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Clifford D.

Simak

EL PLANETA
DE
SHAKESPEARE

EDICIONES B
LIBRO AMIGO-CIENCIA FICCIÓN
Título original:
Shakespeare's planet

Traducción:
Iris Menéndez

1.a edición: abril, 1987

La presente edición es propiedad de Ediciones B, S.A. calle Rocafort, 104 - 08015 Barcelona
(España)

© 1976, by C. Simak

© Traducción: Ediciones B, S.A.

Printed in Spain

ISBN: 84-7735-047-7
Depósito legal: B. 16.211 – 1987

Impreso en NOVOPRINT, S.A.


Sant Andreu de la Barca (Barcelona)

DISEÑO DE PORTADA:
DEPT. DE NUEVAS INICIATIVAS
& IMAGEN CORPORATIVA·B
ILUSTRACIÓN: JORDI TACHÉ
Clifford Donald Simak es uno de los autores clásicos de la ciencia ficción, que ha
sabido obtener éxitos a lo largo de más de cincuenta años ininterrumpidos de
creación. Su primer relato, El Mundo del Sol Rojo apareció en Wonder Stories en
1931, y uno de los más recientes La Gruta de los Ciervos Danzarines (Analog, abril
1980) le ha merecido el premio Nébula de 1980 y los premios Hugo y Locus de
1981.
Si bien sus primeros relatos pertenecen claramente a la época y a la
ambientación de las revistas pulp y se inscriben en la space opera, poco a poco
Simak fue orientándose hacia la evocación de temas menos espectaculares y
superficiales. Destaca en él la exaltación de la vida rural y la comunión con la
naturaleza, en un intento de potenciar la conexión del hombre con el medio en que
vive. Se le califica fácilmente de escritor «humanista» que trata repetidamente el
tema de la fraternidad entre el ser humano y los extraterrestres (ESTACIÓN DE
TRÁNSITO), entre el ser humano y sus criaturas: los robots y los androides (UNA Y
OTRA VEZ), e incluso entre el ser humano y los animales (CIUDAD). También se ha
lanzado a especulaciones teológicas y casi místicas en A CHOICE OF GOODS (1972)
que, pese a ello, mantiene su habitual tono sentimental y pastoral.
En general, la obra de Simak ha sido ampliamente traducida al castellano, pues
no en vano es uno de los autores puntales del género. Pero a partir de los años
setenta, sus novelas no han obtenido la adecuada atención por parte de los editores
de nuestro país. Es cierto que en muchas de ellas el autor se ha orientado hacia la
fantasía y que no siempre logra el mismo nivel de calidad, pero entre ellas se
encuentran obras muy interesantes y entretenidas. De esta década, la mayoría de
comentaristas destacan A CHOICE OF GOODS (1972) y EL PLANETA DE SHAKESPEARE (1976)
que hoy presentamos. También merece atención especial PROJECT POPE (1981), en la
que se mezclan hábilmente el tema de la religión, el de la robótica (el nuevo Papa
de que habla el título va a ser un robot), y una rara sociedad de robots y humanos
que parecen haber elaborado una religión perfecta en el planeta END OF NOTHING
(Final de Nada). Otro título importante es A HERITAGE OF STARS (1977) que le mereció
el premio Júpiter.
EL PLANETA DE SHAKESPEARE nos muestra lo mejor de un Simak en pleno dominio
de sus facultades, en una vena entre poética y filosófica no exenta de aventuras,
misterio y abundantes sorpresas.
La Tierra ha empezado a lanzar naves exploradoras a nuevos planetas
colonizables. Los tripulantes viajan hibernados y serán despertados cuando el
cyborg que gobierna la Nave detecte un planeta adecuado. Horton, el protagonista,
descubrirá al despertar que su Nave ha tenido un accidente y que sus dos co-
tripulantes humanos han fallecido. Para ayudarse en la exploración del planeta le
quedan, como únicos compañeros, la personalidad triple del cyborg que forma la
Nave y un sencillo robot. Hasta aquí un tema clásico cuyo tratamiento se centra
esencialmente en la personalidad del protagonista, la de los tres componentes del
cyborg y la del robot. Pero las sorpresas crecen cuando Horton encuentra a un
exótico ser, que responde al nombre de Carnivore. Éste le hablará de un antiguo
habitante del planeta llamado Shakespeare y de las misteriosas anotaciones que
éste hacía en un grueso libro. También conoceremos cómo al morir Shakespeare,
Carnivore comió su carne pero no sus huesos, tal y como aquél le había pedido. Y a
partir de aquí empieza el misterio...
MIQUEL BARCELÓ
1

Eran tres aunque a veces sólo había uno. Cuando eso ocurría, con menos
frecuencia de la debida, ese uno no tenía conciencia de que alguna vez hubiesen
sido tres, porque ese uno era una extraña fusión de sus personalidades. Cuando se
volvían uno, la transformación era algo más que una simple adición de los tres,
como si mediante esa unión de sí mismos se añadiera una nueva dimensión, que
hacía de la suma de los tres algo de mayor magnitud que el todo. Sólo cuando los
tres eran uno —un uno inconsciente de los tres—, la fusión de tres cerebros y tres
personalidades se acercaba al objetivo de su ser.
Eran la Nave y la Nave era ellos. Para convertirse en la Nave, o intentar
convertirse en la Nave, sacrificaban sus cuerpos y, quizás, una buena dosis de su
humanidad. Sacrificaban también sus almas, tal vez, aunque esto era algo en lo que
nadie, y ellos menos que nadie, se ponía de acuerdo. Debe notarse que este
desacuerdo era totalmente ajeno a la convicción o al descreimiento de que pudieran
tener almas.
Estaban en el espacio, lo mismo que la Nave, lo que es comprensible porque
ellos eran la Nave. Desnudos ante la soledad y la vaciedad del espacio tal como
desnuda estaba la Nave. Simultáneamente desnudos ante el concepto de espacio,
que no se entiende en su totalidad, y el concepto de tiempo que, en última
instancia, es menos comprensible que el espacio. Y también desnudos, descubrieron
finalmente, ante los atributos de espacio y tiempo, infinitud y eternidad, dos
conceptos que escapan a la capacidad de toda intelección.
A medida que pasaban los siglos, se convencieron colectivamente de que se
convertirían, con toda certeza, en la Nave y nada más que la Nave, deshaciéndose
de todo lo que habían sido antes. Pero aún no habían alcanzado ese punto. La
humanidad persistía, la memoria permanecía. A veces todavía percibían las viejas
identidades, quizá con la lucidez un tanto embotada, el orgullo debilitado; fue a raíz
de la acuciante duda de haber sido tan nobles en sus sacrificios como en un
momento dado lograron convencerse a sí mismos. Porque finalmente se les ocurrió,
aunque no a todos a la vez, sino uno a uno, que habían sido culpables de una
evasiva semántica al emplear el término sacrificio para encubrir su egoísmo básico.
Uno tras otro fueron pensando, en los fugaces intervalos en que eran
auténticamente sinceros consigo mismos, que las acuciantes dudas que los
atormentaban podían ser más importantes que el orgullo.
En otras ocasiones, surgían viejos triunfos y pesares de tiempos remotos, y a
solas, sin compartirlos con los demás, cada uno meditaba en los viejos triunfos y
pesares, obteniendo de ellos una satisfacción que no reconocerían siquiera ante sí
mismos. Otras veces dos se apartaban del otro y hablaban entre sí. Esto era una
vergüenza y sabían que era una vergüenza que aplazaba el momento en que
finalmente fundirían sus propias identidades en una sola identidad, que se
configuraría a través de la consolidación de sus tres identidades. En sus momentos
de mayor franqueza comprendían que al hacerlo estaban huyendo, instintivamente,
de la pérdida definitiva de la identidad personal, que es el único terror palpable que
toda vida sensible relaciona con la muerte.
Sin embargo, en general y cada vez más a medida que pasaba el tiempo, eran
la Nave y nada más que la Nave, y en ello había una satisfacción y un orgullo, y
algunas veces cierta santidad. La santidad era una cualidad que no podía definirse
en palabras ni plasmarse en un pensamiento, pues estaba fuera y más allá de toda
sensación o éxito que el instrumento conocido como hombre haya evocado en el
supremo ejercicio de su no poca considerable imaginación. Era, hasta cierto punto,
una sensación de hermandad menor con el tiempo y el espacio, la sensación de ser
uno, extrañamente identificado con el concepto espaciotemporal, ese hipotético
estado que es el modelo primordial del universo. En este estado eran afines a las
estrellas y vecinos de las galaxias, mientras la vaciedad y la soledad, aunque nunca
se despojaban del horror, se volvía terreno conocido.
En los mejores momentos, cuando casi alcanzaban su objetivo final, la Nave se
desvanecía progresivamente de sus conciencias y sólo ellos, el uno en ellos
consolidado, se trasladaba en medio, a través de y por encima de la soledad y la
vaciedad, no ya indefenso, sino como un nativo del universo que era ahora su
territorio.

Dijo Shakespeare a Carnivore:


—Casi ha llegado el momento. La vida se marchita rápidamente, la siento
desvanecerse. Tienes que estar preparado. Tus colmillos han de penetrar la carne
en ese efímero instante anterior a la muerte. No debes matarme sino comerme
incluso mientras muero. Y recuerda, sin duda, el resto. No olvides nada de lo que te
he dicho. Tienes que ser el sustituto de los míos porque ninguno de ellos está aquí.
Como mejor amigo, como único amigo, no debes avergonzarme mientras paso a
mejor vida.
Carnivore se agachó y dijo, estremecido:
—No es algo que yo haya pedido. No es algo que elegiría hacer. No corresponde
a mi estilo matar a los viejos o agonizantes. Mi presa debe estar llena de vida y
fortaleza. Pero lo mismo que una vida a otra, que una inteligencia a otra, no puedo
rechazarte. Dices que es algo sagrado, que debo celebrar un oficio sacerdotal y esto
es algo a lo que nadie puede sustraerse, aunque todos mis instintos se rebelan
contra el acto de devorar a un amigo.
—Abrigo la esperanza de que mi carne no sea demasiado dura ni su sabor
fuerte —dijo Shakespeare—. Abrigo la esperanza de que su ingestión no te
provoque náuseas.
—No tendré náuseas —prometió Carnivore—. Me sobrepondré a ellas. Me
comportaré lealmente. Haré todo lo que pides. Seguiré todas las instrucciones.
Puedes morir en paz y con dignidad sabiendo que tu último y más sincero amigo se
ocupará de los oficios de la muerte. Aunque me permitirás observar que ésta es la
ceremonia más extraña y odiosa de la que haya oído hablar en una vida larga y
malgastada.
Shakespeare rió entre dientes y dijo débilmente:
—Te lo permitiré.

Cárter Horton cobró vida. Tuvo la impresión de estar en el fondo de un pozo. El


pozo estaba lleno de una borrosa oscuridad y, repentinamente asustado y colérico,
intentó liberarse de la borra y la oscuridad para salir del pozo. Pero la oscuridad lo
envolvió y lo borroso dificultó sus movimientos. Poco después se quedó quieto. Su
mente chasqueaba vacilante mientras trataba de saber dónde estaba y cómo había
llegado allí, pero nada había que le diera una respuesta. Carecía de recuerdos.
Tumbado e inmóvil, le sorprendió descubrir que se sentía cómodo y abrigado, como
si siempre hubiera estado allí, cómodo y abrigado, pero sólo ahora fuera consciente
de la comodidad y la tibieza.
Pero a través de la comodidad y la tibieza, sintió una frenética urgencia y se
preguntó a qué se debía. Estaba bien seguir así, se dijo a sí mismo, pero algo en su
interior gritaba que no era suficiente. Una vez más intentó salir del pozo, quitarse
de encima la borra y la oscuridad, pero fracasó y retrocedió, exhausto.
Demasiado débil, se dijo. ¿Por qué estaría débil?
Trató de gritar para llamar la atención pero su voz no emitió ningún sonido.
Entonces se alegró de que así fuera, porque hasta que no se sintiera más fuerte
podía ser insensato llamar la atención. No sabía dónde estaba, ni qué o quién podía
acechar en las cercanías, ni con qué intención.
Volvió a instalarse en la oscuridad borrosa, confiando en que lo ocultaría de lo
que fuese y le causó cierta gracia descubrir que lentamente se filtraba en su ser la
ira por verse obligado a acurrucarse para no llamar la atención.
Gradualmente se esfumaron la borra y la oscuridad; le asombró descubrir que
no estaba en un pozo. Tuvo la impresión, más bien, de encontrarse en un pequeño
espacio que ahora podía ver.
A ambos lados unas paredes metálicas ascendían y se curvaban a unos treinta
centímetros por encima de su cabeza, formando un techo. Unos raros artilugios
estaban empotrados en ranuras del techo, justo encima de él. Al verlos, la memoria
comenzó a rezumar y arrastró consigo una sensación de frío. Pensando en ello no
logró evocar un frío real, aunque la sensación de frío estaba presente. A medida que
el recuerdo del frío se extendía para tocarlo, sintió una oleada de aprensión Unas
paletas ocultas echaban aire cálido sobre él y entonces comprendió la tibieza. Y la
comodidad, notó, se debía a que estaba echado en un suave y mullido acolchado
tendido en el suelo del cubículo, pensó... incluso las palabras, la terminología,
empezaban a volver. Los artilugios de raro aspecto metidos en las ranuras del techo
formaban parte del sistema de mantenimiento vital, y sabía que estaban allí porque
ya no los necesitaba. La razón por la que ya no los necesitaba, supo, era que la
Nave había aterrizado.
Nave había aterrizado y él había sido despertado de su sueño frío; habían
deshelado su cuerpo, administrado drogas de recuperación a su torrente sanguíneo,
dosis cuidadosamente medidas de nutrientes altamente energéticos, lo habían
masajeado y caldeado hasta devolverle la vida. Estaba vivo si es que había estado
muerto. Y memorizando recordó las infinitas discusiones sobre esta cuestión y
reflexionó, rumió, desgarró, despedazó y luego intentó volver a unir las piezas
meticulosamente. Lo llamaban sueño frío, por cierto... tenían que llamarlo así por su
sonido suave y laxo. ¿Pero era sueño o muerte? ¿Uno se moría y despertaba? ¿O
moría y resucitaba?
En realidad ya no importa, pensó. Muerte o sueño, ahora estaba vivo. Caray, se
dijo, el sistema funcionó realmente... notó por vez primera que había albergado
ciertas dudas sobre su funcionamiento pese a todos los experimentos que habían
practicado con ratones, perros y monos. Aunque nunca había mencionado sus
dudas, recordó, ocultándoselas no sólo a los demás sino a sí mismo.
Y si él estaba vivo, los demás también tenían que estarlo. Dentro de unos
minutos se arrastraría fuera del cubículo y los vería: los cuatro volverían a reunirse.
Le parecía que ayer habían estado juntos, como si hubieran pasado la noche en
compañía mutua y ahora, después de dormir, hubiesen despertado de una noche
sin sueños. Empero, sabía que había transcurrido mucho más que una noche...
tanto como un siglo, quizá.
Torció la cabeza a un lado y vio la escotilla con su portilla de gruesos cristales.
A través del cristal divisó la minúscula sala con los cuatro armarios alineados contra
la pared. No había nadie... lo que significaba que los demás seguían en sus
cubículos. Se le ocurrió gritarles, pero lo pensó mejor. Sería indecoroso,
excesivamente exuberante y un tanto juvenil.
Apoyó la mano en el pastillo y tironeó hacia abajo. Encontró resistencia pero por
último logró bajarlo y la escotilla se abrió de par en par. Encogió las piernas y las
articuló para pasar a través de la escotilla, con grandes dificultades pues había poco
lugar. Pero finalmente las pasó y retorciendo su cuerpo se deslizó hasta el suelo. El
contacto con el suelo le heló los pies y el metal del cubículo también estaba frío.
Se acercó de prisa al cubículo adjunto, se asomó a través del cristal de la
escotilla y vio que estaba desierto, con los sistemas de mantenimiento vital
empotrados en las ranuras del techo. Los otros dos cubículos también estaban
vacíos. Sintió pánico. Los otros tres, reanimados, no podían haberlo abandonado. Lo
habrían esperado para salir todos juntos. Es lo que hubieran hecho, estaba
convencido, a menos que hubiese ocurrido algo imprevisto. ¿Y que podía haber
sucedido?
Helen lo habría esperado. De eso estaba seguro. Mary y Tom podrían haberse
largado, pero Helen no se habría ido sin él.
Asustado, arremetió contra el armario que llevaba su nombre. Tuvo que
tironear fuertemente del pomo después de hacerlo girar, con el propósito de abrir el
armario. El vacío interior presentaba resistencia y cuando por fin se abrió la puerta
lo hizo con una detonación. En las perchas había ropa y el calzado estaba
pulcramente ordenado en fila. Cogió unos pantalones y se los puso, introdujo los
pies en un par de botas. Cuando abrió la puerta de la sala de suspensión, notó que
el salón estaba vacío y la portilla principal de la nave abierta. Corrió a través del
salón hasta la portilla.
La rampa bajaba a una llanura cubierta de hierbas que se extendía hacia la
izquierda. A la derecha, escarpadas colinas se alzaban desde el llano y más allá vio
una inconmensurable cordillera, azul oscura desde la lejanía, empinada hacia los
cielos. No había nada en la llanura con excepción de la hierba, que ondulaba como
la mar cuando la atraviesan ráfagas de viento. Las colinas estaban cubiertas de
árboles de follaje negro y rojo. El aire fresco tenía un regusto fuerte y picante. No
había nadie a la vista.
Bajó hasta la mitad de la rampa y siguió sin ver a nadie. El planeta era un vacío
y ese vacío parecía llamarlo. Empezó a gritar para preguntar si había alguien allí,
pero el miedo y el vacío secaron sus palabras y no logró articularlas. Tembló al
comprender que algo había fallado. Las cosas no eran como debían ser.
Volvió sobre sus pasos pisando fuerte la rampa y cruzó la cámara intermedia.
—¡Nave! —chilló—. Nave, ¿qué demonios ocurre?
Nave dijo serenamente, con indiferencia, en el interior de la mente de Cárter:
¿ Cuál es el problema, señor Horton ?
—¿Qué está pasando aquí? —gritó Horton, ahora más furioso que asustado,
indignado por la arrogante calma de ese gran monstruo que era Nave—. ¿Dónde
están los demás?
Señor Horton, dijo Nave, no hay ningún demás.
—¿Qué quieres decir con eso? En Tierra éramos un equipo.
Tú eres el único, dijo Nave.
—¿Qué ocurrió con los demás?
Están muertos, dijo Nave.
—¿Muertos? ¿Cómo pueden estar muertos? ¡El otro día estuvieron conmigo!
Estuvieron contigo, dijo Nave, hace mil años.
—Estás loca. ¡Mil años!
Ese es el lapso transcurrido desde que salimos de Tierra, habló Nave en el
interior de su mente.
Horton oyó un ruido a sus espaldas y giró sobre sus talones. Un robot entró por
la portilla.
—Soy Nicodemus —se presentó el robot.
Era un robot común y corriente, un robot de servicio doméstico, de los que en
Tierra serían mayordomo o valet, o cocinero o recadero. No poseía ningún tipo de
complejidades mecánicas; era mera chatarra chapucera y patosa.
No tienes por qué ser tan desdeñoso con él, dijo Nave. Estamos seguros de que
lo encontrarás muy eficaz.
—Allá en Tierra...
Allá en Tierra, dijo Nave, practicabas con una maravilla mecánica que tenía
muchas cosas que podían fallar. Nunca se envía semejante artefacto para un
trayecto tan largo. Habría muchas posibilidades de que se estropeara. Pero con
Nicodemus nada fallará. Gracias a su sencillez posee un alto valor de supervivencia.
—Lamento no haber estado presente cuando despertaste —dijo Nicodemus a
Horton—. Había salido a hacer un breve reconocimiento por los alrededores. Pensé
que me sobraba tiempo para volver contigo. Evidentemente las drogas de
recuperación y rehabilitación operaron con mayor rapidez de la que esperaba. Suele
llevar bastante tiempo recuperarse del sueño frío. Especialmente de un sueño frío
de tan larga duración. ¿Cómo te sientes ahora?
—Confundido —reconoció Horton—. Completamente desconcertado. Nave me
dice que soy el único humano que queda, insinuando que los demás han muerto. Y
dijo algo acerca de un millar de años...
Para ser exactos, dijo Nave, novecientos cincuenta y cuatro años, ocho meses y
diecinueve días.
—Este planeta —intervino Nicodemus— es encantador. En muchos sentidos
parecido a Tierra. Un poco más de oxígeno, algo menos de gravedad...
—Ya está bien —dijo Horton con aspereza—, después de todos estos años
finalmente hemos aterrizado en un planeta encantador. ¿Qué ocurrió con los otros
planetas encantadores? En casi mil años y a una velocidad cercana a la de la luz,
tiene que haber habido...
—Muchísimos planetas —dijo Nicodemus—, aunque ninguno encantador. Nada
en lo que pudiera subsistir un ser humano. Planetas jóvenes con la corteza informe,
campos de magma burbujeante y grandes volcanes, vastas fuentes de lava líquida,
el cielo agitado por hirvientes nubes de polvo y vapores venenosos, sin agua y con
muy poco oxígeno. Viejos planetas condenados a muerte, los océanos secos, la
atmósfera tenue, sin señales de vida... la vida, si alguna vez existió, estaba
aniquilada. Inmensos planetas gaseosos que rotaban alrededor de sus órbitas como
colosales canicas a rayas. Planetas demasiado cercanos a sus soles, achicharrados
por la radiación solar. Planetas demasiado alejados de sus soles, con glaciares de
oxígeno congelado, mares de hidrógeno lodoso. Otros planetas que por alguna
razón habían fracasado, envueltos en una atmósfera letal. Y unos pocos,
poquísimos, rebosantes de vida... planetas selváticos ocupados por formas de vida
voraces, tan hambrientas y feroces que habría sido suicida pisarlos. Planetas
desiertos en los que nunca hubo vida... peñascos yermos donde nunca se formó el
suelo, con muy poca agua y el oxígeno bloqueado en la roca erosionada. Orbitamos
alrededor de algunos de los planetas que encontramos, miramos otros por encima.
En algunos aterrizamos. Nave tiene todos los datos si quieres una copia.
—Pero ahora hemos descubierto un planeta. ¿Qué haremos? ¿Le echamos un
vistazo y volvemos?
No, dijo Nave, no podemos volver.
—Pero para eso salimos. Nosotros y otras naves, todos a la caza de planetas
que la raza humana pudiera colonizar.
Hemos estado fuera demasiado tiempo. No podemos volver, sencillamente.
Hemos estado fuera casi un milenio. Si iniciáramos el retorno ahora mismo,
tardaríamos casi otro tanto. Tal vez algo menos, porque no aminoraríamos la
velocidad para inspeccionar otros planetas, pero aun así no sería mucho menos de
dos mil años desde nuestra partida. Y tal vez mucho más, pues la dilatación
temporal es un factor a tener en cuenta y no contamos con datos fiables en este
sentido. Con toda probabilidad ya nos han olvidado. Sin duda había registros, pero
es muy factible que ahora se hayan extraviado o caído en el olvido. A nuestra
llegada estaríamos tan anticuados que la raza humana no sabría qué hacer con
nosotros. Con nosotros y contigo y con Nicodemus. Seríamos un incordio para ellos
cuando les recordáramos sus torpes tentativas de siglos atrás. Nicodemus y
nosotros seríamos tecnológicamente obsoletos. Y tú también lo serías, aunque en
otro sentido: un bárbaro llegado del pasado lejano para atormentarlos. Estarías
anticuado social, ética y políticamente. Serías, según sus pautas, un retrasado
mental, probablemente un depravado.
—Oye —protestó Horton—, lo que dices carece de sentido. Hubo otras naves...
Quizás algunas encontraron planetas habitables, dijo Nave, poco después de
partir. En tales casos pueden haber vuelto sanas y salvas a Tierra.
—Pero tú seguiste y seguiste...
Cumplimos nuestro cometido.
—Querrás decir que perseguiste planetas.
Buscábamos un planeta concreto. El tipo de planeta en el que puede vivir el
hombre.
—Y llevó casi mil años encontrarlo.
La investigación no tenía límite temporal.
—Supongo que no —acotó Horton—, aunque eso es algo en lo que nunca
pensamos. Hay muchas cosas en las que nunca pensamos. Montones de cosas,
supongo, que nunca se nos dijeron. Entonces contesta a lo siguiente: si no hubieras
encontrado este planeta, ¿qué habrías hecho?
Habríamos seguido buscando.
—¿Un millón de años, por ejemplo?
En caso necesario, un millón de años, dijo Nave.
—Y ahora, una vez encontrado, no podemos regresar.
Correcto.
—¿Entonces cuál es la ventaja de haberlo descubierto? —inquirió Horton—. Lo
encontramos y Tierra nunca se enterará. Sospecho que la verdad consiste en que
no tienes el menor interés en volver. Nada te espera allá.
Nave no respondió.
—¡Dímelo! —gritó Horton—. ¡Reconoce la verdad!
Nicodemus dijo:
—Ahora no obtendrás respuesta. Nave guarda un silencio digno. La has
ofendido.
—Al cuerno con Nave —refunfuñó Horton—. Ya tengo suficiente. Ahora quiero
que respondas tú. Nave afirmó que los otros tres están muertos.
—Hubo un funcionamiento defectuoso —explicó Nicodemus—. Hace alrededor de
cien años. Una de las bombas dejó de funcionar y los cubículos se recalentaron.
Logré salvarte a ti.
—¿Por qué a mí? ¿Por qué no a alguno de los otros?
—Fue muy sencillo, tú eras el primero de la fila —dijo Nicodemus
racionalmente—. Estabas en el cubículo número uno.
—Si hubiese estado en el cubículo número dos me habrías dejado morir.
—Yo no dejé morir a nadie. Sólo pude salvar a uno de los durmientes. Después
era demasiado tarde para los demás.
—¿Te guiaste únicamente por los números?
—Sí, por los números. ¿Conoces un sistema mejor?
—No, creo que no —dijo Horton—. Pero cuando tres de nosotros estuvieron
muertos, ¿no se pensó en abortar la misión y volver a Tierra?
—No se pensó en ello.
—¿Quién tomó la decisión? Imagino que fue Nave.
—No hubo ninguna decisión. Ninguno de nosotros lo mencionó jamás.
Todo salió mal, pensó Horton. Si alguien se hubiera sentado a elaborarlo con
plena concentración y una consagración rayana en el fanatismo, no lo habría hecho
mejor para joderlo todo.
Una nave, un hombre, un estúpido robot patoso... ¡Caray, qué expedición! Y
para colmo una expedición disparatada, de una sola dirección. Daría igual no
haberla iniciado. Claro que si no la hubieran iniciado, se recordó a sí mismo, haría
siglos que estaría muerto.
Intentó recordar a los demás pero no lo logró. Sólo los veía borrosamente,
como si los mirara a través de la bruma. Eran indefinidos, desdibujados. Trató de
imaginar sus rostros y tuvo la impresión de que no tenían rostro. Más adelante,
sabía, los lloraría, pero no ahora. No los distinguía lo suficiente para lamentar su
ausencia. Ahora no tenía tiempo para llorarlos. Había mucho que hacer y que
pensar. ¡Mil años, y no volveremos! Porque Nave era la única que podía llevarlos de
vuelta y si decía que no habría retorno, se había acabado todo.
—¿Y los otros tres? —preguntó—. ¿Sepultados en el espacio?
—No —dijo Nicodemus—. Encontramos un planeta donde descansarán toda la
eternidad. ¿Quieres saberlo todo?
—Por favor.

Desde la plataforma de la elevada meseta donde Nave había aterrizado, la


superficie planetaria se extendía hacia horizontes distantes, una tierra con grandes
glaciares azules de hidrógeno congelado que se deslizaban cuesta abajo de peñones
negros y estériles. El sol era tan lejano que sólo parecía una estrella apenas más
grande y brillante... una estrella tan empañada y mortecina por la distancia que no
tenía nombre ni número. En los mapas de Tierra ni siquiera había un pinchazo que
señalara su emplazamiento. Su débil luz nunca había sido registrada en una placa
fotográfica por un telescopio terrestre.
Nave, preguntó Nicodemus, ¿es todo lo que podemos hacer?
Nada más podemos hacer.
Me parece una crueldad abandonarlos aquí, en esta desolación.
Nave dijo:
Buscamos un lugar solitario para ellos, un sitio digno en el que nada los
encontrará ni los perturbará estudiándolos o exhibiéndolos. Esto se lo debemos,
robot, pero una vez hecho nada más podemos darles.
Nicodemus permaneció junto al triple ataúd, tratando de fijar para siempre ese
lugar en su mente aunque, al recorrer el planeta con la mirada, comprendió que era
muy poco lo que podía fijar. Era una monotonía devastadora: miraras donde
miraras, todo parecía igual. Quizá, pensó, sólo es un pozo... pueden yacer aquí en
el anonimato, enmascarados por la incógnita de su última morada.

No había cielo. Donde tendría que haber habido un cielo sólo estaba la negra
desnudez del espacio, iluminado por una pléyade de estrellas desconocidas. Cuando
él y Nave se fueran, pensó, durante milenios estas estrellas aceradas y sin brillo
contemplarían a los tres que reposaban en el ataúd —no cuidándolos, sino
observándolos—, con la gélida mirada de antiguos aristócratas enmohecidos, con
desaprobación glacial contemplarían a los intrusos de su círculo social. Pero no
importaría la desaprobación, se dijo Nicodemus, ya que ahora nada podía hacerles
daño. Estaban más allá del dolor y la cura.
Diría una oración por ellos, pensó, aunque nunca había dicho una oración ni
pensado en rezar. Sospechaba, sin embargo, que la plegaria de alguien como él no
sería aceptable para los humanos que allí yacían ni para la deidad que pudiera
prestarle oídos. Pero era un gesto: la incierta y ligera esperanza de que en algún
lugar podía haber, todavía, una mediación intercesora.
Y si rezaba, ¿qué podía decir? Señor, dejamos estas criaturas a tu cuidado...
¿Y después de eso? ¿Qué diría a continuación de tan buen principio?
Podrías hablarle, dijo Nave. Podrías inculcarle la importancia de estas criaturas
que te preocupan.
O podrías suplicar y ahogar por ellas, que no necesitan de súplicas y están más
allá de toda defensa.
Te burlas de mí, dijo Nicodemus.
No nos burlamos, dijo Nave. Estamos más allá de toda burla.
Yo diría unas palabras, dijo Nicodemus. Es lo que esperarían de mí. Tierra lo
esperaría de mí. Antaño tú has sido humana. Pienso que en ocasiones como ésta
debe de haber alguna humanidad en ti.
Nos apenamos, dijo Nave. Lo lamentamos. Sentimos tristeza. Pero nos
apenamos por la muerte, no por dejar aquí a los muertos. A ellos les es indiferente
el sitio en que los dejemos.
Algo habría que decir, insistió Nicodemus para sus adentros. Algo
solemnemente formal, el cántico de un inveterado ritual, todo bien dicho y
correctamente, pues estarán eternamente aquí, polvo de Tierra trasplantado. Pese a
toda nuestra lógica en la búsqueda de la soledad para ellos, no deberíamos
abandonarlos aquí. Tendríamos que haber buscado un planeta repleto de verdores y
acogedor.
No hay planetas verdes y acogedores, dijo Nave.
Como no encuentro las palabras adecuadas, dijo el robot a la nave, ¿te molesta
que me quede un rato? Al menos deberíamos tener con ellos la cortesía de no
darnos prisa.
De acuerdo, dijo Nave. Tenemos toda la eternidad.
—¿Sabes que no logré pronunciar una sola palabra? —dijo Nicodemus a Horton.
Habló Nave.
Tenemos un visitante. Salió de las colinas y espera al otro lado de la rampa.
Tendrías que ir a. recibirlo. Pero ten cuidado, átate las armas de cinto. Parece un
tipo peligroso.

El visitante se había detenido a unos seis metros más allá del extremo de la
rampa y los aguardaba cuando Horton y Nicodemus salieron a su encuentro. Tenía
la altura de un humano y se apoyaba en dos piernas. Sus brazos, que colgaban
fláccidos a un costado del cuerpo, no terminaban en manos sino en nido de
tentáculos. No llevaba ropa. Su cuerpo estaba cubierto por una escasa capa de piel
mohosa. Era llamativamente obvio que se trataba de un macho. Su cabeza daba la
impresión de ser un cráneo desnudo. Estaba totalmente desprovisto de pelaje o piel
y su pellejo se extendía tirante sobre la estructura de los huesos. Las fauces eran
pesadas y se alargaban en una jeta maciza. Dientes punzantes empotrados en la
mandíbula superior, salientes hacia abajo, semejantes a los colmillos del mamífero
carnicero primitivo de la antigua Tierra. Orejas largas y puntiagudas pegadas contra
el cráneo, sobresalían rígidas del calvo cráneo abovedado. Cada una de ellas
terminaba en una brillante borla roja.
Cuando llegaron al pie de la rampa, la criatura les habló con voz atronadora.
—Os doy la bienvenida —dijo— a este disparatado planeta.
—¿Cómo diablos conoces nuestro idioma? —barbotó Horton sobresaltado.
—Lo aprendí de Shakespeare —replicó la criatura—. Shakespeare me lo enseñó.
Pero ahora está muerto y lo echo mucho de menos. Sin él estoy desolado.
—Pero Shakespeare es un hombre de la Antigüedad; no comprendo...
—Nada de anciano —dijo la criatura—, aunque no realmente joven, y tenía en él
una enfermedad. Se describía a sí mismo como humano. Se parecía mucho a ti.
Entiendo que tú también eres humano pero el otro no lo es, aunque tiene aspectos
humanos.
—Tienes razón —intervino Nicodemus—. No soy humano. Pero soy el segundo
en calidad, el primero en semejanza. Soy un amigo del ser humano.
—Entonces está bien—dijo la criatura, contenta—. Eso está muy bien. Porque
eso era yo de Shakespeare. El mejor amigo que nunca tuvo, decía. Y vaya si noto
su falta. Lo admiro mucho. Sabía hacer muchas cosas. Pero una que no podía hacer
era aprender mi lengua. Forzosamente tuve yo que aprender la suya. Me habló de
grandes transportes que van estruendosos por el espacio. Por eso cuando os oí
llegar me di prisa, con la esperanza de que fuerais la gente de Shakespeare.
Horton dijo a Nicodemus:
—Aquí hay algo que no encaja. El hombre no pudo llegar tan lejos en el espacio.
Nave ha estado dando vueltas, por supuesto, reduciendo la velocidad en busca de
planetas y eso llevó mucho tiempo. Pero estamos a cerca de mil años luz...
—Ahora Tierra —dijo Nicodemus— debe tener naves más rápidas que
multiplican muchas veces la velocidad de la luz. Muchas de esas naves debieron
adelantarnos mientras nosotros avanzábamos a paso de tortuga. Así, por raro que
parezca...
—Tú hablas de naves y Shakespeare también —dijo la criatura—, pero él no
necesita nave. Shakespeare viene por túnel.
—Oye, tratemos de hablar con algún sentido —dijo Horton, un tanto
exasperado—. ¿De qué túnel estás hablando?
—¿Quieres decir que no conoces el túnel que corre entre las estrellas?
—Nunca oí nada de eso —dijo Horton.
—Retrocedamos —dijo Nicodemus— y tratemos de empezar de nuevo. Por lo
que entiendo, tú eres nativo de este planeta.
—¿Nativo?
—Sí, nativo. Tú eres de aquí. Este es tu planeta natal. Aquí naciste.
—De ninguna manera —dijo la criatura enfáticamente—. No orinaría sobre este
planeta si pudiera evitarlo. No me quedaría ni la más mínima unidad de tiempo si
consiguiera largarme. He venido de prisa a negociar con vosotros el pasaje de salida
para cuando os marchéis.
—¿Llegaste aquí como Shakespeare? ¿Por túnel?
—Naturalmente, por túnel. ¿De qué otro modo llego aquí?
—Entonces salir debe ser sencillo. Ve al túnel y lárgate por él.
—No puedo —gimió la criatura—. El condenado túnel no funciona. Se ha
estropeado. Sólo va en una dirección. Te trae aquí, pero no te lleva de vuelta.
—Pero tú hablaste de un túnel a las estrellas. Tuve la impresión de que va a
muchas estrellas.
—A más de las que la mente puede contar, pero aquí necesita reparaciones.
Shakespeare probó y probó pero no logró arreglarlo. Shakespeare lo golpeó con sus
puños, lo pateó con sus pies, le gritó, le dijo terribles insultos. Pero sigue sin
funcionar.
—Si no eres de este planeta —dijo Horton—, tal vez quieras decirnos qué eres.
—Eso es fácil. Soy un carnívoro. ¿Conoces a los carnívoros?
—Sí. Son los que comen otras formas de vida.
—Yo soy un carnívoro —explicó la criatura— y estoy satisfecho de serlo.
Orgulloso de serlo. Hay entre las estrellas quienes miran con desprecio y horror a
los carnívoros. Dicen, erróneamente, que no es correcto comerse al prójimo. Dicen
que es cruel hacerlo, pero yo te digo que no es ninguna crueldad. Muerte rápida.
Muerte limpia. Ningún sufrimiento. Mejor que la enfermedad y la ancianidad.
—Está bien —dijo Nicodemus—. No es necesario que sigas. No tenemos nada
contra un carnívoro.
—Shakespeare dice que humanos también carnívoros. Pero no tanto como yo.
Shakespeare compartía la carne que yo mataba. El mismo habría matado, aunque
no tan bien como yo. Yo contento de matar para Shakespeare.
—¡Seguro! —exclamó Horton.
—¿Estás solo aquí? —preguntó Nicodemus—, ¿Eres el único de tu especie en el
planeta?
—El único —contestó Carnivore—. Llego en viaje secreto. No se lo digo a nadie.
—Ese Shakespeare tuyo —dijo Horton—, ¿también había hecho un viaje
secreto?
—Había seres sin principios a los que les habría gustado encontrarlo,
pretendiendo que les había hecho algún daño imaginario. El no deseaba que lo
encontraran.
—¿Pero ahora Shakespeare está muerto?
—Oh, sí, está muerto. Me lo comí.
¿Qué?
—Únicamente la carne —dijo Carnivore—. Me cuidé de no comerle los huesos. Y
no me molesta deciros que era duro y correoso, y que su sabor no era ningún
deleite. Tenía un gusto extraño.
Nicodemus se apresuró a hablar para cambiar de tema.
—Encantados iríamos contigo al túnel e intentaríamos repararlo.
—¿Lo haríais con plena amistad? —inquirió Carnivore agradecido—. Abrigaba
esta esperanza. ¿Podéis arreglar el condenado túnel?
—No sé —dijo Horton—. Podemos echarle un vistazo. No soy ingeniero...
—Yo puedo ser ingeniero —apuntó Nicodemus.
—No digas disparates —lo regañó Horton.
—Le echaremos un vistazo —dijo el chalado del robot.
—¿Entonces está acordado?
—Cuenta con ello —dijo Nicodemus.
—Eso es muy bueno —dijo Carnivore—. Os muestro ciudad antigua y...
—¿Hay una ciudad antigua?
—Hablo más de la cuenta —admitió Carnivore—. Permito que mi entusiasmo por
la reparación del túnel me suelte la lengua. Quizá no una verdadera ciudad. Quizá
sólo un puesto de avanzada. Muy vieja y muy arruinada, pero interesante quizá.
Ahora debo irme. La estrella viaja a poca altura. Mejor estar a cubierto cuando la
oscuridad cae en este lugar. Me alegro de conoceros. Encantado de la llegada de
gente de Shakespeare. ¡Hola y adiós! Os veré por la mañana y se arreglará el túnel.
Se volvió bruscamente y se internó a trote ligero en las montañas, sin
detenerse para mirar atrás.
Nicodemus meneó la cabeza.
—Hay muchos misterios aquí —dijo—. Mucho en qué reflexionar. Muchas
preguntas que hacer. Pero antes debo prepararte la cena. Llevas fuera del sueño
frío el tiempo suficiente para que sea prudente comer. Comida buena y sustanciosa,
aunque no mucha al principio. Tendrás que refrenar tu gula. Tienes que tomarte las
cosas con calma.
—¡Un momento! —dijo Horton—. Debes darme explicaciones. ¿Por qué me
desviaste del tema cuando sabías que quería hacer averiguaciones sobre la
ingestión de ese tal Shakespeare, sea quien sea? ¿Y qué es eso de que puedes
convertirte en ingeniero? Sabes muy bien que eso no es posible.
—Todo a su debido tiempo —respondió Nicodemus—. Como bien dices, hay que
dar explicaciones. Pero antes debes comer y prácticamente se ha puesto el sol. Ya
oíste lo que dijo la criatura con respecto a estar a la intemperie cuando se pone el
sol.
Horton bufó:
—Supersticiones. Cuentos de comadres.
—Cuentos de comadres o no —acotó Nicodemus—, será mejor regirse por las
costumbres locales hasta estar seguros.
Con la vista fija en el mar de ondulante hierba, Horton notó que el horizonte
había bifurcado el sol. La curvatura herbácea parecía una lámina de reluciente oro.
Ante sus ojos el sol se hundió más profundamente en el reflejo dorado y a medida
que se hundía, el cielo del oeste adquiría un macilento tono amarillo limón.
—Extraño efecto luminoso —dijo.
—Venga, volvamos a bordo —lo apremió Nicodemus—. ¿Qué quieres comer?
Vichyssoise, tal vez... ¿qué te parece? ¿Unas costillas selectas, una patata asada?
—Ofreces una buena carta —le dijo Horton.
—Soy un consumado chef —replicó el robot.
—¿Hay algo que no seas? Ingeniero y cocinero. ¿Qué más?
—Oh, muchas cosas —dijo Nicodemus—. Puedo ser muchas cosas.
El sol había desaparecido y una bruma purpúrea parecía colarse desde el cielo.
La bruma quedó suspendida por encima del amarillo de la hierba, que ahora había
adquirido el color del cobre viejo y bruñido. El horizonte era negro azabache, salvo
un destello de luz verdosa del color de las hojas nuevas, donde se había puesto el
sol.
—Es muy agradable a la vista —comentó Nicodemus.
El color se difuminaba rápidamente y al mismo tiempo un frío helado recorrió el
suelo. Horton se volvió para subir la rampa. Al hacerlo, algo se abalanzó sobre él, lo
agarró y lo retuvo. No lo agarró en realidad, porque allí no había nada para asirlo,
pero una fuerza lo sujetó y lo rodeó de modo tal que no podía moverse. Intentó
luchar pero no pudo accionar un solo músculo. Trató de gritar pero tenía la garganta
y la lengua congeladas. De repente estuvo desnudo... o sintió que estaba desnudo,
no tanto privado de ropa como de toda defensa, expuesto hasta lo más íntimo de su
ser. Con la sensación de ser observado, examinado, sondeado y analizado. Abierto y
desollado de modo tal que el observador podía penetrar hasta su último deseo, su
última esperanza. Era, dijo un fugaz pensamiento en su interior, como si Dios
hubiese llegado y lo estuviera evaluando,.quizá pronunciando su sentencia.
Quiso echar a correr para ocultarse, estirar otra vez la piel alrededor de su
cuerpo y mantenerla allí, con el fin de cubrir la cosa abierta y extendida en que se
había transformado, y esconderse una vez más detrás de los jirones andrajosos de
su humanidad. Pero no podía correr y no tenía dónde ocultarse, de modo que
continuó rígidamente inmóvil, observado.
Allí no había nada. Nada había aparecido. Pero algo lo cogió y lo retuvo y lo
desnudó, y él intentó rescatar su mente para verle, para averiguar qué clase de
fuerza era. Y mientras lo intentaba su cráneo pareció agrietarse y su mente quedó
libre, sobresaliente y abierta para poder abarcar lo que ningún hombre había
entendido con anterioridad. En un momento de ciego pánico, su mente dio la
impresión de expandirse hasta llenar el universo, aferrar con ágiles dedos mentales
todo lo que se encontraba dentro de los confines del espacio congelado y el flujo
temporal, y durante un instante, sólo un instante, imaginó que se asomaba a lo más
profundo del corazón del significado esencial oculto en los alcances más remotos del
universo.
Entonces su mente se desplomó y su cráneo volvió a soldarse, la cosa lo soltó y,
tambaleante, alargó la mano para sujetarse a la barandilla de la rampa y
mantenerse erguido.
Nicodemus estaba a su lado, sustentándolo, y su voz ansiosa preguntó:
—¿Qué ocurre, Cárter? ¿Qué te sobrevino?
Horton empuño la barandilla en un apretón mortal, como si fuera la única
realidad que le quedaba. Le dolía el cuerpo por la tensión, pero su mente aún
retenía parte de su anormal lucidez, aunque sentía que ésta se desvanecía. Sacudió
la cabeza y parpadeó para despejar la visión. Los colores del mar de hierba se
habían modificado. La bruma purpúrea se había desteñido hasta convertirse en un
oscuro crepúsculo. La hierba cobriza se había suavizado en un matiz plomizo y el
cielo estaba negro. Ante sus ojos salió la primera estrella.
—¿Qué ocurre, Cárter? —repitió el robot.
—¿Quieres decir que tú no lo sentiste?
—Algo —dijo Nicodemus—. Algo aterrador. Algo me golpeó y se deslizó
furtivamente. No tocó mi cuerpo sino mi mente. Como si alguien hubiera empleado
un puñetazo mental y hubiese errado el golpe, limitándose a rozar mi mente.
6

El cerebro-que-antaño-había-sido-monje estaba asustado y el miedo indujo a la


sinceridad. Sinceridad confesional, pensó, aunque el confesionario nunca había sido
tan sincero como lo estaba siendo ahora.
¿Qué fue eso?, preguntó la gran dama. ¿Qué fue lo que sentimos?
Fue la mano de Dios que rozó nuestra frente, le dijo.
Eso es ridículo, dijo el científico. Esa es una conclusión a la, que se llega sin
datos adecuados ni una observación rigurosa.
¿Entonces qué interpretas tú?, preguntó la gran dama.
Yo no interpreto nada, dijo el científico. Lo advierto, eso es todo. Algún tipo de
manifestación.
Distante en el espado, probablemente. No es un producto de este planeta. Tuve
la clara impresión de que no era de origen local. Pero hasta contar con más datos,
no debemos hacer ningún intento por tipificarla.
Esta es la mayor tontería que he oído, dijo la gran dama. A nuestro colega el
sacerdote le fue mejor.
Nada de sacerdote, dijo el monje. Lo he dicho repetidas veces. Monje. Sólo un
monje. Un monje de poca monta.
Y eso es lo que había sido, dijo para sus adentros, continuando con la sincera
evaluación de sí mismo. Nunca había sido más que eso. Un monje insignificante que
le temía a la muerte. No el santo que decían, sino un cobarde llorón y estremecido
que tenía miedo de morir, y ningún hombre que le teme a la muerte puede ser
santo. Para el auténtico santo, la muerte tiene que ser la promesa de un nuevo
comienzo y, retrotrayéndose en el tiempo, sabía que jamás había sido capaz de
concebirla como algo distinto a un final y una nada.
Por vez primera, en medio de estos pensamientos, logró reconocer lo que nunca
había reconocido antes, o que nunca había sido lo bastante sincero para admitir
antes: había aprovechado la oportunidad de convertirse en sirviente de la ciencia
para escapar del miedo a la muerte. Aunque sabía que sólo había comprado un
aplazamiento, pues ni siquiera como Nave podía eludirla por completo. O al menos
no podía estar seguro de haberla eludido por completo, pues existía la posibilidad —
la remotísima posibilidad— que el científico y la gran dama habían discutido siglos
atrás (discusión en la que él se mantuvo ajeno, temeroso de participar), de que a
medida que transcurrieran los milenios, si sobrevivían tanto, los tres se convirtieran
en mentalidad pura. Y si así ocurría, pensaba, podían llegar a ser, en el sentido más
estricto, inmortales y eternos. Pero si no ocurría, aún tendrían que enfrentar el
hecho de la muerte, pues la nave espacial no podía durar eternamente. Con el
tiempo se convertiría, por un motivo u otro, en un desvencijado armatoste a la
deriva entre las estrellas y, con el tiempo, en meras partículas de polvo azotadas
por el viento cósmico. Pero para eso todavía faltaba mucho, se dijo, aferrándose a
esta esperanza. Con suerte, Nave sobreviviría millones de años, lo que daría a los
tres el tiempo necesario para volverse mente pura... si, de hecho, era posible llegar
a ser pura mente y nada más que mente.
¿Por qué este acuciante miedo a la muerte?, preguntó para sus adentros. ¿Por
qué este encogimiento, distinto a la forma en que se acobardaría cualquier hombre
corriente, sino como alguien que está obsesionado por una repugnancia contra la
idea misma de la muerte? ¿Sería porque había perdido la fe en Dios o quizá, peor
aún, porque nunca había alcanzado la fe en Dios? Y en tal caso, ¿por qué se había
hecho monje?
Como había dado rienda suelta a la sinceridad, la respuesta fue sincera. Había
escogido el monacato como una ocupación (no una vocación: una ocupación),
porque no sólo temía a la muerte, sino a la vida misma; pensando que sería un
trabajo fácil en el que estaría a cubierto de lo que tanto lo intimidaba.
No obstante, se había equivocado. La vida como monje no había sido fácil, pero
cuando llegó a descubrirlo, otra vez tenía miedo... miedo de reconocer su error,
miedo de confesar, incluso de confesarse, la mentira que estaba viviendo. Por ende
siguió como monje y con el correr del tiempo, de un modo u otro (muy
probablemente por puro azar) alcanzó una fama de piadoso y devoto que era al
mismo tiempo la envidia y el orgullo de todos sus colegas, aunque en ocasiones
algunos monjes formulaban indignas observaciones sarcásticas. Y a medida que
pasaba el tiempo, de alguna manera mucha gente había oído hablar de él... tal vez
no por nada que hubiera hecho (porque a decir verdad no había hecho casi nada),
sino por todo aquello que parecía representar, por su estilo de vida. Al reflexionar
en ello ahora, se preguntó si no habría habido un malentendido... si su piedad no
derivaba de su devoción, como todos parecían creer, sino de su propio miedo,
miedo en el que también se originaban sus tentativas conscientes de humildad. Un
ratón tembloroso, pensó, que se transformó en un ratón santo a causa de su mismo
temblor.
Sea como fuese, finalmente llegó a significar un símbolo de la Era de la Fe en
un mundo materialista, y un escritor que lo había entrevistado lo describió como a
un hombre del medioevo que persistía en los tiempos modernos. El perfil
procedente de la entrevista, publicada en una revista de gran circulación y escrita
por un periodista de mirada penetrante, que, para conseguir un efecto espectacular
no vaciló en dorar un poco la pildora, proporcionó el impulso que, a lo largo de
varios años, lo elevó a la grandeza como un hombre sencillo con la perspicacia
necesaria para retornar a la fe básica y la fortaleza de ánimo suficiente para
sustentar esa fe contra las incursiones del pensamiento humanístico. Podría haber
sido abad, pensó en un arranque de orgullo, y quizá más que un abad. Y cuando
tuvo conciencia del orgullo, no hizo más que un esfuerzo simbólico por reprimirlo.
Porque el orgullo, pensó, el orgullo y por último la sinceridad, era todo lo que le
quedaba. Cuando el abad fue convocado por Dios, le hicieron saber de muy diversas
maneras sutiles qué podía sucederle. Nuevamente asustado, esta vez de la
responsabilidad y el cargo, solicitó que lo dejaran en su simple celda y con sus
simples tareas, y dado que la orden lo tenía en alta consideración, se lo
concedieron. Aunque pensando en ello ahora, inmerso en sinceridad, dio paso a la
sospecha cuya revelación nunca había permitido salir a la luz: tal vez habían
accedido a su solicitud no porque lo tuvieran en alta estima, sino porque,
conociéndolo tan bien como lo conocían, los miembros de la orden se dieron cuenta
de que como abad habría sido una nulidad. En vista de su gran renombre, su
nombramiento habría atraído gran publicidad para su orden, y por ello ¿no estaba la
orden condenada a ofrecerle el cargo? ¿Y no habían exhalado todos un entusiasta
suspiro de alivio cuando rehusó?
Miedo, pensó —un hombre acosado toda su vida por el miedo—, si no miedo a
la muerte, miedo a la vida misma. Quizás, al fin y al cabo, no era preciso temer.
Quizá, después de tantos temores, no había nada que temer. Con toda probabilidad
había sido su propia incapacidad y su falta de comprensión lo que le había
empujado hacia el miedo.
Estoy pensando como un hombre de carne y hueso, se dijo a sí mismo, y no
como un cerebro incorpóreo. La carne todavía me abraza, los huesos no se
desintegran.
El científico seguía hablando.
Especialmente debemos abstenernos, decía, de pensar maquinalmente en la
manifestación como algo que tenía una cualidad mística o espiritual.
Fue una de esas cosas sencillas, dijo la gran dama, encantada de zanjar así la
cuestión.
Debemos tener claro en nuestra conciencia, dijo el científico, que no hay cosas
sencillas en el universo. Ningún acontecimiento puede dejarse de lado como
intrascendente. En todo lo que ocurre hay un propósito. Siempre hay una causa, de
eso podéis estar seguros, y con el tiempo habrá un efecto.
Ojalá estuviera tan seguro como tú, dijo el monje.
Ojalá no hubiésemos aterrizado en este planeta, dijo la gran dama. No vale un
comino.

—Tienes que contenerte —dijo Nicodemus—. No debes comer demasiado. La


Vichyssoise, una pequeña tajada de asado, la mitad de la patata. Has de
comprender que tus tripas estuvieron inactivas durante cientos de años.
Congeladas, naturalmente, y no sujetas a deterioro pero, aun así, hay que darles la
oportunidad de volver a tonificarse. Dentro de unos días podrás reanudar tus
hábitos alimenticios normales.
Horton observó la comida.
—¿Dónde conseguiste esto? —preguntó—. Indudablemente, no ha sido traído
desde Tierra.
—Olvidé que podías no estar enterado —dijo Nicodemus—. Tenemos a bordo el
modelo de conversor de materia más eficaz que se había fabricado hasta el
momento de nuestra partida.
—¿Quieres decir que basta con echar un poco de arena?
—No exactamente. No es tan simple. Pero tu idea es acertada.
—¡Un momento! —exclamó Horton—. Aquí pasa algo extraño. No recuerdo
ningún conversor de materia. Hablaban de eso, por supuesto, y parecían existir
esperanzas de montar uno, pero que yo sepa...
—Hay ciertas cosas —se apresuró a decir Nicodemus— de las que no estás al
corriente. Una de ellas es que cuando entrasteis en el sueño frío, no partimos
inmediatamente.
—¿Quieres decir que hubo alguna demora?
—Bien, sí... De hecho, una buena demora.
—Caray, no seas tan misterioso al respecto. ¿Cuánto tiempo?
—Bien, alrededor de cincuenta años.
—¡Cincuenta años! ¿Por qué cincuenta años? ¿Para qué introducirnos en el
sueño frío y luego aguardar cincuenta años?
—No había urgencia —dijo Nicodemus—. La duración del proyecto se calculó en
un par de siglos o quizás algo más hasta que retornara una nave con noticias de
planetas habitables, de modo que una demora de cincuenta años no parecía
excesiva y en este plazo era posible desarrollar ciertos sistemas que ofrecerían
mayores posibilidades de éxito.
—Como un conversor de materia, por ejemplo.
—Sí, ésa era una de las cosas. No absolutamente necesaria, desde luego, pero
muy conveniente y, además, agregaría cierto margen. Pero, más importante aún, si
determinadas características técnicas de la nave podían solucionarse...
—¿Y se solucionaron?
—En su mayoría —dijo Nicodemus.
—No nos comunicaron que habría demoras —dijo Horton—. Ni a nosotros ni a
las demás tripulaciones que se preparaban en aquel momento. Si otra tripulación lo
hubiese sabido, nos lo habría informado.
—No había necesidad de que lo supieran —dijo Nicodemus—. Si os lo hubieran
dicho podríais haber planteado objeciones ilógicas. Y era importante que las
tripulaciones humanas estuviesen dispuestas cuando las naves empezaran a partir.
Como sabes, todos erais personas muy especiales. Probablemente recuerdas con
cuánto cuidado fuisteis escogidos.
—Vaya si lo recuerdo. Pasamos por ordenadores para los cálculos de factores de
supervivencia. Midieron repetidas veces nuestros perfiles psicológicos. Nos llevaron
al agotamiento con las pruebas físicas. E implantaron en nuestro cerebro ese
artilugio telepático para que pudiéramos hablar con Nave, y eso fue lo más
fastidioso. Por lo que recuerdo, nos llevó meses aprender a usarlo correctamente.
Lo que no entiendo es para qué hicieron todo eso con nosotros si después nos
pondrían en almacenamiento en frío. Podríamos haber estado presentes,
sencillamente.
—Esa habría sido una forma de abordar la cuestión —dijo Nicodemus—, pero
habríais envejecido con los años. No exactamente la juventud, pero sí el hecho de
no haber alcanzado la madurez, fue uno de los factores de peso en la selección de
las tripulaciones. Pero no tendría ningún sentido haber embarcado a viejos.
Inmersos en el sueño frío, no envejecisteis. El tiempo no fue un factor para
vosotros, porque en el sueño frío el tiempo no es un factor. Tal como se hicieron las
cosas, las tripulaciones estaban presentes, con sus facultades y aptitudes no
disminuidas por el tiempo que llevó suprimir otros defectos. Las naves podrían
haber partido en cuanto estuvisteis congelados, pero esperando cincuenta años las
posibilidades de las naves y las vuestras se vieron considerablemente acrecentadas.
Los sistemas de mantenimiento vital para los cerebros fueron perfeccionados, hasta
un punto que se habría considerado imposible cincuenta años atrás, la vinculación
entre cerebro y Nave se volvió más eficaz y sensible, casi infalible. LOS sistemas de
sueño frío mejoraron.
—Mis sentimientos al respecto son contradictorios —dijo Horton—. No obstante,
sospecho que personalmente para mí no representan ninguna diferencia. Si no
puedes vivir tu vida en tu propia época, supongo que es indiferente cuándo la vives.
Lo que lamento es haber quedado solo. Helen y yo teníamos algo entre nosotros y
me gustaban los otros dos. Y supongo que experimento cierta culpa porque ellos
murieron y yo seguí viviendo. Dices que me salvaste la vida porque ocupaba el
cubículo número uno. De no haber estado allí, uno de los otros habría vivido y yo
estaría muerto.
—No debes sentir ninguna culpa —le dijo Nicodemus—. Si hubiera algún
culpable, ése sería yo, pero no siento la menor culpabilidad, porque la razón me
indica que fui competente y apliqué al máximo la tecnología disponible. Pero tú... tú
no tuviste nada que ver. No hiciste nada, no compartiste ninguna decisión.
—Sí, lo sé. Pero aun así, no puedo dejar de pensar...
—Toma la sopa ^-dijo Nicodemus—. El asado se está enfriando.
Horton tornó una cucharada de sopa.
—Está buena —comentó.
—Claro que lo está. Ya te he dicho que puedo ser un consumado chef.
—Puedo ser —repitió Horton—. Una extraña manera de expresarlo. O eres un
chef o no lo eres. Pero tú dices que puedes serlo. Lo mismo dijiste con respecto a
ser ingeniero. No que lo fueras, sino que podías serlo. A mí me parece, amigo mío,
que puedes ser demasiadas cosas. Hace un momento insinuaste que también eras
un buen técnico en sueño frío.
—Pues la forma en que lo digo es exactamente correcta —protestó Nicodemus—
. Así son las cosas. Ahora mismo soy un chef y puedo ser ingeniero o matemático o
astrónomo o geólogo...
—No es necesario que seas geólogo. En esta expedición el geólogo soy yo.
Helen era bióloga y química.
—Algún día pueden ser necesarios dos geólogos —afirmó Nicodemus.
—¡Qué ridiculez! —dijo Horton—. Ningún hombre ni robot podría ser tantas
cosas como tú dices que eres o puedes ser. Requeriría años de estudios y, en el
proceso de aprendizaje de cada nueva especialidad o disciplina, perderías parte de
los conocimientos previos asimilados. Además, eres sencillamente un robot de
servicio, nada especializado. Hay que reconocerlo, tu capacidad cerebral es exigua y
tu sistema de reacción relativamente insensible. Nave dijo que fuiste
deliberadamente elegido por tu simplicidad... porque en ti era muy poco lo que
podía fallar.
—Todo lo cual es cierto —reconoció Nicodemus—. Soy lo que tú dices. Un
recadero y un buscador de objetos, que sirve para muy poco más.
Mi capacidad cerebral es exigua. Pero si tienes dos o tres cerebros...
Horton tiró la cuchara sobre la mesa.
—¡Estás loco! —dijo—. Nadie tiene dos cerebros.
—Yo sí —dijo Nicodemus serenamente—. En este mismo momento tengo dos
cerebros... el clásico y estúpido cerebro robótico y un cerebro de chef; si quisiera
podría agregar otro, aunque no sé qué clase de cerebro complementaría el de un
chef. Un cerebro de nutricionista, tal vez, aunque el equipo no incluye ese tipo de
cerebro.
Horton hizo un verdadero esfuerzo por dominarse.
—Comencemos de nuevo —dijo—. Vayamos de arriba abajo y poco a poco para
que este estúpido cerebro humano mío pueda seguir lo que estás diciendo.
—Fueron esos cincuenta años —dijo Nicodemus.
—¿Qué cincuenta años, maldición?
—Esos cincuenta años que se tomaron después de congelaros. Pueden hacerse
muchas investigaciones y progresos en cincuenta años si un montón de humanos se
dedica a ello. Hicisteis la instrucción con un robot muy logrado... el mejor
mecanismo humanoide que se había construido.
—Sí, así es —respondió Horton—. Lo recuerdo como si fuera ayer...
—Para ti sería ayer. El milenio transcurrido desde entonces es lo mismo que
nada para ti.
—Era un mal bicho —acotó Horton—. Un sargento. Sabía tres veces más que
todos nosotros y era diez veces más capaz. Y nos lo restregaba en las narices con
sus modales melosos, zalameros y repulsivos. Escurridizo como una anguila. Todos
odiábamos a ese cabroncillo.
—Ya ves —dijo Nicodemus con tono triunfal—. Las cosas no podían seguir así.
Esa situación no podía tolerarse. Si lo hubieran enviado con vosotros, piensa en las
fricciones, en el conflicto de personalidades. Por eso me tienes a mí. No podían usar
a alguien como él. Debían emplear a un patán simplón y humilde como yo, el tipo
de robot al que estabais acostumbrados a dar órdenes y que no se resentiría porque
se las dierais. Pero un patán simplón y humilde como yo sería incapaz, por cuenta
propia, de estar a la altura de las circunstancias que a veces plantea la necesidad.
Entonces se les ocurrió la idea de cerebros auxiliares que pudieran acoplarse para
complementar un cerebro memo como el mío.
—¿Quieres decir que tienes una caja llena de cerebros auxiliares que te basta
acoplar?
—No son realmente cerebros —aclaró Nicodemus—. Se llaman transmods,
aunque no sé bien por qué. Una vez alguien me dijo que el término era la
abreviatura de transmodificación. ¿Existe esa palabra?
—No sé —replicó Horton.
—Bien, sea como fuere —dijo Nicodemus—, tengo un transmod de chef y un
transmod de médico y un transmod de químico... tú ya me entiendes. Y en cada
uno de ellos está codificado todo un curso universitario. En una ocasión los conté,
pero he olvidado el número. Un par dé docenas, diría.
—De modo que podrías, realmente, reparar ese túnel de Carnivore.
—Yo no contaría con eso —dijo Nicodemus—. No sé qué contiene el transmod
de ingeniero. La ingeniería es muy variada... hay ingeniería química, mecánica,
eléctrica...
—Pero al menos tienes conocimientos básicos de ingeniería.
—Así es. Pero el túnel del que habló Carnivore probablemente no fue construido
por humanos. Estos no habrían tenido tiempo...
—Podría ser una construcción humana. Han tenido casi mil años para hacer
muchas cosas. Recuerda lo que se logró en los cincuenta años de que me hablaste.
—Sí, ya sé. Quizá tengas razón. Confiar en las naves puede no haber sido
suficiente. Si los humanos hubieran dependido de las naves, todavía no habrían
llegado tan lejos ni...
—Podrían, si hubieran superado la velocidad de la luz. Es posible que una vez
superada esta cuestión, no hubiera límites naturales. Cuando traspasas la barrera
de la luz, tal vez no haya límite a la velocidad que se puede desarrollar.
—Por alguna razón, no creo que produjeran naves más veloces que la luz —dijo
Nicomedus—. Oí hablar mucho de eso durante el período posterior a mi
reclutamiento en este proyecto. Nadie daba la impresión de tener un auténtico
punto de partida, una verdadera evaluación de lo que eso involucraba. Lo que muy
probablemente ocurrió es que los humanos aterrizaran en un planeta no tan
distante y parecido a este en el que nos encontramos, descubrieran uno de los
túneles y ahora lo estuvieran utilizando.
—Pero no sólo los humanos.
—No, eso es evidente a partir de Carnivore. No tengo idea de cuántas otras
razas pueden estar usándolos. ¿Y qué me dices de Carnivore? Si no logramos que el
túnel funcione, querrá embarcarse con nosotros.
—Por encima de mi cadáver.
—Debo decirte que yo siento más o menos lo mismo. Es un personaje muy
rústico y podría ser un verdadero problema introducirlo en el sueño frío. Antes de
intentarlo tendríamos que conocer su química somática.
—Lo que me recuerda que no volveremos a Tierra. ¿Cuál es la noticia exclusiva?
¿Dónde tiene la intención de ir Nave?
—Lo ignoro —confesó Nicodemus—. Hablamos y hablamos sobre el tema, por
supuesta. Estoy seguro de que Nave no trató de ocultarme nada. Tengo la
impresión de que ni ella misma sabe cuáles son sus intenciones. Seguir, supongo, y
ver qué puede descubrir. Comprenderás, naturalmente, que si Nave quiere puede
oír todo lo que decimos.
—Me da igual —dijo Horton—. Tal como están las cosas, estamos todos metidos
en el mismo saco. Y tú mucho más tiempo del que estaré yo. Cualquiera que sea la
situación, supongo que tendré que amoldarme, pues no tengo otra posibilidad.
Estoy a cerca de mil años de casa, y mil años detrás de lo que la Tierra es en
este momento. Sin duda Nave tiene razón al decir que si volviera sería un
inadaptado. Esto se puede aceptar intelectualmente, pero te produce una extraña
sensación en la sesera. Imagino que sería diferente si los otros tres estuvieran aquí.
Tengo la sensación de estar terriblemente solo.
—No estás solo —dijo Nicodemus—. Tienes a Nave y me tienes a mí.
—Sí, supongo que sí. Constantemente lo olvido —se apartó de la mesa—. Fue
una cena estupenda —dijo—. Lamento que no hayas podido comer conmigo. ¿Crees
que se me revolverían las tripas si antes de acostarme comiera una tajada fría de
ese asado?
—Para desayunar —dijo Nicodemus—. Si quieres puedes tomar una tajada con
él desayuno.
—De acuerdo —aceptó Horton—. Todavía hay algo que me preocupa. Con el
montaje que tienes no hace falta un humano en esta expedición. Cuando yo me
adiestraba, una tripulación humana tenía sentido. Pero ahora no. Tú y Nave podríais
hacer todo el trabajo. Dada la situación, ¿por qué no nos tiraron a la basura? ¿Por
qué se molestaron en subirnos a bordo?
—Intentas mortificarte a ti mismo y a toda la raza humana —dijo Nicodemus—.
Se trata únicamente de una reacción de choque ante lo que acabas de saber. Para
empezar, la idea consistía en poner a bordo conocimientos y tecnología, y la única
forma de hacerlo era incorporando a seres humanos que los poseyeran. Cuando las
naves despegaron, sin embargo, se habían descubierto otros recursos susceptibles
de proporcionar tecnología y conocimientos con los transmods, que podían
transformar en multiespecialistas incluso a robots tan sencillos como yo. Pero aun
así, faltaría en nosotros un factor: esa extraña cualidad de humanidad, la condición
humana biológica con la que aún no contamos y de la que ningún robotista ha
logrado dotarnos. Hablaste de tu robot de entrenamiento y de cuánto lo detestabas.
Eso es lo que sucede cuando vas más allá de cierto punto en la evolución robótica.
Ganas en competencia, pero está ausente la humanidad necesaria para equilibrar
esa competencia y el robot, en lugar de humanizarse, se vuelve arrogante e
insufrible. Tal vez siempre será así. Quizá la humanidad sea un factor inalcanzable
por medios artificiales. Una expedición a las estrellas, supongo, puede funcionar
eficazmente sólo con robots y sus equipos de transmods a bordo, pero no sería una
expedición humana, y esta expedición y las demás tenían precisamente esa misión:
buscar planetas donde pudiera vivir la gente de Tierra. Verdad es que los robots
pueden hacer observaciones y tomar decisiones; nueve veces de cada diez las
observaciones serán correctas y las decisiones acertadas, pero la décima vez una o
ambas podrían ser erróneas porque los robots encararían el problema con ojos
robóticos y tomarían las decisiones con cerebros robóticos desprovistos del
importantísimo factor de la cualidad humana.
—Tus palabras son reconfortantes —dijo Horton—. Abrigo la esperanza de que
tengas razón.
—La tengo, créeme.
Nave dijo:
Horton, ahora debes irte a la cama. Por la mañana vendrá a verte Carnivore y
tienes que dormir un poco.
8

Pero el sueño tardó en presentarse.


Tumbado de espaldas, con la vista fija en la oscuridad, lo acometieron la
extrañeza y la soledad a las que hasta ese momento se había resistido.
Como si fuera ayer, le había dicho Nicodemus. Ayer entraste en el sueño frío,
porque todos los siglos transcurridos desde entonces son lo mismo que nada para ti.
Había sido ayer, pensó, con cierta sorpresa y amargura. Y ahora estaba solo,
para recordar y llorar. Para llorar aquí, en la oscuridad de un planeta distante de
Tierra al que había llegado —por lo que a él se refería— en un abrir y cerrar de ojos,
encontrando al planeta natal y a la gente de ese ayer hundidos en el abismo del
tiempo.
Helen muerta, pensó. Muerta y tendida bajo el brillo acerado de estrellas
ignotas en un planeta desconocido de un sol del que no hay registros, donde los
glaciares de oxígeno helados erigen su masa contra la negrura del espacio y la roca
primitiva sigue sin erosionar a través de los milenios, un planeta tan inalterable
como la muerte.
Los tres juntos: Helen, Mary, Tom. Sólo él faltaba... y faltaba porque ocupaba el
cubículo número uno, porque a un estúpido robot patoso y lerdo no se le ocurrió un
sistema mejor que el de guiarse por los números.
Nave, susurró mentalmente.
Duérmete, dijo Nave.
Vete al cuerno, dijo Horton. No puedes tratarme como a un bebé. No puedes
decirme lo que debo hacer. Duérmete, dices. Tómate un respiro; dices, olvídalo
todo, dices.
No te decimos que olvides, dijo Nave. La memoria es un don precioso y aunque
debes llorar, aférrate bien a la memoria. Cuando lloras, sabes que lloramos contigo.
Porque nosotros también recordamos a Tierra.
Pero no piensas volver. Tienes la intención de seguir adelante. Después de este
planeta, continuarás. ¿Qué esperas encontrar? ¿Qué estás buscando?
No hay modo de saberlo. No tenemos expectativas.
¿Y yo iré contigo?
Por supuesto, dijo Nave. Somos una empresa de la que tú formas parte.
¿Y el planeta? ¿Tendremos tiempo de examinarlo ?
No hay prisa, dijo Nave. Tenemos todo el tiempo por delante.
¿Qué fue lo que sentimos después del ocaso? ¿Una parte de ello? ¿Una parte de
esta incógnita a la que nos dirigimos?
Buenas noches, Horton, dijo Nave. Volveremos a hablar. Piensa en cosas
agradables y procura dormir.
Cosas agradables, pensó. Sí, había cosas agradables allá donde el cielo era azul
y en él flotaban nubes blancas, con una semblanza oceánica que pasaba sus largos
dedos por una semblanza playera, con el cuerpo de Helen más blanco que las
arenas en las que se echaban. Había fogatas campestres con el viento nocturno
soplando entre los árboles a medias vistos. Había luces de velas sobre un mantel
blanco como la nieve, con relucientes porcelanas y cristales centelleantes sobre la
mesa, con música de fondo y contento en el entorno.
En algún lugar de la oscuridad exterior, Nicodemus se movía torpemente
tratando de no hacer ruido, y a través de la portilla abierta se colaba un lejano
chirrido estridente emitido por los insectos, se dijo. Si es que aquí hay insectos,
pensó.
Trató de pensar en el planeta que se extendía más allá de la portilla, pero
aparentemente no podía pensar en él. Era demasiado nuevo y extraño para ser
pensado. Pero descubrió que podía evocar el espantoso concepto de esa vasta y
callada hondura espacial, cuyo trazo iba desde este lugar hasta Tierra, y vio
mentalmente la minúscula mota que era Nave flotando en esa impresionante
inmensidad de la nada. La nada traducida en soledad. Gruñó, se dio la vuelta y
apretó la almohada contra su cabeza.

Carnivore apareció inmediatamente después que la luz matinal.


—Bien —dijo—. Estáis preparados. Viajamos sin prisa. No es lejos. Examiné el
túnel antes de salir. No se había arreglado por sí mismo.
Ocupó la delantera por la empinada cuesta arriba de la montaña, y luego
bajaron a un valle tan profundo entre las montañas y tan sepultado en el bosque
que la oscuridad nocturna no se había disipado por completo. Los árboles se erguían
altos, con muy pocas ramas durante los primeros diez metros, y Cárter notó que,
aunque en su estructura general eran muy semejantes a los de Tierra, la corteza
tenía una apariencia escamosa y la mayoría de las hojas viraban al negro y el
púrpura más que al verde. Debajo de los árboles, la superficie boscosa se veía
bastante despejada, apenas con algún esparcimiento ocasional de matorrales
larguiruchos y frágiles. A veces unos animalejos asustadizos correteaban por el
suelo, que estaba cubierto de ramas caídas, pero Cárter no logró distinguirlos bien
en ningún momento.
Aquí y allá unos afloramientos rocosos se abrían paso en la ladera; cuando
descendieron otra colina y atravesaron un riachuelo pequeño pero alborotador, en la
otra orilla se alzaron unos acantilados bajos. Carnivore les enseñó el camino hasta
un sendero que subía a través de una grieta en el peñasco y treparon por la loma
cortada a pico. Cárter observó que los acantilados eran de pegmatita. No había
indicios de estratos sedimentarios.
Gatearon por la fisura y emergieron en una montaña que salía a otra cordillera,
más elevada que las dos que ya habían pasado. En la cumbre, una dispersión de
cantos rodados y una saliente baja de afloramiento rocoso rodeaban la serranía.
Carnivore se sentó en una losa y golpeteó un lugar a su lado, invitando a Horton a
sentarse.
—Aquí hacemos pausa para recobrar el aliento —dijo—. En estos parajes el
terreno es muy accidentado.
—¿Cuánto falta? —preguntó Cárter.
Carnivore agitó el nido de tentáculos que le servía como mano.
—Dos cerros más y casi estaremos allí —respondió—. Dicho sea de paso,
¿captasteis anoche la hora de dios?
—¿La hora de Dios?
—Así lo decía Shakespeare. Algo que se estira hacia abajo y toca. Como si
hubiera alguien allí.
—Sí —dijo Horton—, la captamos. ¿Puedes decirnos de qué se trata?
—No sé —dijo Carnivore— y no me gusta. Mira en tu interior. Te destripa. Por
eso me marché tan bruscamente. Me da miedo. Me mete en aprietos. Pero me
quedé demasiado con vosotros y me cogió yendo a casa.
—¿Quieres decir que sabías que vendría?
—Viene todos los días. O casi todos. Algunas veces, aunque no muchas, no
viene. Avanza a lo largo del día. Ahora llega al anochecer. Cada vez viene un
poquito más tarde. Anda día y noche.
Siempre cambia de hora, pero el cambio es mínimo.
—¿Siempre ha venido desde que estás aquí?
—Siempre —dijo Carnivore—. No te deja tranquilo.
—¿No tienes ni noción de qué es?
—Shakespeare dijo que algo del espacio. Dijo que funciona como algo muy
lejano en el espacio. Viene cuando este punto del planeta en el que estamos se
encuentra enfrente de algún punto lejano en el espacio.
Nicodemus había estado merodeando por la cornisa rocosa, agachándose de vez
en cuando para recoger un pedazo de piedra caída. Ahora se acercó a ellos con paso
majestuoso y varias piezas pequeñas en la mano.
—Esmeraldas —dijo—. Deterioradas por la acción del tiempo y caídas en el
suelo. Hay más en la matriz.
Se las dio a Horton. Este las sostuvo en la palma de la mano, las escudriñó y las
tanteó con el dedo índice.
Carnivore se inclinó y les echó una ojeada.
—Piedras bonitas —dijo.
—¡Demonios, no! —exclamó Horton—. Son algo más que piedras bonitas. Son
esmeraldas —miró a Nicodemus—. ¿Cómo lo supiste? —preguntó.
—Estoy usando mi transmod de buscador de piedras —explicó el robot—. Me
puse el de ingeniero y había lugar para otro, por lo que incluí el de...
—¡Un transmod de buscador de piedras! ¿Qué diablos estás haciendo con un
transmod de buscador de piedras?
—Permitieron que cada uno de nosotros —replicó Nicodemus sosegadamente—
agregara un transmod de su afición predilecta. A modo de gratificación personal.
Había transmods de coleccionista de sellos y transmods de ajedrecista, y muchos
más, pero yo pensé que un transmod de buscador de piedras...
Horton jugueteó con las esmeraldas.
—¿Dices que hay más?
—Yo diría que tenemos una fortuna aquí —dijo Nicodemus—. Una mina de
esmeraldas.
Carnivore atronó con su voz cavernosa:
—¿Qué quieres decir con eso de que aquí hay una fortuna?
—Tiene razón —intervino Horton—. La totalidad de esta montaña podría ser una
mina de esmeraldas.
—¿Esas piedras bonitas tienen valor?
—Entre los míos, muchísimo valor.
—Nunca oí nada semejante —dijo Carnivore—. Locura me parece —señaló con
desdén las esmeraldas—. Sólo son piedras bonitas, agradables de ver. ¿Pero qué se
puede hacer con ellas? —Se incorporó lentamente—. Seguimos —dijo.
—De acuerdo, seguiremos —accedió Horton y entregó las esmeraldas a
Nicodemus.
—Pero tendríamos que buscar...
—Más adelante —propuso Horton—. No se moverán de aquí.
—Tendremos que trazar un mapa topográfico para que Tierra...
—Tierra ya no es de nuestra incumbencia —le recordó Horton—. Tú y Nave lo
aclarasteis perfectamente. Ocurra lo que ocurra, encontremos lo que encontremos,
Nave no volverá.
—Habláis incomprensible para mí —protestó Carnivore.
—Disculpa —se excusó Horton—. Es una broma personal. No merece
explicaciones.
Siguieron cuesta abajo y cruzaron otro valle, volvieron a subir una colina. Esta
vez no se detuvieron a descansar. El sol estaba más alto y su luz disipó parte de la
penumbra del monte. Hacía más calor.
Carnivore iba a paso desgarbado y ganando terreno, lo que parecía resultarle
fácil; Horton jadeaba detrás y Nicodemus ocupaba la retaguardia. Horton estudió a
Carnivore e intentó decidir qué clase de criatura sería. Era un palurdo, por supuesto
—de eso no había la menor duda—, pero un palurdo vicioso y asesino que podía ser
peligroso. Parecía amistoso con su constante chachara sobre su viejo amigo
Shakespeare, pero había que vigilarlo. Hasta ahora sólo había dado muestras de un
desabrido buen humor. No ponía en tela de juicio que el afecto que profesaba al
humano Shakespeare había sido auténtico, aunque todavía le escocían los oídos por
su relato de cómo se lo había comido. Su no reconocimiento del valor de las
esmeraldas era un factor desconcertante. Le parecía imposible que una cultura,
cualquier cultura, no reconociera el valor de las piedras preciosas, a menos que no
tuviese el menor concepto del adorno.
Bajaron después de escalar otra montaña, pero no hacia un valle sino hacia una
depresión en forma de hoyo, bordeada de cerros. Carnivore se detuvo tan
repentinamente que Horton, que le seguía los pasos, tropezó con él.
—Allí se halla —señaló Carnivore—. La ves desde aquí. Estamos casi encima.
Horton miró hacia donde Carnivore señalaba. No vio nada salvo el bosque.
—¿Esa cosa blanca? —inquirió Nicodemus.
—Eso es —dijo Carnivore, encantado—. Eso es, su blancura. La mantengo
limpia y blanca arrancando las pequeñas plantas que intentan crecer allí y quitando
el polvo. Shakespeare decía que era griega. ¿Podéis decirme, señor o robot, qué es
algo griego? Pregunto a Shakespeare pero sólo se ríe y sacude la cabeza y cuenta
una historia demasiado larga. A veces pienso que él mismo no lo sabía. Sólo usó
una palabra que había oído.
—Quería decir que era de estilo griego —explicó Horton—. Los griegos son un
pueblo humano que habitaba un lugar llamado Grecia. Alcanzaron la grandeza
muchos siglos atrás. Un edificio construido como ellos construían se denomina de
estilo griego. Es un término muy general. Existen muchos elementos en la
arquitectura griega.
—Construcción simple —opinó Carnivore—. Pared y techo y puerta. Eso es todo.
Un buen hábitat para vivir, empero. Hermético al viento y la lluvia. ¿Todavía no lo
ves? —Horton movió la cabeza negativamente—. Pronto lo verás. En seguida
llegaremos.
Bajaron la cuesta y, al pie, Carnivore volvió a detenerse. Señaló un sendero.
—Por allí a casa —dijo—. Por allí, un paso o dos, a manantial. ¿Queréis buen
trago de agua?
—Me vendría bien —aceptó Horton—. Ha sido una excursión fatigosa. No muy
prolongada, pero con muchas subidas y bajadas.
El manantial brotaba de la ladera hacia una fuente bordeada de rocas; el agua
manaba de la fuente y discurría por un diminuto remanso.
—Tú delante de mí —dijo Carnivore—. Tú invitado de mí. Shakespeare dice
invitados van primero. Yo invitado de Shakespeare. El está aquí antes que yo.
Horton se arrodilló, ahuecó las manos y bajó la cabeza para beber. El agua
estaba tan fría .que tuvo la impresión de que le quemaba la garganta. Se incorporó
y se puso en cuclillas mientras Carnivore se dejaba caer en cuatro patas, bajando la
cabeza y bebía... aunque eso no era beber sino lamer el agua a la manera de un
gato.
Por vez primera, agachado allí, Horton vio realmente y apreció la sombría
belleza del monte. Los árboles eran tupidos e incluso a plena luz del sol, oscuros.
Aunque no eran coníferas, ese bosque le recordó los oscuros pinares de las regiones
norteñas de Tierra. Alrededor del manantial y extendidos por la cuesta que
acababan de descender, había matorrales de unos tres metros de altura y color rojo
sangre. No recordaba haber visto, en ningún sitio, una sola flor o pimpollo.
Mentalmente tomó nota de que debía preguntarlo más adelante.
A medio camino del sendero, Horton vio por fin el edificio que Carnivore había
señalado. Se alzaba en un montículo de un pequeño claro. Le encontró un aspecto
griego, aunque no tenía muchos conocimientos de arquitectura griega ni de ningún
otro tipo. Pequeño y construido con piedra blanca, sus líneas eran austeras y
simples, pero de alguna manera tenía apariencia de caja. No había pórtico ni la
menor elegancia... sólo cuatro paredes, una puerta sin adornos y un tejado de dos
aguas, no demasiado alto y con muy poco declive.
—Shakespeare vivía allí cuando llegué —dijo Carnivore—. Me instalé con él.
Pasamos momentos felices aquí. Este planeta está en el quinto pino, pero te alcanza
la dicha.
Atravesaron el claro en dirección al edificio, los tres en fila. A corta distancia,
Horton levantó la vista y vio algo que se le había escapado antes, pues su
descolorida blancura se perdía en la blancura de la piedra. Interrumpió sus pasos
horrorizado. Encima de la puerta había una calavera humana que les sonreía.
Carnivore notó que la contemplaba.
—Shakespeare nos da la bienvenida —dijo—. Este es su cráneo.
Con la mirada clavada en la calavera, fascinado y sobrecogido, Horton notó que
a Shakespeare le faltaban dos incisivos.
—Difícil fue sujetar a Shakespeare allí —estaba diciendo Carnivore—. Mal lugar,
porque el hueso pronto se gasta y desaparece, pero eso fue lo que me pidió. El
cráneo encima de la puerta, me dijo, los huesos colgados en sacos adentro. Hago lo
que me pide pero fue una tarea triste. Lo hago sin gusto, por sentido del deber y la
amistad.
—¿Shakespeare te pidió que hicieras esto?
—Sí, naturalmente. ¿Piensas que lo hice por mi cuenta?
—No sé qué pensar.
—Estilo de muerte —dijo—. Comerlo mientras muere. Función sacerdotal,
explicó. Hago lo que dice. Prometo no vomitar y no vomito. Me pongo firme y lo
como a pesar de su mal sabor, hasta el último cartílago. Me lo zampo
meticulosamente hasta que sólo queda hueso. Más de lo que quiero comer. Panza
llena a reventar pero sigo comiendo sin parar hasta que todo él no está. Lo hago
correctamente. Lo hago con toda santidad. No deshonro a mi amigo. Yo era el único
amigo que tenía.
—Es posible —apuntó Nicodemus—. A la raza humana se le pueden ocurrir ideas
muy peculiares. Un amigo ingiere a otro amigo como gesto de respeto. Entre los
pueblos prehistóricos existía el canibalismo ritual... mediante el cual se hacía un
honor especial a un verdadero amigo o a un gran hombre comiéndoselo.
—Pero ésos eran los tiempos prehistóricos —objetó Horton—. Jamás supe que
una raza moderna. ..
—Hace mil años que partimos de Tierra —dijo Nicodemus—. Mucho tiempo para
el desarrollo de creencias extrañas. Tal vez esos pueblos prehistóricos sabían algo
que nosotros ignoramos. Quizás había cierta lógica en el canibalismo ritualista y esa
lógica fue redescubierta en el curso del último milenio. Una lógica retorcida,
probablemente, pero con elementos atrayentes.
—¿Dices que vuestra raza no hace esto? —preguntó Carnivore—. No entiendo.
—Hace mil años no lo hacía pero quizá lo hace hoy.
—¿Hace mil años?
—Dejamos Tierra hace mil años. Acaso hace muchísimo más de mil años. No
conocemos las matemáticas de la dilatación temporal. Es posible que haya
transcurrido más de un milenio.
—Pero ningún humano vive mil años.
—Es cierto, pero yo estuve en sueño frío. Congelaron mi cuerpo.
—Te congelaron y moriste.
—No exactamente. Algún día te lo explicaré.
—¿No pensáis que está mal que me haya comido a Shakespeare?
—No, claro que no —respondió Nicodemus.
—Eso es bueno —dijo Carnivore—, porque si lo pensarais no me llevaríais con
vosotros al marcharos. Mi deseo más querido es abandonar este planeta lo antes
posible.
—Quizá podamos reparar el túnel —le recordó Nicodemus—. Si lo logramos
podrás salir por él.

10

El túnel era un cuadrado de tres metros de negrura reflejada, empotrado en el


paramento de un pequeño domo rocoso que se abría paso hacia arriba desde la roca
subyacente a corta distancia, cuesta abajo, del edificio griego. Entre el edificio y el
domo corría una senda desgastada hasta la roca e incluso, parecía, consumida en
roca. En algún momento pretérito por allí había circulado un tráfico denso.
Carnivore señaló la negrura espejada.
—Cuando funciona —dijo— no es negro sino blanco brillante. Entras y al
segundo paso estás en otro lado. Ahora entras y te empuja para atrás. No puedes
acceder. Allí no hay nada, pero la nada te devuelve.
—Pero cuando te lleva a algún sitio, cuando funciona, quiero decir, y te lleva a
algún sitio, ¿cómo sabes a dónde te llevará? —preguntó Horton.
—No lo sabes —respondió Carnivore—. En una época acaso decías a dónde
querías ir, pero ahora no. Aquella máquina —señaló con el brazo—, ese panel
puesto junto al túnel... es posible que en una época pudiera seleccionar tu destino,
pero ahora nadie sabe cómo funciona. Aunque no representa ninguna diferencia, en
realidad. Si no te gusta el lugar al que llegas, retrocedes adentro y vas a otro sitio.
Siempre, a veces después de muchos viajes, encuentras un lugar que te gusta. Yo
sería feliz yendo a cualquiera que no fuese éste.
—Eso no suena del todo correcto —observó Nicodemus.
—Claro que no —coincidió Horton—. Todo el sistema debe de estar en malas
condiciones. Nadie en su sano juicio montaría un sistema de transportes no
selectivo. De lo contrario podría llevarte siglos llegar a tu destino... si alguna vez
llegaras.
—Muy bueno para esquivar —dijo Carnivore con tono plácido—. Nadie, ni
siquiera uno mismo, sabe dónde irá a parar. Si perseguidor te ve zambullirte en
túnel y se mete en pos de ti, quizá no llegue al mismo lugar.
—¿Lo sabes o sólo estás conjeturando?
—Conjeturando, supongo. ¿Cómo puede uno saberlo?
—Todo el sistema está alterado —aclaró Nicodemus— si opera al azar. Por allí
no se viaja. Se participa en un juego en el que siempre gana el túnel.
—Pero éste te lleva a algún sitio —gimió Carnivore—. Yo no soy quisquilloso en
cuanto a dónde ir... me da igual cualquier sitio con tal que no sea éste. Tengo la
ferviente esperanza de que lo repares para que me lleve a cualquier parte.
—Yo diría que fue construido hace milenios —dijo Horton— y que hace siglos
está abandonado por quienes lo construyeron. Sin un mantenimiento adecuado, se
estropeó.
—Pero no es ésa la cuestión —farfulló Carnivore—. La cuestión es ¿podéis
arreglarlo?
Nicodemus se había acercado al panel encajado en la roca, junto al túnel.
—No sé —dijo—. Ni siquiera puedo interpretar los instrumentos, si es que son
instrumentos. Algunos parecen dispositivos de control, pero no estoy seguro.
—No lo perjudicarías tratando de ver qué ocurre —sugirió Horton—. No puedes
empeorar la situación.
—Ni siquiera está a mi alcance —dijo Nicodemus—. Parece haber una especie de
campo de fuerza. Delgado como un papel, probablemente, pues pongo mis dedos
en los instrumentos, mejor dicho creo que pongo los dedos en los instrumentos,
pero no hay contacto. De hecho, no los toco. Los siento debajo de las yemas de los
dedos, pero no estoy en contacto con ellos. Es como si estuvieran revestidos con
una grasa escurridiza —levantó una mano y la miró atentamente—. Pero no hay
ninguna grasa.
—¡Esa cosa maldita funciona en una sola dirección! —vociferó Carnivore—.
Tendría que hacerlo en dos direcciones.
—No te sulfures —le aconsejó Nicodemus secamente.
—¿Podrás hacer algo? —preguntó Horton—. Dijiste que allí hay un campo de
fuerza. Entonces tú mismo podrías hacerte daño. ¿Sabes algo acerca de los campos
de fuerza?
—Nada en absoluto —dijo Nicodemus alegremente—. Ni siquiera sabía que
pudiera existir semejante cosa. Se me ocurrió darle ese nombre. El término
apareció de sopetón en mi cabeza. Pero no sé qué es.
Dejó en el suelo la caja de herramientas que había acarreado y se arrodilló para
abrirla. Empezó a desparramar herramientas en la senda rocosa.
—¡Tienes cosas para repararlo! —chilló entusiasmado Carnivore—. Shakespeare
no tenía herramientas. «No tengo ni una condenada herramienta», solía decir.
—No sé de qué le habrían servido en caso de tenerlas —comentó Nicodemus—.
Aunque las tengas, tienes que saber usarlas.
—¿Y tú sabes? —lo interpeló Horton.
—Vaya si lo sé —contestó Nicodemus—. Estoy usando el transmod de
ingeniería.
—Los ingenieros no usan herramientas, son los mecánicos quienes las utilizan.
—No me fastidies —dijo Nicodemus—. A la vista y el tacto de las herramientas,
todo encaja en su sitio.
—No soporto ver esto —reconoció Horton—. Creo que me largaré. Carnivore,
hablaste de una ciudad en ruinas. Vayamos a verla.
Carnivore se impacientó:
—El puede necesitar ayuda. Alguien que le alcance las herramientas, por
ejemplo. Y si necesita apoyo moral...
—Necesitaré algo más que apoyo moral —advirtió el robot—. Necesitaré una
montaña de buena suerte y no me vendría mal cierta intervención divina. Id a ver
vuestra ciudad.

11

Ni apelando al mayor exceso imaginativo aquello era una ciudad. Apenas una
veintena de edificios y ninguno de ellos grande. Eran estructuras rectangulares de
piedras y tenían el aspecto de barracas. Estaba emplazada a unos ochocientos
metros del edificio que lucía la calavera de Shakespeare, en una ligera elevación del
terreno por encima de una charca de aguas estancadas. Entre los edificios habían
prosperado espesas malezas y algunos árboles dispersos. En varios casos los
árboles incrustados contra las paredes o esquinas de un edificio habían desalojado o
desplazado parte de la mampostería. Aunque la mayoría de los edificios estaban
hundidos en la espesa vegetación, de vez en cuando se veían senderos
serpenteantes.
—Shakespeare despejó los senderos —explicó Carnivore—. Exploraba aquí y
llevaba algunas cosas a casa. No muchas, sólo algunas cada tanto. Algo con lo que
se encaprichaba. Dijo que no debemos perturbar a los muertos.
—¿Muertos? —se interesó Horton.
—Es posible que yo lo haga parecer demasiado dramático. Los que ya no están,
entonces, los que han desaparecido. Aunque eso tampoco suena bien. ¿Cómo puede
uno perturbar a los que se han ido?
—Todos los edificios son semejantes —observó Horton—. A mí me parecen
barracas.
—Barracas es una palabra que no tengo.
—Un lugar para albergar a una serie de personas.
—¿Para albergar? ¿Para vivir?
—Eso es. En un momento dado, una serie de personas vivió aquí. Una factoría,
un establecimiento comercial quizá. Barracas y depósitos.
—Por aquí no hay con quien comerciar.
—Bien, vale, entonces... tramperos, cazadores, mineros. Están las esmeraldas
que encontró Nicodemus, esta zona puede estar cuajada de formaciones que tienen
gemas. O animales de piel...
—Nada de animales de piel —aseguró Carnivore—. Animales de carne, eso es
todo. Algunos depredadores de baja categoría. Nada a lo que debamos temer.
Pese a la blancura de la piedra con que estaban construidos los edificios, daba
una impresión de suciedad, como si fueran chozas. Era evidente que en la época de
su construcción habían desbrozado un claro, pues, aunque algunos árboles se
arrastraban hasta el antiguo desmonte, el bosque apretado tomaba cuerpo más
atrás. Pero aun con su aire de sordidez, las estructuras parecían sólidas.
—Las construyeron para que duraran —dijo Horton—. Era algún tipo de colonia
permanente o que estaba destinada a ser permanente. Es extraño que el edificio en
que morabais tú y Shakespeare estuviera apartado de los demás, aunque supongo
que hacía las veces de cobertizo de guardia para vigilar el túnel. ¿Habéis
investigado estos edificios?
—Yo no. Me repugnan. Tienen algo repulsivo. Inhospitalario. Entrar en uno de
esos edificios es como entrar en una trampa. Sospecho que me cogería y no podría
volver a salir. Shakespeare anduvo fisgoneando, con gran inquietud de mi parte.
Saca unos objetos pequeños que le fascinaban. Aunque como ya te he dicho,
desordenó muy poco. Dijo que esas cosas quedaban para otros de su especie que
entienden mucho.
—Arqueólogos.
—Esa es la palabra que busco. La tenía en la punta de la lengua. Shakespeare
dice que es una vergüenza alterar cosas para los arqueólogos. Aprenden mucho de
ellas cuando él no aprende nada.
—Pero tú dijiste...
—Sólo unos pocos objetos pequeños. Al alcance de la mano. Pequeños, decía,
para trasladar y quizá de valor. Dice que el que al cielo escupe a la cara le cae.
—¿Qué pensaba Shakespeare que era este lugar?
—Tenía muchos pensamientos. En general, después de pensarlo mucho se
pregunta si no es un lugar para malhechores.
—Te refieres a un penal.
—Por lo que recuerdo, no usó esta palabra. Pero especula que es un lugar para
guardar a los que no quieren en ningún lado. Imagina que túnel siempre estuvo
hecho para operar en una sola dirección. Nunca en dos, siempre túnel de una
dirección. Así los que envían aquí no pueden volver.
—Lo que dices es sensato aunque no tiene por qué ser así —dijo Horton—. Si el
túnel fue abandonado en tiempos inmemoriales, habría estado largo tiempo sin
mantenimiento y poco a poco se habría averiado. Con respecto a lo que dices acerca
de no saber a dónde te diriges cuando entras en un túnel, y que dos personas que
se introducen en él terminan en diferentes destinos, también me suena equivocado.
Un sistema de transporte azaroso no es práctico. En tal caso, parece improbable
que el túnel haya sido ampliamente utilizado. Lo que no comprendo es por qué
gente como tú y Shakespeare usaría los túneles.
—Túneles sólo usados por quienes les importa un ardite —explicó Carnivore
alegremente—. Por quienes no tienen preferencias. Te llevan a lugares a donde no
tiene sentido ir. Túneles sólo conducen a planetas en los que puedes vivir. Con aire
para respirar. Ni demasiado calurosos ni demasiado fríos. No a la clase de lugares
que te matan, pero sí a muchos que no merecen la pena. Muchos sitios donde no
hay nadie, donde tal vez jamás hubo nadie.
—La gente que construyó los túneles debía de tener una razón para ir a tantos
planetas, incluso a los que tú dices que no merecen la pena. Sería interesante
conocer sus motivos.
—Los únicos que pueden decírtelo son los que los fabricaron. Han desaparecido.
Están en otro sitio o en ninguno. Nadie sabe quiénes eran ni dónde buscarlos.
—Pero algunos mundos del túnel están habitados. Por gente, quiero decir.
—Sí la definición de gente es muy amplia y no excesivamente escrupulosa. En
muchos planetas del túnel los problemas pueden llegar rápido. En el último que
estuve antes de éste, los problemas no sólo llegaron rápidamente sino que también
eran grandes.
Habían bajado lentamente por los senderos entre los edificios. Adelante se
cerraban los matorrales borrando la huella. El sendero terminaba poco más allá de
la puerta de una de las estructuras.
—Entraré —anunció Horton—. Si no quieres venir conmigo, espérame afuera.
—Esperaré —dijo Carnivore—. Adentro algo me recorre el espinazo y salta en mi
barriga.
En el interior reinaba la oscuridad. El aire era húmedo y viciado, tan frío que
calaba hasta los huesos. Tenso, Horton sintió el impulso de huir, de salir a la luz del
sol. Sentía allí una ajenidad que podía experimentarse aunque no definirse... la
sensación de estar en un lugar en el que no tenía derecho a estar, de entrometerse
en algo que debía permanecer oculto en las tinieblas.
Apoyó los pies con firmeza, conscientemente, y se quedó, aunque empezó a
sentir escalofríos. Gradualmente sus ojos se acostumbraron a la penumbra y logró
distinguir formas. Contra la pared de la derecha había algo que no podía ser otra
cosa que un desvencijado aparador de madera. Horton tuvo la impresión de que si
lo golpeaba se derrumbaría. Las puertas se mantenían cerradas con tiradores de
madera. Junto al aparador, un banco de madera de cuatro patas con grandes
resquebrajaduras a lo largo de su superficie. Sobre el banco había una pieza de
cerámica... Una jarra de agua, tal vez, con una rotura en forma de triángulo en el
borde. En el extremo opuesto, algo semejante a una vasija. Indudablemente no era
de cerámica. Parecía cristal, pero la capa de fino polvo que cubría todo
imposibilitada saberlo con certeza. Al lado del banco, lo que no podía ser más que
una silla. Tenía cuatro patas, un asiento, un respaldo inclinado. De uno de los
montantes del respaldo colgaba un trozo de paño que podría haber sido un
sombrero. En el suelo, delante de la silla, algo que parecía un plato... un óvalo de
blancura de porcelana y, encima del plato, un hueso.
Horton se dijo que algo se había sentado en la silla —¿cuántos años atrás?—,
con un plato en el regazo, para comer la carne de un animal, sosteniendo el trozo
con las manos o con lo que le servía de manos, pelando el hueso con los dientes, la
jarra de agua al alcance de la mano, aunque quizá no era agua sino vino. Y
terminado el trozo de carne, o comido todo lo que quería, había dejado el plato en
el suelo, quizá, y al incorporarse se acarició el vientre con cierta satisfacción. Dejó
el plato con el hueso en el suelo pero nunca volvió a levantarlo. Nunca nadie volvió
a recoger el plato.
Permaneció fascinado, con la vista fija en el banco, la silla, el plato. Parte de la
ajenidad parecía haber desaparecido, pues allí había un fragmento del pasado
arrebatado a un pueblo que, cualquiera que haya sido su idiosincrasia, contenía
algunos elementos de una humanidad común que podía extenderse a lo largo y lo
ancho del universo. Un tentempié de medianoche, tal vez... ¿Y qué había ocurrido
después que el tentempié de medianoche fue comido?
La silla para sentarse, el banco para apoyar la jarra, el plato para contener la
carne... y la vasija, ¿qué decir de la vasija? Consistía en un cuerpo globular, un
cuello largo y una base de sustentación ancha. Más semejante a una botella que a
una vasija, pensó.
Dio un paso adelante y mientras alargaba la mano para cogerlo rozó el
sombrero, si era un sombrero, que colgaba de la silla. A su contacto, el sombrero se
desintegró. Desapareció en un breve soplo de polvo que flotó en el aire.
Su mano cogió la vasija o botella; la levantó y notó que el cuerpo globular
estaba tallado con imágenes y símbolos. La sostuvo por el cuello y la acercó para
ver las decoraciones.
Observó a una extraña criatura en un recinto de techumbre puntiaguda
terminada en una pequeña bola. Era exactamente igual, pensó, que si la criatura
estuviese dentro de un bote de cocina que podía usarse para guardar té. Y la
criatura propiamente dicha... ¿era humanoide o sencillamente un animal que se
asentaba en dos patas traseras delgadas como espigas? Tenía un solo brazo y un
rabo pesado que se extendía en ángulo ascendente por su cuerpo erguido. La
cabeza era un borrón del que salían hacia arriba y hacia afuera seis líneas rectas:
tres a la izquierda, dos a la derecha y una hacia lo alto.
Hizo girar la botella (¿o la vasija?) y aparecieron otros grabados... líneas
horizontales formadas dentro de dos líneas, una encima de la otra aparentemente
unidas entre sí por líneas verticales. ¿Edificios, se preguntó, en los que las líneas
verticales representan columnas que sustentan el tejado? Había muchos cilindros y
óvalos torcidos, algunas marcas irregulares en filas breves que podían ser palabras
de un idioma desconocido. Y lo que podía ser una torre, desde cuya parte superior
emergían tres figuras con aspecto de zorros salidos de alguna antigua leyenda de
Tierra.
Desde el sendero, Carnivore lo llamaba:
—Horton, ¿todo va bien?
—Muy bien —respondió Horton.
—Tengo miedo por ti —dijo Carnivore—. Por favor, ¿no quieres salir? Me pones
nervioso quedándote.
—De acuerdo, ya que esto te pone nervioso...
Se volvió y salió, con la botella en la mano.
—Has encontrado receptáculo interesante —dijo Carnivore, observándolo con
cierto recelo.
—Sí, mira esto —Horton levantó la botella y la hizo girar lentamente—.
Representaciones de algún tipo de vida, aunque me resulta difícil deducir qué son
exactamente.
—Shakespeare encontró algunas similares. También con marcas, aunque no
exactamente como tuyas. Tampoco sabía qué eran.
—Podrían ser representaciones de las gentes que vivieron aquí.
—Shakespeare dijo lo mismo, pero aclaró que sólo eran mitos de las gentes que
estuvieron aquí. Explica que mitos son recuerdos raciales, cosas que la memoria, a
menudo defectuosa, dice ocurrieron en el pasado —se movió de un lado a otro,
nervioso—. Regresemos —dijo—. Mi barriga necesita nutrición.
—La mía también —coincidió Horton.
—Tengo carne. Matada ayer. ¿Comerás conmigo mi carne?
—Encantado —aceptó Horton—. Tengo víveres, pero no tan buenos como la
carne.
—Todavía no está muy pasada —dijo Carnivore—. Pero volveré a matar
mañana. Prefiero carne más bien fresca. Sólo la como pasada en casos de
emergencia. Supongo que sometes tu carne al fuego, como hacía Shakespeare.
—Sí, me gusta cocida.
—Madera seca hay abundante para el fuego. Apilada fuera de la casa y a la
espera de la llamarada. Hay fogón adelante. Supongo que lo viste.
—Sí, he visto el fogón.
—El otro... ¿también come carne?
—No come nada.
—Increíble —dijo Carnivore—. ¿Cómo conserva fuerzas?
—Tiene lo que tú llamarías una batería. Le proporciona alimento de otra clase.
—¿Crees que ese Nicodemus no arregla túnel en seguida? Allá parecíais estar
diciendo eso.
—Me parece que podría llevarle un buen rato —dijo—. No tiene idea de qué se
trata y ninguno de nosotros está en condiciones de ayudarle.
Retrocedieron por el mismo sendero sinuoso que los había llevado hasta allí.
—¿Qué es ese olor? —preguntó Horton—. Huele como un cadáver o algo peor.
—Es la charca —dijo Carnivore—. La charca que viste al pasar.
—La vi cuando subíamos.
—Su olor da asco —dijo Carnivore—. Shakespeare la llamaba Charca Pestilente.

12

Horton estaba en cuclillas delante del fuego, supervisando el trozo de carne que
se asaba sobre las brasas. Carnivore se había sentado al otro lado, frente a él, y
desgarraba con los dientes la carne cruda. La sangre le manchaba el hocico y
resbalaba por su cara.
—¿No te molesta? —preguntó—. Mi estómago clama comida.
—En absoluto —dijo Horton—. A la mía sólo le falta un minuto.
El sol de última hora de la tarde caldeaba su espalda. El calor del fuego le daba
en la cara y se sintió exultante en el bienestar del campamento. La fogata estaba
exactamente delante del edificio blanco como la nieve, desde el que les sonreía el
cráneo de Shakespeare. En medio del silencio, se oía un borboteo del remanso que
corría debajo del manantial.
—En cuanto acabemos —dijo Carnivore—, te muestro las posesiones de
Shakespeare. Las tengo todas embolsadas con esmero. ¿Tienes interés en ellas?
—Sí, por supuesto —contestó Horton.
—En muchos sentidos, Shakespeare era un humano irritante —dijo Carnivore—,
aunque lo adoro. En realidad nunca supe si yo le gustaba o no, aunque me parece
que sí. Congeniábamos. Juntos trabajamos muy bien. Hablamos mucho. Nos
decimos muchas cosas. Pero nunca puedo borrar la sensación de que se reía de mí,
aunque no entiendo por qué. ¿Me encuentras divertido, Horton?
—En lo más mínimo —dijo Horton—. Debes habértelo imaginado.
—¿Puedes decirme qué significa condenado? Shakespeare siempre lo dice y yo
me acostumbro con él. Pero nunca supe el significado. Le pregunto qué es y no me
lo dice. Se ríe de mí en lo más íntimo de su ser.
—No tiene un significado real. En general, me refiero. Se usa para dar énfasis,
sin verdadero sentido. Sólo es un decir. Normalmente, la mayoría de la gente no la
emplea. Sólo algunos. Otros la dicen con moderación y únicamente bajo una fuerte
conmoción emocional.
—Entonces no significa nada. Es una forma de hablar.
—Exactamente —dijo Horton.
—Cuando habla de magia, él dice condenada tontería. Pero entonces no
significa ningún tipo de tontería especial.
—No, él sólo quería decir que era una tontería.
—¿Tú opinas que magia es tontería?
—No sé qué decirte. Sospecho que nunca pensé demasiado en ello. Yo diría que
la magia usada a la ligera puede ser una tontería. Quizá la magia sea algo que
nadie comprende. ¿Tú tienes fe en la magia? ¿La practicas?
—Los míos tienen grandes magias a través del tiempo. A veces funciona, a
veces no. Digo a Shakespeare que juntemos nuestras magias para ver si abren
túnel. Entonces Shakespeare dice que la magia es una condenada tontería. Dice que
no tenía ninguna. Que la magia no existe.
—Sospecho que hablaba en virtud de un prejuicio —apuntó Horton—. No se
puede descalificar algo que no se conoce.
—Sí, Shakespeare es capaz de hacer algo así.
Aunque pienso que mintió. Pienso que usaba su magia. Tenía una cosa que
llamaba libro, decía que es libro de Shakespeare. Y el libro le hablaba. ¿Qué es eso
sino magia?
—Nosotros lo denominamos leer —aclaró Horton.
—El sostenía el libro y el libro le hablaba. Más tarde él le hablaba al libro. Le
hace marcas con un palillo especial que tiene. Le pregunto qué hace y me gruñe.
Siempre me estaba gruñendo. Un gruñido significaba que lo dejara en paz, que no
lo molestara.
—¿Tienes ese libro?
—Te lo mostraré más tarde.
La tajada de carne estaba hecha y Horton empezó a comer.
—Es muy buena. ¿Qué clase de animal?
—No muy grande —dijo Carnivore—. Fácil de matar. No intenta luchar. Sólo
librarse. Pero apetitoso. Muchos animales de carne, y éste el más sabroso.
Nicodemus apareció senda arriba con paso cansino, la caja de herramientas en
la mano. Se sentó junto a Horton.
—Antes de que lo preguntéis, no lo he reparado —se apresuró a informar.
—¿Pero hay progresos? —inquirió Carnivore.
—No lo sé —confesó Nicodemus—. Creo saber cómo podría desconectar el
campo de fuerza, aunque no estoy seguro. Pero vale la pena probar. Empleé casi
todo el tiempo tratando de dilucidar qué hay detrás de ese campo de fuerza. Dibujé
muchos croquis e hice unos diagramas para ver si comprendía de qué se trata.
Tengo algunas ideas al respecto, pero de nada sirven si no logro eliminar el campo
de fuerza. Y todo lo que pienso puede ser erróneo, naturalmente.
—¿Pero no desalentado?
—No, persistiré en el intento.
—Eso está muy bien —dijo Carnivore. Tragó el último cacho de carne pringosa—
. Bajo a manantial y me lavo la cara. Soy un comedor muy desaseado. ¿Quieres que
te espere?
—No —dijo Horton—. Bajaré dentro de un rato. Sólo he comido la mitad del
asado.
—Con perdón, por favor —dijo Carnivore al tiempo que se levantaba.
Los otros dos le siguieron con la mirada mientras se alejaba a zancadas por el
sendero.
—¿Cómo fue todo? —preguntó Nicodemus.
Horton se encogió de hombros.
—Hay una especie de pueblecito abandonado al este. Edificios de piedra
cubiertos de malezas. Por lo que parece, hace siglos que nadie pisa esto. No hay
nada que indique por qué estuvieron aquí ni por qué se marcharon. Según
Carnivore, Shakespeare opinaba que podía ser un penal. Si así fuera, hicieron un
trabajo hábil. Con el túnel inoperante, no había por qué temer que nadie se fugara.
—¿Sabe Carnivore qué clase de gente era?
—No lo sabe. Y no creo que le importe. No experimenta ninguna curiosidad real.
Lo único que le interesa es el aquí y ahora. Además, le da miedo. El pasado parece
aterrorizarlo. Pero yo conjeturo que eran humanoides... no necesariamente gente
tal como la pensamos nosotros. Entré en uno de los edificios y encontré una especie
de botella. Al principio pensé que era una vasija, pero sospecho que es una botella.
Estiró la mano, cogió la botella y se la pasó a Nicodemus. El robot la dio vuelta
varias veces entre sus manos.
—Tosco —sentenció—. Las imágenes pueden ser sólo aproximadamente
figurativas. Es difícil saber qué representan. Ciertos trazos parecen algún tipo de
escritura.
Horton asintió.
—Lo que dices es cierto, pero eso significa que tenían alguna idea del arte, lo
que también podría significar una cultura en movimiento.
—No lo bastante avanzada para explicar la compleja tecnología de los túneles —
acotó Nicodemus.
—No quise dar a entender que fuesen los mismos que construyeron los túneles.
—¿Ha dicho Carnivore algo más acerca de sumarse a nosotros cuando nos
marchemos?
—No. Aparentemente, confía en que repararás el túnel.
—Quizá sea mejor ocultárselo, pero no puedo hacer nada. ¡Jamás vi un revoltijo
como el de ese tablero de controles!
Carnivore se acercó contoneándose.
—Todo limpio ahora —dijo—. Veo que has terminado. ¿Te gustó la carne?
—Excelente —dijo Horton.
—Mañana tendremos carne fresca.
—Enterraremos las sobras mientras vas de cacería —dijo Horton.
—No es necesario enterrar. Tíralas en la charca. Aprieta fuerte la nariz en el
proceso.
—¿Es lo que haces siempre?
—Claro —dijo Carnivore—. Fácil de despachar. Algo en la charca se la traga.
Probablemente contento de que le arroje carne.
—¿Alguna vez viste a la cosa que se come la carne?
—No, pero carne desaparece. Carne flota en agua. Carne nunca flota en charca.
Tiene que ser comida.
—Tal vez sea tu carne lo que hace que la charca apeste.
—No —insistió Carnivore—. Siempre olió así. También antes de tirar carne.
Shakespeare aquí antes que yo y no tiraba carne. Empero, dijo que apesta desde su
llegada.
—El agua estancada puede oler muy mal —dijo Horton—, pero nunca sentí
semejante hedor.
—Podría no ser agua —insinuó Carnivore—. Es más espeso. Se desliza como
agua, parece agua, pero no es tan fina. Shakespeare la llamaba sopa.
Sombras alargadas que se extendían de la arboleda hacia el oeste atravesaban
el campamento. Carnivore ladeó la cabeza y miró de reojo el sol.
—La hora de dios está casi aquí —dijo—. Vamos adentro. Debajo de un fuerte
techo de piedra no es tan malo. No como al aire libre. Se siente, pero las piedras
dejan afuera lo peor.
Por dentro, la casa de Shakespeare era sencilla.
El suelo estaba cubierto por losas. No tenía cielo raso y la única habitación daba
al techado. Había una gran mesa de piedra en el centro de la estancia, que estaba
bordeada por una repisa también de piedra, de la altura de una silla.
Carnivore señaló la saliente.
—Para sentarse y para dormir. También para poner cosas.
La repisa del fondo estaba abarrotada de jarras y vasijas, extrañas piezas que
parecían pequeñas estatuas y otras para las cuales, a primera vista, no parecía
haber nombre.
—De la ciudad —dijo Carnivore—. Objetos que Shakespeare trajo de la ciudad.
Curiosos, acaso, pero de poco valor.
En un extremo de la mesa había una vela deforme, pegada a la piedra con su
propio goteo.
—Da la luz —explicó Carnivore—. Shakespeare la inventó con grasa de la carne
que yo mataba y la usaba para conversar con el libro... a veces el libro le hablaba a
él y otras, con su palillo mágico, él le contestaba.
—¿El libro que te ofreciste a mostrarme?
—Claro —dijo Carnivore—. Quizá tú puedas explicármelo. Decirme qué es.
Pregunto a Shakespeare muchas veces pero me da explicación que no es realmente
explicación. Me consumo de ganas de saber pero no me cuenta. Dime algo, por
favor. ¿Por qué necesitaba luz para hablar con libro?
—Eso se llama lectura, —aclaró Horton—. El libro habla por medio de las marcas
y se necesita luz para leerlo. Para que hable, las marcas tienen que verse bien.
Carnivore movió la cabeza de un lado a otro.
—Raros tejemanejes —dijo—. Rara cuestión son los humanos. Raro
Shakespeare. Siempre riendo de mí. No risa para afuera, risa para adentro. Me
gusta, pero se ríe. Hace risa para mostrar que es mejor que yo. Ríe en secreto, pero
me hace saber que ríe.
Fue a un rincón y cogió una bolsa hecha con piel de animal. La levantó en un
puño y la sacudió; se oyeron crujidos y raspaduras.
—¡Sus huesos! Ahora sólo ríe con sus huesos. Hasta sus huesos ríen todavía.
Escucha y los oirás —agitó violentamente la bolsa—. ¿No oyes una risa?
Sonó la hora de dios.
Incluso en el interior resultó una monstruosidad. Pese al grosor de la piedra de
las paredes y la techumbre, su fuerza no disminuyó mucho. Una vez más Horton se
encontró agarrado y desnudo y abierto para ser explorado y esta vez,
aparentemente, más que explorado, absorbido, de modo que tuvo la impresión, aun
mientras se debatía por seguir siendo él mismo, de fusionarse con aquello que lo
tenía agarrado. Sintió que se fusionaba con ello, que pasaba a formar parte de ello,
y cuando supo que no podía rechazar esa intimidad intentó, pese a la humillación de
pasar a ser parte integrante de otra cosa, sondear por su cuenta y descubrir así qué
era aquello de lo que formaba parte. Por un instante creyó saberlo; por un único y
fugaz instante la cosa por la que había sido absorbido, la cosa en que se había
convertido, pareció prolongarse para abarcar el universo, todo lo que había sido o
era o sería y mostrárselo a él, mostrarle la lógica o la ilógica, el propósito, la razón
y la meta. Pero en ese instante de conocimiento su mente humana se rebeló contra
las consecuencias del saber, espantada y ultrajada de que pudieran existir cosas
semejantes, de que la manifestación del universo y la comprensión del mismo fuera
posible. Su mente y su cuerpo languidecieron: prefirieron ignorar.
No tenía modo de calcular cuánto duró. Flotó flojamente en el apretón, que no
sólo dio muestras de absorberlo a él sino asimismo a su sentido del tiempo... como
si pudiera manipular el tiempo a voluntad y con sus propios fines, y él tuvo el
efímero pensamiento de que si aquello podía hacer eso, nada podría hacerle frente,
ya que el tiempo era el factor más esquivo del universo.
Finalmente concluyó y Horton se sorprendió al encontrarse acurrucado en el
suelo, con los brazos levantados para cubrirse la cabeza. Sintió que Nicodemus lo
alzaba, lo ponía de pie y lo mantenía erguido. Indignado por su propia impotencia,
apartó bruscamente las manos del robot y se acercó tambaleante a la gran mesa de
piedra, aferrándola, desesperado.
—Otra vez fue intenso —dijo Nicodemus.
Horton sacudió la cabeza, tratando de despejar su mente.
—Cruel —dijo—. Tan cruel como antes. ¿Y tú?
—Lo mismo que antes. Un golpe mental indirecto. Eso fue todo. Aplica mayor
violencia a un cerebro biológico.
A través de una bruma, Horton oyó declamar a Carnivore.
—Algo allá arriba —decía— parece interesarse por nosotros.

13
Horton abrió el libro en la portada. Junto a su codo la vela casera se derretía,
ahumada, arrojando una luz vacilante e inconstante. Se inclinó para leer. La
tipografía le era desconocida, las palabras le parecían incorrectas.
—¿Qué es? —preguntó Nicodemus.
—Creo que Shakespeare —dijo Horton—. ¿Qué otra cosa podría ser? Pero la
ortografía es distinta. Abreviaturas extrañas. Y algunas letras equivocadas. Sí, mira
aquí... eso debe ser. Obras completas de William Shakespeare. Así lo interpreto.
¿Estás de acuerdo?
—Pero no lleva fecha de publicación —observó Nicodemus, inclinado por encima
del hombro de Horton.
—Después de nuestros tiempos, diría yo —conjeturó Horton—. El lenguaje y la
ortografía se modifican con el correr del tiempo. No hay fecha, pero fue publicado
en... ¿logras distinguir la palabra?
Nicodemus se acercó más aún.
—Londres. No, no es Londres. Algún otro lugar. Uno del que nunca he oído
hablar. Tal vez no esté en Tierra.
—Bien, de todos modos sabemos que es Shakespeare —dijo Horton—. Este
llegó a ser su nombre. Lo hizo en broma.
Carnivore refunfuñó desde el otro lado de la mesa.
—Shakespeare siempre plagado de bromas.
Horton volvió la página y dio con otra llena de una enrevesada escritura a lápiz.
Se inclinó para tratar de descifrarla. Notó que estaba compuesta con la misma
ortografía e igual ensamblaje de palabras extrañas que había encontrado en la
portada. Tortuosamente, interpretó las primeras líneas y las tradujo casi como si lo
hiciera de una lengua extranjera:

«Si estás leyendo esto, existe la probabilidad de que te hayas topado con ese
gran monstruo que es Carnivore. Si tal es el caso, ni un solo instante confíes en ese
miserable hijo de puta. Sé que tiene la intención de matarme, pero yo reiré el
último y el que ríe el último ríe mejor. La última risa es fácil para quien sabe que,
de todas maneras, está a punto de morir. El inhibidor que llevaba conmigo está casi
acabado y cuando se termine la enfermedad maligna seguirá corroyendo mi
cerebro. Y tengo la convicción de que antes de que se presente el dolor letal, la
muerte será más dulce si me mata este monstruo baboso que atenazado por los
sufrimientos...»

—¿Qué dice? —preguntó Nicodemus.


—No estoy seguro —titubeó Horton—. Tengo dificultades para leerlo —empujó
el libro a un costado.
—Le hablaba al libro con su palillo mágico —dijo Carnivore—. Nunca me cuenta
qué le decía. ¿Tú tampoco me lo dirás? —Horton meneó la cabeza—. Capacitado
tienes que estar —insistió Carnivore—. Tú humano igual que él. Lo que dice uno con
marcas de palillo el otro tiene que saber.
—Se trata del factor temporal —se explayó Horton—. Hemos estado en camino
como mínimo un milenio para llegar aquí. Tal vez bastante más de mil años. Y en
mil años o menos se pueden producir muchos cambios en los símbolos que hace el
palillo de marcar. Además, su inscripción de los símbolos no es de las mejores.
Escribe con mano temblorosa.
—¿Volverás a intentarlo? Gran curiosidad por saber lo que dice Shakespeare,
especialmente lo que dice de mí.
—Seguiré probando —dijo Horton.
Volvió a acomodar el libro frente a sus ojos.

«...sufrimientos. Finge una gran amistad por mí y desempeña tan bien su papel
que se necesita de un considerable esfuerzo analítico para discernir su verdadera
actitud. Con el propósito de comprenderlo, uno debe primero aprender qué clase de
cosa es, ponerse al tanto de su pasado y sus motivaciones. Muy lentamente, llegué
a darme cuenta de que en verdad es lo que parece ser, aquello de lo que se jacta:
no sólo un carnívoro convicto y confeso, sino también un depredador. Para él, matar
no es sólo una forma de vida sino una pasión, una religión. No se trata sólo de él,
pues su misma cultura se basa en el arte de la matanza. Poco a poco he logrado, a
través de una profunda penetración adquirida en la convivencia con él, ensamblar la
historia de su vida y sus orígenes. Si se lo preguntas, imagino que te responderá,
orgulloso, que pertenece a una raza guerrera. Pero eso no explica todo. El es, entre
los de su raza, una criatura muy especial, por mérito propio quizás un héroe
legendario... o al menos a punto de convertirse en un héroe legendario. Su
profesión vital, por lo que entiendo (y estoy seguro de que mi entendimiento es
correcto), consiste en viajar de mundo a mundo y en cada uno desafiar y matar a
las especies más terribles que allí hayan evolucionado. A la manera de los
legendarios indios norteamericanos de la vieja Tierra, cuenta un tanto simbólico por
cada adversario que asesina y, según creo, ahora es subcampeón de la historia de
su raza y anhela convertirse en campeón de todos los tiempos, el más grande
matador. No sé bien qué ganará con eso, pero tengo mi hipótesis: quizá la
inmortalidad de la memoria racial, conservada eternamente en su panteón tribal...»

—¿Y? —preguntó Carnivore.


—¿Y?
—Ahora el libro te habla a ti. Mueves el dedo línea a línea.
—Nada —dijo Horton—. En realidad, nada. Principalmente rezos y conjuros.
—Lo sabía—dijo Carnivore con voz áspera—. Lo sabía. Dice que mi magia es
condenada tontería, pero él practica la suya. ¿No me menciona? ¿Seguro que no me
menciona?
—Todavía no. Tal vez más adelante.

«Pero en este aborrecible planeta está atrapado conmigo. Y como yo, está
excluido de esos otros mundos en los que podría buscar, combatir y destruir a las
formas de vida más poderosas que lograra cazar, para eterna gloria de su raza. En
consecuencia, estoy seguro de detectar, en la mentalidad de gran guerrero que hay
en él, una desesperación serenamente creciente; también tengo la certeza de que
llegará el momento en que perderá toda esperanza de otros mundos y que mi
nombre será el último de su nómina victoriosa, aunque sabe Dios que mi asesinato
no será un honor para él, pues yo estaré de todos modos perdido. Por medios
indirectos ha hecho todo lo posible para inculcarle, de diversas maneras sutiles, que
yo sería un oponente frágil y débil. En mi debilidad, creía yo, residía mi única
esperanza. Pero ahora sé que estoy equivocado. Veo la locura y la desesperación
crecer en él. Si esto sigue así, sé que algún día me matará. En el momento en que
su locura me sobredimensione hasta transformarme en un enemigo digno de él, me
atacará. En qué lo beneficiará, lo ignoro. Parecería tener muy poco sentido asesinar
si otros de su raza no se enteran, no pueden enterarse. Pero de algún modo tengo
la impresión, en virtud de lo que no sé, de que incluso en su presente situación de
estar perdido entre las estrellas, su acto trascendería y sería celebrado por otros de
su raza. Esto escapa a mi comprensión y he renunciado a tratar de entenderlo.
»Está frente a mí al otro lado de la mesa mientras escribo y noto que me
calibra, con plena conciencia de que no soy un sujeto digno de su modelo de
matanza ritual, aunque tratando de mentalizarse para creer que lo soy. Algún día lo
creerá y ése será el día. Pero le he ganado por la mano. Tengo un as bajo la manga.
Ignora que en mí yace una muerte para la que falta poco tiempo. Estaré maduro
para morir antes de que él esté listo para matar. Y como es un palurdo sentimental
—todos los asesinos son palurdos sentimentales— lo convenceré de que me mate
como si fuera un oficio sacerdotal para cuya ejecución me entrego a él en mi
desesperada necesidad, como el único que puede cumplir esta hazaña de esencial
compasión. O sea, que haré dos cosas: lo usaré para abreviar el suplicio final que sé
que ha de llegar, y lo privaré de su asesinato decisivo, pues inmolar
misericordiosamente no cuenta para él. No marcará ningún tanto conmigo. Más bien
yo lo marcaré con él. Y mientras me mata, misericordiosamente, me le reiré en la
cara. Porque la victoria definitiva es la risa. Para él matar, para mí reír. Esta es la
dimensión de las cosas entre nosotros.»

Horton bajó la cabeza y guardó un atónito silencio. Ese hombre estaba loco, se
dijo. Loco con una locura fría, helada, congelada, que era mucho peor que la locura
delirante. No una mera enajenación de la mente, sino locura del alma.
—Así que finalmente me mencionó —dijo Carnivore.
—Sí. Dijo que eres un palurdo sentimental.
—Eso no suena bien.
—Es una expresión de gran afecto —dijo Horton.
—¿Estás seguro? —preguntó Carnivore.
—Absolutamente seguro.
—Entonces Shakespeare me quería de verdad.
—No me cabe la menor duda —dijo Horton.
Volvió al libro y lo hojeó. El Rey Ricardo III. La comedia de las equivocaciones.
La doma de la bravía. El Rey Juan. Noche de Epifanía, Otelo, El rey Lear, Hamlet.
Estaban todas. Y garabateada en los márgenes, inscrita en las páginas parcialmente
en blanco donde terminaba cada obra, la escritura enrevesada.
—Le hablaba mucho. Casi todas las noches. Y a veces los días lluviosos, cuando
nos quedábamos en casa.
Bien está todo lo que bien acaba, página 1.038, garabateado en el margen
izquierdo:

«Hoy la charca apesta más que nunca. Es un olor maligno. No sólo mal olor,
sino olor maligno. Como si estuviera viva y exudara maldad. Como si ocultara en
sus profundidades algo siniestro...»

El rey Lear, página 1.143, esta vez en el margen derecho:

«Descubrí esmeraldas, erosionadas de una roca, aproximadamente a


ochocientos metros más abajo de la fuente. Allí caídas, esperando a que las
recogieran. Me llené los bolsillos. No sé para qué me tomé la molestia. Ahora soy un
hombre rico aquí, donde no significa nada...»

Macbeth, página 1.207, margen inferior:

«Hay algo en las casas. Algo que ha de descubrirse. Un enigma que ha de


desentrañarse. Ignoro qué es, pero lo percibo...»

Pericles, página 1.381, en la mitad inferior de la página en blanco al concluir el


texto:

«Todos estamos perdidos en la inmensidad del universo. Habiendo dejado


nuestro hogar no tenemos dónde ir o, lo que es peor, tenemos demasiados sitios a
los que ir. No sólo estamos perdidos en las profundidades de nuestro universo, sino
también en las profundidades de nuestras mentes. Cuando el hombre permanecía
en un planeta, sabía dónde estaba. Tenía raseros para medir e índices para conocer
la dirección del viento. Pero ahora, incluso cuando creemos saber dónde estamos,
seguimos perdidos; no hay camino que nos lleve a casa ni, en muchos casos, casa a
la que valga la pena retornar.
»No importa dónde esté su hogar, hoy el hombre es, al menos
intelectualmente, un nómada librado a su albedrío. Aunque llamemos «casa» a un
planeta, incluso para los pocos que todavía pueden decir que su «casa» es Tierra, el
hogar ha dejado de existir. La raza humana se ha fragmentado hacia las estrellas,
aún se dispersa hacia las estrellas. Nosotros, como raza, somos impacientes con el
pasado y muchos con el presente, y sólo contamos con una dirección, hacia el
futuro, que nos aleja cada vez más del concepto de hogar. Como raza somos
errantes incurables y no queremos nada que nos ate ni nada a lo que aferramos...
hasta el día, que ha de llegar en algún momento para cada uno de nosotros, en que
comprendemos que no somos tan libres como creíamos sino que estamos perdidos.
Sólo cuando intentamos recordar, con nuestra memoria racial, dónde hemos estado
y por qué estuvimos allí, comprendemos en toda su magnitud nuestra condición de
perdidos.
»En un planeta o incluso en un único sistema solar, podíamos orientarnos hacia
el centro psicológico del universo. Porque entonces teníamos valores, valores que
ahora sabemos eran limitados, pero al menos valores que proporcionaban un marco
humano en cuyo interior nos movíamos y vivíamos. Pero ahora ese marco está
hecho trizas y nuestros valores han sido triturados tantas veces por los diferentes
mundos que hemos pisado (porque cada nuevo mundo nos imbuiría de nuevos
valores o nos negaría alguno de los viejos a los que nos habíamos agarrado), que
carecemos de base en la que formar y ejercitar nuestros criterios. Ahora no
tenemos una escala de valores común en la que podamos coincidir para delinear
nuestras pérdidas o nuestras aspiraciones. Hasta infinito y eternidad se han
convertido en conceptos que difieren en muchos sentidos. Antaño utilizábamos
nuestra ciencia para estructurar el lugar en el que vivíamos, para darle forma y
razón; hogaño estamos confundidos porque hemos aprendido tanto (aunque sólo
una pizca de lo que hay que aprender) que no podemos apelar a que las
perspectivas científicas humanas ejerzan presión sobre el universo, tal como lo
entendemos ahora. Hoy tenemos más interrogantes que nunca y menos
posibilidades de encontrar respuestas. Podemos haber sido pueblerinos, nadie lo
niega. Pero muchos de nosotros encontramos en la condición de pueblerinos un
bienestar y cierta sensación de amparo. Toda vida encaja en un entorno mucho más
amplio que la vida misma, pero dados algunos millones de años cualquier tipo de
vida puede alcanzar suficiente familiaridad con su ámbito para vivir en él. Pero
nosotros, al abandonar Tierra, al desdeñar nuestro planeta natal a cambio de
estrellas más lejanas y brillantes, hemos agrandado enormemente nuestro entorno
y no tenemos esos pocos millones de años: en nuestra prisa carecemos en absoluto
de tiempo.»

La escritura tocó a su fin. Horton cerró el libro y lo dejó de lado.


—¿Y? —preguntó Carnivore.
—Nada —dijo Horton—. Sólo interminables conjuros. No entiendo nada.

14

Horton estaba echado junto al fuego, envuelto en su saco de dormir. Nicodemus


daba vueltas agregando leña al fuego; en su cubierta metálica destellaban rojos y
azules del parpadeo de las llamas. En lo alto brillaban las estrellas desconocidas y
abajo, junto al manantial, algo se quejaba amargamente.
Horton se acomodó, sintiendo que le hurtaban el sueño. Cerró los ojos, aunque
sin apretarlos, y se dispuso a esperar.
Cárter Horton, dijo Nave.
Sí, dijo Horton.
Percibo una inteligencia, dijo Nave.
¿Carnivore?, preguntó Nicodemus, agachado junto al fuego.
No, no es Carnivore. Reconoceríamos a Carnivore pues ya lo hemos visto. Su
pauta de inteligencia no es excepcional, no difiere grandemente de la nuestra. Esta.
sí. Más fuerte y penetrante, más aguda, de alguna manera muy distinta, aunque
borrosa y empañada. Como si se tratara de una inteligencia que procura ocultarse y
no llamar la atención.
¿Cerca?, inquinó Horton.
Cerca. Muy cerca de donde estás tú.
Aquí no hay nada, dijo Horton. El lugar está abandonado. No hemos 'visto nada
en todo el día.
Si estuviera escondida, no la verías. Tienes que mantenerte alerta.
La charca, quizá, dijo Horton. Puede haber algo viviendo en la charca. Carnivore
parece creer que así es. Piensa que se come la carne que tira a la charca.
Tal vez, dijo Nave. Creía recordar que Carnivore dijo que la charca no era
realmente agua sino algo más parecido a la sopa. ¿No te has acercado?
Apesta, dijo Horton. Es mejor no acercarse.
No logramos localizar a la inteligencia, dijo Nave, pero sabemos que en
términos generales se encuentra en tu zona. No muy lejos. Tal vez oculta. No corras
riesgos. ¿Lleváis vuestras armas de mano?
Sí, claro que las llevamos, intervino Nicodemus.
Eso está bien, aprobó Nave. No bajéis la guardia.
De acuerdo, dijo Horton. Buenas noches, Nave.
Todavía no, dijo Nave. Queda algo más. Cuando leíste el libro intentamos
seguirte, pero no logramos discernir todo lo que leías. Ese Shakespeare... el amigo
de Carnivore, no el antiguo dramaturgo... .qué hay de él?
Un humano, aseveró Horton. De eso no cabe la menor duda. Su cráneo, al
menos, es humano y su escritura parece una auténtica escritura humana. Pero
había cierta demencia en él. Quizás engendrada por una enfermedad maligna, un
tumor cerebral muy probablemente. Escribió algo acerca de un inhibidor, inhibidor
del cáncer, supongo, pero dijo que se le estaba acabando y que sabía que cuando
no tuviera más moriría atenazado por el dolor. Por eso engatusó a Carnivore para
que lo matara, riendo todo el tiempo.
¿Riendo?
Todo el tiempo se reía de Carnivore y dejaba que éste supiera que se reía de él.
Carnivore lo repite a menudo. Fue algo que lo hirió profundamente y siempre lo
recuerda. Al principio pensé que ese Shakespeare era un petulante... ya sabes,
alguien con un complejo de inferioridad que de alguna manera exigía, sin ningún
peligro para sí mismo, que le alimentaran continuamente el ego. Una forma de
hacerlo consiste en reírse interiormente de los demás, corroborando la ficción de
una superioridad autoconcebida e ilusoria. Lo pensé en un principio, repito. Ahora
creo que estaba loco, sencillamente. Sospechaba, de Carnivore. Pensaba que estaba
a punto de matarlo. Convencido de que en última instancia se lo cargaría.
¿Y Carnivore? ¿Tú qué opinas?
Con Carnivore no pasa nada, dijo Horton. No es dañino.
Nicodemus, ¿tú qué opinas?
Coincido con Cárter. Estoy de acuerdo en que no es una amenaza para
nosotros. Ah, tenía la intención de decirte que... hemos encontrado una mina de
esmeraldas.
Lo sabemos, dijo Nave. Se ha tomado nota de ello. Aunque sospechamos que
de nada sirve. En este momento no nos conciernen las minas de esmeraldas. Pero
cuando acabemos con esto no nos vendría mal llevarnos un cubo lleno. Nunca se
sabe. En algún sitio podrían resultarnos útiles.
Las llevaremos, dijo Nicodemus.
Y ahora, dijo Nave, buenas noches, Cárter Horton. Nicodemus, vigilóle mientras
duerme.
Es lo que me propongo, dijo Nicodemus. Buenas noches, Nave, dijo Horton.

15

Nicodemus despertó a Horton de una sacudida.


—Tenemos visita.
Horton se sentó a medias en el saco de dormir y se frotó los ojos cargados de
sueño para cerciorarse de lo que veía. A un par de pasos vio a una mujer, junto al
fuego. Usaba shorts amarillos y botas blancas, que le llegaban a mitad de las
rodillas. Era todo lo que llevaba puesto. Tenía una rosa roja oscura tatuada en uno
de sus pechos desnudos. Era alta y esbelta. Un cinturón del que colgaba una rara
especie de pistola rodeaba su cintura. De un hombro le colgaba una mochila.
—Llegó andando por el sendero —informó Nicodemus.
El sol aún no había salido, pero se perfilaban las primeras luces del alba. La
atmósfera era húmeda, sutil y benigna.
—Subiste por el sendero —dijo Horton no del todo despierto—. ¿Significa eso
que llegaste a través del túnel?
Ella batió palmas, encantada.
—¡Qué maravilla! —exclamó—. Tú también hablas la antigua lengua de los
mayores. ¡Qué deleite encontraros a vosotros dos! Estudié vuestro habla, pero
hasta ahora nunca había tenido la oportunidad de emplearlo. Tal como sospechaba,
veo que la pronunciación que nos enseñaron perdió algo a lo largo de los años.
Estaba atónita y al mismo tiempo complacida cuando el robot le habló, pero no
podía abrigar la esperanza de encontrar a otros...
—Es sumamente extraño lo que ella dice —acotó Nicodemus—. Carnivore habla
la misma lengua y él la aprendió de Shakespeare.
—Shakespeare... —dijo la mujer—. Shakespeare era un antiguo...
Nicodemus señaló el cráneo con el pulgar.
—Te presento a Shakespeare —dijo—, o a lo que queda de él.
Ella siguió con la mirada la dirección que señalaba el pulgar. Volvió a batir
palmas.
—¡Qué deliciosamente bárbaro!
—Sí, ¿verdad? —dijo Horton.
El rostro de la mujer era tan delgado que parecía demacrada, pero sus
facciones eran aristocráticas. Usaba el pelo plateado estirado hacia atrás y recogido
en un pequeño moño en la nuca. El pelo apartado de la cara acentuaba sus rasgos
huesudos. Sus ojos eran de un azul penetrante y sus labios delgados, sin color y sin
huellas de sonrisas. Ni cuando batió palmas alborozada había sonreído. Horton se
preguntó si sería posible en ella una sonrisa.
—Viajas en extraña compañía —le dijo a Horton.
Horton paseó la mirada a su alrededor. Carnivore estaba saliendo por la puerta.
Parecía una cama deshecha. Se desperezó, elevando los brazos muy por encima de
su cabeza. Bostezó y sus colmillos brillaron en todo su esplendor.
—Traeré el desayuno —dijo Nicodemus—. ¿Tiene hambre la señora?
—Voraz —respondió ella.
—Tenemos carne, aunque no recién matada —intervino Carnivore—. Salgo de
prisa para darte la bienvenida a nuestro pequeño campamento. Soy Carnivore.
—Pero un carnívoro es una cosa —protestó ella—. Una clasificación. No es un
nombre.
—Es un carnívoro y está orgulloso de serlo —dijo Horton—. Así se hace llamar.
—Nombre me lo puso Shakespeare —aclaró Carnivore—.Tengo otro nombre,
pero no es importante.
—Yo me llamo Elayne y estoy encantada de conoceros —dijo la recién llegada.
—Mi nombre es Horton. Cárter Horton. Puedes usar cualquiera de los dos o
ambos —Horton se libró del saco de dormir y se puso en pie.
—Carnivore dijo carne —recordó Elayne—. ¿Se refería a carne comestible?
—A eso se refería —dijo Horton.
Carnivore se golpeteó el pecho.
—Carne buena para ti —le aconsejó—. Te da sangre y huesos. Purifica los
músculos.
Elayne se estremeció delicadamente.
—¿Todo lo que coméis es carne?
—Podríamos conseguir otra cosa —dijo Horton—. Tenemos comida envasada. En
su mayoría deshidratada. No tiene el mejor sabor del mundo.
—¡Diantre! —se decidió Elayne—. Comeré carne contigo. Sólo los prejuicios me
lo han impedido durante todos estos años.
Nicodemus había entrado en la casa de Shakespeare y salió con un cuchillo en
una mano y un trozo de carne en la otra. Cortó una buena tajada y se la dio a
Carnivore. Este se puso en cuclillas y empezó a desgarrar la carne mientras la
sangre se deslizaba por su hocico.
Horton notó la mirada de horror de Elayne.
—Cocinaremos la nuestra —puntualizó. Se acercó a una pila de leña y se sentó,
señalando un lugar a su lado—. Ven aquí —dijo—. Nicodemus se ocupará de
cocinar. Tardará un rato —se volvió para dirigirse a Nicodemus—: la de ella bien
asada. Prefiero la mía poco hecha.
—Pondré la de ella primero —dijo Nicodemus.
Indecisa, Elayne se acercó al montón de madera y se sentó junto a Horton.
—Esta es la situación más extraña que he encontrado en mi vida —dijo—. Un
hombre y su robot que hablan la lengua de los mayores. Un carnívoro que también
la habla y un cráneo humano clavado encima de una puerta. Vosotros dos debéis
ser de uno de los planetas apartados.
—No —dijo Horton—. Venimos directamente de Tierra.
—Eso no es posible —le replicó ella—. Ahora nadie viene directamente de Tierra.
Dudo de que incluso allí hablen la lengua de los mayores.
—Pero nosotros, sí. Hemos salido de Tierra en el año...
—Hace más de mil años que nadie sale de Tierra —afirmó ella—. Ahora Tierra
no tiene bases para viajes distantes. Oye, ¿a qué velocidad viajasteis?
—Casi a la de la luz. Con algunas paradas de vez en cuando.
—¿Y tú? ¿Estabas quizás en el sueño?
—Naturalmente.
—A casi la velocidad de la luz no hay forma de calcular —dijo ella—. Sé que se
hicieron cálculos, cálculos matemáticos, pero en el mejor de los casos sólo eran
groseras aproximaciones, y la raza humana no viajó a la velocidad de la luz el
tiempo suficiente para llegar a una determinación fiable del efecto de dilatación del
tiempo. Sólo unas pocas naves interestelares que viajaban a la velocidad de la luz
despegaron, y aún menos regresaron. Antes de su retorno se crearon mejores
sistemas para viajes de larga distancia; en el ínterin, la Vieja Tierra se había
hundido en un catastrófico colapso económico y una situación bélica, no una única
guerra global, sino muchas guerras pequeñas y mezquinas... y en el proceso la
civilización de Tierra quedó prácticamente destruida. Vieja Tierra sigue allí. Tal vez
la población restante esté ascendiendo otra vez. Nadie parece saberlo y a nadie le
importa realmente, nadie vuelve a Vieja Tierra. Por lo que veo, no sabes nada de
todo esto.
Horton meneó la cabeza.
—Nada.
—Eso significa que estabas en una de las primeras naves-luz.
—Una de las primeras —dijo Horton—. En el 2455. O por ahí. Quizás la primera
del siglo veintiséis. La verdad es que no lo sé. Nos pusieron en sueño frío y hubo
una demora.
—Os dejaron a la espera y preparados para partir.
—Supongo que se dice así.
—No estamos absolutamente seguros, pero creemos que éste es el año 4784 —
dijo Elayne—. Pero no hay ninguna certeza. De alguna manera, la historia quedó
revuelta en un conglomerado. Es decir, la historia humana. Hay muchas más
historias que la historia de Tierra. Hubo una época de confusión. Hubo una época de
expansión hacia el espacio. Una vez que hubo una forma razonable de llegar al
espacio nadie pudo permitirse el lujo de permanecer en Tierra. No hacía falta una
gran-capacidad analítica para ver lo que le estaba ocurriendo a Tierra. Nadie quería
verse atrapado en el derrumbamiento. Durante una gran cantidad de años no hubo
muchos documentos ni archivos. Y los que existían podían ser erróneos; otros se
perdieron. Como podrás imaginar, la raza humana atravesó crisis tras crisis. No sólo
en Tierra, sino también en el espacio. No todas las colonias sobrevivieron. Algunas
tan sólo, pero más adelante no lograron, por alguna razón, establecer contacto con
otras colonias, de modo que se las consideró perdidas. Todavía hay algunas
perdidas... perdidas o muertas. La gente salió al espacio en todas direcciones... en
su mayoría sin plan, con la esperanza de encontrar, a través del tiempo, un planeta
en el que pudieran asentarse. No sólo salieron hacia el espacio, sino también hacia
el tiempo, y nadie comprendía los factores temporales. Todavía no los
comprendemos. En estas condiciones, es fácil ganar un siglo o dos, o perder uno o
dos siglos. Por tanto, no me pidas que te jure en qué año estamos. Y la historia...
eso es peor aún. No tenemos historia, tenemos leyenda. Probablemente alguna de
las leyendas sea historia, pero no podemos estar seguros de cuál es historia y cuál
no lo es.
—¿Y tú has venido por el túnel?
—Sí. Soy miembro de un equipo que está trazando mapas de los túneles.
Horton miró a Nicodemus, que estaba agachado junto al fuego, vigilando el
asado.
—¿Se lo has dicho? —le preguntó Horton.
—No tuve oportunidad —contestó Nicodemus—. No me dio la menor
oportunidad. Estaba demasiado exaltada oyéndome hablar lo que ella llama «lengua
de los mayores».
—¿No me ha dicho qué? —se interesó Elayne.
—El túnel está cerrado. Es inoperante.
—Pues a mí me trajo aquí.
—Te trajo aquí pero no te llevará de vuelta. No funciona. Opera en una sola
dirección.
—Eso es imposible. Hay un tablero de controles.
—Ya sé lo del panel de controles —le dijo Nicodemus— y estoy trabajando en él.
Tratando de repararlo.
—¿Y cómo va tu trabajo?
—No del todo bien —reconoció Nicodemus.
—Estamos atrapados —intervino Carnivore—, a no ser que se arregle el
condenado túnel.
—Tal vez yo pueda colaborar —se ofreció Elayne.
—Si puedes, te imploro que hagas todo lo posible —dijo Carnivore—. Pienso que
si túnel no se arregla puedo ir en Nave con Horton y el robot, pero lo pienso mejor y
no me parece tan bien. El sueño frío del que habláis me asusta. No quiero que me
congelen.
—Esa ha sido una de nuestras preocupaciones —le dijo Horton—. Nicodemus
entiende de congelación. Tiene un transmod de técnico en sueño. Pero sólo conoce
la forma de congelar humanos. Tú podrías ser distinto... tener una química corporal
diferente. No tenemos modo de determinar tu química corporal.
—¡Fuera con eso entonces! —exclamó Carnivore—. Hay que reparar túnel.
Horton dijo a Elayne:
—No te veo demasiado alterada.
—Supongo que lo estoy —dijo ella—. Pero mi gente no lanza denuestos contra
el destino. Aceptamos la vida como es. Lo bueno y lo malo. Sabemos que habrá
ambas cosas.
Carnivore terminó de comer, se incorporó, se frotó el hocico sanguinolento con
las manos.
—Voy de caza —informó—. Traigo carne fresca a casa.
—Espera a que hayamos comido y te acompañaré —sugirió Horton.
—Mejor no —lo rechazó Carnivore—. Tú ahuyentas la caza —comenzó a alejarse
pero se volvió—. Algo que puedes hacer es tirar carne vieja en charca. No olvides
apretar la nariz.
—Me las arreglaré —le aseguró Horton.
—Muy bien —a paso majestuoso, Carnivore se encaminó hacia el este por el
sendero que conducía al poblado abandonado.
—¿Cómo diste con él? —preguntó Elayne—. ¿Y qué es, en realidad?
—Nos estaba esperando cuando aterrizamos —explicó Horton—. Ignoramos qué
es. Dijo que estaba aquí aprisionado con Shakespeare...
—Por lo que se deduce de su cráneo, Shakespeare es humano.
—Sí, pero de él sabemos muy poco más que de Carnivore. Aunque tal vez
podamos enterarnos. Tenía un volumen de las obras completas de Shakespeare, y
llenó de escritos y garabatos los márgenes, todos los sitios en los que había algún
espacio en blanco.
—¿Has leído algunos de sus garabatos?
—Algunos. Todavía queda mucho por leer.
—La carne está hecha —anunció Nicodemus—. Hay un solo plato y un solo
juego de cubiertos. ¿Te molesta, Cárter, que se lo dé a la señora?
—En lo más mínimo —dijo Horton—. Soy muy hábil con las manos.
—Bien, entonces me voy al túnel —informó Nicodemus.
—En cuanto termine de comer pasaré por allí para ver cómo va todo —dijo
Elayne.
—Eso espero. Para mí, no tiene pies ni cabeza —confesó el robot.
—Es bastante sencillo. Hay dos paneles, uno más pequeño que el otro. El
pequeño controla la capa protectora del grande, el panel de controles.
—No hay dos paneles —dijo Nicodemus.
—Tendría que haberlos.
—Pues no los hay. Sólo está el que tiene la capa de fuerza.
—Esto indicaría que no se trata de un mero funcionamiento defectuoso —aclaró
Elayne—. Alguien cerró el túnel.
—Eso es lo que ha rondado mi mente —dijo Horton—. Un mundo cerrado.
Aunque, ¿para qué tenerlo cerrado?
—Espero que no lo averigüemos —dijo Nicodemus, recogió su caja de
herramientas y se fue.
—¡Vaya si es sabroso! —exclamó Elayne mientras se limpiaba la grasa de los
labios—. Mi pueblo no come carne. Aunque sabemos que hay quienes lo hacen y los
despreciamos por ese sello de barbarie.
—Por aquí todos somos bárbaros —replicó Horton secamente.
—¿Qué era eso de poner a Carnivore en sueño frío?
—Carnivore odia este planeta. No ve la hora de largarse. Por eso está tan
desesperado deseando que se abra el túnel. En caso de que no pueda abrirse, le
gustaría marcharse con nosotros.
—¿Marcharse con vosotros? Ah, claro, tenéis una nave. ¿O no?
—Sí. En el llano.
—¿Dónde está eso?
—A pocos kilómetros de distancia.
—Es decir, que os marcharéis. ¿Puedo preguntar a dónde os dirigiréis?
—Que me cuelguen si lo sé —dijo Horton—. Eso corresponde a Nave. Nave dice
que no podemos volver a Tierra. Parece que hace mucho que faltamos de allí. Nave
dice que estaríamos obsoletos si volviéramos. Que no nos querrían, que seríamos
un incordio. Y por lo que tú dices, sospecho que no tendría sentido volver.
—Nave —repitió Elayne—. Hablas como si la nave fuera una persona.
—En cierto sentido lo es.
—Eso es ridículo. Entiendo que después de un largo período le hayas cogido
cierto afecto. Los hombres siempre han personalizado sus máquinas, sus
herramientas, sus armas, pero...
—Maldición, no comprendes —le dijo Horton—. Nave es realmente una persona.
Tres personas, de hecho. Tres cerebros humanos...
Elayne alargó la mano grasienta y lo tomó del brazo.
—Repite eso —dijo—. Dilo muy lentamente.
—Tres cerebros —reiteró Horton—. Tres cerebros de tres personas distintas.
Unidos en la nave. La teoría consistía en...
Ella le soltó el brazo.
—Entonces es verdad —dijo—. No era una leyenda. Existían realmente esas
naves.
—Claro que sí. Había una serie de naves así. No sé cuántas.
—Antes me referí a las leyendas —dijo Elayne—. Te expliqué que no podíamos
conocer la diferencia entre leyenda e historia. Te dije que no podíamos estar
seguros. Y ésta era una de las leyendas... naves que eran parcialmente humanas y
parcialmente máquinas.
—Ninguna maravilla —agregó Horton—. Bien, sí, supongo que eran una
maravilla, si a eso vamos. Pero se vinculaba a nuestro tipo de tecnología... una
fusión de lo mecánico y lo biológico. Pertenecía al reino de lo posible. En el clima
tecnológico de nuestro tiempo era aceptable.
—Una leyenda que cobra vida —musitó Elayne.
—Me hace sentir cierta rareza ser etiquetado de leyenda.
—En realidad no tú, sino la totalidad de la historia. A nosotros nos parecía
increíble, una de esas cosas a las que no se puede dar crédito.
—No obstante, has dicho que se descubrieron mejores sistemas.
—Diferentes sistemas —recalcó ella—. Naves más rápidas que la luz, basadas
en nuevos principios. Pero háblame de ti. No eres el único humano, naturalmente.
No habrían enviado una nave con un solo hombre a bordo.
—Había tres personas más, pero murieron. Un accidente, me han dicho.
—¿Dicho? ¿Tú no te enteraste?
—Yo estaba inmerso en el sueño frío.
—En tal caso, si no logramos reparar el túnel, hay sitio a bordo.
—Para ti —respondió Horton—. También para Carnivore, supongo, y debemos
elegir entre llevarlo o abandonarlo. Sin embargo, no me molesta decirte que no nos
sentimos del todo cómodos con él.
Además, está el problema de su química corporal.
—No sé... —vaciló Elayne—. Si no se pudiera hacer otra cosa, creo que
preferiría irme con vosotros a quedarme aquí eternamente. No parece un planeta
encantador.
—Yo tengo la misma sensación —confirmó Horton.
—Aunque eso significaría renunciar a mi trabajo. Supongo que estarás
preguntándote por qué vine a través del túnel.
—No he tenido tiempo de preguntártelo. Tú has dicho que para trazar mapas. Al
fin y al cabo, es asunto tuyo.
Ella rió.
—No es ningún secreto. Ningún misterio. Los miembros de un equipo estamos
trazando mapas de los túneles mejor dicho, intentando trazarlos.
—Pero Carnivore nos dijo que son azarosos.
—Porque él no sabe nada de ello. Probablemente los utilizan muchas criaturas
ignorantes y, para ellas, por supuesto son azarosos. ¿El robot dijo que había una
sola caja?
—Exactamente. Una única caja rectangular —precisó Horton—. Parecía un
tablero de controles. Con algún tipo de cubierta por encima. Nicodemus pensó que
la cubierta podía ser un campo de fuerza.
—Normalmente hay dos —dijo Elayne—. Para seleccionar tu destino activas la
primera caja. Hay que apoyar tres dedos en tres huecos y presionar los
disparadores de activación. Eso hace que desaparezca lo que tú llamas campo de
fuerza del panel de selección. Luego pulsas el botón de destino. Retiras los dedos de
la primera caja y en el panel reaparece la capa protectora. Para acceder al panel de
selección tienes que activar la primera caja. Una vez seleccionado tu destino,
atraviesas el túnel.
—¿Pero cómo sabes a dónde irás? ¿En el panel hay símbolos que te indican qué
botón debes apretar?
—Ese es el truco. No hay símbolos indicativos de los destinos e ignoras a dónde
irás. Supongo que los constructores del túnel tenían alguna manera de saber a
dónde se dirigían. Quizá tenían un sistema que les permitía escoger el destino
correcto, pero en tal caso nosotros no hemos logrado descubrirlo.
—Entonces aprietas botones a ciegas, a tontas y a locas.
—La idea consiste en que aunque hay muchos túneles y muchos destinos para
cada túnel, ni éstos ni los túneles pueden ser infinitos. Si viajas un período de
tiempo suficiente, uno de los túneles está condenado a devolverte a un lugar en el
que has estado antes, y si llevas un registro exacto del botón que pulsaste en cada
panel de cada túnel por el que viajaste y si bastantes personas lo hacen, dejando
cada una de ellas una comunicación en cada panel antes de atravesar otro túnel, de
modo que si uno de tus compañeros de equipo pasa por el mismo camino... Lo
explico mal, pero comprenderás que después de muchos tanteos en unos pocos
casos es posible elaborar la relación túnel-panel.
Horton no estaba tan seguro.
—A mí las posibilidades me parecen remotas.
¿Hasta ahora has vuelto alguna vez a un lugar en el que hayas estado con
anterioridad?
—Todavía no —dijo Elayne.
—¿Cuántos sois? En el equipo, me refiero.
—No lo sé con certeza. Siempre están agregando miembros. Los reclutan y los
suman al equipo. Participar es un acto de patriotismo. En la medida en que algunos
de nosotros sea un patriota, por supuesto. Estoy segura de que este término no
significa lo mismo que en otros tiempos.
—¿Cómo enviáis la información a la base? ¿Al cuartel general? ¿A donde se
supone que debéis enviarla? En el caso de que obtengáis alguna información.
—Me parece que no entiendes. Algunos de nosotros, quizá muchos, jamás
volverán, con o sin información. Cuando aceptamos el trabajo sabíamos que éramos
prescindibles.
—No das la impresión de que te importe.
—Nos importa, sí. Al menos a mí. Pero el trabajo es fundamental. ¿No te das
cuenta? Es un honor que te permitan investigar. No cualquiera puede participar.
Todos debemos satisfacer ciertos requisitos antes de ser aceptados.
—Por ejemplo, que te dé lo mismo volver o no.
—No se trata de eso —le refutó Elayne—, sino de una sensación de autovalía lo
bastante fuerte para mantenerse en cualquier lado, al margen de la situación en
que te encuentres. No hace falta que estés en casa para ser tú mismo.
Autosuficiente. No depender de ningún ambiente ni relación específica.
¿Comprendes?
—Empiezo a vislumbrarlo.
—Si logramos trazar un mapa de los túneles, si logramos establecer la relación
entre los diversos túneles, éstos podrán ser usados inteligentemente. Sin ir por ellos
a ciegas como debemos ir ahora, —Pero Carnivore los utilizó. Y también
Shakespeare. Has dicho que tienes que escoger un destino, aunque no sepas cuál
es.
—Es posible usarlos sin selección de destinos. Con excepción del túnel de este
planeta, puedes introducirte en uno, sencillamente, e ir a donde te lleve. En estas
condiciones, los túneles son auténticamente azarosos. Sospechamos que si no se
elige destino existe un azar calculado, una especie de azar predeterminado. Tres
usuarios, quizás un centenar de usuarios, que utilizaran los túneles de esta manera,
nunca llegarían al mismo destino. Creemos que es algo calculado para no fomentar
el uso de los túneles por parte de personas no autorizadas.
—¿Y los constructores de los túneles?
Elayne movió la cabeza negativamente.
—Nadie lo sabe. Ni quiénes eran, ni de dónde venían ni cómo están construidos
los túneles. No hay pistas de los principios subyacentes. Algunos piensan que los
constructores aún viven en algún lugar de la galaxia y que algunas partes de los
túneles siguen utilizándose. El que aquí tenemos puede ser una sección abandonada
del sistema de túneles, una parte de un antiguo sistema de transporte que ya no se
necesita. Como un camino en desuso porque conduce a lugares a los que nadie
quiere ir, lugares a los que hace mucho tiempo no tiene ningún sentido ir.
—¿No existen indicativos de la clase de criaturas que eran los constructores?
—Muy poco. Sabemos que tienen que haber tenido algún tipo de manos. Manos
como mínimo con tres dedos, o alguna especie de órganos de manipulación, con el
equivalente de como mínimo tres dedos. Eran indispensables para operar los
paneles.
—¿Nada más?
—He descubierto algunas representaciones —le confió Elayne—. Pinturas, tallas,
grabados. En edificios viejos, en paredes, en cerámica. Las representaciones
muestran formas de vida muy diferentes, aunque aparentemente siempre se repite
una forma de vida concreta.
—Espera un minuto —dijo Horton. Se levantó del montón de leña y entró en el
edificio de Shakespeare; volvió con la botella que había encontrado el día antes y se
la entregó—. ¿Como ésta? —preguntó.
Ella hizo rotar lentamente la botella. De pronto, interrumpió sus movimientos y
apoyó un dedo.
—Es ésta —dijo. Tocó la criatura que parecía estar dentro de una lata de té—.
Esta está bastante mal realizada. Y en un ángulo distinto. En otras representaciones
se ve mejor el cuerpo, hay más detalles. Estas cosas que salen de su cabeza...
—Parecen las antenas que en la antigüedad usaba la gente de Tierra para
escoger señales en sus televisores —comentó Horton—. También podrían
representar una corona.
—Son antenas —confirmó Elayne—. Antenas biológicas, estoy segura. Quizás
algún tipo de órganos sensoriales. Aquí la cabeza parece un borrón. Todas las que
he visto eran borrones. Sin ojos, ni orejas, ni boca, ni nariz. Quizá no los
necesitaban. Tal vez las antenas les proporcionaban toda la información sensorial
que precisaban. Es posible que sus cabezas fueran solamente borrones, algo donde
fijar las antenas. Y el rabo. Aquí no se distingue, pero el rabo es espeso. El resto del
cuerpo, o lo que logré deducir del cuerpo en otra representación, siempre es vago
en cuanto a los detalles... una especie de cuerpo generalizado. Aunque no podemos
estar seguros de que realmente tuvieran este aspecto. Es probable que la imagen
sólo sea simbólica.
—La ejecución artística es pobre —opinó Horton—. Burda y primitiva. ¿No crees
que la gente capaz de construir los túneles también podía hacer autorretratos
mejores?
—También lo he pensado —dijo Elayne—. Quizá no sean ellos quienes hicieron
los dibujos. Quizá no tenían el menor sentido del arte. Quizás el arte correspondía a
otros pueblos, a gente inferior, tal vez. Y quizá no dibujaran a partir de un
conocimiento real sino en base al mito. Es posible que el mito de los constructores
de los túneles sobreviva en una parte de la galaxia, compartido por muchos pueblos
distintos, por muchas memorias raciales diferentes que persisten a través del
tiempo.

16

El hedor de la charca era inaguantable, pero a medida que Horton se


aproximaba parecía disminuir. La primera vaharada débil había sido peor que aquí,
cerca del borde del agua. Quizá, se dijo, olía peor cuando empezaba a disgregarse y
dispersarse. Aquí, contenida y pesada, la fetidez quedaba suprimida y enmascarada
por sus otros componentes, los componentes menos malolientes que participaban
en su composición.
Notó que la charca era algo más grande de lo que le había parecido a primera
vista desde el poblado en ruinas. Las aguas eran plácidas, sin una sola onda en su
superficie. La orilla estaba limpia; no la invadían malezas, ni juncos ni ningún otro
tipo de vegetación. Salvo unos ocasionales arroyuelos de arena arrastrados por el
agua que rodaba por la ladera, la orilla era granítica. Aparentemente, la charca
encajaba en un tazón ahuecado en la roca subyacente. Y así como limpia estaba la
orilla, lo estaba el agua. No tenía espuma, como era de esperar en una masa de
agua estancada. En apariencia no había vegetación; quizá ningún tipo de vida podía
existir en la charca. Pero a pesar de su limpieza, el agua no era clara. Parecía
contener en su interior una oscura lobreguez. No era azul ni verde,., se veía casi
negra.
Horton permaneció en la orilla rocosa, con los restos de carne apretados en la
mano. En torno a la charca, en torno al tazón en el que reposaba, había algo
sombrío rayano en la melancolía, acaso en un temor real. Es un lugar deprimente,
se dijo, aunque no del todo carente de fascinación. La clase de lugar en el que un
hombre podía acurrucarse para albergar pensamientos morbosos... morbosos y
románticos. Un pintor, tal vez, podía usarlo como modelo para plasmar una tela con
un pequeño lago desierto, captando en su composición una sensación de pérdida
solitaria, un divorcio de la realidad.
Todos estamos perdidos, había escrito Shakespeare en el largo párrafo que
seguía al final de Pericles. El sólo lo había consignado en un sentido alegórico, pero
aquí, a kilómetro y medio de donde lo había escrito, escrito bajo el resplandor de la
vela casera, estaba esa pérdida sobre la que había escrito. Y había escrito bien ese
curioso humano de algún otro mundo, pensó Horton, porque ahora tenía la
impresión de que todos estaban perdidos. Sin duda, Nave, Nicodemus y él mismo
estaban perdidos en la vastedad del punto sin retorno, y por lo que Elayne había
dicho junto a la lumbre, también el resto de la humanidad. Tal vez los únicos que no
lo estaban eran esas gentes, ese puñado de gente que aún permanecía en Tierra.
Por pobre que Tierra fuera hoy, Tierra seguía siendo el hogar para ellos.
Aunque bien pensado, Elayne y los otros investigadores de los túneles podían
no estar perdidos en el mismo sentido que todos los demás. Perdidos quizás en el
sentido de que nunca sabían a dónde irían ni qué clase de planeta encontrarían,
pero decididamente no perdidos en el sentido de que tuvieran que saber
exactamente dónde estaban... autosuficientes hasta el punto de no necesitar de
otros humanos, de la familiaridad, gentes raras que habían superado la necesidad
del hogar. Se preguntó a sí mismo si no sería ésa la manera de derrotar la
sensación de pérdida: no necesitar ya un hogar.
Se acercó a la orilla y arrojó la carne muy lejos. Al caer salpicó y desapareció
inmediatamente, como si la charca la hubiera aceptado, se hubiera estirado para
cogerla, chupándola hacia su interior. Del centro de la salpicadura se abrieron paso
unas ondas concéntricas, pero no llegaron al borde. Se ahogaron. Se desplazaron
como anguilas, se aplanaron y desaparecieron; la charca recuperó su serenidad, su
negra lisura. Como si valorara su serenidad, se dijo Horton, y no tolerara
perturbaciones.
Y ahora, pensó, debía irse. Hizo lo que había ido a hacer y era hora de
marcharse. Pero se quedó. Como si allí hubiese algo que le pidiera que no se fuera,
como si por alguna razón debiera rezagarse, como un hombre puede quedarse más
tiempo del debido junto a la cama de un amigo agonizante, con el deseo de
marcharse, inquieto ante la muerte inminente, pero permaneciendo a causa de la
sensación de que sería la negación de una vieja amistad si se fuera tan pronto.
Permaneció y contempló el entorno. A la izquierda surgía amenazadora la
cordillera donde estaba localizado el asentamiento abandonado. Sin embargo, desde
donde se encontraba no había indicios del poblado. Las casas quedaban ocultas por
los árboles. Directamente adelante, vio lo que parecía una ciénaga y, a la derecha,
una colina cónica —un montículo— que no había notado antes y que aparentemente
no descollaba de la cadena de montañas vista desde el poblado.
Se elevaba, calculó, uno sesenta metros por encima del nivel de la charca.
Simétrica, daba la impresión de un cono perfecto que se estrechaba hasta un punto
mellado. Tenía cierta apariencia de un cono de cenizas volcánicas, pero él sabía que
no lo era. Aparte de la evidencia de que no podía ser un cono, no logró atribuir su
rechazo instantáneo como un rechazo de algo completamente volcánico. Aquí y allá
crecían algunos árboles aislados, pero por lo demás estaba desprovisto de
vegetación, exceptuando la excrecencia semejante a la hierba que lo cubría.
Observándolo, arrugó la frente desconcertado. No existía, se dijo, ningún factor
geológico que hubiera observado o pudiera recordar inmediatamente y que
explicara una formación de ese tipo.
Volvió a dedicar su atención a la charca al recordar lo que había dicho
Carnivore: que no era realmente agua, que era más parecida a la sopa, demasiado
espesa y pesada para ser agua.
Bajó a la orilla, se puso en cuclillas y con mucho cuidado alargó el dedo para
probar la fluidez. Sintió que se resistía ligeramente, como si poseyera una tensión
superficial bastante elevada. El dedo no se hundió; bajo su leve presión la superficie
se volvió dentada bajo la yema. Ejerció más presión y el dedo la atravesó. Sumergió
la mano e hizo rotar su muñeca para que la palma abocinada quedara arriba.
Levantó lentamente la mano y vio que tenía un puñado de líquido inmóvil en su
mano curvada, que no rezumaba por sus dedos imperfectamente cerrados como
habría rezumado el agua. Parecía ser de una sola pieza. ¡Por el amor de Dios,
pensó, una pieza de agua!
Aunque ahora sabía que no era agua. Es extraño, pensó, que Shakespeare sólo
supiera que era espesa. Aunque quizá sabía algo más. Había muchos escritos en el
libro y él sólo había leído unos pocos párrafos. Como sopa, había dicho Carnivore,
pero aquello no tenía ninguna semejanza con la sopa. Era más cálida de lo que
Horton había creído que sería, y más pesada, aunque sólo era una opinión y para
estar seguro tendría que ponderar el fluido, y no tenía forma de pesarlo. Era
resbaladizo al tacto. Como el mercurio, pero no era mercurio, de eso sí estaba
seguro. Volvió la muñeca y dejó escapar el líquido. Cuando desapareció, tenía la
palma de la mano seca. El líquido no era húmedo.
Increíble, dijo para sus adentros. Un líquido más cálido que el agua, más
pesado, cohesivo, y que no mojaba. Quizá Nicodemus tuviese un transmod... no,
debía abandonar esa idea. Nicodemus tenía un trabajo que hacer y en cuanto lo
hubiera hecho se largarían de este planeta e irían al espacio, probablemente a otros
planetas o tal vez a ninguno. Y si así ocurría él estaría inmerso en el sueño frío y no
sería reanimado. Esta idea no lo asustó tanto como debería haberlo asustado.
Ahora, por vez primera, admitió lo que con toda probabilidad había estado en lo
más recóndito de sus pensamientos. Este planeta no era bueno. Carnivore lo había
dicho en sus primeras palabras de saludo: el planeta no era bueno. No era
aterrador, ni peligroso, ni repulsivo... sólo que no valía un comino. No era la clase
de lugar en que un hombre deseara permanecer.
Intentó analizar las razones de su negatividad, pero no aparecieron elementos
específicos que pudiera ordenar y enumerar. Sólo era una corazonada, una reacción
psicológica inconsciente. Tal vez el problema consistía en que este planeta era
demasiado similar a Tierra: una especie de Tierra desaliñada. Esperaba que un
planeta ajeno fuera realmente extraño, no una pálida e insatisfactoria copia de
Tierra. Con toda probabilidad otros planetas eran más satisfactoriamente ajenos. Se
lo preguntaría a Elayne, pues ella debía saberlo. Y era curioso que en este planeta
se cruzaran dos vidas humanas... no, no dos sino tres, porque estaba olvidando a
Shakespeare. De alguna manera el destino había metido baza en todo y había
invocado a tres humanos, dentro de un espacio de tiempo muy limitado, tan
limitado que se habían encontrado el uno con el otro o, en el caso de Shakespeare,
casi encontrado el uno con el otro... y que los tres afectarían a los otros dos. Ahora
Elayne estaba en el túnel con Nicodemus y dentro de un rato se reuniría con ellos,
pero antes tenía que investigar la colina cónica, aunque no tenía la menor idea de
cómo investigaría ni qué le diría su investigación. Pero de alguna manera le parecía
importante echarle un vistazo. Con toda probabilidad, se dijo, experimentaba esta
sensación porque esa colina cónica parecía fuera de lugar.
Se incorporó y rodeó lentamente el borde de la charca, encaminándose a la
colina. El sol, a mitad de camino ascendente del cielo oriental, era caluroso. El cielo
se veía azul claro, sin una sola nube. Horton se descubrió preguntándose cómo sería
la pauta climática del planeta. Se lo preguntaría a Carnivore, éste llevaba allí el
tiempo suficiente para saberlo.
Rodeó la charca y llegó al pie de la colina. El ascenso era tan abrupto que tuvo
que trepar casi a cuatro patas, inclinado hacia adelante para aferrarse de la cubierta
herbácea, con el fin de no caer hacia atrás.
A mitad de camino hizo un alto; sentía que el aire le raspaba la garganta. Se
tendió a lo largo en el suelo, agarrándose con las manos para no resbalar. Torció la
cabeza para ver la charca. Ahora su superficie era azul y no negra. La oscuridad
espejada reflejaba el azul del cielo. Horton jadeaba tanto que tenía la impresión que
la colina jadeaba con él... o que un enorme corazón de su interior latía
rítmicamente.
Aún jadeante, volvió a trepar a cuatro patas y finalmente llegó a la cima. Allí,
sobre una pequeña plataforma plana que coronaba la colina, bajó la vista al otro
lado y vio que la colina era, realmente, un cono. Alrededor de toda su
circunferencia, la cuesta ascendía al mismísimo ángulo al que él había escalado.
Se sentó con las piernas cruzadas; fijó la vista, a través de la charca, en la
cordillera de enfrente, donde logró distinguir algo de la mampostería del
asentamiento abandonado. Intentó rastrear el contorno de las casas pero le resultó
imposible a causa de la densa vegetación que disolvía las líneas. Ligeramente a su
izquierda se alzaba la casa de Shakespeare. Un hilillo de humo se elevaba desde el
fogón. No se veía un alma alrededor. Posiblemente Carnivore no había regresado de
su cacería. Debido a la depresión del terreno no veía el túnel.
Tironeó distraídamente de la cubierta herbácea. Se soltó una porción que tenía
arcilla adherida a las raíces. Arcilla, se dijo, qué curioso. ¿Qué hacía allí la arcilla?
Sacó una navaja, abrió una hoja y trabajó el suelo excavando un pequeño hoyo.
Hasta donde llegó, era arcilla. Se preguntó si no sería arcillosa toda la colina. Un
monstruoso furúnculo escarchado que se hinchó en tiempos pasados y perduró
hasta hoy. Limpió la hoja y la cerró, guardó la navaja en el bolsillo. Sería
interesante, pensó, si tuviera tiempo, desentrañar la geología de este lugar. ¿Pero
de qué le serviría? Llevaría mucho tiempo y no pensaba quedarse tanto.
Se incorporó y bajó con mucho cuidado la cuesta.
Encontró a Elayne y Nicodemus en el túnel. Ella estaba sentada en una piedra,
observando el trabajo de Nicodemus. Este tenía un escoplo y un martillo, y estaba
vaciando una línea alrededor del panel.
—Has vuelto —dijo Elayne a Horton—. ¿Qué es lo que te ha ocupado tanto
tiempo?
—Estuve explorando.
—¿En la ciudad? Nicodemus me habló de la ciudad.
—No en la ciudad —dijo Horton—, y no es una ciudad.
Nicodemus se volvió; el escoplo y el martillo le colgaban de la mano.
—Procuro separar el panel de la roca —explicó—. Tal vez si lo logro llegaré a la
parte de atrás y trabajaré desde allí.
—Lo que lograrás es cortar los cables —afirmó Horton.
—No debe haber cables —intervino Elayne—. No puede haber nada tan tosco.
—Además, si logro liberar el panel —prosiguió Nicodemus—, tal vez consiga
soltar la cubierta.
—¿La cubierta? Has dicho que era un campo de fuerza.
—No sé qué es —puntualizó Nicodemus.
—Supongo que no había otra caja —dijo Horton—. La que permitía accionarlo.
—No —confirmó Elayne—, y eso significa que alguien estropeó todo el tinglado.
Alguien que no quería que nadie saliera de este planeta.
—¿Quieres decir que el planeta está cerrado?
—Creo que de eso se trata —respondió ella—. Supongo que en los otros túneles
habría una señal de advertencia desaconsejando el uso del selector que llevaría a
alguien a este planeta, pero en tal caso las señales han desaparecido hace tiempo,
o siguen allí y no sabemos cómo buscarlas.
—Aunque las encontrarais, probablemente no sabríais interpretarlas —sugirió
Nicodemus.
—Correcto —dijo Elayne.
Carnivore llegó por el sendero, con paso majestuoso.
—He vuelto con carne fresca —anunció—. ¿Cómo va esto? ¿Lo habéis resuelto?
—No —dijo Nicodemus, y se volvió para seguir trabajando.
—Te lleva mucho tiempo —lo regañó Carnivore.
Nicodemus volvió a girar sobre sus talones.
—¡Quítate de en medio! —le espetó—. Me estás acosando desde que empecé.
Tú y tu amigo Shakespeare no hicisteis nada en años y ahora pretendes que todo se
solucione en un par de horas.
—Pero tienes herramientas —gimió Carnivore—. Herramientas y preparación.
Shakespeare no tenía ninguna de ambas cosas, ni yo tampoco. Pero me parece que
con herramientas y preparación...
—Carnivore, nunca te hemos dicho que pudiéramos hacer algo —hizo constar
Horton—. Nicodemus se ofreció a intentarlo. No te hemos dado garantías. Deja de
actuar como si estuviéramos faltando a una promesa. Tal promesa nunca existió.
—Quizá sea mejor que empleemos alguna magia —propuso Carnivore—. Magias
unidas. Mi magia, tu magia, y la magia de ella —señaló a Elayne.
—La magia no sirve —dijo concisamente Nicodemus—. No existe.
—Magias hay, sin la menor duda —dijo Carnivore y apeló a Elayne—. ¿Tú no
opinas lo mismo?
—He visto operar magias o las que pasaban por ser magias —dijo—. Algunas
parecían funcionar. Aunque no siempre, por supuesto.
—Casualidad —apuntó Nicodemus.
—No, algo más que casualidad —le aseguró Elayne.
—¿Por qué no nos largamos —propuso Horton— para darle a Nicodemus la
oportunidad de hacer lo que está haciendo? A menos que —dijo al robot— pienses
que necesites ayuda.
—No la necesito.
—Vayamos a ver la ciudad —sugirió Elayne—. Me muero de ganas de verla.
—Nos detendremos en el campamento para coger una linterna —dijo Horton—.
Tenemos una linterna, ¿verdad? —preguntó a Nicodemus.
—Sí —respondió Nicodemus—. La encontrarás en la mochila.
—¿Vendrás con nosotros? —preguntó Horton a Carnivore.
—No, por favor —imploró Carnivore—. La ciudad es un lugar que me pone
nervioso. Me quedaré aquí. Alentaré al robot.
—Cerrarás el pico —le advirtió Nicodemus—. No me atosigues. No me des
consejos.
—Me comportaré como si no estuviera aquí —dijo un Carnivore ahora sumiso.

17

Los comités habían sido su vida, se confesó a sí misma la gran dama, y hubo un
tiempo en que pensaba en la cuestión actual como en una acción de comité. Sólo
otro comité, se decía a sí misma, tratando de reprimir el miedo a aquello que había
aceptado, tratando de expresarlo en términos comunes y comprensibles (para ella),
con el fin de no dar lugar al temor a asociarse. Aunque, recordó, ese miedo había
sido superado por otro. ¿Y por qué, se preguntó, el miedo tenía que ser el motivo?
En aquel entonces, excepto en ciertos momentos secretos, por supuesto, lo había
reconocido. Se había dicho a sí misma, y había dejado que los demás creyeran que
actuaba por pura generosidad, que su único pensamiento era el bien del género
humano. Y le creyeron, o pensaba que le creyeron, porque semejante motivo y su
acción concordaban perfectamente con lo que había estado haciendo toda su vida.
Era famosa por sus buenas acciones y por su profunda compasión hacia toda la
humanidad sufriente, y era fácil suponer que su devoción por el bienestar de la
gente de Tierra la llevaba al sacrificio final.
Aunque, si no le fallaba la memoria, nunca lo había pensado como un sacrificio.
Había estado dispuesta, recordó, a dejar que otros lo pensaran y en ocasiones había
estimulado esta creencia. Porque sacrificarse era un acto muy noble y quería ser
recordada por sus actos nobles, siendo este último el de mayor envergadura. La
nobleza y el honor, pensó, era lo que más estimaba. Pero no, se vio obligada a
admitir, una nobleza callada y un honor silencioso, pues en tal caso no habría
llamado la atención. Lo que para ella habría sido impensable, ya que necesitaba ser
notada y aclamada. Directora, presidenta, ex presidenta, representante nacional,
secretaria, tesorera... todos estos cargos y más... organización tras organización se
acumulaban, hasta el punto en que no tenía tiempo de pensar, pues todos sus
momentos estaban ocupados.
¿Sin tiempo para pensar?, se preguntó a sí misma. ¿Era ésa la razón oculta
detrás de sus frenéticos esfuerzos? ¿No el honor y la gloria sino la imposibilidad de
pensar? ¿Para no pensar en los matrimonios deshechos, en los hombres que se
alejaron, en el vacío que sentía a medida que pasaban los años?
Por eso estaba aquí, lo sabía. Porque había sido un fracaso... porque no sólo le
había fallado a otros sino a sí misma, y al final se había reconocido como una mujer
que buscaba frenéticamente algo que se le había perdido, quizá porque no lo valoró
hasta que fue demasiado tarde.
Y debido a ello, sabía, la empresa actual había resultado óptima, aunque
muchas veces lo hubiera dudado.
Yo no lo dudé en ningún momento, dijo el científico. Siempre estuve seguro.
Espiaste, dijo amargamente la gran dama. Te asomaste subrepticiamente a mis
pensamientos. ¿Es que no existe la intimidad? Los pensamientos personales
deberían ser privados. Espiar es indicativo de malos modales.
Somos uno, dijo el científico, o deberíamos serlo. Ya no somos tres
personalidades, una mujer y dos hombres, sino una mente, una sola mente. No
obstante, nos mantenemos apartados. Estamos separados con mayor frecuencia
que juntos. Y en ese aspecto hemos fracasado.
No hemos fracasado, dijo el monje. Apenas acabamos de empezar. Tenemos
toda la eternidad y soy yo quien puede definir la eternidad. Toda mi vida he vivido
para la eternidad, sospechando incluso mientras la vivía que para mí no habría
eternidad. Ni para mí ni para nadie. Pero ahora sé que estaba equivocado. Hemos
encontrado la eternidad, nosotros tres... y si no la eternidad, lo que podría ser la
eternidad. Hemos cambiado y cambiaremos y en los eones que restan hasta que
esta nave materialista se haya convertido en polvo, indudablemente llegaremos a
ser una mente eterna que no necesitará de Nave, ni siquiera de los cerebros
biológicos que ahora moran en nuestras mentes. Nos conformaremos en un único
agente libre que podrá errar por siempre a través de la infinitud. Pero creo haberos
dicho que tengo una definición para la eternidad. No una definición, en realidad,
pero sí una bonita narración. La Iglesia, debéis comprenderlo, formuló a lo largo de
los años muchos relatos bonitos. Este se refiere a una montaña de más de un
kilómetro de alto y un pájaro. Cada mil años el pájaro, que a efectos de la historia
era muy longevo, sobrevolaría la montaña y al hacerlo una de sus alas la tocaría y
desgastaría un segmento infinitesimal de la misma. Cada mil años el ave lo hizo y
finalmente redujo la montaña, con el impacto de su ala, a un llano. Y esto, este
desgaste de una montaña por el roce del ala de un pájaro cada mil años, diríais,
sería la eternidad. Pero os equivocaríais. No sería más que el inicio de la eternidad.
Es una historia disparatada, dijo el científico. Eternidad no es un término que se
preste a definiciones. Se trata de algo vago que engloba a otras cosas y a lo que no
podemos asignar un valor, así como no podemos asignarle un valor al infinito.
Me gustó la historia, dijo la gran dama. Tiene un toque de gracia. Es el tipo de
relato sencillo que encontré tan contundente en los discursos que pronunciaba ante
grupos muy diferentes en beneficio de muy distintas causas. Aunque si ahora me
preguntáis el nombre de esos grupos y esas causas, me resultaría difícil
enumerarlos. Ojalá, Señor Monje, hubiese conocido entonces tu historia. Estoy
segura de que habría encontrado la ocasión de incluirla en uno de mis discursos.
Habría operado maravillas. La sala se habría venido abajo con los aplausos.
La historia es descabellada, dijo el científico, porque mucho antes de que tu
pájaro longevo hubiese hecho una minúscula muesca en la montaña, las fuerzas
naturales de la erosión la habrían reducido a una penillanura.
Tú tienes ventajas sobre nosotros dos, dijo desaprobadoramente el monje.
Posees una lógica científica que guía tus pensamientos e interpreta tus experiencias.
La lógica de, la humanidad no es un buen punto de apoyo, dijo el científico. Es
una lógica dictada por la observación y a pesar de nuestros maravillosos
instrumentos, nuestras observaciones se veían gravemente restringidas. Ahora los
tres debemos formular una nueva lógica basada en nuestras observaciones
actuales. Tengo la certeza que descubriremos muchos errores en nuestra lógica
terrenal.
Sé muy poco de lógica salvo la que estudié como clérigo, dijo el monje, y esa
lógica solía fundamentarse en una oscura gimnasia intelectual más que en la
observación científica.
Yo, dijo la gran dama, no obraba de acuerdo con ninguna lógica, sino en base a
determinadas técnicas aplicadas para contribuir a ciertas actividades con las que me
había comprometido, aunque no estoy segura de que comprometido sea la palabra
correcta. Ahora mismo me resulta difícil recordar en qué medida puedo haber
estado comprometida con las causas para las que trabajaba. Con toda franqueza.,
creo que eran tanto las causas las que me motivaban, como la oportunidad que me
daban de retener y ejercer posiciones de poder. Pensándolo ahora, esas posiciones
de poder, que parecían tan deseables y estimulantes, se hunden en la nada. Pero en
verdad, todo ello debe haberme proporcionado un gran prestigio público, pues de lo
contrario no me habrían conferido el honor que nos confirieron a los tres cuando se
decidió que uno de nosotros tenía que ser una mujer. Por ende, supongo que haber
encabezado numerosos comités, participado en muchas comisiones, haberme
involucrado en varios grupos de estudios sobre temas de los cuales no sabía casi
nada, y haber tomado la palabra ante asambleas reducidas y nutridas, debió de ser
digno de consideración. Y después de todo este tiempo, tratando de decidir si es
acertado que yo esté aquí, me alegro de que me eligieran. Me alegro de estar aquí.
De no estarlo no estaría en ningún lado, Señor Monje, pues creo que nunca he sido
capaz de convencerme a mí misma de que debía creer en tu idea de un alma
inmortal. No es tampoco mi idea, dijo el monje. Yo tampoco he creído en la vida
eterna. Intenté creerlo porque en mi ocupación era fundamental que lo creyera. Y
también estaba mi temor a la muerte y, supongo, a la vida.
Aceptaste este puesto, dijo la gran dama, por miedo a la muerte, y yo por el
honor... porque no estaba en mí rechazar el honor y el aprecio. Sentía, que podía
ser arrastrada a algo que lamentaría, pero durante tanto tiempo había buscado las
primeras páginas que me sentí constitucionalmente incapaz de rechazarla. Como
mínimo, me dije, es una forma de brillar con el mayor fulgor publicitario que podía
soñar.
¿Y ahora, dijo el científico, te parece bien? ¿Estás satisfecha de haber aceptado?
Estoy satisfecha, dijo la gran dama. Hasta estoy empezando a olvidar, lo que es
una bendición. Estaban Ronny y Doug y Alphonse...
¿Quiénes eran?, quiso saber el monje.
Los hombres con quienes estuve casada. Ellos y un par más, cuyos nombres
han caído en el olvido. No me molesta deciros, aunque hubo una época en que me
habría molestado, que era una especie de zorra. Una fulana regia, quizá, pero una
cochina, fulana al fin y al cabo.
A mí me parece, dijo el científico, que estamos funcionando tal como se
esperaba. Quizá tardando más de lo que estaba previsto. Pero en mil años más es
probable que lleguemos a ser aquello que estábamos destinados a ser. Cada uno de
nosotros está siendo sincero consigo mismo y con los otros dos, e imagino que ésta
es parte de la cuestión. No podemos desprendernos totalmente de nuestra
condición humana en tan breve lapso. A la raza humana le llevó alrededor de dos
millones de años desarrollar esa humanidad y uno no puede quitársela de encima
como si se quitara la ropa.
¿ Y tú, Señor Científico?
¿Yo?
Sí, ¿qué nos dices de ti? Los otros dos hemos sido finalmente sinceros. ¿ Qué
hay de ti?
¿Yo? Nunca lo pensé. Jamás tuve una duda. Cualquier científico, sobre todo un
astrónomo como yo, habría vendido su alma para participar. Bien pensado, en un
sentido figurado, tal vez haya vendido mi alma. Confabulé para que me incluyeran
en este conglomerado de intelectualidad, o como queráis llamarlo. Confabulé para
que me mandaran. Habría luchado para conseguirlo. Rogué a algunos amigos,
privada y discretamente, que secundaran mi designación. Habría sido capaz de
cualquier cosa. Nunca consideré mi selección como un honor. No actué como
vosotros dos, por miedo, y sin embargo en cierto sentido quizá lo haya hecho.
Estaba envejeciendo y comenzaba a experimentar la frenética sensación de que
quedaba poco tiempo, de que todo se acababa. Sí, bien pensado, pudo haber
habido algún temor, un temor subconsciente. Pero esencialmente se trataba de la
sensación de que no podía permitirme el lujo de descender a las tinieblas definitivas
cuando quedaba tanto por hacer. Claro que lo que observe ahora o lo que deduzca
ahora no tendrá la menor repercusión mundanal, porque ya no formo parte de
Tierra. Aunque en última instancia tampoco creo que eso importara. Yo no hacía mi
trabajo para Tierra ni para mi prójimo, sino para mí mismo... para mi satisfacción y
gratificación personal. No buscaba aplausos. A diferencia de ti, querida dama, yo me
ocultaba. Eludía la publicidad, no concedía entrevistas ni escribía libros. Artículos sí,
por supuesto, para compartir mis descubrimientos con mis colegas, aunque no para
que los leyera el hombre de la calle. Creo, en resumidas cuentas, que soy o era un
hombre extremadamente egoísta. Nadie me importaba excepto yo mismo. Ahora
me alegro de deciros que con vosotros dos estoy a mis anchas. Como si fuéramos
viejos amigos, aunque nunca lo hayamos sido antes, y probablemente ninguno de
los tres es realmente amigo de los otros dos según la definición clásica de la
amistad. Pero si logramos continuar, creo que dadas las circunstancias podemos
llamarle amistad.
Vaya tripulación, dijo el monje. Un científico egoísta, una mujer sedienta de
gloria y un monje que tenía miedo.
¿Tenía?
Ya no temo. Nada puede hacerme mella, ni tampoco a niguno de vosotros. Lo
hemos conseguido.
Nos falta mucho, dijo el científico. Aquí no hay tiempo ni lugar para jactarse.
Humildad, humildad, humildad.
He sido humilde toda mi vida terrenal, dijo el monje. He puesto fin a la
humildad.

18

—Algo ocurre —dijo Elayne—. Algo está fuera de lugar. No, tal vez no sea eso.
Pero hay un algo que no hemos descubierto. Aquí una situación aguarda... quizá no
nos espera a nosotros, pero espera.
Estaba tensa, casi rígida, y a Horton le recordó el viejo perro setter con el que a
veces salía a cazar codornices. Una sensación de expectativa, de saber y no saber,
de estar en ascuas y con los sentidos afilados.
Esperó hasta que finalmente ella se relajó, con evidente esfuerzo.
Elayne lo miró con ojos implorantes, rogándole que le creyera.
—No te rías de mí —dijo—. Sé que hay algo aquí... algo insólito. No sé qué es.
—No me río de ti —le aseguró—. Te creo. ¿Pero cómo...?
—Lo ignoro. En otros tiempos, en una situación como ésta, habría desconfiado
de mí misma. Pero ya no. Ha ocurrido antes. Muchas veces antes. Es casi como un
conocimiento. Como una advertencia.
—Y crees que puede ser peligroso.
—No hay forma de saberlo. Sólo esa sensación de que hay un algo.
—Hasta ahora no hemos encontrado nada —dijo él, y era la pura verdad.
En los tres edificios explorados no había nada salvo polvo, muebles
desvencijados, cerámicas, cristales. Cosas que para un arqueólogo podían ser
significativas, se dijo Horton, pero para ellos dos sólo representaban vejez... una
vejez mohosa, herrumbrosa y repetitiva, que al tiempo era fútil y deprimente. En
algún momento del pasado remoto allí habían vivido seres inteligentes, pero para
sus ojos inexpertos no había un solo elemento indicativo de esas inteligencias.
—A menudo he pensado en ello, porque no soy la única que lo posee. Hay
otros. Una nueva capacidad, un instinto adquirido... no hay forma de explicarlo.
Cuando los hombres salieron al espacio y aterrizaron en otros planetas, no tuvieron
más remedio que adaptarse a... ¿Cómo lo denominarías? Adaptarse a lo improbable,
quizá. Tuvieron que desarrollar nuevas técnicas de supervivencia, nuevos hábitos,
nuevas comprensiones y sentidos. Tal vez eso es lo que tememos, un nuevo tipo de
sentido, una nueva forma de conocimiento. Los pioneros de Tierra, cuando se
adentraron en zonas ignotas, desarrollaron algo así. Es probable que el hombre
primitivo también lo tuviera. Pero en la vieja Tierra, asentada y civilizada, llegó un
momento en que ya no se lo necesitaba y se perdió. En un medio civilizado cabían
muy pocas sorpresas. Era sabido lo que podía esperarse. Pero cuando fue a las
estrellas, el hombre volvió a necesitar de esta antigua forma de conocimiento.
—No me mires a mí —dijo Horton—. Yo soy uno de esos de lo que tú llamas
tierra civilizada.
—¿Era civilizada?
—Para responder a eso hay que definir el término. ¿Qué quiere decir civilizado?
—No sé —dijo Elayne—. Nunca he visto un mundo completamente civilizado...
no en el sentido en que era civilizada Tierra. O creo no haberlo visto nunca. En
estos tiempos no se puede saber con certeza. Tú y yo, Cárter Horton, venimos de
distintas eras. En algunos momentos el único camino acertado puede ser que cada
uno de nosotros sea paciente con el otro.
—Das la impresión de haber visto muchos mundos.
—Así es, gracias a mi trabajo topográfico. Llegas a un lugar, te quedas un par
de días... tal vez algo más, aunque nunca mucho. Sólo lo suficiente para hacer
algunas observaciones y tomar notas, hacerte una idea de la clase de mundo que
es. Para poder reconocerlo si vuelves. Porque es importante saber si el sistema de
túneles te devuelve alguna vez a un lugar en el que ya has estado. En algunos sitios
te gustaría quedarte un tiempo. Y muy de vez en cuando encuentras un lugar
realmente agradable. Pero éstos son escasos. En su mayoría lo mejor es largarse.
—Dime algo —le pidió Horton—. Lo he estado pensando. Tú participas en una
expedición que se ocupa del trazado de mapas. Eso dijiste. A mí me suena a
búsqueda inútil. No puedes tener más de una posibilidad en un millón y sin
embargo...
—Ya te he dicho que hay otros, —Aunque fuerais un millón, sólo uno de
vosotros tiene alguna probabilidad de regresar a un mundo que ha sido visitado con
anterioridad. Y que uno solo de vosotros descubra el camino de retorno sería una
pérdida de tiempo. Tendrían que ser muchos los que lo lograran antes de que haya
alguna probabilidad estadística de trazar los mapas de los túneles, o incluso de
empezar a trazarlos.
Elayne lo miró con frialdad.
—Allá de donde eres habrás oído hablar de la fe, naturalmente.
—Claro que sí. De la fe en uno mismo, la fe en el país, la fe en la propia
religión. ¿Qué tiene que ver con todo esto?
—A menudo la fe es todo lo que uno posee.
—La fe consiste en pensar que algo es posible cuando estás seguro de que no lo
es —sentenció Horton.
—¿Por qué eres tan cínico? ¿Por qué tan estrecho de miras? ¿Por qué tan
materialista?
—No soy cínico —contestó él—. Me limito a tener en cuenta las probabilidades.
Y nuestras miras no eran estrechas. Recuerda que nosotros fuimos los primeros que
salimos a las estrellas, fuimos capaces de ir, nos convencimos de que debíamos ir,
en virtud del materialismo que tanto pareces despreciar.
—Es verdad —coincidió Elayne—, pero no me refiero a eso. Tierra era una cosa
y las estrellas son harina de otro costal. Entre las estrellas los valores varían, las
perspectivas se modifican. Hay una frase antigua... dice que es un juego distinto o
algo así. ¿Puedes decirme lo que significa esta frase?
—Supongo que alude a algún tipo de acontecimiento deportivo.
—¿Quieres decir esos tontos ejercicios que otrora se hacían en Tierra?
—¿Ya no se celebran? ¿No hay pruebas ni encuentros deportivos?
—Hay mucho que hacer y mucho que aprender. Ya no tenemos que buscar
entretenimientos artificiales. No tenemos tiempo y, aunque lo tuviéramos, a nadie
le interesaría —Elayne señaló un edificio casi totalmente sumergido entre los
árboles y las malezas—. Creo que es ése.
—¿Ese?
—El que contiene la cosa extraña. Ese algo del que hemos hablado.
—¿Quieres que vayamos a ver?
—No estoy segura. Si he de decirte la verdad, estoy un poco asustada. Por lo
que podríamos encontrar.
—¿No tienes la menor idea? Dijiste que lo percibías. ¿Tu percepción no se
extiende lo suficiente como para darte al menos una pista?
Elayne movió negativamente la cabeza.
—Sólo que es raro. Algo fuera de lo común. Quizás alarmante, aunque no siento
miedo. Sólo un tirón en la mente, miedo a lo desconocido, a lo insospechado. Sólo
esta terrible sensación de extrañeza.
—Será difícil llegar —calculó Horton—. La vegetación es muy densa. Podría
volver al campamento para buscar un machete. Creo que hemos traído uno.
—No es necesario. —Elayne desenfundó el arma que guardaba en el cinturón—.
Esto la quemará y abrirá un sendero —el arma era más voluminosa de lo que
parecía en el cinto, puntiaguda y un tanto incómoda.
Horton la miró.
—¿Láser?
—Supongo. No lo sé. No es únicamente un arma, sino también una
herramienta. Común y corriente en mi planeta natal. Todo el mundo lleva una.
Puedes adaptarla... —le mostró el dial de la empuñadura—. Un angosto borde
cortante, un efecto de ventilador, lo que te apetezca.. ¿Por qué me lo preguntas? Tú
llevas una.
—Muy diferente —dijo Horton—. Un arma bastante burda, pero eficaz si sabes
manejarla. Arroja un proyectil. Una bala. Calibre cuarenta y cinco. Un arma, no una
herramienta.
Elayne enarcó las cejas.
—He oído hablar de los principios en que se basa. Un concepto muy antiguo.
—Es posible —replicó Horton—, pero hasta el momento de mi partida de Tierra,
era lo mejor que teníamos. En manos de un hombre que conoce su forma de
operación, es precisa y mortal. Alta velocidad, un enorme poder de frenado. Con
propulsión a pólvora... nitrato, me parece, tal vez cordita. No estoy al día en
química.
—Pero la pólvora... ningún compuesto podría durar tantos años como llevas en
la nave. Con el tiempo se degradaría.
Horton la miró asombrado, sorprendido por sus conocimientos.
—No había contado en eso, pero es verdad —dijo—. El conversor de materia...
—¿Tenéis un conversor de materia?
—Eso me ha dicho Nicodemus. En realidad, no lo he visto. A decir verdad,
jamás he visto un conversor de materia. No existían cuando nos sumieron en el
sueño frío. Lo crearon más adelante.
—Otra leyenda —comentó Elayne—. Un arte perdido...
—Nada de eso —aclaró Horton—. Tecnología.
Ella se encogió de hombros.
—Sea lo que fuere... se ha perdido. No tenemos conversores de materia.
Repito, otra leyenda.
—Bien, ¿vamos a ver ese algo o...?
—Iremos a verlo. Lo pondré en mínima potencia.
Elayne apuntó el artefacto, que despidió una pálida bruma azul. Las malezas
hecharon humo con un fantasmal susurro y quedó polvo flotando en el aire.
—Cuidado —le advirtió Horton.
—No te preocupes —dijo ella con aspereza—. Sé usarla —era evidente que lo
sabía. Abrió una senda pulcra y estrecha que se desvió alrededor de un árbol—. No
tiene sentido quemarlo. Sería un desperdicio.
—¿Todavía lo sientes? —preguntó Horton—. La extrañeza. ¿Ni siquiera puedes
imaginar de qué se trata?
—Sigue allí, pero ahora no sé más que antes.
Volvió a enfundar el arma; Horton apuntó la luz de la linterna hacia el frente y
ocupó la delantera para entrar en el edificio.
El lugar era azul y polvoriento. Junto a las paredes, los acontumbrados muebles
destartalados. Un animalito chilló, repentinamente aterrorizado y atravesó la
habitación a la carrera, como una mancha móvil en la oscuridad.
—Un ratón —dijo Horton.
Imperturbable, Elayne puntualizó:
—Probablemente no es un ratón. Los ratones pertenecen a Tierra, o eso dicen
las viejas canciones de cuna. Hay una muy antigua sobre el gato y el ratón...
—¿Entonces han sobrevivido las canciones infantiles ?
—Algunas —dijo ella—. Sospecho que no todas.
Se encontraron ante una puerta cerrada; Horton alargó la mano y empujó. La
puerta se desmoronó sobre el umbral.
Horton levantó la linterna y apuntó la luz hacia el interior. La estancia les
devolvió el resplandor, un destello de luz dorada proyectado hacia sus rostros.
Retrocedieron tambaleantes y Horton bajó la linterna. Con gran cautela volvió a
levantarla y esta vez, a través del libro de la luz refleja, vieron qué era lo que había
producido la reflexión de la luz. En el centro, ocupando casi todo el espacio, había
un cubo.
Horton bajó la linterna para disminuir el reflejo, y avanzando lentamente, entró.
La luz de la linterna, que ahora el cubo no reflejaba, parecía absorbida por éste,
que estaba expandida en su interior, de modo que el cubo se veía iluminado.
Había una criatura suspendida en la luz. Una criatura... única descripción
posible. Era enorme, ocupaba casi todo el cubo, su cuerpo se prolongaba más allá
de la línea de visión de los recién llegados. Por un instante hubo una sensación de
masa, aunque no de cualquier clase de masa. Aquello contenía una sensación de
vida, cierto flujo de línea que transmitía, instintivamente, que se trataba de una
masa viviente. Lo que parecía ser una cabeza estaba gacha contra lo que podría
haber sido el pecho. Y el cuerpo... ¿cómo era el cuerpo? Un cuerpo cubierto por una
intrincada filigrana al aguafuerte. A la manera de una armadura, pensó Horton... un
costoso ejemplo del arte de la orfebrería.
A su lado, Elayne jadeó, anonadada.
—¡Qué portento! —exclamó.
Horton estaba helado, a caballo entre el asombro y el miedo.
—Tiene una cabeza —dijo—. Esa condenada cosa está viva.
—No se ha movido —le dijo Elayne—. Y tendría que haberse movido. Al primer
contacto de la luz se habría movido.
—Está dormida —dijo Horton.
—No creo que esté dormida —dijo ella.
—Tiene que estar viva —insistió Horton—. Tú la percibiste. Esta tiene que ser la
extrañeza que sentiste. ¿Aún no sabes qué es?
—No tengo la menor idea. No es nada de lo que tenga noticias. Ninguna
leyenda. Ninguna historia de los mayores. Nada. Y es tan hermosa... Horrible pero
hermosa. Esos diseños finos e intrincados... Eso es lo que lleva puesto... no, ahora
veo que no se trata de algo que lleva puesto. Los dibujos están grabados en
escamas.
Horton intentó dilucidar el contorno del cuerpo pero todos sus intentos
fracasaron. Empezaba bien y seguía un breve recorrido, pero luego el contorno
desaparecía, se desvanecía y disolvía en la bruma dorada que flotaba en el cubo,
perdido en los retorcidos vericuetos de la forma propiamente dicha.
Dio un paso al frente para mirarla de cerca y fue detenido... detenido por nada.
Allí no había nada que lo detuviera. Era como si hubiese chocado contra un muro
que no sentía ni percibía. No, no como un muro, pensó. Se devanó frenéticamente
los sesos en busca de algún símil que expresara lo que había ocurrido. Pero no
encontró un símil, porque lo que lo había detenido era una nada. Levantó la mano
libre y palpó. Nada encontró la mano, pero fue detenida. Ninguna sensación física
que pudiera sentir o percibir. Era, pensó, lo mismo que si hubiese encontrado el fin
de la realidad, como si hubiese llegado a un lugar en el que no había a dónde ir.
Como si alguien hubiera dibujado una línea y dicho aquí se acaba el mundo, no hay
nada más allá de esta línea. Al margen de lo que veas o creas ver, allí no hay nada.
Pero si fuera verdad, pensó, había algún error, porque veía más allá de la realidad.
—Allí no hay nada pero tiene que haber algo allí —dijo Elayne—. Estamos
viendo el cubo y la criatura.
Horton dio un paso atrás y en este momento el dorado del cubo pareció salir a
raudales y envolverlos, haciéndolos formar parte de la criatura y el cubo. En esa
bruma dorada el mundo pareció alejarse y por un instante permanecieron a solas,
divorciados del tiempo y del espacio.
Elayne se acercó a él y al bajar la vista Horton vio la rosa plateada en su pecho.
Alargó la mano y la tocó.
—Hermosa —dijo.
—Gracias, señor.
—¿No te molesta que haya suscitado mi interés?
Elayne meneó la cabeza.
—Empezaba a decepcionarme que no la hubieras notado. Tendrías que haber
sabido que estaba allí para atraer la atención. Esa rosa pretende ser un punto focal.

19

Nicodemus dijo:
—Mira esto.
Horton se inclinó para fijar la vista en la línea apenas perceptible que el robot
había cincelado en la piedra, alrededor del perímetro del panel.
—¿Qué quieres decir? —preguntó—. No le veo nada de malo, excepto que
parece que no has progresado mucho.
—Y eso es exactamente lo malo —dijo el robot—. No he logrado nada. El
escoplo pica la piedra unos pocos milímetros y luego la piedra se endurece. Como si
se tratara de un metal con una pequeña porción de su superficie aherrumbrada.
—Pero no es metal.
—No, es piedra. Probé en otras partes de la vertiente rocosa —señaló la pared
de piedra, unas marcas como rasguños—. Lo mismo ocurre en toda la superficie. La
acción del tiempo parece funcionar, pero por debajo del desgaste la piedra es
increíblemente dura. Como si las moléculas estuviesen unidas más apretadamente
de lo que deben estarlo naturalmente.
—¿Dónde está Carnivore? —preguntó Elayne—. Podría saber algo de eso.
—Lo dudo —dijo Horton.
—Lo eché —informó Nicodemus—. Le dije que se fuera a freír espárragos. No
me dejaba en paz y me alentaba y...
—Está tan ansioso por largarse de este planeta... —se condolió Elayne.
—¿Y quién no? —acotó Horton.
—A mí me da pena —dijo Elayne—. ¿Estás seguro de que no hay forma de
llevarlo en la nave... ? Si todo lo demás falla, quiero decir.
—No veo cómo —respondió Horton—. Podríamos probar con el sueño frío, por
supuesto, pero con toda probabilidad lo mataría. ¿Tú qué opinas, Nicodemus?
—El sueño frío está hecho a la medida de los humanos —dijo el robot—. No
tengo idea de cómo funcionaría con otras especies. Sospecho que no del todo bien,
y quizá muy mal. En primer lugar, el anestésico que provoca la suspensión
momentánea de las células hasta que el frío surte efecto. Es casi infalible en el caso
de los humanos, porque está destinado a seres humanos. Trabajando con otra
forma de vida podrían presentarse modificaciones. Cambios pequeños y sutiles,
imagino. No estoy equipado para cambiar nada.
—¿Quieres decir que estaría muerto incluso antes de tener la oportunidad de
congelarse?
—Sospecho que sí.
—Pero no podéis dejarlo aquí—dijo Elayne—. No os podéis marchar y
abandonarlo.
—Podríamos tenerlo a bordo —sugirió Horton.
—No conmigo —advirtió Nicodemus—. Lo mataría en la primera semana. Me
pone los nervios de punta.
—Aunque escapara a tus tendencias homicidas, ¿qué sentido tendría? —dijo
Horton—. Ignoro qué piensa hacer Nave, pero podrían pasar siglos hasta el próximo
aterrizaje planetario.
—Podríais deteneros y dejarlo caer en el primero.
—Tú podrías —dijo Horton—. Yo podría. Nicodemus podría. Pero no Nave.
Sospecho que Nave ve más lejos. ¿Y qué te hace pensar que encontraríamos otro
planeta en el que Carnivore pudiera sobrevivir... dentro de diez años, dentro de cien
años? Nave pasó mil años en el espacio antes de dar con éste. No debes olvidar que
Nave es un vehículo que se desplaza a velocidad inferior a la de la luz.
—Tienes razón —dijo Elayne—. Nunca me acuerdo. En la época de la depresión,
cuando los humanos huyeron de Tierra, salieron en todas direcciones.
—Hay naves más veloces que la luz.
—No, no más veloces que la luz. Naves que saltaban en el tiempo. No me
preguntes cómo funcionaban. Pero te harás una idea...
—Algo así —dijo Horton.
—Y aun así, viajaban muchos años luz para encontrar planetas como Tierra.
Algunas desaparecieron... en lontananza, en el tiempo, fuera de este universo, no
hay forma de saberlo. Desde entonces no se supo nada más.
—Por lo tanto, comprenderás lo imposible que se vuelve la cuestión de
Carnivore.
—Tal vez logremos resolver el problema del túnel. Eso es lo que realmente
quiere Carnivore. Eso es lo que yo quiero.
—No sé cómo encararlo —dijo Nicodemus—. No se me ocurre nada nuevo. No
se trata de una simple situación en la que alguien cerró un mundo. Se tomaron
mucho trabajo para mantenerlo cerrado. La dureza de esta roca no es natural.
Ninguna roca puede ser tan dura. Alguien la endureció. Comprendieron que alguien
podía tratar de forzar el panel y tomaron las medidas correspondientes para
impedirlo.
—Aquí tiene que haber algo —declaró Horton—. Alguna razón para obstruir el
túnel. Un tesoro, quizá.
—Un tesoro, no —se apresuró a decir Elayne—. Se lo habrían llevado consigo.
Muy posiblemente un peligro.
—Alguien que ocultó algo aquí para tenerlo a buen recaudo.
—No creo —dijo Nicodemus—. Algún día querrían recuperarlo. Podrían cogerlo,
por supuesto, pero... ¿cómo lo sacarían de aquí?
—Podrían llegar en una nave —conjeturó Horton.
—No es probable —dijo Elayne—. La mejor explicación es que saben cómo
eludir el bloqueo.
—¿Entonces tú piensas que existe un modo de hacerlo?
—Me inclino por la afirmativa, aunque eso no significa que nosotros podamos
descubrirlo.
—Entonces, volvemos al principio: sencillamente bloquearon el túnel para que
algo que está aquí no pueda salir —dijo el robot—. Aislándolo del resto de los
planetas con túnel.
—En tal caso, ¿qué puede ser?—inquirió Horton—. ¿La criatura del cubo?
—Es posible —dijo ella—. No sólo aprisionada en el cubo, sino limitada al
planeta. Otra defensa por si algún día lograra escapar del cubo. Aunque por alguna
razón da pena pensarlo. Es tan bonita.
—Puede ser bonita sin dejar de ser peligrosa.
—¿De qué criatura habláis? —preguntó Nicodemus—. No sé nada de ninguna
criatura en un cubo.
—Elayne y yo la encontramos en un edificio de la ciudad. Una especie de cosa
encerrada en un cubo.
—¿Viva?
—No estamos seguros, pero creo que sí. Tuve la sensación de que está viva.
Elayne logró percibirla.
—¿Y el cubo? ¿De qué está hecho el cubo?
—De un material extraño —observó Elayne—, si es que se trata de un material.
Te detiene pero no puedes tocarlo. Como si no estuviera allí.
Nicodemus comenzó a recoger las herramientas desparramadas en el suelo
rocoso del sendero.
—Te das por vencido —dijo Horton.
—Algo así. No puedo hacer nada más. Ninguna de mis herramientas afecta a la
piedra. No puedo quitar la cubierta protectora del panel, ya sea un campo de fuerza
o cualquier otra cosa. He terminado hasta que a alguien se le ocurra una buena
idea.
—Tal vez si estudiáramos un poco el libro de Shakespeare encontraríamos algo
nuevo —insinuó Horton.
—Ni por asomo —dijo Nicodemus—. A Shakespeare no se le ocurrió nada mejor
que patear el túnel y soltar montones de palabrotas.
—No he dicho que encontraríamos ideas que valieran la pena —aclaró Horton—.
En el mejor de los casos, una observación cuyas implicaciones escaparon al
entendimiento de Shakespeare.
Nicodemus no estaba del todo convencido.
—Es posible. Pero no podremos leer mucho con Carnivore alrededor. Querrá
saber qué escribió Shakespeare y algunas cosas que éste dice no son muy
halagadoras para su viejo compañero.
—Pero Carnivore no está aquí —señaló Elayne—. ¿Dijo a dónde iría cuando lo
expulsaste?
—A dar un paseo. Farfulló algo sobre la magia. Tuve la impresión, aunque no
del todo clara, de que quería recoger determinados elementos mágicos... hojas,
raíces, cortezas.
—Ya se refirió a la magia con anterioridad —intervino Horton—. Planteó la idea
de que podíamos combinar nuestras magias.
Elayne preguntó:
—¿Poseéis alguna magia?
—No —dijo Horton.
—Entonces no debes burlarte de quienes la tienen.
—¿Quieres decir que crees en la magia?
Elayne frunció el ceño.
—No estoy segura, pero he visto funcionar algún pase mágico... o funcionar
aparentemente.
Nicodemus terminó de ordenar la caja de herramientas y la cerró.
—Vayamos a la casa y veamos ese libro —propuso.

20

—Ese Shakespeare parece haber sido un filósofo, aunque un tanto incoherente


—comentó Elayne—. No muy versado.
—Era un hombre atemorizado, solo y enfermo —observó Horton—. Escribía todo
lo que se le ocurría, sin analizar su lógica ni su pertinencia. Escribía para él. Ni un
solo instante se le cruzó por la imaginación que alguien leería alguna vez lo que
estaba garabateando. De haberlo pensado, probablemente habría sido más
circunspecto en sus escritos.
—Al menos era sincero al respecto —dijo ella—. Escucha esto:

«El tiempo tiene cierto olor. Tal vez sólo sea una presunción mía, pero estoy
seguro de que lo tiene. El tiempo viejo sería agrio y mohoso y el tiempo nuevo, en
los albores de la creación, debió de ser dulce, embriagador, exuberante. Me
pregunto si a medida que los acontecimientos avanzaban hacia su desenlace
incognoscible, no nos habremos contaminado con el aroma acre del tiempo antiguo,
de la misma manera y con el mismo fin con que la vieja Tierra fue contaminada por
el vómito de las chimeneas de las fábricas y las inmundicias de los gases tóxicos.
¿Reside la muerte del universo en la contaminación temporal, en el incremento del
olor del tiempo viejo hasta que no pueda existir vida en ninguno de los cuerpos que
componen el cosmos, presionando quizá la materia misma del universo en una
viciada corrupción? ¿Atascará esta corrupción los procesos físicos operativos en el
universo de manera tal que dejarán de funcionar y se instalará el caos? Y en tal
caso, ¿en qué resultará el caos? No necesariamente en el fin del universo, pues el
caos es, en sí mismo, una negación de toda física y toda química, permitiendo quizá
nuevas e inimaginables combinaciones que profanarían todos los conceptos previos,
dando lugar a un desorden y una imprecisión que posibilitarían ciertos sucesos que
hoy la ciencia dice son impensables.»

—Y sigue así:

«Esta puede haber sido la situación —iba a decir tiempo pero habría sido una
contradicción en los términos— cuando, antes de que el universo naciera, no había
tiempo ni espacio ni puntos de referencia para la gran masa de un algo que
esperaba explotar para que nuestro universo pudiera alcanzar la existencia. Es
imposible, desde luego, que la mente humana imagine una situación en la que no
había tiempo ni espacio, aunque cada uno de ellos existía potencialmente en ese
embrión cósmico, en sí mismo un misterio que es imposible imaginar. Empero,
intelectualmente uno sabe que una situación semejante existió si nuestro
pensamiento científico es correcto. Aunque... si no existía tiempo, ni espacio, ¿en
qué medio existía el embrión cósmico?»

—Sugestivo —dijo Nicodemus—, pero no nos proporciona ninguna información


que convenga conocer. El hombre escribe como si viviera en un vacío. Podría
escribir ese tipo de dislates en cualquier sitio. Sólo de vez en cuando menciona este
planeta, con groseras pullas lanzadas de paso a Carnivore.
—Trataba de olvidar este planeta —dijo Horton—, se esforzaba por replegarse
en sí mismo para llegar a hacer caso omiso del lugar. En efecto, intentaba crear un
pseudomundo que le ofreciera algo distinto a este planeta.
—Por alguna razón le interesaba la contaminación —dijo Elayne—. Aquí escribió
algo más al respecto:

«El surgimiento de la inteligencia, estoy convencido, suele desequilibrar la


ecología. En otras palabras, el gran contaminante es la inteligencia. Sólo cuando un
ser comienza a manipular su ambiente, la naturaleza se ve arrojada al desorden.
Hasta entonces, hay un sistema de controles y equilibrios que operan de manera
lógica y comprensible. La inteligencia destruye y modifica los controles y los
equilibrios aun cuando intente diligentemente dejarlos como estaban. No existe una
así llamada inteligencia que viva en armonía con la biosfera. Es posible que lo
piense y se jacte de ello, pero su mentalidad le da ventaja y siempre está presente
la compulsión a emplear dicha ventaja en su egoísta beneficio. Así, aunque la
inteligencia puede ser un factor de supervivencia excepcional, es un factor a corto
plazo y la inteligencia resulta ser la gran destructora.»

Elayne pasó las páginas, mirando brevemente las anotaciones.


—Es tan divertido leer la lengua de los mayores —comentó—. No estaba segura
de poder hacerlo.
—La pluma de Shakespeare no es de las más felices —comentó Horton.
—Pero se lee en cuanto le coges el tranquillo. Aquí aparece algo extraño.
Escribe acerca de la hora de dios. ¡Qué expresión tan rara!
—Pero real —dijo Horton—. Al menos aquí es real. Tendría que haberte hablado
de esta cuestión. Es algo que se extiende y te sujeta y te deja absolutamente
abierto. Con excepción de Nicodemus. El apenas reacciona. Parece originarse fuera
de este planeta. Carnivore dice que en opinión de Shakespeare venía de algún
punto lejano en el espacio. ¿Qué es lo que dice Shakespeare?
—Evidentemente, aborda el tema después de una larga experiencia:

«Siento que, finalmente, puedo haberme adaptado a este fenómeno al que he


etiquetado, a falta de una descripción mejor, como la hora de dios. Carnivore,
pobrecillo, aún le guarda rencor y le teme, y sospecho que yo también le tengo
miedo, aunque ahora, después de haber vivido con ello tantos años y de saber que
no es posible ocultarse ni aislarse cuando llega, he llegado a aceptarlo como algo de
lo que no hay escapatoria, pero asimismo como algo que puede, durante un tiempo,
sacar a un hombre de sí mismo y exponerlo al universo aunque, a decir verdad, si
fuera facultativo uno vacilaría antes de exponerse demasiado a menudo.
»El problema consiste, naturalmente, en que uno ve y experimenta demasiado
de lo que en su mayoría —no, no en su mayoría sino todo— no comprende y queda,
después del acontecimiento, aferrado únicamente a su borde mellado,
preguntándose horripilado si una mentalidad humana está equipada para entender y
es capaz de comprender más que una pizca de aquello a lo que se ha visto
expuesto. A veces pienso si no será un mecanismo deliberado de enseñanza, pero
me recuerda la educación excesiva, el lanzamiento de textos imponentemente
eruditos a un estudiante estúpido sin base en los fundamentos de lo que se le
enseña y, por ende, incapacitado para aprehender siquiera débilmente los principios
que son necesarios incluso para una comprensión poco precisa.
»Me he preguntado, he dicho, pero la pregunta se refiere a lo lejos que ha
llegado este pensamiento específico. A medida que pasaba el tiempo me incliné
cada vez más por la opinión de que en la hora de dios experimentaba algo que no
estaba dirigido a mí ni a ningún humano... La hora de dios, sea lo que fuere, emana
de algún tipo de entidad totalmente ignorante de que exista algo como un humano,
una entidad que quedaría atrapada en una carcajada cósmica si se enterara de que
una cosa como yo existe. Estoy convencido de que me alcanza, sencillamente, su
efecto de rebote, que me salpica unos perdigones extraviados que apuntaban a una
caza mayor.
»Pero en cuanto me convencí tuve plena conciencia de que la fuente de la hora
de dios tenía conocimiento de mí, al menos marginalmente, y de alguna manera
había logrado introducirse en las profundidades de mi memoria o de mi psiquis,
porque a veces, en lugar de quedar abierto al cosmos, quedaba abierto a mí mismo,
abierto al pasado; durante un período de duración desconocida revivía, con algunas
distorsiones, acontecimientos del pasado que casi invariablemente eran en extremo
desagradables, momentos arrebatados al estiércol de mi mente, donde yacían
enterrados en un rincón, donde con vergüenza y pesar habría deseado mantenerlos
enterrados, pero ahora desenterrados y extendidos ante mí mientras me retuerzo
azorado y avergonzado al verlos, obligado a revivir ciertas partes de mi vida que
había escondido, no sólo del conocimiento de otros sino de mí mismo. Y peor aún,
ciertas fantasías que en momentos de indefensión había soñado en mi alma secreta
y me horroricé al descubrir que las había estado soñando. También ellas salieron
chillando de mi subconsciente y desfilaron ante mí bajo una luz despiadada. No sé
qué es peor, si la apertura al universo o la revelación de los secretos de mí mismo.
»Así tomé conciencia de que de alguna manera la hora de dios había tomado
conciencia de mí... quizá no realmente de mí como persona, pero sí como una
partícula de su escabrosa y repugnante materia y me tiraba irritada un capirotazo,
irritada de que una cosa como yo estuviera allí, sin siquiera tomarse el tiempo
necesario para hacerme daño, sin aplastarme como yo aplastaría a un insecto,
sencillamente rozándome, tratando de dejarme a un lado con su roce. Y de ello
extraje cierto coraje, porque si la hora de dios sólo me conoce marginalmente, me
digo a mí mismo que no puede significar ningún peligro real para mí. Y si me presta
tan poca atención, seguramente está buscando una caza mayor que yo, y lo terrible
es que me pareció que esa caza mayor tiene que estar aquí, en este planeta. No
sólo en este planeta, sino en este sector concreto del planeta... tiene que estar muy
cerca de nosotros.
»Me he estrujado la mollera en un esfuerzo por imaginar qué es y saber si sigue
aquí. ¿Estaba la hora de dios dirigida a la gente que habitó la ciudad ahora
abandonada, y en tal caso, por qué razón la mediación responsable de la hora de
dios no sabe que ya se han ido? Cuanto más lo pienso, más me convenzo de que los
habitantes de la ciudad no eran el blanco, de que la hora de dios apunta a algo que
todavía sigue aquí. Quiero saber qué es pero no tengo idea. Me persigue la
sensación de que miro al blanco día tras día y no lo reconozco. Pero estar aquí
produce una sensación frustrante y misteriosa. Uno se siente desconectado y
estúpido, y algunas veces más que un poco asustado. Si un hombre puede estar tan
desconectado de la realidad, ser tan ciego a la realidad, tan insensible a su entorno,
la raza humana es, en verdad, más incompetente y desvalida de lo que a veces
pensamos.»

Al llegar al punto final de lo que había escrito Shakespeare, Elayne levantó la


vista de la página y miró a Horton.
—¿Estás de acuerdo? ¿Tuviste las mismas reacciones ?
—Sólo la he experimentado dos veces —le dijo Horton—. Hasta ahora la suma
total de mis reacciones es una inmensa perplejidad.
—Shakespeare dice que es ineludible, que no hay forma de ocultarse.
—Carnivore se oculta —acotó Nicodemus—. Se pone bajo techo. Dice que no es
tan malo como a la intemperie.
—Lo sabrás dentro de unas horas —le avisó Horton—. Tengo el presentimiento
de que es más fácil si no intentas debatirte. No hay manera de describirla. Debes
experimentarla para saberlo.
Elayne rió, algo nerviosa.
—No veo la hora de que llegue —fue todo su comentario.

21

Carnivore llegó pisando fuerte una hora antes del crepúsculo. Nicodemus había
cortado carne y estaba en cuclillas, asándola. Hizo un gesto hacia un enorme trozo
que había dejado sobre un lecho de hojas arrancadas de un árbol cercano.
—Ese es para ti —dijo—. Te he separado un trozo selecto.
—Nutrimento es algo que necesito —apuntó Carnivore—. Te doy las gracias
desde mi barriga.
Levantó la carne con ambas manos y se agachó delante del montón de madera
en el que estaban sentados los otros dos. Se la llevó a la boca y le aplicó vigorosos
mordiscos. La sangre le chorreaba por la cara.
Sin dejar de mascar enérgicamente, levantó la vista y miró a los otros dos
comensales.
—Espero no ser molestia con mi indecoroso yantar. Hambre muy grande pero
quizá tendría que haber esperado.
—De ninguna manera —dijo Elayne—. Sigue comiendo. Nuestra carne estará
lista en seguida —observó con mórbida fascinación sus sanguinolientas quijadas, la
sangre que le corría por los tentáculos.
—¿Te gusta la buena carne roja? —le preguntó Carnivore.
—Me acostumbraré.
—No es necesario —dijo Horton—. Nicodemus puede prepararte otra cosa.
Ella movió la cabeza de un lado a otro.
—Cuando viajas de un mundo a otro, descubres muchas costumbres que te
resultan extrañas. Incluso algunas pueden ser chocantes para tus prejuicios. Pero
en mi estilo de vida no hay lugar para los prejuicios. Hay que tener una mentalidad
abierta y receptiva... hay que forzarla a mantenerse desplegada.
—¿Y eso es lo que intentas comiendo carne con nosotros?
—Lo fue al principio y supongo que todavía lo es un poco. Pero creo que sin
esforzarme demasiado puedo llegar a tomarle afición —se volvió hacia Nicodemus—
: ¿Puedes cerciorarte de que la mía salga muy hecha?
—Ya me he ocupado de eso —dijo el robot—. Puse la tuya al fuego mucho antes
que la de Cárter.
—Muchas veces me ha dicho mi viejo amigo Shakespeare —dijo Carnivore— que
soy un redomado palurdo, sin modales, baboso y mugriento. Si he de decir verdad
estoy desolado por su evaluación, pero soy muy entrado en años para cambiar mi
forma de vida y bajo ningún concepto me transformaría en un petimetre remilgado.
Si palurdo soy disfrutaré siéndolo, porque la situación de un palurdo es cómoda.
—Conforme, eres un palurdo —dijo Horton—, pero si esto te hace feliz, no nos
prestes atención.
—Agradecido estoy por vuestra benevolencia y dichoso por no tener que
cambiar —confesó Carnivore—. Para mí es difícil el cambio —se dirigió a
Nicodemus—: ¿Tienes el túnel casi hecho?
—No tan sólo no está casi listo —dijo Nicodemus— sino que estoy prácticamente
seguro de que nunca lo estará.
—¿Quieres decir que no puedes arreglarlo?
—Eso es exactamente lo que quiero decir, a menos que a alguien se le ocurra
una idea brillante.
—Bien —dijo Carnivore—, como la esperanza es lo último que se pierde, no me
sorprende. Hoy anduve mucho conmigo conversando y me dije que no debo esperar
demasiado. Me digo que la vida no ha sido difícil para mí y mucha alegría he tenido,
y en vista de ello no debo decaer si las cosas salen mal. Busqué en mi mente
alternativas. Me pareció que la magia puede ser una forma. Tú me dices, Cárter
Horton, que en la magia no confías ni la entiendes. Tú y Shakespeare sois iguales.
Se burla de la magia. Dice que condenada magia no sirve. Acaso nuestra novísima
compatriota no piense tan mal —dedicó una mirada suplicante a Elayne.
—¿Has probado tu magia? —preguntó ella.
—La he probado pero contra el despectivo carcajeo de Shakespeare. La
carcajada, me digo, le quita fuerza. La reduce a nada.
—No sé nada de eso, pero seguro que no hace bien —dijo Elayne.
Carnivore asintió sabiamente:
—Entonces me digo, si magia falla, si robot falla, si todo falla, ¿qué haré?
¿Permanecer en este planeta? De ninguna manera, digo. Los nuevos amigos míos
encontrarán un lugar para mí cuando salgan volando de este mundo hacia el
espacio insondable.
—Ahora nos estás presionando —lo reprendió Nicodemus—. Adelante, berrea
todo lo que quieras. Tírate en el suelo, patalea y grita. No te servirá de nada. No
podemos ponerte en el sueño frío y...
—Al menos estoy con amigos. Hasta que muero estoy con amigos y lejos de
aquí. Ocupo poco lugar. Me acurruco en un rincón. Apenas como. No me entrometo.
Cierro el pico.
—Aún falta por ver ese día —masculló Nicodemus.
—La decisión corresponde a Nave y con Nave hablaré —dijo Horton—. Pero no
puedo alimentar tus esperanzas.
—Tú comprendes que soy un guerrero —dijo Carnivore—. Y sólo hay una forma
de muerte para un guerrero: bañado en la sangre del combate. Así quiero morir.
Pero quizá no sea ésa mi suerte. Ante el destino inclino la cabeza. Lo que no quiero
es morir aquí, sin que nadie me vea morir, sin nadie que piense pobre Carnivore, ha
pasado a mejor vida; no quiero arrastrar mis últimos días en la detestable nada de
este lugar que no hace caso del tiempo...
—¡Es eso! —exclamó Elayne repentinamente—. El tiempo. Eso es lo que tendría
que haber pensado desde el primer momento.
Horton la observó, sorprendido.
—¿El tiempo? ¿De qué estás hablando? ¿Qué tiene que ver el tiempo con todo
esto?
—El cubo. El cubo que encontramos en la ciudad. O la criatura dentro. Ese cubo
es tiempo congelado.
—¡Tiempo congelado! —se asombró Nicodemus—. El tiempo no puede
congelarse. Se congelan personas y alimentos y otras cosas. El tiempo no se
congela.
—Tiempo detenido —explicó ella—. Hay historias... leyendas... indicativas de
que es posible. El tiempo fluye. Se mueve. Eso detiene su flujo y su movimiento. No
hay pasado ni futuro. Sólo presente. Un presente eterno. Un presente existente a
partir del pasado e inmerso en el futuro que ahora se ha vuelto presente.
—Hablas como Shakespeare —refunfuñó Carnivore—. Siempre majaderías.
Siempre parloteos. Diciendo cosas que no tienen sentido. Sólo para oír la propia
voz.
—No, no se trata de eso —insistió Elayne—. Te digo la pura verdad. En muchos
planetas se comenta que el tiempo puede manipularse, que hay formas de hacerlo.
Nadie sabe quién lo hace...
—Tal vez la gente del túnel.
—Nunca he oído un nombre. Sólo que es posible hacerlo.
—¿Pero por qué aquí? ¿Por qué con la criatura congelada en tiempo?
—Tal vez para esperar —dijo ella—. Tal vez para que esté aquí cuando se
presente la necesidad.
Tal vez los que pusieron a la criatura en el tiempo no sabían cuándo surgiría la
necesidad...
—De modo que ha aguardado a lo largo de los siglos —dijo Horton—, y le
quedan milenios de espera...
—Tú no entiendes —se lamentó Elayne—. Da igual que transcurran siglos o
milenios. Congelado como está, no tiene experiencia temporal. Existe y continúa
existiendo en ese microsegundo congelado.
Sonó la hora de dios.

22

Por un instante, Horton se sintió esparcido a través del universo, con la misma
nauseabunda sensación de inquietud que había sentido antes; luego volvió a
sentarse, el universo se estrechó y toda sensación de extrañeza cesó. Otra vez se
coordinaron el tiempo y el espacio, íntimamente juntos, y supo dónde estaba, pero
tuvo la impresión de ser dos, aunque esa dualidad no le pareció inconveniente e
incluso le resultó natural.
Estaba agachado en la tibia marea negra, entre dos hileras de vegetales.
Delante de él seguían indefinidamente las dos hileras, dos líneas verdes con una
franja negra entre ambas. A izquierda y derecha, innumerables líneas verdes
paralelas con líneas negras entre ellas... aunque debía imaginar las líneas negras,
pues el verdor de las líneas verdes se mezclaba y a ambos lados sólo había una
oscura alfombra verde.
En cuclillas, con el calor del suelo contra los pies descalzos, miró hacia atrás por
encima del hombro y a sus espaldas concluía la alfombra verde, muy lejos, junto a
la elevación de una estructura tan alta que su cumbre se perdía en una blanca nube
hinchada contra el azul del cielo.
Alargó su mano de chiquillo y recogió las habichuelas que colgaban de las
plantas, usando la mano izquierda para apartar los arbustos, para alcanzar las
vainas enredadas en el follaje, recogiéndolas con la mano derecha y dejándolas caer
en una canasta a medias llena, apoyada en la franja de marga negra delante de él.
Ahora vio lo que no había visto antes: a intervalos regulares entre hileras,
adelante, se reían otras canastas, canastas vacías que esperaban ser llenadas,
colocadas según cálculos aproximados de cuándo estaría llena una canasta y sería
necesaria otra. Detrás de él otras canastas ya llenas aguardaban al vehículo que
más tarde pasaría por las hileras para recoger las canastas con habichuelas.
Algo más de lo que no se había dado cuenta antes: no estaba solo en el campo;
había otros muchos con él, en su mayoría crios, aunque también viejos de ambos
sexos. Algunos iban delante pues eran recogedores más rápidos, o menos
cuidadosos, y otros detrás.
El cielo estaba moteado de nubes, nubes aborregadas y lentas, aunque en ese
momento ninguna tapaba el sol, un sol tan ardiente que su calor atravesaba la tela
ligera de su camisa. Siguió arrastrándose, recogiendo a medida que avanzaba, en
un trabajo concienzudo; dejaba las vainas más pequeñas para que terminaran de
madurar y recogía las demás... con el sol en la espalda, el sudor que partía de las
axilas y bajaba por las costillas, la suavidad y la tibieza del suelo bien desbrozado y
cultivado contra los pies. Su mente estaba en punto muerto, aferrada al presente,
sin retroceder ni avanzar en el tiempo, contenta en el momento actual, como si él
fuese un organismo sencillo que absorbía el calor y de alguna extraña manera
extraía nutrimento del suelo, tal como hicieron las habichuelas que recogía.
Pero había más. Estaba el chico de nueve o diez años y estaba, también, el
Cárter Horton actual, una segunda persona aparentemente invisible que permanecía
a un costado, estaba situada en otro sitio, que observaba al chico que antaño había
sido, sintiendo y pensando y experimentado lo que una vez había sabido, casi como
si fuera el chico. Pero sabía más de lo que el chico sabía, sabía lo que el chico ni
siquiera podía imaginar, consciente de los años y acontecimientos que se extendían
entre este vasto campo de habichuelas y un tiempo a miles de años luz en el
espacio. Sabía, y el chico no podía saberlo, que los hombres y mujeres del gran
edificio distante que se elevaba en un extremo del campo, y de otros muchos
edificios similares en el mundo entero, habían reconocido las simientes de una
nueva crisis, e incluso algunos ya planeaban su solución.
Es raro, pensó, que dada incluso una segunda oportunidad, la raza humana
deba alcanzar nuevas crisis y comprender por fin que la única solución reside en
otros planetas posibles de otros sistemas solares hipotéticos, donde una vez más los
hombres pueden empezar de nuevo, fracasando en algunos inicios pero alcanzando
el éxito, quizá, en otros.
Menos de cinco siglos antes de esta mañana en el bancal de habichuelas, Tierra
había claudicado, no en una guerra, sino en un colapso económico mundial. Con el
sistema basado en el beneficio y la libre empresa finalmente agobiado bajo los
vaivenes que habían comenzado a ser evidentes a principios del siglo veinte, con
una importante proporción de los recursos naturales del mundo desaparecida, con la
población en vertiginoso aumento, con la industria introduciendo cada vez más
ingenios tecnológicos que prescindían de la mano de obra, con los excedentes
alimenticios que ya no alcanzaban para alimentar a los pueblos del mundo... con
todo esto el resultado fue la escasez, el paro, la inflación y la falta de confianza en
la dirección mundial. El gobierno había desaparecido; la industria, las
comunicaciones y el comercio vacilaron y durante un tiempo reinaron la anarquía y
el caos.
De esta anarquía había emanado otro estilo de vida, no pergeñado por políticos
y estadistas, sino por economistas y sociólogos. Pero en unos pocos siglos esta
nueva sociedad había evidenciado síntomas que enviaron a los científicos a sus
laboratorios y a los ingenieros a sus tableros de dibujo para diseñar las naves
estelares que trasplantarían a la raza humana al espacio. Los síntomas no habían
sido mal interpretados, se dijo a sí mismo el segundo Horton, el invisible, porque
ese mismo día (¿qué día? ¿ese día u otro día?) Elayne le había hablado del colapso
definitivo de la forma de vida tan esmeradamente elaborado por los economistas y
los sociólogos.
Tierra había sido demasiado alterada, pensó, demasiado explotada, demasiado
contaminada por los errores de la humanidad, para sobrevivir.
Sintió el suelo entre los dedos de los pies y la leve brisa que atravesaba el
campo contra la espalda empapada en sudor y calentada por el sol. Dejó caer el
puñado de habichuelas que había recogido en la canasta y empujó ésta hacia
adelante, encorvándose para alcanzar otros arbustos en la hilera aparentemente
infinita de arbustos. Notó que la canasta estaba casi llena. Más allá había otra vacía.
Se estaba cansando. Miró de reojo hacia el sol; faltaba una hora o más para
mediodía, momento en que la camioneta con el almuerzo bajaría por las hileras.
Media hora para almorzar, pensó, y otra vez a recoger habichuelas, hasta que se
pusiera el sol. Abrió los dedos de la mano derecha y los flexionó, para alejar los
calambres y la fatiga. Vio que tenía los dedos manchados de verde.
Estaba cansado y acalorado, y empezaba a tener hambre y le esperaba un día
largo, pero tenía que seguir cosechando, como otros cientos que seguían
cosechando —los muy jóvenes y los muy viejos—, haciendo las tareas que podían
hacer y dejando libres a otros trabajadores más idóneos para ocupar otros puestos.
Se puso en cuclillas y contempló el verdor. No sólo habichuelas, pensó, sino muchos
cultivos en sazón, productos que cuando llegara el momento debían ser cosechados
para alimentar a la gente de la torre.
Para alimentar a la gente de la tribu, pensó Horton (el Horton invisible e
insustancial), alimentar a la tribu, al clan, a la comuna. Mi gente. Nuestra gente.
Uno para todos y todos para uno. La torre de gran altura se asomaba entre las
nubes, para ocupar poco terreno; una ciudad apilada perpendicularmente para que
quedara tierra donde cultivar los alimentos de los habitantes de la ciudad apilada.
Gente amontonada en una torre porque la torre, inmensa como era, tenía que ser lo
más pequeña posible.
Arreglárselas. Durar. Ir tirando. Cultivar y cosechar con mano de obra
encorvada, porque había poco combustible. Comer hidratos de carbono porque su
producción requiere menos energía que las proteínas. Construir y fabricar para la
permanencia, no para la caída en desuso; con el sistema basado en el beneficio
aniquilado, la obsolescencia no sólo era un crimen sino una ridiculez.
Desaparecida la industria, pensó, cultivábamos nuestra comida nosotros
mismos, nos lavábamos la ropa, íbamos tirando... íbamos tirando. Volvimos a las
pautas tribales, salvo que vivíamos en un monolito y no en una serie de chozas
ordinarias. Con el correr de los años nos mofamos de los viejos tiempos, del sistema
basado en el beneficio, de la ética laboral, de la empresa privada, y mientras nos
mofábamos habitaba en nosotros una enfermedad... la enfermedad del género
humano. Intentáramos lo que intentásemos, se dijo, había una enfermedad en
nosotros. ¿Será que la raza humana no puede vivir en armonía con su medio
ambiente? ¿Para sobrevivir necesita saquear nuevos planetas cada tantos milenios?
¿Estamos condenados a movernos como una plaga de langostas a través de la
galaxia, a través del universo? ¿Nos están destinados el cosmos, la galaxia? ¿O
llegará el día en que el universo se alzará molesto y nos abofeteará... no colérico
sino molesto? Hay en nosotros cierta grandeza, pensó, aunque una grandeza
destructiva y egoísta. Tierra duró algo así como dos millones de años después del
surgimiento de nuestra especie, pero en el transcurso de todos esos años no
éramos tan eficaces como lo somos ahora... nos llevó un tiempo desarrollar todo
nuestro potencial de destrucción. Pero al empezar de nuevo en otros planetas, como
lo hacemos ahora, ¿cuánto tiempo llevará introducir ese virus letal de la
humanidad... cuánto tiempo le llevará a la enfermedad seguir su curso?
El chico apartó los arbustos y se inclinó para recoger las habichuelas que
quedaban a la vista. Un gusano que estaba pegado a las hojas se cayó. Al chocar
contra el suelo se hizo un ovillo. Casi sin pensarlo, interrumpiendo apenas el
trabajo, el chico levantó un pie y lo bajó sobre el gusano, aplastándolo en el suelo.
Una niebla gris emborronó el campo de habichuelas y el gran edificio monolítico
que se elevaba kilómetro y medio en la distancia y allí, colgando de los cielos,
rodeado por la bruma que ondulaba en sartas de zarcillos, flotaba la calavera de
Shakespeare mirando a Horton... sin burlarse de él ni sonreírle, observándolo
sociablemente, como si todavía pudiera existir la carne, como si la barrera de la
muerte no existiera.
Horton se encontró hablando con la calavera.
—¿Qué tal, viejo compañero? —y eso era extraño, porque Shakespeare nunca
había sido su compañero salvo en la compañía general de la humanidad,
pertenecientes ambos a esa rara e impresionante raza de criaturas que había
proliferado en un planeta y luego desesperadamente más que con un sentimiento
aventurero había tomado por asalto la galaxia... llegando Dios sabía dónde, pues en
este momento ningún miembro de esa raza podía saber con certeza hasta dónde
habían llegado los demás.
—¿Qué tal, viejo compañero?
Y eso también era extraño, porque Horton sabía que ésta no era su manera de
hablar... casi como si lo hiciera en una especie de adaptación vulgar del lenguaje
que había utilizado el Shakespeare original para escribir sus obras. Como si
tampoco él fuese el Cárter Horton original, sino otra adaptación ramplona que
expresaba con sensiblería algún simbolismo alguna vez soñado. Se enfureció
consigo mismo por ser lo que no era, pero aunque lo intentó no pudo volver a
encontrarse. Su psiquis estaba tan enmarañada con el chico que aplastó un gusano
y con una calavera de huesos secos que no encontró la forma de recuperar su yo
normal.
—¿Qué tal, viejo compañero? —preguntó—. Dices que estamos todos perdidos.
¿Pero perdidos dónde? ¿Perdidos cómo? ¿Perdidos por qué? ¿Has profundizado en
los fundamentos de nuestra condición de perdidos? ¿Lo llevamos en los genes o nos
ocurrió algo? ¿Somos los únicos perdidos o hay otros como nosotros? ¿La pérdida es
una característica innata de la inteligencia?
El cráneo hizo sonar sus mandíbulas huesudas y dijo:
—Estamos perdidos. Eso es todo lo que he dicho. No me metas en la filosofía de
la cuestión. Estamos perdidos porque hemos perdido a Tierra. Estamos perdidos
porque no sabemos dónde estamos. Estamos perdidos porque no sabemos
encontrar el camino de retorno a casa. No hay lugar para nosotros ahora.
Recorremos caminos ignotos en tierras ignotas y a lo largo del proceso no hay nada
que tenga sentido. Alguna vez supimos algunas respuestas porque conocíamos las
preguntas que debíamos hacer, pero hoy no encontramos respuestas porque
desconocemos las preguntas. Cuando otros de la galaxia tratan de ponerse en
contacto con nosotros, no sabemos qué decir. Somos, en tal situación, idiotas
ininteligibles que no sólo hemos perdido el camino sino también el sentido. Allá en
tu precioso campo de habichuelas, incluso a los diez años, tenías cierto sentido de
tus fines y sabías a dónde podías estar yendo, pero ahora no lo tienes.
—No, sospecho que no lo tengo —dijo Horton.
—Claro que no lo tienes, condenado seas. Necesitas algunas respuestas,
¿verdad?
—¿Qué clase de respuestas?
—Cualquier clase de respuestas. Cualquier clase de respuesta es mejor que
ninguna. Ve a preguntarle a la Charca.
—¿La Charca? ¿Qué puede decir la Charca? No es más que una pompa de agua
sucia.
—No es agua. Tú sabes que no es agua.
—Correcto. No es agua. ¿Sabes qué es?
—No, lo ignoro —dijo Shakespeare.
—¿Hablaste con ella?
—Nunca me atreví. Soy esencialmente un cobarde.
—¿Le tenías miedo a la Charca?
—No es eso. Me daba miedo lo que podía decirme.
—Pero tú sabías algo acerca de la Charca. Imaginaste que podía hablarte y sin
embargo nunca escribiste nada al respecto.
—¿Cómo puedes saberlo? —preguntó Shakespeare—. No has leído todo lo que
escribí. Sin embargo tienes razón: jamás escribí nada acerca de ella, excepto para
decir que apestaba. Y nunca lo hice porque no quería pensar en ello. Me producía un
gran desasosiego. Era más que una mera charca. Y aunque sólo hubiera sido agua,
habría sido más que una mera charca.
—¿Por qué desasosiego? —quiso saber Horton—. ¿Por qué sentías eso?
—El hombre se enorgullece de su intelecto —dijo Shakespeare—. Se glorifica en
su razón y su lógica. Pero esas cosas son nuevas, muy recién llegadas. Antes el
hombre tenía otra cosa. Fue esa otra cosa la que me lo dijo. Llámale cosquilleo en el
estómago, llámale intuición, llámale lo que te venga en gana. Nuestros ancestros
prehistóricos la poseían y les fue de mucha utilidad. Sabían, pero no podían decirte
cómo sabían. Sabían a qué debían temer y en el fondo eso es lo que cualquier
especie debe saber si ha de sobrevivir. A qué temer, con qué meterse, qué dejar en
paz. Si sabes eso, vivirás; de lo contrario, no.
—¿Es tu espíritu el que me habla? ¿Tu sombra? ¿Tu fantasma?
—Antes dime algo —la calavera hizo entrechocar sus mandíbulas en la que
faltaban los dos dientes—. Antes dime qué es la vida y qué es la muerte, y después
responderé acerca del espíritu y de la sombra.

23

El cráneo de Shakespeare estaba encima de la puerta y les sonreía; un minuto


atrás, se dijo Horton, no sonreía. Había estado hablando con él como podía hablar
un hombre cualquiera. La sensación había sido extraña pero en modo alguno
horrible, y no sonreía. Los dos dientes que faltaban sólo eran dientes faltantes, pero
ahora poseían una cualidad macabra que era inquietante. Había caído la noche y el
aleteo de las llamas reflejadas en el hueso pulido daban la sensación de que las
mandíbulas se movían y dotaban de un parpadeo a la oscuridad profunda de las
cuencas donde una vez hubo ojos.
—Vaya —dijo Nicodemus con la vista fija en la carne—, esa cuestión de la hora
de dios ha echado a perder mi asado. La carne está quemada, casi achicharrada.
—No es nada —dijo Horton—. A mí me gusta poco hecha, pero no importa
demasiado.
Junto a Horton, Elayne parecía emerger de un trance.
—¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó con tono acusador—. ¿Por qué no me
hiciste saber cómo sería?
—No se puede —se entrometió Carnivore—. ¿Cómo explicarías el temblor de las
tripas...?
—¿Cómo fue? —se interesó Horton.
—Espantoso —dijo ella—. Pero al mismo tiempo maravilloso. Como si alguien te
hubiera llevado a una imponente cumbre cósmica, con el universo extendido ante
ti... toda la gloria y todo el prodigio, toda la tristeza. Todo el amor y el odio, toda la
compasión y la impiedad. Estás allí, frágil y azotado por el viento que recorre el
mundo, y al principio estás solo y confundido y sientes que estás en el sitio en el
que no deberías estar, pero entonces recuerdas que no aspirabas a estar allí, sino
que de alguna manera te llevaron y entonces todo te parece bien. Sabes lo que
estás mirando pero su aspecto no se parece en nada al aspecto que habrías
imaginado que tendría... si alguna vez hubieses imaginado que lo veías, lo que
nunca imaginaste, por supuesto. Lo contemplas, al principio sin comprender y
luego, poco a poco, comienzas a entender un poco, como si alguien te estuviera
diciendo de qué se trata. Y por fin empiezas a asimilar, aplicando verdades que
ignorabas existían, y estás en un tris de decirte a ti mismo de modo que así son las
cosas, pero antes de decírtelo todo se desvanece. Precisamente cuando sientes que
estás preparado para aprehender algún significado, se desvanece.
Así fue, pensó Horton... o al menos así había sido. Pero esta vez para él fue
diferente, tal como había escrito Shakespeare; podía ser distinto. ¿Y la lógica de esa
diferencia, la razón de esa diferencia?
—Esta vez lo cronometré —informó Nicodemus—. Muy poco menos de un cuarto
de hora. ¿Pareció tan largo?
—Más largo —contestó Elayne—. Pareció durar eternamente.
Nicodemus miró inquisitivamente a Horton.
—No sé —dijo Horton—. No tuve una impresión muy clara del tiempo.
La conversación con Shakespeare no se había prolongado demasiado, pero
cuando intentó calcular, con ayuda de la memoria, cuanto había estado en el bancal
de habichuelas, ni siquiera logró conjeturarlo.
—¿Para ti fue igual? —preguntó Elayne—. ¿Viste lo mismo que yo? ¿Era esto lo
que no sabías describir?
—Esta vez fue diferente. Regresé a mi infancia.
—¿Eso fue todo? —inquirió Elayne—. ¿Sólo volviste a tu infancia?
—Eso fue todo.
Horton no se decidió a hablar de su conversación con el cráneo. Sonaría
estrambótico y con toda probabilidad Carnivore sería presa del pánico cuando lo
contara. Resolvió que lo mejor era dejar las cosas así.
—Lo que yo quiero es que esta hora de dios nos diga cómo arreglar el túnel —
dijo Carnivore—. ¿Estás seguro —preguntó a Nicodemus— de que no puedes ir más
lejos?
—No sé qué hacer —reconoció Nicodemus—. Intenté quitar la cubierta de
control, lo que parece imposible. Traté de cincelar el control y la roca es dura como
el acero. El escoplo rebota. No es una superficie rocosa común y corriente. De
alguna manera ha sido metamorfoseada.
—La magia podríamos probar. Entre los cuatro...
—No conozco ninguna magia —aclaró Nicodemus.
—Yo tampoco —dijo Horton.
—Yo sé alguna y quizá la dama...
—¿Qué clase de magia, Carnivore?
—Magia de raíces, magia de hierbas, magia de danza.
—Todas ésas son primitivas —dictaminó Elayne—. Surten muy poco efecto.
—Por su misma naturaleza, toda magia es primitiva —intervino Nicodemus—. Es
la apelación de los ignorantes a poderes que se sospecha existen pero de cuya
existencia nadie está seguro.
—No necesariamente es así —dijo Elayne—. Conozco gente que tiene magias
viables... magias con las que se puede contar. Creo que se basan en las
matemáticas.
—Aunque no en nuestro tipo de matemáticas —dijo Horton.
—Correcto. No en nuestro tipo de matemáticas.
—Pero tú no conoces esa magia —dijo Carnivore—. Esas matemáticas no tienes.
—Lo siento, Carnivore. No tengo la menor noción.
—Rechazáis mi magia —despotricó Carnivore—. Vosotros me despreciáis muy
engreídos. De mi sencilla magia de raíces y hojas y cortezas os mofáis cultamente.
Después me habláis de otra magia que a lo mejor funciona, que puede abrir el túnel
de par en par, pero no sabéis esa magia.
—Te repito que lo lamento —le dijo Elayne—. Ojalá conociera esa magia para
emplearla en tu beneficio. Pero nosotros estamos aquí y ella en otro lado, y aunque
pudiera ir a buscarla y encontrara a la gente que sabe manipularla, no estoy segura
de poder interesarlos en semejante proyecto. Indudablemente, se trata de gente
muy altanera y no del todo accesible.
—A nadie le importa un pito —dijo Carnivore con gran sentimiento—. Vosotros
tres podéis volver a la nave...
—Regresaremos al túnel por la mañana —se conmovió Nicodemus— y le
echaremos otro vistazo. Podríamos ver algo que se nos ha pasado por alto. Al fin y
al cabo, pasé todo el tiempo en el tablero de controles y nadie le prestó la menor
atención al túnel propiamente dicho. Allí podríamos descubrir algo.
—¿Lo harás? —preguntó Carnivore—. ¿De veras lo harás por el viejo Carnivore?
—Sí —dijo Nicodemus—. Por el viejo y buen Carnivore.
Y ahora, pensó Horton, ha llegado el final. Mañana irán a inspeccionar el túnel
una vez más. Como no descubrirán nada, nada, más podrán hacer... aunque bien
pensado esto está mal expresado: hasta este momento no han hecho exactamente
nada. En varios milenios, si uno aceptaba las fechas mencionadas por Elayne,
finalmente habían llegado a un planeta donde el hombre podía vivir y luego habían
emprendido una misión de salvamento que había quedado en nada. Era ilógico que
pensara así, se dijo, pero era la pura verdad. Lo único valioso que habían
encontrado eran las esmeraldas y en su situación ni siquiera valía la pena tomarse
la molestia de recogerlas. Aunque pensándolo bien, tal vez habían descubierto algo
que merecía el tiempo empleado. Pero era algo, a primera vista, que no podían
reclamar. Con todo derecho, Carnivore tenía que ser el heredero de Shakespeare, lo
que significaba, que el volumen de Shakespeare tenía que pertenecerle.
Levantó la vista y miró el cráneo fijo sobre la puerta.
Me gustaría tener ese libro, le dijo al cráneo, hablándole desde la mente. Me
gustaría leerlo, tratar de vivir los días de tu exilio, evaluar tu locura y tu sabiduría
para descubrir, sin duda, más sabiduría que locura, pues hasta en la locura hay a
veces sabiduría, me gustaría tratar de correlacionar cronológicamente los párrafos y
fragmentos que escribiste tan fortuitamente, para descubrir la clase de hombre que
eras y cómo te adaptaste a la soledad y la muerte.
¿Realmente hablé contigo?, preguntó a la calavera. ¿ Te prolongaste más allá
de la dimensión mortal para establecer contacto conmigo, tal vez concretamente
para hablarme de la charca? ¿O fue sencillamente una prolongación hacia
cualquiera, a cualquier otra burbuja intelectual que estaba en condiciones de diferir
una incredulidad natural para poder hablar contigo? Pregúntale a la Charca, dijiste.
¿Y cómo se le pregunta a la Charca? ¿Te acercas a la Charca y dices Shakespeare
me ha dicho que podía hablar contigo... de modo que adelante y charlemos? ¿Y qué
es lo que sabes realmente acerca de la Charca? ¿Había algo más que querías
decirme pero no tuviste tiempo ? No hay riesgos en preguntarte todo esto ahora,
pues no puedes responder. Aunque ayuda a creer que hablé contigo el hecho de
bombardearte ahora a preguntas que uno sabe no serán respondidas, no por un
hueso desgastado, clavado encima de una puerta.
Nada de esto dijiste a Carnivore, claro que a él no se lo dirías porque en tu
locura le temías incluso más de lo que te atreviste a poner de relieve en tus
escritos. Eras un hombre extraño, Shakespeare, y lamento no haberte conocido,
aunque quizás ahora te conozco. Quizá te conozco mejor de lo que te habría
conocido si te hubiera conocido en carne y hueso. Quizá mejor de lo que llegó a
conocerte Carnivore, porque yo soy humano y él no.
¿Y Carnivore? Sí, ¿qué hay de Carnivore? Porque ahora esto toca a su fin y
alguien tiene que tomar una decisión sobre lo que se hará con Carnivore.
Carnivore... el condenado palurdo, el antipático y repulsivo... pero algo hay que
hacer por él. Después de alimentar sus esperanzas, no puedes largarte y
abandonarlo aquí. Nave... tendría que habérselo preguntado a Nave, pero tuvo
miedo. Ni siquiera intentó ponerse en contacto con Nave, porque si lo hacía, cuando
lo hiciera, se plantearía la cuestión de Carnivore y él conocería la respuesta. Una
respuesta que no quería oír. Que no soportaría oír.
—Charca huele más que nunca esta noche —dijo Carnivore—. Hay veces en que
apesta más que otras y cuando sopla el viento no hay quien la aguante.
Mientras las palabras penetraban en su conciencia, Horton volvió a percibir a los
otros que estaban sentados alrededor de la fogata, con el manchón de blancura de
la calavera de Shakespeare encima de la puerta.
El hedor estaba allí, la fétida podredumbre de la Charca, y desde más allá del
círculo de luz del fogón llegó un siseo. Los demás lo oyeron y volvieron las cabezas
para fijar la vista en la dirección de donde llegaba el sonido. Aguzaron los oídos a la
espera de que el sonido se repitiera y nadie habló.
El sonido se repitió y hubo una sensación de movimiento en la oscuridad, como
si una parte de la oscuridad se hubiera movido, no en un movimiento visible sino
con una sensación de movimiento. Una pequeña parte de la oscuridad adquirió
brillo, como si una ínfima faceta de la oscuridad se hubiera convertido en un espejo
y reflejara la luz de las llamas.
El brillo se agrandó y hubo un movimiento inconfundible en la oscuridad: una
esfera de oscuridad más profunda se acercaba rodando, siseando al avanzar.
Primero sólo fue una insinuación, luego una sensación y ahora, súbita e
inequívocamente se reveló: una esfera de oscuridad, de alrededor de sesenta
centímetros de diámetro, que llegaba rodando desde la noche hacia el círculo que
rodeaba la lumbre. Con ella se aproximaba la hediondez... un hedor intenso que sin
embargo parecía perder, a medida que la esfera se acercaba, parte de su acritud.
A tres metros del fuego se detuvo y aguardó la esfera negra que contenía en su
interior un destello aceitoso. Allí permaneció. Inmóvil. Ningún temblor. Ninguna
sensación, ninguna muestra de haberse movido ni de ser capaz de movimiento.
—Es la Charca —dijo Nicodemus serenamente y en voz baja, como si no
quisiera perturbarla ni asustarla—. Es de la Charca. Una parte de la Charca ha
venido a visitarnos.
En el grupo imperaba la tensión y el miedo, aunque no, se dijo Horton, un
miedo sobrecogedor... más bien un miedo chocante y curioso. Casi, pensó, como si
la esfera se comportara con circunspección para contener sus temores.
—No es agua —dijo Horton—. Hoy estuve allá. Es más pesada que el agua,
como mercurio, pero no es mercurio.
—Entonces una parte podría hacerse una bola —apuntó Elayne.
—Viva está la condenada cosa —chilló Carnivore—. Allí se queda conociéndome,
espiándome. Shakespeare dijo que algo andaba mal con Charca. Le tenía miedo. Ni
se acercaba. Shakespeare es un cobarde hecho y derecho. Dice que en cobardía a
veces hay profunda sabiduría.
—Ocurren muchas cosas que no comprendemos —dijo Nicodemus—. El túnel
bloqueado, la criatura encerrada en el tiempo, y ahora esto. Tengo la sensación de
que está a punto de suceder algo.
—¿Cómo es eso? —preguntó Horton a la esfera—. ¿Está a punto de suceder
algo? ¿Has venido a comunicárnoslo?
La esfera no emitió ningún sonido. No se movió. Permaneció a la espera,
sencillamente.
Nicodemus dio un paso hacia ella.
—Déjala en paz —le ordenó Horton secamente.
Nicodemus se paró en seco.
Persistió el silencio. No había nada que hacer, nada que decir. La Charca estaba
allí, le tocaba la siguiente jugada.
La esfera se agitó, estremecida, y emprendió la retirada rodando otra vez hacia
la oscuridad hasta que no quedaron huellas, aunque mucho después de su
desaparición, Horton creía seguir viéndola. Chapoteaba y siseaba al andar, hasta
que su sonido se apagó con la distancia y el olor, al que de alguna manera se
habían acostumbrado, comenzó a disiparse.
Nicodemus volvió junto al fuego y se agachó.
—¿Qué significaba eso? —inquirió.
—Una mirada quería echarnos —gimió Carnivore—. Un vistazo.
—¿Por qué? —preguntó Elayne—. ¿Por qué querría echarnos un vistazo?
—¿Quién puede conocer los deseos de una charca? —dijo Nicodemus.
—Sólo hay una forma de averiguarlo —afirmó Horton—. Iré a preguntárselo a la
Charca.
—Esa es la locura más grande que he oído —dijo Nicodemus—. Sospecho que
este lugar te está afectando.
—A mí no me parece ninguna locura —intervino Elayne—. La Charca vino a
visitarnos. Te acompañaré.
—No, no me acompañarás —la contradijo Horton—. Iré solo. Vosotros os
quedáis aquí. Nadie irá conmigo y nadie me seguirá. ¿Entendido?
—Oye, Cárter —insistió Nicodemus—, no puedes salir precipitadamente...
—Déjalo ir —gruñó Carnivore—. Es bueno saber que todos los humanos no son
como mi timorato amigo de encima de la puerta —se incorporó e hizo un saludo
grosero, casi burlón, a Horton—. Ve, mi amigo guerrero. Ve al encuentro del
enemigo.

24

Se perdió dos veces, pues equivocó algunos recovecos del sendero, pero
finalmente llegó a la charca y gateó por la empinada cuesta de encima de la orilla;
la luz de la linterna reflejaba el duro lastre de la superficie.
La noche estaba mortalmente callada. Charca yacía chata y entumecida. Una
dispersión de estrellas desconocidas salpicaba el cielo. Horton miró hacia atrás y
vislumbró el destello del campamento, que iluminaba la copa de un árbol muy alto.
Se puso en cuclillas en el saliente de piedra que bajaba a la charca.
—Vale —dijo, hablando con la lengua y con la mente—, adelante.
Aguardó y tuvo la impresión de que se producía una ligera agitación en la
charca, una ondulación que no lo era del todo y desde la orilla opuesta llegó un
susurro semejante al del viento cuando acaricia un juncal. También sintió una
agitación en su mente, la sensación de que algo se animaba en su interior.
Esperó y ahora la cosa ya no estaba en su cerebro, pues debido a algún
movimiento de ciertas coordenadas de las que no tenía conocimiento —al margen
de pensar que tenía que haber coordenadas involucradas— tuvo la impresión de
desplazarse. Estaba colgado, le parecía, como un ser incorpóreo, en alguna
vaciedad ignota que contenía un único objeto, una esfera azul que brillaba bajo el
destello del sol asomado por encima de su hombro izquierdo, o donde tendría que
haber estado su hombro izquierdo, porque ni siquiera estaba seguro de tener
cuerpo.
La esfera avanzaba hacia él o él caía hacia la esfera... no estaba seguro. Pero
de cualquier manera aquello se agrandaba. A medida que crecía el azul de su
superficie se moteó con fragmentos de una blancura rizada y supo que la esfera era
un planeta con porciones de su superficie oscurecida, por nubes que hasta entonces
habían quedado enmascaradas por el intenso azul de la totalidad.
Ahora no había ninguna duda de que caía a través de la atmósfera del planeta,
aunque la caída parecía tan controlada que no sentía la menor aprensión. No era
como una caída sino como un flotar descendente, y flotaba en el aire a la manera de
un escardillo. La esfera como tal había desaparecido y su disco se agrandó hasta el
punto de llenar y superar su campo de visión. Ahora a sus pies se extendía la gran
llanura azul con la pincelada de blancura de las nubes. Nubes, nubes y ninguna otra
forma, ningún indicio de masa continental.
Ahora Horton se hundía a mayor velocidad, pero la ilusión de escardillo no cesó.
A medida que se acercaba a la superficie notó que el azul era rizado... agua en
movimiento a causa del furor de un viento que la azotaba.
No es agua, dijo algo en su interior. Líquido sí, pero no agua. Un mundo líquido,
un talasoplaneta, un mundo líquido sin continentes ni islas.
¿Líquido?
—Entonces así son las cosas —dijo hablando con la boca de su cabeza en su
cuerpo agachado en la orilla de Charca—. Entonces de allí vienes. Eso eres.
Y volvió a ser, borla de escardillo flotando por encima de un planeta,
observando a sus pies una turbulencia oceánica, con el líquido arqueándose hacia
arriba y hacia afuera, girando y conformándose en una esfera, tal vez a muchísimos
kilómetros pero en cualquier sentido, semejante a la otra esfera que había ido de
visita al campamento. La esfera, notó, se levantaba, se alzaba en el aire, se elevaba
lentamente al principio y luego ganaba velocidad hasta ir hacia él como una colosal
bala de cañón directamente disparada a su cuerpo. No le dio, pero tampoco le erró
por mucho. Su yo de escardillo se vio atrapado y zarandeado por la vibración del
aire, trastornado a causa del paso de la esfera líquida.
Vio que el planeta retrocedía rápidamente y caía a plomo en el espacio. Es
curioso, pensó... que esto le ocurra al planeta. Pero casi instantáneamente
comprendió que no le estaba ocurriendo al planeta sino a sí mismo. Había sido
atrapado por la atracción de la maciza bala de cañón líquida y rebotando,
columpiado por su fuerza de gravedad, iba con ella hacia las profundidades
espaciales.
Nada parecía tener sentido. Había perdido toda orientación. Con excepción de la
bala de cañón líquida y las estrellas distantes, no había puntos de referencia, e
incluso éstos tenían, aparentemente, muy poco significado. Perdió el sentido del
tiempo y era evidente que el espacio carecía de medida; aunque retenía algo de su
identidad personal, lo que retenía era apenas un aleteo de identidad. Eso es lo que
ocurre, se dijo complacido, cuando no tienes cuerpo. Un millón de años luz pueden
estar a un paso de distancia y un millón de años ser sólo el tictac de un segundo.
Sólo tenía conciencia del sonido del espacio, similar al de un océano que se
zambulle en una catarata a miles de kilómetros de altura... y de otro sonido, un
agudo sonsonete, una emisión de grillo casi demasiado alta para que su sentido
auditivo la percibiera y ése, se dijo, era el suspiro del estallido de calor que
resplandecía a este lado de la infinitud y el destello del relámpago, sabía, era la
firma del tiempo.
De repente, después de apartar la vista un instante, notó que la esfera que
rastreaba a través del espacio había encontrado un sistema solar y atravesaba
como un rayo su densa atmósfera para girar alrededor de los planetas. Ante sus
ojos, la esfera se hinchó en un punto hasta formar otra pequeña esfera que se
separó de la primera y empezó a orbitar el planeta, mientras la esfera nodriza se
curvaba hacia afuera para volver a hundirse en el espacio. Y mientras se curvaba lo
soltó y lo hizo girar y él quedó libre, rodando hacia la oscura superficie del planeta
desconocido. El miedo le clavó sus garras y abrió la boca para gritar, atónito al
descubrir que no tenía boca para gritar.
Pero antes de que hubiera emitido el grito no había necesidad de gritar, porque
estaba otra vez en el interior de su cuerpo acurrucado junto a la charca.
Tenía los ojos firmemente cerrados y los abrió, con la sensación de que tenía
que forzarlos más que abrirlos. Veía bastante bien a pesar de la oscuridad de la
noche. La Charca yacía plácidamente en su tazón rocoso, espejo inmóvil destellante
con la luz de las estrellas que adornaban los cielos. A la derecha, se alzaba el
montículo, una forma semejante a un cono en la oscuridad de la tierra y, a la
derecha, la cordillera en la que estaba emplazada la ciudad en ruinas era una bestia
negra agazapada.
—De modo que así son las cosas —le dijo a Charca en un susurro, como si fuera
un secreto compartido—. Una colonia de ese planeta líquido. Tal vez una colonia
entre muchas. Pero, ¿por qué colonias? ¿Qué extrae el planeta de las colonias? Un
océano viviente que envía pequeños segmentos de sí mismo, pequeños cántaros de
sí mismo, para sembrar otros sistemas solares. ¿Y qué gana sembrándolos? ¿Qué
espera ganar?
Dejó de hablar y se agachó en medio del silencio, un silencio tan profundo que
resultaba enervante. Un silencio tan profundo y absoluto que le pareció seguir
oyendo el agudo sonsonete del tiempo.
—Háblame —le rogó—. ¿Por qué no me hablas? Sabes mostrarte y hacerte
notar. ¿Por qué no hablas?
Porque aquello no era suficiente, se dijo. No bastaba saber qué era Charca ni
cómo había llegado. Ese sólo era un comienzo, un hecho básico que no decía nada
de los motivos ni de las esperanzas ni de los propósitos, y eso era lo que importaba.
—Oye—insistió con tono suplicante—, tú eres una vida y yo soy otra vida. Por
nuestra naturaleza intrínseca no podemos hacernos daño, no tenemos ninguna
razón para querer herirnos. Oye, lo expresaré de otra manera... ¿puedo hacer algo
por ti? ¿Hay algo que quieras hacer por mí? O a falta de eso, lo que muy bien puede
ocurrir dado que operamos en planos muy distintos, ¿por qué no tratamos de hablar
de nosotros para llegar a conocernos mejor? Tú tienes que tener alguna inteligencia.
Sin duda la siembra de los planetas es algo más que pura conducta instintiva, más
que una planta que propala sus simientes para que arraiguen en otro suelo, así
como nuestra llegada es algo más que la ciega siembra de nuestra semilla cultural.
Aguardó y una vez más hubo agitación en su mente, como si algo la penetrara y
se empeñara en dejarle un mensaje, en imprimirle una imagen. Lenta y
dolorosamente, la imagen creció y se formó, en principio mero movimiento, luego
borrón y por último firme representación a la manera de un dibujo animado que
cambiaba y volvía a cambiar y cambiaba una vez más, más clara y definitiva a cada
modificación hasta tener la impresión de que había dos él... dos él en cuclillas junto
a Charca. Pero uno de los él no estaba simplemente agachado allí, pues tenía en la
mano una botella —la mismísima botella que había traído de la ciudad—, y se
agachaba para hundirla en el líquido de la charca. Fascinado, observó —los dos él
observaron— que el cuello de la botella borboteaba despidiendo un rocío de
burbujas quebradizas, mientras el líquido de Charca sacaba el aire de la botella al
tiempo que la llenaba.
—De acuerdo —dijo el uno que era él—. ¿Y ahora qué?
La imagen cambió y el otro él subía la rampa para entrar en Nave, llevando con
cuidado la botella, aunque Nave no aparecía del todo bien, porque estaba torcida y
distorsionada en una representación tan deficiente como los grabados de la botella
debían de ser representaciones deficientes de las criaturas que intentaban
representar.
La figura de su segundo yo había entrado en Nave, la rampa se levantaba y
Nave despegaba del planeta dirigiéndose al espacio.
—Entonces quieres venir—dijo Horton—. Por el amor de Dios, ¿hay algo en este
planeta que no quiera irse con nosotros? Aunque tú parcialmente, sólo una botella
llena de ti.
Esta vez se formó rápidamente la imagen mental: un diagrama que mostraba
ese distante planeta líquido y muchos más planetas con globos del líquido entrando
en ellos o alejándose, con pequeñas gotas despedidas de las esferas que caían en
los planetas que estaban sembrando las esferas nodrizas. El diagrama varió y
salieron líneas de todos los planetas sembrados y del planeta líquido propiamente
dicho, hacia un punto del espacio en el que se unieron todas las líneas con un
círculo alrededor del punto en el que convergían. Las líneas desaparecieron pero el
círculo permaneció y volvieron a trazarse velozmente las líneas para converger en el
interior del círculo.
—¿Quieres decir... ? —preguntó Horton y volvió a ocurrir lo mismo—.
¿Inseparable? —preguntó Horton—. ¿Quieres decir que sólo hay una tú? ¿Que hay
muchas tú aunque sólo eres una? ¿Que sólo hay un yo? ¿No nosotros sino un solo
yo? ¿Que tú la que estás ante mi sólo eres una prolongación de una única vida?
El cuadrado del diagrama se volvió blanco.
—¿Quieres decir que lo que digo es correcto?
—inquirió Horton—. ¿Que eso es lo que querías significar?
El diagrama desapareció de su mente y ocupó su lugar una sensación de
extraña dicha, de satisfacción, de problema resuelto. Ninguna palabra, ninguna
señal. Sólo una sensación de bienestar, de haber captado el significado.
—Pero hablo contigo y pareces entender —dijo—. ¿Cómo es eso?
Otra vez el retorcimiento en su mente, aunque esta vez sin imagen. Aleteos,
vagas figuras y luego nada.
—Entonces no tienes manera de decírmelo —dijo.
Aunque quizá, pensó, no era necesario que se lo dijera. Tenía que saberlo por sí
mismo. Podía hablar con Nave por medio del artilugio, fuera lo que fuese, que le
habían injertado en el cerebro, y quizás aquí estaba en juego el mismo tipo de
principio. El y Nave hablaban con palabras, pero eso se debía a que ambos conocían
las palabras. Tenían un medio de comunicación afín, pero con Charca ese medio no
existía. Entonces Charca, aprehendiendo algún significado de los pensamientos que
se formaban en el interior de su mente cuando hablaba —los pensamientos que
eran hermanos de sus palabras— había recaído en la forma básica de todas las
formas de comunicación: las imágenes. Imágenes pintadas en una cueva, grabadas
en cerámica, dibujadas en papel... imágenes mentales. La representación de los
procesos de pensamiento.
Supongo que no importa, se dijo. Así podemos comunicarnos. Así las ideas
pueden atravesar la barrera que nos separa. Aunque es una locura, pensó: un
organismo biológico formado por tejidos muy diferentes hablando con una masa de
líquido biológico. Y no sólo los pocos litros de líquido de este tazón rocoso, sino los
miles de millones y los billones de litros de líquido de aquel planeta distante.
Cambió de posición porque tenía los músculos de las piernas agarrotados.
—¿Pero por qué? —preguntó—. ¿Por qué querrías irte con nosotros? Sin duda
no para plantar otra diminuta colonia... una colonia del tamaño de un cántaro en
otro planeta al que podríamos llegar con el tiempo, probablemente dentro de
algunos siglos. Sería insensato. Tú conoces sistemas mejores para plantar tus
colonias.
Rápidamente se formó la imagen en su mente: el planeta líquido tremolando en
su azul devastador contra el telón de fondo del espacio, proyectando delgadas
líneas melladas, muchas líneas melladas y delgadas apuntadas hacia otros planetas.
E incluso mientras veía serpentear las líneas a través del diagrama, Horton pareció
saber que los otros planetas a los que apuntaban las líneas eran aquellos planetas
sobre los que el planeta líquido había establecido sus colonias. Curiosamente, se
dijo, esas líneas melladas se asemejan al símbolo convencional humano del rayo,
comprendiendo que Charca había asimilado de él ciertos convencionalismos para
posibilitar su comunicación.
Uno de los tantos planetas del diagrama zumbó hacia él hasta que fue más
grande que todos los demás y Horton vio que no era un planeta sino Nave, todavía
torcida, pero indudablemente Nave, con uno de los relámpagos hecho añicos contra
ella. El rayo rebotó en Nave y fue hacia él. Se agachó instintivamente, aunque no
con suficiente rapidez, y el rayo lo golpeó entre los ojos. Horton pareció destrozarse
y salió disparado a través del universo, quedó desnudo y abierto. Y mientras se
dispersaba en el universo, una enorme paz salida de la nada lo cubrió,
envolviéndolo suavemente. En ese instante, por un centelleante segundo, vio y
comprendió. Entonces todo desapareció y volvió a ser él, dentro de su propio
cuerpo, en la saliente rocosa junto a la charca.
La hora de dios, pensó... ¡es increíble! No obstante, cuanto más lo pensaba,
resultaba convincente y lógico. El cuerpo humano —los complejos cuerpos
biológicos— tenían un sistema nervioso que era, en efecto, una red de
comunicaciones. ¿Por qué, sabiéndolo, se resistiría ante la idea de otra red de
comunicaciones que operaba a través de años luz para vincular los muchos
segmentos dispersos de otra inteligencia? Una señal para recordar a cada colonia
esparcida que todavía formaba parte y seguiría formando parte de un organismo
que era, de hecho, el organismo.
Un efecto de rebote, se había dicho anteriormente... atrapado en el rocío de
perdigones apuntados a otra cosa. Esa otra cosa, ahora lo sabía, era Charca. Pero si
sólo había sido un efecto de rebote, ¿por qué no querría Charca incluirlo a él e
incluir a Nave en ese rocío de perdigones de la hora de dios? ¿Por qué quería que se
llevara a bordo un cántaro de sí misma, que sería un blanco que lo incluiría a él e
incluiría a Nave en la hora de dios? ¿O la había interpretado mal?
—¿Te he interpretado mal? —preguntó a Charca y a modo de respuesta volvió a
sentir la dispersión, la apertura y la paz que con ella llegaban. Extraño, pensó,
antes no había experimentado la paz, sino miedo y perplejidad. La paz y la
comprensión, aunque esta vez sólo se había presentado la paz y no la comprensión,
lo que no estaba mal, pensó, porque incluso mientras la percibía no tenía idea de la
comprensión, de qué clase de comprensión sería, sino sencillamente el
conocimiento, la impresión de que había una comprensión y que con el tiempo la
asimilaría. Para él, supo, la comprensión había sido tan desconcertante como el
resto. Aunque no para todos, se dijo. Por un instante Elayne pareció aprehender la
comprensión... captándola en un instante instintivo, para volver a perderla.
Charca le estaba ofreciendo algo —a él y a Nave— y sería grosero y descortés
ver en lo que le ofrecía algo distinto al deseo de una inteligencia por compartir con
otra algo de sus conocimientos y su comprensión. Como le había dicho a Charca, no
podía haber conflictos entre dos formas de vida tan disímiles. Por la naturaleza
misma de sus diferencias, entre ellos no podía haber competencia ni antagonismo.
Sin embargo, en lo más recóndito de su mente oyó el cascado repiqueteo de los
timbres de la alarma incorporados a todos los cerebros humanos. Eso estaba mal,
se dijo enfurecido, era indigno; pero el tintineo persistió. No seas vulnerable,
repicaban los timbres, no expongas tu alma, no confíes en nada hasta que mediante
pruebas demostradas —verificadas muchas veces— puedas estar triplemente seguro
de que no serás dañado.
Aunque, se dijo, la oferta de Charca podía no ser del todo desinteresada. Quizás
existía alguna parte de humanidad —algún conocimiento, alguna perspectiva o
punto de vista, algún criterio ético, alguna evaluación histórica— que Charca estaba
en condiciones de utilizar. Al pensarlo sintió un arrebato de orgullo, de que hubiera
algo con lo que la humanidad podía contribuir a esta inteligencia insospechada,
evidenciando que las entidades inteligentes, por diferentes que fueran, podían tener
un terreno común o aprender a tener un terreno común.
Aparentemente Charca estaba ofreciendo, cualesquiera que fueran sus razones,
un regalo muy valioso de su escala de valores... no la baratija llamativa que una
civilización superior y arrogante ofrecería a un bárbaro. Shakespeare había escrito
que la hora de dios podía ser un mecanismo de enseñanza y eso era posible, por
supuesto. Pero también podía ser, pensó, una religión. O nada más que una señal
de reconocimiento, sencillamente, una llamada tribal, una convención para recordar
a Charca y a todas las charcas de la galaxia la unidad, la mismidad de todas ellas
entre sí y con su planeta nodriza. Una señal de hermandad, tal vez... en cuyo caso a
él, y a través de él a la raza humana, le estaban ofreciendo como mínimo un puesto
provisional en la hermandad.
Pero era más, estaba seguro, que una mera señal de reconocimiento. La tercera
vez que lo había acometido, no se vio disparado a la simbólica experiencia que
había vivido con anterioridad, sino a una escena de su propia infancia y a una
fantasía totalmente humana, en la que había conversado con la castañeteante
calavera de Shakespeare. ¿Era un mero lanzamiento o había ocurrido porque el
mecanismo (¿el mecanismo?) responsable de la hora de dios se había colado en su
mente y en su alma, examinándolo y tanteándolo y analizándolo como parecía
haber hecho las dos veces anteriores? Algo semejante, recordó, había
experimentado Shakespeare.
—¿Quieres algo? —preguntó—. Tú haces esto por nosotros... ¿qué podemos
hacer nosotros por ti?
Esperó la respuesta pero no la hubo. Charca permanecía oscura y plácida, con
la luz de las estrellas cubriendo de pecas su superficie.
Tú haces esto por nosotros, había dicho, ¿qué podemos hacer nosotros por ti?
Dando la impresión de que Charca había ofrecido algo de gran valor, algo necesario.
Se preguntó si sería así. ¿Era algo necesario, incluso deseado? ¿No era, quizás, algo
de lo que podían prescindir, de lo que podían prescindir felizmente?
Y estaba avergonzado. El primer contacto, pensó. Después supo que estaba
equivocado. El primer contacto para él y para Nave, pero probablemente no el
primer contacto para Charca ni para las muchísimas charcas de muchísimos
planetas. No el primer contacto para otros seres humanos. Desde que Nave había
salido de Tierra, el hombre se había diseminado a través de la galaxia y esos
fragmentos de humanidad debían haber hecho otros primeros contactos con
criaturas extrañas y prodigiosas.
—Charca —dijo—. Te he hablado. ¿Por qué no respondes, Charca?
Un minúsculo aleteo se agitó en su mente, un aleteo contenido, como el suave
suspiro de un cachorro que se acomoda para dormir.
—¡Charca! —insistió.
No hubo respuesta. El aleteo no se repitió. ¿Entonces había finalizado, eso era
todo? Quizá Charca estaba fatigada. Le pareció ridículo que algo como Charca
estuviese fatigado.
Se incorporó y los músculos acalambrados de sus piernas se relajaron. Pero
después de levantarse no se movió inmediatamente, permaneció atento al asombro
que atronaba en su cerebro.
Recordó que se había decepcionado al vislumbrar por primera vez el planeta,
decepcionado por su poca extrañeza, pensando que apenas era una Tierra
desaliñada. Y era, se dijo defendiendo su primera impresión, bastante desaliñada si
a eso vamos.
Ahora que había llegado la hora de partir, ahora que había sido despedido,
experimentó una extraña renuencia a alejarse. Como si hubiera encontrado una
nueva amistad y detestara separarse de ella. Sabía que el término no era correcto,
que no se trataba de una amistad. Buscó la palabra acertada. No se le ocurrió
ninguna.
Se preguntó si podía existir una verdadera amistad, una amistad encarnada,
entre dos inteligencias tan dispares. Si alguna vez encontrarían ese territorio
común, esa zona de acuerdo en la que pudieran decirse: coincido contigo... te has
aproximado al concepto de una humanidad común y una filosofía común desde una
perspectiva distinta, pero tus conclusiones coinciden con las mías.
En detalle era improbable, se dijo, aunque posible sobre la base de principios
amplios.
—Buenas noches, Charca. Me alegro de haberte conocido. Espero que a ambos
nos vaya bien.
Trepó lentamente por la orilla rocosa y emprendió el camino descendente del
sendero iluminando el suelo con la linterna.
Al doblar un recodo la luz puso de relieve un manchón de blancura. Movió la
linterna de un lado a otro. Era Elayne.
—He venido a tu encuentro —le dijo.
Se acercó a ella.
—Hiciste una tontería —la regañó—. Podrías haberte perdido.
—No podía quedarme allá. Tuve que venir a buscarte. Estoy asustada. Está a
punto de ocurrir algo.
—¿Otra vez la sensación de precognición? ¿Como cuando encontramos a la
criatura atrapada en el tiempo?
Elayne asintió.
—Creo que sí. Una sensación de incomodidad que me puso los nervios de punta.
Como si vacilara en algún sitio a la espera de saltar, pero sin saber hacia dónde
saltar.
—Después de lo ocurrido antes, me siento inclinado a creerte. A creer en tu
presentimiento. ¿O es más fuerte que un presentimiento?
—No lo sé —dijo ella—. Es tan fuerte que estoy asustada... desesperadamente
aterrorizada. Me pregunto si... ¿querrías pasar la noche conmigo? Tengo una
manta. ¿Quieres compartirla conmigo?
—La compartiré encantado y lo consideraré un honor.
—No sólo porque seamos un hombre y una mujer —explicó Elayne—. Aunque
supongo que eso influye. Es porque somos dos seres humanos... los únicos seres
humanos. Nos necesitamos.
—Sí —dijo él—, nos necesitamos.
—Tenías a una mujer. Has dicho que los demás murieron...
—Helen —musitó Horton—. Hace cientos de años que está muerta, pero para mí
fue ayer.
—¿Porque estabas inmerso en el sueño frío?
—Exactamente. El tiempo queda cancelado por el sueño.
—Si quieres puedes fingir que soy Helen. No me molestará.
Horton la miró.
—No lo fingiré —dijo.

25

Ahí va tu teoría, dijo el científico al monje, acerca de la mano de Dios rozando


nuestra frente.
No me importa, dijo la gran dama. No me gusta este planeta. Sigo pensando
que es inferior. Tú puedes exaltarte con otra forma de vida, otra inteligencia muy
diferente a la nuestra,, pero a mí no me gusta ni una pizca más que el planeta.
Debo confesar, dijo el monje, que no me atrae demasiado la idea de traer a
bordo ni siquiera un litro de esa charca,. Ni siquiera entiendo por qué Cárter
accedió.
Si recuerdas lo que pasó entre Cárter y Charca, dijo el científico, te darás
cuenta de que Cárter no prometió nada. Aunque creo que deberíamos llevarla. Si
descubrimos que cometimos un error, el remedio es sencillo. En cualquier momento
Nicodemus puede deshacerse de Charca expulsándola de la nave.
¿Pero para qué molestarnos?, preguntó la gran dama. Esa cosa que Cárter
llama la hora de dios... no significa nada para nosotros. Nos rozó, eso es todo. La
percibimos, como Nicodemus. No la experimentamos como Cárter y Shakespeare.
En cuanto a Carnivore... en realidad no sabemos qué le ocurrió. Sobre todo estaba
asustado.
No la hemos experimentado, estoy seguro, dijo el científico, porque nuestras
mentes, que están mejor entrenadas y disciplinadas...
Lo que sólo es así porque no tenemos nada salvo nuestras mentes, dijo el
monje.
£50 es cierto, dijo el científico. Como decía, con mentes más disciplinadas,
instintivamente esquivamos la hora de dios. No permitimos que nos atrapara. Pero
si le abriéramos nuestras mentes probablemente extraeríamos de esa hora mucho
más que cualquiera de los demás.
Y aunque no fuera así, dijo el monje, tendremos a Hartón a bordo. Es idóneo
para eso.
Y a la chica, dijo la gran dama. Elayne... ¿así se llama? Será bueno tener otra
vez a dos humanos a bordo.
Eso no funcionará mucho tiempo, dijo el científico. Horton o los dos en breve
tendrán que sumirse en el sueño frío. No podemos permitir que nuestros pasajeros
humanos envejezcan. Representan un recurso vital que debemos aprovechar al
máximo.
Pero unos meses... dijo la gran dama. Es mucho lo que podrían extraer de la
hora de dios en unos pocos meses.
No podemos darnos el lujo de esperar unos meses, dijo el científico. La vida
humana es corta.
Excepto para nosotros, dijo el monje.
No tenemos ninguna certeza sobre cuánto durarán nuestras vidas, dijo el
científico. Al menos todavía no. Aunque yo sugeriría que en un sentido amplio tal
vez ya no seamos humanos.
Claro que lo somos, dijo la gran dama. Somos demasiado humanos. Nos
aferramos a nuestras identidades e individualidades. Nos peleamos. Dejamos aflorar
nuestros prejuicios. Somos quisquillosos y mezquinos. Y no estábamos destinados a
serlo. Se suponía que las tres mentes fluirían juntas para convertirse en una mente
mucho más grande y eficaz que tres mentes. Y no sólo hablo de mí, con mis
pequeñeces, que estoy dispuesta a confesar, sino de ti, Señor Científico, con tu
exagerado punto de vista científico haciendo alardes para demostrar tu superioridad
sobre una mujer sencilla y frívola, sobre un monje tontarrón...
No me dignaré discutir contigo, dijo el científico, pero debo recordarte que hubo
momentos...
Sí, momentos, dijo el monje. Cuando en las profundidades del espacio
interestelar no había distracciones, cuando habíamos acabado con nuestras
mezquindades, cuando nos aburríamos mortalmente. Entonces nos unimos por puro
hastío y ésos fueron los únicos momentos en que nos aproximamos a la aguda
mente comunal que esperaban alcanzáramos los que quedaron en Tierra. Me
gustaría ver la cara de esos pesados neurólogos y de esos psicólogos con cerebros
de mosquito si pudieran saber cómo funcionaron en la realidad todos sus cálculos.
Claro que ahora todos están muertos...
Fue el vacío lo que nos acercó, dijo la gran dama. El vacío y la nada. Como tres
niños asustados que se acurrucan para protegerse del vado. Tres mentes que se
acurrucan par a protegerse mutuamente y eso fue todo.
Quizá, dijo el científico, en tu amargura te has aproximado a la verdad de la
situación.
No estoy amargada, dijo la gran dama. Si he de ser recordada, lo seré como
una persona generosa que entregó toda su vida y dio más de lo que se puede
esperar que dé un humano. Pensarán en mí como en alguien que renunció a su
cuerpo y al consuelo de la muerte para contribuir a la causa...
Entonces una vez más se trata de la vanidad humana y las mal orientadas
esperanzas humanas, dijo el monje, aunque no estoy de acuerdo contigo en eso del
consuelo de la muerte. Pero vienes razón en cuanto al vacío.
El vacío, pensó el científico. Sí, el vacío. Y era extraño que en mi condición de
hombre que tendría que haber comprendido el vacío, que tendría que haberlo
esperado, no hubiese comprendido, no se hubiera adaptado, que me hubiese dejado
llevar por las mismas razones ilógicas que los otros dos, dando paso por fin a un
vergonzoso temor al vacío. El vacío, había sabido, sólo era relativo. El espacio no
era la vaciedad y él había sabido que no lo era. Aunque rala y dispersa, allí había
materia, en gran parte compuesta por moléculas bastante complejas. Se lo había
dicho a sí mismo repetidas veces diciéndose: no es vacío, no es vacío, allí hay
materia. Pero no había logrado convencerse a sí mismo. Porque en la aparente
vaciedad del espacio había un desamparo y una frialdad que lo desanimaba y lo
ensimismaba para eludir la frialdad y el desamparo. Lo peor del vacío, pensó, era
que te hacía parecer pequeño e insignificante y ésa era la idea contra la que había
que luchar porque la vida, al margen de su pequenez, no podía ser insignificante. La
vida, a primera vista, era lo único, la única cosa que tenía algún significado en todo
el universo.
Y sin embargo, dijo el monje, hubo momentos, recuerdo, en que superamos el
pánico y ya no nos acurrucamos, en que olvidamos la nave y en que, como entidad
recién nacida, cruzamos a zancadas el vacío como si fuera natural, como si
paseáramos por un parque o un jardín. Yo siempre tuve la impresión de que este
momento llegó, de que este estado se produjo sólo cuando llegamos a un punto en
el que parecía que no podíamos soportar más, en el que habíamos alcanzado y
superado las débiles capacidades humanas... cuando llegó ese momento hubo algún
tipo de válvula de escape, una situación compensadora mediante la cual ingresamos
en un nuevo plano de existencia...
Yo también recuerdo, dijo el científico, y de la memoria puedo extraer alguna
esperanza. Recuerdo lo confundidos que parecíamos estar, en condiciones de
convencernos a nosotros mismos de nuestra desesperanza y luego recordar algún
hecho nimio que nos llenaba de esperanzas. Todo es tan nuevo para nosotros... ése
es nuestro problema. Pese a los milenios, todavía todo es nuevo para nosotros. Una
situación tan singular, tan ajena a nuestros conceptos humanos, que es un prodigio
que no estemos más confundidos.
La gran dama dijo:
Debéis acordaros que, de vez en cuando, en este planeta hemos detectado otra
inteligencia, una suerte de soplo de otra inteligencia, como si fuéramos sabuesos
que olisquean un rastro antiguo. Y ahora que hemos sentido la fuerza plena de la
inteligencia-Charca —reacia como soy a decirlo porque no quiero más inteligencias—
, la inteligencia-Charca no parece ser la que anteriormente habíamos detectado. ¿Es
posible que haya otra gran inteligencia en este estúpido planeta?
La criatura-en-el-tiempo, quizá, sugirió el monje. La inteligencia que
detectamos era muy tenue, extremadamente sutil. Como si intentara ocultarse para
no ser descubierta.
Lo dudo, dijo el científico. Una cosa encerrada en el tiempo, diría yo, sería
indetectable. No se me ocurre un aislamiento más eficaz que una coraza de tiempo
detenido. Lo terrible acerca del tiempo es que no lo conocemos bien. Espacio,
materia y energía... éstos son factores que pretendemos reconocer, o de los que al
menos teóricamente aceptamos sus valores teóricos. El tiempo es un misterio total.
No podemos estar seguros de su realidad. No tiene ningún asidero para poder
estudiarlo.
¿Entonces puede haber una inteligencia... una, inteligencia ignota*
No me interesa, dijo la gran dama. No tengo el menor deseo de conocerla.
Espero que este enigma en el que nos hemos visto involucrados termine en breve
para que podamos irnos.
No falta mucho, dijo el monje. Unas pocas horas, probablemente. El planeta
está clausurado y no hay nada más que hacer. Por la mañana irán a observar el
túnel y sabrán que no hay nada que hacer. Pero antes de que eso ocurra debe
tomarse una decisión. Cárter no nos lo ha preguntado porque tiene miedo. Le teme
a la respuesta que le daremos.
La respuesta es no, dijo el científico. Por mucho que lo lamentemos, la
respuesta tiene que ser no. Cárter puede pensar que somos duros. Puede decir que
hemos perdido nuestra humanidad al perder nuestros cuerpos, que sólo
conservamos la frialdad de nuestro intelecto. Pero la que hablará será su blandura,
olvidando que nosotros debemos ser duros, que la blandura no tiene nada que
hacer aquí, lejos de nuestro condicionado planeta. Más aún, no sería un acto
bondadoso con el carnívoro. Arrastraría su aburrida vida en esta jaula metálica, con
Nicodemus odiándolo y él odiando a Nicodemus —tal vez teniéndole miedo a
Nicodemus—, lo que avivaría las llamas de su vergüenza pues él, un famoso
guerrero que ha matado a muchos monstruos malignos, se vería reducido a temerle
a un mecanismo larguirucho como Nicodemus.
Y con razón, dijo el monje, porque con el tiempo Nicodemus, indudablemente,
lo mataría.
Es tan rústico, dijo la gran dama en un pensamiento estremecido. Tan carente
de sensibilidad, de delicadezas y consideraciones...
¿A quién te refieres?, preguntó el monje. ¿A Carnivore o a Nicodemus?
Oh, a Nicodemus, no. Me parece monísimo.

26

Charca gritó aterrorizada.


Al oírla desde el fondo de su mente, Horton se agitó inmerso en la tibieza y la
cercanía, en la intimidad y la desnudez, aferrándose a la proximidad de otro ser
humano, de una mujer... aunque su condición humana era tan importante como su
ser mujer, porque en este sitio eran los únicos seres humanos.
Charca volvió a gritar en una estremecedora ondulación de alarma que recorrió
el cerebro de Horton. Se sentó en la manta.
—¿Qué ocurre, Cárter Horton? —preguntó Elayne, adormilada.
—A Charca le pasa algo.
Los primeros arreboles del alba se deslizaron por el cielo, arrojando una media
luz fantasmal en la que emergían entre brumas los árboles y la casa de
Shakespeare. El fuego ardía lentamente en un lecho de brasas que guiñaban sus
ojos rojo sangre. Más allá del fuego estaba Nicodemus, mirando en dirección a
Charca. Permanecía rígido y erguido, alerta.
—Toma los pantalones —dijo Elayne.
—¿De qué se trata, Nicodemus? —preguntó Horton.
—Algo chilló —dijo el robot—. No de manera que tú pudieras oírlo, pero yo
percibí el grito.
Mientras se ponía los pantalones con dificultad, Horton tembló bajo el fresco del
amanecer.
El grito se repitió, más apremiante que antes.
—Mirad lo que llega por el sendero —dijo Elayne con voz ahogada.
Horton se volvió a mirar y tragó saliva. Eran tres. Blancas, suaves, con el
aspecto de babosas en pie, cosas grasosas y repulsivas como las que suelen
encontrarse debajo de una roca cuando se le da vuelta. Se acercaban rápidamente,
a saltitos, apoyadas en el extremo más bajo y estrecho de sus cuerpos. No tenían
pies, pero eso no parecía molestarles. No tenían brazos ni rostros... sólo eran
babosas gordas y felices que se deslizaban rápidamente senda arriba por el camino
que bajaba hacia el túnel.
—Otros tres seres abandonados en esta isla desierta —comentó Nicodemus—.
Llegaremos a ser una colonia. ¿Cómo es posible que tantas cosas lleguen a través
de ese túnel?
Carnívora salió tambaleante por la puerta de la casa de Shakespeare. Se
desperezó y se rascó.
—¿Quiénes son esos condenados? —quiso saber.
—No se han presentado —replicó Nicodemus—. Acaban de aparecer.
—Su aspecto es extraño, ¿no? —dijo Carnivore—. No tienen pies, avanzan
dando brincos.
—Está ocurriendo algo —afirmó Elayne—. Algo pavoroso. Lo sentí anoche,
percibí que algo estaba a punto de ocurrir y ahora está ocurriendo.
Las tres babosas siguieron sendero arriba sin prestar la menor atención a
quienes rodeaban la fogata, pasando junto a ellos para emprender el camino que
conducía a la charca.
La luz era más brillante ahora y desde la lejanía del bosque algo producía un
sonido semejante al de arrastrar un palo a través de un cercado de estacas.
Otro grito de Charca apuñaló la mente de Horton. Echó a correr por la senda
que conducía a Charca y Carnivore salió de prisa tras él, a paso largo.
—¿Querrás decirme qué es lo que produce semejante perturbación y tantas
carreras?
—Charca se encuentra en dificultades.
—¿Cómo Charca tiene dificultades? ¿Alguien le tira piedras? —se interesó
Carnivore.
—Lo ignoro, pero vocifera audiblemente —respondió Horton.
El sendero se curvaba al atravesar la cordillera. Debajo estaba Charca y más
allá de Charca, la colina cónica. Algo le sucedía a la colina. Empujaba hacia arriba y
se quebraba, y de su interior se elevaba algo oscuro y horrible. Las tres babosas
estaban agachadas, acurrucadas juntas, en la orilla.
Carnivore apuró la marcha saltando velozmente senda abajo. Horton le gritó:
—¡Vuelve, tonto! ¡Vuelve, delirante!
—Mira, Horton —gritó Elayne—. No a la colina sino a la cadena montañosa de la
ciudad.
Horton vio que uno de los edificios se había derrumbado; toda la mampostería
estaba deshecha y de su interior emergía una criatura destellante bajo el sol
matinal.
—Es nuestra criatura del tiempo —susurró Elayne—. La que descubrimos.
Al verla en el bloque de tiempo congelado, Horton no había logrado discernir
sus formas pero ahora, desplegada y libre de su prisión, era gloriosa.
Extendió sus grandes alas y la luz solar la dotó de una policromía de arcoiris,
como si estuviera conformada por una gran variedad de diminutos prismas. Su
salvaje cabeza en pico se apoyaba en un cuello alargado y la cabeza, pensó Horton,
daba la impresión de llevar un casco tachonado de piedras preciosas. De sus
pesadas zarpas surgían curvadas garras brillantes y el largo rabo estaba cubierto de
afiladas y relucientes espinas.
—Un dragón —dijo Elayne en voz baja—. Semejante a los dragones salidos de
las viejas leyendas de Tierra.
—Es posible —coincidió Horton—. Nadie sabe cómo era un dragón, si es que
alguna vez existieron los dragones.
Pero el dragón, si es que era un dragón, estaba en dificultades. Liberado de la
sólida casa de piedra en la que había permanecido aprisionado, palpitaba en el aire
batiendo torpemente sus enormes alas para elevarse. Batiendo sus alas
torpemente, pensó Horton, cuando debería deslizarse hacia el cielo con alas fuertes
y seguras, trepando la escalera del aire como un ser ágil y veloz que escala
gozosamente una montaña, exultante por la fortaleza de sus piernas, la capacidad
de sus pulmones.
Recordó que Carnivore corría senda abajo y volvió la cabeza para ver dónde
estaba. Aunque no lo divisó instantáneamente, al volverse notó que la colina
inmediatamente vecina de la charca había sido quebrada, destrozada y fragmentada
por la criatura que intentaba salir de su interior a zarpazos. Enormes losas y trozos
rotos de colina rodaban pendiente abajo por sus costados y un gran montón de
escombros —piedra y suelo— se habían acumulado al pie. Las áreas inferiores de la
colina, aún intactas, mostraban grietas melladas, el tipo de grietas que suelen
producir los terremotos.
Aunque vio y asimiló todo esto, lo que llamó su atención fue la criatura
emergente.
Se desconchaba chorreando una mugre fétida. Su cabeza era una pompa y el
resto también: una gran pompa que tenía cierto parecido con un humanoide,
aunque no lo era. La clase de horrible parodia de humanidad que un hechicero
bárbaro, chorreante de veneno, fabricaría con arcilla, paja y excrementos para
representar a un enemigo al que intentaba torturar y destruir... apelmazado,
contrahecho y torcido, pero con malignidad, una viciosa malignidad nauseabunda
inspirada en su hacedor y magnificada por su propia ineptitud. La malignidad se
elevaba a la manera en que manan los vapores ponzoñosos de una lóbrega ciénaga.
Ahora la colina era prácticamente llana y mientras Horton la observaba
fascinado, el monstruo se liberó de un tirón y dio una zancada hacia adelante,
cubriendo tres metros largos en esa sola zancada.
Horton bajó la mano para empuñar el arma, comprendiendo mientras lo hacía
que no llevaba el arma... que la había dejado en el campamento, que se había
olvidado de ponerse el cinturón, y maldijo su olvido porque no había duda, ni una
sombra de duda, de que a una cosa maligna como la criatura que había roto el
cascarón de la colina no se le podía conceder la vida.
Sólo en ese momento divisó a Carnivore.
—¡Carnivore! —gritó.
Porque el muy demente corría directamente hacia la criatura, corría a cuatro
patas para cobrar velocidad. Iba a la carga con la cabeza baja y Horton, incluso
desde su posición, notó el suave movimiento de sus poderosos músculos mientras
avanzaba.
Entonces Carnivore saltó hacia el monstruo y empezó a trepar por su cuerpo
macizo, pues el impulso de su embestida lo montó en ese lomo, hacia la breve
longitud del cuello que unía la pompa de la cabeza al bulto del resto del cuerpo.
—¡NO! ¡NO! —gritaba Nicodemus a espaldas de Horton—. ¡Déjaselo a
Carnivore!
Horton volvió la cabeza y vio que Nicodemus sujetaba con una garra metálica la
muñeca de la mano en la que Elayne empuñaba su arma.
Al volverse rápidamente vio que Carnivore balanceaba su cabeza de tigre en un
golpe tajante y cortante. Los destellantes colmillos se hundieron en la garganta del
monstruo y la desgarraron. Un borbotón de negrura brotó de la garganta herida,
chorreando y cubriendo el cuerpo de Carnivore con una sustancia oscura que, por
un instante, pareció fusionarlo con el cuerpo oscuro del monstruo. Una de las manos
del monstruo, semejantes a garrotes, se levantó en una especie de movimiento
reflejo y se cerró sobre Carnivore tironeando de su cuerpo, alzándolo y arrojándolo
lejos. El monstruo dio otro paso y empezó a caer, arrastrándose lentamente, a la
manera en que podría caer un árbol bajo el último hachazo, reacio a caer,
empeñándose en mantenerse erguido.
Carnivore había ido a parar a la orilla rocosa de Charca y no se movía. A la
carga, senda abajo, Horton corrió en esa dirección, pasando junto a las tres babosas
que seguían acurrucadas en la orilla.
Carnivore estaba tendido boca abajo. Horton se arrodilló a su lado y
delicadamente lo movió hasta que quedó apoyado en el lomo. Estaba flojo, fláccido
como un saco. Tenía los ojos cerrados, chorreaba sangre por las narices y la
comisura de los labios. Todo su cuerpo estaba manchado por la negra sustancia
pegajosa que había brotado de la garganta cortada del monstruo. De su pecho
asomaban huesos astillados y dentados.
Nicodemus llegó al trote y se arrodilló al lado de Horton.
—¿Cómo está? —preguntó.
—Vivo —contestó Horton—, aunque quizá no por mucho tiempo. ¿No tienes un
transmod de médico en tu equipo?
—Uno muy sencillo —replicó el robot—. El conocimiento de las enfermedades
más simples y el tratamiento que requieren. Algunos principios generales de
medicina. Nada que sirva para curar esa caja torácica.
—No tendrías que habérmelo impedido —dijo Elayne a Nicodemus con voz
amarga—. Yo habría matado a ese monstruo antes de que le pusiera una mano
encima a Carnivore.
—Tú no entiendes —dijo Nicodemus—. Carnivore lo necesitaba.
—Eso no tiene sentido —refutó Elayne.
—Lo que él quiere decir —puntualizó Horton— es que Carnivore es un guerrero.
Su especialidad era matar monstruos. Iba de mundo en mundo, buscando las
especies más brutales. Era una característica cultural. Le daban puntos por hacerlo.
Ahora estaba en un tris de llegar a ser el más grande matador de su pueblo. Y
probablemente esta muerte lo convertirá en el mayor matador de todos los tiempos.
Esto lo dotará de algún tipo de inmortalidad cultural.
—¿Pero qué sentido tiene? —preguntó Elayne—. Los suyos nunca se enterarán.
—Eso es exactamente lo que escribió Shakespeare —intervino Nicodemus—.
Pero él tenía la impresión de que de alguna manera lo sabrían.
Una de las babosas se acercó brincando suavemente y se tendió frente a
Horton, con Carnivore entre ambos. De su suave cuerpo pulposo extrajo un
tentáculo, con cuya punta palpó delicadamente el cuerpo de Carnivore. Horton
levantó la vista esperando mirar a la babosa a la cara, sin recordar que no tenía
cara. El romo extremo superior del cuerpo le devolvió la mirada... mirándolo como
si tuviera ojos. No tenía ojos pero daba la impresión de que miraba. Horton sintió
un cosquilleo en el cerebro, un débil y misterioso tintineo, como si una suave
corriente eléctrica lo recorriera, una sensación nauseabundamente desagradable.
—Está intentando hablarnos —dijo Nicodemus—. ¿Tú también lo sientes?
—¿Qué deseas? —preguntó Horton a la babosa.
Cuando Horton habló, el cosquilleo eléctrico de su cerebro dio un saltito —¿un
saltito de reconocimiento?— y siguió tintineando. No ocurrió nada más.
—No creo que sirva de nada —opinó Nicodemus—. Intenta decirnos algo pero
no tiene forma de hacerlo. No puede llegar a nosotros.
—Charca puede hablar con nosotros —dijo Horton—. Charca habló conmigo.
Nicodemus se encogió de hombros con aire resignado.
—Estas cosas son diferentes. Un tipo de mente distinta, un tipo de señal
diferente.
Carnivore parpadeó y abrió los ojos.
—Está volviendo en sí —diagnosticó Nicodemus—. Tendrá muchos dolores.
Volveré al campamento. Creo que tengo una jeringa hipodérmica.
—Nada de eso —dijo Carnivore débilmente—. Ninguna aguja en trasero. Duele.
No dura mucho. ¿El monstruo está muerto?
—Más que muerto, muertísimo —afirmó Horton.
—Bien —dijo Carnivore—. Corté condenada garganta. Eficaz para cortar
gargantas. Eficaz con los monstruos.
—Tendrás que tomarte las cosas con calma —le advirtió Horton—. Dentro de un
rato intentaremos moverte. Te llevaremos al campamento.
Carnivore cerró los ojos, agotado.
—Nada de campamento. Este lugar tan bueno como cualquiera.
Tosió, atragantándose con la nueva sangre que manaba de su boca y corría por
su pecho.
—¿Qué ocurrió con el dragón? —se interesó Horton—. ¿Está por aquí?
—Se estrelló en la charca —le informó Elayne—. Le pasaba algo. No podía volar.
Intentó volar y se cayó.
—Demasiado tiempo en el tiempo —dijo Nicodemus.
La babosa levantó su tentáculo y tocó a Horton en el hombro para llamar su
atención. Señaló la orilla donde yacía el monstruo, un bulto negro sobre el terreno.
Luego golpeteó tres veces a Carnivore y se golpeteó tres veces a sí misma. Sacó
otro tentáculo y con los dos imitó el movimiento de alzar a Carnivore y abrazarlo,
acunarlo, sostenerlo con ternura.
—Intenta dar las gracias —interpretó Nicodemus—. Trata de agradecerle a
Carnivore lo que hizo.
—Tal vez intenta decirnos que puede ayudarlo —conjeturó Elayne.
Con los ojos todavía cerrados, Carnivore dijo:
—Nada puede ayudarme. Dejadme aquí. No me mováis hasta que esté muerto.
Volvió a toser.
—Y por favor, con bondad no digáis que no estoy agonizando. ¿Quedaréis
conmigo hasta terminar?
—Nos quedaremos contigo —dijo Elayne.
—¿Horton?
—Sí, amigo mío.
—De no haber ocurrido esto, ¿me llevaríais? ¿No me habríais dejado aquí? ¿Me
llevaríais al largaros del planeta?
—Te habríamos llevado —afirmó Horton.
Carnivore volvió a cerrar los ojos.
—Lo sabía —dijo—. Siempre lo supe.
Ahora era pleno día y el sol formaba una bola de fuego por encima del
horizonte. Los rayos se reflejaban en Charca.
Y ahora, pensó Horton, no tiene la menor importancia que el túnel esté
cerrado. Carnivore ya no permanecerá aislado en este lugar que tanto odiaba.
Elayne se marcharía en Nave y no habría necesidad de quedarse más tiempo. Todo
lo que hubiera de revelarles ese planeta estaba revelado y ahora concluido. Y ojalá
supiera, pensó, aunque no ahora sino algún día, de qué se trataba.
—¡Mira, Cárter! —dijo Nicodemus en voz baja y tensa—. El monstruo...
Horton levantó bruscamente la cabeza y miró, sintiendo náuseas ante lo que
veía. El monstruo, tendido a un centenar de metros de distancia, se estaba
derritiendo. Se derrumbaba sobre sí mismo en un revoltijo putrescente. Se retorcía
con aparente vida mientras se hundía en un charco maloliente, del que fluían
chorros de una inmundicia humeante.
Fijó la vista en horrorizada y violadora fascinación mientras el monstruo se
convertía en una oleosa y nauseabunda escoria espumosa y supo, instintivamente,
que nunca podría fijar en su mente la forma que lo había contenido. La única
impresión recibida en el momento anterior a que Carnivore le destrozara la
garganta era el de una brumosidad apelmazada y distorsionada, que en realidad no
era una forma. Y eso debía ocurrir con el mal, pensó: no tenía forma. Era una
grumosidad y un charco mugriento y nunca sabías exactamente qué era, de modo
que eras libre de imaginarlo, impulsado por el miedo a lo desconocido, de encerrarlo
en la forma que te pareciera más espantosa. Así, el mal podía revestirse de tantos
disfraces como hombres dispuestos a adoptarlos... La malignidad de cada hombre
sería distinta a la de cualquier otro hombre.
—Horton.
—Sí, Carnivore, dime.
La voz de Carnivore era baja y áspera y Horton volvió a arrodillarse a su lado,
inclinándose para oírlo mejor.
—Cuando acabe me dejarás aquí —le rogó Carnivore—. Déjame al aire libre,
donde puedan encontrarme.
—No entiendo —dijo Horton—. ¿Encontrarte qué o quiénes?
—Los basureros. Los limpiadores. Los funebreros. Los pequeños carroñeros
capaces de ingerir cualquier cosa. Insectos, pájaros, animalejos, gusanos, bacterias.
Horton, ¿harás mi gusto?
—Lo haré si eso es lo que deseas. Si eso es lo que realmente quieres.
—Una restitución —dijo Carnivore—. Una última ofrenda. No escatimo mi carne
a los minúsculos hambrientos. Me hago una ofrenda para muchas otras vidas. Un
aporte último y grandioso.
—Comprendo —dijo Horton.
—Compartir, restituir, ofrendar. Estas cosas son importantes —concluyó
Carnivore.

27

Mientras hacían el camino que circundaba la charca, Elayne dijo:


—El robot no está con nosotros.
—Se ha quedado con Carnivore —le explicó Horton—. Lo está velando. Esta es
su forma de hacer las cosas. Una especie de velatorio irlandés. Pero tú nunca
habrás oído hablar de los velatorios irlandeses.
—No, por supuesto. ¿Qué es un velatorio irlandés?
—Permanecer con los muertos. Acompañarlos y velarlos. Nicodemus lo hizo con
los otros humanos que iban conmigo en la nave. En un planeta solitario de un sol
desconocido. Quería rezar por ellos y lo intentó, pero no pudo. Pensó que no era
correcto que un robot intentara orar. Entonces hizo algo distinto. Se quedó un rato
con ellos. No se fue de prisa.
—¡Qué bello gesto! Mucho mejor que una plegaria.
—Yo opino lo mismo —coincidió Horton—. ¿Estás segura de saber dónde cayó el
dragón? Todavía no ha aparecido.
—Lo vi caer. Creo que conozco el sitio. Exactamente por allí —señaló.
—Recuerdo que nos preguntamos por qué estaría el dragón encerrado en el
tiempo, si es que estaba encerrado en el tiempo —dijo Horton—. Elaboramos
nuestro propio argumento para rechazar la certeza de que no sabíamos
absolutamente nada. Creamos nuestra pequeña fábula humana para dar algún
significado y alguna explicación a un acontecimiento que escapaba a nuestra
comprensión.
—Ahora es evidente, para mí, la razón por la que lo dejaron aquí —comentó
Elayne—. Lo dejaron aquí esperando hasta que el monstruo rompiera su cascarón,
para que lo matara cuando saliera. Por algún medio que desconozco, la salida del
monstruo de su cascarón dispararía la trampa temporal que liberaría al dragón, y lo
liberaría para siempre para que hiciera el bien.
Horton dijo:
—Ellos... fueran quienes fuesen, encadenaron al dragón en el tiempo a la
espera del día en que el monstruo saldría del cascarón. Debían de saber que el
huevo había sido puesto y si lo sabían, ¿por qué no buscaron y destruyeron el
huevo, si era un huevo... o lo que fuese? ¿Para qué tan dramático montaje?
—Tal vez sólo sabían que el huevo había sido puesto, pero no tenían idea de
dónde estaba.
—Pero el dragón fue situado a poco más de un kilómetro...
—Quizá conocían aproximadamente la zona. Aun así, descubrir el huevo sería lo
mismo que encontrar una aguja en un pajar, intentado dar con un objeto difícil de
distinguir aunque estuviera a la vista... tan camuflado que aunque lo miraras
directamente no lo reconocerías. Y tal vez es posible que no tuvieran tiempo de
buscar. Tuvieron que marcharse por alguna razón, quizá de prisa, de modo que
instalaron al dragón en esa especie de cámara acorazada y abandonaron el planeta,
bloqueando el túnel con el fin de que si ocurría algo y el dragón fracasaba en el
asesinato del monstruo, éste no pudiera salir del planeta. Además, está la
incubación. Hemos dicho que el monstruo rompió el cascarón, pero no creo que ésta
sea la expresión correcta.
Fuera lo que fuese lo que trajo a este mundo al monstruo, debió tardar mucho
tiempo. El monstruo debió estar sometido a un largo período de desarrollo antes de
desprenderse de la colina. Como la vieja cigarra de la leyenda años allá en Tierra, o
al menos la vieja historia acerca de la cigarra que esperó diecisiete años antes de
nacer. Pero al monstruo le llevó mucho más de diecisiete años.
—Lo que me desconcierta —dijo Horton— es que quienquiera que haya sido el
que puso la trampa para el monstruo encerrando al dragón en el tiempo, le temiera
tanto para tomarse semejante trabajo. El monstruo era una cosa grande e
indudablemente repulsiva, pero Carnivore le rajó la garganta de un solo mordisco y
eso fue todo.
Elayne se estremeció.
—Era maligno. Sentías que de él emanaba la malignidad. Tú también lo
sentiste, ¿verdad?
—Lo sentí.
—No un mal pequeño, como tantas vidas que emanan un mal pequeño o son
capaces de hacerlo. Había en el monstruo una malignidad profunda e
inconmensurable. Era una negación absoluta de todo lo bueno y limpio. Carnivore lo
cogió por sorpresa, sin darle la oportunidad de que concentrara todo su mal. Estaba
recién salido del cascarón, apenas consciente, cuando Carnivore lo atacó. Estoy
segura de que ésa es la única razón por la que salió airoso de la empresa.
Había doblado el recodo de Charca inferior a las alturas en las que se alzaban
las casas en ruinas.
—Creo que por aquí —dijo Elayne—. Cuesta arriba.
Empezó a trepar, guiando a Horton. Cuando éste miró hacia atrás, vio a
Nicodemus reducido a la proporción de un juguete por la distancia, de pie en la
orilla opuesta. Sólo con cierta dificultad logró distinguir el cuerpo de Carnivore, que
tendía a confundirse con la yerma saliente rocosa en la que estaba tendido.
Elayne había alcanzado la cima y se detuvo. Cuando Horton llegó a su lado,
señaló:
—Allí —dijo—. Allá está.
Un millón de joyas chispeaban en la maleza. El dragón no era visible a causa de
la vegetación intermedia, pero el reflejo irisado de su cuerpo indicaba dónde había
caído.
—Está muerto —dijo Elayne—. No se mueve.
—No necesariamente —la contradijo Horton—. Puede estar malherido, pero
vivo.
Juntos se internaron entre los arbustos y después de pasar junto a un árbol
macizo de bajas ramas colgantes, vieron al dragón.
Era de una belleza impresionante. Cada una de las minúsculas escamas que
cubrían su cuerpo era un punto luminoso como una gema, con joyas de exquisitos
colores centelleando bajo la luz del sol. Cuando Horton dio un paso adelante, todo el
cuerpo pareció destellar pues el ángulo formado por las escamas actuaba como un
reflector que le devolvía la brillantez del día en pleno rostro. Pero al dar otro paso y
modificar el ángulo de las escamas en relación consigo mismo, el fulgor se apagó y
volvieron los reflejos chispeantes, como si se tratara de un árbol navideño adornado
con oropeles, totalmente cubierto y tapado por lucecillas intermitentes, aunque
mucho más coloridas que las que jamás engalanaron un árbol de Navidad. Azules
oscuros y rojos rubí, verdes en matices que iban de la palidez de un cielo
crepuscular de primavera hasta el verde profundo de un mar embravecido,
amarillos vivos, el brillo soleado del topacio, el rosa de la flor de manzano, el titilar
otoñal de las calabazas... variopintos colores escarchados con el centelleo que se ve
una helada mañana invernal cuando todo son diamantes.
Elayne contuvo el aliento.
—¡Qué beldad! —jadeó—. Más hermoso de lo que conjeturamos cuando lo
vimos en la bóveda del tiempo.
Era más pequeño de lo que parecía cuando lo vislumbraron volando en el aire;
ahora estaba quieto, inmóvil. Un ala de gasa que sobresalía de su cuerpo esbelto
había caído y reposaba en el suelo. La otra estaba aplastada, debajo. Tenía torcido
el largo cuello, de modo que la cabeza estaba apoyada sobre una mejilla. De cerca,
la cabeza seguía teniendo el aspecto de un casco. En ella faltaban las escamas que
cubrían el resto de su cuerpo. El casco tenía forma de dura estructura semejante a
placas metálicas. El pico macizo que sobresalía de la máscara en forma de casco,
también parecía metálico.
Tumbado serenamente y sin moverse, el dragón abrió el ojo de la mejilla que
quedaba al descubierto: un ojo azul, bondadoso, claro, límpido y sin miedo.
—¡Está vivo! —gritó Elayne y se encaminó hacia el dragón.
Al tiempo que soltaba un grito de advertencia, Horton estiró una mano para
detenerla, pero Elayne siguió adelante y se dejó caer de rodillas junto a la cabeza;
la cogió entre sus brazos y la levantó, la apretó contra su pecho.
Horton estaba petrificado, tenía miedo de moverse, miedo de emitir algún
sonido. Un animal herido y dolorido, un solo golpe, una estocada de ese pico
malvado...
Pero no ocurrió nada. El dragón no se movió. Tiernamente, Elayne volvió a
apoyar la cabeza del dragón en el suelo, estiró una mano para acariciar el cuello
enjoyado. El dragón parpadeó, en un largo y lento parpadeo del ojo fijo en Elayne.
—Sabe que somos amigos —aseguró Elayne—. Sabe que no le haremos daño.
El dragón volvió a parpadear y esta vez el ojo quedó cerrado. Elayne siguió
acariciándole el cuello, canturreándole. Horton permaneció en su sitio, escuchando
el dulce tarareo, el único sonido (apenas un sonido) en el terrible silencio que se
había apoderado de la cumbre. Más abajo y a través de Charca, el juguete que era
Nicodemus seguía en la orilla, junto a la mancha que era Carnivore. Más allá, orilla
arriba, vislumbró la mancha más grande que era la colina desmoronada de la que
había emergido el monstruo. Del monstruo no había indicios.
El conocía, pensó, la existencia del monstruo... o tendría que haberla conocido.
Ayer había escalado la colina a cuatro patas, porque ésa era la única forma de
ascender por la pendiente. Cerca de la cima había hecho un alto para descansar,
tendido de bruces, y había percibido una vibración, el latido de un corazón. Pero,
recordó, se había dicho a sí mismo que era el latido de su propio corazón, con las
pulsaciones del agotamiento de la escalada, y no había pensado más en ello.
Volvió a mirar al dragón y percibió el error, aunque así le llevó cierto tiempo
saber en qué consistía el error.
—Elayne —dijo en voz muy baja—. Elayne —repitió y ella lo miró—. El dragón
está muerto. Se está destiñendo.
Los colores se apagaban. Las diminutas escamas perdieron su brillo y la belleza
se extinguió. Ya no era una maravilla; se convirtió en una bestia gris y era obvio
que había muerto.
Elayne se incorporó lentamente y se secó las lágrimas con los puños apretados.
—¿Por qué? —preguntó, frenética—. ¿Por qué? Si estuvo encerrado en el
tiempo... si detuvieron el tiempo para él, tendría que haber salido tan fresco y
fuerte como cuando lo encerraron en el tiempo. No tendría que haber pasado el
tiempo para él. No tendría que haber sufrido ninguna modificación.
—No sabemos nada del tiempo —dijo Horton—. Tal vez quienes lo pusieron en
el tiempo no sabían tanto como creían saber. Quizás el tiempo no puede controlarse
tan fácil y fiablemente como creyeron. Asimismo, podía haber defectos en lo que
consideraban una técnica perfecta.
—Estás diciendo que algo funcionó mal en la bóveda temporal. Que pudo haber
habido un escape.
—No tenemos forma de saberlo —reconoció Horton—. El tiempo sigue siendo el
más grande misterio para nosotros. No es más que un concepto, ni siquiera
sabemos si existe. La bóveda pudo producir efectos insospechados en el tejido
viviente o en los procesos mentales. Quizá se haya drenado la energía vital, tal vez
se hayan generado venenos metabólicos. Incluso es posible que el plazo de
duración fuese superior al que calcularon quienes encerraron al dragón en el
tiempo. Algún factor debió retardar la incubación del monstruo más allá del tiempo
normal que habría tardado ese tipo de incubación.
—¡En qué extraña forma operan los acontecimientos! —suspiró Elayne—. Si
Carnivore no hubiese quedado atrapado en este planeta, el monstruo andaría
suelto.
—Y Charca... —agregó Horton—. Si Charca no nos hubieses alertado, si no
hubiera lanzado su grito de advertencia...
—De modo que fue eso. Así fue cómo lo supiste. ¿Por qué estaría asustada
Charca?
—Probablemente percibió la malignidad del monstruo. Tal vez Charca no es
inmune al mal.
Elayne subió la pequeña cuesta y se acercó a Horton.
—Su belleza ha desaparecido —dijo—. Eso es terrible. Hay tan poca belleza en
el universo que no podemos desperdiciar ni una pizca. Quizá por eso la muerte es
tan horrible: se lleva la belleza.
—El crepúsculo de los dioses —rememoró Horton.
—El crepúsculo...
—Otra vieja historia de Tierra —aclaró Horton—. El monstruo, el dragón y
Carnivore. Todos muertos. Un gran ajuste de cuentas definitivo.
Elayne tembló a pesar de la tibieza del sol ardiente.
—Volvamos —propuso.

28

Se sentaron en torno a las ascuas mortecinas.


—¿Quién quiere desayunar? —preguntó Nicodemus.
Elayne movió negativamente la cabeza.
Lentamente, Horton se puso de pie.
—Ha llegado la hora de irnos —dijo—. Aquí ya nada nos retiene. Lo sé y sin
embargo siento una extraña renuencia a emprender la retirada. Sólo hemos estado
aquí tres días, aunque parece haber transcurrido mucho tiempo. Elayne, ¿vendrás
con nosotros?
—Por supuesto. Pensé que lo sabías.
—Supongo que sí. Pero te lo pregunto para estar seguro.
—Si quieres llevarme y hay lugar...
—Queremos llevarte y hay lugar. Mucho lugar.
—Lo único que nos llevaremos es el libro de Shakespeare —intervino
Nicodemus—. Creo que es todo. En el camino de regreso podemos detenernos para
llenar un cubo con esmeraldas. Sé que para nosotros son inútiles, pero no logro
perder la costumbre de considerarlas valiosas.
—Algo más —acotó Horton—. Prometí a Charca llevarme un fragmento. Cogeré
una de las jarras más grandes que Shakespeare se llevó de la ciudad.
Elayne dijo serenamente:
—Aquí llegan las babosas. Las habíamos olvidado.
—Son fáciles de olvidar —dijo Horton—. Se arrastran de un lado a otro. De
alguna manera son irreales. Resulta difícil retenerlas mentalmente, casi como si ésa
fuera su intención.
—Ojalá tuviéramos tiempo de averiguar qué son —se lamentó Elayne—. No
puede ser pura coincidencia que aparecieran exactamente en el momento que
aparecieron. Y le dieron las gracias a Carnivore, o parecieron darle las gracias.
Tengo la sensación de que en todo esto han desempeñado un papel más importante
del que imaginamos.
La babosa que estaba en primer lugar sacó un tentáculo y lo agitó ante ellos.
—Quizás acaban de descubrir que el túnel está cerrado —conjeturó Elayne.
—Quieren que vayamos con ellas —dijo Nicodemus.
—Probablemente quieren mostrarnos que el túnel está cerrado —terció Horton—
. ¡Como si no lo supiéramos!
—Aún así, deberíamos acompañarlas y averiguar qué quieren —sugirió Elayne.
—Si podemos —dijo Nicodemus—. La comunicación no es del todo buena.
Horton ocupó la delantera, con Elayne y Nicodemus pisándole los talones. Las
babosas desaparecieron en torno al recodo que ocultaba el túnel y Horton corrió
tras ellas. Dobló el recodo y se detuvo súbitamente.
La boca del túnel ya no era oscura; ahora brillaba con una absoluta blancura.
Detrás de Horton, Nicodemus dijo:
—¡Pobre Carnivore! Si estuviera aquí...
—Las babosas —murmuró Elayne—. Las babosas...
—¿Es posible que sean las gentes del túnel? —inquirió Horton.
—No necesariamente —dijo Nicodemus—. Quizá sean los que cuidan el túnel.
Los guardianes del túnel. No necesariamente quienes lo construyeron.
Las tres babosas brincaban senda abajo. No se detuvieron. Llegaron a la boca
del túnel, se introdujeron de un salto y desaparecieron.
—El panel de controles ha sido reemplazado —observó Nicodemus—. Muy
probablemente lo hicieron las babosas. ¿Pero cómo podían saber que estaba a
punto de ocurrir algo que les permitiría abrir el túnel? De alguna manera alguien
tenía que saber que el monstruo saldría del cascarón y que podría abrirse el
planeta.
—Fue Carnivore quien lo hizo posible —dijo Horton—. Nos acosó, nos fastidió,
nos persiguió para que abriéramos el túnel. Pero finalmente fue él quien logró
abrirlo, quien lo posibilitó. Y demasiado tarde para que le sirviera. Aunque no siento
pena por él. Consiguió lo que quería. Cumplió su propósito y son muy pocos los que
lo logran. Su ansia de gloria ha concluido, es un héroe.
—Pero está muerto —apuntó Nicodemus.
—Antes —le pidió Horton, recordando su charla con Shakespeare—, antes dime
qué es la muerte.
—Un punto final —dijo Nicodemus—. Como apagar una luz.
—No estoy tan seguro —vaciló Horton—. En otros tiempos habría coincidido
contigo, pero ahora no estoy tan seguro.
Elayne habló con voz débil:
—Cárter —dijo—. Cárter, por favor, escúchame —él la miró—. No puedo ir
contigo. Todo ha cambiado. Ahora es diferente.
—Pero tú dijiste...
—Lo sé, pero eso era cuando el túnel estaba cerrado, cuando aparentemente no
había ninguna posibilidad de que se abriera. Quiero ir contigo. Nada deseo tanto
como ir contigo. Pero ahora...
—Pero ahora el túnel está abierto.
—No sólo se trata de eso. No sólo se trata de que tengo que hacer un trabajo y
ahora se dan las condiciones para continuarlo. Es por las babosas. Ahora sé qué es
lo que busco. Tengo que encontrar a las babosas. Encontrarlas y de alguna manera
hablar con ellas. Pueden decirnos lo que necesitamos saber. Para acabar con los
sondeos a ciegas con el propósito de conocer el secreto de los túneles. Ahora
sabemos quiénes pueden decirnos lo que necesitamos saber.
—Si es que las encuentras. Si puedes hablar con ellas. Si ellas hablan contigo...
—Tengo que intentarlo —insistió Elayne—. Dejaré mensajes en el camino,
mensajes en muchos túneles, con la esperanza de que los encuentren otros
investigadores, para que si yo fracaso haya otros enterados que prosigan la
búsqueda.
—Cárter, sabes que eso es lo que ella tiene que hacer —intervino Nicodemus—.
Por mucho que queramos llevarla con nosotros, debemos reconocer. ..
—Sí, naturalmente —se resignó Horton.
—Sé que no lo harás, que no puedes, pero tengo que preguntártelo —musitó
Elayne—. Si quieres venir conmigo...
—Ya sabes que no puedo —replicó Horton.
—Si, ya sé que no puedes.
—Entonces eso es todo —dijo Horton—. No podemos cambiar las cosas.
Nuestros compromisos... y los compromisos de los dos... son demasiado profundos.
Nos conocemos y luego vamos por caminos separados. Casi como si nuestro
encuentro nunca hubiera tenido lugar.
—Eso no es así y tú sabes muy bien que no lo es —contestó Elayne—. Nuestras
vidas, la vida de cada uno, han variado algo. Nos recordaremos mutuamente —
levantó la barbilla—. Bésame una vez —dijo—. Bésame muy rápido para que no
tenga tiempo de pensar, para que pueda emprender mi camino...
29

Horton se arrodilló junto a Charca y sumergió la jarra en el líquido, que borbotó


a medida que entraba en el recipiente. El aire desplazado producía burbujas en la
superficie.
Una vez llena la jarra, Horton se incorporó y se la puso bajo el brazo.
—Adiós, Charca —dijo, sintiéndose al mismo tiempo tonto, porque no era una
despedida.
Charca iría con él. Esa era una de las ventajas que tenía ser una cosa como
Charca. Podía ir a muchos sitios sin abandonar jamás su hogar original. Como si,
pensó Horton, él hubiera ido con Elayne y también pudiera irse con Nave... y, bien
pensado, haberse quedado en Tierra y estar muerto desde hacía siglos.
—Charca —preguntó—, ¿qué sabes de la muerte? ¿Tú mueres? ¿Morirás alguna
vez?
Otra tontería, pensó, porque todo tiene que perecer. Algún día, quizá, moriría el
universo cuando el último pulso de energía se hubiera consumido, y cuando eso
ocurriera el tiempo se quedaría en paz para rumiar sobre las cenizas de un
fenómeno que tal vez nunca se repitiera.
Fútil, se dijo. ¿Era todo pura futilidad?
Meneó la cabeza. No se decidía a pensarlo así.
Acaso la hora de dios tuviera la respuesta. Quizás el gran planeta azul sabía.
Algún día, tal vez dentro de algunos milenios, Nave —en los negros alcances de
algún sector distante de la galaxia— se enteraría o descubriría la respuesta. Y era
posible que en el contexto de esa respuesta hubiera una explicación del propósito
de la vida, ese frágil liquen que se adhería, a veces desesperadamente, a las
diminutas partículas de materia que flotaban en una inexplicable inmensidad que
nada sabía o a la que nada le importaba que existiera algo que se llamaba vida.

30

La gran dama dijo:


La obra ha terminado. El drama concluye y podemos abandonar este planeta
desordenado y atestado, en pos de la pulcritud del espacio.
El científico preguntó:
¿ Te has enamorado del espacio ?
Tal como soy ahora, respondió la gran dama, no puedo enamorarme de nada ni
de nadie. Dime, Señor Monje, qué clase de cosas somos ahora. Tú eres hábil para
encontrar respuestas a preguntas tan tontas.
Somos conciencias, dijo el monje. Eso es lo que se supone que debemos ser,
aunque aún nos aferramos al surtido de basuras que otrora llevábamos con
nosotros. Nos aferramos a ellas porque creemos que nos proporcionan identidad. Y
ésa es la medida de nuestros egoísmos y nuestras vanidades... el hecho de que
conformaciones como nosotros todavía procuremos tener identidades. Y también la
medida de nuestra miopía. Porque para, nosotros es posible una identidad mucho
más grande —los tres juntos— que las pequeñas identidades personales en las que
seguimos perseverando. Podemos llegar a ser, si nos lo permitiéramos, parte del
universo... podemos llegar a ser, quizás, incluso el universo.
Tú hablas sin parar, dijo la gran dama. Cuando empiezas no hay forma de saber
hasta dónde eres capaz de llegar. ¿Cómo puedes decir que nos convertiremos en
parte del universo? Para empezar, no tenemos la menor idea de lo que es el
universo, de modo que no podemos imaginar que nos convertiremos en lo mismo.
Hay mucha verdad en lo que expresas, dijo el científico, aunque con ello no
quiero hacer ninguna crítica a tu pensamiento, Señor Monje. En mis momentos
personales he tenido ideas similares y dichas ideas, debo confesarlo, me producen
considerable confusión. Creo que históricamente el hombre ha considerado al
universo como algo que surgió a través de una evolución puramente mecánica que
puede explicarse, al menos en parte, por las leyes de la física y de la química. Pero
un universo así evolucionado, siendo nada más que una construcción mecanicista,
nunca tendría sentido, ni nada que se le pudiera parecer, ya que no estaría
destinado a tenerlo. Se supone que un concepto mecanicista sirve para hacer
funcionar algo, no para dar ningún tipo de sentido, y va contra toda lógica pensar
que éste es el tipo de universo en el que vivimos. Indudablemente, el universo es
algo más que esto, aunque supongo que es la única manera en que puede explicarlo
una sociedad tecnológica. Me he preguntado a mí mismo de qué manera podría
construirse; me he preguntado a mí mismo con qué propósito ha sido construido.
Sin duda, me digo, no es un mero receptáculo para contener materia, espacio y
tiempo. Indudablemente, tiene más significados. ¿Estaba destinado, me pregunto, a
ser el hogar de criaturas biológicas inteligentes y, en tal caso, qué factores han
contribuido a su desarrollo para convertirse en ello, de hecho, qué clase de
construcción debería ser para servir a tal propósito? ¿O fue construido,
sencillamente, como un ejercicio filosófico ?
O posiblemente como un simbolismo que no puede ser percibido ni apreciado
basta el lejano día en que la destilación final de la evolución biológica haya
producido alguna inteligencia inimaginable que en última instancia llegará a conocer
las razones y los propósitos del universo. También está planteada la cuestión de qué
clase de inteligencia se requeriría para alcanzar semejante comprensión. Parece que
siempre tiene que haber cierta limitación en cada fase evolutiva y no hay forma de
saber si tal limitación no excluirá la capacidad de lograr una inteligencia necesaria
para comprender el universo.
Quizás, dijo la gran dama, el universo no está destinado a ser comprendido.
Este fetiche de la comprensión puede ser nada más que un aspecto equivocado de
la sociedad tecnológica.
O de una sociedad filosófica, dijo el monje. Tal vez más aplicable a una sociedad
filosófica que a una tecnológica, pues a la tecnología nada le importa con tal de que
los motores funcionen y las ecuaciones cuadren.
Creo que los dos estáis equivocados, objetó el científico. A cualquier inteligencia
tiene que importarle. Toda inteligencia tiene que impulsarse, necesariamente, hasta
el límite de su capacidad. Esta es la maldición de la inteligencia. Nunca deja en paz
a la criatura que la posee; nunca la deja reposar, la empuja y la empuja. Y en el
último instante de la eternidad se aferrará con uñas y dientes al precipicio último,
pataleará y chillará para entender un pequeño fragmento de aquello que persigue,
sea lo que fuere. Y estará persiguiendo algo, sin la menor duda.
Dicho así suena tan inexorable, dijo la gran dama.
A riesgo, dijo el científico, de parecer un envarado o un estúpido patriota, debo
decir que suena inexorable, pero glorioso.
Nada de lo cual nos señala el camino, dijo el monje. ¿ Viviremos otro milenio
como tres identidades separadas y egoístas o nos daremos a nosotros mismos la
oportunidad de convertirnos en algo distinto? Ignoro qué será ese algo... un
equivalente del universo, tal vez el universo propiamente dicho, o algo menos que
eso. En el peor de los casos, creo, una mente libre divorciada del tiempo y la
materia, susceptible de ir a cualquier sitio, quizás en cualquier momento cuando, sin
tener en cuenta al resto, deseemos elevarnos por encima de las limitaciones
impuestas a nuestras carnes.
Nos estás apremiando, dijo el científico. Sólo hemos pasado un milenio en
nuestro estado actual. Danos otro milenio, concédenos diez milenios más...
Pero nos costará algo, dijo la gran dama. No será gratis. ¿Qué precio ofreces
por ello, Señor Monje?
Mi miedo, dijo el monje. He renunciado a mis temores y me alegro de haberlo
hecho. No valen nada, pero es todo lo que tengo. Es todo lo que tengo para ofrecer.
Y mi puñetero orgullo, dijo la gran dama, y nuestro Maestro Científico su
egoísmo. Científico, ¿puedes pagar con tu egoísmo ?
Será arduo, dijo el científico. Quizá llegue un momento en que no necesite de
mi egoísmo.
Ah, bien, dijo el monje, contaremos con la charca y con la hora de dios. Tal vez
nos proporcionen apoyo moral y algún incentivo... aunque sólo sea el esfuerzo de
librarnos de ellas.
Creo, dijo la gran dama, que finalmente lo lograremos. No librándonos de algo,
como tú dices. Yo creo que en última instancia sólo querremos librarnos de nosotros
mismos. Con el tiempo estaremos tan hastiados de nuestras pequeñeces que a cada
uno de nosotros le encantará fusionarse con los otros dos. Y es posible que
finalmente alcancemos ese bendito estado del yo disuelto.

31

Nicodemus aguardaba junto a las cenizas de la fogata del campamento cuando


Horton volvió de Charca. El robot había preparado las mochilas y encima de ellas
estaba el libro de Shakespeare. Horton depositó la botella con delicadeza,
apoyándola contra las mochilas.
—¿Hay algo más que quieras llevar? —preguntó Nicodemus.
Horton meneó la cabeza.
—Sólo el libro y el recipiente —dijo—. Creo que eso es todo. Las cerámicas que
Shakespeare recogió no sirven para nada tal como están. Sólo son souvenirs. Algún
día llegará alguien, humano o no, que hará un estudio de la ciudad. Con toda
probabilidad será un ser humano. Parece que nuestra especie es capaz de sustentar
una fascinación casi fatal por el pasado.
—Puedo llevar las dos mochilas —se ofreció Nicodemus— y también el libro. No
debes recargarte para poder trasladar con todo cuidado esa botella.
Horton sonrió.
—Tengo la horrible sensación de que en algún sitio del camino alguien tropezará
conmigo y eso me asusta. No puedo permitir que ocurra. Soy el custodio de Charca
y no puedo dejar que le suceda nada.
Nicodemus miró la jarra de soslayo.
—No es mucho lo que llevas allí.
—Es suficiente —respondió Horton—. Un frasco, una taza probablemente sería
suficiente.
—No entiendo de qué se trata —confesó Nicodemus.
—Yo tampoco —dijo Horton—, pero tengo la sensación de que llevo una porción
de una persona amiga, y aquí, en el gimiente yermo del espacio, un hombre no
puede pedir más.
Nicodemus se levantó de la pila de leña en la que estaba sentado.
—Recoge la jarra —dijo—, que yo cargaré el resto a hombros. Aquí ya nada nos
retiene.
Horton no se movió. Permaneció donde estaba y muy lentamente paseó la
mirada a su alrededor.
—Me siento reacio a partir —dijo—. Como si aún quedara algo por hacer.
—Añoras a Elayne —sugirió Nicodemus—. Habría sido hermoso llevarla con
nosotros.
—Es eso, sí —admitió Horton—. Sí, la echo de menos. Fue muy difícil
permanecer inmóvil mientras ella entraba en el túnel. Pero también él tiene algo
que ver —señaló el cráneo clavado encima de la puerta.
—No podemos llevarlo —dijo Nicodemus—. Esa calavera se desmenuzaría en
cuanto la tocáramos. No estará allí mucho tiempo. Algún día soplará un viento...
—No me refiero a eso —dijo Horton—. Estuvo tanto tiempo solo aquí... y ahora
volveremos a dejarlo solo.
—Carnivore sigue aquí —le recordó Nicodemus.
Horton suspiró, aliviado.
—Es verdad. No lo había pensado.
Se agachó y recogió la jarra, acunándola tiernamente entre sus brazos.
Nicodemus cargó las mochilas a la espalda y apretó el libro bajo el brazo. Se volvió
y echó a andar por el sendero; Horton lo siguió.
En el recodo, Horton se volvió para echar una última mirada a la casa griega.
Aferrando firmemente la jarra con una mano, levantó el otro brazo en un gesto de
despedida.
Adiós, dijo mudamente, sin palabras. Adiós, viejo albatros tormentoso... loco,
valiente, hombre perdido.
Quizá fue una triquiñuela luminosa. Quizá fue otra cosa.
Pero en cualquier caso, fuera lo que fuese, desde la puerta Shakespeare le
guiñó un ojo.
Nacido en Wisconsin en 1904, Simak es uno de los autores clásicos de la ciencia
ficción americana. Periodista de formación y profesión, llegó a ser redactor en jefe
de un periódico de Minneapolis.
A lo largo de su dilatada carrera ha obtenido varios premios: International
Fantasy Award (CIUDAD, 1953), Hugo (ESTACIÓN DE TRÁNSITO, 1964 y el relato Un
Gran Patio delantero, 1959), Júpiter (A HERITAGE OF STARS, 1977) y los Nébula y
Locus (La Gruta de los Ciervos Danzarines, 1980). Es también Gran Maestro de la
Ciencia Ficción desde 1977, al serle otorgado tal galardón por la Science Fiction
Writers of America.
Su obra se caracteriza por un claro «humanismo» con cierto grado de
optimismo, y por una exaltación de la vida rural y la comunión con la naturaleza en
un intento de potenciar la conexión del ser humano con el medio en que vive.
De su amplia producción cabe destacar la antología Ciudad (1953) y las novelas
UNA Y OTRA VEZ (1950), ANILLO EN TORNO AL SOL (1952), EL TIEMPO ES LO MÁS SIMPLE
(1961), CAMINABAN COMO HOMBRES (1962), ESTACIÓN DE TRÁNSITO (1963), FLORES
FATÍDICAS (1965) y «The Goblin Reservation» (1968, traducida al castellano como
MAXWELL AL CUADRADO,).
De entre las no traducidas todavía, merecen especial atención: A CHOICE OF
GOODS (1972), A HERITAGE OF STARS (1977, premio Júpiter) y PROJECT POPE (1981).

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