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Yo quería chicos de pelo bien corto y niñas de trenzas hechas y deshechas todos los días (1998)

Por Beatriz Sarlo*

Llegué y el primer día de clase vi a las madres de los chicos, analfabetas, muchas vestidas casi
como campesinas, con el pañuelo caído hasta la mitad de la frente y las polleras anchas y largas.
Algunas no hablaban español, eran ignorantes y se las notaba nerviosas porque seguramente
era la primera vez que salían para ir a un lugar público argentino, a un lugar importante, donde
se les pedían datos sobre los chicos y papeles. Estas madres, muy tímidas, muy calladas, dejaban
a sus hijos en la puerta. Los primeros años que dirigí esa escuela tenía un chico extranjero cada
diez chicos argentinos, más o menos; pero muchos de esos chicos argentinos también eran hijos
de extranjeros y no escuchaban palabra de español en casa, sobre todo si eran niñas y se habían
criado de puertas adentro. Esos chicos no parecían muy limpios, con el pelo pegoteado, los
cuellos sucios, las uñas negras. Yo me dije, esta escuela se me va a llenar de piojos. Lo primero
que hay que enseñarles a estos chicos es higiene. [...]

Ese primer día, los chicos entraron a clase y yo salí de la escuela. Busqué una peluquería, me
acuerdo perfectamente de que el dueño se llamaba don Miguel y le pedí que con todos sus útiles
de trabajo me acompañara a la escuela, que yo me hacía cargo de la mañana que se iba a perder
allí. En el segundo recreo, cuando los chicos estaban todos en el patio, empecé a elegirlos uno
por uno. Los hice formar a un costado y esperé que tocara la campana y los demás entraran a
las aulas. No me acuerdo qué les dije a las maestras. Era un día radiante. Le expliqué al peluquero
que quería que les cortara el pelo a todos los chicos que habían quedado en el patio, que el
trabajo se hacía bajo mi responsabilidad y que se lo iba a pagar yo misma.

Don Miguel trajo una silla de la portería, la puso a un costado, a la sombra, e hizo pasar al primer
chico. Tenían un susto terrible. Yo les dije entonces que esa iba a ser la escuela modelo del
barrio, que teníamos que cuidarla mucho, mantenerla limpia, tanto las aulas como los
corredores y los baños. Y que, en primer lugar, todos nosotros debíamos venir limpios y prolijos
a la escuela y que lo primero que teníamos que tener prolijo era la cabeza porque allí andaban
bichos muy asquerosos que podían traerles enfermedades.

El peluquero me miraba; el portero, parado a mi lado, ya había traído el escobillón. Todo estaba
listo. En media hora, los chicos estaban todos tusados. Una pelusa fina flotaba sobre el patio,
una pelusita dorada o marrón o negra, de mechones que caían al piso y se separaban con el
viento, don Miguel trabajaba rápido, aplicando la máquina cero a los cogotes y alrededor de las
orejas, envolviendo a cada chico, con un movimiento de torero, en una gran toalla blanca que
después sacudía frente al escobillón del portero. Cuando terminaba con un chico, le daba una
palmada en el hombro, yo me acercaba y lo llevaba hasta su salón de clase. Después volvía al
patio. Los varones ya estaban listos. A las mujeres, después que despedí al peluquero, les ordené
que se soltaran las trenzas y les expliqué como debían pasarse un peine fino todas las noches y
todas las mañanas. La pelusa flotaba sobre las baldosas al sol.

En el recreo siguiente, relucían las cabezas rapaditas y a los chicos se les había pasado el susto,
todos iban a recordar cómo los mechones de pelo daban vueltas como pompones esponjosos y
huecos sobre las baldosas del patio, al sol, mientras el portero las barría y los chicos pegaban
grititos. Después, las maestras me dijeron que nunca habían visto ni escuchado una cosa así.
Alguna madre vino al día siguiente, muy pocas. Todas creían que si los chicos se lavaban la cabeza
se resfriaban. Les expliqué que no era así y que, en esa escuela, yo quería chicos de pelo bien
corto y niñas de trenzas hechas y deshechas todos los días.
Nunca más tuve que llevar a don Miguel al patio. Los rapaditos les enseñaron a los demás que
era más cómodo y más despejado tener el pelo cortísimo. Cuando lo conté en mi casa, durante
el almuerzo, un hermano mío, que ya era abogado, me dijo: "Sos una audaz. Te podés meter en
un lío. Esas cosas no se hacen". Pero ni esas madres ni esos chicos sabían nada de higiene y la
escuela era el único lugar donde podían aprender algo. Un patio lleno de mechones rubios y
morochos es una lección práctica.

Fragmento de "Cabezas rapadas y cintas argentinas", de La máquina cultural. Maestras,


traductores y vanguardistas, Buenos Aires, Ariel, 1998, citado en el libro Relatos de escuela, de
Pablo Pineau (compilador), Buenos Aires, Paidós, 2005.

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