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E N C U E N T R O C O N U N A

E S T R E L L A
Autora: SILVIA BRAVO
COMITÉ DE SELECCIÓN
EDICIONES
DEDICATORIA
AGRADECIMIENTO

PRÓLOGO
I. LA ESTRELLA QUE ALUMBRA EL DÍA
II. LA LUZ DEL SOL
III. UN CENTRO GRAVITATORIO
IV. OBSERVANDO A NUESTRA ESTRELLA
V. ¿CÓMO ES EL SOL?
VI. UN VIENTO SOLAR BARRE EL ESPACIO
VII. ¿DE DÓNDE OBTIENE SU ENERGÍA EL SOL?
VIII. EL SOL NO ES PERFECTO
IX. EL SOL NO ES CONSTANTE
X. VIDA Y MUERTE DE UNA ESTRELLA
EPÍLOGO
CONTRAPORTADA

E D I C I O N E S
Primera edición (La Ciencia desde México), 1987
Tercera reimpresión, 1995
Segunda edición (La Ciencia para Todos), 1997

En la portada: Una gran erupción solar, vista desde el Skylab 3./ Fotografía: NASA

Dibujos de Susana Pasquel


La Ciencia para Todos es proyecto y propiedad del Fondo de Cultura Económica, al que
pertenecen también sus derechos. Se publica con los auspicios de la Secretaría de
Educación Pública y del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología.
D.R. © 1987 FONDO DE CULTURA ECONÓMICA, S.A. DE C.V.
D.R. © 1997 FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
Carretera Picacho-Ajusco 227, 14200 México, D.F.
ISBN 968-16-5262-2

P R Ó L O G O

El Sol es la estrella más cercana. Los fenómenos que en él tienen lugar constituyen una
muestra de los mismos procesos que se dan en las estrellas lejanas. Es la única estrella cuya
superficie podemos observar en detalle, lo que hace de su estudio una herramienta muy
valiosa para la astrofísica en general. Las condiciones en las que se llevan a cabo los
procesos en el Sol exceden grandemente las condiciones reproducibles en la Tierra, por lo
que representa un invaluable laboratorio donde estudiar procesos físicos y químicos que
escapan a nuestra capacidad de experimentación y donde poner a prueba los modelos que
vamos construyendo.
Como nuestra estrella, el Sol constituye el centro de nuestro sistema planetario y nuestra
principal fuente de luz y calor. Sus emisiones determinan las características del entorno de
la Tierra, condicionan el clima y son, a fin de cuentas, las responsables de la vida en nuestro
planeta. Algunos fenómenos solares violentos suelen tener repercusiones en la Tierra en
forma de perturbaciones geomagnéticas, auroras boreales, interferencia en las
radiocomunicaciones, etc., y la Tierra necesariamente acompañará al Sol en su destino
final. Por todo esto, el Sol es un objeto digno de estudio.
El estudio del Sol tiene ya una larga historia, pero lo más importante es que tiene aún un
inmenso futuro. Las manchas solares se reconocieron desde el siglo XVII, pero los hoyos
coronales, las oscilaciones del Sol y las variaciones de la constante solar sólo durante las
últimas décadas de observaciones. La física solar está apenas tratando de consolidarse y
muchos de los fenómenos básicos de la actividad solar aún no se comprenden totalmente.
Mejores instrumentos y misiones espaciales más audaces se hallan ya en proceso, y
seguramente los últimos años de este siglo superarán en frutos a todos los siglos anteriores
de estudios solares.

En las páginas de este libro hemos intentado reunir el estado actual de nuestro conocimiento
del Sol, y si el lector tiene la paciencia de acompañarnos a través de todas ellas, podrá al
final disfrutar de la satisfacción de saber que ya conoce, por lo menos un poco, a una
estrella.

I . L A E S T R E L L A Q U E
A L U M B R A E L D Í A
TODOS LOS DÍAS AL AMANECER
LOS POETAS han cantado siempre a las estrellas como reinas de la noche y, sin embargo,
todos los días, al amanecer, una estrella aparece por el horizonte brindándonos hoy, como
lo hizo ayer y lo hará mañana, la oportunidad de conocerla mejor.

El Sol es una estrella. Muchos miles de años tardó el hombre en descubrir esta identidad
que ahora a nosotros nos es tan familiar, pero debemos admitir que, efectivamente, la
semejanza no es obvia. Mientras que el Sol nos presenta su enorme disco, nos deslumbra
con su luz y puede hasta quemarnos con su calor, las estrellas no parecen ser nada más que
pequeños puntos luminosos adheridos a una enorme bóveda, visibles solamente cuando la
luz de aquél no opaca su débil resplandor.

No hace aún mucho tiempo que se consideraba que la naturaleza de los cuerpos celestes era
radicalmente distinta de la de los cuerpos que componen nuestro mundo. Se pensaba que el
mundo sublunar (el que está más abajo de la Luna) estaba compuesto por cuatro elementos:
tierra, agua, aire y fuego, mientras que los cuerpos celestes estaban hechos de una quinta
esencia: el éter, diferente de las cuatro substancias terrestres. Mientras que todo en nuestro
mundo sufre cambios y deterioros, los cuerpos celestes dan la impresión de ser eternos e
inmutables, perfectos e incorruptibles.
Sin embargo, entre ellos parece haber también dos categorías: por un lado las estrellas,
pequeños puntos de luz fijos a la bóveda celeste y girando con ella lentamente en el
transcurso del día, y por otro unos cuerpos, que los griegos denominaron planetas —que
quiere decir "errantes", "vagabundos"—, los cuales no parecen estar adheridos a la bóveda
celeste, pues su posición respecto a las estrellas fijas cambia continuamente. Los cuerpos
clasificados por los antiguos como planetas fueron: la Luna, el Sol, Mercurio, Venus,
Marte, Júpiter y Saturno, pues, en efecto, cualquier observador oficioso que escudriñe
noche a noche los cielos podrá percatarse del desplazamiento de estos cuerpos respecto al
fondo de las estrellas, mientras que no podrá detectar, en el transcurso de toda su vida,
ningún cambio en la posición relativa de las estrellas. Sin embargo, aparte de esta
diferencia, todos los cuerpos celestes eran considerados perfectos y elementales, y aun
cuando el hombre ya había iniciado desde la época de los griegos el desarrollo de la física
como el estudio del conjunto de reglas que gobiernan los fenómenos que ocurren en la
naturaleza, ésta no incluía el estudio de los cuerpos celestes, cuya inmutable apariencia no
sugería necesidad alguna de él. La astronomía hasta hace poco tiempo tenía como único fin
registrar las posiciones de las estrellas y determinar el conjunto de esferas que, girando
alrededor de la Tierra, pudieran dar cuenta del complejo movimiento de los planetas.

El estudio de los cielos en la antigüedad se realizó dentro de un contexto mágico. La gente


creía (y algunos todavía ahora creen) que las estrellas rigen los destinos de la humanidad y
que pueden observarse en el cielo señales de buenos o malos augurios, y mientras el estudio
del Sol como un sistema físico es bastante reciente, la adoración del Sol como un dios es tal
vez tan antigua como los primeros grupos humanos. No existe mitología en la que éste no
ocupe un lugar prominente, y esto es muy natural, ya que la relación entre él y nuestro
bienestar y sobrevivencia misma es bastante evidente, sin contar que su preponderante
posición en la familia celeste no puede pasar inadvertida. Sin embargo, ya los griegos en el
siglo V a.C. especulaban sobre la distancia y las dimensiones del Sol, y Anaxágoras
afirmaba que éste debería ser tan grande como el Peloponeso y estar tan lejos como ocho
millones de kilómetros. Para sus contemporáneos estas dimensiones resultaban
inaceptablemente enormes: el Sol no debería ser mayor que unos cuantos kilómetros y el
Universo mismo no podía ser mayor de ocho millones de kilómetros.
Figura 1. Trayectoria del planeta Marte contra el fondo de las estrellas
vista desde la Tierra. Si se observa la posición del planeta Marte cada
diez días se verá que cambia según indican las cruces, empezando por el
extremo derecho de la figura. Al cabo de cuatro meses habrá descrito la
trayectoria que se muestra. Trayectorias semejantes son descritas por
los demás planetas, cosa que ya habían notado los antiguos y por eso
distinguieron a estos cuerpos de las estrellas cuyas posiciones sobre la
esfera celeste no varían.
También Anaxágoras sugirió que un meteorito que cayó en Aegospotami durante el día
provenía del Sol, por lo que éste debería ser una masa de hierro al rojo vivo. Sin embargo,
pasaron más de 2 000 años antes de que se intentara un estudio sistemático del Sol como un
cuerpo físico. Siguió, siendo considerado un objeto celeste, y por ende perfecto e
inmutable, hasta que los rudimentarios telescopios del siglo XVII empezaron a escudriñar
los cielos y a descubrir que, por lo menos los "planetas", eran sistemas complejos, con
características superficiales marcadas y nada "divinos". Fue finalmente Galileo quien en ese
siglo emprendió una observación telescópica sistemática de los cuerpos celestes más
cercanos y trazó bosquejos de la Luna, mostrando su accidentada superficie; encontró que
Venus no tiene luz propia, sino que sólo refleja la luz del Sol; que Júpiter posee una
superficie listada y una corte de satélites; que Saturno tiene anillos y que el Sol es un
cuerpo esférico que gira y en cuya superficie se pueden distinguir ciertas zonas menos
brillantes que se observan como manchas. Así se fue descubriendo que estos cuerpos
vagabundos no son en realidad de naturaleza distinta a los objetos terrestres y poco a poco
el hombre adquirió confianza para tratarlos con el mismo rasero.
Figura 2. Dibujos de Galileo de la superficie lunar. Al
enfocar el telescopio hacia la luna, Galileo pudo observar
lo accidentado de su superficie y destacó su semejanza con
la de la Tierra, con sus valles y cadenas montañosas. Hizo
notar que la Luna no era tan lisa, uniforme y
perfectamente esférica como los filósofos afirmaban eran
todos los cuerpos celestes.
Poco después empezó a ganar aceptación la imagen de un sistema solar; el hombre, que
durante miles de años había considerado a la Tierra como centro inmóvil del Universo,
acabó por rendirse a la evidencia de que su mundo no era sino uno más de los planetas. Un
nuevo sistema universal, con el enorme y bullante Sol establecido en el centro, rodeado por
seis planetas opacos1 pendientes de su luz, algunos de los cuales a su vez poseen satélites
girando en torno a ellos, empezó a volverse familiar y el estudio del Sol como un cuerpo
físico empezó a dar sus primeros pasos. Con Newton, hacia finales del siglo XVII, la física
de la Tierra se extendió hacia los cielos y el Sistema Solar se aceptó como compuesto por el
mismo tipo de materia en todas partes y sometido a un único conjunto de leyes rigiendo su
comportamiento. Finalmente el Sol dejó de ser motivo de adoración divina para convertirse
en objeto de estudio científico. Pronto se tuvieron cálculos más precisos de su tamaño y
lejanía y se encontró que su volumen es ¡un millón trescientas mil veces más grande que el
de la Tierra! y que se encuentra separado de nosotros una distancia media de alrededor de
¡150 millones de kilómetros!, cantidades que exceden por mucho las atrevidas estimaciones
de Anaxágoras.
LAS ESTRELLAS SON SOLES
Pero las estrellas seguían siendo un tema aparte. Nada parecía indicar que no fueran puntos
fijos de luz adheridos a una esfera rígida que rodeaba al Sistema Solar. Ya a principios del
siglo XVIII, Halley había hecho notar que por lo menos tres estrellas no ocupaban el mismo
lugar que les asignaron los griegos y las diferencias eran tan grandes que él no podría creer
que fueran errores, sino que pensó más bien que estas estrellas se habían desplazado. Nadie
tomó muy en serio esta afirmación, pero hacia finales de ese mismo siglo las minuciosas
observaciones telescópicas de Piazzi le permitieron advertir otra estrella que no estaba
exactamente donde se le había observado siglos atrás. Muchos años de mediciones precisas
posteriores permitieron verificar que efectivamente esta estrella se movía, y se le consideró
como una estrella peculiar a la que Piazzi llamó "estrella volante". Observaciones con
mejores telescopios en el siglo XIX mostraron que la estrella volante de Piazzi no era
excepcional, sino que lo que nos impide apreciar los movimientos de las otras estrellas es
que se encuentran por lo menos cientos de millones de veces más lejos que el Sol. ¡El
Universo empezaba a resultar mucho más grande de lo que se había imaginado hasta
entonces!, y pronto quedó claro que las estrellas no estaban todas sobre una esfera, sino que
se encontraban esparcidas en un bastísimo espacio, algunas cercanas al Sol y otras mucho
más distantes. Pero la conclusión más interesante de todo esto fue que si las estrellas,
estando tan lejos, se nos presentan como puntos brillantes, entonces deberían ser enormes y
poderosamente luminosas: ¡las estrellas deberían ser otros soles! Deberían ser enormes
masas gaseosas incandescentes, tan enormes o más que nuestro Sol, tan calientes o más que
nuestro Sol, tan activas o más que nuestro Sol y posiblemente poseedoras de sistemas
planetarios como el nuestro. Qué pequeño se ha de haber sentido el hombre entonces.
Figura 3. Cúmulo estelar. Todas las
estrellas que observamos en el cielo, aunque
nos parezcan simples puntos de luz, son
cuerpos semejantes a nuestro enorme e
incandescente Sol, pero se encuentran tan
lejanas que nos parecen diminutas. Algunas
de las estrellas mostradas en esta fotografía
son incluso más grandes y brillantes que el
Sol, el cual es sólo una estrella de medianas
proporciones.
Hoy sabemos que el Sol no es más que una estrella, una entre miles de millones de estrellas
que pueblan nuestro vasto y tal vez infinito Universo; que no hay nada de mágico en los
cielos y que nada en la naturaleza es perfecto, estático e incorruptible. La astronomía
moderna trata del nacimiento, la evolución y la muerte de las estrellas, y especula sobre el
principio y el fin del Universo. Muchas decepciones se ha llevado el hombre andando el
camino de la ciencia, pero estas decepciones, que han disminuido el tamaño de lo divino, le
han dado en cambio una gran dimensión a lo humano. Lentamente hemos aprendido a
observar al Sol y a las demás estrellas con diferentes ojos y se ha ido tratando de construir
una física que explique las observaciones. La física solar, término acuñado en los primeros
años de este siglo, es hoy en día una de las disciplinas que mayores esfuerzos y recursos
consumen en la investigación del mundo fuera de la Tierra, y grupos cada vez mayores de
hombres y mujeres de ciencia se aglutinan en diversas instituciones de muchas
nacionalidades con el propósito único de comprender mejor a nuestra estrella. Se trata de
entender en el Sol a las demás estrellas y se utiliza también el conocimiento que se tiene de
éstas para entender mejor a nuestro Sol. Después de todo, son primos hermanos y el aire de
familia ya no puede pasar inadvertido.
MIEMBRO DE UNA GRAN FAMILIA
Los astrónomos suelen clasificar a las estrellas, pues existen diferentes tipos de ellas. El
Sol, con base en su temperatura y su tamaño se conoce como una estrella enana del tipo
G2(V); este tipo de estrellas es de color amarillo, con temperatura superficial del orden de 6
000°C, más calientes que las estrellas rojas pero más frías que las azules, y son
moderadamente brillantes. Aunque para nosotros resulta deslumbrante debido a su cercanía,
existen estrellas que son decenas de miles de veces más brillantes que él, pero también hay
otras decenas de miles de veces más tenues. No es una estrella grande (tiene sólo alrededor
de un millón 400 000 kilómetros de diámetro), las hay 30 millones de veces más grandes;
pero con el reciente descubrimiento de la gran cantidad de estrelluelas que llenan el
firmamento, resulta de un tamaño bastante decoroso. Es una estrella de mediana edad —
aproximadamente de 5 000 millones de años— y con una masa de dos quintillones de
kilogramos, menor a la necesaria para convertirse algún día en supernova.

El Sol es una de los cientos de miles de millones de estrellas que forman nuestra galaxia, la
galaxia de la Vía Láctea, la cual convive con alrededor de otras 20 galaxias en el llamado
grupo local, que es uno de tantos conjuntos de galaxias en nuestro vasto Universo,
compuesto por al menos 10 000 millones de ellas. No es un cuerpo sólido, sino gaseoso,
como todas las estrellas, con una densidad media de 1.4 veces la densidad del agua. Como
todas las estrellas, el Sol gira, completando una vuelta en aproximadamente 27 días, pero
como no es sólido, sus regiones ecuatoriales giran más rápido que las polares. Algunas
observaciones han sugerido que su diámetro polar es 70 kilómetros menor que el diámetro
ecuatorial, pero prácticamente puede considerarse esférico, a diferencia de algunas estrellas
que giran muy rápidamente y son esferoides fuertemente aplanados.

Temperatura superficial media 5 740° C

1 392 000 km

Diámetro
109.3 veces el diámetro de la
Tierra

Edad 5 000 millones de años

2 quintillones de kg
Masa
332 mil veces la masa de la Tierra

Periodo promedio de rotación 27 días

Distancia media de la
Tierra
149.6 millones de kilómetros

(unidad astronómica [UA])

40 billones de kilómetros

Distancia a la estrella más cercana 4.3 años luz

272 000 UA

Figura 4. Algunos datos sobre el Sol.


Su distancia media a la Tierra, a la cual se le llama una unidad astronómica, es de
aproximadamente 150 millones de kilómetros. Esta distancia no es constante pues la Tierra
describe una órbita elíptica alrededor del Sol, con éste en uno de los focos, de manera que a
lo largo del año la Tierra está unas veces más lejos y otras más cerca de él. La mínima
distancia se da el 3 de enero y es de 143 103 000 kilómetros, y el 4 de julio es cuando está
más lejos, a 152 106 000 kilómetros. Al plano de la órbita de la Tierra alrededor del Sol se
le llama eclíptica y casi todas las órbitas de los demás planetas están en planos muy
cercanos. El ecuador solar no está exactamente en el plano de la eclíptica, sino que está
inclinado unos 7 grados respecto a él.
La vecina más cercana del Sol está realmente lejos, a 40 billones de kilómetros; se trata de
Alfa-Centauro, que en realidad es un sistema de tres estrellas, dos de ellas muy semejantes
al Sol y la tercera bastante más pequeña y débil. Como un billón de kilómetros es una
distancia que está más allá de nuestra capacidad de imaginar, para medir distancias estelares
suelen usarse los años-luz; un año-luz es la distancia que la luz recorre en un año y como la
luz en el espacio viaja a casi 300 000 kilómetros por segundo, un año luz equivale a 9.5
billones de kilómetros, aproximadamente. En estas unidades, Alfa-Centauro se encuentra a
4.3 años luz de distancia del Sol, lo cual quiere decir que si pudiéramos viajar a la
velocidad de la luz, tardaríamos 4.3 años en llegar a Alfa-Centauro. En tiempo luz, la
distancia de la Tierra al Sol es simplemente de ocho minutos, lo que nos da una idea de lo
lejos que está la estrella más cercana. Si viajáramos hacia ella en un vehículo espacial como
el Voyager, tardaríamos en llegar 135 000 años, más de 30 veces el tiempo que ha
transcurrido desde que apareció la primera cultura humana sobre la Tierra. Nuestra galaxia
entera, que es una galaxia espiral como hay tantas en el Universo, tiene 120 000 años luz de
diámetro y se estima que el Universo se extiende a una distancia no menor de 16 000
millones de años luz.

Figura 5. La galaxia de Andrómeda. En cualquier imagen


que observamos del cielo, ya sea directamente o en
fotografía vemos simultáneamente épocas muy distintas.
La luz que surge de los objetos celestes no llega a nuestros
ojos instantáneamente, sino que ha viajado por el espacio
durante años, miles de años y hasta miles de millones de
años. Así las imágenes de los cuerpos más lejanos
corresponden a como eran en tiempos muy remotos. La
luz que recibimos hoy de los objetos más distantes
conocidos fue emitida casi en el inicio de nuestro universo.
Esta imagen de la galaxia de Andrómeda, una de nuestras
vecinas más cercanas, aunque tomada sólo hace algunos
años, nos muestra la imagen de esa galaxia hace más de
dos millones de años.
Aquí vale la pena hacer una reflexión. Dijimos que el Sol está a ocho minutos luz, lo que
implica que a la luz del Sol le toma ocho minutos viajar hasta la Tierra, o sea que la imagen
que vemos del Sol tiene ocho minutos de retraso. En el caso del Sol esto es insignificante,
pero ya para Alfa-Centauro su distancia implica que vemos ahora la luz que salió de ella
hace cuatro y medio años y para cualquier otra estrella es mucho más. Así podemos
imaginarnos las implicaciones que tiene para la observación del Universo el que la
transmisión de la luz no sea instantánea. Mientras más lejos estén los objetos que
observamos, más viejas serán las imágenes que recibimos de ellos y si pensamos en que
muchas de las estrellas que podemos observar están a miles y hasta miles de millones de
años luz, podemos darnos una idea de la experiencia tan fantástica que representa la
observación del cielo, en la que estamos recibiendo imágenes de muy distintos tiempos a la
vez. No es posible tener una imagen instantánea de todo el Universo; no podemos saber
como es en realidad AHORA. Mucho de lo que vemos tal vez ya ni siquiera existe y las
imágenes de los objetos y sucesos nuevos todavía no las hemos recibido, aunque nuevo
pueda implicar un tiempo de existencia aún mayor que la edad de nuestro planeta para
objetos muy lejanos, y casi hasta la creación misma del Universo para los objetos en los
límites observables.
NOTAS
1 Los seis planetas del sistema solar primitivo eran: Mercurio, Venus, la Tierra, Marte,
Júpiter y Saturno. Urano, Neptuno y Plutón se descubrieron mucho después.

I I . L A L U Z D E L S O L

EL SOL
FUENTE DE VIDA
TODA la vida en la Tierra depende del Sol. Sin él no habría plantas ni animales y la Tierra
sería como un mundo oscuro, helado y muerto. Nuestro planeta recibe del Sol
aproximadamente dos calorías por centímetro cuadrado cada minuto, una cantidad tan
grande que si los habitantes de la ciudad de México tuviéramos que pagar por el kilowatt
hora de luz solar que recibimos lo mismo que pagamos por la energía eléctrica, deberíamos
pagar más de 500 000 millones de pesos diarios. Esta energía se emplea en el calentamiento
de la Tierra, en la destilación del agua de los océanos, en los procesos químicos de las
plantas. Toda nuestra comida y la renovación del oxígeno que respiramos dependen del Sol;
nuestros combustibles fósiles son principalmente energía solar almacenada y las especies
vivas de hoy representan el resultado de una evolución de miles de millones de años que ha
sido mantenida por la constante luz solar. Hace más de 4 000 millones de años que el Sol ha
estado calentando e iluminando a la Tierra y gracias a ese continuo calentamiento estamos
ahora nosotros aquí.
Es difícil imaginarse la gran cantidad de energía que el Sol emite y de la cual la Tierra
intercepta sólo una parte en 2 200 millones. Si la energía que emite el Sol pudiera hacerse
pasar por un "cable" de hielo de tres kilómetros de diámetro y de 150 millones de
kilómetros de largo hasta llegar a la Tierra, este cable se evaporaría en menos de ocho
segundos.
Como la intensidad de la luz solar disminuye con el cuadrado de la distancia al Sol, los
planetas que se encuentran más cerca de él reciben más energía por centímetro cuadrado
por minuto y los planetas lejanos reciben menos. La Tierra fue el planeta afortunado del
Sistema Solar: la energía recibida del Sol fue la adecuada para el florecimiento de la vida.
Hasta donde sabemos, no existe en nuestro sistema ningún otro cuerpo en que se encuentren
organismos vivos ni siquiera en estados primitivos de desarrollo.
En las últimas décadas de este siglo, en las que hemos adquirido conciencia de la gran
fragilidad de la vida y del enorme poder de destrucción que somos capaces de ejercer los
seres humanos, se ha generado un interés casi desesperado por encontrar formas de vida en
otras partes del Universo, o por lo menos de convencernos de que esto es posible. Existen
serios proyectos científicos que intentan establecer comunicación con otras civilizaciones
en otros sistemas planetarios o por lo menos pretenden averiguar si tales civilizaciones
existen. La posibilidad de estar solos en el Universo nos causa ahora mayor pesadumbre
que nunca antes. Cuando el Universo se reducía a nuestra Tierra, rodeada por una cercana y
cristalina esfera celeste, tachonada de estrellas y conteniendo al Sol y a la Luna, una sola
raza humana parecía ser más que suficiente; pero ahora que el Universo se ha vuelto tal vez
infinito, sentimos necesidad de compañía.

Por fortuna, las posibilidades de vida en el Universo son bastante grandes. Hasta donde
entendemos el proceso de la vida y las características de nuestro Universo, es muy probable
que existan muchos otros planetas, girando alrededor de muchas otras estrellas, donde
habiten actualmente seres vivos o puedan habitar en el futuro. Realmente sería muy
sorprendente que los procesos que generaron la vida en la Tierra no se estén y se hayan
dado ya en otros lugares del inmenso espacio poblado por cientos de trillones de estrellas,
muchas de ellas semejantes a la nuestra. La dificultad de percibir su presencia radica en las
inmensas distancias que nos separan, que incluso a los mensajes que viajan a la velocidad
de la luz les toma muchos años recorrer; pero cada vez existe una confianza mayor en que
no estamos solos en el Universo. Seguramente otros soles en otras partes del cosmos estan
también siendo empleados para mantener vida.

LUCES QUE VEMOS Y LUCES QUE NO VEMOS


Cuando hablamos de la energía emitida por el Sol nos referimos a la luz; más
específicamente a ondas electromagnéticas. Es en esta forma como el Sol envía la mayor
parte de la energía que recibe la Tierra y la que ésta emplea en su calentamiento y en todos
los otros procesos a que hemos hecho mención en la sección anterior.
Las ondas electromagnéticas se distinguen unas de otras por su frecuencia (ciclos por
segundo) o su longitud de onda. Las ondas más largas —de menor frecuencia— son las
ondas de radio, cuya longitud de onda puede ser desde más de mil kilómetros hasta unos
cuantos metros. Las ondas electromagnéticas de longitudes entre un metro y un milímetro
se llaman microondas y tienen frecuencias mayores que las ondas de radio. Siguen después
los rayos infrarrojos, que son las ondas electromagnéticas que se encuentran entre
microondas y el rojo, que es el primer color, o la frecuencia más baja que el ojo humano
puede detectar. Entre 700 y 400 milimicras de longitud de onda se encuentran las ondas
electromagnéticas visibles, que es lo que propiamente llamamos luz, y va desde el rojo hasta
el violeta. Solamente en este rango de longitudes de onda es sensible el ojo humano; las
frecuencias correspondientes para el intervalo visible son de cientos de billones de ciclos
por segundo. Las ondas electromagnéticas de frecuencias más altas que las visibles
(longitudes de onda más cortas) son: la luz ultravioleta, los rayos X y los rayos 1; estos
últimos comprenden hasta longitudes de onda menores que una billonésima de metro y
hasta frecuencias superiores a miles de trillones de ciclos por segundo. Todas estas ondas
constituyen el espectro electromagnético.
Figura 6. Espectro electromagnético y ventanas
atmosféricas. Las radiaciones electromagnéticas cubren
una amplia gama de longitudes de onda entre las que se
encuentran aquellas que podemos ver y que llamamos luz.
Las radiaciones de longitudes de onda menores que la luz
son los rayos ultravioleta, los rayos X y los rayos. Las
radiaciones con longitudes de onda mayores son el
infrarrojo, las microondas y las ondas de radio. Nuestra
atmósfera impide el paso de la mayor parte de estas
radiaciones hasta la superficie y sólo deja penetrar
aquellas que se encuentran en dos "ventanas": una en la
región visible y otra en la región de las radioondas.

Fue James Clerk Maxwell, ingeniero y físico escocés, quien a mediados del siglo pasado
propuso que la luz era una onda electromagnética; pero muy poca gente tomó en cuenta su
proposición. Nueve años después de su muerte, en 1888, un ingeniero alemán, Heinrich
Hertz, pudo producir por primera vez ondas electromagnéticas, aunque las ondas
producidas por Hertz tenían longitudes de onda mucho mayores que las de la luz; eran
ondas de radio. No tardó en demostrarse que todo era cosa de variar la longitud de onda (o
la frecuencia) y se podría obtener toda una gama de ondas electromagnéticas entre las
cuales estaba comprendida la luz.

Desde principios del siglo pasado se conocían ya los rayos infrarrojos y ultravioleta. Los
rayos infrarrojos fueron descubiertos alrededor de 1800 por William Herschel quien,
trabajando con filtros en un telescopio para observar el Sol, encontró que algunas veces
sentía calor aun cuando sus filtros estuvieran bloqueando toda la luz. Para estudiar las
posibles causas de este efecto, hizo pasar la luz solar por un prisma para separar los
diferentes colores, y fue colocando un termómetro en las zonas iluminadas por cada uno de
ellos. Encontró que conforme se movía el termómetro hacia el rojo la temperatura
aumentaba y si lo colocaba más allá, donde ya no se veía ninguna luz, la temperatura
aumentaba rápidamente. Así quedó demostrado por primera vez que existe luz que no
vemos.

Los rayos ultravioleta fueron descubiertos en 1801 por Johann Wilhelm Ritter, cuando
experimentaba con los espectros de la luz en las sales de plata. Descubrió que éstas también
se oscurecían si las colocaba más allá del extremo violeta de un espectro solar dispersado
por un prisma.
Figura 7. El espectro de emisión del Sol. El Sol emite la
mayor parte de su energía en la región de la luz visible y
en el infrarrojo; también es considerable su emisión en el
ultravioleta cercano. La emisión en longitudes de onda
menores que el ultravioleta o mayores que el infrarrojo es
sumamente pequeña en condiciones normales.
Los rayos X y los rayos  se descubrieron a finales del siglo pasado. Los rayos X fueron
descubiertos por Wilhelm Röentgen en 1895 al encontrar una radiación invisible capaz de
penetrar los músculos y trazar la sombra de los huesos sobre una pantalla fluorescente; por
ser ésta hasta entonces una radiación desconocida, él la bautizó con el nombre de rayos X.
Los rayos  fueron descubiertos un año después por Henri Becquerel cuando sus placas
fotográficas se velaron al ser colocadas cerca de un trozo de uranio, a pesar de estar
envueltas en papel protector de la luz. Se les llamó  porque corresponden a una de las tres
emisiones descubiertas originalmente en los elementos radiactivos naturales, las cuales
fueron nombradas como las tres primeras letras del alfabeto griego: alfa (), beta () y
gamma (); las emisiones a y b son partículas y sólo g es emisión electromagnética.
El Sol emite energía en todas las longitudes de onda: desde los ultracortos rayos  hasta las
gigantescas ondas de radio; sin embargo, no emite la misma cantidad de energía en todas
ellas. Aproximadamente el 40% de la energía emitida por el Sol está en la porción visible
del espectro y 50% en el infrarrojo; casi todo el resto está en el ultravioleta. La emisión
continua de rayos X y de ondas de radio del Sol es sumamente baja y sólo aumenta
esporádicamente debido a la ocurrencia de ciertos eventos solares explosivos. También en
estos eventos suelen emitirse rayos  pero no parece haber una emisión continua de ellos.
En capítulos posteriores se discutirá cómo y desde qué partes del Sol se emiten los
diferentes tipos de radiaciones electromagnéticas.

NUESTRA ATMÓSFERA PROTECTORA


Hemos dicho que el Sol emite radiación electromagnética en todas las longitudes de onda,
pero no todas ellas llegan a la superficie de la Tierra ¡afortunadamente! Nuestra atmósfera
sólo permite la penetración de la radiación que se encuentra en dos regiones específicas del
espectro: la región visible y una región de ondas de radio (de un mm a 30 m) que incluye
las microondas. A estas dos regiones se les llama ventanas atmosféricas, y toda la radiación
proveniente del exterior con longitudes de onda distintas de éstas es absorbida o dispersada
por la atmósfera y no llega al suelo. Hasta hace aproximadamente 50 años, el hombre había
observado el mundo exterior solamente a través de una de ellas: la ventana óptica, es decir,
la de la luz visible. No es coincidencia que sea precisamente ese tipo de luz la que pueden
ver nuestros ojos, y los de casi todos los otros animales que viven en la superficie de la
Tierra; después de todo somos el resultado de un proceso evolutivo en el que las especies
que generaron ojos para ver otras radiaciones quedaron en tinieblas y consecuentemente en
desventaja respecto a los que sí podían ver. Durante milenios, el hombre escudriñó el
Universo con el único aparato de que disponía para registrar ondas electromagnéticas: sus
propios ojos, y creyó que eso era todo lo que había que observar.
En los años treinta de este siglo, se detectaron por primera vez señales de radio
provenientes del espacio y se descubrió la otra ventana. El Universo se amplió y una gran
cantidad de información nueva y sorprendente inundó a la astronomía. Sin embargo, la
intensidad de las señales recibidas por esta segunda ventana es enormemente pequeña
comparada con la recibida en el visible; se ha dicho que la energía empleada en pasar la
hoja de un libro es mucho mayor que toda la energía que se ha recibido en radioondas desde
el inicio de la radioastronomía. Se requieren pues enormes antenas y diseños electrónicos
muy sensibles para poder atisbar el Universo. Los observadores de la otra ventana tenían
todo para ganar en la evolución.
Sin embargo, aunque parados sobre la superficie de la Tierra sólo tengamos una imagen
parcial del mundo externo, esto representa para nosotros dos grandes ventajas: primero, el
que la radiación ultravioleta y de onda más corta no penetre hace posible que se mantenga
la vida, pues estas radiaciones son letales. Afortunadamente, la mayor parte de la radiación
de alta energía es absorbida por los átomos y moléculas de las capas superiores de la
atmósfera, con lo que las moléculas se disocian y los átomos pierden algunos de sus
electrones, convirtiéndose en iones. Así, por encima de los 50 kilómetros de altura nuestra
atmósfera contiene una gran cantidad de iones y electrones libres, formando lo que se
conoce como la ionósfera. Gran parte de la radiación ultravioleta de menor energía no es
absorbida en estas capas, pero es bloqueada por otra capa inferior, centrada alrededor de los
25 kilómetros de altura, donde se encuentra en abundancia una molécula triple de oxígeno
llamada ozono. Esta molécula absorbe el ultravioleta para disociarse e impide así el paso de
esta radiación a la superficie. Sin la capa de ozono, el Sol, nuestra fuente de vida, se
volvería mortal.
Por otro lado, la ionósfera misma constituye un espejo que refleja las ondas de radio y esto
también representa una ventaja, pues permite las radiocomunicaciones aun entre puntos
muy distantes sobre la Tierra. Esta capa reflectora regresa a la Tierra las señales emitidas
por las antenas de comunicación y permite que alcancen puntos incluso por debajo del
horizonte.
Así pues, nuestra atmósfera representa una capa protectora, sin la cual la vida no sería
posible, y un conveniente reflector de radioondas en apoyo de nuestras comunicaciones
SOL EN VEZ DE PETRÓLEO
Ante el inminente agotamiento de los combustibles fósiles que son el gran soporte de
nuestra forma actual de vida, se ha iniciado la búsqueda de fuentes alternativas de energía
que nos permitan seguir disfrutando de los productos de la era tecnológica. El desarrollo de
la industria del petróleo cambió en muchos aspectos la vida cotidiana, la industria y el
transporte; abrió muchas posibilidades a las que ya no estamos dispuestos a renunciar.

Se especula mucho sobre cuándo terminará por agotarse el petróleo, pero lo que nadie pone
en duda es que se acabará algún día. Esta convicción ha impulsado en las últimas décadas
una gran cantidad de investigaciones y diseños ingeniosos para el aprovechamiento de otras
formas de energía que van desde las corrientes y caídas de agua y el viento —los más
antiguos "impulsores''— hasta la energía nuclear —el juguete nuevo de la tecnología—y la
siempre presente energía solar.
Figura 8. Energía solar vs. Energía nuclear. La energía
que la Tierra recibe del Sol en forma de radiación
electromagnética es tan grande que si pudiéramos
aprovecharla eficientemente podría satisfacer la mayor
parte de las necesidades energéticas de nuestro mundo
moderno. Ante el creciente auge de la utilización de otras
formas de energía principalmente la nuclear, la cual
representa serios peligros para la vida en el planeta,
diversos grupos en todas partes del mundo están llevando
a cabo grandes campañas propagandísticas tendientes a
evitar el desarrollo de plantas de energía nuclear, al
mismo tiempo que apoyar el desarrollo de dispositivos de
aprovechamiento de la energía solar, como lo muestra el
emblema de la fotografía.
Como ya se mencionó, la Tierra recibe del Sol continuamente una enorme cantidad de
energía; el problema es cómo aprovecharla. Este no ha resultado un problema sencillo y
hoy en día no podemos decir que sabemos cómo aprovecharla de una manera competitiva.
Todos los diseños actuales son muy poco eficientes y su implantación a nivel comercial y
masivo se ve aún muy lejana. Sin embargo, la defensa de la utilización de la energía solar
en vez de la energía nuclear se ha convertido en una causa a nivel social y no sólo un reto
tecnológico. Se realizan campañas, e incluso esporádicamente manifestaciones, para
destacar los peligros de la utilización de la energía nuclear y siempre se vuelven los ojos a
la energía solar como la energía "limpia" y "natural".

Todavía queda mucho por andar, pero no hay duda de que el ingenio y la tenacidad del
hombre encontrarán, en un futuro no lejano, formas adecuadas y eficientes de aprovechar el
continuo torrente de energía que nos llega del Sol, el cual podemos estar seguros que no se
agotara en mucho, mucho tiempo.

NOTAS
1 Léase gamma

I I I . U N C E N T R O
G R A V I T A T O R I O

ALGO MÁS QUE LUZ


EL SOL no es únicamente una fuente de luz, es también el centro atractor que mantiene a
los planetas, asteroides y cometas orbitando alrededor de él. Sin la fuerza gravitacional del
Sol no existiría el sistema solar, y los cuerpos que lo componen escaparían hacia la
oscuridad del espacio lejano.
La gran masa del Sol lo constituye en el centro ordenador del sistema planetario. Su
movimiento apenas si se ve alterado por la presencia y movimientos de los cuerpos que lo
rodean, la masa de los cuales en conjunto constituye poco más de una milésima de la masa
del Sol. De esta manera, el centro de masa del sistema solar se encuentra muy cerca del
centro del Sol y es alrededor de este centro de masa que se realizan los movimientos de
todos los cuerpos del sistema. Si los planetas no caen directamente hacia el Sol es porque
desde su formación han tenido una velocidad que no va en dirección de él —están girando
— si la velocidad a lo largo de su órbita cesara se precipitarían hacia el centro atractor. Por
fortuna nada hace pensar que esto pueda llegar a pasar.

LA TIERRA COMO CENTRO DEL UNIVERSO


Durante milenios el hombre creyó que la Tierra era el centro del Universo; no es difícil
incluso seguirlo creyendo en nuestros días. La Tierra se ve tan enorme, sólida y estable y
los astros parecen tan pequeños y se mueven con tanta regularidad que construir una
imagen del mundo con la Tierra estática en el centro, rodeada por una bóveda celeste en
suave movimiento, resulta lo más natural. Con pequeñas variantes, los sistemas del mundo
construidos hasta hace unos cuantos siglos fueron principalmente geocéntricos, y ninguna
otra sugerencia pudo realmente prosperar. Los própositos de la astronomía consistían
únicamente en identificar y catalogar las estrellas fijas, llamadas así por considerarlas
puntos luminosos adheridos a la bóveda celeste, y en explicar los movimientos de los
planetas (Luna, Sol, Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno). La bóveda celeste se
consideraba una gran esfera de cristal y los planetas se pensaban como adheridos a otras
esferas cristalinas que formaban parte de complejos conjuntos, unidos a su vez a la gran
bóveda celeste.

Figura 9. El sistema geocéntrico. En los sistemas geocéntricos la Tierra era


considerada el centro del Universo alrededor del cual giraban todos los cuerpos
celestes. Por simplicidad se ilustra un solo círculo por cada planeta, pero en realidad
se requería de muchos de ellos para poder explicar sus movimientos. Más allá de la
esfera de las estrellas se consideraba que se encontraba el motor primario que
impulsaba los movimientos de los cuerpos celestes.
Desde el siglo IV a.C. la escuela platónica estableció que los movimientos de los cuerpos
celestes deberían ser circulares y de rapidez constante, pues es la forma perfecta de
movimiento que compete a los cuerpos perfectos que pueblan los cielos. Esta restricción
abarcaba también a los planetas, cuyos movimientos aparentes eran bastante irregulares, lo
que obligó a los astrónomos a imaginar complejas combinaciones de movimientos
circulares que dieran como resultado el movimiento aparentemente errático que se les
observa.
El sistema geocéntrico que más respeto ganó fue el elaborado por Ptolomeo en el siglo II de
nuestra era, el cual incluía varias decenas de esferas cristalinas para describir los
movimientos de los planetas, propósito que lograba con bastante precisión. El libro que
publicó Ptolomeo en el año 150 describiendo su sistema del mundo fue posteriormente
llamado Almagesto ("El supremo"), pues este sistema, que no tuvo rival durante muchos
siglos, se creyó insuperable. ¿Cómo fue entonces posible que se abandonara? ¿Qué fue lo
que hizo que el hombre en el siglo XVI cambiara la posición privilegiada de su mundo
como centro inmóvil del Universo y lo pusiera a girar alrededor del Sol?
A la luz de la teoría de la gravitación universal es evidente que es el cuerpo más masivo, el
Sol, el que debe constituirse en el centro ordenador de los movimientos planetarios, pero
esta teoría no se conocía hace tres siglos, y la masa del Sol no se pudo calcular sino hasta el
siglo pasado. Más aún, la teoría de la gravitación universal no se hubiera podido elaborar de
no haberse sabido antes que son los planetas los que giran alrededor del Sol y de conocerse
cómo es que giran. El hombre tuvo que renunciar primero a su posición privilegiada y a la
quietud de su mundo antes de poder entender la dinámica del Universo.
EL SOL COMO CENTRO DEL UNIVERSO

Hay personas amantes de lo simple; hay quienes consideran que lo sencillo es bello y que lo
bello y simple tiene que ser verdadero. Algo de esto influyó en el abandono del sistema
geocéntrico.

Figura 10. El sistema heliocéntrico. El sistema heliocéntrico copernicano consideraba


al Sol el centro del Universo y a los planetas girando en torno a él; solo la Luna giraba
alrededor de la Tierra en este sistema. Más allá de Saturno, el último planeta conocido
en la antigüedad, se colocaba nuevamente a la esfera de las estrellas fijas la cual se
consideraba inmóvil. Para simplificar se indica un solo círculo por cada planeta, pero
el sistema de Copérnico era mucho más complicado.
Ya desde el siglo III a.C. el astrónomo griego Aristarco —influido por Heráclito, quien
vivió un siglo antes— hizo ver que si se consideraba a los planetas, incluyendo a la Tierra,
como girando alrededor del Sol, el sistema necesario para describir los movimientos que se
observan sería más simple. El sistema que proponía era heliocéntrico —con el Sol en el
centro— y sólo dejaba a la Luna girando alrededor de la Tierra. Suponía también que la
esfera celeste está en reposo y que un movimiento de rotación de la Tierra, de oeste a este,
era el que producía la apariencia de su giro.
Esta proposición, aparentemente tan sencilla, tenía consecuencias muy graves:
primeramente, era contraria a las doctrinas filosóficas y religiosas de su época, según las
cuales la Tierra era el centro firme del Universo, el asentamiento de la única raza humana,
creada así por los dioses quienes también crearon a los pequeños cuerpos celestes para
propósitos de servicio y regocijo humanos. Por otra parte, aun vista fríamente, la
proposición de una Tierra en movimiento era descabellada y contraria a las observaciones;
no se sentía el movimiento de la Tierra, ni se generaban los fortísimos vientos que se
esperarían si girara; los objetos lanzados verticalmente hacia arriba volvían a caer en el
mismo lugar sin ser dejados atrás por el desplazamiento del suelo, y la posición de las
estrellas no cambiaba como era de esperarse que pasara si la Tierra recorriera una gran
órbita alrededor del Sol. Todos éstos fueron motivos suficientes para abandonar la idea,
junto con el hecho que Aristarco nunca desarrolló su modelo heliocéntrico con suficiente
detalle como para predecir los movimientos de los astros, cosa que sí hacían los modelos
geocéntricos.
Pero 18 siglos después Nicolás Copérnico volvió a la carga; inspirado en las ideas de los
griegos insistió de nuevo en que el orden natural era un sistema centrado en el Sol, con los
planetas girando en torno a él y rotando sobre sus ejes, y una esfera celeste estática e
inmutable cubriéndolo todo. Publicó estas ideas en 1543 en su libro Sobre las revoluciones
de las esferas celestes. En él argumentaba que nada sería más natural para la voluntad
divina creadora del mundo que colocar al majestuoso y resplandeciente Sol, fuente de luz,
calor y vida, en el centro para repartir sus dones por todo el Universo. Pero el volver a
poner a la Tierra en movimiento traía consigo nuevamente las mismas objeciones hechas al
sistema de Aristarco, las cuales no tardaron también en revivirse y reforzarse. ¿Por qué no
se siente el fuerte viento? ¿Por qué los objetos lanzados hacia arriba vuelven a su punto de
partida? ¿Por qué no estalla la Tierra al girar tan rápido? ¿Por qué no se observan cambios
en la posición de las estrellas?

Figura 11. Marte visto desde la Tierra. En el sistema heliocéntrico, con los planetas
girando alrededor del Sol, es fácil entender por qué son tan complicados los
movimientos de los planetas. Si desde la Tierra observamos a Marte, lo veremos
describir una trayectoria rizada con respecto al fondo de las estrellas debido a que
ambos cuerpos avanzan en sus propias órbitas alrededor del Sol, y la Tierra lo hace
más rápido.
Cópernico tenía buenos argumentos para responder a todas ellas: argüía que la Tierra
arrastra consigo el aire y todos los cuerpos que en ella están, por lo que no se observan ni
vientos ni desplazamientos relativos; alegaba que no había razón para pensar que la Tierra
estallaría por girar y que, si la hubiera, peor sería el caso de una esfera celeste que girara,
pues por ser más grande debería girar más rápidamente; argumentaba que la falta de
observación de cambios en las posiciones de las estrellas a lo largo del año era debida a que
éstas estaban muy lejos y tales cambios resultaban entonces muy pequeños. Pero todos no
eran más que argumentos que tenían que oponerse a las convicciones, al respeto a los
dogmas y al sentido común. Con su nueva imagen Copérnico reinterpretó las observaciones
astronómicas registradas durante muchos años y logró establecer valores numéricos para los
periodos de revolución de los planetas alrededor del Sol, y para los radios de sus órbitas,
bastante aproximados a los valores reales. Esto dio por primera vez dimensiones al
Universo, pues todos los modelos anteriores, incluyendo el de Ptolomeo, describían
posiciones angulares, pero no proporcionaban distancias. Sin embargo, las distancias
proporcionadas por Copérnico resultaban tan enormes respecto a las apreciaciones
anteriores que lejos de ser éste un punto a favor de su sistema, fue uno más de los aspectos
que se atacaron de él. También se pudo estimar por primera vez la distancia a las estrellas,
pero el valor obtenido era tan inmenso que simplemente fue considerado una locura.
Por otra parte, respetando la idea platónica de los movimientos circulares de rapidez
constante, Copérnico requirió de más de 30 círculos en su modelo para reproducir las
observaciones, por lo que su sistema no era en realidad tan sencillo como parecía, además
de que sus predicciones para los movimientos de los planetas resultaban menos precisas que
las del sistema de Ptolomeo. Demasiadas desventajas para vencer al Supremo.
No obstante, el sistema copernicano, lejos de morir, despertó el interés de otros hombres de
ciencia, quienes serían los que finalmente ganarían la batalla para el modelo heliocéntrico.
Este triunfo implicaría no sólo un cambio de geometría, sino una profunda transformación
de la imagen que se tenía del mundo y de su forma de funcionar, y abriría las puertas al
desarrollo de la Física como ahora la conocemos. Y todo esto con sólo colocar al Sol en el
centro del Universo.
A finales del siglo XVI inicia su trabajo en astronomía Johannes Kepler con el deseo
inspirador de perfeccionar el modelo heliocéntrico. Para Kepler era claro que el centro del
Universo era el Sol, pues éste debería ser el centro del Universo donde quiera que
estuviera; no era sólo una coincidencia, sino que es la presencia del Sol, su influencia sobre
los planetas, lo que los mantiene girando en torno a él; debería existir algún tipo de fuerza
que ejerciera el Sol para ordenar el mundo.
Heredero de un gran cúmulo de excelentes observaciones astronómicas obtenidas años
antes por Tycho Brahe, Kepler empezó por renunciar al prejuicio platónico de movimientos
circulares y rapideces constantes. Encontró que las órbitas de los planetas son elipses, con
el Sol en uno de los focos, y que avanzan más rápidamente a lo largo de aquellas porciones
de sus órbitas que están más cerca de él. Una sola elipse para cada planeta daba cuenta
satisfactoria de las mejores observaciones obtenidas. Este sí era un modelo sencillo que
además fue complementado con relaciones matemáticas que involucraban la velocidad de
los planetas y sus periodos de giro alrededor del Sol. Publicó por primera vez sus
observaciones y sus leyes en 1619 en un libro titulado Armonía del mundo, el cual fue
reforzado en 1627 con otro cuyo nombre fue Astronomía nueva y que llevaba el subtítulo
de Física celeste. En este segundo libro Kepler combinó sus leyes y observaciones para
construir tablas de la posición de los planetas en tiempos pasados y futuros, tablas de
excelente precisión que serían luego usadas durante más de 100 años.
El trabajo de Kepler fue reforzado por Galileo, contemporáneo suyo con el que mantuvo
abundante correspondencia, quien usó su locuacidad, ingenio y dotes literarias para
persuadir a sus contemporáneos de la veracidad del sistema heliocéntrico. En 1610 Galileo
inició sus observaciones telescópicas de los cuerpos celestes y descubrió, entre otras
muchas cosas, un sistema de cuatro cuerpos pequeños girando en torno a Júpiter, lo cual
esgrimió como apoyo a la imagen heliocéntrica del Universo en la cual la Tierra es sólo uno
más de los planetas que giran alrededor del Sol y que poseen satélites más pequeños
girando en torno de ellos.
Pero la verdadera campaña de Galileo se concentró en las objeciones hechas a los
movimientos de la Tierra. Su libro titulado Diálogo respecto a los dos principales sistemas
del mundo fue una acalorada y astuta defensa del sistema heliocéntrico en la que esgrimía
contundentes argumentos a favor del movimiento de la Tierra, reconciliando esta idea con
las observaciones y estableciendo las bases de una nueva manera de entender los
movimientos. Galileo retomó los argumentos de Copérnico respecto a que el movimiento
de la Tierra es compartido por todos los objetos que están en ella —como ocurre con los
objetos en un barco—, por lo que no es posible notar el movimiento observando a estos
objetos, ni es de esperarse que se sientan vientos. Sus argumentaciones implicaban ciertas
concepciones respecto al movimiento distintas a las que hasta entonces se habían tenido y
Galileo desarrolla en otra de sus obras —Diálogo sobre dos ciencias nuevas— estas nuevas
concepciones, apoyadas en experimentos que finalmente ayudarían a reconciliar la
posibilidad de una Tierra en movimiento con nuestras sensaciones y apreciaciones
cotidianas. Sin embargo, el libro de Galileo sobre los sistemas del mundo fue muy criticado
e incluso prohibido por la Iglesia y Galileo fue obligado a retractarse de sus posiciones;
pero la historia no acabó ahí.
La obra de Galileo y Kepler encontró en Newton la culminación de sus aspiraciones. En
1686 Isaac Newton publica los Principios matemáticos de la filosofía natural, obra
monumental en la que expone con detalle y rigor las leyes de la mecánica que gobiernan los
movimientos de todos los cuerpos (terrestres y celestes) y la ley de gravitación universal
que describe la atracción gravitatoria entre los cuerpos de todo el Universo. Recogiendo las
ideas de Galileo y las de algunos otros, complementadas con las suyas propias, Newton
establece sus conocidas tres leyes del movimiento. Utilizando estas leyes generales y las
leyes de Kepler para el movimiento de los planetas alrededor del Sol fue capaz de deducir
la fuerza de interacción entre el Sol y los planetas —fuerza de gravitación— y estableció
que esta misma fuerza actúa sobre todos los cuerpos del Universo. Aunque su propósito
explícito no era defender el sistema heliocéntrico, lo da por sentado en su obra y
complementa su geometría y su cinemática con la dinámica que lo justifica.

Figura 12. Las trayectorias de Newton. Con este dibujo Newton ilustraba cómo la
misma fuerza de gravedad, que hace que los objetos lanzados hacia arriba vuelvan a
la Tierra, es la que mantiene a los objetos en órbita (en particular a la Luna) girando
alrededor de ella. El descubrimiento y la formulación matemática de la fuerza de la
gravitación universal realizados por Newton permitieron el nacimiento de una
mecánica celeste que describe y explica los movimientos de los cuerpos que pueblan
los cielos.
A la luz de los Principios de Newton un sistema planetario con el Sol en el centro ya no
sólo permitía una descripción más sencilla y precisa de los movimientos planetarios, sino
que además permitía la explicación de estos movimientos; su teoría gravitatoria finalmente
obligaba al Sol a estar en el centro del sistema, o más bien dicho, colocaba el centro del
sistema en el Sol, cualquiera que fuera la posición de éste. El Supremo estaba vencido y
muchos años habrían de pasar antes de que el Sol perdiera su privilegiada posición en el
centro del Universo.

¿TIENE ALGÚN CENTRO EL UNIVERSO?


La historia continuó. La astronomía de los siglos XVIII y XIX, ayudada por telescopios
cada vez más potentes, fue conociendo cada vez mejor el cielo y los cuerpos que lo pueblan
y se empezó a descubrir la estructura de nuestra galaxia. La bóveda celeste desapareció y en
su lugar apareció un conglomerado de estrellas semejantes al Sol a muy diversas distancias
de nosotros. El más grande astrónomo del siglo XVIII, William Herschel, construyó
alrededor de 1780 un telescopio de seis metros de largo con el propósito de contar estrellas
en todas direcciones y estimar así la posición real que el Sol ocupa en el Universo, pero no
logró su propósito. El asuntó no fue desarrollado posteriormente y todavía a principios de
nuestro siglo se creía que nuestra galaxia era todo el Universo y que el Sol ocupaba el
centro de ella. Un nuevo Copérnico apareció entonces para retirar al Sol, como 400 años
antes se hiciera con la Tierra, de su posición central.
Harlow Shapley, en el primer cuarto de nuestro siglo, pudo probar que la creencia popular
de la posición central del Sol era falsa; estimó su verdadera colocación y estableció que se
encuentra cerca del extremo de nuestra galaxia, aproximadamente a 2/3 de la distancia entre
el centro y la orilla. Y no sólo eso: el Sol también se mueve. No nada más gira sobre su eje
—cosa que ya sabía Galileo—, sino que además se desplaza en el espacio, arrastrando
consigo su sistema planetario y todos los cuerpos que en él se encuentran.

Nuestra galaxia, que tiene forma de espiral bastante aplanada, gira respecto a su centro, y a
la distancia que el Sol está de él 30 000 años luz— comparte este giro con una rapidez de
290 kilómetros por segundo. Además, el Sol también se mueve con relación a las estrellas
vecinas, dirigiéndose hacia las cercanas a Vega con una velocidad de alrededor de 19
kilómetros por segundo. La quietud de algún cuerpo del Universo resulta ahora ser más
absurda de lo que antes parecía el movimiento de la Tierra.

Figura 13. La posición del Sol en nuestra galaxia. El triunfo del sistema copernicano
colocó al Sol en el centro del Universo, lugar que conservó hasta las primeras décadas
de nuestro siglo cuando se comprobó que se encuentra muy lejos de él. Situado a unas
2/3 partes entre el centro de nuestra galaxia y su borde, el Sol gira compartiendo el
movimiento de toda la galaxia y se desplaza también con respecto a las estrellas
vecinas. Hasta hace poco tiempo se creyó que nuestra galaxia era todo el Universo;
ahora se conocen miles de millones de galaxias además de la nuestra y hemos tenido
que renunciar definitivamente a la pretensión de ocupar un lugar privilegiado en el
espacio.

Pero Shapley se quedó corto, creía aún que nuestra galaxia constituía todo el Universo; 100
000 años luz de extensión y una población de cientos de miles de millones de estrellas
dejaban satisfechas las expectativas que pudieran tener para el Cosmos los astrónomos de
principios de nuestro siglo. Sin embargo, el progreso de la astronomía pronto habría de
mostrar que la Vía Láctea es sólo un minúsculo grano de un Universo mucho más vasto. En
1924 Edwin Hubble probó que la nebulosa de Andrómeda es en realidad otra galaxia,
comparable a la nuestra, que se encuentra a más de dos millones de años luz de distancia, y
para 1936 se habían identificado más de 100 galaxias diferentes; el tamaño del Universo se
extendió rápidamente. Hoy se estima que existen miles de millones de galaxias. No importa
hacia donde veamos, siempre veremos gran cantidad de ellas. Si existe un límite para el
Universo, nuestra Vía Láctea debe estar muy lejos de ese límite, y si estamos cerca o lejos
del centro, es algo que ahora ya no sabemos.

I V . O B S E R V A N D O A
N U E S T R A E S T R E L L A

OJOS PARA VER DE LEJOS


EL ESTUDIO de la naturaleza requiere de instrumentos. Nuestros sentidos, aunque
maravillosos, son limitados y se hace necesario aumentar su alcance con aparatos que nos
permitan observar una gama mayor de manifestaciones naturales.
Desde el siglo XVII el Sol se ha observado con telescopios; aun los rudimentarios anteojos
de esta época permitieron un gran número de importantes descubrimientos astronómicos al
acercar, por primera vez, los cuerpos celestes a nuestros ojos. Usando el telescopio, Galileo
y algunos otros contemporáneos suyos pudieron identificar las manchas solares y establecer
que el Sol es una esfera que gira; lamentablemente sus observaciones directas del disco
solar produjeron a Galileo la ceguera que sufrió en los últimos años de su vida, pues
entonces se desconocía el peligro de observar al Sol directamente.
En el siglo XVIII se fabricaron ya telescopios más grandes, de mayor alcance y resolución,
y hoy se les fabrica realmente gigantescos, tanto así que aumentan la sensibilidad del ojo
humano en casi un millón de veces. Lejanos cuerpos nunca antes observados se muestran
ahora nítidamente ante nuestros ojos y los detalles de la superficie de nuestra estrella se
pueden apreciar con una claridad tan sorprendente que es como si estuviéramos mirando al
patio del vecino. Los problemas que presenta la opacidad de la atmósfera han sido
superados por la tecnología espacial que ha permitido poner telescopios en órbita por
encima de ella, ampliando de manera gigantesca las posibilidades de observación.
La telescopía, que se inició únicamente en la región óptica (esto es, registrando solamente
luz), se ha visto enriquecida en este siglo con la radiotelescopía, que registra señales de
radio procedentes del espacio, y gracias a la tecnología espacial se hace ahora también
telescopía en rayos infrarrojos, ultravioleta, rayos X y rayos gamma. Con todos estos
telescopios se observa al Sol y se sondea al Universo entero. Todas las radiaciones que
nuestros ojos no pueden registrar son ahora captadas por aparatos sensibles a ellas que nos
proporcionan imágenes detalladas; la telescopía moderna no sólo nos ha acercado un
sinnúmero de cuerpos distantes, sino que nos ha proporcionado nuevos ojos para ver otras
luces. No existe ya ningún mensaje electromagnético en el Universo que no estemos en
posibilidades de recibir.
La telescopía ha recibido gran ayuda de las técnicas fotográficas a partir de 1870 y en la
actualidad la observación visual está prácticamente desterrada de los observatorios
profesionales. La cámara fotográfica no solo libera al observador de las tediosas
observaciones de rutina, sino que permite obtener un registro permanente de la imagen para
ser usado en estudios posteriores. Además, las placas fotográficas son sensibles a
radiaciones que el ojo humano no puede ver y con un tiempo prolongado de exposición
pueden obtenerse impresiones de imágenes tan tenues que nuestros ojos nunca podrían
registrar. La fotografía ha sido una herramienta muy valiosa en la investigación del Sol, no
sólo proporcionando placas fijas con gran cantidad de información, sino también películas
que nos permiten registrar la dinámica de los procesos solares.
TODO EN UN RAYO DE LUZ
Si encontramos una roca que nos interesa conocer podemos llevar un trozo de ella a un
laboratorio y analizar sus características físicas y químicas, pero ¿qué hacer con el enorme
Sol que está tan lejos? No podemos ir a él para tomar una muestra y traerla a nuestro
laboratorio, ni podemos colocar detectores o medidores en su superficie para obtener
información de su estado físico; todo lo que tenemos aquí en la Tierra es la luz que de él
nos llega, y esto después de haber sido parcialmente absorbida y dispersada por nuestra
atmósfera. A finales del siglo XIX el filósofo francés Auguste Comte declaró que el
hombre debería resignarse a la ignorancia eterna de la composición y las características
físicas de las estrellas; unos cuantos años bastaron para demostrar lo equivocado que estaba.
La astronomía moderna dispone hoy de suficientes teorías, métodos y aparatos como para
saber la composición de las estrellas, su temperatura, sus movimientos, su magnetismo, su
estructura, etc., con sólo analizar la luz que emiten. Un mundo de información llega a
nosotros en cada rayo de luz y las últimas décadas de desarrollo científico y tecnológico nos
han permitido penetrar en ese mundo.
Después de la invención del telescopio, el siguiente avance importante en instrumentación
ocurrió con el desarrollo del espectroscopio, un instrumento en el cual la luz se hace pasar
por una rendija estrecha y luego se descompone en sus diferentes colores por medio de un
prisma de vidrio o una rejilla de difracción finamente rayada sobre la superficie de un
espejo metalizado. Isaac Newton, en 1666, había ya demostrado que la luz blanca del Sol es
en realidad una mezcla de luces de muy diversos colores, las cuales pueden ser separadas
haciendo incidir la luz blanca sobre un prisma. En los modernos espectroscopios la luz del
Sol puede ser desmenuzada en líneas espectrales muy estrechas, correspondiendo a
distintos colores o longitudes de onda de la luz. Lo interesante es que el análisis de este
conjunto de líneas, o espectro solar, nos permite saber una gran cantidad de cosas respecto
al Sol.
En primer lugar, cada elemento químico al calentarse emite luz en una serie de líneas
espectrales (colores) distinta de los otros elementos; es como una huella digital que nos
permite identificar su presencia en una mezcla de gases incandescentes. Del mismo modo,
si luz de todos los colores (un espectro continuo de luz) incide sobre una cierta sustancia,
ésta absorberá aquellos colores que corresponden a su espectro de emisión produciendo un
espectro de absorción que la identifica igualmente. En 1802 William Wollaston, en
Londres, descubrió algunas líneas oscuras en el espectro de emisión del Sol y durante los
siguientes 10 años, el físico alemán Joseph von Fraunhofer desarrolló grandes mejoras en
los espectroscopios de su época y pudo localizar casi 600 de estas líneas oscuras en el
espectro solar. En 1859 otro físico alemán, Gustav Kirchhoff, explicó el significado de
estas líneas oscuras, describiendo al Sol como un cuerpo caliente rodeado de capas de vapor
más frías en las cuales los distintos elementos que las componen absorben las componentes
de la luz emitida abajo que corresponden a su espectro.
De este modo, comparando la líneas de Fraunhofer con los espectros observados en el
laboratorio para elementos conocidos se ha podido saber de qué está hecho el Sol y la
intensidad de las líneas permite conocer qué tan abundante es el elemento identificado. Así
se han encontrado en el Sol 63 elementos y 11 moléculas y sus respectivas abundancias.
Entre los elementos observados se encontró uno que hasta entonces no se había observado
en la Tierra; se le puso por nombre "helio" que es la palabra griega para Sol, y de hecho
constituye el segundo elemento más abundante en nuestra estrella. Actualmente, con las
observaciones realizadas por encima de la atmósfera, el espectro de Fraunhofer se ha
extendido por un lado hacia el infrarrojo y por otro hacia el ultravioleta y se han podido
registrar casi 25 000 líneas de absorción. En el lejano ultravioleta, el espectro solar se
convierte en un espectro de emisión que corresponde a los elementos constituyentes de las
capas más externas de la atmósfera del Sol.
Por otra parte, del análisis de las curvas de emisión solar y de las características de los
espectros se pueden deducir la temperatura, la presión, la densidad y el grado de turbulencia
de las distintas regiones del Sol. Por medio del efecto Doppler, que consiste en un ligero
corrimiento de todas las líneas espectrales, ya sea hacia longitudes de onda mayores o
menores, se pueden identificar movimientos de las diferentes zonas e incluso medir sus
velocidades. Por medio del efecto Zeeman, que consiste en el desdoblamiento de las líneas
espectrales,1 se pueden identificar y medir campos magnéticos. Con el magnetógrafo
fotoeléctrico se han podido medir y cartografiar los campos magnéticos solares, tanto los de
regiones localizadas, como el campo magnético general.

Figura 14. Líneas espectrales. Al observar la luz del Sol con un espectroscopio se
aprecian distintas líneas espectrales o sea distintas señales en diferentes longitudes de
onda; una representación esquemática de esto se muestra en la figura (a). En el
conjunto de líneas características de algunos elementos y así descubrir de que está
hecho el Sol. De la intensidad de la línea de puede saber la abundancia de cada
elemento y del conjunto de ellas se puede deducir la temperatura. También es posible
saber si el material está en movimiento, pues en ese caso se produce el llamado efecto
Doppler que consiste en un corrimiento de las líneas espectrales. Si el material se
aleja, el espectro se corre hacia rojo (longitudes de ondas mayores) y si se acerca, el
espectro se corre hacia el azul (longitudes de onda menores); en la figura (b) se
muestra un corrimiento hacia el rojo. De la magnitud de este corrimiento se puede
estimar la velocidad. También es posible saber si el material está o no magnetizado,
pues en presencia de un campo magnético algunas líneas se desdoblan en varias como
se muestran en la figura (c). A esto se le conoce como el efecto Zeeman. La separación
entre ellas permite conocer la intensidad del campo y las internsidades relativas entre
ellas informan de su dirección.
Como hemos mencionado, el espectrómetro estándar separa en los diferentes colores la luz
que llega del Sol. Sin embargo, la posibilidad de obtener imágenes a una sola longitud de
onda resulta muy necesaria para apreciar ciertos detalles de gran valor para la investigación
solar. A finales del siglo pasado, George Ellery Hale desarrolló el espectroheliógrafo, un
instrumento con la habilidad de estrechar el rango de color a una sola línea y producir una
imagen en esa longitud de onda. El espectroheliógrafo fue responsable de gran parte del
progreso en la física solar de las primeras décadas de nuestro siglo; hizo posible; por
ejemplo, obtener una imagen del Sol en la luz roja brillante de hidrógeno, en la luz violeta
del calcio y en muchos otros colores de los diversos elementos excitados en la atmósfera
solar. En 1936 Robert R. McMath y sus colegas de la Universidad de Michigan
perfeccionaron en alto grado el instrumento de Hale, con lo que se pudieron obtener
imágenes notables del Sol. Técnicas más recientes logran el mismo resultado usando filtros
de transmisión de banda angosta, basados en un diseño original del astrónomo francés
Bernard Lyot, en 1950. Con el diseño reciente del filtro óptico sintonizable se pueden
observar en sucesión varias líneas espectrales o explorar el perfil de una sola línea espectral
para ver el desdoblamiento Zeeman o el corrimiento Doppler.

El ingenio del hombre ha logrado descifrar toda la información que encierra un rayo de luz.

ECLIPSES ARTIFICIALES
Un eclipse de Sol ocurre cuando la Luna se coloca entre la Tierra y el Sol y oscurece parte
o todo el disco solar. Durante un eclipse total de Sol es posible observar, aun a simple vista,
las regiones más altas de la atmósfera solar —la cromosfera y la corona—, cuya luz es tan
débil que cuando el Sol brilla en todo su esplendor resultan invisibles.
Como los eclipses de Sol no son muy frecuentes ni duran mucho tiempo, los impacientes
astrónomos se las han ingeniado para producir eclipses artificiales que permitan el estudio
de la interesante atmósfera exterior del Sol. En 1930, Bernard Lyot construyó un
coronógrafo, un telescopio con un ocultador interno que substituye a la Luna en el bloqueo
del disco solar y permite observar la cromósfera y la corona en forma casi continua desde
observatorios a gran altura. Una modificación de este instrumento, el coronómetro K,
inventado en 1950, usa detección fotoeléctrica y permite observar la corona a nivel del mar
y a través del cielo brumoso.

Aunque la idea del coronógrafo es muy simple, su construcción requirió del desarrollo de
instrumentos ópticos de gran calidad, pues el éxito de su funcionamiento depende de la
calidad óptica de los lentes usados, ya que la dispersión de una pequeña fracción de la luz
del disco solar sería suficiente para opacar la tenue emisión de las capas más exteriores del
Sol.

REMONTANDO LA ATMÓSFERA
Como se mencionó anteriormente la telescopía solar ha tenido que remontarse por encima
de la atmósfera para poder hacer observaciones que son imposibles desde la Tierra. Ya en el
siglo pasado se intentaron observaciones del Sol desde gran altura por medio de ascensos en
globo, y en las primeras décadas de este siglo se echó mano de los aeroplanos y dirigibles
para enviar equipo y observadores por encima de la capa más densa de la atmósfera, y
también se inició el envío de globos no tripulados con equipo automático o controlado
desde Tierra. Sin embargo, el éxito de estos vuelos resultó muy limitado, pues la capa de
atmósfera que aún quedaba encima de ellos bloqueaba bastante la radiación solar.
Las observaciones realmente fuera de la atmósfera fueron posibles hasta 1946, cuando se
usaron en Estados Unidos algunos de los cohetes V-2, capturados a los alemanes al final de
la segunda Guerra Mundial, para enviar instrumentos de registro de rayos ultravioleta a
gran altura. Durante los años siguientes la tecnología de la astronomía en cohetes progresó
de manera continua y el rico espectro de longitud de onda corta del Sol fue muestreado
hasta unos cuantos angstroms2 abarcando la zona de rayos X. Los resultados obtenidos
fueron tan excitantes que estimularon el interés por realizar observaciones de más larga
duración a bordo de satélites, pues la corta duración del vuelo de un cohete no permite
realizar estudios astronómicos muy adecuados.
Con la puesta en órbita del primer satélite artificial en 1957 se abrió la posibilidad de la
astronomía desde el espacio y se inició un proyecto para lanzar los satélites Vanguard,
equipados con detectores de rayos X. Este proyecto fracasó, pero en 1960 el programa
Solrad logró poner en órbita su primer monitor espacial para mantener una observación
continua del flujo solar en rayos X y en una de las líneas espectrales del hidrógeno, la línea
Lyman . En ese mismo año se obtuvo la primera imagen burda del Sol en rayos X.
En 1962 se puso en órbita el primero de la serie de los "observadores solares orbitales"
(OSO), un ambicioso proyecto que constó en total de ocho vehículos espaciales en órbita
alrededor de la Tierra, los cuales mantuvieron una observación casi continua de las
emisiones de onda corta del Sol durante 17 años.

Pero sin lugar a dudas, el más grande de los observatorios solares en órbita terrestre ha sido
el Skylab, una estación espacial tripulada que transportó un conjunto de ocho telescopios —
el Montaje Telescópico Apolo (ATM)—, siete de los cuales utilizaron película fotográfica
que fue traída de regreso a la Tierra por los astronautas, con registro de emisiones solares
que abarcan desde la luz visible hasta los rayos X de longitud de onda más corta. Durante
nueve meses, que concluyeron en febrero de 1974, la tripulación y el equipo del Skylab,
junto con el equipo y personal de tierra relacionado con el proyecto, llevaron a cabo la
investigación más intensa y mejor organizada que se ha realizado jamás de un cuerpo
estelar, y este cuerpo estelar fue el Sol.

Figura 15. El Skylab. Una de las misiones espaciales más ambiciosas que se han
llevado a cabo para estudiar el Sol desde el espacio fue sin lugar a dudas la del
Laboratorio Espacial (Skylab) que tuvo una fase tripulada y reunió, durante nueve
meses de intensa operación, informes de la emisiones solares en casi todas las
longitudes de onda.
En 1980 otros dos observatorios solares se pusieron en órbita alrededor de la Tierra: la
Misión del Máximo Solar, conocido como el SMM y el Inotori, un satélite japonés. El SMM
transporta un arreglo semejante al ATM del Skylab sólo que en menor escala y
automatizado, con telescopios capaces de detectar hasta rayos . El Inotori también
transporta telescopios para observar las regiones de muy corta longitud de onda. Ambos
fueron específicamente planeados para observar al Sol durante el más reciente periodo de
máxima actividad solar que ocurrió alrededor de 1980 y que, como veremos en capítulos
posteriores, se repite aproximadamente cada 11 años.

PARTÍCULAS Y CAMPOS
Hasta aquí hemos tratado solamente con los esfuerzos que se han hecho por detectar las
emisiones electromagnéticas del Sol (del tipo de la luz); pero el Sol también emite
partículas, algunas en forma continua —lo que se ha llamado el "viento solar"— y otras en
forma esporádica y explosiva; estas últimas se conocen como "partículas energéticas
solares" y "rayos cósmicos solares". De todas las emisiones del Sol hablaremos en los
siguientes capítulos, pero aquí deseamos hacer una revisión de las maneras como se
registran las partículas solares.
En primer lugar, ni el viento solar ni las partículas energéticas llegan a la superficie de la
Tierra; su observación se realiza en el medio interplanetario por medio de satélites y sondas
espaciales que llevan a bordo detectores capaces de medir los flujos de partículas y de
discriminar su masa, su carga y su energía, y en ocasiones también la dirección en que se
mueven. Las partículas más energéticas que provienen del Sol, los rayos cósmicos solares,
fueron observados por primera vez por detectores en globos a gran altura y en ocasiones
pueden desencadenar en la atmósfera una serie de reacciones nucleares capaces de producir
otras partículas que sí pueden detectarse sobre la superficie de la Tierra.

Por otra parte, la observación del campo magnético no sólo en la superficie del Sol, sino en
todo el medio interplanetario proporciona también mucha información respecto a los
procesos solares, por lo que muchos satélites y sondas espaciales incluyen entre su equipo
de detección magnetómetros cada vez más refinados. En particular, en 1974 y 1976 fueron
lanzados los vehículos espaciales Helios A y B para ser puestos en órbitas solares. Estos
vehículos espaciales, que pasan más cerca del Sol que Mercurio, no transportan telescopios
sino detectores de partículas y de campos magnéticos. Otros vehículos espaciales han hecho
extensas mediciones de partículas y campos magnéticos solares desde 1960. Futuras
misiones, incluyendo la Misión Polar Solar, que circundará al Sol no por su plano
ecuatorial sino pasando por los polos, y una misión específica de exploración de la corona
solar, se encuentran ya en preparación, y seguramente la tecnología espacial de las
próximas décadas hará todavía mucho por ayudarnos a conocer al Sol.

INTERRELACIÓN CIENCIA-TECNOLOGÍA
Todo lo expuesto con anterioridad en este capítulo puede dar la impresión de que la
investigación del Sol —y en general, la investigación científica— ha tenido que esperar
pacientemente a que los desarrollos tecnológicos le permitan avanzar. Nada más falso que
esto. La urgencia de mejores y nuevos aparatos de registro para la investigación ha sido a lo
largo de la historia un gran impulsor de la tecnología. La astronomía solar actual requiere
de diseños ópticos de alta calidad, de aparatos electrónicos de gran especialización, de
detectores de campos y partículas muy sensibles y específicos, de procesadores de
información de gran capacidad y precisión. Estos requerimientos han forzado a técnicos y
científicos a trabajar juntos en la construcción de aparatos de tecnología cada vez más
avanzada.
Por supuesto que toda esta actividad ha requerido y seguirá requiriendo de grandes
inversiones. Pero todo el dinero que se ha invertido en el desarrollo tecnológico específico
que ha demandado la investigación solar, y en general la astronomía y la exploración del
espacio, está ampliamente justificado con las aplicaciones a nivel social que han encontrado
estos desarrollos en la industria, la organización social, las construcciones, la medicina, la
transportación, la seguridad de la población, etc., sin contar la ayuda que prestan también al
desarrollo de otras ramas de la ciencia.
Pero aun cuando no hubiera sido así, aun cuando la tecnología específica requerida por la
ciencia fuera sólo útil para la ciencia misma el gasto y el esfuerzo valdrían la pena. El mejor
conocimiento de nuestro Universo, incluyéndonos a nosotros mismos, es en sí una empresa
suficientemente valiosa. La ciencia moderna es una actividad bastante cara, pero no es sólo
el lujo que se da el hombre de satisfacer su curiosidad natural y poner en funcionamierito
sus cualidades racionales más elevadas; es, en su mayor parte y en su esencia misma, la
búsqueda persistente de una vida mejor.

NOTAS
1 Cuando la luz se emite en un campo magnético, una línea de emisión se puede convertir
en varias muy cercanas.
2 El angstrom es una unidad de longitud comúnmente usada para medir longitudes de onda
muy cortas y equivale a una cienmillonésima de centímetro.

V . ¿ C Ó M O E S E L S O L ?

UNA ESFERA DE GAS


LA HISTORIA de nuestro conocimiento físico del Sol se inicia en los siglos XVIII y XIX,
cuando las propiedades de los gases se estudiaron ampliamente en el laboratorio. En 1869
el americano Jonathan Lane propuso la idea de que el Sol es una esfera de gas que se
mantiene unida por fuerzas gravitacionales y que contiene una fuente central de energía. A
principios del siglo XX sus ideas fueron desarrolladas en más detalle por el astrofísico
suizo Jacob Robert Emden, quien propuso el primer modelo teórico del Sol según el cual
éste consiste en una serie de capas gaseosas concéntricas; los dos principios básicos del
modelo son que en cada nivel la presión interna debe ser suficiente para soportar el peso del
gas que hay encima y que éste está determinado por la atracción gravitacional de todo el gas
que yace debajo.
Calculando de las observaciones el tamaño del Sol, y por medio de la teoría de la
gravitación su masa, fue posible estimar su densidad media que es de alrededor de 1.4
g/cm3. Esta densidad es superior a la del agua (cuya densidad es de 1 g/cm 3), por lo que el
Sol, aunque es gaseoso, no podría flotar en ella.
La interpretación cuantitativa de las observaciones de la superficie del Sol y de sus capas
atmosféricas que permitió conocer su composición química, su temperatura y su presión fue
posible gracias al desarrollo de la espectroscopía hace más de 100 años. En el siglo XIX fue
posible ya deducir la temperatura de la superficie del Sol a partir de su brillantez y de la
distribución de ésta respecto a la longitud de onda del espectro visible. La temperatura así
deducida es de cerca de 6 000°K 1 y es por esto que el Sol es amarillo; si su superficie fuera
más caliente se vería más azul y si fuera más fría se vería más roja.
A principios de este siglo ya se conocían muchas de las propiedades físicas fundamentales
de nuestra estrella. En 1874 J. Norman Lockyer publicó un voluminoso libro sobre el Sol al
que con posterioridad se dio el nombre de Física solar, por lo que ésta era ya una ciencia
madura mucho antes de que nacieran los científicos que se encuentran ahora activos en ese
campo.
Figura 16. La temperatura del Sol. La temperatura del centro del Sol es del orden de
15 a 20 millones de grados C y disminuye hacia la superficie donde alcanza un valor
mínimo de alrededor de 4000 grados C. Sorprendentemente, la temperatura a partir
de ahí vuelve a aumentar llegando a un valor que rebasa el millón de grados en la
corona.
Al disponer de mejores instrumentos para observar el Sol y de teorías más completas del
comportamiento de los gases fue posible conocer mejor sus características y generar
modelos más detallados y más satisfactorios. El desarrollo de la física atómica y de la teoría
electromagnética en los primeros años de este siglo permitió hacer cálculos teóricos
respecto de las características del interior del Sol. A. S. Eddington, Karl Schwarzschild,
Subrahmanyan Chandrasekhar, y otros, demostraron que la temperatura central del Sol
debería estar alrededor de los ¡10 millones de grados! y que su densidad debería estar
cercana a ¡100 veces la densidad del agua! Ahora se estima que la temperatura del núcleo
debe ser aún más alta, entre 15 y 20 millones de grados. A pesar de su densidad tan alta,
alrededor de 12 veces la densidad del plomo, la materia en el núcleo del Sol es gaseosa, y
no líquida ni sólida, debido a la altísima temperatura. A temperaturas de millones de grados
los átomos están completamente ionizados, es decir, ya no tienen ligados a ellos a sus
electrones, sino que éstos se mueven de manera libre en la gran agitación térmica.

Desde el centro hacia la superficie la temperatura del Sol disminuye hasta llegar a los 6 000
grados, pero a cierta altura, en su atmósfera, la temperatura aumenta de nuevo y vuelve a
alcanzar valores superiores a un millón de grados. Esta es una de las características más
sorprendentes del Sol y de ella hablaremos con detalle en el siguiente capítulo. La mayor
parte de la masa del Sol está concentrada hacia el centro: aproximadamente el 90% está en
su mitad interior. A la mitad del camino del centro hacia afuera la densidad del Sol es igual
a la del agua y en su superficie es tan delgada que tiene un valor menor a una diez milésima
de la densidad de nuestro aire.

¿DE QUÉ ESTÁ HECHO EL SOL?


Como se mencionó en el capítulo anterior, la espectroscopía ha permitido desde el siglo
pasado la identificación de los elementos químicos que constituyen el Sol, y en tiempos
más recientes la detección en el espacio de los rayos cósmicos solares ha ayudado también
a conocer mejor de qué está hecho.
En 1859 Gustav Kirchhoff logró identificar ocho elementos en el Sol analizando el espectro
de absorción de Fraunhofer. En 1897 Henry Augustus Rowland publicó un mapa
fotográfico de 12 metros del espectro solar que permitió identificar la presencia de 39
elementos químicos en el Sol. Con la extensión de las observaciones del espectro solar
hacia el infrarrojo por un lado y hacia el ultravioleta por el otro, lo cual ha sido posible con
el empleo de vehículos fuera de nuestra atmósfera y con el análisis de la composición de las
partículas que el Sol lanza hacia el espacio, se ha podido constatar que éste se encuentra
compuesto de los mismos elementos químicos que la Tierra, aunque en proporciones muy
diferentes.
La mayor parte del Sol es hidrógeno; aproximadamente el 92% de sus átomos son átomos
de hidrógeno y casi todo el resto de helio. Los demás elementos son prácticamente
impurezas, pues constituyen solo el 0.1% del número total de átomos.
Sin embargo, tanto la espectroscopía como el análisis de las partículas emitidas por el Sol
nos dan información solamente de la composición química de las capas más externas del
Sol (la llamada atmósfera solar), pues es de éstas de donde proceden tanto la luz como las
partículas que registramos. La mayoría de las líneas oscuras de Fraunhofer se originan en
las capas más bajas de la atmósfera solar, por lo que las abundancias derivadas de estas
líneas corresponden a las abundancias en esa región. Las líneas de emisión solares (líneas
brillantes) se originan en las capas altas de la atmósfera solar y por lo tanto reflejan las
condiciones de estas capas. En el interior del Sol las abundancias relativas de los diversos
elementos pueden ser diferentes y de hecho se espera que lo sean por consideraciones
teóricas de los procesos que se supone que ahí ocurren. Así pues, las abundancias
mencionadas en el párrafo anterior corresponden en términos generales a la composición
global de nuestra estrella, aunque las proporciones no sean exactamente las mismas en las
diferentes capas del Sol.

LAS CAPAS DEL SOL


El Sol es una esfera de gas caliente, pero no una esfera homogénea; tiene una estructura
diferenciada en capas concéntricas de diferentes propiedades. La superficie visible del Sol
es la fotósfera, cuyo nombre quiere decir "esfera de luz' y es una capa muy delgada, de
aproximadamente 300 kilómetros de espesor (0.05% del radio del Sol). Aunque parece que
ésta es la capa más externa, en realidad no es así. Cuando la brillante luz de la fotósfera es
cubierta por el disco de la Luna durante un eclipse total de Sol, es posible distinguir dos
capas superiores de tenue brillo pero claramente diferentes. La primera de ellas es una capa
de luz rojiza llamada cromósfera, de aproximadamente 8 000 kilómetros de espesor. Por
encima de ella se encuentra la corona, de tenue luz aperlada que se extiende hasta más allá
de la Tierra. En realidad, el Sol no tiene una "superficie" bien definida, sino que su
densidad disminuye continuamente desde su centro hacia afuera a través de todo el sistema
planetario y se mezcla, más allá de él, con el material interestelar. Lo que llamamos "el
radio del Sol" es la distancia del centro al borde superior de la fotósfera, pero el Sol se
extiende en realidad por muchísimos millones de kilómetros y hablando de manera propia
deberíamos decir que la Tierra y todos los planetas se encuentran inmersos en él.
Figura 17. Las capas del Sol. La estructura solar no es homogénea; el Sol está formado
por diferentes capas sobrepuestas. Su parte central es el núcleo en el cual se genera
toda energía; más afuera se encuentra otra zona donde esta energía se propaga en
forma de radiación y se llama zona radiativa; cubriendo a ésta se encuentra la zona
convectiva, donde la energía se emplea en hacer circular el material desde el fondo de
esta zona hasta la superficie del Sol. Por encima de estas se encuentran otras tres
capas: la fotósfera, que es desde donde se emite la mayor parte de la luz que nos llega
del Sol; la cromósfera que es una delgadísima capa de tono rojizo; y finalmente la
tenue corona que se extiende hasta más allá de la orbita de Plutón.
La estructura del interior del Sol no puede observarse en forma directa y sólo puede
deducirse mediante consideraciones teóricas a partir de sus características superficiales. De
esta manera se ha estimado que su interior está diferenciado en tres zonas. La más interna,
que va desde el centro hasta una distancia de aproximadamente dos décimas del radio del
Sol, es el núcleo, donde se produce de forma constante una enorme cantidad de energía.
Esta energía es transportada hacia la superficie del Sol, primero en forma de radiación —
por absorción y emisión de rayos X— y posteriormente en forma convectiva —por medio
de burbujas de gas caliente que suben hasta la superficie—. La primera región es la llamada
zona radiativa, que se extiende desde dos décimas hasta seis u ocho décimas del radio del
Sol, y la segunda es la zona convectiva, que va desde seis u ocho décimas del radio del Sol
hasta la superficie. Del interior del Sol hablaremos con más detalle en el capítulo VII.
Describiremos ahora someramente las capas atmosféricas del Sol, cuyas características
serán también discutidas con detalle en capítulos posteriores.
La fotósfera: la mayor parte de la energía solar que se recibe en la Tierra proviene de la
fotósfera que emite un continuo de radiación electromagnética, casi toda en el visible. Las
capas superiores de la fotósfera también absorben radiación, produciendo el espectro de
líneas de absorción de Fraunhofer que se superpone al espectro continuo de emisión. La
capa baja de la fotósfera está compuesta por material parcialmente ionizado —en su mayor
parte hidrógeno— y en sus capas altas el hidrógeno es principalmente neutro. La densidad
típica de la fotósfera es de manera aproximada de un 10 milésimo de la del aire al nivel del
mar y contiene en total sólo un quinto de una billonésima de la masa del Sol. En la fotósfera
la temperatura disminuye de abajo hacia arriba, desde 8 500ºK en su base hasta unos 4
500°K en la parte superior, y su temperatura media es de alrededor de 5 770°K.
Figura 18. Gránulos y manchas solares. Las observaciones telescópicas de la superficie
solar han mostrado que ésta tiene una estructura granulosa en constante cambio pero
siempre presente. Aquí y allá suelen también observarse en el Sol zonas obscuras,
llamadas manchas solares, que surgen y luego desaparecen. El número y la posición de
las manchas solares varía cíclicamente, siguiendo reglas bastante precisas.
Cuando se observa en detalle a través de un telescopio, la fotósfera presenta un aspecto
granuloso; la superficie del Sol está cubierta por un sinnúmero de pequeñas celdas
brillantes separadas por delgadas líneas oscuras. Estas celdas, llamadas gránulos tienen un
tamaño promedio de 2 000 km y son de vida muy corta: cada gránulo individual tiene una
vida de alrededor de 10 minutos después de los cuales se desvanece, por lo que el aspecto
granular de la superficie solar es cambiante de forma continua. Además de estos pequeños
gránulos, se encuentra una granulación de mayor escala, los llamados supergránulos, de
aproximadamente 30 000 kilómetros de diámetro, cuyas vidas son de alrededor de un día y
suman del orden de 5 000 en cada momento.
Pero la característica más notable de la fotósfera son las llamadas manchas, enormes
regiones oscuras con tamaños entre 1 000 y 100 000 kilómetros (más de siete veces el
diámetro de la Tierra) que rotan con el Sol y cuyo número aumenta y disminuye siguiendo
un ciclo de aproximadamente 11 años. Las manchas y su evolución son tan importantes en
la dinámica solar que les dedicaremos más atención en los capítulos IX y X. En la fotósfera
solar aparecen también las fáculas, que son regiones más brillantes y más calientes que el
resto de la fotósfera y que suelen estar asociadas a las manchas. El exceso de temperatura
en una fácula es cuando más de 250 grados.
La cromósfera: hasta antes de la invención del cronógrafo, en 1930, la cromósfera y la
corona solares sólo podían ser observadas durante eclipses totales de Sol, cuando la Luna
bloquea la intensa luz del disco. En esos momentos es posible observar un anillo de intensa
coloración rojo magenta que yace inmediatamente encima de la fotósfera con un grosor
muy variable, entre 1 000 y 8 000 kilómetros; esta intensa coloración es la que dio a la
cromósfera su nombre que significa "esfera de color". En la parte inferior de la cromósfera,
la temperatura es de unos 4 000 grados Kelvin y sus primeros 3 000 kilómetros están
compuestos en especial por átomos neutros (no ionizados) de hidrógeno, con una densidad
del orden de un billón de átomos por centímetro cúbico. Cerca de los 3 000 kilómetros de
altura la temperatura empieza a subir rápidamente, alcanzando un valor de un millón de
grados Kelvin alrededor de los 8 000 kilómetros; a esta altura la densidad ha bajado hasta
unos 1 000 millones de átomos por centímetro cúbico y todo el material se encuentra
ionizado. Esta región en la parte alta de la cromósfera se conoce como la región de
transición; a partir de ahí empieza la corona, la capa del Sol de mayor extensión, la cual
envuelve a todos los planetas del Sistema Solar.
El gas en la cromósfera tiene una densidad tan baja que no puede emitir luz blanca; sólo
emite en algunas líneas espectrales, de las cuales las más intensas pertenecen al hidrógeno,
al helio y al calcio, y son las que le dan su coloración. Como el gas cromosférico es
prácticamente transparente a la luz fotosférica, no es posible observarlo en luz blanca, salvo
en los momentos de un eclipse total, pero con la ayuda de un espectroheliógrafo que tome
imágenes del Sol sólo en las longitudes de onda donde la cromósfera emite intensamente se
pueden obtener imágenes bastante detalladas de esta capa sobre toda la superficie del Sol en
cualquier momento. Donde se estudia mejor la cromósfera es en una de las líneas del
hidrógeno (la llamada H) de 6 563A, en la parte roja del espectro.
Vista sobre el limbo (orilla del disco) solar, la cromósfera presenta el aspecto de una
llameante pradera de la cual surgen enormes lengüetas individuales aquí y allá. El aspecto
de pradera llameante lo constituye una gran cantidad de pequeños chorros de material
llamados espículas que se levantan y se desvanecen entre 5 y 10 minutos. Las espículas
aparecen como pequeñas y brillantes oleadas, algunas muy delgadas y otras hasta de unos
500 kilómetros de grueso. Emergen a partir de los 1 500 kilómetros de altura y se levantan
hasta una altura aproximada de 8 000 kilómetros, aunque algunas sobrepasan los 15 000
kilómetros de altura sobre la fotósfera; el material en el chorro alcanza una velocidad de
entre 20 y 30 kilómetros por segundo. Las espículas no se encuentran dispersas sobre la
fotósfera, sino en grupos que semejan arbustos; con frecuencia se encuentran en la base de
estos arbustos zonas brillantes llamadas playas que generalmente están cerca de las
manchas solares y constituyen la extensión cromosférica de las fáculas. A estas regiones se
les llama también "regiones activas", pues en ellas suelen ocurrir intensas y brillantes
explosiones llamadas ráfagas.
Sobre el borde formado por las espículas, y adentrándose ya en la corona, surgen de vez en
cuando inmensos arcos de material, enormes volúmenes de hidrógeno más denso y más frío
que el gas circundante, que se alzan hasta unos 50 000 kilómetros o más sobre la superficie
del Sol, los cuales pueden permanecer durante semanas y aun meses sin desvanecerse. Estas
inmensas oleadas, llamadas protuberancias estacionarias, se observan sobre el disco en la
línea  como largos filamentos oscuros que se enrollan a lo largo de cientos de miles de
kilómetros.
La característica más importante de la cromósfera es que toda su estructura está dominada
por el campo magnético del Sol, del cual hablaremos más adelante en este capítulo. Esto se
debe a que el material en ella está ionizado y la presión del gas es muy baja comparada con
la presión magnética, por lo que las líneas del campo controlan y ordenan los movimientos
del material.
La corona: más arriba de la cromósfera se encuentra la última y más extensa capa del Sol:
la corona, llamada así porque al observarla durante un eclipse total de Sol resplandece con
tenue luz blanca aperlada, coronando el disco oscurecido. La luz de la corona cerca del Sol
es apenas tan intensa como la de la Luna llena por lo que sólo es posible observarla sobre el
limbo durante un eclipse total.
Figura 19. La corona observada durante un eclipse. Desde hace más de dos mil años se
han hecho registros del aspecto que muestra la corona solar al ser observada durante
un eclipse total de Sol. Su tenue luz blanca y su estructura en formas alargadas como
pétalos o rayos constituyen un espectáculo realmente bello. El material en la corona es
tan caliente que se encuentra casi totalmente ionizado y constituye lo que se conoce
como un plasma.
Las primeras observaciones de la corona durante la ocurrencia de un eclipse total de Sol
datan de por lo menos el año 100 a.C. En 1842, unos astrónomos en el sur de Francia
fueron los primeros en tomar notas cuidadosas de su estructura y en ese mismo siglo se
obtuvieron sus primeras fotografías. En estas fotografías la corona se puede ver
extendiéndose hasta más allá de dos radios solares, mostrando una estructura irregular de
rayos y arcos suavemente curvados, sugiriendo en algunas partes plumas o pétalos de dalia.
Su imagen, extraordinariamente bella y sorprendente, puede también observarse ahora con
la ayuda de coronógrafos, los cuales, si se colocan fuera de la atmósfera a bordo de cohetes
o satélites, pueden registrar su luz mucho más lejos del Sol que vista desde la Tierra (hasta
12 radios solares) y pueden proporcionarnos una observación casi continua de ella.
La corona es tan tenue que cuando ocurre el eclipse pueden observarse las estrellas a través
de ella. Al pasar de la cromósfera a la corona, la densidad de partículas baja rápidamente,
siendo del orden de 1 000 veces menor en unos 100 000 kilómetros. En la corona baja,
donde la densidad es mayor, ésta es del orden de 100 millones de partículas por centímetro
cúbico, lo cual representa casi un billonésimo de la densidad de la atmósfera terrestre al
nivel del mar. Cerca del Sol, el brillo de la corona es de un millonésimo del brillo del disco
y decrece muy rápidamente con la distancia; a unos dos radios solares su brillo es ya 100
veces menor. Su temperatura, por el contrario, aumenta con la distancia al Sol, alcanzando
un valor mediode dos millones de grados Kelvin a una distancia de dos radios solares. En la
corona todo el material está ionizado y hay una gran cantidad de electrones libres que se
mueven a gran velocidad. Estos electrones dispersan la luz emitida por la fotósfera y esta
luz fotosférica dispersada es la que produce el pálido brillo blanquecino de la corona. La luz
emitida por los átomos de la corona es sólo el 1% de la luz coronal; en esta emisión se
observan las líneas espectrales de átomos altamente ionizados, correspondientes a las
altísimas temperaturas que prevalecen en la corona. Estas altas temperaturas y la baja
densidad del gas coronal provocan ciertas emisiones espectrales que nunca han sido
observadas en los laboratorios terrestres y que llevaron a los científicos a suponer que en la
corona solar existía un nuevo elemento, al que llamaron coronio. Hace unos 45 años, el
físico sueco Elden mostró que estas líneas correspondían en realidad a elementos bien
conocidos como el fierro y el calcio con grados de ionización muy altos.
Las más intensas líneas de emisión visible de la corona están en el verde y el rojo y en
ocasiones una en el amarillo. Estas fueron las que dieron la clave de su temperatura tan
soprendentemente alta, hecho que aún en nuestros días no tiene explicación cabal. Por
desgracia, aun usando filtros que aislen estas líneas no es posible observar la corona frente
al disco solar, pues la emisión fotosférica las opaca por completo. Sin embargo, la emisión
más intensa de la corona no es en la región visible, sino en las longitudes de onda más
cortas: el lejano ultravioleta y los rayos X. En estas longitudes de onda la emisión coronal
no tiene competencia con las emisiones fotosféricas ni cromosféricas y puede observarse
limpiamente la corona sobre el disco. El único problema es que, como hemos visto, estas
emisiones no atraviesan la atmósfera de la Tierra, por lo que es necesario observarlas desde
el espacio.
Las primeras imágenes de la corona sobre el disco en rayos X fueron proporcionadas en la
década pasada, en especial por el Skylab, y mostraron configuraciones inesperadas, como
hasta ahora ha resultado todo lo relativo a ella. Durante mucho tiempo se pensó que la
corona era una extensión homogénea del gas solar, sin embargo las imágenes del Skylab
mostraron que toda su parte baja, la corona interna, está constituida por flujos de material
en forma de anillos estrechamente tramados, arcos grandes y pequeños, algunos cerrados en
forma de rizos y otros abiertos que se extienden hacia la parte alta de la corona y ahí se
desvanecen. Estas configuraciones arqueadas son el trazo que hace el material coronal de
las líneas del campo magnético solar que surgen de la fotósfera. Como el material coronal
está por completo ionizado (es un plasma), sus movimientos van a ser controlados en parte
por la configuración magnética local; en la corona baja, donde el campo magnético es más
fuerte y el gas coronal menos caliente, la estructura magnética domina y organiza el
material a lo largo de los arcos magnéticos.
Por encima de estos arcos y rizos se extienden los largos haces filamentosos y "bulbos" que
forman la corona externa y que son los que han sugerido las plumas y pétalos de dalia con
que se ha descrito a la corona observada durante un eclipse. La formación de estas
estructuras es el resultado del juego entre dos efectos en competencia: la configuración de
las líneas del campo magnético y las fuerzas expulsivas que sobre este material surgen
como resultado de su altísima temperatura. En la corona externa, el predominio de la fuerza
de expansión térmica es cada vez mayor y finalmente llega a dominar. Como veremos en el
capítulo siguiente, el plasma coronal aumenta tanto su temperatura que a una cierta altura el
Sol ya no puede retenerlo y la corona se evapora de manera continua hacia el espacio
interplanetario, constituyendo lo que se conoce como viento solar.
Otro descubrimiento importante —y a su vez sorprendente— proporcionado por las
imágenes del disco solar en rayos X fueron los hoyos coronales. Esparcidos en el bosque
intrincado de los anillos de la corona baja se observan algunos "claros", regiones sin anillos,
cuya imagen en rayos X es oscura y por eso fueron llamados "hoyos". En estas regiones no
hay aros magnéticos que constriñan el material coronal y éste puede fluir en forma libre
hacia el espacio; por eso son regiones oscuras en rayos X, pues éstos son emitidos por las
partículas (electrones) confinadas en los aros magnéticos. En un hoyo coronal, el material
fluye velozmente hacia afuera desde la base misma de la corona y las líneas de campo, en
vez de curvarse en rizos, se alargan hacia el medio interplanetario. Grandes hoyos coronales
se observan en las regiones polares del Sol que permanecen ahí por muchos años, pero
también se ven otros más pequeños de vidas más cortas en regiones de bajas latitudes. En
los hoyos coronales la temperatura es por lo menos de unos 6 000 grados menos que en el
resto de la corona y la densidad de partículas puede ser hasta un tercio del valor normal.
Un tercer descubrimiento hecho por la telescopía en rayos X desde observatorios en el
espacio fueron los puntos brillantes de intensa emisión en rayos X y ultravioleta que cubren
al Sol como viruela. Estos puntos brillantes denotan la presencia de regiones magnéticas
muy concentradas, pero lo misterioso es que se observan por todo el Sol, incluyendo las
regiones polares y los hoyos coronales. Por lo menos 100 de estos puntos se observan sobre
el disco en cada instante y en ciertas épocas su número parece aumentar. Ni su aparición ni
su comportamiento están claros aún.

LOS CAMPOS MAGNÉTICOS SOLARES


Hemos estado hablando ya de los campos magnéticos del Sol, así que es tiempo de poner
un poco de orden en todo este asunto. La primera evidencia de la existencia de campos
magnéticos en el Sol la obtuvo el astrónomo estadunidense George E. Hale en 1908, al
observar el desdoblamiento Zeeman de las líneas espectrales provenientes de manchas
solares. Los campos magnéticos observados por Hale en las manchas solares eran del orden
de 3 000 Gauss o más, que comparados con el campo magnético de la Tierra, que es del
orden de 1/3 de Gauss, resultan enormes.
Sin embargo, la gente sospechaba que debería existir un campo magnético general en el
Sol, además de las concentraciones magnéticas registradas en las manchas. Así como la
Tierra tiene un campo general originado en su interior con polos norte y sur bien
localizados sobre la superficie del planeta y capaz de orientar las brújulas en cualquier parte
del globo, se esperaba que el Sol también tuviera un campo de este tipo, pero Hale fue
incapaz de registrar un campo tal.
Fue hasta 1948 que se obtuvieron las primeras evidencias de la existencia de un campo
general en el Sol, pero éste fue medido hasta 1952 por H. W. Babckok, quien encontró una
magnitud en la superficie del orden de un Gauss (tres veces más intenso que el de la Tierra).
La estructura magnética del Sol es bastante compleja y, como veremos más adelante,
cambia constantemente. Aunque las zonas de alta latitud, cercanas a los polos, suelen en
general tener una sola polaridad (norte o sur como los extremos de una barra de imán), el
campo a bajas latitudes muestra zonas de ambas polaridades unidas con frecuencia en
regiones bipolares o distribuidas en apariencia al azar. Pero toda esta estructura es muy
cambiante e incluso la polaridad magnética de las regiones bipolares se invierte de manera
recurrente, pasando a ser sur lo que antes era el polo norte magnético y viceversa. De todo
esto hablaremos con más detalle en el capítulo X. En la actualidad es posible obtener mapas
diarios de la intensidad y la polaridad del campo magnético sobre la superficie del Sol
utilizando un aparato llamado magnetógrafo, el cual emplea el efecto Zeeman para
determinar la magnitud y la dirección del campo sobre cada una de las celdas de una red
que se establece sobre la imagen del Sol. De esta manera se puede observar con detalle la
evolución de las estructuras magnéticas solares.

Figura 20. Magnetograma del Sol. Con la ayuda del efecto Zeeman es posible obtener
magnetogramas del Sol. En una representación como la ilustrada, las zonas oscuras
muestran zonas de polaridad magnética negativa y las zonas claras son de polaridad
magnética positiva. También es posible conocer la intensidad del campo en cada
región y hacer gráficas que muestren ambas características.
El campo magnético del Sol juega un papel proponderante en la dinámica y evolución de
las diferentes estructuras que hemos mencionado que existen en las diversas capas de la
atmósfera solar —la fotósfera, la cromósfera y la corona—. También determina en gran
medida la ocurrencia de ciertos sucesos violentos que tienen lugar en esas capas y en
general controla la ocurrencia de una serie de fenómenos que juntos constituyen lo que se
ha llamado actividad solar. De todo esto hablaremos en el capítulo X.

LAS EMISIONES SOLARES


Mencionamos ya en los capítulos II y IV que el Sol emite tanto ondas electromagnéticas (en
todas las longitudes de onda) como partículas (en su mayor parte protones y electrones de
muy diversas energías). Algunas de estas emisiones son continuas, mientras que otras son
esporádicas, originadas sobre todo en las grandes explosiones que ocurren en el Sol,
llamadas ráfagas.
En forma continua, el Sol emite desde la fotósfera principalmente luz visible y algo en el
ultravioleta y el infrarrojo; la mayoría de la emisión ultravioleta se origina en las capas
superiores, la cromósfera y la corona, y casi toda la emisión continua en rayos X proviene
de esta última. También hay una emisión continua (muy débil) de ondas de radio
provenientes principalmente de la alta cromósfera y baja corona. Cuando ocurren ráfagas
solares, la emisión de rayos X y de ondas de radio aumenta en forma considerable (además,
por supuesto, de un abrillantamiento en la región del visible) y pueden eventualmente
emitirse rayos 
Respecto a la emisión de partículas, existe un flujo continuo de plasma solar, constituido en
su mayor parte por electrones y protones, que barre todo el sistema planetario; de él
hablaremos de forma más extensa en el siguiente capítulo. Asociados con la ocurrencia de
una ráfaga, suelen también detectarse protones y partículas alfa (núcleos de helio) muy
energéticos, aunque éstos se registran a veces sin que se haya observado una ráfaga. A las
más energéticas de estas partículas se les llama rayos cósmicos solares.
NOTAS
1
°K es la notación para "grados Kelvin" que es la escala de temperatura absoluta. En esta
escala la temperatura de congelamiento del agua (cero grados centígrados) es de 273ºK.

V I . U N V I E N T O S O L A R
B A R R E E L E S P A C I O

¿POR QUÉ ES TAN CALIENTE LA CORONA?


HASTA hace menos de 50 años se creía que la corona, por ser la capa más externa del Sol,
debería ser la más fría. Esta suposición es totalmente lógica, dado que la energía del Sol se
genera en su núcleo y todos sabemos que mientras más lejos estemos de una fuente de calor
menos calor sentiremos. Sin embargo, esto no es así: como vimos en el capítulo anterior la
corona es muchísimo más caliente que la cromósfera baja y que la fotósfera. ¿Cómo puede
ser eso?
Cuando en 1939 Walter Grotrian, en Berlín, y más tarde Bengt Edlén, en Suecia,
identificaron las líneas de emisión de la corona como pertenecientes a átomos altamente
ionizados, los científicos se llevaron una gran sorpresa: para que un átomo se ionice mucho
(pierda muchos de sus electrones) es necesario que esté en un medio con una temperatura
muy alta; en particular para las líneas coronales observadas se requerían temperaturas entre
uno y dos millones de grados Kelvin. Al finalizar la segunda Guerra Mundial se empezaron
a estudiar las emisiones de ondas de radio del Sol y estas nuevas observaciones confirmaron
la presencia de temperaturas superiores a un millón de grados a lo largo de toda la corona.
Por si alguna duda pudiera quedar, las observaciones del Sol en el extremo ultravioleta y en
rayos X, iniciados alrededor de 1950, reconfirman la altísima temperatura de la corona,
varios cientos de veces mayor que la de la base de la cromósfera.

Aunque al principio la idea de una corona tan caliente provocó burlas y críticas, finalmente
tuvo que aceptarse y la tarea siguiente fue explicar cómo es posible que esto ocurra. La
tarea no ha resultado sencilla y aún no se tiene una explicación satisfactoria. Evidentemente
no puede haber un flujo de calor de la fotósfera, a 5 600 grados, hacia la corona, a más de
un millón de grados; el calor siempre fluye de la región caliente a la fría y por este
mecanismo lo más que se podría obtener sería una corona igual de caliente que la fotósfera.
Pero como esto no es así, deben existir otros mecanismos que calienten la corona a tan
enormes temperaturas. En la actualidad existen dos bandos en competencia: los que
argumentan que el calentamiento es producido por ondas que se generan en los gránulos y
viajan hacia arriba, y los que argumentan que se debe a corrientes generadas en el material
coronal. No vamos a entrar aquí en detalles respecto a ninguna de estas dos posiciones,
solamente mencionaremos que hasta ahora ninguna de ellas ha sido suficientemente
satisfactoria como para eliminar a la otra y que el problema del calentamiento de la corona
solar sigue siendo un problema abierto.

DEMASIADO CALIENTE PARA QUEDARSE AHÍ


Aunque no se sepan con exactitud las causas por las cuales la corona tiene una temperatura
tan alta, es posible predecir sus consecuencias. Un gas tan caliente como el de la corona no
puede quedar confinado en una capa alrededor del Sol, sino que se espera que se extienda
muchísimo más lejos, ya que la atracción gravitacional del Sol no es capaz de retenerlo. A
finales de los años cincuenta había dos imágenes respecto a la extensión de la corona: una
estática, defendida principalmente por S. Chapman, y una dinámica, desarrollada por E. N.
Parker, ambos físicos estadunidenses. En la imagen estática, la corona debería simplemente
extenderse hasta muy grandes distancias; en la imagen dinámica, la corona debería fluir,
esto es, debería estar escapando de forma continua del Sol como el vapor de una tetera en
ebullición. La imagen dinámica no fue muy bien recibida, sobre todo porque una de sus
soluciones implicaba un flujo sumamente rápido del gas coronal, por lo que la imagen
estática resultó ser la favorita. Sin embargo, ciertas observaciones sugerían la posibilidad de
un flujo continuo de partículas provenientes del Sol; en particular el hecho de que las colas
de los cometas siempre apuntaran hacia afuera del Sol, independientemente de la posición y
trayectoria del cometa, había sido explicado por el astrofísico alemán L. Biermann con la
suposición de que el Sol emitía partículas, además de luz, en todas direcciones.
Figura 21. Orientación de la cola de un cometa. En general, los cometas tienen dos
colas diferentes: una que sigue al cometa por detrás en su camino y otra que apunta
siempre en dirección contraria al Sol. La existencia de esta última se explicó desde
1951 como constituida por material cometario barrido por un flujo de partículas
provenientes del Sol. Este flujo, que se debe a la continua evaporación de la corona, ha
sido llamado viento solar.
Las sondas espaciales tendrían la palabra final y el triunfo fue para Parker. El viento solar,
como él bautizó al continuo fluir de la corona, fue detectado por el satélite ruso Lunik III en
1959 y su presencia fue más tarde confirmada por las sondas soviéticas y estadounidenses
que se enviaron a Venus. Más aún, el flujo detectado de la corona solar correspondía en
realidad a una velocidad muy alta: ¡entre uno y tres millones de kilómetros por hora! a la
altura de la órbita de la Tierra. Con esto quedó demostrado de manera definitiva que la
corona solar se está escapando continuamente del Sol, produciendo un viento solar que
barre el medio interplanetario a velocidades vertiginosas. Los vehículos espaciales Pionero
I y Pionero II, las sondas espaciales que más lejos del Sol han llegado, siguen aún
detectando la presencia del viento solar a distancias mayores que 30 unidades astronómicas,
y por cálculos teóricos se estima que éste debe estar soplando hasta unas 50 o 100 unidades
astronómicas, más allá de la órbita del último de los planetas del Sistema Solar. Este viento
está constituido por el plasma coronal, formado esencialmente de protones y electrones
libres del enlace atómico, y es la única muestra de material estelar a la que hemos tenido
acceso. A la altura de la Tierra tiene una densidad de entre 10 y 100 partículas por
centímetro cúbico, un vacío mucho más perfecto que cualquiera que se pueda obtener en los
laboratorios terrestres y, sin embargo, muy capaz de hacer notar no sólo su presencia, sino
sus efectos. Vivimos pues, y todo el sistema solar de manera conjunta, inmersos en la
atmósfera del Sol.
El viento solar despoja a éste de un centésimo de billonésima de su masa cada año, lo cual
no es en realidad muy alarmante, pero, además, su flujo frena la rotación del Sol; si el
viento solar continuara fluyendo de la misma manera, en unos 4 000 millones de años se
habría llevado solamente 40 millonésimas de la masa del Sol, pero habría disminuido la
rotación de éste de manera aproximada en un 40%. Sin embargo, al Sol le espera otro
destino y de él hablaremos en el último capítulo de este libro.
Un descubrimiento muy importante realizado por el Skylab y reconfirmado posteriormente
por diversos vehículos en el espacio es el de que los hoyos coronales son fuentes de viento
solar rápido, es decir, más rápido que el viento solar ambiental. Cuando estos hoyos se
encuentran cerca del ecuador del Sol y persisten durante varias rotaciones solares, se han
detectado chorros de viento rápido golpeando de forma recurrente a la Tierra cada vez que
uno de estos hoyos coronales pasa frente a ella, aproximadamente cada 27 días. Más aún,
las observaciones y teorías actuales parecen apoyar la idea de que todo el viento solar surge
en realidad solamente de los hoyos coronales cuyo flujo a final de cuentas llena todo el
espacio.

Mucho hay todavía por aclarar; el estudio de los hoyos coronales apenas empieza y ha
demostrado ser de una enorme riqueza. Es muy probable que los años venideros de la
investigación en física solar tengan mucho que ver con ellos.

NEUTRO O IONIZADO, ¡UNA GRAN DIFERENCIA!

Hemos mencionado ya que el viento solar está constituido por el flujo del material coronal.
Este material, a causa de su alta temperatura, se encuentra prácticamente ionizado en su
totalidad constituyendo un plasma que, aunque eléctricamente neutro en conjunto, no está
constituido por átomos neutros, sino por iones que tienen carga eléctrica positiva y
electrones que tienen carga eléctrica negativa. Esta situación conduce a una gran diferencia
debido a que las partículas cargadas son sensibles a la presencia de campos eléctricos y
magnéticos. Mientras que un gas neutro puede fluir a través de un campo magnético sin
notar su presencia y sin que el campo se altere lo más mínimo a su paso, con un plasma el
asunto es mucho más complicado: no sólo el movimiento del plasma se ve alterado por la
presencia del campo, sino que además la configuración misma de éste cambia al paso del
plasma. La mayor o menor alteración depende de su conductividad eléctrica, que para el
caso del viento solar es enorme, debido a su alto grado de ionización.

Figura 22. El campo magnético del Sol con y sin viento solar. Si el viento solar no
fluyera, el campo magnético general del Sol se extendería hacia el espacio como el
campo de una barra de imán (líneas punteadas). Pero el flujo del plasma coronal
arrastra las líneas de campo y las estira dando como resultado una configuración
como la mostrada por las líneas continuas.
Uno de los efectos más notables que surgen del hecho de que el gas coronal sea un plasma
con una alta conductividad eléctrica es que al fluir hacia afuera del Sol arrastra consigo las
líneas del campo magnético que se encuentran establecidas en él. Esto hace que el campo
magnético del Sol sea transportado por el viento solar hacia el medio interplanetario,
estirando las líneas, que de otra manera se cerrarían cerca del Sol, hasta distancias mucho
mayores que el radio del sistema solar. Así el viento solar es un plasma magnetizado que
fluye a enormes velocidades, estableciendo en el espacio las condiciones magnéticas del
Sol. Diez o cien partículas por centímetro cúbico parecen nada y de hecho serían casi nada
si se tratara de átomos de hidrógeno; pero si en vez de eso se trata de protones y electrones
independientes son bastante capaces de imponer en el medio interplanetario sus condiciones
y de hacer sentir la influencia de la actividad magnética del Sol en un ámbito de millones y
millones de kilómetros.
Si el Sol no girara, la configuración de las líneas del campo magnético transportadas por el
viento solar sería de rayos rectos saliendo del Sol. Pero como el Sol sí gira, las líneas se
curvan y, por ejemplo, a la altura de la Tierra, en vez de que estén a lo largo de la línea que
une a la Tierra con el Sol, están inclinadas unos 45 grados respecto a esta línea. Además,
como el campo magnético del Sol tiene regiones de distintas polaridades y regiones con
campos magnéticos irregulares, estas características son transmitidas al medio
interplanetario por el viento solar, de modo que el campo magnético en este medio presenta
zonas de diferentes polaridades y se pueden registrar en él un gran número de
irregularidades magnéticas que varían de frecuencia e intensidad dependiendo de la
actividad solar. Es importante tener en mente que los campos magnéticos en el medio
interplanetario no son estáticos, sino que están fluyendo de manera continua arrastrados por
el viento solar a velocidades de más de un millón de kilómetros por hora. En ocasiones,
cuando ocurren cierto tipo de fenómenos eruptivos en el Sol, se generan además ciertas
perturbaciones que viajan en el medio interplanetario alterando tanto la velocidad como la
densidad de partículas y el campo magnético del viento solar, de manera que la región
donde el viento solar fluye, conocida como la heliósfera, tiene diferentes grados de
perturbación en diferentes partes y en distintas épocas. Esto ha llevado a la acuñación del
término clima heliosférico para designar la tranquilidad o la turbulencia del plasma que
llena la heliósfera, lo cual ciertamente afecta a los cuerpos que en ella se encuentran.

Figura 23. El campo magnético interplanetario. Si el Sol no girara, la estructura del


campo magnético transportado por el viento solar sobre el plano del ecuador solar
(aproximadamente el plano de la eclíptica) tendría una configuración radial como la
mostrada en (a); pero como el Sol sí gira, las líneas de campo se encuentran curvadas,
como los chorros de agua de un aspersor giratorio de jardín. Además, las
irregularidades y las perturbaciones locales del campo magnético también son
transportadas al medio interplanetario, así como las distintas polaridades
superficiales, dando como resultado una configuración semejante a la de la figura (b).

LA OTRA CORAZA DE LA TIERRA


Hemos comentado ya que un plasma de alta conductividad eléctrica como el viento solar
arrastra en su movimiento al campo magnético que en él se encuentra; pero de la misma
manera como este plasma no puede abandonar el campo de su lugar de origen, tampoco
puede aceptar la presencia de otros campos ajenos, como lo serían los de los otros cuerpos
del sistema solar. En particular, la Tierra posee un campo magnético intrínseco, generado
en su interior, que se asemeja mucho al de una barra de imán que estuviera alineada en una
dirección un poco inclinada respecto de su eje de rotación. Si el viento solar no fluyera, el
campo magnético de la Tierra se extendería por todo el medio interplanetario, siendo cada
vez más débil pero conservando la configuración de líneas características de un imán de
barra. Pero como el viento solar fluye y es un plasma que no admite en su seno campos
ajenos a su origen, al fluir barre el campo magnético de la Tierra y lo comprime y deforma
dentro de una cavidad reducida alrededor de ella. Esta cavidad, llamada magnetósfera, tiene
el aspecto de un cometa con una cola estirada en la dirección contraria al Sol. Del lado
solar, la magnetósfera se extiende apenas unos 65 000 kilómetros, mientras que del lado
antisolar se estira hasta más allá de la órbita de la Luna. La frontera que delimita la
magnetósfera se llama magnetopausa; fuera de ella ya no existe ningún campo magnético
de origen terrestre, sólo el campo de origen solar transportado por el viento.
Figura 24. La magnetósfera de la Tierra. El viento solar no sólo arrasa hacia el medio
interplanetario el campo magnético del Sol, sino que además barre a su paso todos los
otros campos magnéticos que se encuentra, como por ejemplo, el campo de la Tierra.
Si el viento solar no existiera, el campo geomagnético se extendería por el medio
interplanetario indefinidamente, superponiéndose a todos los otros campos generados
en los otros cuerpos. Pero el flujo de el viento solar no permite que se extienda más
allá de una cierta región, conocida como magnetósfera, en la cual lo confina y lo
deforma dando como resultado una configuración como la de la indicada con las
líneas continuas.

Pero el campo magnético terrestre al ser comprimido por el viento solar forma una barrera
al paso de éste; dentro de la magnetopausa no fluye ya el viento solar, sino que se desliza
por la frontera sin penetrarla, para continuar su camino después de librar la magnetósfera.
De esta manera, el campo magnético de la Tierra representa una coraza protectora que
impide que el plasma del viento solar choque con su atmósfera. En planetas como Venus,
que no tienen campo magnético, el viento solar golpea directamente sobre la parte alta de su
densa atmósfera, y en cuerpos sin atmósfera, como la Luna, el viento solar golpea sobre su
superficie misma. Ninguno de éstos es el caso de la Tierra ni de los otros planetas que
poseen campos magnéticos propios, todos los cuales generan magnetósferas que envuelven
al planeta e impiden la penetración del vertiginoso plasma coronal del Sol. Sin embargo,
existen circunstancias especiales en las que el viento solar sí logra penetrar hasta la
atmósfera; los efectos de esta penetración los discutiremos más adelante, junto con otros
efectos producidos por la interacción del viento solar con el campo magnético terrestre.

V I I . ¿ D E D Ó N D E O B T I E N E
S U E N E R G Í A E L S O L ?

EN BUSCA DE UNA FUENTE DE ENERGÍA


EL SOL es un emisor continuo de energía, y de una cantidad de energía formidable. El
origen de la energía del Sol ha sido y sigue siendo uno de los temas más apasionantes de la
física solar. Mientras el hombre creyó que el Sol fue puesto ahí por una divinidad con el
solo propósito de alumbrar y calentar la Tierra, su energía formaba parte de esa creación
divina. Pero cuando el hombre fue construyendo la física y descubriendo que todos los
procesos en el Universo parecían obedecer a un mismo conjunto de leyes, se empezó a
preguntar por la fuente de energía del Sol en términos de esas leyes. ¿Era el Sol una masa
incandescente en continua combustión? De lo que se sabía de él a fines del siglo pasado y
de lo que se conocía de la combustión química esto no era posible. Si el Sol estuviera
ardiendo se hubiera consumido en unos cuantos miles de años y, sin embargo, los fósiles
terrestres indicaban que la vida en la Tierra se remontaba a millones de años, por lo que se
requería de un Sol mucho más viejo.
El físico inglés Lord Kelvin y el físico alemán Hermann von Helmholtz propusieron a
finales del siglo pasado que el Sol obtenía su energía por contracción gravitacional: se
calienta porque se está encogiendo lentamente. Suponiendo este proceso como fuente de la
energía solar, se estimaba que el Sol había estado brillando tal vez por unos 40 millones de
años, tiempo suficiente para tranquilizar a los paleontólogos de la época. Pero el alivio
procurado por este nuevo proceso duró muy poco. Pronto se descubrieron vestigios de vida
que databan de por lo menos varios cientos de millones de años. El Sol debería haber estado
brillando entonces durante mucho más tiempo, pero ¿cómo era eso posible?, ¿de dónde
provenía esa energía tan enorme capaz de durar tanto tiempo?, ¿qué otro proceso, más
potente que la combustión o la contracción gravitacional, había estado haciendo arder a
nuestra estrella por cientos o quizás miles de millones de años? La respuesta tuvo que
esperar a la física del siglo XX.

LA GRAN BOMBA NUCLEAR


Durante el primer cuarto de este siglo la fuente de la energía del Sol permaneció siendo un
misterio, pero la nueva física que se inició con el descubrimiento de la radiactividad en
1896 empezó pronto a dar sus frutos. El concepto de átomos constituidos por pequeñísimas
partículas fue abriendo paso al estudio de las reacciones nucleares, y el establecimiento de
Einstein de que la materia puede convertirse en tremendas cantidades de energía sugirió una
nueva y tentadora posibilidad. Alrededor de 1926 el físico inglés sir Arthur Eddington
propuso que algún tipo de reacción en el denso y caliente núcleo del Sol debería estar
transformando materia en energía y que este mismo proceso era el que hacía brillar a todas
las estrellas. Aunque su idea era en esencia correcta, los detalles de las reacciones que
ocurren en el núcleo del Sol tuvieron que esperar hasta los años cuarenta, cuando el físico
alemán Hans Bethe determinó dos tipos de reacciones nucleares que ocurren en el interior
del Sol y que transforman el hidrógeno en helio con una cierta pérdida de materia que es
transformada en energía. El interior del Sol es pues un gigantesco reactor nuclear donde
cada segundo 564 millones de toneladas de hidrógeno se convierten en 560 millones de
toneladas de helio. La diferencia de cuatro millones de toneladas se transforma en energía
de acuerdo a la relación de Einstein E = mc 2, donde m es la cantidad de masa perdida, c es
la velocidad de la luz y E la cantidad de energía resultante. Este proceso de producción de
energía, millones de veces más eficiente que la combustión química, ha mantenido al Sol
brillando por casi 5 000 millones de años y puede mantenerlo así por lo menos una cantidad
igual de años más. En realidad, todas las estrellas obtienen su energía de reacciones de este
tipo; sus núcleos son enormes bombas nucleares en explosión continua, donde unos
elementos se funden para formar otros, liberando en el proceso rayos gamma y neutrinos en
cantidades formidables. Las temperaturas y presiones tan altas que imperan en el interior de
las estrellas permiten que estas reacciones se den en forma espontánea. En el núcleo del
Sol, a una temperatura de cerca de 20 millones de grados y a una presión de 100 000
millones de veces la de la atmósfera de la Tierra al nivel del mar, una muchedumbre de
electrones y núcleos atómicos desnudos se mueven a velocidades vertiginosas en todas
direcciones. Las colisiones entre los núcleos aquí no sólo son posibles, sino inevitables,
dando lugar a las reacciones de fusión que hemos mencionado. Todo esto ocurre en una
esfera de aproximadamente un décimo del radio del Sol, que es donde se produce toda la
energía que de aquí viaja hasta su superficie, y finalmente es radiada hacia el espacio.

UN LARGO CAMINO QUE RECORRER


Los rayos  que se producen en las reacciones nucleares en el Sol degeneran muy pronto en
rayos X que se dirigen hacia la superficie a través de la zona de radiación que envuelve al
núcleo. En esta zona, los fotones de radiación X van sufriendo una gran cantidad de
colisiones con iones y electrones y perdiendo con ellas energía. En la zona de convección,
es ahora el material caliente el que fluye hacia arriba, transportando la energía hacia la
superficie donde se producen los fotones que finalmente son emitidos hacia el espacio en
forma de luz y calor. Un fotón que en el espacio libre emplea sólo ocho minutos para viajar
del Sol hasta la Tierra requiere de varios millones de años para alcanzar la superficie del
Sol proveniente del núcleo. De hecho, un fotón originado en el núcleo nunca llega a la
superficie; lo que a final de cuentas llega es su energía, que ha ido sufriendo una enorme
cantidad de transformaciones que al final le permiten emerger hacia el espacio después de
varios millones de años.
El asunto con los neutrinos es radicalmente diferente. Estas pequeñísimas y elusivas
partículas pueden atravesar kilómetros y kilómetros de materia densa sin siquiera percatarse
de su presencia. Los neutrinos producidos por las reacciones de fusión en el núcleo del Sol
escapan de inmediato del Sol, viajando a la velocidad de la luz y atravesando todo su
cuerpo en poco más de dos segundos. De hecho, la única forma de energía que surge del
Sol, proviniendo directamente de su núcleo y, por tanto, la única manera que tenemos de
ver el núcleo del Sol, es observando los neutrinos que de él proceden. Pero esta misma
facultad que tienen de cruzarlo sin apenas ser perturbados hace muy difícil su detección,
pues de la misma manera atraviesan nuestro planeta y todo lo que en él se encuentra sin
casi perturbarse. Por fortuna ese casi permite que nos percatemos de su existencia, que
podamos contarlos y analizarlos, y obtener de ellos información sobre el Sol y los procesos
que en su interior ocurren.

HACEN FALTA NEUTRINOS


Si hacemos un cálculo teórico de la cantidad de neutrinos que emite el Sol por segundo
debido a las reacciones de fusión en su núcleo, encontramos una cantidad tan enorme que la
Tierra debería de estar recibiendo 70 000 millones de ellos en cada centímetro cuadrado de
su superficie, cada segundo. Sin embargo, casi todos ellos atraviesan la atmósfera, nuestros
cuerpos y el cuerpo sólido de nuestro planeta sin siquiera notar su presencia. Si quisiéramos
detener a la mitad de los neutrinos que el Sol emite deberíamos construir un muro de plomo
de muchos años luz de espesor.
Esta penetrabilidad tan grande de los neutrinos, que por un lado permite que nos atraviesen
sin causarnos ningún daño ya que no hay ninguna interacción con las partículas de nuestro
cuerpo, por otro lado hace muy difícil su detección, pues si no hay interacción con el
detector no es posible saber que fue atravesado por un neutrino. Sin embargo, aunque es
muy pequeña la probabilidad de interacción, no es cero, y considerando la cantidad tan
enorme de neutrinos que llegan a la Tierra cada segundo es posible en principio diseñar un
detector capaz de atrapar a algunos de ellos. Por consideraciones teóricas y con base en el
diseño del detector se puede estimar qué proporción de los neutrinos se espera capturar, y si
ésta es, por ejemplo, una millonésima, basta multiplicar por un millón los neutrinos
contados para conocer el número real de neutrinos incidentes sobre el detector. Esto
permitirá finalmente poner a prueba si es verdad que la Tierra recibe 70 000 millones de
neutrinos por centímetro cuadrado cada segundo, como predice la teoría.
Raymond Davis Jr., del Laboratorio Nacional de Brookhaven, ha dedicado más de 20 años
de su vida a la tarea de atrapar los neutrinos del Sol. Ha instalado en lo profundo de una
mina de oro, bajo las Colinas Negras de Dakota del Sur en Estados Unidos, un enorme
tanque con l00 000 galones de fluido limpiador, como trampa gigante para los neutrinos. La
idea es que los neutrinos pueden interaccionar con un cierto isótopo del cloro que compone
el líquido limpiador, dando lugar a átomos de argón radiactivos que pueden ser detectados
por métodos convencionales. Con un número tan enorme como 2 x 10 30 átomos de cloro a
su disposición, la más optimista espectativa de Davis es atrapar seis neutrinos al día, por lo
que las cuentas deben acumularse por varios meses. La idea de colocar este tanque
profundamente bajo tierra es la de evitar que otras partículas de gran energía que lleguen a
la atmósfera, como los rayos cósmicos, alteren el conteo de origen radiactivo; a lo profundo
de la mina, casi 1 500 metros bajo tierra, sólo pueden llegar los penetrantes neutrinos. Más
aún, para que el conteo no se contamine con los materiales radiactivos del subsuelo, todo el
tanque ha sido sumergido en un enorme recipiente con agua.
Sin embargo, los resultados del experimento de Davis, refinados en los últimos años, y de
otros experimentos similares realizados por otros grupos científicos, indican que llega a la
Tierra sólo la tercera parte de los neutrinos pronosticados. Todo parece indicar que las
estimaciones experimentales están bien hechas, por lo que el problema debe estar en el
cálculo teórico. O el Sol no es como pensamos, o los neutrinos tienen propiedades
desconocidas, o la física está mal. Aún no se tiene una respuesta a la falta de neutrinos, pero
es posible que esta respuesta sea algo más que un simple ajuste a nuestras ideas actuales y
resulte tener profundas implicaciones en nuestra concepción del mundo en que vivimos.

V I I I . E L S O L N O E S
P E R F E C T O

LA CARA MANCHADA DEL SOL


LA REFERENCIA más antigua que se tiene de la observación de manchas oscuras en el
disco del Sol corresponde a Teofrasto de Atenas, alrededor de 350 a.C., mucho antes de la
invención del telescopio. Es frecuente que aparezcan en el Sol manchas lo suficientemente
grandes como para ser observadas a simple vista, en especial cerca del ocaso, por lo que no
podían escapar a los atentos ojos de los griegos. Los chinos, pueblo minucioso y
especialmente interesado en la observación del cielo, registraron de forma sistemática las
manchas solares desde el año 165 a.C. y ya en nuestra era se encuentran algunos registros
de manchas solares en los pueblos prehispánicos de América. Existen también referencias
aisladas de registros de manchas en Europa a lo largo de los primeros 16 siglos de nuestra
era, pero el único registro sistemático corresponde a los chinos, el cual, además, no fue
conocido por el mundo occidental hasta 1873. Así pues, para los europeos de principios de
siglo XVII existían sólo referencias aisladas de las observaciones de manchas oscuras sobre
el disco solar y no se le daba mayor importancia a este hecho, pues se interpretaban como
fenómenos atmosféricos o como sombras debidas al paso de algún planeta frente al Sol, ya
que en su concepción del Universo no cabía la imagen de un Sol que no fuera fuego puro e
inmaculado.
Sin embargo, en 1610, cuando Galileo empezó a utilizar el telescopio para observar los
cuerpos celestes pudo registrar que las manchas oscuras aparecían en el lado este del limbo
solar, en el transcurso de unos 13 días se desplazaban hasta perderse en el extremo oeste del
limbo y volvían a aparecer de nuevo por el lado este unos 13 días después. Esto lo llevó a la
conclusión de que estos puntos oscuros eran en realidad parte del Sol y que giraban con él
en un periodo de 26 a 27 días. Pero Galileo no fue el único en dirigir un telescopio hacia el
Sol y percatarse de las manchas oscuras. Casi al mismo tiempo que él, Johannes Fabricius
en Alemania usó el telescopio para proyectar una imagen del Sol en una pantalla blanca en
un cuarto oscuro con lo que pudo observar las manchas y sus movimientos y concluir que
efectivamente estas manchas pertenecían al Sol. El diseño de Fabricius, totalmente
inofensivo para observaciones solares, evitó que él corriera la misma suerte que Galileo,
quien quedó ciego por hacer observaciones directas del Sol. Esta técnica de proyectar la
imagen solar en una pantalla para su estudio aún se usa en nuestros días en algunos casos.
El fraile jesuita Christopher Scheiner en Alemania del sur también observó en 1611 las
manchas solares, pero cuenta la historia que cuando Scheiner avisó de su descubrimiento a
su superior éste le dijo: "He leído los escritos de Aristóteles de principio a fin y puedo
asegurarte que en ninguna parte de ellos he encontrado nada similar a lo que tú mencionas;
así que hijo mío ve en paz y tranquilízate; puedes estar seguro de que lo que tomaste como
manchas en el Sol, son fallas de tus lentes o de tus ojos." Por fortuna Scheiner no se
convenció y fascinado por la posibilidad de que el Sol tuviera manchas prosiguió sus
observaciones con minuciosidad y legó a los científicos de nuestros días unos registros que
han resultado ser muy valiosos.

Las manchas en general se encuentran en regiones activas y aunque pueden verse en el Sol
manchas individuales, es más frecuente que aparezcan en grupos que contienen manchas
grandes y pequeñas; las más grandes pueden llegar a medir hasta 40 000 km (tres veces el
diámetro de la Tierra) y las más pequeñas pueden ser simples poros de 1 000 a 2 000
kilómetros de diámetro. Como caso excepcional, en 1858 se registró una enorme mancha de
225 000 kilómetros de diámetro, casi 20 veces el diámetro de la Tierra. Los grupos de
manchas en ocasiones pueden ser tan grandes como de un sexto del diámetro del Sol. Una
mancha individual pequeña puede durar por un día o menos, mientras que las manchas
grandes y los grupos pueden estar presentes durante tres o cuatro meses.

Figura 25. Acercamiento de una mancha. En las fotografías telescópicas de alta


resolución se puede distinguir en detalle la estructura de una mancha solar. La oscura
sombra del centro (o umbra) se encuentra rodeada por una región filamentosa con
fibras claras y oscuras llamadas penumbra. Las manchas pequeñas suelen carecer de
penumbra y en los grandes grupos de manchas es común que las penumbras
individuales se confundan en una penumbra común.
En general, las manchas constan de dos partes bien definidas: un núcleo oscuro llamado
umbra (o sombra) el cual está rodeado de un borde filamentoso menos oscuro llamado
penumbra. Las manchas pequeñas carecen por lo general de la penumbra y en los grandes
grupos de manchas, éstas suelen estar a veces tan cercanas que comparten una penumbra
común.

NATURALEZA DE LAS MANCHAS SOLARES


La naturaleza de las manchas solares fue motivo de muchas especulaciones en los albores
de la astronomía y sigue siendo uno de los focos de mayor atención en la astrofísica
moderna. Hace 200 años se creía que las manchas eran las partes altas de sólidas montañas
que emergían de un océano de brillante lava; pero en 1774, Alexander Wilson pudo
observar que eran en realidad depresiones y no protuberancias. Sir William Herschel, que
para muchos ha sido el más grande astrónomo observacional de todos los tiempos, argüía
de manera enfática en 1794 que toda la radiación solar se originaba en una delgada capa de
nubes muy calientes, pero que el Sol era sólido y frío. Así, las manchas observadas
representaban agujeros en las nubes brillantes que permitían ver la fría superficie sobre la
cual, especulaba Herschel, podría incluso haber habitantes.
Ahora que conocemos más del Sol sabemos que esto es imposible, su superficie es en
realidad muy caliente y si las manchas aparecen oscuras es porque son regiones más frías
que la fotósfera circundante. En efecto, con el desarrollo de la espectroscopía hace unos 100
años se hizo posible conocer la naturaleza física y química de las manchas y se sabe ya que
una mancha solar es una depresión en la fotósfera de unos cuantos cientos de kilómetros de
profundidad en la que la temperatura es del orden de 2 000 grados menor; mientras que la
temperatura general de la fotósfera es de unos 5 700°K, la umbra de una mancha tiene
alrededor de 3 800°K, por lo que su brillo es de menos de una cuarta parte del de la
superficie adyacente; por esa razón la vemos oscura. Sin embargo, una mancha no es oscura
en absoluto, si toda la fotósfera se cubriera con una enorme mancha, la luz que recibiríamos
del Sol sería aún comparable a la de un atardecer, con un acusado color rojo; y si una típica
mancha solar sustituyera a todo el Sol, iluminaría con un brillo superior al de 10 lunas
llenas.
A la temperatura de una mancha muchos compuestos químicos son estables y de la
espectroscopía de su luz se ha encontrado la presencia de componentes moleculares. Por
medio del efecto Doppler se han podido observar flujos del material de la mancha saliendo
del centro frío de la umbra hacia el extremo de la penumbra con una velocidad de dos
kilómetros por segundo. En los niveles más altos de la atmósfera solar sobre la mancha se
ha observado un flujo inverso, esto es, desde el borde hacia el centro.

EL CAMPO MAGNÉTICO EN UNA MANCHA


¿Qué es lo que hace una mancha sea más fría que sus alrededores? La respuesta es: el
intenso campo magnético que poseen. A finales del siglo pasado, Hale observó que el
aspecto filamentoso de la penumbra de una mancha se asemeja mucho al ordenamiento que
adquieren las limaduras de hierro cuando se esparcen sobre un cartón que esté colocado
encima del polo de un imán. Esto le sugirió que las manchas solares eran polos magnéticos
y se propuso medir la intensidad de su campo por medio del recién descubierto efecto
Zeeman, consistente en el desdoblamiento de las líneas espectrales emitidas por los átomos
cuando éstos se encuentran en un campo magnético. En 1908, Hale pudo comprobar que
efectivamente las manchas solares poseían campos magnéticos muy intensos, del orden de
miles de gauss, y que tenían una sola polaridad (norte o sur); cuando las manchas aparecen
en pares, una de ellas tiene polaridad norte y la otra tiene polaridad sur.
En general, mientras más grande es una mancha más intenso es su campo magnético: una
mancha pequeña suele tener un campo de alrededor de 500 gauss, mientras que las grandes
pueden alcanzar una intensidad magnética de 4 000 gauss. Estos campos, comparados con
el campo de la Tierra que es de 1/3 de gauss, y con el mismo campo general del Sol que es
del orden de un gauss, no dejan de ser impresionantes. El campo magnético en una mancha
es más intenso en el centro de la umbra y disminuye hasta un valor muy pequeño en el
extremo exterior de la penumbra. En el centro de la umbra las líneas del campo magnético
son verticales, esto es, perpendiculares a la superficie del Sol, pero hacia afuera de la
mancha se van inclinando hasta volverse casi horizontales (paralelas a la superficie del Sol)
en el extremo de la penumbra. Más allá de la penumbra, el campo magnético vuelve a
entrar en el Sol, con frecuencia en una mancha vecina de polaridad opuesta.

Pero, ¿qué tiene esto que ver con que la mancha esté más fría que la fotósfera circundante?
En la fotósfera solar parte del material se encuentra ionizado, por lo que el gas fotosférico
es un buen conductor eléctrico. Ya vimos al hablar del viento solar que los movimientos de
los buenos conductores son fuertemente afectados por los campos magnéticos, al grado de
que un campo magnético intenso puede impedir el paso de un fluido conductor, como
ocurre con el viento solar en las magnetopausas planetarias. De modo semejante, el enorme
campo magnético de una mancha solar va a controlar el movimiento del material
fotosférico en ella y de alguna manera, que no está aún perfectamente entendida, va a
detener los movimientos de ebullición de este material, produciendo con ello un
enfriamiento. Aunque la sola existencia de una mancha —de una región mucho más fría
enclavada durante meses en un fluido turbulento a miles de grados— pudiera parecer
imposible, su existencia y persistencia nos muestran la capacidad que tiene el intenso
campo magnético de esas regiones no sólo para enfriarlas, sino para mantenerlas frías
durante mucho tiempo. De hecho, el campo magnético de una mancha es su característica
principal y el responsable tanto de la existencia misma de la mancha como de otros
fenómenos asociados a ella, de los cuales hablaremos en el siguiente capítulo.

UNA SUPERFICIE MUY ACTIVA


Observada a simple vista o proyectada sobre una pantalla, la superficie del Sol parece ser
sólida y tersa, sin embargo, al observarla con un telescopio, la imagen que se nos presenta
es una imagen de continua actividad. Esto en realidad no es sorprendente, pues sabiendo
que el Sol es una esfera de gas muy caliente, sería absurdo esperar que estuviera estático.
Sin embargo, los movimientos de ebullición y turbulencia que observamos en la superficie
del Sol con el telescopio no son caóticos, ni siquiera se observan en ella remolinos. La
superficie solar parece estar ondulando con columnas de gases ascendentes y descendentes
y el disco solar parece estar cubierto por losetas. Todo el material fotosférico está
organizado en celdas o gránulos donde el material circula surgiendo desde la parte baja de
la fotósfera, desplazándose un poco por la superficie y hundiéndose nuevamente; las
velocidades verticales del material fotosférico varían desde 1 500 kilómetros por hora en la
parte más baja de la fotósfera hasta 6 000 kilómetros por hora en la fotósfera superior; el
material surge del centro de los gránulos, los cuales tienen forma poligonal irregular, y se
hunde en las orillas. Aproximadamente cuatro millones de gránulos cubren la superficie del
Sol los cuales duran entre 7 y 10 minutos, el tiempo que le toma al material circular una
sola vez; posteriormente el gránulo se divide y se desvanece y en su lugar aparece un nuevo
gránulo. La circulación del material fotosférico se debe a que el gas caliente de su parte
baja se expande y por tanto se eleva; conforme se eleva se va enfriando, radiando parte de
su energía al exterior, y al enfriarse se va volviendo más denso, hasta que finalmente vuelve
a hundirse hacia el interior del Sol. La temperatura entre la base y la parte superior del
gránulo varía de unos 10 000 grados Kelvin a unos 4 200 grados Kelvin; la profundidad de
un gránulo es del orden de unos cientos de kilómetros y su diámetro en la superficie es de
entre 250 y 2 000 kilómetros. Los supergránulos, con dimensiones del orden de 30 000
kilómetros, también constituyen circuitos de circulación del material fotosférico en las que
éste puede verse desplazándose del centro hacia las orillas con una velocidad de casi 2 000
kilómetros por hora. El material que circula por los supergránulos va a profundidades
mucho mayores que el de los gránulos, hasta unos 8 000 o 10 000 kilómetros bajo la
superficie. Del orden de 5 000 supergránulos pueden observarse en el Sol a la vez, durando
cada uno de ellos alrededor de un día, que es también el tiempo que le toma al material
circular una sola vez. Además de estos movimientos rápidos en gránulos y supergránulos,
existen movimientos sistemáticos del gas superficial con velocidades de 70 kilómetros por
hora que salen de regiones cercanas al ecuador y se dirigen hacia los polos. Este
movimiento debe estar compensado por otro flujo de material de los polos al ecuador que se
lleve a cabo bajo la superficie, pues de otra manera el material se acumularía en los polos.

Parece ser que fue William Herschel quien primero se interesó en observar la estructura
detallada de la superficie del Sol a principios del siglo pasado, pero con la poca resolución
de los telescopios de que disponía no fue capaz de apreciar detalles claros. En 1862, James
Nasmyth, un astrónomo aficionado inglés, construyó un telescopio lo suficientemente
grande como para apreciar la estructura fina de la superficie solar e interesó a otros a tratar
de precisarla con mejores instrumentos. Cuando en la década de los setenta del siglo pasado
se empezaron a imprimir placas fotográficas de los registros telescópicos, Pierre Janssen,
astrónomo francés, se dio a la tarea de tomar impresiones fotográficas de la superficie solar
y en la década de los ochenta del siglo pasado sus fotografías causaron gran revuelo entre
los astrónomos pues parecían mostrar pequeñas estructuras brillantes en el Sol, rodeadas de
bordes oscuros, aunque por desgracia las imagenes se hallaban muy distorsionadas a causa
de la turbulencia de nuestra propia atmósfera. Setenta años después, en 1957, Martin
Schwarzschild obtuvo fotografías de la superficie solar con un telescopio a bordo de un
globo y éstas mostraron finalmente, sin dejar lugar a ninguna duda, su estructura granulada.
Desde entonces, la resolución de los telescopios modernos, el mejoramiento de las
emulsiones fotográficas y la posibilidad de tomar fotos desde el espacio han mostrado con
todo detalle la estructura y la dinámica de los gránulos solares y han terminado para
siempre con la romántica imagen de un Sol terso y pulido.

Figura 26. Las protuberancias. Como manifestaciones espectaculares de la gran


actividad de la superficie solar se encuentran las protuberancias que son enormes
oleadas de material que surge hacia la corona y que se mantienen erguidas a veces
hasta por varios meses. La protuberancia de la fotografía tiene una altura de 370 000
km (casi 30 veces el diámetro de la Tierra) y por ella el material se eleva con una
velocidad de casi 600 000 kilómetros por hora.
Además de toda esta circulación continua de material sobre la superficie solar que
podríamos llamar cotidiana, es frecuente ver surgir (en la luz de la línea ) aquí y allá, de
vez en vez, grandes chorros de material que se levantan y se arquean llegando hasta la
corona y permaneciendo erguidos durante días y aun meses. Estos enormes arcos, llamados
protuberancias, pueden alcanzar alturas de cientos de miles de kilómetros y, aunque a veces
se mantienen suaves como chorros de una fuente, en ocasiones suelen tener violentos y
espectaculares movimientos de chicoteo, proporcionando imágenes en verdad
impresionantes. Las protuberancias pueden permanecer suspendidas sobre la superficie
solar, inmersa en la corona, durante semanas y aun meses, sostenidas por el campo
magnético; de hecho, toda la estructura de la protuberancia está controlada por las líneas del
campo magnético que, ancladas en la fotósfera, se estiran hacia la corona solar. El material
que constituye la protuberancia es mucho más denso y más frío que el material coronal que
la rodea, pero puede permanecer así, sin calentarse ni diluirse, por la presencia del campo
magnético que, de manera semejante a lo que ocurre en las manchas, inhibe el flujo de calor
hacia estas regiones. Las protuberancias estacionarias tienen temperaturas entre 8 000 y 10
000 grados, mientras que las protuberancias activas que muestran oleadas y chicoteos
tienen temperaturas hasta de 100 000 grados. Las protuberancias suelen estar asociadas a
las regiones activas y con frecuencia las fáculas fotosféricas constituyen sus pies.
Las protuberancias se observaron por primera vez durante la ocurrencia de los eclipses
totales de Sol, cuando la Luna cubre todo el disco solar. En la Edad Media se pensaba que
estas protuberancias eran parte de la atmósfera lunar y no se creía que formaran parte del
Sol. Esta creencia persistió hasta que en 1860 se pudo observar y fotografiar con detalle un
eclipse total de Sol que ocurrió en España y al observar el movimiento de la Luna a través
de ellas se demostró que no seguían a la Luna sino que pertenecían al Sol. Desde entonces
la observación de las protuberancias, su mapeo y el registro de su evolución han sido
motivo de diaria labor con ayuda de coronógrafos y filtros y su estudio constituye una parte
fundamental en el entendimiento de la actividad solar y del comportamiento de los plasmas
en general.
Pero las más violentas manifestaciones de la actividad solar son sin duda las ráfagas,
enormes explosiones que suelen durar desde unos minutos hasta una hora o más y que
pueden emitir en ese tiempo más energía que toda la radiación solar recibida en la Tierra en
¡300 años! Se estima que si toda la energía de una de las grandes ráfagas se pudiera
almacenar, serviría para abastecer a la Tierra a la razón de su consumo actual durante más
de 100 000 años. Estas ocurren en las regiones activas asociadas con las manchas, en
especial con los grupos grandes de manchas, y aunque no está aún bien entendido el
mecanismo físico que las dispara y que proporciona cantidades tan altas de energía, es
seguro que tiene que ver con los intensos campos magnéticos de estas regiones. Durante la
explosión de una ráfaga se pueden generar temperaturas superiores a los 100 millones de
grados, considerablemente mayores que la temperatura del propio núcleo del Sol, por lo que
es posible que ocurran aquí también reacciones de fusión nuclear, aunque la densidad en la
región de la ráfaga es muchísimo menor. En efecto, en 1972 con un detector de rayos
gamma a bordo de un vehículo OSO se registraron por primera vez señales de fusión nuclear
provenientes de una gran ráfaga que ocurrió en agosto de ese año. Abundando en las
comparaciones, mencionaremos que se ha calculado que la energía liberada en una de estas
ráfagas es comparable a la que se obtendría de la explosión de 3 000 millones de bombas de
hidrógeno.
A pesar de toda esta energía liberada, las ráfagas sólo en muy rara ocasión se pueden
observar en luz visible, dado que la explosión ocurre en la cromósfera y casi toda la energía
se emite aquí y en la corona, que ya sabemos que emiten principalmente en otras
frecuencias. Sólo las ráfagas más intensas pueden calentar la superficie y entonces pueden
observarse a simple vista. Donde mejor se observan las ráfagas es en la línea H, por lo que
se puede obtener un registro detallado de su ocurrencia y evolución desde la Tierra usando
filtros en esa longitud de onda.
Durante el estallido de una ráfaga intensa se lanzan hacia la corona electrones a velocidades
del orden de 1/3 de la velocidad de la luz y ahí producen emisiones de radio ondas de
diferentes tipos. También se lanzan electrones hacia abajo del área de explosión y éstos se
sumergen en la fotósfera produciendo estallidos de rayos X y de microondas. Además de
esto, al estallar una ráfaga se generan veloces nubes de plasma que se lanzan hacia la
corona perturbándola y provocando otras emisiones de radio, y hasta hace poco tiempo se
creía que este plasma rápido salía del Sol y se propagaba por el medio interplanetario; sin
embargo, las observaciones más recientes indican que no es así y que todos los flujos de
plasma lentos o rápidos que se observan en el espacio interplanetario provienen de hoyos
coronales.
También es posible y muy frecuente que durante el estallido de una ráfaga se emitan
partículas individuales muy energéticas, con velocidades muy cercanas a la velocidad de la
luz. Estas partículas, llamadas rayos cósmicos solares, son principalmente protones y
partículas alfa (núcleos de hidrógeno y de helio), aunque también se observan algunos
núcleos más pesados. El proceso capaz de acelerar las partículas hasta tan altísimas
velocidades aún no se conoce bien, pero es indiscutible que tiene también que ver con el
intenso campo magnético de estas regiones. En la actualidad, con la posibilidad de la
telescopía fuera de la atmósfera se tienen observaciones de las emisiones de las ráfagas
prácticamente en todas las longitudes de onda, incluyendo, como ya dijimos, los
energéticos rayos , y se pueden registrar también las partículas que en ellas se emiten.
A veces una ráfaga intensa puede provocar el fin de una protuberancia que se halle
sostenida por encima de ella, la cual se desvanece en menos de una hora, aunque a veces
vuelve a surgir después de un tiempo en el mismo lugar y prácticamente con la misma
configuración. Esto sugiere que aunque durante la ocurrencia de la ráfaga debe haber
alteraciones del campo magnético muy drásticas, éste puede volver a establecerse como
estaba antes de la explosión. De todos estos detalles y de las emisiones observadas se han
tratado de crear modelos físicos consistentes, pero el problema, como casi todos los de la
física solar, sigue abierto.

Como detalle histórico curioso, simplemente añadiremos que las ráfagas fueron por primera
vez identificadas por un astrónomo aficionado inglés, Richard Carrington en 1859, cuando
al estar observando las manchas solares vio un par de destellos luminosos que atravesaban
la sombra de una de ellas, aumentando rápidamente en brillantez y extensión, y
debilitándose posteriormente para luego desvanecerse. Todo el espectáculo no duró más de
cinco minutos, pero bastó para abrir una nueva rama de la investigación del Sol, la cual
desde el punto de vista de los habitantes de la Tierra es una de las más importantes por el
efecto que tienen estas ráfagas en el medio ambiente terrestre y del cual hablaremos en el
próximo capítulo.

UNA ROTACIÓN MUY CURIOSA


Que el Sol rota alrededor de sí mismo fue algo que se descubrió en cuanto se empezaron a
observar las manchas, hace ya casi 400 años. El eje alrededor del cual gira, o sea el eje que
une su polo norte con su polo sur, es casi perpendicular al plano de la órbita de la Tierra —
plano de la eclíptica—, inclinado solamente siete grados. De este modo, la mitad del año
podemos ver el polo norte del Sol y la otra mitad su polo sur, aunque solamente un poco,
pues la inclinación es muy pequeña. El Sol gira en la misma dirección que la Tierra y al
igual que en ésta se definen en él un ecuador y meridianos y paralelos para localizar puntos
sobre su superficie por medio de la longitud, medida alrededor del Sol, y la latitud, medida
desde el ecuador hacia los polos.
Observando características notables sobre la superficie solar es posible medir el tiempo que
le toma al Sol dar una vuelta completa. Las primeras características obvias que se usaron
como trazadores fueron las manchas solares y con base en su observación se estimó el
periodo de rotación del Sol en unos 27 días. Sin embargo, las observaciones más detalladas
llevadas a cabo posteriormente dejaron ver una cosa muy curiosa, el Sol no gira como un
cuerpo sólido, todo al mismo tiempo, sino que sus regiones ecuatoriales giran más rápido
que sus regiones polares. A este tipo de rotación se le llama rotación diferencial y si esto
puede ocurrir en el Sol es precisamente porque no es un cuerpo sólido sino gaseoso. Desde
1863 quedó confirmado el hecho de que la rapidez de rotación de las manchas solares
depende de su latitud, siendo su periodo de rotación de unos 25 días en el ecuador, y
disminuyendo hacia los polos. Como las manchas no aparecen nunca en latitudes mayores a
unos 40 grados (norte o sur), para explorar la rotación de las altas latitudes solares se ha
usado otro tipo de características, como las protuberancias y ciertas regiones magnéticas
identificadas; con esto se ha encontrado que el periodo de rotación aumenta continuamente
con la latitud y que las regiones polares tienen un periodo de rotación de alrededor de 37
días, ¡12 días mayor que el del ecuador! Analizando los dibujos de manchas solares hechos
por Scheiner y por Heyelius en el siglo XVII puede verse que la rotación diferencial del Sol
deducida de estos trazadores ha permanecido prácticamente igual desde las primeras
observaciones.
Un método más directo de medir la rotación consiste en analizar el efecto Doppler en su
espectro. Al girar el Sol, uno de sus extremos se dirige hacia nosotros, mientras que el otro
se aleja, de modo que el espectro de luz emitido por un extremo se correrá hacia el azul y el
emitido por el otro se correrá hacia el rojo; la medida de estos corrimientos indicará la
velocidad de rotación. Hasta 1967 fue posible obtener mediciones espectroscópicas con la
precisión requerida para registrar los pequeños corrimientos producidos por la lenta
rotación del Sol y el resultado, para variar, fue una sorpresa. Resulta que los gases
fotosféricos donde no hay manchas giran de manera más lenta que éstas (con un periodo de
unos 27 días en el ecuador), por lo que las manchas de hecho "cortan" la fotósfera en su
avance. Lo mismo se ha observado para las demás características de tipo magnético que se
han usado hasta ahora como trazadores. Esto sugiere que la región donde los campos
magnéticos se originan, muy por debajo de la superficie, debe estar girando más
rápidamente que los gases fotosféricos y arrastrando por lo tanto a las manchas y a otras
características dominadas por el campo magnético a través de la fotósfera.
El que las capas internas del Sol giren más rápido que su superficie ya había sido sugerido
por algunos astrofísicos que, al observar estrellas semejantes al Sol pero más jóvenes, han
encontrado que giran con mucha más velocidad que éste. Como ya mencionamos en el
capítulo VI, el flujo del viento solar ha ido haciendo que el Sol rote cada vez más
lentamente, pero como aquél se emite desde la superficie y el Sol no es sólido, no hay por
qué esperar que las capas internas del Sol se frenen por la emisión del viento solar. Es
posible que el núcleo del Sol conserve aún la rápida rotación de la estrella joven, aunque
ahora su superficie gire de forma más lenta.
Por razones meramente teóricas, basadas en el comportamiento de la órbita de Mercurio, R.
H. Dicke de la Universidad de Princeton ha supuesto también que el núcleo del Sol debe
girar mucho más rápido que su superficie, con un periodo de alrededor de dos días. Si esto
fuera así, el ecuador solar debería expandirse un poco de modo que el diámetro ecuatorial
solar debería medir unos 35 kilómetros más que el diámetro polar. Dicke ha reportado que
registró ya esa diferencia, pero observaciones posteriores realizadas por otros astrónomos
no han confirmado su registro.
Sin embargo, la posibilidad de que el interior del Sol gire de manera más veloz que su
superficie ha despertado un gran interés en los físicos solares por las consecuencias que esto
traería y porque tal vez así se expliquen algunos de los enigmas del Sol, como sería, por
ejemplo, la falta de neutrinos. Si el núcleo solar girara tan rápido como para completar una
rotación en casi dos días, la presión y la temperatura en él serían menores que las que se
han supuesto y esto implicaría un flujo menor de neutrinos, más o menos en la medida en
que se ha observado. Por otra parte, la rotación más veloz de las capas internas del Sol
tendría profundas implicaciones en el ciclo de actividad solar, al que dedicaremos buena
parte del próximo capítulo, el cual representa la forma como varían en el tiempo las
diferentes manifestaciones de actividad del Sol como son las manchas, las protuberancias,
las fáculas, las ráfagas y aun los hoyos coronales.
La forma más directa de salir de dudas respecto a esta diferencia de rotación consiste en
poner en órbita cerca de la superficie solar a un vehículo espacial. Del mismo modo como
los satélites geodésicos han mostrado la forma real, aperada, de nuestro planeta y sus
pequeñas deformaciones por medio de alteraciones en sus órbitas, la órbita de un satélite
solar muy cercano a su superficie sería extremadamente sensible a cualquier deformación
del Sol, en particular el ensanchamiento ecuatorial predicho.
Por razones obvias, las dificultades técnicas de un proyecto tal son enormes; sin embargo,
dada la importancia que tienen estas posibles deformaciones en el entendimiento de la física
del Sol, la NASA tiene ya programado para fines de este siglo un proyecto semejante, al que
se ha bautizado con el nombre de "Starprobe" o "Sonda Estelar". Pero existe otra manera, si
no tan directa, sí bastante prometedora, de explorar el interior del Sol y es mediante una
nueva disciplina que se ha llamado sismología solar y que al igual que en nuestro planeta
consiste en estudiar las oscilaciones que presenta el Sol para conocer su estructura interna.
De esto hablaremos en la siguiente sección, pero antes terminaremos de analizar la rotación
superficial.
Uno de los resultados más sorprendentes del recién utilizado efecto Doppler es que, en
periodos cortos, la rotación diferencial del Sol varía. Esto quiere decir que si nos fijamos
por ejemplo en los casquetes polares, éstos giran primero más rápido y después más lento,
para aumentar de nuevo su velocidad hasta completar un ciclo en aproximadamente 11
años. De esta manera, el Sol se tuerce primero hacia un lado y luego hacia el otro y esta
oscilación torcional viaja hacia el ecuador y regresa a los polos en un periodo de 22 años.
Como veremos en el próximo capítulo, éstos son también los periodos del ciclo de actividad
solar y ahí analizaremos también las conexiones de este ciclo con la extraña rotación del
Sol.

OSCILACIONES SOLARES
Por si todo esto fuera poco, resulta que el Sol también vibra, lo cual en realidad no es muy
sorprendente pues el Sol es una masa de gas que se mantiene en equilibrio por la fuerza
gravitacional de atracción que se opone a la expansión producida por la presión del gas
caliente. En estas condiciones, un desbalance de estas fuerzas generará perturbaciones que
se propagarán tanto en su interior como en su superficie. Las ondas en la superficie del Sol
se pueden detectar por medio de desplazamientos superficiales, observables con el
corrimiento Doppler del espectro emitido, o por variaciones de temperatura, detectables a
través de fluctuaciones de brillantez. Las observaciones muestran que en el Sol ocurren una
gran cantidad de oscilaciones que van desde vibraciones de muy baja frecuencia del Sol
entero hasta ondas magnetoacústicas de alta frecuencia localizadas en determinadas
regiones magnéticas de la superficie y la atmósfera. La mayoría de estas oscilaciones se
deben a ondas sonoras que en el Sol se desplazan entre 20 y 25 veces más rápido que en la
Tierra, debido a las temperaturas más altas y a la ligereza de los gases (principalmente
hidrógeno) que lo componen.
En la zona de convección deben estarse generando una gran cantidad de ondas sonoras
debido a la turbulencia de esta zona, las cuales deben propagarse en todas direcciones en el
Sol. La primera evidencia de oscilaciones en la superficie solar la obtuvo Robert Leighton
del Instituto de Tecnología de California en 1960 cuando estaba estudiando la evolución de
los gránulos. Encontró que cada trozo de la atmósfera se eleva y se hunde con un periodo de
alrededor de cinco minutos y puede estar haciendo esto durante unos 25 o 30 minutos. Es
como si la atmósfera del Sol fuera perturbada por ráfagas de ondas, que producen unas
oscilaciones periódicas de cinco minutos y luego se aquieta, para volver a perturbarse de
nuevo. Al principio estas oscilaciones fueron interpretadas como respuestas locales de la
atmósfera solar a impulsos provenientes de abajo, como podrían ser los creados por celdas
convectivas calientes que se elevaran, pero en 1970 y 1971 Roger Ulrich, también de
California, presento una teoría en términos de oscilaciones globales que entran en
resonancia y se refuerzan en ciertos momentos y lugares dando como resultado las
oscilaciones localizadas que se observan. En 1975, F. L. Dubner de Alemania comprobó en
forma observacional los detalles predichos por esta teoría, pero se observaron ligeras
diferencias en los valores esperados que sirvieron para corregir el tamaño estimado de la
zona de convección en el interior del Sol. El gran éxito de la teoría de Ulrich ha abierto un
nuevo campo en la física solar que se ha llamado heliosismología.
En 1974, el astrónomo norteamericano Henry Hill, al tratar de medir con mucha precisión
el diámetro del Sol, encontró, para su gran sorpresa, que éste tiene una variación periódica
de unos 25 kilómetros. Esto, aunque es muy poco comparado con su radio de casi 700 000
kilómetros, es suficiente para poderse medir. Así pues, el Sol se hincha y se contrae
continuamente como si estuviera respirando. Muchas estrellas oscilan de este modo,
expandiéndose y contrayéndose con periodos que van desde el orden de un año hasta
algunos días y menos, y no es raro que su radio máximo sea de varias veces su radio
mínimo. Más recientemente un equipo de astrónomos franceses, usando sensores a bordo
del vehículo espacial norteamericano OSO, detectó una expansión y contracción de la
atmósfera solar con un periodo de 14 minutos y una amplitud de 1 300 kilómetros.
Todos estos estudios, que pertenecen ahora a la heliosismología, han despertado un gran
interés entre los físicos solares pues, principalmente, el estudio de estas oscilaciones
permitirán conocer mejor la estructura interna del Sol, del mismo modo que la sismología
terrestre ha permitido que sepamos cómo es el interior de nuestro planeta. Se espera con
ella poder determinar la densidad, temperatura y composición del interior del Sol, medir las
diferentes velocidades de rotación de las capas internas y así tal vez ayudar a resolver el
problema de los neutrinos faltantes y esclarecer los mecanismos del ciclo de actividad solar.
Se espera también poder determinar el campo magnético interno del Sol y sus
características gravitacionales con más detalle y se buscan además indicios de las
características iniciales del Sol para poner a prueba los modelos cosmológicos.

Sin embargo, el problema principal de la heliosismología es que requiere de la observación


prolongada del Sol durante periodos continuos, cosa que no se puede hacer desde un
observatorio terrestre, pues para él el Sol está sobre el horizonte sólo unas cuantas horas.
Una solución que ya se está planeando es la de establecer una red de observatorios con
telescopios idénticos a diferentes longitudes sobre la Tierra de modo que aquel siempre
pueda ser observado por alguno de ellos. Otra posibilidad, en la que también ya se está
trabajando, es la de colocar un observatorio en órbita terrestre de manera tal que nunca
cruce la sombra de la Tierra y pueda observar al Sol continuamente. Una tercera
posibilidad, que ya se ha llevado a cabo, es la de observar desde los polos de la Tierra
durante el verano, cuando el Sol se mantiene continuamente sobre el horizonte. Una
expedición con este propósito fue organizada en 1980 por científicos franceses y
norteamericanos, quienes se establecieron una temporada en el polo Sur, la cual resultó de
mucho éxito. De las observaciones realizadas a través de cinco días continuos se obtuvo
información que permitió afinar mejor la estructura interna del Sol y que sugiere que en
efecto el interior solar gira más velozmente que su superficie y que el núcleo debe estar
girando de dos a nueve veces más rápido que la fotósfera.

I X . E L S O L N O E S
C O N S T A N T E

SOL QUIETO Y SOL ACTIVO


AUNQUE el Sol siempre está activo, no siempre está igual de activo. Hay épocas en que
las manchas, las ráfagas, las protuberancias y todas las manifestaciones de actividad solar
son muy numerosas, y otras en las que están prácticamente ausentes. Cuando ocurre esto
último se habla del Sol quieto, mientras que en el primer caso hablamos del Sol activo. El
Sol no pasa de quieto a activo y de activo a quieto en forma azarosa, sino que sigue un ciclo
bastante regular al cual se le llama ciclo de actividad solar o simplemente ciclo solar. La
característica más evidente del ciclo solar, la más fácil de registrar y de la que se tienen
observaciones más antiguas, es el número de manchas; fue precisamente el descubrimiento
de la variación de este número lo que constituyó la primera evidencia de que algo en el Sol
varía de manera periódica.
El descubrimiento del ciclo de manchas solares fue hecho por casualidad cuando se estaba
buscando otra cosa, lo que ha ocurrido con frecuencia no sólo en física sino también en
geografía. Uno de los problemas en los que estaban muy interesados los astrónomos —
profesionales y aficionados— de principios del siglo pasado era el encontrar un planeta más
cercano al Sol que Mercurio. A este supuesto planeta se le puso el nombre de Vulcano, dios
de los infiernos, por la temperatura tan alta que debía tener y era necesario según la teoría
de gravitación de Newton para entender el extraño comportamiento de la órbita de
Mercurio. Ahora ya sabemos que tal planeta no existe y que lo que pasa es que la teoría de
Newton está mal, pero durante mucho tiempo se buscó con tenacidad. Uno de estos
buscadores de Vulcano fue un boticario alemán, astrónomo aficionado, llamado Samuel
Heinrich Schwabe, que aunque no encontró ningún planeta hizo un descubrimiento aún más
importante. Schwabe estuvo observando diariamente al Sol durante más de 30 años en
espera de ver cruzar sobre el disco solar la sombra de Vulcano. Para estar seguro de no
confundirse, y para hacer su tarea menos tediosa, registraba las manchas solares que
observaba cada día; esto le permitió descubrir que el número de manchas aumentaba y
disminuía en forma periódica y en 1843 informó de su descubrimiento y le atribuyó un
periodo de 10 años a esta variación. Es en realidad sorprendente que el descubrimiento de la
variación periódica del número de manchas solares haya tomado tanto tiempo, pues las
manchas se habían registrado desde más de 200 años antes. Sin embargo, gracias a estas
observaciones antiguas ha sido posible trazar los ciclos desde 1610 con registros de los
máximos y los mínimos, y a partir de 1749 se ha podido incluso establecer promedios
mensuales del número de manchas.

Figura 27. Los ciclos de las manchas solares. En la figura se muestran los promedios
anuales del número de manchas que se han ido registrando desde 1610. Como puede
observarse, este número tiene máximos y mínimos que se repiten en forma bastante
periódica. El periodo promedio es de 11.2 años, pero suelen haber periodos cortos, de
8 años, o largos de 16. Puede también observarse que no todos los máximos son
igualmente intensos, ni tampoco todos los mínimos.
Los ciclos de manchas solares no se repiten de igual forma ni en tiempo ni en números
extremos de manchas. Hay ciclos que han durado alrededor de ocho años mientras que
otros se han extendido hasta casi 16. El promedio de duración de un ciclo se estima en 11.2
años. Durante un ciclo, el número de manchas empieza a aumentar desde un mínimo hasta
un máximo en un lapso de cuatro a cinco años y después vuelve a decaer hasta un mínimo
en un periodo de entre seis y siete años. Durante el mínimo, el Sol puede estar por completo
libre de manchas aun durante semanas, aunque también es frecuente que se vean algunas
pequeñas manchas durante este periodo. Cuando el ciclo llega a su máximo, se suelen
observar varios grupos de gran tamaño conteniendo cada uno docenas de manchas. Pero
también el número de manchas en el máximo varía de forma considerable habiendo ciclos
que han tenido cinco o siete veces más manchas en el máximo que otros ciclos menos
intensos. El último máximo registrado se observó en 1980 y ha sido uno de los mayores
máximos; el mínimo siguiente se espera entre 1986 y 1987.
Otra característica muy interesante del ciclo de manchas solares es que no aparecen al azar
sobre la superficie del Sol, sino que lo hacen en ciertas zonas que van cambiando conforme
avanza el ciclo. El primero en notar esta peculiaridad fue Richard Carrington en 1863, pero
fue Gustav Spörer quien estudió el efecto de manera detallada y pudo establecer sus
características específicas; debido a esto, a la migración de las manchas solares durante el
ciclo se le conoce como "ley de Spörer" y en términos generales establece lo siguiente: las
primeras manchas de un nuevo ciclo aparecen en una franja alrededor de los 30 grados de
latitud norte y sur, aunque en raras ocasiones han aparecido cerca de los 40 grados. Al pasar
el tiempo, estas manchas desaparecen y surgen otras nuevas, pero ahora más cerca del
ecuador solar, a latitudes menores tanto en el norte como en el sur. Conforme el ciclo
progresa, las nuevas manchas que van apareciendo lo hacen a latitudes cada vez menores y
durante el máximo del ciclo, cuando hay más manchas, éstas se encuentran alrededor de los
15 grados de latitud tanto norte como sur. Al final del ciclo, las manchas aparecen ya
bastante cerca del ecuador, a una latitud aproximada de 8 grados en ambos hemisferios del
Sol y en algunas ocasiones hasta 5 grados. No es raro que las manchas del inicio de un
nuevo ciclo empiecen a aparecer a 30 grados de latitud cuando aún están presentes las
últimas del ciclo anterior cerca del ecuador.
Pero existe una tercera característica del ciclo de manchas solares y ésta tiene que ver con la
polaridad magnética de las manchas. Se le conoce como la "ley de Hale" y se refiere al
hecho de que todos los grupos bipolares de manchas en el hemisferio norte tienen la misma
alineación y en el hemisferio sur tienen la alineación contraria. Esto quiere decir que, en un
hemisferio, todas las manchas de polaridad norte se encontrarán a la derecha de las
manchas de polaridad sur, mientras que en el otro será al reves, es decir las de polaridad
norte se encontrarán a la izquierda. Hale descubrió también que estas polaridades se
invierten de un ciclo de manchas al siguiente, o sea que si en un ciclo las manchas de
polaridad norte estaban a la derecha en el hemisferio norte y a la izquierda en el hemisferio
sur, en el ciclo siguiente será al revés y las manchas de polaridad norte estarán ahora a la
izquierda en el hemisferio norte y a la derecha en el hemisferio sur. Así pues, las manchas
del inicio de un nuevo ciclo se distinguen de las últimas del ciclo anterior no sólo por su
latitud, sino también por su polaridad magnética. Esto quiere decir que además del ciclo de
manchas de 11 años existe un ciclo magnético de 22 años. El campo magnético alrededor
de los polos del Sol invierte su polaridad cada 11 años, cerca del máximo de manchas, y el
polo sur magnético pasa a ser un polo norte y viceversa; después de otros 11 años ambos
polos vuelven a adquirir su polaridad anterior. Así, a diferencia de la Tierra que conserva su
orientación magnética durante mucho tiempo, el Sol invierte sus polos magnéticos en
periodos muy cortos y en forma evidentemente asociada con los ciclos de manchas. Esta
inversión no es instantánea ni simultánea, por lo que a veces ambos polos del Sol tienen la
misma polaridad magnética durante un cierto tiempo; sin embargo, a largo plazo siempre se
observa la inversión de polaridad magnética del Sol en forma recurrente.
Al igual que las manchas solares emigran y aumentan y disminuyen su abundancia, también
lo hacen las regiones activas asociadas a ellas y los fenómenos que en éstas suelen ocurrir.
En el periodo de mínimo o ausencia de manchas, el Sol está tranquilo, su superficie es muy
homogénea y no ocurren fenómenos eruptivos violentos. Por el contrario, conforme las
manchas y las regiones activas aparecen y aumentan, todas las manifestaciones de actividad
solar que ya hemos mencionado surgen y se multiplican: protuberancias, filamentos,
fáculas, ráfagas, emisiones de plasma, de partículas energéticas, de rayos X y , estallidos
de radio, etcétera, acompañan también en forma cíclica al número de manchas solares y
junto con ellas surgen y se desvanecen, marcando así un verdadero ciclo de actividad solar
que va más allá del simple número de manchas.
Los periodos recurrentes de quietud y actividad solar también se reflejan en la corona cuya
forma y extensión visible cambian a lo largo del ciclo. Durante el máximo solar, la corona
es simétrica, con rayos en todas direcciones en forma de pétalos de dalia, mientras que en
épocas intermedias y de mínima actividad, enormes haces ecuatoriales distorsionan la
simetría y sobre los polos se ve surgir en forma de rayos. También los hoyos coronales
evolucionan con el ciclo de actividad solar. Durante el mínimo suelen observarse enormes
hoyos coronales en las regiones polares de Sol, los cuales pueden extenderse hasta muy
bajas latitudes. En épocas de máxima actividad, los hoyos polares se reducen hasta casi
desvanecerse y hoyos coronales pequeños, fragmentados e inestables, se observan en
regiones cercanas al ecuador.
La oscilación torsional del Sol, que mencionamos en el capítulo anterior, también muestra
una marcada asociación con el ciclo solar. En este movimiento torsional, la velocidad de
rotación aumenta y disminuye en las diferentes zonas superficiales del Sol desde el ecuador
hacia los polos. Pero el momento de máxima velocidad de rotación no es el mismo para
todas las zonas del Sol, sino que varía con la latitud. La oscilación empieza más o menos al
mismo tiempo en ambos polos del Sol y se va desplazando hacia el ecuador en un periodo
de 22 años. Las manchas del nuevo ciclo surgen cuando el máximo de velocidad llega a los
30 grados de latitud norte o sur.
Aunque alguna vez se trató de explicar el ciclo de actividad solar como efecto de la
influencia gravitatoria de algunos planetas, en especial de Júpiter, ahora es evidente que el
mecanismo que controla la evolución del ciclo solar es algo intrínseco del Sol mismo, y
tiene que ver con su campo magnético y con su rotación diferencial. Si el Sol rotara todo
junto, como un cuerpo sólido, es probable que no habría ningún ciclo de actividad y ésta
permanecería más o menos constante sin manifestaciones violentas. Pero de alguna manera
los movimientos relativos del material solar tuercen y enredan las líneas de campo
magnético produciendo las manifestaciones que conocemos como del Sol activo. Existen
diversos y complicados modelos que se han elaborado para tratar de explicar las
características de la actividad solar y su periodicidad, pero aunque el fenómeno se puede
describir en su aspecto general en los términos que ya hemos mencionado, los detalles
distan mucho de poder ser explicados con precisión por ningún modelo.

Se han encontrado otros ciclos de oscilación de la actividad magnética entre los cuales el
más popular ha sido uno de alrededor de 80 años que regula la intensidad de los ciclos, pero
su existencia es aún muy controvertida. También se ha encontrado que han ocurrido
periodos muy largos, de varias décadas, en los que no ha habido actividad solar; de estos
hablaremos con más detalle al final de este capítulo.

RELACIONES SOL-TIERRA
Toda esta actividad del Sol que hemos descrito no sólo representa cambios en el ambiente
solar, sino que también perturba el medio interplanetario y eventualmente altera las
condiciones de nuestro planeta. Ya desde 1857 se había observado que existían variaciones
en el campo magnético de la Tierra relacionadas con el ciclo de actividades solar y en 1859
R. C. Carrington estableció una relación directa entre una intensa ráfaga que observó en el
Sol y perturbaciones magnéticas que ocurrieron en la Tierra minutos y horas después.
Fenómenos como las auroras, que son despliegues de cortinas de luz que de vez en cuando
pueden observarse en los cielos nocturnos de las regiones cercanas a los polos en nuestro
planeta, resultaron también estar asociados con la actividad solar. Posteriormente, cuando
ya en nuestro siglo se utilizaban las comunicaciones a grandes distancias por medio de
ondas de radio, se observó que también estas comunicaciones se veían alteradas e incluso
bloqueadas cuando ocurrían ráfagas solares de intensidad considerable.

Figura 28. Despliegue de la luz auroral. La actividad solar tiene muchos efectos
directos sobre la Tierra como la perturbaciones magnéticas, la interferencia en las
comunicaciones por radio y también los bellos despliegues de luz en el cielo de las
regiones cercanas a los polos llamados auroras.
Cuando el Sol está activo, muchas cosas ocurren en él que transmiten hacia el medio
interplanetario perturbaciones, partículas y ondas electromagnéticas de alta energía que se
propagan hacia afuera del Sistema Solar, afectando a los cuerpos que se encuentran a su
paso. En particular en nuestro planeta suceden los fenómenos que hemos ya descrito y
cuyas causas son diversas. Cuando en el Sol activo ocurren emisiones violentas de plasma
desde los hoyos coronales de bajas latitudes que aparecen en los periodos alrededor del
máximo de actividad, se generan perturbaciones en el plasma ya establecido del viento solar
normal, las cuales viajan con gran rapidez hacia afuera del Sol. Estas perturbaciones al
chocar con la magnetopausa terrestre unos días después de haber salido del Sol la
comprimen y distorsionan produciendo alteraciones magnéticas intensas, llamadas
tormentas geomagnéticas y propiciando eventualmente la penetración de partículas del
plasma del viento solar hacia el interior de la magnetósfera. Al chocar estas partículas con
los átomos de nuestra atmósfera se producen efectos tales como las auroras y se perturban
también las comunicaciones por radio. Cerca de la superficie las alteraciones producidas en
el campo geomagnético pueden llegar a ser lo suficientemente intensas como para
desquiciar las brújulas y desorientar a las aves que vuelan guiadas por las líneas
magnéticas, como las aves migratorias o las palomas mensajeras. También pueden alterar
en forma considerable las corrientes en los cables de alta tensión y ocasionar daños en las
estaciones eléctricas, sobrecargar los circuitos telefónicos y transmitir mensajes
incoherentes por los teletipos.
Además, cuando ocurren ráfagas intensas en el Sol, se emiten, como ya hemos mencionado,
rayos X y partículas (protones, otros núcleos más pesados y de manera eventual electrones)
de muy alta energía. Los rayos X, que como viajan a la velocidad de la luz llegan a la Tierra
en unos cuantos minutos, son absorbidos en la ionósfera y producen alteraciones en ella,
ocasionando intensas perturbaciones en las radiocomunicaciones e incluso un bloqueo total
de las mismas, que puede durar varios días; también pueden producir fluctuaciones
considerables en el campo magnético. Las partículas energéticas penetran también hasta la
atmósfera de la Tierra y de igual manera producen perturbaciones como las ya
mencionadas. Estas mismas partículas energéticas pueden también dañar a los astronautas
que se encuentren en misiones en el espacio exterior fuera de la protección de la atmósfera.
En nuestros días, en los que los vuelos espaciales tripulados son frecuentes y se planea
intensificarlos más, y en los que una gran parte de nuestras comunicaciones, y de manera
definitiva todas las que van al espacio exterior, tienen que penetrar las capas ionosféricas,
se ha vuelto de primordial importancia la posibilidad de predecir la ocurrencia de ráfagas y
de rastrear las perturbaciones que vienen en camino hacia la Tierra con suficiente tiempo
como para poder tomar precauciones al respecto. Varios programas de investigación se
llevan a cabo en la actualidad con ese propósito y ya no parece lejano el día en que estas
predicciones y rastreos tempranos se puedan hacer en forma sistemática.

UN CICLO QUE A VECES NO EXISTE


Mencionábamos anteriormente que parecía extraño que el ciclo de manchas solares se
hubiera descubierto 200 años después de que empezaron a registrarse las manchas en
Europa. Sin embargo, existe una razón para este retraso y es que hubo un largo periodo,
entre 1645 y 1715, en el que de hecho no hubo manchas visibles en el Sol. En 1895,
Edward Walter Maunder en Inglaterra y Gustav Spörer en Alemania publicaron trabajos en
los que llamaban la atención respecto al extraño comportamiento del Sol en esas fechas.
Nadie hizo entonces mucho caso a esta indicación pues la regularidad del Sol no quería
ponerse en duda y a pesar de que Maunder volvió a insistir en 1922, señalando trabajos de
la época en la que se hacía mención explícita a la ausencia de manchas en el Sol, el asunto
no pasó a mayores.
Sin embargo, hace unos 10 años la cuestión volvió a revivirse, cuando el astrónomo
norteamericano John Eddy retomó el tema y encontró una gran cantidad de pruebas
contundentes de que efectivamente durante todo ese tiempo el Sol estuvo notablemente
quieto. Eddy bautizó al periodo entre 1645 y 1715 como el mínimo de Maunder y en la
actualidad éste se ha convertido en uno de los temas más populares de la física solar y del
estudio de las relaciones Sol-Tierra. Eddy realizó un amplio escrutinio de registros antiguos
no sólo del número de manchas, sino también de otras manifestaciones de la actividad solar
como las auroras o la forma observada de la corona solar durante eclipses totales de Sol.
Todos los registros coincidieron.
Poco después del descubrimiento de las manchas en 1611 sólo se registraron dos máximos
pequeños separados 15 años, y a partir de 1645 la actividad solar decayó de manera notable
durante los siguientes 70 años, en los cuales sólo de forma muy esporádica se llegaron a
observar algunas manchas aisladas en el Sol, mientras que ahora es común observarlas casi
continuamente, aun en los períodos de mínima actividad. Por si los registros de manchas
pudieran ser dudosos, Eddy buscó otro tipo de confirmaciones independientes como la
ocurrencia de auroras, que como hemos mencionado son un efecto en la Tierra de la
actividad solar y un efecto tan espectacular que no podía pasar desapercibido. De nuevo
encontró un periodo de ausencia de auroras coincidiendo con el mínimo de Maunder, pero
un poco más extenso, habiéndose registrado la última aurora en 1620. Cuando en 1716
volvió a observarse un despliegue auroral, el espectáculo causó una gran excitación, pues
ninguna persona viva había presenciado antes algo igual. Eddy buscó también registros de
la forma de la corona y la pieza embonó perfectamente en el rompecabezas. Durante todos
los eclipses ocurridos en esos 70 años, o no se observó ninguna corona visible, o se observó
muy reducida. Todos estos eventos fueron relacionados hasta mucho tiempo después por lo
que no es posible que los registros de la época hayan estado influidos unos por otros.
Un nuevo elemento de prueba ha sido recientemente introducido: el carbono 14. Éste es un
isótopo radiactivo del ordinario carbono 12 que se forma en la atmósfera a causa del
bombardeo de los rayos cósmicos. Cuando el Sol está en periodo de gran actividad, el clima
heliosférico es muy agitado y pocos rayos cósmicos logran penetrar hasta la Tierra,
mientras que en periodos de Sol quieto, la intensidad de la radiación cósmica que llega a
nuestro planeta es mayor. Esta variación de la intensidad de rayos cósmicos con el ciclo
solar se conoce ya desde hace tiempo y se ha registrado con bastante precisión en las
últimas décadas. Como el carbono 14 se produce por los rayos cósmicos, habrá más
producción de él en los periodos de Sol quieto que en los de Sol activo, y lo interesante es
que este elemento se fija en las plantas, en particular en los anillos que registran el
crecimiento anual de los arbóles. Así, el contenido de carbono 14 en un anillo que
corresponde a un año de Sol quieto será más alto que el de un anillo que corresponde a un
año de Sol activo, por lo que los periodos de actividad solar también han quedado
registrados en los árboles. Estudiando los troncos de árboles antiguos es posible averiguar
qué tan activo estuvo el Sol en el pasado y de esto resulta que para el periodo de 1645 a
1715, nuevamente, la actividad solar debió haber sido muy baja.

La evidencia es ya tan contundente que es necesario aceptar que, en efecto, hace algunos
siglos, seis ciclos solares se perdieron. ¿Será esta larga quietud también repetitiva? ¿Habrá
habido en el pasado y habrá en el futuro otros largos periodos de Sol quieto como el
mínimo de Maunder? ¿El ciclo de 11 años que hemos venido registrando desde 1715 habrá
existido antes y volverá a existir aun si hubiera otro gran mínimo en el futuro? Respecto al
futuro sólo podemos especular, pero en cuanto al pasado ya tenemos respuestas. Existen
unos árboles, una especie de pinos, que viven miles de años y que han permitido estudiar el
nivel de actividad solar en los últimos 7 000 años. Se ha encontrado que en este periodo ha
habido varias épocas de falta de actividad solar por espacio prolongado de tiempo del orden
de 100 años. Precisamente uno de ellos parece haber ocurrido durante la época del
florecimiento de la cultura griega, por lo que no es extraño que Aristóteles no haya
mencionado a las manchas solares en sus obras, como le hizo notar a Scheiner su superior
cuando aquél le informó haber visto una. Se buscan ahora otros ciclos de periodicidades
más largas que determinen cuando hay, cuando no hay y qué tan intensos van a ser los
ciclos de 11 años.

ACTIVIDAD SOLAR Y CLIMA


Todos sabemos que la influencia del Sol en nuestro clima es definitiva. Si el Sol fuera más
frío o más caliente, nuestro planeta tendría condiciones muy distintas; pero nada nos hace
esperar que las condiciones climáticas cambien con el nivel de actividad magnética solar.
No obstante, estas variaciones se han observado. A principios de este siglo, un científico
estadunidense, Andrew Ellicott Douglass, que estaba estudiando las variaciones de los
anillos que se forman en los árboles año con año, encontró una variación cíclica en el ancho
de los anillos con un periodo aproximado de 10 años. El ancho del anillo correspondiente a
cada año depende de la cantidad de lluvia recibida (en años secos los anillos son más
angostos que en años húmedos), de modo que esto sugiere que el nivel de precipitación
pluvial está relacionado con la actividad solar. Sin embargo, esta asociación no es tan
sencilla; árboles de distintas regiones manifiestan distintas asociaciones y otros no
manifiestan ninguna, así que los resultados del estudio de Douglass fueron muy discutidos.
Douglass descubrió también otra cosa, que al principio le resultó descorazonadora: al
buscar la periodicidad del grosor de los anillos en tiempos remotos encontró un periodo
bastante largo en el que esta periodicidad no existía; los anillos observados para toda esa
época eran delgados y más o menos uniformes. Sin embargo, este resultado desalentador se
convirtió poco después en una maravillosa sorpresa cuando Douglass se enteró que durante
ese mismo periodo en el que no observaba ciclos de anillos, Maunder reportaba que no se
habían observado manchas en el Sol. Esto no podía ser simple coincidencia y reafirmó más
la convicción de algunos de que el ciclo de actividad solar afecta el clima. Por si fuera
poco, resulta que el mínimo de Maunder está también asociado con una larga época de
temperaturas más bajas de las normales en Europa, a la cual se le llamó "la pequeña era
glacial". En efecto, durante estos mismos años de ausencia de manchas solares la
temperatura media en Europa fue de algunos grados menor durante todas las estaciones y se
registraron en Inglaterra prolongados congelamientos del río Támesis, los cuales no habían
ocurrido antes ni volvieron a ocurrir después. Sin embargo, al buscar asociaciones directas
con la temperatura, la precipitación pluvial o los cambios de presión globales en la Tierra
no fue posible establecer en éstas ninguna periodicidad que pudiera asociarse con el ciclo
solar, y a falta de buenas estadísticas, el asunto se fue olvidando y no se volvió a recordar
en mucho tiempo.
Recientemente la cuestión ha sido revivida. Parece ser ahora que el problema de encontrar
asociaciones de las condiciones climáticas en la Tierra con las manifestaciones de la
actividad solar es que se ha buscado en valores globales promedios en todo el planeta,
mientras que la influencia del ciclo solar parece más bien localizarse sobre ciertas regiones.
Estas regiones además pueden moverse de un lugar a otro del planeta en diferentes épocas y
una misma región puede invertir su asociación con el ciclo después de un tiempo. Como se
ve, el asunto no es nada simple, pero últimamente se han ido acumulando cada vez más
evidencias de que el ciclo solar afecta el clima.
George Williams ha estudiado los depósitos sedimentarios anuales en el fondo de un lago
en Australia de hace unos 680 millones de años y logró rescatar una capa que cubre 1 760
años de esa época durante los cuales el grosor de los depósitos muestra claras variaciones
cíclicas de 11 y 22 años. El grosor de los depósitos depende de la precipitación pluvial y de
nieve, por lo que su descubrimiento indica que el clima en ese lugar de Australia hace
muchos millones de años estaba asociado al ciclo solar. Se ha iniciado recientemente una
intensa búsqueda de estos depósitos sedimentarios que pueden remontarnos muy atrás en el
pasado e informarnos de las condiciones climáticas de la antigüedad. Este nuevo tipo de
estudio seguramente nos deparará en el futuro muchas sorpresas.

El astrónomo soviético E. R. Mustel reportó en 1970 haber descubierto aumentos


sistemáticos en la presión atmosférica de ciertas regiones de alta latitud tres días después
del inicio de una tormenta geomagnética; en otras regiones, sin embargo, lo que ocurre es
una disminución sistemática de la presión después de la tormenta. Más recientemente se
han encontrado zonas donde el nivel de precipitación pluvial medio en los últimos años
sigue el ciclo solar de 11 o 22 años y regiones de repetidas sequías asociadas a estos ciclos.
También se han descubierto variaciones en la temperatura de ciertos lugares con el ciclo
magnético solar en registros de este siglo y un enorme interés ha ido creciendo de manera
constante en la investigación de las variaciones climáticas asociadas con la actividad solar.
No obstante, la tarea es sumamente compleja por las características de esta relación, que no
es global ni es constante, y por la falta en muchos casos de información confiable durante
periodos de tiempo suficientemente largos. Además, nadie hasta ahora a podido realizar un
modelo físico satisfactorio que explique cuál es el mecanismo por el cual los cambios de
actividad solar producen cambios climáticos, o si ambos cambios son en realidad
consecuencia de otro factor cambiante más fundamental en el Sol. De cualquier manera, y a
pesar del escepticismo de una buena parte de la comunidad científica, los buscadores de
relaciones entre el clima y la actividad solar siguen trabajando de manera afanosa y se
multiplican con rapidez, por lo que es lo más probable que en poco tiempo tengamos
muchas novedades respecto a esta interesante cuestión.

UNA CONSTANTE QUE NO ES CONSTANTE


La principal influencia del Sol sobre el clima de la Tierra es a través de su flujo de luz y
calor. Mencionamos en el capítulo II que la Tierra recibe del Sol dos calorías por minuto
sobre cada centímetro cuadrado. Esta cantidad de energía es la suma de toda la energía que
se recibe en todas las frecuencias del espectro electromagnético que el Sol emite, aunque,
como también dijimos, casi toda ella se recibe como luz visible y rayos infrarrojos. Este
valor se conoce desde 1833 como la constante solar, pues se supone que es un valor que no
cambia. Cuando ocurren ráfagas, aunque la emisión en las ondas muy cortas y muy largas
se intensifica enormemente, el valor de la constante solar prácticamente no cambia, pues la
contribución de estas ondas a la energía total recibida, aun en sus momentos de mayor
intensidad, es muy inferior a la del visible y el infrarrojo, las cuales no varían de manera
notable con ninguna manifestación de la actividad solar. Este es uno de los argumentos más
fuertes que se esgrimen en contra de una posible relación entre la actividad solar y el clima,
pues si la constante solar no cambia, esto es, si el flujo neto de energía que la atmósfera
recibe del Sol no cambia, no se entiende cómo la actividad solar puede producir variaciones
en el clima.
Medir la constante solar no es fácil y no puede hacerse de forma directa sobre la superficie
de la Tierra pues, como ya vimos, una gran cantidad de longitudes de onda son absorbidas o
dispersadas por la atmósfera y no llegan al suelo. De hecho, sólo hasta hace poco fue
posible medirla con precisión con aparatos a bordo de los vehículos espaciales Mariner 6 y
7, Nimbus 6 y 7 y más recientemente el SMM. Estas mediciones mostraron que la constante
solar no es constante, aunque bien es cierto que las variaciones que presenta son pequeñas,
cuando más del 0.15%. Sin embargo, se sabe ahora que variaciones muy pequeñas en la
constante solar son suficientes para alterar de manera drástica el clima, sobre todo si este
cambio permanece por un tiempo considerable. Se estima que una reducción de sólo el 5%
en la constante solar pudo haber causado la última era glacial que sufrió la Tierra hace unos
20 000 años y que una caída de sólo el 1% podría haber causado la pequeña era glacial que
hemos mencionado durante los siglos XVII y XVIII. Si la constante solar se redujera en un
10%, la Tierra se cubriría en su totalidad de hielo, lo que acabaría en definitiva con la
posibilidad de vida en ella, pues una vez en este estado se requeriría un inconcebible
aumento del 50% en la constante solar para poder fundir ese hielo.

Como siempre se ha pensado que el flujo de energía del Sol ha sido constante, las
glaciaciones se han considerado (igual que todos los cambios climáticos recurrentes) como
resultado de las diferentes posiciones y orientaciones de la Tierra respecto a los rayos del
Sol, pero tal vez hemos estado equivocados. Aunque las variaciones registradas hasta ahora
son pequeñas y su desviación del valor normal no dura más de algunos días o cuando más
semanas, esto no puede tomarse como representativo del Sol, pues las mediciones hechas
por los vehículos espaciales cubren aún un periodo muy corto de tiempo. Estas pequeñas
variaciones en el flujo de energía que la Tierra recibe en estos periodos tan cortos no
representan nada importante en cuanto al clima, pues variaciones mayores y de periodos
más largos se obtienen en forma normal simplemente a causa de las nubes. Pero al menos
nos han mostrado que la energía que el Sol emite no es constante y nos plantea la
posibilidad de que haya habido en el pasado fluctuaciones mayores y posiblemente
recurrentes. También ha abierto las puertas a nuevas interrogaciones respecto al Sol mismo:
¿a qué se deben estas fluctuaciones?, ¿qué pasa con la energía que no se emite? Una vez
más, un pequeño descubrimiento genera una gran cantidad de nuevas preguntas y abre
nuevos horizontes a la investigación.

X . V I D A Y M U E R T E D E U N A
E S T R E L L A

EL NACIMIENTO DEL SOL


LAS ESTRELLAS nacen, evolucionan y mueren. Su aparición, su vida y su muerte no son
de ninguna manera caóticas, sino que obedecen a reglas precisas que la astrofísica moderna
empieza a desentrañar. ¿Cómo ha sido esto posible? Nadie ha vivido lo suficiente como
para ver nacer y morir a una estrella; la vida misma de toda la humanidad representa apenas
un brevísimo suspiro en el tiempo de vida de una estrella. ¿Cómo es entonces que podemos
hablar del nacimiento, la evolución y la muerte de las estrellas? El secreto está en que el
cielo está lleno de ellas y en que no todas las que vemos se encuentran en el mismo estado
de evolución. Se han visto nacer y morir estrellas y se han presenciado cambios de estado
en algunas otras; esto ha permitido elaborar modelos de evolución estelar bastante
satisfactorios que concuerdan con las observaciones cada día más abundantes. En la
actualidad se pueden obtener en las rápidas y potentes computadoras las soluciones a las
ecuaciones teóricas que gobiernan el estado de una estrella y obtener así un modelo del
camino evolutivo de las estrellas en función de su masa y su composición química.
En términos generales, el proceso se inicia al azar. El gas y el polvo que se encuentra en el
espacio va concentrándose por colisiones de las partículas y por atracción gravitacional a lo
largo de millones de años hasta formar en algún lugar una enorme nube fría. Conforme el
proceso de concentración continúa, empiezan a aparecer núcleos de concentración aquí y
allá que son los embriones de los que más tarde surgirán estrellas. Estos embriones o
protoestrellas son enormes, mucho mayores que todo nuestro sistema solar, y relativamente
fríos, radiando sólo en el rango invisible del infrarrojo. Conforme continúa la concentración
gravitacional, la protoestrella se vuelve cada vez más densa, se contrae cada vez con mayor
velocidad y su temperatua es cada vez más alta. Una protoestrella que tenga
aproximadamente la misma cantidad de materia que nuestro Sol se encoge desde su
diámetro original de billones de kilómetros hasta el diámetro del Sol en aproximadamente
10 millones de años; para entonces, su parte central o núcleo ha alcanzado una temperatura
del orden de 10 millones de grados y se inician las reacciones de fusión que convierten
hidrógeno en helio: la estrella comienza a arder. Al principio, la estrella joven girará muy
rápido y tendrá mucha actividad magnética, pero no seguirá ciclos regulares; un viento
estelar intenso irá frenando su fogocidad y unos 20 millones de años después la estrella se
estabiliza, se vuelve más brillante, gira en forma más lenta, su viento se vuelve más suave y
menos masivo y su actividad magnética empieza a obedecer ciclos regulares; permanecerá
en ese estado estable los próximos 10 000 millones de años, la etapa más larga de su
existencia. Nuestro Sol tiene ya 5 000 millones de años en esta etapa que podríamos llamar
madura y le esperan en ella otros 5 000 más. Desde la formación de la corteza terrestre el
Sol ha sido una estrella muy semejante a la que es ahora y miles de millones de
generaciones venideras seguirán viendo el mismo Sol. Después de esto, el Sol iniciará una
serie de procesos que lo conducirán finalmente hasta su muerte; el fin inevitable de todas
las estrellas. Pero no todas ellas duran lo mismo que el Sol. Mientras más masa tiene una
estrella más corta es su vida. Una estrella con una masa 10 veces mayor que la del Sol es 1
000 veces más brillante, pero sólo puede vivir 100 millones de años, mientras que las
estrellas pequeñitas pueden llegar a arder incluso decenas de billones de años.

Nuestra galaxia —la Vía Láctea— con unos 15 000 millones de años, sigue siendo aún un
terreno fértil para la formación de estrellas. Se han formado en ella estrellas grandes y
pequeñas; han nacido y muerto en ella miles de millones de ellas y el material que la
compone sigue reciclándose en un ir y venir de nuevos astros. Se cree que nuestro sistema
solar surgió de los restos de una enorme estrella que explotó en el pasado remoto; todo en
él, incluyendo los átomos que forman nuestros cuerpos, formó parte alguna vez de una
estrella gigante y espléndida que completó su ciclo de vida y devolvió al espacio su materia
cumpliendo un proceso de reciclaje cósmico que mantendrá por siempre la formación de
nuevas estrellas. Y es este proceso de reciclaje el que ha permitido la aparición de planetas
como el nuestro donde se dieron todos los elementos necesarios para la evolución de la
vida, aparición que pudo haber ocurrido en millones de otros sistemas planetarios. No
existe ninguna razón para suponer que somos los únicos, ni los primeros, ni los últimos. La
vida inteligente no es más que la herencia de las estrellas, un cierto paso más en el proceso
evolutivo de un Universo vivo que en majestuosa armonía hace nacer estrellas y hombres y
un sin fin de cosas aún insospechadas.

LA MUERTE DE UNA ESTRELLA

La energía de las estrellas no es inagotable; tarde o temprano, en forma tranquila o


explosiva, cada estrella llega a su fin. Las características de las etapas finales de su
evolución dependen de su masa: las estrellas pequeñas mueren de forma más modesta que
las grandes, se extinguen simplemente, mientras que las gigantes tienen esplendorosos
finales explosivos. Nuestra estrella es de las modestas.

Figura 29. Los residuos de una supernova. La famosa nebulosa del Cangrejo está
formada por los residuos en expansión de una enorme estrella que al final de sus días
estalló como una esplendorosa supernova, hace casi mil años. El núcleo de la estrella
quedó convertido en un pulsar que emite intensos pulsos de radiación 30 veces por
segundo.
Por efecto del viento solar, el Sol seguirá rotando cada vez de manera más lenta, pero su
frenamiento será ligero, ya que el viento solar actual y futuro es un viento tenue.
Posiblemente la actividad magnética también continuará disminuyendo y las ráfagas serán
menos violentas. Pero los cambios más importantes se irán originando en el interior del Sol,
en el horno nuclear de fusión que cada vez tendrá menos hidrógeno y más hielo. Como
consecuencia de esto, el Sol se hará más caliente y más brillante. En unos 1 500 millones de
años a partir de ahora su luminosidad será un 15% mayor que la actual y el helio de los
casquetes polares en la Tierra se derretirá totalmente.
La temperatura del Sol no aumentará de forma indefinida; dentro de unos 4 o 5 000
millones de años, el Sol prácticamente habrá quemado todo el hidrógeno de su núcleo y lo
habrá convertido en helio; para entonces su luminosidad será casi el doble de la actual y su
tamaño habrá aumentado en un 40%. Las reacciones de fusión en su núcleo empezarán a
extinguirse y ya no habrá presión suficiente para mantener su tamaño; empezará a
contraerse y con ello a calentarse más, y nuevas reacciones de fusión de hidrógeno se
iniciarán ahora en las capas circundantes al núcleo ya agotado. Éstas producirán una nueva
expansión del Sol y en los 1 500 millones de años siguientes alcanzará un diámetro de más
de tres veces su tamaño actual y su luminosidad será también tres veces mayor. La
temperatura en la Tierra será para entonces superior al punto de ebullición del agua y todos
los océanos hervirán, evaporándose y concentrándose en densas nubes.
El Sol será entonces lo que se conoce como una subgigante roja, pues su temperatura
superficial disminuirá y su apariencia se tornará rojiza.
En los siguientes 250 millones de años el Sol seguirá creciendo y su luminosidad irá en
aumento mientras que su superficie se tornará más fría; al final de esta etapa será una
gigante roja de color intenso, con un diámetro 100 veces mayor que su tamaño actual y una
luminosidad 500 veces más intensa. Mercurio será tragado por el Sol en esta etapa y la
superficie de la Tierra será lava fundida.
El Sol no durará mucho en este estado. En sólo 250 millones de años su fase de gigante roja
terminará bruscamente, se agotará prácticamente todo el hidrógeno y el centro del Sol se
contraerá de nuevo; esta contracción irá aumentando la temperatura central que finalmente
alcanzará un valor de 100 millones de grados. A esta temperatura, el helio, que hasta
entonces había sido sólo un material residual, producto de la quema del hidrógeno, se
convierte en un nuevo combustible con el que se iniciarán nuevas reacciones de fusión,
ahora de núcleos de helio para formar núcleos de carbono con renovada liberación de
energía; esto calentará aún más el núcleo y las reacciones de fusión se acelerarán,
aumentando a su vez la temperatura central del Sol hasta un valor de 300 millones de
grados.
El encendido del helio en el núcleo del Sol será un suceso explosivo que se llevará a cabo
en unos cuantos minutos, por lo que se le conoce como "el estallido del helio". Esta
explosión arrojará al espacio una cantidad considerable de la masa del Sol, tal vez un tercio
de ella, después de lo cual la masa restante se contraerá y el Sol se reducirá a sólo 10 veces
su tamaño actual y su color se volverá anaranjado debido a una mayor temperatura
superficial. Después del estallido del helio, el Sol será ya inestable y sufrirá una serie de
oscilaciones en periodos relativamente cortos. Pero su luminosidad seguirá aumentando y
volverá a crecer quizá hasta un tamaño de 25 veces el actual. Sin embargo, ahora sus capas
externas serán tan diluidas y su núcleo tan pequeño que su radiación misma acabará por
barrer toda su envoltura gaseosa dejando desnudo su centro mismo y formando lo que se
conoce como una nebulosa planetaria.

Figura 30. Una nebulosa planetaria. Otra de las formas como una estrella puede
terminar su vida es formando una nebulosa planetaria en la que la mayor parte de su
material se ha esparcido dejando en el centro desnudo una estrella enana blanca. Este
es el fin que muy probablemente tendrá nuestro Sol.
Finalmente toda la envoltura del Sol se difundirá y lo que quedará será sólo una pequeña
estrella de la mitad de la masa del Sol actual, donde el material se hallará en un estado de
altísima compresión, ocupando una esfera de diámetro similar al de la Tierra, un centésimo
del diámetro del Sol en nuestros días. Su temperatura superficial será muy alta, del orden de
10 000 grados, por lo que se verá brillar con luz blanca; el Sol se habrá convertido entonces
en una enana blanca. Esto ocurrirá cuando el Sol tenga alrededor de 15 000 millones de
años de edad, dentro de unos 10 000 millones de años. Su luminosidad será entonces de un
milésimo de la actual, la Tierra se enfriará nuevamente y tal vez, si logró retener sus nubes,
las cuencas de sus océanos se llenarán de nuevo.
El núcleo, ya casi en su totalidad de carbón, del Sol que ha quemado ya su helio, nunca
alcanzará temperaturas suficientemente altas para quemar el carbón. De ahí en adelante el
Sol seguirá encogiéndose y enfriándose, aunque tal vez tenga todavía algunos estallidos que
lo abrillanten en forma momentánea. Pero ahora ya se dirige hacia su fin; al enfriarse se
volverá gradualmente amarillo y después rojo y finalmente, después de algunos miles de
millones de años, se extinguirá para siempre dejando eternamente helado y en tinieblas a su
sistema de planetas.

¿Qué futuro le espera a la especie humana? ¿Será en definitiva aniquilada cuando el Sol
inicie la evolución hacia su fin, dentro de unos 5 000 millones de años? La civilización
humana tiene sólo unos miles de años sobre el planeta Tierra; es aún muy joven comparada
con todo lo que aún le falta por vivir al amparo del Sol y ha demostrado ya una gran
capacidad de desarrollo. ¿Quién puede predecir lo que serán las civilizaciones terrestres
dentro de 5 000 millones de años? Pero si hemos de guiarnos por la historia, podemos
esperar que el hombre encontrará la manera de preservar su especie, de salvar su herencia
cultural y transportarla al futuro. Los viajes espaciales son ya una realidad y aunque aún
estamos lejos de poder colonizar otros mundos, aunque aún no conocemos otros mundos
hospitalarios a los que poder emigrar, esto no se ve ya muy remoto. 5 000 millones de años
son tiempo de sobra para resolver los problemas que en la actualidad ya están planteados.
El instinto de supervivencia, la utilización racional de su inteligencia y la conciencia del
valor de la conciencia han hecho del hombre la especie más empeñada y más capaz de
sobrevivir en un universo cambiante y podemos abrigar grandes esperanzas de que lo
logrará.

E P Í L O G O

El título de este libro promete dar a conocer a una estrella. Sin embargo, a lo largo de sus
páginas el lector habrá encontrado que por cada respuesta satisfactoria aparecen muchas
nuevas cuestiones sin resolver; casi cada aspecto del Sol tratado aquí ha terminado en
interrogantes y esperanzas futuras para su solución. Seguramente nuestras dudas respecto al
Sol son ahora muchas más y más profundas que las que pudieron inquietar la mente de los
griegos; pero eso se debe a que también sabemos mucho más. El camino de la ciencia es un
camino de preguntas y respuestas sin final, pues cada respuesta trae consigo nuevas
preguntas.
Hemos visto cómo el hombre ha subido a las montañas, se ha enterrado en profundas
minas, ha hecho expediciones a puntos lejanos de nuestro planeta y se ha lanzado al espacio
tratando de conocer mejor a nuestra estrella. ¿Qué no hará en el futuro?... Algo que con
seguridad no hará será renunciar. La ciencia es una eterna aventura y siempre habrá
aventureros dispuestos y deseosos de correrla.
Muchos nombres hemos mencionado en estas páginas, pero muchos, muchos más hemos
omitido. No queremos contribuir a perpetuar la idea equivocada de que la ciencia la hacen
unos cuantos. La ciencia requiere del trabajo de muchos, que si bien no pasan a los libros de
historia, son indispensables para hacer posible la tarea de la ciencia; que si bien no son
aquellos que hacen el descubrimiento trascendental, ni son los primeros que tienen la idea
integradora, sí forman parte del equipo que ayuda a reunir la información suficiente para
permitir que éstos ocurran. La ciencia es una actividad colectiva, mucho más ahora que
nunca antes y no podemos vislumbrar un futuro en el que esto deje de ser así.

Finalmente queremos cerrar este libro destacando otra característica del quehacer científico
que esperamos haya sido transmitida a través de estas páginas: el definitivo valor de la
paciencia, la tenacidad y la pasión. No es el "genio" (cualquier cosa que esto sea) lo que ha
hecho avanzar a las ciencias. Por supuesto que una mente lúcida y ágil no estorba en la
labor científica, pero ésta sola, sin el esfuerzo insistente y fervoroso, no lleva a ninguna
parte. Decía Edison que el "genio" se construye con un 1% de inspiración y un 99% de
transpiración. Si hemos de entender al genio de esta manera, entonces sí, la ciencia y todas
las grandes empresas de la humanidad han sido y serán obras de genios.

C O N T R A P O R T A D A

Desde que el hombre tuvo conciencia de sí mismo y de lo que lo rodeaba ha quedado


sorprendido de la magnificencia del cielo nocturno, con sus miles de estrellas titilando
como pequeños puntos de luz distantes y, al parecer, fríos.
Semejante a las remotas estrellas, aunque cercano a nosotros, nuestro Sol recibió un trato
diferente. Pese a que ignoraba que era una estrella el hombre intuyó, de alguna manera, que
el Sol era la fuente principal de energía de la Tierra y, en este papel, se le divinizó. Más
tarde, la historia de la relación entre el Sol y la ciencia puede traducirse en una serie de
minimizaciones: el Sol fue primero el centro de todo el Universo; pasó después a ser sólo el
centro del Sistema Solar y, a la vez, de nuestra galaxia. Luego los cambios se aceleraron: en
realidad el Sol se halla en uno de los brazos de la galaxia, más próximo a uno de sus
extremos que al centro; su tamaño es el de una estrella menos que mediana y, aún peor, ni
siquiera nuestra galaxia es única pues una infinidad de ellas se extiende por todos los
confines de un Cosmos del que no se sabe a ciencia cierta sí tiene algún centro, y las
distancias siderales e intergalácticas son tales que deben ser medidas en unidades llamadas
años-luz (la distancia que recorre la luz en un año).
En las páginas de Encuentro con una estrella Silvia Bravo no sólo reivindica la importancia
que el Sol tiene para nosotros sino que resume también el estado actual de los
conocimientos que se tienen sobre nuestra estrella, desde aquellos observados en la
Antigüedad, como las manchas solares, a los obtenidos mediante el uso de la tecnología
más avanzada: la existencia del viento solar; la concepción del Sol como un horno atómico
gigantesco; su expansión y contracción regular, como un corazón que late y, finalmente, las
hipótesis sobre su nacimiento y su futura extinción (por fortuna aún muy remota). Todos
estos temas son explicados en forma clara y amena, de manera que se leen con interés
creciente.
Silvia Bravo estudió física teórica y física experimental en la UNAM, donde posteriormente
se doctoró en física espacial, con una investigación realizada en el Laboratorio Cavendish
de la Universidad de Cambridge, Inglaterra. Es investigadora del Instituto de Geofísica de
la UNAM, miembro del Sistema Nacional de Investigadores y de la Academia Mexicana de
Ciencias, así como de asociaciones científicas internacionales. Es autora de un gran número
de trabajos de investigación y de artículos y libros de divulgación científica.

Diseño: Carlos Haces

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