Simak, Clifford D. - El Planeta de Shakespeare
Simak, Clifford D. - El Planeta de Shakespeare
Simak
EL PLANETA
DE
SHAKESPEARE
EDICIONES B
LIBRO AMIGO-CIENCIA FICCIÓN
Título original:
Shakespeare's planet
Traducción:
Iris Menéndez
La presente edición es propiedad de Ediciones B, S.A. calle Rocafort, 104 - 08015 Barcelona
(España)
© 1976, by C. Simak
Printed in Spain
ISBN: 84-7735-047-7
Depósito legal: B. 16.211 – 1987
DISEÑO DE PORTADA:
DEPT. DE NUEVAS INICIATIVAS
& IMAGEN CORPORATIVA·B
ILUSTRACIÓN: JORDI TACHÉ
Clifford Donald Simak es uno de los autores clásicos de la ciencia ficción, que ha
sabido obtener éxitos a lo largo de más de cincuenta años ininterrumpidos de
creación. Su primer relato, El Mundo del Sol Rojo apareció en Wonder Stories en
1931, y uno de los más recientes La Gruta de los Ciervos Danzarines (Analog, abril
1980) le ha merecido el premio Nébula de 1980 y los premios Hugo y Locus de
1981.
Si bien sus primeros relatos pertenecen claramente a la época y a la
ambientación de las revistas pulp y se inscriben en la space opera, poco a poco
Simak fue orientándose hacia la evocación de temas menos espectaculares y
superficiales. Destaca en él la exaltación de la vida rural y la comunión con la
naturaleza, en un intento de potenciar la conexión del hombre con el medio en que
vive. Se le califica fácilmente de escritor «humanista» que trata repetidamente el
tema de la fraternidad entre el ser humano y los extraterrestres (ESTACIÓN DE
TRÁNSITO), entre el ser humano y sus criaturas: los robots y los androides (UNA Y
OTRA VEZ), e incluso entre el ser humano y los animales (CIUDAD). También se ha
lanzado a especulaciones teológicas y casi místicas en A CHOICE OF GOODS (1972)
que, pese a ello, mantiene su habitual tono sentimental y pastoral.
En general, la obra de Simak ha sido ampliamente traducida al castellano, pues
no en vano es uno de los autores puntales del género. Pero a partir de los años
setenta, sus novelas no han obtenido la adecuada atención por parte de los editores
de nuestro país. Es cierto que en muchas de ellas el autor se ha orientado hacia la
fantasía y que no siempre logra el mismo nivel de calidad, pero entre ellas se
encuentran obras muy interesantes y entretenidas. De esta década, la mayoría de
comentaristas destacan A CHOICE OF GOODS (1972) y EL PLANETA DE SHAKESPEARE (1976)
que hoy presentamos. También merece atención especial PROJECT POPE (1981), en la
que se mezclan hábilmente el tema de la religión, el de la robótica (el nuevo Papa
de que habla el título va a ser un robot), y una rara sociedad de robots y humanos
que parecen haber elaborado una religión perfecta en el planeta END OF NOTHING
(Final de Nada). Otro título importante es A HERITAGE OF STARS (1977) que le mereció
el premio Júpiter.
EL PLANETA DE SHAKESPEARE nos muestra lo mejor de un Simak en pleno dominio
de sus facultades, en una vena entre poética y filosófica no exenta de aventuras,
misterio y abundantes sorpresas.
La Tierra ha empezado a lanzar naves exploradoras a nuevos planetas
colonizables. Los tripulantes viajan hibernados y serán despertados cuando el
cyborg que gobierna la Nave detecte un planeta adecuado. Horton, el protagonista,
descubrirá al despertar que su Nave ha tenido un accidente y que sus dos co-
tripulantes humanos han fallecido. Para ayudarse en la exploración del planeta le
quedan, como únicos compañeros, la personalidad triple del cyborg que forma la
Nave y un sencillo robot. Hasta aquí un tema clásico cuyo tratamiento se centra
esencialmente en la personalidad del protagonista, la de los tres componentes del
cyborg y la del robot. Pero las sorpresas crecen cuando Horton encuentra a un
exótico ser, que responde al nombre de Carnivore. Éste le hablará de un antiguo
habitante del planeta llamado Shakespeare y de las misteriosas anotaciones que
éste hacía en un grueso libro. También conoceremos cómo al morir Shakespeare,
Carnivore comió su carne pero no sus huesos, tal y como aquél le había pedido. Y a
partir de aquí empieza el misterio...
MIQUEL BARCELÓ
1
Eran tres aunque a veces sólo había uno. Cuando eso ocurría, con menos
frecuencia de la debida, ese uno no tenía conciencia de que alguna vez hubiesen
sido tres, porque ese uno era una extraña fusión de sus personalidades. Cuando se
volvían uno, la transformación era algo más que una simple adición de los tres,
como si mediante esa unión de sí mismos se añadiera una nueva dimensión, que
hacía de la suma de los tres algo de mayor magnitud que el todo. Sólo cuando los
tres eran uno —un uno inconsciente de los tres—, la fusión de tres cerebros y tres
personalidades se acercaba al objetivo de su ser.
Eran la Nave y la Nave era ellos. Para convertirse en la Nave, o intentar
convertirse en la Nave, sacrificaban sus cuerpos y, quizás, una buena dosis de su
humanidad. Sacrificaban también sus almas, tal vez, aunque esto era algo en lo que
nadie, y ellos menos que nadie, se ponía de acuerdo. Debe notarse que este
desacuerdo era totalmente ajeno a la convicción o al descreimiento de que pudieran
tener almas.
Estaban en el espacio, lo mismo que la Nave, lo que es comprensible porque
ellos eran la Nave. Desnudos ante la soledad y la vaciedad del espacio tal como
desnuda estaba la Nave. Simultáneamente desnudos ante el concepto de espacio,
que no se entiende en su totalidad, y el concepto de tiempo que, en última
instancia, es menos comprensible que el espacio. Y también desnudos, descubrieron
finalmente, ante los atributos de espacio y tiempo, infinitud y eternidad, dos
conceptos que escapan a la capacidad de toda intelección.
A medida que pasaban los siglos, se convencieron colectivamente de que se
convertirían, con toda certeza, en la Nave y nada más que la Nave, deshaciéndose
de todo lo que habían sido antes. Pero aún no habían alcanzado ese punto. La
humanidad persistía, la memoria permanecía. A veces todavía percibían las viejas
identidades, quizá con la lucidez un tanto embotada, el orgullo debilitado; fue a raíz
de la acuciante duda de haber sido tan nobles en sus sacrificios como en un
momento dado lograron convencerse a sí mismos. Porque finalmente se les ocurrió,
aunque no a todos a la vez, sino uno a uno, que habían sido culpables de una
evasiva semántica al emplear el término sacrificio para encubrir su egoísmo básico.
Uno tras otro fueron pensando, en los fugaces intervalos en que eran
auténticamente sinceros consigo mismos, que las acuciantes dudas que los
atormentaban podían ser más importantes que el orgullo.
En otras ocasiones, surgían viejos triunfos y pesares de tiempos remotos, y a
solas, sin compartirlos con los demás, cada uno meditaba en los viejos triunfos y
pesares, obteniendo de ellos una satisfacción que no reconocerían siquiera ante sí
mismos. Otras veces dos se apartaban del otro y hablaban entre sí. Esto era una
vergüenza y sabían que era una vergüenza que aplazaba el momento en que
finalmente fundirían sus propias identidades en una sola identidad, que se
configuraría a través de la consolidación de sus tres identidades. En sus momentos
de mayor franqueza comprendían que al hacerlo estaban huyendo, instintivamente,
de la pérdida definitiva de la identidad personal, que es el único terror palpable que
toda vida sensible relaciona con la muerte.
Sin embargo, en general y cada vez más a medida que pasaba el tiempo, eran
la Nave y nada más que la Nave, y en ello había una satisfacción y un orgullo, y
algunas veces cierta santidad. La santidad era una cualidad que no podía definirse
en palabras ni plasmarse en un pensamiento, pues estaba fuera y más allá de toda
sensación o éxito que el instrumento conocido como hombre haya evocado en el
supremo ejercicio de su no poca considerable imaginación. Era, hasta cierto punto,
una sensación de hermandad menor con el tiempo y el espacio, la sensación de ser
uno, extrañamente identificado con el concepto espaciotemporal, ese hipotético
estado que es el modelo primordial del universo. En este estado eran afines a las
estrellas y vecinos de las galaxias, mientras la vaciedad y la soledad, aunque nunca
se despojaban del horror, se volvía terreno conocido.
En los mejores momentos, cuando casi alcanzaban su objetivo final, la Nave se
desvanecía progresivamente de sus conciencias y sólo ellos, el uno en ellos
consolidado, se trasladaba en medio, a través de y por encima de la soledad y la
vaciedad, no ya indefenso, sino como un nativo del universo que era ahora su
territorio.
No había cielo. Donde tendría que haber habido un cielo sólo estaba la negra
desnudez del espacio, iluminado por una pléyade de estrellas desconocidas. Cuando
él y Nave se fueran, pensó, durante milenios estas estrellas aceradas y sin brillo
contemplarían a los tres que reposaban en el ataúd —no cuidándolos, sino
observándolos—, con la gélida mirada de antiguos aristócratas enmohecidos, con
desaprobación glacial contemplarían a los intrusos de su círculo social. Pero no
importaría la desaprobación, se dijo Nicodemus, ya que ahora nada podía hacerles
daño. Estaban más allá del dolor y la cura.
Diría una oración por ellos, pensó, aunque nunca había dicho una oración ni
pensado en rezar. Sospechaba, sin embargo, que la plegaria de alguien como él no
sería aceptable para los humanos que allí yacían ni para la deidad que pudiera
prestarle oídos. Pero era un gesto: la incierta y ligera esperanza de que en algún
lugar podía haber, todavía, una mediación intercesora.
Y si rezaba, ¿qué podía decir? Señor, dejamos estas criaturas a tu cuidado...
¿Y después de eso? ¿Qué diría a continuación de tan buen principio?
Podrías hablarle, dijo Nave. Podrías inculcarle la importancia de estas criaturas
que te preocupan.
O podrías suplicar y ahogar por ellas, que no necesitan de súplicas y están más
allá de toda defensa.
Te burlas de mí, dijo Nicodemus.
No nos burlamos, dijo Nave. Estamos más allá de toda burla.
Yo diría unas palabras, dijo Nicodemus. Es lo que esperarían de mí. Tierra lo
esperaría de mí. Antaño tú has sido humana. Pienso que en ocasiones como ésta
debe de haber alguna humanidad en ti.
Nos apenamos, dijo Nave. Lo lamentamos. Sentimos tristeza. Pero nos
apenamos por la muerte, no por dejar aquí a los muertos. A ellos les es indiferente
el sitio en que los dejemos.
Algo habría que decir, insistió Nicodemus para sus adentros. Algo
solemnemente formal, el cántico de un inveterado ritual, todo bien dicho y
correctamente, pues estarán eternamente aquí, polvo de Tierra trasplantado. Pese a
toda nuestra lógica en la búsqueda de la soledad para ellos, no deberíamos
abandonarlos aquí. Tendríamos que haber buscado un planeta repleto de verdores y
acogedor.
No hay planetas verdes y acogedores, dijo Nave.
Como no encuentro las palabras adecuadas, dijo el robot a la nave, ¿te molesta
que me quede un rato? Al menos deberíamos tener con ellos la cortesía de no
darnos prisa.
De acuerdo, dijo Nave. Tenemos toda la eternidad.
—¿Sabes que no logré pronunciar una sola palabra? —dijo Nicodemus a Horton.
Habló Nave.
Tenemos un visitante. Salió de las colinas y espera al otro lado de la rampa.
Tendrías que ir a. recibirlo. Pero ten cuidado, átate las armas de cinto. Parece un
tipo peligroso.
El visitante se había detenido a unos seis metros más allá del extremo de la
rampa y los aguardaba cuando Horton y Nicodemus salieron a su encuentro. Tenía
la altura de un humano y se apoyaba en dos piernas. Sus brazos, que colgaban
fláccidos a un costado del cuerpo, no terminaban en manos sino en nido de
tentáculos. No llevaba ropa. Su cuerpo estaba cubierto por una escasa capa de piel
mohosa. Era llamativamente obvio que se trataba de un macho. Su cabeza daba la
impresión de ser un cráneo desnudo. Estaba totalmente desprovisto de pelaje o piel
y su pellejo se extendía tirante sobre la estructura de los huesos. Las fauces eran
pesadas y se alargaban en una jeta maciza. Dientes punzantes empotrados en la
mandíbula superior, salientes hacia abajo, semejantes a los colmillos del mamífero
carnicero primitivo de la antigua Tierra. Orejas largas y puntiagudas pegadas contra
el cráneo, sobresalían rígidas del calvo cráneo abovedado. Cada una de ellas
terminaba en una brillante borla roja.
Cuando llegaron al pie de la rampa, la criatura les habló con voz atronadora.
—Os doy la bienvenida —dijo— a este disparatado planeta.
—¿Cómo diablos conoces nuestro idioma? —barbotó Horton sobresaltado.
—Lo aprendí de Shakespeare —replicó la criatura—. Shakespeare me lo enseñó.
Pero ahora está muerto y lo echo mucho de menos. Sin él estoy desolado.
—Pero Shakespeare es un hombre de la Antigüedad; no comprendo...
—Nada de anciano —dijo la criatura—, aunque no realmente joven, y tenía en él
una enfermedad. Se describía a sí mismo como humano. Se parecía mucho a ti.
Entiendo que tú también eres humano pero el otro no lo es, aunque tiene aspectos
humanos.
—Tienes razón —intervino Nicodemus—. No soy humano. Pero soy el segundo
en calidad, el primero en semejanza. Soy un amigo del ser humano.
—Entonces está bien—dijo la criatura, contenta—. Eso está muy bien. Porque
eso era yo de Shakespeare. El mejor amigo que nunca tuvo, decía. Y vaya si noto
su falta. Lo admiro mucho. Sabía hacer muchas cosas. Pero una que no podía hacer
era aprender mi lengua. Forzosamente tuve yo que aprender la suya. Me habló de
grandes transportes que van estruendosos por el espacio. Por eso cuando os oí
llegar me di prisa, con la esperanza de que fuerais la gente de Shakespeare.
Horton dijo a Nicodemus:
—Aquí hay algo que no encaja. El hombre no pudo llegar tan lejos en el espacio.
Nave ha estado dando vueltas, por supuesto, reduciendo la velocidad en busca de
planetas y eso llevó mucho tiempo. Pero estamos a cerca de mil años luz...
—Ahora Tierra —dijo Nicodemus— debe tener naves más rápidas que
multiplican muchas veces la velocidad de la luz. Muchas de esas naves debieron
adelantarnos mientras nosotros avanzábamos a paso de tortuga. Así, por raro que
parezca...
—Tú hablas de naves y Shakespeare también —dijo la criatura—, pero él no
necesita nave. Shakespeare viene por túnel.
—Oye, tratemos de hablar con algún sentido —dijo Horton, un tanto
exasperado—. ¿De qué túnel estás hablando?
—¿Quieres decir que no conoces el túnel que corre entre las estrellas?
—Nunca oí nada de eso —dijo Horton.
—Retrocedamos —dijo Nicodemus— y tratemos de empezar de nuevo. Por lo
que entiendo, tú eres nativo de este planeta.
—¿Nativo?
—Sí, nativo. Tú eres de aquí. Este es tu planeta natal. Aquí naciste.
—De ninguna manera —dijo la criatura enfáticamente—. No orinaría sobre este
planeta si pudiera evitarlo. No me quedaría ni la más mínima unidad de tiempo si
consiguiera largarme. He venido de prisa a negociar con vosotros el pasaje de salida
para cuando os marchéis.
—¿Llegaste aquí como Shakespeare? ¿Por túnel?
—Naturalmente, por túnel. ¿De qué otro modo llego aquí?
—Entonces salir debe ser sencillo. Ve al túnel y lárgate por él.
—No puedo —gimió la criatura—. El condenado túnel no funciona. Se ha
estropeado. Sólo va en una dirección. Te trae aquí, pero no te lleva de vuelta.
—Pero tú hablaste de un túnel a las estrellas. Tuve la impresión de que va a
muchas estrellas.
—A más de las que la mente puede contar, pero aquí necesita reparaciones.
Shakespeare probó y probó pero no logró arreglarlo. Shakespeare lo golpeó con sus
puños, lo pateó con sus pies, le gritó, le dijo terribles insultos. Pero sigue sin
funcionar.
—Si no eres de este planeta —dijo Horton—, tal vez quieras decirnos qué eres.
—Eso es fácil. Soy un carnívoro. ¿Conoces a los carnívoros?
—Sí. Son los que comen otras formas de vida.
—Yo soy un carnívoro —explicó la criatura— y estoy satisfecho de serlo.
Orgulloso de serlo. Hay entre las estrellas quienes miran con desprecio y horror a
los carnívoros. Dicen, erróneamente, que no es correcto comerse al prójimo. Dicen
que es cruel hacerlo, pero yo te digo que no es ninguna crueldad. Muerte rápida.
Muerte limpia. Ningún sufrimiento. Mejor que la enfermedad y la ancianidad.
—Está bien —dijo Nicodemus—. No es necesario que sigas. No tenemos nada
contra un carnívoro.
—Shakespeare dice que humanos también carnívoros. Pero no tanto como yo.
Shakespeare compartía la carne que yo mataba. El mismo habría matado, aunque
no tan bien como yo. Yo contento de matar para Shakespeare.
—¡Seguro! —exclamó Horton.
—¿Estás solo aquí? —preguntó Nicodemus—, ¿Eres el único de tu especie en el
planeta?
—El único —contestó Carnivore—. Llego en viaje secreto. No se lo digo a nadie.
—Ese Shakespeare tuyo —dijo Horton—, ¿también había hecho un viaje
secreto?
—Había seres sin principios a los que les habría gustado encontrarlo,
pretendiendo que les había hecho algún daño imaginario. El no deseaba que lo
encontraran.
—¿Pero ahora Shakespeare está muerto?
—Oh, sí, está muerto. Me lo comí.
¿Qué?
—Únicamente la carne —dijo Carnivore—. Me cuidé de no comerle los huesos. Y
no me molesta deciros que era duro y correoso, y que su sabor no era ningún
deleite. Tenía un gusto extraño.
Nicodemus se apresuró a hablar para cambiar de tema.
—Encantados iríamos contigo al túnel e intentaríamos repararlo.
—¿Lo haríais con plena amistad? —inquirió Carnivore agradecido—. Abrigaba
esta esperanza. ¿Podéis arreglar el condenado túnel?
—No sé —dijo Horton—. Podemos echarle un vistazo. No soy ingeniero...
—Yo puedo ser ingeniero —apuntó Nicodemus.
—No digas disparates —lo regañó Horton.
—Le echaremos un vistazo —dijo el chalado del robot.
—¿Entonces está acordado?
—Cuenta con ello —dijo Nicodemus.
—Eso es muy bueno —dijo Carnivore—. Os muestro ciudad antigua y...
—¿Hay una ciudad antigua?
—Hablo más de la cuenta —admitió Carnivore—. Permito que mi entusiasmo por
la reparación del túnel me suelte la lengua. Quizá no una verdadera ciudad. Quizá
sólo un puesto de avanzada. Muy vieja y muy arruinada, pero interesante quizá.
Ahora debo irme. La estrella viaja a poca altura. Mejor estar a cubierto cuando la
oscuridad cae en este lugar. Me alegro de conoceros. Encantado de la llegada de
gente de Shakespeare. ¡Hola y adiós! Os veré por la mañana y se arreglará el túnel.
Se volvió bruscamente y se internó a trote ligero en las montañas, sin
detenerse para mirar atrás.
Nicodemus meneó la cabeza.
—Hay muchos misterios aquí —dijo—. Mucho en qué reflexionar. Muchas
preguntas que hacer. Pero antes debo prepararte la cena. Llevas fuera del sueño
frío el tiempo suficiente para que sea prudente comer. Comida buena y sustanciosa,
aunque no mucha al principio. Tendrás que refrenar tu gula. Tienes que tomarte las
cosas con calma.
—¡Un momento! —dijo Horton—. Debes darme explicaciones. ¿Por qué me
desviaste del tema cuando sabías que quería hacer averiguaciones sobre la
ingestión de ese tal Shakespeare, sea quien sea? ¿Y qué es eso de que puedes
convertirte en ingeniero? Sabes muy bien que eso no es posible.
—Todo a su debido tiempo —respondió Nicodemus—. Como bien dices, hay que
dar explicaciones. Pero antes debes comer y prácticamente se ha puesto el sol. Ya
oíste lo que dijo la criatura con respecto a estar a la intemperie cuando se pone el
sol.
Horton bufó:
—Supersticiones. Cuentos de comadres.
—Cuentos de comadres o no —acotó Nicodemus—, será mejor regirse por las
costumbres locales hasta estar seguros.
Con la vista fija en el mar de ondulante hierba, Horton notó que el horizonte
había bifurcado el sol. La curvatura herbácea parecía una lámina de reluciente oro.
Ante sus ojos el sol se hundió más profundamente en el reflejo dorado y a medida
que se hundía, el cielo del oeste adquiría un macilento tono amarillo limón.
—Extraño efecto luminoso —dijo.
—Venga, volvamos a bordo —lo apremió Nicodemus—. ¿Qué quieres comer?
Vichyssoise, tal vez... ¿qué te parece? ¿Unas costillas selectas, una patata asada?
—Ofreces una buena carta —le dijo Horton.
—Soy un consumado chef —replicó el robot.
—¿Hay algo que no seas? Ingeniero y cocinero. ¿Qué más?
—Oh, muchas cosas —dijo Nicodemus—. Puedo ser muchas cosas.
El sol había desaparecido y una bruma purpúrea parecía colarse desde el cielo.
La bruma quedó suspendida por encima del amarillo de la hierba, que ahora había
adquirido el color del cobre viejo y bruñido. El horizonte era negro azabache, salvo
un destello de luz verdosa del color de las hojas nuevas, donde se había puesto el
sol.
—Es muy agradable a la vista —comentó Nicodemus.
El color se difuminaba rápidamente y al mismo tiempo un frío helado recorrió el
suelo. Horton se volvió para subir la rampa. Al hacerlo, algo se abalanzó sobre él, lo
agarró y lo retuvo. No lo agarró en realidad, porque allí no había nada para asirlo,
pero una fuerza lo sujetó y lo rodeó de modo tal que no podía moverse. Intentó
luchar pero no pudo accionar un solo músculo. Trató de gritar pero tenía la garganta
y la lengua congeladas. De repente estuvo desnudo... o sintió que estaba desnudo,
no tanto privado de ropa como de toda defensa, expuesto hasta lo más íntimo de su
ser. Con la sensación de ser observado, examinado, sondeado y analizado. Abierto y
desollado de modo tal que el observador podía penetrar hasta su último deseo, su
última esperanza. Era, dijo un fugaz pensamiento en su interior, como si Dios
hubiese llegado y lo estuviera evaluando,.quizá pronunciando su sentencia.
Quiso echar a correr para ocultarse, estirar otra vez la piel alrededor de su
cuerpo y mantenerla allí, con el fin de cubrir la cosa abierta y extendida en que se
había transformado, y esconderse una vez más detrás de los jirones andrajosos de
su humanidad. Pero no podía correr y no tenía dónde ocultarse, de modo que
continuó rígidamente inmóvil, observado.
Allí no había nada. Nada había aparecido. Pero algo lo cogió y lo retuvo y lo
desnudó, y él intentó rescatar su mente para verle, para averiguar qué clase de
fuerza era. Y mientras lo intentaba su cráneo pareció agrietarse y su mente quedó
libre, sobresaliente y abierta para poder abarcar lo que ningún hombre había
entendido con anterioridad. En un momento de ciego pánico, su mente dio la
impresión de expandirse hasta llenar el universo, aferrar con ágiles dedos mentales
todo lo que se encontraba dentro de los confines del espacio congelado y el flujo
temporal, y durante un instante, sólo un instante, imaginó que se asomaba a lo más
profundo del corazón del significado esencial oculto en los alcances más remotos del
universo.
Entonces su mente se desplomó y su cráneo volvió a soldarse, la cosa lo soltó y,
tambaleante, alargó la mano para sujetarse a la barandilla de la rampa y
mantenerse erguido.
Nicodemus estaba a su lado, sustentándolo, y su voz ansiosa preguntó:
—¿Qué ocurre, Cárter? ¿Qué te sobrevino?
Horton empuño la barandilla en un apretón mortal, como si fuera la única
realidad que le quedaba. Le dolía el cuerpo por la tensión, pero su mente aún
retenía parte de su anormal lucidez, aunque sentía que ésta se desvanecía. Sacudió
la cabeza y parpadeó para despejar la visión. Los colores del mar de hierba se
habían modificado. La bruma purpúrea se había desteñido hasta convertirse en un
oscuro crepúsculo. La hierba cobriza se había suavizado en un matiz plomizo y el
cielo estaba negro. Ante sus ojos salió la primera estrella.
—¿Qué ocurre, Cárter? —repitió el robot.
—¿Quieres decir que tú no lo sentiste?
—Algo —dijo Nicodemus—. Algo aterrador. Algo me golpeó y se deslizó
furtivamente. No tocó mi cuerpo sino mi mente. Como si alguien hubiera empleado
un puñetazo mental y hubiese errado el golpe, limitándose a rozar mi mente.
6
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11
Ni apelando al mayor exceso imaginativo aquello era una ciudad. Apenas una
veintena de edificios y ninguno de ellos grande. Eran estructuras rectangulares de
piedras y tenían el aspecto de barracas. Estaba emplazada a unos ochocientos
metros del edificio que lucía la calavera de Shakespeare, en una ligera elevación del
terreno por encima de una charca de aguas estancadas. Entre los edificios habían
prosperado espesas malezas y algunos árboles dispersos. En varios casos los
árboles incrustados contra las paredes o esquinas de un edificio habían desalojado o
desplazado parte de la mampostería. Aunque la mayoría de los edificios estaban
hundidos en la espesa vegetación, de vez en cuando se veían senderos
serpenteantes.
—Shakespeare despejó los senderos —explicó Carnivore—. Exploraba aquí y
llevaba algunas cosas a casa. No muchas, sólo algunas cada tanto. Algo con lo que
se encaprichaba. Dijo que no debemos perturbar a los muertos.
—¿Muertos? —se interesó Horton.
—Es posible que yo lo haga parecer demasiado dramático. Los que ya no están,
entonces, los que han desaparecido. Aunque eso tampoco suena bien. ¿Cómo puede
uno perturbar a los que se han ido?
—Todos los edificios son semejantes —observó Horton—. A mí me parecen
barracas.
—Barracas es una palabra que no tengo.
—Un lugar para albergar a una serie de personas.
—¿Para albergar? ¿Para vivir?
—Eso es. En un momento dado, una serie de personas vivió aquí. Una factoría,
un establecimiento comercial quizá. Barracas y depósitos.
—Por aquí no hay con quien comerciar.
—Bien, vale, entonces... tramperos, cazadores, mineros. Están las esmeraldas
que encontró Nicodemus, esta zona puede estar cuajada de formaciones que tienen
gemas. O animales de piel...
—Nada de animales de piel —aseguró Carnivore—. Animales de carne, eso es
todo. Algunos depredadores de baja categoría. Nada a lo que debamos temer.
Pese a la blancura de la piedra con que estaban construidos los edificios, daba
una impresión de suciedad, como si fueran chozas. Era evidente que en la época de
su construcción habían desbrozado un claro, pues, aunque algunos árboles se
arrastraban hasta el antiguo desmonte, el bosque apretado tomaba cuerpo más
atrás. Pero aun con su aire de sordidez, las estructuras parecían sólidas.
—Las construyeron para que duraran —dijo Horton—. Era algún tipo de colonia
permanente o que estaba destinada a ser permanente. Es extraño que el edificio en
que morabais tú y Shakespeare estuviera apartado de los demás, aunque supongo
que hacía las veces de cobertizo de guardia para vigilar el túnel. ¿Habéis
investigado estos edificios?
—Yo no. Me repugnan. Tienen algo repulsivo. Inhospitalario. Entrar en uno de
esos edificios es como entrar en una trampa. Sospecho que me cogería y no podría
volver a salir. Shakespeare anduvo fisgoneando, con gran inquietud de mi parte.
Saca unos objetos pequeños que le fascinaban. Aunque como ya te he dicho,
desordenó muy poco. Dijo que esas cosas quedaban para otros de su especie que
entienden mucho.
—Arqueólogos.
—Esa es la palabra que busco. La tenía en la punta de la lengua. Shakespeare
dice que es una vergüenza alterar cosas para los arqueólogos. Aprenden mucho de
ellas cuando él no aprende nada.
—Pero tú dijiste...
—Sólo unos pocos objetos pequeños. Al alcance de la mano. Pequeños, decía,
para trasladar y quizá de valor. Dice que el que al cielo escupe a la cara le cae.
—¿Qué pensaba Shakespeare que era este lugar?
—Tenía muchos pensamientos. En general, después de pensarlo mucho se
pregunta si no es un lugar para malhechores.
—Te refieres a un penal.
—Por lo que recuerdo, no usó esta palabra. Pero especula que es un lugar para
guardar a los que no quieren en ningún lado. Imagina que túnel siempre estuvo
hecho para operar en una sola dirección. Nunca en dos, siempre túnel de una
dirección. Así los que envían aquí no pueden volver.
—Lo que dices es sensato aunque no tiene por qué ser así —dijo Horton—. Si el
túnel fue abandonado en tiempos inmemoriales, habría estado largo tiempo sin
mantenimiento y poco a poco se habría averiado. Con respecto a lo que dices acerca
de no saber a dónde te diriges cuando entras en un túnel, y que dos personas que
se introducen en él terminan en diferentes destinos, también me suena equivocado.
Un sistema de transporte azaroso no es práctico. En tal caso, parece improbable
que el túnel haya sido ampliamente utilizado. Lo que no comprendo es por qué
gente como tú y Shakespeare usaría los túneles.
—Túneles sólo usados por quienes les importa un ardite —explicó Carnivore
alegremente—. Por quienes no tienen preferencias. Te llevan a lugares a donde no
tiene sentido ir. Túneles sólo conducen a planetas en los que puedes vivir. Con aire
para respirar. Ni demasiado calurosos ni demasiado fríos. No a la clase de lugares
que te matan, pero sí a muchos que no merecen la pena. Muchos sitios donde no
hay nadie, donde tal vez jamás hubo nadie.
—La gente que construyó los túneles debía de tener una razón para ir a tantos
planetas, incluso a los que tú dices que no merecen la pena. Sería interesante
conocer sus motivos.
—Los únicos que pueden decírtelo son los que los fabricaron. Han desaparecido.
Están en otro sitio o en ninguno. Nadie sabe quiénes eran ni dónde buscarlos.
—Pero algunos mundos del túnel están habitados. Por gente, quiero decir.
—Sí la definición de gente es muy amplia y no excesivamente escrupulosa. En
muchos planetas del túnel los problemas pueden llegar rápido. En el último que
estuve antes de éste, los problemas no sólo llegaron rápidamente sino que también
eran grandes.
Habían bajado lentamente por los senderos entre los edificios. Adelante se
cerraban los matorrales borrando la huella. El sendero terminaba poco más allá de
la puerta de una de las estructuras.
—Entraré —anunció Horton—. Si no quieres venir conmigo, espérame afuera.
—Esperaré —dijo Carnivore—. Adentro algo me recorre el espinazo y salta en mi
barriga.
En el interior reinaba la oscuridad. El aire era húmedo y viciado, tan frío que
calaba hasta los huesos. Tenso, Horton sintió el impulso de huir, de salir a la luz del
sol. Sentía allí una ajenidad que podía experimentarse aunque no definirse... la
sensación de estar en un lugar en el que no tenía derecho a estar, de entrometerse
en algo que debía permanecer oculto en las tinieblas.
Apoyó los pies con firmeza, conscientemente, y se quedó, aunque empezó a
sentir escalofríos. Gradualmente sus ojos se acostumbraron a la penumbra y logró
distinguir formas. Contra la pared de la derecha había algo que no podía ser otra
cosa que un desvencijado aparador de madera. Horton tuvo la impresión de que si
lo golpeaba se derrumbaría. Las puertas se mantenían cerradas con tiradores de
madera. Junto al aparador, un banco de madera de cuatro patas con grandes
resquebrajaduras a lo largo de su superficie. Sobre el banco había una pieza de
cerámica... Una jarra de agua, tal vez, con una rotura en forma de triángulo en el
borde. En el extremo opuesto, algo semejante a una vasija. Indudablemente no era
de cerámica. Parecía cristal, pero la capa de fino polvo que cubría todo
imposibilitada saberlo con certeza. Al lado del banco, lo que no podía ser más que
una silla. Tenía cuatro patas, un asiento, un respaldo inclinado. De uno de los
montantes del respaldo colgaba un trozo de paño que podría haber sido un
sombrero. En el suelo, delante de la silla, algo que parecía un plato... un óvalo de
blancura de porcelana y, encima del plato, un hueso.
Horton se dijo que algo se había sentado en la silla —¿cuántos años atrás?—,
con un plato en el regazo, para comer la carne de un animal, sosteniendo el trozo
con las manos o con lo que le servía de manos, pelando el hueso con los dientes, la
jarra de agua al alcance de la mano, aunque quizá no era agua sino vino. Y
terminado el trozo de carne, o comido todo lo que quería, había dejado el plato en
el suelo, quizá, y al incorporarse se acarició el vientre con cierta satisfacción. Dejó
el plato con el hueso en el suelo pero nunca volvió a levantarlo. Nunca nadie volvió
a recoger el plato.
Permaneció fascinado, con la vista fija en el banco, la silla, el plato. Parte de la
ajenidad parecía haber desaparecido, pues allí había un fragmento del pasado
arrebatado a un pueblo que, cualquiera que haya sido su idiosincrasia, contenía
algunos elementos de una humanidad común que podía extenderse a lo largo y lo
ancho del universo. Un tentempié de medianoche, tal vez... ¿Y qué había ocurrido
después que el tentempié de medianoche fue comido?
La silla para sentarse, el banco para apoyar la jarra, el plato para contener la
carne... y la vasija, ¿qué decir de la vasija? Consistía en un cuerpo globular, un
cuello largo y una base de sustentación ancha. Más semejante a una botella que a
una vasija, pensó.
Dio un paso adelante y mientras alargaba la mano para cogerlo rozó el
sombrero, si era un sombrero, que colgaba de la silla. A su contacto, el sombrero se
desintegró. Desapareció en un breve soplo de polvo que flotó en el aire.
Su mano cogió la vasija o botella; la levantó y notó que el cuerpo globular
estaba tallado con imágenes y símbolos. La sostuvo por el cuello y la acercó para
ver las decoraciones.
Observó a una extraña criatura en un recinto de techumbre puntiaguda
terminada en una pequeña bola. Era exactamente igual, pensó, que si la criatura
estuviese dentro de un bote de cocina que podía usarse para guardar té. Y la
criatura propiamente dicha... ¿era humanoide o sencillamente un animal que se
asentaba en dos patas traseras delgadas como espigas? Tenía un solo brazo y un
rabo pesado que se extendía en ángulo ascendente por su cuerpo erguido. La
cabeza era un borrón del que salían hacia arriba y hacia afuera seis líneas rectas:
tres a la izquierda, dos a la derecha y una hacia lo alto.
Hizo girar la botella (¿o la vasija?) y aparecieron otros grabados... líneas
horizontales formadas dentro de dos líneas, una encima de la otra aparentemente
unidas entre sí por líneas verticales. ¿Edificios, se preguntó, en los que las líneas
verticales representan columnas que sustentan el tejado? Había muchos cilindros y
óvalos torcidos, algunas marcas irregulares en filas breves que podían ser palabras
de un idioma desconocido. Y lo que podía ser una torre, desde cuya parte superior
emergían tres figuras con aspecto de zorros salidos de alguna antigua leyenda de
Tierra.
Desde el sendero, Carnivore lo llamaba:
—Horton, ¿todo va bien?
—Muy bien —respondió Horton.
—Tengo miedo por ti —dijo Carnivore—. Por favor, ¿no quieres salir? Me pones
nervioso quedándote.
—De acuerdo, ya que esto te pone nervioso...
Se volvió y salió, con la botella en la mano.
—Has encontrado receptáculo interesante —dijo Carnivore, observándolo con
cierto recelo.
—Sí, mira esto —Horton levantó la botella y la hizo girar lentamente—.
Representaciones de algún tipo de vida, aunque me resulta difícil deducir qué son
exactamente.
—Shakespeare encontró algunas similares. También con marcas, aunque no
exactamente como tuyas. Tampoco sabía qué eran.
—Podrían ser representaciones de las gentes que vivieron aquí.
—Shakespeare dijo lo mismo, pero aclaró que sólo eran mitos de las gentes que
estuvieron aquí. Explica que mitos son recuerdos raciales, cosas que la memoria, a
menudo defectuosa, dice ocurrieron en el pasado —se movió de un lado a otro,
nervioso—. Regresemos —dijo—. Mi barriga necesita nutrición.
—La mía también —coincidió Horton.
—Tengo carne. Matada ayer. ¿Comerás conmigo mi carne?
—Encantado —aceptó Horton—. Tengo víveres, pero no tan buenos como la
carne.
—Todavía no está muy pasada —dijo Carnivore—. Pero volveré a matar
mañana. Prefiero carne más bien fresca. Sólo la como pasada en casos de
emergencia. Supongo que sometes tu carne al fuego, como hacía Shakespeare.
—Sí, me gusta cocida.
—Madera seca hay abundante para el fuego. Apilada fuera de la casa y a la
espera de la llamarada. Hay fogón adelante. Supongo que lo viste.
—Sí, he visto el fogón.
—El otro... ¿también come carne?
—No come nada.
—Increíble —dijo Carnivore—. ¿Cómo conserva fuerzas?
—Tiene lo que tú llamarías una batería. Le proporciona alimento de otra clase.
—¿Crees que ese Nicodemus no arregla túnel en seguida? Allá parecíais estar
diciendo eso.
—Me parece que podría llevarle un buen rato —dijo—. No tiene idea de qué se
trata y ninguno de nosotros está en condiciones de ayudarle.
Retrocedieron por el mismo sendero sinuoso que los había llevado hasta allí.
—¿Qué es ese olor? —preguntó Horton—. Huele como un cadáver o algo peor.
—Es la charca —dijo Carnivore—. La charca que viste al pasar.
—La vi cuando subíamos.
—Su olor da asco —dijo Carnivore—. Shakespeare la llamaba Charca Pestilente.
12
Horton estaba en cuclillas delante del fuego, supervisando el trozo de carne que
se asaba sobre las brasas. Carnivore se había sentado al otro lado, frente a él, y
desgarraba con los dientes la carne cruda. La sangre le manchaba el hocico y
resbalaba por su cara.
—¿No te molesta? —preguntó—. Mi estómago clama comida.
—En absoluto —dijo Horton—. A la mía sólo le falta un minuto.
El sol de última hora de la tarde caldeaba su espalda. El calor del fuego le daba
en la cara y se sintió exultante en el bienestar del campamento. La fogata estaba
exactamente delante del edificio blanco como la nieve, desde el que les sonreía el
cráneo de Shakespeare. En medio del silencio, se oía un borboteo del remanso que
corría debajo del manantial.
—En cuanto acabemos —dijo Carnivore—, te muestro las posesiones de
Shakespeare. Las tengo todas embolsadas con esmero. ¿Tienes interés en ellas?
—Sí, por supuesto —contestó Horton.
—En muchos sentidos, Shakespeare era un humano irritante —dijo Carnivore—,
aunque lo adoro. En realidad nunca supe si yo le gustaba o no, aunque me parece
que sí. Congeniábamos. Juntos trabajamos muy bien. Hablamos mucho. Nos
decimos muchas cosas. Pero nunca puedo borrar la sensación de que se reía de mí,
aunque no entiendo por qué. ¿Me encuentras divertido, Horton?
—En lo más mínimo —dijo Horton—. Debes habértelo imaginado.
—¿Puedes decirme qué significa condenado? Shakespeare siempre lo dice y yo
me acostumbro con él. Pero nunca supe el significado. Le pregunto qué es y no me
lo dice. Se ríe de mí en lo más íntimo de su ser.
—No tiene un significado real. En general, me refiero. Se usa para dar énfasis,
sin verdadero sentido. Sólo es un decir. Normalmente, la mayoría de la gente no la
emplea. Sólo algunos. Otros la dicen con moderación y únicamente bajo una fuerte
conmoción emocional.
—Entonces no significa nada. Es una forma de hablar.
—Exactamente —dijo Horton.
—Cuando habla de magia, él dice condenada tontería. Pero entonces no
significa ningún tipo de tontería especial.
—No, él sólo quería decir que era una tontería.
—¿Tú opinas que magia es tontería?
—No sé qué decirte. Sospecho que nunca pensé demasiado en ello. Yo diría que
la magia usada a la ligera puede ser una tontería. Quizá la magia sea algo que
nadie comprende. ¿Tú tienes fe en la magia? ¿La practicas?
—Los míos tienen grandes magias a través del tiempo. A veces funciona, a
veces no. Digo a Shakespeare que juntemos nuestras magias para ver si abren
túnel. Entonces Shakespeare dice que la magia es una condenada tontería. Dice que
no tenía ninguna. Que la magia no existe.
—Sospecho que hablaba en virtud de un prejuicio —apuntó Horton—. No se
puede descalificar algo que no se conoce.
—Sí, Shakespeare es capaz de hacer algo así.
Aunque pienso que mintió. Pienso que usaba su magia. Tenía una cosa que
llamaba libro, decía que es libro de Shakespeare. Y el libro le hablaba. ¿Qué es eso
sino magia?
—Nosotros lo denominamos leer —aclaró Horton.
—El sostenía el libro y el libro le hablaba. Más tarde él le hablaba al libro. Le
hace marcas con un palillo especial que tiene. Le pregunto qué hace y me gruñe.
Siempre me estaba gruñendo. Un gruñido significaba que lo dejara en paz, que no
lo molestara.
—¿Tienes ese libro?
—Te lo mostraré más tarde.
La tajada de carne estaba hecha y Horton empezó a comer.
—Es muy buena. ¿Qué clase de animal?
—No muy grande —dijo Carnivore—. Fácil de matar. No intenta luchar. Sólo
librarse. Pero apetitoso. Muchos animales de carne, y éste el más sabroso.
Nicodemus apareció senda arriba con paso cansino, la caja de herramientas en
la mano. Se sentó junto a Horton.
—Antes de que lo preguntéis, no lo he reparado —se apresuró a informar.
—¿Pero hay progresos? —inquirió Carnivore.
—No lo sé —confesó Nicodemus—. Creo saber cómo podría desconectar el
campo de fuerza, aunque no estoy seguro. Pero vale la pena probar. Empleé casi
todo el tiempo tratando de dilucidar qué hay detrás de ese campo de fuerza. Dibujé
muchos croquis e hice unos diagramas para ver si comprendía de qué se trata.
Tengo algunas ideas al respecto, pero de nada sirven si no logro eliminar el campo
de fuerza. Y todo lo que pienso puede ser erróneo, naturalmente.
—¿Pero no desalentado?
—No, persistiré en el intento.
—Eso está muy bien —dijo Carnivore. Tragó el último cacho de carne pringosa—
. Bajo a manantial y me lavo la cara. Soy un comedor muy desaseado. ¿Quieres que
te espere?
—No —dijo Horton—. Bajaré dentro de un rato. Sólo he comido la mitad del
asado.
—Con perdón, por favor —dijo Carnivore al tiempo que se levantaba.
Los otros dos le siguieron con la mirada mientras se alejaba a zancadas por el
sendero.
—¿Cómo fue todo? —preguntó Nicodemus.
Horton se encogió de hombros.
—Hay una especie de pueblecito abandonado al este. Edificios de piedra
cubiertos de malezas. Por lo que parece, hace siglos que nadie pisa esto. No hay
nada que indique por qué estuvieron aquí ni por qué se marcharon. Según
Carnivore, Shakespeare opinaba que podía ser un penal. Si así fuera, hicieron un
trabajo hábil. Con el túnel inoperante, no había por qué temer que nadie se fugara.
—¿Sabe Carnivore qué clase de gente era?
—No lo sabe. Y no creo que le importe. No experimenta ninguna curiosidad real.
Lo único que le interesa es el aquí y ahora. Además, le da miedo. El pasado parece
aterrorizarlo. Pero yo conjeturo que eran humanoides... no necesariamente gente
tal como la pensamos nosotros. Entré en uno de los edificios y encontré una especie
de botella. Al principio pensé que era una vasija, pero sospecho que es una botella.
Estiró la mano, cogió la botella y se la pasó a Nicodemus. El robot la dio vuelta
varias veces entre sus manos.
—Tosco —sentenció—. Las imágenes pueden ser sólo aproximadamente
figurativas. Es difícil saber qué representan. Ciertos trazos parecen algún tipo de
escritura.
Horton asintió.
—Lo que dices es cierto, pero eso significa que tenían alguna idea del arte, lo
que también podría significar una cultura en movimiento.
—No lo bastante avanzada para explicar la compleja tecnología de los túneles —
acotó Nicodemus.
—No quise dar a entender que fuesen los mismos que construyeron los túneles.
—¿Ha dicho Carnivore algo más acerca de sumarse a nosotros cuando nos
marchemos?
—No. Aparentemente, confía en que repararás el túnel.
—Quizá sea mejor ocultárselo, pero no puedo hacer nada. ¡Jamás vi un revoltijo
como el de ese tablero de controles!
Carnivore se acercó contoneándose.
—Todo limpio ahora —dijo—. Veo que has terminado. ¿Te gustó la carne?
—Excelente —dijo Horton.
—Mañana tendremos carne fresca.
—Enterraremos las sobras mientras vas de cacería —dijo Horton.
—No es necesario enterrar. Tíralas en la charca. Aprieta fuerte la nariz en el
proceso.
—¿Es lo que haces siempre?
—Claro —dijo Carnivore—. Fácil de despachar. Algo en la charca se la traga.
Probablemente contento de que le arroje carne.
—¿Alguna vez viste a la cosa que se come la carne?
—No, pero carne desaparece. Carne flota en agua. Carne nunca flota en charca.
Tiene que ser comida.
—Tal vez sea tu carne lo que hace que la charca apeste.
—No —insistió Carnivore—. Siempre olió así. También antes de tirar carne.
Shakespeare aquí antes que yo y no tiraba carne. Empero, dijo que apesta desde su
llegada.
—El agua estancada puede oler muy mal —dijo Horton—, pero nunca sentí
semejante hedor.
—Podría no ser agua —insinuó Carnivore—. Es más espeso. Se desliza como
agua, parece agua, pero no es tan fina. Shakespeare la llamaba sopa.
Sombras alargadas que se extendían de la arboleda hacia el oeste atravesaban
el campamento. Carnivore ladeó la cabeza y miró de reojo el sol.
—La hora de dios está casi aquí —dijo—. Vamos adentro. Debajo de un fuerte
techo de piedra no es tan malo. No como al aire libre. Se siente, pero las piedras
dejan afuera lo peor.
Por dentro, la casa de Shakespeare era sencilla.
El suelo estaba cubierto por losas. No tenía cielo raso y la única habitación daba
al techado. Había una gran mesa de piedra en el centro de la estancia, que estaba
bordeada por una repisa también de piedra, de la altura de una silla.
Carnivore señaló la saliente.
—Para sentarse y para dormir. También para poner cosas.
La repisa del fondo estaba abarrotada de jarras y vasijas, extrañas piezas que
parecían pequeñas estatuas y otras para las cuales, a primera vista, no parecía
haber nombre.
—De la ciudad —dijo Carnivore—. Objetos que Shakespeare trajo de la ciudad.
Curiosos, acaso, pero de poco valor.
En un extremo de la mesa había una vela deforme, pegada a la piedra con su
propio goteo.
—Da la luz —explicó Carnivore—. Shakespeare la inventó con grasa de la carne
que yo mataba y la usaba para conversar con el libro... a veces el libro le hablaba a
él y otras, con su palillo mágico, él le contestaba.
—¿El libro que te ofreciste a mostrarme?
—Claro —dijo Carnivore—. Quizá tú puedas explicármelo. Decirme qué es.
Pregunto a Shakespeare muchas veces pero me da explicación que no es realmente
explicación. Me consumo de ganas de saber pero no me cuenta. Dime algo, por
favor. ¿Por qué necesitaba luz para hablar con libro?
—Eso se llama lectura, —aclaró Horton—. El libro habla por medio de las marcas
y se necesita luz para leerlo. Para que hable, las marcas tienen que verse bien.
Carnivore movió la cabeza de un lado a otro.
—Raros tejemanejes —dijo—. Rara cuestión son los humanos. Raro
Shakespeare. Siempre riendo de mí. No risa para afuera, risa para adentro. Me
gusta, pero se ríe. Hace risa para mostrar que es mejor que yo. Ríe en secreto, pero
me hace saber que ríe.
Fue a un rincón y cogió una bolsa hecha con piel de animal. La levantó en un
puño y la sacudió; se oyeron crujidos y raspaduras.
—¡Sus huesos! Ahora sólo ríe con sus huesos. Hasta sus huesos ríen todavía.
Escucha y los oirás —agitó violentamente la bolsa—. ¿No oyes una risa?
Sonó la hora de dios.
Incluso en el interior resultó una monstruosidad. Pese al grosor de la piedra de
las paredes y la techumbre, su fuerza no disminuyó mucho. Una vez más Horton se
encontró agarrado y desnudo y abierto para ser explorado y esta vez,
aparentemente, más que explorado, absorbido, de modo que tuvo la impresión, aun
mientras se debatía por seguir siendo él mismo, de fusionarse con aquello que lo
tenía agarrado. Sintió que se fusionaba con ello, que pasaba a formar parte de ello,
y cuando supo que no podía rechazar esa intimidad intentó, pese a la humillación de
pasar a ser parte integrante de otra cosa, sondear por su cuenta y descubrir así qué
era aquello de lo que formaba parte. Por un instante creyó saberlo; por un único y
fugaz instante la cosa por la que había sido absorbido, la cosa en que se había
convertido, pareció prolongarse para abarcar el universo, todo lo que había sido o
era o sería y mostrárselo a él, mostrarle la lógica o la ilógica, el propósito, la razón
y la meta. Pero en ese instante de conocimiento su mente humana se rebeló contra
las consecuencias del saber, espantada y ultrajada de que pudieran existir cosas
semejantes, de que la manifestación del universo y la comprensión del mismo fuera
posible. Su mente y su cuerpo languidecieron: prefirieron ignorar.
No tenía modo de calcular cuánto duró. Flotó flojamente en el apretón, que no
sólo dio muestras de absorberlo a él sino asimismo a su sentido del tiempo... como
si pudiera manipular el tiempo a voluntad y con sus propios fines, y él tuvo el
efímero pensamiento de que si aquello podía hacer eso, nada podría hacerle frente,
ya que el tiempo era el factor más esquivo del universo.
Finalmente concluyó y Horton se sorprendió al encontrarse acurrucado en el
suelo, con los brazos levantados para cubrirse la cabeza. Sintió que Nicodemus lo
alzaba, lo ponía de pie y lo mantenía erguido. Indignado por su propia impotencia,
apartó bruscamente las manos del robot y se acercó tambaleante a la gran mesa de
piedra, aferrándola, desesperado.
—Otra vez fue intenso —dijo Nicodemus.
Horton sacudió la cabeza, tratando de despejar su mente.
—Cruel —dijo—. Tan cruel como antes. ¿Y tú?
—Lo mismo que antes. Un golpe mental indirecto. Eso fue todo. Aplica mayor
violencia a un cerebro biológico.
A través de una bruma, Horton oyó declamar a Carnivore.
—Algo allá arriba —decía— parece interesarse por nosotros.
13
Horton abrió el libro en la portada. Junto a su codo la vela casera se derretía,
ahumada, arrojando una luz vacilante e inconstante. Se inclinó para leer. La
tipografía le era desconocida, las palabras le parecían incorrectas.
—¿Qué es? —preguntó Nicodemus.
—Creo que Shakespeare —dijo Horton—. ¿Qué otra cosa podría ser? Pero la
ortografía es distinta. Abreviaturas extrañas. Y algunas letras equivocadas. Sí, mira
aquí... eso debe ser. Obras completas de William Shakespeare. Así lo interpreto.
¿Estás de acuerdo?
—Pero no lleva fecha de publicación —observó Nicodemus, inclinado por encima
del hombro de Horton.
—Después de nuestros tiempos, diría yo —conjeturó Horton—. El lenguaje y la
ortografía se modifican con el correr del tiempo. No hay fecha, pero fue publicado
en... ¿logras distinguir la palabra?
Nicodemus se acercó más aún.
—Londres. No, no es Londres. Algún otro lugar. Uno del que nunca he oído
hablar. Tal vez no esté en Tierra.
—Bien, de todos modos sabemos que es Shakespeare —dijo Horton—. Este
llegó a ser su nombre. Lo hizo en broma.
Carnivore refunfuñó desde el otro lado de la mesa.
—Shakespeare siempre plagado de bromas.
Horton volvió la página y dio con otra llena de una enrevesada escritura a lápiz.
Se inclinó para tratar de descifrarla. Notó que estaba compuesta con la misma
ortografía e igual ensamblaje de palabras extrañas que había encontrado en la
portada. Tortuosamente, interpretó las primeras líneas y las tradujo casi como si lo
hiciera de una lengua extranjera:
«Si estás leyendo esto, existe la probabilidad de que te hayas topado con ese
gran monstruo que es Carnivore. Si tal es el caso, ni un solo instante confíes en ese
miserable hijo de puta. Sé que tiene la intención de matarme, pero yo reiré el
último y el que ríe el último ríe mejor. La última risa es fácil para quien sabe que,
de todas maneras, está a punto de morir. El inhibidor que llevaba conmigo está casi
acabado y cuando se termine la enfermedad maligna seguirá corroyendo mi
cerebro. Y tengo la convicción de que antes de que se presente el dolor letal, la
muerte será más dulce si me mata este monstruo baboso que atenazado por los
sufrimientos...»
«...sufrimientos. Finge una gran amistad por mí y desempeña tan bien su papel
que se necesita de un considerable esfuerzo analítico para discernir su verdadera
actitud. Con el propósito de comprenderlo, uno debe primero aprender qué clase de
cosa es, ponerse al tanto de su pasado y sus motivaciones. Muy lentamente, llegué
a darme cuenta de que en verdad es lo que parece ser, aquello de lo que se jacta:
no sólo un carnívoro convicto y confeso, sino también un depredador. Para él, matar
no es sólo una forma de vida sino una pasión, una religión. No se trata sólo de él,
pues su misma cultura se basa en el arte de la matanza. Poco a poco he logrado, a
través de una profunda penetración adquirida en la convivencia con él, ensamblar la
historia de su vida y sus orígenes. Si se lo preguntas, imagino que te responderá,
orgulloso, que pertenece a una raza guerrera. Pero eso no explica todo. El es, entre
los de su raza, una criatura muy especial, por mérito propio quizás un héroe
legendario... o al menos a punto de convertirse en un héroe legendario. Su
profesión vital, por lo que entiendo (y estoy seguro de que mi entendimiento es
correcto), consiste en viajar de mundo a mundo y en cada uno desafiar y matar a
las especies más terribles que allí hayan evolucionado. A la manera de los
legendarios indios norteamericanos de la vieja Tierra, cuenta un tanto simbólico por
cada adversario que asesina y, según creo, ahora es subcampeón de la historia de
su raza y anhela convertirse en campeón de todos los tiempos, el más grande
matador. No sé bien qué ganará con eso, pero tengo mi hipótesis: quizá la
inmortalidad de la memoria racial, conservada eternamente en su panteón tribal...»
«Pero en este aborrecible planeta está atrapado conmigo. Y como yo, está
excluido de esos otros mundos en los que podría buscar, combatir y destruir a las
formas de vida más poderosas que lograra cazar, para eterna gloria de su raza. En
consecuencia, estoy seguro de detectar, en la mentalidad de gran guerrero que hay
en él, una desesperación serenamente creciente; también tengo la certeza de que
llegará el momento en que perderá toda esperanza de otros mundos y que mi
nombre será el último de su nómina victoriosa, aunque sabe Dios que mi asesinato
no será un honor para él, pues yo estaré de todos modos perdido. Por medios
indirectos ha hecho todo lo posible para inculcarle, de diversas maneras sutiles, que
yo sería un oponente frágil y débil. En mi debilidad, creía yo, residía mi única
esperanza. Pero ahora sé que estoy equivocado. Veo la locura y la desesperación
crecer en él. Si esto sigue así, sé que algún día me matará. En el momento en que
su locura me sobredimensione hasta transformarme en un enemigo digno de él, me
atacará. En qué lo beneficiará, lo ignoro. Parecería tener muy poco sentido asesinar
si otros de su raza no se enteran, no pueden enterarse. Pero de algún modo tengo
la impresión, en virtud de lo que no sé, de que incluso en su presente situación de
estar perdido entre las estrellas, su acto trascendería y sería celebrado por otros de
su raza. Esto escapa a mi comprensión y he renunciado a tratar de entenderlo.
»Está frente a mí al otro lado de la mesa mientras escribo y noto que me
calibra, con plena conciencia de que no soy un sujeto digno de su modelo de
matanza ritual, aunque tratando de mentalizarse para creer que lo soy. Algún día lo
creerá y ése será el día. Pero le he ganado por la mano. Tengo un as bajo la manga.
Ignora que en mí yace una muerte para la que falta poco tiempo. Estaré maduro
para morir antes de que él esté listo para matar. Y como es un palurdo sentimental
—todos los asesinos son palurdos sentimentales— lo convenceré de que me mate
como si fuera un oficio sacerdotal para cuya ejecución me entrego a él en mi
desesperada necesidad, como el único que puede cumplir esta hazaña de esencial
compasión. O sea, que haré dos cosas: lo usaré para abreviar el suplicio final que sé
que ha de llegar, y lo privaré de su asesinato decisivo, pues inmolar
misericordiosamente no cuenta para él. No marcará ningún tanto conmigo. Más bien
yo lo marcaré con él. Y mientras me mata, misericordiosamente, me le reiré en la
cara. Porque la victoria definitiva es la risa. Para él matar, para mí reír. Esta es la
dimensión de las cosas entre nosotros.»
Horton bajó la cabeza y guardó un atónito silencio. Ese hombre estaba loco, se
dijo. Loco con una locura fría, helada, congelada, que era mucho peor que la locura
delirante. No una mera enajenación de la mente, sino locura del alma.
—Así que finalmente me mencionó —dijo Carnivore.
—Sí. Dijo que eres un palurdo sentimental.
—Eso no suena bien.
—Es una expresión de gran afecto —dijo Horton.
—¿Estás seguro? —preguntó Carnivore.
—Absolutamente seguro.
—Entonces Shakespeare me quería de verdad.
—No me cabe la menor duda —dijo Horton.
Volvió al libro y lo hojeó. El Rey Ricardo III. La comedia de las equivocaciones.
La doma de la bravía. El Rey Juan. Noche de Epifanía, Otelo, El rey Lear, Hamlet.
Estaban todas. Y garabateada en los márgenes, inscrita en las páginas parcialmente
en blanco donde terminaba cada obra, la escritura enrevesada.
—Le hablaba mucho. Casi todas las noches. Y a veces los días lluviosos, cuando
nos quedábamos en casa.
Bien está todo lo que bien acaba, página 1.038, garabateado en el margen
izquierdo:
«Hoy la charca apesta más que nunca. Es un olor maligno. No sólo mal olor,
sino olor maligno. Como si estuviera viva y exudara maldad. Como si ocultara en
sus profundidades algo siniestro...»
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Los comités habían sido su vida, se confesó a sí misma la gran dama, y hubo un
tiempo en que pensaba en la cuestión actual como en una acción de comité. Sólo
otro comité, se decía a sí misma, tratando de reprimir el miedo a aquello que había
aceptado, tratando de expresarlo en términos comunes y comprensibles (para ella),
con el fin de no dar lugar al temor a asociarse. Aunque, recordó, ese miedo había
sido superado por otro. ¿Y por qué, se preguntó, el miedo tenía que ser el motivo?
En aquel entonces, excepto en ciertos momentos secretos, por supuesto, lo había
reconocido. Se había dicho a sí misma, y había dejado que los demás creyeran que
actuaba por pura generosidad, que su único pensamiento era el bien del género
humano. Y le creyeron, o pensaba que le creyeron, porque semejante motivo y su
acción concordaban perfectamente con lo que había estado haciendo toda su vida.
Era famosa por sus buenas acciones y por su profunda compasión hacia toda la
humanidad sufriente, y era fácil suponer que su devoción por el bienestar de la
gente de Tierra la llevaba al sacrificio final.
Aunque, si no le fallaba la memoria, nunca lo había pensado como un sacrificio.
Había estado dispuesta, recordó, a dejar que otros lo pensaran y en ocasiones había
estimulado esta creencia. Porque sacrificarse era un acto muy noble y quería ser
recordada por sus actos nobles, siendo este último el de mayor envergadura. La
nobleza y el honor, pensó, era lo que más estimaba. Pero no, se vio obligada a
admitir, una nobleza callada y un honor silencioso, pues en tal caso no habría
llamado la atención. Lo que para ella habría sido impensable, ya que necesitaba ser
notada y aclamada. Directora, presidenta, ex presidenta, representante nacional,
secretaria, tesorera... todos estos cargos y más... organización tras organización se
acumulaban, hasta el punto en que no tenía tiempo de pensar, pues todos sus
momentos estaban ocupados.
¿Sin tiempo para pensar?, se preguntó a sí misma. ¿Era ésa la razón oculta
detrás de sus frenéticos esfuerzos? ¿No el honor y la gloria sino la imposibilidad de
pensar? ¿Para no pensar en los matrimonios deshechos, en los hombres que se
alejaron, en el vacío que sentía a medida que pasaban los años?
Por eso estaba aquí, lo sabía. Porque había sido un fracaso... porque no sólo le
había fallado a otros sino a sí misma, y al final se había reconocido como una mujer
que buscaba frenéticamente algo que se le había perdido, quizá porque no lo valoró
hasta que fue demasiado tarde.
Y debido a ello, sabía, la empresa actual había resultado óptima, aunque
muchas veces lo hubiera dudado.
Yo no lo dudé en ningún momento, dijo el científico. Siempre estuve seguro.
Espiaste, dijo amargamente la gran dama. Te asomaste subrepticiamente a mis
pensamientos. ¿Es que no existe la intimidad? Los pensamientos personales
deberían ser privados. Espiar es indicativo de malos modales.
Somos uno, dijo el científico, o deberíamos serlo. Ya no somos tres
personalidades, una mujer y dos hombres, sino una mente, una sola mente. No
obstante, nos mantenemos apartados. Estamos separados con mayor frecuencia
que juntos. Y en ese aspecto hemos fracasado.
No hemos fracasado, dijo el monje. Apenas acabamos de empezar. Tenemos
toda la eternidad y soy yo quien puede definir la eternidad. Toda mi vida he vivido
para la eternidad, sospechando incluso mientras la vivía que para mí no habría
eternidad. Ni para mí ni para nadie. Pero ahora sé que estaba equivocado. Hemos
encontrado la eternidad, nosotros tres... y si no la eternidad, lo que podría ser la
eternidad. Hemos cambiado y cambiaremos y en los eones que restan hasta que
esta nave materialista se haya convertido en polvo, indudablemente llegaremos a
ser una mente eterna que no necesitará de Nave, ni siquiera de los cerebros
biológicos que ahora moran en nuestras mentes. Nos conformaremos en un único
agente libre que podrá errar por siempre a través de la infinitud. Pero creo haberos
dicho que tengo una definición para la eternidad. No una definición, en realidad,
pero sí una bonita narración. La Iglesia, debéis comprenderlo, formuló a lo largo de
los años muchos relatos bonitos. Este se refiere a una montaña de más de un
kilómetro de alto y un pájaro. Cada mil años el pájaro, que a efectos de la historia
era muy longevo, sobrevolaría la montaña y al hacerlo una de sus alas la tocaría y
desgastaría un segmento infinitesimal de la misma. Cada mil años el ave lo hizo y
finalmente redujo la montaña, con el impacto de su ala, a un llano. Y esto, este
desgaste de una montaña por el roce del ala de un pájaro cada mil años, diríais,
sería la eternidad. Pero os equivocaríais. No sería más que el inicio de la eternidad.
Es una historia disparatada, dijo el científico. Eternidad no es un término que se
preste a definiciones. Se trata de algo vago que engloba a otras cosas y a lo que no
podemos asignar un valor, así como no podemos asignarle un valor al infinito.
Me gustó la historia, dijo la gran dama. Tiene un toque de gracia. Es el tipo de
relato sencillo que encontré tan contundente en los discursos que pronunciaba ante
grupos muy diferentes en beneficio de muy distintas causas. Aunque si ahora me
preguntáis el nombre de esos grupos y esas causas, me resultaría difícil
enumerarlos. Ojalá, Señor Monje, hubiese conocido entonces tu historia. Estoy
segura de que habría encontrado la ocasión de incluirla en uno de mis discursos.
Habría operado maravillas. La sala se habría venido abajo con los aplausos.
La historia es descabellada, dijo el científico, porque mucho antes de que tu
pájaro longevo hubiese hecho una minúscula muesca en la montaña, las fuerzas
naturales de la erosión la habrían reducido a una penillanura.
Tú tienes ventajas sobre nosotros dos, dijo desaprobadoramente el monje.
Posees una lógica científica que guía tus pensamientos e interpreta tus experiencias.
La lógica de, la humanidad no es un buen punto de apoyo, dijo el científico. Es
una lógica dictada por la observación y a pesar de nuestros maravillosos
instrumentos, nuestras observaciones se veían gravemente restringidas. Ahora los
tres debemos formular una nueva lógica basada en nuestras observaciones
actuales. Tengo la certeza que descubriremos muchos errores en nuestra lógica
terrenal.
Sé muy poco de lógica salvo la que estudié como clérigo, dijo el monje, y esa
lógica solía fundamentarse en una oscura gimnasia intelectual más que en la
observación científica.
Yo, dijo la gran dama, no obraba de acuerdo con ninguna lógica, sino en base a
determinadas técnicas aplicadas para contribuir a ciertas actividades con las que me
había comprometido, aunque no estoy segura de que comprometido sea la palabra
correcta. Ahora mismo me resulta difícil recordar en qué medida puedo haber
estado comprometida con las causas para las que trabajaba. Con toda franqueza.,
creo que eran tanto las causas las que me motivaban, como la oportunidad que me
daban de retener y ejercer posiciones de poder. Pensándolo ahora, esas posiciones
de poder, que parecían tan deseables y estimulantes, se hunden en la nada. Pero en
verdad, todo ello debe haberme proporcionado un gran prestigio público, pues de lo
contrario no me habrían conferido el honor que nos confirieron a los tres cuando se
decidió que uno de nosotros tenía que ser una mujer. Por ende, supongo que haber
encabezado numerosos comités, participado en muchas comisiones, haberme
involucrado en varios grupos de estudios sobre temas de los cuales no sabía casi
nada, y haber tomado la palabra ante asambleas reducidas y nutridas, debió de ser
digno de consideración. Y después de todo este tiempo, tratando de decidir si es
acertado que yo esté aquí, me alegro de que me eligieran. Me alegro de estar aquí.
De no estarlo no estaría en ningún lado, Señor Monje, pues creo que nunca he sido
capaz de convencerme a mí misma de que debía creer en tu idea de un alma
inmortal. No es tampoco mi idea, dijo el monje. Yo tampoco he creído en la vida
eterna. Intenté creerlo porque en mi ocupación era fundamental que lo creyera. Y
también estaba mi temor a la muerte y, supongo, a la vida.
Aceptaste este puesto, dijo la gran dama, por miedo a la muerte, y yo por el
honor... porque no estaba en mí rechazar el honor y el aprecio. Sentía, que podía
ser arrastrada a algo que lamentaría, pero durante tanto tiempo había buscado las
primeras páginas que me sentí constitucionalmente incapaz de rechazarla. Como
mínimo, me dije, es una forma de brillar con el mayor fulgor publicitario que podía
soñar.
¿Y ahora, dijo el científico, te parece bien? ¿Estás satisfecha de haber aceptado?
Estoy satisfecha, dijo la gran dama. Hasta estoy empezando a olvidar, lo que es
una bendición. Estaban Ronny y Doug y Alphonse...
¿Quiénes eran?, quiso saber el monje.
Los hombres con quienes estuve casada. Ellos y un par más, cuyos nombres
han caído en el olvido. No me molesta deciros, aunque hubo una época en que me
habría molestado, que era una especie de zorra. Una fulana regia, quizá, pero una
cochina, fulana al fin y al cabo.
A mí me parece, dijo el científico, que estamos funcionando tal como se
esperaba. Quizá tardando más de lo que estaba previsto. Pero en mil años más es
probable que lleguemos a ser aquello que estábamos destinados a ser. Cada uno de
nosotros está siendo sincero consigo mismo y con los otros dos, e imagino que ésta
es parte de la cuestión. No podemos desprendernos totalmente de nuestra
condición humana en tan breve lapso. A la raza humana le llevó alrededor de dos
millones de años desarrollar esa humanidad y uno no puede quitársela de encima
como si se quitara la ropa.
¿ Y tú, Señor Científico?
¿Yo?
Sí, ¿qué nos dices de ti? Los otros dos hemos sido finalmente sinceros. ¿ Qué
hay de ti?
¿Yo? Nunca lo pensé. Jamás tuve una duda. Cualquier científico, sobre todo un
astrónomo como yo, habría vendido su alma para participar. Bien pensado, en un
sentido figurado, tal vez haya vendido mi alma. Confabulé para que me incluyeran
en este conglomerado de intelectualidad, o como queráis llamarlo. Confabulé para
que me mandaran. Habría luchado para conseguirlo. Rogué a algunos amigos,
privada y discretamente, que secundaran mi designación. Habría sido capaz de
cualquier cosa. Nunca consideré mi selección como un honor. No actué como
vosotros dos, por miedo, y sin embargo en cierto sentido quizá lo haya hecho.
Estaba envejeciendo y comenzaba a experimentar la frenética sensación de que
quedaba poco tiempo, de que todo se acababa. Sí, bien pensado, pudo haber
habido algún temor, un temor subconsciente. Pero esencialmente se trataba de la
sensación de que no podía permitirme el lujo de descender a las tinieblas definitivas
cuando quedaba tanto por hacer. Claro que lo que observe ahora o lo que deduzca
ahora no tendrá la menor repercusión mundanal, porque ya no formo parte de
Tierra. Aunque en última instancia tampoco creo que eso importara. Yo no hacía mi
trabajo para Tierra ni para mi prójimo, sino para mí mismo... para mi satisfacción y
gratificación personal. No buscaba aplausos. A diferencia de ti, querida dama, yo me
ocultaba. Eludía la publicidad, no concedía entrevistas ni escribía libros. Artículos sí,
por supuesto, para compartir mis descubrimientos con mis colegas, aunque no para
que los leyera el hombre de la calle. Creo, en resumidas cuentas, que soy o era un
hombre extremadamente egoísta. Nadie me importaba excepto yo mismo. Ahora
me alegro de deciros que con vosotros dos estoy a mis anchas. Como si fuéramos
viejos amigos, aunque nunca lo hayamos sido antes, y probablemente ninguno de
los tres es realmente amigo de los otros dos según la definición clásica de la
amistad. Pero si logramos continuar, creo que dadas las circunstancias podemos
llamarle amistad.
Vaya tripulación, dijo el monje. Un científico egoísta, una mujer sedienta de
gloria y un monje que tenía miedo.
¿Tenía?
Ya no temo. Nada puede hacerme mella, ni tampoco a niguno de vosotros. Lo
hemos conseguido.
Nos falta mucho, dijo el científico. Aquí no hay tiempo ni lugar para jactarse.
Humildad, humildad, humildad.
He sido humilde toda mi vida terrenal, dijo el monje. He puesto fin a la
humildad.
18
—Algo ocurre —dijo Elayne—. Algo está fuera de lugar. No, tal vez no sea eso.
Pero hay un algo que no hemos descubierto. Aquí una situación aguarda... quizá no
nos espera a nosotros, pero espera.
Estaba tensa, casi rígida, y a Horton le recordó el viejo perro setter con el que a
veces salía a cazar codornices. Una sensación de expectativa, de saber y no saber,
de estar en ascuas y con los sentidos afilados.
Esperó hasta que finalmente ella se relajó, con evidente esfuerzo.
Elayne lo miró con ojos implorantes, rogándole que le creyera.
—No te rías de mí —dijo—. Sé que hay algo aquí... algo insólito. No sé qué es.
—No me río de ti —le aseguró—. Te creo. ¿Pero cómo...?
—Lo ignoro. En otros tiempos, en una situación como ésta, habría desconfiado
de mí misma. Pero ya no. Ha ocurrido antes. Muchas veces antes. Es casi como un
conocimiento. Como una advertencia.
—Y crees que puede ser peligroso.
—No hay forma de saberlo. Sólo esa sensación de que hay un algo.
—Hasta ahora no hemos encontrado nada —dijo él, y era la pura verdad.
En los tres edificios explorados no había nada salvo polvo, muebles
desvencijados, cerámicas, cristales. Cosas que para un arqueólogo podían ser
significativas, se dijo Horton, pero para ellos dos sólo representaban vejez... una
vejez mohosa, herrumbrosa y repetitiva, que al tiempo era fútil y deprimente. En
algún momento del pasado remoto allí habían vivido seres inteligentes, pero para
sus ojos inexpertos no había un solo elemento indicativo de esas inteligencias.
—A menudo he pensado en ello, porque no soy la única que lo posee. Hay
otros. Una nueva capacidad, un instinto adquirido... no hay forma de explicarlo.
Cuando los hombres salieron al espacio y aterrizaron en otros planetas, no tuvieron
más remedio que adaptarse a... ¿Cómo lo denominarías? Adaptarse a lo improbable,
quizá. Tuvieron que desarrollar nuevas técnicas de supervivencia, nuevos hábitos,
nuevas comprensiones y sentidos. Tal vez eso es lo que tememos, un nuevo tipo de
sentido, una nueva forma de conocimiento. Los pioneros de Tierra, cuando se
adentraron en zonas ignotas, desarrollaron algo así. Es probable que el hombre
primitivo también lo tuviera. Pero en la vieja Tierra, asentada y civilizada, llegó un
momento en que ya no se lo necesitaba y se perdió. En un medio civilizado cabían
muy pocas sorpresas. Era sabido lo que podía esperarse. Pero cuando fue a las
estrellas, el hombre volvió a necesitar de esta antigua forma de conocimiento.
—No me mires a mí —dijo Horton—. Yo soy uno de esos de lo que tú llamas
tierra civilizada.
—¿Era civilizada?
—Para responder a eso hay que definir el término. ¿Qué quiere decir civilizado?
—No sé —dijo Elayne—. Nunca he visto un mundo completamente civilizado...
no en el sentido en que era civilizada Tierra. O creo no haberlo visto nunca. En
estos tiempos no se puede saber con certeza. Tú y yo, Cárter Horton, venimos de
distintas eras. En algunos momentos el único camino acertado puede ser que cada
uno de nosotros sea paciente con el otro.
—Das la impresión de haber visto muchos mundos.
—Así es, gracias a mi trabajo topográfico. Llegas a un lugar, te quedas un par
de días... tal vez algo más, aunque nunca mucho. Sólo lo suficiente para hacer
algunas observaciones y tomar notas, hacerte una idea de la clase de mundo que
es. Para poder reconocerlo si vuelves. Porque es importante saber si el sistema de
túneles te devuelve alguna vez a un lugar en el que ya has estado. En algunos sitios
te gustaría quedarte un tiempo. Y muy de vez en cuando encuentras un lugar
realmente agradable. Pero éstos son escasos. En su mayoría lo mejor es largarse.
—Dime algo —le pidió Horton—. Lo he estado pensando. Tú participas en una
expedición que se ocupa del trazado de mapas. Eso dijiste. A mí me suena a
búsqueda inútil. No puedes tener más de una posibilidad en un millón y sin
embargo...
—Ya te he dicho que hay otros, —Aunque fuerais un millón, sólo uno de
vosotros tiene alguna probabilidad de regresar a un mundo que ha sido visitado con
anterioridad. Y que uno solo de vosotros descubra el camino de retorno sería una
pérdida de tiempo. Tendrían que ser muchos los que lo lograran antes de que haya
alguna probabilidad estadística de trazar los mapas de los túneles, o incluso de
empezar a trazarlos.
Elayne lo miró con frialdad.
—Allá de donde eres habrás oído hablar de la fe, naturalmente.
—Claro que sí. De la fe en uno mismo, la fe en el país, la fe en la propia
religión. ¿Qué tiene que ver con todo esto?
—A menudo la fe es todo lo que uno posee.
—La fe consiste en pensar que algo es posible cuando estás seguro de que no lo
es —sentenció Horton.
—¿Por qué eres tan cínico? ¿Por qué tan estrecho de miras? ¿Por qué tan
materialista?
—No soy cínico —contestó él—. Me limito a tener en cuenta las probabilidades.
Y nuestras miras no eran estrechas. Recuerda que nosotros fuimos los primeros que
salimos a las estrellas, fuimos capaces de ir, nos convencimos de que debíamos ir,
en virtud del materialismo que tanto pareces despreciar.
—Es verdad —coincidió Elayne—, pero no me refiero a eso. Tierra era una cosa
y las estrellas son harina de otro costal. Entre las estrellas los valores varían, las
perspectivas se modifican. Hay una frase antigua... dice que es un juego distinto o
algo así. ¿Puedes decirme lo que significa esta frase?
—Supongo que alude a algún tipo de acontecimiento deportivo.
—¿Quieres decir esos tontos ejercicios que otrora se hacían en Tierra?
—¿Ya no se celebran? ¿No hay pruebas ni encuentros deportivos?
—Hay mucho que hacer y mucho que aprender. Ya no tenemos que buscar
entretenimientos artificiales. No tenemos tiempo y, aunque lo tuviéramos, a nadie
le interesaría —Elayne señaló un edificio casi totalmente sumergido entre los
árboles y las malezas—. Creo que es ése.
—¿Ese?
—El que contiene la cosa extraña. Ese algo del que hemos hablado.
—¿Quieres que vayamos a ver?
—No estoy segura. Si he de decirte la verdad, estoy un poco asustada. Por lo
que podríamos encontrar.
—¿No tienes la menor idea? Dijiste que lo percibías. ¿Tu percepción no se
extiende lo suficiente como para darte al menos una pista?
Elayne movió negativamente la cabeza.
—Sólo que es raro. Algo fuera de lo común. Quizás alarmante, aunque no siento
miedo. Sólo un tirón en la mente, miedo a lo desconocido, a lo insospechado. Sólo
esta terrible sensación de extrañeza.
—Será difícil llegar —calculó Horton—. La vegetación es muy densa. Podría
volver al campamento para buscar un machete. Creo que hemos traído uno.
—No es necesario. —Elayne desenfundó el arma que guardaba en el cinturón—.
Esto la quemará y abrirá un sendero —el arma era más voluminosa de lo que
parecía en el cinto, puntiaguda y un tanto incómoda.
Horton la miró.
—¿Láser?
—Supongo. No lo sé. No es únicamente un arma, sino también una
herramienta. Común y corriente en mi planeta natal. Todo el mundo lleva una.
Puedes adaptarla... —le mostró el dial de la empuñadura—. Un angosto borde
cortante, un efecto de ventilador, lo que te apetezca.. ¿Por qué me lo preguntas? Tú
llevas una.
—Muy diferente —dijo Horton—. Un arma bastante burda, pero eficaz si sabes
manejarla. Arroja un proyectil. Una bala. Calibre cuarenta y cinco. Un arma, no una
herramienta.
Elayne enarcó las cejas.
—He oído hablar de los principios en que se basa. Un concepto muy antiguo.
—Es posible —replicó Horton—, pero hasta el momento de mi partida de Tierra,
era lo mejor que teníamos. En manos de un hombre que conoce su forma de
operación, es precisa y mortal. Alta velocidad, un enorme poder de frenado. Con
propulsión a pólvora... nitrato, me parece, tal vez cordita. No estoy al día en
química.
—Pero la pólvora... ningún compuesto podría durar tantos años como llevas en
la nave. Con el tiempo se degradaría.
Horton la miró asombrado, sorprendido por sus conocimientos.
—No había contado en eso, pero es verdad —dijo—. El conversor de materia...
—¿Tenéis un conversor de materia?
—Eso me ha dicho Nicodemus. En realidad, no lo he visto. A decir verdad,
jamás he visto un conversor de materia. No existían cuando nos sumieron en el
sueño frío. Lo crearon más adelante.
—Otra leyenda —comentó Elayne—. Un arte perdido...
—Nada de eso —aclaró Horton—. Tecnología.
Ella se encogió de hombros.
—Sea lo que fuere... se ha perdido. No tenemos conversores de materia.
Repito, otra leyenda.
—Bien, ¿vamos a ver ese algo o...?
—Iremos a verlo. Lo pondré en mínima potencia.
Elayne apuntó el artefacto, que despidió una pálida bruma azul. Las malezas
hecharon humo con un fantasmal susurro y quedó polvo flotando en el aire.
—Cuidado —le advirtió Horton.
—No te preocupes —dijo ella con aspereza—. Sé usarla —era evidente que lo
sabía. Abrió una senda pulcra y estrecha que se desvió alrededor de un árbol—. No
tiene sentido quemarlo. Sería un desperdicio.
—¿Todavía lo sientes? —preguntó Horton—. La extrañeza. ¿Ni siquiera puedes
imaginar de qué se trata?
—Sigue allí, pero ahora no sé más que antes.
Volvió a enfundar el arma; Horton apuntó la luz de la linterna hacia el frente y
ocupó la delantera para entrar en el edificio.
El lugar era azul y polvoriento. Junto a las paredes, los acontumbrados muebles
destartalados. Un animalito chilló, repentinamente aterrorizado y atravesó la
habitación a la carrera, como una mancha móvil en la oscuridad.
—Un ratón —dijo Horton.
Imperturbable, Elayne puntualizó:
—Probablemente no es un ratón. Los ratones pertenecen a Tierra, o eso dicen
las viejas canciones de cuna. Hay una muy antigua sobre el gato y el ratón...
—¿Entonces han sobrevivido las canciones infantiles ?
—Algunas —dijo ella—. Sospecho que no todas.
Se encontraron ante una puerta cerrada; Horton alargó la mano y empujó. La
puerta se desmoronó sobre el umbral.
Horton levantó la linterna y apuntó la luz hacia el interior. La estancia les
devolvió el resplandor, un destello de luz dorada proyectado hacia sus rostros.
Retrocedieron tambaleantes y Horton bajó la linterna. Con gran cautela volvió a
levantarla y esta vez, a través del libro de la luz refleja, vieron qué era lo que había
producido la reflexión de la luz. En el centro, ocupando casi todo el espacio, había
un cubo.
Horton bajó la linterna para disminuir el reflejo, y avanzando lentamente, entró.
La luz de la linterna, que ahora el cubo no reflejaba, parecía absorbida por éste,
que estaba expandida en su interior, de modo que el cubo se veía iluminado.
Había una criatura suspendida en la luz. Una criatura... única descripción
posible. Era enorme, ocupaba casi todo el cubo, su cuerpo se prolongaba más allá
de la línea de visión de los recién llegados. Por un instante hubo una sensación de
masa, aunque no de cualquier clase de masa. Aquello contenía una sensación de
vida, cierto flujo de línea que transmitía, instintivamente, que se trataba de una
masa viviente. Lo que parecía ser una cabeza estaba gacha contra lo que podría
haber sido el pecho. Y el cuerpo... ¿cómo era el cuerpo? Un cuerpo cubierto por una
intrincada filigrana al aguafuerte. A la manera de una armadura, pensó Horton... un
costoso ejemplo del arte de la orfebrería.
A su lado, Elayne jadeó, anonadada.
—¡Qué portento! —exclamó.
Horton estaba helado, a caballo entre el asombro y el miedo.
—Tiene una cabeza —dijo—. Esa condenada cosa está viva.
—No se ha movido —le dijo Elayne—. Y tendría que haberse movido. Al primer
contacto de la luz se habría movido.
—Está dormida —dijo Horton.
—No creo que esté dormida —dijo ella.
—Tiene que estar viva —insistió Horton—. Tú la percibiste. Esta tiene que ser la
extrañeza que sentiste. ¿Aún no sabes qué es?
—No tengo la menor idea. No es nada de lo que tenga noticias. Ninguna
leyenda. Ninguna historia de los mayores. Nada. Y es tan hermosa... Horrible pero
hermosa. Esos diseños finos e intrincados... Eso es lo que lleva puesto... no, ahora
veo que no se trata de algo que lleva puesto. Los dibujos están grabados en
escamas.
Horton intentó dilucidar el contorno del cuerpo pero todos sus intentos
fracasaron. Empezaba bien y seguía un breve recorrido, pero luego el contorno
desaparecía, se desvanecía y disolvía en la bruma dorada que flotaba en el cubo,
perdido en los retorcidos vericuetos de la forma propiamente dicha.
Dio un paso al frente para mirarla de cerca y fue detenido... detenido por nada.
Allí no había nada que lo detuviera. Era como si hubiese chocado contra un muro
que no sentía ni percibía. No, no como un muro, pensó. Se devanó frenéticamente
los sesos en busca de algún símil que expresara lo que había ocurrido. Pero no
encontró un símil, porque lo que lo había detenido era una nada. Levantó la mano
libre y palpó. Nada encontró la mano, pero fue detenida. Ninguna sensación física
que pudiera sentir o percibir. Era, pensó, lo mismo que si hubiese encontrado el fin
de la realidad, como si hubiese llegado a un lugar en el que no había a dónde ir.
Como si alguien hubiera dibujado una línea y dicho aquí se acaba el mundo, no hay
nada más allá de esta línea. Al margen de lo que veas o creas ver, allí no hay nada.
Pero si fuera verdad, pensó, había algún error, porque veía más allá de la realidad.
—Allí no hay nada pero tiene que haber algo allí —dijo Elayne—. Estamos
viendo el cubo y la criatura.
Horton dio un paso atrás y en este momento el dorado del cubo pareció salir a
raudales y envolverlos, haciéndolos formar parte de la criatura y el cubo. En esa
bruma dorada el mundo pareció alejarse y por un instante permanecieron a solas,
divorciados del tiempo y del espacio.
Elayne se acercó a él y al bajar la vista Horton vio la rosa plateada en su pecho.
Alargó la mano y la tocó.
—Hermosa —dijo.
—Gracias, señor.
—¿No te molesta que haya suscitado mi interés?
Elayne meneó la cabeza.
—Empezaba a decepcionarme que no la hubieras notado. Tendrías que haber
sabido que estaba allí para atraer la atención. Esa rosa pretende ser un punto focal.
19
Nicodemus dijo:
—Mira esto.
Horton se inclinó para fijar la vista en la línea apenas perceptible que el robot
había cincelado en la piedra, alrededor del perímetro del panel.
—¿Qué quieres decir? —preguntó—. No le veo nada de malo, excepto que
parece que no has progresado mucho.
—Y eso es exactamente lo malo —dijo el robot—. No he logrado nada. El
escoplo pica la piedra unos pocos milímetros y luego la piedra se endurece. Como si
se tratara de un metal con una pequeña porción de su superficie aherrumbrada.
—Pero no es metal.
—No, es piedra. Probé en otras partes de la vertiente rocosa —señaló la pared
de piedra, unas marcas como rasguños—. Lo mismo ocurre en toda la superficie. La
acción del tiempo parece funcionar, pero por debajo del desgaste la piedra es
increíblemente dura. Como si las moléculas estuviesen unidas más apretadamente
de lo que deben estarlo naturalmente.
—¿Dónde está Carnivore? —preguntó Elayne—. Podría saber algo de eso.
—Lo dudo —dijo Horton.
—Lo eché —informó Nicodemus—. Le dije que se fuera a freír espárragos. No
me dejaba en paz y me alentaba y...
—Está tan ansioso por largarse de este planeta... —se condolió Elayne.
—¿Y quién no? —acotó Horton.
—A mí me da pena —dijo Elayne—. ¿Estás seguro de que no hay forma de
llevarlo en la nave... ? Si todo lo demás falla, quiero decir.
—No veo cómo —respondió Horton—. Podríamos probar con el sueño frío, por
supuesto, pero con toda probabilidad lo mataría. ¿Tú qué opinas, Nicodemus?
—El sueño frío está hecho a la medida de los humanos —dijo el robot—. No
tengo idea de cómo funcionaría con otras especies. Sospecho que no del todo bien,
y quizá muy mal. En primer lugar, el anestésico que provoca la suspensión
momentánea de las células hasta que el frío surte efecto. Es casi infalible en el caso
de los humanos, porque está destinado a seres humanos. Trabajando con otra
forma de vida podrían presentarse modificaciones. Cambios pequeños y sutiles,
imagino. No estoy equipado para cambiar nada.
—¿Quieres decir que estaría muerto incluso antes de tener la oportunidad de
congelarse?
—Sospecho que sí.
—Pero no podéis dejarlo aquí—dijo Elayne—. No os podéis marchar y
abandonarlo.
—Podríamos tenerlo a bordo —sugirió Horton.
—No conmigo —advirtió Nicodemus—. Lo mataría en la primera semana. Me
pone los nervios de punta.
—Aunque escapara a tus tendencias homicidas, ¿qué sentido tendría? —dijo
Horton—. Ignoro qué piensa hacer Nave, pero podrían pasar siglos hasta el próximo
aterrizaje planetario.
—Podríais deteneros y dejarlo caer en el primero.
—Tú podrías —dijo Horton—. Yo podría. Nicodemus podría. Pero no Nave.
Sospecho que Nave ve más lejos. ¿Y qué te hace pensar que encontraríamos otro
planeta en el que Carnivore pudiera sobrevivir... dentro de diez años, dentro de cien
años? Nave pasó mil años en el espacio antes de dar con éste. No debes olvidar que
Nave es un vehículo que se desplaza a velocidad inferior a la de la luz.
—Tienes razón —dijo Elayne—. Nunca me acuerdo. En la época de la depresión,
cuando los humanos huyeron de Tierra, salieron en todas direcciones.
—Hay naves más veloces que la luz.
—No, no más veloces que la luz. Naves que saltaban en el tiempo. No me
preguntes cómo funcionaban. Pero te harás una idea...
—Algo así —dijo Horton.
—Y aun así, viajaban muchos años luz para encontrar planetas como Tierra.
Algunas desaparecieron... en lontananza, en el tiempo, fuera de este universo, no
hay forma de saberlo. Desde entonces no se supo nada más.
—Por lo tanto, comprenderás lo imposible que se vuelve la cuestión de
Carnivore.
—Tal vez logremos resolver el problema del túnel. Eso es lo que realmente
quiere Carnivore. Eso es lo que yo quiero.
—No sé cómo encararlo —dijo Nicodemus—. No se me ocurre nada nuevo. No
se trata de una simple situación en la que alguien cerró un mundo. Se tomaron
mucho trabajo para mantenerlo cerrado. La dureza de esta roca no es natural.
Ninguna roca puede ser tan dura. Alguien la endureció. Comprendieron que alguien
podía tratar de forzar el panel y tomaron las medidas correspondientes para
impedirlo.
—Aquí tiene que haber algo —declaró Horton—. Alguna razón para obstruir el
túnel. Un tesoro, quizá.
—Un tesoro, no —se apresuró a decir Elayne—. Se lo habrían llevado consigo.
Muy posiblemente un peligro.
—Alguien que ocultó algo aquí para tenerlo a buen recaudo.
—No creo —dijo Nicodemus—. Algún día querrían recuperarlo. Podrían cogerlo,
por supuesto, pero... ¿cómo lo sacarían de aquí?
—Podrían llegar en una nave —conjeturó Horton.
—No es probable —dijo Elayne—. La mejor explicación es que saben cómo
eludir el bloqueo.
—¿Entonces tú piensas que existe un modo de hacerlo?
—Me inclino por la afirmativa, aunque eso no significa que nosotros podamos
descubrirlo.
—Entonces, volvemos al principio: sencillamente bloquearon el túnel para que
algo que está aquí no pueda salir —dijo el robot—. Aislándolo del resto de los
planetas con túnel.
—En tal caso, ¿qué puede ser?—inquirió Horton—. ¿La criatura del cubo?
—Es posible —dijo ella—. No sólo aprisionada en el cubo, sino limitada al
planeta. Otra defensa por si algún día lograra escapar del cubo. Aunque por alguna
razón da pena pensarlo. Es tan bonita.
—Puede ser bonita sin dejar de ser peligrosa.
—¿De qué criatura habláis? —preguntó Nicodemus—. No sé nada de ninguna
criatura en un cubo.
—Elayne y yo la encontramos en un edificio de la ciudad. Una especie de cosa
encerrada en un cubo.
—¿Viva?
—No estamos seguros, pero creo que sí. Tuve la sensación de que está viva.
Elayne logró percibirla.
—¿Y el cubo? ¿De qué está hecho el cubo?
—De un material extraño —observó Elayne—, si es que se trata de un material.
Te detiene pero no puedes tocarlo. Como si no estuviera allí.
Nicodemus comenzó a recoger las herramientas desparramadas en el suelo
rocoso del sendero.
—Te das por vencido —dijo Horton.
—Algo así. No puedo hacer nada más. Ninguna de mis herramientas afecta a la
piedra. No puedo quitar la cubierta protectora del panel, ya sea un campo de fuerza
o cualquier otra cosa. He terminado hasta que a alguien se le ocurra una buena
idea.
—Tal vez si estudiáramos un poco el libro de Shakespeare encontraríamos algo
nuevo —insinuó Horton.
—Ni por asomo —dijo Nicodemus—. A Shakespeare no se le ocurrió nada mejor
que patear el túnel y soltar montones de palabrotas.
—No he dicho que encontraríamos ideas que valieran la pena —aclaró Horton—.
En el mejor de los casos, una observación cuyas implicaciones escaparon al
entendimiento de Shakespeare.
Nicodemus no estaba del todo convencido.
—Es posible. Pero no podremos leer mucho con Carnivore alrededor. Querrá
saber qué escribió Shakespeare y algunas cosas que éste dice no son muy
halagadoras para su viejo compañero.
—Pero Carnivore no está aquí —señaló Elayne—. ¿Dijo a dónde iría cuando lo
expulsaste?
—A dar un paseo. Farfulló algo sobre la magia. Tuve la impresión, aunque no
del todo clara, de que quería recoger determinados elementos mágicos... hojas,
raíces, cortezas.
—Ya se refirió a la magia con anterioridad —intervino Horton—. Planteó la idea
de que podíamos combinar nuestras magias.
Elayne preguntó:
—¿Poseéis alguna magia?
—No —dijo Horton.
—Entonces no debes burlarte de quienes la tienen.
—¿Quieres decir que crees en la magia?
Elayne frunció el ceño.
—No estoy segura, pero he visto funcionar algún pase mágico... o funcionar
aparentemente.
Nicodemus terminó de ordenar la caja de herramientas y la cerró.
—Vayamos a la casa y veamos ese libro —propuso.
20
«El tiempo tiene cierto olor. Tal vez sólo sea una presunción mía, pero estoy
seguro de que lo tiene. El tiempo viejo sería agrio y mohoso y el tiempo nuevo, en
los albores de la creación, debió de ser dulce, embriagador, exuberante. Me
pregunto si a medida que los acontecimientos avanzaban hacia su desenlace
incognoscible, no nos habremos contaminado con el aroma acre del tiempo antiguo,
de la misma manera y con el mismo fin con que la vieja Tierra fue contaminada por
el vómito de las chimeneas de las fábricas y las inmundicias de los gases tóxicos.
¿Reside la muerte del universo en la contaminación temporal, en el incremento del
olor del tiempo viejo hasta que no pueda existir vida en ninguno de los cuerpos que
componen el cosmos, presionando quizá la materia misma del universo en una
viciada corrupción? ¿Atascará esta corrupción los procesos físicos operativos en el
universo de manera tal que dejarán de funcionar y se instalará el caos? Y en tal
caso, ¿en qué resultará el caos? No necesariamente en el fin del universo, pues el
caos es, en sí mismo, una negación de toda física y toda química, permitiendo quizá
nuevas e inimaginables combinaciones que profanarían todos los conceptos previos,
dando lugar a un desorden y una imprecisión que posibilitarían ciertos sucesos que
hoy la ciencia dice son impensables.»
—Y sigue así:
«Esta puede haber sido la situación —iba a decir tiempo pero habría sido una
contradicción en los términos— cuando, antes de que el universo naciera, no había
tiempo ni espacio ni puntos de referencia para la gran masa de un algo que
esperaba explotar para que nuestro universo pudiera alcanzar la existencia. Es
imposible, desde luego, que la mente humana imagine una situación en la que no
había tiempo ni espacio, aunque cada uno de ellos existía potencialmente en ese
embrión cósmico, en sí mismo un misterio que es imposible imaginar. Empero,
intelectualmente uno sabe que una situación semejante existió si nuestro
pensamiento científico es correcto. Aunque... si no existía tiempo, ni espacio, ¿en
qué medio existía el embrión cósmico?»
21
Carnivore llegó pisando fuerte una hora antes del crepúsculo. Nicodemus había
cortado carne y estaba en cuclillas, asándola. Hizo un gesto hacia un enorme trozo
que había dejado sobre un lecho de hojas arrancadas de un árbol cercano.
—Ese es para ti —dijo—. Te he separado un trozo selecto.
—Nutrimento es algo que necesito —apuntó Carnivore—. Te doy las gracias
desde mi barriga.
Levantó la carne con ambas manos y se agachó delante del montón de madera
en el que estaban sentados los otros dos. Se la llevó a la boca y le aplicó vigorosos
mordiscos. La sangre le chorreaba por la cara.
Sin dejar de mascar enérgicamente, levantó la vista y miró a los otros dos
comensales.
—Espero no ser molestia con mi indecoroso yantar. Hambre muy grande pero
quizá tendría que haber esperado.
—De ninguna manera —dijo Elayne—. Sigue comiendo. Nuestra carne estará
lista en seguida —observó con mórbida fascinación sus sanguinolientas quijadas, la
sangre que le corría por los tentáculos.
—¿Te gusta la buena carne roja? —le preguntó Carnivore.
—Me acostumbraré.
—No es necesario —dijo Horton—. Nicodemus puede prepararte otra cosa.
Ella movió la cabeza de un lado a otro.
—Cuando viajas de un mundo a otro, descubres muchas costumbres que te
resultan extrañas. Incluso algunas pueden ser chocantes para tus prejuicios. Pero
en mi estilo de vida no hay lugar para los prejuicios. Hay que tener una mentalidad
abierta y receptiva... hay que forzarla a mantenerse desplegada.
—¿Y eso es lo que intentas comiendo carne con nosotros?
—Lo fue al principio y supongo que todavía lo es un poco. Pero creo que sin
esforzarme demasiado puedo llegar a tomarle afición —se volvió hacia Nicodemus—
: ¿Puedes cerciorarte de que la mía salga muy hecha?
—Ya me he ocupado de eso —dijo el robot—. Puse la tuya al fuego mucho antes
que la de Cárter.
—Muchas veces me ha dicho mi viejo amigo Shakespeare —dijo Carnivore— que
soy un redomado palurdo, sin modales, baboso y mugriento. Si he de decir verdad
estoy desolado por su evaluación, pero soy muy entrado en años para cambiar mi
forma de vida y bajo ningún concepto me transformaría en un petimetre remilgado.
Si palurdo soy disfrutaré siéndolo, porque la situación de un palurdo es cómoda.
—Conforme, eres un palurdo —dijo Horton—, pero si esto te hace feliz, no nos
prestes atención.
—Agradecido estoy por vuestra benevolencia y dichoso por no tener que
cambiar —confesó Carnivore—. Para mí es difícil el cambio —se dirigió a
Nicodemus—: ¿Tienes el túnel casi hecho?
—No tan sólo no está casi listo —dijo Nicodemus— sino que estoy prácticamente
seguro de que nunca lo estará.
—¿Quieres decir que no puedes arreglarlo?
—Eso es exactamente lo que quiero decir, a menos que a alguien se le ocurra
una idea brillante.
—Bien —dijo Carnivore—, como la esperanza es lo último que se pierde, no me
sorprende. Hoy anduve mucho conmigo conversando y me dije que no debo esperar
demasiado. Me digo que la vida no ha sido difícil para mí y mucha alegría he tenido,
y en vista de ello no debo decaer si las cosas salen mal. Busqué en mi mente
alternativas. Me pareció que la magia puede ser una forma. Tú me dices, Cárter
Horton, que en la magia no confías ni la entiendes. Tú y Shakespeare sois iguales.
Se burla de la magia. Dice que condenada magia no sirve. Acaso nuestra novísima
compatriota no piense tan mal —dedicó una mirada suplicante a Elayne.
—¿Has probado tu magia? —preguntó ella.
—La he probado pero contra el despectivo carcajeo de Shakespeare. La
carcajada, me digo, le quita fuerza. La reduce a nada.
—No sé nada de eso, pero seguro que no hace bien —dijo Elayne.
Carnivore asintió sabiamente:
—Entonces me digo, si magia falla, si robot falla, si todo falla, ¿qué haré?
¿Permanecer en este planeta? De ninguna manera, digo. Los nuevos amigos míos
encontrarán un lugar para mí cuando salgan volando de este mundo hacia el
espacio insondable.
—Ahora nos estás presionando —lo reprendió Nicodemus—. Adelante, berrea
todo lo que quieras. Tírate en el suelo, patalea y grita. No te servirá de nada. No
podemos ponerte en el sueño frío y...
—Al menos estoy con amigos. Hasta que muero estoy con amigos y lejos de
aquí. Ocupo poco lugar. Me acurruco en un rincón. Apenas como. No me entrometo.
Cierro el pico.
—Aún falta por ver ese día —masculló Nicodemus.
—La decisión corresponde a Nave y con Nave hablaré —dijo Horton—. Pero no
puedo alimentar tus esperanzas.
—Tú comprendes que soy un guerrero —dijo Carnivore—. Y sólo hay una forma
de muerte para un guerrero: bañado en la sangre del combate. Así quiero morir.
Pero quizá no sea ésa mi suerte. Ante el destino inclino la cabeza. Lo que no quiero
es morir aquí, sin que nadie me vea morir, sin nadie que piense pobre Carnivore, ha
pasado a mejor vida; no quiero arrastrar mis últimos días en la detestable nada de
este lugar que no hace caso del tiempo...
—¡Es eso! —exclamó Elayne repentinamente—. El tiempo. Eso es lo que tendría
que haber pensado desde el primer momento.
Horton la observó, sorprendido.
—¿El tiempo? ¿De qué estás hablando? ¿Qué tiene que ver el tiempo con todo
esto?
—El cubo. El cubo que encontramos en la ciudad. O la criatura dentro. Ese cubo
es tiempo congelado.
—¡Tiempo congelado! —se asombró Nicodemus—. El tiempo no puede
congelarse. Se congelan personas y alimentos y otras cosas. El tiempo no se
congela.
—Tiempo detenido —explicó ella—. Hay historias... leyendas... indicativas de
que es posible. El tiempo fluye. Se mueve. Eso detiene su flujo y su movimiento. No
hay pasado ni futuro. Sólo presente. Un presente eterno. Un presente existente a
partir del pasado e inmerso en el futuro que ahora se ha vuelto presente.
—Hablas como Shakespeare —refunfuñó Carnivore—. Siempre majaderías.
Siempre parloteos. Diciendo cosas que no tienen sentido. Sólo para oír la propia
voz.
—No, no se trata de eso —insistió Elayne—. Te digo la pura verdad. En muchos
planetas se comenta que el tiempo puede manipularse, que hay formas de hacerlo.
Nadie sabe quién lo hace...
—Tal vez la gente del túnel.
—Nunca he oído un nombre. Sólo que es posible hacerlo.
—¿Pero por qué aquí? ¿Por qué con la criatura congelada en tiempo?
—Tal vez para esperar —dijo ella—. Tal vez para que esté aquí cuando se
presente la necesidad.
Tal vez los que pusieron a la criatura en el tiempo no sabían cuándo surgiría la
necesidad...
—De modo que ha aguardado a lo largo de los siglos —dijo Horton—, y le
quedan milenios de espera...
—Tú no entiendes —se lamentó Elayne—. Da igual que transcurran siglos o
milenios. Congelado como está, no tiene experiencia temporal. Existe y continúa
existiendo en ese microsegundo congelado.
Sonó la hora de dios.
22
Por un instante, Horton se sintió esparcido a través del universo, con la misma
nauseabunda sensación de inquietud que había sentido antes; luego volvió a
sentarse, el universo se estrechó y toda sensación de extrañeza cesó. Otra vez se
coordinaron el tiempo y el espacio, íntimamente juntos, y supo dónde estaba, pero
tuvo la impresión de ser dos, aunque esa dualidad no le pareció inconveniente e
incluso le resultó natural.
Estaba agachado en la tibia marea negra, entre dos hileras de vegetales.
Delante de él seguían indefinidamente las dos hileras, dos líneas verdes con una
franja negra entre ambas. A izquierda y derecha, innumerables líneas verdes
paralelas con líneas negras entre ellas... aunque debía imaginar las líneas negras,
pues el verdor de las líneas verdes se mezclaba y a ambos lados sólo había una
oscura alfombra verde.
En cuclillas, con el calor del suelo contra los pies descalzos, miró hacia atrás por
encima del hombro y a sus espaldas concluía la alfombra verde, muy lejos, junto a
la elevación de una estructura tan alta que su cumbre se perdía en una blanca nube
hinchada contra el azul del cielo.
Alargó su mano de chiquillo y recogió las habichuelas que colgaban de las
plantas, usando la mano izquierda para apartar los arbustos, para alcanzar las
vainas enredadas en el follaje, recogiéndolas con la mano derecha y dejándolas caer
en una canasta a medias llena, apoyada en la franja de marga negra delante de él.
Ahora vio lo que no había visto antes: a intervalos regulares entre hileras,
adelante, se reían otras canastas, canastas vacías que esperaban ser llenadas,
colocadas según cálculos aproximados de cuándo estaría llena una canasta y sería
necesaria otra. Detrás de él otras canastas ya llenas aguardaban al vehículo que
más tarde pasaría por las hileras para recoger las canastas con habichuelas.
Algo más de lo que no se había dado cuenta antes: no estaba solo en el campo;
había otros muchos con él, en su mayoría crios, aunque también viejos de ambos
sexos. Algunos iban delante pues eran recogedores más rápidos, o menos
cuidadosos, y otros detrás.
El cielo estaba moteado de nubes, nubes aborregadas y lentas, aunque en ese
momento ninguna tapaba el sol, un sol tan ardiente que su calor atravesaba la tela
ligera de su camisa. Siguió arrastrándose, recogiendo a medida que avanzaba, en
un trabajo concienzudo; dejaba las vainas más pequeñas para que terminaran de
madurar y recogía las demás... con el sol en la espalda, el sudor que partía de las
axilas y bajaba por las costillas, la suavidad y la tibieza del suelo bien desbrozado y
cultivado contra los pies. Su mente estaba en punto muerto, aferrada al presente,
sin retroceder ni avanzar en el tiempo, contenta en el momento actual, como si él
fuese un organismo sencillo que absorbía el calor y de alguna extraña manera
extraía nutrimento del suelo, tal como hicieron las habichuelas que recogía.
Pero había más. Estaba el chico de nueve o diez años y estaba, también, el
Cárter Horton actual, una segunda persona aparentemente invisible que permanecía
a un costado, estaba situada en otro sitio, que observaba al chico que antaño había
sido, sintiendo y pensando y experimentado lo que una vez había sabido, casi como
si fuera el chico. Pero sabía más de lo que el chico sabía, sabía lo que el chico ni
siquiera podía imaginar, consciente de los años y acontecimientos que se extendían
entre este vasto campo de habichuelas y un tiempo a miles de años luz en el
espacio. Sabía, y el chico no podía saberlo, que los hombres y mujeres del gran
edificio distante que se elevaba en un extremo del campo, y de otros muchos
edificios similares en el mundo entero, habían reconocido las simientes de una
nueva crisis, e incluso algunos ya planeaban su solución.
Es raro, pensó, que dada incluso una segunda oportunidad, la raza humana
deba alcanzar nuevas crisis y comprender por fin que la única solución reside en
otros planetas posibles de otros sistemas solares hipotéticos, donde una vez más los
hombres pueden empezar de nuevo, fracasando en algunos inicios pero alcanzando
el éxito, quizá, en otros.
Menos de cinco siglos antes de esta mañana en el bancal de habichuelas, Tierra
había claudicado, no en una guerra, sino en un colapso económico mundial. Con el
sistema basado en el beneficio y la libre empresa finalmente agobiado bajo los
vaivenes que habían comenzado a ser evidentes a principios del siglo veinte, con
una importante proporción de los recursos naturales del mundo desaparecida, con la
población en vertiginoso aumento, con la industria introduciendo cada vez más
ingenios tecnológicos que prescindían de la mano de obra, con los excedentes
alimenticios que ya no alcanzaban para alimentar a los pueblos del mundo... con
todo esto el resultado fue la escasez, el paro, la inflación y la falta de confianza en
la dirección mundial. El gobierno había desaparecido; la industria, las
comunicaciones y el comercio vacilaron y durante un tiempo reinaron la anarquía y
el caos.
De esta anarquía había emanado otro estilo de vida, no pergeñado por políticos
y estadistas, sino por economistas y sociólogos. Pero en unos pocos siglos esta
nueva sociedad había evidenciado síntomas que enviaron a los científicos a sus
laboratorios y a los ingenieros a sus tableros de dibujo para diseñar las naves
estelares que trasplantarían a la raza humana al espacio. Los síntomas no habían
sido mal interpretados, se dijo a sí mismo el segundo Horton, el invisible, porque
ese mismo día (¿qué día? ¿ese día u otro día?) Elayne le había hablado del colapso
definitivo de la forma de vida tan esmeradamente elaborado por los economistas y
los sociólogos.
Tierra había sido demasiado alterada, pensó, demasiado explotada, demasiado
contaminada por los errores de la humanidad, para sobrevivir.
Sintió el suelo entre los dedos de los pies y la leve brisa que atravesaba el
campo contra la espalda empapada en sudor y calentada por el sol. Dejó caer el
puñado de habichuelas que había recogido en la canasta y empujó ésta hacia
adelante, encorvándose para alcanzar otros arbustos en la hilera aparentemente
infinita de arbustos. Notó que la canasta estaba casi llena. Más allá había otra vacía.
Se estaba cansando. Miró de reojo hacia el sol; faltaba una hora o más para
mediodía, momento en que la camioneta con el almuerzo bajaría por las hileras.
Media hora para almorzar, pensó, y otra vez a recoger habichuelas, hasta que se
pusiera el sol. Abrió los dedos de la mano derecha y los flexionó, para alejar los
calambres y la fatiga. Vio que tenía los dedos manchados de verde.
Estaba cansado y acalorado, y empezaba a tener hambre y le esperaba un día
largo, pero tenía que seguir cosechando, como otros cientos que seguían
cosechando —los muy jóvenes y los muy viejos—, haciendo las tareas que podían
hacer y dejando libres a otros trabajadores más idóneos para ocupar otros puestos.
Se puso en cuclillas y contempló el verdor. No sólo habichuelas, pensó, sino muchos
cultivos en sazón, productos que cuando llegara el momento debían ser cosechados
para alimentar a la gente de la torre.
Para alimentar a la gente de la tribu, pensó Horton (el Horton invisible e
insustancial), alimentar a la tribu, al clan, a la comuna. Mi gente. Nuestra gente.
Uno para todos y todos para uno. La torre de gran altura se asomaba entre las
nubes, para ocupar poco terreno; una ciudad apilada perpendicularmente para que
quedara tierra donde cultivar los alimentos de los habitantes de la ciudad apilada.
Gente amontonada en una torre porque la torre, inmensa como era, tenía que ser lo
más pequeña posible.
Arreglárselas. Durar. Ir tirando. Cultivar y cosechar con mano de obra
encorvada, porque había poco combustible. Comer hidratos de carbono porque su
producción requiere menos energía que las proteínas. Construir y fabricar para la
permanencia, no para la caída en desuso; con el sistema basado en el beneficio
aniquilado, la obsolescencia no sólo era un crimen sino una ridiculez.
Desaparecida la industria, pensó, cultivábamos nuestra comida nosotros
mismos, nos lavábamos la ropa, íbamos tirando... íbamos tirando. Volvimos a las
pautas tribales, salvo que vivíamos en un monolito y no en una serie de chozas
ordinarias. Con el correr de los años nos mofamos de los viejos tiempos, del sistema
basado en el beneficio, de la ética laboral, de la empresa privada, y mientras nos
mofábamos habitaba en nosotros una enfermedad... la enfermedad del género
humano. Intentáramos lo que intentásemos, se dijo, había una enfermedad en
nosotros. ¿Será que la raza humana no puede vivir en armonía con su medio
ambiente? ¿Para sobrevivir necesita saquear nuevos planetas cada tantos milenios?
¿Estamos condenados a movernos como una plaga de langostas a través de la
galaxia, a través del universo? ¿Nos están destinados el cosmos, la galaxia? ¿O
llegará el día en que el universo se alzará molesto y nos abofeteará... no colérico
sino molesto? Hay en nosotros cierta grandeza, pensó, aunque una grandeza
destructiva y egoísta. Tierra duró algo así como dos millones de años después del
surgimiento de nuestra especie, pero en el transcurso de todos esos años no
éramos tan eficaces como lo somos ahora... nos llevó un tiempo desarrollar todo
nuestro potencial de destrucción. Pero al empezar de nuevo en otros planetas, como
lo hacemos ahora, ¿cuánto tiempo llevará introducir ese virus letal de la
humanidad... cuánto tiempo le llevará a la enfermedad seguir su curso?
El chico apartó los arbustos y se inclinó para recoger las habichuelas que
quedaban a la vista. Un gusano que estaba pegado a las hojas se cayó. Al chocar
contra el suelo se hizo un ovillo. Casi sin pensarlo, interrumpiendo apenas el
trabajo, el chico levantó un pie y lo bajó sobre el gusano, aplastándolo en el suelo.
Una niebla gris emborronó el campo de habichuelas y el gran edificio monolítico
que se elevaba kilómetro y medio en la distancia y allí, colgando de los cielos,
rodeado por la bruma que ondulaba en sartas de zarcillos, flotaba la calavera de
Shakespeare mirando a Horton... sin burlarse de él ni sonreírle, observándolo
sociablemente, como si todavía pudiera existir la carne, como si la barrera de la
muerte no existiera.
Horton se encontró hablando con la calavera.
—¿Qué tal, viejo compañero? —y eso era extraño, porque Shakespeare nunca
había sido su compañero salvo en la compañía general de la humanidad,
pertenecientes ambos a esa rara e impresionante raza de criaturas que había
proliferado en un planeta y luego desesperadamente más que con un sentimiento
aventurero había tomado por asalto la galaxia... llegando Dios sabía dónde, pues en
este momento ningún miembro de esa raza podía saber con certeza hasta dónde
habían llegado los demás.
—¿Qué tal, viejo compañero?
Y eso también era extraño, porque Horton sabía que ésta no era su manera de
hablar... casi como si lo hiciera en una especie de adaptación vulgar del lenguaje
que había utilizado el Shakespeare original para escribir sus obras. Como si
tampoco él fuese el Cárter Horton original, sino otra adaptación ramplona que
expresaba con sensiblería algún simbolismo alguna vez soñado. Se enfureció
consigo mismo por ser lo que no era, pero aunque lo intentó no pudo volver a
encontrarse. Su psiquis estaba tan enmarañada con el chico que aplastó un gusano
y con una calavera de huesos secos que no encontró la forma de recuperar su yo
normal.
—¿Qué tal, viejo compañero? —preguntó—. Dices que estamos todos perdidos.
¿Pero perdidos dónde? ¿Perdidos cómo? ¿Perdidos por qué? ¿Has profundizado en
los fundamentos de nuestra condición de perdidos? ¿Lo llevamos en los genes o nos
ocurrió algo? ¿Somos los únicos perdidos o hay otros como nosotros? ¿La pérdida es
una característica innata de la inteligencia?
El cráneo hizo sonar sus mandíbulas huesudas y dijo:
—Estamos perdidos. Eso es todo lo que he dicho. No me metas en la filosofía de
la cuestión. Estamos perdidos porque hemos perdido a Tierra. Estamos perdidos
porque no sabemos dónde estamos. Estamos perdidos porque no sabemos
encontrar el camino de retorno a casa. No hay lugar para nosotros ahora.
Recorremos caminos ignotos en tierras ignotas y a lo largo del proceso no hay nada
que tenga sentido. Alguna vez supimos algunas respuestas porque conocíamos las
preguntas que debíamos hacer, pero hoy no encontramos respuestas porque
desconocemos las preguntas. Cuando otros de la galaxia tratan de ponerse en
contacto con nosotros, no sabemos qué decir. Somos, en tal situación, idiotas
ininteligibles que no sólo hemos perdido el camino sino también el sentido. Allá en
tu precioso campo de habichuelas, incluso a los diez años, tenías cierto sentido de
tus fines y sabías a dónde podías estar yendo, pero ahora no lo tienes.
—No, sospecho que no lo tengo —dijo Horton.
—Claro que no lo tienes, condenado seas. Necesitas algunas respuestas,
¿verdad?
—¿Qué clase de respuestas?
—Cualquier clase de respuestas. Cualquier clase de respuesta es mejor que
ninguna. Ve a preguntarle a la Charca.
—¿La Charca? ¿Qué puede decir la Charca? No es más que una pompa de agua
sucia.
—No es agua. Tú sabes que no es agua.
—Correcto. No es agua. ¿Sabes qué es?
—No, lo ignoro —dijo Shakespeare.
—¿Hablaste con ella?
—Nunca me atreví. Soy esencialmente un cobarde.
—¿Le tenías miedo a la Charca?
—No es eso. Me daba miedo lo que podía decirme.
—Pero tú sabías algo acerca de la Charca. Imaginaste que podía hablarte y sin
embargo nunca escribiste nada al respecto.
—¿Cómo puedes saberlo? —preguntó Shakespeare—. No has leído todo lo que
escribí. Sin embargo tienes razón: jamás escribí nada acerca de ella, excepto para
decir que apestaba. Y nunca lo hice porque no quería pensar en ello. Me producía un
gran desasosiego. Era más que una mera charca. Y aunque sólo hubiera sido agua,
habría sido más que una mera charca.
—¿Por qué desasosiego? —quiso saber Horton—. ¿Por qué sentías eso?
—El hombre se enorgullece de su intelecto —dijo Shakespeare—. Se glorifica en
su razón y su lógica. Pero esas cosas son nuevas, muy recién llegadas. Antes el
hombre tenía otra cosa. Fue esa otra cosa la que me lo dijo. Llámale cosquilleo en el
estómago, llámale intuición, llámale lo que te venga en gana. Nuestros ancestros
prehistóricos la poseían y les fue de mucha utilidad. Sabían, pero no podían decirte
cómo sabían. Sabían a qué debían temer y en el fondo eso es lo que cualquier
especie debe saber si ha de sobrevivir. A qué temer, con qué meterse, qué dejar en
paz. Si sabes eso, vivirás; de lo contrario, no.
—¿Es tu espíritu el que me habla? ¿Tu sombra? ¿Tu fantasma?
—Antes dime algo —la calavera hizo entrechocar sus mandíbulas en la que
faltaban los dos dientes—. Antes dime qué es la vida y qué es la muerte, y después
responderé acerca del espíritu y de la sombra.
23
24
Se perdió dos veces, pues equivocó algunos recovecos del sendero, pero
finalmente llegó a la charca y gateó por la empinada cuesta de encima de la orilla;
la luz de la linterna reflejaba el duro lastre de la superficie.
La noche estaba mortalmente callada. Charca yacía chata y entumecida. Una
dispersión de estrellas desconocidas salpicaba el cielo. Horton miró hacia atrás y
vislumbró el destello del campamento, que iluminaba la copa de un árbol muy alto.
Se puso en cuclillas en el saliente de piedra que bajaba a la charca.
—Vale —dijo, hablando con la lengua y con la mente—, adelante.
Aguardó y tuvo la impresión de que se producía una ligera agitación en la
charca, una ondulación que no lo era del todo y desde la orilla opuesta llegó un
susurro semejante al del viento cuando acaricia un juncal. También sintió una
agitación en su mente, la sensación de que algo se animaba en su interior.
Esperó y ahora la cosa ya no estaba en su cerebro, pues debido a algún
movimiento de ciertas coordenadas de las que no tenía conocimiento —al margen
de pensar que tenía que haber coordenadas involucradas— tuvo la impresión de
desplazarse. Estaba colgado, le parecía, como un ser incorpóreo, en alguna
vaciedad ignota que contenía un único objeto, una esfera azul que brillaba bajo el
destello del sol asomado por encima de su hombro izquierdo, o donde tendría que
haber estado su hombro izquierdo, porque ni siquiera estaba seguro de tener
cuerpo.
La esfera avanzaba hacia él o él caía hacia la esfera... no estaba seguro. Pero
de cualquier manera aquello se agrandaba. A medida que crecía el azul de su
superficie se moteó con fragmentos de una blancura rizada y supo que la esfera era
un planeta con porciones de su superficie oscurecida, por nubes que hasta entonces
habían quedado enmascaradas por el intenso azul de la totalidad.
Ahora no había ninguna duda de que caía a través de la atmósfera del planeta,
aunque la caída parecía tan controlada que no sentía la menor aprensión. No era
como una caída sino como un flotar descendente, y flotaba en el aire a la manera de
un escardillo. La esfera como tal había desaparecido y su disco se agrandó hasta el
punto de llenar y superar su campo de visión. Ahora a sus pies se extendía la gran
llanura azul con la pincelada de blancura de las nubes. Nubes, nubes y ninguna otra
forma, ningún indicio de masa continental.
Ahora Horton se hundía a mayor velocidad, pero la ilusión de escardillo no cesó.
A medida que se acercaba a la superficie notó que el azul era rizado... agua en
movimiento a causa del furor de un viento que la azotaba.
No es agua, dijo algo en su interior. Líquido sí, pero no agua. Un mundo líquido,
un talasoplaneta, un mundo líquido sin continentes ni islas.
¿Líquido?
—Entonces así son las cosas —dijo hablando con la boca de su cabeza en su
cuerpo agachado en la orilla de Charca—. Entonces de allí vienes. Eso eres.
Y volvió a ser, borla de escardillo flotando por encima de un planeta,
observando a sus pies una turbulencia oceánica, con el líquido arqueándose hacia
arriba y hacia afuera, girando y conformándose en una esfera, tal vez a muchísimos
kilómetros pero en cualquier sentido, semejante a la otra esfera que había ido de
visita al campamento. La esfera, notó, se levantaba, se alzaba en el aire, se elevaba
lentamente al principio y luego ganaba velocidad hasta ir hacia él como una colosal
bala de cañón directamente disparada a su cuerpo. No le dio, pero tampoco le erró
por mucho. Su yo de escardillo se vio atrapado y zarandeado por la vibración del
aire, trastornado a causa del paso de la esfera líquida.
Vio que el planeta retrocedía rápidamente y caía a plomo en el espacio. Es
curioso, pensó... que esto le ocurra al planeta. Pero casi instantáneamente
comprendió que no le estaba ocurriendo al planeta sino a sí mismo. Había sido
atrapado por la atracción de la maciza bala de cañón líquida y rebotando,
columpiado por su fuerza de gravedad, iba con ella hacia las profundidades
espaciales.
Nada parecía tener sentido. Había perdido toda orientación. Con excepción de la
bala de cañón líquida y las estrellas distantes, no había puntos de referencia, e
incluso éstos tenían, aparentemente, muy poco significado. Perdió el sentido del
tiempo y era evidente que el espacio carecía de medida; aunque retenía algo de su
identidad personal, lo que retenía era apenas un aleteo de identidad. Eso es lo que
ocurre, se dijo complacido, cuando no tienes cuerpo. Un millón de años luz pueden
estar a un paso de distancia y un millón de años ser sólo el tictac de un segundo.
Sólo tenía conciencia del sonido del espacio, similar al de un océano que se
zambulle en una catarata a miles de kilómetros de altura... y de otro sonido, un
agudo sonsonete, una emisión de grillo casi demasiado alta para que su sentido
auditivo la percibiera y ése, se dijo, era el suspiro del estallido de calor que
resplandecía a este lado de la infinitud y el destello del relámpago, sabía, era la
firma del tiempo.
De repente, después de apartar la vista un instante, notó que la esfera que
rastreaba a través del espacio había encontrado un sistema solar y atravesaba
como un rayo su densa atmósfera para girar alrededor de los planetas. Ante sus
ojos, la esfera se hinchó en un punto hasta formar otra pequeña esfera que se
separó de la primera y empezó a orbitar el planeta, mientras la esfera nodriza se
curvaba hacia afuera para volver a hundirse en el espacio. Y mientras se curvaba lo
soltó y lo hizo girar y él quedó libre, rodando hacia la oscura superficie del planeta
desconocido. El miedo le clavó sus garras y abrió la boca para gritar, atónito al
descubrir que no tenía boca para gritar.
Pero antes de que hubiera emitido el grito no había necesidad de gritar, porque
estaba otra vez en el interior de su cuerpo acurrucado junto a la charca.
Tenía los ojos firmemente cerrados y los abrió, con la sensación de que tenía
que forzarlos más que abrirlos. Veía bastante bien a pesar de la oscuridad de la
noche. La Charca yacía plácidamente en su tazón rocoso, espejo inmóvil destellante
con la luz de las estrellas que adornaban los cielos. A la derecha, se alzaba el
montículo, una forma semejante a un cono en la oscuridad de la tierra y, a la
derecha, la cordillera en la que estaba emplazada la ciudad en ruinas era una bestia
negra agazapada.
—De modo que así son las cosas —le dijo a Charca en un susurro, como si fuera
un secreto compartido—. Una colonia de ese planeta líquido. Tal vez una colonia
entre muchas. Pero, ¿por qué colonias? ¿Qué extrae el planeta de las colonias? Un
océano viviente que envía pequeños segmentos de sí mismo, pequeños cántaros de
sí mismo, para sembrar otros sistemas solares. ¿Y qué gana sembrándolos? ¿Qué
espera ganar?
Dejó de hablar y se agachó en medio del silencio, un silencio tan profundo que
resultaba enervante. Un silencio tan profundo y absoluto que le pareció seguir
oyendo el agudo sonsonete del tiempo.
—Háblame —le rogó—. ¿Por qué no me hablas? Sabes mostrarte y hacerte
notar. ¿Por qué no hablas?
Porque aquello no era suficiente, se dijo. No bastaba saber qué era Charca ni
cómo había llegado. Ese sólo era un comienzo, un hecho básico que no decía nada
de los motivos ni de las esperanzas ni de los propósitos, y eso era lo que importaba.
—Oye—insistió con tono suplicante—, tú eres una vida y yo soy otra vida. Por
nuestra naturaleza intrínseca no podemos hacernos daño, no tenemos ninguna
razón para querer herirnos. Oye, lo expresaré de otra manera... ¿puedo hacer algo
por ti? ¿Hay algo que quieras hacer por mí? O a falta de eso, lo que muy bien puede
ocurrir dado que operamos en planos muy distintos, ¿por qué no tratamos de hablar
de nosotros para llegar a conocernos mejor? Tú tienes que tener alguna inteligencia.
Sin duda la siembra de los planetas es algo más que pura conducta instintiva, más
que una planta que propala sus simientes para que arraiguen en otro suelo, así
como nuestra llegada es algo más que la ciega siembra de nuestra semilla cultural.
Aguardó y una vez más hubo agitación en su mente, como si algo la penetrara y
se empeñara en dejarle un mensaje, en imprimirle una imagen. Lenta y
dolorosamente, la imagen creció y se formó, en principio mero movimiento, luego
borrón y por último firme representación a la manera de un dibujo animado que
cambiaba y volvía a cambiar y cambiaba una vez más, más clara y definitiva a cada
modificación hasta tener la impresión de que había dos él... dos él en cuclillas junto
a Charca. Pero uno de los él no estaba simplemente agachado allí, pues tenía en la
mano una botella —la mismísima botella que había traído de la ciudad—, y se
agachaba para hundirla en el líquido de la charca. Fascinado, observó —los dos él
observaron— que el cuello de la botella borboteaba despidiendo un rocío de
burbujas quebradizas, mientras el líquido de Charca sacaba el aire de la botella al
tiempo que la llenaba.
—De acuerdo —dijo el uno que era él—. ¿Y ahora qué?
La imagen cambió y el otro él subía la rampa para entrar en Nave, llevando con
cuidado la botella, aunque Nave no aparecía del todo bien, porque estaba torcida y
distorsionada en una representación tan deficiente como los grabados de la botella
debían de ser representaciones deficientes de las criaturas que intentaban
representar.
La figura de su segundo yo había entrado en Nave, la rampa se levantaba y
Nave despegaba del planeta dirigiéndose al espacio.
—Entonces quieres venir—dijo Horton—. Por el amor de Dios, ¿hay algo en este
planeta que no quiera irse con nosotros? Aunque tú parcialmente, sólo una botella
llena de ti.
Esta vez se formó rápidamente la imagen mental: un diagrama que mostraba
ese distante planeta líquido y muchos más planetas con globos del líquido entrando
en ellos o alejándose, con pequeñas gotas despedidas de las esferas que caían en
los planetas que estaban sembrando las esferas nodrizas. El diagrama varió y
salieron líneas de todos los planetas sembrados y del planeta líquido propiamente
dicho, hacia un punto del espacio en el que se unieron todas las líneas con un
círculo alrededor del punto en el que convergían. Las líneas desaparecieron pero el
círculo permaneció y volvieron a trazarse velozmente las líneas para converger en el
interior del círculo.
—¿Quieres decir... ? —preguntó Horton y volvió a ocurrir lo mismo—.
¿Inseparable? —preguntó Horton—. ¿Quieres decir que sólo hay una tú? ¿Que hay
muchas tú aunque sólo eres una? ¿Que sólo hay un yo? ¿No nosotros sino un solo
yo? ¿Que tú la que estás ante mi sólo eres una prolongación de una única vida?
El cuadrado del diagrama se volvió blanco.
—¿Quieres decir que lo que digo es correcto?
—inquirió Horton—. ¿Que eso es lo que querías significar?
El diagrama desapareció de su mente y ocupó su lugar una sensación de
extraña dicha, de satisfacción, de problema resuelto. Ninguna palabra, ninguna
señal. Sólo una sensación de bienestar, de haber captado el significado.
—Pero hablo contigo y pareces entender —dijo—. ¿Cómo es eso?
Otra vez el retorcimiento en su mente, aunque esta vez sin imagen. Aleteos,
vagas figuras y luego nada.
—Entonces no tienes manera de decírmelo —dijo.
Aunque quizá, pensó, no era necesario que se lo dijera. Tenía que saberlo por sí
mismo. Podía hablar con Nave por medio del artilugio, fuera lo que fuese, que le
habían injertado en el cerebro, y quizás aquí estaba en juego el mismo tipo de
principio. El y Nave hablaban con palabras, pero eso se debía a que ambos conocían
las palabras. Tenían un medio de comunicación afín, pero con Charca ese medio no
existía. Entonces Charca, aprehendiendo algún significado de los pensamientos que
se formaban en el interior de su mente cuando hablaba —los pensamientos que
eran hermanos de sus palabras— había recaído en la forma básica de todas las
formas de comunicación: las imágenes. Imágenes pintadas en una cueva, grabadas
en cerámica, dibujadas en papel... imágenes mentales. La representación de los
procesos de pensamiento.
Supongo que no importa, se dijo. Así podemos comunicarnos. Así las ideas
pueden atravesar la barrera que nos separa. Aunque es una locura, pensó: un
organismo biológico formado por tejidos muy diferentes hablando con una masa de
líquido biológico. Y no sólo los pocos litros de líquido de este tazón rocoso, sino los
miles de millones y los billones de litros de líquido de aquel planeta distante.
Cambió de posición porque tenía los músculos de las piernas agarrotados.
—¿Pero por qué? —preguntó—. ¿Por qué querrías irte con nosotros? Sin duda
no para plantar otra diminuta colonia... una colonia del tamaño de un cántaro en
otro planeta al que podríamos llegar con el tiempo, probablemente dentro de
algunos siglos. Sería insensato. Tú conoces sistemas mejores para plantar tus
colonias.
Rápidamente se formó la imagen en su mente: el planeta líquido tremolando en
su azul devastador contra el telón de fondo del espacio, proyectando delgadas
líneas melladas, muchas líneas melladas y delgadas apuntadas hacia otros planetas.
E incluso mientras veía serpentear las líneas a través del diagrama, Horton pareció
saber que los otros planetas a los que apuntaban las líneas eran aquellos planetas
sobre los que el planeta líquido había establecido sus colonias. Curiosamente, se
dijo, esas líneas melladas se asemejan al símbolo convencional humano del rayo,
comprendiendo que Charca había asimilado de él ciertos convencionalismos para
posibilitar su comunicación.
Uno de los tantos planetas del diagrama zumbó hacia él hasta que fue más
grande que todos los demás y Horton vio que no era un planeta sino Nave, todavía
torcida, pero indudablemente Nave, con uno de los relámpagos hecho añicos contra
ella. El rayo rebotó en Nave y fue hacia él. Se agachó instintivamente, aunque no
con suficiente rapidez, y el rayo lo golpeó entre los ojos. Horton pareció destrozarse
y salió disparado a través del universo, quedó desnudo y abierto. Y mientras se
dispersaba en el universo, una enorme paz salida de la nada lo cubrió,
envolviéndolo suavemente. En ese instante, por un centelleante segundo, vio y
comprendió. Entonces todo desapareció y volvió a ser él, dentro de su propio
cuerpo, en la saliente rocosa junto a la charca.
La hora de dios, pensó... ¡es increíble! No obstante, cuanto más lo pensaba,
resultaba convincente y lógico. El cuerpo humano —los complejos cuerpos
biológicos— tenían un sistema nervioso que era, en efecto, una red de
comunicaciones. ¿Por qué, sabiéndolo, se resistiría ante la idea de otra red de
comunicaciones que operaba a través de años luz para vincular los muchos
segmentos dispersos de otra inteligencia? Una señal para recordar a cada colonia
esparcida que todavía formaba parte y seguiría formando parte de un organismo
que era, de hecho, el organismo.
Un efecto de rebote, se había dicho anteriormente... atrapado en el rocío de
perdigones apuntados a otra cosa. Esa otra cosa, ahora lo sabía, era Charca. Pero si
sólo había sido un efecto de rebote, ¿por qué no querría Charca incluirlo a él e
incluir a Nave en ese rocío de perdigones de la hora de dios? ¿Por qué quería que se
llevara a bordo un cántaro de sí misma, que sería un blanco que lo incluiría a él e
incluiría a Nave en la hora de dios? ¿O la había interpretado mal?
—¿Te he interpretado mal? —preguntó a Charca y a modo de respuesta volvió a
sentir la dispersión, la apertura y la paz que con ella llegaban. Extraño, pensó,
antes no había experimentado la paz, sino miedo y perplejidad. La paz y la
comprensión, aunque esta vez sólo se había presentado la paz y no la comprensión,
lo que no estaba mal, pensó, porque incluso mientras la percibía no tenía idea de la
comprensión, de qué clase de comprensión sería, sino sencillamente el
conocimiento, la impresión de que había una comprensión y que con el tiempo la
asimilaría. Para él, supo, la comprensión había sido tan desconcertante como el
resto. Aunque no para todos, se dijo. Por un instante Elayne pareció aprehender la
comprensión... captándola en un instante instintivo, para volver a perderla.
Charca le estaba ofreciendo algo —a él y a Nave— y sería grosero y descortés
ver en lo que le ofrecía algo distinto al deseo de una inteligencia por compartir con
otra algo de sus conocimientos y su comprensión. Como le había dicho a Charca, no
podía haber conflictos entre dos formas de vida tan disímiles. Por la naturaleza
misma de sus diferencias, entre ellos no podía haber competencia ni antagonismo.
Sin embargo, en lo más recóndito de su mente oyó el cascado repiqueteo de los
timbres de la alarma incorporados a todos los cerebros humanos. Eso estaba mal,
se dijo enfurecido, era indigno; pero el tintineo persistió. No seas vulnerable,
repicaban los timbres, no expongas tu alma, no confíes en nada hasta que mediante
pruebas demostradas —verificadas muchas veces— puedas estar triplemente seguro
de que no serás dañado.
Aunque, se dijo, la oferta de Charca podía no ser del todo desinteresada. Quizás
existía alguna parte de humanidad —algún conocimiento, alguna perspectiva o
punto de vista, algún criterio ético, alguna evaluación histórica— que Charca estaba
en condiciones de utilizar. Al pensarlo sintió un arrebato de orgullo, de que hubiera
algo con lo que la humanidad podía contribuir a esta inteligencia insospechada,
evidenciando que las entidades inteligentes, por diferentes que fueran, podían tener
un terreno común o aprender a tener un terreno común.
Aparentemente Charca estaba ofreciendo, cualesquiera que fueran sus razones,
un regalo muy valioso de su escala de valores... no la baratija llamativa que una
civilización superior y arrogante ofrecería a un bárbaro. Shakespeare había escrito
que la hora de dios podía ser un mecanismo de enseñanza y eso era posible, por
supuesto. Pero también podía ser, pensó, una religión. O nada más que una señal
de reconocimiento, sencillamente, una llamada tribal, una convención para recordar
a Charca y a todas las charcas de la galaxia la unidad, la mismidad de todas ellas
entre sí y con su planeta nodriza. Una señal de hermandad, tal vez... en cuyo caso a
él, y a través de él a la raza humana, le estaban ofreciendo como mínimo un puesto
provisional en la hermandad.
Pero era más, estaba seguro, que una mera señal de reconocimiento. La tercera
vez que lo había acometido, no se vio disparado a la simbólica experiencia que
había vivido con anterioridad, sino a una escena de su propia infancia y a una
fantasía totalmente humana, en la que había conversado con la castañeteante
calavera de Shakespeare. ¿Era un mero lanzamiento o había ocurrido porque el
mecanismo (¿el mecanismo?) responsable de la hora de dios se había colado en su
mente y en su alma, examinándolo y tanteándolo y analizándolo como parecía
haber hecho las dos veces anteriores? Algo semejante, recordó, había
experimentado Shakespeare.
—¿Quieres algo? —preguntó—. Tú haces esto por nosotros... ¿qué podemos
hacer nosotros por ti?
Esperó la respuesta pero no la hubo. Charca permanecía oscura y plácida, con
la luz de las estrellas cubriendo de pecas su superficie.
Tú haces esto por nosotros, había dicho, ¿qué podemos hacer nosotros por ti?
Dando la impresión de que Charca había ofrecido algo de gran valor, algo necesario.
Se preguntó si sería así. ¿Era algo necesario, incluso deseado? ¿No era, quizás, algo
de lo que podían prescindir, de lo que podían prescindir felizmente?
Y estaba avergonzado. El primer contacto, pensó. Después supo que estaba
equivocado. El primer contacto para él y para Nave, pero probablemente no el
primer contacto para Charca ni para las muchísimas charcas de muchísimos
planetas. No el primer contacto para otros seres humanos. Desde que Nave había
salido de Tierra, el hombre se había diseminado a través de la galaxia y esos
fragmentos de humanidad debían haber hecho otros primeros contactos con
criaturas extrañas y prodigiosas.
—Charca —dijo—. Te he hablado. ¿Por qué no respondes, Charca?
Un minúsculo aleteo se agitó en su mente, un aleteo contenido, como el suave
suspiro de un cachorro que se acomoda para dormir.
—¡Charca! —insistió.
No hubo respuesta. El aleteo no se repitió. ¿Entonces había finalizado, eso era
todo? Quizá Charca estaba fatigada. Le pareció ridículo que algo como Charca
estuviese fatigado.
Se incorporó y los músculos acalambrados de sus piernas se relajaron. Pero
después de levantarse no se movió inmediatamente, permaneció atento al asombro
que atronaba en su cerebro.
Recordó que se había decepcionado al vislumbrar por primera vez el planeta,
decepcionado por su poca extrañeza, pensando que apenas era una Tierra
desaliñada. Y era, se dijo defendiendo su primera impresión, bastante desaliñada si
a eso vamos.
Ahora que había llegado la hora de partir, ahora que había sido despedido,
experimentó una extraña renuencia a alejarse. Como si hubiera encontrado una
nueva amistad y detestara separarse de ella. Sabía que el término no era correcto,
que no se trataba de una amistad. Buscó la palabra acertada. No se le ocurrió
ninguna.
Se preguntó si podía existir una verdadera amistad, una amistad encarnada,
entre dos inteligencias tan dispares. Si alguna vez encontrarían ese territorio
común, esa zona de acuerdo en la que pudieran decirse: coincido contigo... te has
aproximado al concepto de una humanidad común y una filosofía común desde una
perspectiva distinta, pero tus conclusiones coinciden con las mías.
En detalle era improbable, se dijo, aunque posible sobre la base de principios
amplios.
—Buenas noches, Charca. Me alegro de haberte conocido. Espero que a ambos
nos vaya bien.
Trepó lentamente por la orilla rocosa y emprendió el camino descendente del
sendero iluminando el suelo con la linterna.
Al doblar un recodo la luz puso de relieve un manchón de blancura. Movió la
linterna de un lado a otro. Era Elayne.
—He venido a tu encuentro —le dijo.
Se acercó a ella.
—Hiciste una tontería —la regañó—. Podrías haberte perdido.
—No podía quedarme allá. Tuve que venir a buscarte. Estoy asustada. Está a
punto de ocurrir algo.
—¿Otra vez la sensación de precognición? ¿Como cuando encontramos a la
criatura atrapada en el tiempo?
Elayne asintió.
—Creo que sí. Una sensación de incomodidad que me puso los nervios de punta.
Como si vacilara en algún sitio a la espera de saltar, pero sin saber hacia dónde
saltar.
—Después de lo ocurrido antes, me siento inclinado a creerte. A creer en tu
presentimiento. ¿O es más fuerte que un presentimiento?
—No lo sé —dijo ella—. Es tan fuerte que estoy asustada... desesperadamente
aterrorizada. Me pregunto si... ¿querrías pasar la noche conmigo? Tengo una
manta. ¿Quieres compartirla conmigo?
—La compartiré encantado y lo consideraré un honor.
—No sólo porque seamos un hombre y una mujer —explicó Elayne—. Aunque
supongo que eso influye. Es porque somos dos seres humanos... los únicos seres
humanos. Nos necesitamos.
—Sí —dijo él—, nos necesitamos.
—Tenías a una mujer. Has dicho que los demás murieron...
—Helen —musitó Horton—. Hace cientos de años que está muerta, pero para mí
fue ayer.
—¿Porque estabas inmerso en el sueño frío?
—Exactamente. El tiempo queda cancelado por el sueño.
—Si quieres puedes fingir que soy Helen. No me molestará.
Horton la miró.
—No lo fingiré —dijo.
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