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Índice

Portada
Sinopsis
Portadilla
Dedicatoria
Cita
Introducción: A la larga, estamos todos muertos
Primera parte. La elección de elegir
1. Una vida que acepta sus límites
2. La trampa de la eficiencia
3. Enfrentarse a la finitud
4. Cómo procrastinar mejor
5. El problema de la sandía
6. El interruptor íntimo
Segunda parte. Fuera de control
7. Nunca tenemos tiempo
8. Estás aquí
9. Redescubrir el descanso
10. La espiral de la impaciencia
11. Quedarse en el autobús
12. La soledad del nómada digital
13. La terapia de la insignificancia cósmica
14 La enfermedad humana
Epílogo: Más allá de la esperanza
Apéndice: Diez herramientas para aceptar tu finitud
Agradecimientos
Notas
Créditos
Introducción: A la larga, estamos todos muertos

La esperanza media de vida del ser humano es absurda, terrorífica e


insultantemente corta. Por ponerlo en perspectiva: los primeros humanos
modernos aparecieron en las llanuras de África hace al menos 200.000
años, y los científicos calculan que la vida, en una forma u otra, seguirá
existiendo como mínimo otros 1.500 millones de años, hasta que el calor
cada vez más intenso del sol acabe con el último organismo vivo. Pero ¿tú?
Asumiendo que llegues a los ochenta años, habrás vivido unas cuatro mil
semanas.
Desde luego, podrías tener suerte: si llegas a los noventa, habrás vivido
casi 4.700 semanas. Y puede que la fortuna te sonría de verdad, como a
Jeanne Calment, la mujer francesa que en el momento de su muerte, en
1997, se cree que tenía ciento veintidós años, lo que hace de ella la persona
de más edad de la que se tiene noticia. 1 Calment sostenía haber conocido a
Vincent van Gogh —recordaba sobre todo que apestaba a alcohol— y
todavía seguía viva cuando en 1996 nació la oveja Dolly, el primer
mamífero clonado con éxito. Los biólogos predicen que pronto será habitual
vivir tanto como ella. 2 Y, aun así, Calment solo tuvo unas 6.400 semanas.
Expresado así, en términos tan llamativos, es fácil entender por qué los
filósofos, desde la antigua Grecia hasta hoy, han considerado que el de la
brevedad de la vida es el problema que define la existencia humana: se nos
ha concedido la capacidad mental de elaborar planes infinitamente
ambiciosos, pero no el tiempo suficiente para ponerlos en práctica. «Ese
tiempo concedido se nos pasa tan rápido y veloz que, exceptuando a muy
pocos, al resto le abandona la vida durante los propios preparativos de la
vida», se lamentaba Séneca, el filósofo romano, en una carta conocida hoy
con el título de Sobre la brevedad de la vida. 3 Cuando hice por primera vez
el cálculo de las cuatro mil semanas, la cabeza empezó a darme vueltas; en
cuanto me recobré, empecé a molestar a mis amigos para que me dijeran —
a bote pronto, sin hacer ningún cálculo mental— cuántas semanas creían
que, de media, vivía una persona. Una amiga mencionó un número de seis
cifras; me vi obligado a comunicarle que una cantidad de seis cifras, y de la
franja inferior —310.000—, es la duración aproximada de toda la
civilización humana desde los sumerios de Mesopotamia. En casi cualquier
escala de tiempo significativa, y en palabras del filósofo contemporáneo
Thomas Nagel, «estaremos todos muertos en cualquier momento». 4
De ello se desprende que la gestión del tiempo, en términos amplios,
debería ser nuestra principal preocupación. Podría decirse, en realidad, que
la vida no es más que gestionar tiempo. Y, aun así, la disciplina moderna
conocida como «gestión del tiempo» —y su pariente de moda, la
productividad— es más bien deprimente y cortoplacista, y está orientada a
hacer la mayor cantidad de trabajo posible o descubrir la perfecta rutina
matinal o cocinar todas las cenas de la semana los domingos. Todas esas
cosas son importantes hasta cierto punto, sin duda. Pero, desde luego, no
son lo único que importa. El universo está lleno de maravillas, pero pocos
gurús de la productividad parecen darse cuenta de que el objetivo principal
de nuestra actividad frenética debería ser disfrutar más de esas maravillas.
El mundo, además, parece estar yéndose al garete —nuestra vida, como
ciudadanos, es una locura; una pandemia ha paralizado a la sociedad, y el
planeta se calienta cada vez más—, pero no es fácil encontrar un sistema de
gestión del tiempo que te permita dedicarte, de forma productiva, a
actividades que involucren a tus conciudadanos, o que traten asuntos
relacionados con la situación del mundo o con el medio ambiente. Cuando
menos, seguro que imaginas que deben de existir unos cuantos libros sobre
productividad que abordan de forma seria el problema de la brevedad de la
vida en toda su crudeza, en lugar de fingir que es posible ignorar la
cuestión. Pero te equivocas.
Así que este libro es un intento de reequilibrar la balanza, de ver si
podemos descubrir, o recuperar, alguna forma de pensar sobre el tiempo que
le haga justicia a nuestra situación real: a la indignante brevedad y a las
posibilidades espléndidas de nuestras cuatro mil semanas.

La vida en la cinta transportadora


Desde luego, no hay nadie que no sea consciente, en cierto modo, de que no
hay tiempo para todo. Vivimos obsesionados con nuestras bandejas de
entrada desbordadas de emails, y nuestras cada vez más largas listas de
tareas pendientes, sintiéndonos culpables por no estar haciendo más, o por
no estar haciendo otras cosas, o por ambas sensaciones a la vez. (¿Que
cómo se sabe si alguien está muy atareado? Es como lo que dicen sobre
cómo se sabe si alguien es vegano: no te preocupes, te lo va a decir.) Los
sondeos demuestran que creemos tener menos tiempo que nunca, 5 y ello
pese a que, en 2013, un grupo de investigadores de los Países Bajos planteó
la hilarante posibilidad de que las encuestas pudieran estar subestimando la
magnitud de la epidemia de la falta de tiempo debido a la cantidad de
personas que creen no tener tiempo de participar en ellas. 6 En épocas
recientes, con el desarrollo de la economía del bolo o gig economy, a esa
falta de tiempo se la ha empezado a llamar «lío», que viene a referirse a un
trabajo incesante, pero no como una carga que hay que soportar, sino como
un estilo de vida estimulante que se practica por elección, y sobre el que se
alardea en las redes sociales. En realidad, sin embargo, se trata del mismo
problema de siempre: la presión de hacer encajar una cantidad de
actividades que crecen sin cesar en una cantidad de horas al día que se
empeñan en permanecer invariables. Solo que llevado al extremo.
grado de respeto, lo que es más de lo que puede decirse del modo en que
algunas de ellas tratan a sus usuarios. Una analogía mejor, sugiere
McNamee, sería decir que somos el combustible: troncos lanzados al fuego
de Silicon Valley, repositorios impersonales de atención a los que explotar
sin compasión, hasta agotarnos.
Mucho menos conocido es el fenómeno de hasta qué punto llega la
distracción y el modo radical en el que erosiona nuestros esfuerzos por
emplear nuestra limitada cantidad de tiempo como querríamos. De vuelta a
la realidad tras una hora desperdiciada sin darte cuenta en Facebook, a
nadie le parecería raro que pensaras que el daño, en términos de tiempo
malgastado, se limita a esa única hora. Pero te equivocarías. La economía
de la atención, al estar diseñada para priorizar lo más llamativo —en lugar
de lo más cierto o más útil—, distorsiona de forma sistemática la imagen
del mundo que llevamos en la cabeza en todo momento. Influye en nuestro
sentido de lo que importa, en el tipo de amenazas a las que nos
enfrentamos, en lo venales que son nuestros contrincantes políticos y en
miles de otras cosas, y todos esos juicios distorsionados luego influyen en la
forma en que repartimos también nuestro tiempo offline. Si las redes
sociales te convencen, por ejemplo, de que los crímenes violentos son un
problema en tu ciudad mucho mayor de lo que lo son en realidad, podría
ocurrir que acabes yendo por la calle con un miedo injustificado, que te
quedes en casa en lugar de aventurarte al exterior, que evites las
interacciones con desconocidos... Y que votes a un demagogo con un
programa de mano dura contra el crimen. Si de tus adversarios ideológicos
no ves online más que su peor comportamiento, es probable que asumas que
incluso los miembros de tu familia cuya postura política difiere de la tuya
deben de ser irremediablemente igual de malos, y tu relación con ellos se
hará más difícil. Así que no es solo que nuestros dispositivos nos distraigan
de asuntos más importantes; es que cambian la forma en que definimos lo
que son los «asuntos importantes» para empezar. En palabras del filósofo

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