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Quim Monzó

NO TENGO QUÉ PONERME

El hombre está ante el espejo. Se acaba de afeitar y de duchar. Con una


mano se agarra el pequeño michelín de la cintura, lo mira en el espejo y hace
chascar la lengua.

Duda qué ponerse. Como duda, piensa que adelantará trabajo si se pone
la camiseta y los eslips. Busca unos blancos, con rayitas azules. Comprueba que
no tengan ningún agujero. Se los pone. En cambio, cuando tiene la camiseta en
la mano le parece que quizá será mejor no ponérsela, y la guarda en el cajón.
Abre otro cuerpo de armario y mira las camisas. Hay una blanca, italiana, de
algodón, que se compró hace unas semanas y que le gusta especialmente. Coge
la percha por el gancho y observa la camisa; le atrae el tacto. Pero el color
blanco le engorda. La devuelve a su sitio. Con los dedos, como quien pasa
páginas de un libro, acaricia las mangas de todas las camisas. Decididamente,
las que le sientan mejor son la gris y la negra. Pero últimamente se las ha puesto
tan a menudo que está harto de ellas. Si al final se decide por una de esas dos
camisas, podría ponerse los pantalones grises, o los téjanos negros.

A la duda ya tradicional de no saber cómo vestirse para quedar más


favorecido se añade que no tiene ni idea de cómo irá ella. ¿Vendrá con un
vestido especialmente ostentoso o de una manera sencilla? Si, pongamos por
caso, viniese vestida de sport, él, con los téjanos negros y la camisa gris o negra,
quedaría bien. Porque la americana es otra de las dudas: ¿se pondrá la
americana gris (la más clásica) o bien la de cuadritos verdosos? Si eligiese la
camisa negra, la americana de cuadritos le serviría para romper un poco la
seriedad de la camisa y los pantalones que, según y cómo, puede ser excesiva.
Claro que con una corbata también puede romper la austeridad gris-negra de la
camisa y los pantalones. ¿Se pondrá corbata o no? Con la mano aparta las
camisas y saca el cuelgacorbatas. ¿Cuál se pondrá? ¿Una lisa, de rayas, a
cuadritos? Con la americana de cuadritos, la corbata de cuadritos puede quedar
demasiado chabacana. O, precisamente, poner cuadritos sobre cuadritos
resultará quizá un choque interesante, por lo brutal.

Claro que también podría no ponerse corbata. Pero si no se la pone y ella


se presenta muy bien vestida, ¿no quedará demasiado golfo? La mezcla de
corbata y téjanos le dará un estilo ambiguo, que quizá le permitirá resolver la
situación, vaya ella como vaya. El problema es si esta combinación de corbata
de cuadritos, téjanos y americana de cuadritos no resultará demasiado irónica,
según cómo vista ella. ¿Y si se pusiese los pantalones de cheviot? Con los
pantalones de cheviot, la fuerza de la camisa oscura y la ironía del choque de
los cuadritos de la corbata y de los de la americana no arrastraría, además, el
toque burlesco de los téjanos, un toque burlesco que a él le parecería bien, pero
que, como ya se ha dicho repetidamente, le da miedo que choque con la
vestimenta de ella.

Irá, pues (repite mentalmente, para ver si el conjunto decidido le


complace), con camisa gris, corbata de cuadritos amarronados, americana de
cuadritos verdosos y pantalones de cheviot, también amarronados. Quizá lo
que le hace falta, ahora, es pasar de la teoría a la práctica. Lo hace: se pone la
camisa gris, los pantalones de cheviot, la corbata de cuadritos amarronados y la
americana de cuadritos verdosos. Se mira en el espejo. Los pies, todavía sin
calzar, contrastan escandalosamente. Tiene que decidir qué zapatos se pone, y
toma la determinación de elegirlos rápidamente, no sea que los zapatos generen
una nueva cadena de dudas. Se pone los de piel marrón, sin pensárselo en
absoluto.

Pero ¿y si ella se presenta a la cita con un vestido de cheviot de un color


parecido al de sus pantalones, parecido pero no exactamente igual, que es
cuando peor quedan estas combinaciones? Eso por no hablar de la posibilidad
de que se presente con un vestido de cuadritos. Una cosa es que él juegue
deliberadamente a hacer chocar dos tipos de cuadritos diferentes (los verdosos
de la americana y los amarronados de la corbata), porque considera que este
choque puede ser atractivo. Pero si ella fuese también con cuadritos, tanto
choque se convertiría en ridículo. ¿Cómo puede saber cómo vestirá ella? No le
ha dicho a qué tipo de fiesta iban. Ahora que lo piensa, por teléfono le ha
parecido que tenía pocas ganas de cumplidos. Cuando le ha oído la voz, opaca
y agrietada, y le ha preguntado si estaba constipada, ella ha contestado con una
evasiva y ha colgado deprisa. Así pues, ante la evidencia de que no hay forma
humana de saber cómo irá ella, quizá lo que tiene que hacer es jugar con los
cuadritos. Así, como mínimo, no se aventurará al peligro de que, si ella se
presenta con alguna prenda de vestir de cuadritos (si viniese con una americana
de cuadritos sería para suicidarse), los dos hagan el ridículo. ¿Pero dejará la
americana o la corbata? Mientras lo piensa, se prepara un café. Se lo sirve en un
vaso de cristal y se lo toma sin azúcar. Finalmente se decide: dejará la
americana, ya que no solamente es mucho más probable que ella se presente
con americana de cuadritos que con corbata de cuadritos, sino que, en caso de
coincidir en esta ornamentación, una corbata siempre es mucho más pequeña (y
mucho más discreta, por tanto) que una americana. ¿Qué americana se pondrá,
entonces? ¿La negra, la arrugada? ¿La gris, más clásica? Se prueba la gris y se le
hace evidente que no es la que le sienta bien. Se la quita y se pone la negra.
Pero, a pesar de estar arrugada, le parece que queda demasiado clásico, no ya si
ella se presenta vestida de manera más sencilla, sino incluso sólo por sí mismo,
abstracción hecha de cómo pueda venir ella. Si se viste con americana negra,
camisa gris, corbata de cuadritos, pantalones de cheviot y zapatos de piel, ¿no
quedará extrañamente clásico al lado de ella, si ella se presenta vestida,
pongamos por caso, con téjanos, un jersey y una gabardina? Claro que podría
hacer trampa: podría mirar por la mirilla y, según cómo la viese llegar, decidir
en el último momento si dejarse la corbata puesta o, en un segundo, quitársela
para quedar vestido tan informalmente como ella.

¿Es sin embargo tan importante que la vestimenta de ella y la de él,


digamos, estén conjuntadas? ¿No es, según como se mire (y, cuanto más lo
mira, más le parece que sí), una voluntad de perfección desmesurada? ¿Qué
problema hay si ella va de una manera y él de otra bien diferente? Incluso
puede tener cierta gracia que uno vista de una manera y el otro de otra. ¿O es
que piensa que el hecho de que las vestimentas de uno y del otro sintonicen es
un buen augurio para la relación? En vez de calentarse los cascos rumiando
cómo tiene que montárselo para que el vestido de ella no choque con el de él, lo
que tiene que hacer es vestir como crea que quedará mejor. Pero ¿cómo había
decidido que quedaría mejor?

Recupera la idea de los téjanos y la americana de cuadritos. Se quita los


zapatos, los pantalones de cheviot y se pone los téjanos negros y, otra vez, los
zapatos. Y se cambia de americana. Se mira en el espejo: ahora que se fija, le
parece que le quedará mejor la americana negra. Se quita la de cuadritos y se
vuelve a poner la negra. Pero ¿los zapatos de piel marrón con los téjanos
negros? Fatal. Busca los zapatos negros con cordones, y los encuentra: sucios.
Los mocasines negros, en cambio, están limpios. Pero desde hace dos años los
encuentra tan chabacanos que ni los toma en consideración. Se apresura a
sentarse, se arremanga la camisa y extiende betún por los zapatos negros.

Cambia de zapatos y se mira al espejo. Está bien, pero hay alguna cosa
que no encaja. ¿Y si rechazase la teoría de las camisas oscuras y buscase, por
ejemplo, la camisa roja, que siempre ha favorecido el color de su cara? Se quita
la americana negra y la camisa gris y se pone la camisa roja y, otra vez, la
americana negra encima. Se contempla en el espejo. No. Se vuelve a quitar la
americana y la camisa. Sin tiempo de teorizar, se prueba todas las variantes
posibles: la camisa beige con la americana negra; la camisa verde con la
americana de cuadritos; la camiseta amarilla con la americana negra; la camiseta
verde con la americana gris; la camiseta gris con la americana gris; la camiseta
blanca con la americana de cuadritos; la camisa amarilla con la corbata verde y
la americana negra; la camisa fucsia con la corbata de rayas azules y amarillas y
la americana de cuadritos; la camisa marrón con la americana beige (que no
había valorado antes); la camiseta blanca con la americana gris…

Cuando suena el timbre está vestido con una cazadora azul, una camisa
blanca, una pajarita abominable, unos pantalones de lana jaspeados de marrón,
beige y verde, y calcetines negros. Todavía no ha elegido los zapatos. Para no
verse ahogado en un inesperado nuevo mar de dudas, en el último momento
decide abrir la puerta sin haber mirado antes por la mirilla. La encuentra ante
él, vestida con una sencilla túnica negra y una guadaña en la mano. El hombre
la mira, entre decepcionado y sorprendido.

—No me digas que es una fiesta de disfraces —dice.

—No.

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