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++Mitología griega

Medusa y Perseo
Hace mucho mucho tiempo, vivían en la región del monte
Atlas unas hermanas espantosas, conocidas con el nombre
de Gorgonas. Eran Esteno, Euriale y Medusa

La más terrible de ellas era Medusa aunque a diferencia de


sus dos hermanos, ella no era inmortal. En la cabeza de
Medusa, en lugar de cabellos tenía culebras vivas.

Y cuando Medusa veía cara a cara a un hombre, a un perro,


a un ser vivo, el hombre y el perro y el ser vivo quedaban
convertidos instantáneamente en estatuas de piedra.
A lo largo de los años, muchos héroes valientes y bien
armados habían venido a la región del monte Atlas para
matar a Medusa. Ninguno había podido matarla. Por todas
partes se veían guerreros y más guerreros, en actitudes
diversas, pero inmóviles y tiesos porque eran ya estatuas.

Entonces vino Perseo, hijo del dios Júpiter. Perseo sabía


qué peligrosos eran los ojos de Medusa, pero venía muy
bien preparado. Tenía una espada encorvada, filosísima,
regalo del dios Mercurio, tenía un escudo muy fuerte,
hecho de bronce, liso como un espejo.

Y tenía también unas alas que volaban solas cada vez que
él se las acomodaba en los talones.
Llegó, pues, volando. Pero en vez de lanzarse contra
Medusa, se quedó algo lejos, sin preocuparse más que de
una cosa: no mirarla nunca cara a cara, no verla a los ojos
por ningún motivo.
Y como era necesario espiarla todo el tiempo, usó el escudo
de bronce como espejo, y en él observaba lo que ella hacía.

Medusa iba de un lado para otro, esforzándose en asustar a


Perseo, Gritaba cosas espantosas, y las culebras de su
cabeza se movían y silbaban con furia. Pero nunca
consiguió que Perseo la viera directamente.

Cansada al fin, Medusa se fue quedando dormida. Sus ojos


terribles se cerraron, y poco a poco se durmieron también
sus culebras. Entonces se acercó Perseo sin ruido, empuñó
la espada y de un solo tajo le cortó la cabeza.

Durante toda su vida conservó Perseo la cabeza de Medusa,


que varias veces le sirvió para convertir en piedra a sus
enemigos.

Teseo y el minotauro

Hace miles de años, la isla de Creta era gobernada por un


famoso rey llamado Minos. Eran tiempos de prosperidad y
riqueza.

El poder del soberano se extendía sobre muchas islas del


mar Egeo y los demás pueblos sentían un gran respeto por
los cretenses. Minos llevaba ya muchos años en el gobierno
cuando recibió la terrible noticia de la muerte de su hijo.
Había sido asesinado en Atenas. Su ira no se hizo esperar.
Reunió al ejército y declaró la guerra contra los atenienses.
Atenas, en aquel tiempo, era aún una ciudad pequeña y no
pudo hacer frente al ejército de Minos. Por eso envió a sus
embajadores a convenir la paz con el rey cretense. Minos
los recibió y les dijo que aceptaba no destruir Atenas pero
que ellos debían cumplir con una condición: enviar a
catorce jóvenes, siete varones y siete mujeres, a la isla de
Creta, para ser arrojados al Minotauro.

En el palacio de Minos había un inmenso laberinto, con


cientos de salas, pasillos y galerías. Era tan grande que si
alguien entraba en él jamás encontraba la salida. Dentro
del laberinto vivía el Minotauro, monstruo con cabeza de
toro y cuerpo de hombre. Cada luna nueva, los cretenses
debían internar a un hombre en el laberinto para que el
monstruo lo devorara. Si no lo hacían, salía fuera y llenaba
la isla de muerte y dolor.

Cuando se enteraron de la condición que ponía Minos, los


atenienses se estremecieron. No tenían alternativa. Si se
rehusaban, los cretenses destruirían la ciudad y muchos
morirían. Mientras todos se lamentaban, el hijo del rey, el
valiente Teseo, dio un paso adelante y se ofreció para ser
uno de los jóvenes que viajarían a Creta.

El barco que llevaba a los jóvenes atenienses tenía velas


negras en señal de luto por el destino oscuro que le
esperaba a sus tripulantes. Teseo acordó con su padre, el
rey Egeo de Atenas, que, si lograba vencer al Minotauro,
izaría velas blancas. De este modo el rey sabría qué suerte
había corrido su hijo.

En Creta, los jóvenes estaban alojados en una casa a la


espera del día en que el primero de ellos fuera arrojado al
Minotauro. Durante esos días, Teseo conoció a Ariadna, la
hija mayor de Minos. Ariadna se enamoró de él y decidió
ayudarlo a Matar al monstruo y salir del laberinto. Por eso
le dio una espada mágica y un ovillo de hilo que debía atar
a la entrada y desenrollar por el camino para encontrar
luego la salida.
Ariadna le pidió a Teseo que le prometiera que, si lograba
matar al Minotauro, la llevaría luego con él a Atenas, ya
que el rey jamás le perdonaría haberlo ayudado.

Llegó el día en que el primer ateniense debía ser entregado


al Minotauro. Teseo pidió ser él quien marchara hacia el
laberinto. Una vez allí, ató una de las puntas del ovillo a
una piedra y comenzó a adentrarse lentamente por los
pasillos y las galerías. A cada paso aumentaba la oscuridad.
El silencio era total hasta que, de pronto, comenzó a
escuchar a lo lejos unos resoplidos como de toro. El ruido
era cada vez mayor.
Por un momento Teseo sintió deseos de escapar. Pero se
sobrepuso al miedo e ingresó a una gran sala. Allí estaba el
Minotauro. Era tan terrible y aterrador como jamás lo había
imaginado. Sus mugidos llenos de ira eran ensordecedores.
Cuando el monstruo se abalanzó sobre Teseo, éste pudo
clavarle la espada. El Minotauro se desplomó en el suelo.
Teseo lo había vencido.

Cuando Teseo logró reponerse, tomó el ovillo y se dirigió


hacia la entrada. Allí lo esperaba Ariadna, quien lo recibió
con un abrazo. Al enterarse de la muerte del Minotauro, el
rey Minos permitió a los jóvenes atenienses volver a su
patria. Antes de que zarparan, Teseo introdujo en secreto a
Ariadna en el barco, para cumplir su promesa. A ella se
agregó su hermana Fedra, que no quería separarse de su
hermana.
El viaje de regreso fue complicado. Una tormenta los arrojó
a una isla. En ella se extravió Ariadna y, a pesar de todos
los esfuerzos, no pudieron encontrarla. Los atenienses,
junto a Fedra, continuaron viaje hacia su ciudad. Cuando
Ariadna, que estaba desmayada, se repuso, corrió hacia la
costa y gritó con todas sus fuerzas, pero el barco ya estaba
muy lejos.
Teseo, contrariado y triste por lo ocurrido con Ariadna,
olvidó izar las velas blancas.

El rey Egeo iba todos los días a la orilla del mar a ver si ya
regresaba la nave. Cuando vio las velas negras pensó que
su hijo había muerto. De la tristeza no quiso ya seguir
viviendo y se arrojó desde una altura al mar. Teseo fue
recibido en Atenas como un héroe. Los atenienses lo
proclamaron rey de Atenas y Teseo tomó como esposa a
Fedra.

Hércules y el toro

El séptimo de los trabajos ordenados por el Rey Euristeo a


Hércules fue ir a Creta y capturar vivo al gran toro que
arroja fuego cuando resopla.

Hércules se dirigió al puerto donde encontró un barco que


le llevaría, tras una larga travesía, a la isla de Creta.

A su llegada le recibió el rey Minos, que estaba muy


contento de que fuera a capturar al toro que les tenía tan
aterrorizados.

A la mañana siguiente Hércules salió en busca del toro,


estuvo observándole durante horas y se dio cuenta de lo
bravo que era.
Hércules se puso delante del toro y éste al verle, pateo el
suelo, resoplo echando fuego por la nariz y se lanzó a
embestir. Hércules envuelto en su piel de león, espero
hasta que el toro estuviera bien cerca y entonces se apartó
a un lado, cuando lo tenía a su lado, Hércules se agarró a
sus cuernos y se subió a su lomo de un salto.

Hércules aguantó mientras el toro brincaba y correteaba


hasta que se cansó. Entonces Hércules llevo el toro a
palacio frente al rey Euristeo.

Hércules y el león

Un temible león está asolando a Nemea, devora personas y


rebaños. El león tiene la piel invulnerable y habita una
caverna con dos salidas. Nació de dos monstruos: Equidna
y Ortro y su descendencia es también monstruosa.
Capturar a la fuera es el primero de los trabajos que el
medroso Euristeo impone a Hércules.
Sin temor, a pecho descubierto y con la voluntad de vencer,
el héroe parte hacia Nemea. Sólo piensa en su próximo
enemigo.
Llegado a su destino, empieza a buscar al león por todas
partes. La gente no quiere ni siquiera pronunciar el nombre
de la fiera, como si el nombrarla pudiera hacerla aparecer
de un momento a otro. Hércules penetra en la floresta.
Marcha días y días. Y no halla nada.

Por fin, un día, da con una caverna parecida a la


descripción hecha por Euristeo. Allí está el escondijo del
animal. Escondido detrás de un arbusto, ve como el león
sale de su gruta, llevando en el hocico una presa.
Hércules se aproxima por detrás del animal,pero no lo
ataca, espera a que el enemigo se vuelva y lo encare, ojo a
ojo, miedo a miedo. Entonces dispara una flecha, pero no
consigue herirlo: la piel del león es invulnerable.
El ataque, entretanto, atemoriza a la fiera y la lleva a
refugiarse en la caverna. Rápidamente, el héroe penetra
también en la guarida y cierra una de las salidas.
Después embiste contra el adversario, empuñando la maza.
El león retrocede, hasta quedar enteramente pegado a la
pared y siempre agitando la maza, Hércules se aproxima
cada vez más, sujeta al animal con sus manos poderosas y
se entabla una feroz lucha cuerpo a cuerpo, lo domina.
Finalmente, lo estrangula y lo arroja al suelo.
Cuando se convence que el león ya no respira, usa las
mismas garras de la fiera para arrancarle piel y cabeza, que
más tarde le servirán de armadura y casco.

En posesión de sus nuevas armas, feliz y cansado, Hércules


lleva el cadáver a la puerta de la ciudad. El heraldo corre
hasta el rey para contarle la victoria del héroe en su primer
trabajo.
Y Júpiter transforma al león en una constelación que marca
en el cielo, perpetuamente, la gloria de Hércules.

La caja de Pandora
Los dioses encargaron a los hermanos Prometeo y
Epimeteo que crearan a los animales y al hombre y que les
dieran los recursos necesarios para sobrevivir. Epimeteo
creó a todos los animales. Prometeo modeló
cuidadosamente a los hombres con una mezcla de tierra y
agua, procurando que se parecieran a los dioses.
Epimeteo pidió a Prometeo que le permitiese distribuir las
cualidades de los animales:

- Una vez que yo haya hecho la distribución -le dijo- tú la


revisas.
Epimeteo, con el permiso de Prometeo, comenzó el reparto.
A unos les daba fuerza, pero no rapidez, que se la daba a
los más débiles, a otros armas, a los que proporcionaba un
cuerpo pequeño les daba alas para volar, a otros un cuerpo
grande para que pudieran defenderse. Así, de forma
equitativa, fue distribuyendo todas las facultades para que
todas las especies pudieran sobrevivir. Después los cubrió
de pelo espeso y piel gruesa para protegerlos del frío del
invierno y del calor del verano. Para que pudieran moverse
con comodidad a algunos les puso en los pies cascos y a
otros una piel gruesa. Para que se alimentaran a unos les
dio hierbas de la tierra; a otros frutos de los árboles y a
otros raíces y hubo especies a las que permitió alimentarse
con la carne de otros animales. A los animales que eran
comidos por otros animales les concedió una gran
fecundidad para evitar que su especie desapareciera.

Epimeteo, que no era muy listo, gastó, sin darse cuenta,


todas las cualidades en los animales más brutos y dejó a la
especie humana sin facultades.

Cuando llegó Prometeo para revisar el trabajo de Epimeteo


vio a todos los animales armoniosamente equipados y al
hombre, en cambio, desnudo, sin calzado, sin abrigo y sin
armas para defenderse.
Se acercaba el día en el que los hombres debían vivir en la
tierra y Prometeo que amaba a los hombres les concedió el
fuego para que pudieran sobrevivir y les enseñó a respetar
a los dioses. Los hombres, como estaban hechos a
semejanza de los dioses, adquirieron la capacidad de
articular sonidos, vocales, palabras y nombres, inventaron
viviendas, vestidos, calzado y aprendieron a obtener
alimentos de la tierra.
Un día Prometeo sacrificó un gran toro a los dioses e
intentó, como siempre, favorecer a los hombres, aunque
tuvo que engañar a los dioses. Para conseguirlo hizo dos
partes con el asado. En un montón escondió la carne bajo
una capa de huesos y tendones, en el otro montón puso el
resto de los huesos y los cubrió con apetitosa grasa. Dejó
entonces elegir a Zeus la parte que comerían los dioses.
Zeus eligió el plato de huesos y Prometeo se quedó con el
plato de carne para los hombres.
Zeus, enfadado por el engaño, quitó a los hombres el
fuego.
Prometeo, apenado por los hombres, trepó al monte
Olimpo y robó a Atenea la sabiduría de las artes y a Hefesto
el fuego de su forja. De este modo recibieron los hombres
los conocimientos y los recursos necesarios para conservar
la vida.

Para vengarse de Prometeo por esta segunda ofensa, Zeus


ordenó a Hefesto que creara la primera mujer de la tierra.
Hefesto modeló con arcilla una bellísima mujer que se llamó
Pandora. Cuando Zeus le infundió vida la belleza de
Pandora impresionó a todos los dioses del Olimpo y cada
dios le fue concediendo una cosa. Atenea la dotó de
sabiduría, Hermes de elocuencia y Apolo de dotes para la
música. El regalo de Zeus consistió en una hermosa caja,
que se suponía contenía tesoros para Prometeo, pero le
dijo a Pandora que la caja no podía abrirse bajo ningún
concepto, lo que Pandora prometió a pesar de su
curiosidad.
Pandora y su caja fueron ofrecidos a Prometeo, pero este
no se fiaba de Zeus y no quiso aceptar los regalos. Para
que Zeus no se ofendiera Prometeo entregó ambos regalos
a su hermano Epimeteo y le dijo que guardara bien la llave
de la caja para que nadie pudiera abrirla. Cuando Epimeteo
conoció a Pandora se enamoró locamente y se casó con
ella, aceptando la caja como dote.

Un día Pandora, que era muy curiosa, no pudo aguantar


más, le quitó la llave a Epimeteo y abrió la caja, de la que
salieron cosas horribles para los seres humanos como
enfermedades, guerras, terremotos, dolor, hambre y otras
muchas calamidades.
Al darse cuenta de lo que había hecho, Pandora intentó
cerrar la caja, pero sólo consiguió retener dentro la
esperanza que, desde entonces, ayuda a todos los hombres
a soportar los males que se extendieron por toda la tierra.

El castigo de Prometeo fue horrible. Zeus ordenó a Hefesto


que lo encadenara a una roca del monte Cáucaso, donde
todos los días enviaba a un águila, hija de los monstruos
Tifón y Equidna, para que se comiera el hígado de
Prometeo. Como Prometeo era inmortal, su hígado volvía a
crecer cada noche, y el águila volvía a comérselo cada día.
Este castigo debía de durar toda la eternidad pero cuando
habían transcurrido treinta años, Heracles pasó por el lugar
de cautiverio de Prometeo de camino al jardín de las
Hespérides y mató con una flecha al águila. Zeus perdonó a
Prometeo aunque le condenó a llevar las cadenas y la roca
durante toda la eternidad.
La Hidra

la Hidra de Lerna era un monstruo acuático con forma de


serpiente que vivía en el lago de Lerna en el golfo de la
Argólida. Bajo sus aguas había una entrada al Inframundo
que la Hidra cuidaba. La Hidra de Lerna era una criatura
similar a una serpiente. Esta bestia acuática poseía
numerosas cabezas. Además, contaba con una respiración
venenosa que la hacía aun más peligrosa. La Hidra nació de
la unión de la Equidna —una ninfa mitad humana, mitad
serpiente— con el monstruo Tifón —disforme de la Tierra y
el Tártaro-.

Hera, impuso a Hércules, el desafío de afrontar doce


difíciles pruebas, los doce trabajos de Hércules, de los
cuales, el segundo era vencer a la temible Hidra de Lerna.
Su principal característica es que al cortarle una cabeza le
salen otras dos...

Cuando Hércules llegó a la laguna de Lerna, disparó sus


flechas para obligarla a salir del agua. Cuando la Hidra salió
del agua Hércules le aplastó la cabeza con una maza, pero
por cada cabeza que Hércules cortaba a esta le salían otras
dos. Como la lucha se volvía interminable Hércules tuvo
una idea . Fue quemando las cabezas una por una,
impidiendo que se desarrollaran.
Cuando a la hidra le quedó solo una cabeza, Hércules la
cercenó y luego la cortó en muchos pedazos que luego
enterró.
Hércules, antes de retirarse, sumergió sus flechas en la
sangre de la hidra. Ahora las flechas estaban envenenadas.
La leyenda de Pegaso, el caballo alado

Pegaso era el único caballo alado que existía sobre la faz de la


Tierra. Era suave como el terciopelo y blanco como la espuma del
mar.

Vivía libre y salvaje pastando en un verde monte y ningún mortal había


nunca podido domesticarlo.

Un buen día, un bravo guerrero llamado Belorofonte, que nunca


había sido derrotado en el campo de batalla, quiso domarlo para
quedarse con él. Pero la fiereza de Pegaso hacía que ni siquiera
pudiera acercarse. Tanto lo deseaba Belorofonte, que la diosa
Atenea quiso hacerle un regalo a cambio de todas las batallas que
había ganado.

-Toma estas bridas de oro -le dijo -con ellas podrás subirte a lomos
de Pegaso. Antes de que Belofonte pudiera agradecerle tanta
amabilidad, Atenea desapareció.

Belorofonte, tras colocarle las bridas, pudo subirse a la grupa de


Pegaso sin problema. Desde entonces, los dos vivieron muchas
aventuras y ganaron juntos muchas luchas.

Sin embargo, el ego de Beloronfonte, fue creciendo poco a poco. Su


caballo, único en el mundo, y su invencibilidad en el campo de batalla,
le convirtió en un ser orgulloso que incluso llegó a compararse con
un dios.

Así que, si él era un dios -pensó- debía ser inmortal como ellos. Y sin
pensárselo dos veces, decidió ascender por el cielo con su caballo
Pegaso hasta llegar donde estaba el rey de los dioses
Zeus para solicitarle la inmortalidad.

Cuando Zeus se enteró de sus intenciones decidió castigar tanta


osadía, así que envió un mosquito para que picase a Pegaso.
El mosquito, muy obediente, le dio un buen picotazo en la cola.
Pegaso se asustó tanto que se desequilibró en el vuelo y precipitó a
Belorofonte al vacío.

Beloronfonte cayó a la Tierra desde muy alto, pero no se mató. Quedó


malherido y nunca más pudo volver a ser un buen guerrero.

Pegaso, sin darse cuenta de que Belorofonte se había caído, siguió


cabalgando hasta llegar donde Zeus se encontraba. El dios, al verle,
lo encontró tan magnífico que decidió ofrecerle quedarse en el cielo
junto a él, y llevar sus rayos las noches de tormenta.

Así cada, noche de otoño, podrás verle sobre el horizonte, muy cerca
de la constelación de la princesa Andrómeda.

Los cantos de las sirenas y


Ulises
Había una vez un héroe griego llamado Ulises que navegaba rumbo a
su casa en la isla de Ítaca. Ulises tenía muchas ganas de llegar
después de haber pasado 10 años en la guerra de Troya y estaba
deseando abrazar a su esposa Penélope. Pero el viaje de vuelta en
barco era muy muy largo y además estaba lleno de peligros. Uno de
esos peligros eran las sirenas que se encontró en las aguas del Mar
Mediterráneo.
Ulises, aunque era un héroe valiente y atrevido, tenía miedo de las
sirenas porque le habían contando una historia acerca de estos seres
marinos que le preocupaba. Decían que estos seres, mitad pez y
mitad mujer, cantaban canciones mágicas con las que embrujaban a
los marineros para que se acercaran a las rocas donde ellas vivían.
Los marineros se quedaban junto a las sirenas y nunca más volvían a
casa.

Ulises no quería quedarse junto a las sirenas, quería volver cuanto


antes a su casa en Ítaca, pero como era muy curioso y siempre
quería saber más tampoco quería perderse ese canto mágico de las
sirenas.

-¿Qué puedo hacer? -pensó Ulises. Y entonces se le ocurrió un truco


genial para poder escuchar los cantos de sirena sin peligro de
quedarse con ellas.

-Atadme al mástil del barco con fuertes cuerdas y que sea imposible
desatarme -pidió a los marineros que le acompañaban en su barco.
Toda la tripulación obedeció las órdenes de su capitán y ataron
a Ulises con todas sus fuerzas. Luego ellos mismos se
pusieron tapones en los oídos para no escuchar los cantos de las
sirenas. Había prisa porque ya se estaban acercando a las rocas
llenas de sirenas cantando con sus melodiosas voces.

Solo Ulises podía escuchar los cantos mágicos de las sirenas porque
estaba atado al mástil bien fuerte. En cuanto las sirenas vieron el
barco de Ulises, empezaron a cantar y a llamar a Ulises por su
nombre.
-Ulises, ven con nosotras -decían las sirenas. Y lo hacían con una voz
a la que era imposible resistirse. Ulises forcejaba para desatarse, pero
sus marineros le habían atado tan bien que le fue imposible moverse.
Eso le salvó, porque si no, se hubiera arrojado al mar sin dudar atraído
por el misterioso canto de las sirenas.

Así fue como el barco siguió su rumbo y se alejó de las rocas donde
vivían las sirenas. Y así fue como Ulises consiguió volver a su hogar y
convertirse en el único hombre que pudo contar esta aventura del
canto de las sirenas. Porque con ingenio cualquier problema se puede
resolver.

La adivinanza de la Esfinge
Hace mucho tiempo los habitantes de la ciudad de Tebas estaban
atemorizados por una Esfinge que apareció un día de repente a la
entrada de la ciudad. La Esfinge no era como esas famosas esfinges
de Egipto, sino que era un ser monstruoso con cabeza humana,
cuerpo de león y unas alas enormes.

La Esfinge impedía la salida de los habitantes de la ciudad, pero


también la entrada a Tebas ya que cualquiera que quisiera salir o
entrar debía resolver el acertijo que proponía la Esfinge. Si no lo
acertaba, la Esfinge agitaba sus enormes alas y lanzaba a la persona
que se equivocaba lo más lejos posible con un gran golpe del que no
se recuperaba jamás.

Un buen día pasó por allí un joven muy inteligente llamada Edipo. Él
quería entrar a la ciudad de Tebas pero, como todo el mundo, antes
tenía que acertar la adivinanza de la Esfinge.
- Buenas tardes, Edipo - le dijo la Esfinge- tienes que adivinar mi
acertijo si quieres entrar en la ciudad.

- Adelante, ¿cuál es la adivinanza?- dijo Edipo con la seguridad que le


proporcionaba su ingenio.

- Solo tiene una voz y anda con cuatro pies por la mañana, con dos
pies al mediodía y con tres pies por la noche.

Ese era el famoso acertijo de la Esfinge que nadie podía resolver.


Edipo se lo pensó un rato, era difícil la adivinanza, pero después de
darle un par de vueltas dio con la respuesta correcta.

- El ser humano- dijo Edipo. Porque cuando nace, gatea y anda a


cuatro patas, luego camina con dos pies y cuando se hace viejecito
necesita un bastón para andar.

La respuesta era correcta. La Esfinge se puso de muy mal humor


porque ahora tenía que dejar pasar a Edipo y ella tendría que
buscarse otro lugar para sus adivinanzas. Así que agitó sus alas y
salió volando muy muy lejos de Tebas.

Talos, el gigante de bronce


Hubo un tiempo en que nadie podía entrar en la mágica isla de Creta.
Así lo había decidido el dios Zeus porque tenía escondida en la isla
a su amada Europa y no quería que nadie la encontrara. Para evitar
las visitas a la isla, llamó a Talos, un gigante de bronce que impedía el
acceso a Creta.
Talos hacía de vigilante de Creta y se recorría tres veces cada día las
costas. Controlaba los barcos que llegaban y en cuanto los marineros
veían a Talos esperando en la playa dispuesto a recibirlos, se daban
la vuelta en su barco y se marchaban lo más lejos posible de Creta.
Porque ya la mayoría de los marineros sabían lo que les ocurría si
dejaban que Talos les diera la bienvenida.

Talos se acercaba a la playa a saludar a quienes se atrevían a


desembarcar. Dentro de su cuerpo tenía un motor que al ponerlo en
marcha se recalentaba y, como el gigantón era de bronce, todo su
cuerpo se volvía incandescente. En este estado, sonreía a los
marineros, abría los brazos y corría a su encuentro para darles
una calurosa bienvenida.

- ¡Bienvenidos a Creta!- decía el gigante Talos mientras los abrazaba


con su cuerpo ardiendo.

Lógicamente, todos los marineros morían envueltos en ese abrazo


abrasador de Talos.

Parecía que no había forma de entrar en Creta. Hasta que un buen día
llegó en su barco el héroe griego Jasón, junto con la
hechicera Medea. Mientras se acercaban a Creta, Jasón veía a Talos
dar grandes zancadas por la costa y en un momento se paró a
observar el barco y empezó a ponerse naranja incandescente.

Jasón tuvo miedo y enseguida quiso dar la vuelta. Pero allí donde los
héroes no se atreven, siempre hay una mujer más inteligente y
atrevida que ellos. Medea conocía el funcionamiento del gigante
Talos. El gigante tenía una sola vena que iba desde el pie hasta la
cabeza y no había forma matar al gigante mientras por esa vena
siguiera circulando el ícor. Porque por las venas de los dioses, de los
titanes y de los gigantes no corre sangre, sino ícor.
El mayor problema era que nadie podía acercarse a él porque su
cuerpo ardía, así que Medea buscó entre sus mejores hechizos para
lanzarle uno desde el barco. Con el hechizo de Medea, el gigante
Talos cayó adormilado inmediatamente en la arena de la playa. Había
que darse prisa.

Medea bajó del barco, se acercó al cuerpo tendido del gigantón y


encontró un tornillo en el empeine. Al abrirlo, el ícor de Talos empezó
a salir de su cuerpo, como si se estuviera desangrando. Un líquido
verde se extendía por la arena de aquella playa de Creta y dejó un
reguero por toda la costa cretense que aún hoy se puede ver. Así es
como a partir de entonces, se puede volver a entrar a la mágica isla de
Creta sin peligro de que un gigantón te queme con su abrazo.

Dédalo y su hijo Ícaro en el


laberinto del Minotauro.

Había una vez hace mucho mucho tiempo un monstruo mitad toro,
mitad hombre al que llamaban Minotauro. El Minotauro vivía en la isla
de Creta y el rey Minos quería proteger a todos sus ciudadanos
del apetito voraz de este Minotauro que se comía a todo aquél que se
encontraba en el camino. Como no podían matar al Minotauro, el rey
Minos decidió encerrarlo en un lugar del que nunca pudiera salir.

Así que Minos llamó al mejor inventor de la isla de Creta, un


tal Dédalo y le pidió que construyese un laberinto tan complicado que
el Minotauro nunca pudiera salir de él. Y Dédalo se puso a construir
junto a su hijo Ícaro el laberinto para el Minotauro. Padre e hijo
hicieron bien su trabajo, se esforzaron por construir callejuelas en el
laberinto hasta que lo convirtieron en un laberinto sin salida. Y cuando
terminaron el laberinto...

- ¿Papá, y ahora cómo vamos a salir del laberinto?- preguntó Ícaro.

Dédalo se puso entonces a buscar la salida de ese laberinto que él


mismo había creado, pero no la encontró. Desde luego
el Minotauro no iba a salir de allí jamás, pero el problema era cómo
iban a salir ellos. El problema era grande, pero no tanto como para
que el ingenioso Dédalo no pudiera resolverlo. Fabricó unas alas de
cera para él y otras para su hijo.

- Saldremos volando con estas alas que he fabricado- dijo Dédalo -


pero ten cuidado y no te acerques mucho al sol porque las alas
podrían derretirse.

Así consiguieron salir del laberinto sin salida que habían preparado
para encerrar al Minotauro. El plan era perfecto, pero Ícaro no era
precisamente un hijo obediente y cuando ganó confianza volando con
sus alas de cera quiso acercarse más y más al sol. Con el calor del sol
las alas de Ícaro se derritieron y cayó al mar, donde inmediatamente y
para evitar que se ahogara, surgió una isla que hoy se llama Icaria.

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