¿Dónde Están Las Llaves - Saul Martínez
¿Dónde Están Las Llaves - Saul Martínez
Portada
Sinopsis
Portadilla
Dedicatoria
Prólogo
Primera parte. Los olvidos cotidianos
Uno de los motivos de consulta...
1. ¿NOS CONOCEMOS?
2. EN LA PUNTA DE LA LENGUA
3. ¡NO FUE ASÍ!
4. ¿DÓNDE ESTÁN LAS LLAVES?
5. ¡YO YA HE VIVIDO ESTO!
6. ¿QUÉ DIANTRES HE VENIDO A HACER A LA COCINA?
Segunda parte. Las normales percepciones anormales
Somos seres perceptivos...
7. ¿ME HAS LLAMADO?
8. APARICIONES NOCTURNAS
9. PRESENCIAS
10. VIAJES ASTRALES
11. OTRAS VISIONES COMPLEJAS
Tercera parte. De la bondad y de la maldad del ser humano
Siempre he tenido una percepción...
12. CUBATAS, RAYAS, ENFADOS Y VIOLENCIA COTIDIANA
13. VIOLENCIA AL VOLANTE
14. YO NUNCA LO HARÍA
Cuarta parte. Intuición, clarividencia y otras experiencias extrañas
Miles, en realidad, millones de personas...
15. LA MAGIA CEREBRAL DE LA INTUICIÓN
16. LAS PREDICCIONES DEL FUTURO
17. EL TÚNEL
18. LOS HOMBRES LOBO
Quinta parte. Pequeñas curiosidades, mitos y verdades
El conocimiento acerca del sistema nervioso...
19. USAMOS EL 10 % DEL CEREBRO
20. EL CEREBRO DIABÓLICO DEL NIÑO Y DEL ADOLESCENTE
21. SOFÁ, PELI Y MANTA O VIAJE MOCHILERO AL EVEREST
22. LA DEMENCIA SENIL NO EXISTE
24. EL TDAH ES UN INVENTO DE LAS FARMACÉUTICAS
25. LAS ENFERMEDADES MENTALES NO EXISTEN
EPÍLOGO
PARA SABER MÁS
CRÉDITOS IMÁGENES
Créditos
Gracias por adquirir este eBook
Saul Martínez-Horta
Por si un día mi mente se nubla. Por si llegasen voces que
otros no escuchan o por si viese sombras pasar.
En este ejemplo no podemos evitar ver un triángulo, cuando en realidad no está presente.
Nuestro cerebro emplea la información disponible para completar la información visual que
recibimos.
En ocasiones nos ha parecido oír nuestro nombre o que alguien nos llamaba
cuando en realidad, a posteriori, hemos podido comprobar que no había
sido así. Y es que en ausencia de un estímulo real resulta relativamente
fácil, especialmente en determinadas circunstancias, que se produzcan
pequeñas experiencias transitorias de ilusiones perceptivas que sobre todo
adquieren el aspecto de estímulos familiares, como, por ejemplo, oír nuestro
nombre.
Percibir algo de un modo distinto a como se configura un estímulo, o
incluso percibir algo en ausencia de un estímulo, es una experiencia que
muchas personas viven con discreción e incluso temor, puesto que todo lo
que tiene que ver con el mundo de las alucinaciones nutre, en gran medida,
muchos de los estereotipos relativos a los problemas de salud mental y al
mundo sobrenatural.
Efectivamente, existen fenómenos perceptivos complejos y reiterados
que causan un enorme y continuo impacto en la vida de las personas que los
experimentan y que, en esencia, forman parte de los elementos que
acompañan ciertas enfermedades psiquiátricas y neurológicas. Pero eso no
significa que una persona que haya experimentado este tipo de fenómenos
padezca necesariamente una enfermedad que comprometa al cerebro. Y en
absoluto quiere decir que, en caso de existir un desencadenante mediado
por la afectación cerebral, no exista tratamiento o que solo se pueda hablar
de un desenlace fatal.
Una vez más, forma parte de la neuropsicología de la vida cotidiana que
en determinadas ocasiones hayamos podido vivir pequeñas experiencias
ilusorias o alucinatorias, más o menos complejas, generalmente
autolimitadas en el tiempo y de breve duración, que se pueden haber
repetido en varias ocasiones y que en ningún caso reflejan un problema
cerebral o una enfermedad. ¿Por qué suceden y cuáles son las más
frecuentes?
Por su carácter estable, continuo, previsible e irrelevante dejamos de
sentir o de experimentar millones de estímulos que llegan a nosotros o que
suceden continuamente. Por ejemplo, durante largas y monótonas horas de
trabajo sentados no sentimos las plantas de nuestros pies apoyadas en el
suelo ni nuestro trasero posado en la silla. Eso sí, si tomamos consciencia
de que están allí, si orientamos nuestra atención a estos segmentos de
nuestro cuerpo, entonces los podemos sentir. Cuando alcanzamos un objeto
con la mano, tampoco tenemos la experiencia previa al movimiento de ser
conscientes de dónde está ubicada nuestra mano con respecto al objeto que
queremos alcanzar ni con respecto a nuestro cuerpo. A pesar de ello, si nada
falla, alcanzamos el objeto con exquisita precisión.
Lo regular e irrelevante desencadena lo que denominamos habituación
sensorial, que no es otra cosa que una forma de adaptación a todo aquello
que sucede en nuestro entorno y que no tiene un valor relevante. Este
fenómeno básicamente sucede como consecuencia de la saturación de los
sistemas sensoriales y la disminución de la tasa de respuesta por parte del
sistema nervioso cuando ciertos estímulos se repiten una y otra vez. Por
ejemplo, tras vernos impactados por un olor muy fuerte o fétido, dejamos
de olerlo progresivamente. De la misma manera, cuando estamos inmersos
en una determinada tarea, dejamos de escuchar el ruido de fondo poco a
poco. Incluso cuando algo nos duele fruto de una herida o lesión,
gradualmente vamos sintiendo cada vez menor dolor.
Estos mecanismos de habituación sensorial resultan extremadamente
relevantes atendiendo a algo que ya se ha comentado anteriormente. La
capacidad atencional humana es limitada pero absolutamente necesaria para
procesar con profundidad aquellos elementos que, en efecto, merecen
atención. En ausencia de habituación, estaríamos continuamente orientando
y reorientando nuestra atención de manera involuntaria a toda la cadena de
sucesos sensoriales de nuestro entorno y eso limitaría profundamente
nuestra capacidad de centrarnos en aquello que es relevante.
En determinadas condiciones, por ejemplo, en los trastornos del
neurodesarrollo que denominamos del espectro del autismo o TEA, existen
en muchos casos evidentes dificultades para que estos procesos de
habituación sucedan de manera eficiente. Es por ello que muchas personas
que conviven con esta afección presentan respuestas emocionales y
conductuales muy exageradas cuando se exponen a contextos repletos de
estímulos o a estímulos novedosos, como podría ser, por ejemplo, un centro
comercial. Ello es debido a que, sin la correcta eficiencia de estos sistemas
de habituación, o todos o muchos de los continuos estímulos que suceden
en el entorno son percibidos. Así que imaginémonos el caos que podría
suponer estar en un centro comercial y percibir por igual el sonido de las
palabras de la gente, sus pasos, los anuncios por los altavoces, las
intensidades de la luz, todos los objetos presentes en las estanterías,
etcétera. Y no es necesario plantear un escenario tan complejo y rico en
estímulos: por ejemplo, sentir continuamente el tacto de determinadas
prendas de ropa puede desencadenar una respuesta parecida en las personas
con un TEA. De este modo, detrás de las conductas estereotipadas y
repetitivas que de manera tan característica se observan en el autismo
posiblemente haya, en parte, una estrategia dirigida a una función: aislarse
del ruido del mundo.
Todo lo que impacta con nuestros órganos sensoriales no tiene en sí
mismo un significado, sino que lo adquiere como consecuencia de toda una
serie de procesos cerebrales dedicados a la integración de la información y
a la atribución de lo que significa aquello que estamos sintiendo.
Una cuchara en sí misma, como objeto, sin un cerebro que le dé un
significado, no es una cuchara. Podrá ser algo con una forma determinada y
de un material específico, pero el concepto «cuchara» y su utilidad es algo
que adquirimos a través de la experiencia y que empleamos posteriormente
para dar sentido a lo que estamos viendo. Algo análogo sucede por ejemplo
con la palabra «fútbol», que en sí misma no es nada más que una secuencia
gráfica conformada por una serie de elementos que denominamos letras a
los cuales hemos asociado un sonido y que agrupados de una determinada
manera dan lugar a un vocablo que significa un tipo de deporte.
Evidentemente, si expusiésemos a una persona que nunca ha visto una
cuchara, vería el objeto, pero no sabría lo que es. Del mismo modo, si
enseñáramos a una persona que jamás ha aprendido a leer o que desconoce
nuestro vocabulario la palabra «fútbol» solo vería unos «dibujitos», pero no
podría leerla, ni pronunciarla, y mucho menos comprenderla. Perder la
capacidad para acceder al significado de lo que vemos y, por tanto, perder la
capacidad para reconocer es lo que, cuando adquiere un carácter patológico,
como ya he comentado, denominamos agnosia. Lo curioso es que hay
zonas cerebrales tan especializadas en los procesos de reconocimiento de
determinadas cosas en particular que las agnosias pueden afectar
selectivamente a un proceso perceptivo sin que otros se vean
comprometidos. Por ejemplo, más allá de las agnosias visuales o la
prosopagnosia ya descrita, existen formas de agnosia tan peculiares como la
agnosia cinética o incapacidad para percibir el movimiento; la asterognosia
o incapacidad para reconocer la forma de los objetos a través del tacto; la
amusia, una forma de agnosia auditiva que imposibilita el reconocimiento
de la música; la asomatognosia o incapacidad para reconocer determinadas
partes del cuerpo, o la anosognosia o incapacidad para reconocer la
magnitud o la presencia de los síntomas inequívocos que una persona
padece.
El modo en que accedemos al significado de las cosas, por ejemplo, de
las palabras, ilustra la existencia de una secuencia de procesos fascinantes
en cuanto a su eficiencia. Cualquier persona que haya adquirido y
desarrollado de manera correcta los procesos lingüísticos no puede evitar
leer y comprender automáticamente aquello que se le presenta en forma de
palabras. Cualquier persona que haya aprendido lo que es un tenedor no
puede evitar ver y reconocer el tenedor cuando lo observa, y lo mismo
sucede al exponernos a conceptos descritos en palabras. Esto es, no
podemos leer y no entender automáticamente las palabras «casa» o
«rincón». En el caso de las palabras esto es así, a no ser que presentemos un
tipo de dificultad que, grosso modo, se caracteriza por una pobre eficiencia
de los procesos de acceso al léxico: la dislexia.
Las personas con dislexia, entre otras dificultades, leen las palabras de
un modo parecido a como lo haríamos nosotros sin nos expusieran a una
palabra desconocida, por ejemplo, tasapainoilija («funambulista», en
finlandés). En consecuencia, al no poder realizar una lectura global sino por
unidades, las personas con dislexia suelen tener problemas para acceder
rápidamente al significado de aquello que leen, puesto que el automatismo
que acompaña al reconocimiento es deficitario. Además, precisamente dado
el carácter predictivo de la percepción, en muchas ocasiones tienden a hacer
lo que denominamos lexicalificaciones, que no es otra cosa que transformar
lo que leen en una palabra familiar o, al revés, convertirla en algo más
complejo. Por ejemplo, leer «iglesia» o «inglesa» en lugar de eglesa.
Estos conceptos resultan exquisitamente relevantes atendiendo a que
ejemplifican muy bien un rasgo esencial de todo fenómeno perceptivo y es
que, como ya he adelantado, la percepción se sirve de la previsibilidad y del
conocimiento previo para rápidamente dotar de significado aquello que
procesa o sucede en el entorno.
¿Qué significa todo esto y qué tiene que ver con percibir cosas que no
están o con tener alucinaciones? En esencia, el mundo que experimentamos
no es como pensamos que es, sino como nuestro cerebro anticipa, predice y
construye. Por ende, la realidad percibida es aquello que el cerebro
considera más probable y, por ello, todos experimentamos ciertas ilusiones
visuales cuando estas se construyen deliberadamente para provocar que el
cerebro perciba aquello que es más probable. Por ejemplo, en la ilustración
de Van Gogh (a la derecha) resulta imposible no ver uno de los recuadros
más oscuro o claro que el otro, cuando, en realidad, ambos recuadros tienen
exactamente el mismo tono. En el contexto donde están inmersos,
atendiendo a la aparente disposición de la luz y las sombras, el cerebro
considera que, basándose en el conocimiento previo, uno de los recuadros
debe ser más oscuro y el otro más claro y por eso, por más que nos
esforcemos, los vemos como el cerebro decide que los deberíamos ver.
Otro fenómeno relativo a la construcción probabilística de aquello a lo
que nos exponemos es nuestra capacidad para comprender con relativa
habilidad el siguiente texto o identificar un personaje en particular en el
siguiente dibujo:
No tengo una respuesta para todas estas cuestiones más allá del
convencimiento de que todo es resultado de la complejidad que se deriva de
lo que sucede cuando el cerebro falla. Sin embargo, existen determinadas
afecciones neurológicas que, sin que aporten una solución a los problemas
que plantean estas preguntas, permiten ilustrar algunos aspectos relativos a
la consciencia humana y a su eventual disociación y posiblemente deban ser
tenidas en cuenta al reflexionar en torno a estas preguntas. Estas afecciones
neurológicas no son otras que aquellas en las que, bajo determinadas
situaciones, ha sido necesario dividir el cerebro humano, es decir,
desconectar un hemisferio cerebral del otro hemisferio a través de la
realización de dos posibles procedimientos neuroquirúrgicos denominados
comisurotomía y callosotomía. Esta cirugía consiste básicamente en cortar
el conjunto de fibras nerviosas que conectan ambos hemisferios cerebrales a
través de una formación denominada cuerpo calloso. El motivo más
habitual que justifica la realización de este tipo de procedimiento es la
existencia de unas formas de epilepsia que se generalizan a todo el cerebro
y que resultan incontrolables farmacológicamente.
Desde el inicio de este tipo de procedimientos se realizaron múltiples
estudios en personas que se habían sometido a estas intervenciones, pero
posiblemente fueron los trabajos del neurocientífico Roger Wolcott Sperry
(merecedor del Premio Nobel) y del psicólogo Michael S. Gazzaniga los
que supusieron un mayor avance en las consecuencias de dividir un cerebro
y en el impacto que ello tiene sobre la cognición y la consciencia humana.
Los experimentos que realizaron en un principio se dividieron básicamente
en tareas de naturaleza visual o táctil. Antes de explicar estos experimentos,
resulta importante recordar que el control de los procesos cognitivos y
motores por parte del sistema nervioso se realiza de manera cruzada, de
manera que el hemisferio izquierdo controla el hemicuerpo derecho y
viceversa. De modo que la información que llega a nuestro cerebro en algún
momento a lo largo del procesamiento viaja de un hemisferio al otro a
través del cuerpo calloso.
En los experimentos visuales que Sperry y Gazzaniga realizaron
presentaban a los pacientes un estímulo que solo podían ver en el campo
visual izquierdo o derecho, esto es, no lo podían ver con los dos ojos a la
vez. Seguidamente, se les pedía que hiciesen sonar una campana cuando
viesen el estímulo visual, algo que en todos los casos podían hacer sin
problema. Sin embargo, cuando se les pedía que nombrasen lo que habían
visto, solo eran capaces de denominar los objetos presentados cuando estos
habían aparecido en el campo visual derecho y, por lo tanto, se habían
procesado en el hemisferio izquierdo. En contraposición, cuando los
estímulos se presentaban en el campo visual izquierdo, los pacientes
afirmaban que no habían visto nada a pesar de que tocaban la campana
acorde a la indicación de que había aparecido el estímulo. Cuando entonces
les pedían que eligiesen un objeto al azar de entre distintas posibilidades,
siempre daban la respuesta correcta, a pesar de no ser conscientes del
porqué. Del mismo modo, eran capaces de dibujar correctamente el
estímulo que afirmaban no haber visto. De alguna manera, su mano derecha
no sabía lo que habían visto, puesto que el estímulo presentado en el campo
visual izquierdo se procesó en el hemisferio derecho, pero sin que la
información pudiera viajar al hemisferio izquierdo, a los sistemas léxicos y
semánticos que empleamos para dotar de significado a aquello que vemos.
En cuanto a los experimentos táctiles, sucedía un fenómeno similar dado
que los pacientes, cuando sostenían un objeto con su mano derecha, sin
poder ver de qué objeto se trataba, eran capaces de nombrar el objeto que
sujetaban, pero totalmente incapaces si lo hacían con la mano izquierda. Sin
embargo, una vez más, si se les pedía que empleasen su mano izquierda
para elegir entre distintos objetos cuál era el que estaban tocando, lo podían
hacer sin dificultad.
Estos hallazgos supusieron un avance extraordinario en nuestra
comprensión de las funciones más o menos especializadas de los
hemisferios cerebrales, pero esta no es la cuestión central a la que quiero
hacer referencia. Estos estudios permitieron descubrir otro tipo de
fenómenos mucho más curiosos desde el punto de vista de lo que sucedía y
de las implicaciones que ello tiene en la reflexión acerca de la consciencia
humana. Cuando a los pacientes se les pedía que, por ejemplo, explicasen
con palabras las acciones que realizaban con su mano izquierda, no daban
una explicación acorde a la realidad, sino que fabulaban un motivo. A saber,
en uno de los casos se presentó la palabra «sonrisa» al hemisferio derecho
del paciente y la palabra «cara» al hemisferio izquierdo. Cuando se le pidió
al paciente que dibujase lo que había visto, dibujó una cara sonriendo, pero
cuando se le pidió que explicase porque había realizado ese dibujo,
argumentó que el motivo era «porque a nadie le gusta ver una cara triste».
De un modo similar, en otro experimento se presentó la imagen de un
hombre desnudo al hemisferio derecho de una niña a quien se había
realizado una comisurotomía y esto causó que empezase a reír. Pero,
cuando se le preguntó por lo que la había hecho reír, explicó que tenía que
ver con cómo era la máquina con la que se estaban proyectando imágenes.
Más espectacular aún fue un experimento donde se proyectaron dos
imágenes distintas a la vez, una al hemisferio derecho y la otra al izquierdo.
Posteriormente, se pedía que, de entre una serie de objetos, se eligiese aquel
que tenía relación con lo que habían visto y que explicasen los motivos. En
uno de los experimentos se mostró al hemisferio derecho la imagen de una
escena invernal donde se podía ver un suelo cubierto de nieve, mientras que
se proyectó al hemisferio izquierdo la imagen de una pata de pollo. Al pedir
al paciente que escogiese con su mano izquierda un objeto relacionado, este
eligió una pala, pero, al preguntarle los motivos de dicha elección, el
paciente refirió que las palas se usan para limpiar los gallineros de los
pollos. De modo que su hemisferio izquierdo, que no tenía acceso a lo que
había visto el hemisferio derecho, observó lo que hacía la mano izquierda,
esto es, elegir una pala, y luego elaboró un significado o motivo coherente
empleando la información que sí tenía disponible (la pata de pollo) para dar
una explicación a lo que hacía esa mano al elegir la pala.
Todos estos experimentos, ilustran, por un lado, un fenómeno al que ya
nos hemos referido, el que tiene que ver con la forma en que el cerebro
«rellena» aquello para lo que no tiene suficiente información. Pero lo más
fascinante es que esto parece suceder en el caso de los cerebros divididos,
como si existiesen dos consciencias distintas en la misma persona. De
hecho, esta realidad se puede observar en algunos casos de pacientes con
cerebro dividido mientras desempeñan tareas rutinarias de su vida diaria. En
estos casos puede suceder que una parte del cuerpo realice un
comportamiento contradictorio con respecto a otra parte del cuerpo, por
ejemplo, que una mano realice una acción (abrocharse los botones de la
camisa), mientras que la otra mano intente realizar la acción opuesta
(desabrochar los botones). Entonces, ¿quiénes somos? ¿La mano que los
intenta abrochar o la que los intenta desabrochar?
Existe una enfermedad neurodegenerativa que denominamos
degeneración corticobasal en la se produce un patrón de daño cerebral en
regiones frontales y parietales siguiendo una trayectoria marcadamente
asimétrica. Es decir, mientras que un hemisferio del cerebro se encuentra
relativamente preservado, todo el otro hemisferio presenta evidentes signos
de neurodegeneración. Una proporción relativamente significativa de
personas afectadas por esta dolencia termina por desarrollar un síntoma
fascinante que denominamos síndrome de la mano ajena o de la mano
alienígena. En estos casos, es habitual que los pacientes inicialmente vayan
perdiendo la capacidad para realizar determinados gestos o posturas con
una de sus manos, dando lugar a lo que denominamos una apraxia
ideomotora de extremidades superiores. Conforme la enfermedad progresa,
es habitual que esa mano con apraxia empiece a ser negligida y que
ocasionalmente, por ejemplo, al pedirle al paciente que nos la muestre,
parezca como si este no supiese de qué le estamos hablando, esto es, como
si su cerebro ya no considerase que tiene una mano. Pero lo más curioso
llega cuando esta mano disociada del cerebro empieza a realizar
comportamientos propios distintos de los que pretende regir el paciente a
voluntad. Así que es relativamente fácil de ver en estos casos cómo una de
las extremidades se va moviendo por su cuenta e intenta realizar acciones
tales como alcanzar objetos o agarrarlos. En otros casos, resulta muy
curioso constatar cómo los pacientes de algún modo dan órdenes a esa
mano ajena para que esta siga las instrucciones y realice la función que
debe realizar, por ejemplo, encender la luz.
Nuevamente estos casos ilustran la curiosa existencia de una forma de
voluntad, de conocimiento y de intencionalidad no verbal, no planeada
conscientemente, no controlada por nosotros mismos, que de algún modo se
libera bajo determinadas condiciones. ¿Esta forma de voluntad encubierta
solo aparece en una enfermedad o está en algún lugar allí dentro aunque no
la sintamos? Si está allí, si es parte de nosotros, ¿cuál es su función y quién
rige su comportamiento?
11
OTRAS VISIONES COMPLEJAS
Más allá de estas experiencias que, a pesar de que a veces ocurren, no son
necesariamente muy habituales, de un modo mucho menos complejo,
aterrador o espectacular, todos en algún momento hemos podido tener
pequeños instantes de alucinaciones visuales o de fallos en la identificación
durante los cuales hemos visto, o hemos creído ver, algo que no estaba o
hemos observado algo de un modo completamente distinto a la realidad.
La explicación de este fenómeno tiene que ver con muchos de los
elementos que se han ido describiendo anteriormente cuando he hecho
referencia a la atención, a la memoria y a la construcción de la realidad a
través de la anticipación, la probabilidad y el conocimiento previo. Como
ya se ha comentado, el ser humano dispone de un sistema atencional
relativamente primitivo que, en esencia, supervisa aquello que sucede en la
periferia, pero sin llegar a incorporar elementos relativos al significado de
lo que procesa. Esto es, mientras fijamos nuestra vista en un elemento u
objeto específico, vemos de manera difusa cosas en la periferia del campo
visual, pero no podemos saber qué son si no orientamos la mirada y, por
ende, la atención hacia ellas. De este modo, no podemos saber qué es lo que
está en la periferia, a no ser que hubiésemos incorporado en nuestra
memoria visual la lista de los objetos que están ahí fuera y su disposición en
el espacio. Solo así, sin procesarlo en profundidad o sin verlo, podríamos
saber qué es lo que hay, aunque no lo veríamos a través del reconocimiento
sino a través de la memoria.
Más allá de este sistema atencional, que llamamos red atencional ventral,
existe obviamente un sistema complejo a través del cual conseguimos
desplegar los procesos necesarios para trabajar, reconocer y manipular la
información a la cual prestamos atención. Este sistema atencional está
formado por un conjunto de estructuras distribuidas a lo largo de las áreas
frontales, parietales y temporales del cerebro, conformando lo que
conocemos como red atencional dorsal. Este sistema es el que
continuamente está operando cuando atendemos a algo directamente, y en
este caso sí que se nutre de la información almacenada en la memoria para
dotar de significado a aquello sobre lo que desplegamos atención. En
consecuencia, desplegar nuestra red atencional dorsal es lo que nos permite,
a través de la atención, acceder al significado y reconocer aquello que
vemos o escuchamos.
Al margen de estos dos sistemas, existe una tercera red atencional que
dedicamos a una serie de procesos que me atrevería a llamar
exclusivamente humanos y que no son otros que la introspección, la
imaginación y, en definitiva, la atención dirigida a nuestro mundo interno.
En efecto, sin entrar en nada mágico ni místico, el ser humano puede dirigir
su atención hacia el interior, pudiendo así experimentar imágenes y
sensaciones internas, construir mundos imaginarios, revivir situaciones
pasadas o imaginar escenarios futuros. El sistema dedicado a este conjunto
de procesos maravillosos se conoce como red neuronal por defecto y su
descubrimiento sucedió de manera casual, observando los patrones de
activación neuronal que se daban en los sujetos experimentales sometidos a
técnicas de neuroimagen mientras no hacían nada. Partiendo de esta
situación se elaboró la idea inicial de que la red neuronal por defecto
reflejaba lo que hace el cerebro en reposo cuando no hace nada. Pero, todo
lo contrario: este sistema refleja lo que hace el cerebro para construir y
experimentar todo nuestro complejo mundo interno cuando no estamos
dedicándonos a procesar el mundo externo.
La imagen ilustra la topografía de los distintos territorios cerebrales que conforman la red
atencional ventral y dorsal y la red neuronal por defecto. Los distintos territorios que
conforman cada una de estas redes muestran un patrón de actividad sincronizada cuando
estas redes están en funcionamiento.
La agresión, sea física o verbal, forma parte del repertorio de conductas que
en esencia definen aquello que consideramos violencia. En el ser humano se
distinguen las formas de agresión reactiva o no premeditadas de las formas
de agresión planificada. Las primeras son las que pueden acompañar a
estados emocionales de profundo malestar, frustración e irritabilidad en
respuesta a un evento puntual en particular. En estos casos, no existe un
plan definido de por qué ni de cómo causar daño, simplemente se explota
repentinamente y se da una respuesta violenta frente a un determinado
acontecimiento. En contraposición, las segundas, las formas de violencia
premeditada, hacen referencia a esas formas de agresión que han sido
elaboradas en el tiempo, que se han construido trazando un plan y que se
han asentado sobre un motivo, sea este coherente o no.
La conducta agresiva puede ser considerada, igual que el miedo, como
una forma de expresión sumamente primitiva y eminentemente dirigida a la
supervivencia. Todos, absolutamente todos los seres humanos, llevamos
incorporada en nuestra biología más elemental la capacidad de generar
conducta violenta en respuesta a determinados acontecimientos, sin que
nada ni nadie nos haya tenido que enseñar cómo ejercer la violencia. No
existen tribus salvajes despojadas de la malignidad de la sociedad
occidental donde todo sea bienestar y convivencia en paz y armonía. Es
decir, el «buen salvaje» es solo una idea bonita. Pero, incuestionablemente,
el ser humano desarrolla una más o menos eficiente capacidad de
autogobierno que le permite ajustar su comportamiento a las necesidades o
requerimientos de un determinado contexto, con independencia de los
impulsos primarios que intenten tomar el control. Un perro, por bueno que
sea, puede momentáneamente morder a su amo si este le pisa la cola. No lo
hace como consecuencia de una decisión elaborada ni con una finalidad
maligna. Es solo una agresión reactiva. Por el contrario, el ser humano, a
pesar de sentir el impulso de querer morder, puede inhibir o controlar este
impulso si las circunstancias así lo requieren. Esta capacidad de
autogobierno sobre la conducta constituye un componente de cognición
particularmente humano que, además, empleamos para controlar otras
formas de expresión, como pueden ser ciertas emociones o ideas. De este
modo, cuando así nos lo exigimos o cuando así lo requiere el contexto,
podemos ser capaces de parar y controlar aquello que involuntariamente se
iba a expresar en forma de ira, de llanto, de lanzarse a la comida o de pensar
en tonterías.
Esta capacidad para frenar la expresión conductual de toda una serie de
procesos que ya se habían puesto en marcha o de parar determinados
patrones de pensamientos se explica porque desarrollamos un sistema que
denominamos de control inhibitorio. Pero para que los sistemas de control
inhibitorio puedan realizar de manera eficiente su trabajo estos tienen que
dialogar con otros sistemas. Por sí mismo, el control inhibitorio no puede
operar. Necesita información que de algún modo justifique la necesidad de
abortar la expresión de esta conducta. Es por ello por lo que, en condiciones
normales, la inhibición trabaja en paralelo a los sistemas de monitorización
o de supervisión y a los sistemas que integran el conocimiento relativo a las
reglas del mundo en el que nos desenvolvemos. Dicho de otro modo, los
sistemas dedicados a la inhibición ni conocen los motivos para ponerse a
funcionar ni prestan atención a lo que sucede como para decidir por su
cuenta que hay que parar. Necesitan que «alguien» les diga que toca
ponerse a trabajar.
Cuando estamos realizando una tarea rutinaria, y especialmente cuando
es potencialmente peligrosa, como cortar en juliana una cebolla, algo en
nuestro cerebro supervisa la secuencia de acciones que se van realizando
durante ese acto. De este modo, a pesar de ser una secuencia de acciones
rápidas y automatizadas, en el mejor de los casos conseguimos cortar la
cebolla sin hacernos daño y, en caso de que por algún motivo se nos resbale
el cuchillo, incluso podremos abortar el acto en el último momento evitando
así cortarnos (no siempre, lo sé).
Es fascinante, puesto que todos experimentamos las consecuencias de la
existencia de este sistema supervisor o de monitorización, que
habitualmente nos demos cuenta y modifiquemos de manera automática
cualquier pequeña desviación en nuestra conducta. Por ejemplo, cuando
automáticamente corregimos una tecla mal pulsada al escribir con el teclado
del ordenador, o cuando conduciendo rectificamos la dirección con un
pequeño gesto al volante. De este modo, la monitorización aparece como un
proceso esencial para que pueda desplegarse otra conducta totalmente
natural: la corrección. Algo que no podría suceder si no se estuviese
supervisando cómo hacemos las cosas. Pero ¿cómo sucede?
Cuando iniciamos una conducta dirigida a un objetivo, de algún modo,
automáticamente y sin ser demasiado conscientes de ello, trazamos un plan
que incluye «cuál es la mejor manera de hacer lo que hay que hacer para
alcanzar ese objetivo y qué esperamos que suceda como consecuencia de
ello». Por ejemplo, al pretender agarrar un bolígrafo para ponernos a
escribir, de entre todos los posibles movimientos que podemos realizar
seleccionamos solo algunos, y así desplegamos una secuencia de
movimientos muy específicos que básicamente definen el patrón de
acciones más adecuado para agarrar ese bolígrafo. Durante la realización de
esta acción nuestro sistema de monitorización evalúa cuánto se parece lo
que está sucediendo con la secuencia de movimientos que habíamos
anticipado. Si durante este proceso de evaluación el sistema de
monitorización detecta algún tipo de discrepancia con respecto al plan, por
ejemplo, que no estamos dirigiendo la mano en la dirección correcta, el
sistema implementa automáticamente una corrección dirigida a conseguir
alcanzar el objetivo. Pero para poder modificar la conducta, en este caso el
acto motor defectuoso, e implementar la corrección, primero el sistema
debe parar el acto incorrecto que se estaba realizando, esto es, lo debe
inhibir. Esta inhibición la podemos desplegar de un modo deliberado o bajo
nuestro control voluntario, aunque en muchas ocasiones se despliega
automáticamente mientras realizamos determinadas acciones.
Evidentemente, para que se desplieguen recursos de inhibición, antes algo
debe haber supervisado lo que está sucediendo. De este modo, si nuestro
sistema de monitorización no evalúa correctamente qué hacemos y cómo, es
poco probable que se desplieguen mecanismos de inhibición que permitan
frenar o ajustar una determinada conducta. Paralelamente, aun cuando los
procesos de monitorización pueden funcionar con normalidad, en ocasiones
lo que falla son los procesos de inhibición, algo que todos experimentamos
en algún momento cuando, mientras cometemos un error, o incluso
repetimos el mismo error, nos estamos dando cuenta de que nos estamos
equivocando.
El estudio de los mecanismos cerebrales que rigen la monitorización de
las acciones, la detección de errores, la inhibición y la implementación de
correcciones ilustra una curiosidad que personalmente me resulta fascinante
por completo. Existen muchas maneras de estudiar la función cerebral, pero
pocas nos permiten registrar eventos neuronales que suceden en intervalos
de tiempo de pocos milisegundos. Evidentemente, cuando hablamos de
monitorización y corrección, hablamos de algo que sucede de un modo casi
instantáneo mientras actuamos y por ello, para estudiar estos procesos,
debemos emplear técnicas que tengan una gran resolución temporal, como,
por ejemplo, la electroencefalografía.
Empleando registros de la actividad eléctrica cerebral durante la
realización de determinadas tareas, hemos podido demostrar que existe un
correlato neuronal relacionado con la monitorización y que específicamente
refleja el instante en que el sistema ha detectado errores durante la
realización de una acción. Este proceso lo vemos en forma de una actividad
neuronal de gran amplitud que aparece acompañando el preciso instante en
el que se ha cometido un error y que denominamos negatividad relacionada
con el error. Si observamos la secuencia de conductas y de actividad
neurofisiológica que acompaña la realización de una determinada tarea,
podemos constatar que, en efecto, cuando cometemos un error, se
desencadena esta respuesta neurofisiológica y que, cuando ello sucede, es
mucho más probable que el error se acompañe de una corrección
automática. Es lógico que, si esta negatividad relacionada con el error
refleja que el sistema de monitorización ha detectado que algo no iba bien,
se pueda desplegar algún tipo de corrección. Pero, si no lo detecta, no habrá
corrección. Dicho de otro modo, no podemos corregir aquello que nuestro
cerebro no interpreta que es un error.
Sabemos que esta actividad neurofisiológica relacionada con la
detección del error, que en muchas afecciones se solapa con otro tipo de
actividad, básicamente refleja que los sistemas dedicados a la inhibición se
han puesto en funcionamiento, permitiendo parar momentáneamente la
conducta. En este punto es importante que los lectores entiendan que esta
secuencia de eventos neuronales sucede en menos de 200 milisegundos. Y
aquí entra en juego la fascinante curiosidad que esto me produce y que
intentaré resumir a continuación.
Los actos motores, por ejemplo, mover una mano, se acompañan de
actividad neuronal en lo que denominamos áreas motoras contralaterales.
Esto es, las áreas motoras del hemisferio izquierdo se activan con el
movimiento de la mano derecha y viceversa. Justo antes de iniciar el
movimiento, pero cuando ya existe la intención, las áreas motoras
contralaterales a la mano que vamos a mover empiezan a activarse
generando algo así como un potencial neuronal de preparación para el
movimiento. Si registramos la actividad cerebral durante la realización de
una tarea que requiere que el sujeto que la realiza emplee la mano derecha y
la mano izquierda para dar determinadas respuestas, podemos observar
cómo justo antes de que emita una respuesta con una de las manos aumenta
la actividad en las áreas motoras contralaterales. Pues bien, si durante la
realización de este tipo de tarea el sujeto comete algún tipo de error que
automáticamente corrige, evidentemente podremos observar la aparición de
la negatividad relacionada con el error, pero, curiosamente, esta negatividad
no aparecerá justo tras cometer el error, sino que empezará a aparecer
algunos milisegundos antes de que se haya producido la conducta que
derivará en un error. Es decir, cuando frente a una determinada demanda el
sistema de monitorización ha detectado que el acto motor que acompaña el
potencial de preparación en curso derivará en un error, ya ha empezado a
señalizar el error antes de que este se produzca. Y no solo eso, sino que
durante este proceso de señalización de un error que aún no se ha producido
las áreas motoras contralaterales a la otra mano, la que deberá moverse para
dar una respuesta correcta, ya han empezado a activarse. Lo que resulta
extraordinario es que toda esta secuencia de eventos neuronales que
permitirán corregir una respuesta ha ocurrido antes de que la mano
responsable de dar la respuesta errónea se haya movido, esto es, antes de
que el error existiese.
Volviendo al ejemplo de cortar cebolla en juliana: ¿qué ha fallado
cuando nos cortamos si disponemos de un sistema supervisor? Por lo
rutinario de algunas tareas, puede que el corte haya sido consecuencia de
que no se ha desplegado atención sobre la tarea y, por lo tanto, no ha habido
supervisión, ni por supuesto inhibición. Esto significa que, en ausencia de
un mínimo despliegue de atención sobre la acción, conducta o
pensamientos, los procesos no pueden ser del todo eficientes. En otros
casos, puede que algo haya interferido con el procesamiento de la
información en curso y que los recursos de inhibición no se hayan
desplegado correctamente, o lo hayan hecho tarde, dando lugar a ese corte
que todos nos hemos hecho, a sabiendas de que nos lo íbamos a hacer. Y es
que, cuando el sistema supervisa pero no inhibe, de algún modo vemos lo
que va a pasar, pero no lo podemos evitar. La fatiga, la repetición de una
misma tarea, la ansiedad o el estar pensando en otras cosas... Hay muchos
factores que pueden contribuir a que no se desplieguen de manera eficiente
los procesos de monitorización o los de inhibición, dando lugar a esa
cadena de fallos y tropiezos que tan habituales nos pueden resultar cuando
tenemos un mal día o hemos dormido poco.
La figura ilustra el aspecto de la negatividad relacionada con los errores. El punto 0 define el
instante exacto en el que se ha cometido el error. Se puede observar cómo la actividad
neuroeléctrica que compone la negatividad relacionada con el error se empieza a producir
varios milisegundos antes de que el error se haya cometido.
Desde el punto de vista de la anatomía cerebral, los sistemas dedicados a
la monitorización y al control de inhibición se localizan básicamente en
regiones adyacentes a lo que denominamos corteza cingulada anterior, una
región profunda ubicada en la corteza prefrontal. No muy lejos de este
territorio cerebral se encuentran las áreas orbitofrontales y ventromediales
de la corteza prefrontal. Estas estructuras juegan un papel esencial en la
integración del valor afectivo de aquello que está sucediendo, así como en
la evaluación de los riesgos o costes derivados de aquello que hacemos.
Además, estas regiones del cerebro reciben una gran cantidad de
información de estructuras dedicadas al procesamiento emocional, y no solo
del nuestro, sino también del que expresan los demás, de modo que también
forman parte del sustento neurobiológico de la empatía.
En otro apartado esbocé esa idea relativa a qué poco eficiente resultaría
en el mundo donde hemos evolucionado perder tiempo evaluando riesgos
en lugar de simplemente reaccionar a un posible peligro. Esta obviedad ha
dado lugar a una configuración de la relación estructural y funcional del
sistema límbico con la corteza prefrontal que prioriza aquello que sucede en
el sistema límbico. De este modo, la activación límbica automática se sitúa
inicialmente por encima y por delante de nuestra capacidad de control, de
gobierno y de reflexión. Por ejemplo, como ilustró en El cerebro emocional
el brillante Joseph LeDoux, es muy fácil que el sistema evoque una
respuesta de huida al creer haber visto una serpiente cuando, en realidad,
era una manguera, pero es muy difícil que esto suceda al revés y que
creamos haber visto una manguera en lugar de una serpiente.
Sea como sea, nuestra historia evolutiva ha ido tatuando en nuestra
biología toda una serie de eventos y de estímulos que en gran medida han
supuesto consecuencias trágicas para la vida. Ello ha dado lugar a que, de
un modo universal, los seres vivos experimentemos miedos muy primarios
ante toda una serie de elementos y situaciones como pueden ser el fuego,
las alturas, la oscuridad, los animales grandes, los animales venenosos, los
grandes caudales de agua, las expresiones violentas, etcétera. Aprender a
anticipar muchos de estos peligros y a escapar de ellos ha desempeñado un
papel esencial en la evolución de las especies. Así que incorporar la
habilidad para responder rápidamente ante ellos ha supuesto una ventaja
adaptativa para las especies que lo han conseguido. Tanto es así que esto da
lugar a uno de los ejemplos más evidentes de la irracionalidad parcial que
rige muchas de las conductas humanas: las personas tienen miedo a las
serpientes, pero no a los coches. ¿A cuántas personas conoce el lector que
hayan sido mordidas y finalmente hayan fallecido por un ataque de
serpiente? ¿A cuántas que hayan padecido un accidente de tráfico grave?
¿Qué decir de los tiburones? ¿Sabe el lector que el animal más mortífero del
reino animal es el mosquito?
A pesar de que de un modo racional y estadístico la probabilidad de
fallecer en un accidente de tráfico sea elevadísima, no nos sentamos al
volante pensando en que podemos morir. Por el contrario, es mucho más
fácil que alguien tenga miedo a los tiburones, a las serpientes o a monstruos
y asesinos imaginarios en la oscuridad.
¿Y qué tiene esto que ver con que la gente se vuelva imbécil cuando
conduce? A pesar de que para nuestro cerebro temer a las serpientes sea lo
más coherente del mundo, nuestra experiencia cotidiana ha ido
construyendo toda una serie de aprendizajes que, sin ser parte de la
filogenia de nuestra especie, constituyen nuestra historia de experiencias
vitales. Cualquier suceso puede convertirse en algo aterrador para nuestro
cerebro y para ello no es necesario nada demasiado complejo. La
exposición a una situación que se acompañe de una experiencia de miedo
intenso es capaz de, precisamente por este interés que tiene el cerebro en el
miedo como señal de supervivencia, convertir ese evento en algo
sumamente estresante. En esencia, este tipo de aprendizaje es la base de lo
que denominamos fobias específicas. Estas no son otra cosa que respuestas
absolutamente desmedidas de ansiedad frente a un determinado estímulo o
suceso (por ejemplo, un ascensor o pensar en usar un ascensor) que se han
construido como consecuencia de las relaciones o aprendizajes que se
establecen en función de nuestras experiencias. De este modo, a nivel
neurobiológico, básicamente lo que sucede en el contexto de la respuesta
fóbica es que al exponernos a un estímulo (un ascensor), si por lo que sea,
en presencia de dicho estímulo, se desencadena una respuesta fisiológica
que el cerebro interpreta como propia de un peligro inminente (el ascensor
se queda bloqueado), es relativamente fácil que estos procesos tan
primitivos dedicados a la supervivencia establezcan una relación entre
ascensor y miedo que pueda resultar más o menos permanente en el tiempo.
Esto da lugar a la ansiedad anticipatoria que una persona que haya realizado
esta construcción podría experimentar al anticipar la situación de subir a un
ascensor. El problema, en la mayoría de los casos, reside en que estas
relaciones, estos miedos, obedecen a una construcción, no a una realidad.
Pero, precisamente porque el cerebro prioriza el miedo a la razón, por más
que intentamos emplear la razón para hacer frente a este tipo de miedos no
lo conseguimos.
El papel de la experiencia y de nuestros aprendizajes es por ello tan
relevante como lo pueda ser la arquitectura neuronal más elemental que
hayamos podido heredar de nuestros ancestros. Algo que para la mayoría
puede ser un estímulo o un contexto totalmente banal desde el punto de
vista de la respuesta emocional que provoca, o que pueda incluso suscitar
una respuesta emocional positiva y de placer, puede, en función de las
historias de cada uno, desencadenar una infinidad de emociones negativas
en otras personas. Hay canciones que nos emocionan en positivo porque
nos llevan a unas vacaciones durante la adolescencia y que para otras
personas suponen un gran sufrimiento psicológico puesto que esa misma
canción sonaba pocos minutos antes de que les comunicasen una tragedia.
Los fuegos artificiales nos pueden parecer bellos y parte de todo tipo de
festejos si no hemos experimentado una situación bélica, y las relaciones
personales pueden ser una inmensa fuente de placer en todos los sentidos si
no nos ha tocado vivir golpes o palizas del otro.
De este modo, a pesar de que un coche no sea parte de esos estímulos a
los que nos hemos ido exponiendo a lo largo de nuestra evolución y que han
ido contribuyendo a configurar un sistema primitivo que anticipa miedo o
peligro ante las serpientes o la oscuridad, en sí mismo y en lo relativo a lo
que sucede mientras se emplea, a día de hoy y como consecuencia de
nuestra historia de aprendizajes, un coche lleva implícita toda una serie de
elementos psicológicos que incuestionablemente son capaces de provocar
determinadas respuestas en nuestros procesos cerebrales. Todos, de un
modo u otro, nos hemos visto y nos vemos expuestos a información
relacionada con los peligros que supone conducir. Por un lado,
prácticamente a diario vemos o escuchamos noticias relacionadas con
accidentes y con muertes en la carretera. Por otro lado, prácticamente todos
conocemos en primera persona algún caso que ha resultado fatal al volante,
e igualmente es fácil que hayamos vivido en nuestra propia piel algún
accidente. Así que, de un modo similar a esos aprendizajes, por esas
asociaciones automáticas que un cerebro es capaz de establecer entre un
simple ascensor y el miedo, resulta previsible que el cerebro tenga en
cuenta toda esta información contextual que nos llega a través de la
experiencia con relación a conducir. Paralelamente, el propio acto de
conducir se acompaña del despliegue de una cascada de procesos
neurocognitivos altamente demandantes en forma de atención, coordinación
psicomotora, procesamiento visual y auditivo, procesamiento espacial,
anticipación, etcétera. Conducir supone saturar notablemente nuestras
capacidades cognitivas, dando lugar a que después de un trayecto al volante
relativamente largo o difícil nos sintamos fatigados.
Atendiendo a esa historia de aprendizajes relacionados con la
conducción y a cómo el cerebro construye y anticipa posibles peligros, es
previsible que la mera exposición al estímulo «coche» o al contexto «tener
que conducir» irremediablemente ponga en funcionamiento todos esos
sistemas primitivos de alerta que nos preparan para la eventual huida o
lucha, esto es, en el segundo caso, para la violencia. Pero, evidentemente, al
subir al coche no experimentamos necesariamente ni miedo ni ira, algo que
es totalmente normal atendiendo a que el principal recurso que desplegamos
para que conducir no nos precipite a la muerte es una cascada de complejos
procesos cognitivos dedicados a la conducción. Visto así, parece razonable
imaginar que cuando conducimos mantenemos nuestro sistema nervioso en
un estado de extrema fragilidad, ya que, por una parte, todos los sistemas de
alerta están pendientes de aquello que hemos identificado como peligros al
volante, mientras que, por otra parte, toda una serie de sistemas cognitivos
intentan desplegar de la mejor manera posible infinidad de procesos a
efecto de no fracasar al volante. Tanto es así que más de una persona seguro
que conoce a alguien que para realizar alguna tarea sobreañadida durante la
conducción, por ejemplo, aparcar, necesita liberar alguno de estos procesos
cognitivos y así ejecutar correctamente el acto de aparcar. Es entonces
cuando estas personas, por ejemplo, necesitan apagar la música.
Este modelo, a mi modo de entender y partiendo no solo de una serie de
supuestos, sino de toda una serie de certezas relativas a cómo funcionamos,
ilustra un escenario plausible desde el que dar explicación a por qué resulta
tan fácil que alguien estalle al volante a la mínima. Para mí resulta bastante
obvio y coherente: ¿qué cabe esperar de alguien cuyos sistemas de alerta y
procesamiento del peligro están activos a la par que prácticamente todos sus
recursos cognitivos están saturando el sistema? ¿Qué podría suceder en la
expresión emocional y conductual si en un determinado instante, con o sin
razón (eso casi siempre da igual), en este contexto de hiperalerta/saturación
llegase un input nuevo de supuesto peligro sobreañadido, llamémosle
volantazo del de al lado, intermitente que no se pone, bocinazo o lentitud
extrema entre otros?
Desconozco qué tipo de experiencias al volante y en la vida había tenido
ese conductor maleducado y violento que me encontré en ese semáforo.
Quizás era una persona agresiva en múltiples ámbitos de su día a día, quizás
había bebido, quizás tenía una personalidad extremadamente temperamental
desde siempre. Quizás, por qué no, simplemente era estúpido. Existen otra
infinidad de variables que, sin duda, entran en juego más allá de mi
reduccionista interpretación del fenómeno. Pero es lícito pensar también
que quizás esa persona era alguien totalmente normal, que simplemente no
pudo ni supo reaccionar ante ese bocinazo, y lo que su cerebro hizo con él
le llevó a actuar así.
14
YO NUNCA LO HARÍA
Una tarde cualquiera de un día cualquiera, estoy paseando por una calle
cualquiera de Barcelona. Inmerso en mis pensamientos, voy divagando
entre ideas más o menos conectadas, pasando por un viaje que hice hace
poco, pensando en algunas cosas que tengo que hacer dentro de pocas
semanas, recordando una noche divertida que pasé con unos amigos y
entonces, precisamente pensando en alguno de estos momentos, alguien me
viene a la cabeza. Hacía tiempo que no pensaba en esta persona, o eso creo.
Pero el caso es que ahora pienso: «¿Qué andará haciendo Daniel?»
A los pocos minutos, al cruzar una esquina cualquiera, oigo mi nombre
viniendo del otro lado de la calle y pam, ahí está, es Daniel. Hacía quizás
tres años que no le veía y que no sabía de él y justo hace pocos minutos que
he pensado en él y ha aparecido.
Esta situación la hemos vivido todas las personas. En ocasiones, después
de pensar en alguien, nos hemos encontrado con esta persona o nos ha
llamado, convirtiendo espontáneamente ese pensamiento que tuvimos en
una premonición, una predicción del futuro.
Hay muchas personas que afirman haber vivido estas y otras formas de
premonición, siendo algunas de ellas especialmente espectaculares por las
consecuencias que acarrearon. Me refiero a esas personas que decidieron no
subir a un avión que posteriormente se estrelló, aquellas que pensaron o
soñaron con un terrible accidente y al día siguiente algo horrible sucedió y,
por supuesto, esas personas que de algún modo anticiparon la muerte de
alguien.
¿Son estas situaciones premoniciones reales? ¿Reflejan la existencia de
un destino ya escrito y cómo eventualmente accedemos de un modo mágico
al futuro? Supongo que considerar estas posibilidades es un acto
fundamentado en la fe o en el acto libre de creer, tan respetable y tan
esencialmente humano como lo son muchas otras formas de creencias. Una
vez más, desde mi posicionamiento científico, ni niego ni cuestiono
alternativas para las cuales no tenemos respuestas o explicaciones, pero por
supuesto antepongo a estas posibilidades mágicas aquello que nos ha
permitido explicar el razonamiento científico y el conocimiento acerca de
estos sucesos.
El ser humano es especialmente malo incorporando a su razonamiento el
sentido real de la probabilidad o de la estadística. A pesar de que, cada vez
que lanzamos una moneda al aire la probabilidad de que salga cara o cruz es
la misma, si por mero azar sale cara tres veces seguidas, es casi inevitable
pensar que es más probable que en la siguiente tirada salga cruz, cuando la
realidad es que la probabilidad volverá a ser la misma. Algo muy similar
ocurre en el mundo de las apuestas, cuando, por ejemplo, en el juego de la
ruleta salen varias veces números rojos o pares. Cuando las personas
compran un décimo de lotería, por supuesto que desconocen, o que en gran
medida no incorporan a la construcción de sus posibilidades, la realidad
última respecto a la probabilidad de que su número resulte premiado. Eso
no significa que se trate de sucesos imposibles. Todo lo contrario, significa
que la estadística o la probabilidad son terriblemente caprichosas y que,
básicamente, la probabilidad de que pueda suceder algo aparentemente
imposible estadísticamente existe. El problema es que los procesos
cerebrales tienden siempre a buscar patrones o cierta causalidad entre todo
aquello que sucede. Dicho de otro modo, lo aleatorio o inexplicable como
consecuencia de una determinada causa es difícilmente digerible por
nuestro sistema nervioso.
Las personas construimos una constante cascada de ideas que
esencialmente fluyen en forma de pensamientos a los cuales atendemos
durante pequeños instantes y que rápidamente se desvanecen. Si le
preguntásemos a una persona qué ha pensado a lo largo de toda una
mañana, posiblemente solo sería capaz de recordar algunos pensamientos
muy específicos, pero en gran medida no podría recordar con qué ha
ocupado sus ideas. Esto sucede como consecuencia de algo que ya conté al
inicio de este libro, cuando hablé del papel que juegan la atención y la
profundidad del procesamiento de la información en la formación de
nuevos recuerdos. De este modo, igual que muchos de los estímulos que
impactan contra nuestros órganos sensoriales a lo largo de un día nunca
llegarán a ser un recuerdo, lo mismo sucede con muchas de las cosas que
pensamos. Esto tiene una consecuencia muy obvia, pero que merece la pena
resaltar. Y es que aquello que no aprendemos y que nunca será un recuerdo
no va a existir en nuestra mente cuando lo vayamos a buscar. ¿Y esto qué
papel juega en el mundo de las premoniciones? Pues juega un papel
fundamental, atendiendo a algo que ya he comentado y que conocemos
como sesgo de confirmación y sesgo de supervivencia.
Las personas, involuntariamente, tendemos a considerar como más
probable o veraz aquello que encaja con nuestro sistema de creencias y,
paralelamente, tendemos a prestar atención a aquello que coincide con un
evento esperado y a recordarlo. Esto básicamente significa que la
posibilidad de que una persona haya pensado en un accidente aéreo unas
tres mil veces a lo largo de los últimos años es muy alta y que la posibilidad
de que estos pensamientos, igual que muchos otros, no se convirtiesen en
un recuerdo es igualmente alta. Lo que sucede es que, si en alguna de las
ocasiones en que se pensó en un accidente aéreo, por puro azar, hubo un
accidente aéreo al poco tiempo de haber tenido esa idea, sueño o
pensamiento, este suceso ganó una relevancia distinta, promoviendo que se
procesase y almacenase de un modo totalmente diferente a como lo
hacemos con otras ideas. En consecuencia, la experiencia que tendría la
persona es la de haber pensado en un accidente aéreo y que posteriormente
hubiese sucedido el accidente. Por el contrario, la experiencia que no
tendría la persona es la de haber pensado otras 2999 veces en un accidente
aéreo y que no hubiese sucedido nada. Este mismo mecanismo se aplica a
una infinidad de aparentes premoniciones, incluyendo, por ejemplo, las que
tienen que ver con «pensé en alguien y de pronto apareció», puesto que es
más que probable que, en realidad, hayamos pensado muchas otras veces en
esta y en otras personas que nunca aparecieron, pero que simplemente
olvidásemos esos pensamientos.
Además, la personalidad juega también un papel importante en el
significado que atribuimos a este tipo de experiencias. Dentro de la más
absoluta normalidad, resulta evidente que las personas somos distintas por
algo que va más allá de nuestras experiencias vitales y que tiene mucho que
ver con cómo nuestra biología ha configurado una parte importante de
nuestra personalidad. De este modo, con independencia de la educación
recibida, la edad o el contexto, hay personas más o menos creyentes,
personas más introvertidas, personas que tienden a buscar de un modo más
continuo las experiencias novedosas, otras que prefieren la calma y, por
supuesto, personas que muestran una mayor tendencia a considerar como
probables sucesos que tienen ciertos matices sobrenaturales. Cuando se ha
estudiado a personas con rasgos de personalidad que las hacen más
proclives a considerar explicaciones mágicas junto con otras con rasgos de
personalidad que las alejan de este tipo de posibilidades y se las ha
sometido a ambas a paradigmas experimentales en los que se dan eventos
no relacionados entre sí o que no siguen ninguna lógica, las personas del
primer grupo tienden involuntariamente a encontrar con mucha más
facilidad aparentes patrones inexistentes que consideran que preceden la
aparición de uno u otro fenómeno a lo largo del experimento.
Hace algunos años diseñamos un estudio que realizamos empleando
técnicas de resonancia magnética funcional para estudiar determinados
procesos relacionados con el aprendizaje en personas con enfermedad de
Parkinson. Para ello planteamos una tarea de apuestas muy rudimentaria
que exigía a los participantes elegir una entre dos opciones a lo largo de
más de 500 tiradas y observar en el cerebro las consecuencias derivadas de
su elección en forma de ganancias o de pérdidas. Recuerdo perfectamente
que era relativamente habitual que una parte de los participantes, al
terminar el experimento, me explicasen esbozando una orgullosa sonrisa
que habían entendido el mecanismo o lógica de la tarea. Yo nunca les
cuestioné esa sensación, pero la realidad es que esa tarea estaba diseñada de
tal modo que las consecuencias de las decisiones que tomaban los
participantes eran totalmente aleatorias e imposibles de predecir, ni siquiera
por parte de los que la habíamos planteado. A pesar de ello, muchos
participantes encontraban patrones o creían poder anticipar lo que sucedería
al sentir que habían entendido esos patrones inexistentes.
Pero hace más años aún viví una experiencia que me hizo pensar mucho
acerca de otros mecanismos que podrían jugar un papel relevante en la
premonición o clarividencia y que, como veremos, tienen bastante que ver
con lo que esbozamos en el capítulo anterior cuando introduje el concepto
de marcadores somáticos.
Yo tendría unos diecinueve años y aún vivía en casa de mis padres. Era
una casa alejada del centro de la ciudad cuya parte posterior quedaba
totalmente expuesta a una zona boscosa que delimitaba el inicio de lo que,
pocos kilómetros más allá, se conoce como Les Gavarres, una extensa
formación montañosa que transcurre entre Girona y el Baix Empordà.
Llevaba varias horas tumbado en el sofá de la sala de estar maldiciendo el
malestar que me provocaba estar con gripe y con fiebre, pero era incapaz de
seguir mirando un minuto más el televisor, así que me di la vuelta y me
dediqué a observar el jardín de mis padres y los árboles del exterior a través
de unos grandes ventanales.
Mi madre, que es una persona que entre muchas otras virtudes se
caracteriza por ser terriblemente resolutiva, tranquila y con una inmensa
capacidad para relativizarlo todo y para no ponerse nerviosa, llevaba varias
horas intranquila, algo que me hizo saber cuándo volvió de pasear a
Becquer, un precioso golden retriever que teníamos en esa época.
Obviamente, como buen hijo en estado de profunda enfermedad, no le hice
ningún caso. A las pocas horas recuerdo que, mirando embobado a través
de los ventanales, empecé a ver unos pequeños destellos de luz flotando al
otro lado del cristal. Entonces, la primera idea que me vino a la cabeza fue:
«Ostras... realmente tienes mucha fiebre... estás viendo cosas raras». Era un
fenómeno realmente peculiar, más aún visto desde los ojos de alguien con
39o de fiebre. Primero fueron esos pequeños destellos, pero a los pocos
minutos eran múltiples bolitas de luz flotando por el jardín mientras todo
empezaba a adquirir una tonalidad rojiza muy peculiar. No mucho más
tarde empezamos a oír sirenas y el sonido de un helicóptero, y a los pocos
minutos, para dotar aún de más surrealismo a la escena, vi como poco a
poco ese helicóptero iba descendiendo hasta situarse a pocos metros de la
piscina para empezar a recoger agua con una manguera. Entonces lo
entendí: era un incendio.
Salimos de casa a instancias de los equipos de bomberos que acababan
de llegar y pudimos ver, como nunca había visto ni he vuelto a ver, el
tamaño de las inmensas llamas que, con un ruido indescriptible de fuego y
destrucción, en cuestión de segundos iban devorando los árboles que
rodeaban la casa de mis padres. Estábamos viviendo uno de los peores
incendios que hayan azotado esas montañas. El fuego se había iniciado
pocas horas antes a varios kilómetros de nuestra casa, arrasando con todo y
llegando a cruzar una autopista y varias carreteras que separan las montañas
de la zona urbanizada donde vivíamos.
Ni yo ni mis padres ni los vecinos supimos del incendio hasta que los
bomberos nos hicieron salir de nuestras casas, aunque el fuego llevaba
varias horas arrasando la montaña y acercándose peligrosamente.
Una de las primeras experiencias llamativas que viví fue cuando, al salir
de nuestras casas, me di cuenta de que la fiebre y en gran medida el
malestar asociado a mi gripe habían desaparecido. La naturaleza es sabia, o
al menos es lo que es como resultado de un proceso evolutivo fascinante.
Así que entiendo que, en la naturaleza, en peligro, estar a 39o de fiebre
tapadito dentro de la cama mientras todo arde a tu alrededor resultaría tan
adaptativo como nadar entre tiburones blancos tras lanzar toneladas de
carne picada al mar. Pero esta anécdota es menos relevante que la que tiene
que ver con la inquietud que mi madre llevaba horas sintiendo. De hecho,
fue ella misma quien de pronto le encontró todo el sentido del mundo y
afirmó: «Ahora entiendo por qué llevaba varias horas así. Supongo que de
algún modo mi cuerpo ya había notado el incendio».
Los eventos naturales catastróficos han jugado un papel más que
evidente a lo largo de nuestra existencia y de la de otros seres vivos. Así,
algunos animales han desarrollado habilidades muy precisas para detectar
situaciones que suceden por debajo de los umbrales con los que trabajan
nuestros sistemas perceptivos, permitiéndoles notar el inicio de un
terremoto, de un incendio o una gran riada mucho antes de que nosotros lo
hayamos hecho. Estos animales no anticipan el futuro cuando escapan
varios minutos antes de que la tierra empiece a temblar. Simplemente,
perciben sutiles temblores o determinados gases que emanan por las grietas
de la tierra que nosotros no podemos percibir. No tiene nada de mágico,
pero sí mucho de biológico.
Me gusta pensar que, en el caso anecdótico aunque bastante
paradigmático del incendio de mi casa, múltiples señales que no alcanzaron
el nivel de la consciencia estaban siendo procesadas en el cerebro de mi
madre por parte de estructuras primitivas y altamente preservadas entre
especies en lo relativo al procesamiento de estímulos potencialmente
peligrosos. Atendiendo a todo lo que sabemos de nuestros sistemas
sensoriales y de su relación con determinadas estructuras del sistema
límbico que juegan un papel central en la alerta, el miedo, la lucha y la
huida, resulta totalmente plausible considerar que en este caso quizás el olor
a fuego, quizás el tono que empezó a adquirir el color del cielo, algo llevaba
ya horas poniendo en alerta a mi madre sin que estas señales llegasen a
elaborarse como para adquirir un significado específico. ¿Por qué ella lo
sintió y yo no? No lo sé, quizás sea otro de esos superpoderes que tienen las
madres. Pero, básicamente, creo que su cerebro detectó el fuego y la puso
en alerta. De este modo, pienso que es absolutamente razonable considerar
que detrás de algunos eventos aparentemente premonitorios existe una
explicación racional fundamentada en el papel que juega el procesamiento
preconsciente de ciertos estímulos por parte de estructuras cerebrales
primitivas.
Finalmente, hay otro mecanismo a tener en cuenta cuando hablamos de
premoniciones y que, como veremos, forma parte igualmente del elemento
central en torno al cual se construyen otras experiencias extrañas. En
realidad, este mecanismo ya ha sido en gran parte comentado en un capítulo
anterior, puesto que no hablo de otra cosa que de la facilidad con la que
distorsionamos nuestros recuerdos.
Las experiencias que tenemos y que de algún modo almacenamos se
acompañan no solo de imágenes, de personas o de lugares, sino también de
información relativa al tiempo, esto es, a cuándo sucedieron. La
susceptibilidad inherente a los recuerdos de verse de algún modo
transformados afecta no solo a su contenido, sino también a cualquier
elemento que sea parte de lo que denominamos recuerdo. De este modo,
aunque nos parezca imposible puesto que confiamos en nuestras
experiencias, resulta relativamente fácil que, con el tiempo, recordemos una
secuencia de eventos en un orden distinto a como sucedió.
Si casualmente me encuentro a Daniel y luego pienso en él, esta
secuencia de eventos temporales es muy distinta a la que sería pensar en
Daniel y luego encontrármelo. El recuerdo de sucesos premonitorios, al
menos algunos de ellos, puede explicarse como consecuencia de que no
somos capaces de percibir el fallo o reconstrucción de nuestra memoria,
puesto que experimentamos nuestros recuerdos como una verdad absoluta.
Por lo tanto, cuando por los caprichos de las distorsiones de la memoria
alteramos involuntariamente el orden cronológico de dos eventos
relacionados, es fácil que, a posteriori, experimentemos como premonición
un recuerdo cuyo orden se ha visto alterado.
Pero las distorsiones de la memoria pueden jugar un papel mucho más
espectacular en la construcción de experiencias tipo premonición.
Habitualmente, confiamos ciegamente en lo que vemos en nuestra mente
como un recuerdo y es que «si lo recuerdo, lo he vivido». Lo que nos
resulta muy difícil de aceptar es que, en ocasiones, no se trata solo de que
los procesos de reconstrucción de los recuerdos puedan distorsionar algunos
elementos de estos, sino que, incluso, podemos haber incorporado como
recuerdos sucesos o experiencias que nunca nos sucedieron como los
experimentamos al recordarlos. Así, de un modo similar a como
ejemplifiqué con el experimento de La guerra de los fantasmas, el paso del
tiempo y la naturaleza reconstructiva del acto de recordar pueden propiciar
que se transforme significativamente aquello que recordamos en pro de
dotar de coherencia al contenido y estructura de nuestros recuerdos. Y es así
como nos vemos obligados a aceptar que algunos de esos momentos que
nos juramos a nosotros mismos que experimentamos como una
premonición realmente nunca sucedieron del modo como los creemos
recordar. Nuestras creencias en torno a estos fenómenos, nuestras
expectativas o, incluso, las ganas que ocasionalmente podamos tener de
contar algo espectacular pueden haber contribuido, y mucho, a ir
transformando una historia que posiblemente nunca tuvo tantos elementos
mágicos como lo que finalmente recordamos. Puede ser perfectamente
plausible que una vez pensásemos en A o soñásemos A y pase A. Claro que
sí, son sucesos que entran dentro de lo posible en cuanto a la probabilidad
más improbable, igual que lo es ganar el primer premio de la lotería de
Navidad. Pero algo muy distinto es lo que podemos haber ido haciendo
involuntariamente con la experiencia vivida respecto a cómo la hemos ido
contando, transformando, añadiéndole espectacularidad y distorsionándola
sin llegar a ser conscientes de ello, para, finalmente, haber construido un
relato totalmente distinto.
Y es que, en tanto que somos en gran medida aquello que recordamos,
otorgamos a nuestros recuerdos un valor y una veracidad total. Algo que
también puede ilustrarse con el caso denominado «imposible de recordar»,
donde conté la historia de una persona que, por una determinada afección
médica, elaboró involuntariamente toda una cascada de recuerdos
imposibles en torno a una serie de vivencias brutalmente traumáticas en su
vida que, en realidad, nunca sucedieron. Pero en tanto que estaba en sus
recuerdos, por ilógico que pareciese, esa persona no podía evitar
experimentar que lo había vivido y que, por lo tanto, esa era su historia real.
Por tanto, como he ido repitiendo a lo largo de este libro, los procesos
cerebrales tienden a construir un relato desde donde dar coherencia a
aquello que vemos, sentimos o recordamos. En este proceso de
construcción de la coherencia entran en juego una infinidad de variables
que incluyen las expectativas y nuestra forma de entender el mundo, y es
por ello que ciertas experiencias, o sucesos que recordamos, han adquirido
un determinado aspecto —por ejemplo, mágico— como consecuencia de lo
que los procesos de construcción han considerado más coherente.
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EL TÚNEL
Cuando empecé a pensar en los temas que trataría en este libro, fui
esbozando algo parecido a un índice formado por toda una serie de ideas
que me venían a la cabeza. El capítulo 18 inicialmente no debía tener nada
que ver con hombres lobo, sino con experiencias con extraterrestres, una
temática, sin duda, también fascinante.
De hecho, a lo largo de los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado,
tras los supuestos eventos relativos al contacto con extraterrestres en
Roswell, Nuevo México, se experimentó una explosión de casos de
personas que afirmaban haber tenido algún tipo de contacto con
extraterrestres, y actualmente cerca de 4000 estadounidenses refieren haber
vivido una abducción por parte de alienígenas. Por ello, a pesar de no ser un
fenómeno frecuente, la experiencia de haber sido abducido tampoco es algo
extremadamente extraño. En consecuencia, este tipo de experiencias han
sido objeto de estudio, permitiendo elaborar distintas explicaciones acerca
de un fenómeno tan peculiar, incluyendo entre ellas las alucinaciones
durante las parálisis del sueño, la epilepsia del lóbulo temporal, las
distorsiones de la memoria, la sugestión y el papel de determinados rasgos
de personalidad.
Este era un tema que inicialmente me parecía interesante y que decidí
cambiar, en parte por casualidad, cuando prácticamente ya tenía el libro
terminado. Durante el verano de 2023, cuando me encontraba realizando las
últimas correcciones del manuscrito, asistí en Copenhague al congreso
anual de la International Parkinson’s Disease and other Movement
Disorders Society. Como en otras ocasiones, el congreso organizó un evento
muy esperado por parte de los asistentes que se denomina video challenge y
que básicamente consiste en que se van presentando una serie de vídeos en
torno a casos clínicos y un grupo de expertos compite para llegar a un
diagnóstico que habitualmente es sumamente complejo.
Calculo que al inicio del video challenge nos encontrábamos en la sala
plenaria del congreso cerca de 3000 personas, pendientes de los monitores y
de las historias que empezarían a narrarse. Entonces llegó el primer reto, un
caso breve que había sido registrado en la India. En las imágenes se podía
ver a un hombre en una cama de hospital, con oxígeno, realizando con el
cuerpo toda una serie de movimientos involuntarios, así como emitiendo un
repertorio de vocalizaciones estereotipadas que sonaban de un modo similar
al ladrido de un perro. Las vocalizaciones son otra forma de expresión de
movimientos involuntarios que, en este caso, adquieren el aspecto de
sonidos o de palabras que la persona realiza de manera repetida. De este
modo, las vocalizaciones pueden adquirir la forma de gruñidos, de gritos,
de palabras, de sílabas, etcétera. Pero en este caso recordaban vagamente
los ladridos de un perro.
Entonces nos pusieron en contexto y nos explicaron que esa persona
había sido mordida por un perro potencialmente portador del virus de la
rabia y que el paciente no había recibido la vacuna contra la rabia. De modo
que todo parecía indicar que la persona que veíamos en las imágenes había
sido infectada por el virus de la rabia y que había empezado a manifestar
algunos de los síntomas neurológicos que acompañan a esta enfermedad.
Paralelamente, la aparente similitud de sus vocalizaciones con los ladridos
de un perro parecía derivada de la tan variable forma que las vocalizaciones
pueden adquirir.
En ese momento se instó a toda la audiencia a que levantasen la mano
quienes considerasen que, en efecto, lo que estábamos viendo era una de las
múltiples formas que las manifestaciones de la infección por el virus de la
rabia pueden adoptar en los humanos. No fuimos pocos los que
contemplamos esa opción. Pero entonces llegó el diagnóstico definitivo y
era algo que nunca habíamos escuchado: rabiofobia.
En la India, que sepamos, más del 75 % de la población cree que la
apariencia que adquiere la infección por el virus de la rabia en humanos
consiste en que la persona, antes de fallecer por la enfermedad, empieza a
comportarse como un perro. Dadas las condiciones sociosanitarias e
higiénicas de la India, una proporción muy importante de sus habitantes
viven expuestos a todo tipo de enfermedades sin contar con acceso a
servicio médico o de prevención. Como consecuencia, muchas personas
desarrollan un miedo atroz a la posibilidad de contraer alguna de las
múltiples enfermedades a las que se exponen, como, por ejemplo, la rabia.
Los síntomas de la infección por el virus de la rabia en humanos
incluyen en las fases iniciales un cuadro parecido al de la gripe, con fiebre,
dolor articular, dolor de cabeza y malestar general. Conforme la enfermedad
progresa, empiezan a aparecer manifestaciones neurológicas que incluyen
confusión, agitación, delirios, conductas anormales, alucinaciones,
insomnio y una muy peculiar hidrofobia que se hace evidente en forma de
un espasmo involuntario cuando se expone al paciente al agua, por ejemplo,
en un vaso. Lamentablemente, en la mayoría de los casos, tras un periodo
de entre 2 y 10 días, la persona fallece.
Es bien sabido que el miedo a las enfermedades es capaz de provocar
síntomas propios de nuestra forma de entender las enfermedades a las que
tememos. Un ejemplo más que evidente de ello lo pudimos experimentar
durante la pandemia provocada por la COVID-19 como consecuencia de la
exposición continua que se hizo del conjunto de síntomas potencialmente
complejos de esta enfermedad. Muchas personas, especialmente personal
sanitario, que se exponían a personas infectadas por la COVID-19
desarrollaban de manera casi aguda toda una sintomatología de tipo
respiratorio que en muchos casos aparecía tras un periodo de tiempo
demasiado corto como para ser posible y que en muchos otros se daba en
personas cuya negatividad en COVID-19 posteriormente se confirmaba.
Parece sorprendente e impensable que el contexto psicológico pueda
provocar manifestaciones estrictamente físicas, pero, en realidad, de un
modo u otro, todos hemos experimentado este fascinante efecto, pero de
otra manera: en forma de efecto placebo.
El efecto placebo se refiere a tratamientos o procedimientos que no
contienen ningún principio activo (por ejemplo, una pastilla de azúcar, una
imposición de manos, una crema con un principio activo dirigido a otro
mecanismo) pero que causan un efecto positivo en la persona que lo recibe.
Como he ido describiendo en distintos apartados de este libro, el cerebro
reproduce los escenarios más previsibles empleando la información
disponible como un a priori y ello condiciona de manera significativa la
percepción y la experiencia del mundo que vivimos. De un modo simple y
resumido, en esencia, el efecto placebo es una consecuencia derivada de las
expectativas que las personas desplegamos sobre un determinado proceso o
tratamiento y como estas modulan la percepción que tenemos. Por ejemplo,
en los hospitales solemos vivir una situación paradigmática en lo relativo al
papel que las expectativas tienen sobre la percepción del dolor. Esta
situación no es otra que la de tener enfrente a un robusto joven de quien
debemos obtener una muestra de sangre y que esta persona refiera un
inmenso malestar, mareo y dolor antes, durante y después del pinchazo.
Esto es absolutamente normal y previsible, pero la situación sorprendente se
da cuando este joven varón lleva todo el cuerpo tatuado. En este caso, el
contexto «hospital» y el tipo de expectativas que lleva implícito promueven
o anticipa una experiencia muy distinta al contexto estudio de tatuaje y ello
llega a modular la percepción del dolor durante un procedimiento
infinitamente menos doloroso que un tatuaje, como es obtener una muestra
de sangre.
De un modo similar a cómo el efecto placebo y toda la arquitectura
cerebral que lo permite modulan la experiencia de un determinado
tratamiento, el contexto o las expectativas que construimos en torno a, por
ejemplo, una eventual enfermedad pueden perfectamente modular la
expresión de síntomas somáticos.
La máxima expresión de la somatización posiblemente la veamos en uno
de los procesos más complejos que lleva acompañando a la historia de la
medicina y de la neurología en particular desde hace siglos. En el cuadro
titulado Una lección clínica en la Salpêtrière, de André Brouillet, se
representa al neurólogo francés Jean-Martin Charcot ilustrando a una
exquisita audiencia de estudiantes, entre los cuales se encuentran los
doctores Joseph Babiński y Gilles de la Tourette, a través del examen de la
paciente Marie «Blanche» Wittmann, diagnosticada de lo que por aquel
entonces se denominaba histeria.
Rita Carter, El nuevo mapa del cerebro (RBA Integral, Barcelona, 2001)
Un libro ilustrado que ayuda a conocer la anatomía y la función del cerebro
humano a través de sencillas explicaciones basadas en ejemplos,
experimentos y casos clínicos.
Z-Access
https://wikipedia.org/wiki/Z-Library
ffi
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