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EL CRUDO VIENTO DEL AMOR

[THE BITTER WINDS OF LOVE]


C uando la joven y atractiva Lydia Bryant enviudó, aceptó el
puesto de dama de compañía de la rubia Ann Taverel. Ann, de
dieciocho años, había decidido viajar a El Cairo para visitar a su madre
que la había abandonado años antes.
Al llegar a su destino, Lydia y Ann descubrieron que, mientras la
madre inválida de Ann pasaba las horas sola en una habitación en
penumbra, su joven esposo, Gerald, se divertía en alocadas fiestas con
vino y amantes. Lydia, indignada, jura alejar a Ann de su influencia.
¡Nunca imaginó que ello la conduciría a un peligroso sueño de amor...!
1938

L YDIA Bryant colgó el auricular del teléfono y permaneció inmóvil.


Casi anochecía y el vestíbulo estaba en penumbra. Para Lydia era
como estar enterrada en esa casa sombría y silenciosa que siempre había
detestado. Entonces, con lentitud, en su mente penetró el pensamiento de que
ya era libre.
Aún no aceptaba que era realidad lo que unos minutos antes le dijera por
teléfono la voz seca y rígida de su cuñado:
—Donald murió esta mañana. El funeral se llevará a cabo el viernes. Te daré
más detalles después.
¡Donald estaba muerto!
Si era sincera consigo misma debía reconocer que lo esperaba, sin embargo,
llegado el momento, sólo podía recordar a su esposo como era cuando lo viera
por primera vez, casi siete años antes: alto, distinguido y que la miraba desde su
gran altura.
¡Qué apuesto es!, pensó cuando los presentaron, mientras él sostenía en su
mano la de ella más tiempo del necesario.
Dos meses más tarde, después de un breve noviazgo, Lydia salía de la iglesia
convertida en esposa de Donald Bryant. Ante ella desfilaron los recuerdos
felices de sus primeras semanas de matrimonio.
Bárbara Cartland
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El Crudo Viento del Amor

Donald nadando en las azules aguas del Mediterráneo, o asoleándose sobre


las ardientes rocas, o en sus brazos, siempre un amante ardiente, posesivo y
dominante.
Ella lo amaba y al mismo tiempo le temía un poco, no sólo debido a la
diferencia de edades —diecisiete años eran muchos— sino porque había algo
más que le hacía temer a su esposo hasta en los momentos más íntimos y
apasionados.
Aun para una joven inexperta no cabía duda que Donald era demasiado
ardiente, hasta quizá desequilibrado, en su amor.
Cuando regresaron de su luna de miel Lydia comprendió que, aunque
amaba a su esposo, él era en muchos aspectos un desconocido a quien temía
más que comprendía.
Siempre hubo algo extraño en él, recordó incluso antes que sus jaquecas
aumentaran y lo aquejaran con más frecuencia.
Y eran el preludio de estados de ánimo depresivos durante los cuales hacía a
su esposa objeto de exageradas presiones, los que empeoraron hasta que al final
se convirtió en un hombre irreconocible, un monstruo ante quien ella se
estremecía de miedo.
Poco a poco, como si despertara de una pesadilla, Lydia se dirigió hacia el
salón. El fuego encendido de la chimenea daba a la habitación una luminosa
calidez.
De nuevo le pareció escuchar la voz del doctor al trasmitirle el diagnóstico de
un especialista de Londres.
—Su esposo recibió heridas leves en la guerra, señora Bryant. En esa época
pareció que no eran de importancia pero uno de los golpes dislocó un pequeño
hueso y eso es lo que causa ahora el problema. Y lo lamento, pero no hay nada
que hacer.

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Bárbara Cartland
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El Crudo Viento del Amor

Era la condena a una vida de tortura y tormento para una joven de veintiún
años. No era sólo cuando Donald sufría uno de sus accesos que Lydia sufría.
Era la angustia de la espera, el preguntarse cada vez cómo sería la siguiente.
Algunas veces, durante tres o cuatro semanas, él se comportaba como una
persona normal, encantador, considerado, entonces aparecían los síntomas que
ella aprendió a temer. El movimiento convulsivo de los dedos, la inquietud, los
regaños a la servidumbre y una actitud desconfiada hacia los vecinos o
cualquiera que se acercara.
Cada hora del día era para ella de intenso terror. Y solía rogar:
Que pase rápido, Dios mío, por favor, que pase sólo esta vez. No permitas que su
estado empeore.
Pero siempre llegaban la tormenta, los gritos, la violencia y al final las
escenas de lágrimas y arrepentimiento. A medida que pasaron los años, Lydia
detestaba cada vez más esas desagradables escenas.
Era degradante ver el arrepentimiento de Donald. Llegó a preferir que la
zarandeara con violencia a que tratara de besarla buscando su perdón.
Y gradualmente su amor por su esposo se enfrió y aunque intentaba
negárselo, comprendió que lo despreciaba.
Se preguntaba cuánto tiempo soportaría vivir a su lado antes que su orgullo
se doblegara y pidiera ayuda. Pero no tuvo que sufrir esa humillación.
A raíz de uno de sus accesos de violencia, Donald, ya irresponsable de sus
actos, agredió a un granjero por lo que lo internaron en una casa de salud
privada.
Al principio Lydia solía visitarlo. Una vez al mes conducía su pequeño auto
hacia la colina donde Donald estaba virtualmente prisionero.

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El Crudo Viento del Amor

En esas ocasiones, cuando se aproximaba a la fea mansión de ladrillos rojos,


Lydia conducía más despacio.
Temía las entrevistas y le disgustaba más si encontraba a Donald en uno de
sus momentos normales, que cuando casi no la reconocía y parecía no tener
relación con el hombre que amara y con quien se había casado.
Poco a poco, sus visitas empezaron a inquietarlo.
—Me temo que se pone peor cuando usted viene —le comentó la enfermera.
Y un día le aconsejaron que suspendiera sus visitas.
Ella no tuvo a quién confiarle el gran alivio que sintió con este nuevo arreglo.
Los familiares más cercanos de Donald eran un hermano mayor y su esposa, y
ellos nunca aprobaron su matrimonio y aunque cumplían su deber respecto a su
cuñada, jamás se mostraron amigables con ella.
El hermano de Donald, el Coronel Bryant, cada vez que le enviaba su cheque
quincenal hacía hincapié en la necesidad de economizar.
Cuando por fin él se hizo cargo, tanto de la administración de la propiedad
como de la casa, ella respiró tranquila, conforme con cubrir sus propias
necesidades con la pequeña renta que recibiera como herencia de sus padres.
Cuando Lydia quedó huérfana a los dieciséis años su tío paterno, rector de
una pequeña iglesia en Shropshire, la cuidó.
Con la muerte de su tío, acaecida dos años después de su matrimonio, Lydia
perdió a su último pariente, excepto por algunos primos lejanos que no se
interesaban en ella.
Sólo escribía a Evelyn Marshall, quien fuera amiga de su madre, y recibía
respuestas que con su afecto y buen sentido le traían noticias de otro mundo.
La señora Marshall también le enviaba libros que se convirtieron en la única
compañía durante sus años de soledad.

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El Crudo Viento del Amor

Llevaba una vida irreal; comía, dormía y leía, rodeada únicamente por las
figuras de su imaginación, sola en la silenciosa casa que una vez habitara como
feliz recién casada.
Quién iba a imaginar entonces que Donald se convertiría en quien viera por
última vez, más bestia que hombre, que le gritaba y trataba de hacerle daño.
Una brasa al caer la sobresaltó. Se puso de pie y encendió la luz.
Se miró un momento en el espejo que colgaba de la repisa de la chimenea. En
él vio reflejados dos grandes ojos azules y una cabellera oscura estirada hacia
atrás de la amplia frente.
Tengo veintisiete años, se dijo, y debo iniciar una nueva vida.
En ese momento entró un sirviente con el servicio de té.
—Recibí una llamada del Coronel Bryant, Marsham —le dijo ella.
De pronto no pudo decir más. Su voz se quebró y Marsham pareció
comprender.
—Se trata del amo, ¿verdad?
Lydia asintió con un movimiento de cabeza.
—La última vez que vino el coronel me informó que se encontraba delicado,
ya lo esperaba, señora.
Lydia no pudo tolerar más. Ahogó un sollozo y salió de la habitación. Casi
sin ver llegó hasta su dormitorio y cerró la puerta con fuerza.
Se desplomó sobre la cama, mientras las lágrimas corrían por su rostro y
empezó a sollozar con amargura, pero se daba cuenta que lloraba de alivio y no
de dolor.
—¡Soy libre! ¡Soy libre! —musitó entre sollozos y le avergonzó el sonido de
su propia voz.

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L YDIA miró por la ventanilla del tren mientras viajaba hacia Worcester.
No sabía lo que el futuro le deparaba pero sentía, a medida que se
acercaba al hogar de Evelyn Marshall, que se renovaban en su interior la
esperanza y la vitalidad.
El gran peso que había soportado durante tanto tiempo había desaparecido y
las nubes de opresión se alejaban y se sentía joven y por primera vez en muchos
años, ansiosa.
La respuesta de Evelyn a la carta que le escribiera Lydia para avisarle que al
fin era libre fue un escueto telegrama:
Te espero tan pronto puedas. Avisa día llegada. Cariños, Evelyn.
Era típico de ella, pensó Lydia mientras sonriente lo leía.
Evelyn siempre tomaba decisiones rápidas, pero con una seguridad que no
aceptaba negativas ni discusiones.
Lydia, como la mayoría de amistades de Evelyn Marshall, estaba
incondicionalmente dispuesta a descargar el peso de sus problemas en esos
hombros capaces y permitirle tomar decisiones que en ese momento para ella
parecían imposibles.
Cuando se casaron, Donald le advirtió que era imperativo que tuvieran un
hijo. Todo su dinero y propiedades pertenecían al título, así que de no tener
heredero la fortuna pasaría a la familia de su hermano.
Bárbara Cartland
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El Crudo Viento del Amor

Después de siete años de vida matrimonial, Lydia descubrió que poseía lo


mismo que el día en que contrajo matrimonio. Doscientas libras al año que
heredó de su padre.
Comprendió que debía tomar algunas medidas para enfrentarse a un futuro
incierto. Tenía que buscar trabajo aunque se sentía poco preparada.
Era un problema difícil el que pronto debía resolver, pero por el momento lo
apartaría de su mente hasta que viera a Evelyn.
Con cualquier amistad a quien no se ha visto durante años la conversación
preliminar suele ser difícil, pero eso no sucedía con la señora Marshall.
Antes que salieran de las estrechas calles de Worcester para transitar hacia
campo abierto, ya Lydia empezaba a contar su historia a una atenta y
comprensiva oyente.
Llegaron a una colina que se elevaba sobre el poblado de Malvern, después
dieron vuelta y enfilaron hacia el ancho valle donde el río Severn se une al
Avon. Allí se encontraba el hogar de Evelyn, llamado “Cuatro Flechas”.
Evelyn se detuvo frente al porche y una sonriente doncella abrió la puerta.
Evelyn apagó el motor del auto y se volvió hacia su huésped.
—Bienvenida a “Cuatro Flechas”, querida —dijo en tono afectuoso.

A l despertar, Lydia notó que los rayos del sol otoñal penetraban a través
de las cortinas de chintz que cubrían las ventanas de su dormitorio.
Permaneció acostada unos minutos más mientras recordaba los eventos del
día anterior. Se sentía feliz y en paz con el mundo.

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El Crudo Viento del Amor

Entonces, con un súbito arranque de energía, saltó de la cama y descalza,


caminó por la alfombra para abrir las cortinas.
Sobre el río, la leve niebla matutina desaparecía y a la distancia las colinas se
recortaban contra un cielo sin nubes. Lydia se quedó largo rato en la ventana
hasta que con un suspiro de satisfacción, se dispuso a bañarse y desayunar.
Presentía que el día le ofrecía muchas promesas.
—¿Dormiste bien? —preguntó Evelyn cuando la joven viuda bajó. Y añadió,
al ver la sonrisa en su rostro—. No necesitas contestar, pareces muy diferente
esta mañana.
—Así me siento —confesó Lydia—. Oh, Evelyn, querida, estoy tan contenta
de encontrarme aquí.
—Y yo de tenerte conmigo.
En cuanto terminaron de desayunar partieron en el auto de Evelyn para
entregar unos paquetes en el hospital. Después, Evelyn no condujo el auto hacia
la casa, sino a las colinas.
—¿Me llevas a algún lugar especial o se trata de un paseo en automóvil? —
preguntó Lydia.
—A un lugar especial —contestó Evelyn.
Pero no dio más explicaciones y Lydia prefirió no presionarla. Evelyn se lo
diría, si había algo que decir, en el momento oportuno.
Avanzaron apresuradamente pero con precaución, por caminos angostos y
cruzaron pequeñas aldeas de encantadoras casas en colores blanco y negro,
hasta que un antiguo letrero les indicó que se dirigían hacia Little Goodleigh.
Había una pequeña iglesia de piedra gris junto al parque de la aldea, una
herrería y una posada que sin duda existía desde el tiempo de los carruajes
tirados por caballos.

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También casitas de campo con pequeños y bien cuidados jardines y detrás de


ellos unas puertas de hierro que daban a una corta avenida con árboles a cada
lado. Una de las puertas estaba abierta y Evelyn condujo hasta llegar a la casa.
Con el sol de la mañana resplandeciendo en las múltiples ventanas en forma
de diamantes, a Lydia le pareció que era una de las casas más hermosas que
había visto en su vida.
—¡Qué casa tan maravillosa! —exclamó—. ¿Quién vive aquí?
Pero mientras hablaba se dio cuenta que la casa estaba deshabitada, el jardín
que la rodeaba descuidado y las ventanas clausuradas.
—Qué triste verla vacía ¿verdad? —observó Evelyn.
—No puedo imaginar que alguien no desee vivir en esta casa. Es un lugar
perfecto. ¿Podemos entrar?
—Me temo que no —respondió Evelyn—. Esta —añadió—, es la casa señorial
de Little Goodleigh y como la mayoría de la propiedad que la rodea, ha estado en
manos de la familia Carlton desde que construyeron la casa. El General Carlton
murió hace cinco años y desde entonces se cerró y ha quedado como la ves.
—¿No hay heredero?
—Hay uno, el general tuvo un hijo, Gerald, que se crió aquí y creo, aunque
no estoy segura, que amaba esta casa tanto como su padre.
—¿Qué sucedió con él? ¿En dónde está?
—Vive en el extranjero. Es una larga historia, pero te la contaré porque
indirectamente te afecta.
—¿A mí? No, no haré preguntas ahora, cuéntamelo todo.
—Cuando Gerald Carlton cumplió la mayoría de edad, hace doce años, se
organizó en su honor una gran fiesta. Yo asistí y a pesar de las múltiples
festividades, discursos y brindis, lo que más me impactó fue la genuina

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devoción de Gerald por sus padres. No era sorprendente, ya que la señora


Carlton fue una mujer de lo más encantadora y adorable que pueda conocer, y
su esposo era popular en todas partes. Nadie dudaba de la existencia de un lazo
profundo y poco usual entre ellos y su hijo, que nació cuando ambos eran ya
mayores. El general pasó la mayor parte de su vida en el extranjero y esperaron
muchos años para iniciar una familia. Cuando fui a la fiesta esa noche, pensé
que en esta casa reinaban el amor y la unión familiar que todos debíamos
conocer.
Sin embargo, un año más tarde, este hogar feliz fue roto por una mujer.
Como a siete kilómetros de aquí se encuentra el Castillo Taverel, cuyo dueño Sir
John Taverel, era entonces un personaje importante en el condado. Debió ser en
una cacería cuando el joven Gerald conoció a Lady Taverel. Margaret Taverel
era adorable. Muchos años más joven que su esposo debía tener, supongo, como
treinta y cinco años. Rubia y de ojos azules llamaba la atención masculina y, al
principio, la gente rió cuando Gerald Carlton mostró abiertamente su devoción
por ella siguiéndola a todas partes.
Sir John era un hombre ocupado y bastante difícil de comprender o siquiera
conocer. No sé si le importaba que su mujer tuviera admiradores. Apenas los
notaba y si la reñía a ella en privado, en público jamás lo demostró.
Gerald, por su juventud, fue más ostentoso que otros de más experiencia. El
caso es que, poco después, todo el vecindario murmuraba de ellos, aunque poca
gente, creo, lo tomaba en serio.
Yo tenía muchos años de conocer a Margaret. Me agradaba, aunque, a decir
verdad, la consideraba una mujer de escasa inteligencia. Pero no podía negar su
belleza y encanto, que la hacían atractiva para todos los que la conocían.
Un día vino a visitarme y poco después anunciaron a Gerald. Era evidente
que ella lo esperaba, aunque para mí la visita fue una sorpresa y por un
momento el placer y la felicidad que mostraron cuando se encontraron me

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inquietó. Pensé que mis temores eran ridículos. Gerald era casi un chiquillo y
Margaret una mujer que se acercaba a la edad madura. Los observé alejarse
juntos y poco después olvidaba el incidente.
Dos días más tarde me enteré de que se habían fugado. Decir que quedé
atónita es poco. Era lo último que hubiera pensado, conocía a Gerald desde niño
y a Margaret Taverel casi el mismo número de años.
El general y la señora Carlton quedaron con el corazón destrozado, pero
ellos, como todos los demás, esperaron a ver qué acción tomaba Sir John. Lo que
más escandalizaba a todos era que Margaret había abandonado a una niña de
casi siete años de edad. Yo siempre creía que ella estaba muy apegada a su
pequeña Ann.
Si mi relato, Lydia, infiere que culpo a Margaret por lo sucedido, lo siento,
pero no lo puedo evitar. En cierto modo es imposible no hacerlo; era una mujer
ya formada, mientras que Gerald sólo un jovencito, pero es justo decir que ahora
comprendo el punto de vista de ella. Todavía era preciosa y anhelaba el amor y
el romance con el mismo ardor que quince años antes cuando se casó con Sir
John. Estoy segura que su matrimonio estaba condenado al fracaso desde antes
que ella conociera a Gerald. Sir John era un hombre difícil para convivir con él.
Tenía notables cualidades intelectuales, pero Margaret era tonta, adorable sí,
pero lo único que podría ofrecer era su belleza. Pedía poco a la vida, en realidad,
sólo admiración y mimos, nada de lo cual obtenía de su esposo. Tuvo miedo de
envejecer en la sombría grandeza del castillo. La juventud y apostura de Gerald
la hicieron perder la cabeza y se fugó con él sin pensar en las consecuencias.
Evelyn hizo una pausa para sacar un cigarrillo.
—¿Qué sucedió? —preguntó Lydia.
—Nada, nada, ésa fue la tragedia.
—¿Sir John no se divorció de ella?

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—No, se rehusó, aunque al final el General Carlton acudió en persona a


rogárselo.
—Qué terrible, ¿qué hicieron?
—Vivieron en el extranjero y al principio creo que fueron felices. Entonces,
dos años después, en El Cairo, Margaret se cayó del caballo y éste la pisoteó.
—¿Murió?
—No, tal vez hubiera sido mejor. No murió pero quedó muy malherida.
Nunca más pudo caminar. Debió ser terrible para Gerald cuando lo supo, ya
que se enfrentaba a la tarea de decirle a una mujer a quien sólo preocupaba su
apariencia, que sería inválida durante el resto de su vida.
Compraron una casa en las afueras de El Cairo y allí viven desde entonces.
Tres años después murió Sir John, y Gerald y Margaret en seguida se casaron.
Para entonces ambos padres de Gerald habían muerto y siempre he pensado
que habrían sido más felices si hubiesen llegado a saber que su hijo estaba
casado legalmente. Sabían que mientras la unión no estuviera bendecida, no
permitirían a Gerald regresar a casa.
—¿Y ha vuelto?
—No. Creo que si viera esta casa tal y como está se sentiría muy triste, a
menos, claro, que haya cambiado mucho en los últimos años y ya no le importe
su propiedad.
—¿Y cómo me afecta eso a mí? —preguntó Lydia, incapaz de contener su
curiosidad.
—Recordarás que hablé de la niña que Margaret abandonó. Ann Taverel
acaba de cumplir dieciocho años. En su testamento, su padre dejo un
fideicomiso a su hija y asignó tutores para que se encargaran de ella hasta
alcanzar esa edad.

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El Crudo Viento del Amor

Pero ahora ya no tienen poder para impedir que ella acuda a ver a su madre,
como es su deseo. A fines de este mes, Ann zarpa hacia El Cairo para reunirse
con la madre a quien no ha visto desde hace once años. Ha decidido quedarse a
vivir con Margaret.
La semana pasada, antes de recibir noticias tuyas, llegó una carta de
Margaret en la cual me pedía que buscara a alguien que cuidara de Ann, no sólo
durante el viaje sino para quedarse como dama de compañía de su hija.
Me preguntaba quién sería la persona adecuada para el puesto cuando llegó
tu carta y comprendí que tú eras la solución a mi problema. Por eso te traje a
este lugar y te conté la historia. Quería que supieras toda la verdad antes de
conocer a Ann.
—Pero, Evelyn ¿crees que yo pueda cuidar de una jovencita?
Evelyn sonrió con afecto y puso una mano en el brazo de Lydia.
—Tomé en consideración lo que sería bueno para las dos. Y mientras espero
que seas una buena influencia para Ann creo que ella, así como la sociedad de El
Cairo, serán buena escuela para ti.
Lydia se rió.
—Una sociedad de beneficio mutuo —observó—. Me parece aterrador.
—Nadie podría tener miedo de Margaret Carlton —dijo Evelyn con
firmeza—. De Gerald no puedo decirte nada. La última vez que lo vi era
encantador, un alegre jovencito de veintiún años. Ahora es un hombre frisando
en los treinta y cuatro.
—Háblame de Ann.
—Es un amor —contestó Evelyn con entusiasmo—. Muy bonita, impulsiva y
acostumbrada a salirse con la suya.
—Oh, Dios —suspiró Lydia.

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—Pero juzgarás por ti misma. Hoy Ann nos acompañará a tomar el té y


haremos planes con ella.
—¿Y si no le agrado? —preguntó nerviosa Lydia.
—Le agradarás —respondió confiada Evelyn.
Encendió la marcha y condujo el auto por el camino, dejando atrás la casa
sumida en el silencio.

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A NN era preciosa, no había duda de ello.
Dio varias vueltas frente a Lydia y Evelyn para mostrarles su nuevo
vestido verde de noche que destacaba la esbeltez de su joven figura.
Iría a cenar a Ciros con un joven mientras Lydia y Evelyn permanecían en el
hotel donde las tres se hospedaban.
Después de tres días que habían sido de intensa actividad, Lydia estaba
ansiosa por disfrutar de una tranquila velada en la que pudiera acostarse
temprano y descansar, aunque no durmiera.
Le había resultado difícil conciliar el sueño durante los últimos días, ya que
estaba tan emocionada por los sucesos que transcurrían a una velocidad de
vértigo, uno tras otro, que a veces no podía creer que le estuviera sucediendo a
ella, sino a alguien desconocido.
Desde el momento en que Evelyn le presentó a Ann en “Cuatro Flechas”, no
había tenido un momento para dedicarlo a su persona. Ann llegó con la noticia
de que intentaba zarpar rumbo a El Cairo una semana más tarde, con o sin
dama de compañía.
Por fortuna, tan pronto vio a Lydia le agradó y no hubo necesidad que
Evelyn se opusiera a su decisión, como sin duda habría hecho ante la
posibilidad de que viajara sola.
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El Crudo Viento del Amor

Aunque había cumplido ya dieciocho años, su esponjada cabellera rubia y


sus inmensos ojos azules le daban una apariencia infantil, excepto por su ligero
toque de lápiz labial y el esmalte carmesí de sus uñas.
No se necesitaba pasar mucho tiempo con ella para darse cuenta de que Ann
era atractiva, de modales encantadores y con el don de la simpatía, por lo que
fascinaba a todos los que la conocían. Pero aparte de una naturaleza impulsiva
no exenta de encanto, no era inteligente.
Como su madre, el corazón de Ann dominaba su mente y poco después, ya
Lydia se preguntaba qué sucedería cuando las emociones de la joven
despertaran por completo a la vida.
Por el momento la emocionaba, halagaba y divertía la atención que le
brindaban los jóvenes que se le acercaban como moscas a la miel.
—Todavía no es más que una niña —comentó Evelyn a Lydia más de una
vez.
Pero su tono era inquieto y Lydia comprendió que le preocupaba el futuro de
la fascinante jovencita.
Todo el día sonaba el timbre del teléfono, los sirvientes entregaban mensajes
y flores o anunciaban jóvenes, que llegaban dispuestos a esperar durante horas
si era necesario, hasta que Ann pudiera concederles un poco de tiempo.
Cuando Ann anunció que partiría el martes de la semana siguiente y que ya
había enviado un cable anunciándole el viaje a su madre, Evelyn aceptó lo
inevitable y con una sonrisa ofreció ayudar.
—¡Eres adorable! —exclamó Ann y le hizo una caricia—. No sé qué haría sin
ti, tía Evelyn... Pero... ¿acaso no te dicen eso todos los que viven en un radio de
ochenta kilómetros a la redonda cuando menos siete veces a la semana?
—Qué fácil te resulta lisonjearme ahora que te has salido con la tuya —sonrió
Evelyn con afecto.

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El Crudo Viento del Amor

—¿Es conveniente para ti, Lydia, estar lista el próximo martes?


—Por supuesto. No tengo nada especial de qué ocuparme.
—¡Nada de qué ocuparte! —Casi gritó Evelyn—. Querida Lydia, no pensarás
viajar a El Cairo casi sin ropa apropiada.
—Bueno, no había pensado en ello —confesó Lydia, casi avergonzada.
Estaba tan acostumbrada a ponerse lo que estuviera más a mano y resultara
cómodo, que había olvidado el importante papel que la ropa jugaba en la vida
de las mujeres.
—Mañana vamos a Londres —dijo Evelyn con firmeza.
Como Lydia no se opuso, empezó a preparar una lista de lo que se
necesitaría. Después de media hora, Lydia exclamó:
—Pero es ridículo, Evelyn. No puedo aceptar el trabajo si necesito todo eso.
No tenemos tiempo de adquirirlo y aún más, no dispongo del dinero para
comprarlo.
—Eso es asunto mío —respondió Evelyn con una sonrisa—. Será mi regalo
para ti. Un ajuar para iniciar tu nueva vida.
—No puedo aceptarlo. Es un hermoso detalle, pero no lo aceptaré.
—¿Desde cuándo eres tan orgullosa? Querida, durante casi siete años no he
gozado de tu compañía ni del placer de hacerte regalos y fiestas. Digamos que
se ha acumulado el dinero que habría gastado y ahora lo derrocharemos de una
sola vez —suspiró y dijo—. Irás a El Cairo porque es una oportunidad
maravillosa que tal vez nunca vuelva a presentarse, y si crees que voy a enviar a
Ann con una dama de compañía que parezca un espantapájaros, estás
equivocada. Debo pensar en mi reputación, ya que saben que eres mi amiga.

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Habló con tono humorístico, pero Lydia no pudo reírse. Sentía que las
lágrimas asomaban a sus ojos y se le formó un nudo en la garganta ante la
generosidad de Evelyn.
Trató de balbucear su agradecimiento, pero Evelyn se lo impidió y continuó
con la lista que crecía más a medida que pasaban los minutos.

D espués de cuarenta y ocho horas en Londres, Lydia llegó a la conclusión


de que aunque viajaría a El Cairo con un espléndido guardarropa, ella
misma estaría convertida en una ruina.
Las horas de pie mientras le probaban los trajes, las compras en atestadas
tiendas y el ruido y algarabía de las calles la dejaron exhausta, aunque la
novedad la mantenía excitada y nerviosa.
Un famoso estilista de Londres le cortó el cabello y la peinó en un estilo
moderno y favorecedor, aunque sin hacerla perder la sencillez que la
caracterizaba y que era uno de sus muchos atributos.
—¡Tía Evelyn, será la belleza de El Cairo! —exclamó Ann cuando regresaron
al hotel.
—Lo que será muy sano para tu vanidad —contestó Evelyn.
Lydia y Ann hacían un magnífico contraste. La hermosura de Ann era como
la de un botón de rosa: fresca y exquisita, idónea para los vestidos de tul, de
muselina estampada y sombreros de ala ancha adornados con flores y lazos.
Los vestidos de crepé y terciopelo que delineaban la silueta más sofisticada
de Lydia le conferían tanto elegancia como cierto glamour, algo difícil de
describir, pero muy perceptible.

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El Crudo Viento del Amor

A medida que transcurrían los días, la felicidad y la esperanza de una nueva


vida le daban a Lydia una belleza fresca y una expresión de alegría, y aunque su
aspecto en general podría en cierto modo hacerla representar más edad de la
que tenía, sus ojos brillaban con juvenil resplandor.
—No puedo creer que esto sea verdad —decía a Evelyn una y otra vez.

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S OLO cuando iniciaron el viaje, Lydia se dio cuenta de cuánto esfuerzo de
su parte requería su nuevo trabajo.
Los detalles finales, como salir del hotel para tomar el tren, cuidar del
equipaje, dar propina a los cargadores y encontrar el vagón que les
correspondía, fueron sólo unas pocas de las muchas tareas que de ahora en
adelante tenía que realizar en su papel de dama de compañía.
Desde el momento en que entró en el dormitorio de Ann y la encontró a
medio vestir cuando ya debían estar en camino a la estación, se percató de que
tenía que tratar con alguien sin ningún sentido de organización e incapaz de
cuidar de sí misma y mucho menos de sus pertenencias.
Ann no se inquietaba por nada.
Se limitaba a estar bonita y llegar siempre tarde, así que Lydia se mantenía
en constante inquietud de que olvidara algo.
Si no hubiera sido por Evelyn, quien era una persona eficiente y práctica en
cualquier circunstancia, jamás habrían podido partir ese día rumbo a El Cairo.
Pero de alguna manera, Lydia, aunque exhausta, logró que su acompañante
y ella abordaran el tren, que inició la marcha justo cuando cerraban la puerta de
su compartimento.
—Estoy segura que olvidamos algo —dijo Ann mientras sacaba un espejito
de su bolso, para arreglarse el cabello.
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El Crudo Viento del Amor

Sería tu culpa, estuvo a punto de responder Lydia. Pero Ann había dicho
aquello con tal ingenuidad, que las palabras murieron en sus labios y empezó a
reír.
—Veo que no empacaste tu maletín de mano. Todo está revuelto, espero que
no haya ninguna botella rota.
Ann se encogió de hombros.
—Me acosté a las tres de la mañana. Estaba muerta de cansancio cuando
desperté y no podía levantarme.
—Debía estar molesta contigo. De haber perdido este tren, también
habríamos perdido el barco a Marsella.
—Pero no lo hicimos, así que no te molestes en reñirme, no te escucharé.
Sonrió y Lydia comprendió que su tarea de dama de compañía no iba a ser
sencilla.
Durante el viaje en tren, Lydia se dio cuenta que Ann tenía ideas muy
particulares acerca de cómo no aburrirse en un viaje. Durante el trayecto a
Dover realizó un cuidadoso escrutinio de todos los viajeros y cuando llegaron al
barco, anunció:
—Daré una vuelta para ver quién está a bordo.
Lydia permaneció en el camarote, se acostó y cerró los ojos. Estaba cansada.
No pudo dormir la noche anterior y se había levantado a las siete de la
mañana porque intentó, sin conseguirlo, evitar detalles de última hora.
Ann permaneció largo rato fuera y Lydia despertó con un sobresalto y un
sentimiento de culpa poco antes que llegaran a Calais, advirtiendo que estaba
sola.
Se puso el sombrero y en el espejo notó que con el reposo había eliminado las
líneas de cansancio bajo sus ojos y que tenía una apariencia fresca y juvenil.

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24
El Crudo Viento del Amor

Salió a buscar a Ann y la encontró conversando con un joven alto y apuesto.


Titubeó antes de acercarse, entonces Ann se volvió y la vio.
—¿Me buscabas?
—Llegaremos en unos minutos.
Esperó a que la joven la presentara, pero para su sorpresa, se acercó a ella y
la tomó del brazo.
—Bien, iré a ayudarte a tener todo listo —se volvió hacia su acompañante—.
Te veremos en el tren, ¿verdad?
—Sin duda. Hasta entonces, adiós.
—Me da gusto que hayas encontrado a tu amigo —comentó Lydia cuando se
alejaron—. ¿Quién es?
—No tengo la menor idea.
—¡Ann! —exclamó Lydia escandalizada—. ¡No querrás decir que no lo
conocías!
—Claro que no lo conocía. Se acercó, me habló y respondí. Después de todo,
es durante los viajes cuando puedes conocer desconocidos.
La joven se mostraba tan tranquila que Lydia pensó que su reacción era
absurda.
—Estoy segura que tu madre no lo aprobaría —logró decir al fin.
—Tendremos que preguntárselo, pero no creo que le importe. En estos días,
todo el mundo se conoce sin que sea necesaria la presentación.
—Creo que puede ser peligroso.
Ann se rió.
—Querida, eres muy anticuada, haces un drama de las cosas más normales.

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25
El Crudo Viento del Amor

Lydia no respondió. Pero en su interior se reprochó no ser una guardiana


eficaz.
Y cuando abordaron el tren y el joven se reunió con ellas para invitarlas a
tomar el té con él, sintió que debió protestar y no ser tan débil.
Después de todo, Ann era una heredera con una destacada posición social,
así que no debía permitir que hiciera ese tipo de relaciones. Pero a la vez
comprendió que sería imposible llamar la atención a Ann sin provocar una
escena y tal vez hasta tendría que insultar al joven en cuestión.
Este le pareció inofensivo. Moreno y apuesto, dijo que iba a París por
negocios, aunque no especificó su naturaleza.
Ann y él charlaron sobre diversos temas y al terminar, insistió en pagar el
consumo de los tres.
Lydia pensó, para apaciguar sus temores, que una vez que abandonaran
París se librarían de su presencia. Pero poco después él y Ann intercambiaron
direcciones y prometieron escribirse.
—Debes contarme tus primeras impresiones de El Cairo —decía el
desconocido—. Hace años que estuve allí y aún recuerdo que disfruté mucho mi
estancia.
—¿Por qué no vas de nuevo? —preguntó Ann con mirada provocativa.
—Lo pensaré muy en serio —prometió él.
Oh, Dios, pensó Lydia, debo hacer algo para impedir esto.
Deseaba con todo su corazón que Evelyn estuviera a su lado.
—Falta sólo media hora para que lleguemos a París —habló con tono
animado—. ¿Está muy retirado su asiento, señor...? Perdone, pero no escuché su
apellido.

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26
El Crudo Viento del Amor

—Es Henderson, Angus Henderson. Y por cierto, tengo una idea. Si


disponen de dos o tres horas en París antes de abordar el tren nocturno, ¿por
qué no van al Ritz a tomar un coctel conmigo?
—Me temo que ya tenemos todo arreglado —dijo Lydia a toda prisa antes
que Ann pudiera responder—. Gracias de todos modos.
—Tonterías —interrumpió Ann—. Nos encantaría ir. Como viajamos con
mucho equipaje necesitamos dos taxis, pero te encontraremos en el bar del Ritz
en cuanto nos sea posible.
Cuando ya estaban a solas, Lydia observó:
—Creo que cometes un error. No sabemos nada de este joven y no debimos
aceptar.
—Si lo hubiera conocido en una fiesta no harías tanto alboroto y tampoco
sabríamos nada de él.
—De todos modos, creo que no es correcto lo que hiciste.
—En ese caso iré sola, tú no necesitas acompañarme.
—No seas ridícula. Sabes que no te permitiría ir sola.
—Entonces vayamos juntas y disfrutemos el momento. No seas aguafiestas.
Me pregunto qué debo hacer, pensó Lydia cuando se dirigían al Ritz.
Cuando llegaron, Angus Henderson las esperaba, acompañado de otro
hombre a quien presentó como el Mayor Harold Taylor.
—Acabo de encontrarme a Harry por casualidad ¿y adónde creen que se
dirige? ¡A El Cairo! Viajará en el mismo tren que ustedes esta noche.
—Me alegro —comentó Ann mientras dirigía una maliciosa mirada a Lydia.
Para entonces, Lydia ya había decidido permitirle salirse con la suya, sonrió
con dulzura a Henderson y a su amigo y aceptó un coctel de champán.

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27
El Crudo Viento del Amor

El Mayor Taylor era de más edad que Angus y tenía el aspecto de quien ha
vivido mucho tiempo en el trópico.
Tenía una voz suave y un seco sentido del humor que hizo reír a Lydia
varias veces. Pronto descubrió que le simpatizaba y le complació saber que lo
seguirían tratando.
Ann y Angus coqueteaban descaradamente, por lo que Lydia y el mayor se
enfrascaron en una charla íntima. Ella confesó que era su primer viaje al
extranjero en muchos años.
—¿Se quedarán mucho tiempo?
—Depende mucho de la señorita Taverel.
—¡Taverel! No escuché bien el apellido antes. ¿Es familiar de Margaret
Taverel, la esposa de Gerald Carlton?
—Su hija.
—¡Santo cielo! La hijastra de Gerald. No lo habría pensado. Para él será... —
se detuvo, como si temiera que su comentario fuera indiscreto.
—¿Qué iba a decir?
—Nada, fue la sorpresa.
El mayor miró a Ann con nuevo interés.
—¿Conoce usted a los señores Carlton? —preguntó Lydia.
—No se puede vivir mucho tiempo en El Cairo sin conocer a Gerald. No
puedo imaginarlas a ustedes dos en su casa.
—¿Por qué no?
—¿De qué hablan? —interrumpió de pronto Ann.
—El Mayor Taylor conoce a tu madre y a tu padrastro.

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El Crudo Viento del Amor

—Qué emoción. Hábleme de ellos. Son por completo desconocidos para mí,
como supongo que Lydia le habrá dicho.
—¡Desconocidos para usted! —repitió asombrado el mayor—. Bueno, en ese
caso dejaré que sea una sorpresa.
—¿La casa, ellos... o ambos? —preguntó Ann.
El Mayor Taylor rió.
—Creo que elegí mal mis palabras. Quien se llevará la sorpresa en esta
ocasión será Gerald. Estoy seguro que no tiene idea de que están en camino tan
adorables criaturas.
Ann hizo unos cuantos comentarios más y dedicó de nuevo su atención a
Angus Henderson, en cambio Lydia permaneció pensativa.
¿Qué significa todo esto?, se preguntó. ¿Qué tiene de extraño Gerald .Carlton?

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H AROLD Taylor llevó una vida tan extraña que acentuó su carácter
introspectivo.
Pero así como algunas mujeres son más bellas con la edad, los años habían
dado a Harry Taylor una madurez y un encanto que jamás poseyera en su
juventud.
Sin duda alguna, en menos de cinco años estaría al mando de su regimiento
y a pesar del tardío desarrollo de su personalidad y de su reserva, tanto los
jóvenes oficiales como la tropa, porque tenían confianza en él, simpatizaban con
la idea.
Las mujeres habían jugado un papel secundario en su vida. Hubo muchas,
por supuesto, a quienes les habría gustado despertar su interés. Y en la India se
hacían apuestas sobre quién sería la primera en lograrlo, pero todas fracasaron.
Su reserva lo protegía como una armadura. La gente no se daba cuenta que
bajo su aparente frialdad se ocultaba la timidez de un niño.
Conforme pasaron los años, en su mente empezó a buscar un ideal de mujer,
una que combinara las virtudes de la madre que nunca conoció y el sueño de
tierna esposa que suele tener todo hombre sensible.
La noche en que conoció a Lydia permaneció despierto en el dormitorio del
tren nocturno que se dirigía a Marsella, pensó en ella y en la casa a la que se
dirigía y no pudo dormir.
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30
El Crudo Viento del Amor

Lydia tampoco pudo conciliar el sueño. Dejaron abierta la puerta de


comunicación entre su compartimento y el de Ann, quien durmió
profundamente.
—Siempre duermo muy bien en los trenes —le había comentado mientras se
desvestían.
—Eres afortunada —contestó Lydia.
—Tal vez sea mi conciencia tranquila —bromeó Ann. Insomne, Lydia
recordó esas palabras y se preguntó qué significaba para Ann eso que llaman
conciencia.
¿Qué pensaba Ann en realidad acerca de la vida, de sí misma, de esta
aventura en la que había involucrado a Lydia, de su encuentro con una madre a
la que no había visto desde que era una niña?
Y también pensó en la sorpresa del Mayor Taylor cuando le dijeron que
ambas vivirían en casa de los Carlton.
Al fin se durmió, pero su sueño fue intranquilo y despertó varias veces hasta
que por fin el cansancio la venció. Cuando abrió los ojos ya amanecía.
En una hora más llegarían a Marsella. Ann ya estaba despierta y sentada en
su cama y miraba por la ventanilla.
Parecía muy joven, con su rubia cabellera como un marco de rizos alrededor
de la cabeza y Lydia, al observarla, sintió que la invadía un sentimiento de
ternura mezclado con el deseo de protegerla.
Esperaba que Ann nunca sufriera como ella; que no le arrebataran su
juventud, que no viviera en agonía de terror para darse cuenta conforme
pasaran los años, que no había forma de liberarse.
Ann volvió la cabeza y sonrió al ver a Lydia despierta.
—¿Dormiste bien? —le preguntó.

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31
El Crudo Viento del Amor

—No.
—Hace mucho frío y parece que no saldrá el sol.
—Ya tendremos suficiente sol en El Cairo.
—¡El Cairo! ¿Sabes, Lydia? Siempre deseé ir a Egipto. Creo que debí ser
egipcia en mi anterior reencarnación. Lydia rió.
—Pues no lo pareces.
—Pero si siento cierta afinidad con el país y la gente. No puedo explicarlo,
pero cuando llegue sabré si he estado allí antes.
—Y si lo sientes, con seguridad creerás que fuiste una faraona. Nunca he
conocido a quien recuerde haber sido en su anterior reencarnación un
campesino o una pastora. Siempre son reyes o reinas o grandes personajes de la
historia.
—¡Eres detestable! —protestó Ann—. Y si me reconozco en una de las
tumbas, no te lo diré.
—Si fuiste uno de los esclavos que ayudó a construir las pirámides, ¡puedes
estar segura que no encontrarás tu tumba!
Ann ya no contestó y empezaron a vestirse.
Cuando llegaron a Marsella ya había salido el sol, pero brillaba muy
débilmente y soplaba un viento frío. Ann se cubrió con un grueso abrigo de
pieles y se subió el cuello de modo que sólo asomaban sus ojos y la punta de la
nariz.
Qué bonita es, pensó por enésima vez Lydia mientras la observaba saludar al
Mayor Taylor.
Se preguntó si no sería él su próxima víctima. Y a su pesar, abrigó la
esperanza de que no lo fuera. Era demasiado bondadoso y serio. No coquetearía
y olvidaría, como solía hacerlo Ann.

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El Crudo Viento del Amor

Pero también sabía que era muy difícil resistir las sonrisas de Ann.
Cuando abordaron el barco, con sorpresa descubrió que el mayor no se
separaba de su lado y la llenaba de atenciones.
Se sentó junto a ella en silencio mientras el barco se alejaba del puerto y a ella
le tranquilizó su presencia, aunque sentía curiosidad por saber cómo era y lo
que pensaba el hombre.
En menos de tres días Ann logró hacer muchos conocidos, tanto jóvenes
como mayores.
No fue un viaje interesante, pero Ann lo disfrutó lo mejor que pudo y Lydia
estaba segura que, cuando menos, un plantador de té regresaría a Ceilán con el
corazón destrozado. El barco llegó tarde a Port Said.
Eran casi las seis cuando llegaron a la estación de El Cairo, adonde se
dirigieron en tren y donde esperaban que las recibiera Gerald Carlton.
Ann, asomada a la ventanilla, observaba a la gente que esperaba en la
plataforma, deseosa de adivinar quién sería su padrastro.
—¿Será ese? —preguntó y señaló a un hombre alto de bigote y prestancia
militar.
—No, no es su padrastro, es un agregado de la embajada —le dijo el Mayor
Taylor—. Por cierto, es un muchacho agradable, como sin duda lo comprobará
en unos días. Es uno de los jóvenes más alegres de El Cairo.
—¿Quién es entonces ése? —señaló a otro Ann.
De nuevo sufrió una desilusión y cuando por fin bajaron, se dieron cuenta
que nadie las esperaba, ni siquiera un auto.
El Mayor Taylor pareció tan sorprendido como ellas, pero guardó silencio y
se limitó a ofrecerles acompañarlas a la casa en un taxi.
Lydia aceptó, se sentía deprimida y molesta por esa fría bienvenida.

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El Crudo Viento del Amor

Era extraño que después de que hicieran un viaje tan largo, Gerald Carlton
no hubiera enviado siquiera a alguien a recibirlas.
Sin embargo, trató de tranquilizar a Ann con excusas que a sus propios oídos
sonaron falsas.
Era emocionante estar en El Cairo y extraño ver en las modernas calles entre
autos y tranvías, un camello ocasional de lento andar con una pesada carga y
guiado por un chiquillo descalzo y de turbante.
Las mujeres, con el rostro cubierto con velos, charlaban. Ann y Lydia se
inclinaban hacia las ventanas del auto, lanzando exclamaciones a la vista de las
mezquitas, las carretas tiradas por bueyes, los vistosos uniformes de los
dragones.
—Es demasiado moderno, en realidad —comentó Ann con tono
decepcionado—. Casi es lo mismo que estar en los suburbios de Londres o en
cualquier aldea inglesa.
El Mayor Taylor rió de buena gana.
—Espere a conocer el bazar. ¡Entonces sí se sentirá en Oriente!
—Eso espero —empezó a decir Ann y de pronto exclamó entusiasmada—.
¡Miren, el Nilo!
Cruzaron un amplio y moderno puente sobre el camino a Gezira y al fondo,
el gran río resplandecía a la luz del sol.
—Llegamos —indicó el Mayor Taylor cuando el taxi entró en una pequeña
vereda bordeada de arbustos y árboles en flor y se detuvo frente a una enorme
casa blanca.
Había varios autos estacionados y cuando tocaron, les abrió un sirviente
vestido de blanco.
—Adiós —se despidió el Mayor Taylor.

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El Crudo Viento del Amor

—¿No entrará con nosotras? —preguntó Ann.


—Preferiría no hacerlo, tengo varias cosas que hacer, así que ofrezca mis
disculpas a su madre y dígale que los visitaré otro día.
—Adiós —dijo Lydia y le extendió la mano.
El Mayor Taylor se la apretó con fuerza, no dijo nada, pero su mirada hizo
que Lydia bajara los ojos y entrara apresuradamente a la casa.
El sirviente las condujo por un pasillo en penumbra y abrió la puerta de una
habitación.
Se escuchaban risas y voces y, por un momento, Ann y Lydia permanecieron
asombradas en el umbral de un gran salón atestado de gente
Grandes ventanales se abrían a una terraza. Al fondo, hombres y mujeres
esperaban que un cantinero les sirviera sus bebidas.
Dos o tres de los presentes, cerca de la puerta, interrumpieron su
conversación al verlas, pero no se acercaron a saludarlas, sólo las miraron con
curiosidad.
A Lydia le pareció que transcurrieron años mientras esperaban y miraban a
su alrededor. Entonces escuchó la exclamación de un hombre alto que estaba al
otro extremo del salón. Se acercó apresuradamente a ellas.
—¡Buen Dios! ¡Debe ser miércoles y yo me confundí una vez más con los
días!
Se acercó a Ann con las dos manos extendidas.
—Debes ser Ann, ¿verdad? Te esperaba para mañana. Debo estar loco.
¿Podrás disculpar que no haya ido a recibiros a la estación?
—Sí, soy Ann y estamos furiosas con usted.
—Oh, por favor, no digas eso.

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El Crudo Viento del Amor

Extendió su mano a Lydia.


—Señora Bryant, espero que usted no esté indignada conmigo.
Lydia lo miró. Era alto, rubio y con anchos hombros sobre un cuerpo fuerte y
atlético.
Tenía la piel bronceada, estaba bien afeitado y era apuesto. En los ojos azules
que la miraban brillaba una expresión encantadora.
—Sólo nos sentimos decepcionadas —contestó.
—¿En dónde está mi madre? —preguntó Ann.
—Arriba —contestó Gerald Carlton—. Nunca viene a mis... nuestras fiestas.
Le provocan jaquecas. ¿Quieres subir o te acompaño?
—Iré sola —respondió en seguida Ann.
Lydia se dio cuenta de que deseaba que esa reunión después de once años
fuera sin la presencia de extraños.
—Venga a tomar una copa, entonces, señora Bryant —indicó Gerald
mientras la conducía por entre la multitud hacia el bar.
—No, gracias —respondió Lydia, pero él se rió de su negativa.
—Está ahora en Oriente y tiene que aprender a beber a la puesta del sol... y a
cualquier hora.
—¿Y quién mejor que Gerald para enseñarle? —preguntó una mujer que se
acercó a ellos.
Era pequeña y muy rubia, con facciones angulosas y voz chillona.
—Ella es Nina —dijo Gerald a Lydia.
—Qué manera de presentarme, Gerald. Debes dar una buena impresión,
cuando menos al principio.
—Oh, la señora Bryant pronto tendrá sus propias impresiones.

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El Crudo Viento del Amor

Nina acercó su cabeza a la de él y le respondió con tono íntimo:


—Que sea como tú quieras.
Lydia se sintió turbada al notar el abierto coqueteo de Nina con Gerald. Con
voz firme, dijo:
—¿Le importa si subo a mi habitación? Quisiera asearme después del viaje.
Gerald empezó a discutir, pero Nina le interrumpió.
—No seas necio, mi amor. La joven quiere empolvarse la nariz. ¡Tessa!
Al gritar el nombre, de un extremo del salón le contestó una pequeña como
de ocho años.
—Ya voy, mami.
Era una linda niña, con cabello rubio enmarcando un rostro picaresco.
—Conduce a la señora Bryant a su habitación. Mohammed te dirá cuál es.
—Está bien —contestó Tessa.
Se volvió hacia Lydia y dijo con aire de gente grande:
—Por favor, sígame.
Lydia sonrió, pero se preguntó qué autoridad tenía la madre de la niña en
esa casa y por qué era asunto suyo asignar las habitaciones.
Ya afuera, Lydia suspiró de alivio.
—¿Está cansada? —preguntó Tessa.
—Un poco —sonrió Lydia—. Hay mucha gente, ¿verdad?
Tessa se encogió de hombros.
—Siempre hay mucha gente aquí. A mamá y a Gerald les gustan las
multitudes.
—¿Tu mamá y tú vivís aquí?

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El Crudo Viento del Amor

—Por el momento, supongo que nos quedaremos hasta que mamá se aburra.
Lydia se asombró de su franqueza. Cuando llegaron a la planta de arriba,
Tessa la condujo a una pequeña habitación que daba a una terraza con una
exquisita vista al jardín que se extendía hasta la ribera del Nilo.
—Es su habitación. Espero que Mohammed le suba su equipaje cuando tenga
tiempo.
—Yo también lo espero. Pero me gustaría tener mi petaquilla de mano.
—Está bien, lo arreglaré.
Antes que Lydia pudiera decir algo, la chiquilla corrió hacia la escalera y
gritó:
—Mohammed, Mohammed, sube el equipaje en seguida. ¿Me oyes? ¡En
seguida!
Regresó al dormitorio.
—Lo subirá en un momento —anunció.
—¿No crees que debiste pedirlo por favor? —sugirió Lydia.
—Sólo son nativos. Mamá dice que son como animales y que cuanto más los
maltrates, mejor trabajan.
—Bueno, eso no es verdad ni siquiera respecto a los animales —respondió
Lydia casi indignada.
Se reprendió a sí misma, pues era absurdo discutir con una criatura. Tessa,
sin inmutarse, se sentó en la cama y la observó.
—Sabes, no te va a gustar estar aquí —dijo.
—¿Por qué no?
—No te vamos a gustar nada. Y a mamá tampoco le gustarás, eres
demasiado bonita.

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El Crudo Viento del Amor

Lydia sintió que eso era demasiado para ella. No sabía qué contestarle a esa
criatura increíble y con alivio escuchó la voz de Ann y la vio en el pasillo.
—Ann, estoy aquí —llamó—. Subí para asearme.
—Yo bajaré de nuevo —respondió Ann—. Me pareció divertida la reunión.
Vaya, ¿quién es? —preguntó al ver a Tessa.
—Me llamo Tessa y mamá y yo vivimos aquí por el momento —se presentó
la chiquilla.
—Vaya, vaya ¿quién es tu mamá? —preguntó Ann.
—Lady Higley y como está divorciada de mi papá, vivimos donde nos gusta.
Dijo la última frase con gesto desafiante, luego añadió con tono triste y
haciendo un mohín infantil:
—A decir verdad no es muy divertido.
Por primera vez, Lydia pensó que Tessa era sólo una niña.
Ann miró a Lydia y arqueó las cejas.
—Mamá quiere verte. Yo bajaré.
—Yo también —se apresuró a decir Tessa.
—¿No es hora de que te acuestes? —preguntó Lydia a la niña.
—No lo hago hasta que estoy cansada.
De un salto bajó de la cama y se adelantó a Ann hacia la escalera, aún con
gesto desafiante, pero tan encantadora como un duendecillo. Lydia no pudo
evitar sentir simpatía por la niña a pesar de su precocidad.
Ya a solas, Lydia se quitó el sombrero y al mirarse en el espejo sonrió al
recordar las palabras de Tessa:
No le gustarás a mamá. Eres demasiado bonita.

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39
El Crudo Viento del Amor

A Lydia ya le desagradaba Lady Higley, era algo instintivo, entonces se riñó


a sí misma por hacer un juicio severo e impulsivo. Pero sabía que Nina Higley
era el tipo de mujer con quien nunca tendría nada en común, por comprensiva
que tratara de mostrarse.
En cuanto se lavó, se dirigió hacia la habitación de la señora Carlton. Antes
de tocar titubeó un momento, un tanto temerosa de cómo sería la madre de
Ann.
Giró el picaporte cuando una voz le indicó:
—¡Adelante!
Cortinas y persianas estaban corridas, así que la habitación estaba en
penumbra y la primera impresión de Lydia fue de un espacio amplio y frío,
cortinas blancas y una gruesa alfombra donde sus pies se hundían. Observó a su
alrededor, confusa.
Al fin la vio, sentada en un sofá junto a la ventana, con una manta de armiño
blanco cubriéndole las piernas y la cabeza apoyada en cojines de seda. Cerró la
puerta y se acercó.
Margaret Carlton le extendió una mano delgada y dijo:
—Bienvenida a Egipto.
Lydia tomó la mano y al mirar el pálido rostro de su anfitriona sintió una
profunda sorpresa.
Esperaba algo tan diferente, alguien todavía bella, alguien cuya apariencia
estuviera en concordancia con la historia de su apasionado romance.
¡Pero si es vieja, pensó, vieja, arrugada... y sin atractivos!

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M IENTRAS contemplaba el pálido rostro y escuchaba la voz baja y
quejumbrosa que le hacía preguntas acerca de Evelyn y el viaje, Lydia
no pudo dejar de pensar en Gerald Carlton.
Es joven y atractivo. Esta mujer es una anciana. ¿Qué puede sentir por ella excepto
piedad?
Y mientras charlaba con Margaret trató de descubrirle algún encanto, alguna
cualidad especial, pero sin lograrlo.
En cuanto sus ojos se acostumbraron a la penumbra, notó que su apariencia
era muy descuidada, lo que no se justificaba sólo por su invalidez.
Tal vez se siente muy enferma, pensó, pero eso no la convenció.
—¿Ya conoció a Gerald, mi esposo? —preguntó Margaret cuando Lydia
terminó de relatarle el viaje.
—Sí, lo vi sólo unos cuantos minutos. Tiene que atender una fiesta.
—A Gerald le gustan las fiestas y a mí también, antes, pero ahora me dan
jaqueca. Ya nada me agrada.
Lydia se sintió avergonzada, Margaret había hablado con amargura y no
sabía qué decir para expresarle su comprensión.
—Lo siento, por usted —murmuró al fin, con gentileza.
Bárbara Cartland
41
El Crudo Viento del Amor

—Jamás me acostumbraré a estar inválida. Si sólo supiera, señora Bryant, lo


que es permanecer aquí día tras día, semana tras semana, año tras año, sabiendo
que nunca más caminaré, luciré linda ropa o tendré alguna diversión.
Hizo una pausa, pero Lydia permaneció en silencio ante ese súbito arranque
de desdicha.
—Y cuando veo a mi hija Ann, que se parece tanto a como yo era antes que
esto sucediera...
Su voz se quebró y las lágrimas brotaron de sus ojos. Lydia comprendió que
la había perturbado la presencia de Ann, bonita, joven y radiante.
Extendió la mano y tomó la de Margaret para tratar de mostrarle sin palabras
su comprensión.
—Todos pensaban que yo era bella —prosiguió Margaret—, y lo era. No es
vanidad de mi parte decirlo. Le enseñaré unas fotos para que lo compruebe por
sí misma.
Hablaba con tono ferviente y tocó una campanilla que tenía a su lado.
Casi al instante apareció una enfermera.
—Tráeme mis álbumes de fotos, Dandy —pidió la señora Carlton—. Todos,
rápido.
En lugar de obedecerla, la enfermera se acercó.
—Vamos, vamos —dijo con voz tranquilizadora—, se excita demasiado.
Tendrá los álbumes, querida, pero a su tiempo.
—Oh, Dandy, no seas irritante —contestó Margaret con entonación infantil—
. Quiero que la señora Bryant los vea ahora.
Lydia sonrió a la enfermera.
—Puedo verlos en otra ocasión, tal vez sea mejor esperar a mañana. Me
retiraré, buenas noches.

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El Crudo Viento del Amor

—Oh, será mejor que los vea ahora. Se irritará si no se sale con la suya. Todos
la mimamos, ¿verdad, querida?
La enfermera arregló los cojines de Margaret y Lydia pudo notar que había
afecto y entendimiento entre las dos. No era una enfermera del tipo
convencional. Gruesa, con un rostro alegre que de joven debió ser atractivo,
cuando se reía su rostro se surcaba de arrugas, sus ojos resplandecían y
aparecían dos hoyuelos en sus mejillas regordetas.
Encendió las luces y cuando Margaret sugirió que mejor abriera las
persianas, repuso:
—No, pronto anochecerá y sabe que la hace sufrir ver las estrellas porque
añora el romanticismo. Es preferible que le muestre los álbumes de fotos a la
señora y llore a gusto.
—¡No seas impertinente, Dandy! Sabes bien que nunca lloro cuando veo mis
fotos. Quiero que la señora Bryant las vea porque viene de casa, Evelyn
Marshall la envió. Me has oído hablar de ella, ¿verdad?
—Bastante —respondió la enfermera mientras sacaba los álbumes y los
llevaba junto al sofá.
La siguiente media hora Margaret la pasó explicándole a Lydia sobre cada
fotografía, y repitiendo sin cesar lo bonita que había sido y cuánto se divertía.
¿Por qué insistirá en vivir en el pasado?, se preguntó Lydia. Tiene mucho a pesar
de su invalidez. Un marido, dinero, amigos y ahora una hija en quien interesarse.
Pero Margaret sólo hablaba de los días cuando cabalgaba, bailaba y era
hermosa, admirada por todos los hombres que la conocían.
Incluso las numerosas fotografías de ella en Egipto y en otras partes del
mundo eran, más que nada, un récord de conquistas amorosas.
—Él es el Coronel Braithwaite. Estuvo loco por mí todo un verano. Gerald
sentía unos celos terribles y reñimos mucho a causa de ello. Y el jinete es Lord

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El Crudo Viento del Amor

Starton. Solía enviarme muchas flores a pesar de haber bailado sólo una vez
conmigo. Su esposa estaba furiosa, no había querido conocernos porque Gerald
y yo vivíamos en pecado.
No mostraba reparos en hablar de los años que viviera con Gerald sin
haberse divorciado de Sir John y rechazados por la sociedad respetable.
En la última de las fotos aparecía montada en una yegua castaña.
—¡Este animal fue el que me tiró! —declaró con voz baja y en tono amargo, y
cerró el álbum de un golpe.
—No hay más fotos —añadió—, ni las habrá.
—Gracias por mostrarme sus álbumes —dijo Lydia y agregó, ansiosa de
cambiar el tema para tratar de borrar el sufrimiento del pálido rostro—. Su casa
me parece muy atractiva, señora Carlton, estoy ansiosa por conocer los jardines
mañana.
—No me interesan mucho, pero a mi marido le gustan. No tenemos mucho
tiempo de vivir aquí. Apenas dos años, a él le pareció conveniente... al menos
para sus fiestas.
¿Estará celosa de sus amistades?, se preguntó Lydia y al recordar a Lady Higley
pensó que sin duda así era.
La enfermera indicó que era hora de llevar a Margaret a la cama y Lydia salió
con una sensación de alivio.
Había sido una entrevista inesperada y difícil, y aunque sentía lástima por su
anfitriona, no podía evitar pensar que Margaret hacía poco esfuerzo por llenar
su vida de otra cosa que no fueran lamentaciones.
Seguramente era terrible ser inválida, pero vivir en el pasado y añorar su
juventud perdida no ayudaba para que los años pasaran más rápido o para que
fueran más fáciles. Regresó a su habitación y desempacó, aunque nadie llegó
para ayudarla.

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El Crudo Viento del Amor

Cuando terminó de bañarse y ponerse un sencillo vestido de noche, ya eran


cerca de las ocho y media de la noche, pero Ann no había subido para cambiarse
de ropa para cenar y Lydia no se decidía a bajar, insegura de lo que se esperaba
de ella.
En el momento en que se disponía a llamar a un sirviente para preguntar a
qué hora se servía la cena, Ann subió con Lady Higley.
—Oh, se cambió —observó Nina al ver a Lydia—. No debió molestarse. El
último invitado acaba de marcharse y cenaremos en cuanto la comida esté lista.
—Yo tengo que bañarme —exclamó Ann—. No me esperen, bajaré lo más
rápido que pueda.
—Está bien —asintió Lady Higley, quien se volvió hacia Lydia para
agregar—; si desea ver al señor Carlton lo encontrará en el salón.
Su tono era insolente, sin embargo, Lydia dio las gracias y bajó con lentitud
la escalera.
Al abrir la puerta del salón escuchó a Gerald Carlton reñir a un sirviente que
había dejado caer unas copas. Lo maldecía con voz irritada, en su opinión, fuera
de proporción al accidente y Lydia se detuvo en el umbral. Él se volvió y la vio.
—Pase. Este inútil ha roto la mitad de mis copas nuevas. ¡Cielos, cómo
detesto a los sirvientes nativos!
Su rostro estaba enrojecido y Lydia se dio cuenta que había bebido en exceso.
Gerald se acercó hacia los ventanales abiertos.
—Salgamos al jardín. Estoy molesto y necesito aire fresco.
Lydia lo siguió. Afuera estaba oscuro. Caminaron en silencio durante unos
minutos.

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El Crudo Viento del Amor

El aire era fresco y perfumado con la fragancia de las flores, las luces de la
población resplandecían a la distancia. Lydia no habló y por fin fue Gerald
quien rompió el silencio.
—¿Ha visto a mi esposa?
—Pasé un largo rato con ella hasta que la enfermera me despidió para darle
de cenar.
—Dandy es una persona espléndida.
Se produjo de nuevo el silencio que Nina rompió cuando les anunció desde
la terraza que la cena estaba lista.
Regresaron a la casa y Lydia tuvo la sensación de que Gerald había mostrado
una reserva poco usual en él.
No le hizo preguntas acerca de Inglaterra, y aunque ella se dijo que sería
falta de tacto iniciar la conversación, a menos que estuviera segura que él
deseaba hablar de lo que había abandonado tantos años antes, tenía la fuerte
impresión que había sido un esfuerzo para él permanecer en silencio.
Nina Higley no se cambió de ropa sólo había retocado un poco su maquillaje,
pero cuando Ann bajó poco después, ataviada con un vaporoso vestido de
noche, comentó:
—Desmerezco entre tanta elegancia. Deberemos cuidar nuestros modales,
Gerald, ahora que tenemos gente fina en casa.
Gerald pareció no escuchar su comentario.
Durante la cena charló con Ann sobre las diversiones que ofrecía El Cairo y
los planes que prepararían para que ella se entretuviera.
—Quisiera que invitara a un señor muy amable que se portó muy bien con
nosotros durante la travesía. Lo conocimos en París, su nombre es Harold
Taylor.

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El Crudo Viento del Amor

—¡No, Harry Corazón Duro! —exclamó Nina—. Es primo lejano mío y el


hombre más aburrido del mundo. Nunca ha sabido tratar a las mujeres. No me
diga que se enamoró de usted, no podría soportarlo.
—Yo no tuve éxito con él —contestó Ann con malicia—, pero Lydia sí.
Nunca se separó de su lado en el barco y atendía su menor deseo.
—¡No seas ridícula ni exagerada! —protestó Lydia. Pero advirtió la mirada
nada amistosa que le lanzó Nina Higley.
—Lo he tratado varias veces —observó Gerald—. Por supuesto que debemos
invitarlo, en especial si es el pretendiente de la señora Bryant.
—No es nada de eso. Ann exagera y estoy segura que el Mayor Taylor se
horrorizaría si supiera que hablamos así de él.
—Yo nunca pude soportarlo —intervino Nina—. En realidad es pariente de
mi esposo, no mío y no sentimos el más mínimo afecto el uno por el otro, se los
aseguro. Si él viene, yo me voy, ¡lo juro!
Lydia pensó que ésa debía ser la explicación a las insinuaciones de Harold
Taylor respecto a que no serían felices en la casa Carlton. Sin duda sabía que
Lady Higley y su hija vivían allí.
No obstante, le molestaba que Ann hubiera dado una impresión falsa de la
relación que existía entre ella y Harold Taylor, así que para cambiar el tema,
preguntó por Tessa.
—¿Ya se acostó? —inquirió.
—Supongo que sí, no se le permite bajar a cenar. Dios sabe que ya tengo
bastantes problemas con esa chiquilla. Si tan sólo pudiera conseguir una niñera
de confianza me sentiría muy agradecida.
—Has tenido seis en dos meses —comentó Gerald con una sonrisa.

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47
El Crudo Viento del Amor

—Pero eran unas inútiles. Se oponían a todo lo que yo les indicaba que
hicieran y parecían animar a la niña para que se portara aún peor de lo normal.
—¿Quién la cuida ahora? —preguntó Lydia.
—Quien tiene tiempo disponible. A veces Gerald lo hace.
—No creo agradarle mucho —observó Gerald.
—Pobrecito. ¿Tal vez llegue a ser la única mujer en el mundo que no
sucumba a tus encantos?
—Eso parece —contestó Gerald mientras Ann, desde su asiento, hacía un
guiño a Lydia.
Más tarde, cuando se retiraron, Ann acudió al dormitorio de Lydia.
—¿No es detestable? —preguntó, sentándose en la cama.
—¿Quién? —preguntó Lydia, aunque sabía bien a quién se refería.
—Nina Higley, por supuesto. Creo que es una de las mujeres más venenosas
que conozco. Me agrada Gerald, no entiendo por qué se interesa en ella.
—¿Cómo sabes que es así? Tal vez lo animó la bondad para recibirla en su
casa. De cualquier modo, no puedo remediar sentir lástima por la niña.
—Oh, sólo es una chiquilla malcriada y en cuanto a la bondad de Gerald...
más de dos invitados me informaron que Nina era “su última conquista”.
—Oh, Ann, qué penoso. ¿Qué respondiste?
—Ellos no sabían quién era yo. Aquí no presentan a nadie, y en medio de
tanta gente no tuve más remedio que reírme y preguntar quién fue su
predecesora.
—Creo que no debes dar crédito a los rumores acerca de tu padrastro hasta
que lo conozcas mejor.

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El Crudo Viento del Amor

—Querida Lydia, no me digas que te sorprende que tenga romances. Me


parece que ha sido maravillosa la forma en que ha permanecido al lado de mi
madre, a pesar de todo.
—¡Ann! Decir eso es terrible.
—¿Por qué no decirlo si así pienso? Y por supuesto, lo piensas tú también, si
eres sincera. Mamá es mucho mayor que él y basta verla para saber que es
verdad lo que digo.
Lydia permaneció en silencio. Ann salto de la cama y se acercó a la ventana
abierta. Después de unos minutos, con voz muy diferente, agregó:
—Me alegro de que este día haya llegado a su fin.
—¿Por qué?
—Estaba nerviosa y, supongo, un poco temerosa de ver a mi madre. La había
detestado tanto durante todos estos años.
—¿Detestado?
—Porque me abandonó. Ya sé que se supone que una niña de siete años no
entiende las cosas, pero yo supe lo que sucedió, la servidumbre hablaba.
Hicieron comentarios sobre ella que se grabaron en mi memoria y no puedo
olvidarlos aunque lo intente, y cuando supe al crecer que no me permitirían
verla, la detesté.
Hizo una pausa y continuó diciendo:
—Creo que era una forma de expresar mis celos, supongo que era el deseo de
ser para ella más importante que el hombre con quien se había fugado. Yo sentía
cierto afecto por mi padre y creo que él también me quería, pero yo necesitaba
cariño, añoraba que alguien me mimara. Imagino que en eso me parezco a mi
madre.
Se detuvo al instante y prosiguió su monólogo:

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El Crudo Viento del Amor

—En el fondo de mi mente siempre persistió la herida que su abandono me


causó, yo era su hija, su única hija y pudo abandonarme sin pensarlo. Solía
permanecer despierta y planear mi venganza; buscaría la forma de demostrarle
que no me importaba, hacerle daño de una u otra manera, pero cuando hoy la
vi, me di cuenta que había cometido un error soñando con vengarme. Cuánta
emoción desperdiciada en una mujer que no significa nada para mí, ni yo para
ella.
—Oh, Ann, no seas dura. No tenía idea de lo mucho que eso significaba para
ti, pero no permitas que tu resentimiento te amargue la vida. Tu madre es una
figura tan triste, tan patética y tal vez sería una felicidad para ella si tú
intentaras...
—Poseo un fuerte instinto para algunas cosas y ahora sé, con seguridad, que
mi madre y yo nunca significaremos nada la una para la otra... ya no.
No dijo nada más. Se volvió, dio un ligero beso a Lydia y salió de la
habitación.
A solas, Lydia se desvistió con lentitud mientras pensaba en los sucesos del
día, en Ann, en su madre y en la extraña casa a la que había llegado. Salió a la
terraza para contemplar el jardín.
Reinaba el silencio y el ambiente era tranquilo. De pronto, inexplicablemente
se sintió emocionada y al mismo tiempo excitada. El misterio de la noche
oriental la envolvió y sintió que se encontraba en el umbral de un nuevo
conocimiento, de la revelación de la verdad eterna.
Lo superficial de las cosas terrenas pasó a segundo término, todos los
pequeños problemas, preocupaciones y dificultades que la gente suele tener
parecieron perder importancia. Ella era una con el universo, unida a la fuente de
todo lo que era real.

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El Crudo Viento del Amor

Durante un momento de perfección, vislumbró el plan y el diseño de la


Creación de la que ella formaba parte. Se sintió como una nueva persona,
bautizada por la belleza y la oscuridad iluminada sólo por las estrellas.
No supo cuánto tiempo permaneció en ese sitio, pero comprendió que había
logrado un atisbo de todo lo que de mejor y más auténtico había en su interior.
Una risa metálica la hizo volver a la tierra.
Se sobresaltó y se volvió para entrar en su habitación.
Miró hacia donde un rayo de luz iluminaba parte de la terraza por la que
bajaban dos personas, mirándose una a la otra.
Entonces vio que Nina rodeaba con sus brazos el cuello de Gerald.
Estremeciéndose como alguien que ha visto algo sucio, Lydia regresó a su
habitación y cerró de un golpe las persianas.

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-¿P OR qué Italia tiene forma de bota? —preguntó Tessa mientras
estudiaba con toda atención el mapa frente a ella.
—No sé —respondió Lydia—, pero eso parece y Sicilia es la pelota que está a
punto de patear.
—Quisiera que todos los países fueran así, pues sería muy fácil reconocerlos.
Si Inglaterra fuera una mano y Francia dos piernas que bailaran, no lo olvidaría
y tú estarías muy contenta conmigo, ¿verdad?
—De todos modos lo estoy, haces grandes progresos.
—¿De veras?
—En serio.
Tessa, de pronto, rodeó el cuello de Lydia con el brazo y la besó.
—Me gustas, eres la persona más buena que he conocido.
—Me alegro y me agrada enseñarte, en especial cuando veo que te esfuerzas.
—Siempre me esfuerzo.
—No siempre, pero por lo general sí lo haces.
Tessa sonrió.
—Me voy a preparar porque el tío Harold llegará en cualquier momento.
—No debes hacerlo esperar.
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El Crudo Viento del Amor

—No lo haré —prometió Tessa, ya casi fuera de la habitación.


Era como un relámpago y Lydia la oyó correr por el vestíbulo y subir por la
escalera para ir a su habitación a ponerse el traje de montar.
Hacía apenas dos semanas que Lydia había llegado a El Cairo, pero ya
contaba con una sincera amistad en la casa; Tessa.
De esa forma contradictoria en que los niños mimados se apegan y muestran
afecto por la única persona que no los mima, Tessa había elegido a Lydia como
amiga y confidente y estaba dispuesta a hacer cualquier cosa que ella le pidiera.
La persona que más le agradaba después de Lydia era el Mayor Taylor. Él
fue a la casa para visitar a Lydia y ella le había confiado su preocupación por la
niña de Nina que carecía de niñera, no tenía educación ni nadie que le prestara
atención, así que el Mayor Taylor se propuso enseñar a Tessa a cabalgar.
Lydia, a su vez, dijo a Lady Higley que podía dedicar una hora y media cada
mañana para dar lecciones a Tessa.
—Si eso le divierte, haga lo que quiera con la niña —respondió Nina—, pero
no le sorprenda si le arroja los libros a la cabeza y no me gustaría que más tarde
usted viniera a mí con lamentaciones.
—No lo haré —prometió Lydia.
Nina Higley no volvió a ocuparse del asunto, demasiado absorta en la
búsqueda de sus propias diversiones.
Después de vivir dos semanas bajo el mismo techo que Lady Higley, Lydia
llegó a la conclusión de que la naturaleza no podría haber elegido una persona
menos indicada que esa mujer para ser madre.
Con frecuencia, Tessa pasaba todo el día sin que nadie se ocupara de ella,
hasta que en ocasiones su madre decidía representar su papel maternal.
Entonces, Tessa era conducida de fiesta en fiesta, la alimentaban con comida

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El Crudo Viento del Amor

poco adecuada para su edad y se le permitía permanecer despierta hasta altas


horas de la noche.
La única ropa que le compraban eran vestidos de fiesta, mientras que su ropa
interior estaba hecha trizas y prendas como camisones y medias, solían
permanecer sucias y sin remendar.
Lydia no podía tolerar el que se criara a una criatura con tanto descuido y se
encargaba de Tessa en los momentos que tenía disponibles.
Era una suerte que dispusiera de muchas horas libres. Ann no tardó en
sumergirse en un torbellino de diversiones, muchas personalidades de El Cairo
le ofrecían su hospitalidad para beneplácito de Lydia.
Se había dado cuenta que la moralidad de los asistentes a la casa de los
Carlton no era muy recomendable. Pronto se percató que no eran la compañía
apropiada para Ann, de hecho, los amigos de Gerald representaban la gente
indeseable de El Cairo.
La gente respetable, o no era invitada o no aceptaba asistir.
Acudían jugadores, entrenadores de caballos, jóvenes de dudosos
antecedentes o parejas varias veces divorciadas o que estaban a punto de
hacerlo.
También jóvenes que parecían no tener objetivo alguno en la vida, excepto ir
de juerga en juerga y derrochar su dinero o el ajeno llevando una vida disipada.
Cuanto más conocía a los amigos de Gerald Carlton, Lydia se preguntaba
con más frecuencia acerca de la clase de persona que sería él.
Parecía divertirse en tal compañía, pero cuando ella pensaba en su hogar y
en la descripción que Evelyn hiciera de sus padres, no podía conciliar ese
comportamiento.

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El Crudo Viento del Amor

Almuerzos, cocteles y cenas eran organizados todos los días y casi cada
noche Lydia escuchaba que su anfitrión llegaba tarde por la noche, y a menudo
cuando amanecía.
Solía escuchar cómo subía por la escalera, poco a poco y tambaleándose, y
comprendía que se había excedido en la bebida.
Bebía mucho, pero parecía no afectarlo como era de esperarse, ya que al día
siguiente se levantaba antes que nadie en la casa y cabalgaba o se iba al club a
nadar.
A Lydia le agradaba, pero se daba cuenta de que él la eludía.
Era gentil y cortés, si bien la trataba de una forma muy diferente a los demás
habitantes de la casa.
Para todos ya era “Lydia”, pero Gerald aún la llamaba con el formal “señora
Bryant” y evitaba toda conversación directa con ella.
Lydia pasaba dos o tres horas al día con Margaret Carlton y llegó a sentir
una profunda compasión por la desgraciada mujer. Era muy poco lo que
alguien podría hacer por ella.
No podía concentrarse en otro tema que no fuera ella misma, lo que siempre
la conducía a lamentarse con amargura de su situación.
El instinto de Ann no había fallado y Lydia observó que Margaret no
toleraba a su hija. La irritaba y perturbaba contemplar a la joven llena de salud y
vitalidad y a los pocos días Ann dejó de visitarla.
Aunque Lydia no se lo preguntó, intuyó que Ann percibía los sentimientos
de su madre y prefería mantenerse apartada. Una tarde, mientras Margaret
estaba dormida, Dandy se reunió con Lydia en el jardín bajo la sombra de un
árbol. Era casi la hora del té cuando escucharon que un auto se acercaba y
vieron que era Ann, sentada junto a un apuesto moreno.
—¿No es el Barón Sébale? —preguntó Lydia.

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El Crudo Viento del Amor

La enfermera asintió con la cabeza.


—Yo no permitiría que la muchacha lo viera con frecuencia.
—¿Por alguna razón en particular?
—Su esposa es una de ellas, para empezar.
—No sabía que era casado —comentó Lydia y se sintió inquieta, ya que Ann
había salido varias veces con el barón.
Era difícil para ella controlar las amistades de Ann. La joven siempre tenía
una respuesta a cuanta observación le hacía.
Y Lydia no podía decirle con franqueza que consideraba que la mayoría de
las amistades de su padrastro eran, en su opinión, indeseables, en especial para
relacionarse con alguien tan joven e inexperta como ella.
Las pocas veces que había visto al barón le dio la impresión de que era mejor
que la mayoría de los asiduos visitantes de la casa. Siempre estaba sobrio, a
diferencia del resto de los hombres al finalizar cualquier reunión.
Tenía modales encantadores y era muy apuesto, principalmente ante los ojos
de una jovencita. Pero había algo en él que no le agradaba, aunque por el
momento no podía definir qué era.
Ann saludó con la mano a las dos y acompañada por el barón entró en la
casa.
—¿Qué más sabe de él? —preguntó Lydia a Dandy.
—Muchas cosas que son ciertas y muchas otras que podrían serlo. Su padre
era francés y su madre egipcia.
—¡Egipcia! —repitió Lydia sorprendida.
—Sí, su padre era un viejo alegre con mucho dinero y carente de moral.
Mantuvo aquí en El Cairo una especie de harén durante varios años antes de
morir. Una de sus amantes le dio un hijo y se casó con ella para legitimarlo. Lo

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El Crudo Viento del Amor

criaron tutores ingleses. Hace años que lo conozco y a pesar de sus buenos
modales, algo en él me repele. No me agrada y no me gustaría que la joven se
entusiasmara con él.
—¿A qué se debe que no conocemos a su esposa?
—Se casó con una chica francesa, ella lo abandonó después de una semana
de casados. Surgieron todo tipo de rumores de cuánto sufrió ella y cómo regresó
aterrorizada con su familia. No sé cuán ciertos sean, pero como es católica no se
divorciará de él, aunque no creo que esa falta de libertad inquiete al barón.
¿Qué puedo hacer?, se preguntó inquieta Lydia.
—Por lo que he visto de Ann, tendrá que ser muy cuidadosa y tener mucho
tacto con ella. Se parece a su madre.
Lydia se puso de pie.
—Es hora del té. Veré si está listo.
Cuando entró en la casa por las puertas del salón, la pareja hablaba
animadamente y al verla la miraron como si se tratara de una intrusa y de
inmediato callaron.
—¿Quieres que se sirva el té aquí o afuera en el jardín, Ann?
—Es preferible que salgamos —contestó Ann, no a Lydia, sino al barón,
como para indicar que deseaba estar a solas con él.
—Por supuesto, iremos al club —asintió él y su sonrisa hizo comprender a
Lydia que Dandy se estremeciera cuando él sonreía.
Lydia tomó el té con Dandy, después subió a charlar con Margaret Carlton
casi hasta la hora de la cena.
Mas sus pensamientos no estaban en la conversación, se preguntaba qué
hacía Ann y cómo evitarle que viera al barón con tanta frecuencia.

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El Crudo Viento del Amor

Ann regresó casi a la hora de la cena y tuvo que cambiarse a toda prisa. Tenía
una expresión radiante que parecía surgir desde el fondo de su ser.
Es tan joven y bonita, pensó Lydia y sintió que su corazón se estrujaba.
Esa noche no hubo invitados a cenar. Lady Higley se había desvelado la
noche anterior y no se sentía bien, así que pidió que le subieran la cena a su
habitación. Sólo eran tres a la mesa, Gerald, Lydia y Ann.
Ann casi no habló, pero estaba tan atractiva que Gerald lo comentó diciendo
que el aire de El Cairo le sentaba bien. Ann se limitó a sonreír, como si estuviera
de acuerdo. Apenas comió, dijo que se retiraba a dormir.
—Tendrá que charlar conmigo, señora Bryant —sugirió Gerald—, nadie más
parece desear mi compañía esta noche.
Bebió otro brandy, encendió un cigarrillo y la condujo hacia la terraza.
—Siéntese —le indicó una silla con cojines—, y cuénteme la historia de su
vida.
Hablaba un poco en broma, sin embargo, Lydia sintió que por alguna razón
extraña parecía turbado por esa conversación a solas que él no había propiciado.
¿Le diré lo de Ann?, se preguntó. No puedo aceptar yo sola esa responsabilidad.
Pero antes que pudiera empezar a hablar, Gerald se puso de pie y sugirió con
cierta inquietud:
—Caminemos hasta la orilla del río, hace calor aquí.
El vestido blanco de Lydia le daba un aire fantasmagórico, mientras
caminaba al lado de su anfitrión por entre los arbustos en flor.
De pronto, de forma inesperada, él preguntó:
—¿Por qué vino?

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El Crudo Viento del Amor

—Evelyn Marshall pensó que yo podría desempeñar con eficiencia el papel


de dama de compañía de Ann ¿no lo sabía? —respondió Lydia sorprendida.
—¿Por qué aceptó?
—Necesitaba el empleo, no tengo dinero.
—¿Nunca trabajó antes?
—No. Mi esposo acaba de morir, hasta entonces no tuve necesidad de
hacerlo.
—¿Lo echa de menos? —la pregunta de Gerald fue menos abrupta que las
anteriores y la hizo con visible interés, como si en realidad quisiera conocer la
respuesta.
—No lo había visto durante varios años. Estaba enfermo... recluido en una
casa para enfermos mentales.
Llegaron a la orilla del río. Gerald arrojó su cigarrillo al agua.
—No ha respondido a mi pregunta. ¿Por qué vino?
—Me temo que no comprendo. Ya se lo expliqué.
Gerald se volvió de pronto hacia ella, la tomó en brazos, la ciño con fuerza y
presionó sus labios sobre los de ella. Por un momento Lydia se sorprendió tanto
que no pudo reaccionar, entonces, tan súbito como la había abrazado, la soltó.
—¡Cómo se atreve! —protestó ella.
—¿Le sorprende? —preguntó Gerald mientras le ponía las manos sobre los
hombros—. ¿Le sorprende cuando se presenta aquí como la personificación de
todo lo que he olvidado o intentado olvidar? ¡Dios sabe que quisiera no haberla
visto nunca!
Sin una palabra más regresó a la casa a toda prisa, Lydia quedó sola.

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El Crudo Viento del Amor

Permaneció inmóvil mientras lo observaba, con una mano sobre el pecho,


como para detener el tumulto de emociones que la caricia del hombre le
produjera. Estaba demasiado aturdida por lo sucedido y durante unos minutos
no pudo pensar con coherencia.
Debe estar loco, se dijo.
Pero sabía que la expresión de su rostro y sus ojos iluminados por la luz de la
luna no había sido la de un demente, sino de alguien que había llegado al límite
de sus fuerzas.
Se quedó durante un largo rato en la ribera del Nilo, después regresó
caminando despacio a la casa.
Su temor de encontrarse con él se desvaneció al ver que la casa parecía vacía.
Sin duda Gerald había salido en busca de diversión o de olvido.
Cuando subía a su habitación vio luz por debajo de la puerta del dormitorio
de Ann y llamó.
—Adelante —indicó Ann.
Estaba todavía vestida y contemplaba la noche por la ventana.
—¿No necesitas nada? —preguntó Lydia.
—Nada. Ya me iba a acostar.
Lydia notó que no tenía deseos de charlar, por lo que se despidió y se dirigió
a su cuarto.
Se desvistió, se puso su bata y decidió leer un rato antes de dormirse. De
pronto recordó que había dejado su libro en la habitación de Dandy cuando fue
a verla después de charlar con Margaret.
No se habrá dormido, iré a recogerlo, se dijo.

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El Crudo Viento del Amor

Al salir de su habitación advirtió que alguien bajaba por la escalera. Titubeó


un momento, durante el cual la figura se perdió de vista y aunque no estaba
segura, su instinto le decía que era Ann.
Corrió hacia la balaustrada, pero ya era demasiado tarde, sólo escuchó el
ruido que la puerta principal hizo al cerrarse.
No pudo ser Ann, se dijo.
Para asegurarse se dirigió al dormitorio de la joven y llamó a la puerta. No
obtuvo respuesta. Decidida, giró el picaporte y entró.
La habitación se encontraba vacía.
Por eso se había retirado tan temprano, fue sólo un pretexto para salir
después y reunirse con el barón.
Al final del pasillo había un cuarto vacío cuya ventana daba al sendero de
entrada a la casa. Lydia corrió y alcanzó a ver las luces de un auto que se
alejaba.
¿Qué voy a hacer?, se preguntó.
Desde que llegaran a El Cairo, Lydia había arreglado que cuando Ann
asistiera a una fiesta por la noche la llevaran en el auto de su padrastro y la
esperaran hasta traerla de regreso o la acompañara alguna mujer de respeto.
Ann tenía sólo dieciocho años. En Londres, a su edad, una jovencita nunca salía
sola y no había razón de que Ann lo hiciera sólo porque estaba en el extranjero.
En varias ocasiones, Lydia los había acompañado, pero era natural que no la
invitaran con tanta frecuencia como a la bella joven. Hasta ese momento, Ann se
había portado bien y siempre llegaba en el auto que le destinaran.
Supongo que habrán ido a ver las pirámides a la luz de la luna, se dijo Lydia.

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El Crudo Viento del Amor

Sabía que era un plan irresistible para cualquier jovencita, y en especial para
Ann que era una romántica incurable. Pero la inquietaba la opinión que del
barón tenía Dandy.
Si hubiera sido soltero Lydia no se hubiese alarmado tanto, ya que Ann era
una chica sensata y había demostrado que sabía cuidarse sola.
Sin embargo, el barón era diferente. No era de fiar, en especial con alguien
tan joven y bonita como Ann.
Daba vueltas inquieta en su habitación. Era inútil tratar de dormir hasta que
supiera que Ann se encontraba a salvo, así que mientras no regresara, lo único
que podía hacer era esperar y rezar.
Se preguntaba qué haría Evelyn, siempre práctica y sensata en cualquier
circunstancia, en su lugar. Tal vez incluso ella se sentiría tan impotente cómo lo
estaba Lydia.
Había dejado abierta la puerta y de pronto escuchó un grito en el dormitorio
de Tessa.
Corrió y la encontró sentada en la cama, bañada en llanto.
—Tuve una pesadilla horrible, tía Lydia —sollozó.
Lydia la abrazó para tranquilizarla.
—Todo está bien, ya estás despierta y no puede pasarte nada.
—Fue un sueño horrible.
—Lo sé, pero no importa. Tal vez cenaste mucho, ¿no es cierto?
Tessa sonrió entre sus lágrimas.
—Comí mucho pastel, estaba delicioso.
—Lo sé, pero ése es el problema. Por lo general tenemos que pagar, de una u
otra manera, por lo que disfrutamos.

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62
El Crudo Viento del Amor

—¿Yo lo pago con sueños horribles?


—Por comer demasiado. Tu pobre estómago no lo soportó y por eso te dolió.
Tessa se rió.
—Tienes unas ideas muy graciosas. Pero ya no me volverá a asustar si mi
pobre estómago paga por comer mucho pastel.
Lydia arropó a la niña y se inclinó para besarla.
—Tía Lydia, ¿le rezas a Dios cuando quieres algo?
—Sí, por supuesto.
—¿Y siempre consigues lo que quieres?
—No siempre. Algunas veces Dios piensa que no es bueno para nosotros y Él
siempre es muy sabio.
—Yo recé como nunca ayer cuando salí a cabalgar. Recé porque el tío Harold
viniera hoy para darme otra lección. Y lo hizo. Fue Dios el que lo envió,
¿verdad?
—Supongo que Él le puso la idea en la mente.
—Me gusta cabalgar más que nada en el mundo, en especial con tío Harold.
—No debes sentirte decepcionada si él no puede venir todos los días, es un
hombre muy ocupado, ya lo sabes.
—Lo quiero mucho. Más que a nadie después de ti, pero mamá lo detesta,
ella me lo dijo.
—No creo que hablara en serio, Tessa, así que yo no pensaría en eso. La
gente suele decir cosas sin querer, ya lo sabes.
—Es gracioso que mamá deteste a tío Harold cuando yo lo quiero tanto.
Porque a ella siempre le gustan todos los hombres. Yo creo que tío Harold no es
su tipo, ¿no lo crees?

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63
El Crudo Viento del Amor

Lydia reflexionó sobre si debía dar a Tessa una lección de lealtad, pero
decidió que era muy tarde. Se arrodilló junto a la cama y le dijo:
—No pienses en eso ahora, queridita. Duérmete y lo discutiremos por la
mañana, ¿de acuerdo?
Tessa la acarició.
—Te quiero, tía Lydia —susurró—. Eres la persona más bonita del mundo.
Lydia se rió y se puso de pie.
—Eres una zalamera. Buenas noches, muñeca, que duermas bien.
Cerró tras ella la puerta con mucha suavidad. Al menos alguien en la casa
era adorable.
Había tanta dulzura en Tessa, que Lydia pensó una vez más que era un
crimen que la criaran de esa forma.
De no haber estado ella allí, la niña habría llorado sin que nadie la escuchara.
Lady Higley, a propósito, había dispuesto que el dormitorio de la niña estuviera
en el extremo opuesto de la casa al suyo.
Y se había mostrado indiferente a los esfuerzos de Lydia y de Harold Taylor
por hacer algo por Tessa.
Fue Lydia quien sugirió que la niña llamara “tíos” a los mayores, en lugar de
hablarles por su nombre.
El comentario de Nina a esa sugerencia fue característico de ella.
—Parece que he adquirido un particular número de parientes —dijo con
sarcasmo y agregó, cuando Tessa escuchaba—; qué emocionado debe sentirse
Harry Corazón Duro con esta nueva intimidad entre nosotros.
Ya Lydia sabía que era inútil discutir o tratar de explicar las cosas a Lady
Higley. Todo lo interpretaba desde su egoísta punto de vista, por bondadosas o
bien intencionadas que fueran las acciones de los demás.

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El Crudo Viento del Amor

Al volver a su habitación, Lydia vio que eran las once de la noche. Se sentó a
esperar y entonces recordó que no había ido a buscar su libro. Pero ya era muy
tarde para molestar a Dandy.
Bajó al salón. Del librero eligió una novela que consideró la ayudaría a que
pasara más rápido el tiempo.
Se disponía a regresar a su habitación cuando el ruido de la puerta principal
al cerrarse la sobresaltó.
Tal vez es Ann, pensó, pero un momento después vio que estaba equivocada.
Era Gerald quien regresaba a casa.

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G ERALD dejó su sombrero sobre la mesa del vestíbulo y al volverse
descubrió a Lydia.
Se miraron, Lydia estaba pálida, con una mano se cerraba la bata y en la otra
tenía la novela.
—Bajé por un libro.
Se hizo un silencio embarazoso, entonces ella reunió valor y añadió:
—También deseaba hablar con usted.
—¿Ahora?
—Ann salió... sola.
Notó que él no comprendía.
—Quiero decir que salió sola con el Barón Sébale, al menos eso creo.
—Un minuto. Hablemos claro. ¿Pasamos al salón?
Lydia lo siguió hasta el sofá junto al fuego. Se sentía aliviada de poder
compartir con alguien la inquietud que la agobiaba.
—¿Qué le hace pensar que está con el barón?
—Creo que empieza a enamorarse de él. Han salido con bastante frecuencia.
Almorzaron y tomaron juntos el té hoy y Ann no regresó hasta casi la hora de la
cena. Recuerde que al terminar se retiró con el pretexto de que iba a acostarse.
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66
El Crudo Viento del Amor

Al pensar en lo que sucedió después sintió ruborizarse, pero hizo un


esfuerzo por hablar con voz tranquila.
—Como media hora más tarde la vi bajar por la escalera, para asegurarme fui
a su dormitorio y lo encontré vacío. La esperaba un auto en la vereda y supongo
que era el coche del barón.
Gerald la escuchó con atención. Lydia, al mirarlo, no pudo evitar decirse que
era atractivo, pero estaba molesta con él pues se había comportado como un
insolente.
—¿No hace una tormenta en un vaso de agua?
—Ann sólo tiene dieciocho años. Su amigo el barón es casado y medio
egipcio.
—¿Así que ya sabe su historia? ¿Y por qué enfatiza que es mi amigo?
—¿No lo es?
—Viene aquí a menudo. Pero usted lo considera mí amigo y, sin embargo,
una compañía no deseable para mi hijastra.
—¡Por supuesto! —su actitud empezaba a indignarla.
—¿Por qué es tan indeseable?
—Para empezar, es casado.
—¿No es usted un tanto anticuada?
Lydia se puso de pie.
—Esperaba al menos un poco de ayuda de su parte. Veo que estaba
equivocada, acudiré a la madre de Ann.
—No creo que pueda ayudarla y estoy seguro que tendrá la suficiente lealtad
como para no llamar indeseables a mis amigos. En su opinión, ¿es el barón la
única “oveja negra” o hay más?

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El Crudo Viento del Amor

—Me temo que considero indeseable a la mayoría de la gente que Ann


conoce aquí. No son las relaciones adecuadas para una jovencita que no sabe
nada del mundo —aspiró hondo y prosiguió—. Consideraba parte de mi deber
evitar que Ann conociera ese tipo de personas. Pero según parece, estaba
equivocada.
—¿Así que prefiere que ella sólo conozca a la clase de gente que en el pasado
condenó a su madre?
Lydia se sobresaltó. Era un punto de vista que no había tomado en cuenta.
—Permítame aclararle que si piensa que invitaré a mi casa a ese tipo de
personas, está equivocada —prosiguió Gerald—. La gente que usted considera
indeseable fueron mis amigos en tiempos difíciles así que lo seguirán siendo
ahora y siempre, y su respetable sociedad puede hacer lo que quiera, pero no
disfrutar de mi hospitalidad.
Hablaba en tono disgustado, casi gritaba y Lydia empezó a comprender
mucho de lo que la inquietaba.
Él no olvidaba, nunca podría olvidar, los años en que junto con la mujer que
amaba fueron rechazados por la sociedad. Resentía los desprecios recibidos, el
escándalo provocado por su fuga.
Estaba amargado y resentido y ahora llenaba su casa con gente con la que se
había visto obligado a asociarse en años pasados.
Por fin entendía la razón de esas extrañas reuniones, la alegría forzada y la
presencia de mujeres como Nina Higley.
Gerald detestaba la sociedad que lo había rechazado.
Se vanagloriaba de su reputación y trataba de mostrarse peor de lo que era, y
hacía todo lo que estaba en su poder para olvidar o suavizar sus instintos, los
cuales, debido a la educación esmerada que recibió en su juventud, eran el
mejor y más fuerte rasgo de su personalidad.

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El Crudo Viento del Amor

Lydia comprendió y al mirarlo se dio cuenta un poco del infierno que debió
soportar durante el pasado.
Era un inglés que amaba Inglaterra, nacido y criado en ese país, pero que
estaba exiliado debido a su loca ilusión juvenil.
En un impulso, Lydia extendió una mano y le tocó el brazo.
—Lo lamento. No comprendía.
Se volvió y sin una palabra más salió de la habitación. Arriba, reflexionó
durante un largo rato. Se dio cuenta que los años no sólo habían despojado de
su belleza a Margaret, sino también habían roto el orgullo de Gerald y lo habían
humillado.
Comprendía con claridad que la belleza de Margaret Taverel había hecho
pensar a su joven amante que valía la pena perder el mundo por su amor. Y
cómo, poco a poco, los dos fueron descubriendo que habían cometido un error.
El accidente de Margaret había roto el último eslabón que existía entre ellos,
convirtiéndolos en dos seres separados e infelices que tal vez lograban ocultar al
mundo su angustia, pero nunca a ellos mismos.
Él estaba atado a una mujer que ya no amaba por las cadenas
inquebrantables de la lealtad. En cambio, ella se había convertido en una mujer
que sólo añoraba su belleza perdida, no al hombre que había sacrificado su vida
por su amor.
Ni siquiera Sir John pudo imaginar una venganza más brutal. Ninguna
tortura, por cruel que fuera, podría infligirles a su esposa infiel y a su amante
mayor infortunio que el que ya vivían.
Gerald intentaba olvidar, no el amor o la desdicha o el sufrimiento, sino una
vieja mansión que representaba la dicha de su niñez.
Deseaba olvidar el orgullo en la voz de su madre, la mano de su padre sobre
su hombro, los sirvientes que lo conocieron y amaron desde niño.

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El Crudo Viento del Amor

Y sólo podía olvidar cuando bebía en compañía de gente viciosa o cuando


bailaba en el ambiente fétido y caluroso de los centros nocturnos.
Las lágrimas corrían por el rostro de Lydia que, al levantarse para buscar un
pañuelo, comprendió que lloraba por Gerald Carlton, el niño que había sido y el
hombre en que se había convertido.
De pronto sintió miedo, no por él, sino por sí misma.

E ra casi la una de la mañana cuando Ann regresó. Lydia la oyó entrar.


Pero alguien más la esperaba. Gerald salió del salón y le escuchó
preguntar:
—¿En dónde estabas?
Desde la puerta de su alcoba, Lydia escuchaba con claridad las voces.
—Salí —respondió Ann con tono desafiante.
—¿Con quién?
—¿Cree tener derecho a interrogarme?
—Yo sí.
—¿Qué le hace pensar así?
—En primer lugar, ésta es mi casa; en segundo, tu madre no está bien y por
lo tanto no debe preocupársele y en tercero, conociste al barón bajo mi techo.
—¿Cómo sabe que salí con el barón?
—¿Acaso no es así?
A Lydia le sorprendió la nota de gentileza en la voz de Gerald.
—Sólo fuimos a ver las pirámides.

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El Crudo Viento del Amor

La voz de Ann era menos desafiante, como si considerara que era mejor
adoptar una actitud conciliatoria.
Tenía razón, se dijo Lydia. El barón se aprovecha del romanticismo de Ann.
Escuchó decir a Gerald:
—Estamos cansados esta noche y la hora no es conveniente para una larga
charla. Prométeme que me darás la oportunidad de discutir este asunto en la
mañana.
—Saldré a cabalgar a las nueve.
—¿Con él?
—¡Sí!
—Bueno, entonces desayunaremos juntos a las ocho y lo discutiremos, ¿de
acuerdo?
—No me comprometo a ser puntual, pero haré lo posible.
Enseguida, Ann subió a toda prisa por la escalera y Lydia apenas tuvo
tiempo de cerrar su puerta.
Mis temores fueron infundados, pensó, Ann regresó a salvo y Gerald la convencerá
de tener amigos más propios de su edad. Fui una tonta inquietándome como lo hice.
Estaba cansada por todos los sucesos de la noche. Se quitó la bata y se metió
en la cama, pero un momento después llamaron a su puerta.
—¿Quién es? —preguntó con tensor.
—Soy yo —contestó Ann y entró—. Adiviné que estabas despierta. Vi la luz
bajo tu puerta.
Se sentó en la orilla de la cama.
—Tú se lo dijiste a Gerald, ¿verdad? —la acusó—. Supongo que me viste
cuando me fui.

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El Crudo Viento del Amor

—Estaba muy preocupada.


—¿Por qué?
—Ya sabes por qué. Oh, Ann, querida, no pienses que soy una entrometida,
pero eres tan joven y bonita.
—No puedo evitarlo. Y él es fascinante, debes reconocerlo.
Lydia se percató que Ann deseaba hablar y se preguntó qué iría a decirle.
Estaba enamorada por primera vez. Y como todas las jóvenes de su edad
deseaba discutir con alguien sus emociones, sus sueños y esperanzas.
—No creo poder admirarlo —declaró Lydia con cautela.
—Es medio egipcio. ¿No te dije, Lydia, que sentía afinidad con la tierra de los
faraones? No puedes negar que tuve un presentimiento.
—¿Insinúas que el Barón Sébale era parte de tu última encarnación?
—No puedo estar segura, por supuesto —respondió Ann, molesta por el
sarcasmo de Lydia—. Pero no puedo evitar sentir que era mi destino conocerlo y
que él es descendiente directo de quienes construyeron las pirámides.
—¿Te dijo él eso? Tenía entendido que su madre era una nativa sin
importancia en el harén de su padre.
—Oh, me ha contado muchas cosas de sí mismo —dijo Ann soñadora.
—¿También de su esposa?
—¡Ella era una perfecta tonta! Lo abandonó en plena luna de miel. Él no
quería casarse, pero fue una boda arreglada y los padres de la chica estaban
muy ansiosos de esa alianza. ¡Cómo no iban a estarlo!
—La baronesa tal vez tenga una versión muy diferente. ¿Consideras al barón
el tipo de hombre que hará un buen marido?
—¡Cómo desearía la oportunidad de averiguarlo!

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El Crudo Viento del Amor

Lydia pensó que esa clase de tontería debería ser erradicada de la cabeza de
Ann.
—Ann, querida, no seas ridícula ni te hagas ilusiones con alguien como el
Barón Sébale. Es un hombre casado, ¿qué ganas con imaginarte enamorada de él
o él de ti? Jamás se podrá casar contigo. Sabes que su esposa es católica y no hay
esperanzas de que le dé el divorcio. ¿Por qué no olvidarlo antes que sea
demasiado tarde? ¡No lo veas más! Hay muchos otros jóvenes en El Cairo.
—Todos son muy aburridos. No puedes convencerme de que no lo ame,
Lydia, por mucho que lo intentes. Adoro a Ali y sé que él me idolatra. No debes
temer que me haga daño. Esta noche sólo me besó la mano y el ruedo de mi
vestido.
Lo dijo con voz trémula y Lydia comprendió que la había emocionado ese
gesto teatral.
Es sólo una jovencita. No vale la pena hablar con ella, está ilusionada y ni siquiera le
avergüenza confesarlo.
No obstante, intentó de nuevo razonar con ella.
—¿Desde qué llegaste aquí no has pensado alguna vez en la fuga de tu
madre con tu padrastro?
A Ann la sorprendió su pregunta.
—¿Por qué? ¿Qué tiene que ver conmigo?
—Sólo esto, Gerald era muy joven cuando dio ese paso en falso que arruinó
su vida. ¿Acaso crees que es feliz?
—Nunca lo pensé.
—Sólo deseo demostrarte por qué creo que el no razonar bien las cosas es un
error; nunca se logra una felicidad duradera, sólo sufrimiento.

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El Crudo Viento del Amor

—Lo que pasa es que tratas de asustarme. No veo ningún paralelo entre la
historia de mi madre y mi amor por Ali. Además, espero nunca llegar a verme
como ella.
—Oh, Ann, qué cosas tan crueles dices.
—Está horrible —Ann se levantó de la cama y se miró al espejo—. Ali dice
que soy como una hermosa estrella en un mundo oscuro.
—Qué cursi —rió Lydia.
—Así suenan esas cosas cuando una las repite. Pero son muy diferentes
cuando te las dicen y lo sabes bien, Lydia.
—Sí, hay mucha verdad en eso, pero que te llamen estrella de un mundo
oscuro mientras admiras las pirámides a la luz de la luna con un descendiente
de los faraones, me recuerda a las novelas rosas que solía leer cuando era
adolescente.
—¡Me alegra que hayas hecho eso al menos! Eres tan puritana que me
asustas.
Se rió, dio un beso a Lydia y exclamó:
—¡Soy tan feliz!
A Lydia le inquietó la actitud de Ann. ¿Cómo podría lidiar con alguien como
ella que tomaba todo a la ligera, que no le importaban los regaños e ignoraba las
reprimendas?
Gerald debe hablar con el barón, pensó y luego recordó de forma muy vívida
el momento en que la besara. Cuántas cosas habían pasado en pocas horas, sin
embargo, en la oscuridad aún podía sentir la ternura de sus labios y la fuerza de
sus brazos.

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El Crudo Viento del Amor

Se sintió desvalida e impotente y comprendió que además de la sorpresa e


indignación, había experimentado otra extraña emoción que no se atrevía a
reconocer ni para sí.

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D ANDY entró en el dormitorio de Lydia cuando ésta aún no había
despertado.
Abrió las cortinas para dejar entrar la luz del día que deslumbró a
Lydia.
A ésta le parecía que acababa de dormirse. La noche anterior había
permanecido despierta durante muchas horas. Por fin se hundió en un sueño
intranquilo.
—¿Qué pasa? —preguntó adormilada y bostezó mientras se frotaba los ojos y
se sentaba en la cama.
La cabellera oscura cayéndole suelta sobre los hombros le daba un aspecto
muy joven y atractivo.
—Tengo tanto sueño. Podía haber dormido por horas.
—Ya son casi las ocho —respondió Dandy y con un sobresalto, Lydia
recordó los sucesos de la noche anterior y se preguntó si Ann ya estaría lista
para su charla con Gerald.
—¿Ya despertó Ann?
—Así es y está a medio vestir. Es sobre ella de quien vine a hablarle.
Lydia la miró con expresión preocupada y Dandy rió.
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El Crudo Viento del Amor

—Está bien, querida, no aumentaré los problemas que ya le da la jovencita. Y


a decir verdad esperaba que fueran peores. No, es acerca de su madre. Pasó
mala noche y no quiero que la inquiete.
—¿Qué hago, entonces?
—Hablar no servirá de mucho. La joven tiene toda la intención de salirse con
la suya y usted lo sabe.
—Pero Dandy, ese hombre es peligroso, ya la corteja y con ingenio, ella está
ciega y lo considera un héroe romántico. El señor Carlton hablará con Ann esta
mañana, tal vez ella lo escuche.
—¿Y si no lo hace?
—No sabré qué hacer. Había pensado hablar con su madre. Tenía usted
razón, Dandy, lo adivinó. Pero creo que tendré que pensar en otra cosa. ¿No
sería buena idea abordar al barón?
—No le hará caso.
—¿Tiene alguna sugerencia?
—Llévesela, si ella acepta.
Lydia pareció reflexionar.
Cabía la posibilidad de que Ann escuchara a su padrastro. A la chica le
agradaba y siempre es más sencillo para un hombre que para una mujer lidiar
con una joven testaruda.
Oh, ¿por qué tenía Ann que conocer a un tipo así? Si hubiera sido un inglés todo
habría sido más sencillo.
Pensó en lo que le dijo Gerald la noche anterior y en su amargura contra una
sociedad que no lo aceptara en el pasado y a la que ahora despreciaba. Le
pareció un desperdicio de vida, dinero y posición.

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El Crudo Viento del Amor

Y no sólo él sufría, ahora el futuro de su hijastra podría verse afectado al


comprometerse sentimentalmente con uno de sus indeseables amigos.
—Debo levantarme. Y ojalá pudiera usted ayudarme más, Dandy.
—Querida, ya soy vieja. Aprendí una lección en mi vida que ha probado ser
verdad miles de veces; que cada quien debe adquirir su propia experiencia.
—Pero Ann es tan bonita y joven —contestó Lydia y añadió—. ¿Qué opina la
señora Carlton de las personas que visitan esta casa?
—Apenas los nota. ¿No se ha dado cuenta de que para ella el presente no
significa nada? Su espíritu vive en el pasado y el presente y el futuro no le
interesan.
La expresión de Dandy se suavizaba al mencionar a Margaret y Lydia
comprendió que su invalidez y desdicha conmovían a Dandy y ante sus ojos era
una criatura necesitada de ternura y protección.
Pero ni el amor podía cegar a Dandy frente a la verdad, y sabía que nadie,
fuera hombre, mujer o niño podría liberar a Margaret de su egocentrismo.
—Pero debe amar a su marido... —insinuó Lydia, aunque sabía la respuesta.
—Tiene celos de las mujeres que lo rodean, pero no porque lo quiera, sino
porque envidia sus atractivos. Quisiera volver a ser joven y bella, capaz de
despertar admiración y fascinar no sólo a Gerald Carlton, sino a todos los
hombres,
—Es patético —exclamó Lydia.
Las interrumpió Tessa que entró con lágrimas en los ojos, labios temblorosos
y un dedo sangrante extendido.
—Me caí. Traté de caminar por la barda del jardín, es un juego divertido,
pero una lagartija se subió a mi pie, me asustó y me caí.
Dandy le curó la herida.

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El Crudo Viento del Amor

Con todas esas interrupciones, ya eran cerca de las nueve de la mañana,


cuando Lydia bajó y al llegar al vestíbulo, se percató de que Ann salía del
comedor vestida para salir a cabalgar.
—¿Ya desayunaste? Dormí más tarde de lo normal, pero no pude evitarlo.
—Sí, ya terminé —contestó Ann—. Ya me voy. Dale un recado a Gerald, dile
que no tuve tiempo para escuchar su prometido sermón.
—Pero, Ann, ¿no hablaste con él?
—No —contestó Ann con una sonrisa de triunfo—, porque no bajó. Lamento
decepcionaros a ambos, pero el que Gerald no cumpla sus compromisos no
quiere decir que esperéis a que yo llegue tarde al mío. Y cenaré esta noche con
Ali.
Con aire desafiante, Ann tomó su fusta y abrió la puerta del frente.
Lydia extendió la mano, pero era tarde. Comprendió que Ann pensaba que
ella y Gerald habían conspirado en su contra la noche anterior.
Que su padrastro no se presentara representaba, por supuesto, un triunfo
para ella y lo aprovecharía.
El barón la esperaba y no había posibilidad de que ella pudiera hacer algo
para evitar que se reunieran.
Con su frescura y juventud, Ann, sin duda, encendería la sangre de cualquier
hombre, particularmente alguien como el barón.
Sin pensarlo más, Lydia subió a la habitación de Gerald.
Al llegar titubeó y en ese momento se abrió la puerta y salió Nina, cubierta
por una ligera bata y con una fuente de desayuno.
—Oh, es usted, señora Bryant. Tome esto, por favor, ya terminamos.

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El Crudo Viento del Amor

Hablaba con tono insolente, como si se dirigiera a alguien inferior. Fue ella
quien entretuvo a Gerald y al llevarle el desayuno lo provocó para que olvidara
su cita con su hijastra.
Sin una palabra, Lydia evadió a Lady Higley casi con rudeza y llamó a la
puerta.
—Adelante —contestó una voz.
Al entrar vio a Gerald entrando de la terraza, vistiendo una bata y pijama y
con un cigarrillo en la mano.
Lydia cerró la puerta con fuerza, dejando fuera a Lady Higley, quien estaba
tan asombrada por su comportamiento que no pudo reaccionar.
Furiosa, Lydia se enfrentó a su anfitrión.
—¡Ann se fue!
—¡Buen Dios! ¿Qué hora es?
—Es evidente que tenía otras cosas que hacer.
—Lo lamento, pero en verdad no me di cuenta de que era tan tarde.
—Tuvo oportunidad de hacer algo por Ann. Anoche estaba dispuesta a
escucharlo, pero usted lo olvidó. Dios sabe qué hará ahora que tiene tiempo de
pensar y de discutir el asunto con el barón. ¿Cómo pudo olvidarlo? ¿Cómo
permitió que esto sucediera?
—Creo que exagera la importancia de mi pequeño olvido.
—Tal vez tiene razón. Fue absurdo pensar que usted pudiera tener alguna
influencia sobre Ann. Sus normas morales y su comportamiento no podrían ser
peor ejemplo para ella.
Y ya no pudo decir más. La indignación la ahogaba. Sin una palabra más se
volvió y abrió la puerta.

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El Crudo Viento del Amor

Lady Higley continuaba afuera y Lydia comprendió que había intentado


escuchar lo que se decía adentro. Pasó junto a ella rumbo a su dormitorio. Ya a
solas, empezó a temblar.
Perder el control no ayuda, se dijo. ¿A quién le importa lo que yo diga o piense?
Por primera vez se preguntó si Gerald podría despedirla si quisiera. Era
difícil saber quién tenía autoridad sobre ella. Fue Ann quien la contrató por
consejo de Evelyn, aunque la idea de una dama de compañía fue de Margaret.
No me importa, pensó Lydia. Me gustaría marcharme y si no lo hago es por Ann.
Recordó el rostro asombrado de Nina Higley y, por un momento, deseó
haber sido en verdad descortés con ella.
Súbitamente pensó en alguien a quien podía acudir en busca de consejo;
Harold Taylor. El era una persona sensible y discutir con él sobre los habitantes
de la casa, no lo consideraría una deslealtad.
Subió apresurada a llamar por teléfono. Lo encontró en casa.
—Debo verlo, ¿podría venir ahora? No a la casa, le esperaré al final de la
vereda si me recoge en su auto. Debo hablar con usted, tengo un problema —le
dijo.
—Llegaré en diez minutos —respondió Harold Taylor. Era característico de
él no desperdiciar palabras por curiosidad.
Con un suspiro, Lydia colgó el auricular. Alguien en quien podía confiar,
que le simpatizaba y que además era el único cuerdo entre un montón de locos,
acudía en su ayuda.
Buscó a Tessa para decirle que se fuera a jugar al jardín que no le daría clase
esa mañana.
—¿Por qué no? —preguntó la niña—. Quería leer el libro de historia para
saber qué le pasó a los príncipes en la torre. ¿ Escaparon?

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El Crudo Viento del Amor

—Lo veremos mañana, mi amor —prometió Lydia—. Tengo que salir.


—¿Con quién?
—Con tío Harold.
Le habría gustado mentir, pero sabía que Tessa probablemente se enteraría y
eso la haría perder la confianza de la niña.
—Yo también quiero ir —suplicó Tessa.
—Esta mañana no debes. Necesito hablar con él de algo muy serio y eso es
un secreto entre tú y yo, así que no se lo digas a los demás a menos que te lo
pregunten.
—No lo harán. Nadie se ocupa de mí, excepto cuando hago travesuras.
Lydia se inclinó y la besó.
—No tardaré y si tenemos tiempo antes del almuerzo, terminaremos de leer
la historia de los príncipes en la torre.
—Entonces apresúrate, para que regreses rápido.
Lydia acababa de llegar al final de la vereda cuando vio acercarse el auto de
Harold Taylor.
Él se bajó, le abrió la puerta y la ayudó a subir. El pequeño auto le pareció a
Lydia un refugio seguro.
—¿Adónde vamos? —preguntó él.
—A cualquier parte. Sólo conduzca, mi propósito es alejarme de esta casa.
Así lo hizo él y durante varios minutos guardaron silencio. Lydia se hundió
en los asientos acojinados.
No sabe lo que voy a decirle, pensó al observar el severo perfil de Taylor, pero
esperará a que esté lista, con eso muestra una consideración que pocos hombres tienen.
—¿Adónde me lleva? —preguntó.

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82
El Crudo Viento del Amor

—Pensé que le gustaría visitar las pirámides. ¿Acaso tiene prisa en volver?
—Quisiera no volver nunca —respondió Lydia, con vehemencia.
El Mayor Taylor apartó una mano del volante y la extendió hacia Lydia. Ella
puso la suya encima y sintió los dedos presionarla con un gesto cálido que la
reconfortó.
Viajaron en silencio hasta que, a la distancia, Lydia divisó las pirámides
erguidas sobre el dorado desierto, sólidas e imperturbables bajo el cielo azul de
la mañana.
—Supongo que piensa que soy una tonta histérica —dijo con voz muy baja.
—No creo que sea ninguna de las dos cosas —respondió con suavidad
Harold Taylor.
Al llegar al desierto, se alejaron de los grupos de turistas, camellos y burros,
hasta encontrar un lugar solitario.
Desde allí podían admirar las pirámides que durante siglos y siglos habían
desafiado el tiempo y la fragilidad humana, ignorando la futilidad de quienes
intentaron comercializar su esplendor.
Todo estaba tranquilo y hermoso. La vista parecía un reluciente milagro bajo
el sol. Lydia se sentó en silencio, consciente que la belleza del Oriente podía
siempre, por un momento, minimizar dificultades y problemas por terribles que
éstos fueran.
Entonces se dio cuenta que Harold Taylor esperaba con paciencia a su lado.
Se volvió hacia él y con un esfuerzo empezó a narrarle su relato.

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-¿Q UÉ voy a hacer? —preguntó Lydia.
Había terminado de contarle su disgusto con Gerald y su
fracaso cuando trató de hacerle ver a Ann el error que cometía.
—Hay dos personas en la casa que me importan; Ann y Tessa. Las dos son
jóvenes, su vida está apenas comenzando y el ambiente que las rodea puede
contaminarlas y destrozarlas. Tal vez es una tontería de mi parte preocuparme
tanto, pero no puedo evitarlo. No puedo permanecer al margen sabiendo que
Ann arruinará su vida con un hombre como el barón o que Tessa no reciba una
educación y cuidados adecuados y la eche a perder su irresponsable madre.
El Mayor Taylor sacó un cigarrillo y lo encendió.
—Sé mucho acerca del Barón Sébale. No ha exagerado usted al considerar
peligrosa su relación con Ann. Debe evitarse, pero cómo lograrlo, es otra
cuestión. Gerald Carlton es la persona indicada para hablar con Sébale, pero
quién sabe si esté dispuesto a hacerlo. Me pregunto si aún le queda suficiente
sentido de responsabilidad.
—Usted me lo advirtió. Al menos, trató de hacerlo con sus insinuaciones.
Cuánta razón tenía... pero hubiera preferido que me hubiera dicho más. Ann y
yo hubiésemos regresado a Inglaterra.
—¿No tiene la muchacha otro tutor que no sea su madre?
Bárbara Cartland
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El Crudo Viento del Amor

—No lo sé. Ella es, por supuesto, responsable de su hija. Creo que su padre
dejó la herencia de Ann en fideicomiso hasta que ella cumpla veintiún años. Tal
vez los que manejan la testamentaría puedan hacer algo.
—Dudo que ellos puedan ayudar. El barón no es un cazafortunas. Es un
hombre de gran fortuna, con vastas propiedades tanto aquí como en Francia.
Hizo una pausa y agregó:
—Existe otro problema, el barón es bien recibido tanto por Gerald como por
su esposa, en su casa. Si él tratara de mantener en secreto su relación con Ann,
quizá podríamos hacer algo al respecto, pero en este caso no hay motivo y él lo
sabe.
—¿Y si Gerald cerrara al barón las puertas de su casa?
—Todo sería más sencillo. La opinión pública podría hacer imposible que él
y Ann siguieran viéndose —contestó Harold Taylor.
—Tendrá usted que hablar con Gerald —sugirió Lydia.
—¿Qué puedo decirle?
—Tal vez a usted lo escuche. Yo hice lo mejor que pude, pero no tuve éxito
—dijo Lydia con una sonrisa amarga.
—No es asunto mío —contestó titubeante el mayor.
—Por favor, Harold, inténtelo.
Lo llamó por su nombre sin darse cuenta y tal vez eso, combinado con su
tono de súplica, le hizo volverse a ella y declarar:
—Sabe que haría cualquier cosa que estuviera en mi poder por ayudarla.
Hablaré con Gerald Carlton, se lo prometo.
—Gracias —dijo Lydia y le extendió las manos en un gesto de
agradecimiento.

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El Crudo Viento del Amor

Él las tornó y para sorpresa de ella, inclinó la cabeza y las besó.


Lydia, para ocultar su turbación, empezó a hablar de Tessa.
—Hábleme del padre de la niña —pidió.
—Es primo mío. Lo conozco poco, pues él ingresó a la marina y yo al ejército.
Era muy popular en el servicio, el tipo de hombre encantador que hace amigos
en todas partes. David conoció a Nina mientras su barco permanecía anclado en
Malta. Ella era bonita y patética, dos cosas que él nunca pudo resistir.
Una vez casados, Nina asumió aires de grandeza y la costumbre de suponer
que tenía crédito ilimitado, lo que habría horrorizado a cualquiera, menos a los
cabezas huecas con que se rodeaba. Cuando David regresaba a casa con
permiso, le hacía la vida imposible y por fin, ella pidió el divorcio. David
accedió, en parte porque era muy infeliz en su matrimonio y en parte porque
aún conservaba el viejo código de que ningún caballero se divorcia de su esposa.
Fue sólo hasta que los trámites del divorcio iban muy avanzados y era
demasiado tarde para retractarse, que se dio cuenta de que Nina conservaría a
Tessa. Ella lo hacía para conseguir más dinero. Y así fue, se destinó para la niña
una pensión que está más allá de las posibilidades económicas de David.
—¡Pero eso es un atraco! —interrumpió Lydia—. Ella no hace nada por
Tessa, la ropa de la niña es una lástima y, como usted bien sabe, no le ha
proporcionado ningún tipo de educación.
—No tenía idea de que las cosas anduvieran tan mal. Hasta que usted llegó
aquí me mantuve tan lejos como pude de Nina. Pero ahora que me enteré de lo
que pasaba, escribí a David para contarle de la niña y sugerirle que apele a la
Corte para reducir la pensión.
—Espero que lo haga. Tessa está creciendo y es una niña inteligente. Ya a su
corta edad no le agrada su madre, y en unos años más empezará a darse mejor
cuenta de su mala influencia. Oh, me alegro que escribiera usted.

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El Crudo Viento del Amor

—¿Eso la hizo feliz? —sonrió Harold Taylor.


—Mucho, y ha sido un gran alivio compartir con usted mis penas.
—Sabe que haría cualquier cosa por ayudarla.
—No sabía qué hacer. Me sentía perdida y atemorizada, hasta que pensé en
usted.
—Yo desearía que siempre pensara en mí.
—Lo haré —respondió Lydia con ligereza.
—Me refiero a todo el tiempo y en todos aspectos.
Casi con pánico, Lydia advirtió que él hablaba en tono muy serio y
profundo.
Trató de desviar la mirada pero no pudo, y en el rostro de él pudo leer que
su reserva y timidez le impedían decirle que la amaba.
A toda costa, pensó desesperada, debo evitar que me declare su amor. Me odiaría
por tener que rechazarlo, pero no estoy dispuesta a aceptarlo.
Abrió la puerta del auto.
—Quisiera bajarme un momento para estirar las piernas.
A la distancia, una caravana de seis camellos iniciaba su viaje.
Era emocionante observar a esa gente para quien el tiempo no había
transcurrido desde que los poderosos faraones construyeran las pirámides o
desde que Cleopatra navegara por el Nilo.
—Quisiera ver la esfinge —sugirió Lydia.
Caminaron más allá de las pirámides hasta que llegaron donde estaba el
Enigma, con el rostro hacia el sol.
Tenía esa extraña y misteriosa sonrisa en el rostro mutilado, sólo comparable
a la de la Mona Lisa.

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El Crudo Viento del Amor

Lydia se detuvo y la contempló en silencio. Trató de adivinar, como millones


lo hicieran antes, el verdadero símbolo de la esfinge, explicar su fuerza y su
misterio.
Para ella la esfinge significaba amor, no sólo el amor de un hombre por una
mujer, el amor apasionado y procreativo, sino también el amor de lo Divino que
hace surgir en un hombre lo mejor de él.
Suspiró hondo.
—Debemos regresar, es tarde —dijo y regresaron donde estaba el auto.
—¿Cuándo verá a Gerald? —preguntó cuando ya estaban sentados en el
interior.
—Iré ahora, si lo desea —respondió Harold—. Estaré ocupado por la tarde y
tengo un compromiso en la noche, así que si lo encuentro en casa sería el
momento oportuno.
Lydia miró su reloj, apenas eran las once de la mañana.
—Ha de estar en la casa o en el club.
Al acercarse a la casa vieron a dos jinetes delante de ellos. Los caballos
avanzaban con lentitud y el hombre se inclinaba hacia la joven.
—Son el barón y Ann —dijo Lydia.
—No nos detendremos. Están absortos el uno con el otro y no la reconocerán.
—Será mejor. No me gustaría que Ann pensara que la espío.
Harold tuvo razón, ni Ann ni el barón miraron hacia el auto cuando pasó
cerca de ellos. Lydia los observó, Ann sonreía y parecía feliz.
El barón estaba muy elegante con su traje de montar y su montura era un
fino pura sangre árabe.

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El Crudo Viento del Amor

Su rostro, de perfil, tenía algo de felino. Era como una pantera que se
moviera alerta, con los nervios tensos, lista a saltar pero esperando con ilimitada
paciencia el momento adecuado para hacerlo.
Al llegar a la casa, Lydia fue al jardín en busca de Tessa mientras Harold
preguntaba por Gerald.
La encontró junto al río, abrazaba un gatito y le cantaba. Lanzó un grito de
alegría al ver a Lydia y corrió hacia ella sin soltar al delgado animal.
—Mira lo que encontré entre los arbustos. Le di leche y lo voy a conservar
como mascota.
—Tal vez pertenezca a otra persona.
—Si es así debe ser alguien muy cruel, está muerto de hambre, mírale los
huesos.
No había duda de que el gatito tenía tiempo sin comer. No era bonito, tenía
una mirada salvaje, pero Tessa parecía haberlo conquistado porque no hacía
esfuerzos por escapar de sus brazos.
—Lo he bautizado con el nombre de Barnado.
—Bien hecho —rió Lydia y sintió pena por Tessa, que como todo niño
deseaba una mascota. Lo más probable sería que el gato desapareciera en la
primera oportunidad, a pesar de que se le alimentara.
—¿Regresó tío Harold contigo? ¿Puedo verlo?
—Por el momento no, querida. Está hablando con tío Gerald, tienen que
tratar asuntos de negocios.
Tessa suspiró.
—Quiero a tío Harold, ¿tú no?
—Me parece muy agradable.

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El Crudo Viento del Amor

—¿Pero no lo quieres? —insistió Tessa.


—Cuando uno es grande no dice que quiere a alguien, sólo que es agradable.
—¡Mamá lo hace! Siempre quiere con locura a alguien. A todos se los dice.
Mi última niñera solía escuchar lo que decía durante horas y horas, entonces el
hombre a quien mamá quería se fue con otra y ella echó a la niñera porque dijo
que detestaba a los sirvientes que sabían demasiado.
Lydia suspiró. Encontraba difícil hallar las palabras adecuadas para
responder a ese tipo de confidencias de Tessa. La niña las hacía con la
espontaneidad e ingenuidad de sus años.
—Entremos a buscar un libro, Tessa, te lo leeré.
—Está bien, pero te diré algo más. Mamá piensa que el tío Gerald está
enamorado de ti. La oí decirlo esta mañana y estaba muy disgustada con él por
eso.
Sin esperar respuesta, Tessa corrió hacia la casa con Barnado en sus brazos.
Lydia permaneció inmóvil, como si se hubiera convertido en piedra.
Sintió miedo y esta vez sabía que no podía buscar la protección de Harold.

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E L jardín estaba tranquilo, a diferencia del comedor donde reinaba el
ruido de charlas y risas.
Lydia sintió como si se sumergiera en un mar verde al pasar de la terraza al
aire tibio de la noche.
Entre las voces que dejara atrás sobresalían las risas de Nina y de Tessa, que
a pesar de sus protestas había bajado a la cena.
Todos los invitados eran hombres del tipo que divertía a Nina, rudos,
bebedores y libertinos, con quienes ella flirteó más de lo usual hasta que Lydia
sugirió que llevaría a Tessa a acostar.
Sólo por molestarla, Nina contestó que Tessa podía quedarse hasta que
quisiera y añadió:
—Si usted quiere retirarse, señora Bryant, hágalo. Estoy segura que tiene
deberes que atender.
Lydia se sonrojó ante tal impertinencia, pero se levantó con la mayor
dignidad que pudo y salió de la habitación.
El rostro de Nina estaba enrojecido por la excitación y el vino, todos los
hombres habían bebido demasiado y sus conversaciones no eran adecuadas
para los oídos de una criatura de la edad de Tessa.
Pero después de que la hartaron de dulces y se le permitió beber una copa de
vino blanco, Tessa estaba sobreexcitada y se mostraba más precoz de lo usual.
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El Crudo Viento del Amor

Lydia temía que al día siguiente estuviera cansada y nerviosa. Pero no podía
evitarlo, a Nina le encantaba que Tessa la desobedeciera.
No siempre lo lograba porque Tessa adoraba a Lydia, pero a la vez no era de
esperarse que una criatura de ocho años no aprovechara la oportunidad cuando
su madre la malcriaba.
Gerald, sentado a la cabecera de la mesa, no había mirado ni una vez en
dirección de Lydia.
Regresó a casa poco antes de la cena y Lydia no tenía idea de cuál habría sido
el resultado de su entrevista con el barón.
Ella había ido al dormitorio de Ann mientras ésta se vestía y le pidió que
cancelara su compromiso de esa noche, pero Ann se rehusó.
—Por lo que sé, no cenaremos solos. Se trata de una fiesta.
—¿Por qué no llamas por teléfono y te aseguras? —sugirió Lydia.
Ann se negó.
—No cenaremos en casa de él y no corro riesgos en público.
Lydia comprendió que continuar la discusión sólo provocaría otra explosión
de ira por parte de Ann, así que prefirió no antagonizar a la joven antes de saber
qué había logrado Gerald.
—Está bien, querida. Pero espero que comprendas que me preocupo por tu
bien, no por el mío.
Ann la miró y sonrió.
—Debería detestarte —dijo con afecto—, pero no es así. Creo que te inquietas
sin necesidad. Puedo cuidarme sola.
—Quisiera creerlo.

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El Crudo Viento del Amor

—De cualquier manera, no podría tolerar a Nina esta noche. Apuesto a que
ya lo sabe por Gerald y me lanzaría algunos de sus venenosos comentarios con
su habitual sarcasmo. Si me quedo puedo perder el control y soy capaz de
golpearla. Y tú no lo aprobarías, ¿verdad?
—Creo que sería muy poco digno de ti.
Pero Lydia sonrió al pensarlo. Ann soltó la carcajada.
—Si no se va pronto de esta casa le diré lo que pienso de ella y no es nada
agradable. Aunque supongo que no seré la primera en hacerlo.
—Me preocupa Tessa.
—No sé por qué tu adorado Harold Taylor no interviene.
Lydia se ruborizó.
—No es mi... —empezó a decir, pero Ann la interrumpió.
—Oh, sí lo es, o al menos él quisiera serlo. Yo no puedo evitar que Ali me
ame, como tampoco tú puedes evitar que todos sepamos que Harold Taylor está
enamorado de ti.
—Si lo está, no me lo ha dicho.
—Apuesto que es culpa tuya, no de él. Pero no creo que tarde mucho en
declararse. Lo hará tarde o temprano. ¿Quieres casarte con él?
—¡Por supuesto que no! De cualquier manera, como mencioné antes, no me
lo ha propuesto.
—Bueno, nos encontramos en la misma situación, así que deséame suerte y
no te indignes.
Ann besó ligeramente a Lydia en la mejilla y bajó por la escalera a toda prisa.
¡Es incorregible!, pensó Lydia y comprendió que no podía durar mucho
tiempo molesta con ella.

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El Crudo Viento del Amor

Tenía un carácter alegre y feliz y aunque su romance la hacía obstinada, eso


era un asunto sin mayor importancia.
Lydia se daba cuenta que el barón no había cautivado el corazón de Ann,
sino su imaginación.
Como toda jovencita, anhelaba tener un romance que le diera experiencia. Él
era una fruta prohibida, la tentación en su más atractivo disfraz, y jugaba con la
naturaleza imaginativa de Ann.
El comportamiento de Gerald durante la cena no indicaba que sintiera
antipatía por el barón y decidió que si las cosas no cambiaban, en uno o dos días
escribiría a Evelyn.
No sólo le pediría consejo, sino que le sugeriría que ejerciera presión sobre
Ann si fuese necesario para hacerla regresar a casa.
Es ridículo que una joven de dieciocho años no tenga un tutor adecuado, había
pensado sentada a la mesa, mientras veía a Gerald servirse otra copa de brandy.
Lo ignoraba, pero su rostro tenía expresión de disgusto cuando él levantó la
vista y se dio cuenta de que lo observaba.
Por un momento, ninguno de los dos apartó la mirada del otro, entonces él la
desvió y se volvió para hacer un comentario que provocó una risa estridente en
Nina.
A solas en el jardín, Lydia trató de no pensar en Nina. La indignaba y
exasperaba hasta un punto intolerable.
Su insolencia era difícil de soportar y resultaba un insulto permanecer donde
ella estaba cuando se comportaba como esa noche.
¿Qué pensaría Evelyn de todo esto?, se preguntó.
Sin duda no tenía idea de a qué tipo de ambiente había enviado a Lydia y a
Ann.

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El Crudo Viento del Amor

Sabía cómo terminaría la velada, Tessa se quedaría dormida sobre la mesa.


Su madre, por la bebida, se mostraría cada vez más vulgar y finalmente dejarían
a la niña a cargo de la servidumbre y el grupo partiría para ir a algún centro
nocturno de mala muerte.
Se apiñarían en el auto de Gerald, Nina sentada en las rodillas de algún
hombre, le rodearía el cuello con los brazos y su voz y sus risas se escucharían
por encima del ruido del motor.
Gracias a Dios no volveré a verla esta noche, se dijo Lydia mientras se dirigía
hacia la orilla del río.
El cielo estrellado le brindó nueva paz y fuerza.
Ten fe, parecía decirle y Lydia deseó no fracasar.
¿Cómo me atrevo a quejarme?, se preguntó. Mi vida es mucho más plena ahora que
hace un año.
¡Qué desdichada y solitaria era entonces! No tenía a nadie por quién
preocuparse excepto ella misma, pero sentía que sus días eran vacíos e inútiles.
Se sentó en un banco y se envolvió en la estola de chifón que hacía juego con
su vestido.
Sus pensamientos volvían una y otra vez hacia Gerald. Pensó que la vida de
él en ese lugar debía ser, como antes la de ella, vacía. No tenía un trabajo o algo
que captara su interés, y un hombre debía ocuparse en algo para poder
realizarse.
El amor nunca puede llenar la vida de un hombre de forma tan completa como para
que nada más le importe, se dijo, y eso es inconcebible, sobre todo, en un inglés.
Consideraba a Gerald un hombre que merecía más su piedad que su
condena y un sentimiento cálido hacia él la envolvió.

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El Crudo Viento del Amor

Fue tan vívida y tan real esta sensación, que no le sorprendió cuando, al
levantar la vista, notó que él se acercaba a ella.
—Pensé que la encontraría aquí.
Lydia olvidó su disgusto de esa mañana, le sonrió y se movió hacia un lado
para que él pudiera sentarse.
—¿Y sus invitados?
—Se fueron a un centro nocturno.
—¿Y Tessa?
—Subió a acostarse.
—Iré con ella.
—No es necesario. Dandy la atiende —Gerald extendió la mano y la puso
sobre el brazo de Lydia, como para detenerla.
Lydia no intentó zafarse. Por extraño que pareciera, los dedos de él le
proporcionaban un ligero alivio, una sensación de seguridad que si pensaba en
ello, resultaba ridículo.
—¿Qué sucedió esta mañana? —preguntó, incapaz de dominar su curiosidad
un momento más.
—Hablé con el barón. Al principio pretendió que yo hacía un escándalo por
nada, pero poco a poco, en cuanto mencioné argumentos válidos, consintió en
no volver a ver a Ann.
—Cenarán juntos esta noche.
—Eso dijo, pero añadió que sería una reunión y que provocaría rumores si
Ann no se presentaba.
—No confío en él.

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El Crudo Viento del Amor

—Tampoco yo, pero, ¿qué podía hacer? Aceptó que Ann es demasiado joven
para salir con un hombre casado y lamentó no estar en posición de ofrecerle
matrimonio. También me prometió que no volvería a verla después de esta
noche.
—No sé. Aún no puedo creer que haya accedido con tanta facilidad a
renunciar a Ann. Ella es muy hermosa y está enamorada de él.
—¿Cómo puede estarlo? Si es un tipo de la peor calaña.
—Pensé que era su amigo.
—Lydia, comprenda por favor. Lamento lo que sucedió esta mañana, tenía
usted razón de indignarse pero, ¿acaso no se daba cuenta de lo difícil que es mi
posición respecto a Ann?
—Tal vez sería mejor buscar algún pretexto para enviar a Ann de regreso a
Inglaterra. En su propio ambiente y rodeada de sus amigos, pronto se olvidará
de este hombre.
—¡Enviarlas de regreso!
—Sería lo más conveniente. Nada retiene a Ann aquí, casi no ve a su madre.
—¿En dónde vive usted en Inglaterra? —preguntó Gerald de súbito.
—Por el momento, en ninguna parte —contestó Lydia, sorprendida por la
pregunta—. Como le expliqué, mi esposo murió y la casa que habitábamos pasó
a ser propiedad de su familia. Como carezco de trabajo, residiré con Evelyn
Marshall temporalmente.
—¿En Worcestershire?
Sin pensarlo, Lydia observó:
—Conozco la casa de usted. Evelyn me llevó.
Se hizo un súbito y tenso silencio, sintió cómo el hombre a su lado se ponía
rígido y apretaba una mano hasta que los nudillos se pusieron blancos.

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El Crudo Viento del Amor

—¿Qué le pareció? —preguntó él después de un momento, con voz muy


baja.
—Muy hermosa, pero vacía... y solitaria.
—Sabe bien que no puedo volver.
—Lo comprendo.
—¿Entonces por qué me lo dijo? ¿Por qué empeorar las cosas mencionadas?
¿No sabe que trato de olvidar?
—Lo lamento.
—Oh, Dios mío.
La furia pareció abandonarle, se dejó caer de rodillas junto a Lydia, la rodeó
con los brazos y ocultó el rostro en ella. Por un momento Lydia se estremeció,
después permaneció inmóvil.
—La amo. La amé desde el momento en que llegó, tan diferente a todas las
personas con quienes convivo. Usted representa cuanto yo he soñado durante
largo tiempo. Fue como si con su presencia mi casa e Inglaterra llegaran a mí.
Las añoraba tanto y a usted cómo la deseo. Oh, Lydia, mi amor, no sea cruel
conmigo.
Lydia le oprimió la cabeza contra su pecho y le acarició el cabello para
reconfortarlo.
—¿Cómo voy a dejarla ir? ¿Cómo perderla? Estoy atado, pero la amo, la amo.
—Shh —dijo Lydia—. No lo diga, no debe hacerlo.
La obedeció. Permanecieron en silencio abrazados, entonces él se puso de pie
lentamente.
Lydia observó su rostro pálido y descompuesto y una expresión de
sufrimiento en sus ojos. Ella también se puso de pie.

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98
El Crudo Viento del Amor

Se miraron y la llama intensa de la pasión los mantuvo cautivos. Lydia


temblaba, pero no podía apartar sus ojos de él.
Él la atrajo hacia sí y con una exclamación que era un grito de amor, de
triunfo y de sufrimiento, la abrazó.
La mantuvo apretada sobre su corazón y buscó su boca. Ella sintió sus besos,
cálidos, posesivos, exigentes. La transportaron al cielo y en medio del éxtasis se
olvidó del mundo.
Fue un momento de locura, de gloria, de éxtasis y sólo cuando se apartaron,
el rostro de Lydia perdió la expresión de radiante embeleso. Estaba tan pálida
que Gerald extendió el brazo para sostenerla, entonces ella ocultó el rostro entre
las manos y empezó a sollozar.
—¿Te hice daño, mi amor? —le preguntó con ternura.
Intentó rodearla con sus brazos pero ella se lo impidió.
Él esperó, mas Lydia no pudo contestarle porque los sollozos la ahogaban.
Lo apartó a un lado y se dirigió apresuradamente hacia la casa. Gerald pudo
detenerla, pero comprendió que ella no lo desearía.
Casi cegada por las lágrimas, Lydia llegó después de lo que le pareció mucho
tiempo al santuario de su dormitorio.
Cerró la puerta, echó el cerrojo y se arrojó sobre la cama sollozando
lastimeramente.

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G ERALD permaneció junto al río mucho rato después de que Lydia lo
dejara.
No lamentaba ese momento de debilidad que lo hiciera confesarle
su amor, sabía que no habría podido dominarse aunque lo intentara.
Sus emociones y sentimientos reprimidos habían estallado con la violencia
de una tormenta tropical, arrasando toda razón, lógica y pensamiento.
Sabía también que lo que sentía por Lydia, su sensatez, su reserva y su
tranquilidad, no era sólo deseo físico, sino un sentimiento más profundo que ya
formaba parte de su propio ser.
Desde que la viera la deseó, y aunque había despertado recuerdos de su
pasado, su presente y futuro parecían estar ligados a ella.
Él no era consciente, hasta que la conoció, de cuán cruel había sido su
sufrimiento y cuánto más tendría que sufrir todavía por haber alejado a
Margaret de su esposo.
Al volver la vista al pasado comprendió, sin sentir lástima por sí mismo,
cuán poco había obtenido por el precio que tuvo que pagar.
Su amor, que a los veintidós años le pareció eterno y maravilloso, ahora
comprendía que sólo fue un deseo físico enardecido por la belleza y la posición
de Margaret.
Bárbara Cartland
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El Crudo Viento del Amor

El enorme castillo gris y sombrío, su taciturno marido y la austera


servidumbre le conferían a la castellana una aureola de princesa de cuento que
debía ser rescatada y Gerald, joven e idealista, se dejó llevar por su propia
imaginación.
Los meses de subterfugios le fueron difíciles de soportar. Gerald había sido
educado para ser un caballero y detestaba las mentiras y todo lo que era
deshonesto o poco honorable.
Cuando visitaba el Castillo Taverel, comía en la mesa de Sir John y
observando a su anfitrión, se sentía incómodo.
Hubiera preferido hablar con él después de la primera noche que pasó con
Margaret y decirle la verdad. Pero ella se opuso.
Al principio, Gerald no quería que su amor fuera un romance clandestino en
que tuvieran que fingir y mentir para lograr la felicidad.
Con el tiempo, Margaret se dio cuenta que el ardor de Gerald empezaba a
enfriarse y no tuvo más alternativa que fugarse con él si no quería perderlo.
Porque estaba cansada de su vida, tenía miedo de envejecer y la aterraba la
soledad, convenció a Gerald de que debían fugarse.
Gerald aún la quería, pero su entusiasmo al escuchar la noticia no fue tan
intenso como hubiese sido dos meses antes, si Margaret hubiera sugerido esa
salida entonces.
Durante ese intervalo de tiempo Gerald había madurado y se sentía un poco
desilusionado. Pero nunca, ni por un momento, se le ocurrió no cumplir la
promesa que había hecho.
Sólo seis meses tardó en comprender y reconocer ante sí mismo que su fuga
había sido un error. Sir John les hizo saber con toda claridad a través de sus
abogados, que no tenía intención de que su apellido se nombrara en un juicio de
divorcio.

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El Crudo Viento del Amor

Margaret se mostró insatisfecha, quejumbrosa y solía culpar a Gerald por la


posición en que se encontraba. No había nada que pudieran hacer y Gerald fue
el primero en darse cuenta.
Afortunadamente disponían de bastante dinero, pues Gerald había heredado
una pequeña fortuna de su abuelo y sus padres en ningún momento
amenazaron con retirarle la generosa pensión que le tenían asignada.
Después de recorrer Europa, los amantes renunciaron a la esperanza de que
Sir John cambiara de opinión por lo que decidieron marcharse a la India, Burma
y Java en busca de diversión.
Margaret al coquetear con otros hombres no hacía las cosas más sencillas.
Sus esfuerzos por ser cantadora eran tan obvios que, pensó más tarde Gerald,
era como si presintiera lo que más tarde le sucedería.
Gerald siempre había sido sensitivo y estaba acostumbrado a la atmósfera de
respetabilidad y autoridad que reinaba en su hogar. Y nunca se había percatado
antes de cuán importante era gozar del respeto de los demás.
Ahora, sentado a la orilla del Nilo, comprendió por qué temía regresar a su
hogar aunque Margaret y él ya estaban casados.
No era la gente de su clase social la que le preocupaba, pues de ella podía
tolerar sus insultos y recriminaciones. Eran los aldeanos, no podría verlos sin
recordar que había fallado a todos aquellos que lo conocieran desde que era un
niño.
Y no podía explicarse con exactitud por qué Lydia había hecho resurgir en su
memoria con asombrosa claridad los recuerdos de la vida y la gente de Little
Goodleigh.
Era algo en la propia Lydia, tal vez en sus ojos que revelaban los
sufrimientos pasados, sin embargo, se había sobrepuesto a ello y salido adelante

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El Crudo Viento del Amor

con una nueva capacidad de comprensión. Y su voz también le recordaba el


tono bajo y gentil de su madre.
Detestaba la voz de Margaret desde el día que la oyó reírse en la terraza de
un bungalow en la India.
Él había regresado a su casa de improviso y la sorprendió en los brazos de
un hombre a quien hasta entonces había respetado. Y no era la primera vez que
se percataba de que Margaret ya no se conformaba sólo con su amor.
Su nueva conquista era un coronel soltero de edad madura que siempre
había simpatizado a Gerald. Como ninguno se diera cuenta que él entraba, pudo
observar a su mujer y al hombre a quien había dado su amistad, y sin hacer
notar su presencia se retiró a su habitación.
Fue entonces que la escuchó decir:
—Oh, amor mío, bésame otra vez.
Sentado en su cama, Gerald se preguntó qué debía hacer y comprendió que
no había nada que pudiera hacer. De pronto se sintió muy joven. Margaret tenía
treinta y cuatro años, el coronel más de cuarenta y él sólo veintitrés.
¿Cómo intervenir? ¿Cómo pedir a dos personas mayores que le dieran una
explicación? ¿Tenía derecho a pedirla? Después de todo, no era esposo de
Margaret, sólo su amante.
Se sintió enfermo. Sintió el deseo intenso de salir y tomar el primer barco de
regreso a Inglaterra y dejar a esa mujer con cualquier hombre que quisiera
hacerse cargo de ella, pero comprendió que por su honor no podría hacerlo.
Estaba atado a ella por lazos más indisolubles que los de la ley o la iglesia.
Margaret era suya ahora, estaba bajo su protección y cuidado... para siempre.
Recordó los votos matrimoniales y le parecieron como una burla: “En la
salud y en la enfermedad, hasta que la muerte los separe”.

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103
El Crudo Viento del Amor

Cuando al fin los pronunciaron, fue en circunstancias muy diferentes a lo


que imaginaba en sus más descabellados sueños.
Margaret ya sabía entonces que sería una inválida por el resto de sus días.
Los más famosos especialistas de varios países la habían desahuciado.
Le informaron a Gerald que tal vez viviría muchos años, pero que jamás
sanaría, no había la menor esperanza.
Fue en El Cairo donde sucedió el accidente y cuando ella salió del hospital,
se instalaron en una casa pequeña con un enorme jardín y trataron de
reconstruir algo semejante a un hogar.
Cuando Margaret recibió la carta que anunciaba la muerte de su esposo se
rió por primera vez en muchos meses, pero su risa era de amargura y desdicha.
—Demasiado tarde —comentó Gerald.
La primera mujer con la que engañó a Margaret fue una rusa. Era morena,
delgada y viciosa. La detestaba porque lo excitaba, pero le agradecía que al
menos durante un corto tiempo le proporcionara solaz a su mente.
La rusa fue la primera de una larga cadena. Les daba regalos y pasión, pero
jamás su confianza o su amor. Algo lo hacía irresistible.
Quizá era su aire de indiferencia, tal vez el instinto femenino que les decía
que había algo en ese hombre que jamás podrían alcanzar ni comprender.
Lo celaban y le hacían escenas y siempre terminaban con el corazón
amargado.
Y él únicamente les ofrecía el Gerald Carlton que El Cairo conocía, pero
jamás el muchacho que abandonó su hogar muchos años antes para asistir a una
cita clandestina de la que jamás regresaría.

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E L Barón Sébale regresó a su casa de mal humor, después de la entrevista
que tuviera con Gerald en el club.
Riñó violento al sirviente que le abrió la puerta y pidió un whisky con soda.
Frente a Gerald mantuvo una actitud serena y aseguró que no entendía las
insinuaciones que le hacía.
Le aseguró a Gerald que jamás haría daño a su hijastra. Pero bajo esa
apariencia tranquila y su sonrisa amistosa ardía dentro de su ser una furia
implacable.
Se dijo que despreciaba a Gerald, a quien consideraba un hombre bastante
estúpido como para haberse casado con una mujer varios años mayor que él y
que vivía una existencia inmoral rodeada de gente despreciable.
¿Qué le importaba a él, millonario y prominente tanto en Francia como en
Egipto, lo que ese inglés desdeñado por su propia gente pensara?
Pero le importaba.
Algo en el Gerald que habló con él en el club le hizo prestarle atención, a su
pesar.
No era el hombre a quien había llevado en no pocas ocasiones a su casa
completamente borracho, o cuya vida privada era el blanco preferido de las
murmuraciones en la comunidad. El hombre que había hablado con él era serio
y de una dignidad sorprendente.
Bárbara Cartland
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El Crudo Viento del Amor

Ali se sintió corno un niño regañado por su maestro. Tuvo la sensación de


rabia e impotencia y aunque quiso mostrarse desafiante, guardó silencio. No
podía decir nada a su favor, tuvo que reconocer que Gerald, tanto en el aspecto
moral como en el convencional, tenía razón.
Las palabras de Gerald inflamaron su odio hacia todos los ingleses que era
parte vital del carácter del barón, aunque nadie lo sabía.
Su padre había insistido en que tuviera tutores ingleses durante las
vacaciones de la escuela francesa y uno de ellos había encendido ese odio que
aumentó con los años.
Era un sujeto por demás ignorante y Ali pronto se dio cuenta que sabía más
que su profesor en muchos aspectos y le agradaba desplegar sus conocimientos
ante el inglés.
En especial, hacía resaltar su ignorancia respecto a las mujeres. Ya Ali era un
experto en las lides amorosas y descubrió que su tutor era inocente en ese
aspecto. Intentó sorprenderlo y escandalizarlo. Logró irritarlo.
El joven inglés se esforzaba por enseñar a su pupilo la conducta que debía
regir la vida de un caballero.
Una noche escuchó sollozos en el dormitorio de Ali. Titubeó un momento,
indeciso, pero un leve grito lo impulsó a llamar a la puerta. La encontró cerrada
con llave.
—Abre —ordenó.
—Váyase y ocúpese de sus asuntos —gritó desafiante Ali. La indignación
contenida durante semanas estalló y el tranquilo joven perdió el control.
Dio un golpe a la puerta y la abrió. Como esperaba, encontró a una joven y
bonita doncella sollozando. Ali, vestido sólo con pijama, se le enfrentó con
furia.
—Salga de aquí —indicó el tutor a la muchacha.

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El Crudo Viento del Amor

Ella hizo un esfuerzo por obedecer, pero Ali la retuvo tomándola del brazo.
—Salga usted —le gritó al profesor—. No tiene derecho de intervenir en lo
que hago en mi habitación.
La joven forcejeó por liberarse, mientras lloraba ya histérica.
—Suéltala, cerdo maldito —gritó el inglés y propinó un fuerte golpe a Ali.
Al caer éste de espaldas sobre el suelo, el muchacho reconoció que su
oponente era más fuerte que él, aunque eso aumentó el odio que ya le tenía.
A partir de entonces, Ali alimentó en su interior un odio fanático por todo lo
que fuera inglés.
Aunque residía en Francia, sus visitas a El Cairo le hicieron conocer el
ambiente del que provenía.
A su padre, viejo y senil, sólo le importaban las mujeres. Su madre se
rehusaba a mezclarse con europeos y prácticamente vivía enclaustrada en su
casa. No parecían importarle ni resentía a las mujeres que vivían con su esposo.
Era feliz rodeada de sus sirvientes y dedicada a comer golosinas, y ello
aunado a la falta de actividad la convirtió en una mujer obesa.
Hacía tiempo que había dejado de interesar a su esposo y por consiguiente
volcó todo su cariño en su hijo, a quien adoraba y mimaba cuanto podía.
A los diecisiete años, Ali recibía una pensión que representaba una pequeña
fortuna, montaba sus propios caballos pura sangre, conducía autos deportivos y
tenía muchas mujeres. A su corta edad, todo lo que el dinero podía comprar.
A su padre le divertía cuando a alguna de las jóvenes que le llevaban para su
entretenimiento, el joven y viril Ali la seducía.
Su residencia, un castillo oriental, era ideal para la intriga. Nada se sabía de
quienes lo habitaban, ni el barón ni su padre tenían confidentes y sólo podía
especularse sobre lo que sucedía en el interior de sus muros.

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El Crudo Viento del Amor

Allí fue donde Ali conoció el amor. No el de un hombre por una mujer, sino
el de un príncipe por una esclava. Había muchas mujeres a su disposición, todas
experimentadas en el arte del amor, de diversas edades. Algunas de admirable
belleza morena, pero él prefería a las turistas rubias y desapasionadas que
visitaban El Cairo.
Tal vez era inevitable que su odio por los ingleses paradójicamente
despertara el deseo por sus mujeres. Le fascinaba subyugarlas, conquistarlas y
convertirse en su amo absoluto.
Cuando conoció a Yvonne de Brelac en París se sintió muy atraído por ella,
no porque fuera francesa, sino porque en cierto modo parecía inglesa.
Se casaron en la Catedral Quiniper con todo el boato de la ceremonia
católica. Ali sugirió que pasaran su luna de miel en El Cairo y como era la mejor
época del año para visitar ese lugar, Yvonne accedió feliz.
Cuando llegó a Egipto ya temía a su esposo, pero después de vivir varios
días en su casa, casi se había vuelto loca de terror.
No tenía idea de lo que iba a encontrar, las charlas de Ali sobre su hogar
habían sido en su mayoría producto de la falsedad.
Las habitaciones pequeñas y oscuras, las mujeres morenas que vagaban por
ellas, la vieja baronesa, gorda y desdentada, eran suficientes para asustar a
cualquier jovencita.
Y lo que era peor, el amor de su esposo la abrumaba. Por primera vez era
consciente de su propio cuerpo y ello la intimidaba, temía al dolor tanto como al
placer.
Su vida íntima le parecía impura, obscena y terrible, sólo deseaba una cosa;
volver a su hogar.
Era mucho más inocente de lo que Ali imaginaba. La había conquistado y
convencido de que se casara con él, pero no sabía cómo ganarse su amor.

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El Crudo Viento del Amor

Cuando le avisaron que se había fugado, y cuando recibió la carta del padre
de ella avisando que no regresaría jamás, se limitó a encogerse de hombros.
Pronto la olvidó en brazos de otras mujeres.
Ali sabía que satisfacer sus deseos no le producía una satisfacción duradera,
pero mientras vibraban en él era tenaz y disfrutaba planeando cómo obtenerlos,
con una astucia y sutileza que sin duda heredó de alguno de sus antepasados
orientales.
Desde que vio a Ann por primera vez, la deseó. Le pareció una conquista
fácil, pero mientras la cortejaba descubrió que la frialdad y seguridad en sí
misma que ella demostraba lo incitaban cada vez más.
Todo lo que había en él de salvaje e indómito surgía cuando pensaba en ella.
Le fascinaban la cabellera dorada que deseaba acariciar con manos crueles, los
ojos azules que lo miraban tan confiados, la roja boca que todavía no conocía los
besos y la pasión.
Nunca había estado tan entusiasmado antes, ni tan decidido a conseguir a
una mujer. Pero era cauteloso, sabía que las inglesas no eran fáciles de
conquistar, pues aunque con frecuencia eran sensuales por naturaleza,
físicamente eran inconmovibles.
Eran astutas para evadir ser sometidas a los deseos de su enamorado cuando
éste creía tenerlas a su merced.
Ali solía pensar durante horas interminables en Ann. Se concentraría en ella,
sabía que debía tener cuidado y no asustarla. Tendría que armarse de paciencia
para poder sumarla a la larga lista de sus conquistas.
Tal vez ese atractivo animal oculto bajo un exterior tranquilo y cortés era lo
que fascinaba a Ann. Percibía que él se escondía detrás de una máscara.
Ali esperaba alerta el momento de lanzarse a la conquista del triunfo.

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El Crudo Viento del Amor

Pero ahora que ya sabía que ella empezaba a enamorarse de él y la presa


estaba a su alcance, le advertían que la dejara en paz.
Unos pocos encuentros más y entonces... Ali se puso de pie, con gesto
impaciente pateó un banquillo y de pronto quedó inmóvil, se le había ocurrido
una idea.
Cuatro personas cuidadosamente seleccionadas estaban invitadas a cenar
con ellos esa noche, gente respetable, pero no muy brillante. Le habrían
agradado a Ann, y él podría con facilidad controlar la conversación y lucirse
frente a ella. Sería un paso más en la dirección correcta, otro punto a su favor.
Pero el tiempo apremiaba. Esa podría ser la última noche que viera a Ann.
Confiaba en que ella asistiera ya que le había jurado que nada ni nadie le
impediría cenar con él.
Él le había suplicado con humildad porque temía que algo arruinara sus
planes. Percibió el peligro cuando Ann le contó que había tenido problemas por
su paseo nocturno con él a las pirámides.
Después de la intervención de Gerald tal vez no iría, pero aunque cumpliera
su promesa, esa sería la última vez que la vería.
Debía actuar con rapidez. Tomó el teléfono y habló a las dos parejas
invitadas, se disculpó informándoles que la cena había sido cancelada.
Junto a su salón había un comedor donde solía desayunar y donde celebraba
cenas íntimas con algunas damas.
Ordenó decorar esa habitación con rosas de pálido color rosa, arregladas en
grandes jarrones y en guirnaldas sobre los muros. Serían un marco perfecto para
Ann.
En cuanto terminó de dar las indicaciones del caso a los sirvientes, Ali se
permitió soñar, se saldría con la suya.

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El Crudo Viento del Amor

Cuando pensó en Gerald le pareció que representaba todo un ejército de


ingleses, comandado por el tutor que lo golpeara años atrás. Se interponían en
su camino y le impedían apoderarse de Ann, y lo amenazaban con sus voces
tranquilas y educadas y con miradas directas.
¡Los desafiaría! Ann caería esa noche en sus brazos. La haría suya.
Provocaría el temor en esos cándidos ojos de mirada clara, que esa boca roja
gritara, ¡pero sería el vencedor!
Ali se observó en el espejo, no vio la cabellera oscura peinada hacia atrás
sobre la amplia frente, ni las bellas facciones y la boca sensual, sino sólo los ojos
oscuros de un oriental. Era su sangre oriental la que deseaba a Ann.
Occidente se escandalizaba cuando alguien violaba a sus mujeres. Pero una
vez más, el Oriente lo derrotaría.
Ann será mía, se prometió.
Sabía que más fuerte que su deseo y más que la pasión que lo consumía, era
su insaciable sed de venganza.

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E N el interior de Lydia ardía la llama de su amor por Gerald, consumía
todos sus pensamientos y dejaba sus emociones como acero templado al
fuego, fuerte, firme y sin fallas.
Le habría sido imposible explicarse ese amor, pero estaba allí y ella le
pertenecía.
Y aunque no podía pensar en sí misma, pensaba en él y al contemplarlo con
nuevos ojos y a la luz de la gloria que la embargaba, supo lo que debía hacer, lo
que era correcto por el bien de su amado.
Debía resistir la tentación de entregarse a Gerald, y en ningún momento
pensó olvidarse del mundo, de su esposa, su hijastra y de todo lo que se
interponía entre los dos.
Amor como el que ella sentía sólo podía provenir de Dios y estaba imbuido
de Su Espíritu, por ello sólo podía guiarla hacia lo ideal y perfecto.
Cuando se alejó de Gerald lloraba porque el amor la arrebataba con la
violencia de un dolor físico. Ni por un instante podía oponerse a esa fuerza que
la abrumaba.
Pero cuando sus nervios se calmaron, la maravilla de ese amor descendió
sobre ella para consolarla y darle alivio.
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El Crudo Viento del Amor

Gerald era suyo, eso lo sabía Lydia, y ella le pertenecía a él, no sólo ahora,
sino para siempre. Aunque vivieran juntos o no volvieran a verse nunca, era
innegable que estaban unidos en un lazo indisoluble.
Ya no eran dos seres separados, se habían convertido en uno solo.
Les había sucedido un milagro, pero aún existían lazos terrenales que no
podían romperse, cadenas que sólo la intervención Divina podría romper.
Le pareció escuchar que una voz la consolaba, tranquilizaba su mente y la
preparaba para un mensaje.
No tenía idea de cuál sería, pero sabía que debido a la fuente de que
emanaba, ayudaría a Gerald a resolver sus dificultades.
Abrió la ventana y una hermosa luna plateada la bañó con su luz. El mundo
parecía ahora diferente.
Se arrodilló y la luz de la luna descendió sobre su cabeza, como una
bendición del cielo.
Mientras impulsaba todo su ser hacia el Poder que le había dado más de lo
que ella se atrevía a esperar, percibió el mensaje que esperaba.
¡Gerald debe regresar a su hogar!, escuchó las palabras con el corazón e hicieron
eco en su mente.
Él se portaba como un cobarde. Había cargado con tantas responsabilidades
que no debían intimidarle unas cuantas más. Margaret era su esposa y su hogar
les esperaba en Little Goodleigh.
Gerald viajaba en la dirección equivocada. Comprendió que él no se
opondría, no podía rehusar lo que ella le dijera. El mensaje le había sido enviado
para mostrarle el camino y él no fallaría.

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El Crudo Viento del Amor

Cuando se puso de pie sintió que le habían quitado un gran peso de encima.
Todo estaba claro. El futuro se mostraba tan despejado como el cielo hacia el
que levantaba el rostro.
Le resultó difícil regresar a su habitación, era como volver a la realidad
después de haber estado en comunión con Dios.
Pensaba que ya era tarde y debía tratar de dormir, cuando llamaron a su
puerta. Sin esperar respuesta, la abrió y entró Ann.
Se cerraba el abrigo de brocado con ambas manos, como si tratara de
protegerse de algo.
En silencio, miró a Lydia. Y como si realizara un gran esfuerzo para
concentrarse en lo que iba a decir, con voz baja, sin emoción y curiosamente
distinta, declaró:
—Quiero irme de aquí mañana.
Lydia se sorprendió.
—¿Mañana? Pero querida, ¿adónde quieres ir? ¿A casa?
—No, a cualquier otro lugar, donde tú elijas, pero que sea lejos de aquí.
—Pero... ¡Ann, tan súbitamente! No me explico...
Algo le impidió continuar. Su sexto sentido le advirtió que no debía hacer
preguntas, sino acceder. Ann tenía la apariencia de quien ha recibido un
impacto emocional.
Mantenía la mirada baja, por lo que era imposible leer sus ojos.
¿Qué sucedió?, se preguntó Lydia y el temor la estremeció, como si una mano
helada la tocara.
—Por supuesto nos iremos, querida, si así lo quieres. Debemos pensar dónde
y cómo.

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El Crudo Viento del Amor

—Constance Martyn va a Khartum —dijo Ann, con esa voz extraña que
parecía provenir de muy lejos, como si no fuera la de ella.
—Entonces iremos con ella. Me levantaré temprano y haré los arreglos
necesarios.
—Gracias —contestó Ann, con tono cortés como si se dirigiera a una
desconocida. Se volvió hacia la puerta y Lydia tendió la mano para detenerla.
—Ann, querida, ¿qué pasa? Dímelo por favor.
Ann se apartó de la mano como si fuera un reptil venenoso.
—¡No me toques! —exclamó con violencia y salió de la habitación sin decir
una palabra más.
Todos los antiguos temores de Lydia volvieron a ella con fuerza
abrumadora. ¿Qué había sucedido esa noche para que Ann se portara así? Miró
el reloj, eran sólo las doce de la noche. No había durado mucho la reunión, ya
que Ann partió después de las nueve.
Ninguna disputa de enamorados la habría hecho actuar de esa manera,
volverse tan rara, tan diferente a su personalidad. Esa Ann no era la misma
muchacha que había desafiado a Lydia en la mañana cuando Gerald no cumplió
su compromiso.
Preguntas que no se atrevía a hacerse giraban en su mente y no podía
apartarlas de su pensamiento.
Pensó en Ann, en el barón con su taimada sonrisa, en la voz de Ann que aún
sonaba en sus oídos y ocultando el rostro en la almohada, susurró:
—¡No, Dios mío, eso no!

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A NN y Lydia pasaron la noche siguiente en un tren.
En Shelal se embarcaron en un buque de vapor y navegaron
durante dos días y dos noches por el ancho Nilo, cruzaron por
Abusimbel, la ciudad de grandes templos de roca y aldeas semi sumergidas en
las aguas de la nueva presa de Asuán.
En Wadi Halfa abordaron otro tren para cruzar el desierto. Llegaron a
Khartum cuando el sol se ponía en el desierto.
Después del desolado panorama del viaje era extraño ver la moderna
población, con sus prósperas casas blancas y arboladas avenidas.
Lydia bajó del tren un poco aturdida, cubierta de polvo y cansada después
del largo viaje.
—Hola, Constance —dijo alguien con voz alegre—. Me complace verte.
Constance Martyn lanzó una exclamación de placer.
—¡Tony! ¡Qué emoción, querido!
A continuación rodeó el cuello de un joven alto y bronceado con los brazos.
—Es mi hermano —explicó a Lydia y a Ann—. Tony, te presentó a dos
ángeles. Si no es por ellas este viaje habría sido de lo más aburrido.
Bárbara Cartland
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El Crudo Viento del Amor

Tony Martyn sonrió y tartamudeando dio las gracias. Poseía esa deliciosa
timidez de un hombre que se encuentra más a gusto entre compañías
masculinas que femeninas.
—Mi ayudante se encargará de su equipaje —dijo a las viajeras—. Tengo un
auto para llevarlas al hotel.
—¿Recibiste mi telegrama donde te avisaba que me acompañarían la señora
Bryant y Ann? —preguntó Constance mientras se alejaban de la estación.
—Sí, e informé de su llegada a todo el mundo. Recibirán una espléndida
bienvenida, te lo aseguro. Han sido muy aburridos estos últimos meses, con
mucho calor y algunos haboobs para empeorar las cosas.
—¿Qué cosa es un haboob? Habla como una persona inteligente, Tony, no te
soporto cuando pareces nativo.
Tony se rió.
—Tormentas de arena, para que entiendas.
Constance se volvió hacia las pasajeras que viajaban en el asiento trasero del
auto.
—Tony es como todos los que han vivido mucho tiempo en el extranjero.
Habla un inglés desastroso si no se lo impedimos.
—No peor que el tuyo después de estar en Nueva York —protestó su
hermano—. Regresaste con un acento americano tan pesado que no podía
cortarse con cuchillo.
—¡Mentiroso! No le haga caso, Lydia, nunca dice la verdad.
Lydia se divertía escuchando la discusión de los hermanos. Durante el viaje
había llegado a cobrarle afecto a Constance. Era una chica joven y entusiasta con
todo, como había sido Ann antes de... detuvo sus pensamientos, no deseaba
reconocer sus temores ni ante sí misma.

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El Crudo Viento del Amor

Ann permaneció encerrada en un extraño silencio desde que salieran de El


Cairo. Se mantuvo sentada inmóvil durante horas, con la mirada perdida.
Se mostraba reservada, distante, con una pasividad poco usual en ella. No
hizo confidencias ni a Lydia ni a Constance y resistió los esfuerzos de ambas por
hacerla recuperar su natural efervescencia.
—¿Qué le pasa a Ann? —preguntó Constance—. Parece haber visto un
fantasma.
—No creo que le suceda nada —respondió Lydia pretendiendo no darle
importancia—. Debe ser efecto del calor.
Pero no dejó de observar a Ann y preguntarse qué le sucedía.
—¿Desean ir esta noche al club a bailar después de cenar? —preguntó
Tony—. Hay un baile de gala. Será divertido y tengo dos amigos para que
formemos tres parejas.
—Nos encantaría —contestó enseguida Constance—. ¿Verdad Ann?
Incluso Ann pareció no poder resistir la tentación de una fiesta.
—Me agradará ir —asintió con suavidad y sin mirar a Tony.
Sólo las dos jóvenes fueron al baile. Lydia prefirió quedarse y se recostó a
descansar en un sofá junto a la ventana. Tomó un libro, pero no pudo leer.
Por primera vez desde que salieran de El Cairo pensó en Gerald y en su
despedida.
Se había levantado temprano para ir a una agencia y hacer las reservaciones
de transporte para el viaje. No tardó mucho. Cuando regresó a la casa
empezaban apenas a levantarse los demás.
—Por favor, avise al señor Carlton que la señora Bryant desea hablar con él.
Lo esperaré junto al río —indicó a un sirviente.

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El Crudo Viento del Amor

Cruzó el jardín por la vereda que conducía al Nilo. Se sentía feliz, no quería
pensar en que ese mismo día se separaría de Gerald. Cerró los ojos y no los
abrió hasta que escuchó pasos.
Gerald se aproximaba, vestido con un traje de montar le pareció muy
atractivo.
No sonrió cuando ella lo saludó, la expresión de su rostro era tensa, pero se
iluminó al verla. Lydia notó que no había dormido.
Extendió las dos manos en un gesto de rendición. Él las tomó entre las suyas
y le besó apasionadamente, primero los dedos y después las palmas.
—Mi precioso amor —dijo casi en un susurro.
—Te amo —declaró Lydia con ternura.
—Oh, dulce mía.
Para Lydia esas palabras fueron como un grito de socorro. Comprendió que
Gerald luchaba contra la barrera que los separaba.
La anhelaba tanto como ella a él, con la diferencia de que él aún no
comprendía que sólo alcanzarían el amor a través del sacrificio y con honor.
—Gerald, mi amor, debes regresar a tu hogar.
Las palabras lo sacudieron y sorprendieron demasiado para protestar. Ella
prosiguió y presentó sus argumentos de una manera muy tierna y persuasiva,
hasta que él, poco a poco, se convenció de que ella tenía razón.
—¿Pero cómo puedo enfrentarme a ello sin ti?
—No es en realidad, sin mí. Siempre estaré contigo, mi amor. De ahora en
adelante mis pensamientos, mis plegarias, todo lo importante de mí te
pertenece. Es sólo de cuerpo que... todavía no... podemos unirnos.
—Te necesito tanto.

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El Crudo Viento del Amor

—Yo también te necesito, pero sabemos que nuestro amor no puede ser, al
menos hasta que no seamos dignos de este bendito sentimiento.
—¡Tienes razón! —exclamó Gerald.
Se irguió como un soldado ante un llamado de atención.
—No soy digno de ti, todavía no, pero lo seré. Y te juro ahora, ante Dios, que
el resto de mi vida estará dedicada a ti.
Su expresión cambió, era un hombre transfigurado, las líneas de disipación
desaparecieron y en su lugar surgió un gesto de decisión.
Sus viejos ideales renacieron, la caballerosidad que había permanecido
adormecida en su interno, despertó. Comprendió que emprendía una dura
batalla y que para ganarla requeriría de toda su fuerza y su fe, pero aceptaba
gustoso el reto.
Lydia le había señalado el camino y aunque sentía miedo y sus nervios se
alteraban ante el pensamiento de regresar a casa, sabía que era el primer paso de
una nueva vida y debía darlo.
Entonces Lydia le anunció que ella y Ann partirían a Khartum.
—Tal vez es lo mejor —concluyó, con dulzura.
Pero no pudo evitar que las lágrimas humedecieran sus ojos.
Era su adiós al amor.
—Tan pronto —dijo Gerald.
La ayudó a ponerse de pie y la abrazó, la apretó contra su corazón, pero no la
besó.
Bajó la vista para observar su rostro levantado hacia él y memorizar su
serena belleza, los hermosos ojos oscuros y la boca sensual.

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El Crudo Viento del Amor

—Adiós, mi verdadero amor, la única mujer en el mundo para mí. Te amo


ahora y lo haré siempre.
Despacio, bajó la cabeza para besarla. Permanecieron unidos por su gran
amor durante unos minutos. Lydia sintió como si su alma se fundiera en la de
él.
Ya no era un ser individual, pues su corazón y su mente se convirtieron en
parte de Gerald. Se olvidaron del mundo y disfrutaban solos en un éxtasis
indescriptible, prisioneros de su amor.
El tiempo desapareció y se perdieron en la eternidad. Sólo sabían que se
encontraban en la gloria y que ahora formaban parte de ella.
Él la besó en la frente, los ojos, las mejillas, el cuello y después, de nuevo en
la boca.
Después se miró en sus ojos y dijo.
—Vives en mi mente, mi corazón y mi alma, y soy tuyo para toda la
eternidad.
Luego la soltó.
—Dios te bendiga, mi perfecto amor —agregó, con voz quebrada.
En silencio, regresaron a la casa.

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-N
conmigo.
ADIE habla de otra cosa que no seas tú —dijo Tony a Ann, olvidando
por un momento su timidez—, y todos los hombres están furiosos

—¿Por qué? —preguntó Ann con inocencia y lo miró mientras bailaban en el


atestado salón con ventanales abiertos a la noche estrellada.
—Porque aceptaste venir conmigo esta noche —respondió Tony sonriendo.
—Recibí siete invitaciones más, pero por supuesto, preferí la tuya. Te lo
había prometido desde la primera noche.
—Temía que lo hubieras olvidado —confesó Tony.
Ann rió.
—Oh, no, soy una chica de palabra, al menos casi siempre.
—Creo que eres... ¡maravillosa!
Tony se sonrojó al decir eso, pero ocultó su rubor y la condujo con habilidad
por entre las parejas que bailaban a su alrededor.
Cuando la música cesó, la llevó hacia el amplio balcón. Ann se divertía. Fue
una suerte que llegaran a Khartum a tiempo para asistir al baile de palacio.
Les llovían compromisos desde su arribo y acumularon tantos que no
disponían de un momento para ellas solas.
Bárbara Cartland
122
El Crudo Viento del Amor

Tenían invitaciones hasta para desayunar y, aunque Ann había declarado


que era imposible aceptar, descubrió que podían hacerlo, ya que las dos jóvenes
solían salir a cabalgar todos los días a las siete de la mañana.
Solían descansar un rato entre dos y cuatro de la tarde, cuando toda la
colonia británica dormía la siesta.
Era un pecado imperdonable visitar o telefonear a alguien durante esas dos
horas y Lydia insistía en que ambas muchachas reposaran en lugar de charlar,
para reponerse de las diarias desveladas.
Tony había logrado sacar a Ann de su marasmo. Lydia notó, con ,alivio, que
la joven respondía al carácter alegre del muchacho, aunque a veces resurgía esa
mirada perdida y sus respuestas consistían en monosílabos carentes de
vitalidad.
La Ann sonriente de ojos brillantes que bailaba en palacio, era muy diferente
a la Ann que se mantuvo silenciosa y distante durante todo el viaje desde El
Cairo.
—Vayamos al jardín —sugirió Tony.
El blanco palacio, los uniformes color escarlata de los sirvientes, los grandes
jarrones de flores de colores y la decoración en general, hacían que la escena
pareciera surgida de un cuento de hadas.
Ann bajó la escalinata que conducía al jardín, deslizó su brazo en el de su
acompañante y se alejaron de la multitud.
—Me divierto mucho —confesó.
—¿En serio? —preguntó Tony con voz extraña.
Puso su mano libre sobre la que ella tenía en su brazo y Ann sintió la fuerza
de sus dedos.

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El Crudo Viento del Amor

Después de dirigirle una rápida y asombrada mirada, Ann empezó a charlar


sobre diferentes temas. Tony parecía no escucharla, pues se concentraba para
dar el paso más importante de su vida.
A pesar del indudable atractivo que ejercía sobre las mujeres y sobre lo cual
su hermana le hacía constantes bromas, Tony era muy sencillo.
Amaba su trabajo y disfrutaba del ejército con tal entusiasmo que se había
convertido en un chico popular, tanto entre los oficiales de mayor rango como
entre sus subalternos.
Además, era un excelente atleta y sus amigos bromeaban acerca de su
indiferencia respectó a las mujeres que lo asediaban, pero ahora, al fin, se había
enamorado.
Ann le parecía la persona más bella que jamás había visto en su vida y desde
que llegó a Khartum y la conoció, no podía dormir por pensar en ella y la tenía
grabada en la mente a todas horas.
Cada vez se adentraban más en el jardín, hasta que de pronto Ann sugirió:
—Regresemos al salón, nos perderemos muchos bailes.
—Ann, deseo hablar contigo.
—¿Ahora?
—Debo hacerlo. Ann, te amo, ¿quieres casarte conmigo?
Ann se puso pálida, sin pensarlo se volvió hacia él.
—Oh, Tony —exclamó y un segundo después se encontraba en sus brazos.
—¿Es... verdad... esto? —tartamudeó Tony al fin, con los labios sobre la
mejilla de Ann porque no se había atrevido a besarla en la boca.
Con un súbito grito de amargura, Ann se separó de él.
—No, no es verdad, no puedo casarme contigo.

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El Crudo Viento del Amor

Sin decir una palabra más se alejó corriendo, su vestido blanco flotaba en el
aire dando la impresión de que volaba. Tony, asombrado, la miró, demasiado
sorprendido para detenerla. El corazón le latía aceleradamente y tenía los puños
cerrados.
Permaneció inmóvil durante mucho tiempo después de que ella desapareció
de su vista, entonces, con un sollozo que no pudo controlar, se volvió y apoyó la
frente sobre el tronco de un árbol.
—¡Oh, Ann! —exclamó con desventura.
No lo amaba, se dijo. Fue muy optimista al pensar que lo quería. ¿Qué podía
importarle alguien como él, cuando con su belleza enloquecía a todos los
hombres?
Tenía todo lo bueno que la vida podía darle; belleza, juventud, dinero y
libertad. Sólo unas cuantas veces, él se había preguntado si era completamente
feliz.
A veces parecía triste, con una mueca de amargura en esa boca que él
deseaba con tanta desesperación besar. En esas ocasiones deseó tener el valor de
preguntarle qué le sucedía para compartir sus problemas con ella, ayudarla y
protegerla.
Era tan esbelta, pequeña y frágil que despertaba en él el anhelo de ofrecerle
su protección y resguardarla de cualquier cosa que pudiera hacerle daño.
Se controló. Debía aceptar su fracaso. Tal vez ella cambiaría de opinión,
después de todo, lo había abrazado y permitido que la rodeara con sus brazos.
Al menos eso era una esperanza. Sin duda debería sentir algo de cariño hacia él.
Con una tranquilidad que en realidad no sentía, Tony regresó al palacio.
Ann corrió y sólo hasta que llegó al salón no aminoró el paso, después,
apresuradamente se dirigió al amplio vestíbulo.

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El Crudo Viento del Amor

Al llegar titubeó un momento y recordó que ella y Lydia habían venido en el


auto de Tony al palacio.
Uno de los sirvientes nativos se le acercó y ella en un impulso le pidió que
buscara un taxi.
Se apresuró a recoger su abrigo de satén con armiño y se lo puso.
El taxi no tardó en llegar, pero a Ann le pareció muy larga la espera, ya que
sentía deseos de correr y perderse en la oscuridad.
Quería estar a solas y dejar correr ligeramente las lágrimas que estaban a
punto de asomar a sus ojos pese a sus esfuerzos por contenerlas. Hacía años que
no lloraba, pero ahora empezaba a invadirla la histeria.
¿Por qué tardaba tanto en llegar el taxi?
Al fin, el sirviente la acompañó y la ayudó a subir.
—Al hotel —ordenó.
A solas en su habitación podría encontrar el alivio que el llanto derramado le
daría, pero extrañamente, de sus ojos no brotó una sola lágrima.
No pudo llorar, sólo apretarse las manos y mirar al vacío.
Unos minutos después llegaron al hotel, pagó el taxi y subió por la escalera
rumbo a la terraza.
Se sentía muy solitaria y el hotel se encontraba a oscuras y en silencio. Con la
mano en el pomo de la puerta, titubeó y se volvió, miró hacia el río, al otro lado
de la calle, que se antojaba sereno y tranquilo.
Se hallaba inquieta y agitada. Ahora que había desaparecido su deseo de
llorar, sentía los nervios a punto de explotar.
La atormentaban fuertes pulsaciones en la cabeza y tenía un deseo salvaje de
gritar.

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126
El Crudo Viento del Amor

Con lentitud, volvió sobre sus pasos. Cruzó la calle y se detuvo bajo un árbol.
¡Amo a Tony!, se dijo.
Se preguntó qué sentiría él, qué estaría haciendo en ese momento. Con
seguridad la buscaba entre las parejas que bailaban.
Su rostro, amable y bronceado, tendría una expresión ansiosa.
Lo amo, pensó de nuevo Ann.
Ahora lo comprendía. Amaba su ternura, su bondad y cómo siempre
pensaba en ella, no en sí mismo. Era grande y fuerte, sin embargo, parecía un
niño que no tuviera confianza en él.
—Lo amo —susurró y las hojas de los árboles parecieron hacer eco a sus
palabras.
¿Pero cómo podría decírselo? ¿Cómo atreverse a aceptar y corresponder el
amor que él le ofrecía?
Se estremeció y se cubrió el rostro con las manos. Vívidas y brutales en su
intensidad, volvieron a su memoria los recuerdos de lo que sucedió la noche
anterior, antes que ella y Lydia salieran de El Cairo.
Poco a poco se vio a sí misma envuelta en la red que habían tejido con toda
sutileza en torno suyo. Qué necia había sido. ¿Por qué no escuchó los consejos
de Lydia?
Ahora era demasiado tarde para deshacer lo hecho. Demasiado tarde para
volver a ser la criatura feliz que había sido antes de conocer al barón.
¿Por qué... por qué se dejó engañar por él?
Algo había paralizado su mente. Era como si permaneciera inmóvil con la
vista clavada en un túnel negro y sin fin. No podía apartar los ojos de él y se
hundiría en él, se perdería en esa oscuridad, en el mal...
Su vida se había detenido, su cerebro dejó de funcionar...

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127
El Crudo Viento del Amor

Después se había vestido, comido y dormido como si fuera un robot. Parte


de ella funcionaba por instinto, pero sabía que algo terrible, cruel y bestial la
acechaba... y tenía miedo.
Fue Tony quien la hizo volver a la tierra de los vivos, pero también a la
capacidad de sufrir.
No había sentido nada hasta ahora, se encontraba hundida en un pozo de
soledad y melancolía que la rodeaba de forma tan completa que creía que el
mundo exterior jamás podría volver a tocarla.
Al tener a Tony a su lado y comprender que lo amaba, renacieron sus
emociones. Pero con ellas regresó el horror que había enterrado en su
subconsciente. Al revivir el pasado sus recuerdos la torturaban llenándola de
miedo y terror.
No puedo tolerarlo, se dijo.
Sentía que la hacía pedazos. El sufrimiento era demasiado grande para
soportarlo. El miedo que la había aterrorizado en casa del barón, la abrumó de
nuevo.
Era un miedo tan vívido, tan real, que para Ann era como si aquel hombre
aún estuviera a su lado y extendiera hacia ella sus sinuosos y codiciosos dedos,
para obligarla a rendirse y arrastrarla hacia sus garras.
Con un sollozo ahogado se separó del árbol. A la orilla del embarcadero se
detuvo para contemplar el agua oscura.
Un paso más, se dijo. Sólo un paso más.
Estaba hipnotizada por el rítmico movimiento del río, por los reflejos y las
sombras, por la suavidad de la corriente.
—Escaparé —dijo entre dientes—, y olvidaré.

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El Crudo Viento del Amor

Sintió como si le estrujaran la cabeza y le cubrieran los ojos... con un grito


que semejaba un gemido infantil, se lanzó hacia adelante.
Cayó al agua con tremenda violencia y sintió que se hundía.
Voy a ahogarme, pensó.
Pero su instinto de supervivencia era más fuerte que su deseo de morir y
empezó a luchar.
El agua la cegaba y la fuerza de la caída le había hecho perder el aliento.
Braceó y forcejeó, hasta que se dio cuenta que sus pies estaban hundidos en el
lodo.
Empapada y con el abrigo mojado que le pesaba mucho sobre los hombros,
se puso de pie, temblorosa, y descubrió que el agua apenas le daba a las rodillas.
Sin saber lo que hacía, se acercó al embarcadero que se alzaba a unos
centímetros de su cabeza.
Mientras trataba de quitarse el cabello mojado del rostro, se sintió enferma.
Cuando el mareo y la náusea que le aquejaban se disiparon, comprendió que de
alguna manera debía llegar a la calle. Vagamente recordó que había unos
escalones.
Apoyada en el muro del embarcadero se obligó a caminar por el agua fría. Le
llevó mucho tiempo.
Descansó un poco, estaba agotada. El agua estaba helada y su ropa pesaba
mucho. Se quitó el abrigo y lo arrojó al río, observándolo mientras se lo llevaba
la corriente hasta que lo perdió de vista.
Pensó que le sería más fácil moverse sin su peso, pero el aire era frío y le
golpeaba el cuello y los brazos. Se encontró temblando con violencia y sin poder
controlar el castañeteo de los dientes.

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129
El Crudo Viento del Amor

Al fin, cuando sentía que ya no podía dar un paso más y estaba a punto de
rendirse, vio la escalinata de piedra. La subió de rodillas y cuando llegó a lo
alto, se dejó caer, exhausta.
Después de un largo rato, con no poco esfuerzo, logró ponerse de pie.
Debo llegar a mi habitación, se dijo. ¡Debo hacerlo!
Cruzó la calle rumbo al hotel, luchaba contra una debilidad que amenazaba
rendirla en cualquier momento. El tiempo se detuvo.
La corta distancia hasta el hotel parecía interminable. Por fin, la puerta
iluminada estaba frente a ella.
Extendió la mano para abrirla, requirió un supremo esfuerzo de su parte.
Cuando vio el familiar vestíbulo del hotel y la cara asombrada del portero
nocturno, aflojó el férreo control que mantuviera en los momentos cruciales y
sin decir palabra, se desplomó.
La oscuridad descendió sobre ella y no supo más.

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-¿SEdaba
va a morir Ann? —preguntó Tessa, mientras Lydia la acostaba y le
un beso de buenas noches.
—Espero que no, mi amor —contestó Lydia, pero sintió que las lágrimas
asomaban a sus ojos.
—¿Está muy mal?
—Eso me temo.
—Rezo porque se ponga bien y también tío Harold, yo se lo pedí.
—Todos debemos rezar.
—Siempre rezo por cualquier cosa que deseo —dijo confiada Tessa—.
También tío Gerald —añadió de pronto—. Yo no creí que lo hacía. Pensé que era
como mamá que no cree en Dios.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Lydia, sin poder dominar su curiosidad.
—Un día jugaba yo entre los arbustos con Barnado. Estábamos escondidos
cuando llegó tío Gerald. Me disponía a saltar para asustarlo cuando él suspiró y
parecía muy triste. Si hubiera sido mujer, creo que se habría echado a llorar.
Pero los hombres no lloran, ¿verdad, tía Lydia?
—No lo hacen con frecuencia.
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131
El Crudo Viento del Amor

—Así que pensé que tal vez no quería que lo molestaran. Abracé a Barnado y
nos quedamos quietos. Entonces, de pronto, tío Gerald exclamó: “¡Oh, Dios, haz
que se convierta en realidad!” Eso debió ser una oración ¿verdad?
—Creo que sí.
Lydia se inclinó para besar a Tessa y la abrazó para que la niña no viera las
lágrimas que ya no podía contener y que resbalaban por sus mejillas.
—Te contaré un secreto —dijo la pequeña.
—Sí, hazlo.
—Bueno, tal vez soy muy mala, porque aunque siento lo que le sucede a Ann
no puedo evitar alegrarme un poco también, porque así puedo quedarme aquí
contigo y con tío Harold y eso me encanta.
Lydia la acarició. Hacía quince días que Tessa había llegado a Khartum con
Harold.
Ann había estado gravemente enferma, ya que además de pulmonía, sufrió
lo que los doctores diagnosticaron como un ataque leve de fiebre cerebral que la
hacía delirar, gritar y llorar, presa de un inmenso terror. No reconocía a nadie.
Para Lydia, la compañía de Harold resultó un gran alivio. Se sentía muy sola
para llevar sobre sus hombros una responsabilidad tan grande sin nadie a su
lado.
Había hablado por teléfono a El Cairo y Dandy le informó que Gerald había
salido, pero la comunicó con Harold quien había salido a cabalgar con Tessa.
Nina Higley había abandonado a la niña poco después que Ann y Lydia
salieran de El Cairo y Harold de inmediato envió un telegrama al padre de
Tessa para avisarle.
Él contestó diciendo que conseguiría un permiso, pero mientras tanto,
suplicaba a Harold que se hiciera cargo de la niña.

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132
El Crudo Viento del Amor

Harold sabía que sería imposible que Gerald viajara a Khartum, por lo que
había resuelto el problema llevándose a Tessa con él.
Ann había sido trasladada del hospital a una casa de convalecencia privada,
donde Lydia permanecía todo el día a su lado.
El doctor Watson se había convertido en un sincero amigo. La mantenía
tranquila y le daba esperanzas respecto a Ann y cuando lo conoció mejor, él le
mostró parte del trabajo que realizaba en Khartum. Empezó a desterrar algunas
enfermedades a base de una vigilancia estrecha.
Los nativos confiaban en él y su trabajo con las mujeres, poco a poco se
imponía sobre los métodos tradicionales e inefectivos respecto al
alumbramiento.
Tony era quizá el más afortunado entre los que esperaban ansiosos la
recuperación de Ann. Tenía su trabajo que lo mantenía ocupado y no tenía que
permanecer, como Lydia, día tras día sin hacer nada, pero demasiado nerviosa
para ausentarse ni siquiera un rato de la clínica.
No obstante, el por lo general alegre rostro de Tony, ahora mantenía una
perpetua expresión de preocupación y sus compañeros echaban de menos sus
risas que antes eran parte inevitable de sus conversaciones.
En cuanto se desocupaba por la tarde acudía a la casa de convalecencia.
Lydia llegó a reconocer el sonido de su auto cuando se detenía frente a la
puerta.
Un momento después se reunía con ella.
Si Harold se encontraba de visita solía convencerlo de que fuera al club y
jugaran a cualquier cosa que lo distrajera.
La propia Lydia había bajado de peso abrumada por la preocupación, y las
líneas profundas bajos sus ojos eran las huellas de noches sin dormir.

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133
El Crudo Viento del Amor

Habría sido imposible que no pensara en Gerald durante esas largas horas de
espera. Una carta que le entregó Harold le brindó un profundo alivio, y aunque
no le había contestado, la llevaba consigo noche y día.
No fue una carta larga, sólo unas cuantas líneas, pero que le decían todo
cuanto ella deseaba saber.
Mi precioso amor: te envío unas cuantas líneas para decirte que siempre
pienso en ti y como fueron tus deseos, ya estoy haciendo los arreglos necesarios
para marcharme de aquí tan rápido como sea posible. Cuando me vaya, me
acompañarás como siempre en mi corazón y en mis pensamientos.
Dios te cuide, mi amor, te amo.
Gerald.
En Inglaterra, pensó Lydia, ya deben estar ocupados en preparar la casa para la
llegada del amo.
¡Cómo desearía poder estar con él! ¿Podría haber algo más emocionante que
regresar a casa después de muchos años de exilio?
Se preguntó si Margaret soportaría el viaje, pero no podía imaginar cuáles
serían sus sentimientos o emociones al regresar.
Margaret era tan apática respecto a lo que la rodeaba que Lydia sólo podía
pensar que ese cambio significaría poco para ella, únicamente le afectaría en
cuanto a su comodidad, pero no en otro sentido más profundo.
Evelyn los recibiría. Habría al menos alguien para darles la bienvenida, una
cara sonriente y conocida para alegrarles su llegada.
Harold se había mantenido en contacto con Gerald e informó a Lydia que
Margaret ignoraba la gravedad de la enfermedad de su hija.
—Dandy opina que puede provocarle uno de sus ataques al corazón —dijo—
. Ha sufrido varios y han sido muy serios. Cuando se accidentó sentía mucho

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134
El Crudo Viento del Amor

dolor y se vieron obligados a aplicarle varias drogas para aliviarle el malestar.


Eso le afectó el corazón y debido a ello, los médicos y enfermeras recomiendan
que no se le inquiete, por serias que sean las circunstancias.
—Comprendo —dijo Lydia y de nuevo sintió lástima por Margaret.
Después de dar a Tessa el beso de buenas noches, se dirigió hacia la puerta.
—Buenas noches, mi amor —dijo—. Qué duermas bien.
—Buenas noches, querida tía Lydia —respondió Tessa, ya adormilada.
Tenía los ojos cerrados y estaba a punto de dormirse.
Lydia bajó en busca de Harold y lo encontró, como esperaba, sentado en la
terraza con un whisky con soda frente a él y el periódico en las manos. Era la
hora del día que Lydia más disfrutaba, cuando el sol se ocultaba en un
resplandor glorioso y la oscuridad descendía con rapidez.
—¿Desea algo de beber? —preguntó Harold, poniéndose de pie para ofrecer
una silla a Lydia.
—Creo que sí. Estoy cansada y ha hecho mucho calor todo el día.
Harold pidió la bebida y luego preguntó:
—¿Se portó bien Tessa antes de acostarse? ¿Estaba contenta?
—Ya está dormida. Es extraordinario cómo ha cambiado desde que está aquí
con nosotros. No implica ningún trabajo cuidarla. Siento mucho cariño por ella.
—Yo también —contestó Harold.
—Y ella lo adora —comentó Lydia con una sonrisa—. Debería adoptarla.
Sería bueno para ambos.
Habló sin pensar, pero Harold se puso muy serio.
—Desearía poder hacerlo, de hecho, lo haría si usted me ayudara.

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El Crudo Viento del Amor

El tono de voz, más que las palabras, indicaba a Lydia lo que insinuaban sus
palabras. Trató de pensar en una respuesta, pero antes que lograra hacerlo,
Harold se inclinó hacia adelante en su silla.
—Sabe a lo que me refiero ¿verdad, Lydia?
Ella lo miró a los ojos.
—Lo siento, querido Harold —dijo y extendió la mano para tocarlo en el
brazo con suavidad—. Lo comprendo, pero me temo que no podré ayudarle en
ese sentido.
Advirtió que Harold se ponía rígido y lo vio desviar la vista para mirar hacia
el vacío.
—No tenía mucha esperanza, en realidad —declaró.
—Por favor, trate de comprender —rogó Lydia—. Me agrada usted mucho,
ha sido un amigo maravilloso para mí, pero no le amo.
—¿Y si esperáramos? —preguntó titubeante Harold.
Lydia negó con la cabeza.
—Amo a otro. No podemos casarnos, pero es el único con quien lo haría —
hizo una pausa y agregó—. Estoy muy sola, Harold, y necesito la amistad de
usted.
Él le apretó la mano hasta hacerle daño. Lydia se dio cuenta que no podía
hablar, que le era imposible expresar con palabras lo que sentía, pero que sufría
intensamente por su rechazo.
La llegada de su bebida fue una distracción que ella agradeció, pero cuando
el sirviente se alejó resultó difícil romper el silencio.
Para él era un esfuerzo sonreír, pero logró hacerlo. Tomó su copa y la
levantó:
—Por su futuro, Lydia y por su felicidad.

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A NN mejoraba cada día. Transcurrieron más de tres semanas antes que
recobrara la conciencia lo suficiente para reconocer a Lydia y brindarle
una débil sonrisa de bienvenida al verla entrar en su habitación.
—¡Al fin estamos en buen camino! —le dijo el doctor Watson a Lydia cuando
ella llegó una mañana—. Pasó buena noche y pronto volverá a ser la de antes.
Lydia apenas podía asimilar las buenas noticias. Le parecía que habían
pasado años, no semanas, desde la noche del baile de palacio.
Semanas en que Ann no daba señales de mejoría a pesar de los esfuerzos del
Doctor Watson, semanas en que él intentaba mostrar a Tony y Tessa una
confianza que no sentía.
Lydia tenía absoluta confianza en el Doctor Watson. Él le dijo la verdad con
toda franqueza, no le ocultó nada ni le dio falsas esperanzas. A ella le agradaba
su sinceridad y aprendió a conocer lo que pensaba por la pura expresión de su
rostro, sin necesidad de que se lo dijera con palabras.
Y cuando le dio las buenas noticias, después del primer momento de intenso
regocijo, preguntó ansiosa:
—¿Cuánto recuerda? ¿Ha hablado de...? —se detuvo, sin saber cómo decir lo
que pensaba.
—Hay una gran probabilidad de que todo lo que ocurrió antes que
enfermara haya quedado por completo en el olvido. En casos así, con frecuencia
Bárbara Cartland
137
El Crudo Viento del Amor

he sabido de pacientes de cuya memoria se borra todo lo sucedido desde un año


antes. Algunas veces recuerdan, pero sólo de forma vaga, más que nada debido
a las conversaciones que escuchaban de las personas con quienes estuvieron
relacionados. En la mayoría de los casos despiertan recordando con claridad su
pasado y en otros, todo el episodio que les provocó el trastorno se olvida, como
si jamás hubiera sucedido.
—Recemos que eso le suceda a Ann —dijo Lydia.
—La recordará a usted —continuó el Doctor Watson—, con toda
probabilidad a Tony y a todos los que, en su mente, estén asociados con cosas
agradables, pero lo demás se habrá borrado de su pasado.
No había duda de que Ann recordó a Lydia cuando ésta entró a verla,
porque su rostro se iluminó con su habitual alegría.
Hizo un gesto débil hacia ella con las manos y habló con voz tan baja que
Lydia tuvo que inclinarse para entenderla.
—Me alegro de verte. ¿Estuve enferma mucho tiempo?
—No mucho —respondió Lydia sin querer explicarle cuán larga había sido
su enfermedad—. Y dentro de poco estarás de pie —añadió.
Al ver a Ann temió que hubiera hablado con demasiado optimismo. La joven
siempre fue delgada, pero ahora había perdido tanto peso que su cutis parecía
transparente y los pómulos y la línea de su mandíbula se marcaban de forma
prominente.
Su cabellera rubia, cepillada hacia atrás, estaba opaca. Sólo sus ojos azules
parecían enormes en su pequeño rostro y mostraban rastros de su anterior
hermosura. Algo de su antigua vitalidad parecía brillar en ellos.
A Lydia sólo le permitieron hablar con Ann unos pocos minutos, pero antes
de retirarse trató de averiguar cuánto recordaba al preguntar:
—¿Te gustaría ver a Tony?

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El Crudo Viento del Amor

Por un momento, Ann pareció desconcertada.


—¿Tony? —inquirió y luego añadió—. Sí, claro, el querido Tony, me
encantaría verlo.
Por su tranquila expresión, Lydia se dio cuenta de que Ann no relacionaba a
Tony con nada que significara desdicha.
En un impulso del momento, Lydia pensó que comparar el amor que sentía
por Tony con la fugaz ilusión que sintió por el barón debió ser demasiado para
Ann, quien debió sentirse sucia.
Seguramente pensó que no podía casarse con Tony cuando llevaba ese
terrible secreto en la conciencia.
Todo lo que Lydia imaginaba sólo podía suponerlo, de lo único que estaba
segura era de que Ann se había horrorizado e impactado por lo que ocurrió
aquella noche en El Cairo.
Ahora, pensó Lydia, nunca sabremos lo que pasó.
Era mejor, mucho mejor que todo se olvidara y quedara perdido en el delirio
de Ann. No sólo por el bien de ella, sino también por el de Tony.
Cuando Ann se repusiera era probable que aprendiera a amar a Tony. Lydia
sentía que su devoción y adoración por ella lo harían irresistible.
Lydia había observado a Tony durante las pasadas semanas y consideraba
que era la persona ideal para hacer feliz a Ann y que sería el marido adecuado
para ella.
Ann necesitaba de alguien que fuera honesto y sincero y que además la
amara profundamente. Tony impediría sus impetuosos arranques y la ayudaría
a ser una persona sensata.

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El Crudo Viento del Amor

Nunca harían nada notable o grandioso en sus vidas, y se mantendrían


dentro de las reglas convencionales pero harían del mundo un lugar más
placentero con su sola presencia.
Lydia y el Doctor Watson habían tenido mucho cuidado en ocultarle a Tony
que el delirio hubiera sido causado por otro motivo que no fuera el susto de
haber caído al río por accidente.
—Sin duda deseaba un poco de soledad después de que te declaraste —le
dijo Lydia—. Cualquier muchacha habría deseado meditar, reflexionar, y por lo
que sé, era la primera proposición que Ann recibía. Se acercó demasiado al
embarcadero, debió tropezar y caer.
Era una explicación un tanto débil, pero Tony la aceptó sin comentarios y
Lydia confió en que no abrigara dudas.
Se organizó una reunión cuando Ann mejoró. Tessa, Tony y Harold fueron
invitados y, por supuesto, también Lydia.
Ann, que todavía parecía muy frágil, se sentó en la cama apoyada en una
pila de almohadas. Se le veía muy linda y juvenil con su camisa de dormir de
chifón color rosa y un delgado lazo de seda del mismo color sujetando su
cabello rubio.
Tony no dejó de mirarla y de vez en cuando Ann le sonreía con su antigua
coquetería.
Ya está mejor, pensó Lydia.
Harold no fue un miembro muy alegre de la reunión, pero a Lydia le
agradaba contar con su presencia.
Está en su elemento con la adversidad, pensó. Es una roca donde apoyarse cuando
hay problemas.

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El Crudo Viento del Amor

Tessa, sin embargo, sustituyó cualquier carencia de conversación por parte


de los demás. Charló sin cesar y le contó a Ann todo lo que había hecho desde
que llegara a Khartum.
Le habían prestado un pony, había navegado por el Nilo, uno de los gaiteros
de un regimiento escocés le permitió “tocar” su gaita y logró sacarle un sonido
que la complació sobremanera.
—Fue igual al que hace Barnado cuando tiene hambre y sabéis, lo extraño
mucho. ¿Crees que estará bien, tío Harold?
—Supongo que habrá engordado tanto que no vas a reconocerlo —respondió
Harold.
—Ann necesita engordar como el pobre Barnado—intervino Lydia—. Todos
debemos encargarnos de que lo hagas, querida, en cuanto te levantes.
—No harán nada de eso. Al fin logré conseguir una silueta a la moda, todos
mis vestidos tendrán que ajustarlos y eso será una alegría.
—Apresúrate a ponerte bien —dijo impetuoso Tony. Ello lo miró bajo sus
pestañas, un viejo truco que la hacía aparecer con un atractivo muy especial.
—Me apresuro —contestó—. Me gustaría bailar de nuevo.
—¡Eso me alegra! —exclamó una voz desde la puerta. Todos se volvieron
para ver quién era. Lydia, después de lanzar una exclamación ahogada, se puso
de pie.
—¡Evelyn! —gritó—. ¡No puede ser verdad!
Pero lo era, en el umbral de la puerta, sonriente, segura y confiada, estaba
Evelyn Marshall.

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-E N mi vida había estado tan sorprendida —dijo Lydia un poco
después—. Eres la última persona que esperaba ver, querida Evelyn.
—Pensé que sería divertido presentarme sin avisaros —contestó Evelyn—.
Volé, fue sólo un viaje de cuatro días.
—¿Estabas preocupada por mí? —preguntó Ann mientras tendía la mano a
Evelyn, quien se sentó en la orilla de la cama.
—Mucho —confesó Evelyn—. Eres una latosa para habernos inquietado
tanto a todos.
—No me explicó por qué me enfermé —dijo Ann, con una expresión de
profunda concentración que marcaba un surco en su frente—. Creo que debió
ser algún microbio.
Lydia y Evelyn cruzaron miradas de entendimiento.
—Si lo fue ya lo exterminaron por completo —observó Evelyn—, así que no
te ocupes en pensar más en ello. Todos debemos irnos ya. Ha habido suficiente
excitación para un día.
Se inclinó para besar a Ann.
—Me alegra muchísimo que hayas venido —susurró afectuosa Ann—. ¿Me
prometes tener una larga charla conmigo mañana?
Bárbara Cartland
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El Crudo Viento del Amor

—Por supuesto, lo prometo —respondió Evelyn—. Si a la vez me prometes


dormir bien esta noche.
Todos se dirigieron hacia el jardín.
—He oído hablar mucho de usted —dijo Evelyn a Harold Taylor mientras
caminaban uno al lado del otro—. Las cartas de Lydia con frecuencia hablaban
de lo amable y considerado que ha sido con ellas desde que le conocieron.
—Habría deseado poder ayudar más —respondió Harold, turbado como
siempre al recibir un halago.
Lo interrumpió Tessa, a quien en seguida le había simpatizado Evelyn. La
niña tomó a ésta de la mano y empezó a charlar con su habitual alegría, sin la
reserva de los mayores.
—¿Te contó tía Lydia sobre mi gato? —preguntó, después de una larga lista
de preguntas acerca del avión, Inglaterra y la casa de Evelyn.
—No lo creo —confesó Evelyn—, así que tendrás que contármelo tú.
Al menos logré algo bueno al venir, se dijo Lydia, porque si no hubiera conocido a
Harold ni ido a El Cairo, él nunca se habría dado cuenta de lo descuidada que tenían a
Tessa. Habría permanecido a cargo de su madre por tiempo indefinido hasta que fuera
demasiado tarde y hubieran arruinado por completo su niñez, habría quedado poca
oportunidad de salvarla.
Evelyn llevaría a Tessa con ella al volver a casa. Su llegada había resuelto ese
problema.
Todo sale bien, reflexionó Lydia, si uno espera el tiempo suficiente.
Desesperadamente, un pensamiento surgió en su mente. Evelyn llevaría a
Tessa y a Ann con ella, pero Lydia no las acompañaría, pues no había lugar para
ella, por el momento, en casa de Evelyn, porque estaba demasiado cerca de la de
Gerald.

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El Crudo Viento del Amor

Sabía que él debía librar su batalla solo, salir adelante por sí mismo sin que
ella le ayudara o distrajera. No debía intervenir, ni permitir que el amor que
sentían el uno por el otro interfiriera con la meta que él se había fijado.
Ella comprendía que con su regreso a casa, él empezaba a construir las bases
para iniciar una nueva vida. Hasta que hubiera asentado esas bases y
reconstruyera sobre las ruinas del pasado, ella debía permanecer alejada.
Deseaba con desesperación escribirle. Más de una vez empezó una carta,
levantándose de la cama a medianoche para hacerlo.
Le había escrito páginas, donde expresaba sus pensamientos, sentimientos y
su amor.
Pero cuando amanecía y tenía la mente clara, leía lo que había escrito y
comprendía que era un paliativo para sí misma y entonces destruía lo que
escribiera.
Con la certidumbre que da una profunda fe, sabía que algún día, de algún
modo, ella y Gerald volverían a reunirse y hasta que esa felicidad les fuera
permitida, los dos tenían mucho que hacer.
Debo trabajar, se dijo Lydia, pero sabía que no volvería a aceptar ser dama de
compañía.
Nunca volvería a elegir una vida de lujo y diversión. No quería bailar, lucir
bella ropa ni trasladarse de una hermosa casa a otra.
Deseaba algo más difícil, algo que requiriera más de sí misma.
Pensaba en ello cuando salió de la habitación y bajó con lentitud por la
escalera.
Titubeó un instante y antes de salir a la terraza se dirigió a la cabina
telefónica. Pidió un número y poco después escuchaba la voz profunda del
Doctor Watson.

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El Crudo Viento del Amor

—Soy Lydia Bryant. Ann está bien, disfrutó de la reunión, pero no le llamo
por eso. Deseo pedirle un favor para mí.
—¿Cuál?
—¿Tendría tiempo de recibirme mañana? Podría acompañarlo a hacer sus
visitas si va solo.
—Saldré hacia Omdurman a las once. La recogeré en el hotel.
—Gracias, estaré lista.

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-A NN, te amo —dijo Tony. Estaba de rodillas junto a ella, la rodeaba
con los brazos y le besaba la rubia cabellera.
Había acudido a la casa de convalecencia como de costumbre en cuanto tuvo
un momento disponible. Era poco antes del almuerzo y Evelyn, que había
permanecido con Ann durante la mañana, ya había regresado al hotel.
Tony encontró a una enfermera cuando subía por la escalera y ella le dijo que
podía ver a Ann unos minutos, mientras le preparaban el almuerzo.
Su intención fue charlar sobre temas intrascendentes, hacerla reír y bromear
como antes que enfermara.
Pero cuando se encontró a solas con ella y la vio tan frágil, pálida y adorable,
perdió la cabeza y la voz.
Se dejó caer de rodillas y la tomó en brazos.
La besó con mucha ternura y Ann respondió, lo que le hizo sentir una
felicidad indescriptible y percatarse de cuánto se había atrevido a soñar.
—Te amo —susurró una y otra vez y Ann, al deslizar su brazo por el cuello
de Tony, musitó también:
—Oh, Tony... te amo... tanto.
Estaban tan absortos que no intentaron siquiera ocultar su felicidad frente a
la enfermera que regresó con el almuerzo de Ann.
Bárbara Cartland
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El Crudo Viento del Amor

Cuando la vieron entrar tenían expresiones tan radiantes que de pronto


hicieron sentir vieja y sola a la mujer.
—Por favor, no lo despida —rogó Ann y ella no tuvo corazón para hacerlo,
aun cuando sabía que era contra el reglamento.
Los dejó solos y mientras cerraba la puerta, escuchó que Tony preguntaba
ansioso:
—¿Cuándo podemos casarnos?
—En cuanto me ponga bien.
—Permaneceré aquí todavía cuatro meses más, después el regimiento
regresa a casa. Nos enviarán a la costa sur, Ann, ¿crees que para entonces
podamos casarnos?
—Por supuesto. Hablaremos con Evelyn. Ella lo arreglará todo.
—¿Me amas? —preguntó Tony—. Dímelo de nuevo, Ann. No puedo creer
que sea verdad.
—Por supuesto que te quiero, tonto.
—¡Debe almorzar! —exclamó de pronto la enfermera y los sobresaltó al
asomarse por la puerta—. Si su plato no está vacío dentro de cinco minutos, lo
despediré señor Martyn. No sé lo que la jefa de enfermeras diga si los descubre.
—Déjela de mi cuenta —indicó Tony mientras colocaba el tenedor en la
mano de Ann—. Come, mi amor, vamos.
Tony tuvo que ayudarla, porque Ann estaba demasiado excitada para comer.
—Deberás hacer todo lo que te digan para que te repongas rápido. No
debemos desperdiciar tiempo —le sugirió Tony.
—Oh, Tony, soy tan feliz. Nos casaremos en Little Goodleigh. Es una iglesia
pequeña y linda. Muy, muy antigua y allí me bautizaron y confirmaron. Tengo

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El Crudo Viento del Amor

que casarme en esa parroquia o el vicario se sentirá muy herido, su vicaría me


pertenece, yo la pago.
—¿Qué otras posesiones tienes? —preguntó súbitamente Tony—. Lydia
mencionó algo así como una casa en Worcestershire,
—¡Es una casa y te encantará, Tony, lo sé!
—Mira, si eres muy rica no me casaré contigo. No tengo idea de cuán grande
sea tu fortuna, pero yo no soy un cazafortunas y no permitiré que mi esposa me
mantenga.
—Tony... ¿cómo puedes decir algo tan horrendo? —las lágrimas asomaron a
los ojos de Ann.
—Mi amor, soy un bruto. No quise decir eso, te lo juro.
—No puedo evitar ser rica. Pero regalaremos mi dinero a quien en verdad lo
necesite.
Tony la acarició.
—No te preocupes. No me hagas caso. Supongo que me asusta que seas
demasiado independiente.
—Nunca lo seré, te lo juro —musito ella. Y cuando lo abrazó y apoyó su
mejilla en la de él, Tony la creyó.

L ydia encontró sola a Evelyn y sin preámbulos, declaró:


—No regresaré a Inglaterra con vosotras.
—Esperaba que lo dijeras.
Lydia la miró sorprendida y Evelyn añadió:

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148
El Crudo Viento del Amor

—Antes de venir, querida, sostuve una larga charla con Gerald.


—Cuéntamelo todo.
—Me dijo todo acerca de ti. Por qué le enviaste a casa y cómo por ti estaba
dispuesto a hacer cualquier cosa, incluso a reconstruir su vida que pensó había
perdido para siempre.
—Tuve razón ¿no es cierto? —preguntó ansiosa Lydia—. ¿Crees que hice lo
correcto, Evelyn?
—Querida, cuando estamos enamorados nuestro instinto respecto a quienes
amamos pocas veces se equivoca. Por cierto, Gerald no encontrará ni la mitad de
dificultades que espera.
—¿Y Margaret?
No pudo evitar hacer la pregunta, tenía que saber acerca de la esposa de
Gerald.
—Margaret soportó el viaje bastante bien. En cuanto llegaron, Gerald mandó
a buscar un especialista que durante varios años la atendió en El Cairo. Se
mostró satisfecho, pero confirmó lo que siempre hemos sabido, que Margaret no
vivirá mucho tiempo. Su muerte será un alivio para ella.
—Hasta entonces no regresaré a Inglaterra —declaró Lydia.
—Me parece una sabia decisión, pero, ¿qué harás mientras tanto?
—Lo arreglé esta mañana. Fui con el doctor Watson al hospital de
Omdurman. Ya sabes la historia. Lo iniciaron dos inglesas hace varios años a
pesar de que tuvieron que sortear dificultades increíbles; prejuicios, superstición
y un odio casi fanático, pero salieron adelante. Es maravilloso el trabajo que
realizan con los niños y mujeres nativos. No soy enfermera titulada, pero hay
mucho en lo que puedo ayudar, tanto dentro como fuera del hospital. Cuando
Ann y tú vuelvan a Inglaterra, me iré a Omdurman.

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El Crudo Viento del Amor

—Oh, querida —dijo Evelyn conmovida y sorprendida por la decisión de


Lydia. Se acercó a ella y le puso un brazo sobre los hombros.
—Es una tarea maravillosa la que te propones llevar a cabo. Dios te ayude y
te bendiga —agregó.
—¿Se lo dirás a Gerald? —preguntó Lydia—. Después, tal vez, le escriba yo.
Por el momento no puedo expresar con palabras mis sentimientos, quizá sea
mejor que no los escriba.
—Él está esforzándose por hacerse digno de ti —comentó Evelyn con voz
muy suave—. Me dijo con franqueza cómo era su vida. Cómo se entregaba más
y más a la bebida en busca del olvido, hasta que te conoció. Por supuesto —
agregó—, yo no tenía idea de lo que pasaría cuando os envié a ti y a Ann a El
Cairo. Tal vez fue una omisión mía no hacer averiguaciones previas, pero como
siempre, Ann se mostró muy impulsiva y no me dio tiempo.
—No quiero que creas ni por un momento que mi amor por Gerald me hace
desdichada. Soy increíble y maravillosamente feliz, Evelyn. Sé que debemos
vivir separados, pero eso no mengua la dicha de amarlo o alterar el
conocimiento de que él me ama. Un día, tal vez —prosiguió—, viviremos juntos
en nuestro hogar. Hasta entonces, ambos tenemos un trabajo que hacer. Le
ayudarás ¿verdad?
—En todo lo que esté a mi alcance —prometió Evelyn—. Sabes que lo haré.
Gerald descubrirá que el mundo está dispuesto a extenderle la mano en señal de
amistad, cuando sepa que él que la recibe la aceptará de buen grado. Con el
tiempo desaparecerá su amargura, porque ahora tiene algo por qué vivir, algo a
que aspirar.
—Y como él se esfuerza, yo también debo trabajar. Tú comprendes, Evelyn,
que no soy una ingrata y aprecio en todo lo que vale la oportunidad que me
brindaste de conocer gente nueva, pero la vida social no es para mí. No la
entiendo ni comparto sus diversiones. Tal vez estoy acostumbrada a sufrir y me

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El Crudo Viento del Amor

resulta difícil divertirme. Quién sabe, quizá deseo probarme a mí misma que
merezco ser esposa... y madre.

A l día siguiente, Evelyn fue al hospital y conoció dónde trabajaría Lydia,


dónde dormiría y la gente que la rodearía.
Las dos sabían que con la descripción que Evelyn diera a Gerald, éste trataría
de imaginarse a Lydia en su nuevo ambiente.
Hacía calor en Omdurman, el sol derramaba sus cálidos rayos sobre los
mercados, las casas hechas de lodo y las orillas del río, donde las mujeres
lavaban su ropa y cantaban mientras realizaban su tarea.
El hospital, con sus amplias terrazas, parecía el único lugar fresco en toda la
población. Las mujeres entraban y salían de sus blancas puertas, algunas con
niños en los brazos, otras ayudaban a familiares ancianos o iban acompañadas
de amistades después de recuperarse de alguna enfermedad.
En todo el edificio prevalecía una atmósfera de felicidad y profunda
satisfacción que recordó a Evelyn algunos conventos que visitara.
Lydia será feliz aquí, se dijo.
Fue duro, sin embargo, despedirse dos semanas después. Lydia permaneció
en la atestada estación mientras el tren partía. En él iban Evelyn, Constance,
Ann, Tessa y Harold Taylor.
Harold las escoltaría hasta Port Said y después regresaría a El Cairo.
Sólo Lydia y Tony permanecerían en Khartum y cuatro meses más tarde,
Tony regresaría a casa para casarse con Ann.
—Adiós, Evelyn —dijo Lydia y despidió a su amiga con un beso.

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El Crudo Viento del Amor

—Cuídate. Te escribiré para contarte todo lo que suceda. Nunca te sientas


sola, porque siempre estarás en nuestros pensamientos —contestó Evelyn.
Lydia sonrió, sabía que Evelyn incluía a Gerald en sus palabras.
—Adiós, mi amor —dijo Tony a Ann—. Cuídela, señora Marshall, es muy
valiosa para mí.
—Y para mí también —le aseguró Evelyn.
—Adiós, Lydia —dijo Harold.
Había tantas cosas en su corazón que no podía decir, pero ella lo comprendió
y le apretó la mano.
—Adiós, querida tía Lydia —lloró Tessa—. Me hubiera gustado que vinieras
con nosotros.
Acarició a Lydia y se volvió para entrar en el compartimento, pero se detuvo
en la escalinata. En un impulso, le lanzó su amada muñeca.
—Dásela a una niña de tu hospital. Supongo que le gustará tenerla —dijo.
—Sé que así será. Gracias, mi amor —contestó Lydia. Se escuchó el silbato
anunciando la partida y con lentitud, el tren se puso en marcha.
Ya empezaba a perderse de vista cuando un empleado de telégrafos se
acercó a Lydia con un telegrama en la mano.
—Es para la señora Marshall —indicó.
—Me temo que es demasiado tarde, partió en ese tren. El empleado pareció
desconcertado y ella agregó:
—¿Puedo leerlo? Podríamos enviárselo a Port Said.
—Sí, por supuesto —accedió el empleado y se lo entregó.
Lydia lo abrió y leyó:

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El Crudo Viento del Amor

Margaret murió esta mañana. Tuvo un final tranquilo.


Gerald.
Por un momento casi no entendió el mensaje. Entonces su significado
provocó que el sol de pronto le pareciera más brillante y dorado.
¡Gerald era libre! ¡Libre para amarla y para que ella lo amara! Ahora los dos
podrían estar juntos en el futuro.
Pero como deseaba que él iniciara su vida de forma convencional, con la
aprobación del condado y la gente que lo conociera desde niño, comprendía que
no debían reunirse hasta que terminara el período apropiado de luto.
Podrían sostener correspondencia y expresar sus sentimientos sin temor,
pero ella permanecería en Omdurman hasta que él estuviera listo para recibirla.
El tiempo pasaría volando porque los dos estarían ocupados, después
vivirían juntos durante el resto de sus vidas.
Oh, mi amor, mi amor, dijo Lydia en su corazón. Te amo... y no existe en el
mundo... nada más.... que mi amor.
Con una radiante expresión que transformaba su rostro, caminó con lentitud
por la plataforma.
Te amo, susurró y pensó que el viento llevaría sus palabras al otro lado del
mundo, hasta Gerald.

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