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Luis Leante. La Luna Roja
Luis Leante. La Luna Roja
LUIS LEANTE
«Quiero que cuentes todo.
Quiero que se sepa la verdad y que cada uno reciba su
premio o su castigo.»
EMIN KEMAL
La Luna Roja
GÉRARD DE NERVAL
El Desdichado
1.
Hacía más de once años que no veía a Emin Kemal. Y sin
embargo, mientras bajaba por la rampa del Museo de la
Universidad de Alicante, no podía quitarme de la cabeza su
mirada de hombre derrotado. Tenía la falsa sensación de
haberlo visto el día de antes. No podía imaginar que pocas
horas después el escritor caería muerto sobre la alfombra
de su estudio, quizás tras una breve agonía, espantado por
lo que acababa de ver y oír. No, yo no podía sospechar
entonces lo que iba a suceder esa misma noche, aunque no
dejaba de pensar en él.
Once años antes, en 1997, Emin Kemal era ya un
hombre que se había rendido a la vida sin presentar
batalla. Su apartamento de la plaza de Manila parecía un
barco rescatado de un naufragio. Su vivienda estaba llena
de cosas inútiles que se amontonaban en las habitaciones.
Los libros se desbordaban de las estanterías y quedaban
apilados en el suelo de los pasillos, en los asientos, bajo su
mesa de trabajo, a los pies de la cama. Hacía tiempo que el
escritor apenas salía a la calle. Pasaba días enteros en
pijama y caminaba de un sitio a otro de la casa arañando
las alfombras con unas pantuflas mugrientas que
reforzaban su imagen decrépita.
En la primavera de 1997, las visitas al apartamento del
escritor turco me resultaban cada vez más costosas. Me
marchaba cada día con una inexplicable amargura, con la
sensación de derrota que Emin Kemal me transmitía desde
hacía tiempo. Era como volver a casa después de bailar
unas horas con la muerte, como gastar energías en dar
esperanzas a un moribundo. Hacía meses que me había
propuesto
no volver a su casa, no atender a sus llamadas, borrarlo
de mi vida para siempre. Pero no lo conseguía; no era
capaz de romper de forma definitiva con todo lo que me
unía a aquel hombre que coqueteaba con la demencia. A
menudo me llamaba en mitad de la noche sin reparar en la
hora. Descolgaba con la seguridad de que era él y me
mantenía a la espera de que rompiera su silencio, un
silencio prolongado, como de agonía, que terminaba con
una frase cavernosa:
—Rene, amigo…
—Dígame, maestro —le contestaba con una paciencia
fingida.
—¿Qué haces, amigo mío?
—Estaba durmiendo, maestro. Son las cuatro de la
madrugada.
—¿Tan tarde? —preguntaba, y enseguida se olvidaba del
detalle de la hora—. ¿Qué te ocurre, René? ¿Estás enfermo?
—No, maestro. Estoy bien. ¿Por qué me lo pregunta?
—Entonces, ¿por qué no vienes a visitarme? No puede
ser que tengas tantas ocupaciones que te impidan pasar un
rato por aquí.
—Estuve ayer en su casa, maestro. ¿Ya no lo recuerda?
Un silencio de confusión al otro lado de la línea. Una
tosecita nerviosa, un amago de disculpa.
—¿Ayer?
—Sí, maestro. En realidad no hace más de diez horas
que estuvimos juntos.
—¡Ay, René…! René, amigo…
—¿Qué ocurre, maestro?
—Nada, no es nada. Seguramente tienes razón. Ahora lo
recuerdo. ¿Estuvimos hablando de…?
—Sí, maestro, de ella…
Siempre hablábamos de ella. No había conversación en
que ella no apareciese. Siempre ella, ella… La innombrable,
la perdición, la causa de su ruina y su dolor: nuestro dolor.
Querido René:
Acabo de marcar tu número para darte una
explicación, pero no he tenido coraje para escuchar
tu voz. Prefiero que tengas estas palabras por escrito
y que las leas cuantas veces quieras. Así entenderás
realmente lo que siento.
No puedes aparecer en mi vida treinta años
después y pedirme que lo deje todo y te siga. No es
justo. Hubiera preferido no saber que estabas aquí.
He dedicado toda mi vida a mi familia y
especialmente, a mi hermano. Ahora ya no voy a
cambiar; Esto no tiene nada que ver con mis
sentimientos, créeme. Te conocí a los diecisiete años
y desde entonces no ha pasado un solo día en el que
mi primer y mi último pensamiento no hayan sido
para ti. Sin embargo, creo que hasta ayer nunca
estuve segura de tus sentimientos.
Lamento que todo esto llegue demasiado tarde,
pero al menos viviré los años que me queden
sabiendo que a tu manera también me quisiste. Es un
consuelo estúpido, pero es el único que tengo. Y a él
me aferraré para no morir de pena.
No voy a seguirte, René. Si tu vida está lejos de
aquí’ es justo que te marches. Pero la mía está en
esta ciudad. Este es mi sitio y aquí seguiré mientras
Utku me necesite. Reconozco que no tengo valor para
enfrentarme a ti y contártelo mirándote a los ojos. Sé
que no sería capaz de hacerlo y quizás me dejara
enredar en el amor. En el amor que siento por ti, en
el cariño, si quieres llamarlo así. En la desesperación,
no lo sé.
Estaré una temporada fuera de Estambul. Así será
más fácil para los dos. Creo que no volveré a verte
nunca, y eso es al mismo tiempo una tortura y una
liberación. Pero quiero que sepas que si decides
quedarte, o regresas algún día, mi corazón estará
abierto para ti. De nuevo eres tú quien decide, yo no
sirvo para eso. Eres un hombre afortunado, aunque
quizás no hayas sabido darte cuenta. Yo me habría
conformado con que alguien me quisiera la mitad de
lo que yo te he querido a ti.
Con todo mi cariño,
Tuna