Fernández, Marcos-La Tierra No Es El Cielo Pero El Cielo
Fernández, Marcos-La Tierra No Es El Cielo Pero El Cielo
Resumen
Abstract
The aim of this article is to reconstitute and interpret the group of opinions and judg-
ments referred to as political action by the Catholic Church, which were submitted with-
in the public space framework and destined to make a case for or put into question the
reaches of said intervention during the first half of the 1960’s in Chile. This is all inter-
preted within a secularization process framework. Sources used include the main publi-
cations of Catholic studies as well as those from political sectors involved in the period’s
formal politics. Significant conclusions include the efficiency and visibility of religious-
ly-inspired opinion in the period’s political arena and the evidence of the persistence of
*
Doctor en Historia por la Pontificia Universidad Católica de Chile. Académico del Departamento de His-
toria de la Universidad Alberto Hurtado. Correo electrónico: [email protected]
1
Este artículo es resultado del proyecto FONDECYT regular Nº 1120251, 2012-2014 “De la reforma a la
solidaridad: vocabulario político-conceptual de la Iglesia Católica chilena, 1960-1985” y contó con la colabo-
ración de Daniela Belmar, Pablo Geraldo, Javiera Letelier y Matías Placencio. Del mismo modo, agradezco de
forma especial a todos aquellos que trabajan en la biblioteca de la Facultad de Teología de la Pontificia Uni-
versidad Católica de Chile por su excelente disposición.
Introducción:
secularización, acción política y clericalismo
Una de las conclusiones más relevantes a las que llega la historiadora Sol Serrano en su
investigación referida a las relaciones entre la Iglesia Católica y el Estado en Chile en
el siglo xix es el hecho de que “la privatización del catolicismo, es decir su alejamiento
forzoso del Estado, fue su publicidad en la esfera pública moderna”2. En la práctica, ello
derivó en que a partir de la última parte del siglo xix y gran parte del siglo xx la Iglesia
Católica chilena haya multiplicado sus formas, organizaciones y circuitos de opinión
y participación activa en la vida política y social del país, produciéndose un proceso
de adaptación del mundo católico que ha puesto el acento en la influencia que puede
ejercer desde el ámbito de la sociedad civil3. Es decir, y de modo, a primera vista, pa-
radójico, lo que el imperio de la laicidad del Estado provocó no fue el repliegue de las
instituciones religiosas del espacio público y su refugio en la privacidad de las creencias
devotas, sino que, por el contrario, la ampliación de los mecanismos de presencia de la
opinión religiosa en el campo político4. En ese cuadro, las características de un campo
político laico deben ser analizadas con mayor complejidad que la sola suposición de au-
tonomía o indiferencia entre política y religión a la que puede hacer referencia la noción
de separación Iglesia-Estado.
De forma sistemática, la comprensión del fenómeno de la laicidad como modelo de
relación entre el Estado y las instituciones de inspiración religiosa modernas ha sido
emprendida al alero del debate, aún mayor, referido a la secularización, cuyas posicio-
nes centrales pueden ser apretadamente sintetizadas en dos proposiciones antagónicas:
aquella que sostiene que el proceso de secularización operó como una teleología de la
2
Sol Serrano, ¿Qué hacer con Dios en la República? Política y secularización en Chile (1845-1885),
Santiago, FCE, 2008, p. 23
3
Sol Serrano, “Espacio público y espacio religioso en Chile republicano”, en Teología y Vida, revista de
la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Católica de Chile, Nº 44, vol. 2-3, Santiago, 2003, p. 348.
(En adelante TyV).
4
La complejidad de este debate en torno a los alcances tanto conceptuales como históricos del modelo de
laicidad para entender las relaciones entre Estado e Iglesia en Chile y América Latina ha sido abordado en una
reciente compilación editada por la historiadora Ana María Stuven, La religión en la esfera pública chilena:
¿laicidad o secularización?, Santiago, Ediciones UDP, 2014. El caso de los países con tradición católica eu-
ropea ha sido también recientemente visitado, desde una perspectiva filosófica, en el texto editado por Daniel
Gamper, La fe en la ciudad secular. Laicidad y democracia, Madrid, Editorial Trotta, 2014.
5
Siendo el debate muy voluminoso y de muy contingente vigencia, se cita aquí solo un conjunto de obras
de referencia: Jurgen Habermas, Entre naturalismo y religión, Barcelona, Paidós, 2006; José Casanova, Public
Religions in the Modern World, University of Chicago Press, 1994; Charles Taylor, Una Edad Secularizada,
Barcelona, Gedisa, 2009; Jean-Calude Monod, La querelle de la sécularisation. Théologie politique et philo-
sophies de l’ histoire de Hegel a Blumenberg, Paris, J. Vrin, 2012. Una suma muy interesante de comentarios,
y precisiones, y aplicaciones al contexto de mayoría católica iberoamericano en los textos antes citados edita-
dos por Ana María Stuven y Daniel Gamper.
6
Para el fenómeno del anticlericalismo (solo posible en sociedades marcadas por una larga tradición de
injerencia política católica), son muy interesantes de revisar la compilación de los historiadores argentinos Ro-
berto Di Stefano y José Zanca, Pasiones Anticlericales. Un recorrido iberoamericano, Buenos Aires, Univer-
sidad Nacional de Quilmes, 2013; y la reseña historiográfica de María Pilar Salomón Ch., “Poder y ética. Ba-
lance historiográfico sobre el anticlericalismo”, en Historia Social, vol. 19, Nº 4, Madrid, 1994, pp. 113-128.
7
Representante de esta última posición es Charles Taylor, cuyas propuestas pueden ser revisadas en
Las variedades de la religión hoy, Barcelona, Paidós, 2003. La puesta en debate de las mismas se encuentra
compilada en el texto editado por Eduardo Mendieta y Jonathan van Antwerpen, El poder de la religión en la
esfera pública, Madrid, Trotta, 2011.
8
El concepto de traducción ha sido recogido del artículo del filósofo Sebastián Kaufmann, “El estatuto de
las creencias religiosas en el espacio público: desafíos a la noción de traducción”, en Ana María Stuven, La
religión en la esfera pública chilena: ¿laicidad o secularización?, Santiago, Ediciones UDP, 2014, pp. 27-49.
En un plano de carácter sociológico, una de las cualidades centrales de lo religioso en el mundo contempo-
En fin, los alcances de este tipo de definiciones y debates se han mostrado, desde
hace ya más de una década, muy propicios para la renovación de los estudios en torno
al fenómeno religioso en América Latina y, en particular, a las relaciones entre la Iglesia
Católica y la política en el continente. En tal sentido, junto a los trabajos antes citados
de Sol Serrano y Roberto Di Stefano, es imprescindible dar cuenta de la reflexión de
autores como Daniel Levine, Fortunato Mallimaci, José Zanca y Claudia Touris, entre
muchos y muchas otras investigadoras que han visto en las relaciones entre política y
religión un universo de fenómenos de naturaleza simbólico, ideológico e institucional
que refleja la circulación y contradicciones del ideario católico en la segunda mitad del
siglo xx, con hitos como el Concilio Vaticano II y su recepción en América Latina, los
procesos de conflictividad social de la segunda parte del siglo xx y el ascenso, en gran
parte, de la región de dictaduras militares en el mismo periodo. Del mismo modo, desde
hace años que distintos autores han destacado la utilidad que los esquemas teóricos, pro-
pios de la nueva historia intelectual, la renovada historia política y la historia concep-
tual, entre otras corrientes, tienen para abordar este tipo de procesos9.
En el marco de este ciclo de renovado interés historiográfico por las relaciones en-
tre la política y la religión, es que esta investigación debe inscribirse, dado que uno de
los debates más intensos y persistentes en la primera parte de la década de 1960 –y de
forma muy aguda ante la inminencia de la elección presidencial de 1964– fue aquel re-
lacionado con el papel que las autoridades religiosas debían o podían representar en la
acción política contingente. El alcance de la participación político-católica produjo la
resurrección de un fenómeno que se había dado por extinto: el clericalismo, entendido
como la visibilización crítica de la injerencia activa y proselitista de sujetos vinculados
a la Iglesia Católica en el debate y la actividad política contingentes. Como es de imagi-
nar, la acusación o defensa de este nuevo clericalismo dependió de la posición política
que asumieran los agentes políticos intervinientes y de la ubicación en el espectro par-
tidista desde el cual emanara la vindicación o el anatema. Junto a ello, la acción polí-
ráneo sería –siguiendo en esto la opinión de Daniéle Hervieu-Léger– su capacidad de actuar como línea de
continuidad y memoria para distintas comunidades que, en los marcos de sociedades formalmente seculariza-
das, encuentran en estos “linajes de creencias” un lugar de sentido para su propia existencia y, en el plano de
lo público, una legitimidad para emitir opiniones de valor ético posibles de ser proyectadas al conjunto de la
sociedad. Daniéle Hervieu-Léger, “Producciones religiosas de la modernidad”, en Fortunato Mallimaci (com-
pilador), Modernidad, religión y memoria, Buenos Aires, Colihue, 2008, pp. 15-39.
9
Daniel Levine, “Religion and Politics, Politics and Religion. An Introduction”, in Journal of Interam-
erican Studies and World Affairs, Nº 21, vol. 1, Miami, 1979, pp. 5-29; Ana MaríaBidegain, “De la historia
eclesiástica a la historia de las religiones. Breve presentación sobre la transformación de la investigación sobre
la historia de las religiones en las sociedades latinoamericanas”,en HistoriaCritica, Nº 12, Bogotá, 1996, pp.
5-16; Fortunato Mallimaci (editor), Religión y política. Perspectivas desde América Latina y Europa, Buenos
Aires, Biblos, 2008; Fortunato Mallimaci, El mito de la Argentina Laica. Catolicismo, política y Estado, Bue-
nos Aires, Capital Intelectual, 2015; José Zanca, Los intelectuales católicos y el fin de la Cristiandad, 1955-
1966, Buenos Aires, FCE, 2006; Claudia Touris (editora), Dilemas del catolicismo contemporáneo en Europa
y América Latina, Rosario, Prohistoria, 2013; Claudia Touris, Mariela Ceva (coordinadoras), Los avatares
de la “nación católica”. Cambios y permanencias en el campo religioso de la Argentina Contemporánea,
Buenos Aires, Biblos, 2012; Miranda Lida, Historia del catolicismo en la Argentina entre el siglo xix y el xx,
Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2015; Candido Rodrigues, Gizele Zanotto y Rodrigo Coppe Caldeira (edi-
tores), Manifestacoes do pensamento católico na América do Sul, Rio Grande do Sul, Fonte-FAPERGS, 2015.
tica efectiva fue una causa de querella al interior del pensamiento católico y el debate
intraeclesial al respecto articuló argumentos de la más variada índole, pero inscritos de
acuerdo con sus promotores en potenciales interpretaciones sostenidas a partir del Evan-
gelio. Dentro y fuera del campo político formal se organizaron opiniones en torno a la
facultad de orientación política que las autoridades eclesiásticas ejercían y la licitud de
estas. Independiente de la asertividad de los contenidos políticos emitidos, lo que resalta
es que su sola existencia dejaba en evidencia que en la configuración del campo político
chileno de la década de 1960 la opinión de inspiración católica poseía un lugar recono-
cible por los agentes que formaban parte de él y era parte fundamental de las relaciones
de poder que a su interior se confrontaban.
El clericalismo redivivo:
La crítica de los actores políticos formales a la injerencia política
de la Iglesia Católica
A lo largo de los primeros años de la década de 1960 se volvió corriente el que las dis-
tintas fuerzas políticas participantes del campo político chileno denunciaran la interven-
ción eclesiástica a favor de alguna tienda contraria. Este reflejo de los actores políticos
tradicionales dejaba en evidencia al menos dos factores que son relevantes de anotar
aquí: daban cuenta de la percepción de que la Iglesia Católica chilena como institución
albergaba a su interior –y exteriorizaba– convicciones de índole política, las que podían
llegar a dividir al clero en distintas corrientes de opinión y que el electorado y la opinión
pública chilena podía ser receptiva –o influida– por la opinión política que emanase
desde instancias eclesiásticas, dotando a esta de una eficiencia política digna de tener en
cuenta e, incluso, temer, más aún si uno de los partidos políticos del espectro nacional
se autorrepresentaba como explícitamente “cristiano” y, por ello, legítimo portador de
las orientaciones episcopales en lo que a acción política se refería. La operatividad de
ambos factores se evidencia al observar la reacción que distintos agentes políticos for-
males tuvieron ante la opinión político-eclesial, en lo central: liberales, conservadores,
socialistas y comunistas. Junto con ello, y es importante destacarlo desde ya, las auto-
ridades de la Iglesia consideraron siempre la intervención en la arena política un deber
como un derecho, por lo que cada alegato secular fue respondido con una reivindicación
en torno a la legitimidad de la opinión político-católica10.
Para el universo político liberal y conservador del periodo los juicios críticos en
torno a la intervención política de la Iglesia Católica chilena estuvieron centrados en lo
fundamental en tres aspectos: el rechazo a muchas de las iniciativas de apoyo a la refor-
10
En este sentido, y como factor de contextualización, es importante recordar que a partir de la década
de 1920, y hasta 1964- ninguno de los gobiernos chilenos había manifestado una explícita identificación con
el campo religioso, ya que las administraciones radicales hicieron gala de una suerte de “laicismo de Estado”
que debe ser investigado con más atención; y la presidencia de Jorge Alessandri fue depurada de componentes
propios del conservadurismo asociado a la Iglesia Católica, predominando un compromiso de modernización
capitalista por sobre la sensibilidad que un reducido sector de la derecha chilena habría mantenido con el
social-cristianismo. Sobre este último punto Sofía Correa, Con las riendas del poder. La Derecha chilena en el
siglo xx, Santiago, Sudamericana, 2004.
11
Citada en el semanario del Arzobispado de Santiago La Voz, Santiago, 7 de mayo de 1961, p. 19. (En
adelante LV).
12
“Carta dirigida por el Secretario General del Partido Comunista, Senador Luis Corvalán, al Presidente
del partido Demócrata Cristiano, Senador Eduardo Frei”, en Política y Espíritu, revista del Partido Demócrata
Cristiano de Chile, Nº 260, Santiago, mayo de 1961, pp. 37-43. (En adelante PyE).
para todos el que la Iglesia Católica chilena y cada uno de sus sacerdotes adopten, en lo
sucesivo, una conducta de prescindencia política. Tal conducta será la que garantizará,
antes que nada, lo que deseamos muy de veras: que el movimiento popular en Chile y su
futuro gobierno no tengan dificultades con el clero”13.
Comentando la misma cita, la revista Mensaje destacaba que esta definición implica-
ba “eliminar la presencia de los cristianos en la conducción de la sociedad, porque ‘po-
lítica’ para un comunista abarca todo lo que se refiere al bien común”. Para afirmar su
opinión, la publicación jesuita citaba al diputado del Partido Comunista José Cademar-
tori (1930-), que en una conferencia frente a estudiantes de la Universidad Católica ha-
bría sido consultado en torno a la “función social” que la Iglesia tendría en Chile en un
hipotético gobierno comunista, entendiendo por “función social” la acción social cris-
tiana y la suma de instituciones a ello dedicadas. La respuesta del parlamentario habría
sido: “el programa de los comunistas chilenos persigue precisamente hacer innecesarias
las llamadas funciones sociales”14.Como contrapartida, Mensaje y La Voz reivindicarían
un papel en la acción política activa, rechazando la pretensión de replegar el ámbito de
lo religioso a aspectos íntimos o limitados al culto, alegando la necesidad de una “fun-
ción social” que a juicio de sus críticos debía ser superada por la intervención estatal y
la organización centralizada de la vida económica y social.
La consonancia o disonancia de la opinión católica con las propuestas programáti-
cas de uno u otro actor político partidista era lo que a la larga definía la opinión que se
emitiera en relación con la figuración política de los clérigos. Por ejemplo, con motivo
de la redacción por parte de quince sacerdotes de Aconcagua de una carta solicitando
la urgente implementación de la Reforma Agraria en el país, el senador liberal Pedro
Ibáñez (1913-1999) no dudó en emparentar a estos párrocos con los agentes comunistas
que agitaban a los campesinos, advirtiendo la necesidad de que aclarasen sus posiciones.
Ante ello, el senador democratacristiano Radomiro Tomić (1914-1992) replicó legiti-
mando la intervención de los sacerdotes, dado que el problema de la situación campesi-
na no era solo político sino “eminentemente moral”, y “quienes tienen ‘cura de almas’
no pueden callar sin faltar a su deber”. Además, se permitió recordar a Pedro Ibáñez
–que se había autodefinido como “feligrés de Aconcagua”– que la jerarquía eclesiástica
se iniciaba en el párroco, por lo que era este su autoridad religiosa, y como tal la debía
respetar15. De esa forma, la crítica al clericalismo se radicaba en esta ocasión en la dere-
cha liberal y la defensa de la intervención de agentes religiosos, en el Partido Demócrata
Cristiano.
13
Citado en “Congreso Comunista. 1964, año de la victoria (por cualquier vía)”, en LV, 25 de marzo de
1962, p. 6. En opinión del redactor de la nota –el periodista Darío Rojas (1924-2011)– “esta es la libertad reli-
giosa con la que sueña el comunismo: el clero en sus iglesias, los fieles vinculados a su fe solo en el culto. El
católico, tanto el sacerdote como el laico, no tiene por qué tener escuela para educar a sus hijos dentro de la fe;
medios de publicidad para difundir los múltiples aspectos de la fe vivida y para ampliar los campos apostóli-
cos; no tienen por qué trabajar activamente en la acción pública (política, económica y social) porque, de acuer-
do al molde comunista, el cristianismo es culto y fe y consiste solo en reunirse en un templo a orar. Nada más”.
14
“Los partidos comunistas y la Iglesia”, en Mensaje, revista de la Compañía de Jesús en Chile, Nº 111,
Santiago, agosto 1962, pp. 367-370 (en adelante RM). Se cita el comentario de José Cademartori a partir del
boletín Machitún de la Pontificia Universidad Católica de Santiago, del 15 de mayo de 1962.
15
“Carta de los párrocos desata tormenta agraria”, en LV, 20 de agosto 1961, p. 13.
16
Para un primer comentarista de Teología y Vida, “desde el Decreto del Santo Oficio, de 1 de julio de
1949, condenando al comunismo ateo, que un documento eclesiástico no producía un impacto tan notable en la
opinión pública, para ser objeto de entusiastas adhesiones, de laudatorios comentarios, de reservadas y abiertas
y agrias críticas, y de discusiones llevadas intensamente por la prensa y la radio, y de interesantes y positivas
exposiciones en conferencias universitarias y centros apostólicos. Esta semana se agotaron 4 mil ejemplares de
la Editorial Universidad Católica, a pesar de haber aparecido simultáneamente íntegro el texto de la pastoral
en El Mercurio y El Diario Ilustrado en Santiago y luego en otros rotativos, y pocos días después en diversos
diarios de provincias, como en El Sur y La Patria de Concepción. El texto, además, fue profusamente difun-
dido en el extranjero”. “Pastoral de pastorales”, en TyV, Nº 3, vol. 4, cuarto trimestre 1962, pp. 256-259. En lo
fundamental –y en lo que aquí interesa– la pastoral daba cuenta de tres grandes problemas: la necesidad de re-
formas profundas a las estructuras económico-sociales de Chile, el rechazo al materialismo que el capitalismo
liberal entrañaba y la oposición explícita al comunismo como camino viable para llevar a cabo estas reformas.
17
“La Pastoral y lo político”, en LV, 30 de septiembre 1962, p. 6.
lucha contra el marxismo. Por parte del Partido Comunista fueron diversas las voces
que respondieron a la jerarquía. En primer lugar, Volodia Teitelboim (1916-2008) ante
el pleno rechazó la intención de “dividir a los chilenos entre católicos y anticatólicos,
entre creyentes y librepensadores. La línea divisoria justa se traza entre los partidarios
del imperialismo, del latifundio y de los monopolios, por un lado y, por el otro, de sus
víctimas”. Dicho eso, el orador comunista continuaba reiterando que los comunistas no
harían “nada por ofender los sentimientos religiosos de los creyentes, pero no aceptarán
que se use la religión como arma de lucha política”, siempre y cuando“no se tome, pues,
la fe como pretexto para combatir al socialismo y abogar, en forma encubierta o no, por
el capitalismo y por la explotación del hombre por el hombre.” A la larga, en su opinión,
la pastoral perjudicaba “a la clase trabajadora y a los partidos populares” y beneficiaba
“a los explotadores, a los imperialistas, a esos grandes hacendados que mantienen una
gruta al lado adentro del portón pero que le roban la asignación familiar a sus inquili-
nos, cuando no le roban el salario y la asignación al mismo tiempo”. Al concluir, el par-
lamentario homologaba las opiniones anticomunistas del texto con los anatemas arroja-
dos ciento cincuenta años antes contra los patriotas de la Independencia y reiteraba “que
no queremos que se revivan en Chile las querellas religiosas del siglo pasado”18.
Este tipo de definiciones por parte de los comunistas tenían poca credibilidad para
los medios de opinión católicos, dado que estos recordaban que desde el inicio de
la década de 1960 la prensa comunista había emprendido una sostenida campaña de
ataques a la Iglesia Católica, la que hacía expresar al semanario del Arzobispado que
la profesión de tolerancia religiosa no era sino un “canto de la no siempre grácil si-
rena comunista” y que “no olvidemos que este rostro anticatólico es el del auténtico
comunismo”19. Independiente de esto último, el Partido Comunista dedicó algunas pági-
nas de su revista teórica, Principios, para dar cuenta de los aspectos que los diferencia-
ban del catolicismo, así como aquellos otros que podían permitir la colaboración. Siem-
pre con la carta pastoral como telón de fondo, en un largo artículo se buscaba aclarar
“la posición de los comunistas frente a la religión y la Iglesia”, donde tras las citas de
rigor a Luis Corvalán ya anotadas, abundaban los puntos de fricción. En primer lugar, y
de modo si se quiere basal, se indicaba: “no compartimos los planteamientos religiosos
sobre seres sobrenaturales”, así como se oponían a que: “la solución a todos los proble-
mas que agobian a los hombres debemos esperarla resignadamente de la mano de Dios.
No compartimos la idea de que los pobres que sufren en la tierra gozarán eternamente
después de muertos, mientras que los ricos hacen todo lo contrario, gozan en esta vida a
costa del sufrimiento de los demás”.
En palabras del redactor, la Carta Pastoral estaba “destinada a defender la propiedad
privada, los intereses del imperialismo, de la oligarquía y de los grandes monopolios
“Vistazo a la Iglesia”, en LV, 21 de octubre 1962, p. 3. Sobre el anticomunismo como factor central
19
de la articulación del campo político en el periodo Marcelo Casals, La creación de la amenaza roja. Del sur-
gimiento del anticomunismo en Chile a la “campaña del terror” de 1964, Santiago, LOM Ediciones, 2016;
sobre la especificidad del anticomunismo católico, Marcos Fernández L., “Los hijos de las tinieblas son más
sagaces que los hijos de la luz. Pensamiento político católico y marxismo en Chile, 1960-1964”, en Revista
Izquierdas, Nº 28, Santiago, mayo-junio 2016, pp. 27-65.
nacionales que son los causantes del atraso y de la miseria en que viven los chilenos”,
aspecto sobre el cual se reconocían los efectos, pero no “se señala ni condena a los cul-
pables”, y muy por el contrario, la jerarquía prefería atacar a los comunistas, a quienes
“sí se les critica, se les condena y se les calumnia.” El efecto de esta operación –de “esta
nueva táctica, nueva forma de abordar los problemas ante el pueblo”, es decir, de denun-
ciar su miseria, pero no a sus responsables–, era que la Iglesia Católica se levantaba “no
contra los causantes, sino contra las víctimas”. De forma más estructural, la oposición
del medio comunista contra el texto del Episcopado descansaba en que a juicio del pri-
mero “para lograr los cambios que los obispos proponen –los que coinciden con los que
hemos venido luchando por años- tales como ‘las oportunidades de empleo, la capaci-
tación productiva, la percepción de un salario proporcionado y las reivindicaciones so-
ciales’, es necesaria la lucha de masas”, ya que “todo se resuelve con la lucha de clases,
mediante los combates de las masas”, y no por “la magnanimidad de las clases dirigen-
tes que hayan renunciado a sus privilegios a favor del pueblo”. En ese contexto, y dada
la intención episcopal de dividir a Chile entre católicos y no católicos (como antes había
destacado Volodia Teitelboim), Principios consideraba que “si la Iglesia Católica chile-
na, si los obispos que suscriben la Pastoral, quieren sinceramente resolver los problemas
que agobian al pueblo, debieran estar junto con los trabajadores luchando”. Como no lo
hacían, significaba que “la Pastoral está destinada, en lo político, a detener el avance del
movimiento popular y abrir el camino a las fuerzas reaccionarias para que sigan con el
poder político”.
En términos de la posibilidad de convivencia o colaboración entre marxistas y cris-
tianos, el artículo citado será muy preciso en indicar que esta posibilidad se alejaba
institucionalmente por el agresivo tono anticomunista de la pastoral, pero que, por el
contrario, desde el trabajo conjunto no hacía sino fortalecerse:
“los comunistas somos respetuosos de los creyentes, de los obreros católicos, de los campesi-
nos católicos, de los empleados católicos, de los profesionales católicos, que están en contacto
vivo con nosotros, sufriendo las mismas penurias que nos impone el régimen capitalista, con
quienes estamos juntos en el trabajo, en la población, en el barrio, en la lucha por nuestras
reivindicaciones comunes, de modo que el obrero, el trabajador que contrae matrimonio por la
Iglesia, bautiza a sus hijos, asiste periódicamente a los templos, jamás ha recibido una crítica
de un comunista por sus creencias. Y por ello, los obreros católicos, los trabajadores católicos,
que han luchado, luchan y lucharán codo a codo con los comunistas y con todos los demás
trabajadores, que conocen la abnegación y el sacrificio de los comunistas en la defensa de los
derechos de sus compañeros de trabajo, quedarán junto a los comunistas luchando por el pan
para sus hijos y en contra de sus explotadores y desobedecerán la Pastoral que los conmina a
someterse sumisamente a la explotación de sus patrones”20.
20
Jorge González, “La posición de los comunistas frente a la religión y la Iglesia”, en Principios, revista
del Partido Comunista de Chile, Nº 92, Santiago, noviembre-diciembre 1962,pp. 10-24 (en adelante RP).
tación, de los abusos de que es víctima”21.De esa forma, lo que la crítica comunista a la
pastoral destacó fue la política anticomunista que propiciaba y la cercanía efectiva que
los católicos miembros de las clases trabajadoras mantenían con los militantes, las cau-
sas y las luchas conducidas por el Partido Comunista, evidenciando un divorcio práctico
entre los presupuestos doctrinales de la jerarquía y la praxis político-social de las bases
católicas.
Desde la otra orilla, para los liberales –encabezados por Mariano Puga Vega (1899-
1976), padre y hermano de sacerdote a su vez, y reconocido católico–, el principal mo-
tivo de discordia era la crítica al capitalismo liberal que la pastoral contenía y que en su
opinión se encontraba en la matriz de las sociedades democráticas de su tiempo. Junto
a ello, el político liberal cuestionaba el que la opinión doctrinal de los obispos operase
como un factor de constreñimiento de la libertad de los ciudadanos, como “censuras
que son propias a perturbar los criterios”. Más radical en su juicio era el diputado li-
beral Fernando Maturana (1925-1995), de acuerdo con quien el objetivo de la pastoral
era “un claro y manifiesto propósito de intervenir en política temporal en forma activa
y a favorecer a los católicos que quieren aliarse con el comunismo”. Por el contrario,
opinión inversa sostenía el recién electo diputado conservador Gustavo Monckeberg
(1914-2008), para quien la pastoral era una condena para estos, específicamente, los
democratacristianos22. Más allá de la pastoral el Partido Conservador manifestó una pro-
funda preocupación por lo que consideraron eran ataques llevados a cabo por los medios
de opinión asociados a la Iglesia Católica –como el semanario La Voz y la radio Chile-
na–, ataques que valiéndose de “falsos argumentos”, buscaban “obtener los mismos ob-
jetivos que agitan elementos marxistas, por lo que aparecen en constante y sospechosa
coincidencia”23.
A su juicio, entonces, la preocupación no era solo la opinión política de la Iglesia
sino su potencial infiltración por parte de sus enemigos y, con ello, la división de los
católicos chilenos. El asunto no quedó ahí, ya que el diputado conservador Jorge Hüb-
ner G. (1923-2006) hizo pública su decisión de poner fin a su suscripción a la revista
Mensaje –tras el número dedicado a la revolución en América Latina de fines de 1962–,
e iniciar junto con el también diputado conservador Edmundo Eluchans M. (1926-1993)
una denuncia contra la misma revista y el semanario La Voz “por ostensible partidismo
a favor de la Democracia Cristiana, y por desviaciones ideológicas”. Todo fue evaluado
por el director de La Voz, el también conservador Gastón Cruzat P. (1921-) como una ra-
zón suficiente para renunciar públicamente al Partido Conservador, indicando en la carta
correspondiente que había llegado la hora en que “el Partido Conservador –o al menos
sus dirigentes– dejen de considerarse los tutores del catolicismo en Chile y de que pre-
21
González, op. cit. Poco más tarde, en la misma publicación, la opinión en torno a la posición episcopal
será rotunda: “la campaña anticomunista ha adquirido un insolente despliegue y virulencia. A ella se ha suma-
do abiertamente la propia Iglesia Católica”, Comisión Organizadora del Partido, “Por un gran Partido Comu-
nista de masas”, en RP, Nº 93, enero-febrero 1963, p. 33.
22
“Fuegos cruzados sobre la Pastoral”, op. cit., p. 7.
23
Citado en “¿Imputación oficial?”, en LV, 23 de diciembre 1962, p. 9. El apoyo al medio de prensa cues-
tionado provino del mismo cardenal Raúl Silva Henríquez, quien visitó poco después de la acusación conser-
vadora las oficinas del semanario. “La presencia del Cardenal”, en LV, 30 de diciembre 1962, p. 3.
24
Carta de Gastón Cruzat citada en “La Voz en la pelea por una auténtica libertad de prensa”, en LV, 30 de
diciembre 1962, pp. 12-13.
25
“Falta de lógica”, en LV, 7 de octubre 1962, p. 3.
26
“Declaraciones del Cardenal Arzobispo Monseñor Raúl Silva Henríquez”, en PyE, Nº 274, septiembre
de 1962, pp. 33-35.
“Pensamos que las ideologías no se combaten como tales, sino alterando las condiciones obje-
tivas que las hacen emerger y mantenerse. Nunca hemos atacado a la Iglesia en tanto entidad
espiritual, pero no aceptamos que usando su influencia en vastos sectores populares, ponga
todo su peso y su poder al lado reaccionario de la balanza. Con ello se expone a que tengamos
que combatirla en el terreno temporal. Quien siembra vientos cosecha tempestades. Hemos
sido y seguiremos siendo respetuosos de todos los credos e ideologías, en cuanto tales. Pero
no podemos presenciar impasibles que nos jueguen con armas vedadas, con golpes bajo el
cinturón, haciendo pasar lo religioso como arma de orden político. Que después no vengan
con lagrimas de cocodrilo si la desacertada actitud que ha tomado la Iglesia chilena la arrastra
al seno de las luchas temporales, donde ella tiene mucho que perder y muy poco que ga-
nar”27.
27
“La Pastoral de los Obispos de Chile”, Foro radial emitido por Cooperativa el 23 de septiembre, en
PyE, Nº 275, octubre de 1962, pp. 12-22. Clodomiro Almeyda agregaba al concluir su opinión sobre la carta
pastoral: “políticamente, la calificamos de negativa. Porque fortalece a los enemigos del pueblo. Porque con-
funde a la opinión pública chilena, y porque, sobre todo, y esto es fundamentalmente válido para el correcto
ejercicio de la democracia en Chile, introduce a la Iglesia, quiéralo o no lo quiera, al campo político contin-
gente, exponiéndola a ella y a los católicos a un tipo de controversia y de confusiones que hubiera sido prefe-
rible evitar”.
“[...] esta Pastoral no es solo para hoy, para mañana ni para pasado mañana. Va a tener vi-
gencia en el tiempo. Y va a ser usada ya no por Su Eminencia el Cardenal y por los señores
Obispos, sino que va a ir bajando en la escala, en la capilaridad de la Iglesia, va a ir llegando
a las parroquias más apartadas, a los públicos más apartados, a la gente más modesta, a la
gente que por su falta de cultura le va a ser difícil entender, cuando en víspera de una elección
de regidores un sacerdote desde el púlpito o un comentador civil de esta Pastoral, comience a
repetir estos trozos y empiece a hablar de liberalismo ateo y materialista y comience a hacer
recomendaciones idénticas sobre los otros partidos. Es indudable que esto va a representar
una intervención política. Y es indudable que ésta va a ir siguiendo una capilaridad que va a
seguir la dignidad de la Iglesia. Y es indudable que esto va a provocar resentimiento. Y es in-
dudable que esto va a escandalizar a mucha gente. La va a colocar en posiciones dificilísimas
de conciencia”28.
De esa forma, los dos críticos de la intervención política de la Iglesia –es sintomá-
tico que en el mismo debate radial se encontraran Javier Lagarrigue A (1915-), redactor
de La Voz con el seudónimo de José Gorbea y comisionado por la misma jerarquía para
hablar en su representación, y Jaime Castillo Velasco (1914-2003) a nombre de la De-
mocracia Cristiana; ambos se limitaron a reiterar los juicios emitidos en la pastoral, sin
problematizarlos o ampliarlos– apuntaban hacia aspectos de índole estrictamente políti-
ca, no doctrinal, e insistían en el riesgo que para la actividad democrática representaba
el clericalismo o la opinión explícita de la Iglesia en materias contingentes. Por ello, no
era aventurado pensar que esa intervención explícita o tutela moral sobre el electorado
católico suponía, a fin de cuentas, un apoyo poderoso al Partido Demócrata Cristiano y
su versión de la acción política de inspiración cristiana, que tenía como una de sus bazas
centrales el distanciamiento equitativo del liberalismo y del comunismo.
De forma muy evidente, las elecciones presidenciales de 1964 -representarían una
prueba para la prescindencia política del clero y la jerarquía. En fecha tan temprana
como mayo de 1963 se hacía pública la conversación entre el cardenal Raúl Silva Henrí-
quez y el diputado conservador Jorge Hubner, quien habría consultado al Prelado por la
factibilidad de que un conservador votase por un radical, conceptuado este último como
28
“La Pastoral de los Obispos...”, op. cit.
29
“El Cardenal y los candidatos”, en LV, 12 de mayo 1963, p. 7.
30
“Una antigua majadería”, en LV, 26 de mayo 1963, p. 3. Sobre la percepción en el campo católico del
periodo aquí analizado como marcado por el cambio histórico, Marcos Fernández L.,“Cambio histórico, so-
ciedad secular e Iglesia: interpretaciones del mundo católico ante un contexto de transformación. Chile, 1960-
1964”, en TyV, vol. 57, Nº 1, 2016, pp. 39-65.
31
“El Diputado Orlando Millas, un Pontífice contradictorio”, en LV, 16 de junio 1963, p. 6. La cita tex-
tual de las condolencias por la muerte de Juan XXIII es muy expresiva de su intención política: “Saludamos
los comunistas chilenos con respeto y afecto la memoria del Pontífice de la Paz, Juan XXIII. Formulamos
votos para que su sabia prudencia, su comprensión de las mutaciones que se desarrollan en nuestra época y su
valerosa lucha por la paz inspiren también a la Jerarquía del clero de nuestro país. Ello sería altamente conve-
niente”. Orlando Millas, “Derrotar a la Derecha” Fragmentos del Informe rendido en nombre de la Comisión
Política a la Sesión Plenaria del Comité Central del Partido Comunista de Chile, 6 de junio de 1963, recogido
en Los comunistas, los católicos y la libertad, Santiago, Editorial Austral, Colección Realidad Americana,
1964, p. 70. Se agradece la recomendación de este texto al historiador Alfredo Riquelme S. Con respecto al
comentario comunista a Pacem in Terris, la revista Mensaje registraba el tipo de opiniones presentes en El
Siglo, periódico comunista que publicó integra la encíclica por considerarla “un documento de innegable
importancia y trascendencia histórica”, poniendo el énfasis en “el clamor de la humanidad por la paz” y su
“pronunciamiento por la coexistencia pacífica”. En el ámbito local, se citaba la posición de que “creer o no
creer en Dios no puede ser obstáculo para incrementar la unidad de todas las fuerzas democráticas de Chile en
su lucha por la liberación nacional”, más aún cuando “esas discrepancias filosóficas que nos separan después
de la muerte y que mientras tanto hacen perfectamente posible el entendimiento en mil cosas por la tierra.” En
“Universal acogida a “Pacem in Terris”, en RM, Nº 119, junio 1963, pp. 245-246.
32
“El Partido Comunista chileno y la Iglesia”, en TyV, vol. 4, Nº 3, tercer trimestre 1963, p. 222.
Orlando Millas, “Derrotar a la Derecha” Fragmentos del Informe rendido en nombre de la Comisión
34
Política a la Sesión Plenaria del Comité Central del Partido Comunista de Chile, 6 de junio de 1963. En torno
a los Cuerpos de Paz, la investigación del historiador chileno Fernando Purcell es ilustrativa de al menos dos
aspectos relevantes para esta investigación: la reconocida asociación que sus críticos de izquierda hicieron
entre la organización y los intereses políticos estadounidenses –tildándolos de “espías”– y el desafío que para
muchos de los voluntarios (en su mayoría protestantes) representó incorporarse a instancias de intervención
social local administradas por la Iglesia Católica. Fernando Purcell, “Guerra Fría, motivaciones y espacios de
interacción. El caso del Cuerpo de Paz de Estados Unidos en Chile, 1961-1970”, en Tanya Harmer y Alfredo
Riquelme (editores), Chile y la Guerra Fría Global, Santiago, RIL Editores, 2014, pp. 75-77 y 79. Se agrade-
ce al autor la indicación de este artículo.
35
Orlando Millas, “El pensamiento de Vekemans”, en El Siglo, Santiago, el 30 de octubre de 1963.
36
Orlando Millas, “La encíclica”, en El Siglo, Santiago, 24 de abril de 1963.
37
Orlando Millas, “Derrotar a la Derecha” Fragmentos del Informe rendido en nombre de la Comisión
Política a la Sesión Plenaria del Comité Central del Partido Comunista de Chile, 6 de junio de 1963.
38
Orlando Millas, “Antioligárquicos, pero proimperialistas”, en El Siglo,Santiago, 6 de noviembre de 1963.
“[...] la nueva orientación teológica favorece el diálogo entre creyentes y no creyentes, con vis-
tas a acentuar la colaboración, aunque subsistan las divergencias ideológicas, para luchar con-
juntamente por aquello en que se está de acuerdo: por la paz y contra la guerra, por la indepen-
dencia nacional y contra el imperialismo, por la reforma agraria y contra el latifundio, por las
libertades públicas y contra los golpes de Estado fascistizantes, por las reivindicaciones obreras
y populares y contra el pauperismo, etc. La experiencia indica, Sin embargo, que tal colabora-
39
Orlando Millas, “Enfoques reaccionarios”, en El Siglo, Santiago, 13 de noviembre de 1963.
ción no es resultado de los planteamientos de los teólogos, sino en primer término de la acción
concreta, tesonera, tenaz e insistente de las células comunistas que, en todas partes, organizan
la unidad obrera y popular e impulsan la movilización y las luchas ascendentes de las masas”40.
40
Orlando Millas, “Las nuevas corrientes en el catolicismo y la política de los comunistas chilenos”, en
Nuestra Época, Santiago, marzo 1964.
41
Op. cit., pp. 117-118.
42
Op. cit., p. 119.
43
Op. cit., p. 126.
44
Op. cit., pp. 127-128.
De esa forma, en opinión del diputado comunista, al interior del mundo cristiano se
evidenciaban giros y transformaciones que anunciaban una fértil colaboración entre este
y el campo de las organizaciones de izquierda. Pero el impacto específico y efectivo de
ello no estaba asegurado, al menos por tres factores: su coincidencia con el programa de
reformas de sustento al capitalismo; la persistencia del rechazo inveterado al progresis-
mo, aun cuando se tomasen las banderas de este para su legitimidad y la distancia verifi-
cada entre jerarquía y “pueblo católico”.
De forma muy visible la inminencia de las elecciones de 1964 volvió a cargar de
tensiones la disputa en torno a la licitud de la intervención política de la Iglesia Católica,
agregando, además, el surgimiento formal de al menos dos movimientos proclama-
dos como de cristianos de izquierda: “Izquierda Cristiana” y el “Movimiento Católico
Allendista”45. Lo que aquí interesa es anotar que en ese ambiente electoral y de fraccio-
namiento de la opinión política católica –derecha conservadora, centro democratacris-
tiano y cristianos de izquierda por el FRAP–, los medios de opinión católicos dieron
publicidad a unos versos del poeta comunista Pablo Neruda (1904-1973), que, al mismo
tiempo, daban cuenta de un florido anticlericalismo –y ya no solo crítica al clericalismo
entendido como intervención política eclesial–, como de ácidos cuestionamientos a la
candidatura democratacristiana. Vale la pena citarlos en toda su extensión:
45
“Católicos o allendistas”, en LV, 26 de abril 1964, p. 2; “Catolicismo e izquierdismo”, en LV, 1 de mar-
zo 1964, p. 3.
Democratacristianos.
Se trata, según creo,
Y por eso me llamarán ateo
De que tiene estrechas relaciones
Con Dios y sus legiones...
Dios me libre del revolucionario
Que se bate con sus escapularios.
Oigan, politizantes imprevistos:
¡Dejen tranquilo a Cristo!”46
De acuerdo con el semanario arzobispal, esta era una más de la larga lista de ofensi-
vos ataques que desde el campo político de la izquierda se lanzaban en contra de la Igle-
sia, cuya jerarquía había “preferido guardar silencio, tal vez porque el instante político
es demasiado crítico y violento como para que sus palabras se escuchen con la necesaria
seriedad, sin distorsiones intencionadas e interesadas”. La jerarquía callaba, pero La
Voz no, y asumía un tono acorde al de sus adversarios: Pablo Neruda era un “plumario
sin ingenio ni siquiera para mentir” y Salvador Allende “un aristócrata que posa de iz-
quierdista”, habiendo elegido ambos “en este momento histórico de Chile, el papel de
enlodadores y oscurantistas”. Tras ello, declaraba de manera formal: “el temor de una
utilización política no puede silenciarnos por más tiempo mientras se ataca en forma
deliberada y sostenida a la Iglesia en que creemos”47.
A un par de días de la publicación recién citada, desde las tribunas del Senado el
parlamentario comunista Jaime Barros Pérez-Cotapos (1911-2004) profería una lar-
ga diatriba anticlerical, en la que –de acuerdo con Mensaje– se “acusó a la Iglesia de
hipocresía, de inmoralidad, de simonía”, con insultos como “Maquiavelos de trocha
angosta”, “sapos ventrudos”, “camaleones mimetizados”, “polizontes de sotana”, “lo-
bos de Loyola”. El escándalo producido motivó la retractación del mismo senador, y la
acusación comunista de que la Iglesia hacía uso político del evento para cuestionar a la
candidatura de Salvador Allende. En opinión de Mensaje, lo que la jerarquía había he-
cho era lo natural, es decir, manifestar su apoyo a los pastores agraviados y cuestionar a
quienes los vitupereaban. Pero en la reflexión jesuita el incidente poseía mayor profun-
didad: daba cuenta de la estulticia de algunos políticos, la facilidad con que se caía –en
un campo político tensionado por la próxima elección– en lo que la revista denominaba
en una crónica anterior “politiquería”48 y que significaba la incapacidad de los políticos
de “plantear y discutir los diversos problemas con profundidad, serenidad, inteligencia y
decoro”.
Más allá de la polémica como tal la conclusión que Mensaje sacaba de las repercu-
siones del affaire Jaime Barros se relacionaba con el hecho de que en esos mismos días
un vespertino capitalino había realizado una encuesta de opinión en torno al asunto, y
la inmensa mayoría de los interrogados cuestionaron la forma de los dichos del senador
comunista, pero no así su fondo, es decir, en lo fundamental la creencia de que la Iglesia
46
“Neruda olvidó a los católicos allendistas”, en LV, 31 de mayo 1964, p. 6.
47
“No son coincidencias”, en LV, 21 de junio 1964, p. 3.
48
“Responsabilidad de los políticos”, en RM, Nº 130, julio 1964, pp. 275-277.
Católica era una institución rica y poderosa (si es que no rapaz y avariciosa). En opinión
del medio jesuita, lo que esta situación evidenciaba era un “resabio de clericalismo” que
habitaba aun en los laicos, quienes no se sentían parte efectiva de la Iglesia, y asociaban
a esta solo con la jerarquía, al tiempo que desconocían la utilidad que se hacía de las
“riquezas de la Iglesia”49. Pues bien, una forma eficiente de acabar con ese resto clerica-
lista era que los mismos laicos asumieran las responsabilidades de administración eco-
nómica de la Iglesia, así como que se informaran de las reales utilidades de la propiedad
eclesial, y más importante, del gasto que la mantención de las obras católicas suponía.
En el fondo, la mejor estrategia para acabar con el problema era incorporando a los ca-
tólicos corrientes a la gestión institucional, y al compromiso real a partir del aporte de
fondos directos a la Iglesia50. Hasta que tales procesos se verificaran, el problema de la
intervención de los católicos –y en específico la Jerarquía– en la política contingente
era una fórmula aún por resolver. Una mirada a la reflexión al interior del pensamiento
católico puede dar pistas en torno a los caminos –siempre parciales y contingentes– de
resolución.
De forma paralela a las querellas antes reseñadas, que han tenido como protagonistas
en lo fundamental a las organizaciones políticas formales y sus representantes, desde el
interior del pensamiento católico se articuló una serie de debates ilustrativos del alcance
del problema del clericalismo –y su reverso, el anticlericalismo– y la centralidad que
tenía para los miembros de la Iglesia Católica. Así, por ejemplo, el teólogo belga José
Comblin (1923-2011) advertía, en torno a las razones de origen del anticlericalismo y la
desafección religiosa de las sociedades latinoamericanas, que inscritas en un estado de
crisis permanente por la ausencia de expectativas para amplias capas de los trabajadores
urbanos, el campesinado y la pequeña burguesía encontraban en la Iglesia Católica un
baluarte de estabilidad y orden, de seguridad y equilibrio, todas imágenes completamen-
te opuestas al común sentir de gran parte de la sociedad. En ese contexto, el anticleri-
calismo era una veta a explotar por aquellos partidos que quisieran el favor electoral y
militante de esos sectores, y el comunismo era el más beneficiado, en orden a la lógica
de que “será el partido más anticlerical el que obtenga la adhesión de estas fuerzas”. Se
evidenciaba así el carácter secundario del rechazo al clero y su intervención política,
no sustentado en una convicción, sino entendido como un factor de contexto que aludía
a una problemática mayor, que en opinión de este teólogo solo podía resolverse con el
compromiso católico con los movimientos sociales que estos sectores protagonizaban,
compromiso que de ningún modo debía plantearse como “confesional”51.
49
RM, Nº 131, agosto 1964, pp. 343-345.
50
“Capitalismo en la Iglesia”, en RM, Nº 132, septiembre 1964, pp. 401-402.
51
José Comblin, S.T.D., “Problemas contemporáneos de la fe”, en TyV, Nº 3, vol. 3, tercer trimestre 1962,
pp. 149-156.
Con su autoridad igualmente teologal, el jesuita José Aldunate (1917-) tomará el es-
pinoso asunto de las relaciones entre política e Iglesia entre sus manos, y en las páginas
del primer número de Mensaje de 1963 desenvolvió una exposición que –ya enmarcada
en las futuras elecciones de 1964– buscaba aclarar para los cristianos los alcances de la
intervención política eclesial. Para ello, y ante la pregunta de si, “¿tiene competencia la
Iglesia en la esfera política?”, el sacerdote iniciaba explicando la distinción de planos
entre orden temporal y político –de gobierno– y aquel superior reservado a la Iglesia,
y por ello, esta “como tal no pude pretender un poder político, tener mandatarios suyos
en puestos claves, dirigir la marcha política del país según su punto de vista”. Así, en
los casos en los que ambos planos se confundían se vislumbraba “un peligro constante:
peligro de politización de lo religioso y peligroso sectarismo católico en lo político”,
precisando que “en ambas confusiones caen tanto los progresistas que ponen su religión
exclusivamente en la empresa político-social de mejorar la suerte del proletariado, como
los integristas que quieren derivar de la primacía de la Iglesia y de su doctrina social
todo un orden político e imponerlo a todos en nombre de la religión”.
Sin contradicción con lo anterior, para José Aldunate la preocupación de la Iglesia
por la política era central, ya que esta debía de ser moralmente calibrada en su lógica
de medios y fines, dado que incluía “opciones sobre los fines mismos, juicios de valor
sobre los elementos que constituyen el bien común, sobre la licitud de tales medios,
en último término, sobre lo que es el hombre y cómo se le ha de promover hacia su fin
trascendente a través de lo que concretamente ha de constituir su bien común tempo-
ral”. Para ello, el cristiano encontraba al menos dos planos de decisión: su adhesión o
rechazo a una determinada agrupación política –de acuerdo con su coherencia con los
principios morales propios del cristianismo, que iban desde el confesionalismo hasta
las organizaciones declaradas como enemigas de la religión– y el voto por uno u otro
candidato, nuevamente a la luz del respeto de este hacia tales principios. Pues bien, la
“conciliación” de ambos planos –la imposibilidad eclesial de intervenir en política y el
juicio moral que elaboraba con respecto a dicha actividad– se llevaba a cabo en el hecho
de que “la autoridad de la Iglesia en lo político se ejerce por mediación de las concien-
cias”, que en la práctica debía entenderse en el sentido de que “la Iglesia interviene en
lo temporal, no desde afuera, como una segunda potencia, creando conflictos con el po-
der civil, sino desde adentro, a partir del hombre mismo, fundamentando desde la base
la autoridad misma del poder civil y asegurando su recto ejercicio en virtud de una sana
noción del hombre y del bien común”. Es decir, en la senda de la definición postsecular
anotada al inicio de esta investigación, en términos del reconocimiento de que en los
marcos de una sociedad secular la influencia política de las instituciones religiosas era
mediada, indirecta, pero, al mismo tiempo, dotada de sentido ético por parte de aquellos
que la ejercían no en el espacio íntimo de lo privado, sino en el campo político de la res
publica.
Avanzadas tales proposiciones, el artículo del jesuita se introducía en cuestiones de
aplicación práctica, y que en el contexto electoral antes mencionado era la que moti-
vaba su redacción: la actitud de los cristianos frente a las coaliciones electorales, y en
específico la posibilidad de apoyar alianzas que contasen con organizaciones contrarias
al cristianismo. Para dar cuenta de este factor, José Aldunate define aquellas creencias
distantes del cristianismo y por ello no recomendables para el ciudadano católico, ya
que “encarnan en alguna u otra forma falsos principios, como los del marxismo, del
liberalismo doctrinario, del laicismo antirreligioso”. Pero tras ello, indicaba qué agru-
paciones inspiradas por ideas como las recién citadas eran posibles de ser apoyadas “en
ciertas circunstancias, siempre por razones del bien común, como evitar un mal mayor,
y en forma que no signifique una plena identificación, ni una colaboración formal, sino
simplemente una medida táctica”. De esa forma, el apoyo cristiano a partidos no defini-
dos como tales pasaba por un primer tamiz: “nunca es lícito el apoyo formal a un par-
tido doctrinalmente inaceptable” y “es lícito un apoyo meramente material por motivos
de un mayor bien común”. Aun así, las vías de ambigüedad seguían vigentes, pues la
definición de bien común era siempre escurridiza –el mismo José Aldunate lo concebía
como “vital y dinámico” en términos de su historicidad– y la más difícil tarea del polí-
tico cristiano era “actuar y no contaminarse. Edificar la ciudad teniendo que colaborar a
veces con los agentes de la destrucción. Llevar a tierra la red evangélica que tiene peces
buenos y malos”.
Ante tales dilemas, solo quedaba la ilustración del ejemplo concreto: las posibilida-
des efectivas de colaboración política –de “pacto”– con comunistas, socialistas, libera-
les y radicales. Con respecto a los primeros, la opinión del jesuita era terminante: “el
comunismo implica un concepto deformado del hombre y de la sociedad”, además de
apoyarse “en falsos principios y pretender realizar un orden social que conculca dere-
chos fundamentales y valores trascendentes”; en el caso del Partido Comunista chileno,
este “encarna en su ideología, en sus métodos y sus objetivos, una forma particularmen-
te rígida y sistemática” de los “vicios fundamentales que hemos enumerado”, lo que se
traducía en que estuviera “intrínsecamente viciado”, lo que volvía “totalmente ilusoria
toda esperanza de que el comunismo chileno en el gobierno pudiera ser diferente de lo
que ha manifestado en otras partes”. Así, un pacto de apoyo de organizaciones de ins-
piración cristiana a otras de ideología comunista era indeseable; en caso contrario –el
apoyo de los comunistas a una coalición encabezada por partidos de inclinación cristia-
na– era plausible, pues ello implicaría que “no habría concesiones ni complicidades”.
Pero, y de forma más realista, en caso de volverse necesarias estas concesiones y acuer-
dos, el asunto se complejizaba, ya que “es inmoral querer conquistar el apoyo de otros
con promesas engañosas que no se piensan cumplir”; del mismo modo, “¿qué garantía
habría de que el comunismo por su parte respetara sus compromisos sin aprovecharse
indebidamente de la situación?”. Era opinión de José Aldunate, en definitiva, que: “en
el estado actual de nuestra política, con tales combinaciones se correría un serio peligro
de contribuir a promover al Partido Comunista más que a comprometerlo, de perturbar
la opinión, de desprestigiarse frente a ella, de orientarla hacia el extremo opuesto. To-
dos estos resultados comprometerían el fin que se quiere obtener y harían la operación
políticamente irracional”. Pero si en última instancia una situación de colaboración
con el comunismo se realizaba, ella tendría que darse teniendo “la seguridad de que no
llegarán a dominar el gobierno ni extender su influjo en la ciudadanía comprometiendo
el futuro del país”. Llevando el ejemplo hasta la propia contingencia, el jesuita cerraba
este apartado indicando: “parece que se darían estas condiciones reales entre nosotros, si
se pone el poder presidencial en buenas manos”.
Con respecto al socialismo, Aldunate se planteaba el problema de la posibilidad
de colaboración con este a partir de dos premisas iniciales: la experiencia europea de
52
José Aldunate, SJ, “Los pactos electorales, un problema de conciencia”, en RM, Nº 116, enero-febrero
1963, pp. 33-41.
53
Javier Lagarrigue A., “Pluralismo político chileno”, en TyV, Nº 4, vol. 4, cuarto trimestre 1963, pp. 245-
249. Los planteamientos de Javier Lagarrigue, al oponer democracia y totalitarismo, bien pueden relacionarse
con el tipo de definiciones que el filósofo político Claude Lefort ha sostenido como propias de la democracia,
entendida como incierta en sus fundamentos, abierta en las relaciones que se establecen entre los sujetos y el
poder, así como entre cada uno, ya que el reconocimiento esencial es “la indeterminación de la historia y del
ser de lo social.” Claude Lefort, “La cuestión de la Democracia”, en Claude Lefort, La incertidumbre demo-
crática. Ensayos sobre lo político, Barcelona, Anthropos, 2004, pp. 50-51.
“[...] la Iglesia debe persuadir al pueblo antes de que el Estado pueda obligarlo a ejecutar lo que
él mismo reconoce en su conciencia. Cuando el pueblo moralmente unánime reconozca tal deber
religioso (el cumplimiento social de los preceptos cristianos) como parte del bien común de la
sociedad, entonces la autoridad social que emana del pueblo puede y debe imponerlo, no antes.
La Iglesia, en efecto, no confiere al Poder Civil ninguna autoridad nueva que él no tenga
en virtud de su misión natural. En virtud de su misma naturaleza, no puede imponer un bien
común que la conciencia y la razón popular no reconoce como bien común”54.
54
Pbro. José Comblin, “La Iglesia y el poder en la sociedad pluralista”, en TyV, Nº 4, vol. 4, cuarto tri-
mestre 1963, pp. 269-271.
grupo cristiano y otros grupos no-cristianos”. Por lo mismo “el pluralismo es para la
Iglesia la condición de su misión en la tierra. Su misión es superar el pluralismo, no por
la victoria sobre los demás partidos, sino por la apertura hacia ellos y la integración, la
conversión de estos partidos, trayendo los valores humanos que han desarrollado”. Así,
y de manera radical, el imperativo trascendental de la acción temporal católica definía
a esta como destinada a la constitución de una totalidad cristiana fundamentada en la
extensión de los valores cristianos del bien común y su asunción en la conciencia y las
estructuras del gobierno. Se planteaba aquí una suerte de “poder constituyente desde
abajo”, no radicado en la sola institucionalidad del gobierno –una suerte de constantinis-
mo redivivo–, sino en la creencia escatológica:
“[...] el pluralismo es el plazo que nos separa del advenimiento total del Reino de Cristo, es la
medida de la edificación total de la Iglesia.
Por eso, el pluralismo no es mera coexistencia, o tolerancia de partidos que quieren
caminar lado a lado sin perjudicarse. No es tampoco mera colaboración de partidos que se
aceptan mutuamente y se subordinan a una tarea común sin perder su distinción. Es tendencia
hacia la unidad, no por síntesis ecléctica, sino por integración de todos los valores humanos,
de todos los grupos humanos en el mismo Cristo, por transformación de la Iglesia y rejuvene-
cimiento interior, y por conversión libre y espontánea de los hombres a Cristo”55.
55
Comblin, “La Iglesia...”, op. ci.t, pp. 269-271. Sobre el Constantinismo y la reconstrucción histórica del
concepto en función de su superación por parte del Concilio Vaticano II, Gianmaria Zamagni, Fine dell’ Era
Constantiniana. Retrospettiva Genealogica di un concetto critico, Bologna, Il Mulino, 2012.
“si la Iglesia contiene en la revelación divina toda la verdad, en concreto ella reconoce que tal
o cual aspecto de la verdad puede ser vivido, promovido y defendido con más vigor por otros
grupos u otras ideologías que se oponen a ella. En este caso la paz social requiere que los cris-
tianos se abran para recibir de los que se hacen sus adversarios y lo son parcialmente, la parte
de verdad que éstos mantienen más fuertemente”56.
56
Comblin, “La Iglesia...”, op. cit., pp. 269-271.
“No es nada necesario que los gobiernos sean católicos, ni que los católicos procuren poner
correligionarios en el poder. Basta que los gobiernos no tomen una actitud de hostilidad y
estén decididos a promover los valores comunes y a defender los acuerdos explícitos o tácitos
que constituyen la convivencia nacional en el respeto de los valores comunes.
El poder en manos católicas puede ser inútil. En el sistema democrático el príncipe no
puede imponer al pueblo una noción del bien común que él personalmente concibe, sino la
noción que el pueblo reconoce como tal. Además, un católico en el poder no puede ejercer
presiones sobre el pueblo, y no puede tampoco conceder privilegios al grupo cristiano de la
sociedad. Por lo tanto el poder es inútil. No es permitido a un dirigente católico hacer más de
lo que podría hacer otro no católico igualmente dispuesto a respetar y promover el acuerdo
actual.
El poder podría ser inoportuno. Siendo la convivencia social el resultado de acuerdos
provisorios, hechos de concesiones mutuas y respeto mutuo de las reticencias de aceptar los
valores de los demás grupos, la presencia de católicos en el poder puede parecer sospechosa,
como si fuera una tentativa de dominación de una parte de la comunidad sobre las demás par-
tes. A veces ciertas personalidades representativas de los acuerdos, o personalidades no com-
prometidas en las familias ideológicas pueden ser guardianas más vigilantes de la paz y de la
unión social.
El poder podría ser también peligroso, dando a los católicos que lo ocupan la tenta-
ción de aprovechar de su posición para ejercer presiones y favorecer a la Iglesia por medios
políticos que el conjunto de la comunidad no aprueba. En este caso, no respetaría la libertad
necesaria de la fe, sería una precipitación de precipitar la escatología, y una falta contra el
principio democrático, lo que los demás no perdonarían”57.
57
Comblin, “La Iglesia...”, op. cit., pp. 269-271,
Dando así larga cuenta de las tentaciones y riesgos del clericalismo y la acción polí-
tica de inspiración confesional, de forma coherente José Comblin concluía su análisis in-
centivando la vía tradicional de politización católica de la conciencia popular –para ex-
presarlo en los términos en los que el teólogo se ha referido hasta aquí–, es decir, aquella
recomendada por los pontífices para hacer de los católicos la levadura en la masa: la
Acción Católica, entendida como “el método providencial del actuar cristiano en la so-
ciedad contemporánea”, dado que esta “no pretende la conquista del poder, sino la per-
suasión en la opinión pública, la conversión de la mentalidad del pueblo”. En el cuadro
de la Acción Católica “los cristianos deben actuar como la minoría dinámica que inspira
al pueblo los valores humanos, como movimiento de educación y toma de conciencia
del modo cristiano de vivir socialmente”. El centro de la actividad social estaba en el
pueblo, tratando de formar en él “corrientes de opinión, de convencerlo poco a poco”.
Al fina, era la Acción Católica la encargada de las tareas políticamente estratégicas des-
tinadas no solo a la cristianización del pueblo, sino a la puesta en común al interior del
campo político del camino de unidad y superación cristiana al inicio reseñado. Así:
“[...] la Acción Católica es el órgano del cristianismo para dialogar con los demás movimien-
tos y las demás corrientes ideológicas; para tomar de ellas los valores cristianos que allí se
encuentran, para persuadirles de desarrollar sus posiciones, para llegar a acuerdos más profun-
dos sobre una base común más desarrollada, más conforme al conjunto del Reino de Cristo en
la sociedad. La acción del poder resultaría en seguida de la voluntad nueva del pueblo, y los
acuerdos de hecho concluidos explícita o tácitamente entre todos los grupos sociales”58.
Comblin, “La Iglesia...”, op. cit., pp. 269-271. La sistematización de las tareas de los laicos en el perio-
58
do aquí analizado se encuentra en Asociación de Universitarios Católicos, El laico apóstol, Santiago, Edicio-
nes Paulinas, 1960.
59
El proceso de politización laical durante el periodo y el conjunto de debates que lo tensionaron en Mar-
cos Fernández L., “Puesto sobre la tierra pero con la mirada y los brazos hacia el cielo”: la politización del
laicado en Chile, 1960-1964”, en Revista Brasileira de Historia das Religioes, vol. 25, Maringá, mayo-agosto
2016.
60
Se sintetiza así la definición de intelectual propuesta por François Dosse, La marcha de las ideas. Histo-
ria de los intelectuales, historia intelectual, Valencia, PUV, 2007.
61
Jean-Yves Calvez, “Cristianismo y sociedad democrática”, en RM, Nº 126, enero-febrero 1964, pp. 11-18.
nación en la acción política que el compromiso cristiano suponía y, por otro, el hecho de
que esta encarnación nunca debía de darse por acabada o satisfecha, o si se quiere expre-
sar en los términos de Claude Lefort, la historicidad de la democracia la volvía incierta,
en un sentido valorado como positivo. En el análisis aquí desarrollado ello significaba
que el clericalismo era una posición imposible de sostener, ya que este representaba el
compromiso cerrado del catolicismo con una forma de gobierno específica y, por ello,
la renuncia a su crítica y actualización. Vista así, la intervención política de la Iglesia no
era clericalismo, sino deber de crítica y el acomodo–la suposición de que en algún mo-
mento el católico abandonara esa posición de permanente cuestionamiento y demanda
de profundización de las condiciones de la democracia– era desconocimiento del mensa-
je del Evangelio. En la práctica, el contenido del artículo citado por la revista jesuita era
de total vigencia o, al menos, así se puede interpretar: los cristianos no podían confiar
que por el hecho de llevar al gobierno a una organización que se proclamaba a la vez de-
mocrática y cristiana, ello derivase en la adopción de una actitud de pasividad y anuen-
cia, bajo el axioma del triunfo de ambos preceptos en el campo temporal y la apertura de
un paréntesis a la intervención política y social de los católicos en tanto tales. Muy por
el contrario, el éxito de la fórmula democratacristiana era un nuevo inicio.
De forma mucho más pragmática, y quizá a contrapelo de las argumentaciones
teologales antes citadas, pero ante la inminencia de las elecciones de 1964, el mismo
cardenal Raúl Silva Henríquez se encargó de destacar –ante un auditorio universitario–
la legitimidad y necesidad de la intervención político-católica, volviendo sobre los con-
tendidos de la pastoral de 1962 e insistiendo en que la labor del cristiano era “cambiar
nuestras estructuras, cambiar las estructuras que hemos recibido, que hemos recibido sin
culpa”. Para ello era imposible quedarse –“como algunos querían”– encerrados “en las
cuatro murallas del templo”, ya que “la solución de estos problemas generales no cabe
en otro ámbito que en el de la política, del Gobierno”. Esta vocación de intervención
no se agotaba en la elección, pues “la acción política se reduce no solo a que tenemos
un voto que dar y que tenemos la obligación de discernir entre quién va a ser el que va
a ejecutar mejor las normas del bien común, sino también en que yo debo contribuir a
buscar las soluciones” y, para ello, “tenemos que influir en la cosa política, es decir, en
el Gobierno”. De forma explícita, el Cardenal recordaba que en la pastoral de 1962 ha-
bían cuestionado por igual las proposiciones comunistas y liberales, decantándose por
“la solución cristiana”, en tanto “estamos seguros de ella, creemos que es la solución
única en que se respeta la personalidad humana y que le da a cada uno lo suyo”. De
manera evidente, la implementación de esta alternativa estaba condicionada por que los
católicos fuesen “capaces de dirigir nuestro pueblo, capaces de encauzar sus anhelos
legítimos y de hacer la historia”. Ante las acusaciones de intervención política que no
dejaban de formularse y que aquí han sido reseñadas con detalle, Raúl Silva Henríquez
respondía: “el Cardenal está por sobre los partidos políticos, y no seremos agentes de
ninguno de ellos, cualquiera que llegue al poder... y el Cardenal reclamará, a cualquiera
que llegue al poder, que se cumplan las promesas hechas al pueblo”, concluyendo con
un irónico “si es que nos dejan hablar...”62.
62
“La clase del Cardenal en Valparaíso”, en LV, 19 de abril 1964, pp. 12-13.
En un ánimo muy similar, una larga editorial de Mensaje buscaba aclarar el papel
que a los cristianos les cabía ante la inminencia de la contienda electoral y un previsible
triunfo del Frente de Acción Popular, en tanto esta situación provocaba desazón “en un
país hiperpolitizado como el nuestro”. Tras abundar en los tópicos anticomunistas –en
un tono infrecuente para la publicación jesuita–, el foco que aquí interesa destacar es
el papel de orientación en la decisión política que la revista asumía como propio de la
Iglesia Católica. Así, se reconocía que “no le toca a la Iglesia resolver problemas téc-
nicos ni indicar concretamente cómo han de realizarse determinadas reformas”, pero
sí le competía “indicar los ámbitos generales dentro de los cuales han de realizarse
concretamente los programas políticos, económicos y sociales. La Iglesia puede y debe
dar orientaciones en el campo de lo temporal en la medida que éste afecte al hombre y,
directa o indirectamente, a su encaminamiento hacia lo eterno”. De forma más explícita,
para la publicación jesuita “Dios cuenta en la historia”, y ello se graficaba en el hecho
de que “no podemos separar radicalmente la tierra del cielo. La tierra no es el cielo, pero
el cielo comienza aquí en la tierra”. Negar esta situación llevaría a un “cristianismo des-
encarnado, un trascendentalismo deshumanizado”.
En ese contexto, se recordaban las palabras de la carta pastoral de 1962, en términos
de que los cristianos –y particularmente las organizaciones políticas por ellos constitui-
das–debían estar “en la avanzada de la verdad y la justicia y, sin miedo a críticas, reali-
zar todas las reformas que deban hacerse”, bajo el riesgo de que si no lo hacían “serán
los principales responsables del fracaso de la democracia y, naturalmente, habrán prepa-
rado el advenimiento de un régimen anti-democrático”. Así, los políticos cristianos “no
pueden contentarse con soluciones intermedias sino que tienen la obligación de tender a
soluciones radicales”. Ante la evidente sospecha de que todo lo anterior se dirigía en el
fondo a la promoción de la candidatura democratacristiana, en el segmento conclusivo
de la editorial los redactores precisaban:
“[...] no debemos confundir sin más la Iglesia con un partido político ‘cristiano’. El adjetivo
en este caso no significa sino que el partido se basa en la ética y doctrina cristianas; que nin-
guna de sus medidas podrá ir contra ellas. Pero esto no quita que sus medidas concretas en el
campo de la economía, de lo político y social puedan ser poco oportunas e incluso equivoca-
das. No hacer una política anti-cristiana no significa necesariamente hacer una buena política.
No puede, por consiguiente, haber compromiso entre la Iglesia y un partido ‘cristiano’”63.
63
“El cristiano frente al marxismo”, en RM, Nº 129, junio 1964, pp. 205-211.
Conclusiones