Escritoras Monjas: Autoridad y Autoría en La Escritura Conventual Femenina de Los Siglos de Oro
Escritoras Monjas: Autoridad y Autoría en La Escritura Conventual Femenina de Los Siglos de Oro
Autoridad y autoría
en la escritura conventual
femenina de los Siglos de Oro
Directores:
Abraham Madroñal (Université de Genève / CSIC, Madrid)
Antonio Sánchez Jiménez (Université de Neuchâtel)
Consejo científico:
Fausta Antonucci (Università di Roma Tre)
Anne Cayuela (Université de Grenoble)
Santiago Fernández Mosquera (Universidad de Santiago de Compostela)
Teresa Ferrer (Universidad de Valencia)
Robert Folger (Universität Heidelberg)
Jaume Garau (Universitat dels Illes Ballears)
Luis Gómez Canseco (Universidad de Huelva)
Valle Ojeda Calvo (Università Ca’ Foscari)
Victoria Pineda (Universidad de Extremadura)
Yolanda Rodríguez Pérez (Universiteit van Amsterdam)
Pedro Ruiz Pérez (Universidad de Córdoba)
Alexander Samson (University College London)
Germán Vega García-Luengos (Universidad de Valladolid)
María José Vega Ramos (Universitat Autònoma de Barcelona)
Autoridad y autoría
en la escritura conventual
femenina de los Siglos de Oro
Julia Lewandowska
Iberoamericana – Vervuert
Madrid – Frankfurt
2019
Derechos reservados
© Iberoamericana, 2019
Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid
Tel.: +34 91 429 35 22 - Fax: +34 91 429 53 97
© Vervuert, 2019
Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main
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[email protected]
www.iberoamericana-vervuert.es
Imagen de cubierta: claustro de la basílica de Santa Maria del Santo Spirito, Florencia.
Fotografía de Julia Lewandowska.
Impreso en España
Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.
Agradecimientos
Introducción..................................................................................................... 15
1. ¿Cómo acercarse a los textos de autoría femenina de la Alta Edad
Moderna? ....................................................................................................... 27
1.1. «La palabra no olvida de donde vino»: las interpelaciones autorales ............ 29
1.1.1. La autoría en la Alta Edad Moderna: un acercamiento teórico
histórico ............................................................................................ 29
1.1.2. El sujeto del discurso y la función-autor: un acercamiento
teórico-metodológico........................................................................ 44
1.2. La autoría situada y la perspectiva dialógica: propuesta de un modelo
interpretativo de los textos de autoría femenina altomoderna ..................... 52
1.2.1. El género como categoría de análisis histórico y literario ................... 53
1.2.2. La posicionalidad del sujeto y el lugar de la enunciación en los
textos de autoría femenina ................................................................ 58
1.2.3. La escritura de autoría femenina como problema interdiscursivo ...... 64
No me es posible citar los nombres de todas y todos con quienes trabé vín-
culos de amistad, admiración y apoyo que, en su conjunto, han hecho posible
este libro. Sin embargo, me gustaría en especial dar las gracias a Prof. Joanna
Partyka, sin cuya confianza y perseverancia este proyecto no hubiera sido posible
y a Prof. Helena González Fernández por su generosa dedicación y su com-
promiso con mi proyecto desde sus inicios. Quiero agradecer a dos grupos de
investigación: ADHUC-Centro de Investigación Teoría, Género, Sexualidad
de la Universitat de Barcelona y Archivo de las Mujeres de la Academia Pola-
ca de Ciencias, cuyos ambientes estimulantes e inconformistas me enseñaron
otros modos de pensar sobre el compromiso académico. También, quisiera dar
las gracias a las y los investigadores del Centro de Ciencias Humanas y Sociales
del CSIC por crear un entorno de estímulo intelectual y profesionalidad incom-
parables. Muy especialmente quiero agradecer a Prof. Alfredo Alvar Ezquerra,
Prof. Carmen Simón Palmer y Prof. Cristina Jular Pérez-Alfaro cuyos consejos
me guiaron en las primeras etapas de acercamiento a las fuentes archivísticas.
No puedo olvidarme tampoco a expresar mi gratitud a todos los profesores y
profesoras, así como mis colegas del programa internacional de doctorado MPD
(Universidad de Varsovia y Fundación de la Ciencia Polaca) que estableció ba-
ses para la aproximación interdisciplinaria de este estudio. A mis más queridas
amigas, desafiantes investigadoras María Teresa Vera Rojas, Marta Font, Kasia
Paszkiewicz, Josefa Álvarez, Kasia Szafranowska y Araceli Rosillo Luque con las
que crecí como investigadora y como persona. Asimismo, quiero agradecer a mi
mejor amiga, Kalina Marzec, el hecho de estar a mi lado durante los vaivenes
de este proyecto, por nunca dudar en mí y por haberme enseñado lo relativo
que son todos los límites. A mis amigas y amigos —y especialmente a Jurek
Asunción Lavrin,
Congreso Internacional Escritoras entre Rejas.
Cultura Conventual Femenina en la España Moderna,
Madrid, 5-7 de julio de 2012.
1 Los estudios recientes de este campo se enumeran en la bibliografía. Por otro lado, es pre-
ciso señalar la labor pionera de los grupos de investigación que confeccionaron las primeras bases
de datos de las autoras modernas, así como una plataforma de intercambio para especialistas. En
este sentido es primordial el proyecto BIESES (Bibliografía de Escritoras Españolas), que desde
su origen en el 2004 llegó a incluir en su base de datos 11.000 referencias primarias y secundarias
relativas a escritoras, tanto religiosas como seculares, desde la Edad Media hasta el siglo xix. Tam-
bién ha organizado importantes congresos internacionales.
acercamiento teórico, cf. Jannidis et al. (2000); para una aproximación de cierta resonancia en los
últimos años, cf. los siete volúmenes de Maestro (2006-2009) formulados desde el enfoque del
materialismo filosófico aplicado al estudio de los conceptos de literatura y autoría. Importantes
aportaciones teóricas en el marco de las últimas tendencias y líneas de investigación en los estudios
de género y la crítica literaria feminista fueron presentadas durante el III Congreso Internacional
los Textos del Cuerpo: el Caleidoscopio Autorial: Textualizaciones del Cuerpo-corpus (Barcelona,
2-5 de diciembre de 2014).
3 Un resumen bibliográfico actual se puede encontrar en el volumen colectivo El autor en
el Siglo de Oro. Su estatus intelectual y social (2011). De este volumen, conforme a la línea del
presente estudio, son especialmente relevantes, también en lo que tienen de polémicas, las apor-
taciones de Manfred Tietz (2011: 439-459), quien analiza la conflictiva relación entre el autor
laico y el religioso dentro de la interacción de las culturas teológico-clerical y literario-artística de
ese periodo; Mariano Delgado (2011: 65-78), que se acerca a la problemática del nacimiento del
autor individual y autónomo en la cultura moderna; Ursula Jung (2011: 187-199), que, de modo
abreviado, indaga las principales coordenadas de la creación de las autoras religiosas, y Marcella
Trambaioli (2011: 461-481), que problematiza la inserción de los textos de autoría femenina en
el orden del discurso oficial y público. Merecen mención también los trabajos de Pedro Ruiz Pérez
(2010), Nieves Baranda (2004b) y Strosetzki (1998 y 2009).
4 Para un acercamiento teórico al género como categoría del análisis histórico y literario,
cf. el apartado 1.2. Aquí se subraya la deuda con la propuesta de Joan W. Scott pronunciada en
1989 y revisada por ella misma en 2010, en el marco de la cual el género es conceptualizado como
una categoría abierta que permite historizar y analizar las diferentes dinámicas sociales basadas
en la diferencia sexual. Al mismo tiempo, permanece crítica a categorías como mujer/hombre y
femenino/masculino y pone en la tela de juicio su propio carácter normativizante. De ahí se asume,
en opinión de la autora, que solamente cuando “gender is an open question about how these mea-
nings are established, what they signify, and in what contexts, then it remains a useful —because
critical— category of analysis” (Scott, 2010: 14).
5 Williams señala la aparición de los nuevos significados de originalidad ya antes del siglo xviii
diferentes del sentido estático del origen del que derivan subsecuentes cosas o condiciones. Mientras
que el origen mantuvo su sentido retrospectivo, la originalidad desarrolló otros sentidos: “So that ori-
ginal sin and original law and original text were joined by original in the sense of an authentic work of
art (as distinct from a copy) and in the sense of a singular individual (where the eventual distinction
between singularity and originality was to be crucial). In the case of work of art there was a transfer
from the retrospective sense of original (the forts work and not the copy) to what was really a sense
close to new (not like other works)” (Williams, 1983: 230, el énfasis es original).
autores intelectuales del texto, varios glosadores, traductores, etc., en todo «un
encadenamiento de acciones, una suma de voluntades y una unión de esfuerzos»
(Casanova Valdaliso, 2013: 385) de este proyecto común. Esta concepción de
la autoría relacional comprendía entonces, por lo menos, dos formas de autoría
extratextual: la factual —que abarcaba a todos los implicados en el proceso de
la transcripción y producción de la materialidad del texto (los escritores, los
traductores, los copistas, los iluminadores, etc.)— y la casual —que incluía a
los involucrados en su ejecución (los promotores/mecenas, los que invertían
en el proyecto, los solicitantes directos e indirectos del texto, etc.)— (Casanova
Valdaliso, 2013: 384-386). A esto se sumaba la autoría intratextual, correspon-
diente con la voz o las voces hablantes del texto, diferentes de la del narrador,
creadas para dar forma al discurso y a la transmisión del mensaje (Casanova
Valdaliso, 2013: 385).
Sin embargo, con la aparición del incipiente mercado de los libros, en el
paso del siglo xv al xvi, y de manera mucho más común en este último, los cam-
bios económicos, culturales y políticos implican una nueva consideración del
trabajo y el individuo y, por tanto, se establece un paradigma nuevo para la com-
prensión de la autoría y la autoridad literarias. La firma, un signo de atribución
individual y atemporal, empieza a funcionar de modo generalizado, aunque
—como se verá— no unánime para los autores y las autoras, precisamente a par-
tir de esta centuria. En el anteriormente mencionado diccionario de Covarrubias
el «escribano […] autoriza la escritura con signarla y firmarla, haciendo fe de su
legalidad» (Covarrubias, 1674: 73v). De hecho, la autoría se va igualando con
«una forma privilegiada de reconocimiento de la capacidad de alguien de inscri-
bir en el mundo aquello que se considera significativo o nuevo» (Cabré, 2008: s.
p.) y que, por este orden de cosas, se empezó a percibir por una capacidad «in-
dividual, atribuida o idealmente atribuible a una persona que, con su sexo y su
nombre, es considerada origen de los saberes, pensamientos, representaciones y
sentimientos que en un texto se plasman en palabra escrita» (Cabré, 2008: s. p.,
el énfasis es mío). La definición de Montserrat Cabré propone distribuir la auto-
ría entre la capacidad individual —el sexo— y el nombre, que permite establecer
el principio de la autoría moderna en la dimensión social, jurídica y estética nue-
va. De tal configuración se desprende que un escritor o una escritora, para ser
percibido como autor o autora del texto, debía de aprehender una identificación
tripartita: poseer una autoridad social suficiente para pronunciar el mensaje del
texto, tener un cuerpo sexuado que le atribuyese/consolidase este tipo de poder y
tener capacidad para firmar con un nombre propio —es decir, poseer una iden-
tidad civil y jurídica libre y autónoma—. Tal comprensión de la autoría, como
bien recuerda Foucault (2000: 1-42), constituía una importante herramienta de
poder o discriminación, ya que «la función-autor es característica del modo de
6 Por otro lado, estas celebraciones han sido utilizadas estratégicamente como forma de
promoción y modo de intervención en la cultura literaria oficial por numerosas autoras, religiosas
y laicas, para las que Teresa de Jesús constituyó el modelo de autoría y la fuente de legitimación de
su propia escritura. Este tema se elaborará detalladamente en los apartados 2.3 y 3.2.
por su figura autoral. En segundo lugar, la obra escrita sobre ellos solapa y llega
a sustituir su creación original. En este sentido, el autor/la autora se transforma
«en una referencia y autoridad cuya vida ejemplar o significación nacional se
considera como más fundamental que sus textos mismos» (Chartier, 2000: 99).
Por otro lado, desde la perspectiva del individuo histórico (e historiable)
llaman la atención los cambios en la relación del autor con la materialidad de
su propia obra. Hacia mediados del siglo xvi son cada vez más frecuentes las
intervenciones directas de los escritores en la materialidad del impreso. Mateo
Alemán (1547-ca.1615), Francisco Quevedo (1580-1645), María de Zayas y
Sotomayor (1590-ca.1660), Ana Caro Mallén de Soto (ca.1600-ca.1650) o Ana
Francisca Abarca de Bolea se interesaron por el formato material de sus libros
impresos e intervinieron en la toma de decisiones, dando muestras de una con-
ciencia autoral que abarcaba ya no solo el manuscrito autógrafo, sino que se
proyectaba más allá de la materialidad de este. La responsabilidad —jurídica y
civil— de todas y cada una de las manifestaciones materiales del texto empezó a
ser considerada una parte inseparable de la escritura.
Sin embargo, resultaría injusto y falso equiparar la emergencia de la función-
autor y la figura autoral individual con la invención de la imprenta. Aunque,
como se ha dicho, el desarrollo del libro impreso y el mercado de los libros,
junto con la constitución de un público más amplio y diverso, indudablemente
influyeron en la consolidación de un nuevo paradigma de la autoría literaria, la
invención del autor, en cuanto identidad histórica y función discursiva, como
recuerdan Cynthia J. Brown (1995), Mark Rose (1994) y Roger Chartier (2000),
entre otros, antecedió al libro impreso y sus políticas. Resulta crucial aclarar que
ya en el siglo xiv, en plena cultura del códice manuscrito, como se ha puntuado
anteriormente, es posible discernir dos profundas transformaciones que formu-
laron las bases para el nuevo orden de los libros y, por ente, de autoría. Primero,
el surgimiento de un libro unitario, frente al libro misceláneo que dominó la
cultura manuscrita desde el siglo viii, estableció un nuevo vínculo entre la uni-
dad material (el manuscrito), la unidad textual (textos de un autor particular)
y la singularidad del individuo histórico. De hecho, se puede decir que hasta
entonces la propia estructura del libro misceláneo imponía una dispersión de
la función-autor entre el compilador, quien seleccionaba los textos, el poseedor,
quien imponía el deseo de unir ciertos textos como un conjunto de lectura, y
los autores, muchas veces inidentificables/anónimos, cuyos textos dicho libro re-
cogía. De acuerdo con lo señalado por Francisco Rico (1997: 151-169) en su
estudio sobre el paso de la cultura del códice a la cultura del libro, a no ser que se
tratase de obras canónicas, antiguas o cristianas, la propia forma del libro misce-
láneo procuraba un paradigma de libro politextual de compilación de fragmentos
y géneros disparados o desvinculados. Entonces, hasta cierto punto, fue la nueva
unidad codicológica del libro unitario la que abrió paso para establecer la triada
de relaciones entre «libro como objeto […], la obra, como texto o conjunto de
textos, y el autor» (Chartier, 2000: 103). El segundo cambio paradigmático de
la misma centuria afectó a la transformación sociolingüística de las nociones que
dominaron el nuevo orden de la cultura escrita. El autor iba desvinculándose de
su etimología latina de agere, en el sentido de transcribir, compilar o comentar
las verdades ajenas, tradicionalmente procedentes de una auctoritas de los autores
clásicos o cristianos, hacia el entendimiento del autor como dueño de sus actos
y palabras, hasta la desvinculación del actor y autor en el sentido hobbesiano.7
Consecuentemente, el ejercicio de escribir no se limitaba ya solo a la transcripción
del texto, sino que empezó a indicar la agencia del autor mismo: su invención e
innovación individual (Brown, 1995: 22-65). Después, tampoco parece acertado
identificar el surgimiento de la función-autor con el momento de establecer el ré-
gimen de propiedad para los textos, el derecho de autor y las políticas editoriales
en el turno del siglo xviii y xix, como lo propuso Michel Foucault (2000: 16).
La crítica de estos presupuestos hecha por Roger Chartier resulta en este aspecto
revelador para los propósitos del presente apartado. Aunque puede ser justificable
establecer la relación entre la función-autor y el sistema jurídico-civil que permite
perpetuar dicha función, parece menos apropiado limitar tal configuración a los
procesos del mercado y la definición burguesa de la propiedad (Foucault, [1969]
2004: 15-30). De acuerdo con lo señalado por Chartier, la relación entre función-
autor y la «apropiación penal», es decir, la responsabilidad jurídica y judicial del
autor por su obra, «aparece antes del siglo xvii, en el momento en que las Iglesias
y los Estados organizan las instituciones que identifican y reprimen las obras pro-
hibidas y los autores condenados» (Chartier, 2000: 92). En este sentido, la activi-
dad de la Inquisición romana y, posteriormente, la española, efectuadas a través
de los índices, puede, hasta cierto punto, ser analizada como constitutiva para
este aspecto de la autoría literaria. En el marco de la censura literaria, desde la pri-
mera edición del Índice en 1550 en Lovaina, para hacer posible su labor censora,
la Inquisición construyó la «categoría de autor», entendida como fundamento de
la asignación y, por tanto, del reconocimiento de las obras (Pardo Tomás, 1991:
7Sobre esta desvinculación del representante (actor) hacia agente (autor) de las acciones,
dice Hobbes en Leviatán: «Las palabras y acciones de ciertas personas artificiales son reconocidas
por suyas por aquél a quienes ellas representan. La persona es entonces actor; quien reconoce como
suyas las palabras y las acciones es el autor, y en este caso el actor actúa en virtud de la autoridad
que ha recibido. Porque aquél que, en materia de bienes de todo tipo, es llamado propietario, es
llamado, en materia de acciones, el autor» (1940: 139-140, el énfasis es mío). Dicha diferenciación
se asume en el marco de una reflexión sobre el hombre artificial, es decir, la persona entendida
como principio de identidad y unidad volicional de un cuerpo político. Para el desarrollo de esta
cuestión se puede consultar, entre otros, a Herrero López (2012) y Le Gaufey (2001).
373-374). Es más, las siguientes ediciones españolas de los índices, y, sobre todo,
el de Sandoval y Rojas (1612) y el de Quiroga (1683-84), al establecer tres clases
de censura en su política examinadora, instauraron, sin más, una triple configu-
ración de la función-autor. El primer presupuesto censor se centraba en condenar
todas las obras de los autores considerados heréticos, abarcando tanto los textos
escritos como los previstos. En consecuencia, el nombre propio del autor era teni-
do como la única fuente de pensamiento expresado en las obras. La obra excedía
su temporalidad y, por tanto, su materialidad, mientras que la figura del autor
se convertía en la condición sine qua non de su emergencia. La segunda clase de
censura, al expiar no el conjunto de la obra, sino unos escritos particulares de un
autor concreto, daba primacía precisamente a su nombre propio como único me-
canismo de identificación de los textos. Asimismo, al proponer listas de las obras
clasificadas según el orden alfabético de los apellidos de sus autores, que servían
de fuente de actualización de los índices, la función-autor seguía perpetuándose
en el tiempo independientemente de las particulares ediciones materiales de los
textos. Finalmente, el tercer presupuesto censor condenaba las obras publicadas
como anónimas después de una fecha establecida. Así, la falta del nombre propio
del autor y del impresor del texto impedía la definición de la obra, su clasificación
y, por ende, su inserción o eliminación de la circulación, simbólica y material, en
la cultura letrada.
En tal delineado panorama, el último aspecto que requiere atención,
para cerrar el marco de los procesos de formulación de las autorías altomo-
dernas, es la, previamente mencionada, construcción de la función-autor so-
bre la base de la propiedad literaria.8 Esta cuestión necesita dos aclaraciones
previas. Primera, se debe recordar que los discursos científicos, religiosos y
literarios, junto con sus formas intermedias, no obedecían a temporalidades
idénticas en cuanto a la distribución y la designación de la autoría y autori-
dad, aunque sí respondían a las coordenadas filosóficas, estéticas, jurídicas
y espirituales de la época, y, por ende, atestiguaron cambios paralelos. Se-
gunda, si bien la función-autor como propietario en el sentido económico
se instauró en el sistema legal en Inglaterra en 1709, por la aplicación del
right in copy a través de Estatuto de los libreros de Londres9 (Rose, 1988:
Donaldson v. Becket and the Genealogy of Modern Authorship», en el que se analiza el caso de
los libreros londinenses que, ante el cambio en el antiguo sistema de publicación y al ver en pe-
ligro sus intereses de copyright perpetuo, indujeron hacia la formulación de la figura de un autor
propietario-dueño perpetuo de su obra. Tal solución les otorgaba a ellos el mismo derecho perpe-
tuo en el caso de haber redimido la obra del autor. Mark Rose establece este proceso en paralelo
al surgimiento del derecho natural de Locke formulado en Two Treatises of Government (1690).
Dice Rose al respecto: «All of these cultural developments, the emergence of the mass market
for books, the valorization of original genius, and the development of the Lockean discourse of
possessive individualism, occurred in the same period as the long legal and commercial struggle
over copyright. Indeed, it was in the course of that struggle under the particular pressures of the
requirements of legal argumentation that the blending of the Lockean discourse and the aesthetic
discourse of originality occurred and the modern representation of the author as proprietor was
formed. Putting it baldly and exaggerating for the sake of clarity, it might be said that the London
booksellers invented the modern proprietary author, constructing him as a weapon in their stru-
ggle with the booksellers of the provinces» (1988: 56). Igualmente, esta tesis la han formulado o
confirmado, entre otros, Patterson (1968), Chartier (2000: 89-105) y Gómez-Arostegui (2014).
10 Junto a estos paratextos, se imprimían la dedicatoria, el prólogo u otras advertencias
al lector. Los preliminares podían incluir también unas poesías laudatorias a la obra o al autor/
la autora. Al principio o al final de la obra se incluía la tabla de contenidos y la fe de erratas, en
la que el corrector oficial confirmaba la contabilidad del texto impreso con el original que el
Consejo de Castilla había autorizado publicar. Todos estos elementos paratextuales, junto con
los mencionados privilegios, los expedientes de escribanías y las censuras, revelan las dinámicas y
políticas de publicación en las que el autor —en ambos sentidos antes evocados— desempeñaba
una función real y estratégica. Para la importancia de los paratextos en la aventura de los textos,
cf. el último estudio de Bouza (2012) sobre los expedientes legales del Quijote cervantino. Como
indica el historiador, muchas son las respuestas que «estos expedientes de las escribanías de cámara
pueden ofrecernos para la historia de la imprenta, así como la de la espiritualidad, la literatura, el
debate político e incluso para la de la lengua» (Bouza, 2012: 180-181). El uso estratégico de los
To summarize the logic of the literary property debate […] we might say that there
were three principal exchanges between the parties [de los libreros-editores londi-
nenses y los de provincias]. First, the proponents of perpetual copyright asserted
the author’s natural right to a property in his creation. Second, the opponents
of perpetual copyright replied that ideas could not be treated as property and that
copyright could only be regarded as a limited personal right of the same order as
a patent. Third, the proponents responded that the property claimed was neither
the physical book nor the ideas communicated by it but something else entirely, so-
mething consisting of style and sentiment combined. What we here observe, I would
suggest, is a twin birth, the simultaneous emergence in the discourse of the law
of the proprietary author and the literary work. The two concepts are bound to
each other. To assert one is to imply the other, and together, like the twin sons of a
binary star locked in orbit about each other, they define the center of the modern
literary system. (Rose, 1988: 65, el énfasis es mío)
de los copyrights, separó definitivamente la materialidad del contenido intelectual del libro, instau-
rando solamente en el segundo el origen del derecho de autor: «Style and sentiment are the essen-
tials of a literary composition. These alone constitute its identity. The paper and print are merely
accidents, which serve as vehicles to convey that style and sentiment to a distance. Every duplicate
therefore of a work, whether ten or ten thousand, if it conveys the same style and sentiment, is
the same identical work, which was produced by the author’s invention and labour» (Blackstone
[1765-69] apud Rose, 1988: 63).
12 Por ser especialmente complejo, y debido al limitado marco del capítulo, no es posible
ampliar el tema de la configuración de la posición autoral dentro del género dramático. Para el
análisis de estos aspectos, cf. Hormigón (1996), Díez Borque (1996) o García Gómez (2008). Sin
embargo, resulta relevante recordar la diferente negociación de la noción autor dentro del género
dramático entre el solicitante del texto, el director de la obra y el escritor. Durante el periodo
áureo, «autor de comedias» hacía referencia no al escritor de las piezas, que se denominaba «poe-
ta» o «ingenio», sino a quien compraba las obras, recibía la licencia de presentarlas en el corral
y estaba encargado de gestionar la compañía. Asimismo, hay que tomar en cuenta cierta reserva
subyacente entre los escritores a imprimir obras dramáticas debido a la incompatibilidad estética
«entre el destino natural de las obras teatrales, que estaban escritas para ser representadas, vistas y
oídas, y la forma impresa, que les privaba de su “vida”» (Chartier, 2000: 130). Sobre la conflictiva
e inestable atribución de los papeles en el proceso de las prácticas teatrales, da cuenta, entre otros,
el estudio de Oehrlein (1993).
13 Por otra parte, se sabe que Ana Caro Mallén fue una de las contadas autoras que podemos
calificar como escritora de oficio y que cobraba habitualmente por sus textos, fuesen estos dramas
o relaciones de actos oficiales de la Casa Real, como el Contexto de las reales fiestas (1637), por el
que recibió 1100 reales (Baranda Leturio, 2004a: 411-414).
este libro, y, sobre todo, en la parte segunda, sobre las regularidades discursivas, el filósofo francés
explica sus preocupaciones respecto al análisis de las formaciones discursivas que pueden llevar
fácilmente a interpretaciones anacrónicas. Como ejemplo le sirve la diferenciación que se suele
asumir entre las principales formas del discurso, como la filosofía, la religión y la literatura. Si, se-
gún él, no podemos estar seguros de estas distinciones hoy en día, entonces, ¿cómo reconocerlas si
examinamos estos campos de expresión que, en el tiempo de su formación, han sido distribuidos
y caracterizados de manera diversa? Foucault señala que nuestras divisiones actuales son también
unas categorías reflexivas y como tales tienen que ser verificadas. En este sentido, la división y yux-
taposición de la cultura teológico-religiosa y laico-artística propuesta por algunos investigadores
(Tietz, 2011; Jung, 2011) carece de justificación suficiente según el enfoque del presente estudio.
Al Lector. Por averse impresso (cristiano lector) diversas vezes sin orden mía las
partes del Flossanctorum, que yo he compuesto, y las impressiones dellas han sa-
lido con muchos errores, algunos de los quales son pretendidos de industria por
personas que, siguiendo sus particulares pareceres, dizen otro de lo que yo digo, y
tengo bien averiguado; por obviar este daño, di lugar a que el muy diligente en su
arte de platero, Pedro Angel, hiziesse este retrato, que es como firma mía, y assí,
donde estuviere se entenderá que la impressión se hizo por orden mía, y por lo
mismo irá mejor correta; y, por el contrario, digo que cualquiera de las partes del
Flossanctorum donde no se hallare éste mismo, sino otro contrahecho por él, que
no se tenga por mía, antes devría evitarse como sospechosa. Vale. (Villegas, 1997,
preliminares, s. p.)
et al., 1994: 199). Así se puede entender la autoría como la causa instrumental
que encarna en los sentidos literal y simbólico el proceso de la escritura-lectura,
que busca codificar en el lenguaje los elementos que «son causa sustancial-pro-
blemática de la creación literaria» (Prado Biezma et al., 1994: 199).
Para abordar críticamente tanto los sujetos que intervienen en el proceso
de la comunicación literaria como el contexto en el que se desenvuelven —o
sea, «el mundo» según Albaladejo Mayordomo en su proyecto de la semántica
extensional (Albaladejo Mayordomo, 1989: 194-195)—, se acude a la perspec-
tiva de la semiología pragmática, tal y como la define María del Carmen Bobes
Naves (1989; 1992; 1994). En la aproximación teórica de esta investigadora,
el lugar central lo ocupa el concepto del signo dinámico abarcado en situa-
ción, es decir, «no el producto objetivado en una forma, sino todo el proceso
de producción que lo crea y en el que se integra para adquirir sentido» (Bobes
Naves, 1989: 102).15 De esta manera, seguiré su propuesta de análisis de las
relaciones e interrelaciones entre el texto, el emisor, el receptor y el contexto
(social y textual) en los sistemas culturales que concurren simultáneamente en
el proceso comunicativo. De este modo se busca superar tanto las aproxima-
ciones extrínsecas, focalizadas en los fenómenos periféricos de la obra literaria,
como los métodos inmanentistas, limitados al análisis del signo lingüístico.
Al abordar los tres aspectos de la producción literaria, el productivo (poiesis),
el comunicativo (katharsis) y el receptivo (aisthesis), se la aprehende como un
proceso comunicativo en sus vertientes formal, de significante y de uso (Dole-
zel, 1997: 237). Dicho de otro modo, se propone aprehender el texto literario
en la totalidad del proceso comunicativo (emisión, mensaje, recepción) en tres
niveles, de los siete especificados por Ulpiano Lada Ferreras (2001: 62) en su
descripción del proyecto semántico-pragmático: de las relaciones de los signos
con los sujetos participantes en el proceso semiósico y semiótico, de la relación
de los signos con la situación semiológica en la que se usan y de la relación de
los signos con la situación social, cultural e ideológica en la que se usan. Por lo
tanto, en tal marco de introspección, el artefacto textual opera como un signo
que genera procesos semióticos de expresión, significación, comunicación, in-
teracción e interpretación.
Ahora, con el fin de localizar los elementos cruciales para el presente enfo-
que en el análisis del sujeto del discurso —en su dimensión de emisor gramatical
15Al respecto de la teoría de los signos dinámicos de Bobes Naves, Ulpiano Lada Ferreras
subraya que son aprehendidos en la vertiente sociocultural y utilizados «por unos sujetos en un
proceso semiósico, dentro de un contexto determinado»; además, la «pragmática se ocupa de las
circunstancias en que se produce el proceso de expresión, comunicación e interpretación de los
signos, en un tiempo, un espacio y una cultura determinados, trascendiendo, de esta forma, el
propio texto» (Lada Ferreras, 2001: 61 y 70).
que igualan la enunciación con el «hecho mismo de que el enunciado haya sido producido, el
acontecimiento histórico» constituido por la aparición de la enunciación, como propone Oswald
Ducrot (1980: 5), entre otros.
el nombre propio, del interior del discurso al individuo real y exterior que lo ha producido, sino
que corre, en algún modo, en el límite de los textos […]. Manifiesta el acontecimiento de un
cierto conjunto de discursos, y se refiere al estatuto de este discurso en el interior de una sociedad
[…]. El nombre del autor no está situado en el estado civil de los hombres, tampoco está situado
en la ficción de la obra, está situado en la ruptura que instaura un cierto grupo de discursos y su
modo de ser singular» (Foucault, 2000: 14).
The pleasure of the text also includes the amicable return of the author […]. The
author who leaves his text and comes into our life has no unity […] he is not a
(civil, moral) person, he is a body […]. For if, through a twisted dialectic, the Text,
destroyer of all subject, contains a subject to love, that subject is dispersed […]:
where I a writer, and dead, how I would love it if my life through the pains of
some friendly and detached biographer, were to reduce itself to a few details, a few
preferences, […] let us say: to biographems whose distinction and mobility might
go beyond any fate and come to touch, like Epicurean atoms, some future body,
destined to the same dispersion. (Barthes, 1989: 8-9)
19
Véanse particularmente Barthes (1989), Czermińska (1994: 165-173), Foucault (1991 y
2000), Nycz y Bolecki (2004) y Zawadzki (2006: 217-247).
20
El yo siléptico debe de ser entendido en dos modos diferentes al mismo tiempo: como real
e imaginario, como empírico y textual, como auténtico y ficcional (Nycz, 1997: 108).
Quien emprende una obra —por modesta que sea muestra […]
lo innombrable en la obstinación de nombrar, y nos convoca a él.
Asunción Portolés, por otra parte, señala hacia una especie de anacronismo
masoquista que hace revindicar a los grupos marginados u oprimidos aquello
que en los estratos dominantes de la sociedad ya se ha desvalorizado o rechaza-
do. Propone, siguiendo a Braidotti y Collin, poner en la tela de juicio el devenir
femme de la filosofía posmoderna como otra forma de ejercer las políticas de
dominación que hace volver a situar a las mujeres en el lugar de la alteridad
(Portolés, 2009: 443-473). A lo largo del presente estudio, se aprehende el su-
jeto como situado en deuda con la propuesta ofrecida por Nancy Fraser y San-
dra Lee Bartky (1992) y ligado a las posiciones-sujeto tal y como las aprehende
Diana Fuss (1999: 127-146). El «enfoque pragmático del discurso» propuesto
por Fraser y Bartky constituye una respuesta alternativa tanto a la asignación
del sujeto monolítico como a las identidades dispersas y fragmentadas. Ligado
a otras propuestas del sujeto situado, imposibles de atender en el marco de este
trabajo, propone interpretar la narratividad como una acción, no como una
representación. En este sentido, como demuestra Asunción Portolés al analizar
el pensamiento de Fraser, los discursos pueden ser entendidos como «prácticas
sociales de comunicación históricamente específicas» (Portolés, 2009: 465) y
múltiples, que, por tanto, inducen una diversidad de posiciones comunicativas
posibles para ser ocupadas por los individuos. Nancy Fraser propone un modelo
del sujeto contextualizado por y enraizado en las realidades históricas concretas
y diversas. Además, y esto es de crucial relevancia para el presente enfoque, su-
braya la agencia del sujeto, ubicado socialmente y en constante redefinición, en
el proceso comunicativo. Tal propuesta teórica permite reconocer la pluralidad
y mutabilidad de discursos y posiciones de sujeto alejándose de las teorías de las
identidades sociales monolíticas y a la vez ofreciendo una «alternativa ante los
que postulan una identidad fragmentada o dividida, o ante posiciones, como
la de Butler, en la que existe la agency pero no el sujeto» (Portolés, 2009: 465).
Es difícil sopesar las influencias que las críticas desde la perspectiva feminis-
ta y de género inspiraron y posibilitaron en las investigaciones sobre la historia
de las mujeres, así como el papel que ejercieron en el (re)descubrimiento del le-
gado cultural de autoría femenina que durante siglos permaneció desatendido e
infravalorado.21 Además del ejercicio de la recuperación de voces y experiencias
femeninas del pasado,22 estos enfoques críticos indagaron la condición de las
21 Entrar en las complejidades de los enfoques feministas y sus avances obviamente excede
el propósito del presente libro. Por necesidad y por fuerza, se tendrá que acudir a ciertas genera-
lizaciones. Sin embargo, se deben tener en cuenta la pluralidad de los feminismos y la necesidad
de matizar y contextualizar cada enfoque. Esta premisa se verá respaldada y desarrollada en los
siguientes apartados del estudio. Las posiciones de diferentes enfoques que se mencionan a conti-
nuación son hasta cierto punto posiciones límite presentadas esquemáticamente. Obviamente, ni
las corrientes ni sus pensadoras pueden reducirse a los elementos señalados. Efectivamente, desde
su mismo origen polimorfo y dinámico el pensamiento feminista sobrepasa estas definiciones en
un constante circular entre ellas.
22 Realizado mayoritariamente por las corrientes de la ginocrítica. Cf. el ensayo crítico
fundamental de Elaine Showalter, «Feminist Criticism on the Wilderness» (1981), donde, entre
autoras en cuanto sujetos sexuados en femenino, así como en las propias tecno-
logías de la heterodesignación y las dinámicas de producción y reproducción de
una feminidad normativa (Amorós, 2009: 12). De este modo abrieron perspec-
tivas de interpretación originales y múltiples con la finalidad de construir una
epistemología diferente, poniendo en tela de juicio la supuesta universalidad y
totalidad de los enfoques y relatos dominantes.
En el pensamiento crítico de Françoise Collin me interesaría recapitular
los postulados que la filósofa desarrolló principalmente en seis ensayos —
«Praxis de la diferencia. Notas sobre lo trágico del sujeto», «Deconstrucción
o destrucción de la diferencia de los sexos», «La salida de la inocencia», «El
sujeto y el autor. O el acto de escribir como acto universal», «Poética y política
o los lenguajes sexuados de la creación» y «El libro y el código. De Simone de
Beauvoir a Teresa de Ávila»— respecto a las contribuciones y controversias de
la crítica literaria desde perspectivas feministas, o sea, una crítica que busca
establecer, formal y epistemológicamente, una genealogía literaria femenina.
El plausible éxito de las historiadoras y críticas de la literatura que lograron
«capitalizar a las autoras del pasado» (Collin, 2006d: 192) constituye un logro
palpable y un fundamento que permite trazar su historia desde una tradición
literaria, cultural y estética que incluye las perspectivas y las experiencias feme-
ninas. La perspectiva que asumió la ginocrítica en la segunda ola feminista es
válida y justificable, pues aseguró un espacio real de repercusión para centena-
res de obras de mujeres. Al mismo tiempo, la estrategia de recuperar del olvido
a las creadoras del pasado posibilitó a las escritoras del presente confrontar
su identidad o, por lo menos, su existencia, con una representación simbó-
lica que permita su identificación. Por su parte, como indica Gloria García
otros temas cruciales para el feminismo de la segunda ola, la autora especifica la ginocrítica como
alejada de las tendencias revisionistas y enfocada en el estudio afirmativo de la especificidad de
la escritura de las mujeres, el análisis y la recuperación de la tradición literaria femenina y de sus
experiencias a lo largo de la historia. Algunos aspectos de esta aproximación, aplicados crítica-
mente, siguen vigentes para el enfoque del presente trabajo. Se comparte el énfasis puesto en la
experiencia de las mujeres, entendida en el sentido amplio, como adquirida y negociada en un
marco cultural y aprehendida como factor clave de la diferencia sexual. Magdalena Potok formula
un resumen acertado del enfoque de la crítica literaria feminista anglosajona entendiéndolo como
una aproximación que afirma la existencia de una identidad femenina «que deriva del cuerpo,
moldeado luego en un proceso social. El hecho de nacer mujer pone en marcha todo un proceso
de manipulaciones que la sociedad ejerce sobre el sujeto. Se reproducen pautas de pensamiento,
posturas y artefactos culturales que transmiten una estricta delimitación de los roles de género.
La identidad femenina es articulada de acuerdo con las normas establecidas para la mujer en la
cultura determinada. En esta replicación de modelos de conductas seculares, la diferencia sexual
está fuertemente arraigada en la realidad corporal y espiritual del ser, así como en la experiencia y
cultura de la sociedad» (Potok, 2010: 27-28).
vexed relationship (around sexuality) between the normative and the psychic, the
attempt at once to collectivize fantasy and to use it for some political or social end,
whether that end is nation-building or family structure. In the process, it is gender
that produces meanings for sex and sexual difference, not sex that determines the
meanings of gender. If that is the case, then […] there is not only no distinction
between sex and gender, but gender is the key to sex. (Scott, 2010: 14)
hermenéutica del sujeto epistemológico que se conforma y confirma a través de una permanente
verbalización. Dichas tecnologías son entendidas como mecanismos para actuar sobre uno mismo
que construyen la subjetividad del individuo en relación a la verdad y que responden a los modos
en los que el sujeto se constituye como un objeto de conocimiento para sí mismo. La genealogía
de la subjetividad de la cultura occidental propuesta por el autor se fundamenta en los principios
del disciplinamiento y de la confesión cristiana, entendida como un dispositivo discursivo y cul-
tural que exige observación de sí mismo, indagación y formulación teórica de una subjetividad.
En tal marco, «el cuidado de sí» y «la escritura del yo» son percibidos como factores primordiales
presentes en el proceso de construcción de uno mismo (Foucault, 1993: 223). Celia Amorós,
por su parte, sitúa el origen del sujeto moderno en el nominalismo del siglo xiv, teorizado por
Duns Scoto en el marco de los procesos de individuación, o sea, una serie de coordenadas que
condujeron a que el individuo entrase en una fase de actualización «sobre unas potencias que
solamente pueden ser actualizadas en la medida en que son apropiadas, es decir, en la medida en
que el sujeto las hace suyas porque sólo las configura, configurándose él mismo en este proceso»
(Amorós, 1997: 36). De esta forma se adelanta en casi dos siglos a los principios de individuación
defendidos por muchos filósofos contemporáneos en “la deriva individualista del sujeto” de Locke
y Hobbes (Renaut apud Portolés, 2009: 457). Ambas aproximaciones —al ubicar el surgimiento
del sujeto moderno individual en el bajo medievo— confirman los presupuestos teóricos del
presente trabajo.
Se esboza así —como modelo para armar— una historia crítica, hermenéutica,
que se distingue de la acostumbrada «representacional», no solo por su objeto de
estudio —la construcción del género sexual, la objetivización del cuerpo, la di-
mensión normativa de la identidad—, sino porque refleja el significado social de
tal actividad. La mayor diferencia radica en problematizar los objetos culturales y
sus imaginarios e interpelaciones dentro de la axiología o evaluación de la cultura.
(Zavala, 1993a: 10)
25 La autora propone entender el sociolecto como «lenguaje comprendido no solo como re-
lación entre léxico y gramática, sino como receptáculo de las mitologías sociales» (Díaz-Diocaretz,
1993: 95), mientras que el ideolecto se concibe como «una actividad semiótica específica del
individuo y, en el caso del lenguaje poético, el léxico y la gramática específicos del texto» (Díaz-
Diocaretz, 1993: 95). En su propuesta hay que distinguir además entre el ideolecto del escritor (que
puede estar genéricamente definido), el sociolecto de la cultura y, en una dimensión distinta, el
sociolecto del patriarcado.
normas de las prácticas discursivas que atraviesan los textos. Por lo tanto, deben
despertar inquietud algunos conceptos totalizadores, como autoría, literatura o
canon, y ciertas divisiones que se han hecho obvias para un investigador contem-
poráneo, como cultura medieval y moderna, sacra y profana, popular y oficial,
etc. En la presente aproximación metodológica se sigue esta postura crítica que
permite cuestionar las formas de continuidad establecidas y arrancar de su cuasi
obviedad estas nociones.
En resumen, el presente enfoque parte de la poética dialógica para estudiar
las estrategias creativas y las prácticas discursivas de las escritoras del ambiente
conventual femenino moderno para construir su posición autoral, tanto discur-
sivamente —como funciones textuales— como en fenotipos sociales. Tal mirada
no se limita a afirmar la producción cultural de las mujeres, sino que busca re-
conocer el funcionamiento de diferentes discursos en los textos y las formas de
subjetividad, construidas y aplicadas por las autoras, que funcionaban y se proyec-
taban en el manejo de los cánones y géneros literarios. Susana Reisz acentúa estas
dinámicas introduciendo la figura del representante acreditado del grupo social en
la que participa el hablante, que retoma de Bajtín (1986; 1989) y Todorov (1981),
y con lo que hace referencia al oyente real y al ideal. En este sentido, incluso
cuando el hablante no dirige su enunciado a un interlocutor presupuesto o real,
siempre tiene presente la figura de un oyente implícito «que encarna la visión del
mundo, los patrones evaluativos y las formas de expresión típicas de la comunidad
lingüística de la que él (o ella) siente que forma parte» (Reisz, 1990: 206).
Esta premisa, aplicada a los textos de autoría femenina, abre camino a una
serie de preguntas particularmente pertinentes si se tienen en cuenta las dife-
rencias en el acceso al saber y al poder, en la situación corporal y en las formas
de configuración social que se aplicaron a lo largo de la historia a las mujeres
frente a los hombres.26 A estas diferencias socialmente aceptadas que afectan
26 Como se verá en la parte segunda del presente estudio, la disimetría sexuada en el campo
artístico, como la denomina Collin (2006c: 154), es un aspecto más llamativo de la disimetría más
general, sociocultural e histórica. Debido a que el arte es una dimensión humana constitutiva en
esta materia, el silenciamiento de las voces femeninas o la trivialización de sus atribuciones ha sido
especialmente feroz. Al mismo tiempo, la labor de redescubrimiento de las tradiciones artísticas
de autoría femenina, sin perder nada de su pertinencia, todavía en la mayoría de los casos se refleja
con un eco vacío de los estratos dominantes de la cultura. En este sentido, siguen vigentes y pe-
rentorias las preguntas planteadas por la filósofa belga respecto al tipo de autoridad necesaria para
poder reclamar la creación de autoría femenina como arte en términos de originalidad, creación y
genio. «¿Quién hay que ser, qué lengua hay que hablar y, sobre todo, desde dónde hay que hablar
para que el “esto es arte” se ratifique, encuentre el “asentimiento del otro”?» (Collin, 2006c: 154).
La «mutación cultural» del legado cultural femenino se debe en parte también a que «ni siquiera
las vivas que las redescubren —en su mayoría mujeres— tienen una verdadera autoridad sobre la
herencia simbólica» (Collin, 2006c: 154).
pectivas. En términos generales, la primera se podría identificar con una escuela angloamericana
(ginocrítica) que ha puesto en el centro de su interés las obras escritas por mujeres entendiéndolas
como un tipo de tradición literaria específicamente femenina. Este enfoque propone estudiar la
literatura de autoría femenina como legado textual diferenciado por una serie de características
comunes basadas en la concepción social de lo femenino, y, de manera secundaria, por carac-
terísticas biológicas. Las críticas a esta aproximación señalaron que, llevada al extremo, puede
conducir a fortalecer los binarismos y los mecanismos de la exclusión de la cultura dominante
creando un gueto desde el que hablan las mujeres. La segunda perspectiva, derivada del feminismo
de la igualdad, identifica el potencial liberador de la escritura de autoría femenina si esta supera
su estatus de lo particular/personal y accede a las cuotas de lo neutro/universal. En tal perspectiva,
lo femenino constituye una marca de diferenciación que se debería superar en el camino hacia la
equidad (equity), que, sin embargo, tiene el peligro de resultar cercana a la mismidad (sameness):
«La corriente igualitaria del feminismo es heredera del pensamiento de la Ilustración pasado a
través del marxismo. Identifica diferencia y dominación para terminar concibiendo tan sólo indi-
viduos abstractos y equivalentes» (Collin, 2000: 352). La tercera aproximación, propuesta por las
feministas de la diferencia que entablaron un diálogo con el psicoanálisis freudiano y lacaniano,
basa sus propuestas en los conceptos de parler femme y écriture féminine. Al exaltar la diferencia se
contraponen al feminismo de la igualdad, convirtiendo dicha diferencia no en un obstáculo por
superar, sino en una fuente generadora fundamental del campo simbólico. Con las herramientas
del deconstruccionismo y el psicoanálisis, esta corriente crítica constató el carácter construccio-
nista de la identidad femenina producida en y por el lenguaje. Para un resumen crítico de estas
aproximaciones y su contextualización sociohistórica más amplia, cf. Sánchez Dueñas (2009).
Para una mirada crítica sobre la aplicación de las metodologías feministas a la luz del paradigma
de la interdisciplinariedad de las ciencias humanas, cf. Felsky (1989 y 2003) y Stanford Friedman
(2001: 504-509).
We need to examine the words, the syntax, the genres, the archaic and elitists attitu-
des toward language and representation that have limited women’s self-knowledge
and expression […]. [However] women’s writing will be more accessible to writers
and readers alike if we recognize it as a conscious response to socioliterary realities,
rather than accept it as an overflow of one woman’s unmediated communication
with her body […]. [Women’s writing] need to be looked at and understood in
their social context if we are to fill an adequate and genuinely understood picture
of women’s creativity. (Jones, 1981: 260-261)
de la literatura, se debe destacar su indudable valor de aplicar una lectura desde la sospecha que
permitió revalorizar los huecos, los silencios u omisiones de las obras en su contexto y sacarlas de
una supuesta transparencia. Muy acertada resulta la afirmación de Elaine Showalter sobre este
enfoque crítico que ensalza su capacidad de «considerar el significado de lo que antes ha sido
un espacio vacío. El argumento ortodoxo retrocede y otro argumento, hasta ahora sumergido
en el anonimato del fondo, destaca en marcado relieve como una huella digital» (apud Gilber y
Gubar, 1998: 89).
sea leer los textos de las monjas no como un tipo de escritura específica adjunta
al complejo panorama de las primeras voces femeninas ni como un universo
alternativo, sino como un conglomerado de voces diversas inmersas en los pro-
cesos socioliterarios y constitutivo de ellos, o sea, como escritura innovadora. Tal
acercamiento crítico debe ser aprehendido desde la doble vertiente de la palabra.
Según Simone de Beauvoir, la innovación de una obra radica en la aprehensión
y construcción de un mundo, del mundo (Beauvoir, 1998: 194). Por otro lado,
Françoise Collin la fija en la capacidad de ordenar un mundo y no solamente
ocupar un lugar (Collin, 2006c: 158). Finalmente, el propósito que subyace a
ambas definiciones es escribir «lo que no ha sido escrito, y lo que no se escribe,
escribir para delimitar zonas blancas» (Collin, 2006e: 196). Debemos recordar
que la idea de la mujer como sujeto histórico —creativo y creador— cuestiona
el rol comúnmente aceptado de espectadora pasiva de la historia, un ser carente
de agencia, al que le está vedado producir nuevos sentidos, o sea, ser autora. Este
ser autora, reconocido en su singularidad, agudiza las preguntas por la autoridad,
el nombre propio y la firma que llevan hacia una identidad autoral construida
en función de los cuerpos sexuados reales y simbólicos. Como se verá más ade-
lante, las experiencias femeninas de las vidas enclaustradas desembocaron en
la expresión artística y cultural en modos y formas múltiples y disímiles. Fue
precisamente en la escritura donde muchas monjas encontraron una vía para
hacer pensable y narrable su experiencia personal y así hacer posible una vida
vinculada estrechamente a la creación literaria y el pensamiento. En la literatura
originada en los claustros femeninos, la identidad autoral representa un quiasmo
complejo que, por imposición de las políticas eclesiásticas y la doxa de la infe-
rioridad intelectual femenina, sufrió el borrado de sus nombres y de sus firmas
solo por el hecho de ser mujeres autoras. En las dinámicas de la cultura escrita,
las autoras religiosas enfrentaron una posición especialmente conflictiva en su
lucha por el signo en pluma empuñada por mujer en el marco de los discursos
dominantes de su tiempo que condicionaron, limitaron y prescribieron el cuerpo
de la escritura. «Cuerpo que no sólo remite al cuerpo físico, sino que también
articula una figuración literaria de otredad» (Zavala, 1993b: 9). En su escribir
enfrentaron el doble constreñimiento para decir un yo, autodesignar su autoría
y autoridad literarias desde una doble otredad, como mujeres y como monjas.
Sus textos revelan las múltiples posiciones autorales en función de su estatus
social, su formación intelectual y su conciencia institucional de autoría. Una
lectura atenta a la relación indisoluble entre el género y el condicionamiento
sociohistórico de los sujetos permite indagar la posición y las posibilidades vi-
tales de las mujeres y así conocer las dinámicas de su producción cultural en un
marco histórico concreto. Desde tal óptica, la creación literaria de las monjas
de la Alta Edad Moderna puede ser considerada como una fuente, abundante y
diversa, para conocer cómo reaccionaron estas mujeres frente a los intentos de
la cultura oficial de definir y limitar su identidad. Este enfoque crítico hace po-
sible reflexionar sobre las fronteras, reales y simbólicas, existentes en el discurso
público con las que aquellas autoras religiosas tuvieron que enfrentarse y, por lo
tanto, permite interpretar su creación como un acto de superación, de alguna
manera, de los límites establecidos por el discurso de la cultura oficial que les
dificultó, pero no impidió, el acceso a la esfera del diálogo público. Además,
nos deja atentos a las peculiaridades de la escritura ejercida desde la clausura y a
sus elementos específicos, como el rol del confesor, el significado de la censura
eclesiástica, el sentido de la autocensura y el significado de la autoescritura ejer-
cida por mandato. En suma, un conjunto de condicionantes que cada una de
las escritoras monjas tenía que afrontar de modo individual construyendo una
posición autoral propia.
1
Siguiendo a John W. O’Malley, a lo largo del libro se distinguirá entre los siguientes tér-
minos: la Contrarreforma [The Counter Reformation], la Era tridentina [The Tridentine Age], la
2Se recuerda que la Gramática de la lengua castellana de Nebrija constituye la primera em-
presa de este tipo en el panorama humanista europeo. Siguiendo el ejemplo de la gramática latina
de Lorenzo Valla (De Elegantiis Latinae Linguae [1471]), Nebrija establece un molde moderno
para la construcción de las gramáticas nacionales.
3 Obviamente, no se pretende ofrecer un resumen exhaustivo de los procesos socioliterarios
en la cultura española áurea. Por razones de espacio, así como para no desviar el enfoque principal
del presente estudio, se indican los elementos de los procesos y las corrientes socioculturales, lite-
rarios y filosóficos que permitirán trazar un esbozo general del panorama histórico en el que sea
posible y válido indagar la agencia literaria y autoría femeninas.
4 Siguiendo a Pedro Ruiz Pérez (2010), en este estudio se asume la existencia de un Re-
5 Nueva filosofía de la naturaleza del hombre, de Oliva Sabuco, fue publicada en Madrid en
obras más tardías como Vigilia y Octavario de San Juan Bautista (1679), de Ana
Francisca Abarca de Bolea, las Novelas amorosas y ejemplares (1637), de María
de Zayas y Sotomayor, o las poesías amorosas pastoriles a lo divino de Luisa de
Carvajal y Mendoza y Cecilia del Nacimiento. La corriente neoplatónica inspiró
la poesía amorosa y espiritual del periodo al permitir que se cuestionase el dua-
lismo agustiniano de cuerpo y mente en autores como Luis de Granada, Teresa
de Jesús o Luis de León. De este modo, estas tendencias filosófico-estéticas se
convirtieron en una base que facilitó conceptualizar las nociones de amor y
belleza, tanto en la dimensión corporal como en la espiritual, abriendo así la
posibilidad de transcendencia de lo material para cada individuo y marcando
una dimensión importante para la formulación y formación de la autoridad y
autoría literarias. El carácter religioso de la literatura de los siglos xvi y xvii res-
pondió a lo que fue el eje central de cualquier mentalidad moderna y no, como
algunos investigadores querían sostener —siguiendo la línea de Ramón Menén-
dez Pidal—, a una especial ortodoxia o mentalidad dogmática de los peninsula-
res. Por consiguiente, la continuidad entre el Renacimiento y el Barroco se basó
en el papel pragmático de la literatura centrada en dar respuestas prácticas, y no
tanto análisis sistemáticos, a los más emergentes problemas espirituales, morales
y políticos del momento (Robbins, 2008: 137-148; Gaylord, 2008: 222-236).
A comienzos del siglo xvii, los elementos estéticos del Renacimiento se vieron
alterados por unas circunstancias políticas y sociales diversas y una diferente
condición del ser humano (Bennassar, 2004: 7-16). La confianza y el idealismo
humanistas fueron transformados por el sentido del desengaño y la desilusión,
los cuales trajeron como consecuencia una reflexión crítica de la realidad polí-
tica y social que desembocó en una profunda crisis durante el siglo siguiente
(la Guerra de los Treinta Años, las guerras francesas, los numerosos conflictos
y revueltas nacionales). La longevidad del humanismo español durante buena
parte del siglo xvii resulta ser una originalidad en el panorama europeo, go-
bernado por entonces por el atomismo epicúreo y la filosofía mecanicista. El
escepticismo y el neoestoicismo barroco eran causas, a la vez que consecuencias,
de este humanismo tardío defendido en el pensamiento español. La respuesta
en clave de filosofía moral humanista al cambiante clima político y moral del
nuevo siglo se fundó en la reivindicación de los paradigmas existentes y en una
reflexión crítica de los binarismos predominantes —como el parecer versus ser,
el pragmatismo moral versus las éticas idealistas—, así como en una literatura
políticamente comprometida encabezada por los arbitristas, quienes sentaron
las bases para las epistemologías empíricas de la Ilustración. El neoestocicismo
impulsó una reflexión que enfatizó la necesidad de separar las apariencias y los
artificios del mundo para llegar a un estado de desengaño de la realidad. De esta
forma, la literatura de este momento se inclinó hacia las tendencias antitéticas,
nados por causa del sexo, la creencia y la clase social, que, por su parte, influía
en la desigual retribución de las posibilidades vitales y creativas, diferentes para
los hombres y las mujeres y para cada estrato de aquella sociedad. Me refiero así
a una sociedad que se construía en el marco de la mutua influencia e interrela-
ción entre la alta cultura y la popular, la religiosa y la secular, formando de esta
manera una realidad nacional a base de tensiones. Como ya se había dicho en
otro momento, la primacía que se suele dar a la omnipresencia de los poderes del
Estado y la Iglesia católica a la hora de interpretar la realidad de los Siglos de Oro
resulta discutible y aquí se distancia de este tipo de interpretaciones totalizantes.
Además de lo señalado por Ricardo García Cárcel (1989: 8), quien ha afirma-
do que «se ha despreciado demasiado el papel del mercado consumidor como
elemento configurador de la cultura producida», se añade el hecho de que se ha
exagerado al generalizar las interpretaciones de la literatura, el arte y, en general,
la cultura de estos siglos como herramientas de propaganda del orden señorial
y auxilio de la Inquisición. Sin pretender defender una autonomía creativa del
artista, se quiere señalar su cierta independencia en pensar y crear en respuesta
hacia la realidad que le rodeaba. Con lo cual se acerca, aunque con cautela, a la
concepción social del artista propuesta por Arnold Hauser (1969: 388) como
«trabajador intelectual libre». Recordar esto permite pensar en las autoras del
momento como portavoces culturales de su época y creadoras de los nuevos sen-
tidos, entendiendo su escritura en las dos dimensiones del acto creador, es decir,
la individual y la social. Al mismo tiempo, entender que la religiosidad formaba
parte integral de la mente moderna y de su producción cultural posibilita com-
prender la dinámica de la creación y recepción de los textos escritos en el marco
de la producción religiosa, sin calificarlos automáticamente de exclusivamente
piadosos o dogmáticos.
6 Una necesidad obviada ya por historiadoras como Elizabeth Rhodes (1990: 43-66) y Keith
la junta de los teólogos en Valladolid (1528), inicialmente pensada para censurarlos. En la etapa
de confrontación y diversificación de las vías espirituales en la España pretridentina (Martínez
Ruiz propone fecharla entre 1490-1550 [2004: 471]), la influencia del erasmismo es difícil de
sobreestimar. Los más efervescentes debates entre sus defensores y detractores tuvieron lugar en las
universidades e imbuyeron los círculos salamantinos (los detractores, sobre todo, los dominicos y
los franciscanos), vallisoletanos y alcalinos (los proerasmistas, predominantemente benedictinos,
cistercienses y jerónimos). Todavía en 1527, las obras de Erasmo eran defendidas en el nivel estatal
al prohibir los ataques al autor en público (el decreto del representante de Carlos V Alonso de
Manrique). El contexto cambió en los siguientes años, cuando tuvieron lugar los primeros proce-
sos contra los erasmistas, con los resonantes casos de Ana Osorio y Juan de Vergara (1535-1540).
El auge de la persecución llegó con la inscripción de las obras de Erasmo en el Índice de Valdés de
1559. En este mismo año, en el Índice de Roma se le incluyó entre los autores condenados primae
classis y además se le añadió la frase que prohibía cualquier texto suyo, incluso los no relacionados
con los temas religiosos: «Con todos sus comentarios, anotaciones, escolios, diálogos, cartas, opi-
niones, traducciones, libros y escritos, aun de aquellos que no contienen nada contra o acerca de
la religión». Cf. Martínez Romero (2005: 238).
8 Entre otros, los hermanos Alfonso y Juan de Valdés; los profesores de la Universidad de
del siglo xvi, y antes del endurecimiento del ambiente antialumbradista y anti-
erasmista, los libros que propagaban la reforma religiosa y la reflexión acerca de
la nueva espiritualidad eran repetidamente reeditados, como dejan ver las diez
ediciones de Enchiridion publicadas en dos años. Por otro lado, en la Monarquía
hispánica esta expansión del pensamiento erasmiano ya había sido facilitada
anteriormente por los ecos del movimiento europeo de la devotio moderna y las
siguientes reformas cisnerianas. Esta forma de devoción estimuló una masiva
producción de manuales de oración mental, que permitían discernir la oración
ortodoxa de la desviación herética, llevando en efecto a más de veintidós títulos
editados en nueve años, entre 1500 y 1509 (Weber, 2005c: 152). Los índices de
libros prohibidos y expurgados funcionaron como papel de tornasol de las di-
námicas de difusión de la literatura espiritual, lo que refleja el desigual impacto
que la censura tenía para la praxis de la cultura letrada religiosa. Por un lado,
mirando, por ejemplo el éxito del manual de Francisco de Osuna, Abecedario
espiritual, que contó con veintiséis ediciones de sus respectivas partes entre 1527
y 1556, o las obras de otros autores, como Bartolomé Carranza (Comentarios de
fray Bartolomé Carranza de Miranda sobre el catecismo cristiano [1558]), Francis-
co de Borja (Obras muy devotas y provechosas para cualquier fiel cristiano [1556])
o Juan de Ávila (Audi filia [1556]), se puede percibir la demanda del mercado de
estas formas de escritura y su brusca coartada, una muerte tipográfica, que supuso
su inclusión en el listado del Índice de Valdés. En el caso de las obras de Osuna,
«ninguna de sus obras romances volvería a ser publicada en España y en lengua
castellana, salvando una muy tardía edición del Tercer Abecedario en Madrid en
1638, aparecida ya en un contexto sociocultural muy diferente al de Osuna»
(Pérez García, 2013: 121). Por otro lado, en otros casos, debido a la fuerza de la
religiosidad popular y la difusión manuscrita, se logró mantener vivas las circu-
laciones de los textos prohibidos mediante el desarrollo de un mercado paralelo
a las demarcaciones oficiales. Un ejemplo de esta tendencia lo ofrece el Libro de
la vida, de Teresa de Jesús, o el Libro de oración y meditación, de Luis de Grana-
da.9 Lo que resulta incuestionable, sin embargo, es que los índices marcaban un
9 La primera redacción del Libro de la vida, de 1562, se asume por perdida; la segunda, de en-
tre 1564 y 1565, empezó a difundirse en copias a partir de 1570. La recepción del texto no dismi-
nuyó, pese al proceso inquisitorial iniciado por las denuncias enviadas desde Córdoba, Valladolid
y Sevilla y haber permanecido en los archivos del Santo Oficio de Madrid durante casi doce años
(Manero Sorolla, 1992b: 157). Asimismo, el Libro de oración y meditación de Luis de Granada, a
pesar de haber sido inscrito en el Índice del 1559, alcanzó sesenta y cuatro ediciones europeas hasta
el año 1578 y al año siguiente contó con más de cien ediciones nacionales. Su Guía de pecadores en
el cual se enseña todo lo que el cristiano debe hacer desde el principio de su conversión hasta el fin de la
perfección fue reeditada ochenta y cuatro veces solamente en español, superando así cuatro veces el
número de las ediciones del Quijote de Cervantes (Manero Sorolla, 1992b: 153).
11 La reforma católica romana tuvo sus inicios en Europa en la segunda mitad del siglo xiv
y en la Monarquía hispánica se implantó como acción reformista de los Reyes Católicos, enca-
bezada por Francisco Jiménez de Cisneros. Los historiadores, entre ellos Enrique Martínez Ruiz,
señalan que los orígenes del deseo de la reforma católica romana hay que buscarlos en la condición
de decadencia de la Iglesia debida a «la relajación de la vida interna […], la feudalización de los
monasterios, […] las consecuencias del Cisma de Occidente, que fragmentó las órdenes en dos
ramas con autoridades distintas» (Martínez Ruiz, 2004: 112). En la Península Ibérica, este deseo
de reforma interior, anterior a la reacción contra Lutero, se implantó en la escala global en el
programa del máximo religioso de los Reyes Católicos, que, «además de la reforma del clero regu-
lar, comprendía acabar con el paganismo y la herejía a fin de alcanzar la implantación total de la
ortodoxia cristiana» (Martínez Ruiz, 2004: 123).
12Dos índices de mayor resonancia fueron publicados en el siglo xvi. El primero, de Valdés,
de 1559, incluía una lista de setecientos títulos, la mayoría copiados de otras listas europeas, sobre
todo del Índice de Lovaina. Su objetivo, según Henry Kamen, era mantener fuera de España los
principales títulos heréticos europeos (2008: 104-105). En este listado, entre los títulos castella-
nos, destacó la prohibición de catorce libros de Erasmo, el Audi Filia de Juan de Ávila, el Libro de
doctrina oficial no era unísono. El inquisidor general podía otorgar unas licencias
especiales para la lectura de los textos censurados (vid. el breve de Pablo IV, impre-
so junto con el catálogo de 1559) y, de este modo, influir en que se crease una
minoría privilegiada de lectores familiarizados con lo prohibido que, por lo menos
potencialmente, podían convertirse en los aliados de la institución inquisitorial y
reforzar así su control sobre la sociedad (García Cárcel, 1989: 130-132). En tal
contexto, si se toma en cuenta el transcurso de la configuración de lo legible, es
posible comprender los procesos de influencia entre la cultura oficial y la produc-
ción cultural del momento. A partir de los años 1520-1545, y con la abolición de
los Coloquios de Erasmo en el 1559, aumentaron las repercusiones antiprotestan-
tes. Desde la segunda mitad del siglo xvi, y con la publicación del Índice de Valdés,
se estandarizaron las listas de los libros heréticos, poniendo mayor énfasis en las
traducciones de la Biblia y prohibiendo la lectura de muchos de los autores espiri-
tuales europeos y nacionales, como Taulero, Herp, Erasmo, Luis de Granada,
Francisco de Borja y Teresa de Ávila, y de los escritores clásicos, como Luciano,
Platón y Séneca, entre otros. Como señala Rafael Pérez García (2013: 119), al
condenar cuarenta títulos de los libros escritos en romance, se suprimieron más de
ciento cuarenta ediciones de estos libros. Se verificaron los libros sin autor y los
manuscritos sobre las Sagradas Escrituras, el dogma cristiano y los sacramentos.
Además, los elaboradores de los catálogos prohibitorios realizaron «una cuidada
selección de obras y autores que consiguió señalar con la sombra de la duda todas
y cada una de las órdenes religiosas y corrientes religiosas ortodoxas que se habían
expresado y difundido gracias a aquellos» (Pérez García, 2013: 120). No obstante,
el verdadero auge de los textos velados, como señalan Ricardo García Cárcel
(2003) y Eugenia Fosalba y María José Vega (2013), no llegó hasta el Índice de
Quiroga, donde el concepto de heterodoxia se amplió a cualquier obra, mística,
teológica o devocional, que aludía a los dogmas prohibidos o que contenía incon-
gruencias o errores respecto a la interpretación oficial de las Sagradas Escrituras.
De acuerdo con lo indicado por Rafael Pérez García (2013: 120), en el trasfondo
de estos procesos se hallan líneas de fractura en el seno de una comunidad teológi-
la oración de Luis de Granada, Las obras del cristiano, de Francisco Borja, y los Ejercicios espirituales
de Ignacio de Loyola, además de diecinueve obras literarias seculares, entre ellas, el Cancionero
general y El Lazarillo de Tormes. El segundo índice fue publicado bajo los auspicios del inquisidor
general Gaspar de Quiroga y editado en dos volúmenes: de libros prohibidos, del año 1583, y de
libros expurgados, del 1584. El segundo suponía cierta novedad introducida por el rey Felipe II
y un tipo de liberalización de la censura, ya que permitía la circulación de libros prohibidos, de
los que fueron borrados los pasajes, los capítulos o las hojas considerados heterodoxos. En el siglo
xvii, que fue el periodo del paulatino descenso de los procesos inquisitoriales, aunque no del rigor
censor, se editaron cuatro índices: el de Sandoval y Rojas, de 1612-1654, el de Zapata, de 1628-
1632, y los de Sotomayor, de 1640 y 1667. Cf. Martínez de Bujanda (1984), Kamen (2008) y
García Cárcel (2004a).
De este modo, la pregunta por la visibilidad histórica de las mujeres lleva a re-
pensar la propia categoría mujer dentro de las coordenadas de los discursos oficiales
del momento. Si se quiere entender cómo se construían y expresaban y cómo se
percibía a las escritoras, primero hay que entender la visión codificada que se tenía de
la mujer en la sociedad de los siglos xvi y xvii. Para ello, se analizará la mujer como
noción sujeta a la modificación y el reajuste en tanto categoría cultural, que fue
transmitida por los discursos y el imaginario hegemónico de aquel momento histó-
rico. Dentro de estos discursos se definían las posibilidades vitales y expresivas de los
sujetos sociales que fueron sexuados en femenino, por utilizar los términos de Rivera
Garretas (1997a: 89-93). Obviamente, se toman en consideración las discrepancias
existentes entre la cultura oficial y la no oficial antes mencionadas o, dicho de otro
modo, la realidad normativa y la vivida. Dentro de la primera, se analizarán los mo-
delos de comportamiento femenino transmitidos entre los siguientes discursos: el
legal, el ético, el filosófico y el teológico, centrándose principalmente, y de acuerdo
con la línea principal del presente estudio, en los dos últimos. Se preguntará, siguien-
do la propuesta teórica de Myriam Díaz-Diocaretz (1993: 96-102, 108-118), de qué
forma y hasta qué punto se reproducían estos modelos entre los discursos en forma
de clichés y cómo, de este modo, se construía la doxa, o sea, el afianzado sistema de lo
posible para las mujeres de aquella sociedad acorde a la clase social. Después, dentro
de la cultura no oficial, se observará cómo respondían en realidad las mujeres a los
modelos normativos de madre/esposa versus monja/virgen santa que las confinaban
en un universo limitado de posibilidades vitales.
In general, these laws [Ervigian Code of 681] conceded women certain economic
rights and protected women physically in public spaces, but they strictly controlled
women’s sexuality. This control turns out to be sufficiently ample to subjugate women,
since it derives from and exists in a system in which reproduction is woman’s only
legitimate function. Control that, and you control everything. (Kaminsky, 1996: 2)
Peasant women had their responsibilities in the home and in the fields. There were
women, many of them widows, in commerce and in the military [religious] orders.
At the beginning of the eighteen century more than 20 percent of the landlord
ships of the religious/military Order of Calatrava in Castile and Aragon were under
the titular control of women. (Kaminsky, 1996: 7)
les investigadoras de la historia del monasticismo femenino en el contexto polaco. Cf. Borkowska
(1996; 2002).
del Antiguo Régimen [que] estuvo impulsada por mujeres que buscaron en estos
claustros su propio acomodo, bien al calor de una iniciativa íntima y propia, de
una opción religiosa personal, bien bajo el peso dominante que no concebía la po-
sibilidad de que las mujeres permanecieran solas, bajo la influencia de esos códigos
sociales que instaban a las mujeres al matrimonio o al convento. […] [Las nobles]
viudas fundadoras concibieron el convento que fundaban no sólo como un lugar
en el que retirarse, sino también como el lugar en el que seguir ejerciendo un papel
relevante, de mando y preeminencia, un lugar y un papel así acorde con su posición
social. (Atienza López, 2008: 327-328, 332)
Simultáneamente, hay que recordar que en el nivel legal las religiosas eran
concebidas como las esposas de Cristo y, como tales, estaban subordinadas a la
legislación eclesiástica, que les concedía otros derechos y deberes y que también
respondía a una cronología de cambios diferente. El punto de inflexión en la
censura de las libertades jurídicas y económicas constituía la respuesta de la Igle-
sia católica a la Reforma protestante y la enunciación de las directrices del Con-
cilio de Trento —unas circunstancias que, como se verá en adelante, de modo
decisivo moldearon la posición y las posibilidades estatuarias de las monjas—.
El acto de representación es en
sí mismo un acto de regulación.
15 Como es sabido, a raíz de esta polémica se encuentra el texto de Joan Kelly (1984b) «Did
Women Have a Reinassance?», de 1977. Este giro en lo que se solía considerar la «historiografía
normativa» se debe a la historiografía feminista radical. Lo explica bien Margo Hendricks (2002:
363): «Feminist and radical historiography, in its attempt to address Kelly’s provocative (at the
time) question, “Did Women have a Renaissance?”, has fundamentally altered what constitutes
normative historiography. Moreover, in tracing the history of laboring women, unruly women,
women writers, mystics, rebellious women, as well as wives, mothers, daughters, sisters, whores,
The rite of passage [as the Renaissance growth of socio-economical, urban, and
technological power supposed], while it liberated men, worked by and large to the
detriment of women. The forces at work during the Renaissance had the effect of
deepening the split within the masculine subject, and, as an effect of that split,
of making that masculine subject capable of relating to the feminized other only
thorough a pattern of dominance and control. (El Saffar, 1995: 178)
Que las mujeres no hayan compartido los avances del renacimiento cultural
del momento es consecuencia de que la periodización de su historia respondía
a unas pautas y, por lo tanto, a un tiempo diferente. Por necesidad y a la fuerza,
ha sido confinada en forma de respuesta a las condiciones establecidas por la
cultura dominante (masculina) y sus normas:
The lines of demarcation that have structured modern notion of history function
differently for men and women (as well as for individuals of different social classes
and ethnicities). Although great military and political events affect both men and
women, their impact is differentially felt and progress may be measured differently,
depending on one’s gender. (Kaminsky, 1996: 2)
courtesans, tribades and “spinsters”, feminist cultural, social and literary historians have facilitated
historicist approaches to literary texts and have broadened the basis of evidence that constitutes
sites of discursive engagement […]. Seeking to “re-vision” women’s literary past and to reveal some
of the assumptions embedded in the current model of feminist historiography concerning the
connections between gender and modes of literary production and about historical conditions of
authorship’, these two very different works challenged traditional assumptions about our ability
to “recover” a past or a “women’s tradition”». En la misma línea que Joan Kelly se pronunciaron,
entre otras, Merry Wiesner-Hanks, Ruth El Saffar, Elaine Hobby, Margaret Ezell y Jean-Louis
Flandrin.
Porque así como la naturaleza […] hizo a las mujeres para que, encerradas, guar-
dasen la casa, así las obliga a que cerrasen la boca. […]. Porque el hablar nace del
entender […]; por donde, así como a la mujer buena y honesta la Naturaleza no la
hizo para el estudio de las ciencias, ni para los negocios de dificultades, sino para
un oficio simple y doméstico, así les limitó el entender, y, por consiguiente, les tasó
las palabras y las razones. (Luis de León, 1910: 180)
16 Mientras que esta frase paulina es la más citada entre los moralistas de la época, pocos se
refieren a las ideas del santo que promovían la activa participación femenina en la Iglesia, como,
por ejemplo, sus menciones de Junia, Priscila o su intercesión a favor de Febe, una diaconisa de la
Iglesia en Cencreas (BRV, Rm. 16: 1-2). Resulta de gran interés entre los críticos actuales la idea
central de San Pablo que puede ser interpretada como un principio cristiano de la igualdad social
entre los sexos: “Ya no hay varón ni mujer, todos sois uno en Cristo Jesús” (BRV, Gl., 3: 28). El
tema de la misoginia en la doctrina cristiana o la falsificación de esta (por ejemplo, a través de las
traducciones o la falsa atribución de los textos en las epístolas pseudoepigráficas) despertó últi-
mamente gran interés entre los investigadores de teología y también entre las teólogas feministas.
De entre muchos estudios accesibles destacan Getty-Sullivan (2001), Rodríguez-Ennes (2007) y
Vidal García (2007).
17 La imagen de Afrodita-Venus que apoya uno o sus dos pies sobre la tortuga ha sido
utilizada por varios autores con matices diferentes. Plutarco hacía hincapié en su rol de la dueña
y protectora del hogar mientras que, en otros, como el antes citado Juan de Zabaleta, Andrea
Alciato (Emblematum libellus, 1531) o Luis de León (La perfecta casada, 1584), esta imagen se
aprovechaba para apoyar las ideas misóginas que defendían la innata limitación mental de las
mujeres, lo que, por ende, las predestinaba a la esfera privada. Dice fray Luis de León (1910: 180)
al respecto: “Fidias, escultor noble, hizo a los elienses una imagen de Venus que afirmaba los pies
sobre una tortuga, que es animal mudo y que nunca desampara la concha; dando a entender que
las mujeres por la misma manera han de guardar siempre la casa y el silencio. Porque, verdadera-
mente, el saber callar es su sabiduría propia”.
attitudes towards the relative position of the sexes» (Maclean, 1980: 25). De este
modo, el ideario neoplatónico no ponía en cuestión los presupuestos esencialis-
tas de la desigualdad sexual, demostrando lo difícil que era abandonar el sistema
escolástico de síntesis a favor de los nuevos modelos de pensamiento. Asimismo,
su falta de presupuestos para reformular las dinámicas de roles sexuales señalaba
lo problemático que era encontrar modos de formular las ideas a favor de las
féminas por lo difícil que era expresarse fuera de los modelos y mecanismos lin-
güísticos y filosóficos dominantes.
Esta imposibilidad de pensar la mujer más allá de las nomenclaturas ex-
cluyentes queda bien ejemplificada en este texto de Baltasar Castiglione: «Pues
que yo, respondió el Magnífico, tengo licencia de formar esta Dama a mi
placer, no solamente no quiero que use esos ejercicios tan impropios para ella,
pero que aún aquellos que le convienen los trate mansamente, y con aque-
lla delicadeza blanda que, según ya hemos dicho, le pertenece» (Castiglione,
1994: 354). Su diálogo erudito El cortesano (Il cortegiano, 1528), junto con
obras como las Instrucciones para los confesores (Avvertenze […] ai confessori
nella cittá es diocese sua, 1574), de Carlo Borromeo, De legibus connubialibus
—un tratado legal sobre el matrimonio de André Tiraqueau de 1513 o, en
cierto sentido, el Jardín de nobles doncellas de Martín de Córdoba y las Epísto-
las de Alonso de Guevara—, ejemplifican el uso de los tópicos sobre la inferio-
ridad de la mujer entendida como su rasgo innato. A lo largo de los siglos xv,
xvi y parte del xvii, y a pesar de la resonancia de los ideales neoplatónicos, a la
hora de definir la noción mujer el modelo escolástico permaneció estable, aun-
que no sin divergencias. Asimismo, y en contra de la opinión sobre los ideales
liberales promovidos por la Reforma protestante, tampoco en el marco de las
doctrinas reformadas las mujeres podían encontrar la posibilidad de agencia
más allá del universo madre-esposa. A pesar de que la diferente actitud sobre
la lectura y la interpretación individual de las Sagradas Escrituras, dotaban
de cierta independencia lectora a las mujeres, no existía en aquel momento
aquiescencia social sobre su instrucción ni sobre su activa participación en la
cultura. La dicotomía intus/foris se interponía sobre la dicotomía de los sexos.
En el pensamiento de Calvino, analógicamente como en los textos católicos,
la ausencia femenina en la esfera pública se justificaba por la argumentación
al orden natural, divino y el ius commune como en el Primer toque de trompeta
contra el monstruoso régimen de las mujeres (The First Blast of the Trumpet Aga-
inst the Monstrous Regiment of Women, 1558) de John Knox:
y a su ley aprobada; […] la mujer, en su mayor perfección, fue hecha para servir y
obedecer al hombre […] como razonaba San Pablo con estas palabras: «El hombre
no es de mujer, sino la mujer del hombre» (Knox apud King, 1993: 206).
Vosotras sois la puerta del mal, vosotras violasteis el árbol sagrado fatal; vosotras
fuisteis las primeras en traicionar la ley de Dios; vosotras debilitasteis con vuestras
palabras zalameras al único sobre el que el mal no pudo prevalecer por la fuerza.
[…] sois las únicas que merecíais la muerte; por culpa vuestra el hijo de Dios tuvo
que morir. (Tertuliano, 2001: 343)
respecto al hombre. Este tipo de igualdad «emerges in that the same punishment
and reward await both sexes in the next life» (Maclean, 1980: 20). Dicha pre-
misa, por primera vez utilizada por san Basilio el Magno, abrirá paso a otro tipo
de argumentación a favor del acceso femenino a la palabra sagrada: «The word
(logos) is as much for woman as it is for man; thus the text of the Bible […] is
as appropriate to them as to men» (Maclean, 1980: 20). Por consiguiente, si la
obra de Vives, dedicada a la reina de Inglaterra Catalina de Aragón (1485-1536)
y su hija, la princesa María Tudor (1516-1558), realmente no proponía ningún
cuestionamiento de las relaciones entre los géneros, ya que atribuía a la mujer
la libertad de formarse solo en función de ser madre/esposa, en la doctrina eras-
miana podemos percibir un intento de ofrecer una educación clásica sin tales
restricciones.
Por otro lado, a modo de respuesta a ciertos ideales reformados formulados
por los protestantes, dentro de la Iglesia católica también se vio la necesidad
de fortalecer un discurso que promoviera una imagen positiva de «la mujer».
De este modo, el culto mariano, con su énfasis puesto en el rol redentor de la
Virgen María, ofrecía otro tipo de modelo que compensaba la imagen sublunar
de Eva-pecadora. Sin embargo, es preciso recordar que en la política eclesiástica
los argumentos mariológicos se convertirán en un arma de doble filo, ya que
consolidaban una imagen de mujer como signo oximorónico, es decir, uno «en
el cual la confluencia simultánea de dos signos primarios pone en evidencia una
tensión no resuelta».18 Entonces, María se convertía en un ideal insostenible: un
ser humano sin pecado original y una mujer que era a la vez la madre (y así cum-
plía con su rol biológico y social) y la virgen (de este modo protegía su sentido
simbólico de castidad entendida en términos de la plenitud).19
Con lo dicho hasta aquí, se ha podido ver cómo los modelos promovi-
dos por el discurso teológico oscilaban entre las designaciones extremas, fijan-
do unas pautas inalcanzables de conducta para las mujeres en su cotidianidad.
Del mismo modo, como se ha demostrado, los principios de argumentación
profemenina no defendían prototipos reales sino impecables mentes iluminadas
remontando a la tradición bíblica de mujeres excepcionales, como las matriarcas
del pueblo de Israel: Sara, madre de Isaac, Rebeca, madre de Esaú y Jacob, Ra-
quel, madre de José y de Benjamín y Lea, madre de Rubén, Simeón, Leví, Judá,
Isacar y Zabulón, o de las elegidas, como Isabel, madre de Juan Bautista y María
de Nazaret. Estos ejemplos se utilizaban para clasificar aquellas mujeres que no
entraban en el marco de los modelos dominantes por las maravillosas rara aves.
18
Cf. la definición de símbolo polisémico de Turner (1967).
19
El tema de la Inmaculada Concepción ha sido eficazmente utilizado por las autoras mon-
jas como principio de autorización de su escritura. Este asunto se trata en los apartados 3.II y 3.IV.
De este modo se explicaba la existencia de las mujeres ilustres, las creadoras, las
autoras, las predicadoras o las artistas como ejemplares eruditas, beatas, ilusas o
endemoniadas, sin necesidad de reformular o cuestionar los moldes vigentes del
discurso oficial. La tendencia a promocionar las mujeres excepcionales funcionó
también como mecanismo de silenciamiento del resto de sus coetáneas, que
siguieron sus caminos, pero cuyo modo de vida no se reconoció dentro de los
modelos aceptados.
Resumiendo, la configuración normativa de la noción de mujer se consti-
tuía sobre tres paradigmas del pensamiento teológico: el primero era el matri-
monial (virgen/esposa/viuda, cf. Maclean, 1980: 26); el segundo era el psico-
lógico, relacionado con la inferioridad racional femenina (su versión positiva
advocaba el modelo de la madre; la negativa se refería a la sexualidad femenina
como una fuerza devastadora, cf. El Saffar, 1995: 179-189), y el tercer paradig-
ma se consolidaba en la argumentación discursiva: mostraba a la mujer en las
Sagradas Escrituras, buscando la razón de su inferioridad en la etimología y la
argumentación patrística o forjando un modelo inalcanzable y paradójico.
20Este tema también ha sido materia de reflexión para el artículo «Est virgo hec penna, meretrix
est stampificata: Autoría y autoridad literaria en las escritoras de la Alta Edad Moderna» (2016b).
21 Hay muchos estudios excelentes sobre la conflictiva relación que las autoras mantuvieron
con las políticas sexistas del canon. Para el periodo de la primera modernidad, cf. Baranda Leturio
(2007); para una buena selección de estudios en el contexto hispano, cf. el volumen colectivo Ibeas
y Millán (1997), y, para un resumen del significado de las políticas del canon en la formación de
la tradición literaria femenina, cf. Servén Díez (2008: 7-20).
nada tesis de Joan Kelly (1984b: 19-50), «that women didn’t have Reinaissance»
y que las épocas de esplendor cultural no abarcaron de igual modo la creación
masculina y la femenina. Sin embargo, al asumir esta óptica hasta las últimas
consecuencias, se convierte a las mujeres en «protagonistas ausentes» (el término
es de Joan Connelly de Ullman, 1981: 11-44) de la historia cultural: marginadas
y desprovistas de las posibilidades de creación, algo que, aunque con palabras
diferentes, afirmó también Virginia Woolf: «La libertad intelectual depende de
las cosas materiales. La poesía depende de la libertad intelectual. Y las mujeres
han sido pobres siempre» (Woolf, 2012: 148). Sin embargo, si nos acercamos
a los diversos testimonios de autoría femenina valorando y reconociendo su
creatividad desde moldes diferentes, que dan cabida a lo que era experiencia
y existencia femenina dentro de un contexto cultural e histórico particular,22
entonces se puede apreciar la inmensa aportación cultural y la presencia de los
discursos creativos y las tradiciones culturales creados y expresados por las artis-
tas y las escritoras que construyeron su autoridad simbólica y su autoría dentro
de los marcos de la cultura dominante, negociando a su favor los contextos que
les eran accesibles y los modelos culturales que les eran impuestos:
historia de las mujeres se debió en gran parte al cambio de los paradigmas de la investigación
historiográfica tradicional propuesta desde las investigaciones feministas más radicales, que, por
primera vez, nombraron la ausencia de las mujeres en la documentación oficial y el discurso
histórico tradicional. La búsqueda, localización y valoración de fuentes nuevas acordes a patrones
diferentes permitió la revalorización de las mujeres «en su condición de sujetos y sus experien-
cias de vida, incorporadas a la mejor comprensión de los acontecimientos y procesos históricos»
(García González 2006: 19). En el contexto hispánico, los trabajos de, por ejemplo, Richard L.
Kagan (1981) o María del Mar Graña Cid (1999) sobre las políticas educativas contrarreformistas
supusieron una revalorización de las tesis propuestas por Joan Kelly, señalando otros moldes de
valoración de los avances en la formación y participación en la cultura de las mujeres y marcando
la importancia de otros fenómenos antes poco estudiados como, por ejemplo, la existencia de una
revolución educativa en la Castilla de principios del siglo xvi y sus consecuencias entre las mujeres
o el fomento de otras formas de acceso a la cultura letrada en el seno de la reacción católica a la
Reforma protestante.
Insistir en que las vidas y las actividades artísticas de las mujeres fueron
fundamentales para la formación social y cultural de la primera modernidad
europea permite reescribir las fronteras de la historiografía y llegar a tiempo
para reconsiderar no solo el compromiso ético y político con las historias aquí
contadas, sino, sobre todo, el papel capital de las mujeres en crear la historia (cf.
Hendricks, 2002: 362).
24 Obviamente, se mantiene la cautela necesaria para una aproximación general a los proce-
sos de la cultura escrita moderna, distinguiendo entre los datos que nos proporcionan los listados
de los libros aconsejados, que no tienen por qué coincidir con los catálogos de las bibliotecas
particulares y conventuales ni tampoco pueden sustituir las verdaderas lecturas del momento.
25 Tarcisio de Azcona observó que la Suma se convirtió en «el esquema de reforma de todas
las religiosas de Castilla y Aragón» (1993: 723).
26 «Aparecen en muchas formas y tipos: “de Nuestra Señora”, “de Santo Domingo”, grandes,
femenina más común del momento incluiría unos tres o cuatro tomos, de los
cuales uno sería el libro de horas y los restantes, de oración o devotos. La divul-
gación de estos libros permite percatarse de los cambios en la cultura no oficial,
la vivida y la leída por las mujeres. De ahí que «un estudio comparativo con el
[programa de lecturas] propuesto por la primitiva “Constitución” teresiana, éste
bastante más reducido y menos diversificado, podría revelar un cierto grado de
evolución y cambio de mentalidad sobre la lectura espiritual a lo largo del siglo
xvi» (García Oro, apud Baranda Leturio, 2005: 24-25, n. 19) y podría desvelar
aún más detalles sobre la especificidad de los círculos de lectoras en aquel mo-
mento de transformación de la espiritualidad y la religiosidad sociales.
Otro grupo importante de lectoras, al que se volverá en lo que sigue, es el
formado por las propias escritoras, que, por regla general, aunque no sin excep-
ciones, poseían un repertorio más amplio y mucho más diverso. Por ejemplo,
Teresa de Jesús, en su Vida, además de los textos del canon talaveriano, pone
un especial énfasis en los del Cartujano y Subida del monte Sión de Bernardino
de Laredo, el Arte para servir a Dios, de fray Alonso de Madrid, y varias obras
de procedencia medieval, como el Tratado de la vida espiritual, de san Vicente
Ferrer. La novedad, en sus Constituciones, son los libros de autores en censura,
cuya ortodoxia ha sido discutida en algún momento: La imitación de Cristo,
atribuida a Tomás de Kempis, y los libros de Luis de Granada, más probable-
mente el Libro de la oración y meditación (Salamanca, 1554), la Guía de pecadores
(Lisboa, 1556) y tal vez el Memorial de la vida cristiana (Lisboa, 1561). Además,
hay en su listado libros de Pedro de Alcántara, Tratado de la oración y meditación
(Lisboa, 1556-57) y sus opúsculos espirituales, a los que Teresa de Ávila aludió
en su Vida. Por otro lado, Valentina Pinelo, una monja profesa de San Leandro
de Sevilla de finales del siglo xvi y principios del xvii, procedente de una fami-
lia acomodada de comerciantes de linaje, verosímilmente venecianos, repite y
amplía este repertorio: la Vita Christi de Ludolfo de Sajonia, Vitae sanctorum,
de Aloysio Lipomano y Laurentio Surio, el Flos sanctorum, el renacentista (1516-
1580) y el de Alonso de Villegas (1578-1603) y la Leyenda de los santos proba-
blemente la de la imprenta sevillana de Juan Varela de Salamanca (1520-1521).
Como quedó dicho en otro momento, el impacto de la imprenta populari-
zó de manera significativa el libro como objeto y, aunque el acceso al libro im-
preso era restringido y elitista, los círculos de lectores aumentaban en paralelo al
creciente número de traducciones e impresiones de los autores neolatinos.27 Por
27 Aunque es difícil trazar aquí una panorámica del mercado, debido a la complejidad de los
datos a considerar, se deben mencionar los principales centros de con imprenta. De acuerdo con
el estudio de Bartolomé Bennassar (2004: 283-295), a principios del siglo xvii destacaron Sevilla,
Valladolid y Toledo; después del traslado de la corte a mitad del siglo, también Madrid.
otro lado, en el discurso normativo a través de los textos pedagógicos, los trata-
dos de los moralistas y las lecturas devotas, se diseñó un modelo de la lectora y su
lectura como un acto no marcado (cf. Fuss, 2013: 24). No obstante, analizando
la praxis lectora se puede observar que esta invisibilidad se vio quebrada por la
inclinación del público femenino hacia ciertos géneros literarios, moldeando
las prácticas editoriales y la coyuntura del mercado acordes a su demanda. La
recepción en los círculos femeninos de títulos concretos de géneros como los
libros de caballerías y la novela sentimental durante el siglo xvi, los libros de
pastores a finales de ese siglo y la novela corta durante el siglo xvii propició su
éxito editorial a largo plazo (Chartier, 2000: 199-217; Bouza, 2005: 174). Los
libros de caballerías, a pesar de invocar a un lector implícito masculino, gozaron
de especial interés entre el público femenino, tanto religioso como secular. Por
otro lado, el horizonte textual de la novela sentimental, con las obras de Diego
de San Pedro o Juan de Flores, al igual que los libros de pastores, presuponía la
existencia de una lectora, de ahí que estas constituyeran un foro que contribuyó
a la promoción de estos géneros literarios (Marín Pina, 1999: 129-148). A pesar
de la carencia de inventarios documentales que puedan mostrar el número y
el tipo de mujeres que poseían los títulos de ficción de mayor demanda, fuen-
tes paratextuales como las dedicatorias, las censuras y las defensas de los textos
ofrecen evidencias suficientes sobre la importancia de este fenómeno (Baranda
Leturio, 2005: 31). Además, a este repertorio profano habrá que añadir libros
específicos que mostraban los intereses particulares de sus dueñas, como los tra-
tados historiográficos, de gobierno, libros sobre música, lunarios o de medicina
casera, entre otros. El tono de indignación y reproche de uno de los humanistas
más progresistas del momento refleja la tensión entre lo normativo y la realidad
vivida que marcaba las experiencias de estas mujeres:
Veo algunas que cuando quieren acabar de perder seso, se ponen a leer estos libros
[de caballería] para ocupar su pensamiento en aquellas cosas conformes a su locu-
ra. Estas tales, no sólo sería bien que nunca hubieran aprendido letras, pero fuera
mejor que hubieran perdido los ojos para no leer y los oídos para no oír. (Vives,
1793: 32)
De este modo, y lejos de verse constreñidas por los modelos textuales ejer-
citados desde los manuales moralistas, queda comprobado que las lectoras edi-
ficaron su panorama imaginativo en cierta medida de manera independiente,
contribuyendo a construir por su parte los contramodelos que seguidamente
poblaron el imaginario creativo de muchas de las autoras, tanto seculares como
religiosas. María de Zayas y Sotomayor , Mariana de Carvajal y Saavedra (1620-
1670), Ana Caro Mallén, Feliciana Enríquez de Guzmán (1569-1644), Ana
28Es bien conocido el debate que Juana de Contreras mantuvo con su maestro Lucio Marineo
Sículo sobre la posibilidad de decir en latín heroína, conjugándolo según la primera declinación, en
vez de herois, y, aún más, ser denominada así, según su propia propuesta. Este acto de ambición y
autonomía (ser heroína por su propia valía y no musa que existe por y para inspirar al otro) convierte
a Juana en un prototipo de erudita independiente, cf. Rivera Garretas (1997a: 89-106).
respuestas del último, estas nos indican los puntos de discordia y el patrón de
lectura al que aspiraba Juana, severamente criticada por su maestro precisamente
por querer salirse de los límites del modelo de mujer erudita como inspiradora
pasiva y sumisa: «Pues así como te exhorto a la fama y a los auténticos loores de
la virtud, de la misma forma debo disuadirte de la ambición […] pero si sigues el
camino iniciado […] te auguro con seguridad que tendrás un lugar no ya entre
las heroínas, sino más bien entre las nueve hermanas» (Sículo, 1514 s. p. apud
Rivera Garretas, 1997a: 100, el énfasis es mío).
Las nueve hermanas a las que se refiere el maestro son las nueve musas,
inspiradoras, pero nunca creadoras, de nuevos sentidos. Oponiéndose a estas
directrices, con su formación exquisita y destreza en el repertorio clásico, las
puellae doctae aprovecharon este saber masculino para demostrar que el modelo
femenino vigente era inadecuado o, por lo menos, anticuado (Rivera Garretas,
1997a: 94-104).
La diversidad tipológica de lectoras, y aún más la existencia de ciertos gru-
pos elitistas de lectoras eruditas, no debe desviarnos, sin embargo, de una com-
prensión panorámica de la totalidad del fenómeno aquí analizado. Es necesario
recordar, de nuevo, que en una sociedad casi totalmente iletrada la mayoría
entraba en contacto con los textos escritos de forma oral, bien a través de la
lectura en voz alta en las casas o los refectorios de los claustros, bien a través
de los sermones o las recitaciones públicas de textos poéticos y teatrales. De
hecho, no saber leer en la realidad cotidiana de la Alta Edad Moderna no ne-
cesariamente implicaba un analfabetismo cultural. Es más, como demuestran
los casos de las autoras iletradas que compusieron sus obras dictándolas a las
escribas, la incapacidad para escribir tampoco excluía de la activa participación
en el mundo de la cultura escrita (vid. los casos bien distintos de tres religio-
sas: Isabel de Jesús [1586-1648], monja recoleta agustina de la Villa de Arenas;
María de Santo Domingo29 [ca. 1485-ca. 1524], visionaria de la Orden Tercera
en Piedrahita, o Juana de la Cruz [1481-1534], terciaria franciscana en la villa
de Cubas, que dictó sus sermones recopilados en el famoso libro Conorte, to-
das ellas con capacidades técnicas e intelectuales y un repertorio suficiente para
construir un discurso, o sea, ser autoras). Mucho más que la habilidad técnica,
lo que importaba era el contexto inmediato en el que se movía la escritora, su
pertenencia a un grupo erudito y la posibilidad de entrar en contacto con textos
escritos, condiciones estas que se cumplían en los ambientes claustrales y los
círculos de la nobleza de las zonas urbanas (cf. Baranda Leturio, 2005: 73, 145-
146; Herpoel, 1989: 390-405). Sin embargo, también es menester subrayar que
en estos ambientes literarios las mujeres lectoras/receptoras constituían el grupo
Analizar la autoría femenina en el contexto de los siglos xvi y xvii exige re-
cordar que la reflexión acerca de la autoridad simbólica femenina se visibiliza ya
en las incipientes iniciativas de la querella de las mujeres, anterior al siglo xiii.30
La querella, intertexto que se vincula al derecho procesal, es una interesante
respuesta para pensar el lugar de la mujer en la escritura.
En los siglos posteriores, este debate giró en torno a dos temas de principal
importancia para el marco del presente estudio: el ideal de la igualdad simbólica
entre los sexos y el lugar de la autoría literaria femenina dentro de la tradición poé-
tica nacional. Por un lado, las puellae doctae del siglo xv y su saber amaestrado y, por
otro, las escritoras que buscaron una relación con «su divino (su autoridad sim-
bólica) no mediada por hombres» (Rivera Garretas, 1997a: 94) ofrecen respues-
tas pragmáticas a las disputas intelectuales subyacentes en la querella. Asimismo,
compusieron la genealogía del saber femenino que se halla tras las obras de María
de Jesús de Ágreda, Marcela de San Félix, Ana Francisca Abarca de Bolea, Francis-
ca de Santa Teresa, Valentina Pinelo y Teresa de Jesús María, entre muchas otras.
30 La querella es asociada simbólicamente con la reacción crítica de las mujeres ante la pu-
blicación en 1277 de unas reflexiones misóginas de Jean de Meung añadidas al texto cortesano
de Guillame de Lorris Roman de la Rose (1225); sin embargo, cabe recordar que sus ideales se
remontan ya a la Alta Edad Media. Entonces, en Europa Central se desarrollaron dos caminos
para el cuestionamiento del rol femenino de madre/esposa frente al de mujer piadosa. El primero,
el de las Frauenfrare, en el territorio de la actual Alemania, se basó en la renuncia al matrimonio y
a la vida religiosa reglada. Estas mujeres «vivieron en unos grupos informales […] de las muchas
organizaciones heréticas o semiheréticas que aparecieron en Europa a raíz del primer milenio»
(Rivera Garretas, 1996: 27). El segundo, el de las beguinas y las cátaras de los siglos xii y xiii,
asumió una defensa del derecho a la espiritualidad femenina independiente que se oponía al poder
masculino (Kelly, 1984a: 65-109).
educadas por los maestros más progresistas del momento, que les «otorgaron
el derecho de hablar» (Rivera Garretas, 1997a: 97). Aprovechando su posición
privilegiada, estas mujeres ilustres traspasaron las fronteras de lo posible desde
dentro del sistema discursivo y redujeron la normativa sobre la inferioridad
intelectual femenina, con sus alardes de erudición, a una paradoja. Y, aunque
con sus intervenciones en la cultura escrita del momento no invirtieron las re-
glas del orden simbólico, que seguía sustentada por una autoridad masculina,
es innegable que sus numerosas voces renegociaron los límites y los horizontes
de lo que significaba ser una mujer letrada en aquella sociedad. Las prácticas
de escritura pública y privada, así como las traducciones, alteraron significa-
tivamente el panorama intelectual del momento, abriendo una brecha en el
monolítico saber masculino.32 El reconocimiento social de estas genios fue
común y, por otra parte, contribuyó a fundar cada vez círculos más amplios
de seguidoras/elogiadoras.33 Todavía no se sabe el número de mujeres que du-
rante el Renacimiento formaron parte del movimiento intelectual de las pue-
llae doctae en la Península Ibérica. Sabemos, sin embargo, que su actividad se
triz Galindo o Isabel González. En los diálogos, por ejemplo, el Diálogo entre dos doncellas sobre la
vida cortesana y privada, también de Luisa Sigea. Respecto a los tratados históricos, por mencionar
uno, La eternidad del rey Don Felipe III, de Ana Castro Egas. Las más conocidas traducciones
son las de la monja de Tordesillas María Téllez de Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, de Ludolfo
de Charteux, y del Vita Christi de Ludolfo de Sajonia; la de Francisca de los Ríos de la Vida de
la bienaventurada Ángela de Fulgino o la de Isabel de Vergara de los textos de Erasmo. En cuanto
a las correspondencias donde se plantearon las cuestiones de autoría y formación femenina, son
muchas: por ejemplo, de Isabel I con la erudita italiana Casandra Fedele, de Juana de Contreras
con Lucio Marinero Sículo o de Isabel de Baena con la duquesa del Infantado. En los debates, los
centros de las humanistas en la corte de la reina Isabel con Beatriz Galindo; de la infanta María,
hija del rey Manuel y Leonor de Austria, con Luisa Sigea o las de Juliana Morell.
33 Como las contemporáneas de Ana Castro Egas que conocemos precisamente por ser
autoras de las composiciones laudatorias en su honor: Clara María de Castro, Justa Sánchez de
Castillo, Juana de Luna y Toledo o Vitoria de Leyva, Ana María de Castro, Catalina del Río, María
Manuel de Mendoza y, lo que resulta sintomático, cuyos versos se publican en condición de igua-
les al lado de los de Lope de Vega, Antonio de Herrera Manrique o José de Valdivielso, entre otros.
desarrolló, sobre todo, alrededor de las cortes, entre las que destacaron como
núcleos principales la de la reina Isabel la Católica (1451-1504), María de
Portugal (1482-1517), Germana de Foix y Mencía de Mendoza (1508-1554)
(Borreguero Beltrán, 2011: 95). A partir de fuentes dispersas: poemas lauda-
torios, cartas o poemarios que se han redescubierto, se puede suponer que el
fenómeno tuvo un alcance verdaderamente amplio, aunque no duradero. Tras
las muertes de las reinas, infantas y nobles mecenas, el espíritu que alimentaba
este movimiento comenzó a decaer, perdurando con dificultades hasta co-
mienzos del siglo xvii (Borreguero Beltrán, 2011: 96). Fuera de los herméticos
contextos cortesanos, estas mujeres no tenían posibilidad de incorporarse al
mundo masculino de las letras, la política o la cultura, el contramodelo feme-
nino que encarnaban no cabía en los moldes de la sociedad misógina clasista
del momento. En este contexto resulta notorio el final de la historia de Luisa
Sigeaque en 1559 se dirigió a la corte de Felipe II en Valladolid buscando
inútilmente empleo. Murió un año después, probablemente, viviendo en la
miseria y con depresión (George, 2000: 192).
El segundo modelo de autoría presente en ese momento tenía sus raíces ya
en el Medievo y fue desarrollándose al margen de los discursos oficiales, la cien-
cia universitaria y las autoridades masculinas. Estas autoras —cuyas antecesoras
en los siglos previos serían Leonor López de Córdoba (1362/63-1430), Teresa
de Cartagena (1420-1470) e Isabel de Villena (1430-1490)— basaron su prin-
cipio de autoría en la experiencia propia, no mediada por el poder masculino y
centrada más en la originalidad de pensamiento que en la exhibición del cono-
cimiento de los cánones clásico y escolástico. Asimismo, acudían con frecuencia
al recurso de la inspiración divina, presentándose como las más susceptibles
receptoras de las palabras de Dios.34 En su escritura transmitían las experiencias
propias, vividas y narradas, que presentaban por una fuente suficiente para cons-
34La exigencia femenina de una relación con lo divino, que hace referencia a una «autoridad
simbólica no mediada por hombres» (Rivera Garretas, 1997a: 94) se remontaba al ideal medie-
val de la igualdad de todos los seres humanos ante la gracia divina. En el contexto de la crisis
bajomedieval del monopolio masculino sobre la palabra sagrada, nacieron diversos movimientos
espirituales femeninos: las beatas, las beguinas, las espirituales, las muradas y las brujas, que bus-
caron otra vía para relacionarse con lo divino fuera de los moldes androsociales. Estas escrito-
ras, en cuanto autoras, frecuentemente hablaban fusionando el orden corporal, espiritual, divino
y humano, construyendo una posición autoral diferente. La declaración de Ángela de Foligno
(1248-1309) en su última carta «¡Oh incomprensible caridad! ¡Oh amor por encima del cual no
hay amor mayor! ¡Mi Dios se hizo carne para hacerme Dios! El Verbo se hizo carne para hacerme
a mí Dios» (Foligno, 1510: 60r), además de su tono místico y extático, resulta ejemplar para otras
formas de construcción autoral entre las religiosas. Esta estrategia literaria de legitimación del
discurso constituirá una de las importantes formas de construcción de la posición autoral entre las
escritoras monjas que centran el presente estudio, vid. 3.2.IV y 3.2.V.
35 Se supone que los autores españoles pudieron tener conciencia de debates de índole se-
mejante entre los intelectuales árabes y judíos anteriores al siglo xv. En el contexto cristiano
desconocemos casi por completo los testimonios femeninos de estos debates, aunque María Jesús
Fuente (2010: n. 20) señala que «[en] las cartas de mujeres conservadas en la Genizah de El Cairo,
y en la obra de algunas poetisas hispano-judías, como Merecina de Girona y Doña Tolosana de
la Caballería, se podrían vislumbrar las ideas femeninas». De los intelectuales más conocidos que
se expresaron con un espíritu profemenino, hay que destacar a Averroes (1126-1198), Yishaq ibn
Jalfun, un escritor judío que vivió en Córdoba en el siglo xi, o el texto de Yehudah b. Yishaq ibn
Sabbetey, Minhat Yehudah (escrito en 1188). Con estos pioneros, los círculos intelectuales árabes
y hebreos se adelantaron casi en dos siglos en lo que será la controversia desarrollada en la querella
entre los cristianos (Fuente, 2010: 19-24).
36 Estas teorías, que defendían la absoluta superioridad del sexo masculino frente al feme-
nino, cobraron protagonismo en las universidades europeas a partir de 1255, cuando los textos
de Aristóteles se convirtieron en obligatorios en las aulas de la Universidad de París, que sirvió de
modelo para otros núcleos académicos europeos.
de una atribución anacrónica del término feminismo en el contexto del debate del siglo xv. Sin
embargo, tal y como Hicks señala, acuerdo que la historia de ideas necesita un enfoque de larga
duración y que, además, resulta igualmente anacrónico ver en la actualidad un tiempo comple-
tamente único y original. Así, comparto la observación de que «it is therefore not so much that
Christine’s feminist consciousness in the City [de Christine de Pisan] is surprisingly modern, but
rather […] that the problems facing women in our own time are so surprisingly archaic. They too
have survived» (Hicks, 1992: 13). De hecho, para una mayor claridad de la nomenclatura en el
trabajo, se opta por clasificar estas intervenciones de protofeministas o profemeninas.
38 Algunas críticas ven en este movimiento un signo del tiempo, que no se proyectó más
allá de una queja sobre el statu quo de una parte privilegiada de las mujeres letradas de la sociedad:
«Periódicamente, las mujeres exponen sus quejas ante los abusos de poder de que dan muestra
ciertos varones, denostándolas verbalmente en la literatura misógina o maltratándolas hasta físi-
camente. No ponen en cuestión la jerarquía de poder entre los géneros ni vindican la igualdad»
(Amorós, 1997: 55). Sin embargo, en este aspecto parecen más acertadas María-Milagros Rivera
Garretas, Joan Kelly y Elena Laurenzi cuando interpretan el fenómeno de la querella como un tipo
de debate protoemancipatorio: «La protesta de las mujeres contra los argumentos misóginos [de
Jean de Meung] […] arraigó rápidamente en la universidad y en las cortes europeas y el debate se
prolongó hasta el estallido de la Revolución Francesa. Tal acontecimiento cambió radicalmente
el escenario, marcando el nacimiento del Feminismo como movimiento político: la protesta de
las mujeres salió de los salones para unirse con la práctica política y con la lucha social, animada
por las perspectivas de cambio abiertas por la ideología del progreso. A falta de tales perspectivas
y de una efectiva radicalización social, la querelle des femmes mantuvo un carácter esencialmente
reactivo e ideológico» (Laurenzi, 2009: 303).
39 Como señala Graña Cid, este modelo de autoría, aunque con características particulares, se
desarrolló en base a dos aspectos: el valor que se concedía a la observación y al conocimiento de uno
mismo como pilares para construir una voz autoral viable y legítima, cf. Graña Cid (1999: 211-242).
40 De acuerdo con el estudio de Graña Cid (1999: 211-242), las voces misóginas del debate
que defendían la total incapacidad femenina para el aprendizaje y la escritura a finales del siglo
xvi y, sobre todo, en el xvii evolucionan hacia un cierto reconocimiento de la figura de una mujer
letrada con las subsiguientes generaciones de mujeres de la pluma, presentes en el imaginario social
y simbólico: «Tenemos, pues, ya desde finales del siglo xvi, una imagen de mujer escritora/erudita
canonizada que pasa a formar parte de los modelos de género femenino reconocidos por ciertos
sectores de la cultura oficial, imagen que señala el paso a una escritura pública de mujeres […] a
una escritura que no es sólo de carácter instrumental o administrativo, sino también creativo e
intelectual» (Graña Cid, 1999: 218).
al afirmar que las menguas no les vienen a las mujeres por naturaleza sino por
costumbre, estaba haciendo implícitamente una definición de género, al señalar
que lo que se consideraba propio de mujer había sido establecido por la costumbre,
entendiendo como tal la norma que se les había asignado y se había venido cum-
pliendo por tradición. La costumbre, pues, asumida e interiorizada por las propias
mujeres no era otra cosa más que la construcción patriarcal de los papeles de cada
género. (Fuente: 17-18)
Volviendo sobre todas estas cosas en mi mente, yo, que he nacido mujer, me puse
a examinar mi carácter y conducta y también la de otras muchas mujeres que he
tenido ocasión de frecuentar, tanto princesas y grandes damas como mujeres de
pequeña y mediana condición […]. Me propuse decidir en conciencia si el testi-
monio reunido de tantos varones ilustres podría estar equivocado. Pero, por más
que daba vueltas y más vueltas a estas cosas, las palabras por el cedazo, las escudri-
ñaba, yo no podía ni comprender ni admitir que su juicio sobre la naturaleza y la
conducta de las mujeres estuviera bien fundado. Al mismo tiempo, sin embargo,
yo me empeñaba en acusarlas porque pensaba que sería muy improbable que tan-
tos hombres preclaros, tantos doctores de tan hondo entendimiento y universal
clarividencia […] hayan podido discurrir de modo tan tajante y en tantas obras.
(Pisan, 2006: 64-65)
has come down to us as the first analysis of the sexual bias of culture» (Kelly,
1984a: 80). El significado de la intervención de Christine de Pisan en la cultura
oficial y el más efervescente debate sobre lo femenino del momento se proyec-
taron más allá de lo sintomático (cf. Laurenzi, 2009: 301-308). Al proponerse
como un agente activo de su propia escritura y convertir su experiencia, sus ideas
y sus opiniones en materia literaria, consolidó otro modelo de legitimación de
la autoría femenina que servirá como referente y plataforma de diálogo para las
siguientes generaciones de escritoras, tanto laicas como religiosas.42
42 Obviamente, estos tres modelos o moldes de posición autoral ni son ni pretenden pasar
por exclusivos para el momento aquí estudiado. Habrá que mencionar por ejemplo las poetisas
de los certámenes, cuya participación en la cultura literaria áurea, aunque efímera o muchas veces
episódica, fue ante todo pública. Para tal fin se podría analizar el círculo poético antequerano-
granadino con Cristobalina Fernández de Alarcón (1576-1646) al frente. Sin embargo, con los
modelos aquí esbozados se ve cumplido el objetivo de marcar las líneas principales que se desa-
rrollaron desde el siglo xv hasta el periodo áureo en la gestión de los discursos por las autoras ma-
yoritariamente laicas a fin de construir una posición autoral viable y legítima para la intervención
en el discurso público. Este marco de modelos autorales servirá como punto de partida para los
análisis del apartado 3.2.
43 Para la posición teórica de este estudio acerca del concepto de canon literario, vid. apar-
tado 1.2. Para una breve aproximación a esta problemática, cf. Díaz-Diocaretz (1993: 77-124).
2005: 65), junto con las formas del propio libro: manuscrito e impreso, leído
en privado o en las lecturas comunes para los letrados y los analfabetos— empe-
zaron a desempeñar un papel cada vez más importante, especialmente entre los
habitantes de las ciudades y villas más grandes. Sin embargo, se debe recordar
que, simultáneamente, en el siglo xvi la escritura todavía suponía una destreza
elitista y estaba ligada estrechamente a fines prácticos, que pudieran compensar,
en forma de un beneficio palpable, los elevados costes de su adquisición. De este
modo, el carácter instrumental que la escritura poseía todavía en dicho siglo
impedía que se alfabetizase a los que no precisasen leer o escribir, fuesen mujeres
u hombres, para ejercer su oficio o para defender sus intereses patrimoniales
(Bouza, 1999a: 176 y siguientes). Incluso, entre los moralistas del siglo siguien-
te, hubo muchos que desaconsejaron la divulgación de las letras, percibiendo la
educación fuera de los contextos cortesanos como perniciosa para el populus y
la riqueza de la Monarquía, como todavía en el 1633 decía Diego Hurtado de
Mendoza y Vergara, viendo en ella un cursus vitae y la razón de la decadencia de
las actividades que calificaba de «productivas» (apud Bouza, 1999a: 113-114).
En tal contexto se producía una profunda brecha social, ya que los requisitos
diseñados para cada género, anteriormente analizados, excluían de antemano
a las mujeres de la esfera pública, lo que podría haber dado un sentido social y
pragmático a la formación de las hijas en modo equiparable a los hijos varones.
Y, aunque el acceso a la cultura escrita estaba limitado por fines utilitarios y una
condena moral de las lecturas por placer igual para hombres y mujeres, los aci-
cates de lo posible y lo útil eran construidos de modos diferentes. A diferencia
de la formación masculina, que en el momento estaba mediada ya por las ins-
tituciones públicas seculares (la universidad, el colegio), las mujeres laicas per-
manecían confinadas en los marcos de la educación doméstica, teniendo en el
pater familias el principal depositor de su derecho al mundo de las letras, a no ser
que llegaran a participar en las academias (provinciales o de la corte).44 Como
44El contexto familiar como último condicionante de la formación de las mujeres fue de-
fendido por varios tratadistas, por ejemplo, Juan de la Cerda en el Libro intitulado vida política
de todos los estados de mujeres (1599), y ferozmente criticado por autoras como María de Zayas en
Desengaños Amorosos (1649). Por otro lado, por su escaso número, los colegios de doncellas del
siglo xvii —como instituciones religiosas de formación para las jóvenes antes de su casamiento o
del ingreso en la vida religiosa—− no llegaron a ser una alternativa real para la educación básica
pública (Bouza, 2005: 179). Por su parte, investigadoras como Aurora Egido (1988: 69-87) o
Alicia Zuese (2011: 191-208) apoyan la tesis de que las academias fueron los lugares que ofrecían
un modelo alternativo y favorable a la educación de las mujeres: «Despite their delimitations [eco-
nómicos, geográficos, sociales] early modern Spanish academies were porous, allowing women
to participate and serving as a site of education for them […]. […] Not only women like María
de Zayas, but also men who did not follow university studies looked to academies as a source of
intellectual enrichment» (Zuese, 2011: 194).
45
Para la explicación del concepto de acosmia, reapropiado por Françoise Collin de Simone
de Beauvoir, vid. el apartado 1.2.3.
tiempo, sin embargo, los argumentos y la severidad de estas voces públicas para
censurar y organizar el acceso femenino a la escritura son reveladores por sin-
tomáticos. Su fervor por refrenar y controlar la escritura femenina muestra que
esta debió de presentar una corriente significativa, tanto en la cantidad como
en la calidad, para ser percibida como relevante en el conjunto de la cultura
letrada del momento. Al afirmar que «[l]a mujer no ha de ganar de comer por
el escribir ni contar, ni se ha de valer por la pluma como un hombre», Gaspar
de Astete resumía los límites de la relación de las mujeres con las letras públicas
en su Tratado de gobierno de la familia, y estado de las viudas y doncellas (1597).
Medio siglo más tarde, Juan de Zabaleta, en Errores celebrados (1653), discurso
severamente misógino, criticaba ferozmente a las poetas, incluso si estas com-
ponían los versos solamente para «leérselos a sus conocidos», señalando las con-
secuencias nocivas, que incluso podían llevar a la muerte de los hijos cuando la
mujer, en vez de ocuparse del hogar, se ocupa de «no levantar la pluma del pa-
pel» (Zabaleta, 1709: 80 y 81). El autor califica a las mujeres poetas de «animal
mas imperfecto, y mas aborrecible, de quantos forma la naturaleza» y argumenta
ad vocem que su positiva recepción social se cataloga como un pecado: «Al que
celebra a una mujer por Poeta, Dios se la dé por mujer, para que conozca lo que
celebra» (Zabaleta, 1709: 81).
Si se refrenda la opinión de José Freitas Carvalho de que el parnaso literario
se construye a base de «juicios de poetas sobre otros poetas» (apud Baranda Letu-
rio, 2007: 423), el tono burlesco y satírico de los canónicos autores áureos sobre
las poetas y eruditas contemporáneas deja de ser anecdótico y adquiere una di-
mensión política. La culta latiniparla (dos versiones del texto: de 1629 y 1631)
de Quevedo, la Dama boba de Lope de Vega (el estreno fue en 1613), con sus
comentarios irónicos y moralejas conservadoras, o las sátiras contra bachilleras
al ridiculizar la imagen de una mujer culta desestabilizan los intentos femeninos
de intervenir en el mundo de la sabiduría y la cultura escrita.46
Sin embargo, aunque las prescripciones formales delimitasen estrechamen-
te las relaciones de las mujeres con la escritura, los usos dados a estas normativas
en la praxis social eran bien distintos. En varios estudios sobre la historia de las
mujeres en la Península Ibérica se ha subrayado el disímil desarrollo de la alfa-
betización femenina a lo largo de los Siglos de Oro, señalando un ambiente fa-
vorable a finales del siglo xv y la primera mitad del xvi y un significativo declive
desde la segunda mitad de este siglo y a principios del siguiente (López-Cordón,
2005: 193-232). Sin embargo, todavía queda por averiguar si realmente pode-
femenina en las antologías y por tanto en las políticas y tradiciones literarias durante los Siglos de
Oro, cf. Baranda Leturio (2007).
47Para el análisis de las posibilidades que abrieron las cartas a las mujeres domesticadas, cf. Gold-
smith (1989); para los usos que las autoras le dieron al género epistolar, cf. Torras Francés (2001).
48 Además de los círculos anteriormente mencionados, es preciso nombrar el de la duquesa
del Infantado, en el que desarrollaron su actividad como escritoras, lectoras y maestras Isabel de
la Cruz (¿?-¿?) y María de Cazalla (1487-¿?), posteriormente acusadas de herejes (1524 y 1525),
quienes mantuvieron relaciones con Brianda de Mendoza, Isabel de Aragón y Mencía de Mendo-
za, entre otras. Igual de influyentes fueron los ambientes inmediatos de las nobles Luisa María de
Padilla, condesa de Aranda (ca. 1590-1646) y María de Guevara, condesa de Escalante (¿?-1683),
que detalladamente analiza Baranda Leturio (2005: 35-64). En este momento eran varias las fa-
milias nobles que formaron círculos de lectura y escritura, cuyos integrantes iban más allá de las
relaciones de sangre. En el círculo de la reina Isabel I (1451–1504), hay que recordar, además de
la mencionada Beatriz Galindo, a Juana de Mendoza (ca.1425-1493?), quien mantenía relaciones
estrechas con Teresa de Cartagena, o la amistad y relación con Antonio de Nebrija, cuya hija,
Francisca de Nebrija (nacida a finales del siglo xv), participó en los mismos círculos intelectuales.
el siglo xv y los siglos posteriores, que antes había pasado desapercibida: «Frente
a la tendencia evolutiva negativa de las políticas de educación, coexistiendo con
ella, se asiste a lo largo del Quinientos hispano a la intensificación de presencia
femenina en el ámbito de la cultura escrita» (Graña Cid, 1999: 212), lo que per-
mite entender el auge de los escritos literarios de autoría femenina del siglo xvi.
De igual modo, como señaló Lola Luna, las posturas profemeninas del siglo xvii
pudieron resonar con un eco universal debido precisamente a la tradición previa
de escritoras (Luna, 1996c: 105). Estas, sin embargo, a pesar de su resonancia
pública, tampoco contaron con políticas favorables que posibilitasen preservar
su memoria y, por ende, construir una tradición literaria:
49 El modelo autoral construido a base del legado teresiano se analiza en el apartado 3.2.I.
los espacios públicos (Baranda Leturio, 2007: 421-447). Las coordenadas socia-
les, políticas, culturales y religiosas, señaladas por, entre otras, Baranda Leturio
(2005), García González (2006) y Weber (2005c) como: la confesionalización
reformista y contrarreformista, el énfasis que las reformas religiosas pusieron
en las formas tangibles de la espiritualidad, la popularización de la imprenta, el
florecimiento del mercado de los libros, la apertura a modelos literarios extran-
jeros, sobre todo, franceses e italianos, junto con la creciente demanda social
de la novedad, conformaron un contexto especialmente favorable para que las
mujeres se atreviesen a conquistar ciertos espacios de la cultura letrada. No es
casual que, en la primera bibliografía de autoras españolas, Apuntes para una
biblioteca de escritoras españolas desde el año 1401 al 1833 (Serrano y Sanz, 1903-
1905), se cataloguen más de quinientas autoras del periodo comprendido entre
1500 y 1700, mientras que escasean en esta compilación los ejemplos anteriores
a estas fechas, que, como vimos, eran numerosos. La brecha que supuso la po-
pularización de la imprenta y el boom de los libros impresos de autoría femenina
a partir de 1590 permitió, aun con dificultades y prejuicios, que se ampliase el
reconocimiento social de la autoría femenina. Por lo tanto, no se trata solamente
de la expansión de la participación femenina en las letras, sino de un cambio
en su recepción social y legal, junto con cierta profesionalización de la función
autoral, como demuestran las cada vez más explícitas demandas de las propias
autoras, que en este momento reclaman el reconocimiento de su escritura como
un oficio. Para acudir al ejemplo señalado en el primer capítulo, Ana Caro Ma-
llén, en el prólogo al lector de su Contexto a las reales fiestas que se hizieron en
el Palacio del Buen Retiro (1637), exige la remuneración por su obra, dejando
constancia de su trabajo y originalidad: «Suplícote le censures como tuyo, y le
compres como ajeno, que con esto, si tú no contento, yo quedaré pagada» (Caro
de Mallén, 1637: s. p.).
Sin embargo, se debe recordar que las políticas editoriales del momento no
se mostraban especialmente favorables a la publicación de las obras de autoría
femenina, ya que, para los impresores de finales del siglo,
the difference of the female author figures brought with it another set of risks and
potentialities and a different nuance of the notion of textual authority on the mar-
ket […]. [Female] textual authority lies not simply in the legitimacy of the textual
project published in her name but in the ability of her gender difference to produce
return for the printer, a return that was sometimes intellectual and aesthetic, but
that was almost always commercial as well. (Chang, 2009: 21 y 23)
Aun así, al mirar los índices de las publicaciones impresas, se percibe que
a partir de 1600 esta cuestión problemática a menudo se resolvía a favor de tal
empresa. Llevados por la novedad, que podría ocupar un nicho del mercado y
significar un beneficio económico concreto, o también en respuesta a deter-
minadas políticas familiares y religiosas, los impresores invirtieron en publicar
obras de autoría femenina, religiosas y morales (de Valentina Pinelo, en 1601; de
Isabel de Liaño, en 1604), teatrales (de Ana Caro Mallén, en 1653 y posteriores;
de Feliciana Enríquez de Guzmán, en 1624 y posteriores), novelas (de María de
Zayas, en 1637 y posteriores; de Mariana de Carvajal y Saavedra, en 1663) y
tratados (de Luisa María de Padilla, la primera publicación, en 1637). También
hubo bastantes casos de mujeres que asumieron las tareas editoriales, sobre todo
tras la muerte de sus maridos escritores o impresores, quienes a menudo pro-
logaron las obras que editaban (por ejemplo, Ana Girón de Rebolledo, esposa
de Juan de Boscán, o Francisca de Aculodi, redactora y autora de noticias en el
periódico Noticias principales y verdaderas).
Este momento fue la antesala de la participación femenina en los certáme-
nes poéticos que surgieron con fuerza desde los primeros años del siglo xvii. Y,
aunque este tipo de participación femenina en las letras no transformó el par-
naso literario del momento (Baranda Leturio, 2007: 423-425), dejó una marca
en los modelos de expresión y aceptación pública de la figura de la autora, por
ser «ocasiones en los que los versos adquieren una dimensión performativa, y,
por ende, pública» (Trambaioli, 2011: 466). Buen ejemplo de la feminización de
estos acontecimientos literarios es la justa celebrada en Zaragoza (1617) en ho-
nor de la condesa de Aranda, en la que la presencia de poetas nobles y religiosas
dominó totalmente el escenario de la fiesta, contando con autoras como Ana de
Bolea, la condesa de Morata y la condesa de Fuentes.50
Resulta relevante observar que, cuando en la segunda mitad del siglo xvi
las posibilidades de uso público de la palabra disminuyen, las mujeres vuelven
a dominar ciertos ámbitos de la escritura, renegociando la frontera entre lo pú-
blico y lo privado. Desde la segunda mitad del xvi y a lo largo del siglo xvii,
todo el panorama de la escritura «de la experiencia» aparece dominada por voces
femeninas (cf. Rodríguez Cuadros, 2009: 97-136). Las autobiografías, las vidas,
las biografías de otras hermanas monjas, las cuentas de conciencia en el ámbito
de la escritura conventual, así como el diario y las cartas, se convirtieron en
géneros en los que las mujeres encontraron espacios para expresarse y, además,
al ser moldeados principalmente por las voces femeninas, ofrecieron márgenes
mayores para su expresión, no tanto en cuanto a la originalidad como a la subje-
50A este acontecimiento acudieron, entre otras, la abadesa de Santa Lucía, Ana de Heredia,
Bárbara de Almao, sor Constanza Hortal, María Cáncer, Ana María López de Boyl, Agustina Her-
nández, Francisca Gerónima Carvi, Ursola Polonia Marco, Polonia de Cis y de Ceriza y la navarra
María Gómez de Fuentes. Los textos fueron publicados un año más tarde por fray Pedro Martín
en el Certamen de la traslación de las reliquias de San Ramón Nonat, 1618, cf. Egido (1998: 9-41).
tro, que se utilizará a lo largo del estudio, pero que hasta hoy produce ciertas dudas y sigue apli-
cándose de modos diversos. Siguiendo a estudiosas como María del Mar Graña Cid, Asunción
Lavrin y Ángela Atienza López, entre otras, se usará el término convento al referirse tanto a las
comunidades religiosas mendicantes como a su lugar de residencia (del latín conventus, “congre-
gación”). Por otro lado, el término monasterio solamente se aplicará a la unidad arquitectónica de
las congregaciones contemplativas (del latín monasterium, “único, solitario”, que hace referencia
a su carácter de vida alejada de la población). Cenobio es un término más amplio, que se utilizará
para dejar constancia de las formas diversas de la vida comunitaria religiosa. Con claustro se hará
referencia a, uno, el patio principal de la abadía, de ordinario rodeado de pórticos, donde se reú-
nen los monjes/las monjas para su recreo, y, dos, en sentido figurado, significará el estado religioso
regulado. Obviamente, soy consciente de la diversidad de aproximaciones a estos usos en las inves-
tigaciones del campo. Cf. Miura Andrades (2014) y Serrano Estrella (2010). Con esta elección no
se pretende resolver las dudas existentes, sino dar cabida del modo más eficaz y económico posible
a los fenómenos principales del presente estudio: las formas y los modelos de la vida comunitaria
religiosa femenina en la Edad Moderna.
53 Las primeras vírgenes consagradas eran a menudo familiares de los obispos, presbíteros
o diáconos, que dedicaban la virginidad de sus hijas o hermanas a favor de Dios. Se puede decir,
entonces, que la virginidad consagrada dio lugar a la institucionalización de la vida monacal fe-
menina (Martínez Ruiz, 2004: 69).
Benito, del siglo iv (restaurada por la reforma del papado para la orden cister-
ciense en el siglo xii), que jugaron un papel principal en el desarrollo del modus
vivendi de los monasterios europeos medievales.
En la Península Ibérica la diversidad de las reglas primitivas se suprimió a
favor de las tres principales: la de san Leandro (Libellus de institutione virginum,
diseñada para ordenar las normas de vida cenobítica femenina),54 la de san Isi-
doro de Sevilla y la de san Fructuoso (Martínez Ruiz, 2004: 72). Es menester
señalar que, debido a las circunstancias político-militares (sobre todo, la presen-
cia musulmana y la posterior reconquista cristiana), la espiritualidad monástica
española se desarrolló según una cronología y unos modelos diferentes a los
del resto del Occidente cristiano, «dando lugar a la aparición de cenobios que
en tierra musulmana mantendrán ritos creados en tiempos visigodos siguien-
do las ideas del monacato de san Isidoro, recibiendo el nombre de mozárabes»
(Martínez Ruiz, 2004: 74). En consecuencia, la respuesta militar a la invasión
musulmán, sobre todo, a partir del siglo xi, llevó a un fortalecimiento de los
reinos cristianos del norte y a una influencia de la espiritualidad europea (mar-
cada por los giros de Cluny, Citeaux y del mundo cartujo): «En un momento
dado, y debido a cuestiones tanto de índole política —necesaria reafirmación
de sedes episcopales bajo dominio cristiano (por ejemplo, Santiago)— como
religiosa, se producirá un choque entre el rito mozárabe y el latino establecido
en Occidente por las reformas del papa Gregorio VII y defendido por los clunia-
censes» (Martínez Ruiz, 2004: 74). En consecuencia, se eliminarán las formas
del monasticismo visigótico, llevando a una incorporación plena del monacato
hispánico al resto de las corrientes europeas dominantes. A finales del Medievo,
la vita apostolica de las mujeres se intensificó en tal grado que es posible hablar
de una incipiente cuestión femenina en la Iglesia católica, surgida de la necesidad
de las religiosas de encontrar moldes diferentes para expresar su espiritualidad
y su modo de relacionarse con lo divino (Rivera Garretas, 1997a: 89-92). Esta
necesidad llevó finalmente a la separación de las reglas femeninas de sus homó-
logas masculinas. Las reglas respecto a los monasterios dúplices se establecieron
en el Concilio II de Sevilla en 619 —se comentan en algunos apartados de la
Regula Communis (Campos Ruiz y Roca Meliá, 1971: 137-163)— y abarcan
el plano administrativo, el legal y el espiritual de la vida religiosa comunitaria.
La configuración y separación de las ramas femeninas no se produjo al unísono
ni estuvo exenta de tensiones, sobre todo después de la reforma promovida por
54
La regla fue escrita como Libro de la educación de las vírgenes y del desprecio del mundo
por Leandro de Sevilla aproximadamente en la década de los 80 del siglo vi como regalo por la
profesión de su hermana Florentina. Se conservan varios ejemplares manuscritos, muchos de ellos
fragmentados. Se ha consultado la versión de la BNE, Ms. 4307. La primera versión impresa fue
publicada por Prudencio de Sandoval en 1604.
55Resultan muy interesantes los estudios que analizan las actividades particulares de las
mujeres de los ambientes conventuales, como la gastronomía, el arte, la música o el teatro (cf.
Rey Castelao, 2009: 59-67). Sin embargo, todavía escasean los análisis panorámicos y compa-
rativos que nos permitirían establecer relaciones entre diferentes reglas conventuales o círculos
geográfico-históricos. El campo de estudio de los posibles modelos o tradiciones de las diferentes
manifestaciones culturales de las monjas todavía queda por explorar.
56 La práctica sistemática de esta forma de piedad se inició entre los benedictinos de Va-
lladolid y los franciscanos de Villacreces; el primer tratado oficial sobre el método fue publicado
en 1500 en el monasterio de Montserrat por García de Cisneros, iniciando una oleada de obras
sobre el tema.
Salieron por entonces de las imprentas con profusión tratados teológicos, devocio-
narios, libros piadosos, guías para ser perfectos cristianos y catecismos. […] Por su
parte, la Monarquía Católica (imbuida de un providencialismo mesiánico propio
del momento político y del clima social existente en Europa […]) toma partido por
las corrientes espirituales más ortodoxas, marginando a los que postulan ideas que
pueden amenazar la unidad o la esencia misma del catolicismo. (Martínez Ruiz,
2004: 479)
En una sociedad convulsa, dominada por las pasiones, mediatizada por el ansia de
prestigio y agitada por la crisis religiosa europea, las polémicas religiosas entabladas
entre los regulares eran el reflejo fiel de las distintas tendencias y tensiones existen-
tes en el seno de unas órdenes enzarzadas en un pugilato por hacerse dueñas de la
«verdad teológica» y conseguir el liderazgo de la Contrarreforma. (Martínez Ruiz,
2004: 481)
57El término confesionalización fue propuesto por Wolfgang Reinhard y Heinz Schilling
para dar cabida a la influencia de las Iglesias en los procesos de construcción del Estado moderno
europeo, así como observar los fenómenos religiosos en relación con aspectos políticos, sociales y
culturales. La idea de la confesionalización de los Estados europeos modernos se defendió primor-
dialmente a partir de tres elementos: las similitudes en forma de organización institucional entre
los principales grupos religiosos de Europa y sus instrumentos de influencia social, la formación
que constituyó la base de la reforma monástica en España. Su contenido iba ampliándose con el
progreso de la misma: «En 1496 le encomendaron a Cisneros y a Deza la [reforma] de los fran-
ciscanos y dominicos, respectivamente, y […] en 1499, ellos dos y Desprats reciben la misión de
reformar los mendicantes» (Martínez Ruiz, 2004: 126).
59 Resulta relevante señalar que, a la par de apoyar el espíritu de la observancia, Cisneros
avivó el panorama educacional fundando, entre otros, los colegios de San Pedro y San Pablo en
la Universidad de Alcalá de Henares. Del espíritu conservador de sus aulas provinieron muchos
predicadores, poetas, místicos y teólogos, algunos de los cuales formaron parte de la asamblea
tridentina como Domingo de Soto o Benito Arias Montero (Bennassar, 2004: 145-150).
menina, mientras que la del Císter iba consolidando sus prerrogativas en los claustros de Huerta,
Óvila y San Pedro de Gumiel, entre otros (Martínez Ruiz, 2004: 134-142).
clausura, como normativa del aislamiento completo del mundo exterior, traía
consigo mucho más que la falta de ingresos y una vida al borde de la pobreza.
Entre sus consecuencias, destacan las restricciones en el intercambio cultural
y económico: el impedimento de la venta de los bienes producidos por las
monjas; la censura de la correspondencia; la exclusión de la participación en los
certámenes poéticos, en las celebraciones de la corte y la urbe; la limitación del
rol de consejera, de maestra de las niñas de la corte, de enfermera, de partera, etc.
Las directrices propagadas marcaron un antes y un después en la vida monástica
femenina en su dimensión legal y social y, aunque las respuestas dadas a estas
estipulaciones eran bien variadas, hay que señalar que lo que se produjo era
un ambiente general de tensión por el mecanismo de opresión-resistencia que
marcó la existencia cotidiana de las monjas del periodo posterior a la reforma
(cf. Bajtín, 1990; Scott, 2003: 225).61 A partir de 1565 se intentaron imponer
las regulaciones tridentinas de la clausura buscando soluciones reales que a veces
diferían de las directrices originales, como era el caso de Galicia, donde se quiso
suprimir los monasterios femeninos haciendo que sus bienes fueran gestionados
por otros. Simultáneamente, durante el reinado de Carlos V se fundaron nuevas
órdenes de clérigos regulares, divididos entre la necesidad del apostolado activo
y la vida monástica a través del sacerdocio. En su larga evolución, en muchos
aspectos esta forma de religiosidad se desarrolló en órdenes mendicantes como la
de los dominicos.62 Con la llegada de Felipe II (1556), las asambleas tridentinas
ya estaban avanzadas y el fervor antiprotestante fomentado por el espíritu
contrarreformista marcó la dirección de las reuniones de los años siguientes.
Sin embargo, la cuestión de las congregaciones religiosas no se resolvió hasta
la última sesión del Concilio del 4 de diciembre de 1563, cuando se ejecutó
el decreto oficial respecto a la reforma de los regulares. A lo largo de los tres
reinados de los Felipes, la política de reforma religiosa, en el seno de la Iglesia
católica y como respuesta a la Reforma protestante, no era unánime. No cabe
duda de que fue Felipe II quien puso más esfuerzo en la ejecución de la vuelta
a la observancia y la aniquilación del conventualismo. En 1567 se inició el
proyecto de unificación de la geografía monástica de sus reinos, ordenando
61La bibliografía que aborda el análisis de las particularidades de la reforma para diferentes
órdenes femeninas y distintos claustros es abundante. Sugiero como punto de partida para profun-
dizar en el tema García Oro (1982: 331-349), Azcona (1982: 311-378), Castro (1983: 21-148),
Vasaio (1984: 53-64), Fernández Terricabras (1993: 159-171) y Arana Benito de Valle (1992).
62 Entre las instituciones más destacadas de este nuevo tipo se encuentran los jesuitas, fun-
dados por san Ignacio de Loyola en 1534 y aprobados en 1540. En cuanto a las ramas femeninas,
la forma más original la presentaron las Madres Angélicas de San Pablo (rama de los barnabitas,
aprobada en 1535), que no eran sometidas a la clausura ni a las reglas de sus coetáneas, pero no
llegaron a expandirse fuera de su cuna italiana (Schultz van Kessel, 2006: 183).
posición de venerable, mística o santa implicaba la posibilidad de tener contactos con los poderosos
y ricos del país y del extranjero, asegurando la credibilidad de los consejos y creando un contexto
oportuno, por legítimo, para el desarrollo intelectual y la creación literaria/escrita. Este tema se
desarrolla en el apartado 3.2.V. Otra vertiente de este tipo de relaciones se producía cuando al
convento entraban mujeres de las familias reales, que mantenían vasta correspondencia con los
círculos cortesanos y en numerosas situaciones de tensiones en la corte servían de consejeras (cf.
Manero Sorolla, 1994: 305-318).
65 Martínez Ruiz aporta la siguiente información: «Superioribus mensibus […] ha sido defi-
nido como “auténtico código de la reforma española”: reiteraba el contenido del Máxime cupere-
mus para acabar con los conventuales, apremiaba la reforma de mercedarios, carmelitas y trinita-
rios y ordenaba la incorporación de diferentes institutos a lo que se consideraba su rama principal:
es decir, isidros […] y premonastenses a los jerónimos, y los terciarios regulares franciscanos a la
observancia» (Martínez Ruiz, 2004: 147).
66 Teresa de Jesús precisó las normativas sobre la reforma descalza primordialmente en las
Constituciones, Visita de descalzas, el Libro de las fundaciones y el Camino de perfección. No se sabe
exactamente cuándo redactó la primera constitución para el funcionamiento de la orden descalza,
pero, como indica al respecto Pilar Manero Sorolla (1992b: 400), «es de suponer que ésta fue
elaborada en el primer año de la vida de San José [de Ávila, primer convento descalzo], o sea, en
el 1562, una vez concedido el breve de fundación por parte de Pío IV». Asimismo, la estudiosa
destaca que ya en el Camino de perfección podemos encontrar ordenanzas sobre la vida conventual:
«En este sentido también el Camino de perfección ha de verse, entre otras cosas, como un escrito
legislativo fundamental del Carmelo Descalzo femenino».
67 A estas autoras está dedicado el apartado 3.2.I.
68 Dicho decreto sobre la reforma de los regulares cedía la gestión de los conventos femeni-
nos a los confesores extraordinarios elegidos por el obispo. Asimismo, en las normativas se detalla-
ron cuestiones como la toma del velo o la quiebra de los votos, promoviendo la irreversibilidad de
los solemnes. Junto con el establecimiento de la edad mínima para el ingreso a los dieciséis años,
se consideró pecado mortal el ingreso forzado, bajo pena de excomunión a los que violentaran
a las mujeres a tomar el hábito. Las normativas se impusieron de manera autoritaria a todas las
congregaciones femeninas; sin embargo, su ejecución efectiva difería mucho según la regla, la
geografía y el momento. Mariló Vigil (1986: 212-215) señala que las normativas del Concilio re-
sultaron en mayor vigilancia del encierro, pero no cambiaron la situación de los ingresos forzados
o las injusticias internas. Aunque todos los papados de los años siguientes se centraron en ejercer
las estipulaciones tridentinas, solo en los últimos años del pontificado de Clemente VIII (1509-
1605) es posible hablar de su efectiva implantación en la praxis cotidiana.
69 A este respecto estoy más cerca de las propuestas de Jodi Bilinkoff o Silvia Evangelisti,
quienes subrayan que la historia de la Iglesia demanda una aproximación interdisciplinaria: «Thus
a Counter-Reformation Church supposedly bent on snuffing out all vestiges of female charisma-
tic spirituality did an excellent job of perpetuating it. At the same time that many clerics were
subjecting religious women to increased suspicion and surveillance, other, differently disposed,
clerics were busily promoting women as exemplars, and constructing saintly religious behavior
[…]. Clearly we need to move away from assumptions about an undifferentiated and monolithic
Church» (Bilinkoff, 2000b: 168). Resulta imprescindible subrayar que la época tridentina diseñó
un modelo complejo de mujer religiosa en el sentido cultural de la palabra y este ideal difirió en
su praxis según cual fuese la realidad sociogeográfica.
las jerarquías sociales entre las monjas de velo blanco y las de velo negro71 y así
disminuir la influencia de las familias importantes en las comunidades. Por otro,
reforzaba el control en la participación de las religiosas en la vida pública y redu-
cía sus influencias en el mundo exterior. La bula Circa pastoralis, redactada por
Pío V en 1566, otorgaba el estatus de verdaderas religiosas solamente a las mu-
jeres que vivían bajo la clausura estricta y habían profesado los votos solemnes,
relegando otros tipos de convivencia religiosa a una asociación de vida activa. El
objetivo de extremar la clausura no iba dirigido, al menos no principalmente,
contra la relajación de la disciplina o la exagerada comodidad y los lujos que, si
existían, no ponían en peligro el monopolio del poder de la Iglesia católica y más
bien se daban en casos o conventos excepcionales. Las medidas disciplinarias
extremas encontraban su mayor enemigo en la religiosidad exaltada, o sea, en la
expresión de la espiritualidad individual, directa y no mediada por los confeso-
res, como en el caso de las místicas, las carismáticas y las profetisas, alrededor de
las que se creaban verdaderos centros de culto local y cuya influencia alcanzaba
círculos amplios (Vollendorf, 2005a: 32-38, 100-112).
Asimismo, las estipulaciones tridentinas subrayaron la importancia del ce-
libato incondicional y la reglamentación de la vida conventual que destacaba
el valor de la castidad. Con esto se reforzó la imagen simbólica de la monja
como ideal de pureza y virginidad. El objetivo principal de la Iglesia al ensalzar
la virtud como valor supremo consistía en resaltar el carácter exclusivo de las
instituciones religiosas católicas y separarlas de otras formas de convivencia espi-
ritual no ortodoxas, ejerciendo, de este modo, el control sobre lo que podríamos
denominar una santidad canonizada (Durán López, 2007: 209).
Igual de significativo, como ya se ha subrayado, resultó ser el impacto econó-
mico producido por las prescripciones del Concilio, porque, aunque algunas esti-
pulaciones buscaron remedio contra las precarias condiciones de las congregaciones
femeninas, en realidad lo que trajeron consigo fue un empeoramiento de la situa-
ción económica de los conventos femeninos. Restringir la clausura activa y pasiva
significaba privar a las monjas de sus primordiales fuentes de ingreso: las limosnas,
los trabajos de piedad y el pequeño comercio de artesanías. Ante tal situación no
son de extrañar la rebeldía y resistencia de los claustros, pues estas mujeres luchaban
no por su participación en el mundo, sino por las posibilidades de supervivencia.72
71 Para un análisis de las estructuras internas de los claustros femeninos, cf. Vigil (1986). Se
las fuentes rescatadas hasta ahora se puede observar la resistencia pasiva y activa de estas mujeres:
boicotear la clausura cerrándose con barricadas en los claustros, los rezos y las procesiones; las fu-
gas, las rebeldías y hasta actos de violencia y suicidio eran algunas de las respuestas de las religiosas
sujetas a unas directrices que no podían negociar, cf. Scaraffia y Zarri (1999).
Indeed, in the wake of Trent, Catholic reformers recognized the importance of edu-
cation, and of learning the principles and obligations of the Catholic faith. They saw
the potential for women to contribute, and encouraged their involvement in teaching
Christian lessons in the schools and their neighborhoods, offering the help to the poor
and the needy, and joining the female congregations. But in addressing the married
women as well as widows —they do not include nuns—. (Evangelisti, 2007: 202)
73 Como el patrocinio a las ursulinas por parte de Carlo Borromeo, que vio en ellas unas
agentes imprescindibles para la causa católica, la lucha antiprotestante y el fortalecimiento de la
religiosidad católica en la sociedad. Su apoyo, sin embargo, llevó a la institucionalización de la
orden: “Borromeo became head of the Ursulines and insititucionalized their charitable and tea-
ching functions by making these activities —that they already performed in parish churches and
hospitals— a prescriptive role of members” (Evangelisti, 2007: 208).
74 Después de largos procesos de resistencia, las ursulinas adoptaron la clausura en 1572 y
las monjas de la Visitación, en 1618. Sin embargo, este cambio no se instauró de una manera uná-
nime, llevando a grandes divergencias en los modos de vivir de estas congregaciones en diferentes
países de Europa.
pectiva dialógica y la crítica feminista se quiere indagar sobre los aspectos sociales
y culturales determinantes para estas mujeres que decidieron vivir la vida religio-
sa: ¿cuáles eran los motivos que llevaban a las mujeres, las jóvenes, las madres o
las viudas, a tomar el velo? ¿Qué coordenadas de estas instituciones se podrían
considerar favorables y cuáles hostiles para el desarrollo de diferentes formas de
creatividad intelectual, individual y colectiva? ¿Cómo funcionaba el convento en
el espacio físico y simbólico de la urbe, o sea, cuál era, siguiendo a Frédérique Mo-
rand (2006: 1019-1044), la muralla confesional de una ciudad? ¿Es posible hablar
de una reapropiación de la posición de relegada por parte de estas mujeres dentro
de las estructuras ofíciales de la sociedad? ¿Hasta qué punto se puede hablar de las
murallas permeables (Lehfeldt, 2005), los centros de cultura, los enclaves de arte,
los aparcamientos de mujeres (Vigil, 1986: 208-214), o sea, referirse a los conventos
en términos elaborados por la epistemología contemporánea con que se intenta
abordar el carácter ambiguo, complejo y fronterizo de estas instituciones?
En lo que sigue, para completar el cuadro del modus operandi de las comu-
nidades religiosas femeninas, me detendré en el análisis de su cotidianidad como
componente más palpable de la realidad histórica (Bolufer Peruga y Morant Deu-
sa, 1998: 17-23). Observar la organización espacial de los conventos, las estruc-
turas internas, el funcionamiento de los poderes intra y extramuros, así como el
lugar que ocupan en su contexto social inmediato, permitirá entender mejor la
microhistoria de los claustros en los que vivieron las escritoras que nos ocupan (cf.
Amelang, 2003; Kagan, 1991). Concebir el cenobio como microcosmos facilitará
entender las posibilidades y limitaciones cotidianas y el claustro y su entorno ur-
bano para comprender mejor las redes culturales, las tradiciones, los ideales y los
valores que actúan como subtexto del corpus del presente estudio.
las jerarquías de las comunidades religiosas y se suprimió la división entre monjas legas y de coro.
Cf. Pío XII, 1950.
76 Torres Sánchez explica al respecto: «El término sociedad conventual nos parece el más
acertado, pues los claustros […] tienden a reproducir en su interior las estructuras sociales del
exterior; y no sólo en jerarquización social, sino también en aquellos elementos destinados a
mantener el orden y la armonía requerida para el buen desarrollo de la vida en religión» (Torres
Sánchez, 2000: 138).
77 La diferencia de estatus entre las monjas se reflejaba también en la disposición de los
espacios conventuales. Las monjas de coro muchas veces disponían de sus propias celdas, podían
tener sirvientas y la comida en el refectorio normalmente se les servía primero y por separado a las
legas. Sin embargo, la reforma descalza se ocupó, entre otras cosas, de suprimir las desigualdades
de clase, lo que, sin embargo, tuvo diferentes resultados. Cf. Evangelisti (2007: 13-65).
78 Las mujeres nobles querían mantener su estatus social también detrás de las rejas y repe-
tían los comportamientos y las relaciones con otras hermanas basándose en las que conocían de
su vida extramuros. Silvia Evangelisti (2007: 31) estima que las monjas sirvientes en los claustros
femeninos, tanto en Italia como en España, llegaron a ser un treinta por ciento de la totalidad de
la comunidad.
79Antes del siglo xv, las prioras eran elegidas por el obispo o la autoridad civil. Después, se
introdujo un cambio que limitó el periodo de mandato sin la posibilidad de la reelección tanto
para las órdenes masculinas como para las femeninas.
80 Teresa de Jesús escribió su libro de Constituciones en 1567 y lo reformuló un año antes
de su muerte, en 1581. Estos textos sirvieron de base para la mayoría de las órdenes reformadas.
criar almas para que more el Señor […] y ponga más en lo interior que en lo ex-
terior» (Teresa de Jesús, 2012: 19). Entre otros oficios conventuales, fue relevan-
te el de la tornera, que controlaba el contacto intra- y extramuros por el torno,
un tipo de ventana giratoria y punto de comunicación con el mundo. Se la solía
elegir de entre las monjas de más años de profesión y con cierta estima. Las esti-
pulaciones de Teresa de Jesús señalan la confianza que demandaba desempeñar
este cargo: «No deje llegar a ninguna hermana al torne [sic], sin licencia; llamar
luego a tercera […] no dar cuenta a nadie de cosa que allí pasare, si no fuere a la
prelada, ni dar carta, si no fuere a ella, que la lea primero; ni dar ningún recado
a ninguna, sin darlo primero a la prelada, ni darle fuera, so pena de grave culpa»
(Teresa de Jesús, 2012: 19). Junto con la tornera, era la portera la guardiana de
la clausura, aunque después de la reforma ambos cargos eran desempeñados por
una sola persona: «El oficio de la receptora y portera mayor ha de ser toda una»
(Teresa de Jesús, 2012: 19). Las clavarias eran responsables de las bibliotecas
conventuales y de la documentación administrativa. La vigilancia de las buenas
costumbres y la disciplina estaba en manos de las celadoras, mientras que todas
las conversaciones tenían lugar en presencia de la redera o la escucha, que a
veces era un cargo único. Además de estos cargos administrativos, estaban los
oficios relacionados con las materias religiosas (vicaria de coro, hebdomadaria) y
el abastecimiento, la ropa y la cocina (provisora, ropera, refitolera, depositaria).
Al margen de estos cargos oficiales internos, en el convento se hallaba un
grupo de personas ajenas a la comunidad, que funcionaba en el intersticio del
mundo religioso y del seglar. No resulta irrelevante el hecho de que, excepto
las sirvientas seculares —que trabajaban por una remuneración, a diferencia de
las legas, que servían sin salario y por el mérito de la humildad y caridad—,81
todas estas personas del mundo extraconventual eran hombres. De este modo,
hasta un grado significativo, se reconstruían las estructuras de poder del mundo
secular, donde la mujer (en el mundo extramuros, esposa y aquí, monja) se en-
contraba en un espacio cerrado (la casa o el convento) junto con otras personas
de su mismo sexo (las hijas, la madre, las sirvientas o la comunidad de reli-
giosas) bajo control y censura de un hombre (el padre/el marido o el confesor
ordinario/excepcional) que, en muchos casos, era el único vínculo que el grupo
femenino tenía con la cultura oficial y pública. Estas personas no pertenecien-
tes a la comunidad eran los demandaderos —a los que se pagaba el servicio de
mensajero y que eran necesariamente seglares—, el vicario —que representaba
la comunidad ante los padres superiores—, y los confesores y capellanes, fun-
81 Para el tema de la división del trabajo y la existencia de labores remuneradas junto con la
presencia de criadas y criados en el ambiente conventual, cf. Rey Castelao (2009: 59-76) y Mapelli
López (2004: 181-200).
82 Estos conflictos podían llegar a tener una repercusión global e impedir el funcionamiento
de la orden, dividiendo sus miembros en dos bandos. Los memoriales remitidos a la Cámara de
Castilla, entre otros, ofrecen testimonios de tales situaciones.
(Torres Sánchez, 2000: 120). El mayor énfasis recayó sobre la autonomía que
las congregaciones femeninas querían mantener y que fue asegurada por otro
tipo de documentos —los manuales, los ceremoniales y las instrucciones—. Sin
embargo, estas normativas tenían que pasar por la censura de los padres genera-
les, los provinciales de la orden, los vicarios y los patronos, así que no siempre
podían asegurar la soberanía de la comunidad (Torres Sánchez, 2000: 120).
En estos documentos se detallaba el sistema de disciplina particular para cada
congregación; los privilegios, los deberes y los comportamientos aceptables y
prohibidos.83 Un lugar relevante ocupaban las normativas relacionadas con el
cuerpo, que revelan un código de conducta y de disciplina que no encontramos
en las prescripciones de las comunidades masculinas, como deja ver el ejemplo
citado del Ceremonial de la comunidad de las descalzas de Madrid:
No fixar sus ojos con demasiada viveza y afecto. Y quando se ríe, que sea sin abrir
descompuestamente la boca; quando habla, sin torcer los labios ni subir ni baxar
com demasía los sobrecejos. […] El cuerpo y el cuello muy derecho no le están bien
a la humildad de la monja, mas antes le conviene estar algo encogido y quebranta-
do. (Carmelitas Descalzas, 1662: s. p.)
83
Las constituciones se establecían en el momento de fundar una orden y se reformaban
durante su existencia. Aunque pueda parecer paradójico, un detallado sistema de culpas y casti-
gos dejaba un margen de libertad mayor en manos de las monjas, como pasó en el caso de las
Constituciones teresianas. Allí un sistema estricto de culpas y sus correspondientes castigos hacía
innecesaria la vigilancia exterior masculina. Teresa de Jesús puso énfasis en la soberanía de las
comunidades femeninas bajo la rígida disciplina que garantizaba la convivencia pacífica en un
ambiente heterogéneo, cf. Torres Sánchez (2000: 157-163).
84 Algunas órdenes añadieron un cuarto voto: los hospitalarios, de atención a los enfermos;
los mercedarios, de redención de cautivos; los jesuitas, de obediencia especial al papa; los sale-
Á las Religiosas inhabiles, e incapaces de dar, recibir, disponer, y retener cosa alguna
de qualquiera persona Seglar, o Religiosa, parienta, ó estraña sin licencia del Su-
perior, en tanto grado que al que la recibe, ó da, ó retiene califican los Santos, por
sianos, de apostolado entre los jóvenes; las misioneras de la caridad, de servicio a los pobres. Las
benedictinas seguían el lema de ora el labora, y la mediación de las Sagradas Escrituras y el trabajo,
sintetizados en Zelo zelatus sum pro Domino Deo exercituum, encabezaba la misión religiosa de los
carmelitas, cf. Duby (1996: 60).
ladron: Hurto es, dize S. Basilio, posseer la Religiosa cosa alguna sin linencia. Y S.
Agustin: Si alguno encubriese cosa alguna, recibiendola, óguardandola sin licencia:
sea condenado de hurto. (Vega y Cuadros, 1651: 54)
En la realidad del día a día de las órdenes reformadas, de acuerdo con las
Constituciones teresianas, la labor manual se interpretaba como un tipo de ejerci-
cio de humildad cuyo efecto debería ser espiritual y, en un grado menor, econó-
mico. En otros casos se prohibía cualquier forma de producción de bienes con el
fin de una ganancia económica, simbólica o para satisfacción propia. Un ejem-
Advertimos mas, que ninguna Hermana presuma hacer ninguna labor por su pro-
pio parecer […] por la qual cosa pueda ser justamente notada de vanidad, curio-
sidad, o de otra nota […]. Guardense las Monjas, que en ninguna manera hagan
confituras, dulces, o cosas para dar a Seglares, a el Confessor, o a los que diran
Missa en la Iglesia, por que de aquí se siguen grandes inconvenientes, de mas de la
perdida de tiempo. (Clarisas, 1647: 252-253)
Es convenientissimo que hagan labor, y trabajen, por que de esta manera emplea-
rán bien el tiempo, huirán de la ociosidad, y escusarán parlerías, guardarse han de
tentaciones, tendrán mas salud […] por lo contrario de la ociosidad nacen muchos
males, por que es ruina, y perdición de todos los hombres, y en particular de las
Religiosas, y particularissimamente de las tan pobres como son las Capuchinas.
(Clarisas, 1647: 251-252)
asociaba con la pasividad y esta con la feminidad: «Entre los santos, no se cono-
cen confesores femeninos, ni tampoco vírgenes masculinos» (Schultz van Kessel,
2006: 193). La castidad de las religiosas era garante del control sobre los cuerpos
y las mentes de estas féminas, ya que posibilitaba que se le asignase a la mujer
un papel reconocible para el orden simbólico de aquella sociedad: la esposa de
Cristo. Esta separación del mundo de las monjas era pensada para un mayor
bienestar de la sociedad, porque, con el rezo, las penitencias y mortificaciones,
las religiosas ganaban el cielo no solo para sí mismas, sino para su comunidad en
el micro- y el macrocontexto. Las monjas rezaban por la salud de los reyes, de
los nobles y de sus familiares, por una buena cosecha, por la paz, por un buen
parto para las reinas o por caza abundante para los reyes. No obstante, a veces
sus rezos iban dirigidos en negativo: sorprende al lector actual la confesión de la
monja de Soria María de Jesús de Ágreda cuando dice después de la muerte de
Oliver Cromwell (1658) que «en […] vida he deseado la muerte a nadie sino es
a Cromwell»,85 debido a su rol en el proceso de exclaustración de la Inglaterra
de Enrique VIII.
De este modo, el estatus social de la mujer, laica o religiosa, se definía por
la referencia, factual o simbólica, respecto al sexo masculino:
85
Carta al rey Felipe IV, fechada el 25 de octubre de 1658.
86
Tal conclusión se puede deducir de los tratados morales y las obras de teólogos que con-
solidaron una imagen de santa virgen y mujer modelo, vid. el apartado 2.2.
2.4.3.3. Entre la pared y la reja: el espacio físico de los conventos, el convento en la urbe
87En lo que sigue se analiza la dinámica del espacio de los claustros conventuales, es decir,
los espacios de vida de las órdenes mendicantes surgidas después de la crisis de la Iglesia en la Baja
Edad Media que se construían dentro de las murallas de la urbe y que formaron unos ambientes
de interrelación entre el mundo secular y el religioso. Por otro lado, los monasterios fundados en
las afueras recordaban el origen de la vida ermitaña, cuya relación con el poder secular, después
de la época de Cluny, afectaba a los negocios de las grandes propiedades (los monasterios eran
señoríos con tierra propia y vasallos y se los denominaba «abadengos»). Como se verá en adelante,
los conventos de las órdenes femeninas mendicantes reprodujeron en un grado significativo el
modelo arquitectónico de los monasterios de las reglas contemplativas, lo que no se produce para
los conventos masculinos (Serrano Estrella, 2010: 129-147).
88 Felipe Serrano Estrella trae a colación unos interesantes ejemplos de manipulación de estas
estipulaciones legales por parte de las monjas en la ciudad de Jaén. Uno de los primeros pleitos
fue protagonizado por las clarisas a principios del siglo xiv, quienes acusaron a los párrocos de San
Andrés, que se apropiaron de una antigua sinagoga, de enseñoreo. Como nos explica el investigador
(Serrano Estrella, 2010: 135-136), «detrás de esta evolución del espacio religioso se esconde un exa-
cerbado rencor, pues el edificio de la antigua sinagoga había sido donado a las monjas». La presión
de las clarisas llevó no solamente a la recuperación del edificio, sino «incluso a la destrucción de
la primitiva torre parroquial». Otro ejemplo demuestra el conflicto entre las dominicas de Santa
María de los Ángeles y los agustinos de la misma ciudad, que se trasladaron a una casa enfrente de
la portería del claustro dominico: «Nuevamente las razones que se esconden tras esta acusación eran
mucho más complejas y el temor a la competencia ante un nuevo mendicante en la ya saturada
ciudad vieja para esconderse tras el pretendido señoreo» (Serrano Estrella, 2010: 135-136).
89 El modelo carmelitano diseñado por Francisco de Mora en 1610 en San José de Ávila
fue un prototipo de amplia difusión a lo largo del siglo xvii y se impuso, entre otros lugares, en
Loeches, Alba de Tormes o la Encarnación de Madrid.
90 Generalmente, para estos fines funcionaban dos puertas separadas. Los visitadores espe-
ciales, como, por ejemplo, los médicos o los confesores en una situación excepcional como una
enfermedad, entraban por una de ellas. La prohibición de entrar al claustro para cualquier persona
ajena se reformuló en la bula Felici expedida por el papa Alejandro VII (1596-1667).
91 Durante la celebración de los votos la novicia llegaba a la portería, donde era recibida
por la comunidad, pasaba al coro, donde se le quitaba todo su ajuar como símbolo de humildad
para después colocarle el velo. Posteriormente, la joven, tendida en el suelo, juraba los tres votos
solemnes y prometía la obediencia como esposa de Cristo ante el sacerdote que se encontraba al
otro lado de la reja. Como señala Silvia Evangelisti (2007: 50), una vez cerrada la puerta, la monja
no volvía a pasarla en vida ni después de la muerte, ya que mayoritariamente a las monjas se las
enterraba dentro del claustro, cf. Rubial García (2006: 223-224).
rior, servía de guardián y de esclusa por la cual se recibían los objetos menores.
La Regla de la gloriosa Santa Clara señala que «en cada Monasterio se haga un
torno fortísimo, de altura, y anchura competente» que debe de estar hecho de
tal manera que «ninguna persona pueda por las juntas, o hendeduras de el mi-
rar dentro de el Monasterio, ni las Monjas aun en ninguna manera puedan ver
cosa alguna fuera» (Clarisas, 1647: 173-174).
Estos elementos, introducidos para una mejor vigilancia de la clausura,
obviamente no se reprodujeron en la arquitectura de los claustros masculinos,
en los que la relación con el mundo extramuros, e incluso la constante muta-
bilidad de los espacios claustrales, estaba promovida desde los estatutos.92 Aquí
se quieren subrayar las diferencias existentes entre las regulaciones y la praxis
diaria en los claustros femeninos y los masculinos. Martín de Torrecilla (1694:
170, el énfasis es mío) señalaba que «la clausura de los Conventos de Religiosos
no es perpetua, ni absoluta, como la de las Religiosas consta de la práctica. Los
Religiosos pueden salir todos los días de su Convento, con licencia del Prelado».
Esta línea de argumentación permanecerá vigente para todo el periodo mo-
derno, como dejan ver las enseñanzas del padre Arbiol en el siglo xvii, quien
justifica la diferencia esencial entre la clausura femenina y la masculina por el
ius commune y el ius naturale: «El voto de clausura es el muro de la castidad, y
de todas las virtudes. Contra el general peligro en que viven con su negra liber-
tad todas las mujeres del mundo, se ordenó el encerramiento y retiro» (apud
Sánchez Lora, 2005: 137).
Se ha señalado que los espacios de mayor relevancia dentro de los claustros
femeninos eran el locutorio y la iglesia, por ser fronterizos entre la realidad sacra
y seglar: era allí donde las monjas veían sin ser vistas, es decir, donde marcaban
su participación en el mundo extramuros sin vivir en él. A los locutorios podían
acceder los visitadores con un permiso del obispo, limitado a los familiares más
cercanos de la religiosa. Las rejas que dividían el espacio del parlour, según la
regla benedicta, debían estar cortadas de manera que «ni mano ni brazo pase por
ellas» (apud Balderas Vega, 2008: 116) y las ordenanzas de Santa Clara especifi-
can su construcción de modo que «sean también en ella puestos muchos clavos
luengos, e agudos a las partes de afuera, y a la parte de adentro se ponga un paño
negro de lienzo, en tal manera que las Hermanas no puedan ver a los de fuera,
ni ellos a ellas» (apud Sánchez Lora, 2005: 138). También Hernando de Talavera
especifica la construcción de este espacio particular:
92 Aunque, como señala Felipe Serrano Estrella (2010: n. 24), hubo intentos de ordenar
una clausura más estricta a las comunidades masculinas para evitar el «descontrol que suponían
los frailes fuera de sus conventos […]. Es en este contexto donde se aprecia esa búsqueda del con-
vento ideal, hacia el que caminan frailes y monjas». Sin embargo, tales proyectos nunca llegaron
a efectuarse.
El qual tenga dos redes de hierro o de madera, una de parte de dentro, y otra de
partes de fuera, y tenga un lienço clavado cada una d’ellas, o a lo menos la red que
sale a la parte de fuera, por que las orejas puedan oír, y los ojos no puedan ver lo
que no es menester y podría empecer […]. Y mire la que habla que guarde allí en
sus hablas toda religión y sanctidad, de manera que las tales personas y la anciana
que es allí presente vayan bien edificadas. (Talavera, 2012: 50-51)
del público o el carácter solemne y ceremonial de estos encuentros. Algunas ideas al respecto su-
gieren los cuadros de Giovanni Antonio Guardi (1699-1750), El locutorio, pintado alrededor de
1740, o de Toribio Álvarez (1668-1730), La habitación de la monja, entre otros.
Asimismo, incluso entre las órdenes reformadas, las iglesias podían ostentar
cierto lujo en la decoración y el ornamento, ad maiorem Dei gloriam: «Aunque
en lo demás seamos pobres, en esto, y para esto, seamos ricos y no aya cosa en
la Iglesia, en que no se muestre y resplandezca el amor diligente de los que en
ella sirven» (San Nicolás, 1664: 138-139). Nuevamente, las imposiciones y or-
denanzas para la construcción de las iglesias de frailes y monjas diferían debido
a su función dentro de la comunidad urbana. Y, así, las iglesias de las órdenes
masculinas eran más grandes y de mayor lujo, de espaciosas capillas, para atraer
al mayor número posible de fieles. En cambio, las iglesias de las órdenes fe-
meninas se construían lejos de las vías públicas y con ventanas que solamente
daban al monasterio; el altar mayor no podía tener capilla mayor y poseía una
pared que dividía la iglesia interior de la exterior, donde el sacerdote oficiaba la
ceremonia. En comparación con las iglesias de los conventos masculinos, las de
las monjas eran por lo general más pequeñas, debido a su función de clausura
y a la prohibición de desarrollar la labor sacerdotal. Asimismo, en el caso de las
iglesias de los conventos femeninos se hace patente el cambio en su construcción
y ubicación después de las ordenanzas de Trento, entre otros, en la del coro bajo:
«La llamada “iglesia interna”, el coro bajo, se adentra en el monasterio y une el
espacio más público del mismo con el más privado. Además, esta “iglesia de las
monjas” no se construirá cerca de las vías públicas, sino en la parte más interna
del monasterio» (Serrano Estrella, 2010: 144). También se especificaba la ubica-
ción y el uso del comulgatorio, el único sitio donde se daba el contacto directo
y físico entre monjas y curas, que debía tener forma de «ventanita construida
por otra parte del altar, en la pared trasversal, que sería la más ancha posible y
protegida por batientes de hierro» (Wigley, 1857: 122). Detrás del coro, situadas
a lo alto y detrás de las rejas dobles con una ventana que se abría hacia la iglesia
exterior, las monjas participaban en la liturgia, cantaban la misa y escuchaban el
Evangelio, siendo oídas, pero no vistas, por el resto de los fieles.
La continuidad entre la realidad intra- y extramuros se extendía más allá
de los espacios de culto y rezo. En los corredores, los patios, los jardines y las
celdas se reconstruían los espacios de las casas familiares, los palacios y los
parques que las religiosas conocían de su vida secular. Conviene recordar que
en muchos casos los monasterios se fundaban adaptando unas casas ordinarias
a la función religiosa. De tal situación habló, por ejemplo, María de Jesús de
Ágreda, quien profesó, junto con su hermana y su madre, en el convento de
la Orden de la Inmaculada establecido en su casa familiar en Soria, donde las
tres mujeres permanecieron toda su vida.94 Las celdas, originalmente las cellas
o cellulas, eran lugares de rezo, reflexión íntima y refugio, pero no de reposo.
Generalmente, las monjas dormían en las salas comunes ubicadas en la parte
superior del claustro. Revisando las reglas de cada orden, se puede percibir
hasta qué grado la realidad secular invadía estos espacios, constituyendo una
fuente de constantes tensiones. Por ejemplo, lo que se dice al respecto de
la posesión de mascotas en la Regla de la gloriosa Santa Clara es una buena
rrespondencia de María de Ágreda con Felipe IV, dice: «Cierto es que el ambiente doméstico y
especialmente la figura de su madre [Catalina de Arana] serían elementos decisivos en la posterior
trayectoria biográfica de Sor María».
Considere la Religiosa que tiene regla aprobada, que le corta la ropa y habito que
debe usar, desde el velo de la cabeça, hasta el calçado del pie, y señala la cantidad,
y calidad de todo; pues excediendo della, y de las ordenes de sus Prelados en el
vestido, es cosa cierta, que peca en ello: si es leve el excesso, será pecado venial: y si
es grave, será mortal. (Villegas, 1635: 526)
95Desde las obras de Tertuliano, que fue el primero en formular los preceptos sobre la virgi-
nidad religiosa, la vestimenta femenina se convirtió en tema de debate moral común: la mujer que
se adorna es, desde entonces, una pecadora y una rebelde que desafía la obra divina. Tertuliano,
en De virginibus velandis y De culto feminarum, inauguró la retórica de Sponsa Christi que desde
entonces se aplicó a todas las comunidades femeninas (Cuadra García y Muñoz Fernández, 1998:
289). Al respecto de este tema, Rivera Garretas (1996: 34) señala: «La cuestión del adorno nos
sitúa, pues, ante una manifestación de libertad femenina en la historia, una manifestación de
amor femenino de la madre que “ignora que todo cuanto nace es obra de Dios”, como decía Luisa
Sigea de Velasco. Una manifestación de libertad femenina en la historia, que el patriarcado trunca
y reconduce hacia el amor heterosexual y el matrimonio, hacia lo que las humanistas llamaban
“esclavitud”». La problemática del adorno femenino ha sido analizada desde perspectivas diversas
y tan solo en la crítica literaria feminista posee una bibliografía exuberante. Para una aproximación
al tema, cf. Irigaray (1984) y Cavarero (1994: 83-111).
el palacio de doña Luisa de la Cerda en 1562. Sin embargo, es muy probable que haya podido
incluir en la versión final de su texto toledano algunos escritos anteriores, como la relación de su
este momento en términos de una acción forzada, un ánimo contra sí misma. El no-
viciado lo presentó como un largo proceso de negociación entre las esperanzas de fe,
la ambición individual y las circunstancias externas, no siempre del todo favorables:
Acuérdeseme a todo mi parecer, y con verdad, que cuando salí de casa de mi padre,
no creo que será más el sentimiento cuando me muera; porque me parece cada
hueso se me apartaba por sí, que, como no había amor de Dios que quitase el amor
del padre y parientes, era todo haciéndome una fuerza tan grande que, si el Señor
no me ayudara, no bastaran mis consideraciones para ir adelante. Aquí me dio
ánimo contra mí […]. Olvidé de decir cómo en el año del noviciado pasé grandes
desasosiegos con cosas que en sí tenían poco tomo; mas culpábanme sin tener culpa
hartas veces. Yo lo llevaba con harta pena e imperfección, aunque con el gran con-
tento que tenía de ser monja, todo lo pasaba […]. Era aficionada a todas las cosas
de religión, mas no a sufrir ninguna que pareciese menosprecio. Holgábame de ser
estimada. (Teresa de Jesús, 2014: 16)
Siendo como de tres años, y aun pienso que no los tenía, me llamó nuestro Señor
para monja descalza, y aunque yo no entendía entonces qué cosa fuese este esta-
do, decía muchas veces y en todas las ocasiones que había de ser monja, y de qué
religión y qué convento, aunque yo no le conocía. […] Jamás se pegó mi corazón
a ninguna criatura […] ni a mis propios padres, hermanos y parientes. Jamás tuve
ningún asimiento, antes deseaba mucho apartarme de todos, y el hacerlo no me
costaba ningún trabajo ni sentimiento natural, ni por esto derramé nunca lágrimas.
[…] Este día recibí el hábito, con gran solemnidad, con gran ternura y devoción de
mis padres y consuelo mío, y tanto ánimo, que al despedirme de mis padres no me
causó ternura ninguna. (Teresa de Jesús María, 1921: 3, 6-8)
Vida escrita a instancias del dominico Pedro Ibáñez en 1560, junto con las Cuentas de conciencia
y otros escritos, cf. Manero Sorolla (1992b: 153-156).
98 Este y otros textos de la autora se analizan en el apartado 3.2.IV. Para el bosquejo biográ-
fico, el listado completo de sus obras y la bibliografía crítica, vid. base digital de datos biobiblio-
gráficos de las autoras.
99 Presentar la vocación como algo innato se puede entender en términos de una estrategia
recurrente entre las escritoras monjas que les permitía consolidar una posición de seres excep-
cionales, unas elegidas y tocadas por Dios desde los primeros momentos de sus vidas. Esta y otras
estrategias de autoría se analizan en el apartado 3.2.
Por otro lado, Juana Inés de la Cruz (1651-1695), monja jerónima del Vi-
rreinato de Nueva España, dejó una muestra de otro tipo de motivaciones que
pudo haber detrás de la toma del velo: sus inquietudes intelectuales y un deseo
de cierta independencia para decidir su destino. Después de su etapa en la corte,
donde vivió como dama de la virreina desde los dieciséis hasta los veintiún años,
ingresó en el convento de San Jerónimo siendo ya escritora de renombre entre
las élites. En su narración se presenta como una mujer independiente, valiente
y decidida en sus elecciones vitales. La convivencia en una comunidad religiosa
y la necesidad de cumplir con el rito y la norma constituyen, en su caso, un mal
menor y el precio que está dispuesta a pagar para cumplir con la mayor de sus
pasiones: los libros, el estudio y la escritura:
El escribir nunca ha sido dictamen propio, sino fuerza ajena […]. Lo que sí es ver-
dad que no negaré […] que desde que me rayó la primera luz de la razón, fue tan
vehemente y poderosa la inclinación a las letras, que ni ajenas represiones —que he
tenido muchas—, ni propias reflejas —que he hecho no pocas—, han bastado a que
deje de seguir este natural impulso que Dios puso en mí: […] Entreme religiosa,
porque aunque conocía que tenía el estado cosas (de las accesorias hablo, no de las
formales) muchas repugnantes a mi genio, con todo, para la total negación que tenía
al matrimonio, era lo menos desproporcionado y lo más decente que podía elegir
[…]. [H]e intentado sepultar con mi nombre mi entendimiento, y sacrificárselo
sólo a quien me lo dio; y que no por otro motivo me entré en religión, no obstante
que al desembarazo y quietud que pedía mi estudiosa intención y eran repugnantes
los ejercicios y compañía de una comunidad. (Juana Inés de la Cruz, 2009: 18-21)
100 Las mujeres dotadas de carisma, las santas vivas, las visionarias y las profetisas formaban
parte del panorama social cotidiano del primer Renacimiento. Se acudía a las charismaticae o divi-
ne madri para pedir consejos, escuchar opiniones, buscar protección o justicia divina. Las mujeres
cercanas a la sabiduría divina desempeñaban papeles importantes a nivel local y nacional, involu-
crándose en las cuestiones espirituales, religiosas, políticas y sociales de su entorno. Sin embargo,
a partir de los años treinta del siglo xvi, y como consecuencia de los movimientos en vísperas de
la Reforma protestante, se produjo un giro en cuanto a su aceptación social. Como señala Schultz
van Kessel, “aquella explosión de la vida espiritual había revelado la asombrosa potencialidad de la
devoción femenina. En una cristiandad dividida, la contención de esta fuerza terminó por adqui-
rir una importancia esencial para el éxito de una nueva ofensiva reformadora” (Schultz van Kessel,
2006: 191). Este tema se profundiza en el apartado 3.2.V.
101 Además de las reglas y constituciones que pueden especificar la actitud que se tenía en
cada orden hacia la escritura, son los censos de las bibliotecas los que señalan las posibles lecturas de
las monjas. Sin embargo, se debe recordar que las instrucciones dicen más sobre el comportamiento
modélico que se exigía de las monjas de dicha comunidad que de la realidad vivida. Por ejemplo,
la escritura y la lectura eran actividades especialmente estimadas en la orden de las Carmelitas Des-
calzas, lo que se puede ampliar hacia todas las ramas descalzas debido a la influencia de la reforma
teresiana. La lectura constituía una de las ocupaciones diarias y obligatorias también para órdenes
monásticas como las benedictinas y las cistercienses. Después de la reforma descalza se percibe un
mayor énfasis en las lecturas adecuadas y su accesibilidad en las bibliotecas conventuales.
102 Silvia Evangelisti resume la situación en Italia a finales del siglo xvi de la siguiente ma-
nera: «Convent dowries […] were between one-third and one-tenth of marriage dowries. This
resulted in a boom of female monastic professions: in Florence, between 1500-1799, 46 per cent
of the women of the female elite […] entered religious institutions. In Milan three-quarters of
the daughters of the aristocracy lived in convents» (Evangelisti, 2007: 5). Tales aproximaciones
resultan adecuadas también para la situación de la Península Ibérica: «Había una cola de 160
peticiones para los conventos de Madrid» (Domínguez Ortiz, 1993: 115). Sostiene esto Mariló
Vigil: «A medida que la situación económica se hacía más difícil y que la cuantía de las dotes iba
aumentando, la colocación de las hijas se convertía en un problema angustioso, sobre todo para
las familias de clases medias y de la pequeña aristocracia» (Vigil, 1986: 220).
a las mujeres endeudadas, cuya entrada podía convertirse en una carga para la
comunidad. Esta preocupación por las cuestiones económicas, aunque con un
matiz diferente, se hace palpable, por ejemplo, en los interrogatorios de entrada
por los que pasaban las posibles candidatas a los conventos de renombre, donde
la vocación era igual de relevante, o incluso menos, que la solvencia de la joven.
En tal entrevista se averiguaba, entre otras cosas, «si [la candidata] ha pagado sus
deudas y esta de todo lo temporal desnuda. Si viene con promptitud de animo,
se le ha de interrogar a la misma» (Archivo General de Simancas, Estado, 163
apud Vilacoba Ramos y Muñoz Serulla, 2010: 119).103 Simultáneamente, para
las familias nobles empobrecidas el convento garantizaba un ambiente seguro
donde las honras de sus hijas, hermanas o viudas estaban vigiladas, con lo que se
evitaba manchar el linaje a causa de casamientos desiguales. Como se ha consta-
tado, el valor que desde la cultura patriarcal se asignaba a la virginidad no sola-
mente atañía a la mujer, sino que se proyectaba hacia toda su familia. Además, la
esposa de Cristo aseguraba unos beneficios materiales y un prestigio social mayor
si el padre de la familia podía conseguir a su hija una posición importante en la
jerarquía de la comunidad religiosa.
Mirando el panorama de los conventos españoles en las grandes urbes a
principios del siglo xvii —de mayor concentración en Sevilla, Ciudad Real,
Burgos, Valladolid, Salamanca, Madrid, Toledo, Córdoba, Jaén y Granada (Vi-
gil, 1986: 213)—, es posible trazar una imagen de las instituciones elitistas, que
atraían el patronato de las familias nobles y reales. Como se ha podido señalar,
muchas nobles fundaron conventos para sí mismas y para las mujeres de su en-
torno, como era el caso del convento de Nuestra Señora del Socorro en Sevilla,
fundado en 1522 por doña Juana de Ayala para las veinte mujeres nobles de su
círculo más cercano, incluida su hermana doña María de Ayala (Perry, 1990:
84). A lo largo de los siglos xvi y xvii, esta casa y otros cinco conventos más
antiguos de Sevilla hospedaron a más de cien mujeres nobles, que, antes de las
imposiciones de la clausura estricta, desempeñaron funciones sacerdotales en
la catedral y los sepulcros de la ciudad (Perry, 1990: 84). Asociar a la familia, a
través de la fundación, los obsequios y las dotes, con un convento de renombre
permitía construir una relación de beneficios recíprocos, posibilitando al con-
vento presumir de un patronato real o de un fundador de la alta nobleza. Se
puede decir que en la sociedad moderna estas relaciones constituían una especie
de inversión, donde la hija funcionaba como objeto de intercambio de un valor
103 En las diversas cartas entre la abadesa de las Descalzas y el general de la orden, fechadas
en 1583, se encuentra un tipo de interrogatorio del convento de las Descalzas Reales de Madrid
hecho a la entrada de las jóvenes para averiguar su linaje, su limpieza de sangre y cualquier tipo de
obstáculos que pudieran descalificarlas del acceso a este convento elitista.
concreto y contable para ambas partes involucradas. Tal elitismo reforzaba las
relaciones basadas en la selectividad y el nepotismo entre las familias y los con-
ventos más prestigiosos. Como señaló Mariló Vigil (1986: 209), la práctica de
favorecer a las hijas de las familias de cancilleres reales, militares de alto rango o
artistas de renombre, dificultando, e incluso a veces negando, el acceso a las mu-
jeres de procedencia humilde, era una práctica común. Tales demandas fueron
formuladas, por ejemplo, en una de las congregaciones más elitistas de España
renacentista, las dominicas de Nuestra Señora de la Consolación de Salaman-
ca, conocida también como el monasterio de las Dueñas. Como cita Álvarez
Solar-Quintes de las Reales cédulas de Felipe II, para entrar en esta comunidad
las mujeres tenían que ser «nobles e hijasdalgo y por lo menos queremos que
sean limpias de sangre» (Álvarez Solar-Quintes, 1962: 25-26). Se recuerda que
para ingresar en los conventos de mayor renombre las jóvenes pasaban por un
escrupuloso interrogatorio en el que se investigaba, entre otras cosas, si «en ella o
en su linaje ay sospecha de algún error […] que no sea mancillada por ninguna
infamia. […] Si es sana o si tiene alguna enfermedad. Si está atada con alguna
sentencia de excomunión y entredicho» (Archivo General de Simancas, Estado,
163 apud Vilacoba Ramos y Muñoz Serulla, 2010: 119).
El mosaico conventual, compuesto por las religiosas con vocación espiritual
y las que lo eran por obligación, se complementaba con un número bastante
elevado de mujeres que apostaron por la vida religiosa por un impulso indivi-
dual e intelectual. Poetas, dramaturgas, actrices, escritoras, pintoras, músicas y
compositoras vieron en el convento, en la mayoría de los casos, el único ámbito
donde podían desarrollar sus inquietudes intelectuales y artísticas. En otros ca-
sos, una vez dentro del convento, estimuladas por las coordenadas propicias al
desarrollo intelectual, desarrollaron sus facetas de escritoras y artistas, lo que,
con gran probabilidad, en otro ambiente difícilmente podrían haber hecho ni
haber contado con el apoyo de su entorno. Eso, obviamente, no quiere decir
que estas autoras necesariamente careciesen de vocación religiosa o aspiraciones
espirituales. Sin embargo, con o sin estas inquietudes, muchas mujeres encon-
traron detrás de las rejas un espacio propicio e inspirador para poder desarrollar
sus capacidades intelectuales o sus deseos estéticos individuales. Un tipo de li-
bertad intelectual, el acceso a las bibliotecas, los ejercicios de escritura y lectura,
las relaciones epistolares con nobles, artistas, intelectuales y eclesiásticos de alto
rango, que muchas de las religiosas mantenían a diario, junto con el hecho de ser
percibidas como mujeres diferentes o no sexuadas y sujetas a la clausura religiosa,
les concedía otros derechos y otras posibilidades. Se veían liberadas del marco
doméstico y sus roles, el de mujer, madre, hija o hermana. Simultáneamente,
en la vida religiosa se las estimulaba, y hasta exigía, a desempeñar actividades
individuales, que frecuentemente consistían en rezos, copias de manuscritos,
104 Las obras de arte de los conventos y monasterios suelen clasificar en retratos de religiosas
riae Magdalenae de Poenitentia) fue aprobada en el año 1227 por el papa Gregorio IX. Al principio,
las magdalenas asumieron la regla benedicta, que después cambiaron por la agustina. Su carisma era
la penitencia por los pecadores, principalmente las mujeres moralmente descuidadas. A partir del siglo
xiii se establecieron varios conventos en España, Portugal, Alemania, Francia, Polonia y Chequia.
106
Se usa aquí el término aplicado por Mariló Vigil (1986: 208-261), que habló de los
conventos como «aparcamientos de mujeres».
107
Teresa María de San José y Vicenta Josefa de Santa Teresa, ambas monjas descalzas de
San José de Zaragoza.
[…] quien la enlace en los lazos de su propia carne» (Villegas, 1635: 232). Las nece-
sidades carnales, entre ellas el deseo sexual, aunque reprimidas, no eran invisibles ni
para los jerarcas de las órdenes ni para la gente laica, como demuestra la poesía eróti-
ca del momento y las sátiras del comportamiento lascivo en estas comunidades. Uno
de los muchos poemas contra las religiosas que se escribieron en esa época satiriza el
desfase entre lo modélico y lo vivido por las monjas:
Alégrase en su convento
La madre monja parlera,
Y aunque la fiesta es defuera,
Toca dentro el instrumento.
Si sus voces lleva el viento,
Por dolor ó melodía,
Cállelo la musa mia,
Porque no ha de sonar bien.
Remédielo Dios, amen.
(Trillo y Figueroa, 1857: 101)
108 El informe Visitatio hispanica, de 1567, deja constancia de los problemas de clase dentro
de los conventos femeninos. Eran frecuentes los enfrentamientos debido a la penuria y la escasez
de alimentos y vestuario. Se conocen testimonios de conflictos entre las monjas de velo negro
y sus criadas, sobre todo en las colonias, donde a la clase se añadían la raza y la etnia (Lavrin,
1999: 550). Para satirizar este tipo de tensiones, varias autoras, como Marcela de San Félix, de las
trinitarias descalzas de Madrid, compusieron textos que en forma burlesca permitían afrontar las
situaciones más espinosas de la cotidianidad. Este tema se desarrolla en el apartado 3.2.III.
109 El ejemplo más palpable y quizá más discutido por la crítica es el de las posibles relacio-
nes homoeróticas entre Juana Inés de la Cruz y la virreina María Luisa Manrique de Lara y Gon-
zaga, condesa de Paredes. En su estudio sobre anticipaciones feministas en la vida y obra de Juana
Inés de la Cruz, varias estudiosas (por ejemplo, Aralia López González o Linda Egan) atribuyeron
a la monja jerónima un comportamiento libertino, dotándola de la «ambigüedad que alude a una
así como eran conocidos los amores de locutorios, a veces duraderos, otras veces
efecto de los cortejos de los devotos de monjas, que les seducían en los parlours, así
también la opinión común tenía constancia de que las mismas pasiones podían
llevar a las religiosas a afectos y amores ente ellas. Que tales comportamientos te-
nían lugar, pero que igualmente eran infrecuentes, nos muestran Alonso de An-
drade y Bernardino de Villegas siguiendo a san Buenaventura y su descripción
de los estados de la amistad entre las mujeres, que respondían a los siete tipos de
relaciones que las mujeres podían mantener en los conventos. Villegas (1635:
232-235) habla del último tipo, el que se tuerce hacia una relación carnal, como
peligroso y nocivo para la comunidad. En lo que se refiere a las relaciones con
hombres mundanos (Villegas, 1635: 300), estas, desarrolladas a través de cartas y
billetes amorosos, pocas veces excedían los marcos de los amores platónicos.110
Y de un grado superior a posibles comportamientos inmorales eran precisa-
mente estas vanas correspondencias, que se censuraron con severidad por parte
de los moralistas. Los billetes amorosos y el intercambio de regalos y dulces de-
nueva moral sexual» (López González 1993: 341) y presentando unas hipótesis biográficas de
relaciones homosexuales y de una sexualidad reprimida, aludiendo «al dogmatismo y al sexismo
eclesiástico de índole patriarcal» (López González, 1993: 342). Parte de la crítica sorjuanista femi-
nista tendió a interpretar los poemas amorosos de la monja como sexualmente rebeldes, en los que
el uso de la voz femenina que canta al amado-varón es tomado por una exégesis erótico-amorosa.
En mi opinión, este tipo de lectura se acerca peligrosamente a una interpretación anacrónica, ya
que identifica el yo poético de la poesía amorosa, y, aún más, de todo el conjunto de la creación
sorjuanina, con el autor histórico. No se quiere afirmar aquí que Sor Juana fuera o no lesbiana, ya
que lanzar tales afirmaciones constituiría igualmente un abuso sobreinterpretativo, solamente se
cuestiona la lectura lésbica de los poemas amorosos cortesanos dirigidos hacia las virreinas debido
a las construcciones de modelos y convenciones literarios de los poemas amorosos del momento.
No se rehúsa el significado homosexual en el plano simbólico de los sonetos amorosos de Juana
Inés de la Cruz, pero se constata que en el plano manifiesto estos poemas presentan una relación
de sentimiento platónico entre dos mujeres. Por otro lado, entre la crítica sorjuanista hay bastan-
tes voces que niegan tácitamente la posibilidad de las relaciones homoeróticas entre las autoras
modernas. Es de gran agudeza la crítica de Emilie Bergmann contra de Octavio Paz y sus estudios
sobre la sexualidad de la poetisa jerónima: «A pesar de que acierta Paz en decir de entrada que no
podemos saber lo que sentía esta mujer, sigue buscando una explicación biográfica […] y conclu-
ye, sin brindarnos un análisis coherente de la cuestión, que no pudo haber sido lesbiana la monja«
(Bergmann, 1993: 172). «El problema está en los términos biográficos de esta negación [la de la
supuesta homosexualidad], que cierran el paso a la cuestión de lo erótico en los textos poéticos»
(Bergmann, 1993: 175). No se trata de que la elucubración de Paz parezca o no verosímil. Lo
censurable, según los presupuestos metodológicos de este estudio, está en la forma enfática de su
discurso y, asimismo, en el tono sensacionalista de ambas perspectivas críticas.
110 Mariló Vigil (1986: 244), indicando los documentos de Pellicer y Barrionuevo, recoge
casos de secuestros de monjas “«acadas por las ventanas» y escándalos de amores ilícitos descritos
en las cartas de algunos jesuitas. Sin embargo, como señala la investigadora, eran casos más bien
anecdóticos, descritos en las gacetas o en los libros de noticias del momento bajo las etiquetas de
«sensaciones» o «rarezas».
bían de ser fenómenos bastante comunes, dadas las numerosas críticas y sátiras
que recibieron por parte de los escritores del momento. La monja codiciosa,
como «una perpetua esponja chupadera» (Molina, 1855: 33) y la «santa bizco-
chadura» (Molina, 1855: 15), que se ocupa de hacer «vizcochos para regalar,
ó vender, […] [o] labrar galas profanas para mujeres perdidas, ó para hombres
viciosos» (Andrade, 1642: 503), son imágenes a través de las que los moralis-
tas construyeron la representación de una monja vana. De ahí que se puede
constatar que tanto las relaciones entre las monjas como los amores de locutorio
formaban parte de la cotidianidad del microcosmos conventual, y de lo que se
encargaron las voces censoras era no tanto de reprimirlas como de controlar sus
señales más ostentosas.
Ahora bien, el asunto que resultó especialmente espinoso para el funcio-
namiento de los conventos femeninos, tanto para los moralistas como para el
aparato administrativo de la Iglesia, era la autonomía de estas comunidades.
Dicha autonomía abarcaba tanto el plano comunitario, la orden femenina par-
ticular y su superior homólogo masculino, como el plano individual, la relación
de cada monja con su confesor. En las últimas décadas, varias estudiosas han
puesto de relieve la especificidad de las comunidades religiosas femeninas mar-
cando las formas de concienciación de grupo que se producían en estos lugares
y que construían una plataforma de resistencia a las normativas que negaban a
las monjas el acceso a las formas más autónomas e íntimas de relacionarse con
lo divino (Evangelisti, 2007; Scaraffia y Zarri, 1999: 83-111). Las normativas
de control que ya se han indicado —la vigilancia de la clausura y el liderazgo
de los prefectos y frailes— frecuentemente producían una resistencia por parte
de las religiosas. Un tema especialmente arduo constituía el pago de la renta a
las comunidades masculinas por los servicios rituales (confesiones, misas, etc.),
que «a veces se transformaba en dominación abusiva y explotación económica»
(Vigil, 1986: 23). Teresa de Jesús, en su proyecto de reforma descalza, luchó
por independizar las comunidades femeninas de las autoridades masculinas y
aumentar su autonomía, por ejemplo, al conceder los permisos ordinarios, las
dispensas o elegir los confesores fuera de la orden. Sin embargo, como se verá
en adelante, la autonomía conseguida por Teresa de Ávila no fue duradera ni
pudo proyectarse fuera de las órdenes reformadas. En España, a diferencia de
Italia o Francia, la jurisdicción de los conventos femeninos se mantuvo en ma-
nos de la Corona y, a nivel local, en las de los frailes. Al contrario que con una
jerarquía de superioridad episcopal, este mecanismo suponía un control mayor
perpetuado en escala reducida.
En el plano individual, la relación de cada monja con su confesor constituía
un foco de atención y control desde las regulaciones eclesiásticas. Se ha señalado
que el confesor estaba presente en numerosos contextos cotidianos, era el prin-
Esta mutua promoción queda ilustrada por testimonios de, por ejemplo,
María de Jesús de Ágreda, Luisa de Carvajal y Mendoza, Mariana de Jesús(O.
M. D., 1565-1624) y Mariana de San José, cuyas vidas fueron utilizadas por sus
consejeros espirituales o para el éxito propio y la promoción de su claustro y de
su orden. Asimismo, el carácter recíproco de estas relaciones queda patente en
los casos de apadrinamiento, cuando el confesor defendía a la autora frente a las
denuncias de censores o concedía a su penitente predilecta solicitudes necesarias
para legitimar sus escritos frente al poder supremo del Consejo inquisitorial,
como ocurrió en el caso de María de Jesús de Ágreda y su segundo confesor, fray
Juan de la Palma, o en el apoyo substancial de fray García de Toledo en el caso
de la redacción del Libro de la vida de Teresa de Jesús.
ción espiritual de las mismas que les lleva a creer que están en presencia de un espí-
ritu iluminado. En este proceso tienen que reconocer que su hija de confesión tiene
cualidades que ellos mismos no poseen y, gradualmente, a través de la confesión, el
análisis, y consultas entre sí, crean la visión transcendental de una religiosa con alto
grado de perfección. (Lavrin, 1999: 553)
sobre su recepción social —promoción y críticas—, así como acerca de las polí-
ticas eclesiásticas que intentaron ordenar estos movimientos, da muestra de las
tensiones y resistencias existentes en torno a la agencia femenina dentro de la
Iglesia católica.
En el contexto español de los siglos xv y xvi, bajo la denominación de
beatas,111 se encuentran principalmente dos modalidades de la vida religiosa
femenina. La primera es representada por las mujeres que sin profesar los votos
—o, excepcionalmente, solo el voto de la castidad— seguían formas de vida
religiosa viviendo en casas particulares y distinguiéndose por un hábito original
y diferente de los monjiles. Se mantenían gracias a su propio trabajo, mayori-
tariamente labores caritativas y educativas, como la asistencia a los pobres, los
enfermos o los niños huérfanos, entre otras. Desde el punto de vista legal, esta-
ban subordinadas a la jurisdicción obispal. La segunda modalidad se acercaba
más a las coordenadas de la vida monjil, refiriéndose a los grupos de terciarias
que, aunque vivían en mundo secular y mantenían ciertas particularidades en
su forma de piedad, conservaban una estrecha relación con alguna orden men-
dicante —más frecuentemente franciscana o dominica— al asumir su regla y,
en algunos casos, los votos de pobreza, castidad y obediencia, pero casi nunca
el de clausura. Con las reformas religiosas estas comunidades femeninas no ins-
titucionalizadas quedaron suprimidas y fueron convertidas en órdenes terceras
regulares (Schultz van Kessel, 2006: 187).
El fenómeno de las beatas españolas sigue siendo un tema poco difundido
entre los estudios historiográficos hispánicos112 y difícil de abordar en su totali-
dad. Este tema merece una atención particular, que ahonde en más detalles de
los que puede ofrecer el presente estudio; sin embargo, lo que se quiere destacar
al respecto son las formas de agencia religiosa y de autonomía individual
y colectiva de estas mujeres para señalar los denominadores distintivos y los
comunes que estas compartían con las monjas de clausura ya analizadas.
Para tal fin, por una parte, se indagará acerca del surgimiento y la evolución
diacrónica de los movimientos religiosos femeninos no institucionalizados, a
111 La denominación beatas aparece principalmente a las fuentes del territorio castellano y
aragonés. En otras regiones se pueden encontrar también beguinas y reclusas (Muñoz Fernández,
1994: 7-8).
112 Ángela Muñoz Fernández (1994: 7-8) explica el estado de los estudios relativos a las
beatas y beguinas españolas señalando la escasez de documentación de los primeros siglos cuando
surgió el fenómeno, lo que impide establecer su evolución temporal desde el Medievo hasta la
Edad Moderna (sobre todo, por la falta de análisis de la documentación de los siglos xii-xiv).
Asimismo, la tarea es difícil por la fragmentariedad de los estudios desde la perspectiva inquisi-
torial, que predominan en el campo, y que llevaron a una visión torcida, centrada en los tópicos
negativos e imágenes devaluadas de estos movimientos religiosos femeninos.
la luz de los procesos de la formación del Estado moderno. Por otra parte, se
abordará el significado social, la recepción popular y la oficial, de estas formas
de comunidades religiosas. Asimismo, se observará su estructura interna, sus
actividades y su horizonte de posibilidades, teniendo en cuenta los marcos de
agencia, autoridad y poder en el movimiento beato.
las zonas al sur del río Tajo y al norte de Sierra Morena (Muñoz Fernández,
1994: 13-14). En estas áreas destacaron principalmente tres centros: Toledo,
como portador del liderazgo religioso regional y sede del importante arzobispa-
do y de numerosas órdenes religiosas; Guadalajara, como palanca de los beate-
rios influidos por los poderosos de la familia Mendoza, y Madrid-Alcalá, como
«ciudad experimento del Cardinal Cisneros» (Muñoz Fernández, 1994: 13-14).
Es importante señalar que en estas zonas era predominante la presencia de la
Orden de los Hermanos Menores, bajo cuyos auspicios se establecieron nume-
rosos beaterios afiliados a la Orden Tercera de la Penitencia. La espiritualidad
franciscana, con su énfasis puesto en las formas internas de piedad, la oración
mental y la experiencia mística, resultó complementaria de las principales mo-
dalidades de espiritualidad femenina beata. Desde el punto de vista cuantitati-
vo diacrónico, la mayor incidencia de los beaterios se produjo desde el último
tercio del siglo xiv hasta finales del siglo xvi, contando con «cerca de medio
centenar de beaterios de proporciones y continuidad temporal diversa» (Muñoz
Fernández, 1994: 21). A estas estimaciones se deben añadir las beatas solitarias
y las que, agrupadas en las órdenes terceras, mantuvieron las peculiaridades del
estado semirreligioso y que «la historiografía posterior, o bien las ha ignorado, o
bien las ha hecho pasar por monjas […]. [Estas mujeres] sumadas a las monjas
constituían una inmensa masa de mujeres consagradas a Dios, cuyo número
superaba holgadamente el del clero masculino» (Schultz van Kessel, 2006: 188).
Como demuestra en su estudio Ángela Muñoz Fernández (1994: 24-25), las
formas no duraderas de estas comunidades, junto con el carácter doméstico de
sus viviendas, dificultaban cualquier acercamiento estadístico al fenómeno. La
investigadora, centrándose en la dimensión castellana de los beaterios, estima un
importante desarrollo de estas comunidades en el siglo xv y «una proliferación
desbordada de comunidades femeninas de similares características» (Muñoz Fer-
nández, 1994: 25) en la segunda mitad del siglo —tal fue el caso de grandes
urbes como Cuenca, Vallecas, Alcalá de Henares y Ciudad Real, pero también
de núcleos pequeños como Cubas de la Sagra o Albacete—. El núcleo de mayor
relevancia, en cuanto a la cantidad y el desenvolvimiento de estas formas de
vida religiosa comunitaria femenina, fue Toledo, con más de dieciocho centros
femeninos religiosos distintos entre los siglos xv y xvi. El siglo xvi atestigua una
intensificación del movimiento beato en tierras andaluzas y extremeñas, lo cual
lleva a una frecuente confusión con los grupos alumbrados y a una intensifica-
ción del control y las persecuciones locales (Pérez, 2012: 70-75). Además, como
quedó dicho, un porcentaje estimable de los conventos femeninos de las grandes
ciudades, como Toledo o, después del traslado de la corte (1561), paulatinamen-
te Madrid, eran construidos a base de beaterios previos, manteniendo alguna
impronta de este tipo de religiosidad (Perry, 1990: 81-101).
Como en el caso de las monjas de clausura, entre las mujeres que vistieron
el hábito beato se puede hablar de una diversidad de motivaciones, ambiciones
y situaciones personales que les llevaron a este camino vital. Sin embargo, a
diferencia de las formas de religiosidad reguladas, los beaterios parecen confor-
mar unas comunidades menos clasicistas, compuestas tanto por mujeres nobles
como por viudas, solteras, pobres o marginadas. Asimismo, al ofrecer formas
de apostolado y un menor control desde los poderes oficiales eclesiásticos, los
beaterios atrajeron a estas mujeres, que de modo especialmente intenso busca-
ron una satisfacción vital en el oficio apostólico o misionero. La fundación de
un beaterio podía hacerse sin seguir procesos formales, bastaba con una simple
agrupación de mujeres, incluso de procedencia más humilde, reunidas en torno
al servicio de Dios, como ocurrió en el caso del conocido, gracias a Juana de la
Cruz, beaterio de Cubas de la Sagra. «En Cubas, algunas mujeres de la comarca
se reunieron con la intención de “recogerse y servir a la madre de Dios”, toma-
ron una casa en la aldea mientras se edificaba su edificio en “el cual gastaron el
caudal de sus haziendas”. Agotadas sus posibilidades económicas, por ser mucha
su pobreza, se sustentaban con el propio trabajo de sus manos» (Navarro, 1622:
42-46, apud Muñoz Fernández, 1994: 28). Sin embargo, es de suma importan-
cia señalar que los beaterios, aunque muchas veces comprometidos con la labor
caritativa, no eran necesariamente refugios solo para las mujeres más pobres o
marginadas, que no podían permitirse la dote matrimonial ni conventual. Mu-
chas de estas mujeres procedían de clases acomodadas, nobles o hidalgas «con
recursos económicos y sociales suficientes para emprender su propia fundación
conventual» (Navarro, 1622: 42-46, apud Muñoz Fernández, 1994: 28). Este
hecho permite señalar otras motivaciones, de índole más individual que eco-
nómica, que pudieron llevar a las mujeres a elegir este modelo de vida religiosa
como una búsqueda de otro camino fuera del binomio matrimonio-convento.
Cabe destacar entonces que la toma del hábito beato pudo responder a varios
impulsos, entre ellos: el carácter elitista de las fundaciones conventuales y a la in-
solvencia económica de un gran grupo de mujeres para desarrollar la vida monjil
regular; la insuficiencia de plazas en los conventos, que, debido a la estricta
clausura impuesta desde Trento y, por ende, la consecuente penuria económica,
influía en que solo pudieran permitirse de entre diez a veinte monjas, y el im-
pulso individual de ejercer una labor caritativa o intelectual permite ver en los
beaterios comunidades femeninas de apostolado activo, es decir, «un proyecto
acometido por mujeres que disponían de sí mismas con autonomía y buscaban
perpetuar ese autocontrol en marcos vivenciales cerrados a los hombres y con
laxos vínculos de dependencia clerical» (Muñoz Fernández, 1994: 35).
Si se piensa en los beaterios como espacios específicamente femeninos,
se debe preguntar por las formas de autonomía y autoridad femeninas en
113
La fundadora, en la mayoría de los casos, asumía el cargo de gobernadora de la comu-
nidad, quien hacía las veces de consejera superior y a quien el resto debían atender. En muchas
ocasiones, las fundadoras eran dotadas de algún carisma, que constituía un elemento principal
alrededor del cual se desarrollaba toda la comunidad beata. La estructura interna de los beaterios
se basaba en un sistema rotativo de elección, donde el liderazgo del grupo se ejercía en términos
de sororidad, como una hermana mayor.
Su ejercicio de todas era darse a la oración y contemplación y los ratos que vacaban
della a la obra y labor de las manos con que ganaban el sustento por ser mucha
su pobreza […]. Salían también por los pueblos comarcanos para pedir limosnas
porque no tenían clausura […] porque su profesión era más de beatas recogidas
que de monjas. (Navarro, 1622: 42)
Sin embargo, este mismo autor pone en tela de juicio esta forma de vida
religiosa femenina no enclaustrada, dejando clara muestra de la conflictividad
que suscitaban los beaterios a nivel local y oficial:
114 Marcela Lagarde, al explicar el significado que tiene la sororidad para la acción política
del feminismo actual, le quita a este término el significado religioso argumentando que «este no
es un concepto religioso, pero sí tiene un latinajo “sor” (hermana). Significa que ninguna está je-
La sororidad es posible como un proceso, siempre y cuando cada una sea posible de
alcanzar la mismidad, basada en la autonomía de las mujeres. «Auto» […] quiere
decir «yo», poder tener la independencia, también sexual. La mismidad consiste en
ir asumiendo esta construcción de las mujeres como sujeto, como nosotras mismas
y en el mundo. Está relacionada con el empoderamiento individual y con el colec-
tivo. (Lagarde, 2009: 4-5)
rarquizada. Tiene como sentido la alianza profunda y compleja entre las mujeres» (Lagarde, 2009:
4-5). El enfoque aquí presentado propone precisamente recuperar este origen del término, que se
considera constitutivo y complementario con el sentido del proyecto de sororidad: «Sororidad/
soridad/sisterhood: pacto político de género entre mujeres que se reconocen como interlocutoras.
No hay jerarquía, sino un reconocimiento de la autoridad de cada una. Está basado en el principio
de la equivalencia humana, igual valor entre todas las personas porque si tu valor es disminuido
por efecto de género, también es disminuido el género en sí. Al jerarquizar u obstaculizar a al-
guien, perdemos todas y todos» (Lagarde, 2009: 4-5).
PRÁCTICA LITERARIA
las monjas como un componente historiable. Ahora, para entender el papel que
jugaron las autoras religiosas dentro de su contexto conventual inmediato y cul-
tural más extenso, se inquirirá por las coordenadas conjuntas de esta expresión
textual y las dinámicas internas y externas de su producción y circulación.
Dentro de las posibles actividades femeninas en el contexto de los siglos xvi
y xvii —posibles en el sentido de aceptadas por las estructuras de poder de aquella
sociedad: el Estado y la Iglesia católica—, la escritura de las monjas puede ser en-
tendida como una práctica de desalienación, un acto a la vez sumiso y subversivo,
ya que transcurre en el intersticio de lo vigilado —por la Iglesia y la doctrina, en
la figura del confesor— y lo íntimo —revelado en el subjetivo y solitario ges-
to de autodescubrimiento que se produce entre la conciencia autoral y el papel
en blanco—. Los textos de las religiosas que se han podido conservar hasta hoy
constituyen un verdadero crisol de heterogeneidad en cuanto a géneros literarios,
temas, estilos, metros, nivel de complejidad y procesos de producción y circula-
ción. Asimismo, esta escritura se manifiesta indisolublemente relacionada con la
cultura letrada del momento, reflejando, a la vez que inspirando, sus corrientes
estéticas o procesos de cambio. En conjunto, reflexiona sobre un amplio reperto-
rio de temas, desde el adoctrinamiento religioso y la experiencia espiritual personal
y colectiva por los acontecimientos políticos, sociales y económicos más actuales
hasta la necesidad de un reconocimiento de autoría, una búsqueda de autonomía
e intimidad. Al mismo tiempo, proporciona una mirada muy rica en matices sobre
cómo estas autoras reaccionaron frente a los intentos de la cultura oficial secular y
de la eclesiástica de decidir los límites de su voz, superando en unos casos, nego-
ciando y moldeando en otros, los marcos de acceso a la esfera del diálogo cultural.
La amplitud de esta producción induce a realizar un tipo de sistematización previa
de las aportaciones que, en aras de ordenar la exposición, llevará inevitablemente a
esquematizar o generalizar sobre la misma. En lo que sigue se destacarán los com-
ponentes principales de la creación textual en los claustros femeninos. En primer
lugar, se quiere señalar su difícil clasificación genérica, es decir, una hibridación
formal y material que, a su vez, determina reflexionar sobre los mecanismos de la
difusión manuscrita e impresa de esta producción textual. Asimismo, se analizarán
brevemente las diferentes modalidades de esta escritura en el terreno de la prosa, la
poesía y el teatro y se reflexionará sobre las formas intermedias, los paratextos y la
producción que no entraron en la clasificación de las bellas letras, es decir, los tex-
tos paraliterarios y su significado en el conjunto de la escritura de las monjas. En
segundo lugar, se destacarán las principales fuentes para el estudio de las autoras
religiosas y su legado textual para, al final, proponer preguntas perentorias para el
campo y posibilidades de lecturas nuevas. De este modo se abrirá paso al análisis
de diversas estrategias de autoridad y autoría literarias femeninas y a una tipología
de los modelos autorales de las escritoras religiosas de ese periodo.
1Este volumen, de indudable impacto para la disciplina, ha sido fruto del congreso Escri-
toras entre Rejas. Cultura Conventual Femenina en la España Moderna (Madrid, 5-7/07/2012),
organizado por el grupo de investigación BIESES. Este encuentro interdisciplinario e internacio-
nal de especialistas resultó especialmente enriquecedor para la delimitación final del corpus del
presente estudio y para una confrontación de las perspectivas metodológicas aplicadas en la inves-
tigación. Fueron decisivas las ponencias y la posibilidad del posterior diálogo con investigadoras
como Asunción Lavrin, Isabelle Poutrin, Frédérique Morand, Gabriella Zarri, Nieves Baranda
Leturio, y María del Mar Graña Cid. Asimismo, este congreso dio como fruto una cooperación
a largo plazo con unas jóvenes investigadoras del campo y me posibilitó entablar unos proyectos
compartidos que actualmente se encuentran en fase de trámite.
2El término autobiografía por mandato fue acuñado por Sonja Herpoel en su tesis doctoral
de 1987 y se adoptó con éxito en el campo de la historia literaria religiosa. A pesar de las contro-
versias o simplificaciones a las que puede conducir la denominación de mandato, sigue vigente en
los estudios actuales, cf. Weber (2005a: 118). Se asume que el uso intercambiable de los términos
vida, autobiografía por mandato y autobiografía espiritual continúa constituyendo un foco de deba-
tes acalorados. Sin embargo, el presente estudio se inclina hacia el uso inclusivo del término para
evitar redundancias o digresiones innecesarias y para dar cabida a una mayor variedad de textos
del yo de autoría femenina del momento. En este planteamiento se sigue el estudio, igualmente
paradigmático para el campo, de Isabelle Poutrin (1995) y la contribución reciente de Fernando
Durán López (2007).
quien publicaba como Aquiles Napolitano (Año sancto. Meditaciones para todos
los días en la mañana, tarde y noche, Madrid, 1658), María de Santa Isabel, es
decir, María Fernández López, quien dio a conocer sus textos bajo el nombre
de Marcia Belisarda o Maria Magdalena Eufemia da Gloria (O. S. C., 1672-
1759), quien publicó bajo el anagrama de Leonarda Gil da Gama. En el caso
de la segunda, sin embargo, se debe advertir que su nom de plume más bien se
acerca a un juego literario que a un intento de ocultación de su identidad.3 Una
vertiente de este tipo de pseudónimo, correspondiente con la moda literaria de
los juegos verbales, la constituyen los nombres cifrados en forma de anagramas
o dísticos, como, por ejemplo, el de Luisa del Espíritu Santo en el Novenario
espiritual a Nuestra Señora de Monte-Santo o Luisa de Carvajal y Mendoza en
varias de sus composiciones poéticas. Otra forma de anonimato se encuentra en
las adscripciones genéricas, a veces con una fuerte carga de humilitas, que ocul-
tan la identidad autoral tras fórmulas impersonales como «una carmelita», «la
indigna» o «la Esposa del Señor». Igualmente, son frecuentes las adscripciones a
una comunidad, dando muestras de la permeabilidad de los sistemas de propie-
dad intelectual y función autoral antiguos y nuevos y sus formas intermedias, a
caballo entre el orden medieval y el moderno. Asimismo, habrá una categoría
del anonimato a posteriori cuando nos son irreconocibles pautas del texto que en
su tiempo eran legibles y obvias dadas las circunstancias o los acontecimientos
que se describen, las hermanas monjas que se nombran u otras indicaciones que
actualmente no son identificadas. Finalmente, se podría identificar un tipo de
anonimia estratégica, ligada con las formas anteriores, que pretende disminuir o
anular la importancia, por lo menos formalmente, de la función autoral, inscri-
biendo la autoría en el desarrollo del texto y alejando, de este modo, la respon-
sabilidad simbólica y legal que tal autoría literaria conllevase.
Los estudios sobre las redes de promoción y contacto de los espacios con-
ventuales femeninos en cuanto núcleos de creación cultural, sus vínculos inter-
nos y externos, junto con la praxis de cada comunidad espiritual, han sido ob-
3 Tal conclusión presenta Martina Vinatea Recoba en su reciente edición crítica de la poesía
completa de María de Santa Isabel. La investigadora dice al respecto: «Consideramos que María
de Santa Isabel escribe bajo el nombre de Marcia Belisarda, como un juego de ocultamiento de
identidades y quizá también un homenaje literario a Lope de Vega por sus Novelas a Marcia Leo-
narda. La monja María de Santa Isabel más que esconderse, juega con su nombre y escribe bajo el
seudónimo de Marcia Belisarda, que, en realidad, es un anagrama de sus nombres reales. No existe
una ocultación de nombre total, como lo hacían muchas escritoras para salvar la honra de la mujer
real y de la monja por haber roto la norma del silencio, porque los poemas encomiásticos que le
dedican sus amigos juegan —como ella— tanto con el nombre real como con el seudónimo. Así
pues, no se debe considerar una forma de atenuación autoral, sino al contrario se trata de un re-
curso literario, que la revela como parte de una sociedad de creadores en la que adopta una actitud
de autora plena» (Vinatea Recoba, 2015: 61, el énfasis es mío).
El manuscrito es el medio habitual de difusión para las cartas, pero hay que con-
siderarlo inherente a muchos de los géneros de la escritura conventual, como las
vidas de las hermanas modélicas, las autobiografías, las versiones de oraciones, los
escritos didácticos… De ello se sigue que cada convento se nutría de dos vías en
íntima relación: la manuscrita, que era esencialmente propia y que en algunas cir-
cunstancias podía ser trasladada a un circuito más extenso, por lo general dentro
de la misma orden […] y la impresa, donde residía el acervo común con otros
conventos y la sociedad en general. (Baranda Leturio y Marín Pina, 2014: 16-17)
aparecía la responsabilidad jurídica y social por la obra y cada una de sus formas
inmediatas. Por otro lado, para las autoridades la decisión de que el texto de una
monja pasase a la imprenta se debía en última instancia a la necesidad de contro-
lar y fijar su versión final, acordada como ortodoxa, frente a las copias o posibles
cambios hechos por la propia autora en el manuscrito. No obstante, en uno y
otro caso la autoría quedaba legitimada por la visibilidad adquirida a través de la
estampa. Según el análisis del panorama literario de autoría femenina planteado
por Nieves Baranda Leturio en: «Historia de las escritoras españolas de la Edad
Media al siglo xvii. (Una propuesta programática)» (2005: 123-174) y «“Por ser
de mano femenil la rima”: de la mujer escritora a sus lectores» (2005c: 91-120),
el Reino español, en comparación con otros países europeos como Italia o Fran-
cia, fue reticente a incluir a las mujeres en el mercado del libro impreso. Efec-
tivamente, hasta finales del siglo xvi el sistema de la cultura escrita no aceptó,
solo como una excepción, la presencia de autoras en las dinámicas del mercado
de los libros impresos, que suponían, lógicamente, una mayor difusión, posibles
beneficios económicos y una supeditación legal y eclesiástica. La entrada en el
discurso impreso extremaba los problemas planteados ante cada intervención
femenina en la esfera del diálogo público, que se correspondían con la imposi-
bilidad de legitimación de su autoría como voz emisora de una verdad. Como
se ha indicado antes, aquí se sostiene que las mujeres, al estar privadas de la par-
ticipación en el legado cultural compartido de autoridad, quedaban excluidas
de crear un discurso autorizado y, por ende, de la posibilidad de que este fuese
aceptado en la recepción general (Luna, 1996c: 102-128). De hecho, ante tal
paradoja, las autoras religiosas solían recurrir, entre otras, a la argumentación ad
divinam voluntatem: refiriéndose a la voluntad de Dios como el primer y el úl-
timo objetivo de su escritura, dejaban en sus manos la responsabilidad simbólica
del texto y su destino. Indudablemente, esta estrategia de legitimación de la voz,
que se ha mantenido también para los textos impresos, otorgaba a la publicación
otro significado, creando un marco específico de relaciones legales, eclesiástico-
jurídicas y espirituales. En tal estado de la cuestión, no resulta sorprendente que
el punto de inflexión que inició un largo proceso de cambios en el sistema de
la cultura impresa en España fuese precisamente la publicación de las obras de
la más venerada religiosa del momento, Teresa de Jesús.5 En la segunda parte
5 En Évora se publica, pocos meses después de la muerte de Teresa de Jesús, el primer texto,
Camino de perfección, bajo el título Tratado que escribió la madre Teresa de Jesús a las hermanas reli-
giosas de la Orden de Nuestra Señora del Carmen del monasterio del Señor san José de Ávila de donde
a la sazón era priora y fundadora, por Teutonio de Braganza. En 1585 se publica en Salamanca la
edición castellana de la obra. El 1588 aparece el Libro de la vida, a petición de la emperatriz María
de Austria, hermana de Felipe II. Las Cuentas de conciencia se publican a partir de 1588 en varias
ediciones fragmentadas; en 1610, el Libro de las fundaciones; en 1611, las Meditaciones sobre el
Cantar de los Cantares; en 1613, Modos de visitar los conventos; en 1637, Constituciones (incluidas
en la Historia de la Orden Reformada del Carmen de Jerónimo de San José) y en 1658, las Cartas. Las
poesías, sin embargo, no llegaron a imprenta hasta 1861.
6 Los textos de Teresa de Jesús alcanzaron una difusión manuscrita incomparable aún en
vida de la autora, sin que la Inquisición pudiera realmente controlarla: «Sin exceptuar al rey, los
diferentes estratos sociales se deleitan al adentrarse en los meandros del peculiar pensamiento
teresiano […] desde dama noble hasta la criada más anónima encuentran en la fundadora de las
carmelitas descalzas una portavoz excepcional, que intuye sus problemas, a la vez que deja vislum-
brar una posible salida» (Herpoel, 1999: 37). El Libro de la vida de Teresa de Jesús fue prohibido
por el Santo Oficio en 1576, después de casi diez años de divulgación manuscrita, aprobada por
Juan de Ávila en 1586. Los repetidos intentos de Ana de Jesús (Lobera) de recuperar el autógrafo
de santa Teresa llevaron a la publicación del texto en 1588 en Salamanca y Barcelona. La circula-
ción de las obras teresianas constituye un hito al forjar un modelo de escritora de resonancia social,
política y religiosa global. Por haberse difundido en un contexto sociocultural especialmente pro-
penso, el ejemplo teresiano influyó en una tendencia nueva de popularización de un modelo de
escritora y de una tradición literaria religiosa femenina, sacando este tipo de escritura de su lastre
de ejemplos aislados. Con esto, sin embargo, no se quiere sugerir que las obras de santa Teresa
no tengan detrás toda una tradición de escritoras, como Isabel de Villena, Teresa de Cartagena o
María de Ajofrín, que Ronald Surtz denomina las «madres de Santa Teresa» (Surtz, 1995) y cuyos
textos fragmentados han sido editados por Anna Caballé (2004). No obstante, los escritos de estas
autoras anteriores a santa Teresa no llegaron a imprimirse, quedando su difusión restringida a la
circulación manuscrita. Para un resumen de la bibliografía sobre Teresa de Jesús, cf., por ejemplo,
sus Obras completas (1979) o la Antología editada por Manero Sorolla (1992b).
inscribe en la larga tradición de escritura femenina que busca establecer una genealogía del saber
transmitido por vía materna. Su publicación, que fue posible gracias al apoyo económico del
Resulta importante señalar que cada ejemplar se imprimía sin los primeros
pliegos, que se añadían una vez certificada la correspondencia del impreso con
el original censurado y aprobado. En las décadas siguientes, las cifras de los
impresos de autoría femenina aumentan hasta tal grado que es posible hablar
de un asentamiento público de esta escritura, con impresos de autoría monjil
sobre todo en el campo de la poesía. En esta etapa publica Violante do Céo (O.
D., 1607-1693), primero de forma puntual, en preliminares a Várias Poesías
(Lisboa, 1629), de Paulo Gonçalves de Andrade, donde su soneto se imprime al
lado de otro de una monja de su comunidad, Leonarda de la Encarnación. Des-
pués, las poesías de Violante do Céo se imprimen en Francia en una colección
independiente de Rimas varias de la Madre Soror Violante del Cielo, religiosa en
el monasterio de la Rosa de Lisboa (Rouen, 1646), un hecho sin precedentes en la
cultura letrada ibérica del momento. Asimismo, en este decenio María de Santa
Isabel prepara un manuscrito de poesías para su publicación, que, aunque fuese
aprobado para la imprenta, nunca llegó a publicarse por razones desconocidas.
sobrino de la autora, Dominico Pinelo, tuvo gran repercusión, suscitando tanta admiración como
censuras. El texto de Magdalena de San Jerónimo, un tratado legal sobre la transformación del
sistema penal en función de género, «inventado por muger contra mugeres» (Magdalena de San
Jerónimo, 1608: s.p.), despertó el interés del mismo rey, Felipe III, y alcanzó el estatus de plan
de reforma. Explora un género difícilmente accesible para las escritoras y, en el sentido estricto
del término, constituye una obra pionera de autoría femenina para el campo de los tratados sobre
temas seculares. La obra de Isabel de Liaño pertenece al género hagiográfico y refuerza el modelo
de libro escrito «por una mujer para las mujeres», como hace constar la autora desde el prólogo
(Liaño, 1604: 2r-2v).
ña y Europa. Contamos también con unas vidas de monjas escritas por sus com-
pañeras y las relaciones de fundación basadas principalmente en la experiencia
compartida directa, como son los casos de Manuela de la Santísima Trinidad (O.
C. D., 1622-1696), quien describe la fundación de las descalzas de la Purísima
Concepción en Salamanca (1696), o Magdalena de la Santísima Trinidad (O.
Cist., ¿?-1677), de cuya obra Luz del entendimiento se llegó a imprimir un frag-
mento en otro texto de Anastasio de Santa Teresa (Reforma de las Descalzas de
Nuestra Señora del Carmen, 1655). En este libro también se incluyen censuras y
valoraciones sobre la autora acordes al modelo de preliminares para una posible
publicación futura. Asimismo, estos años están marcados por la presencia de
Juana Inés de la Cruz, que cierra estos dos siglos de publicaciones de autoría fe-
menina con un éxito editorial incomparable: su Inundación castálida de la única
poetisa se imprime en Madrid en 1689 y en breve, ante la demanda del público,
se reimprime repetidamente (Madrid, 1690; Barcelona, 1691; Zaragoza, 1692
y ediciones postmortem).9 Le siguen la edición del Segundo tomo de las obras de
sóror Juana Inés de la Cruz en Sevilla (1692), seguidas por tres ediciones en Bar-
celona (1693) y, con el título de Obras poéticas, en Madrid (1715; 1725). Ade-
más, cinco años después de la muerte de la autora, se prepara una lujosa edición
de Fama y obras póstumas del fénix de México, publicada y reimpresa en Madrid
(1700; 1701; 1714) y Barcelona (1725). Vale la pena anotar que, en la primera
edición madrileña, en los preliminares, se incluyen versos de hasta seis autoras:
Catalina de Alfaro Fernández de Córdoba, María Jacinta de Abogader y Mendo-
za, Francisca de Echavarri, sor Marcelina de San Martín, Inés de Vargas, y una
autora anónima que firma como «discreta y apasionada al ingenio de sor Juana».
En resumen, se puede constatar que la presencia de Juana Inés de la Cruz en el
mercado impreso a tal escala, además del incuestionable talento y mérito de su
producción literaria, fue posible precisamente gracias a los cambios en las estruc-
turas y mentalidades que con tanto esfuerzo impulsaron las autoras precedentes
y que, por su parte, constituyeron otro punto de inflexión y legitimación de la
escritura para las escritoras de las décadas siguientes.
Así pues, se constata que el siglo xvii marcó un asentamiento de la autoría
femenina pública, tanto secular como religiosa, que se ilustra con muestras de
diversos géneros literarios, modalidades de autoría y medios de difusión pública.
No cabe duda que estas autoras partían de moldes literarios creados en los marcos
de dominio masculino que las anulaban como posible voz emisora. Con tal pun-
to de partida, cada escritora negociaba el sistema de lo dado y lo decible según
los parámetros personales y, si no alteraba los moldes a su alcance, seguramente
introducía perspectivas, temas e intereses nuevos y, en muchos casos, ajenos a
los escritores: «Cuando las mujeres pueden hablar por sí mismas rechazan estos
clichés [de la inferioridad femenina], mostrando a través de sus escritos que era
posible alterar el imaginario que, en mayor medida que muchas otras cadenas, les
ataba a una condición subalterna» (Baranda Leturio, 2004a: 392). Sin embargo,
es menester señalar que a finales del siglo xvii la tradición literaria femenina
secular y la religiosa recorren caminos diferentes. Las escritoras seculares vieron
disminuida su presencia y su memoria difícilmente pudo perdurar para sustentar
algún tipo de legado literario compartido como posible punto de partida para
las generaciones siguientes: «A partir de la década de 1670 […] lo que pudo
haber sido el inicio de una literatura de mujeres se vio truncado y la huella de su
escritura borrada del canon» (Baranda Leturio, 2004a: 392). En este sentido, las
autoras del siglo xviii repetirán casi ab ovo el camino de reinstaurar la voz feme-
nina en las letras públicas, sintiendo de nuevo que son las primeras al no tener a
su alcance las obras, los nombres y los modelos de autoría que tan trabajosamente
consiguieron crear sus predecesoras. Esta supresión de nombres y aniquilación de
la memoria compartida no afectó por igual a las autoras religiosas, debido a que,
como se verá en lo que sigue, los modelos de autoría y las redes de promoción
intelectual y espiritual, junto con las vías de transmisión de la memoria escrita,
siguieron dinámicas diferentes y, hasta cierto punto, independientes.
10 Para un listado detallado de todas las obras de las escritoras del corpus, su periodización y
localización, junto con un resumen biográfico y la bibliografía crítica, vid. La base digital de datos
biobibliográficos de las autoras.
Con la llegada del siglo xvii, después del «turno teresiano» que llevó a la
significativa popularización de la escritura femenina del yo, la autobiografía es-
piritual alcanzó su máxima notoriedad. Desde el punto de vista de las políticas
de la Iglesia, las vidas de las monjas respondían a la necesidad de confrontar y
controlar las polémicas doctrinales abiertas por la Reforma protestante mediante
una religiosidad apologética, forjando un modelo de piedad y promocionando
unos entornos religiosos concretos (una orden, un claustro, un santo, un con-
fesor determinado). Su objetivo era abiertamente propagandístico: se buscaba
influir en un lector social particular —la comunidad religiosa—, aunque eran
frecuentes los casos de divulgación fuera de los contextos propiamente religiosos
con funciones hagiográficas. Como señala Fernando Durán López, en su estu-
dio de la autobiografía religiosa en España, esta modalidad de escritura consoli-
daba una red de dependencias mutuas:
11Se recuerda aquí el conocido caso de la Respuesta a Sor Filotea de la Cruz, de Juana Inés de
la Cruz, y la retórica de excusatio propter infirmitatem con la que explicaba la sorpresa e incomodi-
dad al ver publicado su Carta atenagórica (Puebla de los Ángeles, 1690), de contenido autobiogra-
fizante. En uno de los apartados de la carta, la autora dice: «Y así, en lo poco que se impreso mío,
no sólo mi nombre, pero ni el consentimiento para la impresión han sido dictamen propio, sino
libertad ajena que no cae debajo de mi dominio, como lo fue la impresión de la Carta Atenagórica;
de suerte que solamente unos Ejercicios de la Encarnación y unos Ofrecimientos de los Dolores, se
imprimieron con gusto mío por la pública devoción, pero sin mi nombre; de los cuales remito
algunas copias, porque —si os parece— los repartáis entre nuestras hermanas las religiosas de esa
comunidad y demás de esa ciudad» (Juana Inés de la Cruz, 2004: 372).
das como fenómeno más extenso, compartido y aceptado desde las instancias
censoras, añade otra dimensión a la lectura de estos testimonios individuales,
marcándolos con características de la espiritualidad y la escritura colectivas.
Asimismo, abre la necesidad de una perspectiva doble, atenta tanto al proceso
de individualización como a la inscripción en una política más amplia de reli-
giosidad taumatúrgica fundamentada en un modelo de mortificación, prodi-
gio, castidad y sacrificio. En este tipo de revelaciones, los lectores y las lectoras
del momento encontraban no solo modelos de edificación moral y espiritual,
sino también un entretenimiento devoto, tan acorde con la demanda popular
de lo maravilloso. Además, a esta proliferación de relatos siguió toda una lite-
ratura necrológica de cartas edificantes, «en donde se relataban los méritos y
hazañas morales de religiosos que acababan de fallecer para ornato del propio
instituto y como modelo a seguir por los nuevos miembros o la gente común»
(Martínez Ruiz, 2004: 529).
Resulta interesante señalar que la antes mencionada reticencia de los mora-
listas y teólogos a dar difusión impresa a las obras femeninas quedaba hasta cier-
to punto suavizada cuando se trataba de las autobiografías por mandato, debido
a que el objetivo último era utilitario y la autonomía del acto de escritura queda-
ba formalmente circunscrita al control y la demanda de un superior masculino.
A la luz de tal presupuesto, resulta sintomático que el primer texto impreso de
una religiosa fuera precisamente una vida, la de María de Santo Domingo (O.
D., ca. 1475/85-1524), más conocida como la Beata de Piedrahita, escrita por
orden del cardenal y obispo de Tortosa y publicada en 1518, probablemente en
Zaragoza. Sin embargo, aún en el contexto de verdadera abundancia de impre-
sos de vidas de monjas, la autoría femenina era astutamente manipulada cuando
no eran difundidos los textos hológrafos, sino las versiones preparadas por el
confesor. En numerosos casos eran ellos quienes, a partir de los escritos auto-
biográficos y testimonios de otros religiosos y religiosas, componían la edición
normativa del texto. En tales escritos la identificación de la función-autor con la
figura autoral quedaba significativamente disminuida por tácticas como la omi-
sión de la autoría, el uso del seudónimo u otro nombre genérico (una religiosa,
una clarisa, una madre devota) o simplemente el cuestionamiento o anulación
de la autoría femenina.
El carácter ambiguo, secundario y filtrado, pero respaldado por una autori-
dad oficial masculina, de las vidas que llegaron a la imprenta debe de ser tomado
en cuenta, sobre todo, cuando se accede a los fragmentos de textos autógrafos a
través de sus versiones oficiales. Recordemos la Autobiografía, en que se explica el
camino por donde Dios llevó su alma, puesta en tres estados y la Exposición teológica
sobre la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María, ambos de Cecilia
del Nacimiento: de entre la abundante obra en prosa y verso de la escritora, cuya
12 Varios, y algunos de los mejores, poemas de Cecilia fueron durante siglos atribuidos a
san Juan de la Cruz e, igualmente, obras doctrinales de su autoría, a Constanza Osorio. Para una
información más detallada, vid. la ficha sobre Cecilia del Nacimiento en las «Notas biográficas» al
final del libro y la base digital de datos biobibliográficos de las autoras.
13 Francisco Florit (2006), siguiendo a Marc Vitse (1988: 205-210), denomina «crisis tea-
tral» al periodo posterior a la muerte de la infanta doña Catalina (1597), cuando se decretó sus-
pender la creación y representación de comedias en Madrid, cuya prohibición general se dictó el 2
de mayo de 1598. Durante el reinado de Felipe III, la cuestión de la licitud del teatro fue sometida
al juicio de una junta teológica, que sentenció que las comedias hasta entonces representadas eran
ilícitas y acordó las condiciones para un teatro reformado. Dichas normas fueron aceptadas por
el Consejo de Castilla con modificaciones para que se pudiesen representar las piezas siempre y
cuando estas pasasen por el escrutinio de «personas doctas y graves […] para que en ellas [las co-
medias] ni en entremeses ni cantares no haya cosa indecente ni reprobada» (Cotarelo apud Florit,
2006: 314 n. 9).
14 Importantes contribuciones sobre este aspecto se deben, entre los estudios más recientes,
en el ámbito español a Fernando Doménech (2003) y M.ª Carmen Alarcón Román (2000; 2007;
2014) y, en el ámbito hispanoamericano, a Luz Méndez de la Vega (2002).
Entre las modalidades más cultivadas por las monjas dramaturgas del pe-
riodo destacan los coloquios,15 los autos sacramentales,16 junto con las loas17
que los acompañaban, sin olvidar los entremeses (o pasos),18 que también po-
dían estar relacionados con las loas y los coloquios de profesión solemne. En el
marco de estos subgéneros se solía acudir también a las convenciones del teatro
secular, adaptando con frecuencia elementos de moda del momento, como los
del teatro de Gil Blas o de Lope, pero siempre ajustándolos a los fines para los
que estas piezas habían sido creadas, didácticos o de entretenimiento espiritual.
De la importancia que para las religiosas tenían las representaciones públicas,
puede dar cuenta la carta de María de Jesús de Ágreda al rey Felipe IV sobre la
licitud de las comedias (ca. 1648),19 donde la monja no opina necesariamente
15 En estas obras alegóricas de un acto se solían intensificar las características del drama
litúrgico medieval. Además del coloquio o coloquio espiritual, las propias autoras denominaban
esta modalidad dramática como fiestas, festejos o festecicas. Según Sabat de Rivers, los coloquios
de las monjas «conservan la sencillez de la trama del género teatral más antiguo con rasgos del
misterio medieval al modo del teatro religioso de Lope y Valdivielso» (Sabat de Rivers, 2001:
229). Asimismo, Alarcón Román rastrea sus raíces en los antiguos autos de Navidad, el auto
sacramental típicamente barroco y el realismo cómico típico del teatro áureo comercial (Alarcón
Román, 2000: 262).
16 Los autos sacramentales —en tanto obras alegóricas cortas de un acto— cobraron nueva
sintetizaban elementos clave de la obra a la que precedían. Entre las escritoras monjas frecuente-
mente eran utilizadas como un tipo de paratextos dramáticos que, por su carácter menor y cómico,
les posibilitaban un mayor margen de libertad de expresión. Una maestra de esta forma menor
fue, sin duda, Marcela de San Félix.
18 Se recuerdan aquí las conocidas competiciones de los dos santos Juanes, san Juan Bautista
y san Juan Evangelista, que consistían en todo tipo de manifestaciones festivas y ornamentales,
incluyendo representaciones dramáticas. Este tema ha sido desarrollado en el apartado 2.4.3.3.
19 Hoy la carta se considera perdida, aunque dan cuenta de ella varios testimonios y Serra-
no y Sanz recoge la existencia de la misma bajo la referencia 989: «Carta a Felipe IV en la que
defendía ser lícitas las representaciones de comedias. Cítala Bances Candamo en su Theatro de los
Theatros […] que afirma que existía en la Biblioteca de Palacio y que constaba de seis pliegos»
(Serrano y Sanz, 1903: 639). Asimismo, en la carta de 15 de marzo de 1646 la religiosa insiste:
«En su nombre agradezco á V[uestra] M[ajestad] que remedie los trages [sic] tan profanos de
todos y especialmente los de las mugeres [sic], y desterrar las comedias; y más en estos tiempos,
que será de grande serbicio [sic] y agrado del Altíssimo» (María de Jesús de Ágreda, s.a. [Cartas],
Ms. 9993: 49v-50v).
20 No se puede negar la posibilidad de que, para algunas representaciones, especialmente las
hechas para la profesión de novicias, acudiera también un público ajeno a la comunidad: familia-
res, amigos o miembros del clero.
dición, como Gregoria Francisca de Santa Teresa (O. C. D., 1653-1735), Luisa
del Espíritu Santo (O. S. C., 1711-1777) o Escolástica Teresa Cónsul (O. S. B.,
ca. 1750-1834) (Alarcón Román, 2000: 257-266, 2008 y 2007; Doménech,
1996a: 397).21
Esta dinámica del teatro puertas adentro se desarrolló también en Portugal
(las obras de Magdalena Eufemia da Gloria y Joana Theodora de Sousa son pro-
ducciones bilingües) y los virreinatos hispanoamericanos, teniendo en México,
Potosí y Lima sus focos principales. Gracias a las acotaciones de algunas obras,
sabemos que tanto la escenografía como los vestuarios, a pesar de la escasez de
medios, eran importantes para las directoras y las actrices monjas. Rayando los
límites de lo apropiado y lo deshonesto, en la puesta en escena, las religiosas se
disfrazaban con trajes mundanos de todo tipo, utilizando no pocas veces la ropa
masculina para representar a un galán, un licenciado o un príncipe. Tal traves-
tismo adquiere una dimensión subversiva añadida si se recuerda que en el teatro
seglar las mujeres no podían vestirse de hombres, salvando los casos cuando la
protagonista se disfrazaba durante el tiempo real del espectáculo para defender
la honra de su familia. Las acotaciones de una máscara de 1692, posteriormente
atribuida a Francisca de Santa Teresa, precisan el contenido de los bastidores del
claustro de las Trinitarias de Madrid: «Arca de los trajes, que conserva la anti-
güedad para estas ocasiones, con pelucas de estopa, otras de hilo teñido, cuyo
subido color pudiera poner como un papel a la olla de los domingos» (Francisca
de Santa Teresa, 1692: 368).
Además, resulta relevante indicar que, en la tradición de la poesía carmelita
teresiana, de enorme influencia en todas las escuelas espirituales de la Península,
también se podrían deducir prácticas dramáticas intramuros. En las cartas de
Teresa de Jesús a su hermano Lorenzo de Cepeda y Ahumada o a su hermana
monja María de San José, encontramos indicios de que el aspecto performativo
de la poesía devota era para ella especialmente importante y su recreación —el
canto de coplas y villancicos, las pequeñas representaciones y las celebraciones
en el convento− constituía un contrapunto festivo a la jornada y la austeridad
21 A este corpus hay que añadir obras que siguen siendo anónimas. Mayoritariamente son
piezas para celebrar la profesión de novicias. Los nombres antes indicados son, hasta ahora, los
más conocidos, sin embargo, la labor archivística sigue ofreciendo nuevos hallazgos. Del mismo
archivo de las Trinitarias Descalzas de Madrid, Alarcón Román, siguiendo el estudio de Barbei-
to Carneiro (1986: 768), da noticia de una pieza anónima que bien pudo salir de la pluma de
Marcela de San Félix, Francisca de Santa Teresa o de otra dramaturga cuyo nombre, por ahora, se
desconoce. La obra se intitula Brebe festexo que e iço por orden de N[uest]ra M[adr]e priora, p[ar]a
alegrar la comunidad, la noche de los rreies desde año de ¿1613 ó 1653? y consta de tres folios sueltos
encuadernados en el tomo Vida de Religiosas Trinitarias Descalzas, Ms. Madrid: Archivo de las
Trinitarias Descalzas (Alarcón Román, 2000: 261, n. 15).
grafía de Escritoras Españolas), se activó un proyecto nuevo, Autoras desde el umbral, destinado a
analizar las dinámicas de la cultura escrita y la autoría femenina precisamente desde los paratextos
recopilados de las fuentes primarias relativas a las escritoras españolas hasta 1800. Para una com-
paración de datos más efectiva, se ha acudido al sistema de etiquetado semántico en el lenguaje
XML/TEI (Textual Encoding Initiative), que permite un análisis cuantitativo y, con el apoyo de
la teoría fundamentada (grounded theory), cualitativo de los mismos. Aunque el objetivo del pre-
sente estudio difiere significativamente de tal análisis, las herramientas de BIESES: Autoras desde
el umbral ofrecen un interesante aparato auxiliar y confirman las intuiciones y los presupuestos
del presente trabajo sobre la importancia del análisis de los paratextos en la recuperación de los
procesos y las dinámicas autorales en la escritura femenina moderna.
Respecto a las cartas, se debe diferenciar entre las familiares y las oficiales,
informativas o espirituales, que seguían patrones de escritura bien distintos de
acuerdo con las indicaciones de los manuales de moda, como los de Antonio de
Torquemada (Manual de escribentes, ca. 1552), Jerónimo Paulo de Manzanares
(Estilo y formulario de cartas familiares, 1600) o Gaspar de Texeda (Cosa nueva.
Estilo de escrivir cartas mensajeras, 1547). La regla del decoro determinaba las
características formales de esta forma de comunicación, aunque, en el caso de las
cartas de religiosas, otra vez nos encontramos con un mayor margen de flexibi-
lidad formal y temática. Desde el punto de vista de la materialidad de las cartas,
la mayoría mantiene el formato de pliego o cuarto de pliego. Su disposición
gráfica es diversa, al igual que su multigrafismo, que corresponde con el nivel de
formación y la destreza al escribir de la autora. En el corpus analizado coexisten
testimonios de amplia competencia gráfica, de letra humanística cursiva, como
la de María de Jesús de Ágreda, con otros donde se evidencia una menor soltu-
ra, que tanto puede deberse a la formación autodidacta de la autora como a las
propias circunstancias de la escritura (falta de la luz, enfermedades o avanzada
edad de la escritora).
Para complementar la propuesta de clasificación del corpus de la escritura
desde la celda, resulta necesario mencionar las obras perdidas, cuya ausencia es
tan reveladora como sintomática. El cotejo de las fuentes en los archivos claus-
trales y nacionales revela que una gran cantidad de textos escritos por monjas
sufrió las consecuencias de procesos destructivos: incendios, inundaciones, ro-
bos, guerras, expropiaciones y expurgaciones y recordemos aquí el impacto de
las desamortizaciones españolas— que deben de ser tomados en cuenta a la hora
de valorar el estado y la accesibilidad de las fuentes. Por el otro lado, se recuerda
otra vez que la destrucción del manuscrito o del libro en alguna etapa de su
preparación fue un gesto de absoluta obediencia, utilizado con frecuencia no
solamente desde instancias superiores, sino también por las mismas autoras. Un
caso relevante al respecto lo presenta la obra de Mariana de San José, fundadora
de las Agustinas Recoletas, quien destinó su copiosa obra de carácter doctrinal,
didáctico y espiritual al fuego. Su preservación solo se debe a la desobediencia de
una de las hermanas monjas, Catalina de la Encarnación, quien guardó durante
cerca de diez años los autógrafos de Mariana para luego, después de su muerte,
darlos a la imprenta (los publicó Luis Muñoz en 1646, en Madrid). Además de
Mariana de San José y la ya repetidamente citada Valentina Pinelo, de entre las
escritoras del corpus de estudio se poseen datos sobre textos perdidos de Cecilia
del Nacimiento (el autógrafo perdido de su Vida editada por Manuel de San
Jerónimo en la Reforma de los descalzos de Nuestra señora del Carmen [1710], un
cuaderno de Mercedes y una obra dramática, exceptuando una pieza, Festecica
para una profesión religiosa), Ana Francisca Abarca de Bolea (Vida de San Félix
espíritu y las conferencias espirituales, o sea, todos los escritos en clave intimista
y confesional, formalmente no destinados a la publicación ni a una circulación
más amplia. El segundo grupo estaría compuesto por las obras que fueron pro-
ducidas bajo demanda para la preservación de la memoria de la orden: las hagio-
grafías, las biografías, las crónicas de las fundaciones, etc., todos los textos que
comparten la experiencia personal como trasfondo de su relato, que no ha sido
elaborado en clave intimista ni espiritual. El tercer grupo que se distingue serían
todas las modalidades escritas con el fin didáctico de la formación espiritual y de
las pautas de comportamiento de la comunidad: «Su finalidad es modificar las
conductas, convertir las palabras en actos, y sus destinatarios son las hermanas
del convento entre quienes la autora ocupa una posición de autoridad, por eso
tienen una difusión inmediata y restringida» (Baranda Leturio y Marín Pina,
2014: 34). En este último grupo se podrían incluir tanto los manuales de for-
mación de novicias, los modos de oración, las jaculatorias y exhortaciones como
las poesías, el teatro o, en algunos aspectos, las vidas. Gracias a tal configura-
ción metodológica, las particularidades de la escritura monjil son provechosas
para descubrir las continuidades temáticas, retóricas y formales. Así, el carácter
fragmentario, disperso, líquido o informal del corpus no resta, sino más bien
reafirma, su autoridad literaria.
Ante tal demanda del campo de estudio y a la luz de las propuestas men-
cionadas, en lo que sigue se buscará proponer otro modelo interpretativo, no en
competencia sino complementario con las propuestas existentes. En su conjun-
to, dicho modelo ha sido expuesto en la parte introductoria y su andamiaje me-
todológico aparece en el capítulo primero. Para evitar repeticiones innecesarias,
aquí solamente se quiere subrayar dos aspectos clave de la propuesta. Primero,
la lectura del corpus aprehendida desde el concepto de innovación, en el sentido
propuesto por Françoise Collin (2006c: 158), como voluntad de construir un
mundo y no solamente de ocupar un lugar, está dirigida al análisis de las diferen-
tes modalidades de autoría con el fin de observar no solo la aptitud de cada auto-
ra para participar en la escena cultural y literaria de su tiempo, sino su capacidad
de moldearla y transformarla, en términos individuales u oficiales. Al indagar
sobre el significado de las estrategias discursivas aplicadas por las autoras monjas
para el reconocimiento de su autoridad literaria, sobre las formas de agencia de
estas en relación con su público y sobre la construcción de una posición autoral
específica acorde a los parámetros personales y las coordenadas socioculturales
del momento, se buscará diferenciar una tipología de patrones autorales de esta
creación textual. Lejos de presentarse exhaustiva y cerrada, se considera repre-
sentativa para el actual estado de las fuentes del campo e innovadora, en tanto
que se establece en el cruce de las propuestas existentes para provocar un cuestio-
namiento del enfoque. En este sentido, este proyecto pregunta por la escritura
de los claustros femeninos, que nace del deseo estético, testimonial o de la inspi-
ración religiosa, como apropiación de una posición autoral concreta a través de
la función estratégica del discurso. De la misma manera, la propuesta tipológica
posibilita observar cómo los modelos autorales están interrelacionados con las
condiciones sociales, políticas y religiosas concretas y cómo se reflejan en las
estrategias retóricas y las elecciones literarias específicas.
La diversidad de las estrategias de autoridad y autoría literarias usadas por
las monjas permite demostrar el abanico de posiciones autorales y, por ende, de
formas particulares de agencia femenina en el mundo moderno. Asimismo, un
análisis de las continuidades entre los particulares modelos autorales ayuda a
reconstruir el marco más amplio de la realidad conventual como núcleo cultural
y centro principal en las redes de producción, circulación y traducción textual
de crucial relevancia para la cultura letrada femenina del mundo moderno. Por
otra parte, la noción de autoría literaria, que actúa como eje principal del aná-
lisis, permite reconocer la creación de autoras tradicionalmente analizadas en
estudios separados, abarcando los más diversos contextos de formulación de
la autoridad femenina y demostrando las interrelaciones y permeabilidades de
los modelos autorales en uso. Tal propuesta programática permite salir del pa-
radigma del redescubrimiento y la reconstrucción de las primeras tradiciones
intelectuales femeninas en tanto corrientes aisladas, subsidiarias o colaterales a
la cultura escrita oficial para reconocer las formas y los modelos de autoría con
las que estas escritoras monjas intervinieron en la cultura escrita de su tiempo,
alterando la doxa de la inferioridad intelectual femenina.
3.2. MODELOS
23 Cf. las fichas sobre las respectivas autoras en las «Notas biográficas» al final del libro y en
la base digital de datos biobibliográficos de las autoras. Para un resumen de la bibliografía crítica
sobre Teresa de Jesús, cf. Manero Sorolla (1992b).
juego con diferentes políticas religiosas oficiales.24 Por otro lado, el presente
subcapítulo quiere analizar en su complejidad el significado que se ha dado
a la herencia teresiana considerada como la primera tradición literaria entre
las monjas españolas, según los estudios de Baranda Leturio (2005), Arenal
y Schlau (2010a) o Weber (1996), entre otros.
Para tal fin se analizarán dos modalidades de argumentum ad verecun-
diam donde la autoridad de Teresa de Jesús justifica formas de autoría di-
versas y, hasta cierto grado, en competencia. Con tal presupuesto se busca
romper con una visión idealizada y simplicista del significado de la herencia
teresiana como continuidad literaria necesariamente afirmativa, pacífica y
homogénea. Se analizarán algunos escritos escogidos de María de San José
y Ana de San Bartolomé25 que desarrollaron dos interpretaciones bien dis-
tintas de la herencia teresiana: la primera, encarnando el sentido estratégico
de la reforma como proyecto de misión femenina independiente y autosu-
ficiente y la segunda, derivada del sentido primario de una vuelta a la regla
primitiva y la prioridad del voto de obediencia a los superiores. La prime-
ra autora, de procedencia acomodada y formación humanística cortesana,
promocionó las descalzas por la Península, con fundaciones en Andalucía
y Lisboa. Fiel a lo que era, según ella, el espíritu teresiano independiente y
humanístico, luchó por la autonomía de las comunidades descalzas frente a
las intervenciones de las autoridades masculinas. Enfrentándose con el ar-
chienemigo de Teresa de Jesús, el provincial Nicolás Doria, y sus partidarios,
fue encarcelada, secuestrada y probablemente asesinada en su lucha hasta las
últimas consecuencias por lo que asumió como legado teresiano. La segunda
autora, de origen campesino, conocida como la «humilde enfermera» de
Teresa de Jesús y su discípula predilecta, encabezó el proyecto de reforma en
Francia y Flandes, donde se enfrentó a un severo conflicto por la subordina-
ción de la orden al provincial francés, Pierre de Bérulle. Propagadora de la
interpretación rígida de las constituciones teresianas, entabló un largo pleito
con Ana de Jesús, Juan de la Cruz y Jerónimo Gracián en contra de lo que
consideró la deformación de la voluntad de la santa.
24 Para un análisis de la reforma descalza a la luz de las políticas eclesiásticas del momento,
cf. la monumental edición de quince tomos de Silverio de Santa Teresa (1935-1949) y Melquiades
Andrés Martín (1975); para un acercamiento a la historia de la orden carmelita descalza femenina
en Europa a la luz de la vida y los escritos de Teresa de Jesús, cf., por ejemplo, Otger Steggink
y Efrén de la Madre de Dios (1975). Asimismo, un marco panorámico del contexto político
inmediato a la expansión de los conventos descalzos lo ofrecen los epistolarios de las autoras aquí
analizadas, cf. fichas en la base digital de datos biobibliográficos de las autoras.
25 Para un bosquejo biográfico y el listado completo de las obras de cada una de estas auto-
ras, junto con la bibliografía crítica, vid. la base digital de datos biobibliográficos de las autoras.
26Como en el caso de Teresa de Cartagena o Ana Francisca Abarca de Bolea, que son objeto
de análisis en el siguiente subcapítulo. El sentido de plagio en la obra de Teresa de Cartagena fue
analizado por María-Milagros Rivera Garretas (1997a: 91), quien constató que «aparte de que
copiar sea muy corriente entre los cultos medievales, pienso que lo intolerable del gesto de Teresa
fue precisamente el decir su realidad desde dentro de un régimen de mediación femenina viva».
27Se recuerda que bajo el nombre ficticio de sor Filotea se escondía Fernández de la Cruz,
el obispo de Puebla y editor de su Carta Atenagórica. El texto fue redactado por Juana Inés de la
Cruz en 1691 en respuesta a los reproches sobre la ilegitimidad de una interpretación teológica fe-
menina. La bibliografía crítica sobre la autora es abundante, para un resumen, cf. González Boixo
(2009: 66-67); para un análisis de su obra a la luz de los procesos socioculturales del Virreinato de
Nueva España, cf. Montes Doncel (2008) y Perelmuter (2004).
28 Daniel de Pablo Maroto (2013) recuerda que el propio Francisco de Osuna, de primor-
dial influencia para la formación espiritual de Teresa, se mostró extremadamente paulino en cues-
tiones referidas a la religiosidad femenina, como bien demuestra el fragmento de Norte de estados
(Osuna apud Manero Sorolla, 2001: 42): «Desque vieres a tu mujer andar muchas estaciones
y darse a devoterías y que presume de santa, ciérrele la puerta, y si esto no bastase, quiébrale la
pierna si es moza, que coja podría ir al paraíso dende [sic] su casa sin andar buscando satidades
sospechosas. Bástale a la mujer oir un sermón y hacer, si más quiere, que le lean un libro mientras
hila y asentarse so la mano de su marido».
29De la relación entre Teresa de Jesús y el monarca habla el artículo de Manero Sorolla
(2001: 826-834) poniendo en duda la opinión de especial apego de Felipe II a la reformadora y
su rol en consolidar la descalcez en España y Europa.
30 Nicolás Doria estaba convencido que las Constituciones teresianas otorgaban demasiada
autonomía a los conventos femeninos permitiendo a la priora un tipo de poder poco mediado por
las autoridades externas. De hecho, Doria acusó la reforma teresiana de ser demasiado relajada,
alejada de la verdadera ascética y amenazada por la laxitud e incontrolable familiaridad entre la
priora y los clérigos que oficiaban en los conventos. Por lado de Doria se puso una parte de religio-
sas, entre ellas Ana de San Bartolomé. Las severas modificaciones impuestas por Doria llevaron a
una protesta de varias prioras aliadas con el antiguo provincial, Jerónimo Gracián, Juan de la Cruz
y Luis de León que fue conocida como «la revuelta de las monjas». Las religiosas, entre ellas María
de San José y Ana de Jesús, acudieron directamente a Roma para desacreditar los cambios de Doria
pidiendo justicia ante el papa Sixto V, que les concedió breve Salvatoris (1591-1592), aprobando
dado por la santa de Ávila al voto de obediencia. Como puntualizó Rosa Rossi
(1984: 48-49) en su análisis de la obra teresiana, primariamente la expresión por
obediencia fue utilizada por Teresa de Jesús con dos sentidos: como licencia del
superior (masculino) otorgada a la religiosa y como inclinación espiritual del
alma a cumplir con los deseos divinos. Su idea de la obediencia no concernía
al sentido de ser subyugado, de subordinarse a la voluntad del superior (Rossi,
1984: 49, n. 19). La interpretación e importancia dada a este concepto por Ma-
ría de San José y Ana de San Bartolomé dista largamente y puede servir de hilo
conductor en el análisis del significado que cada una ha dado a las enseñanzas
de Santa Teresa, a su modelo espiritual y, primordialmente, a su patrón de au-
tonomía y autoría.
«Que también a ellas [las mujeres] les toca, como a los hombres, hacer
memoria de las virtudes, y buenas obras de sus madres y maestras, en cosas
que solo ellas que las comunican pueden saber, y forzosamente ocultas a ellos»
(María de San José, 1913: 7).31 Esta frase recoge bien el sentido de perpetuar la
memoria de la orden que dio María de San José en tanto manifestación material
de la conciencia femenina. Puesta en boca del personaje de Gracia, detrás del
que se esconde la autora en su Libro de Recreaciones (1583-1585), señala hacia
los elementos clave de lo que era el sentido de continuidad para las monjas de
la primera generación de las descalzas, que a su vez constituyeron los temas que
mayor reserva despertaron entre los superiores masculinos. Primero, se hace pa-
tente la necesidad de consolidar una genealogía femenina: «¿Cómo supiéramos
tanto regalos y mercedes como el Señor ha hecho a tantas santas, como sabemos
de Santa Catalina de Sena, de Santa Isabel, Santa Brígida, y Ángela de Foligno
y otras, si no gustara que se dijera?» (María de San José, 1913: 27). Segundo,
se establece el sentido de la especificidad de la experiencia femenina que resulta
incomprensible para los hombres. Este presupuesto se expone de modo más
explícito en Consejos que da una priora (1590-1592): «Y aunque sé los muchos
como legítimas las Constituciones «primitivas» de Teresa. Sin embargo, al año siguiente el nuevo
papa Gregorio XIV anuló el breve aprobando la mayoría de las modificaciones de Doria. Para el
complejo tema de los conflictos de poder durante las primeras generaciones de las fundaciones
descalzas, cf. Weber (2000).
31 La edición de obras de María de San José de Silverio de Santa Teresa (1913) contiene los
siguientes textos: Libro de recreaciones; la Carta de una pobre y presa descalza; Avisos y máximas para el
gobierno de las religiosas; Ramillete de mirra al mi amado y varias composiciones poéticas. Las poesías
se citan o por esta edición o por la edición de Romero López et al. (María de San José, 2007).
santos que de esto han escrito y cada día escriben, creo que sus levantados es-
píritus no se aplican a menudencias de mujeres, porque sin duda es necesaria
otra ciencia y artificios para encaminarlas en paz y aprovechamiento; y pues
nosotras lo somos, tendremos licencia de advertirnos y enseñarnos» (María de
San José, 1599, Prólogo, s. p.). Después, se señalan los mecanismos de silencia-
miento de la tradición femenina: «En caso de escribir y tratar de valor y virtud
de mujeres, solemos tenerlos [a los hombres] por sospechosos, y a las veces nos
harán daño» (María de San José, 1913: 7). Ante este estado de la cuestión, el
personaje de Gracia-María se otorga a sí misma el papel de cronista (María de
San José, 1913: 9) y bachillera docta (María de San José, 1913: 34), que por ser
testigo ocular de la fervorosa empresa de la reforma sabe nombrar las cosas por
su nombre adecuado y apreciarlas por su justo valor. En diálogo con Justa —que
en el texto representa la antagonista de Gracia y es otro alter ego de la autora—,
se explica el sentido del linaje y la herencia femenina, donde la escritura aparece
como vehículo de comunicación entre el colectivo monjil y la madre fundadora.
Asimismo, al referirse a Santa Teresa por su nom de plume, se destaca su papel de
escritora —entendido como una profesión—, y este legado se establece como
origen de la autoridad para continuar su tarea:
Lo que puedes, hermana, hacer —dijo Justa—, pues el llamarte Dios y traerte a la
Religión fue por medio de la heroica y admirable Madre nuestra Ángela,32 comien-
za por ella y di cosas que viste desde que la comenzaste a conocer; […] Dios […] te
lo pague, hermana —dijo Gracia— […] deme tú orden para que vaya escribiendo,
pues es tu nombre Justicia, para dar a cada cosa lo que es suyo: a Dios la gloria
de todo, y a nuestra santa Madre nombre perpetuo por la parte que fue yo y otras
muchas viniésemos a la Religión. (María de San José, 1913: 7)
32 El nombre de Ángela fue utilizado por Teresa de Jesús en las cartas a su confesor, Jeróni-
mo Gracián, quien, en el texto de María de San José, aparece como el personaje del padre Eliseo.
33 María de San José vivió en Lisboa durante dieciocho años, a partir de 1584. Fue enviada
allí a petición de Jerónimo Gracián y a instancias del cardenal Alberto, príncipe y virrey de Por-
tugal, para salvarse de las persecuciones de los adversarios de la reforma. Allí fundó el Carmen de
San Alberto, del que será priora entre 1591 y 1603. Su periodo lisboeta coincidió con la anexión
de Portugal al trono de los Austrias y, por tanto, con una mayor presencia de españoles en la corte
portuguesa. Todos sus escritos datan de estos años, exceptuando unas poesías de su etapa en la
corte de Toledo.
34 La autora elaborará la misma forma en otros textos posteriores: Carta de una pobre y
presa descalza (1593) e Instrucción de novicias (1602). Manero Sorolla (1992a: 501-515) analiza
este tema reivindicando el lugar de María de San José al lado de Luisa Sigea de Velasco, autora de
Duerum virginum colloquiom, también escrito en forma de diálogo humanístico. La investigadora
indica que María de San José debió de inspirarse en los Diálogos del tránsito de la Madre Teresa
de Jesús de Jerónimo Gracián, que pudo conocer de forma manuscrita, o en la obra de Luis de
León De los nombres de Cristo (1583), que era lectura corriente en las comunidades carmelitas
femeninas, figurando como lectura obligatoria en las Constituciones modificadas por Sixto V en
1590. De paso se señala que estas mismas Constituciones fueron promovidas por Ana de Jesús,
colaboradora de fray Luis, con el que preparó, como se recuerda, la primera edición de las obras
de Teresa de Jesús.
de mis manos […] trae, hermana el libro de las crónicas, donde las tales se suelen
escribir y va asentando las que dijere […]. Gracia, alzando los ojos al cielo, co-
menzó pidiendo al Señor moviese su lengua y dijo: […] quisiera, hermana, otra
lengua que la mía para decir […]» (María de San José, 1913: 11-12).
Ahora, lo que resulta especialmente interesante es el sentido que se da a
la herencia teresiana en los tres niveles del texto: el tema, el modelo para la
formulación de las ideas y el vínculo directo entre la autora y las receptoras del
texto, que asimismo se ficcionalizan como personajes del diálogo. Tal y como se
ha dicho, la pretensión de perpetuar el único espíritu verdadero teresiano tiene
que ver con el concepto de la obediencia, tanto espiritual como institucional y,
por lo tanto, está ligado con la autoridad para delimitar sus marcos. Desde la
dedicatoria, María de San José es consciente de que su obra —escrita por una
mujer sobre una mujer y para las mujeres (María de San José, 1913: 3-4)— su-
pone una disidencia frente a las normas dominantes, tanto eclesiásticas (enseñar
sobre la doctrina) como seculares (escribir). De acuerdo con lo señalado por
Arenal y Schlau (2010a: 37), «the work juxtaposes women’s unswerving fidelity
to the spirit of the Founding Mother’s Reform of religious life with the arrogan-
ce and ambition of some men». Lamentando la traición de algunos elementos
primarios de la reforma teresiana, como la espiritualidad íntima, y destapando
las faltas institucionales de la Iglesia, que obstaculizó a las mujeres el acceso a la
formación, dificultándoles una plena participación en la religión («pero ¿no ves
que [los hombres] han tomado por gala tener a las mujeres por flacas, mudables
e imperfectas y aun inútiles e indignas de todo ejercicio noble?» [María de San
José, 1913: 4]), la autora presenta una rogativa para perpetuar la memoria feme-
nina. Siguiendo el planteamiento de Gloria García González (2006: 17-36) en
su análisis del significado de la memoria para el monacato femenino, la escritura
actúa aquí como un «poderoso instrumento de legitimación que indaga en el
pasado el origen de las fundaciones y se proyecta hacia el futuro mediante una
hagiográfica relación de las excepcionales personalidades que un día habitaron
dentro de sus muros» y destaca por entrelazar el plano colectivo y el individual
en una dinámica de mutua legitimación: «El texto convertido en documento
confirmaba la voluntad de ser, así como de seguir siendo comunidad, de preser-
var una identidad diferenciada» (García González, 2006: 32 y 34). Al escribir
su historia, la comunidad femenina interviene en el orden simbólico contribu-
yendo a mantener una herencia propia, la de la madre (Muraro, 1994: 34-35).
Por consiguiente, reclama el espacio real y discursivo construido por las mujeres
como lugar desde donde escribir, ejercer un tipo de poder y construirse como
comunidad religiosa a la par que intelectual. Por un lado, en el caso de Teresa de
Jesús, esta herencia femenina ha sido reconocida, hasta cierto grado, por la cul-
tura oficial, con lo cual, podría parecer que no se situaba paralelamente a la his-
toria oficial, sino que reclamaba su lugar dentro del canon: «Esta mujer valerosa
[…] ha despertado a las mujeres flacas a tomar la cruz de Cristo, mas avergonzó
y sacó al campo a los varones, y los hizo seguir la bandera de su capitana» (María
de San José, 1913: 9). Sin embargo, como señala María de San José, su sentido
ha sido falseado y el legado femenino silenciado por la cultura dominante: «Es
lástima ver esta casa y real edificio de esta altísima Reina [la Virgen del Carme-
lo], la poca noticia que de él hay y el descuido que nuestros padres han tenido
hasta aquí en hacer memoria de su grandeza» (María de San José, 1913: 49).
Al contrario de lo que podría sugerir el título de la obra —Libro de recrea-
ciones—, que posee aquí una función retórica de ofuscación, el objetivo que el
texto sigue desde la dedicatoria no es recreativo, sino imperiosamente político
e ideológico:
Resta, carísimas, que desechado todo ánimo mujeril, os esforcéis á seguir á vuestra
capitana, dando mil vidas porque no se pierda un punto de lo que con tanto tra-
bajo se ha renovado; sed agradecidas á este soberano señor, que en tiempo de tanta
necesidad como ahora hay, de que se renueve la penitencia y aspereza en lo interior
y exterior para contradecir á los malvados herejes, os escoció á vosotras, porque se
pueda decir lo que en el tiempo de aquella valerosa Débora se dijo: nueva manera
de batalla ha elegido el Señor. (María de San José, 1913: 4, el énfasis es original)
35En la Segunda recreación, por medio de un diálogo entre Justa y Gracia María, introduce
hábilmente su opinión acerca del apostolado femenino, la espiritualidad renovada y los sacra-
mentos, usando el recurso retórico de que no se va a decir lo que acaba de decirse: «—Me parece,
hermana Gracia —dijo Justa—, que te vas metiendo en lo que no te mandan ni es tuyo de hacer.
—¿En qué? —dijo Gracia. —En escribir doctrina […] y enseñar a los otros cómo han de llegar
almas a Dios […]; —Nunca Dios quiera —dijo a esto Gracia— que yo hable de los ministros del
Señor y de los que la Iglesia, nuestra Madre, nos tiene puestos para enseñarnos […] Y así, dejando
aparte a los que es su propio oficio enseñar, hablo de ti y de mí» (María de San José, 1913: 14), y
con este oráculo se introduce una larga exposición de cuestiones doctrinales que termina así: «Y
porque, como dijiste, no es mío escribir doctrina, lo dejaré para volver a nuestro intento» (María
de San José, 1913: 14).
36 María y otras autoras del periodo utilizan las dos formas ortográficas del sustantivo, la
blantes la acercan aún más al ideal teresiano, que le da crédito para continuar la
labor reformadora independientemente de su coste. En este conflicto, expresado
mediante un diálogo implícito entre la autora y sus correligionarias, colisionan
la formación humanística y la espiritualidad ascética de María de San José, que
se compaginan mediante una tercera vía —la obediencia entendida como hu-
manismo cristiano—, la libertad individual de ofrecerse a la voluntad de Dios
para la redención de las culpas de los otros: «Habémonos embarcado con Cristo
en la navecilla, hace de levantar tempestad, y aunque el Señor duerme y parece
que nos vamos anegando, Su Majestad recordará a tiempo, y nos librará. No os
desmayéis, carísimas, no os enflaquezca vuestra fe por ver que al parecer el Se-
ñor nos ha dejado tantos tiempos en manos de los que nos persiguen y afligen»
(María de San José, 1913: 173). Tal sentido mesiánico le permite a María de San
José dar un significado positivo a su reclusión y las persecuciones sufridas, a la
vez que dotar de agencia a su aislamiento. De este modo consigue convertir su
humillación en perfeccionamiento y su silenciamiento en acción:
Y por eso no tengo por vano lo que escribo, aunque sé que no lo podéis leer, mas
servirá también de lo que siempre pretendo en lo que escribo de tener un testigo
delante de Dios y de los hombres, que me acuse si lo contrario hiciere de lo que
aquí con mi mano escribo, y para mostrar que siempre os tengo presentes y nunca
de mi memoria os apartaré, aunque me hayan apartado a una tan estrecha prisión.
(María de San José, 1913: 175-176)
37 La Crónica […] se cita por la edición de Manero Sorolla (1993b: 121-147). Las Cartas
por la edición de Torres Sánchez (1995). En casos contados se recurre a los manuscritos indicando
la signatura y respectivo archivo de la fuente.
38 Carta Nº10, Archivo de MM. Descalzas de San José de Bruselas.
39 Aquí Ana cita el Libro de los Salmos: «El Señor te cubrirá con sus plumas, y vivirás seguro
se citan por las ediciones de Urkiza (1998 y 2014). La poesía se cita por la edición digitalizada
de la web de la Asociación de Amigos de Ana de San Bartolomé (consulta: 10/08/2015): <http://
www.anadesanbartolome.org/poemas04b.html>. La Autobiografía A se cita por la edición de An-
tolín (1969).
41 La autora hace referencia al tratado Contemptus mundi (De imitatione Christi) de Tomás
de Kempis.
42 Ana de la Ascensión, monja profesa de Mons, fue junto con Ana de San Bartolomé
cofundadora del primer monasterio descalzo de Amberes. En 1624 encabezó la separación de las
monjas descalzas inglesas de la jurisdicción de los superiores de la orden, pasando a la del obispo.
espirituales. De ahí que consideró que las regulaciones dadas por Santa Teresa
podían o, aún, debían de ser modificadas de acuerdo con sus mismos principios:
la mayor humildad, subordinación y abnegación de la voluntad propia. Para no
defraudar el espíritu teresiano, hubo que ajustar sus normas. En esto la religiosa
se mostró cercana a la posición de Nicolás Doria, entendiendo sus modificacio-
nes como apertura espiritual y no como restricciones de la libertad. El encierro
estricto reclamado por el provincial, que incluía también el cese de contacto
con los confesores de otras órdenes y la subordinación a los descalzos, protegía,
según Ana de San Bartolomé, a las religiosas de la corrupción exterior, permi-
tiéndoles ampliar marcos de libertad interna. La opinión de la monja, como en
otras ocasiones, provenía no de su propio parecer, sino de las visiones proféticas
en las que hablaba con la propia Santa. De hecho, lo que a primera vista podría
parecer una incoherencia o una paradoja en una priora respondía a la profunda
convicción de ser elegida por Santa Teresa como su continuadora y heredera, lo
que confirmaba el don visionario que le había sido concedido, como creía, por
la santa abulense: «Dios nos la ha dado a las dos de ser hijas de la Orden, que
todas las demás han salido desbaratadas» (Ana de San Bartolomé, 2014: 642).
Hablando de su amiga Leonor de Jesús y de sí misma, negó a otras hermanas
cercanas a la Santa, entre ellas Ana de Jesús y María de San José, el derecho a
reclamar su herencia.
Lo que resulta especialmente interesante es el uso estratégico que los dicta-
dos y las milagrosas intervenciones de Teresa de Jesús adquieren en los escritos
de Ana de San Bartolomé. A diferencia de María de San José, quien trazó un
sentido de continuidad y memoria teresiana simbólica, esta autora fijó su con-
dición de hija predilecta en una argumentación basada en la experiencia y el
milagro. De este modo, reinscribió la espiritualidad teresiana en una tradición
taumatúrgica más antigua. El hecho de convivir con la Santa y acompañarla en
su día a día durante cinco años de fundaciones, incluso, literalmente, tenerla en
los brazos en el momento de su muerte, le concedía a la monja una autoridad
difícilmente superable. Como mujer de clase baja y de formación autodidacta
y tardía —según su testimonio, también adquirida por la intervención mila-
grosa de Santa Teresa—, para formular un discurso propio (autoría) y verosímil
(autoridad) acudió a los recursos retóricos más inmediatos, que le permitieron
superar su posición de inferioridad: los miraculous inedita y la experiencia indi-
vidual (Bynum, 1995: 15, n. 4). Sin embargo, y este es quizá el rasgo que más
la diferencia de las autoras que basaron su sentido de autoridad en la experiencia
extática y mística de los siglos anteriores, ella no se consideró una herramienta
pasiva en manos de una autoridad superior. Además de ser el vivo vínculo que
transmitía el legado espiritual e histórico de Santa Teresa, en numerosos escritos,
beres (A), de mayor extensión y redactada entre 1604-1625. La segunda, Autobiografía de Boloña
(B), es un texto dos veces más corto, escrito a finales de 1622. Aquí me refiero a la Autobiografía
de Amberes en edición de 1969. Cf. la ficha sobre Ana de San Bartolomé en la base digital de datos
biobibliográficos de las autoras.
44 Aquí teleológico se aplica en un sentido amplio de acuerdo con la propuesta de Bilinkoff
(1996: 309-312), como canalizador de los poderes sobrenaturales para fines específicos sin nece-
sariamente corresponder con las directrices eclesiales.
Y vino este perlado [Bérulle] al torno y llamóme; y empezó a tomar quejas de lo pa-
sado […]. Y estuvo bien una hora litigando en cosas de las Constituciones y Regla
de algunas cosas que quería mudar. Yo le contradecía, y decía que él sabía las cosas
tan bien como yo. Yo le dije que eso no; que él sabría bien de sus letras mas que
no tenía experiencia como yo, de las cosas de la religión. (Ana de San Bartolomé,
1969: 141-142)
Estando un día de nuestro Padre San Francisco en el coro (ya yo tendría veinte y
ocho años o iría para ellos) sentí la gloriosa Santa Teresa a mi lado, siendo aquel
día el de su dichoso tránsito, y entre otras mercedes y favores fue uno de darme su
pluma para que yo escribiese como la Santa escribió, diciéndome que lo pusiese
por obra. Desde entonces quedé inclinada a hacerlo. (Estefanía de la Encarnación,
1631: 141v-142r)
dad femeninas (Cervera Vera, 1985: 112-130); por otro lado, el legado es-
piritual de las carmelitas descalzas propiciaba ejemplos de magisterio docto
escrito, de ahí que las dos tradiciones le facilitaron a la autora un horizonte
de referentes desde los que construir la autonomía y el mérito autorales.
En otras ocasiones Estefanía recurrirá a la autoridad de santa Catalina, de
santa Clara y de la Virgen María, construyendo un sentido de continuidad
entre ella y las santas doctas. Asimismo, no faltarán referencias al tópico de
la inspiración divina con fórmulas de falsa humildad: «Tomándome Dios
(siendo yo tan vil) por instrumento» o «Y mandóme [Dios] con grande fuer-
ça tomase la pluma en la mano y que empeçase a escribir según Dios me
dictase, y que no escribiese sino quando me sintiesse dictada y inflamada
del divino Amor» (Estefanía de la Encarnación, 1627-1628, Prólogo, s. p.).
En conjunto, estas construcciones retóricas cumplen la misma función es-
tratégica: justificación de la escritura y legitimación de la autoría, como la
invocación a la santa abulense expuesta en la autobiografía. Sin embargo, el
lugar otorgado a la continuidad femenina predomina en los escritos y posee
también un matiz diferente. En otra parte de su obra doctrinal (Hojas quinta
y sexta. De la vida de Cristo, 1632), al igual que en la vida, la autora desarro-
lló una espiritualidad predominantemente mariológica. Además, la Virgen
es presentada como mediadora de su escritura ante Cristo, fuente inagotable
de saber y madre-inspiradora de sus textos: «Señora mía, […] daré fin a la
obra vuestra, pues me pusisteis vos la pluma en las manos […]. Aquí en ésta
doy fin en vuestras manos, pidiéndoos, pues sóis mi protectora, que pidáis a
vuestro precioso Hijo reciba mi trabajo» (Estefanía de la Encarnación, 1632:
392r). En numerosas ocasiones, las referencias a santa Teresa de Jesús sir-
ven para fortalecer el sentido de matrilinaje, constituyendo un vínculo más
cercano, coetáneo, para construir una continuidad de la herencia simbólica
femenina. Por tanto, se puede decir que, más que un legado espiritual para
ser transmitido o una figura estratégica desde la cual construir el sentido de
poder y la justificación de la agencia, para las autoras posteriores —como
Estefanía de Encarnación—, santa Teresa de Jesús se convirtió en la pieza
que faltaba, clave para una genealogía femenina del saber. Hasta cierto pun-
to abstraída de su magisterio espiritual, la santa de Ávila fue absorbida tanto
por el discurso eclesiástico dominante como por las autoras religiosas según
la consideración estratégica del discurso.
Para concluir, es provechoso acudir a uno de los últimos escritos de
Ana de San Bartolomé, Defensa de la herencia teresiana (1621), que de algún
modo resulta emblemático para la creación literaria y la agencia religiosa de
las autoras aquí analizadas. Compuesto como relato hagiográfico, entrelaza
de modo indisoluble el magisterio de Teresa de Ávila con la agencia espi-
45 La primera intención de tal modelo autoral se debe al estudio de Lola Luna (1996a),
quien hipotetizó un paralelismo entre los prólogos de autoría femenina como respuesta a la falta
de autoridad circunstancial para pronunciar un discurso público. Propuso ver el prólogo feme-
nino de los Siglos de Oro como «género literario determinado por un conflicto entre autoría y
autoridad que condiciona su estructura retórica» (Luna, 1996a: 48). Aquí se retoma el hilo de
lo apuntado por la investigadora hace más de veinte años y, al mismo tiempo, se propone una
aproximación crítica a su opinión de que este paralelismo y la especificidad del prólogo femenino
se basaban en el predominio de la captatio benevolentiae como variante principal de instauración
de la autoría literaria.
46 Para el bosquejo biográfico y el listado completo de las obras de estas autoras, junto con
su bibliografía crítica, vid. las «Notas biográficas» al final del libro y la base digital de datos biobi-
bliográficos de las autoras.
Salazar en nombre del rey el 2 de septiembre de 1600 en Villacastín (2 hs.); licencia del prelado,
doctor Diego Muñoz de Ocampo, firmada el 28 de febrero de 1600 en Sevilla (1h.), y la aproba-
ción de fray Rafael Sarmiento, del monasterio de Santa Anna del Señor San Bernardo de Madrid,
el día 30 de julio de 1600 (2 hs.). Después vienen los versos encomiásticos a la autora: dos sonetos
de Lope de Vega y cuatro octavas sin autor, que bien pudieran haber sido escritas por una de las
primas de Pinelo, monja de la misma comunidad (Baranda Leturio, 2005: 102). Los paratextos
de la propia Valentina son la dedicatoria a Dominico Pinelo, cardenal de la Santa Iglesia de Roma
(4 hs.); el prólogo al lector, iniciado por la frase terenciana «Quot capita tot sententia» (7 hs.),
y una introducción, encabezada por el lema del Libro del Eclesiástico «Toda sapientia a domino
Deo est» («Toda sabiduría es de Dios») (4 hs.), donde la autora expone, entre otros, el propósito
principal de la obra. Al final del libro hay una tabla de contenidos, un índice de las fuentes citadas
y el colofón «Impresso en Sevilla, en San Leandro, Convento de Monjas de nuestro Padre San
Agustín, Por Clemente Hidalgo. Año de 1601».
49 Recordemos que la Inmaculada Concepción como dogma de la fe católica fue establecida
en el siglo xix (por la bula Ineffabilis Deus del 8 de diciembre 1854). Sin embargo, los monar-
cas del territorio ibérico defendieron esta causa ya desde el rey visigodo Wamba, en el siglo vii.
Después, también los reyes Fernando III el Santo, Jaime I, Jaime II de Aragón, Carlos I y Felipe
II fueron especialmente devotos de la Purísima Concepción, utilizando esta verdad de fe en sus
campañas militares. Desde el siglo xiv se establecían cofradías en honor a la Inmaculada y en el
siglo xvi se revitalizó el fervor de su defensa. En el subcapítulo 2.4 se ha analizado su significado
a la luz de otras grandes controversias teológicas de la época.
50 El Libro de Santa Anna se divide en cuatro partes: la primera está centrada en reconstruir
la imagen de Santa Ana «a partir de lo que más probado y autorizado estuviere de fidedignos
autores»; la segunda trata de la Inmaculada Concepción de la Virgen María; la tercera, de san
Joaquín, y la cuarta, de san José y la vida de María de Nazaret. En su conjunto compagina ele-
mentos mariológicos y cristocéntricos en forma de tratado doctrinal sobre la maternidad de las
dos primeras mujeres del cristianismo. Tal y como señala Marín Pina (2006: 35), el texto «rebasa
el cauce genérico de la simple hagiografía», introduciendo historias profanas clásicas y pasajes
de doctrina moral. A esto se suma un capítulo sobre la formación de las religiosas y dos vidas de
santos: Joaquín, marido de Ana, y José, marido de María. De carácter profundamente híbrido, el
texto incluye también las explicaciones etimológicas, cabalistas y astrológicas.
51 Valentina Pinelo se refiere también al texto de Pedro Orlando Cartujano Historia de la
Gloriosa Santa Ana, que ha sido añadido a la Vita Christi de Ludolfo de Sajonia. Pudo encontrar
unas pocas referencias también en las versiones impresas de grandes familias de santorales caste-
llanos medievales y renacentistas —el Flos sanctorum (1516-80) y la Leyenda de los santos (1520),
ambas basadas en la Legenda aurea de Santiago de la Vorágine—, o posteriores, basados en las
Vitae sanctorum, de Lipomano y Surio, que también cita en su obra. Brevemente se ocupan de
este personaje Pedro de Ribadeneyra en el Flos Sanctorum de 1599 y Alonso de Villegas en el Flos
Sanctorum de 1578 y 1591. Álvaro de Luna coloca a santa Ana al frente de su tercera obra, Libro
de claras y virtuosas mujeres. Aunque Valentina no la cita, no se puede descartar la posibilidad de
que conociese la varias veces reeditada en el siglo xvi temprana obra de Juan de Robles, La vida
y excelencia y milagros de Santa Ana y de la gloriosa Nuestra Señora Santa María (1511), y otros
Vitae Christi que se referían al tema de la natividad de la Virgen María. Además, la autora cita
al respecto las Epístolas de san Jerónimo; el libro primero de la Historia Eclesiástica de Nicéforo;
a san Epifanio; a san Juan Damasceno; al hagiógrafo bizantino Simón Metafraste; a Eusebio, en
la Historia Eclesiástica, y a san Cirilo. A Germano, arzobispo de Constantinopla lo cita como de
Nicomedia (10r), así que bien pudo referirse a Gregorio, arzobispo de Nicomedia, y, además, citar
por una fuente indirecta.
a los que con el tiempo se unieron los jesuitas, los clérigos regulares y la gente
común— y sus detractores —los dominicos, seguidores de santo Tomás y el
santificatio in utero—52 a principios del siglo xvi se convirtieron en un debate de
carácter popular e incluso violento. La relevancia sociocultural de este conflicto
fue enorme, basta recordar que la declaración de la Inmaculada fue adoptada
por el discurso de la limpieza de sangre hasta tal punto que se identificó ser un
buen español con ser inmaculista (Sanz, 1995: 73-101).53 En este sentido, invo-
lucrarse en la disputa era condición indispensable si se pretendía tomar posición
y tener voz en el discurso teológico y devocional del momento. Sin embargo,
no podía pasar desapercibido que dicha voz era la de una monja y, además, de
origen extranjero, en este caso genovés.
Valentina Pinelo, en su lectura hermenéutica de la Biblia, propone una rei-
vindicación del papel de María en la historia del cristianismo, como lo hicieron
también santa Gertrudis (1256-1302), Isabel de Villena (1430-1490) o María
de Jesús de Ágreda.54 Sin embargo, la autora agustina trastoca la escena actual de
modo más evidente en la medida en que interviene en el debate teológico vigen-
te con una interpretación propia que no se basa, como en el caso de las místicas
y visionarias, en la experiencia espiritual y carnal propia, sino en la auctoritas del
tema que está tratando. Defiende la genealogía materna de Cristo dando priori-
dad a las figuras de María y Ana y cuestionando de este modo, o por lo menos
relegando a un segundo plano, la concepción cristocéntrica de la religión. No
obstante, a diferencia de las argumentaciones mariológicas frecuentes en otras
52 Los inmaculistas tenían sus partidarios también entre los letrados universitarios de Colo-
nia, Sorbona y Valencia. Los centros más importantes del conflicto en este momento se estable-
cieron precisamente en Granada y Sevilla, donde en 1613 se dio una expansión concepcionista
amplia y un clamor en contra de los dominicos. Después de la petición oficial de los inmaculistas
dirigida al papado para desacreditar a los maculistas, se logró obtener la bula de 1617 de Paulo V
que concedía libertad en todas las festividades de la Inmaculada. Durante el reinado de Felipe IV,
la disputa permanecía abierta, a pesar de la bula de 1655 que autorizaba su culto.
53 De la gran repercusión de la advocación mariana en la cultura escrita del momento da
tratará en la parte 3.2.V. Es necesario indicar que esta obra constituye una de las más importantes
hermenéuticas de la vida de la Virgen y un tipo de reflexión metanarrativa sobre María de Nazaret
como modelo de santidad femenina, pero también de autoridad derivada de su condición de
madre de Dios. En este sentido, la imitatio mariae, en tanto uno de los elementos comunes para
la reflexión espiritual de las autoras religiosas, contribuye a establecer vínculos entre feminidad,
maternidad y conocimiento.
55Vid. El hijo pródigo (1892: 57) y El peregrino de su patria (1973: 378-380). Resulta muy
interesante, pero imposible de abarcar en este estudio, la hipótesis planteada por M.ª Carmen
Marín Pina sobre la influencia que pudo tener el libro de Valentina Pinelo sobre Lope de Vega a
la hora de escribir la comedia Madre de la mejor (1610-1615), que expone el tema de santa Ana y
la Inmaculada Concepción, cf. Marín Pina (2006: 34, n. 3).
vulgar o Erato en el orden de las Musas (1648: 349r-372v), que reedita después
adjunto a la primera bibliografía de la literatura española, la Bibliotheca Hispana
Nova (1672). Con el mismo estilo encomiástico, un siglo más tarde, hablará
de ella Diego de Zúñiga (1796: 186). Igualmente, el impacto inmediato de su
texto exegético tuvo que ser considerable, a juzgar por el hecho de que el teólogo
franciscano Pedro de Alva y Astorga reutilizará su argumentación inmaculista en
su Militia Inmaculatae Conceptionis Sacratissime Virginis Mariae (1663).
Por otra parte, el escrito anónimo56 de la censura que ha llegado a nosotros
le reprueba a Valentina Pinelo su falsedad e ignorancia. El censor-monje desacre-
dita y desautoriza su discurso reprochándole no solo sus errores teológicos, sino
el atrevimiento de dar una interpretación personal de la Sagrada Escritura, y más
aun siendo monja y mujer, por lo que debería estar callada, de acuerdo con las
máximas paulinas: »Mulier in silentio discat» (BSV, 1 Tim. 2: 11), y jamás de-
bería enseñar e interpretar: «Docere autem mulieri non permitto» (BSV, 1 Tim.
2: 12). O, como resumió uno de tantos moralistas de la época, Juan Huarte de
San Juan, «quedando la mujer en su disposición natural, todo género de letras y
sabiduría es repugnante a su ingenio […] porque su sexo no admite prudencia
ni disciplina» (Huarte de San Juan, 2016: 235).
El hecho de censurar una obra ya en circulación y con licencias puede ser
muestra del éxito y alcance que debió de haber alcanzado tras su impresión.
Entonces, y como demuestra la carta dilatoria, el atrevimiento de la autora no
consistiría solamente en el tema o la posición tomada en el debate, sino en el
hecho de atreverse a interpretar la doctrina. Incluso cuando Valentina dirige su
refutatio en contra de la herejía luterana, mostrándose claramente partidaria de
las políticas contrarreformistas, el censor no admite su intromisión en materia
teológica porque «replicar no es propio de mujeres» (Carta dilatoria apud Ma-
rín Pina, 2006: 36 y 43). Como se ha podido ver en las partes anteriores del
estudio, la validación «de un descubrimiento o una interpretación […] supone
la garantía de nombre propio, pero del nombre propio de aquellos que por su
condición social tienen poder para enunciar la verdad» (Chartier, 1999: 22). El
largo listado de los casos inquisitoriales contra la interpretación teológica feme-
nina, desde Juana de la Cruz, Isabel Ortiz (1524/26-después de 1558), María
British Library, que presenta graves problemas de lectura al faltar los dos últimos folios y por el
deterioro del papel. María del Carmen Marín Pina supone que fue escrito por un jesuita y censor
calificado (se encuentra entre varios papeles mayoritariamente relacionados con esta orden). Pro-
bablemente la censura se escribió en el momento de mayor control sobre los escritos espirituales,
o sea, la segunda etapa, que coincide con la publicación del Índice (1612-1614) de Bernardo
Sandoval y Rojas. Se desconoce si la censura abrió el proceso inquisitorial contra la autora o si
ella conoció este texto, sin embargo, no figura como prohibida en los Índices de 1612 ni de 1632.
3.2.2.2. «Y assi digo que yo soy poco escrituraria»: el género y las instancias
autorales desde los prólogos
57 Barthes propone una definición de esta premisa entimemática como «lo que cae bajo los
sentidos, lo que vemos y oímos […], evidencias físicas que sirven de puntos de partida a razona-
mientos implícitos» (Barthes, 1982: 52).
3.2.2.3. «Suele Dios en cuerpos flacos de mujeres tiernas, plantar ánimos fuertes
y valientes de espíritu»: el prólogo y el devenir autora
58La obra está dedicada a fray Miguel Escartín, obispo de Barbastro y consejero real. Los
preliminares constan de dos cartas alegatorias sobre la autora y su obra de Manuel de Salinas y
Lizana, canónigo y prepósito de la catedral de Huesca, y de Francisco de la Torre, de la Orden de
Calatrava. Después les siguen la censura y la aprobación de Íñigo Royo, abad de San Victorián,
las aprobaciones del jesuita Francisco Salvá y de fray Juan Bautista Ruiz de Medina, monje del
monasterio de Valdigna, y la licencia de la orden firmada por fray Vicente Redorad, abad del Real
Monasterio de Rueda, y fray Matías Villava, el secretario de la misma congregación, firmada el
3 de abril de 1655. Tras estos paratextos legales, la dedicatoria de la autora a Miguel Escartín, la
tabla de contenidos y la fe de erratas. Por último, aparece el «Proemio» de veinticuatro páginas,
redactado a modo de crónica sobre el convento de Casbas y que concluye con un soneto dedicado
a la Virgen de la Gloria, patrona del monasterio. El libro incluye un breve resumen a modo de
epílogo que valora el texto en su conjunto.
59 Los preliminares a este libro constan de la dedicatoria a Juan de Austria; la aprobación
Chistiano lector, conviene dar razón de mí, y assí digo que yo soy poco escrituraria,
o por mejor dezir, lo que yo sé es poco más que nada, y esta verdad me á traído
siempre acobardada y temerosa, y por conocer en mí el flaco subjeto de muger,
algunas vezes, se me á ofrecido ocasión, y quando escrivo me hallo bolando con algún
lugar de escriptura […] en el cancionero á sido el trabajo, y aquí el descanso, pues mi
regalo y consuelo es considerar las excelencias y prerrogativas, de la bienaventurada
santa Anna […] ofreciéndole mi desseo y mi trabajo. (Pinelo, 1601, Prólogo, s. p., el
énfasis es mío)
60 Sobre Isabel de Liaño apenas se conservan datos biográficos, excepto unas informaciones
que se pueden deducir de su único texto conservado, la Historia de la vida, muerte y milagros de
Santa Catalina de Siena (Valladolid, 1604). El folio titular de la obra declara que nació en Palacios
de Campos y el censor del texto, Luis de la Puente, atestigua que Isabel era por entonces viuda y
monja del convento de las dominicas. Con toda probabilidad recibió una formación humanista
en su casa, que bien pudo ser la del pintor Felipe de Liaño, discípulo de Sánchez Coello. Anne J.
Cruz aporta datos adicionales sobre la autora: «Liaño fue testigo de la boda del medio hermano
de Alonso Sánchez Coello, Jerónimo Sánchez Coello con Antonia de Liaño el 22 de octubre de
1584. También, Liaño podría haber sido la autora del libro Vida de Santa Caterina de Siena que
aparece en el inventario del pintor Vicente Carducho» (Cruz, 2009a: 44, n. 10). De su obra, la
investigadora destaca el controvertido hecho de haberla dedicado a Margarita de Austria en el pe-
riodo de su competencia con el duque de Lerma y el valor estratégico de su proemio en la defensa
de la autenticidad y el mérito de su obra.
61 El texto de Isabel de Liaño, un primer poema épico de autoría femenina que en su versión
completa llegó a la imprenta, es considerado por la crítica el ejemplo más destacado de autoría
femenina que rechaza el patronato y cualquier mediación masculina en su proceso de producción
y difusión. Janet Pérez y Maureen Ihrie señalan al respecto: «Whereas many books of the same
period were dedicated to Philip III, the duke of Lerma, or the court of Lemos, by dedicating her
poem to the queen, Liaño keeps her discourse among women. Her book written by a woman,
dedicated to a woman of prominence, concerned with the relationships between women in and
outside of convents, features a female hero as principal protagonist. Furthermore, evidence su-
ggests that the book was printed by a female printer (Margarita Sánchez) and probably founded
by nuns, or at least sold to them. Hence the Historia represents the most thorough rejection of
male patronage Spain had ever known» (Pérez y Ihrie, 2002: 351-352).
For Liaño to say that her poem ought to stay within a purely feminine world
is to suggest that Paul’s prohibition against women’s public voice is not really
broken. If the poet writes only for other women to read her, her voice never rea-
ches the public sphere, in which, by definition, only men are present. Of course,
this announcement […] makes sense only if the text reaches the male audience.
(Kaminsky, 1996: 12)
Una de las cosas menos admitida entre leyes humanas es la ciencia administrada
por femeniles juicios. Debió de ser conveniente, pues un tan gran santo como san
Pablo aprueba la misma opinión. Junto con esto sabemos que por la mayor parte
entre escritores antiguos y modernos anda nuestro nombre aniquilado. […] saqué mi
trabajo a luz, quedando más oscurecida mi justicia con la incredulidad de nues-
tros contradictores, diciendo que hurté esta poesía y que alguno que la hizo la quiso
atribuir a mí por aventajarse en la venta de ella, pues por tener nombre de autor
tan desacreditado gustarían de verla todos con curiosidad y como cosa a su parecer
imposible». (Liaño, 1604: 6r y 8r, el énfasis es mío)
To declare that she does not wish the male reader’s participation is to affirm that
his judgement is beside the point. If he wishes to read her, he then must take in
the responsibility of approximating a woman reader’s reception, which is founded,
according to Liaño, on a moral superiority that includes a greater appreciation for
devotional themes and a disdain for rhetorical ostentation, in favor of humility,
when dealing with the sacred. (Kaminsky, 1996: 12)
ponda a una función tópica, podemos entenderla también como una decisión,
la de prescindir de cualquier tipo de mediación masculina. A la luz del carácter
erudito de su tratado y del listado de fuentes citadas recogidas en el índice
final,62 tal afirmación resulta ser un diestro antífrasis que le permite a la escri-
tora presumir de una sabiduría adquirida con esfuerzo individual, alejándose
de posibles acusaciones de soberbia o vanidad. En esta estrategia, Valentina
está muy cerca de Teresa de Cartagena y su «Introducción» a la Admiraçión
operum Dey (ca. 1481), anterior a su texto en más de un siglo. Cuando Teresa
dice: «Yo no ove otro maestro, ni me conseje con otro algún letrado, ni lo
traslade de libros, como algunas personas con maliciosa admiraçcion suelen
desir» (Cartagena, 1967, Admiraçión, s. p.), consolida realmente las bases para
lo que será un prólogo-apología de la autenticidad de autoría femenina. Re-
cordemos que en dicha «Introducción» Teresa de Cartagena está defendiendo
la autoría de su primera obra, una autobiografía espiritual intitulada Arboleda
de los enfermos,63 que escribió como un desahogo ante la sordera que le afectó
ya en su madurez. Al haber compuesto un tratado de gran erudición y soltu-
ra literaria siendo mujer y sin formación reglada, fue acusada de plagio y su
autoría quedó desacreditada. Para defenderse de tal desautorización, la autora
acude a una estrategia basada en la paralipsis y el anacoluto, que le permi-
ten desestabilizar las acusaciones sin enfrentarlas abiertamente. Estos tropos,
habitualmente empleados para hacer indirectamente un ataque ad hominem
(Barthes, 1982: 78), le posibilitan revalorizar su obra y manifestar su autoría
manteniéndose dentro de la actitud de la humilitas.64 Y, mientras que en Ar-
62 El Índice de Sagradas Escrituras, que la autora incluye al final de su libro, registra unas
cuatrocientas veintidós referencias al Antiguo y Nuevo Testamento. Por su texto sabemos que era
una avispada lectora de los clásicos, los Evangelios, los Padres de la Iglesia, el libro de los Salmos
y el libro de los Proverbios. Este repertorio lector coincide con las bibliografías ortodoxas estable-
cidas por san Jerónimo y los Padres de la Iglesia. Resulta interesante apuntar que en el repertorio
de Valentina Pinelo se encuentra el Cantar de los cantares, tan controvertido para los doctores de la
Iglesia y los teólogos. El mismo san Jerónimo desaconsejaba su lectura para las mujeres en Cartas
sobre la educación de las jóvenes.
63 Ambos textos se encuentran en un códice manuscrito del siglo xv, copiado por Pero Ló-
pez de Trigo. El volumen, de noventa y una hojas, contiene la Admiraçión operum Dey; la Arboleda
de los enfermos; el tratado Vençimiento del mundo, de Alonso Núñez de Toledo, y las Sentençias de
philósophos e sabios, anónimo que algunos críticos atribuyen a Teresa de Cartagena, enviado desde
Elche a doña Leonor de Ayala. Cito por la edición digitalizada de los paratextos de las obras de
BIESES, vid. el apartado de bibliografía citada.
64 «Muchas veces me es hecho entender, virtuosa señora, que algunos de los prudentes va-
rones y asimismo hembras discretas se maravillan o han maravillado de un tratado que, la gracia
divina administrando mi flaco mujeril entendimiento, mi mano escribió. Y como sea una obra
pequeña, de poca sustancia, estoy maravillada. Y no se crea que los prudentes varones se inclinasen
a quererse maravillar de tan poca cosa, pero si su maravillar es cierto, bien parece que sea denuesto
boleda de los enfermos Teresa legitima su autoría con los tópicos de la escritura
por mandato y la inferioridad intelectual y biológica femenina — «la bajesa
y grosería de mi mujeril ingenio»—, su posterior defensa se basa más en los
topos del modus scribiendi y causa scribiendi: «E comoquier que la buena obra
que ante el sujeto de la soberana verdad es verdadera y cierta, non empece
mucho si en el acatamiento y juicio de los hombres humanos es habida por
dudosa, como esta, puede estragar y estraga la sustancia de la escritura, y aún
parece evacuar muy mucho el beneficio y gracia que Dios me hizo» (Cartage-
na, 1967, Admiraçión, Introducción, s. p.).
En consecuencia, tal estrategia, leída al trasluz de los cambiantes proce-
sos de la cultura escrita del momento, podemos interpretarla como indicio
de una autoría más marcada y como evidencia incipiente de la función-au-
tora, ya que es esta quien da coherencia y asegura la unidad del conjunto de
los textos. En el caso de Valentina de Pinelo, esto se verá respaldado además
por la auctoritas del tema que está tratando. Al dar a un libro misceláneo
un título referido a la figura de santa Ana, establece el principio de autori-
dad todavía a caballo entre un régimen antiguo, asegurado por la auctoritas
bíblica, y uno moderno, que ya demanda la función-autor. Sin embargo,
unos cuarenta años más tarde, la función-autora como única fuente legi-
timadora de la voz literaria y la unidad codicológica del libro permitirán a
María de Santa Isabel presumir de la recopilación de sus poesías varias en
un tomo autoral. Resulta muy interesante la transformación de los procesos
de conceptualización de la figura autoral y, por tanto, la función discursi-
va que podemos observar en el proemio al libro de las Rimas varias65 (ca.
1642-1646) que esta religiosa firmó con su nom de plume, Marcia Belisarda.
La argumentación que Marcia expone, ante «quien leyere estos versos», de-
muestra una posición autoral lo suficientemente firme para ser interpelada,
lo que constituye una legitimación de la autoridad de su voz poética; ya no la
modestia afectada ni una autoridad externa al texto, sino la propia escritora,
en su condición social y genéricamente marcada, se reclama como fuente de
la autoridad literaria:
no es dudoso, ca manifiesto no se hace esta admiración por meritoria de la escritura, más por
defecto de la autora o componedora de ella» (Cartagena, 1967, Admiraçión, Introducción, s. p.).
65 Los paratextos de este manuscrito preparado para imprenta, que nunca pasó a ella, cons-
tan de una décima en loor de la autora por un anónimo; un prólogo de la autora dedicado a «quien
leyere estos versos»; otros versos encomiásticos de doña Juana de Bayllo, monja del Monasterio
Real de Santa Isabel de Toledo, y décimas de Jacinto Quintero y del licenciado Montoya, opositor
de los curatos. Después se insertan versos de agradecimiento a María de Ortega, la mecenas de la
autora y del libro, y otros versos de un franciscano anónimo a favor de la poeta y, finalmente, las
ciento treinta y ocho composiciones de Marcia Belisarda.
Siendo pasión natural amar los hijos (aun sin ser hermossos, mayormente los del
entendimiento), no se extrañará que estos del corto mío recoja mi amor, porque
desperdiciados cada uno por sí, se exponen á padecer injustos naufragios en el
crédito de las jentes; y juntos, podrán más bien balerse unos con otros, por quanto
la cadencia y las bozes de ellos darán señas suficientes de ser, no hijos de muchos
padres, sí de uno solo. (María de Santa Isabel, 2015:114)
[C]a ni me puede dañar la injuria ni aprovechar el vano loor. Así que yo no quiero
usurpar la gloria ajena ni deseo huir del propio denuesto. Pero hay otra cosa que no
debo consentir, pues la verdad no la consiente, ca parece ser no solamente se maravillan
los prudentes del tratado ya dicho, más aún algunos no pueden creer que yo hiciese
tanto bien ser verdad: que en mí menos es de lo que se presume, pero en la misericordia
de Dios mayores bienes se hallan. (Cartagena, 1967, Admiraçión, Introducción, s. p.)
Humildemente suplico que no pierda crédito y opinión este libro, y a quien dixere
que le falta valor, por no tener un auctor graduado en sacra Theologia: respondo que
la sagrada Escriptura tiene tanta auctoridad consigo que no la puedo desautorizar
yo, por la falta del sujeto, o por no haber estudiado. (Pinelo, 1601, Prólogo, s. p.)
66A partir del ya clásico debate textual que Diana Fuss (1999: 127-145) estableció con Jo-
nathan Culler (1985: 43-61) sobre el significado y la posibilidad axiológica de leer como mujer, se
puede proponer una definición de trabajo que asume como tal una lectura resistente a los mitos,
tópicos, estereotipos o lugares comunes con los que se construye el sistema de definiciones de lo
femenino y su lugar en la cultura.
67 Sobre todo, en el Libro I, caps. 1-5; 13; el Libro II, caps. 8-9, y el Libro III, caps. 7-14; 21-30.
[V]uestra dadiva haze competencia con la del eterno padre; quien si el dio su uni-
génito hijo para redimir los hombres, vos le disteys vuestra hija, para que fuesse
el medio de tanto bien, y tuviesse remedio el género humano, por lo que Dios y
vos señora disteys a el mundo […] y assí que al eterno padre disteys esposa siendo
infinito, y de infinita grandeza, y ella nacida de vuestro vientre, y criada a vuestros
dichosos pechos, y dandole vos la leche que convirtió en sangre, para que de ella y
de vuestra carne se vistiesse el unigénito hijo de Dios. (Pinelo, 1601: 278r)
Este lenguaje mariológico era utilizado con frecuencia por las autoras y
místicas del momento, ya que abría la posibilidad de incorporar la experiencia
68La contribución de Diego Velázquez al tema deriva de un hallazgo reciente de John Mar-
ciari, quien atribuyó al pintor sevillano el cuadro La educación de la Virgen, encontrado en los só-
tanos del museo de la Universidad de Yale (Marciari, 2010: 149-153). Este descubrimiento arrojó
luz nueva sobre la primera etapa de creación del artista y supuso un reavivamiento de estudios
entre los críticos y especialistas de la obra velazqueña.
El mayor oficio que el cielo repartió y dio en la tierra […] y la mayor dignidad en-
tre todas ellas, fue ser madre d[e] Dios y assi mismo ser madre de la Madre de Dios:
y esta verdad no tiene contradición […]. El ser Madre de Dios fue mayor alteza,
excedió a los Ángeles en el oficio y en la gracia, y en la pureza a los Cherubines, y
en la licencia a los Serafines y en el fuego de amor: es mejor que todos: pues fue
lunbrera de los Patriarcas y Profetas, Maestra de los Apóstoles, exemplo y fortaleza
de los Mártires, Capitana de las Vírgenes, más sabia que todos los Confessores y
Doctores […] ella lo fue de todos, y más elegante, y más erudita que todos los
Predicadores. […] / pero vos gloriosa Anna disteys una joya tan preciosa, que todo
el oro de la tierra no le yguala, pues en ella se atesoró el del cielo: in quo sunt omnes
thesaum: la qual fue para la redempción de captivos y resurreción de muertos; y assí
quedó por este medio todo el linaje humano redimido y con nueva vida. (Pinelo,
1601: 20r-20v y 280v)
lector de que su texto va a ser «como canto llano», que su voz «ni será de Ángel,
ni de hombre, sino de muger que no puede alçar la boz, ni subir el punto como
quisiera» (Pinelo, 1601, Prólogo, s. p.). Sin embargo, no renuncia al reto: de
acuerdo con el principio horaciano de sapere aude, decide «yr discantando con
un grano de sal de Teología en la lengua», con la confianza de que «la razón y
la voluntad (si algo vale) suplirá todas las faltas» (Pinelo, 1601, Prólogo, s. p.).
The link between impure blood and feminization ran deep in the ideological as-
sumptions of all the groups that made up seventeenth-century Castilian society.
[…] Any claim to subjectivity not founded on Christian and male categories was
to be denied access to power and in fact to be considered outside culture […] [the-
se] categories functioned not so much to distinguish between men and women as
to determine the distribution of power among men. (Mariscal, 1991: 33 y 59-60,
el énfasis es original)
Querer levantar hasta el cielo una tan grande maquina sobre tan flaco cimiento
parece manoscabo de la misma obra. Pero no fue falta sino sutileza grande de Dios
[…]. Esta dize el Santo, yá dexó de ser muger restituiendose en el ser de varon con
70Se dice de paso, y no sin resentimiento, que estos mecanismos de validación de la autoría
femenina se han mantenido hasta los tiempos actuales, como demuestra la argumentación de
Andrés Ocerín-Jáuregui (1924: 1013-1015) sobre los textos místicos de María de Jesús de Ágreda:
«María es un hombre por su rara madurez y gravedad». En esto influyó, además, el hecho de que,
por razones estratégicas, las propias autoras se autodefiniesen mediante genéricos masculinos para
evitar fórmulas despectivas y minusvaloradoras del oficio de escribir (por ejemplo, Marcela de
San Félix se refiere a sí misma como «el poeta»). Como señalaron Gilbert y Gubar, en el estudio
mencionado La loca del desván, y como mucho antes afirmó Virginia Woolf, «la autora parece
encerrada en un doble y desconcertante brete: tenía que escoger entre admitir que “sólo era una
mujer” o reclamar que “era tan buena como un hombre”» (Gilbert y Gubar, 1998: 78).
mayor gloria suya que si lo uviera sido desde principio, pues enmendó á la natu-
raleza con su virtud volviéndose con esta al huesso de adonde salió. (Francisco de
Jesús, 1627: 16-17)
¿quién / esperará malas obras / de ardor que piensa tan bien?» (María de Santa
Isabel, 2015: 130, vv. 19-27). Lo interesante de estos versos, sin embargo, no
reside en la reiteración de los clichés, sino en los cambios producidos en las di-
námicas sociales reflejadas en el mismo poema. Después de acudir a los tópicos
de legitimación de la autoría femenina, el autor anónimo hace referencia a un
cambio en la cultura letrada de aquel momento que atestiguaba una presencia
creciente de las poetas en la escena pública, en competencia directa con los auto-
res masculinos: «Ya a las damas, los poderes / negaban leyes confusas / de hablar,
como si las musas / no hubieran sido mujeres; / mas hoy, los altos renombres /
que les gana vuestro ser / da a entender / que aprender pueden los hombres / a
escribir de una mujer» (María de Santa Isabel, 2015: 130, vv. 28-36).
Entonces, aun sin poseer un estatus reconocido en las normativas que rigen
el mercado de los libros y el orden simbólico patriarcal, la autoría femenina
ocupaba cada vez más espacio en el universo lector religioso y laico. Este espacio,
arduamente conquistado por las escritoras en un constante devenir de la función
autoral, resulta especialmente visible en los prolegómenos de los textos. A estas
alturas cabe preguntarse en qué modo reflejan, refutan o reafirman dichos mo-
dos de negociar la legitimidad de la voz femenina las propias autoras. El proemio
de Marcia Belisarda a sus Rimas varias ofrece interesantes respuestas al respecto.
Se ha dicho que el manuscrito responde a la disposición habitual de las obras
impresas, aunque no pasó por la censura y carece de los paratextos legales. En
este sentido, y tomando en cuenta la dinámica de la cultura escrita conventual,
mayoritariamente manuscrita, aunque posible, no resulta necesario el deseo de
su publicación. Como demuestra Martina Vinatea Recoba, en la muy reciente
edición crítica de la poesía de Marcia Belisarda, lo que sí se puede confirmar es
que estamos ante una obra «cerrada y definitiva, o una copia en limpio, avalada
por el entorno literario que pretende elevarla como conjunto a la consideración
del lector» (Vinatea Recoba, 2015: 65). Como se ha dicho, la función-autora
se convierte en referente único de la unidad codicológica del tomo y revela el
deseo de la autora de «canonizarse […] dentro del circuito de consumo de lite-
ratura conventual y comunitaria para el cual se preparó la recopilación» (Vinatea
Recoba, 2015: 67). La voluntad de recopilar composiciones de muy diversa
índole, aunque hubiesen sido compuestas en circunstancias divergentes, respon-
de a una toma de conciencia de la dimensión estratégica del discurso cuando
es el estilo de la autora el único factor de unidad de la colección de los textos.
Igualmente, el pseudónimo literario, en su sentido estratégico, revela, por un
lado, la deuda literaria contraída por la autora con Lope de Vega y, por el otro,
apunta al carácter marcial, de enfrentamiento y liderazgo, que la autora asume
en su empresa literaria. Asimismo, en el proemio, Marcia Belisarda indica un
posible patrón interpretativo que como autora pretendió para la lectura de su
texto: «Porque [los versos] desperdiciados cada uno por sí, se exponen a padecer
injustos naufragios en el crédito de las gentes, y juntos podrían más bien valerse
unos con otros por cuanto la cadencia y las voces de ellos darán señas suficientes
de ser, no hijos de muchos padres, sí de uno solo» (María de Santa Isabel, 2015:
114). El tópico de la relación filial del autor con su obra recuerda a los prólogos
masculinos de la época, como el cervantino al Quijote (Cervantes, 1999: 27):
«Desocupado lector: sin juramento me podrás creer que quisiera que este libro,
como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso».71, o el de Jorge de Monte-
mayor al Segundo Cancionero (1579: xii): «Así que, Señor Ilustrísimo [duque de
Sessa], pues (según los Filósofos quieren) los libros son hijos del entendimiento
del que los compone, y como tales deben ser amados». Consecuentemente, se
puede decir que Marcia Belisarda adopta la metáfora de la paternidad literaria,
que, según el estudio de Harold Bloom (1973), revela una ansiedad de influen-
cia, y la adapta a fines más urgentes para una mujer-autora, que demuestran una
ansiedad de autoría: la necesidad de negociar la veracidad de su voz literaria y la
autoridad simbólica. Este proceso, característico de las escritoras modernas, ha
sido detalladamente analizado en el ya clásico estudio de Sandra Gilbert y Susan
Gubar,72 quienes señalaron sus elementos más sensibles:
A diferencia de su igual masculino, la artista femenina […] para definirse como au-
tora, debe redefinir los términos de socialización […]. Con frecuencia sólo puede
iniciar su lucha [por autoría] buscando activamente a una precursora que, lejos de
representar una fuerza amenazante que haya que negar o matar, pruebe mediante el
ejemplo que es posible una revuelta contra la autoridad literaria patriarcal. (Gilbert
y Gubar, 1998: 64-65)
71 Obviamente, el tópico de la presentación metafórica del libro como hijo del autor está
presente ya en Ovidio. Sin embargo, los autores de esa época modifican esta idea con la inmediata
mención al ingenio, utilizado aquí en el sentido de la inventio.
72 Se han señalado en el capítulo teórico los elementos de influencia de esta propuesta críti-
ca. Aunque con las debidas reservas hacia el enfoque psicoanalítico y el marco teórico de la crítica
literaria feminista anglosajona de los años ochenta, sobre todo, en lo relativo a los elementos
esencialistas y separatistas, ciertas observaciones confirman su validez respecto a las autoras de los
siglos áureos y siguen siendo un punto de partida vigente para una lectura más actual.
Ociosa satisfacción para los que con discreta y urbana atención o intención [de]
bien advertir que quien dio alma a la mujer la dio al hombre y que no es de otra ca-
lidad que esta, aquella, y que a muchas concedió lo que negó a muchos; y si dando
a conocer estos versos su legítimo autor (por serles en todos sus defectos parecidos)
no bastare para que se dude la gloria que en la duda le adquiriesen, se deberá a Dios
y cuando no la goce, no le falte la de su cielo que es la que desea y pretende. (María
de Santa Isabel, 2015: 114)
73El prólogo de Zayas ha sido objeto de numerosas aproximaciones críticas, que destacaron,
sobre todo, su carácter protofeminista. La argumentación igualitarista, sin embargo, mantiene su
carácter clasista, propio del pensamiento de Zayas, como se ha mencionado anteriormente. De
entre los muchos análisis, destacan los de Lisa Vollendorf (2005b: 57-73), Susanne Thiemann
(2009: 109-136) y Margaret Rich Greer (2000).
Entre los muchos investigadores que pusieron de relieve esta cuestión, aquí se hace referencia prin-
cipalmente al estudio de Fernando Doménech, que diferencia entre teatro conventual, «escrito,
dirigido e interpretado por mujeres (las monjas o las novicias) para público de mujeres (el resto
de la comunidad)», y teatro también escrito por monjas, pero «no […] para la comunidad, sino
para el exterior: para los teatros comerciales o palaciegos» (Doménech, 2003: 1243-1260). Esta
categorización corresponde con la distinción ya mencionada entre la literatura por encargo versus
privada (Doménech, 1996a: 391-398).
75 Como se ha señalado anteriormente, este concepto fue acuñado por Georgina Sabat de
Rivers (2001: 435-450), en su estudio sobre la literatura manuscrita de los conventos femeninos,
para destacar las particularidades y la dinámica interna de esta creación literaria. Sabat de Rivers
puso un énfasis especial en el carácter autónomo e innovador de la creación dramática y poética
de Marcela de San Félix. Dentro de la misma lógica de la creación intramuros, Alison Weber
(1996), en su estudio sobre la obra de Teresa de Jesús, destacó aspectos diferentes con su concepto
de la retórica de la feminidad, Este concepto apunta especialmente hacia la retórica de la ironía,
la humildad y la ofuscación, que le permitieron a la Santa desarrollar el pensamiento doctrinal
y teológico sin subvertir abiertamente la supremacía masculina. Hablar como mujercilla para un
aforo de mujercillas protegió eficazmente su escritura ante las acusaciones de usurpación del po-
der, mientras que mantener su discurso dentro del registro oral, supuestamente alejado de las
pretensiones intelectuales, le permitió a Santa Teresa ejercer una agencia fundadora y reformadora,
evitando reproches por su falta de humildad y quiebra del decoro.
76 Igual que en los casos anteriores, para el bosquejo biográfico y el listado completo de las
obras de cada una de estas autoras, junto con la bibliografía crítica de documentos antiguos y
estudios modernos, vid. la base digital de datos biobibliográficos de las mismas.
demostrar la difícil y compleja relación que las autoras monjas mantuvieron con
sus respectivas comunidades religiosas y con el mundo extramuros. Esto permi-
tirá plantear la paradoja de la libertad interna —representada, metafórica y lite-
ralmente, por el concepto de la celda propia— como acicate del advenimiento
de la autoría literaria femenina—.
77El tema de la soledad y del espacio propio en la creación de Marcela de San Félix ha sido
también materia de reflexión para mi artículo «(Des)alienar las voces femeninas del convento: “La
celda propia” de sor Marcela de San Félix» (Lewandowska, 2013b).
78 La «Vida de nuestra venerable madre Marcela de San Félix» se encuentra en el códice
misceláneo Fundación del convento de Descalzas de la Santísima Trinidad de Madrid, y noticia de las
religiosas que en él han florecido, 1762, Madrid, Archivo del Convento de las Trinitarias Descalzas.
Abarca los folios 193 a 230, numerados a lápiz y con errores en el orden. Describen el manuscrito
Arenal y Sabat de Rivers (1988: Introducción, s. p.).
79 La comunidad de las Trinitarias Descalzas Reales de Madrid, perteneciente a la Orden
de la Santísima Trinidad y de los Cautivos, fue instaurada en 1612 tras la reforma iniciada por
san Juan Bautista de la Concepción. La congregación madrileña, fundada por Francisca Romero
Gaitán, hija del capitán de los ejércitos de Felipe II en las guerras con Flandes, fue la primera casa
reformada femenina de clausura estricta de esta orden. En principio, las religiosas ocuparon las
fincas de la familia Romero; sin embargo, a raíz de un conflicto con la fundadora, la protección del
capítulo fue delegada a María de Villena y Melo, marquesa de la Laguna. El proceso de edificación
iniciado en 1693 duró un año y después se retomó en 1673. La regla reformada de san Juan de
Mata fue aprobada por el papa en 1624, ya durante la profesión en religión de Marcela de San
Félix. A diferencia de las Trinitarias Calzadas, las Descalzas dependían directamente del obispo
diocesano, lo que suponía un control menor y, por ende, una mayor autonomía de la congrega-
ción. En vida de Marcela, la comunidad constaba aproximadamente de cuarenta monjas, varias de
ellas pertenecientes a familias de tradición literaria, como la hija de Cervantes, Isabel de Saavedra;
una parienta de Calderón de la Barca, María Francisca de Calderón; la hija del comediógrafo Bar-
tolomé Romero, Mariana Romero y Catalán, y la nieta de este, Mariana Antonia Rufina de Ortes.
Una nota de la comunidad de finales del siglo xix deja constancia de la tradición literaria presente
entre las monjas trinitarias de San Ildefonso, señalando la obligación de escribir versos para las
celebraciones de la Cruz de Mayo. Esta nota, inserta en el manuscrito de la copia de la obra de sor
Marcela hecha para la Real Academia Española, ha sido reproducida por Ana Navarro (1989: 31).
80
Se utilizará la versión digitalizada de la obra completa y estudio disponible en <http://
www.intratex.com>. Cf. apartado de bibliografía.
Estando de acuerdo con Iris Zavala cuando defiende que cada representa-
ción, en tanto ilusión referencial, «forma parte de las figuraciones de la palabra,
de donde provienen todos los significados culturales» (Zavala, 1993a: 35), las
imágenes oficiales de Marcela de San Félix nos dicen mucho sobre las dinámicas
de género y las estrategias de exclusión que operaron en las políticas del canon
literario, tanto en el momento de su creación como en los siglos siguientes.81
Es interesante ver cómo el testimonio más inmediato que tenemos de Marcela,
el que dejaron sus compañeras de claustro, en este caso, la que probablemente
fue su discípula Francisca de Santa Teresa (Francisca de Santa Teresa, 1762:
193-230), sigue los tópicos literarios del modelo hagiográfico, que construye
una imagen de monja modelo a partir de las diferencias sexuales establecidas
por las voces masculinas, las ideologías y las políticas eclesiásticas que formu-
laron la feminidad normativa para el contexto sociohistórico y cultural dado.82
Dicha biografía ofrece la imagen de una monja sumisa, casta, humilde, ajena a
las cosas mundanas y las pasiones humanas, cuya creación y sabiduría deben de
ser entendidas como infusas.83 A diferencia de lo que se pudo ver en el apartado
por un autor, lo que puede demostrar dos cosas. Primero, señala hasta qué punto las ideologías y
las políticas sexuales han sido internalizadas por los participantes en ese contexto comunicativo
independientemente de su propia posición sexuada como emisor. Segundo, y este es el caso aquí
analizado, ya que conocemos otros testimonios de la misma autora, indica un diferente nivel de
sexuación del discurso y de la orientación estereotípica de los distintos géneros literarios. Aquí la
convención de la biografía espiritual actúa como molde que la autora, probablemente Francisca de
Santa Teresa, no quiere o no sabe utilizar a su favor. Mientras que, como se verá en lo que sigue,
la poesía alegatoria, quizá por su alto grado de artificio formal o mayor encubrimiento de la voz
emisora, permitirá a Francisca transmitir una imagen de Marcela de San Félix disconforme con
el modelo anterior. Esta capacidad de cuestionar o redibujar los modelos literarios fue diferente
en la creación de las distintas autoras. Uno de los más tempranos y llamativos ejemplos en la tra-
dición latino-cristiana de negociación de la doxa de la sumisión, o pasividad, modélica femenina
se encuentra en la ya analizada polémica textual de Christine de Pisan. Otro ejemplo interesante
lo proporciona la propia Marcela de San Félix en la biografía que escribió sobre otra monja de su
comunidad, Catalina de San Josef. Aquí, bajo la apariencia de la convención hagiográfica, la autora
genera una polémica con la imagen estereotipada oficial. Esta cuestión se desarrollará más adelante.
84 Utilizo el término en el sentido que le da Zavala (1993a: 31), con el que se busca abordar
en Cartas (1985). El dedicarle a ella su obra no fue un hecho excepcional: pocos años después
dedicó El verdadero amante, gran pastoral Belarda, publicada en 1620, al hermano de Marcela,
Lope Félix del Carpio y Luján.
86 Por ejemplo, en la loa que empieza «Cómo sé que la piedad» se omiten unos setenta y dos
versos, rescatados en la edición de Arenal y Sabat de Rivers (1988). En la «Otra loa a la profesión»
se suprimen las estrofas 7, 11 y 31.
nitarias Descalzas de Madrid precisamente por su ambiente literario: «Santas criaturas, que visten
el mismo sayal que llevaron las hijas de Cervantes y de Lope, y que leen diariamente los versos
de Sor Marcela, creen […] que el ingenio es, después de la virtud, la más bella manifestación del
poder de Dios» (Roca de Togores, 1870:146).
88 Este rasgo lo exaltaron, entre otros, Antonio Félix de Paravicino, predicador real y poeta
Mantenida por las propias monjas hacia el exterior y santificada por la cul-
tura dominante en numerosos tratados y manuales de conducta, la imagen de
la religiosa tenía que responder al de mujer compasiva y sumisa que se anula a
sí misma en un acto de supremo sacrificio para el bien de los otros y aspiran-
do a la santidad. Marcela contradice y se mofa de este retrato idealizado de la
vida monacal presente en la cultura oficial. En este fragmento, con tono burlón
e irónico, la poeta juega, para transgredirla, con la imagen idealizada de una
madre Marcela, confronta el modelo santificado, angélico y piadoso con una
imagen del otro polo de la codificación de lo femenino, entendido como salvaje,
sangriento e irracional. De este modo ridiculiza ambos extremos de las catego-
rías binarias dominantes relativas a la mujer y, al mismo tiempo, devuelve a las
monjas su dimensión sexuada y carnal y, por ende, su subjetividad. Es discutible
hasta qué grado se puede hablar aquí de una subversión de los códigos de la cul-
tura oficial, sin embargo, la imagen presentada por la autora destaca de forma
más acusada el conflicto entre la realidad vivida y la proyección modélica que
tanto ella como sus compañeras vivían y sentían a diario. Así, al referirse a una
Yo cierto no hallo palabras que me puedan satisfacer ni que puedan llegar a los
menos que ella alcanzo y ejercitó en la obediencia […]. [M]ás parecía muerta que
mortificada, que decir sólo que lo fue, es muy poco […]. […] No se le conoció in-
clinación a nadie; ya se dijo cómo se negó a los del siglo, pues lo mismo hizo con las
religiosas. A todas amaba en general, a todas respectaba y quería y servía; de todas
huía con el mismo cuidado. […] La amásemos con amor muy espiritual sin mezcla
del natural, porque no dio jamás lugar a eso. (Marcela de San Félix, 1988: 201)
Esta imagen elevada contrasta con las pasiones, las imperfecciones, las am-
biciones, los deseos y la vida de Marcela-escritora. En tal sentido, y poniendo
dicho escrito a la luz de la posible quema de su autobiografía, el testimonio
se presenta como un tipo de mémoire a la inversa. El texto reitera los aspectos
mundanos de la vida de las monjas, sus desasosiegos y celebraciones diarias, y
la intensidad en la convivencia de la comunidad. Arenal y Schlau sugieren una
posible interpretación en clave de «ambivalent pean to undeveloped life —what
her [Marcela’s] own life might have been if the virtue of negation had been
stronger for her» (Arenal y Schlau, 2010b: 243). Sin embargo, más que una
lamentatio por la santidad nunca alcanzada, me inclino a leer este texto como
una confesión ambigua que da muestra de un conflicto entre la faceta artística e
intelectual y la espiritualidad mística como modelos potencialmente atrayentes
para Marcela, pero que la autora percibía como incompatibles. De hecho, en el
mismo texto da cuenta del carácter inconciliable de la santidad y la escritura,
advocando la segunda como su ocupación: «Y con ser santa de veras [Catalina de
San Josef ], no escribió en cuanto fue religiosa, ni invió [sic] recado a nadie. Sola
una vez me pidió respondiese a una carta de un hermano suyo, que la instaba
por comunicación familiar, y aunque sabía escribir no quiso que fuese de su
mano» (Marcela de San Félix, 1988: 198). El rechazo a ocuparse de la escritura
entendida como actividad pecaminosa, el silencio y el desinterés en los asuntos
del mundo extramuros son los elementos que más contrastan con la actividad
diaria, y preferida, de Marcela. No obstante, la autora no rechaza ni se arrepiente
de su lado profano, más bien hábilmente tiñe de exagerado el perfil de la santa
con un diestro uso de la ironía:
Había tanto que hablar en lo mucho que ella calló que fuera más acertado, pues no nos
hemos de dilatar, remitirnos al mismo silencio y decir que fue sumo, que fue continuo;
que no hubo ocasión ni accidente que se le hiciese dispensar, no sólo el de obligación
sino al que ella por su grande perfección se obligó. Caso raro que ni en tiempo de
elecciones, de alegrías u [sic] de pesares de enfermedad o oficios ocasionados, como
una enfermería, un torno, no deslizase una sola vez, que dijese una palabra inadvertida
o escusada, una leve murmuración, una mínima queja. Si es varón perfecto el que no
ofende a nadie con su lengua, mujer perfectísima fue sin duda nuestra hermana. Y
tengo por cierto que ni del demonio dijo mal ni se quejó. […] Más parecía ángel que
mujer humana sujeta a las miserias de la vida. (Marcela de San Félix, 1988: 206)
91 Según la clasificación por el tema tratado, se podría considerar auto sacramental sola-
mente el Coloquio del Santísimo Sacramento. Esta clasificación es compartida por Isabel Barbeito
Carneiro (1982:1-12) y Sabat de Rivers (2001).
92 Las tres hermanas monjas que, junto con Marcela, representaban como actrices las piezas
teatrales se conocen por su nombre de religión: Jerónima del Espíritu Santo, Mariana y Escolásti-
ca. El resto de la comunidad asistía a las representaciones como público.
Teresa consciously adopted, as rhetorical strategy, linguistic features that were asso-
ciated with women, in the sense that women’s discourse coincided with the realm
of low-prestige, nonpublic discourse. Teresa’s feminine rhetoric was affiliative […]
used, first of all, to gain access to her audience and, secondly, to reinforce the bonds
of a small interpretative community. (Weber, 1996: 97)
94 El tema de la reescritura del mensaje bíblico del Génesis en la creación de autoras colonia-
les lo trató, entre otras investigadoras, Georgina Sabat de Rivers (1998: 133-150).
95 Arenal y Schlau comentan que sor Marcela utiliza la forma Nazaret junto con las menos co-
nocidas Nazarem y Nazarén (Marcela de San Félix, 1988, Coloquio espiritual del Nacimiento, n. 20).
96 Se sigue sin confirmar el último hallazgo del 17 de marzo de 2015 de un grupo arqueo-
lógico-antropológico sobre una tumba común localizada bajo la iglesia del convento de las Trini-
tarias de San Ildefonso. Sobre la cuestión del posible lugar de enterramiento de Cervantes, de su
esposa Catalina de Salazar y de su hija Isabel de Saavedra, cf. la polémica de Francisco Rico (2015).
Para una visión de conjunto, cf. Alvar Ezquerra (2004).
sidad vivida como búsqueda de una satisfacción individual que se iguala con una
perpetua inmadurez («no saldrán jamás de niñas»):
lamparones y sordera,
duélenme muelas y dientes,
tengo una quijada abierta
como lo dice este parche
que la cura y la remienda.
(Marcela de San Félix, 1988: 263-274, vv. 19-28)
Los versos 59-62 adquieren aún mayor resonancia y resultan más irreveren-
tes si se ponen en relación con las ostentosas pretensiones de Lope de mistificar
la condición natural de su hija y exhibir su intermediación directa con el lina-
je celestial. Los versos en que el dramaturgo describe la profesión en religión
de Marcela y traza su descendencia directamente desde la Virgen María (Vega,
2003: 312-313) seguramente se conocían en un contexto más amplio y debían
de resonar con eco grotesco para las monjas-espectadoras de dicha loa.
Sor Marcela de San Félix, al igual que otras religiosas escritoras de su tiem-
po, escribió con seguridad y humor sobre cuestiones religiosas y seculares. Sin
embargo, la común inquietud sobre el espíritu heterodoxo y las restricciones
impuestas después de Trento influyeron en todos los escritos de la época. Las
limitaciones del papel de la mujer en la Iglesia católica y la prohibición de la
participación femenina en el debate teológico condicionaron no solamente la
elección de los temas en la creación literaria, sino, sobre todo, el lenguaje, las
formas y estructuras de esta (Zavala 1993c: 227). Para sortear esta difícil posi-
ción, Marcela, de modo parecido a otras muchas escritoras religiosas, se sirvió de
un conjunto de estrategias retóricas y estructuras estilísticas que le permitieron
expresar sus ideas sin poner en cuestión la ortodoxia cristiana ni discutir abierta-
mente la autoridad eclesiástica masculina. Se ha podido analizar cómo muchas
de las escritoras religiosas, sobre todo coetáneas y discípulas directas de Teresa de
Jesús, se apoyaron en su legado como vía para legitimar su escritura. Además, al
igual que había hecho la Santa, ellas también se basaron en la retórica de la fe-
minidad (Weber, 1996: 158-165), en la que las estrategias de falsa humildad, la
captatio y el estilo coloquial y humilde introducido por medio de la rusticitas les
sirvieron de respaldo frente a las acusaciones de heterodoxia o de usurpación del
poder y de la esfera pública que les eran vedados. Marcela, como otras autoras
monjas, acude regularmente al fastidium, la falsa humildad y el eleos apelando
a la insuficiencia de su ingenio femenino y la compasión del lector hacia su estilo
grosero y sin primor. Con el pauca e multis y el tópico de «lo indecible» (Curtius,
1955: 232) construye su imagen de literata sin riesgo de quebrar las normas de
decoro correspondientes a una mujer religiosa. A estos recursos, esenciales para
97 Estos dos coloquios se citan por la edición crítica de Alarcón Román (2007: 95-114 y 115-
132). El tercero, al carecer de una edición moderna, se cita por el manuscrito no autógrafo (1709).
98 En el «Coloquio al Nacimiento de Nuestro Redentor», mediante un desdoblamiento del
plano teatral interno y externo y en un tono agridulce, se cantan al final unas seguidillas que dicen:
«Los bizcochos y vino / son linda cosa […] el chocolate alegra siempre a las monjas» (Alarcón Ro-
mán, 2007: 131-132, vv. 602-603 y 609-610). En el «Coloquio para la profesión de sor Manuela
Petronila», el personaje de Sinceridad, al ver el Mundo, que es un viejo, inhábilmente disfrazado
de galán, dice: «¡Jesús, y qué hombre tan feo!». Responde Mundo: «Qué melindres monjidamos!
/ ¡Qué gentiles aspavientos! / ¿No ha visto jamás un hombre?» (Alarcón Román, 2007: 104, vv.
332-335). Dice Alma ante los intentos del Mundo de convencerla de dejar la vida enclaustrada:
«Recreaciones tenemos / algunas veces al año, / que no es todo tan estrecho» (Alarcón Román,
2007: 105, vv. 361-363).
«Coloquio para la Noche del Infante») (Alarcón Román, 2007: 43-46). A pro-
pósito de la religiosidad exacerbada, la autora describe la imagen de unos falsos
místicos con estas palabras: «De mortificarse, tísicos / se ponen con los ayunos,
/ a todos son inoportunos, / quieren infundir respeto / con un afligido aspecto.
[…] La voz no es vista ni oída, / la cabeza algo torcida, / la risa, poquito a poco, /
por parecer santo, es loco» («Coloquio espiritual de las finezas de Amor Divino»,
vv. 847-851 y 854-857 apud Alarcón Román, 2007: 44). Aquí, al aprovechar
el particular contexto espectador y al referirse a un antimodelo genéricamente
masculino, la autora logra construir una crítica de doble sentido. Por un lado,
por trabajar un referente indirecto suaviza el tono de su ataque, con lo cual el
mensaje pedagógico no causa incomodidad en el auditorio. Por otro lado, inter-
viene en un debate más amplio en torno a la religiosidad femenina, sobre la cual
pesaba un estigma de falsedad y exageración. Al crear una imagen que satiriza la
religiosidad exaltada masculina y demuestra su carácter espurio, contrarresta la
idea común de la mística-loca-bruja, aliviando las inquietudes de sus hermanas
monjas y oponiéndose a la opinión común dominante sobre la exaltación espi-
ritual de las mujeres. En este sentido, opera sobre un metalenguaje induciendo
sentidos colaterales derivados del horizonte lector particular.
Más tarde, como su maestra, Francisca dirige su crítica también a sí misma
y a la diversidad de papeles desempeñados. En este marco, resultan especialmen-
te interesantes los puentes que se establecen entre su perspectiva sobre el ejerci-
cio literario y el sentido que a esta labor le daba Marcela. La autocrítica sobre el
papel de dramaturga y poeta de la comunidad, bajo los recursos retóricos de la
humilitas y la captatio, demuestra una vocación literaria y una conciencia autoral
firme y madurada, pero presentándola con gracia y humor. En la «Loa a la pro-
fesión de sor Rosa», a diferencia de otras piezas en las que justifica su escritura
como resultado del mandato de la priora, demuestra un semblante autoral segu-
ro y en concordancia con los cambiantes procesos de la cultura letrada de finales
del siglo xvii. En dicha loa, el personaje del Poeta manifiesta su inquietud por
un texto cuya copia encargó a un escritor-escriba: «¡Hijos de mi trabajo, versos
inocentes, / os entregué a un Herodes que os degüelle! […] Y aun más temo /
no verlos puestecitos a andar, / pues los pies aún no sabe sacar, / mas, según me
los trata, / espero mis coplitas con su pata» («Loa a la profesión de sor Rosa», vv.
80-89 apud Alarcón Román, 2007: 47). Mediante la voz de dicho Poeta, que
con toda probabilidad fue representado por la propia Francisca, se establece la
autoría literaria en el sentido del origen de la autoridad del texto y la fuente de
pensamiento original. Asimismo, se indica una conciencia de autorizar un lega-
do literario concreto y la voluntad de ver sus textos en un círculo más amplio.
Como en el caso de Marcia Belisarda, que se ha analizado anteriormente, aquí
también se desarrolla una maternidad metafórica sobre el texto producido que
99Se cita por la versión digitalizada disponible en: Biblioteca Digital Hispánica [BDH], cf.
bibliografía citada.
Acabado el romance, repitió el concurso todo en altas voces: ¡Viva! ¡Viva! ¡Viva
nuestro Rey! arrojando los sombreros, que eran unos cestillos de finísimo mimbre,
y se dio principio á la máscara en seis parejas, vestidos de disfraces del arca de los
trajes, que conserva la antigüedad para estas ocasiones, con pelucas de estopa, otras
100 Las representaciones estilizadas de las fiestas palaciegas no eran infrecuentes en el teatro
religioso femenino. Los estudios de Borrego Gutiérrez (2014), Sánchez López (2011) y Doménech
(2003) recuerdan los casos de las comedias de tipo palaciego representadas en los conventos ara-
goneses, sevillanos, asturianos y toledanos. Por ejemplo, en el convento de San Pablo de Toledo la
princesa Juana de Austria ofreció a Isabel de Valois una comedia representada por las monjas (Sán-
chez López, 2011: 954) y en el convento de las Descalzas Reales de Madrid, alrededor de 1590, se
menciona una representación de la comedia Dafne, sobre el amor frustrado de Apolo por la ninfa.
101 Alarcón Román sugiere que fue una monja trinitaria de San Ildefonso que profesó en la
comunidad en 1641 (2007: 137, n. 39), mientras que Doménech opina que visitaba la comuni-
dad madrileña desde otro convento de Segovia (1996a: 412).
de hilo teñido, cuyo subido color pudiera poner como un papel á la olla de los
domingos, llevando sor Mariana de Jesús y sor María Teresa de la Asunción, como
padrinos de la Máscara, las dos más preciosas ropillas que, según la tradición de
Madres á hijas, fueron de los bisabuelos paternos de nuestras fundadoras; diferen-
tes adornos y jaeces de papel de colores […]. Iban en velocísimos caballos de á pie
[…] y faltando hachas, acudió la liberalidad de nuestra Sacristana mayor, la madre
Jerónima del Espíritu Santo, con doce cabos de vela, con vuelta después de la fun-
ción, encargándonos mucho no lo hiciéramos llorar, que eran chiquitos. (Francisca
de Santa Teresa, 1692: 368)
102 De esta función del teatro habló Calderón, quien consideraba el espectáculo «un gran
sermón representado para seducir, conmover y convencer a los espectadores con las verdades eter-
nas» (Orozco Díaz, 1969: 113).
103 Este aspecto de la noción-autor particular para el teatro de la época se desarrolla en el
apartado 1.1.1. A la luz del tema analizado, no resulta del todo irrelevante que fuese Lope de Vega
el primer dramaturgo español en reclamar la autoría de sus piezas dramáticas frente a los derechos
de las compañías teatrales.
mutuo no solo en clave íntima, sino, sobre todo, en clave erudita y espiritual.
En los años cumbre de su creación literaria, entre 1600 y 1640, actuaron como
mecenas, copistas, archivistas y correctoras, poniendo un empeño especial en la
promoción recíproca de su obra literaria. Esta relación fue reconocida por el
resto de las hermanas monjas como, hasta cierto punto, nuclear para la unidad
de toda la comunidad, como se constata en el testimonio biográfico intitulado
Virtudes de la M. Cecilia del Nacimiento, de sor Petronila de San José: «[Fueron]
unas en el espíritu estas dos santas hermanas, como lo fueron en la hermandad
de la sangre […] apenas se podía hacer diferencia cuál se aventajaba más en ella.
Las religiosas las tenían por dechado y las amaban tiernamente» (Petronila de
San José apud Alonso-Cortés, 1944: 27).
A pesar de que nos han llegado solamente cuatro piezas estrictamente dra-
máticas de su autoría,104 varias de sus composiciones líricas, de acuerdo con la
tradición poética carmelitana, destacan por un carácter performativo, habiendo
sido compuestas para ser cantadas o representadas, cosa que de hecho se hizo, de
modo ininterrumpido entre 1600 y 1643, lo que permite presumir su condición
de tradición asentada, particularmente importante para la piedad cotidiana de
dicha comunidad. Las obras de la madre María de San Alberto se inscriben en
el marco del teatro de circunstancias de impronta popular y de los escritos para
la celebración de las fiestas navideñas. Destacan por su carácter híbrido, pues
siguen el patrón de los autos de nacimiento, que desde el medievo se intercala-
ban con la liturgia y que hábilmente se entremezclaban con formas del teatro
cómico breve, como el entremés y la loa. La obra de Cecilia del Nacimiento,
escrita para celebrar el acto de profesión de una novicia, tiene forma de coloquio
y compagina elementos pastoriles y alegóricos, en forma de romances y ende-
chas, con el tema lírico de la relación entre el Amado y la Amada del Cantar de
los cantares y el Cántico espiritual de san Juan de la Cruz, acorde a la simbología
del matrimonio religioso. En la obra de María destaca la plasticidad de los perso-
najes, diestramente caracterizados por la maleabilidad y diversidad del lenguaje:
los tipos graciosos de la gitana (Festecica de Navidad), el vizcaíno (el villancico
que empieza «Vizcaíno, qué dirías / si gran milagra te muestras»), junto con los
pastores y las pastoras (Fiesta del Nacimiento), conservan un discurso lírico que
entronca con la antigua lírica española y muestran un asomo de rusticidad estili-
zada a lo guineo, parodiando el habla de los esclavos africanos (el villancico que
empieza «Gurugú, gurugú mandinga») o el dialecto caló (Festecica de Navidad)
104María de San Alberto nos ha dejado Fiesta del Nacimiento, Fiesta del Nacimiento con
cuatro virtudes: paz, justicia, verdad, misericordia y Festecica de Navidad; de Cecilia del Nacimiento
se conoce solamente una pieza, Festecilla para una profesión religiosa. Para el listado completo y
descripción de las obras, cf. la base digital de datos biobibliográficos de las autoras. Las obras de
ambas se citan aquí por la edición de Alonso-Cortés (1944) y de Arenal y Schlau (2010: 150-184).
(Arenal y Schlau, 2010a: 146). Por su parte, Cecilia se ciñe a un tono místico-
lírico, mucho más intimista y emotivo, extrapolando hábilmente la estética de
las Églogas de Garcilaso al plano espiritual-místico e inspirándose tanto en el
teatro de Gil Vicente como en la poesía de san Juan de la Cruz. En el teatro de
ambas hermanas resultan muy interesantes las acotaciones, que, aunque breves,
ofrecen indicaciones que evidencian su conciencia dramatúrgica, en particular,
el peso del canto y del baile en el caso de las obras de María y la escenografía sim-
bólica y el movimiento de los personajes en el caso de la pieza de Cecilia.105 La
permeabilidad de los planos teatrales y los reales es hábilmente aprovechada por
María en la Festecica de Navidad, donde las religiosas se desdoblan en el plano
dramático externo como actrices y en el interno como personajes. Mediante este
juego de los niveles de representación, que también fue utilizado por Marcela
de San Félix y Francisca de Santa Teresa, la autora logra construir una relación
más directa y emotiva con su público, obliterando la frontera entre el mundo
ficticio y el real. En su afán didáctico y su deseo por perpetuar la línea espiritual
teresiana y sanjuanista, perfecciona la forma satírica sin perder de vista la lectio
divina a que tal obra debía de contribuir, pues el regocijo de sus hermanas es la
puerta por la que puede introducir su enseñanza: «[Salen dos monjas cantando y
tañendo] Esta noche hay un gran consuelo / de una fiesta singular, / y quien la ha
de festejar / son las monjas primitivas del Carmelo» (Alonso-Cortés, 1944: 107).
La obra está escrita en clave de villancico teatral paralitúrgico, que tradicional-
mente iba intercalado en la celebración de los maitines.106 Como señala Esther
105 Por ejemplo, en la Fiesta del Nacimiento, las entradas de los actores se indican del modo
siguiente: «Entrada cantada. Cantan las pastoras»; «Entran los pastores y dicen esto, cantando y
bailando» o «Luego dice la 2.ª pastora (arrobándose)» (apud Alonso-Cortés, 1944: 102; 103 y
106). En la pieza de Cecilia, Festecilla, encontramos las siguientes anotaciones: «Salen el Esposo
en traje de pastor y el Amor divino con su arco y aljaba»; «Responde la Esposa desde dentro como
que está en la cabaña» o «Vánse el Amor divino y el Esposo, y sale la Esposa en traje de pastora,
medio vestida» (apud Alonso-Cortés, 1944: 145-148).
106 En la escena primera, los personajes presentados compiten con sus regalos y virtudes ante el
Niño Jesús y la acción dramática se ciñe a un desfile de personajes que son caracterizados mediante bre-
ves recapitulaciones cómicas. En la escena segunda, la dramaturga introduce un interesante elemento
original al intercalar en forma de «entremesicos de compacencia» unas formas poéticas recitadas por las
mismas actrices/monjas. Las octavas, el romance y las liras al Nacimiento (Alonso-Cortés, 1944: 108-
110), que introducen un mensaje espiritual sobre la encarnación y la redención o Jesús como maestro,
hacen patente de nuevo el hábil manejo de la variedad de tonos y registros, desde los más solemnes
hasta los más populares, y, en el caso del romance en forma aconsonantada, incluso de formas arcaicas
(Alonso-Cortés, 1944: 112). La obra prosigue con la entrada de unas «gitanillas de allá de Egipto», que
bruscamente contrastan con el tono lírico de los versos sobre la redención de Jesús y potencian un re-
mate cómico al introducir el personaje de una gitana que habla de asuntos trascendentales en una jerga
estilizada. La fiesta se cierra con un canto de diez seguidillas sobre la estrella de Belén y Jesús comparado
con el sol divino, con un estribillo cantado por el coro de todas las monjas.
Borrego Gutiérrez, «se compone de escenas que bien podrían ser independien-
tes, si no fuera por el motivo común, y hasta escénico, del nacimiento; podría-
mos decir que se componen a modo de retablo» (2014: 27, el énfasis es original).
Este retablo, además de su función lúdica, le permitía a María dar rienda suelta a
sus capacidades musicales, gestoras, visuales y dramáticas de modo más libre, así
como, por un momento, situarse como pregonera de la comunidad.
Se puede afirmar que en esta y otras obras dramáticas de María predomina
el mensaje religioso y la exhortación a las emociones sobre la acción dramática,
subrayando su carácter efímero y privado, muy al contrario, como se ha visto,
de las piezas líricas destinadas a certámenes y competiciones públicos. En este
sentido, nos encontramos ante un desdoblamiento del modelo autoral, que en
los textos dramáticos opera según la dinámica de puertas adentro, y esto es apro-
vechado por la escritora para desarrollar usos y facetas diferentes de su escritura,
en este caso más personales, humorísticas o cotidianas.
Una disociación parecida, pero quizá más atrevida, se encuentra en la obra
de Cecilia del Nacimiento. Sabemos que su producción poética contó con un
reconocimiento mucho mayor que la de su hermana, puesto que su mensaje
espiritual y su tono ascético-místico se inscribieron con mayor facilidad en las
políticas eclesiásticas dominantes del momento. En cierto modo, la Festecilla
para una profesión religiosa es un extracto del meollo doctrinal del pensamiento
espiritual carmelitano servido en una fórmula apacible y aceptable para quien
acaba de incorporarse al nuevo orden social y vital que presuponía una muerte al
mundo. Sin embargo, usando esta poética, fusión de motivos clásicos y bíblicos,
la autora toca un tema especialmente espinoso, tanto para su público como para
las políticas contrarreformistas del momento, la honra femenina. El personaje
de la pastora engañada, acosada y violada en el camino hacia su amado ideal,
más allá de su significado metafórico religioso, subraya los elementos clave con
que se medía el valor de una mujer en la sociedad de la época: la castidad y la
obediencia. En este marco, el significado simbólico del viaje que emprende la
pastora, y durante el cual pasa de ser una mujer burlada a convertirse en es-
posa obediente recompensada por la unión/matrimonio con el divino esposo,
fue una lección importante y depuradora para el grupo de mujeres de diversa
procedencia y coordenadas vitales que decidieron dedicar su vida a la religión.
Ese significado, sin embargo, permanecería ajeno al auditorio secular cortesano.
Recordemos que las constituciones teresianas introdujeron una modificación en
cuanto a la política de recepción de las novicias, oponiéndose decididamente
a la asimilación de la virtud con la limpieza de sangre. En esta composición se
promueve el concepto revisado de la honra, tomando como punto de partida el
mérito espiritual acorde a la reivindicación introducida por la Santa, y originado
en sus propias circunstancias vitales. Como señalan adecuadamente Electa Are-
nal y Stacey Schlau (2010a: 149) sobre esta configuración de la honra, lo que se
pone en el centro es «the exchange of honour between the shepherdess and her
lovig Shepherd, not her purity of blood nor even her virginity».
Entonces, tomando en consideración estos dos acercamientos al teatro in-
tramuros, se puede decir que se trata aquí de defender los lugares comunes de
la piedad femenina (María de San Alberto) o reivindicar aspectos espinosos re-
lacionados con la condición de ser mujer y religiosa (Cecilia del Nacimiento),
restringiendo el contexto lector a un auditorio familiar. María de San Alberto y
Cecilia del Nacimiento, tanto en su poesía como en su teatro, acuden a una con-
figuración alegórica que les permite evitar malinterpretaciones debido a las com-
petencias literarias de su auditorio, que decodifica los significados de la conven-
ción literaria. Se establece el horizonte de expectativas comunes para las lectoras
y la autora-fenotipo social, lo que permite construir un espacio metadiscursivo
que confiere validez a los textos y las formas de autoría en él empleadas. El grupo
de monjas de la Concepción compartían el estatus de encontrarse en una posi-
ción de tutela y en situación de ambigüedad simbólica por su condición feme-
nina y profesión religiosa. Ambas coordenadas fueron estratégicamente aprove-
chadas por las hermanas Sobrino Morillas, que, más allá de la legitimación de su
autoría, mediante el argumentum ad auditorem elaboraron una función-autoral
auxiliar de su faceta poética oficial.
Si, de acuerdo con Zavala, «cada género lleva inscritas sus propias doxo-
logías o juicios de valor […] que podríamos llamar premodelos de producción
textual» (Zavala, 1993a: 39), entonces la creación dramática de las monjas se
podría clasificar de práctica y mundana, mientras que la poesía sería más in-
timista y espiritual, aunque también tuvo una aplicación formativa concreta.
En su gran mayoría, si bien no sin excepciones, que se mencionarán en lo que
sigue, los coloquios y las loas les permitieron a las dramaturgas utilizar la bur-
la, el atrevimiento y el humor, que, gracias a la convención del género literario
y la praxis intramuros, no llegó a desafiar las normas de la censura. Por otro
lado, las poesías expresaban las preocupaciones, dolencias y búsquedas espiri-
tuales más íntimas que en otro caso podrían pasar por atrevidas o ambiguas,
pero que, envueltas en imágenes telúricas y metáforas de amor a lo divino,
quedaban legitimadas por la propia forma de habla (Zavala, 1993a: 39). En el
caso de Marcela de San Félix, entre sus numerosas composiciones líricas, en
su mayoría romances, se puede discernir un tema central de anhelo de una
108 Se sigue la titulación de acuerdo con la edición de Arenal y Sabat de Rivers (1988),
que mantiene la del manuscrito. Otros estudios, como la antología de Olivares y Boyce (1993),
proponen una propia.
109 Desarrollado por Woolf en su ensayo The Room of One’s Own (1929), el concepto de
cuarto propio fue retomado en los años ochenta por la crítica literaria feminista y daba cabida al
condicionamiento social, político, económico y simbólico de la presencia femenina en el mundo
literario en sus dos dimensiones, figurativa y literal.
[sic], en el contexto en el que vive, con los recursos de la lengua materna, intenta
leer su experiencia, orientarse en el mundo y actuar en él» (Muraro, 2005: 41).
Aplicada al análisis de la creación literaria de las religiosas de clausura, permite
detenerse en la paradoja de la reclusión física —tanto la voluntaria como la im-
puesta—, entendida como propensa a la liberación y emancipación individuales
en los niveles de creatividad y reflexión intelectual, es decir, una libertad interna.
En tal configuración, la celda propia es entendida como un espacio físico nece-
sario para el desarrollo emocional, espiritual e intelectual. Marcela, al igual que
su contemporánea Juana Inés de la Cruz, también puso énfasis en lo que podría
parecer una dimensión trivial de dicha noción:
Estar yo escribiendo y venir una amiga a visitarme, haciéndome muy mala obra con
muy buena voluntad, donde es preciso no sólo admitir el embarazo, sino quedar
agradecida del perjuicio. Y esto es continuamente, porque como los ratos que destino
a mi estudio son los que sobran de la regular vida de la comunidad, esos mismos les
sobran a las otras para venirme a estorbar; y sólo saben cuánta verdad es ésta los que
tienen experiencia de la vida común. (Juana Inés de la Cruz, 2004: 352-353)
de San Félix, 1988: 309-313, vv. 73-76). El anhelo de apartarse de los alborotos
y las ocupaciones diarias, inevitables para un eficaz funcionamiento de la casa
conventual, pudo ser comprendido solamente por un auditorio que conocía de
modo directo la dinámica de la cotidianidad claustral. Reelaborando el imagina-
rio teresiano aprendido desde el Castillo interior, Marcela construyó su propio
cuadro de las moradas, donde la libertad interna se puede alcanzar solamente
desde una concentración adquirida en la soledad exterior: «Que la celda material
/ ha de servir como caja / que guarda la interior celda / donde el Esposo descan-
sa» (Marcela de San Félix, 1988: 309-313, vv. 85-88). Aunque privado del ardor
extático de una experiencia mística, tal encuentro con Dios en las nupcias espiri-
tuales está descrito de modo muy sugestivo: Marcela realiza un «envolvimiento
en silencio y en sí misma» dialogando con la idea de recogimiento desarrollada
por Juan de Valdés (Diálogo de doctrina cristiana [1529]) y la «quietud del alma»
propuesta en la Guía espiritual que desembaraza el alma (1675) de Miguel de Mo-
linos. Sin embargo, debió de recordar que, tal y como demostraron los casos de
María de Santo Domingo, María de Cazalla o su contemporánea María de Jesús
de Ágreda, simpatizar con los ideales iluministas y, posteriormente, molinosistas
inevitablemente conducía, si no a la sentencia inquisitorial, por lo menos a un
mayor escrutinio censor. En este sentido, dicha loa —escrita alrededor de 1646,
mientras que la obra de Molinos se prohíbe en 1685—, más que definir una
concepción espiritual, parece indagar en terreno inseguro, buscando modos más
adecuados para expresar el mensaje teológico e incorporando elementos que se
desarrollarán con toda profundidad en «Otro romance a una soledad».
Debido al particular carácter de su auditorio, con disímil nivel de formación,
desiguales etapas en el proceso de perfeccionamiento espiritual y distinto rango
jerárquico, Marcela sabía que, aparte del nivel filosófico-teológico, sus escritos
tenían que responder a las necesidades de las batallas espirituales y corporales
cotidianas de sus hermanas monjas. De hecho, en reiteradas ocasiones subrayó
que lo crucial en los ejercicios de soledad era su dimensión espiritual y mental,
que llevaba a la aceptación de este apartamiento y renuncia del mundo material.
En su reflexión distingue con cautela entre una religiosidad profunda y una de-
voción superficial. En otro coloquio, «El celo indiscreto», critica la religiosidad
excesiva describiéndola en términos de una locura compulsiva. A este aspecto
vuelve en la «Loa a la soledad de las celdas», donde, por medio de imágenes de
gran plasticidad, contrasta la actitud de una mujer consagrada a Dios y la de una
prisionera, basadas, precisamente, en su entendimiento de la soledad interna:
«Si faltase el espíritu / y la oración en el alma, / más que santa religiosa, / será
mujer encerrada» (Marcela de San Félix, 1988: 309-313, vv. 89-92). La unión
con lo divino solo se puede cumplir cuando el apartamiento físico y mental es un
estado madurado y voluntario, como recuerda en otra composición, «Romance
110 Electa Arenal (2009: 247) argumenta su clasificación del poema como ascético-místico
(Marcela de San Félix, 1988: 321-327, vv. 121-140): «La pureza, la oración, / la
contemplación divina, / tus hijas son, Soledad, / de ti nacen, tú las crías. / ¿Qué
virtud no se alimenta / con tus pechos y caricias, / quién deja de estar contento /
si te busca y te codicia?» (Marcela de San Félix: 321-327, vv. 125-132). Su poder
redentor empodera el alma y la lleva a emprender una búsqueda activa de Dios,
tan criticada por la autora en otras composiciones (por ejemplo, Muerte del Ape-
tito). El carácter liberador y soberano de la soledad contrasta bruscamente con la
descripción del Amado, que apenas cobra forma figurada en estos versos, acer-
cándose más a la imagen impersonal y abstracta de Dios todopoderoso que la de
Cristo-hombre. En este sentido es posible hablar de cierto trueque de los códigos
poéticos cuando la soledad es invocada en el modo tradicionalmente reservado
en la poesía ascética y mística a Cristo. Arenal y Schlau interpretan la soledad
del poema como instrumento de la realización «of divine union, which in turn
is only part of a larger experience of wholeness, history, and selfhood» (Arenal y
Schlau, 2010b: 246). Estando de acuerdo con esta opinión, asimismo se señala
que, más que un medio, en el sentido que le da Marcela, es un fin, el gozoso puerto
del encuentro con Dios y con uno mismo. Tal entendimiento de la soledad, hasta
cierto punto, corre en paralelo al sentido propuesto más de cincuenta años antes
por María de San Alberto en su «Lira a la soledad» (apud Arenal y Schlau, 2010a:
160-161). En el poema de la vallisoletana, el sentido liberador de la soledad
está indisolublemente relacionado con la aceptación del último destino del ser
humano, el reposo se convierte en la muerte y la soledad es el puente entre los
dos mundos, el terrenal y el eterno: «O soledad amiga / que de todo te muestras
ser señora / […] En ti deseo verme / para vivir en Cristo reposado / por que si
el cuerpo duerme/ el alma esté velando / pues tengo de morir y no sé cuando»
(apud Arenal y Schlau 2010a: 161, vv. 1-2 y 16-20). Bien al contrario, el sentido
liberador pero carnal y liminal pero terrenal que le da Marcela a la soledad no
solamente refleja las cambiantes estéticas y el diferente horizonte filosófico de la
época, sino que deja claro el sentido estratégico que el aislamiento poseía para
la trinitaria. Este sentido no se encontrará en la creación místico-ascética de sus
contemporáneas, donde predominará el sentido apofático de la noche oscura
sanjuanista. Buen ejemplo de ello lo proporciona el «Soneto espiritual de Silva»,
de la mártir y misionera terciaria, mencionada en otro lugar del estudio, Luisa
de Carvajal y Mendoza, cuyas primeras estrofas invocan a la soledad como una
causa mayor de la desdicha y el vacío espiritual: «¡Ay, soledad amarga y enojosa
/ causada de mi ausente y dulce Amado! / ¡Darda eres en el alma atravesado, /
dolencia penosísima y furiosa!» (Carvajal y Mendoza, 1632: 228, vv.1-4).111 Si
111A esta autora se le dedica más espacio en el subcapítulo 3.4. Se cita el poema por la edi-
ción selecta de Muñoz (Carvajal y Mendoza, 1632).
112 El modelo espiritual que propone Marcela establece una contribución original al pen-
samiento y la estética ascético-mística española, cuya relevancia todavía debe ser estudiada y
profundizada.
113 Se acude a este término con toda la precaución de su uso estratégico y metafórico para
114 El tema del dolor y la enfermedad en la experiencia corporal y mística de Teresa de Jesús
María ha sido también materia de reflexión para mi artículo «Non est ad astra mollis e terris via:
la escritura, el cuerpo y la herida en Teresa de Jesús María (María de Pineda de Zurita)» (Lewan-
dowska, 2016a).
115 Los manuscritos de Teresa de Jesús María se encuentran en la Biblioteca Nacional de
Madrid bajo las signaturas Ms. 8482 y Ms. 8476. El presente estudio se basa en la lectura compa-
rada de los autógrafos de la autora y a la edición moderna de sus textos a cargo de Serrano y Sanz
(Teresa de Jesús María, 1921). Para mayor comodidad del lector, en el orden citado, se referirá
a los textos por las abreviaciones V; CSE; SCSE y EMTJ, respectivamente y con referencia a la
paginación de la edición de Serrano y Sanz.
116 Este reconocimiento de sí en la experiencia dialoga, de modo más libre que sistemático,
con la idea de ipseidad de la hermenéutica del sí de Ricœur (1996) en tanto que quiere desplazarse
heurísticamente de la metafísica a la praxis narrativa. En este sentido, y de acuerdo con lo expuesto
en la parte teórica, la aproximación a la identidad se entiende como una actividad interpretativa
y creativa que, aprovechando el espíritu de la frónesis aristotélica, se establece en una zona media:
«A medio camino de la prueba, sometida a la construcción lógica, y del sofisma, motivado por el
gusto de seducir o la tentación de intimidar» (Ricœur, 1996: 25). Con este motivo mediador, la
hermenéutica del sí se sitúa entre dos tradiciones filosóficas radicalmente divergentes en cuanto al
entendimiento del rol de la imaginación en la cuestión de la identidad: la epistemología moderna
de Descartes, que desestima el recurso a la ficción en el esencialismo identitario, y la otra, cercana
a la posmodernidad, pero inspirada ya por Nietzsche, que reivindica la invención en el adveni-
miento del yo. Frente a estas dos posiciones de la hermenéutica del sí, Ricœur quiere superar el
falso dilema entre un sujeto ensalzado a modo de fundamento y otro humillado a causa de su
dispersión. La tercera vía se basa en «ensayar una aproximación a la identidad que, sin militar en
la certeza inmediata que aborrece cualquier digresión imaginativa, tampoco ceda a la tentación de
una inventiva irrefrenable que desemboque en la fragmentación» (Nájera, 2006: 74).
117 Aquí quiero destacar, principalmente, los estudios de Ferrús Antón (2005 y 2006); Gar-
cía González (2006); Lavrin y Loreto (2002); Lavrin (2014), y, desde un enfoque más historio-
gráfico, Durán López (2007).
118
Este entendimiento de la identidad autoral dialoga libremente con el sentido dado por
De Lauretis (1986: 8-9 y 14).
119 La carta autógrafa de Manuela de la Madre de Dios que precisa la fecha de la muerte de
pués cambiarlo a Teresa de Jesús María debido a la devoción que en su convento se tenía a la Santa
(Teresa de Jesús María, V, 1921: 9). Este nombre ha sido la razón de la confusión que se produjo
entre la Teresa de Jesús de Ávila y la de Toledo y contribuyó a ofuscar cuestiones de autoría de
los textos de la última. Como se verá en lo que sigue, a lo largo de su texto María explícitamente
expresó su deseo de santidad, sintiendo ser elegida y tocada por Dios (Teresa de Jesús María, V,
1921: 14, 22 y 25). A la luz de estas ambiciones, se puede entender la elección de este nombre
como un gesto no solamente simbólico, sino estratégico, que propició a la autora un marco de re-
percusión más amplio y, en ciertos casos, aseguró la legitimidad de sus interpretaciones y exégesis.
121 La relación autobiográfica abunda en ejemplos tópicos de este tipo: «Siendo como de
tres años, y aun pienso que no los tenía, me llamó nuestro Señor para monja descalza, y aunque
yo no entendía entonces qué cosa fuese este estado, decía muchas veces y en todas las ocasiones
que había de ser monja, y de qué religión y qué convento, aunque yo no le conocía» (Teresa de
Jesús María,V, 1921: 3).
122 Resulta justificado pensar que, además del sentido tópico de estas afirmaciones, tal y
como lo presenta la autora, el carácter introvertido, hasta autista (a los cinco años María pidió
«con grande ansia» a sus padres que la trasladasen a una «piececilla muy apartada […] y harto in-
munda» donde pasaba todos sus días «con grandísimo consuelo y gusto», como comenta, al verse
apartada «de la comunicación con criaturas», [Teresa de Jesús María, V, 1921: 4]), junto con las
frecuentes enfermedades y dolores de su joven cuerpo, una dificultad de cooperar con otros niños
y el sentido de culpa por los breves episodios de vivir una vida de «travesuras y juegos» dejaron
huella en su futura forma de relacionarse con el mundo, con la divinidad y con su propio cuerpo.
123 De tal retórica de excepcionalidad se sirve otra escritora, que se ha analizado en el apar-
tado 3.2.I, Estefanía de la Encarnación, cuando dice en su Vida: «Los hechizaba [yo] a todos, y no
sé por qué» (Estefanía de la Encarnación, 1631: f. 43r).
124 Se refiere a «¿Soy yo ese nombre?» El feminismo y la categoría de «las mujeres» en la historia
(«Am I that Name?» Feminism and the Category of «Women» in History) de Denise Riley (1988),
un texto fundacional para la verificación política de la categorización del sujeto mujer, que señaló,
entre otros, que las categorías de género son históricamente inestables e incoherentes y que se van
entrelazando con otros factores cambiantes —sexuales, raciales, de clase y etnia—, construyendo
conjuntamente la identidad establecida discursivamente. Por todo ello, se concluyó que, así como
es imposible la separación del género de los contextos culturales, políticos e históricos, de igual
modo es ilusorio hacerlo con la categoría cuerpo, Butler (1990).
teau denomina «mística renovada», entendida como «an approach that caressed,
wounded, ascended the scale of perceptions, attained the ultimate point, which
is transcended. It spoke less and less. It was written in unreadable massage on the
body transformed into an emblem or a memorial engraved with the suffering
love» (Certeau, 1995: 6, el énfasis es original). En su Vida, entrelazada con otros
textos suyos de carácter teológico y exegético, sor Teresa extrajo su experiencia
del cuerpo dolorido —enfermo, subyugado y sufrido— y del cuerpo en goce
—amado, abrazado y satisfecho—, de un cuerpo a la vez vencido y vencedor.
Cuando presenta su cuerpo como fuente de pecado, quiere verlo y sentirlo en
constante vigilancia, es decir, como un cuerpo sin descanso —siguiendo a san
Jerónimo— (Teresa de Jesús María, ETJ, 1921: 392), como enemigo (Teresa de
Jesús María, ETJ, 1921: 242) o como un cuerpo muerto (Teresa de Jesús María,
CSE, 1921: 148; 170; 249). Sin embargo, el deseo de deshacerse de su propia
materialidad —el cuerpo aniquilado (Teresa de Jesús María, V, 1921: 31; CSE,
60, 68)— evoca su presencia más dolorosa y palpable, que se percibe con cada
uno de los cinco sentidos tradicionales: su cuerpo mutilado y sacrificado (Teresa
de Jesús María, CSE, 1921: 40- 45, 328) se experimenta a través del oído, es
un cuerpo en llanto; el olfato lo recibe como maloliente (Teresa de Jesús María,
CSE, 1921: 40); la vista percibe un cuerpo sangriento o un cuerpo como un
calabozo oscuro (Teresa de Jesús María, CSE, 1921: 40); el gusto lo reconoce
como amargo, y, finalmente, el tacto reclama el cuerpo como vaciado y áspero.
Por otro lado, a este corpore peccati se le sobrepone un elaborado conjunto de
visiones de corpore sanctorum: su cuerpo queda endiosado y transmutado a lo
divino (Teresa de Jesús María, V, 1921: 37; CSE 93-95), es un cuerpo-lienzo
y tierra fértil (Teresa de Jesús María, CSE, 1921: 57, 76), un cuerpo nutriente
(Teresa de Jesús María, CSE, 1921: 97, 101), que finalmente llega a confundirse
con Cristo, convirtiéndose en su templo y tabernáculo (Teresa de Jesús María,
SCSE, 1921: 411).
En su libro Pain: A cultural History, Javier Moscoso (2012) propone apre-
hender el dolor experimentado y expresado en los textos de los místicos me-
dievales y modernos desde una aproximación histórico-filosófica, algo genérica
pero no por eso menos convincente, bajo la denominación común de teatra-
lización del sufrimiento y el uso dramático del dolor en la religión. El dolor de
las monjas, según Moscoso, se convierte en un espectáculo debido a que, en el
teatro, los mismos gestos purgativos, la mortificación corporal o las dolencias
pueden ser interpretadas «as a necessity or abuse, as a form of punishment or a
way to salvation» (Moscoso, 2012: 43). Sin embargo, a diferencia de Moscoso,
se cree que este philopassionism (un término que el investigador toma prestado
de Esther Cohen, 2000: 54), en el sentido de la búsqueda del dolor como instru-
mento sublime en la imitación de Cristo, posee matices más profundos que los
sugeridos por el autor, es decir, ser una mera copia/reproducción de los esque-
mas de comportamiento forjados desde los modelos literarios de las hagiografías
medievales (Moscoso, 2012: 45).125 Se considera que a raíz de esta analogía se
pueden percibir los ejercicios corporales y la escritura que se fomenta, nace y
realiza desde el martirio carnal como una forma de estrategia retórica, literaria y
sociocultural que sitúa a la mística en un espacio desde donde le está permitido
hablar y ejercer cierto tipo de autoría y autonomía. Se acuerda con el investiga-
dor en que el espacio de ascetismo religioso es un lugar liminar de enunciación,
un espacio permeable que es «neither entirely public nor completely private;
that is neither totally visible nor radically opaque; that is not marked by necessi-
ty, but rather by the iron will and unbreakable determination to live and feel the
others. In this place that is at once real and fictitious, literary and extraliterary,
neither things nor people are what they seem» (Moscoso, 2012: 45). Pero es
precisamente gracias a esta ambigüedad del espacio claustral que las escritoras
monjas pueden adquirir una posición privilegiada en la cual su deseo, su expe-
riencia y su cuerpo ganan un estatus de factibles y posibles para ser contadas.
En ningún momento de su texto sor Teresa prescinde de la materialidad de
su cuerpo dolorido y coyundeado, convirtiéndolo en una forma discursiva de su
Cristomimesis. De este modo se inscribe en la tradición de las esposas de Cristo,
determinadas a imitar el dolor de la Pasión hasta el punto de transformarse
en la carne y la sangre de Jesús, de las que este, una vez resucitado y subido al
cielo, se quedó despojado. «Las disciplinas y cilicios que traía de día y noche»
(Teresa de Jesús María, V, 1921: 14) le permiten a sor Teresa convertirse en una
prolongación dinámica de Dios, que, por ser descorporizado, «no puede tener
tristeza ni dolor», por lo tanto, «como corazón suyo y en su nombre» será ella
quien somatizará «esta muerte y pasión de su Hijo unigénito» (Teresa de Jesús
María, CSE, 1921: 75).
No obstante, esta imitatio Christi, entendido como meditación e imitación
de experiencia a modo ignaciano, posee también una dimensión textual retórica
y estratégica concreta. Al somatizar y transformar la Pasión en un cuerpo escrito,
las místicas encontraron un modo eficaz de penetrar el lenguaje teológico y ha-
blar «por medio de una corporalidad transformada en particular semiótica» (Fe-
rrús Antón, 2005: 124). Como señala Ruth El Saffar (1994: 100), «in women
visionaries the key to the mystic’s encounter with Christ’s image is surrender to
125Las autoras monjas son presentadas por Moscoso en el marco de las categorías de copia y
reproducción: «They do not live; they copy. They do not feel; they imitate; they reproduce sche-
mas and behaviors that they have learned from the pages of their bedside reading, either in hours
of solitude or moments of group devotion» (Moscoso, 2012: 45). Esta afirmación se queda en la
superficie del fenómeno estudiado sin adentrarse en la retórica de los textos ni en las circunstancias
específicas de la escritura mística que permiten entenderla como creación innovadora y original.
la Madre Anna dexó escritas, mas que el dezirlo ella, y que siendo en causa pro-
pia, no se debe admitir su dicho, yo digo lo contrario, que basta dezirlo ella para
que se le dé crédito; pues los Santos no dirán falsedad por todo el mundo» (Ana
de Jesús, 1610-1617: Preliminares, s. p.).
Argumentado la legitimidad de su toma de la pluma, Ana de Jesús está muy
cerca de las demostraciones de las místicas tardomedievales, que se presentaban
como las amanuenses de Dios, cuando dice: «Sigo su divina voluntad en todas
las cosas que su caridad desea a lo qual me fueron dichas estas palabras» (Ana de
Jesús, 1610-1617: 220r) o «me fueron dadas las palabras en esta forma aras al
Dios [que] dijo: serás mi mano, con tu corazón y de toda tu alma y con todas tus
fuerzas y derramarás tu corazón […] de sus [divinas] misericordias serán llanas
tus potencias» (Ana de Jesús, 1610-1617: 236r). En este caso, la argumentación
sobre la experiencia del cuerpo funciona no tanto como un aval de la autoridad
simbólica, ya que esta, en última instancia, se cede a Dios, sino como una herra-
mienta en manos de una autoridad exterior al texto, la divina.
Al identificarse con el Cristo indefenso y al referirse a la vulnerabilidad de
su propio cuerpo —extremadamente débil, enfermo y flaco—, Teresa de Jesús
María propone un razonamiento original que le permite acceder al misticismo
intelectual, habitualmente vedado a las místicas que ejercían un misticismo
emocional, «desde el corazón» —según explicaba san Juan de la Cruz—. La
autora habla repetidamente de sus raptos en términos puramente intelectuales,
los cuales, debido a la fragilidad de su cuerpo, que «el Señor conoce», son los
que resultan «de mayor agrado a Dios» (Teresa de Jesús María, V, 1921: 14).
Este Dios exige de ella una mortificación intelectual y no corporal (Teresa de
Jesús María, CSE, 1921: 37), por lo que sor Teresa entiende sus misterios «de
un modo mejor que otras criaturas terrenales» (Teresa de Jesús María, CSE,
1921: 37). En su forma de traducir el sufrimiento de Cristo en la superficie
de su cuerpo femenino, Teresa de Jesús María se aleja bastante del lenguaje
teresiano, un balbuceo místico, en el que la necesidad estratégica de hablar
como mujercilla obligó a la Santa a prescindir de los cauces teóricos y hacerlo
desde su ignorancia. Aunque sigue la tradición teresiana de autorizar su dis-
curso por la experiencia, no se abstiene de reafirmar cada una de sus visiones
extáticas con citas bíblicas y extensas referencias a la tratadística. Su discurso
se fortalece con fragmentos de la literatura paremiológica, la patrística y las
exégesis bíblicas, demostrando su conocimiento del repertorio ortodoxo y su
capacidad interpretativa. La unión con Dios, que alcanza en el tercer camino
de perfección, la permite comprender «el misterio de la generación eterna del
Verbo» (Teresa de Jesús María, CSE, 1921: 127 y ss.) y, por lo tanto, proseguir
con comentarios a las Sagradas Escrituras, que, presentadas por separado, po-
drían pasar, como mínimo, por atrevidas e inadecuadas.
como una «madre amorosísima» (Teresa de Jesús María, CSE, 1921: 97) que no
solo le da el pecho para mamar, recibiendo «divinas perfecciones y propiedades»
(Teresa de Jesús María, CSE, 1921: 98), sino que cuida de ella como de una niña
en y a través de su corporeidad. Por ser una hija tierna y delicada se le conceden
los dones intelectuales del Espíritu Santo —sabiduría, entendimiento, ciencia y
consejo—: «Teresa, mientras estás en carne mortal […] te miro y con amor ter-
nísimo te amo; bien puedes venir a mamar de mis pechos, que yo haré contigo lo
que las madres amorosísimas hacen con las criaturas pequeñas, que es gorjearlas
sobre sus rodillas, besarlas y darles el pecho» (Teresa de Jesús María, CSE, 1921:
98). De este modo, la autora otra vez convierte una vivencia corporal concreta
—la enfermedad mortal exclusivamente femenina y la maternidad biológica—
en origen y justificación de su autoría. Sin embargo, a diferencia de Santa Teresa,
que «ajena al saber letrado traba su historia sobre lenguajes de la experiencia»
(Ferrús Antón, 2005: 119), Teresa de Jesús María accede a unas cuotas de auto-
ridad diferentes, las del magister misticus: la leche materna es un líquido corporal
de continuum, un aval simbólico a la hora de enseñar e interpretar.
Así entendido el magister misticus, manteniendo la función estratégica de
la narración del y sobre el cuerpo, fue extendido más allá de la textualidad y
convertido en acción misionera y política mediante la experiencia de mártir de
Luisa de Carvajal y Mendoza. Esta mujer, de procedencia noble y acomodada,
pasó diez años de su vida, desde 1604 hasta su muerte en 1614, como misionera
en Londres, predicando, enseñando y ejerciendo labores caritativas en defensa
de la fe católica. De su labor apostólica dejó constancia en un abundante le-
gado epistolar y varios escritos autobiográficos, en los que destacó su carácter
de maestra espiritual. En una carta al marqués de Caracena habló de su rol de
pregonera: «Yo siempre en la calle de pechos sobre un tablón» (Carvajal y Men-
doza, 1966: 268),127 siendo consciente de la subversión de las normativas de
género que este hecho conllevaba: «La señora […] decía […] que no era posible
sino que yo no era mujer, sino sacerdote romano en hábito mujeril» (Carvajal
y Mendoza, 1966: 269) y «como oyeron [la multitud del pueblo] que éramos
tres, ya decían que todas éramos sacerdotes; y otros, sin duda frailes» (Carvajal y
Mendoza, 1966: 273). Aunque las circunstancias vitales —la temprana pérdida
de ambos padres y años de abuso psíquico y físico que sufrió bajo la tutela de su
tío materno— bien pudieron llevar a una quiebra psíquica de la joven, durante
toda su vida trabajó para transformar la tragedia personal en un sentido de valía
y mérito individual. En su caso, el dolor impuesto «por mano ajena» (Carvajal
127 Se cita por la edición de sus textos autobiográficos y cartas de Abad (1966). Cuando
la transcripción difiere del original, se cita por el manuscrito del Archivo del Convento de la
Encarnación.
128 Del carácter militante y político de su misión en Inglaterra habló Rhodes (1998: 887-
911). Una muestra palpable de la importancia de su figura para las acciones contrarreformistas es
su presencia en el Calendar of State papers y en los Downshirepapers, donde el arzobispo de Can-
terbury, George Abott, opinó negativamente respecto a su vocación, y la recepción que tuvo en la
embajada de España y en la corte de Felipe III.
129 Luisa pudo tener noticia sobre la historia de las primeras mártires católicas en los Flos
sanctorum, que circularon ampliamente por entonces en España. Asimismo, Abad sugiere que ha-
bía leído el libro de Joseph Creswell, Historia de la vida y martirio que padesció este año de 1595 el P.
Henrico Valpolo. Con gran probabilidad conoció, directa o indirectamente, las historias populares
en los años noventa del siglo xvi sobre los católicos perseguidos en Inglaterra, como las de Rivade-
neyra, Historia eclesiástica del scisma del reyno de Inglaterra (1588), o Yepes, Historia particular de
la persecución de Inglaterra (1599) (Abad, 1966: 133).
130 Los ejercicios de la piedad penitencial le fueron inculcados desde su estancia en la corte
entre 1572-1576, donde permaneció cercana al círculo de Juana de Austria, la única mujer que
secretamente fue admitida para ingresar en la Compañía de Jesús y cuya extrema devoción resultó
ser una piedra angular para la formación espiritual de la joven. Allí, bajo la tutela de Isabel de
Ayllón, Luisa fue formada especialmente en severas formas de piedad y mortificación corporal.
Uno de tantos ejemplos deja entrever la práctica de dormir honestamente, que Luisa describe de la
manera siguiente: «No me permitía [Isabel de Ayllón] echar sobre el lado izquierdo, porque no
de Mendoza, marqués de Almazán. Pero, hasta donde dejan entrever las explica-
ciones detalladas de Luisa, estas penitencias bien pudieron sobrepasar la frontera
del abuso sexual, con unas técnicas de una violencia física y psíquica extrema:
corriese fácilmente algún humor dañoso al corazón, y hacíame cruzar los brazos sobre el pecho
en forma de cruz. Y luego, tirando la camisilla hasta los pies, hacía que un doblez de ella dividiese
las rodillas, y en el verano hilvanaba la ropa de la cama por los dos lados, por la salud y por la
modestia, de que tanto ella cuidaba» (Carvajal y Mendoza, 1966: 143).
tos sin censura parecen haber inspirado más directamente sus poesías ascéticas
y místicas, escritas mayoritariamente entre 1593 y 1601, durante el periodo
de intensificación espiritual de la autora.131 Las imágenes del cuerpo mutilado
y mórbido (Carvajal y Mendoza, 1966: 161-162 y otros), humillado y hasta
desapropiado (Carvajal y Mendoza, 1966: 169; 173 y otros), que crean el
horizonte imaginativo de sus textos autobiográficos, penetran intensamente
las coplas, los romancillos y las redondillas, los sonetos y las liras, donde se
estetizan utilizando la convención poética y mística. En este sentido, el dolor
del cuerpo real queda instrumentalizado en el cuerpo ficticio del poema, que
lo inmoviliza y abstrae de la materialidad contingente, con lo cual se supera
la realidad de recordatio, en la que uno es el objeto pasivo de la introspección,
para instalarse en el universo de la creatio, de construir y fundar una agencia
y, por tanto, una autoría propia. Las analogías entre los fragmentos que no
entraron en la versión final de la vida y las metáforas del sacrificio y la unión
místicos trabadas en sus poemas resultan sugestivas. Miremos algunos ejem-
plos. Entre las notas sueltas encontramos las descripciones más morbosas de
los ejercicios de mortificación, que seguían las pautas de «los siete derrama-
mientos de sangre de nuestro Señor»:132
Después halló mi tío otra persona, de las mismas de casa, a propósito para esto, y
a veces ordenaba a la una, a veces a la otra. Y así, ordenaba algunas veces que me
llevasen desnuda y descalza, con los pies por la tierra friísima, con una cofilla en la
cabeza que recogía el cabello solamente y una toalla atada por la cintura, una soga
a la garganta que algunas veces era hecha de cerdas de silicio, y otras de cáñamo,
y atadas las manos con ella, de unos aposentos a otros, como a malhechora hasta
un último oratorio pequeño que estaba al cabo de ellos. (Carvajal y Mendoza,
1966: 183)
Una mañana, me acuerdo que vino a mí,133 estando yo en la cama134 […]. Y es-
tando yo descuidada por ser muy temprano, vino, como digo a mí, y cogióme de
repente sobre las cinchas. Pero no dijo nada, sino mandóme levantar; y desnuda,
con sólo un lienzo por la cintura hasta las rodillas, como otras veces he dicho, y
con la soga a la garganta y manos atadas, llena de frío y incomodidad, me llevó a
un oratorio cercano, que él y el paso estaba solo; y a puertas cerradas y habiéndome
disciplinado, me hizo echar en el suelo, donde me disciplinó de los pies hasta los
hombros; y no sé qué palabras de menosprecio, me puso uno de sus pies sobre el
pecho, en medio dél. Y como tenía un zapato de dos suelas, grueso, y debió descui-
darse en cargar demasiado, sentí grande pena dentro del pecho y en todo lo interior
dél; tanto, que si no acertaba a levantalle presto, me pareció podía recibir mi salud
notable daño. La otra destas dos… [aquí la narración se interrumpe]. (Carvajal y
Mendoza, 1966: 184-185)
Estas imágenes dialogan vivamente con versos como los que dan comienzo
al «Romance espiritual de Silva. De los efectos de amor de Dios»: «¡Ay, si entre
los lazos fieros / que a mi gloria aprisionaron / por mi libertad, yo viera / enlazar
mi cuello y manos! […] ¡Oh cuán mil veces dichosa / aquella, de ejecutados /
mil sangrientos sacrificios / y abrasados holocaustos / se te ofrece, Cristo mío»135
(Carvajal y Mendoza, Poesías: 3, vv. 1-4 y 17-21). Más allá de la convención de
la poesía a lo divino, popularizada por San Juan, o la ascética de Luis de León y
Luis de Granada, de cuyos textos Luisa era especialmente devota (Abad, 1966:
134), la autora traba aquí su propia estética del misticismo de la pasión, en el
de escuchar las relaciones minuciosas de estos acontecimientos, de los que la joven tenía que
informarle de rodillas durante largas horas en su cuarto, mientras él la escuchaba, leía o dormía.
133 De la relación no se puede asegurar si se refiere a una de las sirvientas contratadas para
ble]» y en el mismo folio (2v), verticalmente escrito «disciplinas» subrayado a doble raya.
135 Para mayor comodidad de lectura, las poesías y las cartas se citan por la versión digita-
la poesía eucarística de Annie J. Cruz (2009b: 255-269), aunque esta, sin embargo, la desarrolla
en una dirección diferente, llevándola hacia la poética afirmativa del amor divino envuelta en la
convención de la poesía pastoril y petrarquista. Otras interpretaciones interesantes las proponen
Fox (2008), Cruz (2004) y Rees (2002).
137 Se recuerda que en el siglo xvii la u es la grafía usual también para v, por esa razón Silva
es un anagrama de Luisa.
Como aquel día el Verbo Divino se desposó con la naturaleza humana, el Espíri-
tu Santo quería desposarse conmigo con la unión muy semejante, y que tomaría
entera posesión, no sólo de mi alma, sino también de mi cuerpo, vivificándole y
gobernándole con gran particularidad y asistencia amorosa. […] Así, en su manera,
la persona de Cristo sacramentado, entrando en mí por la comunión, reformaría
mi cuerpo y le haría como vivo retrato suyo, que éstas son las tablas o puertas del
cedro incorruptible que le dieron a la Esposa en día de su desposorio […] como si
dijera la Santísima Trinidad […] ego sum ostium, pongámosle también las puertas
de esa divina puerta pintando su cuerpo, sus sentidos y sus acciones, que parezcan
imagen suya. (Teresa de Jesús María, CSE, 1921: 70, el énfasis es original)
propone abarca tanto el nivel de las imágenes como el del leguaje, trazando un
eficaz puente entre los locus de la contemplación ignaciana y la vivencia interior
primordial para las carmelitas, lo que se puede observar en el «Soneto de Silva
al Santísimo Sacramento» que la poeta subtitula con un «¡Hostia!»: «Contra los
“hostes” soberano y fuerte / amparo, do tu nombre se deriva/ de cristalinas aguas
fuente viva / que templa la abrasada ansia de verte. / Muerte eres, vida eterna,
de mi muerte, / y de aquella manzana tan nociva / remedio contrapuesto que la
esquiva / fortuna, nos volvió en dichosa suerte» (Carvajal y Mendoza, Poesías:
17, vv. 1-8). Aquí la autora aprovecha el doble sentido del vocablo hostia: «la res
que se ofrecía como víctima en sacrificio, quitándola la vida en el ara» (Real Aca-
demia Española, 1726-1739) y el pan comunal. Otra vez, mediante la voz de la
pastora, Silva juega con el significado paronímico de hostes (“huestes”) y hostia,
colisionando la metáfora militante jesuítica y la del alberque del castillo interior
asegurado por la eucaristía. De este modo, el cuerpo real y el simbólico resultan
ser un cruce eficaz entre la dimensión redentora y la militante de la misión cató-
lica en su sentido colectivo —referido a la culpa de los primeros padres («aquella
manzana tan nociva»)— e individual —que busca superar la finitud de la exis-
tencia singular («muerte eres, vida eterna, de mi muerte») (Carvajal y Mendoza,
Poesías: 17, vv. 1-8)—. Además, vale la pena apuntar que ambas autoras, en su
cotidiana veneración al Santísimo Sacramento, llegaron a una experiencia totali-
zante, subrayando en varias ocasiones la necesidad, y hasta el alivio, de recibir la
eucaristía prácticamente a diario. Es sabido que Luisa, gracias a la amplia red de
contactos e influencias de alto rango, logró recibir la comunión incluso durante
sus encarcelamientos y tenía guardada hostias en las embajadas, un hecho sin
precedentes para las normativas eclesiásticas del momento (Abad, 1966: 94).
Por otra parte, Teresa de Jesús María, en su relato de vida, deja constancia de que
el privilegio de comulgar a diario le fue concedido con «tan solo nueve años»,
subrayando, de este modo, su condición de predilecta, especialmente querida
por Dios, que la nombra su «corazón» (Teresa de Jesús María, CSE, 1921: 70)
o «su Jerusalén», «el monte Sion» y «el monte Líbano» (Teresa de Jesús María,
CSE, 1921: 83, 84), traduciendo la voluntad divina en la capacidad fecunda-
dora de su cuerpo, cuando por boca de Dios se dirige a toda la humanidad: «En
Teresa que es mi Israel, será tu heredad y serás sembrado y echarás raíces, que es
mi escogida» (Teresa de Jesús María, CSE, 1921: 83). Este misticismo encarnado
operaba en dos planos complementarios: el ascetismo de la crucifixión y el goce
de la encarnación eucarística, propiciando una síntesis de ambas experiencias
que llevaba a una sensación de plenitud.
En este sentido, el dolor y el goce, en tanto que configuraciones extremas
del cuerpo y únicas formas extáticas accesibles a las religiosas, les abrían la vía
para el autorreconocimiento y la valía individual. Este philophassionismo en ma-
138 Se acuerda con Fox que la espiritualidad de Luisa poseía más marcas ascéticas que pro-
piamente místicas: «Carvajal y Mendoza herself denies any special divine treatment or mystical
phenomena when she goes on to affirm that she did not take account of such sensory perception,
preferring pursuit of the essence of virtue and a pure and strong love of God. This rejection
supports my contention that what is often regarded as her ecstatic mysticism comes rather from
her own strong determination as to the course of her life and her pathologically intense focus on
Christ, as well as from the influence of Jesuit meditative practices» (Fox, 2008: 259).
139 Para tener más detalles de la «controversia de Roser» en la historia de la Compañía de
Jesús y el rol de las mujeres dentro de la congregación, cf. Burrieza Sánchez (2005: 85-116). Lie-
bewitz (1979: 132-152) estudia el tema del apostolado femenino en la Iglesia católica durante la
Contrarreforma y Rapley (1990), en la Francia del siglo xvii.
The members arrogate to themselves the power to speak of spiritual things before
grave men and priests, and to hold exhortations in assemblies of Catholics and
usurp ecclesiastical office […] moving freely everywhere, without submitting to
the laws of clausura, under the pretext of working for the salvation of souls; they
undertook and exercised many other works unsuitable to their sex and their capaci-
ty, their feminine modesty, and, above all, their virginal shame. (Pastoralis Romani
Pontificis apud Rapley, 1990: 32-33)
The ongoing repression of Catholicism in England in the early 1600s, with its
accompanying immobilization of male Catholic priests, produced a crack in the
ecclesiastical monolith through which a determined woman like Carvajal managed
to slip and, in her own way, prosper. As she herself observed, a female missionary
caught the English authorities and populace off guard long enough for her to rea-
lize her ambition, if not fulfill her final vow. (Rhodes, 1998: 906)
to reinforce the existing framework, not initiate new objectives» (Rhodes, 1998:
906). En su correspondencia, Luisa dejó clara su fidelidad al monarca español
considerado el más devoto, Felipe III, presentándose como la encarnación viva
de su proyecto de la reconsolidación del monopolio católico nacional e interna-
cional (Carvajal y Mendoza, Cartas: 151, 170, 178 entre otras). En sus epístolas,
en medio de las declaraciones de devoción al monarca, insistió en unas acciones
políticas y militares específicas, como las de armar a Irlanda, reprochándole al
rey su tibieza al conseguir la paz con Francia y los Países Bajos a costa de la causa
católica. En su carta a Rodrigo Calderón, fechada en Londres el 5 septiembre de
1613, en un tono apremiante, dice:
Uno de los aspectos de larga duración que vincula los monasterios y los
conventos femeninos, en tanto espacios religiosos, culturales e intelectuales, en
el mundo medieval y moderno es el oficio de asesoramiento espiritual que las
monjas o las comunidades ejercían con los monarcas, su reino y su sociedad.
Desde el Medievo, aunque bajo condiciones diferentes, las santas vivas desempe-
ñaban los papeles de carismáticas, visionarias o profetisas, influyendo en asuntos
religiosos, sociales y políticos a nivel local y, muy a menudo, nacional. Sin em-
bargo, el prestigio de las divine madri, como Catalina de Siena, Hildegarda de
Bingen o Matilde de Canossa, en la antesala del cisma protestante y los aprietos
de la reforma católica, se vio coartado por un clima de profunda desilusión,
fortaleciendo la autoridad religiosa curial, institucionalizada y masculina. A pe-
sar de recortar su presencia pública, las carismaticae resultaron imposibles de
borrar en la veneración popular y nuevamente las particularidades del ambiente
político y religioso de finales del siglo xvi y pleno siglo xvii favorecieron su
rehabilitación oficial y validación en su rol de consejeras espirituales y media-
doras directas ante Dios en los reinos católicos durante los turbulentos tiempos
de la Contrarreforma. Partiendo de este contexto, en el presente subcapítulo se
analizará el profetismo femenino entre las religiosas de clausura y las terciarias
que utilizaron el argumentum ad divinam voluntatem como eficaz herramienta
de consolidación de su posición autoral y de su agencia textual, espiritual y
política, muchas veces disidentes respecto a las normativas eclesiásticas o co-
rrientes espirituales y políticas dominantes. En esta aproximación se dialogará
con el concepto de «conciencia estratégica del discurso» con el que Myriam
Díaz-Diocaretz (1993: 98-103), retomando el concepto de Tzvetan Todorov,
hizo referencia a una forma de subversión en el uso femenino de la escritura que
consiste en el uso público de la palabra escrita con el fin de ejercer influencia y
marcar la autoría literaria en términos de una autoridad simbólica concreta. Tal
aspecto estratégico de la escritura se discierne
zadas por las mujeres «to proceed to another level of re-definition […] and esta-
blish their full […] humanity by insisting on their ability to speak to God and to
be heard by God» (Lerner, 1993: 18). Desde este punto de partida se planteará
la lectura de unos escritos escogidos de la monja concepcionista María de Jesús
de Ágreda, apuntando especialmente hacia su papel de intermediadora en la
corte de Felipe IV y mística visionaria de importancia clave para las políticas
eclesiásticas de un imperio en decadencia. El meollo del análisis lo propiciaran
las cartas de María al monarca español, vistas al trasluz de su correspondencia
con otras importantes figuras de la escena política del momento y ubicadas en el
contexto de la escritura, posterior destrucción y reescritura de su obra cumbre,
Mística Ciudad de Dios. El análisis se matizará con los ejemplos de otras visio-
narias reales, como María de la Antigua, Luisa de la Ascensión, María de Cristo,
Lucrecia de León o María de la Visitación, destacando de modo más acusado en-
tre ellas a la terciaria dominica María de Santo Domingo, más conocida como la
Beata de Piedrahita, que propiciará un ejemplo temprano de la construcción de
la autoría sobre la base de la figuración de la santidad femenina en el tiempo de
la reforma católica. Asimismo, se traerá a colación la creación textual y agencia
fundacional de la agustina Mariana de San José con el fin de establecer puentes
entre ambas realidades y subrayar la dimensión activa de este modelo autoral
entendido más allá del papel de una amanuense de Dios.
Una mirada atenta a las fuentes epistolares, biográficas y las vidas de monjas
de la Alta Edad Moderna evidencia que el interés y gusto por las visiones y pro-
fecías en la España de los Austrias era común y compartido tanto por el pueblo
como por la nobleza y el clero. Los trabajos pioneros sobre las religiosas visio-
narias de Sonja Herpoel (1999) e Isabelle Poutrin (1993 y 1995) establecieron
las bases para un amplio entendimiento del fenómeno dentro de las políticas de
género dominantes, más allá de su carácter popular o marginal pero definitiva-
mente arraigado en el ambiente sacralizado y ávido de manifestaciones prodigio-
sas, características del periodo. Cierto es que en la época tridentina la aceptación
institucional de la permeabilidad de los mundos —terrenal y celestial— y los
tiempos —presente y futuro— iba acotándose acorde a las normativas de una
espiritualidad más sistematizada y, por ende, más controlable. Como acerta-
damente señaló Karl Rahner, la ruptura en el seno de la Iglesia católica supuso
un constreñimiento de la visión privada a favor de una teología mística, lo que
llevó a «una desvaloración de lo profético, en beneficio de una revalorización de
lo no-profético, o sea, de la contemplación infusa» (Rahner, 1955: 23). Segura-
141
«Y les dijo: Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura»; «Y estas señales
seguirán a los que creyeren: En mi nombre echarán fuera demonios, hablarán nuevas lenguas»;
«Tomarán serpientes en las manos y, si bebieren cosa mortífera, no les dañará; sobre los enfermos
impondrán sus manos, y sanarán»; «Y ellos, saliendo, predicaron en todas partes, ayudándoles el
Señor y confirmando la palabra con las señales que la seguían» (BRV, Mc. 16: 15, 17-18, 20).
Es el estilo de Omnipotente Providencia, escoger las cosas flacas del mundo, para
confundir las suertes, y revelar a los párvulos, lo que a los sabios esconde […]. Ni
hay que estrañar, que tengamos tantos libros de este genero, que dictaron, ó escri-
bieron mugeres pues fuera de ser investigables los juizios de Dios, se descubren ra-
zones, que facilitan el credito. Puedese aplicar la que dio Santo Tomás de la mayor
devoción de las mugeres; pues como el tener estas menos ocasiones de elacion, las
haze, que más fácilmente la compriman, y pensando baxamente de sí, se entregan
totalmente á Dios, también por esse medio las haze más aptas de recibir estos
Divinos dones. […] A Santa Cathalina de Sena; que alegaba la imbecilidad, y con-
dición de su sexo, para expensarse de enseñar, la respondió el Señor: Adeó increvit
superbia eorum, qui se litteratos, et sapientes putant, ut Divina justitia idulterius ferre
nequeat, eos que vult pudefacere per foeminas virtute, et sapientia instructas. (Jiménez
Samaniego, 1721: s. p.)
Se tenga cuenta del sexo del que tuviere las revoluciones, á saber, si es muger, ó
hombre, porque, caeteris paribus, mas credito se ha de dar a las revelaciones del
hombre que de la muger: porque este sexo femenino es más flaco de cabeza, y las
cosas naturales, ó ilusiones del Demonio las tienen por del Cielo, y de Dios; […]
son mas imaginativas, que los hombres, pues como tengan ellas menos juyzio y
discurso, y menos prudencia, mas se inclina el Demonio a engañar a las mugeres
con aparentes y falsas imaginaciones, revelaciones, y visiones. A mas desto se ha de
mirar en las costumbres, si son las mugeres distraydas, habladores, locas, amigas de
enseñar, y predicar á los demas, si assi fueren, no solamente engañan a si mismas,
sino tambien á los hombres muy doctos. (Navarro, 1631: 32)
flaca, de apetitos mas vivos, de pasiones mas ansiosas, de razon menos solida, de
juicio mas ligero, de coraçon mas blando, y mudable fácilmente: de este natural
nace la mayor aptitud, ó peligro de engañarse, y engañar» (Jiménez Samaniego,
1721: s. p.). En consecuencia, la verificación de la autenticidad de lo pronuncia-
do debe dejarse en manos de los varones doctos: «Sus manifestaciones y visiones
[de las mujeres] traen de aí una sospecha especial, que se necesita con particula-
ridad excluir, haciendo dellas más exacto examen, y averiguación mas rigurosa,
que de las que reciben los varones» (Jiménez Samaniego, 1721: s. p.). Por lo
tanto, como se ha dicho, el paso obligatorio era plasmar por escrito la revelación,
transformando un presagio en un tipo de sermón acorde a las reglas de oratoria
con un fin persuasivo y misivo, pero también en una conciencia que permitiría
introspección en el proceso de la experiencia espiritual. Los testimonios de las
visiones los escribían las propias donadas; sin embargo, no eran infrecuentes los
casos en que las copiaban las escribas, a veces durante el mismo momento de
la visión. En este caso se preparaban dos versiones independientes del texto, re-
dactadas por dos personas diferentes para aumentar la veracidad del testimonio
(Van Deusen, 2007: 163-176).142 En cualquier caso, resulta crucial señalar que
la mayor preocupación censora atañía no tanto a la veracidad del mensaje pro-
nunciado ni a su carácter ortodoxo como al complejo problema de la usurpación
de la autoridad provocada por tal intervención teológica pública femenina:
Empero […] la prohibición de S. Pablo solo es, de que las mugeres no enseñen en
la Iglesia, y en publico concurso de fieles congregados en el lugar de la oración co-
mún, ni de oficio, ó autoridad; aunque fuesse en particular, ó en otros lugares […]
al docere mulier non permitto; añade neque dominari; que es dezir, que no usurpen
la autoridad, que viene con el oficio del magisterio publico […]. Pero en parti-
cular, sin usurpación de oficio, y como personas privadas, no les está prohibido
el enseñar; como grave, y eruditamente […] prueba Cornelio á Lapide. (Jiménez
Samaniego, 1721: s. p.)
142Van Deusen trae a colación un ejemplo de la compañera íntima de Rosa de Lima, Luisa
Malgrejo, y el acto de arrebatamiento que la última experimentó durante la beatificación de su
maestra. Los participantes del acto pronto se dieron cuenta de la importancia de su visión, y su
confesor, Juan Costilla de Benavides, «previno tinta y papel y fue escribiendo todo lo que la dicha
dona Luisa Malgarejo, iba diciendo con algunos accentos y pausas que hacía; y habiendo escrito
como tiempo de una hora, pareciéndole al padre Francisco Nieto de la orden de Santo Domingo
que estaba presente, que este testigo se cansaba, así por ello como porque si se la pasaba alguna
palabra que no escribiese, lo podría hacer él; tomó asimismo tinta y papel y a una mano fueron
continuando; hasta que la dicha dona Luisa Malgarejo acabó» (apud Van Deusen, 2007: 174).
sus protegidos. No obstante, este trueque de poderes era un arma de doble filo.
A ojos de los censores y padres espirituales, la autoridad dada por la divinidad
podía convertirse igual de rápido en marca de una posesión diabólica, locura o
fraude, bajando a la venerada del pedestal de la santidad y autoridad. En casos le-
ves, tal desengaño suponía pasar por el proceso inquisitorial, la excomunión y, en
ocasiones, la deportación, como ocurrió con María de la Visitación, expatriada
a Brasil por embaucadora. En casos más graves, cuando la fama y las influencias
de una visionaria eran más amplias, se ordenaba una abjuración de vehemendi,143
que podía incluir pena de prisión, excomunión o condena a muerte. Tal ines-
table dinámica de la (des)autorización era característica para las que construían
el sentido de validación simbólica y valía individual como homine inspiratus, de
acuerdo con lo señalado por Manero Sorolla:
Para las autoras monjas, cuya voz y palabra escrita eran privadas del estatus
oficial y la efectividad política, traducir el mensaje divino suponía un camino
eficaz para acceder a cotas de autoridad en las prácticas públicas, difícilmente ac-
cesibles fuera del paradigma de lo milagroso. La profetisa, al ser considerada una
transmisora y no una productora de la palabra pronunciada, no suponía, por lo
menos explícitamente, una desestabilización del orden simbólico dominante, ya
que su voz, al fin y al cabo, constituía un eco de la palabra ajena. Al fijar el origen
de la autoridad fuera del discurso pronunciado, en la instancia divina —superior
e incuestionable—, la visionaria se situaba en un plano desdoblado de las rela-
ciones textuales en la línea autor-función autoral y el sujeto hablante. Presen-
tarse como mano, oreja o pluma de Dios formalmente dispersaba el sentido de
143 Las sentencias después de la abjuración de vehemendi «podían imponer, entre otras cosas,
144 Se recuerda que Cisneros promocionó el modelo visionario femenino publicando por
primera vez las traducciones al español de las obras de Catalina de Siena y Ángela de Foligno.
También fue benefactor de Juana de la Cruz, y su influencia fue decisiva para que se pusiesen por
escrito sus largos sermones.
«Con una mano de papel y tres plumas y una redoma de tinta se sustenta
una monja toda la vida», constató a mediados del siglo xvi en tono burlón el
jurista granadino Juan de Arce de Otálora en los Coloquios de Palatino y Pincia-
no (1995: 859), apuntando hacia el sentido paradójico en aquel contexto de la
noción monja-escritora. Pero era precisamente con la pluma, el papel y la tinta
como María de Jesús logró marcar su presencia en el discurso teológico y políti-
co de su tiempo, afirmando la legitimidad de su autoría a partir del argumentum
ad divinam voluntatem. La monja de Ágreda construyó su posición autoral bus-
cando brechas en los modelos de los discursos proféticos dados y que transmitía
por medio de las cartas, meditaciones espirituales y tratados doctrinales, en los
que encontraba «marcos de libertad simbólica en los que cupiera lo que ella
tenía que decir» (Rivera Garretas, 1997a: 97).
Además de su obra mística, espiritual y teológica, que abunda en sentidos
y matices, es el legado epistolar, de casi mil cartas cruzadas entre ella y varios
destinatarios, el que constituye especialmente un interesante campo de indaga-
ción por su amplitud, variedad y perspectiva diacrónica, no encontradas en otro
tipo de escritos. En esta correspondencia destacan particularmente las cartas
intercambiadas con el rey Felipe IV y Francisco y Fernando de Borja, que, de
hecho, son las que más interés y emoción han suscitado entre los críticos por sus
aspectos políticos y sociales. Sin embargo, en la aproximación a estos escritos
el objetivo que aquí se plantea va más allá de interpretarlos en el marco de un
«cometido escueto de la transmisión de una serie de noticias» para configurarlas
145 El núcleo de este tema ha sido también materia de reflexión para mi artículo «La cons-
ciencia estratégica del discurso: acerca de las cartas de María de Jesús de Ágreda al rey Felipe IV»
(Lewandowska, 2014).
146 Aparte de la correspondencia con el rey, que cuenta con ediciones selectas de Silvela
(1885-1886), Seco Serrano (1958) y Baranda Leturio (2001), cuando se inició el presente trabajo
el resto del epistolario permanecía inédito. Últimamente se ha publicado la edición crítica de la
correspondencia con los Borja, que abarca doscientas veinte cartas conservadas en el Archivo de las
Descalzas Reales de Madrid, a cargo de Consolación Baranda Leturio (2013). De los manuscritos
sin transcribir de la correspondencia con la duquesa de Alburquerque se ocupó recientemente
Chicharro Crespo (2013: 191-213). De las casi mil cartas cruzadas con otros destinatarios, hasta
febrero de 1647 cuando dice: «Confieso que tengo harto conocimiento de las
materias de palacio, de las de la Monarquía» (María de Jesús de Ágreda, [s. a.]
Ms. 9993: 76r),147 que parecen ser revalidadas por el monarca cuando aprecia la
valía de sus consejos y afirma: «Pues se reconoce que lo estudiáis en buen libro».
Es necesario recordar que el conjunto de la correspondencia hay que en-
tenderlo dentro del carácter particular de la escritura epistolar de aquel tiempo:
por un lado, altamente formal, regulada por numerosos tratados y manuales,
como los más populares del momento, de Antonio de Torquemada (Manual
de escribentes, ca. 1552), Jerónimo Paulo de Manzanares (Estilo y formulario de
cartas familiares, 1600) y Gaspar de Texeda (Cosa nueva. Estilo de escrivir cartas
mensajeras, 1547); por otro, de cierta flexibilidad de estilo y temática e hibri-
dación formal, característica de la escritura de las religiosas. A grandes rasgos,
el diálogo en las cartas se regía por la regla del decoro y, así, la organización de
la jerarquía social determinaba las características formales de la comunicación
epistolar. En las cartas al rey este aspecto queda reflejado en el carácter aparente-
mente familiar y privado que envuelve la conciencia de la repercusión pública de
la correspondencia y una relación claramente desigual y jerárquica entre los co-
rresponsales. María se refiere a esta subordinación en repetidas ocasiones, y con
el respaldo de la excusatio propter infirmitatem, diciendo, por ejemplo: «Pues me
tomo más licencia de la que me da la condición flaca de ser mujer y de inferior
a V. M.». Por un lado, el estilo ajustado a la «condiçión y calidad de la persona»
(Torquemada, 1994: 137) era un reflejo del código de comunicación de la cul-
tura dominante, un sistema concreto de la representación y del inconsciente po-
lítico o, dicho de otro modo, un reflejo del control social a través de los usos de
la lengua. Por otro, aunque estas reglas fuesen interiorizadas por María, ella supo
manipularlas, modificarlas y moverse con cierta libertad dentro de este código,
manejando lo dicho y lo silenciado mediante la apropiación de las fórmulas re-
tóricas para fines propios, lo que le permitía expresar su ideario, su experiencia y
sus opiniones dentro del marco y la convención de la epístola familiar y conseje-
ra. Igual de interesante es la disposición gráfica de este epistolario, que refleja un
deseo de confidencia y una clara voluntad de control de difusión por parte del
rey, quien demanda en la carta del 4 de octubre de 1643: «Sor María de Jesús:
escríboos a media margen, porque la respuesta venga en este mismo papel, y os
encargo y mando que esto no pase de vos a nadie» (María de Jesús de Ágreda,
hoy en día, con el decreto de 20 de marzo de 1762 y con ocasión del proceso de beatificación
de María de Jesús de Ágreda, se confirmó la autenticidad de ochocientas treinta y dos epístolas.
147 El estudio de la correspondencia de María de Jesús con Felipe IV se ha basado en la
lectura comparada de las copias manuscritas Ms. 9993, Ms. 9994 y Ms. 2911 y se cita por ellas.
La correspondencia con los Borja se cita por Baranda Leturio (2013).
148 En la copia manuscrita hecha por el padre Francisco Carlos de Cañizar para los monjes
capuchinos de San Antonio de Madrid se acalara al respecto: «Las cartas todas son de a pliego
y dobladas por medio, el Rey escribia en la mitad y en la otra mitad respodia la V[enerable
M[adre], y si por llegar mojada, no podia responder en ella la V[enerable] M[adre] lo hacia
aparte, pero devolvia a S[u] M[ajestad] la carta por orden que tenia para ello» (María de Jesús de
Ágreda, [s. a.] Ms. 4308: f. 4r).
149 La dependencia jerárquica entre los corresponsales, aunque con matices diferentes, se
mantiene a lo largo de la correspondencia. Como señala Consolación Baranda Leturio (2001: 35),
estamos frente a unas cartas familiares pero no noticieras, por eso no encontraremos en ellas una
visión panorámica de la realidad histórica o detalles de la vida cotidiana del momento.
150 Una prueba al respecto la ofrecen las cartas de Felipe IV a Luisa Enríquez Martínez de
Lara, la condesa de Paredes de Nava y, desde 1647, religiosa carmelita en Malagón con el nom-
bre de Luisa Magdalena de Jesús. Esta correspondencia, estudiada por Joaquín Pérez Villanueva
(1986) y recientemente editada por Pilar Vilela Gallego (2005), abunda en detalles sobre la vida
cortesana, las fiestas palaciegas, las inquietudes políticas y los detalles íntimos sobre el estado de
ánimo del monarca, especialmente después del fallecimiento de la reina Isabel. Las epístolas envia-
das por las mismas fechas a ambas mujeres distan diametralmente en cuanto al registro y los asun-
tos. El cotilleo sobre las conquistas amorosas (por ejemplo, la carta del 14/7/1654) o la inquietud
por la concepción de un descendiente con su segunda esposa, la por entonces quinceañera Ma-
riana de Austria, que ofrece a sor Magdalena indican el carácter informal de la correspondencia,
carente de fines estratégicos. Por ejemplo: «Hasta a[h]ora no es muger mi sobrina, con que no es
fácil el hacerse preñada»; «Verdad es que tengo el hierno [sic] que decís, y su esposa está harto con-
tenta de que yo me huelgo mucho. En fín, ya que le ofendí quando tube esta prenda, se la he dado
para solicitar con esto el perdón de lo que le he ofendido. Muy regozijadas carnestolendas hemos
pasado, y la gente moza se ha divertido y entretenido» (carta de 7 de marzo de 1650, apud Vilela
Gallego, 2005: 73). Por su parte, la única carta conservada de la condesa (15 de octubre de 1644)
mantiene el mismo estilo familiar con el decoro reservado a una mujer y de un estatus inferior.
lamente a alguien superior en la jerarquía social, crea una imagen a base de ethos
y pathos, seleccionando los aspectos negativos de la realidad, sus caídas y pecados
del reino, que pintan el retrato de una monarquía en crisis y, por tanto, refuerzan
la necesidad de intermediación ante Dios e interpelan a María para un arbitraje
espiritual constante. Con el tiempo, su actitud se volverá más personal e íntima,
convirtiendo a la monja de Ágreda en la única persona ajena a la corte para
quien el soberano reservará el trato de amiga. Mientras que María profesionali-
za su rol de consejera espiritual y, obrando por medio de presagios y mensajes
divinos, transmite una muy clara visión respecto a la situación sociopolítica del
Reino, su voz, pese a la retórica de la humilitas, evoca la imagen de una mujer
sabia, que participa en el debate teológico de su momento y actúa de manera
cómplice en la misión de rescate del país. Por otra parte, es una voz carente de
vacilaciones, pero también del humor y la ironía que están presentes, por ejem-
plo, en las cartas a los Borja, con quienes la religiosa mantuvo correspondencia
paralelamente y que le sirvieron como fuente de información confidencial sobre
los asuntos de la corte, relación que se estrecha justo en el momento de asentarse
su correspondencia con Felipe IV.
La común inquietud sobre el espíritu heterodoxo en aquel tiempo influyó
en todos los escritos de la época. La necesidad de escribir sobre los asuntos espi-
rituales se vio constreñida por las limitaciones del papel de la mujer en la Iglesia
católica y la prohibición de la participación femenina en el debate teológico, lo
que influía decisivamente en la elección de los temas y modelos de expresión.
Para superar esta posición, María de Jesús de Ágreda, de modo parecido a otras
escritoras religiosas del momento, se sirvió de un conjunto de estrategias retó-
ricas y estructuras estilísticas que le permitieron expresar sus ideas sin poner en
cuestión la ortodoxia cristiana ni subvertir abiertamente la autoridad eclesiás-
tica masculina. De acuerdo con lo que se pudo constatar en los subcapítulos
anteriores, las estrategias de la falsa humildad y la captatio benevolentiae fueron
aplicadas como defensa frente a las posibles acusaciones de heterodoxia o de
usurpación de la autoridad simbólica. María también acude a las fórmulas de
la modestia afectada, afirmando ser «el más vil gusano de la tierra» (26 de junio
de 1645) (María de Jesús de Ágreda, [s. a.] Ms. 2911: 26v) y «la menor de […]
siervas y vasallas [de Dios]» (14 de septiembre de 1643) (María de Jesús de
Ágreda, [s. a.] Ms. 2911: 2r) y autorizando de este modo su entrada en el orden
del discurso público hegemonizado por los hombres. Otra estrategia frecuente
es advocar la doxa de la inferioridad femenina, asumiéndola hasta las últimas
consecuencias y convirtiéndola, de este modo, en una paradoja insostenible a la
luz del contenido erudito de su discurso. Cumplen el mismo objetivo, un juego
entre lo dicho y lo silenciado, los anacolutos, las elipsis y las catacresis, cuyo uso
aparece de manera abundante a lo largo de este intercambio epistolar. Además
Señor mío, si en esta Corona hubiere enmienda y se hiciere penitencia, los castigos
severos que experimentamos se convertirán en misericordias […]. Deseosa de esta
dicha y de la salvación de V.M., con encogimiento de pobre religiosa diré a V.M.
mi sentir, no para que V.M. se aflija, sino para que con magnificencia de Rey y
Señor poderoso lo ejecute. (María de Jesús de Ágreda, [s. a.] Ms. 9994: 372r)
Cuando María manifiesta sus estrechas relaciones con las personas más in-
fluyentes del entorno real, logra ganar prestigio y confirmar su crédito a los ojos
del rey. Igualmente, cuando se presenta como intermediaria ante Dios y reclama
el origen divino de sus palabras, se apodera de la posición privilegiada de quien
posee el derecho de aconsejar e influir sobre el rey, y eso, recordemos, por escrito.
Esto lleva a una interesante comparación con la posición estratégica de va-
salla del rey que se puede ver en el epistolario y la labor fundacional de Mariana
de San José, que antecede a María en más de treinta años. Los modelos autorales
presentes en la obra de esta prolífica escritora doctrinal y reformadora de la regla
agustina representan una bisagra efectiva entre lo que se podría considerar una
tradición teresiana, de la que se proclama heredera directa Mariana (Mariana
de San José, 1645: 45, 60 y otros), y la vía carismática avalada por la palabra
divina. Sin embargo, mientras que María de Jesús tiene que afianzar su auto-
ridad con constantes referencias a la inspiración divina en el paradigma de un
obrar maravilloso, a Mariana le basta ser religiosa y estar ungida por Santa Teresa
para argumentar y después realizar un plan de reforma a escala internacional:
«Estando un día leyendo en el Libro de la vida de la Santa Madre Teresa de Jesús,
llegando a la fundación de Ávila, se me dio a entender (yo no sé cómo, ni quién,
ni fue con palabras, mas con gran certeza), entendí que yo también saldría de
aquella casa y fundaría otras adonde nuestro Señor se serviría mucho» (Mariana
de San José, 1645: 45). En sus cartas a nobles —Magdalena de Austria, por
entonces gran duquesa de Toscana (diecinueve epístolas); su patrono, Felipe IV
(una epístola); los Olivares, la condesa y el conde-duque (tres epístolas); Anna
Colonna Barberini (dos epístolas) y la condesa de Miranda (nueve epístolas)—,
lo que destaca es el sentido del poder religioso y la efectividad de su agencia. El
hecho de que su fundación más importante, la del monasterio de la Encarna-
ción, tuviera el patronato regio y estuviera directamente conectada con el alcázar
real abrió un margen mayor de maniobra, literal y simbólica, en el trato con los
círculos cortesanos. Y, mientras que en los años tempranos (1606-1610) en la
correspondencia oficial predominan los asuntos religiosos y espirituales, en la
etapa de su colaboración directa con la corte (1611-1637), Mariana de San José
se centra en realizar la reforma presentándose como la más eficaz mediadora en-
tre las políticas religiosas nacionales y las demandas desde la curia romana (por
ejemplo, en el caso de la beatificación de su amiga, y quizá pariente, Luisa de
Carvajal y Mendoza [carta al papa Urbano VIII, 1628]) o entre la corte española
y la corte de Florencia (por ejemplo, carta del 26 de septiembre de 1618). Aquí,
el argumentum ad divinam voluntatem parece cubrir casi exclusivamente su fun-
ción retórica, desprovista del contenido prodigioso o místico. De hecho, muy
al contrario que para la monja de Ágreda, para Mariana la experiencia extática,
que comprende una parte significativa de su Vida, de sus textos doctrinales y de
sus poesías, no parece facilitarle una vía provechosa para intervenir en la esfera
del liderazgo religioso y de la intermediación política.
Como se ha dicho, la extensa correspondencia entre María de Jesús de Ágre-
da y Felipe IV, que abarca más de una década de la vida de ambos, lleva a hacerse
preguntas de diversa orden imposibles de plantear desde otro tipo de textos li-
terarios. La lectura de las epístolas de María, siguiendo el curso diacrónico, deja
entrever una gradual adaptación del estilo literario y una creciente conciencia
del poder estratégico de la escritura. De hecho, se podría hablar de una toma de
conciencia del significado de la escritura donde la función-autora se ajusta a las
151 Doris Moreno (2015), en su lúcido artículo sobre el rol del profetismo en la política
de los últimos Austrias, analiza el caso del visionario jesuita Francisco Franco, involucrado en el
anunciamiento de un rey ungido que rescatará la monarquía en crisis. Pedro de Isabal, en Zaragoza,
se presentó como el rey redentor, contando con el apoyo de las visiones de Franco, quien quiso
verse a su lado en el papel de papa angélico que llegaría a reformar la Iglesia. Como se ha dicho, la
crisis política intensificó la tendencia a utilizar los mensajes proféticos como arma ideológica por
grupos contrarios al rey y movimientos radicales.
arquilla con sus autógrafos y papeles relacionados con ella que estaba en pose-
sión de su confesor y que decide quemar: «Sacaron traslados, y estoy temerosa si
alguno se ha quedado ahí. Todos los que han llegado a mi noticia los he recogido
[…] y un arca de papeles, los quemé al punto, y el original y traslados de la Vida
de Nuestra Señora» (carta de 20 de agosto de 1649). Resultan explícitos aquí su
conciencia y temor ante una posible instrumentalización de sus escritos. De
hecho, la ejecución de Pedro de Silva y Carlos Padilla el 5 de diciembre de 1648,
la condena a prisión perpetua de Rodrigo de Silva Mendoza y los procesos judi-
ciales de los religiosos y terciaros del entorno real, el padre franciscano Francis-
co Monterón y Francisco Chiriboga,152 involucrados en el complot, marcan el
punto crítico en la misión política de María. Quedan plasmadas en el contenido
y la forma y revelan el trascurso de un proceso de consolidación de la conciencia
literaria que permite preguntar tanto por su particular estilo literario como por
el significado estratégico de su posición como autora.
No es de interés examinar aquí la influencia facticia de María sobre la po-
lítica real, aspecto muy discutido por los críticos, entre otros, Antonio Castillo
Gómez (2000: 105-117), Carlos Seco Serrano (2000: 11-23) o Isabel Barbei-
to Carneiro (2007: 377-392). Sin embargo, como punto de partida se quiere
aproximar la opinión de Consolación Baranda Leturio (2000: 61-78; 2001: 34-
46), quien considera más preciso hablar no de una influencia práctica de la
monja en las decisiones políticas del rey, sino de que este manipuló su relación
y utilizó a María como un instrumento más en la lucha por el bien del Estado.
De ahí que resulte especialmente interesante ir más allá del panorama de los
estudios actuales para observar cómo María se resistió a este papel pasivo que le
152 Moreno explica los casos de Monterón y Chriboga a la luz de las interdependencias de
las políticas religiosas y los movimientos de oposición: «El anti-olivarismo se sirvió intensamente
de aquella nube de profetisas. Es especialmente significativo lo ocurrido en Zaragoza unos meses
después de la caída del Conde-Duque en enero de 1643. En 1643, estando Felipe IV en Zaragoza,
su confesor fray Juan de Santo Tomás, un hombre de gran prestigio en los ambientes religiosos y
creyente en presagios y profecías, convocó una congregación de profetisas en esa ciudad en el verano
de 1643. El padre franciscano fray Francisco Monterón, presente en aquellas congregaciones,
daría cuenta del encuentro en su Historia apologética. La inesperada muerte del confesor que había
propiciado el encuentro poco después, en 1644, invirtió el juego de influencias y los profetas fue-
ron encarcelados progresivamente por el Santo Oficio. […] La salida del poder del Conde-Duque
desató una guerra entre facciones que tuvo su reflejo y correlato entre profetas y visionarios. Los
jesuitas participaron activamente. […] En la oposición, es bien conocido el protagonismo del
padre González Galindo, su defensa de las visiones del laico D. Francisco Chiriboga, que con
su llamamiento a Felipe IV al arrepentimiento y a un cambio de política basado en un gobierno
profético, encajaban bien con sus ansias de reforma […]. Los anti-olivaristas insistieron para que
el rey oyese las profecías de Chiriboga, sugiriendo que debía instalar al vidente en una habitación
de palacio en calidad de embajador divino y archivo de la voluntad y consejos de Dios» (Moreno,
2015: s. p., el énfasis es original).
era asignado por su corresponsal y cómo, sin poner en cuestión sus demandas,
afirmó su autoría y negoció la posición de autoridad simbólica y los marcos de
agencia propia.153 Moviéndose con gran destreza en la frontera entre lo admi-
tido y lo velado, lo dicho y lo silenciado, la monja de Ágreda introduce su voz
y cuerpo femeninos en la esfera política y pública, lo que le permite trasgredir
las fronteras de los roles impuestos y certificar su voz autoral por medio de la
experiencia legitimada por Dios, como en la apertura de la carta del 1 de octubre
de 1645 (María de Jesús de Ágreda, [s. a.] Ms. 2911: 52v) «Señor: La estimación
que hago de V.M., el deseo que tengo de aliviarle y la compasión de sus trabajos
y penas ha vencido el encogimiento de mi natural, para decir a V.M. claro algunas
cosas que me pasan en mi interior, depositando en su real pecho mi secreto» (el
énfasis es mío). En esta misma epístola, acudiendo a las fórmulas retóricas de la
modestia afectada, María da consejos muy concretos respecto a la política real,
la función de los validos en la corte y los riesgos que estima en ciertas decisio-
nes del rey. A lo largo de los años, el ideario político de la religiosa se mantiene
estable, basándose en tres cuestiones principales, de acuerdo con lo señalado
por Carlos Seco Serrano (2000: 14-15): la insistencia en limitar la privanza de
los favoritos, la justificación de las guerras con los países cristianos, en este caso
Francia, y la estimación a las bases constitucionales de la monarquía. Asimismo,
no resulta casual que, en los puntos más controvertidos, como la influencia
de Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares, o, posteriormente, Luis de
Haro, los consejos de María se corresponden con las cuestiones discutidas con
los Borja, con quienes, como se ha dicho, la autora consultaba toda su táctica
política. El cotejo de la correspondencia con Felipe IV con la dirigida a los Borja
ofrece una lectura entre líneas que deconstruye el andamiaje retórico y formal de
estos textos y permite indagar el significado que para la monja tuvo el oficio de
consejera espiritual del rey durante más de una década en un momento histórico
crítico. Desde el año 1646 (carta del 1 de enero), María, en su mensaje a Fran-
cisco de Borja empieza a emplear un sistema de mensajes en clave para referirse
a su relación con Felipe IV. Desde este momento, el término enfermo designará
al monarca; dedos malos, a los validos, y el médico será la propia religiosa, quien
lo examina y le aconseja medicinas (por ejemplo, las cartas del 30 de abril de
1646, 13 de agosto de 1646, 1 de febrero de 1647 y siguientes hasta el año
153 Los estudios de la producción literaria de María de Jesús suelen centrarse en su Mística
Ciudad de Dios y raramente abarcan el conjunto de su obra escrita. Por otro lado, la correspon-
dencia de María con Felipe IV se suele abordar desde la perspectiva sociopolítica, limitando su
carácter literario y su interés para una lectura intertextual. La presente aproximación se endeuda
principalmente en el enfoque interdisciplinario de Antonio Castillo Gómez (2000: 105-117),
Consolación Baranda Leturio (2000 y 2008) y, en algunos aspectos teóricos, de Beatriz Ferrús
Antón (2008).
En su última carta que recibí de vª. sª., escrita de Pamplona, me decía que juzgaba
por acertado que el médico desengañe aquel enfermo pues en esto no se aventuraba
sino su disgusto y el retirarse, que era lo que se deseaba de parte de el médico y de
el paraco [sic]. Yo soy de este mismo sentir y sé se principió vivamente [a] hacerse,
pero no disgusta de la medicina, sino que no ejecuta; avivaranse y se trabajará lo
posible. (carta del 13 de mayo de 1646)
154Con la cursiva se marcan las palabras escritas en clave. Se desconoce quién logró descifrar
el nomenclátor, que, como indicó Consolación Baranda Leturio (2001: 22), en el autógrafo de
una breve carta del 15 de mayo de 1653 viene traducido por una mano diferente de la del escriba.
Ya Silvela (1885-1886) admite haber leído las cartas de los Borja descifradas. Consolación Baran-
da Leturio (2001: 21) supone que el autor del código fue fray Francisco Andrés, el confesor de
María, fallecido poco antes de iniciar esta forma de correspondencia.
cia trató Consolación Baranda Leturio (2000: 27-46; 2001: 13-32), señalando
que «el empleo de una cifra entre particulares no es trivial, delata unos lazos de
confianza poco habituales y al tiempo, a medida que se emplea, contribuye a
fortalecerlos; establece entre sor María y don Francisco de Borja un ámbito de
relación privada y única desde el momento en que el nomenclátor es exclusi-
vo y excluyente, un secreto velado para el resto» (Baranda Leturio, 2001: 21).
Estando de acuerdo con la opinión sobre el carácter personal y hasta íntimo de
esta relación, se quiere señalar la ausencia de contenido espiritual, visionario o
místico, lo que contribuye a destacar de modo aún más acusado el empleo de las
profecías, los presagios y mensajes divinos en la correspondencia con el rey y, así,
nos permite ver la taumaturgia como una medida estratégica de esta dirección
espiritual. Esta consideración ratifica el hecho de que, al referirse a la explicación
de la inspiración divina, recurrente entre otras monjas escritoras, la monja de
Ágreda pocas veces se presenta como una simple herramienta en las manos de
Dios, como pluma que transcribe inconsciente y pasivamente sus palabras. En
la mayoría de casos, el argumentum ad divinam voluntatem le sirve para destacar
su papel de mediadora ante el Señor cuando se presenta como la elegida, a quien
«la verdad el Altísimo no se la oculta», la única capaz de entender e interpretar su
voluntad. María sabe aprovecharse de esta mediación divina que de ella espera
su interlocutor y que le da la auctoritas necesaria para expresar sus ideas. Para
comentar y asesorar sobre aspectos concretos de la política real, la autora recurre
a las visiones y voces de los santos y los muertos, lo que le permite arriesgar más
en cuanto al mérito de sus consejos. Uno de los ejemplos más llamativos de este
tipo de presagios son sus visiones de ultratumba de la recién fallecida reina Isa-
bel de Borbón (6 de octubre 1644) y del hijo del rey prematuramente muerto,
Baltasar Carlos (9 de octubre 1646), único heredero masculino a la corona. En
estas visiones, las recomendaciones de los muertos se construyen como plano
narrativo muy afectivo, de carácter íntimo, que busca conmover y aumentar
un efecto concreto sobre el lector de la carta. Su mensaje se ajusta al pie de la
letra a las opiniones y los consejos de María en otros momentos de la corres-
pondencia. Asimismo, dan cuenta del hábil manejo de los recursos literarios y
de la facilidad que tiene la escritora para crear un texto narrativo atractivo, en el
que sabe aprovechar el poder que, como autora, tiene sobre las emociones de su
receptor. En un documento adjunto a la correspondencia, redactado a petición
del rey y de su confesor, María transmite las «Revelaciones del alma del príncipe
Baltasar Carlos», ubicándolas en el ambiente político del país en aquel momen-
to. A primera vista, en esta y otras revelaciones, destaca la identificación entre
la razón de Estado y la razón divina, proyectando, en oposición a las tendencias
maquiavelistas que ganaban popularidad en el momento, una subordinación
de la segunda al mandato superior del reino celestial. Aquí, y en cartas a los
Borja (por ejemplo, la del 13 de agosto de 1646), María pone especial cuidado
para no ser considerada estadista, que, acorde al significado de esta palabra en
la época, designaba a los que querían mantenerse cerca del poder justificando
todas sus acciones por razón de Estado (Real Academia Española, 1739), acti-
tud severamente criticada por, entre otros, Quevedo y fray Juan de Salazar. Su
palabra revela un plan superior divino y está despojada de cualquier deseo de
reconocimiento individual o ganancia económica. La correspondencia entre el
bien de la monarquía y la gloria de Dios justifica la relación entre ella y el rey:
«Desde aquel día fueron continuándose las inteligencias y noticias del estado del
alma del príncipe; […] el alma como el ángel me encargaban y pedían […] que
atendiese a todo lo que me diría porque así convenía para gloria de Dios y bien
de la monarquía» (Revelación […] apud Baranda Leturio, 2000: 109); «me dijo
[el alma del príncipe] muchas otras [razones] de grande desengaño y enseñanza
para el gobierno de la monarquía, y las confirmó en otros aparecimientos que
después ha hecho» (Revelación […] apud Baranda Leturio, 2000: 110) y «por-
que casa de Austria ha sido elegida y señalada por Dios para especial amparo de
la Iglesia, y que por su medio se dilate la santa fe del Evangelio por el mundo»
(Revelación […] apud Baranda Leturio, 2000: 111-112). No basta que el men-
saje político sea articulado explícitamente por el hijo muerto, sino que lo que
se pone en juego es la razón de su prematura muerte y la salvación de su alma,
posible solamente cuando el rey actúe de acuerdo con la voluntad divina, cuya
única legítima transmisora es María:
Me dijo [el príncipe]: «Madre, el Altísimo quiere que de la boca de párvulo oigas
la verdadera sabiduría y prudencia». […] El alma de Su Alteza me declaró estos
secretos y díjome: «Sor María, de mi muerte se vale Dios para enseñar la verdadera
sabiduría y arte de gobernar cristianamente esta monarquía. Y una de las razones
porque el Todopoderoso anticipó tanto mi muerte en tan tiernos años fue porque
el infierno había hecho unos conciliábulos contra mí, dando arbitrios, para comen-
zar a perderme y divertirme con vicios y depravadas costumbres». (Revelación […]
apud Baranda Leturio, 2000: 109 y 111)
Estas revelaciones, vistas a la luz de las dos cartas del monarca escritas por
María durante la enfermedad del príncipe y justo después de su muerte, cobran
sentido como estrategia política. Aquí María juega hasta las últimas consecuen-
cias la flaqueza emocional del rey frente a lo sucedido, manipulando el duelo y
la desesperación del monarca para forzar cambios políticos acordes a su misión.
Miremos otros ejemplos. Las cartas del 7 y 10 de octubre de 1646 son las únicas
de la correspondencia que rompen con el esquema de carta oficial y disposición
protocolar y, aunque mantienen el decoro de la relación señor-siervo, conmue-
ven por la inmediatez de sentimientos y desilusión ya no de un rey, sino de un
Sobre eso añadió y dijo [el príncipe]: Alma, no te encojas ni temas ejecutar lo que
nuestro Dios Todopoderoso manda; y advierte que Él te ha señalado y escogido, para
que, siendo fiel y esposa Suya, seas instrumento de Su voluntad, en beneficio de la
casa de mis padres y de otros […] manifestarás a mi padre el peligro en que vive,
porque está rodeado de tantos engaños, falsedades, mentiras y tinieblas de los más
allegados y de otros que le sirven en diferentes ministerios […] y aunque otros le
desengañarían, no pueden […]. Adviértele pues, alma, con instancia y cuidado, que
vuelva sobre sí y se levante […] aunque sea a costa de grandes trabajos y sacudiendo de
sí a todos; […] le conviene [a Felipe IV] que ninguno se particularice ni se señale en
dar mano para el gobierno. (Revelación […] apud Baranda Leturio, 2000: 116-117)
155María anuncia al rey esta visión en noviembre, pero no la envía hasta enero del año
siguiente. Esta demora le permite ganar un margen de tiempo necesario para articular, mediante
el presagio, todos sus consejos políticos. Se recuerda que en este momento se logra rescatar Lérida
de la ocupación francesa a raíz de la sublevación de Cataluña. No puede ser casual que el alma
del príncipe se le aparezca a María precisamente el mismo día de la vitoria de Lérida (cf. Baranda
Leturio, 2000: 112, n. 66).
Que la visión posee un fin concreto viene ratificado por el cierre de la carta,
que, sin vacilaciones, ordena la aplicación de sus consejos en la praxis política:
«Para dar fin a esta visión me despidió el Señor, su Madre Santísima y los santos
muy llena de misericordias, pero diciéndome estas palabras: “Anda, que allá
te espera el demonio y el mundo para batalla”» (Revelación […] apud Baranda
Leturio, 2000: 118). Órdenes precisas y atrevidas que difícilmente se podrían
pronunciar fuera del marco taumatúrgico y el aval divino.
A estas alturas es importante señalar que dichas cartas evolucionan tam-
bién estilísticamente. Mientras que las primeras presentan una narrativa bas-
tante sencilla y personal, basadas en una sintaxis simple y donde escasean las
figuras estilísticas, con el tiempo el estilo de los escritos se torna más sofisti-
cado, elaborado y organizado y aparecen los cultismos y los latinismos. En la
composición de las frases la autora acude a una variedad de recursos estilísticos
e intercala unos relatos cortos de gran plasticidad. Además, aparecen las di-
gresiones y meditaciones de cauce filosófico y moral. De una prosa simple y
directa pasa a una narrativa bastante compleja, elaborada, donde abundan las
citas de autoridades, se mencionan los sermones de moda del momento y apa-
recen referencias a la cosmografía, la astronomía y la matemática. Con todos
estos recursos, la autora afianza su autoridad y construye un sentido de con-
tinuidad entre ella y otros religiosos que tomaron la pluma. En las epístolas
tardías, su reflexión siempre va acompañada de alusiones bíblicas y sentencias
de los apóstoles. Son David, san Pablo y el Ángel hablando a Elías, el Verbo
encarnado, etc., quienes avalan sus consejos y autorizan su intervención, bien
sea en el ámbito de lo político, de lo espiritual o de lo teológico. Los siguientes
ejemplos dan cuenta de esta literalidad y finura estética. En la carta del 21 de
junio del año 1652 dice María:
Señor mío carísimo, no hallará V.M. remedio y desahogo de sus grandes cuidados
en las influencias de los planetas, en las furias de los vientos, variedad de animales,
en los minerales de oro y plata de la tierra ni en la posesión de todo el Orbe, desde
Oriente a Poniente y del Septentrión al Mediodía, ni teniendo V.M. a su dispo-
sición y obediencia todos los hombres valerosos que ha habido desde Adán hasta
hoy, si Dios eterno no concurre con su favor como Autor de toda naturaleza y de
la gracia. (María de Jesús de Ágreda, [s. a.] Ms. 2911: 344r)
156 Dice María: «Señor mío, los filósofos y teólogos dicen que el hombre es mundo peque-
ño, porque en él se encierra y contiene el ser de las piedras, la vida de las plantas, el sentir de los
animales y la inteligencia de los ángeles. Y es cuerpo mixto porque está compuesto por los cuatro
elementos, tiene día y noche, día por la gracia y noche por la culpa; en su interior está tribunal
formado, entendimiento con que conoce y hace distinción de la luz y las tinieblas, de lo útil e in-
útil, de lo bueno y malo; memoria, con que lo tiene presente, y voluntad, con que elige y reprueba,
admite o arroja, quiere o no quiere; razón que mira y abraza lo mejor; sindéresis, que es el alguacil
de la conciencia, que estimula la culpa y hace que esté remordimiento en ella; tiene parte superior
y espíritu, por donde recibe la luz e influjos del Espíritu Santo, y la parte sensitiva inferior natural,
infecta y débil por la culpa, con propensión a cometerla, concupiscible e irascible». Y en breve
respalda su interpretación citando a David y San Pablo.
157La primera versión de la obra, redactada entre 1637 y 1643, circuló en copias manuscri-
tas por los ambientes religiosos, encontrándose con críticas por parte de las autoridades eclesiásti-
cas. De hecho, su, por entonces, confesor Andrés de la Torre le mandó quemarla y la única copia
que se conservaba de esta versión fue la enviada al rey. Esta se quemó en 1682, después de haber
sido prohibida la obra por el Santo Oficio de Roma. Hoy poseemos fragmentos de la primera
redacción insertos en Segundas Leyes de la Esposa (Tratado III) y Hoja suelta destinada al Rey. De
los procesos censores de la Mística Ciudad de Dios trata el artículo de Vázquez Janeiro (2000: 119-
141), con un apéndice donde se transcriben documentos relevantes para el proceso romano y la
censura de Sorbona; de la hermenéutica del mensaje mariano tratan, entre otros muchos, Enrique
Llamas (2000: 155-168) y Antonio María Artola (2000: 189-214).
158Una posible pista para profundizar en el tema de la conciencia autoral y el uso estraté-
gico que María hace de su posición como autora más allá del modelo de argumentum ad divinam
voluntatem, en la que me es imposible ahondar en este subcapítulo, sería observar estos escritos
al trasluz de otras obras doctrinales que relatan la experiencia de escribir y reescribir la Mística
Ciudad de Dios. Me refiero en particular a las Segundas leyes de la esposa, elaboradas tras terminar
la primera versión de la obra, y a los Apuntamientos espirituales conocidos como Sabatinas, en los
cuales la autora medita sobre la segunda versión de su obra maestra. Dichos escritos, hasta cierto
punto, objetivan la cuestión de la autoría en un discurso metaliterario al transmitir la experiencia
de María como escritora y centrarse en el ejercicio de la escritura entendido como un proceso.
autora adapta una posición mucho más distanciada, su discurso se vuelve más
sugestivo, implícito, cubierto de citas y mucho más doctrinal. En las cartas
tardías no se repetirán consejos como los del 23 de octubre de 1645, donde
María insiste y hasta demanda al rey «reformar ministros, cabezas y todos los
que tocan al gobierno, y hacer eleccion de los mejores […] y este punto en la
divina estimacion pesa hoy mucho, y la luz que tengo me obliga á represen-
tarlo á V.M. y á pedir continuamente que Dios […] la ponga en el corazon de
V. M. para que conozca y obre lo que conviene» (María de Jesús de Ágreda,
[s. a.] Ms. 2911: 56v). De ahí que se puede constatar que, con el tiempo, Ma-
ría de Jesús asume tanto el poder como los peligros que entrañan sus escritos si
fuesen utilizados por terceras personas. Se protege de la posible manipulación
cuando después de la muerte de su confesor Francisco Andrés de la Torre, que
estaba en posesión de las copias de toda su correspondencia, intenta controlar
la difusión de esta y decide quemar la mayor parte. Por otro lado, inmedia-
tamente después escribe a fray Juan de la Palma para que este acepte ser su
padre espiritual y solicita de él un documento que afirme, entre otras cosas,
que nadie pueda exigir el acceso a sus escritos sin el permiso de su confesor (cf.
Baranda Leturio, 2001: 40-41). Por lo tanto, con este documento quiere ga-
rantizarse protección ante cualquier posible mal uso de sus textos. Asimismo,
es de suma importancia el hecho de que en este periodo se ha puesto en cues-
tión la ortodoxia de sus experiencias espirituales (el caso judicial de María se
abrió en el año 1635, pero no se llegó al interrogatorio de la Inquisición hasta
1649-1650, cf. Serrano y Sanz, 1903: 571, 580). Es entonces cuando María
expresa sus inquietudes como autora de la Mística Ciudad de Dios, diciendo
al rey que «de la historia de la Reina del cielo no han dicho nada; no deben
de saber. Hasta que se aquiete esta tormenta mejor que está oculta. Hagase en
todo la voluntad de Altissimo, y me guarde» (18 de febrero de 1650) (María
de Jesús de Ágreda, [s. a.] Ms. 2911: 261r).
Efectivamente, no cabe duda de que las epístolas de María de Jesús de Ágre-
da al rey Felipe IV, vistas al trasluz de su correspondencia con Francisco y Fer-
nando de Borja, representan un material con muchas posibilidades de lectura,
a la vez que un legado fragmentario y arbitrario. La posición de consejera espi-
ritual, y el manejo y la negociación de esta por medio de las cartas, demuestra
un proceso, un deseo y un empeño voluntario donde la toma de conciencia se
produce a través de la escritura. De hecho, las cartas —un sostén imprescindi-
ble en la red social en aquella sociedad— se convierten en una vía eficaz para
superar las barreras de acceso al ámbito público en lo institucional —como
herramienta de negociación e influencia— y en lo privado —superando el en-
cerramiento simbólico y físico—. Asimismo, el presagio y la inspiración divina
se perciben como un medio estratégico para acceder a las cotas de autoridad
simbólica pública y política por encima del voto de humildad y clausura, pues
permiten autorizar el discurso y la agencia política y religiosa desplazando la res-
ponsabilidad por lo dicho a una autoridad prediscursiva y precontractual. En el
presente análisis se ha querido sugerir una aproximación al topos de la voluntad
de Dios centrada en la cuestión de la conciencia de autoría dentro del campo de
las prácticas sociales de comunicación históricamente específicas. Al yuxtaponer
las distintas configuraciones del argumentum ad divinam voluntatem, se han po-
dido observar usos disidentes de la santidad femenina en una función retórica y
estratégica que fue utilizada por las autoras para hacer su voz audible, sus opinio-
nes viables y sus decisiones ejecutables, subvirtiendo las normativas eclesiásticas
sobre la incapacidad femenina para actuar en el ámbito público, utilizando sus
propias reglas e inscribiéndose en el juego de poder.
como posible para la cultura letrada del momento. Por el otro, las cotas de esta
posibilidad autoral todavía reducen la producción literaria femenina a la esfera
privada, marcada por la oralidad y carente del potencial innovador. En tal estado
de cosas, el argumentum ad feminam funciona como salvaguarda especialmente
transgresora. Su eficacia reside en el sentido estratégico otorgado a la condición
de mujer, que, mediante un retorsio argumenti, sitúa la autoría femenina como
posición discursiva perentoria.
Después, el modelo de argumentum ad auditorem resulta crucial para
entender el significado estratégico del espacio conventual femenino para la
adquisición de una autoridad simbólica. Este aspecto, aunque señalado por
varios estudios del campo, como los de Georgina Sabat de Rivers, Isabel Bar-
beito Carneiro, Stacey Schlau y Electa Arenal y Nieves Baranda Leturio, en-
tre otras, todavía no ha sido lo suficientemente valorado. El ámbito claustral
demuestra ser un espacio bifronte y permeable, semipúblico y semiprivado,
que posibilita configurar una dinámica de producción y recepción textuales
particular. Por un lado, al limitar la recepción del texto a una comunidad re-
ligiosa, la autora mantiene el carácter privado, y, por eso, menos transgresor,
de su voz en el acto de emisión. Por el otro lado, la escritura conventual se
mueve en unas condiciones de difusión manuscrita propias que permiten una
circulación más amplia del texto sin la explícita intervención de su emisora.
De este modo se logra legitimar la autoría y establecer la autoridad simbólica
necesaria para pronunciar un discurso propio sin cuestionar abiertamente las
normativas del silencio femenino.
Además, al diferenciar los registros de escritura en función del auditorio de
una comunidad religiosa concreta, se abre una brecha para modalidades litera-
rias diferentes: la creación literaria empieza a retroalimentarse siguiendo códigos
particulares, cuyos matices son comprensibles solamente dentro de un grupo
lector selecto, en un convento u orden dada. En tal marco, analizando la escritu-
ra de Marcela de San Félix y Francisca de Santa Teresa, se puede ver cómo estas
autoras entran en relación con un receptor conocido a partir de una supuesta
igualdad simbólica para convertir el auditorio en acicate para superar la propia
inferioridad simbólica y desde la que construir una posición de autoridad como
maestra espiritual para sus receptoras. Además, estos ejemplos señalan continui-
dades literarias posibles de discernir en comunidades o reglas concretas, en este
caso, la de las Trinitarias Descalzas de Madrid. Mediante un metalenguaje deri-
vado del horizonte de la espiritualidad y cotidianeidad de su comunidad, estas
autoras introducen temas controvertidos o espinosos, protegiéndose de las posi-
bles censuras. En este sentido, legitimar la escritura por medio del argumentum
ad auditorem, en el nivel fáctico y simbólico, suplanta la autoridad exterior por-
que construye modos de práctica literaria colectiva femenina más autónomos,
que muchas veces desarrollan formas originales y propias del lenguaje poético y
dramático.
María de San Alberto y Cecilia del Nacimiento proponen un semblante
diferente de tradición literaria puertas adentro, fundamentado en un diálogo
intelectual entre la tradición teresiana y su propia comunidad del Carmen de
Valladolid. Su ejemplo funciona como modalidad bisagra que, aprovechando el
particular carácter del teatro y ciertas formas de la lírica religiosa femenina como
performativa, se mueve con destreza entre la argumentación de la autoridad
teresiana y el sentido de autoría derivado de la legitimidad adquirida entre el au-
ditorio cerrado y conocido del convento. Aquí el estatus de ambigüedad simbó-
lica y la situación de tutela propios de la comunidad religiosa femenina fueron
aprovechados para establecer una autoridad situacional que funcionara como
adicional a otras formas de autoría literaria negociada en el espacio público.
En todos estos casos, el argumentum ad auditorem se entiende como puente
emotivo específico construido por la autora con su público. Apelando a las emo-
ciones y los factores extratextuales, se gana el favor del receptor y se establece
una posición de credibilidad y confianza. En consecuencia, es el auditorio el que
avala la verdad y, por ende, la autoría del emisor del texto en una relación de
particular correspondencia.
Los dos últimos modelos, el argumentum ad experientiam y el argumentum
ad divinam voluntatem, representan dos puntos en la escala de posibilidades
polimorfas de la autoridad negociada desde la experiencia corporal. En el pri-
mer caso, la escritora construye un discurso del y desde el cuerpo para negociar
su propia materialidad en el devenir autora. En el segundo caso, el cuerpo está,
por lo menos aparentemente, desprovisto de la potencialidad subversiva y se
convierte en un instrumento en manos de la divinidad.
Al analizar los testimonios de Teresa de Jesús María y Luisa de Carvajal y
Mendoza, y acudiendo a un ejemplo temprano de Ana de Jesús, la Pobre, se traza
el proceso de negociación de la experiencia corporal como legítima fuente de
autoridad discursiva. El cuerpo/corpus se instrumentaliza primero en la práctica
religiosa para después ser extrapolado a la formación discursiva, lo que produce
un trueque de estatus: la localización del cuerpo es convertida en potenciali-
dad que permite materializar el deseo de autoría. La práctica discursiva de las
místicas y mártires abre el cuerpo a una continuidad narrativa donde el dolor
reaparece como ideal de santidad y modelo más accesible de autoría. Para mu-
chas autoras, acudir a una conceptualización limítrofe de la materialidad de sus
cuerpos, factuales y simbólicos, les asegura marcos de agencia impensables para
la mirada canónica del cuerpo femenino. Argumentar su voluntad de escribir
acudiendo a la experiencia de su cuerpo inscribe a las escritoras en una larga tra-
dición del misticismo femenino, cuya autoridad funcionaba como aval adicional
1 Hasta ahora este modelo interpretativo, presentado y discutido en dos conferencias in-
teriales nuevos y se consigue catalogar fuentes poco estudiadas, que pueden ser
fácilmente localizadas gracias a la base digital de datos biobibliográficos de las
autoras. Dicha base de datos cuenta con una clara disposición gráfica, ofrece
breves entradas biográficas, fuentes primarias en forma de fichas archivísticas
y bibliografía crítica, que en conjunto invitan a ser interrogadas desde otras
disciplinas y enfoques. Por su parte, la tipología de modelos autorales ofrece
una herramienta epistemológica original que permite analizar la escritura de
las monjas más allá de los marcos de estudio de la literatura institucionalizada
y las herramientas y el aparato crítico de la historia y los estudios literarios, que
resultan ahora insuficientes.
El plurilingüismo autoral de las monjas, visto dentro de las coordenadas
sociohistóricas y culturales precisas, destaca a las mujeres religiosas en cuanto
escritoras y el proceso de devenir autoras: adaptar a sus necesidades el margen
concedido por la cultura dominante y reapropiarse de este sitio hablando desde
el límite entre lo permitido y lo vedado. Mi intención final es que este tipo de
lectura pueda abrir espacio para indagaciones nuevas que permitan entender el
proceso de subjetivización en el contexto de los procesos históricos en los que las
mujeres se convierten en sujetos, agentes y autoras/creadoras de nuevos sentidos.
¡Basta de silencios!
¡Gritad con cien mil lenguas!
Porque, por haber callado,
¡el mundo está podrido!
Catalina de Siena
Durante los cinco años que duró el proceso de investigación del presente es-
tudio, pasaron cinco años de mi vida. Una vida, como todas, llena de tormentas,
desiertos y sutiles arcoíris cada día. A veces, mis monjas me creaban ansiedad.
Se me cruzaban en la cabeza miles de imágenes fundadas en y recreadas por sus
palabras, frutos de los juegos azarosos de la plasticidad de sus textos, pinceladas
de las representaciones visuales de la época fusionados todos por mi imagina-
ción. Experiencias, cuerpos, emociones, deseos. No podía sacarlas de mi cabeza,
masticando impacientemente cada palabra, buscando en ella lo conocido y lo
extraño, lo peregrino y lo doméstico. Otras veces, me daban sosiego. Imaginarlas
en sus celdas, con la pluma, escribiendo a la luz de la vela. Sentirlas murmuran-
do el avemaría, durmiendo con una serenidad posible de alcanzar solamente por
las que viven en la frontera entre los dos mundos, el terrenal y el celestial, por
las que relegaron su vida al Otro. Pero, en la mayoría de las horas de estos días,
que se convirtieron en meses y en años, mi actitud hacia ellas era de una admi-
ración, de un respeto y de una… familiaridad. No más unas palomas cándidas
y angélicas ni unas víctimas atrapadas en el tejido de control y resistencia, sino
agentes de sus propias vidas, capaces de actuar, de interpelar, de hacer ruido. Fue
de Valentina Pinelo de quien aprendí que «cuantas fueren las cabezas tantos han
de ser los pareceres» y que nunca llegaré con mi libro a satisfacer los apetitos y las
esperanzas de todos sus posibles lectores/as. Fue con Teresa de Jesús —la patrona
de toda mi escritura— con la que aprendí que «la paciencia todo lo alcanza» y
que ningún texto ni ningún pensamiento pueden madurar a un ritmo acelerado.
Por otra parte, Ana Francisca Abarca de Bolea me enseñó otro significado de la
palabra insistencia, que se planteaba más allá de lo que uno debe y se acercaba a
lo que uno anhela. Teresa de Jesús María, en un momento menos esperado, pasó
a ser mi guía durante los difíciles periodos de una enfermedad y dos accidentes
que bruscamente interrumpieron durante un año la despreocupación de mi es-
tudio. Las huellas de Luisa de Carvajal y Mendoza y Ana de Jesús, que trazaron
caminos entonces inéditos por las carmelitas entre Cáceres, Valladolid, Bruselas,
París y Londres, me dieron el coraje de buscar más allá de lo conocido, de ir
confrontando mis ideas, reflexiones y pensamientos con un público más amplio,
a veces muy alejado de los temas, la época, la problemática o la perspectiva de
mi trabajo. Con las hermanas Sobrino Morillas, aunque suene un poco ingenuo,
me volví más cercana a las dos mías, teniendo en ellas a mis primeras lectoras
y censoras de mis textos. Ana de San Bartolomé encarnó para mí los ideales de
la Cenicienta, donde el rol del príncipe lo asumía la propia santa abulense y la
determinación y la fe en sí misma jugaron el papel de trampolín hacia una vida
diferente. Como ocurre en los casos de una relación tan íntima y larga como la
que tuve yo con las escritoras monjas, hubo también una predilecta, pero no por
eso privada de ambigüedades. Marcela de San Félix fue la que más me inquietó
desde la primera lectura y la que, con cada aproximación nueva a su figura y a
su obra, no dejaba de hacerlo. No era solo admiración por la complejidad de
pensamiento o la satisfacción y risa por su extraordinario sentido del humor.
Marcela me atraía y me espantaba al mismo tiempo, creando una relación incla-
sificable de amor-odio. Su constante búsqueda de la soledad real y simbólica, su
desasosiego por la experiencia mística nunca alcanzada, sus chistes irreverentes
y autoirónicos y el carácter cortante que citaron las hermanas-monjas de su co-
munidad me permitían percibir la distancia y la proximidad que nos separaban.
En este intersticio, que con el tiempo empecé a percibir más como una apertura
que una grieta, adquirí una conciencia del porqué de este estudio, más allá de
sus fines académicos. La conciencia de la fragilidad de estas vidas, de la vulne-
rabilidad de todas las vidas y la finitud de la condición humana me interpelaron
para ver en este tipo de intervenciones un modesto intento de una alternativa
política. Me di cuenta de lo importante que era dejar marca, trazar huella por
aquellas que, para utilizar la expresión de Françoise Collin, desaparecieron de-
jando una herencia sin testamento. Lo primordial de este gesto, entendido en su
praxis concreta, reside precisamente en hacer el máximo ruido en torno a las que
fueron sujetos, es decir, «aparecieron mediante su palabra y su acción» (Collin,
2006a 31), aunque durante siglos fuesen reconocidas solo por ser sujetas, volver-
las agentes, actrices del mundo común para hacer estallar la autoridad con toda
la carga rebelde que este gesto implica, estallar una idea segura de la autoridad
que hace que unas imágenes pasen por invisibles, ciertos sonidos por inaudibles
y ciertas palabras por indecibles.
De acuerdo con los presupuestos de Barthes expuestos en su ensayo crítico
sobre Jules Michelet (1954), la masa histórica debe ser entendida no como un
rompecabezas para ser reconstruido, sino como un cuerpo para ser abrazado.
Entonces, el objetivo del estudio histórico no reside en la reconstrucción, sino
en un (re)nacimiento, en hacer que el pasado cobre vida en la persona del inves-
tigador o de la investigadora. En tal marco, recordar las historias de mis monjas
reclama su raíz latina y recalca ad infinitum el significado de “volver a pasar
por el corazón”. Tal recordatio hace posible realizar una acción insólita donde la
afectividad, en vez de ser un obstáculo para la distancia supuestamente necesaria
para la comprensión histórica, se convierte en el motor de narración del pasado.
La posibilidad de sentir el pasado como anhelo y como deseo establece las bases
para otros modos de investigación y abre horizontes dignos de ser seguidos. La
presente investigación, sumándose a otras empresas parecidas, busca hacer este
lugar más cercano, habitable, común o incluso ordinario. En eso confío.
Vale.
MODELO I
Ana de Jesús (Lobera) (O. C. D.)
OTROS NOMBRES
Anna de Jesús
Ana de Jesús Lobera
Ana Lobera Torres
FECHAS
1545-1621
LUGAR
Medina del Campo, Valladolid-Bruselas (Bélgica)
ESTADO
Beata de la Compañía de Jesús (1562), monja de la Orden Carmelita Des-
calza (1570); conventos de Ávila, Salamanca, Beas, Granada, Madrid, París,
Pontoise, Dijon, Bruselas y Mons.
DATOS BIOGRÁFICOS
Ana de Lobera nació el 25 de noviembre de 1545 en Medina del Cam-
po, en una familia enriquecida procedente de la villa de Beas. No se dispone
de documentos que confirmen su supuesta sordomudez, milagrosamente cu-
rada a la edad de seis años, a la que se refieren los historiadores del Carmelo
1604, Ana fue nombrada superiora del primer convento descalzo francés, el
de la Encarnación de París. Para participar en esta fundación, también vino
de España otra religiosa cercana a Teresa de Jesús, la beata Ana de San Bar-
tolomé, con quien Ana tuvo un largo conflicto ideológico sobre la interpre-
tación más fiel del espíritu teresiano y el liderazgo de la reforma. El carácter
de las fundaciones en Francia, bajo los auspicios de Pierre de Bérulle (1575-
1629), se alejaba cada vez más del proyecto originario, creando una rama
separada del tronco de la orden para descontento de la discípula teresiana.
Tras varias fundaciones (Pontoise y Dijon, ambas de 1605), viendo que la
línea teresiana había sido transformada por el proyecto de Bérulle, Ana de
Jesús, dispuesta a regresar a España, recibió el encargo de fundar en Bruselas.
En enero se erigió el convento provisional en esta ciudad, después fundó las
casas en Lovaina y Mons. Debido a su intervención, se aceleró la preparación
del breve papal (15 de octubre de 1609 por Pablo V) para la fundación de
la rama masculina de los carmelitas en Francia y Bélgica. En los siguientes
años promovió las fundaciones en Cracovia (1612), Amberes (1619) y varias
en Inglaterra. En 1615 visitó los conventos en Flandes el capítulo general,
Ferdinando de Santa María, confirmando por tercera vez como priora de
Bruselas a Ana de Jesús. En estos años su estado de salud empeoró significa-
tivamente y sufrió un largo periodo de enfermedades que no acabaron hasta
su muerte, el 4 de marzo de 1621. Su actividad como escritora no es copiosa,
a pesar del espíritu teresiano, promotor de la vocación literaria. Además de
su epistolario, es autora de la crónica fundacional del convento de San José
en Granada, de las relaciones para el proceso de la beatificación de Teresa de
Jesús y de algunas poesías religiosas. Aunque era estimada por su inteligencia
y formación, y a pesar de que la animaron repetidamente a escribir textos
espirituales o memorias de su vida, nunca redactó su autobiografía, por lo
que quedaron silenciadas casi en su totalidad sus experiencias espirituales
e íntimas. A su muerte, su sucesora como priora del convento de Bruselas,
Beatriz de la Concepción (Beatriz de Zúñiga, 1569-1646), rescató varios de
sus manuscritos, que se han conservado hasta hoy. Sin embargo, resulta sig-
nificativo el silencio que ha rodeado a la figura de Ana de Jesús, omitiendo
su protagonismo en la historia del Carmelo Descalzo durante las siguientes
generaciones; así Quiroga no la menciona en su Vida del venerable Juan de
la Cruz ni hay rastro de su labor fundacional en los dos primeros tomos de
las Crónicas.
OTROS NOMBRES
Ana García Manzanas
Anna García
FECHAS
1 de octubre de1549-7 de enero de 1626
LUGAR
Almendral de la Cañada, Toledo-Amberes (Bélgica)
ESTADO
Religiosa, Orden de Carmelitas Descalzas; convento de San José en Ávila;
convento de Carmelitas Descalzas de Pontoise, convento de Carmelitas Descal-
zas de París, convento de Carmelitas Descalzas de Tours; convento de Carmeli-
tas Descalzas de Amberes.
DATOS BIOGRÁFICOS
Ana García Manzanas nació el 1 de octubre de 1549 en Almendral de la
Cañada (Toledo), en una humilde familia campesina y numerosa que no le
pudo asegurar ningún tipo de formación. Antes de cumplir diez años perdió a
ambos padres, lo que pudo influir en su posterior vocación religiosa. Cuando
tenía veintiún años decidió ingresar en el primer convento carmelita reforma-
do, el de San José de Ávila, tomando el nombre de Ana de San Bartolomé en
gratitud a este santo por la milagrosa curación de una severa enfermedad. Po-
cos meses después conoció a Teresa de Jesús, estableciendo pronto una amis-
tosa relación con la fundadora. Esta amistad se estrechó significativamente a
partir de 1577, llevando a Ana a desempeñar las tareas de cocinera, secretaria,
consejera y futura fundadora del Carmelo Descalzo. La simpatía y confianza
que sintió la Santa por ella eran conocidas, convirtiendo a la monja de San
Bartolomé en testigo y activa participante en los cruciales acontecimientos
de los seis últimos años de la actividad fundadora de Santa Teresa (Ana estará
presente en las fundaciones de Villanueva de la Jara, 1580; Palencia, 1580;
Soria, 1581, y Burgos, 1582) y en la asistente más cercana durante las últimas
horas antes de su muerte (1582). Recibió formación en letras cuando se hizo
monja y muy probablemente a cargo de la misma Santa Teresa; sin embargo,
parece poco probable la creencia de que aprendió a escribir milagrosamente
un día de 1579 copiando una carta de Teresa de Jesús. Este año sí que marcó
un cambio en su trayectoria vital, cuando la fundadora, abrumada por en-
OTROS NOMBRES
Estefanía Gaurre de la Canal
Estephanía de la Encarnaçión
FECHAS
1597-1665
LUGAR
Madrid-Lerma, Burgos
ESTADO
Monja profesa en la Orden Franciscana del convento de Nuestra Madre
Santa Clara (también llamado monasterio de la Ascensión de Nuestro Señor),
en la ciudad de Lerma.
DATOS BIOGRÁFICOS
Estefanía Gaurre de la Canal nació en Madrid, en el seno de una fami-
lia italiano-española. Su padre, un noble de la Borgoña, se llamaba Esteban
Guarre, y su madre, de una familia noble empobrecida, natural de San Martín
de Valdeiglesias, se llamaba María de la Canal. Ambos sirvieron en la casa
de Benito de Cisneros y doña Margarita Leyton y, después, en la de los mar-
queses de Laguna. Estefanía era la segunda hija de aquel matrimonio y en su
casa natal recibió una esmerada formación humanista y religiosa. En 1601 la
familia se trasladó, junto con la corte, a Valladolid, donde la niña continuó
bajo la tutela materna una educación que incidía en moldear su espiritualidad
de acuerdo a piadosos ejemplos, como los de la santa Catalina y san Jacinto,
que la autora menciona como sus primeras lecturas. De acuerdo con la infor-
mación proporcionada por la propia escritora en su autobiografía, Estefanía se
inclinó por las letras desde su más temprana edad, ya que sabía leer y escribir
a los siete años y dedicaba todo su tiempo libre a la actividad lectora. También
a esta edad, y siguiendo el ejemplo de las hagiografías, hizo voto de castidad
para acercarse a las santas mujeres. En Valladolid ganó experiencia sobre la
vida en la corte ayudando allí a sus padres en el servicio. La misma autora,
entre sus vicisitudes de la vida cortesana, describe su afán por las costumbres
y el modo de vida aristócrata, su interés por seguir las modas del momento,
como el consumo de búcaro a fin de empalidecer su rostro, un signo visible
de pertenencia a la élite social. Alrededor de los catorce años pasó un tiempo
como dama de compañía de su tía, cuyo marido, Alonso Páez, era un recono-
cido retratista en la corte madrileña. Al mostrar una especial inclinación hacia
el pincel, su tío se ofreció a enseñarle esta materia y pronto Estefanía ganó un
reconocimiento como pintora de gran habilidad entre los círculos aristocráti-
cos del reino. Ella misma era consciente de su talento, llegando a compararse
en sus posteriores relaciones autobiográficas con Sofonisba Anguissola, la fa-
mosa retratista italiana de la corte de Felipe II. Alrededor de 1613 pasó a ser
dama de Beatriz de Villena, hermana de María de Villena e hija de Enrique
de Sosa, conde de Miranda. Al parecer fue precisamente la relación con doña
Beatriz, futura monja descalza en el convento de las franciscanas de Lerma,
lo que orientó la vida de Estefanía hacia la trayectoria religiosa y el servicio
a Dios. Según su propio testimonio, sabemos que se consideraba una mujer
bella y que gozaba de este atractivo y del coqueteo con los hombres de la corte.
OTROS NOMBRES
María de San José Salazar
María Salazar
María de Salazar Torres
FECHAS
1548-1603
LUGAR
Toledo-Cuerva, Toledo
ESTADO
Monja profesa de la Orden Carmelita Descalza, priora en el convento de
Malagón (1572-1575), en el convento de Sevilla (1575-1578; 1579-1584), en
el monasterio de San Alberto (Lisboa) (1584-1603) y en el convento de Cuerva
(Toledo).
DATOS BIOGRÁFICOS
María de Salazar y Torres nació en 1548 en una familia noble afincada
en Toledo, de parentesco lejano con la casa de Medinaceli y la del Infantado.
Los datos respecto a sus orígenes son incompletos y confusos. Según el Libro
de profesión del Carmelo de Malagón, fue hija de Pedro de Velasco y María de
Salazar, ambos procedentes de Aragón (Manuel Serrano y Sanz y Simeón de la
Sagrada Familia presentan datos diferentes). Su primera juventud y adolescencia
las pasó en el palacio de doña Luisa de la Cerda, donde, en condición de dama
de compañía, entró en contacto con los círculos más influentes del, por enton-
ces, Toledo imperial. Allí recibió una formación clásica, aprendió idiomas, entre
ellos francés y latín, retórica e historia. Este ambiente humanista, abierto a las
corrientes religiosas reformadas y transmisor de las nuevas corrientes estéticas
literarias, fue decisivo para su desarrollo intelectual y espiritual. También, en
este contexto palaciego, llegó a conocer a Teresa de Jesús cuando en 1562 fue
al palacio para consolar a doña Luisa por la inesperada muerte de su marido,
Arias Pardo de Saavedra. Este encuentro marcó la posterior trayectoria vital de
María. La madre Teresa, priora por entonces del convento de la Encarnación
en vísperas de su legalización, se interesó por la joven, que destacaba por su
inteligencia, trato y formación. Es evidente que esta convivencia de seis meses
influyó en el desarrollo espiritual de María; sin embargo, por el testimonio in-
cluido en el Libro de recreaciones, sabemos que estos años fueron para la joven
una lucha constante entre su gusto por los valores mundanos y la atracción por
el recogimiento. María siguió con su vida en la corte durante los siguientes siete
años, componiendo por entonces sus primeras poesías, unas dieciséis redondillas
de corte religioso intituladas Si algún bien me habéis de hacer. De este periodo
provienen también otros versos de carácter espiritual, como Ansias de amor (una
paráfrasis libre del Cantar de los cantares) o Del cuidado desta vida (escrito en el
año de su noviciado). En 1569 tuvo lugar su segundo encuentro con la madre
fundadora, inmersa entonces en el proyecto de reforma (las fundaciones de Me-
dina del Campo, Valladolid, Toledo y Pastrana fueron realizadas entre 1567 y
1569), y fue entonces cuando María declaró su vocación religiosa y el deseo de
involucrarse en el proyecto teresiano. En 1570 tomó el hábito, profesando los
votos solemnes en 1571, en el convento carmelitano en Malagón, una funda-
ción especial, patrocinada por doña Luisa de la Cerda, que poseía licencia para
seguir la regla mitigada. Estos primeros años estrecharon su relación con la santa
abulense, quien, por consejo de su confesor, el padre Jerónimo Gracián, la eligió
para las posteriores fundaciones en Andalucía: Beas de Segura (1575), Caravaca
y Sevilla (1575). María fue elegida priora de este último convento con veintisiete
años, permaneciendo en dicho claustro el decenio siguiente, o sea, durante el
periodo de mayores controversias y luchas del proyecto de la reforma teresiana.
Asimismo, durante esta etapa tan dificultosa, María se vio envuelta en dos pro-
cesos inquisitoriales, uno contra Teresa de Jesús, emprendido por la falsa dela-
ción de una beata, María del Coro, y otro contra ella misma, debido también a
falsas acusaciones. En este tiempo María no pudo desarrollar sus ansias literarias,
absorbida por la gestión del convento y las conflictivas relaciones que conllevaba
el priorato. Sin embargo, desde 1576 entabló una correspondencia con Teresa
de Jesús, que durará hasta finales de la vida de esta. Sus habilidades gestoras e
interpersonales y la inteligencia y la determinación que encarnaba llevaron a
Santa Teresa a ver en ella su sucesora espiritual, tal como se puede comprobar
en una carta de marzo de 1582, enviada a María pocos meses antes de la muerte
de la santa abulense. En 1584 empieza una etapa importante para María, tanto
en su labor religiosa como en la literaria. El padre Jerónimo Gracián, el primer
provincial de las descalzas y padre espiritual de María entonces, contraviniendo
las decisiones de la abadía, la eligió para que encabezase las fundaciones refor-
madas en Portugal. Este plan, forjado para proteger a María frente a los ataques
y las persecuciones de los enemigos de la reforma, tuvo el respaldo de la realeza
portuguesa en la persona del cardenal-príncipe Alberto de Austria. La intención
del abate de Brétigny era que la incómoda heredera del legado espiritual tere-
siano se ocupase de introducir el Carmelo Descalzo en Francia. Se puede decir
que María poseía un sentido profético de su propia existencia, previniendo en
su juventud las persecuciones y los encarcelamientos que marcaron sus años de
actividad reformadora, consecuencia también de su actitud rebelde hacia los
superiores (fue encarcelada por las falsas acusaciones en Sevilla, en 1575 y 1578,
y en Lisboa, en 1591; en 1590, junto con Ana de Jesús, encabezó la denominada
«revuelta de las monjas» en contra del padre provincial, Nicolás Doria, el princi-
pal enemigo del sentido renovado de la reforma teresiana). La etapa portuguesa,
donde ejerció como priora de la comunidad carmelita reformada (1591-1603),
resultó ser intelectualmente prolífica. Allí escribió toda su producción en prosa,
excepto un texto breve titulado Santa concordia, y la mayor parte de su poesía.
Su obra es amplia y variada en géneros (autobiografía; prosa didáctica, pedagó-
gica, teológica; tratado histórico, y poesía circunstancial, mística y espiritual),
abarcando formas raramente presentes en otras escritoras de la época, como el
diálogo humanístico. Su estilo, extremadamente erudito, se caracterizó por el
uso de la ironía y la parodia, el análisis metódico y una gran soltura en manejar
MODELO II
Ana Francisca Abarca de Bolea (O. Cist.)
OTROS NOMBRES
Ana de Bolea
Ana Francisca
Ana Francisca Abarca de Bolea y de Mur
Francisca Abarca
FECHAS
1602-ca. 1686
LUGAR
Zaragoza-Casbas, Huesca
ESTADO
Monja de la orden cisterciense en el Real Monasterio de Santa María de la
Villa de Casbas.
DATOS BIOGRÁFICOS
Ana Francisca Abarca de Bolea y de Mur y Castro nació en el seno de una
de las más ilustres e influyentes familias humanistas aragonesas, los Abarca de
Bolea. Sus padres eran Ana de Mur y el barón de Torres y de Clamosa, don
Martín Abarca de Bolea, político, diplomático, escritor y poeta aragonés, au-
tor de obras sobre cosmografía, geografía, historia de temas exóticos, poemas
épicos y religiosos, como Historia de la grandeza y cosas maravillosas de las pro-
vincias orientales (Zaragoza, 1601). Tras el descubrimiento del testamento de
don Martín en 1993, María Ángeles Campo Guiral pudo demostrar la fecha y
OTROS NOMBRES
Marcia Belisarda
María Fernández López
[en muchos estudios anteriores, erróneamente referida como María de Ca-
talina de Santa Isabel de Melida Rosalinda]
FECHAS
ca. 1600-después de 1646
LUGAR
Ajofrín, Toledo-Toledo
ESTADO
Monja profesa de la Orden de las Comendadoras de Santiago de Toledo.
DATOS BIOGRÁFICOS
Muy pocos son los datos accesibles acerca de esta autora religiosa. Se sabe
que nació en la villa de Ajofrín a principios del siglo xvii, en una familia de cris-
tianos viejos perteneciente a la burguesía acomodada. La más reciente investi-
gación archivística de Martina Vinatea Recoba (2015) ofrece datos reveladores
y desmiente la tesis, mantenida desde la publicación de Serrano y Sanz (1903-
1905), de que la autora perteneció a la comunidad de la Inmaculada Concep-
ción de Toledo. Por lo que revela ese estudio, el seudónimo de Marcia Belisarda
perteneció a María Fernández López, hija de Marcos Fernández e Isabel López.
Según la investigadora, María ingresó en la congregación de las comendadoras
de Santiago en el convento de Santa Fe, que por entonces compartía el edificio
del palacio de Galiana con la comunidad de las concepcionistas franciscanas.
Con gran probabilidad fue este hecho, junto con encontrarse ante tres poemas
de la monja dedicados a la fundadora de las concepcionistas, Beatriz de Silva, el
que había desviado a la crítica en sus hipótesis biográficas sobre la autora. Asi-
mismo, el estudio de Vinatea Recoba reconoce que, aparte de su creación poé-
tica, Marcia Belisarda fue también autora de una biografía de María Bautista,
una hermana de su comunidad. El estudio de los manuscritos llevó a considerar
que María de Santa Isabel debió de obtener una formación esmerada en letras
ya en su primera juventud. Su legado lírico abarca unas ciento treinta y ocho
composiciones, y parece que el manuscrito fue preparado para su publicación, a
juzgar por su encuadernación y los paratextos, pero, por razones desconocidas,
el proceso fue paralizado antes de llegar a manos de los censores. A partir de su
OTROS NOMBRES
FECHAS
finales del siglo xvi-1624/29
LUGAR
¿Sevilla/Génova?-¿Sevilla?
ESTADO
Monja profesa de la Orden de las Agustinas Recoletas en el convento de San
Leandro de Sevilla.
DATOS BIOGRÁFICOS
Pocas son las fuentes disponibles para reconstruir el perfil biográfico de la
autora. Valentina debió nacer en la segunda mitad del siglo xvii, probablemente
en Sevilla. Procedía de una familia de comerciantes del linaje de los Pinelo, de
MODELO III
Cecilia del Nacimiento (O. C. D.)
OTROS NOMBRES
Cecilia Sobrino Morillas
Sor Cecilia Sobrino
Sor Cecilia de la Natividad
FECHAS
1570-7 de abril de 1646
LUGAR
Valladolid-Valladolid
ESTADO
Monja descalza de la Orden Carmelita del convento de la Concepción de
Nuestra Señora del Carmen (Valladolid) y el convento de Calahorra (La Rioja).
DATOS BIOGRÁFICOS
Cecilia Sobrino Morillas era la menor de ocho hermanos de una familia
noble luso-española afincada en Valladolid. Su padre, Antonio Sobrino (ca.
1518-1588) era bachiller y abogado graduado de la Universidad de Salamanca
y secretario de la Universidad de Valladolid. Su exquisita formación religiosa e
intelectual, al igual que la del resto de sus hermanos, que también destacaron
por sus dotes artísticas, intelectuales y espirituales, se debió principalmente
a los esfuerzos de su madre, la reconocida humanista, políglota y escritora
Cecilia Morillas (1539-1581). De la relación autógrafa de Cecilia, su hija,
sabemos que su madre puso especial énfasis en enseñarles gramática, retórica,
lógicos, una única obra dramática conservada, que hace suponer que la autora
escribió más textos de este tipo, la biografía de la familia, su autobiografía
espiritual, cartas y algunos poemas de circunstancias. Sin embargo, el centro
de su producción artística lo ocupan las poesías y la prosa de carácter espiritual
y místico de gran refinamiento conceptual, lingüístico y estilístico. A pesar de
haber conseguido cierta fama en los círculos literarios de la época, la falta de
reconocimiento de la autoría literaria a las mujeres, junto con las posteriores
políticas del canon literario, llevaron a que uno de sus mejores poemas haya
sido atribuido, durante siglos, a Juan de la Cruz. Ambas hermanas, además
de la creación propia, trabajaron como copistas, secretarias y archivistas, po-
niendo especial énfasis en acreditar y promocionar mutuamente su trabajo
literario. Las obras de Cecilia del Nacimiento quedaron inéditas hasta el siglo
xx, con la edición de sus Obras completas por el padre José M.ª Díaz Cerón
(Madrid, 1970) y de fragmentos en la tesis doctoral de Blanca Alonso-Cortés,
Dos monjas vallisoletanas poetisas (1944).
OTROS NOMBRES
Francisca de Santa Teresa de Jesús
Manuela Francisca Escárate
Manuela Francisca Descárate
FECHAS
5 de agosto de 1654-7 de abril de 1709
LUGAR
Madrid-Madrid
ESTADO
Monja de la Orden Trinitaria Descalza en el convento de San Ildefonso y
San Juan de Mata de Madrid.
DATOS BIOGRÁFICOS
Manuela Francisca Escárate nació en una familia de la alta burguesía
urbana, afincada en Madrid y posiblemente con ascendencia portuguesa por
parte materna. Sus padres eran don Raimundo Escárate (o Descárate) y doña
María Voto de Ledesma. Son muy pocos los datos biográficos de la escritora
que actualmente se conocen, sin embargo, gracias principalmente al trabajo
OTROS NOMBRES
Marcela Vega de Luján
Marcela de Vega y Luján
Marcela (del) Carpio (y Vega)
Marcela Lope de Vega
Sor Marcela de San Félix Lope de Vega y Luján
FECHAS
8 de mayo de 1605-9 de enero de 1687
LUGAR
Toledo-Madrid
ESTADO
Hija ilegítima, monja profesa de la Orden Trinitaria Descalza en el con-
vento de San Ildefonso (posteriormente San Ildefonso y San Juan de Mata) de
Madrid.
DATOS BIOGRÁFICOS
Marcela del Carpio nació a principios de mayo de 1605 en la ciudad de
Toledo, según se infiere de su hoja de bautismo en el octavo día de este mes.
En el mismo documento se indica: «Hija de padres desconocidos», por ser hija
ilegítima de Lope de Vega y la actriz Micaela de Luján. El padre de Marcela se
traslada a Madrid y su madre muere o abandona el hogar, dejando a la niña y a
su hermano, Lope Félix, bajo la tutela de una sirvienta de confianza, Catalina.
En 1613 los dos hijos ilegítimos de Lope se mudan a vivir con el padre, viudo ya
de su esposa Juana Guardo. La joven Marcela recibió una esmerada formación
literaria por parte de su padre y de su padrino, José de Valdivielso, reconocido
autor de obras dramáticas religiosas. Según se ha constatado, la decisión sobre
la toma de velo de la joven Marcela vino motivada por varias circunstancias.
Primero, por su condición de hija natural, lo que excluía la posibilidad de un
matrimonio honroso y la situaba en una posición social marginal. Segundo, por
su vocación religiosa, que pudo sentir bajo la influencia de fray Luis de la Madre
de Dios, un trinitario descalzo cercano a la familia. Finalmente, la propia escri-
tora ofrece datos para suponer que el azaroso ambiente familiar, con constantes
aventuras amorosas y los consiguientes arrepentimientos morales de su padre, le
resultaba fastidioso e incómodo. Sabemos que, involuntariamente, la joven es-
taba involucrada en los episodios amorosos paternos, ya que hacía de copista se-
creta de sus cartas a otra amante suya, Marta de Nevares Santoyo, a petición del
protector de Lope, el duque de Sessa. Por todo ello, y de acuerdo con lo que nos
dejan suponer sus testimonios, cuando el 5 de marzo de 1622 Marcela profesó
en la comunidad de las Trinitarias Descalzas se produjo un cambio decisivo en
su posición social y en el reconocimiento de su propia identidad. A partir de en-
tonces, fue ganando renombre dentro de su comunidad, desempeñando cargos
de menor y mayor relevancia: gallinera, refitolera o provisora del convento, pre-
lada (1660, 1668, 1674) y maestra de novicias. De la obra marcelina se conserva
hoy únicamente una mínima parte, ya que ella misma quemó dos cuadernos de
su autobiografía y tres manuscritos de escritos varios, obedeciendo el mandato
de su confesor. La obra conocida hasta ahora abarca seis coloquios espirituales,
ocho loas, veintisiete romances (cinco en esdrújulos), otros poemas diversos y
una breve biografía-hagiografía de una hermana monja llamada Catalina de San
Josef (entró en religión en 1630 y murió en 1641). Es importante señalar el há-
bil manejo de la autora de las formas dramáticas y poéticas, la diversidad de los
metros y el irónico y burlón carácter de sus obras dramáticas. Estos rasgos, junto
con una espiritualidad profunda, expresada en la poesía amorosa a lo divino de
marcas sanjuanistas y teresianas, constituyen características distintivas de la obra
marcelina. Sabemos que, una vez en el claustro, renovó la relación con su padre,
ya bajo otras condiciones, y que este la visitaba a menudo después de la misa
en la iglesia de su convento. Además, con el paso de los años, Marcela, que se
mantenía bien informada de la actualidad del mundo secular, actuó como con-
sejera no solo de su anciano padre, sino de un grupo de aristócratas madrileños
y teólogos. Marcela ganó fama como principal escritora de las Trinitarias Des-
calzas, influyendo en las generaciones posteriores, especialmente en su heredera
literaria, Francisca de Santa Teresa (1654-1709), y en Ignacia de Jesús Nazareno
(¿?-ca. 1792). Sin embargo, la actividad artística de Marcela no se limitaba a
la escritura. Se sabe que la dramaturga también componía la música, hacía de
directora, actriz y diseñadora de los vestuarios para sus espectáculos. En su labor
dramática contó con el apoyo de varias hermanas monjas, entablando una estre-
cha colaboración y relación amistosa con Jerónima del Espíritu Santo. Falleció
el 9 de enero de 1687, encontrándose bajo la tutela del padre Ignacio Vergara,
después de sesenta y seis años de vida religiosa y con el reconocimiento de sus
hermanas, como demuestra la autora anónima de su biografía post mortem, con
probabilidad Francisca de Santa Teresa, en la que, de acuerdo con el modelo
hagiográfico, se alaban tanto los dones espirituales de Marcela como los intelec-
tuales y artísticos. Sin embargo, su reconocimiento como escritora no llegó hasta
el siglo xx, con el estudio de Manuel Serrano y Sanz (1903-1905) y el excelente
estudio y la edición moderna de su obra a cargo de Electa Arenal y Georgina
Sabat de Rivers (1988). De los pocos comentarios que de ella se hallan en los
OTROS NOMBRES
María Sobrino Morillas
FECHAS
18 de diciembre de1568-1640
LUGAR
Valladolid-Valladolid
ESTADO
Monja profesa descalza de la Orden Carmelita del convento de la Concep-
ción de Nuestra Señora del Carmen de Valladolid.
DATOS BIOGRÁFICOS
María Sobrino Morillas nació en Valladolid como hija mayor en la familia
de los Sobrino, de descendencia noble humanista. Fue bautizada en la iglesia de
la ciudad el 26 de diciembre. Su padre, Antonio Sobrino (ca. 1518-1588), de
ascendencia portuguesa, era bachiller y abogado graduado por la Universidad de
Salamanca y secretario de la Universidad de Valladolid. Su madre, Cecilia Mo-
rillas (1539-1581), se ocupó de asegurarle una exquisita formación intelectual
a sus ocho hijos, siendo ella misma escritora, políglota y artista de procedencia
salamantina, con fama reconocida entre las élites cortesanas españolas. María
recibió su formación en su casa natal, gestionada acorde al modelo del salón lite-
rario y frecuentada por escritores y artistas de la élite intelectual del momento, y
comprendía gramática, retórica, Sagradas Escrituras, filosofía, música y pintura.
A la muerte de su madre, María asumió la función de maestra, ocupándose,
MODELO IV
Ana de Jesús (O. SS. T.)
OTROS NOMBRES
Anna de Jesús
Ana Santillana
Ana de Jesús, la Pobre
La Pobre Sevillana
FECHAS
ca. 1560-21 de julio de 1617
LUGAR
¿?-Sevilla
ESTADO
Casada, viuda, beata, monja de la Orden Trinitaria Descalza.
DATOS BIOGRÁFICOS
Ana de Jesús procedía de una familia humilde de comerciantes castellanos
que, al perder sus bienes, se trasladaron a Andalucía. Nacida en Sevilla, quedó
huérfana de madre en los primeros meses de vida y fue adoptada por una fa-
milia acomodada, también de comerciantes castellanos afincados en la ciudad
hispalense. En aquella casa adquirió una formación básica: aprendió a leer y,
probablemente, rudimentos de escritura. Los datos sobre la vida de Ana derivan
de su testimonio autobiográfico y de los comentarios que de ella dejaron su últi-
mo confesor, Antonio del Espíritu Santo, y el editor de una redacción posterior
de su Vida, fray Eusebio del Santísimo Sacramento. Ana escribió su Vida por
orden del padre Antonio del Espíritu Santo, trinitario descalzo. Al parecer, y de
acuerdo con el molde narrativo de este tipo de escritos, su inclinación hacia la
religión, la voluntad de servir a Dios y unos dones sobrenaturales marcaron su
vida desde su primera juventud. Alrededor de 1567 superó el primer interroga-
torio espiritual, realizado por fray Miguel de Santa María, del convento de San
Pablo de Sevilla, quien declaró la ortodoxia de sus visiones y le concedió derecho
a comulgar. Cuando Ana tenía trece o catorce años, su madre adoptiva murió,
dejándole una parte de la herencia, lo que provocó un conflicto entre ella y otros
miembros de la familia, que la destinaron al servicio como dama de compañía
y buscaron para la joven un matrimonio provechoso. Durante estos años fue
acusada de tener falsas visiones y de mantener relaciones sexuales con uno de sus
confesores. Sin embargo, estas acusaciones no impidieron que su fama de beata
se propagase, llegando incluso a la condesa de la Niebla, la madre del duque de
Medina Sidonia, quien quiso pagarle la dote para su ingreso al convento donde
ella residía. Sin embargo, la dama a cuyo servicio estaba Ana la destinó al matri-
monio, que fue acordado alrededor de 1578 con un viudo de la familia Santi-
llana. Tres años después del casamiento, su marido fue encarcelado por deudas,
dejando a la joven esposa sola con cinco hijos, tres de su primer matrimonio y
dos de su relación con Ana. En los años siguientes, Ana se dedicó a hacer encajes
y bordados, pero los ingresos eran mínimos, llevando a la familia a vivir en la ex-
trema pobreza. A los veintiséis años se trasladó con los niños a Lisboa, donde re-
sidía su marido después de salir de la cárcel, intentando recuperar allí los bienes
de la familia, y unos años después volvieron a Sevilla, donde Ana dio a luz a dos
hijos más, aunque la familia seguía viviendo en la miseria y contando a menudo
solo con los ingresos de sus trabajos. Durante su matrimonio, Ana tuvo visiones
y experimentó bilocaciones, pero su vida espiritual se intensificó después de la
muerte de dos de sus hijos. Ana sentía especial apego a la espiritualidad jesuita
y de entre sus monjes eligió a varios de sus padres espirituales. Bajo la tutela del
padre Angulo emprendió un estilo de vida beato, permaneciendo como madre
en casa, pero dedicando la mayor parte de sus actividades al perfeccionamiento
espiritual. Tras la muerte de su marido, estrechó aún más su relación con los
jesuitas, superando el segundo examen espiritual, realizado por fray Bernardo de
la Cruz, abad de las Trinitarias Descalzas de Sevilla y capítulo general en Roma,
que pasó a ser su confesor. Alrededor de los cuarenta y cinco años, por influencia
de fray Miguel de los Santos, tomó el hábito de las trinitarias descalzas de la casa
recién fundada en Sevilla, pero sin el voto de clausura. Como monja trinitaria
ejerció cierta labor apostólica de visionaria y profetisa. En ese periodo, entre
1610 y 1617, empezó a escribir su autobiografía espiritual, único texto conocido
de su autoría. En los últimos años de su vida experimentó múltiples dones es-
OTROS NOMBRES
Luisa de Carbajal
FECHAS
2 de enero de1566-2 de enero de 1614
LUGAR
Jaraicejo, Cáceres-Londres
ESTADO
Seglar, venerable, terciaria.
DATOS BIOGRÁFICOS
Luisa procedía de una familia noble del linaje de los Mendoza. Nació en
Jaraicejo, en la provincia de Cáceres, la sexta hija, después de cinco hermanos,
del matrimonio de don Francisco de Carvajal y Vargas (corregidor en León)
y doña María Hurtado de Mendoza y Pacheco. A los seis años, al quedarse
huérfana de los dos padres, fue enviada sola a Madrid para vivir bajo la tutela
de su tía María Chacón, la madre del futuro arzobispo de Toledo, D. Bernardo
Sandoval y Rojas, que por entonces era camarera de las infantas Isabel Clara
Eugenia y Catalina Micaela, hijas de Felipe II. De los seis a los diez años vivió
en el Palacio Real de Madrid bajo el cuidado de Isabel de Ayllón, donde profun-
dizó su camino de ayuda a los pobres que le había enseñado su madre, conocida
por su labor caritativa. Después de cuatro años, en 1576, a la muerte de su tía,
la reclamó su tío materno, don Francisco de Mendoza, marqués de Almazán.
Luisa vivió durante los siguientes años con su familia, recibiendo una esmerada
formación intelectual y doméstica, dominio del latín y un amplio repertorio de
libros espirituales. A los trece años, después de que su tío fuese nombrado virrey
de Navarra, tuvo que dejar la familia para ir a vivir sola con él a Pamplona. Allí
don Francisco la sometió a «sádicas penitencias», tal como, años más tarde, Lui-
sa relatará en su autobiografía. Sin poder precisar qué tipo de experiencia tuvo
OTROS NOMBRES
María de Pineda de Zurita
María de Pineda
María Pineda de Zurita
FECHAS
1 de octubre de 1592-¿8 de agosto? de 1642
LUGAR
Toledo-Cuerva, Toledo
ESTADO
Monja profesa de la Orden de las Carmelitas Descalzas de Cuerva.
DATOS BIOGRÁFICOS
María de Pineda de Zurita fue hija de Juan de Pineda y Gabriela de Zurita,
ambos de linaje noble, procedentes de Toledo. Nació el 1 de octubre de 1592, se-
gún los datos que nos dejó en su autobiografía. Excepto los documentos oficiales
de la congregación y algunas noticias debidas a las religiosas de su orden, no se
conocen otras fuentes que pudieran complementar su biografía. María debió de
recibir una formación elemental en el ambiente doméstico. En la mencionada
Vida dejó constancia de su vocación precoz y su inclinación hacia los libros, la
mortificación corporal y el recogimiento espiritual. Todavía siendo niña se de-
cidió por la vida religiosa; sin embargo, resulta difícil distinguir con claridad las
informaciones dictadas por los modelos propios de la autobiografía espiritual de
los acontecimientos factuales de su vida. Por su testimonio sabemos que quiso
entrar en el claustro con tan solo nueve años y que superó satisfactoriamente un
examen extraordinario sobre la doctrina para poder cumplir con este deseo. Su
MODELO V
María de Jesús de Ágreda (O. I. C.)
OTROS NOMBRES
María Coronel y Arana
María Fernández Coronel y Arana
La Venerable
Madre Ágreda
FECHAS
2 de abril 1602-24 de mayo de 1665
LUGAR
Ágreda, Soria-Ágreda, Soria
ESTADO
Monja profesa en la Orden Descalza de la Inmaculada Concepción en el
convento de la Concepción, en Ágreda.
DATOS BIOGRÁFICOS
María Fernández Coronel y Arana nació el 2 de abril de 1602 en Ágreda
(Soria, diócesis de Tarazona, en casa de una hidalga vasca, Catalina de Arana,
OTROS NOMBRES
La Beata de Piedrahita
FECHAS
ca. 1485-ca. 1524
LUGAR
Aldeanueva de Santa Cruz, Ávila-¿?
ESTADO
Religiosa terciaria, Orden de Santo Domingo, convento de Santo Domingo de
Piedrahita, convento de Santa Catalina y convento de Santo Tomás, todos de Ávila.
DATOS BIOGRÁFICOS
Muy pocos son los datos conocidos acerca de esta religiosa. Ni siquiera se
pudo constatar su nombre secular y la fecha de su nacimiento. Se estima que
debió de haber nacido entre 1475 y 1485 en la villa de Aldeanueva, en la provin-
cia de Ávila, que por entonces se encontraba bajo la jurisdicción de los duques
de Alba. De la misma diócesis proceden Ana de San Bartolomé y Mari Díaz.
Probablemente María pertenecía a una familia piadosa, de origen campesino, y
fue casi o completamente iletrada. Su obra literaria fue dictada y transcrita por
un/a escriba. Desde su primera juventud se relacionó con los dominicanos del
monasterio de Santo Domingo de Piedrahita. Alrededor de 1502 entró en el
beaterio adjunto a la orden, donde vivió como terciaria algunos años y, poste-
riormente, se mudó al beaterio de Santa Catalina en Ávila, donde permaneció
otros cuatro años. Gracias a su personalidad fuerte y decidida, María pronto
encaminó sus pasos para mejorar su posición social. Sus siguientes años de vida
resultan tan controvertidos como enigmáticos, ya que los testimonios conserva-
dos proceden de su cuarto, y último, juicio inquisitorial y recogen las opiniones
de sus protectores y detractores (entre ellos, Juan Hurtado de Mendoza, Antonio
de la Peña, su confesor, y Diego de San Pedro, su patrocinador). Probablemente
debido a conflictos internos en la comunidad de Santa Catalina, la joven decidió
mudarse a la residencia adjunta al monasterio dominico de Santo Tomás, en
Ávila. Su reconocimiento como visionaria y mística iba creciendo en los círculos
de la ciudad, llegando a Toledo y Burgos. Acompañada por beatas y frailes, que
se consideraban seguidores suyos, empezó a desempeñar funciones de conseje-
ra y profetisa para las élites de estas ciudades. Al mismo tiempo, su ascetismo
extremo, la total devoción hacia la Inquisición y las críticas a los conversos cau-
OTROS NOMBRES
Mariana Manzanedo
María Ana Manzanedo
FECHAS
5 de agosto de 1568-15 de abril de 1638
LUGAR
Alba de Tormes, Salamanca-Madrid
ESTADO
Monja profesa de la Orden Recoleta de San Agustín, convento de las Agus-
tinas Recoletas en Éibar (1603), Medina del Campo (1604), Valladolid (1606-
1610), Palencia (1610), Madrid (Monasterio de Santa Isabel, 1611-1612, y Mo-
nasterio de la Encarnación, 1612-1638).
DATOS BIOGRÁFICOS
Mariana Manzanedo nació el 5 de agosto de 1568 en Alba de Tormes, en
una familia noble que mantenía relaciones cercanas con los círculos cortesanos.
Su padre, Juan de Manzanedo de Herrera, era abogado, licenciado de la Univer-
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de 224 Francisca
Almao, Bárbara de 136 Ana García Manzanas, véase Ana de San
Alodia (santa) 141 Bartolomé (sor)
Alonso de Madrid (fray), 114-115 Ana Lobera Torres, véase Ana de Jesús
Alonso-Cortés, Blanca 336-337, 448 (Lobera) (sor)
Alva y Astorga, Pedro de 277 Ana Santillana, véase Ana de Jesús, la Pobre
Alvar Ezquerra, Alfredo 322 Anastasio de Santa Teresa (fray) 224
Álvarez de Toledo, Fadrique 389 Ancos, Francisco de 312
Álvarez de Toledo, Fernando 466 Andrade, Alonso de (fray) 177, 192-193,
Álvarez Marco, Catalina (de Albacete) 195, 200, 206
(beata) 205 Andrés de Uztarroz, Juan Francisco 220,
Álvarez Pellitero, Ana María 233-234 441-442
Álvarez Solar-Quintes, Nicolás 187 Andrés Martín, Melquíades 84, 248
Álvarez, Toribio 177 Andrés, Francisco (fray) 384, 398, 401,
Amaral, Ana Luisa 28 402, 408, 410, 462
Amarilis (María de Alvarado o María Tello Andrés, Isidro Francisco 409
de Lara) 310 Ángela de Acevedo 117, 223, 235
Ambrosio (santo) 139 Ángela de Foligno (santa) 123, 255, 298,
Amelang, James 18, 162, 289, 415 372, 388-389
Amorós, Celia 52, 54, 59, 97, 125, 128 Ángela María de la Concepción (sor) 143
Ana (santa) 222, 273-274, 276, 281-282, Anguissola, Sofonisba 436
287, 290-292, 445 Anna de Jesús, véase Ana de Jesús, la Pobre
Ana de Jesús (Lobera) (sor) 23, 134, 154, Anna, véase Ana (santa)
220, 222, 247, 248, 249, 254, 257, 260, Antolínez, Agustín 467
262, 263, 264, 265, 376, 428, 431, 432, Antonia de San Jacinto (sor) 198
433, 435, 439 [nota biográfica en 431] Antonio de Jesús (fray) 253
Ana de Jesús, la Pobre (sor) 23, 164, 352, Antonio de la Concepción 312
362, 363, 419, 422, [nota biográfica Antonio del Espíritu Santo (fray) 455-456
en 455] Antonio, Nicolás 104, 276, 446
Ana de la Ascensión (sor) 264 Aparicio López, Teófilo 445
Ana de San Agustín (sor) 229, 352, 386 Aquiles Napolitano, véase Luisa Magdale-
Ana de San Bartolomé (sor) 268-270, na de Jesús
286, 419, 428, 432-433, [nota biográ- Arana Benito de Valle, María José 139, 151
fica en 434] Arana, Catalina de 179, 461
Ana de Trinidad (sor) 232 Arbiol y Díez, Antonio (fray) 157, 176
Ana Francisca Abarca de Bolea (sor) 23, Arce de Otálora, Juan de 391
36, 81, 117, 120, 126, 217, 223, 231- Arellano, Ignacio 38, 236
232, 234, 240, 249, 272, 281-283, Arenal, Electa 24, 112, 248, 252-253,
294, 296, 302, 396, 420, 428, [nota 258, 307-308, 311, 316, 322, 325,
biográfica en 440] 327, 336-337, 340-341, 344-348,
Ana Francisca Abarca de Bolea y de 421, 447, 452
Mur, véase Abarca de Bolea, Ana Arias Montero, Benito 149
Francisca (sor) Artola, Antonio María 408
Catalina María (sor) 232 Clara de Asís (santa) 142, 144, 188,
Catalina Micaela de Austria (infanta) 457 249, 300
Cavarero, Adriana 181 Clarinda 321
Cayetano, Tomás 465 Clemente IX (papa) 392
Cayuela, Anne 32 Clemente V (papa) 202
Cazalla, María de (beata) 133, 278, 293, Clemente VII (papa) 150
343 Clemente VIII (papa) 153,156, 441
Cecilia de la Natividad, véase Cecilia del Clemente X (papa) 175, 197, 463
Nacimiento Clemente XII (papa) 197
Cecilia del Nacimiento (sor) 23, 81, 213, Cohen, Esther 360
230-232, 237, 240, 249, 260, 305, Collin, Françoise 18, 23, 27, 52, 54-58,
321, 325, 335-336, 338-339, 422 62, 65-66, 68, 70-72, 107-108, 111,
[nota biográfica en 446] 120, 124, 131, 245, 303, 349-350,
Cecilia Sobrino Morillas, véase Cecilia del 388, 428
Nacimiento Colma, Alonso 170
Cepeda y Ahumada, Lorenzo de 238 Colón Calderón, Isabel 261
Cepeda y Ahumada, Teresa, véase Teresa Colonna Barberini, Anna 397
de Jesús conde de Salinas, véase Silva y Mendoza,
Cerda, Juan de la 130, 131 Diego de
Cerda, Luisa de la 182, 438 conde-duque de Olivares, 397, 400
Cerdán de Escatrón y Heredia, Beatriz 441 condesa de Miranda del Castañar, véase
Cereta, Laura 181 Zúñiga, María de
Certeau, Michel de 360 condesa de Olivares, véase Zúñiga y Velas-
Cervantes, Miguel de 307, 312, 322, 449 co, Inés de
Cervató, Ana 121-122 Connelly de Ullman, Joan 109
Cervera Vera, Luis 270 Constanza de Aragón (princesa de Ara-
Chacón, María 457 gón) 143
Chang, Leah C. 135 Contreras, Juana de 117, 121-122
Chang-Rodríguez, Raquel 310 Córdoba, Martín de 102, 126
Chartier, Roger 18, 29-32, 36-37, 39, Corominas, Joan 268
41-43, 50, 78, 87, 97, 112, 116, 126, Coronel y Arana, Francisco (fray) 462
274, 276-277, 358, 415 Coronel y Arana, Jerónima 462
Chesene, André du 101 Coronel y Arana, José (fray) 462
Chicharro Crespo, Elena 392 Coronel y Arana, María, véase María de
Chiriboga, Francisco 399 Jesús de Ágreda
Cid, Miguel 291, Coronel, Francisco (fray) 462
Cilveti, Ángel L. 229 Corredor, Joseph 281
Cirilo (santo) 274 Cortés Timoner, María del Mar 390
Cis y de Ceriza, Polonia de 136 Costilla de Benavides, Juan 385
Cisneros, Benito de 436 Covarrubias Orozco, Sebastián de 32, 34,
Cisneros, Francisco Jiménez de (cardenal) 99-100
88, 145, 388 Creswell, Joseph 367, 458
Cisneros, García de 146 Criado, Miryam 292,320
Cixous, Hélène 66, 108, 416 Cristo, véase Jesucristo
Gubar, Susan 67-68, 278, 297, 300, Huerta Calvo, Javier 320
350, 416 Hughes, Robert 55
Guevara, Alonso de 102 Hurtado de Mendoza y Pacheco, María 457
Guevara, Antonio de 131 Hurtado de Mendoza y Vergara, Diego 130
Guevara, María de 133 Hurtado de Mendoza, Francisco 369
Guzmán y Pimentel, Gaspar de, véase Hurtado de Mendoza, Juan 464
conde-duque de Olivares Hurtado, Luis 158
Guzmán, Domingo de (santo) 141 Hyży, Ewa 28
H I
Reder Gadow, Marion 152, 156 Rossi, Rosa 214, 255, 281
Redorad, Vicente (fray) 281 Royo, Íñigo 281
Rees, Margaret 371 Rubens, Pedro Pablo 188
Reinhard, Wolfgang 148 Rubial García, Antonio 175
Reisz, Susana 19, 56 Rufina de Ortes, Mariana Antonia 307, 449
Rey Castelao, Ofelia 144, 165, 169 Ruiz (de Alcaraz), María (beata) 205
Reyes Católicos 76, 88-89, 93, 121, 145- Ruiz Pérez, Pedro 28, 79
146, 149, 160, 202
Rhodes, Elizabeth 24, 84, 353, 354, 367, S
377-378
Ribadeneyra, Pedro de 274, 291 Saavedra Fajardo, Diego 155
Rich Greer, Margaret 302 Saavedra Maldonado, Leonor de 445
Rico, Francisco 18, 31, 36, 322 Saavedra, Isabel de 307, 322, 449
Ricœur, Paul 124, 351, Sabat de Rivers, Georgina 233, 236-237,
Riley, Denise 359 305, 307-308, 311, 317, 319-322,
Río, Catalina del 122 334, 341, 344, 346-349, 421, 452
Ríos, Francisca de los 122 Sabuco Álvarez, Miguel 80
Rivadeneyra, Manuel 367 Sabuco de Nantes Barrera, Oliva 80
Rivera Garretas, María-Milagros 24, 55, Salazar Torres, María de, véase María de
92, 109, 117-125, 127-128, 137, San José
140, 181-181, 249, 251, 313, 348, Salazar, Catalina de 322
354, 391 Salazar, Luis de 222, 273
Robbins, Jeremy 80-82 Salazar, María de, véase María de San
Robles, Juan de 274 José
Roca de Togores, Mariano 312, 453 Salinas y Lizana, Manuel de 281
Roca Meliá, Ismael 140 Salizanes, Alonso de 463
Rodríguez Cuadros, Evangelina 95, 98, Salvá, Francisco 281
105, 136 Sánchez Coello, Alonso 284
Rodríguez del Padrón, Juan 104 Sánchez Coello, Jerónimo 284
Rodríguez Palmero, María Luz 58 Sánchez de Castillo, Justa 122
Rodríguez Parada, Concepción 216 Sánchez de las Brozas, Francisco (El Bro-
Rodríguez Zapata y Álvarez, Francisco 275 cense) 80
Rodríguez, Alonso, 170 Sánchez Dueñas, Blas 65
Rodríguez-Ennes, Luis 100 Sánchez López, Gustavo 332
Roelas, Juan de 291 Sánchez Lora, José Luis 114, 157, 167,
Romero Gaitán, Francisca 307 176, 229, 386
Romero López, Dolores 255 Sánchez Ortega, María Helena 180, 205
Romero y Catalán, Mariana 307, 449 Sánchez, Francisco 80
Romero, Bartolomé 307, 449 Sánchez, Margarita 284
Romero, Rosalía 80 Sandoval y Rojas, Bernardo (cardenal) 38,
Rosa de Lima (santa) 358, 385 90, 277, 457
Rose, Mark 36, 38-41 Sandoval, Prudencio de 140
Roser, Isabel 375 Sanmartín Bastida, Rebeca 388-389, 423
Rosillo Luque, Araceli 13, 216 Santiago (santo) 463
Teresa María de San José 193 Valdivielso, José de 122, 220, 236, 306,
Tertuliano (Quinto Septimio Florente 320, 449, 451
Tertuliano) 103, 181 Valera, Diego de 104, 126
Texeda, Gaspar de 240, 393 Valera, Juan 241
Thiemann, Susanne 302 Valera, mosén Diego de 104, 126
Tietz, Manfred 28, 33, 42-43 Valla, Lorenzo 78
Tiraqueau, André 102 Valpolo, Richard 367, 458
Todorov, Tzvetan 62, 380 Van Deusen, Nancy 385
Tolosana de la Caballería 124 Varela de Salamanca, Juan 115
Tomás (santo) 275 Vargas, Inés de 224
Tomás de Aquino 101 Vasaio, María 151
Tomás de Jesús (fray) 268, 447 Vattimo, Gianni 51
Tomás y Valiente, Francisco 156 Vázquez Janeiro, Isaac 408
Torquemada, Antonio de 240, 393 Vega de Luján, Marcela, véase Marcela de
Torquemada, Juan de 145 San Félix
Torras Francés, Meri 133 Vega y Carpio, Félix Lope de 41, 122,
Torre, Andrés de la (fray) 398, 408, 410 132, 215, 220, 234, 236, 273, 275-
Torre, Francisco de la 281 276, 299, 305-306, 310, 313, 337,
Torrecilla, Juan de (fray) 462 334, 445, 449, 451
Torrecilla, Juan de Jesús de 463 Vega y Cuadros, Manuel de 168-169, 193
Torrecilla, Martín de 176 Vega y Luján, Marcela de, véase Marcela
Torrellas, Pere 99, 104 de San Félix
Torres Sánchez, Concha 155-156, 163- Vega, Garcilaso de la 80, 337, 460
164, 167, 182, 262 Vela y Cueto, María (sor) 365, 386
Torres, Pedro de 122 Velasco, Pedro de 438
Trambaioli, Marcella 28, 114, 136 Velasco, Sherry 354, 378
Trillo y Figueroa, Francisco de 194 Velásquez, Francisca 461
Tristán, Luis de 188 Velázquez, Diego 291
Trobado, Rafael (fray) 281 Venerable, la, véase María de Jesús de
Tudor, María, véase María I Ágreda
Turner, Victor 106, 276 Vergara, Isabel de 122
Vergara, Juan de 84
U Verón, Eliseo 47
VI duque de Sessa, véase Fernández de
Urbano VIII (papa) 397, 468 Córdoba y Aragón, Luis
Urkiza, Julián 264, 435 VI duque de Sessa, véase Luis Fernández
Uztarroz, Andrés de 220, 441-442 de Córdoba
Viala, Alain 29
V Vicenta Josefa de Santa Teresa 193
Vicente, Paula 122
Valcárcel, Amelia 99 Vidal García, Senén 100
Valderas, Jerónimo de 312 Vigier, Françoise 114
Valdés, Alfonso 84 Vigil, Mariló 156, 159, 162, 170, 172-
Valdés, Juan de 84, 343 173, 180, 182, 185-187, 189, 195-197