segura de que sea posible contradecir las
leyes de la física y devolver aquello que se ha roto a su estado primigenio.

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—Claro que lo creo. Ven el viernes al club, por favor. Será la primera vez
que nos reunamos en mi casa. Y me gustaría mucho que estuvieras allí —la
invita Joana, que ahora que ha empezado a recomponer esas piezas no
soportaría verlas caer de nuevo sobre el suelo.
—Lo pensaré.
—A lo mejor eso es lo que no deberíamos hacer.
—¿El qué?
—Pensarlo todo tanto.
Carla se encoge de hombros y saca su móvil para mirar la hora.
—Llego tarde a la primera entrevista.
—Suerte y eso.
El teléfono de Joana vibra con un mensaje de Marc, que le informa de que
llegará a su mudanza a las doce y media. Carla arranca su moto y ella teclea
un escueto «ok» mientras se queda unos minutos más allí, intentando
concentrarse en la ilusión que debería hacerle estrenar la que, desde hoy, será
su nueva casa.

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9

El principito
—¿Esto dónde va?
Marc y Noa cargan con una de las pesadas cajas que Joana se ha llevado
consigo.
—Ni idea. Dejadlo por ahí.
Joana no ha decidido aún cómo va a organizar ese espacio en el que no
deja de imaginar los pasos de la mujer que lo habitaba antes que ella.
—¿Quedan muchas más como esta? —Marc se lleva la mano a la espalda
y Joana asiente mientras él apaga el sonido de su móvil, en el que acaba de
sonar una alarma.
—Mierda.
—¿Qué pasa? —le pregunta Noa, que nota cómo le ha cambiado la
expresión.
—Esos cabrones, que me han etiquetado…
Marc les muestra en su teléfono una story del Instagram de Igor en el que
aparecen dos imágenes superpuestas: una con las antiguas pintadas en su
instituto y otra reciente con los destrozos en el bar de su hermano Saúl.
Sobreimpreso, solo su nick junto a un exabrupto tan breve como contundente:
«La misma mierda de siempre».
—Pero ¿esta gente de qué va? —se indigna Noa, que puede intuir el alud
de comentarios y mensajes tóxicos que Marc está a punto de empezar a
recibir.
—Tienen que culpar a alguien y me han elegido a mí. Bueno, a nosotras…
—Su móvil empieza a acumular notificaciones que intenta no mirar—. Está
claro que me toca pasar unos días recibiendo hate y bloqueando fascistas.
—Se han creído que la vida es el puto instituto —protesta Joana—. ¿En
serio piensan que nos vamos a callar porque nos sigan haciendo bullying?
—Desde lo del bar están rabiosos.
—¿Y eso qué tiene que ver con nosotras, Marc?
—Supongo que es más fácil culparnos que buscar a los responsables —
añade Marc—. Todavía no nos han perdonado que el Comando Woolf los

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pusiera en ridículo en el instituto.
—Ha pasado un año de eso. —A Joana le resulta inverosímil que sigan
albergando tanto rencor por algo que ya debería haber caído en el olvido.
—¿Y? Su odio no caduca. Al revés. —Marc le quita con rabia el sonido a
su móvil, que no deja de recibir mensajes desde las redes.
—No tenías que haber colgado ese vídeo. Deben de haber pensado que lo
has hecho solo para tocarles las pelotas.
—¿Lo estás diciendo en serio, Noa?
—Solo digo que estoy harta de que todo el pueblo piense que somos unas
terroristas.
—Alguien tiene que denunciar lo que pasa aquí —se defiende Marc.
—A lo mejor es eso —la mirada de su amiga es más severa de lo habitual
—, a lo mejor es que te estás pasando un poquito con tantas ganas de
encabezar el movimiento nacional contra la discriminación.
—Hago lo que hay que hacer. Igual que nos prometimos que lo haríamos
la noche de los grafitis. ¿O ya no te acuerdas?
—Podríamos hacerlo de otra manera.
—¿Y eso qué quiere decir, Noa?
—Que no sé dónde acaba lo que es justo y dónde empiezan tus ansias de
protagonismo.
Marc se levanta indignado.
—¿Estás de coña?
—No me vas a negar que tu canal se llenó de seguidores en cuanto
empezaste a convertirte en la voz de los oprimidos. Largar tus monólogos
sobre libros no vende tanto, pero animar a quienes te siguen a que quemen
este pueblo con sus antorchas, sí.
Marc golpea furioso el suelo y cuenta hasta tres antes de responder.
—Aquí los únicos que queman cosas son los putos fascistas. Pero yo no.
Yo no he quemado nada ni he utilizado a nadie.
—No he dicho eso, Marc…
Noa se niega a que malinterpreten lo que intentaba expresar. Está harta de
fingir que todo le parece bien, y por eso eleva las manos en son de paz y da
por concluida su conversación.
Cansada de las alertas que se agolpan en el móvil de Marc, Joana se
acerca hasta él, le quita el teléfono con cariño y lo deja bocabajo en un rincón
del salón.
—Pasa de ellos, en serio.
—Tranquila. Me la suda lo que hagan esos infraseres.

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Joana y Noa conocen demasiado bien a Marc como para no intuir que la
viralización de su perfil le duele más de lo que admite. Solo en las ocasiones
en que se siente atacado utiliza ese «infraseres» con el que define a quienes,
desde las sombras de su odio colectivo, llevan años acertando con las palabras
para herirlo. Da igual cuántas veces se reapropie de ellas, con cuántas ganas
las resignifique, porque siempre vuelven contra él como un envenenado
boomerang. Si Marc se dejara, le darían uno de los abrazos que él mismo
prodiga, pero ahora odiaría que le recuerden que se siente expuesto y
vulnerable, así que ambas optan por volver a la acción e intentar que deje de
pensar en ese mundo virtual que, pese a no ser físico, les hiere tanto como el
que sí lo es.
—Aún nos quedan unas cuantas cajas más…
—Unas cuantas, sí…
—Si quieres, Joana, empieza sacando lo que haya en esa mientras este se
viene conmigo a por la siguiente.
Noa toma a Marc de la mano en señal de reconciliación y ambos salen
juntos mientras Joana abre la caja que han dejado en el suelo hace solo un
instante. En su interior se amontonan, desordenados, libros de épocas de su
vida que ni siquiera guardan relación entre sí. Tal vez si se hubiera molestado
en agruparlos de acuerdo con algún criterio, ahora no se encontraría con una
colección en la que impera la anarquía. Un caos donde se mezclan su
obsesión por El principito —del que ha llegado a coleccionar más de veinte
ejemplares en diferentes idiomas— con sesudos ensayos de su primer año de
carrera.
La distancia entre esos ejemplares podría servirle para medir también la
distancia entre la persona que fue entonces y la que es ahora, pero después de
lo intenso que ha sido el arranque de la mañana prefiere evitar esas
reflexiones y sustituye el pensamiento por la acción, llenando las estanterías
de la que fue la casa de su abuela con esa primera tanda de libros.
—¿Todas pesan lo mismo? —se vuelve a quejar Marc cuando aparecen
con la siguiente caja.
—No… Algunas pesan más.
—Pues si os parece, hacemos una pausa.
—¿Ya? —Noa no da crédito—. Pero si acabamos de empezar…
—Por eso mismo, para coger fuerzas y que nos cunda.
Marc le golpea cariñosamente en la espalda y, a pesar de que le supone un
esfuerzo mayor del que le gustaría admitir, reprime su impulso de recuperar el
móvil, que aún sigue en el suelo.

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—Como queráis. —Noa se rinde: está claro que nadie tiene demasiadas
ganas de trabajar y que la mudanza de su amiga se va a alargar más de lo
deseable—. Mis padres nos dejan la furgo hasta mañana, así que… Pero si
vamos a hacer una pausa, Marc, te toca contarnos.
—¿A mí? ¿Por qué?
—Porque eres el único que tiene algo nuevo que contar.
Joana piensa que eso no es del todo cierto, pero como no les ha hablado
de su encuentro de esta mañana con Carla prefiere no contradecirles. Teme
que haber condenado esa parte de su vida al silencio no la esté ayudando a
reconstruirla, aunque le preocupa todavía más que sus confidencias deriven en
un juicio moral contra alguien que le sigue importando. El silencio sobre lo
que pasó con Carla es uno de esos pactos que no se verbalizan y que Marc y
Noa respetan sin objeción. Su curiosidad es inferior a su lealtad, y entre las
Mosqueteras siempre ha pesado mucho más la segunda.
—Por lo menos, dinos los titulares.
—¿Titulares?
Noa y Joana esperan el resumen con idéntico interés.
—Ha sido genial.
—¡Lo sabía!
Las dos se lanzan sobre él y, con la excusa de la euforia con la que ha
sintetizado su noche con Anuar, le ofrecen el consuelo físico que antes no se
atrevieron. Le desordenan el pelo y le dan uno de esos abrazos de oso que son
su sello y que hoy, aunque no lo confesará, tanto necesita.
—Creo que vamos a seguir viéndonos… Vive en el pueblo de al lado y le
gusta tan poco como a nosotras este.
—Mira, pues ya tenemos todas algo en común.
—Eso parece.
—Entonces ¿no se va a quedar en un polvo? —lo interroga Noa.
—Si el siguiente es tan bueno como el de esta noche…, no.
Se ríen y Joana se pregunta en qué momento todo deja de ser tan sencillo
como lo es ahora entre Anuar y Marc para volverse tan complejo como lo ha
acabado siendo entre ella y Carla. En qué punto las relaciones cambian el
recorrido que parecía evidente por las bifurcaciones donde hay que tomar
decisiones y asumir renuncias. Por un segundo, vuelve al río de la primera
vez. A la huida del gimnasio y a esa mañana en la que todo estaba por decidir.
El mismo recodo del río en el que se ha despedido de Carla hace apenas un
par de horas, solo que esta vez con el corazón hecho un lío y las ideas mucho
más confusas que antes de verse.

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No le preocupa la confirmación de lo que esté sucediendo con Gerard,
sino lo que haya entre ellas dos. Nunca lo han definido, porque no creen en
autorizar con nombres lo que en la vida sucede sin palabras. Su única
pregunta tiene que ver con el espacio, no con el lenguaje. Con el lugar que
ocupan en el plano ajeno y la posibilidad de que ese mapa acabe dibujando
también el territorio propio.
Por eso Joana no le pregunta a Marc sobre sus expectativas con respecto a
Anuar, porque hay emociones que no deberían dibujarse, igual que hay zonas
de ese plano en las que sabe que no tiene permiso para deambular y que
forman parte de la intimidad de Carla del mismo modo que sus sentimientos
por Elke, apenas atemperados por la distancia, acampan en la suya.
De eso, esta mañana, también han hablado.
Aunque ahora, en medio de las cajas que la rodean, no esté muy segura de
si Carla y ella han dicho lo que de verdad querían o se han conformado con
salir indemnes del que parece haber sido su segundo incendio.

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Guerra y paz
Era inútil intentarlo.
Tanto Carla como Joana estaban de acuerdo en que denunciar en Jefatura
lo que les había sucedido en el gimnasio no iba a servir de nada, así que
zanjaron ese asunto tan pronto como llegaron al borde del río. No podían
contar con la ayuda de la directora, que aprovecharía su encierro para ahondar
en sus pesquisas sobre las pintadas, y más de uno las acusaría de estar
exagerando al decir que habían intentado prender fuego al pabellón deportivo
con ellas dentro.
—Nos querían quemar como las brujas que somos —se mofó Carla—. Lo
que no saben es que no importa cuántas veces intentes someter a una bruja,
porque siempre renace.
—Algo magullada, sí —sonrió Joana aludiendo a su herida en el brazo—.
Pero renace.
—¿Te duele?
—No mucho. Más les tiene que estar doliendo el orgullo a esos gilipollas.
—Calculó mentalmente un segundo—. Si esto fuera un partido, sería algo así
como un dos a uno.
—Pero no es un partido. —La expresión de Carla se tornó seria—. Así
que no sé si vamos ganando o perdiendo. Depende de dónde esté el miedo. Si
sigue ladrando en su lado. O en el nuestro.
Joana estuvo a punto de afirmar que los bandos nunca habían estado tan
claros, pero una imagen de su abuela María cruzó rauda por su cabeza y se
preguntó si lo que sucedía es que esos bandos jamás se habían borrado. Si la
ira que las rodeaba era hija, o tal vez nieta, de esa otra ira sorda que había
asolado el pueblo tanto tiempo atrás. Si los años se habían encargado de trazar
un círculo que ahora, legitimado por ciertos partidos y medios, encontraba en
el final otro principio y volvía a repetirse con la misma violencia que creían
haber superado.
La existencia de bandos era tan obvia que resultaba inútil refutarla. Y
puede que tuviera que ver, como opinaba Marc, con que cuanto más se las

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viese, más violenta sería la reacción de quienes querían que prevaleciese la
oscuridad. O con que esa hostilidad siempre había estado ahí, con la única
diferencia de que ahora se atrevía a mostrarse de nuevo.
—Si según tú esto es algo así como Guerra y paz, prefiero pensar que
vamos ganando —afirmó Joana tras quitarse la sudadera y tumbarse sobre la
hierba.
—No he leído Guerra y paz —confesó Carla.
—Ni yo. Demasiado tocho hasta para mí.
—Mientras que nosotras vayamos ganando, me parece bien.
Permanecieron en silencio durante un intervalo que ninguna de las dos
sería capaz de calcular. El tiempo no tenía demasiado sentido en ese escenario
en el que solo percibían su transcurso gracias a la coreografía de las ramas al
borde del agua. La hierba, aún húmeda tras las lluvias de la noche anterior, se
adhería a sus camisetas y las obligaba a acercarse progresivamente, tanto
como para que su proximidad se convirtiese en un escudo contra el frío que
empezaba a amenazarlas.
—Este momento lo había imaginado de otra forma —admitió Carla.
—¿Ah sí? —A Joana le hizo gracia que fuera tan directa y, a la vez, tan
ambigua.
—Sí —insistió sin entender qué tenía de divertido su comentario.
—¿Por?
Carla esquivó su mirada antes de responder.
—No imaginaba que nuestra primera cita sería un escape room.
—Entonces ¿esto es una cita?
—¿Vas a seguir preguntando todo lo que yo afirme?
—Depende.
—¿De qué, Joana?
—De lo que afirmes.
—Afirmo que a ti también te gusta que estemos aquí.
—¿Y eso lo afirmas por…?
—No sé… ¿Por todas las veces en las que ha estado a punto de pasar?
No necesitaba esforzarse mucho para encontrar argumentos que apoyasen
su teoría: las risas en la fábrica, las miradas de complicidad en clase, los
debates eternos en las Noches Repelentes, los envíos de links en Instagram…
Ese otro río de referencias que, entre libros y películas, las arrastraba al lugar
donde se hallaban ahora mismo.
—Ya, pero aún no ha pasado.

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Carla interpretó su respuesta como un reto y se volvió hacia ella,
acercando sus labios a la altura de los suyos, sin moverse, confiando en que
sería Joana quien tomara la iniciativa. A pesar de sus ganas de que ocurriese,
se negaba a atribuirse la responsabilidad de cualquier cambio que ese deseo
pudiera imprimir en su relación. No necesitaba nuevas culpas con las que
fustigarse y temía que alterar la naturaleza de su vínculo pusiera en peligro su
solidez. Claro que eso no tenía por qué ocurrir así. No si lograban que el sexo
se sumase a la amistad y el amor, en caso de que llegara a ser, se conformara
con edificarse desde los cimientos de su complicidad. Pero ese equilibrio, tan
alejado de la mayoría de los libros que compartían los viernes en su club
privado, se le antojaba imposible, así que solo ofreció sus labios, renunciando
a la responsabilidad de lo que estuviera a punto de acontecer.
Para Joana, fue el primero.
Para Carla, no. Pero en su memoria cuenta como si lo fuera.
No puede comparar ese beso en el que todo se detuvo a su alrededor con
los escarceos anteriores, torpes intentos donde ni aquel delegado de 3.º B ni
aquella compañera del equipo de volei en 4.º consiguieron que sintiera nada
remotamente parecido a lo que le estaba sucediendo mientras Joana agarraba
su cuerpo y ella rodeaba con sus brazos el suyo.
Aquellos otros besos, donde labios y lengua se movían con torpeza, no se
parecían al que ahora las unía hasta ubicarlas en un espacio que, por primera
vez, sí les pertenecía. Un río que, en adelante, sería solo suyo y donde
aprenderían a buscarse y a entenderse, porque ambas podían sentir que
aquello no era del todo casual. Aquello era algo que llevaba sucediendo desde
la primera vez que se miraron y se intuyeron. Algo que se repitió en cada
clase, en cada pasillo, en cada excursión a ese mismo paisaje donde, mientras
los demás mataban el tedio girando botellas en juegos idiotas, ellas se dejaban
zarandear por sus aguas con la esperanza de que la corriente las reuniese.
—Así que era esto lo que tenía que pasar… —sonrió Joana.
—Quizá —fue todo lo que dijo Carla mientras permitía que la abrazara.
Joana recorrió con delicadeza las cicatrices en los brazos de Carla. Eran
muy pequeñas, casi imperceptibles, pero su mirada las había descubierto
semanas atrás y ahora sus manos las exploraban con cuidado, como si
quisieran hacer desaparecer esas huellas por las que nunca le había
preguntado y que formaban parte de todo lo que aún no conocía de ella.
—Alguna vez tendrás que contármelo…
—Hoy no —le respondió mientras redirigía los brazos de Joana hacia su
cintura—. Hoy no me apetece más drama.

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Y se rio.
Por primera vez en mucho tiempo su risa fue intensa. Sincera. Casi
desproporcionada.
Joana la miró sin acabar de entender por qué aquel comentario le resultaba
tan gracioso. No podía imaginar hasta qué punto el hecho de rechazar el
drama era una novedad en la vida de Carla. Incluso Iria la felicitaría. Y Eloy.
Los dos querrían saber cómo era posible que, por un instante, se hubiese
sentido tan lejos del laberinto. Tan fuerte frente al próximo brote. Tan ajena al
peligro como se creía ahora entre los brazos de Joana. En medio de un beso
que solo se interrumpió cuando sonó su móvil y Sonrisa Perfecta, inquieto
porque aún no había llegado a casa, le dijo muy ufano que habían temido que
les pasara algo y que fuese necesario rescatarlas.
Y las dos rompieron a reír.
Porque sí que acababan de ser rescatadas. Pero eran ellas quienes, sin que
nadie lo supiera, habían obrado ese prodigio.

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Atlas de geografía universal


Marc y Noa llegan cargados de cervezas y cajas de pizza para el primero de su
nueva tanda de Viernes Repelentes y Joana se alegra de que su casa se haya
convertido, en apenas unos días, también en la de sus amigos.
Ignora qué habría pensado su abuela María si hubiese imaginado que su
espacio acabaría siendo ocupado por otras vidas tan diferentes a la suya. O si
supiese que su nieta no ha querido deshacerse del viejo sillón en el que la
recuerda sentada en sus visitas infantiles.
A veces piensa en las ocasiones en que Carla le habló de eso mismo. De la
sensación de invadir un espacio ajeno en el que parecieran existir aún los
recuerdos de quienes lo habitaron.
—Es como si nada fuera mío —le dijo Carla una tarde a finales de mayo,
en la que ambas alternaban los primeros repasos para la futura EBAU con las
dudas sobre lo que querían estudiar—. Como si no tuviese derecho a que lo
fuera.
—Es temporal.
—O no. —La sinceridad con que Carla contemplaba sus circunstancias y
las de su entorno inmediato podía resultar gélida cuando no se estaba
acostumbrando a ella—. Tampoco tendría por qué mejorar, Joana. Nos han
dejado un futuro de mierda.
—Por eso no vamos a permitir que ganen. Y quedarse aquí sería ponérselo
demasiado fácil, ¿no crees?
—En ese caso tendremos que irnos juntas. —Carla se concedió un atisbo
de esperanza. Estaba tan poco habituada a esa sensación que notó un
cosquilleo extraño en el estómago, como si la tierra se hubiera abierto bajo
sus pies—. Antes de que este río nos devore.
—Tranquila. —Joana acercó su mano lentamente hasta su frente y deslizó
hacia atrás el mechón del flequillo que la cubría—. Nos iremos juntas.
No sabían si estaban preparadas para que ocurriera y, por eso mismo,
porque no había conciencia ni premeditación, era inevitable que llegase a
suceder.

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Carla nunca olvidaría el modo en que Joana le sostuvo la mirada, con su
mano recorriendo su cabello, descendiendo hasta el cuello e interrogándola,
sin hablar, sobre la posibilidad de seguir deslizándose por su piel.
Joana recordaría a menudo el brío con que Carla se dejó caer sobre ella,
sin la delicadeza con que lo haría Elke meses después, sino con la fiereza de
quien desea culminar la conquista de un territorio que codicia.
Las dos eran conscientes de que sus cuerpos habían anticipado los hechos,
invitándose a través de un juego en el que habían dejado de dominar sus
reglas. Por eso Carla se permitió ser tan impulsiva como le dictaba esa
naturaleza que, tras años de terapia, había aprendido a esconder y Joana se
volvió tan osada como le determinaba su deseo, liberado al fin de la soledad
de lo onírico.
No fue una gran primera vez. Tal vez porque la ligera inclinación de la
ribera entorpecía algunos de sus movimientos. O quizá porque la posible
llegada de alguien más las mantuvo en alerta mientras se despojaban de la
escasa ropa que las acompañaba.
—¿Te imaginas si alguien nos viera? —fantaseó Joana—. Sexo al aire
libre. Y encima sáfico.
A ambas les divertía aquella provocación en la misma medida en que les
preocupaba dar más motivos para seguir en boca de un pueblo donde su
activismo no las hacía pasar desapercibidas.
Pero ni siquiera eso las detuvo.
No se pondrían de acuerdo sobre quién había sido la primera en avanzar
con sus labios hacia la cintura, hacia las piernas, hacia las caderas que
apuntaban al sexo en el que se detuvieron con morosidad. Sí admitirían que
fue Joana la que exigió un ritmo más pausado y Carla la que tuvo que
esforzarse por encontrar la velocidad justa para que su vehemencia no
resultase intimidatoria. Ya habría momento de probar más formas, de
experimentar caminos, de ampliar las posibilidades de ese juego que acababan
de iniciar y que condujo, entre caricias y besos voraces, a un orgasmo tímido
y mejorable. Un placer que no se parecía al de las novelas que leían en el club
ni al de las películas clásicas de la colección de Eloy, seguramente porque en
la mayoría de ellas se obviaba lo único que a ambas las seguía limitando. Lo
único que de verdad tenían. El contexto. Y las circunstancias.
—Nos iremos juntas, ¿verdad? —insistió Carla mientras volvían a
vestirse, convencidas de que la siguiente vez sería mucho mejor. Resueltas a
indagar en sus cuerpos hasta dar con las claves que les permitiesen leer sus
respectivos mapas, convertirse en un atlas lo bastante explícito como para

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localizar los lugares imprescindibles, las fronteras secretas, los paraísos
cercanos.
—Claro que sí —le prometió Joana.
Y así fue como la tarde que debía haber sido el inicio de esa geografía
compartida se convirtió, sin pretenderlo, en la amenaza de un final.

Los mapas han marcado su año fuera.


Por eso hoy Joana ha pasado la mañana colocando sus libros: para
recomponer el atlas que quedó inconcluso. Con la esperanza de que le
resultará más fácil adueñarse del territorio si emplea sus lecturas como
fronteras.
Si mira hacia el sur, encuentra el muro que construyen los libros de su
infancia, con Gloria Fuertes como abanderada, junto a los de su primera
adolescencia, con Salinger y las Brontë como piedras angulares de la columna
más ecléctica y nutrida de todas.
Al norte, junto a la doble ventana que hace que su salón sea tan luminoso,
los libros que no le pertenecen. Así llama a los que, siendo suyos, son también
de otros. Los que llegaron a su vida a través de un regalo. O de una
recomendación. O hasta de un robo, como el que cometió en la tienda de
Sabine. En ese muro no ha buscado el orden. Ni siquiera se ha molestado en
decidir un criterio. Solo ha tratado de componer un collage que le permita ver
cuántas etapas forman parte de su vida, como si cada hilera de ejemplares
fuera una capa identitaria más.
—Podíamos haber elegido algo menos triste —se queja Noa mientras saca
de una de las bolsas llenas de bebida su ejemplar de los Diarios de duelo de
Mary Shelley.
—Menos mal que hay cosas que no cambian —se burla Joana, que no
recuerda ni un solo viernes en el que Noa no haya protestado por el título
elegido.
—No me dirás que no llevo razón. Este libro es tristísimo.
—RT —la secunda Marc.
—Ya podíamos haber retomado nuestros Repelentes con algo más alegre.
No me digáis que no…
—¿Te importa si subo una foto? —pregunta Marc señalando el lateral
oeste, donde Joana ha decidido ubicar la mayoría de los libros que han
compartido las Tres Mosqueteras.
—¿Es necesario?

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—Para este siempre es necesario… No se puede desaprovechar ni un
follower.
—Claro, porque los libros dan una de followers que te mueres…
—En tu caso, sabes que sí. A tu público intensito le van esas cosas.
—¿Intensito?
—Venga, Marc, no te piques.
—No, si no me pico. Pero que seáis vosotras quienes me habláis de
intensidad…
—No es lo mismo. —Noa no está dispuesta a darle la razón.
—¿Ah, no? ¿Y por qué no?
—Porque nosotras no necesitamos mostrarlo a todas horas.
—Esa es un poco una teoría de mierda, ¿no?
—Pues la verdad es que sí.
Las tres se ríen y Joana, que cada vez valora más los instantes en que
surge algo que se parece a la felicidad, extraña a Carla y piensa si le confesará
que la frontera suroeste, en la que se acumulan las antologías poéticas junto
con algunas biografías cinéfilas, es solo suya. O quizá hasta le diga, usando su
pronombre favorito, nuestra.
—¿Y lo tuyo cómo sigue? —Noa lanza la pregunta a Marc con la única
esperanza de evitar un coloquio literario que no le apetece.
—¿Lo mío qué se supone que es?
—Pues lo del hate. Y lo de Anuar. Elige el tema que más te guste.
—Lo del hate ya deberíais saberlo. —Sus amigas niegan con la cabeza—.
¿En serio? No me digáis que me hacéis tan poco caso que ni os habéis
fijado…
Ligeramente contrariado, saca su móvil y les muestra el candado que
ahora luce su perfil en Twitter e Instagram.
—Estoy harto de que me manden mierdas. Hasta que dejen de joderme,
candadito y punto.
—Pero ¿tú estás bien? —se preocupa Joana, que si algo tiene que
agradecerle a Carla es cuánto ha aprendido a su lado sobre los abismos que
abre la ansiedad.
—Al principio, no. Ahora… No sé. Ahora lo que me cabrea es que han
conseguido que publique menos. Que me calle más. Han hecho capturas de
mis mensajes antiguos y los han colgado en páginas llenas de bots. Que si
zascas, que si autozascas, gilipolleces varias desde las que lo enfangan todo.
Y sin dar la cara, claro, porque la mayoría son perfiles anónimos… Contra
eso no tengo ni idea de cómo se lucha. No sé cómo se le devuelve el golpe a

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gente que ni siquiera tiene cara. Así que, por ahora, me he puesto el candado
y luego ya veremos. Lo que no quiero es cerrar el perfil. Ni cambiarlo por
otro. Eso sería admitir que han vuelto a ganar ellos.
—Entonces ¿estás bien? —insiste Joana, a quien la réplica de Marc le ha
sonado más a una calculada evasiva que a una respuesta sincera.
—Estoy… ilusionado. —Hace un quiebro consciente y cambia el tema del
que no quiere hablar por el que sí le apetece compartir.
—¿Ilusio-qué? —se ríe Noa—. ¿Cuándo te has comido tú a Mr.
Wonderful?
Marc busca una foto en su galería y se la enseña orgulloso a las dos. Joana
reconoce el paisaje donde su amigo se ha hecho ese selfi junto a Anuar. Es
más, aunque no lo dice, en su móvil guarda una imagen muy similar junto a
Carla.
—Creo que me gusta de verdad.
—Entonces sí que vais en serio.
—¿Se puede ir en serio en dos semanas?
—Ya me entiendes…
—Por ahora vamos a seguir viéndonos… ¿Y sabéis qué es lo mejor? Que
Anuar es el primer tío con el que no necesito inventarme que soy de una
manera distinta a la que soy. Ni siquiera le molesta que sea tan inseguro.
—Si le molestase, sería imbécil. ¿O es que alguien no lo es?
—¿Sabes qué, Noa? —asiente Joana—. Que ahí llevas razón. Antes yo
también hablaba de la inseguridad para definirme, como si fuera algo
superespecial, pero creo que voy a dejar de hacerlo.
—¿Para fingir que no lo eres? —A Marc le sorprende su comentario:
jamás les ha dado miedo mostrarse vulnerables.
—No, porque es ridículo definirme con algo que le pasa a todo el mundo.
No sé por qué nos creemos que tener dudas nos hace especiales cuando lo
extraño sería no tenerlas.
—Ración doble del síndrome del impostor para todas. —Noa eleva su
vaso dispuesta a brindar y, a ser posible, detener el declive argumentativo:
prefiere los detalles sobre Anuar a que Joana siga teorizando sobre ello—. Y
tú, sigue contando.
Marc está a punto de responder cuando el sonido de un whatsapp llama la
atención de Joana. En la previsualización, una fotografía diminuta de un lugar
que reconoce enseguida. Y junto a ella, un nombre que sigue removiéndola.
Elke.

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Goodbye to Berlin

La fotografía no tiene texto.


Tampoco es necesario.
Joana entiende el mensaje sin necesidad de escoger el idioma con que
convertirlo en palabras.
Le preocupa que Elke piense que la ha dejado en visto, y corre a contestar
con un corazón malva. Horas después de que Marc y Noa se hayan marchado,
sigue sin encontrar el modo de continuar la conversación. Debe de ser cosa
del lenguaje, que cada vez que lo necesita de verdad se empeña en resultarle
insuficiente.
Ha identificado enseguida la imagen: la escultura de Chillida y, al fondo,
la que ella bautizó como la Kaputt Kirche, provocando las carcajadas de Elke.

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—No me dirás que esa iglesia no está kaputt —insistió, dejándose
contagiar por su risa.
—Su nombre es Gedächtnis Kirche —le explicó Elke tras serenarse—, la
Iglesia del Recuerdo. Después de la Segunda Guerra Mundial, se decidió no
reparar los destrozos provocados por los bombardeos. Es una manera de no
olvidar.
Y, de repente, aquella conversación sobre un edificio histórico derivó en
un diálogo que contenía un subtexto donde Joana temía perderse.
Empezaba a preguntarse si el problema estaba en ella o en las mujeres que
la rodeaban. De dónde nacía esa polisemia que dificultaba la realidad o, en el
mejor de los casos, la ensanchaba, ampliando los límites de las palabras hasta
hacerlas tan dúctiles que todo cabía en ellas, tanto lo que se decía como lo que
se insinuaba.
Le había sucedido con Lola, el día que le ofreció el inicio de la
experiencia berlinesa que ahora disfrutaba.
Le había ocurrido con Carla, cuando le pidió que se definieran y
acordaran cómo sería su relación durante el curso que estaría fuera.
Y se repetía una vez más con Elke, que no sabía si le hablaba de recordar
el pasado colectivo o acababa de expresar el miedo a comenzar algo con ella
que ni siquiera alcanzara la dimensión dignificadora de un recuerdo. ¿Valía la
pena arriesgarse para olvidarse cuando llegase junio?
Si no había vuelto a pasar nada entre ellas era, según Elke, por Joana.
Prefería esperar a que estuviera decidida a hacerlo. La encontraba indecisa y
sospechaba que en ella habitaba alguien más de quien no hablaba, pero que la
esperaba a miles de kilómetros de distancia.
Joana opinaba que esas eran las excusas con que Elke justificaba su
cobardía. Las razones que había escogido para no avanzar en una relación que
las dos sabían posible y de la que, sin embargo, ambas se mantenían a una
distancia prudencial.
—Es triste —comentó Joana con un afán igualmente impreciso, de modo
que no se supiera si aludía a lo que representaba aquella iglesia o a la cobardía
que les impedía experimentar.
—Pero es inteligente —replicó Elke—. Recordar es necesario para
entendernos. Y para no repetir errores.
—A lo mejor no se trata de no repetirlos, sino de asumir que los errores
importantes los repetimos siempre.
—¿De verdad crees que no hay nada que podamos hacer para evitarlos?

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—Creo que no podemos prevenirlos. Solo aprender a controlarlos. A que
nos duelan menos.
Ahora era ella la que arriesgaba apuntando hacia otra dirección, que
enlazaba sus deseos con la misma firmeza con que lo hacían las formas
cilíndricas de la escultura de Chillida. Así, por un momento, imaginaba sus
cuerpos. En el cuarto de Elke. O en el suyo. En cualquiera de esas dos camas
que aquella noche, en la que el temor se había convertido en un lastre, quería
resumir en una sola.
—¿Te acuerdas de la canción con que te dijimos que podías quedarte en el
piso?
Joana respiró hondo, cogió aire, ignoró a la gente que se encontraba en los
alrededores de la Ku’Damm y se atrevió a tararear las primeras notas del
Willkommen que le había servido de bienvenida.
—¡Bravo! —la aplaudió Elke logrando que se sonrojara—. Es mi musical
favorito. Y no solo porque habla de una mujer con ganas de comerse la vida,
como Sally. Ni porque su manera de ser creo que tenga mucho que ver con la
mía, sino porque es como esta iglesia. Igual que tu kaputt Kirche, es una
forma de seguir recordando. De no perder el paso y saber que vienes de un
lugar al que no quieres regresar. ¿Entiendes lo que intento decirte?
Lo cierto es que no estaba segura de comprenderla, pero por una vez el
problema no residía en el idioma, sino en la intención. En las verdades ocultas
en las palabras con las que Elke se convertía en Sally y lograba que todo
pareciera algo menos prosaico.
—A lo mejor por eso a ti te gustan tanto los libros y a mí, los musicales.
No por las historias que nos cuentan, sino porque nos podemos contar a
nosotras en ellas.
—Vielleicht —respondió Joana dejando claro con ese «quizá» sus
pequeños progresos en el alemán.

En este pueblo que apenas ocuparía un par de barrios de Berlín, la fotografía


de Elke le confirma que llevaba razón cuando le dijo que los errores no se
evitan. Solo se aprende a encajarlos. Y a veces ni eso. Porque esta noche nada
de todo eso la ayuda a encontrar el modo de decirle que la echa de menos ni a
tomar una decisión definitiva sobre si es posible que regrese. Si buscará otra
beca que la lleve de vuelta a Alemania para intentar seguir con ella en el
mismo punto donde lo dejaron.

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Si los errores sirvieran para algo no dudaría cómo contestar a esa
fotografía. No se sentiría perdida entre su última conversación con Carla y el
mensaje que no se atreve a enviarle a Elke. Sabría si debe o no decirle que la
espere en esa cama en la que, a su regreso de la kaputt Kirche, Joana se dejó
conducir a través de un cuerpo donde ya no necesitaban palabras. Un cuerpo
que temblaba como el suyo cuando sus manos se cruzaban en los lugares
precisos, que se estremecía tanto como el suyo cuando sus bocas encontraban
los pliegues exactos, que se humedecía exactamente igual que el suyo cuando
sus piernas lograban enlazarse deshaciendo las sábanas.
Pasaron la noche abrazadas, susurrándose canciones y pasajes de libros al
oído. Ni Elke entendía las citas con que la acariciaba Joana, ni Joana
identificaba los musicales de los que sacaba las melodías Elke, pero las dos se
estaban abriendo como no lo habían hecho antes con nadie. Sincerándose
desde la libertad que les garantizaba el saber que no serían comprendidas en
su totalidad.
Al día siguiente, en una decisión casi temeraria, Joana se acercó hasta la
librería de Sabine en busca de un ejemplar de Goodbye to Berlin, la novela de
Isherwood en la que se inspiraba el guion de Cabaret: ya que Joana le había
regalado la música, ella le correspondería con la literatura de la que había
nacido. En esa complementariedad de sus lenguajes habían encontrado por fin
un lugar donde realmente les gustaba ser. El «esto» del que Elke le había
hablado cuando se mudó allí.
Su «esto» era un universo creado. Un cosmos elegido. Ahora que la vida
las había expulsado de los caminos prefabricados de la infancia, solo les
quedaba la opción de dejarse arrastrar por los grises de lo cotidiano o escoger
los colores imprevisibles y violentos de la libertad.
En madrugadas como esta, donde los nombres de Carla y Elke se cruzan
una y otra vez en su deseo, Joana preferiría que esos itinerarios estuvieran
dibujados en el suelo. Marcados con una tiza lo suficientemente tenue como
para que no fueran obligatorios, pero lo bastante visibles como para no
extraviarse. Así sabría qué responder a Elke, a quien le parece injusto
devolver un silencio. O cuál será el momento adecuado para pedirle a Carla
que hablen de la última noche en el río, porque hasta que no lo hagan no
habrá modo de decidir nada.
La primera de sus dudas —cómo continuar la conversación con Elke— la
resuelve con dos palabras: «Ich auch». Y confía en que ese «yo también», al
que la fotografía anterior sirve de verbo, lo explique todo.

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Y la segunda —abordar con Carla su última noche en el río— se queda,
por ahora, sin resolver.
Ignora si hay un momento adecuado para hablar de las ocasiones en las
que nos han traicionado. E intuye que hoy también, como todas las noches
desde que se mudó a la casa de su abuela María, la moto que oye acercarse es
la de Carla. No se asoma a la ventana para comprobarlo, pero juraría que es
ella la que se aproxima hasta un punto que no se atreve a traspasar. Nunca se
acerca ni un centímetro más. Ni se baja de la moto. Ni llama a su puerta.
Harta de no encontrar respuestas, Joana busca entre los botes rebosantes
de bolígrafos que llenan su escritorio una caja de ceras de colores, extrae una
de ellas y traza una línea curva que indica un camino desde el montón de
libros que representan su estancia en Berlín hasta los que resumen el tiempo
compartido con Carla.
Convencida de que ese camino sin salida es el único que acabará
llevándola a alguna parte, se tumba con cuidado y encaja su cuerpo en los
límites de ese lugar —ese «esto», diría Elke— que ella misma ha dibujado.
Un universo minúsculo pero suficiente del que, por una noche, se niega a
marcharse.

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Casa de muñecas
—La vida es una apuesta. Solo que a veces no apostamos por nosotras. Y
Nora, sí. Por eso da un portazo y deja atrás a su familia. Entre los demás y
ella, se prefiere a ella… Yo también lo haría.
La clase reaccionó de forma desigual en cuanto Joana terminó su
exposición sobre el fragmento de la obra de Ibsen que Lola les había pedido
comentar. Los aplausos de sus Mosqueteras estallaron a la vez que un fuerte
abucheo por parte del grupo capitaneado por Igor y Angy, que tacharon aquel
texto de «otra mierda feminista más» con la que Lola pretendía
«intoxicarlos».
—¿De verdad os escandaliza una obra de finales del diecinueve? —los
provocó ella, decidida a no tirar la toalla con ese grupo—. ¿En serio me vais a
decir que aún estamos ahí?
—Si ni siquiera está escrita en inglés —protestó Igor—. ¿Qué hacemos
traduciendo esta gilipollez?
A Lola le sorprendió que se hubieran molestado en comprobar ese dato y
hasta le divirtió la idea de que el odio desatado por sus propuestas se hubiese
convertido en una perversa herramienta pedagógica.
—¿A ti te parece normal que una madre deje tirados a sus hijos? —se
sumó furiosa Angy ante la mirada sorprendida de Lola, que no esperaba que
un texto como ese pudiera provocar tanta polémica.
—Nora apuesta por ella misma —la defendió Joana mientras volvía a su
sitio—. Por su individualidad.
—Nora es una hija de puta egoísta —sentenció Angy y, aunque no
añadiese nada más, Lola supo que sus palabras encerraban otra historia que,
quizá, tuviera que ver con algo que vivía en su casa. «Hablar con
Orientación», apuntó en su agenda en cuanto sonó el timbre. Antes de que
todos salieran del aula, le pidió a Joana que esperase un segundo y se quedara
hasta el final.
Ella pensó que querría comentarle algo sobre su exposición, pero se
sorprendió cuando vio cómo deslizaba sobre su mesa un folleto de la

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Humboldt-Universität de Berlín.
—He pensado que podría interesarte.
—¿A mí? —Era la primera vez que alguien mostraba interés en unas
capacidades que, a lo largo de su vida académica, habían permanecido más
bien ocultas. Estaba tan habituada a superar cada curso con notas mediocres
que le resultaba extraño que Lola hubiera atisbado sus verdaderas aptitudes.
—No exigen muchos requisitos. El único difícil es demostrar talento para
la lectura crítica y la escritura creativa. Y ese lo tienes de sobra.
—En alemán, seguro que no —bromeó ella para rebajar la tensión que le
provocaban sus expectativas.
—Es un programa internacional: solicitan los trabajos en la lengua nativa
de cada estudiante, junto con una traducción al inglés. Y en eso sí que puedo
ayudarte.
—Pero ¿por qué iban a dármelo a mí?
—¿Y por qué no, Joana?
—Ya, claro —chasqueó la lengua incrédula—. Por qué no…
Aunque no consideraba su relación con la suerte tan imposible como sí lo
hacía Carla, tampoco era capaz de encontrar demasiadas ocasiones donde sí le
hubiese sonreído, así que si el único argumento con que contaba era un triste
«por qué no», ni siquiera merecía la pena intentarlo. Sabía cuáles serían los
impedimentos que encontraría en las dos casas a las que había dejado de
pertenecer: ni su madre ni su padre contaban con unos ingresos suficientes
como para costearle un año fuera, y a ella le resultaba violento preguntar por
la cuantía de una beca que no iba a conseguir.
—Se ocupan de todo —le aclaró Lola, adelantándose a sus dudas—. Yo
tampoco habría podido irme sin ayuda, Joana, pero lo hice. En un programa
similar. Y conozco a la gente que está en el tribunal de esta convocatoria.
Puedo hablar de ti, recomendarte… Eso no va a hacer que te elijan, pero al
menos se leerán tu trabajo con atención. Si es la mitad de bueno que lo que
has contado aquí hoy, te aseguro que les va a entusiasmar.
—Lo de hoy no ha sido más que un comentario de texto.
—Para ti, quizá sí. Para mí, no. Para mí ha sido ver cómo has encarnado a
Nora y la has deconstruido, llevándola a tu territorio y haciendo que tus
compañeros se escandalizasen al escucharte.
—Eso no es difícil. Ya deberías saber que en este pueblo montan bronca
por todo…
Las dos se rieron, conscientes de la complicidad que las unía, más allá de
sus habituales roles de profesora y estudiante.

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—Tienes razón, pero a mí sí que no es fácil emocionarme.
Se hizo un silencio breve y denso. Uno de esos instantes en los que se
puede escuchar la respiración agitada, la sangre que golpea, el corazón que
parece precipitarse en una dirección, tal vez equivocada. Joana no sabía si
debía interpretarlo. Si era preciso que buscara una segunda lectura a ese
momento en el que tenía la impresión de que Lola acercaba el folleto de la
universidad con la esperanza de que dijera un sí que no solo se refería a una
simple beca. Era sencillo confundirse. Era demasiado fácil olvidarse del
entorno y de las normas, y hasta de las diferencias de edad, en un momento en
el que la afinidad que las acercaba superaba los escasos muros de contención
—los pupitres, los murales en cartulina, la pizarra a medio borrar— que las
separaban.
—La beca lo cubre todo durante el primer curso —insistió Lola con voz
de oficinista, rompiendo la intimidad de un instante que Joana creyó haber
dejado escapar—. Podrías conseguir una habitación en un piso compartido.
Lo que ofrece la Humboldt es bastante más generoso que un Erasmus, hazme
caso.
En la cabeza de Joana, la palabra traición cruzó el aire como un
relámpago. No sabía si se había hecho presente por lo que fuera que acababa
de suceder en ese silencio junto a Lola o por la simple idea de aceptar una
huida que Carla y ella se habían prometido que emprenderían juntas. Todo
estaba por hacer aún. Todo acababa de comenzar. Y todo, si aceptaba la
escapatoria que le ofrecían las imágenes universitarias que Lola desplegaba
ante ella, amenazaba con desvanecerse incluso antes de ser.
—Tengo que pensarlo… Además, imagino que necesitaré autorización de
mis padres.
—Depende de si aún no has cumplido los dieciocho.
La culpa tenía que ser de las pausas.
Eso era lo que provocaba la ambigüedad en la que Joana empezaba a
extraviarse: las pausas.
No podía explicarse de otra manera que las palabras de Lola resonaran de
una forma tan distinta. Una forma en la que encajaban con demasiada
exactitud en los huecos que había ido dejando su fantasía a lo largo del curso.
Esa imaginación con que ella y Carla pensaban en esa mujer a la que no sabía
si aspiraban como futuro o como presente. Si era la persona que deseaban
llegar a ser o con quien les gustaría probar a estar. Pero hasta ahora, en esa
aula donde se hablaba de una simple beca, no había existido ningún puente
entre lo imaginado y lo posible. Y quizá, se repetía Joana tratando de

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concentrarse en el folleto que había escogido como escudo, los silencios y las
pausas de Lola no fueran más que eso. Silencios y pausas.
—Los cumplo en julio —respondió sin saber si acababa de trazar una
muralla defensiva.
—Entonces sí necesitas la autorización de un tutor legal —le aclaró ella,
recuperando bruscamente su registro neutro y burocrático.
—Eso imaginaba.
—No lo dejes pasar, por favor. El plazo acaba en quince días y sería una
pena que no aprovechases esta oportunidad. ¿O me vas a decir que no te
apetece salir de aquí una temporada?
No era necesario que Lola le explicase que cuando hablaba de escapar no
se refería solo a Joana, sino a sí misma. Le estaba ofreciendo la puerta que
había encontrado su yo de años atrás y que le había permitido convertirse en
su yo de ahora. A Joana le resultaba imposible adivinar cuál de las dos se veía
reflejada en ella —la Lola adolescente o la Lola adulta—, pero decidió
reinterpretar la escena que acababa de vivir como la consecuencia de un
anhelo insatisfecho en vez de como una incitación sexual que, de repente,
juzgó ridícula.
Mira que puedes ser idiota, se fustigó al salir del aula. Y escondió en su
mochila el folleto, del que aún no quería hablar con Carla.

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Tiempos difíciles
Carla tachó con saña la primera frase de un texto de Dickens que Lola les
invitó a leer en una de sus últimas clases, justo cuando el curso apuntaba a su
fin y lo único de lo que se hablaba en el instituto era de la EBAU, de la
inminente graduación y del que se suponía que iba a ser el verano de sus
vidas.
«Me han hecho pensar en lo breve que va a ser mi vida y en las pocas
esperanzas que tengo de hacer nada con ella».
¿A qué venía ese fragmento? Le molestó que Lola escogiese para sus
últimas sesiones un texto tan deprimente y que negaba la única palabra que, a
pesar del contumaz realismo con el que Carla medía sus actos, le prometía un
futuro: esperanzas. En plural. Tan diversas como las personas que confiaba en
que la llenasen. Ya se tratase de amistades que sumar a ese grupo de
Mosqueteras en el que había logrado integrarse o de conexiones tan físicas y,
a la vez, tan emocionales como la que no dejaba de crecer entre ella y Joana.
Buscó un rotulador rojo y tachó furiosamente ese «pocas» y ese «nada», de
modo que el resultado sí representara lo que sentía en ese mayo diferente a
todos los anteriores.
La reconfortaba la idea de pasar el verano con Joana. Ni siquiera la
imposibilidad de pagarse sus estudios de cine, que la obligaba a escoger otra
carrera, le parecía tan mala si pensaba en que ese curso lo compartirían juntas.
Siendo dos eran más fuertes que siendo una. Sobre todo, si lograba que Joana
entendiese que ese dos no tenía por qué ser un número cerrado. En su mundo
ni las cifras ni los géneros admitían definiciones que enclaustrasen la vida,
sino espacios diáfanos en los que expresarse y, ojalá, también reencontrarse.

Las frases de aquellos días —las que dijeron, las que encontraron en algunos
de los libros que compartían o las que se callaron— la golpean con más
frecuencia desde que ha vuelto a acercarse a Joana. Lo justo como para
reafirmarse en que su relación es más profunda que sus errores, pero con

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demasiada distancia como para seguir avanzando en todo lo que
interrumpieron un año atrás. Hoy, sin embargo, las palabras no la atacan, sino
que la impulsan.
De camino a su nuevo trabajo, esa página que tachó con tanta rabia vuelve
a su memoria sin que acabe de explicarse por qué.
Quizá porque el silencio de Joana, que no responde a sus mensajes más
que con vaguedades o, peor aún, emojis, tampoco le deja muchas esperanzas.
O porque no sabe si tendrá la paciencia para aguantar en el puesto en el
que empieza hasta que ahorre lo bastante como para matricularse por fin en la
Escuela de Cine y salir de ese pueblo de una vez.
Mientras se dirige a la cafetería en la que ha conseguido un contrato hasta
el final del verano, no la abandona la sensación de que todo ha vuelto a
comenzar. O, peor aún, de que nunca dejó de ser como es ahora. Desde su
moto, observa cómo se han vuelto a extender por todas las fachadas del
pueblo mensajes y consignas fascistas que, quizá, nunca se fueron.
—Llegas muy puntual —la felicita Sonia, la encargada.
—Suelo serlo.
—Bien. Recuerdas todo lo del curso de formación, ¿verdad?
Carla deduce que se refiere a los escasos cincuenta minutos que le
dedicaron para explicarle cuáles serían sus funciones y que Sonia insistía en
llamar training.
—Si te surge alguna duda, me avisas. Pero intenta que no te surjan.
No sabe si traducir su sonrisa como un gesto simpático o como un aviso.
Ya aprenderá a descifrarla. Su dificultad para relacionarse siempre le exige un
tiempo para averiguar el verdadero significado de los gestos de la gente que la
rodea. Salvo con Joana. Es la única vez en toda su vida en la que no ha
necesitado otro training para comprenderla. Incluso ahora, en medio del
silencio, podría jugar a adivinarla.
Ocupa su lugar en la barra dispuesta a servir lattes, capuccinos, smoothies
y bebidas de nombre extranjero en ecológicos vasos de cartón, porque en su
nueva empresa respetan el medio ambiente con el mismo esmero con que
pagan poco y mal a sus empleados.
No te quejes, Carla, por favor.
La voz que la ayuda a evitar las decisiones peligrosas le pide que se calme
y que aguante hasta cobrar su primera nómina. Tal vez si esa voz hubiera
intervenido semanas atrás, no le habría plantado cara a Saúl. Es una voz que
solo despierta en ocasiones. Y a la que no escucha casi nunca. Una voz que, si

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hubiera sido más fuerte hace un año en el río, podría haber impedido que
Joana se alejase tanto de ella.
«¿Nos vemos a la salida?».
Recibe el mensaje de Gerard mientras se pelea con un capuccino que no
sale tan cremoso como aparece en la fotografía hacia la que apunta su primer
cliente.
«Si quieres me acerco», le insiste el hermano de Noa en otro de sus
whatsapps, en los que rara vez supera las cinco palabras.
«Mejor seguimos como hasta ahora», responde ella en un momento en
que no hay nadie esperando en la barra. Y, sin añadir nada más, le envía la
ubicación de los barracones que Gerard conoce mejor que nadie.
—No jodas que la loca está aquí.
Identifica enseguida la voz de Igor, que acaba de entrar al local
acompañado de Angy, Rubén y Lena. No sabe si lo ha oído porque se le da
bien saber cuándo la insultan o porque él ha elevado lo bastante el tono como
para que pueda escucharlo. Hasta ahora creía que solo era la friki, pero ahora
descubre que tiene un nuevo apodo con el que imagina que aluden a esa
forma de ser que ha decidido que no tiene por qué explicarle a nadie.
—Ponnos cuatro capuccinos, anda —le pide Angy, que la mira con el
mismo desprecio con que se dirigía a ella en el instituto.
Los cuatro se sientan a una de las mesas del fondo y, con grandes
aspavientos, comentan un vídeo en el móvil de Igor.
—Estoy seguro de que fueron estos cabrones. Los maricones que se han
venido al pueblo de al lado.
—El de la cresta rosita y la escoria con la que va siempre.
Carla deja los cafés en un lateral de la barra y llama a Igor pronunciando
su nombre con la máxima indiferencia de la que es capaz.
No puedes perder este trabajo, Carla.
No puedes perder este trabajo.
No puedes perder este trabajo.
Se lo repite tantas veces como es necesario: si la echan de aquí se
convertirá en persona non grata en cualquier otro curro con el que ahorrar el
dinero que necesita. Bastante difícil ha sido que pasaran por alto el incidente
del bar como para complicarlo aún más.
—Cuando queráis les hacemos una visita y les dejamos un par de cosas
claras.
—¿Y la poli qué, Igor? ¿No van a hacer nada o qué?
—A mi hermano le han dicho que no tienen pruebas.

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—Ya ves, como si las necesitaran —replica Angy antes de escupir en su
propio vaso—. Oye, este café está helado. ¿No sabes hacer ni una jodida cosa
bien o qué? Ponme otro.
No puedes perder este trabajo, Carla.
No puedes perder este trabajo.
No puedes perder este trabajo.
Se muerde la lengua para no responder y repite el café, convencida de que
a su antigua compañera de clase le da igual lo caliente o lo frío que pueda
estar, solo pretende arruinar su primer día.
—El negro de la cresta no tiene ni media hostia.
—Encima negro, bro. Hay que joderse.
Lo he intentado.
Joder, yo lo he intentado.
Eso es lo único que Carla es capaz de pensar mientras abandona la barra
y, sin poder contener el asco que le produce lo que acaba de oír, se acerca
hasta el rincón donde están Angy y los demás.
—Aquí tienes.
Deja el café sobre la mesa, se gira y, antes de alejarse, tensa la pierna y
golpea con todas sus fuerzas una de las patas de la silla sobre la que está
sentado Igor, que pierde el equilibrio y estrella su cara contra el tablero.
—¡Hija de puta! —Angy intenta alcanzarla sin éxito: siempre ha sido más
rápida y más fuerte que ellos. Lo único que la vuelve más frágil es una
cuestión cuantitativa: las hienas, piensa, suelen ser más.
Corre hasta su moto y asume que acaba de perder su segundo trabajo en
menos de un mes. La voz que la aparta de las decisiones arriesgadas ha vuelto
a enmudecer, pero algo en su interior le agradece su silencio.
Ni idea de qué va a hacer para conseguir el dinero que necesita. Mañana
no habrá un solo rincón en el pueblo en el que ignoren lo que acaba de
suceder. Tal vez haya quemado el último puente para ese año en la Escuela de
Cine, pero la Carla que no pudieron encerrar en aquel maldito gimnasio no lo
lamenta. Al revés. Está orgullosa de haber dado la cara. De no esconderse. De
ser la misma Carla que enamoró a Joana sin entender qué veía de especial en
ella y que hoy, por primera vez, piensa que se merece recuperarla. Porque
puede que no tenga ni un euro para hacer lo que quiere, pero mientras acelera
su moto siente que lo que sí tiene es dignidad.

Página 148
III
El Comando Woolf

«Intenté plasmar mis sentimientos en un dibujo o un poema,


pero no pude. Tenía la impresión de que cuando intentaba
expresar la injusticia no daba con los versos adecuados».

Just Kids
PATTI SMITH

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1

Mi familia y otros animales


—Dile a tu amiga que se ande con cuidado —le advierte Sonrisa Perfecta
mientras su madre tuerce el gesto, como siempre que se menciona a Carla.
Joana está a punto de corregirlo con un «no es mi amiga», porque le
molesta que invisibilicen sus afectos con palabras que no les corresponden,
pero lo cierto es que ahora mismo no sabría ni cómo llamarla.
¿Mi novia? ¿Mi rollo? ¿Mi crush? ¿Mi ex? ¿Mi no​sé​por​qué​la​jodimos​
tanto?
A la última pregunta se le ocurre alguna respuesta incómoda por culpa del
incidente de la cafetería, que ha convertido a Carla en carne de los rumores de
todo el pueblo. Por un lado, no dudaría en aplaudir su reacción. Por otro,
atisba en ese hecho un rastro evidente de la que llamó su «arista Baudelaire»
al hilo de las referencias literarias de Lola. A Carla no le agradó la metáfora,
pero Joana estaba convencida de que describía con precisión ese lado que,
incapaz de controlar, la vuelve tan proclive a la violencia. Esa faceta suya en
la que los límites se vuelven difusos frente a su voluntad de venganza.
—¿A que ni siquiera la han denunciado? —arriesga Joana, convencida de
que Igor jamás se atrevería a abandonar su papel de macho alfa para admitir
que una chica lo ha puesto en su sitio.
—Podían haberlo hecho. Estamos hablando de una agresión injustificada.
En medio de un montón de gente y a plena luz del día.
Joana lo mira con rabia.
—Primero, no sabemos si fue injustificada. Y conociendo a esos capullos
seguro que no lo era. Y segundo, la diferencia entre ellos y nosotras es justo
esa: que ellos siempre apuñalan a oscuras y por la espalda. Nosotras, no.
Nosotras lo decimos y lo hacemos todo a la cara.
—Nosotras… —Ruth no logra callarse ese pronombre que hoy tanto le
molesta. Había confiado en que el año en Berlín serviría para alejarlas.
Deseaba no tener que volver a intervenir en la vida emocional de su hija y
esquivar esas conversaciones que la hacían sentir tan incómoda en las que no
sabía cómo hacerle ver que Carla no la beneficiaba. Esa chica que arrastra un

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pasado con tantos altibajos no puede ser la compañera que necesita su hija y
sigue creyendo que todo lo que sucedió en su último año de instituto lo
provocó ella. La culpa tuvo que ser de esa chica huraña e inestable que llegó
al pueblo para sacar lo peor de quienes la rodeaban.
—Sí, nosotras —responde tajante Joana, que se sorprende al escucharse.
¿De verdad se puede romper ese pronombre con tanta facilidad como creían
haberlo hecho durante los últimos meses?
—Solo te digo que hables con ella y que le pidas que se calme —insiste
Sonrisa Perfecta—. Por aquí hay mucha gente con la sangre demasiado
caliente y que no dudaría en tomarse la justicia por su mano…
Sus palabras traen a Joana el recuerdo de las voces que, según su abuela,
duermen en el río. María le habló alguna vez de ellas, del murmullo que, en
las noches de verano, aún se escucha en sus aguas si se presta suficiente
atención, de las heridas que, tantas décadas después, son la herencia en
algunas de las casas que bordean la ribera y donde todavía hay quien se mira
con suspicacia, no tanto por el recuerdo de lo que sucediera entonces, sino
porque nunca han recuperado la fe perdida en quienes los rodean.
«Se nos rompió la humanidad», le decía María cuando estaban a solas, y
Joana, que apenas era una cría incapaz de comprender el mundo que se
esbozaba tras las palabras de su abuela, le pedía que le contase alguna de sus
viejas historias. «Se nos quebró la vida para nunca ser vida de nuevo. Hasta
que llegaste tú», y entonces, esquivando la tristeza con que la arrinconaban
sus recuerdos, le hacía una caricia con la que cambiaba el tono y el rumbo de
su relato.
Su abuela no la habría querido en silencio. Joana está tan segura de ello
como de que si Carla hizo lo que hizo en la cafetería es porque no tuvo más
remedio. Le han escrito mensajes. Le han enviado audios. Incluso han
probado a llamarla. Sin embargo, ha pasado más de una semana y no han
conseguido que les responda. Marc y Noa, sinceramente preocupados, han
propuesto ir hasta su casa, pero Joana sabe que no deben hacerlo. Es mejor
que esperen a que Carla los busque cuando salga de esa oscuridad que la
devora en ocasiones y con la que ahora debe de estar luchando.
—¿Te puedo pedir algo, Joana? —interviene Ruth.
—Si me lo preguntas es porque te debería responder que no.
—No empecéis otra vez con… Bueno, ya sabes.
—No, en serio, no lo sé.
—Dejad que la policía haga su trabajo. —Duda un segundo, pero prefiere
acabar su frase a pesar de que adivine la reacción de su hija—. No

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necesitamos más jueces espontáneos, Joana. Eso no beneficia a nadie.
—¿Me estás pidiendo que nos callemos?
—¿Y me puedes contar de qué sirve que vayáis siempre de los
Vengadores?
Joana suelta una carcajada ante la inesperada referencia pop de su madre.
Casi le agradece que adorne la bronca con algo de ironía.
—Sirve para dejarles claro que no nos pueden pisotear sin que tenga
consecuencias. ¿O te crees que nos habrían dejado en paz en el instituto si no
hubiésemos reaccionado?
—Vaya —se sorprende Sonrisa Perfecta—, ¿ahora sí que vas a confesar
que fuisteis vosotras?
—No, yo no estoy confesando nada. Yo estoy diciendo que hacemos lo
que hacemos porque nos toca el coño que solo se oiga a los que nos quieren
en silencio.
—Joana, por favor, no seas tan ordinaria.
—Mamá, ¿en serio? ¿Eso es todo lo que tienes que decirme?
—No, lo que tengo que decirte es que preferiría que le pidieras a Marc
que deje de caldear los ánimos con su canal. Y que os centréis en vuestra vida
y dejéis que los demás hagan la suya.
—Ese es el problema: que son los demás quienes no nos dejan hacer la
nuestra.
—No te estamos diciendo que no tengas razón —intercede Sonrisa
Perfecta, que teme que la discusión se acabe desbordando—. Solo que a lo
mejor no estáis eligiendo bien el cómo.
—¿Me lo estáis diciendo en serio? —Joana no da crédito. En su interior,
le hierven la sangre y los recuerdos—. ¿De verdad pretendéis que lo que hay
que hacer es cerrar la boca en vez de contar lo que está pasando? Porque este
pueblo, igual que los de alrededor, lleva unos años en los que cada vez hay
más basura fascista en todas partes. ¿O eso tampoco lo habéis notado?
—Nadie te está pidiendo que te calles —le responde Iván—, sino que
denuncies en el lugar correcto.
—Si ese lugar sois vosotros, estamos jodidas…
—¡Joana! —la reprende su madre.
—Habla con tu amiga. Eso es todo lo que quería decirte. —La voz de
Sonrisa suena cortante. No queda ni rastro de su sobrenombre en su gesto.
—Si lo que quieres es que le pida que baje la cabeza y se calle, no pienso
hacerlo.

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—Nunca te he pedido que bajes la cabeza. —A Ruth le duele que su hija
los acuse de aconsejarle una cobardía en la que ella jamás ha creído—.
Siempre te he animado a que fueras tú, a que no te escondieras y te expresaras
con libertad. ¿O no?
—Por eso no te entiendo. No me explico por qué ahora pretendes que
haga lo contrario.
—Lo que te pido es que no os dejéis llevar por las apariencias. Las
guerras que de verdad importan no se ganan así.
—¿Ah, no? ¿Y me quieres decir cómo se ganan?
—Con paciencia. Y con tiempo.
—Ya, por eso vuestra generación las está perdiendo todas.
Ruth esboza una sonrisa triste.
—Pues a ver si vosotras tenéis más suerte.
Joana opta por callarse.
No quiere seguir discutiendo, porque está tan convencida de que no van a
ponerse de acuerdo como de que su madre no es el enemigo. Sabe que lo que
le está pidiendo es que empuñen la acción otros, pero no porque no crea en lo
que hace, sino porque ser visible supone arriesgarse. De eso, a lo largo de los
años, han hablado mucho. Lo conversaron cuando ella le dijo que era lesbiana
y le mostró la pulsera con el arcoíris con la que, en adelante, acudiría al
instituto. Ruth lo vivió con vértigo, desde el orgullo de haberla educado bien
y el miedo a lo que pudiera pasarle en un entorno que no sabía si había
alcanzado aún esa frontera de la visibilidad. Quería pensar que sí, pero ni las
nuevas formaciones políticas, erigidas sobre odios viejos, ni las noticias que
hablaban de agresiones y violencias sustentadas por esos mismos odios le
daban la razón. Así que las dos han tenido que aprender a convivir en ese
límite difuso entre la libertad y el temor, callando sus temores —Ruth— y
minimizando las ofensas —Joana—. Para que ese equilibro no se rompa, ni la
primera ha subrayado nunca las veces en que ha mirado la hora del móvil
cuando su hija se retrasaba, ni la segunda le ha confesado a su madre las
ocasiones en que ha sido víctima de ataques verbales homófobos y machistas
de esos que, teóricamente, ya no suceden.
—Tengo cuidado —es todo lo que contesta Joana, que también sabe que
es lo único que necesita escuchar Ruth.
—No sé si creérmelo, hija.
Por un segundo, ambas permiten que la tensión anterior se desvanezca,
confiando en que tras las palabras dichas se entiendan las que no han sido

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expresadas. Esas que sabrían decirse si su vida se pareciera más a una
comedia de Gerald Durrell.
Las dos saben que seguir hablando puede acabar con el frágil equilibrio
madre-hija en que se hallan en este preciso momento, y por ello se despiden
mientras Joana finge no escuchar los consejos de Sonrisa Perfecta, que, ajeno
a esa precaria tregua, insiste en que no se meta en más líos.
Lo único que Joana tiene claro es que eso sería convertirse en cómplice.
Y, peor aún, traicionarse a sí misma y a la parte de su identidad que consolidó
en Berlín gracias a Bobby y a Elke.
Equivocarse, piensa mientras pedalea de regreso a la que empieza a sentir
como su verdadera casa, también es un derecho.

Página 154
2

El color de la justicia
Durante unos días no se habló de otra cosa en la Humboldt.
Joana, que seguía sin despegar en su expresión verbal en alemán, al
menos sí había conseguido la suficiente destreza escuchando como para
enterarse de los datos esenciales de aquella noticia, según la cual una bailarina
del ballet estatal aseguraba haber sufrido acoso racista durante más de tres
años.
La historia de Chloé Lopes Gomes, a quien Elke conocía porque había
coincidido con ella y otras amigas comunes en sus pruebas de acceso a aquel
cuerpo de baile, se convirtió en el centro del debate de la mayoría de las
clases universitarias. Joana se sintió decepcionada al comprobar que la
discusión podía resultar tan anacrónica fuera de su pueblo como dentro de él.
Con algunas excepciones, la valoración del profesorado, poseedores de la
tranquilidad de una generación adormecida en sus privilegios, difería de la de
los estudiantes y Joana no entendía cómo minimizaban los insultos xenófobos
que denunciaba la bailarina.
Lo que podía haber sido una causa compartida en el piso de Kreuzberg se
transformó en una línea divisoria. Un nuevo espacio en el que ella ignoraba
cómo moverse y donde se sentía incómoda en medio de las diferencias entre
Elke y Bobby.
—No tienes ni puta idea de lo que hablas —le echó en cara Bobby con un
expresivo fucking que Joana no tuvo problema alguno en traducir.
—¿Ah, no? ¿En serio te crees que no lo sé?
—Creo que te estás sumando a una lucha que te conviene. Como hace
todo el mundo. Vuestras ansias de protagonismo lo devoran todo y con eso no
ayudáis a que se resuelva nada.
—No entiendo por qué te enfadas, Bobby.
—Porque hasta en esto queréis ser quienes alcéis la voz. Siempre con
vuestro complejo de redentores. Y no necesitamos que nos salvéis, Elke.
Necesitamos que nos apoyéis. ¿Entiendes eso?

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Joana, que permanecía en silencio, se debatía entre decidir si la realidad
era un juego de espejos o una espiral que se doblaba una y otra vez sobre sí
misma, al comprobar cómo Elke se había arrogado el papel que, en otro lugar
y en otro tiempo, había escogido Marc. Más partidaria, en su caso, de tuits
incisivos que de vídeos y canales de YouTube, Elke había empezado una
guerra en redes a la que pretendía que se apuntase Bobby. Pensó que le
agradecería su iniciativa, pero él le echaba en cara que hubiera actuado por su
cuenta, erigiéndose en líder de un movimiento que no era el suyo y
presentándose como la cara visible de la opinión universitaria en el conflicto
interracial que se había desencadenado.
—¿Eso es lo que te molesta? ¿Que sea a mí a la que entrevistan?
—Sí, a ti. A una tía blanca. Claro que me molesta, ¿no lo ves?
—¿Y lo interseccional qué es? ¿Una broma? ¿Un puto unicornio? —Esta
vez fue ella la que recurrió al fucking en busca de una razón que no le
otorgaban los argumentos.
—Lo interseccional es sumar luchas, Elke, pero sabiendo cuál es el lugar
que nos corresponde en ellas. Y aquí no necesitamos que venga nadie a
hacernos de menos.
—Chloé no opina así.
—Porque te conoce. Y porque tenéis amigas comunes. Y porque estará
tan cansada de toda esta mierda que no querrá buscarse más movidas. Pero si
le preguntas a solas, si le dices si quiere que seas tú quien se convierta en su
portavoz en la Humboldt, sabes tan bien como yo que te dirá que no.
—Entonces ¿preferís que os dejemos luchar solos?
—No me puedo creer que no lo entiendas.
—Ni yo que no me comprendas tú a mí.
En vez de continuar hablando, Bobby buscó su móvil y tecleó
furiosamente en él. Elke y Joana recibieron inmediatamente en su grupo de
WhatsApp, que la propia Joana había nombrado como Willkommen, una lista
de nombres que no eran capaces de identificar.
Atatiana Jefferson, Botham Jean, Philando Castile.
Ninguno significaba nada para Joana y, sin embargo, todos ellos estaban
grabados a fuego en la memoria de Bobby.
—Cuando sepáis quiénes son, tomáis la palabra. Cuando tengáis la más
remota idea de lo que se siente al enterarse de que la policía le ha pegado un
tiro a alguien solo porque era negro, me dices si puedes ser la portavoz de lo
que le han hecho a Chloé o si es mejor que te límites a sumarte a lo que

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hagamos los demás. A apoyar en silencio para que la voz que se oiga, por una
vez, sí sea la nuestra.
Ninguno de los dos cedió.
Así comenzaron en su piso de Kreuzberg las tres semanas de lo que Joana
llamó «la Guerra Fría».
Bobby y Elke permanecieron veintiún días sin dirigirse la palabra y,
cuando decidieron que era hora de volver a hablarse, lo hicieron sin exigirse
ninguna disculpa. Se arrepentían de haberse herido en las formas, pero los dos
seguían defendiendo el fondo, así que ni Elke cesó en su campaña en redes ni
Bobby mostró interés alguno en cuanto ella hacía.
—No necesitamos hashtags, sino justicia —le dijo a Joana la primera vez
que se atrevió a consultarle si había algo en lo que pudiera ayudar. Y ella
asintió, convencida de que customizar redes con logos e imágenes solo servía
para acallar conciencias.
En su cabeza revoloteaba otra pregunta. Sospechaba que verbalizarla los
distanciaría aún más, pero le costaba convencerse de que su relación con Elke
no había introducido una variable con la que ella y Bobby no contaban.
Elke nunca le había aclarado la naturaleza de su relación con su
compañero de piso, manteniéndose fiel a esa alergia a las etiquetas que, según
le había dicho, dinamitó su relación con Sabine. Sin embargo, Joana intuía
que hasta entonces no había surgido una realidad paralela que empujase con
tanta fuerza su cotidianidad, desviando el centro acordado entre ella y Bobby
hacia otras áreas en las que las alianzas funcionaban de manera distinta. La de
Elke con Joana, a través de la piel y del descubrimiento. La de Elke con
Bobby, sostenida en el tiempo y en la lealtad. Y la de Joana con Bobby,
apuntalada en la curiosidad intelectual y el activismo en el que ella lo había
escogido como mentor.
Durante los días de «la Guerra Fría», la convivencia en Kreuzberg se
resintió más de lo que Joana habría querido.
Empezaba el que iba a ser su último trimestre berlinés y confiaba en que
nada alterase la intimidad que habían creado. La amistad y la complicidad con
Bobby. La fascinación y el sexo con Elke. Y menos aún cuando la idea de
regresar al pueblo le provocaba un ahogo próximo a la ansiedad. ¿Regresar
para qué? ¿Por quién? Estaban Marc y Noa, sí. Estaban sus Mosqueteras. Y
sus Noches Repelentes. Y su voluntad de transformar ese lugar que los
asfixiaba en un sitio posible. Estaba todo lo vivido y lo que aspiraban a vivir:
su revolución pendiente. Pero también estaba Carla y lo que había quedado

Página 157
suspendido entre ellas. Lo que, cómo saberlo, tal vez se había roto para
siempre.
Joana necesitaba sujetarse con fuerza al presente para asumir los retos que
le provocaba el futuro con su vuelta al pasado, pero la triple acrobacia
temporal se volvía aún más difícil con Bobby y Elke empeñados en
distanciarse. Justo cuando más enraizada deseaba creerse en su piso de
Kreuzberg, todo se revelaba frágil, sembrando en ella la duda de si estaba
viviendo lo que creía o si la situación —la distancia, la independencia, la
novedad— había magnificado aquella experiencia.
Durante el tiempo en que Elke siguió sumida en su proyecto virtual de
lucha antirracista, Joana sintió que sus pieles se despegaban levemente, como
si le costara más respirar junto a aquella mujer obsesionada por llevar razón
en una batalla donde las trincheras no eran suyas. Le costaba perderse en su
mirada del mismo modo que lo había hecho hasta entonces, porque donde
antes encontraba misterio ahora solo veía obcecación.
Bobby tampoco se lo puso fácil. Y no podía pedirle que se abriera ante
ella. Su amistad parecía profunda porque resultaba relevante en esas
coordenadas concretas de espacio y de tiempo, pero era insignificante
comparada con los años anteriores en la vida de cualquiera de ellos. Por eso
dejó que fuera él quien eligiese de qué modo quería ser ayudado.
Bobby acabó compartiendo con ella otros nombres —Ma’Khia Bryant,
Ahmaud Arbery, Breonna Taylor, George Floyd— y ofreciéndole más
referencias. Hasta entonces solo se los mencionaba, pero ahora comenzó a
prestarle sus libros. Sus ensayos. Incluso le recomendó qué voces del
#BlackLivesMatter sí debía seguir, con un sí que aludía indirectamente a Elke
con un no. Y Joana, consciente de que escuchar era el único modo de
apoyarlo, se dejó imbuir de sus palabras.
—Léetelo. —Bobby le tendió un ejemplar de un libro cuyo título, The
New Jim Crow, ni siquiera entendió. Tuvo que googlearlo para enterarse de
que aquel ensayo, que había sido traducido poéticamente como El color de la
justicia, abordaba las causas estructurales del racismo.
—¿Y luego? —Su pregunta encerraba un sencillo alegato a favor de Elke:
podía entender el enfado de Bobby, pero también necesitaba saber qué
esperaba de ella.
—Luego —respondió él con templanza— sigue leyendo. Sigue
escuchando. Y cuando veas o escuches algo así, no apartes la mirada. Nadie
necesita que lo salven de sus propias guerras, pero todos necesitamos que nos
apoyen en ellas.

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—No sé si te sigo —le confesó, abrumada por los datos que se destacaban
en la contra del libro que Bobby acababa de entregarle.
—Claro que sí. Y cuando llegue el momento de actuar, lo sabrás.
El momento quizá sea ahora, piensa mientras prepara, ya en casa, su
nuevo Viernes Repelente. Y se permite disfrutar de una leve punzada de
orgullo al reconocerse en la mujer que Bobby querría que fuera. La misma
mujer que aquellos días en que se enrareció todo tomó la decisión, tal vez
precipitada, de regresar al pueblo en cuanto acabara su beca a mediados de
junio.
Quizá porque, a pesar de no querer admitirlo, extrañaba demasiado a
Carla. O porque cuanto más se alejaba, más evidente le resultaba que aquel
entorno no era tan diferente a cualquier otro que pudiera encontrar. Puede que
más reducido, pero con las mismas contradicciones y paradojas. El pueblo del
que huía no era más que la expresión metonímica del mundo en que se
hallaba, y esa idea la condujo a visualizar su regreso como algo necesario. A
lo mejor la espiral no se rompía huyendo hacia delante, sino haciendo estallar
sus esferas concéntricas desde su mismo núcleo.
No se lo dijo a Elke, pero temió que, si prolongaba allí su estancia,
Kreuzberg corriese el riesgo de acabar convertido en un decorado. Y ella no
estaba dispuesta a renunciar a la verdad de un lugar que, a fuerza de idealizar,
había sentido como propio. A ese país para tres en el que creía estar a salvo y
donde la vida, a pesar de sus espejos y sus perversas reiteraciones, aún parecía
vida.

Página 159
3

El club de la lucha
Esta noche ni siquiera se conceden los minutos con los que, a través de un
diálogo trivial, suelen dar comienzo al sexo. Ni Carla ni Gerard quieren
arriesgarse a que surja en esa conversación el episodio de la cafetería que
lleva días ocupando las conversaciones de todo el pueblo.
Perciben que también está ahí, entre ellos, aumentando la distancia entre
sus cuerpos. Gerard trata de obviarla sustituyendo la pasividad con que suele
aceptar la dirección sexual de Carla por una actitud dominante que ella lucha
por frenar. Ninguno de los dos se encuentra cómodo en las posturas en que se
buscan y ambos pelean por ocupar un lugar en el que, antes que conquistar el
placer, prima proteger el orgullo.
Mientras Gerard se empeña en reducir el movimiento de sus brazos, Carla
tiene que contener sus ganas de reírse. Esa capacidad suya de abstraerse y
contemplarse a sí misma desde el exterior, asistiendo a su vida como si se
tratara de una película, la lleva a pensar en las reglas de El club de la lucha,
ese lugar del que no se habla y que no existe más que en la mente de sus
participantes, como sucede con sus encuentros con Gerard.
Tras más forcejeos que caricias, se conforman con visitar los territorios
conocidos. Los pechos firmes de ella. Las piernas generosas de él. Las manos
con las que Carla ciñe la espalda de Gerard o el tatuaje con forma de asterisco
que le gusta recorrer con su lengua como si fuera la brújula que la guía a
través de su cuerpo. Cada punta en una dirección distinta que hoy, por culpa
de la extrañeza que los embarga, parece inalcanzable.

—¿Qué pasa ahora? —le pregunta él, desconcertado, justo después de que
ella se deshaga de sus brazos y se sitúe en un extremo del colchón.
—No sé.
Su respuesta es sincera. Ni lo sabe ni cree que tenga por qué saberlo.
Sencillamente, no está ocurriendo lo que suele ocurrir. Y no quiere seguir
intentándolo. Esta noche, no.

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—Cojonudo.
Gerard se deja caer bocarriba con toda la violencia de la que es capaz.
Pasa los brazos tras su nuca y flexiona los bíceps, en un alarde de testosterona
que vuelve a desatar la hilaridad involuntaria de Carla.
—¿Se puede saber qué te pasa?
Lo intenta, pero entre todas las opciones que cruzan por su cabeza no
encuentra una sola respuesta que le parezca aconsejable:
A. Pasa que no tengo ni idea de por qué sigo acostándome contigo.
B. Pasa que estás ridículo cuando te pones en plan alfa.
C. Pasa que llevo días oyendo a este jodido pueblo murmurar a mis
espaldas.
D. Pasa que a veces me imagino quemándolo todo y corriendo sin mirar
atrás.
Ante la imposibilidad de ofrecer una contestación que lo calme, opta por
callarse y comienza a vestirse para salir de allí lo antes posible.
—¿Es por ella? —la interroga mientras Carla busca su ropa en el suelo del
barracón.
—¿Qué te hace pensar que tienes derecho a preguntármelo? —lo detiene
Carla, que no recuerda que hayan hablado nunca de compartir lo que hagan o
dejen de hacer con otras personas.
—Solo quiero saber si ahora que ha vuelto Joana, esto va a ser así. Porque
entonces no me compensa.
Ella le devuelve una mirada cargada de soberbia.
—Esto, incluso cuando es tan mediocre como hoy, es lo mejor que has
tenido en tu vida.
—No te lo creas tanto —la aplaca él, disimulando hasta qué punto lo
excita su arrogancia.
Sabe lo que quiere responderle, pero no lo hace. Si contesta, la
conversación acabará desembocando en un segundo intento, con los dos
cayendo de nuevo sobre la cama.
No le apetece repetir. Ni sincerarse.
No va a hablar con Gerard de lo que le está sucediendo desde que ha
regresado Joana. Ni de lo ridículo que resulta comparar el placer
exclusivamente sexual que obtiene de él con la conexión profunda que llegó a
construir con ella. No será este el lugar en el que verbalice por primera vez el
modo en que la extraña, ni las noches en que se acerca en moto hasta su
puerta sin encontrar el valor para llamarla. La dimensión de cualquiera de
esas afirmaciones supera la ridícula superficie del barracón, así que no va a

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asfixiar el escaso aire del que disponen con verdades que Gerard no necesita
conocer.
—Estarás teniendo cuidado, ¿no?
Carla lo mira sin saber bien a qué se refiere.
—Lo de Igor se puede ir de madre… Tú has currado para su hermano y
sabes por dónde y con quiénes se mueve, ¿o no?
Le gustaría decir que sí, pero lo cierto es que no tiene más que intuiciones
sobre la gente con la que se asocia Saúl y con la que, algunas madrugadas,
sabe que se reúne en el cobertizo exterior que usa como oficina. No es tan
ingenua como para creer que las esvásticas y los mensajes homófobos y
racistas que aparecen en el pueblo surgen de acciones improvisadas, pero
tampoco tiene pruebas de que Igor y su hermano sean parte de los grupos
neonazis que proliferan en la zona.
—Solo te digo que no te acerques a esa gente. Y si conoces al de la cresta
y a sus colegas, diles que hagan lo mismo. Se puede liar una muy gorda si
seguís tocando los cojones.
—Pero ¿tú de qué lado estás?
—Del tuyo, ¿no lo ves?
—No mucho. Parece que nos acusas de algo.
—Lo único que te digo es que no os paséis de listos. Y eso va también por
Marc y por mi hermana. Publicar mierdas en YouTube como si este pueblo
fuera el Ku Klux Klan no va a resolver nada.
Las palabras de Gerard hacen que vuelva a sentirse una forastera en un
espacio que le recuerda su marginalidad. Su conciencia de ser y de no ser al
mismo tiempo, de habitar la vida desde la periferia en la que la sitúan los
demás y en la que ella misma no sabe si habría elegido ubicarse.
Carla se pregunta si la distancia que han experimentado esta noche nace
de los celos de Gerard por la presencia de Joana o de un miedo sincero por lo
que le pueda suceder.
—¿Te estás preocupando por mí?
—Qué bien se te da, Carla…
—¿El qué?
—Alejarme.
A Carla le sorprende todo lo que subyace bajo su respuesta y se pregunta
si no habrá subestimado a la persona que tiene delante. A ese chico al que, a
lo mejor, ha mirado con los mismos prejuicios con que la contemplan a ella.
—No voy a hacer de padre, porque ni es mi rollo ni me apetece. Pero a
ver si les explicas a tus amigas que es mejor que no sigan haciendo el

Página 162
gilipollas por ahí.
Es la primera vez que Gerard menciona abiertamente a las Mosqueteras.
Hasta ahora, no había hecho alusión a su nexo con ellas. Sencillamente, se
han limitado a fingir que ese contexto no existía y que lo único que los unía
era el deporte en el gimnasio y el sexo en los barracones, como si pudieran
desgajar el resto de su vida de ese reducido ángulo en el que convergen sus
trayectorias, otorgándoles un tiempo compartido que esta noche parece haber
llegado a su fin. Como si ya fuera imposible seguir alimentando la ficción de
que esa otra parte de sus vidas no existe.
—Gracias por el consejo —le responde ella con ironía, exagerando el tono
tanto como le es posible para no dejar ninguna duda de su intención.
—Ha estado bien mientras duró… Supongo.
—¿Eso es una despedida?
Gerard no contesta y se marcha de allí tras asegurarse de que no hay nadie
mirando en las inmediaciones.
Ya sola, Carla se viste y se dispone a marcharse.
Por última vez.
Acaba de entender que esa es la única respuesta posible.
Carece de sentido volver a un lugar en el que todo queda a medias. Igual
que el sexo en esta noche donde la vida real ha pesado demasiado como para
que la vida fingida fuera suficiente. Y Gerard no es más que eso. Gerard es la
ficción de que puede mantener vínculos que no se sostengan en la afinidad.
Nexos que se basen en una equidistancia imposible y, por momentos,
cobarde. La Carla que está en ese colchón no es la Carla que se reivindica
propia. Es la Carla que se conforma con sobrevivir. Con alimentarse de las
sobras que le ofrece una realidad que siempre le ha resultado demasiado
pequeña.
Y no va a volver.
No va a permitir que el conformismo de lo posible arruine el deseo de lo
irrealizable. Lo primero la condena a lo mediocre. Y lo segundo es lo único
que le puede abrir paso hacia un tiempo en el que la ansiedad que le provoca
seguir viva sí merezca la pena.
Abandona el barracón prometiéndose que no volverá por allí y que pondrá
toda su energía en reconstruir la relación que Joana y ella se encargaron de
boicotear un año atrás. Un sabotaje en el que hubo tres pasos y dos agentes.
Primer paso, la traición que había callado Joana.
Segundo paso, la discusión sobre la graduación que ojalá hubiera ganado
Carla.

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Y tercer paso, la noche en la que se equivocaron las dos.

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4

Carrie
—Puede estar bien. Y tengo tantas ganas de ir contigo…
Joana sonaba ilusionada al hablar de la graduación. Ese evento de fin de
curso había pasado de ser un rito obligado a convertirse en un día especial
desde que Carla había entrado en su vida. Marc y Noa no paraban de
comentar lo genial que sería acudir las cuatro juntas, demostrando que habían
vencido la violencia con que habían tratado de callarlas.
—No soy muy de fiestas —respondió Carla mientras Joana la acariciaba
dibujando iniciales de ciudades en su piel.
Aquel juego, al que destinaban parte de sus tardes en el río, se había
convertido en uno de sus pasatiempos favoritos. Primero tallaban las letras de
las ciudades que se prometían conocer juntas en uno de los árboles que
bordeaban la orilla y luego las dibujaban con sus manos en sus cuerpos.
Como la T de Tokio que Carla había esbozado esa tarde en el cuello de
Joana. O la N y la Y de Nueva York que Joana improvisó después a ambos
lados de la cintura de Carla. O la B de Berlín con que Carla selló sus labios.
Joana, incómoda ante la irrupción de una ciudad sobre la que guardaba un
secreto, insistió en el tema mucho más inmediato de su graduación.
—No es una fiesta cualquiera…
—No… Esta es mucho peor.
Carla estaba haciendo un esfuerzo por contenerse, pero le resultaba
imposible mantener una conversación serena sobre un tema que odiaba
cuando había otro que llevaba días inquietándola y del que sabía más de lo
que Joana imaginaba.
Aunque no se lo confesó, la elección de la B de Berlín no había sido
casual. Hacía días que Carla había descubierto, mientras buscaba unos
apuntes para el examen final de Filosofía, el folleto de la beca que Joana
guardaba en su carpeta. No tuvo más que sumar ese hallazgo a las ocasiones
en que la había sorprendido curioseando en páginas web alemanas y al día en
que, antes de salir de clase, Lola le había preguntado si ya había tomado una
decisión.

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«Luego te cuento», fue la respuesta que le dio Joana cuando Carla le
preguntó a qué se refería su tutora y ella dedujo, gracias a su omisión, de
dónde había salido ese folleto y por qué Joana, cada vez que retomaban su
juego de iniciales y viajes futuros, parecía mostrarse más apocada, como si
sintiera pudor al expresar los lugares a los que quería viajar. Pero no era
pudor, sino culpa. Si el juego había dejado de resultar divertido era porque
encerraba una traición inmediata y una huida de la que Carla no formaría
parte.
Ni siquiera estaba enfadada por eso. Ella también pensaba que era inútil
proponerse construir algo con alguien si antes no luchaba por construirse a sí
misma. Lo que le dolía era que Joana la subestimara. Que la considerase tan
infantil como para no entenderlo. O como para no buscar formas de que esa
relación a distancia funcionase. Quizá habían dado por supuestas tantas cosas
que aún no habían llegado a conocerse. O quizá era Joana la que no concebía
una pareja que no pudiera emular los ritmos y las rutinas convencionales de lo
que les habían contado que era el amor. Como si alguien, pensaba Carla, lo
supiera.
Eso es lo que creyó entonces. Ahora, en las noches en que da vueltas con
su moto por los alrededores de la casa de Joana, admite que tiene dudas. No le
resulta fácil asumir que lo que sucedió después estuviera provocado por algo
más que esa decepción. Odia tener que plantearse si intervino otro factor. Una
de esas razones que ella nunca ha respetado y ante la que se creía inmune.
Quizá por eso, cuando todo pasó, la crisis fue tan fuerte. Necesitó que Iria
viniese a visitarla. Que su padre la avisara para que reajustasen la medicación.
Saberse vulnerable ante emociones tan vulgares como los celos y la envidia
propició que la disociación entre lo que es y lo que siente se hiciera
insoportable. Tanto como para que volviesen las antiguas ganas de
autolesionarse, ese instante en que, cuando abría su piel en nuevas heridas, sí
poseía el control sobre algo. Aunque solo fuera sobre su propio dolor. Sobre
cada una de las cicatrices que se convertían en el testimonio de una agonía de
la cual la terapia la ayudaba a salir.
Tal vez la oscuridad no habría sido tan poderosa si ella hubiera sabido
alejarla. Si hubiese escogido el diálogo en vez de la catarsis. Pero ni siquiera
que Joana aparcase el espinoso tema de la graduación y retomase el juego de
sus iniciales evitó que Carla aprovechara para iniciar la pelea que andaba
buscando.
—No voy a ir —le dijo después de que Joana hubiera terminado de
siluetear la K de Kyoto en su cuello.

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—¿Cómo que no vas a ir? ¿Una de las ciudades más bonitas del mundo y
tú no te quieres venir conmigo?
—No me refería a eso —Carla se irguió abruptamente, sin desviar la
mirada del río—, sino a la graduación. Lo he pensado y paso.
—No me jodas, Carla. ¿Me estás diciendo que les vamos a dar esa alegría
a todos los hijos de puta que nos hacen la vida imposible?
—Lo que te estoy diciendo es que no voy a prestarme a ser parte de esa
americanada que están montando.
—O sea, que te rajas. En vez de que vayamos las dos juntas, tú te rajas.
—Pero ¿no te das cuenta de que ir no tiene nada de crítico ni de activista?
Ir las dos juntas es pasar por su filtro normativo y pedirles que por favor nos
dejen ser, siempre que nos acoplemos a sus reglas. Y esas reglas no son las
mías. Ni tampoco tienen por qué ser las tuyas.
—Genial. Un discurso genial. —Joana aplaudió enfadada, incapaz de
entender cómo era posible que la noche se estuviera torciendo tanto—. Pero
lo que van a interpretar esos cabrones es que han ganado. Que no hemos ido
allí ni hemos bailado ni hemos reído ni hemos hecho todo lo que se supone
que se hace en una fiesta así porque nos ha podido el miedo. Y no se lo
tenemos. Ni siquiera cuando nos encerraron en el gimnasio lo tuvimos.
—Os habéis empeñado en convertir la graduación en un acto político. Y
no lo es.
—¿Hemos? —A Joana le molestó ese plural que la desdibujaba.
—Marc y tú, como siempre. Bueno, y Noa, aunque esa está tan pendiente
de sí misma que opina más bien poco. Pero la visibilidad no se ejerce en un
acto que exige acudir en parejas y que impone normas del siglo pasado. La
visibilidad la ejercemos tú y yo: siendo. Así de fácil. Sin pasar por el chantaje
que nos están haciendo, ¿no lo ves? ¿O te piensas que se va a liar y vas a
acabar como Carrie? Aquí no pasaría algo así. Aquí son tan cobardes que no
nos harán nada a la cara. Esperarán a que no los veamos venir.
Carla se dio cuenta de que Joana no había entendido la referencia a la
novela de Stephen King, lo que significaba que ni siquiera se había molestado
en echarle un vistazo al sucinto listado de libros adaptados al cine que le
había pasado hacía más de un mes. Que no hubiera sido capaz de destinar ni
un minuto de su valioso tiempo a curiosear entre esos títulos, entre los que,
además de Stephen King, figuraban Marjane Satrapi o Charles Forsman, solo
contribuyó a exasperarla aún más. ¿Había algún motivo para que sus
referencias fueran menos urgentes que las de Lola?

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En esa comparación imposible, por mucho que la humillase aceptarlo, se
hallaba la raíz del problema y el verdadero motivo de la conversación que no
estaban teniendo. Una discusión que hundía las raíces en algo que Carla
consideraba mediocre y, en su caso, imposible, pero que estaba sucediendo.
Algo que la volvía insegura y le hacía sentir ganas de pedirle a Joana que no
se fuera, que se quedara a su lado, que renunciara a esa beca que había
llegado para distanciarlas. Sin embargo, sincerarse suponía renunciar a sus
principios, así que prefirió callar lo que de verdad quería decir.
—¿Lo has decidido ya? —le preguntó Joana, con pocas esperanzas de
hacerla cambiar de opinión.
—¿Y tú? —explotó.
—¿Yo qué?
—¿Cuándo has decidido tú marcharte a Berlín?
Joana se quedó desencajada ante la pregunta de Carla.
—¿No vas a decir nada?
—Quería contártelo. Pero… Temía que sucediera esto.
Se frenó en seco. ¿Para qué molestarse en justificarse ante alguien que ya
había emitido su veredicto?
—Si lo hubiésemos hablado, te aseguro que no habría sido así.
Aquella noche ambas fueron conscientes por primera vez de la tenue línea
que separaba la intimidad de la desconfianza. Una frontera tan dinámica como
el agua de ese río en el que ya no se reflejaban sus planes de futuro, sino sus
dudas y recelos. El egoísmo y la capacidad para ocultar de Joana que creía
haber visto Carla. O los celos injustificados y las tentaciones controladoras de
Carla que estaba segura de haber presenciado Joana. Seguir siendo dos
exigiría limar esas asperezas junto con todas las que pudieran surgir en un
camino que parecía destinado a bifurcarse.
Aunque volvieron juntas en moto, Carla supo que Joana ya había tomado
su decisión por el modo en que la abrazaba. No se apoyaba en ella con la
confianza con que lo había hecho en el trayecto de ida. Ahora lo hacía
forzando una distancia minúscula, casi inexistente, reclinándose con apatía en
el cuerpo que había hecho suyo solo unas horas atrás. Estaba lejos. Firmando
esa beca. Presentando esa solicitud. Aceptando la oferta de Lola y
celebrándolo en esa graduación a la que Carla no pensaba asistir.
Tal vez si esa noche hubiese sido diferente, si las máscaras de quienes
decían ser no se hubiesen impuesto sobre quienes estaban descubriendo que
eran, Carla no habría tomado la que ha sido la peor decisión de su vida.

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Pero eso, se repite mientras se recrimina lo estúpida que se siente dando
vueltas alrededor de la casa de Joana, jamás podrán saberlo.

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5

Die Zauberflöte

No hay nada casual en su story.


En Elke nunca lo hay. Y, menos aún, cuando incluye una canción.
Tal vez sea consecuencia de su pasión por los musicales, pero lo cierto es
que en sus redes se muestra como una hábil coreógrafa que maneja con
maestría las imágenes, textos y melodías con las que compone sus mensajes.
Se le da bien trazar los movimientos. Y el arco argumental. Y planificar el
sendero de acciones que desembocan en un conjunto limitado de
consecuencias.

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A Joana le resulta fácil llegar a esa conclusión gracias a la distancia desde
la que puede analizar con mayor precisión cada uno de los pasos que dieron
juntas.
No fue casual su decisión de entrar en la librería de Sabine: Elke quería
que conociese a su ex y valorase si su pasado la incomodaba.
Tampoco eran casuales los lugares que visitaban, con los que le mostraba
la ciudad que quería compartir con ella y que, con cada nuevo recorrido, se
alejaba de los itinerarios que había trazado con sus demás parejas.
Ni fue casual esa función de títeres de La flauta mágica a la que la llevó
cuando comenzaba el último mes de su estancia oficial en Berlín.
Como no lo es que hoy, en su story sin menciones —sería demasiado
burdo incluir su nombre—, incluya el libreto que compraron en la
Buchkantine junto a la foto de un mapa en la que ha rodeado su barrio con un
rotulador violeta. Tampoco es casual el color, ni el aparente descuido con el
que ha trazado el círculo —un guiño a las veces en que Joana se burlaba de su
torpeza dibujando—, ni la canción de Halsey que, además de un recuerdo de
su fiesta de despedida, es también una proposición.
Now or never.
«Ahora o nunca, Joana», se dice a sí misma mientras responde con una
lluvia de emoticonos en forma de corazón a una indirecta que no puede ser
más explícita y que la devuelve a la salida del pequeño teatro de marionetas
de la Schumannstrasse.

—Me lo descubrió Bobby —le confesó Elke—, fue él quien me habló de este
sitio. Los actores que llevan esto ni siquiera son profesionales. Están
estudiando y lo hacen para sacarse el dinero que necesitan hasta que llegue
algo mejor.
—Si llega…
—Si llega, sí.
—¿Lo habéis hablado? —le preguntó Joana, preocupada por su relación
con Bobby.
—Algo… Pero con él no es fácil.
—Ni contigo.
—Ya. —A Elke se le escapó una carcajada que nacía más de la
melancolía que de la felicidad.
—Deberías escucharlo —se atrevió a sugerir. No quería tomar partido,
pero le era inevitable decantarse por la postura que estimaba más sensata.

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—Es complicado.
—Puede, pero lo que tenéis es muy bueno como para arruinarlo.
—Eso no va a pasar. —En Elke no había ni un ápice de duda—. Nos unen
demasiadas cosas. Y demasiado tiempo.
—Hasta eso se puede romper… Así que, si no quieres que os ocurra, lo
mejor es que lo habléis. Y que tengáis cuidado.
A pesar de que formuló su consejo en segunda persona, Joana ya no
estaba hablando de ella. Se refería a sí misma. Y a Carla. A todo lo que había
dado por sentado hasta que se esfumó en una sola noche. O quizá no fue así.
Quizá esa noche solo vio lo que habían obviado. Igual que habían hecho
Bobby y Elke en su Guerra Fría, sometiendo su relación a una tensión
insoportable al creer que era suficiente con quererse para seguir siendo. Pero
el cariño tampoco basta. Ni el amor. Ni siquiera la amistad. Ha tenido que
perder para entenderlo, aunque ahora Joana sabe que la presencia requiere de
una decisión que exige voluntad y esfuerzo, porque solo es posible cuando se
admiten las sombras y las imprecisiones, esos reflejos en los que no queremos
reconocernos y que, sin embargo, son nuestro retrato más certero.
—Hoy no me apetece hablar de Bobby.
Joana se dio cuenta de que los pasos de Elke las habían llevado a orillas
del Spree, el río que atraviesa Berlín, y por un segundo se cruzaron en ella los
recuerdos que aún estaban pendientes de ser asumidos y las expectativas
sobre las que no era capaz de decidir. No era el mismo río, pero sí le
provocaba el mismo vértigo, aunando dos tiempos y dos espacios en una sola
forma, la del agua, que le recordaba que todo era demasiado efímero como
para no apropiarse de cada día antes de que la corriente la arrastrase.
—Solo quiero saber si lo has pensado… O si lo estás pensando.
—No hay mucho que pensar… Sin la beca no puedo quedarme.
—¿Y por qué no? Hay otras opciones.
—No son fáciles.
—¿Y crees que fuera sí van a serlo?
Era estúpido llevarle la contraria cuando las dos sabían que llevaba razón.
No cabía dibujar un futuro inmediato más halagüeño en el pueblo al que iba a
regresar en unas semanas que en ese Berlín donde podía buscar algún trabajo
basura para pagar su parte del piso de Kreuzberg y su nueva matrícula
universitaria. Elke no necesitaba esforzarse para desmontar un argumento tan
débil como aquel y eso la obligaba a sincerarse también consigo misma. Con
la Joana que la esperaba en otro río, lejos de allí, convencida de que aún se
merecía recibir una respuesta.

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—Si es por Sabine…
—¿Sabine? —Su sorpresa no era fingida: ni siquiera había pensado en
ella. La alusión de Elke, sin embargo, revelaba que la librera aún ocupaba en
su vida un lugar más importante del que ella imaginaba. Pero tampoco se
trataba de eso. No le molestaba el pasado de las demás, sino el suyo propio.
—Dime la verdad, Joana.
Temió que su respuesta sonara ridícula, pero Elke se merecía ese acto de
honestidad.
—¿La verdad?
—Bitte…
—La verdad es que no tengo ni idea de lo que quiero.
Lejos de recibir una mueca reprobatoria, obtuvo un silencio cómplice que
le hizo entender por qué todo lo que habían compartido juntas valía tanto la
pena.
Elke se acercó a ella, puso sus manos alrededor de su cintura y, antes de
impedirle que siguiera hablando con un prolongado beso, le susurró un «ni yo
tampoco» que terminó con la ansiedad que había empezado a crecer en su
interior.
Al día siguiente, Elke apareció con el libreto de La flauta mágica en el
que había escrito en español: «Quizá seguiré aquí», ofreciendo una promesa
lo suficientemente vaga como para no condicionar su decisión. Esa libertad
desde la que se habían acostumbrado a quererse era uno de los motivos que
más pesaba en Joana para renunciar al regreso. Pero algo le decía que
necesitaba cerrar bien todo lo que había dejado abierto antes de emprender
nuevas etapas.
No quería que su vida fuera una sucesión de huidas, sino de retos: afrontar
todos los errores que aún debería cometer y ante los que esperaba contar con
la generosidad necesaria para perdonarse. Su vida no sería una suma de actos
cobardes que grabasen en ella los remordimientos de los caminos no elegidos.
Cuando pasara el tiempo y se preguntase qué habría sucedido si no hubiera
actuado como actuó, necesitaba que ese interrogante se respondiese porque
había optado por algo, no porque lo había tratado de evitar.
Debía volver.
Lo asumió mientras se besaba con Elke en su paseo a lo largo del Spree.
Esa misma noche, aún bajo el influjo de Mozart, convencida de que tenía que
averiguar qué quería hacer con su pasado anterior antes de abrazar su futuro.
Elke, en su libreto, le prometía un quizá que revive en su story de hoy. Y
Joana, que sabe que su «now or never» exige una respuesta, decide que ha

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llegado el momento de atreverse a hacer la única pregunta que, hasta ahora,
no ha querido formular. Por eso busca una dirección de correo muy concreta
en su lista de e-mails. Debe localizar a alguien con quien desde hace un año
tiene una conversación pendiente.
Esa persona se llama Lola.

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6

¿Quién ha visto el viento?


—¿Va todo bien, Carla?
La pregunta de Eloy se responde sola, pero necesita hacerla. Le preocupa
verla tan encerrada en sí misma desde que se ha convertido otra vez en parte
de la conversación de un pueblo al que se arrepiente de haberla arrastrado.
Desde que su hija dejó el trabajo en la cafetería, no deja de decirle que
está buscando, pero no tiene forma de averiguar si las horas en su cuarto las
dedica a enviar su currículum y a hacer entrevistas online o si las pasa de
película en película, en interminables sesiones de streaming donde se sueña la
directora que, de momento, no encuentra el modo de llegar a ser.
—No te preocupes, ¿vale?
A Carla le gustaría responderle algo más elaborado, pero no es capaz de
inventar nada convincente. Y por mucho que quiera tranquilizar a su padre,
prefiere ser sincera con él.
—A lo mejor deberíamos hablar de lo que pasó…
—Estaban siendo unos capullos y los puse en su sitio —resume sin
titubear—. Ya está. Ya lo hemos hablado.
—Podemos probar ese método con todos los imbéciles que nos
encontremos, sí… Pero no sé si va a resultar muy práctico.
—Sermones no, please.
—¿Y encuentras algo o no? Porque yo puedo intentar ayudarte con la
matrícula, pero para una universidad privada ya sabes que no me llega.
—Qué putada. Hasta el arte depende del dinero que tengas. Y del lugar
del que vengas. Todo está siempre en manos de los mismos. De una gente que
nunca somos ni tú ni yo.
—He dicho que puedo ayudarte, Carla.
—Lo sé. Y te lo agradezco, papá, en serio. Pero no sé si voy a encontrar
algo para ahorrar lo que todavía me falta. Si solo fuera la matrícula…
—Es un asco tener sueños caros, hija. Qué quieres que te diga…
—Es un asco tener sueños. A secas.

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Eloy se traga como puede la culpabilidad que le suscita ser incapaz de
costearle a su hija el futuro que esta imagina y ella, que odia que se sienta así,
se acerca y le golpea cariñosamente en un hombro.
—Encontraré la manera. O me la inventaré.
Le gustaría abrazarla, pero sabe lo mal que tolera Carla que invadan su
espacio, así que se aguanta las ganas y la ve salir de casa sin preguntarle a
dónde se dirige. Confiando en que no sea a ningún lugar en el que vuelva a
meterse en problemas.
Ella, antes de subirse a su moto, comprueba que ha guardado en la
bandolera el ejemplar de relatos de Carson McCullers en el que se ha gastado
un dinero que debería haber ahorrado, tal y como hace con todo lo demás.
Pero creyó que presentarse sin avisar en Cumbres Borrascosas con un posible
título para sus Viernes Repelentes podía sumar un punto a su favor. Y,
además, le apetecía contribuir con una de las autoras que descubrió por su
cuenta, sin la omnipresente tutela de Lola, y con uno de los géneros literarios
en los que sí se reconoce.
Su idea es regalárselo a Joana. Incluso ha escrito una dedicatoria. Ha
estado a punto de permitirse el lujo de ser evidente. Y hasta de ser cursi. No
sería difícil escribir justo debajo del título —¿Alguien ha visto el viento?—
alguna frase emotiva de esas que no significan nada aunque parezcan
significarlo todo.
Pero Joana notaría el truco: sabe que Carla no es así. Que no usa más que
las palabras justas. Por eso se ha limitado a escribir en la primera página un
«nos merecemos otra oportunidad» que ni siquiera firma. Tampoco usa
mayúsculas. Al contrario: su caligrafía menuda hace que el mensaje sea
difícilmente legible, incluso puede que ella no llegue a encontrarlo. Que se le
escape esa afirmación bajo la que Carla ha estado a punto de añadir un «lo
siento» que al final no escribe. Y no por orgullo, sino porque no pueden
empezar nada si no asumen que ese perdón ha de ser de las dos y para las dos.
O de ninguna. Eso sería aún mejor. Que fuera de ninguna. Mientras Joana no
se dé cuenta de algo tan obvio no tiene sentido doblegarse. A cualquier «lo
siento» le seguirá un reproche. Justo lo que Carla no quiere ni en su vida ni en
ninguna de las relaciones que formen parte de ella. Reproches.
Guarda el libro de nuevo en su bandolera, aún con la duda de si se lo dará
o si regresará con él a casa y acabará sepultándolo en el mismo lugar donde
agonizan todos los momentos que se han robado.
—¿Se puede saber qué estás haciendo?

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Finge no haberla escuchado. Quizá pueda llegar hasta su moto antes de
que Noa continúe hablando.
—Carla, por favor.
No se gira. No quiere oírla. Además, no la esperaba allí.
—No puedes jugar así con todo el mundo. ¿Lo entiendes?
Lleva meses esperando esta conversación.
Da igual lo mucho que Gerard y ella hayan intentado mantener sus
encuentros al margen del resto. No importa las veces que se hayan privado de
hacer o decir algo en lugares donde sabían que no estaban a solas. Es inútil: el
pueblo está lleno de voces que cuentan y de ojos que miran sin que nadie sepa
de dónde nacen. Están ahí. Acechando. Con el único afán de narrar lo que
otros viven. De sancionar lo que otros piensan. De recordar que los tribunales
llenan calles y redes con la misma severidad. Lo correcto, lo incorrecto. Lo
válido, lo que no lo es. La dicotomía en que se resume la triste existencia de
quienes necesitan juzgar las vidas de los demás para que la suya no carezca de
sentido. Por eso los odia. Por eso sus momentos siguen ocurriendo.
No importa dónde esté: la gente siempre es gente. Los mismos vampiros
con sus ansias de control y sus reglas para dirimir qué cabe en los márgenes
con que miden la realidad. Y ella está fuera. Sus momentos, le dijo una vez a
Iria, son su venganza contra quienes la empujan a los márgenes. Su terapeuta
sonrió al escucharla, pero no con afán de burla, sino como si quisiera
aplaudirla por intentarlo. Por eso la ha convertido en una de sus tres palabras
favoritas.
La primera es momento, porque le permite entender la inestabilidad de su
presente.
La segunda es rareza, porque la ayuda a respetarse a sí misma y a abrazar
su pasado.
Y la tercera es Joana, porque cada vez que la dice en voz alta suena a
futuro.
—¿A qué viene esto ahora, Noa?
—Este año ya ha sido muy jodido; no necesitamos que lo compliques
más.
Le escupe las palabras con rabia. Es vehemente. Siempre lo ha sido. Sobre
todo con ella.
—¿No crees que necesitamos hablarlo, Carla?
—¿Necesitamos?
Noa hace una pausa intencionada. No está dispuesta a responder
obviedades.

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—Deberías tener más cuidado. La gente no es algo para usar cuando a ti te
convenga. Ni Gerard ni Joana están ahí para eso.
—Lo que pase o deje de pasar entre ellos y yo es cosa mía. ¿O te han
elegido a ti como portavoz?
—A mí no me ha elegido nadie, pero no pienso cruzarme de brazos
mientras tú juegas con los dos para matar el tiempo.
Carla guarda silencio.
No tiene por qué explicarle lo que la une a Joana. Ni lo que la ha acercado
a Gerard. No necesita justificar ni los sentimientos que la atan a ella ni
tampoco las circunstancias que han acabado aproximándola a él. Todo eso
solo forma parte de su intimidad, y ni Joana ni Gerard son ajenos a lo que
sucede. Carla jamás ha ocultado ni quién es ni con quiénes le gusta serlo.
Tampoco se ha tratado nunca de ser tres, porque Joana y Gerard no se
interesarían entre sí, sino de que a ella no le impidan ser con quien lo necesite,
aunque eso Noa no logre comprenderlo y confunda los pliegues que abre el
tiempo en sus relaciones con algo tan vulgar como una ruptura, como si las
personas que han sido parte de su vida pudieran dejar de formar parte de ella.
—Siento que este pueblo te aburra tanto, Carla, pero deberías buscarte
otra distracción.
—Este pueblo no me aburre. Me asquea. Es diferente.
—Sigues creyéndote mejor que los demás.
—¿Perdona?
—Deberías revisarte ese complejo de ciudadana del mundo que te gastas,
Carla. Nunca has intentado ser parte de este lugar y, sin embargo, te permites
despreciarlo.
Puede que a Noa le preocupen de verdad los vaivenes emocionales de su
hermano y de Joana. O puede que solo haya encontrado en esa circunstancia
el motivo para pagar con ella toda la hostilidad que ha tratado de contener
estos dos años. El que compartieron en unas aulas donde no soportaba que
Carla ocupase parte de su intimidad con Joana y el que ha transcurrido sin
apenas verse mientras el vértice común se hallaba lejos de ambas. No está
segura de cuál es el verdadero motivo que la ha llevado hasta la puerta de su
casa, pero tampoco le importa descubrirlo. Lo único que quiere es que
desaparezca.
—¿Algo más o ya me has insultado suficiente por hoy?
—¿Por qué te lo tomas todo siempre así?
—Dímelo tú.
—¿A qué juegas, Carla?

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—A intentar entenderte. A adivinar quién te has creído para meterte en mi
vida y en la de los demás.
—Los demás son mi hermano y mi mejor amiga. Es lógico que me
preocupen.
—Si no tienes una vida propia a la que prestarle atención, sí.
—Esa me la tenías guardada hace mucho, ¿verdad?
—Mira —Carla cuenta hasta tres antes de seguir hablando: a pesar de
todo lo que las separa no quiere dinamitar lo que también las une—, tú y yo
nunca vamos a ser besties. Pero tampoco estamos tan lejos como te empeñas
en creer. Y lo único que te voy a decir es que ni Gerard ni Joana se imaginan
que soy diferente a como soy. Así que lo que pase conmigo y con ellos es solo
cosa nuestra. ¿Eso lo puedes respetar?
Noa saca su móvil y le enseña unas fotografías de su hermano en las que
se aprecia un corte en su ceja izquierda.
—No me ha contado qué ha pasado, pero estoy segura de que se ha dado
con alguien para defenderte.
—¿Y eso lo sabes por?
—Porque lo conozco.
—Pues si ha sido así, sería culpa suya. No le he pedido a nadie que me
defienda. Ya lo hago muy bien sola.
—Como quieras. Pero si les haces daño no creas que me voy a quedar al
margen.
«Tú nunca estás al margen. Por eso las reuniones siempre son en tu casa.
Por eso nos pasamos el bachillerato reuniéndonos en Cumbres Borrascosas.
Para que el espacio te diera el protagonismo que yo te robaba».
Lo piensa con tanta fuerza que casi puede oírse diciéndolo.
Pero no lo hace.
No quiere que Noa le cierre definitivamente la puerta a esas reuniones a
las que se está planteando regresar.
Le guste o no, las Mosqueteras son el único lazo que ha logrado estrechar
en este territorio donde las alianzas determinan la supervivencia.
—Hacerse daño es inevitable, Noa. Pero no te preocupes. Que el que nos
hagamos no será voluntario.
No es la respuesta que le habría gustado recibir, pero la honestidad con
que Carla la pronuncia resulta suficiente para que Noa dé por zanjada su
conversación.
A esta le molesta tener que admitirlo, pero siempre hay un instante, por
pequeño que sea, en el que Carla la desubica y hasta le hace sentir una

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proximidad que ni entiende ni desea. A lo mejor es eso lo que Joana y Gerard
encuentran en ella. Una forma de verdad que resulta magnética a pesar de
todos los riesgos que entraña asomarse a su interior.
Están a punto de marcharse cuando suena el móvil de Noa.
No puede ser bueno.
Una llamada que no va precedida de un ¿te puedo llamar? previo jamás
anuncia nada bueno.
Carla ve cómo Noa se queda lívida al escuchar lo que sea que le está
diciendo la voz que suena al otro lado.
—Veníos a mi casa. Ahora mismo. Nos vemos en Cumbres.
Cuelga y, sin dar tiempo a que Carla le pregunte, le pide que la lleve.
—¿Adónde?
—A mi casa. Marc nos necesita.
Sin pensárselo, Carla saca el segundo casco que lleva bajo el asiento y se
lo ofrece a Noa. Ella se sienta en la moto y se abraza a Carla con fuerza. No
porque tema caerse, sino porque necesita aferrarse a una compañera que la
sujete.

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7

Fahrenheit 451
Cumbres Borrascosas se ha convertido en su cuartel en esta noche
interminable.
Cuando Carla y Noa han llegado, Joana y Marc ya estaban allí
acompañados de Anuar, que no deja de moverse nervioso de un lado a otro de
la habitación.
—Podían habernos matado, ¡joder! —Está a punto de dar un puñetazo
contra una de las paredes del cuarto de Noa, pero se reprime gracias a que
Marc lo sujeta por la espalda.
—¿No os resulta familiar lo que han hecho? —les pregunta Marc a sus
amigas mientras lo acaricia tratando de serenarlo.
—Demasiado…
En cuanto Anuar les ha contado que han intentado incendiar su casa con él
y sus compañeros dentro, Carla y Joana han vuelto a verse a sí mismas en el
gimnasio de su instituto, trepando hasta la ventana que les sirvió de
escapatoria de lo que, en esta ocasión, sí ha llegado a suceder.
—Hemos podido salir —les explica Anuar—, aunque no sé ni cómo. Y
menos mal, porque Alvi es asmático y si llegamos a quedarnos un par de
minutos más allí no sé qué habría pasado. Con la de libros que había dentro el
fuego ha prendido rapidísimo…
—Los libros siempre tienen la culpa —murmura Joana, horrorizada ante
la idea de que esos ejemplares hayan contribuido a alimentar un incendio
como los descritos por su admirado Ray Bradbury.
—Pero ¿habéis visto a alguien?
—No. Debían de ser cinco o seis. Y todos iban encapuchados. Imposible
saber quiénes eran…
Cinco o seis podrían ser Saúl, Igor y los demás, calcula Joana. Pero no
sabe si debería acusarlos de algo tan grave, aunque siga pensando que son los
únicos que podrían haber tramado un ataque así.
—Han sido ellos —afirma Marc.
—No tenemos pruebas.

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—¿Qué más pruebas necesitas, Jo? Pero si es su mismo modus operandi.
—¿Su qué? —lo mira extrañada Noa.
—Take it easy, Sherlock.
—¿Os lo queréis tomar en serio de una vez? ¿No veis que es lo mismo
que os hicieron a ti y a Carla el día del gimnasio? Solo que esta vez esos
cabrones iban en serio.
—Todo se repite —masculla Carla entre dientes, conteniendo también sus
ganas de golpear algo.
—Creen que fuisteis vosotros. Estoy segura de que os culpan de lo que
pasó en el bar.
—No fue cosa nuestra, Noa. —Anuar suena sincero—. Aunque me habría
encantado que lo fuera.
Todos coinciden en que han ido a por él y a por su gente porque los
responsabilizan de los destrozos en el local de Saúl. Es su manera de marcar
los límites y dejar claro que la única ley vigente allí es la del más fuerte.
—A lo mejor deberíamos tener un perfil más bajo. No sé, por un tiempo.
—Noa, ¿estás de coña?
—No, estoy hablando en serio. Tal vez deberías dejar de sacar mierda en
tu canal hasta que esto pase. Unas semanas, unos meses, no sé.
—Ya estamos otra vez… —resopla Marc.
—¿Y permitir que ganen? —Anuar le da la razón y agarra su mano con
fuerza.
—No están ganando.
—¿Estás segura? Porque si ves cómo ha quedado nuestra casa, lo mismo
cambias de idea.
—Tenemos que demostrar que sabemos quiénes son —concluye Carla.
—¿Y si nos estamos equivocando?
—Si queremos estar a salvo —la apoya Marc—, necesitamos que
identifiquen a quien haya hecho eso. Porque no van a parar de meternos
miedo. Ahora que han visto que pueden hacerlo, ya no se van a detener tan
fácilmente.
—¿Y de eso no se debería encargar la policía? Joana, tú puedes hablar con
Sonrisa Perfecta, ¿no?
—Puedo, sí. Pero no creo que sepan nada.
—Porque no quieren saberlo.
—Marc…
—En este pueblo nadie quiere saber nada.
—Pues entonces tendremos que hacer algo nosotras.

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Anuar mira a Carla con una mezcla de curiosidad y admiración. Le cae
bien esa chica siempre dispuesta para la acción, de la que él también es
partidario.
—¿Algo?
—Sí —responde ella con tono enigmático—. Algo.
Como si el reloj hubiese girado contra sí mismo hasta situarse dos años
atrás, de pronto se encuentran sentados todos alrededor de Carla, escuchando
el plan que improvisa con la misma pasión con que en su momento propuso
armarse de espráis y lemas literarios para defenderse del acoso. Solo que esta
vez lo que se juegan en el Comando Woolf puede que sea mucho más
arriesgado. Y más valioso.

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8

Ariel
«¿La palabra de un caracol en el plato de una hoja?
No es mía. No la aceptes».

La poesía nunca le había resultado fácil, pero aquella mujer que la fascinaba
más por su biografía que por lo poco que sabía sobre su obra le parecía
extrañamente próxima.
La primera vez que se encontró con Sylvia Plath fue en una de las terapias
de Iria, que se aprovechaba de su pasión por el cine para recomendarle
películas. El hallazgo a través de un descafeinado biopic no le produjo el
interés que sí lograría la fotocopia que les entregaría Lola en una de las
últimas sesiones del curso. Justo el mismo día en que les anunció que el año
siguiente no repetiría destino, lo que no supieron si achacar a que había
preferido otro o a que se había rendido ante las presiones del centro.
—No cede —la defendió Joana mientras buscaba piedras menudas que
seguir lanzando a las aguas del río—, se va porque quiere.
—¿Y por qué se supone que quiere? —le preguntó Carla, que nunca se
conformaba con las verdades cómodas por el mero hecho de que fueran más
fáciles de aceptar.
—¿Para qué va a quedarse aquí si ya no vamos a estar nosotras? —Y sin
que Carla lo esperase, se dejó caer sobre ella haciéndola rodar unos metros a
lo largo de la hierba que se adhería, como una segunda piel, a su cuerpo.
Aquella mañana se habían escapado de las últimas horas para refugiarse
en el que era su lugar favorito. Ese espacio único donde ser sí parecía posible
y al que llevaron la fotocopia medio arrugada a la que Carla seguía dándole
vueltas.

«Una perturbación en los espejos,


el mar haciendo añicos el suyo gris…
Amor, amor, mi estación».

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—¿Tú crees que alguien puede ser capaz de expresar exactamente lo que
sentimos? Aunque no lo entendamos… —le preguntó Carla, aún sorprendida
por el efecto espejo que aquellos versos tan herméticos provocaban en ella.
—No.
—¿No? ¿Y se supone que eres tú la que quiere ser escritora?
—No expresamos lo que sienten las demás personas. Expresamos lo que
sentimos nosotras y el resto del mundo se apropia de ello como si fuera suyo.
A Carla le hizo gracia esa visión del hecho literario en el que la lectura se
convertía en un robo: el hurto de la emoción ajena para explicar aquello para
lo que no encontramos palabras propias. Y tal vez, releyendo esos versos
donde creía reconocerse, Joana tuviese razón. Porque era obvio que Sylvia
Plath no podía estar describiendo a una joven del futuro a la que nunca habría
llegado a conocer, pero esa joven sí podía retorcer sus palabras para encajar
en ellas.
—Siento lo del otro día… —Disculparse no estaba entre sus mayores
habilidades, así que Carla abordó los dos temas aún pendientes del modo más
directo posible—. Lo de la graduación y lo de tu viaje.
Joana esperó a que continuase hablando. Ella, sin embargo, consideraba
que ya había dicho suficiente, a pesar de que eso no incluyera lo que había
decidido sobre ninguno de los dos asuntos. Ni si eso suponía que acudiría al
baile del instituto o si había recapacitado y estaba dispuesta a afrontar el reto
de una relación a distancia en el caso de que Joana obtuviese esa beca. Ante el
silencio que siguió a sus concisas disculpas, Joana se distanció ligeramente de
Carla, despegando su cuerpo.
—Entonces ¿vamos a ir?
—No… Yo no. Tú puedes ir con Marc y Noa si te apetece.
—No es lo mismo.
—No quiero que me conviertan en una causa. Ni en un símbolo. Estoy
harta de tanto tokenismo.
—No te pongas estupenda, anda —la regañó Joana.
—Sabes a lo que me refiero.
—¿Y si te dijera que ir a la graduación es importante para mí?
—Te diría que para mí es importante no ir.
—Eso es egoísta, Carla.
—¿Por qué mi necesidad de no hacerlo es más egoísta que la tuya?
—¿Es por lo de Berlín?
—No estamos hablando de Berlín.

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—Exacto. Ni estamos hablando ni hemos hablado una sola palabra de
Berlín.
—Tú vas a ir. Y yo lo respeto. No sé qué más deberíamos hablar. No es lo
que habíamos imaginado, pero lo respeto.
—La vida no tiene por qué ser como la imaginamos. Es más, no suele
serlo. ¿Todavía no te has enterado?
—No lo hagas.
—¿El qué?
—Atacarme.
—Eres tú la que me castiga por una decisión que sabes que me beneficia.
—No te castigo —si quisiera hacerlo, pensó Carla, lo sabrías—, pero
tampoco es culpa mía que vayas a irte.
—Solo un año.
—¿Se puede parar la vida un año?
—Hablaríamos cada día.
—Con palabras —«el mar haciendo añicos el suyo gris»—, con eso
hablaríamos.
—Creía que lo de hoy era una tregua.
—¿Y por qué necesitamos una tregua? No estamos en guerra, Joana.
—¿Ah, no? Pues parece que sí.
Joana se puso en pie, furiosa, aunque ni siquiera estuviera segura de si su
ira iba dirigida contra Carla, por no entenderla, o contra sí misma, por no
entenderse.
Ya a solas, Carla volvió a leer una vez más aquella fotocopia. Se encontró
en el «mentiras. Mentiras y una pena» de la tercera estrofa. Se encontró en la
«escarcha en una hoja» de la cuarta. Y, sobre todo, se encontró en la mujer
que le había entregado aquel poema y con la que sentía que, quizá, fuera
posible adivinar una salida diferente para el laberinto en el que se hallaba
recluida.
A lo mejor le faltaba perspectiva. O tiempo. O la escucha de alguien que
le explicase cómo se medía el difícil equilibrio entre el egoísmo y la cesión
que Joana acababa de afearle. Cómo saber cuándo se estaba pactando y
cuándo, por algo tan volátil como el amor, se estaba renunciando a ser una
misma. Ella no quería negarse. No por orgullo, sino por respeto a ser quien
era. Y a todo el dolor que entrañaba serlo.
Por eso, en un arrebato del que no tardaría mucho en arrepentirse, escribió
un e-mail de apenas un par de líneas para intentar obtener respuestas.

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Si Lola entendía lo que se escondía tras ese espejo hecho añicos del que
hablaba el poema, quizá también fuera capaz de entenderla a ella.

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9

Antígona
Joana sospecha que revivir el Comando Woolf no es una buena idea. Si
accede a la propuesta de Carla es solo porque teme perder la oportunidad de
reconstruir la idea de quienes han sido y el recuerdo de por qué disfrutaban
tanto siéndolo.
—¿Para qué querríamos volver al bar? —insiste Anuar—. Si nos ven por
allí estaríamos confirmando sus sospechas.
—Eso es verdad —lo secunda Noa—. Creerán que les estamos dando la
razón y que hicimos lo que dicen que hicimos.
—Además, no sé qué esperas encontrar allí.
—Allí nada. —Consciente de la perplejidad que ha desatado con su
respuesta, Carla fuerza una de sus acostumbradas pausas dramáticas—. Pero
en la oficina puede que sí haya algo.
—¿La oficina? —Joana no sabe a qué se refiere.
—Claro, eso también forma parte de todo lo que no has vivido este año…
Ha sido cruel. Sabe que ha sido cruel. No debería aludir a los meses no
compartidos, pero están ahí. Los días trabajando en ese bar de mierda al que
pertenece esa nave siguen ahí. Los comentarios babosos de Saúl. Las salidas
de tono de más de un cliente. Su esfuerzo inútil por ganarse la confianza de
Micaela. La repetición de un mismo día en el que la única pregunta era hasta
cuándo todo seguiría siendo así: mal horario, malas condiciones, mal sueldo.
En qué momento se rompería la rueda a la que se veía atada y podría
encontrar, si es que lo había, un camino que le permitiese escapar. Si esa
posibilidad se contemplaba o su generación, a la que las anteriores solo
habían dejado las sobras de su egoísmo y su pasividad, quedaba exenta de
lujos como un horario humano o un sueldo digno.
Joana asume el dardo de Carla, pero no se disculpa por no haber estado
allí.
Podría hacerlo, sí.
Claro que podría hacerlo.

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Pero eso supondría admitir que no estuvo porque no quiso en vez de
porque Carla se había encargado de mantenerla lejos. Fue ella la que impidió
ese contacto que la tecnología habría hecho tan sencillo. Y, aunque eso no
sabía si era justo decírselo, hasta le agradecía que su despedida hubiera sido
tan abrupta. Como no hubo un hasta pronto se permitió conocer a Elke, y
abrirse a ella, y dejarse llenar por una mujer que aún ahora le concede el don
de una oportunidad que no sabe si va a aprovechar.
—Saúl la llamaba la oficina —les explica Carla—, pero no es más que
una nave exenta de la que él es el único que tiene la llave y en la que se reúne
con sus proveedores.
—Con sus proveedores… O con otros como él.
La hipótesis de Marc no les resulta descabellada y abunda en la misma
tesis que ha defendido Carla para retomar a su Comando Woolf: si el ataque
al bar les ha dolido tanto es por dos razones diferentes. Una, cómo no, es su
orgullo y el odio alimentado durante años. Y otra, que quizá quienes
cometieron esos destrozos se acercaron demasiado a un lugar en el que tienen
algo más que ocultar que contratos con representantes de bebidas.
—Eso explicaría que Saúl nunca nos permitiera acercarnos, ¿no lo veis?
—Pero ¿llegó a prohibíroslo?
—No es tan imbécil, Noa. Sencillamente, no nos dio jamás esa llave. Así
que se sobreentendía que allí no pintábamos nada.
—A lo mejor deberíamos dejar que la policía haga su trabajo…
—¿En serio crees que lo están haciendo, Joana?
—Sabes que soy tan crítica con este tema como tú… Pero Iván, por
ejemplo…
—¿Sonrisa Perfecta de repente es Iván?
—No sé si hacer algo así es lo correcto.
—Seguramente no.
Carla desoye la reflexión de Joana. No le preocupa si lo que hacen está
bien, porque lo esencial que ha aprendido este año es que ya han cruzado ese
punto en que resultaba fácil diferenciar lo correcto de lo incorrecto. El
maniqueísmo que tanto detesta en la ficción se difumina con los años y solo
queda una amalgama de grises entre los que reconocerse. A sí misma y a
quienes la rodean. Quizá por eso la novela negra, esa que Joana y sus
Mosqueteras desprecian porque no les parece lo suficientemente sofisticada, a
ella sí la emociona. Porque en sus páginas todo es tan gris y tan turbio como
fuera de ellas.
—¿De verdad crees que vamos a encontrar algo?

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—No tengo ni idea, Anuar. Pero tampoco se me ocurre nada mejor. Y
prefiero equivocarme a que sigamos cruzando los brazos a la espera de su
próximo ataque. Porque lo habrá, de eso puedes estar seguro.
—Saúl siempre ha sido muy creepy.
—Estupendo. Eso sí que es un argumento definitivo —comenta Noa con
sarcasmo.
—El argumento definitivo es que hace mucho que sabemos que se reúnen.
Que están organizados. Y que hasta hay algún poli metido en esto. ¿O cómo
te crees que obtienen los soplos para actuar sin dejar rastro? Seguro que, si
Sonrisa Perfecta pudiera decir la verdad, confesaría todas las trabas que le
están poniendo a él y a quienes investigan a esta gentuza.
A Joana la tranquiliza que Marc ubique a Sonrisa Perfecta en su bando.
No por él, sino porque no soportaría que su madre se hubiese equivocado
hasta ese punto.
—Esa oficina de la que habla Carla puede que sea otra cosa —prosigue—.
Y hasta explicaría que Igor sea como es. Clavadito a su hermano. ¿No lo
veis?
—Veo que podemos buscarnos más problemas de los que ya tenemos.
—Entonces no perderíamos nada, Noa —le responde Carla—. Pero sí
podemos ganar mucho si lo hacemos bien.
De las Mosqueteras, solo Marc secunda el plan de Carla sin objeciones,
mientras que Noa teme que todo se complique demasiado. Sin embargo, su
orgullo acaba siendo más fuerte que su cautela. O tal vez sea cosa de su
instinto de supervivencia.
—Ya no se trata de ganar o de perder —les insiste Carla—, sino de frenar
a esos animales para seguir respirando.
—Un poco trágico, ¿no?
—Noa tiene razón —la apoya Joana—. Te ha quedado muy Antígona…
—O no. Más trágico es lo que podría habernos pasado a mis amigues y a
mí si no salimos de esa casa a tiempo.
El argumento de Anuar resulta tan incontestable que basta para concluir el
debate. Por primera vez ven a Marc interesado en alguien que no responde al
perfil manipulador y narcisista de los anteriores chicos que han pasado por su
biografía, y por eso las Mosqueteras se creen en la obligación de apoyarlo y
sumarse a su causa.
—Me tengo que ir —se despide Anuar tras recibir una alerta en su móvil
—. Alvi está ahí fuera esperándome.

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—Dile que entre si quiere —lo invita Joana, que cada vez tiene más claro
que le gustaría que su casa fuese un espacio seguro para quien pueda
necesitarlo.
—Esta noche no. Todo esto nos ha dejado demasiado jodidos… Otro día
hacemos algo.
—Claro.
Anuar está a punto de salir cuando Marc lo detiene.
—¿Y mi muerdo de despedida?
Se dan el beso que Marc le reclama sin que sus amigas hagan el más
mínimo ademán de apartar la mirada.
—Ya podíais habernos dado algo de intimidad —las regaña en cuanto se
quedan solos.
—¿Es que te lo ibas a tirar en el sofá?
—Muy graciosa, Noa.
—Al final resulta que sí vais en serio…
—No sé si en serio… Pero vamos.
—¿Necesitas más pruebas, Marc? Te ha llamado a ti. —La voz de Carla
suena con ese tono neutro con el que expresa, de manera imprevista, las cosas
importantes.
—¿Y?
—Si Anuar te ha llamado a ti es porque le importas. No se recurre a un
polvo de una noche en un momento así.
—Tampoco tiene mucha más gente a la que recurrir.
—¿Eso lo estás diciendo en serio? —A Joana le escuece su comentario.
—¿Por?
—Porque alguna vez me gustaría que no te hicieses de menos cuando te
gusta un tío. Con todo el ego que tienes en redes y lo poco que te quieres en el
mundo real.
—Las redes también son el mundo real, Jo.
—A las redes no te las puedes llevar a la cama, honey. Ni abrazarte a
ellas. Hazme caso.
—A ellas no. Pero a ti sí.
La golpea con uno de los cojines del salón y se lanza con su célebre
abrazo de oso mientras Noa y Carla los observan como si pertenecieran a un
universo diferente.
En Noa, la inquietud por lo que supuestamente van a hacer se mezcla con
algo que no sabe si es envidia o inseguridad. Si lo que la araña es que le
gustaría sentir con Marc y Joana una conexión tan única como la que hay

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entre ambos o si ese lazo ya existe pero se valora tan poco que es incapaz de
verlo.
En Carla, el abrazo despierta la nostalgia. El recuerdo de los buenos
momentos. Los días posteriores a su triunfo con las pintadas. El inicio de su
historia con Joana. Las primeras veces en el río. Las iniciales en su piel y en
la corteza de los árboles. Las promesas de las ciudades que ahora nadie le
asegura que vayan a descubrir juntas. El abrazo de Marc y la risa de Joana la
devuelven a esos buenos momentos, cuando decidieron que el Comando
Woolf se llamaría así porque necesitaban un nombre que resumiera sus ganas
de comerse un mundo que, más allá de los márgenes adolescentes, ahora se
empeña en devorarlos con su realismo. Por eso necesitan hacer algo. No solo
por la supervivencia de la que les ha hablado, sino porque recuperar su
Comando es el mejor modo de acercarse a ese tiempo en que todo parecía
posible y el amor era algo que podían comprender. O eso creían.
—Entonces vamos a hacerlo, ¿verdad?
—Pero ¿a ti por qué te importa tanto ese chico?
—¿Cómo que por qué, Joana? Porque podríamos haber sido nosotras.
—Hay algo más. Te conozco bien…
—¿Estás segura? Porque hace un año que dudo que me conozcas de
verdad.
—No es el momento, Carla —la detiene señalando con la mirada a Marc y
a Noa, que acuerdan sin hablar alejarse hasta otro cuarto, con la intención de
darles el espacio y la privacidad que ambas necesitan.
—Alguna vez va a tener que serlo —insiste Carla, aprovechando que las
han dejado a solas—. Desde que has vuelto no hemos dejado de esquivar la
misma noche.
—¿Esperas que me crea que no hay otro motivo?
—¿Vamos a hablar de lo que pasó alguna vez o no?
—Para eso necesito antes que me demuestres que puedo confiar en ti.
Carla duda antes de responder. ¿Es justo asumir una exigencia así a
cambio de una oportunidad que cree merecer por todo el tiempo que las
precede?
—Si te lo cuento —accede a la vez que baja el tono de voz, para que Noa
y Marc no puedan oírla—, no quiero que salga de aquí.
Ahora está claro.
Joana no necesita que le diga nada más. En la mirada y la petición de
Carla adivina el verdadero motivo por el que se ha convertido en la mayor
defensora de Anuar. Y no tiene solo que ver con la amistad con Marc. Ni con

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esa supervivencia de la que les hablaba. Ni con continuar con la lucha
iniciada en el pasado. Hay una razón más. Una causa mucho más personal y
que por fin sí ve con claridad.
—Fuiste tú, ¿verdad?
Carla asiente.
No sabe por qué no se lo ha dicho antes. Quizá temía que confesar algo
así sirviera para que las Mosqueteras la juzgaran más de lo que ya lo hacen. O
porque no sabe si está orgullosa de la violencia a la que la conduce la voz que
se rebela contra lo injusto. Pero ahora que alguien está pagando las
consecuencias de su acción no puede quedarse inmóvil. No permitirá que
Anuar sea castigado por algo que no hizo, cuando fue ella la que volvió al bar
dispuesta a todo. Fue ella la que dejó que estallasen a la vez todos los
demonios que llevaban años atormentándola.
—No sé cómo no lo he pensado antes…
Carla duda de si el comentario de Joana es una muestra de admiración
hacia su osadía o de decepción por un patrón que se repite. La rabia
contenida. La indignación presente. Y la ira que se desborda hasta mancharlo
todo.
—Se lo merecían —se defiende.
—Eso también lo sé.
No le da más detalles, pero agradece la liberación que le provoca revelar
que fue ella la responsable del ataque para el que siguen sin encontrar
culpables. Y lo mejor es que jamás van a encontrarlos, ya que puso tanto
cuidado en destrozar la única cámara de seguridad como en evitar cualquier
huella que pudiera llevarlos hasta ella. Hasta hoy ha sido una satisfacción
extraña. A ratos, casi inexistente, porque disfrutarla requiere compartirla e
incluso ha tenido la tentación de enviarle un audio a Marc para que lo hiciera
público en su canal. O mejor aún, un vídeo. Un vídeo dando la cara y gritando
a esos mierdas que este pueblo tampoco es el suyo. Que son tan forasteros
como ella. Aunque llegaran antes. Eso no importa. Las raíces no son más que
un artificio con el que pretendemos que nos pertenece un sitio que jamás es ni
será de nadie.
—Voy a buscarlos.
—Joana…
—Tranquila, no voy a decirles nada. Pero espero que, cuando lo creas
oportuno, tú sí lo hagas.
Regresa acompañada de Marc y Noa. Por sus miradas, Carla no sabría
decir si han estado discutiendo sobre su plan o poniendo toda su atención en

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tratar de adivinar lo que hablaba con Joana.
—Deberíamos irnos a dormir un poco. La noche de mañana va a ser
larga…
—Sigo sin estar convencida… —duda Noa—. Tu plan depende de la
intuición. ¿Y si te equivocas?
—Ahora mismo es lo único que tenemos.
—Demasiado poco… Como de casi todo.
El comentario de Noa queda suspendido en mitad de la noche sin que
ninguna se atreva a replicarlo.
Si hay algo en lo que están de acuerdo es en que la vida ha resultado ser
mucho más pequeña que sus sueños. Y en que esos sueños han empezado a
ser más peligrosos e incluso más voraces que sus pesadillas. Nada parece
suficiente en un horizonte que, en vez de ensancharse, se empequeñece por
cuestiones que ni siquiera les pertenecen. Datos, metadatos y parámetros
estructurales que ejercen un control muy concreto a pesar de su naturaleza
abstracta y que, bajo su léxico de crisis, precariedades y exigencias, les
impiden alcanzar las metas que hasta hace no tanto eran posibles.
Quizá por eso juntan sus manos y pactan revivir su Comando Woolf.
Para asegurarse de que lo sigan siendo.

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All about love


Nunca ha sido capaz de conciliar el sueño antes de un día importante.
Tampoco esta noche.
Y ni siquiera es el plan de Carla lo que le impide dormir.
Joana no teme lo que pueda pasar cuando pongan en marcha la sucinta
estrategia que han improvisado, sino las consecuencias de dejarse llevar en el
caso de que se imponga la añoranza de lo que fue con la promesa de lo que
podría llegar a ser.
Teme que secundar a Carla no contribuya en nada a la venganza por lo
ocurrido a Anuar y, sin embargo, sí lo cambie todo entre ellas.
Es estúpido, pero cuanto más se acerca a Carla más fuerte regresa el
recuerdo de Elke. Le gustaría que la proximidad de una alejase a la otra, pero
las dos se refuerzan entre sí, como si le recordasen la pequeñez de esa vida
que se le escapa entre las manos y en la que deberían caber más caminos de
los que le está permitido transitar. Un camino en el que seguir el curso del río
hasta encontrarse de nuevo con la Joana y la Carla que se extraviaron en él
hace un año. Otro camino en el que continuar caminando junto al Spree, en
ese Berlín donde se despidió de Elke hace solo dos meses.
En aquella ocasión tampoco durmió. Solo que esta vez no fue un
problema de insomnio, sino de vigilia voluntaria. Sabía que no podría pegar
ojo antes de su viaje de regreso, así que cuando Bobby y Elke le propusieron
organizar una fiesta de despedida les pidió celebrarla la noche anterior a su
vuelo.
Las horas previas a su fiesta podía haberlas aprovechado junto a Elke, en
la misma cama donde habían inventado esa lengua que seguía sin tener
nombre pero que habían llenado entre las dos de vocabulario.
Sin embargo, necesitaba apurarlas a solas.
Tenía que aprehender todos los lugares en los que había sido, durante un
año del que se llevaba un aprendizaje que aún no se sentía capaz de valorar.
Era consciente de que Kreuzberg, con su nombre de país mágico, la había
cambiado y quería rendirle su propio homenaje a la ciudad que la había

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alejado de un río donde se ahogaba para ofrecerle otro en el que empezar a
verse.
Caminaba por Unter den Linden cuando notó que le faltaba la respiración.
Primero trató de acelerar el paso, como si pudiera dejar ese ahogo atrás, pero
pronto se dio cuenta de que era mejor detenerse. Agachada, con las manos
sobre las rodillas, contó primero hasta diez, luego hasta veinte y finalmente
hasta cien, tratando de recuperar la calma. Hasta entonces no había sido
plenamente consciente de que su decisión estaba tomada. Unas horas antes
todo era reversible. Casi irreal. Pero ahora ya no había vuelta atrás: elegir
suponía también perder. Siempre lo había sabido, aunque las puertas que
había cerrado en cada una de las encrucijadas anteriores —letras o ciencias,
bachillerato o ciclo, Filología o Políticas— no eran de las que le preocupaba
mantener abiertas. La puerta que la conducía a la intimidad con Elke, sí.
Se percató de que algún transeúnte la miraba, pero ni siquiera eso detuvo
aquel llanto pausado. Contenido. Y no porque tratara de reprimirse, sino
porque sus lágrimas, las de verdad, siempre habían sido así. Como si nacieran
muy dentro y tuvieran que recorrer un vasto camino que las hacía salir ya sin
fuerzas, exhaustas de explorar cada rincón de su ser.
Las mismas lágrimas que, después de la última noche con Carla en el río,
se permitió verter en cuanto llegó a casa. Allí el llanto no nació de las
oportunidades perdidas, sino de una responsabilidad que estaba cansada de
asumir. Le daba igual lo que dijera ella, por mucho que se esforzara en
repetirle que no había visto lo que sí había visto. Su «nos vendrá bien
tomarnos un tiempo» precipitó el desenlace y Joana todavía hoy duda de
cómo debería recordar esa noche que, cuando irrumpe entre ellas, las separa.
Con Elke las imágenes eran menos difusas. Sin tantas espinas. De ella se
llevaría recuerdos tan luminosos como el de la última vez que se acostaron
juntas, en la que Elke no dudó en verbalizarle a Joana cuánto le importaba
mientras acariciaba su cuerpo con tanta atención como si quisiera
memorizarlo.
—Espera. —Elke buscó su móvil y disparó la cámara frontal para hacerse
un selfi juntas en el que apenas se las reconocía, pero donde la armonía con
que encajaban sus cuerpos las delataba. La penumbra de la habitación le
confería a su foto el aspecto de una pintura impresionista, en la que las
pinceladas eran sustituidas por píxeles que difuminaban sus contornos.
—Creo que me va a doler mirarla.
—No debería, Joana.
—¿No?

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—Ser felices no tendría que dolernos. Y ahora lo somos. Cuando la mires
intenta pensar en eso.
—¿Y entonces por qué no me quedo?
Le resultó extraño oír su propia voz formulando la pregunta que debería
de haberle formulado Elke. Pero ella no se sumó a su interrogante: había
decidido que su marcha no era una despedida, sino un hasta pronto, así que no
iba a exigirle explicaciones.
Permanecieron en la cama, Joana reclinada sobre Elke y Elke con sus
piernas sobre las de Joana, reviviendo días como el fin de semana en que se
recorrieron toda la Museuminsel o la tarde de sesión de fotos con Bobby junto
a la Siegessäule. La maleta ya estaba hecha, igual que los preparativos para la
fiesta del día siguiente; no había nada urgente esperándolas.
Todo parecía encajar hasta que, a unas horas de esa celebración, en la que
Joana le había pedido a Bobby que solo estuvieran ellos tres, Joana necesitó
un momento.
La libertad con que la ataba Elke era tan sincera que la mareaba. Y la
hacía dudar. Se puso en pie, buscó la única camiseta y los únicos vaqueros
que aún no había metido en la maleta y salió del piso dispuesta a revisitar
algunas de las calles que hacía un año había recorrido como una turista y que
ahora sentía que ya eran también un poco suyas.
Volvería. Claro que volvería. Volvería a esa ciudad porque, como le había
dicho Elke, sería estúpido no regresar a los lugares donde había sido feliz.
Pero para hacerlo necesitaba que el final no fuera dramático. El único
requisito para que ese retorno resultase posible era conseguir que ese año
tuviera sentido.
Quería llevarse consigo la seguridad en sí misma de Elke.
La fuerza y las referencias de Bobby.
La capacidad de entenderse más allá de las palabras que habían llegado a
construir entre los tres.
Necesitaba buscar el modo de que todo eso entrara también en su maleta.
Plegarlo cuidadosamente para asegurarse de que lo encontraría cada vez que
lo necesitara.
Tras dejar que salieran al borde del Spree las lágrimas que llevaban días
persiguiéndola, se limpió la cara de un manotazo, se puso en pie con decisión
y buscó la primera estación de metro para regresar a ese piso de Kreuzberg
donde la esperaba la fiesta de despedida más íntima y, a la vez, más hermosa
posible.
—Tengo algo para ti.

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—Que no sea un juego, Bobby, por favor —se rio ella mientras Elke
llenaba sus copas.
—Tranquila. Aunque ya te advierto que cuando no estés con nosotros los
vas a echar de menos…
—Lo dudo mucho.
Joana abrió el paquete que le acababa de entregar Bobby. Por su forma, no
dejaba lugar a dudas sobre cuál sería su contenido. Solo ignoraba el título y la
autoría, pero intuía que se trataría de otra obra de alguno de esos escritores
afroamericanos con los que llevaba meses ampliando su biblioteca.
—All about love… Vaya, muy apropiado.
—Bell hooks es una de las grandes —le explicó Bobby—. Cuando la leas
ya verás cómo te quedas con ganas de más.
—Lo empiezo hoy mismo. En el avión.
—O mejor no… Mejor lo empiezas cuando estés ya en casa. Este libro es
de los que lo remueve todo.
—Justo lo que necesito.
Elke, sin decir nada, se acercó hasta ella, puso sus manos alrededor del
libro y la atrajo hacia sí hasta que sus labios se fundieron en un beso habitado
por toda la amargura de la despedida y todo el agradecimiento del encuentro.
Ni siquiera ahora, dos meses después de ese momento, Joana sabría describir
bien lo que experimentó en los segundos en que su piel permaneció unida a la
de Elke, quizá porque junto a ella había confirmado que el amor era mucho
más amplio y más cambiante de lo que le habían contado. No sabía si el libro
que le acababa de regalar Bobby le aclararía algo más, tal y como prometía su
título, pero confiaba en que no contuviese tantas mentiras como muchos de
los anteriores. A fin de cuentas, decirlo todo sobre el amor también exigía
poner palabras a lo que ni siquiera se podía expresar.
Bailaron. Brindaron. Rieron.
Los tres eligieron ser felices durante la eternidad de apenas unas horas que
duró aquella noche.
Y se prometieron, arriesgándose a que fuera mentira, que en el futuro
seguirían tensando el nudo que los había unido con la misma fuerza con que
ahora lo sentían.

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Escupiré sobre vuestra tumba


—La idea es salir cuanto antes —les recuerda Carla—. Y grabad todo lo que
pueda servirnos para difundirlo desde el canal de Marc. Necesitamos pruebas
de lo que sea que hacen aquí. ¿Está claro?
Anuar, Joana, Noa y el propio Marc asienten mientras intentan forzar la
cerradura del almacén sin demasiado éxito. Hace ya más de dos horas que han
cerrado el bar y no parece que haya nadie en la zona. Por los meses que ha
pasado trabajando allí, Carla sabe que los grupos que apuran la noche más
allá de los horarios oficiales suelen acabar en la fábrica, esa tierra de nadie
donde todo el mundo mira hacia otro lado y se olvidan las normas que rigen
en el resto del pueblo.
—En las películas siempre es más fácil —se queja Marc.
—A lo mejor hay otra forma de entrar —propone Anuar observando la
nave con atención.
—Me temo que esa es la única opción… —Noa señala un ventanal
situado a unos dos metros del suelo.
—Como el día del gimnasio… —resopla Joana—. Otra vez no, por favor.
Carla está de acuerdo con ambas.
Coincide con Noa en que romper esa ventana es la única alternativa y con
Joana en que la vida, como la literatura, siempre acaba siendo una suma de
infinitas variaciones sobre un mismo tema.
—¿Estamos listas?
Asienten y Joana, que está cansada de cumplir normas, de aceptar
directrices, de escuchar la voz que le dicta lo que debe y lo que no debe hacer,
busca una piedra con el tamaño apropiado, la envuelve en su cazadora y,
como si fuera una honda, eleva su brazo derecho y la lanza con todas sus
fuerzas contra el cristal.
El ruido de la ventana al romperse es también el que hacen todas sus
dudas y miedos al caer sobre ese mismo suelo. Todo lo que lleva callándose
un año y que ahora, en medio de una realidad mucho más grande que ella
misma, tiene claro que piensa verbalizar tan pronto como salgan de aquí. En

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cuanto se cuelen dentro y comprueben si Carla ha acertado en su intuición o si
están siguiendo una pista falsa.
Da lo mismo.
Es más, ¿de verdad importa tanto lo que puedan encontrar?
Por primera vez desde que regresó de Berlín, se siente libre. Se siente
fuerte. Se siente capaz de mirar de frente a la Joana que se marchó de allí hace
un año y decirle que algo ha cambiado. Para bien. Algo que tiene que ver con
no dejarse pisotear. Con elevar la cabeza como le enseñó Bobby, con sentirse
orgullosa como le repetía Elke y con rebelarse como le inspira Carla.
—¡Vamos!
Todos los miembros del Comando Woolf se dejan caer por el ventanal y,
con las linternas de sus móviles, buscan algo que justifique su presencia allí.
Sin embargo, no observan nada destacable entre las cajas de botellas, las
estanterías llenas de vasos y un viejo escritorio que, con un par de sillas,
ocupa el lateral izquierdo de la nave.
—Mierda.
Noa no da crédito.
¿Cómo ha podido ser tan ingenua de creer que merecería la pena? ¿En qué
momento se ha desprendido de su sentido común para dejarse arrastrar por
Carla? Lo único que puede esperar es que, al menos, no sepan que han sido
ellas quienes han irrumpido allí. No soportaría tener que darle más
explicaciones a su familia.
—¿Y eso? —Carla señala una pequeña puerta al fondo del local.
—No sé, parece un baño, ¿no?
Anuar se acerca y, al tratar de abrirla, comprueba que está cerrada con
llave.
—De esto me encargo yo.
Pide al resto que se aparte y da una patada con todas sus fuerzas. La
puerta cede ante la furia con que Anuar acaba de golpearla y sus linternas
enfocan con estupor un arsenal de armas de diferente naturaleza. Desde puños
americanos a porras metálicas y pistolas automáticas serigrafiadas con
algunos de los emblemas neonazis que llevan meses apareciendo en la zona.
—Lo sabía. —La excitación de Carla al confirmar su intuición contrasta
con el pánico que invade a Noa.
—Tenemos que irnos de aquí ahora mismo. —Ya ni siquiera está segura
de que grabar lo que han descubierto sea una buena idea—. Esto no podemos
difundirlo sin más. Hay que denunciarlo antes.

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—Si lo hacemos, seguro que alguien les pasa el soplo y les da tiempo a
deshacerse de todo. —Marc contradice a Noa mientras graba con detalle lo
que han encontrado—. Necesitamos contarlo en mi canal.
—Pero ¿tú sabes lo que podrían hacerte estos bestias?
—Que lo intenten —se envalentona Anuar cruzando con Marc una mirada
cómplice.
—Vámonos de una vez —los apremia Joana, que no deja de vigilar la
puerta por si llegara alguien.
—Solo un momento. Es importante que no quede ninguna duda de dónde
lo hemos encontrado para que no puedan rebatir nuestro testimonio.
—Marc, por favor…
Pero ya es tarde.
Su marcha queda abortada en el mismo instante en que el umbral de la
puerta es ocupado por dos siluetas con pasamontañas a las que siguen otras
cinco más a tan solo unos pasos.
El Comando Woolf se queda petrificado al verlos entrar. Miran a sus
espaldas y se dan cuenta de que la única opción de huida es la misma ventana
por la que han entrado allí, pero ahora les queda demasiado lejos.
No tienen más opción que afrontar lo que venga.
Aunque no sea el momento —las cuestiones importantes nunca se ajustan
a una temporalidad lógica—, Carla busca la mano de Joana.
Estoy aquí, es todo lo que quiere decirle.
Estamos juntas, es lo único que escucha.

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Las manos sucias


—¿Qué coño estáis haciendo?
Aunque no se quitan los pasamontañas, Carla reconoce enseguida a Saúl.
Han sido demasiados días trabajando para él como para que surta efecto su
tosco intento de distorsionar su voz.
Podría lanzarse sobre él sin mediar palabra. Calcula que no le resultaría
demasiado difícil tumbarlo, pero quedan seis más igual de corpulentos y,
salvo Anuar, el resto de su grupo no está especialmente dotado para el
enfrentamiento físico. Necesitan una estrategia más inteligente que les
permita salir antes de que ocurra algo más.
—Vaya, pero si son las putas y los maricones de siempre.
Joana juraría identificar la voz de Igor o de Rubén, pero no sabe si está
equivocada. ¿Y si el miedo le está jugando una mala pasada? ¿No puede ser
que la irrupción de esos individuos la haya devuelto dos años atrás y por eso
confunde las identidades de los agresores de ahora con la de los matones de
su antiguo instituto?
—Esta vez no vais a saliros con la vuestra. Eso ya lo sabéis, ¿verdad? Y tú
menos que nadie. —El que Carla ha identificado como Saúl señala a Anuar
mientras saca una navaja de su bolsillo—. Este cerdo fue el que destrozó el
bar y ahora va a tener que pagar por ello.
Los siete rodean a los cinco miembros del comando, a los que ganan en
número y en musculatura. Carla cae en la cuenta de que, si no se lo impiden,
no les será difícil acceder al arsenal que Marc pretendía denunciar en su
canal. Sin pensárselo, corre y se hace con uno de los puños americanos a la
vez que, de una patada, le acerca otro a Anuar.
—¡Serás zorra!
Es un impulso: Carla le escupe y todo se acelera hasta que deja de tener
sentido. Avanza hacia él tan deprisa que los demás no tienen ocasión de
detenerla. Necesita pegar a alguien para no lesionarse a sí misma. Urge
ensuciarse. Mancharse las manos.

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Joana le grita un «déjalo» que Carla desoye cuando se lanza sobre Saúl. Él
le responde con toda la rabia que le provoca el hecho de sentirse retado por
alguien a quien considera una rival más débil. Dos de los encapuchados
cierran con llave para asegurarse de que nadie escapa y Anuar y Marc corren
contra ellos. Noa saca su móvil y trata de llamar a la policía, pero otro de los
encapuchados se lo quita y lo estrella contra el suelo, mientras dos de ellos
ayudan a Saúl a desembarazarse de Carla, que se ve impotente en ese tres
contra una.
Joana corre hacia la puerta decidida a abrirla, pero Saúl le da alcance y
golpea su cabeza contra ella.
—¡¿Te gusta así?! —le grita mientras la agarra violentamente por la
cintura y le retuerce los brazos hasta hacerla chillar de dolor—. ¿Es esto a lo
que habéis venido?
—¡Suéltala! —le exige Carla mientras intenta zafarse de los tipos que la
aprisionan.
Marc y Anuar han neutralizado a dos atacantes, pero la diferencia
numérica sigue siendo evidente y para correr hacia Joana tendrían que soltar a
esos dos individuos a los que retienen a duras penas.
—¡Que la sueltes, cabrón! —grita Noa, a quien retiene el tipo de la voz
parecida a la de Igor.
Joana está paralizada por el pánico. Ni siquiera grita.
Hasta que todo cesa.
Es un segundo.
Ese instante en que la vida prueba lo rápido que puede dejar de serlo.
Y lo demuestra en Anuar.
En el momento en que suelta al tipo que sujetaba y se lanza contra Saúl.
No piensa en nada.
Ni en la decisión de correr hacia él.
Ni en el momento en que, a la vez que se oyen unas voces junto a la
entrada, comienza a golpearlo con el puño americano que antes le ha acercado
Carla.
Una. Dos. Tres. Cuatro… Hasta diez veces.
Ni siquiera se gira mientras alguien tira la puerta principal.
Ni cede cuando los demás encapuchados se tiran sobre él para alejarlo del
que evidentemente es su líder.
No se da cuenta de que acaba de entrar también Gerard, al que Noa se las
ha ingeniado para avisar antes de que le rompieran su móvil.

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Ni de que el mensaje que él mismo le ha enviado a Alvi ha surtido efecto
y está también allí, acompañado de Neus, Irene y Noah.
No es consciente ni siquiera de la fuerza con que imprime cada uno de sus
golpes.
Ni de cómo Carla tumba de un puñetazo a uno de los tipos que intentan
separarlo de Saúl.
Anuar solo ve a Saúl cayendo al suelo, cubierto de sangre a causa de los
golpes que acaba de propinarle. Y a Joana completamente inmóvil.
Desencajada.
Una sirena de policía los alerta y los encapuchados extreman la violencia
hasta lograr zafarse y llegar a la salida.
—Esto no va a quedar así —los amenaza el tipo en quien han creído
reconocer a Igor.
Intentan retenerlos, pero logran huir antes de que puedan impedírselo.
—¿Estáis bien? —Gerard corre hacia Carla y su hermana Noa mientras
Marc se abraza con fuerza a Joana y a Anuar.
—Estamos.
Joana no se siente con fuerzas de decir nada. Tampoco cuando reconoce a
Sonrisa Perfecta entre los policías que asaltan la nave y se llevan a Saúl. Ni
siquiera unas horas después, en la declaración policial en la que tienen que
sacarle las palabras una a una, con una paciencia infinita por parte de la
inspectora que le toma declaración. Pero al menos le quedan fuerzas para
conjugar ese presente. Un plural en el que incluye a las personas a las que
quiere y de las que se enorgullece. Eso es todo lo que puede responder esta
noche.
«Estamos».

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13

Just Kids
La vida es tan frágil que apenas se puede afirmar su existencia. Basta un
segundo para que todo lo que parecía real deje de serlo.
Desde la agresión, Joana solo puede pensar en esa fractura que se ha
materializado ante ella. Sigue recordando todo lo que ocurrió después como si
asistiera a una narración que no le pertenece.
La llegada de Sonrisa Perfecta junto a más agentes.
El interrogatorio en el que tuvieron que explicar qué hacían allí y por qué
había un tipo ensangrentado y semiinconsciente junto a ellos.
La denuncia por la agresión contra Saúl, desestimada gracias al arsenal
hallado en el cobertizo y a las heridas que Joana tuvo que mostrar y permitir
que fotografiaran en su propio cuerpo.
No siente satisfacción al enterarse de que, además de una larga
convalecencia, a Saúl también lo esperan los cargos por haberla atacado. La
han informado de que los llamarán dentro de unos meses para que presten
testimonio en un juicio al que daría cualquier cosa por no asistir. Pero ahora
ya no hay marcha atrás. Ahora ya no puede decidir sobre lo que sí ha ocurrido
como si no lo hubiera hecho.
Al salir del interrogatorio, Ruth le insiste a su hija en que se quede con
ella e Iván. Andreu, que también ha corrido a la comisaría tan pronto como lo
avisan de lo ocurrido, le ofrece lo mismo. Esas dos casas que han dejado de
ser suyas durante tanto tiempo ahora se le abren acogedoras hasta que pasen
el impacto y el miedo. Ese miedo que creían que iban a erradicar
enfrentándose a los fantasmas y que campa a su alrededor. Porque han dejado
tan claro que están dispuestos a combatirlo como que esos fantasmas existen.
Y aunque lo primero las haga más fuertes, lo segundo las inquieta. De algún
modo, lo único para lo que ha servido la intervención del Comando Woolf,
además de para incautar un buen alijo de armas y empezar a desarticular la
red que forman sus dueños, es para demostrar que no existen más espacios
seguros que los que puedan construirse a sí mismas. Y esa no es la lección

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alentadora que Joana esperaba obtener, aunque quizá la verdad, por mucho
que duela, sea el único camino hacia la utopía.
—¿No te quieres venir unos días? —le insiste Ruth, anteponiendo las
ganas de cuidar a su hija a un innecesario «ya te lo advertí».
—Creo que no… Estoy bien, de verdad.
—No lo estás, hija.
—No, pero… —piensa enseguida en sus Mosqueteras— sé cómo empezar
a estarlo.

Sus amigas aceptan la idea sin poner ni una sola objeción.


Ni siquiera Noa sugiere cambiar la casa de Joana por Cumbres
Borrascosas: si esta quiere que se instalen con ella durante unas noches, eso
es lo que harán. Acamparán allí, distribuidas en sacos de dormir el tiempo que
sea necesario.
—Solo dos o tres días… Hasta que esto se calme un poco.
—Si prefieres que no lo suba al canal…
—Al revés, Marc. Ahora es cuando más necesitamos que lo hagas. Que se
sepa que esto sigue ocurriendo también nos protege. Y hasta me hace sentir
algo más segura.
—Llamará la atención de los medios —advierte Anuar, que se ha venido a
compartir saco con Marc.
—Ya hemos salido en algunos —les informa Noa—. Y no imagináis lo
contentos que se han puesto mis padres y los de la cooperativa. Que si
menuda fama para el pueblo, que si ya podíamos meternos en nuestras putas
movidas…
—Se les pasará —responde Gerard, que ha ido a acompañar a su hermana.
—O no —lo corrige Noa—. Ha quedado muy claro que aquí nadie olvida
nada… Nunca.
—¿Tú no te quedas, Gerard?
—No, Marc, yo no me quedo. —Mira de reojo a Carla, sentada junto a
Joana—. No pinto mucho aquí.
—Gracias.
—¿Por?
Joana se encoge de hombros, sin aclararle a Gerard si le está agradeciendo
su ayuda durante la pelea o el hecho de que no se quiera quedar a pasar la
noche cerca de Carla. Él tampoco responde y se limita a mover ligeramente la
cabeza en señal de despedida.

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Carla no dice nada, pero se promete enviarle más tarde algún mensaje en
el que dejará constancia de que no se arrepiente de lo que ha habido entre
ellos. Y ahora menos que nunca. Un mensaje donde le dirá que intuye que
ambos se necesitaban en un momento de transición que ignora adónde los
conduce, pero que le ha gustado disfrutar juntos. No esperará respuesta, solo
se lo mandará porque detestaría que Gerard crea que se avergüenza de algo
tan sencillo como el sexo que han compartido para plantar cara a sus
soledades y que, posiblemente, es lo único de estos meses que no le ha
resultado turbio.
—Habrá que escoger sitio, ¿no? —pregunta Noa.
Se distribuyen por toda la casa y, ante las dudas de Carla, Joana le hace un
gesto para que la acompañe hasta su habitación.
—Me gustaría que durmieses conmigo.
—¿Estás segura?
—No estoy diciendo que tenga que pasar nada. Solo que quiero que
durmamos juntas… Si te parece bien.
—Me parece bien.
Joana se deja caer exhausta sobre la cama y palmetea sobre el colchón
marcando el sitio que le ha dejado libre. Carla se tumba a su lado y se fija en
el ejemplar del Just Kids de Patti Smith que hay en una de las dos mesitas
laterales. El mismo ejemplar que ella le regaló porque su padre le dijo que era
el mejor libro que había leído nunca sobre la amistad.
Se quedará a su lado hasta que amanezca. Abarcando con su cuerpo la piel
que hoy Joana siente magullada y vulnerable. Devolviéndole con sus manos
anudadas a su espalda la dignidad que han pretendido robarle y que, pase lo
que pase, le pertenece.
Unas horas más tarde, Joana necesitará agradecérselo y se girará hacia ella
en mitad de la noche. Retirará ese flequillo rebelde que siempre la acompaña.
Acercará sus labios a los suyos y la despertará con un beso del que espera que
nadie las exilie. Uno de esos besos donde podría vivir y que no espera
convertirse en sexo, porque no nace de la pasión, sino de la certeza de que,
hagan lo que hagan con su pasado, Carla siempre será parte esencial de su
vida. Y Joana, si ella se lo permite, de la suya.
Carla teme que todo eso le pase factura. Tal vez al día siguiente. O en una
semana. Su cuerpo no tardará en somatizar la tensión de los últimos días. Y la
adrenalina. Las emociones que ahora finge controlar para que Joana pueda
vaciar las suyas la dominarán tan pronto como ella se relaje y entonces tendrá
que afrontar otro momento. No los llames brotes, Carla, no te patologices.

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Pero no está segura de que la voz de Iria le llegue con la suficiente fuerza
como para oírla en medio de la tormenta que estallará cuando tome
conciencia de lo que ha sucedido. De la violencia de la que ha sido parte. Y
de las dudas que eso despierta en ella. Las que, en adelante, caminarán a su
lado con el resto de las situaciones que la retratan y que se niega a que la
limiten.
Acaricia a Joana con la misma ternura con que lo hizo después de su
primera vez, cuando percibió el pudor que esta experimentaba por culpa de su
inexperiencia. En aquella ocasión solo quería decirle que no iba a ser la
última. Hoy le promete justo lo contrario.
Los monstruos no volverán a por nosotras.
Se quedarán aquí.
Derrotados por su propia crueldad.
No regresarán, Joana.
Pero no se lo dice porque teme que sea mentira.
—Si no hubieras estado allí…
Joana se abraza a Carla. Prefiere el vértigo de lo que pueda suceder entre
ellas a la hostilidad de un mundo donde no esté ella. Un mundo donde no
cuente con Carla para hacerle creer que hay batallas que aún merece la pena
afrontar.

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Las flores del mal


¿Habría actuado de forma diferente si hubiera sabido lo que iba a suceder en
la nave?
Carla no sabe si habría cambiado algo de lo que ha hecho este verano. Ni
tampoco de lo que hizo el verano anterior.
Si se dice que sí, tendría que reprocharse su hipocresía.
¿De verdad pretende convencerse de que su instinto de venganza no es
uno de los monstruos con los que convive a diario? Una de esas fieras que
intenta subyugar gracias a la terapia, pero que cada vez que se desboca es
capaz de hacerla perder pie hasta el punto de obligarla a desconocerse. No es
ella. No está siendo ella. Así lo razona cuando tiene que dar cuenta de sus
actos, pero eso no la exime de lo que haya ocurrido. Aunque la ejecución
depende de esa otra Carla que se apropia de su mente, ella también está ahí.
Formando parte de los hechos desde la voluntad que domina ese lado que
Joana llama su «arista Baudelaire».
—Ni idea de a lo que te refieres —protestó Carla la primera vez que se lo
dijo.
—Búscalo… —la retó—. Seguro que lo entiendes.
Al principio, no encontró en aquel poeta francés demasiado con lo que
identificarse. Hasta que dio con unos poemas que hablaban de esas zonas
oscuras y en sombra que formaban parte de la vida y a las que se había
atrevido a dedicar versos para convertirlas en belleza. A ella también le
parecían sórdidas y, a la vez, hermosas, tanto que llegó a fotografiar algunos
de aquellos textos y a compartirlos en su Instagram. Sin comentario. Sin una
sola apostilla. Solo la imagen que colgaba con la única intención de que fuera
interpretada por Joana gracias a su «stalkeo consentido».
¿Habría actuado de forma diferente si hubiera sabido lo que iba suceder?
Si se dice que no, tendría que acusarse de estar mintiendo.
Porque esta noche daría cualquier cosa porque Joana no hubiera sido
golpeada por ese cabrón. Y aquella otra noche, un año atrás, ambas habían
perdido demasiado en un solo momento como para no arrepentirse y

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plantearse otros modos menos lesivos de dar rienda suelta a su «arista
Baudelaire».
Ahora, en esta madrugada en la que solo le preocupa ofrecer consuelo a la
mujer que duerme junto a ella, ese dilema carece de sentido.
Qué más da saber si volvería o no a actuar así.
Lo único que importa es que, en ambas ocasiones, sí lo hizo.

Resultaba arriesgado, pero si hace un año le envió aquel mensaje a Lola es


porque contaba con que acudiría a su llamada.
—No puedo quedarme mucho, Carla.
—Ya me imagino.
—Tú dirás cómo puedo ayudarte.
Del resto de los docentes de su centro no podía esperar que atendiesen su
llamada, pero sí de ella.
Carla intuía que bastaría con escribirle un mensaje lo suficientemente
alarmante a la misma dirección desde la que su tutora les enviaba los
esquemas para la EBAU. Solo tenía que resultar enigmática y añadir una
necesidad urgente de revelar algo que no podía confesarle a nadie más.
Contaba con la buena voluntad de Lola. Con su compromiso sincero. Con
todas las veces en las que les decía, mirando con intención a las integrantes
del Comando Woolf, que si necesitaban su ayuda, no dudasen en llamarla.
Cuando la vio llegar se arrepintió de haberlo hecho.
Pero ya era muy tarde.
Le dolió comprobar el rostro de honesta inquietud de Lola, que había
acudido hasta la ubicación donde ella le había pedido verse a solas.
«No quiero que nadie se entere de lo que me pasa… Y en este pueblo, ya
lo has notado tú misma, todo el mundo se entera de todo».
Tenía sentido.
Claro que tenía sentido citarla en ese punto exacto. Junto al río. A los pies
del árbol donde Joana y ella habían tallado, una a una, las iniciales de las
ciudades con las que iban leyendo su historia.
—Puedes decirme lo que sea —la animó Lola, ejerciendo con convicción
su rol de tutora entregada y voluntariosa.
Lola conocía su historial gracias a los informes de Orientación y, aunque
la propuesta de Carla no era convencional, sospechaba que su profesora no se
perdonaría dejarla a solas en lo que fuera que le estaba ocurriendo. No

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soportaría los remordimientos si la desatendía por ajustarse con rigidez a los
protocolos que guiaban su labor tutorial.
Por un segundo, Carla tuvo que contener las náuseas. La conciencia de lo
que estaba haciendo chocó con tanta violencia con lo que le ordenaba su
«arista Baudelaire» que estuvo a punto de desistir. Pero se impuso su rabia
contra aquella mujer que no solo había animado a Joana a alejarse de ella,
sino que la había acusado de ser una cobarde por no acudir a la maldita
graduación.
—Lo he hablado con Lola —le había confesado Joana hacía solo unos
días.
—¿Y ella qué pinta en esto?
—Quería conocer su opinión.
—¿No te basta con la nuestra?
—Pero es que Lola tiene razón. Ella también cree que si no vamos
estamos permitiendo que se salgan con la suya —afirmó Joana, reproduciendo
las palabras de su profesora como si fueran el argumento definitivo.
—Es al revés. Ir es darles la razón y jugar a su puto juego. La disidencia
no es solo con quién te acuestas, Joana, es cómo te comportas. Y acudir a esa
fiesta no es rebelarse, sino someterse.
—Voy a ir de todas formas.
—Haz lo que quieras.
En ese momento, Carla decidió que no perdonaría a Lola por haberse
entrometido en su relación. El modo en que Joana había llegado a idealizarla
había sobrepasado la ensoñación erótica con la que ambas habían fantaseado
y se había transformado en una molesta idolatría.
Si Lola no la hubiera criticado, no habría pasado nada.
Si no hubiera inducido a Joana a cuestionar su coherencia, tampoco.
Pero por su culpa Carla se sentía juzgada. Qué importaba lo que pudiera
contarle a Joana cuando Lola, siempre Lola, imponía la verdad con los libros
que les recomendaba y las referencias que les ofrecía. Ella era el horizonte
idílico mientras que el que le ofrecía Carla solo cabía ser calificado de
probable. Se había convertido en el mundo tangible frente a la utopía. En la
imperfección frente al sueño. Y Carla no soportaba conformarse con la prosa
mientras Lola, a la que seguiría admirando si no se hubiese interpuesto en su
camino, se adjudicaba el verso.
—No debería estar aquí. Y menos a estas horas. —Su tutora no dejaba de
mirar en todas las direcciones, inquieta por si alguien la descubría tan tarde
hablando a solas con una alumna—. Si he venido es porque el tono de tu

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correo era muy preocupante y porque también sé que este curso han sucedido
demasiadas cosas a tu alrededor. Así que necesito que empieces a hablar ya y
me digas qué es lo que está pasando.
—Lo entiendo… ¿Podemos sentarnos?
Lola accedió y las dos se acomodaron tras el árbol lleno de iniciales que
encerraban proyectos, de modo que Carla viese bien si aparecía alguien.
Según su reloj ya era la hora convenida y Joana siempre llegaba puntual, solo
tenía que improvisar un relato durante apenas unos segundos. Los suficientes
para que se presentase en el lugar en el que la había citado con un whatsapp.
A partir de ese instante, del segundo inmediatamente anterior a la llegada
en bicicleta de Joana, su recuerdo se bifurca en dos opciones.
Lo que vio Joana: Carla acercándose a Lola, Lola permitiéndolo, Carla
estirando uno de sus brazos hacia su cintura, Lola reclinándose sobre el árbol,
Carla aproximando su rostro, Lola dejando que se fundan sus labios, Carla
apretando su cuerpo contra el de Lola, Lola cayendo sobre la hierba a los pies
del árbol, Carla dejando que sus manos se internen bajo la camiseta y los
pantalones de Lola, Lola sin oponer resistencia ante el avance del cuerpo de
Carla sobre el suyo.
Lo que vio Carla: Lola escuchando su monólogo improvisado, Lola
interrumpiéndola cuando Carla habla de autolesiones, de heridas, de
situaciones reales que mezcla para inventar el relato con que distraerla hasta
que llegue Joana, Lola poniendo una mano sobre su hombro que no sabe si es
una forma de tranquilizarla o una invitación, Lola reclinándose sobre el árbol
con plena conciencia de su cuerpo, Lola disfrutando de la soledad de un lugar
en el que al fin se ha convencido de que no vendrá nadie, Lola plena de una
ambigüedad que ahora no la perturba, que le permite mirar a Carla a los ojos,
a los labios, a la boca que Carla no sabe si le acercó por decisión propia.
Un año después sigue sin saber si pretendía llegar tan lejos.
Quizá su «arista Baudelaire» sí lo había planeado así desde un principio.
Quizá todo fue el desenlace previsible de una acción demasiado
arriesgada como para que no tuviera consecuencias.
Quizá solo aspiraba a marcar un espacio que les pertenecía a ella y a
Joana con un encuentro sexual y público que la enojara lo suficiente como
para hacerla reaccionar y que se diese cuenta de que Lola, esa mujer a la que
idolatraba, era tan humana como ellas. Tan imperfecta.
Tan capaz de equivocarse como para estar allí.
Con ella.

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O quizá había subestimado a Lola y no se había dado cuenta de que los
años que las separaban le permitirían dominar la situación. Apropiarse de la
fantasía que Carla y Joana creían secreta para emplearla en su beneficio. Pero
optar por esta última alternativa afectaba al recuerdo de todos los momentos
anteriores e incorporaba a Lola a esa paleta de grises que, al final, era la única
en la que cabía todo el mundo.
Aquella noche había hecho añicos la posibilidad de la idealización. La
caída del mito. El reflejo de la estatua que se derrumba cuando resulta ser
demasiado humana.
Joana salió corriendo nada más verlas. Una sobre la otra.
Lola, fingiendo no estar afectada por lo que acababa de ocurrir, se puso en
pie, recolocó su ropa y le exigió a Carla la máxima confidencialidad.
—Ni se te ocurra intentar arruinarme la vida.
—No pensaba hacerlo.
—Joder, Carla…
—Lo siento.
—No tengo ni idea de qué era lo que pretendías. Pero sí sé que no lo
sientes.
Lola se marchó de allí sin añadir una sola palabra más y Carla, que
acababa de confirmar los grises en los que transcurriría el resto de sus días, se
quedó sola durante horas al borde del río, hasta que la fiebre y una migraña
insoportable la obligaron a regresar a casa.
Durante los tres días que duró su crisis no tuvo ni un mensaje de Joana.
Ni, por supuesto, de Lola. Cuando recobró las fuerzas y abandonó la cama fue
como si nada hubiera sucedido y, a la vez, todo hubiese acabado. Joana le
confirmó en un seco whatsapp que le habían concedido la beca en Berlín y le
pedía que se abstuviera de acudir al Viernes Repelente que, a modo de
despedida, le habían preparado las Mosqueteras.
«Invéntate algo, que las dos sabemos que eso se te da bien».
Ha pasado un año desde que hizo añicos el espejo en el que, junto a Joana,
le gustaba mirarse y hoy, con ella enlazada a su cuerpo, siente unas ganas
incontenibles de hacer retroceder las agujas de su reloj para que esa noche
nunca ocurra. Para que los cristales, que yacen rotos a sus pies, se reúnan
hasta formar de nuevo ese espejo en el que necesita volver a verse para no
olvidarse.

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15

Wonder Woman
Casi un millón de reproducciones en tres días.
Marc exhibe la cifra como la prueba incontestable de su éxito.
—Ahora no pueden negar lo que ha pasado —insiste él, que duda que la
justicia mire hacia otro lado ante semejante presión viral—. Todo el mundo
sabe por fin que no estamos hablando solo de niñatos que pintarrajean muros,
sino de algo mucho más grave. Y organizado. ¿Os dais cuenta? Ante esto no
pueden seguir fingiendo que no existen.
La teoría es buena, pero la realidad es muy diferente. Joana prefiere no
intervenir, aunque cuenta con bastantes datos como para que la euforia de
Marc se desvanezca. Bastaría resumirle su llamada de ayer con Sonrisa
Perfecta, en la que le dejó claro que hasta ahora solo se ha sumado la
identificación de Igor entre sus atacantes. Más allá de confirmar la sospecha
de Joana sobre esa voz tan familiar, no han obtenido nada. Ni Saúl ni Igor han
soltado una sola palabra y, a pesar de que la científica ha estudiado a fondo la
nave, de momento no han hallado ninguna prueba que los conduzca al resto.
Podría contárselo y aminorar el supuesto éxito del vídeo que ha subido en
nombre del Comando Woolf. Pero si reprodujese su conversación de anoche
arruinaría el desayuno de despedida que han preparado para poner fin al
campamento en su casa. Ha sido idea de Noa, que se negaba a que su breve
convivencia acabara con la misma tristeza con la que comenzó.
—Hemos conseguido aguantarnos durante más tiempo del habitual, y eso
deberíamos celebrarlo.
Carla, que intuye que eso lo dice por ella, le da la razón y las dos se
devuelven una sonrisa honesta. Su relación no será jamás como la que
mantienen con Marc o con Joana, pero empiezan a encontrar el modo de
interactuar sin que todo resulte un ataque. Quizá porque las amenazas de
verdad no están dentro del grupo que han sabido construir, sino del entorno
retrógrado que las rodea.
—Ha estado bien —comenta Anuar, al que no le ha resultado difícil
integrarse en una comunidad de la que ya se siente parte.

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—Entonces ¿te vas a venir el próximo viernes?
—¿Adónde, Noa?
—Pues a Cumbres Borrascosas.
—Creo que paso.
—¿Y eso? —se sorprende Marc.
—Está claro que ese rollo es vuestro. Y no me apetece ser un intruso en
medio de algo que ha empezado sin mí.
—Todo empieza sin nosotros hasta que nos sumamos —intenta
convencerlo Marc, mientras prepara una cantidad ingente de tostadas.
—Si queremos que lo nuestro funcione es mejor que respetemos los
espacios.
—¿Lo nuestro?
—¿Te parece mal?
—Al revés, Anuar. Suena bien… No sé lo qué es, pero suena bien.
Sus amigas miran a Marc, ahora sí, felices. El número de visualizaciones
de su vídeo les importa bastante poco, pero reconocer su entusiasmo en una
relación que acaba de empezar les resulta bastante más reconfortante. En
especial, a Noa y Joana, que llevan años sufriendo sus fantasías románticas y
toda la ristra de clichés a los que dice oponerse y que, sin embargo,
reproduce. Estereotipos que, por lo que han visto estos días en Anuar, no se
ajustan al carácter de ese chico de la cresta rosa, que parece dispuesto a
construir algo con Marc siempre que no se asfixien ni invadan la parte del
mundo que no les corresponde. A su amigo, intuyen, no le va a resultar fácil
respetar esas fronteras ni abandonar la idea de que el amor debería ser un todo
en el que sus componentes pierden su identidad en vez de la suma consciente
que le propone Anuar. Pero tanto si lo suyo sigue avanzando como si se
detiene en algún punto del camino, habrá merecido la pena, aunque solo sea
por el modo en que Marc sonríe cada vez que lo acaricia al pasar junto a él.
—No puedo quedarme —se disculpa Carla mientras apura su zumo de un
trago.
—¿Lo dices en serio?
—Tengo una entrevista…
—Por fin una buena noticia —se alegra Joana.
—No os emocionéis mucho… Es otro curro de mierda, pero al menos me
han llamado.
—¿Ya te han levantado el veto? —ironiza Noa.
—Parece que el vídeo de Marc me ha hecho pasar de villana a heroína.
—Para que luego digáis que mi canal solo sirve para sumar followers.

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—De la cancelación a la beatificación espontánea —comenta Noa con
ironía—, no sé si me convence.
—A mí tampoco —admite Carla—. De heroína no me veo.
—Por si acaso, no te olvides tu lazo de Capitana Marvel —bromea Marc.
—El lazo de la verdad es de Wonder Woman.
—Anuar, no me digas que eres de esos.
—¿De los que exigen un poquito de precisión para hablar de cómics?
Porque va a ser que sí.
—Vaya, no podía ser todo tan perfecto…
—Dijo el tipo con Diógenes de libros.
—Serás capullo…
—Carla, ve con cuidado —le aconseja Noa—. Todavía está todo muy
reciente.
—Ahora no se van a atrever a hacernos nada —interviene Joana—. Eso es
lo único que tiene claro Sonrisa Perfecta. Que no saldrán de sus madrigueras
durante un tiempo. El foco les queda demasiado cerca.
—Me largo. Que mi matrícula no se va a pagar sola.
Con la única intención de cambiar por una vez la tristeza que los atenaza
desde hace días por la esperanza que han empezado a imaginar juntos, Carla
pone sobre la mesa una carta oficial.
—¿Y esto?
—Me han dado plaza en la Escuela de Cine de Barcelona.
Es la tercera vez desde que Carla y Joana se conocen que descubre en ella
la sonrisa más franca y expresiva que jamás ha visto.
La primera fue después de las pintadas con las que nació el Comando
Woolf, cuando sintió que había vencido a quienes querían humillarlas.
La segunda, después de su primera vez en el río, cuando creyeron haber
encontrado a la persona con la que querían ser.
Y la tercera es hoy, en este ahora en el que quizá quepan mejores futuros.
—Está lejos —es todo lo que le dice a Carla sobre esa Escuela de Cine
que le exigirá abandonar el pueblo.
Joana reprime la tentación de devolverle las frases que se dijeron el
verano anterior y, aunque sería fácil recuperar cualquiera de sus afirmaciones,
prefiere que este diálogo sea nuevo. Es más, lo retrasa: deben tenerlo a solas,
cuando no estén las Mosqueteras y Carla no se sienta en minoría. En el
momento en que las dos estén preparadas para tomar una decisión sobre lo
que son —si es que aún son algo— y sobre el modo en el que quieren serlo.
—Esta noche lo hablamos.

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La escueta respuesta de Joana equivale a una invitación. Así que esta
noche Carla se subirá a su moto y volverá a su casa. Solo que, en vez de
merodear como ha hecho durante tantas tardes este verano, se acercará a su
puerta. Y llamará. Y quizá, si Joana ha aclarado por fin sus ideas, la invite a
besarla con esa vehemencia con la que Carla lo hace todo, empujándola
suavemente a través del pasillo y a lo largo del salón hasta caer juntas en el
sofá. Y se clavarán los muelles, porque es un sofá demasiado viejo y
demasiado barato, pero hasta ese minúsculo dolor será parte del rito deseable.
Del reencuentro que ambas celebrarán en ese espacio en el que Joana necesita
volver a sentirse segura. Protegida por el cuerpo que ahora la abraza y por la
promesa, muy lejos de ella, de esa otra mujer que la espera. Ni siquiera se
pregunta si es conveniente. Solo sabe que es. En ella conviven esas dos vidas
al mismo tiempo. La que puede que retome esta noche cuando Carla llame a
su puerta y la que imagina en un Berlín que todavía aguarda su respuesta al
último mensaje de Elke. Ahora, más que nunca, necesita saber que esos dos
caminos son posibles. Y se ha dado de plazo este día de finales de agosto para
decidir lo que quiere hacer en cada uno de ellos.
—Entonces ¿es oficial? —le pregunta Marc en cuanto Carla abandona su
casa.
—¿El qué? —finge Joana, a pesar de adivinar a lo que se refiere.
—¿Habéis vuelto?
—No lo sé.
—¿No lo sabes? —Noa, al igual que Marc, encuentra demasiados signos a
su alrededor de que la respuesta correcta es un sí.
—Si queréis saber si hemos vuelto a follar, ya os digo que no. Hemos
dormido juntas, nada más. Como mucho, nos hemos enrollado un par de
veces.
—¿Habéis vuelto a tener quince de repente?
—No, Marc, solo hemos intentado no hacernos daño. Después de lo del
verano pasado, no queríamos que… —Se da cuenta de que está a punto de
hablar de más y se calla antes de traicionar su pacto con Carla.
—Nunca nos lo vas a contar, ¿verdad?
Joana niega con la cabeza ante la pregunta de Noa y su amiga, que no
quiere sumar más presiones, le sonríe.
—Tampoco es necesario.
—Lo único que sé es que para decidir si vuelvo a arriesgarme hay algo
que necesito resolver.
—Mira que te gusta hacerte la enigmática.

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—Porque lo soy.
Se ríen y comienzan a desayunar mientras Joana comprueba la hora y el
lugar en el que ha citado a una de las dos personas con las que necesita hablar
hoy.
—¿Le vas a dar una oportunidad? —insiste Noa, a quien le preocupa que
Joana se haga daño de nuevo.
—Solo si eso no supone volver al punto en que estábamos antes de irme.
—A lo mejor nunca te fuiste…
Noa se sorprende al ser consciente de que se alegra de que Carla forme de
nuevo parte de la vida de Joana. Quizá porque eso la aleja definitivamente de
Gerard. O porque supone un aliciente para que su amiga vuelva a ser la que
era antes de su viaje.
—Sí me fui. Sí que nos vamos, Noa. No somos nunca las personas que
fuimos. Somos todo lo que nos va ocurriendo y hasta la gente que se atraviesa
en nuestro camino. Y yo ahora también soy eso. Soy ese piso en Berlín ante el
que ponéis tan mala cara cada vez que lo menciono. Como si os estuviera
comparando. Pero es que no puedo ser sin esa parte de mí que se ha quedado
allí. Ni sin todo lo que se ha venido conmigo.
Al hablar, el peso que la oprimía desde su regreso empieza a abandonarla.
Su cuerpo parece más leve, como si sincerándose sobre los límites que la
tiranizan pudiera derribarlos.
—Desde que he regresado me he esforzado por ser esa Joana, la que se
despidió de vosotras en el aeropuerto. Pero no lo soy, Noa. Y tú y Marc,
tampoco. Por eso no sé si voy a volver o no con Carla, no sé nada porque lo
que esperaba antes a lo mejor ya no es lo que espero ahora. Estoy harta de que
me defina lo que dije y no lo que quiero decir. Harta de no contradecirme, de
no equivocarme. A lo mejor esto no tiene sentido. A lo mejor no sabéis a qué
viene esta rayada, pero viene a que «esto» no podemos construirlo desde la
nostalgia, ni desde el culto a algo que fuimos, como si no tuviéramos derecho
a inventarnos tantas veces como nos apetezca.
Respira y se percata de que el peso es ya mínimo, casi inexistente.
—¿«Esto»? —Joana percibe en Marc la misma extrañeza con la que
reaccionó ella cuando oyó aquel pronombre en la voz de Elke.
Extiende sus dos manos y busca las suyas: a su derecha, sostiene la de
Noa; a su izquierda, agarra con fuerza la de Marc.
—Sí: «esto».

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En el camino
De las dos conversaciones pendientes escoge empezar por la más dolorosa.
Joana aplaza la que se le figura más incómoda y adelanta, sin embargo, la
que teme que le deje una herida difícil de cicatrizar.
A su modo, es un acto de valentía. Y, sobre todo, de honestidad. No
quiere que su decisión sobre Elke esté condicionada por lo que descubra más
tarde, y por eso se dispone a hablar primero con ella para asegurarse de que el
mundo que crearon juntas en Kreuzberg jamás será un patético plan B.
Antes de llamarla, hace acopio de fuerzas. Aunque ha disimulado delante
de sus amigas en el desayuno, está exhausta.
Estas noches apenas ha logrado descansar y solo la presencia de Carla ha
conseguido que se mantuviera en un delirante duermevela donde todo sucedía
una y otra vez. Ha tenido que llevarse las manos más de una vez hasta su
cintura para cerciorarse de que ya no estaban allí los brazos que la oprimían.
—Soy yo —le recordaba Carla cuando estaba a punto de gritar, presa de
unos nervios que se pregunta cuánto tardarán en desaparecer.
Pero no quiere pensar más en eso. Está harta de que su mente deambule,
como un errático personaje de Kerouac, por caminos de los que necesita
alejarse. Y frente a la divagación que la lastima, opta por no postergar más la
primera de sus dos conversaciones pendientes.
Enciende su portátil y se conecta con la esperanza de que haya alguien al
otro lado.
«Kannst du?», avisa a Elke, empleando el alemán como deferencia.
Mejor extremar la delicadeza. Hoy no soportaría una conversación áspera.
Tampoco pretende contarle lo que ha pasado en los últimos días. Todavía
necesita asimilarlo. Asumir que no solo ha actuado así por Carla. Ni por
Anuar. Sino por sí misma. Por la Joana que se erguía con orgullo cuando la
llamaban zorra en bachillerato. Por la Joana que plantó cara con sus
Mosqueteras a quienes destrozaron su banco arcoíris. Y la Joana que había
descubierto en Berlín que el único modo de ser coherente consigo misma era
no agachando nunca la cabeza.

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Se da cuenta de que no está preparada para hablar con Elke en el mismo
instante en que ella aparece al otro lado de la pantalla.
Elke y su sonrisa confiada.
Elke y su mirada atenta.
Elke y su capacidad para adivinarla antes de que conjuguen los verbos del
idioma que solo les pertenece a ellas.
—¿Estás bien?
—No mucho… —le responde Joana con sinceridad—. Pero no tiene que
ver con nosotras…
—Suena bien —contesta Elke—. Aún hablas de nosotras.
—Sí —asiente ella, que ahora no sabe cómo dar el siguiente paso.
—Tranquila. —Elke se anticipa interpretando su silencio.
—Lo he pensado, de verdad. Te prometo que lo he pensado mucho. Pero
irme ahora a Berlín es… Sería…
Joana se tropieza con las palabras. ¿Irse a Berlín sería equivocado,
precipitado, posible? En realidad, no encuentra ningún adjetivo porque el
único que le viene a la cabeza es también el único que no quiere pronunciar:
valiente.
—«Esto» va a seguir aquí.
Joana se ríe.
Esto. This. Das.
En las tres lenguas resulta igualmente polisémico. En los tres idiomas que
utilizan para comunicarse alude a lo que no quiere perder y que Elke le ofrece
seguir manteniendo.
—No quiero que «esto» desaparezca, Joana.
—¿Aunque no esté allí?
—Aunque estés en otro sitio. Y con otras personas.
—No sé si te entiendo, Elke.
—No necesito que me entiendas. Solo que me digas que te parece bien.
—¿Me puede parecer bien algo que no entiendo?
—Las relaciones que importan no hay que entenderlas, tan solo hay que
cuidarlas.
—Pero es que no sé si puedo cuidarte si tú no…
—No me has entendido, no quiero que me cuides a mí. Quiero que cuides
«esto».
Extiende los brazos al otro lado de la pantalla con la misma expresividad
con que lo hizo el primer día. El de la canción, el de su Willkommen y las tres

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palabras, ese día en que Joana abrió la puerta a una vida que hoy pretendía
despedir con un punto y final y para la que Elke le ofrece un punto y seguido.
—Es especial, Joana. Lo que somos tú y yo es muy especial. Y no quiero
que mi vida se defina por las relaciones que he dejado atrás, quiero que todas
sigan en ella. Que no mueran. Quiero que se mantengan por si deseamos
regresar.
—Eso no podemos asegurarlo.
—Lo sé. Pero sí podemos evitar deshacerlas. Prefiero pensar que en mi
vida siempre vais a caber las personas que sois importantes en ella.
—¿Como Sabine? —bromea Joana fingiendo unos celos que no siente.
—Como Sabine.
La idea, aunque la desubique, le resulta apetecible.
Contar con la posibilidad de seguir imaginando su vida con Elke es un
modo de esquivar la renuncia. O, por lo menos, de hacer que la elección no
duela tanto. Las dos Joanas continuarían avanzando en paralelo, una junto a
Carla y otra junto a Elke. Pero no quiere ser egoísta y necesita que Elke sepa
que esa duplicidad ya existe.
—Aquí hay otro nosotras —admite.
—¿Y qué más da? Si no quiero que la gente que me importa salga de mi
vida es porque tampoco espero que las personas que te importan salgan de la
tuya.
—¿Eso significa que podría volver?
—Significa que me gustaría que continuásemos enviándonos canciones. Y
fotografías. Y crecer juntas en la distancia. Saber que te va bien, Joana. Que
tu «esto» te hace feliz. Que a mí me hace bien el mío. Alegrarnos de lo que
hemos sido compartiendo lo que sigamos siendo.
La honestidad de Elke la desarma hasta el punto de hacerla dudar.
¿Y si la respuesta correcta fuera otra? ¿Y si lo que tiene que decirle es que
va a regresar? Que la espere allí. En su piso de Kreuzberg… Pero la idea de
abandonar a Carla y a sus Mosqueteras la hace renunciar. Ahora no. No se
merecen otra huida.
—Creo que tu idea me gusta más que la mía, Elke.
—Es que mi idea es mejor —sonríe—, y, si alguna vez no lo fuera, no
tienes que darme explicaciones. Este camino será nuestro mientras las dos nos
sintamos bien. Sin explicaciones. Sin normas. Sin exigir nada a cambio. Así
de sencillo.
—No sé si es tan sencillo…

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—Yo tampoco. Pero no sabría vivir de otra manera —le confiesa Elke
antes de que las dos acaben la videollamada con un impreciso hasta pronto.

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El Aleph
Joana llega más de un cuarto de hora tarde a la segunda y última de sus dos
conversaciones pendientes. Ha necesitado ese tiempo para mentalizarse de
que era inevitable acudir, por muy espinoso que se le antoje su reencuentro.
Ocupa su sitio y se deja caer en el banco de la cafetería como si quisiera
encogerse hasta desaparecer a sus ojos, algo que, obviamente, no consigue.
Aunque ha sido ella misma quien la ha citado, ahora duda si ha sido una
buena idea. A sus ojos, vuelve a sentirse como si fuera la alumna de segundo
de bachillerato en una reunión con su tutora.
—Qué mayor te veo —empieza Lola—. Sé que es un tópico y que no ha
pasado más que un año, pero te recordaba más niña.
—En un año da tiempo a muchas cosas. —Joana se pregunta si debe
decirle que ella, sin embargo, la encuentra exactamente igual. No es del todo
cierto, porque prefiere su nuevo corte de pelo y la nota algo más delgada, con
la mirada más serena y una expresión de satisfacción consigo misma que
durante aquel curso nunca llegó a tener.
—Sobre todo si lo vives fuera de casa… ¿Ha sido una buena experiencia?
—Mucho. Creo que me gustaría volver a Berlín en algún momento.
—Deberías. Ahora estás a tiempo: eres muy joven.
Desvía la mirada, molesta. Odia el argumento de la edad. Esa condena de
la juventud como la exigencia de todo lo que debe hacerse y que pervierte el
carpe diem hasta convertirlo en una obligación. Ese «ahora estás a tiempo» se
traduce por un «ahora debes». Por un «aprovecha». Por una demanda más que
sumar a la lista de exigencias que ya tiene. Nadie habla de su edad como el
cúmulo de dudas y de carencias que la integran. Ni de ese equilibrio
inexistente en el que funda su rutina. Ese pisar continuamente arenas
movedizas luchando por impedir que las expectativas se dobleguen ante la
miseria que la realidad le ofrece.
De Lola no esperaba algo así. Aunque es lógico que recurra a los tópicos
con tal de retrasar el asunto que ya resulta inevitable.
Joana contaba con un no.

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Pero a pesar de esos grises de los que habla Carla, y con los que ella cada
día está más de acuerdo, hay algo en Lola que apunta hacia otros colores
diferentes de esa marabunta opaca en la que se pierde el resto del mundo. Que
le haya respondido que sí a su e-mail, que se haya sentado frente a ella y que
ahora esté aquí, esperando que le diga lo que sea que quiera decirle, ya no
cabe en el gris. O, al revés, lo refuerza.
—Menudo curso el vuestro… Fue intenso, ¿verdad?
Mientras Lola recuerda, Joana duda entre pedir un té exótico, para fingirse
sofisticada, o una cerveza, que es lo de verdad le apetece. Al final, aunque ni
siquiera le guste, opta por el té.
—Un poco, sí.
La tentación de la nostalgia es evidente, pero no están allí para hacer
memoria.
No han ido hasta esa cafetería, a tan solo unos kilómetros del pueblo
donde fueron profesora y alumna, para ponerse al día de sus logros o
compartir su nostalgia de un curso que no significó lo mismo para cada una
de ellas.
El famoso 2.º D que para Joana fue la confirmación de su descubrimiento
y que, según le cuenta Lola, en su caso estuvo a punto de acabar con su
vocación.
—Me dieron la plaza en vuestro instituto de rebote. Lejos de todo. De mi
familia, de mis amistades, de mi chica… Y, para colmo, cuando llegué me
dijeron que tendría que impartir afines. Ya ves tú qué afinidad encuentras
entre el inglés y la filosofía, pero por mucho que protesté e incluso lo hablé
con inspección no hubo nada que hacer. Hay recortes en todas partes, fue su
argumento. Y me endosaron el inglés de bachillerato, el latín de cuarto y
vuestra tutoría. Creo que si en ese grupo no hubierais estado gente como tú y
Carla, me habría vuelto completamente loca.
—¿Así que no eres de inglés?
—¿Llegasteis a creerlo en algún momento?
—¿La verdad? No.
Las dos se ríen y, por un segundo, olvidan el motivo que las ha reunido al
cabo del tiempo.
—No sé bien cómo decirte esto, Lola…
—Pues vas a tener que hacerlo —la reta con cariño—. Me has pedido que
venga para algo muy concreto, Joana. Y si yo he accedido es porque creo que
te mereces una respuesta. No lo escondas más y dispara. Puedo soportar que
me duela. Es más, a lo mejor hasta me lo merezco.

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—¿Nunca has pensado en escribirme? ¿En intentar hablarlo?
—¿No lo vas a decir?
—Para qué… Sabes a lo que me refiero.
—¿Escribirte habría servido de algo? —Joana guarda silencio—. Exacto.
Además, no soy partidaria de hacer cosas que no ayudan a arreglar lo que ya
ha sucedido. Y para mí no era fácil abordarlo… No pasó nada ni tuvo ninguna
importancia, pero convertirlo en tema de discusión podría volverlo más real
de lo que fue.
—¿Más aún?
Joana ve cómo los grises se agrandan hasta cubrir todo el local. Si la suya
fuera una escena cinematográfica debería ser en blanco y negro. Encuentra
demasiadas sombras en esa negación de Lola, que traiciona por segunda vez
el recuerdo que querría guardar de ella. La primera lo traicionó con lo que
hizo. La segunda, pretendiendo enterrarlo.
—¿No pensaste que podía ocurrir? Cuando Carla te avisó, ¿de verdad no
sospechaste que pasaría algo así?
Lola resuelve su pregunta con un simple gesto de cabeza, girándola hacia
ambos lados para dejar claro que jamás concibió que Carla no buscase
auxilio, sino la materialización de una fantasía.
—Fue una estupidez por mi parte. Estuvo mal, pero tienes que entender
que para mí tampoco era sencillo reaccionar en ese momento. Carla siempre
ha sido… —busca la palabra adecuada—: especial.
Difícil.
Eso es lo que escucha Joana: Carla siempre ha sido difícil.
—Y eso es bueno.
Peligroso.
Eso es lo que Joana traduce: y eso es peligroso.
—Intenté zafarme de ella en cuanto se lanzó sobre mí.
¿Se lanzó Carla? ¿Se lanzaron las dos? ¿Lola la invitó a que se lanzara?
Joana conjuga todas las variables posibles mientras Lola continúa
hablando.
—No creí que empujarla bruscamente fuera a resolver nada. —Alza su
mano en busca de alguno de los camareros. Todas sus acciones parecen
pensadas para desviar la mirada y revestir de cotidianidad una conversación
que para Joana resulta mucho más trascendente de lo que la actitud de Lola da
a entender.
—Podías haberla apartado.

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—Ya te he dicho que ese fue mi primer impulso, pero me dio miedo que
se pusiera violenta. Carla es más fuerte que nosotras dos, así que estaba
buscando el modo más sensato de acabar con aquella situación cuando tú
llegaste… Y te aseguro que lo habría conseguido. Si te hubieras retrasado un
par de minutos, no habrías visto nada y ahora no estaríamos hablando de eso.
Según Lola, el incidente que puso fin a su confianza con Carla solo fue
una cuestión de tiempo.
Y de percepción.
No sabe si le habla así porque la está tratando como a una adulta, sin
edulcorar lo sucedido, o como a una niña, endosándole un relato cuyo cinismo
roza lo espeluznante.
—A lo mejor lo de Carla tenía que pasar para que tú y yo hablásemos…
—Joana toma aire y se plantea si debe o no continuar—. Pero no solo de eso.
Hay una parte de sí misma que le exige hacerlo. Ahora que la tiene
delante acaba de darse cuenta de que lo que sucedió esa noche no fue solo que
se cuestionara la lealtad de Carla, ni que le doliera comprobar cómo la alejaba
con ese maquiavelismo con el que su «arista Baudelaire» planifica sus
revanchas. Lo que sucedió fue que esa revelación sobre la oscuridad de Carla
coincidió con otra verdad paralela en el caso de Lola. Y hasta en el suyo
propio. Un solo lugar —el río— y un solo tiempo —una noche de inicios de
verano— donde todo confluía a la vez. Una simultaneidad que tenía algo de
borgiana y en la que convergían pasado, presente y futuro.
El pasado, la duda de haber sido manipulada por alguien que las
aventajaba en edad y en experiencia.
El presente, la posibilidad de confrontarla y verbalizar lo que entonces no
se atrevió a expresar.
Y el futuro, la decisión que tome después de lo que Lola pueda decirle y
de lo que ella sea capaz de contarse a sí misma.
—¿Tú lo sabías? —le pregunta.
No está segura de cómo quiere continuar. Ni de si debe ser más específica.
Si es necesario que incida en el peligro que entrañaba la fascinación que Lola
ejercía sobre ellas. Si era consciente de ese poder. Y si, de alguna manera,
llegó a usarlo. Joana puede aceptar el gris, pero solo si no acaba manchándolo
todo. Quién sabe. Quizá la madurez consista en asumir el error como el único
rasgo posible.
—¿Saber el qué, Joana?
—Lo que provocabas en nosotras.
—Es complicado.

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—¿Cómo de complicado?
—Tanto como tú quieras que lo sea.
En la cabeza de Joana giran en remolino todas las ideas de lo que le
gustaría expresar.
Cómo le influyó conocerla en aquel D.
Las veces que quiso parecerse a ella y que, a fuerza de idealizarla, acabó
deseándola.
El desierto de referentes válidos que era su vida hasta que apareció Lola
con sus fotocopias, sus consignas revolucionarias y sus camisetas de rayas
con lemas literarios.
La necesidad de un espejo en que mirarse cuando una no encuentra en su
interior a la persona que quiere ver.
La sensación de que Lola sí puede entender esa distancia. Esa extrañeza
ante quien es y quien le dicen que es.
El vértigo del riesgo. De lo inexplorado. De jugárselo todo a un solo
número y girar la ruleta con la emoción de saber que puedes perder o ganarlo
todo en un único movimiento.
Podría explicárselo mucho mejor escribiéndolo e incluso piensa, mientras
se siente un poco idiota mirando su té (¿por qué hasta sus elecciones más
sencillas se vuelven tan complejas?), que alguna vez le dedicará una de sus
novelas. Tal vez no la primera, para evitar que la acusen de caer en lo
autobiográfico. Pero sí la segunda. O la tercera. Una novela en la que habrá
una escena donde aparecerán ellas dos, juntas, sentadas en esa misma
cafetería. La joven que no sabe qué decir y la adulta que no encuentra el
modo de decírselo.
—Me confié. —Lola, antes de que la situación se enrarezca aún más, opta
por ser directa—. Estamos en tramos tan diferentes del camino que no creí
que fuera peligroso. Cuando os conocí, yo estaba cerca de empezar a indagar
cómo es esto de cambiar los veintimuchos por los treinta y vosotras, bueno,
vosotras estáis aún lejos de que os asalten los fantasmas que ahora me
preocupan a mí. Pero eso no impedía que me halagara que me escucharais. O
que formaseis esa especie de comando feminista en el que me gustaba creer
que yo os había servido de inspiración. A lo mejor fue culpa de un ego que no
supe controlar. O sobreestimé vuestra madurez. Quizá me olvidé de que lo
que se idealiza puede llegar a desearse… No sé, Joana, le he dado más vueltas
de las que imaginas, pero no lo sé. Si hay algo de lo que me arrepiento en
vuestro caso es de no haber medido mejor. De no haber calibrado las
distancias.

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—¿Eso fue? ¿Un error de cálculo?
—Y de falta de experiencia. Tampoco llevo tanto dando clase… Y esto se
aprende, Joana. La intensidad con que puedes expresar hasta qué punto te
importan tus estudiantes también se aprende —se detiene un segundo y, ahora
sí, la mira a los ojos—, porque tú me importabas. Igual que Carla. Si he
venido hoy aquí es porque, cuanto más leía tu mensaje, más me angustiaba la
idea de haberos podido hacer daño.
—Es complicado, sí.
Joana repite conscientemente las palabras de Lola. Entiende sus razones e
incluso las acepta, pero todas ellas —inexperiencia, error de cálculo, torpeza
— conducen a la involuntariedad y, en última instancia, a considerar que no
es responsable de la intensidad con que esos afectos evolucionaron hasta
herirla. No sabe si va a poder perdonarla, pero sí que evitará volver a verla. El
único modo de no arruinar sus recuerdos es poner a salvo la parte de Lola que
aún le gusta. Necesitará tiempo, imagina. Tiempo para concluir si Lola usó la
diferencia de edad como un privilegio. Como una forma de abuso que hoy le
niega alegando que ella no provocó el encuentro con Carla y que huyó antes
de que pudiera consumarse. En ese otro gris, el de lo percibido frente a lo
relatado, radicarán sus dudas.
—Ahora estoy bien. —Lola cambia de tercio para aliviar la tensión—.
Este curso he encontrado un centro donde encajo, en el que sus métodos se
basan, como mis clases, en el diálogo y en la creatividad. Por fin estoy a una
distancia razonable de casa y puedo hacer los planes con mi novia que había
retrasado por culpa de los continuos traslados. He encontrado mi sitio. Mi
lugar. Y estoy segura de que Carla y tú también encontraréis el vuestro.
Quizá sea un ruego más que una explicación: Lola acaba de describirle
todo lo que podría perder si esta conversación saliera a la luz. Pero Joana no
piensa hacer nada para que eso suceda, porque entonces tendría también que
prescindir de gran parte de los libros que componen la geografía de su nueva
casa y hasta exigirse una perfección ética que no está segura de cumplir.
Ahora que el gris forma parte de su lienzo solo puede intentar ponerse a salvo
y buscar en sus acciones algo que se parezca a la coherencia.
Antes de despedirse con una retahíla de frases hechas —cuídate, espero
que te vaya muy bien, me encantará saber de tus logros—, Joana le promete a
Lola con la mirada que no tiene nada que temer. Su encuentro de hoy no nace
del rencor, sino de la necesidad de reconstruirse. De una reconciliación que
no es tanto con ella como consigo misma, con esa Joana de hace un año que
ahora siente que sí puede retomar el camino sin que todo quede enfangado por

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una única memoria. Un recuerdo sobre el que escribirá un libro en el futuro,
con nombres falsos, inventando uno para su tutora —Lola será perfecto— y
cambiando también el suyo. Sí, ella se llamará a sí misma Joana —le encanta
cómo suena— en ese libro en el que, cuando encuentre el modo de escribirse,
tratará de reconstruir los dos veranos que cambiaron su vida.

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18

Las brujas de Salem


Es viernes en Cumbres Borrascosas. A Noa le cuesta creer que, después de
todo lo vivido, el Comando Woolf esté allí de nuevo. Al completo. Preparado
para retomar el rito de sus Noches Repelentes.
—¿Qué os ha parecido? —les pregunta, apuntando al libro de Arthur
Miller que han elegido esta vez.
—Que las protagonistas son un poco nosotras —comenta Marc—. Si
pudieran, ya nos habrían quemado.
—Y no será porque no lo han intentado veces —apunta Carla con ese
extraño humor suyo que a veces les provoca escalofríos.
—¿Cómo es el lema ese? El que vimos en la mani a la que fuimos con
Lola.
—¿La del 8 de marzo?
—¿A cuántas manis fuimos ese año, Noa? Tía, ni que nos hubiéramos
hecho un tour.
—Creo que tengo una foto en mi galería…
La mención a Lola provoca que Joana y Carla crucen la mirada.
¿Sigue siendo un problema?, quiere preguntar Carla.
He estado con ella, intenta contarle Joana.
Ninguna de las dos dice nada, pero Joana se acerca a Carla y le susurra un
«está bien» que no exige más explicación.
Les basta ese instante para comprender que no se quedarán ancladas a un
pasado que ha dejado de ser significativo. Lo ocurrido este verano, en el que
han acabado encontrando la una en la otra el apoyo que necesitan en
momentos donde ni siquiera ellas sabían cómo pedirlo, importa más que lo
que pudieran vivir un año atrás. Si no es posible volver a cruzar el mismo río,
tampoco lo es ser de nuevo aquellas chicas que temieron al descubrirse
humanas. Perdidas. Imperfectas. Y conceder más tiempo a una tercera
persona que, piensa Joana, no supo estar a la altura tampoco es demasiado
justo. No si ese tiempo les priva de recomponer su historia.

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—«Somos las brujas que no pudisteis quemar». —Marc les muestra la
pancarta en la fotografía que acaba de encontrar y se plantea si debería usarla
en uno de los montajes con los que fideliza a los crecientes seguidores de su
canal.
—¿Creéis que Abigail y las demás tendrían que haber intentado huir? —
pregunta Noa, que hoy está particularmente interesada en su lectura—. A lo
mejor se confiaron al creer que ese lugar también podía ser suyo.
—Es que lo era. Salem les pertenecía a ellas tanto como a las demás —
responde Carla, que adivina la verdadera intención de sus palabras.
—¿Y si no compensa?
—¿Cómo que no compensa?
—Que no sé si compensa empeñarte en ser donde no te permiten que seas.
¿Y si lo mejor es buscar un lugar donde sí puedas serlo?
—Toma trabalenguas —se burla Marc.
—Eso es ceder espacios, Noa. Y no podemos permitírnoslo —consciente
de que no están hablando de la obra de Miller, Carla opta por la primera
persona del plural—. No podemos recluirnos en los guetos donde han
encerrado siempre a la disidencia.
—No sé si esto es ser disidentes… Como mucho, es jugar a serlo.
—No jugamos a nada, Noa. Y ellos tampoco. Ellos tenían un puto arsenal
de armas. ¿Necesitas más pruebas de que esto no es juego?
El Viernes Repelente acaba cerca de las seis de la mañana. El debate se
prolonga hasta bien entradas las tres y, poco a poco, se mezclan de tal modo
el ellas y el nosotras que no saben cuándo hablan de Abigail Williams y de
Elizabeth Proctor y cuando de sí mismas. Una vez que la confusión se halla lo
suficientemente anudada como para atreverse a deshacerla, Marc conecta su
móvil a los altavoces de Joana y dejan que la música lo invada todo,
sacudiendo sus cuerpos y obligando a que se levanten para dejarse llevar por
movimientos que, al principio, rozan lo espasmódico y que, progresivamente,
buscan dejarse mecer por melodías que conocen y cantan al unísono.
Las copas que sirve Marc y los porros que lía Noa contribuyen a que se
difuminen los límites entre la falsa normalidad previa y la normalidad
inexistente de ahora, hasta que solo queda un instante que ni saben ni quieren
definir. Un instante que les gustaría prolongar tanto como fuera posible,
porque mientras bailan, son. Mientras sigan bailando, seguirán siendo. Y no
tendrán que afrontar preguntas incómodas.
La música y el alcohol, combinados en la cantidad e intensidad
suficientes, permiten que el silencio se imponga sobre el verbo y barra tanto

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ese ellas que las empuja hacia Salem como ese nosotras que las invita a mirar
su silueta en el río.
Ya habrá tiempo para eso, piensan.
Y, por primera vez en meses, están de acuerdo.
Tanto que Noa, sin avisar a nadie, saca su móvil y decide que ya es hora
de acabar con una rivalidad que, ahora mismo, le estorba.
Carla lo descubrirá al día siguiente. En medio de la resaca, sonreirá
cuando vea que por fin la han incluido en el grupo de WhatsApp donde ya no
son tres, sino cuatro mosqueteras.
Pero eso solo lo sabrá dentro de unas horas. Después de que suenen todas
las músicas que aún les esperan.
Todas las letras que corearán esta madrugada.
Todas las canciones que les quedan por bailar.

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Un principio (que se niega a ser un final)

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«A mis diecinueve años, yo no había salido de Nueva Inglaterra salvo para
ese viaje a Nueva York. Era mi primera gran oportunidad, pero ahí estaba,
cruzada de brazos y dejando que se me escurriera entre los dedos como el
agua».
Joana observa a Carla mientras lee la cita que ha subrayado en la novela
que acaba de regalarle. Busca alguna reacción en ella que delate lo que le
provocan esas palabras de Sylvia Plath.
—¿Se supone que eres tú o que soy yo? —le pregunta con su habitual
capacidad para gestionar los sentimientos de manera imprevisible.
—Creo que somos las dos —responde Joana, que se ha visto tan reflejada
en esas páginas de La campana de cristal como espera que también lo haga
Carla—. Con que recuerdes que cruzarse de brazos no es una opción…
Carla le agradece la sinceridad y se recuesta sobre ella. Deja caer su
cabeza entre sus piernas, a la sombra del árbol que por fin se han atrevido a
recuperar y en cuya corteza, ahora que han empezado a asumir a todas las
mujeres que conviven en ellas, han vuelto a tallar iniciales de ciudades y
sueños.
—No va a ser fácil —aventura. No se pregunta si es lo que Joana querría
escuchar, solo sabe que es lo que ella necesita decir.
—Lo sé.
—Si todo va bien, tendré que pasar tres años allí.
—Tampoco está tan lejos. Podremos vernos más de un fin de semana.
—Con lo que me ha costado ahorrar para este primer año no creo que me
quede mucho tiempo libre. Voy a tener que buscarme otro curro para pagarme
la Escuela de Cine en cuanto me instale.
—Otro curro de mierda —ironiza Joana—. No olvides el matiz, que es
importante.
—Eso, de mierda.
—¿Tienes ya habitación?
—No es gran cosa, pero sí. Ayer hice una entrevista por videollamada.
—¿Fue bien?

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—Todo lo bien que puede ir una conversación entre dos extrañas con
alguien como yo.
—No te hagas eso.
—¿El qué?
—Subestimarte.
No lo hago, piensa Carla. Se limita a exponer los hechos con el realismo
que todo el mundo intenta arrebatarle. A lo mejor Iria ha tenido razón durante
todo este tiempo. A lo mejor nunca ha habido nada que tratar, aparte de esa
tendencia inflexible hacia la verdad. Esa necesidad de desnudar los sucesos de
las máscaras con que se acaban disfrazando hasta que nada significa nada. Y
asumir que ella es difícil, incluso presumir con orgullo de serlo, no es
subestimarse, sino es conocerse.
—¿Y tú?
—¿Yo?
—¿No has pensado en volver a Berlín? Este año o el siguiente… Si lo
nuestro va a ser a distancia, da igual que estemos un poco más lejos.
—Allí ya no estaría a solo un fin de semana.
—Es que a lo mejor todos los fines de semana tampoco podemos o
queremos vernos.
Ahora sí.
Ahora Joana siente que tanta honestidad le escuece.
Contaba con una tarde con menos espinas. Con la posibilidad de
despedirse desde una promesa que afirme lo que está por venir, no desde
vacilaciones que apunten a que puede que ni siquiera llegue a suceder.
—No quiero que estar juntas sea una renuncia.
—No lo es —Joana escoge con cuidado sus palabras—, mientras seas
capaz de dominar tu «arista Baudelaire» no tiene por qué serlo.
No han hablado de eso más que lo estrictamente necesario.
Ni de las estrategias de Carla. Ni de la noche con Lola. Ni del cálculo que
precedió a la herida.
Ahora que han vuelto a comenzar, han preferido omitir el repertorio
previsible de reproches. Antes de que termine este verano que ha vuelto a
cambiarlo todo lo han sustituido por conversaciones mucho más breves.
Intermitentes. Momentos donde se permiten recordar qué las distanció y qué
deberían hacer si quieren evitarlo.
Mantienen versiones distintas de lo ocurrido. Pero eso tampoco las
sorprende. Las dos son conscientes de la imposibilidad de contar de manera

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unívoca una misma historia. Y cada una de ellas esboza de forma distinta la
esencia de la suya.
—Cuando tú escribas la novela, ya me encargaré yo de adaptarla al cine
—sugiere Carla en esos instantes donde sí se atreven a hablarlo.
—Versión libre, ¿no?
—Algo así… No se puede narrar una relación desde un único punto de
vista.
—Pero es el único desde el que podemos vivirlas.
—Ya… Solo que vivirlas nunca es lo mismo que contarlas.
—Entonces ¿nada de primera persona?
—Si alguna vez quieres contarnos, prefiero que no. No sé si me gustaría
leerme desde ti.
—¿Mejor un narrador omnisciente?
—O dos narradoras que finjan que lo son.
—Lo tendré en cuenta. Siempre que tú también… Ya sabes.
—Está bajo control.
Joana no duda de que Carla le ha dicho la verdad, aunque la pregunta es
hasta cuándo.
¿Cuánto tiempo permanecerá bajo control esa «arista Baudelaire» con
cuyo nombre literaturizó sus instintos de venganza y autosabotaje?
Quiere creer que encontrarán el modo de dominarla juntas. Que
aprenderán a evitar omisiones y mentiras para construirse desde el cuidado y
la presencia. Joana se repite a sí misma que darán con la forma de estar sin
que eso les impida ser. Y sus esperanzas de que lo lograrán residen en todo lo
vivido este verano. En haber sido capaces de reducir una distancia que
amenazaba con ser infinita y hasta de admitir sus errores sin exigir disculpas.
Aunque no haya sido sencillo. Aunque hayan sentido que tenían que romperse
por dentro para empezar a construirse de nuevo.
—¿No vas a decir nada? —le reclama Carla, que ha notado que lo de no
verse todos los fines de semana no le ha sonado demasiado bien.
—No, sí… Está bien. Es solo que… Está claro, necesitamos tiempo.
—De eso sí que tenemos.
Carla sonríe y Joana intenta sumar la libertad que le ofrece ella a la que le
ha prometido Elke. Aunque ambas deberían constituir una red que reduzca el
vértigo, no deja de sentirlo. Desorientada ante tantos modos de amar que
exceden los que ha imaginado y que le muestran una zona de sí misma mucho
más convencional de lo que le gustaría. No se trata de ser como ellas, sino de

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ser de algún modo que le asegure que no va a perderlas. Que, cuando los años
pasen, seguirán estando ahí, con su significado de ahora intacto.
Le gusta imaginar un futuro junto a Carla. Y cuando lo hace se ve a sí
misma golpeando las teclas del ordenador en el que escribe su primera novela
mientras Carla diseña en el suyo el storyboard de su primera película. Se
visualiza a su lado, en un camino que aúna sus primeras experiencias
profesionales con las tardes en que se inspirarán juntas sumando deseo y piel.
Y le excita imaginar un futuro en el que sigue cabiendo Elke. Donde hay
viajes breves a Berlín que, mientras duran, parecen eternos. Vuelos que la
llevan a la Wriezener Strasse, a la Helen-Ernst-Strasse, a la Wedekindstrasse.
A cualquiera de las calles de Kreuzberg donde seguirá encontrando
referencias en Bobby —con alguna de esas conversaciones que tanto extraña
— y desafíos en Elke —con su forma de querer desde la indefinición. Ese
espacio en el que, sin saberlo, se produce la intersección entre el territorio que
empieza en Carla y que termina en ella. Un inicio que no aspira a encontrar
un final, porque albergará tantas vidas como se atrevan a experimentar, más
allá de lo que les dijeron que era posible ahora que, empuñando el presente,
saben que sí lo es.
En su grupo ampliado de WhatsApp vibra un mensaje.
—Noa y Marc quieren saber si esta noche te apetece hacer algo especial.
—No. Pero está claro que a Marc y a Noa sí.
—Y a Anuar, que seguro que se apunta también.
—Creo que él y Marc se van a buscar algo para irse a vivir juntos.
—Qué deprisa van, ¿no?
—A este ritmo, en nada tenemos la invitación de boda.
Carla saca su móvil, le hace una fotografía al libro que tiene en sus manos
y la envía al grupo.
—¿Les parecerá un plan lo bastante especial?
—¿Quedar en mi casa para hablar de una novela que te acabo de regalar?
—sonríe Joana—. Seguro.
—Podemos jugar a inventarnos su contenido. Y que por una vez las
músicas no las haya elegido ya Marc, sino que las improvisemos entre todas.
No sé. Si la idea es que sirva de despedida, lo lógico es hacer algo que nos
recuerde por qué nos pone tristes despedirnos.
Los stickers con los que responden sus Mosqueteras dejan claro que la
idea les parece bien. A fin de cuentas, en sus reuniones nunca ha importado el
libro elegido. La literatura no es más que la excusa para asomarse a sus vidas
desde el valor que les contagia la ficción. Lo único esencial es la certeza de

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todas las páginas pendientes. Las que, si el futuro se deja domar mejor de lo
que se ha dejado conquistar este presente, escribirán.
Pero eso, ahora mismo, a Carla y a Joana no les preocupa. Solo quieren
sentir cómo se acelera su respiración en este instante que comparten juntas.
Las dos tumbadas en la hierba, refugiadas entre los matorrales desde los
que se puede escuchar el movimiento perpetuo del río. El agua golpeando los
riscos, persiguiéndose, sucediéndose en un torrente de estío que brilla casi
tanto como este sol que anuncia el otoño.
Carla la besa lentamente y después le pide que no le haga definir lo que
están viviendo. La mera idea de pensar en esa obligación las distancia
irremediablemente, mientras que la conciencia de disfrutar de algo único las
une cada día un poco más.
A Joana, después de haber comprendido la belleza que esconde la
ambigüedad de un simple «esto», no le disgusta ese vacío léxico. Es más,
puede que esa ausencia de términos propiciara que su historia con Elke fuese
tan hermosa. Ignora si lo que tiene con Carla será efímero, o si perdurará, o si
se mantendrá en su vida, aunque a lo largo del tiempo mute de intensidad y
hasta de forma. Lo que sí sabe es que si huye de palabras que anuden su
libertad conseguirá que, mientras sea, no pierda su magia.
Tras renunciar a las normas ajenas, decir lo que sienten les resulta mucho
más liviano. Porque no implica ni exige nada. Solo es una manera de
desnudar el alma entre quienes, llevadas por este río que ahora las une,
también desnudan sus cuerpos al son de ese «creo que te quiero» que Carla
susurra por primera vez, con la sinceridad de sus dudas, en el oído de Joana y
que Joana repite, con la certeza de sus miedos, en el de Carla.
Todavía no lo saben, aunque sí intuyan que esta noche será, por mucho
tiempo, el último Viernes Repelente en que se reunirán las cuatro. Pero Joana
no quiere pensar en eso. Solo le preocupa que todo salga bien. Que la alegría
de ser, que a ratos siente que se les hace tan escasa, se vuelva posible. Así que
regresa a la que fuera la casa de su abuela María y, mientras lo prepara todo,
piensa que esta siempre tuvo razón. Que es mejor decir que arrepentirse de lo
que no se dice. Porque la realidad está allí mismo, fuera de esa caverna
ilusoria y lúgubre creada por el miedo. Y ahora, gracias a que se han atrevido
a alzar sus voces, el río no solo lleva consigo el rumor de las vidas arrancadas,
sino también el de las que han nacido junto a él.
Todas las vidas que, se promete Joana, alguna vez tratará de describir a
través de las referencias literarias que constituyen su mapa con Carla. Su
ciudad con Elke. Y su geografía, por encima de todo, consigo misma.

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Todas las vidas en las que aspira a soñarse futuro, con la misma libertad
con la que este río que hoy recorre sus venas se sueña mar.

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NANDO LÓPEZ (Barcelona, 1977) es doctor cum laude en Filología
Hispánica, novelista y dramaturgo y ha sido durante años profesor de Lengua
y Literatura de Secundaria y Bachillerato.
Desde joven se sintió atraído por el teatro, y en sus años universitarios
participó en montajes como autor y como director, llegando a crear su propia
compañía teatral con la que estrenó sus primeros textos. Con el tiempo, ha
sabido conjugar su pasión por la literatura, el teatro y la enseñanza. Autor de
relatos y de varias novelas, le llegó el éxito con La edad de la ira, finalista del
Premio Nadal 2010, texto que adaptó más tarde a lenguaje teatral y que
recorrió los escenarios españoles. Como autor de literatura infantil, ha sabido
acercar el teatro a los más pequeños con títulos como La foto de los 10 000
me gusta en la colección El Barco de Vapor. En los textos de sus novelas
juveniles le gusta tratar temas como la inclusión, la homosexualidad, el acoso
escolar y el impacto de las nuevas tecnologías, como muestra En las redes del
miedo.
Como autor para adultos ha publicado, entre otros títulos, Hasta nunca, Peter
Pan o El sonido de los cuerpos. Una faceta que combina con el teatro y la no
ficción con libros humorísticos sobre la realidad educativa muy populares
entre la comunidad docente, como En casa me lo sabía o Dilo en voz alta y

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nos reímos todos. En la actualidad, combina la creación literaria con
numerosos encuentros con lectores en colegios e institutos de toda España.

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