José Santos González Vera. Estética de La Contención y Ética Anarquista - Marcela Campos
José Santos González Vera. Estética de La Contención y Ética Anarquista - Marcela Campos
José Santos González Vera. Estética de La Contención y Ética Anarquista - Marcela Campos
Tesis para optar al grado de Magíster en Literatura, mención Literatura Chilena e Hispanoamericana
Alumna:
Marcela Campos Rojas
Profesor guía: Leonidas Morales Toro
Santiago de Chile, 2009.
Dedicatoria . . 4
AGRADECIMIENTOS . . 5
I Introducción. . . 6
II Objetivos, corpus e hipótesis. . . 9
III Marco teórico . . 11
1. Modernidad chilena temprana: una aproximación a los años 20. . . 12
– El referente europeo. . . 12
2. El Criollismo. . . 54
a) Acerca del movimiento. Paralelos Latinoamérica-Chile. . . 55
b) Sector popular, sujeto popular y sujeto literario en el Criollismo chileno de
primera generación. . . 60
c) Criollismo chileno de tercera generación (o primera generación
superrealista): canon, mundo popular y sujeto popular. . . 65
IV José Santos González Vera: nota biográfica. . . 68
V Aproximación a las coordenadas éticas y estéticas de González Vera en torno al mundo
popular. . . 72
a) El oficio del cronista y la preferencia por la contención narrativa. . . 75
b) “Alhué”, “Vidas Mínimas” y “Cuando era muchacho”: textos de respuesta
estética literaria y ética anarquista, frente al mundo popular del canon criollo. . . 79
VI Conclusiones . . 87
Bibliografía crítica y teórica . . 89
Bibliografía de autor . . 91
JOSÉ SANTOS GONZÁLEZ VERA:
Dedicatoria
A mi hijo Camilo, por toda su luz.
AGRADECIMIENTOS
Deseo expresar mi gratitud a Roberto “Linyera” Pérez, el amigo de siempre, quien una vez me
presentara Alhué como otro de sus tantos tesoros; a don Álvaro González-Vera Marchant, por la
gentileza de compartir conmigo la memoria de su padre, así como a Omar Sarrás por sus oportunas
referencias y, por cierto, a mi madre y hermana, cuya presencia y ayuda imprescindibles me
permitieran completar esta tarea.
I Introducción.
“Volvía a ver la cosas desde el ángulo de un hombre cuyo nivel es el mismo que el
de los demás hombres.”
Jean Renoir (“Renoir”, biografía del pintor)
El recorrido por la historia chilena de los últimos cien años, especialmente en las primeras
décadas del siglo pasado, sorprende por la importancia de esa generación de intelectuales
y artistas, a pesar de su lejanía de los centros de reflexión occidental. Los años 20 y 30
que ven surgir a Juan Emar, Gabriela Mistral o Huidobro, fueron los mismos en los cuales
el movimiento anarquista, el sindicalismo y los partidos políticos de izquierda consolidan
su presencia para influir en el rumbo de la historia de Chile. Si bien de tardía reacción
al canon europeo, como es de rigor en un país sudamericano con dificultades de todo
orden para abrirse a la corrientes de reflexión más importantes de esos años, el círculo
de académicos, intelectuales y escritores nacionales manifestó, en su propio medio y bajo
su propias circunstancias, una inquietud paralela a la que cruzaba a Occidente y sus
principales centros de creación, en donde las tensiones de la Modernidad se tradujeran en
dos guerras mundiales y el surgimiento de las Vanguardias.
Al mismo tiempo que un reducido grupo de escritores tuvo oportunidad de tomar
contacto con el momento más álgido del Surrealismo, la literatura chilena y latinoamericana
–es decir, la de un país con apenas cien años de vida independiente y cuyos escritores
aún están poderosamente influidos por el Romanticismo y el Naturalismo francés, amén
de los rusos, reconoce como corriente principal al Criollismo. Este movimiento, extendido
por América Latina y centrado en el paisaje geográfico y humano, adoptará especial fuerza
en nuestro joven país, constituyéndose en un punto de referencia para tres generaciones
de escritores, atraídas por “lo chileno”, tanto en lo territorial como en las costumbres y
actitudes observadas, siguiendo el canon de observación naturalista francés. El Criollismo,
específicamente el de primera generación, propone una mirada que no puede ni quiere
eludir el sesgo proveniente del origen social de sus escritores, y como observación “de
campo” sufrirá no sólo variaciones de una generación de narradores a otra, sino además
reacciones a su propuesta estética y, lo que nos resulta particularmente interesante ahora,
al interior del propio movimiento criollista. Esta tesis gira en torno a la figura del escritor José
Santos González Vera y su prosa, en tanto se resuelve como un gesto que contradice, sin
furor aunque con elegante firmeza, el hacer del canon criollista en torno al personaje popular
chileno, señalando además el fin de ese movimiento como referente para los narradores
chilenos.
José Santos González Vera fue, en pleno Criollismo de tercera generación, escritor de
prosa incisiva y en constante equilibrio entre el humor implacable y una cuidadosa elección
de la palabra. Estas características, si bien reconocidas por la crítica y confirmadas en la
lectura, fueron hasta la década de los ’90 el lugar común para referirse a su obra, sin mayor
profundización salvo las lecturas de Roberto Hozven y Jaime Collyer en sendos artículos
sobre el escritor. Compartiendo el interés que despierta el autor de Alhué, la recepción
que propone esta tesis considera relevante la articulación dialéctica de dos elementos: por
una parte postulamos que las preferencias de tratamiento de los personajes de González
Vera forman una respuesta que, desde la corriente Criollista, se opone a la construcción
6 Campos R., Marcela
I Introducción.
del sujeto literario popular característica de esa narrativa, reacción sólo puede entenderse
considerando el momento histórico que vivía Chile, su experiencia de la Modernidad en los
decisivos años ’20 y la huella ética que dejara en las decisiones estético-literarias el ideario
anarquista clásico del cual González Vera era seguidor. Por otra parte, pienso que se trata
de una poética capaz de construir una narrativa singular e interesante, irónica y pudorosa, al
extremo que esta última característica complota contra sus posibilidades de trascendencia,
estableciendo un cerco de efectos negativos en los alcances de su literatura.
El lector de una narrativa nacional participa del dictamen que propone la observación
naturalista y criollista, y en ellas encuentra nociones del Yo, del Nosotros y del Otro que,
en el caso de los libros considerados en el canon, contribuyen a la formación de una
imagen social del país descrito, imagen que podría depositar en el subconsciente lector una
suerte de estereotipos y prejuicios favorecedores de un sujeto social sobre otro, difundida
a través de los textos obligatorios en programas escolares de educación básica y media.
El peso de lo que Ángel Rama denomina ”la ciudad letrada” tradicional recae en al menos
tres generaciones de chilenos entre 1950 y hasta los años 70, quienes conocieron obras
canónicas del Criollismo chileno como el relato “Paulita” de Federico Gana o la obra
canónica Zurzulita de Mariano Latorre. Esta investigación parte preguntándose hasta qué
punto la novela criollista nacional ha sido capaz de crear una imagen generalizadora y
estereotipada del sujeto literario popular chileno, imagen que responde a la formación
de clase de los escritores del caso, recogida, narrativizada y masificada por los circuitos
oficiales de lectura. La siguiente pregunta fue si, confirmada la existencia de un grupo
de escritores en reacción a esta imagen de sujeto popular, constituía dicha literatura una
aproximación distinta y reveladora de la identidad social y moral del otro, un reconocimiento
a dicha identidad, o se resolvía como reacción enaltecedora, una vuelta de mano literaria,
equivalente en cierta forma a la contradicción que registra la historia musical de Chile entre
la tonada tradicional y la Nueva Canción Chilena. ¿Qué media entre el narrador de dos
novelas exitosas o reconocidas en su tiempo como Casagrande, de Luis Orrego Luco, y La
sangre y la esperanza, de Nicomedes Guzmán, por ejemplo?
Estas preguntas, sin embargo, no surgen de un acercamiento primario a dos instancias
en la historia de la literatura chilena. Son consecuencia de la lectura de González Vera y
lo que pareciera proponer desde una voz narrativa que no pertenece ni se asimila al poder
social ni económico, y tampoco pretende una prosa como acto de restitución de imagen
del sujeto literario popular. Hablamos de un escritor de reconocida filiación anarquista,
resuelta en la vida y en la literatura como respeto primario y esencial ante la condición
del otro, en contraposición al estereotipo del ácrata con el cuchillo pronto a clavarse en la
espalda de la realeza. Esta noción ideológica del autor de Vidas Mínimas, Alhué y otras,
obliga a plantearse nuevas preguntas: ¿es que la obra de González Vera propone no un
Yo ante el Otro, sino un Entre Nosotros? Sus personajes, privilegiados, de clases medias
o populares, ¿no parecen revelarse como dotados del mismo derecho a ser ficción de
sujetos históricos, el mismo derecho al juicio y calificación que en otras literaturas resuelve
al personaje popular con una adjetivación que borra perfiles y acrecienta rechazos? Y si así
es, ¿desde qué perspectiva social escribiría González Vera respecto de sus predecesores?
¿Qué nos dicen las decisiones estéticas del autor respecto de sus fundamentos éticos? Aun
más: ¿qué justifica concentrar esfuerzos de investigación en este autor, desde hace tiempo
eludido en programas escolares y académicos? Las únicas tesis de grado encontradas
sobre el escritor, específicamente cuatro y todas de autoría femenina, fueron escritas entre
1955 y 1968. Se registran artículos y prólogos escritos por amigos del autor para las
ediciones de sus libros o con posterioridad a su fallecimiento, algunas notas periodísticas
referentes a la recopilación de las crónicas anarquistas de González Vera y Manuel Rojas en
Campos R., Marcela 7
JOSÉ SANTOS GONZÁLEZ VERA:
1
su juventud, la referencia en memoriachilena.cl y los lúcidos artículos de Roberto Hozven
y Jaime Collyer sobre la novela Alhué, ya mencionados. En el círculo de estudiantes
de literatura chilena y dueños de pequeñas editoriales, se dejan escuchar ocasionales
comentarios de admiración por el autor que no llegan al papel impreso. Una nueva pregunta
surge entonces: ¿no son todos estos silencios y susurros o las decenas de notas de diario
reiterando las mismas cosas, una constatación de que la literatura de González Vera no
parece resistir la prueba del tiempo y el interés del público post neoliberalismo a la chilena,
por una parte, o de la crítica especializada y nacida bajo la misma condición histórica, por
otra?
Me asiste el convencimiento, otorgado por la experiencia estética, de que la prosa
de González Vera representa, en su elegancia, contención y afirmación de la calidad del
sujeto, un momento necesario –y diferente– en nuestra literatura, puestos frente a un Chile
que persiste en evadir el espejo social, en inventarse mitos de origen que suplen una
historia manipulada o traumática, y en confirmar los conceptos de la novela criolla chilena
tradicional sobre el sujeto popular, aunque, salvo Martín Rivas, se la haya dejado de leer,
y que perduran en la novela moderna, especialmente la de mediados y fines del siglo XX.
Por cierto, esto no constituye de ningún modo una crítica al valor literario y estético de la
obra de Blest Gana, Donoso y otros, sino que busca destacar la diferencia que propondría
González Vera en la evolución de la literatura chilena a hispanoamericana, y en el intento
por precisar la relación entre ética anarquista y estética narrativa que podrían subyacer en
la prosa del autor. Esta certeza nos lleva a otra, ya mencionada: la prosa gonzalezveriana,
en sus opciones éticas y estéticas, constituye uno de los hitos que señalan el paso hacia
nuevos referentes de creación en la narrativa chilena moderna.
Para estos efectos se definió una metodología de aproximación que contempla tres
aspectos: caracterización histórico-social de Chile en el período 1900-1920 y su experiencia
de la Modernidad en el marco de los importantes movimientos políticos e ideológicos
de la época, como marco contextual de la biografía del autor. En cuanto a este tema,
se revisarán los aportes de Marshall Berman, Mario Góngora, Gabriel Salazar y Julio
Pinto, así como Sergio Grez. A ello se une la revisión de la bases éticas del anarquismo
propuesto por Kropotkin y otros, elementos que se contrastarán con la noción de analéctica
propuesta por Enrique Dussel en torno a la discusión filosófica latinoamericana sobre ética
(incluida su crítica), y que permitiría acercarse a las bases éticas que justifican las opciones
estéticas del autor. En ese marco y para obtener una noción de “sujeto” se tuvieron en
cuenta dimensiones terminológicas, filosóficas y gramaticales del concepto, mientras que
su tratamiento ético se vislumbró desde lo que proponen tanto Ferrater Mora como José
Luis Aranguren.
Finalmente y en el ámbito acotado de la literatura, el rol del escritor se revisa desde
la perspectiva de Ángel Rama en La ciudad letrada, mientras que la figura del cronista
se considera a partir de la reflexión de Julio Ramos en Encuentros y desencuentros de
la Modernidad en América Latina. Literatura y Política en el siglo XX. La influencia del
Criollismo y su capacidad para tejer redes de significación social, en tanto, se consideran
a partir de la “macrofigura” señalada por Leonidas Morales
De este modo, se espera que el marco teórico señalado conforme la herramienta que
permita abordar el corpus de obras seleccionadas para esta tesis, las preguntas que genera
esta narrativa y el intento por responderlas.
1
Hozven, Roberto. “Los mitos de Chile de Sonia Montecino. Relectura de Alhué de González Vera”. Revista chilena de
Literatura . Nº 66, Santiago, abril de 2005, págs., 119-127.
Como ya se ha señalado, lo que esta tesis espera es reiniciar el diálogo entre la narrativa
de González Vera y el lector chileno del siglo XXI, interrumpido entre otras cosas por el
desinterés que provoca la literatura Criollista, las más de las veces disminuida ante voces
como las de un Donoso o un Bolaño, o por resultar mucho menos dinámica y restringida
que la escritura de Rivera Letelier o Pedro Lemebel. Precisamente es este lector, siempre
atento al humor que hila fino, quien podría encontrar en González Vera una veta de ironía
elegante aunque implacable, de naturaleza distinta a la de su contemporáneo Juan Emar,
aunque similares en la percepción certera del sujeto literario retratado, como esperamos
demostrar más adelante. Este humor sutil, presente en la viñeta de la que González Vera
gusta tanto, es particularmente agudo en torno al habitante de la ciudad, elemento que
el santiaguino sometido a anestesia local de los medios en nuestros días, pero ávido de
2
señales inteligentes, parece necesitar para entender las contradicciones de su tiempo .
Otros elementos que se agregan a esta meta dicen relación con el reconocimiento de la
singularidad literaria que, nos parece, constituye González Vera en el marco del Criollismo,
movimiento que se hace necesario observar a la luz de la experiencia moderna del Chile de
los años ’20 y ’30, singularidad que creemos tiene como uno de sus elementos principales
3
el modo de abordar la figura del sujeto popular , modo que es al mismo tiempo heredero de
la bases estética del naturalismo que explica el Criollismo chileno, aunque en una faceta de
reacción tanto al canon del movimiento como a las prefiguraciones sobre este sujeto que
emanan del origen de clase de los escritores del período. A modo de síntesis, postulamos
lo siguiente:
Objetivo general:
∙ Abrir una vía de aproximación a la narrativa de González Vera como producción
sustentada por elecciones éticas para la constitución de una singular estética literaria
moderna.
Objetivos específicos:
∙ Esbozar las posibles contradicciones históricas y literarias que animaran la
producción criollista y su visión del sujeto popular.
∙ Reconocer los elementos textuales modeladores del sujeto popular transmitidos por
el Criollismo.
∙ Revitalizar el acercamiento a un autor cuya obra es al mismo tiempo parte y
diferencia de una generación esencial en la constitución del proyecto histórico
chileno.
Corpus:
2
Nos referimos a reacciones sociales como la respuesta tan masiva como respetuosa ante la visita del espectáculo callejero “La
pequeña gigante” hace dos años, o el éxito de Stefan Kramer, un imitador de pocas concesiones.
3
En estricto rigor, y como se expone más adelante, el sujeto popular es un ente distinto del sujeto literario popular. Por el
momento se utilizará la expresión, en su sentido lato.
Inicialmente parecía una tarea relativamente fácil reunir el corpus, ya que González
Vera fue un escritor de producción acotada: los relatos Vidas mínimas (formado por dos
novelas breves), Alhué (narraciones dotadas de cierta autonomía, unidas por el tema
común del pueblo donde transcurren –o más bien se detienen– los hechos; La Copia
y otros originales (relatos) y Necesidad de compañía , textos breves alrededor de
personajes femeninos. Las memorias Cuando era muchacho (también formadas por
narraciones breves publicadas en revistas, y posteriormente reunidas a instancias de su
amigo Enrique Espinoza) y la antología de esas memorias llamada Aprendiz de hombre .
Se cuentan también las biografías de Algunos y las reflexiones de Eutrapelia, honesta
recreación . Este escueto catálogo, sin embargo, va unido a una de la características del
escritor: González Vera hizo numerosas revisiones de sus obras, especialmente de Alhué ,
Este continuo recorte de las ediciones implica que junto con elegir la obra es necesario optar
por una edición –en este caso dos–, para hacer un contraste relativo a una de las hipótesis
a plantear, y que apunta a que la contención, en tanto eje estético del autor, también es
un factor que complota contra esta literatura. De este modo, el corpus queda constituido
por las novelas Vidas Mínimas (1923), Alhué (1928 y 1955) y las memorias Cuando
era muchacho (1951).
Otro elemento que se tiene en cuenta en el análisis es la posible influencia que la
práctica constante de la crónica pudo haber ejercido en la narrativa gonzalezveriana. Para
abordar este punto se ha realizado una selección de crónicas, tanto de la época juvenil en
periódicos anarquistas, las revistas Claridad y Babel y otras, como las editadas en diversos
diarios durante la madurez del autor. A estos efectos fue clave la publicación de Letras
anarquistas , selección y edición a cargo de Carmen Soria, nieta del autor, junto a Nibaldo
Mosciatti, en 2005.
Hipótesis de trabajo:
1. La narrativa de González Vera, surgida en el apogeo del Criollismo de tercera
generación, corriente literaria nacida al alero de la Modernidad chilena, constituye
una reacción estética ante el sesgo ideológico sobre el sujeto popular que comunica
dicho movimiento literario.
2. Un aspecto modelador de la estética que propone González Vera, proviene de
la articulación entre ética anarquista como analéctica, y las soluciones narrativas
que genera la crónica periodística de los años '20, heredera de las tensiones entre
periodismo y literatura que caracterizan a la Modernidad latinoamericana.
3. Uno de los pilares estéticos de esta narrativa radica en la contención verbal,
elemento que genera al mismo tiempo tanto una marca estilística como limitaciones a
las posibilidades de trascendencia de esta literatura.
– El referente europeo.
A principios del siglo pasado Chile tiene, como la mayor parte de los países del cono sur,
menos de cien años de existencia como nación independiente (de la Corona española).
Comparte con sus vecinos la obligación de enfrentar los desafíos políticos y económicos de
un país joven, tercermundista, en permanente tensión con su reciente pasado colonial y del
cual hereda la devoción por la metrópoli (Madrid, París, Nueva York, etc.) como punto de
referencia, tanto como suele ser ignorada por ésta ante las dificultades de nuestra ubicación
geográfica y la tendencia a relativizar el valor de nuestra producción cultural. El largo
proceso que dará lugar en Occidente al cambio de paradigma que llamamos Modernidad
no significa para nuestro continente, ni en particular para Chile, una diferencia con respecto
a este status periférico. De hecho, el esfuerzo por generar una discusión y experiencia
de lo moderno, de cómo adherir a la Modernidad en un pie relativamente digno, cruza los
recientes espacios de crítica que se abren en la América Latina de fines del siglo XIX, y
se traducen en la producción literaria del período. Los ensayos fundamentales de Martí,
Rodó y el Facundo de Sarmiento, entre otros de la época, responden a esta búsqueda de
caminos que conecten nuestro continente-provincia con la Roma Moderna. Es necesario
entonces revisar las contradicciones que mueven la historia continental y chilena desde la
formación de su institucionalidad política la de sus movimientos literarios y culturales, pues
sirven de marco y explican la elección de determinadas estéticas en tanto eje rector de la
escritura, como creemos ocurre con González Vera, Manuel Rojas y otros narradores de
esta primera parte del siglo pasado. Esto significa reconocer algunos aspectos modeladores
de la Modernidad en el Primer Mundo, y de los que la ex colonia intenta ser eco.
4
A partir de la lectura de Berman en Todo lo sólido se desvanece en el aire ,
observamos que hacia 1900 Europa experimenta en el espacio cotidiano las consecuencias
que la Revolución Francesa, la Ilustración y la discusión filosófica iniciada doscientos años
antes significan para la apertura intelectual de Occidente, superado el temor a la herejía
que significaba trastocar el viejo orden, y alentada por la fuerza de la Reforma protestante.
El hombre y la mujer de la calle conocen el telégrafo, la luz eléctrica, el teléfono y la
fotografía, es decir, desarrollan una nueva expectativa en cuanto a la velocidad aceptable
para una respuesta. Al mismo tiempo, el vapor y otros elementos transformarán el taller
de manufacturas en una fábrica, mientras procede la ampliación de las calles para dar
lugar al automóvil. La velocidad con que se derriban espacios públicos y privados que
habían permanecido en pie por generaciones, son la señal de que ha llegado una forma
nueva de vivir, de espaldas a la antigua, una forma moderna, equivalente a progreso, mejor
calidad de vida y cambio para bien, como proclaman muchos periodistas y defensores de
la Modernidad temprana, aunque luego sometida a reflexión crítica en las postrimerías del
siglo XX. Marshall Berman se refiere a ello de este modo:
Hay una forma de experiencia vital –la experiencia del tiempo y el espacio de
uno mismo y de los demás de las posibilidades y los peligros de la vida– que
comparten los hombres y las mujeres de todo el mundo de hoy. Llamamos a
ese conjunto de experiencias la “modernidad”. Ser modernos es encontrarnos
en un entorno que nos promete aventuras, poder, alegría, conocimiento,
transformación de nosotros y del mundo y que al mismo tiempo, amenaza
con destruir todo lo que creemos, todo lo que sabemos, todo lo que somos.
Los entornos y las experiencias modernas atraviesan todas las fronteras de la
geografía y la etnia, de la clase y la nacionalidad, de la religión y la ideología: se
puede decir que en este sentido, la modernidad une a toda la humanidad. Pero
es una unidad paradójica, la unidad de la desunión: nos arroja a todos en una
vorágine de perpetua desintegración y renovación de lucha y contradicción, de
5
ambigüedad y angustia.
La noción de una Modernidad que desintegra, se contradice y genera angustia se alcanza
al tomar contacto con los efectos de este cambio de paradigma: ya no se trata sólo de
echar abajo un barrio antiguo, sino de la fiebre por demoler y construir edificaciones cuya
materialidad y solidez no dan ninguna garantía de permanencia en la retina del ciudadano,
6
lo que a la postre atenta contra nociones de pertenencia e identidad . Al mismo tiempo que
la ciencia moderna obtiene respuestas que elevan la expectativa de vida promedio, la clase
obrera asalariada experimenta la hacinación y maquinización del hombre por el hombre,
viviendo más, pero no mejor que su antepasado campesino medieval. Esta clase, sometida
a la dependencia del modo capitalista de producción, encontrará eco a sus necesidades
en el discurso anarquista e izquierdista que promueve la sindicalización y organización.
Dicho de otra forma, los movimientos sociales y políticos cuyos “grandes relatos” recibieran
apresuradamente certificado de defunción a fines de los años ’80, son resultado de la misma
Modernidad cuyos aspectos éticos cuestionan y ante los que proponen un nuevo pacto de
4
Berman, Marshall. Todo lo sólido se desvanece en el aire. México: Ed. Siglo XXI, 2004.
5
Op. cit., “Prefacio”, p. 1
6
Este hecho llevó a una protesta sostenida en las viejas capitales europeas por conservar su arquitectura, generando políticas de
rescate del espacio público. La Modernidad santiaguina, en cambio, no registra efectos de estas protestas, casi siempre aisladas,
con la pérdida dramática de patrimonio cultural que ya conocemos.
relaciones sociales, muchas veces traicionado por los continuadores de la idea original.
De estos movimientos modernos, el anarquismo, aún con presencia en la actividad política
de nuestros días, tuvo un lugar ineludible en la discusión pública de fines del XIX y hasta
entrados los años ’30, tanto en Europa como en América Latina, como se comentará más
adelante.
Resulta de particular interés la percepción que Berman tiene del espacio público
moderno, al incluir en su mirada crítica otras emanadas de la literatura, como la de
Baudelaire y Dostoievski y la forma en que éstos dan cuenta del nuevo personaje, el
ciudadano de a pie acogido o rechazado, pero a fin de cuentas redefinido por el nuevo
estar cuyos límites son la acera, el bulevar, las plazas y los paseos públicos. La Modernidad
como “experiencia vital” se reconoce de forma evidente en la calle, el topos donde se erige,
borra y vuelve a erigirse el perfil de la ciudad, dando lugar a un nuevo trato entre clases
sociales. La calle misma es muy distinta de su similar premoderna. El antiguo sitio de paso
obligado hacia los mercados y lugares de culto o fiesta, ahora se transforma en un espacio
que señala, como elemento inevitable de la nueva urbe mecanizada, un “estar” urbanizado,
con un protocolo determinado a su vez por la nueva división del espacio público: la calzada
para los vehículos, la vereda para los peatones que, antes del automóvil e incluso del coche
de caballos no obligaba a esta segregación.
El suelo de tierra ha sido domesticado por el pavimento, por lo que resulta más cómodo
transitar por la acera. El peligro del viejo “¡Agua va!” desaparece en la medida en que se
generaliza el acceso al alcantarillado. El mercado, que nunca duerme, toma nota rápida de
este nuevo público más alfabetizado que repleta las calles, y desarrolla la vitrina o vidriera
como espectáculo, mientras que el público y la moda responden espectacularizándose a
sí mismos con nuevos trajes y calzado que ya no luchan contra las piedras o el barro
premodernos. La ahora confortable calle se reproduce y mejora con la construcción de
bulevares o pasajes (calles techadas) en el París de Haussman, a fines del siglo XIX. El “ver
y ser visto” es lema válido que acerca a las personas al mismo estatus de las mercancías,
con diferentes valores de cambio (y a veces de uso).
La segregación vereda/calzada es superada dialécticamente en la manifestación
social, en particular la de carácter político. La protesta de las masas que nacen con la
Modernidad industrial se apodera de las calzadas para hacerse notar por la vía de impedir
el tránsito de vehículos, declarando a gritos que la vida “normal” no lo es para miles de
personas.
La ciudad moderna, la urbe con su urbanismo y urbanidad, los nuevos edificios y
especialmente la nueva higiene resultan de enorme atractivo para el latinoamericano que
tiene oportunidad de viajar, contrastando esa experiencia con la polvorienta ciudad del
Nuevo Mundo, escasamente pavimentada, sufriendo el polvo del verano y el barro del
invierno. Importar la ciudad europea moderna se vuelve un imperativo de las políticas de
Estado y una vía para demostrar que se ha superado la barbarie, gran sueño de pensadores
latinoamericanos como Bello y Sarmiento.
Ensanchar las calles, erigir edificios más altos, derribar el adobe (o por lo menos
recubrirlo, como se observa en los antiguos barrios de la clase alta chilena del 900) para
imponer el acero, el cristal y el cemento, movilizan grandes presupuestos y esfuerzos
de todo orden. Hacia 1870 y de la mano del Intendente Vicuña Mackenna, se da inicio
al proyecto que cambiaría la ciudad de Santiago, como señala el artículo al respecto en
memoriachilena.cl:
(...) no sólo pretendió mejorar los servicios públicos de alumbrado, agua potable,
seguridad y transporte, sino también regenerar las conductas y hábitos de sus
habitantes, erradicando ciertos vicios como la mendicidad, la prostitución, la
pobreza y los constantes brotes de pestes y enfermedades que retrataban un
paisaje de barbarie y rusticidad dentro de la capital del país. Dicho proyecto se
constituyó a partir de un ideal civilizador que buscaba modernizar el modelo
de vida urbana, a fin de hacer prevalecer el orden, la belleza y la cultura dentro
de la convivencia espacial y social de sus habitantes. A la serie de programas
de pavimentación y extensión de los servicios públicos, siguió un plan de
segregación urbana que se concretó en la construcción del camino de la cintura,
7
a fin de separar la ciudad bárbara de la ciudad ilustrada, opulenta y cristiana (...)
A principios del siglo XX y en el marco de la preparación de los festejos del Centenario,
se construye el Parque Forestal de Santiago, transformándose desde entonces en un polo
de atracción para el habitante de la capital. En las calles remodeladas el “carro de sangre”
convivirá, aunque no por mucho tiempo, con el tranvía y las góndolas, como gustaban llamar
a los taxibuses nuestros abuelos. Es el Santiago que conoce la Generación del año 20 de
González Vera, y donde cantó himnos anarquistas tomados del brazo de sus compañeros
para ocupar el ancho de la vereda. Por cierto, la acera moderna apenas se deja habitar
por el sujeto popular, entendido desde Salazar y Pinto como el ciudadano consciente y
crítico, aquél que a cambio de desarrollar esta condición resulta invariablemente reprimido,
especialmente al momento de ocupar los espacios públicos, en donde se opone al orden
Moderno impuesto por el capital. El estado moderno, especialmente el estado portaliano
defensor del orden, se niega a esta “interrupción del tránsito”, en sentido lato. Su idea del
ciudadano, aún teórica, es una proyección hacia el indefinido futuro en donde la Modernidad
se haya consolidado. No concibe masa crítica ni sujeto histórico más allá de la élite
dominante, y aun ésta (como ocurrió con José Miguel Infante y Victorino Lastarria) es
cuestionada. El anarquismo genera una ruptura de la noción estereotipada del chileno de
extracción popular, y en tanto moderna recoge tanto los ideales de la Ilustración como una
ética libertaria que se niega a aceptar que el hombre y la mujer popular estén incapacitados
para desarrollar un proyecto propio con derecho legítimo a ser parte del proyecto histórico
chileno mayor. La arista ética del anarquismo pretende ser lo suficientemente afilada como
para abrir un espacio social que convoque al habitante de la periferia económica y cultural
al encuentro con la estatura cívica que hasta entonces solo define a la élite.
La ética anarquista necesariamente tiene que reaccionar contra la imagen del “pueblo
llano” que comunica la literatura criollista chilena, guiada las más de las veces por la mejor
de las intenciones y que, a la postre, restringen los alcances estéticos del ejercicio escritural
(el Criollismo chileno no tuvo ni tiene lectores más allá de nuestras fronteras, siendo el
término de la enseñanza secundaria una de ellas, salvo excepciones como Coloane). En
esa medida Santiago y las capitales de provincia, modernizadas apenas ayer, observan
la aparición de un chileno popular que, a diferencia de los milicianos independentistas, de
la montonera o el bandidaje, instala en la calle su mensaje y su idea del Chile futuro, en
donde los beneficios de la Modernidad sean moneda común, lo que significa atacar la idea
tradicional de orden, término siempre caro a la élite económica y política. A propósito de
esta palabra, Ángel Rama se refiere al concepto en los siguientes términos:
7
“Benjamín Vicuña Mackenna (1831-1866). Remodelación de Santiago”, recurso electrónico disponible en http://
www.memoriachilena.cl//temas/dest.asp?id=vicunaremodelaciondesantiago
La palabra clave de todo este sistema [el del proyecto imperial español]
es la palabra orden, ambigua es español como un Dios Jano (el/la),
activamentedesarrollada por las tres mayores estructuras institucionalizadas (la
Iglesia, el Ejército, la Administración) y de obligado manejo en cualquiera de los
sistema clasificatorios (historia natural, arquitectura, geometría) de conformidad
con las definiciones recibidas del término: “Colocación de las cosas en el lugar
que les corresponde. Concierto, buena disposición de las cosas entre sí. Regla o
8
modo que se observa para hacer las cosas.”
La arquitectura, como asimismo las obras públicas, no ha estado al margen del proyecto
ideológico que sustenta el poder. En el caso particular de la ciudad colonial latinoamericana,
Rama señala que las reglas que orientan la construcción de lugares públicos y privados
está regida por los intereses de la Corona española, centrados en el reforzamiento de la
relación jerárquica con el Otro, y no es difícil notar que esto sobreviven a la Independencia
y la consolidación de las repúblicas del continente. La relación del ciudadano en nuestras
calles se habría definido en la medida en que existe:
El principio rector que tras ella [la forma de damero de las calles] funciona y
asegura un régimen de transmisiones: de lo alto a lo bajo, de España a América,
de la cabeza del poder –a través de la estructura social que él impone– a la
conformación física de la ciudad, para que la distribución del espacio urbano
9
asegure y conserve la forma social.
Portales como sus predecesores y continuadores, perpetúan este orden imperial, por lo
que no debe extrañarnos que fuera y sea precisamente la calle un espacio de especial
preocupación y control social. Los anarquistas en tanto (quienes por regla general llevan
vidas personales pulcras y correctas) ven en el desorden público una manifestación de
desobediencia civil ante la que por lo demás prácticamente no existen alternativas para la
expresión de un proyecto popular. Sus periódicos, incluso las ediciones gratuitas, llegan a
un sector reducido de los trabajadores alfabetizados y aún más reducidos de la clase media.
El anarquista González Vera dice: “¿No es preferible que se rompa el equilibrio, a condición
10
de que todos los hombres puedan, en el mismo instante, mirar abiertamente el sol?”
El acto público, la marcha, proporcionan la posibilidad de hacer propaganda de impacto
por la vía oral y visual. Es otro “espectáculo”, desde la perspectiva de Debord, protagonizado
por nuevas oleadas de ciudadanía en evolución y que, incluso reaccionando al orden
mercantil, necesita utilizar los recursos que la publicidad, hija legítima de dicho orden, utiliza
como vía de comunicación. La Modernidad ha cambiado las pautas, los grupos y los ámbitos
de alcance posible de un mensaje. El antiguo salón con acceso limitado a la élite artística
e intelectual desaparece, y en su lugar emergen el café y la bohemia. El Santiago moderno
de principios del siglo XX, como realización del orden monárquico y luego portaliano, es
al mismo tiempo territorio donde la reacción al orden tiene posibilidad de instalarse hasta
nuestros días tecnologizados, en una ruta que va de la ciudad moderna y letrada a la ciudad
virtual en progresiva masificación. Para comprender de mejor manera la forma en que este
proceso se desarrolló en la Modernidad chilena, específicamente en la capital, procede la
revisión del marco histórico a continuación.
8
Rama, Ángel. “La ciudad ordenada” en La ciudad letrada . Montevideo, Arca, 1988, pág. 19. Cursiva en el original.
9
Op., cit., pág. 21.
10
Soria, Carmen (comp.). “El espíritu de Chile”, Stgo., Claridad , 30 de junio de 1923., en Letras anarquistas . Stgo: Ed. Planeta,
2005, págs. 119-121.
debe ser postergada, gobernando, entretanto, autoritariamente pero con celo del
bien público, hombres capaces de entenderlo y realizarlo. Esta es la sustancia
de la célebre carta de 1822 a Cea. Portales, que tenía entonces solamente 29
años, no se empeña en discutir la doctrina de la “virtud” propia de cada forma
de gobierno, ni en atacar teóricamente la Democracia, da por sentado que en
América no hay otra posibilidad, pero el realismo de su visión se manifiesta
en que posterga su vigencia y confía solamente en “un gobierno fuerte y
12
centralizador”.
La frase subrayada nos da cuenta del reconocimiento del historiador hacia el hombre
público que está en lo correcto cuando afirma que la democracia es un bien para el pueblo,
siempre que tenga la capacidad del ciudadano europeo para el ejercicio democrático. Se
desprende que Portales poseería la visión a futuro del hombre de estado que necesitaba
la joven e inmadura república. Ahora bien, aunque Góngora reconoce el carácter de
definitivo autoritarismo que encierra esta fórmula, resulta particularmente interesante que,
comentando su diferencia con Alberto Edwards en torno a la concepción portaliana de
estado, resalte la visión del Ministro sobre quienes integran la sociedad chilena y el rol que
les cabe bajo un gobierno como el que él propone:
Pero donde me aparto de la visión de Edwards es en su idea de que para Portales
el gobierno no sólo debe ser fuerte y centralizador, sino también impersonal y
abstracto. Pienso, por el contrario, que para Portales “el principal resorte de
la máquina” era la distinción entre los que él llama en sus cartas “los buenos”
y “los malos”. Los “buenos” son “los hombres de orden”, “los hombres de
juicio y que piensan”, “los hombres de conocido juicio, de notorio amor al país
y de las mejores intenciones”. Los “malos”, sobre quienes debe recaer el rigor
absoluto de la ley, son “los forajidos”, “los lesos y bellacos”, aludiendo sin
duda a los pipiolos y los conspiradores de cualquier bando. Lamenta a veces
la tibieza en el Gobierno y aun de aquellos que son afectos al Gobierno “por
su natural propensión al orden y la paz”, “todas las piezas de la máquina se
van desencajando sensiblemente”, “porque los malos no le tienen respeto” al
13
Gobierno.
No puede menos que reconocerse la falta de eufemismo de Portales para referirse a
quienquiera que se oponga a su forma de gobernar por el bien público. En cuanto a “los
buenos”, no parece haber mayor dificultad en señalar de quiénes se trata:
El régimen portaliano presupone que la aristocracia es la clase en que se
identifica el rango social, y todos sus intereses anexos, con la cualidad moral de
preferir el orden público al caos. Esto sería “el principal resorte de la máquina”
14
en el portalianismo, a nuestro juicio.
Como un eco de la relaciones sociales impuestas durante la Colonia, caracterizadas por
un verticalismo sin ambages y la oposición encomendero-dueño de fundo versus rotos,
el estado portaliano perpetúa esta noción del pueblo bárbaro, carente de cualidades que
faciliten su acceso a la civilización moderna. Más aún, se perpetúa la idea de que el pueblo
12
Ibid. El subrayado es mío.
13
Op., cit., págs. 14-15.
14
Op., cit., pág. 16.
se puede resumir en un concepto: los rotos. Ahí caben, entre otros, inquilinos, artesanos,
peones, propietarias de cocinerías y chinganas, personas que desconocerían todo sobre el
bien público y su administración. Un pueblo sin opinión que necesita de alguien opine por
él. Esto explica que la Guerra Civil de 1891, en donde los políticos conservadores de clase
alta se opusieron al presidente liberal Balmaceda (también de extracción aristocrática), se
hubiera recibido con indiferencia entre los sectores populares:
La figura de Balmaceda, representada en miles de litografías populares como
“el Presidente mártir”, a comienzos del siglo XX, ¿contó en realidad con el
apoyo popular en su lucha con el Congreso? El asunto es materia muy debatida.
Abraham König, político radical y antibalmacedista, en un artículo publicado
durante el destierro en “La Nación de Buenos Aires”, escribe que la revolución
ha sido el resultado de una cuestión de Derecho Constitucional, discutida desde
distintos puntos de vista; y “la aplicación de un precepto constitucional no está
al alcance de todos y, como es natural, losque se interesaban vivamente en la
contienda eran los hombres ilustrados, losde buena posición social, que por
su educación y cultura estaban en situación de comprender la gravedad del
conflicto y apreciar sus consecuencias. En este sentido, la Revolución de Chile
es aristocrática, porque ha sido empeñada, sostenida y dirigida por las clases
directoras de la sociedad”. (...) En fin, el mismo Valentín Letelier, (...) ya pasada
la Guerra Civil, escribía: “Mas, acaso se dirá que todo esto era pleito entre
ricos, ajenos del todo a losintereses del pueblo; se dirá acaso que el pueblo,
que no se reúne en clubs ni en asambleas, que no publica ni lee diarios, y a
quien no importan un ardite los derechos políticos, no tenía motivo alguno para
alzarse en armas contra el Gobierno establecido ... Por mi parte, no he de negar
que efectivamente en losprimeros meses de la contienda política entre losdos
15
grandes poderes del Estado, el pueblo se mostró del todo indiferente a ella”(...)
Inmediatamente a continuación comenta Góngora:
Los testimonios son bastantes claros, y vienen de ambos lados, como para negar
la indiferencia popular, y lo atestigua más todavía la neutralidad del Partido
Demócrata, de base social artesanal y de pequeña clase media; incluso, su jefe,
Antonio Poupin, murió en Lo Cañas junto a jóvenes aristócratas. Sin embargo, la
16
póstuma popularidad de Balmaceda es un hecho histórico innegable.
Sobre la indiferencia del pueblo chileno “que no publica ni lee diarios”, Góngora se hace
eco de la voz oficial sobre los sectores populares y no parece conocer ni mucho menos
reconocer que este pueblo sí desarrolló canales de comunicación social alternativos, cual
es el caso de la “literatura de cordel”, como se llamó a esos pliegos sueltos ilustrados que,
heredados de la tradición española, se publicaron entre mediados del siglo XIX e inicios
del siglo XX, y en donde se comentaban hechos de interés, muchos de ellos de carácter
sensacionalista, como los crímenes y asaltos, pero donde también tuvo cabida la expresión
del redactor en torno a las crisis políticas del período. Micaela Navarrete señala al respecto:
Los acontecimientos de la Guerra del Pacífico fueron descritos en los versos
del más importante de los poetas populares, Bernardino Guajardo. Qué decir de
la época de Balmaceda y la revolución del 91: Rosa Araneda, Daniel Meneses,
15
Op., cit., pág. 25
16
Op., cit., pág. 26.
Nicasio García y otros, escribieron dando su visión. Todos tenían opinión sobre
la situación política que les tocaba vivir, los problemas de los pobres la carestía,
17
los fusilamientos; junto a versos por el amor, o satíricos.
La académica María Eugenia Góngora XIX, también se refiere al carácter de espacio de
opinión que tuvo la lira popular:
Gracias a las descripciones de Rodolfo Lenz y a los trabajos posteriores de
Juan Uribe Echevarría y de Antonio Acevedo Hernández, podemos conocer en
alguna medida las condiciones de circulación de las hojas de versos, que están
documentadas en Chile desde inicios de la década de 1860 (Uribe Echevarría,
1979). A propósito de la guerra de Chile con España, entre los años 1865 y 1866
se publicó un gran número de versos patrióticos, de nuevo en la guerra de 1879
contra Perú y Bolivia, los poetas populares participaron con una importante
producción de poesía política, como volvió a suceder en el período que va
de los años 1886 a 1896: La ascensión al poder del Presidente Balmaceda,
sus enfrentamientos con diversos sectores populares y aristocráticos, la
Guerra Civil que culminó en el derrocamiento y suicidio del Presidente, y por
último el gobierno de Jorge Montt, caracterizado por una fuerte represión a los
balmacedistas pero también a sectores populares simpatizantes del Partido
18
Democrático.
La indiferencia de Mario Góngora sobre el tema, que se explica porque también él es un
sujeto cultural que se ha formado en la tradición académica ilustrada, se extiende a otras
formas de manifestación popular que también sirvieron de espacio para la opinión, como la
cueca; nos referimos en particular a la conocida “Cueca balmacedista”, difundida en 1886 y
conocida en la versión de 1969 del grupo chileno Quilapayún. No fue la única escrita sobre
el mismo tema, ni fue ése el único tema relativo a la situación social y política, recogido
en la cueca, si bien el asunto amerita, si no existe ya, otro espacio de análisis. Lo que nos
parece esencial al respecto es que Mario Góngora se suma a la opinión general de la élite
chilena sobre la apatía política del pueblo, del chileno de extracción popular en definitiva,
cuyo status parece resultarle siempre de difícil reconocimiento.
Con posterioridad a la Guerra Civil de 1891, otro momento que Góngora considera
importante en cuanto a la formación del estado chileno, es el relativo a la llamada “cuestión
social”, o la discusión relativa al problema de los chilenos pobres, especialmente la clase
obrera que surge por efecto de la naciente industrialización, en la minería (salitre, carbón
y cobre) y las fábricas instaladas en las ciudades. Este grupo invierte la distribución de
la población nacional que, de habitar preferentemente los campos, emigra en masa a la
ciudad para proveerse de mejores condiciones de vida ante la crisis del agro. La élite política
ve con preocupación que la mano de obra barata crece en número y podría volverse una
amenaza, pues ya se conoce en Chile el ideario de socialistas y anarquistas. Esta situación
y el ya mencionado tema de la necesidad de superar la “barbarie” pre modernista, impulsan
propuestas de diverso tipo. Un concepto tan importante como polémico fue la noción del
Estado docente, definido así por Pedro Godoy:
17
Navarrete, Micaela. La lira popular. Literatura de cordel en Chile . Recurso electrónico disponible en http://
www.dibam.cl/upload/i5395-2.pdf
18
Góngora, María Eugenia. La poesía popular chilena del siglo XIX . Recurso electrónico disponible en http://
www2.cyberhumanitatis.uchile.cl/03/textos/MEGONGORA.HTML .
iniciado contra los anarquistas por denuncia del Gobierno, que se fundaba en el
cargo de antipatriotismo, llevó a una excitación culminante cuando el estudiante
JoséDomingo Gómez Rojas, incomunicado y maltratado por disposiciones
del Ministro de la Corte de Apelaciones, JoséAstorquiza, tuvo que ser al fin
25
trasladado al Manicomio, donde falleció a lospocos días.
Estos hechos, resumidos por Góngora para describir a los miembros de la generación que
formó la masa crítica chilena de los años ‘20, tuvieron entre sus testigos directos a González
Vera, quien jamás olvidó (aunque evitó el dramatismo con pinceladas de ironía) el asalto a la
FECh ni la muerte de Gómez Rojas, como él mismo comenta en sus artículos de Claridad
26
y en Cuando era muchacho .
Con relación al peso ideológico del anarquismo de estos jóvenes y la huella que dejaran
en la sociedad chilena, Góngora afirma lo siguiente:
“Claridad”, que se titulaba “Periódico semanal de Sociología, Arte y
Actualidades”bien merece unas líneas, como órgano representativo de una
generación, entonces juvenil, cuya mentalidad influyó mucho en esos años. (...)
Una declaración de principios en torno de “la cuestión social”, publicada en el
número 5, de 6 de noviembre de 1920, sostiene: “la Federación reconoce la
constante renovación de todos los valores humanos. De acuerdo con este hecho,
considera que la solución del problema social nunca podría ser definitiva y que
las soluciones transitorias a que se puede aspirar suponen una permanente
crítica de lasorganizaciones sociales existentes. Esta crítica debe ejercerse
sobre el régimen económico y la vida moral e intelectual del país”. Estápor “la
socialización de las fuerzas productivas y el consecuente reparto equitativo del
producto del trabajo común, y por el reconocimiento efectivo del derecho de
cada persona a vivir plenamente su vida intelectual y moral...Declara finalmente
que todo verdadero progreso social implica el perfeccionamiento moral y cultural
de los individuos”. Como se ve, aparte de la frase sobre la socialización de la
producción, el lenguaje dista mucho de ser marxista, y se enlaza más bien con
un anarquismo intelectual libertario e individualista (...) Otro punto siempre
recurrente en “Claridad” es el pacifismo antimilitarismo, entonces de moda,
27
como hemos ya dicho.
Esta visión es objeto de las siguientes reflexiones:
La generación del año 20 ha conformado el tipo chileno del “intelectual de
izquierda”, pero de una izquierda no oficial, sino permanentemente en crítica
del orden social existente, crítica mordaz de la vieja aristocracia; de la nueva
plutocracia; del clero; de los partidos titulados “avanzados”, con todas sus
inconsecuencias y traiciones. (...) Su idealismo moral quiere disfrazarse siempre
de “ciencia”, sobre todo de “Sociología”. (...) Son todos ellos fuertemente
25
Op., cit., pág. 49.
26
González, Vera, José Santos. Capítulos 91-93 y 100 en Cuando era muchacho . Santiago, Universitaria, 1996, Primera edición,
págs. 187-196 y 209, respectivamente.
27
Op., cit., págs. 49-50.
33
Ibid, págs. 58-59.
34
Ibid, ibid.
35
Op., cit. pág. 75
36
Op., cit., pág. 83.
del movimiento obrero chileno, resulta de gran importancia a la hora de obtener una
panorámica general de nuestra historia, si bien concentra su esfuerzo en el desarrollo de las
organizaciones de trabajadores como las mancomunales y sindicatos, o las federaciones
de estudiantes. Otros sectores populares, como el peonaje agrario, los empleados públicos
y particulares, las organizaciones poblacionales, que en sí constituyen un problema de
análisis para la academia, no se consideran como tema de investigación. Precisamente
por integrar dichos tópicos, con todas las dificultades metodológicas que los mismos
investigadores declaran, y porque González Vera fue miembro activo de prácticamente
todas las comunidades mencionadas, es que se ha optado por incluir aquí el aporte
de Gabriel Salazar, Premio Nacional de Historia 2006, quien reconoce ya en sus bases
metodológicas a un sector importante de las clases populares como “sujeto”, considerando
su reconocimiento consciente del derecho de ciudadanía y su participación activa en la
construcción del Estado chileno. Otro elemento de interés radica en el sistema de trabajo de
este equipo, que reconoce el valor de la interdisciplinariedad y aquilata el aporte de los co-
investigadores. Finalmente, la perspectiva de que la historia de Chile no pretende reiterar el
tantas veces difundido relato lineal de hechos considerados relevantes, con protagonistas
de nombre y apellido y sus hazañas de distinto orden, o la no menos recurrente oportunidad
de resaltar los valores de la chilenidad. Sin embargo, la orientación metodológica del equipo
prefiere no incluir la dimensión político-partidista en el análisis de los hechos, lo que incluye
el factor ácrata. Para solventar aquello, se complementa el estudio del anarquismo chileno
con la investigación sobre el particular de Sergio Grez y Luis Vitale, respectivamente.
Para Salazar y Pinto, en tanto, historia se aborda en tanto conjunto de problemas para
el análisis que todos nos debemos, en tanto detentores de ciudadanía. En la “Introducción
General” del trabajo Historia contemporánea de Chile (Santiago, LOM, 1999, Vol. I ), co-
escrita con Julio Pinto y con el apoyo de un equipo de ocho jóvenes historiadores, se
declara:
... esta Historia Contemporánea de Chile quiere ser una recepción de, y una
primera reflexión sobre los problemas históricos que nuestra sociedad no nos ha
entregado resueltos, y que, por ello, permanecen en torno nuestro no sólo como
legados del pasado, sino, sobre todo, como retos, desafíos y tareas para las
nuevas generaciones (...) Problemas que, a la larga, terminan siendo una carga
histórica creciente que rodea, aplasta y frustra la vida, sobre todo, del ciudadano
corriente. Porque – ¿alguien piensa lo contrario?– la carga histórica más pesada
del país la sostiene y absorbe la’mayoría inferior’ de la sociedad civil. La que,
por ello, está permanentemente forzada a repasar y repensar la historia (...) es el
ciudadano corriente el que, en la alta densidad de su anonimato, ‘vive’ y ‘conoce’
la historia según todas las urgencias de la humanidad. (...) En cierto modo, es
una historia mirada ‘desde abajo’; pero no desde la ‘marginalidad’, porque el
ciudadano, en una sociedad, no es ni puede ser periférico a nada que ocurra
en ella. Pues tiene el máximo derecho: la soberanía; que es el máximo ‘derecho
38
humano’.
Salazar y Pinto consideran, igual que Góngora, el problema de la construcción de Estado,
y para ello abordan el tema de sus orígenes a partir de la lucha de intereses opuestos entre
dos grupos protagonistas de la sociedad chilena con posterioridad a la Independencia de
1810: el sector dominante, llamado “pelucón”, constituido por mercaderes con intereses
38
Salazar, Gabriel y Julio Pinto. “Introducción General” en Historia Contemporánea de Chile . Santiago, LOM, 1999, Vol I,
pág. 8
41
Se lee entre líneas una crítica a la escasa capacidad de los grupos opositores (anarquistas y demócratas) para dar solidez
y permanencia a sus propuestas.
42
Op., cit., pág. 42.
43
Op., cit., pág. 45.
44
Op., cit., pág. 88.
45
Op., cit., págs. 89 y 97.
Éstas habrían sido las condiciones bajo las que se produjo el fervor eleccionario de
1920 que llevó a Alessandri a la presidencia de la república, con efectos mucho menos
renovadores de lo que se habría esperado para la llegada al poder de un representante
de la clase media con indiscutible arrastre entre la masa. Salazar y Pinto concluyen que
este hecho, más que dar término al parlamentarismo oficial, alarga su agonía, si bien bajo
nuevas formas de operar que no pueden resistir la presión social que caracterizan a los
años 20 y 30 del siglo pasado. “El peso de la noche” cambia su densidad y sus puntos de
mayor presión, obligados por el accionar de una sociedad civil que avanza en la conquista
de mayores espacios de ejercicio ciudadano, aunque con deudas aún pendientes en su
proceso de maduración.
Al comparar el análisis de Mario Góngora frente a Salazar y Pinto, se obtiene una
perspectiva que confirma lo que ya se sospechaba al inicio de esta tesis: pocas décadas
serán más trascendentales en la formación del estado chileno como la que media entre
1920 y 1930, y pocos años tendrán tanta relevancia para la constitución del marco social
y el hacer cultural de Chile como el crucial año de 1920. Desde posturas opuestas en la
que subyacen valoraciones sociales evidentemente distintas, se concluye que el estado
chileno adquiere sustancia y cuerpo a partir de un proyecto político autoritario, el de
Portales, sus seguidores y la Constitución de 1833, con origen en la clase alta chilena. Esta
clase establecerá las cláusulas de un pacto social de larga duración entre sí misma y los
chilenos que no forman parte de ella, el 90% de la población según Salazar y Pinto. Este
porcentaje abrumadoramente mayoritario es calificado por el grupo dominante como falto
de las capacidades sociales e intelectuales necesarias para el ejercicio de la democracia
que europeos y estadounidenses reclaman para sí en el curso del siglo XIX, tarea que
naturalmente debe quedar en manos de quienes sí poseen estas cualidades cívicas, como
la clase alta alfabetizada, con acceso a la cultura oficial y los estímulos intelectuales que
promueven la reflexión ciudadana. En otras palabras, el 90% de los chilenos era, a ojos
del proyecto portaliano, incapaz de ejercer y disfrutar los beneficios de la democracia y sus
responsabilidades, tema que sería solventado a futuro, un vez que los legisladores crearan
las condiciones para el acceso a la participación. El estado chileno, a partir de 1833, lo
ratifica oficialmente a través del denominado “voto censitario” que limita el derecho sólo a
los hombres alfabetos y con alguna propiedad, condiciones mínimas para participar en la
cosa pública. Portales y su idea del estado fuerte conciben un proyecto de país que cumplirá
su programa, es forzoso reconocerlo, haciendo necesarios 112 años para terminar con la
exclusión de los trabajadores y las mujeres. El ejercicio del poder político y económico
prácticamente sin oposición relevante, al menos hasta 1890, entrará en crisis por efecto
de la incapacidad de la oligarquía terrateniente para hacer frente a las demandas de la
globalización económica de la época, así como a la corrupción y la burocracia internas.
La nueva clase media y los sectores populares ejercen una presión que obliga al poder a
acoger algunas demandas sociales, entre éstas, la apertura de espacios para el ejercicio
ciudadano. La crítica social hacia los sectores dominantes se ejerce a través de diarios y
revistas de oposición que surgen en las federaciones universitarias, los partidos políticos
y las organizaciones de inspiración anarquista. La formación del estado de 1833 se ve
obligada reformular algunas de sus bases en 1925, traducidas en una nueva Constitución.
La sociedad chilena se muestra compleja, en la medida en que voces que hasta ahora
no tenían cabida desarrollan vehículos de expresión, reivindicaciones y, de fondo, su
propio proyecto de estado. La clase dominante y la Iglesia reaccionan con políticas de
proteccionismo social, una intensa actividad de beneficencia y la aplicación de una feroz
represión traducida en numerosas matanzas entre principios de siglo y fines de los años
‘20. Son los tiempos de la cuestión social que darán paso a nuevas reglas en el juego entre
la cátedra y el discurso político, y logran el derecho voto desde 1918. La Revolución Rusa
pone fin al paradigma monárquico y divide la historia Occidental, precedida por las teorías
de Marx y Engels sobre la evolución dialéctica de la historia con la economía como su
motor, proporcionando las bases filosóficas e ideológicas para el nacimiento de importantes
movimientos sociales, el anarquismo moderno entre ellos.
Latinoamérica y por cierto Chile asisten a sus propias contradicciones y crisis. El
modelo de relaciones sociales fundado en la autoridad monárquica y aristocrática que cae
en la Europa de la Reforma (sostenido con represiva porfía en la España contrarreformista)
sobrevive en la sociedad latinoamericana de herencia virreinal. Góngora mismo afirma que
este tipo de relaciones en torno a la figura de autoridad de tan antigua data se resuelve
mediante el caudillismo cuando entra en crisis el referente tradicional del poder. Visto así,
José Santos González Vera nace en un Chile que ingresa, de una forma u otra, al orden de
la Modernidad industrial, con el surgimiento de la clase media –de la que él mismo forma
parte–, la crisis del parlamentarismo y la llegada del ideario anarquista en 1890. Es un
Chile inquieto cuya sociedad civil, al menos un parte importante de ésta, reacciona al “peso
de la noche” creando nuevas instancias de asociatividad de inspiración ácrata. El joven
González Vera, quien, como veremos, deja pronto el colegio e ingresa al mundo del trabajo,
encontrará en Santiago espacios de participación social y política que, a la distancia de
noventa años, resultan variados y apasionantes si se los compara con la extendida apatía
cívica de la generación joven actual. El escritor había completado su educación media en
una escuela nocturna, lo que no le impidió ser redactor de la revista Claridad, órgano de
prensa de la FECh, y creador o colaborador de medios como las ya legendarias revistas
Babel, La Pluma, Numen y otras. Lo que identifica a la Generación de 1920 es su decidida
vocación por participar en la cosa pública y abrir el debate en torno a la cuestión social más
allá de las fronteras de la universidad. Lo nuevos partidos políticos, también con sus sedes
y diarios, refuerzan la idea de que el orden de relaciones sociales ha cambiado porque
uno de sus interlocutores tradicionales, el sector popular, desarrolla voz propia y actitud
crítica sobre las verdades que se creían definitivas. La élite reacciona con actitudes que
van desde la represión masiva, como ocurrió con las matanzas de obreros y campesinos,
pasando por las ya citadas propuestas de beneficencia, hasta la mera paliza de parte de
sus miembros más jóvenes, una suerte de contra-Generación de los ’20 que, amparada
en su fervor patrio y decidida a acallar a los anarquistas universitarios que reniegan del
militarismo y la totemización de los símbolos patrios, las emprende a bastonazos, golpes
y destrucción contra la imprenta de Claridad y la sede de la FECh. El hecho es recordado
en más de una ocasión por González Vera, evidentemente impresionado por la barbarie de
jóvenes como él, que provienen precisamente del sector que ha optado históricamente por
frenar la barbarie, si bien con este concepto se refieren al modo de vida popular, alejado de
las finezas de la clase alta. Herederos e impugnadores del proyecto portaliano autoritarista
tendrán más de una escaramuza, generalmente con triunfos para los primeros. No será la
única vez, como recuerdan algunas escenas de la cinta “Palomita Blanca” en donde jóvenes
de la élite cortan a la fuerza el pelo a otros muchachos en lugares públicos.
Médicos, escritores, abogados y arquitectos, éstos y otros profesionales que forman
parte de la Generación del ’20 con su estilo provocador y directo, pero las más de la veces
dialogante, tendrán un innegable peso en la formación del perfil del ciudadano chileno
que, al menos hasta mediados de los ’70, lee diarios, simpatiza o es miembro de una
colectividad política, mantiene una biblioteca personal y considera que la educación es la
vía que permite mejorar la calidad de vida. En paralelo, los pioneros de la sindicalización
dejarán por herencia la noción de que las relaciones obrero-patrón deben superar las
condiciones que denunciara tantas veces Baldomero Lillo en su “Subterra”. Los partidos
36 Campos R., Marcela
III Marco teórico
políticos de izquierda y centro que surgen a fines de estos años y a lo largo de las siguientes
décadas, desarrollarán un estilo de participación social que resulta, por contraste con
nuestra época post dictatorial, de gran frescura y libertad de expresión. Las reglas del juego
social cambian, y en mucho debe agradecerse a la Generación de 1920, de una forma que
perdura y da relativa estabilidad –y no menor prestigio– a la democracia chilena, al menos
hasta 1973. Los años ‘20 ven nacer a nuevos protagonistas sociales y en paralelo, asisten
al nacimiento de nuevas formas de estética literaria que, aún a cierta distancia del influjos
de las Vanguardias, desarrollan al interior del Criollismo aproximaciones a su sujeto estético
–el personaje popular– con una forma distinta de observación, menos distante, aunque no
menos lleno de curiosidad, y que en el caso de González Vera, el joven anarquista que no
elude ser parte de su tiempo, construirá, creemos, una estética que sintetiza esta toma de
posición ideológica bajo “un ángulo cuyo nivel es el mismo que el de los demás hombres”.
Más aún, señalará el final del Criollismo como corriente significativa en la evolución de la
literatura chilena.
la propiedad privada, a cambio de colectivizar los bienes y derribar las instituciones que
promueven y cuidan los intereses privados (leyes de herencia, etc.). El marxismo señala
un camino que culmina en una sociedad dirigida por la clase obrera, mientras que el
anarquismo rechaza esta alternativa, pues implica la continuidad de una relación autoritaria
y politizada con la sociedad. Estas diferencias generarán visiones contrapuestas y muy
críticas entre ambas corrientes, cuya agudización producirá la expulsión de lo anarquistas
de la Primera Internacional en 1864, ante las diferencias insalvables entre los seguidores
de Bakunin y Marx, especialmente por el tema de la validez de la violencia para enfrentar
al sistema.
En la lectura y análisis de los filósofos que preceden al anarquismo, éstos concluyen
que el camino para alcanzar la sociedad soñada pasa por algunos principios básicos:
reconocimiento de la libertad y respeto por el derecho a la autonomía del individuo
(incluyendo al enemigo) y, por consiguiente, rechazo frontal a todo tipo de coacción o
imposición de una autoridad (monarquía, Iglesia, partido político, militarismo etc.), ante lo
cual se propone una ética de acción o acción directa: los medios son más importantes que
los fines, y la elección de éstos no puede imponerse, sino ser resultado de la legitimidad
de los mismos sancionada por el grupo; la relación con el otro en asociación voluntaria,
horizontalidad, iniciativa y apoyo mutuo; rechazo a la propiedad privada y los canales
de la legalidad que el sistema ofrece para perpetuarla; confianza en la educación como
camino para alcanzar la autonomía individual. Estas bases se traducen en tres pilares:
autogestión, acción directa y trabajo desde las capas que están en la base de la sociedad:
los trabajadores, las mujeres, los dominados. Estos principios, sin embargo, no adquieren
espesor filosófico sino hasta el siglo XIX, de la mano de pensadores rusos, franceses e
italianos hoy considerados clásicos: Proudhon, Bakunin, Kropotkin y Malatesta. Junto con
el marxismo, el anarquismo establece la bases de sus postulados al calor de la Revolución
Industrial, el liberalismo económico y el surgimiento del proletariado; dicho de otra forma,
es un movimiento que debe entenderse en el marco de la Modernidad y cuya solidificación
sólo puede aquilatarse tomando en cuenta el clima de discusión post Iluminismo y post
Revolución Francesa que animara los salones y cafés europeos de la época. Esta discusión
generará corrientes al interior del anarquismo, si bien el hilo conductor básico acusa al
menos tres tendencias básicas: anarcosindicalismo (que apuesta por el trabajo de base
sindical como camino para la apropiación de los medios productivos y la Huelga General
que derrocará al sistema), anarquismo individualista (apuesta por el ejercicio de la libre
voluntad de asociación que sabrá encontrar el camino para alcanzar la sociedad anarquista,
incluyendo la acción directa violenta) y se contrapone al anterior, en la medida en que el
primero asume, indirectamente, la necesidad de organizaciones y jerarquías) y anarquismo
socialita, con dos vertientes que emanan de la propuesta colectivista de Bakunin (el
colectivismo obrero como unidad básica de la sociedad) y Kropotkin con su dimensión
anarco comunista en donde los bienes surjan del trabajo asalariado que se asigna según
las capacidades del individuo, mientras que se le retribuye según sus necesidades.
La síntesis anterior nos lleva a la pregunta sobre la forma en que se expresó el
anarquismo chileno y cuál o cuáles de sus vertientes lograron echar raíces en el movimiento
popular. Por cierto, cuál de ellas fue la que interpretó y orientó éticamente a González
Vera. Al revisar la bibliografía del caso, se observa que el tema ha adquirido un interés
reciente entre los historiadores, al mismo tiempo que pone en evidencia las conclusiones
contradictorias que surgen en el contrate de resultados. Luis Vitale y memoriachilena.cl
señalan entre su precursores a algunos obreros europeos (entre ellos el español Manuel
Chinchilla) como los primeros ácratas en llegar a Chile a diseminar “la Idea”, gracias a
los contactos que redundaron en la creación de periódicos de difusión obrera. Sergio
38 Campos R., Marcela
III Marco teórico
Grez, sin embargo, en Los anarquistas y el movimiento obrero (2007) discute algunas
afirmaciones de otros historiadores como Ramírez Necochea y Marcelo Segall, quienes
adjudican la aparición del anarquismo a obreros franceses escapados de la Comuna e
instalados en Magallanes alrededor de 1871. Según Grez no existe dato ni evidencia de este
hecho, aceptado muy rápidamente por investigadores posteriores. Junto con ello, señala
que si bien es innegable que el anarquismo es una doctrina europea, su instalación en Chile
sólo fue posible gracias a la iniciativa popular chilena de organización social, traducida en
las mancomunales y mutuales de artesanos y trabajadores, instancias de unión ante las
crisis del capital que fueron estimuladas por los anarquistas, pero no son obra exclusiva
de su creación. Por cierto, el nombre de Chinchilla ni siquiera aparece mencionado. Ya
sabemos que Salazar y Pinto hacen escasa mención de los anarquistas en la historia social
chilena del siglo XX. Este panorama nos hace optar por la investigación de Sergio Grez
Toso y la de Luis Vitale, como ya se mencionara, no sólo por ser ésta uno de los primeros
textos sobre el tema o aquélla por reciente y rigurosa, sino también porque éste reconoce
críticamente la investigación de sus predecesores en el tema, incluidos sus yerros.
A la acracia chilena la precede la formación de núcleos libertarios desde 1860 en
países como México (en donde Robert Owen fundó la primera comunidad), Uruguay y
Argentina, entre muchos otros, y surgidos al calor del incansable trabajo difusor que
trabajadores y líderes anarquistas desarrollaron en el continente, muchos de ellos en
su calidad de refugiados políticos. Una práctica común del anarquismo era (y es) la de
crear órganos de difusión como revistas y periódicos escritos, impresos y vendidos (y
muchas veces repartidos gratuitamente) por los mismos redactores en lugares de afluencia
obrera. Según Grez, hacia 1891 y en el marco de la Guerra Civil, se puede rastrear la
existencia de los primeros simpatizantes libertarios chilenos, quienes mantenían contacto
con sus pares argentinos vía envío de material escrito, al calor de cuya lectura comienza
a formarse trazas de grupos que deciden ampliar la presencia de “la Idea” en Chile
con la fundación, en 1892, del periódico de corta vida “El Oprimido”. Seis años más
tarde el anarquismo chileno adquiere una presencia más clara y definida en el escenario
46
sociopolítico nacional , reconociéndose una primera generación de líderes como Magno
Espinoza, Luis Olea y quien sería una de sus figuras señeras, a pesar de abandonar más
tarde el movimiento que defendiera con notable entrega: Alejandro Escobar y Carvallo.
Ellos, junto a Esteban Cavieres, Benito Rebolledo, María Caballero y otros, constituyen la
primera generación libertaria chilena y fueron los nombres recurrentes en la redacciones
de periódicos, fundación de centros de estudio y, principalmente, el liderazgo y conducción
de las huelgas que marcarían la actividad popular a principios del siglo XX, en particular
su primer decenio.
Infatigables y con una característica prosa inflamada que llama la atención por su
falta absoluta de eufemismos o “bajadas de perfil” tan comunes en la política actual, estos
anarquistas, sin embargo, no son los iniciadores del movimiento obrero chileno, como se
suele creer, sino más bien el agente catalizador de la actividad sindical para la que ya
estaban dadas las condiciones. Hacia 1900 existía el que fuera prácticamente el único
referente político contrario a los intereses de la élite: el Partido Democrático, más conocido
como “la Democracia”. Fundado en 1887, para inicios del siglo XX se postulaba como
una orgánica animada por ideales de corte liberal, aunque claramente influenciada por el
socialismo. Su carácter partidario y opción por establecer diálogo con el Estado provocó
que muchos de sus miembros, decepcionados ante la falta de resultados concretos, vieran
46
Grez Toso, Sergio. “La formación y expansión de una corriente libertaria en el cambio de siglo”, en Los anarquistas y el
movimiento obrero. La alborada de “la Idea” en Chile, 1893-1915 . Stgo., LOM, 2007, págs. 26-27.
47
Op. cit., pág. 29.
educación y fomento de la lucha sindical, conquistando logros que hoy son derecho legal
de los trabajadores chilenos, esta energía creadora resultó tan intensa como incapaz de
mantenerse en el tiempo:
A menudo, la desconfianza de los anarquistas hacia las organizaciones muy
estructuradas se convertía en el mayor obstáculo que impedía la continuidad
de su trabajo (...). La lógica implícita de esta forma de actuar de los anarcos
–inorgánica y con poca preocupación por lo resultados de su acción– se
encuentra, probablemente, en lo que Irving Horowitz denominó necesidad de
participación, de acción directa”. Para este modus operandi del anarquismo,
el resultado afortunado de su praxis no tiene tanto valor como la redención
personal (...) de modo tal que el acto revolucionario es “útil en su naturaleza, por
encima de su éxito o su fracaso político, principalmente porque la acción guiada
por un fin moral es redentora”. Llevando este razonamiento hacia el extremo se
podría sostener que en la perspectiva anarquista el fin importa poco y que el
50
movimiento lo es todo porque es movimiento portador de redención.
El comentario de Grez confirma que el anarquismo tiene en su propio código genético las
probables causas de su ir y venir por la escena social desde entonces hasta nuestros días.
Pero de ninguna manera impide afirmar que ya no parece posible hacer una historia de Chile
a espaldas del factor libertario, no sólo en cuanto a la evolución del movimiento popular
y su autoconstrucción de la categoría de sujeto, sino también en otros órdenes de la vida
que hoy parecen un aspecto más de la heterogeneidad postmoderna, cuya instalación en
las prácticas sociales comunes de fines del siglo XX e inicio del XXI (la vida en pareja
sin matrimonio, el pacifismo antimilitarista y antichauvinista, el autocuidado de la salud, la
conciencia de la relación hombre-naturaleza, igualdad de géneros, etc.) tienen como base
original la inserción de estos temas en el debate público gracias a la crítica anarquista.
Así, el aún adolescente González Vera ingresa al anarquismo chileno en el momento
de mayor relevancia social y política de este movimiento, como evidencian sus numerosos
órganos de prensa, presencia en el movimiento obrero, centros de estudio, teatros y
federaciones estudiantiles. Con bases de pensamiento filosófico y social provenientes de
la obra de Bakunin, Kropotkin y Malatesta, entre otros, y también con lazos estrechos con
otros movimiento anarquistas en el mundo, el joven redactor de La Batalla y Claridad cuenta
con algo más que discusiones teóricas o revolución de café. En sus alusiones personales y
literarias, como ocurre en el relato “Una mujer” de Vidas Mínimas , reconocemos el mismo
eclecticismo teórico del anarquismo chileno de la época, sin mayores preocupaciones
por delimitar diferencias entre una tendencia u otra. Considerando su estilo de vida y
construcción estética, es posible postular la preferencia de González Vera por el libertarismo
kropotkiniano, pero visto el tenor de la discusión de la época, no parece que valga la pena
intentar ningún encasillamiento.
El anarquismo es una presencia viva, temida, espiada y perseguida. Cuenta también
con un ideal ético que intenta hacerse carne en el actuar individual de su miembros, de una
forma – forzoso es reconocerlo– que se tomó mucho más en serio que el slogan sobre “el
hombre nuevo” que promoviera la izquierda chilena de los ’80, en tanto la mayor parte de
su adherentes mantuviera una conducta tradicional en todos los temas de relación social
que no fueran los estrictamente asociados a la labor militante. González Vera llegaba a un
Chile en plena reacción al proyecto monárquico y luego oligárquico que representaba el
50
Op. cit., págs. 56-58.
permite hacer y no hacer al individuo. Para efectos teóricos y de análisis, he preferido esta
última acepción.
De acuerdo con ello, la visión kropotkiniana propone una moral que se niega a la
aceptación pasiva de la moral oficial, proveniente de las instituciones: la Iglesia, la tradición
impuesta, etc. Esa moral ha estado, al decir de los anarquistas, al servicio de las instancias
que mantienen la relación dominante-dominado y carecerían de legitimidad, pues no
reconocen la autonomía del individuo capaz de elegir. La moral anarquista asume que los
ejes orientadores de su práctica son tan sencillos como antiquísimos, pues están en la
base de la supervivencia tanto de nuestra especie como de las demás: la cooperación, la
solidaridad, el placer de dar y compartir. Reivindica el carácter hedonista de la solidaridad,
en la medida en que todos los actos humanos y, por extensión, cada acto de un ser vivo
carece de ninguna otra motivación que el placer de ejecutarlo, incluso cuando se trata del
sacrificio por otro o por un ideal (lo que a la postre siempre resulta ser un sacrificio por el
otro..., el que vendrá).
Asumiendo que los humanos son una especie más que actúa por placer, y que la
solidaridad y colaboración son los ejes que no han permitido llegar a este punto en nuestra
evolución (al menos el de la supervivencia), se entiende el sentido de clásica máxima
anarquista sobre hacer al otro lo que quisiéramos que, en iguales circunstancias, el otro
hiciera por nosotros.
La ética anarquista entonces se manifiesta en bajo las siguientes premisas de acción:
∙ Asume la natural bondad humana y su tendencia a la cooperación mutua.
∙ Implica el reconocimiento de la libertad del otro, de un derecho a la diferencia y del
ejercicio libre de esa diferencia.
∙ Reconoce como legítimas las prácticas morales que surgen del desenvolvimiento
libre, la aceptación voluntaria de estas prácticas. Una moral que es legítima
porque proviene de la voluntad individual que, en sintonía con otras ante un mismo
fenómeno, opta por un camino para regir la conducta.
∙ Establece que el ejercicio de la libertad, supremo bien y derecho del individuo, sólo
tiene sentido en la aceptación de la libertad del otro y la comprensión mutua de los
límites que el libre ejercicio social significan.
∙ La ética anarquista encuentra bondad, cooperación y solidaridad en la praxis en
y para la sociedad oprimida, estimulando la creación de canales de educación y
desarrollo de conciencia social, la autogestión y formación de espacios que faciliten
la educación como la expresión libre de necesidades como oprimidos (sociedades,
grupos, sindicatos, etc.) y su enfrentamiento directo con los opresores.
∙ De acuerdo con ello, se valora el hacer liberador y antisistema, más que el resultado
o la permanencia del hecho fundado. Este hacer es ya la respuesta liberadora, pues
en la acción misma radica la meta.
∙ Se entiende a sí misma como la negación de la ética tradicional de origen burgués
con raíces en la moral judeo-cristiana en todo lo relativo a la conducción, coacción y
cooptación de la conducta del individuo en tanto miembro de la sociedad.
∙ Asume que esta colaboración y solidaridad natural se encuentra en forma clara en el
mundo de los oprimidos.
Antes de revisar la forma en que estas nociones maduraron y llegaron a ser parte de la
estética narrativa de González Vera, es necesario detenerse en otro aspecto teórico de
la cuestión: desde dónde acercarnos a dicha estética, desde qué considerando elemental
poder entender el mecanismo bajo el que opera el gesto ético en el gesto estético, vistos
46 Campos R., Marcela
III Marco teórico
desde una perspectiva cultural que comprenda –y permita comprender– no sólo el problema
de la ética desde su perspectiva filosófica, sino también las coordenadas históricas, políticas
y culturales en las que se entiende esa filosofía, qué métodos propone para abordar el
problema de la ética y, especialmente, qué supuestos de la relación humana son parte de
sus premisas. Se trata de encontrar una herramienta teórica que sintonice con el marco
general de la historia y la ideología marcadas por la relación conflictiva entre los intereses
del poder y los de las clases oprimidas. Pero más importante aún, que permita abordar los
supuestos éticos que animan la creación narrativa.
La respuesta, al menos inicialmente, la encontramos en una corriente filosófica que
surge en América Latina a fines de los ’60, llamada Filosofía de la Liberación, en particular
en la noción que uno de sus principales exponentes, Enrique Dussel, propone para el
análisis filosófico, la noción de la “analéctica”. La Filosofía de la Liberación forma parte
de la línea evolutiva del pensamiento filosófico latinoamericano que comienza con sus
precursores del siglo XVII, personalidades que, animadas por la inquietud independentista
de las colonias, se formularan las primeras preguntas acerca de la libertad, la dependencia,
la autonomía, e hicieran las primeras lecturas de los filósofos europeos que la Ilustración
instalaba en importantes centros de divulgación del Viejo Continente. La paradoja se
anuncia: para reflexionar sobre las formas de alcanzar libertad y autonomía respecto de
la potencia dominadora, los intelectuales y políticos americanos apelaron al cuerpo de
ideas que explica y da sentido a ese canon europeo dominador, animado a su vez por
sus propias contradicciones y oposiciones, por sus propios conflictos y críticas, difícilmente
podría ser de otra forma: cualquiera fuese el estado de la reflexión entre los intelectuales
prehispánicos de las culturas y civilizaciones conquistadas, el conquistador tuvo cuidado
de eliminar prácticamente todo rastro (salvo por felices excepciones) de la expresión de
su pensamiento e historia. A cambio instaló sus propios códigos, leyes, estética y teología,
manifestaciones todas que no pueden entenderse sin conocer los fundamentos últimos que
dan sentido a estas producciones culturales e ideológicas: Grecia, y con ella, culturas de
mayor antigüedad que animan lo que fuera la discusión griega, como el aporte sumerio
y egipcio. El hecho es que la reflexión filosófica latinoamericana como tal, reciñen da sus
primeras señales a fines del siglo XIX.
De ese modo, Enrique Yepes, profesor de Literatura Hispanoamericana de la
Universidad de Rutgers, reconoce el aporte de precursores como Andrés Bello y su
noción de “lo americano”, la visión pedagógica de avanzada en Simón Rodríguez, también
destacada por Ángel Rama y, más adelante, la construcción del “latinoamericanismo” de
la mano de Rodó, Martí y otros intelectuales cuyas líneas de pensamiento encontraron
acogida en el siglo XX con las propuestas de los mexicanos José Vasconcelos y Alfonso
Reyes, el dominicano Pedro Henríquez Ureña y el peruano José Carlos Maríategui. Hacia
mediados de siglo Yepes y a propósito de la Filosofía de la Liberación, señala que:
La revolución cubana de 1959 y las profundas reformas del Concilio Vaticano
II de la Iglesia Católica en 1962, generaron nuevos marcos de pensamiento
dentro de los que numerosos pensadores produjeron la línea de reflexión que
más trascendencia internacional ha tenido en América Latina. Fue una filosofía
basada en el concepto de la liberación de los oprimidos, es decir, la construcción
de condiciones materiales y educativas que permitieran superar la miseria
55
económica de vastos sectores de la población.
55
Yepes, Enrique. La Filosofía de la Liberación Latinoamericana . Abril 2006. Recurso electrónico disponible en: http://
www.bowdoin.edu/~eyepes/latam/liberac.htm
La intensa discusión crítica en todo Occidente que caracterizara a los años ‘60, llegó hasta
la Iglesia Católica, cuya reacción a los cambios sociales tuviera lugar protagónico en el
Concilio Vaticano II. Las conclusiones de este encuentro influyeron en pensadores como
Leonardo Boff y Helder Cámara, quienes dan origen a la Teología de la Liberación. En el
mismo tenor, el brasileño Paulo Freire genera su propuesta de una Pedagogía del Oprimido
orientada a cambiar el verticalismo en las relaciones profesor-alumno tradicionales hasta
entonces, asumiendo que las experiencias y saberes del estudiante deben ser consideradas
como otro elemento de aprendizaje enriquecedor para el docente, quien también aprende
y es educado, en la medida en que realiza la apertura a estos saberes del otro. El
argentino Enrique Dussel, junto a filósofos como Scanonne, Cerruti-Goldberg y otros,
acusa recibo y se propone desarrollar una filosofía que esta vez emane de la misma
Latinoamérica, rompiendo la relación tradicional de relectura del pensamiento europeo y
apelación constante a sus escuelas y corrientes. Esta filosofía gira sobre el supuesto ético
fundamental de la apertura y escucha del Otro –el oprimido hasta entonces sometido al
silencio, el negado– y quiere superar la metodología dialéctica o mejor dicho, incluirla y
luego superarla en un nuevo plano de relación entre el hombre y la realidad: la analéctica.
Al respecto, señala Yepes:
A partir de un análisis de la historia de conquista e invasión desde Europa sobre
América, y de cómo creó estructuras de dominación, marginación y dependencia,
Dussel demuestra cómo estas prácticas de dominación se basaron en una
filosofía universalista del Occidente europeo. Al atribuirse la autoridad sobre
el conocimiento universal, la filosofías europeas han definido la "naturaleza
humana" según los parámetros, modos de comportamiento y orientación
racionalista de Occidente, condenando a las culturas invadidas a condiciones
de no-ser, caos e irracionalidad. De este modo, las filosofías occidentales han
legitimado históricamente la dominación que oprime al llamado Tercer Mundo,
escondiéndola bajo la apariencia de "promover civilización". Para responder
a estas condiciones, Dussel propone una filosofía basada en el diálogo y la
escucha de los excluidos, del "Otro radical", es decir, del sujeto que ha sido
convertido en objeto por la dominación occidental. Esta práctica reflexiva
organizaría una "analéctica de la liberación" como alternativa para la "dialéctica
de la dominación" prevaleciente. El desarrollo teórico de Dussel se basa en
una crítica detallada de la ontología de Kant, Hegel, Heidegger y otros filósofos
alemanes, franceses e ingleses, ya que, para él, la voz de los oprimidos tiene que
pasar por la paradoja de hablar con la lengua del opresor para poderla cuestionar
y superar: "Para descubrir nuevas categorías con las cuales nos sea posible
pensarnos a nosotros mismos, hay que comenzar por hablar como los europeos
56
y, desde ellos, probar sus limitaciones" (Dussel 1979: 108)
Dussel hace hincapié en que ni la dialéctica ni la analéctica son filosofías, sino métodos que
facilitan el trabajo reflexivo de la filosofía y, particularmente la última, descansa sobre una
base que es ante todo ética. Mientras que la dialéctica es una aproximación a la reflexión
filosófica trascendente que nace de la totalidad que presenta el cotidiano, totalidad asumida
en sí y aceptada para luego ser criticada, en un acto en el que el acercamiento es a lo que
está, lo que es, lo que logra ser reconocido, la analéctica se esboza como la aceptación
de que, en lo que es, hay realidades no totalmente conocidas, aunque no por ello menos
56
Ibid.
reales, realidades que escapan al horizonte desde el cual la dialéctica aprehende y critica
la realidad. Lo desconocido, cuyos códigos ignoramos, comienza a ser aceptado y luego
escuchado: es la voz del Otro que apela, y a la cual se responde. Un Otro que, hasta ese
momento, no ha sido invitado al horizonte de la realidad asumida y aceptada. Es el Otro
negado, marginado, oprimido:
El método ana-léctico surge desde el Otro y avanza dialécticamente; hay una
discontinuidad que surge de la libertad del Otro. Este método, tiene en cuenta la
palabra del Otro como otro, implementa dialécticamente todas las mediaciones
necesarias para responder a esa palabra, se compromete por la fe en la palabra
histórica y de todos esos pasos esperando el día lejano en que pueda vivir con
el Otro y pensar su palabra, es el método ana-léctico. Método de liberación,
57
pedagógica analéctica de liberación.
Esta inclusión del Otro necesita de un ejercicio que, antes de ser método, supone algunas
actitudes preliminares:
El filósofo, racionalidad actual refleja auténtica, sabe que el comienzo es con-
fianza, fe, en el magisterio y la verdad del otro: hoy es con- fianza en la mujer,
el niño, el obrero, el subdesarrollado, en una palabra, el pobre: él, el alumno,
tiene el magisterio, la pro-vocación ana-lógica; él tiene el tema a ser pensado: su
58
palabra revelante debe ser creída o no hay filosofía sino sofística dominadora.
Dussel cree que la analéctica es el método que permitirá a la filosofía volverse un
instrumento de liberación para el Oprimido, sea éste o no latinoamericano, y donde el
filósofo mismo también resulta incluido y afectado:
El filósofo que se compromete en la liberación concreta del otro accede al mundo
nuevo donde comprende el nuevo momento del ser y desde donde se libera
como sofista y nace como filósofo nuevo, ad-mirado de lo que ante sus ojos
venturosamente se despliega histórica y cotidianamente. El mito de la caverna de
Platón quiso decir esto pero dijo justamente lo contrario. Lo esencial no es el ver
ni la luz: lo real es el amor de justicia y el otro como misterio, como maestro. Lo
supremo no es la contemplación sino el cara-a-cara de los que se aman desde el
59
que ama primero.
En una aproximación más cercana a la naturaleza de este método, Dussel indica:
(...) podemos hablar del método analéctico que no niega el valor ontológico
(dentro de la totalidad entonces y solamente) del método dialéctico, pero
descubre una dimensión humana de significación metafísica y liberadora.
El método dialéctico avanza de totalidad en totalidad, de lo mismo hacia lo
mismo y no puede pensar adecuadamente la negatividad del otro. Es por ello
57
Dussel, Enrique. Introducción a la Filosofía de la liberación. 1972. Recurso electrónico disponible en:
http://www.crefal.edu.mx/Biblioteca/CEDEAL/acervo_digital/coleccion_crefal/no_seriados/enrique_dussel/
textos/14/08pp221-241.pdf
58
Dussel, Enrique. Método para una filosofía de la liberación. Superación analéctica de la dialéctica hegeliana.
Ediciones Sígueme, Salamanca, 1974. Págs. 193-194. Recurso electrónico disponible en: http://www.ifil.org/Biblioteca/
dussel/textos/08/09pp175-197.pdf
59
Op., cit., pág. 194.
que más allá de los que creen interpretar la realidad con sentido común (los
defensores ingenuos del statu quo) y, de los que crítica-mente empuñan el
método dialéctico, el respeto de la voz del otro, la aceptación del otro como
más allá de todo sistema o totalidad instaura no sólo una actitud de escucha
creadora sino igualmente un nuevo método en las ciencias humanas (ya que en
las ciencias naturales es el método dialéctico el único que puede emplearse). La
exterioridad del otro, como momento meta-físico primero, nos permite interpretar
la historia, la economía (tal como lo hace la socioeconomía de la dependencia
que se abre a la exterioridad cultural de los pueblos periféricos), la sociología,
60
etc.
Esto nos devuelve al marco histórico señalado anteriormente... Los historiadores que
deciden enfrentar la historiografía tradicional, en la que no se discute el uso de expresiones
como “el bajo pueblo” y, por cierto, no se incluye a éste como sujeto de la investigación
histórica, están apelando al componente ético en su metodología de investigación y
análisis, señalando expresamente que este silencio sobre el Otro elude asumir el rol que
el ciudadano (y la historia en la que éste alcanza dicha ciudadanía) son parte esencial del
presente de las sociedades que quiere entenderse en el estudio de su pasado. No utilizan
la expresión “analéctica”, pero a la luz del texto citado, resulta muy clara la sintonía de
perspectivas que surge entre esta corriente histórica y la filosofía de la liberación. No es de
extrañar, si consideramos que Dussel, Salazar y otros filósofos e historiadores son parte
de la generación que vivió la intensidad de los años ’60 y ‘70 latinoamericanos, cargados
de sueños, militancias y certezas, una época que asistía a la concreción de los ideales
revolucionarios, que vio levantarse y caer al Che, que vio el dolor y el triunfo de Vietnam.
La victoria de la Revolución Cubana marcó a una generación completa de la izquierda
continental. En el contexto que tratamos ahora, quizás si la certeza más clara fue la de que
había algo propio que decir, y para decirlo había que encontrarlo, porque se lo sospechaba
sin precisarlo con nitidez. El problema de la identidad de América Latina resurgió no
sólo en la discusión intelectual, sino también en la de los artistas y creadores “cultos” y
folklóricos. Ni los filósofos ni los historiadores de izquierda se marginaron del tema. Crear
para los latinoamericanos (y por extensión, para los marginados del canon occidental) un
referente propio, nutrido de nuestros saberes y experiencias, dotado de categorías surgidas
desde ese encuentro y descubrimiento de lo que siempre había estado en el cotidiano y,
es esencial reiterarlo, el cotidiano popular, periférico, no imitativo ni arribista en el plano
intelectual. Decir desde acá, para los de acá, y para que nosotros, los de acá, tuviéramos
forma de nombrarnos a nosotros mismos y al camino que nos conduzca a resolver nuestras
demandas y desafíos.
Dussel cree que la Filosofía de la Liberación es la respuesta a estas aspiraciones.
Menciona en muchas ocasiones la noción del método para esta filosofía, habla del momento
analéctico en la dialéctica y luego de la analéctica como herramienta basal del análisis que
lleva a la liberación. Lo que nos interesa es esta propuesta inicial de inclusión, de apertura
y escucha. Sin embargo como método explícito, como ejercicio intelectual en torno a algún
aspecto, situación, proceso o fenómeno, es forzoso coincidir con los críticos a Dussel: el
método se menciona, pero no se perfila con claridad. En Ética comunitaria (Ediciones
Paulinas, Madrid, 1986), por ejemplo, el análisis se centra en la noción de comunidad,
tomando como base la formación de las comunidades cristianas y la evolución y crítica de
la teología al respecto, a partir de una relectura bíblica. Sin cuestionar lo interesante que
60
Ibid, Pág. 205.
pueda ser la propuesta, resulta arduo dilucidar el plano teológico –es decir idealista– del
abordaje dialéctico y analéctico de la cuestión, y no porque el autor repare en contextualizar
toda vez que sea necesario.
A propósito de los desafíos de la filosofía latinoamericana moderna, el académico
peruano David Sobrevilla ha concentrado su investigación en el desarrollo de los fenómenos
y sintetiza de la siguiente forma los principales hitos evolutivos de la misma:
Encuentro en la filosofía actual en América Latina cinco corrientes principales.
De éstas, tres corresponden a corrientes trasplantadas de Europa y dos han
surgido en el suelo latinoamericano sobre la base en parte de impulsos propios
y en parte de influencias ajenas. Las primeras son el movimiento fenomenológico
61
y existencialista, el marxismo y la filosofía analítica.
Más adelanta cita a Cerruti-Goldberg, quien caracteriza la filosofía de la liberación de la
siguiente forma:
1) Se trata de elaborar una filosofía auténtica en América Latina, 2) Se piensa
que es necesario destruir la situación de dependencia que afecta a América
Latina, 3) Se sostiene que esta situación dependiente está apuntalada por una
filosofía justificatoria y académica que la convalida, y que es preciso reemplazar
entonces por otra que haga críticamente explícitas las necesidades de las
grandes mayorías explotadas del pueblo pobre y oprimido de América Latina, y 4)
Se afirma que este pueblo es el portador de una novedad histórica que debe ser
62
pensada y expresada por la filosofía de la liberación.
Esta “novedad histórica” lo es, en rigor, para los intelectuales formados al alero del
canon occidental en diversas disciplinas que también surgen en ese referente cultural. Es
“novedad histórica” para quienes, por formación académica y orígenes sociales, la palabra
del Otro apenas era perceptible en el folklore, la feria artesanal y por cierto, la literatura
criollista. Deslindar sin embargo, esta idea del Otro de cierta tendencia al paternalismo, a
la idea de que porque es popular tiene, necesariamente, que estar cargado de una verdad
expresable filosóficamente nos parece una alta posibilidad (lo sabemos por Violeta Parra,
pero resulta más difícil asegurar que Violeta o Yupanqui son los únicos representantes de
la compleja heterogeneidad popular latinoamericana), pero no tenemos ante nosotros el
ejercicio de aproximación a estas realidades desde la analéctica.
Sobrevilla no teme enfrentar algunos supuestos de la filosofía de la liberación. El
primero se relaciona con la originalidad de la propuesta que parte por liberarse del peso
que la filosofía occidental impone en nuestros intelectuales:
Quisiera indicar en primer lugar que la fenomenología y el existencialismo
fueron de una gran ayuda para el descubrimiento de la realidad latinoamericana
al acentuar aquélla el aspecto descriptivo del trabajo filosófico o al proponer
éste como categorías centrales conceptos como los de la «autenticidad» o «lo
61
Sobrevilla, David. “Situación y tareas actuales de la filosofía en América Latina”. Revista Logos Americano, Año
1, nº 1, 1994. Recurso electrónico disponible en: http://sisbib.unmsm.edu.pe/Bibvirtual/publicaciones/Logos/1994_n1/
situacion.htm
62
Ibid.
Dussel. Lo que es aún más importante para efectos de esta tesis, Dussel y sus seguidores
(aunque luego algunos resultaran críticos) son los únicos en elaborar un constructo como
la analéctica, y asumir expresamente el carácter ético que debería teñir a cualquier intento
de hacer filosofía desde América Latina.
Escuchar la apelación del Otro como un ser libre, escucharla en la aceptación de
que no se conoce el contenido de esa apelación, pero no habría razón para asumir que
no es un discurso válido... Abrir la reflexión desde la dialéctica que asume totalidades
a la analéctica que incluye exterioridades... El Otro que está afuera, en el margen, la
periferia, la dominación... Parece una paráfrasis de la ética anarquista en sus puntos
esenciales, como el reconocimiento de la libertad de cada individuo y su derecho a ejercerla,
la certeza de que es tarea esencial crear espacios para dar voz al oprimido y de que
el fin último del pensamiento es la acción liberadora. Los anarquistas del continente no
estaban exactamente preocupados por definir si sus fundamentos filosóficos eran o no
latinoamericanos, porque entre otras cosas asumían el aporte de los teóricos italianos,
franceses o ingleses como valores con la suficiente universalidad y claridad para acoger
en su seno las demandas más urgentes de todos los oprimidos de un continente u otro.
Hasta hoy se sabe poco de la “teoría anarquista latinoamericana”, y no es de extrañar si
conocemos su opción por el hacer más que el teorizar. Pero es innegable la convergencia
ética libertaria y analéctica en sus aspectos esenciales. Lo que resulta más revelador
para acercarnos a la obra del escritor González Vera: la analéctica, con o sin deficiencias
metodológicas, alcanza a señalar un supuesto teórico que nos ayuda a leer la prosa
gonzalezveriana como una aproximación desde la ética a la estética. O al menos eso es lo
que nos proponemos en los apartados siguientes.
2. El Criollismo.
a las formas de hablar, vestir y comportarse del mestizo pobre, temas que por ser tratados
con énfasis en aspectos anecdóticos y descriptivos, reciben el apelativo de costumbrismo.
El atractivo de la descripción costumbrista inicial sería superado por la necesidad de
explorar con mayor profundidad en las actitudes y maneras de vivir de los personajes desde
sus circunstancias culturales. Este punto converge con el tema central de la discusión
entre la intelectualidad latinoamericana del período: el camino que le toca recorrer al
continente, constantemente sometido a la tensión entre los arrestos bárbaros del nativo,
versus la civilización europea. Se trata de autores que desde su identidad urbana, educada
y privilegiada, destacan por su afán de asimilarse al canon europeo, de poner distancia
con el bárbaro no ilustrado, circunstancia que tiene el defecto de alejarlos de los habitantes
“auténticos” que son, por oposición, los pobres del mundo rural y, más adelante, los
trabajadores dependientes de las ciudades. Sarmiento en su Facundo (1845) adhiere a la
tesis civilizadora. Martí, entre tanto, afirma en su ensayo capital “Nuestra América” que
la mejor forma de gobernar pasa por reconocer las particularidades sociales y raciales de
cada país, para generar aparatos legales que asuman esa diferencia, en vez de meramente
reproducir los sistemas que Europa propone para su propia circunstancia. La literatura
más significativa dentro de los intereses del Criollismo se escribe como respuesta a esta
cuestión: Martín Fierro , el poema de José Hernández acerca del mundo gaucho, es una
reacción contra el europeísmo convencido de Sarmiento, por nombrar dos obras del canon
criollista argentino. Lo que está en cada extremo de este eje es, a fin de cuentas, una forma
más de manifestar la tensión entre colonizadores y colonizados en constante negación de
su mestizaje los unos, o en el ejercicio de asumir su diferencia los otros.
Se señalaba al principio que el Criollismo, tendencia literaria latinoamericana con
acento en el tema de la realidad social y geográfica, y la forma en que marca el perfil
de los habitantes del territorio, se manifiesta de forma heterogénea en tanto literatura: se
reconocen tendencias que nacen por reacción a las primeras obras publicadas, o exploran
en sus posibilidades. De este modo la teoría se refiere al costumbrismo, Criollismo, realismo
social, mundonovismo, neoCriollismo... Los énfasis se relacionan con el acento que unos
u otros ponen en el papel del espacio físico, su diversidad y los desafíos que moldean
el carácter de quienes lo habitan ( Doña Bárbara ), llegando incluso a superar a los
personajes humanos en protagonismo ( La vorágine , los cuentos de Horacio Quiroga,
etc.). La atención también se desplaza a las relaciones de poder en el mundo agrario: el
carácter de patrones y peones, el modo en que las relaciones de dependencia afectan el
carácter individual y llegan a formar un ethos particular, como ocurre con Gran señor y
rajadiablos , del chileno Eduardo Barrios o, desde una perspectiva de clase muy distinta
y más cercana a la denuncia (que no oculta el valor estético del texto), Subterra , de
Baldomero Lillo. En cualquiera de los casos, estas obras adhieren a la intención básica
69
del movimiento, formando una corriente que podríamos calificar de macrofiguradora ,
para usar los términos de Leonidas Morales, en tanto adquiere un peso e influencia que
se extendería a tres generaciones de literatos que tienen presente el principio básico de
retratar la realidad característica de sus países. La evolución de esta corriente, sin embargo,
no puede entenderse sólo desde este postulado y sin considerar la especificidad de la
69
Morales plantea el concepto de la macrofigura como un principio narrativo que propone cierta perspectiva de sentido: “La
actividad del principio marca tanto el modo de presentar las historias como el tratamiento dado al escenario geográfico en que se
desarrollan. Su aplicación en estos dos planos correlacionados (historia y escenario) tiene efectos configuradores que atraviesan el
conjunto de relatos; subsumen el mundo particular que cada relato contiene, en un universo que los trasciende y a la vez los integra.”
Ver Morales, Leonidas T. “Misiones y las macrofiguras narrativas hispanoamericanas”, en Figuras literarias, rupturas culturales
. Santiago: Pehuén Editores, 1993. Págs. 19-20.
historia sociopolítica del país en que surgen estos escritores, como tampoco se entiende
cabalmente ésta sin atender al marco general de dependencia y dominación económica y
cultural (transada o resistida), eurocentrismo (buscado o rechazado) y mestizaje (rehuido
o asumido) que implica pensar en América Latina.
Como lo señalaba Mario Góngora en una cita anterior, las repúblicas independientes
latinoamericanas del siglo XX sufrieron, en ausencia de la tradicional voz de mando
española, la experiencia del cacicazgo, suerte de liderazgo asumido por terratenientes
(es decir, herederos de la tradición de mando desde las encomiendas en adelante), el
caudillismo –autoridad impuesta por un jefe militar o una figura de arrastre popular) y, por
cierto, las dictaduras militares o apoyadas en los militares. A ello es necesario agregar
que el período posterior a la Independencia estuvo marcado por la necesidad geopolítica
de determinar los límites y fronteras de cada país, con los conflictos del caso, siempre
observados, monitoreados y derechamente intervenidos por los países de mayor peso
económico con intereses en la región: Inglaterra, al menos hasta fines del siglo XIX,
sucedido luego por los Estados Unidos. Las guerras del Pacífico, el Chaco, etc., cambiaron
en forma dramática no sólo la forma física de los países, sino que inventaron otros nuevos
(como en el caso de Panamá) y reforzaron la experiencia de dominación que se reproduce
históricamente desde el vínculo continental Europa-América Latina, pasando por el trato
entre países hasta llegar al nivel cotidiano de las relaciones sociales. En ese contexto, la
producción escritural en torno a la realidad de cada país o región del continente que luego
será denominada Criollismo, de una forma u otra trasunta este verticalismo histórico, y si
bien se asoma al final de la primera generación post independentista, sólo da señales de
madurez estética casi un siglo más tarde, una vez que las naciones han alcanzado un clima
de convivencia interno y externo de cierta estabilidad (si bien sabemos que ésta suele estar
jalonada por tensiones de diversa índole).
El Criollismo chileno no escapa al influjo de las coordenadas descritas más arriba, si
bien reviste ciertas particularidades que es del caso analizar. Al respecto me ha parecido
valioso el artículo de Dieter Oelker citado más arriba, ya que sintetiza la mirada crítica
chilena sobre la corriente, considerando la clasificación de tres importantes historiadores
y críticos de nuestra literatura (Mario Ferrero, Ricardo Latcham y Cedomil Goić). Amén de
ello, profundiza en torno a las reacciones estéticas que se produjeran al interior y exterior
del Criollismo, postulando finalmente las razones por las que esta corriente evidenciará
debilidad para alcanzar un lugar de trascendencia en la historia de la literatura chilena
e hispanoamericana. Más adelante retomaremos este último y crucial elemento, cuando
corresponda abordar la obra de González Vera. Por lo pronto y como fue señalado, Oelker
pone en paralelo tres maneras de conocer la evolución del Criollismo chileno, problema
que fuera abordado por Ferrero, Latcham y Goić desde sendos puntos de vista. Mientras
Ferrero considera la corriente desde el foco temático que estimula la creación –el Criollismo
70
como una forma chilena de hacer literatura realista–, reconociendo tres generaciones en
torno a esta energía matriz, Latcham prefiere considerar al Criollismo como un movimiento
71
que se desarrolla en al menos dos generaciones (aunque esboza una tercera), con inicio
entre 1900 y 1910, y término en 1930. Goić, en tanto, opta por una periodización organizada
según el método de las generaciones, y aborda el tema postulando la diferencia que existiría
entre el Criollismo entendido tradicionalmente, y una forma chilena ligada estrechamente
al naturalismo. Señala Oelker:
70
Op., cit, págs. 39 y 41.
71
Ibid. La cursiva es de Oelker, y me parece muy oportuna.
74
Op., cit., pág. 45 y siguientes.
75
Op. cit., pág. 44.
76
ausentes todos los grandes problemas de la vida y todas las inquietudes de la inteligencia” .
Según Silva Castro esto se explica porque los escritores se limitan ante las conveniencias
y preocupaciones, lo que se traduce en “su moral estrecha, su rutinarismo de funcionarios,
sus minúsculos puntos de vista..., su egoísmo realista y... su miedo rastrero a la poesía”.
El origen de clase (media) de los autores causaría ese efecto de mediocridad estética. El
juicio drástico sobre lo que se ha escrito entre 1910 y 1930 es confirmado por Manuel Rojas,
aunque éste no cree que sea la clase social la que determina el pobre efecto, sino a la
escasa cultura ilustrada de los escritores, en todo orden de cosas, excepto en cuanto a la
literatura misma: “el escritor chileno se dedica a lo que le rodea, a lo que menos preparación
y esfuerzo intelectual le cuesta, a lo que no le exige sino cierta preparación literaria, espíritu
de observación, retentiva y habilidad; a la descripción de lo objetivo, que a veces llega ser
77
superficial a fuerza de ser objetivo: el campo, las montañas, el mar y los hombres de Chile”
Oelker concluye que ambas posturas complementan la razón que explica “la falta de
dimensión y vuelo intelectual de nuestra literatura narrativa y crítica”. Personalmente no
puedo menos que reconocer que en la relación entre cantidad de autores y publicaciones del
Criollismo chileno, versus el peso estético de los textos, resulta más favorable a la cantidad
que la calidad. Los autores que trascienden son los que superaron el momento criollista,
hecha excepción de algunos que resaltan entre los lectores nacionales, fenómeno similar a
lo que ocurre con nuestra pintura: no hay galerías fuera de Chile para un Helsby –y por cierto
que no fue este último un pintor tradicionalista– o un Valenzuela Puelma. Matta o Claudio
Bravo son artistas que escaparon a la anécdota en la pintura. Esto ocurre por similares
razones con un Manuel Rojas o un Latorre. O un González Vera. Se sabe poco de lectores
en Argentina o Ecuador de estos escritores, menos aún en otros continentes. Francisco
Coloane constituye una excepción por su éxito en Francia de hace poco más de una década
e infiero que algo similar podría pasar con la Bombal, a encontrarse interesados en difundir
su obra fuera de Chile. Esta tesis busca reanimar la lectura de González Vera, porque como
se espera demostrar más adelante, el análisis de su obra da cuenta de un peso estético
no suficientemente aquilatado, no sólo porque se opone a los procedimientos tradicionales
del Criollismo, negándolo dialéctica y analécticamente, sino porque en su visión de mundo
pueden sentirse convocados los lectores del tercer milenio dispuestos a sorprenderse.
79
Ferrater Mora, José. Diccionario de Filosofía . Buenos Aires, Sudamericana, 1975, pág. 745.
80
Cuesta Abad, José Manuel. Teoría hermenéutica y literatura . Madrid, Visor Distribuciones, 1991. Pág. 241. Cursivas en
el original.
81
Ibid. El destacado es mío.
Dostoievski o Nabokov sin evocar el estremecimiento y (o) admiración que produce el efecto
estético de la palabra que gira alrededor de la dimensión ética y moral de sus obras, sin
eludirla, pero tampoco sin someterse a ésta.
¿Cómo ha asumido este problema el Criollismo chileno? Es el momento de observar
la relación dialéctica entre sujeto literario y sujeto popular. Ocurre sin embargo que “los
pobres” son un concepto que parece tan claro como difícil de precisar, si bien son la
respuesta casi inmediata. Ocurre que en cuanto sujeto, la condición básica es que éste
tenga la capacidad de actuar en la realidad. Salazar y Pinto, en el Capítulo III de Historia
contemporánea de Chile II... llamado el “El sujeto popular”, señalan que la modernidad
ha respondido ante la pregunta por el sujeto histórico reconociéndolo como “los individuos
que tienen conciencia de sí mismos, una conciencia que los lleva a tener la voluntad de
influir sobre su ‘yo y su circunstancia’, asegurando, por medio de sus actos, la protección
82
y extensión de su libertad.” El sujeto es, ya lo sabemos, “quien realiza la acción”. Sujeto
popular no es necesariamente el pobre, pues dicha calificación incluye tanto a los proletarios
que carecen de medios de producción para garantizar una cómoda autonomía y deben
vender su fuerza de trabajo, como a quienes sobreviven con los medios mínimos materiales,
privados del acceso a los bienes y servicios de la cultura y la tecnología, o quienes deben
caer en endeudamiento permanente cuando las condiciones les permiten el acceso al
crédito, lo que impide el paso significativo a una mejor calidad de vida. Dentro de esta
heterogénea clasificación caben quienes deciden reaccionar contra su precaria condición,
apelando a la agrupación y organización necesaria para instalar su problema y/o propuesta
en la discusión pública. A estos últimos se los considera actores sociales, en la categoría de
sujeto actante. Salazar y Pinto comentan que las ciencias sociales partieron refiriéndose al
sujeto social como aquel que es parte de la estructura socioeconómica y posee intereses de
clase, lo que permitía reconocer a los obreros como sujetos sociales, excluyendo a quienes
no trabajaban en las fábricas. El marxismo otorgó al obrero el carácter de encargado
de hacer la revolución, lo que influyó en los estudios posteriores al enfocar el problema
preferentemente en la clase obrera.
Los enfoques estructurales han dado paso a posturas que proponen complementar
esta perspectiva con el componente cultural, pues el obrero no es el único que integra a
los sectores populares:
Pero ese enfoque [el estructuralista] debiera ser complementado con un análisis
histórico que dé cuenta del mundo cultural que incide sobre los sujetos y
que, a su vez, es incididos por éstos. Es en este espacio donde se plantea la
pregunta fundamental en el proceso constitutivo de los sujetos. ¿Quiénes somos
nosotros? Los obreros se plantearon esta pregunta, pero otros miembros de
los llamados sectores populares también lo hicieron. Para Gabriel Salazar,
ellos pudieron no haber levantado discursos ni organizaciones estables,
pero su experiencia cotidiana y de sus aspiraciones como personas nació
una conciencia, unas identidades y un proyecto histórico que, aunque tal
vez confuso, siempre ha estado latente en el mundo popular. Las palabras
y los sueños de los pobres representaban ese proyecto en los términos de
una “sociedad mejor”, mejor en cuanto a los valores que sustenta (sencillez,
autenticidad, hospitalidad, camaradería, comunidad, esfuerzo, y, sobre todo,
82
Op., cit., Vol. II, pág. 93.
85
Pérez, Edgardo. Aportes a la reflexión sobre el sujeto popular latinoamericano. Recurso electrónico disponible en http://
serbal.pntic.mec.es/AParteRei/edgardo.pdf
En este tercer momento del Criollismo aparecen los escritores de origen popular o
86
interesados en ese referente, como González Vera, Manuel Rojas o Alberto Romero . Por
González Vera ( Vidas mínimas ) sabemos que Edwards Bello era una de sus lecturas. En
1920 éste publica El roto , considerada una de sus novelas más importantes y cuyo tema
es el mundo popular, visto, por cierto, desde la vereda del narrador culto, horrorizado ante la
bestialidad y el efecto de las enfermedades sociales, como se denominaban en ese tiempo
al alcoholismo y la idiotez hereditaria. Ese mismo año, adhiriendo a la lista de eventos
importantes y decisivos, Mariano Latorre publica Zurzulita , obra que sintetiza el canon
criollista y donde esta corriente termina por adquirir el rótulo que lleva hasta hoy (aunque
muchos de sus seguidores, Latorre entre ellos, prefirieran referirse a su trabajo como
una forma de Realismo). Sabemos también que Rojas, González Vera y otros conocen,
respetan y reciben influencia de Zolá y a Balzac, como hicieran sus antecesores, aunque
a eso deben agregarse los rusos y, por cierto, los efectos de su toma de posición ante
la situación política y social de Chile. La cantidad de obras que circulan y el crecimiento
del círculo de escritores traen consigo el desarrollo de la crítica literaria. Frecuentemente
es un escritor quien publica reseñas y comentarios muy breves en diarios y revistas de la
época, como pasa, por ejemplo, con Januario Espinoza. La figura del crítico Hernán Díaz
Arrieta, Alone, señala el nacimiento de un público distinto, una comunidad lectora que se
ha ampliado gracias a la alfabetización y las leyes de enseñanza obligatoria, sin olvidar el
efecto ilustrador en el mundo popular de los grupos de lectura y teatro propiciados en buena
parte por el anarquismo y que, para 1920, tienen la presencia que ya conocemos.
Manuel Rojas, Alberto Romero, Carlos Sepúlveda Leyton y González Vera son,
en esta generación, quienes se sintieron convocados por el mundo popular urbano y
campesino, como todos los criollistas, aunque es evidente que no quedaron satisfechos
con la noción de mundo popular de la narrativa que los precediera. Se trata de una
prosa que se niega –y niega dialécticamente– a construir un horizonte donde el narrador
evidencie su distancia del Otro, traducida en las adjetivaciones despectivas, el foco
descriptivo siempre puesto en el detalle chocante, la generalización o la clasificación casi
taxonómica de las dependencias: antiguas sirvientas de familia con derecho a cierto nivel
de intervención, versus la doméstica joven y en entrenamiento; lacayos y mayordomos
ligeramente insolentes y profundamente clasistas, prostitutas de triste historia, campesinos
embrutecidos y desconfiados, la confusión, el torbellino, la masa. Es casi adivinable el
propósito de sacar a estos estereotipos del canon y ponerlos en un espacio literario donde
se reconocen sus individualidades, sus pequeñeces y sus heroísmos, su estrechez de
cuarto y miras, sus gestos grandiosos e ignorados.
El mundo popular de esta generación es precario, carente e injusto, pero es por
sobre todo un mundo propio, un espacio de relaciones donde no se está en calidad de
turista, un mundo recién abierto al lector, donde la prosa se resiste (aunque no pocas
veces termina plegándose) a la acongojadora denuncia d’halmariana, plena de compasión,
optando, especialmente en el caso de González Vera, por proponer al lector la realidad
popular en sus matices y distinciones. En la ficción cuyo referente es la calle moderna,
heterogénea, multiforme, el sujeto popular da señales de vida pero no de épica (al menos
hasta la generación posterior, con Nicomedes Guzmán). Se muestra, en cambio, en el plano
de las señales, los asomos, los índices. Los héroes o heroínas suelen provenir del mundo
popular, pero difícilmente serán parte del sujeto popular. González Vera escribe sobre lo
que conoce, un mundo periférico y dependiente donde no todos se hacen esperanzas sobre
86
Marta Brunet, también integrante de esta generación, escribe desde coordenadas que escapan al marco ético-estético que
motiva esta tesis, por lo que no se hace referencia a ella en esta oportunidad.
La publicación de las dos obras mencionadas lo hace acreedor del Premio Nacional de
Literatura, en 1950 lo que despierta la furia de escritores más prolíficos y con trayectoria
más intensa, como Pablo de Rokha. No vuelve a publicar sino hasta 1952, cuando lanza
sus memorias tituladas Cuando era muchacho , a instancias de Enrique Espinoza. Lo
sigue la colección de relatos Eutrapelia , honesta recreación (1955), Algunos , perfil
biográfico de determinadas personalidades chilenas (1959), La copia y otros originales ,
de 1961, también serie de narraciones y posteriormente Necesidad de compañía (1968),
colección de relatos sobre mujeres solitarias. Su última obra, Siempre en primavera ,
permanece sin editar.
Impermeable a la tendencia de los tiempos, consistente en entablar dura batalla verbal
y crítica a través de los medios, González Vera se hizo cargo de los comentarios sobre su
obra, particularmente los negativos. En las reediciones de sus obras incluyó estas críticas,
y reaccionó a las mismas con estas palabras, tomadas de su breve autobiografía:
Opinantes zahoríes decidieron que es seguidor de Gorki, Baroja o Azorín.
Aducen que domina la superficie pero que alma adentro no sabe atar ni desatar.
No falta quien le niegue toda imaginación. Un literato de aventajada estatura
aseveró que en sus primeras obras había algo de poesía y nada de ternura.
En las posteriores no se ve poesía pero sí ternura. Varios lo creen fotógrafo
de la realidad, frívolo, incapaz de trazar grandes caracteres. Ingenios hay que
lo hallan esquemático y apático. Hubo quienes dijeron que si va al bosque, en
vez de elegir materiales para un edificio, recoge lo necesario para una caja de
fósforos. Los apasionados los sienten frío. Alguien lo tiene por retratista un tanto
chaplinesco, sin ñeque para escribir novelas. Un cura lo calificó de resentido. El
hijo de un pastor protestante, de enemigo del pueblo. Los fervorosos le enrostran
que sea escéptico. Respecto al color, dan por cierto que no ve sino lo blanco y
negro. Estos lo consideran buen estilista. Aquellos arguyen que no es tal, que
escribe como le sale. Otros le reputan de bien dotado. Alguien sorprendió a
González Vera, a solas, tomándose la cabeza a dos manos y exclamando: “¿qué
90
seré, Dos mío?”.
González Vera fallece en Santiago en 1970, tres años antes del Golpe Militar que derribara
el gobierno de Salvador Allende, a quien siempre apoyara como candidato, al decir de su
hijo Álvaro, y cuya ola represiva posterior alcanzará a su yerno, el diplomático español
Carmelo Soria, asesinado por la CNI. Su nieta Carmen y el periodista Nibaldo Mosciatti,
reúnen y publican las crónicas de González Vera y el amigo de toda una vida, el también
Premio Nacional de Literatura Manuel Rojas, en el libro Letras anarquistas (Santiago,
Planeta, 2005).
Salvo por afanes anecdóticos, no se suele considerar relevante el perfil personal de
un escritor. De la cultura popular urbana viene el consejo “No intentes conocer en persona
al artista que admiras”. En este caso, resulta pertinente aludir al carácter personal de
González Vera, calificado por todas las fuentes como un hombre culto, gran conversador, de
talante particularmente pacífico y bondadoso. Estas características son las que definieron
al anarquista de los años ’20, al decir de los miembros de la colonia de Pío Nono y
otros testimonios. Existió una mística libertaria y una ética que debía regir todos los actos,
tanto públicos como privados. Los líderes anarquistas chilenos y sus seguidores fueron, al
90
“González Vera, el anarquista apacible”, prólogo de Luis Alberto Mansilla, en González Vera. Vidas mínimas . Stgo:
LOM, 1996, págs. 15-16.
Ayer y hoy, un anarquista se plantea ante el mundo liberal y neoliberal como individuo
consciente de que las injusticias del sistema económico y su consecuente jerarquización
social, cultural y económica alejan al hombre de lo que fuera el basamento de la vida:
la cooperación como germen de la supervivencia y camino a la experimentación de la
plenitud del ser –la libertad–, gracias a la oportunidad generada por el colectivo de que
cada miembro de éste pueda ejercer la actividad para la cual esté mejor dotado y en la
que sienta realización vital. La cooperación que reconoce el anarquismo es una suerte de
“ayudar a ser, cuando las condiciones no lo favorezcan”. La solidaridad y el apoyo mutuo,
el derecho a hacer al otro lo que nos gustaría que ese otro hiciera por nosotros, en igualdad
de condiciones, significa una condición mínima para el trato social: la igualdad del género
humano para acceder y ejercer ese derecho, y para disfrutar de ese supremo beneficio: ser
libre, auténticamente libre. El respetuoso trato anarquista que se describiera en otro lugar
es mucho más que una norma de etiqueta: es la manifestación concreta de la praxis ética
que reconoce el derecho del otro, mientras el otro reconoce el mío.
El canon criollista chileno de primera y segunda generación, por el contrario, trasuntan
una ética distinta, la ética católica de la compasión y el determinismo biológico tan en boga a
principios del siglo pasado. La voz narrativa criollista que enmarca otras voces y controla su
participación, habla desde las coordenadas “civilización, comodidad material, compasión”
y/o “rechazo despectivo, juicio descalificador, generalización del mundo popular”. No me
refiero al personaje que habla directamente con un discurso elitista (aunque se percibe que
el narrador principal no critica esta actitud, como ocurre con Orrego Luco o Latorre), sino al
narrador omnisciente, autor de las señales de “existencia valorativa” de que hablaba Bajtín.
El mejor de los mundos (narrados) posibles para el personaje popular es el de la
compasión, el lamento, la lástima (Juana Lucero), forma sutil del verticalismo. El autor
real escribe desde su diferencia social o, al menos en el Criollismo esta circunstancia es
evidente. Eso, hasta que las primeras generaciones de escritores de origen no elitista se
plantean con una voz narrativa diferente. Una voz que acoge analécticamente al Otro, el
personaje popular. Se trata de escritores cuya formación ideológica tiene, en su proyecto, un
mundo popular con estatus de sujeto social , pero por tratarse de escritores influenciados
por el naturalismo y el realismo, quieren recoger el estado actual del mundo popular que
transforman en sujeto literario. La condición basal de la praxis narrativa es distinta, y
en el período que nos interesa, está animada por los puntos esenciales del anarquismo
y el socialismo: la igualdad del individuo ante otros individuos, el derecho a expresar y
ser escuchado en el acto de expresión, negando dialécticamente la condición anterior de
escucha parcial, cruzada de ruidos sociales (educación en el prejuicio, rechazo por la
pobreza, preferencia por la vía rápida del estereotipo, negación de la individualidad).
La posibilidad de una literatura paternalista es alta. La historia de la discusión social
de izquierda, especialmente la ligada a los partidos históricos, genera en ocasiones, y por
72 Campos R., Marcela
V Aproximación a las coordenadas éticas y estéticas de González Vera en torno al mundo popular.
defecto, la victimización del personaje popular, proponiendo una imagen heroica, muchas
veces bondadosa y plena de valores (“Paulita”, “Juana Lucero”, etc.). La perspectiva
anarquista asume que el derecho del otro a ser reconocido incluye sus diferencias
ideológicas, incluso las que se contraponen y combaten la posición libertaria. La posibilidad
de que exista algo qué escuchar y acoger en el Otro, si bien expresa preferencia por el
oprimido, no niega la posibilidad de que el burgués, por ejemplo, tenga algo interesante qué
decir, o viva de acuerdo a valores que el anarquismo reconoce como positivos, aun cuando
emane de una postura religiosa e incluso tradicionalista.
En palabras de González Vera:
El católico, el budista, el musulmán, tiene un dios a su disposición y puede
componer el paso muy luego. Eso de creer quizás sea un don. Hogaño podría
recuperarnos una religión más razonada. Sin embargo, algo muy escondido
en mí, algo que no fenece, me dice que el hombre no habrá encontrado su
camino sino cuando aviente todas las creencias y tenga el valor de atenerse a
los hechos. Hay que formar una sociedad a base de evidencias. Mas, si de mí
91
dependiera, no empujaría a nadie por este camino. Preferiría esperarlos en él.
Lo que González Vera hace, su praxis anarquista, es esencialmente una praxis literaria
basada en las evidencias. Y las evidencias arrojan que la descripción narratoria criollista
de primera y segunda generación, tiende al estereotipo del personaje popular y la ausencia
total de todo vestigio de sujeto popular, por más que éste fuera verificable en el plano
de la realidad histórica de la que estos escritores formaran parte. No es obligación del
literato hacer la novela de las mancomunales o los líderes anarquistas, por cierto, pero
resulta particular que en su búsqueda del personaje chileno sito en el mundo popular, éste
siempre coincida con el individuo sometido, desconfiado, bárbaro y desagradable, o al
menos reprobable desde el punto de vista de la forma y la conducta. La posibilidad de que
tengan diamantes que arrojar al aire ni siquiera forma parte del horizonte de expectativas
del narrador criollo canónico. Esa posibilidad, y toda la riqueza que puede emanar desde
el punto de vista estético, requieren de una noción humana que, a falta de otra alternativa,
provee el anarquismo de los años 20. Al menos para el caso de González Vera.
Pienso que esta construcción ética basal anarquista no se reduce a la construcción
de un narrador analéctico, sino que abarca en el acto de escritura y revisión posterior, la
idea del receptor. El lector ideal (Eco, 1979) de González Vera es, desde el punto de
vista anarquista, un individuo que debe ser tratado de la misma forma que el autor real
anarquista y su proyección ficticia animada de esa ética, esperan que se les trate. González
Vera señalaba que no se debe cansar al lector, aconsejaba a los aspirantes a escritor
que se debía escribir y luego corregir y corregir, pulir para eliminar, dejar lo preciso, que
significa dejar también la opción de que el lector tenga el placer de completar los espacios
en blanco. Pienso que estas opciones estéticas emanan de la ética anarquista a que me
he referido, y hacen parte de la poética gonzalezveriana que se induce de su lectura:
prosa breve, párrafo de trayecto controlado, preferencia por la oración corta, sintética y
abarcadora, un enunciado que encuentre en la sinécdoque el camino para condensar la
experiencia estética del Otro observado (escuchado). Entender estos postulados, sugeridos
en las contadas entrevistas a las que González Vera accedió, y nunca sistematizados en
una publicación, permite a su vez entender por qué escribió poco, publicó menos y dedicó
tanta energía a “corregir y disminuir” cada nueva edición.
91
Op., cit., nota 73, pág., 96.
92
Collyer, Jaime. “Chile adentro”, sección Leer y Viajar. Revista del Domingo. El Mercurio , 20/06/98.
93
Op., cit., pág. 60.
94
Op., cit., págs. 89-90.
95
Op., cit., pág. 122.
bastante más evidente, dura y taxativa, como era esperable en el periodismo libertario de
la época:
Las burguesillas van aprendiendo movimientos voluptuosos; sus angostos
vestidos de seda producen sonidos quejumbrosos que reflejan tal vez el pedazo
98
de vida que arrancó a la operaria al hacerlo.
A los 27 años y como cronista de Claridad, comenta respecto de la reciente matanza de
obreros en la oficina San Gregorio, en un tono más cercano a la lírica revolucionaria:
(...) Esta ha sido la última masacre. A ésta seguirá otra. Debéis esperarla. Pero
nosotros os decimos, trabajadores de Chile, que en esa pampa, bajo ese sol que
ha caído sobre las espaldas robustas como un castigo, ya hay hombres que han
99
aprendido a tener ensueños rudos.
En la nota al pie de la crónica “Observaciones del momento” publicado en La Batalla, 1921,
se lee: “Como el Ministerio del Interior declaró en el Senado que la policía no había tenido
necesidad de disparar, y como tenemos la obligación de creerlo, nos permitimos suponer
100
que el obrero Reveco murió de un resfriado o de alegría”. El humor, más cercano al
sarcasmo que a la ironía, lo que queda justificado por el tema, da señales de presencia en
la prosa. Un estilo que se reiterará en la crónica “La bala inefable” de 1922, en Claridad:
No cabe duda que durante las marchas, los portadores de carabinas se sumen
en la distracción más profunda. De otra manera resulta inverosímil creer
que teniendo la presa en las manos se les escape. (...) no se puede explicar
bondadosamente esta coincidencia periódica. Sería menester pensar que los
carabineros dan muerte a sus enemigos a boca de jarro. Y que son asesinos. Y
este pensamiento no podría sostenerse porque la fama pinta a los carabineros
101
como los pedestales del orden y los guardadores de la propiedad.
El humor que oscila entre la ironía y el sarcasmo se reitera en este fragmento de una crónica
escrita en 1923:
Los tribunales recientemente condenaron a tres años de prisión a un campesino
de Quillota. El pobre hombre iba cierta vez arriando una vaca. Un señor dijo
que era suya; pero el campesino también dijo lo mismo. Y –esto es indudable- la
102
razón favoreció al señor. Un señor no se roba nunca una vaca sola.
Leyendo la cita a continuación, se vislumbra al futuro autor de Vidas mínimas en la crónica
escrita en 1922, con el testimonio del autor sobre el asalto a la Federación de Estudiantes
y la paliza recibida, hecho ocurrido tres años antes: “yo quedé en la esquina como podría
quedar un hombre que durante el sueño fuese trasladado a una ciudad desconocida. Me
103
sentía solo, absolutamente solo, y la vida me sobraba.”
98
“Cuadros de la vida”, Verba Roja, primera quincena de 1914, en Soria, Carmen (comp.). Letras anarquistas. Artículos
periodísticos y otros escritos inéditos . Santiago: Ed. Planeta, 2005. Pág. 18.
99
“La masacre de los obreros de la pampa del salitre”, op., cit., pág. 44.
100
“Observaciones del momento”, op., cit., pág. 90.
101
Op., cit., págs. 108-109.
102
“No robéis poco...”, op. cit., págs. 117-118.
103
“El patrotismo es ansí”, op., cit., pág. 99.
pero González Vera no justificó sus palabras. Saber que era anarquista ayuda entender la
necesidad que trasunta el texto por colocar las cosas en su sitio, previendo los posibles
homenajes a una figura que representaba la antítesis de los sueños libertarios. Los escritos
posteriores retoman el tono reposado.
106
González Vera, José Santos. “El Conventillo”, en Vidas mínimas . Stgo.; LOM, 1996. Pág. 19. El texto no menciona los
nombres de pila del autor en portada ni portadilla, sólo en el colofón.
“Una mujer”. La historia de los amores no correspondidos del protagonista por María gira en
torno a un grupo de anarquistas de Valparaíso, sus actitudes y formas de vida, cruzadas por
el proyecto de sociedad que ilumina “la Idea”. El cambio en la actitud narratoria es evidente:
cautela, descripción objetiva, distancia con la adjetivación descalificadora desde la clase:
Fatigado, abrí un libro y puse en sus páginas toda mi atención. Mas no conseguí
avanzar mucho, porque el tren barquinaba hasta el punto de empujarme contra
110
una doble señora, que me miraba enconadísima.
111
Éste es el González Vera que llegará a escribir Alhué , en despliegue de su
humor fino, agudo, sutil, pero hasta en la broma, respetuosísimo, particularmente con las
figuras femeninas. Se observa nuevamente el pudor y cuidado al referirse a las mujeres
obesas. Este humor es muchas cosas, y entre ellas, una herramienta estética de expresión
analéctica: reconocer la ineludible gordura, sin la tentación del escarnio.
En otros momentos, el detalle naturalista crudo se entrecruza con la altura ética del
narrador, y el resultado es una nano-novela inserta en la nouvelle:
Era su rostro un trapo ajado y sus piernas y su cuerpo parecían solamente
una blusa y una pollera rellenas de papel. Sus movimientos producíanse
accidentalmente y su voz nacía desacorde, dispersa; pero no se cortaba jamás.
Carecía de realidad activa, sin embargo, barría, limpiaba de manera cierta. No
dejaba la sensación de vivir para más. Equivalía a un árbol, una pared, un banco.
Y de seguro en otros tiempos, muchos ojos la miraron con placer y acaso hubo
112
alguien para quien ella fue un ser único.
Una particularidad del sujeto literario es que el narrador en primera persona es, junto
a sus camaradas anarquistas, parte del sujeto popular. El relato de las reuniones y
desplazamientos por la calle casi no menciona nada relativo a la pobreza. Son habitantes
y ciudadanos que lucen su camaradería en el espacio público, orgullosos:
(...) Su vivienda estaba atestada de hombres y mujeres que discutían y se
agitaban. Los había españoles, argentinos, ingleses y rusos. El inglés, de cara
ancha, era silencioso; el ruso era persona menuda, bajita, muy atenta, con
aire de hombre de salón. Algo los asemejaba. Tal vez cierto fervor que daba
a sus miradas, sus voces y ademanes, significación especial. Sentado en un
rincón, me dejaba penetrar por las ideas audaces. Las mujeres, reunidas en un
ángulo penumbroso, hablaban con más alegría y liviandad. (...) Caminábamos
por una avenida bulliciosa, pues la gente se había vaciado en esa calle, acaso
por su amplitud. Del extremo derecho de nuestra fila nació una voz que se
propagó anudándose a la atmósfera. (...) El día que el triunfo alcance.. mos Ni
esclavos ni dueños habrá. Los odios que al mundo envene.. nan Al punto...
se extinguirán. Un coche con hombres, mujeres y guitarras pasó rozándonos.
113
También cantaban, pero su canto era pagano.
110
Op., cit., pág. 68.
111
El nombre no alude al pueblo de Alhué que efectivamente existe. González Vera consideró su significado etimológico (“lugar de
los muertos”) para metaforizar su impresión del Talagante de su niñez.
112
Op., cit., pág. 77.
113
Op., cit., pág. 73.
114
Op., cit., págs. 73 y 78.
115
Ibid.
escribir alguna carta, podía oírse esta pregunta: – ¿Todavía estamos en tal
116
año?
Se trata de uno de los pasajes más citados por la crítica. La voz narrativa, siempre en
primera persona, concentra su energía estética en presentar un gesto, un rincón, un rasgo
que totalice, dé cuenta del mundo. Personalmente creo que logra construir, con gracia y
humor, una voz narrativa serena que habla desde su experiencia de la Modernidad y la urbe
turbulenta, en sintonía con los ritmos ansiosos que impone el nuevo paradigma, la capital
de vida comparable al desafío diario del campo y la naturaleza sin trabas, para contrastarla
con la forma premoderna del pueblo chico:
Dentro de las ciudades, la vida es dramática y culminante: florecen las grandes
pasiones, se suceden los hechos heroicos y el misticismo, última razón de
vida, puede asilarse en millares de almas. También los campos, los campos en
que la naturaleza conserva su iniciativa salvaje, pueden aureolar de dignidad
la existencia del hombre: allí el instinto alcanza todo su esplendor y la vida se
define a cada instante. Pero en los pueblos, lo que nace con color se descolora. Y
117
no surge ningún impulso, porque existe modelo para todos los actos.
Si bien se ha destacado la prosa gonzalezveriana por su diferencia con el canon, el plano
de la temática arroja algunas similitudes importantes, como ocurre con la página inicial de
Zurzulita :
La gris monotonía que rezumaba el poblacho agrícola de Loncomilla, a través
de sus casuchas soñolientas y sus calles llenas del barro negro de las lluvias
recientes; el nicho aislado y triste donde dormían los huesos de su padre, en un
rincón del cementerio aldeano; la pequeña agencia, hoy día cerrada, mostrando
a los pocos transeúntes los desteñidos cuarterones de sus puertas coloniales;
el silencio de la gran casa lugareña donde pasó su vida y que llenaba antes la
alta figura de su padre, con sus espaldas cargadas de sexagenario y el arrastre
118
cansado de sus chinelas por las tablas de la galería (...).
El tópico del pueblo estático y polvoriento, en donde la figura paterna es uno de los escasos
polos de atracción, es casi el mismo con el que arranca Alhué . Es el tratamiento narrativo,
la dialéctica del humor y la analéctica del sujeto lo que le dan a Alhué un atractivo que
escapa a los límites de la “descripción de lo propio”:
La primera casa que habitamos, de fisonomía vagamente española, era
demasiado grande. (...) En la vastedad de ese albergue yerto, inconmovible,
conocí todos los matices de la desesperación. Deseaba arrancar, trepar a los
árboles, gritar multitud de palabras, oír otra voz. Después el aburrimiento roía
mis deseos, aplastaba mi cuerpo y dejábame a tono con el ambiente. (...) Las
sombras iban amalgamándose por sobre las techumbres. Luego descendían
circularmente y el pueblo quedaba encerrado, sin ninguna conexión con el
119
mundo.
116
González Vera, José Santos. Alhué . Stgo.: Ed. Andrés Bello, 1982. Pág. 18.
117
Op., cit., págs, 17-18.
118
Latorre, Mariano. Zurzulita . Stgo.: Editorial Chilena, 1920, pág. 7.
119
Op., cit., págs. 21-22.
120
Op., cit., págs. 27 y 38.
su pequeña cabeza. Y del rostro, más reducido aún, caía, sin desprenderse, una enorme
121
nariz” Lo interesante es, sin embargo, el carácter del personaje, que se conoce por su
particular relación con el lenguaje oral:
(...) La posibilidad de asociar muchas palabras maravillábalo. Tal vez entendía
las palabras, pero en sus relaciones con los demás no emitía más de cuatro. Su
frase de ceremonia era ésta: - ¡Ah!, sí, cómo no. De ordinario bastábale la mitad.
Nadie pudo superarle nunca en su buen uso. Cuando recibía una proposición de
crédito, para indicar que lo resistía un poco, pero que cedía por rara deferencia,
profería un pensativo “Aaaa... sí”. Y si le contaban algo próximo a lo inverosímil,
su comentario era “¿Ah... sí?”. Variaba la expresión si el visitante le interrogaba
122
sobre la marcha del negocio. La fórmula exacta concretábase “Así- así...”.
Es posible identificar al anarquista ateo, o al menos agnóstico, en la descripción de la
curandera y enfermera ad honorem de Alhué:
La buena Loreto, que en el pueblo tenía un vago prestigio de santa, ensayó en
las piernas de nuestra tía las más excelentes yerbas del contorno. A veces las
prescribía en forma de emplasto; pero los dolores no cesaban ni se atenuaban.
Entonces iba a su farmacia de frascos verdosos, volvía con una toma y se la
ofrecía siempre en los mismos términos: - Me dice el corazón que le hará bien. Mi
123
tía murió a los dos años completamente vegetalizada.
En la revisión de la primera edición de Alhué de 1928, respecto de la 5ª publicada en 1955,
observamos 28 modificaciones al original. De éstas no todas son disminuciones, como
podría creerse, aunque lo relevante es más bien el efecto estético de los cambios, que
en no pocos casos resultan, en mi opinión, de efecto negativo. A continuación un cuadro
contrastivo al respecto:
121
Op., cit., pág. 23.
122
Ibid, págs. 23-24.
123
Op., cit., pág. 43.
Me parece que las decisiones tomadas colaboran con la concisión, pero generan
remates sonoros abruptos que la frase siguiente, si la hay, no logra suavizar. En el último
ejemplo el cambio es inexplicable. El pudor de no cansar al lector, tan caro a González
Vera, paradojalmente constituye un exceso estilístico. Son los riesgos del minimalismo
(independientemente de que no fuera ésa la corriente del escritor), particularmente cuando
éste brota de una actitud ética centrada en el respeto por el lector. La literatura que atraviesa
las épocas y modas tiende más bien a soslayar el exceso de respeto. Pero así y todo Alhué
sigue siendo un libro para redescubrir.
VI Conclusiones
con uno de los escritores más originales del país. Se lo ha validado por su retrato de época
y por su imaginario del Chile de los años ’20. Esta tesis espera confirmar que en su lectura
hay espacio para algo más que las preocupaciones documentales. Su poética es elocuente,
precisamente en el cuidado por ser lacónica. Lo más interesante, me parece, es que es
una poética sita en una ética de clara inspiración anarquista, y que la síntesis dialéctica
entre ambas nos ofrece una literatura original, limitada por lo mismo que le ha dado vida: el
respeto llevado al nivel del pudor. Es una prosa libertaria no por los temas, sino por el trato
igualitario hacia el personaje popular que protagoniza el mundo narrado. Es una narrativa
analéctica, que ha escuchado al Otro presentirse en su circunstancia.
A partir de esta experiencia de lectura me parece que pueden plantearse nuevos
problemas que sobrepasan el análisis estrictamente literario y se acercan a la
interdisciplinariedad, como el que sugirieran Salazar y Pinto al referirse al poder modelador
de los textos escolares, en relación al momento criollista tan difundido entre los años ’20
y ’50 del siglo pasado. Más cerca de nuestro tema, la literatura chilena, la investigación
permitió postular que González Vera es un autor al que vale la pena volver la mirada más
allá de su lugar dentro o fuera del Criollismo, del realismo o incluso del mismo Anarquismo.
Vale la pena porque se trata de una literatura distinta, estimulante, limitada en algunos
alcances, pero ancha en sus efectos. Una literatura de hombres que insisten en ser libres.
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