LECTURA 1 Pedro Cerezo Pensar en Español

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PENSAR EN ESPAÑOL

PEDRO CEREZO GALÁN


Universidad de Granada

El título de este ensayo envuelve para mí un carácter autorreferencial,


pues soy yo, español de nacionalidad, que hablo la lengua castellana, a la que
aquí llamaré sin más ‘española’ por ser la oficial de España como nación/Esta-
do y de tantos otros Estados en la lejana y entrañable América, quien me
encuentro “aquí y ahora” en el trance de preguntarme qué significa pensar en
español y cómo es ello posible. Cuando digo “aquí” me refiero a una situación
socio/cultural específica, estas IX Jornadas de la Asociación de Hispanismo
Filosófico, fundada hace tan sólo veinte años para cultivar la filosofía hecha
por españoles y promoverla entre nosotros y más allá de nuestras fronteras cul-
turales y lingüísticas. Cuando digo “ahora” selecciono una situación histórica,
que implica un antes y un después, y que hace vibrar, con su sola mención, el
tenso hilo de nuestra historia cultural; un antes donde ésta era una cuestión
viva entre casticistas y europeístas, o en otros términos, tradicionalistas y pro-
gresistas, quienes tomaban partidos opuestos, de modo beligerante, acerca de
la cuestión de si había habido y si era posible y cómo un pensamiento español;
y un después, que en alguna medida, aunque sea escasa, vendrá determinado
por la posición que tomemos ante la cuestión que nos ocupa. Las categorías,
que acabo de usar, “yo, individuo”, “aquí” y “ahora”, formulan un inexorable
presupuesto de partida. Hoy ya nos resulta evidente que no piensa un sujeto
trascendental o puro, sino un yo de carne y hueso, y como tal, situado en una
historia y un espacio socio/lingüístico, vinculado, por tanto, a un nivel histó-
rico y a una circunstancia, y a quien, desde ellas, le acontece vivir, pensar y, en
este caso, preguntar. ¿Preguntarse por qué? Repárese en que el título “pensar
en español” es equívoco. Puede sonar a una consigna, que se me da o que me
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impongo, o bien a un destino en el que ya de antemano me encuentro cogido.


Estos dos sentidos son incompatibles. Más asépticamente puedo tomarlo
como un mero problema a resolver por un individuo español que se encuentra
en trance de pensar sobre su modo de pensar en cuanto español. Dejémoslo de
momento en un problema, que nos mantiene perplejos. En tal caso, la pre-
gunta nos autoimplica en la respuesta ”aquí” y “ahora”, o en otros términos, el
modo de afrontarla, de moverse en ella, de pensar en y desde ella, pone en
marcha una concreta re-solución del problema.
Téngase en cuenta que la negación del presupuesto de partida, que
hemos tomado por obvio, es nada menos que la posición de un estricto racio-
nalismo. Si la razón es una y la misma, universal y bien repartida, su vincu-
lación a una lengua y a un aquí y ahora son meramente contingentes. Pensar
es justamente el movimiento de trascender o bien de hacer epoché de tales
relatividades para abrirse a un espacio libre, universal e ilimitado, puro rei-
no del espíritu. La razón –se dice– no tiene lengua, ni patria, ni siquiera
espacio/tiempo determinados, pues los rebasa, es decir, no es una acción del
yo concreto, sino del espíritu puro. De ahí que un genuino pensamiento, sea
filosófico o científico, lo sea en la medida en que trasciende estas fronteras y
se convierte en un acontecimiento universal. Es verdad que ocurre en la sole-
dad del alma, cuando ésta conversa consigo misma, como pensaba Platón,
pero allí no suena una lengua ni resuena el rumor de una conversación en la
plaza pública, sino el soliloquio ensimismado del espíritu puro, o si se pre-
fiere, el diálogo interior del sujeto trascendental, que es el verdadero maes-
tro, con un yo concreto y singular, que tiene que aprender a borrarse como
buen discípulo. Más aún, andando el tiempo, se perderá incluso el rastro de
este diálogo interior por el ideal del algoritmo y el cálculo lógico, es decir,
del “autómata espiritual” como mero usuario de un sistema de signos. Ya no
hay parole, propiamente dicha, o este aspecto es irrelevante, sino mera langue
o sistema de significaciones codificadas como un órgano o un instrumento.
Sin embargo, ni siquiera la logomaquia racionalista pudo suprimir la histo-
ria y la palabra. Puestos a levantar sospechas contra tan riguroso plantea-
miento, cabe alegar que el racionalismo hablaba unas lenguas, preponderan-
temente el francés y el alemán cuando decae el latín como lingua franca de
cultura, provoca posiciones históricas antagonistas como el empirismo o el
positivismo, genera tradiciones de pensamiento de uno u otro signo como en
Francia, Alemania e Inglaterra, donde una pregunta análoga la que nos ocu-
pa sonaría a insensata. Y este litigio acontece en el triángulo centroeuropeo,
dejando fuera, marginando la posición latina, si se piensa en Luis Vives o en
Giambattista Vico, con otro concepto alternativo, más lingüístico y dialógi-
co, de filosofía.
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No fue el racionalismo la única tradición de pensamiento. De Vico a


Croce y a Calogero y de Vives a Gracián corre otra tradición, mas propincua
a la retórica y a la dialéctica que a la matemática, y más fecunda, a mi juicio,
de cara al porvenir, en un momento en que el racionalismo ha sido denun-
ciado como un sueño hiperbólico del espíritu. La situación marginal de
España a esa gran tradición racionalista, o a su reverso empirista supone para
nosotros una ocasión de-cisiva de pensamiento, si somos capaces de reabrir
nuestra propia tradición. No pretendo con ello reincidir en el dilema histó-
rico ya superado de casticismo o europeísmo. Lo propio no tiene por qué ser
lo castizo y particular ni lo europeo lo universal. Lo ocurrido con las posicio-
nes contendientes en “La polémica de la Ciencia Española” muestra a las cla-
ras lo artificioso de aquel planteamiento. El “krausismo” que era entonces la
opción filosófica innovadora y de pretensión universal o cosmopolita, aun
cuando importado de Alemania como una rama del viejo tronco del idealis-
mo, se hizo castizo en España y al amoldarse aquí a nuestros problemas
nacionales e idiosincrasia dio frutos más fecundos y sazonados de cultura,
que en el resto de Europa, si se exceptúa Bélgica. Existe, pues, un krausismo
específicamente español, cuya contribución a la historia moderna de España
ha sido de una enorme fecundidad cultural. Y, a su vez, en sentido contrario,
el vivismo, al que apelaba el casticista Menéndez Pelayo, aun siendo una
filosofía autóctona, nacional, encerraba, como empresa renovadora de la filo-
sofía, una virtualidad de futuro, no menos europea y universal. Con esto
quiero decir que lo autóctono o nacional no era menos abierto y europeo que
el propio racionalismo, y que lo pretendidamente europeo, cuando no es
mera importación, sino recreación en otro suelo puede dar frutos propios con
sabor castizo.
España tuvo esta oportunidad en el Renacimiento, en una coyuntura en
que la potencia española se hacía sentir en los campos más diversos, y en que
el ensayo y la novela, los dos géneros de la modernidad, nacieron o se acli-
mataron a nuestro propio suelo. Por entonces, tanto la escuela dominicana
como la jesuítica, tan enraizadas en su tiempo y circunstancia, así como el
pensamiento humanista, ya sea en latín o en lengua vernácula, daban frutos
bien sazonados. La filosofía, la jurisprudencia y la espiritualidad ascético/
mística florecían vigorosamente en nuestro suelo. En su célebre discurso
acerca “De los orígenes del criticismo y del escepticismo, y especialmente de
los precursores españoles de Kant”, el más notable de los ensayos filosóficos
de Menéndez Pelayo, pudo mostrar de modo incontestable la pujanza del
pensamiento renacentista en España, donde Luis Vives, Francisco Sánchez y
Pedro de Valencia, no sólo se anticipaban a planteamientos modernos, sino
que marcaban rumbos. El mismo Francisco Suárez, aun proviniendo de una
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tradición escolástica, a la que llevaba a su exhaustivación sistemática, acuña-


ba conceptos, capaces de abrir indirectamente vías que han sido fecundas en
la fermentación de la modernidad, como es hoy reconocido por todos los
especialistas en historia de las ideas. Hablar de un pensamiento español, en
su origen e idiosincrasia, no era un título problemático, sino una pujante
realidad cultural. ¿Qué ocurrió para que aquella floración quedara sin conti-
nuidad histórico/efectiva? Ocurrió una cerrazón en la ortodoxia dogmática y
política, que nos aisló de Europa desde el final del XVI y todo el XVII, y agos-
tó la posibilidad de un pensamiento creativo. En este punto discrepo de la
opinión de Menéndez Pelayo. Donde quiera que se establece una severa vigi-
lancia, y la Inquisición constituyó, en efecto, una rígida aduana interior de la
conciencia española, según la feliz metáfora de Unamuno, ésta queda confi-
nada, cuando no censurada y reprimida, y en tal ambiente de recelo y sospe-
cha, es obvio, como una tautología, que no cabe libertad de pensamiento ni
pensamiento en libertad. Todo este cúmulo de reflexiones históricas se des-
piertan y remueven de inmediato, tan pronto como uno se formula in situ y
autorreferencialmente la cuestión de “pensar en español”.

La metacrítica de una razón pura

Pero volvamos a la cuestión del comienzo. ¿No hemos puesto demasiado


expeditivamente fuera de juego la tesis del racionalismo, pese a su historia
centenaria? Curiosamente esta tesis fue puesta en cuestión ya antes de nacer,
como bien se observa en el pensamiento de Montaigne, a cuya réplica acudió
tan afanosamente Descartes en su Discurso del método, y poco después, fue
contestada contra el mismo Descartes, “dudoso e incierto”, como lo califica
Pascal. Algo parecido ocurrió con Inmanuel Kant a propósito de su refor-
mulación crítica, a la baja, del programa “racionalista” en la Crítica de la
razón pura. Ya en su tiempo, hizo notar Johann Georg Hamann con extrema
ironía, en su Metacrítica al purismo de la razón, que “a los ocultos secretos,
cuya tarea, por no hablar de resolución, no debe de haber llegado todavía al
corazón de ningún filósofo, pertenece la posibilidad del conocimiento huma-
no de objetos de la experiencia, sin y antes de toda experiencia, y más con-
cretamente, la posibilidad de la intuición sensible antes de toda sensación de
un objeto”.1 A su entender, la pureza de la razón resulta ser el fruto de una
abstracción perniciosa que la desarraiga de la experiencia vital, de la historia

1
Metakritik über den Purismus der Vernunft, en Vom Magus im Norden und der Verwegenheit des
Geistes, ausgewählte Schriften, Bonn, Parerga, 1993, pág. 122.
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y de la lengua, las verdaderas matrices del pensamiento. La pregunta por una


razón pura progresa ya de antemano haciendo un vacío de la fe (simbolismo),
de la tradición y del lenguaje, especialmente de este último, que “es –preci-
sa Hamann– el único, primero y último órgano y criterio de la razón, sin
otro crédito que la tradición y el uso”2. Habitualmente se han solido tomar
estos dardos críticos contra Kant como las ocurrencias de un genio tan osado
como extravagante, desacreditándolas de antemano por su tufo irracionalis-
ta, preludio del romanticismo, cuando no achacándolas a una animadversión
personal a Kant, sin apercibirse de la andanada crítica radical que represen-
tan, desde una posición que no cabe calificar de estrechamente “empirista”
sino de experiencial, y que luego iba a desarrollar Johann Gottfried Herder
en una obra metacrítica gemela a la de Hamann. Kant había concebido su
programa crítico con un modelo de experiencia cortado al talle cientificista,
en atención exclusiva a la ciencia natural de Newton, aun cuando se veía
obligado a contraponer a un sentido tan estricto y restrictivo de razón teóri-
ca la otra razón práctica, que es por completo autónoma. Buscaba así, como
le replica Hamann, aquella “universal piedra de los sabios” o filosofal, que
resolviera de una vez por todas los problemas. Sólo una concepción de la filo-
sofía como ciencia puede ostentar los caracteres de necesidad y estricta uni-
versalidad que le asignaba Kant. Esta confusión de la filosofía con la ciencia,
y con la ciencia absoluta e incondicional, heredada en parte de los griegos y
agravada luego en el idealismo alemán ha sido la causa de una grave reduc-
ción de la experiencia integral humana y de su desconexión de la lengua viva
en busca de una lógica trascendental común a toda la especie.
Pero la filosofía guarda en su nombre la huella indeleble de su aspiración
a la “sabiduría”, que es más que ciencia en su pretensión de abarcar el bien
humano integral, pero menos que ciencia en los criterios lógico/formales de
su validez. En cuanto aspiración a la sabiduría no tiene que ver con un tipo
de conocimiento objetivo y metódico, sino con una actitud integradora, que
persigue la conexión de los distintos usos de la razón –el teórico, el práctico
y el poyético–, en una obra unificadora, capaz de otorgar sentido a nuestra
experiencia en el mundo. Ha surgido así de una doble raíz, de un lado de la
necesidad de aclaración y conceptualización de la experiencia del hombre
como ser en el mundo, y, a la vez, de la necesidad de orientación de la vida
humana con respecto a sus más altas posibilidades en fines y valores. Es,
pues, la toma de posición del hombre con respecto a la totalidad de lo real,
de modo autorreflexivo y dialógico incesante. Su terreno no está acotado,

2
Ibíd., 124.
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como el de la ciencia, a un campo particular de hechos, ni siquiera a la suma


enciclopédica de todos los órdenes objetivos, sino que se mueve en un ámbi-
to intermedio, como el daimon platónico del metaxu, en la mediación inaca-
bable entre las distintas fuentes de nuestra experiencia, –la científica, la éti-
co/política y la poético/simbólica o artística–, en una obra de concitación,
como decía Unamuno, entre nuestros intereses cognitivo/intelectuales y
afectivo/estimativos. Pero precisamente por eso, por su labor mediadora, no
puede ser, como ya vió Merleau-Ponty, “la afirmación autoritaria de una
autonomía del espíritu puro, separado del mundo”, para el que “la filosofía
no es ya una interrogación”, sino “un determinado cuerpo de doctrina, hecho
para asegurar(se) el goce de sí mismo y de sus ideas”3.
La alternativa, pues, al ideal de la filosofía como ciencia, exigía partir de
un sentido más radical, vital y pregnante, en una palabra “integral”, de expe-
riencia, que incluyera en su unidad todo el mundo del hombre. Se trata de la
experiencia hermenéutica o lingüística, mediada por la historia y la inter-
subjetividad dialogante. A la pregunta de cómo es posible pensar sólo cabe
responder: en tanto que se habla y dialoga. Como ya vió Hamann, “no sólo
la capacidad de pensar se basa en el lenguaje (…) sino que el lenguaje es
también el punto central del malentendido de la razón consigo misma”4,
pues la base de los extravíos de una razón pura reside en la incomprensión
del vínculo originario del pensamiento con la palabra. Y “sin palabra, nin-
guna razón, ningún mundo” (ohne Wort, keine Vernunft, keine Welt)”. Herder,
por su parte, a lo largo de su controversia con Kant, no hará más que des-
arrollar esta intuición heredada de su maestro Hamann. “La lengua es un
órgano del entendimiento, un sentido del alma humana”5. No hay posible
humanidad fuera del lenguaje, pues éste genera el círculo originario de la
reflexión y la comunicación, en que sólo puede inmorar el hombre. “Así,
pues, el primer pensamiento nos prepara ya, por su esencia, para poder dia-
logar con otros. ¡La primera característica que capto es una palabra/signo
para mí y una palabra-comunicación para otros” (Ídem). El lenguaje, a su vez,
hace mundo, genera el círculo cultural originario para la categorización de la
realidad y la articulación de nuestras experiencias en estructuras estables de
sentido. De ahí que Herder se atreviera a proponer contra Kant una nueva
tabla categorial de índole práxico/lingüístico más que lógico/judicativo, ya

3
“El filósofo y la sociología”, en Signos, Barcelona, Seix Barral,1973, págs 119-120.
4
Metakritik…, cit., 124.
5
Ensayo sobre el origen del lenguaje, en Obra Selecta, ed. y trad. de Pedro Ribas, Madrid, Alfa-
guara, 1965.
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que, según Hamann, y luego repiten Herder y Humboldt, la verdadera sín-


tesis a priori entre el concepto y la intuición acontece en el lenguaje.

Las facticidades de la razón

En España ha sido Unamuno el representante más señero de esta con-


cepción simbólica/lingüística del pensamiento, que constituye el filum de la
tradición hermenéutica Hamann-Herder-Humboldt hasta alcanzar a Hei-
degger. El primer Unamuno, el de los ensayos En torno al casticismo, pese a su
idealismo de fondo, está igualmente contra el purismo de la razón, pues
reconoce en un sentido cuasi gnóstico, “la condenación de la idea al tiempo y
al espacio, al cuerpo”, esto es al cuerpo del lenguaje, pues a renglón seguido,
aclara que “es el nombre el cuerpo del concepto, el que le da vida y carne”
(I, 788) 6, y aun admitiendo cierta tensión entre el nombre, singular y con-
creto, y la idea, con pretensión universal, los vincula a un mismo destino.
Pero esta tensión se ha diluído en el Unamuno de madurez, al adoptar una
rigurosa concepción hermenéutica de la filosofía. En el capítulo conclusivo
de Del sentimiento trágico de la vida acierta con un buen resumen de esta posi-
ción. “El lenguaje –escribe– es el que nos da la realidad, y no como un mero
vehículo de ella, sino como su verdadera carne”(VII,291). Para él, la represen-
tación, originariamente, “ no es psíquica, sino pneumática”, y el orden entero
de nuestras representaciones está predeterminado por el sistema de la lengua,
que tiene un origen simbólico/poético. “La lengua, sustancia del pensamien-
to, es un sistema de metáforas a base mítica y antropomórfica”(VII, 195). En
los surcos y pliegues del simbolismo está ya in nuce el entero sistema de nues-
tras representaciones, “y así –concluye– la lógica opera sobre la estética, el
concepto sobre la expresión, sobre la palabra, y no sobre la percepción bruta”
(VII, 291). Esta posición tiene consecuencias incalculables en su idea de la
filosofía, pues si “toda lengua, en efecto, es una filosofía potencial”, como él
sostiene, ésta, a su vez, no es más que una construcción unitaria del mundo a
partir de los logoi, esto es, de los sentidos originarios en el órgano de la len-
gua. “Un sistema filosófico –escribe en otra ocasión– si se le quita lo que tie-
ne de poema, no es más que un desarrollo puramente verbal. Lo más de la
metafísica no es sino metalógica, tomando lógica en el sentido que se deriva
de logos, palabra” (I, 1178). Se diría, glosando a Unamuno, que lo que tiene la
filosofía de poema se lo debe a ser creación intelectual inspirada por el genio

6
En torno al casticismo, en Obras Completas, Madrid, Escelicer, 1966. En lo sucesivo se cita por
esta edición.
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expresivo del lenguaje, y lo que tiene de sistema a su carácter de constructo


racional que se inscribe en el sistema de mundo, que es ya la propia lengua.
De ahí se sigue, como su corolario, que la “filosofia se incline más a la poesía
que a la ciencia”, no porque sea literatura, sino por la profunda afinidad en su
origen lingüístico de poema simbólico y sistema conceptual. Posiblemente
sobre este surco unamuniano, se atreve María Zambrano a escribir un ensayo
primerizo con el título “poema” y “sistema”, en que analiza la afinidad de
poesía y filosofía en la unidad de su origen7. Aun desquitando de estas afir-
maciones la punta de exageración a que lleva a Unamuno su alma sustancial
de poeta, se trata, no obstante, de una tesis intrínseca a su planteamiento her-
menéutico de partida.
Si se une a esta tesis hermenéutica primordial, la otra tesis social de que
la lengua, como afirma Unamuno En torno al casticismo, constituye “el recep-
táculo de la experiencia de un pueblo y el sedimento de su pensar” (I, 801),
donde éste inscribe, por así decirlo, sus registros de la vida y del mundo, se
ha de ir a parar necesariamente al reconocimiento del carácter nacional/lin-
güístico de toda filosofía “Si hay una filosofía alemana, –concluye– no es más
que la filosofìa del idioma alemán, y así con las demás. La lengua francesa es
la que explica a Descartes” (I, 1178). Cabría replicar que en el idioma ale-
mán, o en el francés, han cabido distintas filosofías, como es obvio, pero
Unamuno se está refiriendo básicamente a un estilo de pensar, que prepon-
derantemente ha sido analítico/reflexivo en Francia, –idioma de claridades y
distinciones, como el propio pensamiento cartesiano– e implicativo/sistémi-
co en Alemania, como se constata en Nicolás de Cusa, en Leibniz y en todo
el idealismo alemán.
En lo que respecta a Ortega, en este punto como en otros fue un antago-
nista de Unamuno, sobre todo el primer Ortega, partiendo de una posición
de corte reflexivo, kantiano/ficteano, (neokantiano), tras-pasada luego por la
Fenomenología de Husserl, lo que le lleva a entender la filosofía como una
ciencia estricta de alcance formal/universal, –recuérdese aquella su propues-
ta/protesta contra Maeztu– “o se hace precisión, o se hace literatura o se calla
uno”( I, 113) 8–, pero a partir de la razón vital y de la consecuente subordi-
nación de todo imperativo genérico y abstracto al ser radical “ejecutivo”, fue
aproximándose gradualmente a la posición hermenéutica:

7
“Pero, hija de la Poesía, la Filosofía vino a crear en sus momentos de madurez, en la plenitud
de la posesión de sí misma, una forma en que la antigua unidad reaparece, aunque irreconocible
de pronto” (recogido en Hacia un saber sobre el alma, Madrid, Alianza Editorial, 1989, pág. 45).
8
“Algunas notas” en Obras Completas, Madrid, Revista de Occidente, 1966. En lo sucesivo
será citado por esta edición.
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Como no se abren todas las puertas con la misma llave, no todos los pensa-
mientos se pueden pensar en una lengua, ni todas las metáforas florecen en un
solo vocabulario, ni todas las emociones son compatibles con unan gramática
única. Los idiomas son como cauces de la actividad espiritual que en ellos se
pone a fluir, pero cauces vivos y dotados de un oscuro poder de orientación que
les hace conducir la líquida energía hacia campos sedientos e ignorados (I, 547).

Y aún más explícitamente, en el Prólogo a la traducción española de la


Teoría de la expresión de Kart Bühler, no duda en comparar a la lengua como
un “elemento” constituyente, “pues todos los demás mundos que pudiera
haber, desde el físico hasta el de los dioses, son descubiertos por el hombre
mirándolos al trasluz de un enrejado de gestos y palabras humanas” (VII, 36).
El posterior desarrollo de la razón vital en razón histórica y su crítica siste-
mática al racionalismo iba a confirmar esta tesis, reconociendo la especificad
lingüística de los diversos círculos culturales y la disparidad de destinos tan-
to individuales como colectivos. “Todo lo intelectual y volitivo es secunda-
rio, es ya reacción provocada por nuestro ser radical. Si el intelecto funciona,
es ya para resolver los problemas que le plantea su destino íntimo”(IV, 406).
La nueva posición le lleva a un concepto de filosofía, que ya no es sistémi-
co/objetivo, sino histórico/ hermenéutico. Compárese el concepto intelec-
tualista de filosofía que aparece en el curso ¿Qué es Filosofía? de 1929, donde
se afirma “filosofía es conocimiento del Universo o de todo cuanto hay (…) es
la filosofía una ciencia sin suposiciones. Entiendo por tal un sistema de ver-
dades que se ha construido sin admitir como fundamento de él ninguna ver-
dad que se da por probada fuera de ese sistema” (VII, 335), con la definición
que se nos propone en La idea de principio en Leibniz, de 1947, en que Ortega
defiende, en confrontación con Heidegger, el inexorable y contingente
carácter histórico de la filosofía: “La filosofía –dice– es un sistema de radica-
les actitudes interpretatorias, por tanto intelectuales, que el hombre adopta
en vista del acontecimiento enorme que es para él encontrarse viviendo”
(VIII, 267). Y en tanto que este acontecimiento es histórico y vinculado
siempre a circunstancias y coyunturas determinadas, su interpretación
excluye a radice una verdad ubicua y absoluta.
En resumen, la lengua natural constituye un destino, en que se encuen-
tra inexorablemente cogido todo pensamiento, incluido el filosófico; cogido
en sus raíces etimológicas, en sus imágenes matriciales, en sus campos
semánticos, en sus expresiones características, en su articulación lógico/sin-
táctica, en suma, en su estilo o modo peculiar de significar y articular el
mundo. Al igual que la poesía pone a la lengua en emergencia de significa-
do al llevar sus reglas al límite de la transgresión, la filosofía la fecunda, la
deja grávida y pregnante, cuando hace explotar sus raíces significativas, al
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contacto con la realidad, y las rearticula en nuevos constructos teóricos. Pre-


tender trascender este destino lingüístico, como si fuese una trampa, sólo
conduce o bien a una lingua franca de cultura que, o está muerta, como el
latín medieval, o acaba muriendo en jerga artificiosa, o bien a un cálculo for-
mal artificial tan aséptico como infecundo. Ante tan perniciosa disyuntiva,
sólo cabe hacer filosofía, esto es, realizar la vocación filosófica en y desde la
lengua natural, repristinándola en sus fuentes significativas, reacuñando sus
términos en categorías filosóficas y ampliándola en sus registros hasta alcan-
zar la envergadura de un pensamiento, capaz de interesar a todos por la ori-
ginalidad y vigor de sus creaciones. Esta tarea, en lo que concierne al caste-
llano/español, ha sido en España muy reciente. Más allá de los primeros tan-
teos en ensayos filosóficos en el Renacimiento y su posterior elaboración
literaria más que propiamente técnico/filosófica en el Barroco, el castellano
no ha sido trabajado, esto es, reacuñado y estilizado filosóficamente hasta el
siglo XX, en la primera mitad del siglo, en que España se incorpora creativa-
mente a la modernidad con las figuras de Unamuno, Ortega y Zubiri. Se
puede afirmar sin exageración que estos tres pensadores, por tener genio filo-
sófico, han logrado con distintos recursos, hacer del español una lengua apta
para la gran cultura filosófica. Esto significa, no sólo que sea posible pensar
en español, recriando en la propia lengua todo lo que ha sido pensado filosó-
ficamente fuera de ella, sino algo más fundamental, a saber, que hay una
potencia (enérgeia) estilístico/ expresiva, genuinamente española, capaz de
generar matices, enfoques, perspectivas propias en el orden del pensamiento.
De ahí que “recrear más que imitar” debiera ser nuestro lema, y, sobre todo,
“crear y experimentar según el propio genio de nuestra lengua”, atreviéndo-
se a pensar al modo filosófico y según un estilo español.
La otra “facticidad” del pensamiento es el tiempo o la historia como cur-
so y sistema de experiencias, según Ortega, en que se desenvuelve la vida
humana, tanto la individual como la colectiva. ¿Cómo podría el pensamien-
to liberarse de su inherencia en la historia, de su propio nivel histórico y de
su específica situación, sin diluirse en mística o en música celestial? La his-
toria es lo grave porque le da el pensamiento la urgencia e inminencia de un
acontecimiento trabado dramáticamente con el pulso de la vida. Unamuno
se refería a la intrahistoria para significar el sedimento interior de la histo-
ria, que van dejando los acontecimientos, en el fondo del alma colectiva,
como el limo poderoso de la futura creatividad. Allí, en la intrahistoria, se
filtran –dice– elementos “de materia nacional”, es decir, experiencias colec-
tivas, modos de sensibilidad y sentimentalidad, costumbres o mores, disposi-
ciones reactivas o pro-activas–, cuya urdimbre va determinado un modo de
ser. “Esto –agrega Unamuno– en filosofía es enorme, es el alma de esta con-
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junción de la ciencia con el arte, y por ello tiene tanta vida, por estar preña-
da de intra-filosofía”(I, 788)9. El argumento unamuniano es del siguiente
tenor: por ser la filosofía, no ciencia, sino un intermedio o híbrido entre la
ciencia y el arte, la sustancia nacional intrahistórica debe tener en ella mayor
peso que en la ciencia y casi tanto como en el arte. El término intra-filoso-
fia, gemelo al de intra-historia, es un gran acierto expresivo. No es el poso
que dejan las distintas filosofías en el alma colectiva, algo así, por ejemplo,
como si alguien defendiera que el senequismo es una constante del alma
española, sino a la inversa, la potencia de la sustancia histórica o materia
nacional, como fondo subconsciente, para generar filosofía o transmutarse
filosóficamente. Claro está que la intra-filosofía se presta a una versión
cerrada casticista. De ahí que Unamuno revise la idea en un ensayo posterior
de 1904, que lleva por título “Sobre la filosofía española”, en la forma de un
auto-diálogo en que hace hablar a opuestos registros y voces de su alma, y
que parece un eco tardío de la “polémica sobre la ciencia española”. Pues
bien, para evitar el interpretación estrecha, que podría inferirse de entender
esta intrafilosofía al modo castizo, como el presupuesto de “una visión total
del Universo y de la vida a través de un temperamento étnico”, otra voz le
replica:
pues yo creo, digas lo que digas, que si ha de surgir una filosofía española que
sea nuestra visión del Universo y de la vida y a la vez el fruto de nuestra dolo-
rosa experiencia histórica, sólo será ahitándonos antes de cultura europea, lle-
nándonos de ciencia moderna, de la que llamas, con cierto retintín, ortodoxa,
digiriéndola y asimilándonosla (I, 1162).

Para Ortega, en cambio, no hay tal intra-historia, categoría romántica,


precisamente porque su filosofía ha externalizado toda la materia en proceso
histórico y toda la sustancia en forma o sistema de experiencias. Pero si todo
es exterioridad temporal o historicidad, en el curso mismo de la historia de
cada país va surgiendo, por así decirlo, una variante nacional, conforme a las
experiencias históricas acumuladas. Sin necesidad de admitir un tempera-
mento étnico o nacional, hay coyunturas nacionales que posibilitan o difi-
cultad un modo de hacer filosofía. La inherencia a la historia es tan profunda
que determina la índole misma de la razón, como razón histórica, a diferen-
cia de una razón sistémica pura, como pretendía el racionalismo. Y es esta

9
Y otro tanto piensa Baroja, al distinguir las ciencias exactas y puras de la historia y la filoso-
fía “impregnadas de espíritu nacional”. “Cuando más abstracto sea el objeto de una actividad
humana, hay menos vaho de nacionalidad en ella” (“Divagaciones apasionadas”, en Obras
Completas, Madrid, Biblioteca Nueva, 1948,V, 513.
PENSAR EN ESPAÑOL 450

razón la que puede explicar, a fin de cuentas, las vicisitudes internas y el per-
fil propio de la filosofía, que se haga en cada país. En España hemos tenido
una anómala modernidad, deficiente en su origen y agónica en su desarrollo.
Como señala Américo Castro,“nunca se produjo, desde dentro de la vida
misma, un cambio de modos de vida inspirados en ideas y creencias seculares, terre-
nas”10. Ni tuvimos Reforma ni Revolución, y en cuanto al Renacimiento, –
las tres “erres” de la modernidad, según Unamuno– es bien sabido que en
España convivió con la medievalidad, buscando formas de transacción y en-
tendimiento con ella. Y cuando estalla en toda Europa la Reforma, España se
retrae y enroca contra ella. Esto explica el conflicto intestino entre la Con-
trarreforma antimoderna y la Ilustración reformadora y contraortodoxa. De
ahí la trascendencia del factor religioso en nuestra cultura, ya sea en la pola-
ridad ortodoxia/heterodoxia, o en la más radical, de fe /ateismo, o de místi-
ca/nihilismo, como troquel de la conciencia española. Este conflicto, des-
arrollado desigualmente por lo que respecta a la hegemonía de las partes has-
ta dar lugar a la tragedia de las dos Españas, ha ocasionado una cultura
traumática, polémica y batallona, cruzada de anatemas, exilios y persecucio-
nes, con algún breve y precario estado de reconciliación civil. Tenerlo ya
vivido y sentirlo así es una condición histórica nacional propia, que determi-
na un modo de hacer filosofía, según se asuma el conflicto, ya sea para repe-
tirlo compulsivamente, o ya sea para trascenderlo desde su seno mismo en
formas audaces de diálogo integrador. Pero obviamente esta herida, abierta o
cicatrizada, según los casos, no deja de ser una marca en la historia española.
Decía Hegel que el espíritu cura sus heridas, pero lo que no puede hacer es
que no hayan existido, en un borrón o cuenta nueva, sino más bien hacer de
ellas motivos de regeneración y creatividad.
Por último, una tercera “facticidad” del pensamiento lo marca su lugar
de “instalación” en la realidad. No es cierto que el pensamiento sea ubícuo,
como no sea el puro y formalizado. El pensamiento se debe a la circunstancia
en que nace, sustentado e instado por una experiencia determinada de su
situación, desde la meramente material y hasta geográfica a la social. No es
preciso para ello caer en la fantasía positivista de asociar, al modo determi-
nista, las peculiaridades del lugar y las formas del espíritu. No hay un “espí-
ritu territorial”, como aún creía Ganivet, pero sí un lugar o escenario del
espíritu en acción. España, península extrema, cabo de Europa, –Juan de
Mairena decía humorísticamente “rabo de Europa sin desollar–, farol de cola

Más sobre el pasado de los españoles” en Cervantes y los casticismos españoles, Madrid, Alianza
10

Editorial, 1974, pág 166.


PENSAR EN ESPAÑOL 451

o punta de lanza, según se prefiera, encrucijada de Europa, África y Améri-


ca, –circunstancia ésta que ha determinado en buena parte su historia y el
carácter híbrido de su cultura– no puede pensar haciendo abstracción de su
incardinación en un juego de fuerzas geoculturales y geopolíticas reales, cada
vez más visibles y actuantes en un mundo marcado por el pluralismo cultu-
ral. Pertenecemos a dos culturas y a dos comunidades, la europea, donde está
nuestro origen, y la iberoamericana, que ha sido nuestro destino histórico; la
primera de raíces intrahistóricas de identidad; la segunda de proyección his-
tórica, creando nuevos vínculos de lengua y de sangre. Ambas comunidades
son afines por la común herencia judeo-cristiana e ilustrada, pero dispares en
sus necesidades, motivaciones y aspiraciones. Un pensamiento hispánico que
ignorase esta doble pertenencia se movería en el vacío.

El destino de pensar en español

Estas tres facticidades, –lengua, historia y lugar– constituyen el cuerpo,


en que se encarna el pensamiento. Para los que somos de lengua española,
pensar en español no es una consigna, ni siquiera una vocación, sino algo
más grave y trascendente : un destino. Su necesidad se deja sentir como
aquello a lo que no se puede renunciar, so pena de la esterilidad. Estos tres
factores o marcas son decisivos. Conviene tener presente que la filosofía es
una forma, tal vez la más excelsa, pero también la más frágil y precaria, de la
cultura espiritual, y por muy grande que sea su vocación de universalidad no
deja de hundir sus raíces en la particularidad. Esta es su paradoja constituti-
va. Hoy no podemos subestimar un hecho determinante de nuestro tiempo:
el reconocimiento de la diversidad cultural, de formas de vida, de sistemas
de creencias y valoración. Como ya señaló Ortega, en 1924,
la intuición del pluralismo universal, como puro hecho, como fenómeno, es la
gran innovación en la cultura europea. A ella se debe que, contrastando con
la enorme decadencia de casi todas demás potencias históricas –economía,
política, arte–, la ciencia actual abra infinitas perspectivas y festeje una sin
par ampliación de horizontes (III, 304).

Tal reconocimiento comenzó siendo el producto de la mirada etnológica,


pero, mientras tanto, el hecho o el fenómeno de la diversidad se nos ha con-
vertido en el destino radical de nuestro tiempo. También la filosofía se
encuentra ya de antemano modulada culturalmente. No puede eludir este
destino. ¿Es la filosofía una forma típica y exclusiva de la cultura de Occi-
dente? A una pregunta de tal magnitud, la respuesta sólo puede quedar aquí
esbozada. Si se avecina a la ciencia, hay que contestar que sí, puesto que la
PENSAR EN ESPAÑOL 452

ciencia ha sido el producto más relevante de la cultura europea. Si se avecina


a la sabiduría, como aquí sostengo, cabe descubrir una dimensión sapiencial
análoga en otras culturas superiores, pero en todo caso, habría que reconocer
que se encuentra internamente diversificada por el pluralismo cultural. Las
culturas o los ámbitos culturales son referentes últimos en esta cuestión, ver-
daderos individuos históricos, y, a su vez, las culturas se hallan cruzadas, por
diferencias de estilos peculiares o nacionales, tal es el caso de la europea, cuya
competitividad interna ha sido causa de su pujanza y desarrollo.
Esto significa que, en algún sentido, puede hablarse de una filosofía
nacional, esto es, implantada en un lenguaje, en una tradición histórica y en
un lugar de nacionalidad cultural y política. Conviene, no obstante, preca-
verse de posturas rotundas y exclusivas. Durante algún tiempo en que se
pusieron de moda los caracteres nacionales, se peraltó la diferencia en un
sentido quasi metafísico, como si se debiera a una forma de ser invariable a lo
largo de la historia. El carácter nacional era el cuño distintivo entre los pue-
blos, incluso aun cuando compartieran una misma cultura. Los románticos
lo entendieron como la forma arquetípica del “espíritu del pueblo”, refleja-
do en los símbolos ancestrales de su cultura. Los positivitas, en cambio, lo
asociaban al “espíritu territorial” o al “espíritu de la raza”, en cuanto consti-
tución psicofísica. En general, se trataba, pues, de una constante metahistó-
rica, ya sea el temperamento étnico o el sentimiento radical ante la vida o la
hipertrofia de determinadas fuerzas y tendencias estimativas o rasgos de
comportamiento, que marcaba a cada pueblo. Este fue el refugio del pensa-
miento casticista. Ahora bien, la necesidad de recurrir a una base firme, pero
inverificable de sustentación, llevó a estos planteamientos a la metafísica o al
mito.
Por otra parte, el recurso a “la idiosincrasia” no explica nada al margen
de la historia. Más sensata y ajustada a los hechos fue la tesis de “la persona-
lidad colectiva”, no como forma metafísica de ser, sino en cuanto disposición
predominante de conducta, sedimentación y producto de las grandes expe-
riencias históricas. Américo Castro la llamó, con categoría de inspiración
orteguiana,“vividura” o forma de vida, cuya gestación para España la hallaba
en la convivencia conflictiva de las tres culturas– judía, islámica y cristiana–
, que acabó troquelando una sensibilidad y un modo estar o de instalarse en
la realidad:
Sin el trenzado previo de dichas tres castas y casticismos y su tensión y desga-
rrón entre 1492 y 1609, ni La Celestina ni el Quijote existirían, ni el Imperio se
hubiera estructurado de aquella forma, ni habría sido económicamente impro-
ductivo, ni los españoles habrían desarrollado su cultura religiosa, filosófica y
científica según lo hicieron hasta muy a finales del siglo XVI, ni caído en la
PENSAR EN ESPAÑOL 453

ignorancia y el abatimiento intelectual del XVII-grave hipoteca aún no del


todo cancelada-11.

Aun cuando esta tesis parezca afín a la primera, no tiene, en cambio, la


fijeza y la persistencia que implica el carácter. La personalidad, aun siendo de
base, es modulable y hasta modificable por el mismo transcurso de las expe-
riencias, pues la historia es flujo y proceso incesante. Una tercera modalidad,
más débil y sutil que la “personalidad colectiva” sería la de “estilo”, en sen-
tido quasi literario, en cuanto expresividad peculiar e identidad narrativa
predominante en las creaciones culturales más características, fundamental-
mente el arte, la religión y la filosofía. Habría así estilos de pensamiento, por
ejemplo, entre la cultura mediterránea y la germánica, de cuyo contraste par-
tía Ortega en Meditaciones del Quijote, o bien, por poner otro ejemplo, entre el
estilo anglosajón de pensamiento, –analítico, empirista, rapsódico o fragmen-
tario–, y el estilo continental, preponderantemente sistemático u holista, ya
sea metafísico o dialéctico. No se me oculta que el talón de Aquiles de la
categoría de “estilo” reside en su sutilidad y evanescencia, que lo hace difícil
de definir. Cabría hacerlo inductivamente, rastreando algunas característi-
cas de la producción cultural hispana, como hicieron Menéndez Pelayo y Una-
muno. Como se sabe, Menéndez Pelayo encontró las señas de identidad del
pensamiento español en características tales como sentido práctico, armonis-
mo, tendencia crítica y psicológica, panteísmo12, más o menos constantes en
su historia. Unamuno destacó, en cambio, a partir del análisis del mito capi-
tal de la cultura española, Don Quijote, convertido en el arquetipo de la filo-
sofía española, el agonismo, y el dilema todo o nada, plenitud y vacío, que
subyace al tragicismo. María Zambrano, por su parte, destacó el realismo,
que ya había analizado antes su maestro Ortega y Gaasset como un rasgo del
mediterranismo y la cultura elemental española. Ortega lo definía en su
ensayo “Arte de este mundo y el otro” como su “sensibilidad ardiente para
las llamadas cosas reales, para lo circunscrito, para lo concreto y lo material”
(I, 188). Su discípula peralta y extrema esta dimensión hasta hacerla consus-
tancial al alma española, y, a la vez, la invierte de signo, pues en esta cultura
de lo elemental, espontáneo e inmediato encuentra una dimensión de pasiva
apertura, opuesta al signo violento del idealismo y ascetismo de la cultura
centroeuropea. El realismo no tiene nada que ver con el empirismo ni con el

11
Ibíd., 146.
12
Puede verse sobre estas notas, LAÍN ENTRALGO, PEDRO, Menéndez Pelayo. Historia de sus pro-
blemas intelectuales, o. c., 214-218.
PENSAR EN ESPAÑOL 454

materialismo en sentido metafísico, y por lo demás, es lo más opuesto al idea-


lismo ético fichteano: “Alejada la vida española de estas raíces, el realismo
español será, ante todo, un estilo de ver la vida y en consecuencia de vivirla;
una manera de estar implantado en la existencia” 13, que penetra por doquier
en la literatura, la pintura y la cultura popular. Este apego a la realidad y a su
experiencia da lugar a un tipo de “conocimiento poético”, imaginativo y sim-
bólico, intermedio entre el sistema conceptual de la filosofía y el inmediatis-
mo de la experiencia, y cuya verdad –dice– “nunca será verdad conquistada ,
verdad raptada, violada, no es alézeia, sino revelación graciosa y gratuita,
razón poética” 14. Aparte de esta dimensión profundamente simbólico/poética
de buena parte del pensamiento español, que lo hace afín a la literatura, yo
quiero destacar el carácter de este realismo, que no es sólo poético, como ella
dice, sino dramático existencial (antiidealista y antipositivista), a veces abier-
to de modo ambivalente al tragicismo o a la utopía. Otros caracteres serían,
a mi juicio, su proclividad a la metafísica, a caballo entre la “metantrópica”
(la expresión es unamuniana) o metafisica de lo humano y la mística, el
humanismo (filosofía de la persona frente a la impersonal de las cosas y las
estructuras), la tendencia al moralismo y la propensión a caer en bipolarida-
des extremas como escepticismo/metafísica, nihilismo/panteísmo. Como se
ve, estas caracterizaciones tan sólo se recubren parcialmente, por lo que hay
que tomarlas como tanteos y aproximaciones.
Como alternativa o complemento a esta caracterización estilística, vaci-
lante y conjetural, se ha propuesto otra que concierne a dimensiones forma-
les del discurso. Es bien sabido que para Unamuno la filosofía española no se
encuentra en grandes tratados sino “líquida y difusa en nuestra literatura, en
nuestra vida, en nuestra acción, en nuestra mística, sobre todo, y no en siste-
mas filosóficos” (VII, 290). Esta veste literaria no es, a mi juicio, casual, sino
que corresponde a un pensamiento libre que tiene que expresarse por modo
indirecto frente al rigor de la ortodoxia. Representa, por otra parte, la alter-
nativa al espíritu dogmático más proclive al tratado y al espíritu de escuela.
Con esto el pensamiento español no hace más que recriar los dos géneros
gemelos de la modernidad, la novela, surgida en nuestro propio suelo, y el
ensayo, género experimentalista, que tuvo en España un cultivo portentoso
en el Renacimiento (Alonso de Cartagena, Antonio de Guevara, los herma-
nos Valdés, Fray Luis de León, Fernando del Pulgar, etc) hasta el punto de

13
Pensamiento y poesía en la vida española, ed. de Mercedes Gómez Blesa, Madrid, Biblioteca
Nueva, 2004, pág. 130.
14
Ibíd.., 158.
PENSAR EN ESPAÑOL 455

que, según Juan Marichal, España “puede aparecer como la tierra-madre del
ensayismo europeo, junto a Inglaterra, su morada tradicional”15 y natural-
mente junto Francia, cabe añadir, su tierra natal a partir de los Essais de
Montaigne16.Ya en pleno Barroco, advierte Gracián al lector en la Introduc-
ción a su Agudeza y arte de ingenio “héme dejado llevar del genio español, o por
gravedad o por libertad en el discurrir17 fórmula certera este discurrir a lo
libre, libre de reglas metódicas y convenciones doctrinales, que ha llegado
a ser un rasgo inherente a nuestra cultura. Y más tarde, en el XVIII, Feijóo
compone los distintos discursos que integran su Teatro crítico, en un juego
continuo de crítica y reflexión, conforme al espíritu del ensayo18. No es,
pues, extraño admitir una cierta afinidad del pensamiento español con la for-
ma/ensayo. Este ha sido un género constante a lo largo de su historia, pero
muy especialmente, a partir de Larra, alcanzando en el siglo XX un cultivo
intensivo de primera calidad. Novela o ensayo, o bien el híbrido ensayo/no-
vela o novela/ensayo con abundantes ejemplos en nuestra literatura de ideas,
a lo que puede añadirse el teatro, constituyen, pues, los géneros preferentes,
aun cuando no exclusivos, del pensamiento en español.

El perspectivismo de la razón

Como cierre de estas consideraciones quisiera abordar un problema epis-


temológico de fondo. Cuando se oye hablar de una filosofía “nacional”, si no
de carácter étnico, que no es el caso, sí al menos de estilo mental y expresivo,
surge inmediatamente cierta sospecha, que inquieta y desazona: no sólo el
tufo nacionalista, sino algo que es aún más grave, la pérdida de la vocación
universal de la filosofía. No resultará ocioso insistir en que aquí no se trata
de ningún nacionalismo político, ni siquiera de un nacionalismo cultural, al
modo casticista, abroquelado en una determinada tradición de pensamiento
como la propia y genuina. En ambos casos se abandona la filosofía por la ide-
ología, que suele ser dogmática y apologética, o bien se diluye en culturalis-
mo sociológico. No pretendo afirmar, en modo alguno, que existe “la” filo-
sofía nacional española, como creía Unamuno con su quijotismo como

15
La voluntad de estilo, Madrid, Revista de Occidente, 1971, pág. 18
16
Sobre la forma/ensayo puede verse mi trabajo “El espíritu del ensayo” en El ensayo. Entre la filo-
sofía y la literatura, ed. de J.F. García Casanova, Granada, Univ. De Granada, 2002, págs 1-32.
17
Arte de ingenio. Tratado de la agudeza, ed. de Emilio Blanco, Madrid, Cátedra, 1998, pág. 134.
18
Véase mi trabajo “El ensayo crítico en B.J. Feijóo”, en Razón, tradición y modernidad: re-visión
de la Ilustración hispánica, ed. de F. de la Rubia Prado y J. Torrecilla, Madrid, Tecnos, 1996,
págs 101-131.
PENSAR EN ESPAÑOL 456

arquetipo, y mucho menos la oficial u ortodoxa, sino filosofías, plurales y


diversas, que piensan ciertamente en español y se reconocen como tales en su
estilo de pensamiento, pero lo que piensan, si de veras lo piensan filosófica-
mente, concierne al universo mundo. No hay tampoco cuestión de relativis-
mo culturalista, pues lo nacional, así entendido, no es excluyente y herméti-
co, sino abierto a un horizonte de universalidad, como declaraba Ortega que
la circunstancia es el puerto de salida al Universo. Ni siquiera el arte, por
muy radicado que esté en la sustancia nacional, más que la filosofía, pierde,
si es gran arte, aquella capacidad de trascender hacia y de abrir un ámbito
universal. De lo contrario se vuelve localista y costumbrista y acaba ahogán-
dose en su particularismo. Por concretos que sean sus temas y acusado su
estilo “nacional”, como cuando hablamos de la pintura flamenca, o italiana,
o española, etc, en la medida en que sea gran arte, contiene una aportación
temática y estilística que renueva y ensancha el patrimonio universal de lo
artístico. “Es un arte –decía Unamuno– que toma el ahora y el aquí como
puntos de apoyo, cual Anteo la tierra para recobrar a su contacto fuerzas, es
un arte que intensifica lo general con la sobriedad y la vida de lo individual”
(I, 791) y, como prueba de su aserto, traía a colación el Quijote, como un arte
de sustancia española pero “clásico” y “eterno” en su perenne significación.
Obviamente, la filosofía por contener dimensiones cognitivas y valorativas,
esto es, por ser un discurso con pretensión de verdad, está sometida a exi-
gencias de universalidad más estrictas y constrictivas que las del arte. No
basta con que interese a todo el mundo, sino que sea capaz de satisfacer con-
diciones críticas y argumentativas, en suma, rigurosamente convictivas, en
la cuestión de que trate. Se encuentra así entre la particularidad de su suelo
de origen, motivación y estilo, y la universalidad del fruto, cuando está en
sazón.
Tampoco puede tomarse la particularidad de la cultura en abono de su
relativismo. Como he señalado antes, Ortega defiende el pluralismo de las
culturas, sin cargar con ello con la tesis ontológica del relativismo cultural
de Frobenius y Spengler. “El problema histórico de las culturas –dice– ni
resuelve, ni siquiera plantea el problema filosófico de la Cultura –de la ver-
dad, de la norma última y única moral, de la belleza objetiva, etc (III, 304).
No es cuestión, en modo alguno, de componenda como si por encima de la
diversidad cultural campeara una instancia cultural sustantiva, capaz de
encarnar la norma o la medida absoluta. ¿Cuál sería esta Cultura pretendida-
mente universal? El pluralismo destruye tanto el monismo como el unitaris-
mo cultural. Por Cultura con mayúscula no entiende Ortega un arquetipo,
sino una idea abierta y compleja de la razón en la historia. Se trata de supe-
rar los términos dilemáticos en que ha solido plantearse el problema: o plu-
PENSAR EN ESPAÑOL 457

ralismo excluyente o unitarismo absorbente, o bien, o relativismo de lo par-


ticular o universalismo de lo general, pues en tales dilemas lo particular se
toma como algo en sí exclusivo y aparte, como si fuera un círculo absoluto, y
no como pars totalis, y lo universal, a su vez, o el todo, como un individual
separado y abstracto, enfrentado a lo particular. La realidad efectiva está más
allá de estas dicotomías y ha de buscarse en la conjunción dialéctica de lo
individual y lo universal, en la forma de un universal concreto o complexo y
un particular por complementariedad. A esto tendía, al margen de esquemas
dialécticos, la teoría orteguiana del perspectivismo, como el intento de
aunar la diversidad de las determinaciones expuestas en el espacio/tiempo
con el acaecer de la realidad en su verdad. Esta es la salida que encuentra
Ortega en El tema de nuestro tiempo (1923) al dilema entre relativismo y uni-
versalismo: “La realidad cósmica es tal, –dice– que sólo puede ser vista des-
de una determinada perspectiva. La perspectiva es uno de los componentes de la
realidad. Lejos de ser su deformación, es su organización. Una realidad que
vista desde cualquier punto resultase siempre idéntica es un concepto absur-
do (III, 199). Dimensión inmanente a la realidad misma, como el modo de
darse a presencia y desplegar su riqueza en el horizonte del espacio/tiempo.
Consecuentemente, la perspectiva es el modo de la participación finita del
hombre en el ser y en la economía de su verdad. No es, pues, un artificio a su
dis-posición, sino, inversamente, la exposición de realidad, que se le im-
pone como la cosa misma, en virtud del puesto espacio/temporal que ocupa
en el ser. En el ensayo “Las Atlántidas” (1924) aplica Ortega el perspectivis-
mo, así entendido, al hecho del pluralismo cultural:
Más allá de las culturas está un cosmos eterno e invariable del cual va el hom-
bre alcanzando vislumbres en un esfuerzo milenario e integral, que no se eje-
cuta sólo con el pensamiento, sino con el organismo entero, y para el cual no
basta el poder individual, sino que es menester la colaboración de todo un pue-
blo. Períodos y razas –o, en un palabra, las culturas– son los órganos gigantes
que logran percibir algún breve trozo de ese trasmundo absoluto, Mal puede
existir una cultura que sea la verdadera cuando todas ellas poseen sólo un sig-
nificado instrumental y son sensorios amplísimos exigidos por la visión de lo
absoluto. (III, 313).

No obstante, Ortega mantiene la hipótesis metafísica de un mundo en


sí o trasmundo, del que la razón histórica recogería el proceso viviente de
desarrollo de las distintas facies totius universi y el orden interno de su articu-
lación. Cierto que a veces se aprecia cierta vacilación en este punto. En unos
casos, como en este contexto, piensa en una teoría objetiva y universal del
valor (axiología), que pudiera ponderar y ordenar la serie de las culturas, que
enseña la etnología y la psicología evolutiva. Más tarde, llegó al convenci-
PENSAR EN ESPAÑOL 458

miento de que la razón histórica, a la par que destruye toda pretensión abso-
luta, se erige en el órgano único que puede dar cuenta de la relatividad de lo
particular y de su integración en un proceso universal en curso, pero del que
no tenemos ninguna clave de su orientación ni posible consumación en un
espíritu absoluto. Es la “historia como sistema”o, lo que es lo mismo, la
razón histórica en cuanto orden inmanente de la realidad. Subsiste, empero,
la creencia racional de que la multi-versidad del mundo conspira hacia un
uni-verso integrador de sentido. Esto le permite entender el espacio cultu-
ral, como la proyección en distintos escorzos y perspectivas de una verdad
total, que trasciende y abarca los tiempos en una “historia policéntrica uni-
versal”.
Sin entrar en la discusión de tamaña propuesta, me limito a aplicar este
esquema al asunto que nos ocupa, entendiendo analógicamente que los
diversos modi res philosophandi y sus correspondientes ámbitos culturales y
estilos nacionales pueden integrarse, de modo perspectivista, en el acaecer
único y comprehensivo de la filosofía. Comparto, en este sentido, la postura
de Javier Muguerza a este propósito, a partir de las mismas premisas de
Ortega y Gaos:

La idea de que en el universo concurran una diversidad de circunstancias o de


perspectivas, de contextos o de comunidades y, en definitiva, de culturas –es
decir, la idea de que dicho universo sea, en rigor, multiverso, o, si se quiere, un
universo multicultural– para nada atenta, desde luego, contra el universalismo,
sino más bien entraña, me parece, una justificada opción por lo que cabría lla-
mar ahora un universalismo concreto, o por complejización, frente a un universa-
lismo abstracto o por vaciamiento19.

Pero esto supone, aplicado a nuestro caso, que al igual que la Cultura, en
cuanto razón histórica, traspasa y enhebra, según Ortega, el hilo articulador
de las diversas culturas, hay también una cierta trascendencia en la inma-
nencia de la Filosofía, en cuanto Cultura superior, a los modos concretos de
filosofar. La actividad de filosofar, en el sentido hemenéutico sapiencial que
aquí se le ha dado, implica al menos que sus problemas, aun siendo particu-
lares en su motivación, concreción y surgimiento circunstancial y ocasional,
sean universales en su pretensión universal de interesar a todo hombre, y
que, en congruencia, sus propuestas y resoluciones puedan alcanzar un eco o
reconocimiento universal. Dicho en otros términos, que la filosofía misma,

19
“La razón y sus patrias”, en Pensar en español, Revista de Occidente, Madrid, 2000 (nº 233)
pág. 11.
PENSAR EN ESPAÑOL 459

como todas las actividades superiores del espíritu, es trans-cultural porque


desarrolla exigencias de valor y de sentido que tras-pasan trascendentalmen-
te todas las culturas. Cuáles sean estas exigencias meta-culturales, que doy
por supuestas para el diálogo filosófico inter-cultural, es algo que escapa a
los límites de este ensayo. Pero sin ellas, el multiverso no podría presentarse
como la dimensión diversificada espacio/tiempo, que posibilite la intercom-
prensión e intracomplexión cosmopolita.

Epílogo

Volvamos al comienzo cerrando finalmente el anillo. A partir de estos


diversos círculos de análisis, se impone, a mi juicio, una conclusión, que qui-
siera recoger en tres menudas proposiciones: 1ª: El pensamiento ha sido
fecundo allí donde ha generado una tradición de pensamiento, con la opor-
tunidad de un cultivo sosegado y una explotación cultural de los propios
presupuestos; 2ª: Allí donde ha pensado de cara a la realidad, no pro genere,
sino en función de circunstancias determinadas, que daban que pensar, y, por
ultimo, 3ª : Allí donde se han mantenido en comunicación viva con otras
corrientes de pensamiento, en pugna o en hibridación, igualmente fecundas.
Estas tres condiciones son indivisas. Insertan el pensamiento en la realidad,
en la historia y en la dialéctica real del intercambio. Un pensamiento sin tra-
dición se hace adánico, –la constante e infecunda tentación española–, y, por
lo tanto, asilvestrado y primerizo, sin posibilidad de cultivo y de probar su
propia potencia. Si, además, se halla de espaldas a su momento histórico y
circunstancia, se vuelve forzosamente “escolástico”, algo ya pensado sin rai-
gambre actual. Y si se aparta del tráfico vivo del pensamiento, se ensimisma
y se convierte irremediablemente en casticista.
¿No han sido estos acaso los tres males endémicos del pensamiento espa-
ñol? El adanismo de querer fundarlo todo de nueva planta, por generación
espontánea, como si antes no hubiera habido ocasión de pensamiento, pro-
pensión que encontramos emblemáticamente en uno de nuestros filósofos de
más prosapia, como Ortega y Gasset, es uno de nuestros vicios capitales, que
nos condena a una inacabable rapsodia. De otro lado, la escolástica como un
sistema ahistórico e infecundo por estar alienado en sus problemas desde la
raíz, o bien, el casticismo como un pensamiento absorto y narcisista. Sólo si
se dan a una las tres condiciones mencionadas hay ocasión propicia para un
pensamiento con futuro. De acuerdo con estas premisas, pensar en español
sólo puede significar: primeramente, pensar reconstruyendo y poniendo al
día las distintas tradiciones filosóficas de nuestra historia para mantenerlas
vivas y activas en un productivo diálogo cultural, que las enriquezca en sus
PENSAR EN ESPAÑOL 460

cruces, injertos y posibles intermediaciones. Pensar, en segundo lugar, los


eternos problemas del hombre, pero modalizándolos o modulándolos en su
formulación, en virtud de las circunstancias concretas y las coyunturas inter-
nas a nuestra historia cultural más propia e inmediata en España, que tiene
la vocación de puente entre Europa y América. Y, por último, pensar “ a lo es-
pañol” o “al modo español”, en el supuesto de que haya tal estilo, como aquí
sostengo, recreando filosóficamente la lengua y la literatura, pero en comu-
nicación permanente con las grandes corrientes actuales del pensamiento,
pues si algo significa la palabra “filosofía “ es pensar a lo libre, pero también
a lo ancho y profundo de los caminos del mundo, en comunidad de afanes
con los que buscan y cuestionan, sin otra disciplina que el respeto y el esfuer-
zo por la verdad.
PENSAR EN ESPAÑOL 461

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