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LA LUNA ROJA

LUIS LEANTE
«Quiero que cuentes todo.
Quiero que se sepa la verdad y que cada uno reciba su
premio o su castigo.»

Una novela sobre secretos y pasiones, sobre el amor por


los libros, por las historias y por contarlas. Las vidas
paralelas de un escritor, Emin Kemal, y su traductor,
frustrado por su falta de talento literario. Y en el centro,
una mujer ambiciosa a cuyo alrededor giran los dos
hombres incapaces de escapar del círculo.

Un autor turco en el declive de su carrera muere en


extrañas circunstancias. Su traductor al castellano se verá
envuelto en la muerte del escritor y en una trama que lo
obligará a destapar su propio pasado y el de Emin Kemal en
Estambul. En la atmósfera de confusión flota la presencia
oscura de Derya, esposa y amante.

Un conmovedor viaje por el tiempo, por paisajes y


personajes que nos resultan cercanos y exóticos a la vez
gracias a la habilidad narrativa de Luis Leante, Premio
Alfaguara de Novela.
La Luna Roja es un minucioso juego de espejos, un
inquietante relato sobre la identidad y la literatura como
parte de la vida.
Te has ido apagando como un eclipse lunar,
encerrada en tu propio anillo de luz, como un
espectro surgido del sueño, como una terrible y
cegadora luna roja.

EMIN KEMAL
La Luna Roja

Soy el tenebroso, el viudo, el desconsolado, el


príncipe de Aquitania en la torre abolida: mi única
estrella murió y mi laúd constelado muestra el negro
sol de la melancolía.

GÉRARD DE NERVAL
El Desdichado
1.
Hacía más de once años que no veía a Emin Kemal. Y sin
embargo, mientras bajaba por la rampa del Museo de la
Universidad de Alicante, no podía quitarme de la cabeza su
mirada de hombre derrotado. Tenía la falsa sensación de
haberlo visto el día de antes. No podía imaginar que pocas
horas después el escritor caería muerto sobre la alfombra
de su estudio, quizás tras una breve agonía, espantado por
lo que acababa de ver y oír. No, yo no podía sospechar
entonces lo que iba a suceder esa misma noche, aunque no
dejaba de pensar en él.
Once años antes, en 1997, Emin Kemal era ya un
hombre que se había rendido a la vida sin presentar
batalla. Su apartamento de la plaza de Manila parecía un
barco rescatado de un naufragio. Su vivienda estaba llena
de cosas inútiles que se amontonaban en las habitaciones.
Los libros se desbordaban de las estanterías y quedaban
apilados en el suelo de los pasillos, en los asientos, bajo su
mesa de trabajo, a los pies de la cama. Hacía tiempo que el
escritor apenas salía a la calle. Pasaba días enteros en
pijama y caminaba de un sitio a otro de la casa arañando
las alfombras con unas pantuflas mugrientas que
reforzaban su imagen decrépita.
En la primavera de 1997, las visitas al apartamento del
escritor turco me resultaban cada vez más costosas. Me
marchaba cada día con una inexplicable amargura, con la
sensación de derrota que Emin Kemal me transmitía desde
hacía tiempo. Era como volver a casa después de bailar
unas horas con la muerte, como gastar energías en dar
esperanzas a un moribundo. Hacía meses que me había
propuesto
no volver a su casa, no atender a sus llamadas, borrarlo
de mi vida para siempre. Pero no lo conseguía; no era
capaz de romper de forma definitiva con todo lo que me
unía a aquel hombre que coqueteaba con la demencia. A
menudo me llamaba en mitad de la noche sin reparar en la
hora. Descolgaba con la seguridad de que era él y me
mantenía a la espera de que rompiera su silencio, un
silencio prolongado, como de agonía, que terminaba con
una frase cavernosa:
—Rene, amigo…
—Dígame, maestro —le contestaba con una paciencia
fingida.
—¿Qué haces, amigo mío?
—Estaba durmiendo, maestro. Son las cuatro de la
madrugada.
—¿Tan tarde? —preguntaba, y enseguida se olvidaba del
detalle de la hora—. ¿Qué te ocurre, René? ¿Estás enfermo?
—No, maestro. Estoy bien. ¿Por qué me lo pregunta?
—Entonces, ¿por qué no vienes a visitarme? No puede
ser que tengas tantas ocupaciones que te impidan pasar un
rato por aquí.
—Estuve ayer en su casa, maestro. ¿Ya no lo recuerda?
Un silencio de confusión al otro lado de la línea. Una
tosecita nerviosa, un amago de disculpa.
—¿Ayer?
—Sí, maestro. En realidad no hace más de diez horas
que estuvimos juntos.
—¡Ay, René…! René, amigo…
—¿Qué ocurre, maestro?
—Nada, no es nada. Seguramente tienes razón. Ahora lo
recuerdo. ¿Estuvimos hablando de…?
—Sí, maestro, de ella…
Siempre hablábamos de ella. No había conversación en
que ella no apareciese. Siempre ella, ella… La innombrable,
la perdición, la causa de su ruina y su dolor: nuestro dolor.

El Museo de la Universidad de Alicante está construido


por debajo del nivel del suelo. Lo cubre un lago artificial de
hormigón ligeramente elevado, como una plataforma. Visto
desde el exterior, el complejo parece un refugio antiaéreo.
En realidad, todo el campus está edificado en el solar de un
antiguo aeródromo militar. Algunos aularios mantienen aún
la disposición en cuadrículas y calles anchas que le dan un
aspecto castrense algo decadente. En el centro del campus
sobresale la vieja torre de control, una construcción
obsoleta y anacrónica que llama la atención por el
contraste con el bullicio de los estudiantes que van y
vienen a su alrededor.
Aquella tarde de noviembre de 2008 llovía con una
insistencia impropia de la ciudad. La entrada al campus por
la gran rotonda era tan caótica como en los viejos tiempos.
Después de once años, las cosas habían cambiado poco en
la universidad, excepto el tamaño de los árboles. Llegué
hasta allí en un automóvil que no era mío, caminaba bajo
un paraguas que no me pertenecía y no paraba de
preguntarme cómo me había dejado enredar para acudir a
un club de lectura sobre un escritor al que llevaba años
tratando de apartar de mi cabeza. La culpa, sin duda, era
de Leandro Davó y de Angela Lamarca. El primero, por
haberme hecho creer que nadie sabía tanto de Emin Kemal
como yo; y la segunda, por su insistencia casi maternal en
que me haría bien pasar página enfrentándome con los
fantasmas del pasado.
Leandro Davó era cinco o seis años menor que yo. Lo
conocí en Alicante a finales de los ochenta, poco antes de la
llegada de Emin Kemal a la ciudad. En aquella época él
trabajaba en la Editorial Aguaclara y colaboraba con un
periódico local. No lo hacía mal. Quería ser escritor, como
yo, pero los caminos se estrechaban y cada vez estábamos
más lejos de conseguirlo. Aunque éramos muy diferentes,
entre los dos siempre hubo buen entendimiento. Por
entonces ninguno de nosotros había encontrado su sitio en
la vida. Su matrimonio con Paula comenzaba a hacer aguas
por la rebeldía y el inconformismo de Leandro; y el mío con
Berta estaba ya a punto de romperse.
Leandro Davó me llamó a finales de octubre de 2008,
cuando hacía dos meses que yo había vuelto a Alicante.
Reconocí enseguida su voz avasalladora.
—Eres un condenado —me dijo en un tono agresivo—.
Resulta que llevas seis meses en la ciudad y yo me tengo
que enterar ahora…
—Dos meses, Leandro, no exageres. Sólo llevo dos
meses aquí.
—Es igual, Rene, es igual. Qué pronto te olvidas de los
amigos.
—Después de tantos años ya no sé dónde encontrar a la
gente.
—Pues se pregunta. Aquí nos conocemos todos, ya lo
sabes. Precisamente hace unos días me preguntaba qué
habría sido de tu vida en este tiempo, y ayer me dijo
alguien «¿sabes quién ha vuelto a trabajar con Angela?»,
«¿qué Angela?», «pues Lamarca, joder, ¿qué Angela va a
ser», como si no hubiera más ángelas en el mundo. Y me
dijo «René», «¿qué René? ¿René Kuhnheim?», «pues claro,
joder, ¿a cuántos renés conoces tú?». Y es verdad. Lo que
no entiendo es cómo eres capaz de estar en Alicante seis
meses y no llamarme.
—Dos meses, Leandro, son dos meses. Y todavía estoy
tratando de ubicarme. ¿Cómo has conseguido mi teléfono?
—¿Cómo crees tú que puedo conseguirlo?
—¿Angela?
—Tú verás. ¿Se te ocurre otra forma? Llevas quince años
desaparecido, compañero.
—Once, Leandro, son once.
Leandro soltó una risotada que me obligó a apartar el
teléfono de la oreja.
—Es lo mismo once que quince. Yo ya perdí la cuenta
hace mucho. Es tiempo suficiente para que volvamos a
vernos, tomemos un café y me hagas un favor. No, no te voy
a contar nada por teléfono. Y no me puedes decir que no.
Me lo debes.
Leandro Davó vivía en La Colmena, un edificio
espeluznante de veintidós pisos que sobresalía sobre las
construcciones modestas del barrio de San Blas. Delante
del coloso se abría una plaza caótica, invadida por coches
mal aparcados y contenedores de basura. El apartamento
estaba en la última planta y daba a las vías del tren. No se
parecía en nada a la última casa de Leandro que yo conocí,
cuando aún estaba casado con Paula. Me sorprendió el
orden y la limpieza. En otros tiempos, Leandro vivía
inmerso en el caos y en la suciedad. Ahora ni siquiera olía a
tabaco.
—He cambiado, René —dijo como si me hubiera
adivinado el pensamiento—. Todos hemos cambiado, creo.
—Eso parece.
El mobiliario de la casa estaba elegido con gusto y
distribuido con buen criterio. Había velas sobre una mesa
central, cojines en los asientos, cortinas en las ventanas y
libros bien ordenados en las estanterías. La pared más
grande de la sala estaba cubierta de fotografías
enmarcadas; todas en blanco y negro. Me entretuve en
mirarlas mientras René seguía hablando.
—Me volví a casar. ¿Lo sabías? —me dijo Leandro.
—No, no sabía nada.
—Y me volví a divorciar. Claro, eso tampoco lo podías
saber.
Entre todas las fotografías, me llamó la atención una
que destacaba sobre otros paisajes urbanos que podían ser
de Berlín o Londres. Esta era la imagen invernal de un
jardín en un día soleado. En el centro de la imagen se abría
un camino bordeado por árboles, cubierto de hojarasca,
que desembocaba en una enorme escalinata. Al fondo se
veía la fachada de un edificio austero y sobrecogedor, que
apenas asomaba entre las ramas. Permanecí un rato
absorto en las siluetas fantasmagóricas que formaban los
troncos, rotas por la simetría de las escaleras del fondo.
Entonces, Leandro me devolvió a la realidad.
—¿Un café?, ¿o prefieres algo más fuerte? Yo no bebo ya
nada. Además, hace tiempo que no me meto aquella
mierda. Estoy limpio, René.
Lo miré tratando de disimular mi sorpresa. Su
explicación me parecía innecesaria, pero no quería parecer
descortés. Entró en la cocina y siguió hablando desde allí.
—¿Has seguido con las traducciones? —me preguntó.
—No, eso está olvidado. Llevo más de diez años
apartado de todo eso.
—¿Sin escribir? —preguntó asomando la cabeza por la
puerta de la cocina.
—Sin escribir, sin traducir, sin viajar… Ya me entiendes.
—¿Y qué has hecho entonces?
—Sobrevivir, que no es poco. Pero si has hablado con
Angela te habrá puesto al tanto de esos detalles. ¿No es
así?
—¿Lamarca? —dijo sonriendo—. Esa mujer te protege
como a un polluelo. Ya sabes que no suele hablar mucho de
los demás —entonces se puso muy serio—. Todos hemos
pasado nuestras malas rachas, y por eso entiendo que te
marcharas sin despedirte.
—Hace años que no he escrito ni una sola línea —le dije
sin querer confesarle toda la verdad—. Dejé por el camino
dos o tres novelas empezadas, una biografía, un libro de
viajes… En fin, ¿qué puedo decirte? No he vuelto a traducir.
Me da una pereza terrible. Además, lo pagan muy mal. Ya
lo sabes.
—¿Y dónde has estado metido?
Traté de contarle alguna cosa, sin darle demasiados
detalles, mientras Leandro servía el café. Al oírme, sentía
que estaba hablando de la vida de otro.
—Pero no me has llamado para escuchar todo esto —le
dije finalmente—. Quieres pedirme algo. ¿Verdad?
—Sí, ya te lo dije. Necesito que me hagas un pequeño
favor literario. Para mí es importante —se levantó y se
dirigió a la cocina; mientras se servía otro café siguió
hablando—. Ahora me busco la vida como puedo. Lo del
periódico lo dejé hace años; también lo de la editorial.
Hago algunas cosillas en la universidad. Este año dirijo un
club de lectura. ¿Sabes lo que es?
—Puedo hacerme una idea.
—Es una especie de tertulia sobre una serie de libros
que propongo. La gente lee y luego opina. Básicamente es
eso. Resulta muy interesante. El mes que viene
comentamos La Luna Roja —hizo una pausa y, aunque
estaba a mi espalda, podría asegurar que observaba mi
reacción. No me moví ni hice gesto alguno. Luego continuó
—: Nadie conoce ese libro mejor que tú.
—Bueno, el autor lo conoce mucho mejor. Creo.
—Sí, ya sé; pero él no cuenta. Ya me entiendes.
—No, no te entiendo.
—Hace años que Emin Kemal no da señales de vida. La
mayoría de sus lectores está convencida de que ha muerto
hace tiempo.
—Pero tú sabes bien que no es así. Incluso sigue
viviendo en la misma casa.
—Sí, de acuerdo. Pero está aislado del mundo: no sale a
la calle, no recibe a periodistas, no escribe, no publica, ni
siquiera reedita. Vamos, como si hubiera muerto —volvió a
quedarse callado y esta vez vi que me observaba—. Fuiste
su traductor. Nadie conoce su obra mejor que tú.
—Eso no es verdad —protesté—. Hay muchas tesis
doctorales sobre Emin Kemal. Se organizaron congresos,
conferencias…
—¿Y cuánto tiempo hace de eso? Nadie se acuerda ya de
un escritor turco que no publica desde hace… ¿veinte años?
—Dieciocho.
—Pues eso, dieciocho años. Después de La Luna Roja no
se volvió a saber nada de él.
—¿Y tú crees que a alguien le puede interesar mi
opinión sobre ese libro? Tú lo conoces tan bien como yo. O
mejor.
Leandro agachó la cabeza, y me pareció que cerraba los
ojos en un gesto de rabia o de meditación. Era imposible
saberlo.
—Te seré sincero, René: este trabajo de la universidad
es importante para mí. He pasado una mala racha y ahora
estoy saliendo a flote. Si en el Vicerrectorado ven que lo
que hago merece la pena, seguirán contando conmigo. De
lo contrario… Les hablé de la posibilidad de traerte al club
de lectura y se mostraron muy interesados. Aquí todavía se
te recuerda por tu trabajo.
—¿Mi trabajo? ¿Qué trabajo?
—Tu libro de relatos. Hay mucha gente que reconoce tu
talento.
Me sentí molesto con aquel comentario. No podía saber
si Leandro era sincero o si estaba tratando de convencerme
con malas artes. Hacía demasiado tiempo que no nos
veíamos; quizás se había vuelto un ser mezquino. La
mención de mi único libro publicado hasta entonces me
hizo removerme en el asiento y apretar las mandíbulas.
Tuve que contenerme para no demostrar la rabia. Me
levanté y busqué el baño después de disculparme. En ese
momento tenía ganas de estrangular a Leandro. Era una
reacción estúpida, sin sentido. En realidad, él no era
culpable de mis frustraciones.
Mientras me lavaba las manos me enfrenté a mi propia
mirada en el espejo. La luz cenital acentuaba las arrugas de
mi frente y proyectaba la sombra de la nariz sobre los
labios. Me costó trabajo reconocer al muchacho que venía
en los veranos a pasar las vacaciones a la casa del abuelo,
en la playa de San Juan. Me pareció que tenía más canas
que aquella misma mañana. Cerré los ojos agobiado. Me
faltaban seis meses para cumplir cincuenta años y esa
cifra, al verme en el espejo, cayó sobre mí como un castigo.
Me mojé las muñecas para tranquilizarme. Era una de las
cosas inútiles que aprendí de mi madre. Cerré los ojos y
respiré profundamente.
Leandro me estaba esperando en la puerta del baño. Me
miraba sin saber muy bien qué decir.
—De acuerdo —le dije después de espantar los demonios
que rondaban por mi cabeza—. Iré a ese club de lectura.

Aquel 4 de noviembre de 2008, la orquesta universitaria


ensayaba la Quinta Sinfonía de Beethoven en la sala
contigua a la Biblioteca del Museo. Llegué diez minutos
antes de las cinco. Leandro Davó colocaba las sillas
alrededor de una enorme mesa rectangular.
—Creo que hoy van a venir todos —me dijo a modo de
saludo y luego me dio la mano.
Tenía razón. A las cinco y diez todavía entraba gente que
llegaba tarde.
La Biblioteca del Museo, como el resto del edificio, tenía
un aspecto de búnker que resultaba claustrofóbico. Nos
habíamos reunido casi treinta personas alrededor de una
gran mesa. Leandro comenzó a hacer la introducción sobre
Emin Kemal y La Luna Roja.
Yo había terminado de traducir aquel libro inclasificable
en 1990, cuando el escritor decidió quedarse en Alicante.
Emin Kemal tenía entonces cincuenta y cinco años, o eso
pensaba yo. Su aspecto, sin embargo, era el de un anciano.
Creo que no me equivoco al afirmar que en aquel momento
gozaba de la máxima popularidad en un gran número de
países. Su obra estaba traducida a más de treinta idiomas,
y su nombre había sonado entre los candidatos al Nobel
tres años antes. Por esa razón, un libro tan hermético, tan
influido por un surrealismo caduco, fue una sorpresa para
los críticos y, tal vez, supuso el comienzo del declive de su
carrera. Otros, por el contrario, consideraban que aquel
librito mezcla de novela, poesía y elementos oníricos era
una obra maestra.
De repente se abrió la puerta de cristales esmerilados y
entró una mujer cargada con un paraguas y un bolso
enorme. Llevaba unos auriculares diminutos que se quitó
cuando todos volvimos la mirada hacia ella. Entonces me
pareció que yo había visto ese rostro antes, y sentí un
latigazo en el pecho cuando su mirada se cruzó con la mía.
Se disculpó con un gesto por el retraso. Me pareció ver a
Leandro molesto por la interrupción. Yo acababa de ser
presentado como el traductor de Emin Kemal, y los
asistentes se volvieron de nuevo hacia mí con curiosidad.
Pero no podía apartar la mirada de la mujer que acababa
de entrar. Dejó el paraguas y se hizo un hueco en la mesa.
Aunque no estaba frente a mí, podía observarla sin
dificultad. En ese momento entendí lo que me estaba
sucediendo. Aquella desconocida se parecía mucho a Tuna.
No eran tanto sus rasgos como los gestos y los
movimientos. Pero Tuna tendría entonces cincuenta años, y
aquella mujer apenas superaba los treinta.
—¿Me recuerdas tu nombre, por favor? —dijo Leandro
Davó sin poder disimular su malestar.
—Aurelia —respondió con timidez.
Era un nombre bonito, pero poco frecuente. Su acento
era extranjero. Obsesionado con el parecido con Tuna,
llegué a pensar que era un acento turco. El pelo era
moreno y largo, en una melena que le llegaba a los
hombros. Tenía la tez pálida y los rasgos muy
pronunciados. Ojos claros, como los de Tuna. Sí, se parecía
mucho a ella, aunque me costara precisar en qué. Su
irrupción en la sala me había alterado. Hacía mucho tiempo
que los recuerdos no se despertaban con tanta fuerza en mi
memoria.
Tuna… ¿Qué estaría haciendo en aquel momento? Me
invadió una inexplicable melancolía. Me contuve para no
cerrar los ojos al rescatar su rostro del recuerdo. La última
vez que la vi en Estambul ella tenía veintidós años. Sentí un
hormigueo en el estómago. ¿Sería capaz de reconocerla si
la viera hoy?
Alguien había sacado una carpeta sobre la mesa y
desplegaba montones de documentos y fotocopias anotados
y subrayados. Era un hombre joven, con barba de una
semana y gafas sin montura. Leandro se dio cuenta de que
mi pensamiento estaba en otro sitio.
—Hablamos del título —me dijo con discreción—. Me
decía Manuel que La Luna Roja es una metáfora. No sé si
todos estáis de acuerdo. Sigue, Manuel, disculpa.
El joven sacó dos folios entre el montón y los mostró
como si allí estuviera la prueba irrefutable de su
argumento.
—En realidad, el príncipe de Aquitania, protagonista del
libro, es un doble de Nerval —dijo el tal Manuel—, el poeta
que tanto ha influido en Emin Kemal.
Siguió hablando y expuso su teoría. Habría resultado
interesante si no fuera porque todos aquellos paralelismos
con la poesía francesa hacía muchos años que me aburrían.
Estaba cansado de tanta teoría literaria. En realidad, la
última obra del escritor turco siempre me pareció un
despropósito desde la primera hasta la última línea. Pero
aquel joven seguía entusiasmado con el simbolismo del
protagonista.
—Leo literalmente: «El príncipe de Aquitania es un
doble de Nerval, su hermano místico. Nerval se calificaba
de oscuro descendiente de un legendario paladín del
Périgord, un Labrunie que fue caballero del emperador
Otón, cuyo escudo ostentaba tres torres de plata coronadas
por tres medias lunas de plata».
No pude controlar mi carcajada. Todos se volvieron
hacia mí.
—Nerval estaba como una regadera —dije con desprecio
—. No se pueden tomar en serio esas estupideces, ni
tampoco a los que las fomentan.
Mis palabras sonaron duras, pero en ese momento
estaba satisfecho de lo que acababa de decir. Todos
rompieron a hablar a la vez, mientras yo observaba con
discreción a Aurelia. Arrugaba la frente y se llevaba una
mano a los labios como si tratara de concentrarse. En aquel
gesto también me recordaba a Tuna. En ese momento,
levantó la mano para solicitar la palabra. Leandro Davó
hizo callar a todos con autoridad:
:—Por favor, Aurelia ha pedido la palabra.
—Lo que quiero decir es que el nombre del protagonista
es importante.
Dejó caer unas cuantas afirmaciones que entonces me
parecieron pretenciosas y pedantes. La dejé hablar, aunque
cada frase suya me daba pie para rebatirla. De nuevo volvió
a producirse un gran alboroto tras la intervención de
Aurelia. El tal Manuel trataba de hacerse oír por encima de
los demás. Sin duda estaba ofendido por mis comentarios.
Aurelia y yo manteníamos una mirada retadora. Leandro
volvió a imponer silencio y me preguntó mi opinión.
—El nombre del protagonista es una excusa—dije
entonces tratando de adoptar un tono serio—. Como
sabréis, imagino, Nerval efectivamente menciona al
príncipe de Aquitania en uno de sus poemas, pero la
referencia que hace Kemal no tiene nada que ver con el
contenido de la poesía del francés. Lo que Emin Kemal
trató de hacer en este libro fue un canto nostálgico a una
ciudad y a un tiempo que ya eran irrecuperables para él.
Todas las demás cosas que estáis diciendo carecen de
sentido.
Miré a Aurelia y ahora no esperó a que Leandro le diera
la palabra. Se adelantó a todos:
—Estás equivocado. Sólo dices tonterías, y disculpa que
te hable así. La Luna Roja está escrito a partir de un
desengaño amoroso de Emin Kemal. Lo escribió
desengañado de la única mujer a la que quiso en su vida, y
probablemente la única que lo amó.
Aquella afirmación tan contundente sonó como una
sentencia. Se hizo el silencio y aproveché para decir con
sarcasmo no disimulado:
—¿Una mujer? ¿Qué mujer es ésa?
—Se llamaba Orpa y era judía sefardí —me respondió
con una seguridad que me hizo dudar—. Si tanto conoces al
escritor, deberías saberlo.
Entonces Aurelia se levantó, pidió disculpas, cargó con
el bolso, recogió el paraguas y se marchó. Su sombra se
perdió al otro lado de la puerta de cristales. Miré a Leandro
como si él pudiera hacer algo para detenerla, pero estaba
concentrado en su papel de moderador. Tuve la tentación
de levantarme y correr detrás de ella, pero enseguida me
pareció ridículo. Desde ese momento, las intervenciones de
los demás dejaron de interesarme.
No era mi primera noche de insomnio en las últimas
semanas, aunque era la primera vez que tenía una razón
para desvelarme. No lograba olvidarme de aquella
misteriosa llamada de teléfono. Angela Lamarca me había
conseguido el piso y me había adelantado dinero para
pagar el alquiler. Demasiado espacio para mí solo. Mis
pertenencias apenas ocupaban un rincón del armario del
dormitorio. Procuré llenar el vacío de los muebles del salón
con periódicos atrasados, suplementos, revistas. Improvisé
un pequeño estudio junto al balcón e instalé el ordenador,
media docena de libros que conservaba de los últimos años
y varias libretas con notas para una novela que llevaba
aplazando una década. Hasta esa noche, nunca había
encendido el televisor. Ni siquiera estaba seguro de que
funcionara. Pero el insomnio y la desesperación me
hicieron buscar algo en lo que perder el tiempo hasta caer
rendido de cansancio o de aburrimiento.
Poco antes de medianoche había sonado mi teléfono.
Dudé por unos segundos antes de contestar. Nunca lo hago
cuando recibo una llamada con número oculto; y mucho
menos a aquellas horas. Pero contesté. Una voz de mujer
que hablaba en turco preguntó por mí.
—Sí, soy René Kuhnheim.
—Siento molestarlo a estas horas —me dijo—, pero creo
que el señor Emin Kemal necesita su ayuda.
Había entendido del todo sus palabras, aunque tal vez
no quería darme por enterado.
—Perdone, no sé de lo que me está hablando. ¿Quién es
usted?
—Eso ahora no importa —respondió con nerviosismo—.
Me temo que el señor Emin Kemal está en peligro. No
puedo asegurarlo, pero es muy probable que…
—¿Desde dónde me está llamando? —pregunté, y
enseguida me sentí ridículo por lo irrelevante de la
cuestión.
—Puede que el señor Kemal necesite su ayuda —siguió
diciendo como si no me hubiera oído.
—Mire, señora —le grité irritado—, no sé dónde ha
conseguido mi teléfono, pero le aseguro que no puedo
perder el tiempo con bromas de mal gusto.
—No es ninguna broma. Si recurro a usted es porque sé
que son amigos.
—Lo fuimos. Hace mucho tiempo que no he hablado con
él.
—Sí, también lo sé.
—¿Qué es lo que sabe? —le pregunté gritando de nuevo.
—Que cuando ella los abandonó, todo cambió para usted
y para el señor Emin Kemal.
¿Estaba hablando de Derya? No podía creer lo que
acababa de oír. Miré por el balcón. Quizás alguien, en aquel
momento, se tronchaba de risa a mi costa. La mayoría de
las ventanas del edificio de enfrente estaban a oscuras.
Llegué a pensar por un instante que era la propia Derya la
que me estaba gastando una broma de mal gusto. Su tono
de voz se parecía, o eso creía yo.
Vi las primeras luces del día a través de las cortinas del
dormitorio. Había decidido acostarme por aburrimiento,
pero sin sueño. El tráfico en la avenida Alfonso X el Sabio
empezaba a ser tan molesto como cualquier día. Lo único
que a aquellas alturas podía salvarme de mi obsesión con la
llamada de la noche anterior era una buena ducha y un
desayuno decente. Pero, recién salido de la ducha y sin
tiempo para secarme, ya estaba marcando el número de
Emin Kemal en mi teléfono. Esperé pacientemente. No
respondía. Imaginé su teléfono sonando sobre la mesita del
recibidor. Volví a marcar cuando se cortó tras una larga
espera. Poco a poco fui notando que el corazón se me
aceleraba. Insistí hasta una tercera vez, pero colgué antes
de oír el pitido estridente que indicaba que nadie iba a
descolgar. Eran poco más de las nueve. Imposible que el
maestro estuviera durmiendo aún. Nunca se quedaba en la
cama después de las seis. Dormía poco y mal. Era
improbable que hubiera cambiado en los últimos once años.
Marqué el número de Angela Lamarca y enseguida corté.
Ella no se despertaba antes de las diez, y hasta las doce su
humor solía ser perruno.
Me vestí atropelladamente y, mientras lo hacía,
repasaba las frases de aquella mujer y procuraba recordar
algún detalle que me diera una pista. A esas alturas ya
había descartado que se tratase de Derya. Lo más
desconcertante era que me había hablado en turco.

La plaza de Manila había cambiado mucho desde la


última vez. El autobús de la línea 6 me dejó muy cerca de la
casa de Emin Kemal, pero me entretuve tratando de
ordenar mis ideas. Quizás me estaba precipitando. Pensé
que lo mejor era llamar a Angela Lamarca, aunque faltaba
mucho para el mediodía. No lo hice.
Me costó trabajo reconocer aquella plaza por la que
había pasado en tantas ocasiones. Las pérgolas, los bancos
y las jardineras la habían transformado. La heladería a la
que les gustaba acudir a Derya y a su marido en las noches
de verano era lo único reconocible. Me demoré casi media
hora hasta que me decidí a entrar en el portal. Todo seguía
teniendo el mismo aspecto sórdido: escaleras de terrazo
ennegrecido, pasamanos desgastado, la publicidad tirada
por el suelo, olor a gato…
Emin Kemal vivía en la tercera planta de una finca
construida en los años cincuenta. No tenía ascensor. La
escalera era estrecha, y la pared estaba salpicada de
humedades. Las mellas del rodapié se habían multiplicado
en los últimos once años. Aún no había tocado el timbre
cuando descubrí que la puerta no estaba cerrada del todo.
Sin embargo, llamé antes de empujar. Esperé. No se oía
ningún ruido en el interior. Volví a tocar el timbre y esperé
nervioso. Parecía la escena de una novela negra, aunque
estaba sucediendo de verdad. Por el resquicio de la puerta
alcancé a ver el teléfono sobre la mesita del recibidor. Todo
estaba igual después de tanto tiempo. Tuve un mal
presentimiento y, a pesar de todo, me colé en la entradita.
Olía a cerrado. Hacía mucho tiempo que no se había
ventilado la casa. Avancé por el pasillo sin dejar de llamar
al maestro, aunque estaba convencido de que no
contestaría. Vi luz tras la puerta acristalada de su estudio.
Antes de entrar ya había visto los pies de Emin Kemal.
Estaba tirado sobre la alfombra y su cara tenía el color de
la cera. Era evidente que estaba muerto. Sobre el pecho
tenía un libro abierto. Lo reconocí enseguida: se titulaba El
criador de canarios, y yo era el autor. El prólogo era del
maestro, y yo mismo le regalé un ejemplar cuando se
publicó en 1990. La visión de mi libro sobre su pecho me
impresionó tanto como el descubrimiento del cadáver. Cogí
el libro y lo sostuve con las dos manos. Durante un rato no
fui capaz de moverme. Me temblaba todo el cuerpo. Hice
un esfuerzo para sentarme en el sillón que había junto a la
mesa de trabajo. Emin Kemal tenía los ojos abiertos y su
mirada parecía seguirme. Llevaba puesto el pijama y,
encima, una bata. Una de sus pantuflas permanecía en el
pie, pero la otra no se veía por ninguna parte. No llevaba
calcetines. Tenía los brazos abiertos y separados del
cuerpo, como un crucificado. Era una postura forzada, casi
cinematográfica. Aunque el maestro padecía del corazón
desde hacía años, en ese momento no podía quitarme de la
cabeza la idea de que lo habían asesinado. Bajo las fosas
nasales tenía restos de sangre. Al darme cuenta de ese
detalle, sentí un ataque de pánico. Me dirigí al pasillo y
corrí hacia la salida. A pesar del aturdimiento, fui capaz de
entornar la puerta para dejarla como la había encontrado al
llegar. Al bajar di un traspié y estuve a punto de rodar por
las escaleras. Me detuve en el descansillo del segundo piso
y tomé aire. Necesitaba serenarme. Mi comportamiento
estaba empezando a parecerme absurdo. Una mujer subía
por las escaleras tirando con mucho esfuerzo de un carrito
de la compra. La reconocí enseguida. No podía recordar su
nombre, pero la cara era inconfundible a pesar del paso del
tiempo. Me observó de arriba abajo con desconfianza.
Consiguió que me sintiera como un vendedor a domicilio.
Me tranquilizó pensar que ella no se acordaba de mí.
—¿Busca a alguien? —me preguntó en un tono seco y
desconfiado.
—Creo que me he equivocado de edificio —le dije.
—Si busca la casa del escritor, es en el tercero.
Me desconcertó la seguridad con que lo dijo. No parecía
que me hubiera reconocido, pero daba por hecho que yo
tenía alguna relación con Emin Kemal. En ese momento no
podía pararme en suposiciones. Le di las gracias y volví
sobre mis pasos. Era como rebobinar la escena de una
película.
Sentado de nuevo en el sillón junto a la mesa de trabajo
del maestro, traté de serenarme y hacer una composición
de los hechos. La llamada anónima de la noche anterior me
desconcertaba. Lo primero que debía hacer era dar aviso
de la muerte del escritor. Seguía pensando que podrían
haberlo asesinado. Empezaba a creer que alguien me
estaba tendiendo una trampa para implicarme en su
muerte. ¿Quién era la mujer de la llamada? De nuevo volvió
la imagen de Derya a mi memoria. No la creía capaz de
hacerme algo así, y menos después de tanto tiempo.
Entonces pensé por primera vez en Aurelia. Tal vez fuera
ella, aunque me costaba trabajo imaginar que hablara un
turco perfecto. Me estaba volviendo loco. Llevaba varios
minutos junto al cadáver del maestro y no era capaz de
reaccionar. Tenía miedo de verme implicado en un asunto
turbio. Comencé a pasear por el estudio para calmar los
nervios y ordenar mis ideas. Todo seguía igual que once
años antes. En lo alto de las estanterías estaban alineadas
las cintas magnetofónicas como reliquias de otro tiempo.
Siempre fue un misterio para mí el contenido de aquellas
viejas grabaciones, pero ahora no era el momento de
averiguar qué había allí. Los libros formaban torres
amontonadas en el suelo, en las sillas, en un pequeño sofá
que casi nunca se utilizó como asiento. No debía tocar
nada, ni cambiar las cosas de sitio. Entonces me vino a la
cabeza la imagen de mi libro abandonado sobre la mesa de
Emin Kemal. Formaba parte de un pasado que había
tratado de olvidar; pero allí estaba, con su portada azul
oscuro y el título en blanco, testigo de lo que había
sucedido. Lo cogí de nuevo en un acto irreflexivo y leí la
dedicatoria que yo mismo había escrito años atrás:

Para Derya, desvelo de mis noches y causa de mi


locura, con el ardiente deseo de un amante que la
busca entre las sombras de la melancolía.

El libro se me escurrió de las manos y tuve que


recogerlo del suelo. Era evidente que aquél no era el
ejemplar que yo le había regalado al maestro, sino a su
esposa. De nuevo el recuerdo de Derya regresaba del
pasado. No sabía cómo había llegado aquel libro a Emin
Kemal. Me enfurecí al saber que el escritor conocía la
dedicatoria que yo le hice a su mujer. Sin duda, Derya
había dejado el libro allí en su huida, años atrás. Deduje
que él lo habría descubierto entre las montañas de libros y
papeles. Pero ¿cuándo lo encontró Emin Kemal? El libro
sobre el cadáver del escritor y la dedicatoria me
comprometían. Lo cerré y me lo guardé entre el cinturón y
la camisa. Aunque el maestro estaba muerto, me sentía
abochornado en su presencia. Era una vergüenza
irracional. Paseé la vista por toda la habitación tratando de
encontrar otros vestigios que me delataran. Sobre la mesa
permanecían las estilográficas bien alineadas junto a
papeles garabateados con una letra ilegible. Era la letra del
escritor; la conocía bien. Uno de los cajones estaba
entreabierto. Mi curiosidad fue más fuerte que el sentido
común. Eché un vistazo tratando de no dejar huellas. Aquel
cajón siempre había permanecido cerrado con llave, pero
alguien había forzado la cerradura. Un motivo más de
preocupación. Yo sabía que el maestro guardaba allí su
pasaporte, dinero, algunos documentos y unos diarios de
tapas rojas que conservaba como un tesoro. En alguna
ocasión en que Emin Kemal dejó el cajón abierto tuve la
posibilidad de hojearlos, pero no lo hice. Todo parecía estar
en su sitio, excepto los diarios: habían desaparecido. Aquel
descubrimiento me puso más nervioso. Cogí mi teléfono y
marqué el número de Ángela Lamarca. Ni siquiera miré el
reloj para ver la hora. Me respondió una voz cavernosa.
—Lo siento, Ángela, no te hubiera llamado a estas horas
si no fuera por una cuestión importante.
—Dime, René, ¿qué es eso tan urgente?
—Emin Kemal está muerto.
—¿Qué quieres decir con que está muerto?
—Angela, sólo quiero decir eso, que está muerto.
—¿Cómo te has enterado?
—Lo tengo a mis pies, tieso como una mojama.
Los nervios me hacían decir estupideces. Conté
mentalmente hasta ocho antes de escuchar la voz de
Angela.
—¿Dónde estás? —me dijo en un tono que parecía más
una orden que una pregunta.
—En su casa. Te llamo desde su estudio. Llevo aquí poco
más de un cuarto de hora y…
—¿Estás solo?
—Sí. Bueno, no… Con él, pero está muerto. Ya te lo he
dicho.
—¿Lo has matado tú?
—Angela, ¿cómo puedes pensar eso? Claro que no lo he
matado. Lo encontré así, tirado sobre la alfombra.
—¿Y se puede saber por qué estás en su casa?
—Es largo de contar, Ángela. Esto empieza a parecerse a
una novela policíaca… No sé qué hacer; por eso te llamo.
Tendría que avisar a una ambulancia…
—¿No acabas de decir que está muerto? —preguntó con
un aplomo que me dejó helado.
—No tengo ninguna duda.
—Entonces a donde tienes que llamar es al 112.
—¿Y qué les digo?
—René, hijo, pareces tonto… —enseguida me pareció
que se había arrepentido de sus palabras—. No te pongas
nervioso. Ve llamando al 112 y cuéntales lo que ha pasado.
Yo estoy allí en quince minutos.
Me apresuré a buscar un libro al azar en las estanterías.
Lo abrí y lo coloqué sobre el pecho del escritor, procurando
que estuviera en la misma posición en que había
encontrado mi libro de relatos. Luego marqué el número de
Emergencias.
Ángela Lamarca no tardó quince minutos, sino tres
cuartos de hora. Me salí al descansillo y conté segundo a
segundo el tiempo hasta que escuché pasos en las
escaleras. Los del 112 subieron acompañados de una
patrulla de la Policía Nacional. Detrás llegaron la vecina del
segundo y su hija, con un bebé de apenas unos meses. La
última vez que la vi, aquella muchacha tendría unos quince
años. Ahora seguía mascando chicle como entonces, pero
ya no llevaba elpiercingtn la nariz. Seguía siendo muy
reconocible. La chica mantuvo su mirada en la mía durante
un instante más de la pura cortesía. En ese momento supe
que me había reconocido.
Uno de los policías se interpuso en la escalera para
evitar que el vecindario en pleno entrase en la vivienda de
Emin Kemal. Conduje al Servicio de Emergencias hasta el
estudio del escritor. Un médico joven se arrodilló junto al
cadáver. Empecé a dar explicaciones atropelladamente y
cada vez me mostraba más nervioso. El otro policía miraba
a los rincones y se rascaba la barbilla.
—¿Ha tocado usted algo? —me preguntó.
—No, nada —mentí, y sin embargo aquello me
tranquilizó un poco—. Todo está como lo encontré.
—¿Quién es? —siguió preguntando el policía.
—Me llamo René Kuhnheim. Soy amigo de… Bueno,
conocido.
—Me refiero al difunto.
La evidencia de la pregunta me desconcertó. Lo mejor
era empezar por el principio.
—Es Emin Kemal —traté de explicarme torpemente—.
Bueno, era Emin Kemal.
—¿Tiene usted llave de la vivienda? —volvió a preguntar.
—No, no tengo llave.
—¿Y quién le abrió la puerta? —insistió sin reparar en
mi nerviosismo—. No hay signos de que la hayan forzado.
—Estaba abierta.
El policía dejó de mirar a todas partes y clavó sus ojos
en mí con insistencia. El médico se incorporó y se quitó
unos guantes de látex.
—Este hombre lleva muchas horas muerto —dijo el
médico—. Seguramente desde ayer tarde.
—¿Hay señales de violencia? —preguntó el policía.
—No, no parece. Yo diría que ha sido una parada
cardíaca.
—Tiene un reguero de sangre seca que le sale de la
nariz —apostillé para que entendieran que estaba dispuesto
a colaborar.
—Sí, ya veo —dijo el médico del 112—. Eso es frecuente
en un infarto.
—Y, además, la puerta estaba abierta —añadió el policía
—. Voy a llamar al juzgado.
—¿Al juzgado? —pregunté como si en ese momento
fuera a acusarme de asesinato.
—Sí, que nos envíen al forense y a la UDEV.
Quería preguntar si me iban a acusar de algo, pero por
suerte me contuve. El médico se apartó del cadáver.
—Como quieras —dijo el médico—, pero yo creo que es
parada cardíaca sin más.
—Mejor que lo decidan ellos. La puerta estaba abierta y
sin forzar. Además…
Angela Lamarca apareció por el fondo del pasillo. El
segundo policía trataba de detenerla, pero no era capaz.
Llenó con su cuerpo el hueco de la puerta. Estaba fatigada.
Se puso las gafas y saludó al policía a la vez que le echaba
un vistazo al cadáver de Emin Kemal.
—¿Qué ha pasado? —preguntó tratando de sobreponerse
a su agitación.
—Está muerto, Angela —le dije a punto de perder los
nervios.
—Sí, eso ya lo sé. Pero ¿cómo ha sido?
El policía estaba molesto por la intromisión de la mujer.
—¿Quién es usted?
—Yo soy la editora de ese señor —respondió Angela
señalando el cuerpo del escritor como si estuviera vivo.
El policía se rascó la frente y se pasó la mano por los
labios.
—¿La editora? Joder… Pero ¿quién es este tipo?
—Es un escritor turco —le explicó ella.
El policía cogió su radio y comenzó a lanzar consignas a
la central.
—¿Ha sido un infarto? —preguntó Angela Lamarca.
—Parece que sí —le dije.
El policía abrió los brazos haciendo una señal para que
saliéramos.
—No se pueden quedar aquí. Van a venir los de la
Judicial a tomar huellas y hacer fotografías.
—¿Huellas? —preguntó Angela antes de que pudiera
hacerlo yo—. Supongo que no estará sugiriendo…
—Yo no estoy sugiriendo nada, señora. A mí no me
pagan por sugerir, sino por actuar —respondió el policía
con acritud—. Si hay sospechas de que la muerte no es
natural, hay que iniciar un proceso.
—¿Un proceso? —pregunté alarmado—. Acaba de decir
el médico que es un paro cardíaco.
El policía me retó con la mirada.
—¿Eso piensa? —me dijo como si fuera una amenaza—.
Si usted no ha tocado nada, entonces quizás pueda
explicarme cómo ha llegado hasta ahí el libro que tiene el
difunto en el pecho.
—No le entiendo —dijo Ángela a modo de protesta.
—No hace falta ser un serlosjolm para saber que ese
libro lo ha colocado alguien ahí.
Sentí que la sangre se me concentraba en el rostro. Era
imposible que aquel hombre pudiera saber que yo había
cambiado el libro. Palpé mis relatos escondidos tras el
cinturón y me cerré la chaqueta para que el policía no los
viera.
—Es sencillo. Puede que haya sido una parada cardíaca.
Puede, incluso, que el hombre tuviera el libro entre las
manos en el momento de sentir el desfallecimiento. Pero
nadie va a creer que cayó al suelo con los brazos en cruz y
el libro se le quedó abierto así, sobre el pecho.
Angela Lamarca me miraba intrigada por encima de la
montura de sus gafas. Yo sabía lo que estaba pensando,
pero estaba seguro de que no diría nada en presencia del
policía.
—¿Entonces…? —preguntó Ángela ante mi silencio.
—Entonces avisaré al juez para que sea la Policía
Judicial la que se haga cargo del caso.
Al salir a la escalera me crucé con la vecina del segundo
piso. Estaba tratando de decirle algo al agente que le
impedía el paso. Cuando me vio, me miró con rabia y
arrugó los labios con una mueca ridicula de niña enfadada.
Sin duda su hija le había recordado quién era yo. Le hice
un gesto de desprecio y continué escaleras abajo seguido
por Ángela Lamarca y por las miradas de todo el
vecindario.

En noviembre de 2008, Emin Kemal ya era un completo


desconocido para la mayoría de la gente. Resultaba difícil
creer que años atrás su nombre había sonado entre los
candidatos al Nobel de Literatura. Su muerte pasó
inadvertida en el mundo de las letras, y sólo un periódico
local de Alicante publicó una nota breve y una semblanza
en el suplemento de cultura.
La Policía Judicial estuvo una mañana entera
haciéndonos preguntas a Ángela y a mí. Quise saber lo que
iba a suceder, y alguien me explicó que había que esperar a
los resultados de la autopsia. Aquella palabra me puso más
nervioso. Cuando le hablé a Ángela sobre la llamada a
medianoche y el libro de relatos que había encontrado
encima del cuerpo de Emin Kemal, se quedó tan
desconcertada como yo.
—Si tú no tienes nada que ver con su muerte, no debes
preocuparte —me dijo con la seguridad de siempre—. No
podemos hacer otra cosa que esperar los resultados de la
autopsia.
—¿Y si alguien está tratando de implicarme en este
asunto?
—¿Y quién podría estar interesado en complicarte la
vida de esa manera? ¿Tienes algún enemigo que yo no
conozca?
—Ya no estoy seguro de nada —le confesé—. Pero no me
puedo quitar a Derya de la cabeza.
—¿Derya? Vamos… ¿Después de tanto tiempo? Quizás
esté muerta y no te hayas enterado. Lo que tienes que
hacer ahora es olvidarte de este asunto y ponerte a trabajar
—me dijo en tono maternal—. Ya estás encarrilado y no
deberías pensar más que en ese nuevo libro.
Como siempre, Angela Lamarca tenía razón. Después de
tantos años en el dique seco, de nuevo le encontraba el
gusto a escribir. Me había costado mucho trabajo
desprenderme de todo el lastre que me impedía avanzar.
Ahora las cosas eran diferentes. Y, sin embargo, la muerte
de Emin Kemal me estaba conduciendo de nuevo a una
angustiosa zozobra que me recordaba al pasado. Era
inevitable que me afectara. Empezaba a sospechar que la
llamada a mi teléfono móvil era de la mujer que conocí en
la universidad, Aurelia.
El nerviosismo y la incertidumbre me llevaron a
aferrarme a recuerdos que me sacaran del bache. Aparqué
mi trabajo de escritor. Por las tardes me encerraba a
trabajar en la revista, en la oficina de Ángela Lamarca. El
trabajo se convirtió por primera vez en una distracción.
Cuando Ángela me preguntaba por mi novela, le mentía. No
era capaz de confesarle que estaba atascado. Temía
defraudarla después de haber confiado tanto en mí.
Dediqué las mañanas de otoño a dar largos paseos por la
playa de San Juan. Seguramente lo que pretendía con
aquellas caminatas era reencontrarme con una parte de mi
vida que casi había desaparecido de la memoria. Durante
mi infancia, viajaba allí todos los veranos desde Estambul
para pasar una temporada en casa del abuelo Augusto y la
abuela Arlette. Ahora el lugar resultaba irreconocible. Las
avenidas amplias y los bloques de edificios habían acabado
con el encanto de una playa y un mar que en otro tiempo
fueron un trozo de naturaleza. Me hacía bien caminar bajo
la luz otoñal, aunque no conseguía olvidarme de Aurelia.
Cuando recordaba su cara, me venía a la cabeza el
recuerdo de Tuna. Y, sin embargo, eran tan distintas. La
expresión de Tuna a los veintidós años, llorando por la
muerte de mi madre, era una imagen que aparecía y
desaparecía de mi vida con mucha frecuencia.
A los veintidós años Tuna ya no tenía la ingenuidad y la
timidez de la adolescencia. Ahora estoy convencido de que
en parte yo era el responsable. La última vez que la vi fue
en el verano de 1980. La muerte de mi madre la había
afectado más que a mí. Tuna la visitó con frecuencia en sus
últimos años, mientras yo trataba de encontrar un sitio
propio lejos de Estambul. Pero no me hizo reproches; sólo
se abrazó a mi cuello y lloró sin hacer ruido, apretando su
pecho contra el mío. La besé en la mejilla. A pesar del daño
que le había hecho, no quería apartarme de ella. Sus
lágrimas mojaron mi cuello, y el recuerdo de aquella
sensación tibia me acompañó durante mucho tiempo, igual
que el olor de su cabello mezclado con el ácido fénico del
depósito de cadáveres.
En medio de tanto desconcierto, decidí hablar con
Leandro Davó. Procuré no contarle detalles sobre la muerte
de Emin Kemal. Se había enterado por la prensa. Además,
Ángela Lamarca me había advertido que fuera prudente
para no complicar más la situación. Leandro Davó me
recibió en un pequeño despacho del Vicerrectorado. La
urgencia de mi llamada le despertó la curiosidad.
—¿Recuerdas a la mujer del club de lectura que hablaba
con acento extranjero? —le pregunté a toda velocidad,
aunque venía dispuesto a disimular mi impaciencia.
—Sí. Es imposible olvidarla, porque siempre llega tarde.
Se llama…
—Aurelia, sí. ¿Qué sabes de ella?
Leandro me miró y echó la cabeza hacia atrás a la vez
que entornaba los ojos.
—¿Qué sé de ella? —ahora me sonreía—. Vaya, René…
—¿Por qué te ríes?
—Por tu interés en esa mujer.
—No tengo tiempo para gilipolleces, Leandro —le dije
rompiendo mi propósito de mantener la calma—. Dime si
sabes algo de ella. Me debes una.
—De acuerdo. No te pongas así —me miró tratando de
calcular la intensidad de mi enfado—. Se llama Aurelia.
—Eso ya lo sé, Leandro. ¿No podrías ser más explícito?
Tecleó en el ordenador sin decir nada y permaneció
concentrado en la pantalla.
—Sí, Aurelia… No ha dejado su apellido. A veces pasa.
—¿Y me puedes decir algo más sobre ella, además de
que es extranjera?
—No sé nada más. Lleva viniendo al club de lectura
desde finales del curso pasado. Quizás sean tres o cuatro
sesiones.
—¿Tienes su dirección o el teléfono?
—Claro. Aquí están… Calle Alvarez Sereix, número 8.
Teléfono…
Apuntó la dirección y el teléfono en un papel adhesivo,
lo arrancó y me lo ofreció con una sonrisa contenida.
—¿No vas a decirme qué te traes entre manos?
—Nada extraordinario —le respondí tratando de ser
amable para no despertar sospechas sobre mi verdadero
interés—. Estoy buscando a alguien que me ayude en la
revista, y Lamarca me ha dado carta libre para contratar
colaboradores.
—¿Y por qué Aurelia? —insistió con lógica aplastante e
impertinente curiosidad.
—Porque está buena, por supuesto. ¿Te parece un
argumento pobre?
Leandro trató de reírme la gracia, pero no lo hizo con
naturalidad.
—Antes no eras así, Rene —me dijo muy serio de
repente.
—Bueno, las personas cambian —me despedí y, como si
se me acabara de ocurrir, le pregunté—: Por cierto, ¿tú no
sabrás si esa chica habla turco?
Se quedó pensando.
—Que yo sepa, no.
—De acuerdo —dije tratando de ocultar mi enfado—. Y
otra cosa… ¿No te habrá pedido mi teléfono, por
casualidad?
—No, claro que no. Además, no se lo habría dado sin tu
permiso.
—Pero tú sí me has dado el suyo…
Me marché del despacho con la sensación de que
Leandro no había creído nada de lo que le conté. Aquella
misma mañana llamé desde una cabina al número de
teléfono. No quería que mi móvil quedara registrado en
ninguna parte y tampoco quería llamar con número oculto.
—Librería Raíces, dígame.
Al escuchar la voz colgué rápidamente. Pensé que me
había equivocado. Volví a marcar, y ahora puse más
atención en los números que Leandro Davó me dio.
—Librería Raíces, dígame.
—Disculpe, yo estoy llamando al nueve, seis, cinco,
veinte, setenta y siete, setenta y cinco.
—Sí—confirmó una voz masculina, impersonal—. Es la
Librería Raíces, ¿qué desea?
Improvisé una excusa que seguramente aquel hombre
no alcanzó a entender y volví a colgar sin hacer más
preguntas. Estaba desconcertado. Sin duda, el teléfono que
me dio Leandro tenía algún número erróneo, o Aurelia
había dado un teléfono falso. Probablemente ni siquiera se
llamara Aurelia. Pero ¿por qué tomarse tantas molestias?
¿Estaba jugando conmigo?
Recibí una citación de la Policía Judicial cuando pensaba
que todo se estaba calmando. Era una carta con remite de
la UDEV: Unidad de Delincuencia Especializada y Violenta.
El membrete consiguió alterarme de nuevo. Llamé a
Ángela. También ella había sido citada para un día antes.
Me presenté en el despacho de un inspector cercano a la
jubilación, bien vestido, que tenía a su espalda la foto del
Rey y una bandera de España en miniatura sobre la mesa.
Me había hecho esperar más de media hora en una sala
donde entraba y salía gente a cada momento. Se disculpó
mientras me estrechaba la mano. Si lo que pretendía era
ponerme nervioso con la espera, lo había conseguido.
Angela Lamarca se ofreció para acompañarme, pero me
negué. Antes, me relató la conversación con el inspector
Enrique Chacón. El le preguntó algunas cosas sobre mí.
Angela me pidió que estuviera tranquilo y contase todo sin
ocultar ningún detalle.
—¿La llamada de la noche anterior también?
—Por supuesto. Eso lo primero.
El inspector Enrique Chacón era un hombre espigado.
Parecía que se fuera a desarmar en cualquier momento.
Tenía la frente amplia y escondía sus ojos claros tras unas
lentes bifocales pasadas de moda. Tal y como me contó
Angela Lamarca, su trato fue cordial.
—La autopsia es contundente —me dijo sin andarse con
rodeos—: murió de una parada cardíaca. Setenta y tres
años, obeso, con problemas cardiovasculares desde hace
años, cardiopatía isquémica, operado de corazón… Baipás
aortocoronario… Parece todo muy claro. Además, no hay
signos de violencia en el cuerpo, etcétera, etcétera —se
quitó las gafas y me miró muy fijamente con unos ojos
verdes de miope—. Precisamente por eso no le he pedido
que viniera con un abogado.
—¿Cómo dice?
—Lo que pretendo explicarle es que usted no está
acusado de nada. No tiene por qué preocuparse.
—No estoy preocupado —mentí—. Bueno, ahora,
después de lo que acaba de decirme sobre el abogado…
—La puerta estaba abierta —dijo, ajeno a mi inquietud,
en un tono que no terminaba de ser ni afirmación ni
pregunta—. Cuando usted llegó, la encontró así. ¿No es
cierto?
—Sí, la puerta estaba entornada.
—Eso puede explicarse porque el señor Kemal olvidó
cerrarla, o no lo hizo con suficiente contundencia. Nos pasa
a todos, ¿no?
—Supongo.
—Usted se llama René Kuhnheim Cano —dijo sin prestar
atención a mi respuesta—. Nació en 1959 en Alicante. Sin
embargo, su padre es… ¿alemán?
—Sí, era alemán. Yo no tengo recuerdos de él. Se separó
de mi madre cuando yo era muy pequeño.
—¿Ha vivido usted en Turquía?
—En Estambul.
—¿Cuánto tiempo?
—Me fui allí con apenas tres años.
—¿Y permaneció en Estambul hasta…?
—Hasta los dieciocho.
—Entiendo… Habla usted turco, supongo.
—Sí.
—Claro, claro, son muchos años… Además… Sí… Lo dice
en el informe: usted es el traductor del difunto.
—Lo fui hace muchos años. Hace tiempo que no tenía
noticias ni contacto con el escritor.
—Efectivamente. También lo dice aquí: once años —el
inspector leyó el informe bisbiseando como si tuviera un
misal entre las manos—. ¿Debo entender entonces que
hace años que ustedes no se veían ni hablaban?
—Así es —contesté con la rotundidad del que no miente.
El inspector Chacón siguió leyendo en voz baja. Estuve a
punto de preguntarle si había terminado, pero no quería
que descubriera mi impaciencia. Me pareció que aquel
hombre hacía su trabajo con desgana. Tenía que haberle
hablado en ese momento de la llamada que recibí la noche
anterior a la muerte del maestro, pero no tenía ánimos.
—Debe entender usted que cuando se produce una
muerte en estas circunstancias no podemos dejar ningún
cabo suelto. Es nuestro trabajo, ¿lo comprende? —yo asentí
—. Necesito saber si usted tocó algo de la habitación o del
cuerpo.
—No, no toqué nada. Me asusté y estuve un instante sin
saber qué hacer.
—Entonces no puede aclararnos cómo llegó ese libro al
pecho del difunto, supongo. Es una pieza fundamental que
no encaja de ninguna manera en este rompecabezas. Las
leyes de la física nos dicen que es imposible que estuviera
allí, aunque el hombre lo tuviera entre las manos antes de
caer.
—Cuando yo llegué, el libro estaba tal y como lo
encontraron —mentí sin escrúpulos y sin sonrojarme.
—También había un cajón forzado —insistió el inspector
—. Un trabajo muy burdo: apenas tuvieron que hacer
palanca con algún destornillador y saltó la madera. ¿No se
dio cuenta?
—No tuve tiempo de fijarme en nada. Estaba muy
nervioso.
—¿Sabe si en el pasado el señor Kemal guardaba cosas
de valor en casa?
—Creo que no.
El inspector Chacón se ajustó las gafas y parecía a punto
de ponerse en pie para despedirme cuando una idea lo
retuvo.
—Dígame… ¿Usted conocía a la esposa del señor Kemal?
Una vez más consiguió alterarme. Aquel interrogatorio
estaba empezando a resultar una pesadilla. Traté de
mostrar aplomo a pesar de los nervios.
—Sí, la conocí. Hace muchos años que desapareció y no
he vuelto a saber nada de ella.
—¿Qué quiere decir con que desapareció?
—Abandonó a su marido.
—Entiendo —pensé que si le hablaba en ese momento de
la llamada telefónica podría desviar su atención, pero el
inspector no me dio tiempo a decir nada—. No es que yo
pretenda inmiscuirme en su vida privada, pero alguien ha
declarado que usted y la señora Kemal…
—Que yo y la señora Kemal… ¿qué? —dije con
contundencia.
Estaba seguro de que Ángela Lamarca no había
mencionado nada a la policía. La información debía de
venir de otra parte.
—No podemos dejar cabos sueltos —me dijo el inspector
con frialdad por primera vez.
Sin duda, la vecina del segundo piso había hablado
sobre mí. Años atrás, cada vez que subía con Derya a su
casa tenía la sensación de que alguien espiaba tras la
mirilla. Nunca me gustó aquella bruja chismosa.
—Usted ha dicho hace un momento que sufrió un infarto
—repliqué indignado, a punto de levantarme y salir del
despacho—. ¿A qué vienen esas preguntas? Lo que quiere
saber ahora es si yo me tiraba a la mujer del escritor —me
sorprendí por la contundencia de mi voz—. ¿No es eso?
—En absoluto —protestó el inspector Chacón sin perder
la calma—. Lo que pretendemos averiguar es por qué nos
está mintiendo usted.
El uso del plural me hizo sentir como si estuviera
desnudo en una rueda de reconocimiento.
—¿Está insinuando que debo buscar un abogado?
—Eso dependerá de sus respuestas.
—¿Qué es lo que quiere saber?
—Me gustaría que me explicara una cosa: ¿llamó usted
desde su teléfono al 112?
—Así es.
—¿Es éste su número? —me dijo el inspector y me
mostró el informe en el que aparecía mi teléfono.
—Ese es.
—Entonces, si hace años que no tenía contacto con el
difunto ni había hablado con él, ¿por qué la última llamada
que recibió fue precisamente la de este número? Su
número.
Los nervios me estaban traicionando. Intenté contestar
con aplomo, pero hacía tiempo que lo había perdido.
—Esa llamada… Yo no hablé con el señor Kemal… No
cogió el teléfono. Lo llamé para anunciarle mi visita —de
pronto se me encendió una pequeña luz—: Además, si lo
comprueban verán que a esas horas él ya estaba muerto.
—¿Quién le ha dicho la hora de la muerte? Yo no la he
mencionado.
—El médico del 112. El dijo que probablemente había
muerto el día anterior.
Había tartamudeado. Estaba muy nervioso. El inspector
se daba cuenta. Ahora no me miraba con la misma cara de
despistado que cuando entré en su despacho. Era el
momento de contarle la llamada que recibí a medianoche,
pero no tenía fuerzas para seguir con el asunto. Yo no era
culpable de nada, Emin Kemal murió de un infarto. No me
podían acusar de serle infiel con su mujer. Pensé que el
inspector iba a insistir, pero en lugar de eso me tendió la
mano y me dijo con amabilidad:
—Volveremos a vernos. Cualquier día de éstos lo llamo.
Le apreté la mano y salí del despacho como si acabara
de escapar de una mazmorra.
Aurelia se había convertido en una obsesión. Cada vez
tenía menos dudas de su relación con la muerte de Emin
Kemal. Pero ni siquiera encontraba un cabo del que tirar
para que la madeja empezara a desenredarse. Cabía la
posibilidad de que Leandro Davó se hubiera equivocado al
copiar su número de teléfono. Aunque podía llamarlo a la
universidad y volver a pedírselo, pensé que era mejor no
seguir demostrándole mi interés por la mujer. Tenía la
dirección de Aurelia y sabía que era mi última oportunidad.
La calle Álvarez Sereix era estrecha y estaba
pavimentada con falso adoquín. El número 8 no era un
domicilio particular, sino una librería de lance: Librería
Raíces. Otra burla. Ahora estaba peor que al principio. Lo
más probable era que aquella mujer ni siquiera se llamara
Aurelia. A pesar de mi decepción, me acerqué al escaparate
sin saber muy bien lo que buscaba ya. El frontal de la
librería era de madera oscura y tenía dos toldos verdes
envejecidos. El edificio desentonaba por su antigüedad
entre los bloques de pisos más altos y modernos. Se me
ocurrió que tal vez Aurelia trabajase en aquella librería. Me
aferraba a cualquier idea por inconsistente que fuera.
El espacio dentro de la librería era reducido. Desde el
exterior vi libros en el suelo y sobre algunas mesas. Había
un hombre con barba canosa delante de un ordenador. Hice
visera con las manos en el escaparate y me sorprendió
mirando dentro. No vi a nadie más. Entonces tuve una idea
fugaz que al principio me pareció absurda, pero que fue
convirtiéndose en la única posibilidad a la que podía
aferrarme. Recordé de repente mi libro de relatos El
criador de canarios. Entre los cuentos que lo formaban,
había uno que se titulaba El coleccionista. Una mujer
entraba en una librería de París donde se había citado con
un hombre al que sólo había visto en una ocasión. El se
llamaba Céline; o eso creía la mujer. En realidad era un
nombre falso. Cuando le preguntó al librero si conocía a
Céline, éste buscó en las estanterías y le trajo la novela
Viaje al fin de la noche. «Es la mejor de Céline —dijo el
librero—. Además, es la única que nos queda». La mujer,
divertida por la confusión, abrió el libro y lo hojeó. En una
de las páginas encontró un párrafo subrayado que decía:
«Hay muchas formas de estar condenado a muerte». Y en
el margen venía una dirección de los suburbios de París.
Precisamente allí encontró al falso Céline muerto de un
disparo. Se había suicidado.
Cuando recordé aquel relato que yo había escrito, el
corazón me dio un vuelco. Mi imaginación me estaba
jugando una mala pasada. O tal vez la realidad se burlaba
de mí. Tuve la terrible sensación de haber vivido aquello
antes. Empujé la puerta sin más y saludé al entrar.
La librería estaba dividida en dos espacios y tenía una
galería saliente, a modo de balcón, que le daba la vuelta
haciendo las veces de falsa segunda planta. Fingí que
curioseaba en las estanterías y en las montañas de libros
que había sobre las mesas. A los pocos minutos empecé a
pensar que todo aquello era ridículo. Estaba a punto de
marcharme cuando el hombre de barba blanca y gafas de
concha me miró, sonrió con un gesto cansado y me
preguntó si estaba buscando un libro concreto.
—En realidad estoy buscando a Aurelia, pero me temo
que me he equivocado.
—¿Aurelia., de Nerval? —me preguntó con la mayor
naturalidad.
—No estoy seguro.
—Sí, no puede ser otra —se subió las gafas con dos
dedos sobre el tabique nasal y tecleó algo en el ordenador
—. Me queda un ejemplar.
El hombre salió del mostrador, rodeó la mesa central y
sacó un libro de las estanterías.
—Aquí está—dijo mostrándomelo—. Hemos tenido
suerte: llegó hace una semana más o menos. Si quiere
echarle un vistazo…
Cogí el libro con indecisión y fingí que estaba interesado
en él. Traté de que todas las ideas que me venían a la
cabeza fueran encajando unas con otras. El hombre debió
de notar mi azoramiento. Pasé las páginas sin detenerme a
leer nada. El librero volvió a su lugar detrás del mostrador.
De repente encontré un párrafo subrayado en la página 18.
Aquello no podía estar sucediendo de verdad. Lo leí:

[…] después me estremecí al recordar una


tradición bien conocida en Alemania, que dice que
cada hombre tiene un doble, y que, cuando lo ve, la
muerte está cerca.

Y con lápiz salía una flecha hasta el borde inferior de la


página, en donde se leía una frase manuscrita en turco:

Tengo los diarios. Falta uno, pero sé dónde


encontrarlo. Es hora de que se conozca la verdad,
pero necesito tu ayuda. No te arrepentirás si lo
haces.

Tardé unos segundos en sobreponerme a la sorpresa.


Luego sentí rabia. No me gustaban los enigmas, y menos si
era yo quien debía resolverlos. Al menos ahora tenía la
seguridad de que la falsa Aurelia estaba detrás del asunto.
Tenía un cabo del que tirar, pero no tenía fuerzas ni lucidez
para hacerlo.
—Está en perfectas condiciones —dijo entonces el
librero devolviéndome a la realidad.
—Está subrayado y anotado —le dije con disgusto.
El librero hizo un gesto de conformidad.
—Bueno, a veces los libros con anotaciones son más
interesantes —me contestó, encogiéndose de hombros—. Y,
además, le costará la cuarta parte de un ejemplar nuevo.
Saqué la cartera para pagarle.
—¿Lo compró en algún lote, o es de un particular?
Se sorprendió por mi interés. Me dio el cambio y
entornó los ojos para examinarme.
—De un particular, creo.
—¿Una mujer?
—No lo sé; no puedo acordarme.
Sin duda, mi curiosidad lo amedrentó. Tal vez estaba
acostumbrado a tratar con bibliófilos, pero no con un
chalado que hacía preguntas absurdas. Vi mi rostro
reflejado en el cristal del escaparate por dentro y me
asusté al descubrir mis ojos desorbitados. Estaba
empezando a perder el control.

No conseguía olvidarme del asunto; al contrario, mi


obsesión fue creciendo. Llamé a Leandro Davó para hablar
sobre Aurelia. No se me ocurría otra cosa. Leandro no
había vuelto a saber nada de ella. Cuando le conté que la
dirección y el teléfono eran falsos, se quedó callado al otro
lado del teléfono antes de replicar.
—No sé qué decirte, René. Yo no la conozco más que de
las sesiones del club de lectura. Pero me extraña mucho
que haya dado unos datos falsos. ¿Por qué iba a hacerlo?
—Eso mismo pensé yo. No te preocupes, no es tan
importante. Buscaré a otra persona para ese trabajo.
—Quizás venga para la próxima sesión —dijo en un
último esfuerzo por ayudarme—. El martes 2 de diciembre
comentamos Doctor Pasavento de Vila-Matas.
—¿Crees que irá?
—No lo sé, Rene. ¿Hay algún motivo para que no venga?
—Tienes razón —dije al darme cuenta de que Leandro
ignoraba lo que estaba sucediendo—. Esperaré entonces al
día de la tertulia.
—También tengo su e-mail, pero por lo que me cuentas
seguramente será falso.
—¿Cómo? ¿Tienes su dirección de correo electrónico y
no me lo dijiste?
—No me lo preguntaste.
Me contuve. En realidad, no podía culparlo de nada.
—Dámela, por favor.
Faltaban aún dos semanas para que el club de lectura
volviera a reunirse. Era demasiado tiempo. Estaba
convencido de que Aurelia no volvería a la universidad ese
día. Le escribí un correo electrónico como quien lanza al
océano un mensaje en una botella. Me consoló ver que no
aparecía la notificación de «fallo en el envío». Al menos la
dirección existía.
Lo que más me angustiaba era que había dejado de
escribir. La muerte de Emin Kemal y todo lo que hubo a su
alrededor me afectaron en mi vida diaria. Con frecuencia
me levantaba de madrugada, sobresaltado por los camiones
del Mercado Central. Entonces encendía el ordenador y
trataba de escribir alguna línea de aquella novela en la que
andaba enredado. Pero era imposible; mi cabeza estaba en
otro sitio.
Seguí perdiendo las mañanas en la playa, tras los
recuerdos de una infancia que había idealizado. Pensar en
mis abuelos me provocaba una enorme nostalgia. Por las
tardes acudía con remordimiento a la oficina y trabajaba en
la revista. Lo hacía como el niño que ha faltado a clase y
tiene miedo de que sus padres se enteren. La eficiente
Eugenia me facilitaba siempre el trabajo y me animaba con
una sonrisa cuando me veía decaído. Pasaba las tardes
revisando artículos que se iban a publicar, corrigiendo
pruebas, maquetando y mandando correos electrónicos. De
vez en cuando aparecía Ángela Lamarca con su fiel
asistente Alvaro y se informaba de cómo iba todo. Ella
siempre llevaba varias cosas entre manos. Daba sus clases
de Arte en la universidad, dirigía la revista, participaba en
una pequeña editorial y preparaba conferencias que la
llevaban a cualquier parte del mundo a exponer sus
disparatadas teorías. Cuando me llamaba a su despacho, yo
me mostraba esquivo. No quería que supiese que había
dejado de escribir. Los remordimientos no me dejaban en
paz. No solíamos hablar del pasado, ni de Emin Kemal.
Cuando le conté mi visita a la Librería Raíces, se
sorprendió tanto como yo. Sin embargo, a ella le divertían
las coincidencias con mi relato El coleccionista. A mí no me
hacían ninguna gracia.
Probablemente Ángela Lamarca era la persona que
mejor me conocía. Ni siquiera Berta, en los años dulces de
nuestro matrimonio, había logrado nunca adelantarse a mis
pensamientos como lo hacía ella.
—Quizás no fuera buena idea que volvieses a la ciudad
justo en este momento —me dijo al verme abatido.
—¿Qué quieres decir?
—No sé, pero yo diría que alguien se ha aprovechado de
tu ingenuidad. Puede que quieran implicarte en algún
asunto turbio. Es difícil saberlo. Tal vez yo tenga parte de
culpa por haberte hecho venir.
Sus palabras terminaron de confundirme. Ángela fue
quien insistió para que viniera a Alicante. Había tardado
casi un año en decidirme, a pesar de que me telefoneaba
todos los meses. La puesta en marcha de aquella revista
era un proyecto que parecía pensado para mí, aseguraba. Y
ahora la veía tan fría. Finalmente me hizo la pregunta tan
temida.
—¿Sigues escribiendo? Quiero decir si te sientes cómodo
en casa por las mañanas.
Me parecía que Ángela Lamarca ya conocía la respuesta.
Nadie podía leer en mis ojos como ella.
—No, no estoy cómodo —terminé por confesarle—. Estoy
atascado.
—Ya.
—¿Qué significa «ya»?
—Que lo imaginaba.

El primer día de diciembre, al llegar a la oficina,


Eugenia me entregó en mano el último número de la revista
y un paquete que llegó por mensajería. Pasé las páginas de
la revista sobre mi mesa, prestando mucha atención a los
pies de foto y a las líneas viudas. Estaba satisfecho con el
trabajo. Entonces reparé en el paquete. El remite era de
una empresa de limpieza de Vitoria. Me resultó tan absurdo
que me enviaran algo desde allí que decidí abrirlo antes de
conectar el ordenador. Era una especie de manuscrito
encuadernado con canutillo. Cuando vi la portada, se me
escurrió de las manos. Pasé las hojas rápidamente. Me
parecía imposible que fuese lo que aparentaba. Estaba
escrito en turco, con una letra pulcra y diminuta.
Enseguida pensé en los microgramas de Robert Walser.
Pero aquello era otra cosa: era uno de los diarios que Emin
Kemal guardaba en el cajón de su escritorio. En la primera
página decía «Diario 1951-1955». Respiré hondo para
recuperarme del susto. Empecé a leer la primera línea con
devoción y enseguida comprendí que aquello estaba escrito
por un adolescente que soñaba con ser escritor algún día.
No era capaz de reconocer la letra del maestro, aunque era
evidente que lo había escrito él. Sin duda, con la edad su
caligrafía había evolucionado hasta la que yo conocí: una
letra ininteligible, propia de un hombre atormentado y
fuera ya de la vida. Seguí leyendo de un tirón durante más
de media hora. El teléfono sonaba y yo no lo cogía. Eugenia
me miraba con preocupación; sabía que me pasaba algo,
pero no se atrevía a interrumpir mi lectura. Levanté la
cabeza cuando empezó a dolerme el cuello y le pregunté a
Eugenia por Ángela Lamarca.
—Está en su despacho desde hace una hora —me
respondió.
—¿Tiene visita?
—No, está con Alvaro.
Llamé suavemente antes de empujar la puerta.
—¿Estás ocupada? —le dije mostrándole las fotocopias
que acababa de recibir—. Quiero que veas esto.
Me pidió que me sentara. Cuando Alvaro vio que se
trataba de algo personal, se disculpó y salió del despacho.
Le puse sobre la mesa el diario. Lo miró con interés, pero
sus conocimientos del turco eran nulos.
—Es el diario de Kemal —le expliqué muy alterado—. Me
ha llegado con un remite que seguramente es falso. Pero el
diario parece auténtico. Nadie se tomaría tanta molestia en
falsificar una cosa así.
Tardó un rato en hacer una composición de los hechos.
Luego me miró sin decir nada. Ambos tratábamos de
adivinarnos el pensamiento. Sonó el teléfono y Ángela
siguió sin moverse. Alvaro tocó en la puerta y asomó su
cabeza afeitada apenas lo justo para comprobar que
estábamos en mitad de un dilema.
—¿Todo bien? —preguntó Alvaro.
Ángela Lamarca no respondió, pero su gesto fue
suficiente para hacerle saber que todo iba mal. El teléfono
dejó de sonar. Alvaro cerró la puerta sin hacer más
preguntas. La cara de Ángela se dulcificó con un esbozo de
sonrisa.
—Te pasan cosas que a la mayoría de los mortales no le
suceden más que en sueños —me dijo después de suspirar.
—¿Crees que debería contarle esto a la policía? —le
pregunté sin saber bien lo que estaba diciendo.
—Lo que creo es que deberías mantenerte alejado de
este asunto. Al final te afectará seriamente, si no lo ha
hecho ya —acariciaba la copia del diario de Kemal sin
apartar su mirada de mí—. Hace días que no escribes. Se
trata de algo más que un atasco. ¿No es así?
—Hace semanas que no paso de la misma página —
confesé—. Desde la muerte del maestro.
—Mira, René, llevas once años en la misma página de tu
vida. No quiero decir que estés desperdiciando tu talento,
pero tú vales más de lo que quieres hacerte creer a ti
mismo.
Sus palabras me resultaron familiares. Yo había oído
aquella frase antes, pero en boca de Derya. La miré
ingenuamente, con mirada desvalida. Así era como me
sentía.
—Quizás debería cerrar capítulo y comenzar otro —
reconocí.
—A eso me refería —buscó algo en un portafolios, luego
se puso las gafas y me miró—. Voy a hacerte una propuesta.
A ver qué te parece esto. Me han ofrecido un artículo para
la revista, pero me parece un trabajo mediocre sobre un
tema excelente. Me gustaría que lo hiciéramos nosotros.
—¿De qué se trata?
—Arte. ¿Te sientes capaz?
—No, Angela. Ya sabes lo harto que acabé de arte y de
artistas.
—Sí, lo sé, pero precisamente por eso tienes cierta
ventaja. Estoy segura de que no escribirías un artículo
corriente. Además, te pagaría muy bien si aceptaras.
—Cuéntame algo más —le dije antes de claudicar.
—Quiero que escribas sobre el complejo de los museos
de Munich.
—¿Munich?
—¿Por qué no? ¿No tienes buenos recuerdos? —me
preguntó sin darme margen a responder—. Te vas allí
quince días, te instalas cómodamente y me lo traes todo
por escrito. Te vendrá bien.
—Pero quince días es mucho tiempo. Podría hacerlo en
tres o cuatro. Con eso me sobra.
—Yo te concedo quince. Soy generosa. Quizás te sirva
para acabar con tu bloqueo. No hay nada mejor que poner
kilómetros por medio.
—Llevo toda la vida poniendo kilómetros por medio —le
dije con tristeza, luego rectifiqué—: ¿Cuándo quieres que
me vaya?
Ángela fingió que miraba el calendario que tenía sobre
la mesa, pero enseguida me respondió con otra pregunta.
—¿Mañana?
Era lo que suponía que iba a decir.
—Necesito más tiempo. Aún tengo que averiguar algo.
Si no la conociera, habría pensado que estaba tratando
de deshacerse de mí. Levantó el teléfono y comenzó a
hablar con Eugenia sobre los billetes para Munich.
—No irá —me dijo de repente, tapando el teléfono con la
mano.
—¿Quién no irá?
—Esa mujer: Aurelia o comoquiera que se llame.
—¿Adonde no irá?
—Al club de lectura. ¿Es eso lo que quieres averiguar
mañana?
Me sonrojé. Una vez más me había leído el pensamiento.

Ángela Lamarca tenía razón: Aurelia no apareció. El


martes por la tarde fui a la universidad con el libro de Vila-
Matas bajo el brazo. Hacía un sol tímido que invitaba a
quedarse fuera y pasear por el campus. Las hojas de los
árboles apenas empezaban a caerse en aquel otoño tardío.
No le anuncié mi visita a Leandro Davó, pero parecía que
me esperaba.
—Veo que esa mujer te interesa de verdad —me dijo.
—Más de lo que te imaginas —confesé con estudiada
ambigüedad—. Mañana me voy a Munich y quería
intentarlo por última vez.
Leandro dudó. Yo no sabía si estaba pensando en Aurelia
o en la noticia de mi viaje. Finalmente me dijo, como si
tuviera su pensamiento en otro sitio:
—¿Qué vas a hacer a Munich?
—Un reportaje para Ángela Lamarca.
—Eso es estupendo. ¿Estarás mucho tiempo fuera?
—Un par de semanas.
Su curiosidad comenzaba a molestarme. Busqué una
excusa para cambiar de conversación. La gente empezaba
a llegar a la biblioteca. A la media hora comprendí que
Aurelia no vendría. A pesar de que estaba convencido de
que no la encontraría allí, no pude evitar la decepción. Era
el momento de poner terreno por medio.
Pasé toda la noche leyendo el diario. Resultaba
sobrecogedor. Aquello era una joya literaria. A veces, al
leer algunas reflexiones, sentía que no era Emin Kemal
quien las había escrito, sino yo mismo. Tardé más de una
semana en dar el siguiente paso, pero doce días después,
mientras me quitaba el cinturón en el aeropuerto de El
Altet y los escáneres trataban de detectar líquidos
inflamables y bombas en mi ordenador portátil, decidí que
iba a escribir aquella historia que tantas cosas tenía en
común con mi propia historia.
2.
Desde el último piso del edificio de la calle Goya, el cielo de
Madrid al amanecer se veía como una plancha plomiza que
fuera a caer sobre las terrazas y los tejados aún
adormecidos de la ciudad. La bruma artificial de aquel
lunes de abril se extendía por el paseo de la Castellana y
planeaba sobre Recoletos hasta perderse en un horizonte
infinito de ladrillo y asfalto. Rene Kuhnheim miraba a
través de la cristalera del salón mientras las volutas del
humo de su cigarrillo subían por los pliegues de las
cortinas buscando el techo. Abrió la puerta del balcón y se
llenó los pulmones de aire. Sentía los ojos irritados y como
llenos de arena. El fresco de la mañana lo obligó a entrar
en casa.
Había trabajado ocho horas seguidas, sin levantarse más
que para hacer café o ir al baño. Miró el reloj que tenía
sobre su mesa; apenas pasaban unos minutos de las siete.
El Macintosh permanecía encendido, con su pantalla
diminuta parpadeando de un modo que a René le pareció
fatigoso, como si acabara de terminar una carrera de
fondo. Pensó en Berta sin rencor, más bien con cierta
tristeza. Si ella hubiera estado en la cama, la habría
despertado para contarle que la traducción estaba ya
terminada; pero aún no había regresado a casa y no tenía a
nadie con quien compartir aquel momento casi místico. En
su cabeza resonaban aún las frases largas, barrocamente
subordinadas, los verbos y las imágenes —la mayor parte
de las veces incomprensibles— del último libro de Emin
Kemal. Por primera vez en los dos años que llevaba
traduciendo al escritor turco, se había sentido desanimado
en su trabajo.
No percibió hasta ese momento la soledad de la casa
vacía. Procuró no pensar en nada que le enturbiara aquella
dicha pasajera. Tenía ganas de hablar con Angela Lamarca
para contarle que había terminado la traducción de La
Luna Roja, pero era demasiado temprano. Y entonces sonó
el teléfono con un tono casi obsceno que le hizo presagiar
alguna desgracia. Descolgó y contestó nervioso. Enseguida
reconoció la voz de Derya y sintió una mezcla de rabia y
alivio.
—¿Cómo estás, caballito? —preguntó la mujer con
desparpajo.
—Derya, me has asustado. Son las siete de la mañana…
—trató de protestar, pero ella lo cortó.
—No te llamo para saber la hora. Sólo te llamo para
recordarte qué día es hoy.
—Recuérdamelo, entonces. ¿Qué día es hoy?
—Lunes, 16 de abril. No me digas que lo habías
olvidado. Felicidades, René. Que tus treinta y un años sean
tan fructíferos como lo fueron los treinta.
—Me había olvidado —mintió René.
—No te creo, caballito. Seguro que llevas toda la noche
celebrándolo con tu mujercita.
—Te equivocas del todo: llevo toda la noche enredado
con el libro de tu marido.
—No te creo.
—Eres muy libre de hacerlo, pero te estoy diciendo la
verdad. He terminado la traducción hace menos de media
hora.
René escuchó una expresión ininteligible y sonrió al
imaginar la cara de satisfacción de Derya.
—Ya sabía yo, cuando me fijé en ti, que no me ibas a
decepcionar.
—Tú nunca te fijaste en mí—le reprochó René—.
Siempre tergiversas las cosas.
—No seas malo, caballito. ¿Cómo puedes decir eso? —y
luego cambió de tema como la niña que cambia de juego—.
Espero no haber despertado a tu mujercita.
—Pues no, no la has despertado. Ni siquiera ha vuelto a
casa aún.
Hubo un silencio largo, casi premonitorio. Enseguida
Rene se arrepintió de su confesión. No le gustaba airear
sus miserias, y menos cuando se trataba de asuntos
relacionados con Berta.
—Tengo un regalo para ti —dijo Derya como si ya
hubiera olvidado la última frase de René—. Vamos a
celebrar tu cumpleaños como se merece. Veamos… Son las
siete y cuarto. A la hora del almuerzo estoy en Madrid. Si
no recuerdo mal, a las nueve hay un tren.
—Derya, Derya… Espera… No hace falta…
—Caballito, ¿no quieres que nos veamos para
celebrarlo? Esta noche estarás libre para brindar con tu
mujercita o con quien te parezca.
Sus palabras tenían una fuerza persuasiva a la que René
no sabía oponerse. Por un instante se olvidó del cansancio y
de la noche en vela. Miró las paredes de la habitación y le
parecieron las de un presidio.
—¿No quieres que vaya? —insistió Derya.
—No, no. Es decir, me gustaría, pero Alicante está muy
lejos.
—¿Tú no vendrías si yo te lo pidiera? —no hubo
respuesta—. Además, también tenemos que celebrar que
hoy vas a publicar tu primer artículo. No se hable más, nos
vemos en la cafetería del Emperador a mediodía.
Cuando colgó el teléfono, René sintió con más fuerza la
soledad en el último piso de la calle Coya. Pensó en sus
treinta y un años recién cumplidos; pensó en Berta, que
había salido a cenar con unos amigos el domingo y aún no
había regresado; pensó en Derya y en el hotel Emperador;
pensó en la traducción que acababa de terminar. Era
demasiado temprano para bajar al quiosco a comprar la
prensa. Percibió un cosquilleo en el estómago. Por primera
vez iba a publicar un artículo en un periódico nacional. La
idea le producía vértigo.
Oyó la puerta de entrada. Berta acababa de llegar.
Escuchó los pasos de su mujer en el pasillo, el sonido de las
llaves al guardarlas en el bolso, los interruptores de la luz.
Apareció en la puerta como si hubiera estado allí
agazapada durante horas.
—¿Cómo va todo? —dijo en un alemán desganado.
—Bien, estoy trabajando un poco —le respondió Rene
con la misma desgana.
—¿Y por qué te levantas tan temprano?
La miró en la distancia, sin rencor, sin interés. No quería
dar explicaciones.
—¿Qué tal la cena? —preguntó René.
—Bien, pero estoy agotada. Necesito dormir. Esto está
muy cargado, ¿no te parece?
Rene la contempló entre la nebulosa del tabaco. A pesar
de su expresión de cansancio, le pareció bella. El alcohol le
daba a Berta una pátina de sensualidad. Llevaba la cara
limpia, sin maquillaje; los ojos, enrojecidos; el pelo, suelto y
desordenado. El vestido negro y los zapatos de tacón la
favorecían. Sí, estaba bella a esas horas de la mañana.
René sintió la tentación pasajera de acercarse, besarla y
quitarle la ropa precipitadamente. Pero no fue más que un
impulso, como tantas veces.
—Me voy a dormir —dijo Berta.
—Yo saldré dentro de un rato. Tengo que hacer algunas
cosas. Seguramente no vendré a almorzar a mediodía.
Podría haberse ahorrado tantas explicaciones, pensó. Su
mujer se quitó los zapatos, se dio media vuelta y caminó
hacia el dormitorio arrastrando los pies. Sin duda dormiría
hasta primera hora de la tarde, se levantaría para tomar un
café, pintaría un rato, llamaría a alguno de sus amigos y
estaría colgada al teléfono hasta la noche.
Decidió darse una ducha y salir a comprar el periódico
cuanto antes. Mientras se afeitaba, fue sintiendo poco a
poco el cansancio de la noche de trabajo. Para olvidarse,
pensó en Berta durmiendo en el centro de la cama, sin
ropa. Todavía conseguía a veces estremecerse al recordar
el pasado. Le vino a la cabeza el apartamento de Munich,
una vivienda pequeña y fría que no hubiera cambiado por
nada en sus primeros años de matrimonio. Recordó los
largos fines de semana encerrado con Berta en dos
habitaciones con un baño diminuto. Nunca creyó que con el
tiempo llegara a sentir tanta frialdad ante aquella mujer. La
imaginó en la cama con otro hombre y no le costó ningún
esfuerzo. En otro tiempo habría sido impensable.
El agua caliente lo hizo renacer. Se mantuvo bajo la
ducha hasta que el vapor le impidió ver nada. Tuvo de
repente la necesidad de salir de casa, de alejarse de Berta
y no recrearse con sus obsesiones. Se puso su mejor
camisa, una chaqueta de paño marrón oscuro y guardó los
folios que tenía sobre la mesa en una cartera de piel que
Derya le regaló en su anterior cumpleaños.
Compró el periódico en el quiosco con impaciencia
apenas contenida. Vio por encima los artículos nacionales y
se fue a la sección de cultura. Pasó las hojas hacia delante y
hacia atrás. No encontró nada; su artículo sobre las
pequeñas editoriales no aparecía en ninguna parte. Tiró el
periódico a la papelera y guardó el libro que regalaban.
Después se arrepintió, lo rescató y lo revisó de principio a
fin por si estuviera en otra sección, aunque sabía que eso
era improbable. Su decepción le impedía pensar con
serenidad. Había trabajado más de un mes para conseguir
un artículo breve pero riguroso sobre el panorama de las
nuevas editoriales que surgen en la periferia; lo habían
felicitado en el periódico. Trató de sonreír y lo hizo de una
manera forzada, apretando los dientes. La publicación del
artículo era muy importante para él. Por primera vez sus
expectativas laborales eran favorables.
El mundo de las traducciones literarias no le ofrecía un
futuro esperanzador. Vivía en un piso de lujo en el centro
de Madrid, tenía un automóvil alemán con el que podía dar
la vuelta al mundo varias veces, una moto que ocupaba una
plaza de garaje entera; pero acababa de cumplir treinta y
un años y sentía que siempre los demás decidían por él.
Pensó con amargura en Berta, tumbada en el centro de la
cama que compartían desde hacía años. Quiso verla como
en los tiempos de Munich, cuando lo deslumbró con sus
ganas de vivir, con su energía contagiosa, con sus cuadros
y sus proyectos de futuro. Pero el futuro lo había construido
ella a su medida, y Rene no sabía dónde ubicarse. Desde el
quiosco miró a la terraza del último piso de la calle Goya,
como si Berta pudiera estar asomada contemplando su
desilusión. Pensó que lo mejor era acercarse a la redacción
del periódico para averiguar qué había sucedido con su
artículo, pero fue incapaz de moverse. Sentía la derrota, el
peso del fracaso. Durante un instante se recreó en su
propia desidia. El cielo de Madrid seguía teniendo un color
plomizo, casi negro, melancólico. Se apretó contra el pecho
la cartera en la que había guardado la traducción del
último libro de Emin Kemal. Era lo único real en ese
momento. Pensó en Derya: la imaginó camino de la estación
en un taxi. En poco más de cuatro horas la tendría
enfrente, como si no hubiera pasado el tiempo desde la
última vez que se vieron. Instintivamente levantó la mano y
detuvo un taxi. Subió sin tener claro lo que quería hacer.
«Al hotel Emperador —dijo—, en la Gran Vía». El taxista lo
miró con desinterés a través del espejo retrovisor y se
incorporó al tráfico con pereza.
El cansancio lo adormiló en el asiento trasero del taxi,
mientras se esforzaba por diluir un regusto de amargura.
No quería pensar en Berta ni en Derya. Se aferró a las
imágenes fugaces que desfilaban tras la ventanilla del
vehículo. Las luces de los semáforos le provocaban un
estado hipnótico. Se dormía con los ojos abiertos. Su último
pensamiento fue para Angela Lamarca y su casa llena de
libros, plantas y restos de naufragios. Seguramente ella era
lo único bueno que había entrado en su vida en los últimos
dos años. Recordó aquella tarde de invierno de 1988,
cuando sonó el teléfono y la voz de Ángela se coló en su
vida como un torrente.

Apenas medio año después de instalarse en Madrid,


Berta y René seguían viviendo una empalagosa luna de
miel. Su piso de Goya siempre estaba lleno de gente que
entraba y salía sin dar explicaciones, amigos de Berta que
venían a pasar una temporada a España, seres ocurrentes y
extravagantes que vivían en una perenne celebración. Los
planes que habían hecho en Munich antes de casarse iban
quedando en el camino. No era fácil abrirse paso en una
nueva ciudad, pero la madre de Berta procuraba que su
hija, a pesar de estar ya cerca de los treinta años, no
encontrara las mismas dificultades que ella tuvo para
abrirse paso en su carrera. El piso, los gastos, el automóvil,
los viajes salían de la cuenta bancaria de Berta, mantenida
y engordada por sus progenitores, que rivalizaban en
afecto hacia su única hija. Hacían el amor casi a diario, se
levantaban a mediodía, comían en buenos restaurantes,
podían ir al cine a cualquier hora. Berta pintaba cuando
conseguía encontrar un rato para concentrar su atención.
No había vendido ningún cuadro, ni había conseguido
exponer aún. A René le recordaba demasiado a Patricia, su
madre. Cuando veía a su mujer con los pinceles en la mano,
buscaba cualquier excusa para irse de casa. Era una
sensación de angustia inconfesable. Entonces sufría
arrebatos de mala conciencia y mendigaba cualquier
trabajo por las redacciones de los periódicos, o pasaba una
mañana subrayando las ofertas laborales. Pero los meses
transcurrían y nada cambiaba. Siempre terminaba
adaptándose al ritmo de Berta: a cerrar los bares de
Malasaña de lunes a viernes, a empolvarse la nariz los fines
de semana, a volar a París o a Ámsterdam cada mes.
—¿Y si volvemos a Múnich? —le dijo René en cierta
ocasión, mientras concentraban en la cocina los restos de
alcohol de la última noche de fiesta.
—¿Volver a qué? —preguntó Berta como si escuchara el
lamento de un niño que se aburre en la mesa delante de su
comida.
—A nada: a encontrar trabajo, a llevar otra vida, a pasar
de esta mierda. ¿No te cansa esto?
Berta le sostuvo la mirada y trató de ser paciente con la
pataleta de su marido.
—¿Qué mierda, René? ¿Todo esto te parece una mierda?
—Lo que quiero decir es que ya es hora de buscar un
trabajo en serio. Desde que llegamos a Madrid no hemos
hecho más que hablar y hablar de proyectos, pero la única
cosa cierta es que seguimos viviendo del dinero de tus
padres.
—Y eso es lo que te preocupa, ¿verdad? —los ojos claros
de Berta se movían nerviosos—. ¿Crees que en Munich
seríamos más independientes? A veces pienso que no te das
cuenta de nada. ¿Tú quieres ser escritor? Pues escribe.
Tienes tiempo, tienes un lugar para hacerlo, no necesitas
preocuparte de salir a ganar un sueldo todos los días. ¿Qué
más necesitas?
—Quiero vivir de mi trabajo —dijo René levantando la
voz y dando un golpe sobre la mesa.
Berta reaccionó como si la hubieran despertado en
mitad de un sueño profundo. Dejó lo que tenía entre las
manos, se apartó el cabello de los ojos y cruzó los brazos en
postura retadora.
—¿Así que es eso? —dijo vocalizando cada una de las
sílabas—. Ya te salió la vena de machito español. Lo que te
molesta en realidad es vivir de tu mujer. Has tardado
mucho en reconocerlo.
—Lo que me molesta es sentirme un inútil. Eso es lo que
realmente no puedo soportar.
Aquellas discusiones terminaron por ser frecuentes. Por
entonces todavía se solucionaban en la cama. Después de
desatar su furia en reproches que no conducían a ninguna
parte, René y Berta se buscaban en mitad de la noche, o se
desnudaban el uno al otro en el sofá mientras la publicidad
del televisor amortiguaba sus respiraciones exaltadas o los
gemidos incontrolados. Luego todo volvía a una normalidad
artificial, a la estrategia cotidiana del olvido. Hasta que una
tarde de invierno sonó el teléfono y Berta lo cogió
suponiendo que alguien llamaba para invitarlos a salir una
noche cualquiera de un día cualquiera en el que, como
siempre, no se habían preocupado por hacer planes.
—Es para ti —le dijo tendiéndole el teléfono a René con
frialdad.
El respondió sin interés, con la misma pereza de la
mayoría de los actos cotidianos.
—¿Qué hay, René? ¿Cómo estás? —dijo una voz femenina
con un tuteo inusual—. Soy Angela Lamarca. Tú no me
conoces, pero yo he oído hablar mucho de ti —René trató
de ponerle edad y rostro a aquella voz—. Yo conocí a
Patricia, tu madre, hace mucho tiempo. Antes de irse a
Estambul, claro. La recuerdo muy bien, aunque yo era una
niña. También conocí a tus abuelos. Bueno, es un poco
largo de contar. Mi padre y tu abuelo salían juntos a
pescar… En fin, es una historia complicada para hablarla
por teléfono —aquella voz sin rostro había conseguido
despertar la curiosidad de René—. En realidad no te llamo
para decirte estas cosas, sino porque me gustaría contar
contigo para un proyecto que hace tiempo que tengo en la
cabeza. ¿Tienes un trabajo que te tenga ocupado ocho
horas al día?
René sonrió con cierta amargura. La mujer había
conseguido sacarlo de su abulia crónica.
—No, por ahora no.
—Mira, René, yo no te puedo ofrecer gran cosa.
Económicamente, me refiero. Pero quiero que me escuches
antes de nada y luego decidas.
—¿De qué se trata?
El silencio de Ángela le añadió interés al asunto. René
permanecía expectante, mirando de reojo a Berta.
—¿Has oído hablar del escritor Emin Kemal?
Se sobresaltó. El nombre le trajo a la memoria el
recuerdo de una tarde de primavera en Estambul, el
mercado de los libros, Wilhelm fingiendo que leía los títulos
de los lomos alineados en las estanterías, y la imagen de
Tuna, sonriente y bella. El recuerdo le hizo daño, le sacudió
la conciencia. Se mordió los labios y sintió como si una
garra le retorciera el estómago.
—Vagamente —mintió.
—Te cuento: es un escritor turco. Ha publicado poesía,
novela y obras inclasificables. Está traducido a más de
treinta idiomas pero, por supuesto, no al español.
—Ya —dijo escuetamente mientras su memoria lo
llevaba a un aula de la Universidad de Munich llena de
estudiantes y profesores que esperaban al escritor para
oírlo recitar sus poemas.
—He comprado los derechos de traducción y me
propongo editarlo. Pero, claro, necesito un traductor.
Espera, espera, no digas nada. Primero quiero que me
conozcas, hablar contigo y contarte el proyecto. Estas
cosas no se pueden hacer por teléfono. ¿Tú puedes venir a
Alicante?
—¿Alicante? —preguntó Rene como si hubiera
escuchado un disparate.
—Sí, creo que lo conoces bien.
—No he vuelto desde que era un niño.
—Sí, lo sé, desde que murió tu abuelo. Te coges un tren
por la mañana y te cuento mientras comemos junto al mar.
¿Qué te parece?
—De acuerdo, podemos vernos —respondió sin pensar.
Berta había salido del salón y volvió con el abrigo. Al
parecer ya había decidido qué harían aquella tarde. Miró
con impaciencia a René, cogió el bolso y comenzó a
cambiarse las llaves de una mano a otra.
—¿Te parece bien mañana? —preguntó Angela Lamarca.
—¿Mañana? —René dudó—. Me parece bien. Cuando
colgó el teléfono, Berta lo miraba con impaciencia. La
sonrisa de René terminó por irritarla.
—¿Nos vamos?
—¿Adonde? —preguntó René.
—A donde sea: a tomar algo por ahí.
—¿Quieres que vayamos mañana a Alicante? Quizás
consiga un trabajo.
—Estás pesado con el trabajo…
—¿Vienes o no?
—Pues no. No se me ha perdido nada en Alicante.

Ángela Lamarca tenía poco más de cuarenta años en


1988. Lucía una melena color rubio ceniza y era difícil que
pasara desapercibida por su altura, su energía y su
corpulencia. Aguardaba en la estación del tren junto a un
hombre que también frisaba la cuarentena, barba
recortada y muy cuidada, cráneo rasurado. Ángela abrazó a
René rodeándolo como si quisiera aislarlo del mundo.
—Dale tu mochila a Álvaro —dijo sin mediar
presentaciones—. ¿El viaje, bien?
René estaba aturdido por el ajetreo de la estación. La
última vez que había estado en la ciudad tenía trece años.
Caminaron dejándose llevar por el aluvión de gente que
buscaba la salida. Todo le resultaba diferente a como lo
recordaba: los edificios, el gran ficus, la avenida que se
abría majestuosa hacia la plaza de los Luceros.
Ángela Lamarca vivía en un ático de la calle París, muy
cerca de la estación. La casa tenía una gran terraza llena
de plantas muy cuidadas, cubierta por un toldo. El resto
estaba invadido por libros, cuadros y recuerdos de viajes.
Álvaro le mostró el dormitorio a René, que apenas tuvo
oportunidad de protestar ante Ángela.
—No me discutas: los hoteles son para los turistas o los
forasteros. Y tú no eres ninguna de las dos cosas.
Era evidente que Ángela Lamarca estaba acostumbrada
a dar órdenes sin que nadie le replicara. Hablaba lo
imprescindible y no se esforzaba por rellenar los silencios
con frases de cortesía vacuas.
La parte inferior de la vivienda eran dos pisos unidos y
convertidos en oficinas.
—Te estarás preguntando quién diablos soy yo —dijo
mientras le franqueaba la puerta de entrada a las oficinas
—. Pues no te preocupes, que también a veces yo me lo
pregunto.
Ángela Lamarca era un personaje inclasificable:
especialista en arte, colaboraba con el Museo Arqueológico
de Alicante, daba clases en la universidad, tenía junto a
otros socios una editorial en la que a veces publicaba
rarezas, editaba una revista de cine y había recorrido
medio mundo. Con ella trabajaba media docena de
personas que se movían de una mesa a otra como si
estuvieran luchando contra el reloj. Hizo las
presentaciones. Entraron después en su despacho y le puso
sobre la mesa varios libros de Emin Kemal. Tras el asiento
de Ángela había un cuadro de grandes dimensiones. René
sintió un estremecimiento repentino al pasar la mirada
sobre él, pero no tuvo tiempo de observarlo con atención.
—Es un gran escritor —dijo Ángela Lamarca sin que le
pasara desapercibido el gesto de René al mirar el cuadro—.
Tendrías que leerlo todo.
René cogió los libros y los miró por encima. Había
traducciones al francés, al italiano… Eligió uno en alemán y
lo abrió. Le dio vergüenza confesar ahora que lo conocía
bien, que lo había leído por primera vez en su adolescencia,
cuando una chica llamada Tuna se lo regaló el día en que él
cumplía dieciséis años y entró con Wilhelm en aquella
librería de Estambul. Recordaba incluso la voz del muecín
llamando a la oración desde alguna mezquita cercana.
Habían pasado casi quince años, y sin embargo el recuerdo
de aquel día en el mercado de los libros no se había
borrado.
Volvió a clavar los ojos en el cuadro que había detrás de
Ángela Lamarca. Ella sabía que le iba a llamar la atención.
—¿Te gusta? —preguntó Ángela señalando al cuadro.
—Es inquietante. No sé si me gusta. Pero me resulta…
—¿Familiar? Eso debe de ser, porque tú viviste ahí
muchos años.
Entonces a René le pareció que caía una cortina y el
cuadro mostraba su auténtica imagen. Reconoció los
minaretes de la mezquita al fondo, la silueta de los tejados,
el hueco entre las casas por donde se podía ver el Bosforo
en días claros. Fue una sacudida, como un golpe sin avisar.
—Creo que es lo mismo que veía desde mi ventana al
levantarme —dijo René—. ¿Quién lo pintó?
—Lo pintó tu madre. Lo compré en una galería de
Múnich hace mucho tiempo. Pero es una historia larga y
tenemos tiempo por delante.
No quería preguntar; no se atrevía. Se levantó
perezosamente sin apartar la mirada del cuadro.
—¿Traigo el coche? —preguntó Álvaro cuando los vio
salir.
—Sí, te esperamos en la entrada —dijo Ángela y luego se
dirigió a René—: Tenemos muchas cosas de las que hablar,
pero lo haremos mientras comemos.
A René le llamó la atención Álvaro, con sus silencios, sus
movimientos pausados y su atención a cualquier gesto de
su jefa.
—¿Es tu chófer o tu secretario? —preguntó en un
arranque espontáneo de familiaridad.
—¿Álvaro? En realidad es mi amante, pero no quiero que
lo cuentes por ahí. No lo sabe todo el mundo.
En el Club Náutico los esperaban Tomás Gutiérrez,
Leandro Davó y su esposa Paula, que trabajaban con
Ángela Lamarca.
—Tomás es un viejo amigo. Somos socios en la Editorial
Aguaclara —explicó Angela—. Editamos rarezas, además de
libros de decoración y gastronomía. El también conoció a tu
abuelo.
Tomás asintió con una sonrisa amortiguada por su barba
canosa. Leandro apretó la mano de Rene y la retuvo
durante unos segundos.
—Ángela nos ha contado algunas cosas sobre ti —dijo
Leandro.
René arrugó el ceño.
—Es que tengo mucha imaginación —lo atajó Ángela con
una carcajada.
El restaurante tenía vistas a los muelles. Algunas nubes
asomaban tras la silueta del castillo. Los cables de las
embarcaciones sonaban al chocar con los mástiles. De vez
en cuando el viento se colaba por los tubos de aluminio y se
oía un silbido estridente.
Ángela Lamarca desplegó una carpeta y comenzó a
sacar folios, cuartillas y otros papeles que no sabía dónde
colocar. Luego se quedó mirando a René.
—Como verás, aprovechamos cualquier momento para
trabajar —se disculpó Ángela—. Tomás te va a poner al
corriente de todo. En realidad él ha sido el descubridor de
Kemal para nosotros.
Tomás se quitó las gafas, se presionó con dos dedos el
tabique nasal y buscó la mirada de René.
—Bueno, a estas alturas no voy a descubrir ya nada —
dijo con voz de barítono—. Yo leí hace un año a Kemal en
francés y me pareció algo inaudito.
A finales de los ochenta, el escritor Emin Kemal había
empezado a ser conocido en gran parte de Europa por las
traducciones que algunos editores arriesgados hicieron de
su obra. Turco, nacido en 1935, depresivo, de salud
precaria, admirador de los poetas románticos franceses.
Hasta los cincuenta años no comenzó a ser reconocido
fuera de su país.
—Por mucho que te cuente —concluyó Tomás—, hasta
que no lo leas no vas a entender lo que digo. Nosotros
hemos comprado los derechos de sus primeras obras, que
son casi desconocidas. El primer libro lo publicó en una
imprenta artesanal.
—En la Feria de Frankfurt nos pusimos en contacto con
su mujer —añadió Paula—. Y, sorprendentemente, aceptó
vendernos los derechos de traducción a un precio
razonable.
Durante la comida, René fue conociendo detalles del
proyecto de edición. Sabía que las tarifas de la traducción
literaria no le iban a dar mucho dinero, pero la idea le
resultaba interesante. Cuando se levantaron de la mesa, ya
había decidido aceptar el trabajo, aunque no dijo nada.
El amanecer sorprendió a René todavía despierto. Había
empezado a leer el primer libro de Kemal y no consiguió
conciliar el sueño. Tuvo la misma sensación que la primera
vez, cuando lo leyó a los dieciséis años. Poco después de
medianoche estaba leyendo ya el segundo. Luego comenzó
el tercero y le pareció más interesante, una obra más
madura. A pesar de la flojedad y del cansancio, se resistía a
dejar la lectura. Cerró el cuarto libro poco antes del
amanecer, cuando ya estaba totalmente desvelado. Berta
cruzó fugazmente por sus pensamientos. No sabía cómo iba
a reaccionar cuando le contara todo aquello.
Aguantó en la cama hasta las nueve, para no molestar.
Encontró a Alvaro en el salón, entretenido con una revista
de viajes. René se dio cuenta de que lo estaba esperando.
Se saludaron.
—¿Todo bien? —preguntó Alvaro.
—Todo bien, excepto que no he conseguido pegar ojo.
No puedo dejar de darle vueltas a la cabeza.
—Entiendo. Si quiere pasar a la cocina, enseguida
vendrán a servirle el desayuno.
—No me hables de usted, Alvaro —le dijo Rene
incómodo—. Además, no necesito que me preparen el
desayuno. Ya me las arreglo yo.
—Son las instrucciones de doña Angela —insistió Alvaro
al tiempo que cogía el teléfono para dar el aviso.
Paula llegó enseguida, fresca, reluciente, con una
sonrisa contagiosa. Empezó a sacar cacharros para
preparar el desayuno.
—¿No has dormido bien? —preguntó Paula.
—Ni bien, ni mal: no he dormido. He leído los primeros
libros de Kemal y…
—Y te parecen inquietantes.
—Esa es la palabra. Se meten en tu cabeza como una
campana que no para de sonar.
—Eso mismo me parece a mí.
—Dime una cosa: ¿cuál es tu trabajo con Angela?
Paula dejó lo que tenía entre manos y se volvió a Rene
sonriendo. Le divertía su curiosidad.
—Pues veamos. Yo soy la que trata directamente con los
autores y con los editores que trabajan con nosotros. Hablo
con los escritores, los llamo de vez en cuando, les digo lo
buenos que son, les ofrezco mi hombro cuando no venden,
los busco cuando se esconden…
—¿Y en tu trabajo también entra hacer el desayuno a los
invitados? —preguntó René y enseguida se arrepintió.
—No, eso no entra en mis funciones. Eso lo hago porque
quiero. Bueno, y también porque Ángela no se levanta
antes del mediodía y me pidió que me hiciera cargo de ti.
—En realidad no quería decir eso —trató de justificarse
René—. Lo que quería decir es que no hace falta que te
molestes. No quiero ser un incordio.
—No lo eres. Lo hago con mucho gusto. Además, es una
forma de causarte buena impresión para que te animes a
colaborar con nosotros.
René tuvo la sensación fugaz de que aquello lo había
vivido antes. Sonrió.
—En ese caso has hecho un buen trabajo, porque acabo
de decidir que voy a traducir a Emin Kemal.
Paula dejó lo que tenía entre manos y se cruzó de brazos
con una amplia sonrisa.
—No sabes cuánto me alegro de oírte decir eso.

Cuando se bajó del taxi, Rene Kuhnheim tenía la sonrisa


de Paula en su retina, como si en vez de dos años hiciera
apenas dos minutos que la había visto. El sol asomaba
tímidamente entre las nubes de Madrid. Mantuvo la cartera
sujeta con las rodillas mientras pagaba y luego se subió el
cuello del chaquetón. El movimiento del taxi le había
provocado una enorme modorra, pero el fresco de la
mañana lo espabiló. En las ramas de los árboles de la Gran
Vía comenzaba a despuntar la primavera con timidez.
Rene permaneció un rato parado ante la fachada del
hotel Emperador. Era demasiado pronto, pero no le
apetecía dar vueltas por ahí hasta mediodía. Entró y
preguntó en recepción si había una reserva a nombre de
Derya Kemal.
—Efectivamente —respondió la recepcionista—. Ha
llamado hace menos de una hora.
Se dirigió a la cafetería. Conocía bien el hotel. Se
acomodó en un sillón, vació el contenido de la cartera,
desplegó los folios sobre la mesa y pidió un café doble. Se
distrajo con el tráfico que se veía a través de la ventana; se
escuchaba muy amortiguado el ruido de los automóviles.
Sentía el corazón alterado. La noche de insomnio
comenzaba a cobrarse su precio. Aunque hacía tres meses
que no iba por allí, reconoció al camarero. La imagen de
Derya se fue colando por los resquicios de su inconsciencia
hasta adueñarse de sus pensamientos. La vio irrumpiendo
de nuevo en su vida sin llamar, provocándole otra vez
desconcierto. La recordó entonces sentada frente a él en
aquella misma mesa. Le pareció estar escuchando ahora su
voz y viendo sus gestos serenos. Era como un círculo que
se cerraba y volvía a abrirse de nuevo.

Rene conoció a Derya en Madrid un año y medio antes.


Había hablado por teléfono con Emin Kemal y su esposa en
alguna ocasión. Cuando comenzó la traducción del primer
libro tuvo que ponerse en contacto con el escritor turco
para solucionar algunas cuestiones literarias. Fue una
relación cordial en la distancia. Derya y su esposo vivían en
Frankfurt desde hacía once años. La apuesta que Angela
Lamarca había hecho por Emin Kemal comenzaba a dar sus
frutos. Los dos primeros libros, publicados en una editorial
modesta, resultaron un descubrimiento para los críticos y
los lectores. La llegada de Emin Kemal a Madrid provocó
un pequeño revuelo. Su esposa había mostrado interés en
pasar una temporada en España. La última intervención
quirúrgica del escritor lo había sumido en una depresión.
Padecía cardiopatía isquémica. En Frankfurt le practicaron
dos baipases aortocoronarios para puentear las arterias
obstruidas. Cuando llegó a Madrid, Ángela estaba en
Bolivia y no pudo recibirlo en el aeropuerto. Le pidió a
René que hiciera los honores. Desde Alicante, Paula se
ocupó de todos los detalles para que su estancia le
resultara cómoda en la capital.
René estaba nervioso aquella tarde. Berta había
decidido pintar y no quiso acompañarlo al aeropuerto de
Barajas. Llegó con una hora de adelanto. Además, el vuelo
se retrasó. Aunque conocía a Emin Kemal por las
fotografías de prensa, tenía una gran curiosidad por verlo
en persona. Ángela Lamarca, que lo había visitado en
Frankfurt en algunas ocasiones, aseguraba que era una
persona cautivadora. Pero el Kemal que llegó a Madrid era
un hombre derrotado y enfermo. René lo reconoció
enseguida, a pesar de su rostro desmejorado y el aspecto
de anciano precoz. Tenía entonces cincuenta y cuatro años,
o eso pensaba Rene, pero parecía mayor. La diferencia de
edad con su esposa se hacía más evidente por la decrepitud
física del escritor: había adelgazado mucho en poco tiempo,
se había quedado sin pelo, tenía la cara llena de manchas y
su nariz estaba hinchada. Derya tenía entonces cuarenta y
un años. Su pelo corto y rizado le daba un aspecto juvenil.
El viaje no fue muy bueno. El escritor venía sin fuerzas.
Estaba demacrado y tenía grandes ojeras.
La luz de Madrid espabiló un poco al escritor. Derya,
sentada junto a Rene en el automóvil, señalaba los edificios
que bordeaban la M-30 y mostraba curiosidad por todo lo
que veía.
—Me han dicho que tus traducciones son magníficas —
dijo entonces Derya sin ahorrar el tuteo—. Espero aprender
el idioma para leerlas algún día.
Rene se ruborizó. La voz de Derya sonaba ronca y grave.
Se volvió un instante para mirarla y ella sonrió. Trató de
imaginar las circunstancias que la habían llevado a conocer
a Emin Kemal y a casarse con él. Las dos personalidades no
terminaban de encajar; le parecía algo artificial.
—Ya he terminado el tercer libro —le explicó Rene—.
Angela quiere publicarlo en dos meses.
—Lo sé, lo sé —dijo Derya entusiasmada—. Si Emin está
bien, lo presentaremos en Madrid.
Emin Kemal se mantenía ajeno a la conversación. René
le daba explicaciones sobre la ciudad y las costumbres del
país, pero el escritor no atendía.
—¿Estás casado? —preguntó inesperadamente Derya.
—Sí…, con una alemana.
—¿Una alemana? Curioso.
Derya hablaba con un desparpajo que a René le
provocaba sonrojo. La mujer siguió haciendo preguntas. La
miró. Tenía un perfil bonito. Vestía pantalones téjanos y
unas botas de tacón fino.
René fue contestando a cada una de sus preguntas. No
estaba acostumbrado a tratar con gente que sintiera
curiosidad por los demás. Mientras los esperaba en el
aeropuerto, supuso que Emin y su esposa serían ese tipo de
personas que sólo hablaban de ellos mismos.
—En realidad, yo conozco poco este país aunque nací en
Alicante. Me fui a los tres años a Estambul y luego sólo
volví en los veranos.
—Espero que tengamos tiempo para que me cuentes
todo eso.
—¿Se encuentra bien, maestro? —preguntó René,
preocupado por el aspecto de Emin Kemal.
—Cansado, amigo, sólo un poco cansado —respondió el
escritor.
Derya se desenvolvía en el Emperador como si hubiera
pasado su vida de hotel en hotel. Enseguida dio
instrucciones sobre las llamadas que debían pasarle y otras
cuestiones que tenían que ver con el descanso de su
marido. Dedicó quince minutos a organizado todo.
—¿Cenarás con nosotros? —dijo Derya afirmando más
que preguntando—. Nos gustaría que trajeras a tu mujer.
—Estará encantada —respondió René sin estar seguro
de que fuera así.
Berta y Emin Kemal, sin embargo, congeniaron
enseguida. Cuando el escritor supo que ella era pintora, se
mostró interesado por su trabajo. Su apatía desapareció y
se transformó en otra persona. Incluso tenía ganas de
bromear. Se convirtió en el anfitrión de la cena, y Derya
pasó voluntariamente a un segundo plano. Estaba
encantada de ver a su marido tan animado. Los ojos le
brillaban al escucharlo. Lo seguía con la mirada, pendiente
de cada detalle: que no le faltara el agua, que la servilleta
estuviera en su sitio, que la comida tuviera la temperatura
adecuada. La cena se alargó hasta que en el restaurante
sólo quedaron ellos y los camareros.
—Tenemos que seguir celebrando este encuentro —dijo
Kemal haciendo un gesto a su mujer para que le ayudara a
levantarse—. Vayamos a otra parte donde no nos echen.
Derya se levantó y le ayudó a incorporarse.
—Es muy tarde, y nuestros amigos sin duda estarán
cansados. Tú también debes de estar muy cansado.
—Me siento como si tuviera veinte años —replicó el
escritor.
Emin Kemal miró entonces a su alrededor como si
acabara de darse cuenta en ese instante del lugar en que
se encontraba. De repente su ánimo se vino abajo. Derya
sabía bien lo que le estaba sucediendo.
—Hagamos una cosa —dijo la mujer del escritor—.
Demos un paseo por esta avenida tan bonita. Te vendrá
bien caminar.
—Lo que tú digas —respondió derrotado Emin Kemal.
Salieron a la Gran Vía. El escritor revivió con el aire de
la noche. Se agarró del brazo de Berta y caminaron muy
despacio, seguidos de cerca por René y Derya.
—El corazón de Emin no está bien, ya lo sabes: lo han
operado en dos ocasiones. Pero lo peor de todo es esta
tristeza que lo invade de pronto y lo saca del mundo.
—¿Es depresivo?
—No me gusta esa palabra. Yo prefiero decir que es una
persona melancólica. Siempre lo fue. Ha sufrido mucho. Es
muy sensible y su vida no ha sido fácil, créeme.
Cuando regresaron al hotel, Emin Kemal parecía
verdaderamente cansado. Respiraba con dificultad y el
color de su rostro volvía a recordar al que tenía en el
aeropuerto. Derya, por el contrario, estaba pletórica.
Esa noche, René apenas pudo conciliar el sueño. Berta
dormía a su lado profundamente. En el duermevela
mezclaba imágenes de Derya, de Kemal, frases fugaces de
conversaciones. Le habría gustado encender la luz de la
mesilla, incorporarse en la cama y charlar con Berta; pero
sabía que si la despertaba no se lo perdonaría. Se levantó
mucho antes del amanecer, encendió el Macintosh y en
menos de una hora terminó un cuento en el que llevaba
trabajando desde hacía una semana. Apagó el cigarrillo y
se sintió satisfecho. Recorrió la casa a oscuras y salió a la
terraza para respirar aire fresco. Finalmente se duchó y se
vistió como si fuera a trabajar. Pero Rene no tenía trabajo.
Había terminado la traducción de Emin Kemal y estaba
desocupado de nuevo. Pensó en Derya, y su imagen lo
reconfortó. Miró la hora. Demasiado temprano para
telefonear al maestro y a su esposa. Decidió coger al azar
un libro de las estanterías y sentarse a leer sin prisas. Poco
a poco se fue quedando dormido. Sonó el teléfono y Rene lo
descolgó, sobresaltado, antes del segundo tono. Era Derya.
Faltaban pocos minutos para las once.
—Me alegro de encontrarte en casa —dijo la mujer—.
¿Qué tal habéis dormido?
—Berta sigue en la cama. En realidad yo no he podido
pegar ojo.
—A mí me pasó lo mismo. Los cambios me alteran.
Se citaron una hora más tarde. Derya quería visitar una
inmobiliaria para alquilar un apartamento y le pidió a René
que la acompañara. Tomaron un café en el hotel y luego
salieron a la calle. Estaba entusiasmada con la ciudad.
Pretendía quedarse una temporada allí hasta que Emin
Kemal se recuperase de la última operación.
Derya estaba interesada por todo lo que René pudiera
contarle. Hacía una pregunta y luego lo dejaba hablar, sin
interrumpirlo. René le confesó la angustia que le producía
vivir del dinero de los padres de Berta.
—Pero tú eres traductor. Ese es un trabajo muy
interesante.
—La traducción no da ni para los gastos del ascensor —
le confesó muy desanimado—. A mí me gustaría colaborar
en algún periódico, hacer crítica literaria, escribir… Tengo
un puñado de relatos que espero publicar algún día.
—Pero eso es fantástico…
Enseguida se arrepintió de habérselo contado. Estaba a
punto de cumplir treinta años y lo único que había
conseguido terminar era una novela que nadie quiso editar
y unos cuantos relatos que todavía no llegaban a formar un
libro. Pero Derya siguió haciendo preguntas. Luego quiso
saber cosas de su infancia, de su etapa en Estambul, de su
familia. Rene le habló de cosas que ya creía olvidadas, de
sus vacaciones en Alicante, de las salidas con el abuelo a
pescar, de los recuerdos lejanos de la abuela Arlette, de un
paraíso que ya no existía. Derya se detuvo. Tenía la mirada
de una niña traviesa a punto de cometer una fechoría. Rene
percibió el olor de su perfume. Por primera vez, la forma en
que lo miraba lo turbó. Ella no decía nada, sólo lo
observaba en silencio.
—¿He dicho algo raro? —preguntó Rene.
—No, al contrario. Quizás sea mejor dejar que pase el
tiempo.
—¿Para qué?
—Quiero conocer esa ciudad de tu infancia, aunque
dices que ya no existe —comenzó a caminar y de pronto se
detuvo para esperar a René, que se había quedado atrás—.
También me gustaría leer ese puñado de cuentos que has
escrito. ¿Me los dejarás?
René no fue capaz de responder.
El viaje a Alicante, pocas semanas después, estuvo lleno
de descubrimientos para el escritor y su esposa. La luz y el
color intenso del mar le arrancaron a Kemal amargas
lágrimas de melancolía. Hacía más de diez años que no veía
el Bosforo, y aquel azul matizado por un sol que cambiaba a
lo largo del día le sirvió para mitigar su añoranza. El caos
de algunas calles, el tráfico endiablado y el ambiente del
mercado callejero le recordaban su ciudad. Angela
Lamarca fue una buena anfitriona, con ayuda de Paula. Les
enseñaron los barrios más populares. Paula y Leandro los
invitaron a su casa, en la plaza de Manila. Las calles
estrechas, el bullicio y los olores consiguieron que el
escritor se sintiera como en casa después de más de una
década fuera. Derya entendió enseguida que aquél era el
sitio ideal para el escritor. Volvió a Madrid entusiasmada,
con prisas por contarle a René todo lo que había visto. Pero
él ya lo sabía.
Se citaron en la cafetería del hotel Emperador. Derya
quería entregarle el manuscrito del último libro de Kemal.
Tenía mucho interés en conocer la opinión de René.
—Ni siquiera se ha publicado en turco —le explicó Derya
—. Me gustaría que saliera de forma simultánea en varios
idiomas, pero Emin no está convencido del resultado. Se ha
vuelto desconfiado y tiene dudas continuamente sobre su
trabajo. Quiero que lo leas y me digas qué te parece.
René lo miró y lo guardó con cuidado. Se titulaba La
Luna Roja. Luego hablaron sobre el viaje a Alicante. Derya
sacó un puñado de folios sin encuadernar y se los dio a
René. Enseguida reconoció los relatos que le había dejado
pocas semanas antes.
—Los he leído dos veces —dijo Derya en un tono que no
reflejaba entusiasmo ni apatía.
—Son buenos —dijo entonces sonriendo—, realmente
buenos.
—¿Hablas en serio?
—Por supuesto. No te quepa duda. Deberías añadir
alguno más y mandarlos a una editorial.
René le cogió la mano y apretó. Fue un impulso que no
quiso controlar. Se contuvo, sin embargo, en su entusiasmo.
Sabía las dificultades que encontraría para publicar un
libro de cuentos, pero no quería empañar aquel momento
de efímera dicha. Se mordió el labio y miró a Derya sin
dejar de sonreír.
Se besaron por primera vez unos minutos más tarde.
René la acompañó hasta la puerta del ascensor con los dos
manuscritos en su portafolios. Mientras esperaban, le dio
las gracias por haber leído los cuentos. La sonrisa de Derya
le pareció bonita. Se dieron dos besos para despedirse y,
sin querer, se rozaron la comisura de los labios. Rene
mantuvo su mejilla pegada a la de ella. Derya tampoco la
retiró. Se rozaron los labios suavemente y ella los abrió
apenas. La puerta del ascensor permanecía abierta, como
si los invitara a pasar a otro mundo. Le cogió la mano y ella
se dejó llevar. Tiró de Derya y entraron en el ascensor.
Pulsó un botón al azar, la novena planta. Se besaron
largamente, sin abrazarse, como si fuera un juego. Rene
fue sintiendo cómo aumentaba su excitación y la de Derya.
Entrelazaron sus manos y finalmente él la apretó contra su
cuerpo. El ascensor se detuvo y se abrieron las puertas.
Derya hizo una ligera presión con el brazo contra Rene y lo
apartó. Respiró profundamente, lo miró, se pasó las manos
por la cara y pulsó el botón de la quinta planta. Rene, sin
atreverse a decir nada, la observaba a través del espejo. Su
corazón estaba acelerado. Derya miraba hacia el frente
como si delante tuviera un horizonte infinito. Sonó un
timbre seco y breve, y el ascensor se detuvo por segunda
vez.
—Me quedo aquí —dijo ella con la mayor naturalidad.
René quería ganar tiempo. No sabía qué decir. Quiso
retenerla, pero Derya se zafó. Al salir del ascensor, sin
mirarlo, le dijo:
—Llámame mañana.
El asintió con un gesto, sin pronunciar una sola palabra.
Cuando llegó a casa, aún seguía pensando en la escena
del ascensor del hotel. Estaba excitado, muy excitado.
Berta no había llegado aún. Encendió el televisor para
engañar la soledad y salió a la terraza. Sentía que había
traspasado un límite peligroso sin que estuviera en sus
planes. Entró alterado en el estudio y se sentó ante la mesa
de trabajo. El sonido del televisor, que llegaba desde el
salón, lo mantenía cercano a la realidad. Abrió el
portafolios y sacó el manuscrito de La Luna Roja. Comenzó
a leer, pero tenía dificultades para concentrarse. Se
levantó, abrió una cerveza y volvió al estudio. Siguió
leyendo. Estuvo más de dos horas luchando con aquel texto
que le resultaba hermético e ininteligible. Se acostó sin
sueño.
Escuchó la llave en la puerta de casa a mitad de la
noche. Siguió con el oído los pasos rutinarios de Berta. La
oyó cepillarse los dientes en el baño. Vio su silueta
desnudándose junto a la cama. Notó su cuerpo frío que se
colaba entre las sábanas. El contacto de su piel desnuda lo
excitó. La abrazó por detrás y pegó su pecho a la espalda
de ella. Berta lo dejó hacer. Le acarició los pezones. Se
removió como una leona perezosa cuando sintió la mano de
Rene en el pubis.
—Ahora no —dijo Berta con voz ronca—. Es muy tarde.
René retiró despacio la mano del cuerpo de Berta. Su
piel era muy fina. Se preguntó cómo sería la piel de Derya.
Luego trató de imaginarla en la cama, junto a Emin Kemal.
Era probable que estuviera arrepentida de aquel beso en el
ascensor, o furiosa de haberse dejado engatusar por un
hombre diez años menor que ella.
Se despertó con la misma excitación con la que se había
dormido. Berta respiraba profundamente a su lado. René
sabía que no abriría los ojos hasta pasado el mediodía.
Mientras se duchaba, trató de aclarar sus ideas. Luego
desayunó a la vez que leía el manuscrito de Emin Kemal.
No le encontraba sentido a nada: le parecía una sucesión
de imágenes sin conexión donde se mezclaba sueño y
realidad. Leyó la mitad del manuscrito y lo guardó en su
portafolios. No tenía nada que hacer aquel día. Estaba
alterado y no quería ponerse a trabajar en un nuevo relato.
Dio vueltas alrededor de la mesa de trabajo sin conseguir
concentrarse. Las horas pasaban despacio. Se puso las
doce del mediodía como límite para llamar a Derya, pero a
las once no pudo controlar más su ansiedad. Marcó el
número del hotel Emperador y pidió que le pasaran con su
habitación. Derya tardó en responder.
—Soy René —dijo nervioso.
—¿Qué tal, René? —su tono era el de siempre—. No has
madrugado hoy, por lo que veo.
—En realidad me levanté hace horas. Estuve leyendo el
manuscrito de Emin.
Hubo un silencio prolongado. Finalmente la voz de la
mujer volvió a sonar al otro lado de la línea.
—¿Tienes algo que hacer esta mañana? —preguntó
Derya.
—La verdad es que no.
—Entonces quiero que reserves una habitación en el
hotel y que me esperes allí dentro de dos horas.
—¿En tu hotel?
—Sí. Pídela en la novena planta, y no te retrases.
René oyó un pitido intermitente y tardó en comprender
que Derya había colgado el teléfono. El ambiente del
estudio le resultaba asfixiante. Marcó de nuevo el número
del hotel y reservó una habitación en la planta novena. Dejó
una nota en el baño para Berta y salió de casa como si lo
persiguieran.
La habitación era grande, con vistas a la Gran Vía. Se
inscribió en recepción y subió sin equipaje. Aún faltaba una
hora. Se tumbó en la cama y trató de relajarse. A la una
menos cinco, llamaron a la puerta. Abrió con precaución.
Era Derya. Lo saludó con dos besos y se sentó en la cama.
Traía un paquete envuelto en papel de regalo. Lo puso a su
lado y le pidió a René que se sentara.
—Ayer me dijiste que tu cumpleaños será dentro de unos
días.
—La semana que viene —dijo René.
Derya le alcanzó el paquete y le pidió que lo abriera. Era
una cartera grande de piel. René la miró sin saber qué
decir.
—No quiero que vuelvas a utilizar ese portafolios
mugriento que llevas a todas partes como si fuera un tesoro
—dijo Derya con firmeza—. Los manuscritos de Kemal y los
tuyos merecen un lugar más digno.
Rene le sonrió todavía nervioso. Le dio las gracias y se
sentó a su lado en la cama. Suponía que era lo que ella
esperaba de él, pero no estaba seguro. La besó ligeramente
en los labios hasta que Derya lo apartó y se puso en pie.
—¿Follaste anoche con tu mujer? —le dijo con la misma
naturalidad que si le preguntara qué había desayunado.
—No, anoche no tocaba —contestó René con una sonrisa
forzada—. Y tú: ¿follaste con tu marido?
—Eso a ti no te importa —respondió sin perder la
compostura.
Derya se quitó las botas y los pantalones. Luego siguió
desnudándose muy despacio, sin apartar la mirada de los
ojos de René.
—Has leído, entonces, el manuscrito de Emin.
—La mitad.
—¿Y qué te parece? ¿No es lo mejor que has leído de él?
Derya estaba desnuda frente a René. Tenía la piel muy
blanca y los pechos pequeños y redondos, de pezones
puntiagudos.
—No sabría decir… Necesito terminarlo.
—Pues termina —dijo ella.
Le cogió la mano a René y la llevó hasta la línea del
pubis. René la acarició. Derya se metió en la cama y esperó
pacientemente a que él se desnudara. Hubo un instante de
titubeo antes de abrazarse.
—¿Qué es lo que no te ha gustado del manuscrito? —
preguntó Derya mientras montaba a René a horcajadas.
—Yo no he dicho que no me gustara —protestó mientras
ella comenzaba a balancearse.
—Por el tono, no me pareció que estuvieras muy
entusiasmado.
Rene la cogió por las caderas y trató de concentrarse en
lo que estaba haciendo. Derya comenzó a respirar hondo y
a moverse más deprisa.
—Es un libro distinto —se justificó Rene—. Es sólo eso.
Derya le llevó las manos a los pechos y le mostró cómo
debía acariciarlos. El trató de besarla, pero ella lo rechazó.
Rene intentaba contenerse, pero estaba muy excitado.
—No pares, caballito —dijo Derya—. Lo estás haciendo
muy bien.
Rene siguió moviéndose al ritmo de Derya. Apretó los
dientes tratando de retrasar el orgasmo, pero no podía. Se
dejó ir. Ella lo besó y le susurró algo al oído:
—Eres un purasangre.
Permanecieron sin hablar, mirándose como si estuvieran
a mucha distancia. Luego Derya dejó caer el peso de su
cuerpo sobre él y escondió la cara entre el hombro y la
cabeza de René. El la rodeó con los brazos, le acarició la
espalda y aspiró el olor de su cabello con fuerza.
—¿Cuándo empezarás a traducir La Luna Roja? —
preguntó Derya después de un prolongado silencio.
—Esta noche termino de leerlo y mañana comienzo con
la traducción.
—Así me gusta que hables, caballito.
Mientras ella se vestía, René se recreó contemplándola.
Le parecía una mujer hermosa.
—¿Te esperan en casa? —preguntó Derya. René se
encogió de hombros e hizo un gesto negativo—. Entonces
quédate aquí. Voy a asegurarme de que Emin ha comido
bien y enseguida vuelvo. He mandado que nos suban el
almuerzo a la habitación.
Cogió el bolso y se dirigió a la puerta. Antes de abrirla
se volvió y dijo:
—La habitación está pagada una semana. Para entonces
Emin y yo nos iremos a Alicante y nos quedaremos un
tiempo allí. Paula nos ha conseguido un apartamento, y
Emin está encantado.
Cuando salió de la habitación, su voz y su presencia
seguían flotando en el aire.

Derya arrojó el periódico sobre la mesa de la cafetería, y


Rene se despertó sobresaltado. Se había quedado dormido
a pesar del estrépito de la cafetera y los golpes de los
platos sobre el mármol. Imposible saber cuánto tiempo
llevaba durmiendo.
—¿No has descansado esta noche, caballito?
—No he dormido.
—Eso tiene fácil solución.
Derya viajaba con una pequeña maleta y un bolso.
Reconoció sobre la mesa la cartera que ella misma le había
regalado a Rene un año antes.
—¿Esa es la traducción? —preguntó muy interesada—.
Me gustaría echarle un vistazo.
Cogió a Rene por la mano y tiró de él. Subieron a la
planta novena.
—Pensé que nunca acabarías de traducirlo —le reprochó
Derya al entrar en el ascensor—. Has batido todos los
récords, caballito.
—Ya te lo he explicado muchas veces —se disculpó—. No
creí que resultara tan difícil.
René se sentía en aquella habitación como si fuera su
casa. Se tumbó en la cama y siguió los movimientos de
Derya a través del espejo.
—Te he traído un regalo que te va a gustar —dijo ella
mientras se desnudaba y se metía bajo la ducha.
René esperó pacientemente. Poco a poco fue
olvidándose del cansancio. Derya salió envuelta en un
albornoz.
—¿Prefieres dormir ahora o más tarde? —preguntó
mientras se secaba el cabello con una toalla.
—Ya no tengo sueño.
—Entonces, desnúdate.
Terminaron pronto. René se sintió torpe. Ella metió,
como siempre, la cabeza entre el hombro y la cabeza de él
y se dejó acariciar. De repente se incorporó como si su
pensamiento estuviera en otra cosa. Se levantó y buscó la
traducción de La Luna Roja en la cartera de René. Volvió a
la cama y comenzó a pasar los folios con interés. Los dejó
sobre la mesilla y dijo:
—¿No vas a preguntarme por tu regalo?
—¿Un nuevo libro de Kemal?
—Te equivocas. Un libro de René Kuhnheim. He
encontrado un editor para tus relatos.
Se incorporó y cogió a Derya por la barbilla.
—¿Un editor?
—Te dije que los relatos eran buenos. No confías en mí,
por lo que veo. Además, Emin los ha leído y te va a escribir
un prólogo. Eso te puede ayudar.
—¿Quién lo va a publicar?
—Aguaclara. Tomás Gutiérrez los ha leído y le gustan.
No entiende cómo no le hablaste antes de esos cuentos. Sin
embargo…
—¿Sin embargo?
—Tienes que escribir tres o cuatro más. El piensa lo
mismo que yo.
René le puso las manos en los hombros y empezó a
besarle el cuello. No podía controlar su entusiasmo. Derya
fingió que le molestaba y se incorporó. Cambió de tema y
comenzó a hablarle de sus planes.
—Nos vamos a Frankfurt la semana que viene. Emin
está mejor. Cada día lo veo más animado. Tenemos la casa
llena de gente todos los días. Ha engordado, pasea a diario
y ha hecho amigos. Paula se ocupa de que no le falte nada.
Creo que es buen momento para hacer una gira de
promoción. Paula viene con nosotros. Volvemos a finales de
mayo para la Feria del Libro de Madrid. Mientras tanto,
deberías ir pensando en encauzar un poco tu vida. Ya estás
viendo que no es tan difícil. Podrías venir después a
Alicante a pasar una temporada.
—Berta no querrá —dijo René.
—Para entonces ya te habrás separado de ella. Estáis
tocando fondo.
René trató de disimular la rabia. Sabía que Derya tenía
razón, pero no le gustaba oírlo de sus labios. Quiso pagarle
con la misma moneda.
—Dime una cosa: ¿dejarías a tu marido por mí?
—Mientras esté vivo y me necesite, por supuesto que no
—contestó Derya sin pensarlo mucho—. Pero cuando
muera, tú eres el primer candidato. A no ser que no puedas
esperar y decidas matarlo.
A René le desconcertaban aquellas ocurrencias
frecuentes. A veces no era capaz de distinguir cuándo
hablaba en serio o cuándo bromeaba.
—Dime que vendrás a Alicante, caballito —le pidió en un
tono infantil—. Al menos dime que lo pensarás.
La espera hasta finales de mayo se le hizo larga. René
comenzó un relato para incluirlo en el libro de cuentos.
Tuvo que empezarlo varias veces. Le costaba trabajo
arrancar. La Luna Roja ya estaba en imprenta. Angela
Lamarca lo llamaba con frecuencia. El libro se había
demorado demasiado. También estaba desconcertada
después de leer la traducción. Se interesó por los cuentos
de René y trató de animarlo para continuar escribiendo.
Pero cada vez que se sentaba delante del ordenador, sentía
la misma presión que le impedía escribir más de un par de
frases. Berta vivía ajena a las tribulaciones de su marido.
Dormía por las mañanas, pintaba por las tardes y salía toda
la noche. Hacía tiempo que René había dejado de
acompañarla.
A finales de mayo, como estaba previsto, Emin Kemal
hizo escala en Madrid para presentar La Luna Roja en la
Feria del Libro. Se instaló en el hotel Emperador, y Derya
reservó una habitación en la novena planta a nombre de
Rene Kuhnheim. Angela vino también a Madrid. Poco a
poco fue disipando sus dudas sobre el libro de Kemal.
Confiaba en la fidelidad de sus lectores españoles.
Cuando por fin Derya y Rene pudieron verse en la
habitación de la novena planta, ella le entregó cuatro folios
escritos a mano en turco.
—Lo que te prometí: el prólogo para tu libro.
Rene la miró muy serio. Estaba tenso. Los cogió con
desgana. Derya se sintió desconcertada.
—¿Qué te pasa? —preguntó sin entender el
comportamiento de René—. ¿Hay algo que tengas que
contarme?
—Sí… Es sobre los relatos.
Ella sonrió, le tapó los labios y le impidió seguir
hablando. Parecía aliviada por la respuesta.
—No me digas nada: no has terminado de escribirlos.
—No exactamente. En realidad no he sido capaz de
empezar. Aún no he escrito nada.
—Me has asustado, ¿sabes? Pensé que me ibas a decir
que no querías saber nada de mí. Pero si es sólo eso no
tienes que preocuparte.
—Pues estoy preocupado. Lo intento, pero no sé qué me
pasa. No me siento cómodo.
—Sólo es un bloqueo —Derya lo besó—. Tú vales más de
lo que crees, caballito. Ahora falta que también tú sepas lo
que vales. ¿Serás bueno y me harás caso a partir de ahora?
—empezó a desnudarlo. René se dejó.
—¿A qué te refieres?
—Ven a Alicante por un tiempo. A tu mujer también le
vendrá bien tenerte lejos hasta que sepa lo que quiere
hacer con su vida.
Al volver a casa, Berta no estaba. Encendió el ordenador
y abrió un documento nuevo. Escribió una frase y la borró.
Cogió un folio impreso y probó a escribirla en el reverso:
«Desde el último piso del edificio de la calle Goya, el cielo
de Madrid al amanecer se veía como una plancha plomiza
que fuera a caer sobre las terrazas y los tejados aún
adormecidos de la ciudad». Sonó el teléfono y se apresuró a
responder. Era la voz de un hombre que preguntaba por
Berta. No sabía dónde podía estar. Se lo dijo con desgana y
colgó. Marcó el número del hotel Emperador y le pasaron
con la habitación de Derya.
—De acuerdo —dijo Rene sin preámbulos—. Iré a pasar
una temporada a Alicante.
René Kuhnheim llegó a la ciudad en junio de 1990.
Derya había alquilado un apartamento para él en la calle
O’Donnell. Aceptó a regañadientes, pero en realidad no
quería tocar el dinero de su mujer. Comenzó a escribir
desde la primera noche en que llegó a Alicante. Ella
procuró no interrumpirlo. Lo llamaba cada tarde para saber
cómo iba todo. Una semana después, René visitó a Emin
Kemal en su casa de la plaza de Manila. Era el tercer piso
de un edificio de los años cincuenta. En el apartamento
reinaba el desorden: la casa estaba llena de libros y de
gente que entraba y salía a cualquier hora. Kemal recibía a
las visitas en su estudio y pasaba horas hablando sobre
temas peregrinos. A veces caía en inesperados silencios
que parecían alejarlo del mundo.
René se presentó en la casa del escritor con un cuento
extenso que traía en su cartera de piel. Se lo ofreció a
Derya para que le diera su opinión. Pasó la tarde hablando
de libros con Emin Kemal y algunos invitados. Derya
entraba de vez en cuando para servir té, recoger los vasos
y ofrecer bebida. René comenzó a percibir que el gesto de
la mujer era cada vez más serio. En una ocasión se
cruzaron las miradas y le pareció ver rabia en sus ojos.
Buscó una excusa para salir del estudio mientras los demás
seguían charlando. Encontró a Derya en la cocina,
concentrada en la lectura del cuento.
—¿Estás enfadada? —le preguntó Rene.
Derya le arrojó los folios a la cara y cayeron al suelo
desordenados.
—¿Te has vuelto loco?
—¿No te gusta el cuento? —dijo Rene sin entender nada.
—Esto que has escrito es una mierda —le reprochó
levantando la voz—. ¿Cómo se te ocurre escribir esta
historia? ¿Acaso crees que por cambiar los nombres de los
protagonistas no van a reconocernos? Supongo que para ti
será muy divertido contar cómo te tiras a una mujer diez
años mayor que tú. Pero a mí no me divierte, René. En
absoluto.
Levantó las manos en un gesto de hastío y salió de la
cocina. René comenzó a coger los folios y a ordenarlos
sobre la mesa. Le temblaban las manos. A pesar de todo, no
entendía la reacción de Derya: aquello era literatura. Volvió
al estudio para despedirse y salió de la casa avergonzado.
En el descansillo del segundo piso escuchó la voz de Derya
que lo llamaba. La esperó.
—¿Qué te pasa, caballito? —dijo en tono conciliador,
acercándose a él—. ¿Por qué haces esto?
—No pretendía ofenderte. Me pareció que era una
historia con fuerza. Lo importante es que el cuento sea
bueno.
—No, eso no es lo importante.
Se abrió la puerta de una de las viviendas y la vecina
asomó el hocico como un hurón. Enseguida volvió a cerrar.
—Destruye ese cuento —le pidió Derya—. Y vuelve
mañana. A Emin le vienen muy bien tus visitas.
René Kuhnheim regresó al día siguiente y siguió
viniendo todas las tardes a charlar con el escritor y sus
invitados. Algunas mañanas Derya iba a su apartamento de
la calle O’Donnell y se metía con él en la cama. A mitad del
verano, le dio a leer cuatro relatos nuevos. Los había
escrito sin demasiado esfuerzo, a horas intempestivas,
después de hablar con Berta por teléfono, después de cenar
en casa de Angela Lamarca, después de acostarse con
Derya.
En agosto, René volvió a Madrid para pasar unos días
con su mujer. Ya no tenían nada que decirse. Sólo había
hastío y tedio en su relación. Se sentían como desconocidos
uno frente al otro. A pesar de todo, René le contó sus
proyectos literarios y ella fingió interés. A su vuelta a
Alicante, tuvo una sensación de alivio. En septiembre, sus
relatos entraron en imprenta, maquetados por Leandro
Davó. El día en que llegaron los libros al almacén de la
editorial y René tocó el primer ejemplar fue algo místico.
Lo abrió, olió la tinta, lo miró desde todos los ángulos.
Esperó a llegar a casa para escribir dos dedicatorias: una
para Kemal y otra para Derya. Aquella mañana se presentó
en casa del escritor con los dos libros. Derya estaba sola.
Le puso el libro entre las manos, abierto por la dedicatoria:
«Para Derya, desvelo de mis noches y causa de mi locura,
con el ardiente deseo de un amante que la busca entre las
sombras de la melancolía». Ella estaba entusiasmada. Lo
atrajo hacia sí y se dejó abrazar. René comenzó a
desnudarla hasta que ella lo detuvo.
—Aquí no. Emin puede venir en cualquier momento.
Sonó la puerta de la entrada. El escritor saludó desde el
pasillo, mientras dejaba la gorra y el bastón en el recibidor.
—Tenemos que celebrarlo —susurró René.
—Esta noche te haré una visita.
Aquella misma noche, tumbados en la cama de René,
desnudos, Derya dijo algo que sonó como una detonación
que rompía el silencio:
—¿Te atreverías a matar a Emin?
—No, claro que no. ¿Cómo se te ocurre pensar algo así?
—la tenía con el brazo rodeando su cuello y apenas pudo
volver la cabeza para mirarla—. ¿Por qué iba a hacer una
cosa semejante?
—Emin está enfermo. En realidad lo está desde hace
años —miró a Rene y estudió su reacción—. Tú no lo
conoces como yo. Morirá cualquier día, sin avisar. Será
terrible. A veces pienso que lo mejor para él sería ayudarlo
a morir.
—No hablas en serio.
—Hablo muy en serio. Si tú quisieras, todas las noches
podrían ser como ésta. Yo puedo ayudarte en tu carrera.
Conozco a mucha gente. Emin está más cerca de la muerte
que de la vida. La locura y los remordimientos son una
forma terrible de morir. Y a veces muy lenta.
René se incorporó como si acabaran de abrir las puertas
del infierno y lo invitaran a echar una ojeada. Se sentó en
el borde de la cama.
—No puedo creer lo que estás diciendo —protestó René
después de un largo silencio.
Entró en el cuarto de baño, se echó agua en la cara y se
miró en el espejo durante un largo rato. ¿Matar a Kemal?
Le parecía un disparate. Al salir del baño, Derya se estaba
vistiendo.
—¿Te vas?
—Si, Emin me necesita.
—Dijiste que Paula estaba con él.
Se marchó dejando un vacío tras su despedida
silenciosa. René pensó que lo mejor era que pasara el
tiempo. Necesitaba liberarse de aquellos lazos que cada vez
eran más poderosos.
Poco antes de Navidad telefoneó a Derya para contarle
que pensaba estar unos días con Berta en Madrid. Ella se
indignó. Lo llamó inmaduro y le hizo reproches que René
no alcanzaba a entender. Hablaba como una amante
despechada. Fue dura con él. Era la primera vez que Derya
perdía el control. Aquello lo hizo reflexionar. Necesitaba
poner distancia por medio durante un tiempo. Además,
Berta merecía una explicación sobre lo que estaba pasando.
Su regreso a Madrid fue descorazonador. Berta le
resultaba ya una desconocida.
—Has venido a pedirme el divorcio. ¿No es así? —le
preguntó en cuanto René se instaló en casa.
—En cualquier caso eso es algo que tendremos que
pensar. He venido a hablar.
Pero estuvieron algunos días sin hablar de su futuro. Por
un momento él tuvo la vaga ilusión de que las cosas podían
ser como al principio. Recorrieron juntos las librerías de
Madrid. René estaba orgulloso de su libro, hasta que
descubrió que la gente arrancaba el prólogo de Emin
Kemal y dejaba el libro en las estanterías.
Telefoneó en varias ocasiones a Derya, pero no
consiguió encontrarla en casa. Emin Kemal aprovechaba
aquellas llamadas para desahogar sus penas con él. Parecía
preocupado y decaído. René se interesó por sus problemas,
pero el maestro parecía un niño enfurruñado.
—No sé qué hacer, René, amigo —le confesó finalmente
—. Me gustaría que estuvieras aquí para hablar de hombre
a hombre. ¿Cuándo vuelves?
—¿Qué pasa, maestro? ¿Qué es lo que le preocupa?
Emin Kemal guardó silencio durante unos segundos que
se hicieron interminables.
—Creo que Derya tiene un amante.
René agradeció no tener delante al escritor. Le ardían la
cara y las orejas. Las manos empezaron a sudarle. Temía,
incluso, que su voz lo delatara.
—Eso es imposible —le dijo con la voz entrecortada—.
¿Cómo puede pensar eso? Jamás conocí a una persona tan
enamorada como ella.
—No te confundas, amigo —insistió Kemal—. Lo que tú
llamas amor no es más que cariño.
—Eso son figuraciones suyas —dijo Rene.
Unos días después sonó el teléfono y escuchó la voz de
Angela Lamarca con una seriedad que lo estremeció:
—Supongo que todavía no te has enterado —dijo con
tono afectado—. Te llamo porque quiero que lo sepas antes
de volver.
—No sé nada, Ángela. ¿Qué pasa?
—Emin Kemal ha perdido la cabeza. Sorprendió a Derya
con otra mujer en la cama y le dio una paliza. Luego
destrozó la habitación. Ella está en el hospital. O mejor
dicho, estaba. Me han llamado para contarme que ha
desaparecido.
—¿Y quién es esa mujer que estaba con ella?
René se apresuró a preparar la maleta. Estaba alterado,
confuso. De repente se detuvo y se sujetó la cabeza con las
dos manos, como si tuviera miedo de que se le cayera de su
sitio. Berta entró alarmada por los ruidos de los armarios y
de los cajones.
—¿Qué te pasa?
—Me tengo que ir, Berta. Tengo que volver a Alicante.
—¿Así, de repente?
—Emin Kemal le ha dado una paliza a Derya. La
encontró en la cama con una mujer y enloqueció.
—¿Con una mujer?
—Sí, con Paula: la esposa de Leandro Davó.
—No sé de quién me hablas.
Toda aquella historia le resultaba ajena. René cerró su
bolsa y se puso el chaquetón.
—Si te vas ahora, no quiero que vuelvas más —dijo
Berta. René tenía su pensamiento en otro lugar—. ¿Me has
oído? —insistió.
—Perfectamente.

Mientras esperaba el autobús para ir a la plaza de


Manila, recordó a su madre. De pronto vio la silueta a
contraluz frente a la ventana de su casa de Estambul. Lo
asaltó una inmensa amargura, un remordimiento mezclado
de nostalgia, una pena muy honda. Cuando se sentó en la
última fila del vehículo, se cubrió la cara con las manos.
Tenía ganas de llorar, pero no podía. Miró por la ventanilla
las caras de la gente que caminaba por la acera. Sintió una
vez más la sensación de desarraigo que lo había
acompañado toda su vida. Levantó la vista hacia lo alto de
los edificios y creyó ver los minaretes de una mezquita,
escuchar la llamada a la oración y los pasos de su madre
caminando con los pies desnudos sobre la tarima vieja del
pasillo.
3.
Murat Kemal murió de repente, como siempre había dicho
que deseaba morir. Una mañana se levantó, se puso las
pantuflas, se calentó en el brasero, se aseó y cuando se
miraba en el espejo cayó fulminado por un fuerte dolor de
cabeza que le produjo la muerte. Su hijo de dieciséis años
lo encontró en el suelo media hora después. Murat tenía las
gafas puestas, a pesar de la caída, y sostenía un peine
mellado en la mano izquierda. Cuando descubrió el cadáver
de su padre, Emin Kemal se quedó paralizado, incapaz de
reaccionar ante el pasmo que le produjo la visión de la
muerte. A su regreso del mercado, su madre lo encontró en
cuclillas junto al cuerpo sin vida de su esposo Murat. Dos
días después, al regreso del cementerio, Emin Kemal
comenzó a sufrir terribles dolores de cabeza que lo
acompañarían durante el resto de su vida.
La señora Kemal tenía treinta y dos años cuando
enviudó de Murat. Se había casado a los quince con un
hombre al que quiso, pero que tenía treinta años más que
ella. Se conocieron en Ankara, donde su padre y su futuro
esposo eran funcionarios del Gobierno. Murat era educado,
culto y la trataba como jamás lo había hecho nadie. Desde
el momento en que fueron presentados, supo que aquel
hombre iba a ser importante en su vida. Su noviazgo
apenas duró medio año. Se casaron un mes de agosto, y la
boda resultó la ceremonia más bella que Aysel había visto
nunca. Vinieron parientes de lugares remotos, y durante
una semana la casa estuvo llena de gente que entraba y
salía. Cuando finalmente los recién casados se quedaron a
solas, Aysel supo ya que ése era el hombre de su vida.
Antes de cumplirse el primer aniversario de la boda
nació Emin, en el mes de junio de 1935.
Murat Kemal era un hombre instruido y buen
conversador. Leía la prensa a diario, era aficionado a la
poesía, había estudiado francés, tenía nociones de
contabilidad y una caligrafía pulcra y elegante. Vivían en
una pequeña casita en una zona residencial de Ankara.
Murat soñaba con viajar a Francia con su familia y pasear
por los Campos Elíseos, o surcar el Sena en un día de cielo
gris. Por las noches, con la complicidad del silencio del
hogar, escribía mediocres poemas sobre lugares que no
conocía. Reflejaba sus experiencias en un diario que
guardaba como un tesoro. Pero las experiencias de Murat
Kemal no daban para mucha literatura. Su vida transcurría
entre el trabajo y su casa. Los días de fiesta, si hacía buen
tiempo, iba con la familia a un descampado en las afueras
de la capital y allí se mezclaban con otras familias que
llevaban una vida parecida a la suya. A los diez años, Emin
era un Murat en pequeño.
Poco después de cumplir dieciséis, Emin escuchó en
boca de su padre una noticia que iba a determinar su vida:
Murat había sido trasladado a Estambul. Para el muchacho,
Estambul no era más que un punto geográfico, el escenario
de relatos que había escuchado en el colegio desde muy
pequeño. Recién llegado a la ciudad, Estambul le pareció
sobre todo un lugar viejo y sucio. Tardó en acostumbrarse a
su nueva casa, al nuevo colegio, al barrio, a los ruidos, a los
olores, a la presencia constante del Bosforo, a los puentes.
El caos de la ciudad lo sobrecogía tanto como la visión de
las gaviotas, de los perros callejeros o de los
transbordadores tosiendo un humo negro que se
impregnaba en las fachadas de los edificios y en la ropa
tendida. Por lo demás, la vida de la familia no sufrió más
cambios, hasta una mañana de 1951 en que Emin encontró
a su padre en el suelo del aseo, delante del lavabo,
sosteniendo en la mano izquierda un peine al que le faltaba
la mitad de las púas, y vio su rostro congestionado tras la
montura de las gafas, y supo que estaba muerto. Muerto.
Nunca antes había visto a un hombre muerto. Y se quedó
en cuclillas al lado del cadáver de su padre, sin reaccionar,
sin derramar una sola lágrima. Hasta que Aysel, a la vuelta
del mercado, lo encontró así y le preguntó qué le sucedía, y
empezó a gritar y a pedir auxilio al vecindario cuando
comprendió lo que había pasado.
A pesar del dolor por la muerte de su marido, nada se
podía comparar con la tristeza que le producía ver a su hijo
callado y sin derramar una lágrima. A la vuelta del
cementerio, Emin comenzó a sentir un terrible dolor de
cabeza. Se encerró en su habitación y estuvo tumbado en la
cama, mirando al techo, durante varios días. Aysel no
encontraba fuerzas para animarlo sin romper a llorar. Los
dos se habían quedado solos, desamparados en una ciudad
que les resultaba hostil, sin amigos, sin futuro.
Se trasladaron a una vivienda más modesta, en el barrio
de Eminonü, entre el mercado de las especias y los muelles.
Vivían en el último piso, en una casa pequeña y vieja que se
abría a los tejados y a los minaretes de las mezquitas. Tenía
una terraza en la que Aysel trató de mantener vivas sin
éxito las plantas. A los seis meses de la muerte de Murat,
un médico le diagnosticó neurastenia a su hijo. Los dolores
de cabeza eran cada vez más frecuentes, le dolía todo el
cuerpo y padecía mareos que lo dejaban postrado durante
días. Se volvió un chico irritable y nervioso. Aysel sufría al
ver la situación en que se encontraba su hijo.
Emin Kemal fue un adolescente triste y débil. Su salud
quebradiza lo obligó a abandonar los estudios. No
consiguió ser el abogado que su padre deseaba antes de
morir. Se volvió un joven callado, melancólico. Cualquier
esfuerzo le provocaba agotamiento. Empezó a convivir con
el insomnio, un mal que lo acompañaría toda su vida. Leía a
los poetas franceses sin conocer el idioma, soñaba
despierto con las calles de París que nunca había visto,
releía los diarios y los versos de su padre. Soñaba que era
un niño y vivía aún en Ankara. En mitad de la noche se
sobresaltaba por la sirena de algún transbordador y se
apretaba contra el colchón como si le diera miedo
asomarse a la vida.
Aysel luchó por lós dos para salir adelante. Después de
enviudar, su situación económica era penosa. No quiso
regresar a Ankara porque suponía reconocer su propia
derrota. Trabajó para mantener a su hijo. Ella necesitaba
poco para vivir. Rescató sus conocimientos de costurera y
comenzó a coser en casa. Al principio, para los vecinos.
Luego le llegaron encargos de otros puntos de la ciudad, de
modistas que no daban abasto con su trabajo. La vivienda
de Eminónü se transformó en un modesto taller.
Emin Kemal se convirtió en la sombra de su madre. Sólo
salía de casa cuando ella lo hacía. Se sentaba a su lado
mientras cosía, y pasaba horas sin apartar la mirada de las
manos de Aysel. A veces se quedaba dormido y, entonces,
su madre dejaba la máquina y cosía a mano para no
despertarlo. Por la noche lo oía dar vueltas en la cama,
desvelado. Escuchaba sus pasos sobre el suelo de madera,
lo imaginaba mirando por la ventana a la hora justa del
amanecer.
A los dos años ocurrió algo que le devolvió la esperanza
a la viuda de Kemal. Una mañana, mientras trabajaba en la
costura, su hijo cogió la libreta en la que ella llevaba las
cuentas, las medidas y otros asuntos domésticos, y
comenzó a leerla como si fuera un libro. Era un cuaderno
corriente, de tapas rojas, que había pertenecido a su padre,
pero que nunca llegó a usar. Emin cogió un lápiz y escribió
algo con letra diminuta.
—¿Qué escribes ahí, hijo?
—No lo sé —respondió Emin sin levantar la cabeza.
Ella fingió que volvía a la costura, pero en realidad
estaba siguiendo los movimientos de su hijo con el rabillo
del ojo. Era la primera vez en dos años que Emin hacía algo
que se saliera de su rutina. Lo dejó escribir, hasta que soltó
el lápiz y cerró la libreta roja. Luego se levantó y salió del
cuarto con naturalidad. A su madre le pareció que sonreía,
pero fue un espejismo. Observó el cuaderno y lo cogió con
recelo. Tenía la sensación de estar invadiendo la intimidad
de la persona más importante de su vida. Leyó:

Mi padre falleció ayer. Lo encontré muerto en el


baño, con sus gafas puestas y un peine en la mano.
Hacía apenas tres meses que habíamos venido a vivir
a Estambul. Mi madre y yo nos quedaremos aquí para
siempre…

No pudo seguir leyendo porque escuchó crujir el suelo


del pasillo y supo que su hijo estaba de vuelta. Trató de
disimular y ahogó las lágrimas en sus pupilas. Emin se
sentó de nuevo y volvió a coger el cuaderno rojo. Siguió
escribiendo compulsivamente, sin levantar la vista del
papel. A veces daba la sensación de que lloraba; otras,
parecía sonreír. Aysel fingió que estaba cosiendo. Emin se
detuvo y cerró el cuaderno.
—Quiero aprender francés —dijo de repente el chico con
la mayor naturalidad.
—¿Como tu padre? —preguntó Aysel sin mirarlo a la
cara.
—Sí. Quiero aprenderlo para leer sus libros. Dentro de
unos años viajaremos a París.
—Es una buena idea —Aysel levantó la mirada y clavó
sus ojos en Emin—. ¿Te gustaría seguir estudiando?
—No. Ya es tarde.
—A tu padre le habría gustado —insistió Aysel,
entristecida, fingiendo una sonrisa.
—Lo que tengo que hacer es encontrar un trabajo.
—Pero, hijo, el médico nos ha dicho…
—El médico no sabe lo que me conviene. Yo sí. Buscaré
un trabajo. Tú no puedes quedarte ciega, ni coser el resto
de tu vida.
Aysel no se atrevió a contradecirlo. El cambio de actitud
de su hijo la desconcertó, pero a la vez le dio esperanzas.
Le apartó el cabello de la cara a Emin y le acarició la frente
como si fuera un niño pequeño.
—Quiero que te quedes con ese cuaderno —dijo Aysel—.
Te será más útil que a mí.
A los dieciocho años, Emin Kemal comenzó a salir del
pozo en el que se había hundido tras la muerte de su padre.
Se acostumbró a convivir con los dolores de cabeza y con el
insomnio. Empezó a escribir con frecuencia en su cuaderno
de tapas rojas y salió a la calle en busca de trabajo.
El puente Gálata era el límite de su mundo, una frontera
imaginaria. Se acercaba hasta el muelle de Eminónü y se
mantenía a cierta distancia del agua, sin atreverse siquiera
a tocar la barandilla. Descubrió que la luz del sol le
provocaba inseguridad, igual que las multitudes. Salía de
casa cuando el sol de invierno comenzaba a declinar tras la
silueta de los tejados. Siempre con miedo, como si fueran a
atropellarlo o le pudiera caer un objeto desde las ventanas.
El callejón en cuesta donde estaba su casa era el único
territorio de la ciudad en donde realmente se sentía
seguro. Con frecuencia pasaba horas sentado en el bordillo
de la acera, entretenido en la contemplación de los
tendederos de ropa, en los gatos que saltaban de un balcón
a otro, o escuchando el griterío de los niños que llegaba
desde el interior de las viviendas.
Cuando la luz rompía su intensidad, caminaba hasta el
puente Gálata sin separarse de las fachadas de las casas. El
color grisáceo del mar al atardecer le producía miedo y al
mismo tiempo lo atraía. No le gustaba el olor de las algas ni
del pescado asado de los vendedores ambulantes. El
bullicio de la gente que volvía del trabajo lo asustaba, pero
a la vez le provocaba curiosidad. De regreso a casa, se
sentaba en la puerta y esperaba a que su corazón se fuera
calmando. Siempre seguía el mismo trayecto, se detenía en
las mismas esquinas, contemplaba los mismos edificios,
permanecía sentado el mismo tiempo en el portal de casa
antes de subir con su madre. Se esforzaba en descubrir el
encanto de la ciudad, y en vez de eso fue odiándola cada
día un poco más. Todo lo que encontraba a su alrededor le
resultaba hostil.
Una noche, al regresar a casa, oyó la voz de un hombre
que hablaba con su madre. Aquella presencia inesperada lo
alteró. Entró en la cocina, desconfiado, como si esperase
encontrar a un ladrón. Sin embargo, era el vecino del
primer piso, un judío viudo que vivía modestamente con su
hijo soltero. Emin se había cruzado con él muchas veces en
la escalera, pero jamás habían intercambiado más frases
que las de pura cortesía. Yeter Djaen era un anciano
bonachón y sonriente que se paseaba por el barrio con un
gorro de lana que le ocultaba la calvicie y un bastón rústico
con el que ahuyentaba a los perros callejeros. Cuando vio a
Emin en el umbral, lo saludó con familiaridad, sin dejar de
sonreír. Aysel parecía muy contenta.
—Mira, Emin —le dijo su madre—, el señor Yeter va a
enseñarte francés. Y lo hará encantado, ¿verdad?
—Será un placer —dijo Yeter Djaen a la vez que
observaba la reacción del joven.
Emin no terminaba de entender lo que estaba oyendo.
Todavía llevaba en la cabeza el bullicio y el ajetreo de las
calles. Entornó los ojos y trató de concentrarse a pesar del
dolor de cabeza.
—El señor Yeter fue maestro hace años —le explicó su
madre—. Le he hablado de ti, y sabe el interés que tienes
por aprender. Se ha ofrecido a darte clases en su casa.
Emin Kemal no manifestaba entusiasmo ni desagrado.
Miró la ropa de aquel hombre que se parecía más a un
campesino que a los maestros que él había tenido.
—¿Y cómo le vamos a pagar, madre?
—No tienes que preocuparte por eso. Con lo que gano
cosiendo será suficiente.
Pero Emin sabía que no era cierto. Se olvidó del dolor de
cabeza, se olvidó del miedo que le provocaba aquella
novedad en su vida, y dijo:
—Trabajaré, madre. A partir de mañana, buscaré una
ocupación de provecho.
Y, a pesar de las protestas de Aysel, el joven salió a las
calles y consiguió un trabajo. Sin saber muy bien cómo
empezar, se acercó a un vendedor ambulante y le dijo:
—Me gustaría trabajar para usted.
El hombre lo examinó, le preguntó la edad y luego le
preguntó:
—¿Has trabajado alguna vez en esto?
—Nunca. Ni en esto ni en nada, pero necesito el dinero.
Desde aquel día, Emin Kemal se convirtió en vendedor
ambulante, y aquel hombre que arrastraba su carrito desde
el amanecer hasta la puesta del sol fue su patrón. Cuando
el día comenzaba a declinar, Emin salía de casa con un
gorro de lana y un delantal limpio. Agarraba el carrito de
su patrón y lo empujaba por las amplias aceras del muelle
de Eminónü hasta pasada la medianoche. Luego volvía a
casa muy cansado, abría los libros de su padre y trataba de
poner en práctica lo que el señor Yeter le había enseñado
por la mañana.
Yeter Djaen tenía más de ochenta años, una gran lucidez
y una memoria envidiable. Entre su hijo Basak y él llevaban
la casa adelante sin la ayuda de nadie. El señor Yeter había
sido maestro hasta que su hijo comenzó a ganar dinero y
pudo retirarse. Luego se dedicó a fumar en pipa, alimentar
a sus gatos, tomar té, pasear por el vecindario y leer el
Talmud. Padre e hijo formaban una pareja peculiar a ojos
de los vecinos: el primero parecía sacado de un viejo
grabado de la época otomana; el segundo era un modelo de
hombre adaptado a las costumbres occidentales. El señor
Yeter fue padre después de cumplir los sesenta años. Era
su segundo matrimonio, y su esposa resultó ser una mujer
débil y enfermiza que murió cuando su único hijo todavía
era un niño. Pero Basak Djaen creció y fue un joven
avispado, como su padre, y aprendió pronto a sobrevivir.
Emin Kemal bajaba a la casa del señor Yeter todas las
mañanas y pasaba allí varias horas hasta que lo llamaba su
madre. El maestro apartaba los libros de su escritorio, los
platos y vasos sucios, encendía su narguile, se tumbaba en
un catre y comenzaba a fumar mientras su alumno recitaba
los tiempos verbales franceses o leía los versos de
Baudelaire sin entender lo que estaba diciendo. Al
atardecer, Emin se colocaba su gorro de lana y bajaba
perezosamente al embarcadero para relevar a su patrón.
Empujaba el carrito y buscaba con desgana los lugares
concurridos: el punto de atraque de los transbordadores, la
entrada al puente Gálata, la estación del tren. En el carrito
transportaba roscas, tortas de oblea, albóndigas, pipas y
agua. A veces anunciaba en voz alta su mercancía y él
mismo se asustaba al oírse.
—Tienes que pasar al otro lado del puente, muchacho —
le decía una y otra vez su patrón—. Allí es donde están los
negocios y la gente con dinero.
Emin era incapaz de reconocer que le daba miedo
cruzar sobre las oscuras aguas del Cuerno de Oro en las
noches de invierno. Tampoco se atrevía a decirle a su
patrón que le asustaban las aglomeraciones, que tenía
miedo de lo desconocido. Hasta que por fin el ruido y los
escasos transeúntes que circulaban por el muelle en las
noches de lluvia lo obligaron a cruzar el puente y
adentrarse en una parte de la ciudad que le provocaba
pavor. Y lo que descubrió allí le fascinó y le dio miedo en
igual medida. Como si se tratara de otra ciudad, la luz
nocturna de las calles, el ajetreo de las gentes, el bullicio
de los comercios y el ruido metálico del tranvía lo sumieron
en una enorme confusión. A la salida del trabajo, la avenida
Istiklal era un hervidero de hombres que dejaban las
oficinas o rondaban las embajadas hambrientos y cansados.
Los chóferes de Taksim, las sirvientas, los policías
compraban las roscas de Emin y contribuían para que
volviera a casa antes de la medianoche.
Desde la calle observaba, parapetado tras el carro, el
interior de los cafés y de los restaurantes, y aguardaba a
que se abrieran las puertas para sentir durante unos
segundos el calor que escupían los locales. Hasta que en
una de aquellas ocasiones se abrió la puerta de un café y
apareció Basak, el hijo del señor Yeter, acompañado de dos
jóvenes. Basak Djaen tenía poco más de veinte años y
vestía siempre traje y corbata impecables, aunque no tenía
repuesto. El joven no se parecía a su padre. Su tez era más
blanca y sus modales más refinados. Desde que Emin supo
que trabajaba en un periódico, comenzó a profesarle una
gran admiración.
Se abrió la puerta y Basak lo miró sorprendido de
encontrarlo tan lejos de casa. Emin agachó la cabeza
abochornado por que su vecino lo viera vestido de aquella
guisa y tirando de un carrito. Sintió vergüenza del delantal
y de su gorro de lana. Pero Basak le sonreía y le tendió la
mano generosamente. Lo llamó por su nombre y lo
presentó a sus dos acompañantes.
—Emin es mi vecino y está aprendiendo francés con mi
padre.
El chico se apresuró a quitarse el guante y responder al
saludo con un apretón de manos. Le compraron las últimas
roscas que le quedaban.
—Gracias, señor —le dijo a Basak cuando se despedía.
Basak le puso la mano en el hombro, le acercó la boca al
oído y le dijo en voz muy baja:
—No me llames señor, te lo ruego. Yo no soy un señor,
sólo soy el hijo de tu maestro de francés.
La vida monótona y gris de Emin Kemal empezó a sufrir
cambios no mucho tiempo después, una mañana en que el
señor Yeter amaneció enfermo y no pudo dar su clase de
francés. Cuando Emin bajó a su casa, se encontró al hijo
del maestro muy apurado, vestido con el traje pero
descalzo y sin corbata.
—Mi padre está enfermo —le explicó Basak—. Hoy no
podrá darte clases.
Emin se quedó clavado en la entrada, como si hubiera
ocurrido una catástrofe. Basak no se atrevió a cerrar sin
más, a pesar de la prisa que tenía.
—¿Qué le ocurre? —preguntó al cabo Emin.
—No lo sé… Ha pasado la noche con fuertes dolores de
estómago y está tan débil que apenas puede levantarse.
Antes de irse, Emin alcanzó a decir:
—Volveré mañana por si me necesita.
Después, el joven sintió que su vida se quedaba vacía.
Se detuvo en mitad de la escalera y pensó desolado que no
tenía nada que hacer. Lo invadió un vértigo atroz. Por las
ventanas se colaba un sol triste de invierno que lo
desalentaba. Cuando entró en casa, su madre estaba
terminando de vestirse y guardaba con prisas algunas
cosas en su bolso. Aysel miró a su hijo y se asustó al ver su
cara de desamparo.
—¿Qué pasa, Emin? ¿Estás enfermo?
Le puso la mano en la frente dando por seguro que el
muchacho estaría ardiendo de fiebre. Pero Emin se la retiró
sin mirar a su madre a los ojos.
—El que está enfermo es el señor Yeter. Dice su hijo que
apenas puede levantarse.
Aysel se olvidó de las prisas y se centró en su hijo. A
veces no recordaba que dos años antes el futuro de Emin la
angustiaba. Lo miró conmovida por el rostro de sufrimiento
del chico.
—¿Y por eso estás así?
—Podría morir, ¿no es verdad?
Aysel le cogió una mano y con la otra trató de arreglarle
el cabello. Luego le compuso el cuello de la camisa.
—Por supuesto. Morirá como todos, aunque podría vivir
más que tú y yo. Eso nunca se sabe.
—Sí, pero es muy mayor.
Aysel no estaba dispuesta a enzarzarse en una
conversación trascendente con su hijo sobre la vida y la
muerte. Se propuso hacer lo que tenía previsto, sin
olvidarse de él.
—Me gustaría que me acompañaras esta mañana. Tengo
que comprar unas cosas y necesito tu ayuda para traerlas.
La primera vez que Emin Kemal se estremeció por la
mirada y el tacto de una mujer fue en aquel invierno de
1954. El había cumplido diecinueve años y ella apenas
tenía veinte. Trabajaba en una tienda de paños y telas en el
barrio de Beyoglu. El establecimiento estaba en una calle
llena de comercios pequeños, entre las avenidas de Istiklal
y Tarlabasi. Era una zona que Emin conocía bien, porque
pasaba con frecuencia ante los escaparates en sus largos
periplos arrastrando el carrito con la mercancía durante las
duras anochecidas de invierno. La tienda era antigua y en
su interior el tiempo se había detenido treinta años atrás.
Un mostrador corrido en forma de L separaba a la
dependienta de las dientas. Los techos eran muy altos y las
telas se amontonaban en las estanterías enrolladas con
mucho esmero. En el otro extremo, una galería superior
cerrada por cristales ensamblados en pequeños marcos de
madera dejaba ver una oficina vacía.
La chica se desenvolvía con seguridad tras el mostrador,
pero su mirada era huidiza y reflejaba timidez. Emin Kemal
no le prestó atención a la dependienta hasta que sus
miradas se cruzaron y las apartaron enseguida temerosos
de mantenerlas más tiempo del imprescindible. En el
rincón del mostrador, una dienta aburrida jugueteaba con
unos alfileres y una tela de raso. Salió de la trastienda una
mujer que saludó a Aysel con voz impostada, como si
hubiera repetido durante años las mismas frases de
cortesía y no necesitara esperar para conocer la
contestación. Parecía la dueña del establecimiento.
—Yo la atiendo —dijo la dependienta más joven.
Se apartaron a un extremo del mostrador y Aysel
comenzó a pedir cosas de una larga lista que sacó del
bolso. La dependienta fue desplegando la mercancía sobre
la vitrina del mostrador. Emin se entretenía contemplando
los dibujos de las baldosas. El suelo parecía más antiguo
incluso que el resto de la tienda, con rombos negros y
grises que cambiaban de forma según la perspectiva desde
la que se contemplaban. Procuró no mirar a la dependienta
a los ojos, pero cada vez que levantaba la cabeza se
cruzaba con ellos. Su madre y ella hablaban con
familiaridad, como si se conocieran hacía tiempo.
Utilizaban un lenguaje de modistas que Emin desconocía.
La otra dienta, aburrida, intervenía de vez en cuando y, de
repente, preguntó:
—¿Es su hijo?
Emin levantó la cabeza por cortesía y se vio reflejado en
la cristalera de una vitrina. Por un instante le pareció que
quien estaba clavado en el centro de la tienda, entretenido
con las baldosas como un niño, no era él. Enseguida oyó a
su madre.
—Sí, es mi hijo.
Emin no pudo reprimirse y miró a la muchacha. Ella no
apartó la vista. No era guapa, pero su rostro le pareció
sereno y lleno de encanto. Llevaba el pelo recogido en un
moño que dejaba ver unos pendientes de plata. El brillo de
los aros contrastaba con el negro intenso de su cabello.
Tenía cara de niña. Su boca era pequeña. Vestía de azul
marino hasta donde el mostrador le permitía ver. Ella le
sonrió con timidez. Luego Emin no volvió a mirarla hasta
que se despidieron. El chico pronunció un adiós que apenas
se oyó en la tienda y salió delante de su madre. En la calle,
antes de llegar a la esquina, Aysel se dio cuenta de que se
había dejado el bolso y le pidió a su hijo que volviera a
recogerlo. Emin entró en el establecimiento con el corazón
encogido, avergonzado y con miedo. La chica lo miró con
naturalidad. Sonreía.
—Mi madre se dejó el bolso.
Ella lo buscó entre las telas que estaba enrollando para
guardar y se lo alcanzó. En ese momento le dijo:
—Me llamo Orpa.
No sabía qué hacer, le alargó la mano a la muchacha y
ella se la apretó. Se sintieron ridículos, observados desde el
extremo del mostrador.
—Yo soy Emin.
Nunca le había dado la mano a una mujer, excepto a su
madre. Se marchó nervioso y al salir dio un traspié. El olor
de la chica se había quedado en su mano. Hizo el trayecto
hasta casa sin apartar su mano de la nariz. Pasó toda la
tarde en la cama, desconcertado. Se levantó poco antes del
anochecer, sin ganas de salir a la calle. Se puso el gorro de
lana y le dijo a su madre que se iba a trabajar. Aysel creía
que su hijo estaba afectado por la enfermedad del señor
Yeter. No podía imaginar el origen de sus tribulaciones. Esa
noche recorrió las calles de la ciudad mientras Orpa seguía
dando vueltas en su pensamiento. Se dirigió a la tienda de
telas sin saber muy bien lo que hacía. No era él quien
controlaba sus actos. Permaneció durante horas junto al
escaparate. Miraba hacia el interior tratando de ver algo
entre las sombras que le recordara la presencia de Orpa.
Dentro estaba todo oscuro, pero de vez en cuando creía
distinguir un objeto, una silla, la sombra de las telas
formando una pared tras el mostrador. Estuvo clavado
frente al escaparate hasta medianoche.
Se levantó muy temprano, derrotado de nuevo por el
fantasma del insomnio. Bajó dando saltos por las escaleras
hasta la casa del señor Yeter. Conocía las costumbres del
maestro. Sabía que se despertaba siempre a las cinco y que
las horas antes del amanecer le resultaban terribles. Basak
se preparaba para marchar al trabajo.
—Mi padre sigue igual —le dijo en la puerta—. Está muy
débil y no consiente que llame a un médico.
—¿Por qué?
—Es un viejo cabezota. Dice que, si Dios quiere que
muera, ningún médico va a tener más poder que Dios.
—¿Puedo verlo? Me gustaría hacerle compañía hasta
que tú vuelvas del periódico.
Basak Djaen dudó. Su mirada iba de un sitio a otro sin
fijarse en ningún punto.
—De acuerdo —le dijo finalmente—. Me quedo más
tranquilo si está acompañado.
Encontró al señor Yeter postrado en su catre, muy pálido
y con enormes ojeras. Cuando vio entrar a Emin, arrugó el
ceño.
—Hoy no puedo enseñarte nada, muchacho. Vuelve otro
día.
—No he venido a clase, señor. Sólo quiero hacerle
compañía. Es mejor que haya alguien cerca, por si muere.
El anciano miró a su alumno y tardó un rato en
reaccionar.
—Creo que no voy a morir todavía —dijo contrariado.
Emin se sentó en la alfombra y se cruzó de piernas.
Realmente le apenaba la situación de su maestro. Le dolía
no poder ayudarlo. El señor Yeter le pidió un poco de agua
y se incorporó. Se miraron en silencio, como tratando de
leer los pensamientos en la mirada del otro.
—¿Qué es lo que te preocupa tanto? —preguntó
finalmente el anciano con voz debilitada.
—Sólo pensaba… Usted se ha casado más de una vez.
¿No es así?
—Dos veces, sí.
—Entonces debe de saber bien lo que es el amor.
El señor Yeter levantó la cabeza y se mesó su barba rala.
Luego se acomodó en los almohadones y miró al techo
tratando de concentrarse. Suspiró y clavó sus ojos en el
muchacho.
—El amor… —dijo el anciano—. Creo que sé lo que es. O
lo supe hace años.
—Entonces, quizás podría contarme cómo puede saber
alguien si está enamorado o no lo está.
El maestro forzó una sonrisa que apenas se dibujó en su
rostro enfermo. Observó detenidamente a su alumno y trató
de ir más allá de lo que veía. Entornó los ojos en un gesto
que podía ser de curiosidad o de dolor.
—¿Cómo se llama?
Emin se sintió desnudo al oír aquella pregunta. Estaba
avergonzado y respondió con torpeza:
—Se llama Orpa.
El señor Yeter se apretó el lóbulo de la oreja y abrió
mucho los ojos al oír aquel nombre.
—Orpa Asa —dijo el maestro con una afirmación que
parecía una pregunta.
—No lo sé.
Emin le describió a la muchacha. No podía creer que el
anciano la conociera.
—Es Orpa Asa —concluyó el señor Yeter, y sentenció—:
El universo es grande y pequeño a la vez. Con ese nombre
no puede ser otra niña.
—¿Niña? No es ninguna niña.
—Para mí, sí. Su hermano y ella aprendieron a leer en
mi escuela. Era una niña muy despierta. Su nombre
significa «la que da la espalda». Aléjate de ella si no
quieres hacer sufrir a tu madre.
Emin Kemal trataba de asimilar todo lo que le contaba el
maestro. Estaba abrumado.
—¿Por qué? Mi madre no puede ver con malos ojos que
yo hable con una mujer.
—Es judía. Eso es fácil de entender. A tu madre no le va
a gustar. Si no quieres hacerla sufrir, olvídate de ella. O, al
menos, no te enamores.
—¿Y cómo puedo saber si estoy enamorado? —preguntó
confuso Emin.
El maestro estaba tan perdido y desorientado como él.
—Hijo, esa pregunta es la más compleja que me han
hecho en mi vida. Me gustaría ayudarte, pero me siento
incapaz. Mientras tanto, lo mejor será que leas a los poetas
que sintieron algo parecido antes que tú —dijo el anciano
mientras se incorporaba.
Se apoyó en el hombro de su alumno y arrastró los pies
hasta una mesa llena de libros. Escarbó con manos
temblorosas y sacó uno. Se lo puso a Emin en las manos y
se apoyó en el respaldo de una silla antes de volver a su
catre.
—Es importante que leas lo que dicen los poetas sobre el
amor. Ellos saben más que yo de este asunto.
El muchacho le echó un vistazo al libro mientras
ayudaba a su maestro a sentarse. El autor era Nerval.
Nunca había oído hablar de él.
Cuando Emin Kemal volvió a su casa, se refugió en su
cuarto y abrió el libro como si trajera un tesoro. Comenzó a
leer sin entender apenas nada. Las palabras, a pesar de
todo, sonaban hermosas y sugerentes. Pensó que tal vez la
poesía era eso: palabras bellas, unidas al azar, que no
significan nada. Oyó a su madre que lo llamaba mientras él
se sentía muy lejos de aquel lugar. Siguió leyendo de
manera compulsiva, con mucha dificultad. Quería saber lo
que había dejado escrito el poeta francés. A través de la
ventana veía un patio húmedo y frío al que casi nunca
llegaba el sol, ropa tendida, paredes ennegrecidas por la
carbonilla de las gabarras que transportaban carbón. Entre
las fachadas asomaba un trozo de mar, y al final de las
casas parecía surgir otra ciudad. Ahora no sintió la tristeza
de otras veces. Imaginó qué vería Nerval por la ventana
cuando escribía los versos que él tenía ahora entre las
manos. Se sentó en la cama, abrió su diario de tapas rojas y
comenzó a copiar, sin entenderlas, algunas de las frases en
francés. Lo hizo con una caligrafía pulcra y diminuta, sin
dejar márgenes, en líneas apretadas. Al terminar
experimentó una mezcla de paz y satisfacción. Entró
sonriendo en el taller de su madre.
—Voy a dejar el trabajo —le dijo con naturalidad.
Aysel estaba acostumbrada a las reacciones inesperadas
de su hijo.
—¿Has encontrado otro trabajo?
—No estoy seguro. Quiero ser escritor.
Aquélla fue la última noche en que Emin Kemal paseó su
carrito por las calles de la ciudad. Al día siguiente, muy
temprano, se escuchó por el patio la voz desgarrada de
Basak. Enseguida corrió la noticia de que el señor Yeter
había muerto. Cuando lo oyó, Emin se quedó paralizado.
Las vecinas acudieron a la casa del anciano y se
apresuraron a amortajarlo sin que su hijo se lo pidiera. Era
un rito que habían aprendido desde niñas. Aysel trató de
que su hijo se quedara en casa, pero no lo consiguió. Basak
lloraba sin consuelo. Estaba aturdido y no era capaz de
hablar. Los hombres hacían sitio, apartando los muebles. A
Emin Kemal le impresionó el rostro del señor Yeter. Lo
encontró más viejo y arrugado que el día de antes. Apenas
entraba luz por la ventana que daba al patio. Fuera,
estaban tendidos los pantalones y la ropa del maestro
desde hacía días. Caía sobre la ropa una llovizna ligera. El
muchacho estuvo hojeando los libros que seguían
desordenados sobre la mesa del difunto. Recorrió con la
mirada los objetos que parecían sin vida: un encendedor
muy antiguo, la montura de unas gafas sin cristales,
papeles, carpetas y muchos libros apilados. Acarició el
lomo de algunos, hasta que alguien le pidió que saliera de
la habitación.
Pasó el resto de la mañana junto al hijo del difunto. La
noticia se extendió entre los judíos del vecindario, y la casa
se llenó de gente. El señor Yeter y Basak no tenían familia
en Estambul. Emin Kemal contemplaba las caras de todos
como si observara un cuadro. El comportamiento y las
voces amortiguadas de la gente le parecían irreales.
Después del entierro del señor Yeter, se encerró en su
cuarto y estuvo mirando por la ventana y releyendo a
Nerval durante dos días. Copiaba los versos en su libreta
de tapas rojas, memorizaba algunas frases sin entenderlas
y contemplaba los tejados de Eminónü como si fueran los
de otra ciudad. Luchó contra la sensación de vacío y trató
de describirla en la libreta. Aysel estaba de nuevo
preocupada por la conducta de su hijo. Quiso devolverlo a
la realidad, pero el chico se mostraba cada vez más
ausente, inmerso en un mundo en el que ella no conseguía
entrar. Se esforzó por hacerlo salir de casa. Se inventó
excusas para que la acompañara a cualquier asunto. Y,
cuando lo mandó a la tienda de paños de Beyoglu a cambiar
algo, asistió sorprendida a la resurrección de su hijo.
El día en que Emin Kemal entró por segunda vez en la
tienda de Orpa se sentía un hombre distinto. Pero las cosas
no salieron como él pensaba. En el establecimiento había
media docena de mujeres que aguardaban su turno. Al ver
al joven, se quedaron en silencio y lo examinaron de arriba
abajo sin disimulo. Orpa fue la única que siguió con lo que
tenía entre manos como si no se hubiera percatado de su
presencia. Emin se había puesto uno de los trajes de su
padre, le había dado lustre a los zapatos y llevaba una
corbata con el nudo mal hecho. Aguardó con paciencia a
que las mujeres terminaran, pero el establecimiento no se
quedaba vacío. Cada vez entraban más modistillas.
Finalmente lo atendió la dueña. En un instante en que Orpa
estuvo cerca de él, Emin le susurró:
—Me gustaría hablar con usted en privado.
La muchacha no lo miró; ni siquiera dio muestras de
haberlo oído. Emin salió de la tienda cabizbajo, con la
sensación de haberse comportado como un estúpido.
Estaba verdaderamente avergonzado y hablaba en voz alta
para darse ánimos. Al llegar a Istiklal, el viento le golpeó la
cara con fuerza. Los transeúntes, espoleados por el frío,
caminaban deprisa, sin detenerse en los escaparates.
Apretó el paso calle abajo siguiendo las vías del tranvía,
hasta que oyó su nombre. Se volvió. Era Orpa. La
muchacha venía luchando contra el viento.
—Disculpe —dijo al llegar a la altura de Emin—. La
dueña es muy estricta y no me permite familiaridades con
los clientes; especialmente con los sastres.
—Yo no soy sastre —replicó Emin.
—Pero ella no lo sabe —dijo divertida por la ocurrencia
del chico.
Orpa tiró de Emin y se colocaron bajo la marquesina del
cine Atlas, que amortiguaba la fuerza del viento. Emin
había enmudecido.
—Me dijiste que deseabas hablar conmigo en privado —
dijo Orpa tuteándolo.
Emin buscó algo en el bolsillo de su americana y sacó
una cuartilla doblada.
—Quería darte esto, si me lo permites.
El viento le arrancó el papel de la mano y Emin corrió
tras él hasta atraparlo en el aire. Regresó sofocado junto a
la muchacha. Orpa lo desdobló y comenzó a leerlo. Eran
unos versos que había conseguido traducir torpemente del
francés. Miró a Emin.
—¿Son tuyos?
—Los he escrito para ti.
—¿Eres poeta?
—Sí —respondió Emin sin dudar—. Tengo muchos más.
Si te gustan, puedo traértelos.
Orpa dobló la cuartilla y la sostuvo con las dos manos.
—Son muy bonitos. Me gustaría leer tus versos. Ahora
tengo que irme.
—¿Entonces…? —preguntó Emin apenas reteniéndola
por el brazo.
—La semana que viene —le dijo—. Ven el mismo día y a
esta misma hora. Tráemelos entonces.
Emin la vio alejarse envuelta en un remolino de papeles
y hojas que levantaba el viento. Permaneció un instante
ante la puerta del cine y trató de guardar en su memoria la
última imagen de la chica.
A partir de aquella mañana, su comportamiento cambió;
pero Aysel no podía sospechar lo que le estaba sucediendo
a su hijo. Emin comenzó a preocuparse por su imagen.
Rescató los trajes y las camisas de su difunto padre. Se
interesó por su diario y sus papeles, olvidados en un cajón
desde su muerte. Leyó con dificultad a Víctor Hugo y a
Verlaine, que permanecían mudos en las estanterías de
Murat Kemal. Por las noches bajaba a la casa de Basak y le
hacía compañía en su desamparo de huérfano. Se sentaba a
su lado, junto al brasero, y respetaba su silencio. A veces le
traía la cena que su madre había preparado. Mostraba
interés por su trabajo en el periódico cuando Basak estaba
hablador. Quería saber cosas de su mundo.
Durante el resto del día, Emin se quedaba en casa,
encerrado en su cuarto, y leía los libros del señor Yeter que
Basak le prestaba. Copiaba fragmentos de sus lecturas en
el diario o en hojas sueltas que iba archivando. Terminaba
los libros con rapidez. Entonces se los devolvía a su vecino
y tomaba otros prestados.
Acudió a su cita con Orpa una semana después. Llegó a
la puerta del cine Atlas con una hora de antelación. Compró
un paquete de tabaco e hizo un esfuerzo por fumar su
primer cigarrillo mientras se veía reflejado en el escaparate
de una pastelería. La gente caminaba por la avenida sin
prestarle atención, pero Emin estaba convencido de que
todo el mundo lo estaba observando. Llegó la hora y Orpa
no aparecía. Esperó pacientemente. Encendió un cigarrillo
tras otro hasta que el sabor del tabaco le resultó
insoportable. El tiempo pasaba y Orpa no aparecía. Los ojos
le lloraban de mirar con tanta fijeza a la esquina por donde
imaginaba que debía venir la chica. Esperó durante una
hora ante la puerta del cine. Los pies se le quedaron
helados. No se atrevía a acercarse a la tienda por si Orpa
llegaba por otro camino. Cuando se convenció finalmente
de que ya no vendría, le dio una patada a la pared y
comenzó a caminar sin saber adonde ir. Hablaba en voz
alta, hasta que se dio cuenta de que la gente se apartaba
de él. Volvió a casa muy tarde. Se encerró en su cuarto y
abrió los libros de su padre. Empezó a escribir en su diario.
Quiso contar lo que le había sucedido, y lo mezclaba con
frases que no eran suyas, a veces versos en francés.
Durante semanas, Emin estuvo atormentado con el
recuerdo de Orpa, hasta que Anmet Hisar entró en su vida
y las cosas comenzaron a cambiar.
A finales de 1954, a punto de cumplir veinte años, Emin
Kemal comenzó a trabajar como ayudante de fotógrafo. El
señor Anmet hacía fotos para la policía, para la prensa,
reportajes familiares, celebraciones. Vendía cámaras
fotográficas, las reparaba y hacía retratos de estudio.
Empezó a aprender el oficio cuando era un niño. Se casó a
la edad de Emin y enviudó poco después de cumplir los
cuarenta. Hacía más de diez años que vivía solo, dedicado a
su trabajo y a sus aficiones. El señor Anmet coleccionaba
de todo: fotografías de actrices, calendarios, invitaciones
de boda, relojes, sombreros, bastones, llaves viejas, libros
en turco antiguo, monturas de gafas, botellas. Su casa
parecía un museo.
Anmet Hisar era vecino del barrio. Siempre estaba
sonriendo. Emin lo había visto en muchas ocasiones bajar
por el callejón de casa, pero no sabía nada de él. Una noche
en que regresaba de visitar a Basak, se encontró al
fotógrafo tomando un té en compañía de Aysel. Su madre
había sacado la mejor vajilla y había puesto un mantel que
Emin nunca vio antes. El chico se quedó en la puerta,
sorprendido por la presencia de un extraño. No se atrevió a
entrar. Respondió con frialdad al saludo del hombre. Su
madre le explicó quién era.
—El señor Anmet ha venido a traernos unas fotografías
—le explicó Aysel nerviosa—. Ha sido muy amable al
molestarse.
—¿Unas fotografías? —preguntó el chico.
El hombre se frotó las manos, abrió un sobre y las
desplegó encima del mantel nuevo. Eran fotos de Aysel. Su
hijo se acercó y las miró sin hacer ningún gesto.
—¿Te gustaría que te las hiciera también a ti? —
preguntó el señor Anmet.
Emin se encogió de hombros. Aysel se sentía violenta
por la situación. El fotógrafo hablaba, pero el chico no le
prestaba atención.
—El señor Anmet ha venido también para hablar contigo
—dijo entonces la mujer para tratar de romper la tensión—.
Quiere proponerte algo.
—Necesito un ayudante —dijo el fotógrafo—. Yo no
puedo con tanto trabajo. Y no es fácil encontrar a una
persona responsable y de confianza.
—Le he dicho al señor Anmet que eres un chico formal.
Guardaron silencio los tres, un silencio tenso,
desagradable. Emin se acercó a la mesa y terminó de
extender todas las fotografías. Aysel y Anmet no apartaban
la mirada del joven. Parecían dos adolescentes nerviosos.
—Son muy bonitas —dijo finalmente Emin—. Estás muy
guapa en estas fotos.
Aysel entró en la cocina y volvió con más té. Sirvió un
vaso y se lo ofreció a su hijo.
—¿Qué respondes entonces? —preguntó el señor Anmet.
—Necesito ese trabajo.
Cuando Emin empezó a trabajar en la tienda del señor
Anmet, tuvo la sensación de que se había estado perdiendo
muchas cosas interesantes de la vida en los últimos años.
Anmet Hisar era un hombre respetado y querido en el
barrio, una persona popular que se relacionaba con todos.
A su estudio acudía gente que pasaba horas hablando con
el fotógrafo mientras Emin limpiaba los objetivos, cargaba
las cámaras o viajaba a lugares remotos al contemplar las
fotografías que el señor Anmet coleccionaba.
Por la noche, el chico escribía en su diario y
emborronaba cuartillas cuando el ladrido de los perros
callejeros o las sirenas de los barcos tomaban el relevo a
los ruidos de la ciudad. Pensaba en Orpa y pasaba de la
dicha a la desesperación. Otras veces ocurría lo contrario.
Escribía sobre ella para sentirla más cerca. Se arrepentía
de no haber vuelto a la tienda para contarle lo que sentía,
pero consideraba que ya era tarde. La recordaba sin
rencor. Su imagen, sin embargo, se fue apagando a lo largo
de la primavera y el verano.
Poco a poco, el señor Anmet se coló en la vida de Emin y
de su madre. Era paciente y generoso con el chico. Siempre
sonreía. Enseguida empezó a dejar a Emin al frente de su
negocio. Cargaba el equipo en su automóvil y salía a
trabajar durante todo el día. Era un coche grande y
destartalado que con frecuencia metía en el callejón
trasero de casa y lo dejaba atravesado. El muchacho se dio
cuenta de que cuando su madre oía el motor del vehículo
salía a la ventana y esperaba hasta que el señor Anmet se
marchaba.
A principios del verano, el fotógrafo invitó a los Kemal a
pasar un día de fiesta al aire libre. Aysel aceptó
entusiasmada. Preparó comida, se puso su mejor vestido,
un pañuelo en la cabeza y llenó el maletero del coche con
todo lo que había cocinado. Fueron a las murallas de la
ciudad. Hacía muchos años que Aysel no salía a celebrar un
día de fiesta. Emin aceptó la cámara que le ofreció el señor
Anmet y pasó la mañana haciendo fotografías. Aysel estaba
entusiasmada al ver a su hijo con ilusión por algo. Aquellas
salidas se convirtieron en algo frecuente. Cuando Emin vio
sus fotografías impresas en papel, decidió que deseaba
aprender aquel oficio. El chico encontraba algo
sobrenatural en la captación de las imágenes, en que las
formas de los cuerpos sobrevivieran a su propia existencia.
Anmet Hisar se sintió muy satisfecho cuando lo supo.
El ambiente político en Estambul en el verano de 1955
estaba enrarecido. En algunos medios de comunicación se
leían y se escuchaban proclamas incendiarias de quienes
añoraban las glorias del pasado. Las minorías religiosas
estaban en el punto de mira de aquellos que achacaban sus
males a los demás. Había un ambiente hostil contra los
rumies y los armenios. A comienzos de septiembre la
situación era preocupante para algunas comunidades que
vivían hacía siglos en la ciudad. El 6 de septiembre estalló
una revuelta encabezada por grupos incontrolados que
asaltaron los negocios de los rumies. Un día antes, se dio a
conocer la falsa noticia de que unos cristianos de origen
griego habían puesto una bomba en la casa donde nació
Atatürk, en Salónica. Y la mecha de aquel bulo prendió con
fuerza.
Los vecinos de Eminonü que llegaban de la parte alta de
la ciudad contaban que en la plaza de Taksim se estaba
concentrando una muchedumbre encolerizada que gritaba
consignas contra los rumies, descendientes de los
cristianos de Bizancio. La noticia se extendía ya por toda la
ciudad. Alguien contó en la tienda del señor Anmet que
estaban atacando los comercios rumies en Beyoglu. El
fotógrafo escuchó preocupado aquella noticia. Encendió la
radio: todas las emisoras hablaban de lo mismo. Aysel llegó
enseguida asustada.
—Están quemando iglesias —dijo con el rostro
descompuesto.
El señor Anmet estaba muy serio. Le hizo un gesto para
que le dejara escuchar la radio. En la calle, la gente
hablaba de lo mismo. El único que parecía ajeno a todo era
Emin. Miraba a su madre, luego al señor Anmet y trataba
de entender la gravedad de los acontecimientos.
—Vete a casa —le dijo Aysel al fotógrafo.
—Es lo que estaba pensando —respondió el señor Anmet
—. Esto es una locura.
Sonó el teléfono y los tres se sobresaltaron. Siguió
sonando hasta que Aysel dijo:
—¿No lo vas a coger?
El fotógrafo descolgó el teléfono con desconfianza.
Escuchó un largo monólogo y cerró los ojos mientras
trataba de hacerse una idea de lo que le esperaba. De vez
en cuando, respondía con monosílabos o asentía. En la calle
aumentaba el alboroto de la gente. Cuando colgó el
teléfono estaba pálido.
—Tengo que ir a Beyoglu —dijo escuetamente.
—¿Ahora? —preguntó Aysel—. ¿Quién llamaba?
—De una revista. Tienen a todos los fotógrafos en la
calle y no hay gente suficiente para cubrir la noticia. No
puedo negarme.
El señor Anmet hablaba, pero no se movía del sitio.
Aysel estaba desconcertada.
—Yo iré —dijo de repente Emin—. Déjeme su cámara y le
traeré todas las fotos que necesite.
—Ni hablar —replicó el señor Anmet—. Este trabajo no
es para ti.
Emin lo miró muy serio, casi desafiante.
—Usted me dijo que le gustaban mis fotografías. ¿Me
mintió entonces?
—No, no te mentí —se defendió.
—Es peligroso, hijo —dijo Aysel—. Eso es lo que quiere
decir.
Emin buscó la cámara en un armario y se la mostró a los
dos.
—Puedo hacerlo. No me pasará nada.
Aysel estaba asustada. No sabía qué hacer.
—No se lo permitas, Anmet —suplicó; pero, antes de
terminar, Emin ya tenía en la mano una bolsa con carretes
y objetivos.
El señor Anmet se cruzó en la puerta para impedirle la
salida a su empleado. Emin no parecía el chico indeciso y
débil de siempre. Su mirada tenía un brillo extraño.
—No tenéis que preocuparos por mí —dijo el muchacho
—. No va a pasarme nada. Sé lo que tengo que hacer.
—Iré contigo —dijo entonces el señor Anmet al ver que
todo estaba perdido.
—¿Y dejará a mi madre con una preocupación más?
—No, por supuesto que no —respondió el fotógrafo sin
apartar la mirada de Aysel.
La situación en la ciudad era de caos y desconcierto. Era
la primera vez que Emin veía el puente Gálata sin las cañas
de pescar colgadas de la barandilla como antenas que
formaban su inconfundible silueta. Los conductores hacían
sonar las bocinas con furia y, de vez en cuando, pasaba
algún automóvil lleno de muchachos que ondeaban
banderas de Turquía. La gente caminaba deprisa o corría
sin saber muy bien adonde. El muelle de Eminónü estaba
abarrotado de pasajeros a la espera de un transbordador
que no llegaba. Emin se cruzó con mujeres que volvían del
mercado con las capazas vacías.
Se dio cuenta de la dimensión de los acontecimientos
cuando llegó al primer tramo de la cuesta que conducía a
Beyoglu. La mayoría de los comercios del barrio eran de los
rumies. Una masa enloquecida había saqueado tiendas,
barberías, automóviles. Sobre los adoquines quedaban los
restos del asalto. Las calles estaban casi vacías y, de
repente, se escuchaban gritos a lo lejos y aparecía una
multitud con palos, hierros, martillos o cualquier objeto que
sirviera para golpear. Los vecinos asomaban la cabeza por
los balcones con mucha precaución y, al oír el griterío, se
encerraban en sus casas.
Emin comenzó a fotografiar todo lo que veía. No tenía
miedo. Cuando se acercaban grupos de hombres exaltados,
ocultaba la cámara en la bolsa y se alejaba sin correr para
no llamar la atención. Llegó hasta la plaza de Taksim y el
panorama que encontró no era diferente. La gente corría
en medio de la confusión, y algunos lanzaban piedras
contra los coches. Los grandes ventanales de los hoteles
estaban rotos. Se escuchaban gritos contra los rumies.
Emin adaptó su paso al de la gente y trató de mantener la
serenidad. En una esquina vio cómo apaleaban a un
hombre que se esforzaba por proteger su cabeza. Tenía
tanta sangre en el rostro que no se podía saber si era joven
o anciano. Emin clavó la rodilla en tierra y disparó con su
máquina. Le temblaba el pulso y su corazón estaba
descontrolado. A veces se oía por encima de los gritos el
estallido de los cristales de un escaparate, y la multitud se
lanzaba contra el establecimiento y entraba con cajas
vacías para saquearlo. Lo que no podían transportar lo
abandonaban en mitad de la calle tras pisotearlo. El viento
levantaba papeles abandonados en la huida. Emin tuvo que
sentarse en el suelo porque las piernas le flaqueaban.
Siguió haciendo fotografías apoyado contra la pared. Por
un instante la calle se quedó desierta y una enorme
desolación se apoderó del joven. Le resultaba difícil
entender lo que estaba sucediendo. Levantaba la cabeza y
veía la cara de algún niño asomado al balcón. Una columna
de humo negro se alzaba sobre los tejados. Dos hombres
pasaron corriendo frente a Emin y le hicieron gestos para
que los siguiera. Pero él no podía moverse. Se oían gritos a
lo lejos.
Pensó entonces en Orpa. La tienda en la que trabajaba
estaba a quince minutos de allí. Hizo una fotografía más y
se puso en pie. Corrió luego buscando una calle estrecha
para evitar a un grupo que se acercaba gritando consignas
nacionalistas desde el otro extremo de la avenida. De vez
en cuando necesitaba detenerse ante las imágenes que
descubría a la vuelta de cada esquina: maniquíes
decapitados, máquinas registradoras destrozadas, papeles,
archivadores, juguetes, zapatos, vestidos rotos, cortinas
desgarradas que permanecían enganchadas aún en los
rieles. Todo estaba tirado en mitad de la calle. Los pocos
coches que se veían estaban volcados o quemados. La
gasolina corría calle abajo en un reguero maloliente que
terminaba en alguna boca de alcantarilla. Los toldos de los
comercios se habían convertido en jirones colgados del
armazón de hierro, como si acabara de pasar un vendaval.
Llegó a la tienda de Orpa con la respiración
entrecortada. El escaparate estaba roto, pero aún no
habían entrado a robar. Lo fotografió. Escuchó gritos en el
extremo de la calle y vio a un grupo dirigido por un anciano
que sostenía una bandera turca. Emin levantó su cámara y
comenzó a captar las imágenes. Desde la distancia, el
anciano lo increpó y sus seguidores arrojaron contra Emin
objetos que había en el suelo. El muchacho recibió un golpe
en el cuello y comprendió el peligro que corría. Pudo ver a
algunos niños que corrían hacia él y le gritaban. Recordó al
hombre al que acababan de apalear no muy lejos de allí.
Huyó asustado. Sujetaba la cámara con las dos manos y no
sabía bien dónde esconderse. Corría más deprisa que sus
perseguidores, pero al doblar una esquina resbaló y cayó
de rodillas. Gritó por el dolor. Cuando se puso en pie, sintió
un pinchazo seco en la ingle. Siguió corriendo, pero
cojeaba. Terminó caminando deprisa. Oía los gritos a su
espalda. No tardó mucho en ver sus caras. Lo insultaban y
lo amenazaban para que se detuviera. Recibió un golpe
seco en la cabeza, y un líquido caliente le escurrió por el
cráneo hasta el cuello. Emin entró en el único portal que
estaba abierto y se agazapó en el hueco de la escalera. A
pesar del acaloramiento, sintió el frío y la humedad de las
paredes. Olía a orín de gato. No podía controlar el temblor.
Buscó alguna imagen que lo reconfortara; pensó en su
madre y en el señor Anmet. Aquello le ayudó a superar su
angustia. Trató de imaginar lo que estarían haciendo en ese
momento. Luego pensó en su padre, pero sus rasgos se
confundían con los de Anmet Hisar. Vio a su madre y al
fotógrafo sentados en la hierba junto a las murallas en un
día de fiesta. Resultaba tan real que llegó a creer que
estaba sucediendo de verdad. Ya no sentía ni la humedad ni
el frío del portal. El dolor de cabeza desapareció. Oía voces
en la calle, pero no sabía si eran sus perseguidores. No
tenía miedo. Se quedó dormido y soñó que su madre y el
señor Anmet se casaban y a la ceremonia acudía todo el
barrio. Vio a su padre detrás de la novia, deseándole
felicidad en su nueva vida. Luego, Murat Kemal le daba la
mano a Anmet y le deseaba suerte. Emin miraba a uno y
otro, y se sentía feliz. El señor Yeter le decía «no es bueno
que una mujer viva sola», y él asentía convencido de que el
maestro tenía razón.
Lo despertó la humedad de la pared contra la que se
había quedado dormido y un terrible dolor de cabeza.
Estaba tiritando. Respiró profundamente y su nariz se
saturó con el olor a gato. Se oían voces en la calle, pero no
podía saber si eran las de sus perseguidores. El miedo lo
mantenía paralizado. Al tocarse la nuca se dio cuenta de
que aún sangraba. Tenía manchada la ropa, y la sangre le
escurría por el cuello hasta la espalda. Le faltaban fuerzas
para levantarse. Estaba mareado. No se atrevía a volver a
la calle. Llegó hasta el pasamanos y empezó a subir las
escaleras. Se detuvo en el primer rellano. No se oía ningún
ruido en el edificio. Continuó subiendo hasta el tercer piso
y tropezó con una puerta cerrada. Descorrió el pestillo y
salió a una terraza donde había ropa tendida. Entonces vio
con claridad su propia sangre y cerró los ojos. Se apoyó en
la pared para sobreponerse al mareo. No sabía qué hacer,
pero le daba pánico salir de nuevo a la calle. Se asomó por
la barandilla de la terraza y vio a un grupo de mujeres que
escarbaba entre las cosas abandonadas en el suelo por los
asaltantes. Sin pensarlo, se pasó a la terraza contigua, y
luego a la siguiente. Vio una ventana entreabierta y la
empujó. Daba a una escalera mal iluminada que olía a
comida. Entró con mucho trabajo. El dolor de cabeza era
cada vez mayor. Llamó a la puerta del último piso, pero
nadie le abrió. Llamó de nuevo. Le pareció oír voces dentro
de la vivienda. Tal vez fueran rumies que estaban tan
asustados como él. Bajó las escaleras y respiró hondo al
llegar al portal. Sin pensarlo, salió a la calle y comenzó a
caminar con paso decidido, dispuesto a no mirar atrás. La
bolsa y la cámara fotográfica eran un lastre. La gente que
se cruzaba con él se sentía espantada por la visión de la
sangre. Un grupo de niños, al verlo, comenzó a tirarle
piedras. Lo confundieron con algún cristiano que había
escapado de un linchamiento. Emin se detuvo, les hizo
frente y los chiquillos salieron corriendo. De vez en cuando
se volvían y le lanzaban objetos desde muy lejos.
Al volver una esquina, Emin Kemal se quedó paralizado.
Por un momento creyó ver a Orpa al final de la calle,
cruzando deprisa de una acera a otra. La llamó a gritos,
pero estaba demasiado lejos. La gente entraba en los
comercios asaltados para comprobar si quedaba algo de
valor que llevarse. Emin volvió a llamar a Orpa y caminó a
buen paso en aquella dirección. Un dolor fuerte en la
rodilla le impedía correr. La joven se metió por uno de los
callejones. Cuando Emin llegó a la esquina, ya había
desaparecido. Creyó ver a una mujer a lo lejos y se dirigió
hacia allí. Entró en un laberinto de calles iguales. De
repente, al llegar a una callejuela estrecha y oscura, vio
una sombra fugaz que entraba corriendo en un portal. Se
acercó renqueando hasta allí y empujó la puerta.
—¡Orpa! —gritó desesperado, y el eco le devolvió su voz.
Se palpó la cabeza y retiró la mano llena de sangre. Se
coló en el portal y cerró la puerta tratando de no hacer
ruido. El silencio y la oscuridad lo reconfortaron. Llamó de
nuevo a la joven. Entonces escuchó un portazo en el piso
superior.
Subió los peldaños muy despacio, apoyándose en la
pared, y por donde pasaba iba dejando un rastro de sangre
en el yeso. Se detuvo en el primer descansillo. Había dos
puertas, una frente a la otra. Aguzó el oído pero no escuchó
nada. Llamó a Orpa casi en un susurro. De repente se abrió
una puerta y apareció un hombre joven que sujetaba un
cuchillo con fuerza. Emin Kemal, en un acto reflejo, se echó
las manos a la cabeza para protegerse. Se encendió la luz y
los dos se vieron las caras. También aquel extraño estaba
asustado.
—¿Qué quieres? —dijo el desconocido en un tono de
amenaza que resultaba poco convincente.
Levantó el cuchillo en un amago de lanzarse contra
Emin, y el muchacho se encogió hasta quedar casi de
rodillas. A pesar de todo, el otro seguía asustado.
—No me hagas daño —suplicó indefenso—. No soy un
ladrón. Estoy herido.
Miró las ropas ensangrentadas de Emin y comprendió la
gravedad de las heridas.
—¿Eres cristiano?
—No, no lo soy—respondió Emin—. Ni tengo nada que
ver con esta locura. Soy fotógrafo. Me sorprendieron con
mi cámara y quisieron darme un escarmiento.
—No te creo. Sal corriendo ahora si no quieres que yo
mismo te dé un escarmiento.
Emin tenía una rodilla en el suelo y se aferraba a la
bolsa en que guardaba la cámara. Se arrastró hasta el
primer peldaño.
—No soy uno de ellos —dijo en tono de súplica—. Venía
detrás de una mujer que se metió en esta casa.
—¿Una mujer? —preguntó inesperadamente el vecino.
Emin estaba a punto de correr escaleras abajo cuando
se atrevió a decir:
—Se llama Orpa. Es una amiga. No te miento.
Comenzó a bajar las escaleras sin dar la espalda al otro
hombre. Ahora aquel desconocido lo miraba confuso. Se
abrió la puerta detrás de él y apareció Orpa.
—No salgas —le dijo el hombre—. Está mintiendo.
Orpa no le hizo caso. Se acercó hasta el pasamanos y
escrutó el rostro del muchacho.
—Soy Emin, el hijo de Aysel, la modista.
—No puede ser. ¿Qué te han hecho?
—¿Lo conoces?
—Sí, lo conozco. Claro que lo conozco —dijo Orpa sin
sobreponerse aún de la sorpresa—. Es el chico del que te
hablé: el poeta.
Soltó el cuchillo y fue bajando los peldaños hasta llegar
a la altura de Emin. Ahora, en vez de miedo, en los ojos del
muchacho había desolación.
—¿Qué te han hecho?
—Ya te lo he dicho. Estaba haciendo fotografías y
decidieron darme un escarmiento. Me habrían matado si
hubieran podido.
—No te quepa duda.
Se llamaba Ismet Asa y tenía cinco años más que Emin.
A pesar de ser hermano de Orpa, no tenía ningún parecido
con la muchacha. Vivían en una casa de techos altos y suelo
de madera que crujía a cada paso. Un pasillo largo, en
forma deT, los condujo hasta la habitación principal. Ismet
sujetaba a Emin del brazo por miedo a que pudiera caerse.
Orpa no apartaba las manos de la boca. Estaba muy
asustada. Emin iba relatando los pormenores de lo que le
había sucedido aquella mañana, hasta que la fatiga le
impidió seguir hablando.
—Mi hermana me contó que eres poeta —dijo Ismet—.
Pero de la fotografía no sabíamos nada.
Emin Kemal miró a Orpa y luego a su hermano. Ella se
ruborizó. Emin se sentó. Le dolía todo el cuerpo. Entre
Ismet y Orpa le lavaron la herida y se la desinfectaron. El
golpe en la cabeza había sido fuerte. Orpa le cortó el pelo y
después le trajo ropa de su hermano. La muchacha esperó
el momento en que se quedó a solas con él para hablarle
con más familiaridad.
—No pude acudir a la puerta del cine —le confesó
desolada y con voz temblorosa—. Lo sentí mucho. Volví al
día siguiente, y una semana después a la misma hora. No
sabía cómo avisarte.
—Por medio de mi madre.
—Eso no es posible para mí.
—Te llevé más poemas, como me dijiste.
Desde la calle se escuchaban con frecuencia gritos y el
ruido de cristales rotos.
—Es terrible —dijo Orpa—. Nos hemos vuelto todos
locos.
Emin se sintió reconfortado por el té que le ofreció la
chica. Poco a poco fue sintiendo el peso de los párpados
hasta que el sueño lo venció.
Cuando Emin abrió los ojos, estaba anocheciendo. La luz
apenas se colaba desde lo alto de los tejados hasta la
callejuela estrecha, y la habitación estaba en penumbra. Se
despertó por el dolor de cabeza. Se tocó el vendaje que le
había puesto Orpa y se sintió bien a pesar de todo. Salió al
pasillo casi a oscuras. No se oían ruidos. Era una casa vieja.
Las puertas tenían cristales esmerilados y se guio por la luz
eléctrica que llegaba desde una de las habitaciones. Prestó
atención y reconoció la voz de Ismet, y enseguida la de
Orpa. Tardó un rato en darse cuenta de que hablaban el
ladino, como el señor Yeter y su hijo. Después de una larga
indecisión, empujó la puerta. Los dos hermanos estaban
sentados alrededor de una mesa, cerca de un aparato de
radio. En un sillón, junto a la ventana, un anciano
permanecía inmóvil en un balancín, con la mirada oculta
tras unas gafas oscuras. Cuando abrió la puerta, Ismet y su
hermana se sobresaltaron. El anciano no se movió.
—Me voy —dijo Emin—. Ya estoy mejor.
—No puedes —replicó Orpa—. Se está haciendo de
noche y las calles son inseguras.
—Mi madre debe de estar muy preocupada —insistió el
chico—. Pensará que me ha ocurrido algo.
Los dos hermanos se miraron. El anciano no se había
movido. Entonces, alargó una mano para coger un vaso de
agua y volvió a la misma postura.
—Mi hermana tiene razón —dijo Ismet—. Las calles son
peligrosas.
Sus palabras no sirvieron de nada. Se despidió
apresuradamente después de agradecerles lo que habían
hecho por él.
No se veía gente en la calle, ni luz en los balcones. El
aspecto del barrio era estremecedor. Resultaba difícil
caminar entre la basura y los objetos desperdigados por el
suelo. Algunos coches incendiados seguían despidiendo
humo cuando llegó a la avenida ístiklal. Caminaba sobre
vidrios rotos que crujían a su paso. Llegó hasta el puente
Gálata sin cruzarse apenas con nadie. También el muelle de
Eminónü estaba desierto aquella noche.
Al abrir la puerta de casa lo esperaba el señor Anmet
muy asustado. Apenas tuvo tiempo de pronunciar un
agradecimiento a Dios antes de abrazar al muchacho. Emin
sintió la presión en su cuerpo magullado y dejó escapar un
grito de dolor. Anmet Hisar retrocedió asustado. Al oír las
voces, acudió Basak.
—¿Qué hacéis aquí? —fue lo único que atinó a decir
Emin.
—Pensábamos que estarías herido… O muerto. ¿Qué sé
yo? —dijo el señor Anmet.
—Tu madre está muy preocupada —añadió Basak—.
Entra a verla.
—Tengo las fotografías —explicó orgulloso el chico—. No
fue fácil.
El fotógrafo se echó las manos a la cabeza al oírlo.
—Maldigo esas fotografías y maldigo el momento en que
te di permiso para hacerlas. Debí de volverme loco para
permitírtelo.
Aysel estaba postrada en un sillón, acompañada de dos
vecinas. Una radio sonaba de fondo. Dio un grito al ver a su
hijo y corrió a besarlo y abrazarlo hasta que el chico se
quejó del dolor. Entonces ella comenzó a llorar.
—Estoy bien, madre.
—¿Y ese vendaje? Pensé que estabas muerto.
—Fue un accidente, madre. No es grave.
Aysel lloraba mientras su hijo les contaba a Basak y al
fotógrafo cómo había conseguido hacer las fotografías.
Estaba satisfecho.
Aquella noche Emin Kemal se encerró en su cuarto y
comenzó a escribir compulsivamente en su diario de tapas
rojas. Estaba cansado, pero no tenía sueño. En su cabeza se
mezclaban las imágenes de los saqueos con las de Orpa y
su hermano. Veía las calles abandonadas como si estuviera
caminando aún por ellas. Escribía sin pararse a pensar. A
veces el dolor de cabeza lo obligaba a detenerse. Cayó
rendido en la cama cuando quedaban pocas horas para el
amanecer, y enseguida comenzó a soñar con todo lo que
había escrito.
Cuando se hizo de día, una vecina se acercó a su cama y
llamó alarmada a Aysel; su hijo ardía de fiebre. Emin Kemal
abrió los ojos y no sabía dónde estaba. Tenía mucho frío,
aunque la cama estaba empapada de sudor. Seguía
oyéndose una radio al fondo. El señor Anmet trajo un
médico a casa. Había revelado las fotografías que Emin
hizo el día anterior. A pesar del disgusto, se pasó parte de
la noche trabajando en su laboratorio. Esperó a que Aysel
saliera para enseñárselas al chico a escondidas.
—Son extraordinarias —dijo eufórico el fotógrafo—. No
quiero que tu madre me oiga, pero estoy orgulloso de tu
valor. Quiero que lo sepas.
Emin Kemal se ruborizó y a la vez se sintió feliz. El
médico le miró la herida y dio su diagnóstico. No era grave.
Sin embargo, a Emin le dolían todos los músculos y la
fiebre era alta. Le aconsejó reposo. Cuando se quedó a
solas con el señor Anmet, el chico se incorporó y le entregó
su libreta roja.
—Aquí he escrito todo lo que vi —le dijo Emin—. Las
fotografías son imágenes que no llegan a todos los rincones
como las palabras.
El fotógrafo la ocultó en su chaqueta cuando entró
Aysel. Le hizo un gesto al chico y salió de la habitación.
Durante todo el día la modista no se apartó de su hijo. Los
saqueos continuaron hasta entrada la noche del segundo
día. Las noticias de la radio eran confusas y en ocasiones
censuradas. Unas veces hablaban del incendio de iglesias,
de dos muchachas violadas, de linchamientos; pero luego
trataban de dar la falsa sensación de normalidad. Los
barrios rumies de Ortakóy, Samata y Fener se habían
convertido también en campos de batalla. Muchas familias
de origen griego abandonaban sus casas y huían de la
ciudad.
Basak y el señor Anmet acudieron a la casa de la
modista todas las noches para visitar a Emin. Se sentaban a
su lado, junto a la cama, y hablaban de cosas
intrascendentes. Aysel les había pedido que no le
recordaran a su hijo nada de lo sucedido. Temía que los
dolores de cabeza, la irritabilidad, el cansancio y otros
síntomas que le resultaban conocidos vinieran de la
neurastenia que le diagnosticaron a los dieciséis años. Por
eso el fotógrafo trató de mostrarse amable con el
muchacho y contarle cosas que lo distrajeran. Y eso hizo
durante la primera semana. Después no pudo contenerse
más. Una mañana en que sabía que Aysel no estaba en
casa, cerró el estudio y aprovechó para hablar a escondidas
con Emin. El chico se encontraba mejor, pero los cuidados
excesivos de su madre lo estaban convirtiendo en un
inválido.
—Tienes que salir de casa, Emin —le dijo el señor Anmet
—. Y no lo digo porque pretenda que vuelvas al trabajo, que
también es cierto, sino porque te vendrá bien distraerte por
ahí.
—Sí, lo sé, pero mi madre se echa a temblar cada vez
que le digo que voy a salir. Además, estos dolores de
cabeza me están volviendo loco. No puedo descansar ni de
día ni de noche.
El señor Anmet se sentó y le hizo un gesto al chico para
que se acercara. Jugueteaba nervioso con su pipa apagada
entre los dedos.
—Pero yo he venido por otra cosa, como podrás
imaginar.
Emin abrió mucho los ojos. No podía imaginar nada.
Entonces una idea pasó fugaz por su cabeza.
—Ha venido a hablarme de mi madre, ¿no es así?
El señor Anmet dejó la pipa sobre la mesa y comenzó a
tamborilear con los dedos. Se sentía violento.
—En realidad quería hablarte de las fotografías que
hiciste en Beyoglu.
—No les han gustado. ¿Es eso?
—Por supuesto que les han gustado. Ya te dije que eran
muy buenas. Las han pagado muy bien. Y ese dinero es
tuyo.
—No lo quiero.
—No lo voy a discutir. Es tuyo. Pero he hecho algo sin
consultarte y quiero que lo sepas. Les entregué junto con
las fotografías el texto que me diste a leer al día siguiente.
—¿Por qué ha hecho eso?
—Porque llevo muchos años metido en este negocio y he
aprendido a saber cuándo una cosa merece la pena y
cuándo es basura. Basak se ha molestado en
mecanografiarlo y yo mismo lo entregué en la revista.
Están entusiasmados, Emin. Tienes madera de escritor. Lo
van a publicar. El director de Hayat quiere conocerte. Le he
dicho que estás enfermo, pero que en cuanto te
recuperes…
Emin miraba al señor Anmet muy serio. Parecía que no
había terminado de entender lo que le contaba. El fotógrafo
le dejó el diario sobre la mesa y el chico lo cogió.
—Tengo muchas más cosas —le dijo Emin.
—Lo sé. No he podido evitar leer algunas. No sé dónde
has aprendido a escribir así, pero eso te puede abrir
muchos caminos.
—No le entiendo.
—Sí, muchacho. Tú no eres como los demás. No has
nacido para arrastrar un carro de roscas el resto de tu vida,
ni tampoco para estar detrás de un mostrador. Tú no eres
capaz de sobrevivir por ti mismo. Sin embargo, tienes un
don que no todo el mundo posee. Y debes aprovecharlo.
Emin Kemal miraba con fijeza a los ojos del señor Anmet
y procuraba captar todo el sentido de sus palabras. Le
gustaba que fuera franco con él, pero al mismo tiempo su
sinceridad lo desconcertaba. El fotógrafo encendió su pipa.
—Si Dios te ha dado un don, debes aprovecharlo —
insistió.
Estuvieron en silencio un rato largo, con la mirada
perdida en las volutas del humo del tabaco. Emin se sumía
poco a poco en sus pensamientos. De repente, el fotógrafo
dijo:
—También quería hablarte de otra cuestión importante.
Al menos, para mí —Emin volvió a la realidad y clavó de
nuevo sus ojos en el señor Anmet—. Se trata de tu madre.
—¿Qué le pasa a mi madre?
—Nada. Ella está bien. Pero quiero hablar contigo de
hombre a hombre antes de que ella te lo cuente.
—¿Contarme qué?
El fotógrafo comprendió que estaba preocupando al
chico. Volvió a tamborilear con los dedos sobre la mesa.
—Me gustaría casarme con tu madre —dijo deprisa, y
luego se quedó callado un instante—. La quiero como yo
pienso que un hombre debe querer a una mujer, y creo que
la puedo hacer feliz —volvió a detenerse—. Y me parece
que también ella me quiere.
—¿No se lo ha preguntado?
—Por supuesto que lo he hecho. Pero ella nunca
aceptará casarse si eso puede molestarte, o si cree que vas
a sentirte mal.
Emin se puso en pie y paseó por la habitación. Se
detuvo.
—Mi madre tiene derecho a hacer su vida. Ya es hora de
que ella y yo tomemos nuestras propias decisiones.
Después el chico se sentó y cerró los ojos obligado por el
dolor de cabeza, que en algunos momentos le resultaba
insoportable.
4.
No estaba seguro de que la muerte de un poeta turco lejos
de su país fuese un buen comienzo para contar la historia
que me había propuesto. Mientras el avión despegaba del
aeropuerto de El Altet, yo pensaba en ese arranque de
novela que no terminaba de gustarme. Además, la
insinuación de que hubiese algo turbio detrás de su muerte
le daba al relato un tinte policíaco que no me convencía.
Pretendía huir del efectismo literario, pero las cosas habían
sucedido así y no me resultaba fácil contarlas de otra
manera. La copia del diario de Emin Kemal dormía en mi
equipaje a la espera de que yo indagara en la compleja
personalidad del escritor.
El avión aterrizó en el aeropuerto de Munich el domingo
14 de diciembre a primera hora de la tarde. Aunque la pista
estaba limpia, se veían las montañas de nieve que habían
retirado las máquinas. Un sol tímido asomaba y se escondía
tras las nubes que empujaba el viento. La sensación del
paso del tiempo subía y bajaba dentro de mí como por una
montaña rusa. Volvía a la ciudad después de veinticinco
años. Demasiado tiempo para enfrentarme de pronto a
todos los recuerdos. Y el más doloroso, sin duda, era el de
Wilhelm. Desde el momento en que decidí aceptar aquel
viaje, sabía que el pasado me iba a doler. Intenté
distraerme y pensar que en un día como aquél, a los
dieciséis años, gané mi primer premio literario por un
cuento que presenté en el Alman Lisesi. Mientras el avión
se deslizaba por la pista camino de la terminal del
aeropuerto, yo volvía a levantar el vuelo y tocaba con las
yemas de la memoria la ciudad de la que nunca terminé de
marcharme, Estambul. El traqueteo del avión al perder
velocidad sobre la pista me empezó a provocar sueño.
Cerré los ojos y dormí unos segundos, suficientes para
revivir aquel día de diciembre en el gran salón del Alman
Lisesi. Me despertó la voz del capitán dando la orden para
abrir la puerta de la cabina.
El taxi atravesó una ciudad tranquila y apagada en una
tarde de domingo, mientras yo me hundía en el asiento y
sujetaba mi mochila como si tuviese miedo de que se
esfumase el proyecto literario que guardaba allí. Me había
costado mucho trabajo enfrentarme al diario de Emin
Kemal, y cuando lo hice me sentí como un intruso que se
colaba en un mundo que no le pertenecía, en un cuarto
oscuro al que llegaban de vez en cuando, a través de
grietas imperceptibles, haces de luz que irrumpían
obscenamente. Y siempre Derya, la sospecha de que Derya
acechaba detrás de cada página, de cada frase, aunque su
nombre no apareciera allí.
El hotel Savoy era pequeño y tranquilo, precisamente lo
que yo necesitaba. La Amalienstrasse no era una calle
desconocida para mí. Todo el barrio de Schwabing había
sido como mi casa en otro tiempo. Ahora volvía a ver los
edificios, los cafés, los anuncios de los comercios y me
sentía como un extraño en un lugar donde en realidad
nunca dejé de serlo. Pero el cansancio pudo más que los
sentimientos y enseguida sucumbí a la comodidad de la
habitación y de la cama que me estaba esperando. Me dolía
el cuerpo y tenía escalofríos. Me encerré en el hotel y
desplegué mis escasas pertenencias por la mesa y los
armarios, tratando de combatir el terrible vacío de un lugar
que me resultaba ajeno. Cuando abrí el diario de Emin
Kemal, aún no me había dado cuenta de que tenía fiebre.
Era la cuarta vez que comenzaba a leerlo sin conocer bien
la verdadera dimensión de lo que tenía entre las manos.
Pero en Múnich, por primera vez, creí entender algo sobre
la personalidad del maestro. Tal vez la fiebre me ayudara a
meterme un poco en su piel. Y, a pesar de todo, cuando
avanzaba en la lectura de aquellas páginas fotocopiadas,
me daba cuenta de que el hombre que había detrás de
aquellas frases, con frecuencia confusas y carentes de
sentido, era un extraño para mí.
La letra de Emin Kemal en la adolescencia era pequeña
y redonda. No se parecía en nada a la letra de sus últimos
años, casi ilegible por los temblores. En las primeras
páginas aparecían anotaciones que yo no conseguía
entender. Eran cifras que unas veces parecían medidas y
otras eran cantidades de dinero; sumas, restas. Entre las
líneas aparecían nombres de prendas, o partes de un
vestido o un traje. Podían leerse anotaciones de fechas,
cantidades cobradas, cantidades debidas. Luego aparecía
un catálogo de cortinas, cojines, una alfombra y el dinero
que había costado todo. Pero a continuación la letra
cambiaba y el cuaderno se convertía en otra cosa. Leí una
vez más aquel párrafo escrito en tinta azul y letra diminuta,
que me sacudía como el sonido de un rayo cuando uno cree
que la tormenta está ya muy lejos.

Mi padre falleció ayer. Lo encontré muerto en el


baño, con sus gafas puestas y un peine en la mano.
Hacía apenas tres meses que habíamos venido a vivir
a Estambul. Mi madre y yo nos quedaremos aquí para
siempre, varados en esta casa que no es nuestra
casa, en una ciudad que no es nuestra ciudad,
viviendo unas vidas que no son nuestras vidas.

Si realmente aquello pertenecía a Emin Kemal, estaba


escrito por un chico adolescente. Seguí leyendo sin ser
consciente aún de que la fiebre me estaba debilitando. De
vez en cuando cerraba los ojos y recordaba la cara del
maestro años atrás. Luego lo veía muerto sobre la alfombra
de su estudio, con mi libro de cuentos sobre el pecho y los
ojos muy abiertos, como vigilándome. Leí con esfuerzo las
páginas del diario. Con frecuencia aparecían frases
inconexas, versos sueltos que no tenían sentido. Cambiaba
la tinta y crecía o menguaba el tamaño de la letra
dependiendo del día. Luego encontraba textos en francés,
fragmentos copiados de alguna parte, sin conexión con lo
demás. Traté de tomar notas, pero el cansancio me
desanimaba. Me dormí con el diario entre las manos, y la
realidad y el sueño se mezclaron. Derya surgía ahora en
mitad de mi vigilia, irrumpiendo como un espectro. Soñé
con Emin Kemal, pero su rostro era el de Derya, siempre
ella, a pesar de los años que habían transcurrido. Me
desperté de madrugada y me metí en la ducha para
espantar los malos sueños. Respiraba fatigado y apenas
podía encontrar un poco de coherencia en aquella
desagradable pesadilla. Con los ojos abiertos, debajo de la
ducha, seguí viendo la cara de Emin Kemal, y a veces me
aparecía la imagen de Wilhelm. Desde que puse el pie en
Munich traté de no pensar en él. Ahora, bajo el agua, el
recuerdo de mi padre me dolía. Nunca me había dolido
tanto.
Me volví a quedar dormido. Cuando desperté, los
fantasmas se habían confundido con las sombras de la
habitación. Abrí la ventana a pesar del frío. Tenía mucho
trabajo por delante, pero primero debía encontrarme bien
conmigo. Llamé para anular la cita de aquella mañana en el
Ayuntamiento. Antes debía acudir a otra cita que llevaba
años retrasando. Era más bien una deuda, o una herida que
cauterizar. Ni siquiera sabía si Wilhelm Nachtwey estaba
vivo, pero mi obligación era averiguarlo. Hacía mucho que
no le guardaba rencor y ahora tenía la oportunidad de
demostrárselo, si era capaz de dar con él.
Cuvilliesstrasse seguía siendo la calle tranquila que yo
conocí a mitad de los años sesenta. Recordaba bien aquel
lugar después de tanto tiempo. La casa no había cambiado
apenas. El pequeño jardín de la entrada estaba helado. En
el centro seguía la misma escultura de bronce que vi por
primera vez cuando Wilhelm me llevó a la casa de su
hermano Karl. El cartel de la galería de arte no estaba,
pero en la pared aún quedaba el cerco donde estuvo tantos
años. Llamé varias veces. No sabía qué iba a decirle si me
abría la puerta, ni qué reacción tendría él al preguntarle
por su hermano Wilhelm. La relación entre ellos nunca fue
buena. Pero no se me ocurría otra forma de dar con él. Ya
estaba a punto de volverme y salir del jardín cuando me
pareció oír el crujido de las escaleras de madera. Una voz
de mujer me pedía paciencia. La reconocí: era Hannah.
Abrió y me miró sin poner mucho interés. Era poco
probable que me reconociera. Sin embargo, yo habría
sabido que era ella en cualquier parte donde la hubiera
visto; a pesar del cabello blanco, a pesar de las arrugas, a
pesar de su aspecto derrotado. Dejó la puerta entreabierta
mientras me preguntaba qué quería. No parecía dispuesta
a perder mucho tiempo conmigo.
—Soy René Kuhnheim —le dije.
Hannah me escuchó sin sorprenderse, aunque sus
pupilas se movían muy deprisa, como si tratara de
encontrar en alguna parte de su memoria una conexión
entre aquel nombre que le resultaba conocido y un rostro
neutro que no le decía nada.
—¿Qué quiere? —me preguntó.
—Estoy buscando a Wilhelm. No conozco otro sitio
donde preguntar por él. Tampoco sé si está vivo.
Sentí el estremecimiento de la mujer. Sus ojos verdes se
hicieron más grandes en un intento desesperado por
averiguar quién era yo. Abrió un poco más la puerta y
avanzó un paso.
—Wilhelm no vive aquí.
—Lo sé.
—¿Quién es usted?
—Soy su hijo. O al menos lo fui durante la mitad de mi
vida.
Cerró entonces los ojos y se llevó una mano temblorosa
a los labios.
—No puede ser. Usted no puede ser…
—Lo soy. Y usted es Hannah Meysel. La última vez que
hablamos por teléfono me pidió que no volviera a llamar a
su casa. Si estoy aquí es porque usted es la única persona
que me puede dar noticias sobre él. Sólo quiero saber si
vive o ha muerto.
Hannah Meysel lloraba. Eran unas lágrimas casi
imperceptibles que se le escapaban del lagrimal y se
quedaban a mitad de sus mejillas. Abrió la puerta y me hizo
un gesto para que entrase. Le temblaban las manos, y su
voz sonó rota cuando consiguió sobreponerse y hablar.
La antigua galería de arte de Karl Nachtwey ocupaba la
primera planta de su casa de Cuvilliesstrasse. Los dos pisos
superiores eran la vivienda familiar. Yo sólo había estado
allí en una ocasión, pero el recuerdo de los cuadros en las
paredes, los movimientos pausados de la esposa de Karl y
los espacios de aquella casa se quedaron en mi memoria
para siempre. La última vez que telefoneé desde España,
Karl no quiso darme información sobre el paradero de su
hermano mayor. Fue una conversación tensa, muy
desagradable. Después se puso al teléfono Hannah y me
pidió que no volviera a llamar. Yo sabía que lo estaba
haciendo para proteger a su marido. Con el tiempo terminé
por aferrarme al recuerdo de aquella última llamada para
justificar mi alejamiento definitivo de Wilhelm. Ni él ni yo
nos esforzamos en retomar nuestra relación cuando ya
Berta se había esfumado de mi vida. No quedó rencor, sino
olvido y una amarga sensación de haber sido
tremendamente injusto con él.
Hannah me condujo hasta el primer piso con mucha
dificultad. Se lamentó de sus achaques mientras se
agarraba a la barandilla.
—Me operaron de una cadera hace menos de un año y
no termino de estar bien —me dijo en una especie de
disculpa que parecía más bien destinada a ella misma.
Me invitó a sentarme y me ofreció una infusión. Le pedí
que se sentara. Estaba sufriendo al verla moverse con tanto
trabajo. Cuando finalmente me hizo caso, me miró con
melancolía y no pudo reprimir un suspiro.
—La primera vez que viniste a esta casa eras un chico
de dieciséis años.
—Diecisiete —la corregí—. Y ahora voy a cumplir
cincuenta.
Se llevó las manos a la cara en un gesto teatral que, en
aquellas circunstancias, no lo parecía. De repente su
mirada se perdió por la ventana que daba a un jardín
helado.
—Karl murió hace tres años —dijo sin mirarme.
—Lo siento, no lo sabía.
—No podías saberlo. Además, no se portó bien contigo.
—No diga eso. Él no tenía la culpa de nada.
—Tampoco tú.
Hannah Meysel seguía siendo una mujer elegante y
atractiva, a pesar de que rondaba los setenta años. Cuando
la conocí en 1976 y supe su historia, me sentí conmovido.
Detrás de su sonrisa siempre había un poso de amargura. A
veces sus gestos y su comportamiento se parecían
inexplicablemente a los de Wilhelm.
—No, tú no tuviste la culpa de nada —dijo trayendo de
nuevo su mente del jardín—. A veces ocurre que tenemos
que pagar las deudas de otros. Es terrible, pero ocurre.
De repente pareció darse cuenta de la trascendencia de
sus palabras y forzó una sonrisa, que una vez más resultó
amarga. Me examinó de arriba abajo como si me viera en
ese momento por primera vez.
—He venido para saber algo de Wilhelm —le dije—.
Quizás sea demasiado tarde, pero tenía que hacerlo.
—¿Por qué demasiado tarde?
—Hace años que no sé nada de él. Le debo demasiadas
explicaciones y ni siquiera sé si está vivo.
—Está vivo. Los hipocondríacos siempre son los últimos
en morir. Puedes darle todas las explicaciones que quieras.
Pero no creo que él esté esperándolas. Tampoco creo que
espere ya nada.
A Wilhelm nunca le gustó Berta. Esa fue la razón de que
empezáramos a distanciarnos. Tiempo después, tras la
muerte de mi madre, conocí su preferencia por Tuna. Berta
significaba la ruptura con un pasado que me oprimía, pero
Wilhelm no se daba cuenta. «Vas a cometer un error —me
dijo—. Esa mujer no tiene nada en común contigo.
Simplemente te has dejado deslumbrar». Era la primera
vez que se entrometía en mi vida. Tal vez por eso me dolió
tanto, porque no estaba acostumbrado a que se comportara
como el resto de los padres que yo conocía. Y con mi
comportamiento y mi desprecio le quise demostrar que en
realidad él no era mi padre. Después me sentí traicionado
cuando supe que fue Wilhelm quien le contó a Tuna mi
relación con Berta. Fui muy duro con él; ahora lo sé como
lo supe entonces, aunque no quise reconocerlo durante
mucho tiempo. «No tienes ningún derecho a meterte en mi
vida —le contesté—. Ni siquiera aunque fueras mi padre lo
tendrías. Pero no lo eres». Agachó la cabeza, humillado, se
quitó las gafas y me dijo mientras las limpiaba: «Espero
que esta lección me sea útil para el futuro». Y lo dijo con
calma, con tanta serenidad que consiguió enfurecerme
más. Hubiera preferido que montara en cólera y que me
reprochara que yo era un hijo malcriado y un
desagradecido. Pero no lo hizo. El no era así, aunque a
veces yo necesitaba que lo fuera.
Se lo debía todo a Wilhelm, absolutamente todo. En los
últimos años, hasta que nuestra relación se deterioró, él
había sido mi padre y mi madre. Luego las cosas se
torcieron. Tardé mucho en reconocer mi culpa, y cuando lo
hice ya era demasiado tarde. Después de que Berta y yo
nos instaláramos en Madrid, mantuve correspondencia con
Wilhelm durante un tiempo. Eran cartas formales, a veces
afectivas, que trataban de parecerse a las que se escriben
un padre y un hijo. Los dos sabíamos que no nos
entendíamos, que se había producido una fractura en
nuestra relación. Sus cartas me llegaban con periodicidad
matemática. Era yo quien se retrasaba en responder. Lo
telefoneaba una vez al año. Wilhelm siempre me llamaba en
el aniversario de la muerte de mi madre. Fue un gesto que
nunca supe agradecerle. Y, cuando lo intenté, ya era tarde.
Las cartas dejaron de llegar. El hotel donde vivía había
cerrado y Wilhelm no dejó sus nuevas señas. Llamé a su
hermano Karl y tropecé con el muro del resentimiento.
Comprendí entonces que la relación que yo tenía con mi
padre era muy parecida a la que él mantenía con su
hermano. Un resentimiento enquistado, un dolor por cosas
que no podían cambiarse ya, un abismo insalvable.
Después, decidí esconderme de la vida y lo hice sin
despedirme de Wilhelm. Durante muchos años el mundo y
yo nos dimos la espalda. Fueron tiempos duros, de olvido,
de desgana, de ruptura con el pasado. Si en alguna ocasión
pensaba en Wilhelm lo hacía con tristeza, a veces con
nostalgia, o una mezcla de las dos cosas que se parecía
mucho a la melancolía.
Hannah Meysel escribió en una libreta la dirección de
una residencia de ancianos y el teléfono. Después arrancó
la página y me la dio.
—Hace diez años que está aquí —me explicó—. No
quería morir solo en una habitación de hotel. Cuando mi
marido falleció, hacía mucho tiempo que habían dejado de
hablarse. Los últimos años fueron muy duros.
Lo dijo sin amargura, mirándome a los ojos, tal vez
diciéndoselo a sí misma.
—Sí, me lo imagino.
—No, no te lo imaginas —me contestó con severidad—.
Nadie se lo puede imaginar. Esos dos hombres terminaron
por convertir mi vida en un infierno. Y ahora sólo me
quedan los recuerdos.
Yo entendía bien lo que Hannah estaba diciendo. Sabía
de lo que hablaba. Podía hacerme una idea del infierno que
había sido su vida. No supe qué contestarle. Me hubiera
gustado abrazarla, pero en ese momento no supe
reaccionar. De nuevo su gesto se había dulcificado y sus
ojos claros brillaban tras una bonita sonrisa. Le tendí la
mano, ella la cogió y la sostuvo unos segundos con sus
dedos nudosos como los sarmientos de una vid.
—Las visitas son por las tardes —me dijo antes de
despedirse.
Cuando salí de la antigua galería de arte, la fiebre me
hacía tiritar. Bajé caminando hasta el centro por
Prinzregentenstrasse y llegué al hotel Savoy bordeando el
Jardín Inglés. A veces, tenía la falsa sensación de reconocer
alguna cara entre la gente. Compré chocolate en una
pastelería a la que iba con frecuencia a los veinte años. Al
llegar al hotel, tenía una llamada perdida de Angela
Lamarca. Enseguida marqué su número. Quería saber
cómo me encontraba.
—Reencontrándome con mi pasado —le dije—, como
siempre.
—Te noto un pelín irónico —me contestó.
—No, ni siquiera melancólico. Creo que tengo fiebre.
Eso es todo.
Le dije que ya había comenzado a trabajar en el artículo
sobre los museos. Le expliqué que me había entrevistado
con la jefa de prensa del Kunstareal. Era mentira, claro.
Encendí el ordenador para distraerme y dejar de pensar
durante un rato en las palabras de Hannah Meysel.
Consulté el correo electrónico por aburrimiento, porque no
tenía ni el cuerpo ni el ánimo para poner en orden el
material del reportaje de los museos. Y, de pronto, el
nombre de Aurelia apareció en la pantalla. Tuve que
sostener el portátil para que no se me cayera de las
piernas. Me incorporé en la cama y leí con cuidado aquel
correo con la firma de Aurelia. Estaba escrito en turco, y la
mayoría de los caracteres se descomponían en la pantalla
en símbolos incomprensibles. Busqué torpemente la
manera de adaptar aquel texto a su formato original. Me
temblaba el pulso, y la fiebre no me permitía pensar
deprisa. Ya me había olvidado del correo que le mandé días
atrás. Pero ahora tenía una respuesta de aquella impostora
y no era capaz de leerla. Por fin conseguí adaptar al turco
el alfabeto de mi ordenador, y el mensaje de Aurelia
apareció claro en la pantalla.

Te equivocas, no soy una farsante ni una asesina.


Sabes que yo no lo maté. Mi único delito, en todo
caso, es haber jugado contigo en la librería. Pero
¿acaso los escritores no jugáis también con los
lectores? Ella nunca contará la verdad. De los que
podrían contarla, uno está muerto y el otro no está ni
vivo ni muerto. Sólo quedas tú. Espero que los diarios
te ayuden a conocer lo que ocurrió realmente. Serás
el único que sabe y puede contarlo.
Aurelia

Tuve que leerlo varias veces. No estaba seguro de lo que


aquella mujer quería decir. Temía que la fiebre me hiciera
delirar. Escribía bien en turco. Sin duda era su idioma. ¿A
qué estaba jugando conmigo? Su correo parecía un
acertijo. Además, había documentos adjuntos al texto. Los
abrí, y en la pantalla apareció un número considerable de
páginas escaneadas. Enseguida entendí de lo que se
trataba: era el segundo de los diarios de Emin Kemal. La
letra era la misma, y en el encabezado se leía «Diario 1955-
1964». A pesar del agotamiento, comencé a leer. Por
primera vez, las entradas en el diario tenían sentido.
Aquello parecía un reportaje periodístico. Hablaba de algo
que yo conocía vagamente: las revueltas contra los
cristianos ortodoxos de Estambul. Leí hasta que el
cansancio me impidió seguir. El nombre de Orpa volvía a
aparecer en el diario. No era un nombre turco. La fiebre me
sumió en un sueño inquietante. Volví a tener pesadillas.
Estuve en la cama dieciocho horas sin entender por qué me
costaba tanto trabajo moverme.

Edwina Wolff tenía una mirada penetrante que me


impedía sentirme cómodo en su presencia. No podía
considerarla una mujer guapa, pero hablaba y se movía con
distinción. Trabajaba en el gabinete de prensa del
Ayuntamiento de Munich. Su despacho era una habitación
acristalada que daba a una plaza peatonal muy concurrida.
Parecía bien informada sobre el trabajo que me proponía
realizar, pero no mostraba ningún entusiasmo en mi
proyecto. Me informó sobre un montón de vaguedades que
yo conocía acerca de los museos de la ciudad. Me limité a
escucharla y a asentir educadamente. En realidad sabía
que no me iba a servir de mucha ayuda, pero no debía
saltarme los trámites. Tomamos algunas decisiones sobre
las fotografías que iba a necesitar y las personas con las
que me entrevistaría. Entonces irrumpió en el despacho un
hombre bien vestido, traje elegante y corbata a rayas
oblicuas. Después de abrir la puerta, una vez dentro, la
golpeó con los nudillos en un gesto poco elegante. Edwina
Wolff cambió por primera vez la severidad de sus gestos y
los dulcificó con una sonrisa.
—Vaya, esto sí que es una sorpresa —dijo aquel tipo
calvo con un acento bávaro muy marcado—. Una auténtica
sorpresa. Acabo de ver tu nombre en la agenda del día y no
me lo podía creer: René Kuhnheim.
Hasta que pronunció mi nombre, pensé que con quien
hablaba era con Edwina. Pero se estaba dirigiendo a mí. Lo
miré, miré a la mujer. Me puse en pie, incómodo por la
situación. No era probable que me estuviera confundiendo
con otra persona que se llamara como yo, pero existía esa
posibilidad. Me dejé apretar la mano y al mirarlo a los ojos
descubrí algo familiar en aquella mirada.
—René, René, parece mentira —siguió diciendo aquel
tipo que parecía un maniquí.
—Lo siento, pero no puedo acordarme de ti —le confesé
avergonzado.
—Heinrich.
—¿Heinrich Bauer?
—Aunque no lo parezca.
—Has cambiado mucho.
—Tú sin embargo estás igual —mintió, sin duda.
Me hizo un gesto para que volviera a sentarme y se
apoyó en la mesa, dando ligeramente la espalda a Edwina.
—Este tipo —dijo Heinrich dirigiéndose a ella sin mirarla
—, aquí donde lo ves, me quitó a la tía más buena de
Munich hace veinte años.
—Treinta —le corregí.
—¿Treinta? Cómo pasa el tiempo.
—Además, no te la quité —protesté molesto—. Fue ella
quien eligió.
—Era sólo una manera de hablar.
Edwina asistía atenta a la conversación, llevando la
mirada de uno a otro como si fuera un partido de tenis.
—Siento haberos interrumpido —dijo Heinrich Bauer—.
Sólo quería asegurarme de que eras tú el que estaba
interesado en nuestros museos.
A pesar de los años, Heinrich seguía teniendo ese aire
de superioridad que tanto me molestaba en otro tiempo.
Me resultaba difícil de explicar, pero siempre había sido
así; seguramente desde que lo encontré follando en la
caseta de un jardín con una estudiante de Bellas Artes que
luego sería mi mujer.
—Espero que Edwina te resulte útil en tu trabajo. Es la
mejor —me dijo guiñándome un ojo.
Me pareció que la mujer se ruborizaba, pero al fijarme
me di cuenta de que apenas se había alterado por el
comentario. En realidad era yo quien se sentía incómodo.
—¿Estarás mucho tiempo por aquí? —preguntó Heinrich
antes de cerrar la puerta.
—Un par de semanas. Quizás menos.
—¿Dos semanas para hacer un reportaje?
Lo pensé antes de contestar. De nuevo sentía que
Heinrich metía sus narices en mi plato.
—Bueno, he venido también por otras cuestiones —le
mentí.
—Pues entonces tenemos que comer juntos un día.
—Claro —le respondí tratando de no demostrarle mi
pereza.
Edwina Wolff se ofreció a acompañarme en un coche con
chófer al Museo Lenbachhaus, donde iba a comenzar mi
trabajo. Me pareció que su comportamiento había
cambiado. No llegó a sonreír en ningún momento, pero la
sensación que tuve era de menos frialdad. En dos ocasiones
me explicó las obras que se estaban haciendo en el trayecto
por el que pasábamos. Fingí interés en sus comentarios.
Me esperaba una mañana dura de trabajo, y mis
pensamientos estaban en otro sitio.
—Lo llamaré mañana para ver si todo ha ido bien —me
dijo tendiéndome la mano con estudiada formalidad—. Y si
necesita algo no dude en llamarme —y señaló al director
del museo.
Aquella mañana me costó un gran esfuerzo
concentrarme en el trabajo que estaba haciendo. Al volver
al hotel intenté en vano escribir a Aurelia. Llevaba horas
pensando lo que le iba a decir. Ignoraba si era una
impostora que se burlaba de mí o una loca. Decidí después
hacer algo que no podía retrasar más: visitar a Wilhelm.
Fui en tranvía hasta la dirección que me dio Hannah.
Durante un rato dudé entre llamar por teléfono para
anunciar mi visita o presentarme con naturalidad, como si
el tiempo no hubiera pasado y nuestra relación fuese la
normal entre un padre y un hijo. Lo encontré en una galería
en donde los sillones se alineaban frente a una enorme
cristalera como girasoles orientados hacia el sol. Pero el sol
se resistía a salir. Cuando Wilhelm me vio, no demostró
sorpresa; supuse por su mirada que me estaba esperando.
Sin duda Hannah le había contado mi visita.
—No me mires así —me dijo con su sequedad
característica—. Parece que estés viendo a un muerto.
Le tendí la mano, y él la agarró y la retuvo. Jamás nos
habíamos besado; ni siquiera cuando yo tenía siete u ocho
años. Siempre existió una especie de pudor en demostrar
nuestros sentimientos.
—¿Sabes? —me dijo—. A pesar del tiempo que ha
pasado, hay días en que echo de menos el canto del
almuédano llamando a la oración. Nunca pensé que podría
añorar cosas como ésa.
—Y sin embargo, cuando vivíamos en Estambul, siempre
decías que aquello era un vestigio del pasado que retrasaba
el progreso.
—Sí, eso mismo decía.
Wilhelm hizo un gran esfuerzo para levantarse. Rechazó
mi ayuda. Apoyado en un bastón, caminó a mi lado hasta
una sala grande. Enormes butacas se alineaban delante de
un televisor, y detrás aparecían mesas de juego cubiertas
con tapetes verdes. Nos sentamos en una de aquellas
mesas.
—Pensaba que te sorprenderías al verme —le confesé.
—Sí, estoy sorprendido. Pero la verdad es que te estaba
esperando. Ayer me sentí muy decepcionado; creí que
vendrías —me miró por encima de las gafas, pequeñas y
redondas como en otros tiempos, tratando de percibir
alguna reacción en mí—. Hannah me dijo que habías estado
en casa. En su casa, quiero decir.
—Hannah.
—Sí, pero no le digas que te lo he contado.
—No se lo diré.
—Ella viene a verme con frecuencia. A pesar de todo lo
que ha sufrido por mi culpa, no me guarda rencor.
—Me contó que Karl había muerto.
—Sí. Morirse fue su manera de llamar la atención.
—No hables así de tu hermano.
Wilhelm agachó la cabeza. Me pareció, incluso, que
estaba avergonzado por lo que acababa de decir; pero no
era más que un gesto de cansancio.
La relación entre los dos hermanos estuvo envenenada
desde que eran jóvenes. Seguramente desde que Wilhelm
decidió abandonarlo todo, dejar su puesto en la
Universidad de Munich y huir a Estambul. Y Hannah, sin
ser culpable de otra cosa que de amar, se quedó en medio y
no supo o no quiso quitarse de allí. Aquel triángulo había
marcado la vida de mi padre, no me cabía duda.
Hasta que vine a estudiar a Munich, yo creía que las dos
únicas personas en la vida de Wilhelm Nachtwey éramos mi
madre y yo. Tardé tiempo en aceptar que él tenía un pasado
que lo atormentaba, y que su sufrimiento lo había
convertido en un hombre dolido, solitario, incapaz de
mostrar afecto.
Mientras lo oía hablar sobre su rutina en la residencia,
aquel hombre de ochenta años me resultaba un extraño. De
repente se quedó en silencio y aproveché para decirle:
—Me divorcié hace muchos años —me miró sin
demostrar sorpresa. Hizo un ligero gesto afirmativo con la
cabeza y dejó la vista clavada en el tapete verde—. Me
temo que tenías razón respecto a mi relación con Berta,
pero cada uno debe encontrar su propio camino.
—Así es.
—Y el mío era un callejón sin salada.
Quería contarle algunas cosas sobre mis últimos años
con Berta, pero no me parecía que Wilhelm tuviera interés
en conocerlas. Pretendía desahogarme, o disculparme, no
estaba seguro. Debió de adivinar algo, porque enseguida
trató de salvarme de aquel trance.
—¿Qué fue de aquella chica? —me preguntó de repente
sin dejar de mirarme—. Sí, ya sabes a quién me refiero.
Yo sabía bien a quién se refería, pero traté de fingir.
—¿Tuna?
—Tuna, eso es. A veces me acuerdo de ella y me
pregunto qué habrá sido de su vida.
Me costaba trabajo hurgar en mi memoria. Había
dedicado demasiado tiempo y esfuerzo a echar el cerrojo a
esa parte del pasado.
—No he vuelto a saber nada de ella —le confesé—.
Quizás si te hubiera escuchado antes, ahora las cosas
serían de otra manera.
Wilhelm dio un golpe en la mesa con la palma de la
mano.
—No quiero que vuelvas a decir eso. Ni que lo pienses.
Las cosas son como son. Fíjate en mí. ;Te parezco un buen
ejemplo para ti?
Al volver al hotel sentí una mezcla de paz y de
cansancio. Lo hice a pie, a través de un barrio que conocía
bien. Pasé por delante de la antigua casa donde Berta vivía
con su madre. Parecía un palacio de tres plantas rodeado
por un jardín que ahora estaba mucho más cuidado que en
otros tiempos. Sin duda, había cambiado de dueño. La
madre de Berta era una mujer peculiar que me recordaba
mucho a la mía. Y, mientras estaba distraído mirando el
jardín y la fachada principal, se coló en mi pensamiento el
rostro de Tuna, bella, serena, con su sonrisa tímida. Me
sentí bien. Caminé por la acera siguiendo los raíles del
tranvía como si fueran mis propias huellas.
Antes de meterme en la ducha le escribí un correo a
Aurelia. Pensé mucho lo que iba a decirle. Me parecía un
juego estúpido el que se traía entre manos y quería que lo
supiera. Me dormí leyendo el segundo diario de Kemal. Me
seguía costando trabajo reconocer en sus reflexiones al
hombre que yo conocí. La fiebre me hizo pasar una mala
noche; las palabras y la imagen del escritor acechaban
como sombras en mitad del sueño.
Después de desayunar llamé a Angela Lamarca y en el
momento en que marqué el número me di cuenta de que
era demasiado temprano para ella. Cogió el teléfono el fiel
Alvaro y habló en susurros. Me dijo que Ángela dormía aún.
Me disculpé. Sonreí al imaginarla a su lado en la cama,
refunfuñando mientras se daba la vuelta y seguía
durmiendo. Le pedí a Alvaro que no le dijera que había
llamado. Y en ese instante apareció en la pantalla de mi
ordenador un nuevo correo electrónico de Aurelia. Me
empezaba a cansar aquel juego. Recordé a Emin Kemal
muerto sobre la alfombra de su estudio y empecé a pensar
que aquella mujer podría ser una loca peligrosa.

Si no miras a una mujer a los ojos cuando te habla,


nunca sabrás si te está diciendo la verdad. También
tú has sido una víctima del engaño. Espero que sigas
leyendo y que la venda caiga de tus ojos. Yo te
ayudaré. Si realmente eres un escritor; no deberías
dejar escapar una historia como ésta.
Aurelia

Le di un puñetazo con rabia a la almohada y apagué el


ordenador. Tenía demasiadas cosas en la cabeza como para
ponerme a resolver acertijos, ¿Por qué sabía tanto de mí
aquella mujer? Me sentía molesto. Cogí todo el material y
salí desconcertado del hotel. Aquella mañana me tocaba
trabajar en la Gliptoteca, mi rincón favorito de Munich. Al
subir las escaleras del pórtico, recibí una llamada de
Ángela Lamarca. Quería saber cómo iba todo. En contra de
lo que me había propuesto, lo primero que le conté fueron
los correos de Aurelia.
—No entres en ese juego —me previno—. Además, me
parece peligroso y sólo vas a conseguir que te duela la
cabeza. Yo en tu lugar no le volvería a escribir. No sé si
Derya está detrás de todo esto, pero no me extrañaría. Esa
mujer no tiene escrúpulos.
Ángela llevaba razón. Si Derya tenía algo que ver con
aquel asunto, sin duda se trataba de algo turbio. Debía
aprovechar la distancia para olvidarme de todo.
—¿Has visto a tu padre? —me preguntó suavizando la
severidad de su tono de voz.
Le conté mi visita del día anterior.
—Esas son las noticias que me gusta oír. Lo demás es
basurilla. Céntrate en tu trabajo.
—Mi trabajo es como mandar a coser un roto en una
sastrería de alta costura —le dije en un arranque de
soberbia—. Si no lo termino en tres días, es porque me
dijiste que me tomara mi tiempo.
—Y quiero que te lo tomes. Te vendrá muy bien ese
cambio de aires. Y, si te aburres, puedes salir por las
noches —dijo con su tono socarrón—. La primera copa va
por cuenta de la revista.
Pasé dos horas felices entre la Medusa Rondanini y el
Fauno Barberini en su postura indecentemente bella.
Recibí una llamada de Edwina Wolff para invitarme a
almorzar con Heinrich. Acepté sin tiempo a reaccionar.
Quizás no era justo que yo mantuviera mis prejuicios contra
él después de tantos años. La gente cambia, pensé para
consolarme. Quedamos en un pequeño bar italiano cerca de
la Türkenstrasse. Hacía un hermoso día de invierno, con un
cielo azul casi despejado que invitaba a caminar sin prisa
por la calle. Edwina y Heinrich llegaron juntos, casi al
mismo tiempo que yo. Cuando me telefoneó no había
entendido que ella comería con nosotros. Me pareció mejor
así. No me apetecía hablar del pasado con Heinrich,
aunque enseguida comprobé que de lo que realmente
quería hablar él era del pasado. Mientras el camarero
tomaba nota, Heinrich comenzó a describir la vida
estudiantil de los años setenta en Munich como si quisiera
ilustrar a Edwina, bastante más joven que nosotros. El
camarero nos miraba detrás de un bigote de erizo y trataba
de entender lo que queríamos tomar mientras Heinrich no
paraba de hablar.
—Vaya, vaya, René el Turco. ¿Tú no sabías que a René lo
llamaban el Turco en la Escuela de Periodismo?
—hizo una pregunta retórica dirigida a Edwina—. Así es.
Por entonces, ver a un turco en la universidad no era algo
normal.
—Pero usted no es turco —me dijo Edwina.
—No, no lo soy. Pero viví en Estambul catorce años.
—Sí, sí —insistió Heinrich—. Tú ya sabes cómo son estas
cosas. Un chico guapo…, que viene de Estambul…, que
viste como un turco y habla como ellos… ¿Sabes lo que
decían de él? —preguntó dirigiéndose a Edwina—. Que la
tenía más grande que los otros porque era turco.
Al oír aquello me atraganté. No pareció que Edwina
hubiera entendido el comentario de Heinrich.
—¿Cómo que la tenía más grande? —preguntó
ingenuamente la mujer.
—La polla. Que tenía la polla más grande que los demás.
¿No es eso lo que decían de los turcos?
Edwina Wolff sonrió ligeramente, sin mostrar apuro. Yo,
por el contrario, me había alterado.
—¿Quién decía eso? —protesté.
—Las mujeres, René, las mujeres. ¿Quién podía decirlo,
si no?
Edwina se percató enseguida de mi incomodidad y
condujo la conversación a otro terreno. A partir de
entonces fue ella quien llevó la iniciativa hablando de
cuestiones relacionadas con el trabajo que yo estaba
haciendo. De vez en cuando, Heinrich matizaba las
palabras de Edwina. Cuando ella se disculpó para ir al
baño, Heinrich me miró fijamente y me dijo:
—¿Qué te parece Edwina?
—Me parece una mujer inteligente y muy eficaz en su
trabajo —le respondí sin mostrar entusiasmo.
—No me refiero a eso. Te pregunto qué te parece como
mujer.
Estaba temiéndome una encerrona. A esas alturas de la
comida ya había constatado que Heinrich seguía siendo el
mismo imbécil de siempre. Pero pensé que hasta que no
terminara mi trabajo sería mejor no decírselo.
—Es una mujer atractiva. ¿O lo que quieres saber es si
me gustaría follármela?
Heinrich no se alteró. Apuró el vino de la copa y se
apartó ligeramente la corbata.
—Sí, eso ya puedo imaginarlo —me dijo mirando la tarta
de chocolate que me traía el camarero—. Te debo un favor,
Turco. Seguramente te habrá extrañado esta comida.
—No, ¿por qué? Dos viejos compañeros se encuentran y
tienen ganas de hablar del pasado.
—Déjate de tonterías. Lo que necesitaba era una excusa
para quedarme después con Edwina. Múnich no es tan
grande como parece, y aquí no es fácil salirse del camino
recto sin que todos se enteren.
—Estás enrollado con esa mujer. ¿Es eso?
—Estoy en ello, para entendernos.
—Ah, estupendo. Por mí no tienes que preocuparte. No
se lo voy a contar a tu mujer —dije tratando de mostrarme
lo más sarcástico posible—. Porque supongo que estarás
casado. De lo contrario, tanto secreto no tendría sentido.
Tú no eras tan puritano.
—Sí, Turco, estoy casado —dijo ajustándose el nudo de
la corbata—. Es la mejor forma de sentirse libre, aunque
muchos piensan lo contrario. Y hablando de matrimonio,
aquí fue muy sonado tu divorcio con Berta. Cuando regresó
a Múnich no era ni sombra de la mujer que se fue contigo a
Madrid.
—¿A qué te refieres?
—Tú lo sabes igual que yo. Aquella mujer era antes una
explosión en todos los sentidos. Nunca conocí a nadie con
más ganas de vivir que ella.
—¿Tú crees?
—No sólo lo creo yo. Todos los que estuvimos con ella
antes de que te conociera piensan lo mismo. Se marchitó
después por alguna razón. Aquí volvió muy deteriorada.
Hasta que conoció a ese tipo y se marchó a Berlín.
Heinrich me estaba sacando de mis casillas. Siempre
tuvo facilidad para hacerlo. Lo que más deseaba en ese
momento era que volviera Edwina del baño y nos fuéramos
de allí.
—No sé nada de esa historia —le contesté con acritud—.
La cosa no funcionó y no hay más que hablar.
—Eso no es lo que ella iba contando por ahí.
—¿Y qué mierda iba contando ella por ahí?
—No tienes que ponerte así conmigo. A fin de cuentas yo
sólo repito lo que Berta contaba en todas partes. Decía que
te habías vuelto un amargado por tu fracaso profesional;
que no valías ni como periodista ni como escritor.
—¿Eso decía?
—Sí. Contó que te habías liado con una turca mayor que
tú porque ella podía ayudarte en tu carrera literaria.
—¿Una turca?
—Sí, la mujer de un escritor, o algo así. Tampoco le
presté mucha atención a la historia, la verdad —Heinrich
hizo una pausa y estudió mi reacción—. Fue Berta la que
nos contaba en la universidad que la tenías más grande que
los demás. Tú no lo sabes, supongo, pero cuando empezó a
salir contigo todavía estuvimos unos meses enredados
hasta que la cosa se enfrió.
Fue un acto irreflexivo. Nunca había hecho nada
parecido hasta ese momento. Antes de pensar en lo que
estaba oyendo, me levanté, le di un puñetazo con rabia en
la nariz y Heinrich cayó al suelo de espaldas. Sentí el
crujido de su tabique nasal al contacto con mis nudillos.
Luego abrí y cerré la mano con un dolor terrible. Edwina
volvía en ese momento del baño, y la sangre salpicó su
vestido impoluto. Me miró horrorizada, luego miró a
Heinrich y después rompió a llorar. A nuestro alrededor, la
gente miraba pero nadie decía nada. El camarero italiano
asomaba los ojillos sobre la montura de sus gafas redondas.
—Lo que más siento es dejarme la tarta de chocolate sin
probarla, imbécil —le dije.
Y, antes de coger mi chaquetón, todavía hice un esfuerzo
para agarrar una cucharilla y echarme a la boca un buen
trozo de tarta.
En el hotel pedí una bolsa de hielo y tuve la mano
inmovilizada durante casi una hora. Finalmente acudí al
servicio de urgencias, donde me hicieron una radiografía y
me pusieron un vendaje aparatoso. Lo que me faltaba,
pensé.
Quería alejarme de mi pasado, y en vez de eso me fui
caminando despacio hasta la residencia de Wilhelm. Me
recibió de buen humor. Estaba en el mismo lugar en que lo
encontré el día anterior, con un libro entre las manos.
—Casi no puedo leer —me dijo resignado—. Es el peor
castigo de la vejez; lo demás es llevadero, porque el final lo
conocemos de antemano. Pero los libros…
Cuando vio el vendaje en mi mano, tuve que contarle mi
incidente con Heinrich. Me miró con una sonrisa imprecisa
que yo conocía muy bien. Me cogió el brazo y trató de
apretar. Apenas tenía fuerza.
—René, René… A pesar de los años siempre hay algo
que nos mantiene unidos al pasado. No pienses en ese
cretino. Ahora sólo deberías preocuparte por tu mano.
Terminamos hablando de Tuna. Me sorprendió que
Wilhelm, entre tanto dolor, guardara en su memoria ese
recuerdo dulce. Cuando se conocieron, no me pareció que
le prestara mucha atención a la chica. Y, sin embargo, yo
estaba equivocado. Hacía tiempo que Tuna se confundía
entre lo real y lo irreal en mi memoria. Al principio de mi
relación con Berta, me resultaba difícil no comparar a las
dos mujeres. Entonces sentía un gran desprecio por mí al
hacerlo. Después se fue convirtiendo en una costumbre que
asumí. No era algo que pudiera evitar. A Wilhelm le costaba
a veces recordar su nombre, pero luego daba detalles
precisos sobre ella que yo había olvidado. Cuando me
despedí de él hasta el día siguiente, Wilhelm estaba muy
cansado.
Retomé mi trabajo sin entusiasmo. No tuve noticias de
Edwina ni de Heinrich. No estaba arrepentido de mi actitud
en el restaurante, pero no quería encontrarme con ellos.
Las entrevistas en dos museos, aquella mañana, fueron
fatigosas. Casi podía adivinar las respuestas antes de
oírlas. No encontraba la motivación necesaria para hacer
aquel trabajo. Antes de salir por la tarde hacia la residencia
de Wilhelm, recibí una llamada en mi teléfono con número
oculto. Decidí no contestar.
Los atardeceres en la residencia de ancianos iban a
convertirse en un remanso de paz durante mi breve
estancia en Munich. A veces, Wilhelm y yo pasábamos
largos ratos en silencio, observando la nieve en el jardín o
escuchando los grajos que se posaban en el tejado. Era un
sonido que había olvidado y que, como tantas cosas, estaba
recuperando en aquellos días.
Al entrar en la habitación del hotel, de vuelta de la
residencia, apareció de nuevo una llamada con número
oculto en mi teléfono. Lo cogí de mala gana. Nunca me
gustó la gente que esconde su identidad. Y de repente
escuché una voz que dijo en turco:
—Soy Aurelia.
El teléfono se me escurrió de los dedos y lo cogí en el
aire. Temí que la conexión se hubiera cortado. Necesitaba
ganar tiempo para pensar.
—¿Qué Aurelia?
—Nos vimos en la Universidad de Alicante y hemos
intercambiado algún e-mail —dijo con fingida ingenuidad—.
Yo soy esa Aurelia.
—Aurelia, por supuesto —dije en un tono teatral—. Pero
tú conoces mi nombre, y yo tengo que llamarte por ese…
¿seudónimo?
—Es mi nombre. No tengo ningún motivo para mentirte.
—Mentirme… Jugar conmigo… Burlarte… Llámalo como
quieras. ¿O no fuiste tú quien colocó mi libro sobre el
cuerpo de Emin Kemal? —no sabía muy bien cómo
demostrarle mi irritación sin parecer un estúpido—.
¿Querías implicarme en su muerte, o sólo era un juego?
—Estás equivocado —me dijo sin perder la calma—. Si
puse ese libro ahí fue por rabia.
—¿Rabia?
—Sí, rabia hacia ti —por un instante su voz sonó sin
convicción—. En el fondo tú eres una marioneta, como la
mayoría de los que se han metido en esta historia. Nunca
has sabido dónde te encuentras realmente, y no te culpo.
Pero por eso deberías ser más humilde. Sí, es verdad, yo
puse el libro ahí para que te implicaran en su muerte. Era
como una pequeña venganza que me salía al paso.
—¿Pequeña venganza dices?
—Piénsalo bien. Aunque estás ciego, no eres estúpido. Si
hubiera querido hacerte daño de verdad, ¿crees que te
habría llamado por teléfono para avisarte de la muerte de
ese tipo?
—Si lo mataste tú, es una buena forma de desviar la
atención.
—Sabes que no lo maté. La autopsia lo decía bien claro.
¿Cómo podía aquella mujer conocer el resultado de la
autopsia de Emin Kemal? No conseguía librarme de la
sensación de que estaba jugando conmigo.
—¿Y los diarios? Los robaste tú, por supuesto.
—No lo tenía planeado, pero se presentó la oportunidad
y no la dejé escapar.
Estás loca de rematey estuve a punto de decir, pero me
contuve.
Las palabras de la mujer no sonaban como las de una
loca. No conseguía llegar al fondo de aquella cuestión. Me
daba miedo seguir su juego, y al mismo tiempo no podía
evitar una gran curiosidad.
—¿Y por qué me los mandas precisamente a mí? —le dije
al cabo de unos segundos.
—Cuando conozcas la verdad, lo entenderás.
—¿Qué demonios quieres de mí? —le pregunté en un
arrebato.
Ella guardó silencio. Por un momento pensé que había
cortado. Por fin dijo:
—Quiero que lo cuentes todo. Quiero que se sepa la
verdad y que cada uno reciba su premio o su castigo.
—¿Es otro acertijo?
—No, no lo es. Tú eres escritor. Los que te conocen
dicen que eres bueno, aunque no has sabido aprovechar tu
talento —acababa de darme donde más me dolía—. Te he
elegido a ti para que lo cuentes. Tú formas parte de la
historia. Eres el mejor candidato para escribirlo.
Las ideas se me escurrían como el agua entre las manos.
No quería pensar en nada sobrenatural, pero aquella mujer
parecía ser la dueña de mis pensamientos. Sentía que podía
leerlos. Tuve que contenerme para que no se diera cuenta
del interés que había despertado en mí.
—Ya estoy escribiendo esa historia —le confesé, aunque
tenía la sensación de que ella lo sabía ya, y enseguida me
arrepentí.
—Sí, eso suponía. De lo contrario no estaría perdiendo el
tiempo contigo. Me alegro de saber que no me equivoqué al
juzgarte. No te arrepentirás —hizo una pausa y me pareció
escuchar una respiración fatigosa—. Si me muestras lo que
estás haciendo, yo te ayudaré a terminarla.
—¿Ayudarme? ¿Cómo podrías ayudarme tú?
—Sólo encontré dos diarios. El tercero no estaba allí.
Ella se lo llevó para ocultar su crimen.
—¿Ella? ¿De quién hablas?
—Derya. No podía ser otra.
Sabía que su nombre saldría antes o después. Su sombra
me perseguía desde hacía años. Angela Lamarca tenía
razón.
—Así que es eso. Debí adivinarlo. ¿Y por qué no me
llama ella? ¿De qué tiene miedo?
—Te estás equivocando otra vez. No tengo nada que ver
con esa mujer. A ti te engañó, pero a mí no —me dijo con
firmeza—. Puedo decirte dónde encontrar ese diario. Pero
tendrías que ir a buscarlo tú. Yo no puedo, por ahora.
Cuando lo leas, entenderás por qué tanto interés y tantas
precauciones.
—De acuerdo, dime dónde puedo encontrarlo y lo leeré.
—En Estambul.
Solté una carcajada que debió de sonar como una
interferencia en su teléfono. Supuse que se ofendería y
cortaría la conversación, pero no fue así.
—Siento que te tomes esto como una burla.
—¿Y no lo es?
—¿Te parece una burla lo que has leído hasta ahora? —
la mujer tenía razón y con mi silencio se lo hice saber—. Si
tú me muestras lo que has escrito, te diré cómo conseguir
ese tercer diario.
—¿Y qué te hace suponer que iba a darle a leer algo mío
a una desconocida?
—Mándame lo que hayas escrito, y cuando compruebe
que me dices la verdad te diré el modo de conocer el final.
—¿Y si no lo hago?
—Entonces buscaré a alguien que lo escriba en tu lugar
y que no deje escapar una historia como ésta. Ya empiezo a
pensar que me equivoqué al elegirte.
Aquella noche apenas dormí. Y no fue por el insomnio, ni
por la ausencia de cansancio. Revisé todas las notas que
había redactado en España, el esquema sobre lo que quería
escribir. En realidad no tenía nada. Pero delante de mis
narices había una historia y yo era un contador de historias
que había decidido escribirla. Traté de hacerlo sin
obsesionarme con Aurelia. Ahora el comienzo con la muerte
de Emin Kemal no me parecía tan malo. La Biblioteca del
Museo de la Universidad de Alicante era un buen escenario
para arrancar el relato. Demasiado novelesco, quizás; pero
yo sabía que era real. No necesitaba inventarme nada. Ahí
estaban mi vida y la de Emin Kemal. El único personaje que
parecía pura ficción era Aurelia. Me senté en la cama
cuando apenas faltaba una hora para el amanecer, y poco a
poco me dejé caer hacia atrás. No sé cuándo cerré los ojos,
pero los abrí con las primeras luces del día. Eran las siete.
Me senté de nuevo delante del ordenador y seguí
escribiendo de forma compulsiva. No corregía, no revisaba
lo que salía en la pantalla. Sabía que todo aquello era un
material en bruto que luego iba a reescribir una y otra vez
hasta contarlo como yo quería. A las ocho me duché y bajé
a desayunar. Incomprensiblemente no sentía cansancio,
sino una gran excitación. Hacía años que no escribía con
tantas ganas. Me costaba trabajo reconocerme, y eso me
daba más seguridad.
Camino del Museo Nacional Bávaro empecé a pensar en
Heinrich Bauer. El muy estúpido estaría retorciéndose de
dolor, no tanto por su tabique nasal como por no poder
rompérmelo a mí. En el fondo era un cobarde, y yo sabía
que no iba a hacer nada en mi contra. No pude evitar sentir
lástima por Edwina Wolff. No me apetecía volver a verla y
darle explicaciones. Imaginaba que tampoco ella tendría
muchas ganas de verme. Lo que realmente deseaba era
terminar cuanto antes aquel reportaje, que empezaba a
resultarme fastidioso, y seguir escribiendo. Ahora, más que
al principio, pensaba que tres días eran suficientes para
hacer un trabajo digno para la revista. Trabajé duro aquella
mañana, sin que la noche en vela me pasara factura.
Realicé en pocas horas el trabajo de dos días. Cuando volví
al hotel, estaba convencido de que con tiempo para ordenar
aquel material no necesitaría hacer más visitas a ningún
museo. Apareció el teléfono de Edwina en la pantalla de mi
móvil y no lo cogí. En recepción dejé el aviso de que si me
llamaba alguien dijeran que ya me había ido del hotel. No
quería saber nada más del asunto. Después me llamó
Angela Lamarca. Me dolía mentirle, pero ya había decidido
lo que quería hacer. Le conté que el trabajo iba bien. Le
expliqué que iba a ser más costoso de lo que pensaba, pero
que le llevaría un buen reportaje. Estaba seguro de que ella
supo leer entre líneas que algo estaba sucediendo.
—De acuerdo, tómate tu tiempo —me dijo—. Aquí no te
pierdes nada.
Desde ese momento me vi atrapado por la vorágine
literaria. Terminé en dos mañanas, sin salir de la
habitación, el reportaje de los museos. Y el resto del tiempo
lo dediqué a escribir. Después de comer, descansaba un
rato y daba un paseo largo hasta la residencia de Wilhelm.
Pasaba dos horas junto a mi padre. Cada vez hablábamos
menos del pasado. Le revelé algunos detalles de la novela
que tenía entre manos. Le conté muchas cosas de Emin
Kemal y de Aurelia. El me escuchaba con curiosidad. Me
emocionaba saber que sentía interés por mi trabajo.
Recibí un par de llamadas más de Edwina Wolff, pero no
respondí. Quería que pensara que me había largado de
Munich. Sólo contestaba a Ángela Lamarca. La segunda
semana fue de trabajo muy duro. Reconstruir la historia de
Kemal era un poco como reconstruir mi propia historia.
Todo me resultaba conocido y cercano: los rincones de
Estambul, la visión del puente Gálata arponeado por las
cañas de los pescadores, la descripción de los sonidos. Ya
no podía parar de escribir. Los diarios del maestro eran una
fuente de inspiración inagotable. Sus inicios como escritor
me conmovían. Necesitaba estirar el tiempo, porque ahora
corría en mi contra. En Alicante las cosas no serían igual.
La idea de pasar la Navidad en España me deprimía. En
Munich, los adornos navideños elaborados con exquisitez
se empezaban a adueñar de las calles y los escaparates. La
cuenta atrás había comenzado.
Tres días antes de mi regreso a Alicante, en mi teléfono
volvió a entrar una llamada con número oculto. Lo dejé
sonar y, conforme transcurrían los segundos, empecé a
ponerme nervioso. Contesté seguramente en el último
momento, cuando el teléfono estaba a punto de quedar en
silencio para siempre.
—Soy Aurelia.
—Dime —respondí de mal humor.
—El domingo regresas a Alicante, ¿no es así?
Me sentí observado, desnudo. Aquella mujer no podía
conocer tantos detalles de mi vida. Algo se me estaba
escapando.
—Te equivocas —le dije en un arrebato de
desesperación.
—Bien, no te llamaba para darte prisa.
—Faltaría más.
—Lo que quiero saber es si me mandarás algo de lo que
has escrito. Llevo una semana esperando.
—No he escrito nada. Además, no me interesa seguir
con tu juego —le dije sin apasionamiento—. Estoy cansado.
—Escúchame bien, René, porque no tengo demasiado
tiempo y esto es muy importante para mí. Vuelves el
domingo por la mañana a Alicante. Tu vuelo sale a las
11.50. No, no digas nada; espera a que termine. Yo he
puesto demasiadas energías y muchos años de mi vida en
esto. Pero no quiero arrastrarte si tú no quieres ayudarme.
En este momento te estoy enviando un billete electrónico a
tu dirección de e-mail. Está a tu nombre, de manera que
sólo podrás utilizarlo tú. Es un vuelo a Estambul que sale el
mismo día, una hora después que el de Alicante. Si lo
coges, lo entenderás todo. Si lo rechazas, te estarás
preguntando el resto de tu vida qué podrías haber
encontrado allí. Yo no te diré lo que tienes que hacer. Sólo
te pido una condición para contarte todo lo que te falta por
saber.
—¿Qué condición?
—Quiero que me permitas leer lo que has escrito hasta
ahora.
—Ya te he dicho que no he escrito nada.
—Ahora eres tú quien juega conmigo. No lo hagas. Yo
puedo ayudarte a terminar esta historia. Ya tienes el
comienzo, que es lo más difícil. Te quedan pocos días para
pensarlo. Si lo que has escrito vale la pena, yo te regalaré
el final.
—¿Y por qué no me lo cuentas y yo decido si merece la
pena escribirlo o no? Así es como se suelen hacer las cosas.
—Porque lo más probable sería que no me creyeras.
Aquella conversación, una vez más, me dejó un sabor
amargo. En efecto, en mi correo electrónico encontré un
localizador de reserva para retirar mi billete a Estambul.
Incomprensiblemente, venía el número de mi pasaporte.
Corrí hacia la maleta y lo encontré allí, guardado con otros
documentos. No podía entender cómo aquella mujer lo
había conseguido. Era un motivo más para la confusión. La
idea de sentirme vigilado me resultaba muy desagradable.
Era como un vértigo que me impedía darme cuenta de lo
que estaba sucediendo a mi alrededor. Traté de
sobreponerme a tanta sorpresa. Seguí releyendo el
segundo diario de Kemal y escribiendo de forma
arrebatada. Me costaba trabajo saber si lo que contaba era
realidad o ficción, aunque en el fondo me daba lo mismo. El
sábado me despedí de Wilhelm. En dos semanas lo había
visto rejuvenecer. Le conté todo lo que me estaba
sucediendo con Aurelia.
—Me gustaría tener veinte años menos para saber cómo
termina esta historia —me confesó.
—No puedo creerte.
—No me gustan las adivinanzas ni los acertijos. Pero
esto parece otra cosa. No tienes nada que perder, y quizás
encuentres algo interesante.
Volví al hotel sin estar seguro ya de que Aurelia fuera
una impostora. Los nombres que había leído tantas veces
en el diario del maestro daban vueltas en mi cabeza. La
historia me interesaba, aunque no sabía cómo continuarla.
Hice la maleta y traté de dormir, pero terminé dando
vueltas de la habitación al baño. Desesperado, saqué el
ordenador de su funda y entré en mi correo electrónico.
Tecleé un mensaje breve:

De acuerdo, ahí va mi parte del trato. Ahora


espero que tú cumplas la tuya.
René

Cargué como documento adjunto las ciento doce páginas


del borrador que había escrito en nueve días y se lo envié a
Aurelia. Cuando pulsé la tecla de Enviar, sentí como si el
suelo se abriera a mis pies y todo el peso de mi cuerpo se
desplomara por un túnel oscuro sin fondo. Luego le escribí
un correo largo a Ángela Lamarca contándole con detalle lo
que pretendía hacer. Suponía que se iba a preocupar. Le
envié también el manuscrito por si me ocurría algo a mí o
al ordenador. Al final le pedí un anticipo por mi artículo
para los gastos de Estambul. Temía que creyera que me
había vuelto loco.
A primera hora de la mañana, antes de salir del hotel,
recibí una llamada de un número con prefijo de Turquía.
Era Aurelia. Me reconfortó saber que ahora la tenía
localizada. Al menos eso fue lo que creí entonces.
—Estaba segura de que eras un hombre inteligente —
dijo para congraciarse conmigo—. Cuando todo esto
termine, entenderás las razones por las que hago las cosas
así.
—No creo que pueda entenderlas nunca.
—Confía en mí.
—Me temo que lo estoy haciendo.
Me dio las señas de un hotel en Estambul donde podría
alojarme y estar cómodo. Se ofreció a pagármelo, pero me
negué. Luego, me dio algunas instrucciones más y la
dirección de un café.
—Se llama El Café Turco, pero todo el mundo lo conoce
por su antiguo nombre, La Luna Roja. Es el mismo que se
menciona en el diario. Mañana, cuando anochezca, te
tomarás un té allí y esperarás a que alguien te entregue el
tercer diario.
En efecto, conocía La Luna Roja como si hubiera estado
allí. La historia empezaba a parecer de verdad una novela
de intriga. No podía creer que aquello me estuviera
pasando a mí. De repente le pregunté algo que me estaba
inquietando desde el momento en que leí el segundo diario.
—Me gustaría que me contaras algo más sobre un
personaje que no sé si es real o producto de la imaginación
del escritor.
—¿Helkias Helimelek?
Era imposible que aquella mujer se adelantara más a
mis pensamientos. Y, sin embargo, acababa de hacerlo de
nuevo.
—Sí, precisamente ése —respondí desanimado.
—Todo lo que se cuenta ahí es verdad.
No conseguí sacarle más información. Me contestaba
con evasivas, o me pedía que fuera paciente. Pero mi
paciencia se estaba acabando. Cuando desconecté el
teléfono volví a tener esa inquietante sensación de
desasosiego.
Mientras guardaba mi turno en el aeropuerto para
conseguir la tarjeta de embarque, me preguntaba dónde
estaba metiéndome. Ya era tarde para salir de aquella
historia de ciento doce páginas. Si lo hacía, probablemente
me iba a arrepentir el resto de mi vida. Cuando el avión
se levantó sobre la pista del aeropuerto de Munich, cerré
los ojos y me pareció que toda mi vida volvía hacia atrás, al
comienzo, a los días del Alman Lisesi, de los paseos con
Tuna, a una casa llena de cuadros y gatos, rodeada de
antenas y minaretes que cada cierto tiempo llamaban a la
oración con su canto lastimero.
5.
La primera vez que reparó en el gesto de su madre al poner
las muñecas bajo el agua del grifo, Rene Kuhnheim tenía
quince años. En realidad, no era la primera vez que la veía
hacerlo, pero hasta ese día no le llamó la atención. La
abuela Arlette hacía lo mismo; entonces lo recordó. Patricia
Cano tenía por aquel tiempo cuarenta y un años, y todavía
conservaba en los ojos la belleza y el brillo que pronto
empezarían a marchitarse. Era un gesto espontáneo, casi
inconsciente: se subía las mangas, abría el grifo y se
miraba fijamente al espejo mientras el agua corría de las
muñecas a las manos y luego al lavabo. En la mirada
ausente de su madre, Rene creyó reconocer los ojos de la
abuela Arlette y un aire de fragilidad que evocaba el calor
pegajoso y las tardes de siesta en España, mientras
Augusto Cano, el abuelo, fabricaba veletas con materiales
de desecho sin más pretensión que matar el tiempo hasta
que el sol dejara de abrasar para salir al jardín. Y aquel
gesto, en el que reparaba por primera vez, le produjo una
profunda tristeza.
Desde la muerte de sus padres, dos años antes, Patricia
Cano no había vuelto a ser la misma persona. Ni el fracaso
de su matrimonio ni el accidente mortal de su hermano le
afectaron tanto como aquellas dos muertes repentinas que
se sucedieron en menos de seis meses. Aunque Rene
entonces apenas tenía catorce años, comprendió la
influencia que aquello tenía en el frágil equilibrio de su
madre. Una llamada de Arlette le anunció a Patricia que su
padre había fallecido. Augusto Cano cayó al mar desde la
barca en la que salía a pescar todas las mañanas. Lo
encontraron muerto, flotando en el agua. El médico dijo
que había sufrido un infarto. Cuando recibió la llamada de
su madre, Patricia se comportó con tanta serenidad que
Wilhelm y el propio René se quedaron desconcertados.
Viajó sola a España, sin que nadie pudiera hacerla entrar
en razón. La excusa para que Wilhelm no la acompañara
fue que no podía dejar a René solo en Estambul durante
tantos días. No llegó a tiempo al entierro; sólo pudo hacerle
compañía a su madre, que, inexplicablemente, dejó de
llorar en el momento en que abandonó el cementerio y no
volvió a soltar una lágrima en los pocos meses de vida que
le quedaron. La ausencia de llanto de su madre impresionó
a Patricia. Resultaba difícil de creer que aquella anciana de
espíritu débil, que desde hacía años estaba en un estado
permanente de tristeza, pudiera mostrarse tan fuerte en un
trance como el de la muerte de su esposo. Y en ese
instante, vital y trágico, fue cuando Patricia comprendió
cuánto se parecía ella a su madre. Y dejó de llorar también.
Tampoco lloró cuando seis meses después recibió una
llamada de la Embajada española que le comunicó la
muerte de su madre.

Arlette se casó con Augusto Cano a comienzos de 1931


en París, donde su reciente esposo era embajador de
España. Un año después nació su hijo René, y en 1934 vino
al mundo Patricia. La familia vivió en Francia hasta finales
de la Guerra Civil. Luego, residieron en distintas partes del
mundo hasta que el abuelo se jubiló y se retiró a una casa
con jardín en las afueras de Alicante, frente al mar. Patricia
tenía veinte años cuando vino a vivir definitivamente a
España. Su hermano René murió en Bonn un año antes en
un accidente de tráfico: se estrelló contra un muro
mientras conducía el automóvil que le había regalado su
padre. La muerte del primogénito supuso un terrible
quebranto para la salud siempre delicada de Arlette.
Durante años estuvo llorando a su hijo con un llanto
apagado, casi clandestino. Su obsesión enfermiza por el
dolor y la ausencia, entendida por su hija como una
debilidad, sirvió para que Patricia se aliara con su padre,
más fuerte en apariencia. Y Arlette aprendió a llorar en
soledad, a suspirar a escondidas, a dormir poco, a recordar
mucho, a ocultar sus sentimientos en silencios prolongados.
Se dedicó a alimentar a una legión de gatos sin dueño, y el
jardín se convirtió en un asilo de animales abandonados.
Los gatos parecían los únicos seres con los que lograba
entenderse. Ni siquiera el nacimiento de su nieto René la
rescató de sus largas ausencias. Augusto Cano, por su
parte, aprendió a convivir con los gatos, con las miradas
lánguidas de su esposa, con la falta de afecto. Se volcó en
su hija, en la pesca y en su afición por construir veletas que
terminaba por regalar, o que almacenaba en el garaje.
El comportamiento de Arlette hizo que Patricia se
rebelara con frecuencia contra la debilidad de su madre.
En vez de comprensión, mostró rechazo hacia ella. Su
propio padre veía el distanciamiento entre las dos y no
hacía nada por remediarlo. También Augusto Cano asistió
con tristeza al alejamiento de su esposa del mundo que la
rodeaba. Y terminó por no gastar energías más que en sus
veletas, en la pesca y en los paseos por la playa. Siguió con
su celebración permanente de la vida, las charlas con los
pescadores, con los vecinos. Organizaba fiestas en casa,
como lo hacía en París o en Bonn. Mantenía
correspondencia con los amigos repartidos por el mundo,
leía, escuchaba música y trataba de no mirar hacia atrás.
A los veinticuatro años, Patricia Cano era una mujer que
no se encontraba bien en ninguna parte. Había vivido en
cinco países y en ninguno sintió que aquél fuera su lugar.
Por eso, tal vez, y porque veía que la única forma de
sobrevivir a la desidia era imitar la postura de su padre
ante la vida, en 1958 decidió que quería casarse con Hugo
Kuhnheim. Y tomó esa decisión al día siguiente de
conocerlo. Hugo era diplomático alemán en el Consulado
de Alicante. Tenía poco más de treinta años y pertenecía al
círculo de Augusto Cano. Patricia y Hugo se conocieron un
sábado de junio en que el embajador jubilado celebró la
entrada del verano en el jardín de su casa. Hugo Kuhnheim
era guapo, divertido y conquistador. Enseguida comprendió
que la rebeldía de Patricia no era más que una fachada que
ella misma había fabricado. No le costó trabajo dejarse
llevar por la conversación alborotada de la chica. Le
divertía. Patricia se parecía tanto a su padre que no
resultaba difícil anticiparse a sus reacciones. Sin embargo,
en el fondo era igual que Arlette, aunque nadie se había
dado cuenta todavía. Hugo se dejó encantar por unos
gestos de mujer que aún no había cambiado del todo su
plumaje de niña. Bailó aquella noche con Patricia mientras
Arlette permanecía sentada en una mecedora en el porche,
viendo un paisaje y unos rostros que no eran realmente los
que tenía delante de ella. Hugo era culto y paciente.
Escuchó las afirmaciones arbitrarias de Patricia sobre el
arte contemporáneo; la escuchó sin llevarle la contraria. Se
dejó encandilar por su perfume de juventud, por su
inmadurez, por su comportamiento caprichoso. Y, cuando
creyó que ya había oído lo suficiente, la besó; primero
suavemente, recreándose en el sabor dulce de la
muchacha; luego, con apasionamiento, dejándose llevar por
un impulso al que se estuvo resistiendo toda la noche. Y al
besarla supo que sólo era una niña, una cándida niña de
veinticuatro años, encantadora, algo alocada y muy bella.
Se casaron sin conocerse apenas. Para Augusto Cano fue
motivo de alegría; para Arlette fue una decisión
precipitada, pero se guardó de dar su opinión. Durante el
primer año, Patricia vivió como en un sueño permanente.
También Hugo. Sentían que el mundo giraba alrededor de
ellos. Se quedó embarazada poco después de casarse, y
también el embarazo fue como una luna de miel
prolongada.
René Kuhnheim nació en Alicante el 16 de abril de 1959,
el mismo día en que a su padre le anunciaban el traslado al
Consulado alemán de Estambul. Arlette recibió con
lágrimas la noticia del nacimiento de su nieto y del traslado
de su yerno a Turquía. Hugo Kuhnheim partió para su
nuevo puesto dos meses después del nacimiento de su hijo.
Habían planeado que Patricia se quedara un tiempo en
España con sus padres, y cuando su marido se instalara en
Estambul ella viajaría con el niño. Pero el viaje de Patricia y
del pequeño René se retrasó tres años.
Cuando Hugo volvió a abrazar a su hijo, el niño ya corría
y hablaba con soltura. Patricia había aceptado las excusas
de su marido para posponer el viaje a Estambul. Y eran tan
convincentes que por su cabeza no pasó ninguna sombra de
sospecha. Cuando por fin llegó a la ciudad con su hijo,
apenas pudo reconocer al hombre con el que había estado
casada once meses, antes de separarse durante tres años.
Hugo Kuhnheim era, en efecto, un desconocido para su
esposa y su hijo. Y continuó siéndolo hasta el final. Durante
el tiempo que duró su matrimonio no hubo una sola
discusión, ni un reproche. Vivieron en la misma casa como
extraños. El lujo y la comodidad ocultaban mezquinamente
las carencias de la pareja. La casa era amplia, con jardín.
Tenían sirvientes, chófer y privilegios a los que Patricia
estaba acostumbrada. René comenzó a ir a un centro de
enseñanza alemán de prestigio. Pero su madre se
marchitaba entre hermosas paredes, mármoles y rosas que
florecían desde el comienzo de la primavera. A los seis años
de casarse tuvo la certeza de que su marido le era infiel.
Tiempo atrás no era más que una sospecha que le rondaba
el pensamiento; pero finalmente se convirtió en evidencia
el día en que vio a su esposo bajar de un coche
acompañado de una mujer que se agarró de su brazo para
cruzar la calle y entrar en un café. Patricia se quedó
paralizada, sujeta a la mano de su hijo de cinco años que no
se estaba dando cuenta de nada. Aguardó con impaciencia
a que su marido saliera del café. Pero Hugo Kuhnheim no
salió. Tardó en darse cuenta de que no se trataba sólo de
un café, sino que en la parte de arriba había un hotel muy
modesto que se anunciaba con un cartel casi invisible en la
fachada. No sabía si estaba más rabiosa por la infidelidad
de su marido o por los lugares tan sórdidos a los que
llevaba a sus amantes. Cuando se cansó de esperar,
preguntó en el café si se había hospedado un hombre con
las características de Hugo. Después de cerciorarse de que
su marido estaba con otra mujer en una de las
habitaciones, montó en el auto y le pidió al chófer que la
llevara de regreso a casa.
El último año se convirtió en un tormento para Patricia.
Hacía tiempo que no sentía nada por el hombre con el que
compartía la cama casi todas las noches. Pero la sombra del
engaño la atormentaba. Cuando le dijo abiertamente a su
marido que sabía que estaba con otra mujer, él la miró sin
sorprenderse, más bien molesto por la ordinariez de
semejante observación. No hizo ningún esfuerzo por
negarlo o por fingir; simplemente aceptó con naturalidad
que su mujer estuviera al tanto de sus devaneos.
El suicidio de la abuela Arlette fue, en realidad, el
primer síntoma para René de que su mundo se estaba
desmoronando. Hasta entonces había vivido las tragedias
familiares como si las viera en la pantalla de un cine o las
leyera en un libro. Pero seis meses después de la muerte
del abuelo Augusto, sonó el teléfono y alguien de la
Embajada española preguntó por Patricia Cano. Aunque
René sólo tenía catorce años, algo le hizo pensar que había
ocurrido una desgracia. Y no se equivocó. La abuela Arlette
se había tomado todas las pastillas que el médico le
recetaba para los nervios. Pero René no conoció ese detalle
de la muerte de su abuela hasta un tiempo después, cuando
su madre en un arrebato de angustia se lo recordó a
Wilhelm en presencia del chico.
El segundo viaje de Patricia Cano a España, ahora para
enterrar a su madre, tuvo el sabor de una despedida
definitiva. Se borraron los vínculos familiares; ya no había
nadie que la atara a ningún lugar, excepto Rene, que aún
era un adolescente. Apenas lloró. Recorrió la casa de sus
padres, contempló aquel mar por última vez, dio de comer
a la tropa de gatos que se había apoderado del jardín y
llamó a un abogado para que lo pusiera todo en venta. Al
recorrer el dormitorio, pensó que Augusto y Arlette habían
terminado por ser unos desconocidos para ella. Encontró la
habitación de su madre llena de lienzos, óleos, caballetes y
pinceles. No sabía nada de la afición de su madre por la
pintura. Eligió un pincel, una paleta y dos tubos de óleo
rojo y azul, los guardó en una bolsa y salió con ellos de la
casa para no regresar nunca.
Cuando Rene volvió a ver a su madre en el aeropuerto
de Estambul, tuvo la sensación de que no era la misma
persona. Al contrario que ella, el chico lloró la muerte de su
abuela sin encontrar consuelo. Para él, pensar en Augusto y
Arlette era soñar con el paraíso. Desde muy niño pasaba
dos largos meses de verano en la casa de sus abuelos sin la
vigilancia estricta de su madre, que se negaba a abandonar
Estambul. Rene acompañaba al abuelo a pescar cada día, o
iba con él a la ciudad a recorrer el puerto o los pequeños
bares del centro. Le gustaba contemplar aquel mar distinto
al de Estambul porque no se alcanzaba a ver la otra orilla.
Podía correr solo por la playa, enterrarse en la arena,
acostarse tarde, dormir toda la mañana. Y sabía que ahora
todo aquello se terminaba para siempre.
Al ver a su madre con las muñecas debajo del grifo,
recordó a la abuela Arlette haciendo lo mismo. Madre e hija
se parecían cada vez más.
—¿Te pasa algo? —le preguntó Patricia con brusquedad
cuando sorprendió a su hijo observándola.
Rene negó con un gesto y desapareció. Sentía la
necesidad de desahogarse con alguien, pero su madre no
era la persona adecuada. Estuvo esperando hasta muy
tarde la llegada de Wilhelm; esa noche no apareció.
También su padre estaba raro desde hacía un tiempo. Se
encerró en su cuarto y empezó a garabatear unas frases sin
sentido en su libreta. Quería escribir en su diario lo que le
había ocurrido, pero no sabía por dónde empezar. A pesar
de las molestias, comprendió que allí había material para
un cuento. Le dolía todo el cuerpo, tenía levantada la piel
de la pantorrilla y los codos ensangrentados. Pero el dolor
más insoportable era la vergüenza que sentía al acordarse
de todo lo que había sucedido. Estaba dispuesto a terminar
con aquellos juegos estúpidos que ya sólo divertían a sus
compañeros del liceo. Abrir coches con un destornillador,
robar motocicletas, entrar en las casas y hacer destrozos
había dejado de ser una experiencia excitante hacía mucho.
El Alman Lisesi, al que asistía Rene, pasó de ser un
lugar de diversión a convertirse en una cárcel. La dureza
del Gymnasium obligó a muchos de sus compañeros a
quedarse en el camino. El chico buscaba cualquier excusa
para dejar a un lado los estudios. Mentía en sus
calificaciones, y el único que mostraba interés por él era
Wilhelm. Además, el abandono en el que se iba dejando
caer Patricia afectaba a los resultados de René en el liceo.
Hasta los siete años estudió en el colegio alemán Ernst
Reuter, como la mayoría de los hijos de diplomáticos, pero
cuando Hugo Kuhnheim desapareció de sus vidas Patricia
quiso romper todos los vínculos con el pasado. René cambió
de amigos y de colegio. Sus nuevos compañeros del Alman
Lisesi eran hijos de funcionarios extranjeros o de
empresarios. De pronto se vio inmerso en un complejo
mundo de afinidades en el que no resultaba sencillo
sobrevivir. Con el tiempo, algunos fueron quedando en el
camino; otros iban y venían según el capricho de cada
nuevo curso. A los quince años era un chico inadaptado que
se esforzaba por no parecerlo. Empezó a faltar a clase y a
competir en todo con sus compañeros. Cada uno tenía su
propia forma de reafirmarse ante los demás. Aprendió a
abrir coches con un destornillador; después, a conducir
motocicletas, y por último a robarlas. Sus compañeros
admiraban la sangre fría de Rene y envidiaban su aplomo
ante las situaciones de peligro. A veces entraban en alguna
casa, forzando la puerta, y hacían destrozos para simular
un robo. Asaltaban, incluso, las casas de sus compañeros
de colegio. Con frecuencia aprovechaban las calles
solitarias y la complicidad de la noche para forzar las
cerraduras de los vehículos y llevarse todo lo que
encontraban. Competían para ver quién aguantaba mejor la
tensión y quién era el último en salir huyendo. Les
resultaba fácil. El aspecto de adolescentes extranjeros de
barrios ricos les ayudaba a no despertar sospechas. René
pasaba cada vez menos tiempo en casa. Buscaba cualquier
excusa para volver tarde o para pasar la noche fuera.
Empezó a falsificar las calificaciones del liceo. Había
llegado a encontrar placer en arrancar una motocicleta y
buscar una salida apresuradamente para desaparecer a
toda velocidad. Al forzar la cerradura de un coche, sentía
las venas de sus sienes bombeando sangre al cerebro y su
corazón a punto de estallar. Temblaba y, sin embargo, tenía
la necesidad de seguir hasta que alguien daba la voz de
alarma y escapaba corriendo. Pero una tarde de 1975
decidió terminar con todo aquello, aunque no sabía cómo
hacerlo.
Había pasado el sábado por la mañana con cuatro
amigos y se inventó una excusa para no ir a comer a casa.
Por la tarde, después de pasear sin rumbo por las dos
orillas del Bosforo, decidieron acercarse al barrio de Balat.
Hacía tiempo que no iban por allí. Era un barrio pobre, de
casas humildes que en otro tiempo fueron, sobre todo, de
familias judías y algunas cristianas. Se cansaron de patear
callejuelas estrechas con fachadas desconchadas y ropa
tendida de un edificio a otro. Aburridos, eligieron un coche
aparcado frente a un restaurante y decidieron abrirlo. La
calle era tan estrecha como las otras, pero apenas estaba
iluminada. Mientras uno de ellos forzaba la cerradura del
vehículo, otros dos vigilaban cerca para dar la voz de
alarma si aparecía alguien. René y otro chico esperaban
con las manos en los bolsillos para entrar en el coche y
coger lo que encontraran. En cuanto el seguro de la puerta
saltó, cada uno se metió por un lado y revolvió todo. De
repente, alguien salió del restaurante y los muchachos
echaron a correr. René esperó unos segundos más porque
estaba seguro de que tenía tiempo suficiente para huir. Se
echó en el bolsillo unas gafas de sol, una cartera, un llavero
y otras cosas que ni siquiera le dio tiempo a examinar. Pero
al salir del coche ya era tarde. Tropezó, cayó de rodillas y,
cuando levantó la cabeza, un hombre corpulento lo cogió
del brazo y lo zarandeó. Lo llevó en volandas hasta el coche
y lo dejó caer sobre el capó. René no fue capaz de
reaccionar; se sentía como una marioneta sacudida por un
vendaval.
—Saca todo lo que llevas en los bolsillos y déjalo ahí —
dijo el hombre señalando el techo del coche.
René obedeció asustado. Fue sacando lo que había
robado y mientras lo devolvía empezó a comprender lo
absurdo de todo aquello. Pensó entonces en sus
compañeros, que ya estarían a muchas calles de distancia,
y sintió vergüenza. En un arrebato se zafó de la mano del
hombre que le oprimía el brazo y echó a correr. Un
vehículo que pasaba por la calle frenó justo en el momento
en que el cuerpo de René impactaba contra él. Rodó sobre
el capó y luego cayó aparatosamente al suelo. No sintió
dolor, sino miedo. Al levantar la mirada, vio al conductor
que bajaba y corría asustado hacia él. También bajó del
coche un chico al que reconoció enseguida: se llamaba
Salih Alova y se sentaba en el último pupitre de su clase.
Nunca había hablado con él, aunque siempre le llamó la
atención. Se incorporó y trató de caminar, pero el
conductor se lo impidió. Salih Alova le explicó
precipitadamente a su padre quién era aquel muchacho. El
hombre habló con la víctima del robo. Discutieron. Rene no
conseguía entenderlos. El padre de Salih sacó dinero de su
cartera y se lo ofreció al otro hombre. Lo rechazó con un
gesto de desaprobación y se alejó sin más. Luego, Salih y
su padre lo llevaron a casa y lo dejaron maltrecho, pero a
salvo. Y en aquel momento lo que más deseaba era contarle
a su madre lo que había sucedido. Pero su madre aquella
noche tenía la mirada perdida, como otras veces, y parecía
ausente mientras ponía las muñecas bajo el agua del grifo.
Por eso decidió esperar a que llegara Wilhelm para
contárselo todo. Cuando oyó la última llamada a la oración
de la mezquita, supo que aquella noche no vendría a casa.
Wilhelm Nachtwey era para Rene su verdadero padre.
En realidad no conocía otro. De Hugo Kuhnheim no llegó a
guardar siquiera una imagen en la memoria. En casa nunca
se mencionaba su nombre. Wilhelm entró en la vida de
Patricia poco antes de separarse para siempre de su
marido, cuando René apenas tenía seis años. Al contrario
que el padre del niño, Wilhelm era un hombre callado,
observador, poco dado a tomar la iniciativa en una
conversación. Sin embargo, cuando conoció a Patricia Cano
en la Embajada alemana, rompió con su costumbre y se
mostró hablador. Enseguida ella se dio cuenta de que tras
la fachada de hombre resuelto Wilhelm ocultaba una gran
timidez. Le atrajo aquel halo de misterio y los silencios con
los que interrumpía su charla. Fue el propio Hugo
Kuhnheim quien los presentó.
Wilhelm Nachtwey había nacido en Munich y llevaba
más de un año viviendo en Estambul. Trabajaba para una
empresa de seguros alemana. Quedaron a comer en dos
ocasiones, y ninguno tuvo curiosidad por conocer nada
sobre el pasado del otro. Wilhelm hablaba poco y cuando lo
hacía no derrochaba sus energías en frases innecesarias.
Era mayor que Patricia, aunque su edad resultaba
indefinida bajo sus diminutas gafas redondas y su perilla de
poeta hipocondríaco. De vez en cuando sacaba de su
gabardina un pequeño cuaderno y escribía con su
estilográfica frases cortas con letra muy pulcra. A Patricia
le resultaba interesante aquel hombre sin pasado que vivía
de hotel en hotel. Fue ella quien le propuso pasar juntos la
primera noche. Lo hizo con una sonrisa, después de brindar
por algo absurdo que ni siquiera recordaba al día siguiente.
En realidad, Patricia estaba dolida por la forma en que
Hugo y ella se habían separado. Lo hicieron sin decirse
apenas nada. El la llamó un día a casa para comunicarle
que lo habían trasladado a la Embajada alemana en
Argentina. Patricia lo oyó, pero no dijo nada. Después Hugo
le preguntó: «¿Vas a venir o prefieres quedarte?». Y aquella
pregunta fue como una puerta abierta después de años de
prisión. «No, claro que no voy a ir.» No hubo más
explicaciones; tampoco reproches. Patricia Cano se quedó
varada en Estambul a los treinta y un años, con un niño
pequeño y un futuro incierto. Cambió con gusto las
comodidades de la casa en donde vivía por un apartamento
pequeño y viejo; se llevó las pocas cosas que consideró que
le pertenecían y dejó atrás una parte de su vida en la que
no volvió a pensar desde ese momento. La ciudad y su luz
la habían atrapado para siempre, y decidió que no quería
vivir en ninguna otra parte del mundo.

La primera vez que René entró en la casa de Salih Alova


tuvo la sensación de que llevaba toda su vida en un mundo
que no conocía. La familia Alova vivía en el barrio de Balat
y, aunque su casa por fuera no se diferenciaba de las
demás, el interior se parecía más a las viviendas lujosas de
los barrios occidentales de Estambul. En realidad, eran
varias casas unidas que tenían un patio común, un bello
patio que parecía un pequeño oasis. El padre de Salih
Alova, el señor Neyzen, nació en aquel barrio y no quiso
marcharse de allí cuando prosperó en los negocios. Se
dedicaba al comercio y viajaba con frecuencia a Francia y
Alemania. Era un comerciante rico que trataba de inculcar
la modestia y la honradez en la educación de sus hijos. En
la misma casa vivían los padres del señor Neyzen, sus
suegros, su hermana con su marido y dos niños gemelos. La
madre de Salih había muerto dos años antes. El señor
Neyzen tenía una hija y dos hijos; Salih era el pequeño.
Salih Alova era callado y observador. En el liceo pasaba
desapercibido entre sus compañeros. Apenas se
relacionaba con los alumnos extranjeros. Parecía que el
estudio era lo único importante en su vida, y sin embargo
no era así. Durante un tiempo, René trató de darle alguna
explicación al chico sobre lo que había sucedido aquel
sábado, pero Salih buscaba excusas para no escucharlo,
como si se avergonzara de que aquel muchacho anduviera
detrás de él para pagarle algún favor. Lo cierto era que
Salih Alova lo sabía casi todo de René. Al contrario que él,
René no pasaba desapercibido en el liceo. Llamaba la
atención cada vez que llegaba al centro acompañado de su
madre. Patricia lo llevaba algunos días en un coche
destartalado, un Citroen maltrecho que compró a un
diplomático francés. Resultaba evidente que René se
avergonzaba del vehículo de su madre. Pero lo que en
realidad llamaba la atención de sus compañeros era la
extravagancia de Patricia, una mujer bella, de mirada
ausente, que trataba a su hijo con despego, como si friera
una persona adulta. Algunas mañanas, Patricia llegaba con
los cabellos enmarañados, como si hubiera saltado
directamente de la cama al coche. También sus vestidos
eran singulares, si se comparaban con los de la mayoría de
las madres. Llevaba largos pañuelos anudados al cuello,
sombreros extraños, grandes collares y pendientes de
formas imposibles que ella misma fabricaba. Parecía ajena
al ruido de la calle y al alboroto de los niños.
La hermana de Salih Alova se llamaba Nuray y era un
año mayor que él. Según el señor Neyzen, se parecía
mucho a su difunta esposa. Al contrario que Salih, era una
chica parlanchina. A Rene le divertía escucharla. Estudiaba
el último curso en un instituto femenino de Balat. Era
presumida y hacía alarde de su coquetería. A su padre se le
iluminaba la cara cada vez que entraba en el lugar donde él
se encontraba. René se sintió deslumbrado por Nuray,
hasta que conoció a Tuna.
La casa del señor Neyzen era como un palacio en
miniatura. El lujo, aunque moderado, contrastaba con el
deterioro del barrio en los últimos años. En su casa siempre
había vecinos que entraban y salían. El señor Neyzen nació
en una de las casas que ahora formaban la residencia de su
familia. Su padre vivió durante años del comercio con los
judíos de Balat. Cuando él heredó el negocio y prosperó, no
quiso abandonar ni el barrio ni la casa. Su negocio ahora
traspasaba las fronteras del país, pero el señor Neyzen
seguía yendo a los mismos lugares que su padre, a los
mismos cafés. Siguió fiel a todas las costumbres. Y, sin
embargo, Balat se había empobrecido hasta llegar a la
degradación. Muchos judíos y rumies habían emigrado
hacía tiempo.
Tuna y Nuray eran amigas inseparables, pero muy
diferentes. Se conocieron en la escuela y siguieron siendo
amigas durante toda la enseñanza superior. Hasta
tropezarse con Tuna, René pensaba que Nuray era la
muchacha más bonita que había conocido nunca. Tuna
tenía algo en la mirada y en la forma de moverse que no se
podía comparar con ninguna de las chicas con las que él
trataba. Ella lo sabía y por eso apartaba la mirada cuando
notaba que René la observaba fijamente, tal vez sin darse
cuenta de su ensimismamiento. Tuna se movía por la casa
del señor Neyzen como si fuera la suya propia. Tenía
confianza con todos los familiares y llamaba a los criados
por su nombre. Entraba y salía con la misma naturalidad
que los hijos del dueño. Siempre iba cargada con un bolso y
muchos libros. Tenía diecisiete años. Cuando Tuna y René
se vieron por primera vez, se comportaron con torpeza,
incluso con antipatía, como si el sobresalto que sintieron al
mirarse les molestara.
—Es un año mayor que tú —le dijo Salih a René sin que
le preguntara nada—. Además, es la mejor amiga de mi
hermana.
René lo miró azorado, creyendo que Salih era capaz de
adivinar su pensamiento.
—¿Quieres decir que no debo fijarme en ella?
—¿Acaso no lo has hecho ya?
Lo que más agradeció René con el paso del tiempo fue
que ni Salih ni su padre mencionaran jamás el incidente del
robo y del atropello. Era como un pacto de silencio que los
unía a los tres en su complicidad, aunque de vez en cuando
René se acordaba de aquella noche y sentía una tremenda
vergüenza. En el liceo las cosas empezaron a ir de otra
manera. René, que había estado a punto de perder el curso,
consiguió enderezar el rumbo con la ayuda de Salih y los
consejos de Wilhelm.
Wilhelm Nachtwey era un tipo espigado. Le gustaba dar
largos paseos con René por la avenida Istiklal y pararse en
las librerías o comer una rosquilla en la mesa de algún café
con vistas al bullicio de la gente que subía y bajaba. No
tardó en conocer a Salih; mucho antes que Patricia. René lo
presentó a su amigo como su padre, aunque suponía que
tarde o temprano terminaría por enterarse de la verdad.
Fue Wilhelm quien invitó al nuevo amigo de su hijo a visitar
a René en casa. Lo hizo con la mayor naturalidad,
suponiendo que para el chico turco sería motivo de orgullo.
Y así fue. Pero enseguida notó que René se sentía incómodo
con aquella invitación.
—¿No quieres que Salih conozca tu casa? —le preguntó
Wilhelm cuando adivinó el desagrado del chico.
—No, no es eso.
—¿Temes que le parezca pobre?
—No, eso me da igual.
—¿Te avergüenzas de que tu madre y yo no estemos
casados o de que no vivamos juntos? —preguntó Wilhelm
con una frialdad de la que a veces se servía para provocar a
René—. ¿No quieres que sepa que no soy tu padre?
René se removió en su asiento, nervioso, rehuyendo la
mirada de Wilhelm. El hombre desahogaba su enfado en
aquello que más le dolía al chico. René estaba a punto de
llorar.
—Si no me lo cuentas ahora, puede que no lo hagas
nunca —terminó de decir Wilhelm—. Y seguramente no
podré adivinarlo.
—Es por mi madre —le confesó mirándolo por primera
vez a la cara—. Hace cosas que a veces me avergüenzan.
No te lo sé explicar.
—No hace falta que me lo expliques, te entiendo muy
bien.
—No, no puedes entenderlo. Los mayores no entendéis
lo que nos pasa a nosotros.
—Eso es una estupidez. Yo también he tenido tu edad.
En el fondo, René agradecía a veces que Wilhelm
utilizara aquel tono severo para reprimir sus arrebatos.
—Sí, pero tú no has tenido una madre como la mía —
dijo, y enseguida lo lamentó.
—¿Qué sabes tú de mi madre? —le reprochó Wilhelm
apretando los puños y conteniendo un gesto de rabia—.
Nada, no sabes nada.
—Lo siento, no quería decir eso.
Cuando Salih Alova visitó la casa de René, se quedó
fascinado. Era una vivienda pequeña en una calle estrecha,
cerca de la torre Gálata. No tenía nada que ver con el lujo
en que René había pasado los primeros años de su vida.
Los suelos eran viejos, y las puertas y las ventanas no
cerraban bien. Además, toda la casa estaba sumida en un
desorden excéntrico que a Salih le pareció bellísimo. Dos
gatos se paseaban por el pasillo y las habitaciones,
acostumbrados a la presencia de los visitantes. Había
cuadros a medio pintar por todas partes. Algunos se
amontonaban en el suelo, apoyados contra la pared. Olía a
aguarrás y a desinfectante. Había un caballete con un
cuadro en casi todas las habitaciones. El cuarto de Rene
era el único lugar adonde no llegaban ni los gatos ni la
pintura. Patricia era la madre ideal en opinión de Salih.
Nunca había conocido a nadie como ella. Se paseaba
descalza por la casa, vestida con una túnica de lino
arrugada y una corona vegetal ladeada en la cabeza.
Siempre canturreaba. Rene no podía entender lo que su
amigo encontraba de fascinante en su madre o en su casa.
Aquella primera visita supuso para Salih una prueba de
amistad. Nunca había estado en casa de ninguno de los
compañeros del Alman Lisesi. Las relaciones entre sus
amigos solían ser lejanas. Algunos se conocían desde la
infancia; otros se unían por interés, y unos cuantos como
Salih se sentían siempre fuera de lugar, incluso entre los
estambulíes. El señor Neyzen tenía la convicción firme de
que un colegio internacional le abriría las puertas
profesionales a su hijo. El mayor se había negado a ir a la
universidad, y por eso sus esperanzas estaban puestas en
Salih. No quería que el pequeño encontrara los mismos
obstáculos que él cada vez que viajaba al extranjero.
Wilhelm y Patricia decidieron desde el principio no vivir
en la misma casa. René nunca se preguntó qué los había
llevado a esa determinación, porque en realidad siempre
fue así y en la normalidad no había motivo de extrañeza.
Wilhelm vivía en un hotel de Beyoglu, aunque estaba la
mayor parte del tiempo en casa de Patricia. Solía pasar
horas leyendo junto a una pequeña lámpara mientras ella
pintaba. Patricia le hablaba, y él leía y la escuchaba al
mismo tiempo. Otras veces Wilhelm se sentaba con Rene en
su cuarto y le ayudaba en los estudios. Era un hombre
callado, observador. Contenía sus emociones aunque sus
ojos eran tan expresivos que no podía ocultar los
sentimientos. Cuando algo lo contrariaba, sufría un ligero
temblor en la barbilla. Una incipiente sonrisa en los labios
era señal de que algo lo hacía feliz. Sin llegar a ser
cariñoso, ponía mucho mimo en todo lo que tenía que ver
con Patricia y Rene. Sus formas eran pausadas, algo
felinas. Le gustaba acariciar a los gatos de Patricia y, con
frecuencia, leía mientras alguno ronroneaba en su regazo.
De vez en cuando viajaba a Alemania, y durante unos días
Patricia y René dejaban de tener noticias de él. Su hermano
tenía en Munich una galería de arte. En sus viajes, Wilhelm
se llevaba algunos de los cuadros de Patricia y a su vuelta
le aseguraba que había conseguido un buen precio por
ellos.
René y su padre solían dar grandes paseos los viernes
por la tarde. Les gustaba caminar en silencio, mirando los
puestos callejeros o escuchando las sirenas de los vapores
que subían y bajaban por el Cuerno de Oro y el Bosforo. El
día en que René cumplió dieciséis años, repitieron una vez
más el rito que llevaban realizando desde donde la
memoria le alcanzaba al chico. Visitaron el mercado de los
libros, entre la universidad y la mezquita de Beyazit.
Alrededor de un patio recogido y poco bullicioso, los
libreros mostraban en los tenderetes una parte de su
mercancía. René siempre iba allí en compañía de Wilhelm.
Entraban juntos y terminaba cada uno por su lado,
hojeando algún libro bajo la sombra de los enormes árboles
que cobijaban una plaza coqueta. Aquel 16 de abril de 1975
los dos estaban curioseando en los estantes de una librería
cuando René oyó una voz que le resultó familiar. La librera
le sonreía y lo llamaba por su nombre. Tardó un rato en
reaccionar: era Tuna. Se aturulló al hablar y ni siquiera fue
capaz de presentarle a Wilhelm. La chica, por el contrario,
no parecía sorprendida de verlo. El padre de Tuna era el
dueño de la librería. Intercambiaron unas fórmulas de
compromiso, y René le explicó a la chica que era su
cumpleaños. Wilhelm permaneció al margen, fingiendo que
miraba los títulos de los libros en las estanterías. Se
escuchó la voz del muecín en algún alminar cercano. En
ese momento entró el padre de Tuna. Era un hombre
corpulento, con barba de varios días, enérgico y
contundente en sus gestos. Tuna se lo presentó a René, y el
muchacho presentó a Wilhelm como su padre. Charlaron de
libros, de los turcos en Alemania, del pasado. René eligió
un libro de fotografías antiguas como regalo. Le fascinaban
las imágenes atrapadas en el tiempo. Antes de despedirse,
Tuna cogió un librito del mostrador y se lo entregó a René.
—Es mi regalo de cumpleaños —le dijo—. Quiero que lo
leas y me digas si te gusta.
René miró la portada, le dio la vuelta y lo abrió. Era un
libro en turco, del escritor Emin Kemal. Se titulaba El
negro sol de la melancolía.
—Me gustará, seguro —respondió con una sonrisa.
Desde aquel día, el mercado de los libros fue uno de los
lugares favoritos de René. Se obsesionó con la chica. Al
principio no era más que un insomnio que le hacía llegar a
clase cansado y con dolores en todo el cuerpo. Después,
Tuna se convirtió en su tema predilecto de conversación
con Salih. René sólo hablaba de ella. Poco a poco dejó de
sentir interés por cualquier cosa que no fuera Tuna.
Siempre Tuna, distante, cercana, seria, sonriente. Sus
compañeros de clase le parecían ahora unos inmaduros. Se
interesó por la forma de pensar de las mujeres. Y,
finalmente, le contó a Wilhelm lo que le estaba pasando. Su
padre lo miró sin hacer otro gesto que entornar los ojos
detrás de sus gafas redondas. Y luego dijo:
—Creo que te has enamorado.
—¿Lo crees o estás seguro?
Wilhelm sonrió ligeramente. Le conmovía la ingenuidad
y la lucha interior que estaba manteniendo el muchacho.
Paseó sobre la alfombra de su oficina y se detuvo ante un
gran ventanal desde el que se veía el humo negro de las
chimeneas de los vapores.
—Yo diría que estoy seguro —concluyó Wilhelm.
—¿Y qué se supone que debo hacer ahora?
Su padre se tocó la barbilla y arrugó la frente como si
hubiera escuchado una nota desafinada en mitad de una
hermosa sinfonía. Ahora no fue capaz de sonreír.
—Esa es una buena pregunta. Quizás debería
aconsejarte que le compres flores y la invites a salir, que
vayáis a pasear bajo la luz de las estrellas y te dejes llevar
por lo que te dicte tu corazón. Pero…
—Pero, pero… ¿pero qué?
—Bueno, no la conoces lo suficiente, eres muy joven y
además ella es musulmana; y tú eres una mezcla de todo y
de nada. Por lo demás, no tardes mucho en tomar una
decisión.
Las palabras de Wilhelm fueron reveladoras para el
chico, y a la vez lo sumieron en una crisis. Hasta ese
momento, René sólo conocía la vida en Estambul. Las
vacaciones en España eran como un espejismo que se
desvanecía al final de cada verano. No llegó a conocer el
país donde había nacido. Tampoco había estado nunca en el
país de su padre. Estambul era su mundo, sin dejar de ser
un extranjero incluso en el liceo. Pero ahora empezaba a
plantearse cuál era realmente su lugar.
Para escapar a los conflictos que lo atormentaban,
decidió inventar ocupaciones que lo mantuvieran
entretenido. Leyó varias veces los poemas de Emin Kemal,
y en cada verso, en cada expresión, en cada palabra buscó
mensajes ocultos, códigos que le descubrieran la forma de
pensar de Tuna. Imitando a su madre, trató de darle forma
pintándola en un lienzo, pero no fue capaz. En lugar de eso,
cogió la máquina de escribir y comenzó una historia que a
las diez líneas no supo cómo continuar. Se limitó después a
describir a Tuna en su diario. Cuando miraba por la
ventana, quería imaginar qué vería Tuna al mirar por su
ventana. Si caminaba por la calle, quería saber si ella había
pasado alguna vez por ese mismo lugar.
Salih Alova se convirtió en su aliado. Delante de él no
podía disimular. Le contó desde el principio el
padecimiento que le provocaba la amiga de su hermana. Y
Salih, en vez de burlarse de él, le dio la mano y le dijo:
—Amigo, ya sabes lo que es el amor, me temo.
Y René lo miró con miedo, como si le hubiese
diagnosticado una enfermedad terrible. Pero la complicidad
de Salih le iba a ayudar a acercarse a la muchacha.
Tuna vivía con su familia muy cerca de la casa del señor
Neyzen. La vivienda era muy humilde. Por fuera amenazaba
ruina. Su madre era modista. La chica tenía un hermano
mayor con una deficiencia mental severa. Se llamaba Utku
y era un joven de veinte años que se comportaba como un
niño de diez. Nunca salía a la calle, y su piel tenía un color
enfermizo por falta de luz solar. La madre de Tuna dedicó
la mayor parte de su vida a la costura y a cuidar de Utku.
Apenas tenía cuarenta años y parecía una anciana. El padre
pasaba todo el día en el mercado de los libros; se levantaba
antes del amanecer y se marchaba de casa. A veces dormía
en la librería, bien porque se quedaba de tertulia con
algunos amigos hasta muy tarde, o porque el frío o la nieve
hacían desaconsejable el paseo hasta las inhóspitas calles
de Balat.
Fue Salih quien informó a René sobre la vida de Tuna y
de su familia. Y, cuanto más sabía de ella, más trabajo le
costaba arrancarla de su pensamiento. Cuando René
terminó de leer el libro de Emin Kemal por tercera vez,
comenzó a hacer extravagancias que no podía controlar.
Empezó a rondar la casa de Tuna y el instituto femenino al
que acudía, siempre en compañía de Nuray Alova. La veía
en la distancia y la seguía sin que ella lo viera. Pasaba
horas en la esquina de su calle, esperando que Tuna saliera
o se asomara por alguna de las ventanas. Sólo cuando los
vecinos se fijaron en él decidió cambiar de estrategia.
Rene pasaba muchas horas en casa de Salih. A veces
aparecía Tuna con Nuray y entonces el corazón se le
desbocaba. Su amigo lo previno de que todo el mundo
terminaría dándose cuenta de lo que sentía por la
muchacha, pero él no era capaz de cambiar su
comportamiento.
—Si quieres hablar con ella, lo mejor es que os veáis
fuera del barrio —le aconsejó Salih entre compasivo y
aburrido de las reacciones de su amigo—. Aquí todo el
mundo conoce a Tuna, y no es bueno que la gente empiece
a murmurar.
—¿Y por qué iban a murmurar?
Salih pensaba con frecuencia que René no tenía los pies
sobre la tierra. No le desagradaba aquella aparente
enajenación de su amigo ni su sentido poco práctico de la
vida. Cuando entraban en un café, Salih se comportaba
como un adulto, mientras René miraba a todas partes
preguntándose cuánto tiempo tardarían en llamarles la
atención o en echarlos de allí.
Con la colaboración de Nuray, se enteró de las horas y
los lugares en que podría encontrar a Tuna lejos de Balat.
Su madre cosía en casa y recibía encargos de comercios y
de otras modistas. Dos días a la semana, después de las
clases, Tuna tenía que entregar los encargos de su madre y
recoger otros en Beyoglu. René se sirvió de la información
que Salih conseguía de su hermana y empezó a salir al
encuentro de Tuna en mitad de la calle. La mayor parte de
las veces se apostaba en la entrada norte del puente Gálata
y esperaba agazapado hasta verla aparecer junto a la
barandilla, con un aparatoso papel de seda bajo el que
llevaba los vestidos que su madre cosía.
—Me gustó el libro —le dijo René la primera vez que se
hizo el encontradizo—. Quería decírtelo hace tiempo, pero
siempre hay tanta gente y estás tan ocupada…
—Ya me lo has dicho; eso es lo importante. No estaba
segura de que te gustara la poesía.
—Me gusta. Sí, me gusta.
—Y, además, quieres ser escritor.
Rene sintió calor en sus mejillas. Alguien lo había
traicionado, y no podía ser otro que Salih. Entonces pensó
fugazmente que su amigo estaba haciendo un doble juego.
Trató de no mostrar su confusión.
—¿Te lo ha contado Salih?
—No, no ha sido él. Apenas hablo con Salih. Ha sido su
hermana. Pero no tienes que avergonzarte por eso, sino
todo lo contrario.
—No me avergüenzo.
Tuna caminaba con gracia por las cuestas que subían a
Beyoglu. Advertía a Rene de las zanjas, de los desniveles.
Aquello le parecía divertido. Cuando llegaron a una tienda
de telas, entre Istiklal y Tarlaba§i, ella le pidió que lo
esperase en la puerta. Era una calle pequeña, con
comercios muy antiguos. Se entretuvo mirando el
escaparate y tratando de ver el interior. La tienda era muy
vieja y estaba mal iluminada. Tenía un mostrador en forma
de L, y los techos eran muy altos. Esperó con paciencia,
mientras vigilaba los gestos que Tuna le hacía con las
manos a la dependienta.
De vez en cuando, la chica se volvía y miraba al exterior
con un gesto fingido, como si quisiera arreglarse el cabello
o ver algo de lo que se exhibía en una vitrina llena de
antiguallas.
Y entonces sonreía. Cuando salió, Rene le dijo
abiertamente que le gustaría quedar con ella lejos de Balat.
Tuna lo miró muy seria, valorando lo que acababa de oír.
No le respondió de inmediato. Caminaron hasta salir a
Istiklal. Se detuvieron en la puerta de un cine.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó al cabo la chica,
aunque conocía la respuesta.
—Dieciséis.
Ella asintió con un gesto suave, sin sonreír, y siguió
caminando. Luego dijo:
—Soy un año mayor que tú. ¿Lo sabías?
—Claro, yo también tengo mis fuentes de información —
le contestó René con una sonrisa.
—Dime qué es exactamente lo que pretendes —lo
interrumpió con brusquedad.
René Kuhnheim sintió de pronto como si hubiera
tropezado con un muro mientras miraba a otra parte. Se
habían detenido frente a una tienda de juguetes. Encogió el
estómago y le dijo sin mirarla:
—¿Pretender? No pretendo nada.
—Entonces, ¿por qué quieres que nos veamos lejos de
mi barrio?
—No sé… —respondió tratando de ganar tiempo—. Salih
me dijo…
—¿Qué te dijo Salih?
—Me dijo que era mejor que no me dejara ver contigo
por allí. El está muy pendiente de lo que dicen los demás…
—Yo también —lo interrumpió—. No me gusta que la
gente vaya contando por ahí cosas que no le importan más
que a mí.
—Por eso te he propuesto vernos lejos.
—¿Vernos para qué?
—Para pasear, para charlar… Para contarte las cosas
que no puedo contarle a nadie.
De repente pareció que Tuna venía de otra
conversación, de otro lugar.
—Dime, René, ¿tú eres creyente? ¿Crees en Dios?
Jamás le habían preguntado algo semejante. Aquella
cuestión le pareció tan trascendente y a la vez tan fuera de
lugar que pensó que Tuna no se la había hecho a él, o que
quizás lo estuviera poniendo a prueba. Entonces se
arrepintió del modo en que estaba llevando aquel asunto.
—No lo sé. No, no soy creyente. Bueno, sí. Mi abuelo era
creyente.
Tuna le devolvió un gesto de desesperación y siguió
caminando.
—No te estoy preguntando por tu abuelo.
Se sintió inferior al lado de la muchacha. Ella parecía
conocer las respuestas antes de hacer las preguntas.
Hablaba con soltura y no titubeaba como él. Rene tenía
ganas de echar a correr, o de dar marcha atrás al tiempo y
volver al instante en que la vio cruzar el puente Gálata;
pero le pareció que ya era demasiado tarde para
lamentarse. Tuna se detuvo delante del portal de una casa
y miró a un lado y a otro, como si quisiera cerciorarse de
que nadie los observaba.
—No me gusta que pases horas vigilando mi casa —dijo
con un gesto serio—. Eso no me gusta. Los vecinos hablan y
se ríen a tu costa. No quiero que vuelvas a hacerlo. Y
tampoco quiero que rondes el instituto. Todas mis
compañeras hablan de ti y hacen bromas. Eso tampoco me
gusta.
Rene no sabía qué hacer con la saliva que se le
acumulaba en la boca. No se atrevía a tragar ni a apartar
los ojos de la muchacha.
—No sabía que… —trató de justificarse.
—Si quieres pasear conmigo, o si quieres charlar,
tendrás que dejar de comportarte como un niño.
Aquélla no era la actitud a la que René estaba
acostumbrado en las escasas ocasiones en que trataba con
chicas turcas. Se sentía abochornado y tenía ganas de
desaparecer. Tuna, inesperadamente, dulcificó su gesto sin
llegar a sonreír. No parecía molesta, a pesar del tono
brusco que acababa de utilizar. Y eso le dio valor a René
para no salir corriendo. Quiso disculparse con la chica,
pero en el último momento no se atrevió; le pareció que era
mejor no demostrar su vergüenza.
—Te mandaré aviso con Salih cuando podamos vernos
lejos de mi barrio —dijo Tuna—. Pero quiero leer algo de
esas cosas que escribes.
Rene afirmó insistentemente con la cabeza, sin decir
una palabra. Estaba a la vez ilusionado y confuso. Alargó la
mano y rozó los dedos de Tuna, y enseguida la muchacha
los retiró.
—Tengo que subir a una casa a tomar unas medidas —
dijo ella señalando al portal—. Tardaré.
—¿Quieres que te espere?
—No, no me esperes. Hoy tengo mucho trabajo. Te
mandaré aviso con Salih.
René se encerró en su cuarto y le dijo a su madre que se
encontraba enfermo. En realidad, comenzó a sentirse muy
cansado cuando se separó de Tuna, y al llegar a casa
estaba ardiendo por la fiebre. Faltó tres días al Alman
Lisesi, aunque a la mañana siguiente ya estaba bien. Se
pasó las mañanas tumbado en la cama, contemplando los
tejados de Beyoglu y el perfil de la torre Gálata. Al
acercarse a la ventana podía distinguir, entre los edificios,
el Bosforo con su cortina de humo negruzco. Mientras
tanto, su madre andaba de un sitio a otro de la casa,
ordenaba armarios o se extasiaba delante de un caballete
contemplando uno de sus cuadros. De vez en cuando
entraba en la habitación del chico para preguntarle si
quería que llamara a un médico. Por las tardes, cuando las
sombras entristecían los tejados, René se sentaba frente a
la máquina de escribir que le había regalado Wilhelm y
trataba de inventar una historia bonita que conmoviera a
Tuna, o escribir algún poema. Así lo sorprendió Salih
cuando vino a casa para preguntar por la salud de su
amigo. Aunque lo que más le interesaba era saber cómo
había terminado el encuentro con Tuna.
—¿Por qué le dijiste a tu hermana que yo quería ser
escritor?
—¿Acaso le mentí?
—Yo nunca he dicho eso.
—No hace falta que lo digas. Yo lo sé. Si escribes
historias, es porque quieres ser escritor. Si vendieras
libros, serías librero. Y, si te dedicaras a pescar, serías
pescador.
La lógica de Salih solía dejar sin argumentos a René.
Para su amigo turco las cosas eran blancas o negras, y en
aquella visión del mundo René creía descubrir a un sabio
incipiente.
—De acuerdo, pero no hacía falta que se lo contaras a tu
hermana. Seguramente se habrán estado riendo de mí.
—¿Riendo? ¿Quién, Nuray?
—Sí, Tuna y tu hermana.
A Salih le costaba entender tanta desconfianza. René
siempre dudaba de todo. Tenía el defecto de sospechar que
la gente estaba pendiente de él, esperando cualquier desliz
para burlarse. En ocasiones, aquella inseguridad de su
amigo le divertía; otras veces, lo sacaba de quicio.
—No te das cuenta de nada, amigo —dijo Salih con el
ceño fruncido—. Nuray no se ríe de ti. Nuray llora por tu
culpa.
—¿Por mi culpa? ¿Qué le he hecho yo a Nuray?
—Nada, no le has hecho nada. Por eso llora. Sólo piensas
en Tuna.
—¿Y eso le molesta a tu hermana?
—Le duele, amigo. A Nuray le duele que no te fijes en
ella. Porque es guapa, como Tuna. También es lista. Pero
tus ojos no miran más que a Tuna.
René abrió la boca y en su cara se dibujó un gesto
bobalicón. Salih le reveló, enfadado, las estupideces que su
hermana Nuray hacía desde que vio a René por primera vez
en su casa.
—Las mujeres hacen cosas extrañas, y Nuray es una
mujer. No pasa un solo día sin que me pregunte por ti.
Cuando vuelva a casa, querrá saber de qué hemos hablado
hoy tú y yo. Mañana me preguntará si has vuelto a clase.
Otras veces pregunta cosas sobre tu madre, sobre los
cuadros, ¡sobre los gatos!… —dijo echándose las manos a la
cabeza en un gesto teatral—. Las mujeres son estúpidas.
Rene lo escuchó confuso y halagado. Nunca le había
prestado demasiada atención a Nuray, aunque le parecía
muy bonita. Le contó a Salih todo lo que habló con Tuna y
le pidió que guardara el secreto. No quería hacerle un
desprecio a Nuray. Cuando se quedó solo trató de seguir
escribiendo, pero todas sus ideas se escapaban con los
pensamientos a través de los tejados. Cogió al azar uno de
los libros que Wilhelm le había regalado en los últimos
meses. Era de Theóphile Gautier. Lo abrió y enseguida
encontró un poema que podía adecuarse a lo que trataba
de expresar: Es rosada la tierra en abril —podía sustituir
«abril» por «mayo»— / como la juventud, como el amor; I y
casi no se atreve, siendo virgen, / a enamorarse de la
primavera. Después de copiarlo, lo leyó dos veces. Dudó
sobre la expresión «siendo virgen». No estaba seguro de
que fuera acertado utilizarla. Decidió cambiar «virgen» por
«núbil». Era una palabra que había oído a su abuelo en
muchas ocasiones. ¿Cómo se diría «núbil» en turco? De
repente se acordó del abuelo Augusto y de su extraña
relación con la abuela Arlette. Volvió a leer los versos y
decidió sustituir también «la primavera» por «un
desconocido». Copió un verso más y comenzó a traducirlo
al turco. No le resultó difícil, excepto la palabra «núbil».
Estaba satisfecho con su trabajo. Sabía que a su madre no
le podía contar nada de lo que le estaba sucediendo.
Deseaba hablar con Wilhelm, pero no quería que fuera en
casa. Lo visitó en su oficina. Wilhelm lo escuchó con
atención y sólo por el brillo de sus ojos se podía deducir
que le interesaba lo que el muchacho le estaba contando.
Finalmente le dijo:
—Ya eres una persona adulta, René. Aunque tu madre no
quiera darse cuenta, ya eres un hombre.
Doce días después del primer encuentro, Salih le dio a
René el aviso de que podía verse con Tuna en el muelle de
Eminónü. Antes coincidieron en dos ocasiones en casa del
señor Neyzen, pero Nuray siempre estaba con ella y apenas
cruzaron las miradas. René llegó con mucha antelación a la
cita y la esperó entretenido en la contemplación de las
siluetas de las cañas de pescar sobre la baranda del puente
Gálata. Llevaba un pequeño portafolios con sus versos.
Tuna apareció puntual, sonriente, como si aquella cita
fuera algo cotidiano.
—¿Me acompañas? —dijo la muchacha—. Tengo que
entregar unos libros.
Tomaron el transbordador hasta Usküdar, en la parte
oriental. Tuna llevaba el pelo recogido y unos pendientes
de plata que se movían graciosamente cada vez que volvía
la cabeza. Estaba realmente bella. Hicieron casi todo el
trayecto en silencio, contemplando las dos orillas de
Estambul, los barcos que se cruzaban en el camino y las
gaviotas que se quedaban colgadas en el aire como si
estuvieran sujetas por hilos. Antes de llegar al muelle, Tuna
señaló el portafolios que llevaba René.
—¿Has traído algo que pueda leer?
René afirmó, sacó un folio y se lo dio. Ella empezó a
leerlo. Luego miró por la borda y sonrió. Estaba contenta.
—Es muy bonito —dijo—. Eres muy afortunado.
—¿Afortunado?… ¿Por qué?
—Porque eres capaz de expresar así lo que piensas.
René sintió remordimientos. Había escrito mucho, pero
lo que le entregó a Tuna eran los versos retocados de un
poeta francés al que había leído porque a Wilhelm le
gustaba la literatura francesa. Caminaron hasta una
pequeña librería. René la esperó fuera mientras ella
entregaba unos libros.
—¿Qué harás cuando termines el liceo? —le preguntó
Tuna al salir—. ¿Qué quieres estudiar?
—Seguramente, periodismo.
—¿En Estambul?
—Claro. ¿Tú seguirás estudiando?
Tuna asintió. De vez en cuando miraba a René a los ojos,
pero enseguida apartaba la mirada.
Pasearon por unas calles abarrotadas de gente hasta
que la chica decidió que era la hora de regresar al muelle.
René le contó atropelladamente cosas del liceo y, según iba
hablando, tenía la sensación de que la muchacha lo sabía
todo de él. Entonces ella dijo:
—Sabes que Nuray está enamorada de ti, ¿verdad?
René, avergonzado, hizo un gesto afirmativo.
—Salih me lo confesó. Pero yo no siento nada por ella.
—No tienes que darme explicaciones —dijo Tuna—. Sólo
quiero que sepas que no pienso hacerle ningún daño a mi
amiga. ¿Eso lo entiendes?
—Sí, lo entiendo.
—Cuando ella esté delante, no quiero que te dirijas a mí.
—No lo haré.
—Ni que me mires —René no pudo ahora reprimir una
sonrisa. Todo aquello le parecía disparatado—. ¿Por qué te
ríes?
—Me río de lo raras que sois las mujeres. Ya me lo
advirtió Salih.
—¿Qué te advirtió Salih? —René no contestó—. Todavía
no has visto nada —dijo, y enseguida pareció que recordaba
algo—. También quiero pedirte que no le cuentes muchas
cosas a Salih. No vas a entenderlo, pero cuanto menos sepa
de lo que tú piensas sobre mí, mejor. No le des detalles.
—¿Por qué?
—Necesitaría mucho tiempo para explicártelo. Es mejor
que me hagas caso.
—¿Salih siente algo por ti?
—No, no lo creo. Pero su padre estaría encantado si lo
sintiera. Y el mío, también.
A René le pareció que se estaba asomando a un lugar
prohibido para él. Pensó en Salih Alova como en un
extraño. Sabía que aún le faltaban muchas cosas por
conocer de su amigo.
—Sé que me vas a hacer daño, y que no voy a poder
evitarlo —dijo Tuna.
—¿Daño? Yo sería incapaz de hacerte daño. Yo sólo
quiero…
—Da igual lo que pienses ahora, Rene —y pronunció su
nombre por primera vez—. Mira, tú te irás de aquí. Este no
es tu sitio.
—¿Cuál es mi sitio?
—Ni siquiera tú lo sabes; por eso lo buscarás. Y yo me
pasaré el resto de mi vida acordándome de lo que decías,
de lo que escribías, de los lugares adonde iba contigo.
—¿Entonces no quieres que nos veamos?
—Yo no he dicho eso. Pero tengo que protegerme. Tú
nunca te podrás enamorar de alguien como yo.
René la sujetó por la mano, y Tuna tuvo que detenerse.
Se miraron. Ella se soltó.
—Ya estoy enamorado —le confesó René sin apuro—. Lo
estoy desde hace tiempo.
Tuna siguió caminando sin que su rostro demostrara ni
entusiasmo ni indiferencia; era como si estuviera pensando
en otra cosa. René se adaptó a su paso.
—Sé que me vas a hacer daño, lo sé —volvió a decir la
chica—. Pero lo que no sé es si quiero evitarlo.
Después de aquel día de finales de mayo, comenzaron a
verse con frecuencia. René insistió en celebrar un almuerzo
con Tuna y Wilhelm; para él era importante. Aunque la
chica se sintió orgullosa por la invitación, trató de
rechazarla. Por fin quedaron los tres en la cafetería del
hotel donde vivía Wilhelm. René se sentía satisfecho y feliz.
La muchacha se comportó con prudencia. Dejó hablar a los
dos y apenas intervino en la conversación. Era evidente que
la relación entre René y su padre le resultaba extravagante,
pero quiso dar la sensación de que nada la escandalizaba.
Cuando se despidieron, René acompañó a Tuna hasta Balat.
Ella tenía interés en saber cosas de Patricia. Le hizo
preguntas, pero René contestaba sin interés. Terminó
cambiando de tema.
El verano anterior a su ingreso en la universidad fue un
pequeño oasis en la rutina de Tuna. De pronto su vida se
llenó de Rene y fue como si se abriera un enorme telón que
le impedía hasta entonces ver el mundo. La mayor parte del
tiempo la pasaba con su hermano. Ayudaba a su madre en
el trabajo: visitaba comercios, entregaba ropa y tomaba
medidas a las dientas. También a veces le echaba una mano
a su padre en la librería. Con frecuencia René la
acompañaba de un sitio a otro. Pronto empezaron a citarse
sin la mediación de Salih. René siguió escribiendo cosas
para la chica. Mezclaba a los poetas franceses y alemanes
con versos de su invención. Empezó a leerle en voz alta las
cosas que escribía o que copiaba. A mitad de verano, René
le propuso pasar un día juntos en las islas del Príncipe. Era
un lugar en el que había estado antes con su madre y
Wilhelm. Se parecía poco al resto de la ciudad. Tuna dudó.
Sabía que si aceptaba cruzaría una línea que no debía
traspasar.
—¿Por qué a las islas? —le preguntó.
—Porque es un sitio bonito, porque no lo conoces y
porque el mar y los árboles son allí distintos.
Tuna se mostró desconcertada. No estaba segura de lo
que debía hacer. Las cosas más sencillas para René solían
ser de una gran dificultad para ella. Y también ocurría al
revés. Aprovechó para proponerle algo que hacía tiempo
pasaba por su cabeza.
—Iré a las islas. Tendré que mentir de nuevo a mis
padres, pero esta vez es más serio. Sólo quiero saber si tú
estarías dispuesto a hacer algo a cambio.
—Por supuesto que lo estoy. No tienes más que
decírmelo.
—Quiero conocer a tu madre.
René tardó en reaccionar. Era lo último que esperaba.
Ahora el asunto de la excursión apenas tenía importancia
para él. Sabía que con su respuesta podía lastimar a Tuna,
y no quería que esto sucediera. Ella imaginaba lo que
estaba pasando por la cabeza del chico en ese momento.
—¿Quieres que ella sepa que salgo contigo? —dijo por
fin René.
—No, no quiero eso. Sólo tengo curiosidad por saber
cómo es, qué cara tiene, qué cosas pinta.
René trató de medir sus palabras. No quería
precipitarse.
—Mi madre no es como la mayoría de las madres. Tú no
puedes entenderlo porque no la conoces.
—¿Te avergüenzas de tu madre, o te avergüenzas de mí?
René se sintió herido por la pregunta de Tuna.
—No me avergüenzo, pero tú fuiste quien no quiso que
nadie supiera nada de esto.
—No pretendo que tu madre sepa nada. Sólo me
gustaría conocerla. Además, no quiero que me invites a mí
sola a tu casa. También he pensado en eso. Podemos ir
Salih, Nuray y yo.
—¿Nuray?
—Sí, a ella también le gustaría conocer a tu madre.
—Me estás tomando el pelo.
—No, no te lo estoy tomando. No sé por qué eres tan
desconfiado. Eres una persona muy afortunada, pero me
parece que no sabes disfrutar de las cosas que la vida te
regala.
Aquel dilema le costó muchos desvelos a René. Tenía la
sensación de que su familia era el centro de atención de
Tuna y de los hermanos Alova. Cuando se lo contó a
Wilhelm, a éste le pareció que invitarlos a casa era una
idea excelente, aunque entendía la reticencia del chico. A
su pesar, René terminó llevándolos a casa. Fue una tarde
calurosa de finales de agosto en que Patricia iba de un sitio
a otro con una túnica de tela muy fina, descalza y con los
labios pintados de color naranja. Wilhelm estaba allí,
pendiente de que todo saliera bien. Las dos chicas miraban
a Patricia procurando no ser groseras; se decían las cosas
con la mirada. Wilhelm y Salih bebían té, y René sufría y
miraba el reloj con la esperanza de que el tiempo pasara
deprisa. Todo le llamaba la atención a Tuna. Su rostro
estaba radiante aquella tarde. Nuray hablaba con Patricia y
procuraba no mirar a los ojos de Rene. Su madre les
enseñó sus cuadros, se mostró cordial y de vez en cuando
contaba detalles de la infancia de su hijo que lo
avergonzaban. Cuando habló de Arlette, durante un
momento dejó la mirada perdida más allá de la ventana,
sobre los tejados y las antenas. Luego volvió a la realidad.
René y Tuna se escaparon a la isla de Büyükada a
comienzos de septiembre. La chica tardó mucho tiempo en
desprenderse de los remordimientos de haber tenido que
mentir a sus padres. Tomaron el transbordador en Karakóy
y se sentaron al final del barco. René estaba nervioso y no
dejaba de hablar por miedo a los terribles silencios. El
calor era pegajoso. Entrelazaron sus manos, ocultas a la
vista de los viajeros, y se deleitaron en la contemplación del
mar. Después de media hora, Büyükada empezó a dibujarse
sobre la línea del mar, junto a otras islas más pequeñas. El
color del cielo anunciaba lluvia. Bajaron del barco y en ese
momento se miraron como si estuvieran haciendo algo
excepcional. Tuna respiró hondo. Subieron las callejuelas
empinadas. La vegetación y la arquitectura peculiar de las
casas les hacían sentirse muy lejos de la ciudad. Cruzaron
la isla hasta el lugar que René conocía mejor. Un pequeño
bosque de pinos bajaba hasta las rocas contra las que
rompía el mar. Desde lo alto, el cielo gris parecía una
enorme losa suspendida sobre sus cabezas. René fue
describiéndole uno a uno los árboles, las enormes piedras
en las que había jugado cuando era niño.
—Algún día tendré una casa aquí y me encerraré a
escribir durante meses.
—Eso es muy bonito —dijo la chica sonriendo—, pero
poco probable.
René la miró con recelo. Le desagradaba cuando Tuna
hacía afirmaciones tan tajantes. Pero no quería que nada
estropeara aquel día. Bajaron hasta la altura del mar. El
viento empujaba los nubarrones de tormenta. Había poca
gente en los alrededores, apenas grupos dispersos que se
adivinaban en la lejanía.
—¿Nos bañamos? —preguntó Rene con voz
entrecortada, como si hubiera estado ensayando la
pregunta durante los últimos días.
—Por supuesto que no. ¿Te has vuelto loco?
—¿Por qué? ¿No te gusta el mar?
Tuna rió como una niña, con una carcajada que dejó a
Rene sin argumentos. Caminaron torpemente con el agua
hasta las rodillas, apoyados el uno en el otro. Ella quería
conocer cosas sobre sus abuelos, sobre el país en donde
había nacido. Rene trató de complacerla y le habló del
abuelo Augusto, de su manía por utilizar palabras que
nadie entendía. Cuando iban a los bares de Alicante, pedía
al camarero media docena de lamelibranquios, o llamaba
núbil a la cocinera.
Subieron a lo alto de la pinada y se sentaron sobre la
hojarasca. Tuna se puso un pañuelo para proteger su
cabello del viento. Empezaba a refrescar. Se cogieron la
mano sin mirarse.
—Tengo la sensación de que no estoy haciendo lo que
debo, y sin embargo no me importa —le confesó la chica.
Rene la besó en la mejilla y luego en los labios. Ella se
estremeció.
—No puedo hacer nada por quitarte de mi cabeza —dijo
Tuna.
—Yo no quiero que me quites de tu cabeza. Tú ya estás
en la mía desde hace tiempo.
Tuna le apretó la mano. Su sonrisa era melancólica,
como el color del cielo oscuro, como el sol que luchaba por
asomar tras los nubarrones negros. Rene la miró; quería
saber qué se escondía detrás de aquel gesto de tristeza. Le
cogió la barbilla y se la acarició. La besó suavemente y ella
respondió abrazándolo. Los dos temblaban. Poco a poco el
beso fue extendiéndose como una gota de aceite. El viento
le arrancó a Tuna el pañuelo de la cabeza, y se dejaron caer
hacia atrás hasta tocar con la espalda en el suelo. Las
manos de Rene buscaron la piel de Tuna bajo la blusa. Ella
sintió un escalofrío y lo besó con más fuerza. Notó cómo los
dedos del chico se deslizaban hasta sus pechos, los
acariciaban y recorrían la areola del pezón. Le cogió la
mano y se la retiró con suavidad. René la miraba
expectante, nervioso.
—No, eso no —dijo la chica.
—¿Por qué? ¿No te apetece?
—Sí, me gustaría mucho. Pero si me dejo llevar por lo
que me dice el corazón, me arrepentiré el resto de mi vida.
Tuna había dejado de mirarlo a los ojos. Su mirada
estaba ahora perdida en el horizonte negro del mar. René le
mantuvo la mano sujeta.
—No sé si te arrepentirás o no, pero no se puede vivir
pensando en lo que pasará en el futuro.
—Yo no puedo vivir de otra manera. Es la única forma de
vivir que conozco. Si pensara sólo en lo que tengo
alrededor, terminaría por volverme loca.
—¿Me incluyes también en lo que tienes alrededor?
—No, René —dijo apretándole la mano—. Tú eres lo
único bueno que me ha pasado en mucho tiempo.
La lluvia comenzó a caer sobre los árboles. Al principio
eran gotas pequeñas que empujaba el viento. Poco a poco
arreció. Ninguno de los dos hizo el amago de moverse.
Llovía cada vez con más intensidad. Apretaron sus cuerpos
y unieron las mejillas. La lluvia caía con furia, con un
sonido atronador. De vez en cuando los relámpagos
estallaban en el cielo. La playa se quedó vacía. René sintió,
entre el agua de la lluvia que le escurría por la cara, un
sabor salado. Eran las lágrimas de Tuna.
6.
En 1964 hacía más de un lustro que el café La Luna Roja se
había convertido en la guarida de Emin Kemal. Cerraba
poco antes del amanecer y abría de nuevo a mediodía. Por
sus mesas desfilaban tipos desocupados, hombres de
negocios, artistas, matones, fulanas, borrachos, políticos y
gente de la prensa. Los periodistas solían terminar en La
Luna Roja después de cerrar la edición y dejar las rotativas
en marcha. Cuando Basak Djaen quería pasar un rato con
su amigo, sabía que antes que en su casa lo encontraría en
el café.
A Emin Kemal le gustaba leer la prensa del día siguiente
sobre las mesas de mármol del café, en unas pruebas en
papel rústico que le daban al periódico el aspecto de un
pan quemado en el horno. Se entretenía en subrayar con
una estilográfica las frases que le llamaban la atención, o
los errores que les pasaban desapercibidos al redactor y al
corrector. Leía varias veces su columna y en ocasiones
tenía la sensación de que era otro quien escribía con su
nombre. Con frecuencia le costaba trabajo reconocerse en
lo que había escrito uno o dos días antes. Corregía lo que
ya no tenía remedio, añadía alguna palabra, eliminaba
adjetivos y modificaba la puntuación. Después llegaban al
café algunos compañeros de la redacción y se limitaba a
escucharlos, asintiendo o negando con un ligero
movimiento de cabeza cuando le preguntaban. Los
periodistas consideraban a Emin Kemal un tipo
extravagante, pero nadie dudaba de la calidad de sus
columnas. Tenía veintinueve años y se había hecho un
hueco en el periódico sin levantar la voz, sin reivindicar su
lugar, sin dar codazos para hacerse sitio. En los tiempos
que corrían, aquello era una gesta.
La primera vez que Emin pisó la redacción del periódico,
le pareció que entraba en un recinto sagrado. El ruido
desacompasado de las máquinas de escribir, el golpeteo
machacón de los teletipos y los teléfonos que no dejaban de
sonar iban a convertirse en elementos cotidianos para el
escritor, pero entonces aún no lo sabía. El director de la
revista Hayat lo había puesto en contacto con el director
del periódico. Emin, con la intervención del señor Anmet,
había publicado con éxito su reportaje sobre los
acontecimientos de septiembre de 1955. Su crónica y las
fotografías que hizo en las calles de Beyoglu se vendieron
en todos los quioscos del país y le reportaron prestigio. Los
siguientes reportajes que le encargaron sobre Estambul
también sorprendieron a los redactores de la revista. Emin
escribía con lentitud, pero sus artículos resultaban
originales y efectivos.
Comenzó a colaborar en el periódico sin muchas
esperanzas de que sus crónicas sobre la ciudad pudieran
interesar a alguien. Sin embargo, la expectación que
despertaron sólo sorprendió a Emin. A pesar del éxito, no
quiso formar parte de la plantilla del periódico. Recibía
encargos que cumplía sin mucho esfuerzo, dejándose llevar
por las imágenes de sus paseos nocturnos, de las
callejuelas donde había visto envejecer a su madre. Hizo
suya una ciudad que no le apasionaba y que nunca sintió
como propia.
Cuando descubrió que Basak Djaen no era periodista,
sintió que sus escasas convicciones se tambaleaban. El hijo
del señor Yeter trabajaba de conserje en el periódico desde
los diecinueve años. Era un joven servicial y muy eficiente
en su trabajo, pero nunca se atrevió a confesarle a su padre
el engaño en que vivía. El viejo maestro judío tenía puestas
muchas esperanzas en su único hijo, quizás demasiadas, a
juicio de Basak. Hasta el día de su muerte, el señor Yeter
creyó todo lo que su hijo le contaba. Se dejó engañar por
los trajes occidentales y las corbatas, por los amigos
periodistas de los que hablaba, por el dinero que traía a
casa, por mentiras pergeñadas con dolor. Cuando Emin y
Basak se vieron las caras por primera vez en el periódico,
el hijo del maestro agachó la cabeza y trató de no
atragantarse con su vergüenza. Su vecino lo miró sin
entender lo que significaba aquello.
—¿No eres periodista?
—No, amigo, no lo soy —le dijo con la mayor humillación
que había sentido en su vida—. Sé lo que estarás pensando,
pero las mentiras cuando se hacen grandes son muy
difíciles de corregir.
—Pero el señor Yeter…
—Mi padre no sabía nada, amigo. Por suerte se murió
sin enterarse de que su hijo era un mediocre.
—¿Mediocre? Tú no eres mediocre. Tú eres hijo del
señor Yeter; no puedes ser un mediocre.
Emin Kemal guardó el secreto de Basak. Su vecino se
convirtió en su amigo. Basak Djaen empezó a admirar a
Emin, aunque no podía entender su carácter débil, su
aparente desinterés por las cosas cotidianas, su eterna
melancolía. Le parecía que su amigo vivía en otro lugar, en
otro mundo. Era como si no terminara de entender el
mecanismo de las cosas que lo rodeaban. El hijo del señor
Yeter abandonó el periódico antes de un año y cambió de
trabajo.
La noche de 1964 en que Basak entró en La Luna Roja
buscando a su amigo, Emin estaba sumido en una
indolencia que lo mantenía ajeno al bullicio del local y a la
música de un dúo que cantaba en el escenario. Había poca
gente en el café. Basak se acercó hasta la mesa de Emih,
siempre la misma mesa, y le puso una revista entre las
manos; era una revista literaria francesa. Emin la cogió y
despertó de su letargo.
—¿Qué es esto? —le preguntó a Basak—. ¿Qué te pasa?
—Vengo corriendo —dijo su amigo atropelladamente—.
Hace frío. Subí a tu casa a visitar a tu madre. Quería
hacerle un regalo. Estaba muy alterada. Me dijo que Ismet
fue a verte esta tarde. Quería darte esto y hablar contigo.
Emin Kemal comenzó a leer el artículo en francés que
Ismet Asa había marcado para él. Era una reseña sobre el
libro que Emin publicó a mediados de año: Los murmullos
de la tribu. La leyó con una excitación extraña en él. Volvió
a leerla cuando terminó, ahora en voz alta. Y Basak, que
entendía el francés de su amigo, asentía a sus palabras sin
interrumpirlo. Cuando terminó, Emin cerró los ojos y
apretó los puños. La reseña estaba publicada en una revista
universitaria, y el autor era un profesor turco que enseñaba
en La Sorbona.
—El editor te está buscando. Ismet quiere verte. Te han
escrito de París. Quieren traducir el libro al francés.
—¿Dónde está Ismet?
—Tal vez en su casa… No lo sé. Fue a buscarte, pero tu
madre le dijo que no sabía nada de ti.
El camarero se acercó a la mesa. Basak miró el dedo de
raki que quedaba en el vaso de Emin y pidió lo mismo.
—Tenemos que celebrarlo. Bebamos a tu salud.
Hacía años que Basak Djaen había cambiado su puesto
de conserje en el periódico por el de relojero. Desde los
dieciocho años hacía negocios comprando y vendiendo
relojes de segunda mano, y cuando conoció a Kelebek, la
hija mayor de uno de sus mejores clientes, decidió casarse
con ella. Kelebek era judía, prudente, enamoradiza, y
estaba dispuesta a darle muchos hijos a Basak. Cuando él
le anunció a su futuro suegro que pretendía casarse con su
primogénita, el relojero abrió los brazos, se echó las manos
a la cabeza y le dio su bendición. Una semana después de
la boda, decidió jubilarse. Le traspasó el negocio a su yerno
y con él la responsabilidad de cuidar de Kelebek, de sus dos
hermanas solteras y del propio relojero jubilado. Pero
Basak era feliz con su gran familia, aunque a veces su
esposa le reprochara que pasaba demasiado tiempo fuera
de casa y que con frecuencia la dejaba a cargo del negocio
sin dar explicaciones.
A finales de 1964, Basak Djaen estaba esperando ya su
tercera hija. Su mayor preocupación, heredada de su
suegro, era casar a las dos cuñadas. Ni siquiera aspiraba ya
a que sus esposos fueran judíos. También había descartado
la posibilidad de emparentar políticamente con Emin.
Basak seguía vistiendo trajes elegantes, frecuentaba los
cafés de los barrios occidentalizados, comía con clientes
del interior del país, tenía relaciones profesionales con los
alemanes y se desenvolvía con gran soltura en su negocio
de los relojes. Pero en medio de aquel mundo de relaciones
y contactos seguía sintiendo una debilidad especial por su
amigo Emin. El afecto por el difunto señor Yeter,
compartido por los dos, los convertía casi en hermanos. Y
Basak se sintió en deuda con Emin cuando éste descubrió
la mentira con la que había tenido engañados a su padre y
a los vecinos durante años. Ahora vivía en el barrio de
Balat, en una casa grande pero modesta, en donde su
esposa, sus hijas, las dos cuñadas y su suegro trataban de
mantener la armonía.
Cuando Emin Kemal editó en la imprenta de Ismet su
primer libro de poesía, Basak se sintió orgulloso de su
amigo, muy orgulloso. Fue él quien se encargó de
distribuirlo en las mejores librerías, quien lo entregó en los
periódicos y en las revistas literarias de la universidad.
Cada semana pasaba por el mercado de los libros y hablaba
con Yuksel Mert, su vecino librero. Celebraba como triunfo
propio cada ejemplar que se vendía, aunque lo cierto fue
que apenas se vendió una veintena de libros en todo
Estambul. Ismet y Basak le ocultaron la realidad al escritor.
Pero Emin se daba cuenta de que su carrera como poeta no
había comenzado con buen pie.
Fue el propio Ismet quien convenció a Emin para que
editara aquel primer libro de poemas. Se conocieron en
septiembre de 1955 y desde entonces habían pasado
muchas horas hablando de libros, de escritores, de teorías
literarias, de planes. Ismet Asa era inteligente, intuitivo. Su
imprenta resultaba un negocio ruinoso, del que apenas
sacaba beneficios. Era un local viejo, en un semisótano que
había sido dividido en dos para sacarle más rendimiento. Al
otro lado del delgado tabique había una tapicería, unida a
la imprenta por una puerta que estaba cegada. Ismet
trabajaba solo. Aprendió el oficio de su padre, que murió
cuando él era un adolescente. La trastienda de la imprenta
era como un museo. Entre las cajas, los bidones de tinta y
el papel, se amontonaban máquinas de escribir viejas,
libros, revistas, fotografías, cintas magnetofónicas, clichés,
plumas estilográficas. La maquinaria se había quedado
anticuada, y su dueño no podía ya atender a todos los
encargos que le hacían. Era un negocio obsoleto que daba
sus últimos coletazos antes de desaparecer.
Ismet Asa pasaba horas en la trastienda de la imprenta
leyendo, tomando notas y cambiando de sitio montañas de
libros que consultaba sin saber muy bien para qué, por el
hecho de manosearlos, anotarlos y volverlos a dejar en su
sitio. Para algunos de sus clientes aquél era un lugar
idóneo para pasar la tarde tomando té, charlando con el
impresor y recordando con nostalgia mejores tiempos. A
veces, después de cerrar, Ismet se quedaba allí a escuchar
grabaciones magnetofónicas que tenía apiladas en los
estantes. Pasaba horas transcribiéndolas con su máquina
de escribir. Desde que Ismet y Emin se conocieron, la
imprenta cobró nueva vida. Su amistad comenzó a
fortalecerse en la boda de Aysel y el señor Anmet. Se
casaron a finales de 1955 con una ceremonia sobria. No
querían airear sus vidas en el vecindario. Lo celebraron en
casa, con muy poca gente. Anmet Hisar, agradecido con su
hijastro por la manera en que había aceptado la boda de su
madre, le propuso invitar a sus conocidos. Y a la boda
asistieron Basak, Orpa y su hermano Ismet. La flamante
esposa del fotógrafo estaba feliz de ver por fin a su hijo
ilusionado por algo. Orpa, por el contrario, se sintió aquel
día como una intrusa. Desde ese momento, en contra de lo
que Emin Kemal pensaba, el distanciamiento entre él y la
muchacha judía se fue haciendo mayor y, sin embargo, se
fraguó una amistad fructífera con Ismet.
Cada vez que Emin trataba de ver a Orpa, encontraba
algún impedimento. La muchacha se mostraba huidiza y
esquiva. Cuando la abordaba a la salida del comercio, su
comportamiento era distante. Ella vigilaba con disimulo los
movimientos de Emin en la calle desde el interior de la
tienda. A veces, al cerrar, tenía la sensación de que la
vigilaba desde alguna esquina. Caminaba hasta casa por
calles estrechas y creía escuchar unos pasos en la
distancia. Se detenía fingiendo que algo llamaba su
atención, miraba hacia atrás, pero no veía nada. Al entrar
en el portal, cerraba y aguardaba con el oído pegado a la
puerta. Sabía que Emin Kemal estaba al otro lado, que la
seguía, que estaba obsesionado. Desde su dormitorio,
vigilando tras los visillos, lo veía en la calle, apoyado en la
pared o paseando para combatir el frío; y siempre mirando
a la fachada, como si tratara de adivinar lo que sucedía tras
aquellos balcones.
Por el contrario, Ismet Asa se mostraba cada día más
cordial con su nuevo amigo. La imprenta llegó a ser para
Emin como su casa. Allí descubrió un mundo que no podía
sospechar desde fuera viendo la fachada sucia y vieja del
semisótano. Ismet había convertido la trastienda de su
negocio en un lugar irreal. Emin conoció pronto la pasión
de su amigo por la literatura, por los libros y el
pensamiento de los demás. Pasaban horas sentados sobre
los bidones de tinta, hablando sobre escritores que Emin no
había oído mencionar nunca. Los leía luego en casa,
mientras su madre y el señor Anmet dormitaban pegados al
receptor de radio. La curiosidad por el mundo que le estaba
descubriendo Ismet iba creciendo cada día.
El difunto padre de Ismet Asa había escrito en otro
tiempo ensayos que tuvieron escasa difusión, tradujo
poesía francesa al turco, conoció a escritores extranjeros
con los que mantuvo correspondencia y vivió dos años en
Francia. Cuando Emin Kemal le habló a su amigo sobre sus
lecturas en francés y los libros que había heredado de su
padre, un funcionario de Ankara, Ismet se mostró muy
interesado. Los dos habían tenido el mismo maestro, el
señor Yeter, y eso los unía. En una ocasión Ismet le regaló
un libro de Nerval traducido por su padre. Emin Kemal lo
leyó una y otra vez, obsesivamente, hasta caer rendido por
el agotamiento. Llegó a la conclusión de que el poeta
francés le había robado sus pensamientos cien años antes
de nacer. Las crisis de insomnio empezaron a ser más
frecuentes. Aprovechaba los amargos desvelos para
escribir reflexiones sobre las cosas que veía en sus paseos
con Ismet. Algunas se convertían en las columnas que
luego se publicaban en el periódico y que tantas
satisfacciones empezaban a darle.
Mientras la amistad con Ismet Asa se hacía más firme,
Orpa se mostraba cada vez más reticente a hablar con él.
Cuando Emin trataba de abordar el tema con Ismet, su
amigo se ponía a la defensiva. Incluso le cambiaba el
carácter si Emin insistía en hablar sobre Orpa. No podía
entender su comportamiento. Luego hablaba con Basak y
éste trataba de explicarle las cosas a su manera, sin estar
seguro de los motivos de Ismet.
—Es normal que se preocupe por su hermana —le decía
Basak—. El es mayor y ha estado a cargo de ella desde que
era una niña. Seguramente tú harías lo mismo en su lugar.
Lo mejor es que te la quites de la cabeza.
—Es el mismo consejo que me dio tu padre. Pero él lo
decía para que mi madre no sufriera.
—Y tenía razón. La harías sufrir.
—¿Por qué? ¿Porque Orpa es judía?
Emin Kemal no encontraba respuestas convincentes a
sus dudas. Cuando pensaba mucho en Orpa, terminaba
encogido en su cuarto, con terribles dolores de cabeza. No
le interesaba ninguna otra mujer. El género femenino
estaba lleno de misterios que lo asustaban. Las pocas
mujeres con las que tenía alguna relación lo trataban como
a una persona rara; ninguna se comportaba con normalidad
delante de él. Se sentía diferente ante ellas, y eso no le
gustaba. Por la noche lo abordaban negros pensamientos
que le hacían ver la vida como una película en donde las
imágenes se proyectaban hacia atrás. Cuando su mente se
atoraba, terminaba por sentir miedo de la luz durante el día
y de la oscuridad durante la noche. Dejó de perseguir a
escondidas a Orpa. Ella se convirtió en una vaga fantasía.
Interpretó su comportamiento huidizo como desprecio, y el
distanciamiento como rencor. Entraba en estados de crisis
y empezaba a escribir compulsivamente. Era una escritura
obsesiva, en la que mezclaba la realidad con los sueños.
Permanecía entonces durante días sin salir a la calle. Sólo
lo sacaban de su ensimismamiento las visitas de Basak, que
luchaba por rescatarlo de su encierro. Después venían
momentos de lucidez en los que acompañaba al señor
Anmet en el estudio fotográfico o iba con él a los baños.
Pero la compañía de Anmet Hisar pronto dejó de ser un
consuelo después de cada crisis. A los dos años de casarse,
su padrastro se levantó un día con dolor de cabeza. No le
dio importancia. Aquella mañana fue a trabajar a su estudio
por última vez. Mientras revelaba unos carretes en el
cuarto oscuro, sintió un pinchazo fuerte en la nuca y cayó
al suelo. Cuando Aysel lo encontró, pensó que estaba
muerto. El médico dijo que había sobrevivido
milagrosamente. Estuvo internado muchos días en el
hospital. La mitad de su cuerpo quedó paralizada, y de su
rostro se borró todo rastro de dolor o felicidad. Desde
entonces pasó los días sentado en un sillón junto a la
ventana, contemplando los tejados de Eminónü y las
gaviotas que se posaban en las terrazas vecinas. Para Emin,
la desgracia del señor Anmet y la tristeza de Aysel se
convirtieron en su propia tragedia.
Basaky su familia fueron entonces su refugio, mientras
Ismet trataba de llenar la vida de su amigo con lecturas,
con paseos y charlas que lo distrajeran y lo apartaran de la
realidad. En las manos de Emin, el negocio de las
fotografías comenzó a ser ruinoso. Finalmente decidió
traspasarlo. Desde entonces se dedicó a los artículos del
periódico, a la lectura, a escribir poemas, ensayos breves y
a escuchar las largas disertaciones de Ismet Asa sobre la
literatura y la vida. Ismet podía pasar horas enredado en
barrocos monólogos sobre los escritores turcos de los
últimos cien años. Parecía que los había leído a todos.
Guardaba los libros de su padre como tesoros, y cuando los
traía a la imprenta para mostrárselos a Emin lo hacía con
solemnidad.
Con frecuencia Ismet Asa desatendía su negocio. Era tan
escaso el trabajo que a media mañana solía cerrar la
imprenta y paseaba con Emin hasta la plaza de Taksim. En
ocasiones, si no hacía viento, bajaban hasta el palacio de
Dolmabah9e y caminaban sin rumbo ante las pocas
construcciones de madera que se habían salvado de los
incendios. Otras veces, Ismet cerraba la imprenta y se
quedaba con su amigo en la trastienda para leerle párrafos
de libros que corroboraban sus teorías literarias. La mayor
parte del tiempo la pasaban hablando sobre los artículos
que Emin publicaba cada vez con más éxito en la prensa, o
sobre los poemas que podía arrancar de aquel diario de
tapas rojas que comenzó a escribir en su adolescencia. En
opinión de Ismet, la poesía de su amigo era sublime. Le
gustaba recrearse en aquellos versos y hacerle ver a Emin
las excelencias de su talento. También era duro en sus
críticas con algunos poemas que consideraba fallidos o de
menor calidad. Solían enredarse durante horas en la
búsqueda de un adjetivo adecuado, o de un sinónimo que
expresara con más precisión una idea o una imagen.
Cinco años después de conocerse, Ismet le dijo a su
amigo Emin que había llegado el momento de dar el gran
salto.
—Tu trabajo en la prensa ya está reconocido —le explicó
Ismet—. Tienes una obra literaria considerable, aunque
bastante caótica. Ya has madurado como escritor. ¿No
crees que es el momento de publicar el primer libro y darte
a conocer como poeta?
Emin Kemal escuchó a su amigo, meditó sus palabras y
le respondió:
—No sé si es el momento. No estoy seguro de que a
alguien puedan interesarle las cosas que escribo. Sólo a ti,
seguramente. Y a Basak.
—No lo sabrás hasta que no te decidas a publicar.
—Dime una cosa, amigo. Tú has leído mucho; conoces la
literatura de otros países, escritores de los que yo nunca
había oído hablar. Sabes mucho de libros, de poesía, de
novela… ¿Por qué nunca has escrito nada? ¿No crees que
estás desaprovechando tus conocimientos?
Ismet Asa miró a su amigo con gesto amargo. Parecía
que llevara años esperando aquella pregunta. Se pasó la
palma de la mano por el rostro y lo invitó a seguir
caminando.
—La escritura es un don de Dios —dijo Ismet—. Y yo no
he sido tocado con esa gracia.
—Pero tú sabes más que yo de todas estas cosas —
insistió Emin Kemal—. Yo aprendo de ti todos los días.
Su amigo le agradeció aquel reconocimiento con una
sonrisa triste. Era evidente que se encontraba incómodo.
—Me resulta difícil explicarlo. Hay dos tipos de personas
—dijo, y pensó bien lo que iba a decir—. Unas, las que
hacen que el mundo se mueva; otras, las que reflexionan
sobre cómo debe moverse el mundo. Las dos son
necesarias. De lo contrario, dejaríamos de existir.
—¿Y yo a qué clase pertenezco?
—A la segunda, amigo. Sin duda tú perteneces a la
segunda.
—¿Y tú?
Ismet lo miró desolado antes de responder.
—A ninguna de las dos. Yo me quedé en el camino. Esa
es mi gran tragedia.
—No te entiendo. Si hay alguien reflexivo y observador,
ése eres tú.
—Sí, pero no paso de ahí. Lo que yo hago es reflexionar
sobre lo que otros han reflexionado antes.
Emin sonrió, aturdido por el galimatías de su amigo. Le
pareció que Ismet estaba sufriendo, y no alcanzaba a
entender por qué.
—Te lo explicaré de otra manera —siguió Ismet—. Yo
puedo ayudarte a publicar un libro, pero sería incapaz de
escribirlo. Dios no me ha tocado con esa gracia.
El primer libro de Emin Kemal salió de la imprenta de
Ismet. Era un libro artesanal, leído y corregido por el
impresor una y otra vez para no pasar por alto ningún
error. Basak le echó una mano en la tarea. El resultado fue
un librito primoroso titulado El negro sol de la melancolía,
tomado de un verso de Nerval, que Ismet le había dado a
conocer a su amigo. Los ejemplares, después de un mes de
trabajo, estaban dispuestos en cajas, en el fondo del
almacén, preparados para llegar a las librerías. En el
periódico donde colaboraba Emin lo recibieron con
sorpresa. El muchacho callado que escribía columnas sobre
la vida cotidiana de Estambul también era poeta. Basak lo
distribuyó por las librerías de Estambul. Se encargó de que
su vecino Yuksel, que tenía una pequeña librería en el
mercado de los libros, cerca de la universidad, colocara los
poemas de Kemal en un sitio privilegiado de su
establecimiento. El poeta recibió las felicitaciones de sus
compañeros del periódico. Lo celebraron en La Luna Roja,
que desde aquel día se convirtió en su segundo hogar.
Ismet y Emin seguían dando largos paseos, pero ahora lo
hacían por las librerías en donde se vendía El negro sol de
la melancolía. Hablaban con los libreros, escuchaban las
quejas sobre lo poco que se leía, sobre el escaso interés por
la poesía. Las expectativas que habían puesto en el libro no
se cumplían.
Una mañana, Orpa recibió la visita inesperada de Emin
en la tienda de paños. Hacía tiempo que él había dejado de
rondar su casa. Se limitaba a mantener el recuerdo de la
mujer adormecido, vivo en sus versos, ausente en su
conversación. El recuerdo de Orpa ya no le hacía el mismo
daño. A veces lo sentía como un elemento hostil en su vida,
y otras pensaba en ella con dulzura. Cuando lo vio entrar,
dio un respingo y cerró los ojos. Sabía que antes o después
aquello iba a suceder, pero no estaba preparada. La dueña
miró a Emin con desconfianza; era difícil que relacionara el
rostro de aquel joven con el adolescente que acompañaba
cinco años atrás a su madre a comprar. Emin le tendió el
libro a Orpa sin dejar de mirarla.
—Quería dártelo yo, aunque no sé si tu hermano te ha
hablado de esto.
Ella lo cogió y leyó con interés la dedicatoria. Sus ojos
iban del libro a Emin y volvían otra vez al libro. Le
temblaban las manos.
—Sí, Ismet me lo contó —dijo con voz entrecortada—. Y
lo he leído. Lo he leído muchas veces.
Aquella revelación disparó el nerviosismo que Emin
había tratado de controlar. Necesitaba saber lo que pasaba
por la cabeza de la mujer, pero no se atrevía a preguntar.
La dueña del establecimiento entró en la trastienda. Orpa
hizo un gesto con los ojos, con el que trató de decirle a
Emin que allí no podía hablar.
—Espérame en la puerta del cine. Estaré allí en media
hora.
Emin no tuvo que preguntar de qué cine hablaba. De su
memoria nunca se había borrado el recuerdo de aquella
mañana fría en que se pararon bajo la marquesina del cine
Atlas para protegerse del viento.
El escritor se vio reflejado en los cristales del cine,
mientras esperaba, y le pareció que ya no quedaba nada de
aquel chico que por las noches recorría esas mismas calles
tirando de un carrito. Vio la imagen de Orpa superpuesta
en la vitrina de las carteleras y se volvió despacio. Trataba
de reconocer la mirada de la joven a la que conoció años
antes. Pero la expresión de Orpa era la de una mujer
cansada, a pesar de su juventud, con un gesto de derrota
que Emin nunca había visto en alguien de su edad. No
sabía qué decir. Esperó a que ella hablara.
—Lo siento mucho, Emin, lo siento de verdad —dijo a
punto de romper a llorar—. Ya he derramado demasiadas
lágrimas por ti.
—Lágrimas… ¿por mi culpa?
—No, no es por tu culpa. Ni siquiera por la mía. Las
cosas no siempre son como nos gustarían. Tú no tienes
culpa de nada. Tú eres la persona más extraordinaria que
he conocido. No me importa llorar por ti.
Emin Kemal quiso cogerle la mano, pero ella lo rechazó.
Dio un paso atrás y se apoyó contra la pared. Cruzó los
brazos y trató de ocultar su mirada triste.
—He leído muchas veces tus versos. Muchas. No puedes
imaginar cuántas. Hace ya mucho que dejé de oír tus pasos
cuando me seguías camino de casa. Dejé de verte apoyado
en la calle, como un animal abandonado. Me dolía mucho
verte así. Al principio di gracias a Dios porque te habías
olvidado de mí. Pero luego lloré. Lloré mucho.
—¿Por qué me cuentas esto ahora?
—Porque no podía contártelo antes. Porque no pensaba
contártelo nunca. Y sin embargo…
—No entiendo lo que me dices. Si no querías verme,
¿por qué llorabas?
—No lo podrías entender, Emin —se miraron sin
terminar de ver lo que cada uno tenía delante—. Yo no
puedo interponerme entre mi hermano y tú.
—¿Ismet te ha prohibido que me veas?
—No, no. El no haría nunca eso; ya lo conoces. Tú eres
su amigo.
—¿Qué tiene que ver entonces Ismet con esto?
Orpa respiró profundamente y luego cerró los ojos un
instante.
—Tú eres muy importante para mi hermano. No puedes
imaginar hasta qué punto. Hace tiempo que Ismet
necesitaba encontrar a alguien como tú. Ya has visto que su
vida son los libros y la literatura. Vive para eso. En casa…
—hizo una pausa y pensó bien lo que iba a decir. Titubeó—.
En casa no habla más que de libros, de escritores…, de mi
padre. Está marcado por todo lo que vivió junto a él. El
reloj de mi hermano se detuvo cuando él murió. Yo apenas
lo recuerdo, pero Ismet no ha roto aún ese vínculo con el
pasado. El necesita a alguien como tú, que lo escuche, que
tenga una visión del mundo parecida a la suya. Ismet creció
entre gente mayor, entre viejos, entre escritores de café
que no sabían hablar más que de ellos, de sus obras, de su
genialidad. Esa infancia es la que le impide ser una persona
como las demás. Y ni siquiera lo ha intentado. El mundo no
le interesa, sólo le interesa el retrato que los libros hacen
del mundo. Pero él no se da cuenta de eso. De alguna
manera tú te pareces mucho a él, pero tienes un don del
que Ismet carece.
—¿Escribir?
—Eso es lo que dice Ismet, pero yo creo que es algo
más.
—¿A qué te refieres?
—Tú no eres como los demás, Emin. Es imposible que no
te hayas dado cuenta. No puedes ignorarlo.
—No, no soy como los demás.
—Por supuesto que no lo eres. Tú sufres sin motivo, a
veces creo que de forma injusta. No estás conforme con lo
que ves, ni con lo que vives, pero en vez de luchar para
transformarlo escribes y sufres. Sin embargo, sabes contar
tus sentimientos, y lo que cuentas nos sirve a los demás
para conocer otra forma de entender el mundo.
—¿De verdad lo crees?
—Lo creo, sí, lo creo. Mi padre era igual que tú, según
cuentan… Ismet lo sabe. Cuando está contigo es como si
hablara con nuestro padre, como si volviera en el tiempo y
lo encontrara cuatro o cinco años más joven que él. Por eso
quiere ayudarte, porque te admira, porque no quiere que
termines siendo un escritor amargado por la mediocridad
del entorno, por las limitaciones y el sufrimiento.
Emin no podía apartar la mirada de los labios de Orpa.
Entendía las palabras, pero no alcanzaba a encontrar su
sentido más profundo.
—¿Y eso te aleja de mí?
—No, no es sólo eso —el gesto de amargura de Orpa
ensombreció su rostro—. Hay muchas cosas que no sabes.
Y otras que aunque las supieras no podrías entenderlas.
—¿De qué estás hablando?
—Nunca pensé que esto saldría de mis labios, pero me
has preguntado y te lo voy a decir a pesar del dolor que me
produce.
—Por favor, hazlo.
—¿Recuerdas el día en que tu madre y el señor Anmet se
casaron?
—Lo recuerdo, claro que sí.
—Nos invitaste a Ismet y a mí a celebrarlo con tu
familia. Yo sé que fuiste tú quien quiso compartir ese día
con nosotros.
—Así fue.
—Yo me sentí honrada y muy feliz. Pero ese día la más
feliz debió ser tu madre. Y no lo era. ¿No te diste cuenta de
que ella no era feliz?
—Te equivocas.
—No, no me equivoco. Cada vez que me mirabas, ella
sentía como una punzada en el corazón. Cuando hablabas
conmigo, su rostro se entristecía. Tú estabas pendiente de
mí, y ella lo estaba de ti. Tu madre sufría.
—¿Quieres decir que mi madre no te aprecia?
—Quiero decir que tu madre no ve con buenos ojos que
su hijo se haya fijado en una judía. Eso es lo que quiero
decir.
Emin Kemal recordó las palabras que el señor Yeter le
había dicho años atrás, cuando le habló de la chica a la que
había conocido en la tienda de telas. Estaba seguro de que
Orpa se equivocaba, que había malinterpretado a su madre.
Pero el recuerdo de aquella conversación amarga en la
puerta del cine lo iba a acompañar durante mucho tiempo.
Igual que otras veces, Emin tenía la sensación de que el
mundo giraba en un sentido y él lo hacía en el contrario.
Antes de dos meses el libro de Emin Kemal había
desaparecido de las librerías y dormía en cajas
arrinconadas a la espera de ser devueltas. Sólo Yuksel
Mert, ante la insistencia de Basak, siguió esforzándose
para que el libro estuviera a la vista de los clientes. El
escritor entraba en largos períodos de apatía en los que
apenas salía a la calle, ni escribía, ni sentía interés por
nada. Pasaba horas mirando por la ventana, con gesto
melancólico y mortecino como la luz del sol de aquel
invierno. Solía sentarse junto al señor Anmet y hacerle
compañía en silencio, y trataba de averiguar lo que pasaba
por la mente de su padrastro: cómo vería el mundo desde
una habitación con una ventana por la que sólo
contemplaba tejados y gatos. Observaba su rostro
inexpresivo, su pasividad, y llegaba a envidiarlo.
Y, cuando Aysel se había resignado a ver a su hijo en
casa sin hacer nada, con la mirada perdida y sin hablar
apenas, de pronto se transformaba y cambiaba sus hábitos.
Se levantaba al amanecer, se vestía tratando de no
despertar a su madre y salía a recorrer las calles de
Estambul cuando todavía el sol no era más que una tenue
luz por encima de las casas. Deambulaba por la ciudad sin
saber muy bien adonde ir. Subía hasta Eyüp a través de
barrios muy pobres y luego seguía caminando en zigzag, a
grandes zancadas, con los ojos muy abiertos, pendiente de
todos los que se cruzaban en su camino. Entraba en un
café, abría su diario y escribía de forma arrebatada, como
si se le acabara el tiempo, como si alguien hubiera puesto
plazo a su vida. Al atardecer, sin haber comido nada en
todo el día, se presentaba en la imprenta de Ismet y le leía
algunas de las cosas que había escrito. Su amigo trataba de
ordenar aquel caos literario: decidía lo que podía ser un
artículo, un poema, el esbozo de una novela. A veces se
incorporaba Basak, y los tres daban un largo paseo hasta el
mercado de los libros, donde Yuksel Mert siempre tenía
algo nuevo que enseñarles. Cuando el mercado cerraba y
las calles quedaban en silencio, Emin caminaba entre la
basura hasta que el frío se hacía insoportable y entraba en
La Luna Roja. Se sentaba junto a sus compañeros del
periódico y se olvidaba del fantasma del insomnio.
Un año después de publicar El negro sol de la
melancolía, un anciano llamado Erkan Bolat se presentó en
la imprenta de Ismet interesándose por el poeta Kemal.
Entró arrastrando los pies, vestido con un traje de otra
época, pajarita y sombrero. A pesar de la vejez, Ismet lo
reconoció enseguida. El señor Erkan tenía cerca de
ochenta años y un aspecto enfermizo. Ismet no había vuelto
a verlo desde la muerte de su padre. Y ya entonces Erkan
Bolat parecía estar a punto de morir. El padre de Ismet lo
llamaba con cariño «judío hipocondríaco», y al parecer
tenía algún parentesco lejano con la madre de los
hermanos Asa, que murió en el parto de Orpa.
—Estarás preguntándote cómo es posible que no me
haya muerto todavía después de tantas enfermedades.
Eso fue exactamente lo que pensó Ismet al verlo entrar,
pero se guardó bien de decirlo. Se abrazaron. El señor
Erkan había sido años atrás un editor importante en
Estambul. Fue abogado, profesor en la universidad, amigo
de intelectuales y artistas, fundador de varias
publicaciones. Era un viudo terco al que no le gustaba que
le llevasen la contraria. Su esposa, que siempre fue una
mujer sana y optimista, murió de un ataque cerebral
después de haber pasado media vida cuidando de la frágil
salud de su marido.
De aquella misma imprenta salieron en otros tiempos
algunos de los libros que editó Erkan Bolat. Lo cierto era
que el padre de Ismet, de familia judía acomodada, montó
la imprenta para publicar sus libros y los de sus amigos.
Ismet conocía bien aquella historia y se sentía heredero del
espíritu ilustrado de su padre.
—Hace tiempo que quería venir a hablar contigo —le
dijo el anciano—, pero no estoy bien de salud, amigo Asa.
Vengo emocionado por un libro que leí hace unos meses.
Uno de esos regalos que te hace la vida de vez en cuando.
Alguien lo llevó a casa y lo leí. Enseguida miré de dónde
había salido y lo entendí todo. ¿Así que sigues los pasos de
tu padre?
—No, en absoluto. Mi padre era un hombre de letras, y
yo sólo soy un impresor —replicó Ismet azorado.
—El también fue impresor.
—No se puede comparar. Yo imprimo algún libro de vez
en cuando. Nada relevante.
—Deja que los demás juzguemos. Si he venido hasta
aquí desde tan lejos es porque no todos pensamos así.
Sentémonos, quiero que me hables de ese Emin Kemal y de
El negro sol de la melancolía. Me ha parecido un libro
sublime, una joya.
Ismet Asa se ruborizó. Sintió un hormigueo en la planta
de los pies. Después, una amplia sonrisa iluminó su rostro.

El señor Erkan vivía en el barrio de Fener. Desde que


enviudó, su casa se había convertido en un museo donde
nada se movía de sitio para que el recuerdo de su dueña se
mantuviera intacto. Recibió a Emin Kemal en su gabinete:
una habitación acolchada de libros, aislada del ruido de la
calle. A pesar de que Ismet ya le había advertido algunas
cosas sobre el anciano, el personaje lo deslumbró.
—Es usted un joven brillante, créame —le dijo el anciano
a modo de saludo—. No abundan escritores así. Le aseguro
que hacía tiempo que no leía nada de tanta calidad como su
libro.
El señor Erkan hizo un repaso de su vida delante de
Emin, como si estuviera dictándole su testamento. Le
enseñó algunos de los libros que había editado en otros
tiempos; le habló del padre de Ismet, de su gran talento y
de su escasa fortuna con los críticos; le enseñó fotografías
de escritores que ya estaban muertos; le mostró recortes
de prensa que describían el ambiente literario de Estambul
treinta años antes. Emin Kemal miraba al anciano, las
estanterías, las fotos enmarcadas que reposaban sobre los
libros.
—Usted debe saber que yo estoy retirado de la vida
pública —le dijo con resignación y cierta solemnidad—. Mi
salud y mi edad me impiden realizar las actividades de
antaño. Sin embargo, permítame decirle que su libro me ha
hecho recobrar la esperanza en las nuevas generaciones. Y
créame que hacía tiempo que la había perdido.
Emin Kemal escuchaba sin atreverse a interrumpirlo.
Aquel hombre le parecía surgido de un libro. Creyó verse a
sí mismo en el declive de su vida. El señor Erkan le propuso
editar un segundo libro. Aunque Ismet lo había puesto al
corriente de la poca repercusión que tuvo El negro sol de la
melancolía, el anciano estaba seguro de que con sus
contactos en la universidad y entre los libreros la poesía de
Kemal podía llegar a ser una revelación. El entusiasmo del
viejo editor era contagioso. Se dieron un apretón de manos
y quedaron en verse de nuevo en aquel mismo lugar. Al
despedirse, una fotografía llamó la atención del escritor. En
ella aparecían tres hombres con abrigo y sombrero, cogidos
del brazo, mirando a la cámara con una sonrisa artificial.
Uno de ellos, sin duda, era el señor Erkan veinte o treinta
años más joven. El anciano se dio cuenta del interés de
Emin y cogió el portarretratos con mano temblorosa.
—Dos grandes hombres, sin duda.
—Tres —corrigió Emin.
—Bueno, el tercero soy yo, pero de ninguna manera
puedo compararme con ellos.
—¿Quiénes son?
—Este de la derecha es Ismet Asa. El padre, por
supuesto. El de las gafas oscuras es el hombre más tozudo
que nunca conocí. Pero el mejor escritor turco de este
siglo. Se llamaba Helkias Helimelek. Bueno, en realidad se
llamaba Tarik, pero firmaba con ese seudónimo bíblico tan
rimbombante. No creía en Dios, pero le gustaba provocar
utilizando frases y nombres del Antiguo Testamento.
—¿Murió?
El señor Erkan tardó en responder. Cerró ligeramente
los ojos, se agarró a la mesa para incorporarse de su
asiento y dijo:
—No sabría precisarlo. Al menos es un cadáver literario,
de eso no hay ninguna duda. La última noticia que tuve es
que andaba por París dilapidando su genio en frivolidades.
La entrevista con el anciano editor le dio nuevas
esperanzas a Emin. Durante meses se dedicó a seleccionar
poemas entre sus papeles y a revisarlos, corregirlos o
desecharlos con la ayuda de Ismet. El proceso fue
laborioso, con momentos de dudas y otros de euforia.
Finalmente se publicó con el título de El polvo de los
cuerpos, en homenaje a Lamartine.
Cuando tuvo el primer ejemplar entre sus manos, Emin
se lo llevó a Orpa y lo dejó sobre el mostrador de la tienda.
Ella lo abrió, leyó la dedicatoria y lo escondió rápidamente
debajo de unas telas. Le dio las gracias discretamente y se
quedó con el corazón encogido cuando lo vio salir. Lloró su
desolación en la trastienda del comercio, abrazada al libro,
incapaz de encontrar consuelo.
Cuatro meses después de la publicación del segundo
libro, Emin Kemal seguía siendo un poeta totalmente
desconocido. A pesar de las expectativas que sus dos
amigos y el editor habían puesto en El polvo de los cuerpos,
no se vendió más de medio centenar de libros. Las cajas se
amontonaron de nuevo en la imprenta de Ismet. Erkan
Bolat estaba más desolado que el escritor. Basak trataba de
ser optimista; agasajaba a su amigo en casa y lo invitaba a
cenar con toda la familia, o a salir a las murallas los días de
fiesta.
Una mañana, el señor Anmet amaneció muerto. Tenía la
misma mirada perdida de los últimos tiempos, la boca
entreabierta, el rostro muy pálido y los labios
resquebrajados. Aysel dio un grito al descubrir el cadáver y
salió a la escalera en busca de las vecinas. Su hijo aún no
había regresado a casa. Lo enterraron con una ceremonia
muy discreta a la que asistieron los vecinos, los amigos del
hijastro y Orpa. La chica judía se había cubierto la cabeza
con un pañuelo y procuraba que su mirada no se cruzase
con la de Emin. Besó a Aysel y percibió que la reacción de
la mujer era fría y distante. Cuando Emin trató de hablar
con ella, le respondió con monosílabos, incómoda y
nerviosa. Después del entierro, el escritor y su madre se
encerraron en casa. Durante dos días apenas hablaron.
Aysel decidió entonces pintar las paredes, limpiar las
alfombras, cambiar los muebles de sitio, coser cortinas
nuevas. Al cabo de un tiempo, Emin le preguntó a bocajarro
a su madre:
—¿Por qué sientes antipatía por la hermana de Ismet?
¿Te desagrada que sea judía?
Aysel levantó la cabeza y trató de disimular la
incomodidad que le producía aquella pregunta.
—No, no me desagrada. Pero no quiero que te haga
daño.
—¿Por qué piensas que iba a hacerme daño?
—Porque es débil, como tú. Porque necesita que alguien
vaya por delante de ella y no al revés.
Emin se sintió como un niño desvalido. Nadie lo conocía
mejor que su madre. Aysel supuso lo que estaba pasando
por su cabeza y lo abrazó.
—Tú no necesitas a una mujer, hijo. Al menos, no una
mujer como ella. Tú necesitas a alguien que esté pendiente
de ti, que no alimente tus miedos sino que te ayude a ser
fuerte. Ella es débil como tú.
—Orpa cree que la odias.
—¿Odiarla? No me ha hecho nada para odiarla. Está
equivocada —respiró hondo antes de seguir hablando—. Si
esa mujer entra en tu vida, serás muy desgraciado. Te he
visto sufrir desde hace años: desde que tu padre murió. Yo
te entiendo y puedo ayudarte, hijo. Soy la única persona
que te entiende. No busques fuera lo que tienes aquí.
Confía en mí.
Las palabras de Aysel lo sumieron en el desconcierto. A
Emin le parecía haber vivido antes ese momento. Era la
repetición de un sueño, de algo experimentado en otro
instante. Se encerró a escribir y durante días llenó
cuartillas que de vez en cuando apartaba para tomar notas
en su diario. De nuevo comenzaron los dolores de cabeza,
el malestar, el cansancio. Soñaba con los ojos abiertos. Una
semana después volvió a La Luna Roja y siguió escribiendo
por las noches sobre las mesas de mármol, abstraído en un
sueño irreal, hasta que los camareros le anunciaban el
cierre del café.
Después de un tiempo sin visitar a Ismet, se presentó en
la imprenta con un centenar de cuartillas manuscritas y se
las entregó a su amigo. Emin Kemal estaba pálido y tenía
los ojos desorbitados por la falta de sueño.
—Quiero que leas esto —dijo el escritor—. Acabo de
terminarlo.
Ismet no hizo preguntas. Leyó el título del manuscrito:
Las pálidas efigies. Hojeó las primeras cuartillas.
—¿Es una novela? —preguntó Ismet.
—Será lo que tú quieras que sea.
Emin volvió a sus artículos y a las noches en La Luna
Roja. Los dolores de cabeza dejaron paso a un estado de
sosiego que pocas veces experimentó antes. Leía cualquier
cosa que cayera en sus manos y encontraba consuelo en los
libros. Al cabo de unos días, Ismet se presentó en su casa
con el manuscrito de su amigo. Se lo puso a Emin en las
manos sin decirle nada. Lo había mecanografiado. El
escritor lo miró y esperó alguna explicación, pero Ismet
estaba apurado.
—Necesito hablar contigo, pero en otro lugar—dijo el
judío—. Nunca pensé que llegaría este momento.
Emin se alteró con las palabras enigmáticas de su
amigo. Se citaron en la imprenta a la hora del cierre. La
persiana estaba a media altura y no se veía a nadie dentro.
Ismet escribía a máquina en el almacén, como tantas veces,
bajo la escasa luz de un flexo. Un magnetófono reproducía
la voz temblorosa de un anciano. Cuando vio a Emin, lo
detuvo.
—Las pálidas efigies es un buen título —dijo el judío sin
mediar un saludo.
—¿Y lo demás qué te parece?
—Lo demás está a la altura del título —le dijo sin
entusiasmo—. Emin, tú vas por delante de los demás. La
mayoría está en el camino y tú, sin embargo, buscas donde
todavía otros no han llegado.
—Nerval hizo algo parecido con Aurelia hace más de un
siglo —protestó sin convicción el escritor.
—Sí, pero nadie supo entender esa obra. También él se
adelantó, como tú.
Emin manoseaba las cuartillas hasta que empezó a
arrugarlas. Ismet cogió el manuscrito y lo depositó con
cuidado sobre su mesa de trabajo. Parecía contagiado por
la incertidumbre de su amigo. Cubrió el magnetófono con
su tapa de madera y lo dejó en una estantería.
—Ha llegado el momento de que sepas algo —dijo Ismet
—. Me gustaría que vinieras a casa.
—¿Ahora?
—Sí. Quiero que conozcas a alguien.
Emin pensó en Orpa. Estaba desconcertado por aquella
inesperada invitación. Aceptó sin hacer más preguntas.
Al entrar en el portal y subir la escalera llena de
humedades, recordó aquel día de septiembre, ocho años
atrás, en que entró allí por primera vez. Ahora le pareció
todo más pequeño y más viejo. Reconoció el pasillo y las
puertas de cristales. Ismet lo condujo hasta una habitación
en donde los esperaban Orpa y un anciano sentado en una
mecedora. Llevaba unas gafas oscuras que ocultaban sus
ojos. En un instante recordó haberlo visto de forma fugaz
cuando se refugió allí en los disturbios de 1955. Era una
imagen que casi se había borrado de su memoria. Estaba
en el mismo lugar ocho años después, probablemente en la
misma postura.
Orpa los saludó muy seria, sin extrañarse. Era evidente
que ya estaba informada de la visita de Emin. El anciano
aguzó el oído al notar la presencia de los dos.
—No puede ver —explicó Orpa—. La diabetes lo ha
dejado ciego.
El hombre estiró la mano e hizo un gesto para que se
acercaran.
—Éste es Emin Kemal, maestro —dijo Ismet—. Todavía
no le he explicado nada.
El escritor apretó la mano del anciano y sintió sus dedos
nudosos y la piel arrugada. No se atrevía a preguntar.
—Encantado de saludarlo, señor Kemal. Hace mucho
tiempo que tengo deseos de conocerlo. Mi nombre es Tarik,
pero todos me llaman Helkias: Helkias Helimelek.
Emin trataba de atar cabos en su cabeza: el nombre del
anciano, las gafas oscuras, una fotografía en el despacho
de su editor.
—¿Usted es el escritor Helkias Helimelek?
—Escritor inédito en las dos últimas décadas, sería lo
correcto.
—Yo he visto una fotografía suya en el despacho del
señor Erkan —dijo Emin.
—Es posible. Ese viejo tozudo es un sentimental, y
aunque nos distancian muchas cosas he de reconocer que
en el fondo siempre me apreció. Aprecio que por supuesto
no es correspondido por mí —explicó el anciano—. Pero le
agradecería a usted que no le mencionara este encuentro al
obstinado de Erkan.
Orpa salió del cuarto y volvió enseguida con té y tortas
de harina. Los tres hombres estaban sentados alrededor de
una mesa, pero ella siguió en pie. Las manos de Helkias
Helimelek eran como tentáculos que palpaban las cosas
antes de cogerlas. Masticaba muy despacio y siempre
dirigía el rostro hacia Emin, aunque hablara con Ismet o
con Orpa.
Helkias Helimelek tenía setenta y seis años. Nació en
Estambul en 1887. Sus abuelos fueron judíos que
emigraron de Polonia. Helkias se llamaba Tarik y, como
todos los turcos, no tuvo apellidos hasta 1934. Su
agnosticismo supuso una ruptura drástica con la familia.
Comenzó a publicar libros de viajes a los veinte años,
aunque nunca salió de Estambul. Eran guías más literarias
que prácticas. Aprendió francés y alemán sin otra ayuda
que los libros. Asistió a la universidad para poder criticar el
sistema educativo, pero no terminó ninguna carrera.
Aquello fue otro motivo de alejamiento de su familia, donde
siempre hubo intelectuales y artistas. Helkias tradujo en su
juventud a los poetas románticos franceses y a los
alemanes. Conocía bien la literatura polaca y rusa. Eso le
proporcionó un nombre y un prestigio que él mismo se
encargó de manchar a lo largo de su vida. Pero el mayor
reconocimiento le vino por sus artículos incendiarios en la
prensa. Cuando Atatürk llegó al poder en 1923, Helkias fue
uno de los escritores que más ensalzó las virtudes del
nuevo régimen. Celebró la secularización de la sociedad y
la occidentalización de las costumbres. Aprendió en poco
tiempo el nuevo alfabeto y desterró para siempre los libros
escritos con grafía árabe. Brindó públicamente por el
levantamiento de la prohibición del alcohol. Cualquier cosa
que el escritor publicaba era recibida por sus lectores con
entusiasmo. Para los fundadores de la república era
importante que un judío se vinculara al nuevo concepto de
Estado. Durante quince años, Helkias se convirtió en uno
de los intelectuales de más prestigio. Sus ensayos se leían
en las universidades; sus novelas eran esperadas en las
librerías; sus poemas circulaban como joyas literarias muy
apreciadas en algunos círculos. Helkias Helimelek era ya
mucho más que un traductor o un escritor de crónicas de
viajes. Cuanto más se acercaba al ideal de la nueva
Turquía, más se alejaba de su familia encerrada en las
tradiciones. La gente lo reconocía por la calle, y su
popularidad lo llevó a intervenir en todos los debates que
durante dos décadas se produjeron en el país. Helkias
escribía sobre cualquier cosa que estuviera de actualidad o
de la que, por el contrario, llevara siglos sin hablarse.
Hacía interesantes para los lectores los temas que trataba.
Sus artículos en prensa se comentaban en los cafés, en los
baños. Sus libros fueron apoyados por aquellos que
trataban de abrir la cultura turca al mundo occidental.
Pero Helkias Helimelek tenía sus luces y sus sombras.
Se relacionaba con ministros y mendigos, apoyaba a los
escritores judíos y a veces se convertía en su enemigo.
En los años cuarenta, tras la muerte de Atatürk y el
relevo de Ismet Inónü, sus artículos y sus libros
comenzaron a ser molestos para una parte de los que en el
pasado alababan sus excelencias. El escritor empezó a
mostrar una misoginia que antes ocultaba. Criticó el papel
relevante de la mujer en la nueva Turquía y atacó algunas
decisiones políticas que alejaban al país de los conceptos
europeos y occidentales. Censuró con acritud las
contradicciones entre laicismo e islamismo que se seguían
dando en las calles.
Cuatro años después de la muerte de Atatürk, Helkias
Helimelek podía considerarse un escritor caído en
desgracia. Se convirtió en una molestia social que divertía
a unos pocos, pero que no interesaba a la mayoría. Sus
crónicas periodísticas estaban cargadas de una crítica
acida que se hacía repetitiva. Insultaba a políticos, a
escritores, al presidente de la república. Utilizaba su vena
satírica para burlarse de la vida cotidiana de los turcos.
Atacaba a judíos y rumies con el mismo encono que a los
musulmanes. Unas veces consideraba a las minorías como
víctimas del sistema y otras las acusaba de todos los males
de la sociedad. Los intelectuales le temían, porque
cualquiera que le llevara la contraria o se cruzara en su
camino podía ser víctima de sus dardos envenenados. Sus
libros, incluso los poemas, se fueron convirtiendo en
acusaciones, en desacuerdo con casi todo, en insultos a los
que se apartaban de la línea que trazaba Helkias
Helimelek. En 1944, con cincuenta y siete años, era un
escritor en declive resentido con el mundo. Se fue
quedando solo. Sus viejos amigos lo evitaban. Incluso sus
editores se negaron a seguir publicando sus libros. Se
relacionó entonces con intelectuales judíos a los que nadie
prestaba atención. Ismet Asa, escritor e impresor de libros
poco difundidos, se convirtió en su lazarillo cuando la
diabetes comenzó a dejarlo ciego. Empezó a recibir
amenazas de grupos nacionalistas que reivindicaban
glorias pasadas. Le cerraron las puertas en los periódicos.
El 10 de noviembre de 1944, mientras se honraba la
memoria de Atatürk en el sexto aniversario de su muerte,
un hombre se lanzó sobre Helkias Helimelek y lo apuñaló
en el cuello. Ismet Asa estaba a su lado y apenas tuvo
tiempo de verlo caer al suelo empapado en su propia
sangre. Sobrevivió a pesar de la gravedad de la herida.
Nunca detuvieron al agresor. En algunos periódicos se
desató una campaña contra el escritor judío. Daba la
sensación de que pretendían justificar el atentado. Cuando
salió del hospital, Helkias sentía miedo y odio por sus
compatriotas. Tardó mucho tiempo en volver a escribir.
Ismet Asa, el único amigo que le quedaba, lo acogió en su
casa. Pocos días después, un grupo de exaltados irrumpió
en la casa deshabitada de Helkias y les prendió fuego a sus
libros. El escritor no volvió allí nunca. Ismet era viudo y
vivía con sus dos hijos. Admiraba a Helkias y sentía
devoción por su obra. Algunos de sus libros habían salido
de la imprenta de Ismet. Helkias sabía apreciar el trabajo
de aquel hombre que mantenía un negocio ruinoso para
imprimir libros en los que creía. Ismet Asa era, además,
autor de algunos ensayos, obras sobre la vida cotidiana de
Estambul, semblanzas de escritores fallecidos, versos de
escasa calidad que nunca trascendieron. Cuando Helkias
Helimelek le dio la espalda al mundo y rompió su relación
con el editor Erkan Bolat, lo único que le quedó fue el
consuelo de la compañía de Ismet.
Después de que trataran de matarlo y quemaran sus
libros, Helkias empezó a desconfiar de todos. Pensaba que
había un complot del Gobierno para quitarlo de en medio.
Decidió no salir a la calle para que nadie descubriera su
refugio. Le encargó a Ismet Asa que corriese la voz entre
los escritores y periodistas de que se había marchado a
París, hastiado de la corrupción y de los nuevos vientos que
soplaban en la política turca. Su nombre no apareció nunca
más en prensa, no publicó más libros ni volvió a salir nunca
de casa. La diabetes, además, lo estaba dejando ciego. Se
preparó para morir en el anonimato y en el olvido, pero la
muerte se retrasaba.
Cuando Emin Kemal conoció a Helkias, hacía veinte
años que la gente se había olvidado de él. Las gafas
oscuras ocultaban su desengaño, pero el color cetrino de la
piel y las arrugas reflejaban el sufrimiento. Sus manos se
movían al compás de la voz, mientras Ismet y Orpa oían con
devoción sus palabras.
—Hace veinte años renegué del mundo, querido amigo
—dijo Helkias con voz pausada, como si tuviera todo el
tiempo para hablar—. Y el mundo, por supuesto, también
renegó de mí.
Guardó silencio y esperó alguna reacción de Emin, pero
él no dijo nada. Orpa ayudó al anciano a encontrar su vaso
sobre la mesa. Se lo agradeció con un gesto. Los
movimientos de la muchacha rozaban la reverencia.
—Sin embargo, no estoy tan lejos de todo como se
podría pensar —siguió hablando Helkias—. Gracias a
nuestro amigo Ismet, me mantengo al tanto de lo que
sucede ahí fuera, aunque la mayoría de las cosas no me
interesan. He conocido su obra incluso antes de publicarla.
Le confesaré que algunas de las sugerencias que Ismet le
hizo para mejorarla son mías. Lo que usted hace es más
que literatura: es vida. Permítame que le enseñe algo.
Helkias Helimelek hizo un gesto y enseguida Ismet
colocó sobre la mesa algunos libros.
—Es parte de la obra del maestro —le explicó Ismet con
solemnidad.
Eran libros viejos, ennegrecidos por el paso de los años
y algunos por el fuego.
—Quiero que les eche un vistazo —dijo Helkias—. Puede
incluso llevárselos a su casa si desea leerlos.
—Pero cuídalos, te lo suplico —apostilló Ismet—.
Algunos no se encuentran ya ni en las bibliotecas.
—Así es. Mis enemigos se encargaron de que
desaparecieran. Sin embargo, mientras yo siga vivo estarán
al alcance de quienes tengan interés en leerlos. Lléveselos
y dígame lo que le parecen. Pero antes quiero hacerle una
propuesta.
Helkias señaló un mueble e Ismet se apresuró a traer de
allí una carpeta. El escritor la abrió y sacó un manuscrito.
Acarició las cuartillas mecanografiadas y luego se las
entregó a Emin.
—Esto es para usted. Léalo y dígame lo que le parece.
No es una novela, pero podría pasar por novela. Tampoco
son poemas, pero pueden leerse como poesía. Aquí
encontrará crónica periodística, ensayo, filosofía. Estará
pensando que soy un escritor ambicioso, y acierta si lo
cree. Lo he escrito yo, pero quiero que usted lo haga suyo.
—El maestro no ha dejado de escribir en estos años —
explicó Ismet—. En realidad él dicta y yo lo transcribo
luego. Como ves, la ceguera le impide hacer muchas cosas.
—Así es, amigo mío —añadió el anciano—. No ha pasado
un solo día en todo este tiempo de exilio en que no haya
dictado al menos una página.
—Su obra es enorme —añadió Ismet—. No puedes
hacerte una idea. Y toda está inédita.
—Bueno, bueno, no hay por qué abrumar al joven
escritor —lo interrumpió Helkias—. Démosle tiempo para
asimilar tantas novedades.
Emin se sintió desamparado en medio del silencio que se
produjo en aquella habitación llena de libros, carpetas y
fotografías antiguas. No se atrevía a mirar a Orpa, pero la
sentía muy cerca. Finalmente, Helkias continuó hablando.
—Su obra es magnífica —siguió Helkias—. Permítame
que le diga que me veo reflejado en usted, amigo mío. Sus
artículos y sus libros recogen la misma visión de la vida que
yo tenía a su edad. Discúlpeme la forma de decirlo, pero
usted escribe igual que lo hacía yo entonces. Puedo
suscribir cada una de las líneas, de las frases, de las ideas.
Me reconozco en todo. Es fabuloso.
—Sí, es fabuloso —asintió tímidamente Emin.
—Usted tiene un largo camino por recorrer. Yo podría
anticiparme a cada tema, a cada libro, a cada artículo suyo.
Sé cómo van a ser sus próximos libros. Empezará a sentirse
atormentado por los sueños, por la realidad que se
confunde en ellos. Quizás tenga la desgracia de conocer a
una joven y se enamore de ella, o crea que se ha
enamorado. Entonces su literatura irá descendiendo al
mundo de los mortales o ascendiendo a las cumbres más
sublimes. Luego sentirá que nada tiene sentido. Pensará en
la muerte con frecuencia. Después tendrá momentos de
euforia. Otras veces se refugiará en su pasado: en los
recuerdos de su infancia, en los olores de su madre cuando
lo tenía a usted en brazos; se refugiará en alguna imagen
que le recuerde un mundo que ya no existe. Usted se
volverá loco y recuperará la cordura. Conozco cómo va a
ser su vida antes de que todo eso suceda, porque usted,
amigo mío, es exactamente igual que yo.
Las palabras del escritor quedaron suspendidas en el
aire como el eco de una campana. A Emin le sudaban las
manos. Miraba al judío y creía estar viéndose a sí mismo en
la vejez.
—¿Estás bien? —le preguntó Orpa al verlo tan pálido.
Emin no contestó.
—Imagino lo que estará pasando por su cabeza en este
momento —continuó Helkias—. Pero no debe preocuparse.
Yo le voy a facilitar el camino, si usted me lo permite.
—Escúchalo, Emin —le pidió Ismet al descubrir la
mirada perdida de su amigo—. Esto es muy importante.
—Sí, es lo más importante —insistió Helkias Helimelek
—. Sobre todo, para usted. Y para su futuro literario.
Cuando tenga mi edad, escribirá las cosas que yo escribo
ahora; no me cabe duda. Lo he pensado mucho antes de
revelarle mi secreto. Usted va a llegar al mismo sitio en
que yo estoy ahora. Justo al mismo sitio. Pero a mí me
gustaría que usted fuera mucho más allá. Porque puede
llegar. Su talento se lo permitiría. Sin embargo, no vivirá
eternamente. ¿Me entiende?
—No estoy seguro —respondió Emin desconcertado.
—Yo le propongo arrancar su carrera literaria a partir de
donde yo voy a dejarla. No me pueden quedar muchos años
de vida. Y usted, sin embargo, es muy joven. Lea este
manuscrito y dígame si es de su agrado. Si es así, mi
propuesta es que lo publique con su propio nombre. No le
será difícil, créame. Nadie sabrá nunca que es mío, y usted
habrá dado pasos de gigante para llegar a donde no podría
llegar en una sola vida.
—¿Quiere que publique esto con mi nombre?
—Si a usted le parece bien, por supuesto. Y lo que tiene
ahí no es más que una parte mínima. Durante años he
dictado cientos de ensayos, novelas, libros de viajes,
artículos, reflexiones… La imprenta de Ismet está llena de
cintas magnetofónicas. Ese almacén es mi legado literario.
Cuando yo muera, todo ese trabajo quedará inédito. Morirá
conmigo. Usted tiene la oportunidad de sacarlo a la luz y de
crecer como escritor. Retome mi obra donde yo la dejé y
continúela cuando yo muera. Yo no puedo tener una
segunda vida, pero usted puede prolongar la mía y vivir la
suya. Su camino y el mío son el mismo. Léalo y entenderá a
lo que me refiero. Luego, venga a verme y cuénteme lo que
le parece.
Emin regresó a su casa sin estar seguro de que el
encuentro con el escritor ciego fuera real. Llegó abrazado
al manuscrito de Helkias y a los libros que le había dejado.
Pasó la noche leyendo. Las palabras del anciano sonaban
una y otra vez en su cabeza. A veces se tapaba los oídos y
seguía oyéndolas. Las primeras luces del día lo
sorprendieron con un libro entre las manos. Se acostó y
empezó a dar vueltas. Estuvo tumbado, con los ojos muy
abiertos, clavados en el techo, durante varias horas.
Cuando su madre volvió del mercado, fingió que acababa
de despertarse. Se vistió y se lanzó a la calle.
Ismet no se sorprendió al verlo entrar en la imprenta.
Parecía que lo estaba esperando. Emin venía con el rostro
descompuesto.
—¿Estás bien? —preguntó el judío.
—Sí, estoy bien. He leído el manuscrito y algunas cosas
más.
—¿Y qué te parece?
—Extraordinario.
Ismet se limpió la grasa de las manos con un trapo sucio
y le señaló a su amigo la puerta del almacén.
—Pasa. Ahí estaremos más tranquilos.
Emin entró en la trastienda como si lo hiciera en un
lugar sagrado. Prestó más atención que otras veces a los
archivos, a las carpetas que lo invadían todo, a las cajas
que contenían las cintas magnetofónicas con la voz de
Helkias Helimelek. La máquina de escribir descansaba en
la mesa con una cuartilla en el carro. Ismet lo dejó
recrearse en la contemplación. El escritor miró lo que su
amigo estaba mecanografiando.
—¿Qué es?
—Son reflexiones breves del maestro —le explicó Ismet
—. Puedes leerlo si lo deseas.
Sacó la cuartilla de la máquina y se la ofreció.
—¿Reflexiones?
—Sí. Estoy extrayendo de distintos sitios ideas que el
maestro ha grabado en los últimos dos años y dándoles un
poco de unidad. Su obra es inmensa y a veces caótica —
Emin Kemal siguió la dirección que le señalaba Ismet con el
dedo y vio centenares de cajas que contenían las
grabaciones—. Es mucho trabajo para una sola persona.
Aunque el maestro dejara de dictar, yo necesitaría toda una
vida para transcribir todo lo que se encierra ahí. ¿No es
increíble?
Emin se sentó frente a la máquina. Estaba aturdido. Se
cubrió la cara con las dos manos.
—Sí, es increíble —dijo desolado—. Necesito hablar con
él.
Cuando Helkias Helimelek recibió por segunda vez a
Emin, lo hizo con gran entusiasmo. Sabía a través de Ismet
que había aceptado publicar con su nombre la obra del
anciano.
—Es usted inteligente, amigo. Uno puede ser un gran
escritor y carecer de inteligencia. Pero usted tiene las dos
cualidades, como yo imaginaba. Sabía que no me
equivocaría con usted. La literatura es lo más importante
en su vida. Y el orgullo debe guardarse para cuando uno lo
necesite. Para ser un gran escritor no hace falta orgullo,
sino genio, querido amigo. Y le aseguro que con su nuevo
libro no sufrirá la misma injusticia que con los dos
anteriores.
—¿Lo cree de verdad?
—Estoy convencido. Ese necio de Erkan se dará cuenta
enseguida de que tiene un gran autor y un gran libro
delante de sus narices. Y si no tiene dinero lo sacará de
debajo de las piedras. Es un ambicioso enfermo de
literatura, como usted y como yo. No me cabe duda de que
llamará a todas las puertas para que el libro se publique.
Nunca imaginó que al final de su vida iba a encontrar un
diamante en bruto.
Cuando Erkan Bolat terminó de leer el manuscrito que
le ofreció el joven escritor, las lágrimas le corrían por las
mejillas y tuvo que apartar las hojas para no mojarlas. Se
sintió viejo, enfermo y derrotado al final de sus días. Lloró
su desconsuelo y su impotencia. Aquel escritor que había
descubierto tras un joven extravagante y enfermizo era,
como él intuyó desde el principio, un fabulador magnífico.
Durante días paseó por su barrio, tratando de no romper la
rutina de los últimos cincuenta años. Procuró pensar en
cualquier cosa que lo distrajese de los libros y de sus
enfermedades. De la mañana a la tarde, sus pensamientos
cambiaban, y pasaba de sentirse un viejo a punto de morir
a recuperar un entusiasmo que ya consideraba perdido. Por
fin decidió contarle a Emin lo que le había parecido aquel
libro.
Los murmullos de la tribu, tercer libro de Emin Kemal,
no fue editado por Erkan Bolat, sino por la Universidad de
Estambul. La frágil economía del judío le impidió hacer
frente a una edición que podía llevarlo a la ruina. Sin
embargo, el señor Erkan visitó los despachos de la
universidad para conseguir que el libro viera la luz. Se
publicó en la primavera de 1964.
La noche en que Basak, después de buscarlo por todas
partes, encontró a su amigo en La Luna Roja, Emin Kemal
era un hombre angustiado por su conciencia y por su
propio fracaso como escritor. No tenía lectores, apenas
escribía pensamientos fugaces en su diario; se sentía
derrotado e incapaz de ser coherente entre lo que pensaba
y lo que hacía. Cuando leyó la crítica de la revista francesa
que le trajo Basak, pensó que algo iba a cambiar. Abrazó a
su amigo y bebieron juntos. Al salir de La Luna Roja, los
dos hombres se tambaleaban. Sólo se oía el ladrido de los
perros callejeros en la distancia. La nieve caía como en un
susurro y había cubierto las calles. El aliento de los dos
amigos rompía el frío del amanecer. Estaban borrachos. Al
primer paso que dio, Basak cayó sobre la nieve. Emin
intentó levantarlo, pero cayó sobre él.
—Será mejor que nos vayamos a casa —dijo Basak—. Es
una locura quedarse a la intemperie. Podrías morir, ahora
que has empezado a saborear el éxito.
Emin se reía sin control. No quería ir a casa. Protestó
hasta que Basak se levantó y lo cogió del brazo.
—Vendrás conmigo a casa, si logramos llegar. No quiero
que tu madre te vea así. Pensaría que te estoy pervirtiendo.
—¿A tu casa? Tu mujer nos matará.
—Mi mujer está a punto de parir y no puede andar
pensando en matar a nadie.
Basak Djaen soltó una risotada y tiró del brazo de Emin.
—Quiero ver a Orpa —dijo entonces el escritor—. Quiero
contarle esto.
—Olvídate. Ella lo sabe antes que tú. Olvídate, te digo.
En mi casa estarás mejor.
Los dos volvieron a rodar por el suelo. La nieve se
estaba helando en las aceras.
Cuando Orpa salió de la tienda a mediodía, Emin la
estaba esperando en la esquina. Ella lo vio en la distancia y
le sonrió. El escritor traía la revista francesa en su mano.
—Sabía que esto iba a pasar —le dijo la mujer sin perder
la sonrisa.
—Sí, parece que todos lo sabíais menos yo.
—¿No estás contento?
—Lo estoy. Pero no es así como yo lo había soñado.
—Olvídate de los sueños. Lo único real es esto.
Emin le cogió la mano y la atrajo hacia él. Orpa se
sobresaltó. Trató de soltarse pero se lo impidió. Le besó la
mano y la dejó libre. Luego intentó besarla en los labios.
—No hagas eso, ¿me oyes? —dijo Orpa muy tensa—. No
vuelvas a hacerlo, te lo suplico. No quiero que lo estropees
todo.
Echó a correr ante la mirada desolada de Emin. La vio
doblar la esquina y perderse. El gesto de Orpa seguía
grabado en sus ojos; no podía ver otra cosa. Sintió rabia,
después se lamentó de lo que había hecho y, cuando
consiguió sobreponerse, decidió que tenía que olvidarse de
ella para siempre.
7.
Estambul apenas había cambiado en los últimos treinta
años. Esa fue la sensación que tuve desde el momento en
que monté en un taxi en el aeropuerto. Si cerraba los ojos y
me dejaba llevar por los ruidos de la ciudad, podía llegar a
creer que nunca me había ido de allí. Bajé la ventanilla
para oler el mar, y el taxista me miró con cara de pocos
amigos a través del espejo retrovisor. Corría un viento
helado y húmedo.
No quise hospedarme en el hotel que me había sugerido
Aurelia. Lo hice en el primer lugar que me aconsejó el
taxista: el hotel Orsep Royal, en Sirkeci. Había pocos
turistas en esos días cercanos a la Navidad. Mi habitación
era una buhardilla con una claraboya por la que se colaba
un tímido sol de invierno. A lo lejos se escuchaban los
sonidos de las obras de la calle. Todo el barrio parecía estar
levantado y atravesado por zanjas y montañas de arena y
grava. No tenía prisa por recibir noticias de Aurelia;
necesitaba serenidad y convencerme de que el juego en el
que me había dejado enredar no era un engaño.
Angela Lamarca me llamó cuando estaba terminando de
instalarme. Había leído mi reportaje sobre los museos de
Múnich y estaba conforme. Por el tono de su voz deduje
que no le entusiasmaba; pero sabía que, si no le hubiera
gustado, me lo habría dicho sin andarse con rodeos.
Sentí de repente en mi cuerpo el cansancio y la tensión
que había acumulado en los últimos días. Me quedé
dormido dándole vueltas en la cabeza a la historia que
estaba escribiendo. Los sonidos de las mezquitas de
Eminónü se colaron en mis pensamientos. Volví en sueños a
mi habitación de la adolescencia en Beyoglu. Aquella casa
no había terminado de borrarse de mi memoria después de
tanto tiempo. Había vivido en otros países, en muchas
ciudades, pero siempre era la misma casa la que aparecía
en los sueños; los pasillos largos y llenos de cuadros en el
suelo, apoyados contra la pared. Y los tejados, siempre los
mismos tejados durante tantos años.
Por primera vez en muchos días me desperté teniendo la
certeza del lugar en el que me encontraba. Me había
dormido durante menos de una hora. Sabía que Aurelia iba
a llamarme, pero ahora no tenía prisa. Sospechaba que no
se encontraba muy lejos de mí. Y, sin embargo, me
reconfortaba pensar que no podía encontrarme si yo no
quería.
Cené en el comedor del hotel, un espacio reducido, de
techos bajos, muy agobiante. Estaban a punto de cerrar.
Me parecía que de un momento a otro me iba a suceder
algo trascendente, aunque era incapaz de imaginar lo que
era. Mi teléfono seguía mudo. Me abrigué bien y salí a las
calles vacías a aquellas horas. Los comercios estaban
cerrados y había muy poca gente en los restaurantes. Sabía
bien adonde quería ir y, sin embargo, me incomodaba
pensar que era algo planeado. Llegué al embarcadero de
Eminónü y me sobrecogió la niebla que cubría el puente
Gálata. El pasado, de repente, se había removido dentro de
mí. Traté de no obsesionarme con la idea que me rondaba
durante los dos últimos días, pero no pude evitar que Tuna
entrara como un torrente en mi cabeza y que el estómago
se me contrajera. Apoyado en la baranda sobre el Bosforo,
empecé a ver su rostro y su sonrisa como si hiciera apenas
unas horas que había estado con ella. A lo largo de los
últimos años hubo épocas en que su cara se negaba a
acudir a mi memoria.
Cuando llegué al barrio de Balat era ya muy tarde. Me
pareció mucho más sucio y degradado de lo que recordaba.
Me costó trabajo reconocer las calles. Algunas casas
parecían abandonadas, pero al fijarme descubrí signos de
que estaban habitadas. Al llegar a la calle de Tuna, estaba
sudando a pesar del frío. Había charcos que podían tener
siglos. Me sentí sobrecogido por el aspecto de decadencia
que tenía aquel lugar. Todo estaba envejecido. Tampoco
quedaba ya nada de aquel adolescente que espiaba a una
chica desde la esquina de la calle, pendiente de las luces de
las ventanas, de las entradas y salidas.
La casa de Tuna estaba en ruinas. Los desconchones de
la fachada le daban un aspecto siniestro. El suelo del
mirador del primer piso se había hundido y resultaba
peligroso pasar por debajo. Olía a orín por todas partes. En
mi recuerdo yo había idealizado aquel rincón de Estambul.
Me estremecí por un momento al pensar que tal vez todo el
pasado que yo recordaba tenía poco que ver con la
realidad. Quise imaginar cómo sería Tuna a los cincuenta
años. Me resultaba imposible. Seguía viendo el rostro de la
chica de veinte años de la última vez. Era como tenerla
delante. La recordaba en el depósito de cadáveres,
abrazada a mí, mojándome el cuello con sus lágrimas. Me
alejé desolado de aquel lugar. El sudor se me estaba
empezando a helar. Tenía escalofríos. Aquella noche soñé
con Tuna y otra vez con mi casa de Estambul, con los gatos
y la viga que cruzaba de un extremo a otro el techo de la
cocina. Veía con claridad en el sueño aquel travesaño de
madera y no podía entender cómo nadie tuvo el detalle de
cortar la cuerda que había quedado colgada como testigo
de la tragedia. Seguía viendo la cuerda tres décadas
después y experimentaba un dolor que no fui capaz de
expresar a los veinte años.
Por la mañana, el teléfono seguía en silencio. Aurelia no
daba señales de vida y yo no tenía prisa. Aún me quedaban
muchas cosas con las que reencontrarme. El comedor del
hotel no estaba tan desolado como la noche anterior,
aunque había poca gente desayunando. El cielo estaba
cubierto, pero no hacía frío. El vendedor de una tienda de
repuestos de motores le aseguraba a su vecino que iba a
nevar. Me sentí bien caminando por las calles llenas de
zanjas y máquinas excavadoras.
La casa de Salih Alova también había sufrido el paso del
tiempo. Años atrás destacaba sobre las demás por lo
cuidada que estaba. Ahora, las diferencias apenas se
percibían. Sabía bien, antes de intentarlo, que no me iba a
ser fácil dar con el paradero de mi amigo. Desde el
momento en que me abrieron la puerta comprendí que ya
no quedaba nadie de la familia allí. La dueña de la casa
llamó a su marido y tuve que darle todas las explicaciones
sobre la persona a la que estaba buscando. El dueño me
miraba con desconfianza. Quería saber todo de mí antes de
darme la información que le pedía. Los niños de la casa se
apelotonaban detrás de él y asomaban sus cabezas con
curiosidad. Después de insistir mucho, conseguí la
dirección de un restaurante, cerca del Consulado holandés,
en donde tal vez pudieran decirme algo más. Me pareció
que lo que pretendía era deshacerse de mí. Tuve que
contenerme para no decirle a aquel tipo lo estúpido que
era.
Encontré con alguna dificultad el restaurante que me
había indicado. En realidad no supe bien adonde me
mandaba hasta que no estuve allí. Pregunté por el dueño y
tuve que volver dos horas más tarde para encontrarlo. Era
un hombre más o menos de mi edad, con la piel muy
morena y el cabello cortado a cepillo. De nuevo conté la
misma historia sobre Salih Alova y su familia. Me miraba
como si tuviera prisa por cerrar la puerta. Sin duda, se dio
cuenta de lo molesta que me resultaba su insolencia.
Estaba a punto de interrumpir mi explicación y marcharme
cuando me dijo:
—¿Cómo ha dicho que se llama usted?
—René Kuhnheim.
—Espere un momento —me dijo.
Se acercó a un teléfono que había sobre una mesita, al
otro lado del restaurante, y lo vi hablar durante un par de
minutos. Volvió con el mismo gesto inexpresivo que mostró
desde el principio.
—¿Tiene prisa? —me preguntó.
—¿Prisa? No, no tengo prisa.
—¿Puede esperar un rato? He llamado a mi mujer y no
tardará en venir. Ella podrá darle más información que yo.
Tardó más de una hora, pero yo no había olvidado el
concepto del tiempo que tenían en aquella ciudad. La
esposa del dueño me saludó dándome la mano. Se sonrojó.
Sólo cuando habíamos intercambiado unas cuantas frases
me di cuenta de que era Nuray Alova. Había cambiado
mucho. Ya no quedaba nada de la chica que yo conocí.
Comimos juntos en su restaurante. Me contó algunas
cosas de su vida, pero sin detenerse en dar detalles. Me
habló de su hermano con frialdad. Yo quería preguntar
muchas cosas, pero su distanciamiento me frenaba. No
mencionó una sola vez a Tuna, hasta que yo la nombré.
—¿Se casó?
—Sí, claro. Hace treinta años —me contestó sin hacer
más comentarios.
Me preguntaba si no me estaría haciendo pagar alguna
deuda del pasado. Yo estaba ansioso, con ganas de saber
algo más, pero ella se mostraba impasible, pendiente de su
comida más que de mi conversación. De repente, Nuray se
dio cuenta de mi incomodidad.
—Salih te lo contará todo —me dijo—. Si te parece, le
daré tu teléfono para que se ponga en contacto contigo.
Me dolió aquella falta de confianza al no ofrecerme la
dirección de su hermano. No pude disimular mi decepción.
Nos despedimos con la misma frialdad con que nos
encontramos, y aunque le ofrecí mi teléfono para Salih,
entendí que me iba sin dejar ningún hilo del que tirar para
volver a verla en otra ocasión.
Caminé sin rumbo por Beyoglu, con una enorme
amargura. Me cruzaba con gente mayor, y sus rostros me
hacían salir poco a poco de la desolación. Me preguntaba
cómo serían sus vidas treinta y cinco años atrás, cuando yo
corría por aquellas calles para llegar a casa antes de que se
hiciera de noche y me sorprendiera la humedad y el frío.
Nadie me miraba, nada me ataba a sus vidas.
Aurelia seguía sin llamar. Quizás aquello era en ese
momento lo que menos me preocupaba. Entré en una
barbería y me afeité. Cuando era niño, acompañaba
muchas veces a Wilhelm y me quedaba en la silla,
escuchando la conversación del barbero mientras lo
afeitaba. Era como un rito al que estaba ya habituado.
Ahora era yo quien se sentaba en el sillón giratorio y
hablaba del tiempo, de fútbol. Me consoló que el barbero
no se diera cuenta de que era extranjero. Era un pequeño y
estúpido triunfo. Al salir de la barbería, apareció el número
del teléfono de Aurelia en mi móvil. Contesté deseando que
me contara algo para olvidar la entrevista con Nuray.
—¿En qué hotel te has hospedado? —me preguntó sin
preámbulos. No tenía ganas de jugar al ratón y al gato; se
lo dije. Debió de notar algo en el tono de mi voz—. No te ha
sentado bien el reencuentro con tu pasado, por lo que veo.
¿Has seguido escribiendo?
—No, no lo he hecho. Primero vamos a terminar con esto
y después yo cumpliré mi parte del trato. Pero ahora te
pido que juegues limpio conmigo y te quites la máscara.
Quiero saber cuál es tu papel en toda esta historia.
Escuché su risa, y luego su voz pareció más relajada.
—¿Vas a convertirme en un personaje de tu novela?
—En realidad ya lo eres.
Se quedó en silencio. Yo me ponía muy nervioso cada
vez que lo hacía.
—A estas alturas no me cabe duda de que sabes bien
quién soy—me dijo al cabo de unos segundos—. Eres un
tipo listo. Es más importante que conozcas el papel que
cada uno juega en esta historia. Yo he sido una víctima
como tú.
—¿Víctima? —le dije sin disimular mi irritación—. Estoy
cansado de acertijos. Espero que no me estés haciendo
perder el tiempo.
—No, no lo vas a perder. Esta noche tendrás el tercer
diario —su voz sonó ahora con gravedad—. Quiero que
sepas que me ha costado años conseguirlo.
—¿Nos vamos a ver, entonces, esta noche?
De nuevo se produjo un silencio que me resultó violento.
Miré a la pantalla pensando que se había cortado la
conexión.
—No des más palos de ciego. Ya te dije que no sería yo
quien te lo iba a entregar. Pero lo tendrás esta noche. El
diario no está completo porque Emin no pudo terminarlo.
Las crisis nerviosas se lo impidieron, y luego ella se
apoderó del diario para no dejar pistas de su maldad.
—¿Estás hablando de Derya?
—Me alegro de que la reconozcas con tan pocos datos.
Me gusta pensar que no estoy equivocada contigo.
—Si no vas a dármelo tú, dime entonces cómo
conseguiré el diario.
—Cerca de la mezquita de Beyazit hay un local que se
llama El Café Turco. ¿Sabes dónde está el bazar de los
libros?
—Sí —le dije, temeroso de que también conociera
aquella parte de mi historia.
—Pregunta allí. Todos los libreros lo conocen. Los viejos
lo siguen llamando La Luna Roja. Está en una calle
estrecha y algo escondida. Poco después de las nueve,
alguien se encontrará allí contigo.
—¿Y cómo lo reconoceré?
—Él te reconocerá a ti. Ahora descansa, porque aún
tienes mucho trabajo por delante.
Era un café viejo, sin encanto, que parecía haber vivido
mejores momentos. Estaba en un semisótano de una calleja
sucia por la que yo había pasado alguna vez años atrás. En
aquellos tiempos, los estudiantes solían reunirse por allí.
Ahora la basura y los perros callejeros eran los dueños de
la noche. Aquel café no sólo aparecía con frecuencia en el
segundo diario de Emin Kemal, sino que además le había
servido de título a su última obra; pero a mí me decepcionó.
No era como lo imaginaba. Apenas había gente a aquellas
horas. Olía a tabaco y se escuchaba de fondo una música
que apenas se podía identificar. Me senté en una de las
muchas mesas vacías y pedí un té. Algunos hombres
charlaban o leían el periódico. Otros dormitaban en las
mesas del fondo, amparados en la penumbra. Llegué antes
de las nueve. Estaba impaciente por saber a quién me iba a
encontrar.
Un anciano obeso se sentó en la mesa de al lado y
desplegó su periódico. Iba vestido de manera formal, con
corbata. Se puso unas gafas y empezó a leer un periódico
por la última página. De vez en cuando levantaba la cabeza
y hacía lo mismo que yo, echar una ojeada por el café. Nos
miramos durante unos segundos, sonrió y me hizo un gesto
parecido a un saludo. El camarero le sirvió sin preguntarle
lo que deseaba. Traté de imaginar cómo sería aquel local
cuando Emin Kemal iba por allí.
Llevaba casi una hora esperando cuando un tipo de unos
cuarenta años se acercó y pronunció mi nombre y mi
apellido con mucha dificultad. Al confirmarle que era yo,
me dio la mano y se presentó. Se llamaba Orzhan, o eso
dijo él. Hablaba muy deprisa. Le pedí que se sentara, y me
entregó una carpeta que parecía haber comprado esa
misma tarde.
—Aurelia me manda con esto para usted —dijo el
desconocido con naturalidad—. Ella dice que ya sabe de lo
que se trata y que está esperándolo.
—¿Usted conoce a Aurelia?
—Sí, claro. Es hermana de mi mujer.
Lo dijo con tanta normalidad que supuse que me mentía.
—¿Y ella no ha podido venir?
Me miró sin decir nada. Sin duda me estaba estudiando.
—No está en el país —me dijo al cabo de un rato.
—¿Y dónde está entonces?
—Hace años que se marchó. Eso tendrá que
preguntárselo a ella.
Aquel hombre hablaba de forma contundente. Yo estaba
seguro de que no le sacaría ninguna información. Abrí la
carpeta y vi las fotocopias del tercer diario. Me dio la mano
y se despidió precipitadamente.
—Por favor, no se vaya —le dije en un tono que sonó a
súplica—. Me gustaría invitarle a tomar algo.
Se detuvo confuso. Era evidente que no deseaba
hacerme un desprecio, pero tampoco quería quedarse más
tiempo conmigo. Yo no podía dejarlo ir así. Necesitaba
averiguar quién estaba detrás de aquella historia. El
hombre se disculpó con torpeza.
—Lo siento, no puedo quedarme. Mañana tengo que
madrugar mucho para empezar a trabajar.
—¿A qué se dedica usted? —insistí mientras trataba de
ganar tiempo.
—Soy vendedor de frutas.
Lo dijo sin dudar, pero yo seguía pensando que todo era
una patraña. Finalmente se marchó de forma apresurada.
En cuanto desapareció por la puerta pagué y corrí detrás
de él. En ese momento no me daba cuenta de la estupidez
que estaba cometiendo. Aquello no era una novela
policíaca, aunque yo me sentía como un personaje sin
definir dentro de una trama novelesca. Pensaba entonces
que si lo seguía me iba a conducir al origen de tanto
misterio. Cuando salí, la calle estaba vacía. Corrí hacia la
esquina más cercana, tratando de que mis pasos no
sonaran en el silencio de la noche. No lo vi. Corrí, entonces,
en dirección contraria y al volver la esquina tampoco había
rastro del hombre. Tomé una dirección al azar, con la
esperanza de que quizás se hubiera marchado por allí. Fue
inútil. Llegué al hotel desanimado, con ganas de escapar de
aquella irrealidad.
Pasé la mayor parte de la noche leyendo el tercer diario.
Caí rendido por el sueño cuando empezaba a amanecer. Me
desperté todavía cansado. El sol que se colaba por la
claraboya me daba en la cara. El personaje de Emin Kemal
seguía agazapado entre mis manos, en las páginas
fotocopiadas. Lo sentía como a un extraño. No lo reconocía
en su escritura. No podía creer que fuera la misma persona
con la que yo había compartido tantos momentos. Era
incapaz de distinguir lo que había de realidad y de locura
en aquellas páginas. El diario estaba incompleto, como me
había dicho Aurelia. Parecía que el maestro se hubiera
cansado de escribir. Por fin apareció Derya en aquellas
páginas y también me costó trabajo reconocerla, aunque su
forma de hacer las cosas me resultara muy familiar.
Desayuné en el comedor del hotel sin conseguir
concentrarme en lo que hacía. Llamé a Aurelia al número
que quedó grabado en mi teléfono. Estaba tan seguro de
que no contestaría que al oír su voz dejé escapar algo
semejante a un gruñido.
—¿Todo bien? —me preguntó con normalidad.
—No, en absoluto.
—Órzhan me dijo que te entregó la copia del diario sin
problemas.
—¿Eso te dijo?
—¿No es así?
—Estoy cansado de este juego —le dije exagerando mi
malestar—. Creo que ha llegado el momento de ser francos
y quitarnos las máscaras.
—No te entiendo.
—Yo soy el que no entiende nada. ¿Por qué no podemos
hablar sin tanto intermediario? No me gusta este tinte
novelesco con el que tiñes todo lo que tocas.
Hubo un silencio largo. No insistí porque me parecía que
el motivo de mi incomodidad le había quedado claro.
Finalmente Aurelia dijo:
—Tampoco a mí me gusta hacer las cosas de esta
manera, te lo aseguro.
—¿Y no sería mejor si quedáramos, almorzáramos juntos
y me contaras todo desde el principio al final? El diario que
me has dado está incompleto. Me estás llevando a un
callejón sin salida. ¿Es eso lo que pretendes?
—Te equivocas. Ya te dije que Emin Kemal interrumpió
el diario. Tampoco yo lo supe hasta hace muy poco.
—¿Eso significa que la historia va a quedarse a medias?
—No, la historia tiene final. Pero yo pretendía que fuera
él quien te la contara con sus propias palabras. De lo
contrario, quizás no me habrías creído. Sé que sigues
pensando que soy una impostora.
—Intenta convencerme de que no es así. ¿Por qué no nos
vemos y me das la oportunidad de comprobarlo?
—Ya te explicó Órzhan que no estoy en Turquía —
durante unos segundos pareció que pensaba lo que iba a
decir—. Pero hay alguien que puede contarte mejor que
nadie el final de esta historia. Es una mujer a la que tú
conoces bien. Seguramente a ella sí la creerías. Mi padre
puede decirte cómo encontrarla.
—¿Me estás hablando de Derya?
—¿De quién si no? Ella es la auténtica protagonista. En
realidad es la culpable de todo. Orzhan te ayudará.
—¿Realmente ese hombre es tu cuñado? —le pregunté
olvidándome de lo que estábamos hablando.
Tardó en contestar, y por su tono de voz me pareció que
se sentía ofendida por mi duda. Me explicó cómo podía
encontrar al hombre que me había entregado la copia del
diario la noche anterior.
Tal y como me había dicho, Orzhan tenía un puesto de
frutas muy cerca del Gran Bazar. No se sorprendió al
verme; yo diría que me estaba esperando. Me saludó y me
ofreció un té. Yo tenía prisa por terminar con aquel asunto.
Sin embargo, acepté para no demostrarle mi impaciencia.
Montamos en la cabina minúscula de un motocarro de tres
ruedas y subimos hasta el barrio de Fener. El ruido del
motor y las bocinas de los coches que nos esquivaban me
impedían escuchar las explicaciones que Orzhan trataba de
darme.
Entramos en una casa llena de niños y me condujo a
través de un pasillo oscuro hasta un patio. Orzhan me
presentó a su mujer y a una cuñada, pero apenas pude
intercambiar más que un saludo con ellas. Luego subimos
una escalera y entramos en un cuarto que parecía un
pequeño santuario recargado de objetos. Había un gran
número de relojes, y una de las paredes estaba llena de
retratos y fotografías de paisajes. No me dio tiempo a
fijarme en más detalles. Sentado en una mecedora vi al
anciano que la noche anterior leía el periódico junto a mi
mesa en El Café Turco. Llevaba el mismo traje. Se puso en
pie y me dio la mano con solemnidad.
—Este es mi suegro —dijo Orzhan.
El anciano retuvo mi mano. Tenía una barriga
prominente y sus manos eran grandes y fuertes a pesar de
la edad.
—Yo soy Basak Djaen.
Debió de darse cuenta de mi confusión, porque esbozó
sin ganas algo parecido a una sonrisa. Acepté su invitación
a sentarme. Los relojes de la pared sonaban
desacompasados y llenaban el silencio de la habitación.
Entró la esposa de Orzhan con una bandeja y una tetera.
Mientras nos servía, me fijé en las fotos. Los retratos eran
de Aurelia. Aparecía más joven, pero no me cabía duda de
que era ella.
—¿Usted es el padre de Aurelia? —no me respondió.
Cogió el vaso de té que le ofrecía su hija y se acomodó en la
mecedora. Orzhan y su mujer nos dejaron solos—. Es ella,
¿verdad? —dije señalando a uno de los retratos que había
en la pared.
—Sí, es Aurelia hace unos años. Esas otras fotografías
las hizo ella —me explicó con desgana, como si quisiera
terminar pronto aquella conversación—. Mi hija tiene
mucho empeño en que usted conozca la historia de Emin
Kemal y la escriba. ¿No es así?
—Eso parece.
—Cuando me confesó que había robado los diarios en
España, pensé que se había vuelto loca. No quiero que le
suceda nada malo. Ella me juró que no lo mató, pero al
principio yo lo dudaba. Se marchó de Estambul hace algún
tiempo sin hacer caso a mis consejos. Pero mi hija está
contenta con el modo en que se están desarrollando las
cosas —hablaba de forma pausada, pensando mucho las
palabras antes de pronunciarlas—. Y ahora descubre que
Emin no terminó de escribir su historia.
—¿Se refiere al último diario?
—A eso precisamente me refiero. Suponíamos que lo
tenía ella, pero no estábamos seguros.
—¿Ella?
—Derya.
—¿Fue Derya quien le dio el diario?
—No, por supuesto que no. Ella jamás lo habría
entregado voluntariamente. Fue lo único que pudo llevarse,
y lo ocultó para que no se supiera la verdad. Mi yerno se lo
robó.
—¿Y cuál es esa verdad que Derya no quiere que se
conozca?
Basak Djaen apoyó la cabeza en la mecedora, fijó la
mirada en el techo y se balanceó ligeramente.
—La verdad, la verdad… Mi hija cree que si se la
contamos nosotros no va a creernos. Aurelia es así: le
gustan las cosas retorcidas. Por eso ha decidido que sea
Derya quien se la cuente. Yo creo que nunca lo hará, pero
mi hija insiste.
—Entonces, ¿Derya está en Estambul?
—Sí, hace años que vive en un agujero lleno de ratas,
pero no lo supe hasta que la descubrí rondando el
manicomio. Fue Orzhan quien averiguó en qué madriguera
estaba escondida. También ella está perdiendo la cabeza.
Mi yerno tuvo que robarle esa libreta porque sabíamos que
era la única forma de conseguirla.
Todo iba demasiado deprisa. Entendía las cosas sólo a
medias. Necesitaba hacer preguntas, pero no quería
interrumpirlo. Tomé mi vaso de té y fingí que sus palabras
no eran un jeroglífico para mí. Basak apenas me miraba.
Hablaba como ausente.
—No sé si lo estoy entendiendo bien —dije por fin—. Su
relación con Derya es…
—No existe esa relación —me cortó de forma tajante—.
Por mi parte se rompió cuando nació Aurelia, aunque le
confesaré que nunca me hizo gracia esa mujer. También
jugó con usted, según tengo entendido, y lo manipuló.
Basak lo dijo sin levantar la cabeza, con la mirada fija en
los terrones de azúcar. Por eso no pudo ver mi reacción, ni
darse cuenta de mi sofoco. Yo trataba de averiguar lo que
había detrás de las palabras de Basak Djaen, pero apenas
me daba tiempo a asimilar lo que me estaba contando.
—¿Y cuál es mi papel ahora?
—Aurelia se ha empeñado en que sea Derya quien le
cuente el final de la historia. Es una forma de humillación,
pero también es la manera de que conozca la verdad de
primera mano. Mi hija piensa que nosotros somos una parte
demasiado importante en este asunto y que usted podría
pensar que lo único que pretendemos es vengarnos de ella
o de su marido.
—¿Vengarse de qué?
—De todo lo que ellos le hicieron a mi hija.
—Me estoy perdiendo.
—Es normal que se sienta así.
—Me resulta más fácil creer que todo esto son patrañas
de una mujer que no está en su sano juicio —le dije con
rabia, tratando de protegerme en realidad de mi gran
ignorancia, de mi desventaja—. Si pienso en todo este
asunto, encuentro demasiados puntos oscuros. ¿Quién me
asegura que esos diarios no son falsos, que todo esto no es
más que una burla? Ni siquiera la letra es de Emin Kemal.
Yo estuve a su lado durante años. Lo conocí bien. Hay
muchas cosas del escritor que me resultan irreconocibles
en sus diarios. Podría haberlos escrito cualquiera.
Basak Djaen estaba sonriendo; más bien insinuando una
sonrisa.
—Usted no sabe nada, querido amigo. Usted es una
víctima como nosotros, como el propio Emin Kemal —me
levanté enfadado. Aquel juego había acabado con mi
paciencia—. No se altere. A estas alturas ya no merece la
pena.
Órzhan entró en la habitación, sin duda alertado por las
voces. Me quedé junto a la puerta. Basak me miraba ahora
fijamente.
—No te preocupes —le dijo a su yerno—. Todo está bien.
El señor René lo va a entender todo enseguida. Espero.
Le dio instrucciones a Orzhan. Yo trataba de calmarme.
Entendía que aquel hombre no tenía la culpa de lo que me
estaba sucediendo.
—Lo llevaré a su hotel —dijo Orzhan—. Mañana le
indicaré dónde puede encontrar a esa mujer.
—Si es astuto, es posible que consiga que ella le cuente
algo —concluyó Basak Djaen—. De lo contrario tendrá que
creer usted en mi palabra. Y le aseguro que es lo único que
me queda ya en esta vida.
Aquella noche hablé con Ángela Lamarca. Necesitaba
distraerme de tanta confusión. Sentía unas ganas enormes
de seguir escribiendo, pero al mismo tiempo me resistía a
ser una marioneta en aquella historia. Le conté las cosas a
medias. No le hablé de Derya. Tenía miedo de parecerle un
estúpido.
—Quizás también a mí me vendrían bien unos días en
Estambul para escapar de esta vorágine navideña —me dijo
tal vez para ponerme a prueba.
Estaba seguro de que, si ella percibía en mi voz que no
me parecía una buena idea, no tardaría en presentarse allí.
En realidad la compañía y el consejo de Ángela me venían
muy bien, pero era yo quien tenía que salir de aquel
laberinto en el que me había metido solo. Después de
hablar con ella, empecé a escribir hasta que el agotamiento
me venció.
Orzhan se presentó en la puerta del hotel con el
motocarro de la fruta. Me saludó con una generosa sonrisa
y me invitó a subir. El vehículo no tenía puertas y cada vez
que tomaba una curva tenía que agarrarme con fuerza para
no salir despedido.
—Vamos a Eyüp —me dijo cuando le pregunté—. A estas
horas podrá encontrar a esa mujer rondando las mezquitas
y los lugares sagrados.
—¿Derya en una mezquita?
—Sí —me dijo muy serio—. Vive de la limosna de los
peregrinos.
Llegamos con el motocarro hasta la explanada de la
mezquita de Eyüp. Orzhan me pidió que lo esperase allí.
Tardó casi una hora en regresar. Estaba empezando a
desesperarme.
—La he visto —dijo haciéndome una señal para que lo
siguiera—. Está en el panteón.
Lo seguí a pocos metros. Se detuvo frente a un café.
—Será mejor que yo me quede aquí —me explicó Orzhan
bajando la voz—. Si me ve, empezará a gritar que quiero
matarla y desaparecerá durante días. Vive arriba, en la
subida del cementerio, pero casi nunca está en esa
madriguera. Me costó mucho trabajo dar con ella. Tuve que
pegarle para que me diera el diario.
La contundencia de las afirmaciones de aquel hombre
me impidió dudar de su palabra. Insistí para convencerlo
de que no me esperase.
Si no fuera por la seguridad con que Orzhan me lo dijo,
jamás habría pensado que aquella mujer fuera Derya. Tenía
ya sesenta años, pero su aspecto era el de una anciana
decrépita. Vestía de negro hasta los pies y llevaba la cabeza
cubierta con un pañuelo. Pasé por su lado mirándola de
reojo. No me vio. Mi primera idea fue huir de allí. Me
horroricé al contemplarla de cerca. No podía ser la misma
mujer que yo conocí en Madrid veinte años atrás. Y sin
embargo tenía sus facciones, reconocía algunos gestos e
incluso la forma de girar la cabeza. Estaba arrodillada
delante del conjunto funerario de Mihrisah. De vez en
cuando recibía alguna moneda y entonces hacía un gesto
de agradecimiento y una inclinación. Tardé en tomar una
decisión. Me acerqué, dejé caer unas monedas y seguí
caminando sin volverme a mirarla. No fui capaz de decirle
nada; ni siquiera mirarla a los ojos. Pasé el resto del día
observándola a distancia. Cuando se levantó, el sol ya
declinaba y estaba haciendo mucho frío. La seguí por la
calle estrecha y empinada que sube entre el cementerio
hasta la parte alta del barrio. A veces tenía la tentación de
llamarla, y otras quería salir corriendo. De vez en cuando
se sentaba a descansar y seguía subiendo la cuesta con un
andar cansino, arrastrando los pies. Empezaba a oscurecer,
y el cementerio me provocaba desasosiego. Entró en una
casa de una sola planta. La vivienda era vieja, pequeña. De
repente, ignoro por qué, me vino la imagen de Tuna y eché
a correr cuesta abajo hasta la mezquita. Ahora no era un
juego: aquélla era Derya y ésa era la realidad. Marqué
angustiado el número de Aurelia. El prefijo era de Turquía,
y aquella incongruencia no dejaba de confundirme.
—¿Has hablado con ella? —me preguntó antes de darme
tiempo a decir nada.
—No, no lo he hecho.
—Pues no pierdas más tiempo. No anda bien de salud.
—¿Y qué se supone que debo preguntarle?
—Todo lo que quieras. Ella es quien mejor conoce esta
historia.
—Tendré suficiente con lo que tú me cuentes. Te voy a
creer, me digas lo que me digas.
—¿Y después de haber llegado tan lejos vas a renunciar
a oírlo de su boca? No me digas que todavía tiene
influencia sobre ti.
Aquella noche empecé a escribir convencido de que no
volvería a estar cerca de Derya. Ahora era el personaje de
Aurelia el que empezaba a interesarme más. Y, a pesar de
todo, no conseguía quitarme de la cabeza la imagen de
Derya clavada de rodillas y pidiendo limosna.
Por la mañana vi las cosas de otra manera. El descanso
me sentó bien. Tomé un taxi y me dirigí al cementerio de
Eyüp. No sabía bien qué iba a decirle, ni podía imaginar su
reacción al revelarle quién era yo, pero me sentía incapaz
de quedarme en el hotel escribiendo.
La busqué sin éxito por los mismos lugares del día
anterior. Finalmente fui a su casa. Llamé sin convicción,
pero nadie respondió. No se veían vecinos por los
alrededores. Rodeé la manzana. Sin pensar muy bien lo que
hacía, en apenas unos segundos, le di una patada a la
puerta y la cerradura saltó. Resultó demasiado fácil. Esperé
por si alguien había oído el ruido y se asomaba, pero la
mayoría de las casas tenían el mismo aspecto de
abandonadas que aquélla.
Todo era viejo y estaba sucio. En la cocina, los cacharros
se amontonaban en un fregadero seco. La casa no tenía luz
eléctrica ni agua. Había pocos muebles. Con un vistazo
rápido se veía todo. En el dormitorio encontré periódicos
antiguos amontonados, algunos libros, sobres de cartas y
fotografías muy deterioradas. No reconocí a ninguna de las
personas de las fotos. Había ropa tendida en las sillas y en
una cuerda que cruzaba la habitación. La cama estaba
deshecha y a los pies vi un brasero. Aquélla no era la mujer
amante del lujo y de la belleza que yo conocí. Revolví
algunas cosas que encontré en una mesa y sentí arcadas.
Las ventanas de atrás daban al cementerio. Era difícil
saber cómo había llegado Derya a semejante situación. Salí
desolado.
Había decidido volver a mi hotel y hablar con Aurelia.
Estaba harto de tantos enigmas. Pero algo me retenía en
aquel lugar. Encontré a Derya ante la puerta de la mezquita
de Eyüp, sentada en los escalones de mármol, pidiendo
dinero con una mano y sosteniendo un trozo de pan en la
otra. Pasé mucho tiempo observándola. La seguí cuando se
alejó por la explanada. Durante más de una hora estuvo
sentada en el jardín del pequeño cementerio de una
mezquita. Se quedó al sol, sin duda para entrar en calor.
Los gatos se le acercaban, y la anciana los espantaba con
un movimiento suave de los brazos. A ratos parecía que se
quedaba dormida. A media tarde seguía allí sentada, y
decidí acercarme sin haber pensado aún lo que iba a
decirle. Traté de pronunciar bien para que me confundiera
con un turco. Le dije unas frases de cortesía sobre el frío y
la escasez de turistas. Se mostró esquiva y desconfiada. De
repente le dije:
—He venido desde muy lejos para hablar contigo.
Me miró y empezó a respirar aceleradamente.
—¿Quién eres? —me preguntó con miedo.
—Soy René. ¿No me reconoces?
—¿René? ¿Qué René? No conozco a ningún René.
—René Kuhnheim.
—No te conozco —dijo asustada—. ¿También tú has
venido a matarme?
—¿Quién quiere matarte?
—Ellos.
No podía saber si estaba loca o fingía. Derya era capaz
de cualquier cosa.
—Sólo he venido a hablar contigo. Merezco alguna
explicación. ¿No te parece?
—No sé de qué me hablas —dijo y se levantó con mucha
decisión.
—Supongo que sabrás que Emin ha muerto —le solté a
bocajarro antes de que se alejara.
—Mientes —dijo deteniéndose—. Emin está vivo y tú
eres uno de ellos.
—Sufrió un infarto.
Le temblaba la barbilla. Por un momento pareció que
dudaba entre quedarse o echar a correr.
—¿Quién eres tú? ¿Por qué vienes a contarme estas
cosas?
—Ya te lo he dicho: soy René. Te marchaste sin
despedirte.
—Te estás confundiendo de persona. No te conozco.
—He venido a que me cuentes el final de la historia. Al
parecer tú la conoces mejor que nadie, Derya.
Cuando oyó su nombre echó a caminar deprisa. Entró en
la mezquita y tuve que quedarme fuera. Quería evitar un
escándalo. Tal y como imaginé, salió por la otra puerta. Fue
una suerte que se me ocurriera esperarla allí. O tal vez fue
un error, no lo sé. Al verme empezó a dar manotazos al
aire.
—Déjame, o llamaré a la policía. Sé quién te envía.
La gente caminaba alrededor y miraba la escena, pero
nadie se detenía. Ella comenzó a elevar el tono de voz.
—Sólo quiero hablar contigo, Derya —le dije, aunque
sabía que era inútil insistir—. No voy a hacerte daño —se
cubría la cara como si esperase que la golpeara—. Soy
René.
Echó a correr torpemente y cayó al suelo. Cuando la
cogí por el brazo para ayudarla a levantarse, gritaba como
si estuviera poseída. Ahora la gente me increpaba.
Llegaron unos policías y levanté las manos para demostrar
que no quería hacerle daño. Uno de ellos me preguntó qué
estaba pasando. Al parecer la conocían. Traté de salir
airoso de la situación. Me fui apartando y me dejé envolver
por los curiosos que habían formado un corro. Estaba muy
alterado y arrepentido de haber hablado con ella. Mientras
me alejaba, seguía oyendo sus gritos. La imagen de la
mujer que yo había conocido años atrás se fue
desdibujando poco a poco y, al llegar a la parada de taxis,
había desaparecido para siempre.
No me sentía con ánimo para volver al hotel. Monté en
un transbordador en Eminónü para ir a la otra parte del
Bosforo. El aire cortante y frío de diciembre me sentó bien.
Las nubes habían cubierto el cielo. Sentado en mi butaca,
vi a través de los cristales la orilla que se alejaba, los
palacios, las laderas de pinos que se extendían hacia el
norte. Estuve deambulando el resto del día por un mercado
hasta que comenzaron a caer pequeños copos de nieve.
Aquella visión, que me recordaba a mi infancia, me
reconfortó. Entonces apareció el número de Aurelia en mi
teléfono. La mujer debió de percibir algo en mi voz.
—Has hablado con ella. ¿Me equivoco?
—No, no te equivocas —le dije derrotado—. Ha sido muy
desagradable.
—Me lo imagino. Entonces ya lo sabes todo.
—No sé nada. Ha enloquecido, ni siquiera me reconoció.
—Pobre René —dijo con ironía—. Sigues siendo un
ingenuo. Claro que te ha reconocido.
Le conté la escena de la mañana saltándome algunos
detalles, como la entrada en su casa. Aurelia escuchó sin
interrumpirme.
—Te ha engañado —me dijo cuando terminé—. Te
aseguro que está totalmente cuerda. Ese es su peor
castigo. Si al menos hubiera enloquecido, no sufriría al ver
la situación en que se encuentra, ni sería consciente del
daño que ha hecho. Pero se da cuenta de todo.
—Estoy cansado de este asunto. Me estás haciendo
perder el tiempo. Los dos salimos perjudicados: tú y yo.
Quise deducir del silencio de Aurelia que vacilaba, que
por un momento tenía dudas sobre lo que estaba haciendo.
Estaba equivocado.
—Tienes que ser paciente.
—¿Más?
—Un poco más —dijo después de un breve silencio—. Ya
hemos llegado demasiado lejos. Si ella no te ha querido
contar cómo sucedió todo, lo haré yo.
—¿Vuelves a jugar conmigo?
—Entiendo que pienses eso, pero te demostraré que no
es un juego —dijo con mucha convicción—. Sólo queda un
camino: que mi padre te cuente lo que Emin Kemal no pudo
escribir en sus diarios porque su salud se lo impidió.
—¿Y por qué no lo haces tú?
—¿Me creerías?
—Ya no sé lo que puedo creer y lo que no.
—¿Sabrías volver a la casa de mi padre?
—No. Tu cuñado conduce esa moto de tres ruedas como
un demonio. Bastante hice con sobrevivir.
Sin pretenderlo, había conseguido que ella riera.
Aquello también alivió mi tensión.
—Sí, Orzhan es así —dijo Aurelia en un tono más
relajado—. Toma nota de la dirección.
Estambul despertó con una capa de nieve que iluminaba
sus tejados y atenuaba el intenso azul del Cuerno de Oro.
Las cúpulas de las mezquitas aparecían desdibujadas bajo
una tenue neblina. Basak Djaen me estaba esperando en la
misma posición. Se mecía levemente en su asiento mientras
escuchaba el sonido de los relojes que colgaban de las
paredes. Su hija me condujo hasta él con mucha
amabilidad. Era evidente que estaban advertidos de mi
visita.
—Si no ha enloquecido, lo finge muy bien —le dije sin
preámbulos.
—A mí también me engañó al principio —dijo Basak—.
Luego nos demostró a todos quién era la verdadera Derya.
—¿Quién es la verdadera Derya? He venido aquí para
que me lo cuente.
—Tendrá entonces que confiar en mí.
—No tengo otra elección.
—No, no la tiene. Es cierto —se quedó en silencio y
buscó algo en el bolsillo: era un reloj enganchado a una
cadena. Comprobó la hora con los otros relojes—. Aurelia
ha pensado hasta hoy que lo que vamos a hacer no era una
buena idea, pero yo creo que es la única forma de liberarlo
a usted de este enredo en el que ella lo ha metido —guardó
su reloj y se levantó—. Aurelia es una persona especial. La
quiero tanto como a mis otras hijas, pero es la que más
dolores de cabeza me ha dado. Ella no quería que
llegáramos a este punto, pero a mí siempre me pareció que
tenía que haber empezado por aquí.
—Por favor, se lo ruego, sea más claro.
—Tenga paciencia, amigo, tenga paciencia.
Basak Djaen no quiso darme explicaciones sobre lo que
pretendía hacer. Entró su hija y le avisó de que nos
esperaba un coche en la puerta. Era un vehículo viejo,
abollado y con la pintura descascarillada. Pertenecía a un
vecino a quien Basak le había pedido el favor. El hombre
tenía aspecto rudo, pero trataba al anciano con gran
amabilidad.
—Mal día para salir de casa —dijo Basak al montarse en
el coche—. Esta nieve lo complica todo.
Cruzamos Estambul en dirección norte por el puente de
Atatürk. Con la nieve y el barro, el tráfico en la ciudad era
muy complicado. Cuando finalmente conseguimos salir del
atasco, nos dirigimos hacia el bosque de Belgrado. El
chófer seguía las indicaciones de Basak Djaen. A unos
veinte kilómetros, cogimos una carretera estrecha que se
hacía peligrosa por la nieve. Los cristales se empañaban y
resultaba difícil ver el entorno. El lugar estaba rodeado de
antiguos embalses y fuentes. Entonces, el camino se
ensanchó un poco y fuimos a parar a un edificio que
asomaba entre los árboles. Avanzamos paralelos a un muro
de piedra muy sólido, hasta dar con una puerta de hierro
rematada en puntas que parecían lanzas. A través de las
rejas alcancé a ver el edificio que poco antes despuntaba
entre los árboles. El coche se detuvo.
—¿Dónde estamos? —pregunté sobrecogido por la visión
de los muros y el aspecto desolador de aquel lugar—. Esto
parece una cárcel.
—Es mucho peor —me dijo Basak Djaen—. De la cárcel
se puede salir, pero de aquí no se sale nunca. Estamos en el
infierno, querido amigo.
8.
Mientras Rene terminaba de meter las últimas cosas en su
maleta, sintió un pinchazo en la cabeza y se quedó parado.
Aquel aviso de migraña le trajo una vez más el recuerdo de
su madre. Estaba solo en su habitación de la residencia de
estudiantes. Su equipaje para Estambul era muy ligero,
porque no pretendía quedarse mucho tiempo allí.
Ingenuamente creía que cuantas menos cosas llevara,
antes sentiría el apremio de regresar a Munich. Hacía tres
años que salió de Estambul y en los últimos meses había
dejado de recibir noticias de su madre. Hasta que sonó el
teléfono la noche anterior, y su padre le dio la noticia. Fue
Wilhelm quien se encargó de improvisar aquel viaje
precipitado.
A través de la ventana entraba un viento suave que
anunciaba calor en el arranque del verano. Le gustaba
Múnich en aquella época del año. La residencia se quedaba
casi vacía, la ciudad cambiaba su ritmo y el Jardín Inglés
parecía un bosque. Pensó en su madre y se vio atrapado,
una vez más, en una extraña sensación de remordimiento y
melancolía. A pesar de lo sucedido, no podía evitar un
cierto resentimiento hacia ella, una inexplicable amargura
que le impedía pensar en su madre con normalidad.
Cerró la puerta de su habitación por dentro, abrió del
todo la ventana y encendió un cigarrillo. El humo le recordó
la bruma de Estambul al amanecer. No quería recrearse en
recuerdos tristes, pero era inevitable. Pensó en aquel 14 de
diciembre de 1975 en que se fumó el primer cigarrillo
encerrado en su habitación, junto a Tuna, Salih
y su hermana Nuray. Otra vez la imagen de Tuna.
Siempre los recuerdos. Cuando creía que se había olvidado
de ella, de pronto surgía detrás del detalle más
insignificante: el rostro de una mujer con la que se cruzaba
en la calle, un gesto de Berta, una frase que alguien
pronunciaba, un perfume.

Aquel 14 de diciembre una ligera bruma cubría


Estambul. El salón de actos del Alman Lisesi estaba a
rebosar. La gente se apelotonaba en los pasillos laterales y
resultaba difícil moverse. Rene Kuhnheim había estrenado
un traje y llevaba la corbata que le regaló Tuna unos días
antes. Intentaba no pensar en su nerviosismo. A su derecha
se había sentado Wilhelm, y al otro lado tenía a Salih, a su
hermana y a Tuna. Patricia se quedó en casa, con una
migraña que le impedía hacer nada. Desde que Rene
recibió la noticia del premio literario, no había podido
dormir. Su cuento, en alemán, era el favorito de Tuna. Lo
escribió para ella, como la mayoría de los cuentos. La
chica, sentada tres butacas más allá, lo miraba de reojo,
tímidamente, y sabía que Rene estaba nervioso y feliz. Su
padre, junto a él, paseaba sus ojitos diminutos por la sala y
no disimulaba su satisfacción. Cuando llamaron a Rene, él
le apretó el brazo con fuerza y le dio ánimos en un susurro.
El chico subió al escenario muy alterado. Tuna no apartaba
sus ojos de él. Recogió con torpeza el diploma y leyó su
cuento con una voz firme que, de vez en cuando, se
quebraba por el nerviosismo.
A la salida del liceo, Wilhelm quiso invitarlos a cenar a
los cuatro. René nunca lo había visto tan hablador. Por lo
emocionado que estaba, parecía que él hubiese ganado el
premio literario. Tuna, sentada frente a René, lo miraba
con disimulo. No quería que nadie la sorprendiera
observándolo. Las dos chicas apenas hablaban. Cuando se
despidieron de Wilhelm, René invitó a sus amigos a casa.
Tuvo que insistir para que aceptasen. Se encerraron en
el cuarto del chico. Rene trajo una botella de vino y la
descorchó. Tuna y Nuray fingieron que se escandalizaban.
Salih sacó un paquete de tabaco y repartió cigarrillos.
—Si mi padre viera esto, se moriría —dijo Tuna en un
ataque de remordimiento, y después se puso el vaso en los
labios y se los humedeció con el vino.
René encendió el primer cigarrillo de su vida y llenó sus
pulmones de aire hasta donde le permitió un inesperado
golpe de tos. Brindaron. Nuray fumaba mejor que su
hermano. Aunque en ese momento no podía saberlo, la
expresión emocionada de Tuna lo iba a acompañar por
mucho tiempo, y cada vez que cerrara los ojos vería su
rostro feliz y aquel brillo en su mirada que terminaría por
apagarse. Mientras vaciaba sus entrañas en el baño, al
amanecer, René seguía viendo aquella expresión de Tuna.
Se levantó con dolor de estómago y con la sensación de
tener un peso terrible sobre la cabeza. Su dormitorio
apestaba a tabaco. Abrió la ventana y tuvo que salir de allí
por el frío. Patricia estaba en la cocina, tomando un té y
mirando a través de los cristales. Vista así, de espaldas, le
pareció una desconocida. Hacía tiempo que su madre había
empezado a convertirse en una extraña. Se saludaron con
frialdad. René esperaba alguna pregunta, pero ninguno de
los dos dijo nada.
—¿Vas a salir? —preguntó mucho después Patricia sin
apartar la mirada de la ventana.
—Seguramente.
Le resultaba odioso tener que dar explicaciones a su
madre. Otras veces se sentía defraudado por que no se las
pidiera. Era una continua contradicción. La veía cada vez
más distante: ausente y metida en sus pensamientos. El
mundo de Patricia se había reducido a la pintura y a los
gatos. Cada vez había más gatos en aquella casa, y a veces
René pensaba que recibían más cariño de su madre que él
mismo.
Igual que otros sábados de los últimos meses, salió
dando un paseo hacia el mercado de los libros. Era el único
día en que tenía algo más de tiempo para hablar con
tranquilidad con Tuna. Se citaban en la librería de su
padre. Solía quedarse a cargo del negocio mientras él iba a
solucionar algún asunto. Desde que Tuna entró en la
universidad apenas podían verse. Por eso fue tan
importante para él que la chica aceptara su invitación al
Alman Lisesi para la entrega del premio. A René le costaba
trabajo entender las normas que regían la vida de la
muchacha. Comprendía que tuviera que echarle una mano
a su madre con Utku. El hermano de Tuna ya tenía más de
veinte años y seguía necesitando los cuidados de un niño.
Ella lo trataba con mucha paciencia, pero a veces se
desesperaba. La vida de Tuna se adaptaba a las
necesidades del hermano deficiente.
Aquella mañana de diciembre, algo le hizo detenerse
antes de entrar en la librería. Una llovizna suave caía sobre
la ciudad, y el viento ayudaba a que la mañana fuera fría.
Se quedó parado bajo la lluvia. Tuna hablaba con alguien
entre las montañas de libros. Como otras veces, esperó a
que se quedara sola para entrar. Pero cuando el cliente
salió se dio cuenta de que era Salih Alova. Se contuvo un
instante antes de llamarlo. Permaneció bajo la lluvia
dejando pasar el tiempo. Era la primera vez que veía a
Salih en la librería.
—Mi padre volverá pronto hoy —le dijo Tuna cuando lo
vio aparecer—. No quiero que te vea.
René lo tomó con resignación, como otras veces.
—No me verá, no te preocupes.
Ella había perdido el brillo del día anterior. Tenía cara
de cansancio y no estaba muy habladora. René esperó con
impaciencia a que Tuna le contara que Salih había estado
allí, pero la chica no lo mencionaba. Habló de la noche
anterior. Intentó mostrar normalidad. Luego la invitó a salir
por la tarde.
—Imposible —dijo Tuna—. Tengo que estudiar y
quedarme con mi hermano.
—He ido a casa de Salih esta mañana y no estaba —
mintió.
Ella no lo miró a la cara. Fingió que ordenaba algunos
libros sobre el mostrador. Sintió aquel silencio como un
puñal en el pecho. Siguió fingiendo, pero Tuna no mencionó
la visita de Salih. Cuando salió de la librería, el rostro le
ardía de rabia. Aún no sabía que aquel fuego que lo
arrebataba eran celos. Ese día presenció la primera
discusión seria entre su madre y Wilhelm.
Hacía tiempo que Patricia y Wilhelm se habían
distanciado. En realidad, ella se estaba aislando cada vez
más del mundo. Había dejado la educación de René en
manos de Wilhelm. Cuando el chico llegó a casa, los
encontró enzarzados en una absurda trifulca cuyo origen
desconocía. Su madre miró al chico como a un extraño y
salió sin dar explicaciones. Ante la expresión desvalida de
René, su padre trató de hablarle, pero no fue capaz de
decir nada coherente. No hacían falta explicaciones para
que el muchacho comprendiera que la relación entre sus
padres se estaba desmoronando. Wilhelm estuvo fuera del
país durante unos días, y a su vuelta de Munich ya nada
volvió a ser igual.
René había entrado en un remolino que lo arrastraba y
del que no podía salir. Cuando se convenció de que la
amargura que le provocaba Tuna eran celos, habló con
Salih Alova, y la normalidad con que su amigo le contó todo
lo hizo sentirse aún peor.
—No, yo no estoy enamorado de Tuna —le dijo Salih con
un cigarrillo en la mano al salir del Alman Lisesi—. Ni ella
está enamorada de mí, si es eso lo que quieres saber. Todas
esas cosas que me cuentas sólo están en tu cabeza. Pero tú
y yo pertenecemos a mundos distintos y es difícil que lo
entiendas.
—Yo puedo entenderlo si tú me lo intentas explicar.
Salih se detuvo y tiró el cigarrillo al suelo. Sacó las
llaves de un coche, lo abrió y le pidió a René que subiera.
—¿Vas a conducir el coche de tu padre? No tienes
licencia.
Su amigo lo miró tratando de ser paciente. La
ingenuidad de René lo dejaba sin argumentos.
—A eso me refiero. Yo no necesito licencia para conducir
este coche cuando quiera; pero tu sí. Eso es pertenecer a
mundos distintos.
René se quedó callado. Salih Alova no dejaba de
sorprenderlo. Mientras lo llevaba a casa, le contó lo que
pretendía saber sobre Tuna.
—Yo no podría enamorarme de Tuna —le dijo Salih
mientras conducía como un chófer experto—. No podría
estarlo, sabiendo lo que sientes por ella. Pero tú te irás de
aquí.
—Empiezas a hablar como ella.
—Es la verdad. Será más tarde o más temprano, pero te
irás. A mi padre le gustaría que Tuna fuera mi esposa. Y al
padre de Tuna también. Si tú no hubieras aparecido, yo la
querría mucho y ella me querría a mí. Pero apareciste. Yo
no voy a casarme con Tuna, ni tú tampoco. Así que trágate
esos celos y confía en tus amigos, porque es lo único que
tienes aparte de la familia.
Las palabras de Salih le resultaron reveladoras. Una vez
más, pensó que apenas conocía nada de Tuna. Lo que él
percibía de la chica era algo que ella se esforzaba en
mostrar, pero la mayor parte de su vida era totalmente
desconocida para él. Sin poder evitarlo, cada día estaba
más lejos de ella.
Apoyado en la ventana de la residencia de estudiantes
de Múnich, René Kuhnheim recuerda sus últimos meses en
Estambul mientras el humo de su cigarrillo dibuja
caprichosas volutas en el aire. Siente que acaba de abrir un
viejo libro que tenía abandonado en los estantes y ahora
recupera parte de una historia que había dejado
incompleta. Llaman a la puerta y alguien le avisa con voz
impersonal, desde el pasillo, de que tiene una llamada.
Apenas se cruza con otros estudiantes hasta llegar a la
recepción. Es Wilhelm quien lo llama.
—Voy a ir contigo a Estambul —le dice su padre.
—No hace falta. Yo puedo encargarme de todo —le
responde Rene sin demasiada convicción—. No quiero
causarte ninguna molestia.
—No es ninguna molestia. Además, creo que es mi
obligación. Ya tengo los billetes.
—Como quieras.
—Pasaré a recogerte en cuarenta y cinco minutos.
¿Estás preparado?
—Sí.
La conversación suena fría, distante. Hace tiempo que
René y Wilhelm se han distanciado por culpa de Berta.
Regresa a su habitación y saca algunas cosas de la maleta.
Está obsesionado con llevar lo menos posible. Cierra de
nuevo la puerta por dentro y enciende otro cigarrillo.
Algunas parejas pasean por el jardín de la residencia. Se
pregunta qué estará haciendo Berta. Enseguida le vuelve a
la cabeza la imagen de Tuna, pero Patricia irrumpe como
un torrente desde los resquicios de su memoria.

Cuando Wilhelm Nachtwey le confesó a René que se


trasladaba a Múnich definitivamente a finales de agosto, el
chico sintió que el mundo se partía por la mitad. Hacía
tiempo que la relación entre Patricia y Wilhelm estaba en
crisis. El había tratado de mantenerse en equilibrio entre
su madre y el único padre al que conocía. Pero Patricia no
le ponía las cosas fáciles. Su comportamiento solía sacar de
quicio al chico. Ella se parecía cada vez más a la abuela
Arlette en sus últimos tiempos. Vivía ajena del todo al
mundo que la rodeaba. De repente se dio cuenta de que su
madre no sólo era una persona frágil, sino también
desequilibrada, desinteresada por la vida y por los
problemas de su hijo. Quizás era demasiado tarde cuando
lo entendió, porque el abismo entre los dos resultaba ya
insalvable.
La noticia de que Wilhelm se marchaba a Munich
definitivamente le produjo una angustiosa sensación de
orfandad.
—¿Lo sabe mi madre?
—Lo sabe desde hace mucho tiempo y no ha hecho nada
por evitarlo.
La separación de Patricia provocó un mayor
acercamiento entre el padre y el hijo. Rene entendió que a
veces le había hecho pagar a Wilhelm el malestar y la falta
de entendimiento con su madre. Ahora quería recuperar
parte de aquel tiempo y ser justo con él. Pero Wilhelm no
quiso aprovecharse de aquella debilidad. Siguió
comportándose como siempre con el chico, aunque ya
apenas se veían en casa. René comenzó a visitarlo con más
frecuencia en el hotel, a presentarse en su oficina para salir
a las librerías o a los cafés que tanto le gustaban a
Wilhelm.
En la primavera, los estudios de René ya estaban
encauzados y había llegado el momento de tomar una
decisión sobre el futuro. Cuando su padre le preguntó qué
quería estudiar, René dijo sin dudarlo:
—Periodismo.
El hombre sonrió por la seguridad con que respondió el
muchacho. Sabía que la decisión estaba tomada tiempo
atrás, pero quería escucharlo de su boca. Cuando se lo
contó a su madre, ella lo miró desde la profundidad de su
pozo y suspiró. Aquella falta de interés en su hijo fue el
primer motivo de discusión seria entre los dos. René le
reprochó a su madre cosas que llevaba tiempo guardando
dentro, y ella lo trató como a un niño consentido que
siempre había tenido todo lo que quería. Los dos se
hicieron reproches duros, hasta que Patricia se quejó de su
migraña y se encerró en el dormitorio. Esa noche Rene
durmió en casa de Salih Alova. Dos meses después, le
confesó a su madre que había decidido irse a estudiar a
Munich con Wilhelm. Ella lo miró con frialdad y sólo dijo:
«Si eso es lo que quieres, adelante».
Fue el propio Rene quien le comunicó a su padre que
quería ir con él a Munich. Al principio Wilhelm consideró
que' su decisión era una rabieta de adolescente en crisis, y
por eso no se opuso. Pero con el paso de los días René
seguía obstinado en su idea. No trató de hacerlo desistir. Y
sin embargo sabía que si se marchaba con él a Munich el
distanciamiento con su madre sería definitivo. Cuando
René se lo contó a Tuna, la chica ni siquiera parpadeó. No
mostró sorpresa, no se sintió decepcionada, no le hizo
preguntas. Parecía que supiese ya lo que iba a suceder.
Cada vez se veían menos. El comportamiento de René la
desconcertaba. Pasaba de la euforia al abandono. La
esperaba algunos días al salir de la universidad y luego
estaba temporadas largas sin saber nada de él. Aceptó
resignada aquellos altibajos en el carácter del muchacho.
En las pocas ocasiones en que pudieron hablar con calma,
sin exaltarse, René le confesó que andaba perdido. No
reconocía a su madre, ni quería ser testigo de la
decadencia en que estaba cayendo. Hablaban poco de sus
sentimientos y, cuando lo hacían, Tuna levantaba siempre
una gran barrera que le impedía a René conocer los
rincones de su corazón. Los dos sabían que el verano iba a
suponer la separación, pero no hablaban del futuro. Los
meses transcurrieron, y las neblinas dieron paso a un cielo
azul y limpio que transformó la ciudad. El final de curso los
distanció aún más. René llegó a arrepentirse de la decisión
de ir a estudiar a Alemania. Esperaba que Tuna le pidiera
que se quedase, pero ella no podía imaginar lo que pasaba
por la cabeza del chico. En las últimas semanas se produjo
una gran incomunicación entre los dos. René no quiso
anunciar la fecha de su partida. Se la ocultó a Tuna y a
Salih. Esperaba desaparecer de la ciudad sin hacer ruido.
Se lo comunicó a sus amigos apenas dos días antes.
Cuando el avión despegó del aeropuerto de Estambul,
en agosto de 1976, Rene Kuhnheim no sabía que aquélla
era una despedida casi definitiva. Sin haberlo planeado, en
sus maletas llevaba las pocas cosas que le importaban en la
vida. Pensó en su madre, pensó en Tuna y sintió una
presión grande en el pecho. A sus diecisiete años había
tomado una decisión para la que no se consideraba
preparado. Miró a Wilhelm, sentado a su lado, e imaginó
cómo vería la vida cuando tuviera su edad. Tenía ganas de
llorar, pero no podía. El hombre debió de adivinar las
tribulaciones por las que estaba pasando el chico. Le
apretó la mano y trató de transmitirle serenidad.
—No te atormentes —le dijo Wilhelm—. No eres el
primero que va a pasar por este trance, ni serás el último.
Además, hagas lo que hagas, siempre tendrás la sensación
de haberte equivocado.
Rene lo miró y por primera vez le pareció que aquel
hombre era un total desconocido. Y realmente lo era.
Hasta llegar a Munich, Rene nunca se había preguntado
quién era realmente Wilhelm Nachtwey. La mayoría de los
padres contaba a sus hijos detalles del pasado, de la
familia; pero Wilhelm era diferente a los padres de sus
amigos. Ahora, en una ciudad que le resultaba desconocida,
tuvo una sensación extraña al montar en el taxi con él, al
escuchar las explicaciones que le daba sobre los edificios o
sobre las calles. René no prestaba atención a su padre, sino
que lo observaba con disimulo y trataba de ver más allá de
su mirada de miope.
El vehículo se detuvo en Cuvilliesstrasse, una calle
tranquila, de casas alineadas delante de pequeños jardines.
Le pareció que Wilhelm estaba nervioso. Era la primera vez
que recordaba verlo alterado.
—Hoy nos quedamos aquí —le dijo al chico—. Mañana
buscaremos un hotel. Quiero que conozcas a mi hermano y
a su mujer.
Era una casa de tres plantas. En el jardín, muy cuidado,
había una estatua de bronce. De la fachada colgaba un
cartel donde se podía leer «Galería de Arte». Les abrió una
mujer que aún no había cumplido los cuarenta años.
Llevaba el pelo recogido en un moño y parecía que
estuviera esperándolos. Apenas intercambió unas palabras
de cortesía con Wilhelm.
—Tú debes de ser René —dijo ella dándole la mano al
chico—. Yo soy Hannah. Karl está arriba. Os espera desde
hace un rato.
El primer piso era la galería. Las paredes estaban
cubiertas por cuadros de grandes dimensiones que
impresionaron a René. Karl Nachtwey estaba fotografiando
las obras con una máquina muy aparatosa. Dejó el trabajo y
se quedó mirando al chico.
—Mi hermano Karl —le dijo Wilhelm a su hijo.
Karl le dio la mano y le preguntó con mucha formalidad
cómo había ido el viaje. Subieron al piso superior y Hannah
preparó un té mientras los tres se sentaban en el mirador
que daba al jardín trasero. René permaneció callado todo el
tiempo. Escuchaba la conversación fría de los dos
hermanos y miraba de reojo a la esposa de Karl. Ahora su
padre le parecía un completo desconocido. Ignoraba si su
madre sabía más cosas que él sobre la familia de Wilhelm
en Alemania.
René esperó pacientemente durante todo el día para
quedarse a solas con su padre. Se instalaron en el último
piso, en dos dormitorios contiguos. Al parecer, al día
siguiente dejarían la casa. Entró en la habitación de su
padre y se sentó a los pies de la cama. En una de las
paredes había un cuadro de Patricia. René lo reconoció
enseguida. Wilhelm dejó el libro que tenía entre las manos.
—Sí, es de tu madre. ¿Por qué te extrañas? Ya te dije
que mi hermano tenía una galería y que los cuadros de tu
madre tenían éxito aquí.
—No, nunca me dijiste eso.
—Quizás eras demasiado pequeño para recordarlo —
trató de justificarse Wilhelm.
—Ni siquiera me has contado cosas de tu hermano.
—No hay mucho que contar. Nuestra relación no es
buena desde hace tiempo. No suelo hablar mucho de él.
—¿Y Hannah?
—¿Qué pasa con Hannah?
—¿Cómo es tu relación con ella?
—Hannah es la causa de que Karl y yo no nos
comportemos como hermanos.
Wilhelm Nachtwey había abierto la puerta del pasado,
pero aún no sabía cómo contarle a René todo lo que calló
durante tantos años. Al día siguiente se trasladaron a un
pequeño hotel del centro donde comenzaron a hacer planes
de futuro. Wilhelm tenía aún cinco días para incorporarse a
su nueva plaza en la compañía de seguros, y los aprovechó
para enseñarle la ciudad a su hijo y descubrirle algunos
secretos de la universidad. El iba a seguir viviendo en un
hotel, pero quería que René estuviera en la residencia de
estudiantes. El chico no puso ninguna objeción. Poco a poco
fue haciendo preguntas a su padre, aunque aún tardaría
meses en completar aquel enorme cuadro lleno de sombras
que era la vida de Wilhelm. Entonces tuvo la misma
sensación que había experimentado en el último año junto
a su madre: la de estar conviviendo con un desconocido.

Se llamaba Hannah Meysel y había nacido en 1940. A


los veinte años conoció en la Universidad de Múnich a un
profesor de Griego que iba a marcar su vida. Comenzó a
asistir a sus clases porque una amiga suya no paraba de
hablarle de aquel hombre seco y estirado que cuando
levantaba la cabeza y miraba a sus alumnos conseguía que
el silencio se percibiera en el aula. Físicamente no
destacaba en nada. Vestía de forma correcta, aunque era
muy descuidado. Llevaba los zapatos siempre limpios, pero
con frecuencia en su corbata se veía una mancha de aceite
o de café. No tenía una voz potente, ni declamaba en sus
clases, como la mayoría de los profesores de aquella época.
Hablaba sin levantar el tono, mirando uno a uno a sus
alumnos, parándose a observarlos, interrogándolos con los
ojos. Leía a Safo y a Píndaro como si fueran poetas vivos.
Traducía a Heródoto como a un novelista. A veces entraba
en largos silencios que los alumnos no se atrevían a
profanar. Era exigente, pero también generoso. Tenía
treinta y dos años, se llamaba Wilhelm Nachtwey y la
mayoría de jóvenes que asistían a sus clases no eran
alumnos suyos.
La primera vez que Hannah visitó al profesor Nachtwey
en el Departamento de Lenguas Clásicas, lo encontró
oculto tras una montaña de libros que apenas dejaban ver
sus ojillos de miope detrás de unas gafas diminutas de
cristales gruesos. Se presentó y le pidió permiso para
hacerle una consulta. No se atrevió a decirle que no estaba
matriculada en su asignatura. Cuando salió de allí, iba
cargada de libros que sostenía con dificultad. Esa noche no
pudo dormir recordando las palabras de aquel profesor que
parecía prematuramente viejo y que había leído en pocos
años lo que ella necesitaría varias vidas para leer.
La relación entre Wilhelm y Hannah no supuso un
escándalo en la universidad, pero estaba en boca de todos.
El profesor Nachtwey no hizo ningún esfuerzo por
esconderse ni disimular ante sus compañeros. La esperaba
a la salida de clase, la acompañaba por la Türkenstrasse, y
en los días primaverales se sentaban en una heladería
italiana a tomar el sol. Wilhelm reconoció que por primera
vez en su vida veía el mundo por otros ojos que no fueran
los libros. Hannah, por el contrario, quería verlo por los
ojos de Wilhelm, que eran los libros. Ella vivía en la
residencia de estudiantes y hasta allí daban a veces
grandes paseos. A final de curso, Wilhelm Nachtwey la
invitó a su casa. Vivía en Cuvilliesstrasse, en una casa de
tres plantas donde su padre tenía una galería de arte. El
padre era viudo y había tenido que criar él solo a los dos
hijos. Karl era siete años menor que Wilhelm. Hannah
sintió que había encontrado una familia. Se entendió bien
con Karl. El tenía una concepción de la vida más práctica
que Wilhelm, un sentido del humor irónico y trataba a su
hermano mayor como a un sabio extravagante.
Wilhelm y Hannah se casaron antes de que ella
terminara sus estudios de Filología. Fue Hannah quien tuvo
que pedirle matrimonio, porque Wilhelm vivía en otro
mundo. Alquilaron una casa cerca de la galería de arte: una
casa que llenó de libros y cuadros. Cuando el profesor
Nachtwey supo que iba a ser padre, comenzó a dedicarles
menos tiempo a los libros. Se preocupó por cosas que antes
pensaba que no existían. Se informó sobre cuestiones
relacionadas con la crianza de los niños. Empezó a
observar a las madres que paseaban a sus hijos en los
carritos. Se hizo preguntas sobre la vida y se entregó por
entero a aquel niño que se llamó Karl, como su hermano.
Rene conoció el pasado de Wilhelm por capítulos que su
padre le iba revelando como si estuviera arrancándose con
cada frase un trozo de piel. Y la parte más dolorosa fue la
historia del pequeño Karl. La escuchó sin apartar la mirada
de Wilhelm. El niño murió poco después de cumplir dos
años. Un día, mientras jugaba con su padre en el suelo del
primer piso, cayó por las escaleras y se golpeó la cabeza.
En el hospital le hicieron pruebas y lo tuvieron en
observación durante un tiempo. Parecía sólo un susto. Dos
semanas después, mientras Hannah lo vestía, el niño
comenzó a sufrir convulsiones y al llegar al hospital había
muerto. Wilhelm estaba en la universidad. Cuando le dieron
la noticia, se quedó paralizado, sin habla. La cara se le
agarrotó y comenzó a respirar profundamente, como si se
estuviera ahogando.
La muerte del pequeño Karl supuso el comienzo del
declive en la relación entre los dos. Wilhelm desatendió su
trabajo en la universidad. Se volvió un hombre hermético.
No entendió que el dolor de Hannah era tan profundo como
el suyo. No supo interpretar la entereza de su mujer.
Empezó a vagar por la ciudad como un indigente. A veces
llegaba a media noche, en mitad de una nevada, tiritando.
Dejó de comer, de vivir. Finalmente abandonó las clases en
la universidad. Hannah tuvo que pedir ayuda a su cuñado y
a su suegro. Pasaba la mayor parte del tiempo en casa de
ellos, porque su esposo desaparecía a veces durante días y
la soledad le resultaba angustiosa. Se convirtieron en dos
desconocidos. Un día Wilhelm se presentó en casa y le
anunció a Hannah que se marchaba. Había encontrado un
trabajo en una compañía de seguros y le habían ofrecido un
puesto en Estambul. Hannah lloró más que con la muerte
de su hijo. Se derrumbó igual que su marido, pero a
diferencia de Wilhelm no tenía adonde ir. En 1965 se quedó
sola en Munich, varada en una casa llena de libros que no
le pertenecían, de cuadros que no había elegido, de
recuerdos que la torturaban y le impedían vivir con
normalidad. Volvió a ver a Wilhelm tres años después para
firmar los documentos del divorcio. Luego se casó con Karl,
y el profesor Nachtwey se convirtió en una sombra que
entraba y salía en su vida, que vino al entierro de su padre,
que aparecía de tarde en tarde y mantenía una relación fría
y distante con su hermano a pesar del amor que en otro
tiempo sintieron el uno por el otro.
Cuando René consiguió reconstruir el pasado de
Wilhelm, sintió que había entrado en un mundo que no le
pertenecía. Aquello lo unió más a su padre, pero al mismo
tiempo le produjo una extraña sensación de vacío. Todo a
su alrededor ocurría tan deprisa que apenas asimilaba los
cambios y las novedades. Sin haberse adaptado aún a su
nueva vida, comenzaron las clases en la universidad y la
vida en la residencia de estudiantes. Empezaron a llamarlo
el Turco. No era algo que le molestara, pero le impedía
integrarse como uno más entre tanta gente nueva. Con sus
amigos estambulíes se sentía como un extranjero y ahora,
en Munich, tampoco encontraba su sitio. Se relacionó con
un chico que estudiaba, como él, en la Escuela de
Periodismo. Se llamaba Pascual Soler y, aunque había
nacido en Alemania, era hijo de españoles. Pascual se
adaptó enseguida a la universidad y al ritmo de la
residencia. René se agarraba a él como a un lazarillo.
Durante los primeros meses andaba perdido. A veces,
Pascual le recriminaba que mirara a los estudiantes con
una fijeza que podía ser ofensiva. Pero lo cierto era que a
René todo le llamaba la atención. Había clases en que las
chicas sacaban de su bolso las agujas y comenzaban a
hacer punto. En alguna ocasión una alumna entró en el
aula con un caniche que se pasó la hora jugueteando con
los folios y los bolígrafos de René. No era fácil para el chico
abstraerse de aquellas cosas que para él no eran más que
extravagancias.
También entre los compañeros de la Escuela de
Periodismo René era un elemento exótico. Heinrich Bauer
fue el primero que se lo dijo.
—Tú tienes gancho entre las chicas, Turco. No eres
alemán, no eres español, no eres turco. Y sin embargo
tienes un poco de todo.
—¿Y tú crees que las chicas son tan estúpidas como para
dejarse impresionar por esa tontería?
—No sé si son estúpidas, pero todo eso les va.
Heinrich Bauer era un estudiante que conocía bien a las
chicas, o al menos presumía de conocerlas. Siempre estaba
rodeado de estudiantes guapas y de gente divertida.
Coincidía con él en la mayoría de las clases. A veces se
sentaban juntos en la Biblioteca Central. Heinrich era
inteligente y envolvía a los amigos con su carácter peculiar
de líder.
Dos semanas después de comenzar el curso, René se dio
cuenta de que se había equivocado en su elección. Los
estudios de periodismo no eran lo que él suponía. Sintió
nostalgia de su casa, de las calles por las que había corrido
desde que era un niño. Echó de menos el mar, los puentes,
el humo de los vapores, los tejados llenos de antenas y las
gaviotas. Tuna se convirtió en el último pensamiento antes
de dormir y el primero cuando abría los ojos. No necesitaba
más tiempo para reconocer la estupidez que había
cometido. Pero su orgullo pudo más que la nostalgia, y no
le dijo nada a Wilhelm. Empezó a escribirle a Tuna: una
carta a la semana. Después le escribió a su madre: una
carta al mes. Aguardaba con impaciencia el correo. Las
cartas de la chica eran lo único que le daba fuerzas para
seguir adelante. Las cartas de Patricia, por el contrario,
llegaban tarde y resultaban poco alentadoras. Le contaba a
su hijo cosas de la vida cotidiana, del vecindario, de los
gatos. René decidió no ir a Estambul a pasar la Navidad.
Pensaba que eso sería un castigo para su madre, aunque
fue él quien se castigó. Tuna no pudo entender aquella
decisión a pesar de que conocía bien la relación peculiar
entre madre e hijo.
René se agarraba a Wilhelm como su único apoyo.
Nunca había sentido como entonces la necesidad de verlo y
compartir con él todo lo que estaba viviendo. Su padre lo
escuchaba con interés, le daba su opinión sobre las
cuestiones que René le planteaba y hacía todo lo posible
por que se adaptara bien a su nueva vida. Pero el chico
tenía la sensación de que todo lo que estaba haciendo
carecía de sentido. Los caminos de ambos iban por sitios
distintos. Fueron meses duros hasta que a comienzos de la
primavera las cosas comenzaron a cambiar.
Pascual Soler había empezado a salir con Alexandra, una
chica alemana que estudiaba Bellas Artes. Con frecuencia
salían los tres juntos, o iban a la Filmoteca. Cuando
Alexandra supo que la madre de Rene era pintora, se
despertó su curiosidad por conocer cosas de Patricia. La
cafetería de la Filmoteca era el cuartel general de los tres
jóvenes. Aunque Rene procuraba mantener la distancia con
la pareja, lo cierto fue que terminaron siendo inseparables.
De vez en cuando se unían a ellos algunos amigos de
Alexandra y también Heinrich, que parecía conocer a gente
de todas las facultades.
Rene le contaba a Tuna detalles de las personas a las
que iba conociendo. Las cartas de la chica eran puntuales,
pero poco a poco se volvieron menos expresivas, más
formales. Y desde que conoció a Berta comenzó a espaciar
la correspondencia, a escribir con desgana, a contarle sólo
una parte de su nueva vida.
Conoció a Berta casi a final de curso. Ella estudiaba
Bellas Artes y era compañera de Alexandra. Vivía con su
madre en una casa de tres plantas con un jardín que la
rodeaba. La casa de Berta siempre estaba abierta para todo
el mundo. Rene fue allí por primera vez con Pascual,
Alexandra y algunos amigos que habían sido invitados al
cumpleaños de la chica. Llegaron con una hora de retraso.
Había gente por todas partes. El jardín estaba tomado por
jóvenes que hacían pequeños corros y se pasaban las
botellas de mano en mano. A Rene todo le resultaba
extravagante. No había puertas, y las paredes estaban
llenas de fotografías enormes de lugares exóticos. La
madre de Berta era fotógrafa y su padre periodista. Se
habían divorciado cuando su hija tenía seis años, pero entre
los tres seguía habiendo una relación cercana. La madre
había colocado un proyector de diapositivas en un salón
muy grande y enseñaba sus fotografías sobre una pared
lisa. Cuando las vio, René se sintió impresionado con
aquellas imágenes. Las fotografías, en blanco y negro,
reproducían los puentes de Estambul, las cúpulas de las
mezquitas, los tejados, el Bosforo. Reconoció las imágenes
de su vida en aquella pared fría. Se sentó en el suelo junto
a un grupo de jóvenes que fumaban y miraban atentamente
las proyecciones. De fondo sonaba música turca que René
conocía bien. De vez en cuando la fotógrafa hacía algún
comentario sobre lo que aparecía en la imagen. René sintió
un ligero cosquilleo en el estómago. Cuando vio una
imagen del barrio de Balat cerró los ojos y pensó en Tuna.
Era una sensación amarga, una mezcla de melancolía y
felicidad. El recuerdo de Patricia cruzó también por su
pensamiento. Se levantó y subió al segundo piso buscando
a sus compañeros. Allí, Pascual y los otros contemplaban
cuadros de Berta, la anfitriona. Se sentía incómodo. En una
de las habitaciones, los chicos bailaban sin música. Todo le
parecía estrafalario en aquella casa. Decidió bajar al jardín.
Algunas de las caras con las que se cruzó le sonaban de la
Biblioteca Central. Se sentó solo debajo de un árbol y
esperó a que sus amigos bajaran.
Las imágenes de Estambul seguían dando vueltas en su
cabeza. A través de la ventana del primer piso veía a la
dueña de la casa de espaldas. Hacía fresco y el suelo estaba
húmedo. Quería irse de aquel lugar cuanto antes, pero sus
amigos no parecían tener prisa. Se alejó hacia el fondo del
jardín y se sentó delante de una caseta de madera que
parecía un pequeño almacén. Enseguida oyó voces en el
interior. No se movió. Por un momento le pareció que era la
voz de Pascual, aunque acababa de dejarlo viendo los
cuadros de la anfitriona. Empujó despacio la puerta de la
caseta y vio a una chica desnuda moviéndose
acompasadamente bajo el peso de un joven que le agarraba
las caderas y trataba de acelerar sus movimientos. Ella
tenía los ojos cerrados y la boca entreabierta. Le llamó la
atención la piel tan blanca de sus pechos y el color casi
rosado de los pezones. René se quedó inmóvil, conteniendo
la respiración. No podía ver la cara del chico, pero ella
abrió los ojos y descubrió a Rene clavado junto a la puerta,
ruborizado, incapaz de reaccionar ante lo que estaba
contemplando. Ella comenzó a gemir y a moverse con más
fuerza. El chico que tenía encima estaba cerca del
orgasmo. Ella abría y cerraba los ojos sin apartar la mirada
de Rene. El sabía que tenía que irse de allí, pero su cuerpo
no respondía. La joven estaba sonriendo; parecía disfrutar
al saberse observada. Empezó a gemir con más fuerza y a
contonearse. Después el chico dejó escapar un grito animal
y descargó su peso sobre ella. De repente se dio la vuelta y
René vio el pubis ralo de la chica. Era la primera vez que
veía a una mujer desnuda.
—Turco, ¿qué haces ahí mirando? —dijo Heinrich Bauer
con una voz ronca y entrecortada que contrastaba con la
sonrisa amable de ella.
René balbució alguna palabra ininteligible. Dio un paso
atrás y se alejó corriendo de aquel rincón del jardín. Subió
dando zancadas al segundo piso y se unió al grupo de
compañeros. Nadie se dio cuenta de que estaba muy
alterado. No se atrevió a decir que quería irse. Tenía la
sensación extraña e irreal de que todo el mundo lo miraba.
Trató de pasar desapercibido. Cuando se disponían a salir,
Alexandra lo llamó para presentarle a la anfitriona. Berta
iba cogida de la mano de Heinrich. Era la chica que había
visto un rato antes en la caseta del jardín. Después de
besarla, René evitó mirarla a los ojos. Ella no mencionó el
encuentro en el jardín, pero Heinrich no desdibujó en
ningún momento la sonrisa irónica de su rostro.
—Así que eres turco —dijo Berta dirigiéndose a René.
—No, no soy turco.
—Pues Heinrich dice…
—He vivido en Estambul desde los tres años.
A ninguno de sus amigos le pasó desapercibida la
fascinación que aquella frase provocó en Berta.
—Pues turco. Lo que yo te dije —insistió Heinrich.
—Mi madre y yo estuvimos en Estambul hace dos meses
—continuó ella ignorando el comentario de Heinrich.
—He visto las fotografías —dijo Rene.
—¿Y qué te parecen?
—Es como estar allí otra vez.
Berta le regaló una sonrisa. Se soltó de la mano de
Heinrich y les hizo una señal a los demás para que la
acompañaran.
—Nos vamos ya —dijo Alexandra—. Se ha hecho tarde.
La anfitriona hizo un gesto de desagrado. Cogió a Rene
por el brazo y caminó a su lado.
—Quiero que vengas un día a conocer a mi madre —dijo
Berta—. Te gustará.
Antes de despedirse, Rene sacó fuerzas de donde pudo
para decir casi en un susurro y con la voz temblorosa:
—Disculpa por lo de antes. Sé que no está bien lo que
hice.
—¿Qué hiciste?
—Quedarme ahí clavado, mirándote a ti y a tu novio.
—¿Mi novio? Heinrich no es mi novio. Eso es lo que a él
le gustaría, pero esa palabra está desterrada de mi
vocabulario. Es un chico primitivo. Seguro que sabes a qué
me refiero.
Berta irrumpió con fuerza en la vida de René a finales de
aquella primavera. Por algún motivo que ninguno de los
amigos de René podía entender, la chica sentía una especie
de fascinación por aquel estudiante que no parecía
encontrarse bien en ningún lugar. Algunos días después fue
a buscarlo a la Biblioteca Central y lo invitó a tomar un café
fuera.
—Me ha contado Alexandra que tu madre es pintora.
—Sí.
—¿Vive en Estambul?
—Sí.
Poco a poco, Rene se fue acostumbrando a no responder
con monosílabos. La personalidad de Berta lo intimidaba
pero al mismo tiempo lo atraía como una energía poderosa.
Comenzaron a quedar de vez en cuando. Ella lo llamaba a
la residencia o lo esperaba a la salida de clase. Después fue
Rene quien iba a buscarla a la Escuela de Bellas Artes. El
comportamiento de Heinrich Bauer con él cambió. Ahora el
chico no se comportaba con la misma familiaridad. Parecía
estar al tanto de sus encuentros con Berta. Cuando se veían
en clase, se trataban con frialdad; guardaban las
distancias.
A comienzos del verano, Berta y René fueron al Jardín
Inglés a tumbarse bajo el sol. Hombres y mujeres, tendidos
sobre la hierba, exhibían con naturalidad sus cuerpos
totalmente desnudos, sin que nadie estuviera pendiente del
otro. René trató de comportarse como uno más de ellos.
Vio, impasible, cómo Berta se quitaba la ropa y luego, a una
indicación de ella, empezó a desnudarse también. Los
pechos de la chica le impedían mirar a otra parte. Se
acostaron ligeramente vueltos el uno hacia el otro y se
miraron sin decir nada.
—¿Estás incómodo? —preguntó ella.
—No —mintió.
—Quiero que me cuentes cómo era tu vida en Estambul.
—Creo que ya te lo he contado todo. No queda nada que
no sepas.
—No te creo.
El sonrió. Estaba empezando a sentirse un bicho raro
delante de Berta. La chica sentía una gran atracción por
todo lo diferente. La descripción del barrio donde vivía, o la
relación entre Wilhelm y Patricia, le resultaban muy
peculiares. Ella, que era una chica provocadora, se veía
ahora deslumbrada por aquel estudiante callado que tenía
detrás una vida más interesante que la suya. A Rene le
sorprendía poco lo que Berta le contaba, seguramente
porque no terminaba de entenderla; y, por el contrario, los
detalles más irrelevantes de la vida del chico causaban
asombro a la muchacha.
—Háblame de ella —dijo de repente Berta.
—¿De ella? ¿Quién es ella?
—De la chica que se quedó esperándote en Estambul.
A nadie en Munich le había hablado de Tuna; ni siquiera
a Pascual. Enseguida entendió que era un disparo a ciegas
de Berta.
—¿Qué quieres saber?
—¿Cómo se llama?
—Tuna.
—¿Es turca?
—Sí.
—¿Cuánto tiempo hace que no la ves?
—Once meses.
—¿Once meses? ¿Por qué tanto tiempo?
—Es una historia muy larga.
—Irás a verla en vacaciones, supongo.
—Supongo.
Se acostaron por primera vez aquella noche. Los miedos
de René desaparecieron pronto, pero ella se dio cuenta de
la falta de experiencia del chico. No quiso hacer preguntas
que pudieran resultar impertinentes, de manera que se
limitó a dejarse llevar por los modos torpes de René.
Cuando terminaron, le preguntó:
—¿Nunca te has acostado con esa chica?
Él tardó en responder.
—Ni con ninguna otra.
René cautivó a Berta sin pretenderlo. Tardó mucho en
hablarle sobre Wilhelm. Lo mencionó por primera vez
cuando le contó que no pensaba pasar las vacaciones con
su madre en Estambul. Las cartas entre René y Patricia se
habían ido espaciando cada vez más. Pronto se convirtieron
en un puro formulismo donde ninguno de los dos expresaba
sus sentimientos. También Tuna se limitaba a contar cómo
le había ido su segundo curso en la universidad. Ya ni
siquiera hablaba de su hermano o de lo atada que se sentía
a su familia. Fue una decisión que le costó muchas noches
de insomnio; pero, cuando le comunicó a Wilhelm que no
iba a volver en el verano, pensó que no había vuelta atrás.
Creía que si sus pensamientos se materializaban en
palabras pasaban a ser algo serio y consistente.
A comienzos de julio le dijo a su padre que iba a pasar
una temporada en los Alpes con Berta, en una pequeña
casita de montaña que tenía el padre de la chica. Wilhelm
no dijo nada, pero Rene adivinó por primera vez en su
expresión que algo lo incomodaba. Probablemente fuera
que ni siquiera le había presentado a la chica.
Fueron tres semanas en las que el mundo parecía girar
en torno a los dos jóvenes. El padre de Berta era un
adolescente de casi cincuenta años. Era periodista y se
pasaba el día enganchado al teléfono. Su casa estaba
siempre llena de gente. A veces se ausentaba un par de
días y regresaba con una pareja de amigos que se instalaba
en la casa durante algún tiempo. Berta pintaba durante las
primeras horas de la mañana y, luego, bajaban juntos al bar
del pueblo y pasaban horas sentados al sol, a veces sin
hablar. Por las noches, René escribía pequeños relatos que
le daba a leer a Berta al día siguiente. Aquello la hacía
sentirse importante. Nunca le daba su opinión a René sobre
lo que escribía. Le fascinaba descubrir que aquel chico
tímido y poco hablador era una caja de sorpresas.
Al volver a la residencia de estudiantes, René comprobó
desolado que no tenía carta de Tuna. Casi un mes sin
noticias suyas. Sabía que su decisión de no volver a
Estambul durante las vacaciones no le había gustado, pero
no imaginó que dejaría de escribirle. Finalmente se
convenció de que aquello era lo mejor que le podía pasar.
Tuna, poco a poco, se estaba diluyendo en su cabeza. Se
convirtió apenas en un rescoldo del pasado, la imagen de
una sonrisa que le hacía temblar y el recuerdo de una tarde
de finales de verano en una isla bajo un cielo negro por el
que de vez en cuando se intentaban colar algunos rayos de
sol.
Cuando comenzaron las clases del segundo curso, ya
quedaba muy poco del Rene que llegó a Munich un año
antes. La relación con sus amigos y con los compañeros de
la residencia era como la de cualquier otro chico. A veces
recordaba cómo habían sido sus comienzos en la
universidad y se sentía avergonzado. No quería pensar en
aquella época. Después de que Berta insistiera en que
quería conocer a Wilhelm, el chico accedió a llevarla al
hotel de su padre. Comieron juntos y estuvieron hablando
durante dos horas. En realidad fue Berta la que habló la
mayor parte del tiempo. Wilhelm los observaba
disimuladamente, y de la expresión de su rostro no podía
deducirse nada de lo que pasaba por su cabeza. Charlaron
de arte y de libros. Las teorías extravagantes de Berta
parecían una provocación que Wilhelm se molestó en
rebatir sin entusiasmo, frente a la efusividad de la chica.
Cuando se despidieron de Wilhelm, Berta le dijo a René:
—Un tipo interesante tu padre. La pena es que viva
fuera de la realidad.
A veces el chico sentía que la admiración de la
muchacha por sus cosas podía pasar en un momento a
convertirse en desprecio. Sin embargo, callaba convencido
de que la distancia que los separaba era insalvable. Cuando
veía a Berta hablando con Heinrich Bauer, tenía que
controlarse para que nadie notara su rabia. Coincidían con
frecuencia en el mismo grupo, y se sentía en esas ocasiones
como aquel recién llegado a Munich que no era capaz de
romper las amarras que lo sujetaban a su pasado. Sin darse
cuenta, Berta se había convertido en un elemento
imprescindible en su vida. Cuando la veía desnuda sobre él,
cabalgando con su sonrisa de niña, la sentía desprotegida,
débil, incapaz de entender que la vida era algo muy distinto
a lo que se había forjado en su cabeza. Le seguía dando a
leer las cosas que escribía, y por sus comentarios intuía
que aquella coraza fuerte que la envolvía no era más que
una máscara para protegerse de su debilidad.
El día en que Rene se enteró de que Emin Kemal iba a
recitar sus poemas y a charlar con los estudiantes en la
universidad, corrió entusiasmado a contárselo a Berta.
Sabía el interés que ella mostraba por todo lo que tenía que
ver con Estambul. Le explicó quién era aquel hombre y la
invitó a acompañarlo. El nombre del escritor le trajo a la
memoria el día en que entró junto a Wilhelm en una librería
pequeña a la que solían ir y se encontró con Tuna entre las
montañas de libros y el olor a sándalo. Aquel libro de Kemal
que ella le regaló fue una de las pocas cosas de su pasado
que lo acompañaron a Múnich en su viaje sin retorno. Tuvo
la precaución de no mencionarle nunca aquel recuerdo a
Berta. Temía que ella pudiera frivolizar con su pasado.
Emin Kemal no había cumplido aún los cincuenta años,
pero tenía el aspecto de un anciano. Cada una de sus
arrugas insinuaba un pasado lleno de sombras. Entró
cogido del brazo de una mujer joven, cojeando ligeramente,
y subió a la tarima con gran esfuerzo. El aula estaba llena
de estudiantes y profesores. Su presentador explicó que la
salud del escritor no era buena y por eso debían agradecer
especialmente su presencia. Cuando Kemal comenzó a
hablar, se produjo un silencio solemne. Su alemán era muy
precario, pero se entendía bien. El hablar era pausado, y
gesticulaba poco. Expresaba más cosas con los ojos que con
la voz. René no podía apartar la mirada de él, mientras
Berta estaba concentrada en la expresión mística del chico.
Cada vez que el escritor leía un verso o se escuchaba la voz
del traductor, René se sobrecogía. Después intervinieron
los estudiantes y los profesores. Emin Kemal respondía a
todas las preguntas con la misma trascendencia. Pensaba
mucho las cosas antes de empezar a hablar. Rene quería
preguntar, pero sabía que si lo intentaba no le saldría la
voz. Por eso desistió. Al terminar, la timidez y la
naturalidad del escritor habían conquistado al auditorio.
Berta tenía la sensación de haber asistido a algo
importante que no conseguía entender.
—Tendrás que volver algún día a Estambul —dijo ella
inesperadamente al salir del aula—. ¿Cuánto tiempo hace
que no ves a tu madre?
—Dos años.
—¿Me dejarás acompañarte la próxima vez?
—¿Te gustaría?
—Sí.
René quiso decirle que no iba a volver a casa, que el
pasado no existía, que mirar atrás era de estúpidos. Quiso
cerrar el hueco de su memoria, por donde se colaba Tuna
en ese momento, pero no lo consiguió.
—No voy a volver —dijo René—. Aquello se acabó. Mi
sitio no está allí.
—Tampoco aquí, me parece.
—Seguramente no.
—Entonces, ¿dónde está tu sitio?
—No lo sé. Si lo supiera no necesitaría escribir, ni
vendría a escuchar a un poeta turco, ni me levantaría todas
las mañanas preguntándome qué demonios hago yo aquí.
La primera vez que René le preguntó a su padre qué
opinaba de Berta, Wilhelm lo miró por encima de sus gafas
pequeñas y lo pensó mucho antes de responder.
—Me recuerda a muchas jóvenes de su edad que conocí
cuando era profesor.
—¿Y eso qué significa?
—Significa que para conocer a Berta todavía han de
pasar muchos años. Me parece que aún no se ha definido.
—¿No te cae simpática?
—No es a mí a quien tiene que caerle simpática, sino a
ti.
—Pero me gustaría conocer tu opinión.
—Pues si me lo preguntas, te contestaré que es una
mujer que te hará sufrir.
—¿Por qué?
—Porque te robará la energía —dijo como si fuera una
expresión que tuviera preparada—. Hay personas que
aportan cosas y otras que se apropian de las de los demás.
No quiero decir que sean conscientes de que lo hacen, pero
sucede.
René sintió un pinchazo en el estómago. Había
empezado a preguntar y ahora no estaba seguro de querer
seguir escuchando.
—¿Lo crees de verdad?
—Sí, René. Tú eres como yo. Y como tu madre —añadió.
—Por eso habéis acabado así —contestó con
resentimiento contenido.
Wilhelm se quedó en silencio. De nuevo volvió a su
comportamiento distante, a ser el hombre de siempre. Pero
la brecha ya estaba abierta, y a partir de ese momento irían
creciendo dudas en el interior de René. Seguramente hasta
aquel día de 1980, a comienzos de verano, cuando ya la
residencia estaba casi vacía y alguien le dio un aviso de que
tenía una llamada de teléfono. Reconoció en el auricular la
voz de Wilhelm, solemne y contenida.
—Tu madre ha muerto —dijo escuetamente e hizo una
pausa para que René asimilara lo que acababa de
anunciarle—. Tienes que ir a Estambul —el chico no decía
nada—. Puedo acompañarte, si quieres. Pero tienes que
hacerte cargo personalmente de los trámites. Ya sabes que
a efectos legales tu madre y yo no somos nada.
Aquella frase sonó como una deflagración al otro lado de
la línea telefónica. René no tenía tiempo para pensar, ni
para entender la dimensión de la noticia.
—Yo puedo hacerlo solo —dijo finalmente—. No es
necesario que vengas.
—Entonces te reservaré un billete de avión para
mañana.
Se produjo un silencio tenso, largo, angustioso.
—¿Cómo ha sido? —preguntó entonces Rene.
—No lo sé con certeza. Me han llamado de la Embajada
hace un rato.
—¿Estaba enferma?
—No, no es eso. La encontraron en casa.
Cuando René colgó el teléfono, tuvo la sensación de que
su interior estaba hueco. Veía los rostros de la gente que
entraba en la residencia, y sus caras se desdibujaban antes
de grabarse en su mente. Pensó en su madre con dolor y
resentimiento. Al final la cuerda se había roto para
siempre. Miró a su alrededor y pensó que no pertenecía
tampoco a aquel lugar. Salió al jardín y se sentó en los
escalones, a la sombra de una columna. Levantó la mirada
hacia las nubes y tuvo la falsa impresión de que el sol se
teñía de negro, un sol cubierto por un velo de melancolía.
9.
Tenía poco más de veinte años, era bonita y su mirada
nunca estaba fija en un lugar. Solía escuchar y rara vez
intervenía en una conversación entre varias personas si no
se dirigían directamente a ella. No pasaba desapercibida.
Comenzó a ser asidua de La Luna Roja a mediados de 1970.
Allí se mezclaba con artistas, políticos, prostitutas,
noctámbulos, jugadores y hombres de negocios. Siempre
estaba rodeada de gente mayor que ella. Se sabía poco de
su vida. Unos decían que su padre había sido secretario de
un ministro de Atatürk; otros afirmaban que era hija
bastarda de un escritor francés. Contaban que había
estudiado en París y Berlín. También había escépticos que
la consideraban una prostituta refinada, el capricho de un
hombre influyente y aburrido de la vida conyugal.
Se dejaba ver por La Luna Roja dos o tres veces por
semana, casi siempre después de medianoche. Aunque era
difícil no fijarse en ella, Emin Kemal no reparó en la chica
hasta una madrugada de 1970 en que la vio frente a él,
sonriendo, y ella le dijo que sentía mucha curiosidad por
saber lo que estaba haciendo. Y él le dijo «escribo,
señorita», y ella insistió «¿por qué?», y él, sorprendido por
la pregunta, le respondió «porque es la única manera que
conozco de escapar de la locura», y desde entonces ella se
quedó atrapada en aquella mirada lejana, imprecisa, la
mirada de un hombre que observaba desde muy dentro y
no conseguía entender lo que ocurría fuera.
No era frecuente ver a una mujer en La Luna Roja. La
mayoría eran prostitutas que habían convertido el café en
su cuartel. Los camareros de La Luna Roja la conocían y la
trataban con cordialidad. Siempre llegaba acompañada de
un hombre que le triplicaba la edad. Era difícil precisar si
era su padre o su amante, aunque para los asiduos al café
no había duda. Nunca se tocaban; no hacían
demostraciones de afecto, y la mayor parte de las veces
iban acompañados de mucha gente, casi siempre hombres.
Nadie en La Luna Roja lo llamaba por su nombre, a pesar
de ser una persona conocida. Lo llamaban «señor», y cada
vez que levantaba la cabeza tenía a su lado a un camarero
para servirle. Era un hombre enjuto que parecía
acostumbrado a mandar y a que lo obedecieran. La trataba
con corrección y mucha formalidad. Bebía en silencio y,
cuando hablaba, se hacía el silencio a su alrededor. Algunas
noches bebía en exceso y tenían que sacarlo entre varios a
la calle. Lo llevaban hasta su coche y le daban
instrucciones a su chófer para que lo dejara en casa.
Cuando ocurría esto, ella se desentendía y dejaba que
fueran sus amigos quienes se hicieran cargo de él.
Aquella madrugada de 1970 se había quedado en La
Luna Roja acompañada de algunos conocidos de su amante.
Ocurría con cierta frecuencia. Era su pequeña venganza:
prolongar la noche como si no hubiera ocurrido nada.
Hacía meses que veía a Emin Kemal sentado en la parte
más apartada del café, casi en penumbra, bebiendo a
sorbos pequeños y escribiendo en cuartillas que luego
metía en un cuaderno. Algunas noches estaba acompañado
de un hombre de aspecto rudo, aunque bien vestido, que
contrastaba con el escritor. Emin Kemal parecía el único
hombre del café que no había reparado en ella. No le costó
trabajo averiguar quién era él. Le sorprendió el respeto con
que hablaban del escritor los camareros de La Luna Roja, a
pesar de su aspecto de indigente. Aquello le despertó más
la curiosidad. Era de ese tipo de personas en las que ella
nunca habría reparado.
Esa noche decidió esperar a que Emin Kemal se quedara
solo. Lo estuvo observando durante largo tiempo. La silueta
de aquel hombre apartado del bullicio del café la atraía
inexplicablemente. Se acercó y se quedó clavada enfrente
de él. Cuando Emin Kemal levantó la cabeza, le dijo:
—Quiero que disculpe mi intromisión, pero llevo
observándolo desde hace tiempo y tengo una enorme
curiosidad por saber lo que hace.
El escritor la miró y cerró un poco los ojos, como si la
luz que ella traía le molestara.
—Escribo, señorita.
—¿Por qué? —insistió con aquella pregunta
desconcertante.
—Porque es la única manera que conozco de escapar de
la locura.
Lo miró muy seria, sin hacer ningún gesto, y en su
mirada había muchas más preguntas que el escritor creyó
adivinar.
—Me llamo Emin —dijo tendiéndole la mano.
—Lo sé. Yo me llamo Derya.
—¿Está usted sola?
Ella sonrió por primera vez.
—Sí, ésa es una definición correcta de mi estado en este
momento.
—¿Quiere sentarse?
Y ella aceptó sin saber que aquel gesto espontáneo iba a
marcar la vida de los dos para siempre.
Emin Kemal acababa de cumplir treinta y cinco años. Su
aspecto era descuidado, pero el brillo de sus ojos eclipsaba
todo lo demás. A Derya le llamó la atención su escaso
interés por las cuestiones cotidianas. A partir de ese día
leyó los libros de Kemal y trató de entender el mundo de
aquel hombre extraño. Empezaron a verse lejos de La Luna
Roja. Al principio era ella la que decidía el momento y el
lugar; después fue Emin quien tomó la iniciativa. Pasaban
semanas sin verse y entonces ella aparecía en el café con
su amante y lo citaba para el día siguiente.
—¿Quieres a ese hombre? —le preguntó en una ocasión,
cuando Derya le reveló algunos detalles de su vida.
—¿Quererlo? Yo no estoy segura de lo que es eso. No
puedo saber si lo quiero. ¿Es importante?
—Es importante, si tú pretendes que lo sea.
—No, no pretendo que sea importante.
En menos de seis meses, Derya se convirtió en
imprescindible para Emin Kemal. Desde la muerte de su
madre, el escritor había caído en un estado de melancolía
que lo apartaba de sus amigos y del mundo. Su éxito
literario no contribuía a sacarlo de la oscuridad en que
estaba sumido. Escribía en la prensa, sus obras habían sido
traducidas al alemán y al francés, estaba bien considerado
en los ambientes universitarios y tenía un grupo de lectores
fieles que lo habían convertido en el símbolo de la nueva
generación literaria de su país. Viéndolo caminar con paso
inseguro, con las manos en los bolsillos y la mirada huidiza,
nadie podía relacionarlo con el escritor que empezaba a ser
conocido en el extranjero y que despertaba la curiosidad de
muchos críticos por su obra original y compleja.
Derya entendió la dimensión del escritor cuando conoció
a Ismet Asa. El era la parte lúcida que le faltaba a Emin. El
judío le contó entusiasmado los proyectos de su amigo.
Enseguida simpatizó con aquella jovencita de la que apenas
sabía nada y que poco a poco se fue convirtiendo en la
sombra de Emin. Por el contrario, la relación de Derya con
Basak nunca fue buena. Su vida había cambiado desde la
enfermedad de su mujer. Apenas salía, y todos sus empeños
estaban en cuidar de sus tres hijas y acompañar a su
esposa. No se separaba de ella. Cuando enviudó, Emin se
sintió tan afectado como él. Durante mucho tiempo, Basak
Djaen no encontró en ningún lugar consuelo a su pena. Y,
cuando consiguió sobreponerse a la pérdida de su esposa,
descubrió que Emin ya no era el mismo hombre débil y
melancólico de siempre. Aquella mujer que entró en su vida
por casualidad lo había transformado.
Derya vivía en un pequeño apartamento de Beyoglu. La
primera vez que Emin Kemal lo visitó, se sorprendió de lo
orgullosa que Derya se sentía de aquel lugar y de todo lo
que en él encerraba.
—Esto lo paga él, ¿verdad? —le dijo de forma natural.
—Claro. Yo sólo soy una mujer —le respondió con cierto
resentimiento.
El escritor pensó en su madre, en lo que le habría
gustado vivir en un sitio como aquél.
—¿Y viene con frecuencia?
—Muy rara vez. Su familia le quita el poco tiempo que
podría pasar conmigo.
Emin la miró con lucidez, como pocas veces conseguía
mirar.
—¿Te gusta el lujo?
—Soy una mujer austera —respondió Derya—. Puedo
vivir sin nada, pero me gusta el lujo. ¿A ti no?
—No lo sé. Me gusta la belleza.
—El lujo nos acerca a la belleza.
Las historias que Derya contaba sobre su pasado
resultaban con frecuencia contradictorias. A veces daba a
entender que había nacido en una familia rica; en otras
ocasiones insinuaba que padeció necesidades en algunas
etapas de su vida. Nunca daba detalles, y todo se movía en
una ambigüedad que a Emin no le molestaba. Contaba que
pasó parte de su vida en internados en el extranjero, pero
luego se contradecía con historias que se colaban en el
oscuro relato de su pasado. Daba pocos detalles sobre el
hombre que la mantenía. Estaba segura de que Emin no iba
a entender aquella extraña relación. Supo ganarse el
corazón de Ismet, y lo intentó sin éxito con Basak, hundido
en su dolorosa viudedad.
La primera vez que Emin vio a Derya desnuda pensó que
era algo irreal. Estiró la mano para tocarla y al rozar su
pecho sintió una sacudida en los dedos que le corrió el
brazo hasta el codo. Ella se asustó y trató de sonreírle. Le
cogió las manos y las colocó sobre su piel con delicadeza.
Emin sonreía y a veces parecía que iba a romper a llorar.
—¿Te gusta?
—Sí.
Ella trató de mostrarse inexperta y dejó a Emin que
llevara la iniciativa. El recorrió su cuerpo con la mirada
como si lo hiciera sobre un libro. Cuando se besaron creyó
que aquello era algo puro, inmaterial, que sólo estaba
sucediendo en su mente. Se dejó atrapar en la maraña de
sensaciones, en el impulso animal que le nacía de muy
dentro. Con los ojos entreabiertos exploró el cuerpo de la
chica y se recreó en aquellos lugares que le parecieron un
oasis para saciar su sed. Lo retuvo al sentir que se vaciaba
y que sus ojos dejaban de verla. El peso del hombre cayó
sobre ella mientras Derya le acariciaba el vello erizado. Fue
el silencio más dulce que Emin había conocido.
Después, Derya entró en la vida del poeta como un
torrente. En ocasiones se comportaba como una chiquilla
traviesa y luego tomaba las riendas de la vida de Emin y le
hacía poner los pies sobre la tierra. Visitó la casa del
escritor y se asustó al ver el desorden y el caos en que
vivía. Desde la muerte de su madre, la vivienda parecía un
almacén de papeles, periódicos, libros, revistas.
—¿Cómo puedes vivir así? —le dijo Derya la primera vez
que se acostaron en casa de él.
—No necesito más para vivir.
—Me refiero al desorden y la suciedad.
Emin la miró sin terminar de entender lo que le decía.
—Desde que murió mi madre, nadie se ha encargado de
la casa. Yo no sabría por dónde empezar.
Fue ella quien puso un poco de orden en la vida de
Emin. Escribía en papeles sueltos, en cuadernos que no
terminaba, en cualquier parte que tuviera un espacio en
blanco. Después de que la mujer lo organizara todo, el
poeta reconoció que necesitaba a alguien que se ocupara
de aquellos asuntos. Y, poco a poco, Derya se convirtió en
sus ojos y sus manos.
El día en que Basak fue a visitarlo a casa con rostro
circunspecto y voz temblorosa, algo cambió definitivamente
en la vida de Emin Kemal. No aceptó beber nada, ni quiso
tomar asiento. Estaba excitado y evitaba mirar a su amigo a
la cara. Sólo comenzó a hablar cuando Emin le preguntó
qué le sucedía.
—Quiero que seas el primero en saberlo —le dijo Basak.
—Saber el qué.
—Que voy a casarme de nuevo.
El escritor no manifestó sorpresa. Asintió ligeramente y
esperó a que su amigo siguiera hablando, pero el judío se
había quedado mudo. Al cabo de un rato dijo:
—¿No vas a preguntarme con quién?
—¿Acaso eso iba a cambiar algo?
—Sí, cambiaría mucho. Al menos demostraría que te
interesa la vida de los demás.
Emin Kemal recibió aquellas palabras como una
sacudida. No entendía qué estaba sucediendo. Ahora no se
atrevía a preguntar.
—Te lo diré, aunque no tengas interés en saberlo —
insistió Basak.
—Claro que tengo interés.
—Me voy a casar con Orpa.
Emin sintió una punzada en el pecho. Pensó que le
estaba gastando una broma, que pretendía ponerlo a
prueba. Trató de sonreír, pero sólo consiguió sentirse más
angustiado.
—¿Orpa y tú…? ¿Desde cuándo?
—Esa no es la pregunta. La pregunta es «por qué». ¿No
me lo vas a preguntar? Porque tengo cuarenta años y he
perdido a mi esposa; porque tengo tres hijas que todavía
debo sacar adelante; porque aún me siento joven para
renunciar a los placeres de la vida.
Emin lo miraba serio, procurando no manifestar su
confusión.
—¿Se lo has pedido a ella?
—Se lo he pedido hace unas horas y me ha dicho que sí.
También Ismet me ha dado su bendición. Incluso Helkias
parecía emocionado con la idea. Sólo me faltaba que lo
supieras tú.
—Te agradezco que hayas venido a contármelo —dijo y
se quedó en silencio.
—¿No tienes nada más que añadir?
—Nada.
—Entonces será mejor que me vaya.
Cuando Basak se marchó, Emin tuvo la misma sensación
que otras veces de caer al vacío. Era como si el suelo se
abriera a sus pies y él empezara a hundirse muy
lentamente y poco a poco el peso de su cuerpo le hiciera
alcanzar más velocidad. El corazón le latía con fuerza y
tenía la impresión de que la lengua se le hinchaba. Hizo un
esfuerzo para llorar, porque sabía que así aliviaría su
tensión, pero no lo consiguió. Se encerró en su cuarto y
trató de leer. Era imposible concentrarse. Esa noche,
después de pasar algunas horas en un estado de
enajenación, se levantó y empezó a escribir en la primera
cuartilla en blanco que encontró. Puso el título de La Luna
Roja, y su mano y su mente comenzaron a correr al mismo
ritmo, acompasadas, lúcidas o enloquecidas de forma
intermitente. Escribió dos días seguidos, sin dormir, y
haciendo apenas pausas para comer o combatir los
calambres. Al tercer día cayó derrotado, exhausto pero sin
sueño. De nuevo volvieron los dolores de cabeza.
La puerta de casa estaba abierta. Derya pensó que había
ocurrido una desgracia. Lo encontró sentado frente a la
ventana de su cuarto, contemplando los tejados y los
minaretes de la mezquita por encima de las terrazas. Se
asustó al ver sus ojeras y su palidez. Era la primera vez que
lo veía sufrir una crisis nerviosa, aunque Ismet ya le había
advertido de aquello. Tardó en hacerlo reaccionar, pero ni
siquiera la reconocía. Salió a la calle para telefonear a
Ismet. Se presentó al cabo de una hora. Emin Kemal
tiritaba en la cama, abrigado con una manta y sin ser
consciente de lo que sucedía a su alrededor. Ismet se
asustó al ver en ese estado a su amigo, pero intentó
sobreponerse para tranquilizar a Derya.
—Tiene que verlo un médico —dijo la chica sin controlar
el llanto.
—No es la primera vez que le pasa. No debes asustarte.
Se pondrá bien.
—¿Y nos vamos a quedar cruzados de brazos?
—No podemos hacer otra cosa. Padece de los nervios
desde que era un adolescente.
Emin Kemal abrió los ojos y por un momento su mirada
dejó de estar perdida. Llamó a Ismet y le pidió que se
sentara a su lado, en la cama. Le cogió la mano sin dejar de
temblar.
—He escrito algo —le dijo a su amigo—. Está ahí, sobre
la mesa. Quiero que se lo lleves al editor y le digas que yo
no puedo hablar con él ahora, pero que iré enseguida a
verlo. Quiero que lo publique. Necesito que vayas por mí.
Derya se sentó ante la mesa del escritor y comenzó a
ordenar las cuartillas. Estaban sin numerar, mezcladas, y a
veces había escrito en el reverso de papeles ya utilizados.
Encontró muchas otras dispersas por el suelo. La chica le
hizo un gesto de desesperación a Ismet.
—Se titula La Luna Roja —siguió diciendo Emin Kemal
—. Quiero que lo mecanografíes y le des una copia a
Helkias.
—Ahora no hablemos de eso —lo interrumpió Ismet,
temeroso de que su amigo hablara más de la cuenta
delante de Derya.
—Sí, tenemos que hablar de eso. Quiero que él me dé su
opinión.
—Lo hará.
Ella le alcanzó una parte de las cuartillas desordenadas.
Ismet les echó un vistazo. Emin clavó los ojos en la chica y
le sonrió.
—Madre —dijo, y le alargó el brazo.
Derya no aceptó el estado del escritor con la misma
resignación que lo hacía su amigo. Se marchó en busca de
un médico.
Regresó mucho tiempo después acompañada de un
hombre muy mayor que llevaba un maletín y un paraguas.
El médico lo examinó mientras hacía gestos negativos con
la cabeza.
—¿Es la primera vez que le ocurre esto? —preguntó el
doctor.
—No, no es la primera vez —le explicó Ismet—. Emin
padece de los nervios desde hace mucho tiempo.
El médico siguió examinándolo hasta que entendió que
la situación lo superaba.
—Hay que internarlo. Necesita cuidado y algunos
exámenes.
—¿Internarlo? —se escandalizó Ismet.
—Yo me ocupo —dijo Derya—. Sé quién puede
ayudarnos.
Emin seguía encogido sobre la cama, tirando de la
manta para taparse. Tenía los ojos abiertos, pero no veía
nada.
Era una clínica pequeña, muy lejos del centro de
Estambul. Derya no se apartó de Emin durante tres días.
Por su habitación pasaron Ismet y su hermana, Basak con
sus hijas y una cuñada que aún seguía soltera. Pero no
reconoció a nadie. Cuando abrió los ojos y tuvo un instante
de lucidez, preguntó por su madre. Tardó un rato en
reconocer a Derya. La chica le sonrió.
—¿He muerto? —preguntó el escritor.
—Estás vivo.
—No me duele la cabeza.
—Los médicos te están tratando.
—¿Los médicos?
—Has tenido una crisis. Estás en una clínica. No tienes
que preocuparte de nada. Dicen que volverás a estar bien
muy pronto. Tus amigos han venido a visitarte.
Emin hizo un gesto de desesperación. De pronto recordó
algo.
—¿Dónde está Ismet?
—Vendrá enseguida.
—Quiero darle algo. He escrito…
—Ya lo tiene. Lo está mecanografiando.
Emin Kemal respiró profundamente. Derya le tendió la
mano y él se la apretó con fuerza. Sintió la presión de la
sangre bombeando bajo la piel del escritor. Le hizo un
gesto para que se tranquilizara.
—Tengo que salir de aquí —dijo Emin.
—Saldrás, pero ahora necesitas reposo. No debes pensar
en nada.
El poeta cerró los ojos y preguntó algo que Derya en
aquel momento achacó a su estado:
—¿Se han casado ya?
—¿Quién?
—Orpa y Basak.
Salió de la clínica al cabo de tres semanas. Había
recobrado un poco el color y la fuerza. Emin encontró su
casa irreconocible. Derya había hecho limpiar y ordenar
todo, e incluso cambiar los muebles de sitio. El escritor
reconoció enseguida los cambios y se dedicó a
enumerarlos. Apenas quedaba rastro del hombre que salió
de aquel lugar casi un mes antes. Encontró su mesa de
trabajo ordenada y limpia. Los papeles, las carpetas y los
libros ya no estaban repartidos por el suelo y las sillas.
Cuando se acostumbró a los cambios, abrazó a la chica y
sintió un escalofrío.
—Esta noche me quedaré contigo —dijo Derya.
—No es necesario. Me encuentro bien.
—No se trata de eso.
—¿Entonces?
—Quiero quedarme contigo; eso es todo. Además,
necesito contarte algo: voy a dejarlo.
—¿Qué vas a dejar?
—A él. Voy a dejarlo para estar contigo.
El escritor entendió lo que quería decir sin necesidad de
hacer más preguntas. No quiso hacer averiguaciones. La
abrazó.
—¿Vendrás a vivir conmigo?
—No, pero a partir de ahora no te compartiré con nadie.
Visitó a Ismet enseguida para hablar sobre el
manuscrito que le había entregado. En el hospital, su
amigo había eludido aquella cuestión. Se vieron en la
imprenta. Ismet estaba muy contento por su recuperación,
pero al mismo tiempo parecía preocupado. Cuando Emin le
dijo que quería hablar con Helkias, trató de desviar su
atención. Lo puso al tanto de las novedades que se
produjeron durante su internamiento.
—Te ofrecen la traducción al polaco y te invitan a visitar
la Universidad de Ankara. Tienes solicitudes de Francia y
Alemania para dar conferencias.
El escritor oía a su amigo sin prestarle atención. Su
interés era otro.
—¿Has leído el manuscrito?
—Lo he leído y lo he mecanografiado.
—¿Y qué te parece?
—Es algo fuera de lo común.
—¿Y qué piensa Helkias?
—Lo mismo que yo.
—¿Lo llevaste al editor?
—No, primero quería hablar contigo. Si ahora publicas
eso, puedes arruinar tu carrera. Aquí hay muy poca gente
preparada para leer cosas como ésa. Es bueno, pero
demasiado hermético.
—Si te parece bueno, lo demás no me interesa.
—De acuerdo, trataremos de publicarlo, pero el maestro
piensa lo mismo que yo.
—¿Qué piensa el maestro?
—Que hay que ir paso a paso; que el salto que das con
La Luna Roja es demasiado grande y quizás tus lectores no
lo entiendan.
Emin Kemal salió desmoralizado de la imprenta de
Ismet. Los razonamientos que hizo su amigo sobre la obra
eran lógicos y a la vez desconcertantes. De nuevo, las
sombras y la sensación de estar cayendo en un agujero
cuya profundidad desconocía.
Derya lo encontró en La Luna Roja después de
medianoche. No había bebido, pero tenía la mirada de estar
borracho. La chica llegó nerviosa. Lo buscaba desde hacía
horas.
—Basak me dijo que seguramente estarías aquí. No sé
cómo no se me ocurrió antes.
—¿Has visto a Basak?
—Sí, y también a Ismet. Me lo ha contado.
—¿Qué te ha contado?
—Que eres un gran escritor y que a veces vas por
delante de ti mismo. Pero yo creo que lo que quiso decir es
que eres una persona muy especial.
—No, no soy especial. Si conocieras la verdad, sabrías la
farsa en la que he convertido mi vida.
—¿Farsa? No me hables de farsas.
Aquella noche regresaron muy tarde a casa. Derya no
quiso dejarlo solo. Deseaba saber más cosas, escarbar en
los vericuetos de aquel pensamiento que no era capaz de
entender. Cuanto más desconcertada se sentía, más deseos
tenía de conocer su pasado. Emin, a su vez, también
recomponía la vida de Derya con piezas que no encajaban
nunca.
Al despertar, lo vio sentado junto a la cama con los ojos
clavados en ella. Se asustó.
—¿Qué te pasa?
—Estaba esperando a que despertaras para contarte
algo.
—¿Contarme qué? ¿Te encuentras bien?
—No, no estoy bien. Por eso quiero hablar contigo.
Derya se incorporó ligeramente y esperó con la
respiración agitada a que él comenzara a hablar. Observó
sus gestos, los movimientos, los ojos, tratando de encontrar
algún síntoma alarmante. Pero Emin hablaba con serenidad
y con gran lucidez, aunque sus palabras parecían el
argumento de una novela.
Le contó algunas cosas de su juventud y, entrelazado
con las imágenes de su madre y de los primeros poemas,
apareció el nombre de Helkias Helimelek. Le confesó quién
era y cómo lo había conocido. Le reveló que desde hacía
seis años todo lo que publicaba con su nombre eran cosas
del escritor judío. Lo contó sin apasionamiento, sin
alterarse, como si fuera la vida de otra persona. Le dio
detalles de Helkias. Derya, acostumbrada a vivir entre
mentiras, no era capaz de distinguir entre la realidad, la
fantasía y el delirio. Escuchó sin interrumpirlo y, sólo
después de que el escritor permaneciera un largo rato en
silencio, le dijo:
—Creo que te atormentas sin motivo. Lo que me cuentas
es sorprendente, pero lo único que demuestra es que tú no
eres como la mayoría de las personas.
Derya fue a visitar a Orpa pocas semanas antes de su
boda. Aprovechó el momento en que sabía que Ismet no
estaba en casa. Las dos mujeres nunca habían tenido la
oportunidad de hablar a solas. Cuando vio a la chica en la
puerta, Orpa creyó adivinar lo que había sucedido.
—Hace tiempo que llevo pensando venir a visitarte —
dijo Derya siguiendo una fórmula estudiada—, desde que tu
hermano me dijo que ibas a casarte con Basak.
Orpa la recibió con normalidad, como si fuera una visita
de cortesía. Siguió su conversación y se dejó enredar en la
estrategia de la chica. Pero finalmente decidió terminar con
tantos preámbulos.
—Tú no has venido sólo para felicitarme por mi boda.
¿Me equivoco?
—No, no te equivocas.
—Vienes a preguntar por otra cuestión. ¿Es así?
—Es así.
—¿Qué te ha contado Emin?
—Una historia extraña que a veces parece absurda, pero
que en algunos pasajes suena muy real. Me refiero a un
escritor llamado Helkias.
—¿Entonces es eso?
—¿Hay algo más? —Orpa negó con un gesto—. No
consigo diferenciar lo que es real de lo que es parte de su
imaginación.
—¿Tienes a veces la sensación de que Emin delira?
—Sí, eso es lo que pienso. Pero en este caso es tan real
la forma en que lo cuenta…
Orpa se levantó y se dirigió al pasillo.
—Ven conmigo —le dijo a Derya—. Preferiría que fuese
mi hermano quien te explicara todo esto, pero no quiero
que tengas la sensación de que trato de ocultarte algo.
Derya la siguió hasta una habitación pequeña, llena de
libros y periódicos. Sentado en una butaca estaba Helkias
Helimelek, con sus gafas oscuras y la cabeza ligeramente
inclinada, como si estuviera durmiendo.
—Maestro, quiero presentarle a alguien. Esta es Derya y
ha venido a preguntar por usted.
Helkias volvió la cabeza, aunque no veía. Forzó una
sonrisa y les pidió que se sentaran. La chica no podía
apartar la mirada del anciano.
—He oído hablar mucho de usted —dijo Helkias—. Hace
tiempo que en esta casa no se habla de otra cosa.
—¿De mí?
—Sí, por supuesto. Todo lo que tiene que ver con mi
querido amigo Emin tiene que ver también con nosotros.
Aquí lo queremos como a un hijo, o como a un hermano.
¿No es así, Orpa?
—Sí, maestro —dijo azorada la mujer.
—Le agradezco su visita —continuó Helkias—. Supongo
que habrá venido porque el bueno de Emin le ha hablado
de mí.
—Así es.
—¿Y qué le ha contado?
Ella le relató torpemente algunas de las cosas que
escuchó del propio Emin. Y mientras hablaba tenía la
sensación de entrar en un mundo de espejos que devolvían
la imagen de las cosas distorsionada. Cuando la chica
terminó, el anciano siguió en silencio, como si tratara de
encontrar las palabras justas para expresar lo que quería.
—Veo que mi querido Emin siente un gran aprecio por
usted. De lo contrario no habría sido capaz de contarle
cosas tan importantes que afectan a su propia vida —volvió
a guardar silencio mientras las dos mujeres permanecían
atentas al anciano—. Le ha contado la verdad.
Seguramente necesitaba sacar fuera las cosas que le
angustian. Emin es un ser atormentado. Ya lo era antes de
conocerme y no sé si yo he contribuido a mitigar ese
padecimiento o justo a todo lo contrario. Pero creo que le
hace bien hablar de estas cosas con usted. No me cabe
duda —palpó sobre la mesa y cogió una carpeta—. Supongo
que usted habrá leído esto. Mi vista se apagó, pero mi oído
es bueno y Orpa ha sido muy generosa al leérmelo varias
veces. La Luna Roja es un título magnífico. Y su contenido
es extraordinario. Aquí está encerrado Nerval, pero
también Baudelaire y Verlaine, se lo aseguro. Emin es un
escritor fuera de lo común, el mejor que yo he conocido en
mucho tiempo. Pero es joven y necesita que le marquen el
camino. La mayoría de los lectores actuales no están
preparados para leer esta joya literaria. Créame que sé de
lo que estoy hablando. También a mí me ocurrió algo
parecido en mi juventud. Pero ahora soy un anciano y he
recorrido todo el camino. Sé lo que le espera a Emin detrás
de cada recodo. Quien lea este extraordinario manuscrito
podría pensar que ha salido de las manos de un loco o de
un borracho. Emin no es ninguna de las dos cosas. Su
lucidez no está al alcance de todos los lectores; más bien
podrían entenderla mal. El es inteligente y sensible, quizás
en exceso, y ha comprendido que la literatura no se
improvisa, que no es un camino fácil. Por eso sabe que para
dejar una obra que merezca la pena a veces hay que pisar
por terrenos que no son los propios. Creo que usted es
inteligente y lo comprenderá. ¿No es así?
—Lo entiendo… —dijo Derya confusa—. Pero no sé si
esto beneficiará la salud de Emin.
—Yo puedo añadir algo que quizás despeje sus dudas. Si
Emin Kemal no hubiera elegido este camino, no me cabe
duda de que se habría suicidado hace mucho tiempo. Así
suelen acabar las personas como él. El propio Nerval se
colgó en las calles de París en una fría noche de invierno.
Es el camino más terrible, pero a veces es la única salida
para los seres atormentados como ellos.
Derya necesitaba tiempo para asimilar todo lo que
Helkias le estaba contando. Orpa permanecía a su lado muy
atenta, sin apartar apenas su mirada de la chica.
Examinaba cada uno de sus gestos, los movimientos, las
posturas; medía sus palabras y sentía una terrible desazón.
El encuentro con Helkias fue largo. Cuando salió de aquella
casa, Derya tenía la sensación de haber vivido algo irreal:
un sueño, una fantasía de Emin. Decidió que aquella noche
no visitaría al poeta. No terminaba de entender el mundo
en el que se había metido, aunque la fascinación y los
planes de futuro eran más poderosos que la incertidumbre.
Desapareció de la vida de Emin durante unos días.
Luego decidió regresar y lo encontró en La Luna Roja, en
compañía de Basak. El escritor había llegado a pensar que
no volvería a verla, pero allí estaba de nuevo.
—He hablado con Ismet —le dijo Derya tratando de
fingir normalidad—. Quiere que vayas a la Universidad de
Ankara. Te invitan para dar a conocer tu obra. Asegura que
están muy interesados. Además, yo creo que te vendría
muy bien.
El tono conciliador de la chica lo reconfortó. Se sentía
débil, y los dolores de cabeza no remitían del todo.
—No estoy bien para hacer un viaje así —se disculpó
Emin.
—Yo te acompañaré. No voy a dejarte solo en una
situación así. ¿Tú qué piensas, Basak?
El hombre miró a los dos y luego le puso la mano en el
hombro a su amigo.
—Creo que deberías ir. Te hará bien cambiar de aires.
Emin Kemal no había hecho el servicio militar por sus
desequilibrios emocionales. Desde los dieciséis años era la
primera vez que salía de Estambul. Sus artículos sobre
viajes y lugares exóticos eran producto de su imaginación o
de la de Helkias. Ankara estaba envuelta en la nebulosa de
su pasado. Los recuerdos de su padre habían terminado por
desdibujarse en su memoria.
Emin aceptó el viaje porque significaba estar lejos de
Estambul cuando Orpa y Basak se casaran. Permaneció en
la capital durante seis semanas, y el ambiente de la
universidad, la compañía de Derya y el reencuentro con
una parte de su infancia lo reconfortaron y lo sacaron a
flote. A su regreso a Estambul, su aspecto había mejorado.
Sólo cuando visitó por primera vez a Orpa y a Basak en su
casa volvió a tener algunos síntomas que recordaban al
Emin de los malos tiempos. Derya se convirtió entonces en
su apoyo para mantener el equilibrio. Con su ayuda
comenzó a llevar una vida ordenada. Ella se ocupó de
organizar su entorno, de que no faltara nada, de que nadie
rompiera la tranquilidad y el sosiego que necesitaba.
Empezó a salir menos por las noches, a quedarse en casa a
pesar de las dificultades para dormir. Le organizó un
horario para escribir sus artículos, para pasear, para comer,
para leer. A veces rechazaba las visitas de Ismet o de Basak
porque aseguraba que debía cumplir el reposo que le
prescribían los médicos. Lo acompañaba a casa de Helkias
y solía escuchar con paciencia las conversaciones de los
tres hombres, incomprensibles a veces para ella. Con
frecuencia dejaba a Emin trabajando y visitaba a Ismet
para ponerlo al tanto del estado de su amigo. Ismet
admiraba la pasión que Derya ponía en las cosas de Emin.
Cada nuevo éxito del escritor lo celebraban ellos con
entusiasmo, como si fuera un éxito propio.
—¿Por qué no te has casado? —le preguntó Derya a
Ismet dos años después de conocerse.
—Es una pregunta sin respuesta —dijo después de
buscar una contestación razonable—. Quizás porque no
supe levantar la cabeza de mi agujero para ver qué había
más allá de los libros. Quizás porque heredé una
responsabilidad que me venía grande y a la que he
consagrado toda mi vida.
—¿Te refieres a Helkias?
—Sí, me refiero a él. Y también a mi hermana.
—Ella no es responsabilidad tuya.
—Desde que tiene su propia familia no lo es; pero hasta
entonces yo sentía que no podía dejarla sola.
—¿Y ahora no te gustaría tener tu propia familia?
—Ya es demasiado tarde —dijo sin disimular la amargura
—. Me he convertido en un inútil para la vida.
Poco a poco, la muchacha se había ido ganando la
confianza de Ismet. Era ella la que hacía de intermediaria
entre el poeta y su amigo. Cuando los dos se juntaban,
Derya se mantenía en un segundo plano. Era capaz de
pasar horas en silencio, escuchándolos hablar sin entender
lo que decían. Con frecuencia desaparecía de la vida de los
dos hombres durante períodos largos, y ambos sentían que
les faltaba algo. Cuando volvía, la chica les contaba
versiones diferentes de los lugares en los que había estado,
o de la gente a la que visitaba. Pero ninguno hacía
preguntas. Una simple sonrisa de Derya borraba todas las
dudas sobre su pasado o sobre su presente.
En mitad de una de las ausencias prolongadas de la
joven, Ismet recibió una llamada suya en la imprenta. Su
voz sonaba apagada, sin entusiasmo.
—Tenemos que vernos, Ismet —dijo Derya.
—¿Cuándo vuelves?
—Estoy en Estambul desde hace diez días.
Ismet dedujo por su tono de voz que había ocurrido
alguna desgracia.
—Puedes venir ahora mismo, si te parece. O puedo ir a
donde me digas. ¿Está bien Emin?
—No lo sé, Ismet. Hace dos semanas que no lo veo.
—¿Qué ha pasado?
—Nada, no ha pasado nada. Sólo quiero hablar contigo.
¿Podemos cenar juntos esta noche? No quiero que le
cuentes nada de esto a Emin.
Se citaron en el lujoso restaurante del hotel Pera. Ismet
no entendía aquella extravagancia de Derya. Se vistió lo
mejor que pudo porque sabía lo que iba a encontrar allí.
Llegó diez minutos antes y no se atrevió a entrar en el
restaurante por miedo a que los camareros no lo dejaran
pasar. Cuando Derya se bajó del taxi, él estaba agazapado
entre las sombras, procurando pasar desapercibido.
Escuchó cómo el portero la llamaba por su nombre antes
de abrirle la puerta.
Ismet tenía la sensación de que todo el mundo en el
restaurante estaba pendiente de él. Derya llevaba el pelo
recogido y sus ojos brillaban de una forma especial aquella
noche. Nunca la había visto tan elegante.
—¿Por qué me has citado en este lugar? Podrías haber
venido a casa o a la imprenta.
—No sé si volveré a alguno de los dos sitios —sentenció.
Ismet no entendía el comportamiento de la mujer. Todo
aquello le resultaba demasiado enigmático y trascendental.
—¿Has discutido con Emin?
—No, no es eso. Pero será mejor que comamos. Además,
quiero que antes me cuentes cosas de ti. Me gustaría
escuchar la historia de Helkias Helimelek desde el
principio hasta el final.
Ismet puso toda su oratoria al servicio de la mujer. Le
habló de su padre, de la imprenta, del mundo en el que se
crió. Para él, Helkias era como una prolongación de su
padre, el hombre más inteligente y lúcido que conocía.
—¿Y no crees que te has perdido muchas cosas de la
vida? —preguntó Derya cuando él se quedó callado.
—¿A qué te refieres?
—A que eres un hombre brillante en un traje mediocre.
Con tu inteligencia puedes llegar a donde te propongas.
¿No tienes ambiciones?
—He conseguido todo lo que deseo en la vida. Estoy
satisfecho. ¿Y tú?
—Yo soy una persona ambiciosa. Hay veces en que nada
me satisface. Hace cuatro años, cuando conocí a Emin,
pensaba que nunca me cansaría de lugares lujosos como
este hotel, de gente como la que tenemos alrededor… En
fin, ya me entiendes.
—¿Y te cansaste de esto?
—Yo diría, más bien, que hace tiempo que busco otra
cosa. Pero ahora que la tengo no sé si es esto lo que quiero.
—No te entiendo. Las mujeres sois demasiado
complicadas.
Derya no escuchó aquella afirmación. Tenía el
pensamiento en otra parte. Apenas había probado la cena.
De repente dijo:
—Estoy cansada, Ismet. Apenas tengo veinticinco años y
me siento como una anciana. Ha llegado un momento en
que debo tomar una decisión. Desde que conocí a Emin y
luego a ti, me siento perdida. Pero ahora las cosas se han
complicado.
Derya le sonrió, compadecida del desconcierto que
había provocado en su amigo. Ismet parecía un niño
confuso que la seguía con la mirada, expectante. Llevó la
conversación a otro asunto. Al terminar, Derya le cogió la
mano y se la retuvo un rato sin decir nada. El la miró sin
entender lo que estaba sucediendo.
—En realidad, no te he citado aquí sólo para cenar y
hablar sobre vaguedades de la vida.
—¿No?
—No, Ismet. Lo que quiero es contarte algo y saber qué
piensas tú de esto.
—¿De qué?
—Estoy esperando un hijo de Emin. Eso es lo que quería
contarte.
Ismet no hizo gestos de asombro ni comentarios. La
miró y le apretó un poco la mano.
—¿No vas a decir nada?
—No hace falta —le dijo él sonriendo—. Ya lo has dicho
tú todo. Aunque siento curiosidad por saber si se lo has
contado a Emin. Hace tiempo que no tiene noticias de ti.
—No, no sabe nada. Primero quería hablar contigo y
conocer tu opinión. Yo no estoy preparada para ser madre,
y Emin tampoco.
—¿Hay alguien preparado para eso?
—Quién sabe. Pero quizás esto no lo beneficie nada. No
sé cómo se lo puede tomar, ni de qué manera le puede
afectar.
—No podrás saberlo hasta que no se lo cuentes.
—Había pensado desaparecer, no decirle nada. A veces
creo que es lo mejor. Luego, cambio de idea y pienso que
todo es más sencillo, que las complicaciones sólo están en
mi cabeza.
Cuando terminaron de charlar, el restaurante del hotel
estaba vacío. Los camareros aguardaban a que se
levantasen para cerrar. Derya salió cogida del brazo de
Ismet. Hacían una extraña pareja. Caminaron bajo el frío
de la noche hasta una parada de taxis cercana.
—No quiero ir a dormir —dijo ella—. Tengo demasiadas
cosas dando vueltas en mi cabeza. ¿Te quedarás conmigo?
—Claro. ¿Quieres ir a La Luna Roja?
—No, él estará allí y todavía no estoy preparada para
decírselo.
—¿Dónde te quedarás esta noche?
Derya miró para otro lado.
—En casa de mi hermana.
En otras ocasiones había contado que era hija única,
pero Ismet no podía captar aquellas contradicciones en las
que incurría la mujer cuando hablaba de su pasado.
—¿Quieres venir a casa? Helkias estará encantado de
hablar contigo. Desde que se fue Orpa, se está apagando de
tristeza.
—Dime una cosa, Ismet —Derya se detuvo y se soltó del
brazo del hombre—. ¿Nunca has sentido obsesión por una
mujer?
—¿Obsesión o amor?
—Obsesión. El amor es sólo una forma de obsesión.
—No sé si llamarlo obsesión, pero me he sentido atraído
por muchas mujeres. Aunque nunca me correspondieron.
Por eso nunca di ese paso que habría sido necesario.
—¿Y es preciso que una mujer te corresponda para
decirle lo que sientes?
—Probablemente.
—Dime una cosa, Ismet —ahora había vuelto a cogerse
de su brazo y caminaba a su lado sin mirarlo—. ¿Te atraigo?
—No te entiendo.
—Quiero decir si te atraigo como mujer, si te parezco
hermosa, interesante… Ya sabes, ese tipo de cosas.
Ismet se detuvo y la miró apurado por la pregunta.
Finalmente, sin saber muy bien lo que respondía, le dijo: —
Sí, me atraes mucho.
10.
Tardé en darme cuenta de que aquel edificio que parecía
una cárcel era en realidad un centro psiquiátrico. Lo
comprendí cuando bajé del vehículo y oí los gritos
sobrecogedores que llegaban desde las ventanas del
segundo piso.
—Esto es un manicomio —dije como un estúpido sin
arrancar ningún comentario de Basak.
Un guardia armado con una porra nos abrió la verja, y
otro nos recibió al pie de la empinada escalera de piedra
que conducía a una gran puerta acristalada. Los gritos que
oía sólo se veían rotos por algún grajo que se sumaba al
macabro concierto.
Basak Djaen subió la escalinata apoyado en mi brazo. Le
costaba trabajo. Yo observaba de reojo su rostro, tratando
de obtener alguna respuesta a aquel enigma. Finalmente le
pregunté:
—¿Qué estamos haciendo aquí?
—¿Todavía no lo ha adivinado?
No, aún no podía entender nada. Estaba impresionado
por lo siniestro del lugar y no conseguía adelantarme a lo
que estaba a punto de suceder. Nos atendió un funcionario
detrás de un mostrador. Había enfermos que entraban y
salían al fondo de un largo pasillo que se abría a un patio
rectangular cubierto por la nieve. El funcionario
intercambió algunas frases con Basak. Tal vez se
conocieran desde hacía años. Pulsó un timbre y esperamos
hasta que apareció otro guardia.
—Vienen a visitar a Kemal —dijo el funcionario al
guardia.
Sentí un sobresalto, pero no me atreví a hacer
preguntas. Basak no me miró. Caminó detrás del guardia
como si yo no existiera.
—No se quede atrás —dijo escuetamente el anciano—.
Aquí son muy estrictos con las normas.
Me detalló con cierta desgana las horas de visita y me
contó algunas anécdotas sobre la construcción de aquel
edificio, pero yo no podía prestar atención a su monólogo.
Seguía pensando en el nombre que había pronunciado el
funcionario. Entramos en una gran sala donde había una
docena de enfermos mentales. Estaban tranquilos. Se
habían dejado de oír los gritos de los pisos superiores. Las
ventanas estaban cerradas con rejas, y vi que el grosor de
los muros era considerable. Hacía mucho frío en aquella
sala desangelada. El guardia nos condujo hasta el fondo y
señaló a un hombre que estaba sentado de espaldas a
nosotros. Miraba el paisaje nevado a través de la ventana.
—Este es Emin Kemal —me dijo con tristeza—. El
hombre que está enterrado en España es un impostor.
—No es posible —repliqué con voz de idiota,
demostrándole mi ignorancia en todo aquel asunto.
—Créame que lo es.
Aquel viejo decrépito que no se percataba de nuestra
presencia no podía ser Emin Kemal. Estaba sentado en una
silla de ruedas y tenía las piernas cubiertas por una manta.
No se parecía en nada al escritor que yo había conocido. Su
mirada era inquietante. Tenía los ojos fijos en un punto
indeterminado del jardín y la boca entreabierta. No hizo
ningún gesto.
—Entonces, ¿quién es el hombre al que conocí en
España?
—Buena pregunta.
Emin Kemal levantó de repente la cabeza y miró a
Basak.
—Hola, amigo —dijo el judío muy despacio, como si le
hablara a un niño—. ¿Cómo estás hoy? He traído a alguien
para que te conozca.
Le cogió la mano y se la apretó. Emin respondió con un
movimiento de cabeza. Dijo algo que no comprendí.
—¿Puede entendernos? —pregunté sin haberme
repuesto del sobresalto.
—Nos oye y nos entiende perfectamente. Hay días en
que es capaz de mantener una conversación. Coja la silla,
vamos a salir de aquí.
Empujé la silla de ruedas y fuimos hacia un claustro que
rodeaba el gran patio central. Hacía mucho frío, pero ni
Emin ni Basak parecían sentirlo.
—Está así por las descargas eléctricas, ¿sabe? Aunque
no quieran reconocerlo, terminan afectando al cerebro.
Mientras caminábamos muy despacio en un paseo
circular, Basak Djaen me fue contando las circunstancias
que habían llevado al escritor al manicomio. Conforme
avanzaba en la narración, se me iba encogiendo el
estómago. Me lamenté de no haber llevado una grabadora
para dejar constancia de sus palabras. Su relato resultaba
estremecedor. De vez en cuando bajaba el tono de voz para
que Emin no escuchara algunos detalles dolorosos y
terribles de la historia, aunque sin duda no le eran en
absoluto desconocidos. Nos sentamos en un banco de
piedra que había delante de la pared. La boca de Basak
despedía vaho al hablar. Cuando terminó su relato, no fui
capaz de pronunciar una sola palabra. Miraba a los dos
ancianos alternativamente y procuraba asimilar lo que
acababa de oír.
—Hace más de treinta años que está encerrado aquí —
terminó de decir Basak—. Lo más duro fue al principio,
porque se daba cuenta de todo, pero hace mucho tiempo
que no padece.
Basak Djaen me miraba ahora por primera vez y se daba
cuenta de mi asombro.
—¿Y por qué nadie denunció lo que había sucedido?
—¿En qué mundo vive usted, amigo mío? ¿Denunciar?
¿Quién iba a creer la historia de un pobre loco? Nadie.
—Pero usted podría dar testimonio de lo que ocurrió
realmente.
—Olvídelo, eso era imposible. Ella dejó todo bien atado
para que nadie pudiera reconstruir la historia. Se llevó los
diarios, los manuscritos. De la casa de Emin
desaparecieron todos los libros, las cartas, las grabaciones.
Absolutamente todo. Es una mujer muy astuta y ambiciosa.
Usted lo sabe, me temo —asentí sin decir nada—. Al
principio, cuando Aurelia se enteró de la verdad, sintió que
su mundo se derrumbaba y luchó para que todos supieran
lo que había sucedido. Fue a los periódicos, habló con
abogados, recorrió muchos despachos, pero resultó inútil.
La tomaron por una loca. Tuvo que padecer muchas
humillaciones. Por eso tiene que disculpar su extravagancia
en este asunto. Salió del país desesperada, dispuesta a
olvidarse de todo. Cuando se enteró de quién era usted, vio
una salida al túnel en el que había estado metida en los
últimos años. Ella ha sufrido mucho.
De repente, Emin Kemal comenzó a balbucir algunas
palabras que al principio eran ininteligibles. Basak acercó
el oído a sus labios.
—Derya no ha venido —dijo el escritor despertando de
su letargo, y volvió a repetirlo—: No ha venido.
Era imposible saber si se trataba de una pregunta o de
una afirmación. Su amigo le cogió la mano y le habló casi al
oído.
—No vendrá más. Está muy lejos. Ya no puede hacerte
nada.
—Tengo los zapatos rotos —dijo Emin.
Su voz me sobrecogió. Basak me hizo un gesto, nos
levantamos y seguimos caminando alrededor del claustro.
El judío bajó ahora el tono de voz.
—Ella regresó a Estambul hace años.
—¿Se refiere a Derya?
—Sí. Primero trató de ganarse la confianza de mi hija.
Cuando vio que sus planes no salían como ella pretendía,
trató de recuperar a su marido. A su verdadero marido,
quiero decir. Empezó a aparecer por aquí. Venía muy de vez
en cuando, cada dos o tres meses. Yo no sabía nada. Emin
no la mencionaba. Pero una vez pronunció su nombre y
aquello me dio que pensar. Yo creía que era alguna imagen
del pasado que volvía sin más, pero estaba equivocado.
Tardé en darme cuenta de que Derya venía a visitarlo con
cierta frecuencia. Sospecho que ella pensó que Emin no
estaba tan mal como fingía. Creyó que la estaba engañando
para que lo dejara en paz. Hice mis averiguaciones y me
enteré de que lo visitaba desde hacía mucho tiempo. Me
enfurecí. Si yo hubiera sido más joven, la habría matado
con mis propias manos. En vez de eso, mandé a Orzhan
para que la asustara. No quería que volviera por aquí.
Cuando hace unos meses mi hija me contó la muerte de ese
impostor y me dijo que había robado los diarios y que
estaban incompletos, supuse que Derya se había llevado de
España todo lo que la comprometiera. Por eso mi yerno
entró en su casa y se llevó las cosas que tenían que ver con
Emin. Fue un escarmiento y una venganza. Ahora ya no se
acerca por aquí.
Yo no podía apartar la vista del verdadero Emin Kemal.
Todo lo que oía me resultaba terrible y trágico, pero nada
me impresionaba tanto como la imagen de aquel anciano,
encerrado durante años en el infierno. Tenía tantas
preguntas que no sabía por dónde empezar. Estuvimos casi
una hora con el escritor. Al salir de allí, sentí que lo que
había visto y oído no era real. Me desconcertaba la
normalidad con que Basak Djaen hablaba de aquel asunto.
Para mí todo era nuevo, pero él llevaba muchos años
conviviendo con aquel drama. Pensé en Aurelia, en lo que
había vivido en su infancia, en la mentira que había sido la
mayor parte de su vida. Mi desconfianza hacia ella
desapareció. Era difícil ponerse en su piel e imaginar lo que
podía haber sentido durante los últimos años.
Al alejarnos, mis sensaciones eran contradictorias.
Pensaba que jamás volvería a ver a aquel hombre, pero al
mismo tiempo sentía una gran liberación al poner tierra por
medio. También yo había sido una marioneta en aquel
juego. Necesitaba contárselo a alguien, pero no tenía a
quién. No me sentía con fuerzas para llamar a Angela
Lamarca. No era una historia para contar por teléfono.
Estuve escribiendo durante el resto del día. Apagué el
móvil. Necesitaba echar fuera una parte de lo que acababa
de descubrir. Esa noche volví a la antigua Luna Roja.
Miraba las mesas, las sillas, a los camareros, y trataba de
ver por los ojos de Emin Kemal. Aquel café encerraba el
secreto de una historia dramática y yo ahora tenía la
posibilidad de sacarla a la luz. Realmente no sabía si
aquello podía interesarle a alguien más que a sus
protagonistas. A mí, al menos, había conseguido
desconcertarme.
No me sentía con ánimo para hablar con Aurelia. Ahora
no sabía qué decirle. Necesitaba tiempo. Ignoraba si Basak
le había contado nuestra visita al manicomio. No tenía
ningún correo electrónico de ella. Tal vez la historia había
llegado más lejos de lo que Aurelia quería. Que yo viera a
Emin Kemal en aquel estado podía significar una
humillación para ella. No estaba seguro de nada. Pocas
cosas me retenían ya en Estambul, y las que me rondaban
por la cabeza era mejor apartarlas para siempre.
Sin pensarlo mucho, tomé un taxi y me dirigí a la
mezquita de Eyüp. No sabía bien lo que quería hacer. Tenía
un enorme deseo de ver a Derya por última vez. Sentía al
mismo tiempo repulsión y atracción por un personaje tan
siniestro. No podía explicármelo.
Tardé en encontrarla. Finalmente di con ella en los
alrededores de uno de los cementerios. En realidad no
quería hablar con ella; sólo observarla y convencerme de
que todo lo que me estaba sucediendo era cierto. La
sensación de irrealidad me resultaba muy desagradable.
Pero aquélla era Derya, sin duda, y todo lo que había
escuchado en el manicomio era real. Cuanto más la miraba
en la distancia, más sentía crecer el rencor dentro de mí.
En un arrebato me acerqué a ella y me quedé a escasa
distancia. Traté de controlar mi rabia.
—Hola, Derya. ¿Sigues sin recordar quién soy?
En cuanto levantó la cabeza supe que estaba asustada.
Ahora no fue capaz de fingir.
—Déjame tranquila —me dijo con voz entrecortada—.
¿Qué quieres de mí?
—Quiero que sepas que ayer estuve con Emin en el
manicomio.
Se levantó nerviosa y echó a correr hacia donde más
gente había. Cojeaba. En aquella mujer no quedaba ya
ningún vestigio de la Derya que yo conocí.
—Lárgate —me gritó en tono desafiante.
—Voy a escribir esta historia —le dije poniéndome a su
altura y caminando un rato a su lado—. Quería que lo
supieras.
—Que el demonio te confunda —me maldijo.
De repente echó a correr, y su imagen huyendo de mí
me pareció patética. Se recogió la falda negra y avanzó
torpemente. De vez en cuando volvía la cabeza para ver si
la seguía. La alcancé caminando, sin apenas forzar el paso.
Derya soltaba manotazos al aire como si quisiera asustar a
alguien. Daba voces para llamar la atención de los
transeúntes, pero la gente se apartaba al verla
enloquecida. Estaba dispuesto a dejarla en paz de una vez y
olvidarme de ella para siempre cuando sucedió algo
inesperado. Derya cambió de dirección y se metió entre los
coches. Cruzó la calle a la desesperada, sin mirar por
dónde lo hacía. Se escuchó un golpe seco, y la vi volar
sobre el capó del coche que acababa de atropellarla. Cerré
los ojos y encogí los hombros. Aquello no podía estar
pasando de verdad.
Cuando llegué hasta ella, el chófer había bajado del
vehículo y gritaba nervioso y asustado, llevándose las
manos a la cabeza. Nadie se atrevió a tocarla. Tenía un
golpe en la cabeza, y el asfalto estaba manchado con su
sangre. Me invadió una terrible sensación de culpa. Deseé
con todas mis fuerzas que no estuviera muerta. Me pareció
que respiraba.
Creo que abrió los ojos en el momento en que entró en
el hospital. Luego desapareció por el pasillo de urgencias y
me quedé solo en una sala abarrotada de gente. Un
empleado del hospital me preguntó si yo era familia de
aquella mujer. Lo negué.
—¿La conoce de algo?
—Ha sufrido un atropello —dije susurrando.
El hombre se percató de mi palidez y me preguntó si me
encontraba bien. No, no estaba bien.
—¿La ha atropellado usted?
—No, claro que no. Yo sólo la he acompañado hasta aquí.
Me pidió que me sentara y esperase. De cualquier forma
lo habría hecho; no podía marcharme así, sin saber cómo se
encontraba Derya. Esperé mucho tiempo, no sé cuánto. No
conseguía serenarme. Por fin alguien me llamó a un
mostrador y me pidió mis datos. Se los di. Me senté a
esperar otra vez. Al cabo de un rato protesté, pero nadie
me hizo caso. No paraba de entrar y salir gente de la sala.
Las ambulancias se detenían en la puerta, descargaban a
algún accidentado y volvían a marcharse. Estaba
desesperado. Marqué el número de Aurelia y ella contestó
enseguida.
—Ya sé que lo viste ayer —me dijo sin darme tiempo a
hablar—. Órzhan me llamó para contármelo. Ahora ya lo
sabes todo.
—Ha ocurrido algo terrible… Estoy en el hospital.
—¿Es mi padre?
—No, él está bien. Se trata de Derya.
Hubo un silencio que no quise romper. Esperé su
reacción.
—¿Qué ha pasado?
—Creo que está grave. La ha atropellado un coche.
—¿Y cómo te has enterado?
—Es una historia complicada. Yo estaba allí cuando
sucedió. Creo que está muy grave. En este momento ni
siquiera estoy seguro de que siga viva. No puedo irme del
hospital hasta que me digan algo. ¿Hay alguien que pueda
hacerse cargo de ella?
La mujer debió de notar mi apuro. Su voz sonó serena:
—Absolutamente nadie. Hace años que cerró todas las
puertas que la unían con el resto del mundo. No te muevas
de ahí.
Cortó la conexión de repente. Cada vez estaba más
aturdido. En la sala de espera nadie parecía estar
pendiente de los problemas de los demás. Los celadores
entraban y salían sin mirar a nadie. Yo estaba desesperado.
Traté de serenarme, pero resultaba imposible. Esperé una
hora más antes de dirigirme de nuevo al mostrador.
—Por favor —le dije por tercera vez al mismo hombre—.
Tengo que irme, me están esperando. Yo no tengo nada que
ver con este accidente.
Sonó el teléfono, y lo descolgó ignorando mi protesta.
Me disponía a volver a mi asiento cuando aquel tipo me
dijo:
—Es usted el señor René, ¿no es cierto?
—Sí.
—Por favor, pase por allí, quieren hablar con usted.
Me señaló una pequeña puerta al fondo de la sala. No
hice preguntas. Lo único que quería era que aquello
terminara cuanto antes.
Al otro lado había una enfermera que me acompañó a
través de un pasillo hasta una sala pequeña y bien
iluminada por los tibios rayos del sol. Había tres o cuatro
hombres con bata blanca. Uno de ellos se acercó a mí y me
tendió la mano.
—¿René Kuhnheim?
Me miraba fijamente, con una insistencia molesta, como
si tratara de leer mi pensamiento. Pero no era eso lo que
estaba haciendo.
—Sí, soy yo.
—¿Has atropellado a esa mujer?
El tuteo me desconcertó.
—No, sólo la he traído hasta aquí. La atropelló un coche
en Eyüp…
—¿Y qué se te ha perdido a ti en Eyüp?
Me quedé sin saber qué decir. Ahora era yo quien lo
miraba con fijeza a los ojos. Trataba de entender aquel tono
jocoso y casi familiar.
—Nada. Estaba visitando la mezquita.
—Ya veo que te has olvidado de mí. ¿O es que he
cambiado tanto?
—¿Salih? ¿Salih Alova?
El médico sonrió.
—Precisamente. Cuando vi tu nombre en este
formulario, pensé que era una broma pesada. Pero ése no
es tu estilo; o no lo era hace años.
—No es posible. Pregunté por ti a Nuray hace unos días.
—Lo sé. Me lo contó. Tengo tu teléfono. Anoche te llamé,
pero debías de estar ocupado.
Salih Alova había cambiado mucho. Si me hubiera
cruzado con él en cualquier parte, no lo habría reconocido.
Apenas quedaba nada de su pelo abundante y rizado. Ahora
no sabía qué decirle.
—Estuve en tu antigua casa.
—Hace años que todos nos fuimos de allí.
Había demasiadas cosas que contar. No podíamos
hacerlo así, de pie en la sala de descanso de un hospital.
—¿Te casaste? —me preguntó.
—Sí, y me divorcié hace muchos años —no podía esperar
más tiempo para hacerle la pregunta—. ¿Y tú?
—Sí, por supuesto. Tres veces —soltó una risotada al ver
mi cara de sorpresa—. Y tengo cuatro hijos.
Salih Alova conservaba la misma risa de los viejos
tiempos. Sin duda estaba esperando la segunda parte de mi
pregunta. Seguí dando un rodeo para llegar hasta donde
quería.
—Cuando estuve en tu casa, visité también la de Tuna.
Está abandonada.
—Sí, lo está. Hace muchos años que nadie vive allí. Sus
padres murieron.
—¿Tienes noticias de ella? —por fin lo había preguntado.
—Sí, hablamos con frecuencia —me dijo sin perder la
sonrisa—. Esta mañana hemos hablado por teléfono. Sabe
que estás aquí. Estoy seguro de que estará encantada de
verte.
Alguien entró y se dirigió a él. En la sala de urgencias
preguntaban por mí. Enseguida Salih se dio cuenta del
apuro que sentí al oír mi nombre.
—Te acompaño, no te preocupes. Tenemos que vernos
para hablar con tranquilidad. ¿Te parece que quedemos
para cenar?
—Cuando me digas.
—¿Esta noche?
—De acuerdo.
En la sala de espera del servicio de urgencias encontré a
Orzhan acompañado de un policía. Los dos hablaban con un
empleado del hospital. Cuando Orzhan me vio, corrió hacia
mí y me dio un abrazo.
—Yo respondo por este hombre —le dijo a Salih sin que
nadie le pidiera explicaciones.
Aurelia lo había llamado para contarle el accidente de
Derya, y Orzhan acudió a un amigo de la policía para tratar
de sacarme del embrollo en que creía que me había metido.
Tuvimos que esperar hasta que Salih nos informó del
estado de Derya. Había sufrido una conmoción, pero no
parecía grave. Nos dijeron que se quedaría en observación
durante al menos un día. Dejamos un teléfono para que nos
avisaran si había alguna novedad. Salí aliviado del hospital.
Pude descansar y aclarar un poco el barullo que tenía en
la cabeza. Sabía que mi tiempo en Estambul se estaba
terminando. Pocas cosas me ataban ya a la ciudad. Ahora
necesitaba liberarme de todo aquello, y la mejor manera,
sin duda, era escribiendo.
Salih me recogió en mi hotel para ir a cenar. Fuimos a
un restaurante pequeño de Beyoglu. Teníamos muchas
cosas que contarnos y, cuando llegó el momento, ninguno
supo por dónde empezar. Pero Salih me conocía muy bien y
sabía cuál era mi mayor interés.
—He hablado con Tuna hace un rato —me confesó antes
de sentarnos a la mesa—. La invité a venir, pero me temo
que no está preparada para verte aún. Tiene tu teléfono. Te
llamará.
—¿Cómo está?
—No muy bien. Su vida no ha sido fácil en los últimos
años.
Por fin conseguí hacerle la pregunta que tanto deseaba.
No resultó tan difícil:
—¿Os casasteis?
Salih me miró y trató de sonreír, pero no lo consiguió.
Entonces comprendí cuántas cosas nos distanciaban ya.
—No nos casamos —me dijo sin apartar su mirada de la
mía—. Nos respetábamos lo suficiente como para no
hacerlo. Ella fue honesta conmigo, y siempre le estaré
agradecido.
—¿Qué quieres decir?
—Me contó vuestro último encuentro después de la
muerte de tu madre. Me lo contó llorando, angustiada, pero
no arrepentida. Me confesó la propuesta que te hizo y cómo
te habías comportado.
—¿Como un cretino? —pregunté aprovechando que se
había quedado en silencio.
—No, como un cretino no —me dijo sin dureza—. Tú no
eres de ese tipo de hombres. Cobarde, quizás. Yo no soy
quién para juzgar a los demás, y menos a ti. Ni siquiera
creo que ella te juzgara por lo que hiciste. Pero ha pasado
demasiado tiempo para pensar en eso.
—Yo he pensado mucho en los últimos años. A veces me
castigaba tratando de imaginar cómo habrían sido las cosas
si mi elección hubiera sido otra.
—Es inútil hacerlo. No sirve de nada.
—Lo sé, pero no lo podía evitar.
—Cometemos errores cada día. No podemos estar
siempre arrepintiéndonos.
—No se trata de arrepentimiento. Es sólo curiosidad por
saber qué habría pasado —lo miré sin esperar que me
comprendiera—. Cuéntame algo de ella.
—¿Qué quieres saber?
—Lo que tú quieras.
Salih me habló de Tuna sin ocultar su amargura. En
realidad no creo que ninguno de ellos sintiera más que
afecto por el otro en el pasado, pero por su forma de decir
las cosas era difícil saberlo. Me contó que Tuna había
enviudado hacía quince años. Estuvo casada diez con un
maestro. No tuvieron hijos. Ella había trabajado de maestra
durante un tiempo en Balat, pero tuvo que dejarlo para
cuidar de su hermano.
—Desde que sus padres murieron, Tuna no ha hecho
otra cosa en la vida que cuidar a Utku.
Resultaba desolador todo lo que Salih me contaba. Utku
tenía ya más de cincuenta años y seguía necesitando los
mismos cuidados que cuando yo lo conocí.
—Hace tiempo que Tuna renunció a vivir para cuidar a
su hermano —continuó Salih mientras yo seguía pendiente
de sus palabras y de sus gestos—. ¿Qué voy a contarte?
Podría haber conseguido lo que se propusiera, y sin
embargo ahí la tienes, consumiéndose en casa de sus
cuñados, cuidando a un niño de cincuenta y cinco años,
viendo pasar el tiempo como quien ve pasar los trenes.
Nadie se merece eso.
—No pudo elegir —dije sin pensar bien mis palabras.
—Siempre se puede elegir. Yo he discutido muchas veces
con ella a causa de Utku. Podía haberlo internado en una
residencia. Me ofrecí a hacer las gestiones en su momento.
No es fácil: hay que tener influencias. Pero ella se negó.
Desconfía de esos lugares para los enfermos. Hace tiempo
que dejé de insistirle. Cada vez que le hablaba de este
asunto se enfurecía. Decidí salvar nuestra amistad a costa
de ver cómo se marchitaba.
Nos quedamos en silencio, cada uno mirando a un sitio
distinto. Habían pasado casi treinta años desde la última
vez que vi a Tuna. Repasé en unos segundos todas las cosas
que me habían ocurrido en ese tiempo, mientras su vida
transcurría en círculos que no se rompían nunca. Nos
habíamos puesto demasiado trascendentales. Le pregunté
entonces por sus tres matrimonios, por sus hijos, por el
trabajo.
Salimos del restaurante con el paso trastabillado por el
vino. Paseamos por las calles que fueron parte de nuestra
adolescencia. Los árboles del Año Nuevo daban vistosidad
a los escaparates de los comercios y a los restaurantes. Me
sentí mayor, derrotado. Era la primera vez que me ocurría.
Al pasar delante de las cristaleras, veía reflejadas nuestras
imágenes y me parecían las de dos extraños. Salih tenía
interés en saber cosas de mi carrera literaria. Habíamos
pasado de la melancolía a la euforia.
—¿Conoces un lugar llamado El Café Turco? —le
pregunté—. Está cerca del mercado de los libros.
—No, creo que no. Yo no trasnocho tanto como tú, amigo
—me dijo sonriendo.
—Antes se llamaba La Luna Roja.
—Claro, La Luna Roja. Alguna vez estuve allí… Pero lo
cerraron, creo.
—No, estás equivocado. Parece mentira que un guiri
tenga que enseñarte tu propia ciudad. Vamos allí. Quiero
contarte una historia que te pondrá los pelos de punta.
—¿Una historia?
—Durante años he desperdiciado mis fuerzas
escribiendo estupideces que sólo me interesaban a mí.
Ahora tengo algo entre manos que te va a conmover.
—¿Un libro?
—Será una novela, pero podría ser cualquier cosa.
Salih me echó el brazo por encima del hombro y
caminamos al mismo paso, como cuando éramos
adolescentes y estrenábamos las vacaciones en el liceo.
—Quiero pedirte un favor —le dije entonces, sin mirarlo
a la cara para que no pareciese algo trascendente.
—Dalo por hecho.
—Todavía no sabes de qué se trata.
—Tienes razón. ¿De qué se trata?
—Me gustaría que te interesases por esa mujer que llevé
al hospital. No te conté toda la verdad.
—Lo suponía.
—Se llama Derya.
—¿Y?…
—Es una larga historia. Espero que no tengas que
madrugar mañana.
11.
Aunque no era capaz de reconocerlo entonces, la compañía
de Wilhelm en aquel viaje a Estambul fue un gran alivio
para René. Llegó a tener en algún momento la sensación de
que su padre y él volvían a estar como siempre, que no se
habían distanciado.
A pesar de que habían pasado tres años desde su
marcha, al circular de nuevo por las calles de Estambul le
pareció que nunca se había ido de la ciudad. Todo seguía
igual. Los vecinos los recibieron con palabras de pésame
que Wilhelm y su hijo agradecieron torpemente. La casa
era un caos. Apenas había cuadros, y los pocos que
quedaban estaban rasgados o tenían los bastidores rotos.
Wilhelm insistía en que fuera con él a un hotel, pero René
quería quedarse en casa. A fin de cuentas, aquél había sido
su hogar hasta hacía tres años, le dijo. Pero enseguida
entendió que su padre tenía razón. La casa estaba tomada
por innumerables gatos que se colaban por los cristales de
las ventanas rotas. Maullaban desconsoladamente, porque
hacía días que nadie les echaba de comer. La imagen que
vio René al entrar en la cocina lo iba a acompañar el resto
de su vida, muchas veces convertida en terribles pesadillas
que lo atormentaban. Una viga cruzaba el techo de la
cocina de un extremo a otro. Del centro colgaba el cabo de
una cuerda gruesa que había sido atada a conciencia con
varios nudos. Wilhelm no se percató de aquel detalle hasta
que vio a su hijo con los ojos clavados en el techo, la
mirada descompuesta y un ligero temblor en la barbilla. Se
indignó al ver la cuerda. Empujó al joven para que saliera
de allí, pero él no quería moverse. Se resistió.
—Ha sido ahí, ¿verdad? —preguntó Rene, aunque en
realidad no esperaba ninguna respuesta.
—Creo que sí. Vamos fuera.
—Espera, quiero verlo.
Wilhelm miraba la cuerda y miraba a su hijo.
—La quitaré —le dijo a Rene—. No deberían haberla
dejado ahí.
Mientras su padre buscaba un cuchillo para cortar la
cuerda, Rene imaginaba a su madre colgada del techo, con
los pies desnudos, vestida con una de aquellas túnicas que
siempre llevaba en los últimos tiempos. Trató de imaginar
si sucedió con rapidez o si tuvo tiempo para darse cuenta
de que se moría. Wilhelm sufría al verlo en ese estado, con
la mirada fija en el techo. Con el nerviosismo, se hizo un
corte en la palma de la mano y comenzó a sangrar. Cuando
terminó, volvió a insistir en que debía ir con él a un hotel.
Poco después entraban en el depósito de cadáveres.
René tuvo la sensación de que todo aquello no le estaba
sucediendo a él, sino a otra persona con su mismo aspecto.
Se veía a sí mismo caminar por el pasillo, acompañado de
Wilhelm y de un empleado de la Embajada de España. Era
otro el que respondía a las preguntas; otro el que miraba a
todas partes como si lo que había sucedido no tuviera que
ver con él.
—¿Es usted hijo de la fallecida? —le preguntó un
funcionario turco vestido con bata blanca.
—Sí, era mi madre.
—¿El esposo es usted? —le preguntó a Wilhelm.
Dijo que no, sin dar más explicaciones. René lo miró y
vio la desolación de su cara. Se contagió de su aflicción,
pero en ese momento lo que más le preocupaba era superar
el trámite de identificar el cadáver de su madre. Estaba
asustado y muy nervioso.
—¿El esposo está presente? —insistió el funcionario.
—La señora estaba divorciada de un ciudadano alemán
que falleció hace seis años —explicó Wilhelm con un tono
de voz neutro—. Su hijo es el único familiar directo que
tiene.
René clavó la mirada en su padre con rabia. No era
posible que le hubieran ocultado aquel dato hasta entonces.
Pensó que su vida no le pertenecía, que le habían robado
fragmentos que ahora salían a flote en el momento más
inoportuno. El funcionario turco le pidió a René que lo
acompañara.
El frío era terrible en la habitación. Durante el trayecto
por el pasillo, imaginó que los cuerpos estarían en nichos
cerrados con puertas herméticas de aluminio. Pensó que
sería como en el cine, pero no fue así. El cuerpo de Patricia
estaba sobre una camilla, cubierto con una sábana, en una
habitación desangelada que olía a ácido fénico y a
desinfectante. Supuso que la habrían puesto allí para que
fuera menos traumático para él. El funcionario,
acompañado de un ayudante, destapó el cuerpo de la mujer
y en ese momento a René le flojearon las piernas. El rostro
tenía el color de la cera y los ojos hinchados. La herida que
dejó la cuerda alrededor del cuello resultaba de un aspecto
espeluznante. El cabello estaba enmarañado, como si la
hubieran sacado del mar. El hombre de la bata blanca le
preguntó si la había visto bien. Le respondió con la voz
entrecortada. Sintió un pinchazo doloroso en el pecho.
Rozó el brazo de su madre ligeramente por encima de la
sábana. Nunca supo por qué lo había hecho, pero la
sensación de ese roce permaneció en su memoria, igual
que la imagen de su rostro, durante años. El funcionario le
hablaba, aunque el zumbido en los oídos le impedía
entender lo que le estaba diciendo. Notó que lo agarraba
suavemente por un brazo y tiraba de él. Se dejó llevar.
Al salir, su aspecto era lamentable; Wilhelm le dijo que
se sentara y pidió agua para el chico. Esperaron
pacientemente a que se le pasara el mareo. Después el
funcionario le hizo unas preguntas, rellenó un formulario,
tomó nota de sus datos y le dio el papel para que lo firmara.
En algunos momentos Rene tenía que apoyarse en la mesa
porque se tambaleaba. Y entonces, cuando pensaba que
todo había terminado, oyó la voz de Tuna a su espalda y
sintió una mano en el hombro.
Se volvió sabiendo lo que iba a encontrar. Apenas había
cambiado desde la última vez. Le pareció que seguía igual
de bella y que mantenía el mismo brillo en los ojos.
—¿Cómo te has enterado? —le dijo estúpidamente Rene,
antes de preguntarle cómo estaba.
—Tu padre nos lo dijo.
Aquel plural lo desconcertó. Tuna le dio un abrazo y
apoyó su cara en el hombro de Rene. Lloraba sin hacer
ruido. El sentía el pecho de la chica contrayéndose contra
el suyo. El olor de su cabello lo transportó a otros lugares,
a otro tiempo lejano. Sintió un enorme placer al tener el
cuerpo de Tuna apretado contra él. Presionó un poco más
con los brazos y la besó en la mejilla. No quería separarse
de ella. Las lágrimas de Tuna le mojaban el cuello. Quería
seguir besándola, pero la mirada de Wilhelm lo volvió a la
realidad.
—Hacía más de una semana que no quería abrir la
puerta a nadie —dijo Tuna—. Sabíamos que estaba mal,
pero no podíamos imaginar esto.
—¿Sabíamos?—preguntó René sin entender las
explicaciones.
Tuna se volvió y miró a Wilhelm porque pensó que había
cometido alguna indiscreción. El hombre no hizo ningún
gesto.
—Sí, Salih y yo. La visitábamos a menudo. Pensé que
estabas enterado.
—¿Enterado? ¿Cómo iba a estar enterado? Hace años
que no sé nada de ella.
—Porque dejaste de escribir —dijo sin disimular el tono
de reproche.
—Ella tampoco se esforzó por mantener el contacto.
—Me refiero a mí: dejaste de contestar a mis cartas.
Tuna estaba muy seria y por un instante a Rene le
pareció que su mirada era retadora.
—Sí, tienes razón. Pero ahora no es el momento de las
explicaciones.
—No, no es el momento —repitió ella y volvió a
abrazarse con fuerza.
Antes de dejarlos solos, Wilhelm convino con él en que
se quedarían en un hotel hasta que los trámites estuvieran
acabados. Los dos jóvenes entraron en una cafetería, donde
esperaban reunirse con Salih.
René escuchó sin parpadear lo que Tuna le contó sobre
su madre. Las palabras de la chica lo conmovieron, a la vez
que se sentía dolido por el modo en que se había
desarrollado todo en los últimos años.
—Tu madre no estaba bien desde hacía tiempo —le
reveló sin tapujos—. Quizás no quieras oírlo en este
momento.
—No importa, sigue.
—Desde que tú te fuiste, se había ido quedando muy
sola. Rompió con la mayoría de sus amistades. Sólo estaba
interesada en sus cuadros y sus gatos.
—Como la abuela Arlette —pensó René en voz alta.
—Siempre hablaba de ella. Tu madre tenía algo clavado
aquí dentro que le impedía vivir en paz.
—¿Qué quieres decir?
—Se torturaba porque no había sido capaz de darse
cuenta de lo mal que estaba tu abuela al final de su vida.
—¿Te lo contó ella?
—Tu madre hablaba mucho conmigo. Salih y yo éramos
las únicas personas con las que se relacionaba.
Mientras Tuna le daba algunos detalles del último año,
René pensaba en cómo había transcurrido mientras tanto
su propia vida. Se quedaron en silencio cuando aparecieron
Salih y su hermana Nuray. Se abrazaron. Había demasiadas
cosas que contar, y René empezaba a sentirse muy
cansado.
Los tres amigos de René estuvieron a su lado hasta que
Patricia fue enterrada en el cementerio griego. Se
sorprendió de lo complicados que resultaban los trámites.
Debía resolver muchos asuntos antes de volver a Múnich.
Se sintió desolado cuando Wilhelm le contó la situación en
que vivía su madre. Hacía meses que no pagaba el alquiler;
estaba arruinada hacía tiempo. Había dilapidado la fortuna
del abuelo. René decidió no llevarse nada de aquella casa
que le recordara el pasado. Quería marcharse cuanto antes
de Estambul, y al mismo tiempo había algo que lo retenía
en aquel lugar.
Recibió una llamada de Tuna en el hotel y se citaron
cerca de la universidad. Sabía que tenía que darle alguna
explicación a la chica, pero no imaginó que fuera a suceder
justamente lo contrario. Lo entendió al ver que sus ojos
trataban de decir más cosas que su voz.
—Salih y yo estamos prometidos —le confesó Tuna—. Le
pedí que me dejara contártelo antes que él. Por eso no te
ha dicho nada.
—¿Prometidos? ¿Eso qué significa, que vais a casaros?
¿Desde cuándo estáis prometidos?
—Hace menos de un año.
René trató de mostrarse frío ante la noticia. Prefirió
guardar silencio. Sabía que si hacía más preguntas ella
descubriría su malestar.
—¿No dices nada? —preguntó Tuna al cabo de un rato.
—¿Y qué puedo decir? Sabía que esto iba a ocurrir antes
o después. Me alegro por vosotros. También yo tengo
mucho que contarte, aunque supongo que tendría que
haberlo hecho hace mucho tiempo.
René le habló de Berta y de cómo había cambiado su
vida en Múnich. Le contó algunas de sus frustraciones.
Sentada frente a él, con una taza de café entre las manos,
Tuna escuchó sin interrumpirlo, sin hacer gestos. El le
cogió la mano y se la acarició. Ella hizo un esfuerzo por
sonreírle.
—Me alegro de que me lo hayas contado —dijo Tuna—.
La idea que me había hecho de esa mujer era muy diferente
a la que tú acabas de dar. Llegué a pensar que estabas
enamorado de ella, pero ahora veo que no.
—Wilhelm te habló de Berta. ¿Es así?
—Sí, fue él. Aunque habría preferido que lo hicieras tú.
—¿Y tú? ¿Estás enamorada de Salih?
—Todavía no, pero puedo llegar a estarlo. Y con eso me
basta.
Ahora fue Tuna quien le acarició la mano. René la miró y
le ofreció una sonrisa de derrota. Ella no era capaz de
sonreír.
—¿Has seguido escribiendo? —preguntó Tuna.
—Sí. Ahora escribo más que vivo, y sé que no es bueno.
—No, no lo es.
Los ojos de René brillaron de repente.
—¿Has vuelto a aquella isla? —preguntó el chico—.
Büyükada. ¿Has vuelto alguna vez?
—No, no he vuelto.
—Era un lugar bonito. ¿Lo recuerdas?
—Sí, lo recuerdo.
Por la noche, sentado frente a Wilhelm en el restaurante
del hotel, René miraba a su padre de reojo y escuchaba las
explicaciones pausadas que le daba sobre los trámites que
aún tenían que hacer. En dos días todo estaría terminado y
podrían volver a Múnich. De repente le preguntó a
Wilhelm:
—¿Por qué no me dijiste nunca que venías a Estambul
con frecuencia?
—¿Con frecuencia?… ¿Te lo ha contado Salih?
—No, no ha sido él. Me lo dijo Tuna.
Wilhelm trató de esbozar una sonrisa, pero sólo hizo el
gesto con los labios.
—¿Te parece mal?
—Ni bien, ni mal. Pero me extraña que no me lo hayas
contado.
—Hay muchas cosas de las que tú y yo no hablamos hace
tiempo. Tenía que venir, eso es todo.
—¿Y también tenías que hablarle a Tuna de Berta?
Wilhelm se limpió los labios con la servilleta, la dobló y
la dejó sobre la mesa.
—¿Así que es eso lo que te molesta…?
—No tenías ningún derecho.
—No, no tenía derecho. Eso es cierto. Más bien era una
obligación —el tono de voz de Wilhelm intimidó a su hijo—.
Esa chica y tu amigo Salih son las únicas personas que se
han preocupado por tu madre desde hace tiempo. Ella sí
tenía derecho a saber. Creo que lo tenía. ¿No te parece?
—Tal vez —dijo Rene cambiando de actitud y tratando de
demostrar que no le importaba—. Pero ya somos mayores
para que cada uno solucione sus problemas.
Wilhelm levantó las cejas y dejó caer el tenedor sobre el
plato. Estaba sofocado.
—Quiero que sepas algo, aunque ya sea demasiado
tarde. Tu madre estaba en la ruina, ¿me oyes? —dijo
levantando el tono de voz—. En la ruina física y en la ruina
económica. Si no la has visto en los últimos años, no puedes
entender de lo que te hablo. Necesitaba que alguien se
hiciera cargo de ella. Yo no lo hice como debía, ésa es la
verdad. Y tú tampoco. Ahora no vale de nada lamentarse.
Las cosas pasaron como pasaron y ya está. En el fondo me
alegro de que estuvieras lejos para no verlo. Pero ahora no
pidas explicaciones. Tú eres un cobarde igual que yo. Los
dos somos unos cobardes. Unos putos cobardes.
Wilhelm Nachtwey se levantó rabioso y tiró la silla. La
gente se volvió a mirar. Compuso la figura, levantó la silla
con calma y salió del restaurante del hotel sin apartar la
vista del suelo. René lo siguió con la mirada hasta la
puerta. Dio un puñetazo en la mesa y trató de comer, pero
el estómago se le había cerrado.
Estambul seguía siendo la misma ciudad; era René quien
había cambiado. Estaba convencido de que era así. Le
pareció que hacía siglos que todo seguía igual. Recorrió los
callejones de su infancia, los rincones en los que había
crecido. Durmió mal, soñó con su madre y con aquella
maldita cuerda que vio colgada de una viga del techo. Por
la mañana repitió el rito de los sábados de antaño: fue
paseando hasta el mercado de los libros y entró en la
tienda de Yuksel Mert. Tuna no estaba allí. Una vez dentro
se atrevió a preguntarle al librero por su hija.
—Soy un compañero de la universidad —le mintió,
esperando que no se acordara de él.
Aquella mañana trató de evitar a Wilhelm. Tenía una
nota de su padre disculpándose porque no podía comer con
él. El vuelo de regreso a Múnich era el domingo por la
tarde. Se encerró en su habitación. Estaba cansado de dar
vueltas por la ciudad sin tomar una decisión. Trató de
dormir, pero no podía. Sonó el teléfono. Desde la recepción
le comunicaron que alguien preguntaba por él. Bajó
precipitadamente por las escaleras, sin esperar el ascensor.
Tuna lo esperaba frente a la gran cristalera que daba a la
calle. Estaba espléndida, con el pelo recogido y una sonrisa
que no recordaba a la mujer del día anterior.
—Mi padre me contó que habías estado en la librería —
le dijo sin perder la sonrisa.
René se aturulló como si lo hubieran sorprendido
haciendo una travesura.
—¿Yo?
—¿No estuviste esta mañana preguntando por mí?
—Sí, estuve. La verdad es que estuve.
—Por la descripción no podías ser más que tú.
—Era yo, claro —insistió con torpeza—. Pero no quería
comprometerte. Le dije que era un compañero tuyo de la
universidad.
—Mi padre nunca olvida una cara. Pero sabe fingir muy
bien.
—Lo siento, no quería causarte ningún problema.
—No me lo causas. Supuse que ibas a despedirte. De
todas formas, pensaba llamarte. ¿Cuándo te vas?
—Mañana por la tarde.
La sonrisa de Tuna se ensombreció por un instante.
—Y supongo que será una partida definitiva.
—Supongo —dijo con un tono de voz casi imperceptible
—. Pero podemos charlar un rato, o dar un paseo…
¿Quieres que almorcemos juntos?
—De acuerdo —respondió Tuna sin pensarlo, y
enseguida el gesto de incredulidad de René la hizo reír—.
¿Pensabas que iba a decirte que no?
—En realidad, sí. Antes no era tan fácil quedar contigo.
—Eso era antes. Las cosas han cambiado.
—¿Qué es lo que ha cambiado?
—No sabría explicártelo —dijo Tuna tirando de él—.
Conozco un sitio que te va a gustar.
Era un lugar lleno de turistas, pero en el primer piso
apenas había gente. Por los grandes ventanales se veía el
ajetreo de la calle. Ella lo puso al tanto de sus estudios.
René no se atrevía a preguntar, pero sentía curiosidad por
conocer más cosas. Comieron poco. La mayor parte del
tiempo la pasaron hablando. Al salir a la calle, una brisa
cálida trajo el olor del mar.
—¿Sabes? —dijo René—. No he podido olvidarme aún de
este olor.
—¿Olvidarte? ¿Y para qué quieres olvidarte? Echa fuera
sólo lo que te haga daño. Lo demás no puede molestarte.
¿No te parece?
René la agarró de la mano y tiró hacia él. La retuvo por
el brazo. Ella no intentó soltarse.
—He pensado mucho en ti —le dijo René con gran
esfuerzo—. ¿Y tú?
—También. ¿Acaso lo dudas?
—Me pregunto qué fue lo que hice mal.
Tuna no había dejado de sonreír, aunque él estaba muy
serio. René le acariciaba la frente y dejaba correr sus dedos
hasta la boca. Ella no se movió.
—Nada. No creo que hicieras nada mal. Lo peor de todo
es que no hiciste nada.
La besó. Ella se apartó sin brusquedad.
—La gente nos mira —dijo Tuna.
—¿Y eso te preocupa?
—En este momento es lo único que me preocupa.
El acercó sus labios a la cara de la chica y le susurró
algo que ella apenas pudo entender. Se apartó. Caminaron
rozándose las manos pero sin agarrarse. No hablaban, sólo
se miraban. Ninguno de los dos marcaba el camino y sin
embargo llegaron hasta la puerta del hotel sin
proponérselo.
—¿Quieres subir? —preguntó René.
Ahora ella no sonreía. Estaba apurada. René no sabía si
aquel gesto era de rabia o de timidez. Respiraba deprisa,
como si estuviera fatigada. Se mordió los labios y cerró los
ojos unos segundos. Fue a decir algo y se arrepintió.
Tragaba saliva con dificultad. Miró a un lado y a otro como
si temiera que todo el mundo estuviera pendiente de ella.
—¿Quieres subir? —le volvió a preguntar, ahora al oído.
Sentada sobre la cama, con los brazos cruzados para
cubrir su desnudez, Tuna era incapaz de decir nada.
Respondía con monosílabos, y cada respuesta le suponía un
enorme esfuerzo. Le había quitado la ropa muy despacio,
con dulzura, besando cada nuevo fragmento de piel que
descubría bajo la tela. A pesar del calor, ella tenía la piel
erizada. Cerraba los ojos y procuraba calmar su agitación
respirando despacio. Se dejó llevar. Se abrazó a aquel
cuerpo que le resultaba extraño y se guio por sensaciones
que le eran conocidas: los labios de Rene, el tacto de sus
dedos, su olor, el sonido de su voz. El miraba su cuerpo
desnudo y se recreaba con caricias que nunca terminaban.
—No estés nerviosa —le dijo Rene.
—No estoy nerviosa —respondió ella con voz
entrecortada—. Estoy asustada.
—Pues no estés asustada.
—¿Y cómo se hace eso?
—Imagina que estamos en Büyükada, debajo de los
pinos; que es finales de verano y el cielo está encapotado,
negro; que entre los nubarrones asoman a veces tibios
rayos de sol. ¿Puedes imaginarlo?
—Sí.
Tuna sintió que toda aquella tormenta de septiembre,
contenida durante años, descargaba ahora sobre ella, que
colapsaba sus sentidos, que se escurría por todo su cuerpo
hasta empaparla. Levantó las rodillas y presionó con todas
sus fuerzas el cuerpo de René hasta sentir dolor.
Cuando Tuna deshizo el abrazo, él contempló su cuerpo
desnudo, exhibido ahora sin pudor, mientras acariciaba con
el reverso de la mano sus caderas. Respiraba
profundamente, inclinada para ver la expresión de René. La
besó en el estómago y se puso de rodillas sobre el colchón.
—¿Qué pasará ahora? —preguntó René.
—¿A qué te refieres?
—A ti, a mí, a Salih.
—A Berta.
—Sí, también a ella.
René le ofreció una sonrisa triste, forzada. Le acarició
los pezones y percibió un ligero temblor. Tuna cerró los
ojos, pero enseguida los abrió. Le apartó la mano y se
incorporó. Apoyó la espalda en el cabezal de la cama.
—Creo que no la quieres, y sin embargo sé que no la vas
a dejar —dijo Tuna—. Lo único cierto para mí es que
mañana te vas, y me temo que para siempre. Dentro de
unos meses, quizás antes, parecerá que esto no ha
sucedido.
—No, no es verdad.
Tuna se levantó y comenzó a vestirse muy despacio.
Evitaba mirar a René a la cara.
—¿Te vas ya?
—Sí, no puedo quedarme más. Sigo estando atada a mi
familia.
—Quédate.
—Eso debería decirlo yo, ¿no te parece?
Se vistió delante del espejo, sin prisas, como si el tiempo
no existiera. Finalmente se sentó en el borde de la cama y
le puso la mano en la mejilla a René. Lo besó con un roce.
—Seguramente no vamos a vernos nunca más —dijo
Tuna—. Pero no quiero que pienses que es por mi culpa —le
tapó la boca para que no la interrumpiera—. No digas nada.
Déjame hablar. Te vas mañana. Tú ya sabes lo que siento.
Creo que te lo acabo de demostrar. Tengo derecho a saber,
pero no voy a preguntar. No sé lo que pasa por tu cabeza.
Casi preferiría no saberlo, pero voy a hacer algo de lo que
no me gustaría arrepentirme —hizo una pausa, respiró
profundamente y continuó hablando—. Si tú me lo pides,
romperé mi compromiso con Salih. Sólo necesito que me lo
pidas. No, ahora no. Piénsalo. No quiero que lo hagas en un
arrebato. Dímelo una sola vez y lo dejaré. Si lo haces,
estaré contigo hasta que te canses de mí, hasta que me
eches de tu vida. Te esperaré aquí o te seguiré a donde me
digas. Me tendrás para siempre. Sólo debes pedírmelo.
Estaré en mi casa hasta el momento en que tu avión
despegue. Después no me busques jamás en ninguna parte,
porque estaré escondida en el último rincón del mundo
llorando hasta que no me queden lágrimas ni fuerzas.
Se levantó, salió despacio y cerró la puerta con cuidado.
Rene se cubrió con la sábana, cogió la almohada y se
empapó del olor de Tuna. Quería llorar pero no podía.
Apretó la cara contra la almohada hasta que le faltó la
respiración. Aguantó y siguió apretando. Cuando volvió a
respirar estaba congestionado.
Aquélla fue la noche más larga de su vida. Recorrió las
calles de su antiguo barrio. Bajó hasta el puente Gálata y
caminó por el embarcadero de Eminónü. Vagó entre las
basuras que se amontonaban en las calles adoquinadas
alrededor del Gran Bazar. El amanecer lo sorprendió en los
jardines frente a la Mezquita Azul. Se marchó de allí
cuando comenzaron a llegar los primeros turistas. Le
escocían los ojos. Levantó la cabeza y trató de elevarse con
la mente por encima de las siluetas de los árboles y de los
tejados. La brisa del mar inundó sus pulmones. La sirena
de un barco mercante rompió el silencio.
Cuando el avión despegó del Aeropuerto Internacional
Atatürk, René estaba agotado. A través de la ventanilla vio
cómo la pista se hacía pequeña y quedaba atrás. Las
siluetas de los edificios se fueron confundiendo con el azul
del mar. Padre e hijo permanecían en silencio, perdido cada
uno en sus propios pensamientos. Pensó en Tuna; no había
dejado de pensar en ella desde la tarde anterior. Cerró los
ojos y se mordió los labios. Y, entonces, por primera vez en
su vida sintió que las lágrimas humedecían sus mejillas y
empezaban a escurrirle hasta la comisura de los labios.
Percibió el sabor salado. Le temblaba la barbilla. Apoyó la
cabeza en la ventanilla del avión y pronunció en voz baja el
nombre de Tuna. Lo repitió. Tuna. Otra vez. Tuna. Otra vez.
12.
Se casaron a comienzos de 1975. Emin Kemal se acercaba
a los cuarenta años y Derya iba a cumplir veintiséis. Estaba
embarazada de tres meses. La ceremonia sólo fue un
trámite. No lo celebraron, ni lo hicieron público más que a
los amigos muy cercanos. El escritor parecía recuperado.
Sin embargo, cuando se enteró de que iba a ser padre
había sufrido una crisis nerviosa. Después de la boda
experimentó una mejoría: recobró el color, salía a la calle
con frecuencia, dormía algunas noches y escribía con
regularidad. El ánimo de Derya se fortaleció con la nueva
situación de Emin. Cuidaba del escritor, se encargaba de
que nada lo perturbase, lo acompañaba a todas partes,
pasaba a veces largas tardes de charla con Helkias y su
marido en casa de Ismet.
Emin Kemal era un escritor conocido fuera de su país. El
número de traducciones de su obra crecía, y Derya se hacía
cargo de todo. Ella era la que revisaba los contratos de
edición, la que cobraba los derechos, la que hacía de
intermediaria con la prensa. El escritor era reacio a las
entrevistas; detestaba posar para una fotografía. Ni su
esposa ni Ismet conseguían convencerlo de que aquello
formaba parte del mundo en que ahora se desenvolvía.
—Tú vales más de lo que quieres hacerte creer a ti
mismo —le decía Derya cuando lo veía desanimado, o
cuando la mirada de su esposo se perdía en el espacio en
mitad de una conversación.
Derya comenzó a pedir consejo a Ismet sobre la manera
de llevar los asuntos de su marido. La relación que tenía
con el judío se hacía cada vez más estrecha. Fue a Ismet
a quien acudió cuando su marido mostró de nuevo
síntomas de desequilibrio, pocas semanas antes del parto.
Le contó que Emin había desaparecido.
—En mitad de la noche comenzó a palparme la barriga y
me preguntó qué íbamos a hacer cuando naciera el niño —
le contó desolada—. Luego empezó a ponerse cada vez más
nervioso. Daba voces y me hablaba como si yo lo hubiera
amenazado. Nada de lo que decía tenía sentido.
—¿Ocurrió algo ayer que pudiera alterarlo?
—Nada. Se comportó con normalidad durante todo el
día. Le hablé del parto, del hospital. Le dije que cuando
naciera el niño algunas cosas tendrían que cambiar.
—Fue eso —aseguró Ismet—. Hasta ahora Emin no se ha
dado cuenta de que tu embarazo es real. Para él las cosas
no suceden hasta que no las escribe, y seguramente está
escribiendo sobre eso —Ismet le acercó la mano a la
barriga. Ella se la retuvo y la apretó—. Ahora no deberías
preocuparte más que de esto. Voy a buscarlo y a tratar de
que se tranquilice.
—Eres muy bueno conmigo —dijo Derya—. Quiero que
sepas que te estoy muy agradecida.
Los nervios de Derya adelantaron la fecha del parto.
Pocos días antes, Ismet había tenido que hacerse cargo de
su amigo e ingresarlo en un hospital hasta que su esposa
diera a luz. Nació a finales de mayo y fue una niña. Derya
estuvo cuatro días en el hospital. Ismet se ocupó de todo.
Orpa no se apartó de la madre ni de la recién nacida hasta
que se aseguró de que estaban bien. Ismet se lo había
pedido.
—¿Cómo la vais a llamar? —preguntó Orpa cuando tuvo
a la niña por primera vez en brazos.
Derya la miró como si no entendiera la pregunta. Estaba
agotada por el esfuerzo del parto. Rompió a llorar.
—No lo sé, no lo he pensado —dijo angustiada—. Que lo
decida Emin. Yo no puedo pensar en eso. Que lo decida él.
Derya estuvo casi un mes llorando. Ismet y Orpa se
hicieron cargo de ella. Basak, mientras tanto, visitaba a
Emin todos los días y pasaba horas con él. No se atrevió a
decirle nada de su hija hasta que Emin se lo preguntó.
—¿Ha nacido ya? —dijo como si volviera de un lugar
muy lejano.
—Sí, anoche.
—¿Y está sano?
—Es una niña. La madre y la hija están bien —dijo Basak
y lo pensó antes de preguntarle—: ¿Cómo te gustaría que
se llamara?
—Aurelia —respondió Emin Kemal al cabo de un rato—.
Me gustaría que se llamara Aurelia.
—¿Te gusta ese nombre? No es turco.
—Lo sé. Es uno de los mejores libros de Nerval. Me
gusta ese nombre: Aurelia.
Basak no quiso contradecirlo. Se lo comunicó a Ismet y
éste se lo dijo a Derya. La inscribieron en el registro con el
nombre de Aurelia. Era una niña sana que dormía mal.
Cuando Derya se quedó a solas con su hija en casa por
primera vez, se sintió desolada. Lloró durante horas sin
encontrar consuelo a su angustia. El llanto de la niña le
destrozaba los nervios. Se pasaba las noches en vela,
tratando de que Aurelia durmiera un rato para echarse en
la cama y cerrar los ojos. Se volvió irascible. Emin Kemal
había sufrido un empeoramiento. Los médicos le
aconsejaron a Ismet internarlo en un centro donde
recibiera tratamiento prolongado. Derya consintió cuando
se lo propuso. Dio su autorización y lo llevaron a un centro
en el bosque de Belgrado.
—Ahora soy yo la que va a enloquecer —le dijo al judío
dos semanas después de volver a casa con su hija—. No
puedo dormir, ni descansar. La niña está siempre alterada.
No come. Llora a cada momento.
El médico aseguraba que Aurelia tenía buena salud,
aunque era una niña inquieta. Ismet lo sabía y trataba de
animar a la madre.
—Si tú estás irritada, ella estará irritada —le dijo
buscando una solución.
—¿Y cómo no voy a estar irritada? Esto es una locura.
Voy a terminar en un manicomio, como Emin.
—No digas eso. Buscaré a alguien que te ayude.
Fue Orpa quien logró que la situación se normalizara. Se
trasladó a la casa de Emin durante unos días y consiguió
que la niña empezara a dormir poco a poco. La esposa de
Basak tenía más de cuarenta años y había renunciado a la
maternidad. Las tres hijas de su marido eran como sus
propias hijas. Encontrarse ahora con una niña recién
nacida entre los brazos le despertó unos sentimientos que
ya creía olvidados. Se estremecía al pensar que aquella
criatura era de Emin. Sin duda, ésa era la razón para estar
con ella y aguantar con paciencia los arrebatos de la
madre. En cuanto Derya se recuperó del parto, empezó a
dejar a la niña en casa con Orpa. Fue a visitar a Emin al
manicomio y lo encontró en un estado lamentable. Las
descargas eléctricas lo debilitaban y, a veces, olvidaba
dónde se encontraba o quién era. Derya le pidió a Ismet
que la acompañara, porque aquel lugar le parecía
aterrador. La confianza entre los dos fue creciendo. Ambos
se hicieron cargo del trabajo de Emin. Consiguieron que
nadie conociera la situación en que se encontraba el
escritor. Ismet corregía la obra de Helkias y preparaba la
edición del siguiente libro. Contestaba a las cartas por
Emin, concedía alguna entrevista por teléfono e incluso
firmaba documentos y contratos en su nombre.
Cuando Orpa le explicó a Derya que debía volver a su
casa, junto a su marido y sus otras hijas, la mujer del
escritor sintió que la empujaban a un precipicio.
—No puedes hacerme eso —le dijo Derya—. Sabes que
Aurelia sólo se tranquiliza si está contigo.
—Yo tengo que atender a Basak y a sus hijas —se excusó
Orpa con gran dolor.
—¿Y qué voy a hacer yo ahora? Tengo que estar con
Emin. El también me necesita.
Entre Ismet y Derya trataron de encontrar una solución.
Ismet habló con Basak y le contó lo que sucedía.
—Derya no está preparada para criar a una niña —le
explicó—. La situación en que se encuentra Emin ha
terminado por desbordarla. Dice que tiene los nervios
deshechos, que necesita calma para pensar en todo lo que
le está pasando.
—Sí, tiene motivos para estar nerviosa. Pero ¿qué puedo
hacer yo? Tu hermana no puede hacerse cargo de la niña.
En casa tiene mucho trabajo.
—Lo sé, lo sé. No pretendo que abandone sus
obligaciones con la familia. Ella piensa que tal vez podríais
haceros cargo de Aurelia en vuestra casa —le dijo Ismet y
observó la reacción de su cuñado—. Es de manera
provisional, hasta que Emin salga y los dos puedan vivir
como una familia normal con su hija.
Basak habló con Orpa. La mujer se sintió desconcertada
con aquella propuesta, pero al mismo tiempo deseaba sacar
a la niña del infierno en el que estaba empezando a vivir.
Aceptó sin pedir más explicaciones, convencida de que
aquélla era la única solución beneficiosa para la niña.
Aurelia fue a vivir con la familia de Basak antes de cumplir
seis meses. Para Derya fue una liberación. Al principio iba a
verla con cierta frecuencia, pero poco a poco le dedicó más
tiempo a Emin y a sus intereses literarios. Las visitas de
Derya resultaban terapéuticas para el escritor. En unos
meses empezó a mostrar síntomas de mejoría, aunque los
médicos no aconsejaban que volviera a casa aún.
Mientras tanto, Ismet sucumbió a la atracción de Derya.
Hacía tiempo que soñaba con ella. Cada vez que la mujer se
abrazaba a él llorando, le temblaban las manos al rodear su
espalda. Eran instantes en que su turbación le impedía
entender lo que estaba sucediendo. Luego recreaba esos
momentos en la oscuridad de su dormitorio. Dejó de luchar
contra aquel deseo feroz que lo atormentaba desde hacía
tiempo. La primera vez que acarició la piel de la mujer, le
pareció que le faltaba el aire. Era torpe y no tenía
experiencia. Fue ella quien le mostró el camino y dirigió
sus manos y sus sentidos. Después, aquel contacto con su
cuerpo desnudo se convirtió en una necesidad. Le gustaba
abrazarla sobre la cama, sin ropa, y oír cómo ella le
agradecía que lo hiciera.
—No me dejarás sola, ¿verdad?
—No, no te dejaré.
—¿Estarás conmigo pase lo que pase?
—Pase lo que pase.
Fueron dejando de hablar de Emin. Los dos lo visitaban
por separado. Ismet sentía que así limpiaba un poco su
mala conciencia. Con cada visita se convencía de que su
amigo no saldría de allí en mucho tiempo. Sabía que si
Emin volvía a casa, su relación con Derya se acabaría. Se
sentía un sustituto de su amigo y, a pesar de todo, no
quería renunciar a ese papel. Hizo lo posible para que su
hermana y Basak no sospecharan lo que estaba sucediendo.
A veces sufría arrebatos de arrepentimiento y procuraba
apartarse de Derya por un tiempo. Se encerraba entonces
con Helkias en casa, o interrumpía las visitas por las
noches. Pero eran impulsos que duraban poco. Ella lo sabía
y procuraba dejar que aclarase sus ideas él solo. Estaba
segura de que Ismet no renunciaría a ella fácilmente.
Derya siguió acudiendo a la casa de Basak para ver a su
hija. Se había dado cuenta de que con su presencia Orpa se
volvía arisca. Ya no era la mujer dulce de otros tiempos.
Era hostil con Derya. Sabía que se había encariñado con
Aurelia como si fuera su propia hija. Dejó que los
sentimientos crecieran, e incluso los fomentó. La crianza de
la niña se convertía a veces en motivo de discusión entre
Basak y su esposa. Orpa empezó a vivir sólo para la niña, y
él le advertía que aquello la iba a hacer sufrir en el futuro.
—¿Sufrir? ¿Y no se sufre más viendo a una criatura
indefensa en manos de una mujer que no siente cariño por
ella?
—Tú no eres quién para juzgar a nadie. El cariño no se
mide.
—El cariño se mide, igual que se mide el dolor.
Aurelia aprendió a caminar en aquella casa, aprendió a
hablar en aquella familia. Incluso repetía las palabras en
sefardí que escuchaba de Orpa. Para Aurelia, ella era su
única madre. Orpa ignoraba lo que estaba sucediendo entre
Derya y su hermano Ismet. Cada vez veía con más recelo
las visitas de la madre. Le molestaba incluso que Basak la
tratara con cortesía.
A comienzos de 1977, Emin volvió a casa. Había perdido
peso y no era ni la sombra del hombre que todos conocían.
Orpa fue la más impresionada por el cambio del escritor.
Emin hablaba de forma pausada, como si la lengua no le
cupiese en la boca. Apenas tenía reflejos para responder a
los estímulos, pero parecía recordar detalles del pasado
como si hubieran sucedido en ese instante. Ismet y Derya
hicieron lo posible para que se sintiera bien en casa. No se
apartaban de su lado. Basak empezaba a darse cuenta de
que la relación entre su cuñado y la esposa de Emin no era
sólo amistosa. Veía cosas que no era capaz de explicar.
Cuando se lo contó a su esposa, Orpa reprimió su rabia y
no dijo nada. La devoción que siempre había sentido por
Ismet le impedía hablar abiertamente de sus sospechas. Se
ofreció con gusto a llevarle la niña a Emin cuando la madre
se lo pidió. El escritor la sentó en sus piernas y le preguntó
cómo se llamaba. Ella no supo responder.
—Se llama Aurelia —le dijo Orpa—. Como tú querías.
Emin le sonrió a la niña, le hizo algo parecido a una
caricia y la dejó en el suelo. Dos días después volvió a
entrar en el manicomio con un brote psicótico. Sólo Orpa
entendió que era para siempre.
Derya se guiaba por los consejos de Ismet. Había
perdido la esperanza de que Emin se recuperase. Le dejó al
judío la responsabilidad de contestar la correspondencia
del escritor y a las invitaciones que recibía. Todo había
comenzado como una manera de ganar tiempo hasta que la
salud mental del escritor mejorase, pero terminó por
convertirse en una costumbre.
—Esto se descubrirá algún día y será un escándalo —le
dijo Ismet después de que su amigo fuera internado por
última vez.
—No podemos hacer otra cosa.
—Sí: podemos contar la enfermedad de Emin. Y nadie se
escandalizaría.
—Echaríamos a perder su carrera.
—Su carrera ya está terminada—insistió Ismet—. Emin
no va a recuperarse. Su declive es definitivo.
—No voy a consentirlo —dijo Derya fuera de sí—. No voy
a permitir que todo se venga abajo. La vida está llena de
mentiras, y una más no va a cambiar nada.
La influencia que la mujer ejercía sobre Ismet le impedía
actuar por su cuenta. Se dejaba llevar por las decisiones de
ella. La fascinación por la mujer lo cegaba. Se había
convertido en una persona imprescindible en su vida.
Siguieron firmando contratos, rechazando invitaciones
al extranjero, representando el papel de Emin. En los
círculos literarios se creó cierto misterio en torno a la
personalidad del poeta. Entre los lectores corrió una
leyenda que nadie se encargó de desmentir.
El despego de Derya por su hija era cada vez mayor. Sin
embargo, se recreaba en sus visitas a la casa de Basak
porque comprendía que era una forma de que Orpa
recordara siempre quién era la verdadera madre de
Aurelia.

En diciembre de 1977, un acontecimiento fortuito


provocó una catástrofe cuyas consecuencias en aquel
momento nadie imaginaba. Un incendio en la casa de lsmet
Asa arrasó el edificio, y un hombre murió carbonizado.
Ocurrió a primera hora de la noche, cuando los vecinos se
disponían a ir a la cama. El humo los alertó, y salieron a la
calle cubiertos con mantas, sin tiempo para vestirse. La
mayor parte de las casas estaban deshabitadas. Apenas
vivía allí media docena de personas que hacían frente a las
grietas y a la amenaza de ruina. El fuego se produjo en la
casa de Ismet, pero las vigas y los suelos de madera
ayudaron a que se propagara por el resto de la finca en
poco tiempo. El vecindario se lanzó a la calle bajo el frío y
la humedad de la noche. Cuando llegaron los bomberos, el
edificio se estaba derrumbando.
Derya e Ismet estaban en la cama, en casa de Emin,
cuando escucharon el timbre y unos golpes arrebatados en
la puerta. Se apretaron el uno contra el otro como si
hubieran entendido a la vez que aquello era un mal
presagio.
—No abras —le pidió Ismet—. No puede ser nada bueno.
Los golpes seguían quebrantando el silencio de la casa.
—Si no abro, tirarán la puerta abajo —dijo Derya.
—Entonces iré yo.
—No: no quiero que nadie sepa que estás aquí.
Se vistió precipitadamente y corrió hasta la puerta
componiéndose el cabello con las manos. Cuando vio a
Basak tan alterado, dio un paso atrás. El hombre hablaba
atropelladamente y no se le entendía. El mismo se dio
cuenta y trató de calmarse.
—Ha ocurrido una desgracia. El edificio de Ismet se ha
venido abajo.
—No es posible.
—Un incendio. Vengo de allí. Han encontrado un cuerpo,
pero no sé si es el de Ismet. Necesito que te quedes junto a
mi esposa mientras yo trato de averiguarlo. Ella todavía no
sabe nada y temo que se entere antes de que yo regrese.
Derya estaba horrorizada. Cogió las manos de Basak y
tiró de ellas con fuerza.
—Cálmate —le gritó—. Ismet está bien. No le ha
sucedido nada.
Basak la miró perplejo.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé. Ismet está bien.
—¿Lo has visto?
Ismet apareció a medio vestir. Había escuchado las
palabras de su cuñado. Basak miró sus ropas, los pies
descalzos: luego lo miró a los ojos y le transmitió su
confusión.
—Tengo que ir —le dijo Ismet a Derya—. Puede ser
Helkias.
—Espera, no puedes salir así. Deja que sea Basak quien
lo averigüe.
Ismet dejó caer todo el peso de su cuerpo contra la
pared. Estaba pálido. Se cubrió el rostro con las dos manos
y comenzó a sollozar.
—Iré yo —dijo Basak—. Pero quiero que vayáis a mi casa
y os quedéis con Orpa hasta que yo sepa algo.
El derrumbe del edificio dejó una terrible mella entre las
fachadas de una calle estrecha a la que apenas llegaba la
luz del sol. El caos se adueñó del vecindario. El cordón de
la policía le impidió a Basak acercarse lo suficiente. Los
datos eran contradictorios. Consiguió que un policía le
contara que habían encontrado el cuerpo calcinado de un
hombre entre los escombros, pero nadie más se lo
confirmó. Basak tuvo que acudir a sus amigos para
enterarse de lo que realmente había sucedido. Lo que
apareció entre los escombros y las vigas humeantes fue el
cadáver de Helkias Helimelek. Nadie en el vecindario
conocía la existencia de aquel hombre. Por eso todos
declararon que era un judío de unos cincuenta años que se
llamaba Ismet Asa. Tenía una hermana que vivió con él
hasta que se casó. No recordaban haberla visto después
por allí. Los vecinos del edificio apenas tenían trato con
Ismet. Contaron que era un hombre algo raro, pero
educado, y que apenas se relacionaba con ellos. Era dueño
de una imprenta.
Cuando Basak contó en su casa todo lo que había
averiguado, sembró la desolación. Orpa se dispuso a acudir
a la policía con su hermano, pero Derya se lo impidió.
Había estado dándole vueltas en la cabeza a aquella
catástrofe durante horas.
—No vas a ir a ninguna parte —le dijo Derya mientras
los demás la miraban desconcertados aún por los
acontecimientos—. Nadie va a resucitar a Helkias, ni
tampoco nos vamos a librar del dolor de su muerte
corriendo a contar a todo el mundo la confusión que se ha
producido. ¿Piensas que a éj le habría gustado que su
nombre saliera a la luz ahora?
Derya cogió a Aurelia y la abrazó en un gesto teatral.
Orpa sintió, al verla, que la sangre se le agitaba. Hacía
tiempo que no soportaba ver juntas a la madre y a la hija.
Hizo un esfuerzo por contener la ira. Escuchó lo que Derya
proponía y no fue capaz de interrumpirla. Sus ojos no se
apartaban de la niña.
—No vamos a ir a ninguna parte. Dejaremos que todos
crean que ha sido Ismet quien ha muerto. Eso no hace daño
a nadie, y sin embargo puede ser beneficioso para Emin.
—¿Para Emin? —preguntó Basak sin entender lo que
pretendía—. ¿En qué puede beneficiar esto a Emin?
Derya continuó, sin perder el aplomo. Parecía que todo
lo tuviera planeado desde hacía tiempo, pero era producto
de la improvisación.
El cadáver que apareció en las ruinas del edificio
incendiado fue el de Ismet Asa, judío, nacido en 1930,
soltero. Vivía solo desde que su hermana se casó. Nadie
reclamó el cuerpo para enterrarlo. Se investigaron las
causas del incendio y se llegó a la conclusión de que se
había originado en la casa del fallecido, probablemente por
la combustión de sus ropas en un brasero al quedarse
dormido.
Ismet colaboró en aquella farsa, aunque le supuso
romper la relación con su hermana. Durante meses se
encerró en casa con Derya y no abrió ni siquiera las
ventanas para que nadie lo viera. Los argumentos que ella
dio para actuar así le parecieron convincentes. En realidad,
Ismet estaba impresionado y dolido por la muerte del
anciano. Ni siquiera lo consolaba la idea, repetida con
insistencia por Derya, de que Helkias tenía ya cerca de
noventa años y su vida no se iba a prolongar mucho más.
Cuando le explicó con detalle sus planes, el judío se asustó.
—Ismet Asa está muerto —dijo Derya—. Tienes que
convencerte de eso. Ahora te llamas Emin Kemal. ¿Me has
entendido? Emin Kemal.
No era capaz de oponerse a sus planes. En su
pensamiento sólo había miedo y confusión. Las horas se
sucedían como una larga pesadilla. Un día Derya llegó a
casa y le dijo:
—Nos vamos de Estambul. Nos marchamos para
siempre de este país.
—Pero eso es imposible. Estoy muerto. No existo —y al
pronunciar aquellas palabras pensó que era verdad.
Después la escuchó sin interrumpirla. Le pareció que
huir de allí era la mejor solución. En un mes, Derya
consiguió un pasaporte y una tarjeta de identidad nacional
a nombre de Emin Kemal, pero con la fotografía de Ismet.
No le resultó difícil. Sólo tuvo que acudir a las viejas
amistades de otros tiempos. El internamiento de Emin en el
manicomio contribuyó a que los trámites se agilizaran.
Cuando se los puso a Ismet entre las manos, él la miró
aterrado.
—Pero estos documentos son falsos —dijo el judío fuera
de sí.
—Tranquilízate, porque han salido del mismo sitio que
los auténticos. Nadie puede decir que este pasaporte es
falso, me lo han asegurado. Sólo alguien que conozca a
Emin Kemal se daría cuenta del engaño.
—Te has vuelto loca.
—No, no me he vuelto loca. Sólo quiero salir de aquí y
que tú tengas la oportunidad que te mereces.
—¿Y Emin? ¿Qué pasa con Emin?
—¿Crees que alguna vez saldrá de allí?
—Probablemente no, pero no podemos abandonarlo así.
Derya se armó de valor y pronunció las frases que había
ensayado.
—Emin morirá pronto —dijo tratando de que sus
palabras resultaran convincentes—. Está muy enfermo. Los
médicos dicen que el tratamiento es agresivo y que no
durará mucho. Está desarrollando enfermedades que no
tenía antes.
—¿Va a morir?
—Sí, y no podemos remediarlo.
—Esperaremos hasta que ocurra. Entonces, nos
marcharemos para siempre.
—No podemos esperar. Tienes invitaciones para viajar a
Francia y Alemania. Ahora tú eres Emin Kemal. No lo
olvides.
Derya relató una cadena de mentiras ante Orpa y Basak
sobre las enfermedades de su marido. Ninguno de los dos
podía entender la falta de escrúpulos de aquella mujer.
Pero Orpa, cuando se quedó a solas con su esposo, quiso
poner un poco de orden en todo aquel despropósito. Estaba
muy dolida con su hermano. Según ella, Ismet había
enloquecido por culpa de Derya.
—Deja que se vaya —le dijo a su marido—. Si se queda,
terminará por destruirnos. Además…, la niña…
—¿Qué pasa con la niña?
—Con el tiempo sólo le provocará sufrimiento a nuestra
Aurelia.
—Es su hija. No lo olvides nunca.
—No lo olvidaré mientras viva, pero ella no tiene que
pagar por los actos de su madre.
Basak agachó la cabeza y la encogió entre los hombros.
Estaba desolado. Pensaba que todos a su alrededor habían
enloquecido.
13.
Durante dos días estuve buscando excusas para retrasar mi
marcha. Daba vueltas por la habitación del hotel sin
separarme del teléfono móvil. Cuando estaba en la calle, lo
llevaba en la mano por si sonaba y no lo oía. Me costaba
trabajo entonces entender lo que me estaba sucediendo. Ni
siquiera en la adolescencia recordaba haber sentido cosas
parecidas. Escribía la mayor parte del tiempo. Le mandé un
largo correo a Angela Lamarca contándole la verdad sobre
mi viaje a Estambul; era justo que lo supiera. Visité a Basak
para despedirme y le dije que aún tenía algunas cosas
pendientes antes de marchar. Aurelia me llamó en dos
ocasiones, pero no quise contestar. Finalmente recibí la
llamada de Salih.
—¿Cuándo te vas?
—Debería haberme ido ya —respondí con desánimo—.
Tengo que decidirme enseguida.
—Quería hablarte de esta mujer: Derya—me dijo como si
la tuviera delante de él—. No he parado de pensar en esa
historia tan truculenta que me contaste. Me pediste que te
informara…
—¿Ha muerto?
—No, amigo, no ha muerto. No te llamo por eso, aunque
el problema es serio. Las heridas se curarán, pero tiene
alguna psicopatía que habría que estudiar.
—¿Quieres decir que está loca?
—Yo no diría tanto, aunque necesita cuidados. Tú
conoces a su hija.
—Ya te dije que sólo la he visto en una ocasión.
—Sería aconsejable informar a algún familiar de que la
van a internar en una clínica.
Salih me dio unas explicaciones técnicas a las que no
presté mucha atención. Durante todo el tiempo estuve
conteniéndome para no hablar de lo que realmente me
angustiaba. Antes de despedirme, me atreví por fin a decir:
—No me ha llamado.
—¿Quién? —me dolió que Salih no supiera de lo que le
hablaba.
—Tuna —le dije bajando la voz como un niño
avergonzado.
—Sí, lo sé. Anoche estuve hablando con ella y estaba
muy confusa. No sabe si quiere verte o no. En realidad sí lo
sabe, pero no quiere reconocerlo.
—¿Crees que debería llamarla yo?
—No la llames —respondió contrariado—. También yo
tengo interés en que salga de su gruta, pero debe hacerlo
convencida. Me duele ver cómo consume su vida. La
aprecio de verdad; supongo que como tú. ¿No es así? —Sí.
—Necesita un poco de tiempo para aclarar sus ideas.
—Pero yo no tengo ese tiempo.
Me aferré a lo único que me podía salvar de aquella
incertidumbre: la escritura. El borrador de la historia que
estaba escribiendo fluía con una normalidad que me
resultaba extraña. No recordaba haber escrito tanto y tan
seguido en ninguna etapa de mi vida. Aquella noche volví a
la antigua Luna Roja. Me producía tristeza mirar las mesas,
que parecían salvadas de un naufragio. Las paredes
guardaban secretos que ahora yo conocía. Allí Emin Kemal
había escrito una parte de su obra, que quedaría inédita
para siempre. No podía quitarme de la cabeza la imagen
del escritor sentado en una silla de ruedas. Escribí sobre
una de las mesas y allí mismo decidí titular mi novela con el
antiguo nombre de aquel café, como hizo él.
El teléfono sonó mientras desayunaba. Sentí una
sacudida en el corazón. Antes de contestar, sabía que era
ella. Sólo dijo:
—Hola, Rene. Soy Tuna.
Me aferré al teléfono como si temiera que ella pudiera
escaparse. Su voz sonaba apagada, temblorosa. También yo
le respondí con palabras entrecortadas. Era difícil que no
se diera cuenta de mi nerviosismo.
—Tendría que haberte llamado antes —me dijo con
dulzura—. Pero me ha costado mucho trabajo decidirme. Y
no sé si he hecho bien.
—Has tomado la decisión adecuada —le respondí para
quitar tensión. Ella rió y enseguida recordé su cara a los
veinte años, sus ojos, los labios dibujando una sonrisa.
Sabía que si ahora hablaba lo haría con torpeza. Por eso la
dejé seguir.
Nos costó trabajo decidir un lugar para vernos. Los
cafés de hacía treinta años ya no existían. Nos citamos a
primera hora de Ja tarde en el mercado de los libros. Llegó
con retraso. Nos dimos dos besos conteniendo el
nerviosismo. Ella tenía cincuenta años y hacía casi treinta
que no nos veíamos, pero la habría reconocido en cualquier
parte en que la hubiera visto. Al contemplarla, estaba
contemplándome a mí mismo. Por su pensamiento pasaban,
sin duda, ideas parecidas a las que pasaban por el mío.
Seguía siendo una mujer muy bella. Tenía una mirada
cansada. Sus manos estaban más delgadas y huesudas.
Temblaban cuando me apretó el brazo. Ninguno de los dos
sabíamos qué decir ahora. Nos miramos mucho tiempo en
silencio.
—¿Nos sentamos? —me preguntó señalando el gran
árbol central que presidía el patio del mercado. Hacía frío,
pero no puse ninguna objeción—. Hace mucho tiempo que
no vengo por aquí: desde que mi padre murió. He pasado
muy buenos momentos en este lugar… Pero dejemos la
nostalgia. Seguro que tienes muchas cosas que contar.
—Sí, pero no sabría por dónde empezar.
—Empieza contando que te casaste, que tuviste muchos
hijos, que te divorciaste, que te volviste a casar, que has
sido feliz a ratos, que te has acordado de vez en cuando de
aquella chica que se quedó en Estambul. Dime que la vida
te ha tratado bien, que llegaste a ser escritor, que lo que
aprendiste aquí te sirvió para algo. Cuéntame lo que
quieras contarme.
Le cogí la mano y no la retiró. Su voz era la misma, sus
gestos también, pero yo no podía saber qué quedaba de
Tuna en la mujer que tenía delante de mí. Le pedí que
primero me hablara de ella. Escuché sin interrumpirla. De
vez en cuando yo lanzaba miradas furtivas a sus manos, a
los hombros, al cabello. Cuando se quedaba callada, la
animaba a seguir hablando. En realidad, la mayoría de las
cosas que me contaba ya se las había oído a Salih, pero yo
quería saber más. Su vida había girado en torno a su
hermano. Utku aparecía en cada una de sus frases. Me di
cuenta de que el temblor ya no era por la emoción sino por
el frío, y en cuanto hizo una pausa la invité a cambiar de
sitio. La llevé a la antigua Luna Roja. Tuna había oído
hablar de aquel lugar a su padre. Ahora fue ella la que me
escuchó. Me sentí extraño haciendo un resumen de mi vida.
Quiso saber por qué había vuelto a Estambul después de
tres décadas. Le conté de forma caótica todo lo que me
había ocurrido en los dos últimos meses. Me miraba con
incredulidad. Le hablé de mi relación con Emin Kemal, de
su muerte, de los diarios. Le conté que su padre aparecía
mencionado en los papeles del escritor. Ella me escuchaba
con los ojos muy abiertos, pero sin perder la sonrisa. Hacía
gestos de sorpresa y se llevaba la mano a la boca como una
adolescente. Intentaba no interrumpir mi historia, aunque a
veces le resultaba difícil. Cuando terminé, estaba agotado.
Ella me miraba con incredulidad. Ahora fue Tuna quien me
cogió la mano. Parecía un gesto de compasión, como si
quisiera darme ánimos después de todo lo que había
pasado.
—¿Y escribirás esa novela?
—Lo estoy haciendo ya. Es tan fácil que a veces me
asusto.
—¿Fácil?
Al verla así, sentada frente a mí en La Luna Roja, me
pareció que aquello no estaba sucediendo más que en mi
imaginación. Nos habíamos convertido en dos personajes
del libro que estaba escribiendo.
—Espero que termine con un final feliz —dijo entonces
Tuna, como si me adivinara el pensamiento.
—Eso no depende de mí —le respondí muy apurado.
—¿De quién depende entonces?
—De ti.
—¿De mí? ¿Cómo es posible?
—Depende de ti, Tuna. Si tú quieres, puede tener un
final feliz.
—¿Quieres que escriba yo el final? —dijo forzando una
sonrisa. ‘
—Sí, quiero que lo escribas.
Miró a su alrededor como si se diera cuenta por primera
vez del lugar en el que estábamos. Hizo un comentario que
no entendí sobre la decoración. Me desconcertó.
—¿Cuándo te vas? —me preguntó.
—En un par de días. Pero puedo quedarme más tiempo.
Todo depende de ti.
—¿Qué pretendes, René? ¿Qué quieres de mí?
La dureza de sus palabras me dejó fuera de lugar. Su
gesto era serio. Me asusté; pensé que iba a levantarse y
que se iría sin más.
—Nunca imaginé que diría esto en voz alta —le confesé
—, pero he lamentado toda mi vida haberme marchado de
aquí sin ti.
—Te agradecería que no me contaras esas cosas ahora.
No es justo que vengas veintiocho años después, me digas
que te equivocaste y te quedes tan tranquilo —estaba
enfadada. Tenía razón, pero yo no quería que las cosas
quedaran así—. No juegues conmigo, René. Si en algo
aprecias lo que hubo entre nosotros, no lo hagas.
Traté de disculparme con torpeza. Le hablé como un
adolescente aturdido. Su serenidad me provocaba aún
mayor confusión.
—¿Sabes lo que más me sorprende de todo? —dijo
interrumpiéndome, como si no me hubiera escuchado—.
Que sigues siendo el mismo niño que a los diecisiete años.
Eso me parece enternecedor; de verdad que me conmueve.
Pero ya hace mucho tiempo que no soy la misma.
Intenté cogerle la mano, y ella la retiró. Empezaba a
sentirme avergonzado, aunque mis palabras eran sinceras.
—Lo siento, Tuna—le dije arrepentido—. Me temo que
he aprendido pocas cosas en estos años. Soy un estúpido
por venir ahora con estos cantos de sirena. No te lo
mereces, lo sé. Por primera vez en mi vida me dejo llevar
por el corazón, y quizás sea tarde.
Buscó mi mano y la retuvo un instante. Me resultaba
imposible adivinar qué se ocultaba detrás de aquella
mirada.
—Me alegro de haberte vuelto a encontrar —dijo
suavizando el tono de voz, casi con ternura—. Me habría
gustado que no pasara tanto tiempo, pero una no decide
cómo han de ocurrir las cosas en su vida. Sé que si no te
hubiera llamado, quizás estaría arrepintiéndome durante
años.
Se puso en pie y en ese momento comprendí que la
estaba perdiendo para siempre.
—¿Te vas?
—Sí, tengo que irme —me respondió como si ya se
hubiera marchado de allí hacía tiempo—. He dejado a Utku
con mi cuñada y le prometí que volvería pronto.
Vio mi cara de desolación y me pellizcó la barbilla con
un gesto cariñoso. Sonreía.
—No quiero que esto quede así. Nunca me perdonaría
mi torpeza —le dije.
—En todo caso, soy yo quien tendría que perdonar. Y te
aseguro que no será éste el recuerdo que guarde de ti.
La estaba perdiendo. Se iba para siempre. Me levanté.
Era incapaz de pensar algo para retenerla. Al salir a la
calle, le dije que la acompañaría a casa. No quiso. Nos
acercamos caminando hasta una parada de taxis.
—No puedo creer que después de esto no vaya a volver a
verte —le dije.
—¿Por qué? Siempre que vengas a Estambul podrás
verme.
Me dio un beso de despedida. La retuve por el brazo y a
la desesperada le dije:
—Espera, Tuna. No quiero perderte así. Nos merecemos
otra cosa. Ven conmigo al hotel. Sólo te pido que vengas y
que después escuches lo que quiero decirte.
Sonó como una llamada de socorro, como un grito de
desesperación. Antes de terminar la frase, ya pensaba que
lo había ensuciado todo, que se había estropeado
definitivamente. Pero ella se quedó en silencio. Sabía que si
en ese momento se volvía hacia el taxi no la vería nunca
más. Ella no decía nada, y yo no me sentía con fuerzas para
repetir mis palabras. Le acaricié la mejilla y le aparté el
cabello de la frente. Me retuvo la mano. Me pareció que
dudaba. Traté de no espantarla con la mirada. Mi corazón
latía descontrolado. Tuna me puso la mano en el pecho y
dijo:
—Si no te tranquilizas, te puede dar un ataque. Y no
quiero que sea por mi culpa.
En ese momento sentí que la cara me ardía, que tenía la
mandíbula encajada y que era incapaz de controlar el
temblor de mis manos.
—No puedo tranquilizarme. Creo que me voy a caer
redondo —repliqué tratando de que no sonara cómico.
Ella tiró de mí y me cedió el paso para entrar en el taxi.
No dijo nada. Sacó el teléfono y buscó un número en la
agenda. La oí hablar con su cuñada sobre Utku. Se disculpó
por la tardanza y le dijo que volvería un poco más tarde. Su
voz sonaba convincente. Cuando cerró el teléfono le
acaricié la mejilla. Ella estaba perdida en sus
pensamientos. Me sonrió, pero seguía sin decirme nada.
Aquel primer beso en la habitación del hotel me supo al
primer beso de la adolescencia. Luché para no abrir los
ojos, pero lo que más deseaba en ese momento era seguir
viéndola. Ella se dejó besar, se dejó abrazar. Me pareció
que no había pasado el tiempo. Me olvidé de mi edad, de mi
deterioro físico, de mi decrepitud. Cerré los ojos cuando vi
mi cuerpo desnudo en el espejo. No, ése no era yo; al
menos no quería serlo. Me dejé llevar por las caricias de
Tuna. Al abrazar su cuerpo desnudo lo apreté, temeroso de
que pudiera ser un sueño y se desvaneciese como el humo
al abrir los ojos. Ella pareció leer mi pensamiento.
—No voy a escaparme —me dijo.
—Por si acaso.
Traté de no pronunciar frases artificiales. Su cuerpo y el
mío se estremecieron al unirse. En un instante olvidé
treinta años de mi vida, más de la mitad. Era como si nunca
me hubiera marchado de Estambul, como si todas las
mujeres con las que había estado en esos años fueran en
realidad Tuna. Cuando me sintió dentro de ella, una
lágrima le corrió por la mejilla. Me abrazó con fuerza y
cerró los ojos.
Me desplomé sobre el colchón, y ella me echó una
pierna por encima. Mi corazón seguía acelerado.
—¿No irás a morirte ahora? —preguntó burlándose de la
congestión de mi cara.
—Espero que no.
Le acaricié la nuca y cuando traté de besarla se
incorporó.
—Tengo que irme —me dijo—. Prometí que volvería a
casa.
La agarré por el brazo, asustado. Ella no hizo ningún
intento de soltarse, pero me miró sorprendida.
—Espera. Ahora no puedes irte. No he venido aquí sólo
para acostarme contigo.
Se rió.
—Me alegra saberlo. Pero no hace falta que te disculpes.
—No me estoy disculpando. Estoy pidiéndote unos
minutos más de tu tiempo. Sólo unos minutos —me
incorporé en la cama y tiré de ella hasta que volvió al
hueco que había dejado su cuerpo—. He lamentado durante
demasiado tiempo mi error.
—¿Error?
—Sí, tú ya sabes a lo que me refiero —intenté pensar lo
que iba a decirle; no quería estropearlo ahora por mi
torpeza—. Hace treinta años me dijiste que eras capaz de
renunciar a lo que tenías si yo te lo pedía.
—Sí, eso fue hace treinta años.
—Yo no fui capaz de darme cuenta de lo que aquello
significaba. Pero ahora soy yo quien te pide que vengas
conmigo. Me gustaría que me dieras la oportunidad de
enmendar mi error. Ya no tengo veinte años.
Los dos permanecimos en silencio. Fui a decir algo, pero
ella me tapó la boca. Se levantó despacio, rechazó mi mano
que pretendía retenerla y comenzó a ordenar su ropa. La
historia volvía a repetirse. No podía quedarme en la cama,
mirándola como un imbécil, sin hacer nada.
—Escúchame, Tuna, lo que te propongo es que vengas
conmigo a España, que nos casemos, que retomemos esta
historia donde la dejamos hace tanto tiempo.
Por un momento vi que su rostro se entristecía y que
arrugaba la frente. Apretó los puños, pero enseguida
respiró profundamente y su gesto se relajó. Me tomó la
mano y me besó.
—Me habría gustado oír esto entonces. Ahora tus
palabras suenan como si las dijera otro.
—Pero soy el mismo.
—No, no lo eres. Yo tampoco lo soy. Es demasiado tarde.
Ya no puedo marcharme de aquí. Estoy atada a esta ciudad.
—Si es porque no sientes nada por mí, lo entenderé.
Pero si te refieres a otro tipo de ataduras, lucharé para que
vengas conmigo.
Me besó de nuevo en los labios. Abrió los ojos, me miró
con tristeza y me dijo:
—Pensé que nunca diría esto en voz alta en lo que me
quedaba de vida, pero voy a decirlo: mis sentimientos hacia
ti no han cambiado, pero yo no soy la misma mujer
ingenua. Hace mucho que el centro de mi vida se desplazó.
No soy dueña de mis decisiones.
—Sé a lo que te refieres. Salih me ha contado que tu
hermano es ahora tu única razón de vivir. Eso puedo
entenderlo. Pero hay solución para eso.
Ahora parecía enojada. Durante unos minutos escuchó
mi proposición. Lo mejor para Utku era que estuviese en
una residencia. Le dije que me quedaría en el país hasta
que encontráramos algo que a ella le pareciera adecuado
para su hermano. No tenía prisa, contaba con todo el
tiempo del mundo. Después de casarnos, nos marcharíamos
a España. Conforme lo decía, tenía la sensación de estar
escribiendo el borrador de una novela. Ella me escuchaba
con paciencia y cuando terminé me miró como si me viera
desde muy lejos. Luego cerró los ojos y los mantuvo
cerrados un rato largo. Intentó hablar, y le puse la mano en
los labios para impedírselo.
—No, no quiero que digas nada —le pedí—. Sé que si me
respondes ahora me vas a contestar que no. Piénsalo antes
de responder. Esperaré todo el tiempo que necesites.
Tuna se soltó de mí y se fue vistiendo despacio. Evitaba
mirarme, y yo no podía apartar mis ojos de ella. Me vestí
también y bajamos a la calle. A pesar de mi insistencia, no
me permitió que la acompañara a su casa. Estaba perdida
en sus pensamientos. Dimos un paseo corto hasta la
estación de Sirkeci y allí la despedí con un abrazo.
—Esperaré —fue lo último que le dije, y al soltar su
mano vi lágrimas en sus ojos. Hizo un gesto afirmativo con
la cabeza y entró en el taxi.
No me sentía con ánimos para encerrarme en el hotel.
Llamé a Salih, y me invitó a ir a su casa. Su mujer me
recibió como a alguien de la familia. Sin duda, sabía
muchas cosas de mí. Después de cenar se disculpó y nos
dejó solos. Le conté a Salih mi encuentro con Tuna.
Necesitaba saber su opinión. Intentó animarme. Me dijo
que la llamaría por la mañana para tantearla, pero le pedí
que no lo hiciera.
—No me cabe duda de que ella sigue enamorada de ti —
me aseguró—. Yo la he visto hundirse y salir a flote en
varias ocasiones, y a pesar de todo el daño que le hiciste
nunca le escuché un reproche contra ti.
Las palabras de Salih me rasgaron las entrañas. Se dio
cuenta y trató de cambiar de tema.
—¿Qué harás mañana?
—Tengo una visita pendiente —le respondí—. Quiero ver
por última vez a Emin Kemal. Intentaré conseguir una
fotografía suya. De lo contrario, me temo que nadie va a
creerme.
—Ten cuidado, podrías meterte en un lío serio.
Llamé a Basak Djaen para preguntarle si me pondrían
algún impedimento en el manicomio. Me dijo que me
olvidara de la foto, pero me explicó lo que debía hacer para
visitar al escritor. Tomé un taxi y me dirigí al bosque de
Belgrado. Hacía un día de invierno frío, pero soleado.
Apenas quedaban restos de la última nevada. Ahora tuve
oportunidad de recrearme en la contemplación del paisaje.
Era bello y al mismo tiempo sobrecogedor. Los pinos y los
robles pasaban como una secuencia a cámara lenta tras la
ventanilla del coche. La nieve derretida había convertido en
un barrizal los senderos y la cuneta.
A pesar del sol y de la claridad del día, el muro que
rodeaba el manicomio y la puerta de acceso me produjeron
el mismo estremecimiento que la primera vez. Un guardia
nos abrió la puerta y le dio indicaciones al taxista sobre el
lugar en que debía estacionar. El aspecto del jardín no era
tan siniestro sin la nieve, pero la escalinata de acceso y la
fachada sobria del edificio volvían a provocarme
escalofríos. Las escaleras estaban ahora limpias de nieve, y
desde el lugar en que me dejó el taxi podía ver los árboles
abriéndose en un pasillo que moría al pie de los primeros
escalones. Saqué la cámara del bolsillo de mi chaquetón y
fotografié la entrada del manicomio. Entonces pensé que yo
había visto antes aquel lugar que ahora no se parecía en
nada a la imagen de mi primera visita. Lo había visto,
estaba seguro.
El funcionario me pidió la documentación y tomó nota
escrupulosamente de los datos. Era el mismo hombre que
nos recibió días atrás. La ceremonia se repitió. Un guardia
me acompañó hasta la gran sala en que estaba Emin
Kemal. De vez en cuando se oían los gritos de los internos.
Imaginé cómo debía de ser la vida de los funcionarios que
pasaban tantas horas escuchando aquellos aullidos casi
animales.
Emin Kemal no levantó la cabeza cuando me senté a su
lado. Le cogí la mano y entonces me miró.
—Me llamo René —le dije—. Soy amigo de Basak. ¿Se
acuerda de mí?
Me miraba sin hacer ningún gesto.
—Me acuerdo —dijo como si la lengua le estorbara para
hablar.
Di un respingo y retrocedí en un movimiento instintivo.
El escritor me estaba observando. Movía los ojos alrededor
de mi cara. Me dio miedo hablarle. Buscó mi mano, la
apretó y luego pronunció mi nombre. Volvió a decirlo y
cerró los ojos. Había un funcionario vestido con uniforme
gris que ordenaba las sillas y recogía las colillas de los
ceniceros. Los otros internos estaban sentados frente a las
ventanas y miraban el enorme claustro. Uno de ellos se
movía con un balanceo insistente acompañado del
movimiento desacompasado de la cabeza. Aproveché que el
funcionario salió de la sala y saqué la cámara de fotos.
Sabía que si me sorprendía iba a tener problemas. Hice
tres fotografías de Emin antes de guardar la cámara sin
apagarla. Estaba temblando. El escritor me miraba
fijamente, sin entender lo que sucedía. Me quedé un rato
más. Al salir, la cámara me quemaba en el bolsillo. Quería
irme de allí cuanto antes. Me contuve para no correr hasta
el taxi. Me volví por última vez para mirar el arco que
formaban los álamos y la terrorífica escalinata al fondo. De
nuevo tuve la impresión de haber visto antes aquella
imagen. Sin embargo, no lo había sentido el primer día.
Monté en el taxi y le dije al chófer que tenía prisa.
Agazapado en el asiento de atrás, mientras nos alejábamos
por la carretera y los muros quedaban ocultos por los
árboles, saqué la cámara y revisé las fotos que había hecho.
Y justo en ese momento, al ver en la pantalla los álamos y
el edificio al fondo, comprendí por qué aquella imagen me
resultaba conocida. Oculté el rostro entre mis manos y
maldije mi estupidez. ¿Cómo no me había dado cuenta
antes?
Subí a mi habitación a la carrera y descargué la
fotografía en el ordenador. Viéndola ampliada, no me cabía
duda de lo que acababa de suceder. La pasé a blanco y
negro y lo entendí mejor: era la misma imagen, tomada
desde el mismo sitio, que yo vi meses atrás en el
apartamento de Leandro Davó en Alicante. No podía
apartar la mirada de la pantalla del ordenador. Necesitaba
pensar despacio en todo aquello. Cogí el teléfono, pero
antes de pulsar el número de Leandro me contuve. En la
pantalla había una llamada perdida. Era de Tuna.
Comprobé, nervioso, cuándo la había recibido. Hacía más
de una hora, mientras estaba con Emin Kemal. La llamé,
pero el teléfono estaba apagado. Salí a la calle, con el móvil
en la mano. Caminé hasta el muelle sin saber qué hacer.
Esperé quince minutos para llamarla de nuevo. El teléfono
seguía apagado. Marqué su número otra vez a los diez
minutos. Miraba los barcos que subían por el Cuerno de
Oro, pero no terminaba de verlos. Me senté en la barandilla
del embarcadero sin soltar el teléfono. De nuevo llamé a los
cinco minutos. Otra vez la misma respuesta. Sonó el móvil y
estuve a punto de caer de espaldas ai agua. Era Salih. Sólo
quería saber cómo estaba yo. Le conté que tenía una
llamada de Tuna.
—Tranquilízate, volverá a llamarte —me aseguró.
—Pero ¿cuándo?
A medianoche, el teléfono de Tuna seguía desconectado.
No podía esperar ai día siguiente. Llamé a Salih y le pedí la
dirección de Tuna.
—¿Vas a ir a su casa a estas horas?
—Es lo único que se me ocurre.
—No hagas esa estupidez —me dijo—. Has estado tantos
años sin saber nada de ella y ¿no vas a poder esperar hasta
que se haga de día? Piensa que no vive sola. Si te presentas
allí, la comprometes ante su cuñado y la esposa.
Salih tenía razón; una vez más tenía razón. Pasé la
noche dando vueltas en la cama. Me dormí cuando estaba
amaneciendo, pero la sirena de un barco me despertó
enseguida. No conseguí dar con Salih hasta media mañana.
Se ofreció a acompañarme, pero rehusé. Finalmente me
explicó cómo podía llegar a casa de Tuna.
Era una vivienda muy modesta que por fuera parecía en
ruinas. Llamé sin tener la certeza de que aquél fuera el
lugar. Me abrió una mujer que me miró de arriba abajo y
me preguntó qué quería. Sus ojos eran poco expresivos,
pero me pareció que desconfiaba de mí. Cuando le dije mi
nombre y pregunté por Tuna hizo un gesto de tristeza y
abrió la puerta del todo. Me pidió que pasara.
—Mi cuñada no está —me dijo—. Pero ha dejado algo
para usted.
La casa era muy humilde. Se veían humedades en las
paredes, y los muebles eran viejos. No había dos sillas
iguales. La mujer me pidió que me sentara y salió de la
habitación. Mientras estaba solo, traté de hacerme una
idea de cómo había sido la vida de Tuna en aquel lugar
durante los últimos años. Hacía frío y entraba muy poca luz
por las ventanas. De la cocina llegaba el olor a verdura
hervida. La mujer volvió con un sobre en la mano.
—Ella se marchó —me dijo sin darme el sobre—, pero
dejó esto para usted.
No me atreví a levantar la mano para que me lo diera.
—¿Se fue? ¿Adonde se fue?
—Lejos. Va a pasar una temporada con unos familiares.
—¿Y su hermano?
—Se marchó con ella.
Mis preguntas se estrellaban contra la parquedad de sus
explicaciones. Finalmente se quedó callada y me ofreció el
sobre. Lo cogí y me marché. Caminé durante unos metros
antes de abrirlo en la calle. Era la letra de Tuna. No había
cambiado.

Querido René:
Acabo de marcar tu número para darte una
explicación, pero no he tenido coraje para escuchar
tu voz. Prefiero que tengas estas palabras por escrito
y que las leas cuantas veces quieras. Así entenderás
realmente lo que siento.
No puedes aparecer en mi vida treinta años
después y pedirme que lo deje todo y te siga. No es
justo. Hubiera preferido no saber que estabas aquí.
He dedicado toda mi vida a mi familia y
especialmente, a mi hermano. Ahora ya no voy a
cambiar; Esto no tiene nada que ver con mis
sentimientos, créeme. Te conocí a los diecisiete años
y desde entonces no ha pasado un solo día en el que
mi primer y mi último pensamiento no hayan sido
para ti. Sin embargo, creo que hasta ayer nunca
estuve segura de tus sentimientos.
Lamento que todo esto llegue demasiado tarde,
pero al menos viviré los años que me queden
sabiendo que a tu manera también me quisiste. Es un
consuelo estúpido, pero es el único que tengo. Y a él
me aferraré para no morir de pena.
No voy a seguirte, René. Si tu vida está lejos de
aquí’ es justo que te marches. Pero la mía está en
esta ciudad. Este es mi sitio y aquí seguiré mientras
Utku me necesite. Reconozco que no tengo valor para
enfrentarme a ti y contártelo mirándote a los ojos. Sé
que no sería capaz de hacerlo y quizás me dejara
enredar en el amor. En el amor que siento por ti, en
el cariño, si quieres llamarlo así. En la desesperación,
no lo sé.
Estaré una temporada fuera de Estambul. Así será
más fácil para los dos. Creo que no volveré a verte
nunca, y eso es al mismo tiempo una tortura y una
liberación. Pero quiero que sepas que si decides
quedarte, o regresas algún día, mi corazón estará
abierto para ti. De nuevo eres tú quien decide, yo no
sirvo para eso. Eres un hombre afortunado, aunque
quizás no hayas sabido darte cuenta. Yo me habría
conformado con que alguien me quisiera la mitad de
lo que yo te he querido a ti.
Con todo mi cariño,
Tuna

Leí la carta dos veces seguidas y la guardé en el sobre.


Busqué el teléfono de Tuna en mi agenda y pulsé la
llamada. Sabía que no lo cogería, pero no podía dejar de
intentarlo. El teléfono seguía apagado. Me sentí como al
final de un largo y duro trayecto: cansado, derrotado, sin
fuerzas. Mi maleta estaba lista para partir, pero yo aún no
estaba preparado.
Llamé a Salih desde el aeropuerto y me despedí. No
tenía ánimo para contarle cara a cara lo que había
sucedido. Sabía que antes o después se enteraría por Tuna.
Cuando oí la última llamada de mi vuelo, sentí que era
también la última llamada para mí. Tenía algo pendiente
que no podía retrasar. Cuando el aparato empezó a coger
altura, pensé que aquél podría ser el final de un verso, pero
no el final del poema.
EPÍLOGO
Cuando Rene llegó a Alicante, la ciudad se despertaba de la
resaca del nuevo año y de las fiestas navideñas. Agazapado
en el asiento trasero del taxi, dejó vagar su mente sobre el
azul limpio del mar que lo acompañaba en su trayecto
desde el aeropuerto. Subió las persianas del apartamento y
abrió las ventanas. Apenas había tráfico en la avenida
Alfonso X. Por un momento creyó ver en la cúpula del
Mercado Central el perfil de una mezquita. Los sonidos y
las imágenes de Estambul seguían en su cabeza. Durmió
hasta media tarde. Después se sentó delante del ordenador
y comenzó a escribir de forma obsesiva, sin levantarse de la
silla ni hacer descansos, hasta que los hombros y las
muñecas se le agarrotaron. Ya estaba amaneciendo.
Tardó dos días en deshacer la maleta del todo. Al tercero
colocó cada cosa en su sitio y conectó el teléfono. Tenía
varias llamadas de Angela Lamarca. No se sentía con
fuerza para responder. Llamó a Leandro Davó, pero su
teléfono estaba apagado. No sabía muy bien lo que iba a
decirle. Estaba demasiado confuso para atar todos los
cabos que quedaban sueltos en aquella historia. Volvió a
marcar el teléfono de Leandro dos días después, pero
seguía desconectado. Pasaba la mayor parte del tiempo
escribiendo. Bajaba dos veces al día a la plaza del Mercado
para comer. Se sentaba al fondo del comedor de un bar
pequeño y ruidoso donde todo el mundo se conocía.
Procuraba no ser huraño, pero le costaba trabajo mostrarse
amable con los camareros. Le molestaban el bullicio, los
gritos, la luz al salir a la calle.
El timbre de la puerta rompió su aislamiento seis días
después de su llegada. Vio a Angela Lamarca a través de la
mirilla y abrió apresuradamente.
—Supongo que te lanzarás a mis brazos, me llenarás de
babas con tus besos y me dirás que no me has llamado
porque tuviste un accidente y has perdido la memoria —
dijo Angela muy seria.
René sonrió por primera vez en muchos días. La abrazó,
la besó mientras ella fingía que le molestaba tanto
sentimentalismo. Luego la invitó a pasar. Angela traía una
bolsa de plástico en cada mano. Se las entregó a René y se
entretuvo en contemplar su aspecto desaliñado: llevaba
barba de una semana, el pelo hecho una maraña, ropa
vieja, y tenía la mirada de un hombre derrotado.
—¿Recibiste mi correo desde Estambul? —preguntó
René.
—Por supuesto. Y he leído ese borrador dos veces.
Supongo que habrás seguido escribiendo.
—No he hecho otra cosa desde que llegué.
—¿Se lo mandaste también a la hija de Kemal?
—Sí, lo tiene.
—Bueno, René, eres un hombre afortunado —dijo Ángela
Lamarca sentándose en el sofá y colocando los pies sobre
una mesita.
—¿Lo piensas de verdad?
—Por supuesto. Te ocurren cosas que no le pasan a la
mayoría de los mortales. No sé si te das cuenta de eso.
—Todavía tengo mucho que contarte —dijo René
colocando las bolsas de plástico sobre la mesita.
—Tengo todo el tiempo del mundo —Ángela Lamarca
empezó a desplegar sobre la mesita ginebra, tónica,
cerveza, tabaco, limón, una bolsa de cubitos, pistachos y
varias bolsas de pipas como el mago que saca cosas de una
chistera—. Espero que tengamos suficiente, porque esto
parece que va para largo. ¿O me equivoco?
—No te equivocas.
Cuando René terminó de contar todo, había varios platos
llenos de desperdicios sobre la mesa, el hielo se había
derretido y el apartamento estaba oscurecido por una
cortina de humo que se extendía por todos los rincones.
Ángela Lamarca seguía recostada en el sofá, con las manos
en la nuca y los ojos entornados, concentrada para no
perder el hilo de aquella historia. René abrió la puerta de la
terraza para ventilar la sala. Se sentía bien después de
haberle contado todo a Ángela. Ella permanecía en silencio,
como si los personajes siguieran dando vueltas en su
cabeza. Miró a René y respiró profundamente.
—Me temo que Leandro Davó está detrás de todo esto —
le confesó René.
—Creo que sí —dijo Ángela volviendo de su
ensimismamiento—. El ha estado haciendo tu trabajo en las
últimas semanas y estaba al tanto de tus movimientos.
Además, conoce muy bien tu pasado. ¿Qué te voy a contar
yo? Pero eso es muy fácil de averiguar. ¿Quieres que hable
con él? A mí no podría mentirme. Sabe que no debería.
—Prefiero hacerlo yo.

El miércoles después de la festividad de Reyes, la


rotonda de la Universidad de Alicante estaba colapsada
como casi todas las mañanas. René no tenía prisa. Dio una
vuelta al campus con el coche de Ángela y estacionó con
alguna dificultad. Las ideas acudían muy deprisa a su
mente y enseguida se esfumaban. Había pensado una y otra
vez lo que le diría a Leandro Davó. Decidió que iba a dejar
que se explicara en vez de hacerle preguntas. Recordaba
bien el camino hasta su despacho. Lo había llamado varias
veces sin éxito en los últimos días. Esperó en vano a que le
devolviera la llamada. Lo vio de espaldas, hablando con una
chica que fotocopiaba algo para él. Le molestó el ambiente
de normalidad de aquel lugar. En su interior nada era
normal. Se dio la vuelta antes de que Leandro lo viera y
salió por el pasillo a toda prisa. Montó en el coche y
arrancó. Volvió a recorrer el mismo camino, ahora de
vuelta, y llegó por la Gran Vía hasta La Colmena.
Le abrió la puerta Aurelia. No se sorprendió al verlo. Por
el contrario, Rene pensó que lo estaba esperando.
—Has hablado con Leandro, ¿no es así? —preguntó la
mujer.
—No, no ha hecho falta. De repente tuve una intuición y
pensé que te encontraría aquí.
—Leandro está preocupado.
—¿Preocupado Leandro?
—Tus llamadas insistentes le preocupan.
—¿De qué tiene miedo?
—De que le reproches haberte ocultado la verdad.
René dejó escapar una carcajada histriónica.
—¿No me vas a invitar a entrar?
Aurelia se apartó y le hizo un gesto para que pasara.
René conocía el camino. Entró en el salón y se fue directo a
la fotografía que llevaba dando vueltas en su cabeza tantos
días.
—La primera vez que estuve en el manicomio no me di
cuenta de nada —dijo René—. Todo estaba cubierto de
nieve y los gritos de los enfermos eran espantosos. Lo
comprendí después, cuando fui a despedirme de tu padre.
Quería llevarme una prueba de que aquello había sucedido
de verdad. Aunque a veces dudo que haya pasado. ¿Has
leído lo que te mandé?
—Sí, lo he leído.
—Te he enviado el resto esta mañana muy temprano.
—Estaba leyéndolo cuando llamaste a la puerta. Sabía
que eras tú.
—Me confundiste, tengo que reconocerlo. Al principio
creí que eras una estafadora. Llegué incluso a pensar que
Derya estaba detrás de todo esto. Tengo que reconocer que
aquel jueguecito de la librería fue muy bueno.
Aunque no fuera original, claro. Pero ¿por qué tanto
misterio? ¿No habría sido más fácil contármelo todo desde
el principio?
—Si lo hubiera hecho, ¿me habrías creído?
—No lo sé. Era demasiado disparatado. Pero todavía hay
cosas que me gustaría saber.
—Pregunta.
—¿Lo mataste tú?
—No, no lo maté —respondió Aurelia con frialdad—. La
autopsia demostró que fue un paro cardíaco. Lo sabes igual
que yo.
—Todo el mundo muere de un paro cardíaco. Eso no es
una explicación.
—Ya te he dicho que no lo maté.
—Pero estabas allí cuando murió.
Aurelia mostró por primera vez cierta debilidad. Dudaba
por dónde empezar. Sabía que el juego estaba terminando.
—Sí, yo estaba allí. Ismet murió delante de mí. Aunque
yo hubiera querido, no habría podido hacer nada por
ayudarlo. Fue fulminante. Y en cierta manera también tú
tienes algo de culpa, si es un culpable lo que estás
buscando.
—¿Yo? ¿Qué tengo yo que ver con su muerte?
—Tú la precipitaste —dijo clavando sus ojos en él—. No
me mires de esa manera. Aquella tarde fui a la universidad
sólo para conocerte. Hacía mucho tiempo que Leandro me
venía hablando de ti. Conocía muchas cosas… Sabía que
tuviste una historia con ella y que eso te costó el divorcio.
—Mi divorcio no tuvo nada que ver con Derya.
—No te esfuerces. No te estoy pidiendo explicaciones.
Sabía de la pasión que pusiste en tu trabajo como
traductor, de tu relación con Ismet, ¿o prefieres que lo
llame Emin? Pero aquella tarde me decepcionaste. Eso es
exactamente lo que sentí: decepción. Me pareciste un tipo
arrogante, muy seguro de sí mismo, vanidoso, que trataba
con desprecio a los lectores de Emin Kemal. Claro, tú fuiste
su amigo; o eso creías. Lo habías leído antes que ellos;
conocías las claves de su obra, sus entrañas, los secretos
que no llegan a un lector de a pie. Qué prepotente me
pareciste. Sentabas cátedra con cada frasecita de aquéllas.
Patético —Aurelia hizo una pausa y le dio la posibilidad de
replicar, pero René siguió callado, sin disimular su
vergüenza—. En el fondo tú no eras más que otra víctima
de este engaño. Probablemente el único que no sabía dónde
estaba metido. Quizás por eso te concedí el beneficio de la
duda.
—¿Me concediste?
—Sí, te lo concedí. Después de aquella tertulia, fui a
visitar una vez más a Ismet. Hacía meses que frecuentaba
su casa. Me había ganado su confianza en ese tiempo.
Leandro me ayudó. Esa noche fui allí movida por la rabia.
Estaba furiosa con él, contigo, con todos. La primera vez
que visité a Ismet iba dispuesta a hacerlo sufrir, pero
enseguida vi que era un pobre hombre atormentado por el
pasado. Hacerlo sufrir no me pareció una buena forma de
vengarme. En los últimos tiempos era una persona
acabada, decrépita, un despojo humano. Llegué a conocerlo
muy bien, te lo aseguro. También él me habló de ti. Te
apreciaba y te odiaba a partes iguales.
—¿Odiarme?
—En realidad no sé si era exactamente odio o decepción.
Me contó tu aventura con Derya.
—Estás mintiendo. El no sabía nada.
—Me lo contó con lágrimas en los ojos. Me enseñó
algunas cartas tuyas, fotografías. Me dio a leer tu libro: ese
libro que le dedicaste a ella y que abandonó entre las cosas
de Ismet. Tampoco tú dejaste mucha huella en el corazón
de esa mujer, por lo que vi. En eso nos parecemos los dos —
hizo una pausa, pero René seguía callado—. Me gustaron
esos relatos. Me gustaron mucho. Son realmente buenos.
De ellos saqué la idea de conducirte hasta la librería. Tú
me la sugeriste en ese cuento.
—Cuéntame qué sucedió aquella noche.
—Sí, te lo contaré. Llegué a su casa furiosa, y él lo notó
enseguida. Le dije que te había conocido en la universidad
y que me parecías un tipo arrogante, un mediocre con
pretensiones. Discutimos. Yo iba preparada para hacerle
daño. Tuvimos una conversación muy larga en la que le fui
contando detalles de su vida que no imaginaba que yo
supiera. Le hablé de Helkias, de Basak, del incendio de su
casa. Le hablé de Derya. Conseguí confundirlo, pero el muy
cretino terminó creyendo que Derya estaba detrás de todo
aquello. Pensaba que ella me enviaba para hacerlo sufrir.
Su estupidez me enfureció más. Entonces se lo dije: le
confesé que yo era Aurelia, la hija de Emin. Ahí empezó a
sentirse mal, aunque no terminaba de creerme. Le hablé de
mi padre, de los años que llevaba encerrado en el
manicomio. Volvió a alterarse. Dudaba de mis palabras.
Seguía considerándome una impostora. Entonces le enseñé
las fotografías de Emin. Las había llevado muchas veces a
su casa para mostrárselas, pero siempre me arrepentía en
el último momento. Esa noche lo hice. En ese momento se
vio enfrente de sí mismo. Aquel hombre de la fotografía,
con la mirada perdida y los ojos hundidos, era Emin Kemal.
Me miró y se echó la mano al pecho. Le faltaba el aire. Yo
sabía que lo había llevado hasta el límite y que estaba al
borde del abismo. No sé si podría haberlo ayudado. Lo
único cierto es que me quedé en pie frente a él, observando
cómo se moría y cómo sus ojos me contemplaban con odio.
Todavía sueño con aquella mirada. Se desplomó y
enseguida supe que había muerto y que nadie podría
acusarme de nada. Si me largaba de allí, quizás no se
descubriera su muerte en mucho tiempo. Nadie lo visitaba,
excepto yo, y Leandro era el único que conocía este detalle.
Entonces recordé los diarios. Aunque Ismet nunca me dejó
leerlos, yo los había visto y sabía dónde los escondía. Forcé
la cerradura del cajón y me llevé las dos libretas; así de
fácil. Luego me acordé de ti. Todavía estaba furiosa
contigo. Fue un acto irreflexivo. Busqué tu libro en la
estantería y lo coloqué sobre el cuerpo de Ismet. En
realidad, al principio sólo me pareció una pequeña
venganza contra ti. Encontrarían el libro, leerían la
dedicatoria, harían preguntas y enseguida, atando cabos,
llegarían hasta ti. Acababas de llegar a la ciudad y eso
podía implicarte en aquella muerte. Sólo quería bajarte un
poco los humos. Aunque no pudieran acusarte de asesinato,
al menos estarías jodido durante un tiempo.
—¿Por qué me avisaste entonces para que fuera a su
casa?
—Remordimientos, dudas… No lo sé. En realidad yo no
tenía nada contra ti, excepto la antipatía que me habías
despertado esa tarde. Pensé en los relatos que habías
publicado. Alguien que escribía semejantes historias no
podía ser tan cretino como yo suponía. Ni yo misma era
capaz de entender lo que me pasó. Te llamé. Pensé que si
eras el primero en descubrir el cuerpo cogerías el libro y
saldrías corriendo para que nadie te implicara en su
muerte. Pero llamaste a la policía y tú mismo te metiste en
la ratonera.
—No tuve otro remedio —confesó René apesadumbrado
—. Me crucé con una vecina y tuve miedo de que me
reconociera.
—Aquella noche leí los diarios —siguió Aurelia—. Fue
terrible enfrentarme a la realidad de aquella manera,
aunque ya la conocía. Supongo que a ti te habrá pasado
algo parecido. Pero la historia estaba incompleta. Ignoraba
dónde podría estar lo que faltaba. Esa misma noche llamé a
mi padre. A Basak, quiero decir. Le conté lo que había
sucedido. Se enfadó mucho. Hacía tiempo que no nos
veíamos, aunque hablábamos con frecuencia. Le dije que
me había propuesto sacar a la luz la historia, pero
necesitaba encontrar el resto.
—¿Por qué? Tú conocías muy bien el final.
—Yo formo parte de la historia. Si lo hubiera contado,
nadie me habría creído. Entonces decidí que tú tenías que
escribirla para que se conociera. A ti te creerían. Conocías
a los protagonistas, y yo podía proporcionarte el
argumento. Sólo pretendía interesarte, despertar tu
curiosidad y que te implicaras. Cuando estabas en Múnich
supe que Orzhan había localizado a Derya y que ella
conservaba algunas cosas de Emin. Le costó trabajo
conseguir el tercer diario. No tuvo más remedio que
robárselo, ésa es la verdad.
—¿Y no te parecía más fácil ofrecerme los diarios en
mano, contarme lo que había sucedido y preguntarme si me
interesaba contar esa historia en un libro?
—¿Habrías aceptado?
—No lo sé. Quizás.
—No podía arriesgarme. Necesitaba tener la seguridad
de que la escribirías. Ya te he dicho que a pesar de la
imagen que me diste aquella tarde en la universidad, me
parecías un buen escritor.
—¿Y por qué no se lo propusiste a Leandro? El es
periodista y también escribe. Tiene oficio y no es malo.
—Lo pensé, pero necesitaba a alguien con otro tipo de
oficio. Además… Leandro estaba implicado de otra manera.
Lo estaba haciendo sufrir demasiado.
—Todavía hay cosas que no puedo entender. Me refiero a
lo que tiene que ver con tu vida.
—¿Qué quieres saber?
La mujer fue desgranando una parte de su pasado.
Aurelia se enteró al cumplir diez años de que Orpa y Basak
no eran sus verdaderos padres. No supuso un trauma, ni
fue una revelación dramática. Le contaron que su madre
había muerto y que su padre estaba enfermo. Aurelia
conoció a Emin Kemal cinco años después, cuando
acompañó a Basak en una de sus visitas al manicomio. El
escritor intercambió algunas frases inconexas con su hija;
parecía que se daba cuenta de quién era aquella
adolescente. Aurelia volvió en otras ocasiones, acompañada
siempre por Basak. El ánimo de Emin mejoraba cuando la
chica lo visitaba.
La salud de Orpa no era buena. Padecía dolores en las
articulaciones provocados por una enfermedad reumática
que había heredado de su madre. De las cuatro hijas,
Aurelia era la que más pendiente estaba de ella. Las
mayores comenzaron a volar pronto. Sin embargo, la
pequeña no quiso casarse joven por no dejar sola a su
madre. Basak afirmaba que Aurelia era demasiado exigente
con los hombres, pero ella sabía que no era cierto. Ayudaba
a Basak en el negocio y veía cómo la mayoría de las
mujeres de su edad se iban casando. A los veintitrés años
seguía soltera. A esa edad irrumpió Derya en su vida.
Apareció un buen día, a mediados de 1998, y sin dar
explicaciones le dijo a la muchacha que ella era su madre.
—Eso es muy propio de ella —dijo René al hilo de la
historia.
—Sí, ahora lo sé; pero en aquel momento mi vida se
derrumbó en unos pocos minutos. Mi padre y mi madre,
bueno, Basak y Orpa, se convirtieron en unos extraños por
culpa de aquella revelación.
—¿Y qué quería después de tantos años?
—Realmente no lo sé: hundirles la vida a mis padres,
hundírmela a mí.
Apareció sola después de veinte años y no dio
explicaciones de qué había sucedido en ese tiempo. Para
Orpa fue un golpe que iba a minar su salud ya debilitada y
que terminaría llevándosela a la tumba. Aurelia hablaba de
aquella etapa de su vida como de sus «años negros». Derya
fue recuperando poco a poco a su hija. Aurelia quería
saber, necesitaba saber, y su madre fue dosificando la
información que ella le demandaba. Era reacia a contar
cosas del pasado. Le dijo a su hija que en los últimos años
había vivido en Frankfurt, pero nada le contó de su
estancia en España. Aurelia se dejó atrapar en las redes de
Derya. Empezó a sentir animadversión hacia sus padres
adoptivos. La relación entre Orpa y su hija pequeña se
deterioró. Aurelia empezó a verla como una mujer débil,
posesiva, egoísta. Basak intentó proteger a su esposa
aislándola de Aurelia. Antes de un año Orpa murió. Su
último pensamiento fue para su pequeña. En la familia
todos sabían que la irrupción de Derya había acelerado
aquella enfermedad. Los últimos días de Orpa fueron
terribles: el dolor le impedía dormir, se había consumido y
casi no podía hablar. Basak, en un arrebato, se tragó el
orgullo y mandó llamar a Aurelia. Cuando llegó, Orpa había
muerto.
—Es el golpe más duro que he sufrido en mi vida —le
confesó Aurelia a Rene—. Hace ocho años de su muerte y
todavía sueño con ella cada noche. Nunca podré quitarme
esa sensación de culpa.
—Sé bien lo que es eso.
—Después de enterrar a Orpa, mi padre me contó el
resto de la historia —continuó Aurelia—. Ese fue el segundo
golpe.
Hasta entonces, Basak no le había revelado a su hija
toda la verdad. El pensaba que Ismet estaba tan implicado
en aquel asunto como Derya, y no quería hacer sufrir a su
esposa, aunque para ella Ismet ya había muerto en su
corazón hacía mucho tiempo. Después del entierro de Orpa,
Basak se lo contó. Sabía que su hija estaba sufriendo al
oírlo, pero no le escamoteó ningún detalle. Aurelia
desapareció durante unos meses.
—Me fui a Ankara —explicó—. Necesitaba poner tierra
por medio. Sobreviví como pude, trabajando en todo lo que
me salía. Estuve fuera de Estambul casi un año. Allí conocí
a Claude, un fotógrafo francés que viajaba por el mundo
atrapando imágenes. Podría haber sido el hombre de mi
vida, pero yo estaba demasiado atormentada. Claude me
ayudó a ver el mundo de otra forma. Estaba visitando
manicomios del país y haciendo fotografías de los
enfermos. Tenía muchos problemas para los permisos. Le
dije que podía ayudarle. Vino conmigo a Estambul y lo llevé
a conocer a Emin. Se quedó impresionado, y te aseguro que
Claude no era un hombre que se impresionara fácilmente.
No resultó difícil, aunque tuvimos algunos inconvenientes
—Rene miró hacia la fotografía de la pared—. Sí, esa foto la
hizo él. Tengo algunas más. Es un bonito recuerdo que me
dejó Claude.
—¿Qué pasó después?
—¿Después? A mi vuelta a Estambul procuré no
cruzarme con Derya. Pero ella era muy obstinada. Empezó
a tener problemas económicos y se tuvo que acostumbrar a
una forma de vida que no había conocido hasta entonces.
Dilapidó el dinero que había ganado con la obra de Emin.
Reconozco que tuve algún momento de debilidad, es cierto.
Pero cada vez que veía a Basak roto por el dolor me
acordaba del daño que aquella mujer le había hecho a mi
familia.
Aurelia sólo pudo aguantar un año más en Estambul.
Cuando Claude volvió a visitarla un tiempo después, le dijo
que quería irse con él, y el fotógrafo aceptó.
—Claude era un hombre extraordinario, aunque no tenía
los pies sobre la tierra. Eso me gustaba. Siento no haberme
enamorado de él, a pesar de todo. Lo seguí por el norte de
Africa y por gran parte de Europa. Pasábamos largas
temporadas en París. Fue una liberación. Claude me ofreció
otra visión del mundo. Pero vinimos a España, y ahí fue
como volver a empezar de nuevo.
—¿Por qué?
—Llegamos a Madrid hace dos años. Claude tenía que
hacer un trabajo en El Escorial. Había unos cursos de
verano y le habían encargado unas fotos para una revista
francesa. Un día, mientras paseaba por los pasillos
esperando a Claude, vi el anuncio de una mesa redonda
sobre el poeta turco Emin Kemal. El corazón se me disparó.
Aquello no podía estar pasándome. Asistí al día siguiente.
Mi español entonces era muy rudimentario: lo aprendí en
casa, con mi madre, y los ponentes hablaban como
ametralladoras. Escuché con mucha atención, tratando de
no perder detalle. Uno de los que participaban en el
coloquio era Leandro —René hizo un gesto de sorpresa y
corrigió su postura en el asiento, como si fuera a escuchar
una revelación—. Sí, me llamó la atención todo lo que dijo.
Bueno, lo que pude entender. Además de estar muy al tanto
de su obra, conocía también al escritor. Al terminar, no fui
capaz de irme sin más.
Aurelia abordó a Leandro al pie mismo de la tarima.
Estaba nerviosa y encontraba dificultades para expresarse
en su español arcaico. Pero fue capaz de hacerse entender
cuando le dijo: «Yo soy hija de Emin Kemal».
—La historia es larga y me vas a permitir que no entre
en detalles —René asintió—. Pero para que te hagas una
idea te contaré que Claude se marchó sin mí y no he vuelto
a saber nada de él desde entonces. Leandro y yo teníamos
más cosas en común de lo que parecía a primera vista.
—¿Me estás hablando de un flechazo?
—Si quieres llamarlo así… —dijo Aurelia con una sonrisa
tímida—. Vine con él a Alicante. Desde entonces no nos
hemos separado. Leandro me ayudó a entender algunas
cosas. Tampoco ha tenido una vida fácil. Tú lo sabes. Me
puso en contacto con Ismet. Estuve visitándolo todos los
días durante mucho tiempo. Mis sentimientos hacia él eran
contradictorios. Sentía desprecio más que otra cosa, pero
era un hombre tan desvalido… Me quedé. Me quedé por
Leandro y porque nada me esperaba ya en ninguna parte.
Había perdido todos los trenes. Leandro me habló entonces
de ti. Me contó tu historia con Derya y la relación que
tuviste con Ismet —hizo una pausa y se quedó mirando la
fotografía del jardín del manicomio—. Cuando supe que
volvías a Alicante, sentí curiosidad. Me dijo Leandro que
iba a llamarte. Quería presentarnos. Yo había leído tus
relatos. Me parecían buenos, pero sentía algo contra ti que
no sabría explicarte. Por eso quise conocerte en aquel club
de lectura de la universidad. Era una forma de verte detrás
de una cortina.
—Pero no pudiste contener tu indignación y dejaste caer
aquellos comentarios que me desconcertaron.
—Así fue. Me pareciste tan engreído, tan… Disculpa mi
franqueza.
—Al contrario, te lo agradezco.
—Por si te sirve de algo, conforme te fui conociendo por
teléfono y por tus correos, mi idea sobre ti cambió. Me
gustó la forma en que empezaste a escribir esta historia. La
terminarás, ¿verdad?
—Sí, voy a terminarla.
Los dos guardaron silencio y se perdieron en sus propios
pensamientos.
Al salir de La Colmena, René tuvo la sensación de que
volvía a ver la luz del sol después de mucho tiempo
encerrado en la profundidad de una caverna. Miró el azul
intenso del cielo y trató de ordenar sus pensamientos.
Respiró profundamente y caminó bajo la gran mole del
edificio. Se sentía bien. Por primera vez estaba seguro de lo
que iba a hacer.

Ángela Lamarca no entendió los motivos por los que no


quería que lo acompañase al aeropuerto. Se cansó de
insistir. René terminó de meter el equipaje en el maletero
del taxi y sacó un portafolios de su mochila.
—Quédate con el manuscrito.
—¿Por si te pasa algo? —dijo Ángela con ironía.
—No, porque quiero que lo guardes —la besó y la abrazó
—. Te mandaré la versión definitiva en cuanto la tenga.
Ángela Lamarca lo rodeó con los brazos y lo retuvo unos
segundos.
—Cuídate mucho, y llama.
—Te llamaré, no lo dudes.
El taxi se incorporó al tráfico de la avenida, y Ángela fue
quedando en la distancia como un puntito que levantaba la
mano y saludaba. La ciudad vivía ajena a la emoción de
René. Miraba por la ventanilla como si fuera una despedida
definitiva. Su pensamiento se fue deslizando por las
traviesas del tren, paralelas a la línea del horizonte que se
fundía con el mar. Las grúas de la ampliación del
aeropuerto parecían minaretes reunidos en mitad de la
nada.
La última llamada, antes de apagar el móvil en el avión,
fue para Salih Alova. Sintió una sacudida al pensar que en
unas horas estaría en Estambul. Apoyó la cabeza en la
ventanilla y dejó que las imágenes de la ciudad se colaran
en su pensamiento. Enseguida vio el rostro de Tuna.
Recordó su sonrisa, la voz, el brillo de sus ojos. Después, su
figura se fue borrando. Se impacientó porque el avión no se
movía. Cuando finalmente enfiló la pista de despegue, René
ya había comenzado a elevarse en el aire hacía tiempo. Veía
la costa muy lejos, olía los puestos de los vendedores de
caballa en el embarcadero de Eminónü, reconocía las voces
de los comerciantes, la llamada del muecín, las sirenas de
los transbordadores. Cerró los ojos y todo se borró. Y
entonces pronunció el nombre de Tuna como si estuviera
escribiendo el último verso al final de un poema.

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