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SI LA MAGIA HABITA EN ALGÚN LUGAR, ES ENTRE LAS ESTRELLAS…

Vega ha vivido en el valle durante toda su vida. Su madre le prohibió abandonar la seguridad de
sus límites por las amenazas desconocidas que la aguardan en las tierras agrestes que hay más
allá. Sin embargo, tras su muerte, Vega comienza a ver estrellas caer del cielo. Es un augurio que
no puede ignorar y se ve obligada a abandonar la protección de las paredes del valle. Sin
embargo, el mundo exterior resulta ser más aterrador de lo que había imaginado. La gente está
gravemente enferma: pierden la vista y el oído antes de perder la vida.
El secreto que guarda Vega es que ella es la única que alberga el conocimiento de las estrellas.
Un conocimiento que podría contener la clave para encontrar la cura. Por eso, cuando se desata
el caos, las amenazas de las que su madre le advirtió se vuelven demasiado reales. Vega teme por
su vida, pero una chica llamada Grillo la rescata y la lleva hasta Noah, un joven marcado con sus
propios tatuajes misteriosos.
Mientras escapan de los hombres que la persiguen, Vega, Grillo y Noah cruzarán las llanuras en
busca de la cura de la que hablan las estrellas. Sin embargo, a medida que las líneas que separan
la amistad y el cautiverio comienzan a difuminarse, Vega deberá decidir si salvaguardar el
conocimiento sagrado de las estrellas o arriesgarlo para intentar salvarlos a todos.
Shea Ernshaw

La última astrónoma
ePub r1.0
Titivillus 03.08.2023
Título original: A Wilderness of Starts
Shea Ernshaw, 2023
Traducción: María del Carmen Boy Ruiz

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1
Para Sky
ORIÓN, Gamma Qri
+06º 20′ 58″

H
ace cien años, la primera Astrónoma miró al cielo en la noche y apuntó lo que vio:
nebulosas con forma de herradura, espirales de galaxias y cúmulos estelares
moribundos. Sin embargo, aún no sabía qué yacía escondido en la sombría oscuridad
entre las estrellas. No era una vidente ni una pitonisa, algo común en el viejo mundo, aunque
ahora casi no se hablaba de ello. En cambio, utilizaba los anillos de cristal de su telescopio para
darle sentido a la oscuridad y hacía uso de la física, la química y la ciencia. Bosquejaba cartas,
medía las distancias y dibujaba formaciones como las Pléyades y Andrómeda en papel encerado.
Tal vez, si hubiera creído en el destino, si hubiera escuchado a su instinto —ese vacío que se
retorcía en el fondo de su ser—, puede que habría temido lo que no entendía.
Puede que habría sabido que la sombra escondía más que polvo y partículas de lunas rotas.
Habría mirado más de cerca.
Y habría visto.
UNO

M
amá se está muriendo, y ambas lo sabemos.
Lleva enferma casi un mes. La tisis la está destrozando por dentro, le nubla la
mirada y hace que le sea imposible respirar sin un estertor horrible.
Estoy tumbada de espaldas en el tejado de nuestra casita, respirando el aire primaveral frío y
con el viento en calma —el cielo nocturno es un misterio estrellado sobre mi cabeza—, pero
dentro de la cabaña, por la ventana abierta, oigo a mamá dormitar a ratos; la fiebre la hace sudar,
removerse y murmurar en sueños.
Presiono las palmas contra el tejado bajo mi cuerpo, como si pudiera acallar ese sonido
espantoso, alejar la enfermedad en su interior. Cuento las constelaciones y las nombro en silencio
—un ritual que mamá insiste en que repita noche tras noche para que no me olvide—, y el patrón
de las estrellas inalterable, que siempre estén justo donde deben, me calma. A diferencia de
mamá, que se está apagando. Tras la hilera de píceas azuladas en el extremo más alejado del
jardín de verano, sobre el muro del valle, trazo a Clovis y a Andrómeda con la yema del dedo.
Encuentro a Orión, el Cazador en la mitología griega, y a Rigel, una supergigante blanca azulada
brillante que titila cerca del horizonte. Cada una cuenta una historia. Cada una tiene secretos que
compartir si tengo la paciencia de buscarlos.
Sigo la línea sencilla de Aries, el carnero de lana de oro, y dibujo un pequeño arco con el
dedo en el cielo de medianoche. A veces me quedo dormida en el tejado para estar más cerca de
las estrellas; a veces, permanezco en vela toda la noche, buscando algo ahí arriba que me dé
esperanzas.
Busco algo que no está ahí.
Un búho deja escapar un grito bajo y sombrío desde el cobertizo de las herramientas; el
viento se desliza sobre el tejado, me remueve el pelo largo, oscuro y algo rizado en las puntas y
me eriza la piel cobriza y cubierta de cicatrices. Me pregunto si todo esto no servirá de nada. El
conocimiento que guardo a salvo en mi interior —los patrones, las secuencias y los nombres de
las constelaciones— no tiene utilidad si nunca salgo de los muros de este valle.
El calor se extiende tras mis ojos, pero lo mantengo a raya; cuento las estrellas de Leo, el
león, al que Hércules asesinó con sus propias manos y emplazó en el cielo. Las historias se
enhebran y se cosen a la luz de las estrellas. Aunque me pregunto qué historias contarán sobre
mí: La chica que se quedó a salvo en el valle. La que nunca se fue. La que murió como su madre
y se llevó el conocimiento con ella.
Me seco los ojos, odio las lágrimas, y les pido a las estrellas que me enseñen algo… Se lo
ruego. Pero el cielo está como siempre —inalterado, sin cambios— y sé que los astros, los dioses
antiguos, me han olvidado. Abandonado. No me ven igual que yo los veo a ellos.
Me presiono la oreja con la mano; noto un zumbido suave en el tímpano, un dolor tan leve
que apenas está ahí —chirría, chirría, como si tuviera un insecto en el cráneo— pero cuando
vuelvo la mirada al cielo y parpadeo para alejar las lágrimas, una nube fina y sin lluvia se desliza
sobre las paredes del valle hacia el norte…
Y algo me llama la atención.
Un parpadeo. Diminuto.
En la oscuridad, en el espacio entre las estrellas…
Una luz. Al principio, pequeña. Donde no debería estar.
Al este.
Me pongo en pie y me envuelvo el pecho con el jersey, mirando aquella luz inusual con los
ojos entornados. Una luz que no debería estar ahí.
Es un resplandor blanquecino, pero su posición en el cielo no tiene sentido. Parpadeo y
vuelvo a enfocar la mirada —como mamá me ha enseñado—, pero cuando oteo el horizonte,
sigue ahí. Ahí. Al principio, es solo un leve flash —como las ascuas a punto de extinguirse en la
hoguera—, pero un momento después se hace más brillante y se alza sobre las copas de los
árboles.
No es una estrella fugaz.
No es un cometa.
Es algo más grande. Noto un estremecimiento en la garganta —una certeza—, como la
esencia delatora de la humedad en el aire horas antes de que caiga una sola gota del cielo.
He observado este horizonte infinidad de veces y no he visto nada: solo oscuridad y la luz
habitual de las estrellas que se asemeja a los pequeños pinchazos de las agujas de pino. Sin
embargo, cuando me froto las cuencas de los ojos con las palmas y luego vuelvo a mirar hacia el
este… La encuentro. Sigue ahí.
Una estrella… donde no había ninguna la noche anterior.
El corazón empieza a martillearme en el pecho, los pensamientos se agolpan y se solapan
unos con otros queriendo asegurarse. Y entonces, lo veo: la estrella no está sola.
Hay dos.
Una más distante que la otra, más pequeña, pero permanecen juntas: las estrellas gemelas que
vierten su luz ámbar desde el centro de nuestra galaxia. Y a medida que se alzan cada vez más
alto en el horizonte, tan cercanas, casi siento como si pudiese alzar la mano y bajarlas,
sostenerlas entre las palmas como una luciérnaga en agosto, doradas y palpitantes, y luego
llevarlas dentro y enseñárselas a mamá.
Dos orbes delicados.
Son ellas.
Siento un estremecimiento de entusiasmo e incredulidad en el pecho, tras los ojos, y me
columpio para apoyar el pie contra el poste de madera y bajar del techo; luego, aterrizo en el
porche delantero con un ruido sordo —algo que he hecho cientos de veces—. Entonces, entro en
la cabaña por la puerta principal a toda prisa.
El fuego sigue crepitando en la chimenea de piedra y el ambiente está cargado del olor a
clavo y romero secándose sobre las llamas; me dejo caer en el suelo junto al lecho de mamá.
Tomo su mano esquelética entre las mías. Me tiemblan los dedos y ella abre los ojos de golpe,
húmedos e inyectados en sangre.
—Las he visto —digo con suavidad y la voz se me quiebra con cada palabra, a punto de
atragantarme con ellas—. Al este, en el horizonte…, dos estrellas gemelas.
Mamá parpadea con esfuerzo; tiene la piel del color de los huesos desteñidos al sol, pero aún
conserva el cabello largo, oscuro y ondulado en las puntas. Tiene la nariz salpicada de pecas y su
boca tiene la misma forma que la mía, como un arco con la cuerda tensada. Me veo en ella…,
aunque mamá siempre ha sido más valiente, intrépida y fuerte que una tormenta de invierno. Y a
mí me preocupa que las cosas que me atan a ella, a nuestras antepasadas, no estén tan presentes
en mi sangre.
Pero ahora, cuando la miro, no es ni la mitad de la mujer que solía ser, débil y confundida por
la enfermedad. Y me da miedo lo que está por venir.
Intenta incorporarse, volver el rostro hacia la ventana —quiere ver las estrellas por sí misma
—, pero los codos le ceden y apoya el cuerpo menudo sobre el colchón con los dientes
castañeteando. Le paso por la frente un paño frío humedecido con el agua del río para limpiarle
el sudor.
—¿Están…? —Tose, cierra los ojos debido al dolor y continúa—: ¿Alineadas con la estrella
polar?
Asiento y me brotan las lágrimas.
—Las estrellas hermanas —musita y las comisuras de sus labios pálidos se estremecen, casi
una sonrisa, algo que no ha hecho en semanas—. Es la hora. —Me aprieta la mano y sus
pestañas revolotean; casi ha perdido la vista por completo. Ahora solo ve sombras, olas de
oscuridad.
—Podemos marcharnos por la mañana —respondo; el calor me recorre las venas por los
nervios… Por fin vamos a dejar el valle. Por fin iré más allá de sus muros de acantilados
escarpados.
Pero ella niega con la cabeza y traga.
—No.
Una llamita arde en la chimenea pero, aun así, el aire frío de la noche me atenaza la garganta.
Entiendo a lo que se refiere; lo veo en la humedad de sus ojos, el rictus de su boca. Ella no dejará
la cabaña. Ni el valle.
Quiere que vaya sola.
—Puedo ayudarte a caminar —insisto; siento cómo se me acumula la ansiedad en el pecho
como si fuese lodo. Iremos juntas, como habíamos planeado siempre. Ella y yo. Aventurándonos
al fin más allá de las paredes del valle.
Pero ella se limita a parpadear y las lágrimas le caen por los pómulos.
—Iré demasiado despacio. —Tose y aprieta la mano contra la boca temblorosa; más lágrimas
le ruedan por la barbilla—. Ya lo sabes todo —susurra y se esfuerza por verme a través de la
niebla invernal de su mirada—. No me necesitas. —Pestañea—. Ve al océano —me indica, unas
palabras que ya conozco de tantas veces que las ha dicho; son como una melodía para mis oídos,
una que se repite una y otra vez sin cesar—. Encuentra al Arquitecto. No mires atrás, Vega.
Le aprieto la mano con más fuerza, como si ya sintiera los kilómetros, el espacio cada vez
mayor entre nosotras.
—No voy a dejarte aquí. —No podrá traer agua del río o salir de la cama siquiera. Si me
marcho, no tardará en morir. De sed y dolor. Morirá sola.
Se le marcan los pómulos al apretar la mandíbula y veo a la mujer que fue una vez: fuerte,
curtida por el campo, por los años; todavía queda en ella algo de esa lucha.
—No hay tiempo —dice de manera contundente, esforzándose en pronunciar las palabras
antes de hundirse en la almohada.
Alzo los ojos anegados en lágrimas hacia la ventana, donde las estrellas gemelas se recortan
contra la oscuridad. Sé que tiene razón. El tiempo ya se agota, hora tras hora; las estrellas
gemelas no serán visibles eternamente. Dentro de unos días seguirán el arco de su trayectoria y
dejarán de verse, y será demasiado tarde.
Hasta dentro de otros cien años, cuando vuelvan a alinearse.
Creo que mamá sabe que no la dejaré, presiente que no permitiré que muera sola en la cabaña
fría. Sabe que me quedaré mientras viva.
Porque dos días después, luego de que una tormenta asolara el valle por la tarde, deja que la
tisis haga trizas lo que queda de sus pulmones, su corazón, sus ojos. Deja de luchar.
—Márchate del valle, Vega… —balbucea casi al final, con los dedos crispados; luego,
murmura algo más sobre unas plumas negras cayendo del cielo, pájaros muertos
desplomándose… Palabras febriles.
Le aparto el cabello oscuro del rostro y siento que mi corazón está a punto de fallar. Observo
cómo sus facciones se contraen, las pecas se agolpan en su frente mientras el atardecer arde en
tonos zafiros, pálidos y grisáceos a través de las ventanitas de la cabaña. Por último, oigo cómo
el aire abandona sus pulmones. Siento la flacidez de su mano.
Y así, sin más, se ha ido. Se ha dejado ir en silencio.
Se ha rendido. Se ha dejado morir.
Para asegurarse de que me marche.
Para asegurarse de que viva.

Entierro a mi madre antes de que la luz de la mañana atraviese las copas de los árboles y brille
entre las briznas de hierba. Lo hago rápido, para que a su cuerpo no le dé tiempo a ponerse
rígido; la envuelvo con delicadeza en la sábana color aciano y luego la coso con aguja e hilo para
ceñirla. La llevo colina abajo desde la vieja cabaña y la deposito en la tierra.
Por un instante, siento que voy a vomitar. El cielo en penumbras se arremolina y se inclina
sobre mí, pero cruzo a trompicones los cinco pasos que separan la tumba de la orilla del río, me
sumerjo hasta las rodillas y siento la fuerza del Medicine Bow esculpiendo su paso lento y
antiguo a través de nuestro valle protegido y amurallado por dos de sus lados.
Sé lo que tengo que hacer.
Las historias de mis antepasadas me resuenan como el tictac de un reloj en la parte más
delicada de las sienes.
Me limpio la tierra de las manos y las uñas con el agua helada, deseando eliminar el dolor
que me quiebra por dentro como una estrella moribunda. Pero ahora se me ha metido hasta el
tuétano. Doy otro paso hacia el centro de la corriente rápida del río, el agua profunda y fría como
el hielo, y entierro los dedos de los pies en el lecho pedregoso. Siento el peso del planeta bajo
mis pies, anclándome para que no me lleve la corriente. Sin gravedad, todos flotaríamos hacia
las estrellas, ligeros como las plumas de una paloma, diría mamá. Pasaríamos las noches aquí
fuera junto al río, mirando por el telescopio, el que construyó ella misma con lentes de cristal
fijadas en ángulos perfectamente calculados. Me diría que recitase los nombres de las
constelaciones, las lunas en su órbita y los cometas que siempre cruzan nuestra atmósfera
dejando un reguero de luz deslumbrante. Necesitas conocer el cielo tan bien como el valle; debes
ser capaz de trazar un rumbo de navegación usando tan solo las estrellas, explicaría. Me enseñó
la forma y la estructura del cielo nocturno. Se aseguró de que nunca lo olvidase, ni siquiera tras
su muerte.
Alzo la mano temblorosa a la luz de la luna. Los lunares forman un patrón desde el pulgar
hasta el antebrazo e intento verla en mi propia piel; después de todo, estoy hecha de ella. De las
mismas células y átomos, sangre de mi sangre. Pero no es suficiente. Ella tenía los ojos marrones
salpicados de verde, las uñas siempre cortas, la suciedad incrustada en los pliegues de sus
nudillos. Era tanto la tierra como el cielo, un caleidoscopio de lugares.
Me ceden las rodillas y me hundo en el agua congelada. Me siento con las piernas cruzadas
en el fondo del río, con el agua hasta la barbilla y las lágrimas corriendo por mis mejillas. El frío
podría matarme; la corriente embravecida del río podría ahogarme. Pero no siento nada de esto.
Echo la cabeza hacia atrás mientras las lágrimas se escapan entre mis párpados, y en la palidez
del crepúsculo, descubro la estrella polar al sur, tenue y parpadeando sobre las copas de los
árboles: el punto de navegación que siempre me guiará a casa sin importar dónde esté, la estrella
que conecta con todas las demás.
—Ahora el cielo te pertenece a ti —me susurró mamá justo antes del final mientras luchaba
por mantener los ojos abiertos, tosiendo y escupiendo sangre. Pero incluso la anatomía de las
estrellas está entretejida con recuerdos de ella. Está en todas partes. El valle, los muros de los
acantilados y la luz de las estrellas que me envuelve como una mano implacable y despiadada.
Pero a través del horrible borrón de lágrimas, vuelvo a encontrar las estrellas gemelas —Tova y
Llitha—, las hermanas, atrapadas en su propia gravedad. Unidas la una a la otra. Las historias
folclóricas antiguas cuentan que el padre de las hermanas las desterró al cielo nocturno después
de que se negaran a casarse con dos príncipes del inframundo. Ahora son dos puntos de luz que
sobrevuelan por el este. Susurran palabras antiguas, me llaman para que me acerque… a un lugar
más allá del valle donde nunca he estado.
Al océano, al confín de todo, más allá de la tierra prohibida.
Durante toda mi vida, mamá me ha advertido del mundo más allá de nuestro valle: Es
peligroso y cruel, diría. Pero aquí estamos a salvo, lejos de todo. Permanecimos en nuestro valle
aislado estudiando el cielo, marcando nuestras cartas y mapas, donde nadie conocía nuestros
nombres… o de quién descendíamos.
Pero ahora ella se ha ido y las estrellas gemelas brillan en la noche.
Ahora… tengo que irme, viajar a un lugar donde mis antepasadas nunca han estado. Como si
fuera tan fácil. Como si mis piernas pudieran llevarme más allá de este valle cuando apenas
puedo subir a la cabaña desde el río.
Me tiembla el cuerpo, tengo las manos blancas como la leche y entumecidas, pero me obligo
a salir del agua con el camisón largo de algodón pegado a la piel, el dobladillo frontal manchado
de tierra rojiza oscura de haber cavado. Tendré que frotarla, dejarla en remojo. O quizá la queme,
la entierre y la deje atrás. De todas formas, ¿de qué me servirá ahí fuera, más allá de los muros?
Regreso a la orilla tambaleándome, con los brazos mojados y sin fuerzas colgando a ambos
lados, y me desplomo en la hierba. La noche se postra y el sol comienza a elevarse brillante,
severo e implacable.
Podría ir a casa de los Horace —nuestros vecinos más cercanos, los únicos—, a un día de
viaje, y decirles que mamá ha muerto. Podría sentarme a la mesa de su cocina mientras la señora
Horace me trae pan de elote aplastado y té caliente; luego me acariciará preocupada, me alisará
el borde de las mangas de la camisa y hará aspavientos por mi pelo largo y rizado. El señor
Horace se quedará de pie en la puerta, como si hubiera alguna forma de arreglar esto con clavos
y tablones tallados, el único remedio que conoce. Pero ellos no querrían que abandonase el valle.
Una chica de diecisiete años no debería estar sola, imagino que diría la señora Horace. Insistirán
en que me quede con ellos y duerma en el ático angosto de su casa de madera. Son buena gente,
pero no puedo ganarme la vida entre el rebaño de las cabras, el ganado y los perros.
Me froto el cuello buscando un recordatorio —valor— y siento la piel suave surcada por la
tinta. No puedo verla, pero sé que está ahí; mamá tenía la misma marca, un tatuaje que me
asegura quién soy: la hija de mi madre. Conectadas, unida la una a la otra incluso después de la
muerte.
Desciendes de mujeres valientes, solía decirme, como si supiera que algún día llegaría este
momento. Me restriego las comisuras de los ojos porque no quiero sentir las lágrimas, cuando
una bandada de estorninos sale disparada de los robles cerca de la orilla del río.
Algo los ha asustado.
Pían con furia y baten las alas mientras se alejan hacia el oeste, pero entre el sonido… oigo
con nitidez el ruido sordo de los cascos de un caballo contra el suelo duro del sendero.
Me doy la vuelta y miro hacia la colina, donde el camino serpentea por el valle, y veo que
una columna de polvo se arremolina en el aire.
Alguien se acerca.
Mis ojos se desvían a la cabaña; aún me tirita el cuerpo por el frío del río. Podría subir la
colina corriendo y esconderme dentro, buscar a tientas el revólver que ocultaba mamá en el cajón
superior de la cómoda, cargarlo como me enseñó y luego esperar junto a la ventana con el cañón
apuntando al camino. O podría esconderme. La linde del bosque está a tan solo unos pasos del
río; podría adentrarme entre los robles dispersos en cuestión de segundos. Podría abrirme paso
por la loma hasta la casa de los Horace, estaría allí a la caída del sol.
Sin embargo, mis piernas no se mueven. Estoy demasiado entumecida por dentro; el corazón,
demasiado destrozado.
El sonido de un caballo, de un carro, repiquetea camino arriba; vibra con cada piedra y
terrón, resuena a través del valle, convertido en una especie de canto de ave inconexo.
Me llevo una mano a los ojos y los entrecierro para ver, contengo el aire en los pulmones —
el frío me atenaza las articulaciones—, y cuando el caballo aparece tras la última elevación con
el viejo carromato a rastras tras de sí, dejo escapar un suspiro largo y trémulo.
Un reguero de lágrimas saladas se derrama por mi rostro; siento el peso del alivio repentino
en el pecho.
Después de haber pasado casi un mes fuera, pa ha vuelto a casa.

Estamos junto a la tumba de mamá; me gotea el pelo aún mojado con el agua del río.
—Siento no haber estado aquí —consigue decir pa y se arrodilla para posar en la tierra una
mano bronceada por el sol. Le tiembla la barba castaña rojiza cuando agacha la mandíbula y se
enjuga las comisuras de los ojos, atrapando las lágrimas antes de que caigan. Desvío la mirada;
no quiero ver la pena en su mirada.
—Llevaba enferma desde que te fuiste —le digo y reprimo el sollozo que se me queda en el
pecho; el dolor es como una riada en mi interior, casi demasiado grande para contenerlo.
Pa asiente en dirección a la tierra oscura; el viento de la mañana sopla entre las espadañas
junto al río.
—No podías hacer nada.
Permanecemos así un rato —en silencio, contemplando el lugar donde ahora descansa su
cuerpo—, como si ambos estuviésemos atravesando nuestro propio duelo. Tratando de encontrar
distintas maneras de esconderlo. Pa es un hombre reservado, se siente más cómodo en los
caminos poco transitados y en el silencio de una tarde solitaria que con las palabras de consuelo.
Un búho emite un canto sombrío desde el leñero al tiempo que el sol se cuela entre los árboles
mientras se alza lentamente cada vez más alto en el cielo. Y, al fin, Pa se levanta —le crujen las
rodillas y todavía tiene los ojos húmedos— y emprendemos el camino de vuelta a la casa en
silencio. Ahora puedo seguirle el paso porque soy casi tan alta como él; mis piernas como juncos
y los brazos se mecen a mis costados. Casi tan alta como un árbol, como le gustaba decir a
mamá mientras me trenzaba el cabello, castaño como el roble, a la espalda, y me rozaba con los
dedos la tinta del tatuaje que llevo en el cuello…, el tatuaje que me hizo hace años.
En la cabaña, pa enciende la pipa y se acomoda en una de las sillas del porche; las hizo él
mismo cuando era pequeña. Todavía recuerdo el olor de las virutas de madera, las motas de
polvo, el dulce aroma a nuez. Normalmente, cuando pa vuelve del valle, le pido que me cuente
una historia del mundo exterior, de pueblos lejanos, las personas de fuera y los lugares insólitos
que ha visitado: edificios de dos plantas y lagos profundos y en calma, tan cálidos como el agua
de una bañera, y extraños de ojos tan azules como el cielo en junio. Son buenas historias y a
veces pienso que no son del todo verdad —pa sonríe de oreja a oreja y los ojos le brillan con
algún recuerdo lejano—. Mi conocimiento del mundo está conformado por sus historias. Y
también por las advertencias de mamá.
Pero ahora no le pido una…, sino algo distinto.
—¿Dónde irás ahora?
Hace casi un mes que estuvo en el valle —cuando la nieve aún aislaba el suelo y colgaba de
los aleros de la vieja cabaña—, pero ahora la primavera se ha instalado sobre el terreno y lo ha
vuelto verde; se acerca una estación más apacible: días largos e iluminados por el sol, zanahorias
recién cogidas del huerto, el canto de las ranas en las orillas embarradas del río por la tarde. Algo
que no estaré aquí para ver.
—Al norte —responde; mira con ojos cansados y surcados de arrugas un punto fijo en el
valle, en el suave mecer del río que parpadea bajo el sol de la mañana—. Al mercado.
—¿Cuándo te marchas?
—Mañana. —Suelta una bocanada del humo del tabaco—. Tengo que ponerme en marcha.
Junto a la barandilla del porche, acaricio el cuello de Odie, la yegua de pa, una apalusa
blanca y negra que ha encontrado una zona a la sombra del entarimado del porche donde han
crecido tréboles. Pa nunca la manea con correas de cuero en los tobillos ni la ata a un árbol
cuando está aquí. Dice que no tiene motivos para alejarse: los pastos buenos están cerca de la
casa.
—¿A cuánta distancia está? —Entrelazo los dedos en la crin áspera de Odie y luego los
deslizo por su hocico negro aterciopelado.
—A una semana de viaje, puede que unos días más. Depende de los caminos. —Suelta el
humo por la nariz y este asciende en espiral hacia el cielo despejado; se toca el vello hirsuto de la
barba y el bigote.
Aparto la mirada hacia él carromato —está cerca del cobertizo—, de laterales altos y techo
plano. Hay unas letras pintadas en negro en forma de abanico en los tablones de madera —
mucho más elaboradas que las letras rectas y perpendiculares que mamá me enseñó a escribir
cuando era más pequeña—. Pero las palabras del carromato de pa están hechas para atraer a la
gente, para llamar su atención, persuadirlos para que le den una moneda o dos a cambio de lo que
tenga para vender.
El tónico curalotodo de pa, reza la frase, y junto a las palabras ha pintado un frasquito de
medicina azul con estrellas plateadas saliendo de la parte superior. Debajo hay una lista de las
dolencias que cura: dolor de cabeza, dolor de pecho, tos, fiebre, caída del cabello, caída de
dientes, artritis, aletargamiento, mareos, insomnio, embriaguez, dolor de pies, verrugas.
Vuelvo la mirada hacia pa; tiene una expresión adormilada y distante. Pienso en los veranos
anteriores, cuando mamá, pa y yo nos sentábamos en el porche a ver el sol ocultarse mientras
pelábamos cestas de guisantes y escuchábamos las historias de pa. Unos momentos que ahora
hemos perdido. Me aclaro la garganta y me aguanto las lágrimas.
—Iré contigo.
Sin embargo, pa niega con la cabeza de inmediato, ni siquiera lo sopesa.
—Los caminos no son un lugar seguro para ti.
Retiro la mano del hocico de Odie. Sé que pa no entiende por qué necesito marcharme. No
conoce las historias que mamá me susurraba por la noche cuando él estaba lejos. Las mujeres de
nuestra familia han guardado nuestros secretos durante cien años, me decía en voz baja, como
si no quisiera que las mismas estrellas la escuchasen. Son secretos peligrosos; nos ponen en
riesgo. Así que los guardamos para nosotras.
—Soy más fuerte de lo que aparento —digo. Echo los hombros hacia atrás y me rasco el
cuello con la mano izquierda al tiempo que trazo el tatuaje con los dedos.
Pa me mira con el ceño fruncido y su expresión queda oculta bajo la barba poblada e hirsuta.
—No —responde con aspereza—. Tienes que quedarte en el valle, aquí estarás protegida.
—Mamá quería que me marchara… —añado con los dientes apretados. Mamá y yo nos
hemos pasado la mayor parte de nuestra vida solas en el valle… Las dos con nuestras historias,
nuestras constelaciones y un idioma que solo nosotras entendíamos, mientras que pa se ha
pasado la suya viajando.
Se saca la pipa de la boca y exhala. Hay cierta suavidad en su mirada, cierta tristeza, como si
entendiese mi necesidad, pero piensa que me estoy comportando como una ingenua. Una chica
que no sabe lo que está pidiendo.
—Tu madre te ha enseñado muchas cosas, pero no te ha preparado para lo que hay ahí fuera.
—Da un golpecito con la puntera de la bota marrón cubierta de polvo contra los tablones
desgastados del suelo.
Le doy la espalda, las lágrimas amenazan con escapar de entre mis párpados, y alzo la mirada
al cielo…, al lugar en el este donde vi las estrellas gemelas, ahora ocultas por la luz de la
mañana. El búho, que estaba posado en el leñero, extiende las alas amplias y emprende el vuelo
hacia el río, más allá de las paredes del valle.
—Iré por mi cuenta —digo.
—No tienes caballo.
—Caminaré. —De todas formas, pensaba ir andando, atravesar el valle a pie.
Suelta el aire por la nariz y pasea la mirada por el camino.
—Te acompañaré una semana, solo hasta llegar al puesto fronterizo más cercano. Tendrás los
pies en carne viva para entonces y con ampollas hasta en los huesos. —Tiene la voz algo ronca,
áspera, como si rememorara los caminos extensos y duros que parecen no tener fin más allá del
valle. Recuerdos de los días largos y cálidos en los que empujaba el carromato, agotado, con una
película de polvo en la garganta. Y no desea lo mismo para mí.
Le doy una patada a una piedra y se pierde bajo el porche. Odie levanta la cabeza con los
ojos bien abiertos antes de volver a masticar de forma metódica los tréboles y los manojos de
hierba.
Pa sostiene la cánula de la vieja pipa en la comisura de la boca mientras se retuerce el bigote
y el humo fragrante —de clavo y canela— se arremolina entre las vigas del porche.
—Es fácil pensar que el mundo más allá de lo que conocemos es mejor que lo que tenemos,
pero hazme caso, Vega, tu vida aquí es más segura que en cualquier otro lugar ahí fuera. —Se
inclina hacia delante para apoyar los codos en las rodillas mientras contempla el camino… El día
de hoy ya lo ha agotado, lo ha dejado hecho polvo—. Te mantuvo aquí aislada por una razón. —
Sacude el tabaco de la pipa sobre las tablas ásperas del suelo, deja que las hojas quemadas caigan
entre las grietas y luego se levanta—. Lo siento, Vega. No puedo llevarte conmigo.
Me dedica un breve asentimiento; soporta el peso del dolor de la muerte de mamá sobre los
hombros hundidos hacia delante y el cuerpo cansado, pero antes de que yo pueda añadir algo
más, antes de que pueda protestar, baja los escalones del porche y se dirige hacia la tumba junto
al río.
Debería sentir un nudo en el pecho… Debería sentir la fuerza del tirón de desesperación e
impotencia en mis entrañas. En cambio, siento otra cosa: una nueva historia que se entreteje
como la luz de las estrellas en la noche oscura de mi piel. La historia de lo que viene a
continuación.
Lo que tengo que hacer.
Pa está dormido en el carromato y, una vez más, la noche se ha desplegado sobre el valle. Odie
está junto al porche con la cabeza gacha y se le agitan las pestañas enormes con suavidad cual
briznas de hierba.
Presiono el cristal junto a la cama vacía de mamá con las yemas de los dedos y, por
costumbre, cuento nerviosa las estrellas mientras las nombro en silencio: la Cruz del Sur, Perseo,
el León Menor e incluso Cefeo —una formación amplia de estrellas que a mí siempre se me
antojaron un arco y una flecha, aunque mamá decía que le habían puesto el nombre por el rey
Cefeo de la mitología, esposo de Casiopea y padre de Andrómeda—. Mi reflejo me devuelve la
mirada en el cristal, la curva de mi nariz, las orejas bajas, la piel color ámbar… Está en todas
partes. Hay recuerdos de mamá por doquier, A través de mi reflejo, contemplo las estrellas
gemelas al este como farolillos ardiendo en el cielo. Mis antepasadas se pasaron la vida
esperando a que apareciesen Tova y Llitha, la señal de que era el momento de marcharse del
valle. Observaban el cielo cada noche, lo estudiaban y aguardaban. Han pasado cien años desde
que las estrellas gemelas orbitaron tan lejos en la galaxia y se acercaron lo suficiente la una a la
otra para que nosotras las viésemos. Un evento peculiar. Uno que parece casi imposible… Uno
que empezaba a pensar que podía rio ocurrir nunca. Solo una leyenda transmitida por las mujeres
de mi familia, una historia que ha perdido todo su significado. Pero era cierta.
Y, al fin, la espera ha terminado conmigo.
Dejo caer la mano de la ventana y mis huellas se quedan en el cristal… La última parte de mí
que dejaré atrás.
Ya sé lo que tengo que hacer.
Me muevo por la casa y guardo una hogaza de pan, galletas duras y tarros de cristal de moras
en conserva que tintinean y repiquetean en el saco de arpillera. Ojeo los libros de la estantería
que hay junto a la chimenea: uno de poemas escoceses antiguo, otro de cocina de búsqueda de
alimentos silvestres y varios de astronomía. Mamá decía que los libros eran raros, difíciles de
encontrar. Pero me sé los de astronomía de memoria y sus páginas ya no me son de utilidad, y no
necesito los otros más allá de las paredes de esta casa. Así que los dejo todos atrás.
Me pongo mi jersey favorito —es del color del trigo y el lino, ese que mamá remendó
docenas de veces a lo largo de los años, ese que antes era suyo y que perteneció a su madre antes
que a ella— y luego tomo el abrigo de tela gris del gancho junto a la puerta. Doblo la manta
sobre la cama de mamá y la sujeto bajo el brazo; después, alzo la vela encendida. Respiro con
pesadez y la duda me carcome la mente. Todavía la siento entre estas paredes donde respiré por
primera vez, donde aprendí a buscar las estrellas, a leer sentada en la mesita de madera de la
esquina, donde mamá y yo tallamos nuestros nombres en el banquito —al igual que la garza
blanca apila guijarros junto al río para marcar su territorio, para advertir a las otras aves que ese
es su hogar—. Mamá me enseñó a sobrevivir, a encender un fuego, a cortarme el pelo y
remendarme las camisas.
Pero tengo que hacerlo…, debe ser definitivo; de otra forma, puede que cambie de parecer.
Necesito que no quede nada a lo cual volver.
Acerco la vela a una de las almohadas de mamá y la llama la prende al instante. Sé desliza
desdé las sábanas hasta las cortinas e inflama la leña apilada junto a la estufa. Asciende por las
paredes de madera y, en cuestión de minutos, queda envuelta en calor y cenizas. Cuán voraz es el
fuego. Cuán imparable. Destruye sin pensar.
Con el saco de arpillera al hombro, me enfundo las botas sin molestarme en atarlas y salgo
por la puerta del porche; siento cómo las llamas se calientan más y se vuelven más destructoras a
mi espalda. Como si algo volviese a la vida y devorase mi infancia, mí vida entera en esta
cabaña. Sin dejar nada. Contengo el impulso de correr al río con un balde y traer cubos de agua
para apagar las llamas.
Ya no hay vuelta atrás.
El cielo aún está oscuro, un cinturón de estrellas arremolinadas lo recorre de norte a sur. Pero
cuando bajo la mirada hacia el carromato, pa está despierto; tiene una mano sobre la frente. Odie
se ha alejado de la barandilla del porche y levanta una nube de polvo con los cascos; no deja de
mover las orejas adelante y atrás, asustada por el crepitar de las llamas.
—Vega… —Pa mira a la cabaña tras de mí, a las llamas que ahora lamen el umbral—. ¿Qué
has hecho?
El coraje no se aúna durante la noche, hacen falta varios momentos hasta que llega ese en que
por fin surge una necesidad lo bastante acuciante como para que estés dispuesta a reducir a
cenizas tu vida anterior.
—Ya no tengo hogar… —digo desde el borde del porche—. Puede que ahora deba ir
contigo.

Mi nombre, Vega, significa «la que habita en tierra fértil». Mamá solía decir qué era un
recordatorio de que esté valle es mi hogar, que aquí estaba a salvo, como un pájaro acurrucado
en su nido.
Pero con la espiral de humo y el amanecer a mis espaldas, con las llamas haciendo pedazos la
cabaña donde nací, dejo el valle atrás.
Durante la mayor parte de mi vida he temido ese anhelo innombrable que me pinchaba como
una zarza enganchada en la lana: la curiosidad de lo que hay más allá del valle. El mundo ahí
fuera es feroz, salvaje y despiadado, solía decir mamá mientras recorría el camino con la mirada.
No nos iremos hasta que sea el momento.
Los robles bajos y escuálidos clavan sus ramas puntiagudas en los laterales del carromato y
chirrían al arañar la madera, pero pa azuza a Odie con un chasquido suave. En la parte trasera,
los tarros de cristal con el tónico repiquetean con un coro constante de tintineos y ruidos
metálicos y un olor dulce emana entre las grietas de la madera.
El valle se encoge a nuestro alrededor y salimos a un pastizal que se extiende hasta perderse
en la distancia: un tramo salpicado de serpientes toro, matorrales secos y un terreno rocoso
conocido por hacer renquear a los caballos buenos. Pero este paisaje no es nuevo —lo he visto
antes, cuando rara vez mamá y yo nos dábamos una caminata a casa de los Horace—, aunque
esta vez es una extensión de terreno que no voy a limitarme a ver desde la distancia, sino que me
adentraré en ella. Siento un nudo en el pecho, nerviosa, pero me niego a echar la vista atrás para
contemplar las brasas candentes de la cabaña a nuestras espaldas. He tomado una decisión.
No mires atrás, me dijo mamá una vez. Ese no es el camino que seguirás.
Nos alejamos de los robles apelotonados y el sol nos dirige una mirada ceñuda, brillante y
vigilante. Me gustaría que viajásemos de noche para ver las estrellas, el consuelo que ofrecen, el
recordatorio de que no importa lo lejos que llegue, siempre puedo usarlas para trazar mi camino
de vuelta al valle.
Pasamos junto a la casa de los Horace, una casa de labranza modesta retirada bajo la sombra
de cuatro olmos; en el terreno de la parte de atrás discurre un riachuelo poco caudaloso. El
establo está a unos cuarenta metros detrás del riachuelo, y las cabras, las ovejas y el ganado de
los Horace nos observan apelotonados junto a la cerca. Odie ralentiza el paso y ladea la cabeza
hacia allí, pero pa tira de las riendas para que siga adelante. Me tiembla el cuerpo y empiezo a
notar el estómago agitado por las náuseas… Nunca había llegado tan lejos en el valle.
Pa emite un gruñido grave y desaprobador; cree que llevarme con él, abandonar el valle, es
una mala idea. Pero no dice nada. Quizá sepa que, dentro de mí, hay motivos que no
comprende…, palabras susurradas que solo compartimos mamá y yo. O puede que no soporte
dejarme con los restos calcinados de la cabaña. Así, pues, viajamos en silencio por las planicies
descubiertas mientras pasan las horas con los chirridos del carromato atravesándome los oídos
hasta que me duelen, observando los pájaros volar en una lenta formación sobre nosotros
mientras los cuervos y las cornejas buscan ratones de campo y liebres desafortunados.
Es un lugar inhóspito y desagradable, y el nudo que me atenaza el estómago se me comprime
a medida que nos alejamos del valle. De mamá enterrada allí. De todo lo que he conocido.
Porque no tengo elección.
Cuando al fin dejamos los extensos pastos y nos adentramos en las colinas salpicadas de
obstáculos, es bien entrada la noche. Un coyote salta entre los olmos junto a nosotros; tiene el
pelaje de color plomizo y las patas emiten un ruido amortiguado al golpear la tierra blanda. Nos
sigue durante un rato y me mira de reojo, como si me advirtiera. Da media vuelta, me alerta con
sus ojos dorados, antes de regresar con aire furtivo a los arbustos y el bosque.
Debe de ser cerca de medianoche cuando emergemos de entre los robles dispersos y pa
ralentiza el carromato.
—Es el arroyo Soda —dice y señala el cauce seco, ni siquiera lo recorre un hilillo de agua—.
Ahora es poca cosa, pero en una semana o así se inundará por las lluvias primaverales. Se llenará
de lodo y no será seguro cruzarlo con una corriente tan fuerte. Hemos llegado justo a tiempo.
Pa azuza a Odie para descender por el canal bajo y sin agua y ascender por el lado opuesto; el
carromato se abre paso entre los árboles a lo largo de una loma poco pronunciada. Me pesan los
ojos, tengo la garganta seca por el polvo y ansío dormir con la misma inmediatez con la que solía
anhelar la frescura del río en un día de verano tan caluroso que resultaba insoportable. El
carromato sortea la última elevación; nos encontramos en la cima de la cumbre con vistas a una
amplia pradera. Pa tira de Odie para que se detenga.
—Acamparemos aquí esta noche.
—¿No deberíamos seguir? —insisto. No quiero parar. Cada hora me martillea en el tímpano,
sé que quedan muy pocas.
—No es seguro viajar de noche. —Se deja caer en el suelo y comienza a desatar el arreo de
Odie.
Frente a nosotros, veo el camino hacia el valle: una planicie enmarcada por más colinas a lo
lejos.
Y situado en el paisaje de esa campiña, hay un pueblo.

Estoy tumbada y envuelta en la manta de mamá. Contemplo las chispas de la hoguera hacer
piruetas entre las estrellas, reconfortada por la disposición inalterada del cielo nocturno, la
ubicación de la Vía Láctea y los cúmulos de estrellas exactamente donde deberían estar mientras
que el paisaje seco y despoblado a mi alrededor se siente totalmente extraño, con olores a plantas
desconocidas y vientos lejanos. Tras la luz de la hoguera oigo a criaturas moverse en la
oscuridad y distingo el destello de sus ojos entre los robles bajos. Una sensación escalofriante y
espectral sobre mi piel.
A pesar de que el sueño tira de mí y me muero por un buen descanso reparador, me preocupa
que estemos viajando demasiado despacio. Ha pasado un día entero y solo estamos a las afueras
del pueblo que está a la distancia.
¿Cuánto me llevará encontrar al Arquitecto? ¿Días? ¿Una semana? A un hombre que nunca
he conocido. Podría estar en cualquier sitio. Será imposible encontrarlo si está oculto, si no
quiere que lo encuentren. Pero mamá siempre me aseguró que si un Arquitecto moría, habría otro
que ocupase su lugar. El linaje nunca se perdería. Al igual que ella me enseñó las historias de
nuestro pasado para asegurarse de que no cayesen en el olvido, el Arquitecto haría lo propio.
Está ahí fuera, en algún lugar…, y él conocerá el camino hacia el mar.
Solo tengo que encontrarlo.
Dejo que mis dedos vaguen hacia el cuello un breve instante para recorrer las líneas del
tatuaje; luego, hago caer la mano de nuevo sobre mi regazo y sigo contando las estrellas sobre
mí, nombrándolas mentalmente.
—Hoy se ve Bellatrix —le digo en voz baja a pa y señalo con el dedo hacia el oeste, sobre
las copas de los árboles—. Es la tercera estrella más brillante de la constelación de Orión.
Pa levanta la mirada de la hoguera, donde ha puesto a hervir una olla de hierro forjado llena
de agua y judías pintas, y alza los ojos al cielo.
—Bellatrix significa «guerrera» —añado y bajo la mano—. Algunas estrellas son más fáciles
de localizar, como el cinturón de Orión o la estrella polar. Pero mamá dijo que tienes que
observar todas las constelaciones si quieres conocer la historia completa.
A partir de un solo punto en el cielo, deberías ser capaz de cartografiar el universo entero.
Pa emite un sonido despectivo, como si no quisiera pensar en mamá y ocultase el dolor en su
corazón robusto. A lo mejor se siente culpable por no haber estado ahí cuando ocurrió,
arrodillado junto a su lecho con una mano sobre su mejilla pálida y hundida, por no haber tenido
la oportunidad de despedirse. Pero él nunca ha sido una constante en nuestras vidas; es como el
coyote errante: está hecho para los caminos largos y polvorientos y no para vivir de forma
permanente entre cuatro paredes. Tan solo pasa por el valle más o menos una vez al mes cuando
está de camino. Aun así, también es lo que admiro, lo que envidio, de él: su libertad, la facilidad
con la que viene y va.
Su vida no estaba construida en torno a mamá…, no como la mía. Él no se despertaba cada
mañana con su suave murmullo al contar los grupos de estrellas, ni se quedaba dormido con el
sonido de su risa, tan grave y alta como la de un hombre y que juro que hacía temblar los listones
del techo de la cabaña como si fuese el mismísimo viento invernal. Había cierta seriedad en ella
y era más compleja —como una serie de acertijos extraños que no tienen fin— de lo que pa
nunca llegará a saber.
Agacha la cabeza y sigue removiendo las judías pintas, añade un poco de sal y unas especias
que no conozco. Odie vaga entre los árboles mientras mordisquea la hierba, con la cola agitando
el aire de la noche.
—Cuando lleguemos al próximo pueblo —dice, la mirada todavía gacha—, no le hables a
nadie de esto.
—¿De qué?
—De las estrellas, las constelaciones y todo lo que te enseñó tu madre.
Recorro con la mirada las costuras de la manta que mamá cosió con tanto esmero…, una que
había pertenecido a su madre; la heredó cuando la abuela murió. Y ahora me pertenece a mí.
—No lo van a comprender —añade y me dedica una mirada rápida para asegurarse de que lo
he oído, de que lo entiendo. Como si aún considerase llevarme de vuelta al valle y dejarme allí
para que duerma sobre las brasas candentes de la cabaña. Donde estaría a salvo.
—Lo sé. —Aprieto los labios; siento como si tuviera una piedra en el pecho. Me crie
hablando de la geografía de las estrellas cada tarde (la sucesión de planetas en nuestro sistema
solar, las constelaciones que cruzaban el eje de nuestro cielo cada noche), un conocimiento que
mamá me grabó en los huesos, en la memoria, porque necesita ser recordado. Pero aquí fuera, me
advirtió, nuestra sabiduría significa algo más. Amenaza con remover un pasado que algunos
prefieren mantener oculto…, olvidado. Mientras que otros lo codician de una manera que
convierte mi mera existencia en un peligro.
De nuevo, me aqueja el miedo y aumenta en mi interior; las viejas advertencias me arañan
por dentro y me dicen que no tendría que haber dejado el valle, que no debería estar aquí, en
medio de la naturaleza de este terreno desprotegido. Pero no le cuento nada de esto a pa. No le
mostraré ninguna debilidad, la duda que lucha por salir a la superficie mientras oteo la oscuridad
del bosque que nos rodea. La mantengo oculta. Silenciada.
Nunca he visto un pueblo, pero imagino las casas situadas juntas, las personas viviendo unas
al lado de las otras, con vecinos a tan solo unos pasos de distancia.
El fuego chisporrotea junto a mí mientras pa ronca, pero el nudo del estómago se retuerce y
contorsiona por la ansiedad y me impide dormir.
¿Y si no encuentro al Arquitecto a tiempo? ¿Y si es demasiado tarde?
ACUARIO, Beta Aquarii
+05º 34′ 16″

L
a primera Astrónoma durmió durante el día y se despertó al anochecer, demasiado
impaciente por cartografiar el cielo como para desperdiciar un solo instante de la luz de
la luna mientras soñaba.
Se recogió el cabello cobrizo —del color de un sol rojo, como Capella— en la base del cuello
y se dispuso a trabajar. Dibujó mapas de estrellas y detalló su magnitud, luminosidad y latitud.
Observó los pequeños arcos que describían las estrellas distantes, lo cual revelaba el número de
planetas y lunas que orbitaban a su alrededor tirando de su eje de tal o cual forma.
Mientras que sus vecinos sembraban cultivos y erigían los muros de los cobertizos y establos
para las cabras, la primera Astrónoma hablaba de constelaciones que todavía no tenían nombre,
de la lejana Vía Láctea, que trazaba un arco escarchado en el cielo oscuro.
Los demás pensaban que sus nociones de las estrellas eran tediosas, inútiles, cuando había
trabajo que hacer, el tipo de labor que dejaba la frente perlada de sudor, callos en las manos por
la tierra seca y la falta de agua. El trabajo de construir un hogar, comerciar en las ciudades,
esquilar a las ovejas para hacer ropa para el invierno y cavar pozos para regar los huertos llenos
de brotes recién plantados.
Al principio, en su mayoría la ignoraron, la dejaron sola.
Al principio.
Pero eso cambiaría.
DOS

L
a luz de la mañana se cuela entre los árboles y, durante una fracción de segundo, no sé
dónde estoy. Busco con la mirada las paredes de la cabaña, el techo bajo de madera; en
cambio, encuentro la linde de árboles que rodea nuestro campamento con el sol cobrizo
abriéndose paso entre los robles. Me froto los ojos secos, hago una mueca y me parece oír un
susurro —como del aire que se escapa, como si el vacío absorbiera el horizonte—, pero cuando
parpadeo, el cielo ha adquirido un tono azul suave y no se escucha nada.
Apartado de las brasas de la hoguera, pa ya está amarrando el arnés de Odie, una red de
hebillas y correas, al carromato.
—¿Lista? —pregunta. Suena más animado que ayer por la promesa del pueblo que nos
aguarda, tónico que vender y dinero que ganar.
Me apresuro a enrollar la manta y echo tierra con el pie sobre los restos de carbón de la
hoguera; luego, me subo al banco delantero del carromato y los muelles viejos de metal dejan
escapar un suave gemido. Pa sacude las riendas de cuero, Odie empieza a tirar del vehículo y
dejamos el campamento atrás.
Nos acercamos al pueblo y las ruedas repiquetean por la loma.
—Cuando estemos allí —dice pa con un tono inexpresivo— puedes ayudarme con los tarros.
¿Sabes contar? —Me mira como si por un momento hubiese olvidado mi edad y le pareciera que
tengo mucho menos de diecisiete años y aún no sé aritmética básica.
—Claro —respondo, ofendida de que piense lo contrario.
—Bien. Y déjate el pelo suelo. —Chasquea la lengua. Odie vacila frente a un árbol caído y
sacude la cabeza brevemente antes de rodear el roble, cuyas raíces parecen dedos que han salido
de la tierra—. No quiero que nadie vea esas marcas.
Me toco la base del cuello con los dedos.
—Mejor mantenerlo oculto —añade con seriedad y asiente.
Una oleada de malestar me recorre la columna. Sé que tiene razón, aquí fuera no puedo dejar
que vean mi marca. Nadie. Me deshago la trenza y dejó que los mechones oscuros caigan en
ondas muy tupidas sobre mis hombros para esconder quién soy: una muchacha con acertijos
grabados con tinta. Una verdad que mamá dijo que me hacía peligrosa.
Frente a nosotros, el camino se allana por fin y nos adentramos en una campiña ancha y
extensa —los tallos altos y ondulantes que rozan las ruedas del carromato están espaciados a una
distancia regular en largas hileras—, plantada por el hombre. Cultivos.
—¿Qué tipo de hierba es esta?
—Trigo —responde pa, como si los campos dorados y verdes que se extienden a kilómetros a
nuestro alrededor, los tallos meciéndose al viento, no fuesen nada nuevo. Pero lo único que he
conocido es nuestro jardincito en el valle y las hileras de patatas que los Horace plantan cada
primavera. En cambio, esto es algo totalmente diferente: un huerto lo bastante grande como para
alimentar a un asentamiento entero—. El pueblo comercia con trigo; así sobreviven.
Por un instante, pa presiona la mano contra la oreja izquierda como si le doliera, antes de
calarse el sombrero sobre los ojos para bloquear el sol de la mañana.
Me inclino hacia delante en el asiento, nerviosa, con una emoción indescriptible en el pecho
a medida que el camino nos conduce hacia el núcleo del pueblo. Estoy entrando en un lugar que
no se parece a nada que haya visto antes. Hay estructuras pequeñas y de una sola planta alineadas
en la calle principal, en su mayoría hogares con polvo acumulado en las puertas, techos hundidos
y combados a causa de las tormentas o los vendavales. Pero después de varios bloques me fijo en
un letrero de madera que cuelga en la puerta de un edificio bajo y achaparrado. Oficina de
correos, dice. Un bloque más allá, otro letrero clavado sobre un cobertizo de puertas dobles y
anchas anuncia a un herrero.
El polvo se arremolina entre las ruedas del carromato y observo que las cortinas de las
ventanas se abren y unos ojos curiosos, sedientos, nos observan. Me pregunto si la gente del
pueblo conocerá al Arquitecto, si habrán oído las historias. Pero a medida que los habitantes
aparecen en los umbrales con la mano sobre los ojos para tapar el sol, la piel oscurecida por el
polvo y el cuerpo encorvado por el trabajo duro en el campo, siento que mi malestar aumenta.
Mamá me advirtió que no confiara en nadie más allá de las paredes del valle —son desconfiados,
están desesperados y la mayoría están dispuestos a matar para sobrevivir—. Me dijo que
encontrar al Arquitecto sería un tanto peliagudo, pues si ha estado escondido como nosotras, los
habitantes de los pueblos no lo conocerán. Y en el caso de que sepan quién es, decir su nombre
siquiera pondría mi vida en riesgo.
Sus palabras supuran en mi interior mientras llegamos al extremo más alejado del pueblo,
donde hay un corro de caballos con la cabeza gacha, lejos de los rayos del sol que inciden desde
el oeste, y pa detiene a Odie. Frente a nosotros hay un edificio alto y estrecho con postigos en las
ventanas. Parece que nadie ha entrado ahí desde hace mucho tiempo. Sin embargo, no son las
ventanas ni la pintura descascarillada de las paredes lo que me llaman la atención…, es la cuerda
larga suspendida del tejado, meciéndose en la brisa frente a la puerta con un lazo atado en el
extremo.
Noto un nudo en la garganta y la señalo con la cabeza.
—¿Para qué es? —pregunto.
Pa apenas la mira; parece que sabe lo que estoy preguntando, como si ya lo hubiera visto
antes.
—Para los ahorcamientos —se limita a responder; se recoloca el sombrero y se remete el
pelo rojizo oscuro tras las orejas.
—¿Han colgado a alguien de esa cuerda?
—Más bien a unos cuantos.
—¿Por qué?
Pa me echa un vistazo.
—Es más fácil que malgastar balas. —Como no dejo de mirarle, añade—: El mundo es
peligroso, Vega. —Como si quisiera demostrar lo que lleva diciéndome todo el rato: estoy mejor
en el valle—. Quédate en el carromato —indica ahora, asegura las riendas y baja—. Puedes
contar los tarros que vendamos y el dinero a medida que llegue, ¿entendido?
Se nota que está nervioso… Quizá sea por mí, porque no debería estar aquí. Así que asiento.
Me duelen las piernas, estoy deseando bajarme y sentir el suelo bajo mis pies, pero el recelo a los
habitantes del pueblo que comienzan a congregarse y la cuerda vacía meciéndose en el aire seco
—y la necesidad de mantener oculto el tatuaje— superan mi deseo de alejarme del carromato.
Subo a la parte de atrás, paso sobre las cajas de madera llenas de tarros de cristal y me acomodo
junto a la apertura mientras observo la única calle del pueblo polvoriento.
—Dame cinco tarros —dice pa con la mirada fija en la calle. Hago lo que me pide y saco
cinco tarros de su tónico, cada uno lleno con una mezcla dorada y almibarada que impregna el
aire de un aroma dulce siempre presente, como el néctar de las lilas. Él los coloca en el borde
trasero del carromato y el líquido dorado reluce con el sol de la mañana.
La primera clienta no tarda en acercarse al carromato.
—Madge —saluda pa a la mujer; tiene la mejilla derecha y la frente surcadas por una serie de
cicatrices y marcas de viruela, como si hubiese enfermado hace tiempo y estas fueran el
recordatorio de haber sobrevivido a la enfermedad. Aun así, sus ojos son de un verde perlado,
como mirar a un estanque profundo, y en la cadera lleva a un niño con el cabello castaño rojizo
que sé retuerce para que lo baje.
Le miro las manos con qué rodea al niño porque mamá me dijo algo más, una manera de
identificar al Arquitecto.
Un símbolo.
Llevará un anillo grabado hecho de plata forjada con una marca estampada en él metal, una
constelación: el Compás. Un anillo qué ha pasado de generación en generación. Una forma de
encontrar al Arquitecto.
Pero la mujer no lleva nada por el estilo. Tiene los dedos desnudos. Y dudo de que el
Arquitecto sea tan fácil de identificar a simple vista en este pueblo remoto.
Ella y pa hablan en voz baja, intercambian comentarios amables sobre el camino por la loma
y si nos hemos topado con carroñeros durante el trayecto, a lo que pa niega con la cabeza.
—Jacob tiene una quemadura de sol grave —le dice—. La semana pasada estuvo demasiado
tiempo en el campo.
—El tónico lo ayudará con el dolor y la inflamación. —Pa modula la voz y habla tranquilo,
palabras que se sabe de memoria, remedios y métodos antiguos para curar, aliviar y sanar—.
Pero tendrás que rebajar el calor de la piel con paños fríos, si puedes.
La mujer asiente y deja una moneda de plata sobre la mano de pa. Él, a cambio, le tiende uno
de los tarros y ella le dedica una sonrisa amable antes de regresar por el camino que atraviesa el
pueblo mientras el niño me saluda con una mano regordeta.
Apenas ha pasado un momento cuando varios niños se acercan corriendo al carromato y se
agarran a la puerta trasera con los ojos redondos y húmedos, maravillados por el despliegue de
tarros. Pero los ojos de dos de ellos, una niña pequeña de pelo negro cortado por debajo de las
orejas y un niño de brazos largos y rodillas huesudas con una costra de tierra, son grisáceos…
están nublados, moteados. Enfermos.
—¿Tenéis dinero? —les pregunta pa a los niños, y varios sonríen y sostienen en alto
monedas de plata entre sus dedos pegajosos. Está claro que la gente del pueblo esperaba la
llegada de pa porque no solo traen monedas, sino tarros vacíos de la última vez que compraron
su curalotodo, los cuales imagino que pa volverá a llenar más tarde.
Pero a veces, en vez de monedas, le dan sacos de trigo, quesos envueltos u otros bienes
extraños a cambio. Cuento las monedas y los tarros vacíos y llevo la cuenta mentalmente
mientras admiro la extrañeza y la belleza de quienes se acercan al carromato: las tonalidades de
sus pieles, algunos con el cabello corto a la altura del cuello mientras que otros lo usan largo y
rizado, casi hasta el suelo. Algunos tienen cordeles, plumas y semillas entretejidos en las trenzas
desde el nacimiento del pelo y su ropa está teñida con todos los tonos de la tierra: amarillo
amapola brillante y verde hierba intenso. Mi ropa de colores apagados —pantalones oscuros y un
jersey raído— parece aburrida y sosa en comparación.
Sin embargo, una hora después y entre las oleadas de calor, atisbo a tres hombres a la sombra
del granero cercano con el letrero que pone herrero colgando sobre sus cabezas. No estaban ahí
cuando llegamos al pueblo y no estoy segura de cuándo han aparecido, pero tienen el sombrero
calado sobre las cejas, ojos de halcón vigilantes y, a diferencia de los demás habitantes del
pueblo, no cruzan la calle para acercarse al carromato. No les interesa el tónico de pa. En vez de
eso, se limitan a observarnos mientras fuman cigarros liados, como he visto hacer a pa a veces en
el valle.
Sin embargo, hay algo en sus miradas de soslayo, en la manera despreocupada con la que se
apoyan contra el edificio de madera como si estuviesen esperando —sin ninguna prisa—, que
hace que se me acelere el pulso en el cuello.
—¿Me has oído? —dice pa, esta vez más alto—. Un tarro más.
Parpadeo en su dirección y vuelvo a centrarme; luego, me apresuro a sacar un tarro de una de
las cajas. Él se lo tiende a un hombre con los ojos inyectados en sangre, no mucho mayor que pa,
que desenrosca la tapa y, de inmediato, le da un sobro largo y lento con los ojos en blanco.
Desesperado. Antes de darse la vuelta y regresar tambaleándose bajo el calor cegador.
Pero no todos son capaces de subir la calle hasta el carromato. Algunos están sentados, con
los ojos hundidos y desenfocados, en los porches combados. Otros tosen; sus exhalaciones
sibilantes se escuchan incluso tras las puertas, desde sus camas en algún lugar del interior.
Muchos habitantes del pueblo están enfermos.
Tisis. Como mamá.
Se cuela en el cuerpo, provoca fiebre, ceguera y una tos profunda y ronca. Ataca a los oídos,
despojándolos de todo sonido. Y al final, se lleva todo lo demás. La sangre de los labios, la
respiración entrecortada, y luego solo queda un cuerpo bajo la tierra oscura a la orilla del río.
No sabía lo mal que estaban las cosas…, que casi un pueblo entero hubiera enfermado. Y me
siento impotente y ansiosa al mismo tiempo. El mundo no es como imaginaba.
El viento levanta el polvo del camino y lo escupe contra las puertas y en el interior del
carromato. Me cubro los ojos. Estas personas no solo están saturadas por la enfermedad, sino por
el polvo…; vive en cada rincón del pueblo. Pero eso no evita que una muchacha corra camino
arriba, ataviada con un vestido amarillo con flores blancas bordadas en el cuello, para detenerse
de puntillas frente a la parte trasera del carromato. Es unos años más pequeña que yo y no se
inmuta lo más mínimo ante el viento y la suciedad. Tiene un ojo de color gris pálido —ha
perdido la visión— y abre los dedos para revelar una moneda en su palma, aunque parece
derretida y tiene la mitad del tamaño que debería tener.
—Mi hermano está enfermo —murmura, incapaz de mirar a pa a los ojos.
Pero él le tiende un frasco de tónico y ella lo recibe con cautela, sosteniéndolo contra su
pecho delgado. Creo que pa va a recoger la media moneda pero, en lugar de eso, cierra los dedos
de la muchacha sobre ella —un gesto para que se la quede— y ella regresa a la carrera por la
calle antes de escabullirse por una callejuela entre dos casas cubiertas de polvo.
La gente de aquí está agotada y con la piel cuarteada por el sol. Se puede ver en los surcos
profundos de su rostro, fruto de una existencia de duro trabajo; vivir de esta tierra no es fácil.
Hay necesidad en sus ojos, dolor e incluso desesperación. No son como pensé que serían… y
siento una punzada de tristeza en el pecho al darme cuenta de que esta tierra les ha arrebatado
algo. Estación tras estación, les ha quitado la esperanza y, con el tiempo, también se llevará sus
vidas.
El sol del mediodía quema a medida que describe un arco en el cielo, un orbe abrasador,
horas y minutos perdidos por el calor, y hace que las gotas de sudor me caigan por el cuello. El
tiempo se agota, tic, tac, tic, tac.
Miro la calle, a la tienda del herrero, pero los tres hombres que antes estaban junto a las
puertas grandes se han esfumado y no los veo por ningún lado. Incluso la gente del pueblo parece
haberse refugiado en sus casas, alejados del calor, y se me ocurre que empezaremos a cerrar el
carromato para marcharnos cuando veo a un hombre subir por el camino. Arrastra la pierna
izquierda por el suelo, tiene el rostro curtido inclinado hacia delante mientras una tos le brota
desde lo más profundo del pecho. Pa saca un tarro y se encuentra con el hombre a medio camino.
—Buenas tardes, Liam —comenta pa y se dan la mano como viejos amigos, hablando en voz
baja mientras el sol se pone. El hombre no lleva ningún anillo, pero me pregunto: ¿Sabrá dónde
encontrar al Arquitecto? ¿Lo sabrá alguien del pueblo? No me he separado ni un momento de
pa para poder preguntar.
Noto el cuerpo entero agarrotado, la garganta seca, y me tapo los ojos con la mano —tengo
un pitido leve en los oídos—, cuando una mujer aparece en mi campo de visión deambulando
hacia el carromato. La falda larga arrastra por el suelo, tiene el dobladillo deshilachado y los
hilos se sueltan a su paso. Con cada paso desviado y rígido, se oye el tintineo de unos cascabeles
diminutos, como si los tuviera guardados en unos bolsillos ocultos.
Apoya una mano huesuda y temblorosa sobre el canto trasero del carromato —no lleva
ningún anillo grabado en los dedos— y me lanza una mirada penetrante y ceñuda con unas cejas
grises como espinas. Por instinto, me encojo y me aparto de ella; su mirada me recuerda a la del
coyote solitario: recelosa, desconfiada.
—¿Necesitas comprar un tarro? —pregunto con cautela.
Se retira el cabello blanco grisáceo del rostro, cortado a la altura de los hombros; sus ojos son
como nubes negras y me pregunto si tendrá la vista igual de tormentosa: borrones de color cieno
y gris que miran a través del agua enlodada.
Ladea la cabeza.
—¿Quién eres? —pregunta intencionadamente; su voz se asemeja a un graznido por el polvo
acumulado en sus pulmones.
Le echo un vistazo rápido a pa, que sigue hablando con el hombre a varios metros de
distancia. Trago saliva y me vuelvo hacia la anciana.
—Vega —le digo; apenas me sale un hilillo de voz.
—¿De dónde vienes?
—Del valle. —A lo mejor no debería decir estas cosas, revelar mi nombre o de dónde vengo,
pero el brillo inquieto en sus ojos cuando se inclina hacia mí para verme mejor me sonsaca la
verdad de los labios. Como si no pudiera contarle ninguna mentira.
Chasquea la lengua y se le fruncen las arrugas de la boca, como si tratara de ubicarme…,
como si tuviese un recuerdo tan bien guardado que le costase encontrarlo.
—No recuerdo que el hombre del tónico haya venido nunca con una hija en el carromato.
—Es la primera vez que salgo de casa.
Ante esto, la mujer baja la mano y me mira más de cerca, como un pájaro, una grulla que se
estira en la orilla para sacar un pez plateado del agua.
—Creo que conocí a tu madre. —Sus palabras son rápidas, furtivas, para que no se
propaguen más allá del carromato—. Hace muchos años.
Los ojos se me abren desmesuradamente.
—¿La conociste? —Mamá casi nunca hablaba de su vida antes de tenerme, antes de volver al
lugar donde nació para asentarse en el valle. Nunca me habló de sus amigos ni de los lugares
donde vivió, solo que el mundo exterior no estaba hecho para nosotras…, que era peligroso y
cruel.
La mujer frunce el ceño con frialdad y se le oscurece la mirada cuando parpadea con unas
pestañas cual patas de araña que le enmarcan los ojos.
—No deberías haberte marchado.
—¿Qué?
—Deberías haberte quedado allí, en el valle. Donde estabas a salvo.
Siento que algo se me comienza a agitar en el pecho.
—¿Cómo conociste a mi madre?
—Vuelve —sisea, acercándose tanto que distingo las manchas de sus ojos que se expanden
por sus retinas, las cuales me recuerdan a una proliferación de algas—. Antes de que descubran
quién eres.
El miedo se me extiende desde la columna hasta el cráneo y hace que me resulte difícil
respirar. La mujer saca la mandíbula y chasquea la lengua; ambas nos miramos… intentando
discernir los secretos que se esconden tras los ojos de la otra.
—¿Conoces…? —Se me quiebra la voz y me aclaro la garganta—. ¿Conoces al Arquitecto?
—Sé que decir su nombre en voz alta es arriesgado y me tiembla la voz al pronunciar esa
palabra, pero me acerco a ella con un hormigueo esperanzador en los pensamientos. Si conocía a
mamá, puede que también sepa otras cosas. Cosas de las que la mayoría no habla. Que la
mayoría teme decir—. ¿Sabes dónde puedo encontrarlo?
Desvía la mirada a las hileras de trigo que se mecen a las afueras del pueblo como olas
amarillentas y ambarinas.
—¿El Arquitecto? —pregunta de cara al viento, como si vagase entre recuerdos perdidos.
Unos que les gustaría olvidar.
—¿Lo conoces?
Ahora contempla la soga que cuelga en el edificio que tenemos enfrente y parpadea
inexpresiva; luego, posa los ojos en mí y se le curva el labio superior en una mueca extraña.
—Tienes que volver —insiste de nuevo y deja al descubierto la hilera inferior de dientes,
torcidos y rotos. Como si hubiese masticado rocas. Se le hunden los hombros y aprieta los labios
—. No vayas diciendo ese nombre en voz alta. Es demasiado tarde para perseguir historias viejas
y olvidadas. Deja el pasado donde está… Ya no tenemos salvación.
—Por favor. —Alzo ambas cejas y me acerco aún más a ella—. Mi madre murió y yo… —
La desesperación me cierra la garganta; desearía arrancarle la verdad de sus labios—. Necesito
encontrarlo… —Bajo la voz—. Tengo que encontrar al Arquitecto.
Aparta la mano del borde del carromato de un tirón, como si la hubiese mordido con mis
palabras, y un gruñido tironea de su labio superior.
—Niña insensata —dice y me atraviesa con sus ojos nublados—. No lo encontrarás aquí. —
Se aleja del carromato, como si yo fuese algo temible. Algo a lo que no debería de haberse
acercado tanto. Un animal encerrado, demasiado peligroso para tocarlo o incluso para hablarle—.
Vuelve al lugar al que perteneces.
Tras ella, en el camino, pa le palmea el hombro al hombre enfermo y asiente, Este rebusca
una moneda en el bolsillo a modo de pago, pero pa sacude la cabeza y murmura algo que solo el
hombre puede oír, Intercambian miradas en silencio y luego, bajo la atenta mirada del sol del
mediodía, pa vuelve a paso lento hacia el carromato.
—Imogene —resuena su voz al reconocer a la anciana—. ¿Te encuentras bien?
Vuelvo a hundirme en la esquina del carromato, fuera de la vista. La mujer aparta la mirada
de ojos grisáceos y plateados de mí y se vuelve hacia pa.
—Los precios han subido —dice con aspereza.
—¿Otra vez?
Inclina la cabeza, como si estuviera en una balanza.
—Las abejas no producen tanto como antes. —Mete la mano en un bolsillo oculto entre los
pliegues de su falda y los cascabeles tintinean; saca un frasco de la mitad del tamaño de los tarros
del tónico de pa. Sin embargo, dentro hay un líquido espeso y dorado del color del sol en verano.
—¿Cuánto? —pregunta pa.
—El doble.
Pa emite un sonido irritado, pero busca en el bolsillo del abrigo y saca seis monedas antes de
tendérselas a la mujer. Ella las toma entre sus dedos temblorosos y le da a pa el frasco.
La mujer, Imogene, agacha la cabeza; su cuerpo es como un tronco de madera antiguo
replegado sobre sí mismo por la falta de agua, y se aleja renqueando por el camino. Quiero
llamarla, suplicarle que vuelva, pero tengo la garganta seca y se me atascan las palabras. Cuando
vi el miedo en sus ojos, supe que no iba a decirme nada más. Quería apartarse de mí…, lejos de
la chica que tendría que haberse quedado en el valle. Insensata, insensata.
Medio segundo después, se ha evaporado entre las callejuelas polvorientas del pueblo y en el
aire solo permanece el suave sonido de los cascabeles.
Dejamos el pueblo cuando el cielo comienza a adquirir el color del óxido. Por fin, la temperatura
refresca y el carromato traquetea por el camino entre los campos de trigo. Aunque no dejo de
pensar en la mujer, en la soga con el lazo atado en el extremo…, perfecto para ceñirse con fuerza
alrededor del cuello.
—¿Está muy lejos el próximo pueblo? —pregunto con la voz estremecida.
—No mucho. —Pa chasquea la lengua para que Odie siga avanzando cuando intenta alcanzar
un tallo alto de trigo—. Te vi hablando con Imogene.
Todavía siento su mirada afilada, el sonido de los cascabeles diminutos me resuena en los
oídos.
—Solo fue un momento.
—¿Qué te dijo?
Jugueteo con el dobladillo del jersey; se suelta un hilo y luego se rompe.
—Creo que conocía a mamá. —Las palabras salen atropelladas antes de que pueda
detenerlas.
Pa gruñe y se mesa la barba con las manos algo temblorosas.
—No deberías hablarle a la gente de tu madre ni de dónde vienes. No sabes en quién puedes
confiar.
No le cuento lo otro que me dijo Imogene, que me advirtió que volviese al valle. Si lo hago,
puede que siga su consejo y me lleve de vuelta para dejarme con los Horace o en el cascarón
calcinado de la cabaña. Su disposición a dejarme ir con él es muy frágil. Así que mantengo la
boca cerrada y desvío la mirada a los campos de trigo, donde una docena de agricultores se
siguen ocupando de los cultivos. Parece que continuarán trabajando hasta bien entrada la noche.
Miro a mis espaldas, a los edificios desdibujándose en la distancia, y, por un instante, creo
ver tres sombras a caballo en la linde del pueblo. Quizá sean los tres hombres en los que me fijé
junto a la tienda del herrero. Pero cuando vuelvo a mirar, se han esfumado.
—Tenía los ojos nublados —digo—. Imogene.
—Lleva enferma mucho tiempo. —Pa alarga el brazo y arranca un tallo de trigo al pasar. Se
lleva el extremo a la boca y lo mastica con aire indolente—. Pero es fuerte. Es capaz de
sobrevivirnos a todos.
—Había muchos enfermos.
Pa asiente, pero no me mira.
—La tisis ha empeorado.
Odie resopla y vuelve a desviarse hacia el trigo, pero pa la insta a seguir recto.
—Ayer se llevó a Doc Holliday, ¿sabes? —Entorna los ojos marrón oscuro como el polvo en
dirección al camino, con el sol poniente de frente—. Solían llamarla «tuberculosis» o «la peste».
—¿Quién es Doc Holliday?
La comisura de su boca se eleva, como si estuviese contando una de sus historias… El tipo
de historia con verdades a medias que, con el paso del tiempo, se vuelve más absurda.
—Era un pistolero famoso. Estuvo en el tiroteo del O. K. Corral.
Sacudo la cabeza. No tengo ni idea de qué está hablando.
—Tu madre nunca te contó historias de las buenas, ¿a que no? —pregunta.
Arqueo una ceja en su dirección.
—Doc Holliday era dentista y por eso todos lo llamaban Doc. Pero por lo que más se le
conocía era por lo rápido que desenfundaba. Solía pasar tiempo con Wyatt Earp en Tombstone,
lo cual les granjeó a los dos cierta reputación.
—¿Está muy lejos Tombstone? —pregunto. Me gusta esta historia.
Esta vez pa se ríe; un sonido breve y alegre que le resuena en el pecho.
—Demasiado —dice y me guiña el ojo, como si siguiera contando historias, recuerdos de su
pasado.
Una tormenta se arremolina junto a las colinas bajas y verdes en la distancia, pero está muy
lejos y no tiene por qué alcanzamos.
—¿Cómo es que conoces esa historia? —pregunto.
Se vuelve con la barba enroscándose al viento.
—Me la contó tu madre.
Una chispa de dolor se prende en mis ojos y me pregunto si siempre se sentirá así oír su
nombre. También me cuesta imaginarme a mamá contándole viejas historias a pa de las que
nunca me habló.
El pueblo desaparece a nuestras espaldas y atravesamos unas planicies secas donde el cielo
parece más grande que toda la extensión de tierra bajo nosotros, más grande de lo que jamás me
pareció en el valle: ancho, del azul de las tormentas y hermoso. Pienso en lo otro que me dijo
Imogene cuando le pregunté por el Arquitecto: No lo encontrarás aquí. Lo que significa que está
en algún lugar ahí fuera, en un mundo tan grande que me pregunto si alguna vez llegaré a
encontrarlo. O si se me agotará el tiempo antes de que lo haga.
—El tarro que le compraste a Imogene… —Miro a pa—. ¿Es miel?
Asiente.
El señor y la señora Horace solían tener panales de abejas, pero estas desaparecieron un
verano y nunca volvieron. Después de eso, los Horace se quedaron sin miel con la que
comerciar.
—¿Podemos tomar un poco para cenar? —pregunto al recordar el sabor dulce en la lengua.
Pero él niega con la cabeza.
—No, vamos a reservarla.
—¿Para qué?
—Ya lo verás.
Apoyo la cabeza contra el carromato, escuchando los frascos de tónico repiquetear en la parte
trasera. Ahora la mayoría están vacíos y solo media docena siguen reluciendo con el líquido
dorado, dulce y jaspeado que refleja el sol de la tarde inundando el interior con una luz ambarina.
—¿Cuántos tarros de tónico has regalado? —pregunto.
—Demasiados.

El sudor me cae por las sienes, tengo el hombro presionado contra la esquina del carromato y el
cuello agarrotado. Muevo los hombros en círculos para desentumecer los músculos doloridos y
parpadeo ante el sol de la mañana, que parece como la yema de un huevo de gallina cascado
contra las colinas distantes y que se ha esparcido por el cielo.
—Te quedaste dormida —dice pa desde donde le está poniendo el arnés a Odie—. No quería
despertarte. —Palmea a la yegua en el lomo y sacude el polvo de su crin—. Hay manzanas
deshidratadas para desayunar en el asiento.
—¿Dónde estamos?
—Casi hemos llegado al puente a mitad de camino. —Se sube al banco y empuña las riendas.
No sé qué es el puente a mitad de camino, pero espero que lleguemos pronto. Espero que
signifique que estamos cerca del próximo pueblo.
El día es seco y caluroso, insoportable, igual que ayer, y pa comienza a tararear una melodía
mientras avanzamos por el paisaje yermo y cubierto de maleza. Su voz suena grave y distante; a
veces canta una canción que se asemeja más a un conjunto de historias entremezcladas. Cuentos
sobre vendavales, veranos áridos sin lluvia y caminos solitarios con la luna como única guía.
Dice que son canciones itinerantes. Las cantan los ganaderos y aquellos que viajan por las rutas
externas, como pa. Nunca lo oí entonarlas en el valle, como si solo pudiera murmurar estas
melodías en los caminos largos y polvorientos. Nunca estando quieto.
Apoyo la cabeza sobre el asiento mientras escucho la facilidad con la que cambia de una
canción a otra, un ritmo que se mece con los tambaleos del carromato.
Pasamos junto a tres casas solitarias, todas abandonadas, con las ventanas abiertas de par en
par o tapiadas, los cercos bastante torcidos por los vientos fuertes de invierno y con hojas
acumuladas en las puertas. Frente a una casita cuadrada cuya chimenea se ha derrumbado, hay
un roble con un columpio hecho con cuerdas colgando de la rama más baja. Sin usar. No hay
brisa ni niños que lo empujen hacia el cielo. Hace tiempo tenía un columpio como ese en el valle
—una tabla de madera agujereada con cuerdas fibrosas que picaban—, pero la cuerda se rompió
hace unos años y mamá nunca lo arregló. Ya era demasiado mayor para él de todas formas.
—¿A dónde han ido todos? —Sacudo la cabeza al pasar por varias casas construidas junto a
un estanque bajo, pero no hay rastro de gente, no hay ojos espiando tras las ventanas polvorientas
ni voces tras las puertas. Tosiendo, jadeando. El lugar está desértico.
Pa deja de tararear para echarle un vistazo a la última casa vacía por la que pasamos. Ha
crecido una flor amarilla en una de las ventanas rotas.
—La tisis se los llevó.
Nunca imaginé que sería así, que todo quedaría tan vacío…, los restos de aquellos que una
vez habitaron estos pueblos.
—Aquí podrían vivir otras personas —digo. Vuelvo la cabeza para observar cómo la sombra
del pueblecito se desdibuja a nuestro paso—. Mudarse a estas casas.
Odie da medio paso sobre un montículo de rocas y el carromato pega un brinco. Me agarro al
lateral del asiento para no caerme, pero pa ni se inmuta; está acostumbrado a las sacudidas y al
bamboleo del vehículo: se conoce estos caminos de memoria.
—La gente se mantiene alejada de esta zona —dice en cuanto el carromato se estabiliza—.
Ni siquiera los carroñeros se alejan tanto.
—¿Por qué?
Parece que a pa se le crispa la mirada y esboza una mueca incómoda.
—Porque no queda nada.
Mi palma va al encuentro de la marca del cuello; suelto una larga bocanada de aire.
—¿El tónico de verdad los ayuda?
—Los alivia.
—¿Y qué hay de todo lo que pone en el carromato? ¿El dolor de pecho, la caída de pelo, la
pérdida de dientes y las verrugas?
Pa sonríe —sonríe de verdad— e incluso sus ojos parpadean con un brillo inusual.
—No lo cura todo, pero algunas cosas sí.
—¿Le mientes a la gente sobre lo que hace?
Pa se ríe con una carcajada breve, como el trueno que retumba en el seno de las nubes de
tormenta…, como si fuese algo que no hubiera en mucho tiempo y el sentimiento hubiera soltado
algo en su interior.
—A las personas como yo solían llamarlas «vendedores de panaceas». Alguien que vende
humo y hace promesas que no puede cumplir.
—¿Cómo te llaman ahora?
—Quien les da esperanza.
Un viento frío sopla desde el oeste y más adelante veo la estela de nubes plomizas, la lluvia
que cae como agujas derramándose sobre las colinas bajas y cubiertas de hierba. Todavía no nos
ha alcanzado, pero nos dirigimos directamente hacia ella.
—Pa… —digo, estremecida por el frío repentino que me azota el rostro—. ¿Qué son los
carroñeros? —Una de las mujeres del pueblo del trigo me preguntó si nos habíamos cruzado con
alguno de ellos.
Suspira y se le contraen las comisuras de los ojos.
—Son personas que roban a los demás.
—¿Son peligrosos?
Se le agita el bigote.
—Sí.
—¿Nos robarían a nosotros?
—Sí.
Me froto los brazos. El cielo está cargado de humedad, tan oscuro como el río cuando se
congeló en invierno.
—Vega —dice pa ahora, volviendo el rostro hacia mí—. Sabes que no soy tu verdadero
padre, ¿verdad?
Bajo la mirada y contemplo los cascos de Odie hundirse en el suelo con cada paso hacia
delante; el carromato chirría bajo nosotros con el traqueteo del metal al vibrar el arnés.
—Lo sé.

Cuando pa vino al valle por primera vez yo solo tenía siete u ocho años. Se presentó con su
tónico tras viajar puerta por puerta y aventurarse más lejos de lo que la mayoría jamás se
atrevería hasta llegar a nuestro valle. Al principio, mamá era tan solo una clienta: compraba
tarros para ayudar con los dolores de cabeza o punzadas en las manos tras una herida por trabajar
en el jardín o reparar una tabla rota del techo. Sin embargo, con el transcurso de los años, pa
comenzó a emprender el largo viaje hacia el valle más a menudo y se quedaba durante días; a
veces, una semana.
Me enseñó a pescar en el río y dónde buscar arándanos silvestres cerca de los matorrales
crecidos. Y cuando le pregunté cómo debía llamarle, me dijo «pa». Porque es como todo el
mundo le llama. Es el nombre pintado en el lateral del carromato: El tónico curalotodo de pa.
Así que fue mi pa, y lo más cercano a un padre que he tenido nunca.
Creo que mamá lo amaba. Era alguien en quien podía confiar. Pero también tenía miedo —
nuestro aislamiento era importante para ella, más que cualquier otra cosa— y temía dejar que
cualquiera entrase en nuestro valle por si ponía en jaque nuestra seguridad.
Cuanta más gente supiera dónde estábamos, mayor sería el riesgo de que nos hallaran algún
día.
Y ahora lo estoy arriesgando todo para encontrar al Arquitecto.

A mediodía cruzamos un puente bajo hecho con troncos tallados de forma tosca. Me inclino por
el borde del carromato para mirar el río corriente arriba, turbio y caudaloso, crecido por las
lluvias —no es bueno para beber—. Odie levanta mucho las patas, temerosa de las aguas que
discurren bajo nosotros, y cuando llegamos a la otra orilla, vemos un cartel clavado a martillazos
en la tierra.
CRUCE DE LA FRONTERA OESTE, dice, las letras irregulares talladas en la madera añeja y
grisácea.
—Es el puente a mitad de camino —explica pa al tiempo que se rasca la ceja—. Divide el
este y el oeste.
Me doy la vuelta para observar el terreno que dejamos atrás: la parte occidental del país,
donde mi madre yace bajo la tierra fresca. Vuelve a dolerme el corazón con ese sentimiento
inquietante —esa certeza— de que no hay vuelta atrás. Pero sabía que esto iba a llegar. Es para
lo que mamá me ha estado preparando, lo que me ha enseñado: historias de las estrellas gemelas,
de un océano muy lejos de aquí, en el mismo confín de todo. Y un Arquitecto que conoce el
camino.
Si lo encuentro a tiempo.
Pero todavía siento un agujero en el pecho y, cuanto más me alejo de casa, más vacía me
siento. Un árbol sin núcleo, solo corteza seca y chamuscada lo mantiene en pie.
—Mamá dijo que había estados. Fronteras que los dividían.
—Algún día habrá líneas fronterizas. Pero todavía no.
Empieza a tararear de nuevo una melodía lenta y melancólica que me recuerda a los inviernos
fríos y el terreno escarchado que ni siquiera una pala puede atravesar. Llegamos a un arroyuelo
donde hacemos un alto para rellenar las cantimploras y una jarra grande que salpica en la parte
trasera del carromato. Aquí los árboles son altos y esbeltos, como dedos huesudos que salen del
suelo llano, y Odie baja el hocico para beber tranquilamente del agua cristalina mientras le
acaricio la crin.
—¿Falta poco para el siguiente pueblo?
Cada vez estoy más impaciente, nerviosa. Han pasado demasiados días desde que
abandonamos el valle y el tiempo se me escurre entre las grietas de la mente. La anciana,
Imogene, dijo que allí no encontraría al Arquitecto, pero estoy segura de que tampoco lo
encontraré aquí, en medio de la nada. Necesito llegar a otro pueblo, a algún lugar con más
gente…, gente que pueda saber algo.
—Primero tenemos que parar en un sitio —dice pa. Arqueo una ceja en su dirección—.
Tenemos que hacer más tónico.
Echo un vistazo al carromato mientras pa se frota las manos en el arroyo para limpiarse el
polvo. No me gusta no saber, la sensación de no estar ubicada. Solo puedo mirar el cielo por la
noche y orientarme de forma aproximada por la alineación de las estrellas… a sabiendas de que
hemos viajado hacia el este y un poco hacia el norte. Pero no conozco nuestra posición en un
mapa ni qué montañas, planicies o pueblos puede haber más adelante.
—Al lugar donde te llevo, no ha ido nadie más —continúa pa. Me dedica una mirada seria,
impertérrita—. Debes mantener el secreto, Vega. Enterrar su localización dentro de ti,
¿entendido?
Trago saliva para deshacer un nudo extraño y nervioso, como si no estuviera segura de querer
conocer este secreto. Saber cosas puede ser una carga… He sentido su pesó y también lo he visto
en los ojos de mamá. Los secretos que llevaba como quien acarrea las piedras de los terrenos del
jardín. Cada uno es algo que, con el tiempo, acabará por aplastarte.
Sin embargo, asiento, porque intuyo que no tengo otra opción.
—Lo entiendo.
Vuelve a sumergir las manos en la corriente fría para restregarse la tierra de los nudillos
cuando, de pronto, Odie alza la cabeza del agua con las orejas enhiestas.
Oteo al otro lado del arroyo, colina arriba… donde se mueve una sombra.
Hay algo entre los árboles.
—Pa —siseo. Me palpitan las sienes y lo miro de reojo—. Ahí hay algo.
Él se pone en pie despacio; acaricia el lomo de Odie para que se calme y luego mira al
carromato… Puede que esté calculando la rapidez con que podemos guiar a Odie de vuelta para
regresar por donde vinimos. O puede que esté pensando en el rifle que tiene escondido bajo el
petate en la parte trasera, donde cree que no lo veo.
Empiezan a temblarme las manos al recordar al oso pardo que a veces merodeaba por el valle
a finales de invierno, hambriento y desesperado, buscando algo que comer en el porche
delantero. Mamá me ponía la pistola entre las manos y me decía que esperase en el porche con el
cañón apuntando a la cabeza ancha del oso mientras ella le gritaba para que siguiera subiendo
por la loma. Nunca le disparé, pero siempre sentí que el oso no era lo que más temíamos. Mamá
me estaba preparando para el momento en que algo más llegara por el camino, algo más
peligroso. Un extraño. Y quería que estuviese preparada, que supiese cómo manejar una pistola
incluso con el corazón latiéndome a toda velocidad en los oídos y las manos temblando de
miedo. Tenía que ser capaz de apartarlo y defenderme cuando llegase el momento.
Ahora pa se lleva un dedo a los labios para que guarde silencio.
Otro crujido de ramas. Una sombra que se pierde de vista. Algo, alguien, respira agitado
entre los árboles.
Desearía que pa hubiese agarrado el arma. Desvío la mirada con rapidez hacia el carromato y,
despacio y con cautela, doy un paso hacía él… Agarraré el rifle yo misma, me tumbaré en el
asiento delantero y apuntaré al otro lado del arroyo. Pero pa niega con la cabeza para que me
quede quieta.
—¿Son carroñeros? —Mi voz suena tan baja que parece que lo único que ha escapado de
entre mis labios es aire. Nunca me había topado con ellos; no sé qué aspecto tendrán, ni cuán
listos, disimulados o peligrosos pueden ser. Pero sé que aquí fuera, solos, pa y yo no tenemos
medios para defendernos —sin cabaña que nos proteja—, y ahora los latidos en los tímpanos
amortiguan cualquier otro sonido.
Pero pa no responde; tiene la mirada fija en la hilera de árboles. Los robles torcidos y los
rayos de sol interrumpidos por la penumbra hacen que sea imposible distinguir algo del resto.
Una silueta se mueve… Una sombra vuelve a tomar forma. Me parece que veo un brazo
alargándose hacia un rayo cálido de sol. Pero no es una persona: es una cierva que se abre paso
hasta la orilla del arroyo; sus pezuñas hendidas se posan con facilidad en las rocas resbaladizas, y
unas franjas de musgo, donde crecen florecitas blancas, cuelgan entre las astas retorcidas. Es
preciosa y, a la vez, aterradora. Contengo el aliento por miedo a hacer algún ruido. Nunca he
visto algo parecido en el valle, adornado con el verde del bosque, como si estuviera hecha de esta
tierra. Y cuando nos ve, yergue la cabeza y expande las fosas nasales de un rosa claro; juro que
me mira directamente. Sus ojos son del azul de un río de piedras: profundos, inquietantes. Su
mirada me recuerda a la de la anciana, como si me advirtiera con el batir de sus pestañas, largas y
oscuras: Vuelve por donde has venido. El peligro habita en estos bosques más allá del valle.
Vuelve a casa, Vega.
Pero tan pronto como ha aparecido, sacude las orejas y se adentra entre los árboles.
Dejo escapar el aire y aprieto las manos en puños para que me dejen de temblar.
Pa se frota el cuello, también tiene los nervios crispados.
—Andando —termina por decir y se seca la frente con la mano. Pero esta apenas le roza la
sien y percibo un tic leve en la ceja, un dolor que trata de ocultar. Y me pregunto… ¿cuánto
tiempo lleva enfermo? ¿Cuánto tiempo hace que siente una punzada en los tímpanos?
Pero antes de que pueda preguntarle, baja la mano y echa a andar hacia el carromato.
—Aún nos queda un día largo por delante.
Por última vez, miro al extremo alejado del arroyo, deseando ver a la cierva una vez más,
pero solo me topo con los árboles que se mecen con suavidad y el recuerdo de sus ojos.

—Se llama río Ohavie —señala pa mientras el carromato rebota por el camino rocoso con un
precipicio a un lado y un río embravecido en el otro—. Lo seguiremos hasta esas colinas, donde
brota de la tierra. —Ahora sus palabras suenan apacibles, pero continúa mirando a nuestras
espaldas, como si le preocupase que nos pudieran seguir…, que alguien lograra rastrearnos por
estas colinas bajas y descubriera el lugar que mantiene en secreto.
Al final, los árboles se vuelven más escuálidos, incapaces de afianzar sus raíces en las rocas
resbaladizas, y se abre un claro en el bosque. Ocurre tan rápido que miro el terreno escarpado y
el cielo azul resplandeciente como si el bosque hubiese sido solo un sueño.
Y frente a nosotros, construida junto al río, hay una casita.
Me inclino hacia delante con los codos apoyados sobre las rodillas.
—¿Vive alguien ahí?
—Era un campamento minero. —Pa asegura las riendas y se quita el sombrero para secarse
la frente—. Pero lleva años deshabitado.
Un porche combado enmarca la parte delantera del pequeño edificio, con una chimenea de
piedra en el lateral izquierdo hecha con rocas que, probablemente, fueron dragadas del lecho del
río. Pero sus aguas no van tan rápido aquí colina abajo —como a lo largo del camino—, sino que
es un estanque en calma de agua cristalina y fresca que parece surgir de las profundidades de una
gruta subterránea.
Tengo las piernas agarrotadas y me duelen todas las articulaciones. Me deslizo para bajar del
carromato y aterrizo en la tierra seca del camino; estiro los brazos por encima de la cabeza.
—¿Qué buscaban en la mina?
—Esperaban encontrar oro… —Pa vuelve a ponerse el sombrero y baja al suelo; mueve los
hombros, en círculos—, pero descubrieron plata en las rocas circundantes.
Intento imaginarme los muros de roca reluciendo con las vetas del metal, franjas que no solo
atrapan la luz del sol, sino también la de las estrellas.
—¿Enfermaron? ¿Por eso se fueron?
—No. Se marcharon en cuanto se agotó la plata. —Pa empieza a sacar los frascos vacíos de
la parte trasera del carromato y apila las cajas en el suelo—. No podemos quedarnos mucho
tiempo. —Señala una caja con la cabeza para que la cargue—. No podemos arriesgarnos. Nos
reabasteceremos y continuaremos por la mañana.
Una ráfaga de partículas grises de polvo se arremolina en el suelo de la cabaña cuando pa
abre la puerta, y toso mientras agito la mano en el aire. ¿Cuánto hace que estuvo aquí por última
vez? Meses, como poco.
Entro en la estancia; hay tazas de arcilla rotas y utensilios de metal tirados en las esquinas
junto con sacos raídos que tal vez antaño estuvieran llenos de harina o de cereales, pero que
desde entonces han sido roídos por los ratones. Tropiezo con algo: una bota vieja sin cordones.
Es una cabaña con utensilios que los mineros han dejado atrás. Y siento como si no
perteneciéramos aquí…, un lugar habitado por fantasmas.
Pero también hay otras cosas que pertenecen a pa.
Hay tres cajas apiladas en la pared derecha, todas llenas con frascos de cristal vacíos… un
conjunto desparejado que ha recolectado de sus clientes para reutilizarlos. A la izquierda, junto a
la chimenea, hay varios barriles de madera. Y contra la pared del fondo hay más cajas, pero estas
están llenas de algo que no he visto nunca.
Pa saca los frascos vacíos y los cuenta, pero la pared del fondo me atrae; tengo curiosidad por
lo que esconden esas cajas. Mis ojos se adaptan a la oscuridad en esta estancia sin ventanas,
alargo una mano hacia una de las cajas llenas y saco un frasco más pequeño. Son ligeros, de un
cuarto del tamaño de los tarros de cristal llenos de tónico, y cada uno tiene una tapadera pequeña
y redonda. Todos tienen letras escritas en el lateral, pero es una palabra que no he visto nunca.
—¿Qué es? —pregunto y me vuelvo hacia pa con el botecito en alto.
—Aspirina. —Su tono es directo, como si ya debiera de saberlo.
Le doy la vuelta al frasco y las diminutas pastillas blancas que hay dentro se deslizan hacia
un extremo.
—¿Las usas para hacer el tónico?
—Trituraremos las pastillas y las diluiremos en agua y miel.
—¿De dónde vienen todas estas botellas? —Debe de haber cientos. Cada una tiene dos
docenas de pastillas o más.
Pa se acerca a mí y toma un bote.
—Mi abuelo era médico. Las utilizaba para tratar a sus pacientes.
Mamá siempre decía que los médicos eran raros, imposibles de encontrar. Por eso nunca fui a
buscar uno cuando enfermó. No tenía sentido intentarlo.
Pa me enseña a acarrear cubos de agua desde el río, luego los vertemos en la olla de hierro
que cuelga sobre la chimenea. Hervimos cinco tarros de una sentada para esterilizarlos y, en
cuanto se enfrían, los llenamos con agua de río. Pa machaca las pastillas en la vieja tabla de
madera que hay junto al fuego y luego vierte una cucharada en cada tarro. Después, añadimos la
miel que pa le ha comprado a la anciana, Imogene, en cuya mirada había un atisbo de miedo.
—Pondremos un poquito en cada frasco —indica pa—. Para endulzarlo.
Ahora entiendo por qué quería reservar el tarro de miel; siempre estuvo destinada para el
tónico.
La dividimos entre los tarros restantes, una cucharada en cada uno, y al instante, su dulzor
impregna el aire. Para cuando terminamos, hemos llenado veinticinco frascos y solo hemos
utilizado un bote de aspirina de las cajas. Tiene suficientes pastillas en la cabaña para pasarse la
vida haciendo tónico. Dos vidas.
—Lo has hecho bien —dice pa con una mirada de aprobación al inspeccionar los frascos
llenos de tónico—. Tendremos bastantes para vender en el mercado.
Me seco el sudor de las sienes, cansada, pero aliviada de haber reabastecido sus suministros
tan pronto. Y, de repente, me pregunto si pa me ha traído aquí no solo por necesidad, sino porque
quiere que conozca su método y la localización de sus provisiones, escondida en un lugar
recóndito de estas colinas.
Me está enseñando cómo se hace en caso de que algún día necesite hacerlo yo sola. En caso
de que algún día, al igual que mamá, él ya no esté.
Pero si llego al océano, como pretendo hacer, entonces no volveré nunca aquí. A estas
colinas ni a la cabaña de los mineros junto a un río desconocido.
—Vamos a cargarlas —dice pa. Levanta una caja y sale por la puerta hacia la luz menguante
del día. Pero yo dudo y vuelvo la vista atrás hacia las cajas de madera apiladas y los botes con
pastillas.
Me muevo rápido, mis pies apenas resuenan sobre el suelo de madera; tomo uno de los
botecitos y me lo guardo en la manga del jersey.

Acampamos junto al río, bajo las estrellas.


No me molesto en preguntarle a pa si podemos dormir dentro de la cabaña; ahora entiendo
que prefiere estar al aire libre sin paredes ni un techo que enmascare los sonidos de los árboles y
las criaturas salvajes que merodean en la oscuridad. Y puede que también en caso de que algo
más nos aceche, algo más peligroso.
Comemos panecillos de trigo tostado con cuñas de queso de cabra duro y tomate que pa
consiguió en el pueblo del trigo. Como hasta sentirme tan llena que me arrebujo en la manta con
las manos sobre el estómago para acallar el dolor.
Examino los pinos que nos rodean —parecen más cerca que durante el día, siluetas
imponentes que se ciernen y alargan sobre nosotros— y me siento acorralada, atrapada de una
forma que me pone nerviosa.
—No me gustan esos árboles —digo en voz alta. Pa raspa el fondo de la sartén con el
cuchillo para limpiarla—. No me siento segura.
Guarda el cuchillo en la funda que lleva al tobillo y luego deja la sartén bocabajo sobre una
roca.
—Aquí fuera nada es seguro. El mejor sitio donde puedes estar es en el valle.
Ignoro su comentario y tironeo del cuello del jersey de lana; las fibras hacen que me pique la
piel. Estoy inquieta, agitada, y echo de menos mi antigua cama en la cabaña, ahora reducida a
cenizas. Pero también anhelo otras cosas: el olor a las velas de cera ardiendo en la tarde, mamá y
yo tumbadas bocarriba junto al río, trazando constelaciones con las yemas de los dedos mientras
ella me contaba las historias del cielo… de la primera Astrónoma que cartografió las estrellas
para asegurarse de que no las olvidáramos. Vislumbraba el tatuaje de su cuello cuando la tinta
negra brillaba a la luz de la luna.
Pero no dejo que estos recuerdos me desgarren por dentro. Cierro los ojos y veo puntitos
brillantes tras los párpados, como estrellas diminutas que estallan y mueren.
Me duermo entre extraños arrebatos; sueño con la soga en el pueblo, meciéndose sobre mí
mientras alguien me susurra al oído: Vega, Vega. Pero entonces veo a la cierva merodeando por
la calle principal, con sus ojos salvajes azul pálido fijos en mí, el musgo estremeciéndose entre
sus astas y, entonces, el tronar de sus cascos cuando sale disparada de vuelta hacia el bosque.
Intentaba decirme algo, advertirme para que volviera. El peligro acecha tras las paredes del valle.
El peligro está cerca.
Crac, crac. Oigo las ramas partirse. El revuelo de hojas. La cierva nos ha seguido a las
montañas.
Algo respira entre los árboles, en la oscuridad.
Pasos.
Pasos que no encajan, que suenan demasiado fuerte. No es la cierva. Unos pasos hacen
temblar el suelo bajo mi cuerpo.
Me despierto con un escalofrío. El cielo aún está oscuro, pero una sombra se cierne sobre mí.
Una silueta que no es la de pa.

Hay tres hombres visibles en el haz de luz que despide el fuego.


Puede que solo sean fantasmas, los vestigios de un sueño, salvo por que uno de ellos me
agarra del hombro y me empuja contra el suelo para evitar que me levante. La tierra se me mete
en la nariz. Los oídos me palpitan. Parpadeo y, al otro lado del fuego, veo a pa a unos pasos de
uno de los hombres con las manos cerradas en puños.
No es un sueño.
Los reconozco… Son los hombres que vi en el pueblo del trigo, de pie, a la sombra de la
herrería, observándonos y vigilando el carromato.
Por el rabillo del ojo, atisbo un movimiento entre los árboles, una sombra que se oculta de la
vista: hay más hombres agazapados entre los pinos; están rodeando la cabaña. Ocultos. Son más
que los tres que vi en el pueblo. Pero no sabría decir cuántos. Demasiados.
—Te he visto antes —dice el hombre que está más cerca de pa. Se inclina hacia delante,
como si intentase discernir sus rasgos y calcular si va a oponer resistencia. El hombre lleva una
chaqueta de lana sobre una camisa con el cuello planchado y un cinturón ancho con muescas de
balas; es el único de los tres que se ha afeitado al raso. Pero cuando mis ojos aterrizan en sus
manos, enganchadas en la correa, no veo ningún anillo. Los otros dos hombres tienen un aspecto
menos civilizado: la cara sucia de tierra, la frente pegajosa de sudor. Llevan cabalgando por estos
caminos polvorientos un tiempo y no han visto una bañera en semanas. Y ninguno de ellos lleva
un anillo de plata con el Compás grabado en el metal.
El hombre sin barba ladea el rostro hacia pa, el sombrero de ala ancha calado para proteger
sus ojos, pero advierto la cicatriz que le cruza bajo la barbilla, como si alguien hubiese intentado
rebanarle el cuello y, de alguna manera, no hubiese conseguido matarlo.
—En Winach, hace unos meses —le dice a pa. Rechina los dientes de adelante hacia atrás
como si fuera una sierra de madera—. Estabas vendiendo ese tónico. —Hace un gesto hacia el
carromato y oigo la sonrisa en su voz, cierta satisfacción; está claro que él es quien está al
mando…, el jefe de esos hombres fatigados del camino—. Te vi otra vez hace unos días en ese
pueblo agricultor. —Hace una pausa para escupir al suelo con un cigarro oscuro sobre el labio
inferior—. He oído decir que eres un estafador, que tomas el dinero de la gente y le das agua de
río a cambio.
Pa clava su mirada en la mía e intento descifrar un mensaje en sus ojos, si intenta decirme
que eche a correr, pero estos se deslizan de nuevo el carromato… y me pregunto si estará
pensando en el rifle oculto en su interior. Aunque no hace ningún movimiento. Se queda
plantado, firme, a pocos metros de distancia.
—Diría que le estás dando a la gente falsas esperanzas. —Su labio superior se curva con
desdén y parpadea con esos ojos oscuros como un cuervo. Camina hacia el otro lado de pa
mientras mira el carromato y las letras que prometen curas a dolores tanto del corazón como de
los dientes—. Pero eso solo retrasa el final inevitable. —Se vuelve hacia pa y engancha ambas
manos en el cinturón a unos centímetros de dos pistolas en sus cartucheras. Parece como si
encajara la mandíbula en su sitio y la cicatriz que tiene en la garganta se plegara; tiene la carne
rebanada arrugada, como si no se hubiera curado bien—. La gente se muere —dice con los
dientes apretados con fuerza—. Pronto no quedará nada.
Pa mantiene la vista fija en el hombre y veo cómo la tensión se desliza como el agua por su
ceño. Esto era lo que temía: que alguien nos siguiese el rastro hasta estas colinas y descubriese
sus provisiones de medicina.
—No tienen por qué sufrir —responde con los hombros hundidos y la mirada impertérrita.
El hombre se ríe, baja las manos y da un paso hacia pa. Se me tensa el cuerpo entero, la
columna rígida… Sé que tengo que echar a correr. Perderme entre los árboles. Pero no dejo de
pensar en el carromato y en el arma escondida dentro. ¿Cuánto me llevará alcanzarla, bajar la
palanca para meter una bala en la recámara y luego apuntar al hombre que se está enfrentando a
pa? No sería diferente a mirar al viejo oso pardo, con sus ojillos estrechos contemplándome y
sintiendo que yo soy aquello que debería temer.
Pero uno de los hombres sigue sobre mí y me bloquea el camino —tiene el pelo oscuro y
grasiento aplastado bajo el sombrero, la nariz quemada por el sol, una corbata de cordón con un
herrete de plata con forma de cuervo suspendido alrededor del cuello con dos tiras de cuero.
Mastica un cigarro —como su jefe— y me fijo en algo más: una cicatriz en el antebrazo visible
bajo la sucia camisa gris enrollada hasta el codo. Pero no es irregular, es un brote estelar perfecto
con un círculo en el centro y varias líneas que se extienden hacia el exterior.
Es una marca, algo que normalmente se reserva para el ganado… Una forma de señalar a
quién pertenece.
Han presionado una pieza de mental candente —probablemente calentada en el carbón de
una hoguera— contra su antebrazo hasta que le salieron ampollas en la piel y se volvió negra. Y
ahora solo queda la cicatriz. El símbolo de que pertenece a alguien. Puede que a este grupo de
hombres.
Se da cuenta de que lo estoy mirando; tiene los ojos negros, fríos y no parpadea; frunce los
labios para escupir en el suelo a mis pies al tiempo que deja al descubierto unos dientes del color
de la brea. Presiento que está esperando la oportunidad de desenfundar el revólver que lleva en la
cadera y matarme de un disparo ahí, en el sitio. Si me retuerzo o hago un gesto siquiera hacia el
carromato, no llegaré más allá de un metro.
—Entonces, ¿piensas que lo que haces es por compasión? —pregunta el hombre afeitado con
la cicatriz en la garganta y se inclina hacia pa con el mentón alzado, como si le estuviera retando
a que le contradijera.
Pa no dice nada.
—Les estás vendiendo una mentira. —El hombre respira con pesadez, con arenilla en la
garganta, y se enjuga la frente con rapidez, como si estuviera perdiendo la paciencia. Aun así,
consigo distinguirlo durante un segundo: tiene el mismo brote estelar marcado en el antebrazo
que el hombre que está a mi lado. Ambos lo tienen y sospecho que los demás escondidos en el
bosque, también. Una banda que se marca entre ellos, quizá por lealtad o por deber, pero de por
vida, eso seguro. No es el tipo de grupo del que puedas marcharte. Imagino que la muerte es la
única forma de salir.
—Les vendo esperanza —responde pa, ahora desafiante, con los ojos oscuros a la luz de la
luna—. Es todo lo que les queda a algunos.
El ambiente cambia, se carga de tensión, y mis ojos viajan de pa al hombre con la cicatriz en
la garganta. Este mira tras él, hacia la linde del bosque, y asiente a los hombres que son solo
sombras y extremidades. Entonces cuatro —no, cinco— siluetas se separan de los árboles,
adquieren forma humana y, bajo el brillo tenue de la luz de la luna, comienzan a acercarse al
carromato.
El corazón empieza a martillearme en el pecho. Los oídos me palpitan por la adrenalina y se
me nubla la vista.
Odie, que había estado dormitando cerca de la parte frontal del carromato, observa a los
hombres con sus grandes ojos marrones y pisotea el suelo con la pezuña. Está pensando en
escapar, en adentrarse entre los árboles. Quédate, pienso. No te escapes.
—Puede que tengas razón —le dice el hombre a pa y vuelve a rechinar la mandíbula, como si
estuviera moliéndose los dientes. Es un sonido horrible—. Porque no queda nada más en esta
tierra abandonada.
Tomo aire y siento el suelo frío bajo las palmas, pero vuelvo a echar un vistazo furtivo al
carromato. Podría alcanzar el arma a tiempo, estoy segura. Hay una pausa larga y pesada en la
que nadie dice nada; el silencio me atraviesa la piel. El río borbotea a unos metros de distancia y
Odie aún tiene los ojos desorbitados y temerosos, pero entonces el hombre hace un ademán hacia
los otros y su boca se contrae en una línea recta y despiadada; me recorre brevemente con la
mirada y luego la aparta.
Le da una palmada a pa en el hombro con firmeza, contundente, enérgica.
—Pero al menos tenemos la ley y el orden —dice—. Y en este territorio, yo soy ambos. —
Más hombres emergen del camino (algunos tosen, otros renquean un poco, enfermos), pero se
turnan para entrar en la parte trasera del carromato y acarrean cajas de tónico; luego, se adentran
con ellas en la oscuridad, donde deben de tener su propio carromato aguardando—. Y ya es hora
de que pagues tus tributos, hombre del tónico.
Vuelvo la mirada hacia la cabaña, donde dos hombres más han abierto la puerta de golpe
para entrar.
—¡Jefe! —grita uno de ellos—. ¡Ven a ver esto!
El hombre que está encarando a pa se da la vuelta con rapidez y sube los peldaños de la
cabaña. Oigo sus voces, una rápida sucesión de palabras, pero no lo que dicen.
—Pa —siseo; respiro con dificultad y se me quiebra la voz. Intento ponerme de pie,
acercarme a él, pero el hombre que está de pie a mi lado me agarra del brazo y me empuja hacia
atrás para tirarme al suelo. Aterrizo con fuerza sobre el costado, con las palmas y el rostro sobre
la tierra. Se me escapa el aire de los pulmones y un dolor sordo me recorre las costillas. Me
quedo tendida bocabajo un instante, tratando de respirar. Esto no es bueno, me repito a mí
misma. Tenemos que salir de aquí.
Veo a pa intentando acercarse a mí, pero me quedo en el suelo. Siento que el aire me
atraviesa los pulmones como una daga con cada exhalación. Notó punzadas en las costillas. La
cabeza me late sin parar. Compruebo el bolsillo del abrigo: El frasco de aspirina sigue ahí.
Entonces me rozo el pelo que me cubre el cuello para mantener el tatuaje ocultó. Fuera de la
vista.
—¿Estás bien, Vega? —pregunta pa en voz baja.
Asiento, me cuesta tragar saliva. Entonces fijo la mirada en la cabaña, en cuyo umbral
reaparece él hombre de la cicatriz con ambas manos en el cinturón.
—Bueno, parece que has estado escondiendo más que unos cuantos frascos de tónico. ¿De
dónde has sacado esas pastillas?
Pa lo mira, pero se niega a responder.
El hombre chasquea la lengua.
—Hace años que no veo unas reservas como esas. Supongo que las has robado o bien tu
familia ha estado ocultándolas durante generaciones.
—No las robé. —Pa le devuelve la mirada al hombre; le tiembla la barba.
—Parece que la suerte está hoy de mi parte —añade el hombre y, al bajar las escaleras del
porche, las botas hace un ruido sordo sobre la tierra y las espuelas tintinean. Se mueve con
soltura y comodidad, un hombre en control (incluso de sí mismo) que prefiere no perder la
paciencia, aunque intuyo que siempre está ahí, bajo la superficie. A la espera. Siempre ahí—.
Pero no soy avaricioso y hoy me siento compasivo. —Se acerca hasta una hilera de cajas sobre el
suelo junto al carromato que aún no se han llevado los hombres. Le da un puntapié a una de ellas
—. Te dejaré unos cuantos tarros de tu tónico para idiotas —dice, como si estuviera siendo
caritativo—. Necesitarás un medio para sacarte unas monedas y comprarte un caballo.
Veo que a pa se le contrae el rostro, tenso.
—Ya tengo un caballo.
El hombre sonríe de nuevo; sus labios forman una curva amenazadora con el cigarro entre los
dientes, camina hacia Odie y le recorre la crin con la mano ancha. Ella resopla; presiente que no
es alguien de confianza.
—No, no tienes —responde y agarra el ronzal—. Andamos faltos de caballos y es difícil
encontrar unos así, tan robustos y bien entrenados.
El nudo en el estómago es aún más fuerte y el miedo hace que la lengua me sepa a bilis; sé
qué va a pasar.
—Necesitamos la yegua —dice pa y, ahora, su voz se tiñe de desesperación—. Sin ella, no
podemos tirar del carromato.
—Parece que no necesitarás un carromato si apenas te queda nada con lo que comerciar —
arguye el hombre con una ceja oscura arqueada.
—Por favor. —Pa niega con la cabeza; las palabras trémulas. Los frascos de tónico, sus
suministros, Odie… es todo lo que tiene.
El hombre tuerce la boca a un lado, como si estuviese rumiando una idea. Entonces, como un
halcón que otea una pradera en busca de ratones, su mirada se posa sobre mí y ladea la cabeza.
—Está bien —masculla, con sus ojos aún clavados en mí—. En ese caso, nos llevaremos a la
chica.
Tras un asentimiento rápido de su jefe, el hombre de la corbata de cordón me pone en pie de
un tirón y me aprieta el cuello con una mano sucia. Compongo una mueca por el dolor en las
costillas, en el cuello, pero contengo el grito que me atenaza la garganta y tenso los hombros
hacia atrás. No han visto el tatuaje en el cuello; no se han fijado en la marca. Pero si el hombre
acomoda la mano, si mira lo bastante de cerca, la verá.
—¡No! —ruge pa y da un paso hacia mí.
—Vale más que el caballo, de todas formas —dice el hombre que está al mando y alza él
borde del sombrero ligeramente; hay un dejo siniestro en su voz, le cruje la mandíbula—. No nos
costará venderla. O puede que nos la quedemos.
No, no, no. Empiezo a arañarle la mano al hombre que me ha agarrado por la garganta y le
arranco la piel; tengo sangre bajo las uñas, pero él solo me aprieta con más fuerza y el aire deja
de llegarme a los pulmones.
—Llévate el caballo —dice pa con desesperación, dirigiendo sus ojos aterrorizados de mí al
hombre—. Déjala. Por favor.
El hombre con la cicatriz en la garganta emite un pequeño sonido, puede que una risa, quizá
decepción… No estoy segura con el dolor en los pulmones y el pitido en los oídos. Cierra los
ojos mientras lo considera, vuelve a rechinar los dientes antes de cerrar la mandíbula. El aire sale
como un silbido entre sus labios y abre los párpados para mirarme.
—Está bien. —Me observa, chasquea los dientes y después añade—: Nos llevaremos el
caballo en su lugar.
El hombre de la corbata de cordón me suelta de inmediato y caigo al suelo, tosiendo sobre la
tierra. Creo que voy a vomitar.
No sé por qué me ha dejado marchar…, quizá ha decidido que no merezco la pena… Sin
embargo, vuelvo la cabeza y respiro el aire frío de la noche con la rabia naciéndome en las
entrañas. El hombre de la cicatriz me dedica un último vistazo con un brillo extraño en los ojos,
como si supiera que también podría llevarme a la fuerza, pataleando y gritando si así lo quisiera.
Podría cambiar de opinión. Podría llevárselo todo…, a Odie y a mí. Él es quien tiene el poder
aquí, no nosotros.
Pero ahora la furia me sube por el pecho y el calor prende una llama en mis ojos. No dejaré
que se Heve a Odie. Sin ella, no tenemos forma de salir de aquí.
Las manos me impulsan a levantarme antes de que lo haya pensado bien siquiera. Siento
cómo las piernas me conducen hacia el carromato. El corazón me palpita por la adrenalina, tengo
los ojos húmedos y la piel de la garganta aún me arde donde el hombre de la corbata de cordón
me ha clavado los dedos. Detrás de mí, este suelta una exclamación, sobresaltado por el
movimiento repentino.
—¡Mierda! —dice. Y estoy segura de que saca la pistola, pero no miro atrás. Paso junto a pa
como una exhalación y corro hacia el carromato. Sé dónde está escondido el rifle, el lugar
exacto, y cuelo la mano en la parte trasera. Por suerte, mis dedos lo localizan al primer intento, lo
saco y lo coloco frente a mí, acciono el gatillo y escucho la bala colocarse en su lugar. Me pitan
los oídos, los ojos dejan de lagrimearme y apunto con el cañón directamente hacia el hombre con
la cicatriz que le atraviesa la garganta de lado a lado.
Siento cómo cambian las tornas del poder.
Ahora soy yo la que tiene el control.
Sus ojos se desorbitan y se queda con la boca abierta como un pozo negro y sin fondo. Por
primera vez, veo que uno de sus ojos es azul y el otro, gris… Ha perdido todo el color.
Trago saliva y afianzo mi posición.
Pero el hombre no alcanza las pistolas que lleva a la cintura; en vez de eso, alza ambas
palmas hacia mí.
—Tranquila, jovencita. —Sus ojos se achinan, afilados, despiadados… No es la primera vez
que está a punta de pistola—. No hay necesidad de apuntar con esa cosa cuando no sabes usarla.
—Sí que sé utilizarla. —Las palabras salen rápidas, sin vacilación, y alzo el cañón del rifle
para apuntarle a la frente, justo entre los ojos desparejos. Me tiembla el dedo en el gatillo, me
hormiguea, deseando accionarlo y borrarle esa sonrisa de la cara de un plumazo.
A mi izquierda, veo que el hombre de la corbata de cordón desenfunda el arma… y apunta
directamente hacia mí. Su mirada no flaquea, no duda. Ha disparado a más que animales salvajes
y a un tocón viejo junto al río del valle que utilizábamos para las prácticas de tiro. Ha visto balas
atravesar piel humana, desgarrar pulmones, corazones y cráneos, y ha vivido para contar esas
historias.
Pero no dejo entrever lo asustada que estoy —la adrenalina me recorre el cuerpo— y afianzo
la mirada sobre el hombre con los ojos de distinto color.
—Suelta a nuestro caballo —digo con los dientes apretados; me palpitan las sienes.
El viento sacude los árboles y las ramas crujen mientras que, a mi espalda, el agua del río
sale a borbotones del suelo; cada sonido me atraviesa los oídos y cada movimiento del hombre
que tengo enfrente, cuando cambia el peso de un pie al otro, retumba como un trueno. Inclina la
cabeza hacia mí, observándome como un zorro contempla las truchas saltando sobre la superficie
de un río, calculando si merece la pena zambullirse para llevarse algo a la boca.
—Adelante, dispárame, jovencita. Porque incluso con buena puntería, algo que empiezo a
sospechar que sí tienes, solo podrás disparar un par de veces antes de recargar. —Señala el rifle
con un gesto y la piel de la garganta alrededor de la cicatriz tiembla—. Y mis hombres tienen
bastantes balas para liquidarlos a tu viejo y a ti diez veces. Puede que muera, pero tú no tardarás
en seguirme.
Sigo mirándolo con los ojos entrecerrados.
—¿Darías la vida por un caballo que ni siquiera es tuyo? —pregunto, porque apuesto a que
no lo haría. Que preferiría abandonar el caballo y ahorrarse el balazo en el pecho antes que ver lo
lejos que puede llegar este duelo. Lo que estoy dispuesta a hacer.
Mueve la mandíbula de adelante hacia atrás, le entra un tic en el ojo gris antes de volver a
quedarse quieto.
—Me gusta esta chica. —Le dedica una mirada al hombre de la corbata de cordón y ladea
una de las comisuras de la boca—. Tiene más agallas que la mayoría de vosotros.
El hombre de la corbata frunce el ceño —no le gusta el comentario—, pero sigue
apuntándome con la pistola.
—Pero eso no significa que sea lista. —Vuelve a mirarme y se acerca a mí, solo a unos
metros del cañón de la pistola…, retándome a que apriete el gatillo—. Y dudo de que haya
matado nunca a un hombre. —Niega con la cabeza, con seguridad, y se le oscurecen los ojos.
Tras él, varios de los hombres que han estado acarreando las cajas con el tónico y la aspirina
entre los árboles empiezan a regresar del bosque. Y cuando se dan cuenta de lo que está pasando
—cuando ven el rifle que sostengo entre las manos—, desenfundan las pistolas y se acercan
hasta que estoy rodeada; sus ojos flamean desenfrenados.
Ahora no tengo escapatoria.
Noto los latidos del corazón retumbando en los oídos y me tiembla el dedo en el gatillo, pero
me obligo a mantener la respiración estable. No importa lo que ocurra, insistía mamá; si
mantienes la respiración estable, también lo estará el dedo en el gatillo.
—No tienes forma de salir de esta sin acabar muerta. —El ojo gris vuelve a cerrarse,
independiente del otro ojo. Como si tuviera voluntad propia—. Samuel, ese de ahí —asiente
hacia el hombre de la corbata de cordón—, no falla nunca y te está apuntando a la sien. Te abrirá
el cráneo por la mitad antes de que mi cuerpo toque suelo.
No parpadeo; no respondo. En lugar de eso, apoyo el rifle contra el hombro y deslizo el dedo
por el gatillo, notando la tensión. Solo un leve apretón. Sé que la fuerza me hará retroceder, así
que afianzo las piernas bajo el cuerpo: solo tengo una fracción de segundo para disparar la
primera bala; luego, virar el arma hacia la izquierda y disparar al hombre de la corbata de
cordón…, Samuel. Después, me tiraré al suelo antes de que los otros hombres puedan disparar;
me arrastraré hasta detrás del carromato. Avisaré a pa y, con suerte, hará lo mismo. A partir de
ahí, no lo sé. Puede que logremos llegar a los árboles, perdernos en las sombras oscuras y esperar
a que se den por vencidos. Me preparo, con el dedo temblando contra la curva metálica del
gatillo.
Es el momento…
Contengo el aliento, aprieto la mandíbula, pero una mano se posa sobre mi hombro, repentina
y veloz. Retrocedo, pero es pa, que está justo a mi lado.
—Dame el rifle —dice con suavidad.
Me quedo con la boca abierta, la adrenalina todavía corre por cada una de mis venas y niego
con la cabeza. Pero él ya me lo ha quitado de las manos.
—No… —le digo. Mi voz es un siseo, un jadeo, pero ha liberado el rifle de mi agarre y lo
deja en el suelo a nuestros pies. Tengo la sensación de que me han arrancado el aire de los oídos,
de los pulmones, que la sangre bombea tras mis ojos y me imposibilita parpadear. Pa alza las
manos al aire de forma que los hombres vean que no va a intentar agarrarlo de nuevo. El rifle
está fuera de nuestro alcance.
Ya no somos una amenaza.
Quiero desgañitarme, llorar, pero no me sale nada. Miro fijamente a pa; la rabia y el miedo
arden dentro de mí como una hoguera fuera de control.
—Tu viejo es mucho más listo que tú —dice el hombre. Esboza una sonrisa mostrando los
dientes y el labio superior se le retrae con desdén—. Acaba de salvarte la vida.
Siento los brazos flojos sin él pesó del arma, la fuerza me ha abandonado, y observo a los
hombres volver a enfundar las pistolas en las cartucheras antes de regresar al bosque. Agarran a
Odie del ronzal y se la llevan arrastrando las patas, como si quisiera hundir las pezuñas en la
tierra para resistirse.
¡No!, quiero gritar, pero aun así siento que el aire no me pasa por la garganta. No queda nada.
El hombre con los ojos de dos colores inclina el sombrero en mi dirección, como si fuera un
gesto de despedida secreto destinado solo para mí…, el reconocimiento de que ha ganado. Lo
apunté con el rifle, el dedo posado como una pluma sobre el gatillo, y ha salido airoso sin un
agujero en el estómago. O en la cabeza.
Debería haberle disparado cuando tuve la oportunidad.
Samuel, el hombre de la corbata de cordón, es el último en marcharse; sigue apuntándonos
con la pistola hasta que desaparece tras la oscuridad de la línea del bosque, fuera de la vista.
Parpadeo. De repente, siento que las piernas van a cederme; el miedo me golpea con fuerza.
Pero me niego a caer, a mostrarle a pa mi debilidad. Me froto la cara con las manos y siento que
me tiembla el cuerpo de los pies a la cabeza.
—¿Qué demonios estabas pensando, Vega? —dice pa. Recoge el rifle y lo lleva a la parte
trasera del carromato—. Podrían haberte matado, o a los dos.
Sigo a pa con la mirada; las piernas todavía no me responden.
—Se han llevado a Odie —consigo decir.
Pa apoya el rifle contra el lateral del carromato.
—Lo sé, pero es solo un caballo, Vega. Y nosotros seguimos vivos. —Entra en el carromato
para ver qué han dejado.
Contemplo los árboles por donde se han internado los hombres en la oscuridad.
—Todavía podemos ir tras ellos.
Pero pa no responde; empieza a sacar cosas de dentro. Tira mi manta al suelo junto a la única
caja de tónico que queda, seguida de nuestra jarra de agua, los sacos restantes de judías y harina,
el tarro de miel y su jergón antes de salir.
—¿Qué se supone que debemos hacer ahora? —pregunto.
—Andar.
Sacudo la cabeza; los ojos todavía me arden por el enfado; me quitó el rifle cuando, al
menos, podría habernos dado una oportunidad de detener a esos hombres, de salvar a Odie.
Pa recoge la manta y la jarra de agua y me las tiende.
—Lleva lo que puedas.
Miro de nuevo el camino, donde solo la oscuridad y las sombras se mueven entre los árboles,
sin hombres a la vista.
—¿Eran carroñeros?
—No —responde pa. Se cuelga el rifle del hombro y levanta la última caja de tónico—. Peor
que carroñeros.
—Tenían una marca en la piel. —Sujeto la manta bajo el brazo; huele a leña y a pino—.
Parecía un brote estelar.
Pa se encamina hacia los árboles apelotonados al otro lado del río, lejos del camino.
—Es su marca, su hermandad.
Me muevo con rapidez para alcanzarlo, lastrada por la jarra de agua que salpica a mi costado.
Las costillas me palpitan con cada paso que doy a medida que se me pasa el subidón de
adrenalina. A medida que todo vuelve a centrarse.
—Son forajidos —añade sin mirarme—. Pero algunos los llaman «Herejes» o «Teóricos».
Me quedo mirando a pa con los dientes todavía apretados, enfadada por lo que no me dejó
hacer. Enfadada porque ahora no nos queda casi nada.
—¿Por qué?
—Porque creen en algo que nosotros no.
Entorno la mirada; no lo entiendo.
Se detiene junto a la linde del bosque, justo al otro lado del río, y se da la vuelta para
observarme. Noto que está irritado, ha perdido todo lo que tenía, y se aclara la garganta.
—Creen que ninguno de nosotros sobrevivirá.
ARIES, Alpha Arietis
+23º 27′ 44″

L
a primera Astrónoma trazó en un mapa las constelaciones que ya tenían nombre, las
antiguas sobre las que escribían mucho antes de su época. Sin embargo, cuando oteaba al
hemisferio oeste en las noches despejadas, se fijaba en una parte del cielo que no
reconocía: estrellas que nunca habían sido vistas o cartografiadas, ni se había escrito sobre ellas.
Así que ella las dibujó en un papel y las clasificó: Lorox y Pala, Harebelle y Allium. Usó
flores silvestres y los nombres de los personajes de los libros que leía de pequeña.
Pero sus vecinos —que solían ignorar su trabajo, su vocación nocturna de estudiar el cielo—
habían comenzado a tener síntomas de algo.
Una enfermedad: tos en los pulmones, unas punzadas en los ojos y en los oídos.
Tisis.
Empezó poco a poco, como suele suceder este tipo de cosas. Subiendo de puntillas por el
cuello quemado por el sol; un reguero de sudor en la columna mientras recolectaban los cultivos;
la vista desdibujada al levantar la mano para bloquear el sol poniente, ondulante. Un tic que se
convertía en un borrón, una nube, hasta desembocar en algo más: ceguera. El hormigueo de
miedo fue lo siguiente, los susurros de pánico entre los vecinos en las puertas de las barberías y
los graneros, un murmullo junto a las encimeras de la cocina revelando que algo no marchaba
bien, manos temblando mientras enharinaban el pan para meterlo en el horno, al arropar a los
niños en la cama por la noche, unas vocecitas quejándose de un chisporroteo en los oídos. Un
ruido sordo en el pecho.
Había brotado una enfermedad, ya fuera de la tierra, de entre ellos o de algo más… La gente
empezó a morir.
TRES

E l cielo es un mapa, solía decir mamá mientras mecía las manos sobre nosotras para
demostrar su argumento. Puede decirte a dónde vas y cómo volver.
Me hacía dar vueltas con los ojos cerrados, mientras me mareaba por el borrón oscuro; luego
me decía que localizase la estrella polar, la que señalaba el verdadero sur. A partir de ahí,
explicaba, podría orientar mi rumbo hacia cualquier lugar.
Sin embargo, esta noche el cielo está encapotado por nubes de lluvia pesadas y cargadas de
humedad y por la densidad de los árboles de hojas perennes. No seguimos el camino río abajo, el
lugar por donde vinimos. Pa dice que puede que los hombres hayan acampado en él, así que no
es seguro. En lugar de eso, subimos por el bosque que hay tras la cabaña siguiendo el rastro que
ha trazado un animal entre los árboles y el terreno rocoso. El aire, al igual que mis fosas nasales,
está saturado del aroma terroso a musgo y savia de pino. Hay humedad por todas partes.
No veo la hora de salir de este bosque oscuro, de contemplar las estrellas otra vez, orientarme
con el cielo como telón de fondo. Sin él, me siento perdida y en peligro. Como una punzada de
inquietud y nervios que me golpea tras los ojos.
Meto las manos en los bolsillos y busco el frasco secreto de aspirina… Sigue ahí. Este único
bote y la caja de tónico que lleva pa es todo lo que queda. Mientras avanzamos, permanece
callado: no hay más canciones itinerantes e intuyo el grave significado que se esconde tras su
silencio.
Lo ha perdido todo: Odie, el carromato y todas sus provisiones en la cabaña de los mineros.
Todo se ha esfumado, robado por los hombres con las marcas grabadas a fuego en sus
antebrazos. Unos hombres que casi me atrapan.
El amanecer irrumpe por el horizonte cuando por fin salimos del bosque. Pero el paisaje
sigue siendo una serie de colinas montañosas y escarpadas que se curvan frente a nosotros, y
empieza a lloviznar.
—¿Sabes dónde estamos? —pregunto.
Pa tiene la mirada sombría y niega con la cabeza.
Llegamos a una amplia extensión de pradera donde la hierba amarillenta susurra y se sacude
por el viento de la mañana. Y seguimos caminando.
No puedo evitar pensar en casa, en el valle, en lo que he dejado atrás. Casa. Una palabra que
se me antoja tan lejana, que se siente intocable, que ha perdido todo su significado. Quería ser
valiente —la hija que mamá necesitaba que fuera—, pero el mundo está más enfermo de lo que
pensaba, es más cruel de lo que quise creer, y parece que no puedo zafarme del frío que se me ha
instalado en los huesos. Pero ahora no hay vuelta atrás. No hay nada a lo que volver. Soy la
última, la única.
Si no encuentro al Arquitecto, la muerte de mamá habrá sido en vano.
No tengo otra opción que seguir adelante.
Pa y yo avanzamos por el prado con la cabeza gacha, desprotegidos de la lluvia, donde unas
grandes abejas melíferas se alejan de la llovizna hacia la colmena en las ramas altas de un roble
cercano batiendo rítmicamente sus rosadas alas dobles. Emiten un suave zumbido al volar, como
la canción de un ruiseñor, y se llevan las notas bajo la lluvia. No siempre cantaban, recuerdo que
me dijo mamá cuando era pequeña, cuando perseguía a las abejas por la orilla del río hasta la
cumbre lejana, intentando atraparlas entre las manos ahuecadas. Las abejas solían zumbar en
silencio…, pero ahora trinan y pían como los pájaros.
Pa se gira para echarme un vistazo; mi paso es más lento que el suyo.
Me duelen las costillas. Siento una punzada molesta en el costado derecho y compongo una
mueca con cada paso que doy; el dolor cada vez es peor y la adrenalina hace tiempo que se ha
ido. Pero sigo mirando a mis espaldas por si oigo el sonido de caballos, por si los hombres con
marcas quemadas en el antebrazo aparecen entre los árboles. Por si vienen por nosotros. Por mí.
Pero solo percibo la lluvia fría sobre mi rostro; no hay señales de ellos.
Necesitamos encontrar el camino, un sendero, un pueblo. Algo.
Descendemos por la pradera hasta el cauce seco de un arroyo bordeado por robles y sauces
torcidos cuyas ramas parecen cortinas. El aire huele a salvia y a liquen. Un aroma extraño.
Seguimos el arroyo yermo y el día se funde en la tarde, hasta que entreveo algo entre los árboles
a más altura… un destello. Un parpadeo. Un cristal reflejando la luz del sol poniente.
Escalo para salir del arroyo.
—¿Vega? —me llama pa, pero sigo caminando.
Las piernas me llevan entre los árboles dispersos y sedientos. Temo parpadear, perder de
vista la luz trémula.
Siento punzadas en las costillas con cada exhalación, los oídos me pitan y me palpitan, pero
al fin lo veo: una casa de labranza.
Y tras ella hay una hilera de árboles en flor…, un huerto de árboles frutales. El aroma de las
manzanas maduradas al sol es tan intenso y penetrante que casi caigo sobre las rodillas.
—Espera aquí —dice pa al tiempo que se descuelga el rifle del hombro y lo sostiene frente a
él.
Pero no le hago caso: mis piernas avanzan tambaleantes, necesito saber que es real. Que la
casa no es fruto del engaño por la lluvia moteada y el dolor punzante en el costado.
Llego a la puerta trasera, está abierta, y me detengo por si oigo el eco de voces, de los pasos
de unos niños que corren por el pasillo. Pero tan solo se escucha el viento que aúlla a través de la
puerta, la lluvia que repiquetea sobre el techo y el frío indicio de los fantasmas que se agitan en
su interior.
Parece que pa va a decirme que espere otra vez, a insistir en que entrará solo, pero doy un
paso adelante y atravieso el umbral de la casa; las hojas muertas que el viento ha traído volando
al suelo de la cocina se rompen bajo mis botas. Nadie ha estado aquí en un tiempo. Ninguna
escoba ha barrido este suelo en meses. La casa está abandonada.
Aun así, salgo de la cocina con cautela hacia el salón, aliviada de haberme librado de la
lluvia, pero con recelo por si hubiera algo escondido en la oscuridad: criaturas salvajes que hayan
anidado en los rincones en sombras. Hay una chimenea de piedra en la pared más alejada cuyos
leños quemados se han podrido. Recorro con los dedos el sofá bajo de madera, los cojines
cosidos con esmero y una manta de lana doblada sobre el reposabrazos. Huele a lluvia y a hojas
muertas, pero al menos está seco. De vuelta en la cocina, veo unas flores marchitas, lánguidas, en
un jarrón de arcilla sobre la mesa de madera, brotes del último verano, y a pa contemplando unas
escaleras empinadas que deben conducir a un sótano.
—¿Hola? —llama en la oscuridad, solo para asegurarse, antes de descender los peldaños. Lo
sigo, y en la estancia húmeda y fría descubrimos estantes repletos de manzanas deshidratadas y
en botes. Reservas. Más de lo que una familia podría comer en tres estaciones.
Aquí vivían los horticultores que cuidaban del huerto de atrás. Pero se marcharon y nunca
volvieron… Tisis, probablemente. Puede que se fueran a un pueblo en busca de ayuda o quizá
sus cuerpos estén enterrados en algún lugar tras los manzanos. El frío me recorre el cuerpo hasta
los pies. Tantas muertes. Siento esta casa de labranza como si fueran los restos de una vida
desierta, solo unos retales abandonados que cuentan la historia de quienes fueron.
Subo las escaleras de dos en dos para salir del sótano; necesito librarme de la oscuridad, y me
dirijo hacia una de las ventanas de la cocina. Le limpio el polvo para echarle un vistazo a la
lluvia. Mi respiración se ralentiza, se calma, y me fijo en un arroyuelo que serpentea entre las
hileras ordenadas y espaciadas del huerto, manteniendo la tierra húmeda y oscura. Aunque… hay
algo más.
Al principio pensé que era otro ciervo, como el que vimos en el bosque…, pero tiene un
ronzal de cuero sujeto sobre la cabeza gris moteada.
—Pa —digo cuando aparece en el rellano del sótano—, ahí atrás hay una mula.
No está atada y merodea bajo la lluvia mientras rumia la hierba alta junto al arroyo.
Pa sale por la puerta trasera que da al huerto, pero no le sigo —me quedo en la casa seca—,
sino que lo observo abrirse paso con cuidado entre los árboles y, cuando llega junto a la mula, le
acaricia el cuello con suavidad mientras la lluvia cae a raudales sobre ellos. El animal le frota la
mano con la nariz, sin miedo, y pa empieza a comprobar sus cascos por si tienen grietas o están
dañados, para asegurarse de que no se haya quedado coja desde que la dejaran librada a su
suerte.
Quienquiera que haya vivido aquí se fue con prisas; ni siquiera se llevó a la mula.
Examino la cocina, tratando de imaginar a una familia sentada a la mesa, desayunando,
contando historias, y me pregunto si sabrían lo que se avecinaba. Me pregunto si sabrían que la
muerte estaba llamando a su puerta, si habrán dejado su casa a sabiendas de que no volverían…
Como cuando me marché del valle. Nunca entendí realmente la importancia del hogar; nunca lo
había anhelado hasta que lo quemé hasta los cimientos.
Con las puntas del pelo todavía goteando por la lluvia, me aparto de la ventana y subo por las
escaleras; todo huele a polvo y, de fondo, hay un tono sutil y lejano a manzanas dulces. En el
pasillo sin ventanas, descubro tres habitaciones con las camas aún hechas y con mantas
remetidas bajo el colchón. No hay cuerpos descomponiéndose en ninguno de los dormitorios.
Menos mal.
En el último cuarto a la izquierda, hay juguetes de madera alineados bajo la ventana en una
fila perfecta, y en la que está justo al otro lado del pasillo, hay vestidos confeccionados a mano
doblados en el armario; son para una niña de la mitad de mi tamaño. Hay una muñeca con un
ratón cosido a mano abandonada sobre la manta amarilla como el sol, doblada a los pies de la
cama. Todo está limpio y ordenado en este lugar.
Me quedo demasiado tiempo en esta habitación, perdida en mis ensoñaciones, imaginando
cómo habría sido vivir la infancia en una casa como esta. Las mañanas de verano con el aroma a
mermelada de manzanas flotando desde la cocina, manos que proyectan sombras sobre la pared a
la luz de la luna.
Una vida sencilla en la que las decisiones que tomaron tus antepasadas no te persiguen como
fantasmas que te susurran al oído cada noche antes de abandonarte al sueño. Historias que no
sean acertijos antes de dormir, sino mapas de los caminos. El eco de las palabras de mi madre me
escuece como una punzada persistente que nunca se va del todo.
Una vida sin tinta grabada en la piel en carne viva.
Salgo de la habitación y bajo las escaleras… Ya no quiero imaginar más una vida diferente
porque no puedo cambiar quién soy. O quién era mi madre.
Encuentro a pa en el porche delantero, contemplando el largo acceso que desaparece en el
bosque de robles oscuros y sombríos. La lluvia ha comenzado a amainar y me pregunto cuanto
más se extenderá el camino antes de fundirse con otro y conectar con más pueblos. Con otras
personas.
—La mula está en buena forma —dice pa y saca el tabaco y la pipa del bolsillo del abrigo—.
Nos ayudará a llevar las provisiones.
Asiento e intento no pensar en Odie, a dónde la habrán llevado esos hombres. Alzo los ojos
al cielo, las nubes de lluvia se dirigen al norte y dejan al descubierto fragmentos de
constelaciones…, recuerdos de casa.
—¿Podemos pasar la noche aquí?
Pa se acaricia la barba y suelta el aire con pesadez por la nariz. Está preocupado…, lo veo en
sus ojos; no se ha sentido a salvo desde que dejamos la cabaña de los mineros. Yo tampoco me
siento segura, pero me muero por una cama suave, algo que se asemeje a un hogar… y no el
suelo frío y húmedo.
—Este lugar está bien escondido —señalo—. No tiene pinta de que nadie sepa que está aquí.
—La casa está intacta y no han robado los tarros de manzanas en el sótano.
Él contempla el camino, como si esperase que los hombres a caballo subieran por él con la
intención de liquidarnos. O de llevarme con ellos.
—Está bien —dice con frialdad y rapidez, como si pudiese cambiar de opinión.
Apoyo el hombro en uno de los postes del porche; aún me duelen las costillas.
—Lo siento —musito—, por haberlo perdido todo.
—No es culpa tuya. —Enciende la pipa de madera y el humo dulce y con aroma a clavo
asciende en espiral hacia las estrellas—. Habría llegado el momento tarde o temprano, cuando
me hubiera quedado sin medicina o alguien la hubiera encontrado. Ese momento ha sido hoy.
Baja los peldaños con pasos pesados, cansados, y avanza bajo la lluvia suave mientras otea el
camino con los ojos entornados. Parece mayor, las arrugas le enmarcan los ojos y tiene el cuerpo
encorvado hacia delante. Desearía cambiar lo que se ha hecho, pero el pasado ya está escrito… y
esto lo sé mejor que la mayoría.
—Nos iremos a primera hora por la mañana.
—Vale —accedo. No quiero quedarme más de lo necesario. Solo unas horas de sueño y
luego seguiremos avanzando. Siempre adelante. Han pasado seis noches desdé que las estrellas
hermanas aparecieran en el cielo y me fijo en cómo cambia su órbita. Pronto se ocultarán en el
horizonte, fuera de la vista, y entonces será demasiado tarde.
Necesito seguir…, llegar al próximo pueblo. Encontrar al Arquitecto.
Llegar al mar.
Pa se da la vuelta para mirarme.
—Deberías tomarte dos pastillas del bote que guardaste. —Me señala las costillas con un
gesto; me las sujeto con la mano, las punzadas de dolor me llegan al pecho—. Sé que te hiciste
daño al caer, puede que tengas una costilla rota.
Ante esto, hago una mueca; sé que tiene razón y puede que me haya lesionado cuando el
hombre de la corbata de cordón me tiró al suelo. Pero esperaba que no se hubiera dado cuenta de
que había sacado un bote en la cabaña.
—Yo… —No pretendía robarle, solo tenía curiosidad por el bote y las pastillas blancas
diminutas que hay en su interior. Quería verlas de cerca, estudiar las palabras impresas más
pequeñas en el lateral; pensaba devolvérselo luego.
—No pasa nada. —Se frota el cuello; tiene los músculos doloridos a causa del día, de la larga
caminata—. Me alegro de que lo hayas hecho…, es el último bote que tenemos.
—Lo siento —repito. Desearía deshacer lo que hice. Primero robé la botella, luego empuñé
el rifle y casi hago que ños maten a los dos. Me siento estúpida, bajo mucha presión y extenuada,
como si llevase días sin dormir.
—Te ayudará con la inflamación y el dolor —responde y pasa por alto mi disculpa. Como si
no fuera necesaria. Como si este tipo de cosas fueran el pan de cada día en el mundo más allá del
valle; se cometen errores, los peligros aguardan en la oscuridad entre los árboles, y no tiene
sentido lamentarse por lo que ya está hecho.
Vuelvo la mirada hacia el horizonte, lejos de las estrellas gemelas, donde el cielo de la noche
está moteado con una luz extraña, partículas que revolotean y se separan…, una anomalía. Una
parte del cielo sin estrellas, sin fondo, donde no habita la luz. Se estremece, como si respirase.
Un monstruo que siempre está ahí, gruñendo, como la tinta derramada sobre el suelo. Como
la muerte.
Algo que nunca ha pertenecido a ese lugar.
Me aterroriza.
Cierro los ojos con fuerza para no ver la cosa que acecha en la oscuridad. La sombra que
parte el cielo en dos.
Y me doy la vuelta para esconderme de nuevo en la casa.
Después de cenar manzanas deshidratadas y tortas de maíz algo quemadas por los bordes y lo
que queda del queso de cabra, subo las escaleras de la casa y descubro que he entrado en la
habitación con la manta blanca tejida a mano y las almohadas decoradas con encaje. Quienquiera
que haya dormido en este cuarto coleccionaba piñas en el alféizar y había colgado un paño sobre
la cama con florecitas diminutas estampadas en la tela cuyos colores han quedado descoloridos,
pálidos y diluidos por el sol.
Pa aparece en el umbral; lleva la pipa en la mano izquierda mientras que con la derecha
tantea el bolsillo del abrigo en busca de la petaca para el tabaco.
—Si ocurre algo —dice con la vista fija en la ventana—, corre hacia el otro lado del huerto
hasta el bosque y sigue recto. Si esos hombres vuelven, necesitarás salir de aquí. No me esperes.
Toco el marco de la ventana cubierto de polvo. Las nubes se han alejado hacia el sur y han
dejado al descubierto el cielo húmedo y despejado; me imagino subiendo al tejado, dejándome
caer en el porche y luego corriendo entre los árboles con la respiración quemándome los
pulmones. Puede que consiga llegar a la oscuridad sin ser vista. O puede que esos hombres me
atrapen y me lleven de vuelta a la granja a rastras.
—Si hubieran visto tu marca, si supieran quién eres… —Pa sacude la cabeza y alza los ojos
hacia mí. Me pregunto si ha estado pensando en ello desde que dejamos la cabaña de los
mineros. Tal vez por eso me quitó el rifle cuando estaba a punto de apretar el gatillo. No fue solo
para evitar un tiroteo, estaba preocupado por lo que ocurriría si veían el tatuaje que llevo en el
cuello. No le importaron ni Odie ni los suministros de la cabaña… Solo se preocupó por mí y se
aseguró de que no descubriesen quién soy—. Te habrían llevado, Vega. Y no estoy seguro de
que hubiera sido capaz de encontrarte.
Sus palabras me dejan fría de inmediato, como un eco que me recorre el cuerpo. Mi nombre,
mi pasado, las marcas en mi piel… me ponen en peligro. Ponen a todos los que están a mi
alrededor en peligro.
Aunque me pregunto si acaso la muerte no es lo peor que existe ahí fuera. Si no que te
capturen. Que te lleven lejos como a Odie y que nunca vuelvan a verte.
—Vale. —Asiento, aunque también sé que si esos hombres suben a caballo por el camino
durante la noche, con las pistolas desenfundadas, no dejaré a pa atrás. Me quedaré y lucharé. Es
una sensación que no puedo explicar. Quizá por terquedad…, la misma parte de mí que se
negaba a bajar el rifle, a aceptar que se llevasen a Odie y que no había nada que pudiéramos
hacer.
Porque hay desesperación en la frialdad de los ojos de todas las personas que he conocido
desde que me marché del valle, enloquecidas por una especie de miedo enquistado en sus huesos,
una sed más profunda que la necesidad de agua. La necesidad de sobrevivir.
Una sensación que, hasta ahora, no sabía que existía.
Y si quiero sobrevivir en este mundo, no puedo ocultarme siempre. Resguardada en el valle.
A veces… tendré que luchar.
Pa mira al otro lado del pasillo y escucha, como si hubiese oído algo. Pero es solo la casa que
se asienta, las últimas gotas de lluvia que caen por el tejado.
—Duerme un poco —dice por fin—. Nos marcharemos justo después de que salga el sol.
Fort Bell está a un día y medio a pie de aquí y no queremos perdernos el mercado para vender el
tónico que nos queda.
Asiento. Otro día y medio perdido. Otro día y medio más cerca del final. Desaparece por el
pasillo y escucho el sonido de la puerta principal cuando sale al porche.
Abro la ventana de la habitación y dejo que entre la brisa nocturna mientras escucho a pa
fumar en pipa desde la parte delantera. Dudo de que duerma esta noche; en vez de eso, vigilará el
camino, atento a cualquier sonido distante de caballos que suban por el acceso. Pero ahora
mismo, tan solo se oyen los pájaros del ocaso que gorjean en los árboles y el arrullo del viento
entre las paredes de la casa antigua. Me gusta estar aquí, con los olores dulces del huerto, los
árboles altos y protectores y el camino oculto.
Pero no podemos quedarnos.
Oteo el horizonte, el universo que se arremolina, gira y se despierta sobre mí con una
sensación de tranquilidad en el pecho; el cielo nocturno me es familiar de una forma que ningún
lugar sobre la tierra me haría sentir.
Mis pensamientos retroceden a toda velocidad mientras filtran las historias que mamá me
contó sobre las estrellas, sobre una mujer que, al igual que nosotras, miró al cielo por la noche y
quiso saber. Fue la primera en trazar un mapa del cielo, en medir y tomar notas de lo que vio. Y
sus historias ahora son mías. Las llevo en las venas, como llevo la tinta tatuada en mi piel.
Me hundo en la cama suave y con mantas, demasiado cansada como para taparme con las
sábanas, y dejo que se me cierren los ojos. Me resulta extraño dormir en una habitación sin
mapas estelares o constelaciones bosquejadas en el papel de las paredes. Pero aun así, me
sumerjo en sueños plagados de estrellas que giran y giran en esa oscuridad interminable, en
galaxias que estallan, en planetas que adquieren forma… verdes y de un azul sin fondo. Sueño
con el huerto. Con manzanas redondas como lunas. Y entonces, aparecen los hombres con
quemaduras en los brazos que todavía humean y arden, cabalgando entre el huerto mientras
susurran mi nombre con voces ligeras como el aire: «Vega… Vega…». Y entonces, el hombre
con el tajo en la garganta me alcanza con una mano fría y húmeda al tiempo que el cielo rojo y
moribundo se deshace en lluvia. Saca una de las pistolas que lleva en la cadera y me apunta a la
cabeza; el metal presiona contra mi piel suave. «¿Me dirás quién eres en realidad?», me sisea al
oído, pero antes de que pueda responder, aprieta el gatillo.
Me despierto tratando de tocar el techo con las manos, intentando apartarlo, alejar el sueño, y
casi se me escapa un grito. Vuelvo a tumbarme en la cama e inspiro grandes bocanadas del aire
frío de la mañana. Luego, me obligo a levantarme y me tambaleo hacia la ventana. Necesitó
verlo, asegurarme.
Pero no hay hombres en el camino. Ni caballos. Todo está tranquilo.
Me dejo caer en el suelo con las manos sobre los ojos. Entonces, vuelvo a abrirlos y miro al
cielo.
El sol aún no ha salido sobre el horizonte, tan solo se asoma por encima de las copas de los
árboles; la noche plateada tiene cierto brillo, una cualidad titilante como la humedad refractada
en el aire y que se niega a convertirse en lluvia.
La anomalía.
Por la noche, es una mancha negra en el cielo que ocupa la mitad del horizonte, pero durante
el amanecer y el anochecer, cuando la luz incide sobre ella con el ángulo adecuado, se vuelve
brillante y reluciente, como si nos tendiera largos haces de luz al lamer la capa más baja de la
atmósfera sobre nosotros. A menudo, mamá se quedaba despierta hasta tarde para cartografiarla
y medirla en busca de algún atisbo de esperanza.
Es hermosa. Pero también hace que unos aguijonazos de miedo me recorran la columna.
Me quedo mirándola un momento más y parpadeo atenta, pero entonces se disipa como el
rocío y cierro la ventana.
Con el sol brillando con fuerza en el tenue cielo azul, la anomalía queda oculta a la vista.
Pero yo sé que sigue ahí.
Siempre ahí.
Y se está acercando.

Nos alejamos de la casa de labranza por el camino. La mula avanza lentamente detrás de
nosotros con la caja llena de tónico y la jarra de agua sujetas al arnés; los tarros tintinean.
Las colinas verdes dan paso a un terreno seco y con menos árboles, mientras que el cielo
sigue salpicado por partículas extrañas de luz que le dan cierta textura, y el alba despunta con un
brillo verdoso peculiar.
Viajamos durante todo el día y las horas se disipan como los restos del papel quemado en una
hoguera hasta que acampamos al aire libre junto a una cicuta antigua con la corteza ennegrecida
y fundida que un rayo ha partido en dos. La mula bebe agua del cubo mientras que pa y yo
comemos manzanas en conserva y judías frías. Dormimos inquietos y, por la mañana, antes de
que salga el sol, emprendemos de nuevo el viaje. Siempre atentos al camino frente a nosotros por
si escuchamos aproximarse el sonido de caballos.
El sabor del polvo se me queda pegado en la garganta.
El sol es como un ojo oscilante y pulsante que sigue nuestro avance.
Sin embargo, llegamos a Fort Bell a mediodía, un pueblo cubierto de grava que se alza sobre
una planicie en medio de la nada.
Una multitud entra en el pueblo y obstruye la calle principal —algunos van a caballo, otros
en carretas y carromatos que crujen y se bambolean mientras que unos pocos, como nosotros,
van a pie—, a paso firme, buscando sombra y agua fresca en Fort Bell.
Nunca he visto a tanta gente en mi vida y un extraño entusiasmo se agita en mi interior. A las
afueras del pueblo veo tiendas y carromatos desperdigados por la tierra seca… campamentos.
Debe de haber cientos de personas venidas de todas partes. Todas para el mercado.
—Acuérdate de mantener el cuello cubierto —me dice pa mientras nos abrimos paso por la
calle principal—. Y no le digas a nadie de dónde vienes.
—No lo haré.
Pero pienso en algo más: el Arquitecto. Con tantas personas congregadas en un único lugar,
seguro que alguien habrá oído hablar de él. O sabrá quién es.
Es mi mejor oportunidad y no tengo intención de desaprovecharla.
Cruzamos la calle principal y leo cada letrero que cuelga sobre las puertas y los escaparates;
anuncian tiendas de herramientas y boticarios, termas, herreros y salones. La oficina del sheriff,
dos hoteles e incluso un banco. Fort Bell rebosa actividad: la gente entra por las puertas, los
perros ladran y una mujer entona desde el balcón de un segundo piso una especie de canción
lenta y cautivadora sobre los caminos de tierra. Una melodía para atraer a los viajeros cansados
al pueblo para el mercado anual.
Los oídos me retumban con el bullicio. Mis ojos lo absorben todo, maravillados. Pero
también siento un temor leve y persistente de fondo. ¿Y si esos hombres están aquí? U otros
como ellos…, carroñeros o Teóricos. Esos que nos robarían lo poco que nos queda.
Por instinto, me peino el pelo con los dedos para asegurarme de que la marca del cuello siga
oculta, que ninguna mirada se deslizará sobre ella por accidente… cuando lo veo.
Sogas.
Tres de ellas suspendidas del toldo de una oficina de correos.
Aunque estas no se mecen con suavidad en la brisa como en el pueblo del trigo… Están
tensas. Rígidas.
Porque tres cuerpos cuelgan con pesadez de los lazos anudados en el extremo.
Dos hombres y una mujer. Tienen la ropa de un gris apagado cubierta de polvo, las chaquetas
y camisas de lana caen con holgura de sus brazos lánguidos, las botas penden en los pies, pero
tienen la cabeza cubierta con sacos de paño. Solo se ve el cabello dorado de la mujer, qué le llega
por la espalda.
Empiezan a pitarme los oídos al pasar junto a ellos, pero no puedo apartar la mirada.
Hay tres personas muertas colgadas al aire libre, bajo el sol del mediodía, mientras los vivos
caminan entre ellas sin prestarles apenas atención. Como si los cadáveres fuesen algo tan común
como un pájaro muerto junto al camino. Intento fijarme en cada detalle sobre quiénes podrían
haber sido, pero con el rostro cubierto casi parecen muñecas rellenas con lana de oveja. En
absoluto reales.
—No se puede hacer nada —dice pa por lo bajo—. Mantén la vista al frente.
Pero me quedo mirando los tres cuerpos suspendidos en fila hasta que desaparecen de mi
vista tras la multitud.
—¿Qué les pasó? —pregunto en voz baja y dirijo la atención hacia pa—. ¿Por qué los
mataron?
Pa gruñe, parece que no le gusta la pregunta.
—Ahora están muertos, no tiene sentido preguntarse el porqué. —Mira de reojo a las
personas que caminan más cerca de nosotros para comprobar si están escuchando. Me sorprende
la frialdad de sus palabras.
Hay algo más que no me dice. Un motivo tras esas muertes que no pronunciará en voz alta.
Como si tuviera miedo.
Y eso hace que la punzada que noto en el cuello sea incluso más fuerte. Están asesinando a
gente en los pueblos, los están ahorcando, y quiero saber por qué. Quiero presionar a pa para que
me dé una respuesta, pero presiento que ya no añadirá nada, no entre todas estas personas. Así
que, por ahora, guardo silencio.
En el cruce de una calle, pa tira de la mula por un camino más estrecho, donde hay
carromatos aparcados en filas uniformes. Cada uno vende algo distinto: magdalenas de maíz
recién horneadas, un tónico para el cabello para mantener el pelo apartado de los ojos,
herramientas de jardín confeccionadas a mano, riendas de cuero, velas de cera de abeja hechas a
mano y un carromato especialmente ancho que vende «aguardiente casero del río Laramie».
Nunca había oído hablar de él.
—Espera aquí —dice pa. Hemos parado frente a un pequeño edificio achaparrado; descanso
la palma sobre la crin corta de la mula y la acaricio entre las orejas mientras pa sube por unos
escalones de madera bajos y desaparece tras la puerta. Suena una campanita al entrar.
Sostengo la mano frente a la mula y su aliento cálido me roza la palma cuando intenta
mordisquearla, buscando algo que comer. A mi alrededor, los vendedores, los comerciantes y los
habitantes del pueblo transitan por la calle, un coro de voces y cascos de caballos; hay tanto
ruido que me zumban los oídos. Pero un momento después, pa reaparece. Baja con pesadez los
escalones.
—El señor Willard dice que podemos vender el tónico frente a su establecimiento.
Paseo la mirada por el edificio y el cartel fijado sobre el toldo: BARBERÍA Y DENTISTA
WILLARD.
—¿Es barbero o dentista?
—Ambos.

La última caja de tónico está apoyada en el banco de madera frente al establecimiento de


Willard. Aunque no sé cómo los clientes sabrán lo que vendemos sin un cartel.
—Iré a buscar un establo para dejar la mula esta noche. —Pa le palmea el cuello con fuerza
al animal—. Si alguien viene y pregunta por el tónico, diles que volveré en quince minutos.
Pueden esperar o regresar más tarde. —Me mira, esperando una respuesta que le asegure que lo
he entendido.
—Vale.
Estoy de pie junto al banco observando el pueblo. Sin pa cerca, es mi oportunidad: puedo ir
en busca del Arquitecto. Pero no puedo dejar la caja del tónico, no puedo arriesgarme a que
alguien se la lleve. No seré responsable por la pérdida de la última caja que le queda a pa. Así
que me quedo en el sitio, agitada, nerviosa. Los desconocidos pasan junto a mí, se mueven por el
mercado con una expresión desesperada y felina en la mirada, como si estuvieran dispuestos a
robar o a mentir para conseguir lo que quieren. Algunos miran la caja, a mí, y luego siguen su
camino. Podría devolverles la mirada, preguntarles si saben de un Arquitecto. Podría susurrar la
palabra con suavidad, en voz baja. Pero recuerdo la forma en que la anciana, Imogene, clavó sus
ojos en los míos cuando lo dije: Arquitecto. Como si la palabra en sí fuese una maldición. Una
imprecación. No digas su nombre en voz alta, me advirtió. La palabra es peligrosa. Es todo lo
que dijo mamá a lo largo de los años, que ir en busca del Arquitecto pondría nuestras vidas en
riesgo.
Pero no tenemos otra opción.
Si no encuentro al Arquitecto, ya nada importará.
Así que examino las manos de los transeúntes; algunos llevan anillos de oro, hierro y plata
forjados a mano. Pero ninguno tiene la constelación del Compás con sus doce estrellas paralelas
las unas a las otras.
Frustrada, me cepillo el pelo que me cubre el cuello y me miro las manos con tierra
incrustada bajo las uñas cortas. Estoy sucia. Tengo una capa de polvo en el pelo y en ambos
brazos. En el valle, me bañaba en el río dos veces a la semana, incluso en invierno, con una
pastilla de jabón que les habíamos comprado a los Horace, en equilibrio sobre las rocas. Me
muero por sentir el pelo y las uñas limpias, el aroma a lavanda y menta en la piel. Por un
instante, me permito imaginar cómo sería vivir en un pueblo como este: con baño caliente y ropa
comprada en una tienda. Pasear por la acera en primavera; el rostro de los viandantes de pueblos
distantes, cada uno con una historia que contar. Pero también conocería el miedo en cada par de
ojos que se me posaran encima.
El valle nos mantenía lejos de las preguntas y las miradas curiosas. Nos permitió vivir con el
cabello recogido, la piel expuesta, sin temer que alguien viera lo que éramos. Pero aquí, en el
pueblo, cada vistazo y parpadeo es peligroso.
Al otro lado de la calle, una mujer sale de la tienda de un corredor de apuestas; lleva el
cabello despeinado y los rizos sueltos le caen sobre el rostro cuando ladea la cabeza. La observo
mientras busca la pared del edificio con la mano y, cuando sus yemas dan con ella, la utiliza para
guiarse con la otra ondeando frente a ella. Ha perdido la vista.
Tisis.
Meto las manos en los bolsillos del abrigo con los nervios a flor de piel, y observo a un
muchacho caminando con fuertes pisadas por la calle; apoya una mano en la cadera y, con la
otra, sostiene distintos objetos bajo el brazo. Salpica al pisar un charco, sonríe y luego se percata
de que lo estoy mirando. Cambia de dirección, se acerca frente al establecimiento del señor
Willard y me mira detenidamente.
—¿Qué vendes? —Arquea las cejas en un gesto de curiosidad. Tiene la piel pálida y sin
cicatrices (no ha pasado mucho tiempo al aire libre, como la mayoría de las personas que
conozco) y sus ojos son de un color verde claro y brillante.
—Todavía no hemos abierto —respondo con aspereza.
—Pero cuando abráis, ¿qué vendéis?
—Un tónico curalotodo.
Se le curva el labio superior y arruga la nariz, lo cual hace que se le junten las pecas que le
salpican los pómulos. No debe de tener más de diez u once años, aunque nunca he conocido a
nadie de esa edad, por lo que no puedo estar segura.
—¿Qué hace el tónico?
Pienso en la pastilla que me tomé en la granja, en cómo atenuó el dolor de las costillas y me
permitió dormir.
—Alivia el dolor.
El niño asiente y me mira con los ojos entrecerrados.
—Me llevaré dos frascos.
—No hemos abierto —repito.
—¿Estás rechazando a un cliente? —Habla con rapidez, cortante, como si necesitase llegar a
algún sitio. Se seca la frente; tiene una capa de tierra sobre la piel.
—¿Acaso tienes dinero? —pregunto.
—No —responde llanamente con las cejas alzadas—. Pero podemos negociar.
—¿Con qué? —Siento curiosidad por la pila de objetos que sigue sosteniendo bajo el brazo.
Rebusca entre sus provisiones —no lleva ningún anillo visible en el dedo—, saca una cinta larga
y amarilla del color de los dientes de león y la sostiene frente a mí, colgando entre sus dedos. Es
suave como la crin de Odie, pero los extremos están sucios, como si se hubiese caído en el
abrevadero de los caballos.
—Hay que lavarla —señalo.
—Nada que un enjuagado rápido no arregle. Y te quedaría preciosa en el pelo.
Siento un nudo en el pecho, el deseo de alargar la mano y tocarla, sentir la suavidad de la
tela. Me la imagino atada en un lazo, manteniendo el cabello abundante lejos de mis hombros.
Pero no podría llevarlo nunca en el exterior y arriesgarme a exponer la marca del cuello.
—No necesito una cinta —digo.
El chico vuelve a guardársela en el bolsillo del abrigo; luego saca algo más de abajo del
brazo: una espuela de plata para engancharla en el talón de la bota y espolear a los caballos al
pincharlos con el metal afilado.
—¿Solo tienes una? ¿Dónde está el par?
—No lo sé —responde el muchacho—. Ya no estaba cuando me la encontré.
—¿De dónde la has sacado?
—De un muerto, en el callejón detrás del salón Búfalo.
—¿Lo has sacado de la bota de un muerto?
—También me llevé las botas —dice con una sonrisa curva y astuta—. Pero a esas ya las he
cambiado. Las botas siempre están muy demandadas.
—Eres un carroñero —respondo y lo fulmino con la mirada. Intento imaginarme a este chico
colándose en las casas y en los campamentos para llevarse lo que encuentre. Un hormigueo de
desagrado me atenaza las entrañas.
Baja la mano con la espuela a un costado y se ríe.
—No soy tan despiadado. Nunca mataría a un hombre por sus cosas, pero si ya está muerto,
me llevo algo.
—No quiero la espuela —digo al fin—. Creo que son crueles. Los caballos no necesitan que
les hagan daño para que anden.
El chico se encoge de hombros.
Y cuando lo hace, vislumbro algo más bajo el brazo, un trozo de papel aplastado. Parece la
página arrancada de un libro.
—¿Qué es eso? —pregunto señalándolo.
Lo saca y lo mira fijamente, como si no estuviera seguro de qué es.
—No sabría decirte. Me lo cambió un cabrero a las afueras del pueblo.
Lo sostiene en alto, el sol brilla a través de la superficie impresa, y deja que lo tome. Es un
rectángulo perfecto, tiene las esquinas un poco dobladas, una mancha de agua en un margen,
pero todavía se distingue la foto. Una estructura alta, enmarcada en el centro de la imagen,
iluminada con lucecitas resplandecientes; es más ancha en la base y luego se alarga hasta acabar
en una punta estrecha. Es más alta que cualquier edificio que haya visto nunca. En el pie de la
foto, dice: París. La Tour Eiffel. Recorro los ángulos afilados del edificio con la yema del dedo y
luego le doy la vuelta a la foto, donde encuentro una serie de números seguidos de las palabras
Topeka, KS. Y al lado, hay más palabras escritas a mano; la mayoría están borrosas, desgastadas
por el tiempo. Perdimos el tren… nos llevó horas encontrar un hotel que fuera… Versalles
mereció mucho la pena… te veo en junio. Se me seca la garganta y se me empiezan a anegar los
ojos de lágrimas.
—Te lo cambio por esto —digo antes de poder refrenarme—. Pero por un frasco de tónico,
no por dos.
El niño de las pecas asiente con rapidez, temeroso de que cambie de opinión. El papel no
vale nada para él; es una mera curiosidad, nada más. Pero yo he visto otros como este… Mamá
tenía tres guardados entre las páginas de su copia de Naturaleza, astronomía y agujeros negros.
Son postales, me había dicho. Fotografías de lugares que alguien visitó una vez… Una con una
serie de montañas de cimas nevadas y el nombre Parque Nacional de los Glaciares; otra con una
estructura de aspecto extraño y redondo con muchas puertas y las palabras Coliseo, Roma
escritas con letras cursivas en la esquina. La última era un paisaje polvoriento con dos pirámides
de piedra en el fondo; debajo, decía: Pirámides, El Cairo.
La postal tampoco tiene valor alguno para mí, pero el dolor me atenaza el corazón, el
recuerdo repentino y punzante que trae: mamá, mi hogar. Todo reducido a cenizas. Cada
pedacito de ella, perdido. Pero aquí fuera, en este pueblo árido y desconocido, he encontrado un
pequeño detalle que me recuerda a ella.
Saco un frasco de la caja y se lo tiendo al chico.
—Gracias —dice sin dejar de asentir y sostiene el frasco muy cerca de su rostro, casi con el
ojo pegado al cristal—. Gracias.
Hace el amago de apresurarse calle arriba, pero lo llamo.
—Espera.
Se da la vuelta y me mira sobre el hombro estrecho.
—Estoy buscando a alguien —digo en voz baja. Puede que sea una estúpida por preguntarlo,
puede que sea una mala idea, pero sospecho que este chico sabe moverse por el pueblo y que ha
oído hablar a la gente…, que conoce las cosas que se susurran en los callejones y los rincones
oscuros de los salones—. Necesito encontrar… —Desvío la mirada hacia la calle para
asegurarme de que no haya nadie lo bastante cerca para oírlo—. A alguien…, un hombre
conocido como el Arquitecto —digo con suavidad y la palabra se pierde con rapidez entre la
multitud ruidosa del pueblo.
Pero el chico me mira y parpadea; no mueve los labios.
—¿Has oído hablar de alguien así? —insisto. Y como sigue sin responder, añado de manera
atropellada—: Te daré otro frasco de tónico si me dices dónde está. —Estoy desesperada,
dispuesta a ofrecer uno de los últimos tarros de pa por cualquier pista sobre el Arquitecto; y
siento la tensión creciente en el pecho.
Un carromato repiquetea, el caballo intenta morder las riendas y el chico se vuelve hacia el
sonido. Empiezan a dolerme las sienes. No debería haber dicho nada. No debería haberle
preguntado. Torna la mirada de nuevo hacia mí con la boca entreabierta, como si fuera a decir
algo, un pensamiento en la punta de la lengua. Pero luego cierra la boca de golpe y se me queda
mirando; tiene un tic en el ojo, frunce el ceño con nerviosismo, y se da la vuelta de forma
repentina para echar a correr por la acera de madera y escabullirse por un callejón antes de
perderse de vista.
Se ha ido.
Niña insensata, recuerdo que me había dicho Imogene.
Puede que tuviera razón.
Le he preguntado a un niño por el Arquitecto, pero no tenía motivos para confiar en él. Y
acabo de trocar un tarro lleno de tónico por una postal doblada.
Insensata, insensata.

Pa vuelve sin la mula, con las manos en los bolsillos de su abrigo de paño marrón.
Cuando llega a la tienda del barbero y dentista Willard, se queda mirando la caja sobre el
banco y ve que falta un frasco.
—¿Has vendido uno? —pregunta. Pero por su tono no parece contento, sino tenso: me dijo
que no hiciera nada hasta que regresara.
Sé que necesito contarle la verdad. No le mentiré.
—Hice un trueque.
—¿Por qué lo cambiaste? —Sus cejas se unen y saco la postal del bolsillo del abrigo.
—Por esto.
Se le arrugan los ojos al mirar el trozo de papel con una imagen en una cara y palabras en la
otra.
—¿Sabes lo que es? —pregunta.
—Es de antes.
Suelta el aire y mira la calle.
De nuevo, recorro las letras escritas a mano con los dedos.
—Mamá tenía tres como esta —digo, como si explicase por qué he dado un frasco entero de
tónico a cambio de algo que no tiene utilidad—. Pero las fotografías eran diferentes.
No dice nada, solo desvía la mirada hacia los frascos restantes de la caja. Ahora, hay uno
menos.
Vuelvo a guardarme la postal en el bolsillo, fuera de la vista.
—Lo siento. —La culpa me tiñe las mejillas; me avergüenza haber cambiado uno de nuestros
últimos tarros por algo que no tiene valor. Algo con lo que seguramente no podrá volver a
negociar.
—Ya está hecho —dice pa con aspereza—. Pero no lo hagas más.
Asiento y agacho la mirada hacia la caja.
Durante las dos horas siguientes, los enfermos y moribundos se acercan a nuestro puesto
improvisado frente a la barbería. La mayoría trae monedas; las sostienen sobre las palmas
mugrientas y los ojos lagrimeando por la maldita necesidad del tónico. Pero algunos traen cosas
para intercambiar, objetos de los que están dispuestos a deshacerse: cubertería, gafas y saquitos
de cereales. Sin embargo, pa procede con cautela y es conciso con lo que quiere negociar; sabe
que no le queda más tónico.
Sin embargo, escondido en el bolsillo, sigo teniendo el frasco casi entero de aspirina. El
último de las reservas de pa. Sabe que lo tengo y aun así, por extraño que parezca, no me lo ha
pedido… Ha dejado que me lo quedase.
Me cubro la espalda con el pelo; desconfío de las miradas distraídas que podrían posarse
sobre mí y, mientras, estudio el rostro de cada uno de los clientes que suben renqueando las
escaleras para preguntar por el tónico; siempre echo un vistazo a sus manos en busca del anillo,
Pero empiezo a sentir la frustración en el pecho. Mamá dijo que encontrar al Arquitecto sería
difícil…, que tendríamos que ser pacientes y rápidas. Pero siempre imaginé que estaría aquí
conmigo, que su inteligencia nos conduciría hacia él sin mucho esfuerzo. Nunca pensé que lo
estaría buscando por mi cuenta. Y me preocupa no estar moviéndome lo bastante deprisa, estar
haciendo todo mal, Pienso en el chico… ¿Se habrá escapado y le habrá dicho a alguien que hay
una chica preguntando sobre el Arquitecto? O, como Imogene, ¿habrá querido alejarse de mí
tanto como le fuera posible antes de que mis palabras permeasen en su piel?
Estoy malgastando mucho tiempo. Aquí, atrapada con pa, esperando a que venda la última
caja de tónico.
Me muerdo el carrillo y camino hacia la empalizada de madera que bordea la calle; una
sensación de nerviosismo me recorre la columna y tamborileo los dedos contra los muslos
mientras el sol del mediodía proyecta jirones de sombras, cuando de pronto me fijo en un
hombre que cruza la calle entre la multitud. Lleva un mono oscuro, un sombrero de paja y
arrastra la pierna izquierda a cada paso. Hace sonar una campana que emite un tañido agudo, y
me acerco más a la calle sin dejar de observarlo.
—¡La cura se acerca! —exclama, y su voz resuena en la calle ajetreada. Hace sonar la
campana sobre la cabeza, como si estuviera atrayendo al ganado al abrevadero, pero nadie parece
prestarle la más mínima atención—. ¡Vienen a salvarnos! ¡Traerán la cura y eliminarán la
enfermedad de nuestros cuerpos! —Agita su otra mano desde el pecho hacia el cielo, como si
algo lo estuviese abandonando…, como si la enfermedad se evaporase. Se marcha calle arriba
mientras sigue gritando y tocando la campana. Dice—: ¡Ya vienen! ¡Nos salvarán a todos, la
cura está cerca!
Algunas personas aminoran el paso para mirarle, pero solo por un minuto o dos antes de
proseguir su camino. Y luego veo la marca grabada en la carne del brazo.
El brote estelar.
Como el de los hombres de la cabaña de los mineros. Se me forma un nudo en el estómago,
repentino y tenso, como si tuviese el corazón en un puño que comenzara a apretarlo.
Están aquí.
En el pueblo.
Me vuelvo hacia pa, que se está guardando la moneda de una venta reciente en el bolsillo.
—Ese hombre —balbuceo con la voz temblorosa. Se me humedecen los ojos.
Él mira el camino y luego a la caja del tónico: solo quedan dos frascos. Pero sé que ha visto
al hombre, que lo ha oído gritar calle arriba.
—No te preocupes por él.
—¡Pero es uno de ellos! Tenía la marca.
Pa asiente, se endereza y se lleva una mano a la espalda dolorida.
—Sí, pero solo es un mensajero. Uno del grupo que va de pueblo en pueblo predicando sobre
curas y demás sinsentidos. —Suelta un gruñido, pero me percato de que un temblor le recorre la
sien, una furia contenida que no quiere que vea—. La mayoría de los lugareños no le escuchan.
Aprieto los puños a mis costados; los ojos me bullen de rabia. En la cabaña de los mineros
había supuesto que había, como mucho, una docena de hombres. Pero ahora me pregunto si
habrá otros como ellos en cada pueblo. En cada puesto fronterizo.
—Podríamos ir tras él —insisto—. Encontrar a Odie.
Pero pa niega con la cabeza y desvía la mirada hacia la calle.
—No, Vega. Hace tiempo que el caballo está perdido, y probablemente no esté en ningún
lugar cercano a Fort Bell.
Contemplo la calle, donde el hombre se mezcla con la muchedumbre. Solo un mensajero. Un
Teórico marcado como los otros, pero no uno de los que estaban con el grupo que se llevó a Odie
y todo el tónico de pa.
—¿Hablaba de una cura? —pregunto con la vista fija en la multitud, escuchando los últimos
ecos de la campana que atraviesan el aire, un sonido agudo que retumba entre los edificios hacia
el cielo azul sin nubes.
Pa se apoya contra la pared de la barbería y se pasa la mano por la barba; parece exhausto.
Como si no tuviera fuerzas para preocuparse por un caballo que nunca volverá a ver. Para
explicarme cada una de las razones por las que es mejor dejar las cosas como están, no hacer
preguntas, quedarse callado y lejos de los problemas.
—Muchas personas hablan de una cura.
Una cura. Las palabras resuenan en mi mente.
¿Creen que hay una cura para la tisis?
Por acto reflejo, me toco el cuello con los dedos temblorosos. Una cura. Como si fuera tan
fácil. Como si un simple tónico como el de pa pudiera arrancárnosla de la piel. Hierbas y agua de
río. Pasta y arcilla.
—Pensaba que habías dicho que los Teóricos creen que todos vamos a morir.
—Así es —responde y aparta la mirada de mí—. Aunque nada es tan sencillo como parece.
Lo miro con los ojos entornados; quiero preguntarle a qué se refiere. Pero se acerca una
mujer con unas riendas de caballo colgadas sobre un hombro y un cigarro ente los labios; se
detiene para mirar en la caja y le pregunta a pa por el tónico. Oigo el estertor en su respiración,
parece como si tuviera arenilla en los pulmones al exhalar. Está enferma, como los otros.
Como todos los demás.
Me vuelvo hacia la calle; hace tiempo que el hombre se ha ido, pero una punzada de
preocupación me palpita tras los ojos. Un picor me araña bajo la piel. Creen que hay una cura.
Al fin, el sol se oculta tras los tejados y la mujer de las riendas compra los dos últimos
frascos de tónico antes de que la oscuridad se extienda sobre el pueblo. Pa está en silencio
mientras contempla la caja vacía. Nunca volverá a vender otro frasco de tónico.
Quiero pedirle perdón otra vez, como si de alguna manera fuera mi culpa, pero me muerdo la
lengua. No va a solucionar nada. Y sospecho que no quiere oírlo.
Levanta la caja vacía entre los brazos.
—He conseguido dos habitaciones arriba del Búfalo —dice—. Es un salón.
El chico a quien le cambié la postal me dijo que le había robado las botas y la espuela a un
muerto detrás de ese salón.
—La mayoría de los hoteles están completos…, es lo único que he encontrado.
—Vale.
Las habitaciones se encuentran al final de una escalera angosta en el callejón junto al salón. Tras
los escalones hay un rellano pequeño con cuatro puertas numeradas.
—Tú estás en la uno. Yo, en la tres —dice pa.
Me dirijo hacia la puerta con la sensación de que he malgastado un día entero: tengo una
postal que no vale nada en el bolsillo y tampoco estoy más cerca de encontrar al Arquitecto.
—Por la mañana —dice detrás de mí—, compraré provisiones y recogeré a la mula… Luego,
nos marcharemos.
Se me forma un nudo en el estómago. No puedo irme todavía.
—¿A dónde iremos? —pregunto con cautela.
El bigote de pa forma una línea y, por un momento, desvía la mirada hacia la calle principal,
hacia los carromatos y las tiendas que cierran al caer la noche.
—He pensado que quizá podríamos volver a esa casa de labranza con el huerto. —Vuelve a
mirarme—. Podríamos cultivar manzanas y venderlas en los pueblos, Ganarnos la vida así,
imagino. —Pa tiene los ojos algo húmedos. Puede que sea por haber perdido el carromato, a
Odie y todo el tónico. O puede que sea porque se siente responsable. Intenta ofrecerme un hogar
ahora que no tengo a mamá. Un hogar de verdad. Y lo cierto es que la idea de establecerme en
esa casa, hacer mía una de las habitaciones, prende una chispa de deseo en mí.
Pero sé que no tendré esa vida. No durará. Nada de ello.
Soy lo más cercano a una hija que ha tenido pa y él es lo más cercano a un padre para mí,
pero no puedo volver a la casa de labranza. No puedo perder más tiempo.
Asiento, como si estuviese de acuerdo, incapaz de mentirle directamente.
No puedo ir con él.
Sabía que, al final, este momento llegaría. Él era mi vía de escape del valle, pero ahora, por
mucho que me duela pensarlo, aunque algo se quiebre en mi mirada, tengo que seguir por mi
cuenta. No puedo volver. Solo seguir adelante. El tiempo ya pasa demasiado deprisa. Pero no lo
entenderá, no entenderá lo que debo hacer… Nunca supo las historias de mis antepasadas, las
mujeres que vivieron antes que yo, el camino que ya está marcado sobre mi piel como la luz de
las estrellas. Mamá lo amaba, pero nunca le confió toda la verdad a nadie. Ni siquiera a pa.
Sé que intentará detenerme…, insistirá en que no es seguro. No querrá que vaya sola. Los
ojos me escuecen por esa sarta de palabras y miedos que no puedo expresar en voz alta.
O me marcho esta noche o no me iré.
Avanzo un paso conteniendo el ardor de las lágrimas, no quiero que las vea, y lo envuelvo
con los brazos. Huele a tabaco y a la mula. Al río del valle. A casa. Me palmea la espalda con
suavidad, no está acostumbrado a las muestras de afecto.
—Bueno, pues… —dice, sin terminar de comprender la emoción que ruge en mi interior—.
Duerme algo, no puedo dejar que me ablandes y que la gente del pueblo lo vea.
Me aparto y me seco los ojos. Esto le dolerá, y lo odio. Esto lo romperá.
Pero encontrar al Arquitecto, llevar esto a cabo, es más importante que la culpa que cargaré.
Que el dolor enraizado en mis costillas. Y puede que algún día pueda contarle por qué me
marché y lo que he hecho. Y él lo entenderá. Verá que no tuve opción.
Pa termina por asentir y se frota el dedo bajo los ojos; luego, se dirige a su puerta pensando
en que estaré aquí por la mañana, esperando en mi habitación, y que volveremos juntos a la casa
de labranza. Como si una vida sencilla en el huerto de manzanas fuera algo que nos pudiéramos
permitir. Algo que me merezca.
No lo sabe.
Por la mañana, me habré ido hace mucho.

En mi cuartito alquilado hay una lámpara encendida que proyecta sombras de ensueño en la
pared sobre la cama sobria y la única silla de madera de la esquina. No hay lavabo y huele a
alcohol y a tabaco del salón de abajo.
Espero. Quiero asegurarme de que pa se haya preparado para la noche antes de escabullirme
frente a su puerta y por el callejón. Me acerco la manta a la nariz y respiro hondo con la
esperanza de desenterrar algún recuerdo de mamá, a albahaca fresca y jabón… un aroma que
parecía vivir en su piel. Pero todos esos olores se han ido. Ahora huele a fogata y a tierra.
¿De verdad puedo hacerlo?, pienso; dejar a pa atrás, lo último familiar.
Pero ahora sé que no hay otra manera.
Es el camino que ya han forjado en mi interior… Una vida predestinada por el pasado, por
mis antepasadas. Y haré lo que mamá nunca tuvo la oportunidad de llevar a cabo: encontrar al
hombre que conoce el camino al mar.
Iré sola.
Después de unos veinte minutos, cuando estoy segura de que pa debe pensar que estoy
dormida, sujeto la manta bajo el brazo con la determinación metida en los huesos, abro la puerta
y me deslizo en la oscuridad. Pero antes de pasar de puntillas por su habitación, me detengo para
posar una mano sobre la puerta gruesa de madera.
—Lo siento —susurro y coloco la manta de mamá en el suelo junto a ella. Pesa demasiado
para llevarla y sé que la cuidará bien; es el único recuerdo que queda de mamá. Y por la mañana,
cuando la encuentre, sabrá que no me han secuestrado, que ni los Teóricos ni otra silueta sombría
me han sacado a rastras de mi habitación…, que me fui por mi propio pie.
—Adiós, pa —digo en voz baja, reprimiendo el sufrimiento, la duda, el dolor. Un millón de
agujas de incertidumbre me atraviesan los pensamientos. Pero es el frío que me recorre el cuello,
el cielo nocturno sobre mí, lo que me obliga a bajar la mano y a darme la vuelta.
Nunca iba a poder quedarme con él.
Siempre tendría que seguir este camino. Y aunque no veo las estrellas gemelas a través de la
capa baja de nubes, sé que están ahí arriba. Tova y Llitha, girando frenéticas en su órbita, más
cerca de nuestra atmósfera de lo que nunca han estado. Siento que el tiempo tira de mí, que me
atenaza el pecho como un hilo de plata tejido con la oscuridad entre las estrellas.
Me apresuro a bajar las escaleras de madera y me escabullo a oscuras hasta el final del
callejón. Se me parte el corazón y mis ojos quieren estallar en lágrimas.
Pero ahora no hay tiempo para eso.
Estoy sola y necesito seguir moviéndome.
Frente a mí, el pueblo está a oscuras. Las linternas están apagadas en las ventanas; las
tiendas, cerradas durante la noche…, hasta mañana, cuando el mercado vuelva a abrir. En la
lejanía, oigo a las personas en el límite exterior del pueblo mientras se acomodan en sus tiendas y
carromatos para dormir. El brillo de las hogueras y el olor a comida cocinándose impregnan el
ambiente.
Podría escabullirme entre las sombras a las afueras, esperar hasta que el mercado abriera a la
salida del sol…
O…
Echo un vistazo al cartel suspendido en el umbral frente a mí: SALÓN BÚFALO.
Las voces truenan y retumban en el interior, una mezcla ruidosa de música y conversaciones.
Todo aquel que siga despierto en Fort Bell está reunido en el salón Búfalo. Lo único que aún
sigue abierto.
Puede que alguien de dentro conozca al Arquitecto. Puede que tenga suerte. Pero también
hay una posibilidad de que los hombres con marcas en los antebrazos estén esperando ahí…, con
la mirada fría y cruel mientras hablan de curas, salvadores y muerte.
Trago saliva y recupero el equilibrio cuando una mujer me empuja al pasar por mi lado; lleva
la falda verde pálido y blanca manchada del barro de la calle. Se detiene en la puerta del salón.
—¿Entras, jovencita? —pregunta con un guiño, astuta y traviesa—. No sabrás qué hay dentro
a menos que entres.
El corazón me da un brinco y palpita contra mis costillas. Me brillan los ojos y esbozo un
gesto desafiante.
—Sí —respondo, y me siento como la hija de mi madre: valiente, intrépida. No como la
chica que, en una ocasión, se escondió en el valle, muy lejos de aquí—. Voy a entrar.
Se le curva el labio superior y revela que le faltan varios dientes, pero sus ojos son del color
del mar profundo y me instan a seguirla para atravesar la puerta del Búfalo.

El salón está oscuro, iluminado por velas consumidas hasta quedar solo el cabo.
Paseo la mirada por los rasgos ensombrecidos de los hombres sentados en unas doce mesas;
algunos juegan a las cartas, otros derraman las bebidas ambarinas que tienen en las manos, y
sospecho que la mayoría de ellos son comerciantes que han venido al mercado o carroñeros. Y si
alguno lleva la marca del brote estelar, no sabría decirlo con la tenue luz de las velas.
El salón está a rebosar de aquellos que no temen quedarse despiertos hasta mucho después de
que se haya puesto el sol, y me digo a mí misma que soy una de ellos. Que encajo. Sin embargo,
el tamborileo intranquilo del corazón que me retumba en los oídos me recuerda que,
definitivamente, no es así.
En la esquina del fondo hay un hombre sentado en una silla tocando con el banjo alguna
canción lenta y errática que cuenta cómo perdió a su amor en el río y la siguió durante
«kilómetros y kilómetros con el corazón roto».
Casi espero que la mujer rolliza me tome de la mano y me conduzca por la estancia llena de
humo hasta un sitio en un rincón, donde me explique el funcionamiento del salón y yo pueda
preguntarle si conoce al Arquitecto, pero se dirige a paso tranquilo hacia unas escaleras en las
que besa a un hombre en los labios y él desliza las manos por sus caderas anchas.
Estoy sola y los latidos del corazón no hacen más que aumentar de volumen en mis oídos.
La mayoría de los asientos están ocupados salvo por unos taburetes en la barra, situada en el
centro de la sala. Siento las miradas de los hombres sobre mí, que bajan las cartas para
observarme con los ojos inyectados en sangre y con los dientes manchados, hombres que estoy
segura de que intuyen que no estoy acostumbrada a los lugares como este. Que soy una presa
fácil. Intento no mirarlos directamente; presiento que es mejor mantener la vista al frente y la
mandíbula tensa mientras cruzo el espacio entre la puerta y la barra.
Mamá solía contarme historias de los pueblos, sobre las tabernas, los colegios y las consultas
de los dentistas. Pero atravesar una sala llena de humo a la luz de las velas, con el brillo salvaje
de las miradas sobre ti, es una experiencia totalmente distinta.
Llego a la barra y me subo a uno de los taburetes. Ahora tengo el corazón en la garganta y la
mandíbula me duele de apretarla tanto. Pero mantengo la mirada alta, la expresión imperturbable,
como si frecuentara lugares como este en cada pueblo que visito. Una chica que ha visto
bastantes salones y rostros rudos y miradas poco halagüeñas.
—Eres un poco joven, ¿no? —pregunta el hombre tras la barra con la voz ronca de haberse
pasado años fumando, antes de detenerse frente a mí. Me mira fijamente, tiene la piel cubierta de
cicatrices, el cabello moreno sucio echado a un lado, el bigote oscuro recortado justo sobre el
labio superior y argollas de plata en las orejas. Pero no tiene ningún anillo en las manos.
—No —respondo con sequedad. Aunque no tengo ni idea a qué edad se permite estar aquí…
Quizá diecisiete sea demasiado joven y el hombre no tarde en echarme a patadas.
Alza una ceja fina y pálida —unas motas negras le bordean los ojos, síntoma de la
enfermedad— y luego apoya una mano sobre la barra.
—Está bien —dice mientras mastica unas hojas de tabaco—. ¿Qué quieres?
Me froto las palmas bajo la barra. No tengo ni idea de qué responder a eso.
—Tenemos licor blanco y oscuro. Eso es todo. —Su voz suena grave al notar mis dudas.
Miro al otro lado de la barra a los dos hombres que están más cerca de mí con las manos
cerradas en torno a unos vasos llenos de alcohol de un tono ambarino, el mismo que los demás
del salón. Los dos hombres me observan por el rabillo del ojo.
—Oscuro —digo.
El tabernero hace una mueca.
—¿Tienes dinero?
Mierda. Me palpo el abrigo y siento el bote de aspirina, que sigue en el bolsillo. Bajo el
borde de la barra, lo saco y abro la tapa —lo mantengo fuera de la vista—; luego extraigo una
pastilla. Alzo la palma para que el hombre vea la pastilla blanca. Se inclina hacia delante y me la
quita; la gira entre los dedos callosos antes de cerrar la mano en un puño con rapidez… como si
él tampoco quisiera que nadie lo viera.
—¿De dónde la has sacado? —pregunta mirándome con los ojos entrecerrados.
—La encontré.
Se inclina sobre la encimera. Huele a humo de tabaco y a algo penetrante y amargo, como a
vinagre.
—¿Tienes más?
Niego con la cabeza sin parpadear.
—Solo esa.
Ladea la mirada y el cuello le cruje.
—¿Estás segura?
—Si hubiera encontrado más lo sabría, ¿no crees? —El tono me sorprende, la cualidad
resuelta de mi voz, como si hubiera tratado con hombres como él antes.
Se pone derecho, aún con una ceja arqueada, y luego se mueve por la barra y saca algo de
debajo. Cuando vuelve, deja una botella entera de licor oscuro frente a mí; a continuación se
guarda en el bolsillo la pastilla que le he dado.
Al parecer, puedo comprar una botella entera de alcohol con una sola aspirina. Me pregunto
si pa lo sabrá; ¿será consciente de cuánto vale una pastilla?
Los dos hombres sentados en el otro extremo de la barra me miran tanto a mí como a la
botella entera mientras me evalúan, probablemente tratando de dilucidar si le he pagado al
hombre para que me la diera y si tengo más. Si merece la pena robarme.
—Estoy buscando a alguien —le digo al tabernero antes de que se aleje.
Me dedica una mirada curiosa, como si aún estuviese intentando descubrir quién soy y de
dónde vengo. Y por qué demonios estoy aquí.
—¿A quién?
Toco la botella, dándole golpecitos al cristal con el dedo; luego, alzo la mirada.
—A un hombre… —Se me quiebra la voz; no estoy segura de que esto sea una buena idea,
pero si alguien conoce a los hombres que vienen y van del salón, que escucha las historias
lejanas de los comerciantes que han viajado a los confines de esta tierra y han vuelto al mercado
para contarlas, es este tabernero. Tengo que arriesgarme. Tengo que preguntarle—. Al
Arquitecto —continúo—. ¿Has oído hablar de él?
El tabernero se encorva hacia delante y escupe en un cubo de metal sobre la barra que
desprende un olor nauseabundo. Sus ojos se estrechan como los de un pájaro, oscuros e
intencionados. Me inquieta, pero le sostengo la mirada; me niego a apartarla.
—Nunca he oído hablar de nadie con ese nombre —dice con los ojos entornados, haciendo
círculos con la lengua contra la mejilla. Pero no soy capaz de decir si está mintiendo, si es un
juego y si está esperando a ver qué digo a continuación.
—¿Estás seguro?
Baja la barbilla, observándome, como si fuera a alargar el brazo al otro lado de la barra para
agarrarme de la garganta por decir siquiera aquella palabra en su salón, por atreverme a
pronunciar ese nombre, pero entonces traga saliva y se limita a decir:
—Sip.
Nos miramos un instante más, ambos desconfiados, antes de darse la vuelta y caminar hacia
el otro extremo de la barra, donde rellena los vasos vacíos frente a los dos hombres que me han
estado observando. Luego empieza a hablar con ellos, pero no están al alcance de mi oído.
Mierda, pienso.
Necesito salir de aquí.
Tanto si conoce al Arquitecto como si no, tanto si miente como si no, ahora sabe que he
preguntado por él. Que una chica que no ha visto antes y ha pagado una botella de licor con una
pastilla blanca está husmeando en busca del Arquitecto.
Ahora siento los ojos del resto de las personas del salón clavados en mí. Con curiosidad en
las miradas, en las palabras que murmuran, asintiendo en mi dirección. Tengo que salir de esta
sala cargada de humo.
Pero si me voy ahora, estoy segura de que me seguirán. Que me perseguirán por las calles
oscuras, en el silencio, donde la noche se tragará mis gritos. Quizá sea mejor que me quede
donde estoy, hacer como si no tuviese nada que esconder. Esperar a que todos se tomen unas
copas más de alcohol, dejar que mengüe su interés en mí y, entonces, me escabulliré sin que se
den cuenta.
Desvío la mirada a la izquierda, al hombre que sigue tocando el banjo, antes de volver a
fijarla sobre la botella que tengo delante. El tabernero no me ha dado un vaso, así que me llevo la
botella a los labios —para intentar calmar los nervios que se me arremolinan en las venas— y
dejo que una pequeña cantidad se deslice por mi boca, por la lengua, y luego baje por la
garganta. Me arrepiento de inmediato y me sale una tos profunda del pecho. Sabe fatal y casi
vomito sobre la barra, pero consigo contenerlo.
Ahora siento más miradas puestas en mí.
Mierda. Mierda.
Trago y envuelvo la botella con las manos para estabilizarme; siento una calidez
hormigueante en el pecho, en la cabeza. Si me pongo de pie ahora, no estoy segura de si evitaré
caerme.
Una puerta se abre en la parte trasera del bar y da contra la pared con un golpe fuerte; varias
personas se vuelven para mirar. Debe de conducir al callejón trasero, al lugar donde el niño le
quitó las botas a un cadáver, y alzo los ojos llorosos para ver a una chica entrar en el salón. No
parece mucho mayor que yo.
Sin embargo, ella sí que parece encajar aquí.
Tiene la mitad de la cabeza rapada, lo cual deja al descubierto el cuero cabelludo oscuro,
mientras que lleva el pelo negro largo y recogido al otro lado, donde distingo una ristra de
pendientes de plata por todo el lóbulo. Tiene los pantalones enrollados sobre las botas, y el
abrigo, demasiado grande y de un verde pálido, parece tan desgastado y manchado de tierra
como los hombres sentados a mi alrededor. El ruido sordo de sus botas reverbera por la estancia
y me fijo en el cuchillo que lleva sujeto a la cintura, a la vista de todos. No le importa que la
mitad de los borrachos del salón la estén mirando; de hecho, creo que lo prefiere: quiere que
todos sepan que no merece la pena hacerla enojar. Si alguien intenta robarle, ella le sacará las
tripas de un tajo limpio. Camina hacia el extremo más alejado del bar, pasea la mirada por la sala
en penumbras y luego se apoltrona en un taburete. Ha estado aquí antes, conoce el panorama de
estos rostros, y se coloca de espaldas a la pared para que no haya ni una posibilidad de que
alguien se le acerque por detrás. Para llevar siempre la delantera.
Fascinada, observo cómo desliza una moneda de plata por la encimera hacia el tabernero, lo
cual le granjea un vaso pequeño de alcohol oscuro. Con la copa en la mano, alza el rostro y me
ve en la otra punta de la barra devolviéndole la mirada. Quiero apartarla, pero mis ojos se han
quedado clavados en el color tan llamativo de los suyos, de un tono verdoso sobre la piel
olivácea. Eleva el vaso en mi dirección, asiente hacia la botella frente a mí y arquea la ceja. Alzo
la botella y ambas bebemos. Pero hago una mueca cuando el licor fuerte serpentea por mi
garganta, y cuando bajo la botella, parece que está conteniendo una sonrisa.
Me doy la vuelta y me toco la marca del cuello cuando me muevo el pelo para mantenerla
fuera de la vista. Tal vez pueda caminar hacia el otro lado de la barra, sentarme furtivamente en
el taburete junto al suyo y preguntarle —en voz baja, en secreto— si ha oído hablar del
Arquitecto. Puede que no sea de confianza, pero al menos podría estar dispuesta a hablar. Puede
que no tenga miedo de nombres como el del Arquitecto, que no tenga miedo de nada.
Me sujeto al borde de la barra con una mano y comienzo a levantarme cuando la puerta
principal del salón se abre de un golpe al tiempo que una ráfaga de viento frío se cuela desde el
exterior. Y algo más: miedo. Las voces del salón se quedan en silencio de forma abrupta y todos
los ojos se vuelven hacia el umbral, donde unos pasos resuenan sobre el suelo de madera al
acercarse con pesadez a la barra.
Mantengo la cabeza gacha, pero miro de reojo a la izquierda cuando varios hombres se
apoyan en la encimera con pesadez.
—Cuatro copas —piden. El tabernero se mueve rápido, agarra una botella y vierte el líquido
oscuro en los vasos antes de deslizados por la barra. A pesar de su tamaño, está claro que está
tenso y le tiemblan las sienes. Al entrar los hombres en el salón, el lugar se ha vuelto tan
silencioso como el valle a medianoche, cuando nada se atreve a moverse. Cuando un depredador
acecha, hambriento, buscando una presa.
Los cuatro se llevan los vasos a los labios y se beben el líquido oscuro de un trago; luego,
golpean el cristal contra la barra. El tabernero no necesita que le persuadan para volver a
llenárselos. Hacen lo mismo, pero tras el tercer trago, se acomodan en la barra, ahora un poco
relajados, un poco mareados, y empiezan a beber a sorbos de los vasos, sin prisa.
Todos los que se encuentran en el salón tienen la vista fija en los hombres, tensos en los
asientos. Temen hablar. Moverse.
—¿Lo tienes? —pregunta al fin uno de ellos y asiente al tabernero. Es entonces cuando veo
el cabello grasiento y apelmazado bajo el sombrero, la mandíbula áspera, la corbata de cordón
alrededor del cuello. Y el brote estelar marcado en el antebrazo.
Es él.
Samuel. El hombre que me vigiló en el campamento minero con un brillo horrible y
necesitado en los ojos. Como si estuviese esperando a la más mínima oportunidad para
dispararme en el sitio. Aparto los ojos de él con rapidez, buscando a su jefe —el hombre con la
cicatriz en la garganta y los ojos de dos colores—, pero no hay ni rastro de él.
El miedo me trepa por la garganta y desvío la mirada de nuevo hacia la botella que tengo
delante. Son Teóricos. Los cuatro. Llevan la marca en los brazos.
Presiono las palmas contra las rodillas bajo la barra para evitar que me tiemblen. Que no me
vean.
Necesito salir de aquí.
Necesito levantarme del taburete sin hacer ruido, dejar la botella y escapar por la puerta
principal. Pero cuando miro en su dirección, me doy cuenta de que ni una sola persona en el
salón se ha movido un centímetro desde que han entrado los hombres. Nadie le ha dado un sorbo
a su bebida ni se ha levantado de la silla.
Y si ellos están tan aterrorizados como para moverse, yo también debería de estarlo.
Tan solo el hombre del fondo sigue tocando el banjo. Rasga las cuerdas despacio, como si
tuviese miedo de apartar los dedos de ellas.
Así que me quedo donde estoy, con el rostro ligeramente apartado de los hombres con la
esperanza de que no me vean. Que no se fijen en mí, mientras la furia y el miedo me agitan las
entrañas. Por el rabillo del ojo, veo que el tabernero da un paso al frente y desliza un saquito por
la barra hacia el hombre de la corbata de cordón… Samuel.
Los cuatro hombres se lo quedan mirando antes de que Samuel lo agarre y le dé la vuelta,
haciendo que un montón de monedas se diseminen por la superficie. Al menos dos docenas. Deja
caer el saquito y luego apoya las manos sobre la barra.
—Sabes que no basta.
—Tendré el resto mañana —responde el tabernero—. El mercado ha empezado hoy…,
mañana habrá más clientes. —Me fijo en que no le ofrece la aspirina que le di. Que planea
quedársela para sí.
Samuel ladea el cuello y se acaricia el bigote con la yema de los dedos.
—El pago garantiza tu seguridad —le dice al tabernero, como si fuera un recordatorio, con
cierta ligereza en cada palabra—. Si pagas, te mantendremos a salvo. Así de fácil.
El tabernero asiente con rapidez; parece tan dócil como uno de los gatitos recién nacidos de
los Horace.
Samuel resopla irritado y se le dilatan las fosas nasales; luego, empieza a recoger las
monedas.
Sin embargo, a su otro lado, donde los dos hombres que me habían estado mirando con
sospecha cuando entré en el bar están sentados inmóviles, uno de ellos le da un buen trago a su
bebida y mira a Samuel con las cejas arqueadas.
—¿De quién demonios lo estáis protegiendo? —pregunta lo bastante alto como para que se
escuche en todo el salón. También me percato de que arrastra las palabras con el vaivén
achispado del alcohol—. Vosotros sois los únicos ladrones en este pueblo. Ni siquiera los
carroñeros se atreven a venir aquí.
Samuel termina de guardar las monedas despacio en el saquito suave y lo pone a salvo en el
bolsillo del abrigo; luego, le da un sorbo al vaso. Se muestra cauteloso y sin prisas.
—Los Teóricos son la verdadera plaga —escupe el hombre; sus palabras cobran fuerza—.
Robáis a los negocios del pueblo y les exigís un impuesto para protegerlos. Sois el azote, nos
matáis más rápido que la enfermedad. —El hombre se pone en pie y trastabilla junto al taburete,
pero se agarra a la barra para mantener el equilibrio.
—Gil —dice el hombre a su lado y le tira del brazo—, siéntate y cierra el pico.
Pero Gil no se mueve y fulmina con la mirada a Samuel, que es unos cincuenta centímetros
más alto que él y diez años más joven.
—Haríamos bien en matarte aquí mismo —dice Gil y alza el mentón—, enterrarte en el
desierto, donde no te echen de menos.
Samuel se lleva lo que queda de alcohol a los labios para terminarse la copa. Pero aun así, no
se da la vuelta para mirar a Gil. Como si no estuviera ahí. Y en los minutos lentos y lánguidos
siguientes, incluso veo a Samuel mecerse un tanto; el calor del licor le recorre las venas. Y creo
que esta puede ser mi oportunidad. Está distraído, le martillea la cabeza. Pero justo cuando me
apresuro a mirar a la puerta principal, oigo el sonido contundente de una exhalación
abandonando los pulmones y me vuelvo para ver a Gil golpeando a Samuel en el pecho.
Y en un instante, todo cambia.
Alguien grita tras de mí.
Seguido del ruido de las sillas arañando el suelo al arrastrarlas hacia atrás.
El salón, silencioso e inmóvil, de repente se sume en el caos.
Me doy la vuelta con la cabeza palpitándome del dolor por el alcohol, y veo que Samuel
agarra por el cuello al hombre más bajito para estamparlo contra la barra y le presiona el gaznate
tembloroso con un cuchillo.
Empiezan a pitarme los oídos. Se me pone el corazón en la garganta.
Otros de los que estaban sentados en el salón en silencio hacía tan solo unos instantes se
levantan y corren en dirección a los Teóricos, y la estancia estalla. Los cristales se rompen contra
los bordes romos de las mesas y luego los enarbolan a modo de armas. Los gritos resuenan en el
techo bajo.
Necesito moverme. Tengo que reaccionar. Pero todo ocurre a cámara lenta, el tiempo pasa a
través de mí a cuentagotas.
A mi izquierda, se oyen más gritos; una mujer chilla algo, pero se pierde en el clamor de
tantas voces.
Dirijo la mirada hacia el tabernero, que intenta alcanzar algo, un trozo de madera tallado con
un extremo plano, y lo empuña como si fuera a partirle el cráneo a cualquiera que intentase pasar
por encima de la barra para llegar hasta él.
El corazón me martillea en los oídos y me levanto del taburete: es mi oportunidad de escapar
del salón sin ser vista, sin que se den cuenta. Pero en cuanto procuro alejarme de la barra, el
revoltijo de hombres está demasiado cerca y me embisten con los hombros, haciéndome
retroceder, aglomerándose en el espacio que hay entre la puerta y yo.
El pánico me atenaza el pecho. Los oídos me pitan aún más fuerte. Hay demasiada gente. No
tengo escapatoria. La sala se impregna del olor a sangre y sudor.
Solo a unos metros de distancia, el hombre bajito que lo empezó todo —con el cuchillo sobre
la garganta— le da un golpe a Samuel en la rodilla, con fuerza; un crujido fuerte y Samuel
trastabilla hacia atrás al tiempo que deja caer el cuchillo al suelo y maldice entre dientes.
Mierda. Hay demasiadas cosas sucediendo muy rápido.
Golpeo con el codo tratando de abrirme paso entre la multitud, pero me empujan hacia atrás
y doy con las costillas contra el borde de la barra. Dejo escapar un quejido débil mientras me
sujeto el costado, el mismo lugar donde las costillas habían empezado a sanar. Pero dos de los
hombres que se están peleando están ahora a mi lado dándose puñetazos, gruñendo como perros
salvajes, y ya no sabría decir si la refriega es entre la gente local y los Teóricos o entre cualquier
hombre.
Intento escabullirme entre ellos bajo un brazo, pero recibo un golpe en la sien de un puño o
un codo, no estoy segura. Me doy la vuelta —un dolor abrasador me atraviesa el cráneo— e
intento agarrarme al borde de la barra, al taburete, pero en vez de eso, me doy de bruces contra el
suelo duro, bocabajo, con un ruido sordo.
El aire se me escapa de los pulmones. Y me quedo ahí una fracción de segundo, jadeando.
La vista me da vueltas por el alcohol, el golpe en la cabeza, la tromba de gente, el sudor y el
humo, y extiendo el brazo tratando de agarrarme con los dedos a algo, para izarme antes de
quedar aplastada por las botas de estos hombres. Pero uno de ellos me pisa el tobillo y suelto una
exclamación. Un sonido estridente, gutural.
Entonces, como si hubiesen extraído el aire respirable de la sala, todos se detienen de
repente, extrañamente callados: el salón al completo se ha sumido en un silencio quedo,
inquietante, antinatural.
Parpadeo buscando sus rostros.
Los dos hombres más cercanos a mí han dejado de luchar; a uno de ellos le gotea sangre de la
nariz y las gotas caen al suelo a mi lado, mientras que el otro está de pie con la boca abierta y una
magulladura comienza a expandírsele en el espacio entre los ojos.
Pero no son solo estos dos hombres los que me miran; otras personas del salón me observan
con los ojos entornados, como si fueran insectos zumbando hacia la luz de las velas. Incluso la
mujer que me abrió la puerta, que me hizo pasar, se ha acercado con el ceño fruncido por la
curiosidad.
Entonces sus ojos azules se agrandan a causa del asombro, de la conmoción.
—Tiene marcas en el cuello —chilla y me señala con un dedo largo y retorcido y tras su boca
abierta queda al descubierto una hilera de dientes manchados; le faltan algunos.
Mierda. Mierda, mierda, mierda.
Me revuelvo para incorporarme y me toco el cuello con rapidez para cubrirme la marca con
el cabello. El tatuaje. Como si pudiera deshacer lo que ya se ha hecho, fingir que no hay nada
que ver. Pero es demasiado tarde. Cuando me caí, el pelo se movió hacia delante… y dejó el
cuello desnudo expuesto.
Mierda.
Si alguien descubre quiénes somos, me advertiría mamá, ¡corre!
Pero estoy rodeada, atrapada; las miradas me atraviesan como cuervos destrozando a un
conejo muerto.
—¡Es una constelación! —exclama la mujer de forma que todos los del salón la oigan; se le
curva una de las comisuras de los labios y se le dilatan las fosas nasales.
Clavo los ojos en la puerta principal, pero no hay forma de llegar hasta ella. La multitud se
está acercando, hombro con hombro, intentando echarme un vistazo, reteniéndome contra el
borde de la barra.
—¿Dónde lo has conseguido? —pregunta uno de los hombres y, cuando vuelvo la mirada,
veo que es él, Samuel, el hombre de la corbata de cordón, que se ha acercado arrastrando los pies
y ahora me mira boquiabierto.
El aliento que he estado conteniendo desciende a mi estómago. Se pudre ahí. Se pone del
revés. Se convierte en algo más: una furia a punto de explotar que me arde en el pecho.
Pero me mira como si no me reconociera…, quizás esté demasiado borracho. Demasiadas
copas de licor oscuro nadan tras sus ojos, demasiados puñetazos en la cabeza.
El miedo se reajusta en mi interior, adquiere un ritmo nuevo, urgente, y sé que necesito salir
de aquí, alejarme de este hombre antes de que se acuerde de mí. Antes de que su jefe aparezca y
decida terminar lo que empezó. Retrocedo hacia la barra, ahora con la respiración agitada por el
pánico, y el dolor de las costillas se me extiende hasta el pecho. Paseo la mirada por la multitud,
buscando un claro, una forma de salir. Pero ellos se acercan más. Arrastran las botas por el suelo
mojado, las manos les tiemblan a los costados… calculando.
—Nunca he visto algo parecido. —La mujer me observa como si fuese algo que destripar
para luego devorarme. Se pasa la lengua por los dientes rotos. Sus dedos se elevan en el aire,
como si fuera a arrancarme la piel con sus uñas como garras y ver qué hay debajo—. Es
precioso.
A mi izquierda, un hombre canoso con la frente salpicada de manchas por el sol se saca la
pipa de tabaco de la boca y se aclara la garganta al tiempo que asiente en mi dirección.
—He visto algo parecido dibujado en un papel. Pero nunca sobre la piel. —Tiene la voz
ronca, casi perdida por la edad y los pulmones llenos de humo.
Samuel arquea una ceja y me mira con un renovado interés.
Arrastro la mirada por los rostros lujuriosos buscando amabilidad, compasión, alguien que
me ayude. Pero solo encuentro hambre y desesperación devolviéndome la mirada. La mayoría
tiene los ojos bordeados en negro, nublados y opacos; han perdido la vista. Otros aprietan la
mandíbula al contener el dolor incesante que los desgarra por dentro. Aquí no hay piedad, no en
este pueblo, en este salón. Lo único que queda es necesidad. Y un destello extraño de
esperanza… que creen haber encontrado en la marca de mi cuello.
Soy lo que necesitan.
—Déjame ver, niña —gruñe la mujer rolliza, y alarga el brazo como si fuera a agarrarme del
pelo para obligarme a agacharme y así poder verla mejor. Pero la aparto de un manotazo.
Desearía tener el rifle de pa, aferrado junto a mí, algo con lo que defenderme. Cualquier cosa.
Pero estoy sola. Trago saliva y cierro las manos en un puño: me abriré paso a la fuerza. Arañaré
y daré patadas. Llegaré hasta la puerta. Tengo que hacerlo.
La mujer sonríe y sus labios voluminosos y resbaladizos se separan; luego, mira a los
hombres junto a ella y exclama:
—¡Atrapadla!
Y alguien me agarra, pero no es uno de ellos: es la chica que estaba al otro lado de la barra.
Me envuelve la muñeca con una mano fuerte, firme y rápida, y dejo escapar un gritito. Pero
sus ojos se encuentran con los míos, sin decir nada, ahora con el cuchillo que llevaba a la cintura
sujeto en la otra mano. Y por un segundo creo que me lo va a clavar en la garganta, en el vientre,
y va a decirme que le muestre el tatuaje. Sin embargo, vuelve la mirada hacia la multitud.
—Ella me pertenece —ruge la chica, como si fuese de su propiedad. La hoja del cuchillo
reluce a la luz de las velas y, con él, apunta a la mujer a la que casi no le quedan dientes.
El corazón me atruena ahora en el pecho y me acerco a la chica. Me pego a su lado. Puede
que sea mi única escapatoria.
—Solo queremos mirarlo de cerca —dice Samuel y posa los ojos en mí…, pero de alguna
forma, sigue sin reconocerme.
—Me parece que no —responde la chica y esboza una amplia sonrisa de suficiencia al
tiempo que le apunta a la garganta con el cuchillo, como si hubiera hecho eso antes, dirigir la
hoja hacia un hombre que la dobla en tamaño y salir de la situación con el puñal cubierto de
sangre—. Agarra la botella —me dice, apresurada.
—¿Qué? —La mente no deja de darme vueltas y el terror me hace difícil concentrarme en
algo durante más de un segundo.
—La botella que compraste, en la barra. Agárrala.
Alargo el brazo para agarrar la botella de la superficie de la barra y la aprieto contra mi
pecho, donde mi corazón es como un émbolo contra mis costillas que intenta partirme en dos.
Con una mano todavía aferrada a mi muñeca, la chica tira de mí hacia atrás, entre la multitud,
hacia la puerta trasera por la que entró. El grupo nos sigue, sus pasos acompasados a los
nuestros, mientras que el hombre del banjo continúa tocando, impasible ante la conmoción, como
si fuera una noche normal y corriente en el salón. Llegamos a la puerta y la abre de una patada,
todavía con el cuchillo en la mano, y ambas salimos al pasadizo estrecho y a oscuras entre dos
edificios. El callejón donde el niño encontró el cadáver.
Un hombre vomita junto al muro. Una mujer canta a las estrellas y con los brazos alzados al
cielo a varios metros de distancia.
Antes de que me dé cuenta, la chica ha enfundado el cuchillo en el cinturón, me agarra de
nuevo la mano y tira de mí por el callejón.
—¡Corre! —grita.
Y eso hago.
CUATRO

E
l corazón me late al ritmo en que mis pies golpean la calle abarrotada.
El alcohol oscuro —aún llevo la botella en la mano derecha— se derrama mientras
corremos, y clavo la mirada en la chica, en el aura salvaje que la envuelve: el pelo negro
rizado cayendo en cascada tras ella como las plumas de un cuervo, mirando por encima del
hombro con una sonrisa taimada que tironea de sus labios. Como si la emoción de correr por las
calles en sombras, con las voces gritando tras nosotras, hubiera despertado algo en su interior.
Llegamos a las afueras del pueblo y me detengo; apoyo las manos en las rodillas, tratando de
calmar la respiración —el corazón me late demasiado rápido y noto los pulmones en carne viva,
pinchazos en las costillas como escarabajos arañándome el hueso, rompiéndolo. ¿Qué ha pasado
ahí? ¿Qué he hecho?
La chica me quita la botella y le da un buen trago.
—Tenemos que seguir avanzando —insiste y se seca los labios—. Han visto las marcas de tu
cuello… —Le da otro sorbo y asiente en mi dirección.
Me yergo con los ojos humedecidos y me rasco el cuello mientras recupero el aliento. Quiero
decirle que se equivoca, que no tengo ninguna marca. Pero ya es tarde para mentir. He dejado
que ocurriera lo único sobre lo que mamá me advertía siempre. He sido estúpida y descuidada, y
ahora han visto el tatuaje. Ahora… solo es cuestión de tiempo que averigüen quién soy.
El sonido de las voces aumenta en la distancia al atravesar las calles estrechas del pueblo y se
evapora en el aire frío de la noche. La chica aparta la mirada oscura de mí y la dirige hacia el
ruido.
—Puede que estén bastante borrachos —continúa—, pero no tardarán en recuperarse y
vendrán a por ti. Tienen un rastreador.
Observo su mandíbula apretada, la calma fría en sus ojos y el brillo de los pendientes en las
orejas.
—No van a rendirse —añade y me mira—. Así que será mejor que nos pongamos en marcha.
—Me tiende la botella, pero niego con la cabeza. No quiero que el líquido oscuro me queme la
garganta—. Por mí, bien.
Le da otro sorbo y la observo mientras los ojos se le ponen en blanco y sus párpados se
agitan como si fueran alas mientras saborea el trago.
—Mi pa se hospeda sobre el salón —digo con un nudo en la garganta y la voz se me quiebra
con cada palabra—. Iré a despertarle, saldremos del pueblo antes de que me encuentren.
Puede que abandonarlo fuera un error, pienso. Me arriesgo a que me vean.
Pero ella niega con la cabeza.
—Ya es tarde. —Fija la mirada en un punto en la lejanía que atraviesa el pueblo y se acerca
por la calle principal. Un borrón de siluetas, media docena de hombres—. Ya los tenemos
encima… Mira.
El pulso me susurra en los tímpanos, cada vez con más fuerza. No, no.
Ya me he despedido de pa y sentí aquella horrible punzada tras los ojos, pero esto de verdad
se siente como el fin.
No hay vuelta atrás.
La chica me toca la mano y ladea la cabeza con un gesto para que la siga.
—Vamos —espeta, ahora con un tono mordaz—. Tienes que alejarte de este pueblo.
Mi respiración se vuelve pesada. No debería irme con ella, pienso. Ni siquiera conozco a
esta chica y no tengo motivos para confiar en ella.
Su mirada se encuentra con la mía, asiente y dejo que me aleje de la frontera de Fort Bell, de
los hombres que vienen tras de mí… hombres que me han mirado en el salón con una expresión
enloquecida de desesperación: yo era algo que necesitaban, alguien a quien podrían destrozar en
cuanto me pusieran las manos encima.
Así que dejo que esta chica desconocida me adentre en la oscuridad.
En el espacio abierto de la planicie del desierto.

Corremos durante la noche.


Unas plantas bajas y extrañas crecen en la llanura, y del exterior verde y carnoso les brotan
espinas. Encima de cada planta, unas flores blancas como la nieve despliegan los pétalos para
contemplar la luna errante, como si le rezaran. Son flores nocturnas, anhelan la luz de la luna en
vez de la del sol.
La chica va delante y no aminora el paso.
Es fuerte y está acostumbrada a correr…, a huir a pie. Cada vez que me detengo, doblada por
la mitad para tomar profundas bocanadas del aire seco de la noche, se da la vuelta y dice:
—Tenemos que seguir.
Echa un vistazo a nuestras espaldas.
Si nos paramos mucho tiempo, oímos el eco de unas voces sobre el valle de poca altitud: los
hombres se acercan. Van más lentos que nosotras, renqueando, tropezándose —aún borrachos—,
pero siempre están ahí. No muy lejos.
El sol comienza a salir por el oeste —los pétalos de las flores blancas se encogen y se cierran
al unísono, temerosas de la luz— y sé que no podemos estar aquí, al calor de las llanuras
expuestas en cuanto haya alcanzado su cenit. No tenemos agua. Solo la botella de alcohol medio
bebida.
—Ya no queda lejos —me dice la chica y recupera el paso.
—¿Hasta dónde?
Me lanza una mirada.
—La torre del agua.
Tan solo oírla decir esas palabras hace que sienta la lengua hecha de arcilla, que la garganta
se me cierre con cada respiración llena de polvo que me llega a los pulmones.
—Los hombres se darán la vuelta ahora que ha salido el sol —me asegura—. Es demasiado
peligroso con el calor. Pero volverán a por sus caballos y, cuando estén sobrios, vendrán a
rastrearnos.
Intento humedecerme la boca lo suficiente para hablar.
—O puede que… —Trago y lo intento de nuevo—: Puede que se rindan.
Se da la vuelta y posa los ojos sobre mí.
—No lo harán. Llevan buscándote demasiado tiempo.
Busca algo en el bolsillo trasero de sus pantalones, saca un trozo de papel doblado en un
cuadrado y luego me lo tiende.
Parpadeo y ella asiente para que lo mire.
No tengo ni idea de lo que es, pero lo acepto y empiezo a desdoblar sus pliegues, alisando el
fragmento de papel sobre la palma.

AVISO:
¡La cura está cerca!
Cualquier persona que lleve una marca (constelaciones, patrones de estrellas,
tatuajes de formaciones celestes desconocidas) debe ser denunciada de
inmediato.
Preferiblemente, ilesa.
Recompensa a negociar.

—Están clavados en las puertas de cada salón en casi todos los pueblos al oeste del puente a
medio camino —me dice mientras leo dos veces cada palabra—. Esos tres cuerpos del pueblo,
los que cuelgan de la oficina de correos… —Suelta el aire por la nariz—. Los mataron porque
los Teóricos pensaron que podrían saber algo. Y dejaron los cadáveres como recordatorio para
los demás. «Habla o muere».
Recuerdo que pa se negó a contarme por qué los habían asesinado… Intuí que sabía más de
lo que decía. No quería asustarme porque seguramente también sabría de la existencia del
panfleto que sostengo en las manos. Seguro que los había visto antes, en los salones. Sabía lo que
eso significaba.
—Vienen a por ti —me asegura—. No pararán.
Una oleada de vértigo me atraviesa el cráneo. Me están buscando, a cualquiera que lleve una
marca. Y ahora… la gente del salón ha visto la mía.
Saben quién soy.
Lo que soy.
—Tenemos que irnos ya —dice la chica y me quita el papel para volver a doblarlo con
rapidez antes de guardárselo en el bolsillo—. Ayer los vi apuñalar a un hombre en el callejón
detrás del salón. Así de rápido, porque se negó a decirles cuán al este había viajado y si había
visto a alguien con una marca.
Sacude la cabeza, los pendientes de plata brillan en el contorno de su oreja, y pienso en el
niño que dijo haberle robado las botas a un cadáver… Probablemente sea el mismo.
Despacio, poso los ojos sobre ella.
—¿Por qué me ayudas?
Resopla, y no sé decir si es sarcasmo, si en realidad no me está ayudando o si hay algo más.
Pero me da una palmada en el hombro y hace un gesto con la cabeza hacia la llanura. Los
pendientes brillan con el sol, cada vez más alto.
—Si no nos libramos de este calor, ya no importará. Porque ambas estaremos muertas.

La torre del agua aparece frente a mí: una estructura alta y de madera que proyecta una sombra
sobre la tierra del desierto como si fuera un insecto.
Pero cuando me tapo los ojos con la mano veo qué también hay otras sombras…, personas de
pie como árboles atrofiados alrededor de la base de la torre, mientras que otros están agazapados
en lo alto de la plataforma que rodea la pileta de madera. Hay docenas. Y aunque noto la
necesidad de agua acuciante y desesperada en la garganta, el miedo es mayor y aminoro el paso a
medida que nos vamos acercando.
Pienso en el cartel, en la recompensa que ofrecen, y me pregunto si esta chica me estará
conduciendo a una trampa. Creí que estaba en peligro en Fort Bell, que la muchacha del brillo
salvaje en los ojos me estaba ayudando a escapar, pero ¿y si me equivocaba y solo me ha traído a
un lugar mucho peor? ¿Y si solo me ha salvado para entregarme y llevarse la recompensa?
No hay escapatoria. Me retuerzo los dedos a los costados y paseo la mirada por los rostros
oscurecidos de quienes están congregados alrededor de la torre del agua, intentando ver si hay
avaricia en sus ojos, rencor y odio. O compasión.
Pero están demasiado ocultos por las sombras.
La chica va por delante a paso rápido y ágil, como si no hubiéramos estado caminando toda
la noche hasta la mañana, como si no le dolieran los pies ni sintiera el aire seco en la garganta,
como yo.
El sudor me recorre las sienes, la columna, y entorno los ojos para vislumbrar los rostros
frente a nosotras a medida que se hacen visibles. Nuestra llegada no es ninguna sorpresa —las
siluetas humanas en la torre nos han visto venir de lejos— y cuando estamos a unos metros de
distancia, siento sus miradas afiladas sobre nosotras, el cambio en su postura, como si se
preparasen para luchar.
Soy una extraña; no pertenezco a este lugar. Y puede que también sea una presa.
—¿Quién demonios es? —grita alguien y vuelvo la mirada hacia un chico delgado y
desgarbado que sale de entre las sombras de la torre. Lleva la frente envuelta en un pañuelo gris
y una ristra de diminutas semillas huecas suspendidas de un cordel en el cuello. Se parece a los
otros: cubierto de una capa de polvo rojizo y ojos como guijarros blancos. La mayoría lleva
sombrero o jirones de tela alrededor de la cabeza para protegerlos del sol. Ninguno es mucho
mayor que yo, de dieciocho o diecinueve como mucho, y los más jóvenes deben de tener unos
diez años. Todos llevan un cuchillo o una daga improvisada sujeta a la cintura y les tiemblan los
dedos.
—La encontré en el Búfalo —dice la chica mientras pasea la vista por el grupo. Intento
discernir su tono, determinar si sigue siendo una aliada o si me ha traído a las puertas de unos
lobos hambrientos. Pero no me mira, ni siquiera asiente para asegurarme de que todo irá bien.
Me noto el corazón en la garganta. Estoy sola.
—Y mirad —añade; sostiene la botella de licor oscuro en alto, le da vueltas en la mano y el
líquido se agita en su interior. La expresión del grupo cambia, arquean las cejas, y ella se la
tiende a una chica con unas trenzas largas y oscuras con un aro en el centro de la nariz. Esta le da
un sorbo, compone una mueca y se la pasa al chico más bajito y musculoso que está a su lado.
Hasta los más jóvenes le dan un sorbo y una sonrisa amplia se les dibuja en la cara.
—¿Cómo has conseguido una botella entera? —pregunta la chica de las trenzas.
—La compró ella. —La muchacha, que podría ser mi aliada o mi enemiga, me da una
palmada con fuerza en el hombro, como para convencer al grupo de que está bien. Que soy una
de ellos. Pero sé que no es así. Siento que todo esto está mal: la sequedad de la garganta, las
sienes palpitantes por la falta de sueño, la sed tan profunda que resulta dolorosa y los ojos de
tantas personas observándome. Desconfiados. Nunca me he sentido tan lejos de casa.
Sobre nosotros, tres siluetas comienzan a bajar por la escalera de madera de la torre. Intento
distinguir sus rasgos en cuanto llegan al suelo, pero tengo el sol de frente y su calor incide sobre
mi frente. Sed, sed, sed, me grita.
Antes de dejarse ver, uno de ellos dice:
—Es ella. Me cambió un frasco de tónico.
Parpadeo y el sudor sale disparado de mis pestañas. Al fin, distingo al niño del mercado…, el
que salió corriendo cuando le pregunté por el Arquitecto. Está con el grupo.
—¿Por qué la has traído aquí? —pregunta otra voz grave e inquietante, como el rugido del
agua del río que atraviesa el valle tras las lluvias. Entorno los ojos, tratando de verlo a través del
sol cegador, y cuando da un paso adelante bajo la cortina de luz dorada, sus rasgos quedan a la
vista: el cabello oscuro como la noche le cae a un lado, los ojos entrecerrados frente al sol
deslumbrante, la piel de un cobrizo cálido. Pero no hay calidez en su mirada; tiene la mandíbula
firme y expresión severa, me analiza con frialdad y sus ojos de un azul oscuro como el río se
deslizan desde mi rostro hasta las botas mientras calcula si soy un riesgo… cuando es mi corazón
el que amenaza con salírseme del pecho; estoy preparada para echar a correr, preparada para
luchar. A sabiendas de lo rápido que pueden cambiar las tornas.
Desvía la mirada hacia la muchacha, que sigue a mi lado, con una expresión seria, a la espera
de que le dé una explicación.
—Dijiste que la encontrara —responde ella con ambas cejas oscuras arqueadas.
¿Encontrarme? ¿De qué están hablando?
—Sí, pero no que la trajeras aquí.
—Tenía que hacerlo —dijo la chica—. Nos estaban persiguiendo.
El muchacho se frota el cuello con la mano ancha.
—Mierda.
Entonces, sus ojos vuelven a posarse en mí, como si me atravesaran, como si leyese la verdad
de lo que soy en la curva de mis labios, en mis ojos, como si todo estuviese ahí, expuesto y
desnudo para que él lo viera. Trago con dificultad y contengo el aliento, no porque su mirada sea
como una tormenta fría de invierno —magnética, difícil de apartar los ojos de ella—, sino
porque me inquieta. Porque siento que, independientemente de lo que venga ahora, de lo que me
ocurra, estoy en sus manos.
—¿Fuiste tú la que estuvo preguntando por el Arquitecto en Fort Bell? —pregunta como para
confirmar que soy la chica correcta al tiempo que mantiene la mirada clavada en mí, cada
parpadeo como una ráfaga de viento cortante, como si estuviese pensando en distintas maneras
de despedazarme y enterrarme por ahí para que no sea un problema.
Observo al chico que está a su lado, el que me dio la postal, y me doy cuenta de que debe de
haberles contado que pregunté por el Arquitecto. Que una chica del mercado, una extraña,
andaba preguntando cosas que no debía preguntar.
Pero noto las palabras atascadas en la garganta. Demasiados pensamientos se me agolpan en
la mente.
El joven, con unos ojos de un verde imposible, da un paso hacia mí.
—¿Por qué preguntas por el Arquitecto? —Mantiene la mandíbula firme, le laten las sienes.
Trato de aclararme la garganta, pero no puedo; está demasiado obstruida por el polvo. Pero
me enfrento a sus ojos de acero: no aparto la mirada, ni Siquiera cuando noto una punzada en el
pecho, ni siguiera cuando siento el miedo.
—¿Sabes quién es? —Me sale la voz con un graznido.
Sus ojos se estrechan y se acerca aún más, como si fuera una amenaza, como si fuera a
matarme ahí mismo por haber hecho siquiera esa pregunta.
—¿Quién eres? —inquiere con la cabeza ladeada y aún boquiabierto. Se me cierra la
garganta de tal forma que no tiene sentido, una sensación mezclada con un miedo visceral.
Pero antes de que pueda ordenar las palabras que se atropellan en mi mente, averiguar qué
decir, cómo responder con una mentira que sea creíble, la joven me da un codazo en el brazo.
—Enséñaselo —me apremia y agacha la cabeza hacia mí—. No pasa nada.
La miro con el ceño fruncido, pero luego se da unos golpecitos en el cuello con el dedo.
Vuelvo la mirada hacia el joven y aprieto la mandíbula. No voy a enseñarle mi tatuaje. Ya la
he fastidiado una vez esta noche, en el salón… No pienso dejar que nadie más vea las marcas
que debería haber mantenido ocultas. Protegidas. A salvo. No quiero ver esa misma hambre en
los ojos de este chico, ni en los de nadie más.
—No —digo con un tono inexpresivo.
Los ojos verdes del chico se estremecen con algo, furia o fascinación, y se acerca todavía
más. Ahora solo está a medio metro de distancia. Pero no intenta atraparme, no me toca; tan solo
se queda mirando, como si tratase de leer algo en mi expresión.
—Confía en mí —susurra la chica y alarga la mano para tocarme el antebrazo—. No vamos a
hacerte daño. Solo necesita ver las marcas.
No tengo motivos para confiar en ella, o en ninguno de ellos. Pero noto punzadas en la
cabeza, estoy en medio de una extensión yerma de una tierra inhabitable, demasiado cansada y
desesperada por agua como para darme la vuelta y salir corriendo. De una forma u otra,
encontrarán la manera de ver el tatuaje. No tengo otra opción.
Y quizá, quizá, ellos guarden sus propios secretos. Tal vez… sepan dónde encontrar al
Arquitecto. Así que clavo la vista en el suelo, las manos me tiemblan, y me echo el pelo hacia
delante para dejar que me caiga sobre los hombros. Oigo que el joven se acerca y juro que siento
los matices verdes de sus ojos recorriéndome la piel, el peso de su mirada en la parte expuesta de
mí que nadie tiene permitido ver. Siento su aliento suave en el cuello y, tras un segundo que dura
demasiado, un estremecimiento y una punzada en las costillas, por fin retrocede.
El aire se me escapa de la garganta. La sangre vuelve a correr por mis venas.
—¿Quién más ha visto las marcas?
Dejo caer el pelo y me doy la vuelta; cada parte de mí ha quedado expuesta, desnuda. Anhelo
cosas que ahora están muy lejos: el río fresco, las paredes seguras de la cabaña, un tiempo en que
mamá siga viva.
—En el salón —responde la joven con la mandíbula apretada—. Los Teóricos… —Le dedica
una mirada al joven, un gesto de entendimiento mutuo—. Las han visto.
Él asiente.
—Te estarán persiguiendo —dice al darse la vuelta para quedar frente a mí—. Probablemente
no estén muy lejos. Tenemos que irnos ya.
Miro al otro lado del desierto, kilómetros de arbustos y viento, y me pregunto si seguirán ahí.
Tras nuestro rastro, acercándose.
—El Arquitecto —digo; se me nubla la vista de la sed, pero me las arreglo para, una vez más,
sostenerle la mirada al joven. Intuyo que sabe más de lo que dice—. Tengo que encontrarle.
Mira a la chica, pero ninguno dice nada.
—No iré con vosotros a menos que me digas dónde está.
El chico se arremanga, el calor del sol incide sobre su piel, y clavo la mirada en los tatuajes
negros que ondean desde sus manos hasta los codos. Unas marcas oscuras y extrañas con líneas
ensombrecidas. No se parecen en nada a las líneas delicadas de mi cuello; las suyas son anchas y
de un negro intenso y me recuerdan a la ceniza de una hoguera. No contienen mensajes ocultos
ni significados secretos. Parecen fruto de haber pasado noches hasta tarde inyectando tinta bajo
la piel para matar el tiempo, marcas que están pensadas para intimidar, para mostrar valentía e
intrepidez. Para demostrar agallas.
—Si quieres sobrevivir, vendrás con nosotros —dice sin dejar entrever nada—. Pero tenemos
que irnos ya.
Aun así, me parece ver un atisbo de algo en sus ojos verdes moteados. La verdad que
esconde. Y sé que es mi única opción. No puedo volver a Fort Bell: ahora solo queda seguir
adelante.
Puede que no confíe en él, pero necesito acompañarlo.
Trago con indiferencia, elevo la barbilla y asiento.
Se vuelve hacia la chica con rapidez.
—Grillo, vendrás con nosotros.
Se llama Grillo.
La chica me guiña el ojo en señal de que todo irá bien.
Pero cuando emprendemos la marcha a través del desierto, lejos de la torre del agua, de Fort
Bell y de los hombres que me siguen, un pensamiento comienza a tamborilearme en la cabeza,
como unos golpecitos diminutos: ¿y si cada momento a partir de ahora es un paso que me
adentrará más en un lugar del que no puedo volver? Las sombras se ciernen sobre mi pasado y
hacen que el camino de vuelta a casa sea imposible de ver, de navegar.
Alzo la mirada y entorno los ojos ante las oleadas de calor que ascienden desde el suelo del
desierto y, de nuevo, recuerdo lo que mamá solía decirme mientras me acariciaba los mechones
suaves del pelo, el tatuaje con que me marcó la piel cuando era muy pequeña, con la vista fija en
el cielo vespertino.
No mires atrás. Ese no es el camino.

Grillo y el joven cuyo nombre todavía no sé me conducen lejos de la torre del agua hacia la linde
de unos árboles que se aprecia a la distancia: unos robles que crecen atrofiados y bajos por el
calor.
Pero pronto nos cobijará su sombra. Casi siento sus ramas en penumbras extenderse hacia mí,
llamándome para que me acerque al frescor de su refugio al tiempo que el viento sisea entre
ellas. Es lo único en lo que puedo pensar.
El joven le tiende a Grillo una cantimplora de metal —tiene un lateral mellado y cuelga de
una correa de cuero— y ella desenrosca la tapa para darle un trago largo y torpe, con el agua
salpicándole la barbilla, antes de ofrecérmela. También bebo con ansia y dejo que el agua se me
derrame por la garganta —nunca había estado tan sedienta en la vida—; el frescor cae de golpe
hasta el estómago como una piedra, lo cual me hace Estremecer.
Grillo toma la cantimplora vacía y se la cuelga del hombro. Espero que haya más en el lugar
adonde vamos, un lago claro interminable de agua de nieve derretida en el que pueda
sumergirme con la boca abierta. Porque aún noto la garganta tan seca y quemada como las hojas
muertas en otoño.
Con el sol abrasador sobre nosotros, el joven camina varios pasos por delante, atento,
examinando el desierto con la mirada, pero parece que somos las únicas sombras lo bastante
estúpidas como para estar fuera con este calor. No hay señales de los hombres que nos persiguen.
Tampoco hay señal de que nos aguarde algo más adelante.
—¿Los demás se quedan atrás? —le pregunto a Grillo y echo la vista hacia la torre del agua,
donde veinte personas o más permanecen en la sombra que proyecta la construcción y unas cinco
o seis se han posicionado sobre la plataforma.
—La están custodiando —responde Grillo con los hombros ligeramente inclinados hacia
delante, como si se preparase para una caminata larga y horrible—. Cobramos una cuota a
cualquiera que pase por aquí y necesite agua. Durante el mercado, ganamos mucho dinero. —Se
rasca el lado afeitado de la cabeza, el vello incipiente le pica, y luego hace un gesto con la mirada
al joven que va delante—. Él es Noah.
Lo observo durante un momento: seguro de cada paso que da, la curva de sus hombros,
fuertes, musculosos…, alguien a quien el trabajo, del tipo que sea, no le es desconocido. Lleva
algo en las manos, algo a lo que no deja de darle vueltas. Puede que sea una moneda, pero es más
grande. El metal opaco apenas refleja la luz.
—¿Es quien está al mando? —pregunto.
Ella encoge un hombro.
—Más o menos. Es el que lleva más tiempo aquí y toma decisiones más rápido que los
demás.
El paisaje parece ondularse con el sol, un engaño que casi me hace ver agua. Me seco los
ojos, pues el sudor gotea de cada curva y recoveco de mi piel.
—¿Cómo te llamas? —pregunta Grillo al fin, como si acabara de ocurrírsele.
Siento que se me cierra la garganta. Contarle la verdad sería renunciar a algo, revelar una
parte de quien soy. Quien soy en realidad. Pero ya han visto el tatuaje; ahora, mi nombre parece
una trivialidad.
—Vega.
Frente a nosotras, Noah vuelve la cabeza para dedicarme una mirada de soslayo. Como si el
nombre significase algo para él. Pero no dice nada.
Continuamos en silencio, mi nombre es la última palabra que pende en el aire entre nosotros,
hasta que por fin llegamos a la sombra de los robles y el alivio es tan repentino que quiero
presionar las palmas contra el suelo frío, sentirlo bajo la piel quemada y llorar, Pero Noah y
Grillo no aminoran el paso.
—¿Cuánto queda? —pregunto. Estoy deseando cerrar los ojos, descansar, soñar con lugares
en cualquier parte menos aquí.
—Una hora más o menos —responde Grillo y, al fin, el cansancio se refleja en sus ojos,
como si ella también necesitase dormir. Parece que las horas que hemos pasado corriendo a
través del desierto se dejan entrever ahora en los rasgos firmes de su rostro.
Nos adentramos más entre los árboles y el paisaje se vuelve desigual, escarpado en algunos
lugares, y me arrastro sin equilibrio por los afloramientos rocosos y los árboles caídos. Estoy
agotada y me siento torpe; noto punzadas en la cabeza. Pero necesito algo más que dormir, más
que agua… Necesito un lugar donde sentirme a salvo, donde mi corazón pueda calmarse y mis
ojos dejen de mirar sobre mi hombro, donde no me sobresalte con cada sombra escurridiza que
se proyecte y se mueva.
Transcurre una hora, luego otra.
Empieza a llover, primero con suavidad, pero luego el agua cae a cántaros, copiosa y
sofocante. Como si nos lanzaran la lluvia desde las nubes para intentar ahogarnos, llevarnos con
ella. Alzo la mirada al cielo y saco la lengua; dejo que las gotas me refresquen la piel y trago lo
que puedo, Pero después de unos minutos, tengo la ropa empapada y el pelo chorreando.
Desearía estar en el carromato, poder acurrucarme en la parte de atrás y echarme la manta de
mamá sobre la cabeza.
El terreno comienza a enlodarse y se forman charcos en lugares poco profundos, pero el aire
sigue siendo cálido, pegajoso. Una hora después, el día se convierte en tarde y Noah se vuelve
para mirarnos a Grillo y a mí; la lluvia forma un reguero en su rostro y sus pestañas y parece más
sombrío e inquietante bajo el aguacero. Se me forma un nudo en el pecho.
—Casi hemos llegado —dice y su voz me atraviesa los oídos, aguda como un alfiler.
Grillo no responde, tan solo mantiene la cabeza gacha, lejos de la lluvia.
No veo el lugar hasta que casi lo tenemos encima.
Un cobertizo.
Es alto y rectangular y el agua cae a raudales del tejado.
—¿Qué lugar es este?
—Antes era un pueblo llamado Winnet Springs. Pero se quemó entero. Ahora el cobertizo es
lo único que queda —me dice Grillo; le castañean los dientes. Todos estamos empapados.
—¿Vivís aquí?
—Por ahora —responde Noah y se adelanta. Abre una de las puertas enormes lo suficiente
como para que entremos todos sin que se cuele la lluvia.

Las velas iluminan las anchas paredes de listones y el lugar al completo huele a heno, abono y
leña. Es cavernoso, se siente hueco, con un pajar encaramado en lo alto, y la lluvia gotea a través
de varios agujeros en el tejado deteriorado. Me esperaba un lugar en el que me sintiera segura,
que nos protegiera de la lluvia, pero no está más seco que si estuviésemos fuera, de pie bajo la
tormenta.
Los rostros se alzan cuando entramos; hay personas reunidas en grupos a lo largo de las
paredes del cobertizo, apiñadas en torno a pequeñas hogueras —mantienen las llamas bajas para
que la luz no se vea desde fuera— con las manos extendidas frente al fuego para tratar de
mantenerlas en calor.
—No te preocupes —me dice Grillo en voz baja, muy cerca del oído. Siento la calidez de su
aliento—. Son amigos.
Caminamos hasta el centro del cobertizo y me fijo en la gente congregada junto a las paredes,
tratando de estimar si de verdad estoy a salvo aquí o si debo estar preparada para huir. Pero casi
todos son más jóvenes que yo. En realidad, son niños que han reunido una pandilla.
Aun así, se me acelera la respiración.
Seguimos a Noah a la pared más alejada del cobertizo, donde han encendido otro fuego
dentro de un barril de metal como para mantener las llamas ocultas. Me siento atraída por su
calidez, quiero tumbarme en el suelo junto a él. Anhelo tantas cosas —refugio, agua, dormir—
que es difícil decidir qué es lo que más necesito. Estoy tan concentrada en las llamas, en el calor
cada vez mayor, que cuando llegamos hasta allí, casi no me fijo en el sillón que hay al lado: el
tapizado negro tejido con un patrón de margaritas amarillas, la tela ajada y las costuras inferiores
roídas por los ratones. Puede que lo hayan sacado de una casa cercana y lo hayan traído aquí, lo
único que no se quemó.
A medida que me acerco, con el agua de la lluvia goteándome sobre los ojos, veo que en él
hay un hombre sentado cuyos mechones ondulados y grises como la nieve reflejan la luz de las
llamas.
—Habéis vuelto pronto —dice con una voz grave por la edad y un ligero estertor, como si
tuviera líquido en los pulmones, y se vuelve para mirarnos.
—Hemos traído a alguien —responde Noah y me lanza una mirada.
Sus ojos son demasiado verdes, demasiado indómitos, demasiado inquietantes.
El hombre tensa las manos sobre los reposabrazos de madera tallados del sillón y se ladea
para mirarme mejor. Tiene el rostro surcado de arrugas, socavones profundos en la piel grisácea
y cubierta de manchas por el sol, la boca fina como una hoja de papel. El recuerdo lejano del
hombre que fue antaño.
—Hola —saluda con calidez. Entrecierra los ojos y frunce el ceño—. Mis ojos no ven tan
bien como antes. Tendrás que acercarte más.
Vacilante, salvo el espacio que me separa del sillón mientras que Noah contempla el fuego
pequeño y se calienta las manos como si ya no tuviese interés en mí. Ha cumplido su cometido,
me ha traído aquí; ahora no puede importarle menos lo que ocurra a continuación.
—¿Cómo te llamas? —pregunta el anciano con las manos pálidas dobladas sobre el regazo;
las venas le sobresalen y se le marcan como las raíces de un árbol antiguo. Pero no lleva ningún
anillo, ninguna constelación.
—Vega.
Me parece ver que los hombros de Noah tiemblan ligeramente.
Pero los rasgos arrugados del anciano se elevan.
—Llevas el nombre de una estrella —observa; le tiembla un poco una comisura, algo que
puede ser tanto satisfacción como duda. No estoy segura.
—Sí —confirmo. Pero me sorprende qué lo sepa… Mamá siempre decía que éramos las
únicas que llevaban el nombre de las estrellas, que recordaban sus historias. La esperanza me
oprime el corazón—. Estoy buscando a alguien —digo.
El anciano deja escapar una exhalación larga y temblorosa, ronca y estertórea, y hay algo en
su expresión que me indica que sabe más de lo que dice y que está esperando a ver qué más le
ofrezco. Qué verdad puedo revelar.
Echo un vistazo a las personas sentadas por todo el cobertizo, la luz tenue de las llamas lame
las paredes, y bajo la voz para que el hombre sea el único que me escuche.
—Lo conocen como el Arquitecto y necesito encontrarlo —susurro—. Me estoy quedando
sin tiempo.
Al oír esto, el hombre le dirige una mirada rápida a Noah y este se guarda de nuevo en el
bolsillo el objeto de plata al que le ha estado dando vueltas entre los dedos.
—Tiene marcas en el cuello —dice y me señala con un gesto.
—¿Ah, sí? —La boca del hombre se contrae con una expresión extraña.
Siento la calidez del fuego sobre las mejillas, los labios; me va secando la humedad de la
piel. He llegado hasta aquí, pienso. He dejado que Noah, Grillo y todos los de la torre del agua
vieran el tatuaje, y si este hombre puede ayudarme, no tiene sentido perder más tiempo
resistiéndome. Contengo el aire con fuerza en los pulmones y me doy la vuelta al tiempo que me
sujeto el pelo sobre el hombro para dejar que la luz del fuego baile sobre mi piel desnuda.
Oigo el crujido del sillón cuando el anciano se inclina hacia delante para inspeccionar la
marca… las líneas oscuras salpicadas con estrellas negras. Noto un estruendo en los oídos, el
sonido de la lluvia contra el techo retumba por todo el cobertizo, y cuando dejo caer el cabello y
me doy la vuelta para mirarlo, veo reconocimiento en sus ojos.
—¿Sabes lo que significan esas marcas? —pregunta y cambia el tono: serio, deliberado.
Le echo un vistazo a Noah sin pretenderlo, pero él aparta la mirada; no hay consuelo en sus
ojos. Quizá no deba decirlo, quizá deba mantener algunas cosas para mí, pero presiento que he
llegado a un punto de no retorno. O confío en este hombre con la esperanza de que pueda
ayudarme o me doy media vuelta y salgo corriendo por las puertas del cobertizo hacia la
tormenta. Me adentraría deprisa en el bosque, lejos de los hombres que me persiguen, y cruzaría
los dedos para sobrevivir por mi cuenta. Decido contarle la verdad, ojalá no me equivoque.
—Sí —le digo—. Lo sé.
Se inclina hacia delante en el sillón, los huesos le crujen por la edad, y apoya los codos sobre
las rodillas al tiempo que eleva la mirada hacia mí.
—¿Quién eres?
El nudo que siento en la garganta me aprieta más y el aire me sale de golpe y entrecortado
por la nariz. Nunca he dicho estas palabras en voz alta, a nadie. Siento que está mal, que exponer
la verdad de quién soy en realidad es como caminar entre los arbustos de moras descuidados y
frondosos junto al río, dejando que las espinas me rasguen la piel. Me aclaro la garganta y alzo
los ojos anegados en lágrimas.
—Mi madre era la última Astrónoma —digo claro y mordaz, y juro que el cobertizo entero se
queda en silencio en medio de un eco mudo y ensordecedor—. Pero está muerta —continúo, la
palabra punzante y afilada como una aguja. El dolor intenta abrirse paso a la superficie. Trago—.
Ahora… —Agacho la mirada hacia las manos y, luego, de nuevo al anciano. Me concentro antes
de dejar que las palabras se derramen de mis labios—. Ahora… yo soy la última Astrónoma. La
última que sabe leer las estrellas. —Respiro por la nariz. Las palabras se sienten como una suerte
de hechizo, una alquimia de la que nunca antes se había hablado. Por el rabillo del ojo, veo que
Noah me observa con intensidad y una expresión desconcertada en los labios. Hasta Grillo alza
la mirada.
El anciano ladea la cabeza, contemplándome sin parpadear, tratando de averiguar si alguna
mentira se esconde tras mis palabras.
—Y ¿por qué has venido?
Lo entiendo: quiere que lo demuestre. Necesita saber que le estoy diciendo la verdad.
—Las estrellas gemelas aparecieron en el cielo hace ocho días —anuncio con voz firme,
oscilando entre las palabras como un acertijo que nació con mis huesos—. Tova y Llitha se
alzaron sobre el horizonte oriental y ahora necesito encontrar al Arquitecto. Tengo que llegar
hasta el mar, hasta el confín de todo, mientras las dos hermanas sigan visibles. —Hago una pausa
y suelto el aliento—. Me estoy quedando sin tiempo.
El hombre permanece en silencio y luego asiente. Parpadea como si hubiese esperado mucho
tiempo para oír esas palabras. Una vida entera. Las manos le tiemblan sobre el regazo y las
aprieta en un puño para estabilizarlas.
—¿Vienes del valle?
Asiento y me sobreviene un mareo, la gravedad de todo lo que acabo de decir y revelarle a
este hombre.
—Vengo desde muy lejos —digo—, pero los días pasan demasiado deprisa. Si sabes dónde
está el Arquitecto, necesito encontrarlo, por favor.
Los ojos azul grisáceo del hombre se estremecen, haciendo que las arrugas se arremolinen a
su alrededor como un árbol antiguo, y me tiende la mano.
—Me llamo August —dice al tiempo que se inclina hacia delante, y entonces lo veo: la
cadena fina que lleva al cuello, el anillo suspendido del extremo visible bajo los pliegues del
abrigo—. Parece que hemos esperado mucho tiempo para conocernos —añade.
Trago saliva para intentar que no se me quiebre la voz.
—¿Eres…? —De repente, siento que todo el dolor, el miedo y la pena que he estado
cargando en mi interior se van a desbordar. Como si fuera a echarme a llorar, caerme al suelo o
vomitar—. ¿Eres el Arquitecto? —Cada palabra casi me parte en dos a medida que abandona mis
labios. El frío se aleja de mi piel; ahora, solo un calor abrasador me recorre las venas.
Me dedica una leve sonrisa y arquea ambas cejas; luego, se lleva la mano al abrigo y, con los
dedos temblando en torno a la cadena, sostiene el anillo en alto para que lo vea…, para
demostrar quién es, porque sabe que eso es lo que estaba buscando.
La constelación del Compás, con sus dos hileras largas de estrellas, está grabada en el anillo
de plata, cuyo peso alberga generaciones de historias: el anillo que llevó el primer Arquitecto. Y
ahora, el último.
Lo he encontrado.
Siento que podría echarme a reír, que tengo los nervios demasiado destrozados.
El Arquitecto. Doy un paso adelante y tomo su mano frágil entre las mías para mirar el anillo
de plata que tantas veces he tratado de imaginar, una reliquia que ha pertenecido a cada
Arquitecto antes que él, que han llevado puesto hasta que la plata de la banda se ha vuelto fina,
las marcas de la constelación desgastadas…, el símbolo del Arquitecto. Tiene la piel fría y le
tiemblan los músculos, y yo quiero llorar.
—Lo mantengo oculto —dice y vuelve a guardarse el anillo bajo el abrigo grueso—. Fuera
de la vista. El viento hace que las paredes del cobertizo repiqueteen, pero antes de que pueda
añadir algo más (decide todo lo que me carcome, todas las veces que temí no encontrarle), mira a
Noah y luego a Grillo—. ¿Quién más ha visto la marca?
Grillo tiene los brazos cruzados, los pendientes de plata que lleva en la oreja izquierda brillan
a la luz del fuego, y habla por primera vez:
—En el salón de Fort Bell había un grupo de Teóricos…, la han visto.
—¿Y vienen tras ella? —pregunta August con la voz más firme que antes.
Ella asiente.
August se inclina hacia delante con las manos temblando sobre los reposabrazos. Intenta
darse impulso para levantarse, pero está demasiado débil. Noah se apresura a llegar a su lado y lo
toma del brazo para ayudarlo. El negro de los tatuajes que tiene en el antebrazo forman un
contraste brusco contra la piel pálida del anciano.
En cuanto está derecho, le asiente a Noah, un gesto de que está bien, y se acerca a mí. Los
pulmones le resuellan bajo las costillas frágiles y, entonces, sostiene mis manos entre las suyas
como para asegurarse de que soy real.
—Hubo un tiempo en que me pregunté si las viejas historias, las que me contó mi padre, no
eran más que leyendas. Pero aquí estás. —El brillo de las llamas hace que su piel parezca incluso
más traslúcida, cada arruga, línea y surco como desfiladeros en su piel, fina como el papel—.
Hace mucho tiempo, la primera Astrónoma estudió el cielo y llegó a conocer cada punto de luz,
cada estrella más allá de nosotros —continúa.
Al otro lado de la fogata, veo que Grillo da un paso hacia nosotros, como si quisiera
enterarse… atraída por la calma de las palabras que arrastra August.
—La Astrónoma le transmitió su conocimiento a su hija y, después, a la hija de esta. —Mira
al techo y se queda callado un momento respirando con dificultad—. Pero hace muchos años, la
primera Astrónoma desapareció. Algunos pensaron que había muerto; otros, que solo se había
escondido por miedo a aquellos que la perseguían.
Las costillas me oprimen los pulmones al respirar y el corazón me late a toda velocidad.
Pienso en mi madre, en las noches que nos pasamos tumbadas en el césped alto mirando las
estrellas que daban vueltas en sus espirales infinitas sobre nosotras mientras me contaba historias
de la primera Astrónoma…, la historia de nuestras antepasadas, historias que se entrelazaban en
mis articulaciones, en las fibras de mi pelo, hasta que las hice mías. Historias que no solo
contaban mi pasado, sino mi futuro.
August cierra los ojos un instante y veo que Noah se acerca a nosotros, como si estuviera
preparado para sujetar al anciano en el caso de que se desplomase. Pero August se aclara la
garganta y prosigue:
—La mayoría piensa que yo también morí hace mucho…, que solo soy un mito. —Me mira
como si me atravesara, como si vislumbrara la galaxia en mi interior, donde todos mis secretos
permanecen escondidos, ocultos a la vista. Echa los hombros hacia atrás y le cruje la espalda al
enderezarse—. Pero mis antepasados huyeron a pie, siempre en movimiento; nunca se asentaron
en ninguna parte durante mucho tiempo por miedo a que los descubrieran. —Tiene los ojos fijos
en los míos—. Hace muchas generaciones que nuestros antepasados llegaron a un acuerdo, a un
pacto. —Toma aire—. Lo hicieron para protegernos, para proteger la verdad.
Me lagrimean los ojos; miles de pensamientos brotan en mi interior a la vez: son las mismas
historias que mamá me contó noche tras noche y oír a August recitarlas se siente como un rayo
de sol, como soltar una roca pesada que he estado llevando yo sola.
—Pero ahora los Teóricos saben quién eres y te rastrearán… No van a detenerse. —Se
tambalea un tanto y me suelta las manos. Noah lo sujeta y le ayuda a sentarse de nuevo en el
sillón con el estampado amarillo. Cierra los ojos y permanece así un momento antes de volver a
abrirlos—. Creen que hay una cura para la enfermedad —dice y asiente para asegurarse de que
yo lo entienda. De que lo esté escuchando de verdad—. Y creen que las marcas de tu piel les
dirán dónde está.
El viento aúlla entre las grietas de las paredes del cobertizo y el aguacero aumenta y cae en
ráfagas y violentas sacudidas del cielo, pero en mi pecho también se forma una tormenta. Una
furia que cobra vida… Ahora, esta es mi historia. La última Astrónoma que abandonó el valle y
encontró al Arquitecto. Cuya historia real está a punto de comenzar.
August mira a Noah y, entre ellos, hay un entendimiento mutuo.
—Es la hora —dice el anciano con un dejo extraño y tembloroso en la voz, como si esto
fuera algo que llevara esperando toda la vida.
Empiezo a notar un zumbido en los oídos, un sonido lejano como el tañido de una campana.
—Duerme algo —me dice August al fin, cada palabra es una pulsación en las venas, frías
como el agua del río, un golpeteo que aumenta en mi pecho—. Mañana partiremos hacia el mar.

Noah enciende un fueguecito en una de las esquinas traseras del cobertizo, apartados de la vista,
en lo que antaño debe haber sido probablemente un establo.
—Es mejor dormir alejados de los demás —dice Grillo. Se acuesta sobre una pila de heno
mojado—. No dejarían de hacerte preguntas durante toda la noche. Sobre todo los más jóvenes.
Noah se arrodilla frente al fuego para añadir los trozos de madera que han ido acumulando y
el brillo se refleja en una cicatriz pequeña que tiene en la barbilla. Es fuerte, de hombros anchos,
alguien que está hecho para defenderse a sí mismo, para plantar cara cuando sea necesario…
Seguro que se ha manchado los puños de sangre y que su torso puede aguantar un puñetazo. Ha
visto mucho más de este mundo de lo que probablemente vea yo en la vida. Y esto lo ha
fortalecido, ha trabajado los músculos hasta convertirlos en piedra y sus peligrosos ojos verdes se
mantienen vigilantes y rápidos. Es de esas personas a las que no querrías como enemigas.
Alguien a quien temería si presionara una daga contra mi piel suave.
Desvío la mirada mientras digiero todas esas cosas acerca de él. Mis ojos analizan cada
detalle.
Al otro lado del cobertizo, la mayoría parece estar dormida; algunos roncan con suavidad y
solo unos pocos hablan en voz baja, apenas en un susurro.
—¿Estamos a salvo aquí? —pregunto. Me siento inquieta y pienso en los cuerpos
suspendidos de las sogas en Fort Bell. Paso la mirada de Noah a Grillo, pero ella ya ha cerrado
los ojos y tiene la boca algo entreabierta, dormida. Supongo que es capaz de dormirse en
cualquier sitio.
—Los hombres irán más lentos con la lluvia y no podrán seguirnos el rastro. Lo más seguro
es que se hayan detenido a pasar la noche. —Noah atiza el fuego con el palo para mantenerlo
vivo; las chispas se elevan hacia los travesaños del cobertizo—. Nos marcharemos antes de la
salida del sol.
De repente, vuelve los ojos hacia mí, como si no fuera la chica que pensó que era en un
primer momento. O puede que sea justo quien sospechaba, pero ahora no esté seguro de qué
decirle a la joven cuyos secretos solo han quedado medio revelados.
—¿Por qué estáis todos aquí? —pregunto en voz baja, no quiero despertar a Grillo.
Se acomoda en la paja con la espalda contra la pared y los brazos cruzados, como si no
tuviera intención de dormir esta noche; montará guardia y mantendrá el fuego vivo. Y a nosotros.
—Venimos de distintos lugares, no tenemos hogar por motivos diferentes. —Vuelve la
cabeza hacia el fuego del barril, donde August sigue sentado—. Pero August nos ha ayudado a
sobrevivir.
Pienso en pa, en lo que debe de haber pensado cuando se ha despertado y ha descubierto que
ya no estoy en la habitación junto a la suya y ha visto la manta al pie de su puerta. Odio haberlo
dejado de esa manera, pero si no lo hubiera hecho, ahora no podría estar aquí. A unos pasos del
Arquitecto.
Noah flexiona los brazos, agacha la mirada con incomodidad y una dureza que no termino de
entender —como si yo lo incomodara—, pero alcanza una cantimplora que cuelga de la pared
suspendida de una larga correa tejida y me la tiende.
—Agua —dice con un asentimiento, como si supiera la sequedad que todavía me irrita la
garganta.
Me llevo la cantimplora a los labios y trago con avidez, pero no me dice que pare ni que
guarde lo que queda. Deja que beba hasta hartarme.
—Gracias —digo y me seco una gota solitaria de la boca.
Cuando agarra la cantimplora, nuestras manos se rozan; su piel es cálida —un fuego arde en
su interior— y parece postergarlo un instante, con sus yemas sobre mi piel, durante un parpadeo,
antes de volver a colgar la cantimplora del gancho sin haber bebido él. Sus ojos vuelven a
encontrarse con los míos —verdes, cautelosos, como si guardase sus propios secretos, sus
propias historias sin contar— y siento una presión en los pulmones. Una sensación que no me
gusta y no entiendo.
Me estudia el rostro un momento, la mandíbula algo tensa; hay algo en su mirada que quiere
mantener tras una máscara, pero entonces se obliga a apartarla… como si contuviese algo. Dejo
que mis ojos vaguen hacia mis manos; las froto para desembarazarme del frío. No me creo que
Grillo pueda dormir con la lluvia que se cuela por el tejado y forma charcos en el heno.
Me siento contra la pared junto a Noah con las manos dentro de las mangas del abrigo. El
chico huele a pino y al viento, y me mira como si no supiese lo que soy.
Si una chica o un acertijo.
La lluvia cae a raudales por el techo vencido, la tormenta aúlla fuera entre los árboles, y
Noah apoya la cabeza contra la pared mientras le da vueltas a algo en la palma —el círculo de
metal que tenía cuando nos marchamos de la torre del agua para venir al cobertizo—. Así tiene
las manos y la mente ocupadas, le ayuda a mantenerse despierto.
Noto una punzada de hambre, un dolor fuerte en el estómago, pero me obligo a cerrar los
ojos e intento ignorar los sonidos de tantas personas, tantos extraños, respirando dentro del
cobertizo, el ruido que hace Grillo al moverse, los suaves balbuceos de sus labios, y los nervios
empiezan a vagar por mis pensamientos…, agitada por el miedo de lo que podría venir ahora. El
tiempo me araña la mente como un escarabajo roe la madera suave.
Desearía ver el cielo nocturno, contar las estrellas, decir sus nombres hasta quedarme
dormida. Desearía ver a Tova y a Llitha… las estrellas que me han traído aquí. Pero tendré que
conformarme con la oscuridad. Porque necesito dormir… Necesito estar preparada.
Mañana partiremos hacia el mar.
CASIOPEA, Alpha Cas
+56º 32′ 14″

L
os colonos de más edad fueron quienes comenzaron a enfermar primero. Un pitido en los
oídos, un jadeo en busca de aire.
La tisis llegó rápido, antes de que las primeras cosechas hubieran florecido siquiera.
Antes de que la primera nieve de un largo invierno hubiera caído sobre los pueblos recién
construidos.
Enterraron a los primeros fallecidos mucho antes de que la tierra se congelase. Paladas en la
tierra bien compacta, con el frío lamiéndoles las yemas de los dedos, como si fuera un augurio de
lo que estaba por venir.
La muerte los encontraría incluso aquí. Incluso después de haber huido del viejo mundo.
La enfermedad llegó de todas formas.
Encontró el camino para colarse en los hogares. En los pueblos, pequeños y destartalados.
Y les destrozó el cuerpo poco a poco. Miembro a miembro. Sangre en la superficie, donde no
debía estar.
CINCO

M
e despierto con un fuerte crujido.
Abro los ojos de golpe, la sangre me palpita en los oídos y tengo un lado del
cuerpo húmedo por el agua de lluvia que me ha estado goteando sobre el abrigo desde
el techo del cobertizo.
Bang, bang, bang.
Ni siquiera me da tiempo a parpadear, a centrarme, cuando ya tengo a Noah sobre mí para
levantarme. Me agarra por las costillas y el aire se me escapa de los pulmones.
—¿Qué ocurre? —La voz me sale entrecortada, aún sin espabilarme del todo. Vuelvo la
mirada hacia Grillo, que le está echando ceniza al fuego con el pie y una neblina de humo
asciende hacia las vigas.
Pero Noah se lleva un dedo a los labios, a tan solo unos centímetros de los míos, con los ojos
verdes abiertos desmesuradamente. Demasiado blancos.
Otro disparo reverbera alto por el cobertizo, seguido de una serie de gritos amortiguados.
Aprieto los dientes, el corazón me late demasiado fuerte en la garganta. Hay alguien fuera.
Sigue estando oscuro, no se cuela ninguna luz entre las grietas de las paredes…, pero ha dejado
de llover.
Noah me agarra de la mano —su palma cálida contra mi piel fría— y tira de mí para sacarme
del pesebre y llevarme a la parte principal del cobertizo. Grillo desenfunda el cuchillo con
rapidez, se humedece los labios como si estuviese lista para luchar y sigue a Noah.
Parpadeo tratando de ver, de entender lo que está ocurriendo. Los demás se desperdigan en la
oscuridad del cobertizo; algunos están de pie junto a las puertas, abiertas una rendija, apuntando
con los rifles a la negrura, mientras que otros se acurrucan cerca de la parte de atrás. Distingo a
August, de pie junto a un grupo de niños, como si pudiera protegerlos… Su cuerpo delgado y
envejecido tirita de frío. Me mira, y luego a Noah.
Este asiente, como si entendiera algún significado silencioso, palabras no pronunciadas, y
luego me lleva hacia la parte trasera. El pánico me recorre el cuerpo, no me llega el aliento a los
pulmones. Mientras, Grillo le hace un gesto a alguien que está de pie a nuestra izquierda en
medio del cobertizo, una niña de pelo rubio como el trigo en verano y con una expresión
conmocionada por el terror en el rostro.
—¡Agáchate! —dice Grillo a medio camino entre un susurro y una exclamación, y la niña se
tumba bocabajo.
Pero aquí, en la parte de atrás, no hay puertas. No hay escapatoria.
Mierda, mierda. Estamos acorralados. Un sabor agrio me sube por la garganta y noto las
punzadas de miedo en la cabeza. Vamos a morir aquí.
Nos han encontrado y es demasiado tarde como para quedarse aquí o para intentar
escondernos. Estallan más gritos en el exterior, las balas detonan contra las paredes del cobertizo
astillando la madera antigua y varios niños salen corriendo por las puertas abiertas. Algunos
llevan armas: cuchillos burdos y oxidados, trozos largos de madera con clavos sobresaliendo de
los extremos… Creo que incluso veo a uno con una pistola. Pero sea lo que fuere lo que hay ahí
fuera, sospecho que es más de lo que pueden manejar.
Otro crujido, pero este suena más cerca. Miro rápidamente a Noah, que ha soltado uno de los
viejos tablones de la parte de atrás, ahora salpicado de agujeros de balas, y tira de él para abrir un
hueco en la pared.
—Vamos —sisea.
Dudo. Me da miedo lo que encontraré al otro lado. Recorro el cobertizo con la mirada hasta
la parte más alejada; creo que aquí estaremos más a salvo. Escondidos entre la paja y las
sombras.
—¿A qué demonios estás esperando? —grita Grillo, sin embargo, y señala la pequeña
abertura en lo bajo con el cuchillo.
El miedo me cierra la garganta, trago para deshacer el nudo y luego me pongo de rodillas. Lo
sé: Lo que sea que haya fuera, encontrará la manera de entrar. Primero me arrastro con las
manos por el agujero en la madera y desemboco en la noche jadeando; miro a derecha e
izquierda con los ojos empañados. Pero no hay siluetas moviéndose en la oscuridad en este lado
del cobertizo. Están distraídos, intentando abrirse paso entre las puertas dobles inmensas en el
otro extremo mientras los disparos resuenan en el aire.
Me pongo de pie y me aparto el pelo de la cara con las manos llenas de barro. Me equivoqué
con la lluvia: sigue cayendo, pero ahora es más leve, solo un suave repiqueteo sobre la piel, que
me arde por la adrenalina.
Grillo me sigue y aparece por el espacio estrecho en la pared del cobertizo con el cuchillo
todavía en la mano.
—¡Corre! —exclama cuando se levanta.
Pero dudo y echo un vistazo atrás, a la abertura.
—¿Dónde está Noah?
—¡Vendrá justo detrás! —grita; alarga el brazo para agarrarme de la manga del abrigo,
tratando de tirar de mí hacia la linde del bosque. Para alejarnos del tiroteo. En cambio, me
opongo y miro el agujero—. ¡Vamos! —sisea con impaciencia.
Más disparos, alguien golpea las puertas delanteras del cobertizo, seguido de varios disparos
y un alarido largo y horrible. Se me escapa el aire de los pulmones. Parpadeo. Tarda demasiado.
Del interior de las paredes, me llega el eco de más disparos. Me enjugo la lluvia de la cara sin
dejar de mirar el hueco oscuro en el cobertizo. No, repito para mí. Están dentro. Transcurre un
segundo y Grillo vuelve a tirarme de la manga, instándome para que me mueva, que la siga, pero
entonces lo veo. Un brazo sale del agujero, seguido de otro, y entonces sale a rastras de ahí —
Noah—; el espacio apenas deja pasar sus hombros anchos.
—¿Qué estáis haciendo? —ruge al ponerse de pie—. ¡Corred!
Me agarra de la mano, mojada por la lluvia, y la aprieta con fuerza como si no pensara
dejarme escapar, y corremos hacia los árboles. El corazón me martillea contra las costillas con
cada respiración.
Casi hemos llegado a los pinos cuando el silbido de una bala atraviesa el aire a menos de
medio metro de mi oreja izquierda; luego, impacta contra el tronco de un árbol. Noah desvía la
mirada con los ojos verdes muy abiertos hacia mí para comprobar que no me hayan dado. Niego
con la cabeza para hacerle saber que estoy bien, a pesar de que los oídos me zumban por la
adrenalina y el miedo.
—Mierda —masculla Grillo, se agacha y luego casi se lanza de cabeza hacia las encinas muy
juntas, a cubierto por la oscuridad—. Nos están disparando, joder.
En la penumbra de los árboles, Noah me suelta la mano y yo me doblo por la mitad
respirando entre jadeos mientras la lluvia acumulada en las ramas de los árboles cae sobre mí,
pero él me observa un momento más.
—¿Estás bien? —pregunta, y luego me pone una mano sobre la frente.
Asiento; noto la calidez de su palma, no quiero que la aparte.
—Bien. —La palabra me sale con un resuello, desprovista de sonido.
Al final, baja la mano y se da la vuelta para echar un vistazo al cobertizo tras nosotros, las
siluetas oscuras corriendo en la oscuridad. Algunos tropiezan y caen el suelo. Lastimados,
heridos, gritando. Sus amigos están muriendo. Y entonces los veo: unos hombres a caballo
aparecen bajo la cortina de lluvia gris con los rifles apoyados sobre los muslos mientras
inspeccionan el perímetro del cobertizo.
Nos han seguido desde Fort Bell, como Grillo dijo que harían.
—De verdad la quieren —susurra ella, sin aliento, y me echa un vistazo rápido. Pero no me
gusta la forma con que me atraviesa con la mirada, penetrante como un cuchillo, como si tal vez
no mereciera la pena luchar por mí, perder sus vidas; quizá sería mejor que se limitasen a
entregarme a esos hombres.
Pero Noah ignora su comentario.
—Tenemos que seguir avanzando. El bosque no es seguro.
Me enderezo y tomo una bocanada de aire húmedo. La piel me hormiguea por el miedo, pero
Grillo no se mueve. Se da golpecitos rítmicos en la cadera con el cuchillo al compás de los
latidos de su corazón… y eso me pone nerviosa. No me gusta la forma en que me elude con la
mirada.
—Deberíamos volver a la torre del agua —le dice a Noah—. Decírselo a los otros, traer
refuerzos.
Noah permanece en silencio lo que dura media respiración, los segundos avanzan como las
manecillas de un reloj en mi cabeza; desearía leer los pensamientos que se arremolinan en su
interior, enmascarados tras su mirada firme. Pero al final niega y el pelo le gotea por el agua de
la lluvia.
—Es demasiado tarde —dice mientras se limpia el barro de las manos sobre los pantalones
—. Tenemos que irnos ya.
Sin embargo, Grillo alza ambas manos hacia la línea de los árboles, hacia el cobertizo.
—No podemos abandonarlos sin más. Tenemos que advertir a los demás en la torre.
Noto la inquietud en Noah; hay algo que no quiere decir…, sus ojos son más fríos que el
cielo oscuro y húmedo.
—Si esos hombres han llegado aquí… —Clava la mirada en Grillo y aprieta los labios en una
línea—. Entonces es que ya han estado en la torre del agua.
Grillo deja de darse golpecitos en el muslo con la hoja, pero ahora entiendo lo que quiere
decir Noah.
—No —dice con los ojos reducidos a un par de rendijas mientras la rabia brota en su interior
—. No.
—Los de la torre ya no están. —A Noah se le rompe un poco la voz y le tiemblan los
párpados al intentar aplacar la parte de él que no quiere que ninguna de las dos (o puede que solo
yo) veamos.
Mantengo la boca cerrada… porque sé que es por mi culpa. No digo ni una palabra.
Otra bala resuena entre los árboles; nos ha pasado cerca de la cabeza. Tenemos que correr. Es
solo cuestión de tiempo que registren el cobertizo, se den cuenta de que no estoy y salgan a
buscarnos entre los árboles. Doy un paso atrás para adentrarme más en el bosque.
—Es demasiado tarde, Grillo —dice Noah y le apoya una mano en el hombro con rapidez—.
Tenemos que irnos ya.
Ella se la sacude de encima y se niega a mirarlo; tiene las mejillas arreboladas. Me pregunto
si siempre será así entre ellos: amargo, con mal genio. Como si fuesen hermanos. O algo más.
Noah me dedica una mirada rápida y asiento a modo de respuesta.
No tenemos tiempo para discutir…, tenemos que alejarnos del cobertizo. Ahora.
Juntos, nos apartamos de la linde y emprendemos una marcha irregular hacia la oscuridad, en
dirección al bosque. Noah lidera la huida, pero Grillo se rezaga y mira atrás; odia que huyamos
cuando quiere quedarse a luchar.
Cuanto más avanzamos, el sonido de las balas atravesando los árboles, las paredes del
cobertizo y los huesos, y el eco de los pasos y los gritos se desvanecen bajo la suave lluvia.
Como si hubiese sido solo un sueño, una pesadilla horrible e innombrable de la que nos
despertásemos lentamente. Kilómetro a kilómetro.
Pero esta no se lleva el dolor amargo que me carcome el estómago, los nudos cada vez más
tensos con cada exhalación de los pulmones. La tierra dura elevándose para encontrarme,
resonando en mis oídos. Corremos… mientras otros mueren.
Por mí.
Pero mis piernas siguen bombeando, sigo respirando, no miro atrás… porque morirán más
personas si no sigo adelante. Esos hombres me han rastreado desde Fort Bell, a través de un
desierto seco y cubierto de maleza, porque están dispuestos a matar para llegar hasta mí.
Y tengo que estar dispuesta a dejar que otros mueran para salvar lo que quede.
Esta historia ya está escrita, grabada en las estrellas, en la tinta de mi piel, en la, sangre de
mis antepasadas que corre por mis venas. No tengo otra opción. Llegar al mar o morir en el
intento.
Es lo único que queda ahora.
Así que continúo corriendo bajo el cielo húmedo de la noche, sigo al chico llamado Noah y a
una chica llamada Grillo cuyos ojos se han vuelto fríos, quien me mira de reojo mientras
bajamos en desbandada por una hondonada y subimos por el otro lado mientras nuestros pies
chapotean por el terreno fangoso. Me mira como si le hubiese quitado algo… Todo.
Pero seguimos avanzando. No aminoramos la marcha.
Atravesamos corriendo un bosque laberíntico y denso: las cicutas, los abetos y otras plantas
de hojas puntiagudas se nos enganchan en la ropa con las espinas, buscando la piel desnuda. Nos
hacen sangre. Plantas que no crecían en el valle, que mamá nunca me señaló para que las
memorizase… como la salvia punzante y las manzanitas doradas, que florecen dos veces al año
con su polen dulce y pegajoso. Son plantas extrañas en una tierra extraña. El lugar más lejano en
el que he estado nunca.
El amanecer se cuela entre los árboles y hace que todo parezca suave e incoloro.
El cielo llamea en el horizonte, el sol incide sobre la atmósfera justo en el ángulo que
muestra la anomalía en ese breve instante antes de que salga el sol. Una imagen extraña y
sobrenatural. Como si el cielo hubiese cobrado vida. Pero Noah y Grillo no se detienen a mirarlo;
lo han presenciado infinidad de veces antes. Y seguramente nunca se habrán maravillado por su
origen. Nunca habrán oteado el cielo y pensado que puede que algo esté mal. Nos
acostumbramos a las cosas… incluso si no encajan.
Todos nos contamos historias a nosotros mismos, diría mamá. Ignoramos lo que tenemos
justo delante. Y lo más obvio, a menudo es lo más difícil de ver.
Un momento después, el sol abrasador atraviesa la atmósfera y envía su luz trémula a la
oscuridad, dejando tan solo el cielo azul pálido y el indicio de unas nubes de tormenta. Seguimos
avanzando y viajamos durante las horas más calurosas del día hasta que, al fin, se abre un
barranco frente a nosotros y las rocas escarpadas de granito descienden a la distancia. Nos
acercamos y mantenemos el cuerpo agachado para no tropezar. Mucho más abajo, el río rompe la
tierra y colisiona con violencia, un río que podría arrastrarte corriente abajo varios kilómetros en
cuestión de minutos.
—Ahí abajo hay una cueva —dice Grillo y la señala con la cabeza. A la luz del día, sus
rasgos son suaves; sus ojos, tranquilos y húmedos por la carrera—. He acampado en ella antes.
Pero antes de que podamos descender por el barranco, Noah retrocede varios metros por
donde hemos venido hacia un roble ancho, donde rompe una de las ramas más bajas; luego, se
adentra más entre los árboles hasta perderse de vista.
—¿Qué está haciendo? —pregunto.
Grillo no dice nada, tampoco me mira… y sé que sigue pensando en el cobertizo, en la torre
del agua, en todos los amigos que hemos dejado atrás. Pero al final responde:
—Es una distracción. —Se pasa una mano por el lado afeitado de la cabeza—. Le está dando
al rastreador algo que seguir.
—¿Funcionará?
—Los conducirá en la dirección equivocada durante un rato. Pero no para siempre. En cuanto
se den cuenta de que no estamos en el cobertizo, necesitarán reagruparse. Por suerte, habrán
perdido a algunos de sus hombres y tendrán que enterrar a los muertos. Si el rastro funciona… —
asiente hacia el lugar donde Noah ha desaparecido entre los árboles—, nos dará un día de ventaja
más o menos. Puede que, con suerte, un poco más.
Debería decirle a Grillo que lo siento, que sé que ha perdido gente a la que quería porque
esos hombres me siguieron la pista hasta el cobertizo, pero por la expresión dura de su boca y la
forma en que mira barranco abajo me hace pensar que no quiere oírlo. No deshará lo que se ha
hecho. Aun así, me pregunto: ¿Seguirá vivo August? Si murió allí, junto con tantos de los otros,
entonces soy la chica con todo el conocimiento de las estrellas pero sin tener la manera de llegar
al océano… sin tener la manera de arreglar las cosas.
Y el pensamiento amenaza con romperme. Hacerme caer.
Sin embargo, Noah regresa secándose la frente con el dorso de la mano.
—He encontrado las huellas de un ciervo que se dirige hacia el norte y las he mezclado con
las mías… Con suerte, el rastreador lo seguirá un trecho.
Grillo asiente con rapidez, pero tampoco lo busca con la mirada.
Sin decir nada más, comenzamos a descender por una zona poco profunda del barranco.
Puede que antaño hubiera un camino aquí, el paso de algún animal borrado por la lluvia, pero lo
seguimos por donde podemos agarrándonos a los árboles que crecen por la pared empinada,
bajamos por las piedras sueltas y hacemos que se desprendan rocas hacia la corriente debajo de
nosotros. Grillo se desliza por la pendiente con paso seguro, mientras que yo me resbalo y pierdo
el equilibrio, inestable por el terreno escarpado. Noah se detiene y me tiende una mano, pero
niego con la cabeza. En el valle escalaba paredes empinadas cuando recogía moras silvestres y
milenramas; saltaba entre las rocas resbaladizas del río sin errar ninguna ni perder el pie. Pero
aquí fuera, en este terreno desconocido, me siento torpe y me pesan las extremidades, como si
este no fuera mi cuerpo. Puede que sea por la caída abrupta bajo nosotros hacia nada más que
agua espumosa y rocas puntiagudas. Una muerte rápida.
O puede que sea por la adrenalina, la falta de sueño, la sed y el hambre, el miedo a que esos
hombres no estén tan lejos. Todo. Pero sigo descendiendo por la pendiente mientras voy tras los
pasos de Grillo; me niego a aminorar la marcha.
El sol está muy alto cuando por fin llegamos al pie del barranco. Grillo tenía razón: hay una
cueva en la pared rocosa. No es grande y nos supera poco en altura, con la anchura de unos
brazos extendidos. Exploramos el interior y descubrimos indicios de que Grillo —y puede que
otros— ha estado aquí hace poco. Hay un anillo de leños quemados en una hoguera cerca de la
entrada junto con un solo zapato que han dejado atrás por motivos desconocidos.
Grillo se desploma en el suelo junto a la boca de la cueva; se frota los ojos, las sienes. Los
dos últimos días comienzan a hacer mella en ella.
Noah contempla el río más abajo y escucha. Pero es difícil oír nada con el estruendo de la
corriente. Si esos hombres bajan por el barranco, puede que no los oigamos hasta que estén
demasiado cerca. Pero el sonido del río también enmascarará nuestras voces. Y la cueva está
bastante escondida, así que dudo de que nos puedan ver desde arriba. Es un lugar tan bueno
como otro cualquiera para descansar. Por ahora.
Grillo cierra los ojos y apoya la frente sobre las rodillas.
—¿Estás bien? —le pregunto.
—Sí —responde con brusquedad y se aleja de mí—. Solo me duele la cabeza.
No hemos comido en todo el día y solo conseguimos dormir unas horas en el cobertizo.
Todos estamos agotados. Tenemos los nervios a flor de piel y el miedo, el dolor y el enfado
hierven en nuestro interior; e incluso ahora no podemos descansar mucho tiempo. Tenemos que
estar preparados para marcharnos, descender hasta el río y seguir avanzando si oímos lo más
mínimo de esos hombres.
Busco el frasco en el bolsillo del abrigo y lo saco.
—Ten —digo, desenrosco la tapa y vierto dos pastillas.
Levanta la cabeza de entre las rodillas y me mira la palma, embobada.
—¿De dónde las has sacado? —Me las quita con rapidez, como si fuese a cambiar de
opinión.
—De mi pa —respondo con sinceridad.
—¿Tiene más? —Ahora percibo la ansiedad en su voz, un dejo que no me gusta.
Bajo la mirada hacia el bote casi lleno que tengo en la mano con la palabra «Aspirina»
impresa en un lateral.
—Ya no. Es el último.
Esboza una sonrisa.
—Así compraste la botella de alcohol en el Búfalo.
Asiento y vuelvo a guardarme el frasco en el bolsillo junto a la postal inútil y arrugada que
aún conservo.
Pero entonces se le nubla la mirada, sacude la cabeza y mira a Noah.
—Podríamos comprar muchas cosas con esas pastillas.
—También te aliviará el dolor —digo.
Cierra los ojos y se frota la oreja con la mano, como si una punzada de dolor le martilleara el
tímpano; luego, se traga las dos pastillas sin agua.

El sol está bajo en el horizonte, lo cual hace que el aire se enfríe en la oscuridad de la cueva.
Grillo se encoge en un ovillo, como un animal del bosque acurrucado entre las hojas y la
tierra. Su sueño es profundo y agitado. Murmura de vez en cuando.
Espero que solo sea por el cansancio y no por otra cosa.
—Necesitamos provisiones —dice Noah, aún de pie en la entrada de la cueva. Le da vueltas
al objeto de plata desconocido en la mano, algo que hace cuando está pensando, reflexionando,
trazando un plan.
Huimos del cobertizo sin nada, sin comida, sin algo donde llevar el agua ni mantas. Se pasa
una mano por el pelo corto y oscuro y luego se vuelve para mirarme. De nuevo, hay algo en sus
ojos… como si no supiera qué pensar de mí. Como si no confiara en mí, todavía no. Tiene las
sienes tensas, la mandíbula apretada.
—Voy a subir por la loma más alejada y ver qué hay por allí. —Señala con un gesto de
cabeza a la cumbre escarpada y desigual al otro lado del río.
—Voy contigo. —Me encamino hacia la boca de la cueva, el hambre cada vez más acuciante
en el estómago; necesito comer algo. Y además… no quiero que vaya solo. Arriesgarnos a que
nos separen.
Pero vuelve la mirada hacia Grillo, una silueta pequeña en la oscuridad de la cueva.
—No, quédate con Grillo.
Se da la vuelta y observa el río; en sus ojos se refleja la calma con ese tono verde botella bajo
la luz menguante. Hay una amabilidad en él que no he visto hasta ahora. Puede que sea inquietud
lo que distingo en la expresión de su boca: está preocupado por Grillo, que no tengamos
bastantes provisiones para sobrevivir, que yo no merezca la pena. Nada de esta Pero cuadra los
hombros, aprieta la mandíbula y la amabilidad se esfuma.
—Si no vuelvo —me dice con la respiración pesada—, no vengas a buscarme.
Alzo ambas cejas.
—¿Y si nos encuentran esos hombres?
—Entonces, corred. Meteos en el río si hace falta. Os llevará lejos del barranco casi hasta
Mill City.
Dudo y la ansiedad extiende sus hilos por mi pecho. Pero cuando me mira, hay fuerza en sus
ojos, determinación, y me quedo con parte de ello para mí. Me mira como si supiera que soy más
fuerte de lo que aparento. Que soy capaz de cuidarme. Y al final asiento porque necesita saber
que lo haré…, que no iré a buscarlo. Que Grillo y yo nos iremos sin él si llegara el caso. Me
aseguraré de que esté a salvo. De que yo esté a salvo. Pero ¿y luego, qué? ¿Acabaremos
regresando al cobertizo? ¿Buscaremos a August? El tiempo se agota. Pero antes de que pueda
decirle nada de esto, Noah se ha alejado y veo cómo se abre paso hasta el río, una silueta oscura
entre los árboles húmedos y empapados de lluvia que sortea el camino con facilidad sobre las
rocas y, después, asciende por el lateral más alejado del barranco.
Y espero —lo necesitó— que regrese.

Pasan las horas. El cielo se vuelve gris otra vez, el sol comienza a descender por el oeste y las
paredes del barranco proyectan sombras largas sobre el río y la cueva antes de que el sol se
ponga del todo. El aire se oscurece, frío. Un frío tan amargo que nos hace apretar los dientes.
Camino junto a la apertura de la cueva mientras observo el lugar más alejado del río por si
Noah reaparece entre los árboles. Pero no regresa.
¿Cuánto tendremos que esperar?
Los nervios se mecen entre mis pensamientos; imagino todo lo que puede haberle ocurrido.
Puede que esté herido, que se haya lesionado entre los árboles en la otra orilla. O puede que se
haya topado con Teóricos e incluso con carroñeros. Mi mente no quiere calmarse, no va a parar
de evocar motivos por los que necesito cruzar el río para ir a buscarlo. A un muchacho al que
apenas conozco.
Saco la postal del bolsillo y recorro el contorno de la torre alta y resplandeciente con la yema
del dedo, París. La Tour Eiffel, y pienso en mamá, en la cabaña, en el valle. Desearía que
estuviera aquí. Desearía estar a salvo, de vuelta en mi cama, solo por una noche, mientras
escucho el río tras mi ventana y las espigas de maíz en el jardín meciéndose al viento.
Anhelo algo familiar.
Cualquier cosa.
Pero entonces Grillo abre los ojos de golpe y gime, todavía dolorida, y pasea la mirada por la
cueva.
—¿Dónde está Noah? —pregunta con la voz pastosa de sueño.
Vuelvo a guardar la postal en el bolsillo con rapidez, fuera de la vista.
—Ha ido a la loma más alejada a buscar provisiones.
Grillo se pone de costado y compone una mueca de dolor cuando se impulsa para sentarse.
—¿Hace cuánto que se ha ido? —Está pálida, fría, y voy a buscar la manta vieja y
chamuscada al fondo de la cueva. Le sacudo las agujas de pino, las hojas muertas y un pequeño
escarabajo naranja que cae al suelo y luego se escabulle de nuevo en la oscuridad.
—Ten —digo y la cubro con ella. Huele a cenizas, como a podredumbre, pero no se queja.
Me sorprende lo enferma que parece… Me pregunto si se sentía tan mal cuando la conocí en el
salón pero lo ha estado escondiendo, O quizá esté empeorando, algo que avanza raudamente.
Algo que acaba de echar raíces y de lo que no podrá zafarse—. Lleva todo el día fuera —le
cuento y miro de nuevo al río de reflejos plateados y blanquecinos a la luz de la luna.
—Supongo que te dijo que no fueras tras él. —Sacude la cabeza, no espera que le responda
porque ya lo sabe—. No tiene sentido ir a buscarlo de todas formas. Iremos demasiado lento. Es
mejor esperarlo aquí.
Pero yo no quiero esperar. Tenemos que seguir. Aun así, parece que Grillo todavía está muy
débil; necesita descansar más. Y yo no puedo llevarla. Esperaremos una hora más, tal vez dos.
—Puedo encender un fuego —digo. Mamá me enseñó a prenderlos con una roca lisa y un
palo partido por la mitad. Hasta puedo utilizar los restos de carbón de la última fogata que
hicieron aquí.
Sin embargo, Grillo frunce el ceño.
—No podemos arriesgarnos a que se vean las llamas.
Así que esperamos en la oscuridad de la cueva, contemplando el río, el extremo más alejado
de la loma, a que una sombra se deslice entre los árboles. A que vuelva Noah.
Grillo me pide más pastillas y le doy dos. Se queda dormida a mi lado con la cabeza apoyada
en el suelo duro. Trazo la constelación de mi cuello con el dedo, las líneas negras y rectas, cada
cúmulo estelar. La marca de una Astrónoma.
Me tiendo de espaldas junto a Grillo y alzo la mirada entre los pinos. Tova y Llitha son
visibles justo por encima de las copas de los árboles, las estrellas gemelas que lo empezaron
todo. Aunque se han desviado un poco hacia el sur desde que las vi por primera vez. Se están
alejando. Ya no queda mucho hasta que desaparezcan en la curva amplia de su órbita, lejos de
nosotros. Al norte se extiende la mitad oscura del cielo: un parche negro desprovisto de estrellas
donde no existe la luz.
Es la sombra, diría mamá y señalaría con la mano al lugar donde no hay constelaciones que
memorizar ni nombrar. Ni nebulosas ni la Vía Láctea. Solo oscuridad y nada más.
Dejo que se me cierren los ojos; no quiero contar las estrellas, no quiero pensar en lo que
hemos perdido o en lo que está por venir. Apoyo la cabeza contra el suelo compacto de la cueva,
el costado me duele un poco —aunque no es tan malo como antes— y siento el aire frío de la
noche contra el rostro mientras escucho el sueño febril e intranquilo de Grillo.
Hay alguien en la cueva con nosotras.
Una sombra que aumenta de tamaño en la pared; el sonido de unas botas junto a mi oído.
Vuelvo la cabeza, despacio, inspeccionando la oscuridad con la mirada… Me da miedo
moverme, me da miedo hacer un solo ruido.
Pero cuando la sombra queda a la vista y se me adaptan los ojos, lo veo: es Noah.
—Intentaba no despertaros —susurra.
Me incorporo y el alivio me inunda el pecho. Había pensado lo peor, temía que no volviese, y
al verlo de pie a unos metros de distancia, contengo el impulso de alargar la mano y tocarlo para
asegurarme de que es real. Que no se trata solo de un sueño. Junto a mí, Grillo sigue
inconsciente, sumida en un sueño profundo, retorcida de dolor.
—Llevas fuera mucho tiempo.
Asiente con suavidad.
—He encontrado una casa abandonada en lo alto de la otra orilla. He tomado lo que he
podido. —Sostiene una cantimplora de metal tosca para llevar agua, mellada en un lateral, y un
cabo de cuerda demasiado corto como para resultar de utilidad. No ha encontrado mucho.
—¿Viste a alguien allí? —pregunto.
Se arrodilla junto a la hoguera sin encender a tan solo unos metros de mí, con la boca
presionada en una línea cortante.
—Nadie. —Entonces eleva la mirada y veo el agotamiento, la carga que lleva y que no quiere
que vea. Pero hay aún más en esos ojos verdes: un atisbo de quién es en realidad, una amabilidad
que intenta mantener oculta. Aun así, sigue ahí. Un chico que conoce la tristeza al igual que el
peligro. Que, tal vez, incluso ha conocido el amor, que ha tocado a otra persona y sentido cómo
se hundía en la comodidad de sus brazos. Que ha susurrado palabras en las horas más frías de la
noche y posado los labios en los recovecos suaves de alguien a quien teme perder. Un chico que
me mira como nadie lo ha hecho, como si yo fuese el acertijo, no él. Como si fuera algo que
tuviese que desenmarañar, como una bobina de hilo…, algo que teme y a lo que anhela acercarse
a partes iguales, echar un vistazo bajo mi piel y ver la luz de las estrellas grabadas en mis huesos.
Trago saliva y, al final, añade con suavidad—: Duerme. El sol saldrá pronto y tendremos que
continuar.
Aun así, no aparta los ojos de los míos y, por un momento, creo que va a decir algo más
cuando sus labios se separan un tanto. Pero el aire entre nosotros se siente demasiado fino, como
si estuviera a punto de romperse. Desvío la mirada y cruzo los brazos sobre el pecho.
Noah se pone de pie y camina hacia la entrada de la cueva, de cara a la oscuridad. Me tiendo
junto a Grillo, acurrucada bajo la manta quemada mientras que su respiración suena entrecortada
en mi oído, pero observo a Noah. Me gustaría entenderlo. Me gustaría saber los secretos que
guarda, me gustaría saber qué nos espera en la oscuridad.
Cuando al fin caigo rendida, sueño con el mercado, que corro por las calles bajo un cielo
nocturno que no para de dar vueltas, gira y se sacude sobre mí hasta que todo se hace pedazos:
las estrellas explotan, se vuelven oscuras, hasta que una sombra más grande desciende sobre ellas
y me engulle.
Abro los ojos de golpe; Noah me toca el brazo arrodillado junto a mí; su rostro está a tan solo
unos centímetros del mío.
—Una pesadilla —dice, como si lo supiera. Como si no fuera ajeno a ellas.
Los rayos del sol de la mañana inundan la cueva de una luz cálida; tengo la frente perlada de
sudor. Grillo ya se ha despertado —parece que se encuentra mejor— y está sentada frente a la
antigua hoguera mientras la atiza con un palo.
—Tenemos que volver —dice—. Comprobar si todavía queda alguien con vida.
—No. —Noah aparta la mano de mí y se levanta al tiempo que niega con la cabeza.
Me he despertado en medio de una discusión ya empezada.
—No podemos dejar a August atrás —replica ella.
Noah sale de la cueva y baja varias rocas como si se dirigiese al río, pero entonces se detiene
y le da vueltas al objeto circular en la mano, ese que todavía no he podido atisbar bien.
—August está muerto.
Grillo deja caer el palo sobre las brasas y levanta una nube de ceniza.
No, no, pienso y me incorporo con rapidez. Tiene que ser un error.
—No lo sabes —dice Grillo por las dos.
Noah vuelve a guardarse el objeto en el bolsillo y agacha la mirada.
—Yo lo vi.
Noto cómo se me frunce el ceño y me levanto.
—¿Estás seguro? —pregunto. El corazón empieza a martillearme y un peso imposible de
describir se asienta sobre mí. Si August ha muerto, todo esto ha sido para nada. Nunca llegaré al
mar, nunca haré lo que estaba predestinada a hacer y no salvaré a nadie. Me paso los dedos por
el pelo enredado y siento los tirones en el cuero cabelludo.
—Esos hombres entraron en el granero justo después de que salierais por la pared. Fue un
disparo limpio en el pecho… —Noah traga con dificultad y aparta la mirada de Grillo y de mí.
Se le acumula cierta humedad bajo los párpados—. Fui a por él, pero ya se había ido. —Un largo
suspiro escapa entre sus labios.
—No. —La voz de Grillo suena como un gimoteo, respira de manera superficial y, por un
instante, quiero tocarle el hombro, pero intuyo que no debería. Nada de esto habría ocurrido si no
me hubiesen llevado al cobertizo: esos hombres vinieron a buscarme y August murió por ello. Es
culpa mía. Y ahora August está muerto…
Todo ha terminado.
Es demasiado tarde.
Grillo se da la vuelta, pero escucho la suave exhalación de las lágrimas recorriendo sus
mejillas y apoya la base de las palmas sobre los ojos, como si así pudiese reprimir el arranque.
Siento que me hundo, la oquedad de mi corazón y el nudo en el estómago vacío, el dolor en
el mismísimo centro de mi cuerpo me dificulta respirar. Se ha acabado. Las estrellas hermanas
seguirán su trayectoria cada vez más al sur, día tras día, y pronto desaparecerán por completo. He
llegado hasta tan lejos, he quemado mi casa del valle hasta los cimientos y ¿para qué? He
fracasado. Cada Astrónoma antes que yo, las que permanecieron en el valle y marcaron su
piel… se sacrificaron. Para esto. Por mí. Para que yo pudiera llegar por fin al mar. Y ahora… se
ha acabado.
Todo para nada.
Quiero llorar, soltar un sollozo profundo y descomunal, pero mi cuerpo está demasiado débil
y deshidratado y solo siento pesadez tras los ojos, el dolor pulsante.
Esto lo he causado yo… Lo he arruinado todo y ahora…
—Tenemos que seguir por nuestra cuenta sin él… —dice Noah con firmeza tragándose su
propio dolor, cerrándose frente al dolor. Pero veo la humedad en la comisura de sus ojos, el
temblor en las sienes—. Debemos acabar con esto. No tenemos otra opción.
Sus palabras interrumpen mis pensamientos y me atraviesan hasta el alma.
—¿Qué?
—Seguimos adelante —continúa, como si fuera obvio, y me echa un vistazo breve con una
calina Verde y taciturna antes de dirigirse a Grillo—. Ahora no podemos detenernos.
Me tiritan los labios.
—¿Sabes cómo llegar al mar? —El sol brilla alto entre los árboles y me calienta la piel, pero
estoy temblando; la confusión y la duda me recorren cada vena.
—Puede que tengamos otra alternativa —interrumpe Grillo antes de que Noah pueda
responderme. Se aparta las manos de la cara y veo la mueca en su boca, el ceño fruncido,
horrible y desfigurado, y la idea que se forma en sus ojos—. Podemos dejar que esos hombres se
la lleven. —Habla bajo con voz ronca, como si no quisiera que la escuchase a pesar de que estoy
a tan solo unos metros de distancia—. Es lo que quieren, Noah…, solo la buscan a ella. Y
dejarán de perseguirnos.
Me señala con el dedo, pero no ladea la cabeza para mirarme. No merezco su mirada
penetrante, no después de lo que ha pasado…, no ahora que sabe que August está muerto y que
es todo por mi culpa. Quiere que pague por lo que ha ocurrido. Me ayudó a escapar del salón,
me mantuvo con vida cuando cruzamos las llanuras del desierto hasta la torre del agua y fue
conmigo al cobertizo. Pero ahora sospecho que se arrepiente de todo eso. Y aunque sus palabras
hacen que un estremecimiento como agujas por el miedo me recorra la columna, tampoco la
culpo. Entiendo su enfado, su furia… Yo también me culpo.
Aun así, me levanto y me adentro un paso en la cueva, lejos de los dos.
Noah se acerca a ella con una mirada severa y la mira; la reta a apartar la vista.
—No tienes por qué venir con nosotros —dice sin rodeos—. Puedes volver al cobertizo, a la
torre del agua si quieres. Pero yo me quedo con ella.
Parpadeo en su dirección; en el fondo, una parte rota de mí se sorprende por que quiera
seguir ayudándome después de todo.
—¿Por qué? —Grillo levanta una mano y esboza una expresión de incredulidad.
Pero Noah cuadra la mandíbula y deja que su mirada se desvíe hacia mí, como si tratase de
recordar los motivos, por qué no se limita a entregarme a esos hombres.
—Ya sabes por qué —le dice respirando con fuerza por la nariz, con mil pensamientos
ocultos tras sus ojos.
—Harás que te maten.
Su rostro permanece impasible, inexpresivo, como si sus palabras no significaran nada, como
si no tuvieran importancia. Como si la muerte no fuese lo peor que nos aguarda ahí fuera.
Una abeja grande con alas dobles pasa volando despacio y perezosamente junto a mi hombro
buscando el polen que no encontrará en la cueva, antes de volver a virar para alejarse hacia el
cielo.
—¿Sabes dónde está? —me atrevo a preguntar al tiempo que salgo de entre las sombras de la
cueva—. ¿Sabes cómo llegar al mar? —Dirijo la mirada hacia Noah, pero es Grillo la que me
responde.
—Claro que sí —espeta con una mirada cortante—. Ahora que August ha muerto… —Se le
quiebra la voz, y luego se recupera—. Noah es el último Arquitecto.
La sangre comienza a tronarme en los oídos como una tormenta, los fogonazos de los rayos
me surcan la vista. Contengo la respiración temblorosa y veo que Noah rebusca en el abrigo
oscuro y saca algo. Algo que apenas refleja la luz.
El anillo grabado de plata. El anillo de August.
Cuelga de la cadena que lleva al cuello.
Lo había escondido, quizá porque no quería que Grillo lo viera, porque el anillo significa que
August de verdad ha muerto…, que lo ha sacado de su cuello sin vida. Y ahora vuelve a
guardarlo bajo el abrigo, sobre el pecho, como si fuera justo el lugar adonde pertenece. Adonde
siempre había estado destinado a permanecer en algún momento. Pero su mirada titubea un
instante, como si el peso del anillo fuera mayor que su tamaño real.
Por el deber y la responsabilidad que conlleva.
No es nada fácil asumir el papel que te han dado, que se ha ido transmitiendo durante
generaciones. El peso es cada vez mayor. Lo sabré yo.
Y ahora Noah es el último Arquitecto.
Mamá siempre decía que si el Arquitecto moría, habría otro para reemplazarlo, alguien que
conociese el camino. Al confín de todo. Y ahora… recorro al chico con la mirada y siento que mi
mente es una tormenta de estrellas que se reconfiguran y se asientan con un patrón
completamente nuevo —Noah es el Arquitecto—, pero él no me mira. Acarrea un peso en sus
ojos verdes ensombrecidos. Cien años de espera en ellos. Parece desnudo, vulnerable…
Diferente. Un chico hecho pedazos por la pena y luego vuelto a unir al deslizarse un anillo en
torno al cuello.
La vida de August, su propósito, sobre la mano de Noah.
Es el último. Como yo.
Quiero hablar, decirle algo para calmar lo que sea que pueda estar sintiendo, pero las palabras
se me enredan en el pecho como el nido de un pájaro destruido por el viento.
Grillo camina hacia un lateral de la cueva y se lleva las manos tras el cuello antes de mirar
hacia el río, barranco abajo.
—Si de verdad es ella —dice ahora, hablándole solo a Noah—, si es la última Astrónoma, los
Teóricos no serán los únicos que la estén buscando, todos lo estarán. —Baja los brazos sin
parpadear—. Es peligrosa, Noah. Si se corre la voz de que de verdad han hallado a la última
Astrónoma, tan solo estar con ella pondría nuestras vidas en riesgo. ¿Estás dispuesto a morir por
ella? —dice «ella» como si ni siquiera me mereciese esa palabra.
Noah toma aire y, de repente, tengo miedo. Empiezan a pitarme los oídos y la respiración se
me acorta y acelera en los pulmones. Puede que piense que tiene razón, que no merece la pena
morir por mí Puede que no sienta deber, sino duda.
Es el miedo del que mamá me hablaba en las noches en las que no podía dormir, cuando
observaba señales de que alguien se acercaba por la loma sobre el río. Le aterrorizaba que nos
encontraran algún día. Nunca entendí de verdad el pánico que sentía, esa tensión en el cuello
cuando sabes que te están dando caza. Pero ahora sí.
Me aclaro la garganta y Grillo desliza la mirada hacia mí.
—La muerte viene a por todos nosotros… —digo con firmeza, imprimiendo seguridad en
cada palabra—. Vendrá antes a por algunos si no llegamos al mar…
Necesito que lo sepan, que entiendan que ya no hay vuelta atrás. Noah puede guiarme hasta
el mar, no puedo dejar que se rinda. Lo necesito. Y de formas que ni siquiera entiende aún, él
también me necesita.
Grillo resopla y deja escapar una bocanada de aire. Como si no me creyese… y tampoco
quisiera.
Pero Noah entorna los ojos, profundos y fervientes, ladea la cabeza, tensa la mandíbula,
como si tratase de vislumbrar la verdad en mi rostro. Ver si confía en mí. Me recuerda la
necesidad que vi en la cara de la multitud que me rodeaba en el salón. Pero no noto el miedo en
las entrañas cuando Noah me observa; la necesidad de su mirada es distinta, tenue, casi a punto
de romperse, como si quisiera acercarse y entrelazar los dedos con los míos con fuerza, con
desesperación, como si no fuera a dejarme ir nunca. Aunque se queda plantado donde está.
Aun así, un escalofrío afilado como un cuchillo me recorre la columna.
—No voy a abandonarla —le dice a Grillo sin apartar los ojos de mí—. Me he pasado la
mayor parte de mi vida esperándola… —Parpadea, los labios separados, atrapado en un
pensamiento; luego, toma aire antes de continuar— August dijo que no hay nada más importante
que esto, que proteger a la Astrónoma… —Parpadea otra vez—. Que protegerla a ella. Y si me
lo pide, la llevaré al mar. —Se le enciende la mirada desde dentro y la mandíbula se le contrae
con unas pequeñas palpitaciones—. ¿Es eso lo que quieres? —pregunta y unas sombras le
oscurecen el rostro con la mirada entornada y la boca entreabierta.
Me tirita el cuerpo, la luz entre los árboles parece retroceder. Se está ofreciendo. Me está
dando una opción. Una promesa. Un voto. Si se lo pido, se quedará conmigo hasta el final. Y una
parte de mí quiere echarse a llorar. Ya no estoy sola. He encontrado al Arquitecto, como mamá
dijo que haría, y empiezo a creer —necesito creer— que conseguiremos alcanzar el mar; que
llegaremos a tiempo y sobreviviremos.
—Sí —respondo con voz liviana y la mirada gacha.
Noah me contempla como si viera cada pensamiento que me atraviesa, como si comprendiese
lo que yace ante nosotros, pero siente la plenitud de nuestra historia tejiéndose a sí misma.
Parpadea una vez, dos, y luego me asiente…, hemos hecho un pacto. Y no se puede romper.
Pero Grillo sacude la cabeza con el ceño fruncido y unas sombras bajo los ojos aguamarina,
como si Noah la hubiese traicionado de alguna manera. Como si quisiera agarrarlo por el
pescuezo y llevarlo a rastras al cobertizo, lejos de mí.
—Maldito seas, Noah —masculla.
Al final, él aparta los ojos de mí para mirar a Grillo.
—Es lo que August quería —dice y luego vuelve a acercarse a la entrada de la cueva. La luz
de la mañana titila entre los árboles y sobre su expresión de determinación—. Y lo sabes.
Grillo aprieta los labios, pero se produce un cambio en sus ojos, en su barbilla ladeada.
—Está bien —responde con brusquedad—. Pero necesitarás a alguien a quien se le den mejor
los cuchillos que a ti, patoso. —Le echa un vistazo a Noah.
Puede que sea porque es lo que August quería, quizá porque no piensa dejar solo a Noah, o
simplemente porque es cabezota…, pero se queda con nosotros.
—Deberíamos de llegar a Mill City al caer la noche —dice tamborileando los dedos sobre el
cuchillo enfundado—. Si nos marchamos ya.

Seguimos río abajo y nos movemos con rapidez entre las sombras que proyectan las paredes
escarpadas del barranco y los árboles frondosos. Noah recoge bayas de los arbustos rebosantes
de espinas al pasar y luego nos las ofrece a Grillo y a mí.
—Bayas de cuervo —dice sin aminorar el paso. Sabe que tenemos que seguir avanzando,
poner más kilómetros entre esos hombres y nosotros.
Pero tengo tanta hambre que casi lloro cuando el sabor agridulce explota entre mis dientes;
no se parece a nada que haya probado antes. Cerca de las raíces de un árbol caído, Noah se
arrodilla, escarba con rapidez en la tierra oscura con las manos y luego usa el cuchillo que lleva
sujeto al tobillo para cortar una raíz de color rojo oscuro.
—Raíz de zanahoria silvestre —dice y me tiende un pedazo grueso.
Muerdo la raíz llena de nudos: es dura por fuera, pero blanda en el medio y tiene un sabor
dulce y terroso. La prefiero a las bayas. Noah corta más pedazos y se los guarda en el bolsillo del
abrigo para más tarde. Luego mira río arriba, a nuestras espaldas, atenta al ruido de hombres a
caballo, voces, pero como no oye nada, se coloca a paso firme a mi lado, dejando que Grillo
marche delante —aplasta a su paso un montón de juncos en dirección al río para crear un desvío
que pueda seguir un rastreador, para confundirlos y, con suerte, mandarlos en la dirección
equivocada—. Parece que ha tenido fuerzas durante toda la mañana; puede que las pocas horas
de sueño la hayan fortalecido o, simplemente, que las pastillas le han aliviado el dolor. Y, con el
tiempo, desaparecerá.
—Sé que parece dura —dice Noah señalando a Grillo con la cabeza, que se aleja de la orilla
del río y asciende de nuevo por el camino—. Pero no es que no quiera ayudarte…, solo tiene
miedo.
—¿De qué? —Meto las manos en los bolsillos del abrigo y acaricio el bote de pastillas. Me
pregunto si debería de haberle dado más antes de partir—. ¿De morir?
Por mi culpa.
Se le eleva una comisura del labio.
—Si hay algo de lo que no tiene miedo, es de morir.
Algo más adelante, Grillo trepa por las ramas bajas de un árbol muerto y otea río arriba para
asegurarse de que vayamos en la dirección correcta antes de dejarse caer al suelo y continuar.
—Los padres de Grillo murieron de tisis cuando era pequeña —dice y su voz adquiere un
ritmo bajo e inalterable—. Nadie la quería en realidad… Les preocupaba que muriera poco
después, que no fuera lo bastante fuerte.
Sacudo la cabeza. Me cuesta imaginar que alguien piense que Grillo pueda ser cualquier cosa
menos fuerte, resiliente y dura.
—Solo tenía ocho años cuando empezó a vivir y a buscar comida por su cuenta —continúa
Noah—. Se unía al grupo de August de vez en cuando, pero nunca se quedaba mucho tiempo…
Siempre prefirió vivir sola. Creo que es porque tiene miedo de estrechar lazos, formar una
familia que pueda perder. —Traga saliva y mira adelante, donde Grillo se ha colado entre dos
rocas grandes que deben de haber caído desde lo alto del barranco y casi bloquean el camino,
aunque han dejado un pasadizo estrecho y angosto lo bastante amplio como para pasar a lo justo
—. Pero aunque llevemos semanas sin verla, siempre vuelve al campamento de August,
normalmente con algo que ha robado. Y esta vez… —Me mira y hace una pausa, como si tratara
de ver algo reflejado en mis ojos—. Volvió contigo.
El viento asciende desde el río y le revuelve el pelo negro cuando arquea una ceja en mi
dirección: una expresión sincera de curiosidad. Puede que haya pensado que nunca me
encontraría en realidad, al igual que yo temía no encontrarlo a él. Ambos estábamos esperando
algo que parecía imposible. Nos íbamos acercando el uno al otro como unas manos intentando
aferrarse a algo en la oscuridad, sin estar seguros de lo que hallaríamos.
Dejo que mi mirada se pose en él: la caída pesada de sus párpados como si mirase a un
bosque verde y el tono moreno de su piel bañada por el sol. Parece tan precavido, con una
fortaleza que estoy segura de que lo ha mantenido con vida. Aun así, he atisbado algo más:
tristeza, pero también dulzura, grietas en su armadura por donde se cuela la luz.
—¡Tenemos que ir más rápido! —grita Grillo antes de escabullirse en un terreno de olmos
escuálidos, probablemente para crear otra distracción: un camino a ninguna parte.
Noah aprieta el paso y rodea un arbusto con espinas.
—Solo tiene miedo de lo que vaya a ocurrir —dice en voz baja para que ella no lo oiga—.
Sabe que eres un peligro.
Y aun así, sigue aquí, pienso. No se ha dado media vuelta; no ha ido corriendo a buscar a
esos hombres para entregarme. Si Noah tiene razón y no le da miedo morir, entonces puede que
sea a él a quien no quiere perder… Teme por la vida de Noah más que por la suya propia.
Atravesamos un cúmulo de espadañas, son las mismas que crecían en el valle, y acaricio los
tallos suaves con los dedos antes de dejar que se balanceen para recolocarse en su sitio.
—¿Tienes miedo? —pregunto. Bizqueo para bloquear la luz del sol que destella, entre los
árboles gigantes.
—Estoy acojonado —responde. Eleva la comisura de la boca y sus ojos se desvían hacia mí
con la misma calidez reticente en su mirada que advertí hace un rato. Esa parte de él que
mantiene escondida bajo miradas severas, ojos de acero y una voz profunda e imponente. Tiene
el porte de un líder, alguien a quien otros seguirán.
Pero le dedico una sonrisa rápida y aparto la mirada. Porque tengo demasiados pensamientos
enmarañados en la cabeza. He dormido muy poco. Y hay muchas razones por las que tenemos
que avanzar con más rapidez.
Las paredes del cañón comienzan a disminuir, cada vez menos profundas, y el camino frente
a nosotros asciende hasta una planicie mientras que el río se extiende a la distancia.
Grillo se detiene y sostiene una mano sobre los ojos para examinar el terreno extenso con el
calor subiendo a oleadas de la llanura seca.
—No he oído que nadie nos siguiera —dice—. Ni caballos.
—No se han rendido —responde Noah con seguridad, como si supiera que no se limitarán a
darse la vuelta, que nos seguirán hasta el mismísimo confín de esta tierra, hasta que no haya
ningún otro lugar dónde ir ni esconderse. Esos hombres no pararán.
Saca el objeto circular del bolsillo y lo sostiene en la palma. Por primera vez, veo una flecha
en equilibrio en el centro bajo un cristal redondo. La flecha planea y luego gira ligeramente a
nuestra izquierda. Enseguida vuelve a guardársela en el bolsillo con rapidez, como si no quisiera
que la viera.
Sin embargo, frente a nosotros yace una franja desolada de pradera sin bosque por el que
viajar, nada más alto que las gramíneas y algunos montículos repartidos de arbustos secos. Tras
él, veo una hilera de colinas bajas y redondeadas. Sin embargo, están a un día de viaje de aquí,
como poco. Tan pronto salimos del refugio de los escasos robles que hay a lo largo de la orilla
del río, no tenemos dónde escondernos.
—¿Por dónde se va a Mill City? —pregunto.
—Todo recto —responde Noah.
Recto por el pastizal al descubierto.
Se arrodilla junto al río y rellena la cantimplora. Luego se pasa las manos por el pelo oscuro
dejando que el agua se le derrame por el rostro y el cuello. No me permito quedarme mirándolo,
con las mejillas sonrojadas y pensamientos no expresados.
—El río vira hacia el oeste a menos de un kilómetro, el camino contrario a donde nos
dirigimos —dice con el agua goteándole de las pestañas—. Es la última vez que veremos agua
durante un trecho.
Grillo se agacha y se salpica la cara para refrescarse la piel; yo hago lo mismo y hundo los
brazos hasta los codos —se me pone la piel de gallina—. Pero sé que no durará. Pronto
estaremos en campo abierto bajó el calor del mediodía y sin sombra. Pronto me arderá la piel.
—¿Listas? —pregunta Noah secándose lo que le queda de agua de la frente.
Grillo pasa por su lado y se aleja del río hacia la explanada sin decir una palabra, como para
demostrar sus agallas. Para demostrar que no tiene miedo.
Pero se me llenan los ojos de lucecitas, pequeños prismas que me atraviesan la retina. Los
cierro con fuerza para ahuyentar esa luz parpadeante, obligándola a desaparecer —odio cómo se
siente— y sigo a Grillo por la llanura con Noah detrás de mí.

No pasa demasiado tiempo hasta que me sobreviene la culpa: anhelo el barranco, el río fresco y
la sombra de los olmos.
El sol me asa la piel y me deja la garganta hecha polvo. El sudor me cae por la espalda y
tengo los labios agrietados. Es peor de lo que pensé, más caluroso y polvoriento, con un viento
cortante a la espalda y el sol frente a mí, emborronándome la vista.
Noah recorre con la mirada el paisaje extenso y reseco, vigilando por si emergen siluetas a
caballo que vienen tras nosotros bajo el calor. Entrecierro los ojos para intentar permanecer alerta
como él, pero solo veo las olas de calor abrasador y una luz cegadora. Me siento inútil. Abro la
boca para sugerir darnos la vuelta, que busquemos otro camino, pero lo único que me sale de los
pulmones es aire seco. No tiene sentido malgastar palabras. Sé que no podemos volver. Si esos
hombres nos siguen, debemos seguir adelante.
Siempre hacia delante.
Un reguero de sudor me cae sobre los ojos y Noah me tiende la cantimplora. Le doy un sorbo
pequeño por miedo a que se nos acabe. Por miedo a tomar más de lo que me corresponde.
El terreno cambia: donde antes se extendían acres de matorrales quebradizos por todas
direcciones, ahora distingo los restos de una tierra de labranza, un páramo grande e infinito en el
que antaño crecieron cultivos, pero ahora tan solo lo asola el viento de lado y los ciclones de
polvo. Me pregunto si este llegó primero y luego alejó a los granjeros, o si enfermaron de tisis y
abandonaron las granjas, dejando que la tierra se marchitase bajo el sol implacable.
Intento mantener el ritmo de Grillo, que va delante de mí, pero su zancada es más larga que
la mía, más segura —es como un reno de patas delgadas— y comienzo a marearme y a arrastrar
los pies. En el eco de los oídos, oigo un siseo ininteligible, pero solo es el viento, que cada vez
suena más fuerte.
—¿Cuánto más queda? —consigo decir. La voz resuena como un estremecimiento en los
tímpanos y se me revuelve el estómago.
Pero si Noah o Grillo me responden, no los oigo. Ahora, solo percibo el viento, la brisa
cálida que me golpea el cuello. Que me enreda el cabello. Las oleadas de calor que me nublan la
vista.
El tiempo pasa, el sol está muy alto, ardiente, abrasador, sin ocultarse nunca tras el horizonte.
Aunque sospecho que la noche será fría y cruel, quizá peor que el calor.
—Allí —oigo que dice Grillo.
Alzo los ojos. Me queman, siento aguijonazos con cada parpadeo. Busco el contorno de los
edificios del pueblo que se alza sobre la maleza. Los tejados y los ángulos hechos por el hombre.
Pero no hay nada.
—¡Allí! —exclama Grillo, esta vez con más urgencia. Puede que esté viendo cosas, que sus
ojos conjuren fantasmas bajo el calor—. ¡Corred! —vocifera, un eco por el desierto—. ¡Tenemos
que correr!
Me vuelvo para mirarla; noto las piernas débiles, sin equilibrio, los pies hundidos en la arena.
—¿Qué? —dijo al tiempo que me seco los ojos.
—¡He dicho que corrieras! —Me agarra del hombro con brusquedad. Y entonces veo.
Un muro de algo, una nube amplia de partículas que se alzan al cielo.
—¿Qué es? —balbuceo con los labios agrietados y las piernas temblorosas, incapaz de
orientarme. Grillo me suelta y ladeo la cabeza hacia arriba, tragando el aire seco. Noto la tos en
el fondo de la garganta.
—¡Tormenta de arena! —dice Noah. Ahora, sus manos me tocan, entrelaza los dedos con los
míos para tirar de mí mientras que yo sigo parpadeando—. ¡Tenemos que movernos! —grita.
Grillo ya ha salido corriendo y está bastante lejos. Y cuando me doy la vuelta para mirar a
mis espaldas, veo el muro de polvo: una cortina de una oscuridad atroz que se revuelve a través
de la tierra de labranza árida. Nunca he visto nada parecido y, por un instante, me cautiva cuando
la veo crecer, cada vez más alta, más ancha, más cruel. Se dirige directa hacia nosotros.
—¡Vega! —exclama Noah con el rostro a apenas unos centímetros del mío—. Tenemos que
correr. ¡Ya!
Y entonces mis piernas comienzan a moverse, me impulsan, mientras el polvo asciende hasta
mi cara y me llena los pulmones. No puedo respirar, pero sigo en movimiento sobre el terreno
blando con el corazón martilleándome. Corre, corre, me repito; una única orden reducida a un
solo pensamiento.
A mi lado, Noah me echa un vistazo rápido.
Pero ¿a dónde vamos?
Aquí no tenemos escapatoria. Ni refugio. El tono azul blanquecino del cielo se torna marrón,
como el río Medicine Bow después de una tormenta, enfangado por el barro. Tan solo quedan
irnos segundos, unos instantes, para que nos alcance. Contengo el aliento —puede que el último
—, y cierro los párpados.
La nube de polvo nos golpea la espalda. La fuerza me aparta de un tirón del agarre de Noah,
hace que nuestros dedos se separen y casi me tira al suelo.
Mierda, pienso. Es demasiado tarde.
Pierdo de vista a Grillo, a Noah, que estaba justo a mi lado. Pierdo todo el sentido de la
orientación, de las manos y los pies bajo mi cuerpo. Intento tocarme la cara para apartarme el
polvo de los ojos, pero es inútil: hay demasiado viento y tierra. Está por todas partes. En los
oídos. En la nariz. Siento que me ahogo.
Trato de llamar a Noah —estaba justo aquí—, pero tan solo me sale una tos. Necesito agua.
Necesito el río.
Me daré la vuelta, pienso. Volveré al barranco y al río. No, gritan mis pensamientos. Está
demasiado lejos. Ya está a horas de camino.
Sacudo las manos frente a mí con la esperanza de ver algún contorno, algún rasgo del
terreno. Pero me ceden las piernas y caigo de rodillas, jadeando, tosiendo. Me ahogo.
Demasiado polvo.
Ya no hay sol, oculto por la capa espesa y marrón. Ahora, solo queda oscuridad.
No veo dónde estoy, no veo qué les ha pasado a Grillo y a Noah. Me aprieto los ojos con las
manos… Esperaré a que pase, a que termine. Me quedaré aquí sentada, con la cabeza apoyada en
el suelo esperando a que pase. Pero el miedo se entrelaza con mis pensamientos, la sangre me
late en los oídos, así que recito los nombres de las estrellas en silencio: Bellatrix, Alhena, Cástor
y Pólux. Imagino su formación, su posición en el cielo. Cuento las constelaciones; las numero.
Dejo que sus patrones se conviertan en lo único en lo que pienso.
Me pierdo en ellas.
Desaparezco.
Pero entonces, sin avisar, a través del borrón de arena y viento… una mano me toca el
hombro. Tira de mí.
Una voz al oído, segura, firme. Noah.
—Por aquí —dice—. Quédate cerca.
El alivio me aguijonea el pecho y su mano se desliza sobre la mía, una sujeción que me niego
a perder otra vez. Doy un par de pasos tambaleantes hasta que recupero el equilibrio. Sigo sin
poder ver, pero Noah me aprieta la mano y me lleva con él, como si supiera a dónde se dirige.
Dos fantasmas se abren paso a través de la nube de polvo.
Algo aparece frente a nosotros.
Tropiezo con una serie de escalones de madera y los subimos hasta el porche. Grillo está
aquí, delante de nosotros, llamando a la puerta con el puño. Grita, ruega.
La puerta se abre de golpe y trastabillamos al entrar.
El aullido del viento queda amortiguado, silenciado.
Estoy en el suelo al lado de Noah. Grillo está a medio metro de distancia. Tosemos,
expulsamos bocanadas profundas de polvo que hace que nos ardan los pulmones.
—No os mováis —dice alguien. Intento alejarme, pensando que la orden de quedarnos
quietos es hostil. Pero entonces aparece una taza frente a mi rostro y el agua me roza los labios
—. Bebe —añade la voz.
Trago con ansia, desesperada, me atraganto. Y luego el agua se me derrama por los ojos
hasta el suelo, retirando la capa de polvo.
—No deberíais haber salido —dice la voz. Es de un hombre, grave, ronca—. Podríais haber
muerto.
A mi lado, Noah se levanta y me tiende una mano.
Grillo ya está sentada en una silla, tosiendo, con los ojos cerrados con fuerza.
—Traeré más agua —dice el hombre.
Trato de ver, de enfocar el lugar donde estamos, los contornos de la casa a mi alrededor, pero
los ojos me arden cada vez que parpadeo. Como si tuviera arenilla bajo los párpados.
Estamos en la casa de un desconocido.
Y me preocupa que hayamos escapado de un peligro para darnos de bruces contra otro.

El tiempo transcurre…, quizá me quedé dormida. Ahora Noah y yo estamos en un sofá con la
cabeza reclinada y respirando, respirando.
Escucho el sonido de unos pasos; luego me colocan otra taza de agua en las manos. Bebo y
después se la paso a Noah; sus manos envuelven las mías durante un breve instante. Familiares.
—Come —me dice el hombre, una voz que se mueve a nuestro alrededor, que viene y va.
Deja un cuenco con algo sobre mi regazo.
Toco la cuchara, huelo el aroma insípido.
—Arroz —le digo a Noah. Como varias cucharadas del grano salado y luego le tiendo el
cuenco.
—Podéis dormir aquí esta noche —dice el hombre.
Alzo la barbilla y bizqueo, tratando de distinguir al hombre que nos ha dejado entrar durante
la tormenta de arena.
—¿Qué hora es? —pregunto.
—Ya ha oscurecido.
¿Cuánto tiempo llevamos aquí?, pienso. ¿Horas? ¿No huimos de la tormenta de arena
durante el día, cuando Grillo nos condujo a esta casa? ¿He dormido? ¿Me he desmayado? Hemos
estado aquí mucho tiempo, hemos perdido mucho. Tenemos que marcharnos.
Pero el hombre enciende un fuego cerca de nosotros en una estufa de leña. Oigo las bisagras
de la puerta de metal, el roce de la fajina, el crepitar del fuego que nos calienta el rostro.
—Gracias —le digo. Las palabras me saben a tierra.
Emite un sonido de reconocimiento y luego sus pasos se desvanecen.
Espero que esta casa, que este hombre, de verdad nos esté ayudando. Que no sea otro tipo de
persona.
Intento levantarme con los ojos todavía cerrados —duele demasiado abrirlos—, pero me da
vueltas la cabeza y me pitan los oídos, así que vuelvo a reclinarme en el sofá. Me toco el pelo
para que me siga envolviendo el cuello.
Sin importar lo que ocurra, necesito mantener el tatuaje cubierto. Si no lo ve, no tendrá
motivos para cuestionar quién soy.

—Vega. —La voz de Noah aparece en mis sueños, en mi cabeza—. Despierta.


Abro los ojos, un movimiento punzante y doloroso; la arenilla no se ha ido del todo.
—¿Qué ocurre? —grazno y me incorporo en el sofá polvorienta He vuelto a quedarme
dormida.
Noah está de pie a mi lado, alto y ancho, recorriendo la casa con la mirada.
—Tenemos que irnos —sisea en voz baja.
Asiento. Han pasado demasiadas horas; no vamos a recuperar ese tiempo.
—¿Dónde está el hombre que nos ayudó? —pregunto.
—No lo sé. —Sacude la cabeza, todavía examinando el interior de la casa a oscuras—. Pero
me gustaría salir de aquí antes de que se dé cuenta de que nos hemos despertado.
Se acerca a una silla junto a la puerta principal, donde Grillo está despatarrada, aún dormida.
Con la cabeza todavía embotada y somnolienta, contemplo cómo él le sacude el hombro y ella
abre los ojos de golpe, de par en par. Tose, luego se inclina hacia delante con las manos en las
rodillas y los ojos empañados, y las lágrimas salpican el suelo de madera bajo ella; todavía tiene
los ojos llenos de arena.
Me levanto del sofá con esfuerzo, los pulmones me resuellan con cada respiración, e
inspecciono la casa diminuta de una sola planta: la cocina queda a nuestra izquierda, donde hay
un jarrón pequeño de porcelana con flores muertas y marchitas en el alféizar; la puerta principal
está a la derecha con ventanas a ambos lados y en la parte trasera hay un pasillo corto que debe
de conducir a una habitación.
—Nos ha ayudado —le susurro a Noah.
—Y es mejor dejarlo así, no darle motivos para hacer nada más. —Noah se acerca en silencio
hacia una de las ventanas junto a la puerta principal, aparta la cortina azul aciano, también
cubierta de polvo, y mira al exterior.
—Buenos días —dice una voz detrás de mí.
Doy un respingo al oírlo y se me forma un nudo en el estómago. Noah suelta la cortina y se
da la vuelta.
El hombre aparece por el pasillito con una taza en la mano y el vapor arremolinándose frente
a su rostro. Es alto, delgado, de rostro anguloso y nariz achatada, como si se la hubiera partido en
algún momento de su vida. Se le han roto la mayoría de los huesos del rostro.
—No quería despertaros —dice de camino a la cocina. Se mueve con cuidado y tiene un
vaivén extraño en la cadera, quizá el mismo accidente que le acható los rasgos también le lastimó
las articulaciones de la pierna—. Estoy haciendo café, por si os apetece.
Noah vuelve a la sala de estar y se pone entre el hombre y yo.
—Hemos pensado que será mejor que nos vayamos; ya hemos sido suficiente carga para ti.
La mirada del hombre vacila un instante, como si comprendiese el verdadero significado tras
las palabras de Noah: No confiamos en él, ni siquiera después de que nos haya ayudado.
—Últimamente las tormentas de arena han empeorado —dice el hombre. Se vuelve hacia la
cafetera de hierro y vierte más líquido oscuro en la taza. Tiene los ojos entrecerrados, tranquilos;
hay cierta amabilidad en ellos. Pero también algo más: un atisbo de nerviosismo. Como si
estuviera ocultando algo.
—Hace tiempo que ando por aquí —responde Noah, y percibo la tensión en sus palabras,
como si tratase de no revelar nada.
—Parece que ahora se desatan cada semana. También llueve menos. —Se lleva la taza a los
labios y le da un sorbo. Las arrugas del rostro curtido por el clima se juntan; la nariz parece un
trozo de madera torcida.
Pienso en la lluvia que cayó la noche que llegamos al cobertizo, el aguacero constante. Fue a
tan solo un par de días a pie de aquí y, aun así, la tormenta no llegó tan lejos. La tierra tiene su
manera de cambiar con rapidez: la humedad se queda atrapada en los picos de las montañas y
nunca llega a los territorios polvorientos que hay al otro lado.
—Pocas veces se ve a alguien cruzar la llanura en esta época del año, y menos a pie. —El
hombre mira hacia las ventanas delanteras, pero parece que es incapaz de enfocar la vista, como
si solo estuviese contemplando la pared—. Durante el día hace bastante calor ahí fuera.
Noah permanece en silencio y me pregunto si se estará planteando cuánto debe decir, cuánto
revelarle a un hombre que no conocemos.
—Nos dirigimos a Mill City —se sincera.
El hombre alza una ceja con rapidez.
—No queréis ir allí. —Deja la taza en la encimera con una expresión seria en la boca torcida.
—¿Y eso? —pregunta Grillo. Se ha puesto derecha en la silla, pero tiene el ceño fruncido por
el dolor y los dientes apretados como si le estuviese palpitando de nuevo la cabeza, los oídos le
pitasen y estuviese intentando no desmayarse ni vomitar. Toco el bote de aspirina, todavía en el
bolsillo de mi abrigo. En cuanto nos marchemos, le daré dos más, lo suficiente para el resto del
día. Pero debo tener cuidado y racionar lo que me queda.
—El sitio está tapiado por completo. Ya no queda nada —dice el hombre con la vista clavada
justo tras la taza de café.
Veo que Noah cambia la postura: se le hunden los hombros y la cicatriz de la sien se le tensa.
—¿Qué pasó?
—Lo mismo que en todas partes. —El hombre sacude la cabeza—. La tisis lo asoló. Pusieron
el lugar en cuarentena y no dejaban entrar a la gente de fuera. Eso fue hace tres meses. —Se lleva
la taza a los labios, pero no bebe—. Ahora el lugar es un desierto. No encontraréis nada allí.
Noah se remueve inquieto y me mira. No es lo que quería oír.
—¿Conocéis a alguien en Mill City? —pregunta el hombre.
—No —responde Noah mirando a la puerta y luego de nuevo al hombre—. Aunque esperaba
conseguir unos caballos.
Una tos resuena por la casa y miro de golpe a Grillo. Pero tiene los ojos tan abiertos como yo
mientras recorre la habitación para ver quién ha podido hacer ese sonido. Noah retrocede hacia
mí.
—¿Hay alguien más en la casa? —pregunta y clava la mirada en el hombre, con las cejas
oscuras muy juntas.
Al hombre le cambia la expresión y se le tensan las comisuras de los labios.
—Solo mi esposa, Della.
Grillo se levanta de la silla; de pronto, su respiración se vuelve pesada.
—¿Está enferma? —pregunto.
El hombre parpadea y se aclara la garganta.
—Sí.
Noah me toca el brazo, protector; mira la puerta y comienza a tirar de mí.
—Es hora de irse —dice y su aliento cálido me roza la oreja.
—Esperad —dice el hombre y dirige su mirada nublada hacia mí al tiempo que rodea la
encimera de la cocina—. No tenéis por qué iros ya. —Pero su voz suena embaucadora,
empalagosa y ronca a la vez. Tiene un brillo en los ojos que no me gusta, como una serpiente
enroscándose alrededor de un pensamiento, una motivación. Quiere decir algo más y entrechoca
los dientes delanteros, tap tap, antes de añadir—: Vi la marca. —Deja de hacer ruido con los
dientes y asiente hacia mí con las cejas pobladas y grises fruncidas—. En el cuello, mientras
dormías.
El aire deja de llegarme a los pulmones.
Noah flexiona el brazo, todavía agarrado a mí, y su expresión se endurece: parece prepararse
para una pelea.
—Ve hacia la puerta, Vega —sisea.
—Por favor —insiste el hombre, acercándose, con una mano extendida hacia mí—. ¿Eres
ella? —Tengo la boca entreabierta, el corazón me martillea y late sin cesar contra las costillas—.
Las historias antiguas dicen que la Astrónoma sabe cómo detener la enfermedad, cómo
salvarnos.
Empiezan a temblarme los dedos.
—Lo siento, yo… —Pero me detengo en seco.
—Grillo —dice Noah ahora sin necesidad de mirarla siquiera. Me fijo en que ella se mueve
hacia la puerta y agarra el pomo. Es rápida, reacciona, incluso cuando el dolor enturbia cada
rasgo de su rostro.
—Podrías ayudarnos… —ruega el hombre y no me gusta cómo suena su voz, estrangulada,
arrastrándose desde las profundidades de su pecho. El lugar donde crece la desesperación. Donde
te corroe. Hasta que es todo lo que queda. Y se convierte en la parte más inhumana de ti.
—No puede ayudaros —responde Noah y su mano me aprieta con más fuerza… No piensa
soltarme por nada del mundo.
—Pero sabe algo —replica el hombre con los párpados demasiado abiertos. La mandíbula
inferior le sobresale. Está pensando en agarrarme, adelantarse y apartarme de las manos de
Noah.
Otra tos resuena por el pasillo… Su mujer jadea, intentando respirar.
—Los Teóricos tenían razón —dice ahora con los dientes apretados—. La Astrónoma sigue
viva… —Su respiración se vuelve rápida, abrasiva—. Y tú eres ella, ¿no es así? —dice con
seguridad, necesita creerlo, y comienza a acercarse a nosotros.
Noah me envuelve con el brazo y me coloca detrás de él…, se posiciona entre el hombre y yo
mientras retrocedemos hacia la puerta.
—Vete —le dice a Grillo con urgencia.
Ella la abre de par en par y se escabulle; el viento aúlla cuando se cuela por el umbral.
Sin embargo, siento una pesadez en el pecho cuando le devuelvo la mirada al hombre, cuyos
ojos desencajados no pestañean. La desesperación está teñida por algo más: pérdida y dolor.
Como en las personas que se acercaron al carromato de pa, con los ojos rebosantes de aflicción.
Este hombre busca lo mismo: el último resquicio de esperanza. Cualquier cosa que pueda
ofrecerle.
Toco la mano de Noah con la que me sujeta del brazo y lo miro a los ojos.
—No pasa nada —susurro y luego me libero de su agarre.
—Vega —dice y vuelve a aferrarse a mí. Niega con la cabeza.
Le sonrío con suavidad.
—Confía en mí. —Le doy un apretón en la mano y lo miro a los ojos. Y me suelta.
El ambiente se relaja a mi alrededor, un zumbido para mis oídos, y siento la mirada de Noah
sobre mí y el aliento contenido en sus pulmones mientras me observa cruzar la habitación.
—Si tu esposa está enferma, debe de estar dolorida —le digo al hombre e introduzco la mano
en el bolsillo, buscando el bote. El hombre tiene una mirada inalterable, como si estuviera a
punto de dar una zancada al frente y arrancarme la mano del brazo solo para conseguir el bote…
para alcanzarme. Aun así, poco a poco, abro la tapa y vierto un puñado de pastillas, media
docena al menos. Entonces extiendo el brazo para aferrarle la mano callosa y áspera y dejo las
pastillas sobre su palma con suavidad—. Para aliviar su malestar —le digo con una sonrisa
diminuta—. No la curarán, pero reducirán el dolor.
Los ojos del hombre son como una serpiente que se desliza entre su mano abierta y yo. Y veo
las motitas en ellos, las manchas negras: puede que él también haya contraído tisis. Acerca la
otra mano a la palma; le cuesta localizar las pastillas —entrecierra los párpados—, tantea cada
una y luego les da vueltas sobre la piel. Ha perdido la vista casi por completo, pienso. Pero no
toda, ya que pudo ver la marca en mi cuello.
—Gracias —consigue decir. Su voz suena estable de nuevo; los pensamientos febriles y el
pánico se sosiegan.
—Ojalá pudiera ofreceros más —digo, a sabiendas de que no pasará mucho tiempo hasta que
esté tan enfermo como su mujer.
Me guardo el bote en el bolsillo, los oídos me restallan, y me coloco al lado de Noah. Me
mira con la boca tensa, y luego suelta una exhalación larga, como si hubiera estado conteniendo
la respiración desde que me alejé de él.
El viento aúlla a través de la puerta abierta. Grillo ya está en el porche, apoyada contra la
barandilla mientras nos espera.
—Si eres ella —dice el hombre antes de que pueda traspasar el umbral—, puedes salvarnos a
todos. —Tose una vez, se aclara la garganta, y luego añade más alto—: Nos estamos muriendo.
Y pronto no quedará nadie.
Le devuelvo la mirada y un dolor me atraviesa el corazón; una parte de mí quiere contarle la
verdad: que soy ella. Darle esperanza, por pequeña que sea, como unas ascuas antes de que se
extingan. Pero si esos hombres vienen y preguntan por nosotros, puede que les cuente que la
Astrónoma estuvo en su casa. El riesgo no merece la pena. Así que le dedico una sonrisa tensa.
—Mantén a tu esposa con vida tanto como puedas —le digo. Porque el tiempo se escurre
como la arena entre las grietas de la madera podrida y puede que ya sea demasiado tarde para
ambos. Para todos.
Le echo un último vistazo —sé que no podemos desperdiciar ni un minuto más en esta casa,
en este paisaje seco y polvoriento— y Noah me envuelve la mano con la suya para tirar de mí
hacia la luz del amanecer.
GÉMINIS, Beta Gem
+28º 01′ 34″

L
a enfermedad no hacía más que empeorar.
Estación tras estación, los colonos perdieron la vista, el oído, y más tumbas fueron
excavadas en la tierra sin cultivar, en los pastos por donde antaño deambuló el ganado,
en las lindes más alejadas de los pueblos.
Ni siquiera la primera Astrónoma era inmune: oyó el siseo bajo en los oídos y sintió la
descarga ardiente tras sus retinas.
Se despertaba cada mañana, salía al sencillo porche —sentía la enfermedad en su interior,
cómo descomponía sus células— y miraba al cielo. No tenía remedio que ofrecer ni alivio para
reducir el dolor en los demás ni en sí misma.
Lo único que tenía ahora eran las estrellas.
Se tumbó de espaldas sobre la hierba alta de la pradera tras su casa, escuchando a los grillos
cantar una melodía triste y solitaria, mientras miraba parpadeando al cielo y se preguntaba qué
habría ahí.
Se preguntó… qué había perdido.
SEIS

N
o deberías haber hecho eso —dice Noah en cuanto estamos bien lejos de la casa
solitaria—. Podría haberte atrapado o herido.
Respiro y dejo que mi mirada vague por los rasgos severos de Noah; acumula toda
la tensión en el espacio que separa sus ojos.
—Pero no lo hizo —respondo. Y sospecho que Noah jamás habría dejado que el hombre me
hiriera. Habría llegado a mi lado en un instante si este hubiera hecho el amago de agarrarme; me
habría protegido a toda costa. Lo presiento ahora más que nunca. Noah hará lo que sea para
mantenerme a salvo, para llevarme al mar.
No hay vuelta atrás.
Aun así, masculla en voz baja con la mandíbula apretada. No le gusta que me haya
arriesgado, pero yo no podía dejar que ese hombre y su esposa sufrieran. Ni siquiera si hubieran
descubierto quién soy.
—Tenemos que encontrar agua, un arroyo, algún sitio donde podamos bañarnos —dice
Grillo mirándonos de reojo. El polvo se nos adhiere a la ropa, las pestañas, hasta dentro de las
orejas.
—Hay un lago al este de aquí —responde Noah.
Arqueo las cejas.
—¿No vamos a Mill City?
—Ni de coña —responde Grillo—. No vamos ni a acercarnos a ese sitio.
Caminamos un día entero bajo el sol monstruoso; nos quema el cuello, la parte superior de la
cabeza, hasta que el terreno comienza a cambiar. Al principio, un puñado de árboles se alza a
nuestro alrededor, y luego la tierra se vuelve compacta como la arcilla; después, de un verde
sutil. Unas florecitas blancas asoman las corolas sobre el suelo y cruzamos una serie de colinas
bajas entrecruzadas con el lecho seco de unos arroyos. Hace tiempo que la tierra sedienta
absorbió el agua.
Seguimos uno de estos canales hasta un estuario de grava entre unos abetos altos.
Y entonces, al fin aparece: un lago.
Grillo se desnuda hasta quedarse solo con la ropa interior; no le da vergüenza que veamos su
piel morena y perfecta, los músculos como sogas y brazos tan fuertes como los de cualquier
chico. Se adentra en el lago y luego se sumerge bajo el nivel del agua. Hasta le desaparece el
pelo.
A unos metros, Noah se quita las botas con los pies y la camiseta. Por primera vez, me fijo en
que los tatuajes que le envuelven los brazos siguen hasta el pecho y la espalda y cubren casi cada
centímetro de su piel. Se rasca el cuello y se masajea los músculos doloridos; entonces sus ojos
se desvían en mi dirección y aparto la mirada, avergonzada de que me haya pescado
observándolo.
—Tengo unos cuantos más que tú —dice con una media sonrisa.
—¿Qué? —No quiero mirarlo, así que mantengo los ojos clavados en el agua, donde Grillo
ha emergido y nada hacia el centro del lago; la curva de las brazadas es perfecta.
—Tatuajes —responde—. Aunque los míos no van a provocar una rebelión.
Rebelión, pienso. ¿Eso es lo que ocurrirá si me encuentran los hombres? ¿Es lo que ya está
ocurriendo? ¿Cuánto tiempo tardará en que corra la noticia entre los pueblos, los rumores de que
han visto a la Astrónoma en el salón de Fort Bell? Pronto, todo el mundo me estará buscando y
no existirá un lugar en el que esté segura. Salvo aquí, bajo el manto de estrellas, en esta
extensión salvaje y desconocida que no aparece en los mapas.
Dejo que mi mirada vague de nuevo hacia él, al contorno de sus hombros anchos, el pecho
tatuado, la cadena con el anillo de plata alrededor del cuello. La mayoría de sus tatuajes son
anodinos, líneas y formas arqueadas que le atraviesan la piel de un negro intenso.
—Hace tiempo tuve un amigo con el que me crie —dice mientras se frota la tinta del hombro
—. Solíamos marcarnos el cuerpo.
Recorro las líneas sobre sus omóplatos con los ojos; la tinta se extiende por los músculos de
su espalda y por toda la columna. El corazón me da un vuelco.
—¿Por qué? —pregunto y se me quiebra un poco la voz.
Baja la mano.
—Era un símbolo de nuestra hermandad, de que estábamos unidos. Y que moriríamos el uno
por el otro.
—¿Dónde está ahora tu amigo? —pregunto. Me acomodo sobre una roca y empiezo a
desatarme las botas, pero me muevo muy despacio… No estoy segura de si quiero quitarme la
ropa frente a él, dejar que vea el resto de mi cuerpo, sentir sus ojos en mi piel desnuda. Desnuda.
Deshace la sonrisa, hay una pena silenciosa e innombrable en la curva de sus ojos.
—Muerto.
Trago con dificultad.
—¿Fue la tisis?
Niega con la cabeza y mira hacia el lago.
Me levanto y me acerco a él. Quiero tocarle el brazo, la mano, ofrecerle algún consuelo —sé
lo que es perder a alguien—, aunque también me da miedo dejar que mis dedos descansen sobre
la calidez de su piel. Tengo miedo de lo que sentiré removerse en el vacío de mi estómago. Se
frota los ojos con la mano, las lágrimas que comienzan a tomar forma, y entonces es cuando lo
veo.
Algo en lo que no me había fijado antes…, algo que había pasado por alto.
Oculto bajo las mangas de su camisa.
Rápidamente, me alejo un paso de él; noto el corazón en la garganta y se me nubla la vista,
enfocada en un solo punto. Es uno de ellos.
En el interior del antebrazo, grabado a fuego en su piel… hay un brote estelar.
La marca de un Teórico.
Doy otro paso atrás en la playa, sobre la arena, moviéndome hacia los árboles.
—Eres uno de ellos —digo, tratando de encontrar el aire en los pulmones, de calmar los
pensamientos acelerados y agitados—. Un Teórico. —Miro de reojo a Grillo y recuerdo el papel
que me enseñó cuando cruzamos el desierto, la recompensa por cualquiera que tuviese un tatuaje
en el cuello como el mío… por la Astrónoma. Y ahora me pregunto, ¿tendrá ella la misma marca
que Noah? ¿Algo que me haya perdido? Ambos marcados como Teóricos. Me han engañado
para que los acompañara hasta aquí…, ¿para que confiara en ellos?
Mi respiración se acelera, acalorada, mientras el pánico me atenaza el pecho. Tengo que huir.
De nuevo, desvío la mirada hacia los árboles, a solo unos pasos de distancia. Podría escabullirme
en la oscuridad, abrirme paso por el bosque poblado. Seré rápida, silenciosa, y no me atraparán.
Me esconderé. Esperaré.
Me vuelvo hacia Noah al percibir que se mueve; extiende la mano hacia mí, pero me aparto
de una sacudida.
—No me toques —espeto y doy varios pasos más hacia los árboles. El corazón me aporrea el
pecho, me tiemblan las manos, lista para luchar contra él si tengo que hacerlo, lista para
liberarme a zarpazos.
Sin embargo, se detiene, los ojos verdes posados en mí; también tiene la respiración agitada.
—Me mentiste —escupo y doy un paso hacia atrás, lejos de él. Me trago el dolor, la pena, el
engaño—. Eres un Teórico.
Respira sin apartar la mirada de mí.
—Sí —admite.
La verdad. La verdad, horrible y abrasadora que me desgarra por dentro, me astilla en miles
de trocitos de hueso roto y músculos. Quería creer que era bueno, que bajo ese muro sólido que
había construido, me estaba protegiendo para mantenerme a salvo. Pero estaba equivocada y
quiero llorar, quiero gritar. Salir corriendo.
Doy otro paso hacia atrás, ahora hay más distancia entre nosotros, y Noah suelta un largo
suspiro. Ladea el antebrazo de forma que la luz de la luna incida en la cicatriz: una estrella
perfecta en el centro con rayos de piel cicatrizada ramificados hacia fuera. Lo recorre con el
pulgar.
—No estoy orgulloso de ello —dice con tranquilidad, sus ojos entrecerrados y oscuros—.
Desearía poder deshacerlo.
Noto una opresión en los pulmones y quiero recular, pero mi mirada está fija en la marca.
Una que debería haber visto, en la que debería haberme fijado antes. Pero sus tatuajes se
arremolinan a su alrededor, a través de ella, difuminando sus bordes. Haciendo que sea más
difícil distinguirla.
Permanece en silencio un instante, recordando, y entonces vuelve a alzar los ojos hacia los
míos con los hombros relajados, como si quisiera que viera que no es una amenaza. Que nada de
lo que pienso es cierto.
—Mi amigo se llamaba Wells y no murió por la enfermedad… Él también era un Teórico. —
Sacude la cabeza, como si aún tuviera el recuerdo muy nítido—. Intentó marcharse, escapar del
grupo… y lo mataron. —Se cubre la marca del antebrazo con la mano, como si todavía sintiera
el calor quemándole la piel, el recuerdo justo en la superficie, tan doloroso como el día en que lo
marcaron.
—¿Escapasteis juntos? —pregunto, todavía con el pecho atenazado como una cuerda tensa a
punto de romperse.
Esboza una mueca y, entonces, baja el brazo para que no vea la marca.
—Sí —dice, pero apenas le sale la voz.
—¿Por qué? —necesito ver la verdad en sus ojos… Necesito creerle. No puedo dejar quietas
las piernas, todavía listas para salir corriendo; respiro a bocanadas cortas, mientras que mi mente
intenta calmar mis pensamientos.
La oscuridad le rodea los ojos, la carga de tantas cosas en su interior. Palabras que nunca ha
dicho en voz alta.
—Los Teóricos harán cualquier cosa para conseguir lo que quieren —dice—. Y solo quieren
una cosa. —Alza la mirada, peligrosa, abrasada por la pena, fija en mí. Un ligero temblor le
recorre los hombros—. Te quieren a ti. A la Astrónoma.
Se me nubla un poco la visión; el corazón presiona, late contra mis costillas.
—Matarán a cualquiera para llegar hasta ti —continúa—. A cualquiera que piensen que
pueda saber algo. No les importa quién muera. Son crueles e inhumanos, incluso cuando
afirmaron que buscaban una cura, una forma de salvar a todo el mundo. Pero no era eso lo que
estaban haciendo… sino asesinando.
Estoy desesperada por decir algo, tengo una sensación en la garganta como si estuviera
conteniendo el cielo nocturno entero y, aun así, no articulo ni una sola palabra. Tengo los
pensamientos demasiado enredados.
—No podíamos dejar que nadie más muriese —añade—. No podíamos ayudarlos a asesinar a
gente inocente. —Se le demuda la expresión y no puedo negar la tristeza que veo en sus ojos
rasgados y cansados—. Sabía que no podía quedarme. No podía dejar que Holt… —Se le vuelve
a quebrar la voz, luego la recupera, ahora imprimiendo firmeza a sus palabras—. Pensamos que
podíamos escabullirnos después de que anocheciera, que no nos verían. Habíamos acampado
fuera de un pueblo granjero llamado Lohaw e intentamos irnos a pie, pero uno de los hombres
que montaban guardia por la noche nos vio. —Respira como si intentara que el recuerdo no lo
superara—. Primero disparó a Wells. Ocurrió demasiado rápido, apenas lo oí. Tan solo cayó al
suelo. Solo… —Noah cierra los ojos con fuerza; le tiemblan las manos y le lleva un momento
volver a mirarme—. Conseguí liberar el rifle antes de que pudiera volver a disparar…, pero
entonces Holt llegó… —Aparta la mirada hacia el lago azul, liso, y unas lágrimas afloran a sus
ojos; el dolor, que tanto tiempo llevaba enterrado, y la furia lo encuentran. Cruza los brazos
sobre el pecho, como si de repente tuviera frío—. Tenía un cuchillo y luchamos, Holt intentó
detenerme, pero yo… —Una parte de mí quiere decirle que no tiene por qué terminar, pero
necesito oírlo todo. Necesito creerle—. Le rebané la garganta con el cuchillo… Intenté matarlo.
—Niega con la cabeza y luego se aprieta la nuca con las manos antes de dejar que sus brazos
caigan de nuevo a sus costados—. Escapé hacia los árboles. Pero Wells había muerto y pensaba
que puede que Holt también. Ni siquiera miré atrás.
Encoge los hombros, solo un poco, pero me doy cuenta. Y lo sé; intuyo, que hay algo que ha
obviado, algo que no quiere decir. Tal vez solo porque duele demasiado. O quizá por algo más.
—Quiero creerte —digo, porque es así, más que nada—. Pero no sé cómo.
El peso de la mirada de Noah recae sobre la mía, como si hubiese un dolor nuevo y
descarnado bajo su pecho.
—No puedo demostrártelo —dice y las lágrimas comienzan a humedecerle la línea de los
párpados, cada palabra cargada de emoción, y levanta el brazo para que pueda ver la marca… esa
que no puede borrar—. Pero no soy esa persona. —Traga saliva, sin pestañear—. Nunca lo fui,
no de verdad. Y ahora soy un traidor. Si me encuentran, me matarán. —Frunce las cejas un tanto
y tiene los labios ligeramente entreabiertos; el lugar donde se esconde toda su tristeza. Y su
dolor. Quiero tocarle la boca por motivos que no entiendo, el rostro, aunque no sé si puedo
confiar en él.
Si está mintiendo, si me traiciona, si me conduce hasta el mar y luego revela quién es de
verdad, si me entrega a esos hombres…, todo esto habrá sido en vano.
—Vega —dice; mi nombre suena a desesperación en sus labios, a necesidad y perdón, como
si una parte de él fuera a romperse sin más—. Por favor.
El dolor le llega a los ojos, le anega las comisuras y se instala en la expresión de su boca. Soy
yo quien se lo está causando. Yo. Porque necesita que le crea. Necesita que no me escabulla
entre los árboles y me marche.
Porque me necesita tanto como yo a él.
Estamos unidos, confíe en él o no. No llegaré al mar sin él. Hay algo que ha obviado en esta
historia, algo que no me contará. Pero, por ahora, debo confiar en que hay más verdades que
mentiras en sus palabras.
—Le hiciste una promesa a August —le recuerdo—. Protegerme, llevarme al mar.
No aparta la mirada de la mía; me permito sumergirme en esos ojos peligrosos y de un verde
inusual y recorrer el contorno de su boca.
—¿Mantendrás la promesa? —pregunto con el cuerpo aún tenso, la barbilla alzada,
observando cada movimiento y parpadeo de sus pestañas, buscando cualquier atisbo de engaño.
Aprieta más la mandíbula, pero su mirada sigue siendo amable, húmeda; incluso temerosa…,
le aterra que me esfume. Sus labios se abren.
—Sí. Te llevaré al mar sin importar lo que me cueste. Lo prometo.
Mis hombros comienzan a relajarse. El corazón se me calma. Quiero luchar contra ello,
resistir, pero veo sinceridad en sus ojos —sobre todo—, y cada uno de nosotros tiene sus propios
secretos; los míos, monstruosos, como un pozo sin fondo. Y probablemente mucho más
peligrosos. No puedo abandonarlo ahora. Suelto el aire que había estado conteniendo y relajo las
manos.
—Confío en ti —digo y casi se me quiebra la voz. Lo siento como una promesa propia. Un
acuerdo entre los dos. Un pacto. Iremos al mar, juntos. O quizá no.
Es mi mapa, mi guía. Lo necesito.
Por ahora, confiaré en él.
Un instante después, me acerco a Noah y se me reordenan los pensamientos, retroceden y
avanzan. Recuerdo la historia que me ha contado, cuando escapó de los Teóricos y el nombre
que ha dicho, el hombre al que se enfrentó.
—¿Holt es su líder? —pregunto.
Noah le echa un vistazo al lago, donde unos prismas de luz danzan por la superficie del agua
bajo la luz tardía del sol.
—Sí.
Pienso en el hombre que se llevó a Odie en la cabaña de los mineros. La cicatriz que le
atravesaba la garganta de un lado a otro, cómo me miró cuando le apunté al pecho con el rifle…
Como si estuviera acostumbrado a conseguir lo que quiere y supiera que no moriría aquel día.
No a causa de mi bala.
—¿Tiene cada ojo de un color?
Noah da un respingo —una expresión intranquila le recorre el rostro cuando se vuelve para
mirarme— y asiente.
—Lo conozco —digo—. Robó el caballo de pa y todo el tónico.
Podría haberle matado, pienso. Tuve la oportunidad de arrebatarle la vida, pero no lo hice.
—Si lo has conocido —dice Noah—, tienes suerte de seguir con vida.
Siento un crujido, un dolor indescriptible en los oídos, como el sonido que hacen dos hojas
de otoño al frotarlas entre sí. Y cuando miro a la galaxia imposible salpicada de estrellas de los
ojos de Noah, tan solo veo al chico que necesito que sea. No la marca de los Teóricos en la piel.
Si no una persona que ha llegado hasta aquí conmigo, que se siente más como una brisa fresca
veraniega en el valle que como una daga sobre la garganta.
Entreabre la boca, con los ojos húmedos, y dice:
—Haría absolutamente todo por mantenerte a salvo. —Toma aire, como si las palabras
fuesen una tormenta de fuego en su interior que le queman la garganta—. No dejaré que nadie te
haga daño, ni siquiera Holt. Primero, tendrán que matarme.
Noto el aire contenido en los pulmones, como un pájaro perdido.
Me agacho y me quito las botas. Siento la calidez de la arena bajo las plantas de los pies…
mientras Noah me observa. Si voy a confiar en él, tengo que enseñarle quién soy.
Se equivocó cuando dijo que tiene más tatuajes que yo.
Veo que está a punto de hablar; tiene la mirada clavada en el tatuaje que me serpentea por el
pie derecho hasta el dedo gordo, pero me sacudo el abrigo y dejo que caiga al suelo; luego, me
quito la camisa. Sus ojos se abren aún más, no porque he dejado al descubierto más partes de mi
piel: es por el rastro negro de tinta que recorre con la mirada. Me yergo y me desabrocho los
pantalones de tela, dejando que se deslicen por mis piernas hasta la arena, donde los aparto con
los pies. Me quedo solo en ropa interior.
Le devuelvo la mirada a Noah y dejo que me mire, que sus ojos recorran los patrones que
forman las marcas por mi piel suave. Porque el tatuaje que ha visto en el cuello es solo el
principio…, solo la primera marca que mamá me grabó con tinta en la piel.
El tatuaje no es una única constelación; son muchas entretejidas, como una viña que se
extiende por el jardín.
El primer punto de luz comienza en la base del cuello, donde conecta en espiral con varias
estrellas más; luego, serpentea por toda la columna hasta el costado izquierdo, como si pasara de
puntillas por cada hueso que sobresale. Se expande por la cadera, un brote estelar con varios
soles, y luego se desliza por mi vientre, justo bajo el ombligo, donde baja en zigzag por el muslo
derecho, cruza la rótula y la espinilla hasta el tobillo. Termina en el pie derecho, en el dedo
meñique.
Una red de estrellas y constelaciones entretejidas.
Mi cuerpo entero está trenzado con tinta.
La única persona que lo ha visto al completo es mamá…, quien me marcó. Pero ahora dejo
que los ojos de Noah tracen cada curva y cada línea. Su visión se interrumpe solo cuando el
diseño pasa bajo el algodón suave del sujetador y la tela de las braguitas.
Confío en él, me digo a mí misma. Lo necesito.
Me ha contado la historia de cuando los Teóricos lo marcaron, cuando tuvo que escapar para
salvar su vida. Y ahora… le muestro una parte de mí que nadie ha visto. Y me siento tanto
desnuda —sus ojos me raspan la piel— como con una tranquilidad extraña, una calma en lo más
profundo de mi pecho.
Si confío en él, entonces él también necesita confiar en mí.
—¿Qué es? —pregunta; su voz apenas es un susurro.
—Son muchas constelaciones unidas como una sola.
Traga saliva, como si le estuviese costando seguir sus propios pensamientos. Quizá la
distracción no sea solo el tatuaje, sino algo más. La chica semidesnuda que está a tan solo unos
metros de él.
Hundo los dedos en la arena y, por fin, aparta la mirada, como si no lo soportase más. Como
si su cabeza gritase en contra de su corazón. Y siento alivio y un vacío que se deshace al mismo
tiempo. Como si su mirada me estuviese sosteniendo y ahora me hubiera dejado tambaleante.
—Siento lo de August —digo al fin, la primera vez que me disculpo por lo que ocurrió en el
cobertizo.
Él asiente despacio, pensativo, y toca la cadena de plata con el anillo grabado sobre el pecho
que lleva al cuello y que una vez perteneció a August. Quiero decirle que sé lo que se siente
cuando se te parte el corazón de tal forma que estás seguro de que nunca volverá a sanar. Pero en
lugar de eso, cruzo el espacio que nos separa y me quedo a su lado en silencio —nuestras manos
están tan cerca que casi se tocan—, mirando el lago. El Arquitecto y la Astrónoma.
Uno junto al otro.
Como siempre estuvimos destinados a estar. Ambos marcados por nuestro pasado. Su marca
lo convierte en un objetivo, un traidor. Mientras que la mía me convierte en alguien por la que
otros matarían para encontrarme.
Los dos estamos unidos por un futuro que nos han otorgado.
Escucho el sonido de su respiración, entra y sale despacio, y me recuerda al río del valle. Frío
y violento en ocasiones, rompiendo rocas, tierra y cualquier cosa que se interponga en su camino.
Pero bajo la superficie hay calma, una gentileza que solo ves si estás dispuesta a correr el riesgo
de ahogarte.
Noah es familiar de maneras que no sabría explicar.
En el lago, Grillo salta de espaldas y flota por la superficie con los brazos extendidos,
mirando el vasto cielo azul.
—¿Venís o qué? —grita, olvidando momentáneamente las punzadas en la cabeza.
La mano de Noah se acerca a la mía; sus dedos se aferran a mi piel y se asientan ahí. Piel con
piel cálida. Contengo el aliento; lo que siento en mi interior es demasiado enorme como para
contenerlo. Insondable y aterrador. Sus dedos se deslizan entre los míos despacio, con cuidado, y
cierro los ojos con un parpadeo. Quiero mirarlo, sumergirme en sus ojos y ver qué me espera ahí.
Pero tengo miedo. Miedo de romperme como una estrella hecha de un cristal demasiado fino.
—¡Daos prisa! —exclama Grillo.
Tomo aire; abro los ojos.
Noah me está contemplando y asiento; me trago el nudo que noto en el pecho porque no
quiero que me suelte. Y no lo hace. Me aprieta los dedos con una luz deslumbrante y suave en
los ojos y tira de mí hacia la orilla. Nos adentramos en el agua hasta que nos llega a las rodillas,
la cintura y, por fin, me suelta la mano cuando se interna más.
Hago lo mismo y me sumerjo bajo la superficie. Siento el frío que me envuelve, retirando la
capa de mugre de mi piel. Y cuando vuelvo a subir, Grillo sigue de espaldas, cerca del centro del
lago, mirando al cielo.
Pero Noah está tan solo a unos metros de distancia con la boca justo sobre la superficie y las
pestañas salpicadas de gotas de agua.
Me observa con una mirada tranquila y clemente. Me noto mareada. El agua nos acerca, a la
deriva, y quiero volver a tocarlo. Sin embargo, es su mano la que abandona la superficie, sus
dedos los que se alzan hasta mi barbilla, hasta una zona suave detrás de la oreja. Pestañeo; tomo
aire por la boca. Se me eriza la piel. Desliza las yemas por el cuello mientras recorre las líneas
del tatuaje, como si trazara un mapa, unas migas de pan que pueda seguir luego. Una forma de
volver.
A mi piel, a mí.
El aire abandona mis pulmones cuando me recorre la garganta, los labios, con los dedos,
enjugando el agua del lago. Algo se desata en mi interior, se me disparan los pensamientos…,
una sensación casi dolorosa. Desearía que se acercase más.
Quiero que nunca deje de mirarme.
Y durante medio segundo veo dolor en sus ojos, como si las olas rompiesen en lo más
profundo de su pecho, una punzada en el abdomen… igual que lo siento yo.
Separa los labios un tanto, como si fuera a hablar, con las palabras en la punta de la lengua.
Pero el peso incierto en mi pecho es demasiado, hay demasiadas preguntas. ¿Qué pasa con
los secretos que guardamos los dos? ¿Qué pasa con Grillo? ¿La habrá querido de esta manera?
Profunda y vertiginosamente. ¿La habrá tocado y trazado mapas en su piel dorada? ¿Nos estará
observando ella ahora?
Trago para deshacer el nudo en la garganta y me doy la vuelta, escurriéndome de entre sus
dedos.
Duele. Apartar la mirada de él, cortar la sensación de su mano sobre mí.
Pero me zambullo y siento el frío en el cráneo, en la piel, demasiado caliente.
Y nado de vuelta a la orilla.

Encendemos un fuego. Uno pequeño, arriba, entre los árboles frente al lago, ocultos a la vista.
No queremos que nos descubran, pero tampoco queremos comernos la cena cruda: un pez
reluciente que Noah pescó con una lanza en la zona más alejada del lago, donde el agua es
profunda y oscura.
Coloca el pez en una rama de olmo puntiaguda en medio del fuego para que se cocine
mientras que Grillo y yo nos sentamos una al lado de la otra para calentarnos junto a las llamas;
todavía nos gotea el pelo del agua del lago. Está pálida, peor que hace una hora, y veo el dolor
reprimido bajo la piel cetrina cuando parpadea, cuando se lleva una palma a los oídos. Empiezo a
preguntarme cuán lejos podrá viajar.
—Deberías tomarte otra pastilla —le digo.
Pero ella niega con la cabeza y se acerca más al fuego, temblando. No quiere admitir lo que
le está ocurriendo a su cuerpo, que algo no va bien. Alcanza el cuchillo que lleva a la cintura y
toca la punta con el pulgar para comprobar lo afilado que está. La observo, sin estar segura de lo
que está haciendo, pero entonces se lleva la hoja a un lateral de la cabeza y, utilizando la otra
mano como guía, comienza a rasurar el lado afeitado del cuero cabelludo. El pelo ha empezado a
crecerle y quiere volver a dejárselo corto. Pero los dedos le tiemblan mientras se le resbala la
hoja de la oreja y casi se le cae.
Me pongo de pie, temo que se corte, y le sujeto las manos temblorosas.
—Yo lo haré.
Murmura algo, como si fuera a protestar, pero debe de saber que está demasiado débil para
empuñar la hoja y quizá no tenga fuerzas para discutir, así que me deja tomar el cuchillo y hunde
las manos con impotencia en su regazo. Es raro verla así, cada exhalación como un rumor en los
pulmones, sin un ápice de su fortaleza, como si solo fuese una cáscara a la que le han rebañado
todo el interior.
Con cuidado, empiezo a deslizarle la hoja por el cuero cabelludo y veo cómo se desprenden
los pelitos oscuros, revoloteando en el aire como el polen en primavera.
—Puede que hayan perdido nuestro rastro durante la tormenta de arena —dice Grillo en voz
baja con la mirada fija en el fuego, cuyas chispas saltan sobre la arena. Me pregunto si estará
pensando en volver, si el dolor de cabeza basta para replantearse la decisión de venir con
nosotros—. No hemos visto señales de ellos.
—Probablemente los haya ralentizado —responde Noah y echa más trozos de madera a la
hoguera. Ni se inmuta por el calor en las manos—. Pero si su rastreador es bueno, la tormenta de
arena no bastará para perdernos.
Grillo se queda en silencio y Noah me mira un instante. Muevo las manos con lentitud por el
cuero cabelludo de Grillo y el chisporroteo de la luz del fuego se refleja en la hoja. Se dibuja una
sonrisa en sus labios, vista y no vista.
Cuando he rasurado los últimos pelos solitarios y el lateral queda totalmente rapado, deja
escapar un suspiro.
—Aféitame el resto.
Aparto el cuchillo y la miro.
—¿Estás segura?
Ella asiente.
—De todas formas, lo tengo todo enredado…, será más fácil sin él.
Deslizo la mirada hacia Noah. Tiene la boca apretada en una línea tensa… No estoy segura
de si debo hacerlo, si de verdad es lo que quiere o si solo es el agotamiento el que habla por ella.
Pero Noah suelta el aire, me mira y asiente con suavidad.
Es como dejar ir, como un sacrificio a un dios de las estrellas antaño adorado. Deslizo la hoja
por el lado de su cabeza sin cortar y rasuro las capas negras, largas y hermosas de su pelo. Las
veo flotar hasta el suelo y me entran ganas de llorar. Como si una parte de mí supiera que el
significado es mucho mayor que este momento. Hay ternura en ello, un ritual, que mis manos se
ven llevando a cabo.
Ella respira, su postura se relaja, y Noah se sienta en la parte más alejada de la hoguera con
los codos apoyados sobre las rodillas mientras nos observa; tiene un brillo tranquilo y triste en
los ojos. Y, al fin, con el fuego crepitando y refulgiendo, rasuro lo que le queda de cabello en la
base del cuello —los mechones huelen al humo de la fogata— hasta que solo queda un
montoncito a mis pies.
—Ya está —digo. Ella se acaricia con ambas manos la cabeza rapada, pálida y un poco
irritada por la hoja.
—Bien —responde, y se inclina para recoger los mechones largos caídos sobre la arena. Con
las piernas temblando, se levanta y camina hacia la orilla arrastrando los pies. Noah y yo
contemplamos su silueta adentrarse hasta las espinillas para luego detenerse a contemplar el lago
antes de dejar que el cabello le caiga de entre los dedos. A algunos los atrapa el viento y se
elevan hacia el cielo, en dirección a los árboles; el resto se desperdiga por el agua en calma. Una
ofrenda. Una rendición, quizá. Parece una despedida… a nuestro antiguo yo. A quienes éramos
antes de conocernos.
Y me da la impresión de que Grillo no regresará jamás. Que no nos abandonará ni me
entregará a esos hombres. Se quedará hasta el final.
Hasta que no quede nada de ella.
Con la cabeza rasurada, los pies descalzos y los pulmones resollando.
Ahora estamos nosotros tres, todo el tiempo que podamos.
Nos comemos el pescado cocinado sobre las llamas y apartamos las espinas diminutas.
Luego, Grillo se sume en un sueño intranquilo. Se le retuercen los pies, respira con dificultad y
balbucea, como si estuviese soñando con el cobertizo, cuando se arrastró bajo las tablas de
madera mientras las balas nos pasaban silbando por al lado. O puede que sea la tormenta de
arena la que plaga su mente dormida, el recuerdo del viento y la arena mordiéndonos la piel.
Necesita descansar —mucho más que una sola noche—, pero también sé que no seguirá mi
consejo. Si se despierta por la mañana, si el aire le llega a los pulmones, querrá seguir
avanzando.
Noah echa más leña al fuego y los tatuajes de sus brazos parecen serpientes con el parpadeo
de la luz. Monstruos de ojos crueles.
—¿Tienes frío? —me pregunta.
Niego con la cabeza, pero en realidad el fuego apenas basta para evitar que se me erice la
piel. Desearía haberme traído la manta de la cueva, cualquier cosa para alejar el frío de la noche.
Pero Noah se sienta en la arena a mi lado con los ojos clavados en el fuego.
—No está bien —digo mirando a Grillo.
Él asiente. Lo sabe.
—No es bueno para ella dormir aquí fuera.
—Es fuerte —responde, pero oigo la duda en su voz. Está preocupado—. Y no creo que
podamos convencerla de que duerma en otra parte.
Sonrío un tanto.
—Puede que tengas razón.
Nuestra pequeña hoguera chisporrotea cuando una ráfaga de aire nos llega desde el lago y
amenaza con apagarla por completo. Noah se frota los ojos y bosteza.
—Apenas has dormido en días —señalo—. Puedo montar guardia para que reposes un poco.
Sé que nos estamos quedando sin tiempo —pronto las estrellas gemelas se perderán de vista
—, pero necesita descansar. Si no dormimos, iremos demasiado lento. Seremos torpes y
probablemente cometeremos más errores.
—Estoy bien —dice y me recorre con la mirada. Furtiva, soñolienta. Siento el nudo en el
pecho, la agitación en el abdomen como olas rompiendo contra mis costillas…, una sensación
que no hace más que empeorar.
Una bandada de murciélagos sale volando de entre los árboles a nuestras espaldas;
sobrevuelan la superficie en calma del lago, rápidos y precisos, devorando los insectos
nocturnos. En verano, a veces veíamos murciélagos en el valle, pero se esfumaban en cuanto
bajaban las temperaturas.
—¿Has venido por aquí antes? —pregunto—. ¿A este lago?
Niega con la cabeza.
—August siempre estuvo muy débil como para hacer el viaje, él solo me indicó el camino. —
Noah desliza la mano en el bolsillo y saca el objeto circular. Parece de latón a la luz del fuego y
lo coloca sobre la palma. Observa cómo la flechita bajo el cristal se mece hasta señalar al otro
lado del lago—. Es una brújula —me explica por primera vez—. August me la dio la primera
noche que me explicó cómo llegar al mar. Debía seguirla hacia el norte hasta que llegase a las
montañas y luego girar al este.
Posa la mirada en el agua, donde los últimos vestigios de la puesta de sol se reflejan en tonos
dorados y ámbar sobre la superficie, el aire salpicado de una luz extraña. La anomalía.
El tiempo pasa demasiado deprisa.
—¿Sabes qué hay allí? —pregunto, curiosa por saber cuánto le contó August.
Cierra los dedos en torno a la brújula.
—August cuidaba mucho lo que decía… Sabía que había quienes matarían por saber lo que
él, por descubrir el camino al mar. Contármelo todo habría puesto mi vida en peligro.
Junto las manos y pienso en las noches que me senté con mamá mientras me hacía recitar los
nombres de las estrellas para luego señalarlas en el cielo nocturno. Si me equivocaba en una,
volvía a ella una y otra vez, noche tras noche, hasta que se me grababa a fuego en la memoria. Se
aseguró de que conociese el cielo nocturno tan bien como conocía el valle. Se aseguró de que
supiera lo que nuestras antepasadas habían entregado, lo que estaba en juego.
Pero quizá Noah tenga razón y el conocimiento sea la peor parte. Las piedras más pesadas
que podamos acarrear.
Sabe el camino hacia el mar. Eso es todo.
Pero yo conozco el resto. Las historias, el sacrificio y la muerte. Y desgarra mis
pensamientos, me parte en dos. Esta historia nació en mi piel.
Noah hunde los hombros, las marcas negras de sus tatuajes asoman bajo el cuello de la
camisa. Me tumbo en la arena a su lado, con las manos sobre el estómago, y contemplo la
geografía clara de las estrellas. Una explosión repentina de luz atraviesa el firmamento,
arponeando la atmósfera superior y apartando la oscuridad antes de arder sobre las copas de los
árboles: el lugar donde no brillan las estrellas desde las profundidades del universo, una franja de
negrura que ocupa la mitad del horizonte. Siempre ahí.
—La gente solía pedir deseos a las estrellas fugaces —digo—. Creían que traían buena
suerte. Hasta escribieron canciones sobre ellas.
Noah sigue mi mirada; su respiración es superficial, relajada.
—¿Funcionaba? ¿Se cumplían sus deseos?
—Lo dudo. Si no, seguiríamos arrojando nuestros deseos al cielo. —Pienso en lo que
desearía ahora, las palabras que les susurraría a las estrellas, pero no puedo decirlas en voz alta.
Hay cosas que no me permito sentir. Cosas que no me permito querer. Con Noah junto a mí, noto
un rugido en el pecho, un acertijo en los latidos de mi corazón que quiero ignorar, aunque no
puedo. Así que me muerdo el interior de la mejilla para apartar el sentimiento—. Los griegos
creían que los dioses habían puesto las estrellas en el cielo —continúo—. Se supone que cada
una es una lección, una advertencia por los errores cometidos. Como Orión, asesinado por
Artemisa, a quien amaba. O la princesa Calisto, a quien su hijo asesinó por accidente y luego se
convirtió en la Osa Mayor, la osa maldita. O la constelación Corvus (el cuervo), en honor a la
princesa Corónide, que se acostó con un guerrero mortal y traicionó a Apolo, así que este mandó
asesinarla.
Noah arquea una ceja.
—Está claro que los dioses asesinaron un montón.
—Eran tiempos difíciles para hacerse amigo de un dios —admito con una sonrisa de
satisfacción—. Tenías bastantes probabilidades de acabar muerto e inmortalizado en el cielo
nocturno.
Una sonrisa furtiva asoma a sus labios y se le relajan las comisuras de los ojos; ahora parecen
más grises que verdes en la oscuridad. Con la mirada aún clavada en mí, pregunta:
—¿Qué más ves en el cielo? —Su voz es tan tranquila que me recuerda a la brisa veraniega
contra mi piel. Como una exhalación.
—Veo mis propias historias —admito y me permito sonreír un poco. Me gusta la sensación
de sus ojos puestos en mí, el consuelo que me brindan, como si estuviese perdida en un sueño.
Uno del que no quiero despertar nunca.
—¿Qué tipo de historias?
—Sobre el pasado —le cuento y me muerdo el labio inferior decidiendo qué decir, cuánto
debería revelar—. Sobre la primera Astrónoma…, las historias que contaron mis antepasadas y la
que estoy viviendo ahora.
Su rostro se relaja aún más y se le forma una arruguita entre las cejas negras.
—¿Piensas en tu vida como si fuera una historia?
—Cada vida lo es. —Respiro y lleno los pulmones con el aire seco de la noche—. Y la
nuestra le pertenecerá a alguien algún día. La contarán, la escribirán, e incluso puede que les
pongan nuestros nombres a alguna estrella.
La luz encuentra el camino en sus ojos y exhala. Como si mis palabras hubieran anidado en
su pecho dándole una sensación de calma; le pesan los párpados.
Me vuelvo hacia el cielo y encuentro a Tova y a Llitha, las estrellas que no le señalaré. Las
que mantengo en secreto. Pero su alineación ha cambiado, ahora algo más separadas, noche tras
noche. Intento recordar cuántos días han pasado desde que aparecieron por primera vez en el
valle. ¿Cuánto llevo viajando? He perdido la noción del tiempo; las horas que dormimos en la
casa del anciano parecen un sueño. Puede que haya pasado un día entero, una noche o más. No
puedo asegurarlo.
Pero ahora el tiempo transcurre con demasiada rapidez.
—¿Cuántos días quedan hasta el mar? —pregunto.
Él está quieto y me pregunto si se ha quedado dormido, pero cuando ladeo la cabeza, tiene
los ojos abiertos, examinando las estrellas.
—Dos o tres como mucho. Deberíamos de estar cerca.
Estudio sus ojos, buscando lo que vi en ellos cuando flotábamos en el lago. Busco algo a lo
que aferrarme, algo firme, algo que me asegure que llegaremos al mar a tiempo. Y cuando se
vuelve para mirarme, lo encuentro.
—Te conduciré allí —dice con voz grave. Y su mano se desvía hacia la mía de nuevo, apenas
la roza; su pecho se eleva al respirar, con determinación. Y le creo.
La arena me deja marcas diminutas en la piel y cuento las constelaciones que atisbo, las
nombro en silencio. Sin embargo, la mitad oscura del cielo se ha tragado al resto… La atmósfera
está cargada de una vibración que estalla y tiembla, casi imperceptible. La anomalía siempre está
ahí.
Algo que mis antepasadas —las Astrónomas antes que yo— nunca pudieron identificar.
Hasta que mamá descubrió lo que era.
Hasta la noche en que señaló al cielo y dijo su nombre en voz alta con voz temblorosa y
cargada de entusiasmo… la adrenalina al saber algo que antes había sido un misterio. Es
precioso, pensé en aquel entonces por un breve instante. La oscuridad en expansión. Un brillo
suave en los cielos de la noche.
Pero ahora, cuando lo miro… solo siento miedo.

Estoy de pie en la orilla; el lago es un ojo azul, tranquilo y apacible que refleja la luz de las
estrellas.
Le dije a Noah que se durmiera y prometí despertarle cuando Tauro se ocultara en el
horizonte —lo que señala la medianoche—; entonces, él haría el siguiente turno hasta que saliera
el sol. Se durmió con rapidez, tan cansado que apenas podía mantener los ojos abiertos, y lo
contemplé un momento, su pecho elevándose con suavidad con cada respiración onírica, antes de
levantarme y acercarme al borde del lago.
Me planteo dejarlos, robar la brújula que Noah guarda en el bolsillo y partir por mi cuenta.
Viajar al norte, como me dijo, y luego al este cuando llegue a las montañas. Los estaría
salvando…, manteniéndolos con vida, ya que los Teóricos me persiguen a mí. Me salvaría a mí
misma de este sentimiento que brota en mi interior cada vez que Noah me mira. Pero han
sacrificado demasiado por mí como para abandonarlos de este modo. Y no puedo abandonarlo a
él. El Arquitecto siempre estuvo destinado a conducirme hasta el mar, como dicen las historias
que mamá me contaba. Ya está escrito.
Él me llevará a los confines de esta tierra. Al confín de todo. Juntos.
No puede ser de otra forma.
Dejo que las piernas me lleven por la orilla; necesito el aire fresco y el cielo en la noche para
mantenerme lúcida y no quedarme dormida junto a la calidez del fuego, junto a Noah.
Un rumor canta entre los árboles, las ranas croan en las charcas cuando camino por la orilla
estrecha, pero también noto un crujido en los oídos, un zumbido, y me pregunto cuánto tiempo
tardaré en estar tan enferma como Grillo. Antes de que empiece a hacerme pedazos por dentro.
Antes de deje de escuchar, de ver. Todo.
El tiempo, el tiempo, desmoronándose bajo mis pies.
Las estrellas gemelas comienzan a distanciarse en el horizonte, cada vez menos brillantes y
con un resplandor opaco.
Necesito llegar al mar antes de que ocurra…, mientras aún quede algo de mí.
En el extremo más alejado del lago, donde la playa comienza a curvarse, me detengo para
mirar los árboles y el perímetro de robles como si se tratase de un muro que nos protege de lo
que sea que aceche tras él.
Me dispongo a volver, cuando el viento arrecia y trae consigo un olor a pino y a hojas
muertas, y también una voz.
Una voz.
Distante, con eco, arriba, tras la linde de los árboles.
Me volteo para mirar al otro lado del lago, donde aún distingo nuestra pequeña hoguera y dos
cuerpos durmiendo junto a ella. No son Noah ni Grillo a quienes he oído.
Dirijo la mirada hacia los árboles por si escucho el sonido de cascos de caballo retumbando
contra el suelo duro, su aliento cálido en el aire frío. Pero solo hay una voz. Y luego otra.
Alguien ha acampado cerca.
Me alejo del lago y me adentro entre los robles frondosos.
La fogata desaparece a mis espaldas, al igual que el lago tranquilo, hasta que lo único que me
rodea es la sombra fría de las encinas.
Sé que debería volver al campamento, despertar a Noah y a Grillo y decirles lo que he oído.
Pero mis piernas no aminoran el paso y la curiosidad me insta a adentrarme cada vez más entre
los árboles. Probablemente solo sean ganaderos, viajeros que han estado atravesando estas
colinas y se han instalado para pasar la noche. No hay nada que temer. No hay ningún motivo
para recoger y marcharnos.
Las agujas de pino secas crujen bajo mis pies y ralentizo el paso; no quiero que me oigan.
Pero el bosque está oscuro y la luz de la luna no se asoma entre las ramas, así que me tropiezo
con una maraña de raíces. Maldigo.
Las voces se escuchan más alto —hay varias— y me acerco al borde de la loma coronada
con pinos y cicutas. También se oyen unas risas, una charla tardía. El fulgor ambarino de un
fuego aparece delante; las llamas son mucho más grandes que las nuestras junto al lago.
A través de los árboles, distingo cinco siluetas. Cinco hombres… sentados junto a la hoguera.
Hay cinco caballos atados a los árboles cercanos.
Me agazapo tras un matorral de planta de sal con las rodillas apoyadas en la tierra. Tienen la
voz grave; se enroscan en las ramas bajas y descienden por la loma hacia el lago, donde los oí
por primera vez. Hablan de tabaco, de una serpiente toro que encontraron en uno de sus petates
la otra mañana. Se ríen y varios se acercan más al fuego mientras que algo se cocina en una
sartén sobre las llamas.
Comen, beben de una cantimplora compartida, cuentan historias. Parecen bastante
inofensivos. Los observo un momento con cuidado de no hacer ruido. Uno de los hombres se
inclina hacia el fuego y tira una mazorca de maíz comida a la fogata y, por un breve instante, la
luz de las llamas incide sobre la piel de su antebrazo y lo veo: un brote estelar grabado en la piel,
rojo y cicatrizado. Es reciente, como si se la hubiesen hecho hace un día o dos.
Aparto el rostro y me escondo tras la planta de sal.
Son ellos.
Están a aquí, en el bosque, cerca de nuestro campamento. Me han encontrado.
Acompaso la respiración mientras el miedo se extiende por mi pecho, cada vez mayor. Tengo
que alejarme de aquí. Pero uno de los hombres lanza una risa estridente, forzada, y vuelvo la
mirada hacia la hoguera. Otro hombre —de espaldas a mí— se gira en el tronco sobre el que está
sentado y tira el líquido marrón de la taza hacia los matorrales (puede que sea café lo que salpica
la arena).
Sin embargo, su rostro queda a la vista durante un brevísimo instante; es él.
El hombre del salón que llevaba la corbata de cordón, el hombre que me inmovilizó en el
campamento minero, el que me apuntó con la pistola y habría disparado si su jefe, Holt, le
hubiera dado el visto bueno.
Samuel.
Mierda. Llevo el peso hacia atrás para deslizarme hacia la oscuridad de los árboles —ligera,
en silencio, sin ser vista—, pero la adrenalina me recorre las venas y mi cuerpo al completo es
una maraña de nervios. Doy un paso atrás, luego otro. Juro que no oigo mi pisada al aplastar una
rama seca —solo siento el crujido bajo el pie—, pero uno de los caballos, amarrado a una rama a
unos metros de distancia, alza la cabeza de golpe y mira hacia los árboles.
Me detengo, contengo el aliento.
Mierda.
Mierda.
Uno de los hombres a los que no reconozco se levanta y se acerca al caballo para acariciarle
el cuello. Gira en círculo, buscando la fuente de nerviosismo del animal.
Se me cierra, la garganta por el miedo. Tensa.
Entonces se detiene por completo cuando me descubre.
Trastabillo hacia atrás.
Atrás, atrás, atrás.
Se me engancha el pie con la maleza y el aire entra y sale de mis pulmones con dificultad,
pero me levanto. Y echo a correr. El pulso me estalla en los oídos, gritándome que no me
detenga.
¡Corre!
El terreno se eleva a mi paso, las piernas me conducen entre los pinos, arbustos y
escaramujos que me azotan y me cortan la piel. Pero no siento nada de esto.
Avanzo rápidamente entre los árboles impulsándome con las manos. He sido una estúpida
por haber venido aquí. Ahora me pitan los oídos, pero todavía oigo a los hombres tras de mí, sus
pisadas, los gritos de persecución. Noto una presión en el pecho y mi cuerpo es como un tambor
palpitante, con la adrenalina bulléndome tras los ojos.
Ahora veo el lago, el resplandor del agua entre los árboles. Llego a la linde del bosque; la
hoguera arde en la distancia, Noah y Grillo siguen dormidos.
Casi estoy ahí.
Me tropiezo, pero no me caigo. Me sujeto a un roble, a punto de salir a campo abierto, a la
orilla del lago… Pero una mano me agarra del hombro, un brazo se enrosca en torno a mi cuello
y tira de mí.
Se me escapa un alarido profundo, aterrorizado. Su eco resuena entre los pinos altísimos.
Y todo se vuelve negro.
SIETE

M
e despierto en una habitación.
Al principio está en penumbras, pero la luz polvorienta de la mañana se cuela
entre las rendijas de las ventanas, entre las tablas de madera clavadas en ellas.
El bote de aspirina ya no está en el bolsillo del abrigo, pero la postal inútil sigue ahí; me toco
la nuca y esbozo una mueca, tengo una capa de sangre seca en el pelo. Me golpearon en la
cabeza con algo duro, una roca, la parte plana de una pistola, y me dejaron inconsciente.
Despacio, me levanto del suelo.
La cabeza me da vueltas, me palpita, y me agarro a una mesa amplia cerca de uno de los
extremos de la habitación. También hay otras mesas más pequeñas con sillas arrimadas por toda
la estancia rectangular. En el otro extremo hay una puerta.
Me muevo deprisa y me inclino de forma preocupante hacia un lado; veo pequeñas chispas
de luz tras los ojos. Alcanzo la puerta, apoyo las manos en la madera buscando el pomo, pero lo
han quitado. No está. Cargo con el hombro contra ella, pero hace que me palpite la cabeza y me
atraviese una punzada y la puerta no se mueve. Ni siquiera un poco.
Está cerrada con llave o atrancada con algo al otro lado.
Con la respiración entrecortada, me doy la vuelta, de cara a la estancia. No hay objetos en el
interior, nada que pueda usar para hacer palanca en cualquiera de las tablas de las ventanas para
escapar. Aun así, me tambaleo hacia la más cercana e introduzco los dedos entre dos listones
para intentar aflojarlos, pero lo único que hacen es crujir y se niegan a ceder.
No hay salida.
Me dejo caer en el suelo bajo la ventana y cierro los ojos. Las punzadas en la cabeza me
llevan al borde del desmayo, la habitación está salpicada por diminutas agujas de luz.
No tendría que haberme alejado del campamento junto al lago.
No tendría que haberme adentrado entre los árboles.
Fui insensata, estúpida, y el arrepentimiento me golpea el pecho. Es una sensación de
desasosiego, enfermiza. Como la podredumbre que se acumula en la madera húmeda. Desearía
volver atrás, pero ahora es demasiado tarde.
Pasan las horas. Quizás un día entero.
Curiosamente, duermo enroscada detrás de una mesa larga, escondida en caso de que entre
alguien.
Y, de hecho, viene alguien.
Cuando los rayos de luz que se cuelan por la ventana se toman apagados y pálidos —por el
amanecer o la puesta de sol, no estoy segura—, escucho el eco de un golpe fuerte al otro lado de
la puerta. Un momento después, se abre y un hombre, cuya silueta se recorta por la luz clara que
incide a su alrededor, entra en la habitación.
Un miedo malsano me constriñe las costillas…, sea lo que fuere lo que venga ahora,
seguramente no será bueno. Estos hombres llevan días persiguiéndome, han matado a August y a
muchos otros, y ahora por fin me tienen cautiva y sin ningún lugar al que poder ir.
Me pongo de pie despacio y desvío la mirada del hombre hacia la puerta a sus espaldas, pero
me quedo detrás de la mesa, una barrera entre los dos. Y, aun así, es casi nada.
El sonido de las botas sobre la madera al acercarse a mí resuena por las paredes de la sala, la
espuela de metal rechina. Pero antes de que llegue a mi lado siquiera, sé quién es: una cicatriz le
atraviesa la garganta de lado a lado, un tajo que ahora sé que fue Noah quien lo hizo. Una herida
de la que, definitivamente, hace tiempo brotó sangre roja.
Holt.
Noto el pulso hormiguearme en las venas y él se detiene al otro lado de la mesa; parpadea de
forma extraña mientras se alisa el pelo negro y graso con una mano. Todo está en su sitio.
Ordenado. Impoluto: el rostro afeitado, la camisa blanca planchada, cada botón bien cosido, uno
encima de otro. Y a la cintura, el cinturón con muescas y dos cartucheras…, pero sin pistolas.
Puede que sea una señal de que no tiene intención de herirme.
Aún.
Pestañea. La luz entra por la ventana en un ángulo extraño e incide sobre sus ojos: uno azul
claro; el otro, de un gris insípido, como si una nube de tormenta lo hubiese cubierto y apagado su
color, la vista. Estoy segura de que tiene ese ojo ciego.
Enfermo de tisis.
—¿Sabes dónde estás? —pregunta y deja los dientes al descubierto; sus ojos están tan faltos
de vida que casi parece desinteresado. Como si yo lo hubiese convocado aquí, una prisionera que
ha interrumpido su vida.
No respondo.
Despacio, sin prisas, se acerca a una de las mesas más pequeñas y tamborilea los dedos
contra la madera como si estuviese aburrido. Como si estuviese jugando a un juego que ya sabe
que va a ganar. Y durante medio segundo pienso que puede que se dé la vuelta y salga por la
puerta, que decida que no merezco su tiempo, y se aparte de la luz pálida sin pronunciar otra
palabra. Pero entonces, como uno de los gatos de los Horace cuya mente voluble pasa de una
cosa a otra, vuelve a posar su mirada en mí. Sus ojos se agitan, cautelosos. No era desinterés lo
que vi en ellos, era paciencia. Un rodeo cuidadoso, fortaleza; el hombre se tomará su tiempo
hasta que consiga justo lo que necesita.
—Es una escuela —dice, frío y tranquilo, respondiendo a su propia pregunta como si me
estuviese dando una lección—. Antes de que el pueblo quedase abandonado, los profesores se
ponían de pie junto al escritorio donde estás e instruían a sus alumnos en literatura y
matemáticas, ciencias e incluso arte. —Apoya la cadera contra la mesita y el cuero suave de su
cinturón cede—. Mi padre fue profesor durante un tiempo —dice con un tono monótono, sin
emoción, sin nada, y no sé a dónde quiere ir a parar con esto. Por qué me lo está contando—. Se
ponía a dar lecciones sobre nuestra historia en salas como esta.
Le entra un tic en el ojo bueno y rechina los dientes de forma inconsciente.
—Verás… —continúa despacio para asegurarse de que lo estoy escuchando, que oigo las
palabras que abandonan sus labios tensos—. Al pasado lo recuerdan aquellos que estaban aquí al
principio, aquellos que vieron lo que ocurrió. —El ojo ciego se abre como un cuervo, resuelto,
negándose a parpadear.
Espera un momento —parece que piensa que sé lo que va a decir a continuación, que voy a
hablar—, pero entonces tuerce los labios finos y pálidos; se está impacientando con mi silencio y
rechina los dientes… un sonido que recuerdo del campamento minero. Hizo lo mismo cuando
miró directo al cañón del rifle de pa. Suelta el aire por la nariz, rápido y contundente.
—Y tus antepasadas estaban ahí, ¿no es cierto?
Siento que se me afloja la mandíbula, el martilleo en el pecho, pero no digo ni una palabra.
La cicatriz de su garganta parece estirarse, pálida y de un rosa apagado, y veo la impaciencia
crecer en sus ojos, el temblor en la comisura de la boca. Estar en la misma habitación que él,
sentir su mirada clavada en mí y sin ningún lugar al que huir hace que un escalofrío me recorra la
piel. Sin un rifle entre nosotros. Sabe que tiene la mano ganadora y, aun así, se está tomando su
tiempo para contarme esto.
No le gusta perder el control. Siempre en control. Incluso de sí mismo.
—Sé más de lo que crees —dice ahora y se da unos golpecitos con el dedo en la sien; no
parpadea cuando las siguientes palabras se deslizan entre los dientes como la saliva y el tabaco
—. Me he pasado la mayor parte de mi vida persiguiéndote, viviendo a la intemperie entre la
mugre de estos pueblos aislados para tratar de encontrar algún rumor, algún testigo o historia
sobre la última Astrónoma, que se desvaneció hace años. —Mueve la mandíbula inferior hacia
delante y el sonido nauseabundo de los dientes al rechinar me resuena en los oídos—. Muerta o
escondida, nadie la había visto —dice, como si fuera un puzle, piezas esparcidas por todo el
terreno—. Y siempre pensé que sería una vieja decrépita con un pie en la tumba cuando la
encontrase, una mujer a la que podría romper con facilidad y que no me costaría conseguir lo que
quería. Y aun así… —Alza una ceja puntiaguda y una sonrisa despiadada y amarga toma forma
en sus labios—. Aquí estás.
Me recorre con la mirada cuan larga soy, de la barbilla a los pies, como si me cortase por la
mitad con una espada, y siento un estremecimiento en la piel; odio su mirada calculadora y
penetrante. El corazón empieza a latirme demasiado deprisa.
Debería haberle matado, pienso al recordar el tacto del gatillo bajo el dedo, lo cerca que
estuve. Lo fácil que habría sido apretarlo y dejar que el rifle explotase entre mis manos. Algo tan
simple. Y él se habría desangrado en el suelo a mis pies, frente a la cabaña de los mineros. Pero
también sé que yo le habría seguido poco después; uno de sus hombres leales y marcados me
habría disparado.
—Eres lo que llevo esperando tanto tiempo —añade con una voz empalagosa y horrible, pero
sus palabras quedan ahogadas por el miedo que me palpita en las venas, cada vez más fuerte.
Me tambaleo un poco, la garganta se me cierra, la contusión en la cabeza me late y quiero
cerrar los ojos, dejarme caer en el suelo, pero me aferro al borde del escritorio para mantenerme
derecha y consciente.
Holt ladea la cabeza como si viera que me estoy esforzando por no derrumbarme y se yergue.
Camina despacio hacia mí —como si no tuviese nada de prisa— y luego presiona ambas manos
sobre la mesa que nos separa. Se le cierra el ojo gris.
Se me tensa cada músculo del cuerpo; estar tan cerca de él, a tan solo medio metro de
distancia y escuchando el tamborileo de su dedo contra la mesa, el olor a caballo y sudor en la
piel, hace que se me agiten y crispen los nervios. Estoy atrapada y sin ningún lugar al que huir.
—Ahora bien… —dice; aparta las manos de la mesa y desliza la mirada por mi garganta, por
la piel suave, el lugar donde el aire se estremece en mi interior—. Me han dicho que tienes algo
en el cuello.
Por acto reflejo, doy un paso rápido hacia atrás y los talones me chocan contra la pared que
tengo detrás.
Sonríe, le gusta que tenga miedo; se toca el pelo de nuevo para alisárselo detrás de las orejas
y asegurarse de no tener ni un mechón fuera de lugar. Siempre bajo control.
—No te haré daño —dice, pero hay cierta zalamería en sus palabras. Cierta soltura en sus
mentiras, algo que ha practicado mucho. Con habilidad, destreza—. Solo necesito verlo. —El ojo
gris le tiembla con un tic, como si le estuviese recordando que no verá nada por su centro
nublado, ahora inútil; un ojo que lo único que hace es ocupar espacio en el cráneo.
Rodea el escritorio, primero despacio, pero cuando está lo bastante cerca, se lanza hacia
delante y me agarra la cabeza; me aprieta las sienes con los dedos hasta que me inclino hacia
delante. Dejo escapar un grito patético, pero luego lo contengo. No quiero darle la satisfacción de
mi dolor.
Me aparta el pelo de la nuca con suavidad, con cuidado —hace que me estremezca por el
asco— antes de mirar las marcas. Oigo su respiración pesada, el jadeo grave en busca de aire —
tiene polvo en los pulmones, en todas partes—. Deja escapar un sonido, un gruñido de
satisfacción. Y al final, complacido, me suelta y me alejo hasta apretarme contra la esquina de la
habitación.
Se frota las manos, como si estuviese cubierta de suciedad y le hubiera manchado la piel
limpia.
—Sospecho… —comienza, vuelve a rechinar la mandíbula. Un hábito que no puede
controlar— que la marca no termina en tu cuello, sino que es mucho más grande y que se
extiende por todo tu cuerpo.
Compongo una mueca. Odio que haya adivinado la verdad, que se imagine las marcas que
serpentean por mi columna…, algo que solo ha visto Noah.
Aun así, no respondo. Me niego.
Retrocede deliberadamente hasta el otro extremo de la mesa, como si me estuviera dando mi
espacio —tranquilizando al animal que ha enjaulado—, y luego vuelve a dar golpecitos en la
superficie con el dedo. La tranquilidad de sus movimientos y cada palabra que pronuncia
resultan antinaturales, pero me pregunto si habrá una tormenta bajo la superficie, una aflicción en
su mente que se esfuerza por mantener a raya. Para parecer que lo tiene todo al alcance de la
mano y que no tiene sentido perder los estribos, sino que es mejor aparentar una sensación de
firmeza calculada. Se mira las manos con aire pensativo, meditando, y distingo la marca del
antebrazo bajo la camisa remangada: el brote estelar.
—A lo largo de la historia —comienza, como si estuviese a punto de compartir algo que se le
acaba de ocurrir—, siempre ha habido formas fáciles y difíciles de hacer las cosas. —Su ojo azul
penetrante se clava en el mío, mientras que el ojo ciego vaga de forma extraña descompensado
del otro—. Deja que te asegure que las difíciles siempre implican más dolor. Pero no tengo
ningún interés en hacerte daño, en torturarte; sin embargo… —Aparta la mano del escritorio para
tocarse de nuevo el pelo y se la pasa por la frente—. También tengo mucha práctica en ello. Un
arte, podríamos decir. Me contarás la verdad… de una forma o de otra, y será entre alaridos de
dolor innecesarios o sentada cómodamente como si fuésemos viejos amigos. Y me gustaría
pensar que ambos podemos comportarnos como viejos amigos, ¿no te parece? —Su voz es fría y
amenazadora. Un equilibrio perfecto y siniestro de los dos. Y lo odio.
Aprieto los dientes al ver cómo irá esto, lo oigo en la tranquilidad ensayada de su voz: el
hombre que consigue lo que quiere, que no parará hasta que lo haga. Ha llegado tan lejos,
asesinando a innumerables personas, y llevará esto al límite hasta que hable o muera. Y quizás
ambas opciones le parezcan bien.
Así que asiento. Le doy algo que quiere. Un atisbo de complicidad. Obediencia. Y me sabe a
bilis.
—Bien —responde con un asentimiento—. Eso es bueno.
Se acerca a una de las ventanas mientras se alisa el pelo grasiento de las sienes.
—Bueno —comienza de nuevo, como si empezásemos de cero—, ¿eres la última
Astrónoma?
Trago saliva y el miedo me araña la tráquea —me dice que no le cuente la verdad—, pero
tengo que darle algo. Y esto parece insignificante.
—Sí.
Vuelve la cabeza para mirarme, sorprendido al escuchar mi voz por primera vez, y la palabra
asciende hasta el techo combado.
—Lo que significa que tu madre debe de estar muerta.
Respiro y siento la pared fría a mi espalda.
—Sí.
Asiente, como si intuyese que digo la verdad. Y le gusta este ritmo, el toma y daca, víctima y
torturador, pregunta y respuesta.
—Lo siento —dice y el tono sincero me revuelve el estómago.
No quiero sus condolencias… Quiero cargar hacia delante y clavarle los dedos en los ojos,
uno azul, el otro gris… Quiero causarle dolor. Y cuando se caiga al suelo, saldré corriendo,
echaré la puerta abajo y me escaparé. Sin embargo, me quedo quieta, obediente. Por ahora.
—¿Sabes lo que significa tu tatuaje? —pregunta.
Siento el pulso acelerado en la garganta, las manos cerrándose en un puño al costado.
—Es la marca de la Astrónoma —digo, porque ya sabe quién soy.
Curva una comisura de la boca, una media sonrisa espeluznante.
—Pero eso no es todo, ¿no?
Mantengo la vista clavada en él, analizando cada movimiento; me da miedo que se acerque
de nuevo, que quiera ver el resto del tatuaje.
—Si piensas que tengo la cura para la tisis —digo—, no es así.
Se coloca en el lateral de la mesa y me rodea como un coyote cazando a un conejo. Quiero
apartarlo de un empujón, intentar escapar, pero estoy segura de que guarda un cuchillo en alguna
parte del cinturón o en el tobillo. No entraría aquí completamente desarmado.
—Sé que no tienes la cura —responde con una ceja arqueada y la boca torcida con
curiosidad. Como si supiera algo que no ha dicho.
Confundida, siento que los labios se me curvan hacia abajo.
—Pero eres un Teórico… —digo. El hombre al que vi en el mercado de Fort Bell tocaba una
campana y gritaba: «¡La cura está cerca!». Y August me contó que los hombres que me
perseguían creían que la tenía yo. Siempre ha sido por la cura.
Holt relaja los hombros.
—Siempre me ha gustado ese nombré… Teórico. —Sonríe con suficiencia, una curva cruel
en sus labios—. Podría tener algún significado, ¿no? Alguien que teoriza, que reflexiona acerca
de lo que todavía resulta desconocido. —Ahora niega con la cabeza y borra la sonrisa—.
Algunos creen que la Astrónoma es la cura, que tú eres la cura. Pero eso no es exactamente
cierto, ¿verdad?
Lo miro con los ojos entrecerrados y mantengo los dientes apretados con fuerza.
—Eres algo más. —Le sobresale la mandíbula inferior y creo que va a acercarse, a agarrarme
por el cuello, pero sus manos tan solo tiemblan a sus costados… resistiéndose—. Si tenemos
suerte, puede que seas nuestra salvación. —Se muerde la lengua, toma aire y ladea la cabeza
como si se crujiera el cuello—. Pero ambos sabemos que conlleva un riesgo… Ambos sabemos
que puede que fracases.
La habitación se sacude con suavidad, un rayo de luz atraviesa las tablas de la ventana y me
deslumbra los ojos. Presiono las palmas contra la pared detrás de mí, la uso para sostenerme.
Está mintiendo, pienso. No sabe la verdad.
—Eso te ha sorprendido —dice con un dejo de satisfacción—. Creías que te estaba
persiguiendo sin pensar, en busca de una cura… —Deja escapar una carcajada mordaz y luego
cierra la boca de golpe—. Yo también conozco las historias. Al igual que tú.
¿Cómo?, me pregunto, pero no me atrevo a preguntar. No me atrevo a pronunciar una
palabra. En lugar de eso, mantengo la vista fija en él; me niego a que vea lo asustada que estoy.
—No somos tan diferentes —dice—. Ambos hemos perdido gente por la enfermedad. —
Vuelve a entrechocar los dientes y ladea la cabeza—. Ambos queremos lo mismo.
—No somos iguales —escupo, incapaz de contenerme. La sangre me retumba en los oídos.
Y al sonreír, deja al descubierto una hilera completa de dientes, algunos rotos, destrozados de
tanto rechinarlos. Pero entonces su boca esboza un rictus duro y cruel, los ojos encapotados, y
pronuncia las siguientes palabras mordaces con los dientes apretados.
—Podemos escoger un final distinto —dice ahora—. Tú y yo. Puede que no salvemos a
todos los demás, pero sí a nosotros mismos. —Me echa un vistazo con las cejas arqueadas, como
si pensara que veo que tiene razón. Que juntos podemos reescribir lo que ya se ha hecho.
Aprieto los labios en una línea y respiro por la nariz. Siento más furia que miedo.
—Vete a la mierda.
Me observa un segundo, estudiando los rasgos de mi rostro, la ira enquistada en cada surco y
la curva de mi boca, antes de volverse hacia una de las ventanas para mirar fuera, aunque estoy
segura de que no puede ver nada a través de las rendijas estrechas.
—Sé que tu tatuaje es un mapa… —dice con tranquilidad; su tono pasa de ser despiadado a
paciente con el ligero estremecimiento del ojo gris. Ahora, al menos, va al grano—. ¿Sabes
descifrarlo?
Cierro los ojos y luego vuelvo a abrirlos, parpadeando para alejar los puntitos de luz de mi
Visión, tratando de que la habitación no dé vueltas. Pero no le respondo.
Dejo que el silencio se instale en la estancia.
Me pego más a la esquina; no quiero responder más preguntas. No le hablaré de mi tatuaje.
Para eso, tendrá que matarme.
Un rato después, levanta una mano y deja que un rayo fino de sol le ilumine la palma —tiene
las uñas cortas, limpias— y luego suelta el aire por la nariz.
—¿Sabes que hemos evolucionado del simio? —pregunta con tranquilidad y baja el brazo al
costado—. La mayoría de la gente lo desconoce y a veces me pregunto si no somos mejores que
los animales; luchamos los unos contra los otros por comida y tierras, lo que sea que pensemos
que nos merecemos. Pero ¿sabes qué tenemos que los simios no? —Se da la vuelta y mueve la
mandíbula de izquierda a derecha sin esperar a que responda—. El habla, la capacidad de
discutir, debatir, utilizar las palabras para evitar el dolor. —Se cruje los nudillos contra las
palmas. Toma aire y luego lo suelta, exasperado—. Pero si te niegas a utilizar esta maravilla de
la evolución, te trataré como a un animal.
Vuelve a dirigirme una mirada calculadora una última vez, como si considerase qué hacer a
continuación —qué tortura o método para infligir dolor será más útil— antes de voltearse con los
dientes apretados y encaminarse hacia la puerta a zancadas. Me sobresalto cuando veo que se
marcha y me pregunto si de verdad va a dejarme sola. Puede que esto sea parte del juego:
dejarme en esta habitación oscura para que sopese si de verdad merece la pena guardar mis
secretos. Si estoy dispuesta a soportar el dolor para preservarlos. Va a dejar que el tiempo me
pese hasta que mis pensamientos comiencen a resquebrajarse con la duda.
Pero antes de alcanzar la puerta, se detiene y me mira de reojo.
—Te recuerdo…, jovencita —dice, utilizando el nombre por el que me llamó en el
campamento minero cuando le apunté con el rifle a la frente—. De esa casita en las colinas.
Estabas con el hombre del tónico. —Junta las manos como en una plegaria—. Si hubiera sabido
entonces quién eras… te habría llevado a ti en lugar de al caballo. —Sonríe con suficiencia y
asiente para sí mismo al recordar lo cerca que estuvo ese día. A tan solo unos metros de
distancia. Incluso dejó que pa eligiera: Odie o yo—. Habría matado para llegar hasta ti.
Ya has matado, pienso al recordar los cuerpos suspendidos de las sogas en Fort Bell, al
rememorar el cobertizo. Los gritos de quienes estaban dentro. Se le frunce el labio superior en
una mueca. Una sombra se cierne en sus ojos.
—Tienes más valor para mí que cualquier otra cosa. Y ahora que te tengo… mataré para
conservarte.
Sus palabras aterrizan como una piedra: soy un premio, algo que atrapar y enjaular. Algo
sobre lo que ejercer poder.
Se alisa el pelo de la nuca y luego se da la vuelta, atraviesa la sala por el centro y, cuando
llega a la puerta, esta se abre de par en par, como si alguien lo esperase fuera.
Sin una palabra más, se sumerge en la luz tenue y polvorienta. Se convierte en una mera
sombra.
La puerta se cierra de golpe y yo me hundo en el suelo. Me laten las sienes. Siento que voy a
llorar. A vomitar.
Cuando regrese…, sé que el dolor vendrá con él.

El polvo se cuela por las grietas de las ventanas y crea siluetas en las tablas del suelo.
El viento sacude el tejado y hace que las tejas de madera choquen entre sí. Me pregunto si
otra tormenta de arena estará asolando el pueblo, haciendo que la luz del sol se vuelva de un gris
sucio.
Me despierto con el sonido de los cerrojos al abrirse, al igual que la puerta. Me pongo en pie
de un salto.
Pero no entra nadie. Sin embargo, dejan algo.
Me han traído un plato de judías y un solo panecillo de trigo junto con una taza de agua.
Hambrienta, me lanzo al suelo; me termino el panecillo de un bocado y bebo el agua de un solo
trago.
Sé que solo es cuestión de tiempo hasta que regrese Holt. Volverá y no será tan amable.
Escucho el eco de unas voces tras las paredes de la escuela. Los caballos dan coces con los
cascos, pidiendo heno y trigo. Pero nadie entra por la puerta. Holt no viene.
Y la espera, el no saber, es lo peor. El tiempo se alarga mientras el sol crea franjas de luz
sobre el suelo de la escuela, una forma aproximada de calcular el día y la noche. Escondo el plato
que me han dado detrás del amplio escritorio para usarlo como arma mientras que el pecho me
duele cada vez más por los nervios. Me siento como un pájaro atrapado en una jaula: herida,
asustada y sabiendo que mis captores no tienen intención de liberarme.
Alzo la mano y me imagino las constelaciones orbitando sobre mí mientras las trazo en el
techo de la escuela: Orión, con su banda aserrada de estrellas brillantes; Rigel, con su brillo
blanco azulado; Betelgeuse, una supergigante luminosa que algún día se convertirá en una
supernova, con su fiero fulgor rojo.
Apoyo la cabeza en la pared; todavía noto el dolor pulsante de la magulladura en la nuca.
Necesito dormir, pero tengo demasiado miedo a cerrar los ojos en caso de que Holt vuelva.
Pienso en Grillo y en Noah —al despertarse por la mañana junto al lago, el fuego con las llamas
consumidas, y ver que no estaba—. ¿Habrán pensado que me marché a propósito para seguir por
mi cuenta? ¿Pensarán que los he dejado atrás? ¿O habrán descubierto los hombres de Holt el
campamento junto al lago… y habrán capturado a Noah y a Grillo igual que a mí?
¿Estaremos todos atrapados? Y nadie vendrá a salvarnos.
La puerta se abre de pronto y trae consigo una ráfaga de arena y luz rubí. Una figura en
sombras entra en la habitación.
Holt ha vuelto.
Camina hasta el centro de la clase con las manos enroscadas en el cinturón ancho —como
antes, no lleva armas en las cartucheras—. Aun así, sospecho que tiene otras formas de infligir
dolor… e incluso la muerte.
La pálida luz vespertina se cuela entre los listones y camina hacia una de las ventanas
mientras la luz le refleja el rostro, la cicatriz, el tono lechoso del ojo gris.
—¿Has comido? —pregunta hablándole al sol—. ¿Te han traído el desayuno?
Es una pregunta simple y sin repercusiones, así que digo «sí» desde detrás del escritorio
grande de madera…, la única barricada que tengo. Le hago saber que estoy dispuesta a hablar.
Vuelve la mirada hacia mí y sonríe, complacido. Cree que estamos llegando a alguna parte.
Tiene un tic en el ojo gris y se peina el cabello oscuro y grasiento con la mano.
—La mayoría de las personas del pueblo han muerto —dice y me echa otro vistazo, como si
estuviera a punto de contarme un cuento para irme a dormir, una historia que me ayude a
conciliar el sueño; sobre los enfermos, los ciegos y los moribundos—. El resto —continúa—
huyó por la tisis. Y ahora está abandonado, una reliquia, inútil en realidad. A menos que
necesites un lugar donde esconderte, donde encerrar a alguien hasta obtener respuestas.
Pienso en la tormenta de arena y en la noche que pasamos en la casa del anciano. Nos
advirtió sobre el pueblo cercano, al que habían puesto en cuarentena por la enfermedad.
—¿Esto es Mill City?
A Holt se le ilumina la mirada.
—Sí. —Y baja la mano de la cabeza. Parece relajado, tranquilo, como si ahora los dos
intercambiásemos historias. La marca del antebrazo apenas se aprecia bajo la manga de la camisa
y la señalo con la cabeza al recordar la misma marca sobre la piel de Noah.
—¿Haces que todos tus hombres la lleven?
Al principio parece confundido, pero luego baja la mirada hacia la marca roja y carnosa, un
brote estelar quemado en el brazo.
—Asegura su lealtad —dice al tiempo que la recorre con el pulgar—. En cuanto los marcan
como Teóricos, nunca serán otra cosa.
A menos que seas Noah. A menos que escapes y te conviertas en el Arquitecto…, alguien que
me protege en lugar de darme caza. ¿Sabrá Holt que Noah sigue vivo? ¿El chico que huyó
aquella noche por el bosque y que casi lo mató al abrirle la garganta con un cuchillo?
Parece que está masticando algo y arrastra la mirada desde la marca hacia mí.
—Son leales —prosigue— porque saben que intento salvarlos.
Quiero reír; quiero decirle que no eso no son más que tonterías. No está salvando a nadie.
Está matando a la gente. Pero me muerdo los carrillos y contengo las palabras.
—También intento salvarte —añade y la oscuridad le cubre los surcos ya ensombrecidos de
su rostro—. Dudo de que ninguno de los dos queramos morir así. —Se toca las manchas de la
piel bajo el ojo gris, ciego—. Esperando a que la enfermedad nos corroa los órganos, los ojos,
hasta que nos descompongamos en la tierra como todos los demás.
Una sensación de frío me brota en el pecho, un atisbo de algo que se asoma a mis
pensamientos.
—Sé que te diriges hacia el mar —dice con una mirada afilada como el alambre de púas—.
Escapas para dejar atrás toda esta enfermedad y muerte.
Empiezan a pitarme los oídos: un crujido, otro, un siseo.
—No sé a qué te refieres.
—¡Déjate de gilipolleces! —grita; la cicatriz de la garganta le tiembla cuando traga saliva
(una imagen horrible) y retrocedo sobresaltada. Ha estado tan tranquilo (con una calma
inquietante y antinatural), pero ahora deja entrever el malhumor en sus ojos, cada uno de un
color, y parece que algo comienza a resquebrajarse en su interior—. Los dos sabemos a qué me
refiero —añade enseñando los dientes—. El hecho de que estés aquí, que ya no te ocultes, debe
significar que esas estrellas se han alineado. Las que la Astrónoma ha estado esperando.
Lo sabe. Noto una punzada en la nuca. Sabe demasiado. Pero ¿cómo? Quiero huir, salir
corriendo hacia la puerta y darle una patada, pero sé que no se abrirá. Y no tengo ningún lugar
donde esconderme en esta habitación estrecha. Así que me mantengo firme y contengo el pánico;
no quiero que vea lo asustada que estoy.
Rodea el lateral del escritorio que nos separa y cuadro los hombros. Empiezo a pensar en que
él es el tipo de hombre que respeta eso: alguien que no tiene miedo, que deja a un lado sus
debilidades. Es en los cobardes en quienes encuentra el objeto de su ira.
—Y tu mapa, la marca grabada en tu piel, va a llevarnos allí. —Rechina los dientes con cada
palabra, las hace polvo.
Por instinto, quiero tocarme el cuello, sentir el consuelo que me brinda. Sin embargo,
mantengo las manos a los costados y las aprieto en un puño para que no me tiemblen. Para que
ninguna parte de mi cuerpo lo haga.
—Puedes ayudarnos, Vega. —El ojo gris se cierra un segundo antes de volver a abrirse—.
Dime a dónde lleva el mapa.
Trazo el tatuaje de punta a punta mentalmente, sigo la curva por mi cuello hasta el torso,
cuando se abre en brotes de constelaciones, hasta que serpentea por mi estómago hasta el muslo
derecho y vaga por la espinilla y el empeine. Varias constelaciones unidas. Y si mirase el cielo
esta noche, con la primavera a punto de acabar, podría seguir esas mismas constelaciones,
rastrearlas.
Y me llevarían directas al sol poniente.
—Al este —digo, una mentira a medias.
Pero su boca se enrosca con un brillo de irritación en los ojos: está perdiendo la paciencia.
—Sabes que no basta. Necesito navegar. Necesito conocer cada punto del firmamento. —Un
temblor le recorre la sien y parpadea de forma rítmica, cada ojo desacompasado. Está enfermo.
Se está muriendo. Por eso está tan desesperado: cree que puedo salvarlo antes de que la muerte
se extienda por su pecho y le arranque el aire de los pulmones.
Como no respondo, aparta la mirada y, con un movimiento rápido, desenfunda un cuchillo
que llevaba en el cinturón a la espalda, un lugar donde no podía verlo. Se da unos golpecitos en
el costado, un poder repentino en la mano. Y sé que el tira y afloja de nuestra discusión se ha
acabado.
—Podríamos haber trabajado juntos. —Alza el cuchillo de forma que la hoja apunta a mi
pecho a tan solo un par de centímetros de mi piel.
Me remuevo incómoda y me sujeto a una esquina del escritorio con una mano. Pienso en
Noah, en la daga con la que atravesó la garganta de Holt. Pienso en lo cerca que ambos hemos
estado de matarlo. Pero fallamos.
Retuerzo los dedos y entrecierro los ojos.
El plato que escondí está a mis pies, oculto bajo el escritorio: solo tengo que agacharme,
agarrarlo y golpearle la cabeza. Y si le doy lo bastante fuerte, puede que caiga al suelo
inconsciente. Y luego, ¿qué? Me llevaré el cuchillo, lo utilizaré para hacer palanca en las tablas
de las ventanas. O podría amenazar a quienquiera que esté al otro lado de la puerta y decirles que
mataré a Holt si no me dejan, salir. Lo usaré como ventaja, Saldré y luego huiré.
—Aquí todos tenemos nuestro papel —dice y se da unos golpecitos en el pecho con la punta
del cuchillo—. ¿Sabes cuál es el mío, mi talento?
Lo miro, pero no digo nada. Mi mente solo piensa en el plato… tan cerca. Solo tengo que
alcanzarlo y luego levantarme y golpearle la cabeza. Con fuerza.
—Sé cazar a la gente —continúa—. Y conseguir lo que quiero. —Eleva la hoja hacia mi
rostro, hacia la punta de mi nariz—. Y a ti llevo persiguiéndote mucho tiempo.
Se escucha un ruido fuera, pasos agitados, y Holt mira a la puerta en el otro extremo de la
clase. Esta es mi oportunidad. Me agacho, tomo el plato —lo agarro con fuerza, firme, segura, y
vuelvo a levantarme—, lista para enarbolarlo y golpear a Holt en la sien… cuando noto un dolor
en el pecho. Una punzada abrasadora.
Holt ha vuelto a mirarme y me ha apartado del escritorio. Me ha agarrado del cuello con una
mano mientras me clava el cuchillo en él esternón; la sangre gotea en la superficie.
Suelto el plato, que repiquetea en el suelo. Mierda. Holt me golpea la cabeza contra la pared.
Se oye un fuerte crujido y luego blande el cuchillo contra mi garganta, justo donde el pulso me
late en las venas.
—No estoy seguro de qué pretendías hacer con eso. —Su voz suena gutural; no quedan
rastros de palabras amables—. Pero ya veo que eres más que una chiquilla con un tatuaje. Estás
dispuesta a luchar por lo que quieres y eso es bueno. Es importante.
Aprieta el cuchillo aún más y siento el reguero cálido de sangre cayendo por mi garganta
hasta el pecho. Me ha atravesado la piel. Contengo el aliento. Respira, respira. Solo es un poco
de sangre. No basta para matarte. Sigue respirando.
—Cuéntame cómo leer el mapa —exige.
Suelto el aire por la nariz, acalorada, aterrorizada, pero le miro el ojo ciego y me niego a
responder.
Me sube el cuchillo hasta la barbilla.
—¿Estás dispuesta a morir por esto? —pregunta—. ¿Estás dispuesta a desangrarte en el suelo
como un cerdo degollado?
Aprieto la mandíbula y bajo la mirada.
—No vas a matarme —digo—. Soy la única que tiene el mapa. Me necesitas.
Entrechoca los dientes y luego los rechina con tanta fuerza que compongo una mueca.
—Chica lista —dice. Su rostro queda tan cerca del mío que huelo el aceite en su pelo graso,
el aroma a tabaco y sudor en su piel enfermiza. Baja el cuchillo y tomo aire con rapidez antes de
que me agarre por la garganta y tire de mí hacia atrás. Me obliga a darme la vuelta de forma que
mi rostro queda aprisionado contra la pared. No sé qué va a hacer, pero entonces siento de nuevo
la hoja fría del cuchillo recorriéndome el cuello y la columna. El lugar donde Noah me tocó la
piel con los dedos en el lago.
—Aunque podría despellejarte y cortar las marcas —dice y siento una humedad asquerosa en
sus palabras, como si tuviera la boca abierta—. Puede que mueras desangrada. Pero si
sobrevives, sospecho que empezarás a hablar. —Me araña el nacimiento del pelo con la hoja,
como si estuviera marcando el camino que seguirá, la carne que arrancará—. Y si mueres, al
menos tendré la constelación. Y encontraré a otra persona que la interprete.
—No hay nadie más —me atraganto y trago con dificultad; mi voz apenas resulta audible—.
Soy la única, la última. —La sangre es cálida y todavía se me derrama por el pecho.
Holt me hunde el cuchillo en el cuello y me doy cuenta de que va a hacerlo: va a rebanarme
el tatuaje.
—Dime cómo leerlo —dice una última vez, su aliento es como una llama contra mi oreja.
Mi mirada vaga desde la cabeza de Holt a la puerta abierta tras él —la puerta abierta—,
donde ahora se ve un manto del cielo rojizo de la tarde, antes de apartarla.
—No —escupo con odio. Los ojos se me encienden con una valentía repentina. Porque me
ha encontrado—. Nunca te lo diré, pedazo de mierda.
El aire abandona los pulmones de Holt en una exhalación trémula, conmocionado por mi
desafío y por algo más. Se le ponen los ojos en blanco. Se le resbala el cuchillo de la mano y cae
al suelo con un repiqueteo. Me libera de su agarre y da una vuelta sobre sí mismo.
Trago saliva, trago. Me llevo las palmas a la garganta y doy unas bocanadas en busca de aire
para intentar no desmayarme y caerme al suelo.
Y cuando levanto la mirada… Noah está al otro lado de Holt y le ha clavado un cuchillo en el
vientre.
Me ha encontrado.
La habitación vibra, todo vuelve a enfocarse en un staccato lento y resplandeciente mientras
vuelvo a tomar aire.
A tan solo metro y medio de distancia, Noah empuja a Holt hacia la pared contra la que me
retenía y el cuchillo en su mano se hunde aún más, justo bajo las costillas del Teórico.
Pestañeo. Suelto una exhalación trémula.
Aunque es muy extraño que Holt esté callado, con la boca abierta, sin emitir ningún sonido,
mientras sus ojos perforan a Noah. Una furia silenciosa. El chico que casi lo mató hace tantos
años. El traidor.
Noah hunde más el cuchillo con la mirada fija en Holt, como si estuviese viendo su pasado
en los ojos del hombre. El enfado y la furia se mezclan con algo más, algo que no comprendo.
—Debería haber hecho esto hace tiempo —sisea Noah.
El aire se escapa entre los labios de Holt.
—Traidor —murmura—. Tú… —Le cae sangre por la boca, le mancha los dientes, y mira a
Noah con los ojos enormes y desenfrenados—. Me traicionaste por ella. —Le tiembla la garganta
y enseña los dientes—. Esta sangre… —se le cierran los ojos y luego los abre de golpe— es
tuya.
En el otro extremo de la habitación, en la puerta abierta, aparece otra silueta.
—¡Vámonos! —grita Grillo—. Se acercan más hombres.
Noah saca la hoja del abdomen de Holt de un tirón y este se desliza en silencio hacia el suelo.
Destripado.
—Ya no soy un Teórico —gruñe Noah con decisión. Su voz suena grave, dura y teñida por
algo que parece dolor.
Un reguero de sangre brillante y horrible se extiende por la camisa blanca de Holt y forma un
charco en el suelo. Intenta encontrar la herida con la mano. Pero hay demasiada. Un lago.
Noah se ha cobrado su venganza. Vuelve la mirada hacia mí con la mano extendida para
atraerme hacia él.
—¿Te ha apuñalado? —pregunta al tiempo que me palpa la piel del cuello suavemente con la
yema de los dedos para tratar de inspeccionar la zona donde la hoja de Holt me atravesó la piel.
—Estoy bien —me apresuro a decir. No intento parecer fuerte…, es solo que no siento dolor.
Puede que sea por la adrenalina, los latidos del corazón en los oídos, pero la sangre que
comienza a secarse en el pecho ni siquiera se siente mía.
—¡Vamos! —exclama Grillo—. ¡Tenemos que irnos!
Noah me toma de la mano, la aprieta, y le echo un último vistazo a Holt; abre y cierra la
boca, abre, cierra, como si quisiera hablar pero no tuviera aire en los pulmones.
Me vuelvo hacia Noah, sin voz, el pitido en los oídos demasiado alto, y asiento. Atravesamos
corriendo el centro de la clase. Tiene los ojos verdes enloquecidos por la ira mientras que, en la
otra mano, la sangre de Holt gotea de su cuchillo.

Paso por encima de un cuerpo tendido en la tierra justo tras la puerta de entrada —el hombre al
que habían apostado para montar guardia ahora está muerto. Degollado por Noah o por Grillo—.
Apenas lo miro. No quiero sentirme culpable, no quiero llevar la cuenta del número de personas
que han perdido la vida por mí. Lo merecieran o no.
Fuera, parpadeo para acostumbrarme a la luz de la tarde en un esfuerzo por enfocar después
de haber estado atrapada en la oscuridad de la escuela durante días; ahora los prismas de luz me
perforan la vista. No puedo creer que haya salido. No puedo creer que sea libre. Rápidamente,
recorro con la mirada el pueblo desconocido que se extiende ante mí, atrancado y abandonado,
pero Noah me tira de la mano; su palma cálida en contacto con la mía.
—¿Estás bien? —pregunta al notar mi Vacilación.
Vuelvo a asentir, todavía incapaz de encontrar las palabras, y me aprieta la mano un poco
más fuerte para asegurarme de que no me va a soltar. Luego, me aparta del cadáver, de Holt, que
todavía se desangra dentro de la escuela, y me conduce hacia un callejón estrecho y polvoriento.
Puede que haya escapado de la escuela, pero aún tenemos que salir del pueblo.
En el otro extremo del callejón, entre dos edificios de madera combada, Grillo se detiene y
mira hacia atrás. Su respiración es rápida, trabajosa, y veo que se ha puesto mucho más pálida,
sus ojos desprovistos de color, la piel cerosa y húmeda. Como si su cuerpo fuera al mismo
tiempo un incendio forestal imparable y un frío aguerrido de invierno que no se puede quitar de
encima. Está enferma, muy enferma.
No tendría que haber venido; ni siquiera debería estar de pie.
Detrás de nosotros, el eco de unos gritos suena por el pueblo desértico y los pasos retumban
contra el suelo duro: los hombres se han congregado en la antigua escuela.
—Por aquí —dice Grillo con los dientes tan apretados que temo que se los vaya a partir, pero
pasamos corriendo junto a otra hilera de edificios mientras el viento aúlla al colarse por las
puertas abiertas y las ventanas rotas. Casi hemos llegado al límite del pueblo, solo nos queda una
calle —veo el paisaje árido y abierto más allá— cuando una serie de pasos resuena cerca.
Demasiado cerca.
Grillo se pega contra la pared de una casa de un solo piso, oculta en una franja estrecha en
sombras. Noah y yo hacemos lo mismo y él aprieta el pecho férreo contra el mío, respira junto a
mi oreja y siento su corazón latir junto a mi garganta. Su aroma, a plantas y a bosque, casi hace
que se me humedezcan los ojos. Me resulta familiar de formas en que no debería. Me ha
encontrado, repito. Me ha encontrado y me está protegiendo, como juró que lo haría. Como me
prometió.
Y cuando cierro los ojos un breve instante y siento su corazón latir contra mi pecho, me doy
cuenta de que me recuerda a mi hogar.
Un segundo después, las pisadas se desvanecen en dirección a la escuela. No han descubierto
dónde estamos. Grillo deja escapar un suspiro ronco, como si tuviera arena en los pulmones, y
echa un vistazo por la esquina de la casa, vigilando.
—Debemos llegar a esa hilera de árboles —dice Noah mirando al otro lado de la franja de
tierra yerma tras el pueblo.
Grillo asiente, pero parece tan débil que no estoy segura de cuánto más podrá correr. Tiene
los ojos vidriosos y respira por la boca con dificultad, como si no tuviera suficiente aire. Aun así,
nos alejamos de la esquina de la casa y echamos a correr por la calle hasta los últimos edificios
apiñados. Casi somos libres… cuando lo veo.
Una cerca repleta de caballos a tan solo un par de metros a nuestra izquierda.
Y no son solo los caballos —la cantidad de todos ellos juntos con el polvo arremolinándose
alrededor de sus cabezas—, es uno en particular.
Odie.
Está entre ellos con los ojos muy abiertos y dando coces con el casco en el suelo.
—Para —le siseo a Noah y tiro de su brazo—. ¡Para!
Él se da la vuelta con una mirada cargada de tensión, de adrenalina.
—¿Qué pasa?
—La yegua de pa, Odie. Es ella. —Señalo el montón de caballos—. Se la llevaron antes de
que llegáramos a Fort Bell.
—No hay tiempo —susurra Noah en voz baja sin dejar de echar vistazos al sitio por donde
hemos venido; busca alguna señal de los hombres.
Niego con la cabeza.
—No puedo abandonarla. —Me suelto de su mano, de su fuerte agarre, y corro hacia el
prado.
Cuando abro de golpe la valla, los caballos se apelotonan y levantan más polvo. Pero las
orejas de Odie se mueven hacia delante y se queda quieta, tratando de adivinar quién soy; un
recuerdo profundo abre paso en su mente. Cuando llego junto a ella, baja la cabeza y la empuja
plana contra mi pecho.
—Te encontré —susurro con prisas.
—Tenemos que irnos —insiste Noah. Está detrás de mí, en la valla, y no deja de mirar al
centro del pueblo.
Saco una brida que cuelga sobre el poste y la aseguro en torno a la cabeza de Odie —no hay
tiempo para la montura—. La conduzco fuera. Pienso por una fracción de segundo en quedarme
con dos caballos más, uno para cada uno, pero me llevaría demasiado tiempo asegurar otras dos
riendas y dos caballos que puede que no sean tan dóciles como Odie.
—Deja la cerca abierta —le digo a Noah con rapidez—. No podrán seguirnos sin caballos.
Asiente y, a varios pasos de distancia, Grillo está junto al muro trasero de un edificio anexo,
puede que un cobertizo para las herramientas, y es como si fuera un fantasma: está tan pálida que
casi parece transparente. Pero nos devuelve la mirada con los hombros hacia atrás.
—Vamos —sisea con urgencia y agita la mano para que vayamos hacia ella.
Entre el límite del pueblo y la hilera de árboles doblados por el viento a lo lejos hay unos
doscientos metros de campo abierto y matorrales sin ningún lugar donde escondernos. Tenemos
que movernos deprisa, así que tomo aire, tensa y nerviosa, y los tres abandonamos nuestro
escondite y las sombras del pueblo hacia la intemperie, con Odie trotando tras nosotros.
Pero cuando me vuelvo para mirar a Grillo veo que anda a marchas forzadas, con pesadez,
como si le costase respirar y poner una pierna delante de la otra. Quiero gritarle que se dé prisa,
pero me da miedo decir algo que no sea un susurro. Estoy segura de que los hombres han
descubierto la puerta abierta de la escuela, el cuerpo tendido en el umbral y a Holt desangrándose
en el interior.
Ahora vendrán a por nosotros.
Tiro de Odie para que vaya más rápido y hacia la zanja poco profunda que tenemos enfrente,
donde el terreno se hunde. Probablemente haya sido un arroyo hace tiempo. Y, detrás, árboles.
Seguridad.
Estamos a solo unos pasos de la zanja y siento la respiración agitada, la piel tirante sobre los
huesos, desesperada por encontrar un lugar bajo, oculto del pueblo. Estamos tan cerca. Busco a
Grillo con la mirada y está aliviada: sabe que vamos a conseguirlo. Una sonrisa tironea de mis
labios, ya noto la sensación de certeza. Casi estamos. Solo unos pasos más y estaremos…
Algo se mueve detrás de Grillo.
Una sombra.
Una sombra horrible, espantosa.
Se me traban las piernas y siento el paso de los segundos como las gotas de lluvia sobre la
piel entumecida. En la linde del pueblo… aparece una silueta.
Nos han encontrado.
Se me abren los ojos, el aire no me llega a los pulmones… y percibo el brillo del metal al
reflejarse la luz ondulante del sol, que todo lo ve.
—¡Tiene una pistola! —grito y retrocedo tropezándome con mis propios pies.
De alguna forma, Grillo se da la vuelta con movimientos lentos, entorpecidos, el tiempo
reducido a unos segundos perezosos. Dobla el brazo para alcanzar el cuchillo que lleva a la
cintura. Pero el sonido de una bala al salir de la recámara explota en el aire. Noah se da la vuelta
y extiende el brazo hacia mí, pero es Grillo quien emite un ruido estrangulado y gutural. Es la
boca de Grillo la que se queda entreabierta; es Grillo la que cae de rodillas.
—¡No! —exclamo, pero el sonido parece más un quejido que se rompe en mil pedazos tan
pronto como golpea el aire.
El eco de más voces nos llegan del pueblo —se acercan más hombres—, pero Noah me
suelta la mano, la solidez de su contacto se desvanece, corre hacia Grillo y se tira al suelo.
Me da un vuelco la cabeza y el terror lo vuelve todo de un blanco cegador. Suelto las riendas
de Odie y la dejo donde está para seguir los pasos de Noah. Hinco las rodillas en el suelo
polvoriento junto a Grillo y noto una punzada que me atraviesa los ojos hasta el cráneo al
asimilar la imagen.
Grillo, tendida de espalda con la cabeza apoyada en la tierra. Grillo, con la boca entreabierta,
temblando, temblando, temblando. Como si tratase de hablar, hablar, pero no encontrase las
palabras.
Grillo, que emite un jadeo horrible, horrible, horrible.
Grillo, con demasiada sangre derramándose por su torso. Sangre. Ay, no, hay demasiada
sangre. Se me empieza a nublar la vista, pero parpadeo, parpadeo, para obligarme a centrarme.
El corazón me martillea en el pecho y noto la piel tirante sobre los huesos. Le toco el pecho con
la mano buscando la sangre y encuentro el orificio de la bala. Está en el lado derecho; no le ha
atravesado el corazón, pero sangra, llora. Hay mucha. Por todas partes. Puede que le haya
perforado un pulmón porque el aire le sale con un silbido por la garganta, por ese orificio
espantoso.
Hay demasiada sangre…
Demasiada.
Presiono las palmas contra la herida, temblando por la adrenalina.
—Tenemos que levantarla —le digo a Noah con un tono demasiado agudo, demasiado
pánico en cada palabra.
Se está asfixiando, tose sangre… y me recuerda a mamá, la sangre que brotaba de su cuerpo
roto y moribundo.
Se está muriendo, se muere.
—Grillo —dice Noah y le acaricia el rostro para que fije la mirada en él.
Pero pone los ojos en blanco y luego vuelve a centrarla.
—Marchaos —murmura de alguna forma y escupe más sangre. Se atraganta con ella.
La ignoro.
—Podemos llevarla —le digo a Noah con un asentimiento. Para intentar convencerlo,
convencerme a mí—. Podemos subirla a lomos de Odie.
Vuelve a toser y otro reguero de sangre resbala por su boca. Demasiada. Mierda, hay
demasiada. Oigo a los hombres tras nosotros. Gritan, se reúnen, se acercan. Me quieren viva, no
se arriesgarán a volver a disparar.
—Marchaos. —Grillo vuelve a intentarlo y me empuja el hombro con la mano. No sé cómo
tiene la fuerza suficiente para hacer que me apoye sobre los talones. Todavía queda algo de
luchadora en ella. Sigue siendo más fuerte que la mayoría de los hombres.
Noah vuelve a acariciarle la cara, le limpia la sangre, pero no hace más que empeorarlo y se
la esparce por el pómulo, por el cráneo desnudo. Ella asiente hacia él: se hablan en silencio. Un
idioma que solo ellos entienden. Él le devuelve el gesto con una inclinación del mentón solemne,
horrible, y la mirada ensombrecida. Un acuerdo.
—No —le digo a Noah. Sé lo que está pensando, lo que está a punto de ocurrir—. Podemos
ayudarla.
Niega con la cabeza; las lágrimas le humedecen las pestañas. Aun así, lo dice:
—Es demasiado tarde. —Un titubeo en su voz, en el temblor de sus labios. Se le rompe el
corazón frente a mí.
—No —respondo y noto el calor de las lágrimas y el miedo pugnando por salir. No puedo
dejar que muera. No después de lo de August, después de todas las personas del cobertizo.
Todos mueren, todos los que intentan ayudarme. Mueren… por mi culpa. Y no puedo dejar que
vuelva a ocurrir. Le envuelvo los hombros con las manos para intentar levantarla—. Ayúdame —
le grito a Noah y lo atravieso con la mirada.
Pero él desvía la suya hacia la linde del pueblo, donde los hombres han salido a campo
abierto y vienen hacia nosotros.
—Tenemos que irnos.
Más sangre supura del pecho de Grillo y coloco las palmas sobre el orificio, presiono, la
contengo. ¡Podemos salvarla!, gritan mis pensamientos.
—Por favor, Noah —gimo y se me quiebra la voz. El tiempo parece alargarse por un breve
instante, el aire sale con suavidad y despacio entre mis labios.
Noah aparta las manos del rostro de Grillo y se levanta, cerniéndose sobre mí, bloqueando la
luz opaca del sol vespertino.
—Levántate —me apremia. Una orden. Un mandato, como si yo fuera un soldado en el
campo de batalla, pero me niego a hacerle caso.
Niego con la cabeza… a pesar de que lo sé, lo sé. Sé que no se va a recuperar. Ni siquiera si
conseguimos subirla a lomos de Odie y alejarnos de aquí, hacia el lago, no se recuperará. Se
desangrará con lentitud, con dolor.
Pero estoy tiritando y me niego a ponerme en pie, a marcharme. Ya ha arriesgado su vida dos
veces para salvarme —incluso con la de veces que sé que quiso marcharse— y ahora va a morir
por mí. Las lágrimas me caen por las mejillas formando unos regueros pequeños y horribles. No
quiero que muera así, desangrada, dolorida y aterrada.
Pero me envuelve las manos con las suyas; tiene las uñas sucias y la mano cubierta de callos.
—Él te protegerá… a toda costa… —Jadea en busca de aire y cierra los ojos a causa del
dolor. Cuando me vuelven a encontrar, bien abiertos y húmedos, no tiene miedo—. Morirá por ti
—dice—. Pero no dejes que lo haga. —Me aprieta la mano con tanta fuerza que me duele; luego,
alza la cabeza medio centímetro para mirarme directamente, con fijeza, a los ojos—.
Prométeme… que lo protegerás.
Se me atascan las palabras que quiero decir; el miedo me oprime el pecho como un puño. Lo
quiere, lo sé. Lo quiere de tantas maneras que hace que me duela el corazón un poco. De
maneras que no termino de comprender. Habría ido con él hasta el fin del mundo para protegerlo.
Y ahora me está pidiendo que haga lo mismo. Me está pidiendo que no lo deje morir. Pero todo
el mundo a mi alrededor muere. Las lágrimas me arden en las mejillas, siento los latidos tan
fuertes en los oídos como si estuviera bajo el agua. Pero le aprieto la mano y me las arreglo para
asentir y mirarla fijamente para que sepa que mantendré la promesa. Sabe que no dejaré que el
chico al que ama muera.
Asiente y, sin decir otra palabra, me suelta la mano con un brillo terco y fiero en los ojos.
Luego, toma el cuchillo sujeto a la cintura.
El tiempo vuelve a su cauce y ahora se mueve a cámara rápida. Aparto la mano del orificio
de su pecho y la sangre brota sobre la superficie. Se derrama.
Estoy temblando, temblando. Noah se agacha para levantarme.
—¡Tenemos que irnos ya! —me dice al oído.
Quiero resistirme —la culpa es demasiado grande—, quiero volver a arrodillarme y limpiarle
la sangre de la boca, esperar a que exhale su último aliento para que no esté sola. Para que no
tenga miedo. Porque es culpa mía. Pero Noah me susurra con suavidad, como si supiera que
estoy a punto de romperme.
—Por favor, Vega.
Y sé que tenemos que movernos. Necesito mantener la promesa, porque si nos quedamos, me
capturarán y matarán a Noah. Y no dejaré que él también muera, en esta extensión de tierras
baldías en mitad de la nada. Manchada de sangre, con lágrimas contenidas y demasiado dolor en
el pecho.
Noah me aleja de ella y me dejo hacer. Corremos por las planicies al descubierto, lejos del
pueblo desértico. De Grillo. Un disparo, luego otro; el eco retumba por el aire en calma y pasa
junto a nuestras cabezas. Quizá me quieran viva o muerta, después de todo. La cuestión es que
no nos escapemos. Con el mapa todavía en mi piel.
Noto un martilleo en la cabeza, demasiado dolor, demasiada sangre en mi piel y por todas
partes. Aguardo a que la siguiente bala me atraviese la espalda o la de Noah, pero nuestras
piernas siguen corriendo y nos llevan hacia delante. Llegamos junto a Odie, Noah le da una
palmada en las ancas y ella sale despavorida al galope en dirección a los árboles con los ojos
enloquecidos, respirando de forma agitada por la nariz y con las orejas vueltas hacia atrás.
Bajamos por la zanja trastabillando, con la adrenalina rugiendo en nuestras venas, y luego
subimos por él otro lado. Quiero mirar hacia atrás; quiero echar un vistazo sobre el hombro y ver
si los hombres han llegado junto a Grillo. Pero espero hasta que hayamos atravesado el terreno
descubierto entre la hondonada y la linde de los árboles, con las piernas ardiendo, y luego nos
escondemos al cobijo del bosque.
Noah se detiene, sus jadeos retumban como el trueno al respirar, y luego echa la vista atrás.
Los hombres casi se han acercado adonde está Grillo y siento que el aire no me llega a los
pulmones, como si los árboles se me echaran encima, el cielo se astillara, roto, destrozado. Estoy
mareada y quiero cerrar los ojos, pero en vez de eso me apoyo en la grupa de Odie, que se ha
parado justo tras la línea de árboles. Todavía resopla por la nariz, da unas coces con el casco,
intranquila por la densidad de los árboles, y mueve las orejas adelante y atrás como si fuera a
salir huyendo de nuevo.
—No caerá sin luchar —dice Noah con apenas un hilo de voz por la falta de aliento.
Y tiene razón.

Noah me ayuda a subir a lomos de Odie.


Me aferro a su crin y me miro la sangre de las palmas, las yemas… La sangre de Grillo. Pero
tengo más sangre seca en la garganta y repartida por el pecho. Holt casi me raja la garganta; me
ha dejado una cicatriz a juego con la suya.
Trago saliva, respiro, el aire tiembla a mi alrededor, los árboles se arremolinan y se separan
sobre mí. Parpadeo para alejar el aturdimiento y la visión borrosa. Siento el peso de Noah cuando
se coloca detrás de mí. Me envuelve el torso con los brazos para mantenerme sujeta —agarra las
riendas con las manos— y nos internamos a caballo entre los árboles, cada vez más adentro.
Tan lejos de Mill City como podamos.
Pero nunca será lo bastante lejos. Grillo ha muerto. Aun así, no dejo que el sollozo me
traspase la garganta. Lo contengo con fuerza. Porque no me merezco llorar. No me merezco
sufrir. Este dolor le pertenece a Noah, no a mí.
No habla mientras viajamos por el bosque, un chico callado a quien se lo han arrebatado
todo. A todos a quienes amaba.
Las horas pasan, el silencio nos envuelve, hasta que llegamos a una cumbre rocosa donde un
río poco profundo se entreteje entre varias rocas grandes cubiertas de musgo antes de describir
una curva al oeste, hacia el bosque. Paramos para beber; nos arrodillamos en la orilla embarrada
para limpiarnos la sangre de la piel.
No podemos quedarnos mucho tiempo. Los hombres vendrán a por nosotros en cuanto
reúnan a sus caballos.
Y ahora no solo querrán capturarme —la chica a la que llevan persiguiendo durante
kilómetros—, sino vengar a Holt.
Miro mi reflejo en el agua; el dolor vuelve a la superficie como una sombra fría y añeja. Pero
cuando observo a Noah, agachado mientras bebe del río —el agua se derrama entre sus manos—,
no digo nada. Ya no tengo palabras, no puedo ofrecerle nada que pueda solucionar aquello.
—Tenemos que seguir —dice con frialdad. Se seca las manos en las perneras, pero el hilo de
su voz, el filo abatido de cada palabra, se clava como uñas afiladas en mi horrible corazón.
En silencio, me ayuda a subirme de nuevo a Odie y siento esa lealtad como una daga en sí
misma…, algo que no me merezco. Sigue aquí, conmigo, después de todo lo que ha pasado.
Llega la noche, oscura y sin estrellas, y Odie camina lentamente entre el bosque disperso
donde los árboles crecen escuálidos y altos, con sus troncos blancos y pequeños, y hojas de un
verde claro que comienza a tornarse dorado. Si tenemos suerte, les llevaremos una hora o dos de
ventaja a los hombres…, el tiempo que les tomará seguirles el rastro a los caballos que
liberamos. Para enterrar a Holt y salir en nuestra busca.
Cuando la luz al fin se alza sobre el paisaje, hemos entrado en un terreno desconocido; las
colinas y las montañas lejanas forman una silueta escarpada: extensiones pobladas de encinas
que no han sido tocadas por el hombre, pastizales densos y valles cubiertos de hierba donde no se
ha abierto ningún camino en esta tierra inalterada. Siento como si nos estuviéramos aventurando
mucho más allá del mundo conocido.
Noah sigue sin hablar —me envuelve el torso con los brazos y me acerca a él—, y me
pregunto si pensará que no podremos sobrevivir en este lugar. Me pregunto si pensará que mi
vida no vale la muerte de Grillo…, si se arrepentirá de todo. Sé que le he causado mucho dolor,
uno incalculable, profundo y miserable. Quiero decirle que lo retiraría todo si pudiera, pero no
tiene sentido hablar de cosas imposibles, infantiles, así que me quedo callada mientras el viento
nos azota la espalda, más fría a cada kilómetro y, aun así, seguimos adelante.
Como si no tuviéramos otra opción.
El aire cortante de la montaña, el cielo nublado y la brújula de Noah nos conducen al norte.
Nos movemos por inercia; su pecho apoyado en mi espalda, su aliento me roza siempre la
oreja; me hace temblar, hace que quiera acurrucarme más cerca, desvanecerme en sus brazos,
hacer que me odie a mí misma por lo que le he arrebatado.
Una hora después, arrullada por el movimiento de los pasos de Odie, llegamos a un arroyo
poco profundo por cuyo caudal angosto apenas discurre agua. Sin embargo, desesperados, nos
agachamos de rodillas para beber y hundimos el rostro en el agua, en su frescor. Las rocas son
resbaladizas y están emblandecidas por el musgo, pero sumerjo el pelo en el agua, lo empapo y
luego me lo escurro a la espalda dejando que me gotee por los hombros. Me tiembla el cuerpo,
los dientes me castañean, pero agradezco sentir el agua fría de la montaña recorrerme la piel y
llenándome el estómago. Una parte pequeña de mí se siente limpia: el dolor de las heridas, el
vacío interior, entumecido por el momento.
—Mira —digo. Parpadeo y miro hacia el otro lado del arroyo donde un arbusto bajo y
escuálido se inclina hacia el agua—. Moras.
Atravesamos el canal y recogemos las bayas del matorral espinoso antes de llevárnoslas a la
boca. Cuando dejo de sentir el estómago tan vacío, me guardo en el bolsillo algunas de las que
están más duras, todavía no han madurado del todo, esas que no se aplastarán mientras
cabalguemos. También le llevo un puñado a Odie, que come de mi mano.
—Podríamos acampar aquí —sugiero en voz baja—. Junto al agua.
Noah vuelve a cruzar el arroyo y recorre con la mirada los árboles doblados por el viento.
—No. Ellos también necesitarán agua y pararán aquí. Tenemos que acampar en un lugar
menos acogedor.

Hace rato que ha oscurecido —han pasado dos horas desde que dejamos atrás el arroyo—
cuando, por fin, Noah encuentra un lugar en el que cree que será seguro descansar durante la
noche. No tiene nada de especial, ningún rasgo característico; es solo un sitio entre los árboles
donde acampamos entre las agujas de pino y la tierra negruzca.
Enciende un fuego pequeño pero lo bastante grande para calentarnos las manos. Nos
sentamos junto a él como dos ladrones, desesperados por su alivio. El silencio se extiende entre
nosotros, llena el aire en calma, hasta que se siente tan grande que duele. Apenas hemos hablado
desde que escapamos de Mill City. Y sé que se nos agota el tiempo, que hemos malgastado
muchos días… puede que ni siquiera lleguemos a tiempo al mar.
Pero por ahora, por esta noche, necesitamos dormir.
Apoyo la barbilla en las rodillas dobladas; la parte posterior de la cabeza ya no me palpita y
el corte en la garganta ha empezado a curar y a formar una costra.
—¿Cómo me encontraste? —pregunto al final, las palabras suenan tan débiles como el hielo
en invierno; apenas me salen—. ¿Cómo supiste dónde estaba?
Noah se calienta las manos sobre las llamas pequeñas y sus brazos expuestos relucen con la
luz del fuego y recorre los tatuajes que trazo con los ojos, la marca que lo señala como un
traidor. Bajo esta luz resulta atractivo y siento el anhelo de acariciarle la piel con los dedos, estar
de vuelta en el lago con su cuerpo tan cerca del mío. Antes de que todo cambiase. Nadaría hacia
sus brazos y el agua retrocedería entre nosotros, y le daría un beso. Le envolvería el torso y los
omóplatos con los dedos; me permitiría besarlo hasta que el cielo de la noche se convirtiese en
un borrón de luz estelar innombrable. Le pediría perdón por todas las cosas que todavía no
habrían ocurrido. No lo soltaría.
Pero no puedo volver atrás. Y aquí estamos, sentados junto a una pequeña hoguera en un
bosque oscuro, distanciados por demasiadas pérdidas. Y por su expresión, parece que nunca
volverá a mirarme como lo hizo en el lago. Como si todo aquello se hubiera esfumado. El dolor
es descomunal en su interior.
—Te oí gritar —dice, pero sigue sin mirarme—. Me desperté y vi que no estabas junto a la
hoguera. —Baja las manos y asiente un tanto al recordarlo—. Seguí tus huellas por el lago;
luego, Grillo y yo encontramos el campamento de los hombres. Les seguimos el rastro hasta Mill
City.
—Pero ¿cómo supisteis que estaba en la escuela?
—Al principio no lo sabíamos —responde con suavidad—. Vigilamos el pueblo durante dos
días, esperamos, y entonces vimos que la escuela era el único edificio con alguien apostado
fuera.
Se queda callado; sabe cómo termina la historia. Cómo acabamos aquí. Con Grillo
ahogándose en su propia sangre mientras nosotros huíamos entre los árboles y veíamos cómo el
primer hombre llegaba junto a ella: se agachó para ver si seguía viva, para comprobar si tenía
pulso, pero ella alzó el brazo antes de que él pudiera tocarla siquiera, y con un movimiento ágil y
rápido, le clavó el cuchillo de caza en el gaznate. Él lloriqueó como un niño, y enseguida
aparecieron dos hombres más, pero su cuchillo destelló en el aire cuando les abrió un tajo en las
espinillas, las costillas, hasta que, al fin, uno de los hombres apuntó con el rifle, lo afianzó y
disparó una sola vez.
Grillo cayó hacia atrás y se quedó inmóvil.
Fue el final de una guerrera. El final de una heroína. Y ahora cientos de kilómetros nos
separan a Noah y a mí, con una pérdida que no podemos arreglar fija en su mirada.
Pero me salvó, echó abajo la puerta de la escuela y me quitó a Holt de encima. Me liberó de
la habitación en la que pensé que moriría cuando Holt me cortase en pedacitos con el cuchillo.
—¿Crees que Holt está muerto? —pregunto.
—A lo mejor. —La tensión se le acumula en los hombros—. Si no, seguirá viniendo por
nosotros. Pero si lo está, entonces sus hombres vendrán a por nosotros de todas formas. Querrán
que paguemos por su muerte. —Se le oscurece la mirada—. Ahora es cuestión de honor.
El aire me comprime los pulmones. Nunca dejarán de perseguirnos. Nos rastrearán hasta el
mar. Esto no ha acabado.
Noah se acerca al fuego, atiza las brasas con la rama de un olmo y las llamas se extienden
hacia arriba iluminándole el rostro…, un rostro marcado por el dolor, un rostro que aún quiero
tocar.
—¿Qué ocurrió? —pregunta con voz queda, como un eco que resuena en un pozo profundo y
oscuro—. Con Holt. ¿Qué te dijo?
Me envuelvo las rodillas con los brazos y bajo la barbilla; el frío siempre está ahí, nunca
cesa, ni siquiera junto al fuego.
—Me preguntó por el tatuaje.
Noah me atraviesa con la mirada.
—Quería que le contara cómo leerlo, cómo guiarse por las estrellas.
—¿Se lo dijiste?
Alzo el mentón de las rodillas.
—No. —Recuerdo la sensación de la hoja sobre el cuello, la amenaza, la punta fría y afilada
qué casi me atraviesa la piel—. Dijo que me lo rebanaría si no se lo contaba. —Me muerdo el
labio; odio recordarlo. Quiero arrancármelo y no volver a pensar en ello jamás—. Pero llegaste
antes de qué pudiera hacerlo.
El silencio prendé el aire entre nosotros —me salvó la vida, pero Grillo dio la suya a cambio
— hasta que sus ojos se encuentran con los míos.
—¿Qué pasará cuando lleguemos al mar?
Siento que la pregunta es peligrosa, que hay demasiadas historias entretejidas, demasiado que
desentrañar. La verdad se esconde en algún lugar debajo de todo eso. Recuerdo cuando dijo que
August solo le contó cómo llegar al mar, nada más. Ningún motivo. Ninguna de las decisiones
que nuestros antepasados tuvieron que tomar para conducirnos hasta aquí. Dijo que August no
quería que lo supiera todo, que la carga era demasiado pesada.
Y ahora, yo estoy haciendo lo mismo.
Le cuento una verdad a medias, lo suficiente para acallar las dudas de su mente. Pero tengo
cuidado de no revelarle el resto; las cosas que mamá me dijo que solo podía saber yo.
Encuentro a Tova y a Llitha sobrevolando muy alto entre los árboles con su brillo pálido.
—¿Ves esas dos estrellas? —digo y señalo al este del cielo—. Son las estrellas hermanas,
atrapadas en la misma órbita. —Noah ladea la cabeza, pero no dice nada—. No se las ha podido
ver en nuestro cielo durante los últimos cien años. Estaban demasiado lejos. Pero ahora… —
Siento las palabras vulnerables y me temo que oirá que se me quiebra la voz—. Por fin están lo
bastante cerca para que las veamos; nuestra órbita y la suya al fin giran en el mismo eje. Es un
suceso extraño y no volverá a ocurrir hasta dentro de cien años. —Bajo la mirada al fuego, noto
una pulsación estática en los tímpanos—. Por eso me marché del valle —le cuento—. Esas dos
estrellas brillantes son la razón por la que vine a buscar al Arquitecto… a ti. Y ahora tenemos
que llegar al mar antes de que se separen y dejen de estar alineadas.
Noah respira y el aire se expande. Respira y me siento sin anclaje con cada exhalación
profunda.
—¿Cuánto tiempo nos queda? —pregunta.
—No estoy segura. He perdido la noción del tiempo. Aunque… —Le echo otro vistazo a las
estrellas hermanas, tratando de recordar todos los motivos por los que estoy aquí. Los motivos
por los que debo continuar—. Diría que solo nos quedan unos pocos días.
—¿Y si no llegamos al mar a tiempo?
Me pongo seria y siento que la duda me cala hasta los huesos.
—Habrá que esperar otros cien años.
Me fulmina con la mirada.
—Si no llegamos a tiempo —digo—, entonces, dentro de cien años, nuestros descendientes
tendrán que volver a intentarlo.
Aunque lo cierto es que no llegaremos a vivir otros cien años.
No quedará nadie.
Noah me mira con los ojos entornados de un verde imposible, un verde lleno de pena, un
verde que me rompe en mil pedazos como si fuera un cristal. Duele notar su mirada sobre mí y
saber todo lo que le he quitado.
El manto de silencio se vuelve cada vez más pesado entre nosotros y noto la opresión del
corazón en el pecho al recordar el momento en que lo vi cruzando el centro de la escuela con los
ojos clavados en mí, con una furia que no le había visto antes. Su piel ardía de determinación y
enfado. Apartó a Holt de mí y le clavó el cuchillo en el costado. Luego me tomó la mano con los
dedos temblando, como si pensara que tal vez era demasiado tarde, como si temiera descubrir
que ya estaba muerta. Hubo alivio en sus ojos y algo más: una clase de dolor distinta. Y recuerdo
lo que le dijo Holt justo antes de que Noah le sacase el cuchillo de los intestinos.
Tú… me traicionaste por ella.
Pensaba que se refería a la deslealtad de un traidor porque Noah había escapado de los
Teóricos hacía años. Pero había algo más en sus palabras. Un significado oculto. Y lo siguiente
que dijo no parecía tener sentido.
—¿A qué se refería Holt cuando te dijo «esta sangre es tuya»? —pregunto.
Noah entreabre la boca, libera una suave exhalación a la noche y mira al cielo. Por un
momento, parece un chico que ha perdido más de lo que llegaré a saber jamás. Que se está
rompiendo delante de mí.
—No fui solo un miembro de los Teóricos, un soldado como la mayoría de los hombres de
Holt —dice—. Algún día sería su líder.
Trago saliva y se me cierra el estómago.
—Holt me estaba preparando para liderar, para dirigir a sus hombres. —Noah posa la mirada
en mí. Tuerce el gesto y su piel morena parece incluso más oscura a la luz del fuego, entre las
olas de luz y sombras—. Lo traicioné cuando me marché, cuando me escapé y nunca volví.
De pronto, el calor del fuego es demasiado y me froto los brazos. Miro a Noah con los ojos
entornados tratando de ver qué más esconde. Qué secretos diminutos se ocultan bajo su piel del
color del ocaso.
—Holt podría haberse buscado a otro —digo—. No tenías que ser tú. —Sin embargo,
percibo la duda en mi propia voz.
A Noah se le oscurece la mirada y se muerde el labio inferior con fuerza. Aparta la rama de
olmo del fuego y la clava en la tierra entre sus pies.
—Me crie como un Teórico, Vega. Siempre fui uno de ellos, nací con ellos. —Toma aire;
hay dolor en sus ojos, como si cada palabra le costase algo, como si mudase parte de su piel,
parte de su corazón roto—. Era mi destino.
Desvía la mirada hacia mí; él cree que yo ya lo sé, que debería ser capaz de verlo en su
rostro. La verdad. Siempre ahí. Siempre justo delante de mí. Si solo hubiese mirado…, mirado
de verdad. Pero necesito oírselo decir, necesito que la palabra salga de sus labios, aunque la
cabeza me da vueltas, los árboles parecen inclinarse demasiado hacia el suelo y el cielo se pone
del revés. Todo está mal.
—Intenté matarle cuando dejé a los Teóricos —dice con un titubeo, cada fibra de su ser odia
el pensamiento que está a punto de pronunciar, se resiste, se le quiebra la voz al añadir entre
dientes—: Intenté matar a mi propio padre.
Contengo el aliento y me quedo boquiabierta. Toco el suelo con las palmas; necesito que la
tierra compacta me estabilice, pero me da miedo apartar la vista de Noah, miedo a que las
palabras que acaba de pronunciar lo partan en dos. Que nos rompan a los dos.
—Noah —digo con suavidad. Su nombre se me escapa con una exhalación. Pero ¿cómo
expresar los pensamientos que se me agolpan en la cabeza? ¿Cómo hilarlos?
Holt es el padre de Noah.
Y aunque Noah intentara matarlo cuando abandonó a los Teóricos, puede que esta vez sí lo
haya conseguido en la escuela. Y lo ha hecho por mí. Me eligió a mí, por encima de su propio
padre.
El aire no me llega a los pulmones.
Las palabras se me atascan en la garganta.
El dolor que crece dentro de Noah es demasiado grande como para que cualquier cosa que
diga vaya a mitigarlo.
La hoguera escupe chispas al cielo y el momento se interpone entre nosotros, como si ambos
tratásemos de reunir las piezas que nos faltaban de nuestro pasado, los secretos que guardamos.
Noah se frota el cuello con el estremecimiento de un nuevo recuerdo.
—Cuando dejé el campamento de los Teóricos, después de que le rebanase el cuello a mi
propio padre, no sabía a dónde ir. Wells había muerto y no conocía otra vida que no fuera en el
grupo. —Suelta un suspiro tembloroso; ahora, los recuerdos le atraviesan como lanzas—. Pasé
frío unas cuantas noches a la intemperie —sigue sin apartar los ojos de los míos y se sumerge,
cada vez más hondo, en mi piel—. Dormí tras el taller de un herrero en un pueblo sin nombre.
Me moría de hambre, pero sabía que nadie me dejaría pasar con la marca de los Teóricos grabada
a fuego en la piel. No sobreviviría por mi cuenta.
Me lo está contando todo. Me está mostrando las sombras que mantiene ocultas en los
rincones más oscuros de su ser. Sus secretos ahora son míos.
—Sabía que tenía que encontrar a August. Era el único que dejaría que me quedase.
Esto me toma por sorpresa.
—¿Sabías quién era August?
Asiente con una expresión tensa y clava la rama aún más en la tierra.
—Mi padre y él habían sido amigos hacía tiempo. Mejores amigos. —Resopla—. August
incluso le contó a mi padre algunas historias antiguas sobre la primera Astrónoma y el primer
Arquitecto. Confió en mi padre, se fio de él. Y mi padre prometió protegerlo y mantener sus
historias en secreto. Pero todo cambió cuando mi madre murió. —Noah se aparta del fuego y
unas sombras se proyectan sobre su rostro. Nunca había mencionado a su madre y veo la pena
latente que brota a la superficie—. Estaba embarazada de mí cuando empezó a presentar
síntomas de la enfermedad. —Noah vuelve a tragar y prosigue—: Mi padre le rogó a August que
le ayudara. Pensó que si encontraba a la Astrónoma, podría hallar una cura para mi madre. Creía
que la Astrónoma podría salvarla. Pero August se negó y le dijo que no había nada que hacer. Mi
madre murió un mes después de haber dado a luz. La tisis no tardó en llevársela.
Noah traga saliva y quiero tocarle el brazo, el pecho, la cara. Quiero envolverle los hombros
fuertes con los brazos y decirle lo mucho que lo siento. Que conozco el dolor de perder a una
madre. Que sé lo desdichado que se siente. Pero me preocupa que no quiera mis condolencias.
De la chica, una Astrónoma a cuya familia culparon en parte por la muerte de su madre. La chica
que le ha causado buena parte de la aflicción que siente. Pero ahora entiendo por qué Holt sabía
tanto sobre mí, sobre todo. Porque August se lo contó hace tiempo.
—Mi padre culpó a August de su muerte —continúa—. Y juró encontrar a la Astrónoma él
mismo para salvar a los que quedaran. Comenzó a reunir hombres para que se unieran a su
grupo; empezó a prometer la cura para la tisis. Los rumores se extendieron con rapidez y pronto
comenzaron a atormentar a cualquiera que pensaran que podía saber dónde se escondía la
Astrónoma. Eran violentos, y vi a mi padre asesinar a innumerables personas.
Se le tensa la mano con la que aún sostiene el palo. Intento imaginarme cómo debe de haber
sido criarse con un hombre como Holt, crecer en los campamentos de los Teóricos y luego dejar
todo eso atrás. Saber que no es la vida que quería… acabar como su padre. Hace falta coraje
para abandonar todo lo que conoces, arriesgarte a morir. Y pienso en el valle, en la cabaña, en la
tumba de mamá junto al río… Yo también lo dejé todo atrás.
—Me llevó un tiempo encontrar a August —añade—. Casi un mes, pero cuando lo descubrí,
escondido en una granja a las afueras de Lohaw, no me preguntó nada… Solo me acogió y
prometió criarme como a su propio hijo. Entonces, solo tenía catorce años. —Me mira de reojo
para ver mi reacción, pero permanezco callada y dejo que termine. Dejo que lo saque todo—.
Estuve cuatro años con August, escondiéndome de mi padre, siempre viajando.
Intento imaginar cómo debió de sentirse al ocultarse por temor a lo que ocurriría si Holt y sus
hombres lo encontraban. No solo se convirtió en un traidor cuando se marchó, sino que se unió a
August, el mismo hombre a quien Holt culpaba por la muerte de su esposa.
—Un año después, August empezó a prepararme y a contarme historias sobre la Astrónoma.
Sobre las estrellas. Yo sería el nuevo Arquitecto cuando él muriera. Me enseñó cómo llegar al
mar para que pudiera llevarla allí…, llevarte a ti algún día.
Cuando me mira, me sorprende encontrar amabilidad en sus ojos en lugar de odio o
arrepentimiento.
Acaba de contarme la verdad acerca de quién es: cada momento horrible que le ha marcado
de su pasado, expuesto en la tierra seca frente a mí, para que lo vea. Sus secretos ahora son míos.
Y cuando me asomo a sus ojos fríos, tristes y hermosos, noto una sensación bajo las costillas que
no había sentido antes. Como si una parte de mí se hubiese roto y florecido a la vez. Un latido en
el pecho, un estremecimiento en las venas.
Mi madre está muerta, pero Noah puede que haya matado a su padre. Para salvarme. Los dos
nos hemos convertido en huérfanos de formas que tendrían que habernos destrozado. Destruido.
Y aun así, intentamos hacer lo correcto y cumplir nuestro cometido. Ambos unidos por el
pasado, una historia que ya estaba escrita. Los dos estamos rotos. Y ahora lo necesito más que
nunca.
Sin embargo, primero necesito decir algo antes de que las palabras me corroan.
—Lo siento… —Niego con la cabeza y apoyo las manos sobre las rodillas porque sé que no
es suficiente. Ni siquiera se le acerca—. Siento que tu madre haya muerto antes de que pudieras
conocerla. Siento lo de tu padre, lo que tuviste que hacer, por ti y por mí. Siento que August haya
muerto antes de que pudiera contártelo todo, todas las historias que mi madre me narró. —Tomo
aire… Me obligo a continuar, mis ojos enterrados en los suyos—: Siento haberme alejado del
campamento la noche que me capturaron los hombres de Holt, por hacer que tuvieras que venir a
por mí. Desearía volver atrás y deshacer lo que ocurrió. —Las lágrimas amenazan con
desbordarse entre mis párpados y al final se liberan, pero me las enjugo con rapidez porque sé
que él no las quiere. Que no valen nada—. Siento que ella… —Alzo la mirada hacia él y vuelvo
a empezar—: Sé que querías a Grillo… Sé que era lo único que te quedaba.
Deja el palo que ha estado utilizando para atizar el fuego en el suelo junto a él.
—La quería —admite con la mandíbula tensa y comedida—. Nos hemos salvado la vida el
uno al otro muchas veces. —Aparta la mirada un momento, como si estuviera a punto de
levantarse y adentrarse entre los árboles, incapaz de hablar del tema, de oír una disculpa que no
sirve de nada. Pero entonces añade—: Ella sabía que merecía la pena morir por ti. Rastreó a los
hombres hasta Mill City, donde te habían llevado… Nunca pensó en dejarte atrás.
Una ristra de lágrimas traicioneras me recorre las mejillas.
Pero Noah posa sus ojos en mí.
—No fue culpa tuya —dice—. Nada de esto. Mi madre murió porque estaba enferma; las
venas de mi padre estaban impregnadas de maldad, se convirtió en un hombre al que temía, en
quien no podía confiar. August murió protegiéndote, que es lo que quería porque se lo había
prometido a su padre, y este al suyo antes que él. Fue una muerte honorable. Una muerte mejor
que sucumbir lentamente a la enfermedad y sin ningún propósito. Murió como él quería. Y
Grillo… —Se le quiebra la voz y cierra la boca de golpe para contener el dolor—. La mataron
esos hombres, no tú —dice—. Ella sabía que eras importante, y lo hizo por August, por mí. —Le
brillan los ojos por las lágrimas y quiero tocarlo, sentir la calidez de su piel bajo mis dedos, pero
tengo demasiado miedo. Miedo de lo que ocurrirá en mi corazón inestable si me permito
acercarme tanto a él.
Pienso en lo que dijo Holt en la escuela, en que todos tenemos nuestro papel. Puede que
nosotros siempre avanzáramos el uno hacia el otro —Astrónoma y Arquitecto—, y antes o
después habríamos acabado aquí. Caminos que divergen en un bosque, una historia contada hace
tiempo. Nuestra historia, ya escrita.
Una Astrónoma y un Arquitecto.
—En la torre del agua —dice Noah con la mirada vacía pero sin apartarla nunca—, cuando
me enseñaste las marcas del cuello, supe que eras ella y que me quedaría contigo hasta el final.
Se me escapa el aire entre los dientes.
Me recorre con la mirada al tiempo que alza la mano y sus dedos encuentran mi garganta;
descansan con suavidad sobre el lugar donde Holt me clavó la daga, donde ahora tengo una
cicatriz rosa que no se ha curado del todo. Me palpitan las sienes y él traza un camino hasta mi
mandíbula, hasta mi pelo enredado. Siento cómo el corazón se me expande en el pecho, el dolor
que he intentado sofocar… El ardor que me hace pedazos cada vez que me mira.
—Entonces supe que eras ella…, a quien había estado buscando en el rostro de cada chica
que conocía. En cada pueblo y puesto fronterizo oteaba las multitudes esperando encontrarte.
La sangre fluye por mis venas.
—¿Me estabas buscando?
—Cada día durante los últimos tres años. —Desliza la mano tras mi cuello y la posa con
suavidad sobre la marca—. Cuando estaba con los Teóricos, te perseguíamos, seguíamos
cualquier rumor que oíamos sobre que hubiesen visto a la Astrónoma. Sin importar lo lejos que
fuera. Pero con August, empecé a buscarte. —Sus ojos, del color de un río profundo, descienden
hasta mi boca y luego vuelve a alzarlos—. Sabía que mi padre no dejaría de perseguirte. Tenía
que encontrarte antes de que lo hiciera él. —Traga saliva y esboza una media sonrisa—. Pero me
encontraste tú a mí.
Lleno los pulmones con el aire frío de la noche, dejo que mi mirada se sumerja en la suya y
descubro algo antiguo en ella: parece que han visto muchas orillas, que la sabiduría de otros vive
en él. Al igual que en mí.
—Siento como… si siempre hubiéramos estado destinados a encontrarnos —digo mientras el
corazón me martillea en las costillas.
Entreabre la boca un poco y percibo la pregunta en sus ojos. La misma pregunta que hay en
los míos.
El aire se escapa entre mis labios.
Por favor, pienso. Bésame. Parpadea; abre la boca como si fuese a hablar, a contarme una
historia de nuestro pasado, sobre cada momento casi perdido que nos condujo el uno al otro,
pero, en lugar de eso…
Se inclina hacia delante, tan cerca que me llega su olor a hoguera y a pino. Siento su aliento
en los labios. Siento cada vez que su piel casi ha rozado la mía, el anhelo inconfundible en mi
pecho, todas esas noches en las que lo miraba y quería sentirlo cerca. Exhalo y dejo que mis
labios se entreabran en busca de una palabra, un pensamiento, que hace tiempo que no está.
Y en lo que dura ese parpadeo, en el segundo antes de que mis pensamientos vuelvan a
despertar, presiona su boca contra la mía. El calor, la necesidad y todo lo que he guardado a
presión dentro de mí, el dolor que he tratado de ignorar, al fin me atraviesa la piel.
Desliza la mano por mi nuca y la entrelaza en mi pelo. Como si no fuera a soltarme nunca,
como si no fuera a dejar que nadie vuelva a atraparme. Sin cuchillos presionados contra la
garganta, sin jaulas en pueblos abandonados. Mis dedos se topan con su pecho, sus clavículas, y
se enroscan en su camisa —esas partes de él que llevo queriendo tocar tanto tiempo— para
atraerlo más hacia mí, y siento que el cielo frenético da vueltas sobre mí, abierto en dos.
Destrozándome.
Me besa con más fuerza, ahora con desesperación, como si creyese que hay esperanza
entretejida en cada fibra de mis huesos. Como si fuera a salvarlo. A recomponerlo. Todos los
días que hemos pasado juntos, las noches largas y frías con su cuerpo junto al mío, y ahora, al
fin, ese horrible dolor dentro de mí se ha calmado. Ha encontrado aquello que ha necesitado
durante todo este tiempo.
A él.
Me envuelve el cuello con la otra mano, sobre el tatuaje, y le beso. Quiero más que su boca
sobre la mía, necesito que no me suelte nunca, y un dolor ardiente no deja de crecer en mi
abdomen, en lo más profundo de mi vientre. La verdad descansa tras mis párpados: he querido
besarlo desde el momento en que lo vi en la torre del agua. En ese momento me asustó, con su
postura rígida y ensombrecida mientras me miraba con los ojos entrecerrados por el sol
abrasador y los brazos cubiertos de tatuajes negros. Pero tampoco podía soportar la idea de que
apartase la mirada.
Necesitaba sentir sus ojos sobre mí, abriéndome en canal, convirtiéndome en algo más: en la
chica que había estado buscando.
Deslizo la mano por su mandíbula y recorro cada línea, cada peca, como constelaciones en el
mapa de su piel morena. Los dos tenemos cicatrices. Indicios de nuestro pasado. Su piel tatuada
por el amigo que perdió, el brote estelar que los Teóricos le marcaron a fuego en el antebrazo y
de los que escapó. Me muerde el labio inferior y el corazón me late a toda velocidad. Este chico,
el último Arquitecto, me besa como si fuera la luz de las estrellas, la oscuridad y el viento que
sopla entre los árboles del valle. Me besa con más ímpetu, siento sus dedos en el cráneo, y el
zumbido del miedo que me envuelve las articulaciones cae al suelo.
Me recorre los huesos de la columna con las manos y me separa los labios con los suyos,
cada vez más profundo, y pienso: por fin nos hemos encontrado el uno al otro.
Una historia que ya estaba escrita. Agujas y tinta inyectada en nuestra piel, momentos que
nos han traído hasta aquí, hasta esta hoguera en medio del frío y el tremor de los árboles, lejos de
casa.
Y con sus dedos recorriéndome los labios, su aliento acariciándome la piel, sé que no puedo
permitirme necesitarlo. Quererle. Amarle.
Porque al final…
Cuando lleguemos al mar…
Lo perderé.
OSA MAYOR, Alpha Uma
+61º 45′ 03″

L
lovía la noche en que lo vio.
El cielo tenía un tono anaranjado eclipsado tras la tormenta, pero cuando las nubes
retrocedieron y las estrellas brillaron con esa claridad que solo es posible durante las
noches frías y húmedas, descubrió esa franja del horizonte en la que los puntitos de luz no
brillaban en medio de la negrura.
Un lugar del cielo, por extraño que pareciera, en el que no había estrellas.
Viró el telescopio hacia el norte y marcó las coordenadas donde la sombra comenzaba y el
resto del cielo terminaba.
Había algo ahí arriba: un borrón vasto y trémulo de oscuridad. Sobrevolando, suspendido
donde no debería de estar.
Tomó notas en un papel, estudió los libros que guardaba en la estantería sobre su cama
acerca de las anomalías, las formaciones de estrellas y las nebulosas. Aun así, no estaba segura
de lo que era. Solo que la inquietaba; se colaba en sus sueños.
Fuera lo que fuere, no tendría que estar ahí: una nada profunda, enorme y sin fondo. Pero
cada noche, con cada cálculo y anotación, se dio cuenta de algo más.
Cada vez era más grande.
Devoraba el cielo nocturno como una sanguijuela, se extendía como la tinta negra derramada
sobre un papel suave. Aunque no solo estaba creciendo: se estaba acercando.
Hora tras hora, la oscuridad llenaba el cielo.
Se expandía. Se ensanchaba.
Hasta que, en algún momento, no quedarían estrellas.
OCHO

U
n pueblecito aparece de repente entre las encinas torcidas por el viento.
Pero apenas se lo puede llamar «pueblo»: solo hay un edificio de dos plantas que
parece una casa de labranza más grande de lo normal, pintada de un amarillo pálido
como el de los dientes de león y con ventanas de marcos de madera, además de dos estructuras
más pequeñas construidas a lo largo de la calle seca y polvorienta. Tres edificios en total.
Es más bien un puesto fronterizo en lugar de un pueblo. Está emplazado en un claro entre los
árboles.
—¿Habías estado aquí antes? —le pregunto a Noah. Todavía recuerdo el tacto de sus labios
sobre los míos anoche, bajo el cielo oscuro, oscuro. Solo dormimos una hora o dos antes de que
el sol comenzara a asomarse entre los árboles, y continuamos hacia el norte hasta que llegamos a
este pueblo desconocido.
Niega con la cabeza.
—No. —Pero se pone de pie, donde nos hemos agazapado en la linde, y da un paso al frente
para salir a la pradera verde que nos separa del pueblo.
Me quedo atrás sujetando las riendas de Odie.
—¿Qué haces? —susurro.
—No podemos seguir así.
Tiene razón, hemos viajado durante un día entero desde que acampamos en el bosque. No
hemos comido nada ni encontrado agua fresca.
—Pero nos verán —señalo.
—Esos hombres están al menos a un día de distancia de nosotros. No hemos visto señales de
ellos. Y puede que este pueblo esté habitado por colonos. —Señala el prado con un asentimiento
—. Conseguiremos agua y comida, y luego continuaremos.
Extiende una mano hacia mí, su piel es como un río bajo el sol de la tarde, y la acepto antes
de salir a campo abierto.
Atravesamos el prado y luego seguimos el sendero de tierra que conduce al pueblo. Odie
olfatea el terreno buscando algo comestible y luego resopla. A todos nos vendría bien comer
algo, un buen trago de agua y dormir una noche entera. A ambos lados del camino, la tierra está
señalizada por estacas de madera con un número pintado en cada una de ellas.
—¿Qué es? —pregunto.
—Parcelas de tierra. Para construir casas.
El pueblo es tan reciente que ni siquiera han construido todavía las casas.
En el edificio amarillo y grande, echamos un vistazo a un cartel ornamentado suspendido
sobre el porche, que tiene varias entradas: Hotel y restaurante Maybelle.
Al otro lado de la calle están el Salón Maybelle y la Barbería Maybelle. Hay varios caballos
atados al poste frente al salón y, a la puerta de la barbería, un hombre sentado en una silla con el
pelo ralo y canoso peinado hacia un lado. Está trabajando en algo; talla una pieza de madera.
Noah se acerca al porche del hotel y abre la puerta. Ato a Odie a la barandilla y luego miro el
camino. Esto no me gusta… Dejar a Odie tan expuesta, donde puedan verla. Entrar en un hotel
desconocido.
Sin embargo, sigo a Noah y entro.
El hotel huele extrañamente limpio, como a agua de rosas y a menta; de alguna manera, se
las han arreglado para que no se llenase de polvo. Las paredes están pintadas con diminutas
flores del azul del cielo antes de salir el sol, y hay un sofá de dos plazas con cojines bordados
bajo una escalera que conduce a la segunda planta. A la izquierda, una puerta ancha da paso a
otra estancia con una docena de mesas cuadradas con tazas de metal para el café y servilletas
dobladas dispuestas frente a cada silla, esperando a unos clientes que, sospecho, apenas vienen.
Aquí no. En estas montañas lejanas.
Miro hacia la derecha y observo un escritorio estrecho colocado entre dos sillas grandes. El
lugar está tan tranquilo que resulta inquietante. Vacío.
—Quizás el negocio no esté abierto —digo y me doy la vuelta para mirar la puerta principal.
Nuestra vía de escape si tenemos que salir corriendo.
Noah asiente y se acerca al escritorio cuando escuchamos unos pasos en la segunda planta.
Cortos y rápidos.
Una mujer baja por las escaleras con un vestido lavanda pálido y encaje blanco en el escote.
—Lo siento mucho —anuncia con los ojos brillantes y enseñando los dientes. Tiene el pelo
caoba peinado hacia atrás y sujeto con horquillas en la nuca—. No os he oído entrar. —Se
desliza por el vestíbulo y se sienta detrás del escritorio con una postura regia, la espalda recta
como una tabla de pino; huele a miel y a lavanda. A jabón y a pelo recién lavado—. ¿Cuántas
noches? —pregunta con un batir de pestañas.
—Solo queremos algo de comer —responde Noah. Mira a la mujer con desconfianza. Ahora
mismo creo que no confiaría en nadie—. Y quizás algo de agua para el caballo.
La mujer mira a nuestras espaldas, ladeando la cabeza hacia la ventana desde donde se ve a
Odie atada junto al porche.
—El camino hacia Maybelle se puede hacer muy largo sin provisiones —dice con una ceja
arqueada—. ¿Venís buscando oro?
—No. —El tono de Noah es comedido y preciso. No quiere dar más detalles de los
necesarios—. Solo estamos de paso.
—Ah. —Sus ojos se ensombrecen un poco, la alegría se desvanece de su rostro rosado—.
Todos los que llegan aquí vienen para reclamar su parte en la cuenca Payutte.
Noah apoya una mano sobre el escritorio y le dedica una mirada sombría.
—Lo perdimos todo en un vado —miente.
—Ay, no. —Las cejas de la mujer se hunden, hay sinceridad en su mirada; una mujer sin
mayor motivación que limitarse a sentarse frente a nosotros—. Tenéis pinta de haber pasado frío
unas pocas noches a la intemperie.
Le sonrío tratando de aparentar tranquilidad, que no me da miedo estar en el vestíbulo de un
hotel en medio de un pueblo pequeño y desconocido. Intento no pasear la mirada con
nerviosismo hacia la ventana principal para ver si unos hombres a caballo se acercan por el
camino de tierra.
—Podéis quedaros a pasar la noche —reitera, con los ojos abiertos y esperanzados—. Insisto.
Sin embargo, Noah niega con la cabeza.
—No podemos.
Empiezan a pitarme los oídos. Me doy la vuelta y miro otra vez por la ventana, pero sigue sin
haber nadie ahí. Una parte de mí quiere creer que no nos están siguiendo, que se han rendido.
Puede que Noah se haya equivocado cuando dijo que seguirían viniendo a por nosotros. Si Holt
está muerto, puede que la banda se haya disuelto, esparcido como el polvo, ahora sin ganas de
perseguirnos en la espesura del bosque donde los pueblos son cada vez más escasos y distantes.
Puede que, después de todo, no quieran vengarse.
Pero el tictac en los tímpanos, la garganta seca, hace que piense que siguen ahí fuera, cada
vez más cerca. Siempre más cerca.
La mujer nos mira con el ceño fruncido y se alisa los laterales del vestido.
—No llegan muchos matrimonios al hotel. La mayoría son mineros o ganaderos de fuera. —
Le cambia la expresión y, de nuevo, se vuelve cálida—. Os daré una habitación sin cargo. —Una
sonrisa le eleva los pómulos sonrosados—. Y os prepararé un baño caliente. Podéis pagar la
cena, pero nada más.
Miro a Noah. La mujer cree que estamos casados.
—Le diré a Tom que lleve vuestro caballo al establo —añade y asiente animadamente. Me da
la sensación de que está desesperada por tener clientes en el hotel, alguien que llene los pasillos
silenciosos, que rompa el eco mudo—. Le dará trigo y agua fresca.
A Noah le tiembla la mandíbula; cree que es una mala idea quedarse más que unos minutos.
Pero tenemos que dormir en algún sitio, ya sea pasando frío fuera, entre los árboles sobre el
suelo duro, o aquí, en el hotel. Y si Odie está escondida en el establo, no la verán. Puede que
podamos arriesgarnos, solo por esta noche. Un baño que huela a menta y a lavanda, como la
mujer, suena tan bien que podría llorar. Una cama blanda, una almohada, sábanas limpias. Los
ansío como nunca pensé que podía querer nada.
Miro a Noah y él suelta el aire; sabe que quiero quedarme.
—Vale —le dice a la mujer—. Una noche. Gracias.
A ella se le ilumina el rostro.
—Venid —dice y señala las escaleras con un ademán.
El segundo piso está pintado con los mismos tulipanes azules diminutos y tiene puertas de color
crema a ambos lados de un pasillo largo. Forma un contraste extraño con la naturaleza tras los
muros del hotel. Una zona de tierra, vientos inclementes y noches muy muy frías.
La mujer avanza con resolución por el pasillo y le echa un vistazo a cada puerta como si
tratase de decidir si la habitación es aceptable. Entonces se detiene frente a una en el lado
izquierdo, gira el pomo y la abre.
Nos deja pasar y luego apoya las manos en las caderas anchas y generosas.
—El baño está al final del pasillo; les prepararé el agua caliente.
Nos deja solos y me quedo en el centro de la estancia. Me hormiguea la piel. Acaricio la
manta, una colcha de retales blanca con encaje cosido en los bordes, mientras que Noah se acerca
a la ventana y aparta la cortina para mirar la calle.
—Ya se han llevado a Odie. —Deja que la cortina vuelva a su sitio, se quita el abrigo y lo
deja en la esquina de la cama. Luego, se remanga la camisa—. Aunque deberíamos estar
preparados para irnos si oímos que se acerca alguien a caballo.
Asiento.
La mujer aparece en la puerta con dos toallas en los brazos.
—¿Estás lista, señorita?
Noah asiente. Pero veo que los ojos de la mujer se dirigen a sus brazos cubiertos de tatuajes
negros y al surco de la marca del brote estelar en el antebrazo: la marca de un Teórico.
Voy hacia la puerta y ella aparta la mirada y me sonríe con amabilidad; luego, me acompaña
al otro lado del pasillo. Cuento cinco puertas además de la nuestra; en la última habitación hay
un baño compartido y una bañera de madera aguarda en el centro con vapor saliendo del agua.
Verla hace que se me acelere el corazón.
—Te he buscado un camisón —dice—. Uno de repuesto que tenía en el armario. Te lavaré la
ropa esta noche y por la mañana estará lista.
—Gracias. —Me siento mal porque nos está dando muchas cosas: una habitación gratis para
pasar la noche, un baño caliente, y ahora me presta su ropa y se ofrece a lavar la mía—. ¿Es tuyo
el hotel?
Vierte el último cubo de agua caliente en la bañera —imagino que calentada al fuego en
alguna parte del piso de abajo— y el rostro se le enrojece por el vapor cuando apoya la cadera
carnosa en el borde.
—Mi marido lo construyó hace un año. Iba a ser el alcalde de nuestro pueblo cuando fuese lo
bastante grande. Lo llamó Maybelle por mí. —Se le humedecen los ojos azules y se aparta un
mechón rizado que se le ha soltado de las horquillas—. Murió hace tres meses —añade con
rapidez tras aclararse la garganta—. Se lo llevó rápido, una semana después de caer enfermo.
—Lo siento mucho. —Sostengo la toalla que me ha dado contra el pecho y bajo la vista hacia
el suelo de madera.
Pero Maybelle levanta la mirada, ahora ensombrecida, y por un momento creo que ha visto la
marca de mi cuello. Puede que el pelo haya caído hacia delante cuando agaché la cabeza, que se
separase lo suficiente para que pudiera atisbar la tinta que me cubre la piel.
Echo un vistazo a la puerta; podría alcanzarla con rapidez en tres zancadas y gritar para que
Noah saliera corriendo. No dudará; no me preguntará qué ocurre. Sabe que el peligro siempre
anda cerca. Saldremos corriendo del hotel, encontraremos a Odie y estaremos en el bosque antes
de que Maybelle haya bajado las escaleras siquiera.
Pero aprieta los labios y, cuando cruza los brazos suaves, el hueso de los codos le sobresale
bajo la blusa arremangada.
—En realidad no es tu marido, ¿a que no? —pregunta con un tono cortante. No le gusta que
le mientan.
De nuevo, miro la puerta. Si le digo la verdad, puede que no nos deje quedarnos. Pero aun
así, esta se me escapa.
—No.
—Vi la marca que tiene en el brazo —dice, y en sus ojos tristes y entrecerrados advierto un
brillo desconfiado; de repente, recela tanto de Noah como de mí—. Es un Teórico —añade—. Es
peligroso. No deberías viajar con él.
Una sensación de pánico nueva me atenaza el pecho.
—No lo es.
—Puedo avisar al sheriff —se apresura a decir y se acerca a mí—. Está a un día a caballo, en
el siguiente pueblo, pero podría estar aquí mañana. Si estás en problemas, no tienes por qué
quedarte con ese chico.
—No —digo con brusquedad al tiempo que niego con la cabeza. Espero que vea mi
expresión seria, el miedo a que haga algo que nos separe a Noah y a mí; el pensamiento es como
una daga fría que me atraviesa el pecho—. No es peligroso y no es un Teórico…, ya no. La
marca es de hace muchos años. —Me acerco hacia ella con actitud suplicante, necesito que me
crea—. Me ha salvado muchas veces —añado—. Me ha mantenido a salvo.
Sus amables ojos azules se estrechan aún más.
—¿Tú también eras una Teórica?
Frunzo el ceño y vuelvo a negar con la cabeza.
—No, claro que no.
—Porque vi la marca de tu cuello cuando fui a buscarte a la habitación. Parece un tatuaje.
Parece… —Su voz se apaga. Ladea la barbilla, como si tratara de ubicarlo, buscarle un sentido a
lo que ha visto—. Parece como el cielo por la noche.
Se me cierra la garganta como un puño, me falta el aire.
—No es nada —digo y me froto el cuello con rapidez como si pudiera borrarlo, como si solo
fuera suciedad y sudor. Nada más. Nada que signifique algo.
—He visto los carteles —añade ahora y parpadea una vez, dos; sus rasgos contraídos en una
expresión extraña e indescifrable—. Sé lo que es.
El pánico me atenaza el estómago; el miedo, siempre presente, se despierta, se agita, se
arremolina en mis pensamientos. Ve hacia la puerta, resuena el grito en mi cabeza. Llama a
Noah. Corre. Corre.
—Eres ella —dice con un tic en el ojo izquierdo—. La que han estado buscando. La que lee
las estrellas. —Da un paso hacia mí, observándome, como si quisiera mirarme de cerca, como si
quisiera extender una mano de uñas afiladas y tirar de mí. Atraparme.
Corre. No dejes que se acerque más.
—Eres la Astrónoma.
Retrocedo. Solo un par de pasos más y estaré junto a la puerta. Soltaré la toalla y no miraré
atrás.
Noto el corazón palpitarme en los oídos. Miro detrás de mí y luego de nuevo a ella. Sin
embargo, su expresión ha cambiado. Relaja la mandíbula y me parece que se le anegan los ojos
en lágrimas. Alza la palma hacia mí.
—Lo siento, yo… —Traga saliva y se aclara la garganta—. Había oído los rumores, pero no
pensé que fueras real. —La calidez se extiende por su rostro, una expresión amable y abatida—.
Es horrible cómo te han estado persiguiendo. La forma en que torturan a la gente que piensan
que puede saber dónde estás. Ahorcaron a un ganadero a unos kilómetros de aquí cuando se negó
a que le registrasen el pajar. Creyeron que sabía algo que en realidad no sabía. —Se le hunden
los hombros y el corazón se me calma solo un poco. Un poco—. Esos Teóricos vienen hasta aquí
todos los meses, se llevan la mitad de lo que gano en el hotel y amenazan con quemar el pueblo
si no les pago. —De repente, las arrugas de los ojos hacen que parezca mayor, como si el dolor
de tantos años le hubiera calado hasta la médula—. No te haré daño —dice al fin—. Ni le contaré
a nadie que estás aquí. —Titubea y traga saliva—. Mi esposo siempre decía que podías
salvarnos. Que eras la cura. —Asiente para sí misma y se muerde el labio inferior. Creo que va a
preguntarme si es verdad, que me va a pedir una cura que no puedo darle, como el hombre de la
casa donde nos refugiamos tras la tormenta de arena. Pero, en lugar de eso, añade—: Espero que
sea cierto. Espero que, dondequiera que vayas, arregles las cosas.
Se enjuga los ojos, respira hondo —para tranquilizarse, para mitigar el dolor— y luego se
agacha para recoger el cubo de agua vacío del suelo y pasa por mi lado. Sin embargo, se detiene
en el pasillo y mira hacia atrás.
—Aquí estás a salvo. Quería que lo supieras. —Una pequeña sonrisa se extiende por su boca,
amable, genuina, sin nada que ocultar—. Date un baño, os subiré la cena a la habitación.
El cuerpo me tiembla de los nervios y me quedo junto a la puerta escuchando sus pasos
alejarse por el pasillo. Le doy unos golpecitos a la madera con el dedo… Quizá, aun así, deba
correr de vuelta a la habitación y decirle a Noah que tenemos que marcharnos. Sin embargo, me
quedo y acompaso la respiración. Hay algo dentro de mí que confía en ella, que la cree. No todo
el mundo puede ser malo. No todo el mundo más allá del valle me perseguirá ni me hará daño.
Corre peligro al dejar que nos quedemos, pero tiene motivos para odiar a los Teóricos: le
están robando y matarán a sus vecinos. Quiero pensar que aquí estamos a salvo, solo por esta
noche. Quiero pensar que ella nos mantendrá a salvo. Que guardará nuestro secreto. Porque esta
mujer conoce la pérdida tan bien como cualquiera. Y he visto la aflicción en sus ojos, el vacío
que deja un hueco tan grande en la gente que no hay forma de pasarlo por alto.
Escondernos aquí es su redención.
Es algo que necesita hacer, por su marido, por cada conocido al que han torturado y
asesinado.
No nos entregará.
Aparto la mano de la puerta y me desvisto con rapidez para meterme en la bañera. El agua
caliente inunda cada recoveco de mi cuerpo y el alivio casi basta para hacerme llorar. Por un
momento, apoyo la cabeza, aún con punzadas, contra el borde duro de la bañera. Podría
quedarme dormida; podría cerrar los ojos, olvidar dónde estoy y cómo he llegado aquí; podría
dejar que la ensoñación me hiciera pensar que estoy de nuevo en el valle y que no hay nada que
tener, Sin embargo, me lavo el pelo con rapidez y me apresuro a salir del baño.
No quiero arriesgarme y quedarme demasiado tiempo donde no pueda oír lo que ocurre
fuera, tan lejos de Noah.
En la habitación, Noah está de pie junto a la ventana con la cortina abierta, vigilando. Tengo
el pelo húmedo enroscado sobre el hombro; el camisón de algodón limpio que me ha prestado
Maybelle es de una talla mayor y me queda grande, y cuando Noah se da la vuelta, posa los ojos
sobre mí. Unos ojos verdes, verdísimos, que parecen atravesar la tela blanca y fina, no solo hasta
mi piel y las constelaciones, sino a mí, a quien se esconde bajo mi carne. Parpadea y, por un
segundo, parece que va a decir algo, pero no le sale la voz. Casi parece estar sufriendo. Nervioso.
Perdido en un remolino de pensamientos.
El calor me arrebola las mejillas y tiro de la cinturilla del camisón.
—Estás… —empieza a decir, pero cambia de opinión. Pierde las palabras. Se le eleva la
comisura del labio, a punto de sonreír, y luego se obliga a bajarla. Un fuego brama en mi interior.
Un hormigueo por estar más cerca de él. Más cerca, siempre más cerca. Pero al final se aclara la
garganta y aparta la mirada—. Nos ha traído comida.
Señala con la cabeza la cómoda de madera, donde esperan dos platos a rebosar de galletas
que desprenden un olor dulce, judías especiadas y rodajas de manzanas recién cortadas. También
hay una jarra de agua.
Me acerco al mueble y toco una de las rodajas, se me hace la boca agua.
—Sabe quién soy —digo antes de darle un bocado.
Noah desvía la mirada hacia la puerta, y luego hacia mí.
—Vámonos —dice con premura al tiempo que va a por el abrigo que ha dejado en la cama.
Pero hago un gesto para que se detenga.
—No va a decir nada.
—No podemos estar seguros. Tenemos que irnos.
Me aparto del plato y me acerco a él. Dejo que mis ojos se sumerjan en la frialdad de los
suyos.
—No pasa nada —le aseguro y apoyo la palma sobre su pecho; bajo la camisa, noto los
latidos acelerados de su corazón, pum, pum, como una criatura salvaje lista para echar a correr—.
Odia a los Teóricos —añado con rapidez—. Odia lo que han hecho. Confío en ella. No dirá nada.
Sé que no quiere arriesgarse, que quiere escapar hacia el bosque y alejarse de este pueblo.
Pero no rompo el contacto y estamos tan cerca que podría ponerme de puntillas para presionar
mis labios sobre los suyos, alejar el miedo y la duda con besos, hacer que lo entienda. Si lo
besara, nos perderíamos a nosotros mismos, olvidaríamos dónde estamos, por qué huimos. Y
fingiríamos que no hay nadie persiguiéndonos más allá de estas paredes.
—Confía en mí. Podemos quedarnos aquí esta noche.
Me toca la barbilla, la mandíbula, y asiente.
—Vale.
Me duele estar tan cerca de él, un sentimiento retorcido e imposible en lo más profundo de
mi pecho, como un entrechocar de huesos, como si el tiempo se me escapara, el verano diera
paso al invierno y, a su vez, de nuevo a la primavera. Podría perderme en esta habitación, sola
con él, con sus dedos sobre mi piel.
Pero me gruñe el estómago, desesperado por algo de comida, y bajo la mano de su pecho. No
me permito deslizarme entre sus brazos.
—Puedes ir a bañarte —digo con suavidad porque intuyo que no quiere dejarme sola—.
Estaré bien.
Me suelta el rostro y me observa un momento —el tiempo parece transcurrir más despacio
otra vez—, antes de salir de la habitación a regañadientes para atravesar el pasillo e ir a bañarse.
Me siento en el borde de la cama y como tan rápido que me duele el estómago. Luego, me
acerco a la ventana y miro hacia la calle por si se aproximan caballos, cualquier señal de los
hombres. Sin embargo, el pueblo está tranquilo y no se oye ni a un perro ladrar. Será más fácil
oír si alguien llega a caballo; interrumpirá cada fibra de este asentamiento durmiente y en medio
de la nada. Pero en este silencio, hay un sonido: un pitido en los oídos.
Ahora siempre está ahí, una vibración baja que me retumba en la cabeza y que hace que se
me erice y me hormiguee la piel. Está empeorando. Aunque no le diré nada a Noah; no quiero
que sepa lo mal que estoy. No quiero que se preocupe. De todas formas, no hay nada que
hacer… Salvo llegar al mar antes de que sea demasiado tarde.
Apoyo una mano sobre el cristal mientras contemplo cómo el cielo pierde su color y se
sumerge en la noche. Aunque todavía veo los bordes fracturados, el zumbido, y sobre las copas
de los pinos, está el pedazo de cielo oscuro engullendo toda luz.
Ahora es más grande, la sombra está más cerca de lo que debería.
Las advertencias de mamá se abren paso por mis pensamientos: El cielo es inestable. Y
pronto solo habrá oscuridad.
Noah aparece por la puerta con el pelo mojado; lleva unos pantalones de lino gris que
Maybelle debe de haberle dado y que seguramente habrán pertenecido a su marido. Pero lleva el
torso al descubierto, todavía húmedo por el baño, y no puedo evitar recorrer los trazos de sus
tatuajes con los ojos, el anillo de plata que cuelga de la cadena alrededor del cuello. Está hecho
de músculos esbeltos y fuertes: un muchacho que lucha, corre, sobrevive. Se ha entrenado para
esto y se aprecia en la curva rígida de sus hombros, en el vientre duro como una piedra. Su
mirada se encuentra con la mía. Es demasiado profunda y rebosa algo que casi parece necesidad.
Aparto la mirada con un parpadeo, sin aliento —me obligo a no sentir el dolor punzante en
las costillas inferiores—, y me aparto de la ventana sin decirle nada de la sombra. Nada de esto.
Él se aproxima a la cómoda y se come una galleta. Luego, vigila la ventana. Ninguno de los
dos se siente del todo a salvo.
—Dormiré en el suelo —dice con un tono algo tenso, como si no quisiera hacerme sentir
incómoda al compartir una cama blanda, solos, en esta habitación.
Toma una de las almohadas, encuentra otra manta en la cómoda y se hace un hueco en el
suelo duro. Quiero decirle que no, que puede dormir a mi lado, pero me sentiría rara si se lo
pidiera, algo incómoda, así que me meto sola en la cama bajo las sábanas blancas que huelen a
menta, apoyo la cabeza en la almohada y enredo los pies en la tela limpia. Por un instante,
intento imaginar que estoy de vuelta en el valle, en el calor de mi cama, que mamá sigue viva y
que nada ha cambiado.
Noah apaga la única vela que hay en la mesita de noche y me acurruco aún más bajo las
mantas, aunque me resulta raro, antinatural, después de tantas noches durmiendo fuera sobre el
suelo duro, el viento siempre cerca y Noah a mi lado.
Las paredes del hotel se cierran en torno a nosotros, una tranquilidad que parece demasiado
frágil.
—Cuéntame una de tus historias —dice desde su lecho improvisado en el suelo; su voz se
asemeja a la nieve invernal, al cielo nocturno—. Sobre la primera Astrónoma.
En el lago, le conté que veía historias en las estrellas. Pero cuando me preguntó cuáles eran,
solo le ofrecí las respuestas más vagas que pude. Me dio miedo revelar demasiado. Ahora, sin
embargo, quiero ofrecerle algo más…, una parte de mí. De quien soy.
—La primera Astrónoma —comienzo— fue la que hizo el mapa del cielo nocturno y quien le
puso nombre a las constelaciones que todavía no lo tenían.
Aunque me resulta extraño contar la historia en voz alta —compartir algo que solo existía
entre mamá y yo—, las palabras me salen sin esfuerzo, se derraman entre mis labios con tanta
facilidad como una exhalación.
—¿Qué le pasó? —pregunta Noah en el fragor del silencio.
—Murió en el valle hace mucho.
—¿Sola?
Me imagino los tatuajes trazados en su piel, una mujer con marcas como las mías…, salvo
que las grabó con tinta en su propia piel e hizo de sí misma un mapa.
—No siempre estuvo sola —digo, mi voz apenas es un susurro en la habitación silenciosa—.
Se enamoró una vez. —Las palabras me recorren la lengua como una corriente eléctrica: se
enamoró.
Espero a que Noah diga algo, pero se limita a escuchar, como si le estuviera contando un
cuento… Solo que estas historias ocurrieron de verdad.
—Conoció a un hombre que la amaba tanto como ella a él. Pero no podían estar juntos. Así
que él se marchó y ella se pasó la vida sola en el valle.
—¿Por qué?
Me pongo de lado, de cara al borde de la cama, desde donde apenas distingo a Noah en el
suelo.
—Era un sacrificio —le digo—. Lo hicieron por los que vendríamos después.
Noah compone una expresión neutra, como si no lo terminase de comprender.
—El final de su historia es horrible. No volver a verse nunca.
—Solo es una pequeña parte de una mucho mayor, la de la Astrónoma, y ahora continúa
conmigo. Y yo tengo que encargarme del final.
Suelta el aire con cierta pesadez; parece que sabe que nos encaminamos hacia algo, lo
desconocido, una parte no escrita de nuestra historia.
—¿Cómo acabará? —pregunta con una voz tan grave que me recuerda al lento discurrir del
río en otoño.
Dejo que un lado de la boca se me tuerza hacia abajo.
—No lo sabremos hasta que lleguemos al mar.
El aire parece en calma, en silencio, inmóvil, mientras los pensamientos bullen en nuestras
mentes. El palpitar de nuestros corazones, la pena y el coraje se revuelven en nuestro interior.
—¿Quién era él? —pregunta Noah después de un largo silencio—. El hombre del que se
enamoró.
Unas partículas de luz se extienden por mis ojos y respiro profundamente para apartarlas.
August nunca tuvo la oportunidad de contarle a Noah todas las historias antiguas… Quizá tenía
miedo de contárselo todo después de lo que había ocurrido con Holt Quizá quería asegurarse de
que podía confiar en él antes de revelarle todos los secretos, en caso de que Noah pudiera volver
con su padre. Por si lo traicionaba. O puede que no quisiera cargarle con la verdad. Lo único que
de verdad importaba era que supiera el camino hacia el mar. Era mejor que no supiera el resto,
que no acarreara el peso de toda la verdad.
Pero Noah sigue aquí. Conmigo. Y quiero dárselo, por pequeño que sea.
—La primera Astrónoma se enamoró del primer Arquitecto —digo y lo miro de reojo; tiene
el cabello más largo que cuando lo conocí, y sus ojos parecen gotas de rocío. Sería muy fácil
ahogarme en ellos y no volver a la superficie nunca más—. Estaban juntos al principio —le
cuento la verdad. Deslizo la mano bajo la cabeza para incorporarme—. Ella estudiaba el cielo
mientras él construía cosas, hogares, pueblos y asentamientos.
Pienso en lo fácil que fue su amor al principio. Cuando no tenían nada que temer. Era un
amor sin riesgo ni amenazas de muerte.
Noah ladea la barbilla para mirarme. Y pienso en el parecido de mi vida con la de la primera
Astrónoma. Ambas miramos a los ojos de un muchacho que nos protegería, que sabía cómo
llegar al mar, que nos desarraigó de todo lo que creíamos saber. Que nos hizo sentir vivas, que le
salieran alas a nuestros corazones, que el estómago nos diera un vuelco cada vez que sus dedos
nos rozaban la piel.
Siento que él pasado me ha vinculado a este momento. Que me ha traído hasta aquí. Con
Noah.
Extiendo el brazo por el borde de la cama deseando tocarlo, deseando llenarme los pulmones
de su olor y tener por seguro que no importa lo que ocurra, no importa lo qué encontremos al
final de todo esto, que no lo perderé. Pero sé que es un pensamiento estúpido. Es mentira. Así
que me siento en la cama, me envuelvo con la manta y luego deslizo los pies hasta el suelo frío
de madera.
—¿Qué pasa? —pregunta y, al incorporarse sobre los antebrazos, deja el pecho desnudo
expuesto.
—No puedo dormir sola —digo—. En la cama.
Ahora me muero por sentir el suelo duro, los latidos de Noah, la calidez de su cuerpo, su
cercanía junto a mí. Su piel sobre la mía. Hemos pasado demasiadas noches tendidos juntos en el
frío; ahora parece que es la única forma en que podré dormir.
Me tumbo en el suelo y me acurruco en la curva de su pecho, en su piel, sobre las sábanas de
algodón, y lleno de aire los pulmones cansados. Me envuelve el torso con cuidado entre sus
brazos y cierro los ojos mientras escucho el ritmo familiar de su respiración. Necesito que esto
dure. Aferrarme a este momento único antes de perderlo.
—En la torre del agua —digo cuando el recuerdo me atraviesa—, cuando te dije mi nombre,
te sobresaltaste. Como si ya lo supieras.
Siento su respiración en mi pelo, su frente cálida por el sol y sus labios tan cerca que podría
cubrirle la cara de besos, dejar que mis labios le recorrieran la piel para que nunca se marchase.
—Sabía que era el nombre de una estrella —dice en voz baja; cada una de sus palabras se
escurren por mi piel—. August me enseñó algunas constelaciones, y cuando me dijiste tu
nombre, supe que eras ella.
Alza la mano y me toca la sien para apartarme el pelo; soy la chica que había estado
buscando, esperando, en cada pueblo que visitaba. Y ahora estoy entre sus brazos. Me acaricia
los labios y cierro los ojos; quiero recordar este momento, atraparlo y bajarlo del cielo, hacerlo
mío. Pero sé que no durará. Sé que me lo quitarán, como todo lo demás.
Parpadea y me mira entre las pestañas negras; odio el espacio que nos separa. El aire
traicionero, la distancia. No tomo aire, no me molesto. Dejo que mi boca se pose sobre la suya
mientras le acaricio las clavículas con los dedos, presionando la tinta negra que gira en espiral
sobre músculos y huesos. El chico que necesita llevar el anillo del Arquitecto al cuello, el chico
al que me preocupaba no encontrar nunca. Sin embargo, ahora que lo he hecho, lo quiero más
que a nada. Suelta todo el aire de los pulmones y me mira con tal sentimiento de lo que soy
capaz de entender.
—Vega… —dice con urgencia y luego presiona su boca contra la mía.
Se siente como si un sueño se hubiera roto y sangrado en el mundo real. Es calidez, noches
lejanas; es una historia tejida en las estrellas. Hace que sienta que me rompo y me recompongo;
es más de lo que puedo describir con palabras. Noto el calor ascender tras mis ojos y las lágrimas
se me escapan entre los párpados porque tengo miedo. Miedo de perderlo, miedo de lo que
ocurrirá al final. Miedo de que esta sea la última noche en la que sienta su boca sobre mi piel,
besándome el mentón, el cuello, como si fuera lo último y lo único que necesitará jamás.
Es una sensación que no había entendido hasta ahora. Algo que no quiero perder.
Un sentimiento tan peligroso… que puede destruirme.
Noah aspira el olor de mi pelo y yo le beso el cuello bajo la oreja. Ahora sé lo que se siente al
querer algo con tanta fuerza que notas un puñal clavado en tu interior, cada vez más hondo, hasta
que alguien llega y lo saca.
—Tengo miedo —admito en un susurro contra su piel.
—¿De qué? —dice en voz baja, con cautela, como si ya supiera la respuesta.
Hundo los dedos en su pecho intentando acercarlo más.
—Del mañana.
Me recorre el cuello con los labios, de vuelta a mi boca.
—Lo sé.
Vuelve a besarme, esta vez con más fuerza, como si pudiera grabarse en mi piel y nuestros
tatuajes se convirtiesen en uno. Como si pudiera protegerme de todo lo que me persigue fuera de
estas paredes. Como si nunca fuera a dejarme marchar.
Pero no sabe el dolor que nos espera. Y odio el secreto que guardo dentro de mí, que le
oculto.
Le recorro la pequeña cicatriz de la barbilla con el dedo, como si fuera un mapa, tratando de
acallar mis pensamientos, empujarlos hacia el fondo. Noah aparta la boca y me mira a los ojos al
sentir el miedo que late dentro de mí. En ambos.
—No dejaré que te hagan daño —dice; es una promesa, su entrega. Un juramento. Desliza las
manos por mi espalda, la columna, por toda la geometría de mi piel, con un ligero temblor en los
dedos. Pero entonces siento la presión de su contacto al subirme el camisón por los muslos, por
la cintura, por la cabeza, hasta que me quedo desnuda debajo de él. Tan solo los tatuajes me
cubren la piel.
Me besa, deja que su boca oscile sobre la mía, que adapte la forma, y emito un sonido contra
sus labios; ahora siento el peso de la necesidad. Lo quiero más cerca. Necesito que ahogue todo
lo demás. Los músculos de sus hombros están tensos sobre mí, el anillo suspendido de su cuello
me roza el pecho y siento su aliento sobre mis labios. Vuelvo a besarlo. Otra vez. Y otra. Lo
atraigo hacia mí. Presiono su cuerpo contra el mío.
Necesito sus manos sobre mi piel y estas me encuentran, recorren cada línea, cada estrella
donde se curvan por mi abdomen y por el muslo. Un mapa bajo la yema de sus dedos. Le beso la
garganta, donde noto el temblor de su aliento. Toco la marca del brote estelar en su antebrazo y
también la beso; el chico que hace tiempo fue un Teórico. Un traidor. Y ahora me protege y sé
que se quedará conmigo hasta el final. Hasta que lo abandone y él no lo entienda. Mis dedos
encuentran sus labios, acaricio su contorno perfecto y lo beso. Lo necesito todo de él. Suplico
que no me deje, jamás. Por nada del mundo.
El corazón le late a toda velocidad en el pecho, más fuerte que cuando escapamos de la
escuela, y toca partes de mí que nadie ha tocado nunca. Me besa y siento que tiemblo bajo su
cuerpo, devastada, entierro dedos en su piel, en sus tatuajes…, en su pasado, tejidos por todo el
cuerpo. Los dos estamos marcados. Los dos seguimos vivos. Y cuando dejo escapar una
bocanada de aire junto a su oreja, entre sudor, calor y lágrimas, me siento como una chica rota
que se ha vuelto a unir.
Siento que la luz de las estrellas se ha convertido en polvo.
Cierro los ojos, me siento enredada en él, inmóvil, y él se tumba de espaldas al tiempo que
me pega a él, tan cerca como podemos… como si esta cercanía nunca fuera suficiente. Deposita
un beso con suavidad en mi frente y me aparta el pelo con los dedos mientras vagan por mi sien.
Apoyo la cabeza en su pecho, el corazón le late bajo las costillas y siento el arrullo del sueño
tirando de mí. Pero no cierro los ojos. Pienso en la promesa que le hice a Grillo: mantener a
Noah a salvo. Ambos hicimos la promesa de protegernos el uno al otro. Mantenernos con vida.
Pero ¿qué es peor? ¿La muerte o dejar al chico a quien creo que amo?
El amor.
Porque mentirle me destrozaría más que nada de lo que me ha ocurrido hasta ahora.

Le acaricio el pecho cálido con los dedos, recorro la cadena de plata que lleva al cuello, toco el
anillo del Arquitecto, trazo la constelación del Compás grabada en el metal mientras él se queda
dormido. Miro al otro lado de la habitación, a la ventana donde la luna todavía se alza en el
horizonte y el cielo se corta en dos secciones, dos mitades. Una llena de estrellas. La otra, vacía.
Odio verlo. Lo que significa.
Que esto, este momento con Noah, no durará.
Quiero cerrar los ojos y hacer que no sea cierto…, quiero que todas las historias que me
contó mamá sean mentira. Pero sus palabras vienen a mi encuentro y echan abajo mi ensoñación.
—Es la parte muerta del cielo —me dijo con tono sombrío y un nudo en la garganta—.
Donde la luz no puede sobrevivir.
Llevaba años estudiándolo, ajustando el telescopio hacia el punto más profundo de la
sombra, cartografiándolo, tratando de entender lo que su madre no consiguió. Hasta aquella
noche a finales de otoño, cuando un atisbo de nieve sopló entre las paredes del valle, cuando me
llamó para que bajase al río. Había resolución en su mirada salvaje, como la del zorro que a
veces perseguía grillos cerca del cobertizo de las herramientas. Ajustó los anillos del telescopio y
luego asintió.
—Mira —me dijo y cuando miré por las láminas de cristal, justo en el ángulo adecuado, vi el
borde de la sombra en el cielo rondando cerca de una estrella. Y ahí, en ese pequeño lugar en que
se unieron, la estrella estalló en haces de luz.
—¿Qué es? —le pregunté cuando aparté el rostro.
—Está atrayendo la estrella —me dijo con un brillo en los ojos, en su voz, por la emoción del
descubrimiento.
—¿Por qué?
Alzó la vista al cielo y miró la sombra con sus ojos como única herramienta. Le cambió la
expresión y frunció el ceño.
—Porque es un agujero negro.
La observé un momento y luego volví a mirar por el telescopio; vi cómo los últimos rayos de
la luz de la estrella se desvanecían.
—Ocurre con mucha rapidez —añadió con un dejo sombrío—. Por eso no lo había notado
hasta ahora, nunca lo había visto en el momento exacto. Pero ha estado absorbiendo las estrellas
a su alrededor. Y cuanto más se acerca, más fácil es verlo cuando pasa.
—¿Se está acercando? —pregunté y un estremecimiento comenzó a subirme desde los pies,
una certeza que me caló hasta los huesos.
Tocó el telescopio con suavidad y agachó la mirada hacia mí.
—Sí, Vega. —De repente, su voz se tornó seria. No necesité que me explicara lo que quería
decir porque ya sabía lo suficiente de las estrellas, el cielo y las anomalías como los agujeros
negros.
—¿Cuánto tiempo nos queda hasta que nos alcance? —pregunté, quería ser realista.
Ella encogió un hombro y volvió a clavar los ojos en el cielo.
—No estoy segura. Tengo que seguir cartografiándolo y calcular lo rápido que se expande,
pero… —Sus palabras se extinguieron y se pasó la mano por la frente. Evitó lo siguiente que
diría. Lo retrasó. Pero al final consiguió abrirse paso entre sus labios—. Al final, ocupará el cielo
entero.
—Y entonces será demasiado tarde —terminé por ella.
Asintió con una expresión sombría en los ojos. Entonces me envolvió con los brazos y me
atrajo hacia ella. Pero yo levanté la cabeza.
—¿Qué pasa con las estrellas hermanas? —pregunté—. ¿Y si no aparecen a tiempo?
Soltó el aire por la nariz y miró al este.
—Esperemos que lo hagan. Si no…
Me aparté de ella y contemplé la mitad oscura del cielo, al agujero negro.
—No sobreviviremos.
Eso es lo que no le cuento a Noah, lo que guardo bajo llave en el cofre de mi pecho. Dejo que
duerma, sus pulmones se expanden con suavidad y tiene la boca entreabierta. Porque el peso es
demasiado grande. Y todavía queda esperanza en él, como la luz de un pedernal en sus ojos. Y
no quiero arrebatársela. Porque el final es algo monstruoso que está borrando el cielo; un final
que no será como el de los cuentos de hadas o el de las historias para dormir. Tratará sobre cielos
y personas rotas, y no quedará nada.
Esa cosa no solo eclipsa la mitad de nuestro cielo: es lo que nos hace enfermar.
Mamá dijo que lo que había entre las estrellas era materia oscura: partículas diminutas,
invisibles e imperceptibles de polvo. Se desprenden de los agujeros negros como el polen de una
mata de madreselva, sacudida por los vientos de octubre. Y cada día, el agujero negro está un
poco más cerca y más materia oscura nos llueve y nos enferma, nos debilita. Hace que nos piten
los oídos y que perdamos la visión.
La materia oscura ha estado destrozando nuestros cuerpos, desintegrándonos poco a poco.
Siempre ha estado ahí.
La tisis nunca fue contagiosa, nunca se transmitió entre las personas. Se filtra en nuestro
cuerpo en el momento en que nacemos y respiramos, pues el aire está saturado de ella, y nos
hace pedazos. Nos mata.
Enterramos a los muertos y lo llamamos «tisis» porque es una palabra que conocemos. Que
comprendemos.
Pero esto es algo más.
No es una enfermedad, no es algo que se transmita de una persona a otra. Cae desde los
cielos y nos mata lentamente. Hasta que al final, lo devorará todo.
Mamá siempre decía que la anomalía albergaba más misterios que respuestas, que era difícil
de describir. De identificar.
Pero lo que sabía a ciencia cierta era que…
Así es como moriremos todos.
ESCORPIO, Alpha Scorpii
+26º 25′ 55″

N
adie la creyó.
La primera Astrónoma descubrió una sombra que eclipsaba parte del cielo por la
noche, una característica de las estrellas que nunca había visto antes. La aterraba más
que la enfermedad; era peor que el ardor en los oídos que ahora siempre estaba ahí, que le hacía
sentir como si le perforasen el cráneo.
Los demás creyeron que era una tontería, que estaba loca, que su mente rebosaba ideas que
no podían demostrarse, que no eran ciertas, sin importar lo mucho que ella les rogaba que lo
vieran.
Estaban demasiado preocupados por los cultivos, la tisis que se les metía en los huesos, las
tumbas que cavaban tras sus hogares y el polvo que a veces cubría el cielo. Si la enfermedad no
los mataba a todos, lo haría la hambruna.
Sin embargo, la Astrónoma presentía que había algo más a lo cual temer.
Algo más grande que todo lo demás.
Ya apenas dormía, solo contemplaba el cielo por las noches y tomaba notas con las manos
temblorosas por el cansancio de su cuerpo. Calculaba y cartografiaba —lo único que sabía hacer
—, y tomaba las coordenadas donde antes había estrellas, ahora devoradas por la oscuridad.
Se sentía sola. El miedo le oprimía la cabeza, cansada y falta de sueño.
Hasta el día en que un hombre subió por el camino largo y polvoriento… y llamó a la puerta
de su hogar.
NUEVE

L
a mañana llega demasiado deprisa y su luz pálida se cuela entre las cortinas de la
ventana. Calienta las tablas de madera, la manta y mis manos, todavía sobre el pecho
desnudo de Noah; el sol incide sobre mi piel limpia y salpicada de pecas, ahora sin tierra
bajo las uñas. Pero me siento boqueando en busca de aire, como si me ahogara.
He soñado con el océano, una marea salvaje y violenta. Me froto la cara para borrar el
recuerdo asfixiante.
Noah sigue dormido. Se le mueven los labios con cada respiración, no hay surcos de
preocupación alrededor de sus labios ni tensión en la mandíbula. No quiero despertarlo porque sé
que no durará. Sin embargo, sus brazos se mueven y se deslizan por la manta, como si me
estuviese buscando en sueños. Como si ahora le resultase familiar.
A pesar de que le he mentido.
A pesar de que guardo cosas encerradas en mi interior, la verdad que mamá siempre decía
que era nuestra carga, nuestra y de nadie más.
Se queda quieto un momento y me mira con los ojos de color esmeralda adormilados antes de
volver la vista hacia la ventana con el sol inundando la habitación.
—Es tarde —dice, incorporándose.
Las mantas se le escurren por el cuerpo y dejan al descubierto los tatuajes entretejidos por su
pecho, enroscándose por sus clavículas y por el cuello. Algunos parecen monstruos enroscados;
otros, tan solo son líneas negras que le atraviesan las costillas, pero hacen que quiera tocarlo de
nuevo. Atraerlo hacia mí y presionar mi boca contra la suya, hundirme entre las mantas y olvidar
el mundo exterior.
Sin embargo, llaman a la puerta, un toc, toc, toc suave. Noah se levanta de un salto. Y la
calma que había sentido se deshace.
Aquello que tememos nos encontrará, siempre lo hace.
Noah abre la puerta una rendija con la espalda pegada a la pared, preparado para quienquiera
que esté al otro lado. Pero no hay nadie. Se agacha y recoge algo del suelo del pasillo. Luego
vuelve a cerrar la puerta. Lleva entre los brazos nuestra ropa limpia y algo más.
—¿Qué es? —pregunto. Me levanto del suelo.
—Nos ha dejado una cantimplora con agua y comida. —Deja la ropa sobre la cama y
desenvuelve el paño que cubre cuatro panecillos de maíz y un paquete con manzanas y peras
deshidratadas.
Noah se viste con rapidez, se pone las botas y el abrigo de tela. Luego se acerca a la ventana
y mira la calle. Siento el cambio en el ambiente antes de que hable, antes incluso de ver cómo se
le tensa el músculo del cuello.
—Tenemos que irnos.
Alcanzo mi ropa y me pongo la camisa.
Hemos estado aquí demasiado tiempo. Nos hemos quedado dormidos. Mientras fingíamos
que estaríamos a salvo un rato más.
—Hay caballos en la calle, pero no me suenan. Anoche no estaban ahí.
Una puerta se cierra de golpe en el piso de abajo, seguida de unas voces que suben por las
escaleras. Noah vuelve la mirada hacia mí y ambos nos quedamos quietos.
Las voces son de unos hombres, a las que pronto se les une la de Maybelle. Le están
preguntando algo. Al principio, las palabras nos llegan amortiguadas, pero luego las capto: están
preguntando por dos viajeros. Preguntan por nosotros.
—Son ellos —siseo y Noah toma el fardo de comida y se lo guarda en el bolsillo del abrigo.
Pensaba que estábamos a salvo —que Maybelle no nos delataría—, pero me equivoqué.
Anoche debió de haber mandado un mensaje de que un Teórico traidor y la Astrónoma estaban
pasando la noche en su hotel, confiados, ingenuos y desarmados. Nos mintió y nos mantuvo aquí
el tiempo suficiente para que los Teóricos llegasen al pueblo.
Me acerco corriendo a la puerta y presiono la oreja contra la madera mientras el corazón me
martillea en el pecho. Nos han encontrado. Oigo el sonido de las botas y espero a que Maybelle
les diga que estamos subiendo las escaleras, acorralados en una habitación.
—Llegaron anoche —dice. El eco de su voz resuena por las escaleras.
Miro a Noah de reojo; sigue mirando por la ventana. Podríamos escapar por ella y por el
lateral del hotel, pero da a la calle y bajaríamos por el techo del porche, donde nos verían.
Aun así, Noah le quita el pestillo a la ventana e intenta abrirla, pero no se mueve ni un
centímetro.
—… pero se marcharon. —Escucho que añade Maybelle y vuelvo a mirar hacia la puerta.
Me sorprende, seguro que lo he oído mal—. Se fueron esta mañana temprano a caballo. Ni
siquiera pagaron la habitación —añade por si acaso, quizá para que la historia parezca real, para
que piensen que está deseando que nos atrapen—. Creo que se dirigían hacia el sur.
Una sensación de alivio se me extiende por el pecho y dejo escapar un suspiro trémulo. No
nos ha entregado. Después de todo, no ha mandado a buscarlos. Nos han seguido hasta aquí por
su cuenta.
Ha mantenido su palabra.
Los hombres hablan con rapidez, demasiado bajo para que los oiga, y luego se escuchan más
pasos seguidos de la puerta al abrirse cuando salen.
Noah se aparta de la ventana para que no lo vean.
El corazón me late demasiado deprisa; me siento atrapada en la habitación. Me acerco a él
despacio, para no hacer ni un solo ruido, y bizqueo por la luz de la mañana. Hay cinco hombres
con cinco caballos atados a la barandilla frente al hotel. Espero a que monten y salgan del pueblo
para seguirnos el rastro. Pero dudan. Me fijo en que Maybelle está en el porche, todavía
hablando con ellos. Solo alcanzo a verle la cabeza, el cabello oscuro y ondulado meciéndose con
la brisa mañanera, pero no escucho lo que dice.
Uno de los hombres inclina el sombrero hacia ella y veo que se ha doblado un tanto, como si
le doliese algo.
—Es Holt —susurro.
Sigue vivo.
La esperanza —lo único que nos queda ahora— se esfuma.
Es imposible, incomprensible…, está vivo.
El hombre al que Noah ha intentado matar dos veces. Su propio padre. Le toco el hombro,
segura de que lo atormenta un aluvión de emociones. Después de todo, no asesinó a su padre;
seguramente la culpa se habrá mitigado. Aun así, significa que el peligro está más cerca que
nunca.
Significa que Holt no se detendrá. Y el pánico me recorre la columna.
Noah me mira con un cúmulo de tensión, pero asiente. No es el momento de discutir lo que
significa; su corazón debe de latirle como un émbolo en el pecho. Tenemos que salir de aquí. A
través del cristal, oigo a Holt hablando con sus hombres —palabras en voz baja que no llego a
distinguir—, pero entonces se marchan del hotel y cruzan la calle cubierta de polvo para subir los
escalones del salón y desaparecer en su interior.
Todavía expulso el aire de los pulmones cuando llaman a la puerta.
Noah me mira de reojo y se lleva un dedo a los labios, así que me quedo junto a la ventana.
—Soy Maybelle —susurra una voz al otro lado—. Un grupo de Teóricos os está buscando,
pero les he dicho que dejasen descansar a los caballos y que los invitaba a tomar algo enfrente.
Noah abre la puerta una rendija.
—Hay una escalera de incendios en el baño —añade con rapidez y desvía la mirada al otro
lado del pasillo—. Lleva a la parte de atrás del hotel. No os verán.
En el baño, Maybelle abre una ventanita estrecha y revela una escalera que baja por la parte
trasera del hotel. Noah pasa por la abertura y desaparece bajo el alféizar de la ventana.
—Gracias por ayudarnos —le digo a Maybelle.
Ella saca algo de uno de los armarios, una manta de lana con una franja verde claro en el
borde, y me la tiende.
—Para que os abrigue —dice—. Vuestro caballo está en el establo, al sur.
Sujeto la manta bajo el brazo y la miro una última vez. Esta mujer nos ha ofrecido un lugar
donde quedarnos, ropa limpia y comida para el camino sin coste alguno. Asiente y, luego, salgo
por la ventana.
Noah y yo aterrizamos en la tierra compacta y luego corremos por las afueras del pueblo
hasta el establo. Nos escabullimos en el interior, donde hay un olor penetrante a paja y estiércol.
Está desierto sin contar los pocos caballos adormilados en las cuadras y las moscas que zumban
cerca de sus ojos.
Encontramos a Odie, la sacamos de la cuadra y le pasamos las riendas por la cabeza. Noah
me ayuda a subir a la grupa y, en menos de tres minutos, salimos a galope del establo en
dirección a la línea más cercana de árboles.
Tenemos que alejarnos del pueblo, cabalgar hasta que caiga la noche, hasta que ni siquiera
veamos el camino.
Dormiremos a la intemperie. Siempre sentiremos en la espalda el hormigueo de los hombres,
no muy lejos de nosotros.
Pero continuaremos avanzando.
Porque la sombra del cielo se acerca —las estrellas gemelas se alejan— y siento la historia de
la última Astrónoma escrita en mi piel con cada kilómetro que recorremos, un destino del que no
puedo escapar.
DIEZ

E
l aire es frío. Cortante.
Subimos por unas elevaciones altas hasta llegar a una sucesión de colinas
escarpadas. Noah me envuelve las costillas con los brazos —sujeta con fuerza las
riendas de cuero—, mientras que su aliento cálido me acaricia el cuello, ambos cubiertos por la
manta de lana de Maybelle, lo único que impide que el frío nos muerda la piel. Nuestro pequeño
refugio. Como si eso bastara para mantener a raya la oscuridad. La muerte.
Odie se abre paso entre la pendiente rocosa con seguridad; a nuestro alrededor, crecen robles
bajos torcidos por los vientos fuertes del norte. Me retumban los oídos, no dejo de mirar hacia
arriba, donde la sombra ha emborronado buena parte del cielo. Más que ayer. Que antes de ayer.
Sin embargo, al fin, el cielo comienza a clarear con tonos dorados y rojizos con la salida del
sol y los árboles ralean, reducidos a nada.
Frente a nosotros, veo lo que está por llegar: una vasta cordillera. Noah tira de Odie para que
se detenga al ver la pendiente escarpada que tenemos delante.
—Tiene que haber una forma de rodearla —digo. Puede que si viajamos un poco al este o al
oeste, encontremos una ruta más llana y fácil para cruzar estas cumbres abruptas y cubiertas de
nieve.
Noah saca la brújula del bolsillo del abrigo y la sostiene sobre la palma. Presiona los labios.
—El norte está justo enfrente. —Vuelve a guardarse la brújula—. August dijo que tendría
que pasar por una cordillera. No hay otro camino.
Empieza a nevar. Unas nubes densas y blancas se acercan por el cielo.
—Llegaremos a la primera ladera —dice junto a mi oído—. Luego, acamparemos.
Espolea a Odie y cruzamos un tramo yermo y sin árboles de colinas bajas hacia las montañas
frías. No hay lugar donde esconderse ni resguardarse del viento. Nos azota la espalda y luego
cambia de dirección sin avisar y nos da en la cara como agujas punzantes.
Entorno los ojos y solo veo remolinos de nieve y la roca escarpada de las montañas cada vez
más cerca. Es un lugar para los muertos. Para los condenados.
Puede que eso sea lo que somos.
Justo antes del anochecer —me tiemblan las manos en los bolsillos del abrigo y tengo los
ojos secos por el viento incesante—, llegamos a la falda de las montañas y Noah encuentra un
saliente bajo en la roca, el espacio justo donde podremos cobijarnos para que el viento no nos dé
de frente. Pero no tenemos madera para encender un fuego ni forma de mantener el calor, así que
me envuelve con los brazos y me tumbo con el rostro enterrado en el hueco de su cuello,
temblando, mientras Odie se queda de pie de espaldas al viento.
No hablamos. No tenemos el calor suficiente en la garganta para pronunciar una palabra.
Solo cerramos los ojos y respiramos de forma entrecortada. Es todo lo que queda de nosotros.

Abro los ojos. Tengo copos de nieve diminutos en las pestañas y en las puntas del pelo. El cielo
sigue gris, cubierto por una alfombra de nubes bajas y arremolinadas, como si el sol no hubiese
salido todavía.
La tormenta de nieve se cuela entre las montañas y no tiene pinta de que vaya a amainar.
—¿Estás bien? —me pregunta Noah, tan cerca que podría posar los labios en mi sien,
apretujarse contra mí, y podríamos quedarnos así hasta que el frío nos arrancase el poco calor
que nos queda en los huesos. Pero asiento, tengo los labios demasiado entumecidos para hablar,
y él me frota los brazos para calentarme—. No podemos continuar con Odie —añade—. Hay
mucha pendiente. No lo conseguirá.
Alzo la cabeza y los dientes me castañean.
—No.
—No tenemos otra opción.
Se incorpora en nuestro pequeño refugio bajo la roca, me cubre los hombros con la manta y
comienza a quitarle las riendas.
—No podemos dejarla sola —espeto con la voz crispada y ronca.
Le acaricia el copete hasta el suave hocico.
—Estará bien —asegura—. Los caballos saben volver a casa.
—Pero ya no tiene casa.
Noah deja las riendas en el suelo, sobre la nieve… Las deja ahí.
—Puede que con el tiempo vaya a buscar a pa.
No quiero irme sin ella, no después de haberla encontrado. Pero también sé que tiene razón,
que no podrá avanzar por la nieve —es demasiado profunda y peligrosa para ella—, así que me
pongo de pie con los hombros todavía envueltos por la manta y le acaricio el cuello. Respiro el
olor a humedad de su pelaje; sé que tengo que dejarla marchar. Pienso en la casa de labranza y en
los manzanos. Puede que encuentre el camino para volver allí; el recuerdo de esos árboles entre
la hierba suave será suficiente para atraerla de vuelta.
—Está bien.
Aparto la mano de su hocico y se queda quieta un instante con las orejas hacia delante,
confundida, pero entonces, despacio, empieza a retroceder por la pendiente hacia los árboles
distantes.
Contengo las lágrimas. No solo por Odie, sino por todo lo que hemos dejado atrás. Siento
que estamos en un punto de no retorno. Me divido en dos: el pasado a nuestras espaldas
salpicado de sangre, cicatrices y cosas que no puedo recuperar, mientras que el futuro es una
nube de tormenta frente a nosotros, un muro aterrador de nieve y frío.
Noah me envuelve la mano con la suya y me da un apretón —no me va a dejar sola, como
me prometió—, y comenzamos a ascender por el camino escarpado y rocoso entre dos cumbres.
Se nos hunden los pies en la capa fresca de nieve y jadeamos con pesadez con el aire frío y atroz.
Noah abre un camino delante de mí y solo me concentro en no perder de vista el contorno de
su silueta entre las ráfagas de viento que asolan la ladera de la montaña. Cada pocos metros mira
hacia atrás para verificar que sigo ahí, que no me he desplomado o resbalado por la pendiente.
Se detiene en una zona baja y saca la brújula para comprobar que seguimos avanzando hacia
el norte; luego, continuamos. La ventisca es cortante, violenta, y me congela las gotas de
humedad en las pestañas hasta convertirse en hielo. Nunca había sentido un viento tan gélido ni
que me abrasara por dentro al respirar. El entumecimiento de las manos y los pies llega poco a
poco, un hormigueo que se convierte en una punzada de dolor.
Y luego no siento nada.
Al final, llegamos a un muro de piedra abrupto y Noah tiene que auparme sobre sus hombros
para que pueda subir a la cima del saliente antes de trepar él mismo.
Al otro lado, me tapo los ojos con la mano para protegerlos del viento, miro el paisaje
salpicado de más montañas y pienso: No vamos a conseguirlo.
—¿Estás seguro de que vamos bien? —pregunto apartando la cara del vendaval.
—No queda mucho —responde con un asentimiento.
Pero no lo sabe seguro. Tan solo no quiere que mire atrás.
La desesperacion es algo que se acerca con sigilo mientras sus hilos se enredan con tus
pensamientos hasta que no escuchas nada más. Vamos a morir aquí, me repito en bucle, sin
cesar. Y demasiado pronto, el cielo se vuelve negro, la luna escondida tras las nubes, con lo cual
resulta imposible saber la hora. Nos desplomamos junto a un peñasco, apartados del viento, pero
no dormimos. Nos sentamos con las rodillas pegadas al pecho y la manta sobre la cabeza
mientras temblamos. Nos comemos el resto de los bollos de maíz y fruta deshidratada que nos
dio Maybelle. Noah acuna mis manos entre las suyas y las calienta con su aliento para alejar el
entumecimiento. Apoyo la cabeza en su hombro y luego le toco la cadena que lleva al cuello para
sacar el anillo de plata bajo el abrigo. Él me contempla en silencio y deja que lo sostenga entre
los dedos. No veo las estrellas tras la tormenta que tenemos encima, pero recorrer la constelación
diminuta grabada en el metal me calma y hace que no me sienta tan perdida en estas montañas.
—¿Sabes lo que significa el anillo? —Tengo la voz ronca y me castañean los dientes.
Noah no dice nada y me pregunto si me ha oído con el vendaval o si el frío le ha minado la
capacidad de hablar. Pero luego responde con suavidad:
—Es una constelación. El Compás.
Asiento y sonrío un tanto. Es todo lo que le dijo August.
—¿Sabes lo que significa su nombre?
Se acerca más a mí, niega con la cabeza y me frota los brazos con las manos para calentarme.
—Es la brújula del dibujante —digo con suavidad—. La herramienta que utilizaban los
Arquitectos. Por eso le pusieron ese nombre a la constelación del Compás. —Me imagino la
ristra de estrellas en el cielo nocturno, tenues, distantes, pero únicas en su patrón en paralelo—.
El primer Arquitecto llevaba el anillo como símbolo, el emblema de quién era.
Lo acaricio con el dedo.
—Era la forma que tenía la Astrónoma de encontrar al Arquitecto —digo mirándolo a los
ojos. Siento que algo me tira del pecho, siempre queriendo estar cerca de él—. Era la manera de
encontrarte.
Me toma las manos y las sostiene contra su pecho y, entonces, se inclina para besarme. Sus
labios se quedan un momento con suavidad sobre los míos, como si pudiera detener el tiempo y,
por un instante, parece que el frío está a millones de kilómetros de distancia. Pero cuando se
aleja, el viento gélido vuelve a encontrarme. Escondo la cabeza en su pecho, tan cerca como
puedo, escuchando el latido de su corazón mientras él sigue calentándome las manos con su
aliento y frotándome los brazos, envolviéndome con su cuerpo. Permanece así toda la noche.
Y aun así, siento que mi cuerpo se apaga. Que el frío encuentra la manera de entrar.

El viento amaina por la mañana; es una calma inquietante.


Noah retira la manta sobre nuestras cabezas, la nieve se desprende y todo está cubierto de
una capa blanca escarchada y perfecta que parpadea con el reflejo del sol; no hay ni una sola
nube.
La tormenta ha pasado.
Noah mira detrás de mí, sus ojos verdes como el bosque me recuerdan a los árboles que
hemos dejado atrás, la sensación de la tierra bajo los pies, siempre con aroma a musgo. Ahora lo
anhelo. Cualquier cosa que no sea la nieve.
—¿Sientes los pies? —me pregunta mirándome las botas.
—Muy poco.
—Entraremos en calor en cuanto nos pongamos de nuevo en marcha.
Sé que eso es verdad solo en parte porque el frío siempre está ahí, incesante. Aun así, me
pongo de pie y compongo una mueca por el resplandor del sol sobre la nieve.
—No tenemos comida, Noah —le recuerdo—. Y tampoco nos queda mucha agua.
Se frota la cara con la mano y parpadea hacia la cadena montañosa que parece no tener fin.
—Lo sé.
Sigo su mirada por las montañas afiladas y escarpadas cubiertas de nieve e iluminadas por el
sol. Es hermoso, un lugar que pocos han visto antes, y sé que puede que estas montañas sean
nuestro fin, pero ahora no hay vuelta atrás. Es demasiado tarde para eso. Noah respira y es como
si el viento soplara en su interior al pasar por sus pulmones con cada inhalación. Me aparta el
pelo de la cara y me ayuda a seguir.
Ahora nos movemos más rápido sin el viento cortante azotándonos la garganta sin cesar.
Pero siento que la piel me arde bajo el fulgor del sol, que le arranca destellos a la nieve. Sudo…
y tengo frío, todo al mismo tiempo.
Nos lleva medio día de escalada alcanzar el punto más alto y, cuando llego a la cima, Noah
está contemplando algo.
—¿Qué es? —pregunto. Me da miedo oír la respuesta, me da miedo ver otra serie de
montañas de picos puntiagudos. Segura de que tal vez nunca escapemos de este frío.
Pero cuando alzo la mirada, contengo el aire ligero de la montaña y dejo escapar una pequeña
exclamación ahogada.
Hemos llegado al borde de la cordillera.
Ante nosotros se extiende una playa de arena negra con un océano que se pierde en el
horizonte. Se me anegan los ojos de lágrimas y noto un nudo en el pecho. Estoy a punto de
desplomarme sobre las rodillas.
Encontramos el final.
Hemos llegado al mar.
TAURO, Alpha Tauri
+16º 30′ 33″

S
ubió por el largo camino hasta la casita construida justo a las afueras del pueblo.
En Fort Bell había oído hablar de la Astrónoma que vio algo en el cielo, que hablaba
de cosas que seguramente fueran fruto de la locura, un síntoma de la enfermedad que no
podían ser ciertas.
El hombre llamó a la puerta con una expresión de curiosidad y le preguntó qué había visto.
La Astrónoma lo llevó a un lugar tranquilo cubierto de hierba cerca de unos pinos y ambos se
sentaron bajo el cielo nocturno. Allí, la escuchó hablar de las estrellas, las constelaciones que
bosquejaba en un papel para que no fueran olvidadas, y sintió una certeza en él pecho que nunca
antes había sentido.
Visitó su hogar noche tras noche y se quedaban despiertos hasta que el sol ascendía
lentamente sobre las copas de los pinos. Ella le enseñó cómo cartografiar el cielo y le mostró las
constelaciones que todavía no tenían nombre.
No pretendían enamorarse. Era un síntoma de algo más grande…, mayor que el dolor
punzante en los oídos o el tic en los ojos. Ese sentimiento se instaló en su interior, se enroscó con
suavidad y de forma gradual en sus corazones; no podían ignorar ese estremecimiento.
Pasaron dos meses así, juntos, anotando las estrellas, hablando de teorías y posibilidades.
Pero nada de eso importaba porque no había cura ni remedio para la enfermedad.
No podían salvarse; solo había una manera.
Pero tendrían que esperar… Esperar a que las estrellas gemelas aparecieran en el este.
Y durante esa espera, la Astrónoma tendría que esconderse.
Iría donde nadie la encontrase, donde el tiempo, las décadas, las generaciones, pasaran por
ella hasta convertirse en un rumor, una historia casi olvidada que contar, una mujer perdida.
Sola.
Porque solo el Arquitecto sabía cómo llegar al mar y eso lo hacía igual de valioso, igual de
perseguido. Juntos, la Astrónoma y el Arquitecto eran un peligro.
La Astrónoma comenzó a tatuarse la piel con tinta para trazar un rumbo —un mapa, un
camino—, mientras que el Arquitecto le pidió al herrero de Fort Bell que le forjara un anillo con
la constelación del Compás grabada en el metal: el símbolo de la brújula del dibujante.
Cada uno con sus marcas, su propio símbolo, esperaban que las generaciones que vinieran
tras ellos pudieran encontrarse el uno al otro.
Se sacrificaron, se besaron una última vez bajo la luna menguante y el Arquitecto la estrechó
con fuerza; el dolor de dejarla marchar era demasiado. Pero no tenían otra opción.
Se dijeron adiós.
Y la Astrónoma contempló cómo el Arquitecto cruzaba la loma hacia las llanuras antes de
que ella también diera media vuelta y se dirigiera hacia el oeste para buscar un lugar lejos de los
otros pueblos y colonias. Lejos de todo. Anduvo durante días hasta que llegó a un valle donde un
río se abría paso entre los acantilados. Llevaría una vida simple y tranquila. Allí le enseñaría a su
hija —que ahora crecía en su vientre— a cartografiar las estrellas.
Permanecería oculta.
Y cuando la niña naciera, le enseñaría cuál era su responsabilidad. Le enseñaría que debía
quedarse en el valle, a salvo. Le enseñaría a esperar a que apareciesen las estrellas gemelas, y
entonces, tal vez, podrían salvarse.
ONCE

E
l viento trae un aroma a madera antigua y sal antes de que nuestros pies hayan rozado
siquiera la playa.
Sorteamos las rocas aserradas antes de, al fin, llegar hasta la arena negra. La
suavidad bajo las botas me alivia tanto que las lágrimas me caen por las mejillas y se me dibuja
una sonrisa en los labios.
Lo hemos conseguido.
—August dijo que esta playa se llama Mediavuelta —dice Noah tapándose los ojos con la
mano. El viento trae el chillido agudo de las aves que vuelan en círculos sobre el mar espumoso.
Respiro el salitre del aire, las nubes bajas y cargadas de humedad proyectan sombras sobre
nosotros. Lloverá pronto.
—¿Por qué?
—Porque cualquiera que llegase tan lejos se daría media vuelta y volvería a casa. Dijo que es
el final del continente. Que no hay nada más allá. —Noah mira la niebla que asciende del agua
con los ojos entornados y vidriosos, como si estuviese recordando las pocas historias que August
le contó durante años (historias que eran transmitidas de un Arquitecto a otro), el camino que
puede que un día recorriera junto a la Astrónoma. Casi veo los años de espera reflejados en ellos.
Me esperaba a mí.
Y ahora hemos llegado, estamos en la playa que tantas veces he intentado imaginar durante
toda mi vida. Un lugar que me costó creer que vería algún día.
Dejamos unas huellas húmedas en la arena, un sendero desde las montañas puntiagudas hasta
el borde del mar, donde las olas espumosas se deslizan y lamen la arena negra. Pero el océano no
se mece con docilidad y suavidad. La marea —mi madre me la describió en una de sus muchas
lecciones— azota la playa y las olas rompen con violencia a varios metros de distancia con una
gran explosión de sonido antes de subir por la orilla.
Noah contempla el mar agitado y revuelto con ojos cansados; los kilómetros que hemos
recorrido se han quedado grabados en su rostro.
—Y ¿ahora qué?
Le echo un vistazo al agua, pero no hay nada.
—Se supone que tendría que haber una nave —murmuro en voz baja. Es algo que no había
dicho en alto hasta ahora. Una parte de la historia que me contó mamá, que he guardado para mí.
Aunque puede que sea demasiado tarde. Puede que haya pasado demasiado tiempo,
generaciones, cien años. Puede haber sucedido cualquier cosa en ese tiempo. Quizá hace mucho
que se lo llevó la corriente o que se hundió en las aguas embravecidas.
—¿Una nave? —repite Noah y se acerca al mar. El agua le cubre las botas—. ¿Estará por
ahí? —Señala a una formación rocosa en medio del océano, una islita que se recorta contra el
cielo tormentoso—. ¿Estará escondida al otro lado?
Entorno la mirada por la niebla.
—Puede ser. Pero ¿cómo llegamos hasta allí?
Noah aprieta la mandíbula, no le gusta la respuesta que va a dar.
—Nadando.
Unas gaviotas grises moteadas se posan sobre las rocas puntiagudas que hay en el centro de
la isla y luego se sumergen en el agua para atrapar unos peces mientras las olas retumban contra
la playa cuando estallan al golpear la arena. Intento imaginar la forma de cruzarlo sin ahogarnos,
pero el mar no se parece en nada al río del valle, al flujo predecible de sus aguas que siempre
avanzan en la misma dirección.
—Aunque ahora es demasiado peligroso —añade—. Deberíamos esperar a que bajase la
marea y las olas se calmasen.
—Puede que no tengamos tiempo. —Miro durante un breve instante la loma de la montaña a
nuestras espaldas a sabiendas de que Holt no debe de andar lejos. A sabiendas de que el cielo se
está fragmentando, que la oscuridad parece demasiado cercana y que ocupa bastante del
horizonte. Una mancha negra donde tendría que haber un cielo azul grisáceo.
Vuelvo a contemplar el mar. Desearía que hubiera otra manera.
A Noah se le ensombrece la mirada; tiene gotitas de agua en las pestañas.
—Vega —dice y señala con la cabeza tras de mí.
Dudo. No estoy segura de qué intenta decir con esos ojos entrecerrados, la arruga que se le
marca en el ceño, pero me doy la vuelta y entre la niebla densa y las nubes grises, un hombre se
acerca por la orilla.
Una sombra entre la llovizna.
Parpadeo. Estoy segura de que solo es una ilusión por la luz tenue. Pero entonces aparecen
dos figuras más. Una tercera, una cuarta, nos rodean.
Ya han llegado a la playa a través de las montañas.
Holt y sus hombres nos han encontrado.

El miedo es como una soga que me constriñe el pecho. Cada vez más fuerte.
—Empezaba a preguntarme si habrías muerto en la montaña —dice Holt al tiempo que se
acerca a mí con las manos enroscadas en el cinturón; mira al viento húmedo de frente.
Veo que nos rodean otros cuatro hombres incluido Samuel, con su pelo grasiento, los dedos
temblorosos y un cigarro entre los labios. A mi lado, Noah echa los hombros hacia atrás; sé que
está calculando a cuántos puede contener si llegara el caso, quizás a uno o dos antes de que lo
sobrepasaran. Puede que baste para que yo escape, pero no pienso dejarlo atrás.
Lo miro de reojo y niego con la cabeza un milímetro. No lo hagas, le digo con la mirada.
—Y ahora aquí estamos —musita Holt con un dejo satisfecho y optimista—. La Astrónoma
y… —sus ojos, cada uno de un color, atraviesan a Noah— el traidor de mi hijo, que intentó
matarme… más de una vez.
Por un momento, parece que Holt va a acercarse a Noah para estrangularlo y acabar con esto
pronto. Quitárselo de encima. Pero luego desvía la mirada hacia el mar.
—He esperado mucho tiempo para ver este lugar. —Hace una pausa y mira a Noah por
encima del hombro. El ojo gris y nublado se le crispa. Seguro que tiene un vendaje bajo la
camisa y una herida profunda en el torso donde Noah le clavó el cuchillo. Sigue vivo, pero le
duele, y me pregunto si se habrá estado tomando las pastillas que me robó del abrigo—. August
nunca me contó cómo llegar aquí… No confiaba en mí lo suficiente.
Presiento que Noah quiere hacer un comentario mordaz, pero se contiene. Aun así, siento que
cada vez hay más tensión en el ambiente húmedo, cercándonos, y me preocupa lo que ocurrirá a
continuación. Holt, Noah, la traición y la sangre derramada entre ellos, y ahora están a tan solo
unos metros de distancia.
—Entiendo por qué lo hiciste —añade Holt.
La mandíbula le sobresale demasiado, como si estuviera en una balanza hecha de madera y
cables en lugar de hueso. Se aproxima a Noah y extiende el brazo como si fuera a tocarle la cara,
un padre que quiere sentir a su hijo después de tantos años, pero Noah le aparta la mano de un
golpe y unos pequeños latidos le surcan las sienes. Veo la furia que se arremolina con fuerza en
su interior; quiere lanzarse sobre Holt. Sin embargo, se mantiene firme.
—Sé que August te puso en mi contra —continúa Holt y niega con la cabeza al tiempo que
entrechoca los dientes. Como si fuera tan simple.
Intento imaginar a Holt como padre, cuidando de su hijo pequeño. Mostrándole ternura y
leyéndole cuentos antes de irse a dormir. Intento ver a Noah en el rostro de Holt. En sus ojos.
Pero no está ahí: no hay ni una sola parte de él que permanezca en los rasgos de su padre. Puede
que Noah se parezca más a su madre. Aun así, hay ira en los dos. Ira y venganza. Un deber,
lealtad a la causa en la que creen, una lucha que librarán hasta el final a cualquier precio. Incluso
si eso los mata a los dos.
Noah atraviesa a Holt con la mirada con los puños apretados a sus costados.
—Te dejé porque odiaba en lo que te habías convertido, no por August. —Se le tensan los
hombros—. Me fui por voluntad propia.
Por un segundo, Holt parece perplejo de verdad, herido; el dolor le atraviesa la mirada, pero
luego se le vuelven a endurecer las facciones.
—Tu madre murió a causa de la enfermedad.
—Lo sé —responde Noah con rapidez, como si no quisiera que se lo recordara. Quiero
tocarle la mano, consolarlo, pero no me atrevo a moverme. Me da miedo atraer la atención hacia
mí, me da miedo que nos obliguen a separarnos.
—Entonces ayúdame —responde Holt con las cejas arqueadas. La lluvia le cae por el pelo
perfectamente peinado, por la mandíbula demacrada—. Me estoy muriendo, igual que ella, como
muchos otros —admite y gira el cuello hacia un lado, como si estuviese conteniendo el dolor de
la enfermedad que le atraviesa las articulaciones y el del tajo en el costado—. Tenemos que salir
de este sitio.
Miro a Noah, no estoy segura de qué está pensando. Los pensamientos que se atropellan en
su cabeza. Sé que oír a su padre decir estas cosas debe ser doloroso para él, que debe abrir viejas
heridas que pensaba que había dejado atrás. Y ahora se han desgarrado todas. Otra parte de mí se
pregunta, teme, que Noah sienta algo de esa antigua lealtad al mirar a los ojos de su padre y oír
sus palabras. Puede que esté de acuerdo, vea que su padre tiene razón y se vuelva contra mí.
Pero lo fulmina con la mirada.
—No pienso ayudarte —escupe y se le tensan los músculos del cuello. Tiene una expresión
de incredulidad en la mirada—. Nunca seré quien querías que fuera. Te fui leal durante mucho
tiempo, le hice daño a personas por ti, porque me lo pediste. Pero incluso entonces sabía que
estaba mal. —Mira a su padre a los ojos—. Intentaste convertirme en algo que no era, en un
monstruo, como tú. Pero ahora… —Noah flexiona las manos y siento el enfado que crece en su
piel, el tormento en sus ojos ensombrecidos—. Sé lo que eres de verdad. —Esboza una mueca de
asco—. Y siempre fui más fuerte que tú. Incluso cuando pensabas que era débil. —Suelta el aire,
pero no parpadea ni aparta la mirada—. Y al final, te mataré.
Holt da un paso presuroso hacia Noah.
—Eras débil. Por eso te fuiste. Y ahora… —Me atraviesa con la mirada—. La proteges a
ella, por encima de tu familia.
Holt hace un movimiento repentino en mi dirección, pero Noah se pone delante de él y le
bloquea el paso antes de que pueda agarrarme.
—¡No la toques!
La expresión en los ojos de Holt cambia, casi se vuelve salvaje, y creo que por fin entiende
hasta dónde llega la traición de su hijo. Que no hay nada que pueda hacer para convencerle, para
traerlo de vuelta: Noah me protegerá hasta el final. Hace tiempo que su lealtad hacia su padre se
esfumó, rota como el cristal que cae al fuego. Ni siquiera queda una chispa de ella.
Holt curva el labio superior y ladea el cuello a la vez que retrocede un paso hacia el mar.
Luego, se da la vuelta para quedar frente a nosotros.
—Podrías haber liderado a los Teóricos, podrías haber sido alguien poderoso. —Hace un
puchero, decepcionado por que su hijo hubiese malgastado todo ese potencial, y le echa un
vistazo al antebrazo de Noah, imaginando la marca del brote estelar escondida ahí. La marca de
un Teórico—. Sin embargo, la escogiste a ella. —Se le tuerce la boca y se toca las costillas, el
lugar donde Noah le clavó el cuchillo, al tiempo que suelta el aire por la nariz.
Noah extiende el brazo, su mano encuentra la mía y me acerca más a él. Para demostrar
dónde reside ahora su devoción. Que se arriesgará a morir a manos de la daga de su propio padre
para mantenerme a salvo.
—Nunca se te dio bien seguir órdenes —dice Holt ahora con una mueca tironeando del labio
superior—. Eres demasiado rebelde, como tu madre.
—No fue por ser rebelde —espeta Noah—. Solo que no quería ser un asesino como tú.
Holt se ríe y deja los dientes rotos al descubierto.
—No, pero aun así intentaste matar a tu propio padre. Dos veces.
La lluvia empieza a arreciar y siento el cambio en el hombro de Noah que roza el mío, la
tensión acumulada en cada músculo… Incluso si Holt intenta llegar hasta a mí, Noah lo detendrá.
Opondrá resistencia… hasta que lo maten.
—Y lo volvería a hacer —dice Noah con tanto coraje en su voz que un escalofrío me recorre
la espalda.
Holt da dos pasos rápidos hacia Noah con los hombros echados hacia atrás con la expresión
de haber perdido el control y el brazo levantado, como si estuviese a punto de darle un puñetazo
a Noah en la cabeza, de golpear a su propio hijo. Pero Noah saca pecho y también da un paso al
frente, dispuesto a que su padre dé el primer puñetazo. Lo anima a empezar una pelea que Noah
terminará. Porque aunque tengan la misma altura, es incuestionable que Noah es más fuerte y
joven. Flexiona los músculos de los brazos y los hombros con anticipación, deseando acabar con
su padre de una vez por todas.
Sin embargo, Holt debe de darse cuenta de que está en inferioridad de condiciones,
sobrepasado, y con una herida profunda que todavía no se ha curado en las costillas; a Noah no
le costará mucho tumbarlo y acabar con su vida antes de que Samuel y los otros hombres tengan
la oportunidad de quitárselo de encima. Holt entrechoca los dientes delanteros y emite un sonido
de irritación gutural.
—Te entrené bien —dice. Se pasa la lengua por los dientes—. Nunca te acobardas ante una
pelea.
Noah no le responde, solo se queda en el sitio. Odio que haya llegado a esto, que deba
enfrentarse a su padre y esté dispuesto a matarlo. Odio haberlo traído hasta aquí y que ahora
tenga que defenderme. Odio que no estemos en el hotel de Maybelle, con sus manos sobre mi
piel, su aliento junto a mi oído, donde debería haberle contado la verdad. Debería habérselo
contado todo y luego podría haber decidido si seguía queriendo acompañarme aquí, quedarse
hasta el final.
Sin embargo, Holt me busca con la mirada detrás de Noah, como si ya no le preocupase que
sea un obstáculo. Ya no es su hijo. No es nada.
—Bueno, jovencita… —me llama por ese nombre que utilizó en el campamento minero
cuando robó a Odie, cuando pensaba que solo era la hija de pa—. Nos sacarás de este infierno.
—Se le agita la cicatriz de la garganta. La voz le retumba en el pecho, enfermo y moribundo, y
desvía la mirada hacia el mar—. Dime dónde está.
Respiro bajo la lluvia y siento cómo me humedece la garganta. No quiero responder.
Su sonrisa de suficiencia desaparece.
—Se acabaron los silencios —gruñe con una expresión de crueldad en sus ojos—. Eso ya
quedó atrás. Dime dónde está la nave.
—No lo sé —respondo con frialdad y los dientes apretados.
Suelta una risa rápida, pero sus ojos están oscuros, más que el cielo, más de lo que recuerdo
en la escuela. La muerte aguarda en su interior: descomponiendo, taimada. No le queda mucho.
—Eres la Astrónoma —masculla, como si odiase el sonido de la palabra—. Lo sabes todo de
este lugar. Apuesto a que sabes más que tu Arquitecto. —Ya no llama «hijo» a Noah, ya no lo
mira como si tuvieran la misma sangre—. Apuesto a que no le has contado todos tus secretos,
que lo has obligado a que te trajera aquí y que ahora lo dejarás. Así de fácil. Como si no
significase nada para ti.
El sabor amargo de la ira me sube por la garganta. No, pienso. No, no, no. Y siento que Noah
me mira un instante; no lo entiende, no sabe de qué está hablando Holt.
Pero yo sí.
Y me palpita la cabeza, se inclina, la culpa me aguijonea los ojos.
Holt esboza una sonrisa de triunfo; esto le gusta, le gusta ver cómo me crispo ante el peso de
sus palabras.
—No sabe que has venido hasta aquí y que pensabas abandonarlo todo el tiempo, ¿verdad?
—Se le ensancha la sonrisa; ahora sé que August le contó a Holt más de lo que tuvo tiempo de
contarle a Noah. Holt sabe más de lo que siempre quise creer. Y eso lo vuelve peligroso—. Te ha
mentido —le dice a Noah y el ojo ciego parpadea a destiempo del otro. Quiere que su hijo vea
que nunca debió de confiar en mí. Que lo traicionaré como él traicionó a su padre—. Te ha
utilizado para llegar hasta aquí y luego pensaba salvarse a sí misma.
—No es cierto. —Aprieto los dientes. Y Noah vuelve a desviar la mirada hacia mí en busca
de respuestas, esperando a que lo niegue, pero no puedo devolverle la mirada.
Nunca quise que esto ocurriera así, nunca quise llegar al final, al mar, y sentir que el corazón
se me rompía al dejar a Noah atrás. Quería contarle la verdad…, yo misma. Pero ahora no hay
tiempo.
—Dímelo —exige ahora Holt, con los ojos clavados de nuevo en mí y un dejo de
impaciencia en la voz, como si se hubiera cansado de su propio juego—. Dime dónde está la
nave.
Contengo el aliento y siento el pecho constreñido por la presión, y sin pretenderlo, sin pensar,
mis ojos se desvían hacia el mar.
Hacia la isla pequeña y rocosa en la lejanía.
Holt sigue la dirección de mi mirada y sonríe con satisfacción.
—Bien. —Asiente y se acerca un paso como si yo le perteneciera, como si pudiera apartarme
de Noah cuando quisiera. Rápido y sin piedad.
Pero me aprieto contra Noah y siento los latidos del corazón junto a su costado. Sé que si me
alejan de él, sentiré como si me arrancaran de mi propio cuerpo, como si me arrancaran el
corazón, aún palpitante.
Holt sonríe; parece que está viendo a un animal asustado apartarse de su alcance. Odio la
sensación de sus ojos oscuros y macabros sobre mí, el horrible rictus de su boca cuando se
muerde el labio y rechina los dientes. Asiente a uno de los hombres detrás de nosotros. Ni
siquiera tengo tiempo de darme la vuelta o reaccionar antes de que unas manos me agarren de los
hombros y tiren de mí hacia atrás, lejos de Noah.
—¡No la toques, joder! —grita Noah y, en un instante, me libera de las manos de Samuel y lo
empuja. Este se tambalea un momento, sorprendido, y luego saca el cuchillo que lleva a la
cintura, de pronto con los ojos oscuros clavados en Noah.
—Para —ordena Holt y le dirige a Samuel una mirada de advertencia.
Él duda y una expresión de furia le cruza la cara antes de volver a enfundar el cuchillo y
escupir a la arena. Noah se pone delante de mí y me rodea la cintura con la mano, listo para
luchar, mientras pasea la mirada por los otros hombres.
—Todos queremos lo mismo —dice ahora Holt con una tranquilidad en la voz que no me
gusta, y vuelve a mirarme. Aun así, sé que lo que dice no es cierto. Solo quiere salvarse él. Pero
yo intento salvarlos a todos, Un nudo me comprime el estómago y alzo la vista al cielo acuoso,
al brillo de los bordes de la atmósfera.
Nos estamos quedando sin tiempo.
—Vas a nadar hasta allí —añade Holt y resopla irritado al tiempo que señala hacia la isla con
el dedo. Las olas rompen contra la orilla.
Unas chispitas de luz me nublan la visión cuando miro a la isla rocosa tras la cortina de
lluvia.
—No sé si está ahí —digo con sinceridad. Lo miro a los ojos, necesito que me crea—. Puede
que se haya hundido o que se la haya llevado la corriente. Quizá desapareció hace mucho.
—Y una mierda. —Holt alza la barbilla. La piel roja y arrugada de la cicatriz casi parece una
herida abierta y me entran escalofríos de pensar en la sangre brotando de ella, un corte de oreja a
oreja. No está dispuesto a morir—. Está ahí fuera —dice con seguridad, con desesperación.
Necesita creerlo para darle un sentido a todas las cosas horribles que ha hecho. Para darle sentido
a la muerte de su esposa, a haber perdido a su hijo por August—. Puede que esté oculta, pero
sigue ahí. Lo sé. —Su ojo gris, del mismo color que el cielo liso y rasgado, parpadea contra el
viento húmedo—. Vas a nadar hacia allí y vas a encontrarla.
—No —lo interrumpe Noah y da un paso hacia Holt—. Se ahogará.
Holt eleva una comisura de la boca en una sonrisa divertida, casi animal, y alza la cabeza
hacia el cielo lluvioso.
—Si pasa, entonces puede que su destino estuviera en las estrellas. —Pero son palabras de
burla, escépticas—. ¿No es eso lo que crees? —Su mirada recae sobre mí—. ¿Que tu historia ya
está escrita?
No respondo.
—Crees que tus antepasadas sabían que este día llegaría. —Esboza una mueca de ira y el
viento nos rocía la cara con el agua del mar.
El pecho de Noah se eleva con rigidez y sé que no entiende lo que su padre está diciendo. Sé
que está empezando a comprender que hay cosas que no le he contado, más de lo que me
gustaría admitir. Incluso a mí.
—Pero tus antepasadas podrían haberse marchado hace mucho —dice Holt al tiempo que se
pasa la lengua por los dientes rotos—. Sin embargo, se quedaron y dejaron que todos
sufriéramos. Nos dejaron morir.
—No tenían otra opción —balbuceo. Siento que me ahogo con mis propias palabras. Desvío
la mirada hacia el mar, al horizonte cubierto de nubes, quebrado por los haces de una luz
anormal: la sombra que se agita sobre nuestra atmósfera. La anomalía ha crecido, se ha acercado,
y hace que el aire vibre de forma extraña y que los oídos me piten aún más.
—Siempre tuvieron opción —responde Holt y se pasa la palma de la mano por el lateral del
pelo grasiento que el viento ha despeinado—. Esperaron cien años… para nada.
—Se sacrificaron para que pudiésemos vivir —digo con un estertor.
Holt se inclina hacia delante y se humedece los labios como si intentara contener la furia que
bulle en su interior. Mantener el control.
—Nos sacrificaron a todos —replica; cada palabra suena contundente y le sobresale la
mandíbula—. Tomaron la decisión por nosotros. Solo la Astrónoma sabía navegar por las
estrellas y solo el Arquitecto sabía dónde estaba escondida la nave. —Le entra un tic en los ojos
—. Lo mantuvieron en secreto mientras los demás moríamos.
Mantengo la boca cerrada mientras noto el ardor de la ira en los ojos. Se equivoca, pienso. Lo
ha entendido todo mal, Pero estamos malgastando mucho tiempo. De nuevo, siento que Noah me
recorre con la mirada con demasiadas preguntas en ella. Las piezas que faltan, aquello que no
comprende.
Holt se señala el ojo gris y ciego con el dedo y este parpadea como por propia voluntad.
—No voy a morir aquí —dice, repitiendo lo que me dijo en la escuela—. Hemos esperado
cien años y pienso dejar este lugar… para siempre. —Se toca las costillas con una expresión
breve de dolor en el rostro antes de bajar la mano—. Nadarás hasta la isla y encontrarás la nave.
Se me acelera el pulso en la garganta, errático, y miro a la isla a través de la lluvia —un
contorno acuoso, el mar todavía azotando la orilla—; trato de imaginarme nadando entre las olas
agitadas, el ardor en los pulmones, tragando agua de mar. Imagino la sensación del agua fría al
hundirme, abajo, hacia las profundidades hasta que…
—Yo lo haré —dice otra voz. Se me para el corazón cuando miro a Noah—. Yo nadaré hasta
la isla.
Por un momento, Holt se queda en silencio y mueve la mandíbula de un lado a otro mientras
contempla a Noah como si tratase de decidir quién prefiere que se ahogue…, a quién prefiere ver
morir. Y tras una pausa larga y cruel, niega con la cabeza.
—No. Ella es la única que puede hacerlo. —Se acerca aún más y me mira directo a los ojos,
detrás de Noah—. Solo la Astrónoma sabrá qué hacer. —Inclina la cabeza, se le acabó la
paciencia—. Vas a nadar hasta la isla y a encontrar la nave —dice con firmeza—. Ahora.
Abro la boca para hablar, para decirle que no creo que haya nada ahí, que seguro que hace
tiempo que no está la nave, pero Holt me agarra del brazo de sopetón. Me aprieta. En un instante,
Noah se lanza hacia delante para intentar empujarlo, para protegerme, pero al mismo tiempo,
tiene a otros dos hombres encima y lo alejan. Samuel le sujeta los brazos a la espalda, se los
retuerce, y provoca que una mueca de dolor le contraiga el rostro.
—¡No! —exclamo—. ¡Para!
Con tranquilidad, Holt se aparta el pelo empapado de la cara y luego me clava los dedos en la
piel del antebrazo.
—Has hecho que esto fuera más difícil de lo necesario tú solita. —Dirige un asentimiento
rápido a los dos hombres que sujetan a Noah y Samuel saca el cuchillo del cinturón antes de
presionarlo contra su garganta. Un brillo de satisfacción le cruza los ojos: lleva queriendo hacer
esto desde que Noah lo empujó para apartarlo de mí, y ahora el brillo de la hoja se le hunde en la
piel.
—¡No, por favor! —grito intentando acercarme a él, pero Holt me agarra con más fuerza. Me
duele la mandíbula, noto punzadas en la cabeza y, sobre nosotros, el cielo está cargado de
humedad, un peso que siento que me aplasta.
Sin embargo, los ojos de Noah encuentran los míos; su verdor de repente se ha convertido en
piedra, como si estuvieran hechos de la arena negra bajo nuestros pies y me rogase que no me
oponga. Que me quede quieta.
—Nadarás hasta allí —exige Holt señalando el mar picado y atronador. Las olas rompen
contra la orilla— o lo mataré. —Mira a Noah y rechina los dientes—. Y si piensas que no mataré
a mi propio hijo, descubrirás lo equivocada que estás.
Una espiral de temor enfermizo me recorre el cuerpo entero y me atenaza el pecho.
—No —responde Noah revolviéndose entre los hombres, pero la hoja se le clava con más
fuerza en la garganta y le enrojece la piel, casi la atraviesa. No quiere que me meta en el agua,
que arriesgue mi vida por él, cuando está claro que la corriente me matará.
—Supongo que descubriremos si es una buena nadadora —dice Holt y echa un vistazo a
donde está Noah; luego se dirige a mí—. Enviaré a uno de mis hombres contigo para asegurarme
de que no te vayas tú sola en la nave…, aunque sospecho que no dejarás que tu Arquitecto
muera. Y si te ahogas, lo mataré. Si el hombre que envíe a la isla contigo muere por alguna
razón, lo mataré. Si ocurre algo que no sea que encuentres el barco, mataré a tu Arquitecto.
¿Entendido?
Noah niega con la cabeza y me suplica con la mirada.
—No puedes nadar hasta allí —dice con la voz sofocada por la presión de la hoja en la
garganta.
Se me anegan los ojos de lágrimas. El dolor en el pecho, el crepitar en los oídos, son como
mil ladrillazos y no sé qué hacer.
Pero Noah libera un brazo de Samuel, gira sobre sí mismo y le da un puñetazo en la cara.
Samuel trastabilla con una mano sobre la hemorragia de la nariz y escupe el cigarro mientras que
el otro hombre intenta aferrar a Noah del brazo. Él lo esquiva y sus nudillos colisionan contra las
costillas del Teórico; luego, le da otro puñetazo en la mandíbula. El hombre cae al suelo
jadeando. Pero los otros dos que estaban cerca de mí corren hacia Noah, lo agarran del cuello y
lo arrastran para inmovilizarlo. Samuel se limpia la sangre que le gotea por la cara y luego
recoge el cuchillo de la arena. Lo aprieta con tanta fuerza contra la garganta de Noah que estoy
segura de que le va a atravesar la piel y que se va a desangrar ahí mismo.
—¿Has terminado? —pregunta Samuel.
Y Noah deja de forcejear.
Tiene los ojos fijos en mí.
Las lágrimas me caen por las mejillas mientras me alejo despacio de Holt y, por algún
motivo, me deja ir. Quizá sepa que no soy una amenaza, que no puedo hacer nada. El corazón me
late al compás de la respiración y me acerco a Noah. Sé que no puedo defenderme de estos
hombres, sé que no soy lo bastante fuerte para luchar contra ninguno de ellos. Sin embargo, le
toco el hombro con suavidad al que está frente a Noah. Se sobresalta, se da la vuelta listo para
pelear y luego baja el brazo. Solo quiero estar junto a él, tocarlo, hacer que lo entienda. Porque
ahora sé que Holt me ha arrebatado la oportunidad que pensé que tenía.
Doy un paso hacia Noah y los hombres me dejan. Holt ni siquiera habla ni procura
detenerme; han visto algo en mi mirada, la calma que se ha asentado en todo mi cuerpo, una
cualidad extraña y brillante en el salitre del aire. Me muevo despacio, como si ya estuviese
nadando en medio del mar.
—Noah —digo en voz baja. Su mirada es furiosa y un hilillo de sangre le cae por la garganta
allí donde la hoja ha comenzado a hundirse en su piel. Se le eleva el pecho con cada respiración
agitada y el corazón le late con la fuerza de un ariete contra las costillas—. Estaré bien —
aseguro. Alargo el brazo y descanso la mano en su pecho, sobre el corazón. Samuel y los otros se
han quedado callados; hasta Holt me observa en silencio.
—No puedes ir —dice con voz estrangulada—. Te ahogarás.
Le dedico una sonrisa débil y siento los latidos de su corazón bajo mi palma.
—No luches contra ellos —susurro—. O te matarán.
Pienso en la promesa que le hice a Grillo: juré que lo mantendría a salvo. Ahora estoy
cumpliendo esa promesa. Cuando huimos del cobertizo, cuando Noah me acarició la piel en el
lago, cuando nos besamos junto a la hoguera y me atrajo hacia él en el suelo de la habitación del
hotel de Maybelle, me dije a mí misma que no podía amarlo. Me dije que dolería demasiado si lo
hacía. Pero ahora… ya es tarde. Y puede que lo ame de todos modos. La lluvia cae sobre
nosotros y por un instante es todo lo que escucho: las gotas en mi piel, en el pelo, en la arena
bajo nuestros pies. No puedo dejar que muera… No dejaré que esto acabe así.
—Volveré pronto —digo; la voz me sale como un susurro, como un hechizo desatado en la
tormenta. Bajo la mano de su pecho y algo dentro de mí se rompe, se hace añicos, y me doy la
vuelta.
Pero él me toma de la mano y tira de mí hacia él para besarme. Sus dedos encuentran mi
cuello y mis manos buscan sus clavículas mientras la daga sigue presionándole la garganta
temblorosa. Y durante una fracción de segundo, siento que es una despedida. Que es la última
vez que su piel tocará la mía.
—No mueras —dice junto a mi boca y deja que sus labios permanezcan sobre los míos un
poco más.
Asiento, pero no prometo nada, y luego me libero de su agarre y me vuelvo hacia el mar.
—Estoy lista —le digo a Holt.
Me quedo en ropa interior; siento que Noah me mira, sé la rabia que bulle en sus entrañas, en
su pecho. Odia que tenga la piel expuesta con este frío, bajo la lluvia, piel que él ha tocado,
acercado hacia sí, con su aliento contra mi oreja. Odia que me adentre sola en el agua y que no
haya nada que pueda hacer para detenerme.
Odia no poder protegerme. Esta vez, no.
Alzo la barbilla al cielo y noto un zumbido en la cabeza. Una certeza en el fondo de mi ser.
Estaba destinada a hacer esto. Lo llevo en la sangre desde que nací. Viajaría al mar, a esta playa.
Acabaría lo que comenzó la primera Astrónoma. Esto es más grande que el miedo. Más que los
ojos que me observan.
Dejo la ropa en un montón sobre la arena. Hay una electricidad extraña en el aire, antinatural,
como un hormigueo candente en la piel que me pone los vellos de punta.
El cielo está más oscuro de lo que debería, una mancha negra como la tinta. La sombra está
demasiado cerca; está robando toda la luz.
Pero voy hacia el mar y me sumerjo en las aguas poco profundas.

Las olas rompen contra mis espinillas, contra mis rodillas, el agua me sube por el torso hasta que
me veo obligada a nadar. Mi cuerpo golpea contra el oleaje y el hombre que Holt ha enviado
conmigo está a unos metros de distancia; tiene el pelo ralo y pajizo pegado a la frente y los ojos
de liebre muy abiertos. Le aterra adentrarse en las profundidades detrás de mí y creo que hay
bastantes probabilidades de que no sobreviva.
Una sucesión de olas viene hacia mí y tomo aire antes de sumergirme y nadar bajo ellas —el
corazón me late con furia y el agua salada me nubla la visión—. Tomo una bocanada rápida
antes de que las siguientes olas se alcen sobre mi cabeza y vuelvo a zambullirme, nadando con
brío contra la fuerza de la corriente, que intenta llevarme de nuevo a la orilla. No se parece en
nada a nadar en el lago, una corriente constante de agua que te arrastra río abajo; esto es una
tormenta de agua agitada que se estrella contra mí con cada golpe.
Cuando vuelvo a subir para respirar, solo estoy a medio camino de la isla y ya siento que las
piernas y los brazos comienzan a entumecerse por el frío. Agotada, miro hacia la playa, a las
figuras que me observan bajo el cielo cubierto de nubes. Si me rindo y dejo que el mar me lleve
de vuelta, si me arrastro por la arena derrotada… Holt matará a Noah.
Así que reemprendo el camino hacia la isla. No tengo otra opción, tengo que seguir. Pataleo
con fuerza y nado bajo la superficie. Contengo el aliento tanto como puedo porque sé que
necesito permanecer bajo las olas si quiero esquivar el oleaje. Se me resienten los pulmones,
desesperados por respirar, el pánico empieza a martillearme en el pecho, pero me obligo a nadar
con más fuerza y utilizo los brazos para impulsarme hacia delante. Y cuando siento que los
pulmones comienzan a arderme, subo a la superficie y jadeo en busca de aire… y he pasado la
peor parte de las olas.
Pero apenas siento los pies y tengo las manos blancas y doloridas por el frío.
Nado con fuerza los últimos metros y cuando llego a la orilla de la isla, me libero del océano
y me desplomo de espaldas sobre las rocas resbaladizas. Tomo aire y parpadeo hacia el cielo
gris, demasiado. El alivio y la adrenalina corren por mis venas.
Lo he conseguido.
No me he ahogado.
Sin embargo, me parece oír una voz por encima de las olas. Parpadeo para eliminar la
película de agua salada que se me ha quedado en los ojos y veo a Holt en la otra orilla, gritando
justo en el borde del agua… Quizá sea para ver si sigo viva, pero no oigo lo que dice.
El hombre rubio aún está en el agua, pero también ha pasado la peor parte de las olas y nada
despacio hacia la isla con los ojos muy abiertos y moviendo los brazos de forma patética sobre la
cabeza, jadeando. Parece que no ha nadado nunca en su vida. Me incorporo y mis pies descalzos
resbalan sobre las rocas húmedas, las piernas apenas me sostienen, y empiezo a ascender por la
pendiente rocosa de la isla.
Es incluso más pequeña de lo que parecía desde la playa. Solo un puñado de rocas y arena
que se alza sobre el mar poco profundo. Me apresuro a llegar a la otra orilla con la mirada
entornada hacia el mar gris, pero no hay ninguna nave. Nada que se balancee en el agua, mecido
por las olas. Nada medio hundido entre las rocas, ni siquiera los restos antiguos destrozados,
encallados en la orilla… Solo hay lluvia, mar y el viento de lado. Noto el terreno raro bajo los
pies. Es difícil de describir. Aun así, me tambaleo entre las algas y las piedras hasta el centro de
la isla y giro en círculos esperando algo. Cualquier cosa que pueda darle a Holt y demostrarle
que lo he intentado.
Pero está desierta; no queda ni rastro de las historias que me contó mi madre.
Y empiezo a preguntarme, a temer, si todo era mentira. Si nada de aquello era cierto.
O puede que las historias se hayan vuelto confusas con los años, distorsionadas por el
tiempo, hasta que los cuentos de la Astrónoma se entremezclaron con el folclore y la fantasía,
alejados de lo que ocurrió de verdad. Me presiono los ojos con las palmas, conteniendo la ira y el
miedo. Matarán a Noah. Y luego a mí. Aunque dará igual porque sin la nave… todos moriremos
igualmente.
Necesito encontrar algo.
Miro hacia el agua, el hombre casi ha llegado a la parte poco profunda y vuelvo a acercarme
a la otra orilla. Recorreré otra vez el perímetro de la isla, buscaré cualquier cosa, restos del
naufragio para demostrar que la nave estuvo aquí. Trepo por las rocas resbaladizas mientras la
lluvia me cae sobre el rostro, piso con fuerza una zona hueca y extraña en el suelo y casi llego
hasta el agua cuando me detengo y me doy la vuelta.
Es el mismo lugar hueco que sentí antes. Hay algo raro en el suelo.
Vuelvo a subir y pisoteo la arena hasta que lo vuelvo a encontrar. Noto un eco que no es
normal bajo los pies, como si estuviese sobre un barril de agua vacío.
Me arrodillo y me apresuro a remover la arena con las manos, aparto las rocas y los
fragmentos de caracolas rotas esperando encontrar los restos destruidos de algo. Levanto una
piedra grande y la lanzo a un lado; escarbo mientras el pánico me recorre las venas.
Tiene que haber algo aquí. Lo necesito.
Levanto más rocas. Tengo arena húmeda bajo las uñas y los ojos me escuecen por la sal y las
lágrimas que me emborronan la visión cuando toco algo suave con las manos.
No es una roca.
Es otra cosa.
Hecha por el hombre.
Contengo el aliento, la esperanza me tamborilea en los oídos, y aparto más tierra y piedras
hasta dejar al descubierto una superficie peculiar, lisa y sólida bajo la arena. Es más suave que
cualquier roca de río. Fría y resbaladiza. Paso las manos sobre ella tratando de calcular el
tamaño, lo que yace debajo…, pero ya sé lo que es.
Encuentro un tirador junto a la rodilla izquierda, un rectángulo de metal curvo. Intento jalar
de él hacia arriba, pero no se mueve.
El hombre rubio por fin aparece renqueando por la orilla. Respira con pesadez, maldice, y
luego se dobla por la mitad y vomita agua salada.
—Ayúdame —le grito.
Señalo el tirador y él alza la cabeza. Pierde un poco el equilibrio, como si estuviera en un
barco tambaleante.
—Creo que es una puerta —digo—, pero pesa mucho. No puedo levantarla.
Tiene pinta que va a devolver otra vez, pero aguanta y, juntos, agarramos el tirador y
jalamos. Al principio no pasa nada, pero al segundo tirón oigo un gemido grave cuando la puerta
cede y, después de volver a tirar con fuerza, la abrimos. Es como desenterrar una cueva. Las
bisagras chirrían y tiemblan, pero la puerta se abre de par en par y forma una diagonal con el
cielo. El hombre me mira parpadeando, confundido; no tiene ni idea de lo que es.
Pero yo sí.
Echo un vistazo a la oscuridad bajo nosotros, al casco de la nave escondida en el vientre de la
isla. Pero con este cielo espeso y encapotado no hay luz suficiente para alumbrar el agujero.
Tanteo con las manos y encuentro el peldaño de una escalera.
El hombre pasea la mirada del agujero hacia mí con una expresión de incertidumbre, pero
paso las piernas por el borde y siento el escalón superior.
—Mantén la puerta abierta —le digo.
Solo es capaz de asentir.
Deslizo el cuerpo por la abertura, rozo la escalera con los pies y, poco a poco, desciendo
hacia la oscuridad. Siento como si estuviera entrando en una tumba, un espacio cavernoso y con
eco por el que no ha pasado el tiempo.
Bajo dos metros, luego cuatro, hasta que por fin llego al fondo y aterrizo sobre una superficie
suave y llana. No hay rocas desiguales como cabría esperar en una cueva de verdad. Tampoco
hay luz, así que avanzo unos pasos con cautela con las manos extendidas frente a mí.
Está vacío, el eco de mis pisadas resuena en mis oídos, y la estructura a mi alrededor se queja
durante un rato mientras se asienta con esfuerzo. Contengo el aliento, escuchando. Casi pregunto
en voz alta sí hay alguien ahí, entre la negrura, pero entonces el sonido cesa.
Con los dedos temblando por el frío, los agito frente a mí mientras avanzo —me da miedo lo
que vaya a sentir, lo que encontraré—, cuando el dedo del pie derecho se topa con algo sólido.
Una mesa.
Me acerco con la mirada entornada intentando ver algo y paso la mano por la superficie.
Una estela de luz se estremece ante mí y retiro la mano de golpe.
Tengo la respiración ronca y un estertor me resuena en la garganta. Mamá me contó lo que
encontraría dentro de la nave, me la describió como mejor pudo, pero verlo por mí misma es algo
completamente distinto. Es difícil describir cómo es estar cara a cara con algo tan desconocido.
Miro a la escotilla abierta en el techo y sé que mi vía de escape está cerca si la necesito.
Luego, vuelvo a contemplar la mesa. Me tiritan los dedos debido al frío, por lo que estoy a punto
de hacer, pero alargo la mano, toco la mesa y una luz emerge del centro. No es como la de las
velas, titilante e irregular. Esta luz brilla con suavidad desde todas las esquinas, pálida y apagada,
e ilumina el resto del espacio que me rodea. Las paredes son oscuras y redondeadas, suaves, y la
luz también revela algo más.
La mesa es un mapa… de las estrellas.
No como los que mamá solía dibujar en la cabaña, planos y sosos.
Este sobrevuela como si estuviese suspendido sobre la superficie de un estanque en perfecta
calma. Salvo por que no hay agua. Solo aire y el zumbido de las ondas de luz.
Nunca he visto nada parecido.
—¿Qué hay ahí abajo? —dice el hombre a través del hueco.
Trago saliva con la garganta cerrada por la emoción; tengo demasiados pensamientos
entremezclados.
—¡La encontré! —exclamo. Espero que vaya a hacerle una señal a Holt en la orilla, ganar
algo de tiempo para que Noah siga con vida. Solo un poco más de tiempo.
—¡Date prisa! —responde—. Se avecina una fuerte tormenta.
No es una tormenta, pienso. Es la anomalía.
Sin embargo, lo ignoro y miro el mapa. Reconozco la mayoría de las constelaciones —la
Brújula y Perseo, el León Menor y el Indio— y puedo orientar las formaciones. Me lleva un rato,
pero por fin distingo la constelación de la Lira y su estrella más brillante: Vega. La estrella por la
que me pusieron este nombre y el punto más al norte de mi tatuaje, grabada con tinta en el cuello
justo bajo el nacimiento del cabello.
Poso la mano sobre el reflejo de la constelación de la Lira sobre la mesa, con el dedo sobre el
punto de luz que representa a Vega. De inmediato, la estrella en el mapa elevado cambia de color
y pasa de un blanco tenue a negro opaco.
Retiro la mano, sobresaltada. Empiezan a pitarme de nuevo los oídos y me noto agitada por
los nervios. Dudo. En cuanto introduzca en el mapa la constelación que llevo tatuada en el
cuerpo, no habrá vuelta atrás. El mapa marcará las coordenadas, el camino, la ruta hacia el otro
lugar.
Aunque… nunca hubo vuelta atrás. Siempre hacia delante. Y este mapa es el último punto de
no retorno. La última parada que trazaron mis antepasadas.
—¿Qué demonios estás haciendo ahí? —grita el hombre—. Si lo estás retrasando, le diré a
Holt que lo mate.
Trago para deshacer el nudo en la garganta.
—Necesito un minuto.
Las palabras de mamá resuenan en mi cabeza: Ahora las estrellas te pertenecen a ti. No solo
me dio el cielo, sino una responsabilidad. Me dio las historias de la primera Astrónoma, la carga
del pasado, uno que se escribe al mismo tiempo que me inclino hacia delante y toco el resto de
las estrellas de la constelación de la Lira; todas parpadean y cambian de blanco a negro. Examino
el mapa y encuentro a Hércules, esa constelación con tantas estrellas que me recorre la columna
y las costillas. Presiono cada punto de luz y observo cómo se oscurecen. Hago lo mismo con las
de la Corona Boreal, la constelación de Vigo, hasta que el tatuaje de mi piel acaba en el pie
derecho, en la formación que representa al Cuervo. Toco cada estrella del mapa reluciente, las
conecto, hasta que llego a las dos últimas, las más brillantes: Tova y Llitha. Estrellas binarias,
las llamó mamá. Dos soles atrapados uno en la órbita del otro con un único planeta girando sobre
su eje entre los dos.
Por último, dejo escapar una exhalación trémula y contemplo la envergadura del mapa que
sobrevuela extendido frente a mí, ahora con una serié de estrellas oscuras, conectadas, que
reflejan las mismas que llevo en la piel.
Las coordenadas están establecidas. Se ha trazado la ruta.
Respiro el aire frío y, en algún lugar distante bajo mis pies, oigo un murmullo suave. Una
vibración que proviene de lo más profundo de las entrañas de la nave, como si una ráfaga de
viento se hubiese colado por una ventana abierta. El mapa parpadea levemente y, entonces, el
rumor aumenta de volumen, seguido de una leve sacudida.
La he despertado, después de cien años de descanso. Al fin se despereza.
Un destello de luz me llama la atención. Al otro lado de la estancia en penumbras aparece
una puerta iluminada desde dentro. Cruzo la sala, todavía me pitan los oídos, e intuyo que el
espacio es más grande de lo que alcanzo a ver: mucho más ancho, profundo y cavernoso. Podría
perderme en este lugar, así que miro de vez en cuando hacia atrás para orientarme con el
resplandor de la mesa y el haz tenue de luz de la abertura en el techo. Pero cuando me aproximo
a la puerta, ya he comprendido lo que es, lo que me espera.
Mamá me explicó que debía encontrar una sala más pequeña en la nave grande. Tan pequeña
que solo cabría una persona. Una sala que era más importante que el resto de las que hubiera allí
dentro.
Cuando llego junto a la puerta estrecha, se abre sola y la luz del espacio reducido que me
espera al otro lado me inunda. Me acerco más y le echo un vistazo a la sala compacta; hay un
solo asiento de metal asegurado contra la pared y un panel de cristal iluminado a la izquierda. En
el cristal, el mapa que llevo tatuado con los puntos de luz conectados ya está suspendido.
De alguna manera, las constelaciones que introduje en la mesa grande están conectadas con
el panel de esta estancia más pequeña. Un bote salvavidas, lo llamó mamá. Y en el fondo del
panel, bajo el mapa, hay una luz blanca parpadeando. No hay palabras, solo un brillo pulsante y
trémulo.
Aunque intuyo su significado… Entiendo su propósito.
En cuanto pulse el botón, el salvavidas se moverá, se soltará de la nave y seguirá la ruta que
he establecido.
La adrenalina me sube por cada vena desde la punta de los pies a causa de los nervios y me
palpita en los oídos. Esto es todo. Lo que siempre estuve destinada a hacer. Sin embargo, ahora
todo es más complicado. Por Noah. Si aprieto el botón, concluiré el último capítulo de mi
historia, el momento que mis antepasadas habían planeado, esperado, aquello por lo que lo
sacrificaron todo. Pero si lo aprieto, dejaré a Noah atrás.
Y dejarlo atrás significa dejar que Holt lo mate.
Cierro los ojos y me paso las manos por el pelo enmarañado. Por eso no quería dejarme caer
en la necesidad sin fondo, imposible y descorazonadora de sus ojos. Por eso traté de ignorarlo, de
apartarlo. Pero entonces sus dedos rozaron mi piel, mis labios, y dejé que ocurriera esta cosa
imprudente y estúpida. Dejé que mi corazón se derramase en sus manos, hecho un lío, con toda
su responsabilidad, peligroso.
Y ahora morirá si lo dejo atrás.
Así que regreso por la habitación oscura y en penumbras, paso junto a la mesa y llego hasta
la escalera. Tengo las manos frías, entumecidas, y se me resbalan en el primer escalón —todavía
estoy empapada por el chapuzón—. Empieza a tiritarme el cuerpo cuando se me pasa el subidón
de adrenalina, una reacción tardía. Pero vuelvo a sujetarme a la escalera y consigo subir con las
piernas temblando. Arriba, el hombre no me ayuda a pasar por la abertura; está distraído mirando
el océano.
En cuanto salgo del agujero oscuro, me tumbo sobre el estómago, jadeando, tiritando.
—Lo conseguí —digo; me castañean los dientes por el frío—. He hecho lo que quería.
Encontré la nave. Dile a Holt que suelte a Noah.
Levanto la cabeza, pero el hombre ni siquiera me está escuchando. Tiene la mirada perdida
en el mar, donde las olas ahora son más grandes y azotan los lados de la isla. Echo un vistazo al
cielo anegado, a la densa cortina de lluvia, y veo que el aire está cargado de chispas diminutas.
Como si el aguacero hubiese tomado desprevenidas a miles de luciérnagas.
Miro la playa, donde dos hombres arrastran a Noah más cerca del agua, como si se
preparasen para abrirle la garganta de un tajo y lanzar su cuerpo al mar.
—¡Díselo! —le grito al hombre, pero sigue sin oírme. Tiene los ojos clavados en el mar
picado, como si lo asustase y a la vez se hubiese quedado ensimismado en una ensoñación.
Me levanto con las piernas temblando, el frío se me ha metido en los huesos y estoy
empapada por completo, pero echo a andar hacia la orilla.
—¡He hecho lo que querías! —grito con las manos ahuecadas junto a mi boca. Creo que oigo
a uno de los hombres gritar algo, pero su voz se pierde en el viento. Si yo no puedo oírlos, ellos a
mí tampoco.
No quiero volver a meterme en el agua helada —no quiero luchar contra las olas para volver
a la playa—, pero no hay otra manera.
Tengo que volver a nado.
Tengo que dejar la nave atrás.
Doy un paso hacia el mar frío, ya me tirita el cuerpo, y me adentro en las profundidades justo
cuando deja de llover.
Justo cuando todo se queda misteriosamente en calma. Alzo la cabeza, parpadeando, con la
mirada entornada… Reordeno los pensamientos intentando comprender.
Cada gota de agua se ha quedado suspendida en mitad del aire, atrapada, inmóvil, y el viento
ya no me azota el cuello.
Lo que no tendría que ocurrir… está pasando.

Trago agua salada, me ahogo cuando emerjo en busca de aire. Ahora, el mar está más violento.
Pero la corriente me empuja hacia delante y las olas rompen contra mi espalda. Me arrastro por
la orilla mucho antes de lo que me llevó nadar hasta la isla.
Me quedo de pie, doblada por la mitad, con el pelo sobre los ojos y tosiendo sin parar.
Intento no desplomarme.
—¿Qué demonios has hecho? —me pregunta Holt a unos metros de distancia y vuelve la
mirada hacia el cielo.
El zumbido de la electricidad estática en el ambiente hace que se me erice el vello de la nuca
y que me piten los tímpanos. Evito cerrar los ojos; solo quiero dejarme caer en la arena y
aovillarme temblando. Aprieto los dientes para que no me castañeen porque sé que esto que se
acumula sobre el mar no es una tormenta… es el cielo, que se hace añicos, se desintegra,
fragmentándose, y no hay forma de detenerlo.
La lluvia empieza a ascender… de vuelta hacia las nubes.
Está mal. Todo está mal.
Pero incluso las nubes han comenzado a evaporarse y el cielo es un manto negro. Solo queda
una mancha de la luz de las estrellas, como pintura salpicada con un pincel.
—Yo no he hecho nada —le digo a Holt.
Esto… es el agujero negro. Se extiende como una mano gigante sobre las estrellas y las
absorbe a su paso. Esto es la anomalía que está haciendo trizas nuestra atmósfera.
Al fin ha llegado a la capa superior de nuestro planeta y ya no queda tiempo.
Hemos llegado demasiado tarde. He llegado demasiado tarde.
Holt se ha quedado impasible al ver cómo se fractura el cielo. Y tras él, sus hombres están
igual de sorprendidos. Samuel —ya se le ha empezado a poner negro el ojo al que Noah le dio el
puñetazo— incluso levanta un brazo para apartar las gotas de lluvia que suben en la dirección
equivocada.
Arriba, de vuelta al cielo.
Me arrastro, el aire frente a mí salpicado de pequeñas chispas, gotas moteadas de los colores
del arcoíris. Acuosas y traslúcidas. El miedo me retumba y vibra desde el estómago. La anomalía
está aquí. Busco a Noah con la mirada, la hoja del cuchillo todavía sobre su garganta, pero él me
observa: es el único cuya mirada no está clavada en el cielo.
Nos hemos quedado sin tiempo.
Me aparto el pelo de la cara y encuentro la ropa donde la dejé, sobre la arena. Me pongo la
camisa, los pantalones y me enfundo las botas con rapidez.
Tengo que liberar a Noah…, pero escucho un ruido tras de mí, un rumor extraño en el agua,
el tirón de la corriente como si el río se derramase sobre las rocas. Y cuando me doy la vuelta,
me quedo boquiabierta al ver cómo el océano retrocede por la orilla.
La masa fría y violenta de agua picada se aleja de la playa como una bajamar, salvo que
ocurre todo al mismo tiempo: el rugido del agua al absorberse, cada vez más lejos de nosotros.
Esto no me lo había imaginado…, que el cielo y la tierra se pondrían del revés. Que sentiría
como si una daga me arañase los pulmones cada vez que respiro.
No hay tiempo. Todo está pasando demasiado rápido.
En la isla, el hombre por fin se ha adentrado en el agua y vuelve nadando hasta la orilla. Las
olas rompen sobre él, pero la marea se mueve en dirección contraria. Ya no lo empujan hacia la
playa, sino que tiran de él. Hacia atrás, como el mar. Sumerge la cabeza bajo el agua una vez,
dos, y a través de la humedad plateada que pende en el aire, veo su expresión de pánico. Sabe
que no lo va a conseguir. Abre la boca, va a gritar algo, pedir ayuda, pero su garganta no emite
ningún sonido. Puede que se haya quedado sin aire, o puede que las palabras nunca lleguen a
salir de su boca, porque ahora el agua se mueve demasiado deprisa y se ve arrastrado más allá de
la isla, hacia las profundidades del mar embravecido. Se convierte en un punto pequeño entre las
olas revueltas, como un escarabajo diminuto flotando y, cuando vuelve a sumergirse…, lo hace
por última vez.
No vuelve a salir a flote.
Noto como si tuviera una piedra en el estómago: esa podría haber sido yo. Si hubiera tardado
un minuto más en abandonar la isla, si no hubiera nadado lo bastante rápido.
El hombre ha desaparecido.
El océano retrocede y deja al descubierto el fondo desnudo y rocoso del mar; deja pequeños
charcos en la arena y los peces encallados se retuercen y saltan sobre el lomo reluciente
buscando el agua que ya no está.
Pero revela algo más.
La isla en la que he estado hace un momento, donde me colé por el agujero, no es una isla en
absoluto.
A medida que el agua retrocede y arrastra la arena y las rocas, la base queda expuesta, pero
no está hecha de arrecife ni de piedras: es una estructura lisa de metal.
Una nave.
Con la superficie plateada y abovedada cerca de la parte superior. Un leviatán.
—Ahí está —dice Holt, y casi suena como un estremecimiento. No está conmocionado, sino
sorprendido por ver aquello que seguro que había intentado imaginar y que nunca había visto
hasta ahora. Se restriega la lluvia de la frente y se acerca a la orilla con los ojos, cada uno de un
color, fijos en el gigante durmiente que descansa en el fondo del océano.
La nave que ambos hemos estado intentando encontrar ahora es visible. Tan solo había
quedado escondida por las rocas y la arena con el paso del tiempo, oculta para que pareciese una
isla.
El viento arrecia; el cielo vibra como si un enjambre formado por miles de abejas se acercase
a la playa.
Miro otra vez a Noah; sus ojos me recuerdan al cielo: tormentoso y encapotado.
Los hombres que lo habían estado sujetando bajan los brazos, el cuchillo también desciende;
están demasiado distraídos por la lluvia que asciende hacia el cielo y la nave plateada posada en
el fondo marino con percebes creciendo en la parte inferior.
Sin embargo, Holt vuelve la mirada hacia mí al percibir mi movimiento.
—¿La has encendido? —pregunta con los ojos muy abiertos—. ¿Encontraste el mapa que
hay dentro?
Le devuelvo la mirada. No quiero contarle nada, pero sé que Noah y yo todavía no nos
hemos librado de él.
—Sí —digo con tono monocorde.
Un brillo aparece en sus ojos, la sombra de la nostalgia, como si sintiera lo cerca que está,
que por fin va a escapar de la enfermedad que le ha arrebatado la mitad de la vista y que lo está
matando. Pero antes de que pueda dar un paso hacia el fondo marino… se escucha un fuerte
crujido en el cielo. Como si un trozo de madera descomunal se partiera en dos. Como un trueno
retumbando por mis huesos.
La playa se sacude bajo nosotros con tanta violencia que estoy segura de que el suelo se
abrirá bajo nuestros pies. La muerte llega tanto del cielo como de la tierra. El hombre junto a
Noah se tambalea con una expresión de terror, mientras que Holt alza las manos como si tratase
de calmar el firmamento.
—¿Qué demonios está pasando?
Puede que conozca parte de la historia de nuestros antepasados —que sepa más que la
mayoría por lo que le contó August—, pero no es un Astrónomo. No se ha pasado cada noche de
su vida mirando las estrellas, contemplando cómo nos acercábamos cada vez más a la oscuridad,
al orbe insondable del cielo. No sabe que al fin tenemos encima la sombra —esa cosa que brilla
en las primeras horas del alba cuando incide sobre la atmósfera—, en el punto más alto del
horizonte. Y ahora la lluvia asciende hacia el cielo y el océano retrocede por la fuerza de la
gravedad del agujero negro. Todo se está desintegrando. Y sospecho que solo quedan unos
minutos hasta que… nosotros seamos los siguientes.
Siento cómo el aire me crepita y chisporrotea en los tímpanos.
No hay tiempo.
Mis ojos se vuelven hacia Noah, luego hacia la nave. El dolor se refleja en su mirada, no por
el que le ha provocado la hoja del cuchillo, sino por haberme visto cruzar a nado un mar mientras
él se ha visto obligado a no hacer nada. A no ser de ayuda. Pero asiente. Lo entiende. Y un
segundo después, tomo aire con una respiración sofocada y entrecortada y ambos salimos
corriendo por la playa en dirección al mar.
Hacia la nave.
DOCE

E
l océano ha abandonado el lecho marino y ha retrocedido mucho más allá de la nave,
lejos de la zona donde el terreno desciende.
Noah y yo corremos. Siento la electricidad estática sobre la piel mientras que él no
deja de mirar hacia el cielo lóbrego y convulso, donde las últimas gotas de lluvia suben a la
atmósfera.
—Deprisa —digo. Le tomo la mano y tiro de él.
No nos queda tiempo, gritan mis pensamientos en bucle.
Cruzamos el fondo del mar desnudo, donde hace un rato el agua se agitaba y bullía; en
cambio, ahora nos tropezamos con las rocas y los arrecifes puntiagudos.
Pero entre las ráfagas de viento, oigo la voz de Holt a nuestras espaldas.
—¡Id tras ellos!
Aun así, cuando miro atrás, no nos persigue ninguno. Dos han empezado a subir por la playa
para alejarse del océano, aterrorizados por lo que sea que les esté ocurriendo al cielo y al mar…
Lo que pronto nos ocurrirá a todos.
Llegamos al borde frontal de la nave y utilizamos los arrecifes, las rocas y los percebes para
izarnos sobre la superficie resbaladiza. Cerca del borde, Noah me da impulso para auparme y de
pronto estoy de pie en lo que antes parecía una isla, pero ahora que la corriente ha arrastrado la
arena, es casi plana y solo quedan unas pocas rocas.
—¿Qué está pasando? —pregunta Noah cuando sube. Contempla el océano, donde el agua ha
retrocedido más lejos de lo que alcanzo a ver. De la marea solo quedan charcos. Pequeñas pozas
de agua y vida marina. Una imagen extraña y espeluznante—. ¿Qué es esto?
Noto los pulmones constreñidos y punzadas en la cabeza.
—La sombra del cielo es un agujero negro —le digo. El viento atrapa mi voz y se la lleva
lejos, hacia la masa oscura que tenemos encima. Al fin, la verdad, aquello que mamá dijo que era
demasiado grande para que alguien cargara con ella, aquello que haría que los demás nos
persiguieran con una desesperación que incluso haría que el valle no fuese un lugar seguro,
queda libre y me quito un peso del pecho—. Nos está matando —añado—. Siempre nos ha
estado matando. Se ha ido acercando a nuestro planeta cada año, cada hora, y ha hecho que
enfermáramos.
Se le forman unas arrugas en el ceño.
—Pero ¿qué es esto? —Mira la nave, plateada y reluciente.
—Es… —Me obligo a tomar aire; el saber recorre cada fibra de mi cuerpo— la nave en la
que llegaron nuestros antepasados. —Parpadea, necesita más, necesita entenderlo; mientras, el
cielo se desgarra sobre nosotros—. Llegaron de allí arriba —digo y señalo a la oscuridad
serpenteante—. De un planeta… llamado Tierra.
Es lo que August nunca le contó, o puede que tampoco lo supiera…, puede que las historias
se perdieran para el Arquitecto hace mucho. Alteradas y olvidadas, como suele ocurrir con el
paso de los años.
—No lo entiendo —responde. El pelo negro se le revuelve por la frente, sobre los ojos, y le
da el aspecto de estar en el ojo de una tormenta peculiar. Los haces de luz bailan por su rostro—.
¿Ahora qué va a pasar?
Siento que el nudo en la garganta se cierra aún más con el clamor de tantas emociones.
—Tenemos que marcharnos —insisto—. Antes de que la oscuridad lo engulla todo.
—¿Cómo?
Ahora el viento aúlla y apenas lo escucho.
—No tenemos tiempo —respondo—. Tenemos que entrar en la nave. El salvavidas está
hecho para una sola persona, pero creo que cabremos los dos. Tenemos que intentarlo.
Recuerdo la descripción de la nave que me hizo mamá. Dibujó los contornos en la tierra
blanda junto al río. Solo hay espacio para uno, me dijo. Naciste para hacer esto; eres la única
que puede ir porque solo tú conocerás el camino. Siempre supe que dejaría a Noah atrás en
cuanto llegásemos al mar. Como dijo Holt. Como mamá predijo. Estaba predestinado desde el
principio, desde que la primera Astrónoma hiciera de su piel un mapa. Pero esperaba poder
volver a por él, a por pa y los demás. Que tendría tiempo de salvarlos a todos. Pero ahora… el
cielo se está haciendo añicos y no nos queda tiempo. Hemos llegado demasiado tarde. Y tengo
que encontrar la forma de llevarlo conmigo.
Noah sacude la cabeza.
—¿Qué demonios es un salvavidas?
La tormenta arrecia dentro y sobre mí.
—La otra colonia —grito para hacerme oír por encima del viento—. El salvavidas nos
llevará a la otra colonia.
—¿Dónde? —Tiene los ojos nublados y hay algo en ellos que no había visto antes: titubeo,
dudas, como si se estuviese dando cuenta de todo lo que le he ocultado.
Le aferro la mano y luego alzo la vista al cielo.
—A otro planeta que órbita entre dos soles gemelos. —Aquellos que vi por primera vez en el
valle, las estrellas hermanas, y lo pusieron todo en marcha. Las mismas que solo estarán
alineadas con nuestro planeta un breve espacio de tiempo; lo bastante cerca para llegar a ellas—.
Pero si no nos vamos ahora, será demasiado tarde.
El tiempo se ha agotado y ahora Noah y yo estamos sobre una nave naufragada mientas el
cielo se retuerce y crepita. Pero si nos vamos ahora, quizá, quizá, podamos llegar a la otra
colonia, al otro planeta, y volver a tiempo de salvar a los demás. Antes de que el agujero negro
—que retumba y se arremolina sobre nosotros— lo destruya todo.
Esto es lo que siempre estuve destinada a hacer, lo que las Astrónomas que vinieron antes
que yo habían estado esperando, lo que mamá me enseñó. Y ahora todo acaba conmigo. Seré yo
quien lo haga.
Miro a Noah. Necesito que diga algo, pero tiene las pestañas inmóviles con gotas de
humedad pendiendo de ellas y una expresión indecisa en los labios… Gomo si no estuviera
seguro de creer nada de esto.
—¿Lo sabías todo el tiempo? —Su voz gélida se evapora en el aire—. ¿Lo sabías y no me lo
dijiste?
Sus palabras me hieren más que todo lo demás y se me clavan como dagas en el pecho.
—Debería haberlo hecho —admito y agacho la mirada. Toda la culpa que había reprimido se
libera en mi interior. Todas las cosas que no dije—. Debería habértelo contado todo. —Trago
saliva y el aire vuelve a llenarme los pulmones—. Lo siento, pero ahora necesito que confíes en
mí.
Me observa y el viento se desliza entre nosotros, un levantamiento torrencial y violento de
cielo y tierra. Aun así, en el borde de sus ojos hay un atisbo de luz y veo en él al chico que me
rescató de la escuela cuando Holt estaba a punto de apuñalarme, el chico que tiró de mí durante
la tormenta de arena y abrió un agujero en el cobertizo para mantenerme a salvo. El chico que me
ha besado con tanta necesidad y deseo en los ojos que pensé que nos destruiría a ambos. El
chico, ahora lo sé, al que amo.
—Vale —dice con un asentimiento y me devuelve la mirada—. Vámonos.
Ya noto los latidos del corazón en los oídos y sus palabras envían una oleada de alivio por mi
pecho. Juntos, nos arrodillamos y abrimos la trampilla con un tirón rápido.
Oigo el zumbido de la nave bajo nosotros, la suave vibración de la energía como cuando el
rayo atraviesa el aire. Tirito, me cuesta respirar, pensar, por las convulsiones. Lo que queda de
luz desaparece en el cielo; ha engullido todas las estrellas.
Pero otra luz crece, una ráfaga, que crepita y estalla sobre nosotros como un rayo reflejado en
las gotas de humedad restantes en el aire. Llena el cielo de pequeñas explosiones de luz.
Noah me toca la mano y el contacto con su piel me tranquiliza. Su mirada encuentra la mía
—seria y certera— como si presenciara cómo unas partículas diminutas de materia oscura me
destrozan las retinas, desintegrando mis células, abriéndome en dos para que él pueda verlo.
Contemplo la playa una última vez; ya no distingo a Holt ni a ninguno de sus hombres. Puede
que hayan huido hacia las montañas, hacia sus hogares —a días de distancia—, adonde
seguramente no llegarán a tiempo. El agujero negro engullirá el planeta entero antes, lo
absorberá hacia su núcleo y seguramente lo aplastará o lo estirará hasta que no quede nada.
Los oídos me chisporrotean y me arden y siento una presión en el pecho como nunca había
sentido. Sobre nosotros, el cielo se torna de un tono negro peculiar, apagado de alguna forma,
pero también lo atraviesan unos haces de luz mientras devora las últimas estrellas.
Me doy la vuelta, fijo la mirada un instante en el lecho oceánico vacío y entonces lo veo.
Una masa, como la de la tormenta de arena que nos rebasó cuando atravesamos las tierras de
labranza áridas, salvo que está formada por el agua del mar.
Todos mis pensamientos se esfuman con el vuelco que me da el estómago y siento que se me
agrandan los ojos.
El agua que había retrocedido… ahora regresa tierra adentro. Una marea creciente.
—¡Está volviendo! —chillo por encima del viento y del retumbar del ambiente—. El
océano… está regresando.
El agujero negro está desequilibrando y volviendo todo del revés —la marea y la gravedad
—, y nada se comporta como debería.
—¡Entra! —grita Noah y tanteo hasta encontrar el primer peldaño de la escalera. Noah está
justo sobre mí, a punto de entrar, cuando veo una mano cerrarse en torno a su garganta, un brazo
envolviendo su cuerpo, que tira de él hacia atrás.
Atrás, atrás.
—¡No! —exclamo, pero el sonido se pierde pronto.
Holt aparta a Noah de la escotilla, lejos de mí. Pero vuelvo a subir por la escalera hacia la
superficie del barco y corro hacia ellos.
Noah intenta agarrar a su padre para zafarse de él. Pero ambos retroceden hacia el borde de la
nave y resbalan por la superficie. El viento azota la estructura y me sacude el pelo hacia arriba, y
cuando están a tan solo medio metro del borde abrupto, Holt se detiene y se da la vuelta para que
Noah quede en equilibrio junto al precipicio; el terreno desciende bajo él, hacia el lecho marino
desnudo.
—¡Holt! —bramo.
Se da la vuelta y me mira por encima del hombro.
—Solo te necesito viva a ti —brama—. Este traidor ya ha cumplido su parte al traernos aquí.
Ya ni siquiera lo llama «hijo» y me doy cuenta de que tenía razón cuando dijo que mataría a
Noah. Ahora, en su interior solo queda odio y avaricia. Y su hijo se interpone en su camino.
Noto el aire cargado, siento pinchacitos en los pulmones cuando baja la temperatura y se
vuelve extremadamente fría; la atmósfera se está evaporando.
—¡No! —suplico y extiendo las manos hacia él, como si pudiera alcanzar a Noah y evitar
que lo tire por el borde—. Todavía hay tiempo… Si dejas que me marche ahora, puedo llegar a la
otra colonia y volver con su nave. Habrá sitio para salvaros a todos. No tiene que morir nadie.
Holt me enseña los dientes con una sonrisa amenazante, un tic en el ojo ciego.
—Sabes que ya es demasiado tarde —dice y señala al cielo con la cabeza.
Pero yo niego. No me lo creo. No puedo permitirme creerlo.
—Podemos intentarlo —le pido. Solo quiero que suelte a Noah. No quiero verlo morir así.
Hice una promesa y las palabras de Grillo me susurran al oído, en los huesos. Pero mis palabras
también están ahí: Lo amo.
Y no puedo perderlo.
Desvío la mirada un instante hacia el mar: la masa de agua está a menos de cien metros de
distancia, setenta, cuarenta y cinco. Su altura es mayor que la del pino más alto, una montaña de
agua inclinada y atronadora, agitada, a punto de romper, violenta, como si un arranque de ira
hubiera estado embotellado en su interior.
—¡Por favor! —grito por encima del viento, cada vez más fuerte. Me rompo por dentro, las
lágrimas me caen por las mejillas, absorbidas por la lluvia; el cielo estalla, chisporrotea con una
oscuridad que sabe a luz. A fuego. A muerte.
Sabe a final.
—¡Vega! —me llama una voz. Noah se revuelve para poder mirarme—. ¡Corre! —dice—.
Entra.
Pero no lo haré. Me niego a abandonarlo… Sabía que llegaríamos a esto, ¿no es así? Por eso
no quería amarlo. Me daba miedo que, al final, lo perdería de una forma u otra.
Me acerco un paso, ambos se tambalean lejos de mí, demasiado cerca del borde. Me arden
los pulmones y noto un pitido en los oídos que parece que va a hacer que me estallen los
tímpanos. Noah abre los ojos de forma desmesurada; ha visto algo.
Todo se ralentiza.
Ladeo la cabeza y sigo su mirada y veo…
Noah le da un codazo a su padre en las costillas —al lugar donde el cuchillo le desgarró la
piel hace solo unos días— Holt cae al suelo y casi se resbala por el borde. Se dobla por la mitad
con la mano sobre el costado, jadeando. Pero Noah vuelve la mirada hacia mí.
—¡Corre, Vega! ¡Ahora!
Me doy la vuelta, pero es demasiado tarde… La ola se estrella contra la nave y se escucha un
crujido repentino.
Me ceden las piernas y me doy de bruces contra la superficie de metal con las palmas
abiertas. La nave chirría, gime como un monstruo que ha cobrado vida, cuando la masa de agua
la empuja por el lecho oceánico y rompe el arrecife afilado. La vibración me sube por las manos,
los brazos, los huesos.
Intento agarrarme a algo, pero la nave se sacude con las olas, se ve arrastrada por el lecho
marino y el impulso me aleja más de la abertura. Miro de reojo la escotilla y luego, a mi espalda,
veo que Noah se pone en pie y que se tambalea hacia mí, lejos de Holt, que araña la nave en
busca de algo que impida que resbale por el borde.
Noah abre la boca y grita algo, pero sus palabras quedan ahogadas por la lluvia, el bramido
del cielo, el chirrido de la nave al rozar el lecho marino.
Sigue gritando y señala la escotilla. Y sé que tengo que moverme. Ya no siento el cuerpo
como si fuera mío, pero me levanto, doy un paso vacilante y me vuelvo a caer. Encuentro un
fragmento arrugado de coral en la superficie de la nave y me aferro a él boqueando, pero el aire
gélido me atenaza los pulmones y noto los dedos entumecidos al agarrarme a la nave. Miro atrás
y veo que Noah se está acercando con los ojos entornados por el viento, pero Holt se ha puesto
en pie y se dirige hacia él.
—¡Noah! —exclamo, pero no se oye nada. Todo está acallado, los bordes borrosos. Lo que
queda de humedad está suspendido en el aire. Intento levantarme de nuevo, pero caigo sobre el
costado izquierdo y me golpeo el hombro con fuerza contra la superficie. Noto una punzada de
dolor que me atraviesa hasta el pecho. Mucho más abajo, el océano bulle; ya no se mueve al
ritmo constante de la marea: se arremolina y envía olas en todas direcciones. Sacude la nave de
un lado a otro y hace que sea imposible mantenerse en pie. Noah casi ha llegado hasta mí y
extiende el brazo para ayudarme a levantarme y tirar de mí hasta la escotilla.
Pero veo lo que se avecina antes que él.
Holt trastabilla un momento, ahora la sangre le empapa la camisa y gotea a sus pies, pero se
lanza hacia Noah y ambos caen de lado sobre la nave.
Padre e hijo. Intentan matarse el uno al otro.
Quiero respirar, pero todo me da vueltas; cada inhalación me escuece. La escotilla está a solo
unos pasos de distancia, pero Noah es impulsado hacia atrás, agarrado del tobillo de Holt, y
ambos resbalan de un lado a otro con las sacudidas del barco. Se escucha un chirrido repentino
bajo nosotros cuando la nave se ve arrastrada por la orilla en dirección a las montañas mientras el
mar sigue formando espuma, empujando, colisionando.
No hay tiempo. No tenemos tiempo.
Alzo la mirada justo cuando Holt se da la vuelta y le da un golpe a Noah en la cara con el
talón de la bota. Con fuerza. Noah se desploma hacia atrás, inmóvil.
—¡Noah! —creo que grito, o puede que solo esté en mi cabeza. Ahora, el tiempo y el sonido
se pierden.
Holt se pone en pie, sangrando, y deja a su hijo desmadejado al borde de la nave. Da unos
pasos temblorosos hacia mí, hacia la escotilla.
No, no, no.
El aire vibra a mi alrededor, un crac fuerte atraviesa la atmósfera, una cacofonía extraña de
murmullos, y siento que el aire frío se congela. Solo quedan unos segundos. El corazón me
martillea contra las costillas. Me pongo de pie con la mirada fija en la escotilla frente a mí.
Tengo que moverme. Doy un paso, me caigo, y vuelvo a levantarme. Me arrastro sobre el coral y
las rocas fijadas en la nave después de haber estado cien años bajo el mar. Casi he llegado a la
abertura, está a un metro, cuando oigo una voz distante que sale amortiguada por una garganta
fría y débil.
—¡Vega! —exclama Noah—. ¡Vete!
Me doy la vuelta, el tiempo se alarga, se estira, luego vuelve a su cauce. Siento que el mar
me salpica en la cara y mis ojos lo encuentran como si fuera un recuerdo, como si fuera el
destino… Nuestras miradas se buscan mutuamente con necesidad, destinadas a encontrarse. El
aire se me hiela en la garganta. Y Noah me mira al otro lado de una nube densa de humedad y
luz trémula. Me mira cuando se pone de pie con la sangre goteándole de la nariz y se acerca
hacia Holt. Pero intuyo algo en sus ojos que no me gusta. Hay palabras ocultas, que no dirá en
voz alta. Porque ahora es demasiado tarde.
Los segundos se alargan. No hay tiempo.
Parpadeo, una y otra vez, y veo a Noah acercarse a Holt con cautela. Va a impedir que me
alcance, que consiga llegar a la nave. Va a protegerme a cualquier precio. Como dijo que haría.
Incluso ahora. Incluso cuando el cielo se convierte en una acuarela de luz. Quiero gritarle, sé lo
que está a punto de hacer.
Llega junto a Holt y asiente en mi dirección con esas mismas palabras reflejadas en sus ojos,
esas que quiero ignorar: Lo siento, dicen… Justo antes de envolverle la garganta a Holt con un
brazo y arrastrarlo hacia atrás, atrás… Lejos de mí. Holt no emite ningún sonido, pero no
parpadea y sus ojos son como dos pompas a punto de explotar. El aire no le llega a los pulmones,
igual que a mí.
No. Así, no.
Me arrastro hacia la escotilla y me aferro a la escalera. Me doy la vuelta, miro atrás… donde
Noah sigue agarrando a Holt con el brazo, apretando, sin soltarlo por nada del mundo. La nave
zozobra una última vez y se ladea demasiado hacia un lado. Busco a Noah con la mirada de ojos
verdes como el río, verdes al amanecer, tan verdes que el corazón me brama en el pecho.
—¡No! —grito.
Sin embargo, él niega con la cabeza y entreabre la boca para decir algo al viento, a mí, unas
palabras que nunca pensé que vería a nadie decir. Palabras pequeñas, diminutas, y perdidas en el
estruendo del cielo. Te quiero. Y así, sus ojos verdes parpadean, asfixia a Holt —su padre, su
enemigo— con el brazo y, por último, pone fin a todo de una vez por todas. La sonrisa va al
encuentro de sus ojos, a mi encuentro, con el último estremecimiento de calor en ellos… justo
antes de resbalar por el borde de la nave.
Desaparece.
Noto un alarido retumbar en mis oídos, uno de dolor… un sonido que me sale de lo más
profundo de mis entrañas. Estoy destrozada, como si cada hueso y fibra de mi cuerpo se
estuvieran desintegrando.
Siento que me arrancan la piel dejando lo que queda de mí al desnudo, las piezas horribles e
inútiles que aún restan.
Los oídos me zumban como si tuviera un enjambre de abejas en ellos y empiezo a perder la
vista a medida que una oscuridad se extiende por mis ojos. Ni siquiera siento cómo trastabillo
escalera abajo y aterrizo de costado. Apenas siento mis pies deslizarse por el suelo suave, pasar
por la puerta tambaleándome para sentarme en el asiento de la sala diminuta. Las lágrimas caen
en cascada por mis mejillas, pero siento la palma golpear contra la luz parpadeante. Percibo la
sacudida a mi alrededor, cómo se separa la sala pequeña —el salvavidas— de la nave destrozada
mientras se ve arrastrada por la playa. Noto cómo mi cuerpo se hunde en el asiento bajo, como si
mis extremidades hubiesen quedado inservibles y tuviera agua en lugar de huesos.
Siento cómo me lo arrebatan todo.
Destruido, ahogado.
Arrancado.
Con crueldad, de forma horrible.
Las paredes del salvavidas cambian. No son paredes, sino ventanas, y distingo el océano
abajo, la nave suspendida debajo de mí, y luego se aleja más, cada vez más. Cierro los ojos y
juro que escucho el latido del corazón de Noah palpitarme en los oídos, siento cada exhalación
de sus pulmones, cada pestañeo. Todo se convierte en un martilleo en la cabeza. Él es lo único
que escucho. Lo único que me queda.
Ya no hay gotas de agua salada sobre mi piel.
La materia oscura no me desintegra.
Solo escucho las ráfagas de aire… mientras navego entre las estrellas. Asciendo más allá del
horizonte, atravieso la atmósfera, desde donde puedo verlo todo. El agujero negro es como un
orbe descomunal: la oscuridad se derrama en su interior y a su alrededor, reflecta y hace brillar la
luz de las estrellas que ha absorbido y que parpadean con su último aliento. Y nuestro planeta,
nuestro pequeño hogar, se aproxima más hacia él, casi hasta el vértice: el punto de no retorno. En
unos segundos, lo engullirá. No dejará nada en su estela, ningún atisbo de lo que fue: el planeta
que antes descansaba aquí, suspendido en el límite de una galaxia.
Llegué demasiado tarde.
La cabeza me palpita sin cesar.
No tendría que haber ocurrido así; no es lo que mis antepasadas habían planeado. Pensaban
que tendría más tiempo en cuanto aparecieran las estrellas hermanas y el planeta con la otra
colonia por fin estaría lo bastante cerca para que llegara el salvavidas. Serás la primera en
marcharte, me explicó mamá, y me miró a los ojos cuando lo dijo para asegurarse de que lo
entendiera. Llegarás a la otra colonia y volverás con su nave. Vendrás a buscar al resto. Tú…
—me acarició la cara—. Tú nos salvarás.
Aunque se equivocó en una cosa. El agujero negro que sofocaba la mitad de nuestro cielo
estaba más cerca de lo que había imaginado. Pensó que tendría tiempo antes de que engullera
nuestro cielo, nuestro planeta.
Sin embargo, llegué a la nave demasiado tarde. Y no he salvado a nadie.
Solo a mí.
Una chica rota que lo ha perdido todo. A todos los que quería. La Astrónoma que se suponía
que debía arreglarlo todo —la cura—, tras cien años de espera.
Pero todo ha sido en vano.
Y he fracasado.
Las lágrimas ruedan por mis mejillas —lágrimas inútiles, infames—. Estoy hecha de agua y
de un dolor demoledor, innombrable, inconmensurable. Ahora no soy nada. Solo el recuerdo de
Noah al caer por el borde del barco arrastrando a su padre con él para asegurarse de que Holt no
me alcanzaría, que no me detendría. Se sacrificó para que yo pudiera vivir. Pero no quiero esto.
Por la ventana, a través del borrón de lágrimas saladas, veo que la nave se aleja —de Noah,
del dolor de sus ojos— y el cielo adquiere un tono azul más oscuro, un negro intenso, y las
estrellas y partículas de luz comienzan a asomar en la negrura. Pero detrás de mí, el agujero
negro aumenta de tamaño, mi planeta queda envuelto en sombras, una ondulación parpadeante y
vibrante, y entonces, al fin… Contengo el aliento. Quiero apartar la mirada y, aun así, me obligo
a mirar —necesito ver cómo ocurre, se lo debo a todos, se lo debo a él—, a presenciar el final.
Contemplo los últimos segundos antes de que todo…
Con un fogonazo repentino y sin nada de especial, el planeta parece sacudirse, vibrar, y de
repente…, sin emitir un solo sonido, sin un crujido, un gemido o un grito…, ya no está. Se ha
desvanecido.
Se ha deslizado por el precipicio de la sombra y se ha apagado.
Noah ya no está y quiero arrancarme el corazón; quiero volver y caer junto a él por la borda
de la nave hacia el mar. Quiero apretar las palmas contra los ojos hasta que todo se vuelva negro
y sin vida.
No quiero nada de lo que tengo: esta nave diminuta para una sola persona escupida en el
cielo nocturno, el aire en mis pulmones traicioneros, la sangre en este cuerpo roto. Los
pensamientos en mi mente inservible y destrozada.
Solo quiero una cosa.
Una puta cosa.
A él.
LA LIRA, Alpha Lyrae
+38º 47′ 01″

E
l primer Arquitecto se despidió de la mujer a la que amaba sabiendo que nunca volvería
a verla. Anduvo hacia la puesta de sol, donde las montañas del norte ocultaban una nave
medio sumergida en el mar, lejos de la orilla de una playa de arena negra.
Solo él sabía su ubicación, solo él sabía el lugar en que la nave se estrelló contra el mar…,
porque solo él se quedó a bordo cuando el Artemis atravesó la atmósfera y escoró en su nuevo
planeta. Habían ordenado evacuar a los otros colonos, quienes escaparon en las cápsulas de
escape que se dispersarían por el continente. Pero el Arquitecto permaneció allí para intentar que
el impacto no destrozase la nave. Había sido el timonel durante el viaje a través de las estrellas,
pero cuando aterrizaron, al igual que la mayor parte de la tripulación, se hicieron cargo de otras
tareas. Él ayudaría a construir ciudades, a construir un armazón para su nueva vida.
Sin embargo, cuando la nave se estrelló en el mar, casi no llegó a la orilla; el océano era más
violento que cualquiera que hubiera visto en la Tierra. Pero estaba vivo. Y cuando miró a la
nave, que casi parecía una isla, supo que, con el tiempo, la marea arrastraría arena y rocas sobre
el exterior metálico y resbaladizo. El mar comenzaría a engullirlo. Con el tiempo, se perdería.
Quedaría olvidado.
Atravesó una serie de montañas nevadas durante tres días de frío y viento antes de llegar al
bosque. Y pasaron varios días más hasta que halló a alguien con vida.
Ocurrió meses antes de que los pueblos comenzaran a alzarse sobre el terreno, a construirse
hogares, a que las vidas comenzasen a tomar forma. Se suponía que la colonia debía clavar
estacas en el suelo para las comunidades y los pueblos que se erigieran con el tiempo, estudiar el
terreno circundante y las estrellas de su sistema solar nuevo. Cada uno tenía un papel distinto que
cumplir, tareas que llevar a cabo: granjeros, maestros y carpinteros.
Pero cuando la enfermedad comenzó a brotar entre ellos, cuando empezaron a enterrar a los
muertos en una tierra desconocida, supieron que habían tenido mala suerte. Que habían llegado a
un planeta con una enfermedad que, con el tiempo, los aniquilaría.
La Astrónoma sabía cómo trazar rutas en el cielo nocturno; conocía el camino hacia la
segunda colonia, asentada en un planeta no muy lejos del suyo. Abandonarían este planeta,
viajarían al otro lugar… donde quizá nadie estuviera enfermo. Pero su nave había quedado
destrozada por el impacto y ya no podría atravesar la atmósfera.
Aun así, había esperanza.
El Arquitecto se había quedado en la nave cuando se estrelló… y su salvavidas, su cápsula de
escape, estaba sin usar. Seguía anclada a la nave. Y podrían utilizarla para escapar del planeta.
Pero no había sido construida para viajar largas distancias. Solo como último recurso. Si la
otra colonia —en su sistema solar con sus dos soles— se acercaba lo suficiente, puede que la
cápsula de escape lograra llegar hasta ella.
La Astrónoma cartografió el cielo; hizo cálculos y fórmulas. Y sabía que tendrían que
esperar. Pasarían cien años hasta que la órbita de la otra colonia se acercase lo suficiente a la
suya. Lo bastante para que la cápsula de escape llegase hasta allí.
Ellos, los primeros, nunca abandonarían el planeta. Ya fuera por la enfermedad o por algo
más.
Sin embargo, podrían salvar a otros, a sus descendientes, a los que vinieran después. Se
sacrificarían y esperaban que muchos de ellos sobreviviesen el tiempo suficiente para ver las
estrellas hermanas alineadas, y luego, una persona —la Astrónoma— podría ir a pedir ayuda.
Tenían la esperanza de que la nave de la otra colonia siguiera intacta. Esperaban que pudieran
volver para salvar al resto.
Vendrían en su ayuda. Traerían la cura para la tisis… al escapar del planeta. Pero estos no
llegarían hasta dentro de cien años.
La Astrónoma y el Arquitecto coincidieron en que guardarían en secreto la ubicación de la
nave, esconderían el mapa hacia la otra colonia. Lo mantendrían todo a salvo.
Así que se despidieron para proteger a quienes vendrían después, para proteger la esperanza
de que podían salvarse. La Astrónoma se escondió en el valle, mientras que el Arquitecto viajó
por los caminos sin llegar a asentarse en ningún sitio durante mucho tiempo.
Pero incluso si transcurrían cien años, enseñaría la ruta hacia la nave, transmitiría el
conocimiento. A cada nuevo Arquitecto se le revelaría el camino entre las montañas hacia donde
yacía una nave bajo el agua, a la espera.
De forma que cuando aparecieran las estrellas hermanas y la otra colonia estuviera lo
bastante cerca como para llegar hasta ella…
El Arquitecto sabría el camino. Sin embargo, la Astrónoma era el mapa, la clave.
Solo podrían marcharse juntos.
TRECE

L
a nave pequeña, el salvavidas —como lo llamó mamá— atraviesa la oscuridad y
circunda la luz titilante de las estrellas en la distancia. Pero no siento nada. Estoy tan
vacía como una semilla en primavera después de que los pájaros la hayan despedazado.
Fragmentos de una chica rota. Herida por lo que he dejado atrás.
Los brazos me cuelgan a los lados y noto los párpados pesados esperando a que se cierren y
no vuelvan a abrirse nunca más.
Nuestro planeta era muy prometedor cuando nuestros antepasados —los colonos— llegaron.
Con tierra oscura y más agua que el planeta del que huían. Y lo más importante, el aire era
respirable: nitrógeno, oxígeno, dióxido de carbono. Unos medios perfectos para la vida. Un
planeta extraño, parecido al suyo. Ellos fueron quienes se presentaron voluntarios —médicos,
carpinteros, metaleros, astrónomos y arquitectos para construir pueblos, colonias, y para cultivar
—, fueron los pioneros, los que crearon nuevos asentamientos y llegaron a esta frontera lóbrega
y fría con una nave con reservas de semillas para las plantaciones, ganado para las granjas e
incluso armas; todo lo que necesitaban para empezar de cero. Se embarcaron en un viaje por la
oscuridad hasta los confines de la galaxia conocida.
Sin embargo, no fueron los únicos.
Dos barcos abandonaron la Tierra, y enviaron a dos colonias llenas de esperanza a dos
planetas que podían albergar vida en los extremos de una galaxia. En caso de que uno fuera
hostil, que no se pudiera vivir en él. Pero mis antepasados tuvieron la mala suerte de aterrizar en
el planeta malo, el que tenía la enfermedad. Una enfermedad que nos iría matando poco a poco.
Los primeros colonos no sabían que su nuevo hogar estaba suspendido peligrosamente cerca
de un agujero negro sin fondo que estaba absorbiendo el cielo, una espiral de masa muda que
emanaba demasiada materia oscura de su centro sombrío, negro, como para que el planeta
pudiese albergar vida durante mucho tiempo. Y no haría más que empeorar año tras año a
medida que el agujero negro se acercaba devorando toda luz a su paso, hasta que nuestros
cuerpos estuvieran conformados por más materia oscura que otra cosa.
No sabían que la sombra del cielo tenía la culpa.
Así que la primera Astrónoma y el primer Arquitecto hicieron un plan.
Pero llegué a la nave demasiado tarde… y ahora desearía no haberme marchado nunca.
Debería haberme quedado, morir, sacrificarme. Debería ser Noah quien estuviera en la nave: una
persona valiente, alguien que sabe sobrevivir. Me odio por ello; todos los pequeños momentos
que no puedo recuperar se me clavan como dagas, me arrancan la piel, como lo que quería
hacerme Holt en la escuela. Pero al final Noah mató a Holt, a su propio padre. Murió para
protegerme, como siempre dijo que haría.
Y yo rompí la promesa que le hice a Grillo.
Ahora… soy la única que queda y esto que me corroe por dentro es más de lo que puedo
soportar. Cierro los ojos, pero no sueño nada. No me queda esperanza para soñar, para pensar en
algo más allá de las paredes suaves y plateadas de esta celda. Me despierto y miro impasible la
oscuridad: la galaxia hermosa y condenada a la que debería amar. Debería recorrer las
formaciones de las estrellas en el cristal, estudiar cómo cambian cuando paso junto a ellas como
un caleidoscopio en expansión hecho con la luz de las estrellas.
Pero no siento nada.
Solo los aguijonazos del dolor que me retuerce el corazón y me desgarra el pecho.
Lo he perdido todo.
Me pitan los oídos y, luego, no oigo nada. Las punzadas en las sienes desaparecen. La
molestia leve y persistente que siempre ha vivido dentro de mí se reduce y suaviza hasta que casi
dejo de notarla.
El agujero negro que nos hacía enfermar ahora está cada vez más lejos de mí.
Pasan las horas.
Empiezo a preguntarme si el salvavidas llegará a la otra colonia. Puede que la primera
Astrónoma se haya equivocado con los cálculos… Puede que el otro planeta esté demasiado lejos
y muera aquí, entre las estrellas.
Una muerte merecida.
Una parte de mí quiere que ocurra; ruega que pase en este ataúd de metal.
Rebusco en los bolsillos, encuentro el trozo de papel y lo saca. Lo sostengo doblado en la
palma de la mano y trazo con el dedo la forma de la Torre Eiffel. De repente, siento que es
ridículo, inútil. Algo que he conservado porque pensé que me recordaba a mamá. En cambio, es
la imagen de un lugar que nunca he visto y nunca veré. En lugar de esto, me gustaría tener una
postal del valle, de la cabaña y del río. De Noah, de la tarde que nadamos en el lago y me
acarició los labios. La noche que nos acostamos en el suelo de la habitación del hotel, su cuerpo
sobre el mío, sus dedos recorriendo las marcas de mi piel. Quiero sostener esos momentos en las
manos. Quiero volver atrás en el tiempo y vivirlos de nuevo.
Al final, encontré a Noah. Solo que desearía haber estado con él desde el principio.
Lo quise demasiado tarde.
Dejo que la postal se resbale de entre mis dedos y caiga al suelo, inservible. Cierro los ojos
con fuerza y me permito llorar.
Permito que el condenado dolor me atraviese.
Dolor, dolor y nada más.
De repente, me despierto y me incorporo.
—¡Noah! —grito con las manos apoyadas en la ventana.
Tengo las mejillas salpicadas de lágrimas y la pena despierta en mi interior. Los últimos
momentos antes de que Noah cayese con Holt por la borda me acechan hasta dormida.
Sin embargo, a mi alrededor, la nave comienza a emitir un chirrido extraño, como un molino
de viento que toma demasiada velocidad con una ráfaga de viento en primavera.
Me enderezo y me seco los ojos. El hambre y la sed imperiosa me clavan sus garras hasta
hacerme daño; no puedo ignorarlo más. Pero a lo lejos, en la oscuridad, algo se acerca.
Un planeta. Redondo y de un verde azulado antinatural, con una tormenta de nubes blancas
emborronando un tercio de la superficie.
El otro lugar.
La nave diminuta vibra a medida que me acerco y se sacude al atravesar la atmósfera
superior, al precipitarse sobre ella, al caer. Al estrellarse. Puede que todo acabe así. Rápido,
fulminante y contundente.
El cielo es de color ámbar y dos soles de tamaño parecido se recortan contra el horizonte
azul: Tova y Llitha. Cuando miro abajo, pegada al cristal, veo más azul que otra cosa: un océano
agitado y pulsante con una docena de puntitos de tierra.
La nave comienza a dar sacudidas, la vibración aumenta. Aprieto los dientes, me recuesto en
el asiento y aseguro las cintas sobre mi pecho. Puede que muera, o no. En cualquier caso, ya me
da igual.
Los temblores me sacuden la cabeza con tanta fuerza que estoy segura de que voy a perder el
conocimiento. Todo pasa demasiado rápido.
Me tapo los oídos con las manos y dejo escapar un sonido —un alarido gutural— porque sé
que mi cuerpo está a punto de quedar destrozado.
Tomo aire por última vez.
Cierro los ojos con fuerza.
Espero a que llegue el fin.
Pero…
… la vibración se detiene.
Seguida de un rumor largo y extraño.
Siento el cambio en la presión del aire y noto los oídos taponados, destruidos. Apoyo la
cabeza en la pared y me agarro a los reposabrazos con los ojos cerrados tan fuerte que veo
fogonazos de luz… justo antes de sentir que toco tierra.
Y luego nada.
Un zumbido suave surge de algún lugar de la pequeña nave y le sigue el silencio.
Qué tranquilidad.
Odio la calma, el alivio en mi cuerpo que aún respira. Me siento un instante; no quiero abrir
los ojos, me niego a creer que lo he conseguido. Que la pena no es lo único que me atraviesa.
A regañadientes, me incorporo, me agarro al borde de la ventana y contemplo un cielo azul
salpicado de blanco. Un mar de color claro y algo agitado. Y la luz del sol, suave y trémula.
Las lágrimas vuelven a agolparse tras los párpados, pero tengo el cuerpo demasiado
entumecido. Necesito agua, a él, desesperadamente.
Me quedo mirando el paisaje desconocido y los pequeños montículos de tierra que se alzan
en la distancia.
Islas.
Pero no son rocosas ni azotadas por el oleaje. Están cubiertas de un manto de arena blanca y
las playas brillan a la luz del sol.
Respiro, reprimo el dolor —todo, todo lo que puedo— y giro la barra de metal que bloquea la
puerta para abrirla. De inmediato, el aire huele diferente: dulce y salado, como una flor que no
me había encontrado antes, como las tardes de finales de primavera. Este no es el aroma que
debería percibir: quiero cielos oscuros y encapotados y una lluvia densa que no tiene fin. Quiero
un mundo que se sienta como el peso insoportable que tengo en el pecho.
Pero salgo por el techo de la pequeña nave. La cabeza me da vueltas, mareada, como si
estuviese atrapada en un sueño imposible y horrible en el que todos han muerto y yo soy la única
que queda con vida.
Con una mano sobre los ojos para protegerme del brillo de los dos soles, entorno la mirada
hacia un mar turquesa perfecto, donde ahora el salvavidas se mece en la superficie. El agua
refleja el cielo azul y es bonito. Es tan bonito. La luz suave y cálida lo inunda todo. Extiendo la
mano y hasta mi piel parece diferente; brilla como el rocío de la mañana en el jardín del valle.
Se me escapa un sollozo entre los labios.
No quiero estar sola, ser la única que vea este lugar: aguas cristalinas, un sol deslumbrante,
aroma a flores y la piel morena por el sol. Quiero que él también lo vea.
Quiero sus dedos entrelazados con los míos, sus labios sobre los míos, saber que lo hemos
conseguido. Que hemos sobrevivido.
Pero cuando cierro los ojos y los vuelvo a abrir, nada de eso es cierto.
Y sigo sola.
Sola.
No hay más barcos en la lejanía ni construcciones en las islas. No hay una colonia. Puede que
mamá se equivocara; puede que la primera Astrónoma se equivocara. Puede que este no sea el
planeta. Quizá los colonos murieran poco después de llegar… enfermos, como nosotros. Tal vez
sus cuerpos estén repartidos por la isla, ahora esqueletos desmoronados.
Me paso las manos por el pelo. No tendría que haber pasado esto. Está todo mal.
—No —murmuro para mí—. No, no.
Me ceden las piernas y me dejo caer sobre la superficie del barco, pero a pesar del dolor que
me palpita en el pecho, oigo una ondulación en el agua que rompe contra la nave.
Bajo las manos, escuchando, segura de que estoy equivocada. Es solo el viento. Pero cuando
me doy la vuelta para mirar detrás de mí, lo veo:
Un bote viene hacia mí.
Largo, estrecho. Como si lo hubieran tallado del tronco de un árbol. Y dentro hay tres
personas sentadas, con la piel morena y las manos doradas, moviendo unos remos de forma
constante en el agua azul verdosa.
Y me quedo sin aliento. Todos mis pensamientos quedan reducidos a nada. Y lloro. Las
lágrimas me caen por las mejillas en una cascada larga e interminable de dolor.
—¿Hola? —dice una de ellos, de pie en la proa del bote.
Mamá tenía razón.
Me siento con las rodillas contra el pecho dentro de una estructura pequeña de techo redondeado
—una casa— y con un tejado hecho de unas extrañas tejas de madera; está construida alrededor
de un árbol del que crecen unas frutas verdes y con púas que cuelgan con pesadez de sus ramas.
Acaricio el suelo bajo mi cuerpo, una alfombra entretejida con hojas de helecho, y una mujer me
trae una taza de madera con el néctar de la fruta verde y puntiaguda —sabe como a una pera que
no está del todo madura—. Sin embargo, me alivia la sed e incluso me deja un poco adormilada.
Aunque no quiero quedarme dormida, porque cuando me despierte tendré que volver a
recordarlo todo.
—¿Vienes de la otra colonia? —La voz de la mujer es suave y cautelosa; tiene el pelo largo
trenzado sobre el hombro y caracolas encordonadas por el cuero cabelludo. Es la misma mujer
que estaba en la proa del bote. Me ayudó a bajar de la nave y me trajo a su isla, con forma de
medialuna.
Se sienta sobre las rodillas en el suelo verde tejido frente a mí; lleva un vestido pálido y fino,
como si unos pétalos de tela blanca desteñida por el sol le envolvieran las piernas.
—Sí —respondo con la garganta seca y doy otro sorbo.
—Pero ¿solo tú?
Agacho la mirada y recorro con los ojos el patrón de las hojas de puntadas firmes. Las
palabras me aprietan el pecho en un puño. Puede que nunca vuelva a decirlas en voz alta.
Pero ella asiente, parece que lo entiende.
—¿Cuántas personas había en la colonia? —me pregunta, y sus pestañas largas y pálidas
parpadean contra su piel suave y llena de pecas.
Alzo la mirada intentando distinguir algo familiar en ella: una mujer que desciende de las
mismas personas que yo, de aquellos que se marcharon de su hogar hace mucho para asentarse
en dos planetas nuevos. Su origen es el mismo, tiene la misma sangre. Aun así, se me antoja por
completo desconocida, otro ser totalmente diferente. Una mujer que ha nacido en un planeta
hecho casi en su totalidad de agua —los cuerpos moldeados por el mar salado y dos soles
brillantes—, que ha pasado cien años en esta tierra acabada de colonizar, creando vida, mientras
nosotros nos hemos estado muriendo en nuestro planeta. Limitándonos a intentar sobrevivir.
—Había miles —digo—. Pero ya no.
Se pone seria y sus trenzas enrevesadas oscilan sobre sus hombros. Una hilera de pecas le
salpica las mejillas. Es guapa, pero hay algo en sus ojos, cierta crueldad, como si pudiera saltar y
acabar con mi vida en un santiamén si quisiera. Tiene los brazos fuertes y con algunas cicatrices.
Se inclina hacia delante y apoya una mano sobre mi cabeza, como si me estuviera ungiendo,
bendiciendo mi mente rota por la pena. La presión hace que me sienta cansada, segura, y no me
hace más preguntas. Me envuelve los hombros con una manta e insiste en que descanse, que
cierre los ojos. Al principio me resisto por temor a soñar, pero luego se me cierran los párpados
—incapaces de luchar contra su voz tranquila, el néctar del árbol amortiguando todos los sonidos
—, y en las horas que transcurren, dormir es lo único que ansío.
Se asienta sobre mí como un cielo sin estrellas, oscuro e infinito, y me cubro los ojos con la
manta; me sumerjo en la nada.
Alguien viene. Deja un plato de comida frente a mí, pero lo aparto y vuelvo a cerrar los ojos.
Oigo voces preocupadas que susurran a mi alrededor, pero no tienen sentido para mí. Cada
palabra se cuela por mis oídos como un gancho afilado y me trae de vuelta, me recuerda todo lo
que he perdido. Estoy a la deriva, sin hogar, huérfana. Todas las personas que quiero… ya no
están. Así que me hundo en las profundidades de mis sueños y les pido a las estrellas que me
lleven, que me arranquen el aire de los pulmones para no despertar nunca.
Quiero desaparecer.
Convertirme en aire y luz, apenas un recuerdo de la chica que fui.
No quiero estar aquí.
Y en las horas más oscuras de la noche, en el dolor que me atraviesa el cráneo, una voz se
cuela de puntillas entre las sombras, una brisa en los oídos que se convierte en palabras
tangibles: Ahora las estrellas te pertenecen a ti, Vega. Compongo una mueca, tratando de apartar
la voz a la fuerza. Sin embargo, la escucho más alto. No puedes volver. Es la voz de mi madre;
no es real, e intento sumergirme aún más en mis sueños, pero vuelve a encontrarme. Despierta,
Vega. No, siento que mis pensamientos se repiten. No. No quiero esto. No quiero estar aquí. No
puedes volver, dice de nuevo y oigo la sonrisa en su voz. Vega. Despierta.
Abro los ojos de golpe, tengo la garganta tan seca que no puedo tragar. Jadeo y tomo una
bocanada de aire. Intento parpadear, aunque está demasiado oscuro, y entonces noto una mano
en el hombro y algo presiona contra mi palma. Una taza. Bebo desesperada y dejo que el líquido
me llene el estómago. Es agua fresca y sin sabor, no el néctar que me dio la mujer la vez anterior.
Rellena la taza y luego me la vuelve a tender. Me la bebo de un trago. Tengo el labio superior y
las palmas de las manos cubiertas de sudor y dejo que la manta resbale por mis hombros.
—La tristeza es como una serpiente que se enrosca en el corazón —dice la mujer y un
resplandor suave aparece en el otro extremo de la habitación. No es una vela, sino otra cosa: la
mujer sostiene un tarro lleno de agua y, dentro, nadan criaturas pequeñas, redondas con unos
tentáculos largos y finos, que emanan una luz cálida de sus vientres pálidos. Esta es su fuente de
luz. La forma de ver en la oscuridad. Deja el tarro en el suelo entre nosotras—. Puede que la
serpiente nunca abandone tu pecho —continúa—. Pero se aflojará con el tiempo.
Cada una de sus palabras es como un eco amortiguado y mi mente apenas las percibe.
Me coloca una fruta redonda y sedosa en la palma, verde y moteada con semillas. Me la
como y me calienta por dentro; agita el vacío que siento en el estómago. Después de beber un
poco más, los rayos del sol comienzan a colarse entre las tablas del techo de madera. La mujer
me señala un baño pequeño en la parte de atrás de su casa, que básicamente es una habitación en
la zona más lejana del árbol con un agujero cavado en el suelo. Cuando vuelvo, me envuelve de
nuevo con la manta y me acaricia la frente con la mano fría. Susurra palabras con cada roce de
sus dedos, como si me estuviera retirando el dolor. Pero cuando me tumbo para volver a
dormirme, la cabeza ya no me martillea por el dolor: este ahora solo habita en mi pecho.
Pasa un día, quizá dos, y cuando abro los ojos, la luz se cuela pálida y suave por el techo.
Debe de ser entre la salida o la puesta del sol. Me levanto y veo que estoy sola en la casita. Me
siento un instante y me quedo mirándome las palmas, como si pudiese encontrar alguna
respuesta en mis manos, en los dedos que una vez tocaron la piel de Noah, que en una ocasión
nadaron en el lago. Quiero respuestas que no encontraré.
La mujer aparece en el umbral y sus ojos de color aguamarina se encuentran con los míos.
Entra y trae una taza con agua. Luego se sienta en el suelo frente a mí.
—Has dormido mucho tiempo —dice con suavidad.
Quiero decirle que el tiempo ya no significa nada para mí. Que podría dormir mil años y no
sería suficiente para sanar todo aquello por lo que he pasado.
Me deja que beba, permite que los minutos transcurran entre nosotras y luego frunce las cejas
finas.
—Los demás quieren saber qué le ha pasado a tu planeta. ¿Por qué fuiste la única en
marcharse?
Agarro la taza entre las manos, la aprieto, necesito que contenga el sollozo que me sube por
la garganta.
—Había una sombra en nuestro cielo —consigo decir con apenas un susurro.
Ella ladea la cabeza, estudiándome.
—Era un agujero negro. —Me aclaro la garganta y clavo la mirada en la pequeña puerta de
paja de la casa. Necesito aire fresco, pero sé que si salgo, nada parecerá ni olerá como debería.
No habrá nada familiar. Así que permanezco donde estoy—. No queda nadie.
Tamborilea los dedos sobre el muslo fuerte y frunce los labios. Entonces se inclina hacia
delante.
—Viniste en una de las cápsulas de escape —dice—. Tenías un mapa. —Me mira con los
ojos azules entornados—. ¿Eres la Astrónoma?
Debería sentir un atisbo de algo, al oírla llamarme por ese nombre; aun así, ya no lo siento
como mío. Pero asiento y presiono los labios.
Se pone de pie, se dirige a la puerta de su hogar y mira hacia el mar.
—Nuestro Astrónomo murió hace muchas generaciones. Se ahogó. —Vuelve la mirada hacia
mí—. Hemos perdido mucho conocimiento del cielo.
Una suave brisa se filtra por el umbral y trae con ella el aroma a fruta, arena y salitre.
—La sombra de vuestro cielo —continúa—. Nosotros también vemos una por la noche,
cuando los soles se ocultan tras el océano.
Arqueo las cejas y siento un hormigueo en la base del cuello —una sensación antigua, la
curiosidad abriéndose paso en mi interior—, la parte de mí que respira la luz de las estrellas, que
anhela entender sus formaciones. La parte de mí que aún no ha muerto.
—Enséñamela.
Me toma de la mano y me conduce al exterior, donde el aire que sopla desde el mar es cálido
y suave. Estamos de pie sobre la orilla de su isla diminuta, las botas se me hunden en la arena
pálida y los soles gemelos no tardan mucho en ponerse en el horizonte proyectando una luz
negruzca y apagada. Las otras dos personas que iban en el bote cuando me encontraron —un
hombre y una mujer, ambos altos y esbeltos con el pelo caoba largo y ondulado— sacan unas
redes de una zona poco profunda, cada una llena de unas criaturas extrañas y con caparazón duro
que meten en una cesta tejida redonda.
Cuando los últimos rayos de sol se desvanecen en la noche, el cielo es una oleada de
estrellas, formaciones y constelaciones que no reconozco.
Todo está fuera de lugar. Puntos brillantes de luz que no había visto antes, agrupaciones de
estrellas aglomeradas que no tienen sentido. Es un cielo nuevo, sin cartografiar, inexplorado.
Pero la mujer señala a la izquierda, a una parte tras las copas de los árboles que se mecen con el
viento, a una mancha negra pequeña en el cielo. No parpadea ninguna estrella. No la atraviesa la
luz.
El agujero negro del que he escapado está cruzando la galaxia, devorándolo todo, y pronto
llegará también a este planeta.
—¿Es la misma sombra que la vuestra? —pregunta.
Asiento. Me asaltan los recuerdos de los momentos antes de que todo acabara. El estallido
del cielo, el aire chisporroteante y la vibración de mi cuerpo como si fuera a romperme en
pedazos.
—Es la misma —le digo.
—Cada año se vuelve más grande —dice con un tono afilado. Como si intuyera lo que
significa—. ¿Cuánto tiempo nos queda?
Aparto la mirada.
—No estoy segura —le digo con franqueza—. Puede que años. Pero la gente empezará a
enfermar antes de que llegue siquiera al planeta. Empezaréis a perder la vista, el oído, y luego
moriréis.
Le doy la espalda a la sombra, incapaz de mirar la cosa que me lo ha arrebatado todo,
sabiendo que todavía no he escapado de ella, que aún viene a por mí. Debería sentir miedo, o
enfado, pero en vez de eso, quiero hundirme en la arena y tumbarme de espaldas mientras espero
a que llegue.
La mujer me toca el hombro.
—Gracias —dice con un asentimiento.
Pero no puedo mirarla.
—Sé que has perdido a personas que amabas. —Aparta la mano y vuelve a mirar la sombra
—. Aun así, has llegado hasta aquí y salvarás a muchas otras que habrían muerto si no hubieras
venido.
Ahora sí la miro.
—¿Dónde está vuestra nave?
—A un día en barco de aquí, hacia el oeste. Cerca de la isla rocosa donde viajamos una vez
al año para celebrar el día de los fundadores.
Me vuelvo para estar frente a ella. La luz pálida de las estrellas se refleja en los rasgos duros
de su rostro.
—Pero ¿a dónde iréis?
—No lo sé. —Se le ensombrece la mirada—. Sin un Astrónomo, no podemos trazar el
rumbo. Aunque… —Se le destensa la mandíbula mientras se toca las trenzas— tenemos los
mapas de nuestro Astrónomo, de antes de que muriera. Todo lo que registró, todas sus notas.
Puedo enseñártelo.
Quiero decirle que no. Que ya no soy esa chica, que solo quiero quedarme aquí y esperar el
final.
Sin embargo, también sé…
Pensaba que mi historia se había acabado, que el final no se parece en nada a como pensé que
sería. Pero quizá todavía no ha terminado.
—Está bien —respondo.
Duermo en la casa de la mujer.
Comemos pescado y un fruto seco marrón con sabor cítrico, triturado hasta quedar
convertido en una pasta. Me dice su nombre, Palona. Duermo y no sueño, y lo agradezco.
Por la mañana, Palona me lleva en el bote angosto por la bahía hacia otra isla, donde hay
varias casas como la suya construidas alrededor de los árboles en la orilla. Me dice que las frutas
verdes y espinosas que crecen en los árboles evitan que los insectos les piquen, así que anidan
sus hogares junto a los troncos, hacen fuegos en hoyos en la arena para cocinar el pescado y se
bañan en el río de agua fresca que baja desde la montaña dos islas más allá.
El bote se desliza sobre la orilla y cruzamos la arena cálida hacia una estructura pequeña con
paredes cubiertas de hierba situada en una zona escarpada de la isla, lejos de las demás.
—Era un hombre privado —me cuenta y su piel brilla con un tono cobrizo bajo el haz de luz
que se cuela por la puerta—. Prefería estar solo y estudiar el cielo. Nunca se unía a nosotros para
las fiestas de la cosecha y de la medialuna.
Dentro descubro que no se parece en nada a la casa de Palona. La morada del Astrónomo está
cubierta de listones de madera con constelaciones pintadas en cada uno de ellos con una tinta
azul claro. Hay una mesa contra el tronco del árbol con hojas de un papel grueso enrollado por
toda la superficie. No veo la cama, a menos que esté enterrada bajo el desastre que dejó atrás.
Palona me deja sola y me quedo en medio de la casa con la sensación de estar a punto de
echarme a llorar. He perdido demasiado, el entumecimiento es como un océano que nunca
retrocederá. Un dolor que nunca llegará a acallarse. Y no quiero nada de esto, estar aquí, en este
planeta, con estas personas. Fingir que puedo ayudarlos.
Empezar de nuevo.
Me acerco a la puerta y miro fuera, al mar reluciente, a la docena de islas que distingo en la
lejanía. Estas personas han construido una vida aquí —al parecer, una buena vida—, pero como
yo, tendrán que dejarlo todo. Los soles gemelos describen un arco en el horizonte, uno de un
tono azulado; el otro, de un naranja más apagado que nuestro sol, el del planeta que dejé atrás.
Lo he perdido todo.
El dolor de cabeza es como un desplazamiento tectónico de los huesos mientras vuelvo a
quien solía ser.
Como por costumbre, algo que conozco tan bien que es inevitable, me doy la vuelta y entro
en el hogar del Astrónomo. Clasifico los rollos de papel del escritorio; desentierro una cama bajo
la que hay más papeles escondidos. Intento ubicar mi lugar en el cosmos estudiando sus mapas,
memorizando los puntos de luz que presenció en su cielo y que cartografió durante cada estación.
Lo hago para distraerme, para matar los minutos, las horas que se han convertido en un martilleo
en la cabeza. Hago lo que sé hacer: estudiar el cielo.
Puede que su Astrónomo no fuera un hombre sociable, pero era concienzudo, y anotó y
marcó con meticulosidad cada estrella fugaz, cada planeta que titila en su sistema solar. Me dejó
un mapa a seguir, miguitas de pan en cada estrella que dibujó. Incluso hay un telescopio, pero es
mucho más intrincado y complejo que el de mamá. No lo hizo él. Este telescopio llegó en la nave
con sus ancestros, intacto. A diferencia de la primera Astrónoma en mi planeta, cuyo telescopio
se perdió cuando nuestra nave atravesó la atmósfera y se estrelló.
También encuentro notas sobre la sombra de su cielo, aunque solo era una mancha pequeña
en la atmósfera cuando incluyó la mención. Especulaba lo que podría ser, un agujero negro. Pero
está claro que no lo compartió con los demás antes de morir. Puede que pensara que estaba
demasiado lejos, que nunca los alcanzaría, que pasaría de largo y que solo devoraría la parte más
lejana de su sistema solar.
El día se convierte en tarde y Palona me trae un pescado blanco cocinado y fruta verde. Sin
embargo, como sola. Una vela de cera arde en el escritorio mientras leo una pila de papeles
detallados sobre la órbita de su luna diminuta, tan pequeña que apenas influye en la marea de sus
aguas en calma. Me presiono el ceño con el dedo. Es demasiado… y no basta.
Y no sé si tengo la fuerza suficiente para seguir luchando y hacer lo que necesitan: encontrar
otro planeta como este, habitable, donde puedan sobrevivir. Un planeta favorable, como lo
llamaría mamá. Es casi imposible dar con un lugar tan excepcional y perfecto. Uno para el que
puedan trazar el rumbo. Pero estoy demasiado maltrecha. Necesito tiempo, descansar,
encerrarme en la oscuridad de mi mente y permitirme sentir el luto.
Creen que soy una salvadora, pero estoy demasiado rota para serle de ayuda a nadie.
Aparto el plato a medio comer; el hambre ha quedado reemplazada por un dolor antiguo y
siempre presente.
Sin embargo, en ese dolor, escondido en su interior, hay otro sentimiento. Uno que recuerdo
del valle justo antes de que mamá muriera, un pulso en el centro del pecho: una responsabilidad.
Un papel que puede que no quiera, pero que me han dado de todas formas.
Apoyo la mejilla en el escritorio y miro el hogar abarrotado del Astrónomo, las montañas de
papel, los tablones de madera y los fragmentos de hojas de helecho. El escritorio se bambolea
bajo mi cuerpo, está cojo sobre el suelo hecho de hierba. Desvío la mirada y veo algo bajo una de
las patas. Un cuaderno colocado ahí para equilibrar la mesa y que quedase nivelada. Levanto el
escritorio y lo saco de debajo. Lo abro sobre mi regazo.
Al principio parece como el resto de los cuadernos que escribió el Astrónomo, con entradas
detalladas con formaciones de estrellas y su latitud. Pero varias páginas después, escribió sobre
algo más.
Agujeros negros.
Se preguntaba acerca de su origen, su paso por nuestra galaxia. E incluso planteaba una
teoría: tal vez un planeta pueda pasar a través de uno… y sobrevivir. Estirado, el tiempo se alarga
y se vuelve peligroso, pero al otro lado, quizá quede restaurado.
Me siento en el suelo de hierba y leo las páginas con rapidez mientras la luz de la vela
proyecta patrones fragmentados sobre el papel. Al inicio de una de las últimas páginas, tituló:
Investigación sobre los agujeros negros. Y, debajo, incluyó unos cálculos para definir el lugar
celeste donde empieza y terminan.
Si un planeta fuese a sobrevivir al pasar por uno, él había determinado la forma de calcular
dónde lo escupiría en alguna región lejana del universo.
El estómago me da un vuelco y una antorcha se prende en mi pecho seguida de una
avalancha imparable de lágrimas. Me levanto con rapidez, agarro el cuaderno y salgo
trastabillando por la puertecita. Hay una hoguera a varios metros de distancia en la playa y una
docena de personas reunidas en torno a ella. Sus voces retumban en la noche mientras comen,
hablan y se ríen. Me detengo en seco y no me acerco —algo me carcome en el pecho al ver a
tantas personas que no saben cuánto he perdido o lo que puede que ellas mismas pierdan—, pero
una de las figuras se levanta al verme y camina por la playa.
La suave brisa mece el pelo de Palona, y cuando llega a mi lado, baja la mirada de un color
aguamarina imposible hacia mi rostro.
—¿Qué pasa? —Intuye la gravedad en mis ojos.
—Creo que sé dónde tenemos que ir.
Me observa y me da espacio, tiempo, para continuar.
—Es casi imposible encontrar otro planeta como este —digo y echo un vistazo a las aguas
inmóviles—. O como aquel del que vengo. Uno que pueda albergar vida. Por eso viajamos tan
lejos desde la Tierra. Pero creo… —Me aclaro la garganta—. Creo que vuestro Astrónomo
descubrió otra manera. No necesitamos hallar otro planeta, solo tenemos que encontrar el mío.
Frunce las cejas rubias.
—No lo entiendo.
—Si vuestro Astrónomo estaba en lo cierto, hay una posibilidad de que mi planeta
sobreviviera al atravesar el agujero negro. Puede que esté ahí fuera, que lo haya escupido en el
otro extremo en algún lugar lejano del universo. —Una sonrisa se extiende por mis labios y noto
un rumor en el pecho que se acerca peligrosamente a la esperanza—. La gente de mi planeta
estaba enferma por el agujero negro. Porque había demasiada materia oscura atravesando nuestra
atmósfera, pero ahora ha pasado por el centro de la sombra y, al otro lado, no debería quedar
materia oscura. El planeta debería ser habitable… se podría vivir en él.
Permanece en silencio un momento y la brisa de la noche le revuelve las trenzas largas.
—¿Qué pasa con tu gente?
La sonrisa se desvanece de mis labios tan rápido como el agua.
—Vuestro Astrónomo no pensaba que pudieran sobrevivir. —Mi garganta hace el amago de
cerrarse, el dolor me atraviesa los ojos, pero continúo—: Pero si el planeta sigue ahí, si podemos
encontrarlo, entonces…
—Es nuestra única oportunidad —termina. Alza los ojos al cielo y encuentra el borrón
oscuro en el horizonte, la sombra, la anomalía que viaja por nuestra galaxia destrozando sistemas
solares. La muerte se acerca cada vez más.
—Pero ¿cómo vamos a encontrarlo?
—Vuestro Astrónomo descubrió una fórmula, un cálculo, una manera de determinar el
extremo del agujero negro siempre y cuando sepamos dónde empieza.
—¿Y sabes dónde empieza?
Me doy la vuelta y me levanto el pelo del cuello para que vea el tatuaje que llevo ocultando
toda la vida.
—Está tatuado en mi piel. —Las palabras me salen sin aliento, como si no pudiera decirlas lo
bastante rápido. Porque sé la latitud de mi planeta natal mejor de lo que conozco el valle. Sé el
punto exacto del cielo donde el agujero negro lo engulló, el lugar exacto donde todas las
personas a las que querían perecieron.
Palona asiente con un brillo en los ojos, un resplandor peligroso de entusiasmo.
—Nos reuniremos por la mañana y les contaremos a los demás lo que se avecina.
Empezaremos a preparar la nave.
Mi nombre, Vega, significa «la que habita en tierra fértil». Pero también significa algo más: es el
nombre de nuestra estrella, el sol del planeta en el que nuestros antepasados aterrizaron hace cien
años. Un planeta que fue absorbido por un agujero negro.
Palona me deja en la playa para traer las redes de pesca que les quedan y yo permanezco
tumbada de espaldas sobre la arena, abrumada por una sensación que apenas soy capaz de
describir. Cuento las estrellas a medida que aparecen en el cielo cristalino, constelaciones que no
se parecen en nada a las que me he pasado la vida memorizando. Formaciones que no tienen
significado.
Sin embargo, ahí fuera, en algún lugar, espero… que nuestro planeta haya sobrevivido. Y
puede que, por imposible que sea, Noah también. Y los demás.
Hundo los dedos en la arena y el mar se desliza por la orilla y sobre mis piernas; luego,
retrocede de nuevo arrastrando la arena y las rocas, maderas y rocas a la deriva. Me arrastra en el
patrón infinito de las estrellas. Soy una chica en un planeta al que no pertenece.
Cierro los ojos con fuerza y en un rincón lejano de mi mente, en lo más profundo de mi
pecho roto y destrozado, una parte de mí necesita creer…, necesita soñar. Si no se ahogó, si
nuestro planeta consiguió llegar al otro lado, si hay una posibilidad de que mi gente no se hiciera
añicos cuando atravesó el centro oscuro y sin luz del agujero negro…, en ese caso los buscaré, a
todos ellos.
Me obligo a abrir los párpados, alzo la mirada y miro al cielo alterado. Si nuestras vidas son
historias escritas en las estrellas… volveré a encontrarlo. Como antes.
La Astrónoma y el Arquitecto, destinados a estar juntos como Perseo y Andrómeda.
Haré un mapa del cielo y me tatuaré nuevas marcas en la piel con tinta negra para señalar la
ruta. Encontraré a Noah. Como siempre estuve destinada a hacer. Mi camino está entretejido en
la luz de las estrellas, entrelazado en mis huesos, como todas las mujeres que vinieron antes que
yo.
Nuestra historia aún no ha acabado.
AGRADECIMIENTOS

Escribí este libro a finales de 2019 sin saber cuánto cambiaría el mundo en los meses siguientes,
ni lo inquietantemente conmovedora que se sentiría esta historia en el momento de su
publicación. Y sin embargo, aquí estamos.
Hay innumerables personas a las que quiero darles las gracias por haberme ayudado a dar
vida a este libro. En primer lugar, gracias a mi marido, Sky, con quien comenté los elementos de
esta historia durante el mes en que redacté el borrador, lo más rápido que he escrito una novela.
Este libro no sería lo mismo sin ti.
¡Gracias a Nicole Ellul por acompañarme en otra aventura! Mil gracias a Justin Chanda por
darle un hogar a mis historias. Gracias a Kendra Levin por todo lo que hace. Gracias a todo el
equipo de Simon & Schuster Books for Young Readers: Katrina Grover, Clare McGlade, Sara
Berko, Hilary Zarycky, Christy Noh, Nicole Russo. Gracias a Lauren Castner por hacer que mis
libros lleguen a manos de nuevos lectores. Gracias a Mitch Thorpe por su entusiasmo y
organización. Gracias a Sarah Creech y Jim Tierney por esta portada tan mágica adornada con
estrellas. Muchos de vosotros trabajáis entre bastidores y espero que los lectores vean vuestros
nombres y los recuerden, porque todos hacéis que los libros sean posibles. Estoy en deuda con
cada uno de vosotros.
Gracias a Jess Regel por animarme con todas mis ideas de historias absurdas. Gracias a mi
publicista, Kristin Dwyer, por ser mi segundo cerebro. Gracias a Jenny Meyer y Heidi Gall.
Gracias a Jody Hotchkiss por su sabiduría. A Leo Teti, gracias por tu infinito entusiasmo.
Pero sobre todo, gracias a los que habéis llegado hasta el final del libro y os habéis tomado el
tiempo de leer estos agradecimientos. Vuestro amor por las historias y la imaginación me dan la
esperanza de que la humanidad está llena de más bondad y posibilidades de las que a menudo
vemos en las noticias. Seguid mirando hacia arriba. Seguid soñando. El mundo es más grande de
lo que creemos.
SHEA ERNSHAW vive y trabaja en un pueblecito enclavado en las montañas de Oregón con su
esposo, un perrito llamado Diesel y dos felinos peludos. Su mayor felicidad la encuentra
perdiéndose en un buen libro, perdiéndose en el bosque o escribiendo su próxima novela.
Con La maldición del mar fue ganadora del Oregon Book Award de 2019.

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