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LA ARQUEOLOGI D L PALABRA (2g)3 27/7/10 10:05 Página 33

ORALIDAD FRENTE A ESCRITURA 33

2.3. LA COMPOSICIÓN POÉTICA ORAL Y LA PSICODINÁMICA DE


LA ORALIDAD

La teoría de la escritura que venimos analizando hace hincapié en el papel


determinante que esta tecnología, en un primer lugar con la invención y di-
fusión del alfabeto y más tarde con la de la imprenta, desempeñó en el desa-
rrollo del pensamiento, especialmente en el caso de Occidente. Esta afirma-
ción no supone, en modo alguno, que no pueda existir pensamiento complejo
sin la mediación de la escritura. Este prejuicio, como ya vimos, es muy co-
mún entre los pueblos alfabetizados, pero es evidentemente falso. Sin em-
bargo, sí sostiene que la escritura es una causa directa del surgimiento de la
crítica y del discurso racional que son la base del conocimiento en el mundo
moderno tal y como nosotros lo concebimos. De este modo, deja abierta una
cuestión de extrema relevancia: ¿cómo piensan entonces los pueblos ágrafos?
Esta es, sin duda, una de las preguntas que requiere una respuesta con más
urgencia si se pretende mantener la anterior afirmación. Por ello los inves-
tigadores han prestado especial atención a las formas de transmisión del co-
nocimiento en sociedades ágrafas y a las consecuencias que estas formas pue-
den tener en la percepción de la realidad, o para decirlo en palabras de
Walter Ong, a la psicodinámica de la oralidad.
En esta investigación el fenómeno que mayor atención ha recibido es el
de la poesía. Como veremos en el siguiente apartado, el conocimiento que
puede transmitirse oralmente en una sociedad excede con mucho el forma-
to poético. Pero el hecho de que sea la más llamativa de todas las manifesta-
ciones culturales de un grupo por su compleja elaboración y el carácter es-
pecial de su contenido (religioso o épico las más de las veces) ha contribuido
ostensiblemente a que ocupe un lugar privilegiado en el estudio de la trans-
misión oral del pensamiento. El origen de este interés vuelve de nuevo a lle-
varnos a la Grecia arcaica porque fue en gran medida la contribución que el
clasicista americano Milman Parry hizo a la llamada «cuestión homérica» la
que activó la investigación sobre la composición oral de la poesía (Ong, 1987:
26-31; González García, 1991: 37-89; Havelock, 1996: 32, 80-83; Signes Co-
doñer, 2004: 140-150). Los poemas homéricos habían recibido tradicional-
mente el título de obras literarias; es más, eran considerados y ensalzados, en
especial la Ilíada, como los primeros ejemplos de literatura occidental y el
responsable de su creación era un personaje casi por completo desconocido,
Homero, al que, no obstante, los propios antiguos ya habían reconocido como
su autor. Partiendo de esta consideración, que se percibía como irrefutable,
los estudiosos de los poemas épicos discutían a principios del siglo XX sobre
la formación del texto final: los «analistas» creían que la narración era el re-
sultado de la suma de diferentes obras independientes, mientras que los
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«unitarios» valoraban más la armonía del conjunto que los elementos dis-
cordantes y entendían, por ello, que sólo podía haber sido creada por un úni-
co autor. La propuesta de Parry (1971) situó el debate en un contexto com-
pletamente diferente. En su tesis doctoral defendida en París en 1928
sostenía que las fórmulas literarias relacionadas con nombres propios, que se
repetían de manera constante en los poemas, respondían a las necesidades de
la composición oral, que se servía de fragmentos métricos fijos y los utiliza-
ba de forma estandarizada para crear nuevos versos. En su origen, por tanto,
lo que se había considerado un elemento estilístico, no era más que un re-
curso fácil para favorecer la recitación. Por lo tanto, los poemas que conser-
vamos no podían tener una fecha concreta de elaboración, sino que se habían
formado con el paso del tiempo. Se trataba, pues, de una obra colectiva que
había pasado de un recitador a otro, lo que explicaba satisfactoriamente la
mezcla de elementos eólicos y jonios de distintas épocas que se habían de-
tectado.
La tesis oralista chocaba frontalmente con el persistente prejuicio deci-
monónico de que la Ilíada y la Odisea habían nacido como obras escritas y se
debían al genio literario de Homero (González García, 1991: 165-171).
Consciente de ello, Parry decidió buscar una prueba fehaciente de la exis-
tencia de poesía oral compleja transmitida de generación en generación. Y
la encontró en la épica tradicional de la ex Yugoslavia, donde todavía a prin-
cipios de siglo se componían y representaban poemas épicos de considerable
longitud. El resultado de su trabajo de campo, en el que colaboró Albert B.
Lord, fue la creación de un importante corpus de textos sureslávicos que es-
tán en el origen del Centro de Estudios de Literatura Oral de Harvard. La
primera constatación que se hizo evidente con el ejemplo de las actuaciones
de los bardos yugoslavos que quedaron registradas fue que era posible la
transmisión de extensas composiciones orales en verso. No era necesario, por
tanto, suponer que los poemas épicos habían sido creados por escrito. Esta no
era más que su última fase, a la que habrían llegado después de circular in-
definidamente por Grecia en boca de los bardos. Su aspecto final, en la ver-
sión que nos ha llegado, no puede considerarse, sin embargo, una transcrip-
ción directa de una recitación oral, sino más bien una elaboración escrita de
un poema épico tradicional (Goody, 1987: 107-108; Havelock, 1996: 32-33).
Pero, además, el estudio pormenorizado de un número importante de re-
presentaciones y la observación del aprendizaje de los jóvenes recitadores
permitió comprender en profundidad el proceso de composición y transmi-
sión de la poesía oral (Lord, 1981: 13-123; 1982: 243-257). Sin la mediación
de la escritura, los poemas épicos eran creados mentalmente sobre la base de
dos elementos estructurales: la fórmula y el tema. La primera es, según la
definición de Parry, un grupo de palabras que se usan regularmente en las
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mismas condiciones métricas para expresar una determinada idea esencial,


mientras que el tema hace referencia a los contenidos narrativos que apare-
cen de forma repetitiva en los poemas, como la escena del consejo o la de la
formación de las tropas. Fórmulas y temas articulan la poesía oral y facilitan
su memorización y repetición, de manera que hacen posible recordar exten-
sas composiciones métricas. Sin embargo, se comprobó también que la repe-
tición de los poemas no era nunca completamente fiel, ni siquiera por boca
del mismo recitador, a pesar de que ellos insistían en que estaban represen-
tando siempre el mismo poema. Este fenómeno, lejos de ser un hecho aisla-
do, refleja una de las características de la composición en verso, y en general
de la transmisión oral del conocimiento. Así Goody ha reconocido esta mis-
ma indiferencia por la repetición perfecta en el caso de los lodagaa del nor-
te de Ghana, quienes conservan un poema mítico, el Bagre, que da cuenta de
su origen y de determinados ritos de iniciación (Goody, 1972; 1977: 30-42;
1987: 167-182). Mientras el denominado Bagre blanco, vinculado a una re-
presentación fija que deja poca oportunidad para la variación, parece haber-
se mantenido más estable con el paso del tiempo, en las versiones que se han
documentado de 1951/ 52 y 1969/ 70 del Bagre negro se perciben variacio-
nes evidentes. Lo que estos ejemplos ponen de manifiesto no es realmente
que las culturas orales tengan menos interés por mantener el conocimiento
inalterado en su estado primigenio, sino que en una cultura que desconoce
cualquier tipo de escritura no existen los conceptos de «versión original» y
de «creador» o «autor» como los que manejamos en una alfabetizada. Sólo
con la aparición del texto escrito surgen estas ideas, porque se convierte en el
referente fijo con el que contrastar cualquier repetición posterior del conte-
nido. Nada de eso existe en una sociedad ágrafa, porque no hay nada antes,
ni después, de la recitación concreta, que significa en sí misma el momento
de creación.
Estas características de la poesía se han observado en el resto de géneros
orales: cada representación debe entenderse como una obra prácticamente
independiente, y cada recitador un autor diferente, y no un simple transmi-
sor, porque en realidad su función no es exclusivamente la de conservar una
tradición recordándola de memoria, sino la de recrearla, contribuyendo a
ello, eso sí, con su propia originalidad (Finnegan, 1970: 2-25). Por eso resulta
inapropiada y contradictoria, en gran medida, la denominación de literatu-
ra oral que han recibido estas recitaciones y presentaciones, que Ong prefie-
re designar como tradición oral o formas artísticas verbales, pues el término
«literatura» ya implica irremediablemente el uso de la escritura en el pro-
ceso creativo y todo lo que éste conlleva. De este modo, la creación oral no
deja de entenderse como una variante incompleta o a medio camino de la
verdadera literatura (Ong, 1987: 19-24). En realidad, se trata de dos fenó-
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menos radicalmente distintos, que sólo pueden tener lugar en sociedades


donde las formas de transmisión cultural son esencialmente diferentes y, por
ello, conviene no interpretar uno partiendo de la base del otro.
Esta misma advertencia es válida igualmente para cualquier otra forma
de conocimiento, y tiene repercusiones más importantes que el simple hecho
de que en las sociedades orales no exista una reproducción literal de las
ideas. En realidad, del mismo modo que, desde nuestra perspectiva de socie-
dad alfabetizada, tendemos a ver las formas de expresión verbales como lite-
ratura oral, también existe la inclinación a suponer que lo único que dife-
rencia a una cultura que no tiene un registro escrito es que maneja una
menor cantidad de información, que el mundo actual en que vivimos no está
tan alejado de esa situación porque los medios de comunicación oral son
esenciales todavía para la vida cotidiana, especialmente con el desarrollo del
teléfono, la radio y la televisión en el siglo XX (Havelock, 1996: 55-59). Exis-
te, sin embargo, una notable distancia entre la oralidad primaria, es decir, la
oralidad en sociedades que desconocen por completo la escritura, y la orali-
dad secundaria. Los cambios que supone para el pensamiento la utilización
de signos gráficos no son en modo alguno reversibles. Una vez que una so-
ciedad ha interiorizado el uso de la escritura, sus consecuencias no se redu-
cen exclusivamente al espacio de la comunicación escrita, sino que afectan a
cualquier ámbito del conocimiento y modifican radicalmente sus formas de
adquisición y transmisión. En estos casos la oralidad secundaria no puede
equipararse con la de aquellos grupos que desconocen la escritura, pues di-
recta o indirectamente su funcionamiento se verá influido por la tendencia
a la ordenación, a la abstracción o a la repetición literal que promueve el sig-
no gráfico. Así sucede, por ejemplo, con los textos sagrados de los hindúes
–los Vedas– que, a pesar de ser una tradición escrita, son memorizados y re-
citados por los brahamanes, quienes insisten en el carácter oral de estas com-
posiciones (Goody, 1987: 110-122). La oralidad secundaria, por lo tanto, re-
quiere un tratamiento especial en el que se tomen en consideración las
interrelaciones entre textos y formas de expresión verbales, que no tienen
por qué ajustarse a un único esquema.
Por el contrario, la oralidad primaria se caracteriza por la ausencia total
de escritura y por la preeminencia absoluta de la comunicación oral. Este he-
cho impone ciertas pautas en la adquisición y transmisión del conocimiento
e influye en las formas de pensamiento y de expresión de tal modo que es po-
sible establecer ciertos rasgos como particulares o más característicos de las
sociedades ágrafas. Es lo que Ong ha denominado la psicodinámica de la ora-
lidad. Para Goody, como ya vimos, una de las consecuencias fundamentales
de la ausencia de escritura es el predominio de un olvido que podríamos lla-
mar estructural, que mantenía la cultura en un proceso de homeoestasis cons-
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tante. La falta de un texto canónico que fije la tradición permite explicar,


además, las alteraciones y transformaciones a las que se puede ver sometida
sin necesidad de que se perciba como una novedad, del mismo modo que los
bardos no consideran que estén ofreciendo una versión diferente cada vez que
recrean un poema (Goody, 2000: 36-40). Por ello, en cierta medida las socie-
dades ágrafas no son tan inmovilistas y conservadores como se puede pensar
en un primer momento, y sí son capaces de adaptarse al cambio sin que su-
ponga un desafío a su tradición. Además de la homeoestasis se han destacado
otros rasgos que son el resultado del predominio de la comunicación oral
(Ong, 1987: 38-80). Así, por ejemplo, se ha puesto de manifiesto en repetidas
ocasiones que frente al desarrollo de la vista como principal sentido en la re-
cepción del conocimiento que caracteriza las sociedades modernas, en las
ágrafas es el oído el que actúa en estos casos. El pensamiento no tiene otro es-
pacio que el de la fluida y efímera transmisión verbal. No existe realmente
por sí mismo. Y la comunicación está íntimamente asociada con el emisor del
mensaje. Por ello se le concede una fuerza creadora a la articulación sonora
de las palabras, en especial de los nombres, como si tuvieran el poder de dar
vida o de quitarla (Tambiah, 1968: 182-184). Los ejemplos más elocuentes,
sin duda, aparecen en la Biblia donde por un lado Dios crea el mundo asig-
nándole nombres (Génesis, 1.5): «dijo Dios: “Haya luz” y hubo luz»; y más
tarde traspasa al ser humano esa función (Génesis, 2.20) de forma que Adán
nombra a los animales. Está presente también en otras composiciones de Pró-
ximo Oriente como el Poema de la Creación babilónico, donde para explicar
que la Tierra y el Cielo no existían todavía se dice que «no habían sido nom-
brados» (Bottéro, 1995: 26-27). También tiene como consecuencia que el con-
tenido de los mensajes no pueda desvincularse del contexto de comunicación.
Mientras que la escritura abre el camino al aislamiento de la actividad inte-
lectual y al distanciamiento del pensamiento con respecto a su creador, en las
sociedades orales el discurso sólo tiene pleno sentido en el escenario en que
tiene lugar; y la acción e interacción humanas dependen en mucha mayor
medida del intercambio verbal entre las personas. Por ello han recibido el
nombre también de culturas verbomotoras, porque el diálogo acompaña de
forma generalizada cualquier acción.
El principal argumento de la teoría de la escritura, según vimos, señala
la existencia de una estrecha relación entre el uso de esta tecnología y el de-
sarrollo del escepticismo, la lógica y en general la abstracción (Goody, 1985:
55-56; 1987: 219-221). Esta vinculación se ve confirmada en gran medida
por la tendencia al lenguaje proverbial y al conocimiento situacional de las
sociedades orales (Ong, 1987: 41-62). En efecto, los discursos que caracteri-
zan la oralidad primaria tienden, por una parte, a la repetición del conteni-
do y a su acumulación en estructuras coordinadas; y están bastante alejados,
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por tanto, de la sintaxis compleja que desarrollan los discursos textuales.


Pero, además, utilizan refranes y proverbios que son el equivalente de las
fórmulas en poesía. Su función es sintetizar el pensamiento, pero lo hacen
siempre a través de ejemplos y situaciones concretas y no de expresiones abs-
tractas (Havelock, 1996:110-112). Este lenguaje se emplea especialmente en
mensajes de carácter ético o legal, como «ojo por ojo», «diente por diente» o
«divide y vencerás». Así, por ejemplo, el dicho «a quien a buen árbol se arri-
ma buena sombra le cobija» refleja en un enunciado típicamente oral lo que
el pensamiento abstracto formularía como «la búsqueda de influencias es
siempre una buena política». El pensamiento situacional hace referencia
igualmente a la tendencia a lo concreto e individual por encima de las cate-
gorías y conceptos abstractos, que son el resultado del desarrollo de la escri-
tura. Eso es lo que observó Havelock (1978) en su estudio del concepto grie-
go de justicia, que con anterioridad a los tratados presocráticos y platónicos
no existía salvo en un sentido operacional. Pero, sin duda, el estudio más in-
fluyente a este respecto ha sido el que realizó Luria (1976: 161-164) entre la
población analfabeta, en distintos grados, de Uzbekistán y Kirghizia en la ex
Unión Soviética. Las respuestas a las preguntas y tareas que se les planteaba
a aquellos que no habían recibido ninguna educación eran claramente dife-
rentes de las de aquellos que sabían leer y escribir. De este modo, por ejem-
plo, siempre identificaban los dibujos con representaciones de cosas reales,
no eran capaces de agruparlo en categorías, sino desde el punto de vista de
situaciones prácticas, nunca definían los objetos de forma abstracta sino me-
diante ejemplos concretos y no parecían operar en ningún momento con ra-
zonamientos silogísticos. Todo ello induce claramente a considerar que en
realidad el pensamiento abstracto y la lógica, tal y como nosotros la conce-
bimos, no son en ningún caso procedimientos básicos de la mente humana,
sino el resultado de un desarrollo que está íntimamente relacionado con la
escritura. Esto no significa evidentemente que los pueblos ágrafos sean por
completo «ilógicos» (en el sentido de irracionales) y que carezcan de con-
ceptos, sino que razonan y expresan su pensamiento siguiendo otras pautas
que tienen más que ver con la experiencia inmediata que con la ordenación
de la mente que facilita y promueve la escritura (Goody, 1986: 182).

2.4. LA MEMORIA ORAL MÁS ALLÁ DE LA POESÍA


Cuando no existe soporte material alguno, es evidente que el medio básico,
aunque no el único, de conservar la información es la memoria humana; y
ésta puede llegar a ser extremadamente longeva y duradera si se ejercita
adecuadamente. En opinión de Havelock (1996: 103-112), este ejercicio vie-
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ne marcado por un discurso especial, que actúa en cierta medida como un al-
macén de la memoria, lo más parecido a la escritura que existe en un con-
texto oral. Así, en una sociedad oral el medio principal por el que se preser-
va la tradición y se transmite el código cultural que educa a las jóvenes
generaciones es lo que él denomina el habla artificial o ritualizada (contri-
ved speech), es decir, un lenguaje no cotidiano regido por la música y el rit-
mo que permite memorizar y recordar el contenido con mayor facilidad. El
mejor ejemplo de este tipo de discurso es la poesía, ya que la rigidez del ver-
so, de las fórmulas y de los temas recurrentes fija con mayor facilidad el co-
nocimiento tradicional. Posiblemente Goody (1987: 293-300) esté en lo cier-
to al considerar que Havelock tiende a presentar la tradición en un sentido
demasiado estático, ya que incide sobre todo en la capacidad que tiene la
poesía de conservar inalterado el pensamiento. En realidad, como ya vimos,
el discurso rítmico no puede equipararse en ningún caso a la escritura. A pe-
sar de su rigidez, la falta de un referente textual y la recreación que ejecuta
cada bardo hacen que se modifique sensiblemente de generación en genera-
ción y se adapte a las nuevas circunstancias. Pero además se podría añadir
que la teoría de la oralidad primaria que propone Havelock está posible-
mente demasiado condicionada por su objeto de estudio, es decir, por la Gre-
cia arcaica y por la relevancia de la épica en este período de la cultura hele-
na. Por ello concede una importancia extraordinaria a la poesía como
elemento principal de conservación de la tradición, sin reparar en que pro-
bablemente en otras sociedades, como es el caso de Roma, el fenómeno de la
épica no existía o no tenía un papel cultural tan destacado, y sobre todo en
que existen otros elementos, a parte del habla ritualizada, que pueden trans-
mitir la memoria. En este apartado nos ocuparemos de este fenómeno.
En un famoso pasaje del Fedro (274c-275a) en el que Sócrates recuerda
una conversación que el dios Amón tuvo con el dios Thot, inventor de la es-
critura, Platón lanza una dura acusación contra la escritura:

este invento dará origen en las almas de quienes lo aprendan al olvido, por descui-
do del cultivo de la memoria, ya que los hombres, por culpa de su confianza en la
escritura, serán atraídos al recuerdo desde fuera, por unos caracteres ajenos a ellos,
no desde dentro, por su propio esfuerzo. Apariencia de sabiduría y no sabiduría
verdadera procuras a tus discípulos.

Sin signos escritos, por el contrario, la memoria se robustecía significati-


vamente. Encontramos la misma idea en Roma, en un comentario de César
sobre los galos, quienes, según él, no hacían mucho uso de la escritura grie-
ga, pese a que la conocían, para evitar así que los jóvenes confiaran excesi-
vamente en las letras y abandonaran la práctica de la memoria (Guerra de
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las Galias, 6.14.3-5). Aunque estas afirmaciones puedan parecer lógicas en


un primer momento, no se ha demostrado en ningún caso que la ausencia de
escritura contribuya a que el ser humano desarrolle una mayor capacidad
memorística. En realidad, lo que sí parece claro es el fenómeno opuesto, es
decir, que la alfabetización y la educación escolar obligan al individuo a ejer-
citar su memoria de forma constante en el proceso de aprendizaje (Neisser,
1982: 21-242). Estos comentarios son, sin embargo, interesantes, porque
muestran hasta qué punto los antiguos veían en la escritura un alivio para la
memoria, pero también un estorbo para el pensamiento.
A pesar de esta confianza en la memoria, es evidente que la capacidad
humana para recordar tiene un límite y que con el paso del tiempo los acon-
tecimientos que vivieron las generaciones anteriores van perdiéndose pro-
gresivamente. De hecho, según Vansina (1985: 162-173), los sucesos de lo
que nosotros podríamos llamar historia reciente no sobreviven más allá de
tres generaciones, es decir, no superan la vida de los nietos. A partir de ese
momento, lo más probable es que se olviden de forma irremediable. Si por
alguna razón tienen un interés especial para la comunidad, porque contri-
buyan a hacer comprensible el mundo que les rodea, la situación presente en
la que viven y su propia identidad como grupo, es decir, si no tienen un sim-
ple carácter anecdótico, en ese caso habrá más posibilidades de que se con-
serven por más tiempo en la memoria colectiva (lo que no quiere decir para
siempre), aunque lo harán de forma simplificada y según unas estructuras
significativas recurrentes. Este olvido es parte esencial, de la homeoestasis,
en la que no sólo es difícil, sino poco deseada, la acumulación de conoci-
miento. No obstante, habría que puntualizar que este olvido impuesto por la
falta de un registro escrito no siempre sirve de forma totalmente coherente
los intereses y preocupaciones del grupo. En ocasiones la memoria es perti-
naz, y conserva hechos y personajes que ya no encajan perfectamente con la
situación actual y de los cuales, sin embargo, no es fácil deshacerse (Vansina,
1985: 120-123). De este modo, los cambios sociales y culturales pueden dar
lugar, de forma inmediata, a nuevas aportaciones y reinterpretaciones de la
tradición, sin que aquellos elementos que han perdido su antiguo significa-
do se desvanezcan con la misma rapidez. Esta dinámica pone de manifiesto
que en realidad tanto en las sociedades orales como en las ágrafas el pasado
no es una materia de recuerdo tan manipulable como normalmente se da
por sentado. En realidad no sólo el ser humano carece de completa libertad
para modelarlo a su antojo, sino que además hay que tener en consideración
precisamente el fenómeno contrario, es decir, hasta qué punto no nos vemos
abocados a interpretar y vivir el presente a través de lo que consideramos ha
sido nuestro pasado (Schudson, 1989). Este puede convertirse a veces en un
provocador desafío más que en una herramienta de legitimación. No obs-
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tante, y es aquí donde reside la validez de la apreciación de Goody, en una


sociedad oral la falta de documentos escritos juega a favor de aquellos que
ostentan poder y conocimiento, mientras que la acumulación de archivos y
de libros supone un importante reto para aquellos que quieren interpretar el
pasado. Por otro lado, tampoco habría que caer en el error de considerar el
olvido simplemente como una irremediable consecuencia de la falibilidad
de la mente humana. Aunque exista una gran diferencia en términos cuan-
titativos entre aquellas sociedades que confían su pasado a la escritura y las
que no, en realidad el hecho de olvidar, como el de recordar –ambos, podría
considerarse, son las dos caras de una misma moneda–, es en gran medida
una decisión cultural tomada consciente o inconscientemente. Por ello in-
cluso en los contextos en los que no existe la escritura, la memoria de un
pueblo puede variar de forma ostensible de unos casos a otros.
El recuerdo del pasado que conservan los pueblos ágrafos no se limita a
los acontecimientos más recientes. En realidad una parte fundamental de
esa memoria la constituyen los relatos sobre los orígenes tanto del mundo
como del propio grupo. Frente a la vaguedad y esquematismo con que pue-
den transmitirse a veces los sucesos más cercanos, los mitos de origen, por el
contrario, suelen estar cargados de detalles e información pormenorizada,
que explican de forma coherente la existencia del mundo en su forma actual
y de los seres humanos que lo habitan. Huelga decir que tanto estos relatos
como las historias recientes carecen por completo de una cronología fija
–algo propio de las organizaciones estatales, preocupadas por controlar el
tiempo a través de los calendarios (Goody, 1968; 1986: 94-96)– y como mu-
cho consiguen organizarse en una inestable cronología relativa, que suele
adoptar la forma de genealogías (Henige, 1974: 4). Pero posiblemente lo
más importante, como ha puesto de manifiesto Vansina, es que esta ordena-
ción temporal está sujeta a una evolución permanente. Como descubrió Van-
sina (1985: 17-24) en su trabajo de campo en África el punto fijo lo marcan
siempre los mitos de creación que se sitúan en el origen más lejano. El otro
extremo de la línea temporal lo ocupan los acontecimientos más cercanos
que no remontan más allá de la generación de los abuelos. A partir de ese
punto las historias y relatos que se transmiten son mucho más escasos, por lo
tanto existe un verdadero lapso temporal de la memoria entre el origen y la
historia más reciente, que avanza a medida que se suceden las generaciones.
Este floating gap (lapso flotante) como lo ha denominado Vansina, cada vez
abarca un espacio de tiempo mayor conforme las nuevas generaciones olvi-
dan en gran medida lo que vivieron y recordaron sus bisabuelos y tatarabue-
los. Recientemente Jan Assmann (1995:125-133 y 1997: 23-30) ha retomado
este mismo esquema para proponer una teoría de la memoria en el mundo
antiguo basada igualmente en dos tipos de recuerdo, el de los orígenes, sa-
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grado y ritualizado, la memoria cultural, y el reciente que se mantiene en la


esfera informal de la comunicación diaria, la memoria comunicativa.
En proceso continuo de homeoestasis y estructurada según un modelo
temporalmente desequilibrado de recuerdo, la memoria en las sociedades
ágrafas depende exclusivamente de la comunicación repetitiva de la infor-
mación, de padres a hijos, de una generación a otra. La forma más percepti-
ble de esta transmisión es el discurso directo. Por ello podría considerarse en
un primer momento que la verbalización del conocimiento es el medio prin-
cipal por el que los jóvenes aprenden todo lo necesario para poder reconocer
su pertenencia al grupo y para desempeñar la función que se les ha enco-
mendado en la sociedad. Este discurso, que puede adoptar la forma de cuen-
to o mito, se transmite normalmente en un contexto específico y como vere-
mos forma parte de toda una representación –en esta categoría entrarían los
poemas homéricos según Havelock–. Pero sería un error considerar que sólo
la palabra puede conservar la memoria, porque posiblemente tan vital para
el recuerdo como lo es el discurso lo sean también los artefactos que crea el
ser humano y su comportamiento en sociedad cuando éste está cargado del
simbolismo del ejemplo –este último aspecto es lo que Paul Connerton ha
llamado bodily practices o incorporating practices (1989: 72-79). Por lo que
respecta al mundo material en el que vivimos, tanto psicólogos (Radley,
1990) como arqueólogos (Kuechler, 1987; Rowlands, 1993: 143-146; Lillios,
1999) han puesto de manifiesto en repetidas ocasiones el destacado papel que
desempeñan los objetos materiales en la construcción de nuestra memoria.
Ya sea conscientemente, a través por ejemplo de monumentos funerarios o de
memoriales, o inconscientemente, mediante artefactos de uso más cotidiano
cuya principal función no es inicialmente la de mantener el recuerdo, el ser
humano percibe el pasado a través de los objetos que lo representan y lo sim-
bolizan. En ocasiones estos artefactos están estrechamente vinculados a la
transmisión verbal del conocimiento y sirven de forma activa como recursos
mnemotécnicos (mnemonic devices, aide-mémoire) que, si bien no facilitan en
sentido estricto que la información se conserve de forma inalterada como su-
cede con la escritura, sí al menos estimulan el recuerdo y le dan forma física.
Existen bastantes ejemplos antropológicos de esta estrecha relación entre
la memoria y determinados elementos de la cultura material de un pueblo.
Se trata siempre de objetos que no tienen un uso cotidiano, sino que están en
relación con momentos muy particulares de la vida de un determinado pue-
blo. Tampoco suelen ser de dominio público. Muy al contrario, sólo un de-
terminado grupo de personas tienen normalmente acceso a ellos y son capa-
ces de interpretarlos gracias al conocimiento que les ha sido transmitido
oralmente. Así, por ejemplo, el trono real de los asante de Ghana ayudaba al
heraldo de la monarquía a contar su historia junto con otros elementos pre-
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sentes en lugares sagrados en los que se celebran sacrificios; y las represen-


taciones pictográficas que los ojibwa de Canadá escribían sobre rollos de cor-
teza de abedul eran utilizados por el chamán para enseñar a los aprendices
el viaje de un héroe o la migración de un clan (Vansina, 1965: 36-39 y Goo-
dy, 2000: 29-33; Glassner, 2003: 86-91). Los maoríes de Nueva Zelanda te-
nían bastones de madera con forma de sierra que les permitían conservar el
recuerdo de sus genealogías, de forma que los jóvenes recitaban el nombre
de los antepasados en relación con cada una de las muescas del bastón (Gaur,
1985: 25). Entre los luba del Congo, sólo los miembros de una sociedad se-
creta podían manejar los lukasa, paneles de madera transportables, decora-
dos con conchas y cuentas o tallados (fig. 1). Se concebían como la expresión

FIGURA 1. Lukasa del pueblo luba (República Democrática del Congo). Las caras hu-
manas representan jefes, personajes históricos y miembros de la sociedad secreta
mbuyde. Los rectángulos y círculos reflejan la casa de reuniones y las posesiones del
jefe. Museo Metropolitano de Nueva York (1977: 467.3).
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FIGURA 2. Churinga de un miembro del tótem de la rana compuesto por círculos y lí-
neas que representan elementos vegetales (según Spencer y Gillen, 1914: 146-147).

escultórica de revelaciones divinas y se utilizaban para transmitir enseñan-


zas políticas, mitológicas y morales a los iniciados. Pero posiblemente el
ejemplo más conocido sean las churingas de los aborígenes del centro de
Australia, objetos sagrados, sobre todo placas de piedra o de madera con di-
bujos abstractos grabados, que estaban asociadas a tótems, es decir, a ances-
tros protectores sobrehumanos y tenían un papel relevante en determinadas
ceremonias (fig. 2). Sólo los iniciados tenían acceso a estos objetos, que esta-
ban envueltos en misterio: únicamente los ancianos sabían interpretar los
símbolos, espirales, círculos, semicírculos, curvas y líneas, que representaban
los elementos clave de la historia del tótem (Spencer y Gillen, 1914: 128-
166; Black, 1964: 63-70).
Aunque todos estos objetos mnemotécnicos pertenecen a culturas en las
que no existía indicio alguno de escritura, no es del todo cierto que se trate
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de un recurso exclusivo de sociedades ágrafas. Los cristianos católicos, por


ejemplo, se sirven hasta el día de hoy, para rezar el rosario, de una sarta de
cuentas circular de la que cuelga una cruz. Esta cadena, que recibe igual-
mente el nombre de rosario, tiene cinco series de diez cuentas más tres cuen-
tas que cuelgan, que sirven para marcar los avemarías y los padrenuestros
que componen la oración, y por tanto ayudan a recordar el orden correcto de
ésta. En el Mediterráneo antiguo tenemos también ejemplos de recursos
mnemotécnicos como las máscaras que desfilaban en los funerales de los
miembros de la aristocracia romana. Estas imágenes, que, según nos cuenta
Polibio en sus Historias (6.53-54), eran llevadas por personas de la misma es-
tatura y complexión que el muerto cuya máscara portaban, representaban
cada uno de los antepasados del difunto y lo acompañaban en el cortejo fú-
nebre. Los actores vestían además la toga, que tenía un color o decoración di-
ferente dependiendo del cargo que hubiera alcanzado ese antepasado en
vida. Una vez en el tribunal del foro se sentaban en fila en sillas de marfil; y
el orador, normalmente el hijo del fallecido, pronunciaba un discurso en el
que recordaba no sólo los méritos y magistraturas del difunto, sino también
los de sus antepasados comenzando por el de mayor antigüedad. Es evidente
que en este contexto las máscaras y el vestido ayudaban al orador y al públi-
co a recordar la gloria de la familia gentilicia a través de cada uno de los
miembros, antes de que los elogios comenzaran a ponerse por escrito (Flo-
wer, 1996).
En estos ejemplos el recuerdo se materializa en pequeños objetos trans-
portables, manipulados por el ser humano en determinadas circunstancias,
pero la materialidad de la memoria puede también manifestarse en el pai-
saje natural (Bradley, 2000), y en aquel que transforman los seres humanos
mediante la construcción de monumentos (Tilley, 1994). En ambos casos,
determinados lugares vinculados a acontecimientos o a personajes relevan-
tes actúan nuevamente como recursos mnemotécnicos al permitir que se
mantenga vivo el recuerdo de hechos pasados. Estos mnemotopoi, como los
ha denominado Assmann (1997: 33-34), no sólo tienden a mantenerse inal-
terados con el paso del tiempo, sino que en muchas ocasiones, además, se
sitúan en lugares conspicuos y relevantes en el medio físico en el que se de-
senvuelve la vida cotidiana, lo que refuerza en gran medida su valor mne-
motécnico. Pero, además, no es inusual que estos mnemotopoi tengan un es-
trecho vínculo con las creencias religiosas del grupo y, por ello, sean el
escenario de ceremonias y rituales en los que de forma explícita, y conscien-
te esta vez, la comunidad recuerda colectivamente el pasado. Posiblemente
el ejemplo más relevante de esta semantización del paisaje desde el punto de
la memoria sea el estudio que Maurice Halbwachs (1941: 117-164) hizo de
la topografía legendaria de Tierra Santa. En esta obra se analiza en detalle
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el proceso por el que los pasajes conocidos de la vida de Jesús, su muerte y su


resurrección fueron localizados y fijados en la geografía de Palestina, y muy
especialmente en la ciudad de Jerusalén, para convertirse en símbolos de
toda la cristiandad. Sin duda, la ciudad santa por excelencia es un ejemplo
difícilmente equiparable en lo que se refiere a la semantización del paisaje
urbano, pero, en cualquier caso, lo que la obra consigue demostrar clara-
mente, a un nivel más general, es la estrecha relación que el recuerdo del pa-
sado puede tener con el paisaje. Hay que entender, sin embargo, el paisaje en
un sentido amplio, no exclusivamente como el medio urbano construido ar-
tificialmente, sino en general como el medio físico que habita el ser huma-
no. Así lo demuestran los recientes trabajos antropológicos que han mostra-
do un especial interés por esta cuestión y que independientemente de su
objeto de estudio, ponen de manifiesto unánimemente el poderoso valor
mnemotécnico del paisaje (Morphy, 1995; Stewart y Strathern, 2003). En
este sentido, se puede afirmar, como ha hecho Donald McKenzie (2005: 56-
57), que la topografía puede tener una clara función textual, es decir, puede
actuar como un texto porque sobre sus rasgos físicos y visuales pueden des-
cansar la caracterización, el contenido descriptivo, la acción y el sentido sim-
bólico que forman una narración.
Sin abandonar la cuestión de la materialización de la memoria, cabría
mencionar a otro autor que ha acuñado un término de gran éxito, los luga-
res de la memoria (les lieux de mémoire), aunque de difícil aplicación en la
tarea que nos ocupa, requiere un breve comentario (Nora, 1984: XIX-XXV).
En la introducción a la inmensa obra colectiva sobre la memoria nacional de
la Francia contemporánea que él mismo dirige, Pierre Nora hace hincapié,
como ya hiciera Halbwachs, en la diferencia entre memoria e historia. Esta
última es el paradigma existente en la sociedad actual a través del cual com-
prendemos y asimilamos el pasado. Es un estudio que se dice crítico y cien-
tífico de unos hechos y personajes con los que difícilmente nos identificamos
ya. La memoria, sin embargo, es el fenómeno cotidiano que nos hace vivir y
sentir un vínculo con el pasado, que excluye cualquier atisbo de razona-
miento o análisis. En el mundo en que vivimos esta memoria espontánea ha
desaparecido casi por completo, y de ella no quedan más que restos, atrofia-
dos y petrificados por el predominio de la historia. Son estos restos a los que
Nora denomina lieux de mémoire, y con el término «lugar» no hace referen-
cia únicamente a un espacio físico –no son exclusivamente mnemotopoi–,
sino a cualquier elemento que todavía produce un cierto sentimiento de per-
tenencia, aunque sea con evidente frialdad y orquestado de forma oficial por
el estado, del Panteón al 14 de julio, de la Marsellesa a la conmemoración de
la muerte de Víctor Hugo. Por lo tanto, tal y como los concibe Nora los luga-
res de la memoria surgen una vez que el recuerdo oral del pasado comparti-
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do por una sociedad al que hemos venido haciendo referencia ha desapare-


cido por completo o se encuentra recluido en la tradición familiar.
Paisaje y cultura material son los dos elementos principales en los que se
refleja la memoria, que es transmitida de generación en generación y que no
necesita de la comunicación verbal. Pero como ya comentamos, en la memo-
ria no sólo tiene una función significativa el recuerdo positivo, sino también
el olvido intencionado; y a ésto puede contribuir igualmente el mundo ma-
terial. El ejemplo más evidente es lo que los antiguos denominaban damna-
tio memoriae, es decir, la destrucción física de aquellos objetos, como monu-
mentos o casas, que habían pertenecido a una determinada persona o
familia. Una vez muerto, exiliado o desaparecido el personaje en cuestión, la
aniquilación de todo aquello que pudiera traerle a la memoria de la comu-
nidad contribuía activamente a anular cualquier recuerdo posible. Esto es
precisamente lo que pretendía el tribuno de la plebe, Clodio, cuando, tras la
salida de Cicerón de Roma en marzo del 58 a.C., hizo aprobar una serie de
medidas que legalizaron el saqueo sufrido por su villa de Túsculo y por la
casa en el Palatino, que fue reconvertida en un lugar de culto a la Libertad.
En este caso, no obstante, los planes no salieron del todo bien para el enemi-
go del orador, ya que éste regresó al año siguiente y recuperó sus posesiones.
Sin embargo, otros ejemplos de la historia de Roma demuestran la efectivi-
dad de la damnatio memoriae, como la que sufrió el gobernador de Siria,
Gneo Pisón, acusado de envenenar a Germánico durante el reinado de Ti-
berio (Flower, 1996: 56-57, 248-254).
Los artefactos, no obstante, pueden tomar parte activa en el proceso so-
cial del olvido de una forma mucho más sutil, por ejemplo, mediante la ex-
clusión u omisión de determinados elementos en la construcción de un mo-
numento que pretende erigirse en memorial o pueden causar el efecto
contrario al deseado cuando el abandono de un edificio o de un objeto, lejos
de facilitar, contribuye a mantener el recuerdo (Forty, 1999: 8-12). El paisa-
je, por su parte, puede favorecer igualmente el olvido, a pesar de que su ubi-
cuidad y permanencia pudieran indicar lo contrario en un primer momen-
to. La razón de ello está en la propia agencia humana y en la decisión
consciente de un pueblo de olvidar el pasado o al menos determinados as-
pectos de éste. Para ello no se requiere otra cosa que evitar cualquier acción
sobre el medio que pudiera ser reconocible en un futuro como humana. Este
es el caso, por ejemplo, de los avatip de Papúa Nueva Guinea, que viven en
un paisaje pantanoso y cambiante del río Sepik, sobre el que consciente-
mente no dejan ninguna huella que no pudiera ser obra igualmente de la
naturaleza. Borrando de este modo su intervención en el medio físico que les
rodea pueden mantener una interpretación mítica del paisaje del que hacen
responsables únicamente a los antepasados totémicos (Harrison, 2004).
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La memoria es una parte importante del conocimiento que comparte y


transmite una sociedad, y en ella están reflejados los valores y principios que
la guían y mediante los que expresa su identidad. Para ello no es necesaria
la elaboración de un discurso especial. Como hemos visto, los objetos y el
paisaje pueden contribuir a esta memoria de forma muda. No hay que olvi-
dar, además, que la observación e imitación de los comportamientos y las ac-
tividades de los mayores es también una forma de aprendizaje básica en las
sociedades orales y debe considerarse uno de los elementos principales de la
comunicación de conocimiento (Ong, 1987: 18). En realidad, no es necesario
verbalizar una información para transmitirla, la actuación de una persona
no sólo puede servir de ejemplo para las jóvenes generaciones, sino que al
mismo tiempo materializa o codifica, por decirlo de alguna forma, un men-
saje cultural y social que de esta forma puede ser aprendido fácilmente y de
forma inconsciente. Por ello, Connerton ha insistido acertadamente en lo
que él denomina prácticas del cuerpo (bodily practices o incorporating prac-
tices) y en su capacidad para conservar y transmitir la información que rige
el comportamiento de un grupo sin necesidad de recurrir a un discurso de
instrucción (1989: 72-102). Así, por ejemplo, un determinado estatus social,
y la posición de poder y autoridad que lo acompañan en una comunidad es
algo que casi siempre se transmite en gran medida por el comportamiento
del cuerpo, y no tanto a través de un discurso educativo. Este tipo de apren-
dizaje es automático e inconsciente, por ello no se verbaliza, de tal forma que
se convierte en algo mucho más efectivo y duradero, incluso en nuestra so-
ciedad actual. Sin embargo, según Connerton (1989: 75), mientras que en las
sociedades orales cumple un papel central e irremplazable, en aquellas que
transmiten su cultura a través de la escritura, es ésta la que termina por co-
dificar la información que esa sociedad considera necesaria para su funcio-
namiento. De ese modo, el peso de la memoria de una sociedad pasa de las
incorporating practices a las inscribing practices, es decir, deja de estar incor-
porado inconscientemente en la acción para quedar inscrito y almacenado
de forma consciente mediante la escritura. El tipo de aprendizaje social y de
memoria que rigen ambas prácticas es claramente diferente, como lo ha
puesto de manifiesto Whitehouse (1992) en su estudio de la transmisión del
conocimiento religioso en ciertos grupos melanesios. En esta ocasión, sin
embargo, la división entre incorporating e inscribing practices no está mar-
cada por el uso de la escritura, desconocido en estas sociedades, sino por la
codificación de la información en un discurso verbal que requiere un apren-
dizaje por medio de la memorización y de la repetición.

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