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Índice

Portada
Sinopsis
Portadilla
Dedicatoria
Prólogo
Primera parte. Los olvidos cotidianos
Uno de los motivos de consulta...
1. ¿NOS CONOCEMOS?
2. EN LA PUNTA DE LA LENGUA
3. ¡NO FUE ASÍ!
4. ¿DÓNDE ESTÁN LAS LLAVES?
5. ¡YO YA HE VIVIDO ESTO!
6. ¿QUÉ DIANTRES HE VENIDO A HACER A LA COCINA?
Segunda parte. Las normales percepciones anormales
Somos seres perceptivos...
7. ¿ME HAS LLAMADO?
8. APARICIONES NOCTURNAS
9. PRESENCIAS
10. VIAJES ASTRALES
11. OTRAS VISIONES COMPLEJAS
Tercera parte. De la bondad y de la maldad del ser humano
Siempre he tenido una percepción...
12. CUBATAS, RAYAS, ENFADOS Y VIOLENCIA COTIDIANA
13. VIOLENCIA AL VOLANTE
14. YO NUNCA LO HARÍA
Cuarta parte. Intuición, clarividencia y otras experiencias extrañas
Miles, en realidad, millones de personas...
15. LA MAGIA CEREBRAL DE LA INTUICIÓN
16. LAS PREDICCIONES DEL FUTURO
17. EL TÚNEL
18. LOS HOMBRES LOBO
Quinta parte. Pequeñas curiosidades, mitos y verdades
El conocimiento acerca del sistema nervioso...
19. USAMOS EL 10 % DEL CEREBRO
20. EL CEREBRO DIABÓLICO DEL NIÑO Y DEL ADOLESCENTE
21. SOFÁ, PELI Y MANTA O VIAJE MOCHILERO AL EVEREST
22. LA DEMENCIA SENIL NO EXISTE
24. EL TDAH ES UN INVENTO DE LAS FARMACÉUTICAS
25. LAS ENFERMEDADES MENTALES NO EXISTEN
EPÍLOGO
PARA SABER MÁS
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Sinopsis

Nuestra vida cotidiana está llena de situaciones que pueden tener


una explicación neuropsicológica. Nos referimos a los olvidos
involuntarios, los lapsus, las pasiones desbordadas, las fobias y
manías e incluso las experiencias que se podrían calificar como
«extrañas» (apariciones y alucinaciones). En este libro, Saúl
Martínez-Horta ofrece una mirada científica para entender mejor
cómo funciona nuestro cerebro.
¿DÓNDE ESTÁN LAS LLAVES?
Neuropsicología de la vida cotidiana

Saul Martínez-Horta
Por si un día mi mente se nubla. Por si llegasen voces que
otros no escuchan o por si viese sombras pasar.

Por si algún día no conozco tu rostro,


ni tu nombre, ni recuerdo las historias que construimos.

A Saul V por enseñarme a amar.


Prólogo

Cada movimiento, cada pequeño gesto, palabra, emoción o recuerdo. Cada


imagen en nuestra mente y cada sensación. La impresión del paso del
tiempo, el olor a frambuesas, o la ternura que empapa cada milímetro de
nuestro ser cuando evocamos en un recuerdo lejano la mirada llena de amor
de una madre que nos contemplaba jugando una cálida tarde de verano.
Todos, absolutamente todos estos elementos y todo aquello que de algún
modo habita en nuestra mente y que configura cualquier tipo de experiencia
humana son el resultado de aquello que, sin saber cómo, hace nuestro
cerebro. En consecuencia, cada una de estas experiencias y cada detalle que
las acompaña reflejan indirectamente miles de millones de procesos
neuronales perfectamente orquestados cuya organización y función define
la arquitectura que sustenta todo aquello que nos hace humanos tal y como
entendemos al ser humano.
Obviamente, somos algo mucho más complejo que la consecuencia de
un cerebro funcionando (si es que eso es poco complejo), como si se tratase
de activar un aparato y dejarlo trabajar sin más. Así, en condiciones
«normales», cuando nada altera el funcionamiento del cerebro, somos
también la consecuencia de una compleja y constante interacción con el
entorno, con un mundo cambiante de manera más o menos predecible que
nos exige una continua anticipación y adaptación a toda esta serie de
cambios y a todos los retos que se nos plantean. Por ello,
incuestionablemente, también somos una consecuencia de nuestras
experiencias y de cómo ellas han ido configurando esa biología que, en
ausencia de un mundo estimulante, nunca hubiese llegado a ser nada. Una
biología cuyo esquema fundamental es el resultado de millones de años de
evolución, a lo largo de los cuales hemos acumulado algo así como
memorias tatuadas en nuestros genes que rigen algunos de los procesos
más básicos, pero fundamentales, como son nuestros miedos más
ancestrales, nuestros deseos más primitivos y, por supuesto, esa ansia por
vivir y sobrevivir que nunca deberíamos permitir que se perdiese.
Este diálogo tan ancestral como cotidiano entre nuestra biología y
nuestro mundo es en esencia lo que nos hizo y lo que nos mantiene
humanos. Es lo que nos explica como individuos aislados y como entes
sociales, y es lo que da lugar tanto a las ideas como a las palabras, la
expresión artística, el sentido o experiencia de la emoción o nuestra
capacidad para amar. Pero, irremediablemente, aunque sin los otros y sin
todo lo que está ahí fuera no seríamos nadie, todo resultaría imposible si no
fuese porque nuestro cerebro procesa y elabora toda esa ingente cantidad de
información que le llega. Por ello, sin un cerebro trabajando correctamente,
ni seríamos ni podríamos ser.
El cerebro humano es un órgano único que, como tantas veces se ha
enfatizado, representa uno de los sistemas más complejos que existen en la
naturaleza. Esta complejidad, así como las limitaciones que nos impone
nuestra capacidad para comprender —que no es infinita—, son
responsables de que hoy en día muchos aspectos relativos a cómo el cerebro
da lugar a todo aquello que configura nuestra naturaleza sigan siendo un
misterio. A pesar de ello, conocemos mucho mejor el funcionamiento del
cerebro de lo que quizás la mayoría de la gente pueda pensar. Este
conocimiento nos permite entender muchas de las más devastadoras
enfermedades y, entre otras cosas, cómo se configuran y cómo suceden
muchos de los procesos de los que depende la expresión a través del
comportamiento de todo aquello que somos. Ello nos ha permitido construir
modelos fieles y congruentes con nuestra biología y con nuestra forma de
entender la función cerebral que explican una parte importante de lo que
somos y de por qué funcionamos como lo hacemos.
Lamentablemente, la complejidad del cerebro humano lo convierte
también en un sistema extremadamente frágil y susceptible de estropearse
de manera transitoria, progresiva o permanente y por una infinidad de
causas. La alteración de la función cerebral como consecuencia de cualquier
tipo de agresión, sea esta, por nombrar algunas posibilidades, un
traumatismo, una intoxicación, un tumor, una hemorragia o un proceso
neurodegenerativo, siempre, absolutamente siempre, desencadenará
consecuencias más o menos evidentes en la expresión del comportamiento
humano y de la cognición. De este modo, a estas alturas nadie cuestiona que
las manifestaciones en forma de una flagrante desinhibición conductual en
los pacientes con daño frontal, las alteraciones del lenguaje en pacientes
con daño en territorios estratégicos del hemisferio izquierdo, o la pérdida de
la movilidad de una parte del cuerpo tras un ictus son todas ellas
consecuencias inequívocamente derivadas del daño cerebral.
Lo que quizás resulta más difícil de aceptar o de asumir con rotundidad
es que todo lo demás, todo aquello que sentimos, experimentamos y
hacemos en la más absoluta y cotidiana normalidad, también es en esencia
un producto del cerebro. Lo que pasa es que el cerebro y sus funciones no
se sienten, simplemente suceden, están ahí. No notamos absolutamente
nada en nuestra cabeza cuando no nos sale una palabra que tenemos en la
punta de la lengua, o cuando simplemente caminamos, o mientras de un
modo totalmente automatizado vamos leyendo y comprendiendo este texto.
No notamos el cerebro, pero somos el cerebro.
Como neuropsicólogo, he dedicado y dedico mi vida a evaluar las
consecuencias que derivan de las más indeseables agresiones que le puedan
suceder al cerebro humano y a estudiar y comprender cómo el daño en el
cerebro explica estas consecuencias. Siempre defenderé que el mejor
manual de neuropsicología que existe se llama pacientes y que ninguna
aproximación nos ha podido enseñar más acerca del funcionamiento normal
y alterado del cerebro humano que el estudio de personas afectadas por
agresiones en su cerebro. Soy muy consciente de las limitaciones que
tenemos en cuanto a nuestra capacidad de comprensión de la función
cerebral y de su papel en la expresión de la cognición y del comportamiento
humano. Por ello, siempre he insistido también en que al estudio del
cerebro y de sus funciones hay que aproximarse con absoluta humildad.
Pero irremediablemente, como neuropsicólogo y persona curiosa que
soy, más allá de lo que sucede en el entorno clínico de la consulta o en el
hospital, a lo largo de mi vida no he podido evitar observar y analizar el
mundo y aquello que somos desde la óptica, quizás sesgada pero sin duda
alguna profundamente curiosa, de alguien que, en esencia, convive
continuamente con el análisis y el estudio de la función cerebral y su
expresión en forma de comportamiento. Evidentemente, esto no implica que
no contemple el papel de muchas otras variables en la ecuación que nos
hace ser como somos, pero precisamente, dado que el estudio de la
enfermedad no solo nos cuenta mucho acerca de lo que sucede cuando el
cerebro falla, sino también mucho acerca de cómo funciona un cerebro en la
más absoluta normalidad, me apasiona intentar comprender el componente
neuropsicológico que explica una parte de lo que somos.
Desde este lugar, desde la curiosidad neurocientífica y desde el
conocimiento derivado de mi experiencia, no he podido evitar reflexionar e
intentar dar algún tipo de respuesta a múltiples cuestiones cotidianas que
nos plantea el comportamiento humano. De este modo, sin grandes
pretensiones científicas, pero evitando siempre caer en afirmaciones
absurdas y simplistas propias de la demasiado frecuente charlatanería del
neuroloquesea, me ha parecido interesante compartir, de manera llana, los
argumentos fundamentados en la neuropsicología y la neurociencia que de
algún modo contribuyen a dar respuesta a toda una serie de cuestiones
propias de nuestra vida cotidiana.
Puesto que también en la normalidad y no solo en la enfermedad somos
indisociables de lo que hace nuestro cerebro, existe toda una
neuropsicología de la vida cotidiana que define escenarios rutinarios que
todos podemos experimentar y, a pesar de depender de múltiples factores,
una parte de ellos se pueden conceptualizar y comprender desde una
perspectiva centrada en el funcionamiento del cerebro humano en la más
absoluta normalidad. Además, muchos elementos que configuran esta
neuropsicología de la vida cotidiana en esencia son una consecuencia
previsible de la función cerebral normal. Esta consecuencia no es otra que
la susceptibilidad a que, ocasionalmente, algunos de nuestros procesos
cerebrales fallen. Y es que la terriblemente compleja y frágil organización
de sus funciones convierte al cerebro en un sistema susceptible de fallar en
algún momento sin que estos fallos definan ni determinen un proceso
patológico. De hecho, nuestro cerebro falla a menudo, quizás de un modo
más obvio y persistente cuando lo exponemos a determinados detonantes
como la fatiga, la falta de sueño o el estrés, entre otros, pero falla también
de manera rutinaria en ausencia de claros factores desencadenantes.
La normalidad de las anormalidades transitorias y no patológicas de las
funciones del cerebro es, en realidad, una característica más de nuestro ser.
Estos instantes, más o menos persistentes en el tiempo y más o menos
intensos, nos pueden sorprender, generar curiosidad e incluso asustar
cuando, tras consultar con el doctor Google, nos planteamos la duda de si
serán parte de una enfermedad.
¿Dónde están las llaves? posiblemente refleje uno de los fallos
cotidianos más universales: la desesperante experiencia de no encontrar
algo que debía estar en su lugar. ¿Por qué sucede? Y, por supuesto, ¿qué
pasa con todas esas otras pequeñas cosas? ¿Por qué ocasionalmente no
encontramos algunas palabras, nos parece oír nuestro nombre cuando no
hay nadie alrededor, olvidamos sucesos relativamente recientes o los
recordamos de forma diferente a los demás? ¿Puede el cerebro normal
contarnos algo acerca de ese evidente mal humor al volante, de algunas
formas de maldad humana o incluso de las experiencias mágicas y
sobrenaturales que tantas personas viven o creen haber vivido?
En este libro me he permitido desarrollar explicaciones fundamentadas
en la neurociencia, la neuropsicología y en mi experiencia que, de un modo
quizás un tanto sesgado por lo que configura el mundo que observo a través
de mis lentes de neuropsicólogo, intentan dar alguna respuesta a toda una
serie de preguntas que tienen que ver con fenómenos propios, de ahí el
título Neuropsicología de la vida cotidiana. Muchas de estas preguntas
forman parte de los interrogantes que me he ido planteando en
innumerables ocasiones y otras son preguntas que han alimentado la
necesidad de consultar con un profesional y que, por ende, en muchas
ocasiones me he encontrado en la consulta.
Puesto que no existe mejor manual que la realidad que ocupa a los
pacientes, también me he permitido ejemplificar, en algunos puntos, el
aspecto que adquieren las experiencias que están detrás de estas preguntas
en un contexto de enfermedad y cómo se distinguen de las que tienen lugar
en ausencia de patología.
Está claro que para muchas de estas preguntas ni yo ni nadie tiene todas
las respuestas, y es que, a pesar de que las llaves de casa siempre
terminarán apareciendo, estamos lejos aún de poder encontrar las llaves que
nos permitan explicar la totalidad del fenómeno, lo que nos hace ser lo que
somos. Pero, mientras esto sea así, nos podemos permitir el lujo de pensar,
de construir explicaciones fundamentadas en el conocimiento y el rigor, de
equivocarnos y de seguir aprendiendo a través del método científico
mientras observamos el mundo en el que vivimos.
Y es que, como dijo el brillante neuropsicólogo Robert K. Heaton, «la
vida es un test neuropsicológico».
Primera parte

Los olvidos cotidianos


Uno de los motivos de consulta que nos llegan con mayor frecuencia tiene
que ver con la impresión subjetiva de que falla la memoria.
Lamentablemente, en no pocas ocasiones el examen exhaustivo de las
personas con quejas subjetivas de pérdida de memoria o de quienes sus
familiares tienen la impresión de que la memoria les está fallando deriva en
el diagnóstico de procesos irreversibles que todos tememos profundamente.
Somos nuestro conocimiento, una cascada de recuerdos actualizados
continuamente al momento presente que dan coherencia al individuo y a la
realidad que le rodea. Yo soy yo ahora, y ahora es hoy en este lugar, y este
lugar lo conozco y por eso, aquí, hoy y ahora, me acompañan estas y no
otras personas.
La desintegración de la memoria puede suceder a distintos niveles y
como consecuencia del compromiso de distintos procesos. No es lo mismo
no poder acceder a un conjunto de recuerdos que están almacenados que
haber perdido el almacén de los recuerdos. De igual modo, no es lo mismo
confundir a una persona, un lugar o un momento por haber recordado como
actual un evento pasado que transformar profundamente el instante en el
que vivimos porque, en ausencia de recuerdo, nuestra mente haya fabulado
una realidad de fantasía para dar sentido a ese instante.
La anamnesis, ese ejercicio de recopilación de información que hacemos
con aquellas personas que nos consultan cuando empezamos la visita, nos
aporta datos extremadamente valiosos acerca de la fenomenología o el
aspecto que adquiere para el individuo que lo experimenta lo que nos
intentan transmitir a través de las palabras. La experiencia, en muchas
ocasiones, nos permite entrever ya durante esta fase de recopilación de
información que el tipo de fenómeno que nos refieren no parece benigno.
Pero, de igual modo, es frecuente que lo que nos cuentan las personas no
anticipe malignidad desde la perspectiva de las enfermedades del cerebro y
que, por el contrario, forme parte de procesos normales. Son experiencias
molestas, que pueden llegar a preocupar, que no se explican desde la
alteración cerebral mediada por la patología, pero que fácilmente se pueden
entender desde la óptica de esos pequeños fallos del sistema que pueden
estar propiciados por otros factores o simplemente suceder sin más.
Esto significa que, en efecto, muchos aparentes fallos de la memoria no
tienen por qué ser necesariamente indicadores de una enfermedad. A pesar
de ello, siempre defenderé que no se debe banalizar ningún signo
potencialmente sugestivo de compromiso cerebral ni considerar, sin más,
que todo es explicable como consecuencia de la edad. Por ello, tanto porque
merece la pena valorar lo que se puede hacer para mejorar estos síntomas
aun cuando suceden en ausencia de patología cerebral, como porque en
ocasiones, lamentablemente, anticipan el inicio de un proceso más
complejo, siempre merecerá la pena consultar con un experto a efectos de
entender por qué está sucediendo lo que está sucediendo.
1
¿NOS CONOCEMOS?

Me considero un absoluto experto en tener una de las experiencias más


vergonzosas y estresantes que se puedan vivir en cuanto a la interacción con
otras personas. En infinidad de ocasiones, me he encontrado en esa
situación tan común en la que alguien se nos acerca saludándonos por
nuestro nombre con efusión mientras internamente nosotros lidiamos con,
por un lado, un torrente de pensamientos en forma de «Ostras, pero ¿quién
es? ¿La conozco? Me suena un montón... ¿pero de qué la conozco?» y, por
otro, con la selección de todo un repertorio de teatro con el cual
conseguimos manejar y capear la situación simulando que sabemos quién es
la persona que tenemos enfrente.
A lo largo de nuestra evolución nos hemos encontrado con distintos retos
y peligros donde la capacidad de adaptación ha jugado un papel
fundamental para propiciar la supervivencia de nuestra especie. La
habilidad para reconocer con precisión y velocidad los elementos que nos
encontramos en el mundo externo y para incorporar en nuestra memoria el
conocimiento de lo que son las cosas que están ahí afuera ha constituido,
sin duda, un factor crucial para nuestra supervivencia. Es fácil de entender:
diferenciar una planta comestible de otra que no lo es o a un animal
potencialmente letal de otro inofensivo implica consecuencias más que
obvias. Evidentemente, para llegar al punto de haber incorporado esta
capacidad muchos tuvieron que sucumbir al experimento de prueba y error,
pero esa es otra historia.
El conocimiento semántico, esto es, el saber o conocer el significado
implícito en los conceptos y en los objetos, nos permite a todos saber que
una casa es una casa y para qué sirve una casa, a la par que facilita a todo el
mundo que al ver una cuchara sepan que se llama cuchara, para qué sirve y
cómo se usa. Este proceso lo realizamos sin necesidad de profundizar,
siempre y cuando la calidad del «estímulo» sea lo suficientemente buena. Si
la cuchara es reconocible por su forma o porque hay suficiente luz en el
entorno, en unos doscientos milisegundos nuestro cerebro la habrá
reconocido. Esta brutal eficiencia es consecuencia de que las características
esenciales que configuran aquello que con mayor probabilidad es una
cuchara las hemos incorporado en nuestra memoria semántica. De este
modo, cuando a lo largo de las primeras etapas del procesamiento visual
empiezan a procesarse los atributos de lo que estamos viendo, por ejemplo,
su configuración en el espacio y la forma que tienen, se activa en nuestra
memoria semántica aquello que es más previsible o esperable que case con
dichos atributos, en este caso, una cuchara. Curiosamente, en ausencia de
un déficit visual, si una persona padece una lesión en alguna de las áreas
cerebrales que contribuyen al procesamiento visual o en alguna de las
estructuras que afectan a la memoria semántica, la persona verá el objeto,
pero no podrá reconocer lo que es, dando lugar a un síntoma que
denominamos agnosia visual y que es muy distinto a cuando la persona
reconoce el objeto y sabe lo que es, pero es incapaz de acceder a su nombre.
Desde las etapas más iniciales de nuestra historia evolutiva hemos sido
animales sociales que han convivido en grupo. Pero nuestra convivencia no
ha sido nunca fácil y, precisamente, unos de los depredadores más obvios a
los que se ha enfrentado, y sigue enfrentándose, el ser humano son otros
seres humanos. Por ello, la capacidad de reconocer rostros humanos
adquirió algo así como un lugar privilegiado en la configuración de la
estructura y función cerebrales. Tanto es así que en la región inferior del
lóbulo temporal derecho, en una estructura que denominamos giro
fusiforme, existe una región —conocida como giro fusiforme facial —
exclusivamente dedicada al procesamiento de las caras que conocemos.
Este territorio cerebral tan especializado en el procesamiento de las caras
permite que, en torno a los ciento setenta milisegundos tras exponernos a un
estímulo cuyas características físicas integran los elementos propios de un
rostro, el cerebro ya haya percibido un rostro y haya puesto en
funcionamiento los procesos necesarios para reconocerlo. De este modo,
rápidamente podemos acceder al significado del conjunto de atributos tales
como si es hombre o mujer, si lo conocemos o no, si nos transmite
confianza o no, etcétera. Del mismo modo que sucede con las agnosias
visuales, la lesión selectiva del giro fusiforme facial da lugar a una curiosa
manifestación neuropsicológica conocida como prosopagnosia y que
básicamente se traduce en que las personas afectadas no son capaces de
procesar las caras y, en consecuencia, experimentan los rostros más
familiares como desconocidos e, incluso, no llegan a ver las caras como
caras, sino como superficies lisas o descompuestas, mientras que pueden
reconocer cualquier otro tipo deobjeto sin problemas. Además,
precisamente debido a la especialización del giro fusiforme facial en el
reconocimiento de caras de manera automática, con suma facilidad,
prácticamente nadie puede evitar ver caras en objetos que, en realidad, no lo
son, pero que tienen elementos organizados de un modo parecido a una
cara, dando lugar a lo que denominamos pareidolias faciales.
Este ejemplo ilustra el fenómeno de las pareidolias faciales. El objeto no es realmente una
cara, pero la disposición de los elementos que lo componen hace que nuestro cerebro lo
considere una cara.

¿Es por lo tanto el mecanismo que explica por qué en ocasiones no


sabemos de qué conocemos a una persona o cuál es su nombre algo similar
a una forma de prosopagnosia? La respuesta es que no, o, al menos,
habitualmente no.
Existen casos de prosopagnosia idiopática de nacimiento, es decir, sin
que exista una causa conocida la persona presenta claramente un déficit
para procesar y reconocer los rostros. Del mismo modo, se dan trastornos
transitorios de la percepción de las caras en procesos como pueden ser
ciertas formas de migraña o de epilepsia. Un ejemplo de ello lo viví hace
algunos años estando de viaje, cuando, mientras hacíamos tiempo mirando
la sección de meteorología en el televisor, mi gran amigo Carlos empezó a
esbozar un rostro de asombro mientras miraba al hombre del tiempo,
mientras hacía esta apreciación:
—¿Qué le pasa a este señor en la cara? ¡Tiene la cara muy rara...! ¿No lo
veis?
Obviamente, las facciones del pobre hombre del tiempo eran
absolutamente normales. Entonces Carlos añadió:
—¡Oh, me está volviendo a suceder como hace tiempo! Parece una cara
pintada por Picasso... No tiene la nariz donde toca, los ojos se han movido...
Está totalmente deformado.
Pocos minutos después un tremendo dolor de cabeza se apoderó de
Carlos. Era un aura en el contexto de un episodio de migraña que asociaba,
antes de la aparición del dolor, una serie de alteraciones perceptivas a nivel
visual.
Pero, habitualmente, sean prosopagnosias adquiridas tras un daño
cerebral o en el contexto de un proceso neurodegenerativo, sean idiopáticas
de nacimiento o sean trastornos transitorios de la percepción, en la gran
mayoría de los casos de prosopagnosia se comparte un mismo fenómeno y
es que, a través de las características de la voz, las personas reconocen a
quien tienen enfrente. Justamente esto es algo que no nos sucede a los que
con frecuencia lidiamos con el evento que he descrito al principio, además
de que las caras y sus características las vemos perfectamente. Por lo tanto,
esas experiencias tan habituales como estresantes de no saber quién es la
persona que nos saluda no son prosopagnosias como tales.
Los seres humanos nos exponemos continuamente a una ingente
cantidad de información que proviene tanto del contexto en el que nos
desenvolvemos como de las imágenes, palabras, sensaciones e ideas que
generamos en nuestra mente. Es evidente que el cerebro no procesa del
mismo modo todos los eventos que suceden. Hacerlo supondría un esfuerzo
inalcanzable que, sin duda, rápidamente saturaría el sistema. Por el
contrario, los seres humanos tenemos la capacidad de seleccionar aquello
que debe ser procesado con mayor profundidad y eso lo hacemos a través
del despliegue de un proceso cognitivo bien conocido por todos: la
atención.
Atender a un estímulo no es otra cosa que dirigir los recursos cognitivos
disponibles a un elemento en particular mientras que el resto de los
elementos del entorno se procesan de un modo más superficial. El ser
humano, a diferencia de otros animales, tiene la capacidad de seleccionar y
de mantener la atención sobre un estímulo de su elección, aunque, por más
que nos esforcemos en ello, determinados sucesos en nuestro entorno,
especialmente si son aparentemente relevantes, son capaces de provocar la
reorientación involuntaria de nuestra atención sin que lo podamos evitar: la
distracción. Por ejemplo, mientras estamos leyendo este texto mantenemos
la atención dirigida al contenido de estas páginas y a las ideas que suscita lo
que voy contando. Pero, si en este preciso instante sonase el timbre de casa
u oyésemos un grito de la calle, inevitablemente nuestra atención se
redirigiría hacia esa situación novedosa.
Esta disposición para distraernos de manera inevitable a pesar de estar
controlando nuestra atención sugiere que existen otro tipo de procesos
atencionales distintos de los que controlamos voluntariamente que, por su
cuenta, evalúan sin que seamos conscientes de ello lo que está sucediendo
fuera de nuestro campo atencional. De este modo, como si de un supervisor
se tratase, mientras estamos inmersos en determinadas tareas que requieren
el despliegue de grandes recursos cognitivos no dejamos de supervisar a
otro nivel lo que va sucediendo ahí fuera. Se trata de un claro sentido
adaptativo, porque invertir ingentes recursos cognitivos sobre un estímulo
en concreto nos convertiría en una presa demasiado fácil si ello implicase
dejar de atender a todo lo demás.
La supervisión atencional por debajo del nivel o del umbral de la
consciencia explica dos fenómenos relativamente habituales que, por qué
no, forman también parte de la neuropsicología de la vida cotidiana. Este
sistema de supervisión atencional está formado por un conjunto de
estructuras cerebrales que configuran lo que denominamos red atencional
ventral. Dado su carácter primitivo y su función de supervisión y alerta,
este sistema o red atencional no participa activamente y de manera
elaborada en la reconstrucción del significado de los estímulos que
recibimos. Ello significa que esta forma de atención inmediata se da en
ausencia de reconocimiento explícito de lo que ha sucedido o de lo que nos
ha distraído, pero, en contraposición, nos hace reaccionar con suma
velocidad a un eventual peligro. Y es que invertir tiempo reconociendo,
valorando o evaluando riesgos, beneficios u opciones resulta poco
adaptativo cuando el peligro es real e inminente. Es por ello por lo que, por
ejemplo, las madres primerizas son capaces de dormir plácidamente aun
cuando una infinidad de ruidos ametrallan sus oídos, o son capaces de
mantener la atención en la lectura o en una serie aun cuando su bebé no
hace más que corretear revolviendo toda la casa. Pueden mantener el sueño
o la atención sin dificultad, pero el mínimo sonido que sugiera que algo
pasa con el bebé, sea el inicio de un llanto o un sonido fuera de la caótica
pero regular tormenta de ruidos que realizaba este, movilizará
inmediatamente todos sus recursos o la despertará de golpe. Por otro lado,
posiblemente a todos alguna vez nos haya sucedido que, por ejemplo,
mientras nos manteníamos dedicados a una tarea rutinaria y centrábamos en
ella nuestra atención, como sacar los platos del lavavajillas o caminar
leyendo algún mensaje en nuestro teléfono móvil, hemos esquivado con una
agilidad increíble que incluso nos ha hecho pensar que somos ninjas la
esquina de una puerta abierta del armario de la cocina o el canto de una
señal de tráfico a la altura de nuestra cabeza. ¿Quién lo ha esquivado, si
estábamos prestando atención a otra cosa? Obviamente, nosotros, pero no
desde la consciencia, sino a través de este sistema atencional supervisor
primitivo que desencadena la movilización de los recursos necesarios para
evitar hacernos daño aun cuando no hemos llegado a ser conscientes de qué
era lo que nos podía hacer daño.
¿Y qué tiene que ver todo esto con la maldita experiencia de no recordar
el nombre de esa persona? Pues tiene mucho que ver, puesto que, en la
mayoría de los casos, el elemento o proceso central que explica este
fenómeno es, en esencia, la atención.
Para que la información que existe en el mundo externo llegue de algún
modo a convertirse en un recuerdo es necesaria toda una serie de pasos o
procesos sustentados por distintos sistemas neuronales. Si todo ello sucede,
construiremos y almacenaremos una nueva forma de conocimiento que, a
priori, estará disponible para ser recuperada en otro momento en forma de
recuerdo. Pero, para que todos estos procesos puedan realizar su trabajo,
existe un paso previo indispensable: no podemos aprender aquello a lo que
no prestamos atención y la profundidad con la que procesamos aquello a lo
que atendemos juega un papel central en la calidad de la información
almacenada y en el recuerdo.
Muchas personas acuden a nuestra consulta refiriendo problemas de
memoria que básicamente describen como episodios en los que «no sé de
qué conozco a la persona» o fenómenos similares del tipo «es que a veces
mi jefe me dice que tengo que hacer algo y luego me doy cuenta de que se
me ha olvidado». En muchos de estos casos, cuando tenemos claro que no
hay otros problemas relacionados, suelo explicar a las personas que los
refieren que para que el olvido se produzca como tal debe cumplirse una
premisa fundamental: la información debe haber sido previamente
almacenada. Esto significa que, en muchos casos, la impresión de olvido es
solo eso, una impresión, puesto que, en realidad, la información que
creemos haber olvidado nunca se aprendió y, precisamente, no se aprendió
porque no se le prestó suficiente atención.
Las relaciones interpersonales, la vida social y el tipo de interacción que
mantenemos los seres humanos en las sociedades occidentales constituyen
básicamente una tormenta de estímulos provenientes de una infinidad de
contextos distintos. Están las personas que forman parte de nuestro círculo
habitual, las que formaron parte de una parcela de nuestra vida hace tiempo,
luego están las que trabajan con nosotros, las que conocemos
espontáneamente, las que nos presentan los amigos o las que coinciden con
nosotros en una reunión. Todas estas personas nuevas se presentaron o nos
las presentaron, nos dijeron sus nombres e incluso interactuamos con ellas.
Pero en muchos casos, seamos sinceros con nosotros mismos, estábamos
pendientes de otras cosas y desplegamos una cadena automática de buenas
maneras y de conducta socialmente aceptable para, simplemente, no quedar
mal.
La memoria episódica, esa capacidad que tenemos para aprender
momentos, lugares, emociones, detalles o el contexto en el que sucedieron
determinados eventos o episodios de nuestra vida, emplea distintos
elementos para construir y recuperar los recuerdos. Uno de los más obvios,
además del contenido emocional, es el contexto. De este modo, es más fácil
recordar a algunas personas cuando las situamos en un contexto, a la par
que nos resulta más fácil acceder a ciertos recuerdos, por ejemplo, el
nombre o el tono de una canción, recordando quién la cantaba o dónde la
escuchamos por última vez.
En muchas ocasiones, a estas personas que de pronto tenemos delante de
nosotros sin saber quiénes son ni cómo se llaman las conocimos en un
contexto totalmente distinto al que de pronto nos ocupa. En ausencia de
estas pistas contextuales, a pesar de que por el buen trabajo realizado por
nuestro giro fusiforme facial y por los sistemas de aprendizaje más
primitivos nos resultan familiares, somos incapaces de recordar quiénes
son. En estos casos, si hacemos un valiente ejercicio de sinceridad y le
reconocemos a la persona que no nos acordamos de ella y esta persona nos
empieza a dar pistas, podemos ir descubriendo poco a poco cómo la vamos
situando en algún lugar de nuestra memoria episódica y también cómo, a
pesar de que algunos elementos como su nombre sigan sin aparecer (porque
jamás los aprendimos), empezamos a poder ubicar a esa persona en un
momento de nuestra vida.
Además, la información tiende a distorsionarse y a olvidarse conforme
pasa el tiempo, especialmente cuando no es relevante o cuando no se usa.
Así, sin el refuerzo que supone ir reactivando un recuerdo, es fácil que este
se vaya fragmentando y difuminando conforme pasa el tiempo. Dicho de
otro modo, si no alimentamos nuestros recuerdos recordándolos, es fácil
que terminen por desaparecer. Y esto es relevante en el caso que nos ocupa,
puesto que, en muchas ocasiones, a la persona en cuestión cuyo nombre no
recordamos no la hemos recordado nunca más después de esa primera o
quizás única interacción. Exponernos de nuevo a ella y sentir cierta
familiaridad, en ausencia de un recuerdo elaborado, nos provoca extrañeza,
cuando la realidad es que, atendiendo a que nunca volvimos a alimentar el
recuerdo de esa persona, no recordarla bien es lo más normal del mundo.
Evidentemente, merece la pena recalcar que el modo como vivimos y
hacemos frente a un entorno que nos bombardea continuamente con
estímulos no facilita para nada el trabajo a nuestra limitada capacidad
atencional y, en consecuencia, eso tiene un aparente impacto en nuestra
memoria, a pesar de que esta funciona perfectamente.
De hecho, a diferencia de lo que mucha gente suele pensar, la memoria
no es selectiva. Cuando existe algún proceso serio que compromete los
sistemas neuronales que sustentan la capacidad de aprender y de recordar,
los fallos de memoria los vemos en múltiples esferas de la vida de la
persona y de manera persistente. Lo que difícilmente sucede es que la
memoria fracase espontáneamente o solo en determinadas situaciones,
como podría ser para reconocer las caras de algunas personas.
Entonces, ¿qué podemos hacer para evitar estos aparentes fallos de la
memoria? En esencia, ser conscientes de que la atención juega un papel
central en la formación de la memoria y que, por ello, si no nos aseguramos
de haber procesado con una mínima profundidad la información,
convertimos el proceso en algo fácilmente susceptible de fracasar.
—Pero, doctor... ¡A mí esto antes no me pasaba!
—Claro, no le pasaba cuando no convivía con una cantidad ingente de
estímulos a su alrededor y con múltiples variables que fácilmente
comprometen la ya de por sí limitada capacidad de nuestra atención, como
son la fatiga, el estrés, el descansar mal y el hacer o estar pensando en más
de mil cosas a la vez.
A pesar de ello, a pesar de la habitual benignidad de este fenómeno, en
ocasiones tanto los olvidos selectivos de personas, de palabras o de lugares,
como, al revés, la aparente gran facilidad para reconocer a mucha gente
reflejan un proceso patológico de base.
Hace algunos meses, visité a un importante notario de Barcelona. Era un
hombre joven, que se había dejado la piel para sacarse unas oposiciones de
notario a una edad que ya quisieran muchos. Por lo tanto, resultaba
incuestionable que era una persona con una capacidad cognitiva y un
funcionamiento de la memoria posiblemente excepcionales desde siempre.
Pero, desde hacía algunos meses, presentaba algunos episodios que
describía como fenómenos de amnesia para sucesos muy concretos y
autolimitados en el tiempo. Por ejemplo, había viajado hacía un par de años
a Nápoles y recientemente, por motivos lúdicos, volvió a viajar a la misma
ciudad con sus amigos, quienes se quedaron sumamente extrañados cuando
les dijo:
—¡Qué bien ir a Nápoles! Es una ciudad que siempre he pensado que me
encantaría conocer.
Por algún motivo que posteriormente descubriríamos, el evento «viaje a
Nápoles» se había evaporado de su memoria. Este mismo fenómeno había
ido sucediendo con otros acontecimientos más o menos relevantes, dando
lugar a algo que él dibujó en una hoja de papel y que ayudaba mucho a
entenderlo. Trazó una línea y dijo que eso era el tiempo, y segmentó esa
línea en espacios más o menos largos de tiempo, algunos podían ser horas;
otros, días; otros, segundos. Dibujó parcelas de distinto tamaño que
representaban situaciones de su vida que habían sucedido a lo largo del
tiempo, luego tachó algunas de estas parcelas y explicó:
—Esto es lo que me pasa, algunos eventos han desaparecido
completamente.
Además de hacer referencia a estos sucesos, explicaba que, en paralelo,
había ido presentando otro tipo de episodios igualmente autolimitados en el
tiempo, de segundos de duración, que se caracterizaban por una sensación
de desconexión, por ser incapaz de hablar y de pensar durante algunos
segundos, sin perder el conocimiento, pero volviendo a la normalidad en un
estado entre el estupor, la angustia y la completa desubicación que poco a
poco iba desapareciendo.
En realidad, estos episodios eran crisis parciales, una forma de epilepsia
que se le presentaba inicialmente en el lóbulo temporal y que extendía su
actividad hacia las áreas frontales, pero sin llegar nunca a desencadenar las
crisis tónico-clónicas que mucha gente identifica cuando piensa en una
crisis epiléptica. Estas crisis estaban sucediendo en una región crítica en lo
relativo a la formación y la recuperación de los recuerdos. Ello hacía pensar
que, posiblemente, alguna de estas crisis había propiciado la desintegración
de los recuerdos o la posibilidad de acceder a ellos sin alterar la
configuración de todo lo demás. En esencia, lo que le sucedía a esta persona
forma parte de los fenómenos que conocemos como déjà vu y que más
adelante comentaré. A diferencia de esa típica sensación de «ya vivido» que
acompaña a lo que llamamos déjà vu, lo que esta persona experimentaba era
una forma conocida como jamais vu, que básicamente define la experiencia
de no recordar haber vivido o visto algo que, en realidad, sí que se ha
vivido.
Un fenómeno muy distinto, al que nadie había dado demasiada
importancia, es el que me presentó otro paciente aquejado por lo que
parecía ser el principio de un proceso neurodegenerativo. Del conjunto de
síntomas que su esposa me estuvo explicando de manera espontánea, y tras
mis preguntas específicamente dirigidas, había uno en particular que era
muy curioso. Partiendo de la premisa de que no es infrecuente que en
determinados procesos neurodegenerativos se desarrolle prosopagnosia,
pregunté por este síntoma. Pero la respuesta de su esposa fue la siguiente:
—¡Para nada, doctor! No es que no reconozca o no recuerde a la gente...
¡Es que saluda a todo el mundo porque cree que los conoce!
En efecto, presentaba una evidente hiperfamiliaridad con respecto a los
desconocidos y experimentaba con total convicción el sentimiento de que
conocía a todas las personas. De hecho, me explicaron que, de camino a la
consulta, mientras esperaban en un semáforo, empezaron a bajar decenas de
turistas de un autobús y él se dedicó a saludarlos a todos efusivamente
como si los conociese de toda la vida. Este síntoma, conocido como
trastorno de hiperfamiliaridad para rostros, es una manifestación poco
frecuente, pero cuando se presenta suele ser secundaria al compromiso de
ciertas regiones del lóbulo temporal, y es por ello que puede observarse con
mayor frecuencia en ciertas formas de epilepsia del lóbulo temporal o en
procesos neurodegenerativos con afinidad por esta región cerebral.
Ambos escenarios describen realidades muy distintas a las que, de
manera totalmente benigna y aunque nos puedan llegar a preocupar,
suceden en muchos casos como consecuencia de los fallos relativos a los
procesos atencionales y cómo ello repercute sobre la calidad de los
recuerdos. No estamos hechos para conocer ni mucho menos para recordar
a todas las personas con las que interactuamos. De hecho, resulta
tranquilizador pensar que, en muchas otras ocasiones, nosotros hemos sido
para los demás ese rostro desconocido. Normalizar las limitaciones de
nuestro funcionamiento neuropsicológico no debería suponer un problema,
sino todo lo contrario, debería permitirnos desplegar recursos para
compensar estas limitaciones.
Así que, en mi caso, en determinadas ocasiones me permito el lujo de
avisar a las personas que me presentan o con las que convivo durante
algunos días de que existe una alta probabilidad de que cuando los vea de
nuevo en otro contexto no me acuerde de quiénes son. Da la misma
vergüenza, pero lo vivo como algo menos traumático.
2
EN LA PUNTA DE LA LENGUA

No en pocas ocasiones todos experimentamos la estresante sensación de


saber que sabemos algo, por ejemplo, el nombre de una persona o de una
canción o de un lugar, pero no somos capaces de dar con ello. Este
fenómeno, tan universal como cotidiano, se denomina presque vu o
fenómeno de «punta de la lengua», o TOT, del inglés tip of the toe.
Tal y como ya se ha descrito, una cosa es haber incorporado información
en nuestros sistemas de memoria y otra distinta ser capaces de acceder a esa
información y recuperarla en forma de recuerdo. En esencia, muy grosso
modo, el mecanismo central que explica el fenómeno de TOT es un fallo en
los procesos que determinadas regiones de la corteza prefrontal desempeñan
en cuanto al acceso y recuperación de la información almacenada.
El contenido que incorporamos en nuestra memoria en forma de
conocimiento no se organiza de cualquier modo. La información se agrupa
siguiendo una sorprendente coherencia. Haciendo una analogía
soberanamente simple, uno puede imaginarse que la facilidad que tenemos
para encontrar las distintas prendas de ropa en nuestro armario depende de
la capacidad que tenemos para ordenar y almacenar estas en los espacios
que les corresponden siguiendo una lógica. De este modo, si guardásemos
los calcetines donde las camisas, no encontraríamos los calcetines con
facilidad. Paralelamente, si tenemos dos calcetines parecidos en el cajón, es
fácil que encontremos un par de ellos cuando, en realidad, buscamos los
otros. De un modo similar, la información que incorporamos se organiza en
módulos que conforman algo así como un gran entramado de redes y
ramificaciones donde conceptos o palabras que mantienen cierta relación se
agrupan en nodos próximos, mientras que otros conceptos o palabras
distintas se agrupan en nodos alejados. Cuando hablamos de lenguaje y de
palabras, nos referimos a una red denominada lexicón.
Uno de los mecanismos esenciales, pero no el único, de organización de
los conceptos en este entramado son las categorías semánticas. De este
modo, conceptos semánticamente relacionados como pueden ser distintos
tipos de muebles (por ejemplo, silla y mesa) y luego muebles relacionados
en función de su utilidad (por ejemplo, silla y sofá) o disposición en la casa
(por ejemplo, armario y cama) se agrupan de manera más o menos próxima.
Así, si a una persona le pedimos que durante un minuto nos vaya diciendo
nombres de animales que conoce, veremos cómo espontáneamente tiende a
nombrar —es decir, a recuperar de su memoria— grupos de animales
organizados en categorías o clusters. Por ejemplo: «perro, gato, loro,
periquito, avestruz, tigre, león, hiena, elefante, ballena, tiburón, conejo,
pollo, cerdo...». Aunque parezca una lista aleatoria de nombres de animales,
estos se agrupan en primer lugar por una categoría que corresponde con
animales domésticos, luego aves, después animales de la sabana, pasando
por animales marinos y finalmente de granja.
La figura muestra la representación gráfica de la estructura del lexicón mental. En este
ejemplo, las palabras se agrupan por categorías semánticas más o menos cercanas, pero el
lexicón mental también agrupa las palabras por otras categorías como, por ejemplo, la letra
por la que comienza la palabra.

La facilidad para ir accediendo a estos nombres de manera espontánea


responde en esencia a cómo se organiza la información en nuestra mente.
Pero las categorías semánticas no son el único mecanismo que contribuye a
la organización de la información a efectos de facilitar el acceso a esta y su
recuperación. Las palabras también se agrupan y relacionan en función de
sus características fonológicas (por ejemplo, Paco, palo y pato), similitud en
el significado (por ejemplo, bueno y óptimo) y otras características, como la
organización episódica, basada en la proximidad de una palabra o concepto
con un evento o persona en particular. De este modo, ciertos nombres cuya
frecuencia de uso ha sido más elevada en un determinado contexto se
almacenan igualmente próximos a otros elementos propios de ese mismo
contexto.
En consecuencia, esta organización compleja pero coherente facilita el
acceso rápido a la información acorde a una lógica similar a la que
caracteriza el orden de un armario. El problema radica en que, tal y como
hemos introducido al principio, el cerebro falla, especialmente cuando le
complicamos un poco el trabajo.
En determinados momentos, en un contexto de la más absoluta
normalidad, es fácil que este proceso automático de acceso y de
recuperación de la información pueda fracasar momentáneamente dando
lugar al fenómeno TOT. Una posibilidad que se contempla para explicar
este fenómeno tiene que ver con que, precisamente, y debido a la
proximidad de ciertas palabras o conceptos en nuestros sistemas de
almacenes (dos pares de calcetines parecidos), se facilita una interferencia
entre ellos, propiciando que la palabra deseada no llegue al plano de la
consciencia y, por lo tanto, no se pueda verbalizar. Este modelo presupone
que, por ejemplo, dos palabras o conceptos pueden competir durante el
proceso de evocación, haciendo que la activación de una de las palabras
impida la activación y correcta recuperación de la que estamos buscando.
Esto explicaría cómo o por qué cuando experimentamos el TOT
habitualmente nos vienen a la cabeza otras palabras, en cierta medida
parecidas a la que estábamos buscando.
Otra posibilidad que no es incompatible con la anterior tiene que ver con
el uso inadecuado que los procesos de acceso y recuperación de la
información pueden hacer de las pistas disponibles. Por ejemplo, la
búsqueda de la información en nuestra memoria puede verse guiada por una
pista tipo «empieza por la letra P», que puede tratarse de una pista
incorrecta cuando la palabra, en realidad, no empieza por la letra P. Ello da
lugar a un fenómeno que también podremos reconocer fácilmente por
haberlo experimentado durante los episodios de TOT. Es ese instante en que
te dices a ti mismo: «Sí, hombre, ¿cómo es esa palabra? Empieza por la
P...». El problema radica en que, habitualmente, en el fenómeno TOT, la
palabra que buscamos no empieza por la letra P, aunque tenemos la
sensación de que sí. Esta confusión dificulta aún más si cabe el proceso de
acceso al concepto correcto que estamos buscando, puesto que, al no
empezar por la P, no activamos la palabra que debe ser recuperada.
Algo que resulta bastante evidente es que, conforme nos alejamos o
disminuimos la intensidad con la que buscamos la palabra, más fácil es que
esta aparezca espontáneamente. Ello refuerza la idea relativa al fracaso de
los procesos de acceso y recuperación de la información durante los
fenómenos de TOT, especialmente cuando los guiamos a voluntad de
manera ineficiente; como descubrimos a posteriori, cuando les dejamos
funcionar por su cuenta resultan infinitamente más eficientes.
Sea como sea, hay un elemento fascinante relativo al fenómeno TOT y
es que este refleja que, en esencia, tenemos una consciencia y conocimiento
no verbal o preverbal desde donde sabemos perfectamente qué es lo que
estamos buscando, y tenemos la experiencia del conocimiento o del
significado de aquello que buscamos, pero la ausencia completa de la
palabra. Este fenómeno puntual es el que, en determinados trastornos del
lenguaje secundarios a una lesión o compromiso cerebral, caracteriza
algunas formas de afasia. A pesar de que existen distintos tipos de afasia
que pueden comprometer de un modo u otro la expresión y comprensión del
lenguaje, así como el conocimiento semántico, en algunas formas de afasia,
en ausencia de lenguaje expresivo, los pacientes siguen conociendo
perfectamente el significado y, a pesar de no poder elaborar lenguaje,
pueden pensar a la perfección.
A lo largo del envejecimiento suceden cambios evidentes en nuestra
biología que inevitablemente no solo afectan a nuestra piel, agudeza visual
o agilidad motora, sino que también afectan al modo como funciona nuestro
cerebro. Estos cambios, a diferencia de los que acompañan a los procesos
patológicos, no repercuten de manera persistente ni significativa en la
capacidad de desenvolvernos en el día a día y es por ello que constituyen
una consecuencia natural del envejecimiento. De entre los múltiples
procesos cognitivos que de un modo natural y no patológico se ven
afectados por los efectos deletéreos del envejecimiento,
incuestionablemente los procesos de acceso y de recuperación de la
información se sitúan en las primeras posiciones. Es por ello por lo que
tanto los fenómenos TOT como cualquier fenómeno relativo a dificultades
para recordar algo, a pesar de que a posteriori se pueda confirmar que no se
había olvidado, son claramente más frecuentes conforme vamos
envejeciendo.
Estos procesos de acceso y de recuperación de la información tienen una
clara dependencia de determinadas regiones del lóbulo frontal y, por lo
tanto, en esencia forman parte de los procesos que incluimos dentro de lo
que denominamos funciones frontales. Estas funciones son posiblemente las
más sensibles o susceptibles de verse alteradas como consecuencia de una
infinidad de mecanismos que para nada constituyen patología. Por ejemplo,
la falta de sueño, el estrés, la ansiedad, el malestar físico, el hambre y un
largo etcétera son variables capaces de alterar algunos procesos claramente
dependientes de la función frontal y de precipitar que ocurran con mayor
frecuencia todo este tipo de fenómenos relativos a las dificultades de acceso
y de recuperación de la información. En estos casos benignos, a diferencia
de lo que solemos ver en las formas severas de compromiso de la memoria
o de pérdida de conceptos o de capacidad para denominar objetos y
personas, se produce un retraso, un enlentecimiento. Mientras que en
determinados cuadros patológicos, por más que nos esforzásemos, la
persona jamás podría recuperar la palabra «lápiz» o «eso que tenía que
hacer», en los procesos benignos al final la palabra aparece y, con o sin
ayuda, ese suceso que parecía olvidado de pronto se recuerda.
Lamentablemente, el deterioro progresivo en la capacidad para
denominar objetos o para acceder al significado de las cosas puede definir
algunos cuadros neurodegenerativos cuyas características centrales son en
esencia el desarrollo progresivo de un trastorno del lenguaje. Mientras que
los fallos o las dificultades más o menos recurrentes en el acceso a algunas
palabras pueden ser considerados en la mayoría de los casos un fenómeno
totalmente benigno y habitualmente transitorio, la presentación cada vez
más persistente de problemas evidentes para encontrar los nombres o para
acceder a su significado puede formar parte del cuadro clínico inicial de las
enfermedades que conocemos como afasias progresivas primarias y de
algunas formas de presentación de la enfermedad de Alzheimer. Este tipo
de procesos se suelen acompañar de otras manifestaciones que pueden pasar
relativa o totalmente desapercibidas para la persona o la familia, pero que
por fortuna son bastante fáciles de detectar a través de la exploración
neuropsicológica, aunque esto no es necesariamente tan obvio en las fases
más iniciales de estas enfermedades.
Como comenté con detalle en mi libro Cerebros rotos en el caso titulado
«Una cacarataca», hace algún tiempo visité a una señora cuya única queja
era esta habitual impresión de tener más dificultades que antes en encontrar
el nombre de las cosas. A priori, en el contacto inicial y hablando con ella,
no había nada que nos permitiese anticipar que pudiese estar sucediendo
algo relevante a nivel cerebral. En contraposición, la exploración
neuropsicológica permitía objetivar una concatenación de errores durante
los intentos de encontrar los nombres de una serie de objetos que le fui
presentando, lo cual sugería un compromiso mucho más allá de lo
previsible en ausencia de enfermedad. El estudio de resonancia magnética
que se le practicó mostró una clarísima atrofia o pérdida de volumen
cerebral eminentemente circunscrita a la región más anterior de su lóbulo
temporal izquierdo. Conforme pasaron los meses, su capacidad para
encontrar los nombres no solo empeoró, sino que se añadieron evidentes
dificultades para comprender las relaciones semánticas entre palabras o
conceptos, por ejemplo, la relación entre una silla y una mesa. Estas
manifestaciones, junto con los hallazgos en la prueba de neuroimagen
realizada, apoyaron el más que probable diagnóstico de una forma
semántica de afasia progresiva primaria. Esta enfermedad forma parte del
espectro de un conjunto de enfermedades neurodegenerativas que
catalogamos como degeneraciones fronto-temporales y que, en función de
las regiones cerebrales que se vean comprometidas, dan lugar a unas u otras
manifestaciones clínicas y a unos u otros signos de desintegración del
lenguaje, entre ellos, la progresiva pérdida de la capacidad para encontrar
las palabras.
El hecho de que ocasionalmente nos cueste encontrar algunas palabras
muy difícilmente puede sugerir un proceso patológico de base en ausencia
de otras dificultades. Por el contrario, atendiendo a la susceptibilidad de
ciertas funciones frontales a verse parcialmente comprometidas por otros
factores, resulta totalmente recomendable observar si se está conviviendo
con alguno de estos factores potencialmente tratables que en la gran
mayoría de los casos están detrás de estas dificultades.
3
¡NO FUE ASÍ!

En torno a las 18:23 h del 23 de febrero de 1981, mientras se estaba


llevando a cabo la votación para la elección del presidente del Gobierno, se
produjo el histórico intento de golpe de Estado liderado por el general
Antonio Tejero y un grupo de guardias civiles que, bajo su mando,
irrumpieron armados en el Congreso de los Diputados.
De ese suceso existen icónicas imágenes que todos podemos identificar
fácilmente con ese acontecimiento como, por ejemplo, el perfil del general
Tejero, su tricornio, brazo alzado y revólver en mano, así como el famoso
grito de: «¡Quieto todo el mundo!».
Por aquel entonces aún faltaban cuatro meses para que yo naciera, de
modo que es imposible que recuerde haber vivido ese evento. Las
generaciones que nos siguen obviamente lo conocerán solo por los libros de
historia, pero nuestros padres y abuelos vivieron en primera persona esas
horas cruciales.
Para mucha gente que vivió ese momento resulta más que evidente y
veraz el recuerdo de ver en el televisor y en directo esas icónicas e
históricas imágenes que he descrito. Lo sorprendente es que, a pesar de ser
un recuerdo persistente en el imaginario de muchas de las personas que en
efecto vivieron ese momento, las imágenes televisadas del golpe de Estado
jamás se emitieron en directo. Entonces, ¿por qué lo recuerdan? Aunque
cueste aceptarlo, lo recuerdan porque muchas personas han elaborado un
falso recuerdo sobre ese evento, una distorsión de la memoria.
Si pensamos en la posibilidad de evocar nuestras historias pasadas y
transformarlas en algo totalmente distinto de lo que fueron, parecería
razonable considerar que eso solo pueda suceder en el contexto de alguna
terrible enfermedad cerebral. Pero la realidad es que la falsificación y
distorsión de los recuerdos no es solo un fenómeno normal, sino que sucede
continuamente. Evidentemente, existen formas y formas de distorsión de los
recuerdos. En determinadas condiciones se producen falsificaciones tan
exageradas de la memoria que suponen un gran impacto en la vida de la
persona y que definen un síntoma conocido como confabulación que
incuestionablemente refleja un daño o compromiso a nivel cerebral. Pero lo
cierto es que, al margen de esta obviedad, en esencia nuestros recuerdos
reflejan una realidad muy distinta a la que sucedió y, por lo tanto, son en
gran medida parcialmente falsos.
La analogía del armario que previamente he utilizado adolece de
simpleza, porque no tiene en cuenta un elemento central en cuanto a las
características de la información que almacenamos en forma de recuerdos y
el papel que ello juega en la tendencia a transformarlos. En esencia, la
memoria no es una fotografía o imagen de la realidad externa que hemos
incorporado en algo parecido a un armario o almacén ubicado en nuestro
cerebro. La imagen calcetín no se almacena como una fotografía de un
calcetín en nuestra memoria. Para que la información del mundo externo
pueda incorporarse en nuestra mente en forma de memoria debe codificarse.
Ello significa que, de algún modo, esa información externa debe
transformarse en un código, un lenguaje capaz de ser procesado por parte
del cerebro. Este proceso de transformación convierte los sucesos externos
en una cascada de sinapsis que actúan como un código que el cerebro es
capaz de manejar. Es algo que nos podríamos imaginar como el lenguaje
binario de los ordenadores, donde una fotografía que vemos en la pantalla
como un paisaje precioso en los sistemas de memoria del ordenador es
únicamente una secuencia de 0 y 1. Por lo tanto, si nuestros recuerdos son
un código, el recuerdo, como proceso, requiere que este código se
transforme de nuevo en algo coherente, sea esto una imagen, una palabra o
un concepto que experimentamos de manera consciente y que se parece a la
realidad.
Imaginémonos la típica escena de película de ciencia ficción donde unos
individuos pretenden teletransportarse de un lugar a otro empleando algún
tipo de máquina imposible ubicada en dos lugares distintos del mundo. En
esta escena, la persona accede a una de las máquinas, aparecen luces y
sonidos estrambóticos y de pronto reaparece a miles de kilómetros en otra
máquina: se ha teletransportado. Esta idea fantástica supone que, tras
acceder a la primera máquina, el cuerpo físico se transforma en otra cosa,
capaz de viajar de un lugar a otro para, una vez llegado a la siguiente
máquina, recomponerse de nuevo en su forma física original. En este punto,
uno podría imaginarse que, si durante el proceso inicial o en el posterior de
reconstrucción de la forma física original fallase algo, el cuerpo físico
podría presentar un aspecto distinto, pero similar al original.
Esta idea, obviamente imposible, es útil para simplificar una parte
esencial en cuanto a los mecanismos que rigen la transformación
involuntaria y cotidiana de nuestros recuerdos. Al no tratarse de acceder a
un cajón de los recuerdos donde almacenamos fotografías, sino de
reconstruir miles de sinapsis en forma de un recuerdo, muchas cosas pueden
fallar o verse condicionadas durante este proceso de transformación. Estos
fallos, previsibles, provocarán la modificación con respecto al contenido
original, pero, en tanto que esta será la única muestra de la experiencia
pasada de la cual dispondremos, experimentaremos este recuerdo y esta
vivencia como totalmente veraz. Esto es, al no disponer en nuestra memoria
de la fotografía original, experimentamos nuestra memoria como algo
totalmente fiel a la realidad. Algo que, por supuesto, en muchas ocasiones
podemos descubrir que no es así, cuando surge la posibilidad de comparar
nuestro recuerdo con la realidad, por ejemplo, al volver a ver un cuadro o
un paisaje que recordábamos de una determinada manera y que, al
exponernos de nuevo a ello, descubrimos sorprendidos que «yo no lo
recordaba así». Algo similar a lo que nos sucede cuando comparamos
nuestros recuerdos con terceras personas que vivieron un mismo suceso con
nosotros y nos sorprendemos porque lo recordamos distinto.
Antes de que a finales del siglo XX y principios del XXI se produjese la
expansión de los modelos cognitivos que actualmente empleamos para
estudiar y comprender los procesos que rigen el funcionamiento de la mente
humana, el psicólogo británico sir Frederic Charles Bartlett ya había
identificado experimentalmente una serie de fenómenos relativos al
recuerdo que tienen mucho que ver con la transformación de la memoria y
con la falsificación de los recuerdos.
Bartlett empleó una historia inventada, conocida como La guerra de los
fantasmas, para estudiar cómo las personas recuerdan y reconstruyen las
historias que incorporan en su memoria, así como el efecto que la cultura y
las creencias tienen sobre este proceso. Durante el experimento diseñado
por Bartlett, se narraba en voz alta a un conjunto de voluntarios el texto que
compone La guerra de los fantasmas. Este texto incluye toda una serie de
elementos ajenos a los rasgos culturales esenciales de los oyentes, además
de ser extraño en cuanto a su forma y contenido. A los voluntarios que
participaron en el estudio se les pidió que recordasen la historia en distintos
momentos cada vez más alejados en el tiempo.
El hallazgo más relevante de este trabajo fue que de un modo cuasi
universal, conforme los voluntarios iban recordando la historia en distintos
puntos temporales, tendían a omitir y transformar de manera muy parecida
todo un conjunto de elementos de la historia. De las narraciones recordadas
por parte de los participantes desaparecían, sobre todo, aquellos elementos
que no parecían encajar con el conocimiento previo o con las expectativas
construidas desde la base de las características culturales de los
participantes. Además, toda la historia en su conjunto se iba transformando,
de modo que el relato se volvía más coherente acorde a las características
culturales y creencias de los participantes.
Si bien no es el único trabajo histórico en esta línea, la aproximación de
Bartlett al estudio de la memoria asentó de forma elegante las bases del
proceso de recuerdo, un proceso activo, dinámico y de reconstrucción y no
de simple acceso y recuperación de la información cual si de una fotografía
se tratase.
El cerebro emplea continuamente trucos que le facilitan el trabajo y que
más adelante comentaré; por ejemplo, cuando intenta percibir un estímulo o
cuando participa en el recuerdo. Para este último, para el proceso de
reconstrucción de todo ese caótico puzle de sinapsis, se nutre de nuestro
conocimiento previo y de aquello que es más probable en un determinado
contexto. Es como si, de algún modo, usase pistas para unir los puntos que
conforman un dibujo a medio terminar, consiguiendo así que el resultado
final adquiera características creíbles y coherentes con nuestra forma de
entender la realidad. Así que es poco probable que durante el intento por
recordar cómo era un animal que vimos en el zoo este proceso de
reconstrucción elabore algo parecido a un elefante rosa con alas y, de
hecho, en caso de suceder, sabríamos perfectamente que no era así lo que
vimos.
Es evidente que existen variables que, en la más absoluta normalidad,
pueden condicionar notablemente el que un recuerdo se vea más o menos
alterado. Por supuesto, tal y como ilustró Bartlett a través de su surrealista
historia, las características mismas de lo que se está viviendo pueden
contribuir a la transformación del recuerdo. De este modo, toda vivencia
plagada de elementos extraños o difícilmente comprensibles desde nuestra
óptica o perspectiva cultural, es más susceptible de verse transformada.
Pero, más allá de esto, la calidad con la que llega la información que va a
ser almacenada juega también un papel esencial en la transformación
posterior del recuerdo. Así, cuando por algún motivo el proceso de
codificación inicial se ve comprometido o interferido o no se realiza con la
profundidad necesaria, la calidad de la información a almacenar es menor y
se facilita la posterior transformación durante el recuerdo.
Este fenómeno se puede observar en circunstancias durante las cuales los
procesos de codificación inicial se han visto profundamente entorpecidos
por la concurrencia de otros procesos psicológicos que han limitado el
despliegue de recursos atencionales al evento en curso. Esto explica, por
ejemplo, la tendencia a la transformación e incluso falsificación de muchos
elementos de los recuerdos que acompañan determinadas experiencias
humanas profundamente traumáticas o cómo, cuando el despliegue de
recursos atencionales ha sido deficitario como consecuencia, por ejemplo,
de la fatiga o de haber bebido un par de copas de más, existe una mayor
tendencia a distorsionar el recuerdo. En todos estos casos se pueden
producir fenómenos de amnesia para determinados eventos durante los
cuales la persona no consigue recordar absolutamente nada de lo que pasó,
pero también pueden producirse fenómenos que podríamos considerar «de
relleno», a través de los cuales se sustituye el vacío en la memoria por
elementos que dotan de sentido la secuencia que se intenta recordar. Como
muchos podrán suponer, este tipo de fallos pueden jugar un papel dramático
en determinados escenarios, como puede ser en el contexto de los
interrogatorios policiales o de la testificación de víctimas.
Paradójicamente, del mismo modo que determinados sucesos
emocionalmente muy intensos son capaces de condicionar profundamente
la calidad de la información almacenada, en otros contextos, la coexistencia
de una experiencia emocional muy fuerte convierte a los recuerdos en
prácticamente inamovibles e imborrables. Ejemplo de ello es que casi todas
las personas que vivimos los atentados del 11-S o del 11-M por la televisión
recordamos perfectamente dónde estábamos, con quién estábamos y qué
hacíamos cuando vimos las primeras imágenes. Cosa distinta es que, por
más convencidos que estemos de recordarlo, el color del sofá de la sala de
estar y la ropa que en nuestra memoria vemos que llevábamos puesta
nosotros y nuestros acompañantes son, sin duda, una falsificación del
recuerdo.
Con nuestra memoria, es decir, con nuestro conocimiento, construimos
nuestro mundo interno e imaginario. Gracias a esas piezas almacenadas
revivimos lugares conocidos a la par que inventamos historias fantásticas y
viajes futuros a lugares donde querríamos estar. Sin estas piezas, sin el
conocimiento necesario, seríamos incapaces de construir las imágenes que
componen nuestra imaginación. Imágenes de mundos fantásticos o de citas
que nunca sucedieron y que, en nuestra mente, pueden llegar a ser tan reales
como las imágenes de un recuerdo. Este punto presenta otro elemento
indispensable para entender otros mecanismos que contribuyen a la
falsificación de los recuerdos. ¿Cómo consigue el cerebro humano
permitirnos distinguir aquellas imágenes que forman parte de la fantasía de
aquellas imágenes que forman parte de algo que realmente vivimos? Es
obvio que debe existir algún proceso dedicado a facilitarnos esta distinción
y que este proceso es susceptible de pequeños fallos, puesto que no es poco
habitual haber tenido ciertas dudas acerca de si realmente vivimos algo que
recordamos, lo soñamos o nos lo contaron.
Las imágenes mentales ficticias no se acompañan de ningún elemento
que nos permita saber rápidamente que son parte de la fantasía. Los
recuerdos tampoco llevan la etiqueta de «soy real». En neuropsicología y en
ciencias cognitivas asumimos que uno de los procesos esenciales para
garantizar el correcto funcionamiento humano es la monitorización. Este
concepto, que desarrollaré con mayor profundidad más adelante, hace
referencia a algo así como un proceso de supervisión que evalúa
continuamente y por debajo del nivel de la consciencia todo aquello que
hacemos y todo aquello que sucede.
Respecto a la memoria, los modelos neurocognitivos presuponen que
existe un proceso de monitorización de la fuente o del origen de la
información que recordamos. Esto significa que algo supervisa de dónde
vienen esas imágenes que observamos en la mente y hasta qué punto les
podemos atribuir un origen en forma de vivencia, de que fue algo que nos
contaron o de que lo soñamos. En esencia, esta idea de un supervisor del
origen de lo que experimentamos en nuestra mente supone que toda una
serie de procesos automáticos se nutren de los elementos disponibles en el
recuerdo y los emplean para atribuirles un origen, por ejemplo, que lo pensé
(origen interno), que me lo contó Javier (origen externo) o que lo viví. Estos
procesos automáticos serían distintos de otros procesos más controlados a
nuestra voluntad que también podemos emplear para analizar los elementos
que componen un recuerdo y ayudarnos a decidir si realmente nos sucedió o
si lo imaginamos.
Merece la pena en este punto añadir que hay una situación durante la
cual somos especialmente vulnerables a que estos procesos dedicados a
analizar el origen de los recuerdos funcionen muy por debajo de sus niveles
mínimos de eficiencia. Esta situación es el despertar y, por ello,
posiblemente muchos lectores hayan tenido la desagradable experiencia de
despertar sin poder entender muy bien si una parte de lo que soñaron
realmente sucedió o si todo fue simplemente un sueño.
Los fallos en los procesos de monitorización de la fuente son mucho más
evidentes conforme pasa el tiempo, precisamente porque dejamos de
alimentar esos recuerdos y porque las experiencias se alejan de los hechos o
de las circunstancias en que sucedieron. De este modo, el paso del tiempo
puede hacer que, por ejemplo, el origen externo de una anécdota que
alguien nos contó se desconfigure y lleguemos en algún momento a tener la
impresión de que realmente vivimos en primera persona esa anécdota,
cuando, en realidad, nos la contaron.
Este fallo es en esencia lo que explica cómo y por qué miles de personas
recuerdan perfectamente haber estado viendo en directo en el televisor el
intento de golpe de Estado del 23-F. Esas imágenes aparecieron en el
televisor varios días después, mientras que la experiencia en tiempo real la
tuvieron a través de la retransmisión que fue haciendo en directo la Cadena
SER por la radio. Con el tiempo, esa experiencia ha ido mezclando
elementos que sucedieron en distintos puntos temporales, dando lugar a un
recuerdo único en el que la emisión por televisión ha ocupado un lugar
distinto al que le tocaba.
Por todo ello, la experiencia de recordar algo de un modo distinto a
como lo cuenta otra persona que vivió el mismo evento con nosotros no
merece que discutamos sobre quién tiene razón, puesto que, desde la
perspectiva del recuerdo, las dos personas la tienen, o lo que es lo mismo,
las dos personas lo están recordando de un modo distinto a como realmente
sucedió. Algo muy diferente es, por ejemplo, lo que ocasionalmente
encontramos en personas afectadas por determinados cuadros clínicos en
cuyo contexto se produce una cascada de falsos recuerdos, sean puras
confabulaciones o sean elementos de la imaginación que se volvieron
aparentemente reales.
Como narré en Cerebros rotos, en el capítulo dedicado al paciente que
identifiqué como Javián titulado «Voy a ser padre por primera vez», las
secuelas derivadas de la cirugía de un extenso tumor frontal provocaron en
Javián la inevitable construcción de todo un relato de su vida antes y
después de la cirugía. Durante la primera visita me contó con todo lujo de
detalles lo que había estudiado, su trabajo anterior, lo que le llevó a vivir a
Barcelona, lo que hacía cada día y que pronto sería padre por primera vez.
A la luz de las observaciones relativas a la exploración neuropsicológica,
resultaba evidente que Javián tenía una grave y grotesca alteración de la
memoria que le llevaba a construir de manera espontánea toda una narrativa
fantasiosa cuando se le preguntaba o confrontaba con distintas situaciones
de su vida. Nada de lo que me contó era cierto, pero tampoco era mentira,
puesto que en la confabulación no hay voluntad por engañar: es un acto de
mentir con honestidad. Sea como fuere, precisamente porque las emociones
empapan las experiencias de un carácter propio y de elementos distintos a
otras vivencias, en su narración había algo que era absolutamente cierto y
que podía recordar perfectamente: en efecto, sería pronto padre por primera
vez.
Este tipo de fenómenos de confabulación claramente patológica forman
parte de uno de los elementos característicos del síndrome de Wernicke-
Korsakoff. Esta afección se da habitualmente como consecuencia de una
marcada deficiencia de tiamina (vitamina B1) a menudo secundaria a un
consumo prolongado de alcohol, aunque también puede encontrarse en un
contexto de problemas nutricionales y de otras causas. En el síndrome de
Wernicke-Korsakoff, las anomalías previamente desencadenadas por el
déficit de tiamina y potencialmente tratables ya han causado un daño
permanente, dando lugar, entre otras manifestaciones, a un severo y
persistente trastorno de la memoria que suele acompañarse de
confabulaciones muy floridas en ausencia de un aparente trastorno de la
consciencia.
Hace ya muchos años, recuerdo haber valorado a un paciente ingresado
en la sala de Neurología que padecía este síndrome. A través de las
ventanas de su habitación compartida solo se podían ver algunos espacios
del hospital, pero, cuando le pregunté si sabía dónde estábamos, él,
tranquilo, sereno y sentado encima de su cama, ataviado con el
característico pijama de hospital, afirmó mientras miraba a través de la
ventana:
—¡Claro que sé dónde estamos! ¡En La Habana! Aquí, pasando las
vacaciones...
Cuando le pregunté si sabía exactamente en qué edificio estábamos y
qué hacía yo allí o por qué no veíamos el mar, elaboró espontáneamente un
relato fabulado, pero coherente, que servía para dar sentido a la narración
que había construido para dar forma a la ausencia de recuerdos.

En este ejemplo no podemos evitar ver un triángulo, cuando en realidad no está presente.
Nuestro cerebro emplea la información disponible para completar la información visual que
recibimos.

Existen distintas enfermedades donde el tipo de alteración de la memoria


da lugar a fenómenos de aparente vacío, de ausencia de recuerdos. Pero
tanto en la enfermedad como también en la más absoluta normalidad hay un
detalle cuasi universal que explica lo que ocurre cuando el cerebro no es
capaz de reconstruir con exactitud lo que sucedió, y este es que difícilmente
experimentamos un vacío de la memoria como si de una ceguera al
recuerdo se tratase. En contraposición, de un modo similar al que rige la
automática coherencia con la que involuntariamente agrupamos y
percibimos determinados estímulos visuales, confeccionamos sin querer
una narración coherente en nuestra mente que evita la experiencia del vacío
en la memoria y de la extrañeza en cuanto a los elementos que configuran
un recuerdo.
4
¿DÓNDE ESTÁN LAS LLAVES?

Resulta curioso, aunque posiblemente sea tan previsible como razonable,


que muchas de estas pequeñas cosas que caracterizan a los fallos sutiles que
definen nuestra neuropsicología de la vida cotidiana suelan acompañarse de
una sensación de ansiedad, malestar e incluso enfado bastante obvio. En
este contexto, de entre todas las situaciones que posiblemente sean capaces
de sacarnos más de quicio cuando suceden, sin duda los temibles momentos
de buscar las llaves del coche y no encontrarlas donde deberían estar o de
no encontrar el teléfono —o lo que sea— se llevan el premio.
El mundo que observamos es en parte una reconstrucción, algo parecido
al escenario más previsible. En efecto, aunque parezca imposible, de un
modo similar a lo que hacemos con nuestros recuerdos cuando los
reconstruimos, la realidad externa es en gran medida una ilusión, una
reconstrucción y una anticipación.
El cerebro humano no puede ni debe invertir todos sus limitados
recursos en un análisis exhaustivo del mundo externo al cual se expone
continuamente. Por eso, se sirve del conocimiento acumulado para predecir
qué es lo más probable que esté sucediendo ahí fuera y con ello reconstruye
el aspecto global del entorno en el que estamos. Que no dediquemos
continuamente la totalidad de nuestros procesos perceptivos a interpretar y
percibir el mundo explica que, cuando nos exponemos por primera vez a un
contexto novedoso e impredecible, de forma habitual nos fatigamos de
manera significativa como consecuencia, precisamente, de que, en ausencia
de información previa, en estos contextos escaneamos el mundo con una
mayor profundidad.
Pero en los contextos habituales ni siquiera prestamos atención a la
disposición de los muebles o de los interruptores. Simplemente navegamos
de un modo aparentemente autónomo por todos los rincones de la casa
ejecutando, sin pensar, todo aquello que resulta necesario. ¿O acaso el
trayecto y pasos que dedicamos al llegar a casa con las bolsas de la compra
y al disponer los elementos comprados donde corresponden es algo que
hacemos siendo plenamente conscientes? ¿Y el trayecto en transporte
público o en coche al trabajo?
La automatización de muchos procesos aparentemente complejos y su
conversión en hábitos supone una evidente ventaja desde el punto de vista
de la eficiencia cognitiva, o lo que es lo mismo, de la baja necesidad de
despliegue de recursos cognitivos para ejecutar perfectamente bien un
proceso determinado. Imaginémonos, si no, cuán saturante y cansado sería
tener que desplegar de manera consciente y totalmente controlada toda la
secuencia de acciones que acometemos desde que nos despertamos hasta
que llegamos conduciendo al trabajo. En este supuesto, ¿qué cantidad de
conductas realizamos de modo automático sin aparente control voluntario?
Los gestos y posturas necesarios para levantarnos de la cama y caminar, los
gestos y la secuencia necesaria para cepillarnos los dientes, para preparar un
café y tomárnoslo o para vestirnos. Qué decir de todo lo necesario para
poner el coche en funcionamiento y conducirlo por una ciudad con sus
calles, peatones y otros vehículos.
Obviamente, nos parece imposible poder funcionar así. Pues bien, dejar
las llaves en un bol o el teléfono encima de la mesa es en algún momento,
invariablemente, una conducta automatizada que se realiza sin despliegue
de ningún tipo de atención. En consecuencia, volviendo a los capítulos
anteriores en los que hablamos del papel de la atención en la formación de
la memoria, resulta previsible que, si por algún motivo no dejamos las
llaves o el teléfono donde habitualmente se dejan de manera automática, no
se haya formado una imagen, un recuerdo de ese acto. Por ello, en ausencia
de atención, no se habrá codificado ese instante y no se habrá construido
ese recuerdo. Así, no iremos a buscar las llaves donde realmente las hemos
dejado, sino donde las dejamos de manera automática cada día y —oh,
sorpresa— no estarán allí, y no sabremos recordar dónde las hemos dejado
porque, simplemente, no lo habremos aprendido.
Este factor es uno de los grandes determinantes de la experiencia de
¿Dónde están las llaves?, pero no es el único. Volviendo a la idea de que
percibimos un mundo previsible, sabemos que muchos de los elementos
visuales que aparecen en la periferia de nuestro campo visual (recordemos
esas redes atencionales primitivas) son meras invenciones de nuestra mente.
Solo los elementos que acceden a nuestra diminuta capacidad de atención
selectiva y mantenida llegan a ser percibidos o reconocidos de manera
explícita. Por ello, durante el rastreo visual de objetos que no están en su
lugar, es sumamente fácil que nuestra atención no vea objetos que están
justo delante de nosotros, precisamente porque el sistema perceptivo no
anticipa o predice que deberían estar ahí. Hay un elemento curioso
sobreañadido a esta realidad y es que, cuando la atención queda saturada, se
vuelve momentáneamente «ciega» a través de un fenómeno que
denominamos parpadeo atencional.
¿Y esto qué es? Cuando nuestra atención se orienta selectivamente a un
determinado estímulo, la capacidad del sistema atencional para procesar
otros estímulos queda profundamente limitada. Un ejemplo clásico de este
fenómeno es el conocido experimento del gorila invisible, realizado por
Daniel Simons y Christopher Chabris en 1999. En este experimento, se
instaba a una serie de voluntarios a contar el número de pases de balón que
se daban los integrantes de un equipo de baloncesto. Al finalizar la tarea, se
pedía a los participantes que indicasen este número, lo que solían hacer
correctamente sin demasiada dificultad. Pero, a continuación, se les
preguntaba si habían visto pasar a un hombre disfrazado de gorila andando
entre los jugadores. Sorprendentemente, la mayoría respondía que no.
Esta ceguera al gorila era una consecuencia de que los recursos
atencionales estaban eminentemente dirigidos a una tarea distinta en
particular. De este modo, estar inmersos en un determinado proceso
cognitivo más o menos exigente, por ejemplo, maldiciendo a los dioses y
culpando a nuestra pareja por no encontrar unas llaves mientras escaneamos
el salón gritando porque llegamos tarde al concierto, posiblemente sea más
que suficiente como para saturar nuestro sistema atencional y no ver que las
llaves, en efecto, están encima de ese libro nuevo que compramos el día
antes y que dejamos sobre la mesa.
Además, bajo estas condiciones de estrés, presión y malestar, los
procesos implicados en la recuperación de la información almacenada en la
memoria o bien fracasan o bien no se despliegan con la suficiente
eficiencia. Por ello, como consecuencia del automatismo desplegado,
difícilmente el momento en el que hemos dejado las llaves donde no toca
habrá sido almacenado, a lo que hay que sumar el defecto en la
recuperación de información al verse los procesos sometidos a estrés, por lo
que resulta prácticamente imposible que, por más que lo intentemos,
lleguemos a recordar mínimamente dónde dejamos las malditas llaves.
En contraposición, precisamente porque este fenómeno está en gran
medida mediado por un automatismo, por una secuencia rutinaria,
recomponer retrospectivamente la secuencia de acciones que hemos
realizado al llegar a casa y buscar aquellas que podrían desviarse de la
conducta habitual suele ser un modo relativamente efectivo para identificar
instantes en los que podría haber sucedido el hecho «dejar las llaves donde
no tocan».
Valga decir, puestos a hablar de fenómenos puntuales de olvido para
cosas muy obvias, que esta relación entre automatización mediada por
hábitos ya formados, bajo despliegue atencional y baja codificación en la
memoria sirve igualmente para explicar una infinidad de situaciones que
muchas veces se nos plantean con preocupación en la consulta. Por
ejemplo, durante la realización de tareas rutinarias, como trabajar o
conducir, es fácil que, si se nos proporciona algún tipo de información, esta
sea procesada de manera superficial y seamos incapaces de recordarla o de
recordar con exactitud qué se ha hecho y qué no. Un ejemplo evidente es la
clásica duda relativa a si hemos dejado bien cerrada la puerta de casa, un
acto rutinario que realizamos cada día, que nunca supervisamos, hasta que
un día aparece una duda y, precisamente por la ausencia de supervisión, no
disponemos en el recuerdo de los datos necesarios para saber si lo hemos
hecho o no. Lamentablemente, este fenómeno también explica un suceso
atroz que tiene lugar cada verano y que desencadena toda una serie de
opiniones previsibles, pero muy equivocadas. Hablamos de esos casos en
los que un menor, generalmente un bebé, fallece por las altas temperaturas
cuando alguno de sus progenitores se lo olvida dentro del coche. Cuando las
noticias relativas a este tipo de fatídicos sucesos se hacen públicas,
habitualmente se desata una cascada de ataques y de culpabilización al
padre o madre como si todo fuese una consecuencia de un acto negligente
deliberado o un efecto inherente a ser mal padre o mala madre. Pero la
realidad es que es algo que nos podría suceder a todos como resultado de
cómo trabajan la atención y la memoria en tareas rutinarias, así como bajo
estrés. Por ello, si algo reflejan estos lamentables eventos no es la mala
aptitud como padre o madre de una persona que se odiará para el resto de su
vida, sino cuál es el peso que ejerce la fatiga sobre nuestro sistema
atencional, cómo ello puede llegar a tener consecuencias dramáticas y cómo
llegamos a permitirnos vivir expuestos a un ritmo que se vuelve invivible.
5
¡YO YA HE VIVIDO ESTO!

Uno de los fenómenos que suele generar múltiples preguntas e


innumerables explicaciones o respuestas tiene que ver con esa sensación
más o menos difusa de estar viviendo un determinado acontecimiento y
sentir que ya se ha vivido antes. Esta sensación de familiaridad con un
evento habitualmente produce cierto desconcierto inicial a la persona que lo
vive, especialmente cuando resulta evidente que es imposible que ya haya
vivido esa experiencia en el pasado. Este fenómeno tan particular,
relativamente habitual y claramente disociado de la patología cuando no
sucede de manera regular es lo conocido como déjà vu, cuya traducción
literal del francés significa ni más ni menos que «ya visto» A pesar de que
normalmente solemos emplear el término déjà vu para referirnos a
cualquier tipo de episodio que se vea acompañado de esa peculiar sensación
de familiaridad y de haber sido ya vivido, lo cierto es que existen distintos
tipos de fenómeno déjà. En cualquier caso, técnicamente podemos
considerar que este tipo de experiencias forman parte de lo que
denominamos paramnesias y, específicamente, son una forma de
paramnesia del reconocimiento.
No es de extrañar que, precisamente atendiendo a la naturaleza de los
fenómenos de déjà, las explicaciones alternativas al posicionamiento
científico consideren este tipo de situaciones como ejemplos de
premonición o incluso como formas de evidencia relativas a la
reencarnación. Lamentablemente, tal y como sucede con muchos otros
fenómenos aparentemente paranormales, estas experiencias no tienen nada
de mágico. Aunque esto es discutible, puesto que precisamente descubrir el
entramado de los procesos neuronales y cognitivos que precipitan esta y
otras formas de experiencias extrañas, a mi modo de entender, resulta
profundamente mágico.
En lo relativo a los distintos tipos de experiencias que forman parte, de
un modo genérico, de lo que denominamos déjà vu, si bien no existe un
consenso científico al respecto, sí que disponemos de diferentes términos
que describen experiencias con carácter propio. Entre ellas, destacan el déjà
vecu, que comparte muchos de los elementos que definen al déjà vu, pero
adquiriendo un carácter experiencial mucho más intenso y detallado, de
modo que la persona no solo tiene la sensación de haber vivido ya ese
momento, sino que también tiene la impresión de estar experimentando las
mismas sensaciones, emociones y pensamientos. El déjà senti se refiere a la
impresión de haber experimentado ya una determinada emoción en relación
con una situación similar; el déjà visite alude a la sensación de haber estado
ya físicamente antes en un lugar; y, por último, el déjà entendu se refiere a
la impresión de sentir que ya se ha escuchado una conversación
previamente.
Sea como fuere, existe toda una serie de situaciones cuyo nexo común
radica en la peculiar sensación de familiaridad con respecto a lo que está
sucediendo, bien se trate de una palabra o una conversación, un lugar físico,
una sensación, una vivencia o una emoción. Se estima que este tipo de
experiencias las llega a experimentar hasta un 90 % de las personas sanas y
que disminuyen conforme envejecemos. A nivel científico, lo cierto es que
distintas teorías han propuesto modelos explicativos del fenómeno e incluso
situaciones experimentales permiten inducir artificialmente fenómenos
similares al déjà vu. Pero la realidad es que, a pesar de tener explicaciones
parciales acerca de los mecanismos que promueven este tipo de fenómenos,
existe un dato que claramente refuerza su sustrato neuronal y este no es otro
que la exacerbación de los episodios de déjà vu en cantidad y en duración
que podemos encontrar como una de las posibles manifestaciones de un tipo
de epilepsia que denominamos epilepsia del lóbulo temporal medial.
Cuando la gente piensa en la epilepsia suele imaginarse a una persona
convulsionando ferozmente, contorsionando su cuerpo en el suelo y
escupiendo espuma por la boca. Eso, sin entrar en la equivocadísima idea
de que el paciente con epilepsia corre el riesgo de tragarse la lengua, algo
que nunca sucede y que nos obliga a recordar que, en caso de presenciar
una crisis epiléptica, lo mejor que se puede hacer es colocar a la persona en
una postura segura, acolchar su entorno o protegerla de posibles golpes y
esperar a que el episodio termine a los pocos segundos sin sujetar al
paciente. La epilepsia no deja de ser una actividad neuronal anormal que
puede comprometer regiones muy específicas del cerebro, pero que también
puede difundirse a lo largo de extensos territorios cerebrales. Con ello, en
función de la zona donde sucedan estos episodios de actividad neuronal
anormal, las manifestaciones de la epilepsia podrán adquirir características
muy distintas. De este modo, cuando el foco o la actividad implica áreas
cerebrales relacionadas con el control y producción de la postura y del
movimiento, el episodio asociará movimientos espasmódicos involuntarios
conocidos como movimientos tónico-clónicos. Pero, en caso de que el
patrón de actividad anormal suceda en regiones que no implican al
movimiento pero sí a otros procesos, la crisis epiléptica podrá adquirir
características muy distintas. Por ejemplo, cuando la actividad anormal
sucede en regiones visuales, las personas suelen experimentar destellos de
luz, mientras que cuando implican regiones del sistema límbico, las
personas pueden experimentar, por ejemplo, miedo.
Dada la íntima relación que existe entre el lóbulo temporal medial y la
memoria, no es infrecuente que algunas formas de epilepsia del lóbulo
temporal se asocien antes, durante o después de la crisis fenómenos
particulares relativos a la memoria, como pueden ser la construcción de
toda una cascada de falsos recuerdos, el olvido de sucesos ya vividos, la
hiperfamiliaridad y los fenómenos tipo déjà vu. Evidentemente, esto sugiere
que un mecanismo aparentemente esencial para que se produzca el déjà vu
tiene que ver con algo que momentáneamente sucede en estructuras y
procesos relacionados con la memoria. Pero, si este fuese el único
mecanismo implicado, veríamos fenómenos de déjà vu en muchas otras
afecciones caracterizadas por disfunción temporal medial. Por ello, la
ciencia contempla la coparticipación de otros procesos, siendo precisamente
la complejidad de estos lo que explica que puedan asociarse pequeños fallos
temporales que den lugar al fenómeno transitorio de déjà vu en la
normalidad.
Algunas de las teorías que pretenden dar una explicación científica al
fenómeno tienen que ver con que el cerebro está continuamente procesando
y actualizando la información que recibe y la información que tiene
incorporada. De este modo, a pesar de que nosotros experimentamos el
tiempo presente como una unidad, un instante que transcurre en nuestra
consciencia, esta experiencia del momento presente sucede como
consecuencia de la integración de manera sincronizada y simultánea de
miles de datos provenientes de distintas regiones cerebrales. Una
posibilidad relativa al déjà vu tiene que ver con el efecto que podría tener
en nuestra experiencia consciente del tiempo presente una eventual
desincronización de todos los procesos que contribuyen a la construcción
del instante que vivimos. De este modo, cabría pensar que la pérdida de la
sincronía entre el trabajo realizado por parte de estructuras dedicadas a
almacenar información (por ejemplo, lo que estoy viviendo ahora) y
estructuras dedicadas al procesamiento visual (por ejemplo, lo que estoy
viendo ahora) podría desencadenar algo parecido a un desacoplamiento
entre lo visto y lo experimentado que contribuiría a la falsa impresión de
haber vivido ya el suceso.
Otra explicación radica en posibles fallos en la secuencia de eventos que
acompañan al procesamiento y reconocimiento visual. En condiciones
normales, la información se procesa una única vez, pero cabe la posibilidad
de que, eventualmente, un mismo estímulo o suceso se procese
erróneamente dos veces y eso precipite la sensación de familiaridad. En lo
relativo a la familiaridad, es importante destacar que lo familiar adquiere
este carácter como consecuencia de que el cerebro de algún modo otorga
este rasgo a un tipo de estímulo o de recuerdo. Así, determinadas
situaciones a las que nos exponemos tienen como característica propia la no
familiaridad, mientras que otras nos resultan familiares. Parece evidente
que, precisamente porque el cerebro trabaja anticipándose a aquello que
observa, no podemos evitar que ciertos lugares o rostros nos resulten
familiares por el mero hecho de que se parecen o nos recuerdan a algo o a
alguien en particular. Esta familiaridad mediada por la similitud no
constituye un déjà vu, pero sirve para hipotetizar que algunas formas de
déjà vu podrían estar mediadas por fallos en el modo como el cerebro
atribuye familiaridad o no a eventos que nunca se han vivido o a otros que
ya se han vivido. Esto permitiría explicar no solo la sensación que
acompaña al déjà vu, sino también los episodios invertidos donde la
persona tiene la impresión de no haber vivido nunca un suceso que, en
realidad, ya ha vivido. Finalmente, una hipótesis alternativa tiene que ver
con el modo como el cerebro procesa el tiempo y como experimentamos el
paso del tiempo. Aunque la percepción del tiempo resulte una experiencia
humana absolutamente universal, los procesos y mecanismos exactos que
nos permiten experimentar el paso del tiempo siguen siendo solo
parcialmente conocidos. Lo que resulta incuestionable es que la apreciación
o vivencia del tiempo es susceptible de fallos y de transformaciones
mediadas, por ejemplo, por el aburrimiento. Así, nadie negará que no es lo
mismo una hora esperando para realizar algún trámite burocrático que una
hora cenando con los amigos.
Nuestras experiencias, tanto las que definen los instantes del presente
como las pasadas, llevan de algún modo implícito un estado temporal que
las ubica ahora, hace unos días, hace unos años, etcétera. La pérdida, por
ejemplo, de la capacidad de actualizar la memoria a hechos presentes da
lugar a episodios de aparente desorientación donde la persona afirma estar
viviendo en un año que no es o llevar casada un tiempo significativamente
menor al real. Fuera de estos sucesos, evidentemente circunscritos a
circunstancias patológicas, los pequeños fallos en la actualización temporal
de los eventos y en el modo como atribuimos cuándo ha sucedido algo
podría contribuir notablemente a la construcción de la experiencia subjetiva
de lo ya vivido.
Hace algún tiempo tuve la oportunidad de evaluar en distintos puntos
temporales a un hombre que padecía un complejo proceso
neurodegenerativo que conocemos como parálisis supranuclear progresiva.
Esta enfermedad, además de asociarse a toda una serie de manifestaciones
en forma de síntomas motores similares a los que vemos en la enfermedad
de Parkinson, se acompaña también de un deterioro cognitivo progresivo,
más que evidente, que suele repercutir sobre múltiples procesos mentales.
Este paciente no sabía quién era la persona que lo acompañaba a todas las
visitas, a pesar de que ella, su acompañante, era la mujer con la que había
estado casado toda su vida. En algún momento del proceso de su
enfermedad, el paciente le pidió matrimonio a su mujer porque sentía que la
conocía desde siempre y que era la mujer de su vida. No era capaz de
acceder a esos recuerdos que había construido junto a su esposa, ni de
reconocerla como tal, pero estar con ella le producía una delicadísima
sensación de felicidad y una gran familiaridad que le llevó a considerar la
posibilidad de pedirle matrimonio. Obviamente, ella accedió.
6
¿QUÉ DIANTRES HE VENIDO A HACER A LA
COCINA?

Cuando las personas que nos consultan se sientan delante de nosotros,


habitualmente vienen con una idea bastante específica sobre lo que las ha
llevado hasta allí. Tras las primeras presentaciones, solemos entablar un
diálogo a través del cual vamos recopilando toda la información que
necesitamos para construirnos un marco conceptual a partir del cual
empezar a pensar en posibilidades que den una explicación a esa queja o
problema, así como en las mejores maneras de valorarlo. Una parte esencial
de este diálogo consiste en conseguir que la persona nos ejemplifique de la
mejor forma posible lo que le pasa para así nosotros poder entender sobre
qué sucesos se ha construido la impresión subjetiva de que está fallando la
memoria.
La manera de contarnos los problemas o las quejas suele contener mucha
de la información necesaria para que, en el mejor de los casos, tengamos
una idea bastante robusta de qué puede estar sucediendo, e incluso sepamos,
más allá de la mera intuición clínica, que no está pasando nada grave.
De este modo, intentamos ordenar y entender la idea «tengo la sensación
de que me falla la memoria» a través de un relato desde el que podamos ver
con qué frecuencia suceden los episodios que han dado lugar a esta
sensación y qué aspecto o características tienen. Es así como, en muchas
ocasiones, podemos constatar que los sucesos que han llegado a preocupar
tanto a la persona como para acudir a la consulta tienen unas características
que los adscriben a un tipo de fallo habitualmente benigno, que todos
hemos experimentado en algunos momentos y que, bajo determinadas
circunstancias, es fácil que sucedan con mayor frecuencia. Entre todos estos
posibles sucesos, uno que frecuentemente encontramos tiene que ver con
esos momentos en los que nos dirigimos a hacer algo y de pronto
descubrimos que no sabemos qué íbamos a hacer. Esto es, por ejemplo,
cuando llegamos a la cocina y nos preguntamos qué hemos ido a buscar allí.
Normalmente, estas situaciones tienen un desenlace natural previsible:
de forma espontánea recordamos lo que íbamos a hacer o a buscar. Pero a
veces no resulta extraño que nos quedemos «pasmados» sin ser capaces de
recordar por qué fuimos a la cocina. Este tipo de fallos suceden en relación
con un tipo de memoria o de proceso mnésico que denominamos memoria
prospectiva y que, igual que otras formas de fallo transitorio de la memoria
como las que hemos tratado anteriormente, en la mayoría de los casos tiene
un carácter absolutamente benigno y profundamente mediado por el
componente atencional.
La memoria prospectiva engloba este tipo de procesos a través de los
cuales tenemos la capacidad de recordar o de ejecutar un evento en el
futuro, por ejemplo, cuando nos decimos «tengo que acordarme de comprar
aceite cuando pase por un supermercado». Este tipo de memoria ilustra una
característica que, aunque la experimentemos de manera habitual sin darle
demasiada trascendencia, define lo que para mí es uno de los procesos más
curiosos que despliegan el cerebro y la mente humana en un contexto de
normalidad. Los seres humanos «agendamos» en nuestra mente eventos
futuros, sean estos a muy corto plazo, a medio plazo o a largo plazo. Un
ejemplo es cuando mentalmente nos decimos algo así como «mañana a las
seis tengo cita con el dentista» o «en dos horas tengo que tomarme el
antibiótico». A pesar de que actualmente disponemos de una infinidad de
recursos de soporte, como la agenda del teléfono móvil, en muchas
ocasiones no anotamos en ningún lugar estas órdenes que nos damos
mentalmente, de modo que pasan a ser algo así como una nota mental en
nuestra memoria. Lo curioso es que habitualmente dejamos de pensar en
esta nota mental y, a pesar de ello, cuando se acercan las seis del día
siguiente o cuando han pasado dos horas, de pronto esa orden reaparece en
nuestra consciencia y nos insta a realizar aquello que teníamos que hacer.
Es maravilloso.
El ser humano puede mantener activa, viva y en el plano de la
consciencia la información que contiene su memoria a corto plazo a través,
por ejemplo, de emplear lo que denominamos el bucle fonológico, que no es
otra cosa que verbalizar internamente aquello que no queremos olvidar. Un
ejemplo sería cuando nos repetimos mentalmente un número de teléfono
que no hemos podido anotar hasta que encontramos papel y bolígrafo. De
un modo similar, podemos usar lo que denominamos agenda visuoespacial,
que no deja de ser el uso de una imagen mental, en lugar de una
verbalización interna, para mantener ese recuerdo vivo. Pero en el contexto
de la memoria prospectiva, es evidente que no hacemos nada de esto y que,
en esencia, nos olvidamos de aquello que hemos pensado que teníamos que
hacer. Esto es, no nos pasamos todo el tiempo repitiendo en nuestra mente
la orden de ir a las seis al médico, pero, a pesar de ello, a pesar de que esa
orden aparentemente desaparece de nuestra consciencia, llegado el
momento la ejecutamos.
Grosso modo, existen dos grandes tipos de memorias prospectivas: las
basadas en el tiempo, como son las que he ilustrado con el ejemplo de la
visita al médico o de tomar el antibiótico, y las basadas en la intención, que,
por ejemplo, sería el instarnos a comprar leche cuando pasemos por delante
de un supermercado. En ambos casos, evidentemente el recuerdo
«espontáneo» de lo agendado en la memoria aparece en respuesta a
determinadas señales o circunstancias, sean estas el paso del tiempo o el
encontrarnos con un estímulo específico, por ejemplo, el supermercado.
Todo ello significa que, sin que nosotros estemos controlándolo
conscientemente, la memoria prospectiva emplea toda una serie de procesos
que suceden por debajo del nivel de la consciencia pero que mantienen
activos los componentes que permitirán que se produzca el recuerdo cuando
nos expongamos a la señal. Por lo tanto, algo está supervisando, sin que
nosotros nos demos cuenta, el paso del tiempo para permitir que actúen la
memoria prospectiva basada en el tiempo y nuestro entorno y la memoria
prospectiva basada en la intención. Ello implica que debe existir algo así
como un sistema de conteo del paso del tiempo, sumamente eficiente,
integrado en nuestro cerebro y que dialoga con otros procesos cognitivos
que van sucediendo. Igualmente, también que debe existir un sistema de
supervisión y de reconocimiento del mundo externo, que asimismo dialoga
con esos procesos que suceden por debajo del nivel de la consciencia.
Hablar de procesos que no experimentamos conscientemente no significa
que estemos poniendo encima de la mesa una idea del inconsciente, tal y
como se desarrolló en su momento en el marco de las corrientes
psicoanalíticas. En este caso, el concepto que manejamos no tiene
absolutamente nada que ver con el inconsciente freudiano, sino que hace
exclusivamente referencia a toda esa serie de procesos que evidentemente
suceden aunque no los experimentemos conscientemente.
Pero, antes de hablar de procesos cerebrales de conteo del tiempo y de
supervisión, nuevamente merece la pena destacar que, en el caso de la
memoria prospectiva, igual que sucede con cualquier otro tipo de
información que deba convertirse en recuerdo, aquello que queremos
agendar en nuestra mente debe ser previamente atendido y consistentemente
codificado. Sin hacerlo o haciéndolo de manera superficial, es probable que
la relación que debería construirse entre el paso de un determinado intervalo
de tiempo o el encuentro con un determinado lugar o persona y el
consecuente recuerdo espontáneo no se produzca, y que ello haya sucedido,
en esencia, como consecuencia de que tal relación nunca se construyó.
Pero este no es el único mecanismo que puede explicar los fallos
prospectivos. Una parte muy importante del componente prospectivo de la
memoria depende de cómo nuestro lóbulo frontal despliega procesos
dedicados a supervisar y a mantener activa una regla o una relación
determinada. En este caso, la que define la relación entre evento y recuerdo,
por ejemplo, es encontrarnos con un supermercado y acordarnos de que hay
que comprar leche.
Muchas de las actividades que ejecutamos a lo largo del día llevan
implícitas determinadas reglas que deben cumplirse y mantenerse en el
tiempo. Sabemos y somos conscientes de que conocemos bien las reglas,
pero mientras actuamos no tenemos consciencia de que algo nos esté
recordando interna y continuamente cuál es la regla que debemos seguir.
Imaginémonos, por ejemplo, que se le pidiese a alguien que fuese
encadenando una secuencia alterna formada por números y letras en orden
ascendente y alfabético, eso es, 1 - A - 2 - B - 3 - C, etcétera. Esta
instrucción correspondería con la regla que hay que entender y mantener
durante la realización de la tarea. En este caso, la ejecución más o menos
rápida de esta en gran medida dependería de la capacidad para mantener
activa esta regla mientras se va ejecutando la tarea, algo que haríamos sin
necesidad de irnos repitiendo mentalmente cuál es la regla. En
consecuencia, si los procesos dedicados al mantenimiento de una
determinada regla fracasasen, la orden se perdería y fallaría todo aquello
que dependía de esa orden. Esto es, a pesar de haber entendido
perfectamente que debo enlazar una secuencia de números y letras
alternando en orden alfabético y ascendente, si no soy capaz de mantener la
regla, en algún punto a lo largo de la ejecución esta hipotética alternancia se
perderá.
¿Qué puede hacer fracasar el mantenimiento de una regla en condiciones
de normalidad? Habitualmente, la saturación del sistema y la distracción
mediada por otro evento. Como ya he comentado, la capacidad del cerebro
para mantener y para manipular la información es limitada y sensible a la
distracción, de modo que es relativamente fácil que de manera involuntaria
redirijamos nuestra atención a algo distinto a aquello que estamos haciendo.
Cuando incorporamos demasiada información que hay que mantener activa
en nuestra memoria de trabajo, es fácil que, tras varios segundos o minutos,
el sistema se sature y fracase. Por ejemplo, cuando mentalmente nos
decimos «voy a la cocina a buscar un tenedor» y, mientras vamos hacia la
cocina, nuestra pareja nos pide que por favor le acerquemos el teléfono,
puede suceder que realicemos esta segunda acción y que posteriormente,
cuando vayamos a la cocina, de pronto no sepamos qué íbamos a hacer. En
este caso, la pérdida de la orden sería consecuencia de que la irrupción de
una orden nueva la habría situado por encima de la que previamente
habíamos elaborado y que esta, básicamente, se habría esfumado de nuestra
memoria de trabajo.
Ocurre lo mismo si durante la ejecución de la tarea algo nos distrae con
suficiente intensidad; por ejemplo, al dirigirnos a la cocina de pronto en el
televisor dan una noticia relevante de última hora. Es fácil que al volver a la
cocina no sepamos qué íbamos a hacer. En este caso, nuevamente, la
orientación involuntaria de la atención a un nuevo evento como podría ser
la noticia en el televisor habría propiciado que esta nueva información
ocupase el lugar de aquella que manteníamos en nuestra memoria de
trabajo. De este modo, la mayor parte de los fallos prospectivos que
experimentamos suceden como consecuencia de que, por algún factor
determinado, los procesos que se dedicaban a mantener esa regla activa lo
han dejado de hacer y se ha perdido la información.
Pero ¿quién supervisa y mantiene todo esto? La respuesta a esta pregunta
es tan compleja como neuropsicológicamente bella y, de hecho, referencias
a estos procesos de supervisión irán apareciendo en otros apartados del libro
en mayor profundidad. Nuestro lóbulo frontal dedica una parte importante
de su actividad a monitorizar o supervisar cuánto se ajusta aquello que
hacemos al plan que habíamos elaborado, a supervisar cómo de bien o de
mal estamos ejecutando una determinada acción o conjunto de acciones o
procesos y, por supuesto, a supervisar información que, de algún modo, sin
acceder al nivel de la consciencia, se mantiene activa, como, por ejemplo,
las acciones a realizar de manera prospectiva. Esta idea de un supervisor
genera a nivel conceptual la extraña sensación de suponer que algo o
alguien fuera de nuestro control observa lo que hacemos y cómo lo
hacemos. Es conceptualmente extraño, puesto que implica pensar en algo
parecido a un ente escondido dentro de nuestra mente que espía el modo en
que ejecutamos las cosas acordes a un plan. Las reglas de este plan se
mantienen activas en algún lugar de nuestros procesos cerebrales de un
modo similar, metafóricamente hablando, a como lo hace el buffer de
memoria RAM en el caso de los ordenadores. Una cosa es la información
almacenada, otra es la información que manipulamos y de la que somos
conscientes y otra, la información disponible en este paso intermedio que
denominamos buffer y que, en definitiva, es un componente esencial de la
memoria de trabajo. Sin este buffer, a pesar de tener conocimiento
adquirido o de poder procesar de manera inmediata la información, todo se
pierde a los pocos segundos. Por ejemplo, en lo que denominamos variantes
tipo afasia progresiva primaria logopénica de una enfermedad de
Alzheimer, entre otros problemas, los pacientes presentan un gravísimo
compromiso de su capacidad para repetir frases. Esta dificultad no reside en
que no las entiendan o en que no las escuchen, sino en que su buffer
auditivo, conocido como bucle fonológico, está desintegrado y, en
consecuencia, esa información, que en condiciones normales se mantendría
activa, desaparece a los pocos segundos.
En condiciones normales, una parte importante de las acciones
prospectivas que realizar en el futuro, por ejemplo, acordarme de llamar a
Jaime a las 19 h, se mantiene activa en este buffer. El mecanismo esencial
que dispara la aparición casi mágica del recuerdo en nuestra mente cuando
se acercan las 19 h tiene mucho que ver con algo que en psicología básica y
aprendizaje conocemos desde hace mucho tiempo: el aprendizaje
asociativo. A todo el mundo le resultará familiar el concepto del perro de
Pávlov e incluso quizás los estudios de condicionamiento operante de
Burrhus Frederic Skinner. El cerebro humano es una máquina de establecer
relaciones causales entre eventos y de construir aprendizajes basados en
estas relaciones. Estos aprendizajes pueden implicar conceptos como que la
presencia de nubes propicia la posibilidad de que llueva, pero también
pueden precipitar eventos estrictamente fisiológicos, como en el caso del
perro de Pávlov era la asociación de un sonido con la entrega de comida y,
por ende, conseguir que la presentación de este sonido en ausencia de la
comida anticipada desencadenase una respuesta fisiológica a nivel gástrico.
Este tipo de aprendizajes incontrolables los hacemos involuntariamente, y
un claro ejemplo de ello es una situación tan cotidiana como la
imposibilidad de aguantar las ganas de orinar si vemos a lo lejos un váter, o
si entramos en él tras haber estado aguantándonos las ganas. O cuando, tras
haber tenido una experiencia horrible con una persona, el mero hecho de
anticipar que la volveremos a ver o el hecho de encontrarnos con ella
dispara toda una cascada de eventos fisiológicos como taquicardia,
sudoración, malestar, etcétera. Pues estos mismos mecanismos de
aprendizaje, de asociación entre acontecimientos y entre estímulo y
respuesta son los que, de algún modo, gobiernan el despliegue del recuerdo
prospectivo cuando sucede el evento. En este caso, la asociación entre
llamar a Jaime o comprar un cartón de leche se ha asociado con el hecho «a
las 19 h» o con el de «al pasar por el supermercado». De este modo, cuando
nos topamos o anticipamos la llegada del acontecimiento,
involuntariamente se desencadena el recuerdo.
Pero, como decía, un elemento imprescindible para que uno de estos
tipos de memoria episódica opere de manera adecuada es el procesamiento
del paso del tiempo. Todos los seres humanos, en circunstancias
«normales», experimentamos el tiempo. De hecho, la experiencia subjetiva
misma de la realidad es indisociable de nuestra experiencia del tiempo,
permitiéndonos sentir la duración de los eventos, ubicar en el tiempo algún
suceso o percibir el paso del tiempo. Sin embargo, a pesar de ser un acto tan
cotidiano como universal, nuestro conocimiento relativo de los procesos
exactos que permiten esta función es parcial. Lo que sí sabemos es que
distintas poblaciones de neuronas distribuidas a lo largo de múltiples
territorios cerebrales exhiben una actividad oscilatoria rítmica que ha dado
lugar a que se contemple la posibilidad de que, en esencia, estas neuronas
actúen como un marcapasos. Esta actividad oscilatoria regular en sí misma
no permite experimentar ni estimar el tiempo, sino que para ello se requiere
un sistema que, frente a determinados sucesos, se active y actúe como un
acumulador de oscilaciones, esto es, que acumule unidades de oscilaciones
neuronales al inicio de un determinado evento y que termine esta
acumulación al final. Se supone que este proceso de acumulación sucede
básicamente en el ámbito de nuestra memoria de trabajo y que, de algún
modo, el total de unidades almacenadas determina la experiencia del
tiempo. Pero, nuevamente, la capacidad de la memoria de trabajo para
operar con la información en curso es limitada y susceptible de fallos
mediados, por ejemplo, por lo que estemos haciendo con nuestra atención.
De este modo, si contemplamos estas oscilaciones como marcadores del
paso del tiempo como si de un cronómetro se tratasen, un determinado
número de oscilaciones almacenadas correspondería con una determinada
duración. Si el despliegue de pocos recursos atencionales se supone que
incide sobre el número de oscilaciones acumuladas en nuestra memoria de
trabajo, esto daría lugar a que, bajo determinadas circunstancias,
tuviésemos una impresión de poco tiempo pasado, algo que todos
experimentamos cuando nos distraemos y de pronto descubrimos que han
pasado 15 minutos cuando nosotros teníamos la impresión de que solo
habían pasado 5. Por el contrario, el despliegue absoluto de atención sobre
estos procesos daría lugar a una sobrestimación del tiempo y a la
experiencia subjetiva de un paso del tiempo más lento, como cuando
esperamos a que el agua hierva sin quitar el ojo. Paralelamente, sabemos
que este sistema de marcapasos es sensible a otros procesos fisiológicos que
pueden alterar la tasa de conteo o la tasa de oscilaciones neuronales. De este
modo, determinados estados emocionales pueden propiciar modificaciones
en la tasa de oscilaciones al alza o a la baja, explicando, así como ciertas
sensaciones modifican nuestra percepción del tiempo, algo que
experimentamos todos tanto cuando estamos disfrutando como cuando nos
exponemos a un «tostón». Y es que, incuestionablemente, una película
buena no tiene la misma duración que una película mala, ni tarda el mismo
tiempo en hervir el agua si la miramos o si no lo hacemos, ni los 20
segundos de caída libre cuando alguien se lanza por primera vez en
paracaídas se experimentan como solo 20 segundos.
Gracias a esta arquitectura neurocognitiva dedicada al procesamiento del
tiempo, construimos una realidad relativa al tiempo y con ella ubicamos
nuestros recuerdos en determinados puntos temporales de nuestra historia
vital. Por ello somos capaces de saber, de sentir y de recordar que esa fiesta
tuvo lugar hace 5 años, que ayer fuimos a Madrid o que estuve con Javier el
pasado lunes durante unos 45 minutos. Estas memorias relativas a ubicar
determinados eventos en el tiempo resultarían imposibles sin esa estructura,
llamada hipocampo, que ya hemos comentado y que juega un papel crucial
en la memoria episódica. Por ello, una de las consecuencias casi inevitables
de las lesiones del hipocampo es la desactualización de la realidad que vive
el sujeto con relación al tiempo, así como los fallos en la ubicación de sus
recuerdos en el tiempo. Esto nos permite entender cómo y por qué una
persona afectada por una enfermedad de Alzheimer puede afirmar que hace
dos días estuvo con su padre a pesar de que su padre falleciera hace 45
años. Básicamente, porque el recuerdo de su padre esta desactualizado en el
tiempo, ocupando un lugar que corresponde al presente.
Pero las anomalías en el procesamiento del tiempo en ocasiones
adquieren matices o formas espectaculares que, sin duda, resultan más
frecuentes en el contexto de una patología, pero que eventualmente pueden
suceder de manera transitoria en la normalidad. Algunos ejemplos de estas
anomalías son las que denominamos experiencias de desfase temporal o
time-gap. Estas experiencias pueden suceder en la más absoluta normalidad,
cuando realizamos tareas habituales y rutinarias, como conducir al trabajo.
Debido precisamente al componente rutinario, solemos realizar estas tareas
desplegando muy poca capacidad atencional sobre lo que hacemos. Dicho
de otro modo, mucha gente que va cada día a la misma hora al trabajo lleva
a cabo esta acción mientras piensa en otras cosas, no en cómo está
dirigiéndose al trabajo. Al no dedicar atención al proceso que se está
realizando, es habitual que, cuando finaliza la acción, esto es, cuando se
llega al trabajo, tengamos la impresión de que el viaje ha sido
extraordinariamente corto, o incluso de no saber cómo se ha llegado. En las
amnesias globales transitorias estos fenómenos suceden de un modo
exageradísimo y las personas que las experimentan siguen comportándose
con normalidad e incluso realizando tareas complejas como conducir.
Pueden haber dedicado minutos y hasta horas a la tarea, pero sin ser
conscientes de ello, de modo que, en un determinado momento, al recobrar
la lucidez, no saben qué han estado haciendo o cómo han llegado a un
determinado lugar. Este fenómeno explica en gran medida esos sucesos de
aparente viaje temporal que algunas personas refieren haber vivido y que
suelen relacionarse con sucesos sobrenaturales, cuando explican que
cogieron el coche, salieron camino al trabajo y de pronto se encontraron en
Valencia. En estos casos, lo que realmente ha sucedido ha sido un episodio
de amnesia global transitoria durante el cual la persona ha estado realizando
toda una secuencia de actos sin desplegar atención.
Hace algún tiempo visité a un joven que había desarrollado un patrón
compulsivo de conducta sexual que le mantenía continuamente conectado a
distintas aplicaciones de contactos durante día y noche. Para mantenerse
despierto, tomaba grandes cantidades de café y de estimulantes y así podía
dedicar todo el tiempo posible a intentar hacer match con chicas de las
aplicaciones. Tras varios días sin prácticamente dormir y totalmente
absorbido por este comportamiento compulsivo, quedó con una chica para
mantener relaciones sexuales en la casa de ella. Una vez allí, algo sucedió
repentinamente. El chico no podía recordar ni qué pasó, ni cuándo, ni
cuánto tiempo duró. Solo recordaba que había ido andando de su casa a la
casa de la chica en un trayecto a pie de unos 15 minutos, que llegó y que de
pronto se encontró de noche a 45 minutos de su casa, sentado en un banco
en un parque. Posteriormente, pudimos hablar con la chica y nos contó que
la cita había empezado de un modo muy normal, pero que repentinamente
él había empezado a hablar en una lengua extraña e incomprensible, que se
puso a sudar y a realizar conductas extrañas hasta que, sin previo aviso,
salió corriendo de su piso. La propia descripción de lo que había sucedido
aportaba una valiosísima información para entender el fenómeno. Lo más
probable es que la falta de sueño y los estimulantes hubiesen precipitado un
tipo de crisis epiléptica y que habría asociado un fenómeno de amnesia
global transitoria que duró desde que el chico llegó al piso de la chica hasta
que se encontró sentado en el banco.
En la mayoría de casos, los episodios de alteración de la percepción del
tiempo son benignos y, más que nada, anecdóticos. También puede llegar a
ser relativamente normal que algunas personas experimenten en algún
momento de su vida episodios de amnesia global transitoria en ausencia de
una enfermedad de base. De hecho, más allá de la epilepsia o de
determinados acontecimientos cerebrovasculares, estos episodios
comparten muchos elementos con lo que denominamos amnesias
disociativas y definen episodios de alteración transitoria de la memoria que
pueden llegar a ser muy severos, pero para los cuales el desencadenante es
un suceso emocionalmente muy intenso o traumático. En este sentido, es
relativamente frecuente que, por ejemplo, en atentados perpetrados contra
civiles suceda que durante varias horas un número destacable de personas
se encuentren desaparecidas. Lo cierto es que, por desgracia, una parte de
estos desaparecidos posiblemente estarán entre las víctimas aún por
identificar, pero otra parte, con relativa frecuencia, la forman grupos de
personas que debido a la vivencia traumática del atentado desarrollan
episodios agudos de amnesia disociativa durante los cuales pueden pasarse
minutos, horas o días vagando sin rumbo.
Segunda parte

Las normales percepciones anormales


Somos seres perceptivos, puesto que, inevitablemente, la realidad que
experimentamos resulta indisociable del significado que atribuimos a los
estímulos que acceden a nuestro ser a través de los sistemas sensoriales.
Percibimos con el cerebro, pero lo hacemos a través de la piel, del olfato, de
la vista, del gusto, del oído y de otros sistemas que nos permiten también
ser conscientes de nuestra postura, nuestra localización en el espacio, dónde
tenemos la mano derecha, la distancia, la velocidad, el tamaño, la
familiaridad o incluso la presencia y la ausencia.
La percepción, es decir, el modo como organizamos e interpretamos toda
la cascada de estímulos que impactan contra nuestros sistemas sensoriales,
no se produce en la lengua, ni en los ojos, los oídos o la piel. Sucede en el
cerebro, un cerebro que interpreta y, por ende, dota de significado a aquellas
señales que recibe.
Para hacerlo, para interpretar el mundo y dotarlo de significado, el
cerebro se nutre de toda la información disponible. Ello incluye
información inherente a las características del estímulo al que nos
exponemos, sea la forma, el tamaño, el movimiento, etcétera. Pero también
incluye el uso del conocimiento previo para facilitar la percepción y el
reconocimiento de aquello que vemos, escuchamos o, en definitiva,
sentimos.
La percepción, con todos sus matices, es un proceso que sucede de
manera continua y a una ingente velocidad. No vemos ni escuchamos ni
experimentamos el mundo en cámara lenta, sino que automáticamente
elaboramos todo aquello que nos rodea, aparentemente, en tiempo real. Pero
el caso es que, en gran medida, nuestro cerebro, a partir del uso del
conocimiento previo y de algunos elementos presentes en los estímulos que
recibe a través de los órganos sensoriales, se anticipa a lo que es la realidad
y eso nos permite tener la experiencia consciente en tiempo presente, tal y
como todos la tenemos. Ello implica que la realidad que observamos y
sentimos en primera instancia es, en verdad, la realidad que el cerebro ha
anticipado como más probable y que, posteriormente, tras someter esos
datos a evaluación, ha determinado si era o no aquella que había anticipado.
Nada de esto lo hacemos de un modo consciente, a no ser que la
complejidad de los estímulos que nos llegan sea tal que debamos dedicar un
esfuerzo cognitivo a analizar meticulosamente aquello que estamos viendo
o escuchando para ser capaces de atribuirle significado. Cuando el volumen
bajo y el ruido de fondo dificultan la escucha de las palabras o cuando la
falta de luz interfiere en la correcta observación de un objeto complicado,
entonces sí, analizamos meticulosamente y vamos siendo capaces, poco a
poco, de atribuir significado, aunque en ese caso pagamos el precio de
fatigarnos.
Como hemos ido viendo, parece que una de las habilidades que ha
adquirido el cerebro humano por la forma que tiene de desplegar sus
funciones es la de intentar garantizar la eficiencia, o sea, conseguir realizar
sus funciones sin consumir todos los recursos. En este sentido, construir una
realidad probabilística que anticipe aquello que realmente es lo que impacta
contra nuestros sentidos supone precisamente una clara estrategia para
garantizar la eficiencia del sistema. También hemos visto que, de forma
paralela, el cerebro humano continuamente despliega procesos de
monitorización o de supervisión, de modo que incluso en ausencia de
consciencia explícita sobre lo que está haciendo resulta previsible suponer
que estos sistemas supervisores se encargan de cotejar aquello que el
cerebro ha anticipado que estaba sucediendo ahí fuera con lo que en efecto
está sucediendo.
Si en gran medida nuestra experiencia del mundo es una inferencia que
un sistema supervisor asume como correcta, entonces, ¿hasta qué punto es
previsible que puedan fallar estos procesos? Y, lo más importante, ¿qué
sucede cuando fallan? ¿Qué conlleva que lo que nuestro cerebro ha
anticipado no case con la realidad externa?
La respuesta a ambas preguntas la tenemos continuamente en el contexto
de nuestra experiencia diaria, pero, en resumen, efectivamente estos
procesos fallan y su consecuencia más evidente es que se desencadenan
percepciones transitorias anormales, es decir, ilusiones o alucinaciones.
Una ilusión hace referencia al proceso mediante el cual un estímulo es
percibido de un modo distinto a como es en realidad, pero el estímulo como
tal está presente. Por ejemplo, son ilusiones visuales y auditivas confundir
corriendo por el bosque una rama con un perro o haber escuchado mal una
palabra y creer que nos han dicho otra cosa. En contraposición, la
alucinación hace referencia a la percepción, a través de cualquier modalidad
sensorial, de un estímulo que en esencia no existe y está absolutamente
ausente. Por ejemplo, haber visto a una persona de pie en medio de una
carretera completamente vacía o haber escuchado una voz hablándonos
directamente.
Por supuesto, el desarrollo de alucinaciones o determinadas formas de
ilusiones persistentes forma parte de distintos procesos patológicos bien
conocidos, cuyo estudio nos ha permitido comprender mejor los
mecanismos que precipitan el desarrollo de estas experiencias. Pero dentro
de la más absoluta normalidad es totalmente previsible que podamos
experimentar fenómenos perceptivos anormales, fruto de pequeños fallos en
los sistemas dedicados a interpretar el mundo. Además de eso, el uso que
hacemos de nuestro conocimiento para dar significado a nuestras
experiencias jugará, como veremos, un papel trascendental a la hora de
atribuir un sentido u otro a este tipo de vivencias. Con ello, veremos más
adelante que la forma en la que se interpretan y se recuerdan estas
experiencias perceptivas aparentemente anormales juega un papel crucial en
la construcción de algunos elementos prototípicos del mundo de lo
sobrenatural.
7
¿ME HAS LLAMADO?

En ocasiones nos ha parecido oír nuestro nombre o que alguien nos llamaba
cuando en realidad, a posteriori, hemos podido comprobar que no había
sido así. Y es que en ausencia de un estímulo real resulta relativamente
fácil, especialmente en determinadas circunstancias, que se produzcan
pequeñas experiencias transitorias de ilusiones perceptivas que sobre todo
adquieren el aspecto de estímulos familiares, como, por ejemplo, oír nuestro
nombre.
Percibir algo de un modo distinto a como se configura un estímulo, o
incluso percibir algo en ausencia de un estímulo, es una experiencia que
muchas personas viven con discreción e incluso temor, puesto que todo lo
que tiene que ver con el mundo de las alucinaciones nutre, en gran medida,
muchos de los estereotipos relativos a los problemas de salud mental y al
mundo sobrenatural.
Efectivamente, existen fenómenos perceptivos complejos y reiterados
que causan un enorme y continuo impacto en la vida de las personas que los
experimentan y que, en esencia, forman parte de los elementos que
acompañan ciertas enfermedades psiquiátricas y neurológicas. Pero eso no
significa que una persona que haya experimentado este tipo de fenómenos
padezca necesariamente una enfermedad que comprometa al cerebro. Y en
absoluto quiere decir que, en caso de existir un desencadenante mediado
por la afectación cerebral, no exista tratamiento o que solo se pueda hablar
de un desenlace fatal.
Una vez más, forma parte de la neuropsicología de la vida cotidiana que
en determinadas ocasiones hayamos podido vivir pequeñas experiencias
ilusorias o alucinatorias, más o menos complejas, generalmente
autolimitadas en el tiempo y de breve duración, que se pueden haber
repetido en varias ocasiones y que en ningún caso reflejan un problema
cerebral o una enfermedad. ¿Por qué suceden y cuáles son las más
frecuentes?
Por su carácter estable, continuo, previsible e irrelevante dejamos de
sentir o de experimentar millones de estímulos que llegan a nosotros o que
suceden continuamente. Por ejemplo, durante largas y monótonas horas de
trabajo sentados no sentimos las plantas de nuestros pies apoyadas en el
suelo ni nuestro trasero posado en la silla. Eso sí, si tomamos consciencia
de que están allí, si orientamos nuestra atención a estos segmentos de
nuestro cuerpo, entonces los podemos sentir. Cuando alcanzamos un objeto
con la mano, tampoco tenemos la experiencia previa al movimiento de ser
conscientes de dónde está ubicada nuestra mano con respecto al objeto que
queremos alcanzar ni con respecto a nuestro cuerpo. A pesar de ello, si nada
falla, alcanzamos el objeto con exquisita precisión.
Lo regular e irrelevante desencadena lo que denominamos habituación
sensorial, que no es otra cosa que una forma de adaptación a todo aquello
que sucede en nuestro entorno y que no tiene un valor relevante. Este
fenómeno básicamente sucede como consecuencia de la saturación de los
sistemas sensoriales y la disminución de la tasa de respuesta por parte del
sistema nervioso cuando ciertos estímulos se repiten una y otra vez. Por
ejemplo, tras vernos impactados por un olor muy fuerte o fétido, dejamos
de olerlo progresivamente. De la misma manera, cuando estamos inmersos
en una determinada tarea, dejamos de escuchar el ruido de fondo poco a
poco. Incluso cuando algo nos duele fruto de una herida o lesión,
gradualmente vamos sintiendo cada vez menor dolor.
Estos mecanismos de habituación sensorial resultan extremadamente
relevantes atendiendo a algo que ya se ha comentado anteriormente. La
capacidad atencional humana es limitada pero absolutamente necesaria para
procesar con profundidad aquellos elementos que, en efecto, merecen
atención. En ausencia de habituación, estaríamos continuamente orientando
y reorientando nuestra atención de manera involuntaria a toda la cadena de
sucesos sensoriales de nuestro entorno y eso limitaría profundamente
nuestra capacidad de centrarnos en aquello que es relevante.
En determinadas condiciones, por ejemplo, en los trastornos del
neurodesarrollo que denominamos del espectro del autismo o TEA, existen
en muchos casos evidentes dificultades para que estos procesos de
habituación sucedan de manera eficiente. Es por ello que muchas personas
que conviven con esta afección presentan respuestas emocionales y
conductuales muy exageradas cuando se exponen a contextos repletos de
estímulos o a estímulos novedosos, como podría ser, por ejemplo, un centro
comercial. Ello es debido a que, sin la correcta eficiencia de estos sistemas
de habituación, o todos o muchos de los continuos estímulos que suceden
en el entorno son percibidos. Así que imaginémonos el caos que podría
suponer estar en un centro comercial y percibir por igual el sonido de las
palabras de la gente, sus pasos, los anuncios por los altavoces, las
intensidades de la luz, todos los objetos presentes en las estanterías,
etcétera. Y no es necesario plantear un escenario tan complejo y rico en
estímulos: por ejemplo, sentir continuamente el tacto de determinadas
prendas de ropa puede desencadenar una respuesta parecida en las personas
con un TEA. De este modo, detrás de las conductas estereotipadas y
repetitivas que de manera tan característica se observan en el autismo
posiblemente haya, en parte, una estrategia dirigida a una función: aislarse
del ruido del mundo.
Todo lo que impacta con nuestros órganos sensoriales no tiene en sí
mismo un significado, sino que lo adquiere como consecuencia de toda una
serie de procesos cerebrales dedicados a la integración de la información y
a la atribución de lo que significa aquello que estamos sintiendo.
Una cuchara en sí misma, como objeto, sin un cerebro que le dé un
significado, no es una cuchara. Podrá ser algo con una forma determinada y
de un material específico, pero el concepto «cuchara» y su utilidad es algo
que adquirimos a través de la experiencia y que empleamos posteriormente
para dar sentido a lo que estamos viendo. Algo análogo sucede por ejemplo
con la palabra «fútbol», que en sí misma no es nada más que una secuencia
gráfica conformada por una serie de elementos que denominamos letras a
los cuales hemos asociado un sonido y que agrupados de una determinada
manera dan lugar a un vocablo que significa un tipo de deporte.
Evidentemente, si expusiésemos a una persona que nunca ha visto una
cuchara, vería el objeto, pero no sabría lo que es. Del mismo modo, si
enseñáramos a una persona que jamás ha aprendido a leer o que desconoce
nuestro vocabulario la palabra «fútbol» solo vería unos «dibujitos», pero no
podría leerla, ni pronunciarla, y mucho menos comprenderla. Perder la
capacidad para acceder al significado de lo que vemos y, por tanto, perder la
capacidad para reconocer es lo que, cuando adquiere un carácter patológico,
como ya he comentado, denominamos agnosia. Lo curioso es que hay
zonas cerebrales tan especializadas en los procesos de reconocimiento de
determinadas cosas en particular que las agnosias pueden afectar
selectivamente a un proceso perceptivo sin que otros se vean
comprometidos. Por ejemplo, más allá de las agnosias visuales o la
prosopagnosia ya descrita, existen formas de agnosia tan peculiares como la
agnosia cinética o incapacidad para percibir el movimiento; la asterognosia
o incapacidad para reconocer la forma de los objetos a través del tacto; la
amusia, una forma de agnosia auditiva que imposibilita el reconocimiento
de la música; la asomatognosia o incapacidad para reconocer determinadas
partes del cuerpo, o la anosognosia o incapacidad para reconocer la
magnitud o la presencia de los síntomas inequívocos que una persona
padece.
El modo en que accedemos al significado de las cosas, por ejemplo, de
las palabras, ilustra la existencia de una secuencia de procesos fascinantes
en cuanto a su eficiencia. Cualquier persona que haya adquirido y
desarrollado de manera correcta los procesos lingüísticos no puede evitar
leer y comprender automáticamente aquello que se le presenta en forma de
palabras. Cualquier persona que haya aprendido lo que es un tenedor no
puede evitar ver y reconocer el tenedor cuando lo observa, y lo mismo
sucede al exponernos a conceptos descritos en palabras. Esto es, no
podemos leer y no entender automáticamente las palabras «casa» o
«rincón». En el caso de las palabras esto es así, a no ser que presentemos un
tipo de dificultad que, grosso modo, se caracteriza por una pobre eficiencia
de los procesos de acceso al léxico: la dislexia.
Las personas con dislexia, entre otras dificultades, leen las palabras de
un modo parecido a como lo haríamos nosotros sin nos expusieran a una
palabra desconocida, por ejemplo, tasapainoilija («funambulista», en
finlandés). En consecuencia, al no poder realizar una lectura global sino por
unidades, las personas con dislexia suelen tener problemas para acceder
rápidamente al significado de aquello que leen, puesto que el automatismo
que acompaña al reconocimiento es deficitario. Además, precisamente dado
el carácter predictivo de la percepción, en muchas ocasiones tienden a hacer
lo que denominamos lexicalificaciones, que no es otra cosa que transformar
lo que leen en una palabra familiar o, al revés, convertirla en algo más
complejo. Por ejemplo, leer «iglesia» o «inglesa» en lugar de eglesa.
Estos conceptos resultan exquisitamente relevantes atendiendo a que
ejemplifican muy bien un rasgo esencial de todo fenómeno perceptivo y es
que, como ya he adelantado, la percepción se sirve de la previsibilidad y del
conocimiento previo para rápidamente dotar de significado aquello que
procesa o sucede en el entorno.
¿Qué significa todo esto y qué tiene que ver con percibir cosas que no
están o con tener alucinaciones? En esencia, el mundo que experimentamos
no es como pensamos que es, sino como nuestro cerebro anticipa, predice y
construye. Por ende, la realidad percibida es aquello que el cerebro
considera más probable y, por ello, todos experimentamos ciertas ilusiones
visuales cuando estas se construyen deliberadamente para provocar que el
cerebro perciba aquello que es más probable. Por ejemplo, en la ilustración
de Van Gogh (a la derecha) resulta imposible no ver uno de los recuadros
más oscuro o claro que el otro, cuando, en realidad, ambos recuadros tienen
exactamente el mismo tono. En el contexto donde están inmersos,
atendiendo a la aparente disposición de la luz y las sombras, el cerebro
considera que, basándose en el conocimiento previo, uno de los recuadros
debe ser más oscuro y el otro más claro y por eso, por más que nos
esforcemos, los vemos como el cerebro decide que los deberíamos ver.
Otro fenómeno relativo a la construcción probabilística de aquello a lo
que nos exponemos es nuestra capacidad para comprender con relativa
habilidad el siguiente texto o identificar un personaje en particular en el
siguiente dibujo:

3N UN LU64R D3 L4 M4NCH4 D3 CUY0 N0MBR3N0 QU13R0


4C0RD4RM3, N0 H4 MUCH0 71EMP0QU3 V1V14 UN H1D4L60 D3
L0S D3 L4NZ4 3N 4S71LL3R0,4D4R64 4N716U4, R0C1N FL4C0 Y
64L60 C0RR3D0R
La figura superior (letras) ilustra el fenómeno predictivo que acompaña a la lectura y cómo
accedemos al significado de las palabras automáticamente. La inferior (cuadro) muestra
cómo el cerebro atribuye significado a lo que percibe cuando existe un conocimiento
relacionado con lo que está viendo. En este caso, la disposición de los cuadros y colores nos
hace reconocer el rostro de Van Gogh siempre que conozcamos el famoso autorretrato de Van
Gogh.

De hecho, la construcción del lenguaje y la propia construcción del


mundo siguen un modelo probabilístico tan obvio y automatizado que no
podemos tampoco evitar anticiparnos a las palabras o conceptos que
resultan más probables en un determinado contexto lingüístico, por
ejemplo, cuando leemos: «Voy a beber agua porque tengo mucha...» o
«Después de todo un año trabajando tengo ganas de que lleguen las...».
Otro fenómeno curiosísimo en la misma dirección es el efecto McGurk,
descrito por los psicólogos Harry McGurk y su colega John MacDonald en
1976, un fenómeno perceptivo que se puede entender buscando información
en internet y experimentando después sus múltiples formas. Este efecto
ilustra, de una manera muy simple, el papel que tiene la integración
multisensorial, es decir, el uso de toda la información disponible en la
percepción del mundo al que nos exponemos. En su forma clásica, se
presenta un estímulo auditivo simple que suele ser «ba» y que se va
repitiendo. Simultáneamente, aparece una persona cuyos labios no se
colocan acorde a la posición necesaria para pronunciar «ba» sino para
pronunciar «ga». Pues bien, cuando el cerebro integra las dos pistas
sensoriales que recibe, la auditiva y la visual, nos hace escuchar «da» o
«tha».
En lo relativo a las percepciones ilusorias o a las pequeñas alucinaciones
benignas que todos podemos experimentar cuando creemos haber
escuchado nuestro nombre o un teléfono sonando, muchos de estos
elementos juegan un papel esencial, aunque estos fenómenos pueden
suceder como consecuencia de distintos mecanismos.
A la impresión de haber oído nuestro nombre podría haber una posible
explicación si la sensación se produce en un ambiente relativamente
ambiguo o ruidoso. En el mejor de los casos, en ese contexto los procesos
de habituación habrán filtrado todo ese ruido de fondo, pero, si por algún
motivo aleatorio ciertos estímulos auditivos se llegasen a agrupar de modo
que momentáneamente llamasen la atención de nuestros sistemas
cognitivos, indefectiblemente se pondrían en funcionamiento los procesos
destinados a reconocer esos estímulos. Si por sus características sonoras
esos estímulos tuviesen cierta similitud con el espectro sonoro que
acompaña las letras que componen nuestro nombre, los procesos de
anticipación y de uso del conocimiento previo para dotar de sentido al
contexto externo podrían perfectamente llegar a la solución de que lo que se
ha oído es nuestro nombre y, en consecuencia, «oiríamos» nuestro nombre.
Esto es, como quizás algunos habrán razonado, básicamente análogo al
fenómeno que sucede cuando experimentamos pareidolias faciales frente a
estímulos ambiguos.
Otra posible explicación tiene que ver con la forma en que el cerebro
aprende a establecer relaciones causales entre estímulos o sucesos, de modo
que la aparición de un fenómeno anticipa la aparición de otro. Esta forma
de aprendizaje sucede en ausencia de conocimiento explícito, de manera
que, sin darnos cuenta, vamos incorporando a nuestro repertorio
experiencial toda una serie de relaciones de causalidad. Cuando un estímulo
resulta previsible como consecuencia de la previa aparición de otro
estímulo, o como consecuencia de una determinada regularidad en el
tiempo, es muy fácil que lleguemos a percibirlo si se cumplen las
condiciones adecuadas. Por ejemplo, ese maldito goteo en el baño, ese
«ploc... ploc... ploc... ploc...» que de día nadie oye, pero que de noche se
vuelve absolutamente insoportable. La regularidad con la que sucede y lo
previsible que es que vuelva a suceder, junto con la ansiedad con la que
anticipamos que sucederá, provoca que incluso cuando deja de suceder
podamos seguir oyéndolo.
Y es que no hay mayor presencia que la de la ausencia, y es por ello que,
precisamente, otro de los mecanismos que puede fácilmente precipitar una
experiencia de este tipo es que deje de suceder algo que hasta el momento
había sido previsible y regular en un entorno determinado. Como ya se ha
explicado anteriormente, el cerebro tiene la brillante capacidad de rellenar
los vacíos con aquello que conoce. Lamentablemente, todos en algún
momento vivimos la delicada experiencia de que alguien próximo a
nosotros, un ser humano, un familiar o un animal de compañía, desaparezca
para siempre. Cuando esto sucede de un modo repentino, nosotros sabemos
que ese ser ya no está, pero en los engranajes del conocimiento adquirido
por parte de nuestro cerebro esa representación sigue existiendo. La
persistencia de esta representación facilita que en la ausencia muchas
personas hayamos oído los sonidos más habituales de quien ya no está,
puesto que, precisamente por su ausencia, la falta de un estímulo habitual
provoca que el cerebro rellene ese vacío construyendo por su cuenta la
percepción de un estímulo que ya no aparece.
En mi caso, la experiencia más obvia que he vivido relacionada con este
último ejemplo tiene que ver con la muerte repentina de mi gato Pancho.
Durante doce años fuimos los mejores amigos, como podría reconocer
cualquiera que haya amado a un animal doméstico. Cada noche Pancho,
antes de acostarse en mi regazo, arañaba las maltrechas sillas de mimbre del
comedor produciendo ese sonido tan particular. Durante las noches
siguientes a su muerte, seguí oyendo en muchas ocasiones el sonido de sus
arañazos, y de vez en cuando también alguno de sus maullidos. Un
fenómeno muy similar, y mucho más intenso, lo experimentan las personas
que pierden a un ser querido y siguen oyéndole momentáneamente por la
casa. Yo mismo, que tuve la fortuna de conocer a mi bisabuela, recuerdo
que al final de sus días empleaba una pequeña campanita para avisar por la
noche a mi abuela si necesitaba algo. Tras su fallecimiento, durante varios
meses, mi abuela seguía oyendo con relativa regularidad el sonido de esa
pequeña campanita, aunque obviamente ya no había nadie haciéndola sonar.
Privar al cerebro o a los órganos sensoriales de los estímulos a los que
está habituado es uno de los mecanismos a través de los cuales podemos
inducir con más facilidad fenómenos de alucinaciones en personas
totalmente sanas. Además, en determinadas condiciones patológicas donde
la integridad de los órganos sensoriales se ve comprometida, pero no la de
las áreas cerebrales dedicadas a procesar los estímulos sensoriales, puede
suceder uno de los fenómenos más espectaculares desde el punto de vista de
las experiencias alucinatorias: el conocido como síndrome de Charles
Bonnet. Esta afección sucede en personas con una pérdida importante de
visión (o también de audición), y desencadena que deje de llegar
información sensorial del mundo externo a las áreas cerebrales dedicadas al
procesamiento y reconocimiento. La dramática ausencia de estimulación
puede provocar que las áreas cerebrales implicadas en la percepción se
desinhiban, precisamente por no recibir ningún estímulo de entrada. La
consecuencia de todo ello, que define el cuadro clínico del síndrome de
Charles Bonnet, es que la persona experimenta repentinamente una cascada
de alucinaciones visuales (o auditivas) extraordinariamente ricas y
complejas en cuanto a forma y contenido, sin que en ningún caso ello
suponga un signo sugestivo de patología psiquiátrica ni necesariamente
neurológica.
De un modo parecido, es decir, como consecuencia de la pérdida de
estímulos sensoriales de entrada, los contextos que se acompañan de una
notable deprivación sensorial pueden desencadenar formas más o menos
complejas de alucinaciones visuales y/o auditivas. En algunos de los
estudios clásicos realizados con candidatos a astronautas para supuestos
viajes espaciales de larga duración, se estudiaron toda una serie de variables
fisiológicas y psicológicas durante prolongados periodos de confinamiento
en entornos similares a una nave espacial. Una de las consecuencias más
evidentes de estas formas de confinamiento fue el desarrollo de
alucinaciones visuales y auditivas en los participantes de estos estudios.
Otro ejemplo que ilustra perfectamente el efecto de la deprivación sensorial
sobre el desarrollo de alucinaciones puede encontrarse en el efecto
Ganzfeld, presentado por el psicólogo Wolfgang Metzger en 1930. Esta
situación se consigue cuando, usando distintas técnicas, se priva a una
persona de estimulación auditiva y visual significativa, o lo que es lo
mismo, se induce una deprivación sensorial. Para lograr este efecto, se
necesita crear un patrón de estimulación uniforme tanto auditivo como
visual. Ello se consigue empleando, por ejemplo, pelotas de pimpón
cortadas por la mitad que se colocan sobre los párpados o unas gafas
especiales que aíslen completamente los ojos del exterior. Luego, se debe
usar una iluminación tenue y continua que no dé lugar a ningún tipo de
sombra. Paralelamente, se suelen utilizar auriculares a través de los cuales
se expone al sujeto a un ruido blanco continuo. Una vez la persona se
encuentra inmersa en este estado de deprivación sensorial externa, a los
pocos minutos suelen empezar a aparecer los primeros signos de
alucinaciones visuales e incluso de sensaciones de levitación del cuerpo,
como consecuencia de la hiperactividad de las áreas visuales y auditivas en
respuesta a la deprivación sensorial.
Durante los periodos de confinamiento provocados por la pandemia de la
COVID-19, muchas personas nos vimos repentinamente expuestas a
prolongados periodos en un entorno infinitamente menos estimulante que al
que estábamos habituados. Esta ausencia de estimulación supuso en
determinados casos, especialmente en la población vulnerable, un aumento
de la frecuencia y complejidad de episodios de alucinaciones visuales que
algunos ya presentaban antes, como es el caso de ciertos pacientes con
enfermedad de Parkinson. Pero también hubo personas completamente
sanas que en algún momento vivieron esas experiencias que nunca antes
habían sentido. El confinamiento supuso, lamentablemente, un
extraordinario experimento para volver a demostrar el enorme peso que
tiene el modo en el que nos relacionamos con el mundo externo y con un
contexto rico en estímulos en el funcionamiento normal de nuestro sistema
nervioso y, por consiguiente, en nuestro bienestar psicológico. No debemos
olvidar que, en gran medida, somos una consecuencia de haber estado
expuestos en los primeros periodos críticos del neurodesarrollo, y a lo largo
de la vida, a un entorno estimulante. Sin ese entorno, por más
predisposición genética inherente de nuestra especie, nunca hubiésemos
alcanzado los hitos del neurodesarrollo. Por ello, porque la función cerebral
es indisociable de la estimulación que recibe, no existe nada más terrible
para un cerebro sano, y especialmente para un cerebro comprometido, que
privarle de la estimulación. Tras la pandemia vivimos otra pandemia de
casos de personas cuyas patologías neurocognitivas, ya presentes antes del
confinamiento, se desbordaron por completo durante esos días y de otras
personas que tras el confinamiento empezaron a mostrar signos evidentes
de deterioro cognitivo. Todos estos casos son un excelente ejemplo de hasta
qué punto un cerebro que lleva tiempo enfermando es capaz de lidiar con
los primeros cambios gracias al despliegue de mecanismos de
compensación, pero, al interrumpir de manera abrupta y continuada la
estimulación, estos mecanismos fracasan dando lugar al aparente debut de
procesos que, en realidad, ya llevaban tiempo progresando lentamente.
Por todo ello no existe técnica dedicada a la estimulación cognitiva más
completa, ni con mayor evidencia científica, que la exposición regular a un
entorno estimulante. No es necesario alimentar nuestros procesos cognitivos
empleando complejos aparatos o programas de ordenador cuya eficacia
resulta más que cuestionable. Es mucho más sencillo hacer algo que se
aplica tanto al contexto de la normalidad como al de la enfermedad, y que
en definitiva nos ha construido tal y como somos: no dejar nunca de
exponernos a la riqueza de los estímulos del mundo en que el vivimos.
8
APARICIONES NOCTURNAS

Quizás en este punto estemos ya relativamente convencidos tanto de la


benignidad de algunos fenómenos ilusorios y alucinatorios como de la
explicación general que hay detrás de estos. Pero seguramente cualquier
lector podrá pensar que, más allá de haber tenido la impresión de oír un
nombre o los arañazos de un gato, existen eventos perceptivos mucho más
complejos en cuanto a su riqueza o en cuanto a la experiencia sensorial que
asocian.
Ejemplos de ello son fenómenos ampliamente reportados a lo largo de
nuestra historia y que, sin duda alguna, también han contribuido de un
modo muy significativo a nutrir el imaginario relativo al mundo de lo
paranormal. Sin pretender cuestionar las experiencias que se hayan podido
tener o el significado que se les haya querido atribuir, y, por supuesto, sin
pretender argumentar que yo disponga de una explicación para todos estos
fenómenos, sí que me permitiré ilustrar una serie de situaciones
aparentemente sobrenaturales y muy particulares de las cuales, en gran
medida, conocemos el mecanismo neuronal que las provoca.
Las alucinaciones de presencia definen momentos durante los que las
personas suelen tener una impresión muy física y real de que hay alguien
que los acompaña y que habitualmente se experimenta como una presencia
detrás de la espalda. En la enfermedad de Parkinson y en la demencia con
cuerpos de Lewy es muy habitual que una proporción significativa de
personas afectadas experimenten este tipo de alucinaciones; incluso, en
algunos casos, estas aparecen años antes de que se presenten los síntomas
característicos de estas enfermedades y, por lo tanto, antes de que se hayan
diagnosticado. De hecho, tanto este tipo de alucinaciones como otras
formas extraordinariamente complejas y floridas de experiencias visuales
imposibles pueden acompañar a una amplia proporción de estos enfermos.
A lo largo de estos últimos años ha existido un creciente interés en todo
lo relacionado con comprender mejor los mecanismos implicados en la
aparición de estos síntomas en el marco de estas enfermedades. Los
hallazgos conseguidos gracias a los estudios que se han realizado con esta
intención han contribuido notablemente no solo a entender mejor la
fisiopatología de estas enfermedades, sino que también nos han permitido
construir modelos que nos permiten explicar los procesos que participan en
estas experiencias en personas totalmente sanas. En resumen, no solo es lo
que nos cuenta un cerebro afectado por una enfermedad de Parkinson o por
una demencia con cuerpos de Lewy lo que nos permite comprender los
mecanismos que subyacen en muchas de estas experiencias.
Uno de los fenómenos más aterradores que podemos experimentar
dentro de la más absoluta normalidad neurológica es la denominada
parálisis del sueño. Esta suele suceder durante la transición de la vigilia al
sueño, y fenomenológicamente se caracteriza por despertarse y tener la
absoluta impresión de no poder mover ni una sola parte del cuerpo, esto es,
de estar completamente paralizado. Es un fenómeno tan frecuente que llega
a afectar a una franja de entre el 8 y el 50 % de la población sana, tanto en
hombres como en mujeres y en todos los grupos de edad.
Más allá de la experiencia, ya de por sí compleja y aterradora, de sentirse
paralizado, en muchos casos las parálisis del sueño se ven acompañadas de
una compleja constelación de fenómenos perceptivos que van desde
sensaciones de presencia en la habitación, sonidos o sensaciones táctiles,
hasta visiones perfectamente estructuradas y elaboradas de personas,
animales, objetos e incluso de seres diabólicos.
Este tipo de experiencias alucinatorias son tan frecuentes y
estereotipadas que prácticamente en todas las lenguas humanas existe una
palabra que da nombre a la entidad maligna que se apodera de la persona
mientras duerme, que la priva del movimiento, que le causa terror y que la
asfixia. Y es que otra de las sensaciones que frecuentemente pueden
acompañar a las alucinaciones visuales en las personas que experimentan
parálisis del sueño es la de sentir, o incluso ver, a un ser diabólico postrado
sobre el pecho que dificulta la respiración. Algo que ilustró perfectamente
Johann Heinrich Füssli en su cuadro La pesadilla.
La compleja fenomenología alucinatoria que puede desencadenarse
durante los episodios de parálisis del sueño, que no debemos olvidar que
suceden con plena consciencia y sin estar dormidos o soñando, define un
marco conceptual más que rico para dar explicación a una infinidad de
fenómenos aparentemente paranormales y habitualmente referidos en la
soledad y durante la noche. Por ejemplo, recuerdo el caso de una persona
que nos consultó y explicaba que había estado experimentando un
fenómeno que nunca antes había vivido. Este punto es importante, puesto
que este tipo de experiencias pueden suceder de manera relativamente
habitual o de manera esporádica y sin previo aviso. Esta persona nos contó
que, durante sus últimas vacaciones, tras volver de un largo viaje de trabajo,
había alquilado con su familia una antigua masía catalana. Durante la
primera noche, se despertó y refirió haber sentido, sin llegar a verla, una
presencia observándole en algún lugar de la habitación. Posteriormente, oyó
unos pasos que se le acercaban y, finalmente, sin llegar a ver nada, notó en
la piel de su cuello el frio aliento de la respiración de un ser invisible a su
lado. Las noches siguientes se acompañaron de otros fenómenos tales como
escuchar risas, sentir nuevamente esa presencia, ver sombras deambulando
por la habitación e incluso notar el peso de un cuerpo sentándose en el
borde de la cama. Obviamente, estas experiencias resultaron aterradoras
para él y, tal y como sucede en muchas ocasiones en el marco de las
parálisis del sueño, desarrolló una evidente ansiedad anticipatoria para
dormir, esto es, tenía miedo de ir a dormir. Una de las noches, al despertarse
experimentó la parálisis absoluta de todos los miembros de su cuerpo y
desde esa incapacidad para moverse pudo ver con todo lujo de detalles
cómo un hombre de brazos extremadamente largos y sin rostro se subía
encima de la cama para luego sigilosamente postrarse encima de su pecho y
no dejarle respirar.
Como cualquiera podrá imaginar, todas estas secuencias de experiencias
resultaron espeluznantes para esta persona, pero el hecho de que todos los
fenómenos desapareciesen repentinamente, el que se quedara dormido
inmediatamente después, el que su esposa no notase nada y el tener un más
que desarrollado sentido crítico y de razonamiento científico le hicieron
buscar una explicación médica y no sobrenatural. Efectivamente, lo que
había vivido esta persona eran formas tremendamente estereotipadas de
fenómenos de parálisis del sueño. Quizás porque en periodos de ansiedad o
de estrés, de falta de sueño, de jet lag (como en este caso), o tras haber
echado alguna cabezada fuera del horario o rutina habitual es más frecuente
que puedan suceder episodios de parálisis del sueño, esta persona
experimentó por primera vez, durante las vacaciones y en un nuevo entorno,
la masía catalana, unos episodios que, hasta fecha de hoy, no han vuelto a
suceder.
Una experiencia distinta, mucho más aterradora y cuya explicación se
asienta en este caso en un trastorno neurológico, fue lo que no hace mucho
tiempo me contó desesperada una paciente de sesenta y siete años que vino
a la consulta acompañada de su hija y que, básicamente, solo pedía ayuda
para que «la dejasen en paz». Esta mujer padecía desde hacía muchos años
un dolor neuropático persistente en sus piernas, secundario a las secuelas
derivadas de un herpes zóster con el que había aprendido a convivir. Pero
unos meses atrás había empezado a notar con una gran claridad como si
unos dedos invisibles le fuesen tocando las piernas en distintos momentos
del día. Progresivamente, la sensación se fue volviendo más compleja,
dejando de ser el roce de unos dedos para convertirse en la sensación de que
varias manos le tocaban y agarraban las piernas. El desarrollo de estos
episodios se acompañó con la contemplación, durante las siguientes noches,
de unas oscuras figuras humanas, aproximadamente diez, sin cara y
ubicadas alrededor de su cama. Explicaba que una de estas figuras solía
agarrar su pierna a la altura de la pantorrilla y la estiraba como si quisiera
tirarla de la cama. Ella notaba perfectamente la sensación de esas manos
agarrando su pierna y la de su cuerpo desplazándose por encima de la cama,
aunque, obviamente, nunca cayó de la cama porque, en efecto, no se estaba
moviendo. No menos aterrador fue cuando empezó a tener la convicción de
que la figura que intentaba levantarla de la cama no era otra que la de su
marido, quien había fallecido hacía unos veinte años. Conforme pasaron las
semanas, fueron apareciendo otros elementos como una infinidad de
cucarachas correteando por los muebles que solo ella veía, música que
sonaba continuamente y un extraño olor a perfume que la llevó a elaborar la
delirante idea de que esos fantasmas, bajo las órdenes de su fallecido
marido, rociaban su casa con un perfume venenoso para acabar con ella y
apropiarse de su hogar.
En realidad, esta persona había estado desarrollando una demencia con
cuerpos de Lewy, que había ido contribuyendo a la desintegración de toda
una serie de estructuras cerebrales y de procesos cognitivos que
desempeñan un papel esencial en la integración e interpretación de las
señales que recibimos del cuerpo y de nuestro entorno y que posteriormente
comentaremos con mayor detalle. Principalmente, lo primero que había
empezado a suceder es que su cerebro había dejado de ser capaz de
interpretar las sensaciones de dolor neuropático como dolor y había
empezado a atribuir a esas sensaciones un significado distinto. De hecho, no
sorprendía que, en efecto, contase que desde que habían aparecido «las
manos» había dejado de sentir dolor en las piernas. La evolución de la
neurodegeneración y la consecuente disfunción cerebral progresiva fueron
contribuyendo a que, de un modo aberrante, su cerebro interpretase
terriblemente mal todas las sensaciones y elaborase un mundo imaginario
desde donde explicarlas.
En ausencia del conocimiento actual relativo a las parasomnias o a los
trastornos del sueño y a las características de algunas enfermedades
neurodegenerativas, resulta evidente cuál sería el escenario o explicación
más probable que se hubiese desarrollado por parte de alguien que hubiese
tenido esta experiencia o por parte de aquellos que la hubiesen escuchado.
Entonces, ¿son todos los fenómenos extraños que suceden durante la noche
simples consecuencias de una parálisis del sueño? Posiblemente muchos sí,
y los que no lo son puede que sean fenómenos que se denominan
alucinaciones hipnagógicas o alucinaciones que se producen en la
transición de la vigilia al sueño, o alucinaciones hipnopómpicas o las que se
producen en la transición del sueño a la vigilia. Lo menos probable es que
la explicación resida en un fenómeno sobrenatural mediado por el contacto
con seres de otro mundo. En cualquier caso, la ciencia se basa en testar,
contrastar, replicar, validar y rechazar hipótesis según un método, de modo
que seguiremos abiertos a la posibilidad de que la hasta ahora aceptada
hipótesis de la parálisis del sueño y de las alucinaciones en periodos de
transición pueda ser rechazada, aunque hasta la fecha de hoy nadie ha
encontrado una explicación alternativa.
9
PRESENCIAS

Las presencias, y no tanto las visiones estructuradas de personas o animales,


pueden experimentarse a lo largo del día en completa vigilia, por ejemplo,
mientras miramos el televisor o caminamos por la calle. Por lo tanto, las
sensaciones de presencia no pueden ser una mera consecuencia de algo que
sucede durante la transición de la vigilia al sueño o viceversa. Por supuesto
que no. Uno de los mecanismos que con mayor facilidad puede precipitar
que ocurran sensaciones de presencia es el miedo en soledad. Muchas
personas, cuando se encuentran solas en casa y especialmente si sucumben
mínimamente al poder de la sugestión y navegan en las terribles historias de
crímenes y agresiones que nos cuentan en el televisor, es fácil que pueda
tener la impresión de haber oído algo o de notar algún tipo de presencia en
casa. Posiblemente, uno de los mecanismos que contribuye a estas
sensaciones sea el papel que juega el miedo como mecanismo de puesta en
funcionamiento de los sistemas de alerta. Como he comentado
anteriormente, la red atencional ventral continuamente evalúa e interpreta a
su manera todo aquello que nos rodea, empleando la información
disponible. El miedo tiene la capacidad de modular múltiples procesos
cognitivos habituales e interferir en ellos y de tomar las riendas de nuestros
razonamientos. En una situación de aparente vulnerabilidad, como puede
ser estar solo en casa, en medio de un bosque o en un desolado garaje, los
procesos responsables de supervisar que no exista ningún peligro para
nuestra integridad se ponen a funcionar fácilmente con mayor intensidad.
Esto supone que los sistemas que deberían prescindir de atender a muchos
de los estímulos banales que nos rodean dedican una parte relevante de su
capacidad a analizar continuamente aquello que sucede a nuestro alrededor.
En consecuencia, es sumamente fácil que a toda una serie de estímulos o
sensaciones que en condiciones de relajación hubiesen pasado totalmente
desapercibidos se les otorgue a priori la condición de potencialmente
peligrosos, accediendo a nuestra consciencia en forma de sensaciones raras
o sonidos extraños.
Algo diferente, como ya se ha explicado en el capítulo anterior, es la
sensación que podemos experimentar en situaciones normales, pero que
sucede con mucha frecuencia en personas con enfermedad de Parkinson, las
denominadas alucinaciones de presencia. Habitualmente, las personas que
experimentan este fenómeno refieren notar una presencia muy real y
humana situada en la parte posterior de su cuerpo, habitualmente
desplazada hacia el lado derecho o izquierdo de la espalda. Esta sensación
de presencia se puede experimentar como un fenómeno estático, sintiendo,
por ejemplo, cuando estamos sentados en el sofá, que tenemos a alguien
detrás, pero también se puede experimentar como un fenómeno dinámico,
notando, por ejemplo, una presencia que nos sigue mientras vamos
caminando. Ocasionalmente, esta experiencia se puede presentar de un
modo un tanto más complejo en cuanto a las características sensoriales
asociadas, llegando a ser posible notar el aliento o la temperatura del otro, o
incluso sensaciones en la ropa, como si nos la tocasen o rozasen.
En la misma línea, existe un fenómeno más llamativo conocido como
ilusión de phantom boarder, que se encuentra de manera relativamente
habitual en las personas que padecen una demencia con cuerpos de Lewy y
que se caracteriza por que se tiene la impresión de sentir una presencia en
algún lugar de la casa, alejada de la persona, como si de un invitado no
deseado se tratase. Este fenómeno es distinto al que define las sensaciones
de presencia cercanas o detrás de la espalda, pero, en esencia, ambos casos
comparten mecanismos neuronales muy similares.
Nuestro cerebro procesa e integra continuamente todo un conjunto de
señales relativas al entorno y al propio cuerpo. De este modo, se construye
un todo integrando señales sensoriales provenientes de la visión, el oído, el
tacto o el olfato, pero también señales internas, como sensaciones viscerales
y emociones, junto con información relativa a la posición y a los
movimientos de nuestro cuerpo y a su localización con respecto al mundo
externo. A este conjunto de procesos los denominamos integración
sensorimotora y en gran medida dependen de estructuras frontales,
especialmente parietales, que se dedican a la integración de la información
que proviene de distintos sistemas cerebrales.
Estos procesos de integración sensorimotora nos permiten, por ejemplo,
saber que nuestro brazo está ubicado donde está porque recibe señales
propioceptivas relativas a la postura del brazo con respecto al cuerpo y al
espacio externo. Pero podemos «hackear» estos procesos y confundir
terriblemente al cerebro. El ejemplo más obvio de ello es la ilusión de la
mano de goma. El procedimiento para provocar esta ilusión consiste en que
se coloca una de las manos del participante en una postura cómoda, pero
fuera de su campo visual. De manera visible para el participante se coloca
una mano de goma allí donde sería más coherente que estuviese su mano
real. En este punto, el procedimiento consiste en ir acariciando de manera
sincronizada la mano real y la mano ficticia de modo que el participante
siente el tacto en su mano real, pero ve cómo están tocando la mano ficticia.
Al realizar esto, los procesos de integración sensorimotora llevan al
participante a sentir que la mano de goma es su mano y, de hecho, si sin
previo aviso se golpea la mano de goma, el participante reacciona tratando
de apartar la mano como si se tratase de la suya. En contraposición a este
fenómeno, cuando los procesos de integración sensorimotora fallan y dejan
de integrar las sensaciones relativas a una parte del cuerpo pueden
desarrollarse síntomas neurológicos fascinantes tales como la
somatoparafrenia, en la que el paciente no reconoce como suya una
extremidad, o incluso los fenómenos de síndrome de mano ajena o de mano
alienígena, en los que un miembro, por ejemplo, una mano, adquiere vida
propia y tiende a moverse y realizar gestos o acciones sin que exista
voluntad ni control por parte del paciente.
Gracias a los distintos trabajos realizados en el marco del estudio de los
mecanismos implicados en el desarrollo de alucinaciones de presencia y de
fenómenos de phantom boarder, actualmente sabemos que cierto tipo de
fallos en los procesos relativos a la integración sensorimotora juegan un
papel esencial en su desarrollo como síntomas de determinadas
enfermedades, pero también en un contexto de normalidad.
De hecho, yo mismo, junto al excelente equipo con el que tengo el placer
de trabajar y en colaboración con el laboratorio liderado por el doctor Olaf
Blanke, en Ginebra, contribuimos a que se comprendan mejor los
mecanismos neuronales implicados en estos procesos a través de provocar
artificialmente, y de manera controlada, la aparición de alucinaciones de
presencia en un experimento. Todo ello nos permitió demostrar que, en
esencia, el ser que podemos sentir detrás de la espalda en las alucinaciones
de presencia y el intruso que se percibe en alguna habitación de la casa en
los fenómenos de phantom boarder somos nosotros mismos, es decir,
nuestro cuerpo, habiendo sido incorrectamente ubicado en el espacio por
parte de los procesos de integración sensorimotora. Lo sé, es difícil de
entender, pero pensemos que, si yo estoy colocado en un lugar X, me siento
en ese lugar gracias a la integración sensorimotora. Si me muevo y me
desplazo unos metros a la derecha, entonces me siento en ese otro lugar. Del
mismo modo, si tengo mi mano alzada, la siento arriba y, si la bajo, la
siento inmediatamente abajo. Pero ¿qué sucedería si existiese algún tipo de
retraso en lo relativo a los procesos de integración sensorimotora cuando
moviese mi miembro o cuando yo me moviese por el espacio? Pues que, a
pesar de verme en el lugar X, me podría sentir desplazado en el espacio.
Entonces, como si de una gigantesca mano de goma se tratase, nuestro
cerebro decidiría que estamos en el lugar X y que, por lo tanto, lo que
sentimos unos metros más allá no podemos ser nosotros.
La atribución de algo distinto a la propia persona cuando sentimos una
presencia cercana a nosotros es una consecuencia previsible de cómo el
cerebro tiende a interpretar de un modo coherente y basado en el
conocimiento previo todo aquello que sucede. De este modo, si nos vemos
en un determinado lugar pero sentimos una presencia humana en otro lugar
la solución más razonable que encuentra el cerebro para explicar esta
sensación es que no podemos ser nosotros, sino otra persona.
Esta especie de desincronización puede dar lugar a otro fenómeno
mucho menos habitual, pero que tanto en la patología como en la
normalidad se puede experimentar, y que no es otro que la sensación de
desrealización o de incluso no reconocerse al verse reflejado en un espejo.
Pensamos que continuamente estamos recibiendo información del
mundo externo y de las personas que componen el mundo externo
precisamente porque las vemos. En contraposición, a nosotros nos vemos
en contadas ocasiones, a no ser que pequemos de un ego y narcisismo
desorbitados que nos obliguen a estar continuamente frente a un espejo o en
la pantalla de nuestro teléfono móvil. En cualquier caso, resulta evidente la
gran discordancia que existe en cuanto a la retroalimentación que nos llega
de los otros y la que nos llega eventualmente de nosotros, básicamente,
cuando nos miramos al espejo.
Es en estos momentos, al vernos, cuando de algún modo actualizamos y
mantenemos viva la imagen de cómo somos. Fuera de esos instantes, no
vemos nuestro rostro. Evidentemente, nuestro cerebro acepta que la imagen
especular que estamos viendo es la nuestra porque conocemos nuestros
rasgos y somos conscientes de estar en ese lugar donde vemos nuestro
rostro y nuestros movimientos reflejados en el espejo y, por ende, nos
reconocemos. Pero del mismo modo que artificialmente podemos inducir
una ilusión de mano de goma o eventualmente puede fallar el sincronismo
que existe entre el espacio que ocupa el cuerpo, el movimiento y lo que
sentimos dando lugar a sensaciones de presencia, si ello sucede durante la
observación de nuestro rostro en un espejo, si lo que hace o la manera en
que se mueve ese rostro no corresponde con lo que siente el cerebro,
entonces se producirá una alteración de la identificación que dará lugar a
una forma de paramnesia reduplicativa provocando que no reconozcamos la
imagen en el espejo como nuestra persona.
Esta idea, que parece una mera invención o especulación de lo que
podría suceder, es, en realidad, un hecho no solo constatable, sino también
susceptible de ser provocado y replicado en un contexto experimental. El
doctor Olaf Blanke, a quien ya hemos citado anteriormente, demostró en
uno de sus experimentos que, al inducir artificialmente cierta asincronía
entre nuestra imagen especular y lo que realmente hacemos, al vernos a
nosotros mismos se provoca una sensación de disociación y de fallo en la
identificación.
Los trastornos de la identificación como tal son fenómenos sumamente
complejos que suceden con mayor frecuencia en el ámbito de determinadas
enfermedades psiquiátricas y neurodegenerativas y que dan lugar a una
serie de manifestaciones muy curiosas que merece la pena resumir.
En los trastornos de la identificación se producen experiencias
sumamente grotescas en las que la forma en que el cerebro interpreta el
mundo externo da lugar a una serie de síndromes particulares con
características propias. Un ejemplo de ello es el conocido como paramnesia
reduplicativa del lugar. Este fenómeno se caracteriza porque la persona
afectada explica que está en su casa, pero siente que se encuentra en una
casa parecida o incluso idéntica a la suya, con los mismos muebles y
distribución de habitaciones, aunque sabe que, en realidad, esa no es su casa
sino una «duplicación». En consecuencia, si se les pregunta, suelen elaborar
historias fantásticas acerca de cómo han llegado a esta casa idéntica a la
suya o a los motivos que han llevado a terceras personas a construir una
casa como la suya. Hace algún tiempo, una paciente explicaba con aparente
normalidad que, en efecto, habían construido una casa idéntica a la suya
delante de su casa y que, además, habían construido un túnel a través del
cual la habían desplazado a esta nueva casa mientras dormía. Los motivos
los desconocía, pero incuestionablemente la casa donde estaba ahora, a
pesar de ser idéntica, no era la suya.
Otro fenómeno en el campo de los trastornos de la identificación es el
llamado síndrome de Capgras. En este caso ya no es el hogar lo que ha sido
«suplantado», sino personas muy cercanas. De este modo, el paciente
refiere que esa persona que tiene al lado no es su cónyuge, sino alguien
disfrazado de su cónyuge que se comporta como él, pero que, sin duda
alguna, no lo es, sino que se trata de un impostor. En ocasiones, la persona
afectada por el síndrome de Capgras transforma la identidad del impostor
en una persona distinta, por ejemplo, un ser fallecido u otro familiar.
Exactamente así me lo contaba en una ocasión una mujer aquejada de lo
que parecía inicialmente tratarse de un proceso neurodegenerativo, pero que
finalmente resultó ser un tumor frontotemporal. Ella explicaba que el
hombre que tenía sentado al lado era un primo suyo disfrazado de su
anterior marido. En realidad, solo se había casado una vez y, obviamente,
quien estaba a su lado era su marido de siempre. Pero ella, además de no
reconocer a su marido, había elaborado la historia de que su marido era
alguien a quien había conocido recientemente en un hotel y la persona que
estaba a su lado en la consulta era una burda representación de su exmarido
realizada por parte de su primo.
En el síndrome de Fregoli, la persona experimenta que toda la gente es,
en realidad, una misma persona que va adquiriendo formas distintas para
caracterizarse como si fuera otra persona, y en el síndrome de
intermetamorfosis el paciente llega a percibir que sus rasgos faciales están
cambiando para transformarse en los de otras personas, provocando
también que no puedan reconocerse en el espejo.
Pero, si existe algún síndrome extraordinariamente llamativo en el
campo de los trastornos de la identificación, este posiblemente sea el
síndrome de Cotard o síndrome del nihilismo. Las personas afectadas por
esta afección, más frecuente en el ámbito psiquiátrico que en el
estrictamente neurológico, elaboran la convicción delirante de estar muertos
o carentes de vida, de no tener órganos o de que estos se están
descomponiendo en su interior, de estar vacíos de sangre, de experimentar
partes de su cuerpo pudriéndose, de no existir o de ser espectros, de estar
condenados a la eternidad una vez que ya han muerto y de que la realidad
que les rodea es una fantasía que experimentan desde su condición de
ausencia de vida. Todo ello, un conglomerado de síndromes que una vez
más ilustran la extraordinaria complejidad con la que pueden manifestarse
los trastornos del cerebro y que, a mi parecer, nos recuerdan que en la
normalidad es razonable experimentar, a pequeña escala, síntomas o
sensaciones parecidas, «fallos» mucho menos catastróficos y sutiles.
10
VIAJES ASTRALES

Estar durmiendo, abrir los ojos y, de pronto, tener la extraña y


extraordinaria sensación de verse a uno mismo tumbado en la cama, como
si nos estuviésemos observando desde una posición elevada cerca del techo
de la habitación. ¿Cuántas veces hemos escuchado vivencias parecidas a
esta o incluso las hemos podido experimentar en primera persona? Esta
experiencia no es otra que la conocida como viaje astral, técnicamente
denominada autoscopia u OBE, del inglés out-of-body experience.
Fenomenológicamente, las OBE se caracterizan por episodios durante
los cuales las personas sienten que se observan a sí mismas desde una
perspectiva alejada del cuerpo físico. El contexto más frecuente donde se
suelen presentar estos episodios es durante la transición vigilia-sueño-
vigilia, y la experiencia más habitual es la de verse desde el techo tumbado
en la cama. Aunque lo cierto es que existen reportes de OBE que se han
dado mientras la persona iba andando por la calle y se ha visto a sí misma
por detrás, como si se contemplase a vista de pájaro.
Sabemos que las OBE son un fenómeno que de manera esporádica puede
suceder dentro de la más absoluta normalidad y también que, en
determinadas condiciones neurológicas, especialmente en ciertas formas de
epilepsia, resultan mucho más frecuentes. Paralelamente, otro escenario
donde se han reportado este tipo de fenómenos es durante las denominadas
experiencias cercanas a la muerte, que cuentan con un capítulo dentro de
este libro.
La unión temporoparietal define un territorio de nuestro cerebro que, en
esencia, ejerce un papel central en el procesamiento y la integración
multisensorial, en la percepción corporal y en la autoconsciencia. De hecho,
la unión temporoparietal es una de las regiones centrales dedicadas a los
procesos de integración multisensorial comentados en el capítulo anterior.
Los estudios sobre las OBE realizados por el doctor Olaf Blanke pudieron
demostrar que todos los pacientes neurológicos que presentaban este tipo de
experiencias como manifestación de su enfermedad mostraban algún tipo de
anomalía funcional en la unión temporoparietal. Al mismo tiempo se pudo
probar que la estimulación de estas regiones provocaba estos fenómenos
cuando se estudiaron casos de pacientes con formas graves de epilepsia
refractarias a la medicación, porque durante la cirugía realizada en sus
casos se aplicaron electrodos sobre la superficie del cerebro. Con ello, se
planteó la posibilidad de estimular artificialmente esta región cerebral
empleando una técnica denominada estimulación magnética transcraneal e
igualmente se pudo comprobar que en muchos casos la estimulación
artificial de la unión temporoparietal desencadenaba fenómenos más o
menos complejos de OBE. Así pues, es razonable presuponer que, dada la
complejidad y fragilidad de la organización funcional cerebral,
determinadas anomalías transitorias en la función de la unión
temporoparietal podrían explicar que espontáneamente se desencadenen
este tipo de fenómenos dentro de la más absoluta normalidad.
En esta imagen se representa la localización de la unión temporoparietal.

Si bien las OBE son experiencias que no necesariamente reflejan ningún


tipo de patología de base, o que, si lo hacen, pueden estar asociadas a
procesos relativamente benignos, como, por ejemplo, episodios de migraña,
existen formas mucho más complejas y espectaculares de autoscopia que
difícilmente serán explicables excepto por fallos robustos a nivel cerebral.
En las OBE, las personas observan su cuerpo físico mientras sienten su
yo posicionado en el mismo lugar desde donde lo ven. Esto es, si nos
viésemos en la cama desde una perspectiva elevada, por ejemplo, flotando
cerca del techo de la habitación, nos sentiríamos en el techo de la
habitación, e incluso ocasionalmente podríamos movernos por ese espacio
mientras nuestro cuerpo físico permanecería inerte en la cama. Algo muy
distinto hace referencia al fenómeno que denominamos heautoscopia y que,
en esencia, define un escenario similar al del OBE, pero incorporando
matices únicos. En la heautoscopia, el sujeto que la experimenta observa a
un doble de sí mismo que adquiere consciencia propia y al que
habitualmente se hace referencia en tercera persona. Eso significa que la
persona experimenta de algún modo ser expulsado de su cuerpo o
encontrarse repentinamente con una imagen de sí mismo y que este doble, a
diferencia del cuerpo inerte del OBE, adquiera vida propia y se comporte de
un modo generalmente maligno.
La existencia de este fenómeno posiblemente haya asentado las bases de
la idea del Doppelgänger, el doble fantasmagórico y malvado de uno mismo
que en tantas ocasiones hemos encontrado descrito en innumerables obras
literarias. Una curiosidad fascinante de la experiencia del Doppelgänger es
que, en efecto, ese doble malvado es el cuerpo físico de la persona y que
efectivamente realiza comportamientos dañinos o molestos. En
consecuencia, si un observador externo contemplase al Doppelgänger, vería
a la persona realizando algún tipo de conducta inadecuada, pero,
obviamente, no vería a esa consciencia disociada en el espacio desde donde
el propietario de ese cuerpo se está viendo a sí mismo convertido en un
doble maligno.
Hace algún tiempo, tuve la oportunidad de conocer y de estudiar un caso
terriblemente complejo que se fue desarrollando en un joven portador de
una mutación genética que el día de mañana daría lugar a una enfermedad
neurodegenerativa conocida como enfermedad de Huntington. El paciente
empezó en los inicios a presentar episodios de alucinaciones de presencia y
posteriormente encadenó múltiples episodios de OBE. Al poco tiempo,
acudió a nuestra consulta aterrado por no saber cómo controlar una serie de
episodios que había estado viviendo. Nos explicó que, cuando mantenía
relaciones sexuales con su novia, era expulsado de su cuerpo y entonces,
desde la altura, veía a un doble de sí mismo al que él hacía referencia como
«ese otro», que desplegaba una conducta sexual sumamente violenta contra
su pareja. Él contemplaba la dramática escena desde las alturas sin poder
hacer nada y, posteriormente, cuando «volvía» a su cuerpo, podía constatar
que en efecto había sido violento, puesto que habitualmente el retorno a su
cuerpo físico sucedía en el momento en que su novia le pedía que parase.
Paralelamente, también había ido presentando episodios similares mientras
usaba el transporte público. En esas situaciones, se descubría frente a un
doble de sí mismo que realizaba todo tipo de gestos obscenos dirigidos
hacia las usuarias del medio de transporte.
Evidentemente, este ejemplo define un escenario sumamente complejo,
abigarrado y totalmente vinculado a un proceso neurodegenerativo de base.
Sin llegar a estos extremos, los procesos que desencadenan las OBE en la
normalidad comparten un mismo sustrato neuronal con los que las
desencadenan en la patología. Pero, a diferencia de lo que sucede en la
enfermedad, los episodios de OBE en personas totalmente sanas no reflejan
un daño a lo largo de las estructuras cerebrales implicadas, sino que
simplemente, una vez más, reflejan la fragilidad de un sistema que falla
continuamente y que en ocasiones desencadena experiencias absolutamente
espectaculares.
Dejando al margen los elementos fenomenológicos que rigen la
experiencia misma de sentirse y de verse desde una perspectiva distinta a la
que ocupa el cuerpo físico, tanto las OBE como especialmente los
fenómenos de heautoscopia plantean una serie de preguntas de índole
quizás más filosófica que neurocientífica que resultan fascinantes. Si la
consciencia es un producto o una consecuencia de lo que hace nuestro
cerebro y si, en esencia, somos nuestra consciencia, ¿dónde está ubicada la
consciencia durante las experiencias de OBE? Y, lo más relevante, ¿quién
es y dónde se encuentra la consciencia que gobierna la conducta del
Doppelgänger?
La imagen muestra la ubicación del cuerpo calloso, el conjunto de fibras que permiten la
comunicación entre hemisferios cerebrales y cuya resección se realiza en los casos descritos.

No tengo una respuesta para todas estas cuestiones más allá del
convencimiento de que todo es resultado de la complejidad que se deriva de
lo que sucede cuando el cerebro falla. Sin embargo, existen determinadas
afecciones neurológicas que, sin que aporten una solución a los problemas
que plantean estas preguntas, permiten ilustrar algunos aspectos relativos a
la consciencia humana y a su eventual disociación y posiblemente deban ser
tenidas en cuenta al reflexionar en torno a estas preguntas. Estas afecciones
neurológicas no son otras que aquellas en las que, bajo determinadas
situaciones, ha sido necesario dividir el cerebro humano, es decir,
desconectar un hemisferio cerebral del otro hemisferio a través de la
realización de dos posibles procedimientos neuroquirúrgicos denominados
comisurotomía y callosotomía. Esta cirugía consiste básicamente en cortar
el conjunto de fibras nerviosas que conectan ambos hemisferios cerebrales a
través de una formación denominada cuerpo calloso. El motivo más
habitual que justifica la realización de este tipo de procedimiento es la
existencia de unas formas de epilepsia que se generalizan a todo el cerebro
y que resultan incontrolables farmacológicamente.
Desde el inicio de este tipo de procedimientos se realizaron múltiples
estudios en personas que se habían sometido a estas intervenciones, pero
posiblemente fueron los trabajos del neurocientífico Roger Wolcott Sperry
(merecedor del Premio Nobel) y del psicólogo Michael S. Gazzaniga los
que supusieron un mayor avance en las consecuencias de dividir un cerebro
y en el impacto que ello tiene sobre la cognición y la consciencia humana.
Los experimentos que realizaron en un principio se dividieron básicamente
en tareas de naturaleza visual o táctil. Antes de explicar estos experimentos,
resulta importante recordar que el control de los procesos cognitivos y
motores por parte del sistema nervioso se realiza de manera cruzada, de
manera que el hemisferio izquierdo controla el hemicuerpo derecho y
viceversa. De modo que la información que llega a nuestro cerebro en algún
momento a lo largo del procesamiento viaja de un hemisferio al otro a
través del cuerpo calloso.
En los experimentos visuales que Sperry y Gazzaniga realizaron
presentaban a los pacientes un estímulo que solo podían ver en el campo
visual izquierdo o derecho, esto es, no lo podían ver con los dos ojos a la
vez. Seguidamente, se les pedía que hiciesen sonar una campana cuando
viesen el estímulo visual, algo que en todos los casos podían hacer sin
problema. Sin embargo, cuando se les pedía que nombrasen lo que habían
visto, solo eran capaces de denominar los objetos presentados cuando estos
habían aparecido en el campo visual derecho y, por lo tanto, se habían
procesado en el hemisferio izquierdo. En contraposición, cuando los
estímulos se presentaban en el campo visual izquierdo, los pacientes
afirmaban que no habían visto nada a pesar de que tocaban la campana
acorde a la indicación de que había aparecido el estímulo. Cuando entonces
les pedían que eligiesen un objeto al azar de entre distintas posibilidades,
siempre daban la respuesta correcta, a pesar de no ser conscientes del
porqué. Del mismo modo, eran capaces de dibujar correctamente el
estímulo que afirmaban no haber visto. De alguna manera, su mano derecha
no sabía lo que habían visto, puesto que el estímulo presentado en el campo
visual izquierdo se procesó en el hemisferio derecho, pero sin que la
información pudiera viajar al hemisferio izquierdo, a los sistemas léxicos y
semánticos que empleamos para dotar de significado a aquello que vemos.
En cuanto a los experimentos táctiles, sucedía un fenómeno similar dado
que los pacientes, cuando sostenían un objeto con su mano derecha, sin
poder ver de qué objeto se trataba, eran capaces de nombrar el objeto que
sujetaban, pero totalmente incapaces si lo hacían con la mano izquierda. Sin
embargo, una vez más, si se les pedía que empleasen su mano izquierda
para elegir entre distintos objetos cuál era el que estaban tocando, lo podían
hacer sin dificultad.
Estos hallazgos supusieron un avance extraordinario en nuestra
comprensión de las funciones más o menos especializadas de los
hemisferios cerebrales, pero esta no es la cuestión central a la que quiero
hacer referencia. Estos estudios permitieron descubrir otro tipo de
fenómenos mucho más curiosos desde el punto de vista de lo que sucedía y
de las implicaciones que ello tiene en la reflexión acerca de la consciencia
humana. Cuando a los pacientes se les pedía que, por ejemplo, explicasen
con palabras las acciones que realizaban con su mano izquierda, no daban
una explicación acorde a la realidad, sino que fabulaban un motivo. A saber,
en uno de los casos se presentó la palabra «sonrisa» al hemisferio derecho
del paciente y la palabra «cara» al hemisferio izquierdo. Cuando se le pidió
al paciente que dibujase lo que había visto, dibujó una cara sonriendo, pero
cuando se le pidió que explicase porque había realizado ese dibujo,
argumentó que el motivo era «porque a nadie le gusta ver una cara triste».
De un modo similar, en otro experimento se presentó la imagen de un
hombre desnudo al hemisferio derecho de una niña a quien se había
realizado una comisurotomía y esto causó que empezase a reír. Pero,
cuando se le preguntó por lo que la había hecho reír, explicó que tenía que
ver con cómo era la máquina con la que se estaban proyectando imágenes.
Más espectacular aún fue un experimento donde se proyectaron dos
imágenes distintas a la vez, una al hemisferio derecho y la otra al izquierdo.
Posteriormente, se pedía que, de entre una serie de objetos, se eligiese aquel
que tenía relación con lo que habían visto y que explicasen los motivos. En
uno de los experimentos se mostró al hemisferio derecho la imagen de una
escena invernal donde se podía ver un suelo cubierto de nieve, mientras que
se proyectó al hemisferio izquierdo la imagen de una pata de pollo. Al pedir
al paciente que escogiese con su mano izquierda un objeto relacionado, este
eligió una pala, pero, al preguntarle los motivos de dicha elección, el
paciente refirió que las palas se usan para limpiar los gallineros de los
pollos. De modo que su hemisferio izquierdo, que no tenía acceso a lo que
había visto el hemisferio derecho, observó lo que hacía la mano izquierda,
esto es, elegir una pala, y luego elaboró un significado o motivo coherente
empleando la información que sí tenía disponible (la pata de pollo) para dar
una explicación a lo que hacía esa mano al elegir la pala.
Todos estos experimentos, ilustran, por un lado, un fenómeno al que ya
nos hemos referido, el que tiene que ver con la forma en que el cerebro
«rellena» aquello para lo que no tiene suficiente información. Pero lo más
fascinante es que esto parece suceder en el caso de los cerebros divididos,
como si existiesen dos consciencias distintas en la misma persona. De
hecho, esta realidad se puede observar en algunos casos de pacientes con
cerebro dividido mientras desempeñan tareas rutinarias de su vida diaria. En
estos casos puede suceder que una parte del cuerpo realice un
comportamiento contradictorio con respecto a otra parte del cuerpo, por
ejemplo, que una mano realice una acción (abrocharse los botones de la
camisa), mientras que la otra mano intente realizar la acción opuesta
(desabrochar los botones). Entonces, ¿quiénes somos? ¿La mano que los
intenta abrochar o la que los intenta desabrochar?
Existe una enfermedad neurodegenerativa que denominamos
degeneración corticobasal en la se produce un patrón de daño cerebral en
regiones frontales y parietales siguiendo una trayectoria marcadamente
asimétrica. Es decir, mientras que un hemisferio del cerebro se encuentra
relativamente preservado, todo el otro hemisferio presenta evidentes signos
de neurodegeneración. Una proporción relativamente significativa de
personas afectadas por esta dolencia termina por desarrollar un síntoma
fascinante que denominamos síndrome de la mano ajena o de la mano
alienígena. En estos casos, es habitual que los pacientes inicialmente vayan
perdiendo la capacidad para realizar determinados gestos o posturas con
una de sus manos, dando lugar a lo que denominamos una apraxia
ideomotora de extremidades superiores. Conforme la enfermedad progresa,
es habitual que esa mano con apraxia empiece a ser negligida y que
ocasionalmente, por ejemplo, al pedirle al paciente que nos la muestre,
parezca como si este no supiese de qué le estamos hablando, esto es, como
si su cerebro ya no considerase que tiene una mano. Pero lo más curioso
llega cuando esta mano disociada del cerebro empieza a realizar
comportamientos propios distintos de los que pretende regir el paciente a
voluntad. Así que es relativamente fácil de ver en estos casos cómo una de
las extremidades se va moviendo por su cuenta e intenta realizar acciones
tales como alcanzar objetos o agarrarlos. En otros casos, resulta muy
curioso constatar cómo los pacientes de algún modo dan órdenes a esa
mano ajena para que esta siga las instrucciones y realice la función que
debe realizar, por ejemplo, encender la luz.
Nuevamente estos casos ilustran la curiosa existencia de una forma de
voluntad, de conocimiento y de intencionalidad no verbal, no planeada
conscientemente, no controlada por nosotros mismos, que de algún modo se
libera bajo determinadas condiciones. ¿Esta forma de voluntad encubierta
solo aparece en una enfermedad o está en algún lugar allí dentro aunque no
la sintamos? Si está allí, si es parte de nosotros, ¿cuál es su función y quién
rige su comportamiento?
11
OTRAS VISIONES COMPLEJAS

Más allá de estas experiencias que, a pesar de que a veces ocurren, no son
necesariamente muy habituales, de un modo mucho menos complejo,
aterrador o espectacular, todos en algún momento hemos podido tener
pequeños instantes de alucinaciones visuales o de fallos en la identificación
durante los cuales hemos visto, o hemos creído ver, algo que no estaba o
hemos observado algo de un modo completamente distinto a la realidad.
La explicación de este fenómeno tiene que ver con muchos de los
elementos que se han ido describiendo anteriormente cuando he hecho
referencia a la atención, a la memoria y a la construcción de la realidad a
través de la anticipación, la probabilidad y el conocimiento previo. Como
ya se ha comentado, el ser humano dispone de un sistema atencional
relativamente primitivo que, en esencia, supervisa aquello que sucede en la
periferia, pero sin llegar a incorporar elementos relativos al significado de
lo que procesa. Esto es, mientras fijamos nuestra vista en un elemento u
objeto específico, vemos de manera difusa cosas en la periferia del campo
visual, pero no podemos saber qué son si no orientamos la mirada y, por
ende, la atención hacia ellas. De este modo, no podemos saber qué es lo que
está en la periferia, a no ser que hubiésemos incorporado en nuestra
memoria visual la lista de los objetos que están ahí fuera y su disposición en
el espacio. Solo así, sin procesarlo en profundidad o sin verlo, podríamos
saber qué es lo que hay, aunque no lo veríamos a través del reconocimiento
sino a través de la memoria.
Más allá de este sistema atencional, que llamamos red atencional ventral,
existe obviamente un sistema complejo a través del cual conseguimos
desplegar los procesos necesarios para trabajar, reconocer y manipular la
información a la cual prestamos atención. Este sistema atencional está
formado por un conjunto de estructuras distribuidas a lo largo de las áreas
frontales, parietales y temporales del cerebro, conformando lo que
conocemos como red atencional dorsal. Este sistema es el que
continuamente está operando cuando atendemos a algo directamente, y en
este caso sí que se nutre de la información almacenada en la memoria para
dotar de significado a aquello sobre lo que desplegamos atención. En
consecuencia, desplegar nuestra red atencional dorsal es lo que nos permite,
a través de la atención, acceder al significado y reconocer aquello que
vemos o escuchamos.
Al margen de estos dos sistemas, existe una tercera red atencional que
dedicamos a una serie de procesos que me atrevería a llamar
exclusivamente humanos y que no son otros que la introspección, la
imaginación y, en definitiva, la atención dirigida a nuestro mundo interno.
En efecto, sin entrar en nada mágico ni místico, el ser humano puede dirigir
su atención hacia el interior, pudiendo así experimentar imágenes y
sensaciones internas, construir mundos imaginarios, revivir situaciones
pasadas o imaginar escenarios futuros. El sistema dedicado a este conjunto
de procesos maravillosos se conoce como red neuronal por defecto y su
descubrimiento sucedió de manera casual, observando los patrones de
activación neuronal que se daban en los sujetos experimentales sometidos a
técnicas de neuroimagen mientras no hacían nada. Partiendo de esta
situación se elaboró la idea inicial de que la red neuronal por defecto
reflejaba lo que hace el cerebro en reposo cuando no hace nada. Pero, todo
lo contrario: este sistema refleja lo que hace el cerebro para construir y
experimentar todo nuestro complejo mundo interno cuando no estamos
dedicándonos a procesar el mundo externo.

La imagen ilustra la topografía de los distintos territorios cerebrales que conforman la red
atencional ventral y dorsal y la red neuronal por defecto. Los distintos territorios que
conforman cada una de estas redes muestran un patrón de actividad sincronizada cuando
estas redes están en funcionamiento.

A nivel funcional, los sistemas de redes atencionales de nuestro cerebro


se organizan de modo que la actividad de la red neuronal por defecto no se
correlaciona con la actividad de las redes ventrales y dorsales. Esto
significa que esta red dedicada al mundo interno no puede funcionar a la
vez que lo hacen las redes dedicadas a evaluar el mundo externo: son
sistemas funcionalmente antagónicos. Esto tiene un gran sentido adaptativo,
puesto que el análisis del mundo externo sería terriblemente ineficiente e
inexacto si se hiciese a través de un sistema dedicado, entre otras cosas, a
elaborar mundos fantásticos en nuestra mente.
Más allá del papel que esta red neuronal por defecto juega en la
construcción de nuestro mundo interno, ejecuta también un papel esencial
en la construcción de la experiencia consciente. Específicamente, la
experiencia de la consciencia resulta indisociable de la integridad y función
de lo que consideramos el nodo central de la red neuronal por defecto: el
precuneus, una estructura ubicada en la región posterior y medial del
cerebro que, a través de la comunicación que mantiene con los distintos
sistemas que conforman la red neuronal por defecto y con otras estructuras
cerebrales, recibe información visual, auditiva, táctil, visceral, espacial y
relativa a la memoria, y la integra en un todo. El modo metafórico más fácil
para entender cómo contribuye esta región cerebral a la experiencia de la
consciencia es imaginárnosla como la pantalla donde se proyecta todo
aquello que sucede y que el cerebro integra y que internamente
contemplamos. Dicho de otro modo, si existiese un ojo de la mente que
observase internamente lo que pensamos, sentimos y experimentamos,
posiblemente lo haría contemplando lo que sucede en el precuneus a modo
de pantalla de cine. En consecuencia, podemos simplificar terriblemente la
idea y afirmar, con cautela, que aquello que sucede en el precuneus es, en
esencia, la consciencia y el mundo que vivimos: la realidad.
En la enfermedad de Parkinson y en la demencia con cuerpos de Lewy,
como ya he reiterado en múltiples ocasiones, resulta frecuente que los
pacientes desarrollen fenómenos más o menos complejos de alucinaciones y
de otros tipos de fallos perceptivos. Lo más habitual es que las primeras
etapas que definen el desarrollo de estos fenómenos de alucinaciones se
caractericen por la aparición de lo que denominamos alucinaciones
menores. Estos fenómenos menores no adquieren la complejidad estructural
ni el realismo de los fenómenos alucinatorios complejos, donde pueden
verse animales, objetos o personas perfectamente definidos. Por lo
contrario, suelen tener un carácter transitorio, durante el cual la persona
puede experimentar pequeñas confusiones, ilusiones o alucinaciones y,
además, suelen verse propiciadas por factores que de algún modo
contribuyen a que no sea fácil procesar la información visual, como el que
haya poca luz o que los estímulos sean ambiguos. Por ejemplo, es habitual
que los pacientes hagan referencia a que al pasar junto a un guardarropa les
haya parecido ver a una persona colgando, pero que, cuando se han fijado
bien, han visto que era una chaqueta. En otras ocasiones, pueden tener una
gran facilidad para ver pareidolias faciales o de otro tipo mientras
contemplan superficies rugosas, percibir unas sombras sin forma que pasan
por los laterales de su campo visual o tener la impresión de que algunos
objetos cambian de forma para luego, al fijarse bien, recuperar la forma
original.
Muchos grupos de investigación dedicados a este tipo de enfermedades,
incluyendo el nuestro, han estudiado en profundidad los mecanismos
neuronales que podrían estar detrás del desarrollo de estos síntomas. Los
hallazgos derivados de estos trabajos no solo ilustran una parte importante
de los procesos que fallan en el contexto de estas enfermedades y cómo ello
explica la gran prevalencia de estos síntomas, sino que también sirven como
modelo para explicar esos episodios ocasionales que todos hemos podido
experimentar. En este sentido, el hallazgo más evidente que distintos grupos
han realizado al estudiar a personas con alucinaciones menores es que se
desvanece la normalidad que define la organización funcional de los
sistemas de redes atencionales de modo que, por un lado, se pierde la
relación antagónica entre la red neuronal por defecto y las redes
atencionales y, por otro lado, se pierde la capacidad de desplegar la red
atencional dorsal para analizar y reconocer el mundo externo.
Imaginemos que nos encontramos corriendo por el bosque. Aquellos a
los que nos gusta correr por la montaña y por los bosques sabemos que no
siempre es agradable encontrarnos con un perro suelto que viene hacia
nosotros. Cuando eso sucede, es toda una experiencia responder con una
falsa sonrisa al propietario del perro mientras este nos asegura «¡No hace
nada, eh!». Claro, solo faltaría. El caso es que no es extraño que, inmersos
en el contexto «bosque», «montaña» y «soledad», nuestro sistema
atencional ventral esté relativamente hiperactivo explorando la posibilidad
de que haya perros u otros peligros alrededor. Mientras eso sucede,
desplegamos con una sólida eficiencia nuestra red atencional dorsal, que se
va encargando de procesar a toda velocidad el camino y cómo debemos
pisar para no acabar con el tobillo roto por la mitad. En este contexto, es
fácil que, si al pasar por un determinado punto en la periferia del camino,
esto es, en la periferia de nuestro campo visual, hay una señal o una serie de
ramas dispuesta de una manera caprichosa, nuestro sistema atencional
ventral interprete un posible peligro y que, desde su limitadísima capacidad
de reconocimiento y empleando información sumamente arcaica o
primitiva, introduzca en una pequeña y momentánea parcela de nuestra
consciencia es decir, envíe a nuestro precuneus— la imagen o idea de, por
ejemplo, un perro. En el instante en que esto sucede, en cuestión de
milisegundos nuestro sistema atencional dorsal se orientará
automáticamente a esa rama o señal, y entonces descubriremos al instante
que no era un perro. Pero momentáneamente podremos haber
experimentado el efecto de permitir el acceso a nuestra consciencia de una
pequeña porción de información proveniente de un sistema primitivo y con
ello, por un instante, nos habrá parecido ver un perro.
En el caso que ejemplifico ambos fenómenos perceptivos, el primero de
confusión y el segundo de confirmación de que no era un perro, suceden a
lo largo de unos pocos milisegundos, como consecuencia de la perfecta
organización entre sistemas de redes. Pero ¿qué hubiese sucedido si mi
cerebro no hubiese sido capaz de activar automáticamente la red atencional
dorsal para analizar esas ramas de manera adecuada?
Esta idea es en esencia la que, sobre la base de múltiples y sólidos
hallazgos científicos, explica los fenómenos perceptivos transitorios que
caracterizan los episodios de alucinaciones menores. Como consecuencia
del proceso neuropatológico que acompaña a estas enfermedades
neurodegenerativas donde los procesos alucinatorios son frecuentes, la
capacidad del cerebro para desplegar y para acceder rápidamente a uno u
otro sistema de redes se puede ver profundamente comprometida. Ello no
significa que no se puedan desplegar correctamente estas redes, pero sí que
de manera más o menos regular o en determinados contextos el sistema
tiende a fracasar. Como he dicho, en estas enfermedades el hallazgo central
consta de dos elementos. Por un lado, lo que tiene que ver con el fracaso en
el despliegue de la red atencional dorsal y, por otro lado, lo que tiene que
ver con la sobreutilización de la red neuronal por defecto.
De este modo, volviendo a la pregunta anterior, imaginémonos por un
momento que, al exponernos a un determinado elemento en el mundo
externo, por ejemplo, unas ramas en la periferia, nuestro cerebro no fuese
capaz de desplegar la red atencional dorsal y, por lo tanto, no fuese capaz de
nutrir de manera adecuada los procesos de reconocimiento. Posiblemente,
ello derivaría en que simplemente no orientaríamos la atención a ese
estímulo y nunca sabríamos exactamente qué era eso que nos pareció ver.
Pero al cerebro, como he dicho anteriormente, no le gustan los vacíos y
tiende a rellenar los huecos con información disponible en algún lugar.
Imaginémonos ahora que, por algún motivo por ejemplo, porque una
enfermedad ha alterado el modo en que se relacionan las redes atencionales
o porque simplemente, en un instante, ha fallado esta organización—, en
ausencia de atención y, por lo tanto, de reconocimiento mediado por la red
atencional dorsal, se pusiese a funcionar nuestra red neuronal por defecto.
Dicho de otro modo, ¿qué seriamos capaces de llegar a ver o de sentir si por
un instante el análisis del mundo externo, esa anticipación a lo que está
sucediendo con mayor probabilidad y el acceso al significado de lo que
estamos viendo, en lugar de hacerlo mediante nuestra red atencional dorsal,
lo hiciésemos a través de un sistema neuronal dedicado, entre otras cosas, a
construir nuestras fantasías, esto es, nuestra red neuronal por defecto? Pues
que muy probablemente, aunque fuese por un pequeño instante de tiempo,
experimentaríamos una alucinación, una construcción momentánea de una
realidad imposible en el mundo externo, pero totalmente posible en el
mundo de nuestra fantasía e imaginación.
Esta cadena de sucesos, tan breve como compleja, sabemos que
caracteriza el estado de alteración funcional de estos sistemas de redes
atencionales en personas con enfermedad de Parkinson que experimentan
este tipo de episodios de alucinaciones menores. En estos casos, resulta
curioso constatar que las personas afectadas refieren un tipo de experiencia
muy similar en forma y en contenido, en la que habitualmente los elementos
que acceden a su consciencia y que conforman la ilusión visual tienen un
aspecto muy estereotipado. Por ejemplo, habitualmente se tiene la
impresión de ver inicialmente animales, como ratas o pájaros, o de ver
formas humanas en la ropa, para posteriormente, al fijarse bien, constatar
que no hay ningún animal o que, en efecto, esa silueta humana era
simplemente ropa.
Este conocimiento derivado del estudio de la enfermedad de Parkinson
nos ha servido, más allá de para comprender los mecanismos que explican
este tipo de fenómenos en la enfermedad, para comprender la circuitería
neuronal implicada y cómo, o bajo qué circunstancias, podría resultar
totalmente previsible que, del mismo modo que sucede con otros sistemas
neuronales complejos, se produzcan pequeños errores transitorios que
desencadenen experiencias más o menos particulares. Por ello, suponemos
que el mecanismo esencial que sustenta este tipo de experiencias de
ilusiones visuales en personas libres de cualquier tipo de enfermedad
posiblemente sea el mismo, desde el punto de vista neuronal, que el que
sustenta estos fenómenos en la enfermedad de Parkinson.
Para llegarnos a hacer una idea del aspecto que este tipo de experiencias
puede llegar a tener en una enfermedad o de cómo estas experiencias se van
transformando a lo largo de un proceso neurodegenerativo, me parece
oportuno recuperar un caso que conocimos hace años y que seguimos
viendo en la actualidad. Se trataba de una persona con la enfermedad de
Parkinson que, en algún momento a lo largo de los primeros años de
evolución, empezó a presentar algunos episodios transitorios, autolimitados
en pequeños espacios de tiempo de segundos, durante los cuales tenía la
impresión de que algún tipo de animal que nunca llegaba a ver a la
perfección había pasado corriendo, o que detrás de algunas prendas de ropa
había una figura humana. Los fenómenos de ilusiones visuales y de
alucinaciones, además de clasificarse entre menores y mayores o
estructurados, también se identifican en función de si el insight o
consciencia de que es una alucinación se encuentra preservado o no. La
gran mayoría de las personas con enfermedad de Parkinson que
experimentan este tipo de alucinaciones menores mantienen el insight
totalmente preservado, de modo que son absolutamente conscientes de que
lo que han creído ver es una mera ilusión o alucinación. Conforme va
pasando el tiempo y, en consecuencia, va progresando la enfermedad, es
relativamente habitual que también evolucionen las experiencias de
alucinaciones hacia formas más complejas y estructuradas y que se
produzca una progresiva pérdida de este insight junto a un creciente
deterioro cognitivo. En el caso de este paciente al que hago referencia,
conforme fueron pasando los años empezó a desarrollar un tipo de ilusiones
y posteriores alucinaciones terriblemente impactantes por la forma que
adquirieron, y por el tipo de emociones y de ideas que las fueron
acompañando, según él, fue perdiendo el insight. Básicamente, empezó a
tener la impresión de que entre las sábanas y el edredón arrugado de su
cama había cuerpos humanos que luego constataba que obviamente no
estaban allí y que los había confundido con el edredón mal plegado. Pero,
con el paso del tiempo, no solo fue cada vez más frecuente que viese esos
cuerpos en la cama, sino que estos fueron adquiriendo el aspecto de
cadáveres y de cuerpos mutilados. En esos instantes, además de ver varias
figuras inertes en la cama, podía ver la sangre que manchaba las sábanas, el
suelo y las paredes de su habitación. Este paciente era muy consciente de
todo aquello que podía suceder a lo largo de la evolución de una
enfermedad de Parkinson y conocía perfectamente la existencia de este tipo
de fenómenos como síntomas de la enfermedad. A pesar de ello, las
imágenes que prácticamente cada mañana veía al observar su cama era tan
reales que provocaban una experiencia atroz de pánico y que, poco a poco,
en algún momento le fueron llevando a creer que quizás había cometido un
crimen que no recordaba. En un esfuerzo por mantener el sentido común y a
sabiendas de que en algún momento podía ir perdiendo esa consciencia
inicialmente preservada de que todo formaba parte de una farsa orquestada
por su cerebro, fue llenando las paredes de su casa de notas donde se decía
a sí mismo: «Tranquilo, no has matado a nadie, no hay ningún cadáver,
tienes enfermedad de Parkinson y lo que ves son alucinaciones».
Tercera parte

De la bondad y de la maldad del ser humano


Siempre he tenido una percepción del ser humano que quizás pueda ser
considerada pesimista, pero que, a mi modo de entender, parte en esencia de
desprendernos de esa perspectiva un tanto antropocentrista desde la que nos
solemos observar y definir. Hay algo que me repito continuamente y que
expongo en múltiples ocasiones a las personas que vienen a formarse con
nosotros: cuando te dedicas al estudio del comportamiento humano, y
especialmente cuando sabes que vas a tener que hacer frente a formas de
conducta potencialmente consideras como anormales o patológicas, resulta
imprescindible hacer frente al análisis del comportamiento tras despojarnos
de todo prejuicio, visión generalista y de toda construcción mágica acerca
de lo que está bien y de lo que está mal. Todos, absolutamente todos,
asumimos un patrón de conductas y de ideas socialmente aceptadas y
difícilmente reprochables. Pero todos, absolutamente todos, sabemos lo que
pensamos, sentimos y hacemos en nuestra intimidad. Ello se traduce en que
la idea del ser humano como entidad semidivina que todo lo hace bien, que
es bueno y bello y educado es, esencialmente, una gran falacia.
En nuestra cultura hemos desarrollado un sistema, una sociedad, donde,
sin duda, el mantenimiento de una serie de reglas de convivencia y el
despliegue del tipo de conductas que habitualmente mostramos fuera y con
los otros resulta extremadamente beneficioso para el individuo y para la
comunidad. Pero, desengañémonos: el ser humano es muchas otras cosas y
muchas de ellas forman también parte de la normalidad.
Cuando las circunstancias o el contexto no juegan a nuestro favor o
cuando adquieren determinadas características, es relativamente fácil que
cambien dramáticamente las reglas del juego, sea para la supervivencia de
uno mismo y sus allegados más próximos o sea por otros motivos menos
elaborados. Un ejemplo tremendamente radical de ello es la barbarie que,
de manera casi espontánea y universal, emerge en un contexto bélico o de
profunda necesidad. Pero, sin entrar en casos tan extremos, cuando las
condiciones así lo favorecen, es relativamente fácil o esperable que esas
conductas socialmente aceptadas y consideradas como normales se
difuminen, dando paso a otro tipo de comportamientos, que de cara a los
demás todos negaríamos, pero que, en realidad, de puertas adentro están,
han estado y siempre estarán allí. De este modo, resulta que en nuestra
comunidad nadie consume pornografía ni sustancias ilícitas, nadie recurre a
la prostitución, la infidelidad es cosa de otros, nunca mentimos, todos
queremos lo mejor del mundo para el lince ibérico y, por supuesto, nos
atormentan profundamente los problemas derivados de las hambrunas,
guerras y desigualdades en África. Y qué decir, obviamente, del cambio
climático.
La industria del porno mueve casi las mismas cifras de dinero que las
que maneja la industria farmacéutica, durante los fines de semana los ríos
de las grandes ciudades acumulan cantidades de sustancias ilícitas como
para colocar a todas las especies que intentan vivir en su ecosistema, las
empresas de alquiler de habitaciones de hotel por horas facturan
barbaridades y no precisamente porque la gente vaya a echarse siestas, y
nuestros esfuerzos por y para la pobreza, las hambrunas y el cambio
climático son un tanto cuestionables si atendemos al tipo de teléfonos,
coches, ropa u ordenadores que usamos. A pesar de ello, el ser humano
hace cosas buenas, incluso brillantes, por supuesto que sí. No pretendo
argumentar que seamos lo peor que le ha sucedido a este planeta ni
pretendo defender una visión exclusivamente catastrófica. Pero describir la
normalidad (si es que se puede) requiere un acto de profunda sinceridad con
lo que somos. Sin hacer este ejercicio, resultará absolutamente imposible
que podamos estudiar, entender e incluso predecir y prevenir las
consecuencias de los comportamientos menos adaptativos.
Lamentablemente, más allá de esos actos secretos cotidianos, de esas
ideas que no compartiríamos en público o de esas preferencias un tanto
distintas que se puedan tener, existe un mundo de maldad que también es
terriblemente cotidiano. Por supuesto que los actos de profunda maldad han
existido siempre, y por supuesto que no solo suceden en nuestra especie,
sino que muchos de estos actos son compartidos por otros seres vivos del
reino animal. Pero en lo relativo al ser humano, simplemente hojeando un
libro de historia, es fácil constatar este hecho y evitar caer en la negación de
una parte de nuestra naturaleza. En ocasiones pienso en cuál sería la imagen
del ser humano que construiría una civilización extraterrestre si observase
en conjunto nuestro comportamiento a lo largo del siglo XX y del XXI. La
respuesta es bastante obvia. Aunque supongo que algo que resultaría
sorprendente para estos observadores externos, sin duda, sería la enorme
heterogeneidad con la que expresamos actos de absoluta bondad y actos de
profunda maldad. ¿Cómo sucede? ¿Qué explica que un ser humano, en
ausencia de una dolencia que altere su capacidad de razonar, sea capaz de
ejercer, en ocasiones de manera totalmente espontánea, un acto atroz y de
profundo dolor? La respuesta correcta, la más adecuada y científicamente
más respaldada es, grosso modo, que no lo sabemos con exactitud.
Evidentemente, existen contextos donde resulta entre obvio y previsible
que la violencia o la barbarie hagan acto de presencia con exquisita
facilidad. Por ejemplo, en las ya referidas situaciones bélicas, en la
sumisión a formas de autoridad que se rigen por el miedo y el castigo o en
contextos profundamente desfavorecidos. Del mismo modo, existen
circunstancias que, sin duda, convierten en razonable que una persona
pueda realizar una conducta a priori ilegal. Por ejemplo, si imaginamos a
un padre o madre sin recursos económicos incapaz de alimentar a sus hijos
y que opta por robar o si imaginamos lo que sería capaz de hacer un padre o
madre para defender de un eventual peligro o ataque a sus hijos.
Pero, al margen de estos y de muchos otros escenarios que de algún
modo dotan de cierta coherencia a la presencia de este tipo de conductas, lo
que como profesional del estudio del comportamiento humano no dejará
nunca de sorprenderme es cuando estas conductas aparecen sin previo
aviso, en contextos totalmente estables y positivos, en personas
aparentemente normales y en ausencia de formas de enfermedad que lo
puedan justificar. Y es que, lamentablemente, forman también parte de la
neuropsicología de la vida cotidiana eventos sumamente desagradables, que
oscilan a lo largo de un amplio espectro que abarca desde la absurda
violencia verbal que se puede generar en una cola del supermercado o en un
semáforo hasta los crímenes pasionales más grotescos.
¿Qué nos hace y mantiene buenos y qué nos hace o convierte en malos?
Como ya he dicho, no lo sabemos, y pretender por mi parte aportar una
explicación o solución absoluta a estas cuestiones constituiría simplemente
una falacia. Pero ello no impide que conozcamos algunos de los procesos
cerebrales esenciales que rigen parte de estos comportamientos y que, en un
contexto clínico, podamos constatar de manera habitual el tipo de
disfunciones cerebrales que promueven y precipitan manifestaciones
conductuales ocasionalmente atroces, que nos sirven para, en cierta medida,
construir aproximaciones relativas a la neuropsicología de la violencia y de
la bondad.
12
CUBATAS, RAYAS, ENFADOS Y VIOLENCIA
COTIDIANA

La agresión, sea física o verbal, forma parte del repertorio de conductas que
en esencia definen aquello que consideramos violencia. En el ser humano se
distinguen las formas de agresión reactiva o no premeditadas de las formas
de agresión planificada. Las primeras son las que pueden acompañar a
estados emocionales de profundo malestar, frustración e irritabilidad en
respuesta a un evento puntual en particular. En estos casos, no existe un
plan definido de por qué ni de cómo causar daño, simplemente se explota
repentinamente y se da una respuesta violenta frente a un determinado
acontecimiento. En contraposición, las segundas, las formas de violencia
premeditada, hacen referencia a esas formas de agresión que han sido
elaboradas en el tiempo, que se han construido trazando un plan y que se
han asentado sobre un motivo, sea este coherente o no.
La conducta agresiva puede ser considerada, igual que el miedo, como
una forma de expresión sumamente primitiva y eminentemente dirigida a la
supervivencia. Todos, absolutamente todos los seres humanos, llevamos
incorporada en nuestra biología más elemental la capacidad de generar
conducta violenta en respuesta a determinados acontecimientos, sin que
nada ni nadie nos haya tenido que enseñar cómo ejercer la violencia. No
existen tribus salvajes despojadas de la malignidad de la sociedad
occidental donde todo sea bienestar y convivencia en paz y armonía. Es
decir, el «buen salvaje» es solo una idea bonita. Pero, incuestionablemente,
el ser humano desarrolla una más o menos eficiente capacidad de
autogobierno que le permite ajustar su comportamiento a las necesidades o
requerimientos de un determinado contexto, con independencia de los
impulsos primarios que intenten tomar el control. Un perro, por bueno que
sea, puede momentáneamente morder a su amo si este le pisa la cola. No lo
hace como consecuencia de una decisión elaborada ni con una finalidad
maligna. Es solo una agresión reactiva. Por el contrario, el ser humano, a
pesar de sentir el impulso de querer morder, puede inhibir o controlar este
impulso si las circunstancias así lo requieren. Esta capacidad de
autogobierno sobre la conducta constituye un componente de cognición
particularmente humano que, además, empleamos para controlar otras
formas de expresión, como pueden ser ciertas emociones o ideas. De este
modo, cuando así nos lo exigimos o cuando así lo requiere el contexto,
podemos ser capaces de parar y controlar aquello que involuntariamente se
iba a expresar en forma de ira, de llanto, de lanzarse a la comida o de pensar
en tonterías.
Esta capacidad para frenar la expresión conductual de toda una serie de
procesos que ya se habían puesto en marcha o de parar determinados
patrones de pensamientos se explica porque desarrollamos un sistema que
denominamos de control inhibitorio. Pero para que los sistemas de control
inhibitorio puedan realizar de manera eficiente su trabajo estos tienen que
dialogar con otros sistemas. Por sí mismo, el control inhibitorio no puede
operar. Necesita información que de algún modo justifique la necesidad de
abortar la expresión de esta conducta. Es por ello por lo que, en condiciones
normales, la inhibición trabaja en paralelo a los sistemas de monitorización
o de supervisión y a los sistemas que integran el conocimiento relativo a las
reglas del mundo en el que nos desenvolvemos. Dicho de otro modo, los
sistemas dedicados a la inhibición ni conocen los motivos para ponerse a
funcionar ni prestan atención a lo que sucede como para decidir por su
cuenta que hay que parar. Necesitan que «alguien» les diga que toca
ponerse a trabajar.
Cuando estamos realizando una tarea rutinaria, y especialmente cuando
es potencialmente peligrosa, como cortar en juliana una cebolla, algo en
nuestro cerebro supervisa la secuencia de acciones que se van realizando
durante ese acto. De este modo, a pesar de ser una secuencia de acciones
rápidas y automatizadas, en el mejor de los casos conseguimos cortar la
cebolla sin hacernos daño y, en caso de que por algún motivo se nos resbale
el cuchillo, incluso podremos abortar el acto en el último momento evitando
así cortarnos (no siempre, lo sé).
Es fascinante, puesto que todos experimentamos las consecuencias de la
existencia de este sistema supervisor o de monitorización, que
habitualmente nos demos cuenta y modifiquemos de manera automática
cualquier pequeña desviación en nuestra conducta. Por ejemplo, cuando
automáticamente corregimos una tecla mal pulsada al escribir con el teclado
del ordenador, o cuando conduciendo rectificamos la dirección con un
pequeño gesto al volante. De este modo, la monitorización aparece como un
proceso esencial para que pueda desplegarse otra conducta totalmente
natural: la corrección. Algo que no podría suceder si no se estuviese
supervisando cómo hacemos las cosas. Pero ¿cómo sucede?
Cuando iniciamos una conducta dirigida a un objetivo, de algún modo,
automáticamente y sin ser demasiado conscientes de ello, trazamos un plan
que incluye «cuál es la mejor manera de hacer lo que hay que hacer para
alcanzar ese objetivo y qué esperamos que suceda como consecuencia de
ello». Por ejemplo, al pretender agarrar un bolígrafo para ponernos a
escribir, de entre todos los posibles movimientos que podemos realizar
seleccionamos solo algunos, y así desplegamos una secuencia de
movimientos muy específicos que básicamente definen el patrón de
acciones más adecuado para agarrar ese bolígrafo. Durante la realización de
esta acción nuestro sistema de monitorización evalúa cuánto se parece lo
que está sucediendo con la secuencia de movimientos que habíamos
anticipado. Si durante este proceso de evaluación el sistema de
monitorización detecta algún tipo de discrepancia con respecto al plan, por
ejemplo, que no estamos dirigiendo la mano en la dirección correcta, el
sistema implementa automáticamente una corrección dirigida a conseguir
alcanzar el objetivo. Pero para poder modificar la conducta, en este caso el
acto motor defectuoso, e implementar la corrección, primero el sistema
debe parar el acto incorrecto que se estaba realizando, esto es, lo debe
inhibir. Esta inhibición la podemos desplegar de un modo deliberado o bajo
nuestro control voluntario, aunque en muchas ocasiones se despliega
automáticamente mientras realizamos determinadas acciones.
Evidentemente, para que se desplieguen recursos de inhibición, antes algo
debe haber supervisado lo que está sucediendo. De este modo, si nuestro
sistema de monitorización no evalúa correctamente qué hacemos y cómo, es
poco probable que se desplieguen mecanismos de inhibición que permitan
frenar o ajustar una determinada conducta. Paralelamente, aun cuando los
procesos de monitorización pueden funcionar con normalidad, en ocasiones
lo que falla son los procesos de inhibición, algo que todos experimentamos
en algún momento cuando, mientras cometemos un error, o incluso
repetimos el mismo error, nos estamos dando cuenta de que nos estamos
equivocando.
El estudio de los mecanismos cerebrales que rigen la monitorización de
las acciones, la detección de errores, la inhibición y la implementación de
correcciones ilustra una curiosidad que personalmente me resulta fascinante
por completo. Existen muchas maneras de estudiar la función cerebral, pero
pocas nos permiten registrar eventos neuronales que suceden en intervalos
de tiempo de pocos milisegundos. Evidentemente, cuando hablamos de
monitorización y corrección, hablamos de algo que sucede de un modo casi
instantáneo mientras actuamos y por ello, para estudiar estos procesos,
debemos emplear técnicas que tengan una gran resolución temporal, como,
por ejemplo, la electroencefalografía.
Empleando registros de la actividad eléctrica cerebral durante la
realización de determinadas tareas, hemos podido demostrar que existe un
correlato neuronal relacionado con la monitorización y que específicamente
refleja el instante en que el sistema ha detectado errores durante la
realización de una acción. Este proceso lo vemos en forma de una actividad
neuronal de gran amplitud que aparece acompañando el preciso instante en
el que se ha cometido un error y que denominamos negatividad relacionada
con el error. Si observamos la secuencia de conductas y de actividad
neurofisiológica que acompaña la realización de una determinada tarea,
podemos constatar que, en efecto, cuando cometemos un error, se
desencadena esta respuesta neurofisiológica y que, cuando ello sucede, es
mucho más probable que el error se acompañe de una corrección
automática. Es lógico que, si esta negatividad relacionada con el error
refleja que el sistema de monitorización ha detectado que algo no iba bien,
se pueda desplegar algún tipo de corrección. Pero, si no lo detecta, no habrá
corrección. Dicho de otro modo, no podemos corregir aquello que nuestro
cerebro no interpreta que es un error.
Sabemos que esta actividad neurofisiológica relacionada con la
detección del error, que en muchas afecciones se solapa con otro tipo de
actividad, básicamente refleja que los sistemas dedicados a la inhibición se
han puesto en funcionamiento, permitiendo parar momentáneamente la
conducta. En este punto es importante que los lectores entiendan que esta
secuencia de eventos neuronales sucede en menos de 200 milisegundos. Y
aquí entra en juego la fascinante curiosidad que esto me produce y que
intentaré resumir a continuación.
Los actos motores, por ejemplo, mover una mano, se acompañan de
actividad neuronal en lo que denominamos áreas motoras contralaterales.
Esto es, las áreas motoras del hemisferio izquierdo se activan con el
movimiento de la mano derecha y viceversa. Justo antes de iniciar el
movimiento, pero cuando ya existe la intención, las áreas motoras
contralaterales a la mano que vamos a mover empiezan a activarse
generando algo así como un potencial neuronal de preparación para el
movimiento. Si registramos la actividad cerebral durante la realización de
una tarea que requiere que el sujeto que la realiza emplee la mano derecha y
la mano izquierda para dar determinadas respuestas, podemos observar
cómo justo antes de que emita una respuesta con una de las manos aumenta
la actividad en las áreas motoras contralaterales. Pues bien, si durante la
realización de este tipo de tarea el sujeto comete algún tipo de error que
automáticamente corrige, evidentemente podremos observar la aparición de
la negatividad relacionada con el error, pero, curiosamente, esta negatividad
no aparecerá justo tras cometer el error, sino que empezará a aparecer
algunos milisegundos antes de que se haya producido la conducta que
derivará en un error. Es decir, cuando frente a una determinada demanda el
sistema de monitorización ha detectado que el acto motor que acompaña el
potencial de preparación en curso derivará en un error, ya ha empezado a
señalizar el error antes de que este se produzca. Y no solo eso, sino que
durante este proceso de señalización de un error que aún no se ha producido
las áreas motoras contralaterales a la otra mano, la que deberá moverse para
dar una respuesta correcta, ya han empezado a activarse. Lo que resulta
extraordinario es que toda esta secuencia de eventos neuronales que
permitirán corregir una respuesta ha ocurrido antes de que la mano
responsable de dar la respuesta errónea se haya movido, esto es, antes de
que el error existiese.
Volviendo al ejemplo de cortar cebolla en juliana: ¿qué ha fallado
cuando nos cortamos si disponemos de un sistema supervisor? Por lo
rutinario de algunas tareas, puede que el corte haya sido consecuencia de
que no se ha desplegado atención sobre la tarea y, por lo tanto, no ha habido
supervisión, ni por supuesto inhibición. Esto significa que, en ausencia de
un mínimo despliegue de atención sobre la acción, conducta o
pensamientos, los procesos no pueden ser del todo eficientes. En otros
casos, puede que algo haya interferido con el procesamiento de la
información en curso y que los recursos de inhibición no se hayan
desplegado correctamente, o lo hayan hecho tarde, dando lugar a ese corte
que todos nos hemos hecho, a sabiendas de que nos lo íbamos a hacer. Y es
que, cuando el sistema supervisa pero no inhibe, de algún modo vemos lo
que va a pasar, pero no lo podemos evitar. La fatiga, la repetición de una
misma tarea, la ansiedad o el estar pensando en otras cosas... Hay muchos
factores que pueden contribuir a que no se desplieguen de manera eficiente
los procesos de monitorización o los de inhibición, dando lugar a esa
cadena de fallos y tropiezos que tan habituales nos pueden resultar cuando
tenemos un mal día o hemos dormido poco.

La figura ilustra el aspecto de la negatividad relacionada con los errores. El punto 0 define el
instante exacto en el que se ha cometido el error. Se puede observar cómo la actividad
neuroeléctrica que compone la negatividad relacionada con el error se empieza a producir
varios milisegundos antes de que el error se haya cometido.
Desde el punto de vista de la anatomía cerebral, los sistemas dedicados a
la monitorización y al control de inhibición se localizan básicamente en
regiones adyacentes a lo que denominamos corteza cingulada anterior, una
región profunda ubicada en la corteza prefrontal. No muy lejos de este
territorio cerebral se encuentran las áreas orbitofrontales y ventromediales
de la corteza prefrontal. Estas estructuras juegan un papel esencial en la
integración del valor afectivo de aquello que está sucediendo, así como en
la evaluación de los riesgos o costes derivados de aquello que hacemos.
Además, estas regiones del cerebro reciben una gran cantidad de
información de estructuras dedicadas al procesamiento emocional, y no solo
del nuestro, sino también del que expresan los demás, de modo que también
forman parte del sustento neurobiológico de la empatía.

La imagen ilustra la localización de la corteza cingulada anterior, la corteza orbitofrontal y la


corteza ventromedial frontopolar.

Esto sugiere que la evolución ha construido un sistema de supervisión y


de inhibición que no solo tiene en cuenta el análisis más mecánico de las
acciones que realizamos nosotros mismos, sino que también tiene en cuenta
las sensaciones que derivan de aquello que hacemos, las emociones que nos
provocan a nosotros y a los demás, y las consecuencias positivas o
negativas que derivan de nuestros actos.
¿Qué papel juega todo ello en la expresión de la conducta violenta? ¿Qué
nos explican estos procesos acerca de la agresión reactiva y de la agresión
premeditada?
Las señales que recibimos del contexto, y que en primera instancia
nuestro cerebro evalúa como potencialmente dañinas o emocionalmente
muy activadoras, fácilmente desencadenan impulsos muy primarios
dedicados a garantizar la supervivencia a través de la lucha o de la huida.
Como ya hemos comentado, cuando estos procesos se despliegan algunos
de los sistemas cerebrales más evolucionados, los que nos dotan de
autogobierno y de razón, se mantienen significativamente inactivos.
Si fuésemos un mamífero más sin corteza prefrontal, nada ni nadie
podría evitar la expresión de las conductas que acompañan el despliegue de
estos impulsos más primarios. Pero los seres humanos podemos frenar esta
cascada, al menos, habitualmente. Podemos, puesto que disponemos de un
sistema que supervisa no solo lo que hacemos, sino lo que vamos a hacer.
Un sistema que anticipa, que evalúa consecuencias, sensaciones e
intenciones y que nos permite desplegar de manera oportuna los recursos de
inhibición necesarios para adecuar nuestro comportamiento a lo que sea
más conveniente.
Por ejemplo, en la típica discusión banal de tráfico en la que pueden
volar insultos y amenazas por todos los lados, resulta evidente que la idea
de agredir puede aparecer en algún momento, pero la inhibimos, y lo
hacemos básicamente porque evaluamos los riesgos o consecuencias que
derivarían de esa conducta y porque disponemos de un sistema de
inhibición que nos permite parar.
En determinados procesos neurodegenerativos o en el contexto de
determinadas lesiones cerebrales sabemos que los sistemas dedicados a la
monitorización, a la inhibición y a la evaluación de las consecuencias de
aquello que hacemos se encuentran parcial o profundamente alterados. Una
consecuencia previsible de este tipo de alteraciones es todo el conjunto de
cambios comportamentales que habitualmente vemos en las personas
afectadas por estas enfermedades y que suelen caracterizarse por el
desarrollo de irritabilidad, agresividad, pérdida de la empatía, pobreza en la
toma de decisiones, impulsividad y conducta socialmente desajustada a
múltiples niveles, incluyendo, por ejemplo, formas de hipersexualidad o de
ingesta compulsiva. A este conjunto de cambios conductuales secundarios a
lesiones o a enfermedades que comprometen los territorios cerebrales que
sustentan el control, la empatía, el ajuste a las reglas, la paciencia, etcétera,
los denominamos signos frontales o conductas hipofrontales, precisamente
porque estos síntomas derivan del fracaso de los sistemas frontales que en
condiciones normales nos permiten controlarnos.
Las dramáticas consecuencias de lo que sucede en las enfermedades
ilustran un mapa de toda una serie de regiones y de procesos cerebrales que
incuestionablemente juegan un papel central en la construcción de las
conductas violentas, o al menos, de algunas de ellas. Atendiendo
nuevamente a la fragilidad ya comentada de nuestro sistema nervioso,
resulta plausible considerar que en un contexto de normalidad o de ausencia
de enfermedad posiblemente algo suceda en esta circuitería como para
condicionar una parte o la totalidad de algunas de las conductas violentas
que podemos encontrarnos de manera cotidiana.
En el caso de los episodios de agresión reactiva, es sumamente coherente
considerar el papel que determinados déficits transitorios de inhibición
parecen jugar en la expresión de este tipo de violencia. Por ejemplo, en
muchos episodios de violencia cotidiana no premeditada suelen aparecer en
la ecuación sustancias como el alcohol, la cocaína u otras drogas. Sin entrar
en detalles relativos a la farmacocinética de estas sustancias, todas ellas (y
muchas otras) actúan de algún modo sobre nuestro lóbulo frontal alterando
su funcionamiento normal. En consecuencia, procesos que en ausencia de
consumo se despliegan con total normalidad pueden fracasar total o
parcialmente, aumentando así significativamente el riesgo de que se
generen conductas de tipo hipofrontal. Un ejemplo evidente de ello es la
desinhibición que conlleva el consumo de alcohol y cómo en estados de
relativa embriaguez las personas hacemos cosas que no haríamos lúcidas y
estimamos los riesgos o consecuencias de nuestros actos de un modo
sumamente distinto. Esta misma hipofrontalidad que puede derivar, en el
mejor de los casos, en una noche loca y pasional, sin duda, también juega
un papel relevante en muchos episodios de violencia, puesto que,
precisamente, la pobre supervisión y el pobre control inhibitorio asociado al
consumo de alcohol pueden propiciar que conductas que forman parte de
nuestro ser, pero que nunca desplegaríamos, aparezcan de forma
ingobernable.
En este punto, merece la pena hacer hincapié en un detalle que
nuevamente forma parte de lo que define lo que somos. Habitualmente,
cuando los familiares o allegados de una persona que ha padecido algún
tipo de lesión en las zonas cerebrales dedicadas a la monitorización e
inhibición hablan sobre el paciente y su conducta, suelen explicar que «se
ha vuelto malo». Pero la realidad es que no exactamente se ha vuelto malo.
Esas conductas desajustadas y desproporcionadas no han aparecido de la
nada, como si la lesión cerebral las hubiese construido. Esas conductas,
esos impulsos han estado siempre ahí, pero no se han expresado puesto que
un sistema supervisor y de inhibición ha estado realizando correctamente su
trabajo hasta que llegó la lesión. Por ello, somos potencialmente ambas
cosas, aunque nos mantenemos bajo control. De este modo, el alcohol, por
ejemplo, no promueve conductas sexuales más desenfrenadas o
comportamientos más violentos, simplemente desinhibe, facilitando que se
exprese sin control algo que en esencia también somos.
Evidentemente, ello no significa que todas las personas que beben vayan
a cometer un acto violento porque son necesarios una serie de factores
contextuales que por sí mismos, de manera aislada, tampoco podrían
explicar la expresión de la violencia; pero, en determinados escenarios, la
caprichosa combinación de estos y de otros elementos puede favorecer la
expresión de este tipo de conductas.
En enfermedades como la demencia frontotemporal o la enfermedad de
Huntington, ambos procesos neurodegenerativos, las funciones frontales se
ven severamente comprometidas de manera gradual. En consecuencia, no es
infrecuente que en personas afectadas por estas enfermedades veamos un
cambio progresivo de su personalidad, de modo que individuos previamente
tranquilos y educados se transformen en personas sumamente violentas y
distintas a quienes fueron. Recuerdo hace años el caso de una mujer que
llevaba tiempo lidiando con la transformación de su esposo. Él había sido
una persona empática, relajada y extremadamente cariñosa que poco a poco
fue convirtiéndose en un individuo irritable y violento. Con el tiempo
llegaron los primeros episodios de maltrato verbal y posteriormente físico,
casi siempre asociados a una persistente irritabilidad donde llevarle la
contraria podía suponer que esa persona perdiese el control por temas
totalmente banales. Lo más coherente, y posiblemente adecuado, hubiese
sido que esta persona denunciase a su esposo, pero algo le hacía pensar que
tenía que haber una explicación. Consiguió con esfuerzo que vieran a su
esposo en la consulta de psiquiatría, donde les llamó la atención que
realizase de manera continua unos pequeños movimientos con la boca que
recordaban a cuando estamos mascando chicle. Este hallazgo supuso que
nos derivasen el caso a nuestra unidad dedicada a trastornos que asocian
movimientos anormales y así pudimos detectar toda una serie de sutilezas
en los movimientos que justificaron realizar un estudio genético y
confirmar que esta persona padecía una enfermedad de Huntington y que
los cambios progresivos en su personalidad eran una consecuencia del daño
neuronal que este proceso neurodegenerativo había ido causando conforme
iba pasando el tiempo.
Todos estos ejemplos y modelos resultan relativamente coherentes para
explicar la agresión reactiva o impulsiva, pero no parece que permitan
explicar las formas más elaboradas y planificadas de violencia en ausencia
de acto impulsivo e irreflexivo. Los mecanismos, procesos o causas que
puedan llevar a una persona a hacer daño a otra persona, incluso a quitarle
la vida, pueden ser infinitos. Evidentemente, en algunos casos la forma con
la que ciertas enfermedades del cerebro se expresan transformando las
ideas, el pensamiento y la percepción del mundo puede ser un elemento más
que relevante en la construcción de la conducta violenta hacia los demás.
Pero, en realidad, sabemos que la gran mayoría de los actos de violencia
atroz hacia terceras personas suceden en ausencia de aparente enfermedad.
En estos casos, desde mi punto de vista, que no exista una anomalía no
significa que una parte de las variables en juego no sean de índole
neuropsicológica o no tengan que ver con cómo la persona despliega ciertos
procesos cognitivos.
Un ejemplo de ello tiene que ver con cómo las personas buscamos y
encontramos soluciones a los problemas y cómo evaluamos las
consecuencias que derivan de nuestras acciones. Si pasamos hambre y no
tenemos comida, la mejor manera de solucionarlo es comprando comida. Si
además no tenemos dinero para comprar comida, posiblemente existan
distintas alternativas antes de considerar el robo como la mejor opción y,
por supuesto, habrá millones de opciones antes de considerar el asesinato de
una tercera persona para conseguir el dinero con el que comprar la comida
que queremos. Esta secuencia de posibilidades incluye algunas ideas que
nos pueden parecer absurdas, pero que quizás pueden formar parte de las
soluciones que algunos cerebros pueden encontrar frente a determinados
problemas. Pensemos, pero pensemos con sinceridad en las siguientes
cuestiones: ¿por qué no robamos cuando queremos algo? ¿Por qué no
matamos a alguien a quien odiamos?
Parecen cuestiones muy obvias cuya respuesta no debería merecer duda.
Pero, si no robamos porque robar está mal, ¿cómo sabe nuestro cerebro qué
está mal y qué está bien? Si no supiésemos anticipar las consecuencias que
podrían derivar de un robo, ¿robaríamos? ¿Quitarle la vida a una persona es
algo que no se hace porque es incorrecto? ¿No lo hacemos porque es un
delito y eso implica penas de privación de libertad? Si no fuésemos capaces
de anticipar la facilidad con la que se suele terminar descubriendo a un
asesino, ¿mataríamos más?
La forma en la que nuestro cerebro elabora planes atendiendo a los
riesgos que potencialmente derivan de estos planes —las consecuencias, las
señales de alerta, las consideraciones relativas al bien y el mal y muchos
otros componentes cognitivos indisociables del razonamiento orientado a la
solución de problemas— juega un papel sumamente relevante en la
construcción de algunos de los actos planificados más atroces que podemos
encontrar en ausencia de enfermedad. La construcción y el desarrollo de
capacidades cognitivas eficientes dirigidas a ser capaces de solucionar
problemas es, como muchos otros procesos cognitivos, algo que se nutre de
las experiencias, pero que también se ve moldeado por nuestra propia
biología.
En este sentido, el análisis desde una óptica neuropsicológica de muchas
de las características que acompañan determinados actos criminales que no
son reactivos sino fruto de la planificación ilustra, de un modo muy claro,
cómo determinados procesos relacionados con la evaluación de los riesgos
o la búsqueda de alternativas para la solución de problemas han sido
absoluta y totalmente ineficientes.
Evidentemente, con todo ello en ningún caso pretendo justificar bajo el
paraguas de la enfermedad o de la disfunción neuronal la existencia de la
violencia ni mucho menos minimizar su impacto o liberar de culpa al
agresor. Lo que sí defiendo y defenderé siempre es que, precisamente para
prevenir y evitar la lacra que supone en nuestra sociedad la absurda
violencia cotidiana, necesitamos urgentemente disponer de modelos
adecuados y científicamente validados que nos ayuden a comprender y a
explicar en profundidad qué promueve todas estas conductas.
Las aproximaciones simplistas e incluso politizadas a este tipo de
fenómenos aportan una visión parcial y sesgada de unos sucesos cuya
causa, sin duda, es multifactorial. Precisamente para proteger a las víctimas
necesitamos contemplar todas las posibles variables que participan en la
configuración de los elementos que pueden explicar estas conductas.
Sin ello, sin entender los porqués ni los cómos, muy difícilmente
podremos actuar de manera efectiva en la prevención de muchos, o al
menos de algunos, de estos sucesos. Igualmente, sin una comprensión real
del conjunto de variables que hayan podido contribuir a la construcción del
escenario perfecto para que se diese lugar a alguno de estos sucesos, será
imposible pensar en la rehabilitación o reinserción.
13
VIOLENCIA AL VOLANTE

Hay una forma de absurda violencia cotidiana que, en gran medida, da la


impresión de que podría explicarse como consecuencia de muchos de los
procesos que he comentado. Pero antes voy a contar una anécdota personal.
Eran las 8 de la mañana y yo tendría unos veinte años. Conducía mi
ciclomotor en dirección a la universidad cuando, al llegar a un semáforo,
una pequeña furgoneta estampada con el logotipo de una determinada
empresa hizo varias maniobras absurdas para adelantar y ponerse en
primera fila. En una de estas, la furgoneta estuvo a pocos centímetros de
chocar conmigo y al adelantarme pité la bocina y con mi mano le hice un
gesto. Lo que no había anticipado es que de pronto esa furgoneta paró en
seco y de ella bajó un hombre de mediana edad desplegando en su postura,
tono y gestos una tremenda hostilidad. El semáforo se puso en verde, pero
esta persona no volvió a su coche, sino que se dirigió a mí gritando y
amenazándome con pegarme una paliza. Desde mi ingenuidad le intenté
explicar que, considerando la maniobra que había hecho, resultaba bastante
razonable que le hubiese pitado, pero no, esa persona insistía fuera de sí en
amenazarme y en jurarme que, si volvía a hacer algo parecido, me mataría.
Lo mejor hubiese sido no decir nada, apartarme y seguir en dirección a la
universidad, pero por algún motivo, posiblemente mediado parcialmente
por mi ocasional impulsividad, opté por decirle algo. Viendo el logotipo de
su empresa en la furgoneta, le pregunté si había considerado la posibilidad
de matarme de verdad, puesto que, de no hacerlo, me resultaría bastante
fácil denunciarle, ya que aparecía el nombre y teléfono de su empresa en la
furgoneta. No sé si eso tuvo efecto o simplemente fue que el mero paso del
tiempo apacigua a las fieras, pero el hombre se fue.
Esta anécdota, que por algún caprichoso motivo de la memoria no he
olvidado, ilustra un fenómeno que todos hemos experimentado alguna vez
conduciendo o encontrándonos con gente que conduce. Este fenómeno no
es otro que la sorprendente violencia y agresividad que caracteriza a
muchas personas cuando se sientan al volante de un coche. ¿Por qué pasa
esto? ¿Cómo puede ser que una persona totalmente estable al volante pueda
convertirse en una bestia, aunque sea momentáneamente, al suceder
determinados acontecimientos?
Igual que sucede con otras formas de violencia y, en realidad, con
cualquier forma de conducta humana, no tenemos una respuesta exacta y
general que se aplique a todos los casos. Al margen de ello, existen toda una
serie de trabajos enfocados desde la psicología de la personalidad, la clínica
y la social acerca de la ira al volante que aportan datos excelentes
relacionados con los mecanismos esencialmente psicológicos que podrían
contribuir a este tipo de comportamiento. Pero desde la perspectiva de un
neuropsicólogo curioso también tenemos elementos que nos permiten
razonar, estudiando la función cerebral y los procesos neurocognitivos, en
torno a los mecanismos que podrían contribuir al desarrollo de estos
fenómenos o de algunos de ellos.
En el capítulo anterior, mencioné el modelo de organización cerebral que
relaciona la expresión de la emoción y la función frontal e introduje el
concepto relativo a cómo la evolución ha priorizado la expresión de la
emoción sobre la razón. Los estímulos impactan con nuestro sistema
nervioso a través de los órganos sensoriales, como la vista o el oído. Esta
información sensorial carente de significado será posteriormente procesada
y elaborada a lo largo de una secuencia de sucesos neuronales que
terminarán por dotar de significado a aquello que hemos sentido. Por
ejemplo, la información visual, grosso modo, viaja del mundo exterior a la
retina, atravesando nuestro sistema nervioso hasta impactar con las regiones
más posteriores del cerebro a nivel occipital e iniciarse el reconocimiento
visual a lo largo de estructuras occipitales, parietales y temporales. Pero,
antes de que la información llegue a las áreas visuales primarias en la
corteza occipital, algunas neuronas han proyectado los primeros esbozos de
información visual hacia otra dirección. A través de una región del tálamo
que denominamos núcleo pulvinar, parte de la información visual impacta
con la amígdala en el sistema límbico. La amígdala juega un papel crítico
en la experiencia emocional del miedo y en la evocación de un patrón de
conductas primitivas y altamente adaptativas que denominamos de lucha o
huida. A lo largo de la evolución y de un modo muy preservado entre
especies, la amígdala se ha ido desarrollando como estructura esencial en la
experiencia del miedo y en la puesta en funcionamiento de toda una serie de
respuestas fisiológicas que de un modo automático e irreflexivo nos
predisponen a luchar o a escapar de un eventual peligro. Por su parte, entre
otras cosas, el núcleo pulvinar del tálamo, además de enviar información
proveniente del mundo externo hacia la amígdala, también ejerce cierta
función de «amplificación» del significado del evento externo. De este
modo, la amígdala ya recibe del núcleo pulvinar una señal de mayor o
menor alerta. Es importante tener en cuenta que la información visual y
auditiva que llega al sistema límbico lo hace antes de que haya alcanzado
las regiones visuales o auditivas primarias y, por supuesto, antes de que se
haya producido el reconocimiento del estímulo. Por lo tanto, nuestro
sistema límbico reacciona, y nos hace reaccionar, antes de que sepamos a
qué estamos reaccionando.
Representación esquemática de las estructuras que componen el sistema límbico en el
cerebro.

En otro apartado esbocé esa idea relativa a qué poco eficiente resultaría
en el mundo donde hemos evolucionado perder tiempo evaluando riesgos
en lugar de simplemente reaccionar a un posible peligro. Esta obviedad ha
dado lugar a una configuración de la relación estructural y funcional del
sistema límbico con la corteza prefrontal que prioriza aquello que sucede en
el sistema límbico. De este modo, la activación límbica automática se sitúa
inicialmente por encima y por delante de nuestra capacidad de control, de
gobierno y de reflexión. Por ejemplo, como ilustró en El cerebro emocional
el brillante Joseph LeDoux, es muy fácil que el sistema evoque una
respuesta de huida al creer haber visto una serpiente cuando, en realidad,
era una manguera, pero es muy difícil que esto suceda al revés y que
creamos haber visto una manguera en lugar de una serpiente.
Sea como sea, nuestra historia evolutiva ha ido tatuando en nuestra
biología toda una serie de eventos y de estímulos que en gran medida han
supuesto consecuencias trágicas para la vida. Ello ha dado lugar a que, de
un modo universal, los seres vivos experimentemos miedos muy primarios
ante toda una serie de elementos y situaciones como pueden ser el fuego,
las alturas, la oscuridad, los animales grandes, los animales venenosos, los
grandes caudales de agua, las expresiones violentas, etcétera. Aprender a
anticipar muchos de estos peligros y a escapar de ellos ha desempeñado un
papel esencial en la evolución de las especies. Así que incorporar la
habilidad para responder rápidamente ante ellos ha supuesto una ventaja
adaptativa para las especies que lo han conseguido. Tanto es así que esto da
lugar a uno de los ejemplos más evidentes de la irracionalidad parcial que
rige muchas de las conductas humanas: las personas tienen miedo a las
serpientes, pero no a los coches. ¿A cuántas personas conoce el lector que
hayan sido mordidas y finalmente hayan fallecido por un ataque de
serpiente? ¿A cuántas que hayan padecido un accidente de tráfico grave?
¿Qué decir de los tiburones? ¿Sabe el lector que el animal más mortífero del
reino animal es el mosquito?
A pesar de que de un modo racional y estadístico la probabilidad de
fallecer en un accidente de tráfico sea elevadísima, no nos sentamos al
volante pensando en que podemos morir. Por el contrario, es mucho más
fácil que alguien tenga miedo a los tiburones, a las serpientes o a monstruos
y asesinos imaginarios en la oscuridad.
¿Y qué tiene esto que ver con que la gente se vuelva imbécil cuando
conduce? A pesar de que para nuestro cerebro temer a las serpientes sea lo
más coherente del mundo, nuestra experiencia cotidiana ha ido
construyendo toda una serie de aprendizajes que, sin ser parte de la
filogenia de nuestra especie, constituyen nuestra historia de experiencias
vitales. Cualquier suceso puede convertirse en algo aterrador para nuestro
cerebro y para ello no es necesario nada demasiado complejo. La
exposición a una situación que se acompañe de una experiencia de miedo
intenso es capaz de, precisamente por este interés que tiene el cerebro en el
miedo como señal de supervivencia, convertir ese evento en algo
sumamente estresante. En esencia, este tipo de aprendizaje es la base de lo
que denominamos fobias específicas. Estas no son otra cosa que respuestas
absolutamente desmedidas de ansiedad frente a un determinado estímulo o
suceso (por ejemplo, un ascensor o pensar en usar un ascensor) que se han
construido como consecuencia de las relaciones o aprendizajes que se
establecen en función de nuestras experiencias. De este modo, a nivel
neurobiológico, básicamente lo que sucede en el contexto de la respuesta
fóbica es que al exponernos a un estímulo (un ascensor), si por lo que sea,
en presencia de dicho estímulo, se desencadena una respuesta fisiológica
que el cerebro interpreta como propia de un peligro inminente (el ascensor
se queda bloqueado), es relativamente fácil que estos procesos tan
primitivos dedicados a la supervivencia establezcan una relación entre
ascensor y miedo que pueda resultar más o menos permanente en el tiempo.
Esto da lugar a la ansiedad anticipatoria que una persona que haya realizado
esta construcción podría experimentar al anticipar la situación de subir a un
ascensor. El problema, en la mayoría de los casos, reside en que estas
relaciones, estos miedos, obedecen a una construcción, no a una realidad.
Pero, precisamente porque el cerebro prioriza el miedo a la razón, por más
que intentamos emplear la razón para hacer frente a este tipo de miedos no
lo conseguimos.
El papel de la experiencia y de nuestros aprendizajes es por ello tan
relevante como lo pueda ser la arquitectura neuronal más elemental que
hayamos podido heredar de nuestros ancestros. Algo que para la mayoría
puede ser un estímulo o un contexto totalmente banal desde el punto de
vista de la respuesta emocional que provoca, o que pueda incluso suscitar
una respuesta emocional positiva y de placer, puede, en función de las
historias de cada uno, desencadenar una infinidad de emociones negativas
en otras personas. Hay canciones que nos emocionan en positivo porque
nos llevan a unas vacaciones durante la adolescencia y que para otras
personas suponen un gran sufrimiento psicológico puesto que esa misma
canción sonaba pocos minutos antes de que les comunicasen una tragedia.
Los fuegos artificiales nos pueden parecer bellos y parte de todo tipo de
festejos si no hemos experimentado una situación bélica, y las relaciones
personales pueden ser una inmensa fuente de placer en todos los sentidos si
no nos ha tocado vivir golpes o palizas del otro.
De este modo, a pesar de que un coche no sea parte de esos estímulos a
los que nos hemos ido exponiendo a lo largo de nuestra evolución y que han
ido contribuyendo a configurar un sistema primitivo que anticipa miedo o
peligro ante las serpientes o la oscuridad, en sí mismo y en lo relativo a lo
que sucede mientras se emplea, a día de hoy y como consecuencia de
nuestra historia de aprendizajes, un coche lleva implícita toda una serie de
elementos psicológicos que incuestionablemente son capaces de provocar
determinadas respuestas en nuestros procesos cerebrales. Todos, de un
modo u otro, nos hemos visto y nos vemos expuestos a información
relacionada con los peligros que supone conducir. Por un lado,
prácticamente a diario vemos o escuchamos noticias relacionadas con
accidentes y con muertes en la carretera. Por otro lado, prácticamente todos
conocemos en primera persona algún caso que ha resultado fatal al volante,
e igualmente es fácil que hayamos vivido en nuestra propia piel algún
accidente. Así que, de un modo similar a esos aprendizajes, por esas
asociaciones automáticas que un cerebro es capaz de establecer entre un
simple ascensor y el miedo, resulta previsible que el cerebro tenga en
cuenta toda esta información contextual que nos llega a través de la
experiencia con relación a conducir. Paralelamente, el propio acto de
conducir se acompaña del despliegue de una cascada de procesos
neurocognitivos altamente demandantes en forma de atención, coordinación
psicomotora, procesamiento visual y auditivo, procesamiento espacial,
anticipación, etcétera. Conducir supone saturar notablemente nuestras
capacidades cognitivas, dando lugar a que después de un trayecto al volante
relativamente largo o difícil nos sintamos fatigados.
Atendiendo a esa historia de aprendizajes relacionados con la
conducción y a cómo el cerebro construye y anticipa posibles peligros, es
previsible que la mera exposición al estímulo «coche» o al contexto «tener
que conducir» irremediablemente ponga en funcionamiento todos esos
sistemas primitivos de alerta que nos preparan para la eventual huida o
lucha, esto es, en el segundo caso, para la violencia. Pero, evidentemente, al
subir al coche no experimentamos necesariamente ni miedo ni ira, algo que
es totalmente normal atendiendo a que el principal recurso que desplegamos
para que conducir no nos precipite a la muerte es una cascada de complejos
procesos cognitivos dedicados a la conducción. Visto así, parece razonable
imaginar que cuando conducimos mantenemos nuestro sistema nervioso en
un estado de extrema fragilidad, ya que, por una parte, todos los sistemas de
alerta están pendientes de aquello que hemos identificado como peligros al
volante, mientras que, por otra parte, toda una serie de sistemas cognitivos
intentan desplegar de la mejor manera posible infinidad de procesos a
efecto de no fracasar al volante. Tanto es así que más de una persona seguro
que conoce a alguien que para realizar alguna tarea sobreañadida durante la
conducción, por ejemplo, aparcar, necesita liberar alguno de estos procesos
cognitivos y así ejecutar correctamente el acto de aparcar. Es entonces
cuando estas personas, por ejemplo, necesitan apagar la música.
Este modelo, a mi modo de entender y partiendo no solo de una serie de
supuestos, sino de toda una serie de certezas relativas a cómo funcionamos,
ilustra un escenario plausible desde el que dar explicación a por qué resulta
tan fácil que alguien estalle al volante a la mínima. Para mí resulta bastante
obvio y coherente: ¿qué cabe esperar de alguien cuyos sistemas de alerta y
procesamiento del peligro están activos a la par que prácticamente todos sus
recursos cognitivos están saturando el sistema? ¿Qué podría suceder en la
expresión emocional y conductual si en un determinado instante, con o sin
razón (eso casi siempre da igual), en este contexto de hiperalerta/saturación
llegase un input nuevo de supuesto peligro sobreañadido, llamémosle
volantazo del de al lado, intermitente que no se pone, bocinazo o lentitud
extrema entre otros?
Desconozco qué tipo de experiencias al volante y en la vida había tenido
ese conductor maleducado y violento que me encontré en ese semáforo.
Quizás era una persona agresiva en múltiples ámbitos de su día a día, quizás
había bebido, quizás tenía una personalidad extremadamente temperamental
desde siempre. Quizás, por qué no, simplemente era estúpido. Existen otra
infinidad de variables que, sin duda, entran en juego más allá de mi
reduccionista interpretación del fenómeno. Pero es lícito pensar también
que quizás esa persona era alguien totalmente normal, que simplemente no
pudo ni supo reaccionar ante ese bocinazo, y lo que su cerebro hizo con él
le llevó a actuar así.
14
YO NUNCA LO HARÍA

Hay infinidad de situaciones en las que, al imaginarnos en ellas en un


contexto posible pero ficticio, nos cuesta creer que nuestra reacción o
comportamiento pudiera responder de una determinada manera.
Obviamente, voy a ser incapaz de resumir todas aquellas que en alguna
ocasión han suscitado que mi curiosidad científica intente entenderlas
mejor, pero sí que existen algunas que considero interesante analizar.
Adentrarse en el estudio de lo normal y de lo patológico al hablar de
conducta humana implica necesariamente hacerlo desde una postura de
absoluta sinceridad con lo que somos. Sin hacerlo, es imposible que
observemos y analicemos los comportamientos como lo que son en muchos
casos, independientemente de su complejidad: meras formas de expresión
dentro de la más absoluta normalidad del ser humano.
De todo el conglomerado de conductas que nunca llevaríamos a cabo y
con las que podríamos escribir libros enteros, hay una que me resulta
particularmente desconcertante. En nuestro sistema occidental, asentado
sobre los cimientos del bienestar de una sociedad libre de guerras, de
hambrunas y de pobreza, parece incuestionable que el altruismo y el sentido
de la responsabilidad hacia los demás son una característica de nuestra
sociedad. A priori parece que nos encantan esas historias donde los
desconocidos ayudan a otras personas incluso poniendo su vida en riesgo, y,
por supuesto, desde la comodidad de nuestros sofás y habitaciones con
calefacción solemos transmitir una enorme empatía hacia los problemas de
los demás.
Hace pocos meses vivimos en directo uno de los episodios más
dramáticos que hemos podido contemplar en el televisor, no solo por lo que
contaban esas imágenes, sino por lo que, sin llegar a verla, todos sabíamos
que iba a suponer esa historia. Me refiero a la recuperación por parte de los
talibanes del control sobre Afganistán y a las terribles imágenes de hombres
y mujeres tratando de escapar de lo que era inevitable en caso de continuar
viviendo en su país. Como siempre, la respuesta de la comunidad fue
absoluta y todos nos pasamos horas viendo y comentando esas terribles
noticias, incluso algunos manifestándose en las calles en favor de la
población afgana. Pero el resultado real a día de hoy es que la situación
debe seguir siendo la misma o peor y que, básicamente, seamos sinceros,
nos da igual. Una indiferencia muy parecida a la que hemos visto con el
conflicto entre Ucrania y Rusia, las hambrunas en África, la explotación
infantil por parte de las marcas de ropa que vestimos, las atrocidades
relacionadas con la explotación de las minas de litio con las que se fabrican
las baterías de nuestros teléfonos y un largo etcétera.
Existe aquello en lo que pensamos, y pensamos en aquello que
conocemos y sobre lo que desplegamos atención. Los recuerdos olvidados,
las palabras a las que no atendimos o las canciones que no escuchamos
existen quizás ahí fuera, pero son cosas en las que no podemos pensar
porque dejaron de existir dentro de nosotros. Los medios de comunicación
nos exponen realidades que, por supuesto, nos impactan y afectan. El paso
del tiempo, sea en parte por la costumbre que supone la exposición continua
al mismo tipo de información, sea simplemente porque la información deja
de aparecer en los medios, va difuminando esas imágenes de nuestra
realidad cotidiana y, en consecuencia, se van alejando nuestros sentimientos
de aquello que durante unos días incluso nos hizo llorar. Eso no nos
convierte en desalmados, simplemente cuenta algo acerca de cómo estamos
hechos y de cómo funcionamos. Y eso tiene mucho que ver con que, en
realidad, desplegamos unas dosis de altruismo muy limitadas a lo largo de
nuestra vida, especialmente cuando no conocemos de nada al posible o
posibles beneficiarios. Sobre este tema se ha escrito mucho y se ha
relacionado con el parentesco biológico, que actúa en nuestra
predisposición de ayudar al otro. De algún modo, todos tenemos
incorporado algo así como un instinto de protección y de ayuda hacia
aquellos que son próximos a nosotros, sea esta proximidad biológica
(hermanos, hijos) o construida socialmente (pareja). Lo que resulta
incuestionable es que es muy difícil que despleguemos el mismo interés y
ayuda por un desconocido del Nepal que por nuestra prima hermana.
Hay otra realidad mucho más cotidiana, y quizás más sorprendente aún,
que ha sido objeto de diversos estudios y que no podemos cuestionar, a
pesar de que algunos de los ejemplos que históricamente se han presentado
para hablar de ella no sean del todo correctos. Si le preguntamos a
cualquiera qué haría si se encontrase en la calle a una persona claramente
enferma o pidiendo ayuda, la mayoría de la gente responde que ayudaría a
esas personas. Pero lamentablemente la realidad es que, en muchos casos,
especialmente cuando estos encuentros suceden en espacios amplios donde
es previsible que haya otras personas alrededor, las personas no prestan
ayuda, sino que la omiten, dando lugar a lo que conocemos como efecto del
espectador o, en inglés, bystander effect.
Este fenómeno tiene posiblemente mucho mas de psicológico y social
que de estrictamente neuropsicológico, pero a pesar de ello no deja de ser
una conducta que expresa el ser humano y, por lo tanto, susceptible de ser
analizada en parte desde la óptica de lo que sabemos que hace nuestro
cerebro con nuestros procesos cognitivos.
Básicamente, el efecto del espectador define el escenario desde el cual se
presupone que es menos probable que una persona atienda a una posible
emergencia cuando hay más personas alrededor. Curiosamente, parece que
dicho efecto no sucede del mismo modo en todos los contextos ni se da por
igual en todas las personas, de forma que cabe esperar que alguien que no
actuó en un determinado contexto lo pueda hacer en otro o que algunas
personas, con independencia del contexto, tiendan a prestar ayuda. Sea
como sea, resulta obvio que este efecto no define una característica
universal del ser humano, pero sí que define un escenario posible, muy
distinto al que solemos esbozar cuando nos imaginamos realizando todo
tipo de heroicidades por y para los demás.
El escenario clásico con el que podemos imaginar el efecto del
espectador y que, sin duda, todos hemos experimentado en alguna ocasión
podría ser el siguiente: ¿qué posibilidades hay de que mientras cruzamos
una transitada estación de tren nos paremos a ayudar a una persona tirada en
un rincón que muestra evidentes signos de encontrarse mal, de estar
embriagada o de haber perdido el conocimiento? Que cada cual piense con
sinceridad la respuesta.
Hace algunos años, a la salida de una consulta con mi dentista, vi que al
otro lado de la calle una mujer literalmente arrastraba a otra mujer muy
mayor que claramente tenía dificultades para caminar. Por deformación
profesional, la primera impresión que tuve es que se trataba de una persona
con parkinsonismo que estaba padeciendo un episodio de congelación de la
marcha. Estos episodios son frecuentes en las etapas avanzadas de la
enfermedad de Parkinson y se caracterizan precisamente por una extrema
rigidez e incapacidad para iniciar la marcha, haciendo que la persona adopte
el aspecto de haberse quedado congelada. Al acercarme pude constatar que
esa mujer no tenía un parkinsonismo, sino que se había fracturado la cadera
en una caída, y que la persona que la acompañaba, una transeúnte que la vio
caer, la estaba acercando a la silla de un bar. Cuando yo hice acto de
presencia interesándome por el estado de esa mujer, rápidamente la
transeúnte optó por desaparecer. Al pedir una silla a los propietarios del bar
para sentarla mientras llamaba a los servicios de emergencia pareció como
si les estuviese proponiendo algo imposible, aunque finalmente accedieron.
Cuando estábamos esperando a la ambulancia, salieron dos personas de un
portal que reconocieron a esa mujer como su vecina. La mujer me contó
que tenía que volver rápidamente a su casa antes de que regresara su hijo.
Lo contó con tanto miedo que no pude evitar preguntar, y así descubrí que
su hijo padecía una enfermedad mental grave que generaba múltiples
problemas de conducta hacia su madre. Al parecer, esa mujer había
aprovechado que su hijo había salido para ir a comprar unas malditas
croquetas, con tan mala suerte que se resbaló y se fracturó la cadera.
Cuando las vecinas se acercaron, me contaron que conocían a la mujer y a
su hijo y que, efectivamente, era importante que su hijo no la viese con
nosotros, puesto que prácticamente cada día y cada noche oían los gritos y
los golpes que le propinaba. En ese instante, no pude evitar preguntar a las
vecinas si ellas habían oído en muchas ocasiones esos gritos y golpes.
Dijeron que sí. Entonces tampoco pude evitar preguntarles si alguna vez
habían avisado a los servicios de emergencias cuando oyeron los gritos y
los golpes. La respuesta, obviamente, fue que no.
¿Qué motiva a una persona a entregarse al sufrimiento de alguien
anónimo o a evitar implicarse siquiera haciendo algo tan sencillo como una
llamada telefónica?
Existen muchos estudios actuales que demuestran que, tal y como decía
anteriormente, este fenómeno de omisión de la ayuda durante el efecto del
espectador no necesariamente sucede siempre, pero ello no implica que, en
determinados contextos, el fenómeno inevitablemente se produzca.
Los mecanismos exactos que parecen contribuir a los fenómenos de
omisión de ayuda cuando hay otras personas alrededor parece que tienen
mucho que ver con la anticipación de que otras personas ya prestarán
ayuda, difuminando por lo tanto el sentido de la responsabilidad de uno
mismo hacia los demás. Desde una perspectiva neuropsicológica, existe
toda una serie de procesos que, sin constituir las bases fundamentales de
este fenómeno, contribuyen potencialmente a que este se pueda expresar tal
y como lo conocemos. Por un lado, está lo que definimos como sentido de
la agencia, que se refiere a la sensación que todos tenemos de que nuestras
acciones nos pertenecen y que aquello que sucede a nuestro alrededor se ve
influido por lo que hacemos. En nuestra interacción con el mundo, gracias a
determinadas regiones del lóbulo parietal y frontal, integramos como parte
de nosotros lo que nos rodea, permitiendo, entre otras cosas, sentirnos
relacionados con el mundo exterior. En determinados contextos, por
ejemplo, durante algunos episodios de pánico, es frecuente que las personas
describan una sensación de desrealización que en esencia implica la pérdida
total o parcial del sentido de agencia. Durante estos episodios, las personas
que los experimentan pueden tener la impresión de percibir el mundo como
algo extraño y de no sentirse dueños de sus acciones. En el efecto del
espectador, cabría suponer que uno de los mecanismos que podría propiciar
la ausencia de despliegue de ayuda tendría que ver con la pobre integración
de aquello que está sucediéndole a otra persona como parte del mundo que
ocupa uno mismo. En consecuencia, podrían no desplegarse determinadas
respuestas basadas en el sentido de la responsabilidad si el cerebro no
integra como responsabilidad nuestra algo que sucede en nuestro entorno.
Como ya he comentado en distintos apartados, el miedo y la ansiedad son
reacciones normales que manifestamos de manera involuntaria en respuesta
a determinados eventos. Durante los episodios con carga emocional en
forma de miedo o ansiedad, determinadas regiones cerebrales dedicadas a la
evaluación racional del contexto o de las posibilidades operan de un modo
muy distinto a como lo hacen cuando no estamos expuestos a este tipo de
emociones. Exponernos a una determinada emergencia podría contribuir a
que se generasen este tipo de respuestas emocionales, propiciando una
forma de evaluar el contexto muy condicionada por la forma en la que
funciona el cerebro durante estos episodios y, así, facilitando que no se
desarrollasen conductas que a priori nos podrían parecer totalmente
razonables. La influencia social sobre la conformidad es un fenómeno muy
conocido que explica la tendencia a obedecer o a conformarnos con lo que
hace la mayoría sin reflexionar en profundidad acerca de si debemos o no
hacerlo. Las áreas frontales mediales, responsables de integrar las señales
que provienen de nuestro contexto y de atribuirles significado, parece que
podrían contribuir notablemente a normalizar como conducta propia aquella
que básicamente hacen los demás. Ejemplos de este tipo de formas de
conformidad los vemos en algunos experimentos sumamente graciosos,
como ilustra el experimento del ascensor de Solomon Asch. En este
experimento se disponía a un grupo de personas dentro de un ascensor,
siendo todas, menos una de ellas, parte del experimento. Al cerrarse las
puertas del ascensor, las personas que formaban parte del experimento
adoptaban una posición absurda orientando su cuerpo contra la pared de
modo que cada uno de los sujetos se quedaba mirando a una de las paredes
del ascensor mientras que el sujeto ajeno al experimento se quedaba
sorprendido en el centro. Curiosamente, conforme pasaba el tiempo, este
individuo, que evidentemente no entendía nada acerca de la extraña
posición de los otros individuos, tendía a adoptar la misma postura que el
resto, dejando de situarse en el centro, para ladearse y quedarse mirando a
una de las paredes. De este modo, si bajo la presión social somos capaces
de adoptar conductas tan absurdas como la descrita, no resulta ilógico
considerar que podamos adoptar otras formas de comportamiento como las
referidas bajo el efecto del espectador si las circunstancias son las
adecuadas, como, por ejemplo, bajo la influencia de una infinidad de otros
individuos en un entorno plagado de estímulos. De hecho, la situación en la
que suele darse el efecto del espectador no es otra que escenarios repletos
de gente y de estímulos y, por ende, situaciones que pueden saturar algunos
de los sistemas tan delicados que he ido comentado. Por ejemplo, procesos
tan automáticos como los que rigen el procesamiento de la empatía o
determinados procesos de toma de decisiones pueden verse
inoportunamente interferidos en condiciones de sobreestimulación,
contribuyendo así a que el tipo de conductas que se manifiesten no sean las
más oportunas.
En cualquier caso, existe una consecuencia derivada de esa sinceridad
con la que, insisto, debemos aproximarnos al estudio de la conducta
humana. Esta consecuencia, además, tiene mucho que ver con lo que, desde
el punto de vista neurocognitivo, hemos sido capaces de desarrollar como
especie. Ser conscientes de lo que somos y de cómo actuamos implica ser
capaces de pensar acerca de cómo pensamos, sentimos y nos comportamos.
Este ejercicio de metacognición resulta único en el reino animal y, entre
otras cosas, nos permite observarnos desde algún lugar y darnos la
oportunidad de intentar ajustar lo que hacemos a las necesidades que
derivan de lo que sucede a nuestro alrededor. Los automatismos forman
parte de todo aquello que contribuye a la expresión de nuestra conducta,
pero, desengañémonos, la mayor parte de las conductas que realizamos
implican un tiempo suficiente como para haber sido capaces de evaluar qué
diantres estamos o no estamos haciendo y, en consecuencia, para decidir
qué hacer o qué seguir haciendo. Así que, posiblemente, no sea tan
necesario buscar razonamientos fundamentados en la neuropsicología o la
psicología social para responder a la pregunta de por qué en ocasiones
hacemos lo que hacemos. Posiblemente, un mero acto de metacognición y
de sinceridad con nosotros mismos contenga la respuesta más acertada y
cada uno de nosotros ya la conozca.
Cuarta parte

Intuición, clarividencia y otras experiencias extrañas


Miles, en realidad, millones de personas refieren haber vivido en algún
momento experiencias que podemos clasificar como «extrañas» o
«sobrenaturales». Estas experiencias incluyen, entre otras, la intuición, la
impresión de haber pronosticado un acontecimiento futuro, las experiencias
relacionadas con el contacto con extraterrestres, las posesiones diabólicas y
las experiencias cercanas a la muerte. Estas vivencias han formado parte de
los atributos culturales de nuestra especie ahora y a lo largo del tiempo.
Dicho de otro modo, se han contado siempre y han sucedido siempre de un
modo muy similar entre culturas. Una posible explicación a este tipo de
fenómenos, dejando al margen lo paranormal, sería considerar que la gente
miente y que inventa estas historias para sacar algún tipo de beneficio.
Evidentemente, esta posibilidad existe y podría ser la explicación de
algunos de estos episodios. Pero el estudio de las experiencias paranormales
nos demuestra que, en la mayoría de los casos, las personas no mienten. Por
lo tanto, a no ser que la explicación forme parte de lo inexplicable, debemos
contemplar otras posibilidades que de un modo racional nos permitan
entender qué provoca este tipo de fenómenos.
En mi caso, crecí en un entorno en el que, entre muchos otros estímulos,
la curiosidad por el mundo paranormal estuvo relativamente presente. Mi
padre siempre sintió mucha curiosidad por estos fenómenos y supongo que
leer todas las revistas especializadas sobre esta temática le distraía. Esto
supuso que cayese en mis manos infinidad de lecturas relacionadas con
estos sucesos y que, por supuesto, despertasen una inmensa curiosidad en
mí. Por algún motivo, nunca he estado dotado del don o la predisposición
para creer. No niego ni me posiciono contra distintas posibilidades. Por el
contrario, me considero alguien sumamente curioso y fascinado por intentar
entender los mecanismos que explican el comportamiento y la vida mental
humana. De este modo, cuando fui introduciéndome en el mundo de la
neuropsicología, poco a poco fui aprendiendo que existían incontables
escenarios neurológicos que hacían totalmente plausible que una persona
pudiese experimentar este tipo de experiencias. Desde los modelos
psicológicos más generales, no necesariamente neuropsicológicos, también
empecé a comprender que los mecanismos que rigen la construcción de
nuestras ideas, percepciones, recuerdos y sentido de la realidad podían
igualmente contribuir de manera muy significativa a la construcción de este
tipo de experiencias.
Desconozco, sinceramente, si hay algo más allá de lo que podemos
explicar científicamente o si lo que hoy es inexplicable pasado mañana
dejará de serlo. En cualquier caso, me cuesta considerar plausible la
posibilidad sobrenatural en tanto que disponemos de muchas explicaciones
sólidas que permiten dar una respuesta coherente a estas vivencias. Con
todo ello, jamás pretendería sugerir que estas experiencias no existan, pero
sí me permito considerar rigurosamente la posibilidad de que tengan una
explicación compleja y racional. Para alguien como yo resulta inevitable
someter este tipo de fenómenos a las reglas del método científico para, en
esencia, estudiar la posibilidad de que haya una explicación y, en caso de
que no sea así, entonces quizás considerar otras posibilidades.
Los seres humanos no estamos construidos para disponer de
explicaciones acerca de todo lo que nos sucede. Algunas personas, por su
formación o por sus habilidades aprendidas, saben cómo funciona el motor
de un coche y cómo arreglarlo o saben cómo elaborar una exquisita receta
culinaria. Otras personas dominan la astrofísica o la física nuclear, saben
pilotar un Fórmula 1, son virtuosos del piano o conocen en profundidad el
funcionamiento de la mente humana. De este modo, si aplicamos esa regla
de la humildad necesaria que nos permite saber reconocer lo que sabemos y
lo que no sabemos, o saber que sabemos tanto como para ser conscientes de
todo lo que no sabemos, nos podemos situar en un plano desde donde
reconocemos que no tenemos la capacidad para entender o poder explicar
todas las cosas.
Para todo lo que tiene que ver con la mente y la conducta humana, con
independencia de ser algo que responde a un sistema sumamente complejo,
todo el mundo parece tener una explicación. Y es que la mente y la
conducta la experimentamos todos y, por ende, es fácil que todos
elaboremos una explicación acerca de lo que vivimos, sentimos y
experimentamos. A pesar de ello, si fuésemos coherentes con nuestro
sentido del conocimiento, deberíamos ser capaces de reconocer que, del
mismo modo que cada noche podemos ver y experimentar la belleza de un
cielo estrellado sin que ello nos convierta en expertos en astronomía, el
mero hecho de experimentar nuestra mente y comportamiento no nos
convierte en expertos en ello.
Una de las grandes lecciones que personalmente me ha ido brindado el
estudio del comportamiento humano desde una perspectiva clínica y
neuropsicológica es que muchos elementos que forman parte de lo que
explica la conducta humana resultan terriblemente paradójicos o muy
alejados de lo que esperaríamos desde el sentido común. Este es un matiz
importante, que quizás suceda por igual en otras áreas del conocimiento,
pero lo desconozco, ya que no soy experto en otras cosas. Lo que sí resulta
incuestionable es que cuando hablamos de conducta humana y de cerebro
hacemos frente a algo extraordinariamente complejo y frágil que da forma a
lo que somos a través de procesos que conocemos en mayor o en menor
medida y que muchas veces adquieren un aspecto muy distinto al que
esperaríamos. Por eso, cuando hacemos ciencia debemos despojarnos de
toda idea preconcebida, asumiendo así como explicación válida no aquello
que nos convence o parece más probable, sino aquello que el método
resuelve como válido o evidente hasta que no encontremos una mejor
explicación o nivel de evidencia.
Resulta sumamente curioso cómo este ejercicio de flexibilidad que rige
el funcionamiento del método científico es precisamente lo que, desde el
desconocimiento, muchas veces se considera que no hace la ciencia. De este
modo, cuando intentamos aportar explicaciones científicas a determinados
fenómenos, habitualmente nos encontramos con que se nos tacha de
cerrados de mente. Precisamente, lo que hace el método científico es poner
a prueba las distintas hipótesis o posibilidades por igual, empleando una
metodología libre de manipulación por nuestra parte. En consecuencia,
aquello que resuelve este método es lo que asumimos como más parecido o
cercano a la verdad, y esto lo hacemos a pesar de que pudiésemos tener
otras ideas preconcebidas muy firmes acerca de la explicación o fenómeno
en estudio. La ciencia no se basa en creencias, sino en certezas. Por lo tanto,
si algo caracteriza al método científico cuando se emplea bien, es la
flexibilidad y, si algo somos los científicos, es abiertos de mente. Solo así
nos podemos permitir el trágico lujo de descubrir que esos experimentos y
trabajos dedicados a comprobar una hipótesis en la que creíamos
firmemente resuelven que dicha hipótesis no era correcta y, en
consecuencia, aceptar aquello en lo que no creíamos pero que parece ser lo
más correcto. Por el contrario, en muchas ocasiones las posiciones que
cuestionan lo que aporta la ciencia lo hacen desde una postura rígida y
dogmática donde solo aquello que coincide con lo que uno ha preconcebido
o con lo que uno cree es cierto, incluso cuando no hay evidencia al respecto
o cuando la evidencia va en contra. Me lo van a perdonar, pero eso sí, con
todas las letras, es ser cerrado de mente.
Dejando esta reflexión al margen, por supuesto que las personas tenemos
una libertad plena de la que nadie nos puede privar incluso cuando nos
mantienen encarcelados. Esa es la libertad de pensar, de opinar, de
experimentar o de construir en nuestra mente aquello que nos plazca. Por
supuesto que sí. Lo que la ciencia afirme o niegue tiene que ver con la
ciencia. Lo que alguien decida creer forma parte de su libertad individual y,
por supuesto, las creencias, siempre que no supongan un daño a las
personas, deben ser respetadas como parte de la pluralidad con la que se
expresa la mente humana.
15
LA MAGIA CEREBRAL DE LA INTUICIÓN

Todas las personas en algún momento hemos experimentado esa sutil


sensación difusa, más visceral quizás que estrictamente mental, que oscila
entre la inquietud y la escucha de una voz interna que nos parece estar
diciendo «mejor no hagas esto» o «adelante con todo, va a salir bien». Este
conglomerado de sensaciones que suele acompañar a formas más o menos
elaboradas de toma de decisiones y que ocasionalmente ayudan a tomar una
es lo que denominamos intuición. Técnicamente, la intuición se define
como aquella habilidad para comprender, conocer o percibir algo de manera
clara e inmediata sin la intervención de la razón. Pero, en esencia, el
concepto lo empleamos para hacer referencia a estas sensaciones que antes
describía y que parecen pretender incidir en las decisiones que tomamos
como si algo supiese qué es lo mejor que deberíamos hacer.
Considerar la intuición como algo mágico implicaría dar por sentado que
la vida que cada uno de nosotros experimenta ya está escrita de principio a
fin y que, por lo tanto, las consecuencias derivadas de determinadas
decisiones ya están igualmente predeterminadas. Por ello, cabría considerar
también que la intuición es parte de un fenómeno mágico de anticipación a
esas consecuencias ya predefinidas. El problema de esta posibilidad radica
en que no tenemos ningún elemento que sustente científicamente que la
vida y nuestro destino estén escritos en algún lugar. Pero lo que nadie puede
cuestionar es que, en muchos casos, da la impresión de que aquellas
decisiones que tomamos desde la intuición son buenas, sea porque nos
sirven para evitar una consecuencia funesta o sea porque nos sirven para dar
con el éxito. De todos modos, más adelante comentaremos algunos
mecanismos psicológicos que pueden contribuir a la falsa percepción de
que guiarse por la intuición habitualmente supone un beneficio. Pero, por
ahora, nos centraremos en el hecho de que en ocasiones todos hemos guiado
nuestras conductas por estas sensaciones y nos ha salido bien.
El entorno en el que vivimos impone la constante necesidad de tener que
decidir entre opciones. Los procesos de toma de decisiones los desplegamos
frente a situaciones en las que el riesgo es explícito, esto es, cuando
conocemos la probabilidad de cuánto podemos ganar o perder si optamos
por una determinada opción; frente a situaciones en las que el riesgo es
desconocido, dees decir, cuando desconocemos la probabilidad de que de
una u otra decisión derive una u otra consecuencia, y frente a situaciones en
las que no hay ningún tipo de ambigüedad y uno conoce perfectamente las
consecuencias que derivan de una determinada decisión. Un ejemplo de
toma de decisiones con riesgo explícito podría ser cuando en un juego de
dados apostamos a un determinado número una determinada cantidad de
dinero y lanzamos el dado. En este caso, sabemos perfectamente que, si sale
el número que hemos elegido, ganaremos X cantidad, que, si no sale, la
perderemos, y que tenemos una probabilidad de 1 entre 6 de ganar y de 5
entre 6 de perder. En el caso de las decisiones bajo riesgo desconocido o
ambiguo, nos podemos imaginar decidir entre 4 posibilidades a sabiendas
de que podemos ganar o perder, sin saber ni cuánto podemos ganar o perder
ni cuál de esas 4 posibilidades conlleva mayor probabilidad de ganar o de
perder. Finalmente, como ejemplo de decisiones en las que no hay duda
sobre las consecuencias, podríamos considerar el hecho de encontrarse cien
euros en el suelo y decidir entregar cincuenta a la persona que nos
acompaña.
Uno podría pensar que para cada uno de estos escenarios la mejor
solución para tomar una decisión reside, en el caso del ser humano, en el
uso de la razón y de la evaluación pormenorizada de los pros y de los
contras. Pero sabemos que esto no sucede exactamente así y que, del mismo
modo que los procesos que contribuyen a la percepción hacen que veamos
un mundo distorsionado, los procesos que contribuyen al pensamiento
también distorsionan la forma en que pensamos. Dicho de otra manera,
igual que existen ilusiones visuales, existe algo así como ilusiones del
pensamiento que en el ámbito psicológico conocemos como heurísticos o
sesgos cognitivos.
Los sesgos cognitivos son algo así como atajos que toman nuestros
procesos mentales para facilitarnos la construcción del mundo que vivimos.
Por ejemplo, si tuviéramos que decidir a quién queremos como líder del
mundo (o como marido de nuestra hija) considerando las tres opciones que
voy a presentar, ¿cuál nos resulta automáticamente más convincente?

Opción A: ha sido asociado con políticos corruptos. Consulta a varios


astrólogos. Ha tenido al menos dos amantes y golpeaba a una de ellas.
Es fumador y bebe entre 8 y 10 martinis al día.
Opción B: ha sido despedido en dos ocasiones de su trabajo. Duerme
hasta el mediodía. Consumía opio en la universidad y todas las noches
se toma una botella de whisky. Padece de obesidad y es conocido por
su mal temperamento y agresividad.
Opción C: es un héroe de guerra condecorado, es vegetariano, no fuma
y toma cerveza ocasionalmente. No se le conocen relaciones
extramaritales. Respeta a las mujeres. Ama a los animales y es muy
reservado.

Evidentemente, de un modo involuntario, el candidato C nos parece el


más adecuado. Esto sucede como consecuencia del sesgo que denominamos
efecto halo y que, básicamente, define el proceso a través del cual la
percepción de un rasgo general se ve influida por la percepción de
determinados rasgos disponibles. Por lo tanto, si una persona nos parece
atractiva, tendemos a otorgarle involuntariamente muchas más
características favorables a pesar de que no disponemos de mucha
información sobre esa persona. En este caso, la información disponible
sobre el candidato C nos sirve para construir una opinión
sobredimensionada de esta persona. Lamentablemente, la opción C
corresponde a Adolf Hitler, mientras que la A y la B corresponden a
Franklin Roosevelt y Winston Churchill respectivamente. Ahora
consideremos el siguiente escenario: una persona tiene cien euros y le
ofrece una determinada cantidad a usted. Si acepta esta cantidad ofertada,
usted se queda dicha cantidad y el oferente la que le corresponde. A priori,
el sentido común nos dice que, puesto que partimos de 0, cualquier cantidad
que nos ofrezcan es buena y que, por lo tanto, aceptaríamos lo que fuese.
Pero la realidad es que, en este escenario, conocido como juego del
ultimátum, cuando las cantidades que se ofrecen se sitúan por debajo del 20
% del total se tienden a rechazar, lo cual significa que nadie se lleva nada.
Si vamos a un restaurante elitista, extremadamente cuidado, con tres
estrellas Michelin y tenemos mucha sed, el precio de cinco euros por un
botellín de agua de 30 cl nos parece más justo que si con la misma sed nos
ofrecen el mismo botellín y por el mismo precio en un badulaque
cualquiera.
Pero existen otras formas de sesgo cognitivo que todos desplegamos sin
querer y que influyen de un modo profundo no solo en nuestra forma de
pensar y de decidir, sino también en nuestro modo de percibir y de
comprender el mundo. Por ejemplo, el sesgo de confirmación, que nos hace
tender a aceptar como válidas o correctas las explicaciones basadas en la
información disponible cuando avalan lo que creíamos previamente,
sobredimensionándolas en contra de explicaciones que, pese a disponer de
evidencia, contradicen nuestras creencias. Un ejemplo de este tipo de sesgo
lo vemos por parte de algunas personas defensoras de ciertas terapias
alternativas cuya eficacia y evidencia ha sido constatada en una infinidad de
ocasiones como nula. Pero, para estas personas, su experiencia con un
determinado producto milagroso fue buena, o conocen a un amigo que se lo
dio a su hijo y se le curaron las anginas. En consecuencia, la ciencia podrá
decir lo que quiera, «pero a mí me funcionó». En las campañas políticas, el
sesgo de confirmación se emplea continuamente a efectos de construir una
verdad cimentada sobre unos hechos, pero obviando todos los demás. Y, por
supuesto, el negacionismo que experimentamos durante la pandemia se
sustenta en este sesgo. Determinados sucesos aleatorios, por ejemplo, tras
administrar las vacunas, se convirtieron en evidencia de su efecto negativo,
obviando los millones de efectos beneficiosos que supusieron. Otro es el
sesgo de supervivencia, que se hace patente cuanto dejamos de considerar
dentro de la ecuación aquella información que no existe, dando lugar a que
la explicación a X fenómeno la elaboremos teniendo en cuenta solo aquella
información de la que disponemos y tendamos, además, a olvidar aquello
que forma parte de la información no disponible. Un excepcional ejemplo
de este sesgo lo ilustra la siguiente historia. Durante la Segunda Guerra
Mundial se realizaron estudios detallados por parte de grupos de estrategas
acerca de las zonas donde los aviones solían recibir más impactos a efectos
de reforzar estas zonas.
Esta figura muestra los puntos donde se encontraron más impactos de bala en los aviones que
volvieron del campo de batalla.

Abraham Wald, un matemático de origen rumano, demostró que estos


estrategas estaban aplicando un razonamiento completamente ilógico como
consecuencia precisamente del sesgo de supervivencia. Los estudios que
estos analistas hacían con relación a las zonas donde los aviones recibían
más disparos los hacían precisamente en aviones que habían regresado del
campo de batalla. Por lo tanto, esas zonas marcadas, aunque vulnerables al
hecho de recibir impactos, no eran las que hacían a los aviones en más
susceptibles de ser derribados. Por el contrario, las zonas que no aparecían
marcadas eran, en realidad, las que habían recibido impactos en los aviones
que jamás regresaron y, por tanto, las que suponían mayor riesgo real de
derribo.
Estos y muchos otros ejemplos de los sesgos cognitivos sirven para
demostrar que una parte muy importante de cómo procesamos el mundo y
cómo pensamos está profundamente distorsionada por mecanismos que
escapan a nuestra razón o aparente lógica. El caso es que, a pesar de ello, el
ser humano parece haber desarrollado un sistema de toma de decisiones
bastante eficaz en cuanto a la velocidad con la que se despliega y las
consecuencias que se derivan de él. Evidentemente, el ser humano es capaz
de echar mano de múltiples recursos cuando debe hacer frente a
determinadas decisiones, y no pretendo insinuar que nuestro sistema de
toma de decisiones sea una marioneta en manos de múltiples sesgos
cognitivos. Obviamente, no es así. Pero el estudio de la toma de decisiones
por parte de la neuropsicología ha aportado algunas soluciones al problema
que supone la certeza de que no procesamos el mundo aplicando siempre
las reglas de la lógica o del sentido común que aparentemente caracterizan
la conducta humana y que, a pesar de ello, no nos ha ido tan mal.
A finales de la década de 1990, un grupo de científicos compuesto entre
otros por el excelente neurólogo Antonio Damasio y el neurocientífico
Antoine Bechara realizó una serie de experimentos que supusieron un
notable avance en la comprensión de algunos de los procesos que guían la
toma de decisiones, así como en la comprensión de los mecanismos
neurobiológicos que podrían sustentar la intuición.
Estos científicos diseñaron una tarea de apuestas conocida como la Iowa
gambling task (IGT), que básicamente consistía en presentar a los sujetos
experimentales cuatro cartas boca abajo y pedirles que optasen por una de
ellas a lo largo de cien elecciones consecutivas. Antes de que empezasen la
tarea, se les informaba de que algunas de las cartas podían conllevar
ganancias, pérdidas o ganancias seguidas de pérdidas. Posteriormente, se
les instaba a empezar, no sin antes animarlos a intentar ganar tanto dinero
como fuese posible. Durante el experimento, los investigadores realizaban
un registro continuo de la actividad electrodérmica. Este tipo de señal
básicamente recoge oscilaciones en las propiedades eléctricas de la piel
como consecuencia del sudor. Dado que pequeñas variaciones en la
sudoración se asocian a determinadas respuestas emocionales, la actividad
electrodérmica es una medida neurofisiológica objetiva de la activación
emocional que se da ante un determinado evento.
La estructura de la IGT hacía difícil de prever y aprender cuándo se
obtendrían determinadas ganancias o pérdidas, pero la tarea estaba diseñada
de modo que dos de las cartas, a pesar de suponer ganancias a corto plazo
de mayores cantidades de dinero, finalmente tendiesen a conllevar pérdidas
mucho mayores. Por el contrario, las otras dos cartas comportaban
pequeñas ganancias inmediatas pero pocas pérdidas, de modo que a largo
plazo eran mucho más ventajosas, puesto que suponían unas ganancias
mayores.
A lo largo de la tarea, los sujetos tendían a evitar cada vez más la
elección de las cartas de mayor riesgo. En concreto, al principio los sujetos
elegían las cartas de un modo totalmente aleatorio. Posteriormente, tendían
a elegir las cartas que suponían mayores ganancias, pero rápidamente
empezaban a evitarlas; primero, inmediatamente tras pérdidas importantes,
pero posteriormente las evitaban siempre. De modo que, sin ser plenamente
conscientes de ello ni de por qué lo hacían, los sujetos aprendían a evitar
decisiones que suponían un mayor riesgo. Pero lo extraordinario de este
experimento es que antes de que empezasen a modificar su patrón de
elección de cartas hacia las más seguras, su actividad electrodérmica
mostraba notables oscilaciones justo en el instante previo a la elección de
una carta de riesgo. Ello significa que, sin que los sujetos fuesen
conscientes de ello y antes de que hubiesen «aprendido» a evitar esas cartas,
algo ya anticipaba que la jugada podía salir mal y ello se traducía en esos
cambios electrodérmicos.
Este mismo experimento fue replicado con pacientes que padecían algún
tipo de lesión a nivel prefrontal, especialmente en regiones que sabemos
que contribuyen notablemente a la integración de la información visceral y
emocional. Estos pacientes, como ya hemos comentado, se caracterizan por
exhibir un patrón de conductas impulsivas e irreflexivas que en la vida
diaria se reflejan en una constante toma de decisiones absurda.
Curiosamente, estos pacientes nunca aprendieron a ejecutar correctamente
la tarea, tendiendo a elegir siempre las cartas más arriesgadas a pesar de
mostrar los mismos cambios en la actividad electrodérmica. Por el
contrario, cuando el experimento se replicó con pacientes con lesiones en la
amígdala, estos nunca presentaron cambios en la actividad electrodérmica y
mostraron un patrón de ejecución de la tarea donde parecía que no
aprendiesen ni de las ganancias ni de las pérdidas.
Todo ello sirvió para que estos investigadores desarrollasen lo que
denominaron hipótesis del marcador somático. Esta idea básicamente
argumenta que en la ambigüedad o el riesgo y en el marco de las
interferencias mediadas por los sesgos los procesos de toma de decisiones
se nutren de un proceso adicional que condiciona profundamente el modo
como nos comportamos y decidimos: las emociones. Desde la perspectiva
de la hipótesis del marcador somático, se asume que los marcadores
somáticos son sensaciones internas (por ejemplo, tasa cardiaca, sudoración,
sensaciones estomacales, etcétera) que se encuentran fuertemente
relacionadas con determinadas emociones y que los procesos de toma de
decisiones, de algún modo, se nutren de estas sensaciones para propiciar
una determinada elección. En este contexto, tanto la amígdala como la
corteza prefrontal ventromedial jugarían un papel esencial en el
procesamiento de estas señales y, por ello, las disfunciones en estos
sistemas cerebrales darían lugar a anomalías en los procesos de toma de
decisiones.
Hacer frente a escenarios complejos donde se requiere tomar una
decisión supone un desgaste y una saturación de los sistemas cognitivos que
no se resuelve a través del despliegue de la razón. Sabemos que las
experiencias previas juegan un papel esencial en la construcción del valor
de los incentivos que derivan de nuestras acciones. De este modo, cuando
debemos tomar una decisión, computamos la probabilidad de obtener un
determinado beneficio, y esta probabilidad se estima al alza cuando
previamente una decisión similar supuso un beneficio. El problema es que
existen múltiples escenarios en los que la ambigüedad o complejidad es tal
que este sistema de anticipación de los incentivos no consigue anticipar
nada. Es en estos casos donde se hipotetiza que los marcadores somáticos
juegan un papel esencial a efectos de guiar los procesos de toma de
decisiones, sin que lleguemos a ser conscientes de que estas pequeñas
señales o sensaciones internas estén sucediendo y mucho menos de que
estén modulando aquello que decidimos.
Como hemos dicho, las emociones han jugado un papel esencial en
nuestra supervivencia y por ello el cerebro prioriza todo aquello que tiene
un componente emocional. Imaginémonos ahora que vamos andando por
una calle de noche y vemos a lo lejos una silueta. Inicialmente, podríamos
pensar que es alguien paseando, pero, de pronto, algo nos genera mala
espina y, aunque nos decimos internamente «no te montes películas», en
algún momento preferimos cambiar de dirección y evitar a esa persona.
Hemos tenido una intuición, sí, pero ¿sobre qué elementos se ha construido
esta intuición? Esos sistemas que analizan el mundo y que lo dotan de
significado de los que ya he hablado, sistemas que a su vez recurren a
nuestro conocimiento previo y que, antes de que hayamos reconocido
explícitamente lo que vemos, son capaces de facilitar una respuesta
emocional, quizás han detectado elementos en la postura, marcha o gestos
que han puesto en funcionamiento la respuesta emocional. Nosotros no nos
hemos dado cuenta conscientemente de este análisis, pero este sistema lo ha
hecho. Quizás ha fundamentado la alerta en conocimientos previos relativos
a que una vez nos contaron que en esta calle atracaron a alguien, quizás lo
ha hecho en función de la familiaridad que la escena suponía con algo que
vimos en el televisor, da igual, pueden ser infinidad de motivos. Pero
cuando estos sistemas han reaccionado ante esta situación se habrán
desencadenado una serie de respuestas fisiológicas relacionadas con la
activación emocional. Desde la perspectiva del marcador somático, estas
señales habrán guiado fuera de nuestra voluntad la construcción de la
decisión de tomar otra dirección y nosotros lo habremos vivido como una
intuición.
Otro ejemplo más banal que se suele emplear para mostrar cómo los
marcadores somáticos podrían dar lugar a la intuición sería el siguiente:
imaginémonos que estamos buscando un lugar para cenar y que nos
encontramos delante de dos restaurantes que parecen opciones adecuadas.
Imaginémonos que tienen menús parecidos, con precios similares, y que no
terminamos de decidirnos por uno u otro, pero, de pronto, algo nos dice
«mejor, ese» y optamos por uno de ellos. En efecto, en esta situación
habríamos tomado una decisión guiada por una sensación interna, una
intuición. Pero nuevamente esta sensación interna difícilmente se estaría
construyendo sobre el supuesto de que algo ha accedido a la historia de
nuestro destino y al fatal desenlace que hubiese implicado optar por el otro
restaurante. Por el contrario, lo más probable es que esos sistemas que
supervisan y analizan el mundo que nos rodea hubiesen detectado en la
iluminación, disposición, personas en el interior o a través de cualquier
elemento algo que, acorde a nuestro conocimiento previo, hubiese
desencadenado una mínima respuesta emocional frente a una de las
opciones y que nuestro sistema de toma de decisiones hubiese empleado
estas señales para nutrir o guiar un proceso que se encontraba estancado.
Por lo tanto, las corazonadas, tanto para cosas buenas como para cosas
malas, desde una perspectiva neurocientífica son, en realidad, la
consecuencia del análisis que, por debajo de nuestro nivel de la consciencia,
realizan determinados procesos cognitivos con las señales que nuestro
cuerpo manda a nuestro cerebro en respuesta a una activación emocional.
Así que sí, en cierto modo, las mejores decisiones las tomamos, en parte,
con el corazón.
16
LAS PREDICCIONES DEL FUTURO

Una tarde cualquiera de un día cualquiera, estoy paseando por una calle
cualquiera de Barcelona. Inmerso en mis pensamientos, voy divagando
entre ideas más o menos conectadas, pasando por un viaje que hice hace
poco, pensando en algunas cosas que tengo que hacer dentro de pocas
semanas, recordando una noche divertida que pasé con unos amigos y
entonces, precisamente pensando en alguno de estos momentos, alguien me
viene a la cabeza. Hacía tiempo que no pensaba en esta persona, o eso creo.
Pero el caso es que ahora pienso: «¿Qué andará haciendo Daniel?»
A los pocos minutos, al cruzar una esquina cualquiera, oigo mi nombre
viniendo del otro lado de la calle y pam, ahí está, es Daniel. Hacía quizás
tres años que no le veía y que no sabía de él y justo hace pocos minutos que
he pensado en él y ha aparecido.
Esta situación la hemos vivido todas las personas. En ocasiones, después
de pensar en alguien, nos hemos encontrado con esta persona o nos ha
llamado, convirtiendo espontáneamente ese pensamiento que tuvimos en
una premonición, una predicción del futuro.
Hay muchas personas que afirman haber vivido estas y otras formas de
premonición, siendo algunas de ellas especialmente espectaculares por las
consecuencias que acarrearon. Me refiero a esas personas que decidieron no
subir a un avión que posteriormente se estrelló, aquellas que pensaron o
soñaron con un terrible accidente y al día siguiente algo horrible sucedió y,
por supuesto, esas personas que de algún modo anticiparon la muerte de
alguien.
¿Son estas situaciones premoniciones reales? ¿Reflejan la existencia de
un destino ya escrito y cómo eventualmente accedemos de un modo mágico
al futuro? Supongo que considerar estas posibilidades es un acto
fundamentado en la fe o en el acto libre de creer, tan respetable y tan
esencialmente humano como lo son muchas otras formas de creencias. Una
vez más, desde mi posicionamiento científico, ni niego ni cuestiono
alternativas para las cuales no tenemos respuestas o explicaciones, pero por
supuesto antepongo a estas posibilidades mágicas aquello que nos ha
permitido explicar el razonamiento científico y el conocimiento acerca de
estos sucesos.
El ser humano es especialmente malo incorporando a su razonamiento el
sentido real de la probabilidad o de la estadística. A pesar de que, cada vez
que lanzamos una moneda al aire la probabilidad de que salga cara o cruz es
la misma, si por mero azar sale cara tres veces seguidas, es casi inevitable
pensar que es más probable que en la siguiente tirada salga cruz, cuando la
realidad es que la probabilidad volverá a ser la misma. Algo muy similar
ocurre en el mundo de las apuestas, cuando, por ejemplo, en el juego de la
ruleta salen varias veces números rojos o pares. Cuando las personas
compran un décimo de lotería, por supuesto que desconocen, o que en gran
medida no incorporan a la construcción de sus posibilidades, la realidad
última respecto a la probabilidad de que su número resulte premiado. Eso
no significa que se trate de sucesos imposibles. Todo lo contrario, significa
que la estadística o la probabilidad son terriblemente caprichosas y que,
básicamente, la probabilidad de que pueda suceder algo aparentemente
imposible estadísticamente existe. El problema es que los procesos
cerebrales tienden siempre a buscar patrones o cierta causalidad entre todo
aquello que sucede. Dicho de otro modo, lo aleatorio o inexplicable como
consecuencia de una determinada causa es difícilmente digerible por
nuestro sistema nervioso.
Las personas construimos una constante cascada de ideas que
esencialmente fluyen en forma de pensamientos a los cuales atendemos
durante pequeños instantes y que rápidamente se desvanecen. Si le
preguntásemos a una persona qué ha pensado a lo largo de toda una
mañana, posiblemente solo sería capaz de recordar algunos pensamientos
muy específicos, pero en gran medida no podría recordar con qué ha
ocupado sus ideas. Esto sucede como consecuencia de algo que ya conté al
inicio de este libro, cuando hablé del papel que juegan la atención y la
profundidad del procesamiento de la información en la formación de
nuevos recuerdos. De este modo, igual que muchos de los estímulos que
impactan contra nuestros órganos sensoriales a lo largo de un día nunca
llegarán a ser un recuerdo, lo mismo sucede con muchas de las cosas que
pensamos. Esto tiene una consecuencia muy obvia, pero que merece la pena
resaltar. Y es que aquello que no aprendemos y que nunca será un recuerdo
no va a existir en nuestra mente cuando lo vayamos a buscar. ¿Y esto qué
papel juega en el mundo de las premoniciones? Pues juega un papel
fundamental, atendiendo a algo que ya he comentado y que conocemos
como sesgo de confirmación y sesgo de supervivencia.
Las personas, involuntariamente, tendemos a considerar como más
probable o veraz aquello que encaja con nuestro sistema de creencias y,
paralelamente, tendemos a prestar atención a aquello que coincide con un
evento esperado y a recordarlo. Esto básicamente significa que la
posibilidad de que una persona haya pensado en un accidente aéreo unas
tres mil veces a lo largo de los últimos años es muy alta y que la posibilidad
de que estos pensamientos, igual que muchos otros, no se convirtiesen en
un recuerdo es igualmente alta. Lo que sucede es que, si en alguna de las
ocasiones en que se pensó en un accidente aéreo, por puro azar, hubo un
accidente aéreo al poco tiempo de haber tenido esa idea, sueño o
pensamiento, este suceso ganó una relevancia distinta, promoviendo que se
procesase y almacenase de un modo totalmente diferente a como lo
hacemos con otras ideas. En consecuencia, la experiencia que tendría la
persona es la de haber pensado en un accidente aéreo y que posteriormente
hubiese sucedido el accidente. Por el contrario, la experiencia que no
tendría la persona es la de haber pensado otras 2999 veces en un accidente
aéreo y que no hubiese sucedido nada. Este mismo mecanismo se aplica a
una infinidad de aparentes premoniciones, incluyendo, por ejemplo, las que
tienen que ver con «pensé en alguien y de pronto apareció», puesto que es
más que probable que, en realidad, hayamos pensado muchas otras veces en
esta y en otras personas que nunca aparecieron, pero que simplemente
olvidásemos esos pensamientos.
Además, la personalidad juega también un papel importante en el
significado que atribuimos a este tipo de experiencias. Dentro de la más
absoluta normalidad, resulta evidente que las personas somos distintas por
algo que va más allá de nuestras experiencias vitales y que tiene mucho que
ver con cómo nuestra biología ha configurado una parte importante de
nuestra personalidad. De este modo, con independencia de la educación
recibida, la edad o el contexto, hay personas más o menos creyentes,
personas más introvertidas, personas que tienden a buscar de un modo más
continuo las experiencias novedosas, otras que prefieren la calma y, por
supuesto, personas que muestran una mayor tendencia a considerar como
probables sucesos que tienen ciertos matices sobrenaturales. Cuando se ha
estudiado a personas con rasgos de personalidad que las hacen más
proclives a considerar explicaciones mágicas junto con otras con rasgos de
personalidad que las alejan de este tipo de posibilidades y se las ha
sometido a ambas a paradigmas experimentales en los que se dan eventos
no relacionados entre sí o que no siguen ninguna lógica, las personas del
primer grupo tienden involuntariamente a encontrar con mucha más
facilidad aparentes patrones inexistentes que consideran que preceden la
aparición de uno u otro fenómeno a lo largo del experimento.
Hace algunos años diseñamos un estudio que realizamos empleando
técnicas de resonancia magnética funcional para estudiar determinados
procesos relacionados con el aprendizaje en personas con enfermedad de
Parkinson. Para ello planteamos una tarea de apuestas muy rudimentaria
que exigía a los participantes elegir una entre dos opciones a lo largo de
más de 500 tiradas y observar en el cerebro las consecuencias derivadas de
su elección en forma de ganancias o de pérdidas. Recuerdo perfectamente
que era relativamente habitual que una parte de los participantes, al
terminar el experimento, me explicasen esbozando una orgullosa sonrisa
que habían entendido el mecanismo o lógica de la tarea. Yo nunca les
cuestioné esa sensación, pero la realidad es que esa tarea estaba diseñada de
tal modo que las consecuencias de las decisiones que tomaban los
participantes eran totalmente aleatorias e imposibles de predecir, ni siquiera
por parte de los que la habíamos planteado. A pesar de ello, muchos
participantes encontraban patrones o creían poder anticipar lo que sucedería
al sentir que habían entendido esos patrones inexistentes.
Pero hace más años aún viví una experiencia que me hizo pensar mucho
acerca de otros mecanismos que podrían jugar un papel relevante en la
premonición o clarividencia y que, como veremos, tienen bastante que ver
con lo que esbozamos en el capítulo anterior cuando introduje el concepto
de marcadores somáticos.
Yo tendría unos diecinueve años y aún vivía en casa de mis padres. Era
una casa alejada del centro de la ciudad cuya parte posterior quedaba
totalmente expuesta a una zona boscosa que delimitaba el inicio de lo que,
pocos kilómetros más allá, se conoce como Les Gavarres, una extensa
formación montañosa que transcurre entre Girona y el Baix Empordà.
Llevaba varias horas tumbado en el sofá de la sala de estar maldiciendo el
malestar que me provocaba estar con gripe y con fiebre, pero era incapaz de
seguir mirando un minuto más el televisor, así que me di la vuelta y me
dediqué a observar el jardín de mis padres y los árboles del exterior a través
de unos grandes ventanales.
Mi madre, que es una persona que entre muchas otras virtudes se
caracteriza por ser terriblemente resolutiva, tranquila y con una inmensa
capacidad para relativizarlo todo y para no ponerse nerviosa, llevaba varias
horas intranquila, algo que me hizo saber cuándo volvió de pasear a
Becquer, un precioso golden retriever que teníamos en esa época.
Obviamente, como buen hijo en estado de profunda enfermedad, no le hice
ningún caso. A las pocas horas recuerdo que, mirando embobado a través
de los ventanales, empecé a ver unos pequeños destellos de luz flotando al
otro lado del cristal. Entonces, la primera idea que me vino a la cabeza fue:
«Ostras... realmente tienes mucha fiebre... estás viendo cosas raras». Era un
fenómeno realmente peculiar, más aún visto desde los ojos de alguien con
39o de fiebre. Primero fueron esos pequeños destellos, pero a los pocos
minutos eran múltiples bolitas de luz flotando por el jardín mientras todo
empezaba a adquirir una tonalidad rojiza muy peculiar. No mucho más
tarde empezamos a oír sirenas y el sonido de un helicóptero, y a los pocos
minutos, para dotar aún de más surrealismo a la escena, vi como poco a
poco ese helicóptero iba descendiendo hasta situarse a pocos metros de la
piscina para empezar a recoger agua con una manguera. Entonces lo
entendí: era un incendio.
Salimos de casa a instancias de los equipos de bomberos que acababan
de llegar y pudimos ver, como nunca había visto ni he vuelto a ver, el
tamaño de las inmensas llamas que, con un ruido indescriptible de fuego y
destrucción, en cuestión de segundos iban devorando los árboles que
rodeaban la casa de mis padres. Estábamos viviendo uno de los peores
incendios que hayan azotado esas montañas. El fuego se había iniciado
pocas horas antes a varios kilómetros de nuestra casa, arrasando con todo y
llegando a cruzar una autopista y varias carreteras que separan las montañas
de la zona urbanizada donde vivíamos.
Ni yo ni mis padres ni los vecinos supimos del incendio hasta que los
bomberos nos hicieron salir de nuestras casas, aunque el fuego llevaba
varias horas arrasando la montaña y acercándose peligrosamente.
Una de las primeras experiencias llamativas que viví fue cuando, al salir
de nuestras casas, me di cuenta de que la fiebre y en gran medida el
malestar asociado a mi gripe habían desaparecido. La naturaleza es sabia, o
al menos es lo que es como resultado de un proceso evolutivo fascinante.
Así que entiendo que, en la naturaleza, en peligro, estar a 39o de fiebre
tapadito dentro de la cama mientras todo arde a tu alrededor resultaría tan
adaptativo como nadar entre tiburones blancos tras lanzar toneladas de
carne picada al mar. Pero esta anécdota es menos relevante que la que tiene
que ver con la inquietud que mi madre llevaba horas sintiendo. De hecho,
fue ella misma quien de pronto le encontró todo el sentido del mundo y
afirmó: «Ahora entiendo por qué llevaba varias horas así. Supongo que de
algún modo mi cuerpo ya había notado el incendio».
Los eventos naturales catastróficos han jugado un papel más que
evidente a lo largo de nuestra existencia y de la de otros seres vivos. Así,
algunos animales han desarrollado habilidades muy precisas para detectar
situaciones que suceden por debajo de los umbrales con los que trabajan
nuestros sistemas perceptivos, permitiéndoles notar el inicio de un
terremoto, de un incendio o una gran riada mucho antes de que nosotros lo
hayamos hecho. Estos animales no anticipan el futuro cuando escapan
varios minutos antes de que la tierra empiece a temblar. Simplemente,
perciben sutiles temblores o determinados gases que emanan por las grietas
de la tierra que nosotros no podemos percibir. No tiene nada de mágico,
pero sí mucho de biológico.
Me gusta pensar que, en el caso anecdótico aunque bastante
paradigmático del incendio de mi casa, múltiples señales que no alcanzaron
el nivel de la consciencia estaban siendo procesadas en el cerebro de mi
madre por parte de estructuras primitivas y altamente preservadas entre
especies en lo relativo al procesamiento de estímulos potencialmente
peligrosos. Atendiendo a todo lo que sabemos de nuestros sistemas
sensoriales y de su relación con determinadas estructuras del sistema
límbico que juegan un papel central en la alerta, el miedo, la lucha y la
huida, resulta totalmente plausible considerar que en este caso quizás el olor
a fuego, quizás el tono que empezó a adquirir el color del cielo, algo llevaba
ya horas poniendo en alerta a mi madre sin que estas señales llegasen a
elaborarse como para adquirir un significado específico. ¿Por qué ella lo
sintió y yo no? No lo sé, quizás sea otro de esos superpoderes que tienen las
madres. Pero, básicamente, creo que su cerebro detectó el fuego y la puso
en alerta. De este modo, pienso que es absolutamente razonable considerar
que detrás de algunos eventos aparentemente premonitorios existe una
explicación racional fundamentada en el papel que juega el procesamiento
preconsciente de ciertos estímulos por parte de estructuras cerebrales
primitivas.
Finalmente, hay otro mecanismo a tener en cuenta cuando hablamos de
premoniciones y que, como veremos, forma parte igualmente del elemento
central en torno al cual se construyen otras experiencias extrañas. En
realidad, este mecanismo ya ha sido en gran parte comentado en un capítulo
anterior, puesto que no hablo de otra cosa que de la facilidad con la que
distorsionamos nuestros recuerdos.
Las experiencias que tenemos y que de algún modo almacenamos se
acompañan no solo de imágenes, de personas o de lugares, sino también de
información relativa al tiempo, esto es, a cuándo sucedieron. La
susceptibilidad inherente a los recuerdos de verse de algún modo
transformados afecta no solo a su contenido, sino también a cualquier
elemento que sea parte de lo que denominamos recuerdo. De este modo,
aunque nos parezca imposible puesto que confiamos en nuestras
experiencias, resulta relativamente fácil que, con el tiempo, recordemos una
secuencia de eventos en un orden distinto a como sucedió.
Si casualmente me encuentro a Daniel y luego pienso en él, esta
secuencia de eventos temporales es muy distinta a la que sería pensar en
Daniel y luego encontrármelo. El recuerdo de sucesos premonitorios, al
menos algunos de ellos, puede explicarse como consecuencia de que no
somos capaces de percibir el fallo o reconstrucción de nuestra memoria,
puesto que experimentamos nuestros recuerdos como una verdad absoluta.
Por lo tanto, cuando por los caprichos de las distorsiones de la memoria
alteramos involuntariamente el orden cronológico de dos eventos
relacionados, es fácil que, a posteriori, experimentemos como premonición
un recuerdo cuyo orden se ha visto alterado.
Pero las distorsiones de la memoria pueden jugar un papel mucho más
espectacular en la construcción de experiencias tipo premonición.
Habitualmente, confiamos ciegamente en lo que vemos en nuestra mente
como un recuerdo y es que «si lo recuerdo, lo he vivido». Lo que nos
resulta muy difícil de aceptar es que, en ocasiones, no se trata solo de que
los procesos de reconstrucción de los recuerdos puedan distorsionar algunos
elementos de estos, sino que, incluso, podemos haber incorporado como
recuerdos sucesos o experiencias que nunca nos sucedieron como los
experimentamos al recordarlos. Así, de un modo similar a como
ejemplifiqué con el experimento de La guerra de los fantasmas, el paso del
tiempo y la naturaleza reconstructiva del acto de recordar pueden propiciar
que se transforme significativamente aquello que recordamos en pro de
dotar de coherencia al contenido y estructura de nuestros recuerdos. Y es así
como nos vemos obligados a aceptar que algunos de esos momentos que
nos juramos a nosotros mismos que experimentamos como una
premonición realmente nunca sucedieron del modo como los creemos
recordar. Nuestras creencias en torno a estos fenómenos, nuestras
expectativas o, incluso, las ganas que ocasionalmente podamos tener de
contar algo espectacular pueden haber contribuido, y mucho, a ir
transformando una historia que posiblemente nunca tuvo tantos elementos
mágicos como lo que finalmente recordamos. Puede ser perfectamente
plausible que una vez pensásemos en A o soñásemos A y pase A. Claro que
sí, son sucesos que entran dentro de lo posible en cuanto a la probabilidad
más improbable, igual que lo es ganar el primer premio de la lotería de
Navidad. Pero algo muy distinto es lo que podemos haber ido haciendo
involuntariamente con la experiencia vivida respecto a cómo la hemos ido
contando, transformando, añadiéndole espectacularidad y distorsionándola
sin llegar a ser conscientes de ello, para, finalmente, haber construido un
relato totalmente distinto.
Y es que, en tanto que somos en gran medida aquello que recordamos,
otorgamos a nuestros recuerdos un valor y una veracidad total. Algo que
también puede ilustrarse con el caso denominado «imposible de recordar»,
donde conté la historia de una persona que, por una determinada afección
médica, elaboró involuntariamente toda una cascada de recuerdos
imposibles en torno a una serie de vivencias brutalmente traumáticas en su
vida que, en realidad, nunca sucedieron. Pero en tanto que estaba en sus
recuerdos, por ilógico que pareciese, esa persona no podía evitar
experimentar que lo había vivido y que, por lo tanto, esa era su historia real.
Por tanto, como he ido repitiendo a lo largo de este libro, los procesos
cerebrales tienden a construir un relato desde donde dar coherencia a
aquello que vemos, sentimos o recordamos. En este proceso de
construcción de la coherencia entran en juego una infinidad de variables
que incluyen las expectativas y nuestra forma de entender el mundo, y es
por ello que ciertas experiencias, o sucesos que recordamos, han adquirido
un determinado aspecto —por ejemplo, mágico— como consecuencia de lo
que los procesos de construcción han considerado más coherente.
17
EL TÚNEL

La muerte es cotidiana, tan cotidiana como que miles de personas fallecen a


diario y como que inevitablemente nosotros algún día también vamos a
fallecer. La idea de que, de pronto y en el sentido más estricto del término,
todo aquello que somos y que fuimos se termine y deje de existir nos resulta
particularmente enigmática y sumamente difícil de aceptar, puesto que, en
esencia, es una experiencia no solo inexplicable, sino totalmente
inalcanzable hasta que no llegamos a ella.
Morir y todo lo que ello lleva implícito ha motivado la construcción de
una infinidad de posibilidades, muchas de las cuales se han nutrido de las
múltiples formas de creencias que nos vienen acompañando desde que
empezamos a ser humanos. Ello incluye la trascendencia, la reencarnación,
la transmutación a otra forma en un plano distinto, el cielo o el infierno, así
como también la más absoluta nada. Es evidente que al ser humano no le
gusta pensar en su muerte ni en la vulnerabilidad inherente al ser. Ejemplo
de ello es que, a pesar de que, si hacemos un mínimo ejercicio de reflexión
sobre lo que somos y sobre probabilidades, resulta más que obvio que el
futuro depara algo catastrófico para todos, no vivimos acorde a ello. De
hecho, una de las lecciones más complejas que me ha proporcionado el
trabajo que realizo no es otra que la de descubrir cómo reacciona un ser
humano cuando se le da a conocer que pronto todo va a terminar.
Desconozco cómo decidiría vivir los últimos días de mi vida si
descubriese que ya ha empezado la cuenta atrás. Pero la realidad es que, en
efecto, la cuenta atrás ya empezó hace tiempo y que, a pesar de saberlo, no
pienso en ello ni he modificado nada de mi manera de vivir.
Negarse a aceptar que tras la muerte llega la nada me parece una
construcción o creencia absolutamente razonable atendiendo a que la
muerte plantea un escenario que todos los seres vivos desconocemos, y,
como consecuencia de ello, somos incapaces de asumir lo que resulta
evidente. A pesar de esta fragilidad que nos define y de la invariable muerte
que en algún momento conlleva la vida, no en pocos casos, especialmente
gracias a los avances de la medicina, miles de personas han podido
experimentar el acto de morir, en términos médicos, para posteriormente
volver a la vida.
Muchas de las personas que han estado clínicamente muertas y que se
han recuperado han podido narrar la experiencia vivida en primera persona
a lo largo de los minutos en que se desarrolló el proceso de morir, el estar
muerto y el proceso de volver a la vida. Me refiero, por ejemplo, a personas
que en el contexto de una parada cardiorrespiratoria de la que en algún
momento fueron recuperadas, pudieron narrar el conjunto de experiencias
que vivieron.
A este tipo de vivencias se las conoce como experiencias cercanas a la
muerte. Han sido reportadas por parte de personas de distintas culturas,
edades y creencias, asociando en algunos casos determinadas
particularidades posiblemente mediadas por las creencias o expectativas de
cada individuo, pero asociando también, en muchos casos, toda una serie de
elementos universales o compartidos, muy similares entre personas que han
vivido esta experiencia. Hablo evidentemente de una secuencia de
sensaciones que posiblemente resulten familiares a los lectores cuando
hablamos de experiencias cercanas a la muerte y que no son otras que una
gran sensación de paz y de ausencia de dolor, la sensación e incluso visión
de salir del cuerpo físico, la visión de un túnel de luz brillante, el encuentro
con seres queridos fallecidos, la revisión de la vida o que la vida pase por
delante de los ojos y la sensación de retorno al cuerpo físico al volver al
vida.
No existe ningún tipo de duda de que exponerse a una realidad tan
compleja como la propia muerte y la vuelta a la vida plantea un escenario
de una intensidad y trascendencia extraordinarias. Pero, además, en caso de
que este evento se vea acompañado de toda esta sucesión de experiencias
extraordinarias, es impensable presuponer que ello no tenga un impacto
dramático en las personas que lo experimentan, en sus creencias o en el
sentido que le otorgan a la vida y a la muerte.
Evidentemente, las experiencias cercanas a la muerte configuran uno de
los escenarios más espectaculares que el ser humano pueda vivir y, dadas
las condiciones en las que se produce este fenómeno, resulta totalmente
razonable que dichas experiencias hayan sido consideradas y se consideren
como algo profundamente trascendental. De hecho, el posicionamiento
científico en torno a ellas no debería entrar en cuestionar el significado que
cada uno otorga a estas vivencias. Eso es algo que escapa a nuestra voluntad
por comprender y que debemos respetar. Pero lo que sí resulta evidente es
que la muerte es tan cotidiana y previsible que estudiar aquello que sucede
durante el proceso de morir no representa algo demasiado difícil,
atendiendo, precisamente, a que muchas de las personas que fallecen lo
hacen en hospitales y de un modo relativamente predecible que permite
estudiar una parte del proceso.
La ciencia se ha interesado por las experiencias cercanas a la muerte
desde hace mucho tiempo, pero, evidentemente, tanto la observación de lo
que sucede en el cerebro de las personas que fallecen como la comprensión
de lo que significa definen necesidades que se han visto fuertemente
condicionadas tanto por la disponibilidad de la tecnología adecuada como
por el conocimiento acumulado en torno al sistema nervioso. En cualquier
caso, si hacemos el ejercicio de despojarnos de los dramáticos matices que
acompañan a las experiencias cercanas a la muerte y nos permitimos el lujo
de considerar lo que puede suceder a nivel perceptivo cuando un cerebro
empieza a morir antes de atribuirle un componente sobrenatural, se abre
ante nuestros ojos una ventana de posibilidades.
No debemos olvidar, como he intentado explicar a lo largo de este libro,
que, en gran medida, toda experiencia humana, incluyendo la que
construimos del mundo externo y de nuestro propio mundo interno, requiere
una compleja pero frágil organización de toda una serie de sistemas
cerebrales. En el caso de las enfermedades del sistema nervioso o de las
lesiones adquiridas, no nos impresiona que el daño de determinados
territorios del cerebro desencadene una serie de síntomas muy similares
entre las personas que lo padecen. En el caso de la neuropsicología de la
vida cotidiana, quizás ahora estemos un poco más convencidos de que en
esencia algunas experiencias son producto de la fragilidad de nuestro
cerebro. Entonces, ¿qué le sugiere esto al lector cuando hablamos de
experiencias cercanas a la muerte y de lo universal de las características que
estas muestran?
Supongo que nos resulta relativamente fácil asumir que, a lo largo del
neurodesarrollo, conforme el sistema nervioso se va configurando a sí
mismo acorde al plan que guía nuestra biología y acorde al efecto mediado
por el entorno, vamos adquiriendo la capacidad de experimentar diversos
fenómenos que podrían parecer profundamente mágicos, como la
percepción, la memoria, la comprensión o el razonamiento. De la misma
manera que la vida va elaborando poco a poco un modelo exquisito de
desarrollo y de optimización de las funciones del cerebro, la muerte, de un
modo terriblemente rápido, frena en seco todo este proceso, pero en muchos
casos la muerte no supone el cese inmediato de la actividad cerebral como
si de apagar un televisor se tratase, sino que, cuando ya no hay un corazón
latiendo ni oxígeno llegando al cerebro, la actividad de las neuronas va
cesando poco a poco hasta que todo se termina.
Del mismo modo que múltiples formas de aberración de la función
cerebral pueden desencadenar una infinidad de síntomas absolutamente
espectaculares en el contexto de las enfermedades que conocemos, la
progresiva desconexión del cerebro conforme vamos muriendo, sin duda,
supone el inicio de una cascada de anomalías neuronales que, por supuesto,
son capaces de evocar toda una serie de experiencias. En este contexto,
resulta curioso que la mayor parte de experiencias cercanas a la muerte que
se han reportado han sido en personas que han padecido una parada
cardiorrespiratoria por un problema cardiaco, de ahogamiento o de ciertas
enfermedades sistémicas. Pero, sin embargo, la frecuencia con la que se
encuentran este tipo de experiencias en personas que presentaron una
parada cardiorrespiratoria por un daño cerebral es infinitamente menor. Esta
realidad, de entrada, sugiere que, para que la experiencia cercana a la
muerte suceda tal y como se explica de manera prototípica, se requiere un
cerebro relativamente íntegro. Como consecuencia de ello, en 1993, los
investigadores T. Lempert, por un lado, y M. D. Cobcroft y C. Forsdick, por
otro, estudiaron las experiencias cercanas a la muerte durante la inducción
experimental de hipoxia cerebral y bajo determinadas formas de anestesia
respectivamente. En ambos contextos experimentales, el 16 % de los
sujetos refirieron haber tenido la experiencia de salir de su cuerpo y de
verse a sí mismos, el 35 % refirió una inmensa sensación de paz y de
ausencia de dolor, el 17 % vio destellos luminosos, el 47 % refirió haber
entrado a otro mundo, el 20 % se encontró con familiares y con
desconocidos y el 8 % tuvo la visión del túnel.
Desgranando las experiencias cercanas a la muerte a través de un
meticuloso análisis de la fenomenología que estas asocian, es evidente que,
grosso modo, todas ellas se acompañan de distintos fenómenos de índole
visuoperceptiva, vestibular y mnésica, que asocian muchas características
con algunos fenómenos que hemos descrito a lo largo del libro y que, desde
una perspectiva de la localización de la función cerebral, podríamos
relacionar con regiones temporoparietales y occipitales del cerebro.
De hecho, a lo largo del tiempo se han venido realizando distintos
estudios en los que se han empleado técnicas de registro neurofisiológico o
de imagen cerebral para observar la secuencia de eventos que suceden
conforme fallecemos. Estos estudios demuestran, como cabría esperar, que
la muerte clínica tras una parada cardiorrespiratoria no se acompaña de un
cese de la actividad cerebral inmediato, sino que esta va cesando a lo largo
del tiempo siguiendo sorprendentemente un patrón o una trayectoria muy
similar entre distintas personas. Recientemente, en 2023, un grupo de
investigadores de la Universidad de Michigan publicó en la prestigiosa
revista científica PNAS un trabajo extraordinario que llevaron a cabo
estudiando la actividad neuroeléctrica de un total de cuatro individuos a lo
largo del proceso de su muerte por fallo cardiaco una vez se les retiró el
soporte vital. Los resultados de su trabajo ilustraron de manera
extremadamente consistente que, a diferencia de lo que cabría pensar, el
proceso de muerte cerebral no se rige por una pérdida progresiva de la
actividad neuronal, sino que se caracteriza por distintas etapas y que,
durante algunas de ellas, el cerebro presenta un incremento muy notable de
actividad, especialmente en un rango de frecuencia de ondas rápidas que
conocemos como frecuencia gamma, a la par que muestra patrones de
sincronización en otras bandas de frecuencias entre distintas regiones
cerebrales, muy parecidas a las que observamos en la plena consciencia.
Curiosamente, pero acorde a la lógica hipotetizada, las regiones
hiperactivas durante estos procesos se encuentran en áreas
temporoparietooccipitales, incluyendo estructuras íntimamente relacionadas
con la memoria remota, con la percepción del cuerpo y del espacio o con la
percepción de la profundidad, entre otras.
De este modo, sin entrar en detalles propios de la disección de las
distintas regiones cerebrales que se han visto implicadas en las experiencias
cercanas a la muerte, pero partiendo de todo aquello que sabemos que
permiten estas regiones en cuanto a percepción del mundo externo, como en
construcción de nuestro mundo imaginario interno, existe una coherencia
neurológica en cuanto a la fenomenología que define estas experiencias y
que permite razonar por qué se acompañan del tipo de visiones y de
sensaciones que universalmente se han referido.
18
LOS HOMBRES LOBO

Cuando empecé a pensar en los temas que trataría en este libro, fui
esbozando algo parecido a un índice formado por toda una serie de ideas
que me venían a la cabeza. El capítulo 18 inicialmente no debía tener nada
que ver con hombres lobo, sino con experiencias con extraterrestres, una
temática, sin duda, también fascinante.
De hecho, a lo largo de los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado,
tras los supuestos eventos relativos al contacto con extraterrestres en
Roswell, Nuevo México, se experimentó una explosión de casos de
personas que afirmaban haber tenido algún tipo de contacto con
extraterrestres, y actualmente cerca de 4000 estadounidenses refieren haber
vivido una abducción por parte de alienígenas. Por ello, a pesar de no ser un
fenómeno frecuente, la experiencia de haber sido abducido tampoco es algo
extremadamente extraño. En consecuencia, este tipo de experiencias han
sido objeto de estudio, permitiendo elaborar distintas explicaciones acerca
de un fenómeno tan peculiar, incluyendo entre ellas las alucinaciones
durante las parálisis del sueño, la epilepsia del lóbulo temporal, las
distorsiones de la memoria, la sugestión y el papel de determinados rasgos
de personalidad.
Este era un tema que inicialmente me parecía interesante y que decidí
cambiar, en parte por casualidad, cuando prácticamente ya tenía el libro
terminado. Durante el verano de 2023, cuando me encontraba realizando las
últimas correcciones del manuscrito, asistí en Copenhague al congreso
anual de la International Parkinson’s Disease and other Movement
Disorders Society. Como en otras ocasiones, el congreso organizó un evento
muy esperado por parte de los asistentes que se denomina video challenge y
que básicamente consiste en que se van presentando una serie de vídeos en
torno a casos clínicos y un grupo de expertos compite para llegar a un
diagnóstico que habitualmente es sumamente complejo.
Calculo que al inicio del video challenge nos encontrábamos en la sala
plenaria del congreso cerca de 3000 personas, pendientes de los monitores y
de las historias que empezarían a narrarse. Entonces llegó el primer reto, un
caso breve que había sido registrado en la India. En las imágenes se podía
ver a un hombre en una cama de hospital, con oxígeno, realizando con el
cuerpo toda una serie de movimientos involuntarios, así como emitiendo un
repertorio de vocalizaciones estereotipadas que sonaban de un modo similar
al ladrido de un perro. Las vocalizaciones son otra forma de expresión de
movimientos involuntarios que, en este caso, adquieren el aspecto de
sonidos o de palabras que la persona realiza de manera repetida. De este
modo, las vocalizaciones pueden adquirir la forma de gruñidos, de gritos,
de palabras, de sílabas, etcétera. Pero en este caso recordaban vagamente
los ladridos de un perro.
Entonces nos pusieron en contexto y nos explicaron que esa persona
había sido mordida por un perro potencialmente portador del virus de la
rabia y que el paciente no había recibido la vacuna contra la rabia. De modo
que todo parecía indicar que la persona que veíamos en las imágenes había
sido infectada por el virus de la rabia y que había empezado a manifestar
algunos de los síntomas neurológicos que acompañan a esta enfermedad.
Paralelamente, la aparente similitud de sus vocalizaciones con los ladridos
de un perro parecía derivada de la tan variable forma que las vocalizaciones
pueden adquirir.
En ese momento se instó a toda la audiencia a que levantasen la mano
quienes considerasen que, en efecto, lo que estábamos viendo era una de las
múltiples formas que las manifestaciones de la infección por el virus de la
rabia pueden adoptar en los humanos. No fuimos pocos los que
contemplamos esa opción. Pero entonces llegó el diagnóstico definitivo y
era algo que nunca habíamos escuchado: rabiofobia.
En la India, que sepamos, más del 75 % de la población cree que la
apariencia que adquiere la infección por el virus de la rabia en humanos
consiste en que la persona, antes de fallecer por la enfermedad, empieza a
comportarse como un perro. Dadas las condiciones sociosanitarias e
higiénicas de la India, una proporción muy importante de sus habitantes
viven expuestos a todo tipo de enfermedades sin contar con acceso a
servicio médico o de prevención. Como consecuencia, muchas personas
desarrollan un miedo atroz a la posibilidad de contraer alguna de las
múltiples enfermedades a las que se exponen, como, por ejemplo, la rabia.
Los síntomas de la infección por el virus de la rabia en humanos
incluyen en las fases iniciales un cuadro parecido al de la gripe, con fiebre,
dolor articular, dolor de cabeza y malestar general. Conforme la enfermedad
progresa, empiezan a aparecer manifestaciones neurológicas que incluyen
confusión, agitación, delirios, conductas anormales, alucinaciones,
insomnio y una muy peculiar hidrofobia que se hace evidente en forma de
un espasmo involuntario cuando se expone al paciente al agua, por ejemplo,
en un vaso. Lamentablemente, en la mayoría de los casos, tras un periodo
de entre 2 y 10 días, la persona fallece.
Es bien sabido que el miedo a las enfermedades es capaz de provocar
síntomas propios de nuestra forma de entender las enfermedades a las que
tememos. Un ejemplo más que evidente de ello lo pudimos experimentar
durante la pandemia provocada por la COVID-19 como consecuencia de la
exposición continua que se hizo del conjunto de síntomas potencialmente
complejos de esta enfermedad. Muchas personas, especialmente personal
sanitario, que se exponían a personas infectadas por la COVID-19
desarrollaban de manera casi aguda toda una sintomatología de tipo
respiratorio que en muchos casos aparecía tras un periodo de tiempo
demasiado corto como para ser posible y que en muchos otros se daba en
personas cuya negatividad en COVID-19 posteriormente se confirmaba.
Parece sorprendente e impensable que el contexto psicológico pueda
provocar manifestaciones estrictamente físicas, pero, en realidad, de un
modo u otro, todos hemos experimentado este fascinante efecto, pero de
otra manera: en forma de efecto placebo.
El efecto placebo se refiere a tratamientos o procedimientos que no
contienen ningún principio activo (por ejemplo, una pastilla de azúcar, una
imposición de manos, una crema con un principio activo dirigido a otro
mecanismo) pero que causan un efecto positivo en la persona que lo recibe.
Como he ido describiendo en distintos apartados de este libro, el cerebro
reproduce los escenarios más previsibles empleando la información
disponible como un a priori y ello condiciona de manera significativa la
percepción y la experiencia del mundo que vivimos. De un modo simple y
resumido, en esencia, el efecto placebo es una consecuencia derivada de las
expectativas que las personas desplegamos sobre un determinado proceso o
tratamiento y como estas modulan la percepción que tenemos. Por ejemplo,
en los hospitales solemos vivir una situación paradigmática en lo relativo al
papel que las expectativas tienen sobre la percepción del dolor. Esta
situación no es otra que la de tener enfrente a un robusto joven de quien
debemos obtener una muestra de sangre y que esta persona refiera un
inmenso malestar, mareo y dolor antes, durante y después del pinchazo.
Esto es absolutamente normal y previsible, pero la situación sorprendente se
da cuando este joven varón lleva todo el cuerpo tatuado. En este caso, el
contexto «hospital» y el tipo de expectativas que lleva implícito promueven
o anticipa una experiencia muy distinta al contexto estudio de tatuaje y ello
llega a modular la percepción del dolor durante un procedimiento
infinitamente menos doloroso que un tatuaje, como es obtener una muestra
de sangre.
De un modo similar a cómo el efecto placebo y toda la arquitectura
cerebral que lo permite modulan la experiencia de un determinado
tratamiento, el contexto o las expectativas que construimos en torno a, por
ejemplo, una eventual enfermedad pueden perfectamente modular la
expresión de síntomas somáticos.
La máxima expresión de la somatización posiblemente la veamos en uno
de los procesos más complejos que lleva acompañando a la historia de la
medicina y de la neurología en particular desde hace siglos. En el cuadro
titulado Una lección clínica en la Salpêtrière, de André Brouillet, se
representa al neurólogo francés Jean-Martin Charcot ilustrando a una
exquisita audiencia de estudiantes, entre los cuales se encuentran los
doctores Joseph Babiński y Gilles de la Tourette, a través del examen de la
paciente Marie «Blanche» Wittmann, diagnosticada de lo que por aquel
entonces se denominaba histeria.

Una lección clínica en la Salpêtrière (1887), de Pierre-André Brouillet.

Esta entidad conocida históricamente como histeria y que posteriormente


ha ido recibiendo múltiples nombres —tales como neurosis histérica,
trastorno conversivo, síndrome de conversión somatoforme o trastorno de
somatización compleja— actualmente se conoce como trastorno
neurológico funcional. Las características centrales de esta dolencia son que
las personas afectadas, de un modo generalmente rápido, desarrollan uno o
múltiples síntomas aparentemente neurológicos, que pueden adquirir el
aspecto de trastornos perceptivos como una ceguera, movimientos y
posturas anormales, parálisis, trastornos del habla, de la memoria y
cognitivos en general, pero que no se acompañan de las anomalías
cerebrales esperables en presencia de una enfermedad neurológica y que
además se manifiestan y se acompañan de toda una serie de particularidades
que distinguen a estos síntomas de los que encontramos en las
enfermedades neurológicas. Por ejemplo, las personas con un trastorno
neurológico funcional que presentan una aparente parálisis y posturas
anormales de una parte del cuerpo habitualmente muestran una disminución
o incluso desaparición del síntoma cuando se las distrae. Lo que resulta
especialmente curioso en cuanto a esta afección es que no se debe confundir
con lo que conocemos como trastornos ficticios o con otras formas de
falsificación deliberada de los síntomas a efectos de conseguir algún tipo de
beneficio. De este modo, a diferencia de lo que se podría considerar como
un acto deliberado de mentir, en los trastornos neurológicos funcionales el
paciente que presenta los síntomas no reconoce estar simulando o
provocándolos. Si bien conocemos parcialmente los mecanismos
implicados en el desarrollo de estas manifestaciones, sabemos que muchos
de los procesos que forman parte de lo que nos permite explicar el efecto
placebo y el papel de las expectativas sobre la percepción juegan
igualmente un papel central en la expresión de estas enfermedades. De
hecho, resulta muy curioso constatar que el aspecto que adquieren los
síntomas en estas enfermedades no se corresponde con la realidad
neurológica o médica, sino con el prototipo que la gente ha incorporado en
su imaginario. De modo que, para hacernos una idea, un trastorno de la
marcha en un paciente con un cuadro funcional es muy parecido al que
cualquier persona a quien pidiésemos que teatralizase un trastorno de la
marcha mostraría y lo mismo sucede, por ejemplo, con los trastornos de la
memoria en estos cuadros funcionales, en los que se pierden los matices y
particularidades que habitualmente vemos y se expresan terribles amnesias
casi imposibles.
Lamentablemente, este conjunto de trastornos ha sido tan desconocido
como menospreciado, incluso por parte del colectivo médico, siendo
relativamente frecuente que las personas afectadas por este tipo de
dolencias hayan sido tachadas de locas, exageradas o simuladoras, o
simplemente no se les haya prestado atención. Por suerte, la neurología ha
ido incorporando cada vez más a especialistas dedicados a estas
enfermedades que han permitido estudiar las técnicas más eficaces a efectos
de tratarlas, siendo la fisioterapia y, especialmente, la terapia cognitivo-
conductual algunas de las más eficaces.
En cualquier caso, muchos trastornos neurológicos funcionales se
manifiestan tras un periodo de intenso estrés prolongado o tras verse el
afectado expuesto a un acontecimiento dramático. Ejemplo de ello es lo que
se conocía como shell-shock y que básicamente consiste en un tipo de
temblor generalizado y alteración del movimiento que experimentaban
muchos soldados durante la Primera Guerra Mundial cuando volvían del
campo de batalla. Por ello, a lo largo de la historia se han empleado
igualmente procedimientos intensos en un intento de paliar los síntomas que
acompañan a estos trastornos y, en efecto, en algunas ocasiones realizar
procedimientos espectaculares con el paciente promueve, cual efecto
placebo, una mejora e incluso remisión espontánea de los síntomas.
¿Y qué tiene todo esto que ver con los hombres lobo? En parte, todo. Al
inicio de este capítulo, hice referencia a un cuadro denominado rabiofobia
con el que se definió el diagnóstico de ese joven de la India que había sido
mordido por un perro. La idea detrás del concepto radiofobia es que, de un
modo similar a como sucedió en determinadas personas expuestas al miedo
de ser contagiadas y de fallecer por la COVID-19, el miedo atroz cultural y
socialmente justificable que muchas personas sienten en la India a ser
mordidos por un perro y a poder desarrollar la rabia había hecho que, en el
caso de este chico, se acompañase esa mordedura de perro de las
manifestaciones culturalmente aceptadas por el 75 % de la población de la
India, que no son otras que las que derivan de transformarse en perro. Dicho
de otro modo, ese chico había desarrollado un cuadro neurológico funcional
y, en efecto, le mantenían con oxígeno en el hospital como forma de terapia
habitual para estos cuadros, habiéndose confirmado que, en realidad, el
chico no había sido contagiado con el virus de la rabia.
De hecho, la terminología más correcta para este tipo de manifestación
es lo que se denomina cinantropía, como forma de manifestación de una
zoantropía y que básicamente se refiere a la ideación delirante que una
persona desarrolla en torno a haberse convertido en un perro, en el primer
caso, o en cualquier otro animal, en el segundo. En este contexto, es cierto
que los reportes médicos hacen referencia a que, en la mayoría de las
ocasiones, este tipo de trastorno de la identificación surge en presencia de
un trastorno delirante similar a los que previamente hemos referido como
síndrome de Cotard. Pero escenarios como el del caso de la India ponen de
manifiesto que la construcción de esta transformación puede suceder en
ausencia de un cuadro delirante como manifestación de un trastorno
neurológico funcional.
Curiosamente, uno de los cuadros de zoantropía más reiterados a lo largo
de la historia de la humanidad es el que se conoce como licantropía y que,
ahora sí, se refiere a la ideación delirante o, ahora ya lo sabemos, a la
construcción en el marco de un trastorno neurológico funcional de haberse
convertido en un lobo. De hecho, los fenómenos de licantropía y de
cinantropía no solo han sido frecuentes a lo largo de nuestra historia, sino
que, en una revisión sistemática realizada en 2021, se identificaron 43 casos
reportados por parte de la comunidad médica tanto de transformación en
perro como en hombre lobo, siendo las causas o las posibilidades más
frecuentes la esquizofrenia, la depresión con sintomatología psicótica y el
trastorno bipolar, y viéndose mejora al inicio de los tratamientos
farmacológicos.
El peso que la cultura ejerce sobre el aspecto que adquieren
determinados síntomas asociados a determinadas enfermedades puede ser
extremadamente notable y sorprendentemente caprichoso. De hecho, la
licantropía se supone que es parte del grupo de síntomas que denominamos
«culturalmente delimitados», lo que significa que son síntomas que solo
suelen aparecer en determinados contextos culturales como consecuencia de
las creencias o de los miedos que se comparten. Por ejemplo, uno de los
síntomas delirantes culturalmente delimitados más peculiares que
conocemos es el que se denomina síndrome de Koro y que, de un modo
muy evidente, se encuentra especialmente en Asia. Se caracteriza por tener
la impresión de que el pene se está haciendo cada vez más corto y que se
está introduciendo dentro de la barriga, conllevando en consecuencia un
miedo atroz a fallecer por esta retracción del pene.
Quinta parte

Pequeñas curiosidades, mitos y verdades


El conocimiento acerca del sistema nervioso y cómo sus funciones
contribuyen a la expresión de todo aquello que somos ha experimentado un
avance espectacular a lo largo de los últimos tiempos. Quizás en lo que no
hemos sido tan brillantes ha sido en la calidad con la que se ha hecho
difusión del significado real de muchos de los avances que tienen que ver
con este conocimiento. En paralelo, a lo largo de la última década, hemos
experimentado también una notable explosión de todo aquello que tiene que
ver con lo «neuro». Pero, lamentablemente, la mayor parte de las tendencias
que se han construido bajo el prisma aparentemente científico de lo neuro
han resultado ser simplemente pura charlatanería. Y es que en torno al
cerebro y a sus funciones existe una infinidad de mitos, mentiras, modas y
pésimas interpretaciones de lo que sabemos que, como consecuencia de ese
famoso sesgo de confirmación del que he hablado, muchas personas
consideran absolutas verdades y otras convierten en tremendos negocios.
Paradójicamente, a pesar de que hablar del cerebro signifique hablar de
un sistema sumamente complejo, durante los últimos tiempos parece que
prácticamente cualquiera pueda emplear terminología neurológica o
neuropsicológica y aplicarla en el campo de la educación, el marketing, el
coaching, la economía o la política e incluso nutrir determinadas
pseudociencias, como la psiconeuroinmunología o determinadas ideas mal
entendidas en lo relativo al funcionamiento del cerebro y de la mente
humana.
De todo ello deriva que exista toda una serie de mitos frente a ciertas
verdades que, junto con algunas curiosidades relativas a cómo funcionamos,
me parecen relevantes o al menos interesantes como para dedicarles un
capítulo.
19
USAMOS EL 10 % DEL CEREBRO

Uno de los mitos más extendidos sobre el funcionamiento y el


conocimiento del cerebro humano es, sin duda, el que afirma que solo
empleamos el 10 % de nuestra capacidad cerebral. Este mito no solo se
asienta sobre el uso de una lamentable regla de la lógica más elemental,
sino que, en el peor de los casos, ha servido para nutrir los negocios de una
serie de expertos en potenciar estos cerebros que tenemos tan
desaprovechados.
La realidad es que, en primera instancia, hay un motivo muy simple que
sirve para justificar que la afirmación de que solo usamos el 10 o el 15 %
del cerebro carece de toda lógica. Este motivo no es otro que el siguiente:
para yo poder decir que soy más bajito que José, tengo que haber visto a
José o al menos tengo que saber cuánto mido yo y cuánto mide él.
Aplicando la misma lógica, uno debería ser capaz de entender fácilmente
que, para poder afirmar que los seres humanos solo usamos el 10 % de
nuestra capacidad cerebral, deberíamos contar con un cerebro que funcione
al 100 % que sirviese de referencia, además de haber podido comprobar en
múltiples casos que, en efecto, al comparar los cerebros de muchas personas
con el de este ser superior que lo usa al 100 %, la diferencia resultante se
sitúa en torno al 10 %. Obviamente, todo ello constituye una soberana
estupidez.
El despliegue más eficiente de todo lo que podríamos considerar como
capacidades cognitivas ni mucho menos depende del tamaño de las áreas
cerebrales dedicadas a determinados procesos ni tampoco sucede como
consecuencia de que se empleen unas u otras zonas del cerebro o de que
estas se activen más. La función cerebral es continua, generalizada,
aparentemente caótica pero exquisitamente organizada hagamos lo que
hagamos, incluso mientras parece que no hacemos nada. Evidentemente,
existen diferencias interindividuales en cuanto a la eficiencia y eficacia con
la que se desarrollan algunos procesos cognitivos y en cuanto al modo en
que somos capaces de hacer frente a los retos que nos plantea la vida. Pero
en ningún caso lo que determina nuestra habilidad cognitiva es que usemos
más o menos cerebro, algo que implicaría que, en caso de liberar o de
despertar o de estimular esos procesos cerebrales infrautilizados,
adquiríamos algo así como una supercognición.
De hecho, merece la pena destacar un ejemplo relevante que ilustra
situaciones en las que, en efecto, un mayor uso del cerebro no refleja
ningún tipo de superpoder. Las enfermedades neurodegenerativas son
procesos habitualmente lentos a lo largo de los cuales, antes de que los
síntomas más evidentes se hayan asentado, ya va sucediendo toda una
cadena de cambios patológicos a nivel cerebral. Sorprendentemente, a pesar
de que algunos de estos cambios puedan resultar evidentes, durante mucho
tiempo los síntomas más obvios de estas enfermedades son invisibles, esto
es, las personas siguen mostrando un rendimiento cognitivo aparentemente
normal. Pero, cuando estudiamos la función cerebral de estas personas que
ya están experimentando los primeros cambios de un proceso
neurodegenerativo pero aún no muestran ni signos ni síntomas de
enfermedad, podemos observar que durante la realización de determinadas
tareas cognitivas que ejecutan igual de bien que personas sin ninguna
enfermedad su cerebro dedica mucha más actividad. Es decir, el cerebro de
estas personas necesita mucha más activación para poder realizar igual de
bien una tarea. Algo similar sucede a lo largo del neurodesarrollo, cuando
comparamos lo que sucede en el cerebro de los niños de distinta edad al
ejecutar determinadas tareas. Cuando exponemos a niños de cuatro, siete,
diez y doce años a una tarea en la que se requiere velocidad de respuesta,
monitorización y control de inhibición, podemos observar cómo los niños
más jóvenes desplieguen mucha más actividad neuronal que los más
mayores frente a la misma tarea. Esto es, dado que las regiones y procesos
dedicados a hacer frente a las exigencias de la tarea que realizan aún no se
han especializado, necesitan desplegar mucha más actividad. Por lo tanto,
que un cerebro haga más cosas de las que aparentemente tocan ni mucho
menos es sinónimo de «mejor».
20
EL CEREBRO DIABÓLICO DEL NIÑO Y DEL
ADOLESCENTE

Tenemos la inmensa suerte de que observamos y entendemos a los niños


como lo que son: niños. Si no lo hiciésemos así y si sucumbiésemos sin más
a las particularidades de su comportamiento, creo que todos asumiríamos
que, en cierta medida, algunas de las conductas que observamos en los
niños son propias de seres diabólicos. Evidentemente, esta afirmación la
hago desde el humor, pero hay cierta verdad en ella, puesto que es
incuestionable que muchas de las conductas que vemos en los niños y en los
adolescentes desde la perspectiva de un adulto nos parecen tremendas. Pero
¿por qué son así?
La forma o apariencia que adquiere la conducta como consecuencia de
aquello que la sustenta permite identificar en múltiples escenarios signos o
características que fácilmente podemos reconocer como derivados de
determinados procesos neurocognitivos o de determinadas funciones
cerebrales. No estoy hablando de las variables que estos comportamientos
precipitan en un determinado contexto ni obviamente de cómo el entorno
los va moldeando, simplemente hago referencia al aspecto general que
adquieren.
Los niños pequeños son terriblemente sinceros, aunque, más que
sinceridad, posiblemente debamos considerar la posibilidad de que no
anticipen las eventuales consecuencias de aquello que dicen, no estiman
cuánto se puede ajustar a las reglas sociales aquello que van a decir ni son
capaces de inferir cómo le podría sentar a una tercera persona ese
comentario. En consecuencia, existen esos brillantes momentos en los que,
al pasar al lado de una persona con sobrepeso o con unos rasgos
particulares, el niño pequeño, mientras señala con la mayor y mejor
extensión de brazo y dedo nunca vista, afirma gritando:
—¡Mamááááá! ¡Este señor es GORDOOOO!
(Se puede intercambiar gordo por feo o cualquier terrible adjetivo que no
diríamos ni a nuestro peor enemigo.)
Además de esta situación tan habitual, otro comportamiento
relativamente frecuente son las explosiones de ira transitorias
desencadenadas por hechos tan banales como cambiar de canal, no repetir
una palabra que han dicho (y que no hemos entendido), no acceder a alguna
de sus absolutamente necesarias y urgentes peticiones, nombrar la palabra
«ducha», así como un larguísimo etcétera.
Desde pequeños y a lo largo de la adolescencia irá apareciendo todo un
repertorio de conductas que se podrán ir haciendo más complejas con el
tiempo y que, básicamente, compartirán un nexo común: la temeridad o
riesgo. Esto es, como si nada ni nadie estuviese contemplando las 3562
posibilidades distintas de hacerse daño que podrían ocurrir como
consecuencia de la brillante idea que han tenido, a lo largo del desarrollo
tendremos que hacer frente a funambulismo en el sofá con los
correspondientes cantos de los muebles al lado, saltos desde las alturas,
usos potencialmente mortales de cualquier tipo de artilugio de los parques
infantiles, fuego/petardos (y todas sus posibilidades), lanzamiento de
piedras a las cabezas, saltos desde alturas aún más altas, ingesta de objetos
letales o tocamiento de enchufes, entre muchas otras. Para ponerle más
gracia al asunto, la transición a la adolescencia no necesariamente se
acompaña de una mejoría, sino de un cambio en el tipo de riesgos a asumir,
de modo que tendremos la fortuna de descubrir el mundo de las fracturas,
cortes, traumatismos y otros logros derivados de la bicicleta, las primeras
temeridades en ciclomotor, las mentiras para realizar lo prohibido, el
alcohol y otras sustancias, los amigos problemáticos, el consecuente
meterse en problemas y otro largo etcétera.
A estas alturas del libro, teniendo en cuenta muchas de las cosas que he
ido explicando, posiblemente los lectores hayan identificado en estas
descripciones anecdóticas que acabo de hacer elementos que resultan
similares a algunos de los puntos que se han tocado. Efectivamente, una
parte muy importante de lo que caracteriza la conducta de los niños y de los
adolescentes es que muestran continuos signos sugestivos de
hipofrontalidad.
Las funciones frontales no solo definen los procesos neurocognitivos
más complejos que conocemos en el reino animal ni los más propiamente
humanos que existen, sino que, además, son las funciones que más tiempo
tardamos en desplegar con plena eficiencia a lo largo del neurodesarrollo.
El lóbulo frontal y todas las conexiones que mantiene con distintas regiones
cerebrales no alcanzan la plena madurez hasta llegada de la edad adulta. En
contraposición, muchos otros procesos neurocognitivos y estructuras
cerebrales ya son plenamente funcionales y eficientes a muy temprana edad.
Como consecuencia de este componente madurativo de las funciones
frontales, nos pasamos mucho tiempo manifestando conductas propias de
un síndrome frontal a pequeña escala. De este modo, como buen síndrome
frontal que caracteriza la infancia y la adolescencia, los procesos dedicados
a anticipar y estimar riesgos, mentalizarse acerca de lo que piensa o siente
el otro, controlar las emociones e inhibirse o tomar decisiones se encuentran
profundamente infradesarrollados.
Alguien podría pensar en cuán cuestionablemente adaptativo resulta que
los seres humanos mostremos todo este repertorio de conductas
potencialmente dañinas durante tanto tiempo. Es así, pero en primer lugar
existe un problema estrictamente mecánico. Los seres humanos pagamos un
precio a efectos de poder desarrollar un cerebro y unas capacidades
neurocognitivas como las que llegamos a tener: nacemos tremendamente
subdesarrollados, especialmente si nos comparamos con otros animales,
puesto que resultaría mecánicamente inviable un parto con una cabeza del
tamaño necesario para permitir un cerebro humano desarrollado.
Paralelamente, muchas de las funciones únicas que llegamos a
desarrollar no dependen de algo inherente a nuestra biología, sino que
surgen como consecuencia del efecto mediado por la exposición a un
entorno. De este modo, nacer profundamente subdesarrollados implica
necesariamente un modelo de crianza basado en la protección y en el afecto
que incuestionablemente juega el papel crítico en la construcción de lo que
somos. Además, muchas de las conductas temerarias que realizamos las
vemos también en los cachorros de otras especies.
Estas conductas, más allá de ser arriesgadas, nos mueven a la
exploración y, en consecuencia, promueven el aprendizaje a través del
descubrimiento de refuerzos positivos y negativos que derivan de aquello
que hacemos. Dicho de otro modo, si no naciésemos impulsivos y
temerarios, si no tuviésemos esa capacidad de no anticipar ciertos riesgos,
posiblemente seguiríamos siendo como especie algo parecido a un simio
agarrado a las ramas de un árbol del que no se atreve a bajar por lo que
podría pasar.
21
SOFÁ, PELI Y MANTA O VIAJE MOCHILERO
AL EVEREST

Parece obvio que, en algún momento de la evolución, nuestros ancestros


empezaron a desplegar algo así como una motivación de búsqueda, fuese
esta secundaria a alguna necesidad específica, por ejemplo, alimento, o
simplemente algo que empezó a suceder.
Sea como fuere, los primeros homínidos comenzaron a desplazarse por
un mundo inhóspito, alejándose cada vez más del lugar en que aparecieron
los primeros indicios de humanidad y llegando progresivamente a
conquistar todo el planeta, incluyendo regiones absolutamente remotas.
La tendencia a la búsqueda de la novedad y a la búsqueda de sensaciones
es algo que se expresa de un modo significativamente heterogéneo entre las
personas. Evidentemente, existe toda una serie de variables contextuales
que a través de la experiencia contribuyen notablemente a moldear muchos
de nuestros rasgos de personalidad. Pero, invariablemente, en gran medida
ya nacemos con una notable predeterminación de muchos de los
componentes que definirán las dimensiones de nuestra personalidad.
Dentro de esta heterogeneidad relativa a la personalidad humana, existen
dos polos opuestos que, posiblemente por el sesgo derivado de mi forma de
ser, siempre me llamaron profundamente la atención. Existen personas que
alcanzan niveles de satisfacción máxima haciendo lo que podríamos
simplificar como plan de «peli, sofá y manta», mientras que hay otro tipo de
personas que son incapaces de plantearse como mínimamente satisfactorio
este plan y que, por el contrario, tienden a hacer cosas diametralmente
opuestas como escalar, esquiar, deportes de riesgo, etcétera. Evidentemente,
que nadie se confunda, soy consciente de que a todos nos puede apetecer el
plan tranquilo en determinados momentos y el plan esquí en otros. Pero no
hablo de esto, sino del rasgo general y persistente en el tiempo que define y
distingue la personalidad de muchas personas. Me refiero, por un lado, a
esas personas que disfrutan de lo estable, previsible y tranquilo y, por otro,
a esas que solo disfrutan de aventurarse en lo desconocido o arriesgado, de
probar para ver qué pasa, de no pasar más de 15 minutos en casa, de haber
vivido en 27 lugares distintos y haber tenido 18 empleos.
Sin pretender caer en una generalización ni determinismo absurdos
basados en la genética, sí que disponemos de conocimiento relativo al papel
que juegan ciertos genes que no podemos obviar cuando intentamos
explicar algunas de las variables que contribuyen a la existencia y a la
expresión de estas personalidades tan distintas.
Pero, antes, merece la pena hacer un breve hincapié, de manera muy
resumida y superficial, sobre el papel que juega la dopamina en la
motivación y en el aprendizaje. El cerebro en sí mismo no sabe nada y
mucho menos distinguir lo que es bueno de lo que es malo. Pero el cerebro
ha desarrollado sistemas que nos permiten procesar las consecuencias
derivadas de aquello que hacemos y atribuirles un determinado valor
hedónico. El mecanismo esencial que emplea el cerebro para codificar si
algo es bueno o malo es un cambio en la actividad de ciertas neuronas
dopaminérgicas de una estructura de nuestros ganglios basales que se
denomina estriado ventral. Por ejemplo, cuando un animal tras pulsar una
palanca recibe comida, se modifica la actividad de estas neuronas
dopaminérgicas señalizando que esa comida es algo bueno. ¿Cómo sabemos
que esto es así? Porque precisamente de esta actividad y de su amplitud
depende la probabilidad de que el animal repita esa misma conducta en el
futuro. Posteriormente, esta señal dopaminérgica ya no solo se emplea para
codificar el valor de aquello que deriva de nuestra conducta, sino que se
emplea para señalizar la expectativa a futuro. De este modo, cuando la rata
aprende que al pulsar la palanca recibe comida, progresivamente empieza a
mostrar la misma actividad dopaminérgica al pulsar la palanca, eso es, antes
de recibir la comida. Paralelamente, una vez se ha construido esta relación
esperable entre conducta y consecuencia, que suceda algo inesperadamente
peor a lo esperable o que no suceda lo esperable deriva en otro tipo de
actividad dopaminérgica que promueve el efecto contrario, es decir, que se
deje de realizar esa conducta.
Muy grosso modo, existe una relación entre la magnitud de estas señales
dopaminérgicas que surgen en respuesta a un estímulo o al anticipar un
estímulo y la probabilidad de que una conducta se repita. Dicho de otro
modo, aquello que implica mucha liberación de dopamina conlleva una
mayor probabilidad de que se repita. ¿Qué cosas en nuestro contexto
suponen mayor actividad dopaminérgica? El sexo, comer cuando tenemos
hambre, las ganancias inesperadas, sobrevivir a un peligro o determinadas
sustancias, como, por ejemplo, la cocaína.
Teniendo en cuenta que el cerebro ha empleado estas señales
dopaminérgicas tan simples para considerar cuán bueno o malo es algo a lo
largo de millones de años y teniendo en cuenta que la experiencia subjetiva
que deriva de los cambios dopaminérgicos producidos al exponernos a un
reforzador positivo es básicamente la experiencia de placer, es fácil
entender alguno de los mecanismos centrales que explican las adicciones a
determinadas sustancias y a determinados comportamientos. Dicho de otro
modo, tras haber experimentado la liberación masiva de dopamina que
supone el consumo de cocaína, es imposible explicarle al cerebro que eso es
algo malo que no tiene que volver a hacer.
La motivación es esa energía interna que nos mueve a hacer algo, a
conseguir un objetivo, y, en esencia, la dopamina es responsable de que una
determinada idea o estímulo promueva conducta motivada. Por ello,
simplificando terriblemente el fenómeno, uno de los procesos fisiológicos
que harán que esta noche pida sushi a domicilio es que la idea de comer
sushi ha supuesto estos cambios dopaminérgicos en mi estriado ventral,
anticipando, además, que cuando llegue el sushi y lo coma habrá más
dopamina.
Como si de algún tipo de sustancia adictiva se tratase, el cerebro humano
tiende a habituarse a la experiencia dopaminérgica que suponen ciertas
conductas, de modo que algo que nos podía resultar superexcitante al
principio deja de serlo y, entonces, necesitamos algo nuevo. Uno de los
mecanismos fisiológicos que rigen esta habituación y la tendencia a buscar
algo nuevo es el umbral a partir del cual el límite dopaminérgico se vuelve
un reforzador. Por ejemplo, al principio un evento puede promover una
actividad dopaminérgica, en un rango de 0 a 100, de 30 y eso ser suficiente
para promover conducta motivada. Con el tiempo, nuestro sistema
dopaminérgico puede haberse habituado tanto al 30 que se requiera
actividad en 50 o 60 para promover motivación.
Estupendo, pero ¿todo esto que tiene que ver con lo de la peli, el sofá y
la manta? Los seres humanos tenemos un gen denominado COMT que
codifica una enzima llamada Catecol O-metiltransferasa cuya función no es
otra que la de degradar la dopamina y la adrenalina. En los seres humanos,
este gen COMT puede expresarse a través de tres posibles polimorfismos
genéticos, que no son otra cosa que posibles variaciones normales en la
secuencia de ADN. Pues bien, uno de estos polimorfismos del gen COMT,
denominado Met158Met, supone una actividad de la enzima de la COMT
muy alta, implicando en consecuencia que se degraden e inactiven mucha
dopamina y adrenalina. En el lado opuesto, existe otro posible
polimorfismo que se denomina Val158Val que, a diferencia del anterior, se
asocia con una muy baja actividad de la enzima y, por ende, con una mayor
disponibilidad de dopamina y de adrenalina.
Sin ser el único mecanismo que explica, por supuesto, la personalidad
humana, sabemos que las personas que presentan el polimorfismo
Val158Val exhiben de manera general una personalidad más impulsiva, con
tendencia a la búsqueda de sensaciones, de riesgos, y con tendencia a
mostrar dificultades para aprender de los errores y de estimar beneficios a
largo plazo. En contraposición, las personas con el polimorfismo
Met158Met suelen presentar una personalidad más tranquila, mostrando
pocos signos de tendencia a la búsqueda de sensaciones, evitando las
situaciones de riesgo y siendo más planificadoras en el tiempo.
A nivel neurobiológico, sabemos que, como consecuencia de la baja
actividad enzimática, las personas con el polimorfismo Val158Val presentan
un tono dopaminérgico basal muy incrementado con respecto al que
presentan las personas Met158Met. En consecuencia, las personas
Val158Val requieren, entre 0 y 100, mucha más actividad para promover
conductas y para construir aprendizajes. Así, tienden a mostrar una clara
tendencia por la novedad y a incorporar mucho peor las consecuencias
negativas derivadas de sus conductas impulsivas.
Paralelamente, hay otro gen sumamente interesante a efectos de
comprender cómo una parte de nuestra biología más elemental participa en
cómo somos. Los seres humanos tenemos un gen especialmente relacionado
con el sistema dopaminérgico que se denomina DRD4 y que básicamente
contribuye a la función de un tipo de receptor de dopamina de nuestras
neuronas que se denomina D4. Existe una variante de este gen que se
conoce como DRD4-7R que se asocia con determinados rasgos de
personalidad que tienen mucho que ver con lo que hemos comentado.
Básicamente, la variante DRD4-7R, a la que eventualmente se ha hecho
referencia como gen del viajero, se asocia con una tendencia al deseo de
explorar, viajar y descubrir nuevos lugares. A diferencia del COMT, resulta
muy curioso que el DRD4-7R parece contribuir específicamente a que la
búsqueda de la novedad adquiera la forma de exploración, de viajar. De
hecho, algunos estudios sugieren que algunas de las poblaciones en las que
con mayor frecuencia se encuentra esta variante genética son precisamente
aquellas que a lo largo de nuestra historia evolutiva se alejaron más de
África, esto es, del punto de partida.
De este modo, una parte de lo que somos se ve significativamente
influida por algo que llevamos incorporado en nuestra biología y que, en
gran medida, no solo nos explica en parte por qué soy incapaz de pasarme
un fin de semana en casa viendo una película en el sofá, sino que
posiblemente también nos cuenta una pequeña parte de la historia que un
día nos llevó a algunos a bajar de los árboles y empezar a caminar sin
destino fijo, simplemente por el placer de explorar.
22
LA DEMENCIA SENIL NO EXISTE

En el mejor de los casos, nos llegan a la consulta personas a quienes sus


familiares acompañan y que refieren no tener grandes problemas de
memoria más allá de los «propios de la edad». En el peor de los casos, estas
personas no llegan nunca a la consulta, precisamente porque sus familias
consideran que lo que les pasa es «normal para su edad».
El concepto demencia senil supone en sí mismo que la senilidad, esto es,
la vejez, es la causa de algún tipo de demencia. Por demencia entendemos
el conjunto de síntomas que básicamente indican la existencia de un
trastorno neurocognitivo lo suficientemente severo como para que el nivel
de independencia y la funcionalidad de una persona se encuentren
comprometidos. Es decir, una persona con demencia no podría sobrevivir si
la dejásemos sola. Pero una demencia no es una enfermedad, sino un
conjunto de síntomas que pueden ser la consecuencia de una infinidad de
causas. Por ejemplo, una persona puede haber desarrollado una demencia
como consecuencia de una enfermedad de Alzheimer, de un traumatismo
craneal, de un ictus o del daño cerebral derivado de los efectos del alcohol.
Envejecer es un proceso biológico que sucede en todos los seres vivos a
lo largo del ciclo que define su vida. El envejecimiento lleva implícita toda
una serie de cambios en la fisiología del ser humano más que evidentes
tales como que la piel se arrugue, que se pierda agilidad física y mental o
que se incremente el riesgo de desarrollar a alguna de las muchas
enfermedades relacionadas con la edad. Bajo este supuesto, durante mucho
tiempo se ha considerado que, en ausencia de una enfermedad de
Alzheimer, muchas personas mayores que experimentan un deterioro
cognitivo progresivo lo experimentan como consecuencia natural de su
edad.
Pero la realidad es que la edad en sí misma, hacerse mayor, incluso muy
mayor, no explica o no está detrás de que una persona haya perdido
significativamente su memoria o que haya desarrollado un trastorno
cognitivo del tipo de una demencia.
Como dijimos, el ser humano desarrolla a lo largo de los primeros años
su extraordinario potencial cognitivo. Pero, no muy tarde en tiempo,
empieza un declive progresivo que forma parte del propio envejecimiento y
que nunca supondrá que aparezcan alteraciones cognitivas que interfieran
significativamente con el día a día. A lo largo de este proceso, algunas
personas empezarán a presentar cambios graduales más consistentes que
podrán afectar a la memoria, al lenguaje, al razonamiento, al
comportamiento, a los procesos visuales, a todo, y que, en algunos casos,
mostrarán un patrón de empeoramiento creciente muy evidente.
La presencia de estos primeros signos, sutiles pero inequívocos y
fácilmente reconocibles mediante la exploración neuropsicológica, nunca es
consecuencia de un hecho esperable ni explicable como producto de la
edad. Por el contrario, en algunos casos detrás de estos primeros signos
podrá estar una fase inicial de una enfermedad de Alzheimer, pero, en
muchos otros, puede haber una infinidad de causas distintas, algunas de las
cuales podrán también suponer un proceso neurodegenerativo, mientras que
otras serán parte de otro tipo de enfermedades.
En cualquier caso, la peor consecuencia derivada de normalizar el
deterioro cognitivo como una característica natural de la edad es banalizar
lo que ello significa, descuidar la realidad y no permitir que se administren
tratamientos oportunos que, en algunos casos, atendiendo a los mecanismos
causales, podrían ejercer un efecto significativo sobre el estado cognitivo o
sobre la calidad de vida de las personas que, junto con los niños, merecen
más que nadie toda nuestra atención: las personas mayores.
24
EL TDAH ES UN INVENTO DE LAS
FARMACÉUTICAS

Los niños y adolescentes, tal y como hemos comentado en esta misma


parte, presentan una infinidad de conductas propias de lo que podríamos
denominar o considerar hipofrontalidad. Sabemos que estas conductas son
características normales, que merecen nuestra atención, que son parte del
desarrollo y de los aprendizajes que experimentamos y que, en ningún caso,
reflejan una enfermedad o trastorno.
El trastorno por déficit de atención e hiperactividad o TDAH es
posiblemente una de las entidades diagnósticas más conocidas, odiadas y
mal comprendidas, en parte porque algunas personas creen que lo que
intentamos definir como TDAH son esas conductas hipofrontales que en
definitiva describen la normalidad en los niños. Pero no es así.
Posiblemente, una de las peores cosas que se ha hecho en lo relativo al
TDAH haya sido ponerle este nombre. Bajo esta denominación, da la
impresión de que los elementos centrales o, incluso, exclusivos del TDAH,
sean las dificultades atencionales y la hiperactividad motora, cuando, en
realidad, estas manifestaciones son secundarias a procesos más primarios
que definen la esencia de este trastorno.
Evidentemente, existe una infinidad de motivos alejados de cualquier
síndrome del neurodesarrollo que pueden explicar que un niño se porte mal,
tenga dificultades en la escuela, preste poca atención, sea movido, etcétera.
Dicho de otro modo, forma parte de la más absoluta normalidad que un
niño pueda tener algunas dificultades en el ámbito académico, algunos
malos comportamientos, que existan cosas que no le interesen lo más
mínimo o que sea un «culo» inquieto. Pero es que el TDAH no es esto.
Cuando hablamos de TDAH hablamos de un conjunto de
manifestaciones, de comienzan en la infancia y en un 50 % de los casos
persisten en la edad adulta, que se presentan de manera prolongada en el
tiempo, que causan un impacto negativo en varias esferas de la vida de la
persona —por ejemplo, en el ámbito académico, social, familiar o laboral
—, y que, en rasgos generales, se acompaña por dificultades en el
mantenimiento de la atención mostrando una clara tendencia a la
distracción y a la hiperactividad motora.
Pero cuando nos alejamos de estos rasgos generales es cuando
encontramos en esencia la constelación de manifestaciones que engloba el
TDAH, que justifican mi idea de su mal nombre y que, básicamente,
revelan por sí mismas una parte muy importante acerca de los mecanismos
responsables de esta afección. A lo largo de este libro he hablado de
atención, monitorización, inhibición, autogobierno y de muchos otros
procesos cognitivos. Las personas con TDAH tienen una gran dificultad
respecto a la regulación de procesos cuyo despliegue plenamente eficiente
depende en gran medida de las funciones frontales. Además, presentan
evidentes dificultades en cuanto al uso e integración de las señales que
empleamos para modular y para orientar nuestras conductas motivadas, por
lo que tienen igualmente dificultades para aprender mediante reforzadores,
del mismo modo que aprenden otras personas.
En consecuencia, el TDAH es básicamente un trastorno del
neurodesarrollo que en esencia compromete al despliegue de las funciones
frontales acorde a lo que correspondería por la edad de la persona. En una
proporción significativa de los casos, en gran medida las manifestaciones
sintomáticas del TDAH son una consecuencia derivada de que las áreas y
funciones frontales y sus respectivos circuitos aún no se han desarrollado
debidamente. En otros casos, podemos asumir que los síntomas no son una
mera consecuencia de un retraso en el desarrollo que en algún momento
culminará, sino que son parte del modo en que se organizará y funcionará el
sistema nervioso de estas personas durante toda su vida. Finalmente, existen
una infinidad de dolencias que pueden asociar como sintomatología
secundaria muchas de las características que encontramos en el TDAH.
Por lo tanto, en el TDAH no debe haber ninguna otra afección médica o
contextual que pueda explicar la persistencia de todos estos síntomas ni su
efecto deletéreo en distintas áreas de la vida de la persona.
Es habitual que muchos padres cuestionen un posible diagnóstico de
TDAH cuando, asumiendo que el TDAH es sinónimo de falta de atención,
te explican que tu hijo es capaz de prestar mucha atención y durante mucho
tiempo a las cosas que le interesan. Esta excelente observación no va en
contra de lo que sucede en el TDAH, muy al contrario, forma parte de una
de las características de este trastorno. En condiciones normativas, podemos
desplegar atención y recursos cognitivos sobre todo aquello que exige el
contexto en el que estamos, nos interese o motive o no. En el TDAH, la
capacidad para mantener la atención libre de distracciones cuando se hace
frente a cuestiones que no motivan resulta terriblemente ineficiente. Pero, al
tratarse de un síndrome que tiene todo que ver con las funciones frontales,
aparecen muchos otros elementos que convierten la vida de los niños y
adultos con TDAH en algo relativamente complicado. Por ejemplo,
dificultades de memoria o tendencia al olvido como consecuencia del bajo
despliegue de recursos atencionales hacia cosas que se deberían recordar.
Igualmente, muestran notables dificultades en la gestión del tiempo y en la
organización y planificación de las tareas a realizar, siendo muy típica la
pésima gestión de las prioridades y la tendencia a la procrastinación. La
capacidad para mantener una conducta anticipando eventuales
consecuencias a futuro resulta igualmente muy difícil en el contexto del
TDAH. Por el contrario, existe una evidente tendencia y facilidad para
realizar tareas que asocien un reforzador inmediato. La hiperactividad
motora puede ser muy obvia en niños, pero en adolescentes y adultos suele
tener más que ver con la impaciencia y con la impulsividad. Al
comprometer los procesos de autorregulación, el manejo o la gestión
emocional también pueden resultar relativamente complejos en el contexto
del TDAH, siendo frecuentes los problemas relacionados con la inhibición
de respuestas emocionales que pueden manifestarse como explosiones de
ira o de ansiedad.
En conjunto, el TDAH es un trastorno al que se asocia toda una
constelación de síntomas que se pueden expresar de manera muy distinta en
cuanto a la forma y en cuanto a la severidad, pero que en todos los casos
tienen un impacto significativo en la vida de quienes los presentan. Por ello,
la principal consecuencia derivada del TDAH no son solo las dificultades
en el ámbito académico, sino también en el plano social, familiar y en
cuanto a las oportunidades de éxito laboral en el futuro.
En lo relativo a la neurobiología del TDAH, conocemos bien los
sistemas cerebrales, incluyendo los sistemas de neurotransmisores, cuyas
particularidades explican el desarrollo y la persistencia de los síntomas del
TDAH. Como consecuencia de esta comprensión, se han podido desarrollar
terapias dirigidas a minimizar la expresión de estos síntomas con la única
finalidad de mejorar la calidad de vida y las oportunidades de éxito de las
personas con TDAH.
El sistema dopaminérgico juega un papel central en la modulación de los
procesos neurocognitivos que se ven comprometidos en el TDAH. Sin
entrar en detalles, los tratamientos farmacológicos para el TDAH se
fundamentan en el uso de moléculas agonistas parciales de la dopamina,
entre las que algunos psicoestimulantes consiguen ejercer perfectamente
esta función. De este modo, paradójicamente, las personas con TDAH se
centran y tranquilizan cuando les damos estimulantes como consecuencia
del efecto que estos tienen sobre las vías dopaminérgicas en las que se
pretende actuar. Evidentemente, las terapias cognitivo-conductuales
orientadas a las funciones frontales-ejecutivas son asimismo muy eficaces,
especialmente en los adultos.
Pero, volviendo a la paradoja que experimentan muchas personas con
TDAH al usar estimulantes, vale la pena incidir en que no siempre todas las
personas con TDAH responden igual de bien a los estimulantes y, en
paralelo, que precisamente esta paradoja ilustra un fenómeno que cuenta
muchas cosas acerca de la realidad biológica del TDAH. Este fenómeno
consiste en que, a diferencia de lo que sucede en el TDAH cuando se
emplean estimulantes, cuando un cerebro no TDAH usa estimulantes
habitualmente no solo no se produce este efecto paradójico positivo, sino
que aparecen efectos negativos. Por ejemplo, son muchas las personas que
usaron en algún momento anfetaminas para estudiar y descubrieron que, a
diferencia de otros compañeros, las anfetaminas no solo no les hicieron
estar más activos y atentos, sino que fueron incapaces de aprender. Algo
similar podemos ver en un contexto de consumo de cocaína, donde es
habitual que las personas con TDAH expliquen que no experimentaron una
clara euforia o impulsividad durante el consumo, sino que, todo lo
contrario, se sintieron tranquilas y concentradas. De hecho, el TDAH
incrementa notablemente el riesgo a desarrollar una adicción a la cocaína y
a otras sustancias, así como el riesgo de accidentes o de cometer un delito,
especialmente en ausencia de tratamiento, en parte porque el TDAH no
tratado de algún modo se trata empleando sustancias y realizando conductas
de riesgo.
Pero, volviendo a la respuesta paradójica en lo relativo al uso de
estimulantes en población con y sin TDAH, gran parte de la explicación la
encontramos en el hecho de que la relación que existe entre niveles de
dopamina en nuestra corteza prefrontal y rendimiento cognitivo es una
relación extremadamente frágil y que sigue una distribución en forma de U
invertida. De modo que, tanto por defecto como por exceso de tono
dopaminérgico, las funciones frontales se ven comprometidas y, además, el
rango donde se sitúa el funcionamiento óptimo es particularmente estrecho,
de modo que es muy fácil caer a un lado u otro de esa U invertida. Así que,
básicamente, en ausencia de un problema de base que tenga que ver con el
sistema dopaminérgico prefrontal, cuando una persona sin TDAH consume
anfetaminas o cocaína, inmediatamente sitúa su tono dopaminérgico en el
lado extremo de la U invertida correspondiente con la sobreestimulación
dopaminérgica y, en consecuencia, su rendimiento cognitivo decae.
En cualquier caso, el debate relativo a la existencia o no del TDAH y a la
idoneidad o no de emplear psicoestimulantes lamentablemente solo sirve
para que las consecuencias derivadas del TDAH sigan afectando a la vida
de las personas que lo padecen.
Ello no significa que, por sistema, se deba medicar a todo niño o adulto
que cumpla los criterios diagnósticos de TDAH, para nada. Pero sí significa
que, atendiendo al impacto que los síntomas del TDAH tengan en la vida de
las personas, deberemos contemplar todas las opciones disponibles a
efectos únicamente de mejorar sus vidas.
Nadie viene a los hospitales ni a nuestra consulta ofreciéndonos viajes a
Brasil o a Cancún a cambio de diagnosticar mucho TDAH y de recetar
estimulantes a todo el mundo. Nuestra reputación básicamente depende de
las consecuencias que deriven de aquello que hacemos con y para las
personas que atendemos. De modo que sería bastante absurdo suponer que
diagnosticamos a cambio de viajecitos. En cualquier caso, resulta evidente
que existe un notable sobrediagnóstico de TDAH. Posiblemente, una parte
de ello se explique como consecuencia de los malos diagnósticos, esto es,
de que algunos profesionales no sepan reconocer aquello que en realidad no
es un TDAH, aunque se le parezca. En cuanto al uso de psicoestimulantes,
es cierto que hay personas que siguen este tratamiento sin que se les hayan
planteado otras opciones no farmacológicas o sin que necesiten este
abordaje terapéutico. Nuevamente, esto es una consecuencia previsible de
lo bien o de lo mal que algunas personas realizan su trabajo.
Pero nada de ello justifica que se pueda cuestionar la existencia de una
afección que se ha hecho famosa durante los últimos veinte años, pero que
sabemos que se da desde siempre y que, posiblemente, parte de su
explosión haya derivado de muchos de los cambios que ha experimentado
el sistema educativo tal como está planteado. De modo que actualmente es
más fácil que se detecten más casos de TDAH, básicamente porque antes
estas personas no estaban en las escuelas sino trabajando.
Ahora sabemos que, a pesar de desarrollar un sistema educativo que
premia lo normativo y que expone a una infinidad de dificultades a
cualquier persona cuya forma de funcionar sea distinta, nuestra obligación
es la de hacer todo aquello que esté en nuestras manos para facilitar que, a
pesar de todas estas dificultades, las personas con un TDAH puedan llegar
tan lejos como cualquier otro individuo.
25
LAS ENFERMEDADES MENTALES NO
EXISTEN

A lo largo de los años sesenta del siglo pasado, en respuesta crítica a


algunas de las prácticas habituales en el ámbito de la psiquiatría como los
ingresos involuntarios, la terapia electroconvulsiva o el uso de
determinados medicamentos, surgió un movimiento denominado
antipsiquiatría. Este movimiento, entre otras cosas, argumentaba que la
psiquiatría construía enfermedades mentales a partir de etiquetar reacciones
psicológicas normales y otros problemas derivados de nuestra interacción
con el entorno. Igualmente, cuestionaban la base científica y el
conocimiento relativo a las enfermedades mentales, así como la validez del
uso de los psicofármacos.
En el ámbito de la psicología, el conductismo radical afianzado bajo
algunos de los supuestos teóricos desarrollados por B. F. Skinner considera,
entre otras cosas, que toda conducta humana es resultado de un aprendizaje
y que, en consecuencia, toda conducta humana responde a una función
aprendida.
En el momento actual, resulta en parte sorprendente (a mí al menos) la
existencia de un posicionamiento muy riguroso y fuerte, especialmente
asentado en el ámbito de la psicología clínica y conductual, que conjuga
elementos propios de la antipsiquiatría de los años sesenta y del
conductismo radical, cuestionando de manera totalmente abierta que las
enfermedades mentales, tal y como se consideran desde la óptica de la
psiquiatría o tal y como las podemos considerar desde una perspectiva
neurológica o neuropsicológica, existan.
La clasificación de los problemas de conducta y de todo aquello que
podamos considerar como enfermedad plantea toda una serie de dificultades
de naturaleza conceptual, filosófica y semántica. Este último punto es
relevante, puesto que, a mi modo de entender, un componente central en lo
relativo al cuestionamiento de si ciertas conductas constituyen aquello que
podríamos considerar como una enfermedad surge como consecuencia de
las limitaciones inherentes al modo en el que nos referimos a determinadas
afecciones.
El ánimo depresivo no es una depresión y la ansiedad no es un trastorno
de ansiedad, del mismo modo que tener una personalidad un tanto suspicaz
no es equivalente a un delirio paranoide ni ser obsesivo o meticuloso
sugiere padecer un trastorno obsesivo-compulsivo.
Todas las personas, como consecuencia de las particularidades y de los
acontecimientos que nos van sucediendo a lo largo de la vida,
experimentaremos en algún momento formas más o menos severas y más o
menos persistentes de malestar psicológico. Por las características que
puedan adquirir estas formas de malestar, en ocasiones haremos referencia,
por ejemplo, a que nos sentimos deprimidos o a que estamos ansiosos o a
que nos hemos obsesionado con algo. Estas reacciones a los sucesos en la
gran mayoría de los casos serán totalmente normales, lo cual no significa
que, en función del malestar que impliquen, no puedan llegar a convertirse
en problemas que merezcan atención y tratamiento.
Pero, cuando hablamos de enfermedades psiquiátricas o de
manifestaciones neuropsiquiátricas, hacemos referencia a afecciones en las
que, a pesar de que de un modo genérico puedan presentarse síntomas de
índole depresiva, ansiosa u obsesiva, la magnitud que estos adquieren y el
impacto que ejercen sobre la vida de la persona y su contexto resultan
absolutamente desproporcionados y totalmente incompatibles con un mero
problema psicológico. Además, en muchos de estos casos no hay claros
desencadenantes en la vida de las personas que puedan explicar en su
totalidad que se hayan manifestado este tipo de síntomas y, en caso de
haberlos, en muchos casos permiten explicar una parte, pero no todo.
Paralelamente, en muchas ocasiones se piensa que las consecuencias
derivadas de un daño o de una enfermedad en el cerebro adquirirán una
serie de matices que, irremediablemente, harán que sea relativamente fácil
saber que son producto de un cerebro estropeado. Pero la realidad es que, en
infinidad de ocasiones, el daño o disfunción del cerebro da lugar a síntomas
idénticos a los que podemos encontrar en enfermedades psiquiátricas. Este
paralelismo ya de entrada nos obliga a considerar que, si dado un daño en el
cerebro este puede desencadenar un determinado tipo de síntoma, cuando
este mismo síntoma lo encontremos en ausencia de aparente daño en el
cerebro, posiblemente en ambos casos estén contribuyendo procesos
cerebrales similares.
Sea como fuere, la realidad clínica supone e impone un notable
aprendizaje que fácilmente nos permite distinguir y asumir que existen un
conjunto de alteraciones en el modo como funciona la mente humana y
como algunas personas se comportan que adquieren tales niveles de
complejidad y severidad que, de manera invariable, debemos considerarlas
enfermedades.
En el caso de la depresión, muchas personas consideran que es un signo
de debilidad y que su persistencia en el tiempo responde a que las personas
que la padecen no se esfuerzan. Pero los trastornos depresivos son
fenómenos mucho más complejos y severos que una mera tristeza o
desánimo persistente en el tiempo. De este modo, en la depresión coexisten
síntomas de tipo afectivo y motivacional, como la tristeza, la anhedonia, la
frustración, la ideación de muerte o la ausencia de expectativas, con una
amalgama de alteraciones neurocognitivas en la esfera de la atención, la
memoria, las funciones frontales y la velocidad de procesamiento,
acompañadas a su vez por múltiples formas de alteración de los patrones
del sueño. Este conglomerado de síntomas puede adquirir formas tan
extremas como para postrar a un individuo en una cama o sumirle incluso
en estados de completa desconexión con el medio.
Con absoluta independencia a lo que algunas revisiones profundamente
sesgadas sugirieron, hace tiempo que la medicina dispone de distintos
tratamientos farmacológicos antidepresivos que han mostrado una eficacia
más que robusta tanto en los distintos ensayos clínicos como, lo más
importante, en la práctica clínica rutinaria.
En lo relativo a los trastornos de ansiedad, es imperativo distinguir los
nervios o incluso el pavor de tener que hablar en público de episodios
profundamente perturbadores que pueden postrar a los individuos en la más
absoluta soledad y aislamiento social o que pueden conllevar el despliegue
de conductas totalmente grotescas en un intento sumamente irracional por
poner fin al sufrimiento que deriva del miedo. Las conductas obsesivo-
compulsivas en el marco de un trastorno obsesivo-compulsivo no tienen
nada que ver con comprobar un par de veces si hemos cerrado la puerta o
apagado el gas, ni con ponernos más o menos nerviosos si nos mueven las
cosas de lugar. Por el contrario, en el trastorno obsesivo-compulsivo, las
personas pueden verse abrumadas por una infinidad de pensamientos
intrusivos con los que la convivencia resulta imposible y que, en
consecuencia, llevan a la persona a ejecutar algunas de las más absurdas a
la par que grotescas conductas a efectos de pretender minimizar el malestar
psicológico que estos pensamientos le provocan. Es entonces cuando, a
diferencia de los casos en que no es un trastorno, pueden aparecer
conductas autolesivas, llegando incluso a arrancarse la piel de las manos a
base de lavados continuos en un intento de evitar infecciones o a mutilar
partes del cuerpo en respuesta a supuestos rituales que se deben seguir.
En el caso de la esquizofrenia y de otros trastornos psicóticos, la propia
definición del conjunto de síntomas que acompañan a esta dolencia es ya,
en mi opinión, constitutiva de una enfermedad sumamente grave. La
esquizofrenia puede asociar un conglomerado de síntomas que
denominemos «positivos», en forma de alucinaciones auditivas y en menor
medida visuales e ideas delirantes, junto con múltiples síntomas
«negativos», como retraimiento social, apatía, disminución del habla
espontánea, enlentecimiento mental y deterioro cognitivo.
En todos estos casos, la ausencia de evidentes marcadores biológicos de
enfermedad ha sido empleada como argumento para defender que, en
esencia, no son enfermedades mediadas por la biología sino por el contexto.
Lamentablemente, este tipo de afirmaciones no solo se sustentan sobre el
desconocimiento absoluto de todo lo que actualmente sabemos en lo
relativo a la neurobiología de estas enfermedades, sino que, además, revelan
la ignorancia más elemental en torno a muchas otras afecciones médicas.
Ejemplo de ello es que, en el caso de la epilepsia, una enfermedad
evidentemente neurológica, el 50 % de los pacientes no muestran ninguna
anomalía en las pruebas de resonancia magnética e incluso en muchos casos
se llega al diagnóstico y abordaje terapéutico a través del estudio de los
síntomas, pero en ausencia de un electroencefalograma que muestre
actividad epiléptica. ¿Significa ello que la epilepsia no es una enfermedad
del cerebro? Obviamente no.
La realidad, en el ámbito de las enfermedades, se da en el contexto
clínico y en el contexto personal y familiar de las personas afectadas. Por
ello, inevitablemente, las historias que nos puedan contar toda una serie de
trabajos realizados por personas que jamás se han sentado delante de un ser
humano que sufre formas atroces de malestar psicológico siempre estarán
muy alejadas de la dramática realidad con la que estas personas conviven. Y
es en esa realidad donde las terapias y los tratamientos nos muestran lo que
funciona mejor y lo que no funciona bien. Es entonces cuando podemos
constatar que, en efecto, muchos de estos terribles síntomas se consiguen
controlar o mejorar a expensas de emplear aproximaciones farmacológicas
y no farmacológicas, y que incluso en algunos casos, a pesar de que las
pruebas de resonancia magnética no muestren nada, a través de técnicas tan
innovadoras como la neuromodulación cerebral mediante estimulación
profunda, se consiguen mejorar de un modo antes inimaginable
manifestaciones propias de las formas más atroces de depresión, de
esquizofrenia o de trastorno obsesivo-compulsivo.
En cualquier caso, no somos nosotros quienes merecemos que estos
temas se traten y divulguen con el rigor y respeto que merecen, sino quienes
los padecen, los auténticos protagonistas de una historia que no podremos
cambiar si nos limitamos a estudiarla desde enfoques sesgados o asentados
más en la creencia y en la ideología que en la evidencia.
EPÍLOGO

Entender el funcionamiento del cerebro humano nos brinda una oportunidad


extraordinaria para aproximarnos a aquello que somos. Sin embargo, el
cerebro y las funciones que dependen de él son el producto de procesos
mucho mas complejos que no pueden reducirse a un tejido orgánico, a la
electricidad y a la bioquímica. Eso lo tenemos claro. Al menos yo.
Cualquier aproximación que pretenda dar una explicación definitiva
basándose en un neurotransmisor, una hormona o un sistema cerebral,
resultará siempre, sin duda alguna, una simplificación que obedece a
pretensiones mercantiles más que a científicas. De la misma manera,
también podemos afirmar que cualquier explicación que pretenda negar el
papel de los procesos cerebrales en la construcción de lo que somos, será
igualmente una negación del conocimiento y de nuestra realidad.
La ciencia no tiene una respuesta absoluta para todas las preguntas que
nos planteamos, pero sí que nos provee de modelos teóricos validados
desde donde podemos aproximarnos con garantías a los elementos cruciales
que explican una parte importante de lo que somos y por qué somos como
somos. A su vez, la ciencia nos dota de algo incluso mas relevante a nivel
práctico: la posibilidad de someter nuestras creencias y verdades a un
método desde el cual podemos cuestionarlo todo, ponerlo a prueba todo y
descubrir, en algunos casos, que estábamos equivocados.
Este libro no pretende ser una biblia elaborada a partir de verdades
absolutas. De hecho, nadie las tiene. Como he reiterado en infinidad de
ocasiones, este campo del conocimiento requiere de una humildad que
parte, precisamente, de todo lo que somos capaces de saber a través del
conocimiento; por ejemplo, que muchas cosas no las sabemos.
La etiqueta «neuro» gusta y vende, pero no todo lo adornado con esta
palabra implica necesariamente algo cercano a la verdad. De hecho, me
atrevo a afirmar que una gran mayoría de los conceptos y teorías que han
ido apareciendo a lo largo de los últimos años, con el adorno de la
«neurociencia» incorporado, exponen ideas terriblemente simples y
erróneas, pero al mismo tiempo terriblemente asertivas.
Es cierto que a lo largo de este libro me he permitido el lujo y la licencia
de elaborar explicaciones a diferentes escenarios desde una perspectiva
neuropsicológica. No es menos cierto que esta narrativa posiblemente
tendrá infinidad de matices, pero, en cualquier caso, todos los argumentos
que he elaborado no parten de mis ideas o creencias ni de ninguna moda
actual, sino de lo que muchos años de investigación científica rigurosa nos
han enseñado acerca del funcionamiento del cerebro y de su relación con la
conducta humana. Este conocimiento, sustentado en mi propia experiencia
científica y clínica y en la de muchos de mis colegas, aporta un marco desde
el cual podemos intentar entender las cosas, un marco que merece ser tenido
en consideración puesto que no nace del mundo de los cantos de las sirenas.
Resulta evidente que es imposible someter a determinados métodos
experimentales muchas de las situaciones que se narran en este libro. Pero
eso no significa que, sin olvidarnos de lo que sabemos con certeza que hace
un cerebro y sus procesos, no podamos hipotetizar y generalizar argumentos
neuropsicológicamente plausibles para todos estos escenarios.
El conocimiento nace de cuestionárnoslo todo. Y eso es lo mejor que los
lectores y yo mismo podemos continuar haciendo una vez terminado este
libro. No se trata de tener o no la razón, se trata de entender y de disponer
de un punto de partida para aportar explicaciones que siempre podremos
volver a discutir o a demostrar.
PARA SABER MÁS

Saul Martinez-Horta, Cerebros rotos (Kailas, Barcelona, 2022)


Una recopilación de interesantes casos clínicos que nos ayuda a entender lo
que sucede cuando el cerebro se rompe como consecuencia de distintas
enfermedades y el viaje a las experiencias humanas que acompañan esta
ruptura.

Oliver Sacks, El hombre que confundió a su mujer con un sombrero


(Anagrama, Barcelona, 2008)
Una fascinante narrativa de casos clínicos en el ámbito de la neurología
desarrollada por el brillante doctor Oliver Sacks.

Oliver Sacks, Un antropólogo en Marte (Anagrama, Barcelona, 2006)


Siguiendo el estilo de su anterior libro, el doctor Sacks presenta otras
historias que nacen de los problemas neurológicos de sus pacientes.

Oliver Sacks, Alucinaciones (Anagrama, Barcelona, 2018)


En este libro Oliver Sacks ofrece un maravilloso ensayo en torno a las
alucinaciones, tanto las que suceden en el contexto de determinadas
enfermedades como las que podemos experimentar dentro la más absoluta
normalidad.

John J. Ratey, El cerebro: manual de instrucciones (Debolsillo, Barcelona,


2003)
Un divulgativo libro que aproxima al lector, de forma amena y sencilla, al
funcionamiento del cerebro humano, tanto en la normalidad como en la
enfermedad.
Nolasc Acarín, El cerebro del rey (RBA Bolsillo, Barcelona, 2018)
Este libro intenta desarrollar varios aspectos que tienen que ver con lo que
somos, desde el punto de vista de la neurología y la neurociencia.

Antonio Damasio, El error de Descartes: emoción, razón y cerebro humano


(Booket, Barcelona, 2022)
Una obra fascinante donde el excepcional doctor Damasio (Premio Príncipe
de Asturias de Investigación Científica y Técnica en 2005) desarrolla su
hipótesis del marcador somático mediante la cual explica el papel y la
importancia de las emociones en el proceso de toma de decisiones.

Rita Carter, El nuevo mapa del cerebro (RBA Integral, Barcelona, 2001)
Un libro ilustrado que ayuda a conocer la anatomía y la función del cerebro
humano a través de sencillas explicaciones basadas en ejemplos,
experimentos y casos clínicos.

Steven Pinker, Cómo funciona la mente (Destino, Barcelona, 2001)


Esta brillante obra aproxima y profundiza en las ciencias cognitivas y en el
desarrollo de los modelos que se aplican al funcionamiento de la mente
humana.

George Deutsch y Sally P. Springer, Cerebro izquierdo, cerebro derecho


(Gedisa, Barcelona, 2012)
Un detallado recorrido por las espectaculares investigaciones que se han
realizado en pacientes sometidos a cirugías de división de los hemisferios
cerebrales.
Susannah Cahalan, Mi cerebro en llamas (Kailas, Barcelona, 2019)
En esta obra autobiográfica, la autora narra su compleja experiencia al
desarrollar una enfermedad desconocida que la condenó al desahucio hasta
que se descubrió que padecía un proceso tratable, derivado de una respuesta
autoinmune, denominado encefalitis anti-NMDA.

Jesús Ramírez Bermúdez, Breve diccionario clínico del alma (Debate,


Barcelona, 2010)
Un atractivo ensayo que desarrolla los misterios y complejidad de la mente
humana a través de la descripción de casos clínicos y de las propias notas
del autor.
Jesús Ramírez Bermúdez, Depresión: La noche más oscura (Debate,
Barcelona, 2020)
Un libro imprescindible relato que retrata perfectamente la realidad de la
depresión como enfermedad.

Jesús Ramírez Bermúdez, La melancolía creativa (Debate, Barcelona,


2022)
Este ensayo investiga los mecanismos ocultos de la creatividad y sus
vínculos con la melancolía, desde la óptica de la psiquiatría y la
neurociencia.

Ramón Nogueras, Por qué creemos en mierdas. Cómo nos engañamos a


nosotros mismos (Kailas, Barcelona, 2020)
Un divertido y elegante libro en torno a los procesos que explican cómo
percibimos, pensamos e interpretamos el mundo y cómo ello nos lleva,
entre otras cosas, a creer en lo absurdo.

Joseph LeDoux, El cerebro emocional (Planeta, Barcelona, 1999)


Una maravillosa obra de gran calidad científica que aproxima al lector a
todos los procesos cerebrales relacionados con las emociones y con nuestra
capacidad de sentir.

Alan Baddeley, Michael W. Eysenck y Michael C. Anderson, Memoria


(Alianza, Madrid, 2020)
Un manual imprescindible para aquellos que quieran profundizar en el
conocimiento de la memoria.

Roger Gil, Neuropsicología (Elsevier, Barcelona, 2019)


Una obra más «técnica», pero al alcance de los lectores, que describe
muchos de los síndromes neuropsicológicos esenciales y el proceso de
evaluación.

Eric R. Kandel, En busca de la memoria (Katz editores, Madrid, 2013)


El Premio Nobel de Medicina Eric R. Kandel, desarrolla todo el
conocimiento existente sobre los procesos que rigen el funcionamiento de la
memoria y, de forma paralela, narra su propia vida y experiencias.

Gerald Edelman y Giulio Tononi, El universo de la conciencia (Editorial


Crítica, Barcelona, 2002)
Una obra que se adentra en una de las cuestiones mas complejas en el
campo de las neurociencias: ¿cómo se construye la conciencia?
CRÉDITOS IMÁGENES

(por orden de aparición)


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Neuropsicología de la vida cotidiana
Saul Martínez-Horta

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© Textos: Saul Martínez-Horta, 2023

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