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EMA WOLF

Ema Wolf
Ilustraciones: Jorge Sanzol

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PIS DE GATO

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M i tío Pepe Murias es un hombre
de ideas. Pocas, pero notables. Sus ideas sobresalen entre las
de los demás como las cabezas de las personas altas en la
multitud.
Una de las más robustas es ésta:
—En toda casa decente —dice— hay siempre un poco de
olor a pis de gato.
La idea no es nada complicada, pero le ha causado
algunos dolores de cabeza. Especialmente por esa costumbre
suya de preguntarle de golpe a cualquiera si en su casa hay
suficiente olor a eso que dije. Muchos se enojan o no
entienden.
Con el tiempo esa idea se transformó en su única medida
para conocer a las personas, A tal punto que cuando entra por
primera vez a una casa lleva su pisdegatómetro, un aparato
de su invención que se ajusta sobre la nariz y funciona a
pilas, más o menos como una aspiradora sensible.
Mi tío nunca volvió de visita a una casa donde la aguja
de su aparato marcara por debajo de 4,6, que según él es el
mínimo tolerable.
Sus amistades, claro, no son muchas pero si selectas.
El mejor de sus amigos se llama Anselmo. Es ayudante
de un regador de canchas. Usa un pompón en la cabeza —el
pompón solo, sin gorro—. Pepe lo quiere mucho.
Por supuesto, se trata de una persona honestisima: Anselmo
tiene veintitrés gatos.
Tan grande es el olor a pis de gato en su casa que los
vecinos se fueron mudando hasta dejarlo solo en la manzana
(Pepe siempre desconfió de los vecinos de Anselmo).
Entre esas paredes mi tío pasa muchas tardes con su
amigo jugando a la batalla naval y hablando del peligro de
extinción de las ballenas australes.
Pero ocurrió que un invierno el olor a pis de gato
disminuyó notablemente en casa de Anselmo.
La exquisita nariz de mi tío lo percibió enseguida.

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En pocos días el olor llegó a límites tan bajos que el
pisdegatómetro marcaba 0,9 en la terraza, lugar donde
generalmente los niveles son altos, en especial los días de
humedad.
Pepe se sintió triste y, sobre todo, confundido. Pensó que
su amigo Anselmo ya no era el de antes, que se había
convertido en una persona capaz de hacer cosas horribles.
Una tarde Anselmo le contó preocupado que sus gatos
estaban desapareciendo.
—Me di cuenta —dicen que le dijo Pepe con ferocidad, y
lo agarró del pompón—--. No te los estarás c0miendo, ¿no?
Anselmo se defendió. Él era incapaz de comerse sus
propios gatos. Uno a uno se iban sin disimulo, y no sabía por
qué.
Pronto descubrieron el motivo: muy cerca, en los terrenos
del ferrocarril, habían inaugurado una feria municipal, y en
la feria, un puesto de pescado, Allí estaban los gatos.
Se habían apostado junto al puesto –valga la
redundancia- y esperaban atento que el pescadero le tirara
algún bocado de merluza.
Anselmo se arrancaba los pelos.
—¡Mi casa es un asco sin ellos!. — gritaba.
Y era cierto. La casa se había vuelto higiénica,
desinfectada, pasteurizada.
Tarde o temprano —pensaba Pepe-— Anselmo sería
igual a su casa. Estaba convencido de que los gatos se habían
llevado esa desprolijidad y esa roñita que debe haber en el
alma de todo lo que es honesto.
Pero en poco tiempo el destino puso las cosas de nuevo
en su lugar.
Los gatos volvieron. Tan campantes, se desparramaron
otra vez por la casa y se repartieron los almohadones.
Tenían sus motivos para volver. el pescadero, un avaro-
mala persona ranfañoso, no les había dado de la merluza ni
una escama.
Así es que retornaron a Anselmo y a su corazón
generoso, o al bofe hacia fin de mes, pero siempre en
cantidad. Él los abrazó uno por uno, conmovido.
Mi tío Pepe se sintió de veras aliviado.

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Respiró con placer el renovado olor a pis de gato y
aceptó las disculpas de su amigo que —confesó— le había
hecho trampas en los últimos tres partidos.
Toda esta historia sirvió solamente para reforzar la
famosa idea de mi tío: el mezquino pescadero no merecía
vivir rodeado de veintitrés gatos meones. En cambio su
amigo Anselmo sí, porque era una persona generosa,
espléndida, buena y decente hasta no sé dónde.

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T engo que contar lo que pasa
con mi abuela Eugenia.
Mi abuela Eugenia ama las artes. Todas las artes.
Cualquiera.
El año pasado descubrió que podía pintar y eso la puso
muy contenta. Se fabricó un caballete. Compró telas,
pinceles y pomos de óleo.
Decidió que lo mejor era empezar pintando fruta, como
habían hecho todos los artistas célebres. A eso se le llama
"naturaleza muerta". Consiste en poner unas cuantas frutas
dentro de una frutera y pintarlas de modo que salgan lo más
parecidas posible.
Cuando llegó el otoño juntó manzanas y peras de la
quinta. Las acomodó en la frutera, puso la frutera sobre la
mesa del comedor y pintó.
Le festejamos mucho el cuadro. Ella se entusiasmó. El
invierno lo pasó pintando cítricos. No dejó una naranja, un
pomelo, una mandarina, ni un quinoto sin pintar.
A fines de octubre ya había pintado todo lo que se podía
cosechar en casa. La fruta variaba con el correr de los meses;
la frutera era siempre la misma.
Colgó las telas en su pieza y organizó visitas de parientes
para admirarlas.
Llegó noviembre, que es el mes dc los nísperos,
En casa no hay nísperos. El único que los tiene es don
Cosme. que vive al lado.
No sé qué habrá pasado por la cabeza de mi abuela aquel
día fatal de primavera, Siempre la tuvimos por una persona
seria. Pero debe ser cierto que cuando el arte se le mete a
alguien dentro, es capaz de hacer cosas que nadie imaginó.
Aquel día mi abuela se coló en el terreno de don Cosme
por un agujero de la ligustrina y fue derecho al árbol de
nísperos.
Lo vi todo. Espantoso.
El vecino la pescó justo cuando se descolgaba de una
rama baja con el delantal anudado lleno de nísperos suyos.
Me acuerdo de los ojos desafiantes de mi abuela y de sus
zapatillas de lana balanceándose a ras del suelo. Don Cosme

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la miraba petrificado, apoyado el cuerpo en el rastrillo para
no derrumbarse. Así estuvieron un rato.
Rojo de vergüenza ajena, don Cosme se metió por fin en
el edificio de su casa y mi abuela volvió a la nuestra a través
del agujero, ofendida porque la habían descubierto.
Rápidamente se puso a pintar los nísperos. Pintó sólo un
puñado y completó la frutera con unos cuantos carozos
brillantes.
Yo pensé que la cosa quedaba ahí y que nadie más
se enteraría.
Pero al día siguiente el vecino mandó llamar a mi papá.
Le contó lo que había hecho mi abuela. Le dijo que con
la vigilara, que nunca la hubiera creído capaz de portarse así
y que era un mal ejemplo para nosotros.
Mi papá volvió furioso. La retó.
A ella el reto le entró por una oreja y le salió por la otra.
Estaba cada vez más indignada con el vecino: antes porque
pensaba que no era de caballeros pescar a una dama en un
momento así; ahora por alcahuete.
Mi papá la obligó a regalarle a don Cosme el cuadro de
sus nísperos; al menos eso. Ella obedeció de mala gana. El
vecino no supo si agradecerlo o qué.
Desde ese día mi abuela le tomó el gusto al asunto y
empezó a visitar otras quintas de la manzana. Siempre con
motivo de su arte, se dedicó a levantar fruta madura, bien
elegida. Todo a la luz del día, sin esconderse ni ocultar
siquiera las huellas de sus zapatillas.
En eso está ahora mi abuela.
Los vecinos se quejan a gritos. Por ellos, ya hubieran
guardado todos sus árboles en los dormitorios.
Notamos que cada vez es más lo que se lleva y menos lo
que pone en la frutera. Pero sigue pintando.
Van mal las cosas. Debo decir que está completamente
sublevada.
La sorprendieron trepada a las medianeras eligiendo fruta
con prismáticos, huyendo por debajo de los alambrados y
arrojando granadas, que son duras, para retrasar a sus
perseguidores. Mi papá tiene pesadillas en las que mi abuela
capitanea una banda de forajidos.
Estamos a mediados de enero.

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Ella sabe bien que en febrero maduran los higos y no se
va a perder el pintar una naturaleza muerta con higos;
especialmente esos de cáscara oscura, muy dulces, que
crecen en la casa del fondo. Se prepara, creo, para dar el gran
golpe.
Armó un artefacto ingenioso para cortar los higos altos:
una vara con una tijera en la punta accionada por un piolín y
una pequeña red debajo. También consiguió una escalera
larga porque la medianera del fondo es alta. Se la pidió
prestada al dueño dc los higos; el hombre está horrorizado.
Hay que evitar a toda costa que llegue a febrero con esos
planes.
Estamos tratando de convencerla de que pinte otras cosas.
El mar, por ejemplo, que no molesta a nadie. El problema es
que donde vivo no hay mar.
Ella dice que cuando acabe con la fruta va a seguir con
los animales.
Eso puede ser peor. No me animo a contárselo a mi papá,
pero la encontré dibujando los planos de los gallineros del
barrio.

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LA RUTA DEL
CHOCOLATE

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A los veintiocho años la mayor de mis
primas, Cleta, cayó enferma de ictericia. Se puso amarilla
como un huevo. Veinte días estuvo en cama a dieta rigurosa,
aburrida, molestando todo el tiempo.
Como nunca había leído un libro, pensó que era buen
momento para hacerlo de una vez por todas. Entonces pidió
que le alcanzaran La Historia del Mundo en un tomo.
Lo raro fue que a medida que iba leyendo lanzaba unas
espantosas risotadas de caballo. Hasta que cerró el libro y
dijo:
—Está todo mal.
Inmediatamente anunció que iba a escribir de nuevo la
historia del mundo, empezando por la "A" de América.
Esto es lo que escribió Cleta esa misma tarde, afiebrada,
mientras mojaba tostadas en el té pero no se las comía por
asco:
"Yo no me creo eso de que los españoles vinieron a
América buscando especias. ¿A quién se le ocurre cruzar el
océano en carabela sólo por un poco de pimienta, clavo de
olor y nuez moscada? Si faltan en la cocina, nadie se muere.
"Los españoles vinieron por otra cosa.
"Vinieron por el chocolate.
"Resulta que todas las mañanas al levantarse el
emperador Moctezuma se preparaba una taza chocolate.
"El olorcito salía del palacio de Moctezuma, cruzaba el
Golfo de México y atravesaba el océano hasta la costa de
Portugal. Después cruzaba Portugal y las tierras de España
hasta Toledo donde vivía el rey Fernando. Allí subía por la
pared sur del palacio, entraba por la ventana, se metía por
debajo de las cobijas reales y llegaba hasta la nariz de
Fernando.
"Fernando se despertaba pidiendo a gritos eso que olía, y
pateaba el vaso de leche de cabra que le traían para
desayunar.
"La gula del rey por esa cosa perfumada hacía el camino
al revés: salía de entre las cobijas reales, atravesaba la
ventana, bajaba por la pared sur del palacio, cruzaba España,

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cruzaba Portugal, se mandaba a través del océano, volaba
sobre el Golfo de México y llegaba hasta la taza de
Moctezuma. (Acá hay unas manchas que parecen de té.)
"Empeñado en conseguir el famoso chocolate, el rey
mandó expediciones a buscarlo, todas armadas con hombres
de buen olfato.
"El primero en llegar fue Colón. Por eso siempre lo
dibujan al desembarcar con gesto de estar oliendo algo.
"Colón no encontró lo que buscaba. Entonces el rey
mandó más expediciones.
"Muchas se perdieron en el camino porque los vientos
alisios (alicios había escrito la animal) y sobre todo los
contralisios borraban la estela del olor y los navegantes iban
a parar a cualquier parte, o sea a los sitios donde se comen
las focas. (No sé qué habrá querido decir con esto.) "Pasaron
treinta años.
"Un día un marinero se presentó en la corte del rey, que
ya no se llamaba Fernando sino Carlos pero quería lo mismo.
El marinero traía cara de esconder algo.
"—¿A que no saben lo que tengo acá? —gritó el gallego.
"Y cuando ya todos se le tiraban encima, sacó del bolsillo
el primer chocolatín.
"Eso fue por el año mil quinientos y pico.
"Desde entonces los barcos que llegaban a América
volvían a España repletos de chocolate. Cargaban las
bodegas, los cofres, los baúles, el equipaje de mano. Los
marineros se llenaban los bolsillos, las medias, los
sombreros, las botas de repuesto, y hasta guardaban las
barras de chocolate entre el pecho peludo y la camisa, y todo
llegaba derretido que era una porquería. (Nuevas manchas,
no se sabe de qué.)
"Tan pesados iban los barcos que a veces el cargamento
entero terminaba en el buche de los peces.
"Y encima, los pedidos de la familia:
—Don Iñigo, ya que vas a América tráete algo. —Y a nadie
se le ocurría llevar otra cosa.
"Así fue como se descubrió América.
"Por la gula del chocolate.
"Lo malo es que se lo llevaron todo, parece."

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Acá termina la historia del descubrimiento según Cleta. Una
verdadera pavadez, como puede apreciarse.
No sé si escribió algo más. Nadie la alentó
Creo que apenas la dejaron comer un poco de guiso se
olvidó para siempre de todo el asunto.

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EL PARIENTE

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¿ Por qué le pasarán estas cosas
a mi madrina?
Hace poco le cayó de visita un pariente, Francisco, que
vive en Alcañiz. Vino para quedarse dos meses, de otro
modo no justificaba haber ahorrado tanta plata para un viaje
tan largo. Mi madrina tuvo que buscar en el mapa dónde
queda Alcañiz.
Apenas llegó, le armó una cama en el dormitorio del
mellizo. Estuvo de lo más hospitalaria pese a que no se
acordaba bien cuál era su parentesco con Francisco.
Es dificil ser pariente de visita durante mucho tiempo.
¿Cómo explicarlo? Un pariente de visita larga es alguien que
siempre está parado delante de la heladera cuando hay que
abrirla. Es uno que saca la basura el sábado a la noche
cuando el camión no pasa y después los perros la
despachurran.
La llegada del pariente puso a todos de buen humor. Pero
a los diez días de estar, Francisco era como un mueble que
nadie había comprado. Faltaba el motivo o el espacio, su
razón de estar ahí. Él mismo se daba cuenta. Hay que ver la
voluntad que ponía para ser necesario.
Una vez, hasta se ofreció para dormir al mellizo.
Es un clavo el mellizo porque tarda mucho en dormirse.
Entonces le contó una historia de cuando carnean chanchos
allá en Alcañiz y cómo terminan convertidos en chorizos. El
mellizo se durmió enseguida pero se despertó en la
madrugada retorcido de pesadillas. No funcionó.
Muchas situaciones incómodas hubo, entre mi madrina
que insistía en tratarlo como un rey, y él que quería ser útil y
no ocasionar molestias. Entre Francisco, que como todos los
parientes de visita, pretendía lavarse las medias, y mi
madrina que nunca sabía dónde estaba el jabón. Y él, que
para no ser un gasto iba a comprar pan, pero se perdía en las
diagonales y había que rastrearlo.
—Vos sentate y mirá la tele, Francisquín. Que no viniste
aquí a trabajar.

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Por fin a Francisco se le ocurrió limpiar el cuarto de los
cachivaches, que falta le hacía.
—¡Pero qué te vas a poner a limpiar eso! —le dijo mi
madrina, pensando cómo estaría el cuarto de los cachivaches
en Alcañiz en caso de que a ella le tocara viajar alguna vez y
limpiarlo.
—No es molestia. —El pariente se arremangó y empezó a
sacar cosas del cuarto.
Aparecieron docenas de palos de escoba, un costurero de
pie, el juego de dormitorio de cuando mi madrina se casó,
cuadros comprados en ferretería, felpudos, un compresor de
aire, una sierra eléctrica destruida, el otro mellizo, toneladas
de retazos, caballetes, un contrabajo sin cuerdas, el televisor
blanco y negro, colchones con los resortes al aire, puertas.
Increíble lo que había adentro.
Al principio mi madrina estaba fascinada. En la casa se
vivió como una fiesta, Volvieron a sonar los discos con ruido
a frito mientras el pariente seguía sacando. Cada cosa un
recuerdo, un cacho dc historia, una alegría. Todas
absolutamente queridas o necesarias, que había que
conservar por las dudas.
—¿Por qué dudas, madrina?
—Por las dudas,
Un momento hermoso fue cuando aparecieron cartas
viejas y ahí mi madrina pudo conectar al fin su parentesco
con Francisco, bastante complicado. Se emocionó
sinceramente.
—¡Francisco querido! ¡Así que vos venís a ser…!
El cuarto de los cachivaches quedó hecho una pinturita.
Pero es hoy que el resto de la casa está sepultado bajo la
montaña de muebles y objetos por las dudas. Donde antes se
podía caminar, ahora no. Mi madrina y los otros se golpean
las rodillas en los recuerdos. El único sitio habitable es
precisamente el cuarto de los cachivaches (que ya no lo es) y
allí pasan casi todo el tiempo como en una isla. Una aventura
sacar la nariz afuera. Muchas cosas útiles se han extraviado,
aunque se sabe que están porque nadie tira nada.
Han desaparecido zapatos, facturas de luz, la radio, las
dos azucareras, las aspirinas, el paraguas, el pariente... A

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nadie le extraña en medio de tanta confusión. Se habrá
traspapelado el hombre, vaya uno a saber. Poco sentido de la
orientación tiene,
Mi madrina está algo fastidiada con él. Bien clarito le dijo
que no se molestara.
Seguro que aparece en cualquier momento porque apenas
faltan dos días para que se vaya.

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HISTORIA DEL
CATALEJO

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E s cierto que en mi árbol
genealógico hay varias ramas que más valdría serruchar.
Pero también hubo personas de grandes méritos.
Digo esto ahora que estoy hojeando el álbum de fotos de
familia.
Esta foto, por ejemplo. Es muy linda. La tomé yo en el
patio el día que comimos el lechón. Menos mi cuñada, que
en las fotografías no sale, creo que están todos. Algunos
parados. Otros sentados.
Este que está aquí de pie, en la punta a la derecha, es mi
hermano Lulio. Algunos me preguntan por qué Lulio está
mirando a través de un catalejo. Mientras todos los demás
sonríen tranquilos, Lulio mira alertamente el afuera, el allá,
la lontananza o como se llame, con el catalejo.
No es una distracción. Todo lo contrario. Lulio tiene
razones para mirar con el catalejo, Y esas razones se
remontan al linaje de mi familia que, modestamente, es muy
antiguo.
Sucedió que por el año 1298 mi antepasado Lulio fue
nombrado paje del rey Fadrique II de Sajonia, alias el Soso.
Era el suyo un trabajo modesto pero delicado: asistir al
rey dondequiera que fuese, caminando atrás de él a no más
de quince centímetros de sus talones. Lulio debía levantarle
el ruedo de la capa en los charcos, alcanzarle el pañuelo por
si los mocos, o una lonja de tocino por si tuviera hambre. No
dejarlo ni a sol ni a sombra, en los oficios, peligros y
necesidades de todo rey.
Iba un día el rey Fadrique con su flamante paje
caminando por el bosque, cuando cruzó el sendero una bella
aldeana que juntaba fresas en una canasta.
El rey avanzó decidido hacia la aldeana y mandó a Lulio
a que fuera a buscar agua.
Lulio sacó del bolsillo de su jubón un vaso lleno de agua
cristalina y se lo ofreció.
Pero el rey ya no quería agua. Lo mandó en cambio a
juntar berros tiernos de los que crecían al borde del arroyo.
Mi antepasado sacó prestamente (también del jubón,
supongo) un manojo de exquisitos berros.

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Entretanto la bella aldeana seguía llenando alegremente
su canasta de fresas.
Al punto mandó el rey a Lulio que averiguara si por el
lado de los acantilados estaba lloviendo.
A Lulio le bastó mirar en esa dirección para decir con
seguridad que no, que no llovía.
La bella aldeana acabó de llenar su cesta y ya se iba.
El rey se lanzó trotando detrás de ella.
Y Lulio detrás del rey.
Dicen que el rey Fadrique, que en gloria esté, se detuvo
de golpe.
Inspiradísimo, viró en redondo. Y allí mismo, en el
bosque, sacó su espada, la puso sobre los hombros de Lulio
y, en mérito a su espíritu alerta y a los buenos servicios
prestados. lo nombró Centinela Mayor del Reino, cargo que
consistía en vigilar desde la torre más alta el castillo por si
atacaban los normandos. Que asumiera ya mismo, le dijo, y
que no bajara hasta ver al menos uno.
Después siguió trotando detrás de la aldeana. Solo.
Asi fue como mi antepasado dejó de ser un humilde paje
y obtuvo la más alta distinción que haya recibido jamás un
miembro de mi familia.
Por todos los años que le quedaron de vida, Lulio el
horizonte desde su puesto en la torre —aun escarcha— con
mucho empeño y orgullo.
Dicen que tanto y tan bien miró que jamás los normandos
atacaron el reino de Sajonia. Muchos otros sí, pero no los
normandos, que era de los que se tenía que ocupar mi
antepasado.
Debe saberse que en el reino de Sajonia el cargo de
Centinela Mayor era, como el de verdugo, hereditario.
De ahí que el hijo mayor de Lulio siguió en ese puesto y
también los hijos mayores de todos los hijos mayores (que
siempre se llamaron Lulio) a lo largo de los siglos. En algún
siglo alguien les regaló un catalejo, cosa que facilitó mucho
la tarea.
Y aquí estamos.
Por eso en esta foto mi hermano mayor, Lulio, mira
atentamente el horizonte. Es por si vienen los normandos.

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Debo decir, para honor de mi familia, que hasta hoy no
apareció ninguno.

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PAMELA

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L a bisabuela de Tomás era medio
hermana de mi bisabuelo. Por eso Tomás viene a ser medio
nieto y medio sobrino de mucha gente; también medio primo
mío.
A Tomás no le interesan para nada las partes del cuerpo.
Por eso, cuando se quedó sin dientes, no se preocupó. Los
trató siempre con tanta indiferencia a los pobres, que fueron
cayendo uno a uno acribillados por las caries. Él los vio irse
sin pena, más bien con curiosidad.
Al fin le quedó la boca fruncida como un monedero.
Un verano (El Verano del Último Diente Caído) fuimos
todos los días a pescar al río.
Pasamos muchas horas en un muelle destartalado
enfundando anzuelos con lombrices. Es lo que más le gusta
hacer a Tomás; para eso tiene el arte y la paciencia de un
cirujano.
Cuando se terminaban las lombrices encarnábamos con
la comida que había sobrado. Generalmente salchicha. Pero
también tortilla y todas las pasas de uva de las empanadas.
(En eso de extirpar las pasas de uva a las empanadas Tomás
también es como un cirujano.) Él dice que en este río nuestro
da lo mismo encarnar con cualquier cosa porque el agua es
tan oscura que los peces no distinguen una lombriz dc un
diente de ajo.
Una tarde en que se había acabado todo, Tomás tiró una
línea de fondo con un caramelo blando en el anzuelo: uno de
esos conitos verdes, de eucalipto, que la gente come con el
pretexto de la tos.
Enseguida sintió el tirón del hilo.
Levantó.
Una dentadura.
Nadie esperaba eso, pero allí estaba. Una dentadura
buena, completa, con bisagra, los de arriba y los de abajo.
Mordió con tal fuerza que costó desengancharla.
Tomás estaba dado vuelta. Loco. Un dorado de cuatro
kilos no lo hubiera puesto tan contento.

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Volvimos a casa con la dentadura y hubo que
convencerlo de que la lavara antes de ponérsela, porque ésa
fue su intención desde el primer momento.
—Vaya uno a saber de quién es —le decía su madre, mi
media tía.
Y él gritaba:
—Es mía. ¡Yo la pesqué!
La mañana que la estrenó, apenas masticó el aire para
probarla sintió el impulso de correr al quiosco a comprar un
paquete de conitos verdes.
Y fue desde aquella dentadura que empezó a comer
desaforadamente los benditos caramelos.
A cualquier hora del día se lo vio masticando, con tanta
pasión como si estuviera por acabarse el mundo. De mañana,
antes de que abrieran el quiosco, ya estaba Tomás allí
esperando para comprar los caramelos por cajas. Nunca
convidó, no porque fuese avaro sino porque convidar distrae.
Le dijimos: "Tomás, estás exagerando", pero él no
escuchaba. Las tardes enteras pasaba en el patio haciendo
puntería en la boca con un caramelo tras otro mientras
contaba las orugas de la parra. Era evidente que su dentadura
le pedía eso.
También era evidente la adoración de Tomás por ella. La
llamaba Pamela.
La exhibía, la lustraba, le daba baños de bicarbonato, la
llevaba al dentista ante el menor síntoma. Era vivir para ella.
De noche la guardaba en un vaso con agua y dormía
despierto por ver si algo necesitaba. Que le hablaba, que le
sonreía, dijo.
Por la mitad del otoño Tomás estaba gordo, desmejorado
y verde. Y eso por culpa de los conitos, porque ya no comía
otra cosa.
—Es que si como otra cosa, Pamela cruje —dijo.
Se puso peor. Una porquería. Andaba arrastrando las
ojeras y era un puro sudar chivo de eucalipto.
Al fin Tomás empezó a mirarla con rencor. Parecía
esquivar su dentadura, cosa bastante difícil para cualquiera,
especialmente cuando uno la tiene puesta.
Una mañana anunció que iba a dejar de comer los
caramelos. Al rato apareció gritando con un dedo mordido.

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Entonces no pudo más.
Una tarde (La Tarde del Último Día de Pamela) lo
acompañamos al río y tiró la dentadura en el mismo lugar
donde la había pescado. Fue muy conmovedora su
despedida. Como él dice, el río devuelve a veces las cosas
que se caen, pero nunca las que uno tira.
Con el tiempo mi medio primo Tomás se mandó a hacer
otra.
Está muy contento. Pero ya no es lo mismo que con
Pamela.

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HORMIGAS Y
CORNO

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L as hormigas de mi tío Pereyra
andan a su gusto por toda la casa. Libres como los gatos, van
y vienen por sus carreteras masticando canteros completos y
podando arbustos fuertes hasta dejarlos en estado de
esqueleto.
Pereya nunca encontró motivos para combatirlas; como
nunca encontró motivos para eliminar las babosas y
caracoles gordos que se arrastran en los rincones de su
jardín.
Pero le bastó descubrir que hormigas ajenas habían
comido uno de sus malvones para entrar en furia. Armó una
escena tal que toda la cuadra se asomó a ver qué pasaba.
Arrodillado delante del malvón, zamarreaba las ramas
peladas y gritaba: "Qué te han hecho!". La planta, en verdad,
parecía la víctima de un gas defoliante.
Claramente se vio que el camino de hormigas enlazaba el
jardín de Pereya con el de Rizzuto, su vecino, pasando por
encima de la parecita que separa las dos casas. El jardín de
Rizzuto es una maravilla: cualquiera diría que acaba de salir
de la peluquería.
Inmediatamente mi tío Pereyra le presentó las quejas.
Rizzuto se sintió atacado. ¿Cómo sabía él que esas hormigas
eran suyas? ¿Acaso eran de otra raza? ¿Tenian su marca o un
pasaporte? ¿Llevaban su apellido?
—Lo más probable —dijo Rizzuto— es que tus hormigas
hayan invadido mi casa porque en la tuya ya caben.
Pereyra no se dejó intimidar. Tenía la respuesta perfecta:
—Las hormigas son tuyas porque el hormiguero está en
tu casa. Si vienen a comer a la mía será porque tienen
hambre. Y lo justo es que cada uno se ocupe de alimentar a
sus insectos.
Así fue la discusión —bastante desagradable—- que se
ventiló delante de todo el barrio. Los más razonables estaban
de parte de mi tío.
Pero Rizzuto se encaprichó y no quiso destruir el
hormiguero que, por otra parte, a él no lo perjudicaba en lo
más mínimo.

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Desde ese día Pereyra no tuvo descanso.
Cada atardecer aplastaba las hormigas del vecino en un
esfuerzo inútil. De inmediato reaparecían por encima de la
parecita y seguían devorando los malvones como si fueran
sordas. Las muy asquerosas volvían dobladas bajo el peso de
las hojas y pétalos a esconderse en su agujero. Más muertos
que vivos estaban esos malvones.
La pelea siguió.
Rizzuto contestó al fin que su responsabilidad llegaba
hasta los límites de su casa. Sus hormigas eran grandes y lo
que hicieran más allá de su terreno no era cosa suya.
Pereyra pensó mucho en eso. Pensaba para adentro, en
silencio, lo cual trajo unos días de paz.
Una tarde llegó de la calle con un estuche negro como un
ataúd. Y dentro del estuche un corno. No tardó dos minutos
en armar cl instrumento y ponerse a tocar.
Imposible imaginar algo más tétrico. Una mezcladora de
cemento cargada de malas noticias habría sonado más alegre.
El corno bramaba como un criminal arrepentido. Mi tío
ejecutaba una melodía irreconocible y los vecinos salieron a
la calle a preguntar dónde era el entierro.
A partir de ese momento Pereyra avanzó en el terreno de
la música con una paciencia escalofriante.
Día y noche, tocaba.
Todo el mundo vivía con los tímpanos descompuestos.
De madrugada, sobre el aire indefenso del barrio, el
instrumento aquel era la voz desafinada de la desgracia.
Hasta que alguien captó el mensaje: si Rizzuto no se
hacía responsable de las hormigas más allá de su casa,
tampoco Pereyra tenía que preocuparse por las notas que se
colaran fuera de su terreno.
Rizzuto también lo entendió. En media hora eliminó el
hormiguero.
Entonces le dijimos a mi tío Pereyra:
—Pereyra, ya está bien. No hace falta que sigas. Todos
entendieron la lección.

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Él nos miró de veras sorprendido. Había en su cara una
inocencia tan sincera que desconcertaba. Suavemente, muy
intrigado, preguntó:
—¿Qué lección?
Y siguió soplando el corno.
Hasta hoy, que lo sigue soplando, y ha empezado a
componer —dice— algunas canciones que serán suceso.

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EL CASO VICENTE

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T odos los veranos unos amigos
de mis padres que viven en Almagro, los Ferruzzi, pasan una
temporada con nosotros. Traen a Vicente, el hijo menor. Las
dos hijas mayores están casadas, el tercero estudia en La
Plata; así que vienen con Vicente, el oso.
Me gusta que venga. Lo paso bien con él.
Vicente tiene el pelo castaño, como todos los Ferruzzi,
pero tirando a rojizo; y más largo alrededor del hocico, en la
panza y detrás de las patas. También es más alto: erguido,
nos pasa una cabeza y media. No diré que los padres y los
hermanos sean flacos, pero él es uno de esos que
directamente rompen la balanza. Adelgazó este año —
cuando pegó el estirón, según la madre—, aunque ya se ve
que nunca va a bajar de los trescientos kilos. Debe ser por el
peso que tiene los pies planos.
Es de no creer la fuerza de Vicente. Cuando llega, reparte
abrazos para estrangular. ¡Un músculo! Yo lo he visto
arrancar de raíz un cerco de ligustro con postes, alambre y
todo, como quien arranca una hilera de rábanos, El verano
pasado, sin ir lejos… ¿Qué hizo? Demolió el galpón viejo, él
solo. Es cierto: al galpón había que demolerlo. Pero hay que
andar con mucho cuidado porque a veces hace esas cosas sin
que se las pidan. Uno comenta algo —tiene el oído finísimo
Vicente— y entonces él va y lo hace. Pero, ¿y despés?
Lo raro es que con semejante cuerpo le tenga miedo a los
perros. Vamos por la calle, y apenas ve un perro se esconde
detrás de mí o de cualquier vieja que pasa. Alguno lo debe
haber mordido de chico, porque de otro modo no se explica.
Me gusta andar con Vicente por la calle y encontrar perros.
Son los únicos momentos en que me siento fuerte al lado de
él.
Cuando viene, nos pasamos casi todo el día en el agua.
En casa hay una pileta de plástico incrustada en la tierra.
Nadar no se puede porque la pileta es chica, pero al menos
ayuda a bancar el calor. A Vicente lo pone muy mal el calor.
¡Y le encanta el agua! Como vive en un departamento,
aprovecha. (Por eso lo traen los padres, también.) Así que
chapoteamos y él hace como que pesca peces con la mano.

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Lo único que me da rabia —y de eso no tiene la culpa
Vicente— es que me toca heredar la ropa que le va quedando
chica. Aparte de que la destroza, por un motivo u otro nunca
me queda bien lo que deja; pero parece que nadie se da
cuenta. Es lo que odio: todos los veranos la ceremonia de
probarme el paquete de ropa que trae la madre. Mientras me
abrigan y me desabrigan, él me mira.
La suerte de Vicente —además de usar la ropa nueva—
es que no va a la escuela. Nunca lo anotaron. A mí me dicen
que porque todavía no tiene la edad. Mentira. Yo creo que es
por esa costumbre suya de hibernar. ¿En qué colegio van a
tomar un alumno que duerme cinco meses al año, si apenas
por bostezar en clase lo mandan a uno afuera? Durante todo
ese tiempo Vicente no come, no hace caca y toma solamente
agua. ¡Cómo va estudiar así! Entonces el vago se queda en
casa.
Ocurre que, como es el menor, los padres lo dejan hacer
lo que se le antoja. A mí no me dejan hacer ni la mitad. Eso
le critican mis padres a los de Vicente: lo mimado que está.
Pide miel, le dan miel; queda todo pegotoso y después se
lame las manos, pero no lo retan. Gruñe un poco y ya corren
los dos a ver qué le pasa. Con tal de que Vicentito no se
enoje, son capaces de hacer cualquier cosa.
A mí se me metió esto en la cabeza: que Vicente no es
hijo verdadero de esos amigos de mis padres; que lo
adoptaron. Hay algo en él que no es de la familia.
Una vez pregunté:
—Vicente, ¿es adoptado?
No me contestaron que sí, pero tampoco que no. A lo
mejor ni él está enterado. A lo mejor ése es el secreto de la
familia Ferruzzi; ya se sabe que en todas siempre hay un
misterio.
La razón por la que sospecho que es adoptado es ésta:
Vicente es el único de su familia que mientras está comiendo
no rasca el plato con la punta del tenedor —¡se me enferman
los dientes sólo de contarlo!
Los Ferruzzi llevan esa costumbre en la sangre. Nacen
con ella, así como otras familias nacen pelirrojas o con las
orejas pantalludas. Porque no puede ser que todos: los padres
de Vicente, los hermanos, los abuelos, los primos más

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chicos, todos, constantemente hagan ese ruido espantoso que
sale de rayar el plato con la punta —¡sss!, ¡los dientes otra
vez!— del tenedor. ¡Hay que estar ahí para las Navidades
cuando los Ferruzzi se juntan a comer!
En cambio Vicente no, no lo hace. Digo: que cuando
come no hace patinar los dientes del tened... Ay,
basta,
Por esa razón pienso que es adoptado. Y por esa razón
—pienso—— es mucho mejor que sea adoptado.

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MOSCAS
RESUCITADAS

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U na mañana tía Birguita se fue a
la feria y volvió al mediodía sin nada en la canasta y con la
noticia de que podía resucitar moscas. No hizo comentarios
ni dijo quién le había enseñado.
Esto no es raro en ella. A Birguita siempre le interesó lo
oculto del más allá.
Al día siguiente se compró una bata azul fluo y colgó en
la puerta de su casa un sencillo cartel que decía: "Se
resucitan moscas".
El resto de la familia puso el grito en el cielo. Ella
tranquilizó a todos con el siguiente argumento:
—Es casi como ser veterinaria —dijo.
Limpió el galpón del fondo e instaló allí lo que ella
llamaba su consultorio.
A la vista no había más que un par de sillas, una mesa de
mármol de tres patas que acarreó del jardín, una lupa,
fósforos y varios atados de ramas de poleo puestos a secar,
yuyo que en su casa crece silvestre como todos los demás.
Fuera de la vista había frascos de boca ancha y otras cosas.
Según mi tía las moscas se resucitan colocando a la
fallecida bajo un montoncito de ramas de poleo y
pronunciando ciertas palabras (ella sabía cuáles). En
instantes la mosca vuelve a la vida y despliega sus alas
traslúcidas (así lo contó) como cl Ave Fénix, que también
renace de entre las cenizas, para posarse dócil en la mano de
su resucitador.
El primer cliente tardó en aparecer porque no es común
que la gente se ocupe dc la salud dc sus moscas. Si me
dijeran las abejas, que son insectos útiles, vaya y pase; pero
no las moscas.
El cliente traía el animal despachurrado envuelto en una
servilleta.
Mi tía lo observó con la lupa, meneó la cabeza y dijo: —Un
mal golpe.
Después puso la mosca sobre la mesa, la cubrió de
ramas, acercó un fósforo encendido y pidió que la dejaran a
solas con ella.

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Como a los tres minutos salió del galpón. Estaba
magnífica Birguita, envuelta en su bata fulgurante y en una
tufarada de humo de poleo. Traía el puño cerrado y se
escuchaba el zzzzz del animalito vivo en la mano. Con toda
delicadeza se lo entregó al cliente. El hombre estaba muy
impresionado. Le pagó y se fue. En la vereda dejó escapar a
la mosca.
El negocio de mi tía anduvo muy bien. Sería por la
novedad o porque de veras era buena resucitando.
La casa se llenó de clientes que hacían fila delante del
galpón. Todos con una cajita o un pañuelo envolviendo
moscas muertas de distintas muertes. Nadie se fue de su casa
sin su mosca viva y nadie dudó jamás de los poderes de tía
Birguita.
Su familia terminó por aceptar la situación. Pero a mi tío
Aldo siempre le pareció un trabajo horrible; cada vez que
ella hablaba de las moscas como de "sus pacientes", él se
deprimía. Además la casa entera, con sus habitantes y sus
muebles, apestaba a poleo quemado.
El problema se presentó un sábado.
Llegó un hombre muy apurado que pretendió esquivar la
cola explicando que su mosca merecía atención especial
porque era blanca. Su ejemplar, dijo, era único en el mundo;
una mosca mitológica: como un unicornio. Los de la fila le
contestaron que una mosca es una mosca en cualquier caso, y
que no importaba para nada el color, así que más le valía
esperar su turno. El hombre insistía en pasar primero.
Birguita se asomó al escuchar la discusión. Cuando vio la
mosca, palideció. Efectivamente era blanca de la cabeza a las
patas: blanca como para no verse en la leche. Esta vez, nos
dimos cuenta, estaba en un lío.
Mi tía miró la mosca un largo rato. Después se metió en
el galpón. La escuchamos remover frascos. Volvió a salir
más preocupada que antes.
Siguió mirando la mosca y rascándose los codos. De
golpe se le iluminó la cara.

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—¡TALCO! —gritó— ¡TALCO ES LO QUE LE PUSO
A ESTA MOSCA! ¡FARSANTE! —Y después, ya como
loca—: ¡SUJÉTENME! ¡SÁQUENMELO DE AQUÍ!
El cliente se enfureció. Siguió gritando que su mosca era
blanca de verdad, que mi tía no sé qué, y que por su culpa la
ciencia perdía un animal extraordinario. Los otros lo
amenazaron tan resueltamente que al fin se fue.
Ya más calmada, Birguita improvisó un discurso sobre
las avivadas de la gente, lo mal que está colarse en una fila,
las falsas moscas blancas y todas esas supersticiones tontas
de las que se aprovechan los atorrantes. Se aplaudió mucho
su sentido de la justicia.
Pero ese día, después que despidió al último cliente,
guardó la bata, descolgó el cartel y nunca más volvió a
resucitar.

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NUESTRO
CANUTO

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E n el pueblo todos tenemos un
perro.
Apareció en la plaza, me acuerdo, una mañana de
festejos, mientras el intendente inauguraba un cantero. Fue
justo al final del discurso que el perro cruzó por delante del
escenario, de modo que recibió los aplausos de la multitud y
era de ver lo agradecido que estaba el animal, Debe ser por
eso que se quedó. Está bien que se llame Canuto.
No es de raza. Nunca lo fue.
El Canuto es de todos un poco, como dije.
Los jueves come en lo del farmacéutico, a pesar de que
allí una vez lo bañaron. Los viernes almuerza pasta en lo de
las hermanitas Landaburu y cena con el peluquero. Los
sábados pasa el día en la parrilla del club, a la noche
desaparece y el domingo a la mañana va a la salida de misa.
El resto del domingo corre a los gatos de la curandera, El
lunes se reparte entre varias casas conocidas según su estado
de ánimo.
Los martes va a lo de mi padrino Arturito.
O sea que el Canuto es de la familia, pero solamente los
martes. Igual lo queremos como si fuera nuestro todos los
días.
Arturito siempre fue de la opinión de que el Canuto tenía
que aprender a hacer alguna gracia. ¿Qué perro no la hace?
Él dice que enseñarle es más importante que darle de comer
porque las comidas pasan pero las enseñanzas duran para
siempre. Tiene razón; es lo mejor que se puede hacer por el
perro. Sobre todo considerando que el Canuto va a algunas
casas finas y en esos lugares está bien visto que los perros
hagan una gracia.
Al principio mi padrino estaba desalentado. El Canuto
parecía duro de mollera; no le entraba nada. No consiguió
que diera la pata, se hiciera el muerto o trajera palitos en la
boca. Arturito tiraba el palo y esperaba. El Canuto también
esperaba que Arturito fuera a buscar el palo.

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Pero después se vio que el animal estaba para algo más
importante, no esas estupideces que, después de todo, las
hace cualquier perro.
Hace un par de semanas Arturito consiguió una gracia
verdaderamente sorprendente: el Canuto se eleva, sube, se
despega del piso con sus cuatro patas. Lo consiguió tocando
el tonete: mientras Arturito sopla, el perro levita.
El tonete es un instrumento sencillo y rústico. Soplado
por mi padrino produce una melodía extraña, bellísima,
como la canción de amor de un pastor irlandés de las Tierras
Altas que llama a su amada para devolverle una oveja.
La cuestión es que apenas escucha las notas ascendentes
el Canuto se eleva; y baja cuando Arturito hace descender la
melodía hacia las notas más graves. El ascenso y descenso
del Canuto deben tener que ver con la ley de gravedad.
Es de veras impresionante. Que yo sepa, nunca, se ha
visto algo así. Al menos en este pueblo.
Primero pensamos que era una habilidad natural del perro
(algo hay, sin duda) y que el tonete tenía virtudes
maravillosas. Lo más probable es que mi padrino sea un
prodigioso encantador de perros o que el poder esté en esa
melodía que suena como el llamado de amor de un pastor
irlandés de las Tierras Altas, etc. Tal vez sea una
combinación de todo eso.
Bien mirada, hasta es una gracia útil: se puede pasar la
aspiradora o el escobillón sin molestar al animal. Arturito
tiene motivos para estar orgulloso.
—¡Quién sabe hasta dónde llegará este perro! —dice.
Lástima lo del martes pasado.
Arturito soplaba el tonete, como siempre, y el Canuto
estaba casi a la altura del alero cuando sonó el teléfono. Por
mala suerte, era para mi padrino. Corrió a atender. Lo
llamaban de Mercedes y tuvo que irse por no sé qué asunto
urgente. Apenas tuvo tiempo de cambiarse el camisolín y
pescar el último micro.
Yo sé, porque lo conozco, que él nunca hubiera dejado al
Canuto así. Mi padrio no es de los que abandonan las cosas a

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medio hacer. Tampoco es un descuidado mi padrino; es un
hombre con muchas ocupaciones.
Ahora no sabemos cómo bajar al Canuto.
Tratamos, pero ninguno de nosotros es capaz de hacer
sonar el tonete como una canción de amor del pastor
irlandés, etc.
Digamos que el perro está muy bien, no necesita nada, le
damos de comer con la escalera. Sólo que no hay forma de
bajarlo hasta que vuelva mi padrino.
En el pueblo se estarán preguntando por él. Seguro que lo
extrañan en las otras casas. Deben pensar que le pasó algo.
A ver si todavía creen que vamos a quedarnos con el
Canuto. Nada de eso. Es solamente por unos días hasta que
Arturito vuelva y lo baje.
Mientras tanto, es lindo porque lo tenemos.

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OTRA VE CLETA

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N o quería ocuparme otra vez de mi
prima Cleta. Pero es por este asunto del eclipse, que tanto le
agradezco.
Sucede que a Cleta le repitió la ictericia. ¡Único caso en
el mundo! El médico la miraba como si fuera un ejemplar de
loro albino. Otra vez, reposo y dieta.
Mientras estaba en cama —rompiendo, como siempre—
alguien le alcanzó una revista de divulgación científica; un
número dedicado al Cosmos. Durante varios días Cleta miró
atentamente las figuritas, casi sin hablar.
Cuando se curó y pudo levantarse, era otra. Por fuera
tenía un color amarillo cadáver que nunca se le fue del todo,
pero por dentro estaba iluminada con la luz extraordinaria
del saber. ¡Acababa de descubrir el Universo!
A partir de ese momento la exploración del mundo
celeste, las leyes del movimiento de los astros, el grandioso
comportamiento de las nebulosas, el enigma de los agujeros
negros, los intríngulis de la vida supragaláctica, le ocuparon
toda la cabeza, que parecía ensanchada. Cleta no necesitaba
leer, pensaba solamente.
Enseguida se notó que lo suyo siempre había sido la
ciencia y ninguna otra cosa. ¡Evidente el enorme talento que
tenía para todo eso! No había asunto que Cleta no entendiera.
Los problemas más nudosos se desenredaban en su cerebro
con asombrosa facilidad. ¿Genio? ¿Intuición? Pensaba y
sabía.
Al principio le produjo bastante terror.
Una de sus conclusiones más extraordinarias fue acerca
del origen del Universo.
—Nunca empezó —dijo—. Ya estaba.
Y esa idea —de que algo existiera antes de haber
comenzado-— la impresionó de tal manera que pasó tres días
encerrada en un placard. No sé si la asustó tanto la idea como
su propia, tremenda inteligencia.
—¿Se puede caminar por el borde del espacio? —
preguntaba.

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—No. El espacio no tiene borde —se contestaba ella.
misma.
—¿Qué forma tiene la galaxia de Andrómeda?
—De huevo.
—¿A que no saben dónde termina el infinito?
—¡Pues no termina! —gritaba, espantada.
Me acuerdo cuando descubrió a Einstein. Desbordaba de
admiración por el gran físico. Lo amó. Hasta se peinó como
él. Tan claro resultaba Einstein para Cleta que aproveché
para que me explicara la célebre teoría del espacio-tiempo. Y
me dijo:
—Fácil. Cuanto más rápido viaja un cohete a Plutón,
menos tarda en llegar. A veces viaja tan rápido que llega
antes de haber salido y el piloto aterriza convertido de nuevo
en un bebé.
La revelación fue tan insoportable que nos encerramos en
el placard.
Con el tiempo Cleta se dedicó a estudiar fenómenos más
cercanos. Ahora está tranquila. Al menos habla de cosas que
cualquiera puede ver. Desde su puesto de observación pasa
informes sobre constelaciones, asteroides, cometas,
meteoros, estrellas fugaces, fases de la luna, equinoccios, etc.
Es hoy el día que nuestro sistema solar no tiene secretos
para ella. Cleta mira para arriba y anota:
Miércoles 3
En Marte se levantó una tormenta de polvo.
Jueves 4
En Marte llueve torrencialmente.
Viernes 5
Esto está lleno de barro.

Por fin, la semana pasada Cleta anunció un eclipse.


Eclipse de sol, total.
—Va a ser el jueves alrededor de las 5.
Pero el jueves, a esa hora, a nadie le venía bien el eclipse.
En mi familia, el que no trabajaba tenía escuela o dentista.
Cleta se enojó por lo que consideró una falta de interés
por sus cosas. Encima nos llamó burros.

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Yo le expliqué que no era falta de interés. A mí me
entusiasma mucho la idea de ver un eclipse. Nunca vi uno.
Además eclipses de los buenos —cuando la luna tapa
completamente al sol— se producen cada muerte de obispo.
Entonces le pregunté si no podía ser el sábado.
Como el sábado era mi cumpleaños, se me ocurrió
festejarlo al aire libre y aprovechar la oscuridad del eclipse
para apagar las velas.
Mi prima aceptó a regañadientes.
—Está bien, que sea el sábado. Pero no es lo mismo.
Después no me vengan con que salió mal. Eso fue ayer.
Tuve el mejor cumpleaños de mi vida. Pese a la
preocupación de Cleta, salió todo lo más bien, Como si lo
hubiéramos ensayado.

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EL ENCARNADO

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A penas apareció el gato en casa, me
di cuenta: él era la reencarnación de mi abuelo.
No sé bien cómo es este asunto de las reencarnaciones,
pero puedo imaginármelo a partir de algunas cosas que leí y
escuché.
El alma es como un bocado radiante o una rosquita de
humo que sale de la persona cuando muere. Sale con el
último suspiro. Una vez que ha salido se desplaza por el aire
buscando otro cuerpo vivo. Ese cuerpo puede estar lejos o
cerca, y ser de persona, animal o planta. Cuando lo
encuentra, zap, se mete dentro. Y listo, ya se reencarnó. Más
o menos eso es lo que le pasó a mi abuelo.
Tampoco sé cuánto tarda un alma en encontrar otro
envase. Supongo que depende de la distancia que deba
recorrer, Reencarnarse en un país lejano seguramente lleva
tiempo. Recuerdo que el gato apareció en casa unos seis
meses después de la muerte de mi abuelo y parecía de por
acá; pero no se debe tornar en cuenta este dato porque mi
abuelo era lerdo para todo.
También ignoro por qué motivo se reencarnó en un gato.
—¡y ese gato! — habiendo tantos seres mejores en el mundo.
Ni es un animal bello ni es un modelo de virtudes; aunque
pensándolo bien mi abuelo tampoco lo fue. Tengo que
suponer que cada uno se reencarna en lo que puede y a él le
tocó, justamente, ese gato maula, insomne, con mandíbula de
trampero.
Sc preguntarán ustedes —¿se lo preguntarán realmente?—
cómo me di cuenta de que el gato era mi abuelo o viceversa.
En primer lugar por la tranquilidad con que se instaló en
casa; como si la conociera. Cuando se apoderó del sillón de
mimbre no me animé a echarlo porque actuaba como si
siempre hubiese sido suyo.
Igual que mi abuelo, el gato acostumbra pasar noches
enteras caminando por los techos. Y, como el gato, mi

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abuelo adoraba los lácteos y los consumía en cantidad con el
pretexto de su úlcera.
Los dos con los mismos bigotes alertas, el mismo
fastidio por el agua, la misma capacidad para desordenar el
costurero que ponía frenética a mi pobre abuela Pina, la
misma destreza para cazar los ratones del galpón.
Trae problemas convivir con un gato que además es el
abuelo propio. Si a un abuelo se le deben ciertas
consideraciones, a un gato no tanto.
Imaginarse a uno mismo pisando por descuido un gato
—no hay nada más feo que pisar un gato—: cuánto mayor es
el sobresalto si es el abuelo de uno el que maúlla.
Hasta hoy no pude impedir que se comiera mi pescado,
pero francamente no tengo ganas de compartirlo con él. Este
asunto del pescado me molesta tanto como este otro: cada
vez que lo olvido a la intemperie un día de lluvia, tose para
recordarme que era asmático.
Otro problema es cómo presentarlo a los demás. ¿Qué
conviene decir?:
Éste es Neutrino, mi abuelo. O bien.
Éste es don Alfonso, mi gato.
Opté por dejar que se presentara solo, cosa que jamás
hace, lo que me pone en situaciones muy incómodas con la
gente.
Más molesto fue cuando me lo trajo el encargado de la
custodia del banco que está a media cuadra. Durante tres
meses seguidos, los días 5, lo encontró en la cola de los
jubilados de la Caja de Comercio. El hombre lo traía
correctamente alzado por la piel del pescuezo. Y me lo
entregó con evidente desconfianza. Sospechaba algo. Me
costó explicarle que eran restos de costumbres de su
encarnación anterior.
Hasta ahora las cosas son así. Y no son fáciles. Me temo
que se van a complicar más todavía.
Hace unos meses mi abuelo entró en conversaciones con
una gata barcina común, de la que apenas lo separa una
medianera.
Ella se llama Niní.

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Sé que la dueña de la casa echó varias veces a escobazos
a mi abuelo (eso me mortifica). Parece fastidiada, la mujer.
No la gata, en cambio, que está encantada.
La mujer cree —creo yo-— que mi abuelo ha hecho algo
inconveniente,
Es evidente para todos que en unos días más la gata va a
tener gatitos. Y también es evidente que ése es el resultado
de las conversaciones entre Niní y mi abuelo.
De alguna manera la dueña de la gata me hace
responsable por lo que pasó. Pero ¿cómo puede hacerse a un
nieto responsable por las acciones de su abuelo
reencarnado'?
La única duda que tengo, la que me atormenta —y después
me dejo ya de fastidiar con asuntos de familia—, la única
duda, repito, es ésta: si los gatitos son hijos de mi abuelo,
¿qué son de mí?

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