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Sophie Winston es organizadora de eventos y ha

cumplido el sueño de su vida: llegar a la final del


concurso Relleno de Rechupete, un reality de cocina
que se celebra el día de Acción de Gracias, y está
decidida a ganarlo. Claro que no es plato de buen gusto
que precisamente Natasha Smith, su archirrival del
instituto y la mujer que le robó el marido, sea uno de los
jurados de esta edición. Pero por si eso no fuera
suficiente, un hombre aparece muerto encima de su
coche. A Sophie no le queda otro remedio que tratar de
resolver el asesinato para limpiar su nombre y tener
opciones de ganar el concurso. ¿Lo conseguirá o
acabará sirviendo comida en la cárcel?
Krista Davis

Asesinato a las finas


hierbas
Misterios y recetas
de una diva doméstica
1
Título original: Diva Runs Outs of Thyme
Krista Davis, 2008
Traducción: Verónica Canales, 2023
Diseño de cubierta: Ana Jarén

Revisión: 1.0

19/03/2024
CAPÍTULO UNO
En directo, para el programa ¡Buenos días, Washington!
Invitada especial en el estudio de televisión de Washington:
Natasha.
Mi festividad favorita es Acción de Gracias. No hay otro día
que simbolice mejor el disfrutar de la familia, los amigos y
las fabulosas comidas. A estas alturas, espero que todo el
mundo haya enviado ya sus invitaciones. Como
manualidad, hemos elaborado estas preciosidades
rasgando papeles reciclados de tintes naturales para
darles forma de hojas de arce. No las recortéis con tijeras o
no conseguiréis este efecto tan maravilloso y sutil de papel
con los bordes deshilachados. Pegad cada hoja con
pegamento sobre un rectángulo de tela de un tono más
oscuro. La nuestra tiene un ligero reflejo dorado que le da
un aire otoñal. Luego, con un bolígrafo especial para
lettering escribid un sentido mensaje para cada comensal.
No olvidéis fabricar sobres a juego con papel reciclado.
L
a voz aterciopelada de Natasha ascendió ondulante por
la escalera. Yo apreté los dientes al oírla. En sexto de
primaria, propagó el rumor de que yo me había hecho
pis en la cama la noche de su fiesta de pijamas. Esa mentira
flagrante me había perseguido hasta el día de mi graduación.
La verdad era que no la odiaba, pero me fastidiaba, como
suele pasarnos tan a menudo con las personas perfectas.
Aunque me sentía bastante satisfecha con mi vida, Natasha
tenía la manía de presentarse por sorpresa y conseguir que me
sintiera inútil, como si volviera a ser la niña avergonzada de
sexto.
Habíamos competido entre nosotras prácticamente por
todo cuando íbamos al colegio: por el deporte, las notas, los
premios… La competición se convirtió en la norma para
nosotras. Yo me esforzaba por no sucumbir a ese sentimiento,
pero a Natasha le encantaba demostrar su superioridad, y eso
sacaba lo peor de mí. Sin embargo, jamás entré en su mundo
de los concursos de belleza. Le iba bastante bien, aunque sentí
cierta satisfacción al saber que jamás llegó a ganar el título de
Miss Simpatía.
¿Quién habría imaginado que Natasha acabaría teniendo su
propio programa sobre estilos de vida en un canal local de
televisión por cable de Washington? Por no mencionar su
columna en prensa sobre consejos de la misma temática. Y, en
ese preciso instante, cuando Mars, mi exmarido, se había ido a
vivir con ella, el sonido de su voz me hacía hervir la sangre.
En esos días, me daba la impresión de que Natasha se me
aparecía por todas partes, pero en mi casa, ¡ni hablar!
Salí de la cocina y me dirigí hacia la sala de estar pisando
fuerte. Mi madre cambió de canal enseguida. Mi hermana,
Hannah, intentó quitarle el mando a distancia.
—¡Mamá! ¡Yo lo estaba viendo!
Mi padre se encontraba apoyado contra el dintel de la
puerta mirando hacia la terraza acristalada, con una taza de
café en la mano.
—Ya se lo he dicho a las dos. No tendrías por qué soportar
a esa mujer en tu propia casa.
—Hace ya dos años que Mars y Sophie rompieron. Ella me
dijo que ya lo había superado. Además, Natasha no tuvo nada
que ver con su divorcio.
Hannah le arrebató el mando a nuestra madre y volvió a
poner el canal que emitía el programa de Natasha. Mi hermana
era la pequeña de la familia, lucía una larga melena rubia y
suelta, como una adolescente, y todavía creía que el mundo
giraba en torno a ella, aunque estuviera a punto de cumplir los
cuarenta. Mi hermano y yo nos mudamos a Virginia del Norte,
justo en la frontera con Washington, al terminar la universidad.
Sin embargo, Hannah se casó con dos perdedores seguidos y
se quedó en Berrysville. Por suerte, resultó que tenía una
facilidad sorprendente para la informática, aunque siempre me
había preguntado si quedarse a vivir en la misma localidad
pequeña que mis padres no la habría hecho estar demasiado
sobreprotegida.
Reprimí un suspiro de desesperación y fui a por una taza
de café. Llevaba menos de veinticuatro horas con mis padres y
mi hermana y ya me sentía otra vez como una niña. Era una
mujer de cuarenta y cuatro años, competente y autosuficiente.
¿Cómo conseguían tener ese efecto en mí?
El fuego crepitaba en la chimenea de piedra de la cocina y
disipaba el frío de noviembre. Debía de haberlo encendido mi
padre. El simple hecho de estar en mi cocina me hacía sentir
mejor. Las alacenas de estilo antiguo y color crema con varias
puertas acristaladas habían sustituido a las apagadas de tono
marrón oliva. El nuevo suelo de tarima todavía se veía pulido,
al igual que las encimeras de granito color caramelo. No
obstante, lo mejor de todo era la pared de piedra que
descubrimos durante la reforma. Seguramente formaba parte
de la casa original, con sus toscas piedras pensadas para ser
balastro, usadas como contrapeso en los barcos que cruzaban
el océano Atlántico y luego abandonadas en la calle durante la
época colonial. Una chimenea de más de un metro de alto con
unos ganchos para colgar las teteras convertía la pared en la
pieza más preciada de esa estancia.
Mi casa, construida en 1825, conservaba la fachada
original de estilo federal con paredes de ladrillo rojizo y altos
ventanales. Sin embargo, cuando Mars y yo la heredamos de
su tía Faye, el interior era del más puro estilo flower power de
la década de 1960. La icónica modelo Twiggy se habría
sentido como pez en el agua en la cocina con encimeras
naranjas y paredes empapeladas con estampado de margaritas
psicodélicas.
El aroma celestial a café recién hecho y beicon
chisporroteante llegó volando hasta mí, y mi madre siguió mis
pasos. La miré con una sonrisa de agradecimiento mientras me
servía café en mi taza de desayuno de porcelana con diseño de
dibujos azules de estilo italiano. No lograba recordar la última
vez que alguien que no fuera yo había preparado el desayuno
en mi casa.
—Bueno, salta a la vista que vuelves a estar soltera —
comentó—. Las mujeres casadas no usan pijama de franela.
Vaya. Había estado casada el tiempo suficiente para
olvidar las normas de mi madre para echarle el guante a un
hombre. Me incliné sobre la encimera de la cocina y me eché
una cucharada más de azúcar en el café con leche desnatada.
Mi madre, de figura menuda y esbelta, me apartó el azucarero.
—Ahora que vuelves a estar soltera, no puedes permitirte
seguir comiendo así. Ese azúcar se depositará directamente en
tus caderas.
¿Cuántas veces pensaba decir «ahora que vuelves a estar
soltera»? ¿Iba a ser su cantinela constante?
Me pasó un plato con beicon y tortitas. Un enorme trozo
de mantequilla se fundía sobre la tortita superior. ¿Eso sí que
me lo podía comer, pero no tomarme el café con azúcar? Fue
como si mi madre me leyera la mente.
—Son tortitas de calabaza y especias —comentó.
¿El beicon también estaba hecho de calabaza?
—Tu tía Melly ha preparado el sirope de bayas de saúco
rojo que está en la mesa. Siente no haber venido en coche para
Acción de Gracias, pero el tío Fredy ella pasarán con nosotros
la Navidad.
Enderecé el retrato de la tía de Mars, Faye, colgado sobre
la chimenea, me eché sirope en las tortitas y me acomodé en
mi butaca favorita junto al fuego. Mi madre se ocupó de los
platos del fregadero con una energía equiparable a la del
conejito de Duracell.
—No he recibido la invitación para Acción de Gracias.
Mi madre ya estaba en mi casa, ¿verdad que estaba?
—Tú fuiste la que me dijo que lo celebraríamos aquí este
año. No creí que fuera necesario enviarte una invitación.
—¿Tienes alguna de sobra? Me encantaría verlas.
No me apetecía empezar una discusión confesándole que
no había enviado invitaciones. Íbamos a ser solo los de la
familia; todos sabían dónde vivía.
—¿Qué tipo de sopa vas a servir?
—¿Sopa?
—¡Sophie! ¿Todavía no has pensado en el menú? Ya sabes
que todo el mundo tiene las expectativas muy altas porque te
dedicas a dar fiestas.
—No me dedico a dar fiestas, soy organizadora de eventos.
—Natasha va a preparar pichón y consomé de puerro,
servido en calabazas de bellota ahuecadas.
—¿Pichón? ¿Va servir caldo de paloma?
—De paloma no, de pichón. ¿Es que no ves su programa?
Me parece muy apropiado para Acción de Gracias. ¿Dónde se
compra el pichón?
Ni lo sabía ni me importaba. La simple idea de cocinar una
paloma me parecía asquerosa. Además, ¿de verdad alguien
podía apreciar la diferencia entre el caldo de pichón y el de
pollo?
—Natasha prepara el pavo ahumado. Dedicó un episodio
entero a las carnes ahumadas.
Maravilloso. Seguro que Natasha, por si fuera poco,
contaba con un equipo completo de cocineros a su servicio que
se lo hacían todo.
—Su madre me ha contado que Natasha se muere por que
su programa sea emitido por una cadena a nivel nacional.
Estoy segura de que los californianos no tardarán mucho en
adorarla tanto como nosotros. Esa chica persevera hasta
conseguir lo que quiere.
Mi madre me miró frunciendo el ceño.
—¿Siempre comes en esa butaca? Que estés sola no
significa que tengas que ser una desaliñada.
Me llené la boca de tortitas para evitar la tentación de
soltarle una fresca.
—¡Hannah! —gritó mi madre dirigiéndose hacia la sala de
estar—. ¿Ya estás vestida? —Se volvió hacia mí—. Vamos a
echar un vistazo a Saks; Hannah dice que tienen unos vestidos
de novia preciosos. Comeremos en Georgetown y por la tarde
iremos a buscar a su prometido al aeropuerto. —Se acercó
caminando hasta mí y me plantó un beso en la frente—. ¡Me
alegro tanto de verte, cielito! Ya sé que estás muy ocupada con
eso del concurso de relleno para el pavo, que es ya mismo,
pero ¿no crees que podrías encontrar un momento para ir a la
peluquería a cortarte el pelo?
Mi madre, la controladora que habría tenido la cena de
Acción de Gracias preparada con un mes de antelación, no
esperó a que le respondiera. Me quedé mirando cómo salía
disparada de la cocina y me dije a mí misma que no debía
molestarme. Ella vivía en su propio mundo.
El momento escogido por mi padre para hablar me hizo
sospechar que había estado esperando a que mi madre se
marchara. Se acomodó en la otra butaca situada junto a la
chimenea.
—¿Es verdad que has superado lo de Mars o es solo algo
que le has dicho a tu hermana para que se callara de una vez?
Tenía el ceño fruncido, con gesto de preocupación. Parecía
joven para estar jubilado. Conservaba gran parte de su mata de
pelo negro y se mantenía en buena forma.
—Es verdad. —Inspiré con fuerza y conseguí hablar con
un tono firme y esbozando una amplia sonrisa—. Lo he
superado.
—¿Por fin habéis llegado a un acuerdo con lo de la casa?
—Gracias a Dios que eso ya está arreglado. Ahora es toda
mía. —No pensaba mencionar que mis ahorros habían
mermado y que había renunciado a mi derecho a cobrar del
fondo de pensiones de Mars. No tenía sentido preocupar a mi
padre—. Creo que Natasha todavía quiere comprármela…
El retrato de la tía Faye, colgado encima de la chimenea, se
torció hasta quedar inclinado. Mi padre echó un vistazo a su
alrededor.
—Qué raro ha sido eso.
Tragué el último mordisco de tortita.
—A veces pasa. Creo que es por la corriente que sale de la
chimenea. En cualquier caso, la casa no está en venta, y menos
para Natasha.
Mi casa era lo único que ella no podía poseer. Me
encantaba ese viejo y chirriante lugar con sus corrientes
extrañas que hacían que los retratos se desplazaran y sus
originales ganchos y suelos de tarima con lamas que se
combaban; cada vez que se caía algo en el comedor o en la
sala, salía rodando hacia la pared más distante. Y adoraba vivir
en el distrito histórico de Old Town Alexandria, justo en la
otra orilla del río, enfrente de Washington capital. Las casas
antiguas y las aceras de ladrillo le daban un aire a pueblecito
más que a urbanización de las afueras.
Pronto recuperaría mis ahorros si podía resistir la tentación
de añadir un baño o de reformar el baño y medio que ya tenía.
¿Quién sería el idiota que puso de moda la locura esa de los
azulejos verdes y negros? Jamás ha sido una combinación
bonita. Gracias a mi trabajo como organizadora de eventos en
Algo para Recordar, tenía unos ingresos bastante decentes,
pero había contratado una costosa hipoteca para comprarle a
Mars su parte de la casa.
Entre una nube de preguntas confusas sobre las mejores
rutas para llegar hasta Saks y al aeropuerto, mi madre
reapareció con Hannah, recogió a mi padre y los hizo salir
corriendo por la puerta de casa. Yo me quedé mirándolos
desde la escalera de la entrada. La fría brisa otoñal levantó
unas coloridas hojas alrededor de los tres miembros de mi
familia, como si fueran la imagen del interior de una bola de
nieve. El Buick azul de mi padre se alejó del bordillo, y Nina
Reid Norwood, que vivía en la calle de enfrente, pero en una
casa más allá de la mía, se acercó trotando hacia mí.
El día en que Mars y yo llegamos al barrio, antes incluso
de que los de la mudanza entraran un solo mueble en casa,
nuestra nueva vecina, Nina, irrumpió sin permiso llevando
consigo una cachorrita de sabueso negra y marrón que agitaba
los cuartos traseros sin parar. Mars y yo enseguida nos
enamoramos de la perrita, que tenía una mancha en el hocico y
que nos seguía, toda contenta, escaleras arriba y abajo. Al día
siguiente, adoptamos a la dulce Daisy. Más adelante, Nina nos
confesó que su verdadera intención ese día había sido que
adoptáramos a la cachorrita, pero que antes quería echarnos un
vistazo. Su marido, un afamado patólogo forense, viajaba
continuamente, por eso ella tenía mucho tiempo libre para
ayudar a los animales sin hogar. Nina era hija de un profesor
de patología y conoció a su marido durante una barbacoa
celebrada en el jardín de sus padres. Afirmaba que el joven y
serio doctor había sido un antídoto para su primer matrimonio
con un hombre que jamás había conocido a una mujer que no
despreciara. Nina debía de estar en lo cierto. Nunca escuché,
de boca de su actual marido, ni una sola palabra negativa sobre
ella, aunque Nina sí que tenía bastantes que decir sobre su
suegra.
El coronel Hampstead iba canturreando la canción infantil
Walkies, walkies mientras paseaba por la acera a MacArthur,
su bulldog, y saludó con la mano al pasar caminando. El
anciano iba dando rítmicos golpecitos contra el pavimento de
ladrillo con su sempiterno bastón.
—¿Crees que va a celebrar Acción de Gracias con alguien?
—le pregunté a Nina entre susurros.
Ella puso cara de cachorrito triste.
—¡Coronel! —Salí corriendo a la zaga del anciano—. ¿Le
apetecería acompañarnos para la cena de Acción de Gracias?
La mirada de agradecimiento en sus ojos me lo dijo todo.
—Puede traer a MacArthur si quiere. —Me agaché para
acariciar al perro—. Te gusta el pavo, ¿verdad, amiguito?
—Por supuesto. MacArthur y yo aceptamos encantados tu
amable invitación.
Temblando de frío, añadí que lo llamaría para decirle la
hora exacta y volví corriendo a mi casa.
—A mi madre le daría un infarto fulminante —empezó a
decir Nina, arrastrando las vocales, con su marcado acento de
Carolina del Norte— si me viera aquí, plantada en el jardín,
hablando con los vecinos en albornoz.
No me cabía duda alguna de que así habría sido. Nina tenía
un cuerpo voluptuoso y, a pesar del frío que hacía en
noviembre, no tenía problema en enseñar un poquito de escote.
Tal vez el comentario de mi madre sobre las mujeres casadas y
las prendas de franela no estuviera tan errado. El albornoz
estampado de seda de mi vecina era sin duda mucho más
sugerente que mi pijama.
Entramos corriendo en casa y Nina se calentó las manos en
el fuego mientras yo servía más café. Me puse más azúcar de
lo normal en el mío con toda la intención.
—Bueno, ¿cómo lo llevas? —me preguntó.
—Ya me están volviendo loca.
—Esa es su misión. De esa forma, no los echas tanto de
menos cuando se van.
—Ojalá el concurso de relleno para el pavo no fuera el día
antes de Acción de Gracias. Me está complicando mucho los
preparativos para el gran banquete.
Nina aceptó la taza de café que le ofrecí.
—Mi suegra ya me ha informado de que espera que ponga
tarjetas para los asientos de los invitados al estilo Natasha.
Ahora bien, suponiendo que yo tuviera tiempo, que no lo
tengo, o motivación, que tampoco, ¿para qué narices iba a
colocar tarjetas para los asientos hechas con apestoso musgo
roñoso y hojas sucias? —Enderezó el retrato de la tía Faye—.
Al menos tú no tienes que aguantar más a tus suegros. —
Todavía de pie, Nina preguntó—: ¿Cuándo vuelve Daisy?
Una pregunta curiosa. Ni Mars ni yo queríamos
desprendernos de ella, así que compartíamos su custodia.
—Después de Acción de Gracias.
Nina se quedó mirando al interior de la taza de café.
—Anoche, después de que tu familia y tú os fuerais a la
cena de beneficencia, Francie llamó a la policía porque había
un mirón.
—¿Qué?
Francie, la anciana que vivía en la casa vecina, tendía a
mostrar un comportamiento peculiar.
—Pues me temo que era verdad. Encontraron pruebas de la
presencia de un intruso por detrás de su casa, y ella jura que
también lo vio en tu jardín.
Yo no había visto nada perturbador. Bueno, tampoco es
que hubiera mirado.
—Estoy segura de que fue una coincidencia. Ese tipo
seguramente no volverá.
—Espero que no. Me sentiría mejor si Daisy estuviera por
aquí cuando tu familia se marche.
Nina se volvió como si fuera a sentarse. En lugar de tomar
asiento, hizo crujir el cuello y rodeó la mesa hasta el banco
situado bajo la ventana panorámica.
—Te juro que acabo de ver a alguien fisgoneando por la
casa del coronel.
CAPÍTULO DOS
De Pregúntale a Natasha:
Querida Natasha:
No tengo ni idea de cómo decorar la casa para Acción de
Gracias. Las calabazas normales y las más pequeñas de
diferentes formas ya me aburren. ¿Tienes alguna
sugerencia?
Desalentada
en Louisa
Querida Desalentada:
Puedes elaborar una corona de frutos secos para darle un
toque especial a la decoración. Con un taladro eléctrico
agujerea una variedad de frutos secos con cáscara. Quizá
necesites un tornillo de banco para sujetarlos. Átalos con
bramante grueso para confeccionar tu corona de la
cosecha. Combina los frutos para crear una gama diversa
de texturas y colores.
Natasha
M
e acerqué a la ventana junto a Nina.
—Yo no veo nada.
—El tipo ha desaparecido por detrás de la casa del
coronel. —Nina se bebió de golpe lo que le quedaba de café
—. Yo me largo de aquí. Ya tengo bastante lío con mi suegra,
que llega esta noche. Para esa mujer, mi casa nunca está lo
bastante limpia. Además, también tengo que pasar por el
refugio. Hemos recogido a un golden retriever y lo tendremos
de acogida hasta que encontremos un adoptante.
—¿Y también quieres asegurarte de que esa persona que
has visto no está merodeando por detrás de tu casa en este
preciso instante?
Se rio.
—Qué bien me conoces.
Aplasté los rescoldos de la chimenea para apagar el fuego
mientras Nina salía. Tal vez hubiera intentado tomárselo a
broma, pero yo sabía que mi vecina estaba preocupada por el
hombre que había visto. Su preocupación me hizo ir a echar un
vistazo al patio trasero de mi casa. Y no estuvo de más, porque
había un par de macetas con flores volcadas, como si alguien
las hubiera tirado. Me tranquilicé pensando que la policía ya
sabía de la existencia de ese tipo y que seguramente no
regresaría.
Después de una ducha rápida, me puse una camiseta de
manga larga de color ámbar. Mientras me miraba en el espejo
para comprobar si necesitaba un toque de tinte rubio en las
raíces, me coloqué los rulos calientes. Los tejanos parecían
una buena opción para ir a hacer la compra, pero no logré
encontrar un par que pudiera abrocharme. Odiaba darle la
razón a mi madre: estaban saliéndome michelines donde no
debía tenerlos. Aposté por la comodidad y escogí unos
pantalones de montaña con cinturilla elástica por la parte
trasera.
El coche que Mars llamaba «el Nike sobre ruedas» seguía
lleno de candelabros decorativos y manteles de una cena de
beneficencia celebrada la noche anterior. Yo nunca sabía qué
tipo de tartas, plantas, arreglos florales o peculiares adornos
tendría que transportar sí o sí, así que insistí en que tuviéramos
un SUV híbrido. Mars lo odiaba. Al menos así no tuvimos que
discutir por quién se quedaba el coche. Como me daba
demasiada pereza descargarlo todo, lo apilé en un rincón para
hacer sitio para meter la compra.
El recorrido hasta mi tienda de alimentación orgánica
favorita no era muy largo, pero el aparcamiento estaba hasta
los topes, y tuve que dejar el coche en un lateral de la tienda.
Al bajar del vehículo, se me acercó un hombre bajito y fornido
con una caja de plátanos en las manos. Me preparé para decirle
que no a cualquier cosa que pretendiera venderme.
—¿Podría convencerla para que adopte un gatito, señora?
Ni siquiera lo miré. No me atrevía a verlo.
—No, gracias.
—Es monísimo. Es un ocigato de pura raza.
—¿Un ociqué?
«No. Di que no, Sophie. Lárgate ahora mismo».
—Un ocigato. Es una raza que cría mi mujer, pero este
chiquitín ha nacido con rayas en vez de topos, y nadie quiere
comprarlo.
Levantó a un adorable minino de ojazos verdes.
«Di que no, Sophie —me repetía como un mantra—.
Piensa en Daisy».
Mi perra era muy cariñosa, pero yo no tenía ni idea de
cómo reaccionaría con un gatito. El viento volvió a arreciar y
una variedad de papelitos tirados al suelo pasaron
revoloteando.
—Buena suerte —le dije al hombre sonriendo, y salí
corriendo en dirección a la entrada de la tienda para huir
pitando mientras todavía me quedaba fuerza de voluntad.
Cogí un carro y fui directamente al pasillo de los pavos.
Escogí uno de once kilos, mucho más grande de lo que
necesitábamos, pero me justifiqué mentalmente diciéndome
que a todo el mundo le encantan los bocadillos de fiambre de
pavo. También compré arándanos, patatas Yukón doradas y
orgánicas, especiales para asar, judías verdes frescas,
almendras y mantequilla, pero daba igual lo que estuviera
comprando, no podía sacarme de la cabeza los ojos brillantes
del pobre gatito. Ese hombre estaba dispuesto a dárselo a
cualquiera. ¿Qué sería del minino? Metí en el carrito unas latas
de puré de calabaza para la sopa que a mi madre le parecía tan
importante y tomé la decisión de que, si el hombre seguía allí
fuera cuando me marchara, le llevaría el gatito a Nina. Al
menos, ella se aseguraría de encontrarle un buen hogar.
Una vez descartada esa preocupación, pude concentrarme
y repasé las listas de la compra: una para el concurso de
relleno para el pavo y la otra para la cena de Acción de
Gracias. Estaba escogiendo un pollo para el relleno cuando
Tamera Turner, una presentadora del telediario local, me pilló
de improviso.
—Sophie, no tienen pichón y se han quedado sin calabaza
de bellota. ¿De dónde vas a sacar tus ingredientes?
Un hombre con gafas y rellenito se inclinó sobre la
selección de aves, como si estuviera intentando escuchar lo
que Tamera me decía. ¿Sería fan de la presentadora?
—No voy a preparar la cena de Natasha.
—¿Ah, no? —Tamera me posó una mano en el hombro—.
¿Qué vas a preparar? Mi Día de Acción de Gracias ya es un
desastre. Tengo que trabajar. No tengo tiempo para esto.
—Casi todos familiares, ¿a que sí? ¿Vais a celebrar una
cena formal, con todo el mundo sentado a la mesa, o los chicos
estarán viendo el fútbol?
—Mi marido ha llegado a un acuerdo conmigo. Siempre y
cuando pueda ver todo el fútbol que quiera, él se encargará de
ahumar el pavo. He pensado en servir una cena tipo bufé.
—Entonces, ¿para qué vas a preparar el caldo? Ya sabes
que el pavo, el relleno y las patatas son lo único que quiere
todo el mundo. Y, a lo mejor, un poco de tarta para más tarde.
Además, para tus invitados sería un engorro tener que ir
cargando con las calabazas de bellota en las que hay que servir
la crema.
Tamera se palmeó la frente.
—¡Cuánta razón tienes! ¿En qué estaría yo pensando?
Me dio las gracias y se alejó a toda prisa, con visible
expresión de alivio.
El hombre regordete me sonrió.
—¿Es usted Sophie Winston?
Supuse que el caballero en cuestión estaba pensando en
celebrar algún evento y le pasé una de mis tarjetas. Alargó una
mano para darme un apretón.
—Soy Dean Coswell. ¡Qué suerte tan grande habérmela
encontrado aquí! Iba a llamarla por teléfono esta misma tarde.
Su marido, Mars, pensó que usted sería la adecuada para un
proyecto que tengo en mente. —Se recolocó la montura de las
gafas con el pulgar y el corazón—. Mi mujer perdió todo el día
de ayer buscando pichón y calabaza de bellota. Esta mañana
he tenido que llevarla a urgencias porque se había machacado
un dedo con el taladro eléctrico intentando fabricar una corona
de frutos secos. ¿Se puede creer que ha sido la séptima víctima
de esa manualidad que han recibido en el hospital esta misma
mañana? En cualquier caso, a pesar de la popularidad de
Natasha, creo que muchas personas no la soportan. Mi
periódico está preparando una columna de consejos para los
lectores titulada la buena vida. ¿Le gustaría volver a darle un
poco de sentido común a la buena vida?
—¿Yo? ¿Redactora de una columna de consejos? —Era un
sueño hecho realidad. Ni siquiera me importaba cuánto me
pagaran. La oportunidad de competir con Natasha resultaría
catártica—. ¡Sí!
Coswell levantó los brazos y lo celebró.
—¡Por fin he encontrado a mi anti-Natasha! ¿Podría tener
algo listo para la edición de Acción de Gracias?
¿Por qué la vida siempre era así? Había pedido unos días
libres en el trabajo para poder preparar la visita de mi familia.
Perdería un día entero con el concurso Relleno de rechupete y,
en ese momento, con la presión que ya tenía por la falta de
tiempo, iba a comprometerme con otro proyecto más. Sin
embargo, era importante para mí. Accedí a escribir algo para
tranquilizar a la superestresada mujer de Coswell, y él me
entregó una tarjeta con su dirección de correo electrónico
garabateada en el reverso.
Mientras hacía cola para comprar barras de pan rústico
crujiente para mi relleno, me sentí maravillada por mi buena
suerte. ¿Mars me había recomendado? Puede que nos
hubiéramos divorciado, pero lo mirara como lo mirara seguía
siendo un buen tipo.
Al salir de la tienda, miré bien por todo el aparcamiento
para localizar al hombre con el gatito. No lo vi por ninguna
parte y supuse que se habría marchado. Un minino era lo
último que necesitaba, pero, a pesar de ello, sentí una punzada
de decepción. Solo esperaba que el chiquitín estuviera bien.
Cargué la compra en el coche y salí marcha atrás, pero me
bloqueaba el paso el vehículo de una anciana que apenas veía
por encima del volante de su antiguo Cadillac tamaño buque.
La anciana se las veía y deseaba para maniobrar y, de algún
modo, había conseguido detener el tráfico en el aparcamiento.
No tenía muchas alternativas. Para dejarle espacio, retrocedí,
dando marcha atrás, hasta la parte trasera de la tienda.
Había una camioneta azul oscuro estacionada junto al
contenedor de basura, con una caja de plátanos sobre el capó.
Se me hizo un nudo en el estómago. Ese hombre no habría
tirado al pobre gatito, ¿verdad? Metí gas a fondo y frené en
seco junto a la camioneta.
El persistente viento soplaba sin tregua y amenazaba con
tirar la caja. Bajé del coche de un salto, corrí hacia la caja y la
agarré antes de que un golpe de viento la hiciera caer del capó.
En su interior, el gatito diminuto se estiró al tiempo que me
miraba. Sus ojazos curiosos eran inconfundibles. Lo saqué de
la caja en brazos y enseguida me lo agradeció con tiernos
ronroneos.
Yo estaba que echaba humo por las orejas. ¿Qué clase de
persona se atrevería a tirar a un gatito a la basura? ¿Dónde
estaba ese malnacido? Escandalizada, le aseguré al pequeñín
que yo lo cuidaría. El minino maulló y caí en la cuenta de que
tenía que volver a entrar en la tienda para comprar comida
para gatitos. Seguramente, estaba muerto de hambre.
No quería volver a meterlo en la caja. La veía como un
símbolo del espantoso y cruel trato que le había dado ese
hombre. Hecha un basilisco, agarré la caja, me dirigí hacia el
contenedor de basura y la tiré dentro. Y entonces lo vi: un
reguero de sangre fresca sobre el asfalto. Una mancha de color
carmesí justo en el borde del contenedor. Me subí a un tocho
de cemento y me asomé para echar un vistazo al interior.
CAPÍTULO TRES
De Pregúntale a Natasha:
Querida Natasha:
A mi suegra le encanta presentarse en mi casa por
sorpresa para realizar inspecciones. Si quiero seguir
casada, no puedo decirle que no venga a visitarnos. ¿Qué
puedo hacer?
Casada con la Limpieza
en Clarksville
Querida Casada con la Limpieza:
Trata a tu suegra como a una invitada de honor
ofreciéndole lo mejor. Yo siempre tengo algo delicioso y
casero listo para servir. Si preparas un bizcocho todos los
sábados por la mañana, tendrás un postre delicioso para
la cena, y lo que te sobre, para los visitantes inesperados
durante la semana. Nunca se sabe quién podría aparecer.
Natasha
E
l dueño del gatito yacía boca arriba sobre pilas de
productos desechados. Tenía una mancha de color
grana que le calaba la sudadera blanca. Retrocedí
dando un respingo, con el corazón desbocado.
El gatito dejó escapar un maullido de sobresalto y me di
cuenta de que estaba sujetándolo con demasiada fuerza. Volví
corriendo al coche, entré de un salto, cerré de golpe y eché el
seguro en todas las puertas. Solo cuando solté al gatito tomé
conciencia de que me temblaban las manos.
Rebusqué a tientas en el bolso hasta dar con el móvil.
Fuera quien fuese ese hombre, necesitaba ayuda. Yo no era lo
bastante alta para sacarlo del contenedor. A lo mejor solo
estaba inconsciente. Sin embargo, en mi fuero interno, sabía
que ya nadie podía ayudarlo.
Transcurridos unos segundos desde mi llamada, oí las
sirenas de la policía aproximándose por mi espalda. Un coche
patrulla debía de andar por la zona. Con el corazón todavía
desbocado, abrí la puerta del coche con cuidado, para que el
gatito no se escapara. El minino se abalanzó sobre una presa
que solo él podía ver y empezó a juguetear, alegremente, por
encima de las bolsas de la compra en el maletero del coche.
Un joven agente, sin duda recién salido de la academia, me
saludó con gesto serio. Con las rodillas temblorosas, lo
conduje hasta el hombre. El rubor de sus mejillas desapareció
y se le entrecortó la voz cuando llamó por su radiotransmisor.
Se lo volvió a colocar en la cartuchera e intentó meterse en el
contenedor. Tras un par de infructuosos intentos, se volvió
hacia mí.
—¿Podría darme impulso?
Entrelacé las manos e intenté ayudarlo a encaramarse por
el borde del contenedor. Este era tremendamente alto, lo
suficiente para que casi cualquier persona tuviera problemas
para meterse dentro. El agente se subió a mi hombro, se dio
impulso para entrar y cayó en el interior al tiempo que emitía
un gruñido grave. Eché un vistazo por el borde y vi que el
policía había aterrizado de bruces sobre el hombre sangrante.
Tragué saliva como pude y un temblor me recorrió el cuerpo.
¿El agente estaba tumbado sobre un cadáver?
Los paramédicos llegaron, y yo me aparté para dejarles
sitio. Una esbelta pelirroja se subió al bloque de cemento y se
impulsó para entrar en el contenedor con la agilidad de una
gimnasta. Su homólogo masculino se quedó mirando.
—¿Está vivo? —preguntó con un hilillo de voz.
Un hombre alto y desgarbado con unas manazas
demasiado grandes pasó por mi lado dándome un empujón.
—¿Qué narices está pasando aquí?
El paramédico le impidió que tocara el contenedor.
—Soy el gerente de la tienda. Tengo derecho a saber qué
están haciendo aquí.
Se estiró para mirar en el interior del contenedor verde.
Todos nos quedamos observando en silencio. El hombre se
frotó la frente con gesto de nerviosismo.
—¿Qué ha pasado?
En ese preciso instante, unos coches llegaron a toda
velocidad por ambos lados del angosto callejón de la parte
trasera de la tienda y nos bloquearon el paso. Unos segundos
después, la policía tomó la zona y al gerente y a mí nos
hicieron retroceder y alejarnos del contenedor. Cuando todos
estaban ocupados y no me prestaban atención, yo me colé en
mi coche y agarré al gatito. No quería que se sofocara por el
calor. Aunque soplaba el viento frío, el sol, sin duda,
aumentaría la temperatura en el interior del coche.
«¡El pavo!».
Me sentí culpable por pensar en la compra cuando alguien
seguramente había muerto, pero la comida se estropearía si
nos retenían durante mucho tiempo. Observé a los agentes que
estaban paseándose por la zona. Un hombre con americana de
tweed me impresionó por estar más tranquilo que los demás.
No de forma apática, sino porque tal vez tenía más
experiencia. El sol se reflejaba en las canas de sus sienes. Lo
más importante, no se trataba del típico hombre con aspecto de
corredor delgaducho; a ese tipo le gustaba comer. Avancé con
disimulo en su dirección. Después de presentarme, le expliqué
que tenía la compra de Acción de Gracias en el coche.
—Y mañana participo en un concurso de relleno para el
pavo y preferiría no envenenar a los jueces con ingredientes en
mal estado.
—¡Farley! —gritó con voz grave—. Saca la compra del
SUV y mételo todo en una cámara refrigeradora de la tienda. —
Con un tono amable, aunque sin duda autoritario, añadió—:
Ya nos encargamos nosotros. Por favor, manténgase alejada.
Alguien irá a tomarle declaración pronto.
Me quedé esperando, sujetando al inquieto gatito y
mirando cómo el gerente de la tienda se paseaba de un agente
a otro, en un intento de obtener información. Llegaron los
equipos de prensa y contribuyeron a aumentar el caos.
Después de un tiempo que se me hizo eterno, un hombre con
las facciones muy marcadas me plantó su placa en las narices
y me dijo que era el inspector Kenner. Le conté toda la
historia.
—Ya sabe que en la tienda hay cámaras de seguridad —
comentó cuando hube terminado—. Podremos comprobar todo
lo que acaba de decir.
¡Claro! ¿Cómo no se me había ocurrido antes?
—Así que podrán descubrir quién mató a ese hombre y lo
metió en el contenedor.
—¿Cómo sabe que ha sido un asesinato?
—A la mayoría de las personas no empieza a sangrarles el
pecho de golpe.
Achinó sus ojos de mirada gélida.
—Está metida en un buen lío, señora Winston. Hacerse la
graciosilla no la va a ayudar en absoluto.
¿Estaba intentando asustarme?
—Yo no he hecho nada. Los vídeos de la tienda
respaldarán mi versión.
—Entonces, ¿cómo explica esas manchas de sangre que
tiene en la camiseta?
¿Cómo? Miré hacia abajo. Y ahí estaban: unos finos
hilillos de sangre seca por debajo del brazo derecho. Al menos
parecían de sangre. Justo por encima, en dirección al hombro,
tenía una enorme mancha de tierra. De forma instintiva me la
sacudí. El tipo me sujetó por la muñeca cuando yo todavía la
tenía levantada.
—Vamos a quedarnos su camiseta como prueba. No me
gusta su insolencia. Ha muerto un hombre y parece que usted
ha sido la última persona en verlo con vida.
¿Qué se suponía que debía hacer con esa especie de
advertencia estúpida?
—Las cámaras de la tienda respaldarán mi historia.
—Créame, analizaremos esas grabaciones con todo detalle.
Empezaba a perder la paciencia con ese hombre.
—Todo esto es ridículo.
—No en mi profesión. La gente no tiene la costumbre de
detener el coche junto a los contenedores y encontrarse
cadáveres en su interior. Me parece un comportamiento
tremendamente extraño por su parte.
Pasados unos instantes, me encontraba sentada en la parte
trasera de un coche patrulla e iba de camino a la comisaría
central de policía. Me sorprendió que nadie pusiera pegas a la
presencia del gatito. Mientras me tomaban las huellas
dactilares, entregaba mi camiseta y me ponía la que me dieron
en la comisaría, una agente jugaba con el pequeñín.
Era última hora de la tarde cuando por fin me llevaron a
casa en coche. El Nike sobre ruedas había sido confiscado para
ser analizado a fondo y nadie supo decirme cuándo lo
recuperaría.
La calidez y la familiaridad de mi cocina jamás me habían
parecido más reconfortantes. Dejé al gatito en el suelo y le
permití que fuera a explorar. Por suerte encontré unas sobras
de pechuga de pollo en la nevera. El minino devoró la carne
hecha trocitos, aunque no hizo ni caso al agua que le puse.
Descubrir un hombre muerto me había afectado más de lo
que quería reconocer. Puse la tetera a calentar y metí una
bolsita de té English Breakfast en mi tazón favorito. ¿Qué le
ocurrió a ese tipo mientras yo estaba en la tienda? Sin duda
debí de tardar más o menos una hora en hacer toda la compra,
pero ¿quién asesinaría a alguien en el aparcamiento de una
tienda de alimentación con tanta gente rondando por ahí? La
camioneta de ese hombre estaba aparcada junto al contenedor.
¿Habría sido ese su error fatal? La parte trasera de la tienda era
tan silenciosa que daba miedo y no había vigilancia. Un
montón de árboles y matorrales la dejaban oculta desde el
aparcamiento, ubicado justo por detrás.
La tetera empezó a silbar. Eché el agua hirviendo en mi
taza favorita y me puse a buscar al gatito. Estaba intentando,
con gran valentía, encaramarse a la butaca situada junto a la
chimenea. Lo levanté para colocarlo en el asiento y, después
de ponerme azúcar y leche en el té, me dejé caer en la otra
butaca. Él ya se había enroscado y se había convertido en una
rechoncha bolita mullida. Mientras observaba dormir al gatito,
no pude evitar preguntarme si el hombre habría sido asesinado
por culpa de ese animalito. Aunque, de haber sido así, ¿el
asesino no se habría llevado al gatito?
Alguien aporreó enérgicamente la aldaba de bronce con
forma de bellota de la puerta principal. Desganada, me
despegué del asiento de la cómoda butaca, atravesé la cocina
arrastrando los pies hasta la puerta y eché un vistazo por la
mirilla. El policía de sienes canosas se encontraba plantado en
la escalera de la entrada. Abrí atemorizada. ¿No había acabado
ya con todo eso? Ni siquiera había tenido tiempo de
cambiarme y quitarme la camiseta que me habían dado en
comisaría. El tipo me sonrió y me ofreció una bolsa de la
compra.
—He pensado que necesitaría esto.
Me había olvidado de la compra. Le cogí la bolsa de la
mano.
—¡Muchas gracias!
Él hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
—Ahora voy a por el resto.
Saqué la comida de las bolsas casi al mismo tiempo que él
las iba trayendo. Todo parecía en buen estado. Además, como
por arte de magia, entre el resto de la compra, aparecieron seis
latas de comida para gatitos y una bolsa de arena para gatos.
—¿Usted ha comprado la comida para gatitos? —pregunté
mirándolo, asombrada.
Colocó dos vasos de café para llevar sobre la encimera de
la cocina.
—Sí, he supuesto que se le complicaría todo un poco al no
tener coche.
Le ofrecí pagárselo, pero él me hizo un gesto con la mano
para decirme que no importaba.
—Me he tomado la libertad de traer un par de mocachinos.
Vaya, vaya… ¿Me había traído la compra, comida para
gatitos y, además, un par de mocachinos…? O era demasiado
bueno para ser cierto, o se trataba de la típica actuación
estratégica de poli bueno, poli malo. Serví los mocachinos en
dos tazas grandes y las metí en el microondas para calentarlas.
La nevera empezaba a estar un poco abarrotada; saqué lo que
había sobrado de la tarta de nueces pecanas al bourbon y corté
dos porciones. El inspector de policía las colocó sobre la mesa
de la cocina junto con las tazas de mocachino. No tenía un
pelo de tonto. Pretendía hacerme sentir cómoda y relajada para
hacerme cantar, pero su estrategia tuvo el efecto contrario. Un
mal presentimiento me oprimía el pecho. Nos sentamos y él
degustó la tarta.
—Esto está delicioso. —Fijó la mirada en mi porción
intacta—. Su primer cadáver, ¿eh? Uno nunca olvida su primer
asesinato.
—¿Cómo lo mataron?
Él permaneció callado, como si estuviera pensando con
cautela la respuesta.
—Lo apuñalaron. El cuchillo estaba dentro del contenedor,
junto al cuerpo.
Tragué saliva con fuerza. Todo había ocurrido muy
deprisa. Ese hombre se encontraba allí intentando regalar un
gatito y, pasados unos minutos, estaba muerto. Había una
pregunta que me obsesionaba y al final decidí soltarla.
—¿Soy sospechosa?
Fui incapaz de interpretar la expresión facial del inspector.
Se quedó mirándome con detenimiento.
—Kenner cree que sí. Aunque también se cree Clint
Eastwood y que todo el mundo es culpable.
—Ni siquiera sé cómo se llama usted —solté de pronto.
Él sonrió.
—Soy el inspector Fleishman, pero puede llamarme Wolf.
—¿Qué pasa con mi camiseta? Las manchas de sangre
deben de ser del hombre muerto.
La sonrisa se tornó risita de suficiencia.
—Señora Winston, he visto muchos asesinatos en mi vida.
Hay algunas cosas que sé con certeza sin tener que hacer un
profundo análisis como Kenner. Primera: una mujer es capaz
de tirar un cadáver en el interior de un contenedor. Cuando se
libera adrenalina, la gente puede hacer cosas increíbles.
Segunda: los asesinos se toman la molestia de meter a sus
víctimas en contenedores porque quieren ocultarlas. Muy
pocos llaman a la policía y se quedan esperando a que llegue.
Tercera: ese cuchillo va a estar limpio; no encontraremos
huellas. Se lo garantizo. Alguien quería ver muerto a ese tipo.
—Entonces, ¿no soy sospechosa?
Desvió la mirada, y me di cuenta de que estaba evitando
responderme.
—¿Cómo conoció exactamente a Otis?
—¿Otis? ¿Se llamaba así?
Me miró directamente a los ojos, como si estuviera
intentando interpretar mi expresión. Me esforcé por desviar la
mirada, pero el instinto me impulsó a mirarlo a los ojos. Una
persona culpable o una que estuviera mintiendo miraría hacia
otro lado, ¿verdad?
—Creo que lo dejé muy claro en la declaración que presté
antes. La primera vez que vi a ese hombre fue cuando me
ofreció el gatito en el aparcamiento de la tienda.
—Otis Pulchinski. ¿Está segura de que no le suena de
nada?
Se le había esfumado la sonrisa y, aunque no creía que
tuviera intención de intimidarme, la expresión seria de su
rostro me dejó claro que estaba metida en un lío más gordo de
lo que había imaginado. Fui tomándome a sorbitos el
mocachino. ¿Sería posible que conociera a ese tipo? A lo largo
de los años, había conocido a miles de personas en los eventos
que planificaba. Estuve a punto de atragantarme con el
mocachino solo de pensarlo. Enderecé los hombros y di la
mejor respuesta que se me ocurrió.
—El nombre no me suena y, si ya conocía a ese hombre,
podría haber sido solo de pasada. Lo que está claro es que no
lo reconocí.
En el suelo, el gatito meneó los cuartos traseros, subió de
dos grandes saltos a una silla y luego se encaramó sobre la
mesa. ¡Menudo pillín! No habría necesitado mi ayuda para
subirse a la butaca un rato antes. Me acerqué para bajarlo, pero
Wolf me lo impidió.
—No pasa nada. ¿Qué nombre va a ponerle?
—Ni siquiera tengo muy claro si es macho o hembra.
El inspector levantó al minino sujetándolo por debajo de
las dos patitas delanteras.
—Felicidades, señora Winston, es un varón.
Sonreí instintivamente y liberé la tensión que sentía.
—Por favor, no me trates de usted. Me llamo Sophie.
Todavía sobre la mesa, el gatito estaba husmeando, muy
interesado, el mocachino de Wolf. El inspector lo detuvo.
—¿Tienes un poco de leche? No creo que el mocachino le
siente bien.
Cuando Wolf pronunció la palabra «mocachino», el gatito
lo miró con sus preciosos ojazos. Fui a por un poco de crema
de leche. Mientras estaba de pie, Wolf siguió repitiendo la
palabra «mocachino».
—Mira, fíjate en esto.
Con un platito de postre en la mano donde había vertido un
par de gotas de crema de leche me detuve a mirar. Cada vez
que Wolf decía «mocachino», el gatito se quedaba mirándolo.
—Cree que se llama Mocachino. ¿Y Mochi?
Wolf lo cogió en brazos y lo depositó en la butaca junto a
la chimenea. Se alejó del gatito y gritó:
—¡Mochi!
El minino giró la cabeza de golpe.
—Es una tontería.
Resultaba encantador, pero seguramente respondería igual
a muchas otras palabras.
—¡Helado! —exclamé para demostrarlo.
El gatito me ignoró.
—¡Mochi!
Mecachis en la mar, el chiquitín volvió la cabeza
enseguida. Entre risas, volvimos a colocarlo sobre la mesa.
Mochi saltó sobre la superficie y empezó a lamer la crema de
leche mientras Wolf lo acariciaba.
A pesar del significado de su nombre de pila, el inspector
de policía no tenía pinta de lobo. No tenía la expresión
maliciosa y voraz de Kenner. Wolf me recordaba más a un
gran danés: tranquilo y confiado, con unos ojos castaños de
mirada afable. Quizás eso lo hiciera más peligroso. Por detrás
de esa fachada amigable, acechaba un inspector analizando
cada movimiento. Habría sido fácil relajarse, disfrutar de su
compañía… y caer en una especie de horrible trampa que
podría hacerme parecer culpable.
Wolf terminó con su porción de tarta y volvió a instalarse
en la butaca, con demasiada comodidad, para mi gusto.
Se me habían enfriado las manos. Ni siquiera la taza de
mocachino me las calentaba.
La puerta de entrada se abrió y la cháchara inundó el
ambiente. Mi familia entró como una exhalación y se detuvo
en seco cuando nos vio. Llegaron en compañía de un hombre
alto y pálido, que disimulaba su calva con una espantosa
cortinilla de pelo. Supuse que se trataba del prometido de
Hannah. Les presenté a Wolf a todos. Cuando dije que era
inspector de policía, creí captar una ligera mueca de aprensión
en el rostro del prometido de mi hermana. Mi madre lo
presentó, muy ufana, como «el doctor». Craig Beacham. Era
un hombre correctísimo, pero, al estrecharle la mano, un
escalofrío me recorrió el cuerpo.
Dejé de pensar en ello cuando Wolf se despidió. Volví a
darle las gracias por haberme traído la compra, por haber
incluido comida para el gatito y también por haberle puesto el
nombre de Mochi.
—Pareces una buena persona, Sophie —comentó ya en la
puerta y en voz baja—, por eso voy a darte un consejito. —Se
acercó más a mí—. A los polis no nos gusta que nos mientan.
Eso nos cabrea mucho. —Inspiró con fuerza al tiempo que
entrecerraba los ojos—. ¿No hay nada que quieras confesar?
Se me aceleró el pulso. Resultaba evidente que creía que
yo estaba mintiendo.
—No hay nada más que contar.
Se removió en el sitio con incomodidad y cruzó los brazos
sobre el pecho. El poli majo del mocachino y la comida para
gatitos se había esfumado.
—¿De verdad? —Me atravesó con una mirada de pocos
amigos—. Supongo que podrás explicar por qué el muerto
tenía tu nombre y una foto tuya en el asiento delantero de la
camioneta.
CAPÍTULO CUATRO
Del programa En directo con Natasha:
No te saltes el importantísimo paso de poner en salmuera
el pavo que vas a cocinar. Debe estar en agua con sal
entre cuatro y ocho horas. Después, lávalo a conciencia y
déjalo sobre la rejilla del horno, sin tapar, para que repose
en la nevera durante veinticuatro horas antes de asarlo.
Q
ue tenía una foto mía?
—¿
Me estremecí como si acabara de soplar un
gélido viento otoñal. Wolf se quedó mirándome
desde la escalera de entrada, entrecerrando sus ojos castaños.
—Pero eso no tiene ningún sentido —dije al poco—.
¿Crees que trajo el gatito como cebo? ¿Cómo esos tipos que
secuestran niños?
El inspector enarcó las cejas de golpe. Me sujeté con
fuerza al marco de la puerta.
—¿Crees que alguien lo contrató para hacerme daño?
—¿Hay alguien que quiera hacerte daño?
—¡No! —grité demasiado alto—. No que yo sepa.
Wolf dejó la pose de malote y me dio una palmadita en el
brazo.
—Tranquila. Seguramente no se trate de nada tan siniestro.
Otis era detective privado. Se dedicaba a temas un poco
sórdidos, pero no creo que jamás trabajara de sicario.
—¿Sicario? —Eso era peor de lo que pensaba—. Pero
¿qué querría de mí un detective privado? ¿Y para qué trajo el
gatito? ¿Y luego lo asesinaron?
—Exacto.
El inspector se volvió y se dirigió caminando hacia su
coche.
—Gracias por la tarta. Nos mantendremos en contacto —
se despidió volviéndose para mirarme.
Era la fórmula de cortesía apropiada, aunque me sonó a
advertencia amenazante, como si aquel no fuera el fin de mi
vinculación ni con Wolf ni con Otis.
Cerré la puerta al entrar y me quedé apoyada contra ella,
preguntándome por qué habría estado buscándome el detective
privado. El doctor Craig Beacham se encontraba a escasos tres
metros de distancia. Desvió la mirada a toda prisa y se metió
en la cocina. Habría jurado que estaba escuchando a
hurtadillas.
Seguí sus pasos y me encontré a mis padres haciéndole
fruslerías a Mochi. Expliqué la versión abreviada de su
presencia en casa: me limité a decirles que me lo había
encontrado en el aparcamiento de la tienda de alimentación.
No tenía sentido que los preocupara contándoles lo del
detective privado asesinado ni lo de su perturbador interés por
mí.
Para mi inmenso alivio, Hannah y su prometido se fueron
dando un paseo hasta King Street para ir de cena romántica.
Yo me quedé en casa con mis padres, escuchando a mi madre
hablar, largo y tendido, sobre vestidos de novia y doctores.
Durante todo ese tiempo, hice cuanto se esperaba de mí
actuando como u n autómata. Medí la cantidad de harina y la
eché en la panificadora junto con el agua, un trozo de
mantequilla, sal y levadura. Apenas sin prestar atención, puse
el temporizador con el fin de tener pan recién hecho para el
desayuno.
No me extrañaba que la policía creyera que estaba
implicada en el asesinato. ¿Me ayudarían las imágenes de las
grabaciones del aparcamiento? No tendrían audio. Los
investigadores supondrían que Otis me había amenazado.
¿Habría sido esa su intención? ¿Habría llevado el gatito, para
despistar, por si alguien lo veía hablando conmigo?
—¡Sophie! —me gritó mi madre prácticamente al oído—.
¿Me has oído? Esta noche tienes que poner el pavo en
salmuera.
No tenía energía para eso.
—Estará igual de bueno sin ponerlo en salmuera.
La mirada escandalizada de mi madre me obligó a
preguntarme qué sería peor: una discusión interminable sobre
los beneficios de la salmuera o meter el pavo en agua con sal y
punto. Sentí que no tenía fuerzas para discutir. Reorganicé lo
que había en la nevera y saqué una balda para poder meter el
recipiente de la salmuera. En cuanto el pavo estuvo bien
sumergido en su agua con sal, usé como excusa el concurso de
relleno para irme a la cama temprano.
Esa noche, tumbada en la cama, oí a Hannah y a su novio
entrar en la casa y dirigirse a su habitación en el tercer piso.
Hablaban entre susurros y se comportaban como adolescentes,
y me alegré de que Hannah hubiera encontrado a alguien con
quien compartir su vida.
Logré conciliar el sueño, pero estaba inquieta, con Mochi
acurrucado a mis pies. A las cuatro de la madrugada, me
incorporé de golpe en la cama. ¿Cómo se habría enterado Otis
de que yo iba a estar en la tienda de alimentación? Estaba
aparcado allí antes que yo, así que era imposible que me
hubiera seguido. Encontrar al hombre muerto ya había sido lo
bastante malo, pero saber que estaba buscándome me asustaba.
¿Quién contrataría a un detective privado para seguirme? ¿Y
por qué?
Mars y yo habíamos acordado todo lo relativo al divorcio
de forma relativamente tranquila. Se produjeron un par de
discusiones, pero ya eran agua pasada.
Natasha y yo nos conocíamos hacía años. Tenía claro que
ella no habría contratado a un detective privado. Nuestra
rivalidad siempre había sido amistosa. ¿El que estuviera en
pareja con Mars habría cambiado eso? Ella codiciaba mi casa,
pero yo no entendía cómo podría haberla ayudado un detective
privado en ese aspecto. Además, a pesar de que Natasha era
tan perfecta que daba asco, en el fondo, no era una mala
persona.
Me sentía demasiado inquieta para dormir. Iba recordando
los nombres y caras de las personas con las que había
trabajado —viejos amigos, viejos conocidos no tan amigos—,
mientras bajaba a tientas la vieja escalera, pisando con cuidado
para no hacer crujir los peldaños y acabar despertando a los
demás. Mochi corría a toda mecha por delante de mí. Entré de
puntillas en la terraza de techo acristalado con vistas al patio
trasero, agarré una manta fina y me enrosqué en una butaca
con los pies metidos por debajo de los muslos. La luna
iluminaba el jardín, pero la valla y las plantas proyectaban
sombras fantasmales. Y yo seguía sin enderezar las macetas
que había volcado el mirón.
¿Podría haber sido ese mirón Otis, el muerto? ¿Por qué
estaría merodeando por mi casa? ¿Qué quería de mí? ¿Quién
lo habría contratado para fisgonear? Si la policía conseguía
relacionar a Otis con el episodio del mirón, aumentarían sus
sospechas sobre mí como presunta asesina. Yo no era famosa.
No poseía objetos de valor ni joyas caras y, desde luego, no
ocultaba ningún secreto que pudiera reportarme beneficios.
Un peldaño crujió a mis espaldas. En la casa silenciosa, el
ruido se oyó amplificado. Con la manta colocada por encima
de los hombros, me aventuré hasta el recibidor.
—¿Mamá? ¿Papá? —pregunté susurrante.
La única respuesta fue la de Mochi, que se frotaba contra
mis tobillos. ¿Podría haber hecho el gatito un ruido tan fuerte?
Claro que no. Me quedé quieta, escuchando con atención.
¿Andaría Craig cotilleando por la casa, aprovechando que era
de noche? Había pasado apenas veinte minutos con el doctor
Craig Beacham y no era justo que ya sacara conclusiones
sobre su persona, aunque tenía algo que no me gustaba. Era
incapaz de precisar la razón exacta, pero ese hombre me daba
repelús.
Estaba comportándome como una tonta. Encontrar el
cuerpo de Otis me tenía trastornada y empezaba a imaginarme
cosas.
Cogí a Mochi en brazos y me dirigí hacia la cocina. Antes
de pulsar el interruptor de la luz, habría jurado oír una puerta
cerrándose en algún lugar de la casa. Sin embargo, por la
quietud que percibí a continuación, ya no estaba tan segura.
Mientras me reprochaba a mí misma estar imaginando
cosas, llegué a la conclusión de que alguien debía de haber ido
al baño. Y eso no era nada raro.
Recogí todo lo que necesitaba para el concurso de relleno
y lo coloqué en cajas. Mochi andaba por allí olfateándolo todo.
Se enroscó en el fondo de una caja, contoneó su diminuto
trasero y se me tiró encima de un salto cuando me acerqué.
Volví a reorganizar lo que tenía en la nevera; saqué una balda
para colocar el pavo en salmuera sobre una rejilla, y así
deshumedecer la piel y que quedara bien crujiente.
A las seis de la mañana, preparé café, exprimí zumo de
naranjas orgánicas y puse la mesa para el desayuno. El aroma
celestial a pan recién hecho no tardó en impregnar toda la
cocina.
Tenía que quitarme a Otis de la cabeza. Yo no había hecho
nada malo. Si permitía que su asesinato me afectara, no podría
centrarme en el concurso en el que iba a participar ese mismo
día.
Como nadie se había levantado todavía, aproveché el
momento de quietud y escribí el borrador de la columna de
consejos, La buena vida, para la edición de Acción de Gracias.
Quedé satisfecha con lo escrito y se lo envié por correo
electrónico al señor Coswell.
El antiguo suelo de tarima del piso superior crujió y oí
agua corriendo. A toda prisa, redacté una lista de tareas
pendientes después del concurso para la cena de Acción de
Gracias. Hacía ya un día que las tartas y el relleno tendrían que
estar preparados, pero un cadáver se interpuso en mi camino.
Debería recuperar el tiempo perdido esa misma noche.
Con la mirada puesta en la casa de Nina, fui enjuagando
los platos para la cena de Acción de Gracias, aunque no los
había usado desde hacía un año. Como el Nike sobre ruedas
estaba incautado por la policía, necesitaba que alguien me
llevara al concurso. El hotel donde se celebraba estaba cerca, y
podía ir caminando, pero tenía que llevar demasiados
ingredientes. Nina tenía pensado asistir, sí o sí, por lo que no
sería una imposición si le pedía que me llevara. De ese modo,
Hannah o mis padres tendrían la libertad de llegar al concurso
más tarde o irse antes, si querían.
Cuando Nina salió de su casa para recoger el periódico de
la mañana, crucé la calle como un rayo, le solté de sopetón la
historia de Otis y le pregunté si le importaría llevarme al
concurso en coche.
A las ocho en punto, el motor de su Jaguar de carrocería
baja ya estaba rugiendo delante de mi casa. Me puse una
chaqueta de ante verde oliva, combinada con los pantalones de
montaña y la camisa blanca lisa que había escogido como
atuendo. Entre el calor de los hornos y los focos del techo, los
concursantes nos asaríamos.
Nina me ayudó a cargar las cajas en el maletero. Antes de
abrocharme el cinturón de seguridad, mi amiga y vecina
empezó a torpedearme.
—Sophie, corazón, lo primero que tienes que hacer es
desestabilizar a Natasha. Me apuesto contigo un café con leche
y un cruasán de chocolate a que te suelta algún comentario
desagradable mientras estás cocinando. Más te vale pasar de
ella.
Inspiré con fuerza y expiré. Nina tenía razón. Debía
mentalizarme para que me resbalaran las pullas de Natasha.
—En cuanto entres, dile algo que la saque de quicio.
Ese no era mi estilo.
—No pienso jugar sucio. Además, ganará quien prepare el
mejor relleno.
—Cielo, no conseguí ser la campeona de tenis en la
universidad cuatro años consecutivos sin saber un par de
cositas sobre cómo debilitar psicológicamente a tu adversario.
Hazme caso en este tema.
Nina detuvo el Jaguar en la entrada de un elegante hotel de
North Fairfax Street. En el pórtico principal, colgada de lado a
lado, había una pancarta dorada que anunciaba el concurso.
El Relleno de rechupete arrancaba en verano con la friolera
de doscientos concursantes. Esa cifra quedaba reducida a cien
aficionados a la cocina, como yo, que preparábamos nuestros
rellenos para un comité de jueces. Mi relleno de pan rústico
crujiente, con beicon y especias, había quedado entre los tres
seleccionados para la final. Más adelante, los patrocinadores
invitaban a tres famosos locales a participar, Natasha entre
ellos.
El concurso era una de las ocurrencias de un magnate de
los medios de comunicación, Simon Greer, un adicto confeso
al relleno para el pavo. Como era de los que aprovechaban
cualquier oportunidad para hacer dinero, cuando entramos en
el salón, su equipo de cámaras de televisión ya estaba
instalado y rodando.
A cada concursante se le facilitaba un pequeño espacio de
trabajo, equipado con fogones y dos hornos. El botones del
hotel cargó con mis cajas, y yo pasé por delante de Emma
Moosbacher y Wendy Schultz, otras dos cocineras aficionadas.
Emma presentaba su relleno con pan de maíz de Chesapeake;
Wendy era una adversaria difícil, con su relleno de arroz
salvaje, champiñones y arándanos rojos.
El botones me condujo hasta el espacio de trabajo situado
entre Natasha y Wendy. Natasha estaba posando delante de su
encimera para el cocinado, sonriendo y firmando autógrafos.
Su cabellera negra como el ébano relucía bajo los potentes
focos; cada mechón caía a la perfección sobre sus hombros.
Aunque llevaba una sencilla camisa color azul huevo de
petirrojo, metida por dentro de unos pantalones a juego,
parecía una modelo con el conjunto. Todavía conservaba el
tipito de reina de la belleza que lucía en su juventud. Solo de
verla, la camisa y los pantalones de montaña que llevaba me
apretaron todavía más.
Le di una propina al botones y empecé a sacar las cosas de
las cajas; fui amontonando los ingredientes sobre mi encimera
para el cocinado. No pude evitar fijarme en que, mientras yo
había llevado todo embutido en cajas de cartón rescatadas de
la tienda de alimentación, las cosas de Natasha estaban
dispuestas sobre la encimera metidas en cestas preciosamente
decoradas con lazos de tela y pavos fabricados con piñas de
pino.
—¡Sophie! —Natasha se abrió paso con elegancia entre
sus fans para darme un abrazo—. ¿Quién se habría imaginado
que llegarías a la final? Las dos chicas de Berrysville, ya
creciditas, y otra vez compitiendo.
Sus admiradores iban apelotonándose a sus espaldas,
esperando pacientemente a que les firmara un autógrafo. Eran
sus fieles seguidores: aspiraban a alcanzar la perfección que
ella representaba y les servía, cada día y en bandeja, durante su
programa televisivo. Nadie era capaz de cumplir con sus
expectativas.
Natasha saludó con la mano a alguien, llena de entusiasmo.
—Mars estará por aquí, espero que eso no te desestabilice
a nivel emocional. —Se cruzó las manos sobre el pecho—.
¡Oh, pobre Sophie! Estas fiestas son muy difíciles cuando una
está sola, ¿verdad?
Al menos en mi pueblo, tener a tus padres, a tu hermana y
a su prometido en casa significaba que no estabas sola.
—No estoy precisamente sola.
—¿Tienes novio? ¡Qué maravilla! Qué alivio saber que no
todos los hombres salen corriendo en cuanto ven unos
michelines. Eres una inspiración para todas nosotras.
¿Estaba Natasha intentando desestabilizarme
psicológicamente tal como Nina había predicho? Recordé el
consejo de mi vecina e intenté darle de probar a Natasha un
poco de su propia medicina.
—Veo que vas a preparar el relleno de ostras; Mars odia
las ostras y los mejillones, ya lo sabes.
Durante un largo segundo, creí que la había derrotado,
pero ella contraatacó enseguida.
—No como yo las preparo.
Se volvió a toda prisa y recuperó su pose frente a la
encimera de cocinado. No pude evitar saborear mi victoria,
aunque fuera un poco. Resultaba evidente que ella desconocía
la aversión de Mars por las ostras.
Simon Greer se acercó hacia nosotras, caminando sin prisa
y esbozando una picara sonrisa. Había una multitud
congregada por detrás de él. Wendy se pasó una mano por su
corta y rizada cabellera y soltó una bromita entre susurros.
—Es tan guapo… Ojalá el premio fuera él.
No era muy alto, pero tenía un cuerpo definido e
imponente. Llevaba unos chinos muy bien planchados y un
jersey militar que marcaba su físico tonificado. Tenía el pelo
ondulado, con una caída estudiada, que realzaba su encanto
aniñado. No era de extrañar que las mujeres se volvieran locas
al verlo. Además de ser guapo, estaba forrado. Derrochaba la
confianza que da la riqueza a cada paso. Alardeaba de ser un
hombre hecho a sí mismo, aunque Nina, quien se mantenía al
día de las idas y venidas de los famosos, me contó que su
fortuna provenía de transacciones comerciales relacionadas
con la telefonía móvil que, en la actualidad, eran ilegales. Él
había reinvertido esos millones en una cadena de televisión
por cable a nivel nacional y un imperio editorial dedicado a la
publicación de revistas.
Yo lo había conocido de pasada en alguno de los eventos
de beneficencia más importantes que organizaba, pero esa era
la primera vez que recordaba haber visto a Simon sin un
esmoquin. Ese día, las mujeres que babeaban al verle eran un
poco más mayores y gorditas que la habitual recua de
cazafortunas que le iba a la zaga.
Besó a Natasha en la mejilla y le dio las gracias por su
participación. El rubor de ella se hizo evidente a pesar de su
perfecto maquillaje. Sin duda para darse publicidad, él la
rodeó con un brazo y puso su mejor sonrisa falsa para los
fotógrafos.
Un hombre de pelo castaño, un poco más alto que Simon,
en buena forma, aunque no musculoso, lo hizo seguir
avanzando. Al principio, pensé que podía tratarse de un amigo
del magnate de los medios, pero iba observando con
detenimiento a las personas que rodeaban a Simon. Lucía la
típica expresión aburrida de agente del servicio secreto. ¿Sería
su guardaespaldas? De ser así, no parecía estar muy alarmado.
Natasha seguía hablando con Simon cuando él se alejó y se
plantó, como si nada, en mi espacio de trabajo. Le tendí una
mano, pero él la ignoró y se acercó para besarme. De no haber
girado la cabeza enseguida, me habría plantado un beso en los
labios. Al verlo de cerca, me fijé en sus tenues patas de gallo,
que le daban un toque todavía más encantador.
—¡Qué placer volver a verte! —exclamó con un tono lo
bastante alto para que todo el mundo lo oyera—. Te deseo
buena suerte para hoy, Sophie. —Entonces bajó el volumen de
su voz—: Tengo entradas para El cascanueces, para el pase del
sábado, en el Kennedy Center. Clyde, mi chófer, te recogerá a
las siete.
¿Acababa de invitarme a salir? Su aburrida sombra
humana me dedicó un parco gesto de asentimiento con la
cabeza, y supuse que él debía de ser el tal Clyde.
Simon me guiñó un ojo y se dirigió hacia Wendy, dando
grandes zancadas, para saludarla. Ella se acercó a mí cuando
Simon prosiguió su recorrido.
—No puedo creer lo que acaba de pasar. Yo no podría estar
más emocionada si me hubiera pedido una cita. Es… es como
salir con una estrella de cine, pero mejor.
—¿Mejor?
—Lo preguntas en broma, ¿no? ¿Tú sabes cuánta pasta
tiene? Dejaría sin pensarlo a mi tierno y rechoncho Marvin de
toda la vida por Simon. —Hizo una pausa y saludó a alguien
con la mano al tiempo que exclamaba—: ¡Hola, cariño!
Un tipo corpulento, sentado en la primera fila de las sillas
para los espectadores, le devolvió el saludo.
A lo mejor Wendy tenía razón, pero lo que me propuso
Simon me había dejado mal sabor de boca. No fue una
invitación, sino más bien… una orden. Como si diera por
supuesto que me encantaría salir con él. ¿Es que estaba tan
acostumbrado a que las mujeres accedieran que ni si siquiera
se molestaba en preguntar?
Wendy me miró con expresión ensoñadora.
—¡Qué no daría yo por que Simon Greer se interesase en
mí!
Estúpido Simon. Era uno de los jueces. ¿Qué había hecho?
¿Es que no se daba cuenta de la posición en la que me había
colocado invitándome a salir? ¿Es que no podría haber
esperado unas horas, cuando ya hubieran anunciando el
nombre de la receta ganadora?
Natasha se acercó corriendo, blanca como el papel.
—¿Lo he oído bien? —Me reprendió como una profesora
de colegio enfadada—. Jamás me habría imaginado algo así de
ti. ¿Acostarse con uno de los jueces para ganar? Ya sé que no
debe de resultarte fácil ser una perdedora, pero, Sophie, esto es
prácticamente prostitución. ¿Qué pensará tu nuevo novio? —
Soltó un breve gritito, como si acabara de ocurrírsele una
atrocidad—. ¡Tu nuevo ligue es Simon! ¡Has amañado el
concurso!
CAPÍTULO CINCO
De Natasha Online:
No dejes que tus hierbas aromáticas se marchiten en
verano. Planta hierbas nuevas en coloridas jardineras para
las ventanas durante el mes de agosto. Una ventana de la
cocina por la que entre el sol es la ubicación perfecta para
tener un pequeño jardín de hierbas aromáticas de interior.
Añadirá una maravillosa gama de tonos verdes e
interesantes texturas a tu cocina, y ese toque de hierbas
aromáticas frescas realzará el sabor de tus platos
veraniegos.
C
omo si un concurso de relleno para el pavo me
importara hasta el punto de acostarme con uno de los
jueces para ganarlo. Quien ganara protagonizaría un
especial televisivo de sesenta minutos en una de las cadenas de
Simon y saldría en la portada de una de sus revistas de moda.
Ese premio catapultaría a la persona ganadora al Olimpo de las
divas o, por lo menos, la pondría en el buen camino para
conseguirlo. No obstante, yo no era de esas que alcanzaban el
éxito a base de revolcones.
Durante un breve instante me planteé retirarme de la
competición, pero no quería darle a Natasha esa satisfacción.
Debía encontrar a Simon y dejarle las cosas claras. Con la
cabeza bien alta, para demostrar que no tenía nada de qué
avergonzarme, me encaré con mi eterna némesis.
—Si estás tan segura de que voy a ganar, ¿por qué te
preocupa tanto lo que pueda haber entre Simon y yo?
Esbozó una mueca de disgusto con el labio inferior.
—No es justo para los demás concursantes.
En eso tenía razón. No sería justo para nadie. Sin embargo,
yo debía aclarar ese embrollo antes de que empezara la
competición.
—¡Sophie! ¡Sophie!
Hannah se acercó corriendo a nosotras, y llevaba una
camiseta de manga larga, color celeste claro y cuello de cisne,
nada habitual en ella. Mi madre y Craig llegaron enseguida, y
mi padre se quedó atrás haciendo fotos con su sofisticada
cámara digital.
—¿Es verdad? —preguntó Hannah—. ¿Simon te ha
invitado a salir?
Las noticias volaban en el salón de baile.
—¿Cómo te has enterado?
—Es la comidilla general. No me lo puedo creer. Mi
hermana va a ser rica. ¡Asquerosamente rica!
Genial. La primera cita que tendría desde mi divorcio
podría haber sido con un tío rico y encantador, y yo iba a
arruinarlo todo al decirle que no podía aceptarla.
Mi madre sonreía de oreja a oreja.
—Ya sabía que no llevarías ese pijama de franela durante
mucho tiempo. Ese poli tan mono de ayer también ha venido.
Creo que le has hecho tilín.
¿Wolf? ¿En el concurso? Me había fijado en él porque
parecía el típico hombre que disfrutaba con la comida, pero no
me había imaginado que estuviera interesado en el concurso de
relleno para el pavo.
La cuñada de Mars, Vicki, se unió a nosotros, y oí a su
marido, Andrew, hablando en voz demasiado alta por allí
cerca. Aunque Andrew se parecía muchísimo a Mars, jamás se
daba por satisfecho con ninguna de sus iniciativas de negocio.
Saltaba de una idea empresarial a otra, y, bastante a menudo,
estas acababan en fracaso. Por suerte, Vicki, grácil y muy
centrada, se encargaba del sustento para ambos gracias a que
era una de las consejeras matrimoniales más solicitadas de
Washington. Rezumaba confianza en sí misma de una manera
que a mí me resultaba imposible.
Vicki me dio un fuerte abrazo.
—¿Qué es eso que he oído? ¿Hay un nuevo hombre en tu
vida?
Hannah estaba a punto de desmayarse.
—Simon Greer la ha invitado a salir. ¿Te lo puedes creer?
—¡Simon! Menuda suerte tienes.
Me excusé para ir a buscar al desgraciado ese, aunque
llegué a oír lo que mi madre le decía a Vicki.
—¿Cuánto dinero tiene el tal Simon exactamente?
Fui abriéndome paso entre la multitud para localizarlo,
pero, en su lugar, me topé con la madre de Mars. Se me echó
encima: me dio un abrazo y me cubrió de besos. Siempre me
había encantado June y mi alegría al verla fue sincera. Toda la
familia de Mars estaba presente, lo que me llevó a
preguntarme por qué la madre de Natasha no habría hecho el
viaje hasta el concurso para apoyar a su hija. Aunque a lo
mejor ya estaba allí, y sencillamente yo no la había visto
todavía.
—Tengo que sentarme con los del bando de Natasha —me
confesó June con un brillo en la mirada—, pero estaré aquí
animándote.
Toda la cháchara me había dejado exhausta. Además,
necesitaba una taza de café revitalizante para enfrentarme a
Simon. Hice una parada técnica en la mesa de refrigerios;
estaba sirviéndome una taza de café humeante con aroma a
avellana, cuando alguien me rodeó por los hombros con un
brazo. Se trataba de mi exmarido, Mars, abreviatura de
Marshall. Ya sabía que iba a estar allí y me preparé para una
breve situación incómoda que al final no se produjo. Volver a
verlo era como degustar un cuenco de crema de langosta: una
sensación cálida, agradable, familiar, incluso un pelín
emocionante, pero ya me había hartado. Seríamos amigos de
por vida, pero me di cuenta, en ese instante y con alegría, de
que había pasado página definitivamente.
Debido a su permeabilidad, sus amigos le habían puesto el
apodo de «Mars Teflón». Sin importar lo extremadas que
fueran las situaciones a las que se enfrentara, todo le
resbalaba. Era una cualidad muy útil para un asesor político.
Me besó en la mejilla.
—Buena suerte, Soph. No se lo digas a Nata, pero tu
relleno de pan rústico siempre fue mi favorito.
—¿Nata? ¿La has llamado «Nata», como la nata montada?
Le estrechó la mano a alguien, y ambos nos alejamos de la
mesa de los cafés.
—Sí, ella lo odia. Le parece poco digno.
Se metió las manos en los bolsillos de golpe, un gesto que
yo conocía bien; algo iba mal.
—He oído que Simon te ha invitado a salir.
Era mi día de suerte. No pude resistir la tentación de
pinchar un poco a Mars.
—Sí, me ha invitado al ballet.
—Aléjate de él, Soph. Acabará haciéndote daño.
—A Dios pongo por testigo —solté imitando a Scarlet
O’Hara— de que aquí hay alguien un poco celoso.
Siempre me habían gustado sus ojos. Parpadeaba cuando
algo le hacía reír, como su madre. Se quedó mirándome con
esa expresión suya tan afable.
—Es un tío problemático. A primera vista, parece genial,
pero bajo esa fachada hay una persona que siempre anda
maquinando alguna artimaña. Confía en mi palabra, Soph. No
te relaciones con él. Es un tipo sin escrúpulos. No ha logrado
hacerse rico siendo buena persona.
Esbocé una sonrisa de oreja a oreja sin poder evitarlo.
—Ya no tienes derecho a decirme qué debo hacer.
Los altavoces crepitaron y una voz femenina anunció:
«Concursantes, acudan a recepción de inmediato».
Debería haber pasado del café y haber ido directamente a
buscar a Simon. Me despedí de Mars con la mano a toda prisa
y caminé en línea recta hasta el mostrador de recepción
situado en el vestíbulo del salón de baile. El mostrador estaba
flanqueado por enormes arreglos florales de crisantemos
naranjas y dorados. Los concursantes estaban todos apiñados.
—¡Es un sabotaje! —gritó Wendy—. ¡Alguien está
haciendo trampas!
Natasha tenía los labios tan apretados que casi no se le
veían y la mirada fija en la coordinadora del concurso.
—Detesto que ella tenga que irse, pero debo darle la razón
a mi compañera. Sencillamente, no es justo que una
concursante mantenga una relación con uno de los jueces.
Hablaban sobre mí.
—¡Oye! Si yo estaba buscando a Simon para cantarle las
cuarenta. No tenemos ninguna relación.
La coordinadora del concurso parpadeó con parsimonia.
—¿Simon? ¿Qué tiene que ver él con el tomillo?
Wendy me plantó un frasquito de especias en la cara.
—Mi tomillo. Ha desaparecido. Alguien ha estado
toqueteando mis ingredientes.
Todos los concursantes se miraron alternativamente a la
cara, salvo Natasha, quien mantenía la cabeza bien alta y
actuaba como si a ella no le afectara aquel incidente.
—Yo he traído tomillo de sobra. Puedes coger un poco del
mío —sugerí.
A Wendy se le anegaron los ojos en lágrimas.
—Muchas gracias.
No me hacía ninguna gracia dejar a Natasha allí para que
volviera a sacar el tema de Simon, pero no tenía otra
alternativa. Crucé a toda mecha las puertas del gran salón y me
dirigí hacia mi espacio de trabajo, tan rápido como me
permitió la multitud. Inclinada sobre la encimera para el
cocinado, agarré al vuelo el frasquito de tomillo y regresé
corriendo al vestíbulo. Wendy lo cogió y desenroscó la tapa.
—No sé cómo darte las gracias… —Sacó una pizca de la
especia y la olfateó—. ¿Qué pretendías? Esto no es tomillo.
Es… —Se humedeció la punta de un dedo y lo probó—
cilantro.
Le quité el frasquito de las manos, lo olí y probé un poco.
—Sí que es cilantro.
La persona responsable del sabotaje había metido la pata
hasta el fondo. El cilantro podía ser una hierba aromática
popular, pero no era una de mis favoritas. No solía tenerla en
mi cocina; era imposible que me hubiera equivocado y hubiera
llevado cilantro en lugar de tomillo.
La coordinadora del concurso emitió un gruñido.
—Iré a buscar tomillo a la cocina del hotel. Todos los
concursantes usarán el mismo, incluso aquellos que ya tengan
esa especia.
Natasha soltó un bufido.
—¡Especias de restaurante! Sabe muy bien que no son
frescas. La calidad de las hierbas aromáticas es la esencia de
mi relleno.
—Si ha traído las hierbas aromáticas frescas, puede
usarlas. Si ha traído las especias secas, debe usar las que yo le
proporcione. Esas son mis normas.
—¿Qué pasa con la concursante que está saliendo con
Simon? —preguntó Emma.
—¡Que no estoy saliendo con él! —espeté a un volumen
un poco más alto de lo que pretendía. Inspiré con fuerza y me
centré para hablar con un tono más pausado—: Jamás he
salido con Simon. Nunca he comido con él, ni siquiera hemos
hablado por teléfono. Para garantizar que este concurso es
justo para todos, estaba buscándolo con la intención de decirle
que no pienso ir al ballet con él. ¿Le parece bien a todo el
mundo?
—Seguiría sin ser imparcial —protestó Wendy—. A lo
mejor Simon debería renunciar a ser miembro del jurado.
Natasha puso cara de espanto.
—¡Este es su concurso! No podemos pedirle que se retire
de su propio concurso.
—Poj ejsto no trabajo con afisionados —sentenció
mirando al techo y con su marcado acento francés el famoso
chef local Pierre LaPlumme.
La coordinadora se masajeó las sienes.
—Los rellenos serán juzgados sin los nombres de los
concursantes ni ningún otro tipo de identificación. Yo sé
cuáles son sus recetas, pero Simon no. ¿Les parece una
solución satisfactoria?
Todos asintieron en silencio, salvo Natasha. Sonrió con
encanto a la organizadora.
—Es consciente de que el nombre del concurso está mal
puesto, ¿verdad? El relleno siempre va en el interior de alguna
carne, como el ave. El acompañamiento se cocina aparte.
Emma protestó.
—¿A quién le importa? Hoy en día ya nadie rellena las
aves. En la actualidad, el relleno y el acompañamiento son
intercambiables. Lo que de verdad importa es que Sophie
anule su cita, como Natasha ha dicho que debería hacer.
—Está bien —claudiqué, casi escupiendo la frase.
Aunque, de todas formas, esa era mi intención, me
resultaba irritante tener que hacerlo por exigencia de Natasha.
Noté que me ardía la cara.
¿Dónde se habría metido el maldito Simon? Clyde, quien
había permanecido junto a Simon hasta entonces, apareció
cruzando el vestíbulo. Corrí en su dirección y le pregunté si
sabía dónde estaba su jefe. El chófer de Simon me miró con
expresión divertida. ¿Creería que se me caía la baba por su
jefe, como a otras tantísimas mujeres?
—Le han dejado una sala de conferencias para que pueda
trabajar mientras dura el concurso. Es la Sala George
Washington, justo al final del pasillo.
Era de suponer que un pez gordo como Simon no querría
mezclarse con el resto de nosotros durante todo el día. Hice
una pequeña parada técnica en el aseo de señoras para tomar
aire y recuperar la compostura. Mientras me empapaba la cara
ardiente con una toallita humedecida, me preguntaba por qué
Simon me habría puesto en aquella posición. De pronto se me
ocurrió algo inquietante. ¿Y si lo había hecho por Natasha? ¿Y
si estaban conchabados? Eso era imposible. Ella era
demasiado correcta para intentar amañar el resultado. ¿O sería
eso a lo que se refería Mars cuando me dijo que Simon no era
de fiar? ¿Acaso mi exmarido sabía algo?
Revitalizada, recorrí el pasillo, a toda pastilla, para
enfrentarme a Simon. Aporreé la puerta y no esperé a que me
dieran permiso para entrar.
—¡Simon! —Entré como una exhalación en una sala vacía.
Casi vacía.
CAPÍTULO SEIS
De Natasha online:
Ya no vale la misma sal para todo. En cualquier cocina que
se precie debería haber, al menos, cinco tipos diferentes
de sal. Sal kosher para la salmuera; sal gorda para el
molinillo; sal marina na francesa para cocinar; los
maravillosos saleros de flor de sal; y, mi favorita, la sel gris,
también conocida como sal gris o sal celta.
S
imon estaba tirado en el suelo, boca abajo. La sangre
que le manaba de la nuca empapaba la moqueta. Tuve
que ahogar un grito al deducir lo ocurrido. Salí
corriendo hacia él, frené en seco y retrocedí para observar el
espacio con detenimiento. Quien fuera que lo hubiera herido
se había marchado. Me dirigí rápidamente hacia él otra vez,
me arrodillé a su lado y le tomé el pulso. No se lo encontré…,
pero sí sentía el bombeo de mi propia sangre martilleándome
la cabeza.
La puerta que tenía a mis espaldas se abrió, y se me escapó
un chillido; imaginé que se trataba del asesino, blandiendo un
bate de béisbol. La figura cimbreña de Natasha apareció en el
umbral.
—Sophie. ¿Qué has hecho?
Me levanté de un salto.
—Ya lo he encontrado así. Está… está muerto.
Natasha me señaló con un dedo de manicura perfecta.
—¿Lo has matado? —Tragó saliva con fuerza y fue
acercándose hacia el cadáver de Simon—. Conserva la calma.
Estoy segura de que ha sido un accidente. No te preocupes. Yo
estaré de tu parte. Y también Mars.
—¡Yo no lo he matado!
Natasha tenía los músculos del cuello como bandas
elásticas en tensión. Retrocedió hacia la puerta… a toda prisa.
—Voy a ir a buscar a Mars. Él sabrá qué hacer. Tú quédate
aquí e intenta conservar la calma.
Mientras echaba una mano hacia atrás para dar con el
mango de la puerta, esta se abrió de golpe. Clyde frenó en seco
al entrar en la sala.
—¿Qué ha pasado?
Su actitud, por lo general, calmada se esfumó. Se agachó
sobre el cuerpo de su jefe y le buscó el pulso.
Natasha salió corriendo al pasillo. La oí gritar el nombre
de Mars.
Me quedé mirando la expresión de Clyde, con la esperanza
de que él supiera dar con algún signo de vida que a mí se me
hubiera pasado por alto. Puso a Simon boca arriba y empezó la
maniobra de reanimación.
Me rebusqué el móvil en los bolsillos. ¡Mecachis! Seguro
que me lo había dejado en el espacio de trabajo. Alcancé a
Natasha por el pasillo.
—¿Llevas el móvil encima? Llama a emergencias.
Tenía la expresión tan impávida como si se hubiera puesto
bótox; se quedó mirándome durante varios segundos.
—Sí, claro.
Volví corriendo a la sala de conferencias para ver si podía
ayudar en algo. La estancia se llenó de empleados del hotel y
participantes en el concurso. Mars y su hermano se
presentaron de pronto, y también mi padre. Había tantas
personas en la sala que no lograba ver a Simon. Conseguí
abrirme paso entre la multitud y llegar hasta el escaso espacio
que quedaba alrededor de su cuerpo.
Clyde y un par de tipos de la seguridad del hotel seguían
intentando reanimarlo. Me aparté para dejarles bastante
espacio, pisé algo duro y perdí el equilibrio. Aleteando los
brazos, en un vano intento de impedir la caída, aterricé, de
forma bastante dolorosa, sobre el objeto que me había hecho
tropezar. Me eché hacia un lado, recogí el objeto y me levanté.
Se trataba del trofeo del concurso: un pavo dorado de pesado
metal y preciosamente esculpido, con la cola manchada por la
sangre de la víctima.
Lo tiré como si me quemara. Salió rodando en dirección a
Simon, y uno de los tipos de seguridad lo pateó para quitarlo
de en medio. Como un trueno repentino, Wolf irrumpió en la
sala, y la atmósfera del lugar cambió. El inspector de policía
sustituyó al tipo que había estado practicándole el masaje
cardíaco a Simon.
—¡Todo el mundo fuera! ¡Ahora mismo! —ordenó, dando
voces, mientras se afanaba en la reanimación.
Los curiosos fueron saliendo y yo crucé la sala para
abandonar el lugar con ellos.
—Salvo aquellos que tengan las manos manchadas de
sangre —añadió Wolf sin levantar la cabeza ni dejar de
practicar el masaje cardíaco.
Me miré los dedos. Los tenía cubiertos de un pringue rojo
y pegajoso.
—Y con eso me refiero a ti, Sophie.
Me detuve y miré hacia abajo; me quedé de piedra al ver
que me había manchado los pantalones con la sangre de
Simon. Tenía manchas rojas incluso en los zapatos.
Los miembros del equipo de emergencias irrumpieron en
la sala de pronto y casi me tiran al suelo. Se pusieron a atender
a la víctima.
Wolf me agarró por un brazo y tiró de mí hasta el pasillo
de servicio, al que se accedía desde el fondo de la sala. Me
hizo apoyar la espalda contra la pared y adoptó su pose de
policía, con las piernas separadas y los brazos en jarra con los
puños cerrados.
—Dos asesinatos en dos días y un solo elemento en
común: tú.
—No he tenido nada que ver con ninguno de los dos.
—Déjalo ya, Sophie. Tu foto no estaba en la camioneta de
Otis por casualidad. Es imposible que no tengas ninguna
relación con estos asesinatos. La situación no pinta bien para
ti.
—Oh, por favor… —mascullé en voz baja—. Si casi ni
conocía a Simon.
—Se rumoreaba que lo conocías tan bien que estabas a
punto de ser descalificada.
—¿Vas a fiarte de un rumor?
—Te sorprendería saber la de veces que los rumores nos
conducen hasta una pista útil. ¿Simon y Otis te amenazaron?
¿Qué tenían en tu contra?
—¡Nada! Ya te lo dije: no conocía de nada al detective
privado y, al contrario de lo que algunas personas piensan, no
mantenía ninguna relación con Simon.
Wolf ladeó la cabeza con gesto de incredulidad.
—Entonces, ¿qué hacías aquí con él? Se suponía que
debías de estar preparándote para cocinar.
—Al invitarme a salir, me puso en una situación
comprometida. Reconozco que estaba molesta, pero no se
mata a nadie por ese motivo.
—Han asesinado a personas por menos que eso.
El sarcasmo sacaba lo mejor de mí.
—¡Ah, vale! Tenía dos opciones: o me descalificaban, o
mataba al juez. No sé…, me parece que no habría ganado el
concurso de ninguna de las dos formas.
El inspector apretó los labios.
—Entonces, ¿cuál es tu excusa esta vez, listilla?
—No hay excusas. Entré en este lugar y me lo encontré
muerto.
—Por lo visto, es algo que acostumbras a hacer. —
Después de quedarse mirándome hasta que me sentí incómoda,
añadió—: No hagas ningún viaje.
Wolf me dejó en el pasillo de servicio, repasando
mentalmente los acontecimientos de los últimos dos días.
Tenía razón. Las personas normales no encontraban dos
cadáveres en dos días. ¿Por qué iba a creerme? Parecía que los
hombres caían desplomados a mi alrededor. Tampoco ayudaba
mucho que hubiera recogido el arma del crimen y la hubiera
sujetado entre las manos.
Cuando regresé a la sala de conferencias, el equipo de
emergencias estaba cargando el cuerpo de Simon en una
camilla. Lo habían tapado con una manta que le cubría la cara.
—¿Wolf? —dije—. Vas a encontrar mis huellas en el arma
homicida.
Se pasó una mano por la frente.
—Al final tendré que detenerte, ¿verdad?
—No… ¡No! —Me apresuré a explicárselo—: Me tropecé
con ella y la recogí del suelo. Había muchísimas personas en
la sala, alguien debe de haberme visto.
—¿Y dónde está?
Miré a mi alrededor. La moqueta estaba alfombrada por
una diversidad de envoltorios de material médico, pero no
localicé el trofeo.
—Es el trofeo del concurso. Un pesado pavo dorado, de
bronce o de latón, supongo. Lo tiré al suelo.
Wolf detuvo a los miembros del equipo de emergencias.
—¿Alguno de vosotros ha visto un pavo?
Negaron con la cabeza y siguieron su camino. El inspector
se quedó mirándome.
—¿Por qué crees que es el arma del crimen?
—Tenía sangre en la cola.
Emitió un gruñido.
—Te miro y por momentos pienso que eres una mujer
agradable que, casualmente, estaba en el lugar equivocado,
pero ahora me planteo si no serás lo bastante retorcida para
haber recogido el arma del crimen, delante de varias personas,
y así tener una buena excusa para que tus huellas estén
impresas en ella. Ahora, sal de aquí. Esto es la escena del
crimen.
Me alejé de la sala un par de metros, a la zaga del equipo
de emergencias. Había personas a lo largo de todo el pasillo,
mirándome y susurrando. Natasha sollozaba, apoyada en el
brazo de Mars, como si hubiera perdido a su amigo más
preciado.
Mi madre se me acercó enseguida.
—¡Oh, cariño mío!
Mi familia se apelotonó a mi alrededor.
—Simon ha muerto —anuncié.
—¿De un infarto? —preguntó mi padre, siempre tan
racional.
—Lo han asesinado —susurré.
Natasha debió de oírme. Resollando, sacó un delicado
pañuelo ribeteado de color azul huevo de petirrojo.
—¿Van a detenerte?
Bernie, el amigo inglés de Mars, apareció como salido de
la nada.
—¿Detener a Sophie? ¿Estás loca? Lo que es asombroso es
que nadie se cargara antes a ese. ¿Y qué pasa contigo,
Natasha? Llegaste a la escena del crimen sospechosamente
rápido.
Ella se quedó boquiabierta. A pesar de la horrible
situación, le dediqué a Bernie una sonrisa de agradecimiento
por defenderme. Había sido el padrino de boda de Mars
cuando nos casamos y nos hizo alguna que otra visita durante
nuestro matrimonio. Siempre fue el invitado perfecto: era
divertidísimo, colaborativo y resultaba muy fácil convivir con
él. Lo último que sabía de su vida era que trabajaba de barman
en un pub de Inglaterra. De habernos encontrado en otra
situación, me lo habría llevado de allí para que me pusiera al
día de su vida. Bernie era igual de crápula que Mars, pero
mucho menos predecible.
Mi padre me sujetó por el hombro con una mano. Me miró
a los ojos y le leí el pensamiento: estaba metida en un buen lío.
Hannah no soltaba a Craig.
—No me puedo creer que esto esté pasando de verdad.
¿Crees que saldremos en las noticias?
Craig me miró como a una presa de caza, con gesto de
desprecio. Su escrutinio me violentó.
—Inga —le dijo mi padre a mi madre—, me parece que
vamos a estar aquí un buen rato. ¿No había una tienda de
vestidos de novia en Georgetown a la que no fuisteis ayer? ¿Y
no querías enseñarle a Craig ese esmoquin que vimos?
Mi padre dio en el clavo para mandar a paseo a las
entusiastas de las bodas.
—No caerá esa breva, señor Bauer —metió baza el
hermano de Mars, Andrew—. Estamos acorralados en este
hotel, como un rebaño de ovejas. Si quiere saber mi opinión,
considero que es una estupidez. Si yo hubiera querido matar a
Simon, lo habría hecho hace dos años. —Soltó una risotada—.
Aunque ahora me siento resarcido. El dinero que me robó ya
no le servirá para nada.
Vicki reaccionó, escandalizada.
—¡Andrew! Ni se te ocurra bromear sobre eso. Podrían
tomarte en serio. —Me dio un codazo y miró a su alrededor—.
¿Crees que lo ha oído alguien?
—Solo tu familia y la mía.
Durante mi matrimonio con Mars, había compartido
mucho tiempo con Andrew y con Vicki. Ella había tenido una
infancia muy dura. Perdió a sus padres siendo muy pequeña y
la crio un hermano, pero él había vivido en el extranjero desde
que yo la conocía. Algunas veces me preguntaba cómo se
habrían sentido Vicki y Andrew cuando la tía Faye nos dejó en
herencia, a Mars y a mí, su lujosa casa. Imaginaba que les
reconcomería la rabia por dentro cuando nos divorciamos, y
yo acabé quedándome con la propiedad. Vicki y Andrew se
habían comprado una bonita vivienda adosada en Old Town,
que estaba a un paseo andando de la mía, pero las casas no se
podían comparar, ni en tamaño ni en encanto arquitectónico.
Achaqué el malicioso comentario de Andrew a su
desesperada necesidad de protagonismo. No hacía falta ser
psicóloga para darse cuenta de que anhelaba tener la clase de
éxito y merecer el mismo respeto que había logrado Mars. Los
contactos de mi exmarido con los ricos y poderosos le abrían
muchas puertas a Andrew, pero yo había visto a más de una
persona intentando evitarlo en las fiestas a toda costa. Su
reputación de gafe para los negocios lo precedía como el hedor
de una piara de cerdos.
—¿Qué os pasa a todos? —Natasha se enjugó las lágrimas
con el pañuelo—. Han asesinado a un hombre maravilloso y
solo pensáis en vosotros mismos. Yo estoy destrozada.
Andrew sonrió con suficiencia.
—Corta el rollo, doña perfecta. Si yo fuera Mars, ahora
mismo me estaría preguntando qué haces llorando a moco
tendido por la muerte de alguien prácticamente desconocido
para ti.
—Vamos a tranquilizarnos —intervino mi padre—. Todos
estamos disgustados, Natasha. Dejemos de criticarnos antes de
que alguien diga algo de lo que se arrepienta.
El altavoz crepitó y cobró vida con un agudo anuncio
ensordecedor.
—Señoras y señores, les habla el inspector Fleishman del
Departamento de Policía de Alexandria. Lamento tener que
pedirles que, por ahora, regresen al salón de baile. Les
tomaremos los datos a todos y los dejaremos marcharse en
cuanto podamos. Por favor, les ruego que mantengan la calma.
Hemos pedido al personal del hotel que sirva más refrigerios.
—¿Qué pasa con el concurso? —gritó Emma.
Habría matado por ver la expresión de Wolf.
—Ah, eso… Los organizadores son los responsables de
decidir al respecto, pero les aseguro que no se celebrará hoy en
ningún caso. Gracias.
Tras las quejas y gruñidos de rigor, todo el mundo se
dirigió de vuelta al salón de baile. Sin embargo, los rumores
corrían como la pólvora, y percibí que las miradas de los
presentes se dirigían hacia mí. Se quedaban mirándome, pero
disimulaban en cuanto los veía. Hice una parada en el aseo de
señoras.
Tenía la sensación de que me temblaba todo el cuerpo.
Dejé correr el agua del grifo por mis manos temblorosas para
limpiarme la sangre. Me salpiqué la cara con agua fría, sin
preocuparme por la pequeña cantidad de maquillaje que
llevaba. Todavía me estremecía el hecho de haber encontrado
muerto a Otis; descubrir el cadáver de Simon me sacudió hasta
los cimientos.
Por el bien de mi familia, intenté recomponerme: me sequé
la cara dándome golpecitos con una toalla e inspiré
profundamente varias veces antes de regresar al salón de baile.
Natasha, Mars y su familia se habían reunido cerca de la
zona dispuesta para los cafés. Mi padre había reunido unas
cuantas sillas plegables alrededor de mi espacio de trabajo.
Pensé que quería protegerme de las miradas predatorias. Mi
madre y Nina trajeron unos cafés y unos bagels para mi padre
y para mí, y nos sentamos, encorvados, por detrás de mi
encimera para el cocinado. No obstante, el aroma a avellana
había perdido su atractivo, y el bagel reseco era del montón.
Mi padre tomó medidas drásticas y nos prohibió hablar del
incidente. Hannah parecía enfurruñada y Craig se marchó a
por unos refrigerios. Ella permanecía encorvada en la silla
abrazándose a sí misma a la altura del pecho.
—Lo tenía todo planeado a la perfección para este fin de
semana con Craig. Y ahora mi hermana es sospechosa de
asesinato, y la policía va a interrogar a mi prometido. ¿Os
podéis imaginar qué debe de pensar de nosotros? Tendré suerte
si no anula el compromiso.
Mi madre le dio una palmadita en el brazo.
—Cariño mío, esta es una ocasión ideal para ver cómo
reacciona ante la adversidad. Es un hombre inteligente. Estoy
segura de que entiende que esta situación tampoco es habitual
para nosotros.
—¿Por qué te ha dado por ponerte una camiseta de color
claro, Hannah? —pregunté.
Ella siempre había preferido el fucsia y el violeta a los
tonos pasteles.
—A Craig le gusto con colores apagados.
Yo había hecho un buen montón de tonterías por mis
novios; no podía culparla por intentar complacerlo. Empecé a
preguntarme qué estaría entreteniendo tanto a Craig y me
levanté para i r a buscarlo. Si estaba en el gran salón, yo no lo
veía. Aunque sí vi a Natasha, escoltada por un agente de
policía, seguramente, de camino a ser interrogada. No
tardarían en citarme a mí.
Hannah lucía una sonrisa forzada y se sentó muy erguida,
y entonces caí en la cuenta de que Craig estaría regresando. A
todas luces satisfecho de sí mismo, nos pasó unos recipientes
de poliestireno con patatas fritas y bocadillos de rosbif. Se
metió una mano en el bolsillo y sacó unos sobrecitos de
kétchup.
—Espero haber traído suficiente para todos.
Hannah y mi madre se deshicieron en halagos, pero yo me
pregunté dónde habría comprado la comida. Nadie más, en
todo el gran salón, tenía recipientes de poliestireno.
A Craig se le veían ambos lados de la cara sonrosados y
las mejillas coloradas, como si acabara de estar en el frío
exterior. Llevaba un polo de manga larga de color negro y
unos tejanos, atuendo insuficiente para estar abrigado en la
calle. Localicé una manga de su cazadora tipo bomber
colgando de la pila de abrigos que habíamos dejado sobre una
silla.
Hannah devoraba las patatas fritas.
—¡Qué ricas!, aunque están un pelín sosas. Sophie, ¿tienes
un poco de sal entre los ingredientes para tu receta?
Por supuesto que tenía. Localicé la sal y se la ofrecí. Se
echó un buen montón en las patatas fritas y se comió una.
—¡Puaj! ¿También intentas matarme a mí?
Mi padre nos miró como cuando éramos pequeñas y lo
poníamos al borde de un ataque de nervios.
—Hannah, tu hermana no ha matado a nadie. No puedes
decirle esas cosas. No creo que entiendas lo grave que es esta
situación para Sophie.
—Ella siempre es la más importante. Se suponía que, este
fin de semana, los protagonistas éramos Craig y yo. Por si
fuera poco, prueba esto.
Mi padre cogió una de las patatas fritas y le dio un
mordisco.
—Es azúcar.
Me eché una pizca de sal en la mano y la probé. No cabía
duda: era azúcar.
—¡Oye, Wendy! —grité—, hazme el favor de probar tu
sal.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó—, es azúcar. Alguien
se ha empeñado en sabotear el concurso.
Se me ocurrió que esa supuesta persona no habría
cambiado sus propios ingredientes, y sentí la tentación de
exigir que revisaran los condimentos de todos los
concursantes. Sin embargo, en ese preciso instante, un joven
agente de policía llegó para acompañarme a ser interrogada.
Como no estaba muy segura de qué iba a ocurrir, me incliné
para hablarle a mi padre al oído.
—No os preocupéis por mí. Iros a comprar y ya nos
veremos en casa.
No me gustó nada la expresión de miedo que empezó a
aflorar en su rostro.
—Por el amor de Dios, Paul, solo van a hacerle unas
preguntas —escuché decir a mi madre mientras me alejaba.
El inspector Kenner se reunió conmigo en el vestíbulo del
salón de baile y me llevó a una zona apartada para hacerme
cantar. En el otro extremo de la sala, vi a Wolf interrogando a
Natasha.
Kenner me hacía las mismas preguntas todo el rato, pero
de distinta forma. Como yo insistía en mi aburrido relato de
que había encontrado el cuerpo de Simon y que había cogido
del suelo el pavo manchado de sangre, el inspector empezó a
mover las aletas de la nariz. Me esforcé por permanecer
tranquila ante su ira creciente. Empezó a hablar con un tono
más elevado, pero yo no dejé que me intimidara. Wolf,
atareado en el otro extremo de la sala, iba mirándonos de tanto
en tanto. A Kenner se le puso la cara morada, como si tuviera
un problema de hipertensión. Me miró con los ojos
entrecerrados y se me acercó demasiado para mi gusto.
—A lo mejor crees que has conseguido que Wolf se trague
tus mentiras, pero a mí no me engañas ni por un segundo. —
Tenía la cara a un palmo de la mía, chasqueó los dedos y gritó
—: ¡Eleváosla a la comisaría!
CAPÍTULO SIETE
De Pregúntale a Natasha:
Querida Natasha:
Mi familia política vendrá en masa y todos esperan
quedarse en nuestra casa. Trabajo fuera y no tengo
tiempo para estar preparando comida y hacer la colada
para más personas. ¿Qué hago?
Casa Completa
en Cranston
Querida Casa Completa:
Todo el mundo merece unas sábanas de algodón egipcio
de mil hilos y almohadas bien mullidas y ahuecadas. Una
antriona cortés mima a sus invitados. Levántate un par de
horas antes para preparar el desayuno y recoger la casa.
El esfuerzo adicional valdrá la pena. Si tienes que
ausentarte durante el día, contrata un servicio de limusinas
para que los lleven a dar un elegante paseo por la ciudad.
Natasha
D
e verdad me iban a detener? Miré en dirección a
—¿ Wolf. No hizo intento alguno de ayudarme. Con
todo, el joven agente de policía no me esposó;
se limitó a sacarme del lugar por la puerta de servicio del hotel
y a colocarme en el asiento trasero de un coche patrulla.
—¿Estoy detenida? —le pregunté cuando se sentó delante.
—Desde luego que no, señora —me respondió con un
refinado acento sureño—. Solo tiene que entregarnos su ropa
manchada de sangre como prueba.
Cuando, por fin, un policía me llevó a casa en coche, lo
único que quería era echar una cabezadita. Abrí la puerta con
la llave y me quedé ahí plantada para ver si oía algún ruido.
Los demás debían de seguir fuera. Sin embargo, algo no
marchaba bien. ¿Dónde se había metido Mochi?
Me quité a toda prisa la chaqueta, insuficiente para
protegerme del frío de noviembre, y empecé a llamarlo por su
nombre una y otra vez. Cuando estaba colgando la chaqueta en
el armario del recibidor, oí su triste maullido. Lo encontré en
el comedor, mirándome desde lo alto del reloj de pared de mi
abuelo.
—Has subido tú solito hasta ahí arriba, pillín, ¿de verdad
necesitas ayuda para bajar?
Siguió maullando y se quedó mirándome con esos ojazos
suyos. Fui a buscar una escalerilla del sótano y la coloqué
junto al reloj. No había llegado ni al peldaño central cuando el
muy travieso me saltó al hombro y se agarró con las uñitas a la
camiseta que me había dejado la policía.
Le di unas palmaditas para que se sintiera seguro. Se
encaramó hasta situarse a la altura de mi oreja y me demostró
su agradecimiento con un intenso ronroneo. Sin embargo, en
cuanto toqué el suelo, saltó de mi hombro y salió corriendo
por la casa como un gato montés. Iba esquivando los muebles
volando, entraba en las habitaciones y salía tan rápido que
apenas tocaba el suelo con las patitas. No pude evitar reírme
de sus divertidas payasadas. Cruzó la cocina, disparado,
mientras yo iba a guardar la escalerilla y subió corriendo por
delante de mí, escalera arriba, cuando subía para ir a darme
una ducha muy necesaria.
Perdí toda esperanza de echar una cabezadita al salir del
baño y oír voces y pasos en la escalera. Pensar en esa noche
me daba pánico. Estaba muerta de agotamiento y todavía tenía
que preparar el caldo de pollo para la crema y el relleno, por
no hablar de las dos tartas y una cantidad considerable de mis
lamosos brownies. Di gracias a mi buena estrella porque
fuéramos solo nosotros seis para la cena de Acción de Gracias
del día siguiente y porque, salvo por el coronel y Craig,
seríamos casi todos de la familia. Si no estaba todo perfecto,
los comensales lo entenderían.
Había previsto que estaría demasiado cansada para cocinar
después del concurso y tenía una lasaña de verduras preparada
desde el lunes, antes de que llegaran mis padres. Cuando me
reuní con todos en la cocina y mientras la lasaña se calentaba,
el aroma embriagador a orégano y ajo ya impregnaba el
ambiente. Los demás pusieron la mesa para la cena, mientras
yo cortaba una cebolla en cuartos, pelaba seis zanahorias y
lavaba el apio. Metí la verdura en una cacerola grande junto
con un pollo entero, una hoja grande de albahaca y cuatro
dientes de ajo. Mi padre encendió la chimenea mientras mi
madre cocinaba unos boniatos para un plato que le había
prometido a Craig. Salvo por el agotamiento que sentía y el
hecho de haber encontrado los cuerpos de dos hombres
muertos, la situación parecía casi normal.
Después de cenar, preparé una jarra de café aromatizado
con vainilla francesa como acompañamiento para el resto de la
tarta de nueces pecanas al bourbon. A pesar de la cafeína, me
sentía relajada. El fuego crepitaba y caldeaba la atmósfera de
la cocina con su cálida lumbre. Mi familia charlaba
amigablemente, entre encantadoras risas y traviesas sonrisas.
Lo peor del día había quedado atrás. Debía quitarme de la
cabeza las imágenes de Simon y Otis, al menos, el tiempo
suficiente para celebrar una agradable velada de Acción de
Gracias con mi familia.
Después de cenar, Craig echó a mis padres de la cocina.
No recordaba la última vez que había visto a Hannah lavar los
platos sin quejarse. Ambos se comportaban de forma
juguetona, se trataban con ternura y se iban pinchando con
simpatía. A lo mejor no le había dado a Craig la oportunidad
que se merecía. Hannah siempre perdía la cabeza por tíos que
estaban increíblemente buenos y tenían una mujer en cada
puerto. Nos habíamos acostumbrado al inevitable drama que
se desencadenaba cuando la engañaban.
Sin embargo, yo seguía percibiendo algo en Craig que me
impulsaba a mostrarme distante con él. Ese peinado cutre de
cortinilla era una desgracia, pero no tanto para repelerme. Era
un hombre alto y con las espaldas anchas, había sido
bendecido con una buena estructura ósea y tenía los pómulos
marcados y la mandíbula ancha.
—Bueno, ¿y dónde os conocisteis, tortolitos? —pregunté
mientras cortaba las zanahorias y el apio para el relleno.
Hannah soltó una risita nerviosa.
—No se lo cuentes ni a mamá ni a papá, ¿vale? Nos
conocimos por internet.
Me volví de golpe y me quedé mirando a Hannah. Lo
decía en serio.
—Deberías probarlo. —Craig le pasó una copa a Hannah
para que la secara—. Podríamos ayudarte a rellenar el
cuestionario.
Me entraron ganas de abofetear a mi hermana. ¿Sabía algo
sobre ese tipo? Yo me había pasado parte del día con él y no
tenía ni idea de quién era.
—¿Cuál es tu especialidad?
—Soy internista.
Hannah sonrió de oreja a oreja. Sonaba impresionante,
pero ¿un internista no se habría presentado voluntario para
socorrer a Simon tras lo ocurrido ese día? ¿Estaba Craig entre
la multitud, en el gran salón?
Hundió la nariz en la melena de Hannah y supe que no
podía hacerle esa pregunta sin provocar una discusión entre
hermanas.
—¿En el Hospital Comunitario de Berrysville? —
pregunté.
—En el de Virginia Occidental. ¿Dónde los guardo? —
Levantó los cucharones para servir.
Le señalé el cajón.
—¿En qué lugar de Virginia Occidental?
Cerró el cajón.
—En Morgantown.
¿Su tono de voz delataba tensión?
—¿Dónde estudiaste medicina?
Hannah tiró de él.
—Vamos a ver una peli. Yo preparo las palomitas, pero ¿tú
podrías ser un buen novio y traerme el jersey rosa clarito del
dormitorio?
En cuanto él se marchó, Hannah se volvió hacia mí.
—Déjalo ya. Estás celosa porque ya no tienes a Mars. La
culpa es tuya por haber dejado que Natasha te lo quitara. Por
fin soy feliz, y tú estás siendo desagradable porque Craig es
rico y tiene éxito, además de ser guapo, y no puedes
soportarlo. Esta vez soy yo la que ha encontrado al tío
perfecto. Ve acostumbrándote. Disimulas tan mal… Craig ya
sabe que no te gusta.
Me moría por abrazarla muy fuertemente para protegerla
de su novio, el rarito. ¿Cómo era posible que estuviera
enamorada de él? Retorcí el paño de cocina que tenía en las
manos; ese hombre no había hecho nada para merecer mi
desprecio.
—Lo siento, Hannah. El tema de los asesinatos me tiene
desquiciada.
Quise morderme la lengua en cuanto dije «los asesinatos».
Pero mi hermana no se dio cuenta. Cerró de golpe el
microondas y programó el temporizados.
—Limítate a intentar ser amable y deja de interrogarle.
¿Eso es demasiado pedir para ti? Al fin y al cabo, va a
convertirse en miembro de nuestra familia.
Los granos de maíz iban estallando cada vez más deprisa.
Pulsó el botón de «stop», vertió las palomitas humeantes en un
cuenco y desapareció en dirección a la sala de estar.
—Y Natasha no me quitó a Mars —mascullé en su
dirección.
A medianoche, todos se habían ido a dormir, salvo Mochi
y yo. Tenía una tarta de nueces pecanas enfriándose en una
bandeja de horno sobre la encimera. Los brownies reposaban
en la nevera, junto al relleno, listo para hornear al día
siguiente. Había limpiado y cortado las judías verdes y tostado
las almendras. Incluso había encontrado el tiempo justo para
preparar una ración doble de salsa de arándanos rojos.
Estaba sacando una tarta de calabaza del horno cuando oí
el rugido de un motor y alguien llamó a la puerta. Se me hizo
un nudo en la garganta. Solo podía ser la policía, y nunca se
presentaba a medianoche para dar buenas noticias. Habían
venido a detenerme.
Avanzando de puntillas, eché un vistazo por la mirilla,
pero no logré ver nada. Volvieron a llamar, más fuerte esta
vez. Sin retirar la cadena del cerrojo, entreabrí la puerta un
milímetro. La madre de Mars estaba plantada en la escalera de
la entrada con una maleta. Cerré la puerta y retiré la cadena lo
más rápido que pude.
—¡June! ¿Qué diantres estás haciendo aquí?
Levantó la maleta y entró en la casa.
—¿Sophie? ¿Qué está pasando?
Me volví y vi a mis padres en la escalera. Cerré la puerta
para que no entrara el frío nocturno. June se quitó el abrigo y
dejó a la vista un mullido albornoz de color lila. Colgó el
abrigo en el armario del recibidor.
—No te importa, ¿verdad, querida?
Levantó la vista para mirar a mis padres.
—Inga, Paul, hola.
La tetera pitó y yo corrí a silenciarla antes de que
despertara a todos los demás. June y mis padres me siguieron
hasta la cocina.
—¡Perfecto! Es como si ya supieras que iba a venir —
exclamó June—. ¿Tienes de esas galletas tuyas, las caseras
con pepitas de chocolate?
—Por supuesto.
Saqué la masa del congelador, la corté en trozos grandes y
los metí en el horno caliente. Mi madre localizó las tazas de
porcelana y preparó té navideño, aromatizado con naranja y
clavo, mientras mi padre echaba un tronco más al fuego. June
se acomodó en una de las butacas junto a la chimenea y Mochi
saltó sobre su regazo. Mis padres la observaban con
curiosidad.
—Debéis de pensar que tengo mucha cara —comentó June
—, pero no podía soportar estar ni un minuto más con esa
mujer. ¿Os lo podéis creer? Yo solo quería poner una tetera al
fuego y ella se ha puesto hecha una furia.
—¿Natasha? —preguntó mi padre.
—Todas las noches rezo para que Mars no se case con ella.
Se comporta como si yo fuera una vieja chocha incapaz de
hacer nada a derechas. Esa cocina que tiene en casa es como la
de un restaurante: fría. Creo que lo encargó todo en Italia. Por
eso es imposible saber para qué sirven muchos botones y
manecillas. No es como esta cocina, donde una puede
instalarse y sentirse cómoda. Todo lo relacionado con esa
mujer es frío. ¿Sabíais que me ha puesto un plástico por
debajo de las sábanas porque cree que voy a mojar la cama?
—Eso no parece nada típico de ella. Natasha se esfuerza
mucho por ser una anfitriona atenta —comentó mi madre.
—June, si quieres, puedes quedarte con nosotros —sugerí.
—Le he dicho que me iba a un hotel, pero en realidad
pensé que no te importaría acogerme. Me siento mucho más
cómoda en la casa de mi hermana.
Esa frase me sentó como una puñalada, aunque no creía
que June lo hubiera dicho con mala intención. La verdad era
que, en efecto, la casa perteneció a su hermana. Tal vez Mars
debería haberme comprado mi parte y habérsela quedado para
su familia. El simple hecho de que me gustara no me otorgaba
ningún derecho especial sobre ella.
Las galletas y el té serenaron a June. Era ya casi la una de
la madrugada, y todos estábamos agotados. Nos dimos las
buenas noches, y yo llevé el equipaje de June a una habitación
de invitados del segundo piso, la de la antigua cama con dosel,
demasiado grande para las dimensiones del dormitorio. June se
sentó sobre la cama y pasó las manos sobre la colcha.
—Faye siempre me dejaba dormir aquí. Esta habitación
tiene algo especial. Me recuerda a una casa de huéspedes de
postín.
Bajé la escalera de puntillas y a oscuras, intentando evitar
los puntos donde los escalones crujían. Teniendo en cuenta
todo el jaleo de ese día, pensé que valía la pena comprobar que
el fuego de la chimenea se había consumido y que había
cerrado la puerta con llave. Eché la cadena del cerrojo y entré
en la cocina arrastrando los pies. Había brasas doradas
refulgiendo sobre las cenizas, como ojos maléficos. Gracias a
esa luz que iba apagándose, vislumbré un rostro horripilante y
deforme pegado al ventanillo de la puerta de la cocina.
CAPÍTULO OCHO
De La buena vida:
Querida Sophie:
Cada año, mi mujer se vuelve loca intentando que salga
todo a la perfección durante estas estas. ¿Tienes algún
consejo para ayudarla?
Ansioso
en Alexandria
Querido Ansioso:
Acción de Gracias es una de esas celebraciones en las que
la gente quiere comer platos tradicionales. Tu mujer no
tiene por qué matarse buscando novedosos toques
gourmet para las recetas. Pavo, arándanos rojos, relleno y
tarta; lo básico es lo que está deseando comer todo el
mundo. Y muchos de esos platos se pueden tener
preparados de antemano.
Además, nadie recordará jamás la cena de Acción de
Gracias perfecta. Dentro de cinco o diez años, familiares y
amigos se reirán sobre esa vez que el pavo se quemó y
tuvisteis que pedir comida china a domicilio. O de las
galletas duras como piedras que la tía Beth insistía en
preparar año tras año. Las recetas perfectas quedarán
relegadas al más profundo olvido.
Tu mujer debería relajarse y disfrutar de la vida. Los
contratiempos y los incidentes divertidos son los artíces de
los recuerdos más memorables.
Sophie
E
l ser horripilante empezó a arañar la puerta con sus
zarpas y emitió un aullido lastimoso. Ese sonido me
aterrorizó, hasta que caí en la cuenta de que me
resultaba familiar. Se trataba de Daisy. Pero ¿de quién era el
rostro que estaba pegado al cristal del ventanillo?
—¿Daisy? —pregunté entre susurros.
Más arañazos.
De haber estado sola, habría sido más timorata a la hora de
abrir la puerta. Se me pasaron por la cabeza toda clase de
horrendas posibilidades. Mars se había llevado a Daisy y
también había escapado de Natasha. El mirón había regresado.
Alguien había secuestrado a Daisy y pretendía exigir un
rescate. Sin embargo, ninguna de esas hipótesis parecía
probable.
Entreabrí la puerta y Daisy ladró con su entusiasmo de
sabueso, agitando el rabo, lo que provocaba que se le
contonearan los cuartos traseros. Salió disparada hacia mí,
levantando las patas cu el aire.
La sujeté por el cuerpo, que no paraba de contonearse, y le
di un buen abrazo perruno. Para mi tremenda sorpresa, Bernie,
el amigote de Mars de su época universitaria, estaba plantado
en el umbral de la puerta.
—¿Va todo bien? —pregunté—. Es de madrugada.
—Esta noche Natasha estaba intentando impresionar a un
grupo de trajeados, y creo que intentaba ocultarme —
respondió con su encantador acento británico—. Así que he
agarrado al otro chucho sin pedigrí de la casa, y aquí estamos
los dos.
Esbocé una sonrisa de oreja a oreja. Seguramente, Bernie
no sabía que la propia Natasha tampoco tenía pedigrí. Cuando
tenía solo siete años, su padre abandonó a la familia y su
madre tuvo que sacar a sus miembros adelante trabajando
largas jornadas en una cafetería de nuestra ciudad natal.
Siempre me había gustado Bernie, aunque era un poco
cabra loca. Socarrón, con tendencia a soltar lo que todo el
mundo pensaba pero era demasiado correcto para decir y, por
lo general, desempleado. Llevaba el pelo rubio color ceniza
enmarañado y, la mayoría de las veces, tenía aspecto de
haberse caído de la cama o haber salido de un pub tras una
buena farra.
—Daisy me ofreció compartir su camita perruna con ella si
la traía a casa contigo.
Ladeó la cabeza como un cachorrito esperando una
respuesta.
—No hace falta que la compartáis. Sigue disponible la
habitación diminuta de la tercera planta, o puedes acomodarte
en el sofá cama del antiguo estudio de Mars.
—Me quedo con el estudio sin dudarlo. Mars no se habrá
dejado por aquí un poco de whisky del bueno, ¿verdad?
Mochi entró corriendo en la cocina.
—¡Por todos los dioses! ¡Un gatito!
Era demasiado tarde para que Daisy no arremetiera contra
él. Bernie y yo nos quedamos paralizados, a la espera de
bufidos, ladridos y la inevitable persecución que despertaría a
todo el mundo. Mochi levantó su diminuta cabecita para
olisquear los belfos colgantes de sabueso de Daisy. La perra
retrocedió; no tenía muy claro qué pensar del pequeño intruso.
Al ver que Daisy no constituía una amenaza, Mochi subió de
un salto a la mesa para escudriñar a Bernie.
—Menudo diablillo. Solo había conocido un gato al que no
le dieran miedo los perros. El cuarto marido de mi madre tenía
una granja en Inglaterra, y por allí campaba un gato de color
naranja que se sentía superior a todos los perros del lugar. La
verdad es que era un guardián increíble. —Rascó a Mochi por
debajo de la barbilla—. Apuesto a que a ti ni siquiera te
asustaría Natasha.
Le llevé a Bernie toallas y ropa de cama, y él se instaló en
el antiguo estudio de Mars como si pensara quedarse durante
un tiempo. Mochi y Daisy me siguieron hasta mi dormitorio en
el segundo piso y se hicieron un ovillo sobre la cama, uno en
cada esquina.
La mañana de Acción de Gracias dormí hasta más tarde de
lo debido para ser alguien que tenía la casa llena de invitados.
Ni Daisy ni Mochi estaban en el dormitorio cuando me
desperté. Me di una ducha rápida y me puse una camiseta con
cuello de cisne, sin mangas y de color naranja calabaza, unos
pantalones beis y un jersey de punto con hojas otoñales. Con
los dos hornos encendidos, ese día haría calor en la cocina.
Supuse que acabaría quitándome el jersey de hojarasca para
estar fresca. Encontré a mis invitados en la terraza acristalada,
que se había calentado y estaba a una temperatura
agradablemente cálida a pesar del frío que hacía. El suelo de
ladrillo me calentó los pies.
Daisy estaba tumbada en el suelo junto a Bernie, cuyos
tobillos desnudos asomaban por debajo de su albornoz de
franela. Daisy no se molestó en levantarse, pero, al verme,
agitó el rabo, sin despegarse del suelo. Me agaché para hacerle
cosquillitas en la barriga.
Mi madre estaba relajada con una taza de café entre las
manos y los pies apoyados en un escabel.
—Hay frittata todavía caliente en el horno, dormilona.
Bernie nos ha estado entreteniendo con relatos sobre los
numerosos matrimonios de su madre.
Hannah se ruborizó, y yo me pregunté si el comentario
habría sido una pulla intencionada de mi madre. Si mal no
recordaba, Craig sería el tercer marido de mi hermana; la
madre de Bernie había hecho el paseíllo hacia el altar siete u
ocho veces.
Me dirigí a la cocina a por un café, pero me detuve al oír
unas voces. Una sola voz, para ser exacta. June estaba
hablando en la cocina. Me quedé quieta un instante
preguntándome quién faltaba en la terraza acristalada.
—No podría estar más de acuerdo —decía June—. Has
tomado la decisión correcta. Y me encanta lo que han hecho
con la cocina.
Me asomé para mirar con disimulo. La madre de Mars
estaba sentada junto a la chimenea tricotando. Su única
compañía era la de Mochi.
—Buenos días.
¿Habría estado hablando con el gatito? Saqué la frittata del
horno y le ofrecí una porción a June.
—Ya he comido, gracias. Estaba bastante buena. Y tu
madre ha tenido el tierno detalle de fingir que la ha preparado
Hannah. —Soltó una risita nerviosa—. Tu hermana no tiene
tus habilidades culinarias.
La comida nunca había sido uno de los intereses de
Hannah.
—Pero sí tiene unas habilidades para la informática
impresionantes. Menos mal que es honrada, porque, si no,
sería una hacker alucinante.
—Justo ahora estaba diciéndole a Faye lo contenta que
estoy de que tú seas la dueña de la casa. Es un hogar muy
acogedor e invita a quedarse.
¿Faye? Faye estaba muerta. Levanté la vista hacia la foto
de la difunta situada sobre la chimenea. Estaba recta. Por lo
visto, no soplaba ninguna corriente extraña. June alargó una
mano para acariciar a Mochi. A lo mejor la había oído mal.
—¿Quieres que te sirva más café?
—No, querida. Así está bien. Estaba aquí, manteniendo
una agradable charla.
—¿Con el gatito?
Contuve la respiración deseando haber malinterpretado lo
que había dicho sobre Faye.
—Con mi hermana. Adora a Mochi. Faye siempre tuvo
gatos y está encantada de que ahora haya un chiquitín viviendo
en la casa.
¿June estaba perdiendo la cabeza? De pronto cambié de
opinión sobre el interés de Natasha en proteger el colchón
donde dormía su actual suegra. Quizá June no estuviera bien.
Mi padre llegó del recibidor y se unió a nosotras. No lo
había visto tan preocupado desde que mi hermano, a los
dieciséis años, se compró la motocicleta de un amigo por
cincuenta dólares. Agitó el periódico en mi dirección.
—¿Por qué no me habías contado esto?
Se puso las gafas de leer y abrió el diario.
—Según fuentes policiales contrastadas, la persona
sospechosa del asesinato de Simon Greer también es
sospechosa del asesinato de Otis Pulchinski, un detective
privado asesinado un día antes.
Se bajó las gafas e inspiró con fuerza, mientras me
fulminaba con la mirada.
—No quería preocuparte.
—Bien hecho, Sophie, porque ahora sí que estoy
preocupado.
—Ha sido una coincidencia. Estaba en los lugares
equivocados, en los momentos equivocados. De haber llegado
allí unos segundos después, habría sido Natasha la que
encontrara el cuerpo de Simon.
—Cielo, necesitas un abogado. Ese tipo era un hombre rico
y con influencias. Les van a presionar mucho para que den con
el asesino.
—Pero si yo no he hecho nada. No puede haber ningún
testigo ni nada que me vincule con ninguno de los asesinatos,
porque yo no he matado a nadie.
—¡Oh, Sophie! —intervino June—. No seas ingenua. Mi
difunto esposo siempre decía que a la mayoría de los asesinos
se les condena por pruebas circunstanciales.
En ese momento, June no parecía estar delirando. El padre
de Mars había sido juez. Sin duda alguna, su viuda sabría unas
cuantas cosas sobre juicios.
Mi padre se masajeó la mandíbula.
—No le comentemos nada a tu madre ni a Hannah de
momento. Están en modo vacaciones y no se enterarán de las
noticias en unos días. Quiero que mañana mismo llames a un
abogado.
June se quedó mirando lo que estaba tejiendo: un jersey
color crema claro, de una lana entramada con un fino hilo
metálico color bronce.
—¿Podría Natasha haber tenido tiempo de matar a Simon
y esperar a que tú entraras antes de dar la voz de alarma?
Teniendo en cuenta cómo la había tratado, no me
extrañaba que a June no le gustara Natasha, pero,
sinceramente, no me la podía imaginar asesinando a Simon y
cargándome el muerto. Se enorgullecía de su propia perfección
y no esperaba menos de los demás. Aunque esa característica
la convertía en una estirada algunas veces —está bien, muchas
veces—, yo la conocía hacía demasiado tiempo para saber que
era improbable que fuera una asesina. Por otra parte, la
reflexión de June tenía sentido. Natasha sabía que yo estaba
buscando a Simon.
—Estoy segura de que podría haberlo hecho. Había dos
puertas traseras que daban al pasillo de servicio. Cualquiera
podría haber escapado, a toda prisa, por allí.
Miré la hora. Si queríamos comer pavo, más me valía
ponerme en marcha.
Mi padre y June se reunieron con los demás en la terraza
acristalada. En cuanto salieron de la cocina, llamé a un
abogado con el que había coincidido en varias ocasiones.
Sabía que no contestaría porque era el Día de Acción de
Gracias; aun así, le dejé un detallado mensaje, con la
esperanza de que volviera a trabajar el viernes.
Colgué, levanté la jarra del café y me di cuenta de que
Craig andaba merodeando por la cocina, a mis espaldas,
escuchándome. Llevaba unas deportivas de corredor, una
sudadera de la Universidad de Georgetown y unos pantalones
cortos que dejaban a la vista sus musculosas piernas.
No me gustó nada que hubiera oído mi llamada. Y su
costumbre de andar siempre cotilleando y escuchar las
conversaciones de los demás no contribuía mucho a que
empezara a sentir alguna simpatía por él. No obstante, yo era
consciente del disgusto que se había llevado Hannah la noche
anterior.
—¿Un café? —le pregunté educadamente.
Echó el brazo izquierdo hacia atrás, se sujetó el pie del
mismo lado por el tobillo y se quedó así, sobre una sola pierna,
realizando su estiramiento.
—No, gracias. Voy a salir a correr.
Se produjo un breve instante violento.
—Si eres la mitad de buena cocinera de lo que comenta
Hannah, estoy seguro de que me pondré las botas en la cena.
Me deslumbró con su blanca sonrisa perfecta.
—Más me vale salir a quemar unas cuantas calorías antes.
Era un claro esfuerzo para ser agradable, aunque le
agradecí que lo intentara. Lo seguí hasta la puerta de casa y se
la abrí.
—Que disfrutes de la carrera —le deseé.
Me llegó el sonido de las risas desde la terraza acristalada.
Regresé a la cocina, empecé a precalentar el horno y me quité
el jersey; a continuación, llevé la jarra de café a la terraza
acristalada por si alguien quería repetir.
Bernie había salido al exterior un momento para atender
una llamada. A través del cristal, percibí su expresión de
preocupación. Daisy merodeaba a su lado e iba olfateando las
macetas volcadas que yo había olvidado enderezar. Cuando
todavía estaba sirviendo café, Bernie volvió a entrar, muy
agitado.
—Era Mars. Me temo que tengo malas noticias —anunció
nuestro amigo inglés—. Anoche se declaró un incendio
bastante grave en la cocina de Natasha.
June palideció.
—¿Mars está herido?
Todos empezaron a preguntar al mismo tiempo. Bernie
hizo un gesto levantando las manos para tranquilizarlos.
—Mars y Natasha están bien, pero la casa ha quedado
inhabitable. Se han trasladado a un hotel y, como es lógico,
esta noche no se celebrará ningún gran banquete en casa de
Natasha.
—Podéis cenar con nosotros —ofrecí—. Tenemos comida
de sobra. Por si era poca, me pasé comprando.
Mi madre me premió con una sonrisa de orgullo. June se
quedó cabizbaja, mirando el jersey a medio tejer que tenía en
el regazo.
—Es un gesto muy amable por tu parte, Sophie. Yo solo
quiero pasar un tiempo con Mars. Hoy esperaba tener un rato
con él a solas, mientras Natasha cocinaba.
—Entiendo perfectamente cómo te sientes. —Mi madre le
puso una mano en el hombro a June—. Me parte el corazón
que mi hijo y su familia no puedan estar aquí hoy.
Mi hermano vivía en Chantilly, una zona residencial en las
afueras de Washington capital. No estaba demasiado lejos en
línea recta, pero sí a unos buenos cuarenta y cinco minutos en
coche, teniendo en cuenta la cantidad de tráfico. Sin embargo,
ese Acción de Gracias, mi hermano y su familia habían ido,
también en coche, a Connecticut, para visitar a la familia de su
mujer.
Hannah soltó lo que yo estaba pensando.
—Venga ya, mamá, lo único que quieres es ver a Jen.
Mi sobrina de diez años era la única nieta de la familia y
todo el mundo la adoraba. Mi padre, la eterna voz de la razón,
metió baza para quitarle hierro al asunto.
—Vamos, vamos… No puedes esperar verlos todas las
fiestas. Y no olvides que celebrarán la Navidad con nosotros,
que, lo mires por donde lo mires, es mucho más divertida para
los críos.
Peligro: mi madre estaba a punto de contener las lágrimas.
—Es que no los veo nunca. Siempre están tan ocupados…
Sophie, tú los ves mucho más a menudo que yo. —Se le
iluminó la mirada—. ¿Por qué no invitamos a Mar…?
¡Ni hablar!
—Mamá —la interrumpí—, ¿podrías venir a echarme una
mano en la cocina?
Hizo un gesto con la cabeza en dirección a June y me
siguió.
—Ni se te ocurra invitar a Mars y a Natasha a cenar —le
advertí con voz susurrante.
—Cielo, ya has visto cómo estaba June. ¿De verdad es
tanto pedir?
—¿De verdad esperas que invite a la cena de Acción de
Gracias a mi exmarido y a su nueva novia, quien, por cierto,
me ha acusado de asesinato?
—Cielo, esta es tu oportunidad de quitarle a Mars y
recuperarlo.
—Natasha no me quitó a Mars.
Mi madre me dio una palmadita, como si no me creyera.
—Seremos tantos que ni te darás cuenta. —Dejó escapar
un resuello—. Y eso me ayudará a olvidar que Jen no puede
estar con nosotros.
—No.
—Bueno, pues debo decir que me decepcionas muchísimo,
Sophie. ¿Dónde está tu compasión? Se les ha incendiado la
casa ¿y eres incapaz de ofrecerles un plato de comida? Yo te
eduqué para que fueras mejor persona. Además, tengo que ver
a la madre de Natasha todas las semanas en el centro médico.
Es una simple cuestión de buenos modales. Si a ti se te
incendiara la cocina, esperaría que Natasha te invitara. —Hizo
una pausa—. Es más, Natasha sí que lo haría porque tiene
unos modales exquisitos.
No pensaba dejarme manipular.
—No.
June asomó la cabeza por la puerta de la cocina.
—No quiero interrumpir, pero Bernie me ha dejado este
telefonito tan mono para llamar a Mars. Los dos han aceptado
tu generosa invitación. Ahora voy a llamar a Andrew y a
Vicki. —June debió de captar mi expresión de asombro porque
se apresuró a añadir—: No tienen otro sitio adonde ir. El único
pariente vivo de Vicki es un hermano que vive en Hong Kong.
No lo habíamos visto nunca. Ni siquiera asistió a su boda.
¿Y también el hermano y la cuñada de Mars? Miré a mi madre
con cara de desesperación. Mi antigua parentela política al
completo iba a venir a casa a cenar. Mi madre se encogió de
hombros como si estuviera atada de manos, pero parecía
encantada con la situación.
CAPÍTULO NUEVE
De Un Acción de Gracias a lo Natasha:
Para un centro de mesa espectacular, ahueca ocho
calabazas pequeñas. Hazles agujeros en diversos sitios con
un taladro eléctrico. Asegúrate de hacerlos equidistantes, a
cada lado, para poder unirlas formando un círculo. Usa
tuercas y tornillos para que queden bien juntas. Coloca un
cirio dentro de cada calabaza y tendrás una
deslumbrante pieza como centro de mesa o para decorar
una cómoda.
H
annah apareció de pronto en la cocina, pasando por
completo del caos que era mi vida, como siempre.
—Voy a darme un baño y a arreglarme el pelo
mientras Craig está fuera. No quiero que me vea con los rulos
calientes.
Me habría ido bien algo de ayuda, pero si mi hermana
pretendía ocupar el único baño completo de toda la casa
durante un buen rato, más valía que lo hiciera cuanto antes.
Mi padre se quejó un poco de que Bernie hubiera tomado
posesión del estudio. Supuse que había planeado esconderse
allí a leer el periódico. En lugar de eso, Daisy y él salieron a
dar un paseo por la acera con adoquines de ladrillo.
A diferencia de Mars, quien sin duda hubiera preferido la
muerte a pasar la mañana con tres mujeres metido en la
cocina, Bernie andaba por ahí con su albornoz, como Pedro
por su casa. Puso el agua a hervir para el té; probó la salsa de
arándanos rojos, que se había gelificado; removió la base de
harina y mantequilla para la salsa de carne hasta que estuvo
dorada y desprendía un ligero aroma a nuez; y le preguntó a
June sobre su hermana.
Me planteé si la forma tan poco tradicional en que lo
habían criado, viviendo en tantos lugares distintos, tendría
algo que ver con su facilidad y evidente deseo de sentirse
como en casa en nuestra cocina, con nosotras.
Las agujas de tejer de June volaban como si funcionaran
en piloto automático, mientras ella hablaba.
—En los años cuarenta, una elegante dama de la sociedad
llamada Perle Mesta celebraba cenas para invitados selectos en
Washington. Cuenta la leyenda que, durante esas veladas, se
pactó más de un tratado internacional. ¿Sabéis?, Perle sabía
dónde sentar a sus comensales, de forma que llegaran a
acuerdos políticos. —Hizo una pausa para desenredar la patita
de Mochi del ovillo de lana—. Teniendo en cuenta el grupo de
remilgados aspirantes a políticos que Natasha invitó anoche a
su casa, yo diría que ansia alcanzar la fama de Perle Mesta. —
Chasqueó la lengua—. Eso explicaría por qué le echó el
guante a Mars. En cualquier caso, aunque Faye nunca llegó a
la altura de Perle, sí que tuvo, en esta casa, a la flor y nata del
glamour de Washington. En esa época, las cosas eran distintas.
Las mujeres querían acceder al mundo laboral, entraron a
formar parte de la fuerza de trabajo, y ser una diva doméstica
perdió el glamour durante muchos años. Sin embargo, eso
jamás hizo recular a Faye. Se ponía su minifalda naranja y sus
camisetas desteñidas y organizaba de todo: desde sesiones de
espiritismo hasta elegantes recenas de madrugada. Por eso es
tan grande el comedor. Mandó construir el anexo en el fondo
de la casa para poder dar cabida a fiestas multitudinarias.
Con una taza de té en la mano, Bernie se acercó para mirar
de cerca la foto de Faye.
—Deberíamos celebrar una sesión de espiritismo para ver
si logramos contactar con ella.
Me mordí el labio inferior y me quedé esperando a ver si la
madre de Mars comentaba que hablaba con su difunta
hermana. June se limitó a sonreír.
—Jamás fue la chica más guapa de la fiesta, pero, sin
duda, era la más divertida —comentó.
El tiempo pasó volando mientras mi madre y yo
discutíamos hasta qué punto era cierto que ir rociando el pavo
con grasa influía en la jugosidad de la carne. Yo afirmaba que
no; que ir abriendo el horno para rociar el pavo solo serviría
para enfriar la temperatura. Mi madre insistía en que ir
echándole sus propios jugos haría que la carne estuviera más
tierna.
Con los platos del acompañamiento ya casi listos, me
enfrentaba al desafío de los entrantes para la cena de Acción
de Gracias. Algunos comensales prefieren no probar nada
antes del opíparo banquete, pero otros deciden picar algo.
Preparé la masa de mis volovanes superligeros, rellenos de
queso y para comer de un solo bocado, y los metí en el horno
mientras iban llegando los invitados. Para los que quisieran
picar algo más, rellené unos champiñones con carne de
cangrejo al toque de limón.
Una vez tuve todos los platos controlados, me puse el
jersey y salí al patio trasero, armada con un cesto y unas tijeras
de podar. No me gustaba robárselas a los pájaros, pero las
bayas naranjas de piracanta, que crecían en la cerca de atrás,
serían un perfecto centro de mesa. Las ramas de ese arbusto no
solo eran lo bastante cortas para que los invitados pudieran
verse las caras por encima de ellas, sino que tenían un color
intenso y alegre. Corté unas cuantas para colocarlas en varios
jarrones pequeños. Natasha habría preparado un ornamento
mucho más elaborado, pero a mí me gustaba la sencillez de
esas bayas. Mientras estaba fuera, aproveché para enderezar
las macetas volcadas por el mirón.
De vuelta en el interior, saqué uno de los larguísimos
manteles de Faye, con estampado de tartán verde, ámbar y
naranja calabaza. Cuando heredamos su considerable
colección de platos de porcelana y cubertería de plata, me
pregunté qué haríamos con ella. Tras el divorcio, Mars no
quiso nada de todo eso; y a mí, para esa ocasión, me hacía
ilusión contar con doce servicios de mesa completos y a juego.
Seguro que Natasha tendría planeado usar porcelana fina
de la más elegante; esa fue la verdadera razón por la que yo
escogí, para servir la sopa, un juego de platos y cuencos de
cerámica de color verde salvia. Añadí una botella de vino
económico y vasos de agua que había comprado porque me
encantaba la iridiscencia del cristal color ámbar con su textura
de burbujas. Puse unos jarroncitos de unos ocho centímetros
de alto, bien llenos de bayas, y los agrupé justo en el centro de
la mesa, combinados con coloridos candelabros de cerámica.
Retrocedí unos pasos para contemplar la mesa en perspectiva.
Tenía un aire festivo, para nada recargado. Estaba perfecta.
Mi madre me espiaba desde la puerta.
—Te ha quedado monísima, cariño, pero tendrás que poner
más cubertería y más vajilla.
Conté los invitados mentalmente.
—No, hay justo para doce personas.
Mi madre me echó esa mirada que yo conocía desde la
infancia: estaba ocultándome algo.
—¡Mamá! —No conocía a nadie más que viviera cerca de
mi casa, aparte de mi hermano, y su familia y él estaban fuera
de la ciudad—. ¿A quién has invitado?
Sonó el timbre, en el momento justo para que mi madre se
librara de responder a mi pregunta. El estómago me dio un
vuelco. Me aterrorizaba la llegada de Natasha y Mars. Mi
madre me quitó una pelusilla del hombro.
—¿No podrías haberte puesto algo para enseñar un poco
de canalillo?
Pero ¿de qué narices iba mi madre? Yo no tenía tiempo de
estar pensando en esas cosas. Inspiré con fuerza una buena
bocanada de aire, puse mi mejor sonrisa y fui a abrir la puerta.
A continuación, estalló el caos total. Mi padre volvió con
Daisy, que entró disparada en la casa. Mars llegó en compañía
de Natasha, al mismo tiempo que el coronel y MacArthur, que
encabezaban la comitiva, seguidos por Craig.
Se distribuyeron por parejas de inmediato. MacArthur, el
bulldog, empezó a jugar con su vieja amiga Daisy. Mi padre y
el coronel tomaron posesión del estudio. Natasha, con su
sonrisa de presentadora televisiva, me entregó una corona
hecha con calabazas, cada una de ellas ahuecada y con un cirio
dentro.
—No hacía falta que trajeras nada. —Examiné el adorno
con detenimiento. Natasha se había tomado la molestia de
perforar unos agujeritos en las calabazas para dejar pasar la luz
a través de ellos—. ¿De dónde has sacado el tiempo para hacer
esto?
—Es una manualidad rápida. Pedí algunas cosas prestadas
al personal de mantenimiento del hotel. No están muy
ocupados en Acción de Gracias. No les importó. —Levantó
los brazos de golpe y exclamó—: ¡Hannah! —Sin reprimirse
un pelo, recibió a mi hermana con su típica y exagerada
efusividad sureña—. ¡Hacía años que no te veía! Estás tan
guapa como siempre. Ya sabes que siempre he dicho que, si
tuviera una hermanita pequeña, querría que fuera como tú.
Hannah le presentó a Craig, lo que provocó un nuevo
derroche de efusividad por parte de Natasha.
—¿Solo siete meses para la boda? No es demasiado
tiempo. Tienes que contármelo todo sobre la planificación.
Natasha no se imaginaba que una lectura de la lista
completa de esos detalles a los que se refería podía durar hasta
el día de la ceremonia.
Hannah llevaba un conjunto de jersey y chaqueta de punto
de color beis y unos diminutos pendientes de perlas: un
cambio radical con respecto a sus habituales prendas fucsias y
su bisutería llamativa. Lo tomé como una consecuencia más de
la influencia de Craig. Con los tirabuzones rubios rebotando
por el encrespado que se había hecho con los rulos calientes,
Hannah llevó corriendo a Natasha y a Craig hasta la terraza
acristalada.
Mi madre sugirió acompañar a Mars y a June al comedor
para que tuvieran el momento íntimo de madre e hijo que la
anciana deseaba, pero yo la frené y le entregué la corona de
calabazas.
—Me gustaría decirle algo a Mars, si no te importa.
¿Podrías encontrarle un lugar a esto en la mesa del bufé?
Me miró con una ceja enarcada, aunque sonriendo con
condescendencia.
—Iré a ayudar a tu padre a servir los cócteles.
Mars ladeó la cabeza.
—Natasha ya me advirtió que intentarías algo así, pero yo
le he asegurado que nosotros ya hemos pasado página hace
tiempo. Sophie, amor, al vernos ayer, supongo que renacerían
ciertos sentimientos, pero no estoy dispuesto a dejar a Nata.
—Te lo tienes muy creído. Tengo que contarte algo sobre
June.
—Oh, no, tú también, no. Nata cree que ha llegado la hora
de llevar a mi madre a una residencia de ancianos.
—Yo no quiero eso, pero estoy preocupada.
Me siguió hasta la puerta de la cocina. Levanté una mano
para impedirle que entrara. Oímos que June decía: «Eso fue
inevitable. Pero ¿no te das cuenta? Esto es una oportunidad
para que Sophie y Mars vuelvan a estar juntos».
—Oh, no, mamá… —masculló Mars. Entró en la cocina y
miró a su alrededor. Con un tono de voz amabilísimo, le
preguntó—: ¿Con quién estás hablando?
—Con tu tía Faye —respondió ella sin saltarse ni un solo
punto de su labor.
Mars abrió los ojos más que si hubiera visto al mismísimo
fantasma de Faye. Se arrodilló junto a su madre.
—Mamá —dijo con más dulzura de la que había utilizado
jamás—, hace muchos años que la tía Faye falleció.
June siguió tejiendo.
—No creerás que ha dejado esta casa, ¿verdad?
—¿Crees que el fantasma de la tía Faye se aparece por la
casa?
Mars se sujetó con fuerza al borde de la silla, levantó la
vista para mirarme y torció el gesto mientras esperaba la
respuesta.
—Decir que se aparece no está bien. Tiene connotaciones
fantasmales. Lo que pasa es que, estando aquí, siento la
presencia de su espíritu.
A Mars se le relajó el gesto y pareció aliviado.
—Así que… ¿en realidad no oyes hablar a la tía Faye?
—¡Oh, no! La oigo alto y claro. Es maravilloso volver de
visita para charlar con ella.
Mars se quedó cabizbajo, sin duda, para ocultar su cara de
preocupación.
—Sophie y yo no oímos a Faye.
—A lo mejor no estáis escuchando.
Mars se puso de pie y levantó las manos con gesto de
impotencia.
—Mamá, tienes que aceptar la realidad. Faye está muerta,
y Sophie y yo estamos divorciados. Ahora estoy con Natasha.
—Eso ya lo sé. No soy estúpida.
Las agujas de tejer de June se detuvieron, y ella centró
toda su atención en Mars.
—Todavía no te has casado con Natasha, ¿verdad?
—No, señora.
—¿Lo ves? —Esbozó una amplia sonrisa—. La esperanza
es lo último que se pierde.
Mars le sugirió que ambos se retirasen al comedor para
hablar. Sin embargo, cuando él salía de la cocina, me
interceptó y me llevó a un lado.
—¿Crees que mi madre está perdiendo la cabeza?
—De no ser por lo de Faye, parece sana.
—No le digamos nada de esto a Natasha. Si descubriera
que mi madre cree estar hablando con su hermana muerta, la
metería en una residencia la semana que viene. Sobre todo,
ahora que su futura suegra casi le quema media casa.
A mí me pareció bien.
—¿Estás seguro de que tu madre provocó el incendio?
—Nata está segura.
El momento de intimidad entre madre e hijo no duró
mucho. Andrew, el hermano pequeño de Mars, llegó con
Vicki.
—Muchas gracias por habernos invitado —dijo ella—.
Anoche estábamos en casa de Natasha cuando se declaró el
incendio. Fue horrible. Y no teníamos un plan alternativo. Ya
nos había imaginado a los dos cenando sándwiches de
mantequilla de cacahuete y jalea en Acción de Gracias.
Iba a cerrar la puerta cuando alguien llamó tímidamente.
—Hola, Sophie —me saludó un hombre delgado, de barba
rala y el vello tan rubio que casi parecía albino.
CAPÍTULO DIEZ
De La buena vida:
Querida Sophie:
Cuando a mi cuñada le toca ser la antriona de las
celebraciones familiares, se levanta a las cuatro de la
madrugada para preparar el pan. Yo tengo tres hijos y
hago largas jornadas de trabajo; necesito dormir y no
tengo tiempo de estar horneando nada cuando me toca a
mí organizar las reuniones familiares. Me disgusta mucho
que mi cuñada se quede mirando con desprecio mi pan
comprado en el súper.
¿Qué puedo hacer?
Somnolienta
en Saltville
Querida Somnolienta:
Necesitas dormir. No te sientas culpable por hacerlo. Yo
preparo panecillos y trenzas de pan, más o menos, con
una semana de antelación, y dejo que la panicadora
haga el trabajo duro. Hasta la madre más ocupada
encuentra un par de minutos para echar los ingredientes
en la panicadora. Pon el electrodoméstico en modo
manual y se encargará de la elaboración del pan hasta la
fase del primer levado. Luego saca la masa y dale forma
de panecillos y monísimas trenzas. Tus hijos pueden
ayudarte. Coloca los panecillos y las trenzas sobre una
lámina de papel de hornear galletas sin engrasar. Cúbrelo
todo con un paño limpio de cocina y déjalo levar (evitando
las corrientes) hasta que doble su tamaño. Retira el paño
de cocina y cubre la masa, todavía cruda, con papel
celofán. Mete la bandeja con las elaboraciones en el
congelador. Si necesitas la bandeja o más espacio en el
congelador, puedes meter los bollos, en cuanto estén
congelados, en una bolsita de congelación. Cuando los
necesites, precalienta el horno a 175 °C, salpica los bollos
con agua por encima y échales una pizca de sal antes de
meter la bandeja en el horno. A tu cuñada le sabrán a
recién hechos, pero tú no estarás tan cansada como ella.
Sophie
E
l hombre de la puerta me resultaba ligeramente
familiar.
—¿Puedo ayudarle?
—¿No me recuerdas? Yo a ti sí. —Se inclinó hacia mí para
hablarme con tono de confidencia—: Yo era el que gritó de
alegría por ti cuando ganaste el campeonato de rayuela contra
Natasha.
Me quedé mirándolo a la cara, sintiéndome estúpida.
Estaba hablándome de algo que había ocurrido en cuarto de
primaria. ¿O fue en quinto? ¿Quién era ese tipo?
—¡Humphrey! —exclamó mi madre con voz cantarina
acercándoseme por la espalda—. Espero que no te haya
costado demasiado localizar la casa.
¿Humphrey? Ese nombre sonaba anticuado incluso antes
de que yo naciera. Pero sí que había conocido a un Humphrey.
Lo miré mejor mientras me entregaba una botella de jerez.
—¿Humphrey Brown?
—Sí que me recuerdas.
Asentí con la cabeza. La verdad era que llevaba años sin
pensar en él. Resultaba evidente que mi madre lo había
llamado como su invitado sorpresa.
El temporizador del horno hizo sonar la alarma y dejé a mi
madre atendiendo a Humphrey. En la cocina, Bernie estaba
intentando adivinar qué había dentro del horno.
—¿Está listo para sacar?
Me puse las manoplas y estaba sacando del horno el
boniato con malvaviscos de mi madre cuando Vicki me
localizó.
—No quiero interrumpir, pero Hannah y Mars están a
punto de provocar una guerra mundial por el coste de los
seguros médicos.
Genial. A Mars le encantaba discutir y no siempre sabía
cuándo dejarlo estar.
—¿Bernie?
—Ya me encargo yo, cariño.
De alguna manera, a pesar del caos provocado por la
llegada de los invitados, Bernie había conseguido cambiarse y
parecer prácticamente respetable, salvo por su pelo de fregona.
—¡Oh! Un gatito. —Vicki acarició a Mochi en la cabeza
—. Siempre quise tener uno, pero mi hermano era alérgico, y
Andrew también lo es. Parezco destinada a pasar esta vida sin
un minino.
Lanzó un suspiro y se acercó caminando sin prisa hacia mí.
Con gesto distraído, cortó una esquina de una trenza de pan y
fue mordisqueándola como un ratoncito. No me extrañaba que
los pantalones le quedaran tan bien. Yo habría untado el pan
con mantequilla.
Coloqué los crujientes y dorados volovanes de queso en
una bandeja de cristal para servirlos y debería haberlos llevado
a todo correr al comedor, pero tenía muchas ganas de pasar un
minuto a solas con Vicki para poder sacarle algo de
información.
—Oye, ¿qué problema hubo entre Andrew y Simon? —
pregunté como quien no quería la cosa.
Tragó un pedacito de pan.
—¿Te acuerdas del programa de televisión?
—¿Qué programa?
Puso expresión de sorpresa.
—Ese que daban cuando… ¡Oh, Dios mío!, más o menos
cuando Mars y tú rompisteis. ¿Has oído hablar de Ni se te
ocurra?
—¿Ese programa de tele para idiotas en el que la gente
corre riesgos estúpidos para ganar millones de dólares?
—Ese mismo. Fue una idea de Andrew. Pero necesitaba un
productor televisivo con mucha pasta que lo financiara.
Acudió a Simon, y él lo rechazó.
—Pero si el programa sigue en antena…
—Simon le robó la idea. Pues resulta que ha sido un éxito
total, salvo por el triste caso ese de la concursante que perdió
una pierna. De no haber sido por ese horrible accidente, la
chica habría ganado. Mi hermano siempre dice que el destino
es muy caprichoso. La concursante perdió la pierna y ese tío
engreído ganó un millón de dólares, y Andrew no recibió nada
de nada. Ni un centavo.
Natasha entró de golpe y frenó en seco.
—Creía que habías reformado esta cocina.
—Sí que la reformamos.
—Ojalá me hubieras llamado, me habría encantado
ayudarte. Tendrías que haber visto la maravillosa cocina de mi
mansión campestre. —Esto último lo dijo con un hilillo de voz
que acabó quebrándose—. Claro que ahora ya no existe. —Se
abanicó con una mano como para secarse las lágrimas y luego
la levantó de golpe en dirección a la pared de piedra—.
Deberías haber eliminado eso, por ejemplo. En las cocinas
jamás debería haber piedra rústica ni ladrillo, son materiales
imposibles de limpiar.
El retrato de Faye colgaba torcido, pero Natasha no se dio
cuenta.
Tuvo su gracia que no supiera lo antiquísima que era la
piedra, ni que había viajado hasta la casa en la bodega de un
antiguo navío. Estuve a punto de comentar que no me
dedicaba a cocinar sobre la pared de piedra, pero me mordí la
lengua, ya que estaba decidida a no provocar una discusión.
—Me sabe fatal que te hayas visto obligada a invitarme. El
incendio ha sido una pesadilla. Teníamos invitados en casa
cuando se declaró. No te imaginas lo horroroso que es ver
cómo se incendia tu casa. —El tono de su voz alcanzó un
timbre agudo y estridente—. Y luego tuvimos que registrarnos
en un hotel en plena noche.
—Ya no puedo oírla ni un segundo más —me susurró
Vicki al oído, al pasar por mi lado.
Le entregué la bandeja con volovanes de queso.
—¿Te importaría llevar esto a los invitados?
Salió dando grandes zancadas hasta el recibidor.
—Me alegro de que no hubiera heridos.
Le ofrecí a Natasha una caja de pañuelos de papel. A veces
me sacaba de quicio, pero, en ese momento, no estaba
montando la típica escenita a lo drama queen. Con solo pensar
en el incendio, me recorría un escalofrío por todo el cuerpo.
No podía ni imaginarme lo traumatizada que debía de estar.
Natasha se quedó mirando por la ventana panorámica mientras
retorcía un pañuelo de papel entre las manos, con gesto
nervioso.
—Sophie, necesito disculparme.
Era toda oídos. No la recordaba disculpándose por nada en
toda mi vida.
—Tal vez me precipité un poco ayer al acusarte de haber
asesinado a Simon. Tenías tus motivos y la oportunidad, pero
ahora entiendo que las cosas igual no fueron como parecían, y
me arrepiento de haber sacado conclusiones precipitadas sobre
tu relación con el asesinato, al margen de lo evidente que
pareciera en ese momento.
—Gracias, Natasha.
Me pregunté qué habría motivado la extraña disculpa, pero
seguí a lo mío y no se lo pregunté. Me bastaba con que hubiera
pensado en ello y hubiera tenido la amabilidad de disculparse.
Pincelé una segunda bandeja de trenzas de pan caseras con un
cuenco de agua fría, las salpiqué con escamas de sal kosher y
las metí en el horno. A ella se le relajaron los hombros, como
si hubiera estado en tensión antes de soltar su discursito.
—Me alegro de que hayamos aclarado este asunto. Cuando
una alcanza cierto nivel de fama como yo, se hace muy difícil
saber en quién confiar. Saber quiénes son tus amigos. Me da la
sensación de que todo el mundo quiere algo de mí. Tú eres una
de las pocas personas a las que puedo recurrir, Soph. —Vaya,
vaya. Eso sería hasta que descubriera mi columna de consejos
anti-Natasha. Entonces me eliminaría de la categoría de amiga
de confianza en menos que canta un gallo—. Necesito un
favor, Sophie.
Una cosa era invitarlos a la cena de Acción de Gracias,
pero ni hablar del peluquín iban a mudarse conmigo, me daba
igual el motivo. Programé el temporizador del horno, levanté
la salsera y me preparé para lo peor. Natasha me miraba con
sus ojos negros y expresión aterrorizada.
—La policía pensará que Mars mató a Simon —afirmó—.
Sé que tú, como yo, no quieres que eso ocurra. Tenemos que
ayudarle, Sophie.
Estuve a punto de tirar la salsera.
—¿Por qué iban a sospechar de él?
Se me pasaron por la cabeza un montón de hipótesis
descabelladas. ¿Habrían encontrado sangre en la ropa de
Mars? ¿Lo habría visto alguien salir de la sala de
conferencias?
Natasha se sujetó la cara con ambas manos.
—Es todo culpa mía. Jamás debería haber accedido a
participar en el concurso. Pero no podía ni imaginar que
acabaría así.
Tendría que haberla consolado, pero el borboteo de la salsa
en la bandeja del horno requería mi atención inmediata.
—¿Qué hizo Mars para que lleguen a sospechar de él?
—Es por esa terrible contienda.
No pude evitar reírme. Lo había olvidado por completo.
—Eso no fue más que una maniobra publicitaria.
Los periodistas de los medios de Simon solían rebuscar en
la basura de los políticos y se inventaban historias
escandalosas. Mars lo había reprendido por ello, y Simon le
había replicado. Al final, todos salieron ganando. Los clientes
de Mars obtuvieron la clase de publicidad que jamás habrían
podido pagar y la cadena de televisión por cable de Simon
alcanzó las mejores cifras de audiencia cuando Mars y Simon
aparecieron en pantalla despotricando el uno contra el otro.
—No fue una maniobra publicitaria, Sophie. El congresista
Bieler perdió su oportunidad de ser candidato a la reelección
por las mentiras que inventaron los periodistas de Simon. Lo
peor de todo fue que la confrontación entre Mars y Simon era
un asunto de dominio público. Todo el mundo sabía que se
odiaban.
Removí una vez más el lecho de salsa y comprobé cuánto
tiempo quedaba para apagar el horno. En ese momento, lo
único que deseaba era que Natasha saliera de mi cocina para
poder concentrarme.
—Sophie, por favor… Se me había ocurrido que, a lo
mejor, tú tendrías alguna idea. Algo que pudiéramos hacer
para convencer a la policía de que Mars no está implicado.
Tenía que estar de guasa. Ni siquiera había sido capaz de
convencerles de que yo no estaba implicada.
—¿Podrías llevar estas botellas de vino al comedor? —
pregunté.
Enarcó las cejas.
—No están decantadas.
—¡Oh, no! ¿Qué vamos a hacer? —Me arrepentí en cuanto
el comentario sarcástico salió por mi boca—. Tú llévalas así al
comedor y ya está. ¿Y si te lo pido por favor?
Lancé un suspiro de alivio cuando me hizo caso. El vino
blanco no necesitaba ser decantado y el tinto era solo un
comodín para los invitados a los que no les gustaba el blanco.
Por fin, un par de minutos para concentrarme en el
cocinado. Sin mirar, alargué una mano para coger una
agarradera de paño y me topé con el brazo de Humphrey.
—¿Puedo ayudarte con algo? —preguntó.
¿Tenía alguna tarea que endosarle para quitármelo de
encima a él también?
—No, gracias. ¿Por qué no vas a pasar el rato con los
demás? No tardaremos en sentarnos a comer.
Siempre y cuando pudiera mantener a todo el mundo fuera
de mi cocina durante un par de minutos.
—Entonces me quedaré para hacerte compañía.
Se colocó junto a la chimenea, con las manos unidas por
delante del cuerpo. Cada vez que yo miraba en su dirección, él
me sonreía con la cabeza ligeramente echada hacia adelante,
como un buitre hambriento. No podía soportarlo ni un segundo
más. Saqué los sombreros de champiñón del horno y, con una
espátula, fui colocándolos en una bandeja. Inspiré la vaharada
del intenso aroma a ajo que desprendía el relleno
chisporroteante. Tomé de la mano a Humphrey y tiré de él
hasta la terraza acristalada.
—Cariño, me gustaría haber tenido tiempo para presentarte
a todo el mundo, pero ya se encarga mi madre. —Le solté la
mano y le sonreí—. Cuidará muy bien de ti y se asegurará de
que conozcas a todos. ¿Verdad que sí, mamá?
Sin esperar una respuesta, le pasé los sombreros de
champiñón y volví volando a la cocina. Mars y yo habíamos
celebrado muchas fiestas estando casados, y la mayoría de
ellas salía siempre bastante bien. Era muy capaz de manejar
airosamente esa situación. Solo necesitaba un par de minutos
más de tranquilidad para terminarlo todo. Natasha regresó y
me dio un toquecito en la espalda.
—Has olvidado poner las tarjetas con los nombres de los
comensales.
—No hay tarjetas.
—Siempre deberías preparar tarjetas con los nombres de
los comensales. ¿Cómo vamos a saber dónde sentarnos?
—Hasta esta mañana, creía que seríamos seis. Y no me
parecía un problema grave.
Entonces me habló como si estuviera explicándole algo a
una niña.
—Si hubieras colocado tarjetas con los nombres de los
comensales, me habrías ahorrado el posible bochorno de tener
que sentarme junto a June, a quien, ahora mismo, no trago,
porque me ha incendiado la mitad de la casa. Habría cambiado
las tarjetas con mucha discreción.
No pude evitar reírme disimuladamente y me volví para
que no me viera. ¿Era a June o a mí, la presunta asesina, a
quien no podía tragar? Recuperé la compostura para hablar.
—Gracias, Natasha. No se me había ocurrido que las
tarjetas con los nombres de los comensales servían para que tú
acomodases a los invitados según tu conveniencia.
Ella ignoró el sarcasmo.
—Hace días que deberías haber preparado las hojas. ¿Es
que no ves mi programa? Tienes que colocarlas entre las
páginas de libros voluminosos para que se sequen y quedan
planas. —Lanzó un suspiro—. Voy a salir al jardín para ver
qué puedo utilizar para colocar las tarjetas.
—Creo que deberías saber que el poli de ayer anda
merodeando por fuera de la casa —me susurró Vicki
acercándose a mí con disimulo.
—¿Qué?
La seguí hasta la ventana del comedor que daba a la calle.
En efecto: Wolf estaba plantado en la acera vigilando la casa.
—¡Por el amor de Dios!
Me dirigí hacia la puerta.
—Sophie —dijo la mujer de Andrew, y se tiró del cuello
de su blusa de seda—, si ese poli cree que mataste a Simon,
seguramente no sea muy buena idea discutir con él.
Era la voz de la razón, pero la ignoré. Yo no había matado
a nadie. Salí con paso firme y fui directamente hacia Wolf.
—Si tienes que estar de servicio el Día de Acción de
Gracias, mejor que entres y cenes con nosotros. Así podrás
vigilarme de cerca. Tengo un mogollón de invitados. Créeme,
no pienso ir a ninguna parte.
Se quedó sin palabras, y sentí la satisfacción de haber
conseguido desconcertarlo por un instante. Estaba claro que
una asesina no lo habría invitado a cenar. Tal vez tuviera que
replantearse sus teorías sobre mi implicación en los asesinatos.
Dejó escapar una risa afable, como si estuviera liberando su
tensión contenida.
—¿Estás segura de que hay comida suficiente?
—Ya nos apañaremos.
No comenté que empezaba a pensar que un ave de once
kilos podía resultar tremendamente pequeña.
El aroma a pavo asado impregnaba el ambiente cuando
entramos en la casa. Colgué la abultada chaqueta de cuero de
Wolf en el armario del recibidor, y me fijé en que Vicki alejaba
rápidamente a Andrew del inspector y se lo llevaba al salón
con June. Craig se marchó corriendo detrás de ellos. Sin
embargo, Bernie y Mars no perdieron ni un segundo y
empezaron a preguntarle sobre el asesinato de Simon. Se
fueron a la terraza acristalada con él.
Yo no podía permitirme el lujo de quedarme a escuchar
qué decían. Debía ingeniármelas para aumentar la sopa, que
entonces sería para catorce personas, y encajar otro asiento en
la mesa.
Natasha entró en la cocina con las manos repletas de
musgo y hojas marchitas.
—Dime que no has invitado a ese inspector de policía a
cenar con nosotros…
—¿Preferirías que Wolf se quedara plantado ahí fuera?
Depositó la materia orgánica sobre un paño de cocina para
secar platos, se limpió las manos y, con gesto dramático, se
llevó las yemas de los dedos a la frente.
—El asesinato de Simon, June me incendia la casa, no hay
tarjetas con los nombres de los comensales y ahora esto. ¿Por
qué me tiene que pasar todo a mí? Debes pedirle que se vaya,
Sophie. Seré incapaz de dar un solo bocado sabiendo que nos
vigila.
Jamás había visto a Natasha tan alterada. Sacó un vaso del
armario, lo llenó con agua del grifo, se lo bebió de golpe y se
apoyó el recipiente de cristal contra la frente.
—No me sientes ni junto al inspector de policía ni junto a
June, por favor —suplicó cuando por fin recuperó su
compostura habitual—. ¿Dónde tienes el bolígrafo dorado?
De no haber sido organizadora de eventos, seguramente no
habría tenido un boli con tinta dorada, pero había uno en mi kit
de emergencia, en el coche. Sin embargo, en ese preciso
instante, el vehículo se encontraba confiscado en algún
depósito perdido de la mano de Dios. No me molesté en
explicárselo a Natasha.
—No tengo.
Natasha recogió su trapo de cocina con el detritus del
jardín y se dirigió hacia la terraza acristalada. La oí
preguntando si alguien tenía un rotulador dorado.
En ese momento, yo tenía problemas más gordos, como
aumentar la sopa. En la despensa encontré justo lo que
necesitaba, aunque ignoraba qué sabor acabaría teniendo el
resultado. Calenté el contenido de un tetrabrik de sopa de
pimiento rojo asado y tomate orgánicos.
Entre risitas nerviosas, mi madre y June regresaron a la
cocina desde la terraza acristalada.
—¿Qué andáis tramando vosotras dos? —pregunté.
—Es que es tan guapo… —soltó mi madre—. De no estar
casada, le habría dado un buen repaso.
—¿Wolf?
Sí que tenía cierto encanto. Era algo más masculino y
recio, comparado con el aspecto impecable y refinado de
Mars. Mi pregunta provocó más risitas nerviosas.
—Es atractivo, pero demasiado joven para nosotras.
Estábamos hablando sobre el coronel —aclaró mi madre.
—Con ese porte militar… —lo halagó June.
—Y esa mata de pelo canoso —añadió mi madre—. No es
muy habitual a nuestra edad.
Eché a las extasiadas damas de la cocina con amabilidad y
con instrucciones de que obligaran a todos a ir al comedor para
la cena. Me puse las manoplas gruesas, saqué el pavo del
horno y lo coloqué sobre la encimera. Los jugos crepitaban en
el interior de la bandeja. Moviéndome a toda prisa, coloqué el
pavo sobre una tabla de madera con surcos en los bordes para
recoger los jugos y rematé la salsa mezclándola con la grasa
que había soltado la carne en el horno. La probé con una
cuchara para ver si le faltaba sal. ¿Quién necesitaba patatas?
Estaba delicioso tal cual.
Una vez dejé el pavo reposando, fui sirviendo cazos de
crema en los cuencos y los decoré con una cucharada de puré
de pimiento, lo que aportaba un vivido toque rojizo en el
centro. Hundí la punta de un cuchillo en medio de cada punto
rojo y dibujé un colorido corazón en la tersa superficie de la
crema de calabaza. Tenía una pinta espectacular.
Bernie y Wolf me ayudaron a llevar los cuencos al
comedor. Me dejé caer en una silla, agradecida de ver a todos
sentados a la mesa y tener todo bajo control.
—No estás sirviendo mi menú —masculló Natasha, al
tiempo que mis invitados comentaban a coro: «¡Qué bonito!».
Humphrey estaba sentado en el centro de la mesa. Me
miraba con tal intensidad que me pregunté si se habría dado
cuenta de que habíamos servido la crema. Yo desvié la mirada
y lo ignoré.
La expresión de Natasha se iluminó de pronto.
—No has encontrado pichón. Por eso no has servido mi
sopa. —Se dirigió a los presentes para anunciar con orgullo—:
Como todo el mundo quería preparar mi receta, las tiendas se
han quedado sin pichón.
Antes de llegar a probar mi atrevida combinación de
cremas, se oyeron golpes y tropezones, retumbando por toda la
casa, y a MacArthur ladrando sin parar.
—¡MacArthur y Mochi!
Me levanté de un respingo de la silla y salí corriendo hacia
la terraza acristalada, con Wolf pegado a mis talones. Me había
olvidado de Mochi y no tenía ni idea de cuál sería la reacción
de MacArthur al verlo. Mochi estaba sentado entre las patas
delanteras de Daisy y parecían dos angelitos. MacArthur,
frustrado, estaba ladrándole a Mochi, pero el valiente gatito no
se movía. Lo más raro era que los extraños ruidos
prosiguieron. Con una orden de mando: «¡Alto!», el coronel
hizo callar a MacArthur. Hannah me dio un codazo.
—¿Conoces a esa mujer? —Señaló a mi vecina, Francie,
quien metódicamente tropezaba con las macetas de flores de
mi jardín y avanzaba propinando bastonazos contra la fachada
lateral de mi casa.
—Ya me encargo yo de esto.
Wolf se dirigió hacia la puerta.
—Deja que yo vaya antes a ver qué pasa.
Salí al frío exterior, con la esperanza de que a la vecina no
le diera por usar el bastón contra mí.
—Francie, ¿qué estás haciendo?
Se enderezó y se apartó un mechón de su pelo reseco del
rostro plagado de arrugas.
—He visto un bicho.
Y yo estaba viendo a otro.
—¿Tú eras el mirón?
—Había un mirón de verdad. No sé por qué nadie me cree.
Deberían creerme. Se han producido dos asesinatos en esta
ciudad en los últimos dos días.
¿Sería consciente de que estaba hablando con la principal
sospechosa de tales asesinatos? La rodeé por los hombros con
un brazo.
—Resulta que, casualmente, hay un inspector de policía
alto y fuerte cenando en casa. ¿Qué te parece si entras y
compartes la mesa con nosotros?
—No quiero ser un estorbo.
¡Ay, si hubiera sabido la mitad de la historia…! Ni me
daría cuenta de si había un comensal más.
La acompañé con un gesto para que entrara.
—Acabamos de sentarnos a comer la crema.
—Espero que no sea ese caldo roñoso del que no paraba de
hablar Natasha en la tele.
Todos volvieron poco a poco a la mesa y le dejaron un
asiento a Francie para que se sentara junto a Wolf. No pude
evitar fijarme en que Natasha le había cambiado el sitio a Mars
para no tener que sentarse enfrente de June. Los invitados
fueron pasándose los cuencos, las copas de vino y las cucharas
para que todo quedara de nuevo delante de cada comensal en
sus nuevos asientos. Hasta ahí llegó la vida útil de las tarjetas
que había fabricado Natasha con las hojas.
Mientras los demás lo recolocaban todo, fui corriendo a la
cocina y raspé la cacerola para servirle a Francie la crema. Se
la puse delante y animé a los demás a comer antes de que se
enfriara.
Me bastaron unos minutos para darme cuenta de lo que le
pasaba a Francie. Solo tenía ojos para el coronel. Además,
llevaba una recargada blusa con un lazo en el cuello y un
chaleco bordado de raso. Se había puesto elegante para la
cena.
Mi madre y June habían animado al coronel para que
hablara sobre sus obras de beneficencia en África. Yo sentía
lástima por él, pero resultó que era como un imán para las
mujeres de más de sesenta y cinco años.
Mi mezcla de cremas fue todo un éxito, y sentí un
tremendo alivio. Vicki y Hannah recogieron los cuencos y
trajeron a la mesa el cremoso puré de patatas, las judías verdes
con virutas de almendra crujiente, tiras de pimiento rojo asado,
que parecían joyas, el relleno de beicon crujiente a las finas
hierbas, los arándanos rojos rociados con un chorrito de Grand
Marnier y los empalagosos boniatos gratinados con cobertura
de malvavisco que mi madre había preparado especialmente
para Craig.
Y, por fin, saqué el pavo, que, a pesar de que mi madre lo
había bañado en sus propios jugos a escondidas, quedó con la
piel bien dorada y crujiente. Por primera vez, me sobrecogió
una extraña nostalgia ante la presencia de Mars. En el pasado,
era él quien trinchaba el pavo. Me tomé un momento y me
quedé mirándolo. Parecía tremendamente incómodo, algo nada
típico en él. El imperturbable Mars se lo tomaba todo con
calma. Se desabrochó el cuello de la camisa y usó una
servilleta para secarse el sudor de la frente. Debíamos dejarles
claro a nuestras entrometidas madres que éramos amigos y
nada más. Miré con disimulo a Natasha, quien no parecía
darse cuenta de la incomodidad de Mars. Cotorreaba sin parar
sobre uno de sus programas dedicado a los champiñones.
Ese año, mi padre se encargaría de trinchar el pavo.
Esperaba que a Mars no le importara. Le sonreí para
tranquilizarlo. Se había puesto pálido y parecía mareado. No
era por el disgusto de estar en mi casa por Acción de Gracias.
Algo iba realmente mal.
—¿Mars? —pregunté.
Antes de poder colocar el pavo sobre el aparador, Mars se
levantó ligeramente de la silla. Con la frente perlada de sudor,
tosió una vez y se desplomó.
CAPÍTULO ONCE
De La buena vida:
Querida Sophie:
Me encanta la piel crujiente del pavo. Recién salida del
horno, siempre tiene una pinta deliciosa, pero, por algún
motivo, cuando mi mujer sirve la carne, la piel está blanda
y ya no resulta apetecible.
Sin Crujiente
en Crimora
Querido Sin Crujiente:
Apostaría a que tu mujer tapa el pavo con papel de
aluminio para mantenerlo caliente mientras tomáis la sopa.
Cubrir el ave caliente provoca que la carne retenga la
humedad y, por eso, la piel deja de estar crujiente.
Sophie
N
atasha se arrodilló para atender a Mars.
—Sophie, ¿cómo has podido?
—¡Craig, Humphrey, haced algo! —gritó mi madre.
Wolf rodeó la mesa para ayudar a Mars.
—Llamad al teléfono de emergencias. Me parece que ha
sido por una alergia alimentaria.
Mars no tenía ninguna alergia. Incluso yo podía ver que
estaba sufriendo algo más grave que una simple intoxicación
alimentaria. Dejé el pavo sobre la mesa, corrí a por el teléfono
y llamé a una ambulancia.
Cuando regresé al comedor, Mars estaba tirado en el suelo,
gemía y se retorcía en posición fetal. Expectoraba y parecía
tener dificultades para tragar saliva. Natasha le acariciaba el
pelo.
—Por favor, Vicki, consigue que Sophie te diga qué le ha
dado. Te lo suplico.
—Estás siendo ridícula. Si hubiera envenenado la crema,
todos estaríamos mal.
Me horrorizó ver que más de un comensal ponía cara de
susto. Levanté los brazos en el aire, con gesto de impotencia.
—¡Yo no he envenenado nada!
El aullido de la sirena de la ambulancia fue aumentando de
intensidad. Descarté la idea de poder ayudar en algo, abrí la
puerta de golpe y salí corriendo para hacerles señas a los
paramédicos. Volver a ver a un equipo de emergencias me
puso la piel de gallina. Mars no iba a morir, de eso nada.
¿Cómo podía estar pasando aquello?
Los paramédicos entraron con una camilla en el comedor y
se comunicaron por radio con el hospital. La presencia de
Wolf facilitaba las cosas. Conocía a los miembros del equipo y
les dio las necesarias respuestas sucintas a sus preguntas.
Cuando le preguntaron a Natasha si Mars tenía alguna
alergia, ella me miró con cara de cordero degollado. Yo negué
con la cabeza.
—No —respondió June, tan pálida que yo creía que
también acabaría desmayándose.
En cuestión de minutos, sacaron a Mars de casa y lo
subieron a la ambulancia. Natasha me agarró por el brazo.
—No sé por qué has querido hacerle daño a Mars —me
susurró al oído—, pero no te confundas, haré lo que sea para
protegerlo.
Natasha siguió a la ambulancia con su coche. Bernie se
ofreció a llevar a June en el suyo y traerla de vuelta a casa más
tarde. Vicki se disculpó por tener que marcharse y corrió a la
zaga de un visiblemente impresionado Andrew, que le gritaba
que se diera prisa.
Eché un vistazo alrededor del jardín en dirección a los
invitados que quedaban. El coronel, la solitaria Francie, el
pálido Humphrey, el espeluznante Craig, el receloso Wolf, mis
padres y mi hermana. Yo quería irme al hospital con los
demás.
Mi padre me rodeó con un brazo por los hombros y me dio
un apretón.
—Mars se pondrá bien. Ahora no puedes hacer nada para
ayudarlo.
—Pues podríamos volver a entrar y disfrutar del pavo —
sugerí con fingido entusiasmo.
Cuando regresamos al salón, un técnico de la policía
científica estaba analizando la escena. Entre tanto alboroto, no
me había dado ni cuenta de su llegada.
MacArthur y Daisy gimoteaban mirando la mesa y vi que
Mochi había aprovechado el caos para subir de un salto y
servirse un pedazo de pavo. Con lo diminuto que era, le había
arrancado un ala y la estaba devorando como un cachorrito de
tigre.
Mi madre sugirió a los invitados que fueran a la sala de
estar mientras el agente de policía terminaba con su registro.
Cogí a Mochi en brazos, el ala de pavo mordisqueada y
llamé a los perros a la cocina para que compartieran la presa
que el gatito había robado. Wolf siguió a los perros.
—¿Has llamado a tu colega para que busque veneno? —
pregunté.
Inspiró con fuerza.
—Da gracias de que Mars ha sufrido la reacción antes de
que comiéramos nada más. —Wolf raspó un poco de relleno
que se había quedado pegado en una sartén y empezó a
masticarlo ruidosamente—. Al menos mi compañero solo ha
tenido que analizar los entrantes y la crema. Salvo que…
¿Mars probó algo mientras tú lo cocinabas?
Intenté hacer memoria.
—Me parece que no.
Los invitados habían estado entrando y saliendo de la
cocina sin parar. A la única que recordaba allí con seguridad
era a Natasha, porque me había vuelto loca. Adiós a su teoría
de que la poli sospechaba de Mars. Ni siquiera ellos pensarían
que mi exmarido se había envenenado a sí mismo.
Wolf volvió a comer un poco del relleno que aún quedaba
pegado en la sartén.
—Eso suponiendo que lo hayan envenenado. Podría haber
sido una reacción a algo. Incluso a algún alimento que hubiera
comido horas antes, en el desayuno. Los resultados del análisis
seguramente te librarán de toda sospecha, al menos, por esta
vez.
Coloqué a Mochi sobre una silla y miré a mi alrededor. El
poli había sido muy profesional. Habíamos dejado apilados los
cuencos vacíos sobre la encimera y ya no estaban. De no ser
por el rodete de crema que habían dejado los recipientes, no
me habría enterado del paso del agente por la cocina.
Después de darles a Mochi y a los perros sus recompensas,
precalenté los hornos para los platos del acompañamiento. Se
habían quedado en la mesa y llevaban enfriándose más de una
hora. O los servía en condiciones, o los demás invitados sí que
acabarían intoxicados por la comida.
Wolf puso un tronco en la chimenea y me preguntó si
necesitaba ayuda.
—No, a menos que puedas meterle prisa a tu colega el
poli.
Se acomodó en una butaca, y Mochi subió de un salto a su
regazo.
—¿Invitas a tu exmarido y a su familia para todas las
fiestas?
Nos serví a ambos un vaso de té helado, le pasé el suyo y
me senté frente a él.
—No ha sido más que una peculiar confluencia de
extraños acontecimientos. En realidad, hace unos días que
todo es así. ¿Es que hay luna llena?
—No creo que haya muchas exmujeres que inviten a su
casa a la mujer que les ha quitado el marido —comentó con un
tono muy calmado de voz.
Lo miré impactada. No lo dijo explícitamente, pero la
intención de su comentario quedó clara: solo una exmujer con
malas intenciones invitaría a la mujer culpable de acabar con
su matrimonio. Apreté los dientes y emití un gruñido.
—Natasha no me quitó a Mars.
El agente de la policía científica que estaba tomando las
muestras llamó a Wolf desde la puerta. Ambos salieron al
exterior para hablar y no pude resistirme a espiarlos por la
ventana de la cocina. Ninguno de los dos parecía preocupado
ni molesto. En cualquier caso, hablaban con tranquilidad y
total normalidad.
Volví a llevar el relleno recalentado al comedor, donde mi
madre estaba recogiendo los envoltorios que habían dejado
tirados los miembros del equipo de emergencias. La
culpabilidad me reconcomía por dentro mientras retirábamos
los cubiertos. Mars podía morir, pero ahí estábamos los demás,
a punto de darnos un banquete como si no hubiera pasado
nada. Regresé a la cocina con Humphrey pegado a mí.
—Gracias por invitarme.
Pensé en decirle que ignoraba que estuviera invitado, pero
habría sido una grosería innecesaria. Parecía tan frágil… como
un alma en pena, con su piel blancuzca y su pelo canoso… Si
exhalaba con demasiada fuerza, podría derribarlo.
—Me alegra que hayas venido.
Alargó una mano, titubeante, y me rozó con sus fríos
dedos los míos. Me hizo falta mucha fuerza de voluntad para
no retirar la mano de golpe. Rio con nerviosismo.
—Supongo que te pareceré un tonto, pero me gustabas
mucho cuando éramos niños. Me asombra que me recuerdes.
Si te digo la verdad, por momentos no estaba seguro de si
sabrías que seguía vivo.
Aparté la mano a toda prisa y fingí darme una palmada en
el pecho, en un estúpido intento de parecer sorprendida.
—¡Cuándo éramos niños! En aquella época éramos muy
inseguros. —Me esforcé por recordar algún detalle sobre él—.
A ti se te daba tan bien, tan bien…
Dio un paso hacia mí, invadiendo mi espacio personal y
más cerca de lo que yo habría deseado, y mordió el anzuelo.
—Diseccionar ranas.
Yo retrocedí un poco, aunque intenté seguir pareciendo
amigable.
—Y mírate ahora. ¿A qué te dedicas profesionalmente?
—Dirijo una funeraria.
Recordé de pronto al director de la funeraria de nuestra
ciudad natal: un hombre vital y amante del aire libre.
Humphrey tenía pinta de haber salido de una viñeta en blanco
y negro de las tiras cómicas de la Familia Adams.
—¿Sabes, Sophie?, siempre he sido muy tímido. Nunca he
sido capaz de decirte lo que siento, pero ahora… saber que tú
sientes lo mismo es como un milagro.
¿De dónde había sacado esa idea?
Wolf tosió, sin duda, para hacernos saber que se
encontraba en el umbral de la puerta. La confianza de
Humphrey se esfumó, y el pobre salió arrastrando los pies de
la sala, con la cabeza gacha, abochornado.
Wolf agarró la fuente de boniatos.
No estaba segura de cuánto habría presenciado el
inspector, pero una parte de mí quería asegurarse de que
supiera que Humphrey había malinterpretado mis
sentimientos.
—Esto no ha sido lo que parecía.
—Si asesinas a alguien, es de mi incumbencia. Tu vida
amorosa es asunto tuyo. —Se llevó los boniatos con
malvavisco al comedor y lo escuché murmurar—: Aunque yo
no le veo el atractivo.
¿Qué quiso decir con eso? ¿Que no entendía que a
Humphrey le atrajera yo o que a mí me atrajera Humphrey?
Salí a toda prisa tras él, pero un comedor abarrotado de
familiares e invitados, incluido Humphrey, no parecía el lugar
más apropiado para interrogarle.
Por tercera vez esa noche, nos sentamos a comer. Mi padre
trinchó el pavo y, durante unos minutos, mientras nos
pasábamos los platos e íbamos sirviéndolos, nos comportamos
con la normalidad de un grupo de familiares y amigos
disfrutando de un banquete en fiestas.
—Wolf, ¿crees que el envenenamiento de Mars tiene algo
que ver con el asesinato de Simon?
Hannah nos hizo volver a la realidad. El leve tintineo de
los cubiertos se acalló; la estupefacción fue generalizada. La
pregunta de mi hermana quedó suspendida en el aire,
retumbando en mi cabeza. Si había alguna relación entre
ambos sucesos, la persona culpable del asesinato había
cometido un tremendo error. La lista con cientos de
sospechosos, elaborada por Wolf durante el concurso de
relleno para el pavo, habría quedado reducida de forma
notable. Craig rompió el incómodo silencio.
—No es una pregunta tan descabellada. El hermano de
Mars no ha ocultado jamás lo que siente por Simon. Y
entiendo que Simon y Mars también se odiaban. En mi
opinión, todos los miembros de la familia de Mars están bajo
sospecha.
—Supongo que el propio Mars se libra. —Hannah empezó
a diseccionar un pedazo de pavo con el tenedor—. Es decir,
supongo que no se envenenaría a sí mismo. Tiene que haber
sido alguno de los demás. No puede ser Natasha, así que eso
nos deja a June, Andrew y Vicki. ¡Oh! Y a ese tal Bernie.
Me quedé mirando a Wolf. No tenía un pelo de tonto: no
había dicho una palabra, pero nos observaba a todos con
detenimiento.
—Yo apuesto por Natasha. —De haber sido más joven, la
voz ronca de Francie habría sido atribuida al exceso de euforia
al animar a su equipo deportivo; teniendo en cuenta su edad, le
daba un aire gruñón, como si se hubiera pasado con el whisky
—. Andrew no es lo bastante listo para cargarse a alguien y
expresar sin reparos su desprecio por la víctima con tal de
evitar que las sospechas recaigan sobre él. En cuanto a June,
ella jamás envenenaría a su propio hijo.
El coronel le dio a MacArthur un trozo de pavo por debajo
de la mesa.
—¿Y bien, inspector? ¿Tiene alguna sospecha?
Mi padre volcó la copa de vino enseguida. Corrí a
socorrerlo y usé unas servilletas para absorber el líquido.
Mientras secaba la alfombra dándole golpecitos, le sonó el
móvil a Wolf. Se disculpó al levantarse de la mesa, pero
regresó en cuestión de segundos. Tenía la mandíbula tensa.
—Lamento tener que irme tan de sopetón, pero hay
novedades en el caso del asesinato de Simon. —Miró
directamente a Francie—. Han encontrado la presunta arma
homicida.
CAPÍTULO DOCE
De Pregúntale a Natasha:
Querida Natasha:
El año pasado invertí un montón de horas en pulir la plata
el Día de Acción de Gracias, pero en Navidad volvía a
estar opaca. ¿No hay una forma más sencilla de limpiarla?
Traumatizada
en Tappahannock
Querida Traumatizada:
Yo limpio mis objetos de plata de ley una vez a la semana.
Utiliza un paño suave para frotarlos y un buen producto
limpiador especial para plata. Si te mantienes al día con el
pulido semanal, no te costará tanto y siempre la tendrás
lista para usar.
Natasha
W
olf se quedó mirándome para ver cómo reaccionaba.
—Los investigadores del cuerpo de bomberos han
descubierto el trofeo del pavo enterrado en el jardín
de Natasha.
Francie dio una palmada sobre la mesa.
—¡Lo sabía!
—Eso es imposible. Debe de haber un error.
Mi madre se limpió la boca dándose toquecitos con una
servilleta. Siempre le había gustado Natasha.
—¡Mars! —Me levanté de la silla de un respingo y estuve
a punto de tirarla al suelo. ¿Y si Natasha era quien había
intentado lastimar a mi exmarido?—. Está con él en el
hospital.
Wolf levantó las manos.
—Lo tengo vigilado. Un agente está allí de guardia.
Eso fue un alivio, aunque no me gustaba nada que Wolf
tuviera que marcharse. El pobre no había disfrutado mucho del
Día de Acción de Gracias.
Serví un generoso plato de pavo cortado y añadí un par de
bollos de pan.
—Dame un segundo, Wolf.
Volví corriendo a la cocina, busqué la mayonesa, preparé
unos sándwiches de pavo y los aderecé con una buena
cucharada de salsa de arándanos rojos. En un abrir y cerrar de
ojos, elaboré unos pequeños sobres con papel vegetal y metí
los sándwiches dentro para que no gotearan. Lo envolví todo
con papel de aluminio y se lo entregué a Wolf cuando estaba
en el recibidor.
—Supongo que ahora sí que estoy fuera de sospecha, ¿no?
—pregunté.
—Hace falta algo más que un par de sándwiches para
chantajearme.
—Ya sabes a qué me refiero. Ahora que han encontrado el
arma del crimen en la casa de Natasha, ¿no significa que yo ya
estoy libre de sospecha?
Sopesó los sándwiches que estaba sujetando.
—Todavía no puedo descartar a nadie como sospechoso,
Sophie. Ni a uno solo de todos vosotros.
Abrió la puerta, y yo me quedé mirándolo mientras se
alejaba. Albergaba la esperanza de que la cuestión se
resolviera y tuviera la oportunidad de conocer a Wolf un poco
mejor. Sin embargo, él mismo acababa de confirmarme mi
peor miedo: creía que el asesino era uno de nosotros.
¿De verdad Natasha habría sido capaz de aporrear a Simon
en la cabeza con el trofeo del pavo? Sin duda había tenido
oportunidad de hacerlo, pero no se me ocurría un motivo.
¿Imaginó que así estaría protegiendo a Mars? Eso no tenía
sentido. No obstante, si ella no era la asesina, ¿por qué
enterraría el trofeo en su jardín?
—Me alegro de que haya tenido que irse. Deberías haber
visto cómo le ha cambiado la cara a todo el mundo en cuanto
se ha marchado.
Me volví de golpe y me topé con Humphrey y la salsera.
—¿Quién? ¿Wolf?
—En cuanto ha salido, nos hemos relajado y hemos
empezado a charlar. Yo me he ofrecido voluntario para venir a
buscar más salsa… y así tener un momento a solas contigo.
Ya en la cocina, le quité la salsera de las manos y la
rellené, preguntándome qué mentira inocente podría contarle
para ahuyentarlo. Lo tenía tan pegado a mí que notaba su
aliento en la nuca.
—Ayer casi no me podía creerla suerte que tuve de verte.
Estás igualita que en el instituto. Natasha era popular, pero
siempre me ignoraba, como si yo fuera invisible para ella.
Bueno, ya sabes, no ha cambiado nada. Hoy casi ni me ha
dirigido la palabra. Tú siempre sonreías cuando nos
cruzábamos por los pasillos. Y una vez me cediste el asiento a
la hora de comer.
¿Hablaba del instituto? Pero si ya teníamos cuarenta y
tantos. Humphrey estaba atrapado en un profundo bucle
temporal. Le pasé la salsera y le solté una mentira.
—Has malinterpretado a Natasha. Ya sabes cómo funciona
esto: la chica más guapa nunca consigue salir con nadie. Es
tremendamente tímida.
—¿De veras? Jamás lo habría dicho. Tendré que
compensárselo, por haber pensado mal de ella. A lo mejor en
el concurso de relleno para el pavo… Volverán a convocarlo,
¿verdad?
No tenía ni idea, pero, si eso quería decir que Humphrey
iba a perseguir a Natasha, yo esperaba que se retomara la
competición. Sonreí solo de pensarlo.
Humphrey estaba saliendo por la puerta. Lo agarré por su
jersey de lana marrón.
—Un momento. ¿Dónde me viste ayer?
—En el concurso Relleno de rechupete.
Le solté la manga. Me guiñó un ojo y siguió caminando
hasta el comedor. Oí a mi padre pidiéndole la salsa.
Medio aturdida, crucé el recibidor hacia el arco de la
entrada del comedor y me quedé mirándolo. ¿Podría ser
Humphrey el mirón? ¿Habría contratado a un detective
privado para seguirme?
—Siéntate y come algo, Sophie. —Mi madre me hizo un
gesto con la mano—. Está todo delicioso.
—Y a nadie más le ha dado un síncope aún —añadió
Hannah.
Craig rio disimuladamente, aunque no dudó en llenarse la
boca con boniatos. Me apoyé en mi silla y tomé un sorbo de
agua helada. En mitad de la mesa, Humphrey comía
delicadamente. ¿Podía alguien tan lánguido ser un asesino?
—Humphrey —dije con el tono más despreocupado que
pude articular—, ¿conocías a Simon personalmente?
—Gracias al cielo, no. No me topo con ningún famoso
hasta que está a punto de pasar a mejor vida.
A los demás, su broma les pareció mucho más divertida
que a mí, aunque sentí cierto alivio en la tensión de los
hombros. Humphrey no tenía ningún móvil para el asesinato.
Desde que habían matado a Simon, sospechaba de todo el
mundo.
Me arrellané en el asiento, me relajé y me di cuenta de que
los invitados todavía presentes estaban pasándolo bien. La
mesa estaba repleta de platos con la guarnición y la
conversación era fluida. Me serví pavo y demasiados
arándanos rojos, una de mis recetas favoritas de Acción de
Gracias. El coronel se puso mantequilla en una trenza de pan.
—No te preocupes por Mars, querida. Esa reacción que ha
tenido no ha sido nada en comparación con el lío en el que está
metido por el asesinato de Simon. Fue muy desafortunado que
Mars expresara tan abiertamente su desprecio hacia el magnate
de los medios, después de que ese periodista husmeara en la
basura del congresista.
Craig dejó de comer.
—¡Mars Winston! Con razón me sonaba tanto ese
nombre… Ahora lo recuerdo. Acusó a Simon de aprovechar
sus propios medios de comunicación para dar a conocer su
agenda política. Fue un escándalo tremendo.
Mi padre se sirvió más relleno.
—Mars es demasiado inteligente para matar a alguien con
quien tuvo una trifulca en público.
—Natasha no lo es.
Fue Francie quien hizo ese parco comentario. El coronel
tomó un sorbo de vino.
—A mí, lo que más me fascina es el asesinato del detective
privado. La policía tiene motivos para pensar que hay alguna
conexión entre ambos crímenes. No me sorprendería. Simon
era conocido por sus tácticas comerciales despiadadas.
—Esto es muy emocionante. Es como uno de esos juegos
de mesa en los que hay que descubrir al asesino. —Hannah
lanzó un suspiro ahogado—. ¿Podríamos hacer algo así en la
boda?
No me pude contener, me lo había puesto en bandeja y
tenía que decirlo.
—¿Quieres que asesinen a alguien en tu boda? ¡Qué
recuerdo tan bonito!
—Pero no de verdad. Ya me entiendes, sería un falso
asesinato.
¿Hannah siempre había estado tan mal de la cabeza?
¿Existía una enfermedad llamada «euforia nupcial» que
impedía que las novias pensaran en nada más? Por suerte, mi
madre cambió de tema y empezó a hablar de MacArthur;
conseguimos llegara los postres sin que nadie volviera a
mencionar el tema del asesinato.
Con los perros y Mochi a nuestros pies saltando para
conseguir sobras de la mesa, todos colaboraron para recogerla.
Si mi madre no hubiera estado presente, yo habría dejado los
platos sucios en la cocina y habría ido a reunirme con mis
invitados en el salón, pero una de las normas sagradas de mi
madre era que la cocinera no descansaba hasta que la cocina
estuviera impoluta. No pararía de darme la matraca si creía
que quedaban platos sucios en el fregadero. Mi madre debió de
contagiarle parte de ese sentimiento de culpa a Hannah,
porque mi hermana apareció de pronto en la cocina.
—Yo me encargo de llenar el lavavajillas, pero no pienso
limpiar nada con el estropajo. Me estropearía la manicura.
¡Dios no lo quisiera! Mientras Hannah empezaba a
enjuagar los platos para meterlos en el lavavajillas, yo llamé al
móvil de Natasha. No contestó. A continuación, marqué el
número de Vicki. Tampoco hubo respuesta. Estaba marcando
el número de Andrew cuando Humphrey entró con paso
decidido en la cocina. Sonreía como si todo estuviera bien en
su mundo.
—Se supone que debo pedirte que prepares algo de café
descafeinado. A Francie y al coronel les apetecería tomar un
coñac, tu padre preferiría un poco de oporto y Craig tomará lo
mismo que Hannah.
Asentí con la cabeza.
—En cuanto consiga hablar con alguien que me diga cómo
está Mars. Nadie contesta al móvil. Espero que no sea una
mala señal.
—Seguramente les han pedido que apaguen los teléfonos.
Interfieren en la maquinaria del hospital.
Colgué la llamada.
—¿Cómo sabes eso?
Volvió la blanca palma de una mano hacia arriba, como
sorprendido por mi pregunta.
—Recojo cadáveres de los hospitales a diario.
Me dejé caer sobre una de las butacas junto a la chimenea.
Sus palabras me hicieron recordar que Mars podía ser la
víctima mortal número tres.
Humphrey se arrodilló como si estuviera a punto de
declararse.
—Sigues enamorada de Mars…
No era así, por supuesto, pero estaba más que dispuesta a
hacer que él lo creyera.
—Humphrey… —empecé a decir.
Hannah escogió ese preciso instante para romper a reír.
—¿Por qué piensa eso todo el mundo? Hace mucho tiempo
que superó lo de su exmarido. ¿Crees que habría invitado a
Natasha y a Mars a cenar si siguiera enamorada de él?
«Gracias, Hannah». Le lancé una mirada de exasperación.
Ella abrió los ojos como platos.
—Por eso me sonaba tanto tu cara… Tú eras ese niño que
se pasaba el día delante de nuestra casa, yendo de un lado para
otro con la bicicleta, después del cole. Dios mío, al principio
no he atado cabos, pero tenía la sensación de que te conocía…
Humphrey pareció sentirse halagado.
—Deja que te eche una mano con eso. —Se puso los
guantes para lavar los platos y empezó a fregar—. Para serte
sincero, nunca pensé que nadie se hubiera fijado en mí. Acabo
de confesarle a tu hermana que me gusta desde que éramos
niños. Imagínate mi sorpresa al saber que ella siente lo mismo.
¿Por qué no paraba de decir eso? Estaba segura de no
haberle dado la impresión equivocada. Tenía que darle
calabazas con amabilidad, pero ¿cómo?
Mientras se mordía el labio superior para aguantarse la
risa, Hannah se volvió hacia a mí, muy poco a poco.
—¡Quién lo iba a imaginar!
Me levanté.
—Voy a por el vino.
A lo mejor, si los dejaba a solas, Humphrey se enamoraría
de Hannah en vez de mí.
El estudio, donde Bernie había establecido su
campamento, tenía dos entradas: una que daba al salón y otra,
a la terraza acristalada. Abrí de golpe esa puerta, y los perros
me adelantaron corriendo, seguidos por el pequeño Mochi.
Bernie había dejado toda la ropa desperdigada. Su maleta
estaba en el suelo, abierta y junto a una enorme bolsa de viaje
que había conocido épocas mejores.
Saqué el oporto y el coñac del mueble bar. Con las manos
llenas, me volví justo a tiempo para ver a MacArthur
rebuscando con el hocico en la maleta de Bernie. Pegué un
silbidito para disuadirlo, pero el bulldog siguió con su
exploración. Dejé las botellas, y MacArthur huyó, a todo
correr, con algo asomándole por la boca. Daisy y Mochi
salieron a la zaga hasta la terraza acristalada. Con la intención
de cortarles el paso entrando por el otro lado, abrí la puerta
que daba al salón, donde estaban charlando los demás
invitados. El repiqueteo de las zarpas del perro sobre el suelo
de madera se oía cada vez más alto.
MacArthur, que todavía llevaba algo en la boca, entró
corriendo en el salón, con Mochi montado sobre el lomo y
Daisy persiguiéndolos a toda pastilla. El coronel logró atrapar
a su enloquecido chucho para quitarle a Mochi del lomo. El
gatito bajó de un salto antes de que yo pudiera llegar. Subió de
otro salto a una butaca vacía y empezó a lamerse las patitas
delanteras, como si el olor a perro le resultara ofensivo.
MacArthur no parecía herido, pero me fijé en que no se
separaba del coronel. El delicioso premio que había provocado
la frenética persecución resultó ser una chocolatina de
Toblerone. La llevé a la cocina, donde Humphrey y Hannah
estaban trabajando, codo con codo, y la tiré a un cubo de la
basura al que no llegaría ninguno de los animales.
Regresé al estudio, pues se me ocurrió que Bernie podía
llevar más de una chocolatina en la maleta. Me arrodillé para
empezar a recolocar las cosas que MacArthur había sacado de
dentro. Cuando cambié la maleta de posición para cerrarla,
asomó por fuera una hoja de periódico. Abrí un poco la parte
superior para remeter la hoja suelta y vi, sin poder evitarlo,
que se trataba de un artículo sobre Simon. Era una breve
publicación de la sección culinaria de The Miami Herald sobre
el concurso Relleno de rechupete y la relación de Simon con el
certamen.
Hasta entonces, yo daba por sentado que Bernie había
llegado a Virginia directamente desde Inglaterra, pero mi
suposición no tenía fundamento. La verdad era que me
inquietaba un poco pensar que el viejo amigo de Mars ya
supiera lo del concurso de antemano y se hubiera molestado en
guardar ese artículo. Me incorporé, enfadada conmigo misma
por imaginar que eso tuviera alguna importancia. Bernie sabía
que Simon estaría en la ciudad, vio el artículo y lo arrancó. No
tenía nada de siniestro.
Recogí las botellas de oporto y de coñac, y las llevé al
comedor, donde guardaba el juego de copas que nos regalaron
a Mars y a mí para la boda. Después de servirle a todo el
mundo, regresé a la cocina, a toda prisa, para preparar un café
de Colombia, orgánico y descafeinado.
Hannah y Humphrey estaban muertos de la risa, como un
par de amigos de toda la vida, aunque debía reconocer que
habían hecho un buen trabajo: las encimeras de la cocina
estaban relucientes y solo quedaban un par de cosas por lavar.
Humphrey había lavado y secado, incluso, la imposible
bandeja del horno y la rejilla para asar.
Le pedí que me alcanzara la cafetera de porcelana
Rosenthal, estilo vintage, que guardaba en un armario alto,
porque casi nunca tenía ocasión de utilizarla. La enjuagué bien
y vertí el café caliente en ella. En un cuenco de porcelana a
juego, serví una generosa ración de nata montada, para los
comensales que todavía no se sintieran lo bastante mimados.
La jarrita para la leche —irónicamente, desnatada— y el
azucarero, ambos a juego, iban también en la bandeja.
Humphrey la llevó al salón. Hannah me agarró por el brazo.
—Es muy divertido. No es muy agraciado, pero deberías
pensar en salir con él. Está loco por ti.
De haber sido pequeñas, ya le habría tirado de la trenza por
decir algo así.
—Tienes que ayudarme a quitarle esa idea de la cabeza,
Hannah. No estoy interesada.
Mi hermana recogió la mitad de las tazas y los platitos para
el café y se dirigió hacia la puerta.
—No tengas tanta prisa por ahuyentarlo. No tienes a los
hombres haciendo cola en tu puerta, precisamente.
La seguí con el resto de las tazas y los platitos. Mi padre
removía con el atizador el fuego que crepitaba en la chimenea
del salón. MacArthur, Daisy y Mochi estaban tumbados justo
delante, aunque el perro del coronel vigilaba, con mirada
inquieta, a mi gatito. Serví café a todo el mundo; acababa de
sentarme, cuando oímos que la puerta de la cocina se abría de
golpe. Bernie y June aparecieron en la puerta del salón,
envueltos en sus abrigos de invierno.
—¿Dónde está el pavo? —preguntó Bernie—. Me muero
de hambre.
Ayudó a June a quitarse el abrigo y la acompañó a
sentarse. Ella se agarró al reposabrazos de la butaca y se dejó
caer con inestabilidad. Algo iba muy mal. Mi madre echó unos
terrones de azúcar en una taza de café y se la pasó a la anciana.
—Necesitas azúcar, June. ¿No has comido nada desde que
te fuiste?
Yo no daba crédito a que nadie hubiera hecho ya la
pregunta más lógica.
—¿Cómo está Mars? —espeté.
Su madre tomó un sorbo de café. Tenía los hombros caídos
y había envejecido veinte años de golpe. Me quedé mirando a
Bernie.
—Veneno —se limitó a decir.
CAPÍTULO TRECE
De La buena vida:
Querida Sophie:
En mi familia es una tradición ir de compras el día siguiente
a Acción de Gracias, luego volvemos a casa y nos
comemos las deliciosas sobras, pero cuando recaliento el
pavo, la carne se queda seca y dura. ¿Alguna sugerencia?
Masticadora
en Martinsville
Querida Masticadora:
Recalentar la carne de pavo la reseca. Te voy a dar un
truco de los restaurantes. En lugar de calentar el pavo,
calienta la salsa. Corta en rodajas el pavo frío y sírvelo en
platos calientes. Justo antes de servir, echa la salsa caliente
sobre la carne. Estará casi tan bueno como recién salido
del horno.
Sophie
P
ero cómo va a ser eso posible?
—¿
Noté que se me formaba un nudo en la garganta.
No me extrañaba que June no se encontrara
bien. Alguien había envenenado a su hijo.
—Se pondrá bien. Esta noche lo dejarán ingresado para
tenerlo en observación, pero los médicos han dicho que se
recuperará.
Bernie se quitó el abrigo y lo tiró sobre una silla junto al de
June. El coronel se enderezó en su asiento, muy erguido.
—¿Matarratas?
Bernie se rascó un costado de la cara.
—Al final ha resultado ser una sustancia bastante tóxica: la
muscarina. Se ha dado una de esas coincidencias alucinantes.
Como hoy es día festivo y tenían problemas de personal, uno
de los médicos de urgencias era un pediatra; ha reconocido los
síntomas de Mars porque ya los había detectado en un par de
niños. Francie sonrió con malicia.
—Muy astuto… Setas venenosas.
El coronel enarcó las cejas.
—¿Es usted experta en venenos?
—Una no llega a nuestra edad sin aprender un par de cosas
por el camino. Cuando era niña, recogíamos setas en casa. Mi
primo murió por comerse una preciosa seta de sombrero rojo.
Parecía salida de una ilustración de cuento. —Francie asintió
con la cabeza—. Muscarina.
—Pero Bernie ha dicho que Mars se pondrá bien —
repliqué.
—Sí, desde luego. Mañana ya estará como una rosa.
Bernie estaba de pie, por detrás del asiento de June, y me
hizo un gesto con la mano. Lo seguí hasta la cocina.
—¿June está bien?
—Está inquieta, como cualquier buena madre al enterarse
de que alguien ha intentado matar a su hijo.
—Es incluso peor, porque tiene que haber sido uno de los
invitados a mi cena de Acción de Gracias.
Bernie frunció el ceño.
—El médico ha dicho que podría haber sido por algo
ingerido horas antes, en el desayuno a lo mejor.
—A menos que haya desayunado con un montón de
personas, todo apunta a que ha sido Natasha, ¿no es así?
Me sentí culpable solo de pensarlo.
—Ella asegura que pidieron el desayuno al servicio de
habitaciones. Dice que podrían haber puesto el veneno en la
cocina o, incluso, cuando fueron a servírselo.
—¿Natasha ha tenido algún síntoma?
Bernie soltó una risotada.
—Ni por asomo. Pero sí hay algo que la tiene bastante
nerviosa.
Yo también me había fijado en eso. ¿Sería porque había
envenenado el desayuno de Mars y estaba esperando a que
muriese? Natasha tenía sus defectos, pero no me cabía en la
cabeza que pudiera envenenar a Mars. No obstante, las
circunstancias la señalaban a ella como culpable.
—¿Ha dicho el médico cuánto tarda una persona en
reaccionar al veneno?
—Ahí está el problema. Podrían pasar solo treinta minutos
o hasta seis u ocho horas, antes de que se produjera una
reacción. Depende de la dosis y de la variedad de seta.
Mi madre entró corriendo.
—Cariñito, creo que ya es hora de sacar las sobras y servir
una recena. Por lo visto, el servicio de cafetería del hospital
cerraba antes por ser día festivo.
Los hornos no se habían enfriado del todo cuando los volví
a precalentar. Luego me planté delante de la nevera y fui
pasándole a Bernie un recipiente de comida detrás de otro.
—¿Ha quedado algo de crema? —preguntó él.
—Muy gracioso.
—No era broma. Estaba deliciosa.
—Nos la hemos comido toda. Ese agente de la científica se
llevó los cuencos para analizar una muestra.
—Qué lástima. Me habría encantado repetir.
Aunque, lógicamente, yo no había echado nada raro en la
crema, sabiendo que Mars había sido envenenado, no me
atrevía a probar ni una gota más.
Pasada media hora, volvíamos a estar reunidos alrededor
de la mesa del comedor. Los que no habíamos estado en el
hospital fuimos picoteando de nuestros platos favoritos, pero
Bernie y la madre de Mars tomaron una cena en condiciones.
El coronel posó una mano sobre la de June.
—Tu hijo se pondrá bien. Le han administrado enseguida
el tratamiento médico adecuado y, seguramente, no le quedará
ninguna secuela.
—No os hacéis a la idea de lo que se siente cuando alguien
ha querido matar a tu hijo. Y, para colmo, que la policía
sospeche de su propia familia…, de Andrew, de Vicki, incluso
de mí. Jamás me habría imaginado algo así.
Después de cenar, mi madre acompañó a June a la cama.
El educado coronel llamó con un silbido a MacArthur,
recuperó su bastón e insistió en acompañar a Francie a su casa,
porque ya era de noche. Con una sonrisa coqueta, la anciana se
tomó del brazo del coronel y ambos salieron a dar un paseo
nocturno.
Humphrey se ofreció para ayudar con los platos, pero
había sido un día largo y extraño para todos, y, sinceramente,
no me apetecía tener que lidiar con sus insinuaciones. Le
aseguré que ya había ayudado mucho más de lo que debería
fregando la vajilla y lo acompañé hasta la puerta.
Hannah, Craig y mi padre se retiraron a la sala de estar.
Bernie y yo recogimos muy deprisa todo lo de la cocina. A
mí me costaba mantenerme despierta, y me fui directamente a
la cama, pero Bernie se reunió con los demás para ver una
película.
Dormí muy inquieta: me despertaba pensando en Mars y
en por qué habrían querido envenenarle. A las tres de la
madrugada, bajé con calma la escalera y me encontré a mi
madre y a June en la cocina. Daisy estaba esperando,
pacientemente, algunas migas de la tarta de calabaza que mi
madre había cortado en porciones. June tenía a Mochi en el
regazo, y me pareció que estaba de cháchara con alguien, pero
mi madre no estaba prestándole atención. Le di un codazo.
—June está hablando.
—¡Sophie! No te he oído entrar. Dentro de nada, se
despertarán todos. Estamos tomando leche caliente. ¿Te
apetece una taza?
Puse más leche dentro del cazo que estaba en el fuego.
—Cariñito, he intentado quitarle un poco de hierro a todo
este asunto por el bien de Hannah. Este fin de semana con
Craig para que él conozca a la familia es muy importante para
ella. Sin embargo, mañana tendrás que esforzarte por averiguar
quién es el responsable de esta pesadilla. No quiero preocupar
a tu padre, pero, cielo, aun en el caso de que le gustes a Wolf,
sigues siendo la principal sospechosa. ¿Hay algo que pueda
hacer para ayudarte?
—Mamá, ¿te das cuenta de que June está hablando?
—No está hablando con nosotras. Está hablando con Faye.
Ya no era un secreto entre Mars y yo.
—Faye está muerta. ¿Te parece normal?
—No, yo hablo con mi padre.
—¿Y lo oyes responderte? —pregunté en voz baja.
—Muchas personas hablan con sus difuntos seres
queridos. ¿Quién dice lo que es normal o no? Yo sé que el
espíritu de mi padre sigue conmigo. Por lo que a mí respecta,
podría estar aquí de pie, a nuestro lado, ahora mismo.
Entre Faye y mi difunto abuelo, la cocina se me antojó un
poco repleta. Mochi saltó desde el regazo de June y se
abalanzó sobre un pequeño trozo arrugado de papel de
aluminio. Lo empujó con una patita y se puso a jugar a una
especie de hockey gatuno corriendo detrás de la bolita de papel
y dándole empujoncitos. Mi madre me pasó un plato con una
porción de tarta coronada con una cucharada de nata montada.
—A Wolf le gusta comer; no le importará que tengas unos
kilitos de más. De todas formas, deberías empezar a
controlarte un poco si no quieres acabar como un tonel.
¿Dónde se metía mi hermana cuando la necesitaba para
que distrajera a mi madre?
—Entre Wolf y yo no hay nada.
—Si nosotras hubiéramos sabido que él iba a estar en la
cena, no habríamos llamado a Humphrey en la vida.
—¿Nosotras?
—June y yo. —De pronto, mi madre torció el gesto—. Lo
confieso: me horrorizó el incendio en casa de Natasha, pero
ocurrió en el momento perfecto. June y yo estábamos
conspirando para volver a juntarte con Mars. Invitamos a
Humphrey porque lo necesitábamos para ponerlo celoso.
June se sentó a la mesa, junto a mi madre.
—No ha salido exactamente como lo habíamos planeado.
¿Un asesino andaba suelto y ellas dos estaban en plan
casamenteras?
—¿Creíais que Mars sentiría celos de Humphrey? ¿No
podríais haber escogido a un hombre más atractivo? Perdón,
¿uno que tuviera, al menos, algo de atractivo?
Solo Dios sabía qué le habría contado mi madre a
Humphrey. Eso explicaba su descabellada opinión sobre mis
sentimientos por él.
—Está muy paliducho, ¿verdad? —Mi madre se dirigía a
June—. Su madre tiene el mismo tipo de piel. No pasa ni un
minuto al sol y, precisamente por eso, parece diez años más
joven que todas nosotras.
Daisy estaba gimoteando frente a la puerta de la cocina.
Puse la mano en el picaporte para dejar salir a la perra, cuando
nos sorprendió alguien que llamaba a la puerta muy
discretamente. La abrí y Nina entró, como un rayo, temblando
de frío.
—He visto las luces encendidas y no he podido evitar
unirme a vosotros para la recena de madrugada. Madre mía,
hace un frío que pela. ¿Os queda algo de ese licor de Mozart?
—¿Licor de chocolate con tarta de calabaza? —pregunté.
—El chocolate combina con todo —aseguró.
Señalé la botella redondeada envuelta en papel de aluminio
dorado, y ella se sirvió una copa mientras yo cortaba otra
porción de tarta.
—Con un buen montón de nata montada, por favor —pidió
—. Me la merezco por aguantar a mi suegra y su convicción
de que, por ser sureña, tengo que ser el doble de Natasha.
Después de pasarle a Nina su porción de tarta, me eché
más nata montada en la mía y me senté a la mesa junto a las
demás.
—Natasha ha intentado matar a Mars —anunció June.
A Nina se le cayó el tenedor de la mano, y el cubierto
tintineó contra su plato. La pusimos al día de lo ocurrido.
—Lo sabía. Esa mujer es demasiado perfecta y siempre
muestra demasiado entusiasmo. ¿Quién puede ser así? Nadie
es capaz de organizar una cena y servir un festín de diez platos
en el mismo día.
Mi madre untó una fina capa de nata sobre su porción de
tarta.
—No ha sido Natasha. —Se quedó mirándonos a todas—.
Puede que ella no os guste, y estoy segura de que tenéis
vuestros motivos, pero esa chica se ha mantenido fuerte toda
su vida a pesar de las cosas terribles que le han pasado. Se ha
centrado en su carrera y se merece todo el éxito que ha
logrado. Es una egocéntrica, ya lo sé, pero hay muchos
famosos que también lo son.
June frunció el ceño.
—Ha tenido que ser Natasha. Ni Andrew, ni Vicki ni yo
seríamos capaces de envenenar a Mars, ya lo sabéis. Y ningún
miembro de tu familia tiene motivos para hacerlo. Eso nos
deja solo a Craig, el coronel, Francie y Bernie, que no son
grandes candidatos para una rueda de reconocimiento que
digamos.
—Si la policía cree que lo ocurrido tiene alguna relación
con los asesinatos, el único misterio sigue siendo la muerte del
detective privado que encontró Sophie —añadió Nina.
¡Hala!, ya no se lo podía ocultar a mi madre. Aproveché
para contarle en detalle cómo había conseguido a Mochi. Mi
madre se lo tomó mejor de lo que yo esperaba.
—Pues tendrías que haber empezado por ahí. June y yo
nos encargaremos de atender a todo el mundo mañana. Nina,
¿puedes librarte de tus obligaciones como anfitriona?
—No hay nada que pudiera gustarme más.
—Mañana por la mañana, las dos iréis a visitar a la viuda
de ese detective para ver qué podéis averiguar.
Después de desayunar, di con la dirección de Otis
Pulchinski en internet, buscando información sobre criadores
de ocigatos. Dean Coswell, mi editor, me había reenviado los
correos electrónicos con las preguntas de los lectores de La
buena vida. Redacté las respuestas suficientes para tener lista,
de antemano, la publicación de la columna durante un par de
días.
No queríamos molestar a la señora Pulchinski demasiado
temprano, así que Nina y yo hicimos tiempo tomándonos una
segunda taza de café con mis padres y con June, antes de
dirigirnos en coche hacia la zona noroeste de la ciudad.
Otis vivía en una de esas casas adosadas, apiñadas en
pequeños grupos, de un estilo entre vintage y moderno. La
hojarasca alfombraba el diminuto patio delantero, y había una
oxidada furgoneta blanca aparcada en el camino de la entrada.
Nina estacionó su Jaguar justo detrás.
Nadie respondió cuando llamé al timbre. Mi amiga y
vecina lo intentó por segunda vez, y lo oímos resonar en el
interior de la casa. Retrocedí, bajé la escalera del porche y fui
a echar un vistazo por el exterior de la casa. No me dio
ninguna pista sobre los dueños. La fachada de ladrillo rojo y
los detalles de estilo federal eran idénticos en todas las
viviendas. Sin embargo, cuando me volví para marcharme,
percibí cierto movimiento en una cortina de la ventana situada
a la izquierda de la puerta principal. Me dirigí de nuevo hasta
donde se encontraba Nina y llamé a la puerta.
—¿Señora Pulchinski? Tengo… tengo a su gato.
Alguien respondió desde el interior de la casa.
—¿Qué gato?
—El que Otis llevaba consigo el día que… —Me callé de
golpe.
¿Por qué no me habría preparado una fórmula para
decirlo?
La persona que hablaba desde el otro lado de la puerta iba
poniéndose cada vez más nerviosa.
—¡No pienso volver a quedármelo!
Nina y yo intercambiamos una mirada. Ella se encogió de
hombros.
—No quiero devolverlo.
La puerta se entreabrió, apenas unos centímetros, y se oyó
un crujido.
—¿Ha traído al gato?
—No.
—No estará mintiéndome, ¿verdad?
La mujer abrió la puerta del todo y se quedó mirándonos
con suspicacia. Nos envolvió una nube con hedor a humo
rancio de cigarrillo. Unos mechones de pelo negro como el
ébano le salían disparados de la cabeza en todas direcciones, y
se había pintado la raya de los ojos demasiado gruesa. Tenía
un cuerpo menudo y vestía un top ajustado de licra y
pantalones pirata con estampado de leopardo.
—Ese gato no me ha dado más que disgustos. Lo vendí
dos veces, lo regalé otra y todo el mundo lo devolvió. Bueno,
no os quedéis ahí plantadas, ¿es que no veis que tengo gatos
que se pueden pirar por la puerta abierta?
Me pregunté si estaría confundiéndose de minino y estaría
pensando en cualquier otro. Por otra parte, yo quería quedarme
a mi pequeño Mochi y no me molestaba para nada que esa
mujer no quisiera recuperarlo.
Entramos enseguida, con cuidado de no pegarle un pisotón
a ninguno de los curiosos gatitos. Estaban por todas partes.
Dormitando sobre las baldas de las librerías, sentados sobre la
tele, paseándose entre nuestras piernas. Eran de colores
marrón chocolate, canela, plateado y beis, y todos ellos, con
manchas, como buenos ocigatos.
El manchado también imperaba en la decoración: mantas,
cojines, sillas e incluso los cobertores de los sofás eran de
estampado de leopardo.
—¿Qué vas a hacer con él? —Le dio una larga calada a su
cigarrillo—. ¿Lo vas a llevar a la protectora?
—Pensaba quedármelo.
La señora Pulchinski no logró ocultar su sorpresa, aunque
no tardó en recuperarse.
—¿Otis te contó que es un gato supervalioso? Un ocigato
de pura raza.
No pensaba que Nina estuviera prestando atención. No
hizo ningún esfuerzo por disimular su curiosidad y estaba
fijándose hasta en el último detalle de cuanto la rodeaba. Me
sorprendió al formularme una pregunta.
—Entonces, ¿por qué el tuyo no tiene manchitas como
estos gatos?
La señora Pulchinski nos invitó a sentarnos en los sofás.
Ella tomó asiento, y seis gatos saltaron de inmediato sobre su
regazo, compitiendo por captar su atención.
—Por eso es tan caro. Tiene las manchas en la barriga,
pero esas rayas solo aparecen en uno o dos gatitos cada doce
camadas.
Los rayados son… —hizo una pausa para pensarse la
palabra— extrovertidos, y eso los hace muy populares. Los
vendo por ochocientos pavos.
La señora Pulchinski se quedó observando nuestra
reacción con avidez. ¿Creería que éramos tontas de remate?
Cambié de tema antes de que pudiera exigirme que le pagara
por quedarme a Mochi.
—Lamento muchísimo su pérdida. ¿Llevaban mucho
tiempo casados Otis y usted?
A mí me interesaba que la conversación fluyera. La poli
debió de contarle que una mujer había encontrado el cuerpo de
su marido. Si creía que era yo, no se le notaba en absoluto.
—Me pasé quince años con ese viejo chocho. —Se secó la
nariz con un pañuelo de papel—. No tengo ni idea de dónde
voy a sacar la pasta. Él tenía algunos clientes que eran peces
gordos, y esperábamos recibir un buen pico cualquier día de
estos, pero ahora solo me quedan mis maravillosos gatitos. No
me gusta nada tener que separarme de ninguno de ellos, pero
de algo tengo que vivir.
—Yo creía que los criaba para venderlos.
Había imaginado que vería alguna fotografía de Otis, pero
todas las fotos enmarcadas de la sala eran de los gatitos
manchados. La mayoría de ellas, imágenes de estudio, retratos
frontales de los felinos sobre algún fondo favorecedor.
—Sí que lo hago, pero se me parte el corazón cada vez que
tengo que separarme de alguno de ellos, sobre todo de ese
adorable chiquitín que te dio Otis.
¿Es que llevaba la palabra «idiota» escrita en la frente?
—No dejo de preguntarme por qué llevaría el gatito
encima el día que murió —comenté.
Ella empezó a mirar a su alrededor, como si estuviera
buscando una respuesta.
—Por el veterinario. Iba a llevarlo al veterinario.
—¿Estaba enfermo? —pregunté—. ¿Necesita medicación?
Esa vez sí que tenía una respuesta preparada.
—Inyecciones. Necesita sus inyecciones. —Se quedó
mirándonos a las dos con atención y clavó la mirada en el
anillo de compromiso de tres quilates de Nina—. ¿Sabéis?, los
gatos son mucho más felices si tienen un compañerito gatuno.
¿Quieres comprar un gatito?
—No, gracias.
Tenía el mal presentimiento de que acabaría extendiendo
un cheque a cambio de Mochi.
—¿Y una detective privada? ¿Alguna de las dos necesita
espiar a su marido? Os haré buen precio.
—¿Usted trabajaba con su marido? —preguntó Nina.
La señora Pulchinski aplastó la colilla de su cigarrillo
sobre un cenicero de cristal.
—Ya sabéis cómo va esto: todas las mujeres trabajamos
para nuestros maridos.
Ambas debimos de poner cara de escepticismo, porque ella
se quedó pensativa.
—El tonto de Otis, ese viejo, se dejó matar justo cuando su
negocio estaba atrayendo a los clientes con pasta. Cuando los
políticos la diñan, sus mujeres los sustituyen, no veo por qué
yo no puedo seguir con el negocio.
Nina, sentada en el sofá, se movió hacia delante y se
inclinó en dirección a la viuda.
—Por supuesto que puede hacerlo. Tiene sus archivos,
sabe quiénes son todos sus clientes. Es una transición de lo
más natural.
—Esos imbéciles de la policía vinieron buscando esos
archivos. Se llevaron el ordenador, pero no les servirá de nada.
Otis no era idiota; no tenía ningún dato sobre sus clientes por
escrito. Valoraba mucho la privacidad. Por eso les gustaba a
sus clientes.
Saqué la chequera.
—Señora Pulchinski, no puedo permitirme un gato de
ochocientos dólares, pero a lo mejor sí que podría hacer un
donativo para ayudarla a comprar pienso para los mininos.
—Eso es muy amable por tu parte. —Se encendió otro
cigarrillo—. Tienes un boli sobre la mesa de escritorio.
Se veía una marca de polvo en el lugar del escritorio
previamente ocupado por el ordenador. Sobre la mesa había un
posavasos con el logo del pub The Stag’s Head Inn, un antro
de mala muerte que alguna vez había visto de pasada. La
mujer tenía un montón de correo por ahí tirado y, aunque no
fuera muy franca, sentí lástima por ella. Había facturas que
asomaban de entre la pila de cartas, pero no vi muchos sobres
manuscritos con pinta de carta de condolencias. Salvo por la
compañía de los gatos, debía de estar muy sola en el mundo.
Encontré un boli en el primer cajón de la mesa de
escritorio y estaba firmando un cheque, cuando Nina se inclinó
sobre mi hombro y derribó sin querer la pila de cartas. Empezó
a golpetear, frenética, con su uña pendiente de pasar por la
manicura, un sobre azul huevo de petirrojo.
Ese color era la marca personal de Natasha.
CAPÍTULO CATORCE
De Pregúntale a Natasha:
Querida Natasha:
Debido al trabajo de mi marido, nos mudamos cada año.
Odio tener que gastar dinero en el papel de carta con
nuestra dirección gravada en el membrete, porque ya no
es la correcta. ¿Quedaría demasiado vulgar si lo diseñase
con el ordenador?
Chica Informática
en Chilhowie
Querida Chica Informática:
¿Verdad que los ordenadores son maravillosos? Nos
ofrecen numerosas posibilidades: desde la composición de
álbumes fotográcos con recortes hasta la elaboración de
tarjetas.
Sin embargo, siempre resulta más elegante escribir a
mano una tarjeta o una nota con un mensaje
personalizado. Yo invierto varios días en la fabricación de
las felicitaciones navideñas cada año.
Para esas contadas ocasiones en las que no es posible
elaborar una tarjeta de forma artesanal, ten una reserva
de papel especial y sobres a juego con el color que mejor
te identique. Escribe a mano un mensaje muy sentido y el
resultado será igual de elegante que el de un mensaje en
el papel con tu dirección gravada en el membrete que
encargas en el estanco.
Natasha
N
ina intentó extraer el contenido del sobre sin que se
notara. Se lo impedí de un manotazo. Yo también
quería saber lo que había dentro, pero leer el correo de
una desconocida no estaba bien, y punto. Mi mirada
inquisidora no la detuvo. Eché un vistazo rápido hacia atrás,
volviéndome ligeramente hacia la señora Pulchinski.
Totalmente ajena a los tejemanejes de Nina, la viuda estaba
contemplando el ascenso del humo de su cigarrillo.
Mi amiga y vecina manipuló el sobre sin levantarlo de la
mesa con una sola mano y desdobló, sin hacer ruido, la hoja de
papel a juego con el sobre. Reconocí la caligrafía perfecta de
Natasha con solo verla. Dentro había un cheque por valor de
mil dólares. Que yo supiera, Natasha no había comprado
ningún gatito hacía poco. Sin embargo, debía reconocerle el
mérito. Jamás había sabido qué escribir en una nota de
condolencias, pero ella redactó un cortés mensaje alabando a
Otis. Nina señaló con un dedo el cheque para que me fijara en
la anotación que tenía escrita. Natasha había apuntado:
«Páguese al contado».
Dejé mi exiguo cheque debajo del posavasos para que los
gatos no lo destrozaran en cuanto lo encontraran, y confié en
que Nina volvería a meter la carta de Natasha en el sobre. No
debería haberme preocupado que la señora Pulchinski nos
pillara. Estaba desparramada en el sofá; el único signo de vida
visible en ella era la mano que sujetaba el cigarrillo a escasos
centímetros de su boca.
—¿La policía ya ha encontrado a la persona que asesinó a
su marido? —preguntó Nina.
Casi me quedo sin respiración. Aquello era equivalente a
presentarme como la sospechosa número uno. La señora
Pulchinski se pondría hecha un basilisco y nos echaría a
patadas de su casa.
—Creen que fue una mujer a la que estaba siguiendo, pero
yo no lo veo claro. Mi Otis era listo de narices. No había
mucha gente capaz de tomarle el pelo. Creo que Otis se
encontró con alguien tan listo como él.
Como estaba segura de que la viuda acabaría
relacionándome con la sospechosa de la policía, me apresuré a
dar por finiquitada nuestra visita con la promesa de que
cuidaría muy bien de Mochi. La señora Pulchinski nos
acompañó hasta la puerta.
—Gracias porvenir. No tengo muchas visitas. Esto ha
significado mucho para mí.
En cuanto la puerta se cerró a nuestras espaldas, me sentí
una persona horrible. La pobre mujer estaba pasándolo fatal, y
nosotras habíamos ido a husmear. Nina me agarró por el brazo.
—¿Te lo puedes creer? Natasha está metida hasta el cuello
en todos los asesinatos. ¡Por eso corrió a señalarte a ti como
culpable! Hay que contárselo a la policía ahora mismo.
—Si tienen el ordenador de Otis, ¿no crees que ya lo
sabrán?
Nos acomodamos en los asientos bajos con tapicería de
cuero del Jaguar, y Nina encendió el motor.
—Ya la has oído. El hombre no llevaba un registro de sus
clientes.
Tras años de rivalidad con Natasha, yo tenía la tendencia a
pensar mal de ella. En la vida sería su más acérrima defensora.
Se trataba de una mujer molesta y una sabelotodo, siempre
convencida de tener la razón. Sin embargo, no me la
imaginaba como una asesina. Era una perfeccionista, más
exigente consigo misma que con cualquier otra persona.
—No sé. Natasha siempre hace lo correcto, como enviar
una elegante nota, con un cheque para cobrar al contado, a una
viuda necesitada de dinero. Eso es típico de ella. Cualquier
otra persona habría pasado de pagarle a un difunto, pero
Natasha siempre hace lo correcto.
Nina se quedó mirándome.
—¿Y si creía que matar a alguien era lo correcto? ¿Y si
alguien había amenazado a Mars?
¿Habría sido capaz de matar para protegerlo? Sí que
afirmó algo así, pero a mí no me cuadraba.
—Estás llegando a esa conclusión porque no te gusta
Natasha.
Nina frenó en un semáforo.
—En la cena de Acción de Gracias, ¿se intoxicó alguien
más, aparte de Mars?
Tenía razón.
Giramos a la derecha y de pronto vimos unas espaldas
anchas que nos sonaron a ambas. En la acera de enfrente de mi
pastelería favorita, Wolf y Kenner estaban sumidos en una
acalorada discusión. Sentí el impulso de agacharme para que
el compañero de Wolf no me viera. Sin embargo, no era
necesario; jamás se fijaría en un coche cualquiera que pasara
por su lado. Nina viró de golpe para aparcar en un sitio que vio
libre.
—¿Qué estás haciendo?
Señaló con la cabeza en dirección a los policías.
—Conozco a ese inspector. Podría decirnos algo sobre
cómo va la investigación.
Me hundí en el asiento.
—¿A cuál de los dos conoces?
—Al guapo. Deberías conocerlo. Todas las voluntarias del
refugio para animales le van detrás como locas.
Nina abrió la puerta del coche y llamó a Wolf.
Genial.
—Nina —dije—, Wolf es el inspector encargado de mi
caso.
Pero ya era demasiado tarde. Wolf se acercó con paso
decidido hacia nosotras. Abrí la puerta del coche y salí a
regañadientes.
—Nina Reid Norwood. Debería haber imaginado que solo
era cuestión de tiempo que acabaras metida en un lío como
este.
El inspector se metió las manos en los bolsillos. Ella ladeó
la cabeza con gesto de coquetería.
—Pues resulta que Sophie es del todo inocente y está
disponible, por increíble que parezca.
«Tierra trágame».
—Gracias por aclarármelo. La tacharé de mi lista de
sospechosos ahora mismo —afirmó Wolf con una amplia
sonrisa.
Resultaba evidente que tenían la confianza suficiente para
bromear así. Yo albergaba la esperanza de que Wolf creyera
que el comentario sobre mi disponibilidad era broma. Nina se
irguió.
—Natasha es la culpable.
Wolf demudó el gesto.
—¿Y eso cómo lo sabes?
Nina fue enumerando los motivos, contándolos con los
dedos.
—Ella contrató a Pulchinski. Tuvo la oportunidad de
asesinar a Simon y también la de envenenar a Mars. Solo nos
falta saber cuál fue su móvil.
—¿Cómo sabes que Natasha contrató a Pulchinski?
—Hemos estado jugando a los detectives —respondió
Nina con mirada picarona, como una universitaria
coqueteando con su profesor.
—Os pido a las dos que os mantengáis al margen de este
asunto. Sophie ya tiene bastantes problemas muy serios, y no
quiero que ninguna de vosotras me fastidie la investigación.
¿Ha quedado claro?
—¿Qué ha pasado con el trofeo en forma de pavo? —
pregunté.
—Alguien lo limpió a conciencia. No encontramos huellas.
Todavía estamos analizándolo para ver si tiene sangre en
alguna parte.
—En la cola.
—La única prueba que tenemos de eso es tu palabra. Ni
siquiera tenemos la certeza de que fuera el arma homicida.
—¿Qué pasa con Mars? ¿Había veneno en su crema?
Yo tenía el corazón desbocado. La verdad era que no
quería oír la respuesta a esa pregunta.
—Todavía no tenemos los resultados. —Se me acercó y se
situó a mi lado—. Debo volver con Kenner. Y vosotras dos no
os metáis en líos.
Volvimos a entrar en el Jaguar. A pesar de la distancia a la
que se encontraba Kenner, percibí que volvió a ponerse rojo de
pura ira. Aunque Wolf creyera en mi presunta inocencia, el
simple hecho de verme alteraba a su compañero. Nina se
incorporó al tráfico con su deportivo.
—Cuando esto haya terminado, de verdad que tendrías que
salir con Wolf. Está buenísimo y es muy majo. Es un habitual
del refugio para animales. Dos veces al mes, dona pienso para
perros y gatos.
—Si es tan genial, ¿cómo es que aún no lo ha pescado
nadie?
—¡Ah, eso! No es más que un rumor, pero dicen que
estaba casado y que…
Empezó a bajar el volumen de la voz hasta que se convirtió
en un susurro.
—¿Y que…?
Mi amiga tomó aire con fuerza.
—Y que asesinó a su mujer.
—Muy graciosa.
—Ya te he dicho que era solo un rumor. En realidad, nadie
sabe qué le pasó a su esposa.
—¿Hablas en serio? ¿Le pasó algo a su mujer?
—Sabemos que estaba casado. Ya no lleva anillo de
matrimonio y su mujer no está por ninguna parte.
—Eso se llama divorcio, Nina.
—Y sabemos que no está divorciado. O la mujer salió
huyendo, o está enterrada en el sótano de su casa.
—¿Y tú quieres que yo salga con él? ¡Qué gran amiga!
—Es imposible que sea un asesino, no seguiría en el
cuerpo de policía.
—¿Quién sabría cómo librarse de un asesinato mejor que
un investigador de homicidios? —pregunté.
—Es un tipo encantador. Estoy segura de que hay alguna
explicación lógica para lo de su mujer.
Adiós a mis posibilidades de tener una vida amorosa.
Simon había sido asesinado; Wolf podía ser un asesino; solo
me quedaba Humphrey, un tipo con el atractivo de un flan de
vainilla.
Nina se pasó a toda velocidad la calle por donde había que
girar para ir a nuestras respectivas casas.
—¿Adónde vas?
—¿No crees que deberíamos ir al hospital para advertir a
Mars de lo que sabemos?
—A estas alturas, seguramente ya estará en el hotel.
No me podía creer que tuviera que contarle a mi exmarido
la conexión de Natasha con Otis Pulchinski. Creería que mi
intención era dejar mal a su novia para conseguir que él
volviera conmigo. Sin embargo, debía saberlo con tal de
protegerse.
Nina redujo la velocidad y retrocedió un par de manzanas
en dirección al hotel donde se había celebrado el concurso
Relleno de rechupete. Aparcó frente al vestíbulo del salón de
baile. Bajé del coche y tuve que apoyarme en él para
estabilizarme; me fallaban las rodillas. Esa reacción física me
sobrevino por sorpresa.
—¡Venga, vamos!
Nina ya estaba sujetando la puerta abierta. Me uní a ella,
con el corazón a mil por hora, al recordar todo lo ocurrido en
ese lugar. Mi amiga se detuvo en el vestíbulo del gran salón.
—¿Por dónde se va al pasillo de servicio?
—Nina, no creo que…
—¿Es por aquí? —Siguió avanzando sin parar y echó un
vistazo por detrás de una puerta con un letrero que rezaba:
A…•…•…•…•…•…•…
Chasqueó los dedos.
—¡Deprisa! Antes de que alguien nos pille. —Nina iba
caminando por el pasillo por delante de mí—. Quiero saber
cómo lo hizo Natasha. ¿Esta es la puerta que da a la sala de
conferencias donde mató a Simon?
Se abrió de golpe justo en el momento en que Nina
alargaba la mano para empujarla hacia dentro. Ella soltó un
chillido y retrocedió dando un respingo.
Andrew nos saludó, sorprendido.
—¡Sophie! ¡Nina! Lo siento. No pretendía asustaros.
Yo había leído millones de veces que el asesino siempre
regresa a visitar la escena del crimen. Bueno, pues, por lo
visto, también lo hacían los sospechosos.
—Vaya, supongo que tú también intentas averiguar de qué
va todo este lío asqueroso. Tú entraste por la puerta principal
el día en que mataron a Simon, ¿no es así, Sophie? —
preguntó.
Asentí con la cabeza y seguí a Andrew y a Nina hasta el
interior del salón donde Simon había muerto.
—Yo creo que Natasha le golpeó en la cabeza —Nina
interpretó el gesto— y que salió por la puerta trasera cuando
nosotros entramos. Luego dio la vuelta por la puerta principal
y esperó a que Sophie encontrara a Simon.
Andrew torció el gesto.
—Ese pasillo trasero también lleva a otra de las salas de
conferencias. Natasha podría haber acortado camino por una
de esas estancias.
No estaba muy segura de querer defender a Natasha, pero
me sentí obligada a señalar el error en la conclusión a la que
ambos estaban llegando.
—Cualquier otra persona podría haber hecho lo mismo.
Natasha podría haber entrado y salido por la puerta principal
de la sala, mientras el asesino permanecía escondido en el
pasillo de servicio, esperando su oportunidad de quedarse a
solas con Simon.
Andrew me miró con los ojos achinados, incrédulo.
—Tuvo que ser Natasha. ¿Quién más podría haber
envenenado a Mars?
Yo no tenía una respuesta para eso.
—¿Por qué iba a envenenarlo ella? No están casados, no
ganaría nada si él muriera.
—¿No? ¿No crees que Mars ha cambiado su testamento?
No hace falta estar casado para cobrar una herencia.
—Natasha tiene su propia columna de opinión y su
programa de televisión. Trabaja para una cadena local, pero se
gana bastante bien la vida.
—Cuando la policía vino a nuestra casa para volver a
interrogarnos a Vicki y a mí, quisieron saber dónde estábamos
cuando asesinaron al detective privado. Está claro que ese dato
es fundamental. Yo odiaba a Simon con toda mi alma, pero, en
el momento del asesinato del detective, yo estaba en las clases
para ser agente inmobiliario y Vicki estaba en su consulta, con
unos pacientes. Natasha es la única que no tiene una coartada.
Ella tiene que ser la que asesinó al detective privado.
Me recorrió un escalofrío por todo el cuerpo.
—Andrew, yo fui la que encontró a Otis muerto. Encontré
el cadáver de Simon y yo fui quien preparó la crema. ¿Crees
que yo soy la asesina?
Los tres nos quedamos en silencio, hasta que Andrew
habló.
—¿Tú? —espetó—. Eso daría al traste con toda mi teoría.
—No, no lo haría —insistió Nina—. Natasha podría seguir
siendo la asesina, y Sophie, sencillamente, estuvo en todos
esos sitios por casualidad.
Ni siquiera yo me lo habría tragado. Parecía de un gafe
exagerado.
—Lo que importa ahora es proteger a Mars. Debe andarse
con mucho cuidado.
—Yo he intentado prevenirle sobre Natasha, pero se niega
a escucharme. Vicki y yo estamos turnándonos para estar con
él.
Conocía bien a Mars, y eso no duraría mucho tiempo. No
le liaría ninguna gracia que estuvieran cuidándolo como a un
bebé entre su hermano y su cuñada.
—¿Cuál es el número de habitación en la que está?
Mientras vosotros seguís investigando por aquí, yo iré a hablar
con él.
Subí en ascensor hasta la cuarta planta y llamé con
delicadeza a la puerta. Vicki abrió. De pronto, su expresión de
preocupación fue sustituida por una de alivio.
—Sophie. ¡Oh, gracias a Dios! Creíamos que era ese
horrible inspector Kenner.
Sus ojeras daban cuenta de la tensión vivida en esos
últimos días. La tomé de la mano. Tenía los dedos helados.
—No entiendo qué ocurre —se lamentó—. Me parece que
la policía sospecha que Andrew envenenó a Mars. Él jamás
haría algo así.
—Por supuesto que no. Los hermanos Winston siempre
han sido uña y carne. —Sin embargo, yo tenía tan pocas ganas
como Vicki de reencontrarme con Kenner; debía ser rápida—.
He venido para ver cómo está Mars.
—¡Hola, Soph! —me saludó él desde otra estancia—.
Vamos, entra.
Dadas las circunstancias, Mars tenía mejor aspecto que
Vicki. Estaba tumbado en el sofá, con las mejillas sonrosadas.
Llevaba un jersey color crema de cuello redondo y pantalones
verde claro. De no haber sabido que lo habían envenenado,
jamás habría dicho que estuviera mal. Apoyó los pies sobre la
mesita de centro y estaba cómodamente arrellanado en el sofá
de lo que parecía una suite de dos habitaciones.
—Bonita choza.
—Natasha ha tirado de contactos. Ya sabes, como es una
famosa local y esas cosas… ¿Cómo está mi madre?
—Está bien. Todos estaremos mejor en cuanto hayamos
dejado atrás esta pesadilla. —Me senté en el sofá—. Mars, hay
algo que necesito que sepas.
Se le tensó la mandíbula, un gesto involuntario que hacía
cuando esperaba que le dieran malas noticias.
—Alguien asesinó a un detective privado el día antes de
que mataran a Simon. La policía cree que ambos casos están
relacionados.
—Leí algo sobre eso en el periódico.
Tragué saliva con fuerza.
—Natasha tenía tratos con el detective privado fallecido.
Lo contrató para que le hiciera un trabajo.
Mars se frotó la boca con una mano.
—¿Estás totalmente segura? ¿Cómo te has enterado?
—He visto el cheque que ella le extendió a cambio de sus
servicios.
—¿Para qué necesitaría un detective privado? —preguntó
Mars.
—Esperaba que tú pudieras responderme a esa pregunta.
¿A quién querría Natasha que investigara Otis?
Mars se puso blanco como el papel.
—¿Sería a mí? ¿Contrataría a Otis para seguirme? —
pregunté.
Él me miró parpadeando.
—¿Por qué iba a hacer algo así?
—El día que lo asesinaron, Otis llevaba mi foto y mi
nombre escrito en el salpicadero de la camioneta.
—Sophie, eso es horrible. No tenía ni idea. —Se había
incorporado e inclinado hacia mí—. Deberías saber que
Natasha contactó con un abogado la noche que Simon murió.
CAPÍTULO QUINCE
De La buena vida:
Querida Sophie:
Para estas estas, me toca encargarme de la tarta para
una comida en casa de mis suegros. Creo que puedo
apañármelas con el relleno, pero me da pánico la masa.
Los padres de mi marido son muy tiquismiquis con las
tartas precocinadas; comprarla hecha está totalmente
descartado. Soy la nuera más reciente que tienen y quiero
quedar bien con ellos, pero me temo que va a ser un
desastre.
Preocupada
en Pearisburg
Querida Preocupada:
La primera comida con tus suegros, en estas fechas
señaladas, no es el momento para intentar elaborar una
masa casera. Una base de galletas de salvado es igual de
sabrosa, mucho más rápida de preparar y prácticamente
a prueba de inútiles. Para disimularla, cubre todo el borde
con nata montada. Eso ocultará cualquier irregularidad de
la base y le quedará precioso.
Sophie
L
e han aconsejado que no diga nada, ni una palabra,
— ni a Wolf ni a Kenner —aclaró Mars—. Tú deberías
hacer lo mismo para protegerte. Pueden tergiversar
hasta la declaración más inocente.
—Contacté con un abogado, pero todavía no me ha
devuelto la llamada.
—¿Es Mike Doyle?
—¿Cómo lo sabes?
—Es el mismo que representa a Nata. Estaba en la fiesta
que dábamos en casa la noche del incendio. Por Dios bendito,
ha sido una semana horrorosa.
Vicki sacó una Blackberry del bolsillo.
—Tengo un mensaje de texto de Andrew. Kenner está
subiendo para interrogar a Mars otra vez.
La mujer de Andrew dejó su dispositivo sobre la mesa y se
masajeó las sienes.
—Tranquila, Vicki.
Si Mars sentía algún miedo por Kenner, no lo demostró.
—¿Qué pasa contigo? —le pregunté—. ¿Vas a hablar con
la policía?
—¿Y correr el riesgo de implicar a Nata? De ninguna
manera.
Le di un beso en la mejilla.
—Ten cuidado —le advertí, y me dirigí hacia la puerta a
toda prisa.
Vicki me abrazó con fuerza.
—Intenta dormir un poco —le aconsejé—. Todo saldrá
bien. Es solo una cuestión de tiempo que encuentren al asesino
de Simon y nos dejen a todos en paz.
Ella sonrió con timidez.
—Eso espero. Ojalá Andrew sea capaz de tener la boca
cerrada por una vez en su vida, en lugar de andar contándole a
todo el inundo lo mucho que odiaba a Simon.
Como no me apetecía para nada vivir un momento
incómodo con Kenner, bajé por la escalera hasta la planta del
salón de baile. Aunque conocía muy bien a Mars y a Andrew,
no paraba de pensar en el comentario de Craig sobre los
hermanos Winston. ¿Podrían haberse confabulado para matar a
Simon?
Nina me esperaba en el vestíbulo del salón de baile y
apenas podía contener su impaciencia.
—Andrew y yo hemos hablado con el personal de
limpieza. Después de que la poli retirase el precinto amarillo
para acordonar la zona, una de las limpiadoras encontró la
tarjeta de una habitación en el suelo que los agentes no habían
visto. Se la entregó a la poli, y ella nos ha dicho que se
mostraron muy animados.
—¿De quién era la tarjeta?
—La chica no lo sabía. Su trabajo no le da acceso a los
ordenadores del hotel.
—Había muchísimas personas en el salón de baile el día
que mataron a Simon. Con todo, podría ser una buena pista.
¿Tú crees que Wolf nos contará algo si se lo preguntamos?
Nina me dio un repaso de pies a cabeza.
—A lo mejor si coqueteas con él…
No pensaba ir por ahí. Aunque tal vez debiera
replanteármelo. A Nina le funcionaba bastante bien eso del
coqueteo.
El sonido de los pasos de alguien que se acercaba me hizo
salir disparada hacia la puerta, en un intento de evitar a
Kenner, pero Nina no se movió.
—Sophie —dijo—, mira quién es. ¡Hola!
Se me hizo un nudo en el estómago de puro miedo, pero
me volví a mirar de todos modos. El chófer de Simon, Clyde,
estaba acercándose hacia Nina con paso decidido.
—¿Tú no trabajabas para Simon? —preguntó ella.
El tipo me miró directamente cuando me acerqué a ambos.
—Hola, Sophie. Simon era más que un jefe para mí. —
Clyde se frotó los ojos con fuerza y se pasó una mano por la
frente—. No me puedo creer que esté muerto. Llevaba poco
más de un año trabajando para él, pero era un tipo genial. He
viajado por todo el mundo gracias a Simon, siempre en
primera clase. Me trataba como si fuera de su familia. Habría
hecho cualquier cosa por él.
—La policía debe de tenerte bien informado. ¿Qué es lo
último que se sabe sobre su asesino? —pregunté.
Él soltó una risa socarrona.
—Tú eres una de las sospechosas. Tranquila, yo tengo la
sensación de que lo hizo Natasha. Se había reunido en privado
con Simon antes del concurso.
Aparte de lo que eso implicaba, en el sentido de que
Natasha estuviera intentando ganarse el favor de Simon de
cara a ganar el concurso, le daba un significado totalmente
distinto ala afirmación de Natasha de que yo competía con una
ventaja injusta.
Nina lo miró con los ojos entrecerrados.
—¿Qué haces aquí?
Clyde enarcó las cejas de golpe y sonrió con gesto cínico.
—Supongo que yo debería haceros la misma pregunta.
Se quedó mirando a Nina de pies a cabeza y se detuvo en
el enorme anillo de diamantes que ella llevaba en el dedo,
igual que había hecho la señora Pulchinski.
—Hemos venido a ver a alguien —respondió Nina con
tono irritado.
—Si esto es un concurso de preguntas, me parece que
hemos empatado. Yo me quedo.
Su tono ligeramente divertido no hizo más que molestar a
Nina. Pensé que lo mejor era intervenir.
—Te pareces mucho a Simon, ¿verdad?
—Eso me parece un tremendo halago. Simon era un tío
genial, un buen amigo. —Bajó la vista y miró la tarjeta de la
habitación de hotel que llevaba en la mano—. Esto ha sido
muy duro para mí. Estoy esperando a que la policía me
entregue sus pertenencias y su cuerpo para poder llevarlo a
Inglaterra y enterrarlo. Ya sabéis que estábamos viviendo en
Londres. A él le encantaba esa ciudad.
A pesar del jueguecito desafiante que se traía con Nina,
sentí muchísima lástima por él. Había perdido a un amigo y su
trabajo, y debía encargarse de la nada envidiable tarea de
gestionar los detalles para el funeral.
—Lo siento mucho, Clyde —expresé con voz entrecortada.
Se despidió de las dos con un gesto de la cabeza y se alejó
caminando a toda prisa. Nina asomó la punta de la lengua
como si hubiera comido algo en mal estado.
—Qué tipo tan desagradable. No me gusta un pelo.
Estuvo mascullando comentarios sobre Clyde durante todo
el camino de regreso a casa. Cuando aparcamos delante de la
suya, la invité a comer algo, aunque fuera tarde.
—Gracias, pero será mejor que vuelva a fingir que soy una
diva doméstica sureña al estilo Natasha.
Pobre Nina.
—¿Qué tienes para cenar?
—Me alegra que me hagas esa pregunta: piccata de ternera
con pasta de cabello de ángel. El repartidor de Alfredo’s la
entregará en tu casa. Llámame cuando llegue el pedido.
Metió la mano en el bolso.
—¿En mi casa? ¿Por qué?
—No quiero que la bruja de mi suegra sepa que no la he
preparado yo. Ya está pagado, pero toma algo de dinero para la
propina.
Estuve a punto de decirle que su suegra, seguramente, se
daría cuenta de que la casa no olía a ajo, pero, cuando salí del
coche, vi a un hombre extraño abriendo la puerta lateral de mi
casa y dirigiéndose hacia la parte trasera de la vivienda.
—¡Oiga!
Crucé corriendo la calle y fui hacia el patio trasero. Un
equipo de personas vestidas de uniforme estaba rastreando el
suelo. La mayoría de los agentes se encontraban de cuclillas o
arrodillados.
—¿Disculpen? —pregunté levantando la voz—. ¿Qué está
pasando aquí?
Nina llegó a mi lado al mismo tiempo que Wolf aparecía
doblando la esquina del cobertizo del jardín trasero. Se acercó
a nosotras agitando una hoja de papel.
—Lo siento, Sophie. Es una orden de registro para buscar
setas.
—Las usé todas ayer. —No debería haberlo dicho. Lo supe
en cuanto oí las palabras salir de mi boca—. Era broma, Wolf.
—Debes mejorar tu repertorio cómico.
Un hombre agachado por debajo de un pino, junto a la
cerca, nos dijo algo gritando. Wolf fue corriendo hacia él,
seguido por Nina y por mí. Había encontrado dos setas que
crecían en la sombra. No tendrían más de ocho centímetros de
alto y sombrero de color rojo pasión, similares a los gorritos
de un par de elfos. Eran igualitas a las que había descrito
Francie: como salidas de un libro de cuentos. Wolf se quedó
mirándome.
—Por lo visto, te dejaste un par sin aprovechar.
—¿No creerás que esto signifique algo? Estoy segura de
que también hay en el jardín de Nina. Es decir, no es que yo
las haya plantado ni nada por el estilo.
Mi amiga y vecina frunció el ceño.
—Yo he visto estas setas en parques y por senderos del
bosque. Cualquiera podría conseguirlas. —Miró a Wolf con las
cejas enarcadas—. Apuesto a que las hay a toneladas en el
jardín de Natasha.
—No te preocupes por Natasha; ya hemos rastreado su
jardín a fondo.
—¿Estáis a punto de echarle el guante? —preguntó Nina.
Wolf se irguió.
—Para nada. No tienes ni idea de la cantidad de gente que
odiaba a Simon. Ese hombre tenía enemigos en todo el mundo.
Sentí un alivio tan inmenso que se me relajó todo el
cuerpo.
—Entonces, ¿los únicos sospechosos no somos mi familia
y la de Mars? ¿Tienes a otros?
Wolf no respondió mi pregunta.
—Aquí ya casi hemos terminado.
Se alejó caminando sin más, como si acabara de darnos la
orden de retirada. Cerré los ojos. Me dolía la dentadura de
tanto apretar la mandíbula. Creía que todo iba a ir a mejor,
pero esa orden de registro era una muy mala señal. Nina me
rodeó con un brazo para consolarme y me acompañó hasta la
puerta de la cocina antes de irse a su casa. Entré en mi hogar,
agradecida por los mimos que Mochi y Daisy me exigieron en
cuanto crucé la puerta. Los acaricié a ambos y les agradecí que
se llevaran tan bien. June entró bailoteando en la cocina.
—Ya me parecía haber oído a alguien. ¿Qué tal estoy?
Levantó los brazos y dio una vuelta sobre sí misma para
presumir de su vestido de seda de color azul intenso.
—Preciosa. —Tiré mi chaqueta sobre el respaldo de una
silla—. ¿Cuál es la gran ocasión?
Se cubrió las sonrosadas mejillas con las palmas de las
manos.
—El coronel me ha invitado a cenar. Llegará a recogerme
en cualquier momento.
¿June tenía una cita? Me sentí encantada por ella. Tal vez
le hubiera dado por hablar con su difunta hermana, pero yo no
había detectado ninguna otra señal que me hiciera pensar en la
necesidad de ingresarla en una residencia para ancianos
decrépitos. La simple idea de que tuviera una cita me animó de
golpe, y le di un abrazo.
—¿Has visto a Wolf? —preguntó—. Se ha presentado con
una orden de registro para rastrear el patio trasero.
No quería preocuparla con la noticia sobre las setas que
Wolf había encontrado en mi jardín; me limité a asentir con la
cabeza. A través de la ventana panorámica, vi al inspector,
junto al resto de su equipo, subiendo a los coches para
marcharse.
—¿Dónde está mi bolso? —preguntó June—. Creía que lo
tenía aquí. Sophie, estoy hecha un manojo de nervios. Llevo
una década sin salir con un hombre. En la actualidad, todo el
mundo paga a medias, ¿verdad? ¿Tengo que pedirle que me
pase la cuenta o él me dirá cuánto me toca pagar?
Localicé su bolso sobre la cómoda del recibidor.
—Tú imagina que vas a cenar con una amiga.
—Qué buena idea. Sí, ya me siento más tranquila.
Sonó el timbre.
—¡Necesito un espejo! —exclamó June—. ¿Cómo tengo
el pelo?
La sujeté por los brazos con delicadeza.
—Estás estupenda. Pásalo de maravilla.
Le abrí la puerta al coronel, que estaba deslumbrante con
un abrigo gris oscuro de lana pura. Le entregó a June una rosa
de color melocotón. Yo temí que el gesto la pusiera más
nerviosa todavía, pero ella aceptó la flor con elegante
gracilidad y una mirada coqueta dirigida al coronel. Mientras
él la ayudaba a ponerse el abrigo, me fijé en que formaban una
llamativa pareja: ambos con el pelo canoso, pero el coronel,
alto e imponente por su pose, en contraste con las mullidas
redondeces de June.
Me quedé mirando cómo se marchaban desde la escalera
de la entrada. Una corriente helada se levantó mientras el SUV
del coronel se alejaba. El cielo nublado amenazaba con
adelantar la oscuridad del ocaso, y yo todavía no había comido
siquiera. Cuando cerré la puerta, Daisy agitó el rabo y se me
acercó para recibir un achuchón perruno.
—Es la primera vez que tenemos la casa para nosotras
solas en todos estos días, ¿eh, pequeña?
Me siguió hasta la cocina. Abrí la nevera, tan cargada de
sobras que los recipientes corrían el peligro de salir
disparados, buscando algo de pavo para picar, encontré dos
maravillosos solomillos de cerdo que había pensado preparar
antes de Acción ele Gracias. Miré las fechas de caducidad.
Todavía se podían comer. La carne de cerdo con salsa de jerez,
acompañada de arroz con especias y espárragos, sería un
cambio delicioso para variar un poco de los platos de Acción
de Gracias que había servido a mis invitados. Saqué el pavo,
corté unas cuantas lonchas y compartí el picoteo con Mochi y
Daisy.
El momento de paz no duró mucho. Desde la ventana de la
cocina, vi a Nina cruzar la calle a todo correr y agitando los
brazos como una loca. Abrí la puerta y me asomé.
—¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido?
—El mirón —soltó entre jadeos—. Está en el patio trasero
de tu casa.
Daisy y yo salimos pitando. La perra me adelantó
corriendo y llegó la primera al patio cada vez más oscuro.
Nina se detuvo antes de doblar la esquina de la casa. Echó un
vistazo hacia la parte trasera.
—¡Está ahí! Está mirando por la terraza acristalada.
Tenía tantas ganas de encontrarme con el mirón como de
toparme con una serpiente. Nina se quedó en la retaguardia y
yo doblé la esquina de la casa para ir a espiar. El mirón llevaba
una chaqueta roñosa y un sombrero viejo.
—Voy a llamar a la poli —susurró Nina.
—Todavía no. —Había algo que no me cuadraba. Daisy
olfateó el rastro dejado por ese tipo y no soltó ni un gruñido—.
Es alguien que conocemos.
Oí que Nina ahogaba un suspiro.
—¡Es el asesino! Sabía que era Natasha.
Yo no estaba tan segura de que fuera ella, pero creí que
podíamos averiguarlo.
—Voy a dar la vuelta corriendo y entraré en el patio por el
otro lado. Me quedaré en la sombra. Está oscureciendo tanto
que creo que podré hacerlo sin que me vea. Dame un par de
minutos, y entonces lo atraparemos, una por cada lado.
Nina me agarró por la espalda de la camisa.
—¿Y luego qué? ¿Y si no es Natasha? ¿Qué le decimos:
«Oh, por favor, señor mirón, no nos mate»?
Tenía razón. Permanecimos pegadas a la fachada lateral de
la casa.
—Tú quédate aquí —ordené—. Iré a por el atizador de la
chimenea.
Eché un último vistazo desde la esquina de la casa y me
topé de bruces con el mirón.
CAPÍTULO DIECISÉIS
De La buena vida:
Querida Sophie:
Mi marido dice que preparo un té horrible porque caliento
el agua en el microondas. He pensado servir un té con
especias en un brunch familiar la semana que viene, y mi
marido insiste en que hierva el agua en el fuego. Hemos
hecho una apuesta. Yo digo que no se nota la diferencia.
¿Tú qué opinas?
Tetera Tozuda
en Troutdale
Querida Tetera Tozuda:
Aunque el microondas es genial para el chocolate caliente,
en el caso del té, debo darle la razón a tu marido. El té
calentado al microondas suele quedar soso. Para darle
cuerpo y sabor tienes que hervir el agua al fuego y
verterla sobre las bolsitas o las hojas de té. Si no tienes más
remedio que calentar el agua al microondas, ten mucho
cuidado. Es fácil que se sobrecaliente y el agua hirviendo
rebose en el microondas y sobre ti.
Sophie
L
ancé un grito.
El mirón también gritó.
Nina gritó.
Daisy ladró, por fin, sin duda excitada con tanto alboroto.
El mirón se llevó una mano al pecho.
—¿Es que queréis provocarme un infarto?
Era Francie. Otra vez no, por favor.
—Entra en casa, Francie.
Más le valía tener una buena excusa.
Las tres entramos fatigosamente a la cocina. Medio
congelada, Nina encendió un fuego mientras yo ponía la tetera
al fuego. Francie se quitó su sombrero de tela flexible y se
dejó caer en una silla para recuperar el aliento.
Debería haber sido más agradable, pero las excentricidades
de Francie me sacaban de quicio. Me crucé de brazos y conté
hasta diez para no exigirle una explicación con demasiada
brusquedad. Nina se frotaba los brazos para entrar en calor.
—Empezó por el patio del coronel —explicó Nina—. La
vi rondando por la parte trasera. Cuando bajé por la escalera
corriendo, ella se coló por el antiguo callejón trasero y cruzó la
calle.
Francie levantó la barbilla con gesto desafiante.
—¿Y qué si lo he hecho?
Se me pasó el enfado en cuanto me fijé bien en ella: un
personaje patético, con el pelo alborotado y de punta por el
sombrero y la cara arrugada como una pasa. A pesar de su
pronto envalentonado, no era más que una ancianita menuda y
marchita.
—Tú has sido el mirón desde el principio, ¿verdad?
La anciana iba a responder, pero Nina la cortó.
—No nos cuentes ninguna de esas patrañas que le contaste
a la poli —le advirtió Nina señalándola con el dedo.
—La verdad es que sí que había un mirón. Lo juro. No sé
quién sería, pero no era yo.
Daisy le puso una pata en el regazo a Francie, y la anciana
la acarició con amabilidad. Nina retiró la tetera del fuego y
sirvió tres tazas de té mientras yo iniciaba el interrogatorio.
Coloqué una silla de la cocina delante de Francie y me senté.
—¿Qué estabas haciendo?
Torció una comisura del labio.
—Cogiendo un atajo.
—¿Un atajo que te ha obligado a espiar mi casa a través de
la terraza acristalada?
Nina nos entregó dos tazas humeantes de té especiado con
canela y clavo y se sentó en la otra butaca junto a la chimenea.
—Vale, o cantas ya, o la próxima vez llamaré a la poli.
Francie hizo un gesto despreciativo con la mano, en
dirección a Nina, para expresar que su amenaza no la
intimidaba.
Di un sorbo al té para entrar en calor. La última vez que
habíamos pillado a Francie en mi jardín trasero, ella iba
vestida para la cena de Acción de Gracias. En esa ocasión
llevaba un atuendo holgado y zarrapastroso, y el sombrero que
le ocultaba el rostro. Pretendía que cualquiera que la viera
creyera que era el auténtico mirón. ¿Qué andaba buscando en
mi terraza acristalada? ¿Querría comprobar que no había nadie
en casa?
Durante la cena de Acción de Gracias no le había quitado
ojo al coronel. Tal vez fuera una suposición un tanto pueril por
mi parte, pero creía saber cómo hacerla confesar. Me levanté y
me dirigí a Nina.
—Creo que voy a llamar al coronel para contárselo. Tiene
derecho a saber que Francie ha estado merodeando por su
patio y que andaba husmeando por el callejón trasero de su
casa.
El ceño fruncido de Francie se tornó gesto de horror.
—¡No! A él no lo metáis en esto. Os… os contaré la
verdad, pero solo si me prometéis no contárselo al coronel.
Ambas juramos ser como tumbas.
—He estado siguiéndolo.
Nina rompió a reír.
—¿Has estado acosando al coronel?
—Prefiero considerar que he estado observándolo. Seamos
sinceras, chicas: no se puede pescar a un hombre limitándose a
hacerle ojitos.
Nina se tapó la boca con los dedos, y yo sabía por qué. Si
nuestras miradas se cruzaban, sería el fin. Reprimí una sonrisa
casi incontenible.
—¿Y en qué te ayuda observarlo?
—Te sorprendería lo que se puede averiguar de una
persona. Manda la colada a la lavandería, incluso la ropa
interior. Una mujer de la limpieza va a su casa todos los lunes
por la mañana, aunque es muy limpio. Supongo que es una
herencia de su época en el ejército.
—Francie —intervine—, ¿no sería más fácil invitarlo a
cenar? Averiguarías muchas más cosas sobre él de esa forma.
—No necesariamente.
—Eso explica por qué estabas registrando su patio, pero
¿qué hacías espiando a través de mis ventanas?
—Le perdí la pista. Creí haberlo visto dirigirse hacia tu
casa. Subí para cambiarme de ropa, pero, al bajar, ya no lo
encontré. No sabía adonde había ido. Fui a mirar a su casa,
pero no parecía estar allí. Vi luz en su vestíbulo; siempre la
deja encendida al salir. Como lo había visto, por última vez,
cruzando la calle hacia tu casa, pensé que lo habrías invitado a
tomar una copa.
Escucharla me partió el corazón. No me podía ni imaginar
cómo sería sentirse tan sola y desesperada.
—¿Y el coronel nunca te ha pillado? —preguntó Nina.
Francie la fulminó con la mirada.
—Un poco más de confianza en mí, por favor. Además, el
auténtico mirón me facilitó las cosas. Si alguien me veía,
creerían que se trataba de ese tío que había vuelto. —Echó un
vistazo a su alrededor—. Bueno, ¿y dónde está el coronel?
No me atreví a decirle que había salido a cenar con June.
Era incapaz de romperle el corazón de esa forma.
—Ha salido. Solo se ha pasado un ratito.
—¿Adónde ha ido?
Al menos no tendría que mentirle.
—No lo sé exactamente.
Alguien golpeó la aldaba de la puerta de entrada. Nina
echó un vistazo por la ventana panorámica.
—Es mi cena.
Se levantó para ir a abrir. Francie paseó la mirada por toda
la cocina.
—¿Dónde está June?
Escogí las palabras con cautela.
—Ha salido.
La anciana se levantó de un respingo de la butaca.
—¡Juntos! ¡Han salido juntos!
No se lo negué. No podía.
Nina entró en la cocina con una pila de recipientes tamaño
familiar.
—¿Te importa si te cojo prestados unos cuantos cacharros
para que la bruja de mi suegra crea que todo esto es casero?
—Adelante.
Francie se paseaba de un lado para otro.
—He invertido tanto tiempo… Y June acaba de llegar a la
ciudad, y ¡toma!, él va y se cuela por ella enseguida. ¿Cómo es
posible? —La anciana cerró sus manitas en dos pequeños
puños—. Nadie se burla de Francine Vanderhoosen. ¡Nadie!
¡Ese… ese… hombre!
—Francie, tranquilízate. Es solo una cena —intervine.
—¿Solo una cena? Cuando pienso en la forma en que me
han tratado… ¡Ooohhh! Se arrepentirá del día en que me hizo
esto. No pienso seguir callándome sus secretos.
Nina se volvió de golpe.
—¿Secretos? Cuéntanoslos.
—Os contaré algo que ni siquiera sabe la policía. El
coronel fue a ver a Simon el día que lo asesinaron. Y estaba
presente cuando lo mataron.
CAPÍTULO DIECISIETE
De La buena vida:
Querida Sophie:
Las estas se nos echan encima y, entre la decoración de
la casa, las felicitaciones navideñas y las representaciones
del colé, tengo menos tiempo de lo habitual, pero mi
familia y amigos esperan algo más que un sándwich de
mantequilla de cacahuete y jalea para cenar. ¿Alguna
sugerencia para preparar algo que sea rápido y
navideño?
Frenética
en Fredericksburg
Querida Frenética:
¡Solomillos de cerdo al rescate! Son el let mignon de la
carne de cerdo: deliciosos y fáciles de preparar. Mejor aún,
combinan muy bien con toda una serie de frutas y frutos
secos, por si te apetece servirlos con algún aderezo.
Un solomillo entero tarda entre veinte minutos y media
hora en cocinarse. ¡No te pases con la cocción! La carne
debe quedar un poco rosada en el centro.
Puedes meterlos en el horno o cocinarlos al fuego. Si optas
por la sartén, dora la carne con aceite de oliva y
asegúrate de añadir un poco de líquido, como caldo de
pollo o zumo de manzana, y luego la tapas bien.
¿Necesitas una cena superrápida? Corta el solomillo en
lonchas muy nas y caliéntalas en la plancha o en una
sartén.
Sophie
C
ómo sabes que el coronel estaba en el hotel el
—¿ día en que asesinaron a Simon? —pregunté.
—¿Es que no me estás escuchando? —preguntó
Francie con expresión de incredulidad—. Estaba siguiéndolo.
—Así que tú también estabas allí.
—Evidentemente.
—Pero ¿cómo es que la policía no lo sabe? Nos tuvieron a
todos encerrados en el salón de baile.
—El coronel no es idiota. Se marchó en cuanto empezó a
correr la voz sobre el asesinato. Se limitó a cruzar el vestíbulo
principal y salir por la puerta de entrada. Nadie intentó
detenernos a ninguno de los dos.
—A lo mejor había ido al hotel por algún otro motivo —
sugirió Nina.
—Ni por asomo. Sabía perfectamente a donde iba. Esperó
a que el chófer de Simon lo dejara solo y fue a buscarlo a la
Sala Washington.
Me pareció detectar cierta incoherencia en su relato.
—De haber sido así, Natasha habría visto al coronel
entrando o saliendo.
—No, si ella entró por la puerta trasera. De haber entrado
por el pasillo principal, yo la habría visto.
La miré con el ceño fruncido.
—Entonces, ¿por qué no te vi yo?
—Supongo que ya nos habíamos marchado cuando
encontraste a Simon. Yo estaba oculta tras una maceta, pero os
habría visto, a Natasha o a ti, si hubierais entrado en la Sala
Washington.
Nina se quedó mirando a la anciana con admiración.
—¿Te apetecería venir a casa a cenar? A la bruja de mi
suegra le iría muy bien algo de compañía.
Francie señaló la sudadera, que le iba enorme y que
llevaba por debajo de la chaqueta.
—¿Vestida de esta guisa?
—Puedes ir a casa a cambiarte.
Ambas se dirigieron hacia la puerta para marcharse.
—Pero, como se te ocurra decir una sola palabra de que la
comida es de restaurante, se lo chivo todo al coronel —le
advirtió Nina.
Las seguí hasta el recibidor y, cuando salieron a la luz del
ocaso, oí a Francie decir: «Trato hecho».
Cerré la puerta y volví a la cocina para empezar a preparar
la cena. Tras enjuagar la carne con agua y secarla dándole
pequeños toquecitos, la adobé con sal, pimienta y tomillo. El
día que había encontrado el cuerpo de Otis, compré romero
fresco en rama. Fui cortando las hojitas con unas tijeras y
disfrutando de ese tenue perfume con un toque a pino.
Después de espolvorear la carne con los trochos de romero,
froté las piezas de solomillo con el adobo. Como el grupo al
completo seguía sin llegar, envolví las dos piezas de carne con
papel film y las dejé en la nevera. Se harían rápido. Esperaría a
que todo el mundo hubiera regresado para empezar a
cocinarlas, así no se secarían.
Los cogollos de lechuga romana que tenía en la nevera me
servirían como buena base para una ensalada. Troceé unas
crujientes nueces pecanas y las mezclé con la lechuga lavada y
secada en la centrifugadora. Con mi minibatidor de varillas
favorito, preparé una vinagreta con zumo de naranja, romero,
sal, pimienta recién molida, tomillo y aceite de oliva, y la dejé
sobre la encimera en un cuenco aparte. No tardaría más que un
segundo en aliñar la ensalada, justo antes de servirla. Si
echaba ya la vinagreta, la lechuga se pondría pocha y se
humedecería. Piqué una cebolla y dos dientes de ajo para el
arroz, y lo aparté. Justo al lado, coloqué un poco de
algodonosa salvia seca, arroz basmati, un buen trozo de
mantequilla y la cazuela. Estaría todo listo en un santiamén.
En un cazo puse unas cerezas congeladas a las que añadí
un poco de azúcar, un chorrito de coñac, canela y unos clavos
de olor. El aroma invernal a canela combinada con clavo
impregnó el ambiente en cuanto la mezcla se calentó.
Bernie fue el primero en llegar a casa. Daisy y Mochi se
peleaban por captar su atención. Él respondió arrodillándose
en el suelo de la cocina. La perra le lamió la cara, mientras el
gatito iba dándole cabezazos. Cuando la emoción de los
animalitos disminuyó, Bernie se levantó y tiró su chaqueta de
cuero encima de la chaqueta que yo no me había molestado en
colgar.
—Me gusta vuestro Old Town de Alexandria. Tiene
carácter. He ido dando un paseo a ver a Mars y luego he
pasado la tarde dando una vuelta por ahí. Nunca había tenido
tiempo de visitarlo en condiciones.
Me moría por preguntarle sobre el artículo de periódico
que había encontrado en su equipaje. Removí las cerezas que
estaban descongelándose y pensé en cómo llevar la
conversación hacia el tema de Miami.
—¿Y dónde estás viviendo ahora?
—En Londres, pero estoy pensando seriamente en un
cambio. Mars cree que por aquí hay oportunidades.
Maldición, no había mordido mi anzuelo.
—Entonces, ¿lo que empezó como una estancia vacacional
podría convertirse en residencia permanente?
Bernie se sirvió un vaso de zumo de naranja.
—Sí, puede que sí.
Probé una técnica distinta.
—¿Cómo está tu madre?
La mujer viajaba mucho. A lo mejor Bernie había ido a
verla a Miami.
—Conoció a un tipo que le gustó y se fue a Hong Kong.
Lo último que supe es que estaban en Shanghái por un tema de
trabajo. Es muy capaz de llamarme cualquier día para decirme
que vuelve a casarse. ¿Qué hay para cenar?
Si él no hablaba sobre Miami, tendría que ser más directa.
—Arroz al estilo Corrupción en Miami y solomillo de
cerdo.
—Cómo sois los estadounidenses, les ponéis unos nombres
rarísimos a los platos. Me pasé por Miami de camino aquí. Fue
genial poder tomar el sol en esta época del año, aunque no
recuerdo haber visto el plato de arroz al estilo Corrupción en
Miami en ninguna carta.
La puerta de la cocina se abrió y entró mi padre.
—¡Hace tanto frío que parece que va a nevar!
Se frotó las manos enérgicamente.
—¿Dónde están los demás? —pregunté.
Mi padre torció el gesto con fingido lamento.
—Les he suplicado que me trajeran a casa. Todavía tenían
que ir a otra tienda más.
El abrigo de mi padre aterrizó sobre las demás chaquetas.
La silla no tardaría en volcarse. Las levanté todas de golpe y
me las llevé al armario del recibidor para colgarlas. Cuando
volví a la cocina, mi padre se había acomodado en una butaca.
Mochi y Daisy exigían su atención; mientras los acariciaba, se
dirigió a Bernie.
—Es un tipo bastante majo. —Mi padre no pareció muy
convencido al decirlo—. Muy educado. Pero jamás he
conocido a otro hombre tan interesado en su propia boda.
—¿Hablas de Craig? —pregunté.
—¿De quién si no? Podría entenderlo si estuvieran
planificando la luna de miel, pero, hoy, durante la comida, los
tres han estado hablando sobre los lazos para los respaldos de
las sillas tres cuartos de hora. Los he cronometrado. —Mi
padre estiró las piernas y dejó caer la cabeza sobre el respaldo
de la butaca—. Faltan siete meses para la boda. No estoy
seguro de poder aguantarlos, si siguen así.
—¿No te parece lo bastante varonil? —preguntó Bernie.
Mi padre torció el gesto.
—Eso me daría igual. Lo que no me gusta es su
personalidad camaleónica. Siempre dice lo que cree que los
demás quieren oír. Llevo ya unos días con él y, salvo que es
médico y que le gustan los lazos grandes para que cuelguen de
los respaldos de las sillas, no sé nada sobre ese tipo. No sé si
sus padres están vivos, ni si tiene hermanos o hermanas, ni qué
marca de coche conduce, ni qué deportes le gustan.
—A lo mejor solo intenta adaptarse, se estará esforzando
para caeros bien —comentó Bernie—. Integrarse en una
familia puede ser difícil.
Le puse la tapa al cazo con las cerezas y las dejé cocer a
fuego lento.
—Yo entiendo lo que quiere decir mi padre. A mí me da
un poco de repelús. Ha estado espiándome desde que llegó.
Cada vez que me doy la vuelta, lo tengo pegado a mí,
escuchando lo que digo, como si estuviera recabando
información.
—¿Espiándote? —Bernie soltó una risotada—. Es la
paranoia máxima de una futura cuñada. ¿Por qué iba a hacer
algo así?
Estaba a punto de traicionar a mi hermana, pero su
bienestar era lo primero.
—¿Sabéis que se conocieron por internet?
Mi padre se puso blanco como el papel.
—Hannah nos contó que se conocieron en una fiesta. —Se
levantó de la butaca de un salto—. ¿Me dejas usar tu
ordenador?
No esperó a que le respondiera. Bernie y yo lo seguimos
hasta el estudio. Tras teclear durante un par de minutos, mi
padre suspiró aliviado.
—Aquí está. Craig Monroe Beacham, doctor en medicina.
Internista… No hay mucha información… Titulación médica
en regla para Virginia Occidental. Nunca ha sido demandado,
fue a la facultad de medicina en la Costa Oeste e hizo la
residencia médica en Dakota del Sur. Nada siniestro.
Me dejé caer en el sofá. Fin de la historia. Haría lo posible
para sentirme feliz por Hannah. A la tercera iba la vencida; por
fin tenía la relación que todas las demás soñábamos. El tipo de
relación que algunas de nosotras, como Francie, todavía
anhelaban.
—Papá, cuando hablaste ayer con el coronel, ¿te comentó
algo sobre Simon?
—No salió el tema. Estuvo contándome sus grandes
peripecias para conseguir asistencia médica para los africanos
sin recursos.
Bernie se despatarró en el otro extremo del sofá.
—¿Por qué lo preguntas, Soph?
—Por lo visto, el coronel se encontraba en el hotel cuando
Simon fue asesinado.
Se oyó el martilleo del teclado mientras mi padre escribía a
una velocidad increíble.
—Esto es algo impresionante. El coronel ha recibido
numerosos premios por su labor. Hay páginas y más páginas
sobre él. —El repiqueteo de las teclas volvió a empezar—.
Vale, ahora sí que tengo algo. ¡Oh, oh…! ¿Os acordáis de
aquella chica que perdió una pierna en el programa ese de Ni
se te ocurra? Hay un montón de declaraciones que culpan al
equipo de rodaje.
—Eso no tiene nombre. Imaginaos, por la torpeza de una
persona, alguien perdió una pierna —lamentó Bernie.
—Y se pone más feo todavía. La chica mutilada es la nieta
del coronel.
CAPÍTULO DIECIOCHO
De Pregúntale a Natasha:
Querida Natasha:
A pesar de mis reprimendas, mi revoltoso hijo adolescente
siempre llega a casa con la ropa manchada de sangre. He
probado toda clase de productos comerciales, pero,
cuando mi hijo regresa de la calle, las manchas ya están
resecas y pegadas, y no hay quien las quite. ¿Qué me
recomiendas?
Bien de Sangre
en Blue Ridge
Querida Bien de Sangre:
La sabiduría popular dice que hay que secar la mancha
con sal. Sin embargo, yo tengo un truco profesional. No de
las lavanderías profesionales, sino de los profesionales que
se manchan con sangre en el trabajo: bomberos y policías.
El agua oxigenada es lo mejor. Sin embargo, antes de
aplicarla sobre cualquier mancha, debes hacer la prueba
en alguna parte de la prenda que no quede a la vista,
para asegurarte de que no destiñe.
Natasha
E
ntonces, el bueno del coronel no es un tipo tan
— espléndido, por lo que se ve —musitó Bernie.
—¿Podría haber matado a Simon para vengar a su
nieta? —pregunté.
Mi padre se volvió hacia nosotros, sentado en la silla
giratoria del escritorio.
—Si creyera que alguien ha amañado un concurso para
hacerle daño a Jen, seguramente me volvería loco. Esas
situaciones difuminan la línea entre el bien y el mal y anulan
la contención natural que aplicamos en otros casos.
—¿Podría ser él quien intentó envenenar a Mars? —
pregunté al mismo tiempo que me erguía, espantada solamente
de pensarlo.
—A Andrew se le ocurrió la idea para ese programa de
televisión. —Bernie se descalzó, tiró los zapatos y se quitó los
calcetines—. A lo mejor el coronel quería envenenarlo. Y así
habría matado dos pájaros de un tiro.
Mi padre unió las manos en forma de triángulo y empezó a
entrechocar los índices.
—No mencionó que había asistido al concurso de relleno
para el pavo, ¿lo recordáis? Durante la cena de Acción de
Gracias, cuando todos estábamos hablando sobre el asesinato.
No dijo ni una palabra sobre el tema.
—Además, teniendo en cuenta que estuvo en el ejército, se
supone que cuenta con la formación necesaria para matar a
alguien. Sabría dónde asestar el golpe que acabó matando a
Simon. ¿A alguien más le dio la impresión de que el coronel
sabía demasiado sobre venenos? —preguntó Bernie.
—¡June! —Me levanté de un salto—. La ha llevado a
cenar.
—¿Sabes dónde han ido? —preguntó mi padre.
—Ni la más remota idea. —¿Por qué no lo habría
preguntado?—. ¿Y si la envenena? Mars ha sobrevivido
porque es joven y fuerte, pero June…
Mi padre me hizo un gesto para que me sentara.
—Estamos dejándonos llevar. El coronel no tiene ningún
motivo para dañar a June. Además, sería una estupidez por su
parte lastimarla justo después de envenenar a Mars. No
sabemos si mató a Simon, solo sabemos que ocultó el hecho
de estar en el mismo hotel donde se encontraba la víctima en
el momento del asesinato.
—Tu padre tiene razón, Sophie. Estábamos los tres allí,
pero eso no significa que uno de nosotros le diera un porrazo
en la cabeza al pobre Simon.
—¿June tiene móvil? —preguntó mi padre.
—No lo creo. Me pidió prestado el mío el otro día —
aclaró Bernie.
—Entonces no podemos hacer nada. Creo que es hora de
que se lo contemos todo a tu madre, Sophie.
Mi padre puso el ordenador en modo hibernación. Yo no
quería provocar una discusión conyugal entre mis padres y
opté por sincerarme.
—Mamá ya sabe lo de Otis y todo lo demás, papá.
A mi padre se le iluminó el rostro.
—Esa es mi Inga. Siempre aguantando el tipo, como si
aquí no pasara nada.
Bernie me dio un codazo.
—¿Te importa si hago un poco de colada, amor?
—Como si estuvieras en tu casa. La lavadora y la secadora
están en el sótano.
Agarró la bolsa de viaje y añadió los calcetines que
acababa de quitarse.
—¿Daisy, Mochi? ¿Venís a hacerme compañía?
Como si percibieran los exóticos aromas que les deparaba
la aventura en el sótano, salieron, por delante de Bernie,
disparados hacia la puerta. Mi padre y yo nos levantamos, y él
me abrazó.
—A June no le pasará nada, mi niña.
—Me sentiré más tranquila cuando haya vuelto a casa y
esté sana y salva.
Cruzamos lentamente la terraza acristalada hacia el pasillo.
—¡Las cerezas!
Se me habían olvidado por completo. Salí corriendo hacia
la cocina para ver cómo estaban y oí que la puerta de entrada
se abría de golpe. Por suerte, las cerezas habían sobrevivido, y
la salsa se había espesado a la perfección. Las retiré del fuego
y asomé la cabeza por el vestíbulo. Vi a los tres forofos de las
bodas quitándose el abrigo. Hannah le pasó el suyo a Craig
mientras se quitaba los guantes.
—¡Qué bien estar por fin en casa! En la calle hace un frío
que pela.
Saludé a todos y volví a la cocina para precalentar el
horno. Mi madre me siguió, se dejó caer en una de las butacas
junto a la chimenea y puso los pies sobre un taburete.
—No puedo dar ni un paso más. Cielo, Mars ha llamado
antes, mientras estabas fuera. Me ha pedido que June fuera a
visitarlo al hotel, mañana por la mañana, porque luego quiere
llevarla de compras. Natasha tiene una cita importante y estará
fuera. Creo que Mars tiene miedo de que Natasha y June estén
juntas en la misma habitación; las cosas están un poco tensas
entre ambas desde lo del incendio y el envenenamiento de
Mars. Su desconfianza es mutua.
No me extrañaba que mi exmarido intentara mantenerlas
separadas.
Mi madre se alisó los pliegues de la falda.
—Pobre Natasha. Cada vez que pienso en todo lo que ha
tenido que pasar esa chica en la vida… Es que parece que no
tenga un respiro. Debe de ser horrible que te consideren
sospechosa de asesinato.
—Pues sí que lo es —afirmé, inexpresiva, mientras
removía cuidadosamente con una cuchara las cebollas que
estaban pochándose en mantequilla.
¿Es que mi madre había olvidado que su propia hija era la
sospechosa de un crimen? Añadí una generosa cucharada de
salvia a las cebollas. El reconfortante perfume de la hierba
aromática afloró en cuanto la especia tocó la sartén.
Mi madre se inclinó hacia un lado para echar un vistazo al
recibidor.
—¿Craig y Hannah han subido?
—Eso creo.
Miré la hora y metí los solomillos en el horno.
—¿Qué información os ha dado la viuda del detective?
Añadí arroz y caldo a las cebollas traslúcidas, las tapé y
puse a mi madre al día: le conté lo del pago que había hecho
Natasha a Otis, lo del descubrimiento de las setas venenosas
en mi patio trasero, lo de la nieta del coronel y lo de la cita de
June. Mi madre se tapó la boca con una mano.
—¿Qué perdió una pierna? Pobre criatura. Y ahora June
anda por ahí con ese hombre. Qué lástima que no hubiera
sabido lo de la nieta, podría haber vendido la exclusiva.
Mañana por la tarde conseguiremos que June le haga confesar.
Puede invitar al coronel a tomar un café y hacer que cante.
—Suponiendo que no la mate esta noche.
—Tonterías. Un hombre con la inteligencia suficiente para
salir del hotel sin ser interrogado por la policía no va a cagarla
ahora envenenado a su cita durante la cena. Resultaría
demasiado evidente.
La puerta del sótano, ubicada en el corto pasillo que
conectaba la sala de estar con la cocina, se abrió de golpe.
Bernie apareció junto con Daisy y Mochi.
—¿Todavía le haces la colada a Mars?
Qué pregunta tan rara.
—Pues claro que no.
—Había ropa de hombre en la secadora. La he doblado y
la he dejado encima de la mesa que tienes ahí abajo.
—¿Has hecho tú la colada? —le pregunté a mi madre.
—He recorrido todas las tiendas de novias de Washington.
¿Crees que me queda tiempo para lavar ropa?
Comprobé cómo iba la cocción del arroz y de la carne
antes de aventurarme al sótano para ver de quién era la ropa
misteriosa. No tuve que revisarla mucho para identificar al
dueño. El día del concurso de relleno, Craig llevaba el polo
negro que coronaba la montaña de prendas dobladas.
Con Daisy pegada a mis pies, haciendo ruido con sus
enormes pezuñas, subí corriendo la escalera hasta la cocina.
Craig no podía estar implicado en los asesinatos. No se
encontraba en la ciudad cuando mataron a Otis.
—Mamá —dije jadeando—, cuando fuisteis a recoger a
Craig al aeropuerto, ¿él venía de la zona exclusiva para
pasajeros?
—Tu padre y yo lo esperamos en el coche para no tener
que aparcar. Hannah había acordado que se encontraría con él
en la zona de recogida de equipaje.
Mi padre entró y se acomodó en la otra butaca junto al
fuego.
—¿Qué sucede?
Mi madre me miró con el ceño fruncido.
—¿Qué insinúas, Sophie? ¿Que Craig no llegó en avión a
la ciudad?
—¿Sería posible? —pregunté—. ¿Podría estar implicado
en los asesinatos? Yo lo descarté como presunto sospechoso,
porque su vínculo con nuestro entorno era demasiado remoto.
Apenas nos conoce. ¿Cómo podría haberlo planeado?
—Además, estuvo con Hannah durante el tiempo que duró
el concurso de relleno para el pavo —apuntó mi madre.
—Yo lo vi en el aseo de caballeros —añadió mi padre—.
Me quedó muy claro que estaba escapando de tu hermana,
aunque fuera unos minutos.
—Y consiguió salir del hotel para traer las patatas fritas —
comenté.
—Sophie, no dices más que tonterías. Hannah está muy
molesta contigo. No te has esforzado mucho en ocultar lo poco
que te gusta su novio. Va a convertirse en parte de la familia;
deberías empezar a aceptarlo.
Mi madre me lanzó una mirada de disgusto. Miré a mi
padre, pero, antes de poder decir nada, Hannah y Craig se
reunieron con nosotros. Mi madre cambió enseguida de tema y
empezó a hablar sobre Daisy y Mochi, y lo bien que se habían
adaptado a convivir juntos.
Mientras mi padre abría una botella de vino blanco, puse la
mesa en la cocina. A Hannah le encantaría ver que usaba el
mantel de estilo campestre francés, con estampado floral, y las
servilletas a juego que me había regalado para mi cumpleaños.
Combinaban a la perfección con los candelabros de color
ámbar y rojo que coloqué en el centro de la mesa.
Los demás charlaban amigablemente mientras yo
terminaba de cocinar y mantenía bien vigilado a Craig. Un
médico sabría cómo limpiar la sangre de la ropa y seguro que
sería lo bastante listo para lavarla enseguida.
Aliñé las crujientes hojas de lechuga con la sencilla
vinagreta y la repartí en platitos de ensalada. Dispuse unos
cuantos aros de cebolla roja encima de las verduras formando
un círculo. Corté una jugosa naranja sanguina en rodajas muy
finas y coloqué una en el centro de cada bandeja, sobre las
cebollas. Incluso Natasha habría aplaudido el variado colorido
de la combinación.
Corté los solomillos calientes en lonchas de poco más de
un centímetro de grosor y las dispuse, superpuestas, en el
centro de una bandeja con forma ovalada. Al levantar la tapa
del arroz ascendieron los maravillosos efluvios a cebolla y
salvia. Repartí el arroz especiado alrededor del borde de la
bandeja y bañé la carne con la salsa de cerezas. La salsa
sobrante quedó en un cuenco, donde coloqué un cucharón.
En el exterior ululaba el viento, pero, en el interior, el
fuego crepitaba, la cocina olía a romero y las velas refulgían
con un tenue resplandor, que imprimía una cálida atmósfera a
nuestra cena invernal.
Para el postre, devoramos lo que quedaba de la tarta de
nueces pacanas y los brownies, de una esponjosidad
decadente, y aprovechamos el último resto de la nata montada
para coronar nuestras tazas de humeante café con un chorrito
de licor de Kahlúa.
Mientras seguíamos sentados a la mesa, disfrutando del
intenso descafeinado, Bernie se marchó al vestíbulo un
momento y regresó envuelto en una gabardina verde.
—Voy a salir un rato. ¿Tienes una copia de las llaves de
casa para dejarme, Sophie? No quiero despertar a nadie
cuando vuelva.
Le pasé las antiguas llaves de Mars.
—¿Vas a ir a buscar a June?
—He pensado que sería una buena idea.
Salió solo de casa. Desde la ventana de la cocina situada
sobre el fregadero, me quedé mirando cómo se alejaba dando
un paseo y vi a Nina paseando a un perro por la acera de
enfrente. Al tiempo que me ponía una chaqueta, silbé para
llamar a Daisy. Con la correa bien sujeta, trotamos para
alcanzar a Nina. Fui frenando a medida que me acercaba para
no alarmar al otro perro, aunque no me preocupaba mucho. El
golden retriever movió el rabo y tiró de la correa, impaciente
por saludar a Daisy. Nina se rio cuando su perro tiró de ella
para acercarse a nosotras.
—Daisy, te presento a Duke.
Mi perra mantuvo la cabeza bien alta, con su altanería de
sabueso, mientras Duke le olfateaba el trasero, pero el
entusiasmo del golden pronto se ganó el corazón de Daisy, que
también empezó a mover la cola.
—Lo tengo de acogida en casa porque nadie lo ha
adoptado todavía. Será porque es un perro mayor y no un
cachorro. No soporto pensar qué podría pasarle si no encuentra
un hogar —se lamentó Nina—. Se porta de maravilla.
¿Conoces a alguien capaz de adorarlo y con el tiempo
necesario para dedicarle la atención que se merece?
Le prometí pensar en ello.
Fuimos caminando, a la luz de las farolas, en una noche lo
bastante oscura para desalentar a la mayoría de los paseantes.
Cualquiera que estuviera dando una vuelta en ese momento
debía tener un buen motivo para hacerlo.
—Duke y yo acabamos de acompañar a Francie a casa. Esa
mujer es la bomba. Creo que a la bruja de mi suegra la ha
dejado horrorizada —comentó Nina con una sonrisa.
—¿Se ha tranquilizado un poco con lo del coronel?
—Para nada. Ese hombre va a pagar caro el no estar
interesado en ella.
Le conté a Nina lo de la nieta del coronel.
—¿No creerás que…? Francie no puede ser la asesina.
La risotada de Nina retumbó con eco en la calle desierta.
—¿Estamos hablando de la misma ancianita arrugada que
vive puerta con puerta contigo? Sería incapaz de tirar a un
hombre dentro de un contenedor.
—Podría haberlo hecho con ayuda de alguien.
—¿Quieres decir que todo ese rollo de que estaba
siguiendo al coronel es una patraña que se ha inventado solo
para nosotras?
—¿Y si ambos estaban conchabados y, por eso, se puso
como una moto por lo de la cena del coronel con June?
—¿Y que esté tan enamorada de él que haya accedido a
ayudarle a matar a Simon para vengar a su nieta? ¿Por qué
habrían envenenado a Mars? ¿O matado a Otis? —Nina
parecía escéptica.
Daba igual en quién pensara como posible asesino,
siempre acababa igual. Un montón de personas se la tenían
jurada a Simon, pero, en cuanto entraban en juego Otis y
Mars, nada tenía sentido.
Nina me agarró de la manga.
—¡Deprisa!
Abrió la puertezuela que daba al callejón trasero de la casa
del coronel. Los perros entraron corriendo, impacientes por
olfatear el territorio de MacArthur. Nina y yo los seguimos.
Nina cerró la puerta cuando entramos, y miramos por encima
de ella. Una persona con abrigo oscuro deambulaba por
nuestra calle.
—Que no vuelva a ser Francie —deseé.
—No lo creo. Esta vez no.
Por lo visto, mi desconfianza irrefrenable era contagiosa.
Incluso Nina veía sospechosos por todas partes.
—Pasear no es un delito. Creo que empiezas a perder la…
—Me callé a mitad de la frase.
La persona del otro lado de la calle había empezado a
caminar más despacio para observar las casas con
detenimiento. No era algo tan raro en Old Town, salvo porque
hacía un frío que pelaba. Me estremecí de pies a cabeza
cuando vi a ese sujeto mirando mi casa. La luz de la cocina
estaba encendida, y se veían las sombras proyectadas por las
siluetas de mis padres y Hannah, sentados a la mesa, frente a
la ventana panorámica.
—Tengo que avisarles.
Agarré el manillar de la portezuela. Nina levantó un brazo
para detenerme.
—Hay una segunda persona.
El individuo que estaba observando a mi familia no hacía
ningún esfuerzo por ocultarse. Entonces, la silueta de otra
persona salió disparada por la acera, entre las sombras, donde
las farolas no alumbraban. Enseguida pensé que se trataba de
Francie. Sin embargo, me bastó echar un rápido vistazo hacia
su casa para ver a alguien que pasaba por detrás de las cortinas
echadas. En esa ocasión, la anciana era inocente.
La persona que estaba vigilando mi vivienda se volvió
hacia nosotras, para mirar hacia la casa de Nina
descaradamente.
Nina y yo ahogamos un suspiro al mismo tiempo.
CAPÍTULO DIECINUEVE
De La buena vida:
Querida Sophie:
Mi novio dice que no hay nada comparable a dormir en
una cama de plumas. ¿Se reere a un colchón relleno de
plumas? ¿O está confundido y en realidad se reere a
dormir con un edredón de plumas?
Friolera
en Ferrum
Querida Friolera:
Una cama de plumas es parecida a un edredón, aunque
duermes sobre él. Se trata de un cobertor que se coloca
encima del colchón. Algunas personas lo colocan por
debajo de las bajeras, pero yo lo pongo encima, porque
me gusta la sensación de hundirme en él. Eso sí, no olvides
meterlo en una funda que pueda retirarse y lavarse. Tengo
que darle la razón a tu novio: no hay nada como
remolonear en una cama de plumas una noche fría. Al
comprarlo, asegúrate de que no sobresalga ninguna
pluma que pueda pincharte. Debe ser ligero, pero no no.
Lo ideal es que sea esponjoso como una nube.
Sophie
E
l pelo le ondeaba al viento, que soplaba con fuerza, y
no dejaba lugar a dudas sobre la identidad de la mujer.
La luz de la farola iluminó el rostro de Natasha.
—¿Dónde está el otro tío? —preguntó Nina susurrando.
Yo también le había perdido la pista.
—Deberíamos decirle que la están siguiendo.
—¿Y qué pasa si es Mars?
Dudé un instante. ¿Y si Mars creía que ella era la asesina?
¿Y si sospechaba que Natasha estaba teniendo una aventura?
—¿Y qué pasa si no es Mars?
Natasha llegó deambulando hasta el cabo de la calle y
volvió a detenerse.
—Esto me está poniendo de los nervios —confesó Nina—.
Parece que estuviera inspeccionando el barrio para entrar a
robar en una casa.
Yo seguí sin localizar a la segunda persona. ¿Dónde se
habría metido?
Natasha cambió de dirección de pronto y se dirigió hacia…
nosotras. Abrí la portezuela y dejé salir a Daisy primero. Si el
acosador misterioso acechaba por ahí cerca, mi perra lo olería
y le gruñiría. Nina me siguió a través de la puerta, y ambas nos
topamos con Natasha en la acera, justo a medio camino de
nuestra manzana. Tal vez Natasha creyera que yo había
envenenado a Mars, pero debía contarle la verdad por si ella
corría peligro.
—Natasha —le dije susurrando—, alguien está
siguiéndote.
—Seguramente es algún fan. Son tan monos… Me pasa
todo el tiempo.
—¿Tus fans se ocultan en las sombras para que no los vea
nadie? —pregunté.
—Sophie, ¿es que no has tenido ya suficiente drama?
¿Pretendes asustarme? No puedo ni imaginar por qué te has
inventado algo así.
—Está diciéndote la verdad —protestó Nina.
Natasha se cerró bien el abrigo para taparse del todo.
—Entonces, ¿dónde está ese hombre ahora? Yo solo os veo
a vosotras dos.
—¿Qué haces aquí exactamente? —No fue una pregunta
de Nina, sino una exigencia—. Hace un poco de frío para dar
un pasco nocturno.
Natasha lanzó un suspiro.
—Por si te interesa, llevo un tiempo con problemas de
insomnio. Supongo que los asesinatos y el envenenamiento
frustrado de Mars me han pasado factura. Se me ha ocurrido
que un paseo rápido me ayudaría a relajarme para dormir
mejor.
Seguramente, la noticia de que alguien estaba siguiéndola
no contribuyó a calmarle mucho los nervios.
—A lo mejor deberíamos acompañarte andando hasta el
hotel —sugerí.
Natasha adoptó su actitud de adorable presentadora
televisiva.
—No te comas esa cabecita tuya por mí. No me pasará
nada.
Se despidió con un rápido gesto de su mano enguantada y
se alejó a toda prisa.
—¿Te lo has tragado? —preguntó Nina.
—Ni una sola palabra.
—Yo tampoco. Voy a llamar a la policía para avisarles del
otro tío. Lo menos que pueden hacer es enviar un coche a
patrullar por el barrio un par de veces.
—June va a ir a visitar a Mars mañana por la mañana.
Natasha habrá salido para esa cita importante que tiene.
—Deberíamos seguirla.
Era exactamente lo que yo estaba pensando.
—¿Las ocho y media de la mañana es lo bastante
temprano?
—Ten el café preparado.
Los potentes faros de un coche aproximándose iluminaron
la calle. Me volví hacia ambos lados, pero, aun así, no logré
ver a la persona que estaba siguiendo a Natasha. Solo esperaba
que nuestra presencia lo desanimara y no insistiera en seguirla.
El coche se pegó al bordillo para aparcar. Entonces bajó el
coronel y dio la vuelta al vehículo para abrir la puerta del
acompañante, como todo un caballero. Me quité un peso de
encima cuando vi bajar a June sana y salva. Ella nos saludó
con la mano.
—Hola, chicas.
El coronel la acompañó hasta la puerta de entrada de mi
casa. Hablaban en voz demasiado baja para que yo oyera qué
estaban diciendo, pero no me cupo la menor duda del beso de
buenas noches que se dieron. Nina empezó a darme codazos,
como si fuéramos dos niñas pequeñas espiando a una hermana
mayor.
—¿Verdad que son tiernos? —comentó susurrando. Se
volvió y me dio un puñetazo en el hombro—. ¿Por qué no se
lo hemos presentado a la bruja de mi suegra? Se habría
olvidado de mí para siempre.
—¿Se ha dado cuenta de que no habías preparado tú la
cena?
—Francie la ha tenido muy distraída. No creo que haya
tenido tiempo de planteárselo. Mmm… ¿Conocemos a algún
otro soltero de su edad?
Sonriendo ante la idea de buscarle pareja a su exigente
suegra, le di las buenas noches y me fui para casa. Pasé junto
al coronel cuando él cruzaba la calle en dirección a su hogar. A
pesar del frío, iba canturreando. Al entrar en la cocina, June
estaba entreteniéndolos a todos con el relato de su cita.
—Es muy refinado. Me ha llevado a un exótico restaurante
marroquí a cenar… ¡con los dedos! Deberíais haber visto a la
bailarina del vientre.
Levantó los brazos y los agitó al tiempo que se deslizaba
sobre el suelo.
Mientras June iba a cambiarse y a quitarse su precioso
vestido, Hannah me ayudó a sacar frutos secos especiados,
nachos, una salsa casera ácida y picante, galletas saladas y un
divino queso cremoso de cabra a las finas hierbas italianas. Me
lamí un trocito que se me quedó pegado en el dedo y sentí la
tentación de coger una cucharada entera del cremoso para
comérmela a lametones. Mi padre preparó una ronda de sus
famosos Whisky Sours y le sirvió un whisky escocés a Craig.
Pasamos el resto de la velada jugando a cartas. El novio de
mi hermana perdía más a menudo que los demás y, después de
un rato, empecé a sospechar que estaba dejándose ganar. No
tenía importancia, pero me picó la curiosidad. ¿Creía que así
se ganaría nuestra simpatía?
En circunstancias normales, me habría quedado con
Hannah hasta más tarde, pero esa noche subí a mi habitación
para acostarme cuando June y mis padres se retiraron,
deseando que no fuera una señal de que estaba haciéndome
mayor prematuramente. Achaqué mi fatiga a los asesinatos y
al ritmo febril del Día de Acción de Gracias, y me acurruqué,
con agradecimiento, entre el edredón y el cobertor de plumas.
Daisy se ovilló a mis pies y Mochi me golpeó con la patita
hasta que yo levanté el edredón y él consiguió meterse debajo.
Me desperté, por un instante, a la una de la madrugada y
creí oír a Bernie dando vueltas por la planta de abajo, pero
volví a dormirme enseguida.
A la mañana siguiente, creí que sería la primera en
despertar, pero oí un tenue murmullo cuando llegué al final de
la escalera. June se encontraba sentada junto al exiguo fuego
que ardía en la chimenea de la cocina y volvía a hablar. Con
Faye, supongo. Le di los buenos días y empecé a desayunar.
Mi presencia pareció no molestarla. Mochi saltó sobre su
regazo y, salvo por el hecho de que la anciana estaba
charlando con una muerta, el conjunto componía una escena
bucólica.
Nina se presentó, a las ocho y cuarto, para nuestra misión
de vigilancia. Mi madre llamó a la puerta de mi habitación y
me avisó de su llegada.
Terminé de vestirme y bajé corriendo la escalera. Ataviada
con tejanos negros, un top negro de terciopelo sintético con
cremallera, bien ceñido a sus curvas, y zapatillas de deporte
del mismo color con incrustaciones de estrés, Nina se plantó
frente a la encimera de mi cocina para servirse, en su taza
térmica de metal, café orgánico recién molido. Se volvió para
mirarme y estuvo a punto de derramarlo.
—¡No puede ser! ¿Quién iba a decirnos a nosotras que ya
conocíamos el uniforme de detective?
Yo me había vestido igual que ella, salvo que mi camiseta
negra me quedaba bastante holgada, lo que disimulaba mis
formas, y que mis zapatos estaban decorados con estrellitas
doradas.
—Prepárame uno de esos a mí también, ¿quieres?
Envolví en papel de aluminio unos cruasanes que habían
sobrado y los metí en una bolsa de lona. Añadí una bolsita con
los volovanes de queso cheddar blanco orgánico que habían
quedado.
—¿Dónde está la comitiva nupcial?
—Está arriba, vistiéndose. Incluso Bernie ha madrugado
esta mañana.
Nina llevaba el termo de café y yo la bolsa de tela con los
tentempiés; salimos a toda prisa, antes de tener que explicarle
nuestros planes a nadie. Daisy y Mochi estaban ovillados
delante de la chimenea y apenas se percataron de nuestra
partida. Nos acomodamos en los asientos de cuero del Jaguar
de Nina e iniciamos nuestra misión: en busca de la Natasha
perdida. En el hotel donde se alojaban Mars y ella, Nina sacó
el ticket de aparcamiento y dio una vuelta muy despacio por el
oscuro lugar, en busca del Lexus color azul huevo de petirrojo
de Natasha.
—¿Tú tienes un color como marca personal? —pregunté.
Nina soltó una risotada.
—¿Un qué?
—Como Natasha. Todo lo que tiene es azul huevo de
petirrojo. Sus felicitaciones navideñas del año pasado eran de
tonos verdes con un toquecito de rojo, pero, con todo,
consiguió colar algo de azul huevo de petirrojo en la imagen.
Es su marca personal.
Nina resolló ruidosamente, como si estuviera llorando.
—Yo quería el azul huevo de petirrojo, pero ya estaba
pillado. No me puedo creer que ese sea exactamente su color
—masculló—. Yo creía que Natasha estaba obsesionada con el
azul y punto. ¡Mira! No nos ha despistado. Ahí está su coche.
En efecto, en la cuarta planta del aparcamiento, se
encontraba el Lexus azul con la matrícula gravada con su
nombre. Al menos nos lo había puesto fácil para saber que ese
era el vehículo correcto. Nina aparcó en una plaza cercana,
desde donde podíamos ver las puertas del ascensor y también
el Lexus. Transcurrida una hora, ya nos habíamos comido
todos los cruasanes, habíamos dado buena cuenta de los
volovanes de queso y solo nos quedaban unos sorbitos de café.
La vigilancia, incluso con tu mejor amiga, resultaba aburrida.
—A lo mejor ha salido caminando. —Nina dio una
palmada sobre el salpicadero—. ¡Deberíamos haber aparcado
en la calle!
Pasaron otros quince minutos antes de que las puertas del
ascensor se abrieran y viéramos salir a Natasha. Llevaba unos
tacones de casi ocho centímetros, una camiseta de manga
larga, de cuello alto y color camel, con una falda a juego y una
capa corta holgada de color caqui sobre los hombros.
Pretendía impresionar a alguien.
Nina arrancó el motor.
—Sigue desfilando como si fuera una reina de la belleza.
Verla siendo tan perfecta me provoca alergia.
Me preocupaba que Natasha pudiera vernos, aunque no
nos prestó atención. Se subió al coche y salió de la plaza de
aparcamiento. Nina tuvo la inteligencia de seguir al Lexus
desde bastante lejos, lo que me llevó pensar que ya lo había
hecho antes. En cuanto Natasha cruzó la puerta de entrada, mi
amiga pisó el acelerador. Pagó el ticket del aparcamiento con
un único y rápido movimiento. El Lexus había girado a la
izquierda. Nina viró en la misma dirección, pero un jeep de
color caqui con la capota de tela se nos puso justo delante.
Nina frenó en seco.
—¿Qué prisa tienes, imbécil? Al menos, ese estúpido
coche evitará que Natasha nos vea.
El Lexus de color azul huevo de petirrojo, el jeep caqui y
el Jaguar verde oscuro avanzaban lentamente, como si
formaran parte de un desfile por King Street, el centro de Old
Town. Los turistas se paseaban por las aceras y se detenían a
mirar los escaparates de las tiendas. Los comensales que
disfrutaban de sus brunch en el interior de los restaurantes
contemplaban a los transeúntes.
Bernie, entre ellos.
Giré el cuello y casi me lo parto para verlo mejor. Era él,
sin ninguna duda.
—Nina. —La agarré por el brazo—. ¿Es esa persona quien
creo que es, la que está con Bernie?
Ignorando totalmente el tráfico, Nina frenó de golpe y se
detuvo en plena calle.
—La señora Pulchinski. ¡Oh, esto no puede ser nada
bueno! ¿Cómo es posible que Bernie conozca a la viuda del
detective?
Buena pregunta. Una cuestión que me puso los pelos de
punta. ¿Cuánto tiempo hacía que se conocían? ¿Bernie
también conocía a Otis?
Nina pisó el acelerador y se apresuró para alcanzar al jeep.
Pasadas unas manzanas, ya estaríamos cerca de casa.
—¿No supondrás que están enrollados? —me preguntó.
Todas las veces que Bernie había estado de visita, jamás
había venido con ninguna novia. Por algún motivo, me lo
imaginaba con una chica más sofisticada que la señora
Pulchinski. Ella no era mucho mayor que nosotras, pero no era
la clase de mujer que yo habría escogido para el viejo amigo
de Mars. Por otra parte, Bernie, a pesar de lo mucho que había
viajado por el mundo, iba pasando de un trabajo a otro y, sin
duda alguna, era el tipo de hombre que vivía a base de cerveza
y pretzels. A lo mejor la señora Pulchinski sí era su tipo.
Me disgustaba lo que se me estaba ocurriendo, pero no
lograba dar con otra explicación para que Bernie y la viuda del
detective privado estuvieran compartiendo el brunch. ¿Tenían
una relación amorosa? ¿O se trataba de una reunión de
negocios relacionada con el asesinato? ¿Habría matado ella a
su marido? Sin embargo, él no tenía motivo alguno para
asesinar a Simon. Quizás ambos crímenes no estuvieran
relacionados.
«¡Por favor, que no sea Bernie!».
Nina torció el gesto.
—La cosa se complica cuando los sospechosos son
conocidos tuyos. ¿Cómo es posible siquiera que Bernie la
conozca? —Tomó aire con fuerza—. ¿Crees que la señora
Pulchinski estaba en el concurso de relleno para el pavo? A lo
mejor ella mató a su marido y a Simon.
Nina tenía razón en una cosa: yo quería creer que una
desconocida como la señora Pulchinski había cometido los
asesinatos. Resultaba demasiado desconcertante imaginar que
Natasha o Bernie podían estar implicados en algo tan atroz.
—¿Te lo puedes creer? —soltó Nina—. Podríamos
habernos quedado en la cocina de tu casa y esperar a que
Natasha pasara con su coche por delante.
Seguimos recto para volver a casa, pero Natasha no se
detuvo allí. En la esquina de nuestra manzana, giró a la
izquierda. El jeep siguió en línea recta, a toda pastilla. Nina
fue frenando con el Jaguar y se quedó rezagada.
—Ahora que nos habría venido bien que el jeep nos
ocultara, va y nos abandona.
Giramos y seguimos a Natasha, muy despacio y a una
buena distancia. Ella estacionó a la vuelta de la esquina de
nuestra manzana.
—¿Qué pretende ahora? —soltó Nina al ver lo que hacía.
Con la cabeza gacha, Natasha estaba concentrada en algo
que tenía dentro del coche, cuando pasamos por su lado y
aparcamos en un sitio mucho más adelante, en nuestra misma
manzana. Nina tamborileó con los dedos sobre el salpicadero.
—No creo que nos haya visto.
—Eso habría dado igual. Nosotras vivimos aquí. Tenemos
todo el derecho a estar en el barrio.
Mi amiga ajustó el espejo retrovisor para poder vigilar a
Natasha.
—Está bajando del coche.
Abrí la puerta del vehículo y salí con disimulo, dispuesta a
seguirla. La espié mirando por encima de la capota del coche.
Los zapatos de Natasha repiqueteaban sobre la acera de
ladrillos irregulares. No era la mejor superficie para caminar
con tacones de casi ocho centímetros. Yo me habría torcido el
tobillo en cuestión de diez segundos. Ella pasó de largo junto
al callejón que recorría la parte trasera de las casas del coronel
y de Nina y dobló la esquina en dirección a nuestra calle.
—¿Crees que ha venido a espiarnos? —le pregunté a Nina
—. A lo mejor ella es el mirón.
—Ni en un millón de años. No lleva el look de ladrona
chic.
Nina salió a hurtadillas del coche y corrimos por la acera
para ir a ocultarnos. Al asomarnos por la esquina de la casa de
los Wesleys, al cabo de nuestra manzana, Natasha nos
sorprendió, porque estaba plantada a solo un par de metros de
nosotras.
—¡Oh, no! —Nina pegó la espalda a la fachada lateral de
la casa de los Wesleys—. No puede ser. ¡Esto es lo peor que
podría pasar!
Volví a mirar. Natasha estaba hablando con un hombre
vestido elegantemente, al estilo chic de Old Town: pantalones
de montaña y una americana de color azul marino con vistosos
botones dorados. Yo me encontraba lo bastante cerca para ver
el monograma grabado en los botones.
—Ese es Blue Henderson —bisbiseó Nina.
—¿Como el color? ¿Qué clase de nombre es «Blue»?
—Es uno de los agentes inmobiliarios más importantes de
Old Town. Él nos vendió la casa. ¿No lo pillas? Natasha va a
comprarse una propiedad en nuestra manzana.
—No pongas esa cara de asco —dije entre susurros—. No
hay ninguna casa en venta.
—Si Blue Henderson está aquí, es que hay algo a la venta.
Esto no puede estar sucediendo. No en nuestra manzana. Tiene
que haber docenas de casas disponibles en Alexandria. ¿Por
qué tiene que venir a mirar aquí?
Nina debía de estar equivocada. A lo mejor Natasha y Blue
se habían encontrado por casualidad y solo estaban charlando
amigablemente. Volví a mirar a hurtadillas. Blue conducía a
Natasha hasta la escalera de entrada de la casa de los Wesleys
y estaba abriéndole la puerta.
—¿Has visto alguna vez esa casa? —le pregunté a Nina.
Puso expresión de tristeza al responder.
—Es una vivienda construida en parcela doble, con unos
jardines de estilo clásico espectaculares y molduras
alucinantes en el interior.
En otras palabras: a Natasha le encantaría. Y se cargaría el
encanto histórico de la vivienda reformándola y poniendo sus
muebles y electrodomésticos italianos.
Natasha y Mars viviendo delante de mis narices no era
exactamente lo que más me apetecía. Me volví y miré con
detenimiento hacia la manzana contigua. ¿Es que allí no había
ninguna casa en venta? De pronto vi algo por el rabillo del ojo:
alguien vestido de negro, como un ladrón, merodeaba, oculto
entre las sombras, por la entrada de un sótano, una manzana
más allá. Intenté no quedarme mirando.
—Mira hacia el sótano de la casa de al lado —le susurré a
Nina—. ¿Podría ser ese el tipo que la seguía ayer?
—Seguro que no es Francie. —Mi amiga se rebuscó el
móvil en el bolsillo—. Voy a llamar a Wolf. Creo que la poli
pasó de mí anoche cuando denuncié al acosador de Natasha.
Nos dirigimos paseando, como si nada, hacia la casa de
Nina y nos agachamos para entrar por la cancela del callejón
trasero de su casa. Mientras ella le dejaba un mensaje de texto
a Wolf, yo eché un vistazo a la calle para dar con el tipo que
habíamos visto. No nos había seguido. Salvo por el crujido de
las hojas secas arrastradas por la brisa, todo era quietud.
—¿Por qué la poli nunca está cuando se la necesita? —
Nina cerró su móvil de golpe—. Sígueme, acortaremos por el
callejón.
Cruzamos corriendo el patio trasero de Nina y salimos
disparadas por la puerta trasera hasta el callejón. De espaldas a
nosotras, el acosador estaba apoyado contra la valla de la parte
de atrás de la casa de los Wesleys. El lugar perfecto para atacar
a la incauta Natasha cuando ella se dirigiera hacia su coche.
No lo vería hasta que ya fuera demasiado tarde.
CAPÍTULO VEINTE
De La buena vida:
Querida Sophie:
Cuando otras personas se casan, reciben como regalo
demasiadas tostadoras o licuadoras. Por alguna extraña
razón, ahora tengo siete vinajeras de cristal. Ya te digo yo
que no consumo tanto vinagre. ¿Qué otro uso podría
darles?
Avinagrada
en Vinton
Querida Avinagrada:
Me encantan esas pequeñas vinajeras o aceiteras, porque
son muy útiles y elegantes. Puedes usarlas para servir
crema de leche con el café o una gran variedad de licores
para echar a otras bebidas calientes. Poner la salsa
barbacoa en recipientes de cristal añade un toque de
clase a la mesa. Y, si hay algún miembro de la familia con
restricciones alimentarias, servirle su salsa especial en una
vinajera la hace mucho más apetecible.
Sophie
E
l acosador se volvió; la capucha lo ocultaba casi del
todo, salvo por la angosta franja del tabique que le
quedaba a la vista. Nos descubrió y salió disparado.
Nosotras salimos corriendo del callejón, a toda mecha, tras él;
frenamos en seco al llegar a la acera. No se veía al tipo por
ninguna parte. Ni siquiera localizamos su sombra vestida de
negro desapareciendo por una esquina o metiéndose en un
jardín.
—¡Allí! —gritó Nina con voz ronca.
Lo señaló mientras el hombre se ocultaba por detrás de un
árbol y, a continuación, volvía a salir huyendo. Fuimos a por
él. Dobló por la calle siguiente, y nosotras seguimos corriendo.
Cuando llegamos a la esquina, nuestra carrera se había
convertido en caminata rápida, y lo vimos subir a un jeep y
alejarse a toda pastilla haciendo chirriar las ruedas sobre el
asfalto. Ese vehículo era sospechosamente parecido al que
habíamos estado siguiendo antes por Old Town.
—¿Le has visto la cara? —preguntó Nina, entre jadeo y
jadeo.
—No. ¿Te has quedado con el número de matrícula? —
pregunté resoplando.
—¿Yo? Estaba demasiado ocupada vigilando a Natasha
para que no la perdiéramos. Tú ibas de copiloto, ¿te has
quedado tú con el número de matrícula?
—Yo estaba pensando en Bernie.
Me costaba respirar cada vez más durante el agotador
camino de regreso. No había corrido así desde que era niña.
Con razón me apretaban tanto los pantalones. Cuando nos
acercábamos al coche de Natasha, ella dobló la esquina con
paso decidido y la capa ondeando al viento. Sacó un bolso de
debajo de la capa y siguió caminando, cabizbaja, con una
mano metida en el bolso, sin duda, rebuscando las llaves del
coche. Levantó la vista al situarse a nuestra altura, con clara
expresión de sorpresa.
—¿Habéis salido a correr? Chicas, seguro que os habéis
pegado una buena carrera para estar tan agotadas. A las dos os
cuesta respirar. ¿Vestidas igual? ¿En serio? ¡Qué raro!
Se lo solté todo, sin paños calientes.
—Natasha, sin duda alguna, alguien está siguiéndote.
—No empieces otra vez con eso. —Escrutó con
detenimiento la calle vacía—. Tienes que buscarte alguna
afición. —Abrió los ojos como platos—. ¡Todo esto es por
Mars y por mí! He sido una idiota al no darme cuenta antes.
Intentas volverme loca. Eso no está muy bien por tu parte,
¿sabes?
—Natasha, escúchame con atención. Se han cometido dos
asesinatos, y yo no quiero que nadie te haga daño. —Lo decía
con sinceridad.
—¿Qué estabas haciendo de visita en la casa de los
Wesleys con Blue? —soltó Nina.
La pregunta dejó descolocada a Natasha, pero solo durante
un instante.
—Supongo que no habrás pensado que Mars y yo íbamos a
vivir para siempre en un hotel.
Yo había estado demasiado ocupada cavilando sobre los
asesinatos para pensar en sus problemas con la vivienda.
Había supuesto que volverían al estado natal de Natasha, en
una o dos semanas. Al menos, ya teníamos una explicación del
interés de Natasha por nuestra calle la noche anterior. Debió de
acercarse paseando desde el hotel para echar un vistazo a la
casa de los Wesleys.
—Mars no debería haberte vendido su parte de la casa de
Faye —espetó Natasha al abrir la puerta del coche—. Yo llevo
tiempo necesitando una casa en la ciudad. Y ahora que mi
mansión campestre ha quedado inhabitable, me parece el
momento propicio para realizar esa compra. —Nos lanzó, a
Nina y a mí, una mirada de arrogante desaprobación—. De
verdad, os recomiendo apuntaros de voluntarias a alguna ONG.
La gente empieza a hacer cosas muy raras cuando tiene
demasiado tiempo libre.
Sentí ganas de embestirla. Habíamos estado persiguiendo a
su acosador, la habíamos librado Dios sabía de qué peligro, y
ella nos despreciaba como si fuéramos un par de locas.
Ya era capaz de respirar casi con normalidad, cuando miré
al asiento trasero del Lexus de Natasha. Lo que tenía allí
volvió a dejarme sin respiración. Había una carpeta enorme
con el nombre de una residencia de ancianos. Pobre June. La
imagen de la alegre pareja que ilustraba la brillante cubierta no
me hizo sentir mejor. Me pregunté si Mars estaría informado.
Nina hizo un último esfuerzo.
—A lo mejor no lo has visto, pero nosotras lo hemos
pillado siguiéndote ya dos veces. No hay duda de que está
acosándote y, si no nos haces caso, es que eres idiota.
Natasha no se inmutó.
—Por lo visto, sí que estoy siendo acosada… ¡por vosotras
dos!
Subió al coche con una elegancia que para mí resultaba
imposible, sobre todo, teniendo en cuenta los taconazos que
llevaba. El motor de su coche rugió, y Natasha se alejó
conduciendo, sin echar la vista atrás ni una sola vez.
—¿Te puedes creer cómo es esa mujer? —espetó Nina—.
Es posible que le hayamos salvado la vida y, aun así, no nos
cree.
Natasha se había pasado su juventud reprimiendo cualquier
sentimiento considerado impropio. Tenía mucha práctica en
ocultar sus emociones. Sin embargo, yo recordaba, con todo
detalle, la reacción que tuvo con Wolf en la cena de Acción de
Gracias. En ese momento, no fue capaz de ocultar su
nerviosismo. Sin importar lo que estuviera pasando, Natasha
lo aguantaba con un estoicismo a lo Audrey Hepburn, con la
característica camiseta de cuello de cisne y todo; yo tenía mis
sospechas de que sabía muy bien que estaban acosándola.
Volvimos caminando a casa y entendí por qué Natasha
deseaba con tantas ganas poseer una propiedad en Old Town.
Las puertas lucían coronas hechas con elementos otoñales y
los escalones de la entrada estaban decorados con calabazas de
todos los tamaños. El viejo ladrillo rojo de las casas y de las
aceras imprimía la gracia de otra época. El humo de una
chimenea aromatizaba el aire fresco. Me resultaba
prácticamente increíble pensar que estuviéramos atrapados en
una maraña de asesinatos.
Daisy vino a buscarme a la puerta cuando la abrí, agitando
el rabo y correteando en círculos a mi alrededor, feliz. Me
agaché para darle un fuerte achuchón perruno y oí voces
procedentes de la cocina. Me asomé a mirar. June, Mars y mis
padres charlaban amigablemente.
—Sophie, cielo, llegas justo para la comida. Estábamos
pensando en preparar unos sándwiches de pollo y calentar tu
delicioso relleno.
Mi madre se levantó enseguida de su silla junto a Mars, en
la mesa de la cocina, y dio una palmada en el asiento.
—Ven a sentarte con nosotros.
No tenía muy claro si sacar el tema del acosador de
Natasha delante de todo el mundo.
—¿Hay alguien más en casa?
Mi madre puso la tetera al fuego.
—Bernie se ha marchado bastante temprano y Hannah y
Craig han ido a ver una exposición sobre la evolución de los
ordenadores al Smithsonian. El coronel vendrá a tomar el café
con June, a eso de las tres.
Me dejé caer en la silla junto a Mars.
—Tenemos que hablar.
—¿Queréis que nos vayamos? —preguntó June.
—Estamos todos juntos en esto. —Me quedé mirando a
Mars a los ojos y le dije—: Natasha y yo hemos tenido
nuestros problemas, pero, por favor, quiero que sepas que lo
que voy a contarte no tiene nada que ver con esa rivalidad, ni
con sed de venganza ni con un ataque de celos.
Mars se enderezó en el asiento, con mirada de aprensión.
Fui enumerando los hechos con los dedos a medida que
hablaba.
—Natasha contrató a Otis para que le hiciera algún trabajo.
Ella fue la última persona que vio a Simon con vida. El trofeo
en forma de pavo, que estoy segura de que fue el arma
homicida, apareció en su jardín. Y ahora hay alguien que está
acosándola.
—¿Qué? Pero ¿tú cómo lo sabes? —preguntó Mars.
—Nina y yo hemos visto a ese tipo siguiéndola ya dos
veces. Por lo menos creemos que es el mismo tipo; no hemos
conseguido verle bien la cara. Le hemos advertido a Natasha
sobre el acosador, pero ella ha reaccionado como si
estuviéramos inventándonoslo.
Mars apoyó los codos sobre la mesa y se frotó la cara con
las manos.
—Eso explica muchas cosas. No puede dormir y ha
perdido el apetito. No me extraña. La pobrecilla, seguramente,
cree que será la próxima víctima.
—Ella niega que estén siguiéndola. Tengo mucho miedo
de que le hagan daño —confesé.
June acariciaba con delicadeza a Mochi, acomodado en su
regazo.
—Mars, hijo mío, no he parado de repasar mentalmente la
lista de invitados a la cena de Acción de Gracias y, da igual las
vueltas que le dé, siempre acabo pensando en Natasha… Ella
es la que te envenenó.
Mars emitió un gruñido.
—Mamá, eso no tiene sentido. ¿Por qué iba a hacerlo?
—A lo mejor ha descubierto que eres tú el que deja las
toallas mojadas en el suelo del baño —sugerí.
Mi madre intentó disimular su risa y Mars intentó
fulminarme con la mirada, pero no pudo evitar reírse.
Había algo más que me preocupaba, y decidí que era un
buen momento para comentarlo.
—Y hablando del incendio… ¿Podría haber sido Natasha
la que provocó el fuego para ocultar algún tipo de prueba?
—No creo que ella fuera capaz, en la vida, de incendiar la
casa en la que tanto ha trabajado. —Mars negó con la cabeza
—. Podría haberlo hecho otra persona, aunque no sé por qué.
—¡No fui yo! —protestó June, con tanta vehemencia que
Mochi bajó de un salto de su regazo, alarmado.
—Cielo, creo que ha llegado la hora de que le cuentes todo
esto a Wolf.
Mi madre vertió el agua hirviendo sobre el infusor de té
colocado encima de la tetera de porcelana estilo Royal
Worcester.
—No, si no es en presencia de tu abogado —insistió mi
padre.
—¿Te has buscado un abogado? —preguntó mi madre, con
tono atemorizado.
—Acéptalo, mamá. Yo encontré los dos cadáveres. Tenía
la ropa manchada con la sangre de ambos. Y Mars fue
envenenado en mi casa. Soy la que se lleva todas las de ganar
en el certamen anual de asesinatos, con Natasha pisándome los
talones.
—Supongo que lo del incendio, tener que mudarnos al
hotel y, para colmo, ser envenenado me ha tenido un poco
distraído —intervino Mars—. Tenemos que llegar al fondo de
este asunto. No podemos arriesgarnos a que uno de nosotros se
convierta en la próxima víctima. Además, la policía no nos
dejará en paz hasta que pillen al asesino.
Reconocí la expresión que adoptó Mars. Puso la misma
mirada decidida que en los momentos en que las cifras de
popularidad de sus candidatos se desplomaban.
—Natasha y yo vamos a irnos hoy a vivir con Andrew y
Vicki. Solo hasta que encontremos una vivienda propia. La
cuenta que tenemos con el hotel está alcanzando cifras
astronómicas. El traslado no será nada importante, porque
prácticamente todo lo que tenemos se va a ir directo a la
tintorería. —Mars se quedó mirándome—. En cuanto nos
mudemos, te prometo que el asesinato será mi única prioridad.
Mi madre me colocó el pavo delante.
—Ve fileteándolo mientras habláis.
Comimos bastante pronto a base de sobras de la cena de
Acción de Gracias, y aprovechamos para hablar sobre los
diversos sospechosos y las diferentes teorías, ninguna de las
cuales nos satisfizo. Cuando terminamos, Mars y June
salieron, a toda prisa, a comprar algo antes de la cita de June
con el coronel para intentar sacarle información. Mi madre
cargó el lavavajillas y preparó un bizcocho de arándanos rojos
y especias, en un molde con forma de corona, para servirlo
cuando llegara el coronel.
Mientras se horneaba, me obligué a ir al salón para
comprobar que no estuviera hecho un desastre. Si había un
trabajo doméstico que odiaba, ese era limpiar la casa. Había
contratado un servicio de limpieza antes de la llegada de mis
padres, pero el polvo había empezado a acumularse
nuevamente en las superficies. Además, tenía pendiente lo que
más detestaba: el suelo de la cocina necesitaba un buen
fregoteo.
Ahuequé los cojines y quité el polvo de los muebles del
salón. Por suerte, no lo usábamos mucho y se mantenía
bastante practicable. La repisa de la chimenea y las molduras
de la ventana relucieron con su blanco brillante cuando
encendí un par de lamparas de mesa. Un diseñador le había
comentado a Mars que el amarillo no servía solo para
transmitir autoridad en las corbatas. Mi exmarido insistió en
que pintáramos las paredes de amarillo mantequilla.
Discutimos durante días sobre la tapicería para el sofá y las
butacas. Mars ganó en la elección del color calabaza para el
sofá. Los cojines color naranja sanguina, que combinaban con
el tartán amarillo en el que yo insistí, eran como un descanso
visual de tanto tono amarillento.
Debería haber pasado el aspirador o la mopa seca por el
suelo de tarima, pero no me quedaba tiempo. Por si fuera
poco, había que ordenar el comedor. Esa estancia conectaba
con el salón a través de una entrada abierta de casi cuatro
metros de ancho. Faye sabía lo que estaba haciendo cuando
construyó el anexo. El salón y el comedor se veían más
grandes gracias a la apertura entre ambos espacios y
conformaban un espacio abierto, ideal para las fiestas.
Volví a la cocina, saqué el bizcocho del horno y lo coloqué
sobre una rejilla para dejarlo enfriar mientras sacaba a pasear a
Daisy. Al volver, mi madre andaba revoloteando por la cocina,
nerviosa, como si el coronel fuera su pretendiente. Incluso
había sacado el bizcocho del molde mientras yo estaba fuera.
Molí unos granos de café vienés con un aroma divino.
Mientras se preparaba el café, eché azúcar glas en un pequeño
cuenco y exprimí unas gotas de zumo de limón encima. Con la
ayuda de un minibatidor de varillas, mezclé ambos
ingredientes y fui añadiendo más zumo de limón hasta
conseguir una textura semilíquida. Eché una buena cantidad de
la mezcla sobre el bizcocho, directamente con el batidor, y
dejé que la masa de la superficie la absorbiera. Se formó un
glaseado blanco que fue cayendo de forma desigual por los
laterales del pastel. Lo corté en finas porciones y me convencí
de que era necesario probar una. Estaba jugoso, pero no
demasiado empalagoso, con el toque justo de acidez, gracias a
los arándanos rojos. Dispuse las porciones sobre una bandeja
de servir y la llevé al salón. Estaba volviendo a la cocina,
cuando June llegó, sin aliento.
—No tenía ni idea de que era tan tarde.
Salió disparada hacia su habitación, con la intención de
arreglarse para su cita con un auténtico caballero. En la cocina,
mi madre estaba echando el café en una cafetera de porcelana
que yo había utilizado en muy pocas ocasiones. La colocó
sobre una bandeja junto con el azúcar, la crema de leche,
servilletas de encaje estilo Battenberg y el juego de tazas de
porcelana.
La aldaba de bronce de la puerta sonó, y mi madre se
retocó el pelo con un rápido gesto. Se lo atusó con una mano y
se sacudió la ropa con la otra, por si tenía alguna miga o
alguna pelusa. Me quedé mirando desde la puerta de la cocina,
mientras mi madre daba la bienvenida al coronel. Le cogió el
abrigo al tiempo que June bajaba por la escalera, con las
mejillas sonrosadas.
—Sophie —dijo mi madre—, ¿serías tan amable de ir al
estudio a por una botella de whisky irlandés?
Entré en el estudio, pasando por la terraza acristalada, y
me encontré a mi padre cómodamente sentado en el sofá, en
calcetines y con los pies sobre la mesita de centro. Se llevó el
dedo índice a los labios. La puerta del salón estaba
entreabierta, y podíamos oír todo lo que decían June y el
coronel. Mi padre se había convertido en espía. No debí
hacerlo, pero yo también me dispuse a espiar. Su conversación
sobre la cena de la noche anterior habría aburrido hasta a una
ostra. Localicé la botella de espirituoso y regresé a la cocina.
Mi madre sirvió una pequeña cantidad en el decantador de
cristal y lo añadió a la bandeja. Lo llevé todo al salón y lo dejé
sobre la mesa.
June y el coronel se sentaron en el sofá uno al lado del
otro. June sirvió el café, y mi madre contemplaba la escena
desde el comedor. La agarré con amabilidad por el brazo y me
la llevé hasta el recibidor.
—Están tan monos juntos… —comentó.
—No te puedes quedar ahí plantada mirándolos. —Por lo
visto, yo llevaba lo del espionaje en los genes—. Nunca me
había dado cuenta de que papá y tú fuerais tan cotillas.
—¿Dónde está tu padre?
—Espiándolos desde el estudio.
—¡Qué listo! ¡Qué idea tan genial!
Mi madre avanzó a toda prisa por el pasillo, en dirección a
la terraza acristalada. Supe que no quería perderse ni una
palabra más de lo que estaban diciéndose June y el coronel.
Recogí la cocina, contenta de no tener que preparar la
cena. Cuando mi madre anunció que yo sería la anfitriona en
Acción de Gracias, reservé unas entradas para Cuento de
Navidad, representado en el Ford’s Theater. Claro está que,
por aquel entonces, no había contado con June ni con Bernie.
El viejo amigo de Mars tendría que buscarse otra forma de
entretenimiento, y yo estaría encantada de cederle mi entrada a
June. Los que iban al teatro cenarían algo fuera y, para ser
sincera, estaba deseando pasar una noche tranquila para
ponerme al día con mi columna de consejos para los lectores.
Aunque quería hacer las cosas bien y esperar a que June
nos contara qué había averiguado, bajar al estudio me atraía
como un poderoso imán. Fui hasta la terraza acristalada y
asomé la cabeza por la puerta del lugar que llamaba tanto mi
atención. Mi madre estaba en el sofá, acurrucada con mi padre,
con los pies sobre la mesita de centro junto a los de él; mi
padre la había rodeado con un brazo. De no haber sabido lo
que de verdad estaba pasando, habría creído que estaban
viendo una peli en la tele.
—Ese tal Simon debía de ser un hombre terrible. Le estafó
millones de dólares a mi Andrew. —Oí decir a June.
—Era despiadado. Ese hombre no tenía escrúpulos de
ninguna clase —replicó el coronel—. Se ha ganado un lugar
en el infierno.
—¿Usted lo conocía?
Me sorprendió la inocencia palpable en la voz de June.
Justo en ese instante, Daisy se acercó, a toda prisa, por el
pasillo. Crucé corriendo la terraza acristalada hasta el recibidor
para ver qué estaba pasando. Bernie se quitó el abrigo y lo
colgó en el armario de la entrada.
—¿Dónde están todos? Esto está más silencioso que un
cementerio.
—June está haciéndole compañía al coronel en el salón.
Me daba demasiado apuro reconocer que mis padres
estaban espiándolos desde el estudio. Por si fuera poco, yo
tenía que hacerle algunas preguntas delicadas a Bernie. Debía
descubrir qué estaba haciendo con la señora Pulchinski.
—Ven a la cocina y te prepararé un café irlandés.
Bernie me siguió.
—Maravilloso. ¿Qué has hecho hoy?
Me dio el pie que necesitaba.
—Qué curioso que tú me lo preguntes.
Un tenue golpe me distrajo.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Bernie.
Detecté el origen del ruido dentro de un armario de la
cocina. La puerta se entreabrió sola y se cerró de golpe.
—Ahí dentro hay algo.
—Debe de ser una rata. ¿Tienes una sartén de hierro?
—Está ahí dentro, con la rata.
Bernie paseó la mirada por la cocina con detenimiento en
busca de un arma.
—¿Y una escoba?
Agarré una colgada en la pared del hueco de la escalera al
sótano.
—Tú abre la puerta del armario, y yo estaré listo.
Bernie agarró bien fuerte la escoba por el mango y la
levantó a la altura de su hombro. Yo abrí la puerta de golpe y
retrocedí de un salto. Con un maullido quejumbroso, como si
estuviera preguntándonos por qué habíamos tardado tanto en
reaccionar, Mochi salió de un salto. Bernie y yo rompimos a
reír. Con razón era el gato que le devolvían una y otra vez a la
señora Pulchinski. Lo tomé en brazos y bailoteé por la cocina
levantándolo por los aires.
El golpeteo de la aldaba de la puerta de entrada
interrumpió nuestro alegre momento de alivio. Todavía con
Mochi en brazos, fui dando brincos hasta el recibidor y abrí la
puerta de casa. Wolf estaba plantado en la escalera de la
entrada mirándome con expresión seria. Ni siquiera la visión
de Mochi demudó su adusto gesto.
—Necesito hablar con Bernard Frei, quien tengo entendido
que reside aquí en este momento.
CAPÍTULO VEINTIUNO
De Pregúntale a Natasha:
Querida Natasha:
Voy a celebrar un n de semana festivo de Acción de
Gracias y quería decorar la escalera de mi pequeño
recibidor. ¿Qué puedo hacer, además de poner las típicas
y cursis coronas y lazos?
Histérica
en Herndon
Querida Histérica:
Una de mis decoraciones favoritas es sencilla y rápida de
elaborar. Recoge, de tu jardín, unas veinte hojas, más o
menos, que sean coloridas, colócalas entre las páginas de
un libro antiguo y déjalas allí un par de días hasta que se
aplanen. Compra bastantes candeleras pequeños de
cristal para colocarlos en los peldaños de la escalera. Usa
cuerda de cáñamo para atar una hoja seca y prensada
en cada candelera. Algunas serán demasiado grandes y
más altas que el propio recipiente, pero no pasa nada. Si
no tienes tiempo de prensar las hojas, puedes sustituirlas
por bayas o alguna ramita de forma curiosa. No te
preocupes por ocultar el cordel o lazo, es parte del
encanto. Coloca una vela en cada vasito y enciéndela.
Cuando lleguen tus invitados, se encontrarán, justo al
entrar, con una cascada de iluminación festiva.
Natasha
B
ernie?
—¿
Fui presa del pánico. Quería imaginar que había
una explicación lógica para que estuviera
compartiendo un brunch con la señora Pulchinski, pero la
petición de Wolf dio al traste con esa nimia esperanza.
Bernie salió de la cocina. Invité a Wolf a entrar, y ambos
se dieron la mano.
—Hablaremos en la terraza acristalada, si no te importa.
Wolf caminó en esa dirección con Bernie a la zaga. Mochi iba
correteando por delante de ambos. Mis pobres padres estaban
acorralados y oirían las conversaciones que se producirían a
ambos lados del estudio.
Creí que debía servirles algo de beber a Wolf y a Bernie.
Era el gesto hospitalario de rigor, y no haría daño a nadie si oía
algo, por casualidad, mientras les llevaba la bebida. El café
irlandés estaba del todo descartado. Bernie debía mantenerse
sobrio para responder a las preguntas de Wolf y el inspector
estaba, sin lugar a dudas, de servicio. En un abrir y cerrar de
ojos, preparé más café vienés. Mientras se calentaba, me
deslicé a hurtadillas hasta el pasillo para ver si podía oír algo.
—No veo qué es lo que tiene de raro. —Oí decir a Bernie
—. Me invitaron a celebrar aquí Acción de Gracias, pero no
los días previos. A uno no le gusta ser el convidado de piedra.
Además, tenía que hacer unas gestiones bancarias en la ciudad
y no sabía si la mansión en el campo de Natasha me quedaría
muy lejos.
—¿Qué clase de gestiones bancarias?
—Cambiar libras por dólares, además de una transacción
bastante complicada para mi madre. Necesitaba unos fondos
de una cuenta de Inglaterra que le habían enviado desde
Shanghái.
Regresé corriendo a la cocina, serví dos tazas de café,
coloqué a toda prisa azúcar, crema de leche, servilletas y
cucharitas en una bandeja, y la llevé a la terraza acristalada.
—Exactamente, ¿cuándo llegó usted a Washington? —
Estaba preguntándole Wolf a Bernie cuando yo entré.
El viejo amigo de Mars agarró una taza de café de la
bandeja que yo sostenía.
—Gracias, Soph. Mi avión llegó un día antes del concurso.
Eso debió de ser, a ver… El martes por la mañana.
—¿Cómo escogió el hotel?
Cuando le ofrecí su taza a Wolf, él la rechazó con un gesto
de la mano. Coloqué su café sobre la mesita supletoria de
acero con superficie de cristal que tenía al lado y dejé la
bandeja sobre la grandiosa otomana que usaba como mesita de
centro.
—Cuando hablé con Mars por teléfono, él comentó algo
sobre el concurso de relleno para el pavo. Leí un artículo sobre
el tema en The Miami Herald y pensé que sería más práctico
alojarme en el mismo hotel el martes por la noche. Mars y
Natasha estarían allí el miércoles y yo podría volver con ellos
a la casa de Natasha, siguiéndolos con el coche de alquiler.
Sinceramente, inspector, no entiendo qué importancia tiene
todo esto.
Asumí que yo no debía estar delante y temí que Wolf me
echara en cualquier momento, así que retrocedí lentamente
marcha atrás hacia la puerta.
—¿Conocía a Simon Greer?
Bernie se apoyó en el respaldo del sofá y, con total
serenidad, cruzó una pierna por encima de la rodilla de la otra.
—No vi a ese hombre en mi vida.
Permanecí en el umbral, sintiendo el peso de la culpa como
un martilleo en mi conciencia.
—¿Lo vio cuando estaba muerto?
—Es una pregunta bastante macabra, ¿no le parece?
—Voy a ponérselo fácil. ¿Estuvo en algún momento en la
Sala Washington?
—Supongo que es el lugar donde Simon había instalado su
puesto de mando. No, no tenía ningún motivo para ir a
buscarlo.
—¿Ni siquiera después de muerto?
—¿Qué está sugiriendo? ¿Que lo descuarticé? ¿Qué
manipulé las pruebas?
Wolf estaba dándome la espalda. Ojalá hubiera podido
verle la cara.
—La tarjeta del hotel que abría su habitación fue hallada
en la Sala Washington —anunció Wolf.
Bernie se rascó la nuca.
—¿Este es algún ridículo método de la policía
estadounidense para propiciar una confesión? Porque no está
funcionando.
«Bien jugado, Bernie. Cabrea al tío que lleva las esposas».
Lo miré aleteando las manos y sacudí la cabeza con
desesperación. A Wolf no se le pasó por alto la sonrisa de
oreja a oreja que esbozó Bernie ni el hecho de que enfocara su
mirada en mi dirección.
—Agradecería tener un poco de privacidad, Sophie —
pidió Wolf sin volverse.
Debidamente humillada, me escabullí hacia el pasillo. La
cabeza me iba a mil por hora. Resultaba evidente que Wolf no
quería que lo escuchara, pero, si me quedaba totalmente
callada, podría oírlo todo desde el pasillo sin que se enterase.
Debía hacer lo correcto y regresar a la cocina. O tal vez podía
limpiar el polvo de las fotos colgadas en el pasillo…
—¿Dónde están todos?
¡Mars! Volví corriendo sigilosamente hasta la cocina antes
de que mi exmarido me delatara. Ataviado con unos guantes
negros y una cazadora de cuero que parecía de Craig, estaba
armando un tremendo alboroto con Daisy.
—¡Qué elegante! ¿Modelito nuevo?
Se quitó los guantes.
—Todo lo que tenemos apesta a humo. No tenía ni idea de
que por sí solo el humo pudiera ser tan perjudicial.
Mochi entró como un rayo en la cocina y se subió volando
a la mesa, donde se quedó mirando a Mars. Él tiró la chaqueta
nueva al respaldo de la silla, acarició a mi gatito y se volvió
hacia la encimera de la cocina.
—Oh, ¿es este el bizcocho de arándanos rojos que me
gusta tanto?
Yo sabía captar sus indirectas. Le corté una porción y serví
dos tazas de café. Ni siquiera se sentó. Agarró un tenedor y
empezó a comer de pie.
—¿Está Bernie? Quiero pedirle prestado el coche de
alquiler.
—Wolf está interrogándolo en la terraza acristalada.
—¿Sobre qué?
—Sobre dónde estaba, qué hacía y por qué la tarjeta de su
habitación del hotel fue hallada en la sala de conferencias
donde asesinaron a Simon.
Mars dejó la taza de café.
—Están desesperados. Si tienen que interrogar a un inglés
que ni siquiera conocía a las víctimas, es que ya no saben qué
hacer.
Deseaba que Mars tuviera razón. No podía tolerar la idea
de que Bernie estuviera involucrado de alguna forma. Entre
Inglaterra, Hong Kong, Shanghái y Miami, su mundo, al igual
que el de Simon, era mucho más grande que el mío. Por
desgracia, no era tan improbable que hubiera contratado a Otis
y que estuviera en la ciudad con una intención concreta. Mars
se miró el reloj.
—No puedo quedarme mucho rato. ¿Has visto las llaves
del coche?
—¿No irás a robárselo, así como así?
—Entre Bernie y yo no se considera robo. —Mars vio la
chaqueta que Bernie había dejado en la cocina. Tomó un buen
sorbo de café, recogió la prenda y le toqueteó los bolsillos—.
¡Ajá!
—¿Qué le pasa al tuyo?
—Nada.
Se rebuscó en el bolsillo del pantalón y tiró las llaves de su
coche sobre la encimera.
—Por si Bernie necesita ir a algún sitio.
Alargó una mano para dar un último mordisco al bizcocho.
Yo aparté el plato y se lo puse delante, en plan chantaje.
—¿Qué está pasando?
—Puedo vivir sin ese último bocado y lo sabes.
—Claro que no puedes.
Corté otra porción muy fina y la añadí a su plato. Se lo
pasé por debajo de la nariz para que lo oliera, pero se lo retiré
en cuanto intentó alcanzarlo.
—Vale, pero no se lo cuentes a Wolf. No sabía que Nata
había contratado a Otis hasta que tú me lo contaste. Ella lo
comparte casi todo conmigo, pero eso se lo calló, lo cual me
preocupa. Solo hay otra cosa que nunca me contaría. Yo la
pincho para saber por qué, pero ella no me lo cuenta, y no me
había importado hasta ahora. Una vez a la semana apaga el
móvil y desaparece durante unas horas.
Le pasé el plato con el bizcocho. Comió un poco antes de
proseguir.
—Nunca me había importado hasta la fecha. Todo el
mundo necesita algo de privacidad, ¿verdad? Pero ahora que
están acosándola tengo miedo de que se haya metido en algún
lío y no sepa cómo gestionarlo. Esa tiene que ser la razón por
la que contrató a un detective privado. Eso explicaría el
insomnio y la pérdida de apetito.
Me alegraba que me lo contara, aunque no terminé de
entender del todo.
—¿Qué tiene que ver eso con el coche de Bernie?
—Voy a seguirla. A lo mejor logro identificar a su
acosador. Por lo menos averiguaré adonde va todas las
semanas. Necesito el coche de alquiler de mi amigo para que
nadie se dé cuenta de que soy yo…, al menos no enseguida.
Nos llegó el sonido de la voz de Wolf desde el pasillo.
—Tengo que irme. —Mars engulló el resto de la porción
de bizcocho—. No le digas ni una palabra a Wolf. —Agarró
los guantes y la chaqueta—. Ah, y si Andrew aparece por aquí
buscándome, tú no sabes dónde estoy.
Salió disparado al frío exterior, sin molestarse en
abrocharse bien la chaqueta. La puerta se cerró ruidosamente
segundos antes de que Wolf entrara en la cocina.
—¿Estás viéndote con alguien? —me preguntó.
Quise interpretar su pregunta como una señal de
coquetería, pero su expresión era, a todas luces, de poli
cabreado.
—Nina te ha dicho que…
—Da igual lo que haya dicho Nina. Quiero saber si sales
con alguien.
—No. —¿Se refería a Humphrey? Pensé que había
malinterpretado las palabras de mi antiguo compañero de
colegio el Día de Acción de Gracias cuando entró en la cocina
y nos encontró juntos—. Por lo visto, Humphrey imagina
ciertas cosas desde la infancia, cuando estaba enamorado de
mí, pero no significa nada.
Wolf levantó la barbilla.
—No lo desprecies tan rápido. ¿Hay alguien más? ¿Qué
pasa con Bernie?
¿Qué quería decir con eso de que no despreciara a
Humphrey?
—Bernie es un amigo de toda la vida. Fue el padrino de
Mars en nuestra boda.
Wolf se quedó mirando el fuego de la chimenea,
ensimismado.
—Tienes razón. No puedo olvidarme de Mars. ¿Qué
hicisteis después del concurso de relleno?
Me quedó claro que no estaba haciéndome todas esas
preguntas sobre mi vida amorosa con ningún interés
romántico.
—Tú deberías saberlo. Me llevaron a la comisaría para que
les entregara la ropa que llevaba puesta.
—¿Y después de eso?
—Tú estuviste aquí el Día de Acción de Gracias. ¿Es
posible que no te dieras cuenta de la cantidad de comida que
estaba servida? Me pasé toda la noche en casa preparando un
montón de platos y tartas.
—¿No saliste a cenar, ni a pedir comida para llevar, ni a
comprar algo rápido al súper?
La deriva que estaban tomando sus preguntas empezaba a
molestarme, sobre todo, porque no entendía adonde quería ir a
parar.
—Tú tienes mi coche, ¿lo recuerdas?
Se aflojó el nudo de la corbata.
—¿Hay algo que quieras decirme?
—Me gustaría saber por qué estás haciéndome todas estas
preguntas tan raras.
—Gracias por tu tiempo.
Se dirigió hacia la puerta y no esperó a que yo lo
despidiera. Adiós a la teoría de mi madre de que yo le gustaba.
Entonces caí en la cuenta. Estaba intentando averiguar quién
había enterrado el pavo en el jardín de Natasha. Podría haber
sido yo o cualquiera a quien yo le gustara lo suficiente para
hacerme un favor importante. Al fin y al cabo, hasta donde yo
sabía, era la única que recordaba haber visto el famoso trofeo
manchado de sangre. Wolf pensaba que yo lo había enterrado.
La puerta de la cocina se abrió a mis espaldas y Andrew
asomó la cabeza.
—¿Dónde está Mars?
—No lo sé. —No tuve que mentir.
—Tiene el coche fuera, debe de estar en casa.
—Ha dejado el coche aquí, pero no sé adonde ha ido.
—¡Mecachis! —Andrew entró y cerró la puerta de golpe
—. ¿Y nuestra madre? ¿Está aquí?
—Está en el salón pasando el rato con el coronel.
—Creo que iré a hacerles compañía.
Le posé una mano en el pecho para detenerlo.
—Tal vez estén iniciando una pequeña historia de amor.
No estaría bien que los interrumpieras.
—¿A su edad? Estás de guasa, ¿verdad?
—¿Te apetece un trozo de bizcocho?
Tal vez lograra distraerlo.
—Claro. —Se dejó caer en una de las butacas junto a la
chimenea—. ¿Vicki te ha contado que voy a ser detective
privado? Como lo oyes. He observado a Wolf, y no es tan
difícil. Andrew Winston, detective. Suena bastante guay. He
estado siguiendo a Mars. Él no lo sabe, así que no se lo
cuentes. Entiéndeme, lo he hecho para protegerlo, por si el
asesino vuelve a ir a por él.
Le pasé un plato con una porción de bizcocho.
—Sí que suena guay —afirmé.
Evidentemente, Mars sabía que Andrew estaba
siguiéndolo. No pude evitar preguntarme si Vicki conocería
realmente los últimos planes profesionales de su marido.
—Voy muy por delante de todos en este tema. Ya tengo el
asesinato resuelto, bueno, casi del todo, y Wolf todavía está
trabajando en el caso. Y eso que él tiene ayudantes.
Servirle el café podía esperar. Me acomodé en la otra
butaca, impaciente por escuchar su teoría.
—Soy toda oídos.
—Elemental, querida Watson. El asesino convenció a
Francie para que montara su numerito en el exterior y así
conseguir que todos abandonaran la mesa; de esa forma, él
pudo envenenar la crema de Mars. Pero tú te preguntarás: ¿por
qué querría matar a Mars? No quería. Lo que quería era
eliminarme a mí porque sé demasiado.
Tenía la sensación de que Andrew estaba inventándose
toda esa historia para entretenerse, así que me levanté y acabé
sirviéndole el café.
—¿Sabes que dicen que el asesino siempre vuelve a visitar
la escena del crimen? La mañana del Día de Acción de Gracias
fui al hotel a buscar a mi madre. Ella se había marchado de
casa de Natasha, muy cabreada, la noche antes. Sin embargo,
debido ami nueva profesión de detective privado, me pasé por
allí para inspeccionar la Sala Washington, donde Simon fue
asesinado. Estaba precintada con la cinta amarilla de la policía,
pero eso no es un impedimento para los de mi gremio. ¿Y a
quién me encontré allí? A Craig, buscando algo a escondidas.
No esperaba escuchar el nombre de Craig en la lista de
sospechosos. Estaba segura de que Andrew señalaría a
Natasha.
—¿Se lo has contado a Wolf?
Sonrió con suficiencia.
—¿Y revelar mis secretos? Ni hablar. Descubriré al
asesino cuando esté listo para anunciarlo. Se me da tan bien
esto… No me puedo creer que haya tardado tantos años en
darme cuenta de que el trabajo de detective es mi verdadera
vocación.
—¿Estás totalmente seguro de que fue Craig?
—No me cabe la menor duda. Llevaba zapatillas
deportivas y una sudadera enorme de la Universidad de
Georgetown.
Esa revelación tenía mucho sentido para mí. Craig se
marchó de mi casa a correr y estaba claro que había ido al
hotel por algún motivo. Sin embargo, la teoría de Andrew
presentaba un par de lagunas importantes.
—¿Por qué mató Craig a Simon?
—Porque… —Andrew levantó su dedo índice— todavía
no he pensado en eso.
Una omisión importante.
—Si Craig quería matarte y Mars nunca fue su objetivo,
¿por qué estás siguiendo a tu hermano?
—Por si estoy equivocado.
Me parecía que confiaba tanto como yo en su propia teoría.
No obstante, el comportamiento de Craig me inquietaba. Lavó
la ropa que llevaba puesta cuando mataron a Simon y regresó a
la escena del crimen a la mañana siguiente.
Andrew bebía café tan ensimismado que no percibió el
tenue timbre de llamada del móvil que llevaba en el bolsillo.
—Andrew. —Le di un golpecito en la rodilla—. ¿No está
sonándote el teléfono?
—¡Oh! —Lo abrió—. Hola, cariño. —Se levantó de un
salto y dejó el plato y la taza sobre la encimera—. Quédate
ahí, pero espérame fuera. —Se percibía el pánico en su voz—.
Estaré allí en un abrir y cerrar de ojos.
Cerró el móvil de golpe.
—Vicki ha salido a hacer la compra y, al volver a casa, ha
descubierto que… ¡alguien ha entrado a robar!
CAPÍTULO VEINTIDÓS
De Pregúntale a Natasha:
Querida Natasha:
Mi madre insiste en que una buena antriona siempre
ofrece un cepillo de dientes a todos sus huéspedes. ¿Los
pongo sobre las almohadas? ¿Los dejo en el baño, dentro
del paquete sin abrir? Me parece todo muy cutre, de
bazar barato. ¿Debería proporcionarles también el
dentífrico?
Hospedadora Horrorizada
en Harrisonburg
Querida Hospedadora Horrorizada:
Para cada huésped, deberías tener preparada una
elegante cestita con utensilios para el aseo. Dentro, yo
coloco toallitas de mano y manoplas de algodón egipcio
de bra larga, junto con un cepillo eléctrico sin estrenar y
en su envoltorio, además de un tubo de pasta de dientes.
Los señores reciben un frasquito de loción para después
del afeitado y a las señoras les pongo perfume. No olvides
incluir una esponja natural y una botellita de gel de ducha
perfumado.
En verano, es extremadamente considerado incluir talco.
Yo siempre añado, como presente para mis invitados, una
vela de soja con olor a magnolia y una pastilla de jabón
tallada, ambas con el color que es mi marca personal: azul
huevo de petirrojo.
Natasha
U
n momento —dije—. Te acompaño.

Seguro que a Vicki le iría bien alguien más en
quien apoyarse. Salí disparada hacia el estudio,
asomé la cabeza y dije en voz baja.
—Dadle mi entrada para el Ford’s Theater a June. Ya os lo
explicaré después.
Sin esperar una respuesta, salí pitando hacia la puerta para
alcanzar a Andrew. Cuando llegamos a su casa, Vicki estaba
sentada en la escalera de la entrada, con el cuello de su
chaqueta de lana levantado para protegerse de la ventolera.
Andrew aparcó a toda prisa y salió corriendo por el camino de
subida hacia su casa, antes de que yo hubiera conseguido
desabrocharme el cinturón. Cuando llegué hasta donde se
encontraban ambos, él estaba dándole a su mujer un abrazo de
oso.
—¿Te encuentras bien? —pregunté.
El hermano de Mars rompió el abrazo y Vicki se llevó una
mano al pecho.
—Todavía tengo el corazón desbocado, pero, por lo demás,
estoy bien. Es una suerte que se hayan marchado antes de que
yo llegara a casa. Al menos eso creo. La poli está dentro e
imagino que nos habríamos enterado si hubieran encontrado a
alguien todavía en la casa.
Los seguí a ambos hasta el interior. El precioso comedor y
el encantador salón estaban hechos un desastre. Todos los
cojines del sofá estaban tirados por el suelo y los cajones,
abiertos. Y había fragmentos de cristal de una lámpara sobre la
tarima.
—¿Señora Winston?
Me volví por pura costumbre, pero Wolf estaba llamando a
Vicki.
—¿Puede decirnos si falta algo?
—No estoy segura. Todavía no he subido al piso de arriba.
—Cuando acabemos de tomar las huellas, me gustaría que
hiciera un inventario detallado.
—Supongo que tu presencia significa que crees que todo
esto está relacionado con los asesinatos de algún modo —
aventuré.
Wolf se sacó un bolígrafo del bolsillo de la pechera.
—Durante estos días acudo personalmente a cualquier
llamada relacionada con los Winston.
Ese día había estado tan cortante conmigo que me pregunté
qué estaría pasando. ¿Es que habría hecho algo para
ofenderlo? Al principio, se había mostrado muy tierno con
Mochi. ¿Qué había pasado para que cambiara de actitud?
Deseé que se sincerase conmigo y me contara de qué se había
enterado.
—¿Eres consciente de que Natasha y Mars se han
trasladado a esta casa hoy mismo, hace solo unas horas? —
pregunté.
La noticia sorprendió a Wolf.
—¿Hay alguien más viviendo aquí?
Andrew tiró de mí mientras Vicki le respondía a Wolf.
—¿Crees que podría haber sido Craig? —me preguntó en
voz baja.
—Lo siento, pero ha salido a visitar museos con Hannah.
Creo que ella se habría dado cuenta si la hubiera dejado sola.
Andrew chasqueó los dedos.
—Debo replantearme mi teoría.
Nadie había cerrado la puerta de la casa, tal vez de forma
instintiva, por si el intruso seguía en el interior de la vivienda.
Al volverme, me encontré con Natasha en el umbral de la
puerta, con los ojos como platos, asimilando la situación.
Vicki también la vio y salió corriendo hacia ella para
explicárselo. Natasha puso expresión de pánico y partió
corriendo hacia la escalera, pero Wolf le cortó el paso.
—Todavía no. Cuando los agentes hayan terminado,
agradecería saber si le falta alguna pertenencia.
Natasha empezó a alejarse de él retrocediendo, como si
acabara de amenazarla. Sin mediar palabra, tiró de mí para
sacarme al exterior.
—Cada vez que pienso que ya nada puede ir peor en mi
vida, ocurre algo horrible como esto.
Dejó caer los hombros y sentí lástima por ella. Yo estaba
pasando por problemas similares, pero al menos no había
perdido mi casa y nadie estaba acosándome.
—Bueno, ya sabes, aprovecharán esta oportunidad para
rebuscar entre nuestras pertenencias, sin necesidad de una
orden de registro —se lamentó.
Le di una palmadita en el hombro y me pregunté qué
tendría entre sus pertenencias para estar preocupada.
—Sophie, tienes que ayudarme. La situación con June está
complicándose, y Mars se empeña en mirar hacia otro lado. Se
niega a ver que su madre está desorientada y necesita ayuda.
Su afirmación me pilló fuera de juego. Teniendo en cuenta
la magnitud del resto de los problemas que tenía Natasha,
esperaba que se hubiera olvidado de June. En cualquier caso,
yo no iba a permitir que convenciera a Mars de meter a su
madre en una residencia de ancianos.
—En mi casa se ha comportado con normalidad.
La mayoría de las personas no habla con los fantasmas de
sus hermanos, aunque esperaba que mi madre tuviera razón al
respecto. Quizá muchas personas sí lo hacían en la intimidad.
Natasha se enderezó y puso los puños en jarras.
—He hecho una parada en Nordstrom para comprar ropa,
ya que el humo del incendio provocado por June ha hecho que
no pueda ponerme nada de lo que tenía en el armario, y me la
he encontrado en la sección juvenil comprándose prendas
totalmente inapropiadas para su edad.
—¿Cómo por ejemplo?
—Como por ejemplo unos tops transparentes de encaje y
falditas con volantes.
—¿Preferirías verla vestida con telas apagadas y zapatos
ortopédicos de color negro?
—¡Se ha comprado un camisón de satén! —Se le abrieron
las aletas de la nariz cuando lo dijo.
Yo no veía la relación entre un camisón de satén y su
supuesta desconexión con la realidad.
—¿Y qué tiene eso de malo? ¿El gasto?
—¡Es una prenda sexy!
A riesgo de molestar todavía más a Natasha, no pude evitar
reírme. Gracias a la atención del coronel, June se sentía bien
consigo misma. En lugar de estar preocupada por si iba a
acabar encerrada en una residencia para viejos, June estaba
pensando en tener una aventura.
—¿Qué pasaría si fuera tu madre? ¿No pensarías lo mismo
que yo?
Me arrepentí de lo que había dicho enseguida. Natasha
siempre se mostraba muy sensible cuando hablaba de su
madre. No podían ser más distintas.
—¿Por qué me empeño siempre en creer que eres mi
amiga? Eres un caso perdido.
Se dirigió dando sonoros pisotones hacia su coche y se
marchó. Sentí una punzada de culpabilidad. Todos estábamos
de los nervios por culpa de los asesinatos y de la investigación.
En ese momento, la pobre Natasha seguramente sentía que
toda su vida se había vuelto un caos y que no había ni una sola
cosa que pudiera controlar ni encarrilar. Necesitaba ayuda.
Subí poco a poco los escalones y entré en el recibidor,
donde Wolf estaba hablando con Andrew y con Vicki. Mars
seguramente me odiaría, pero la vida de Natasha podía estar en
peligro. Jamás me habría perdonado a mí misma que alguien la
matara y no haber dicho nada para evitarlo.
—Wolf, alguien está acosando a Natasha.
—¿Cómo? —preguntaron, a coro, Vicki, Andrew y Wolf.
Mars, seguramente, no había tenido oportunidad de
hablarles, ni a su hermano ni a su cuñada, del acosador. Ellos,
más que cualquier otra persona, merecían saberlo, sobre todo
porque Natasha iba a alojarse en su casa.
—Nina y yo lo hemos visto en dos ocasiones.
—¡Eso es horrible! —Vicki se tapó la boca, aterrorizada.
Wolf se quedó mirándome con los ojos entrecerrados.
—¿Por qué no me lo habías contado antes?
—Nina te llamó. Informó a la policía la primera vez, pero
afirmó que habían pasado de ella. La segunda vez, la oí
dejándote mi mensaje.
Me di cuenta de que Wolf se sentía molesto consigo
mismo. Seguramente, había estado trabajando durante
demasiadas horas seguidas en los asesinatos y no había
prestado atención suficiente a su buzón de voz. Cuando se
alejó dando grandes zancadas, tenía las orejas rojas,
encendidas por la rabia.
Andrew inspiró con fuerza.
—Esto lo cambia todo. —Miró a Vicki—. ¿También han
desvalijado la habitación de invitados? El ladrón podría haber
estado buscando algo de Natasha.
Sin tener a Wolf allí para pararle los pies, el detective
autoproclamado subió corriendo la escalera.
—¿Seguro que estás bien? —le pregunté a Vicki.
—Solo un poco nerviosa. Me recuperaré. Gracias por
acompañar a Andrew. Aunque estoy preocupada por Natasha.
¡Un acosador! No me había contado nada sobre el tema.
—Ahora que se queda en tu casa, a lo mejor puedes hablar
con ella en privado y averiguar qué está pasando.
Ella prometió contármelo si obtenía algo de información
de Natasha. Cuando Wolf llamó a Vicki desde otra habitación,
decidí que yo no hacía más que estorbar y me despedí. Recorrí
a pie las diez manzanas hasta mi casa, feliz de tener unos
minutos a solas. Las luces de los porches de las casas iban
encendiéndose a medida que la noche caía sobre Old Town.
Cada manzana era digna de una postal de Navidad: las luces
refulgían desde el interior de las casas antiguas. Mientras iba
paseando tranquilamente hacia la manzana donde vivía, Mars
llegó en el coche de alquiler de Bernie. Esperé a que aparcase,
y fuimos caminando juntos hasta mi casa.
—¿Sabías que alguien ha entrado en casa de Andrew?
Mars fue presa del pánico.
—¿Le han hecho daño a alguien?
—Ahora vengo de allí. Todo el mundo está bien.
A pesar de mi afirmación para tranquilizarlo, llamó a
Andrew con el móvil.
—¿Qué nos está pasando? —preguntó al cerrar el teléfono
de golpe.
Daisy y Mochi exigieron nuestra atención en cuanto
abrimos la puerta de la cocina. Vestidos para la velada teatral,
mis padres y June esperaban a Hannah y a Craig en la cocina.
Bernie estaba apoyado contra la encimera, con un sándwich a
medio comer en la mano.
—Me he enterado de que tienes un admirador.
Mars abrazó a su madre. June se ruborizó.
—A lo mejor un poquito.
—¿Va a ir a la obra de teatro contigo esta noche? —
preguntó él.
—Se han agotado las entradas. Hemos intentado conseguir
una a última hora, pero no ha podido ser. —June se volvió
hacia mí—. ¿Estás segura de que no quieres ir, querida?
—Puedo ir cualquier otro día. Prefiero que vayas tú y lo
pases bien. ¿Qué te contó el coronel sobre Simon?
—No llegó a soltar prenda, ni admitió que había ido al
hotel. Sin embargo, sí que me confirmó que la preciosa joven
que perdió la pierna es su nieta. Fue una tragedia terrible. Era
monitora de escalada en verano y de esquí en invierno. Muy
atlética. Tenía pinta de haber podido ganar el concurso del
programa de Simon.
Mi padre se removió en su asiento con nerviosismo.
—Habían montado una especie de estructura encima de un
barranco tremendo, que los concursantes tenían que cruzar.
Una cuerda se rompió cuando ella subió a la estructura, por
algún motivo, la pierna se le enredó en la cuerda y le cortó la
circulación. No pudieron salvársela.
—¿El coronel culpa a Simon del accidente? —preguntó
Mars.
—Cree que el concurso fue amañado —afirmó June—. El
problema es que la cuerda desapareció, así que no hay
pruebas. Simon afirmaba que los demás concursantes
quemaron las cuerdas durante un ritual de purificación esa
misma noche. El coronel ha llevado a cabo ciertas
investigaciones para intentar demostrar que el equipo de
rodaje de Simon maquinó el accidente de su nieta.
—Pero eso es horrible. —Torcí el gesto al pensarlo—. La
chica podría haber muerto. Perder la pierna ya fue lo bastante
terrible.
—Simon jamás tuvo escrúpulos. Siempre dejaba una estela
de muerte y destrucción a su paso. No tenía honor ni decencia,
ni respeto por la vida humana. El dinero era la única
motivación para cuanto hacía. —Bernie no logró disimular la
amargura en su voz.
Por fin me atreví a formular una pregunta que me tenía
obsesionada.
—¿Crees que me invitó a salir para cabrear a Mars?
—Es posible. —Mars rio—. Pero no lo habría matado por
ti, cielo.
—Entonces, ¿qué ha pasado hoy con Natasha? —le
pregunté a Mars.
—No te lo vas a creer. Ha ido a un comedor de
beneficencia.
—Para contactar con alguien.
Hasta el momento, había intentado con todas mis fuerzas
creer que Natasha no podía haber asesinado a Simon. ¿Había
contratado a un sicario para matarlo? ¿Había contratado a Otis
para que él buscara a un asesino a sueldo por ella?
—Daba la sensación de que allí la conocían. Se puso un
delantal y empezó a servir comida. No sé qué pensar.
—A lo mejor te descubrió y te llevó hasta allí, a propósito,
para despistarte —sugirió mi padre.
—O, a lo mejor, trabaja en el comedor de beneficencia
todas las semanas cuando desaparece. Pero ¿por qué
mantenerlo en secreto?
Mars se quedó mirándonos como si tuviéramos la
respuesta.
—Está buscando a su padre —afirmó mi madre en voz
baja—. Tú eras muy pequeña, Sophie, no creo que entiendas
cuánto le afectó a Natasha. Tenía solo siete años cuando él la
abandonó. Su madre no podía pagar la hipoteca de su preciosa
casa de Elm Street, ni tampoco venderla sin la firma de su
marido. El banco ejecutó la hipoteca, y su madre alegó estar en
bancarrota. Estoy segura de que Natasha creía que su padre las
había abandonado por culpa suya, como suele pasarles a tantos
niños.
—Pero eso ocurrió hace más de treinta años… —protesté.
—¿Es que no lo entiendes? La marcha de su padre ha sido
el motor de su vida. Es la razón por la que lucha, hasta el día
de hoy, por ser tan perfecta. También es el motivo por el que
siempre ha estado compitiendo contigo.
—Venga ya, por favor…
«Con todos vosotros, mi madre: la psicóloga».
—Tú no eras competitiva por naturaleza, pero sí tenías
todo lo que a ella le faltaba: un padre, hermanos y una bonita
casa. Y la hiciste sudar tinta para ganar. Eráis buenas en las
mismas cosas. No era tu intención, pero conseguiste que
llegara un poco más arriba, que se esforzara un poco más, y,
cuando se convirtió en la que te superaba, resultó que tú
también llevabas la competitividad en la sangre.
—Eso explica muchas cosas —comentó Mars con tono
jocoso—, pero estoy con Sophie. Es difícil de creer que
todavía esté buscando a su padre, después de todos estos años.
¿Y por qué creería que iba a encontrarlo en un comedor de
beneficencia? Ese hombre podría ser multimillonario.
—Imagino que su madre no le transmitió una imagen muy
positiva de él —comentó mi madre—. Seguramente creció
creyendo que su padre era un inútil.
—¿Por qué crees que se marchó? —preguntó Mars.
—Berrysville es una ciudad pequeña; puedes imaginarte la
cantidad de chismorreos que hubo. Algunas personas creían
que ese hombre llevaba una vida paralela en otra parte. Otros
piensan que murió y que nadie conocía su identidad. Yo creo
que sentía demasiada presión.
—Yo también tendría que haberme alejado corriendo de
esa mujer tan dominante. —Mi padre puso cara de haber
chupado un limón—. No debía de ser fácil vivir con la madre
de Natasha.
Sonó el teléfono e interrumpió nuestra conversación. Me
alejé a toda prisa para contestar. La coordinadora del concurso
Relleno de rechupete me preguntó si podría participar el lunes.
El canal de televisión de Simon había decidido seguir adelante
con la competición, a pesar de lo ocurrido. Revisé mi agenda
de trabajo para asegurarme de que podía encajarlo en el
calendario. Aseguré que allí estaría y que esperaba que los
demás también pudieran participar.
—Y, como medida de precaución —me advirtió antes de
colgar—, seremos nosotros quienes proporcionemos todos los
ingredientes en esta ocasión. Lo único que debe hacer es
presentarse en la competición y preparar el relleno.
Cuando volví, Mars se iba.
—¿Por qué nunca conseguimos que esté por aquí al mismo
tiempo que Wolf? —preguntó mi madre en cuanto mi
exmarido salió por la puerta.
—¿No creerás que Mars es el asesino? —pregunté.
—Por el amor de Dios, no. Pero sí me gustaría que
espabilara un poco. Si no nota la atracción que Wolf siente por
ti, debe de tener un problema de feromonas.
¡Hasta ahí habíamos llegado!
—Mamá, Wolf está vigilándome porque soy sospechosa de
asesinato.
—Tú piensa lo que quieras. Ese inspector te mira como si
fueras un helado de nata con extra de cobertura de chocolate.
Miré a mi padre suplicando socorro.
—¿Es que no has oído la forma en que Mars ha hablado
sobre Natasha? No vamos a volver juntos, mamá.
—La niña tiene razón, Inga. Mars está muy preocupado
por Natasha.
Mi madre torció el gesto, expresando su desaprobación.
—En ese caso, mejor será que empieces a vestirte con ropa
más sexy para ese tal Wolf tuyo. Y no te iría mal usar
delineador de ojos y un pintalabios de un color más intenso.
Me encantaba tener a mi familia en casa, pero, cuando la
puerta se cerró tras ellos y reinó el silencio, sentí que la
tensión se disolvía. La obra de teatro y la cena tendrían fuera a
mis padres, a Hannah, a Craig y a June hasta más o menos las
once de la noche. Bernie se marchó al mismo tiempo que ellos,
pero no acabó de decir con claridad qué iba a hacer. No pude
evitar preguntarme si tendría una cita con la viuda de
Pulchinski.
Antes de regalarme un largo baño, pasé por el estudio para
ponerme al día con mi columna. Había recibido una avalancha
de preguntas de los lectores. Coswell me escribió para
sugerirme la creación de una página web para gestionar tal
cantidad de consultas. Me encantaba la respuesta de los
lectores a mi sección de consejos. Y, aunque me emocionaba la
perspectiva detener una web, eso tendría que esperar un par de
días hasta que mi familia regresara a su propia casa.
Dejé de pensar en mi columna al salir del estudio.
Necesitaba centrarme en los asesinatos. Habría que detener al
asesino antes de que otro de nosotros se convirtiera en su
víctima. Wolf sería muy buen inspector, sin duda, pero yo
conocía a todos mucho mejor que él. Debía estar pasándoseme
algo por alto, alguna pista imperceptible para identificar al
asesino.
Como si Daisy supiera lo que estaba pensando, subió
trotando la escalera. Mochi nos siguió a ambas. Preparé el
baño de espuma con un jabón de esencia a vainilla. Mochi se
posó en el borde de la bañera, fascinado ante la espuma
creciente que desaparecía en cuanto él la tocaba. Mientras se
llenaba la bañera, me desnudé y lancé el albornoz encima del
tocador, por si alguien regresaba de forma inesperada. Me
sumergí en el agua caliente y me concentré en los asesinatos.
Supuse que podía borrar a mis padres, a mi hermana y a
June de mi lista de sospechosos. Wolf y Humphrey también
parecían candidatos poco probables. El inspector podría haber
matado a su mujer, pero, hasta ese momento, no había
descubierto ninguna conexión entre él y las víctimas.
Humphrey parecía demasiado escuálido para perpetrar una
matanza. Podría haber contratado a Otis para seguirme y haber
matado a Simon tras pedirme para salir, pero yo no era ni tan
vanidosa ni tan estúpida para creer que nadie, ni siquiera el
colgado de Humphrey, llevara a cabo un acto tan drástico solo
por mí. No era ninguna femme fatale.
Bernie no parecía tener un móvil, a menos que estuviera
relacionado con la señora Pulchinski de alguna manera. Puesto
que vivía en el extranjero, estaba de los últimos en mi lista de
sospechosos, aunque el momento en que Bernie había
realizado su visita parecía algo más que una coincidencia, y
todavía no podía quitarme de la cabeza la imagen de él en
compañía de la señora Pulchinski. Tampoco podía
menospreciar el hecho de que había estado en casa de Natasha
la noche en que se declaró el incendio y que estaba presente
cuando Simon murió.
El coronel, por otra parte, tenía tanto el móvil como la
oportunidad de matar a Simon. Todavía no lo había
relacionado con Otis, pero se había mostrado muy interesado
en la muerte del detective privado durante la cena de Acción
de Gracias. Y Francie había sido la que denunció la presencia
de un mirón. ¿Podrían estar ambos conchabados?
Tanto Mars como Andrew odiaban a Simon. Ambos
habían estado presentes en el hotel cuando el magnate fue
asesinado. Cualquiera de ellos podría haber conocido a Otis o
haber trabajado con él. Mars me había prevenido contra Simon
el día en que lo asesinaron. ¿Había contratado él a Otis para
seguirme? Eso no tenía sentido. El Mars que yo conocía podía
ponerse furioso, pero despotricaba un poco y se tranquilizaba.
No habría matado a una mosca. ¿Habría limpiado él la escena
del crimen después de que su hermano cometiera el asesinato?
Podría haberlo hecho. Y, aunque no me imaginaba a Vicki
siendo tan irracional como para matar a Simon por la forma en
que había tratado a su marido, supuse que esa también era una
posibilidad.
Eso me llevaba hasta Natasha. Ella contrató los servicios
de Otis y se reunió en privado con Simon. Tenía tendencia a
ponerse dramática, pero el Día de Acción de Gracias se mostró
inusitadamente nerviosa al saber que Wolf cenaría con
nosotros. ¿Habría perdido su férreo autocontrol y habría
arremetido contra Simon? O bien lo había matado, o bien sabía
algo.
¿Me había dejado a alguien? A Craig. El intruso. La
persona con menos posibilidades de tener alguna relación con
cualquiera de nosotros. No obstante, siempre espiaba e
intentaba escuchar las conversaciones ajenas y, lo que era aún
más sospechoso, regresó a la escena del crimen. Hannah se
pondría furiosa si se enterara de lo que pensaba sobre Craig.
Al final, mi bailo no tuvo nada de relajante. Sin duda, el
asesino y la persona que intentó envenenar a Mars estaban
entre nosotros. Daisy me sobresaltó cuando empezó a ladrar y
bajó corriendo la escalera. Durante un instante, creí que Bernie
habría vuelto, pero mi perra se quedó en silencio, y pensé que
seguramente habría visto a Francie merodeando por el patio
trasero otra vez.
Cuando sonó el teléfono, me hundí en el agua y me planteé
si contestar o no. Mi indecisión duró más que la paciencia de
la persona que llamaba, y el teléfono dejó de sonar. Pero
volvió a empezar. Yo seguí sin molestarme en salir de la
bañera. Sin embargo, cuando sonó por tercera vez, temí lo
peor; salí del agua y me envolví con una toalla. El teléfono
dejó de sonar antes de que contestara. Estaba a punto de mirar
la identidad de la persona que llamaba cuando volvió a sonar.
Era Nina.
—Hay alguien en tu casa. Sal de ahí ahora mismo —dijo.
CAPÍTULO VEINTITRÉS
De La buena vida:
Querida Sophie:
He heredado una colección de cacerolas y sartenes de
cobre de la tía de mi marido, que está haciendo limpieza
de cosas innecesarias. Son unos objetos maravillosos, pero
nunca los uso, porque odio tener que limpiar el cobre. Mi tía
política se ofenderá si regalo la batería. ¿Alguna
sugerencia?
Cobrefóbica
en Coeburn
Querida Cobrefóbica:
Si decides usar la batería de cobre, facilítate las cosas y ten
siempre junto al fregadero un salero y una vinajera. Echa
un buen puñado de sal al estropajo, añade una gota de
vinagre y las ollas te quedarán relucientes como por arte
de magia.
Si aun así no quieres usarlas para cocinar, cuélgalas sobre
la encimera de la cocina o exponías en un estante auxiliar
decorativo para embellecer el espacio.
Sophie
F
ui presa del terror como nunca en la vida. ¿Le habría
hecho daño a Daisy el intruso? Yo seguía en el piso de
arriba. No podía salir de casa sin bajar por la escalera.
¿Dónde estaba ese tipo? ¿Habría llamado Nina a la policía?
Agarrando bien la toalla, bajé con sigilo los escalones y me
quedé escuchando a ver si oía algo. El intruso no hacía ningún
esfuerzo por ser silencioso. Lo oí arrastrando una silla por el
suelo. Bajé de puntillas la escalera, intentando recordar cuáles
eran los peldaños que crujían. Al llegar al rellano del recibidor,
me recorrió una oleada de alivio. Daisy estaba moviendo el
rabo, jadeando y perfectamente bien. Tomé en brazos a Mochi
y eché un vistazo desde la entrada del comedor. Fui presa del
pánico de forma repentina. El intruso, vestido con holgados
pantalones de chándal y sudadera grises, estaba revolviendo el
cajón de la cubertería. En realidad, ver al intruso me dejó
paralizada por el miedo. Podía quedarse con toda la cubertería
de plata que quisiera siempre y cuando no nos hiciera daño a
ninguno de nosotros.
Moviéndome furtivamente, crucé por la apertura entre el
comedor y el salón, en dirección a la puerta de entrada, para
escapar. Un tablón de madera del suelo crujió al pisarlo con un
pie descalzo, y el intruso se volvió hacia mí. Llevaba una
máscara de la sonriente chef Paula Deen. La simpática sonrisa
de Paula parecía la maligna expresión de un falso payaso.
Chillé y me abalancé hacia la puerta. Me temblaban los dedos
mientras intentaba abrirla. Pasaron unos segundos eternos,
pero la abrí de golpe, llamé a Daisy y salí corriendo al jardín
delantero.
Los aullidos de las sirenas policiales rompieron el silencio
de la noche. La piel húmeda se me puso de gallina con el
gélido aire invernal. Dos coches patrulla se detuvieron y
bloquearon la calle. Nina salió corriendo hacia mí, equipada
con un albornoz mullido y una manta gigantesca. Sostuvo a
Mochi mientras yo, agradecida, recibía el albornoz y tiraba la
toalla mojada al suelo para poner los pies encima. Al menos
era mejor que estar descalza sobre el ladrillo helado de la
acera.
Dos agentes de policía entraron corriendo en la casa. Wolf
llegó unos minutos después. Con el gesto torcido, se detuvo
para preguntarme qué había pasado.
—Esto no me gusta —refunfuñó—. Ni un pelo.
—¿Crees que podría ser la misma persona que entró en la
casa de Vicki y Andrew hace unas horas? —pregunté.
—No creo que sea una coincidencia.
Wolf y Nina me llevaron, a toda prisa, a la cocina para
hacerme entrar en calor. Me castañeteaban los dientes, en parte
por el frío, pero, sobre todo, por el pánico incontenible. Uno
de los agentes de policía uniformados nos llamó para que
fuéramos a la terraza acristalada. La puerta que daba al patio
trasero estaba entreabierta.
—Supongo que no habrás dejado la puerta abierta —quiso
saber Wolf—. ¿Alguna señal de que alguien haya forzado la
entrada?
Dio una vuelta frente a la puerta para examinar el exterior
y la cerradura.
—O bien estaba sin la llave echada, o el intruso la ha
abierto con una ganzúa.
Wolf me miró de pies a cabeza. Aunque llevaba el
albornoz que me había traído Nina, me sentía desnuda y
vulnerable. Me había recogido el pelo de cualquier manera
para el baño y todavía iba descalza. Wolf cerró la puerta y se
quedó mirando fijamente la terraza acristalada, sin decir una
palabra. Lo seguí con la mirada. Nada había cambiado desde
que había estado sentado allí mismo unas horas antes con
Bernie. Ni siquiera había llevado la bandeja a la cocina ni
retirado las tazas de café para lavarlas.
—¿El intruso era muy corpulento? —preguntó Wolf.
Me sentí estúpida. Lo único que recordaba eran los
pantalones holgados y la máscara.
—No lo sé. Me dejé llevar por el miedo.
Wolf salió de la terraza acristalada, llegó hasta el recibidor
y subió la escalera hasta el segundo piso. Nina y yo lo
seguimos.
—¿Dónde está el baño? —preguntó.
Señalé la puerta abierta. El inspector se detuvo en el
umbral y se quedó mirando las desafortunadas baldosas verdes
y negras que yo me moría por quitar. Se acuclilló para analizar
las huellas de mis pies mojados sobre las diminutas teselas que
Faye había puesto hacía décadas. Al levantarse, hundió una
mano en el agua de mi bañera. Solo en ese momento caí en la
cuenta de que no creía mi versión de los hechos.
—¿De verdad crees que me habría inventado todo esto y
habría salido corriendo a la calle, con el frío que hace esta
noche, mojada y envuelta en nada más que una toalla?
—Ya no sé qué pensar.
—No puedo creer que le haya dicho a Sophie que debería
salir contigo —intervino Nina—. No está inventándose nada,
yo lo he visto todo. Mi amiga tiene un testigo —se señaló a sí
misma con el dedo índice a la altura del cuello—: una
servidora.
Wolf cruzó los brazos sobre el pecho, y me pregunté si
sabría lo intimidatorio que parecía cuando lo hacía.
—¿Dónde estaba exactamente ese hombre cuando lo viste?
Nina echó los hombros hacia atrás y levantó la barbilla.
—Estaba cruzando la cocina. Yo estaba paseando al perro,
concretamente por la acera, y lo vi a través de la ventana
panorámica de la cocina de Sophie. ¿Te parece una descripción
lo bastante precisa?
—No cuela ni como mentira —sentenció Wolf—. Ni
siquiera tienes perro.
Mi amiga se puso roja como un tomate.
—Tengo uno de acogida. Puedes preguntárselo a Karen, la
del refugio.
Creí vislumbrar una sonrisa fugaz en el rostro de Wolf,
pero la reprimió enseguida.
—No te preocupes, así lo haré.
Le di una palmadita en el brazo a Nina.
—Cree que yo soy la asesina, cree que Bernie es el
asesino, seguramente también cree que Mars lo es. Menos mal
que no estuviste con nosotros para la cena de Acción de
Gracias; si no, también creería que tú eres la asesina.
Wolf se mantuvo impertérrito a pesar de aquella
observación mordaz.
—Tienes mucha razón. Mars no ha quedado excluido.
—Pero ¿por qué no? —Aquello era ridículo—. ¿No
creerás que se envenenó a sí mismo?
—La gente desesperada toma medidas desesperadas. ¿Qué
mejor manera de desviar las sospechas sobre su persona?
Todos sentirían pena por él y supondrían que no podía ser el
culpable.
—¡Sophie! ¡Sophie!
Un hombre me llamó gritando, angustiado, desde el pie de
la escalera.
—¿Quién es ese? —preguntó Nina.
Me encogí de hombros, y los tres salimos corriendo al
descansillo para ir a mirar. En el recibidor, a los pies de la
escalera, Humphrey estaba discutiendo como un estúpido con
uno de los agentes uniformados.
—¡Quítame las esposas, pedazo de animal!
—Wolf, dile que suelte a Humphrey.
Bajé pisando fuerte la escalera, con Wolf y Nina a la zaga.
—¿Qué haces aquí? —le pregunté.
—Resulta que pasaba por aquí y vi los coches de policía.
Como es lógico, me he preocupado. Gracias a Dios que no te
ha pasado nada.
Humphrey tiró de su camisa hacia abajo y se alisó el
abrigo.
—¿Qué ha ocurrido?
Mi amiga le tendió una mano.
—Me parece que no nos han presentado. Soy la mejor
amiga de Sophie, Nina.
Él le estrechó la mano.
—Y yo soy el novio de Sophie. ¡Oh, cómo me encanta
decirlo!
Wolf emitió un gruñido.
—Podéis fingir cuanto queráis que no os habéis visto en la
vida, pero a mí no me la dais con queso.
—Pero… —Humphrey titubeó— si no nos hemos visto en
la vida.
El inspector me lanzó una mirada de desprecio y se alejó
caminando con paso decidido. Dejé a Humphrey y a Nina en
el recibidor, y seguí a Wolf hasta la terraza acristalada. Un
tercer agente de policía debió de llegar mientras estábamos
arriba. Estaba echando un fino polvo negro sobre el picaporte
y la cerradura.
—¿Ya has pasado por el comedor? —preguntó Wolf.
—Hemos encontrado un montón de huellas. Una cuantas
muy prometedoras.
Le tiré de una manga a Wolf y me lo llevé hasta el estudio.
Encendí la lamparita del escritorio y cerré las puertas. Puse las
manos en jarra y me erguí tanto como pude siendo bajita.
—¿Qué problema tienes? Te niegas a creer todo lo que
digo. Ni siquiera crees a Nina, quien, sin duda alguna, no es
una de las sospechosas, ni al pobre Humphrey, que casi ni se
atreve a mirarte a los ojos. No podemos ser todos los asesinos.
¿Qué narices te pasa?
Wolf se quedó mirándome detenidamente y en silencio.
Me sujetó por la parte superior de los brazos, me tiró hacia él y
me besó. Fue un beso largo y sorprendentemente sensual.
Luego salió de la habitación. Me dejó ahí plantada, deseando
más. Tardé un par de segundos en recuperarme. Salí como
flotando hasta el vestíbulo.
—¿Dónde está Wolf? —les pregunté a Nina y a Humphrey.
Nina hizo un gesto señalando la puerta de entrada.
—Se ha largado.
Yo salí pitando hacia la escalera de la calle, pero las luces
traseras de su coche ya eran dos puntitos diminutos en la
noche. Los agentes uniformados salieron por detrás de mí.
—La llamaremos para informarle de los resultados —
anunció uno de ellos—. Mientras tanto, mantenga las ventanas
y puertas de la casa cerradas con el seguro y llámenos si ve
algo fuera de lo normal.
Cerré la puerta en cuanto salieron. Humphrey se secó el
sudor de la frente.
—¿Te lo puedes creer? Ese inspector se presentó de golpe
en la funeraria y asustó a todo el personal haciéndoles
preguntas sobre mí. Ahora piensan que soy una especie de
pirado.
—Siento mucho que hayas acabado metido en todo este
lío, Humphrey.
Si mi madre no lo hubiera llamado para poner celoso a
Mars, la policía no habría ido a meter las narices en su negocio
ni habría hecho ninguna pregunta. Sonrió con timidez y se le
iluminó el rostro.
—No pasa nada. Creo que la mayoría de las personas creía
que tú eras una invención mía. Cuando el inspector se presentó
en la funeraria y empezó a hacer preguntas, al menos supieron
que no me estaba inventando milongas sobre mi vida amorosa.
Nina enarcó ambas cejas de golpe y me miró con
curiosidad.
—¿Qué les has contado? —pregunté temiendo su
respuesta.
—Que nos conocíamos desde secundaria, que nos
gustábamos en secreto y que, ahora, el destino ha intercedido y
nos ha unido de nuevo, y que estamos saliendo juntos.
El destino, también conocido como «mi madre». No me
extrañó que Wolf no me creyera. Un montón de gente que yo
no había visto en mi vida le había dicho que Humphrey y yo
teníamos una relación amorosa. Humphrey se metió las llaves
del coche en el bolsillo y se quitó el abrigo. Desesperada, me
di cuenta de que pretendía quedarse un rato. Nina se iría a casa
y yo tendría que apañármelas a solas con él. ¿Por qué no
podría quedarme allí atrapada con Wolf? Por otra parte,
Humphrey era mejor que nada. No me hacía mucha gracia la
idea de quedarme sola encasa en ese momento. Cada crujido o
golpe me parecía la señal de que había entrado un intruso.
—Sophie —dijo Humphrey—, ¿conoces bien a ese tal
Bernie?
—Es un viejo amigo.
—He estado investigando un poco sobre él. Sinceramente,
no estoy muy seguro de que sea el tipo de persona a la que
deberías traer a dormir a casa.
¿Traer a dormir a casa? ¿Es que Humphrey creía que tenía
una relación sentimental con Bernie?
—No es lo que tú ere… —empecé a decir, pero me di
cuenta de que Bernie podía ser justo lo que necesitaba para
desalentar a Humphrey—. Ya se ha quedado a dormir muchas
otras veces.
—Es un poco desagradable, ¿no te parece?
Nina se quedó escuchando con expresión divertida.
—¿Estás celoso? —pregunté.
—Por el amor de Dios, no. Simplemente me preocupo por
tu bienestar. ¿Sabías que pasa las noches en el pub The Stag’s
Inn?
Nina arrugó la frente.
—¿Dónde he oído yo ese nombre hace poco?
—Lo viste en la mesa de la señora Pulchinski. Tenía un
posavasos de ese pub, The Stag’s Inn.
A Nina se le iluminó la mirada.
—Rápido, ve a cambiarte —ordenó mi amiga y cogió el
móvil.
—Haré cualquier cosa con tal de salir de la casa.
—¿A qué… a qué te refieres? ¿Vais a ir hasta allí? —
preguntó Humphrey—. Me parece muy poco recomendable.
Ese local tiene una pinta aterradora.
Salí disparada escalera arriba para cambiarme de ropa
mientras oía a Humphrey intentando disuadir a Nina.
Recordando el consejo de mi madre, saqué un mullido jersey
color verde pepino con un profundo escote por si me topaba
con Wolf. Humphrey no pondría celoso ni a un muerto, pero,
de todos modos, que yo tuviera un aspecto deseable no haría
daño a nadie. Pasada la Navidad, tendría que deshacerme de
esos kilitos de más, pero, por el momento, los pantalones con
cinturilla elástica eran lo que tocaba. Me pasé un cepillo por el
pelo, me puse un toque de pintalabios y ya estaba lista.
Bien abrigados para protegernos del aire frío, caminamos
por las antiguas aceras dejando atrás los tentadores
restaurantes y elegantes bares. Recordé las reticencias de
Humphrey cuando salimos de King Street. La calle paralela,
aunque menos bulliciosa y, en cierto sentido, más en
penumbra, evocaba la época colonial y tenía bastante encanto.
Cuatro manzanas más allá, giramos y entramos en un antiguo
callejón.
Humphrey se resistía a pasar por el callejón oscuro. Sin las
farolas de la calle, parecía un lugar sórdido. Yo había pasado
por allí a plena luz del día, no obstante, y no era tan cutre
como parecía estando iluminado solo por un par de luces de la
parte trasera de unos cuantos edificios. Aumentaba el atractivo
de The Stag’s Inn el hecho de que la única entrada al local
fuera por ese callejón.
—¿No podríamos ir a uno de esos lugares más bonitos y
limpios por los que hemos pasado antes? —preguntó
Humphrey.
—Sí que podríamos. —Lo tomé por el codo y tiré de él por
el pasaje de adoquines—. Pero entonces no obtendríamos la
información que quiero. Tú eres el que está preocupado por
Bernie. ¿No tienes curiosidad por saber qué está haciendo en
ese lugar?
Se detuvo otra vez frente al pub. Una puerta desgastada de
madera de castaño, comida por la carcoma y sujetada por
importantes goznes de hierro forjado, me recordó a la
Inglaterra medieval. Había una farola colgando de la parte
izquierda de la puerta, colocada en un gancho también de
hierro forjado de color negro, a juego con los goznes. Debido
al grueso cristal con burbujas, el farol no iluminaba gran cosa.
Como Humphrey me impacientaba por momentos, le solté
el brazo y seguí a Nina hasta el interior. Intuía que a él no le
gustaría nada tener que entrar en el pub, pero menos le
gustaría tener que esperar en el callejón sin nosotras. No había
imaginado que el interior de The Stag’s Inn estuviera más
oscuro que el exterior. Aunque muchos de los elegantes bares
y pubs de Old Town se encontraban en edificios históricos, en
la decoración de los interiores se aprovechaba la pátina de la
antigüedad con elegancia o incluso para modernizar el
ambiente. No obstante, los dueños de The Stag’s Inn no habían
optado por ninguna de esas dos opciones.
El local tenía un techo bajo, visiblemente soportado por
pesadas vigas, lo que le confería cierto aire medieval. De
haber contado con mejor iluminación, el local podría haber
tenido algo de encanto. Me recordó a la época en la que el
humo generaba una suerte de neblina en los bares y me
pregunté si pretenderían crear esa atmósfera antigua o si
tendrían el sistema eléctrico desactualizado y temían enchufar
algo más para iluminar el lugar.
Había una hilera de mesas pegadas a la pared derecha y
una enorme barra que se extendía hasta la pared izquierda, a
una distancia considerable. El barman y un nutrido número de
parroquianos se volvieron para darnos un buen repaso cuando
entramos. Me sentí como si hubiéramos penetrado por una
especie de portal, a través del cual nos habíamos
teletransportado a otras tierras.
—Será mejor que esto valga la pena —masculló incluso la
valiente Nina.
Encontramos una mesa libre al fondo, debajo de unas
baldas decoradas con botellines de cerveza de distintas marcas
británicas. Mientras nos quitábamos el abrigo, Humphrey nos
rogaba que nos marcháramos. La verdad era que la clientela de
The Stag’s Inn no difería mucho de todas las personas que
ocupaban los bares con más clase de King Street. Seguramente
no eran de los que recibían una invitación a la Casa Blanca
para ir a cenar, pero, en cualquier caso, tampoco la recibía yo.
Un fornido camarero que, sin ningún problema, podría
haber levantado a peso a cualquiera de nosotras dos, o a los
tres a la vez, para sacarnos por la puerta, nos tomó nota. Nina
y yo nos decidimos por una cerveza rubia Whitbread India.
Humphrey pidió una infusión de manzanilla, pero yo le di una
patadita. El fornido camarero no regresó. En su lugar acudió
un hombre con barba de una semana que nos plantó tres jarras
de Whitbread en la mesa. Retiró una silla, la puso con el
respaldo hacia adelante y se sentó a horcajadas.
—Chicas, ¿sois nuevas en la ciudad? —preguntó
ignorando a Humphrey.
Nina se las podía apañar con ese tío. Yo me levanté para
llevar a cabo mi investigación, pero Humphrey me agarró por
la manga del jersey.
—¿Adónde vas?
Estaba segura de que había un lugar adonde no me
seguiría.
—Al aseo de señoras.
Entonces me soltó.
—Te voy a cronometrar. Si no vuelves pronto, tiraré la
puerta abajo.
No creí que eso fuera necesario. Me acerqué
tranquilamente hacia la barra intentando parecer
despreocupada. El barman me plantó un posavasos delante.
—Estoy buscando a un inglés que se llama Bernie.
No pareció molesto por mi pregunta.
—Esta noche no lo he visto —respondió con acento
británico—. Harold, ¿has visto a Bernie?
Oí que alguien le respondía que no, pero el barman sí que
tuvo la amabilidad de hablarme.
—Todavía no ha llegado.
Dos taburetes más allá, en la misma barra, una mujer se
volvió en mi dirección.
—¿Qué quieres de Bernie? Ya está con una chica si es que
lo buscas para eso.
La mujer no hablaba con acento británico. Intuí que era del
sur profundo de Estados Unidos, de Luisiana tal vez. En
comparación con su exiguo vestido, mi jersey sexy parecía
adecuado para asistir a la catequesis.
—Cierra el pico, Brandee.
No estaba segura de quién había dicho eso, hasta que ella
le dio un amigable palmetazo en el brazo al hombre que tenía
al lado. Él habló dándome la espalda, encorvado hacia
adelante, con los codos apoyados sobre la barra.
—No le hagas ni caso, le va detrás a Bernie desde que él
llegó a la ciudad.
Sin duda alguna, por su acento, el tipo era británico.
—¿Sabes cuándo llegó?
El barman entrecerró los ojos.
—A Otis lo mataron el martes. Creo que Bernie se
presentó por aquí el viernes. No lleva mucho tiempo en
Alexandria.
—¿Conocías a Otis? —pregunté.
—Claro. Todos los clientes habituales conocían a Otis.
El barman estaba limpiando un vaso.
—¿Quién… quién crees que lo mató?
El inglés que me daba la espalda se volvió para mirarme
directamente.
—¿Eres poli?
Una poli no habría cometido la estupidez de hacer una
pregunta tan directa.
—No, soy amiga de Bernie.
—Una amiga de Bernie que conocía a Otis. —Se rascó una
patilla que era clavadita a las de Elvis Presley—. ¿Conocías
bien a Otis?
La mujer del escotazo soltó una risita nerviosa.
—Esta no es su tipo.
—Solo de vista —respondí.
Al inglés se le salió la cerveza por la nariz. Se secó la cara
con la manga.
—Está claro que conoces a Bernie, eso es lo mismo que
dijo él sobre Simon Greer.
Un frío gélido me recorrió la espalda.
—¿Qué dijo exactamente Bernie sobre Simon?
—Que en realidad no lo conocía, y eso es una paparrucha.
CAPÍTULO VEINTICUATRO
De Pregúntale a Natasha:
Querida Natasha:
Cuando los amigos de mi marido vienen a casa para ver el
fútbol, nuestra sala de cine queda hecha un vertedero en
cuestión de minutos. Y a mí me entran ganas de tirarme de
los pelos. ¿Cómo puedo conseguir que los chicos recojan
todo el desastre que dejan?
Tecnofán
en Toms Brook
Querida Tecnofán:
Prohíbe las latas de cerveza. Compra jarras de cristal de
Pilsner y sírveles tú misma la primera ronda. No permitas
que entren a la sala de cine con bolsas ni recipientes de
plástico procedentes de la cocina. Sirve las patatas chips
en cuencos de plata y salsas para dipear en alcachofas
ahuecadas o volovanes. Si los sorprendes con canapés
elegantes servidos en bonitas bandejas, se lo pasarán
genial, y tú serás la antriona que siempre recordarán.
Natasha
N
o estaba del todo segura del significado exacto de
«paparrucha», pero supuse que el tipo inglés no se
había tragado lo de que Bernie no conociera a Simon.
—¿Por qué es una paparrucha?
—Todo el mundo sabe que el padrastro de Bernie se
suicidó. Me quedé de piedra. Bernie jamás me había hablado
de eso, ni por asomo.
—Debes de conocer muy bien a Bernie.
—No te creas. Su padrastro era un caballero muy
respetado. Las circunstancias de su muerte fueron un hecho
muy conocido en determinados círculos.
Tomó un nuevo trago de cerveza.
—¿Qué circunstancias?
—Uno de la competencia lo llevó a la ruina. Un tipo de
ética cuestionable que usó prácticas comerciales ilegales para
hacer morder el polvo al padrastro de Bernie. El hombre lo
perdió todo. Su mansión en el campo y el terreno que había
pertenecido a su familia durante generaciones. Se quedó sin
nada y se quitó la vida por culpa de un joven empresario
llamado Simon Greer, el muy bastardo.
Por fin entendí el impactante resultado de su triste relato.
Bernie culpaba a Simon de la muerte de su padrastro.
—¿Estás insinuando que Bernie mató a Simon para darle
una lección?
—Eso es mucho suponer, pero no le creo cuando dice que
no conoció a Simon.
Humphrey me agarró por la parte superior del brazo con
tanta fuerza que sus delgados dedos me parecieron garras.
—¿Qué estás haciendo?
—¿Cómo?
Yo seguía intentando procesar la nueva información sobre
Bernie. En parte me sentía horrible por la tragedia de la muerte
de su padrastro, pero, al mismo tiempo, ya sabía que Bernie
tenía un móvil. Y yo que estaba tan segura de que él no estaba
implicado… Le di las gracias al tipo inglés y volví, medio
tambaleante, a la mesa donde Nina hablaba animadamente con
un joven que lucía un peinado estilo mohicano. El chico se
alejó dando grandes zancadas antes de que yo llegara a
sentarme. Humphrey no se molestó en tomar asiento.
—Creo que deberíamos irnos. Ese último tipo era…
Bueno, no querría volver a verlo hasta que necesitara mis
servicios.
—De ninguna manera —protestó Nina—. La muerte de
Otis desencadenó la secuencia de acontecimientos. Si alguno
de los presentes sabe algo sobre sus clientes o su negocio,
tenemos que oírlo. Ese tipo del que te has asustado ha ido a
buscar a alguien que lo sabe todo sobre Otis para que hable
con nosotros.
Humphrey se sentó a mi lado, a regañadientes.
—Después de hablar con ese tipo, nos vamos a casa.
Me preparé para conocer a un personaje repugnante. Sin
embargo, no había preparación suficiente para el hombre que
avanzaba con paso tranquilo hacia nosotros. Otros
parroquianos lo saludaron dando voces y dedicándole
comentarios mordaces. El hombre del pelo tipo fregona y
sonrisa de medio lado colocó la silla que quedaba libre con el
respaldo hacia adelante.
—Sophie, Sophie, Sophie… —dijo—, ¿qué crees que estás
haciendo?
Sentía el bombeo de la sangre en la cabeza. ¿Cómo podía
ser Bernie el experto local en Otis? ¿Cómo era posible que
conociera a todas esas personas? No me extrañaba que Wolf lo
hubiera interrogado. Se me cayó el alma a los pies. Era
imposible que el mejor amigo de Mars lo hubiera envenenado.
¿Mars sospechaba que Bernie había matado a Simon? Debía
de saber lo de su padrastro. ¿Me habría contado mi exmarido
lo de sus sospechas? A lo mejor esa era la razón por la que
Mars se había llevado el coche de Bernie. ¿Podría la historia
sobre Natasha y el comedor de beneficencia haber sido una
estrategia de distracción? ¿Le habría cogido el coche prestado
a su amigo para ver si podía encontrar pistas en su interior?
—Bernie —bisbiseé—, ¿qué estás haciendo aquí?
—Lo mismo que tú, imagino. Recabando información
sobre Otis.
Quería creerle. Deseaba con toda mi alma creer que sus
motivos para estar allí eran sinceros y que de verdad quería
ayudarnos a encontrar al asesino, pero no podía dejar de
pensar en el hecho de que lo habíamos visto con la viuda de
Pulchinski. Me quedé mirándolo a la cara, rogando para
conseguir adivinar sus intenciones y saber si eran buenas o
malas. Nina fue directa al grano.
—¿Qué has averiguado?
Bernie se volvió y levantó la mano para señalar a un
hombre que estaba en la barra. Era de estatura media, calvo,
con las cejas pobladas y tan musculoso que me habría gustado
tenerlo de mi parte en una pelea. Se acercó como dando un
paseo, con una jarra gigantesca de cerveza en ristre.
—Ambrose —dijo Bernie—, cuéntales a mis amigos qué
te dijo Otis.
Ambrose se sentó. Pegó un buen trago de cerveza y apoyó
la jarra en la mesa, sin soltar el mango.
—¿Esh qué?
No supe decir si estaba muy borracho; no se había
tambaleado en el trayecto desde la barra hasta la mesa, pero,
teniendo en cuenta sus problemas de dicción, me pregunté si
nos daría una versión muy precisa.
—Todo.
Esa sencilla palabra hizo mucho por redimir a Bernie. Tal
vez estuviera confiando en un borracho para recibir
información, pero al menos no pretendía ocultárnosla. ¿O le
habría pagado al tipo beodo para mentir?
—Le dije a ese idiota de Kenner que Otis estaba
acostándose con la mujer de Wolf.
—¿La mujer que desapareció? —pregunté.
—¡Sí, tío! —exclamó Ambrose, sin duda encantado
consigo mismo—. Y yo le conté a Wolf que el tío político ese
quería que siguieran a su exmujer.
—¿Algo de todo eso es cierto? —preguntó Humphrey con
desconfianza.
—Lo de la mujer de Wolf no.
Bernie presionó a Ambrose.
—Y ahora diles lo que Otis te contó de verdad.
—Dijo que sabía que ser detective privado valdría la pena
algún día y que la suerte estaba a punto de sonreírle. Y esa
noche nos invitó a todos los chicos a una ronda.
Me recosté en el asiento molesta. Eso no significaba nada.
—¿Y qué más?
Bernie alargó una mano y tomó un sorbo de mi cerveza.
—Y que cuanto más importante y más rico fuera el cliente,
más le pagarían para que no aireara sus trapos sucios.
Me crucé de brazos y agradecí a mi buena suerte no haber
pagado por esa asombrosa información secreta. Hasta el
momento, de lo único de lo que me había enterado era de que
Wolf tenía un motivo más para dudar de mi inocencia.
Seguramente creía que Mars era «el tío político ese» que había
hecho que siguieran a su mujer y que yo había matado a Otis
para evitar que desvelara algún oscuro secreto que había
descubierto.
No soy muy buena jugadora de póquer. O se me notaba en
la cara lo poco impresionada que estaba, o Bernie era capaz de
leerme el pensamiento.
—Cuéntales lo del gato —ordenó.
Ambrose rio con disimulo.
—Ah, sí. Su mujer tenía un gatito del que no podía
deshacerse y estaba volviéndola loca. Ella había estado
insistiéndole a Otis para que lo ahogara en el estanque, pero el
viejo detective le tenía cariño al minino. Le dijo que había
encontrado a una señora que le proporcionaría un buen hogar,
pero que ella todavía no lo sabía.
—¿Yo era su objetivo? ¿Quería que yo me quedara a
Mochi? ¿Por qué? Si no me conocía…
Bernie me lanzó una mirada petulante. Ambrose se quedó
mirando el interior de la jarra de cerveza vacía como si
estuviera buscando la última gota.
—El viejo Otis sabía un montón sobre personas que no lo
conocían. Lo suyo se le daba bien. Únicamente se lamentaba
de haber tardado tanto en descubrir cómo ganar una pasta
gansa con eso.
—¡Oh, no!
Humphrey me dio una patada por debajo de la mesa e hizo
un gesto con la cabeza. Yo levanté la vista. Wolf venía
directamente hacia nosotros.
—Sophie —dijo con su característica sonrisa fría—,
necesito hablar un momento contigo, por favor.
Como una adolescente de instituto en su primer baile, le
hice un sitio en la mesa e imaginé que a lo mejor me haría
acurrucarme junto a él para darme otro beso. No logré reprimir
una sonrisa y me alegré de haberle hecho caso a mi madre y
llevar mi jersey sexy. Wolf me condujo hasta el exterior del
pub.
—Quiero disculparme por mi comportamiento.
Su disculpa me robó el corazón. Se había dado cuenta de
que había sido brusco y arisco. Admiraba a los hombres
capaces de reconocer sus debilidades y que sabían cuándo
pedir disculpas. Di un paso para acercarme a él y estaba a
punto de posarle una mano en el abrigo, cuando…
—Jamás debí besarte —soltó—. Fue un gesto
imperdonable y nada profesional.
Ahí se acababa nuestra historia. Ni siquiera mi jersey sexy
había cambiado las cosas. Me consolé a mí misma pensando
que a lo mejor sí que había matado a su mujer.
—Hay un par de cosas que debería decirte. Debería
haberlo hecho antes, pero me marché demasiado rápido.
Una brisa gélida me traspasó por la tela del jersey. A pesar
de que era evidente que no se sentía atraído por mí, yo tenía el
corazón desbocado. Temía lo que pudiera decirme.
—Seguramente tenías razón al pensar que el trofeo en
forma de pavo fue el arma homicida. Encontramos rastros de
sangre en la cola, como habías dicho, y, según el forense, eso
explicaría la herida de Simon en el cuello.
Me erguí un poco más. Por fin me daba la razón en algo,
aunque fuera una nimiedad, y me sentó bien. Al menos sabía
que no me lo había inventado.
—¿Qué pasa con lo de la crema? —pregunté.
—Encontramos veneno solo en un cuenco. Eso no te libra
de las sospechas, pero tampoco te inculpa.
—Wolf, he estado pensando en las manchas de sangre. Nos
interrogaste a todos enseguida. Si uno de nosotros hubiera sido
el asesino, ¿no debería haber tenido salpicaduras de sangre en
la ropa?
El inspector echó la cabeza hacia atrás de golpe. Por lo
visto, mi pregunta lo había sorprendido.
—Siempre te subestimo, Sophie. Es frecuente que no haya
salpicaduras de sangre en los casos en que la víctima es
asesinada de un solo golpe en la cabeza. Eso es lo que creemos
que le hicieron a Simon.
Sin embargo, yo no conocía ese dato y, seguramente, el
asesino tampoco. Tal vez se había puesto una prenda de color
oscuro y había salido corriendo a lavarla… por si acaso.
—Hemos sido un poco lentos procesando todos los datos
por las fechas festivas en las que estamos. Estoy seguro de que
empezarán a analizar tus prendas la semana que viene.
Me había olvidado por completo de mi ropa.
—¿Qué pasa con mi coche? Mis padres volverán pronto a
su casa y yo necesito un medio de transporte para ir a trabajar.
—Será mejor que alquiles uno. Dudo que te lo devuelvan
hasta que hayan detenido al culpable. —Miró con
detenimiento la puerta del pub y dijo en voz baja—: Y eso
puede tardar un tiempo. ¿Qué pintas en este lugar?
—Estoy haciendo unas cuantas preguntas.
—Sospecha de todos y no confíes en nadie —sentenció
Wolf.
—Esa es una actitud horrible. Tus sospechosos son mi
familia y mis amigos. No pienso arremeter contra ellos.
Wolf flexionó los dedos mientras pensaba.
—Sophie, esto sería mucho más fácil si me contaras lo que
estás ocultando.
Ya estaba con la misma cantinela de siempre.
—No tengo ningún secreto. Créeme, Mars no contrató a
Otis para que me siguiera y yo no tengo una relación
sentimental con Humphrey.
—Mira, Sophie, he visto las grabaciones de la tienda de
alimentación…
—Entonces ya sabes que no hice nada.
Se quedó mirándome en silencio antes de hablar.
—Sé que Otis se acercó a ti en el aparcamiento y que tú le
hiciste unos gestos con las manos y que luego saliste corriendo
para entrar en la tienda.
—Porque él intentaba endilgarme a Mochi.
—Y sé que, cuando saliste, te quedaste mirando por todo
el aparcamiento, como si estuvieras buscándolo.
—Por Mochi. Cambié de opinión mientras compraba.
Quería llevárselo a Nina para asegurarme de que el gatito
acababa en una buena casa.
—Eso no es lo que parece en las grabaciones.
Aquello resultaba ridículo.
—No puedo hacer nada para cambiarlo. ¿Y qué pasa con
las imágenes de la parte trasera de la tienda? ¿No se ve al
asesino en ellas?
—En la parte trasera de la tienda no hay cámaras. Lo único
que sabemos es que escapaste de Otis y que lo buscaste con
nerviosismo al marcharte. ¿Te amenazó?
—Solo con darme un gatito.
Abrí de golpe la puerta y me alejé dando grandes zancadas.
No tenía sentido seguir soportando toda esa sarta de tonterías.
Era evidente que Wolf no quería creerme. Me pregunté si
habría hablado demasiado. No podía incriminarme a mí misma
porque no había hecho nada, pero Mars y mi padre
seguramente tenían razón al aconsejarme que contratase a un
abogado. Tendría que haberlo hecho desde un principio.
Quería colaborar con Wolf porque me parecía atractivo.
Menuda idiotez por mi parte.
—Vamos —les dije a Nina y a Humphrey, al tiempo que
recogía mi abrigo y me lo ponía.
Humphrey se levantó de un salto.
—¿Ha sido muy duro contigo? ¿Estás bien? Debería de
haberte acompañado.
No tenía paciencia para soportarlo en ese momento. Estaba
de los nervios, en parte por la decepción con Wolf y en parte
porque esperaba que las grabaciones me libraran de toda
sospecha y confirmaran mi versión. Ignoré a Humphrey y me
abrí paso a codazos entre los clientes del abarrotado pub. Wolf
estaba mirándome, pero me daba igual. Lo aparté y salí
disparada por la puerta. Ya en la calle, inspiré el aire frío y me
quedé esperando a Nina y a Humphrey. No tardaron mucho en
salir.
—Nos hemos parado para decirle a Bernie que nos vamos
—informó Nina.
Me fui tranquilizando durante el camino de regreso a casa.
A medida que nos acercábamos a nuestro destino, me di
cuenta de que debería haberle preguntado a Humphrey dónde
había aparcado para poder acompañarlo hasta el coche y no
tener que ser falsamente educada e invitarlo a entrar en casa.
Quizá no fuera demasiado tarde para intentarlo. Me detuve en
la acera de enfrente de mi casa y estaba a punto de dirigirme a
Humphrey, cuando Nina habló entre susurros.
—El acosador. Está entre los matorrales, enfrente de tu
casa.
CAPÍTULO VEINTICINCO
De Natasha en directo:
En verano, me encanta recoger, de mi jardín, frambuesas
frescas y otras frutas, como melocotones y grosellas
negras, para preparar licores. Es sorprendentemente fácil
elaborarlo usando fruta, azúcar y vodka. El licor necesita
macerarse durante un par de meses para que pueda ir
tomando sabor, lo que supone que estará listo justo a
tiempo para las frías noches de invierno. Está delicioso
sobre una bola de helado casero o servido, sin nada más,
en un elegante vaso. Añade un lazo festivo a la botella y lo
convertirás en un regalo único y muy especial.
N
o estaba de humor para soportar más esas tonterías.
Sin embargo, lo último que me apetecía en ese
momento era llamar a la policía y tener que aguantar
otra vez a Wolf.
El farol de la entrada de mi casa iluminaba lo suficiente los
arbustos para detectar el movimiento entre las ramas. Si yo
gritaba, la persona que andaba merodeando se asustaría, sin
duda, y saldría huyendo.
—¿Qué hacemos? —les pregunté en voz baja a Humphrey
y a Nina.
Mi amiga abrió el móvil de golpe. Se lo quité y lo cerré.
—Tenemos que averiguar de quién se trata. Nina, tú
bloquéale el paso por la derecha. Humphrey… —dudaba que
él fuera capaz de detener siquiera a un insecto, pero era todo lo
que tenía—, tú encárgate de la izquierda. Yo fingiré que os doy
las buenas noches y me despido, e iré directamente hacia la
puerta.
—¿Estás loca? —me preguntó Humphrey en un tono
susurrante y más agudo de lo que habría creído posible.
No le permití discutírmelo. Proyectando la voz, dije bien
alto:
—Buenas noches, nos vemos mañana, y caminé hacia la
puerta de mi casa. Con la mirada puesta en los arbustos,
intenté mantener la cabeza erguida para que el sujeto oculto no
sospechara que íbamos a por él. Cuando ya casi había llegado
hasta la escalera de la entrada, Mars salió de pronto de entre
las sombras.
—¿Es que quieres matarme del susto? —El corazón casi se
me salió por la boca—. ¿Qué haces merodeando alrededor de
la casa?
—No estaba seguro de quién te acompañaba ni de quién se
encontraba en casa. Hola, Nina. Tenemos que hablar, Soph…
Humphrey cargó por la izquierda, como un borrón
paliducho, y placó a Mars sujetándolo por las rodillas. Mi
exmarido cayó de bruces al suelo.
—¡Suéltalo, Humphrey! ¡Es Mars! No pasa nada —grité.
Fui incapaz de distinguir cuál de los dos gemía con más
intensidad. Nina los ayudó a levantarse. Humphrey se frotaba
el hombro, aunque se esforzó por esbozar una sonrisa.
—Siempre quise ser un héroe del fútbol americano.
—Necesito una copa —protestó Mars.
—Yo debería marcharme. —Humphrey se sacudió la ropa
—. Ha sido una noche de lo más emocionante.
Se inclinó hacia mí para darme un beso. Yo le hice la
cobra. Metí la llave en la cerradura y la giré.
—Gracias por habernos acompañado, Humphrey.
Mars entró tambaleante en casa. Era la tercera vez que se
pasaba por allí en el mismo día. ¿De verdad necesitaba hablar
o era una excusa para volver a verme?
—Creo que todo el mundo sigue fuera.
Le hice un gesto febril a Nina para que entrara. Ella siguió
a Mars a toda prisa y yo me di cuenta de que estaba encantada
de sentirse incluida. Cuando cerré la puerta, Humphrey ya se
dirigía renqueante hacia la calle. Mars nos esperaba a Nina y a
mí en la cocina.
—Sentaos.
Dejamos los abrigos colgados en el respaldo de una silla,
antes de tomar asiento en la mesa de la cocina. Mars se bajó la
cremallera de su chaqueta nueva de cuero, colocó un paquete
envuelto con sencillo papel marrón de embalar sobre la mesa y
luego plantó una fotografía encima. La imagen, ampliada en
papel con brillo, mostraba a Clyde, el chófer y guardaespaldas
de Simon. Estaba de pie, como si nada, con una mano en la
cadera, y lucía una sonrisa abochornada, como si le pareciera
una tontería posar para una foto.
—Qué lástima que sea tan desagradable, porque no está
nada mal —comentó Nina.
Mars se quedó mirándola.
—La he encontrado en el maletín de Natasha.
—¿Estabas registrándoselo? —preguntó Nina.
—Sí, estaba registrándoselo. Alguien está acosándola,
alguien me ha envenenado, y ella contrató a Otis para Dios
sabe qué. —Hizo una pausa y añadió entre susurros—: Tenía
miedo de que Nata tuviera un lío con alguien.
—¿Y crees que esta foto lo confirma? —pregunté.
Mars empezó a dar vueltas por la cocina.
—¿Y qué otra cosa puedo pensar? Es una prueba bastante
incriminatoria, ¿no te parece?
—Bueno, pues Nata tenía esta foto. ¿Y qué? No es un
desnudo frontal ni nada por el estilo. —Nina se volvió de
golpe—. ¿Dónde la hicieron? A mí me parece el monumento a
la memoria de Jefferson.
Volví a mirarla con detenimiento. El edificio circular que
se veía de fondo no dejaba lugar a dudas.
—Además, es bastante reciente. Clyde va vestido de otoño.
Mars abrió el puño y puso la palma de la mano hacia
arriba.
—¿Qué hago ahora? ¿Se lo echo en cara? ¿La dejo? —
Hizo una pausa y se agarró al respaldo de una silla—. ¿Finjo
que no ha pasado nada y sigo adelante con nuestra vida?
Le di la vuelta a la foto, pero la parte trasera estaba en
blanco, como la de cualquier revelado fotográfico.
—¿Podría Natasha haber sacado esta foto?
Nina y yo nos inclinamos para ver mejor la imagen.
—Yo no veo ningún reflejo. —Mi amiga torció la boca con
gesto de duda—. Esta imagen no tiene nada de incriminatoria.
Mars, lo mires como lo mires, esta foto, por sí sola, no
demuestra que Nata tenga un lío.
Tal vez la fotografía de Clyde no demostrara que Natasha
estuviera engañando a Mars, pero me obligaba a replantearme
su implicación en los asesinatos. Yo había estado totalmente
convencida de que ella no podía ser la asesina, incluso en ese
momento en que las circunstancias la señalaban. Sin embargo,
esa foto tenía algo que hizo que me saltaran las alarmas. ¿Por
qué tendría una instantánea de Clyde si no estaban liados?
Calculé que él tendría apenas unos cuarenta años, cinco más o
cinco menos. Era imposible que fuera el padre que Natasha
estaba buscando, tal como me había contado mi madre.
—Vosotros dos sois lo que no hay —comentó Nina entre
risas—. ¿Cuántos hombres acudirían a su exmujer si
sospecharan que su novia está engañándoles?
Mars lanzó un suspiro.
—Estamos divorciados, Nina, no peleados.
—¿Qué hay en ese paquete? —preguntó Nina.
—No protestes, Sophie, la necesitas —advirtió Mars—.
También le he comprado una a Nata.
Desenvolví el papel marrón y me encontré una pistola
Taser.
—No son fáciles de comprar, pero un cliente me ha hecho
el favor. Es como una pistola de fogueo. No puede matar a un
adulto, pero sí incapacitarlo el tiempo suficiente para escapar.
Nina soltó un gritito.
—Yo también quiero una. Te la pagaré. ¿Puedes
conseguirme una?
No me gustaban las pistolas, pero hacía tiempo que había
decidido que debía llevar un espray de gas pimienta en el
coche, ya que solía llegar a casa muy tarde por las noches
después de algunos eventos. Esa Taser era un nuevo paso más
hacia la pistola.
—Claro. Creo que mi proveedor puede conseguir una más.
Quiero que la lleves encima, Sophie. Tus padres volverán
pronto a su casa y tú estarás aquí sola. No sé a qué nos
enfrentamos, pero están ocurriendo cosas raras en tu entorno y
en el de Nata. Sabía que ninguna de las dos querríais un arma
de fuego. Esta es la mejor alternativa que se me ha ocurrido.
A renglón seguido, la puerta de entrada se abrió y una
corriente gélida llegó hasta la cocina. A juzgar por su animada
cháchara, los que habían ido al teatro habían disfrutado de la
velada. Mars retiró la foto de golpe de encima de la mesa y se
la escondió en la chaqueta.
—No se lo cuentes a mi madre. Tal como están las cosas,
ya odia a Nata.
Miré en dirección al vestíbulo para asegurarme de que
June no estuviera oyéndonos.
—Natasha está presionando para meterla en una residencia
de ancianos.
Mars no pudo poner una expresión más triste.
—No para de decirme que mi madre ya no puede vivir
sola. Que quemará su propia casa si no la encerramos en un
asilo.
—¿Supongo que no se podría ir a vivir contigo y con
Nata? —pregunté medio en broma.
Se puso pálido.
—No podría soportarlas a las dos metidas en la misma
casa. ¿No crees que ya ha habido suficientes asesinatos?
Venga, Nina. Te acompañaré a la calle para asegurarme de que
Humphrey no se te tira encima.
Mars hizo una pausa para pellizcar a June en la mejilla
antes de salir con mi amiga.
Mientras los que habían ido al teatro se cambiaban de ropa,
yo eché vino tinto y especias en una cacerola para servirles
una bebida que les hiciera entrar en calor. Sobre una hoja de
papel para horno, coloqué rebanadas de pan rústico italiano y
las metí en el horno para preparar una bruschetta rápida de
judías negras. Como intuía que a June se le antojarían mis
galletas con pepitas de chocolate, preparé una bandeja con la
masa que tenía siempre guardada en el congelador. Bernie
llegó a casa a tiempo de compartir nuestra recena junto al
centelleante fuego de la chimenea de la cocina. Mientras los
demás hablaban sobre la obra de teatro, pensé en Bernie, en su
padrastro y en la señora Pulchinski.
El viejo amigo de Mars escuchaba la conversación, con la
expresión tan animada como si hubiera estado en el teatro. Se
volvió hacia mí con su mirada de ojos azules y me pilló
observándolo; en lugar de desviar la mirada, me dedicó una
sonrisa deslumbrante. Yo quería creer que alguien con un
encanto tan natural no podía matar a nadie de ninguna de las
maneras. Por supuesto, eso no era cierto. Cuando nos fuimos
todos a dormir, había llegado a la conclusión de que no tenía
por qué preocuparme. Si Bernie hubiera querido matarnos a
alguno de nosotros, ya había tenido un montón de
oportunidades.
Me desperté con el golpeteo atronador de la aldaba de la
puerta de entrada. Daisy gimoteó y me golpeó con una pata, y
Mochi se asomó por los pies de mi cama alarmado. Quien
fuera que estuviera aporreando la puerta estaba haciéndolo con
tanta fuerza que debía de estar intentando despertarnos por
algún motivo. Eché un vistazo al reloj: las dos y media de la
madrugada. No me molesté en ponerme el albornoz y corrí
escalera abajo con mi pijama de franela de mujer soltera. La
persona que estaba en el exterior volvió a intentarlo.
Bernie emergió del estudio, bostezando, y solo con los
pantalones de chándal. Oí un murmullo a mis espaldas y,
cuando me volví para echar un vistazo, descubrí que la
persona que llamaba había despertado a todo el mundo. Mis
padres, Craig, Hannah y June me miraban desde el descansillo
del segundo piso.
Quité el seguro de la puerta y la abrí de golpe temiendo
que el asesino hubiera vuelto a actuar y alguien necesitara
ayuda. Una rubia oxigenada, demasiado maquillada, entró en
la casa y tiró un brillante impermeable de color violeta al suelo
del recibidor. Adoptó una pose seductora con sus medias
negras sujetas con ligas y una lencería que no dejaba nada a la
imaginación; se atusó la larga melena de finos cabellos para
que le cayera sobre los hombros.
—¿Cuál de vosotros es el coronel? —preguntó mirando a
Bernie.
—¡El coronel! —gritó June con tono de desesperación.
—Me temo que te has equivocado de casa. —Recogí su
impermeable y se lo entregué.
—No, no me he equivocado. —Alargó la mano para coger
la prenda y sacó un papel del bolsillo—. Aquí lo dice. ¿Lo
ves?
Lo que vi fue mi dirección y el nombre del coronel
escritos. Abrí la puerta y señalé al exterior.
—El coronel vive en la calle de enfrente.
—Pues qué lástima —se lamentó con una risita mientras se
ponía el impermeable.
June bajó la escalera y cerró la puerta de golpe en cuanto
la chica salió. Corrió hacia la cocina para mirar por la ventana,
y todos la seguimos. La rubia cruzó la calle contoneando las
caderas sobre sus tacones de casi trece centímetros de alto. El
impermeable no debía de protegerla mucho del aire invernal.
Debía de estar congelándose.
—Esto debe de ser una broma. El coronel es un hombre
muy correcto.
June cerró los puños. Le hice un gesto a mi madre.
—Ya que estamos todos levantados, ¿por qué no vamos a
la terraza acristalada para tomarnos una última copa antes de
volver a la cama?
Mi madre tomó a June del brazo y la alejó de la ventana.
Yo animé a todos los demás a que las siguieran.
—No era más que una buscona —oí decir a June—. Una
fulana cualquiera. Del tipo de mujer que cobra por sus
servicios.
En eso tenía razón. Yo lamentaba que la buscona hubiera
despertado a todo el mundo. Si solo hubiéramos sido Bernie y
yo, podríamos haberle guardado el secretito al coronel.
Bernie me siguió hasta el estudio y se puso el albornoz. Le
pasé una botella de jerez y otra de Grand Marnier, uno de los
caprichos favoritos de Hannah. El amigo de Mars agarró una
botella de whisky escocés y llevó todas las bebidas a la terraza
acristalada, mientras yo iba a buscar, al comedor, los vasitos
de cristal tallado para el jerez y unas coloridas y elegantes
copas.
Lo cargué todo en una bandeja de plata y estuve a punto de
tropezar por el pasillo. Alguien había apagado todas las luces.
Entendí el porqué en cuanto llegué a la terraza acristalada. Mi
madre había encendido unas velas y mi padre había conectado
la iluminación navideña que nos había ayudado a instalar a
Mars y a mí hacía años. Las pequeñas lucecitas de Navidad
parpadeaban en el techo abovedado de cristal como estrellas
en el firmamento. No obstante, esa atmósfera romántica no
sirvió de consuelo a June.
—Creía que el coronel era un hombre respetable, como mi
amado esposo. Siento un asco insoportable al contemplar lo
que está ocurriendo en su casa en este preciso instante.
—Todos estamos sorprendidos. —Mi madre le pasó a June
una copita de jerez—. Es mejor que lo hayas descubierto
ahora. Podrías haber pasado años sin saber la verdad sobre él.
—Es tan repulsivo pensar que él ha contratado los
servicios de una chica de esa calaña. Es un… un… ¡un pedazo
de carne! —June agarró su albornoz de color lavanda, se lo
cerró bien por el cuello y se lo sujetó con una mano—.
Ninguna mujer se siente atraída por un hombre así.
Definitivamente no es el caballero que todos creíamos.
Mi madre se acomodó en un banco junto a mi padre.
—No me extraña ni un pelo que estés tan disgustada.
—¿Qué quería Mars tan tarde? —preguntó Hannah.
Le lancé una mirada de agradecimiento por cambiar de
tema. Cuanto antes distrajéramos a June, mejor. Entonces
recordé que era posible que Natasha tuviera una aventura con
otro hombre. Eso distraería a June, pero no de forma positiva.
—Me ha traído una pistola Taser. —No era del todo
mentira. No me gustaba confundir a mis interlocutores, pero
esa vez consideré más importante levantarle el ánimo a June
—. Para las noches cuando regreso a casa tarde del trabajo.
Acerté. Mi sencilla mentira generó una animada discusión
entre mi madre y June sobre cómo podrían conseguir que Mars
y yo coincidiéramos más a menudo. Craig y Hannah no
tardaron en subir a acostarse, seguidos, poco después, por mis
padres y por June. Daisy se había tumbado en el suelo de la
terraza acristalada con nosotros, pero yo llevaba un buen rato
sin ver a Mochi. Lo encontré en la cocina, sentado en el banco
de debajo de la ventana panorámica mirando a la calle, por
donde estaba pasando un coche fúnebre.
CAPÍTULO VEINTISÉIS
De La buena vida:
Querida Sophie:
Mi suegra se queja de que mi decoración para Acción de
Gracias se parece demasiado a la de Halloween. Debe de
ser por las puñeteras calabazas de la puerta de entrada.
¿Qué puedo hacer para complacerla?
Desesperada
en Dumfries
Querida Desesperada:
En lugar de guardar tus fotos favoritas en álbumes
artesanales, haz copias de las imágenes tomadas durante
el otoño: una excursión inolvidable para ir a ver el cambio
de coloración de las hojas, los niños jugando en montañas
de hojas secas, un hermoso jardín de coloridas calabazas
grandes y pequeñas listas para ser recolectadas, incluso
una foto de tu querida suegra que viene de visita. Ponías
en marcos con decoración otoñal y sácalas todos los años
después de Halloween.
Puedes agruparlas sobre una cómoda o una mesita
supletoria del recibidor para que sirvan como decoración
de temporada y sean un encantador recordatorio de
momentos divertidos que puedes ir modicando o
aumentando cada año.
Sophie
M
e quedé mirando cómo pasaba el coche fúnebre, con
la esperanza de que no fuera una especie de terrible
mal augurio. Con Mochi en brazos, regresé a la
terraza acristalada. Bernie había decidido ponerse a ver algo
en la diminuta televisión del estudio. Como todavía no tenía
intención de dormir, me reuní con él y descargué las fotos del
concurso de relleno de la cámara de mi padre al ordenador.
Sabía que era poco probable, pero a lo mejor había captado
algo interesante, como una instantánea de Natasha besando a
Clyde.
Enseguida empezaron a aparecer las pequeñas imágenes de
muestra. Las miré una a una. Mi madre y Hannah en una
tienda para novias. Fotos y más fotos de vestidos de novia.
Supuse que Hannah querría recordar los vestidos y le pidió a
mi padre que los fotografiara. Al final había una foto de la
pancarta del concurso Relleno de rechupete, colgada de lado a
lado en la entrada del hotel.
Fui mirando, foto por foto, las imágenes de mi madre y mi
hermana. Craig aparecía en un par de ellas, pero, en ambas
ocasiones, estaba vuelto hacia otro lado y casi no se le
reconocía. Mi padre había sacado algunas fotos de Natasha,
con sus creativas cestas para los ingredientes a sus espaldas, y
un par más de Wendy y Emma y también de sus espacios de
trabajo.
Ojalá mi padre hubiera fotografiado la Sala Washington o
alguna de sus entradas. Aunque no me había hecho ilusiones
de encontrar nada que cambiara el curso de los
acontecimientos, no pude evitar sentirme decepcionada.
Imprimí dos hojas con las diminutas imágenes de muestra para
examinarlas por la mañana cuando estuviera más despierta.
La impresora empezó a hacer ruido y yo miré a Bernie.
Arropado con una colcha, dormía plácidamente con Daisy
roncando junto a él. Puse el ordenador en modo hibernación y
apagué la tele y la lamparita del escritorio, que era la única luz
encendida. Dejé las hojas con las imágenes de muestra sobre la
mesa de la cocina y subí de puntillas a la cama con Mochi
corriendo a toda velocidad por delante de mí.
A pesar de la noche que había pasado en vela, el domingo
me levanté temprano. El intenso aroma a café llegó flotando
hasta mí mientras bajaba la escalera para ir a la cocina. June se
encontraba sentada junto a la chimenea y tenía ojeras. Supuse
que no había dormido bien después de que la cita de
medianoche del coronel pasara por casa.
—Jamás hubiera esperado algo así de él —masculló.
Ataviada con una bata de raso, mi madre se quedó mirando
las imágenes de muestra que había dejado sobre la mesa.
—¿June está hablando con Faye? —le pregunté dándole un
golpecito en el hombro.
Mi madre asintió con la cabeza.
—Y mira a Mochi.
El gatito estaba sentado delante de la pared de piedra
mirándola como si estuviera escuchando algo. Me estremecí.
—¿No creerás que el gatito puede oír a Faye?
Mi madre se encogió de hombros.
—¿Quién sabe?
Le serví una taza grande de café a June. Necesitaba un
chute de cafeína. Se lo tomó sonriendo, aunque seguía
mascullando.
—Me alegro de que te hayas levantado pronto —comentó
mi madre—. Necesito decirte algo.
Me serví una gran taza de café, le añadí leche y, cuando mi
madre estaba de espaldas, lo cargué bien de azúcar. No estaba
para más sermones sobre mi peso.
—¿Qué ocurre? —le pregunté al tiempo que me sentaba a
su lado.
—Vi a Vicki abrazando a un hombre en el concurso de
relleno —dijo en voz baja mientras le echaba una mirada a
June.
Eso sí que no me lo esperaba.
—¿Qué aspecto tenía?
—Era bastante guapo. De pelo castaño. En ese momento
pensé que podía ser el chófer de Simon, pero ahora no estoy
segura. Oh, cielo, ¿crees que tiene alguna relación con los
asesinatos? Debería haberlo comentado antes, pero con todo lo
que ha ocurrido se me fue de la cabeza totalmente.
¿Clyde? ¿Acaso Vicki sabía lo de la aventura de Natasha?
—¿Qué tipo de abrazo era?
—Amistoso, pero detecté algo raro, como si no quisieran
que nadie los viera.
—A lo mejor era un antiguo paciente. ¿Lo habrá conocido
en su consulta de terapias para parejas?
Montones de personas se habrían abrazado en el concurso.
Vicki conocía a muchísimas personas, había sido la psicóloga
de centenares.
Un golpe en la puerta de la cocina nos pilló desprevenidas.
Para mi profunda sorpresa, Francie entró y me entregó una
caja blanca de pastelería con un reluciente lazo dorado.
—He traído unos muffins para el brunch. Son de arándanos
rojos con nuez moscada, de compota de manzana con nueces y
de calabaza con especias. —Sacó la edición dominical de un
periódico local, la puso sobre la mesa de la cocina y se quitó la
chaqueta—. ¿Hoy solo estáis vosotras? —Caminó sin prisa
hacia la cafetera y se sirvió una taza. Miró hacia fuera por la
ventana situada sobre el fregadero y dijo—: Esta mañana está
todo muerto en la calle.
¿Brunch? No recordaba haberla invitado para un brunch.
La mera mención de esa comida me recordó que había
ignorado a mis invitados. En circunstancias normales, tendría
las comidas planificadas por adelantado e incluso habría
preparado un par de platos para meter en el horno y no tener
que abandonar a las visitas para cocinarlos.
Podíamos improvisar unos huevos con beicon y preparar
unas torrijas de manzana y canela. Gracias a Dios que siempre
tenía reservas de sobra en el congelador y la despensa. ¿Sería
posible que mi madre le hubiera comentado algo a Francie
sobre un brunch?
Mi padre entró tranquilamente, en pantalón de chándal, y
frenó en seco.
—No era consciente de que teníamos visitas. Disculpad,
voy a cambiarme.
Mi madre y June fueron a hacer lo propio, pero a Francie
no le importó. Echó leña al fuego, este se prendió y ella se
acomodó en una de las butacas junto a la chimenea, como si
estuviera en su casa, y hundió la nariz en el periódico. Al
menos no tendría que preocuparme por entretenerla.
Encontré una cesta lo bastante grande para los muffins, le
puse una servilleta festoneada de color blanco y coloqué los
dulces en su interior. Mientras Francie leía, pelé y troceé
manzanas Granny Smith bien duras y fundí la mantequilla en
una sartén grande. Las manzanas borboteaban en la
mantequilla fundida y se las oía crepitar. Añadí azúcar moreno
al gusto, lo salpiqué todo con canela por encima y le di un par
de buenos meneos para unificar la mezcla. Con el fuego bajo,
tapé la sartén y dejé las manzanas hervir lentamente mientras
ponía la mesa del comedor.
Mochi me adelantó como el rayo y entró en el salón. Daisy
lo siguió con precaución, como si esperase que el gatito
cambiara de dirección en cualquier momento. Mochi subió de
un salto al sofá, miró a su alrededor y salió disparado en
dirección a mi perra y a mí, que ya estábamos en el comedor.
Separé los brazos para proteger la mesa con la esperanza de
disuadir al minino de subir de un salto. Mochi viró a la
derecha de golpe y frenó en seco delante de la cómoda.
Arrugué la nariz al ver las manchas del polvo negro para tomar
las huellas del que me había olvidado. Esperaba que el agente
de policía no hubiera echado esa sustancia dentro del cajón,
sobre los cuchillos y tenedores.
Con los cuartos traseros levantados, Mochi pegó el pecho
al suelo y se esforzó por alcanzar algo de debajo de la cómoda.
Imaginé que un ratón saldría huyendo si veía al gatito, así que
dejé que se entretuviera tratando de golpear lo que
probablemente era una enorme bola de pelusa mientras
colocaba unos platos cuadrados y blancos sobre un mantel de
color melocotón. El centro de mesa hecho con calabazas de
Natasha había empezado a desmoronarse. Lo llevé a la cocina
y lo tiré a la basura. Recogí un enorme cesto rústico de
mimbre, lo llené con sólidas granadas de color rubí y rosadas
peras y lo llevé, junto con una bolsa de surtido de frutos secos
con cáscara, a la mesa del comedor. Coloqué el cesto en el
centro, abrí la bolsa, distribuí los frutos secos alrededor del
recipiente y tiré un buen puñado por encima de la fruta.
Se oyó el traqueteo de algo que giraba sobre sí mismo en
el suelo. Daisy fue a por él. Mochi salió como pudo de debajo
de la cómoda, con la barriga pegada al suelo y los bigotes
blanqueados por la bola de pelusa. Corrió hacia su nuevo
juguete, que Daisy olisqueaba con precaución. Mochi lo pateó
hasta el otro lado de la habitación. El objeto salió rodando
hasta la pared del fondo, lo que aumentó el nivel de emoción
del juego gatuno. Yo le estropeé la diversión al quitarle el
objeto para observarlo más de cerca.
La pieza cilíndrica, fabricada de una especie de metal tipo
bronce, medía más o menos seis centímetros de largo y menos
de dos centímetros y medio de diámetro. Tenía ambos
extremos redondeados. Fuera lo que fuese, no había sido
fabricado para mantenerse de pie. Tenía unas relucientes
piedras preciosas que decoraban su diámetro, formando finas
líneas de diminutas cuentas doradas. Detecté un delgado hilo
cerca de uno de los extremos y le di un tirón. El objeto se abrió
con facilidad y vi que estaba hueco por dentro.
De repente sentí repelús. Me atemoricé más todavía
cuando me di cuenta de que Mochi estaba mirando hacia algo
situado por detrás de mí. Me volví de golpe justo a tiempo
para ver a Craig, quien volvía a observarme. Cerré la mano
sobre el objeto para que no pudiera verlo y reprimí mi impulso
inicial de preguntarle, de forma no muy amable, si le gustaba
espiarme. Me tragué mi cabreo antes de hablar.
—¿Tienes hambre? —pregunté.
—Qué bien huele. ¿Puedo echarte una mano con algo?
Habría jurado que tenía la mirada clavada en mi puño
cerrado mientras me hablaba. Lo que más deseaba era
deshacerme de él para poder cerrar el frasquito, metérmelo a
hurtadillas en el bolsillo y evitar que lo viera el cotilla mayor
del reino.
—¿Podrías traerme la cesta con muffins de la cocina?
No obedeció enseguida. Sospechaba que él sabía que yo
había encontrado algo y que estaba ocultándoselo. Durante los
breves segundos que pasamos ambos ahí plantados, me subió
la tensión. Pero yo llevaba las de ganar. Sin importar lo que él
hubiera visto, no podía derribarme ni arrancármelo de la mano
con todo el mundo en casa.
Me quedé mirándolo; se me ocurrió que rara vez expresaba
emoción alguna. Actuaba como un hombre encantador y
adorable con Hannah, pero debía de ser un gran jugador de
póquer, porque jamás expresaba rabia, ni impaciencia, ni
ningún otro sentimiento negativo. Daba igual lo mucho que
quisiera encajaren la familia y ser aceptado por todos, eso no
justificaba su asombrosa habilidad para el autocontrol. No me
fiaba de él y no me gustaba.
Después de un rato demasiado largo, se marchó,
supuestamente, para ir a buscar los muffins. Me volví de
espaldas por si estaba intentando engañarme, enrosqué el
tapón del curioso frasquito, lo envolví en una servilleta y me
lo metí en el bolsillo.
Aunque seguía encontrando algún que otro objeto de la
época en que Faye era la dueña de la casa, parecía poco
probable que hubiera quedado un frasquito tirado en el suelo
durante todos esos años sin que nadie lo hubiera visto. Sin
embargo, era un pequeño recipiente perfecto para guardar
veneno… Me cupo sin problema en el bolsillo. Nadie lo habría
notado en la palma de la mano de un asesino. ¿Estaría
precipitándome en mis conclusiones?
Cuando volvió Craig, yo había terminado de poner la
mesa. Le dediqué una agradable sonrisa, le agradecí su ayuda
y salí corriendo de regreso a la cocina para no quedarme a
solas con él. Mi madre tenía las torrijas controladas, así que
abrí dos paquetes de beicon fresco sin conservantes y coloqué
las lonchas en la plancha. El aroma de la carne crujiente haría
salivar a cualquiera y seguro que despertaría a Bernie.
Me esforzaba por comportarme con normalidad, pero no
podía evitar estar pendiente de Craig. ¿Habría ido a buscar
algo al comedor? ¿El frasquito era suyo? ¿Tenía algún motivo
para envenenar a Mars?
Pasados diez minutos, todos los habitantes de la casa
estábamos reunidos para el brunch en el comedor. Sin
embargo, el teléfono fijo sonó antes de que pudiéramos dar el
primer bocado. Decidí no contestar. El contestador automático
lo haría por mí y podríamos disfrutar de un almuerzo en paz.
La persona que llamó a la puerta, transcurridos unos
minutos, fue más difícil de ignorar. Cuando abrí, Nina entró
como una exhalación. No se había molestado en ponerse el
abrigo sobre el camisón.
—No te lo vas a creer: anoche, la bruja de mi suegra vio
cómo metían al coronel en un coche fúnebre.
—¿Lo hemos entendido bien? —preguntó mi padre desde
el comedor.
Era demasiado tarde para ocultárselo a June. Mi amiga y
vecina entró de golpe en la estancia y yo le fui a la zaga.
—Todavía estoy impactada —confesó.
Me quedé mirando a June. ¿Sería capaz de soportar un
golpe más?
—¡Por el amor de Dios! El hombre debió de sufrir un
infarto anoche por la fulana que lo visitó —aventuró mi
madre.
—O alguien lo ha matado.
—Sophie, ¿cómo se te ocurre pensar eso? —preguntó mi
madre.
—¿No crees que es demasiada coincidencia? Sabemos que
estaba en el concurso de relleno. Pasó el Día de Acción de
Gracias con nosotros. Quien quiera que haya matado a Otis y a
Simon también se lo ha cargado a él.
—Yo preferiría pensar que lo ha matado la fulana —
masculló mi padre.
June agachó la cabeza y se miró los dedos mientras
doblaba y desdoblaba la servilleta. Francie apoyó la frente en
su mano temblorosa.
—Esto no puede estar sucediendo.
—¡El coche fúnebre! —exclamé—. Anoche, antes de irme
a la cama, vi uno pasando por la calle. La fulana debió de
encontrar el cuerpo.
Nina cogió una loncha de beicon y empezó a masticarla.
—¿Qué fulana?
Le dejé un sitio a Nina mientras Hannah le explicaba lo de
la aparición de la fulana la noche anterior.
—Ese vejete picarón. ¿Quién lo habría dicho?
Mi amiga se sirvió unas torrijas con manzana. Francie se
dejó caer contra el respaldo de la silla.
—¡No! No puede ser. Eso es imposible.
—¿Qué pasa con MacArthur? —le pregunté a Nina.
¿Qué habría hecho la fulana con el perro cuando se
llevaron al coronel a la morgue? ¿Se habría quedado el pobre
animal solo en casa?
—Francie, ¿sabes cómo entrar en la casa del coronel?
La anciana apretó los labios y miró a todos los sentados a
la mesa, evidentemente, pensando en cómo debía responder.
—Iré contigo.
Nos pusimos el abrigo y cruzamos la calle con ánimo
abatido. El sol brillaba, el aire era fresco y puro, y resultaba
imposible imaginar que el coronel ya no estuviera entre
nosotros. Abrimos la cancela hacia el callejón de servicio y
rodeamos la casa por la parte trasera. Francie levantó una
maceta de terracota con flores y sacó una llave de debajo. Yo
abrí la puerta y encontré a MacArthur esperando con
impaciencia en el interior. Había una correa colgada de un
gancho junto a la entrada. La colección de bastones del
coronel estaba debajo, en un paragüero. Torcí el gesto al ver su
bastón favorito con empuñadura en forma de cabeza de
bulldog. El anciano no volvería a necesitarlo. Cuando
enganché la correa al collar de MacArthur, el perro salió
disparado al jardín como si hubiera estado esperando, hacía
mucho, su paseo matutino. Francie echó el cierre y escondió la
llave.
—¿Deberíamos… deberíamos ir a echar un vistazo?
La rodeé con un brazo.
—Ya no hay nada más que buscar, Francie. Lo siento.
Regresamos a mi casa, donde la anciana no pudo hacer
más que desplomarse sobre su silla en la mesa del comedor.
Mientras mi madre la animaba a que comiera algo, yo me llevé
a MacArthur a la cocina y les di a los perros y a Mochi un
tentempié. Nina entró con paso desganado en la cocina.
—Dice tu madre que prepares otra cafetera. —Se agachó
para acariciar a MacArthur—. Esto es horrible. ¿De verdad
crees que está relacionado con los asesinatos? Bueno, es que…
a lo mejor el coronel se puso demasiado juguetón con la fulana
y no pudo aguantarlo.
Miré hacia la puerta de la cocina para asegurarme de que
nadie podía oírme.
—Mochi encontró esto en el comedor.
Me saqué la servilleta del bolsillo, dejé caer el frasquito
cilíndrico en el interior de una bolsa de plástico transparente y
la sellé con el cierre hermético. Nina frunció el ceño mientras
la examinaba.
—Las vendían en el mercadillo de Navidad del año
pasado. Son para meter perfume. No eran baratas, pero no son
precisamente un objeto por el que te entrarían a robar a casa.
—Puso los ojos como platos—. ¡Crees que el asesino metió el
veneno aquí para llevarlo encima!
—Habría sido fácil ocultarlo en el bolsillo. No se me
ocurre otro motivo para que estuviera en mi comedor.
Nina lo levantó en dirección a la luz.
—Esto debía de ser lo que buscaba el intruso. O sabía que
se le había caído en Acción de Gracias, o vino a casa esa
noche y se dio cuenta de que lo había perdido. Pero ¿por qué
registrar la casa de Vicki y Andrew? A menos que creyera que
uno de ellos, o Natasha, o Mars lo hubieran encontrado —
reflexioné en voz baja—. Como no lo encontró en su casa,
vino a la mía. ¿Podría alguno de ellos saber quién es el asesino
y estar haciéndole chantaje? Andrew siempre anda corto de
dinero. ¿Y si el asesino creía que el coronel tenía el frasquito,
entró en su casa y le dio un susto tan fuerte que lo mató de un
infarto justo anoche?
Me sonó el teléfono y respondí a regañadientes; no me
apetecía recibir más malas noticias.
—Es tu marido.
Le pasé el teléfono a Nina.
—Voy ahora mismo —respondió ella con voz quejumbrosa
y añadió antes de colgar—: Me había olvidado por completo
de la comida con la bruja de mi suegra antes de que se
marchen todos.
—¿Todos? —pregunté.
—Ella vuelve a su casa, mi marido se va otra vez de viaje
de negocios y alguien adoptó a Duke ayer. Tengo que
entregarlo el lunes. Pronto tendré la casa vacía.
Nina se marchó mientras yo preparaba más café.
MacArthur sacudía los cuartos traseros mirándome, como si
estuviera seguro de que yo tenía más premios. Le di otra
galleta para perros porque me sentía fatal por él. Cómo no,
Daisy se comió otra también y a Mochi le di un trocito de
beicon. MacArthur no parecía especialmente a disgusto en mi
casa. Cuando pasaran unas horas y se diera cuenta de que no
regresaba a su hogar, seguramente se sentiría inquieto y
echaría de menos al coronel. «La casa vacía», las palabras de
Nina me retumbaban en la mente. Su casa estaría vacía y
también la del coronel. Si el asesino creía que en la mía
tampoco había nadie, a lo mejor regresaba en busca del
frasquito.
Con la jarra de café en ristre, regresé con el apagado grupo
reunido alrededor de la mesa. MacArthur, Daisy y Mochi
aparecieron trotando, sin duda, a la espera de que les cayera
algún premio más. Era imposible adivinar si Francie o June
habían comido algo. Incluso Bernie se dedicaba a repartir la
comida por el plato sin mostrar ningún interés.
—Papá —dijo Hannah—, ¿le sacaste una foto a los
manteles rosas festoneados con los lazos a juego?
No me podía creer que Hannah tuviera tan poca empatía.
¿Es que no era capaz de pensar en nada que no fuera su
ridícula boda? Mi padre se encogió de hombros.
—Si me hubieras pedido que la sacara, seguramente lo
habría hecho.
—Sophie imprimió unas imágenes de muestra de las fotos
anoche —comentó mi madre con un tono de voz desprovisto
de cualquier emoción—. Están en la cocina.
Francie se levantó de un respingo.
—Lo siento, tengo que irme.
No se molestó ni en ponerse el abrigo y salió disparada por
la puerta. Mi madre tomó de la mano a mi padre.
—June, ¿te apetecería ir a dar un paseo con nosotros? El
aire fresco nos sentará bien a todos antes de que empiece a
llover. Podemos sacar a MacArthur y a Daisy, y encender una
vela por el alma del coronel en alguna de las iglesias.
Craig se levantó de un salto al oír esa sugerencia.
—Estupendo. Yo saldré a correr.
A mí me pareció que su entusiasmo era un poco
exagerado. ¿Salir a correr justo después de comer? Eso no
sonaba bien. A diferencia de los demás, observé que Craig era
capaz de comerse todo cuanto tenía en el plato. Pasados diez
minutos, Bernie, Hannah y yo nos quedamos recogiendo la
mesa y guardando las sobras. Hannah llevó un par de platos a
la cocina, pero pronto se acomodó en la mesa con las pequeñas
imágenes de muestra.
—¿Cómo es que papá solo le ha sacado dos fotos a Craig?
—se lamentó—. Y las dos son malísimas. Tendrá que sacar un
montón de fotos hoy porque quiero enmarcar algunas. —Se
inclinó para mirarlas más de cerca—. Soph, ¿tienes una lupa?
—En el escritorio del estudio, en el primer cajón
empezando por arriba.
Hannah regresó en menos de un minuto. Se quedó mirando
las imágenes con detenimiento.
—Soph, ven aquí un segundo —pidió en voz baja.
Me pasó la lupa, señaló con su uña pintada de rosa una
diminuta imagen.
—¿Ves tu espacio de trabajo por detrás de Craig? Mira el
extremo de la derecha. ¿Hay algo que te parezca extraño?
CAPÍTULO VEINTISIETE
De Pregúntale a Natasha:
Querida Natasha:
Tú siempre sales muy elegante y se te ve muy relajada en
el programa. Apuesto a que estás estupenda incluso en
casa. La gente que pasa por la mía siempre me pilla en
albornoz o con los bigudíes puestos. ¿Cuál es tu secreto?
Guarrindonga
en Grundy
Querida Guarrindonga:
Nunca te quedes con el albornoz puesto. Date un baño,
péinate, maquíllate y vístete antes de empezar el día,
¡antes de hacer ninguna otra cosa! Incluso antes de esa
primera taza de café. Cuelga un espejo en la cocina y otro
en el recibidor para poder echarte un vistazo rápido de
comprobación antes de abrir la puerta. Yo guardo una
barra de labios y un cepillo en un cajón del recibidor. Solo
tardarás un segundo en empolvarte la nariz antes de abrir.
Natasha
P
asé la lupa por encima de la foto y me concentré. Vi los
ingredientes agrupados sobre mi espacio de trabajo
y…
—¿Esto es un brazo?
—¡Exacto! —exclamó Hannah.
El brazo parecía asomar del espacio de trabajo de Wendy,
por detrás de la cortina que separaba nuestras encimeras. Seguí
el brazo cubierto por la manga de un jersey en la otra dirección
y descubrí lo que me parecieron unos dedos diminutos sobre
uno de mis botecitos de especias.
—La veré ampliada en el ordenador. Creo que podremos
identificar al despreciable personaje que te cambió la sal por el
azúcar y que te robó el tomillo.
Hannah tomó a Mochi en brazos y se dirigió al estudio.
Bernie metió el último plato en el lavavajillas.
—Has sido muy amable dejando que me quedara en tu
casa, Soph. Supongo que debería largarme pronto. Me gustaría
quedarme para el concurso de mañana, si te parece bien.
Cuando miraba a Bernie, me resultaba imposible imaginar
que podía ser el asesino. Me recordé que él tuvo tanto el móvil
como la oportunidad de matar a Simon y que, seguramente,
estaba saliendo con la señora Pulchinski. ¿Lo sabría Wolf? ¿Le
habría ordenado que no abandonase la zona?
—¿Vas a volver a Londres?
—A decir verdad, creo que buscaré trabajo por aquí.
Era mi oportunidad de preguntar sobre la señora
Pulchinski.
—¿Para estar más cerca de tu novia?
Levantó la cabeza de golpe, sorprendido.
—Algo por el estilo.
¿Lo había alarmado? A lo mejor no debería de haberle
preguntado por su novia. ¿O tenía el descarado plan de irse a
vivir con la viuda tan poco tiempo después de la muerte de su
marido?
—¡Sophie! —gritó Hannah.
Bernie y yo salimos corriendo hacia el estudio. No creía
que a mi hermana le hubiera pasado nada malo, aunque,
teniendo en cuenta todo lo que habíamos experimentado en
esos últimos días, tampoco podía arriesgarme a no hacerle
caso. Hannah estaba mirando una fotografía ampliada en la
pantalla del ordenador.
—He centrado la imagen y la he ampliado en ese punto; se
ve un poco borrosa, pero creo que tenemos una pista
importante.
La impresora gimoteaba al ir escupiendo la hoja.
—Mirad esto —indicó mi hermana señalando la imagen—.
El tipo está alargando la mano izquierda y se le ve el anillo de
bodas con un grabado en forma circular. ¿Reconoces esa
alianza?
No me sonaba.
—Gracias por intentarlo, Hannah.
—No te rindas todavía. Al menos sabemos que es un
hombre. Esos dedos gruesos no pueden ser de una mujer.
Mañana, Craigy yo iremos a mirar alianzas cuando termine el
concurso. Puedo fingir que estoy buscando una porque no he
decidido todavía cuál quiero para nuestra boda.
Su ofrecimiento me sorprendió. Todavía estaba centrada en
la ceremonia, pero, en esa ocasión, no estaba pensando
solamente en ella.
—Gracias, Hannah.
Ladeó la cabeza.
—Te habrás dado cuenta de que he estado exagerando con
lo de la boda para distraer a papá y a mamá, ¿verdad? Están
muy preocupados por ti. Cuando Craig me enseñó el artículo
del periódico sobre la muerte del detective privado, atamos
cabos con tu absurda explicación de cómo conseguiste a
Mochi y nos dimos cuenta de que estabas metida en un buen
lío. He intentado levantar el ánimo general sacando el tema de
la boda, que es un asunto mucho más alegre.
La abracé de golpe.
—Y yo que creía que no podías pensar en otra cosa que no
fuera tu boda…
—¡Oh, venga ya! Sé que he sido muy pesada, pero Craig y
yo también hemos estado hablando sobre los asesinatos. Si
hubiera algo que pudiera hacer para ayudarte, lo haría. De
todas formas, no hemos averiguado nada.
—Deberíamos tenderle una trampa para mañana —sugirió
Bernie, desparramado sobre el sofá cama, todavía desplegado.
—¿Al asesino? —pregunté.
—No, al que estuvo haciendo el idiota con los
ingredientes.
Hannah se giró de golpe sobre la silla del escritorio.
—¡Es una idea genial! Sophie puede abandonar su espacio
de trabajo y Craig, tú y yo podemos quedarnos a vigilar.
Bernie siguió desarrollando la idea.
—Podrías imprimir pequeñas fotos del anillo. Así June y
tus padres también podrían colaborar.
Me emocioné muchísimo. Deseé rodearlos a ambos con un
fuerte abrazo de agradecimiento, pero entonces alguien me
llamó por mi nombre. Bernie se incorporó.
—¿Esa es Francie?
Los tres volvimos a la cocina. La anciana estaba sentada
junto al fuego, igual que esa misma mañana, pero, en esa
ocasión, se tapaba la cara con las manos. Hannah se arrodilló
junto a ella.
—¿Estás bien? —preguntó—. ¿Quieres que llamemos a un
médico?
Humedecí un paño de cocina, lo escurrí y se lo ofrecí a
Francie. Ella se lo presionó contra la frente.
—Nunca me pongo así, es que no me puedo creer que esté
muerto… —Se le saltaban las lágrimas—. Lo siento mucho.
Solo he venido a buscar mi abrigo.
—No digas tonterías. Vamos, te quedas con nosotros un
rato. —Hannah acarició a Francie en el brazo—. No deberías
estar sola en este momento.
¿Era mi imaginación o me gustaba mucho más mi hermana
cuando Craig no estaba presente?
Unos arañazos en la puerta de la cocina me alertaron del
regreso de Daisy. Al abrir, mi perra y MacArthur empezaron a
dar brincos y hundieron los hocicos en el cuenco para el agua
de Daisy al mismo tiempo. Mi madre, mi padre y June también
entraron y se situaron, en grupo, alrededor de la chimenea. Mi
padre fue a colgar los abrigos.
—Hemos tenido una idea genial —comentó mi madre
juntando las manos—. June se irá mañana después del
concurso de relleno, y nos marcharemos todos al día siguiente,
a primera hora; hemos pensado que deberíamos salir juntos a
cenar esta noche.
Francie soltó un gritito. Mi madre le dio una palmadita en
la mano.
—Ojalá el coronel estuviera aquí para acompañarnos, pero
creemos que será una forma de honrar su memoria.
Deberíamos invitar a todas las personas que acudieron a la
cena de Acción de Gracias. Sophie, ¿llamarás tú a Mars y le
pedirás que venga con Natasha? Yo llamaré a Humphrey.
Volver a cenar con Mars y Natasha, por no hablar de
Humphrey y Wolf, me apetecía tanto como que me arrancaran
una muela de raíz. Sin embargo, mi madre, sin saberlo, me
proporcionó justo lo que necesitaba: tener la casa vacía. Salvo
que no estaría del todo vacía. Pondría alguna excusa tonta de
última hora y me quedaría a espiar para ver quién acudía a
recuperar el frasquito. Recibí la sugerencia de mi madre con
entusiasmo.
Oí a mi madre dándole a Francie una charla de ánimo
mientras yo marcaba el número de teléfono de Mars. Contestó
al primer tono de llamada.
—¿Mi madre está bien? —preguntó.
—Está bien. La tengo aquí mismo, delante de mí. ¿Por
qué? ¿Ha pasado algo?
Tardó un minuto antes de responder.
—Sophie, no sé qué hacer con ella. Natasha está segura de
que le ocurrirá algo horrible si se queda sola, y yo no podría
vivir con eso en la conciencia. Hemos estado hablando de ese
tema toda la mañana y me temo que… Andrew y yo no
tenemos más opciones, vamos a meterla en una residencia
donde puedan tenerla vigilada.
Me estremecí solo de pensarlo. June no entraría en una
residencia a menos que ella quisiera, aunque tuviera que
llevármela a vivir conmigo. Esa vez, Natasha había ido
demasiado lejos.
Bajando el volumen de mi voz para que June no me oyera,
fui va minando hasta la terraza acristalada con el teléfono. Le
conté a Mars lo de la cena e insistí en que acudiera a mi casa
de inmediato para hablar sobre la situación de June. Al colgar,
me encontré con mi madre detrás de mí escuchando.
—¿Viene de camino? —preguntó.
Asentí con la cabeza.
—Sube corriendo a tu cuarto a cambiarte ahora mismo,
ponte el jersey blanco que te regalé el año pasado. Y
maquíllate un poco.
—Mamá, quieren meter a June en una residencia de
ancianos.
—¿Porque habla con el fantasma de su hermana muerta?
—No, porque ella provocó el incendio en casa de Natasha.
A Mars le da miedo que le pase algo terrible si sigue viviendo
sola.
Mi madre se cruzó un brazo sobre el vientre y se masajeó
la barbilla con la otra mano.
—Tonterías. No podemos permitirlo. Tendré una charla
con Mars en cuanto llegue.
Sonó el golpeteo de la aldaba de la puerta de entrada.
—Ya no tienes tiempo de cambiarte. —Mi madre se acercó
a mí y me atusó el pelo—. ¿No podrías haberte puesto un poco
de pintalabios? Deberías tener una cómoda pequeña en el
distribuidor para esta clase de emergencias. Natasha la tiene.
Hui de ella y fui a abrir la puerta. De todas formas, era
imposible que fuera Mars. Al abrir la puerta, me encontré a
Wolf plantado en la escalera de la entrada.
—¿La señora Winston está en la casa?
Supuse que se refería a June.
—Ella no tuvo nada que ver con la muerte del coronel. Te
prometo que ella no lo mató. —Salí al exterior y cerré la
puerta tras de mí—. No sé qué te habrán contado sobre ella,
pero es una mujer muy tierna y no está mal de la cabeza.
Dio un paso atrás con expresión de perplejidad.
—¿Alguien ha matado al coronel?
Acababa de meter la pata.
—No sé si lo han asesinado, pero, sin importar lo que le
haya ocurrido, June no ha tenido nada que ver.
—¿Está muerto? ¿Cuándo ha pasado?
—Anoche. He supuesto que ya lo sabías.
Wolf abrió su teléfono móvil. Le hice un gesto con la mano
para que entrara en mi casa.
—Puedes ir a hablar al salón. No te garantizo privacidad,
pero es la mejor opción.
Rebusqué el frasquito en el bolsillo del pantalón y lo seguí.
—Mochi ha encontrado…
Wolf levantó el dedo índice, indicándome que esperase un
minuto; se alejó de mí y le habló a la persona que estaba al
teléfono. No quería seguir en el salón para escuchar la
conversación, pero, cuando me retiré al comedor, pillé a Craig,
agachado, entrando en el recibidor. Ya me había hartado de su
espeluznante actitud y su constante tendencia al espionaje;
estaba a punto de echarle la bronca, cuando me lo pensé mejor.
Quizás, el frasquito de veneno fuera suyo.
Fingiendo que no lo había visto, actué como si estuviera
guardando el frasquito en el cajón superior de la cómoda del
comedor, cuando, en realidad, me lo dejaba a buen recaudo en
el bolsillo. Era de esperar que, en el momento en que todos
hubiéramos salido a cenar y él creyera que la casa estaba
vacía, el asesino se sentiría libre para regresar a recuperarlo.
Salvo que yo me quedaría esperando.
Reuní todo el valor posible, esbocé una amigable sonrisa y
salí caminando con paso decidido hacia la cocina; fingí
sorprenderme al ver a Craig.
—¿Ya has vuelto de correr? Menos mal que has llegado.
Creo que anuncian lluvias para esta tarde.
Seguí mi camino hacia la cocina. ¡Qué día tan horrible!
Craig me siguió, se hundió en una butaca junto a la chimenea
y Hannah se sentó, encantada, en su regazo. ¿Por qué se
convertía en una atontada mujer florero siempre que él estaba
delante? «Qué asco». Mi madre me pasó el pintalabios que
debía de haber cogido del baño de arriba.
—Humphrey ha accedido a venir con nosotros al
restaurante. Deberíamos haber invitado a Wolf también.
¿Dónde está, Sophie?
De pronto, entendí con toda claridad las ganas que tenía mi
madre de que me cambiara de ropa. Debía de haber visto a
Wolf aparcando su coche.
—Está en el comedor. No sabía lo del coronel.
Francie se puso en tensión.
—¿El inspector ha llegado? ¿Está en la casa?
Echó un vistazo a su alrededor, como una loca, dio un
respingo y embistió contra la puerta de la cocina.
CAPÍTULO VEINTIOCHO
De La buena vida:
Querida Sophie:
Mi anciana suegra se traslada a vivir con nosotros y nos
gustaría que se sintiera lo más cómoda posible. ¿Qué
puedo hacer para facilitar nuestra convivencia en casa?
Angustiada de Antemano
en Woodstock
Querida Angustiada de Antemano:
Pon alfombras por toda la casa por el elevado riesgo de
caídas. Retíralas de las zonas principales de paso. Unas
barras de sujeción en el baño y en la ducha la ayudarán a
sentirse más segura. Los pomos de las puertas y los grifos
redondos pueden resultar difíciles de usar para las
personas ancianas. Sustitúyelos por mangos para que tu
suegra se sienta más cómoda.
Sophie
F
rancie apoyó la mano en el picaporte de la puerta y se
tambaleó, pero Bernie acudió en su ayuda y la sujetó
antes de que se golpeara contra el suelo. Mi madre salió
corriendo a darle aire y todos se pusieron a hablar al mismo
tiempo.
—¿Debería llamar a una ambulancia? —pregunté.
Bernie la acompañó hasta el banco de la ventana
panorámica y mi madre abrió una de las hojas de la ventana.
Francie se derrumbó físicamente.
—Nada de ambulancias —masculló—. Estaré bien.
Daisy y MacArthur se mantenían alejados, como si
supieran que Francie no estaba bien, pero Mochi se subió al
banco de un salto y la olisqueó.
—Igual necesita una copa de algo fuerte —sugirió mi
padre.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Wolf.
No me había dado cuenta de que había entrado.
—Me temo que la muerte del coronel ha sido demasiado
para ella.
Mi madre rodeó a Francie con un brazo para reconfortarla;
la pobre anciana tenía cara de estar a punto de vomitar.
Entonces mi madre, que nunca pasaba mucho rato sin pensar
en mi vida amorosa, o en la falta de la misma, procedió a
invitar a Wolf a cenar con nosotros esa noche. Él se quedó
callado.
—Por supuesto —dijo luego—. Creo que será muy
interesante poder ver a todo el grupo reunido de nuevo.
¡Oh, genial! Mi madre acababa de hacer realidad el
máximo sueño de cualquier inspector de policía. Se pasaría la
cena analizándonos en busca de pruebas para descubrir al
culpable. Sin embargo, si mi plan funcionaba, el asesino
estaría en mi casa. Nina podría ayudarme a vigilarlo. Yo
encerraría a los perros en la terraza acristalada…
—¡Sophie! —Mi madre me sacó de mi ensimismamiento
—. Mars y Andrew acaban de llegar en el coche. June, ¿serías
tan encantadora de prepararle una taza de té bien cargado a
Francie?
Confiaba en mi madre para que la tuviera ocupada. Ella
agarró a mi padre por la manga y tiró de él para llevarlo hasta
el recibidor.
—Tráele a la madre de Mars un poco de ron para echarle al
té de Francie y asegúrate de que June se queda en la cocina.
Con la promesa de que regresaría en poco tiempo, Wolf
salió con paso decidido por la puerta, justo antes de que Mars
y Andrew entraran en casa. Los hijos de June la saludaron
antes de seguirnos, a mi madre y a mí, hasta la terraza
acristalada.
—Sophie, por favor, no empieces a discutir —me advirtió
Mars—. Hemos hablado de este problema a fondo y vamos a
hacerlo para proteger a mi madre. Yo sé que tú también la
quieres. ¿Cómo te sentirías si provocara un incendio y ardiera
hasta la muerte?
—Estás exagerando por Natasha —dije—. Te ha comido la
cabeza para que te sientas culpable y conseguir lo que quiere.
—A mí ni siquiera me gusta Natasha. —Andrew miró con
culpabilidad a Mars—. Bueno, es que no me gusta. Afirmaría
que el sol es violeta con tal de llevarle la contraria. Pero el
incendio en la casa de Natasha fue tremendo. No estamos
hablando de unas llamaradas provocadas por una sartén puesta
al fuego. Natasha ha hablado con la gente que dirige el lugar
donde vamos a llevar a mi madre. No tendrá acceso a ningún
horno. No tendrá que cocinar para nada. Le darán una bonita
habitación y podrá decorarla con sus propios muebles.
No tenía dudas de que Mars solo permitiría que su madre
viviera en una residencia si esta era maravillosa. Ese aspecto
no me preocupaba en absoluto.
—Pero no creo que esté lista. La estáis encasillando por un
incidente aislado.
—Escuchad una cosa —dijo mi madre—. Me he pasado
los últimos días en compañía de June y no hay ni una sola
razón en el mundo para que la encerréis en una residencia
como si fuera una especie de problema.
«Tú sí que sabes, mamá». Me hinché de orgullo.
—Inga, yo no quiero hacerlo. ¿Es que no lo entiendes? Le
prendió fuego a la casa de Natasha. Es un peligro para sí
misma.
—Eso es una tontería —repliqué—. Salvo por su pequeña
excentricidad, está en plenas facultades. No se ha caído, ni ha
dejado ningún grifo abierto, ni ha provocado un incendio aquí.
—¿Qué pequeña excentricidad? —preguntó Andrew.
—Andrew —dijo mi madre con un tono maternal y muy
serio—, ¿no podríais acogerla Vicki y tú?
El hermano de Mars torció el gesto.
—No queremos que nos incendie la casa. Y no creo que le
gustara quedarse con una canguro cuando salgamos. Pero ¿qué
es esa excentricidad que has mencionado?
Antes de que alguno de nosotros pudiera responder,
alguien gritó. Fue un grito que helaba la sangre, aterrador,
como si alguien hubiera visto un fantasma. Una corriente de
aire gélido recorrió la casa. Los cuatro dimos un respingo y
salimos como un rayo hacia el recibidor. Francie se encontraba
tendida en el umbral, con medio cuerpo dentro y medio fuera.
Por detrás de ella, June estaba paralizada, dándonos la espalda.
—¿Qué ha pasado?
Me deslicé por el suelo, frené en seco junto a Francie y me
arrodillé. Al tomarla de la muñeca, de pronto se me vinieron a
la cabeza las imágenes del cadáver de Simon. Gracias a Dios,
en esa ocasión, a la anciana sí que le noté el pulso. Hannah me
sacudió el hombro.
—Soph…
Pasé de ella.
—¡Francie!
Le di unas suaves palmaditas en las mejillas para
espabilarla.
—¡Sophie! —gritó mi hermana.
—Ahora no, Hannah.
Volvió a sacudirme el hombro y señaló hacia la calle.
Seguí la dirección de su dedo y me incorporé de un salto. Me
recorrieron oleadas alternativas de impacto y alivio que me
dejaron sin habla. Abrí y cerré los ojos con fuerza, varias
veces; mi cerebro no lograba entender lo que estaba viendo. El
coronel iba caminando con paso decidido por la acera,
clavando bien el bastón en el suelo, y se volvió para dirigirse
hacia mi casa.
—¡MacArthur se ha perdido! —gritó—. ¿Alguien lo ha
visto?
Al escuchar la voz del coronel, MacArthur saltó por
encima del cuerpo de Francie para salir disparado en dirección
a su amo.
—He creído ver al coronel —suspiró la anciana,
parpadeando.
Me incliné para hablarle de cerca.
—Sí que lo has visto. Está vivito y coleando.
—¿Qué?
Ella se enderezó. Empezó a temblar y le cayeron las
lágrimas por su rostro surcado de arrugas. La tomé con fuerza
de la mano, no muy segura de cuál de las dos estaba
temblando más. Se respiraba cierta alegría y se disipó el ánimo
lúgubre que había impregnado la atmósfera durante todo el
día.
El coronel parecía abrumado por las palmaditas en la
espalda y los abrazos recibidos. Yo lo achuché pegándomelo al
cuerpo para asegurarme de que estaba vivo de verdad.
Bernie y mi padre ayudaron a Francie a levantarse, y mi
madre nos hizo ir a la cocina justo cuando empezaba a caer un
aguacero. Le expliqué al coronel que creíamos que había
muerto y que se lo habían llevado en un coche fúnebre.
Sentado junto a la chimenea, con MacArthur a sus pies, el
anciano caballero se palmeó la rodilla y rompió a reír.
—No estaba muerto, pero sí que iba en ese coche fúnebre.
Mi padre enarcó las cejas.
—Tal vez convendría que lo explicara.
—Fue de lo más extraño. En plena noche, una chica de
vida alegre se plantó en la escalera de la entrada de mi casa.
Yo no tenía ni idea de cuál era el motivo.
June apretó los labios. Resultaba evidente que no creía el
relato del coronel.
—La pobre chiquilla estaba medio congelada y le pedí que
entrara en casa mientras intentaba averiguar qué estaba
pasando. No me mires con esa cara, June —pidió—. No tengo
costumbre de recurrir a esa clase de servicios. Además, esa
chica era demasiado joven para mí.
—¿Llamaste tú o no a la chica de vida alegre? —exigió
saber June.
—No la llamé —afirmó el coronel con tono comprensivo.
Se cuadró con pose militar—. A ver, ella llamó a su… a su
despacho, y le dijeron que se había producido una especie de
confusión. Le preparé a la pobre chica una taza de té para que
entrara en calor. Pero, al salir, se torció el tobillo en la acera.
Que no fue de extrañar… Tendríais que haber visto el calzado
que llevaba.
Y lo vimos. Con esos tacones de casi trece centímetros, la
chica tenía un viaje asegurado al hospital. Hasta ese punto, el
relato del coronel parecía sincero.
—Yo no sabía muy bien qué hacer. Un tobillo torcido no
era suficientemente grave como para llamar a una ambulancia.
Mientras la chica estaba sentada en el bordillo de la acera, tu
amigo, Humphrey, llegó. Se ofreció a llevarla a urgencias. Ese
chico y yo la ayudamos a subir al coche fúnebre, y se me
ocurrió que sería mejor acompañarlos. Temía que la chica no
tuviera seguro médico y, por supuesto, no quería arriesgarme a
que me demandara.
June relajó su expresión facial.
—¿La chica se rompió el tobillo?
—Al final fue solo un esguince, aunque tengo entendido
que puede ser muy doloroso. Un novio de lo más desagradable
apareció para recogerla. Ya estaba amaneciendo cuando
Humphrey me trajo de regreso a casa. Me fui directamente a la
cama y, al despertarme, MacArthur había desaparecido.
—Lo siento muchísimo. Creíamos que usted había muerto
y que MacArthur estaba solo —me disculpé.
—Sophie —dijo y me dedicó una sonrisa emotiva—, es
muy bueno saber que tengo unos vecinos tan atentos. Gracias
por cuidar de MacArthur. Misterio resuelto. Sin embargo, sigo
sin entender cómo consiguió mi nombre esa joven. Jamás
recurriría a ese tipo de servicio. Es todo muy extraño.
—Tenía la dirección de Sophie. Si tú hubieras… —June se
aclaró la voz— solicitado el servicio, seguramente habrías
dado la dirección correcta.
—Parece como si alguien la hubiera enviado a esta casa a
propósito —comentó Bernie.
Me volví muy poco a poco hacia Francie, quien sostenía
un paño húmedo pegado a su frente. Apartó la mirada. Los
labios de Bernie esbozaron una sonrisa de medio lado.
—¡Francie! ¿No habrás sido capaz? —la reprendió mi
madre.
—He sufrido un fuerte impacto. No sé a qué te refieres.
La anciana evitó mirarnos a ninguno de nosotros, lo cual
no era una tarea fácil, teniendo en cuenta que la cocina estaba
abarrotada.
—¿Francie? —preguntó el coronel.
—Vale, vale… Yo contraté los servicios de la chica de vida
alegre. Quería devolvértela por no estar interesado en mí. Fue
una bromilla sin importancia. Pero luego pensé que te había
matado.
—¿Quieres decir que no fue él quien llamó a la fulana? —
preguntó June.
—Por supuesto que no. —Francie recuperó el rubor de las
mejillas—. Es demasiado correcto para hacer algo así. Mi
intención jamás fue matarlo, solo darle un buen susto. Como
mucho, provocar un rumor para avergonzarlo.
Pensé que eran muy curiosas las vueltas que daba la vida.
A Francie le había salido el tiro por la culata con su pequeña
venganza. No era de extrañar que se hubiera mostrado tan
inconsolable. Estaba convencida de haber matado al coronel al
enviarle a la fulana.
Se me escapó una risilla nerviosa y el pobre Bernie no
pudo seguir conteniendo la risa. Fue algo contagioso. En un
abrir y cerrar de ojos, todo el mundo, incluso el coronel y
Francine Vanderhoosen, estaba llorando de risa, hasta el punto
de tener que secarnos las lágrimas.
—Solo una cosa —intervino el coronel cuando
recuperamos la compostura—: ¿me había dejado la puerta
abierta? ¿Cómo sacaste a MacArthur de mi casa?
El rubor que había regresado a las mejillas de Francie
adquirió un preocupante tono rojizo.
—Una vecina sabía dónde estaba escondida la llave —
aclaré.
El anciano no pasó por alto la vaguedad de mi respuesta.
—Entiendo —comentó mirando directamente a Francie.
Alguien volvió a aporrear la aldaba de la entrada. Daisy
ladró, y todos oímos cómo se abría y cerraba la puerta. Wolf
apareció en el umbral de la cocina. Enarcó una ceja al ver al
coronel.
—Me alegra verlo sano y salvo, señor. Esto explica por
qué no teníamos registrado su fallecimiento.
El coronel sonrió de oreja a oreja.
—Yo mismo estoy bastante contento por ello.
—No esperaba encontrarme a tantos de vosotros aquí
reunidos —comentó Wolf—. He venido a ver a la señora
Winston, aunque sospecho que no le importará que los demás
oigan lo que tengo que decir —añadió—. El jefe de bomberos
de Loudon County me ha llamado esta mañana. Ya han
averiguado qué provocó la llamarada inicial del incendio en la
casa de Natasha.
CAPÍTULO VEINTINUEVE
De La buena vida:
Querida Sophie:
Mis invitados se quedarán en casa durante el n de
semana después de Acción de Gracias. Me muero por
empezar a poner la decoración de Navidad, pero no
quiero ponerlo todo patas arriba hasta que mi suegra se
marche. ¿Cómo genero una atmósfera de transición sin
mucho esfuerzo?
Esperando
en Earlysville
Querida Esperando:
Piensa en rojo y ámbar. No cuesta mucho crear un
ambiente acogedor de invierno. Busca jarrones de boca
ancha con tonalidades rojas y ámbar, coloca cirios en el
interior y sitúalos sobre la mesa o la repisa de la chimenea.
El cristal de esos tonos proyectará un tenue y romántico
fulgor. Utiliza jarrones parecidos de boca estrecha para
colocar ramitas de frutos del bosque o de pino y colócalos
entre las velas. Solo tienes que asegurarte de que no
queden demasiado cerca de las llamas.
Sophie
M
ars se puso en tensión y, con gesto protector, hizo un
movimiento sinuoso para rodear a su madre con el
brazo. No irían a detener a June por provocar un
incendio, ¿verdad? Aunque ella lo hubiera iniciado, estaba
segura de que habría sido un accidente.
—Por lo visto, había unos vasitos con velas en la escalera
del recibidor —informó Wolf—. Parece que tenían algo atado
a su alrededor que era inflamable. —Negó con la cabeza, con
gesto de incredulidad—. La escalera no es lugar para poner
velas. Una de ellas se incendió. Hizo arder una cesta con piñas
secas colocada en el descansillo; básicamente, era una cesta
cargada de fajina. Cayó rodando por los escalones hasta la
cocina, y el fuego se propagó desde allí.
Andrew y Mars se quedaron mirando a Wolf, sin habla.
June salió corriendo hacia el inspector. Lo abrazó como si
fuera un viejo amigo al que hubiera perdido hacía tiempo y él
esbozó una sonrisa por primera vez en varios días.
—A vuestra anciana madre no le pasa nada malo —
sentenció June señalando a sus hijos con un dedo—. Que tenga
unas cuantas arrugas y me caiga cuando no toca no significa
que esté lista para que me metáis en una residencia para viejos.
Y no finjáis que no es eso lo que estabais planeando. Soy lo
bastante joven para salir con un caballero y disfrutar de mi
vida, y eso es lo que pretendo hacer. Hablar con un fantasma
no me convierte en una trastornada.
Irguió la espalda y salió de la habitación dando grandes
zancadas.
—¿Con un fantasma? —preguntaron Andrew y Wolf a
coro.
La pregunta conjunta hizo reaccionar a Mars.
—Es algo sin importancia. Wolf, ¿te importaría ir a casa de
Andrew para contarle a Natasha lo del incendio? Nosotros os
seguiremos. Mi madre debería acompañarnos. —Mars cruzó la
cocina en dirección a Wolf, se detuvo y se volvió para decir
algo más—: Coronel, ¿le apetecería comer con nosotros? ¿Y a
ti, Bernie?
Hannah dio un brinco.
—Ha sido divertido, pero tenemos algunas compras que
hacer…
—Por el amor del cielo, Hannah. ¿Es que no has visto ya
todas las tiendas de novias de la ciudad? —preguntó mi padre.
—Me refería a las compras de Navidad, papá.
Me había olvidado por completo de Francie. Estaba
ovillada en el banco, desolada. Todos los demás tenían un
lugar al que ir y algo que hacer. Seguir al coronel ya no sería
nunca más su forma de entretenimiento. No estaba segura de
que mereciera mucha compasión, pero, de todos modos, me
daba pena. Se fue de mi casa como si perdiera fuerzas con
cada paso que daba. En cuestión de media hora, todo el mundo
se dispersó para ira pasar la tarde. Yo me inventé una excusa
para quedarme en casa, porque necesitaba un poco de tiempo
para pensar en mi plan de descubrir al asesino y poner al tanto
a Nina lo antes posible.
Metí mi atuendo negro de ladrona chic, calzado incluido,
en una bolsa de viaje. Con todo el lío, había olvidado
entregarle a Wolf el frasquito de veneno. Me lo saqué del
bolsillo y me quedé mirándolo con detenimiento. Los
extremos redondeados o las piedras preciosas podían contener
relevantes huellas dactilares si yo no las había borrado sin
darme cuenta. Nadie podría haber llevado guantes durante la
cena de Acción de Gracias sin que los demás comensales se
hubieran percatado. Con razón el asesino estaba desesperado
por recuperar el recipiente.
Me planteé contarle a Wolf mi plan para identificar al
asesino, pero descarté esa idea por completo. Habría dicho que
no era aceptable, ya que no se trataba de un procedimiento
policial autorizado y, seguramente, no haría más que poner
trabas a mi plan. Esa noche era mi noche. Todos los demás se
encontrarían en el restaurante. No volvería a presentarse una
oportunidad como esa.
Con cinta de pintor pegué la bolsa de plástico con el
frasquito de veneno por debajo de un cajón de mi mesita de
noche. No era el escondite más original del mundo, pero
tampoco lo descubriría enseguida el cotilla de Craig.
Con la bolsa de viaje a cuestas, salí disparada a la calle y
corrí, bajo la lluvia, hacia la casa de Nina. Tras ponerla al día
sobre el estado del coronel, le expuse mi plan para esa noche.
Como era de esperar, ella estuvo más que dispuesta a
aprovechar la oportunidad de cooperar.
Tras lamentarse bastante de no tener un mirador en la
azotea de su casa desde el que poder espiar, decidimos que el
punto de observación más aventajado de su casa era la ventana
de la buhardilla, situada en el ático de la vivienda. Desde allí,
Nina podía observar a cualquiera que entrara por la puerta
principal de mi casa o por la de la cocina. El único acceso sin
visibilidad desde allí sería el de la terraza acristalada. Era un
riesgo que debíamos correr.
Regresé al trote a casa, con la adrenalina corriéndome ya
por las venas. Jamás me había gustado el riesgo, pero no sentía
que aquello fuera muy peligroso, porque conocía a la persona
que había cometido el asesinato. El criminal podía estar
desesperado, pero sería alguien que yo conocía bien. Además,
llevaría encima la pistola Taser que Mars me había dado.
Me quedaba un elemento fundamental que gestionar.
Necesitaba a alguien que espiara por mí. Mi madre o mi padre
habrían sido las opciones lógicas, pero ya estaban demasiado
preocupados. Había otra persona que compartía conmigo esa
herencia genética que nos dotaba para el espionaje. ¿Podría
confiar en que ella no le contara nada a Craig? Si él era el
asesino y mi hermana le desvelaba nuestros planes, yo estaría
poniéndome en peligro. Por otra parte, necesitaba una persona
de confianza. Mi única certeza era que Hannah no había
cometido los asesinatos. En cuanto llegó a casa, la acorralé en
mi habitación con la excusa de que necesitaba ayuda para
peinarme. Cerré la puerta y hablé entre susurros por si el
cotilla de Craig estaba fuera intentando oír lo que decía.
—Hay algo que puedes hacer para ayudarme, pero necesito
que me prometas que no le contarás nada a tu novio. Ni una
palabra.
Hannah sonrió y levantó el meñique. Entrelazamos los
dedos y los apretamos con fuerza para hacer el juramento,
como cuando éramos niñas.
—Creo que Mochi ha encontrado lo que ha estado
buscando el asesino. Es un pequeño frasquito que Nina y yo
creemos que contenía el veneno que usaron con Mars.
Saqué el cajón de mi mesita de noche y se lo enseñé. Mi
hermana despegó la bolsita de plástico y la levantó para
observarla con detenimiento.
—Parece hecho a mano. Es un objeto de la India o de
África, tal vez.
—Cuando salgáis a cenar esta noche, pondré alguna
excusa y me quedaré aquí. Nina estará en su casa vigilando las
puertas de mi casa y yo estaré escondida en el salón.
—Genial. ¿Qué quieres que haga yo?
—Necesito que me llames y que me digas quién no ha ido
a la cena. De esa forma, Nina y yo sabremos de antemano
quién es el asesino y a quién tenemos que esperar.
—Cuenta conmigo. ¿Nos comunicaremos por los móviles?
—Ese es el plan.
—Será mejor que me des el tuyo para ponértelo en modo
vibración y que así no suene.
Le pasé mi móvil.
—Y no le digas ni una palabra a Craig, ¿vale?
—Lo he jurado con el meñique, ¿no te acuerdas? —dijo
riendo.
Mientras ella toqueteaba los ajustes de mi móvil, me puse
a buscar un atuendo lo bastante sexy para complacer a mi
madre. Había olvidado el jersey blanco que ella misma me
había tejido a mano. Se cruzaba por delante y tenía un enorme
escote en forma de uve. Me lo puse y Hannah me dio su
aprobación levantando los pulgares. Me coloqué los rulos
calientes y me senté junto a ella sobre la cama.
—Oye, ¿te has dado cuenta de que estás vistiéndote como
una colegiala de la década de los sesenta? —pregunté.
Por suerte, le hizo gracia.
—¿Te refieres a mi look recatado? Según Craig, solo tengo
que llevar pendientes de perlas, a menos que vayamos a una
fiesta de gala. Odia las minifaldas, así que están descartadas. Y
le encantan los conjuntos de punto de rebeca y jersey, al estilo
clásico.
—A mí también me gustan las rebecas a conjunto con un
jersey de punto, pero me preocupa que estés cambiando tanto
solo para complacerle.
—Por eso ya no me pongo nada de color fucsia ni
pendientes grandes. Si eso le hace feliz, pues lo hago. Pero tú
puedes ponerte lo que te dé la gana. Venga, vamos, ya te
maquillo yo.
A pesar de mis recelos, le permití que me pintara los
párpados ahumados con un lápiz especial.
—Es una lástima que el asesino no vaya a verte tan guapa
—comentó ella riendo con nerviosismo.
Sus palabras me provocaron un ligero escalofrío. No
quería comportarme como una insensata. Sin embargo,
contaba con el apoyo de Nina. Mi madre lanzó un gritito de
alegría cuando salí de mi habitación.
—Mars entrará en razón en cuanto te vea así esta noche.
La tomé de las manos.
—Mamá, lo que había entre él y yo se acabó. June y tú
tenéis que desistir de esa idea y permitir que ambos sigamos
con nuestra vida.
Ella se mordió el labio inferior y me dio un apretón en las
manos.
—Bueno, pues entonces espero que Mars se dé cuenta de
lo maravillosa que eres y que eso ponga celoso a Wolf.
Le di un abrazo; era una romántica empedernida. No
habría nada que la hiciera abandonar su lucha constante por
ver a sus hijas felizmente casadas, aunque eso supusiera que
una de ellas acabara casada con el rarito de Craig.
La lluvia había cesado y había caído la noche sobre Old
Town cuando todos nos encontramos en la cocina. Mientras
los demás iban poniéndose el abrigo, yo fui recorriendo la casa
para apagar las luces.
—Daisy jugará con Duke mientras estamos fuera —
comenté cuando salíamos.
Mi perra y yo salimos corriendo a la calle mojada, en
dirección a la casa de Nina, mientras todos los demás
esperaban en la acera. Mi amiga ya se había puesto su atuendo
negro de ladrona cuando abrió la puerta.
—Estás estupenda. Es una lástima que no salgas esta
noche —comentó cuando cerró la puerta tras de mí.
Le quité la correa a Daisy.
—¿Estás lista?
—Cielo, tengo prismáticos, el móvil y un termo de café
preparados junto a la ventana. ¿Quién crees que se presentará?
Me salió una vaharada de aire caliente por la boca y me
desinflé como un globo.
—El coronel, Mars, Andrew y Bernie odiaban a Simon y
estaban en el hotel ese día. El único que me asusta es Craig. Si
lo ves entrar en la casa, llama a la policía enseguida.
—¿Craig? ¿Por qué iba a ser el asesino?
—No he podido sacar nada en limpio hablando con él,
pero regresó a la escena del crimen al día siguiente y se
comporta de forma extraña y espeluznante. Está tramando
algo.
—Yo sigo apostando por Natasha. A lo mejor Simon
descubrió la aventura que tenía con Clyde y la amenazó con
contárselo a Mars. Además, le pega mucho llevar veneno en
un frasquito tan elegante.
—No sé, Nina. Yo sigo albergando la esperanza de que sea
la señora Pulchinski.
—¡Ni en sueños! ¿Estás lista para el primer acto?
No tenía más remedio. Debía ponerme en marcha o no lo
haría jamás. Tomé aire con fuerza y asentí con la cabeza. Nina
abrió la puerta de golpe y salió corriendo para cruzar la calle.
—Se han llevado al marido de Nina al hospital de Chicago
—anuncié intentando recuperar el aliento—. ¡Ella está
destrozada! Id tirando y ya me reuniré con vosotros cuando
logre tranquilizarla un poco y saber qué le pasa a su marido.
—¡Oh, cielo! —se lamentó mi madre—, a lo mejor yo
puedo ayudar.
—Tenemos la reserva hecha. Además, los demás estarán
esperándote.
—Vamos, mamá. Sophie se reunirá pronto con nosotros,
estoy segura.
Hannah se los llevó de la casa. Me sentí culpable mientras
los veía alejarse en la oscuridad. Mi hermana se agarró del
brazo de Craig. El coronel caminaba junto a June. Mi madre
consolaba a Francie. Y Bernie iba por detrás, con mi padre.
Yo regresé a todo correr a la casa de Nina. Tras cambiarme
para ponerme la ropa negra, le di unas palmaditas a Daisy y a
Duke, y entré a hurtadillas en la casa de Nina por la puerta de
atrás. El callejón trasero de su casa estaba negro como boca de
lobo y resultaba mucho más aterrador de lo que había
imaginado. Las luces de las demás casas no llegaban a
iluminar el callejón. Corrí por detrás de la casa de los Wesleys,
doblé a la derecha y recorrí como un rayo la acera. Sin
embargo, al llegar a nuestra calle, seguí adelante hasta la
entrada del callejón que recorría la parte trasera de mi casa.
Me detuve para tomar aire. De vez en cuando pasaba algún
que otro coche. Yo me estremecí, solo en parte por el frío aire
nocturno. La otra parte era fruto de mi tensión nerviosa; me
tenía tan rígida que estaba a punto de partirme en dos.
Mientras vigilaba atentamente en la oscuridad de la noche
para detectar cualquier movimiento, por pequeño que fuera,
supe que había llegado el momento de realizar el último tramo
de regreso a mi casa. Atravesé a toda pastilla el callejón y me
peleé con el manillar de la cancela de mi jardín hasta que por
fin conseguí abrirla y acceder a la vivienda sin ser vista. Cerré
la puerta lentamente y sin hacer ruido. Me apoyé contra ella y
me quedé mirando un par de minutos la parte trasera; todo
parecía en calma. No se proyectaba ninguna sombra en la
terraza acristalada.
Pasé por la puerta de esa sala y eché el cierre a mi paso.
Avancé de puntillas para ir a recoger la pistola Taser de Mars
del armario de la cocina, donde la había guardado. Para que
nadie me viera desde la calle, volví corriendo al estudio. Dejé
la puerta del salón entreabierta para tener visibilidad y cogí el
móvil para llamar a Nina e informarla de que ya estaba en
posición.
El teléfono empezó a vibrar.
CAPÍTULO TREINTA
De La buena vida:
Querida Sophie:
Nuestra iglesia ofrecerá una cena donde se servirá pavo a
los desfavorecidos, y se supone que todos debemos
preparar algo. Soy un desastre en la cocina, y cuando
intenté dar el pego ofreciéndome a llevar bollitos de la
panadería, me dijeron que esperaban que los preparase
yo misma. He abusado demasiado de ese truco.
¿Qué puedo preparar desde cero sin miedo a meter la
pata?
Penitente
en Pulaski
Querida Penitente:
Ofrécete voluntaria para preparar la salsa de arándanos
rojos. No hay nada más sencillo. Solo necesitas arándanos,
agua y azúcar. La receta está en el reverso de todas las
bolsitas de arándanos frescos.
Vacía la bolsa entera en un cazo con agua, llévalos a
ebullición, apaga el fuego y deja que se cocinen durante
cinco minutos. Solo tienes que vigilarlos para que no se
desborde el cazo. Si te pasa, no se estropearán, pero se
montará un buen lío; mejor que no te alejes de los
arándanos.
Están deliciosos calientes o fríos.
Sophie
S
ophie —susurró Hannah—, lo siento mucho. El
— asesino es tu amigo, Bernie.
Tendría que haberme sentido aterrorizada o
inquieta. En lugar de eso, me invadió la tristeza.
—¿Están todos los demás allí?
—Todavía no, pero Bernie se ha escabullido mientras
veníamos hacia aquí, como si estuviera impaciente por
marcharse. Ha mascullado algo sobre que tenía que ir a ver
cómo estaba un amigo y que ya nos alcanzaría en el
restaurante.
¿Un amigo? ¿Habría ido a poner sobre aviso a la señora
Pulchinski? Ella podría ir a registrar la casa y él tendría una
coartada: estaría cenando con todo el grupo y el inspector
encargado del caso. Un plan maestro.
—¿Wolf está ahí?
—Todavía no, pero Mars y Natasha sí.
¿Me había devuelto Bernie la copia de la llave que me
había pedido prestada? ¿Y si no había ido a ver a la señora
Pulchinski? ¿Y si había regresado y ya estaba en la casa?
—Vuelve a llamarme cuando hayan llegado todos —pedí
en voz baja y colgué.
Debía aclarar lo de la llave. El viejo suelo de tarima crujió
bajo mis pies cuando me levanté. Jamás lograría llegar ala
cómoda del recibidor para ver si estaba la llave sin que me
oyeran. Sujetando la pistola Taser con firmeza, observé con
detenimiento la terraza acristalada y el patio trasero. Cuando
vi que no había moros en la costa, accedí al pasillo oscuro a
hurtadillas hasta el recibidor. No podía arriesgarme a encender
ninguna luz. Coloqué la pistola Taser sobre la cómoda para
poder abrir el cajón con ambas manos. Chirrió cuando lo hice.
Como no quería abrirlo del todo, metí la mano dentro y
toqueteé el interior a tientas.
El móvil volvió a vibrar. No podía contestar. La llamada
tendría que esperar. La llave no estaba en el cajón y no lograba
recordar que Bernie me la hubiera devuelto en mano. ¿No
habría sido la noche que llegó a casa tan tarde?
Oí un golpe y di un respingo. Mi respiración se oía ronca
en la casa totalmente en silencio. Volví con sigilo al estudio
para esperar a Bernie. Acuclillada junto a la puerta del salón
una vez más, abrí el móvil y llamé a Nina.
—¡Está en la casa! —gritó ella.
Tenía que ser Bernie, pero ¿dónde estaba?
—¿Qué has visto?
—O tiene llaves de la casa, o se le da muy bien abrir
cerraduras. Ha entrado por la puerta principal. Ha echado un
vistazo rápido a su alrededor, como si estuviera comprobando
que nadie lo viera.
—Es Bernie —susurré.
—Espera…
Oí los ruidos que hacía Nina al dejar el móvil sobre alguna
superficie y supuse que necesitaría ambas manos para usar los
prismáticos.
—Hay alguien más. Ese otro tipo está entrando por la
puerta de la cocina.
Algo suave me frotó la rodilla y tuve que reprimir un
chillido. Mochi ronroneaba muy alto a mis pies.
—¡Tengo que llamar a Hannah! —Colgué y marqué el
número de mi hermana—. ¿Quién falta?
—¡Sophie! —exclamó como si estuviéramos charlando
amigablemente—. ¿Te falta mucho? Ya están casi todos aquí.
Todavía estamos esperando a Bernie y a Humphrey. Vicki
tampoco ha llegado todavía, pero vendrá. Andrew dice que
prometió llevar mañana unos merengues a su consulta y que
está esperando a que acaben de hornearse para poder sacarlos
antes de salir.
—Vale, gracias.
Cerré el móvil. Humphrey. Jamás lo habría imaginado.
Pero, si Humphrey era el asesino, ¿por qué estaba Bernie en la
casa? ¿O Bernie se había ido a ver a la señora Pulchinski? A lo
mejor Humphrey se había quedado vigilando para ver cómo
nos íbamos y era quien se agazapaba en alguna parte de la
casa.
La cabeza iba a explotarme. Me sudaban las manos.
Respiraba tan ruidosamente como un elefante asfixiado. Me
obligué a hacerlo de forma más relajada. No lo conseguí. Me
habría desmayado. «Vale, Sophie. Respira despacio y
profundamente. Mantente alerta».
Me vibró el móvil. Lo abrí de golpe, deseando que la luz
que emitía no fuera tan potente, jolines. Lo cubrí con una de
las camisas de Bernie.
—Qué cosa tan rarísima —comentó Nina—. Hay alguien
vigilando tu casa desde un coche aparcado.
Oí un ruido procedente del salón.
—Espera un momento, Nina —susurré.
La persona que estaba en la casa no se molestaba en
ocultar su presencia. Me incliné hacia adelante y eché un
vistazo. El haz de los faros de un coche que pasó por la calle
iluminó la terraza acristalada un instante, lo suficiente para
que viera a Mochi saltar hasta lo alto del reloj de pared del
abuelo. ¿Dónde estaban las dos personas que Nina había visto
entrando en la casa? Reconocí el chirrido del cajón de la
cómoda del recibidor. Bernie. Debía de estar dejando la llave
nuevamente en su lugar. ¿O se trataba del asesino buscando el
frasquito del veneno?
La voz de Nina sonó chillona por el móvil. Me pegué el
teléfono a la oreja.
—Alguien está corriendo hacia tu casa. Ese tipo va hacia la
puerta de la cocina. Está costándole abrirla.
¿Tres personas? ¿Cómo era posible? ¿Hannah me había
dicho si Wolf estaba en el restaurante? No lograba recordarlo.
Esperaba que Wolf fuera la persona que estaba en el coche,
porque iba a necesitarlo si había tres asesinos. No sería capaz
de defenderme de tres atacantes con una estúpida pistola Taser.
¡La Taser! Toqueteé el suelo para buscarla a tientas. No estaba.
Debí de dejarla sobre la cómoda del recibidor. Y tenía que
enfrentarme a esas tres personas. Me temblaron las manos con
solo pensarlo. ¿Quiénes serían? Tenía que llamar a Hannah.
Aquello no estaba saliendo como yo había imaginado.
Mochi maulló, y una luz proyectó su destello en el salón.
Cerré el móvil de golpe. Ya no podía llamar a Hannah. Inspiré
con fuerza para tomar aire. ¿Qué había dicho mi hermana?
Bernie y Humphrey no estaban en el restaurante. ¿Había
mencionado a Wolf?
«¡Piensa, Sophie, piensa!».
Vicki iría hacia allí en cuanto sacara los merengues del
horno. ¡Vicki! Los merengues deben dejarse enfriar dentro del
horno. Se hornean a baja temperatura para secarlos y deben
permanecer en el horno cerrado con el fuego apagado al
menos durante dos horas, sobre todo en un día lluvioso y
húmedo como aquel.
Desplazándome con el mayor sigilo posible, me arrodillé
junto a la puerta entreabierta. El intruso apuntó el haz de su
linterna hacia el cajón de la cubertería de la cómoda. Las
pisadas retumbaban por toda la casa, acompañadas de jadeos
roncos.
La linterna se apagó.
Un solo disparo resonó con eco.
Alguien, pisando con fuerza, se tambaleaba en mi
dirección. Tuve que reunir hasta la última pizca de valentía
para no cerrar la puerta de golpe y salir corriendo. Estaría más
segura si nadie se percataba de mi presencia.
Resonó un tremendo golpe, que sacudió la vieja casa con
tanta intensidad que sentí el temblor bajo los pies.
—¿Vicki? —dijo un hombre asustado y compungido.
—¡Nooo!
El agudo grito se mezcló con el ruido provocado por
alguien que entró a la carrera en el salón. El haz de una
linterna tembló sobre la figura de Vicki, quien estaba postrada
sobre Andrew, tirado boca arriba en el suelo. Pero ¿quién
sujetaba la linterna? ¿Wolf? Entrecerré los ojos para ver mejor,
pero no sirvió de gran cosa.
—¿Por qué tienes que estropearlo todo? ¿No podías
limitarte a entrar en la casa, encontrar la botellita del veneno y
salir? ¿Por qué tengo que ser yo siempre quien va detrás de ti
arreglándolo todo?
La voz masculina me sonó ligeramente familiar, pero no
lograba identificarla. Alguien sollozaba. ¿Vicki?
—¡Se supone que yo ni siquiera debería estar aquí! Ni tú
tampoco, Andrew. —Lanzó un gemido—. Te he disparado sin
querer. Creía que eras Sophie o Wolf. Y ahora estás
sangrando…
—¿Tú envenenaste a Mars? —Andrew hablaba con una
tranquilidad pasmosa para ser alguien al que acababan de
disparar—. Pero ¿por qué?
—Eres tan tonto, Andrew… —dijo el otro hombre—. Se
suponía que ella debía envenenar a Natasha, pero, como
siempre, la pequeña Vicki fue incapaz de hacer bien algo tan
fácil; en lugar de envenenarla a ella, envenenó a Mars. Creía
que había madurado, pero se comporta exactamente igual que
cuando éramos unos críos.
—Eso no es verdad —protestó Vicki—. Yo no lo estropeo
todo.
—¿Ah, no? Supongo que lo pensaste muy bien antes de
darle un porrazo en la cabeza a Simon, ¿no? —El hombre se
dirigió hacia la cómoda y la iluminó con la linterna. El cajón
emitió el chirrido cuando lo abrió—. Gracias a ti me he
quedado sin trabajo. Y esto es otro ejemplo perfecto de lo que
digo. En lugar de localizar el recipiente del veneno, le has
disparado a tu marido, y yo voy a tener que arreglar todo este
lío. Por tu culpa, una vez más.
—¿Tú… tú mataste a Simon? ¿Por qué querías matar a
Natasha? —Andrew hablaba cada vez más débilmente.
¿Habría perdido ya demasiada sangre? Yo no sabía qué
hacer. Si acudía en su ayuda, me matarían. ¿Dónde se había
metido Wolf?
Retrocedí unos centímetros, rezando para que los tablones
de madera del suelo no crujieran. Me metí el móvil por debajo
del jersey para oscurecer la luz y marqué el número de
emergencias de la policía. La operadora respondió hablando
demasiado alto. Levanté la vista, con miedo de acabar siendo
descubierta, pero los sollozos de Vicki eran más potentes que
la voz de la operadora. Susurrando a la máxima potencia de la
que fui capaz, di la dirección de mi casa y pronuncié la palabra
«disparos».
—No la oigo. Tendrá que hablar más alto.
Volví a intentarlo.
—Envíe una ambulancia.
—¡No la oigo! —gritó la operadora.
Cerré el teléfono enseguida para apagarlo y deseé que Nina
tuviera el buen juicio de avisar a la policía.
—Andrew —farfulló Vicki—, lo siento mucho. No quería
que nada de esto sucediera.
El otro hombre seguía tirando de los cajones y puertas de
armarios para abrirlos.
—Ahora tengo que decidir qué hacer contigo, Andrew.
Está claro que eres demasiado idiota para vivir. Tu querida
esposa ha tenido una aventura con Simon durante un año.
—¿Eso es verdad? —preguntó el hermano de Mars con un
hilillo de voz.
—¿Podrás perdonarme algún día? —dijo Vicki, entre
resuellos y bufidos—. Al principio, Simon era tan bueno
conmigo que me sentía como una princesa. Jamás dejé de
amarte, Andrew. Solo quería…
—Lo que ella quería era que alguien se encargara de
arreglar los desastres que provoca y que la cuidara como
siempre lo ha hecho su hermano mayor. —Aquel hombre se
tiró al suelo e iluminó todos los muebles por debajo—. Pero,
en lugar de eso, se casó con un imbécil del que tuvo que
cuidar.
El tipo estornudó.
—Natasha contrató a ese detective privado —intervino
Vicki— y averiguó que Clyde era mi hermano y que yo estaba
saliendo con Simon. Ella me presionó para que Simon le diera
un programa de televisión en su cadena. —¡Clyde! ¿El chófer
de Simon era el hermano de Vicki?—. Pero el día del concurso
de relleno… —hizo una pausa para sonarse los mocos—
Simon le pidió para salir a Sophie delante de todo el mundo y,
cuando fui a hablar con él en nombre de Natasha, se burló de
mí. Dijo… dijo que lo nuestro se había terminado y que le
daba igual que la gente se enterase de nuestra aventura, y eso
me destrozó la vida. Si él me delataba, lo habría perdido todo.
Mi trabajo, a ti…, todo. Pero él no habría perdido nada. Ni
siquiera le habría afectado. Habría seguido con sus ligues sin
volver a pensar en mí en toda su vida. —Vicki adoptó un tono
más frío—. Se puso a hacer bromas de mal gusto y me di
cuenta de que no significaba nada para él. Creyó que yo había
salido de la sala, pero me quedé mirándolo desde la puerta del
pasillo de servicio. El trofeo con forma de pavo estaba en una
mesa que quedaba a sus espaldas y lo usé para asestarle un
golpe. Solo le importaba el dinero. Me utilizó y me tiró como
un pañuelo usado, como a esa chica de su programa que perdió
una pierna.
—No veo el estúpido frasquito del veneno por ninguna
parte —protestó Clyde—. ¿Dónde crees que lo perdiste?
El haz de la linterna recorrió todo el salón. En cualquier
momento me iluminaría a mí.
CAPÍTULO TREINTA Y UNO
De Natasha online:
En todas las casas debería existir una zona que haga las
veces de barra de cafetería. Sitúala lejos del núcleo más
transitado de la cocina, para que los bebedores de café
puedan servirse sin molestar. La cafetera, una máquina de
espresso y el molinillo de café, así como las cucharas
medidoras y los ltros, deberían estar colocados en esa
zona. Yo siempre utilizo ltros metálicos de color dorado. El
café sabe mejor ltrado con ellos y se pueden lavar y
reutilizar durante años. Si no tienes un cajón o un armario
para los objetos pequeños, colócalos en una bonita cesta.
Y no olvides disponer de un juego de tazas de porcelana
en sintonía con la decoración de la cocina.
P
or el amor del cielo, dame esa pistola antes de que
— me dispares a mí también —ordenó Clyde—.
Nunca he conocido a nadie tan incompetente.
¿Qué vamos a hacer con Andrew? Es una lástima que no haya
muerto todavía. Odiaría tener que hacerle otro orificio de bala.
No queda nada profesional.
—¡No! —grité, y corrí hacia Andrew sin pensarlo—. Él no
os ha hecho nada malo a ninguno de los dos. Dejadlo en paz.
—Miré a Vicki, quien todavía permanecía arrodillada junto a
su marido—. Podéis iros los dos ahora mismo. Tenéis tiempo
para escapar. Por favor, Vicki, no permitas que muera el
hermano de Mars.
Andrew llevaba una chaqueta de cuero y yo me pregunté si
sería de mi exmarido. Le bajé la cremallera y me resbalaron
las manos por la sangre. Tiré de un paño decorativo sobre el
respaldo de una butaca y le palpé el abdomen intentando
localizar el orificio de entrada de la bala. Cuando creí que lo
había encontrado, presioné el paño contra la herida, lo que
seguramente fue un intento inútil de contener la hemorragia.
Me recliné para acercarme más a él.
—Andrew, ¿puedes oírme?
Me agarró por la muñeca con más fuerza de la que habría
esperado y solté un chillido. En ese instante, una silueta
borrosa salió de entre las sombras, por un costado del
recibidor. Clyde gruñó porque alguien lo había atacado por la
espalda. El hombre misterioso se aferró a su espalda mientras
él cruzaba el salón tambaleándose. Clyde agitó la pistola como
un loco y yo temí que disparase.
Ambos hombres se estamparon contra la pared situada
junto al reloj del abuelo. Los carillones tintinearon levemente
y un proyectil peludo impactó contra la cabeza de Clyde;
parecía que llevara un peluquín barato.
El hermano de Vicki chilló y yo imaginé que Mochi le
habría clavado las uñas en el cuero cabelludo para sujetarse.
La pistola salió deslizándose por el suelo cuando Clyde
empezó a estornudar y se derrumbó. Me recorrió una profunda
sensación de alivio. Wolf tenía que ser quien estaba peleando
contra Clyde.
—La pistola, Vicki. ¡Coge la pistola! —le gritó su
hermano.
Ella se levantó. Yo eché un vistazo a mi alrededor, ¿dónde
había ido a parar el arma? Vicki fue más rápida que yo.
Recogió la pistola, que estaba cerca de la puerta que daba al
estudio donde yo me había ocultado.
—¡Suéltalo o te disparo! —gritó.
La persona que había atacado a Clyde estaba sentada
encima de él, dándome la espalda. Miré con los ojos
entrecerrados, pero no logré distinguir de quién se trataba.
Parecía que tuviera a Clyde sujeto por ambos brazos agarrados
a la espalda.
—Dispárale, Vicki —ordenó su hermano con un tono
desprovisto de emoción, con tanta sangre fría que me alarmó.
Ella levantó el arma con ambas manos y apuntó. A su
espalda, se abrió de golpe la puerta del estudio y alguien la
golpeó con una sartén en la cabeza. Ella cayó al suelo. Me
abalancé sobre el interruptor de la luz de la pared, lo pulsé y
me quedé analizando la escena: Natasha estaba plantada en la
puerta que conducía al estudio mirando a Vicki tendida en el
suelo. Andrew yacía allí mismo, pálido, pero vivo, con los
ojos abiertos como platos, aterrorizado. Bernie era el que
estaba sentado sobre la espalda de Clyde.
—¿Serías tan amable de pasarme algo para atarlo, por
favor?
Salí corriendo a la cocina en busca del cordel con el que
ataba el pavo y regresé al salón. El amigo de Mars siguió
sentado sobre Clyde mientras yo lo ataba por las muñecas y
los tobillos. Para asegurar bien la jugada, cuando Bernie se
retiró rodando hacia un lado y dejó a Clyde, yo le amarré las
muñecas a los tobillos para que no pudiera levantarse. Mochi
se puso a olisquearle la cabeza. Clyde volvió a estornudar.
—Apádtamelo —ordenó con la nariz tapada—. Zoy muy
alérguico.
Bernie llamó a emergencias mientras Natasha me ayudaba
a atar a Vicki.
—¿Vicki? —La llamó Clyde—. Vick, ¿me oyez? —
masculló.
Su hermana lanzó un gruñido. Yo tenía la sensación de que
iba a recuperarse, porque cerró con fuerza los ojos como si
quisiera despertar de esa pesadilla.
—Esto… —empezó a decir Bernie—, ya están de camino.
—Seguramente los ha llamado Nina —informé mientras
tensaba el cordel alrededor de los tobillos de Vicki.
—No les cuentes nada. No reconozcas nada —Clyde se
arrastró por el suelo como un gusano en dirección a ella—. Yo
cuidaré de ti.
Su hermana abrió las aletas de la nariz.
—No podrás cuidar de nada ni de nadie cuando estés en
prisión por matar a ese detective privado.
—¡Cállate! —gritó Clyde.
—Te crees que soy muy tonta. Bueno, pues conocía los
secretos de Simon. Sabía que amañaba el resultado de sus
programas. No sé dónde encontraría Otis esa cuerda, pero
Simon no te habría pagado por matarlo si no hubiera estado
desesperado.
—Eso fue distinto. Era un tema de negocios. Otis sabía el
riesgo que corría cuando intentó chantajear a Simon.
Mochi probó a darle un golpecito a Clyde en la cabeza con
una patita. El malvado hermano de Vicki volvió a estornudar.
—Simon se habría arruinado.
Unos destellos luminosos crearon efectos estroboscópicos
al reflejarse en las ventanas. Corrí hacia la puerta de entrada y
la abrí. Una oleada de agentes de policía inundó el salón,
seguida por Wolf. Él se mantuvo en silencio durante un fugaz
instante, me posó una mano en la mejilla y tomó aire con
fuerza.
—Estás bien.
Lo seguí hasta el comedor, donde contempló la caótica
escena, al tiempo que intentaba asimilarla. Natasha se dejó
caer sobre mí, con la cabeza entre las manos.
—Me siento tan responsable… Jamás pretendí que pasara
nada de todo esto. Yo contraté a Otis. Sophie —habló en voz
cada vez más baja hasta hacerlo en un suspiro—, lo contraté
para que investigara a Simon y así averiguar cómo
presentarme ante el gran magnate para conseguir mi propio
programa de televisión. Quería llegar al público nacional, y él
podría haberlo hecho posible. Nunca imaginé que acabaría
provocando todo este caos.
Zarandeé a Natasha.
—¿Es que no has oído a Vicki? Tu programa de la tele no
tuvo ninguna relación con la muerte de Simon. Siento decir
que él mismo la provocó, por ser un desalmado y tratarla como
una basura.
—Pero ¿es que no lo ves? Si no hubiera contratado a Otis,
él jamás habría sacado a la luz los trapos sucios que utilizó
contra Simon.
—Tú no obligaste a Otis a chantajearle. Céntrate, Natasha.
Ella sollozó.
—Otis me contó que Clyde era el hermano de Vicki y me
dio una fotografía suya. Se me ocurrió que Vicki podría
ayudarme. Pensé que podría conseguir que el chófer de Simon
le hablara bien de mí. Jamás imaginé este resultado.
Los paramédicos pasaron por nuestro lado con Andrew en
una camilla.
—¿Vicki? —preguntó alargando una mano hacia mí.
Ella lo había engañado, le había disparado y había
asesinado a su amante y, con todo, él todavía se preocupaba
por ella.
—Natasha le ha dado un buen porrazo en la cabeza, pero
se recuperará.
Me quedé mirando a los paramédicos cuando lo sacaban
por la puerta. Nina, mi familia, Craig, Humphrey, el coronel,
Francie, June y Mars estaban junto a la acera, alineados. Todos
se alegraron mucho al verme.
—¡Le han disparado a Andrew! —dije gritando.
June y Mars caminaron junto a Andrew mientras lo
llevaban a la ambulancia.
—¡Mamá! —grité—. Entrad.
—No nos dejan —dijo.
Señaló la puerta de la cocina.
—¿No deberíamos ofrecerles algo de comer a todos estos
agentes de policía? —me sugirió Natasha mientras iba hacia
allí.
Todos se reunieron en la cocina, salvo June, quien
permaneció junto a su hijo herido.
—¿Habéis usado las pistolas Taser? —preguntó Mars,
emocionado.
Natasha me miró a los ojos.
—Yo me la he dejado en casa.
—La mía está en el recibidor.
Mars negó con la cabeza, incrédulo.
—Mi madre y yo vamos a seguir a la ambulancia hasta el
hospital. Supongo que tú tendrás que quedarte aquí, Nata, para
declarar ante la policía, ¿no?
Ella le dio un beso.
—Ven a recogerme cuando vayas a casa —le pidió.
Nos pasamos la siguiente media hora arrasando la nevera y
el congelador. Todos, incluso Francie, Nina y Hannah,
colaboraron en la preparación de pizzas y bocadillos estilo
pannini a la plancha. Dispusimos un bufé en la terraza
acristalada para que los agentes de policía se sirvieran café y
algo de comer.
Pasada una hora, solamente quedábamos Natasha y yo en
la cocina, metiendo en el horno la última remesa de pasta de
galletas de chocolate que guardaba en el congelador para los
imprevistos.
—Ya sé cómo entró Bernie en la casa y asumo que Vicki y
Clyde eran aficionados a reventar cerraduras, pero ¿cómo
entraste tú? —pregunté.
Natasha no se inmutó.
—Usé la llave de Mars.
—Mars me devolvió su juego de llaves.
Me lanzó una mirada de incredulidad.
—¿Te crees que Mars no habría hecho otra copia antes? Ya
le conoces, siempre ha sido un explorador precavido.
—Cuando contrataste a Otis, ¿le pediste que se deshiciera
de mí? —le pregunté ya que nos estábamos llevando tan bien,
para variar.
Su expresión de sorpresa parecía sincera.
—¿Por qué iba a hacer eso? Yo quería el programa de
televisión, Sophie. Pensaba que estaba actuando como lo
habría hecho cualquier hombre en mi lugar: recurrir al tipo
poderoso que podía hacerlo realidad. Jamás tuve la intención
de chantajear a Simon; quería saber más sobre su vida
personal y dar con algún argumento que me ayudara a
convencerlo. Ya lo sé casi todo sobre ti…
Entonces, ¿qué hacía Otis con una foto mía?
Natasha sacó una bandeja de galletas del horno.
—Siento no haberte sido sincera con lo del acosador. La
noche que me topé con vosotras dos, me di cuenta de que
alguien estaba siguiéndome, pero creí que era Andrew. La
verdad es que me pareció extremadamente amable que Nina y
tú me lo advirtierais.
—¿Le contaste a Wolf que Clyde era el hermano de Vicki?
—¿Y reconocer así que había contratado a Otis? Ni loca.
Mi abogado me metió mucho miedo. No podía reconocer
nada. Además, yo no sabía lo de la aventura que tenía Vicki
con Simon. Eso habría cambiado las cosas.
Me apoyé de espaldas contra el lavavajillas.
—¿Cómo es posible que no supiéramos que Clyde era su
hermano?
Natasha enarcó las cejas.
—¿Estás de guasa? Mars y Andrew odiaban a Simon con
todas sus fuerzas. Decían cosas muy desagradables sobre él.
Estoy segura de que a Vicki le daba vergüenza reconocer que
su hermano trabajaba para Simon. Y, luego, cuando se lio con
él, supongo que ya no era buena idea comentarles nada.
—Siento lástima por ella.
—Pero ¡si mató a Simon!
—Ya lo sé. —Retorcí un trapo de cocina entre las manos
—. Pero es que trabajó tanto mientras Andrew se gastaba el
dinero de ambos en sus ridículas ideas… Y, durante todo ese
tiempo, tuvo que ocultar su aventura amorosa y la identidad de
su hermano. Debe de haberse sentido fatal…
Desde el umbral de la puerta de la cocina, Wolf carraspeó.
—¿Puedo hablar un momento contigo, Sophie?
Natasha asintió con la cabeza y abandonó a toda prisa la
habitación.
—Por si no lo has supuesto ya, Vicki fue quien entró en tu
casa a escondidas —afirmó.
—Entonces, ¿quién entró en su casa?
—Lo hizo ella misma. Para despistarnos. Y, por lo visto,
Clyde era el acosador de Natasha; esperaba tener una
oportunidad para matarla, puesto que Vicki no lo había
conseguido. Natasha era la única que podía relacionarlos, y
ellos creyeron que ella sabía lo de la aventura entre Vicki y
Simon.
—Entonces, ¿quién enterró el trofeo con forma de pavo en
el patio de Natasha?
—Clyde lo robó en el concurso de relleno y se lo entregó a
Vicki para que lo enterrara en la casa de Natasha durante la
fiesta de esa noche. Fue bastante astuto. —Wolf se metió las
manos en los bolsillos de golpe—. Debería echarte la bronca
por haber sido tan temeraria.
—Deberías haberme creído y haber confiado en mí.
Mochi marcó a Wolf frotándose contra sus piernas.
—No te conocía. Sin importar adonde fuese, siempre
descubría cosas que se contradecían con lo que tú afirmabas.
—¿Cómo lo de que Humphrey sale conmigo?
Tragó saliva con fuerza.
—¿No es verdad?
Me acerqué más a él.
—Nooo.
Miró por encima de mi cabeza hacia la pared de piedra.
—Entonces, ese es el lugar donde reside el fantasma de
Faye… Sonreí.
—Eso me han contado.
Me rodeó entre sus brazos.
—Espero que no le importe esto.
Me besó con ternura, pero, ni por asomo, durante el tiempo
que yo hubiera deseado. Al volverme, habría jurado ver los
ojos de Faye echando chiribitas.
CAPÍTULO TREINTA Y DOS
Consejo del día de Sophie:
Las hierbas aromáticas secas poseen un sabor más
concentrado que las frescas. Si tienes que usar especias
secas para una receta que pida hierbas frescas, una
buena norma para medir la cantidad es usar más o menos
un tercio de lo indicado en la preparación. Un truco para
recordarlo es usar una cucharadita de especias secas por
cada cucharada sopera de hierbas aromáticas frescas.
D
espués de otro beso más prolongado, Wolf se marchó
para ir al hospital para comprobar cómo estaba
Andrew. Por mi parte, todavía necesitaba algunas
respuestas; me daba igual cuánto se enfadara Hannah, pensaba
conseguirlas de todas formas. Me reuní con el resto de mi tribu
en la terraza acristalada y me serví un pannini con lonchas de
pavo.
—Craig —dije—, ahora que sabemos que Vicki y Clyde
cometieron los crímenes, ¿qué hacías tú en la Sala Washington
la mañana siguiente al asesinato de Simon?
Esperaba que mi hermana me echara la bronca, pero no fue
así.
—¿Es eso cierto? —preguntó, en cambio—. ¿De verdad
fuiste allí?
—Por supuesto que no. —Me miró a los ojos—. Debes de
estar equivocada.
—Andrew te vio —insistí.
Craig parpadeó varias veces.
—Lo hice por ti, Sophie, y por tu familia. Veía lo mal que
se sentía todo el mundo y bueno… Lo siento, Bernie, pero
pensé que, si dejaba una pista falsa, podría librar a Sophie de
toda sospecha.
—Entonces, ¿por qué estás pidiéndome perdón a mí? —
preguntó Bernie.
—Encontré tu tarjeta de la habitación con el logotipo del
hotel en el estudio y la dejé caer en la Sala Washington para
que la poli la encontrara. Fue una idea estúpida, pero
bienintencionada.
De no haberle presionado yo para que confesara, jamás lo
habría reconocido. Me alegré de que Hannah pudiera ver cómo
era su novio en realidad. Se inclinó hacia él y lo besó en la
mejilla.
—¿Lo hiciste por nosotros? —preguntó con voz ñoña.
¡Venga ya! Yo había creído que Hannah por fin vería su
lado oscuro. Craig le sonrió y parecía adorable, pero cuando se
volvió hacia mí, su sonrisa fue petulante. Me consolé
pensando que la boda no sería hasta el mes de junio. Tal vez
Hannah todavía tuviera tiempo de entrar en razón y darle
calabazas.
—Bernie —dije—, cuando has vuelto a casa esta noche,
¿dónde te has escondido?
—En el armario del recibidor. Te oí entrar en la terraza
acristalada. Hiciste muchísimo ruido al abrir ese cajón. Ya te
digo. Menos mal que yo no era el asesino. Te podría haber
atacado allí mismo.
La aldaba de la puerta de entrada sonó, pero Mars no
esperó a que nadie abriera. June y él nos encontraron en la
terraza acristalada. Todo el mundo se puso a hablar a la vez.
Mars levantó las manos.
—Andrew se pondrá bien. Ha perdido sangre, pero le han
extraído la bala y se recuperará.
El coronel se incorporó.
—Yo, por mi parte, me alegro de que todo haya terminado
y podamos volver a la normalidad en este barrio. —Se quedó
mirando a Francie—. Y ya no tendremos más mirones por la
zona.
June acompañó al coronel hasta la puerta y yo hice todo lo
posible por evitar que Francie los siguiera.
—Tengo que ir a recoger a Daisy a casa de Nina. ¿Qué te
parece si te acompaño a la tuya, Francie? —pregunté.
Nina nos trajo los abrigos y, hábilmente, las dos sacamos a
Francie de la terraza acristalada para no interrumpir a June y el
coronel. Antes de que la puerta se cerrara, Humphrey me dio
la mano con disimulo.
—Este ha sido el mejor fin de semana de mi vida.
Era una idea espeluznante.
—Te veré mañana en el concurso de relleno —dijo.
¿Qué había provocado mi madre al llamarlo? Me sentía
demasiado cansada para lidiar con él esa noche. Aparté la
mano de golpe, le di las buenas noches y salí con Francie y
Nina.
Cuando volví a casa con Daisy, la policía se había
marchado y todo el mundo se había ido a la cama. La única luz
que seguía encendida era la del estudio. Crucé la terraza
acristalada y llamé a la puerta de esa habitación. La ropa de
Bernie seguía tirada por ahí y él todavía no había desplegado
el sofá cama.
—Quería darte las gracias, Bernie. Si no hubieras
regresado a casa esta noche, las cosas podrían haber acabado
de forma muy distinta.
—Me alegra haber ayudado. No le des más vueltas.
—Bueno… —empecé a decir—, ¿vas a irte a vivir con la
señora Pulchinski mañana?
—¿Con la señora Pulchinski? ¡Caracoles! —espetó con su
gracejo británico—. ¿Por qué iba hacer algo así?
—Creía que estabas saliendo con ella. Os vi juntos en un
restaurante.
Su boca esbozó una sonrisa de medio lado.
—Estaba jugando a los detectives; intentaba averiguar todo
lo posible sobre su marido.
Me sentí terriblemente mal. Bernie se había esforzado por
descubrir al asesino y yo había sospechado de él como
culpable.
—Si no te vas a vivir con ella, ¿adónde irás cuando te
vayas de aquí?
—Volveré al hotel.
Me había salvado la vida. Lo menos que podía hacer por él
era dejar que se quedara en mi casa durante un tiempo más.
—No pienso permitirlo. Mañana te trasladaremos al piso
de arriba, a una habitación en condiciones. Puedes quedarte
todo el tiempo que quieras.
Y, si eso servía para desanimar a Humphrey, ¡mejor que
mejor!
Subí, exhausta, la escalera. Después de todo lo que
habíamos vivido, Natasha y yo estaríamos agotadas al día
siguiente y no seríamos las mejores concursantes.
Daisy y Mochi subieron de un salto a mi cama y se
acurrucaron juntos como si fueran viejos amigos. Me puse el
pijama y me acomodé, agradecida, bajo el edredón.
Lunes por la mañana: ninguno de los fans de Natasha
habría supuesto que su vida no era otra cosa que perfecta. Se
había quedado sin hogar, había vivido aterrorizada porque un
acosador intentaba asesinarla y casi pierde a Mars por un
intento de envenenamiento. Una vez más, su brillante melena
le caía sobre los hombros, lucía un maquillaje impecable y, si
tenía ojeras como yo, había conseguido disimularlas. Me
apunté mentalmente preguntarle cómo lo hacía.
Aunque Natasha había estado despierta hasta tarde, igual
que yo, había encontrado tiempo para decorar su espacio de
trabajo con copos de nieve hechos a mano. Parecían de nieve
auténtica; no había dos iguales y muchos de ellos brillaban al
girar. Natasha estaba firmando autógrafos, sonriendo y
dedicando originales agradecimientos a sus fans.
—¿Cómo descubriste a la asesina? —preguntó un
periodista a voz en cuello.
Ella volvió ligeramente la cabeza, levantó la barbilla en
dirección al cámara que la apuntaba.
—Cualquier diva doméstica lo habría descubierto. Todo el
mundo sabe que los merengues deben quedarse reposando en
el horno al apagar el fuego, sobre todo, en un día de lluvia.
—¿Cómo te sientes hoy al competir con Sophie? —
preguntó un segundo periodista.
Ella se volvió hacia mí y me guiñó un ojo antes de
responder.
—¡Oh, querido! La recetita con especias de Sophie no le
llega ni a la altura de los zapatos a mi relleno de ostras. Y lo
digo con conocimiento de causa, porque he probado la suya.
Las ostras son mucho más sofisticadas para el paladar de los
comensales actuales. Ni siquiera será una decisión difícil para
los jueces. Ya sabes que las ostras son afrodisíacas…
Ignoré sus palabras de confrontación y desvié la mirada
hacia el espacio de trabajo de Wendy. Debía de haber ido un
momento al baño, porque su marido, Marvin, se había
apostado allí con disimulo. Saqué la fotografía incriminatoria
de la mano sobre mi frasquito de tomillo de un sobre marrón
acolchado. Descorrí la cortina y pillé a Marvin con la mano en
el tomillo de Wendy.
—Suelta ese tomillo, tío —espeté.
Retrocedió de un respingo, pero no tardó en recuperar la
compostura.
—Esto… esto es de mi mujer.
Le di la vuelta a la foto de su mano y se la planté delante.
Su cara regordeta adoptó expresión de impacto.
—¿Por qué lo haces, Marvin?
—Eso es solo la fotografía de una mano. No sé de qué
estás hablando.
—¿Puedo verte la mano izquierda?
Su intento de mentir se esfumó y, desganado, levantó la
mano. La alianza de su dedo coincidía con la de la foto.
—¿La has visto? —preguntó.
—¿A Wendy? Pues claro.
—¿Verdad que es preciosa? Mucho más amable y
encantadora que ella. —Y señaló a Natasha—. Wendy lo es
todo para mí. Si gana, nuestra vida cambiará. Yo ya no seré lo
bastante bueno para ella.
—¿Y por eso la saboteaste?
—Solo cambié un par de cosas. Y luego pensé que, si solo
se lo hacía a ella, resultaría demasiado evidente, así que
también mezclé tus ingredientes. —Parecía sinceramente
arrepentido al mascullar—: Lo siento.
Su mirada de preocupación se centró en algo situado por
detrás de mí y se puso tenso. Me volví y vi a Wendy
avanzando con dificultad hacia nosotros, con su rostro ancho
sin una gota de maquillaje, lo que dejaba a la vista sus pecas y
las mejillas rojas como tomates. Cualquier rastro de cintura en
su anatomía se había esfumado hacía tiempo.
Agarré a Marvin por una mano.
—Ni se te ocurra volver a hacerlo. Prométeme que no lo
harás nunca más.
La papada le tembló como la gelatina cuando negó con la
cabeza.
—Nunca más. Te lo prometo.
Wendy se situó a su lado al entrar en su espacio de trabajo.
—La tal Natasha me pone de los nervios. Ha tenido la cara
dura de decirme que mi relleno de arroz salvaje debería ser
eliminado porque utilicé crema de champiñones en conserva
para prepararlo. En las normas del concurso no dice nada
sobre eso. ¡Es tan esnob! Tal vez estaría más contenta si
hubiera salido al bosque a recoger los champiñones yo misma,
¿no? ¡Vaya sarta de tonterías! Como siga así, a lo mejor le
digo una cosita o dos sobre sus babosas ostras. ¿Es que se cree
la diva reina? ¿Cómo logras aguantarla?
Presentí que estaba naciendo una nueva rival para Natasha
y tuve que contener una sonrisa.
—Solo actúa así por la prensa. Ya te habrás fijado que
están todos delante de su encimera para el cocinado. Míralo
así: te ha hecho un favor porque te ha dado un poco de
publicidad.
—¿A ti no te fastidia?
No podía mentirle.
—A veces.
No tenía por qué saber hasta qué punto me sacaba de
quicio Natasha. Aunque en ese momento me sentía generosa
con ella, sospechaba que ese sentimiento se evaporaría con el
tiempo, en cuanto la diva reina volviera a la carga.
—¿Has protegido mis ingredientes? —le preguntó Wendy
a Marvin—. ¿Alguien sospechoso se ha presentado para
intentar mezclarlos? ¿Alguien como Natasha, por ejemplo?
Él se puso blanco como el papel y se quedó mirándome.
—Nadie ha pasado por aquí —afirmé—. Tienes mucha
suerte de contar con un marido que está loco por ti, Wendy.
Ella sonrió y le plantó un beso en la mejilla.
—Creo que me lo quedaré.
Le deseé buena suerte y dejé caer la cortina. Solo esperaba
haber asustado a Marvin lo suficiente para que ayudara a
Wendy en lugar de acabar con todas sus posibilidades de
ganar.
—¿Sophie?
Me volví y vi al señor Coswell, mi editor, al otro lado de la
encimera. Me estrechó la mano.
—He venido para apoyar a nuestra novísima estrella. Tus
consejos se han convertido en todo un éxito. Mi esposa incluso
te cita.
Le agradecí sus amables palabras.
—He estado un poco ocupada, pero tengo planeado
ponerme a trabajar en la página web esta misma semana.
—No te preocupes. Me habría presentado el miércoles,
pero me quedé bastante impactado cuando Otis fue asesinado.
Hacía años que lo conocía. Bueno, nos encontramos ese día en
la tienda de alimentación, el mismo día que me topé contigo
allí. Acababa de entregarme el informe sobre ti y, cuando se
marchaba, lo asesinaron. Aunque tú sabes más sobre eso que
yo.
Me quedé mirándolo, perpleja, preguntándome si lo habría
oído bien.
—¿Usted contrató a Otis para que me investigara?
—Tenemos que investigar a todo el mundo. No era nada
personal. No te puedes imaginar las falsas credenciales que la
gente afirma tener. Él nos dio un informe muy bueno sobre ti.
—Supongo que no le ha contado a la poli que lo contrató
para que me investigara, ¿no?
—No, por el amor de Dios. Tal como están las cosas en la
actualidad, todas las acciones llevadas a cabo relacionadas con
nuestros trabajadores son de carácter confidencial. —Bajó el
volumen de su voz—. Además, el inspeor Kenner jamás me
facilita información cuando la necesito para un artículo del
periódico. —¿«Inspeor Kenner»? ¿Era ese el apodo que le
habían puesto los habitantes de la localidad a ese tipo estirado
y antipático? Coswell sonrió con malicia—. Si hubiera querido
saber por qué me reuní con Otis en la tienda de alimentación,
tendría que haberme presentado con una citación legal.
Además, no habría ayudado en nada a la poli saber que Otis se
quedó impresionado por la devoción que demuestras hacia tu
perro. Le gustó mucho que tu exmarido y tú tuvierais la
custodia compartida del animal. Me dijo que te iba a dejar un
gatito sin hogar en la puerta de casa, porque sabía que lo
acogerías de maravilla. —Resopló—. Pobre Otis. La poli
afirmó que Clyde debió de seguirlo y esperarlo agazapado en
la parte trasera de la tienda.
El altavoz crepitó.
—Concursantes, el tiempo empieza… ¡ya!
Me despedí de Coswell con la mano, precalenté el horno y
empecé a picar apio. El aroma a tomillo, salvia y beicon
inundaba la atmósfera del salón de baile. Con todos los hornos
encendidos, nuestros espacios de trabajo se habían convertido
en auténticas saunas. Me embargó la emoción cuando pasaron
las cuatro horas y todos nos dispusimos en una hilera a la
espera del fallo de los jueces. Debería de haber estado
nerviosa, pero ese instante simbolizaba el final de toda la
tensión que había sufrido. La asesina estaba entre rejas y el
concurso de relleno ya había pasado.
—El tercero en la competición, a quien entregamos con
orgullo esta medalla, es el famoso chef local Pierre
LaPlumme.
—Zutalors ¡Caramba! —masculló el francés mientras se
acercaba para recibir el galardón.
—En segundo lugar, por su relleno de pan rústico
crujiente, beicon y finas hierbas, Sophie Winston.
El público me vitoreó. Mi familia y Mars aplaudieron.
Humphrey, Bernie y Wolf estaban en primera fila, en el centro
junto a Nina, y me jalearon. Miré en dirección a Natasha.
Habían conseguido encontrar una réplica del trofeo original
con forma de pavo. En cierto modo, no creía que ninguna de
las dos quisiéramos recibirlo.
—Y la persona ganadora del especial de televisión y de la
portada de revista es… ¡Wendy Schultz!
Wendy estaba radiante. Marvin soltó un chillido. Yo solo
esperaba que el hombre cumpliera su promesa. Su esposa
aceptó el trofeo del pavo con un júbilo incontenible.
—Es un gran honor haber ganado teniendo como
contrincantes a unos cocineros tan excelentes —afirmó. Miró
directamente a Natasha al añadir—: Esto demuestra que los
platos sencillos de toda la vida jamás pasarán de moda. Una
receta no tiene que ser exótica para estar rica y convertirse en
la ganadora.
CAPÍTULO TREINTA Y TRES
De Pregúntale a Natasha:
Querida Natasha:
Todos los vecinos de mi calle decoran sus casas para
Navidad de forma preciosa, salvo una viejecita menuda
que nunca pone nada. Es una señora un poco irascible. El
año pasado me cerró la puerta en las narices cuando le
llevé un bizcocho de fruta contada…
¿Cómo podemos convencerla para que cuelgue una
corona navideña en la puerta y ponga algunas lucecitas
en las ventanas?
Como Loca por Decorar
en Christiansburg
Querida Como Loca por Decorar:
Prepara una jornada festiva de decoración para todo el
barrio. Pídele al ayuntamiento si pueden cerrar tu calle al
tráco por un día. Coloca una mesa en la calle con sidra
caliente en un termo y sirve rosquillas caseras. Aromatiza el
ambiente asando castañas.
Cuando todo el vecindario se reúna para decorar el barrio,
la señora no podrá rechazar la corona navideña que tú
habrás hecho especialmente para ella, ni las luces que los
vecinos colgarán en su casa. Estará encantada de
participar de las estas navideñas.
Natasha
S
ophie! ¡Es la peor… la peor pesadilla posible!
—¡
Me até bien el cinto del albornoz y salí corriendo
para ver qué era lo que tanto disgustaba a Nina.
Envuelta en su batín de seda, estaba plantada en el jardín de
Francie. Esta, con un albornoz gigantesco, que le iba dos tallas
más grandes, sujetaba por la correa a un golden retriever.
Estaban mirando hacia el cabo de la calle. Un camión enorme
con el logotipo de una conocida tienda de antigüedades de lujo
de Alexandria bloqueaba el paso de los coches frente a la casa
de los Wesleys. La puerta de la vivienda estaba abierta y había
unos hombres subiendo unos muebles por la escalera. Natasha
supervisaba el proceso.
—Es que no doy crédito. Con todas las casas que hay en la
ciudad, ha tenido que mudarse a esa —protestó Nina.
—Más le vale no intentar decirnos qué tenemos que hacer
—gruñó Francie—. No pienso colgar una de esas coronas
cursilonas suyas en la puerta. Ni tampoco pienso poner
arbustitos podados con formas artísticas en macetas de
porcelana.
Miré a Francie sonriendo.
—¿Ese es Duke?
—Sí, lo he adoptado. Con todos los mirones y asesinos que
andan sueltos, una mujer soltera necesita un perro.
—Francie —dije con tono provocador—, tú eras el mirón.
Ella me miró molesta.
—No todo el tiempo.
—¡Sophie! —me llamó mi madre desde la acera.
Mi padre la rodeó para poder pasar y llevar las maletas al
coche. Me acerqué al trote hacia ella.
—Estamos listos para irnos, cielito, pero tengo noticias
maravillosas: Hannah y Craig se lo han pasado tan bien que
han decidido casarse aquí. Ya buscaremos locales para celebrar
la boda cuando volvamos en Navidad, dentro de un par de
semanas.
—Creía que la Navidad íbamos a celebrarla en tu casa.
—Todo eso ha cambiado ahora. Oh, y June me ha
prometido que se quedará con nosotros. Será una gran reunión
familiar.
«¡Oh, lo que más me apetece del mundo!».
Acompañé a mi madre hasta el coche y me despedí
dándoles un abrazo a mi hermana y a mis padres. A pesar de lo
mucho que los quería, sería genial volver a la normalidad,
aunque solo fuera durante un par de semanas. El abrazo de
Craig me lo salté; retrocedí y me despedí de todos con la
mano.
—¡Y esta vez sí que quiero ver las invitaciones y el menú:
ganso a la Natasha! —gritó mi madre sacando la cabeza por la
ventanilla del coche mientras se alejaban.
RECETAS
Tarta de nueces pecanas al bourbon
del primer asesinato
1 lámina de masa brisa de 22 cm de diámetro
3 cucharadas de mantequilla
1/2 cucharadita de café soluble (Sophie utiliza la marca Sanka).
1 cucharada de cacao puro en polvo sin edulcorar
3 cucharadas de bourbon
2 huevos
100 g de azúcar moreno
190 ml sirope de maíz oscuro
1/2 cucharadita de sal
1 cucharadita de esencia de vainilla
250 g de nueces pecanas troceadas
Precalienta el horno a 150 °C. Funde la mantequilla metiéndola en el
microondas dentro de una taza durante treinta segundos y déjala enfriar.
En otra taza, mezcla removiendo el café soluble, el cacao en polvo y el
bourbon hasta que los gránulos de café y el cacao estén disueltos.
Bate los dos huevos en el recipiente de una batidora eléctrica. Añade
el azúcar moreno y la mantequilla enfriada, y sigue batiendo. Ahora
agrega el sirope de maíz, la sal y la esencia de vainilla. Bátelo todo para
mezclar los ingredientes. Añade las nueces pecanas. Vierte la mezcla
sobre la masa brisa y hornea de cincuenta y cinco a sesenta minutos.
Para servir la tarta con nata montada, pon un poco de nata en la
batidora y bátela hasta que empiece a endurecerse. Añade tres o cuatro
cucharadas de azúcar glas y media cucharadita de vainilla. Bátelo todo
hasta que puedas obtener un pico al levantar la mezcla de tersa textura.
¡No te pases con el tiempo de batido de la nata!
El consejo de Sophie:
Si los bordes de la tarta no te quedan bonitos, ¡usa una manga
pastelera para disimularlo con la nata montada como decoración!
Receta básica para la salmuera
Para el pavo en salmuera se necesita un recipiente grande para el
horno; también puede usarse un cubo limpio o un contendor de plástico lo
bastante grande para que el ave quede cubierta de agua.
Unas treinta y dos horas antes de cocinar el pavo, quítale las vísceras y
colócalo en el recipiente. Cúbrelo con agua y sal (tres cuartos de taza de
sal kosher por cada tres litros y medio de agua). Añade un cuarto de taza
de azúcar a la salmuera.
Coloca el recipiente en la nevera y déjalo reposar ocho horas. (El pavo
debe conservarse refrigerado durante el tiempo que esté en salmuera).
Saca el pavo del recipiente y tira el agua. Limpia bien la carne bajo el
grifo, ponía sobre la rejilla del horno sin tapar y métela en la nevera
durante veinticuatro horas antes de cocinarlo.
Nota: No pongas en salmuera un pavo kosher, ni un pavo que lleve
inyectado algún tipo de líquido o con la etiqueta «Bañado en sus propios
jugos».
Relleno de pan rústico crujiente,
beicon y finas hierbas
500 g de pan rústico crujiente
500 g de beicon (Sophie preere el beicon sin conservantes
añadidos).
1/2 barra de mantequilla
3 cebollas picadas
3 tallos de apio picados
1 manzana pelada y troceada
1 1/2 cucharada de salvia seca
1 cucharada de tomillo seco
1/2 cucharada de romero seco
1/2 l de caldo de pollo
Sal
Pimienta
Corta el pan en rebanadas y mételo en el horno a 160 °C hasta
quitarle la humedad. Córtalo en trozos de unos dos centímetros y medio
de ancho.
Pasa el beicon por una sartén grande hasta que quede crujiente.
Retira la sartén del fuego y viértelo todo en un recipiente; deja en la
sartén un par de cucharadas de la grasita del beicon.
Añade media barra de mantequilla a la sartén, junto con las cebollas,
el apio, la manzana y las especias secas. Cocina hasta que se poche.
Retíralo del fuego y mézclalo con los tropezones de pan, el beicon
desmigado y el caldo de pollo. Añade sal y pimienta al gusto.
En este punto, puedes colocar el relleno en una fuente con ayuda de
una cuchara y guardarlo, tapado, hasta veinticuatro horas. Asegúrate de
usar un recipiente que puedas meter directamente en el horno.
Hornea durante una hora a 165 °C y estará listo para servir.
Relleno con pan de maíz de Chesapeake
Para el pan de maíz de Chesapeake
2 huevos
2 cucharadas de laurel de Chesapeake
50 g de azúcar
140 g de harina de maíz con levadura incorporada
60 g harina de trigo con levadura incorporada
2 cucharadas de aceite de oliva
190 ml de suero de mantequilla
Precalienta el horno a 180 °C. Unta bien de mantequilla un molde de 25
cm. En un recipiente grande para mezclar, bate ligeramente los huevos.
Añade el laurel de Chesapeake y el azúcar, y vuelve a batir a conciencia.
Añade los demás ingredientes y bate ligeramente o remueve hasta que
esté todo bien mezclado. Viértelo en el molde engrasado y hornea entre
veinte y veinticinco minutos.
Para el relleno con pan de maíz de Chesapeake
1/2 barra de mantequilla (4 cucharadas).
2 cebollas picadas
2 tallos de apio picados en trocitos muy pequeños
3 cucharadas de salvia
1 cucharada de tomillo
1 manzana tipo Granny Smith cortada en daditos
50 q de nueces pecanas (mejor si están tostadas).
1 cucharada de laurel de Chesapeake
1/2 litro de caldo de pollo (o caldo de verduras).
4 rebanadas de pan blanco tostado (Emma utiliza la marca
Pepperidge Farm Hearty White).
Funde la mantequilla en una sartén grande. Añade la cebolla, el apio,
la salvia y el tomillo y cocina hasta que la cebolla y el apio empiecen a
pocharse; ve removiendo de vez en cuando. Añade la manzana Granny
Smith. Cuando la cebolla, el apio y la manzana ya estén pochados, echa
las nueces pecanas tostadas y el laurel de Chesapeake; mezcla bien.
Retira del fuego.
Desmiga el pan de maíz de Chesapeake en un cuenco grande. Corta
o desmiga el pan y añádelo al cuenco. Mézclalo con el contenido de la
sartén. Agrega dos tazas de caldo de pollo y mézclalo para que los
ingredientes queden cubiertos y ligeramente húmedos.
Viértelo en una cazuela o en un molde para pan de maíz de
Chesapeake de 25 cm. (Si lo cocinas un día antes, en este punto puedes
taparlo y refrigerarlo por la noche. Usa un recipiente que puedas meter
directamente en el horno). Hornea a 175 °C durante aproximadamente
una hora.
Relleno de champiñones, arándanos
y arroz salvaje
100 g de arroz salvaje
1 cucharadita de salvia
1 cucharada de mantequilla
l/2 l de caldo de pollo (utiliza caldo de verduras para la versión
vegetariana).
2 cucharadas de aceite de oliva
1 cebolla cortada en daditos
2 tallos de apio picado
1 zanahoria
1 1/2 cucharada de salvia
1 cucharada de tomillo
l/2 kg de champiñones blancos (lavados y sin tallo).
2 dientes de ajo picados
1 lata de crema de champiñones
1/2 barra (4 cucharadas) de mantequilla sin sal
1 bolsa de arándanos rojos secos
Cocina el arroz salvaje siguiendo las indicaciones del envase, pero
sustituye el agua que te indique por el caldo de pollo y añade la
cucharadita de salvia y la cucharada de mantequilla. Si usas un caldo
bajo en sal, a lo mejor tendrás que añadir una pizquita de sal al caldo
cuando esté al fuego. El arroz salvaje tarda más o menos una hora en
estar listo. Pruébalo para comprobar que no esté duro. Cuando esté
preparado, retíralo del fuego, escúrrelo y resérvalo. Tira el líquido de
cocción sobrante.
Calienta las dos cucharadas de aceite de oliva en una sartén grande
a fuego medio. Después de pelar la zanahoria, utiliza el pelador para
hacer nas tiras y córtalas hasta que queden como el confeti. Añade las
cebollas, el apio, la zanahoria, la salvia y el tomillo a la sartén y cocínalo
todo, removiendo de vez en cuando, hasta que las cebollas y el apio
estén pochados.
Mientras tanto, corta los sombreros de los champiñones en daditos.
Añade la mantequilla, los champiñones y el ajo a la sartén. Mezcla bien y
tenlo en el fuego hasta que los champiñones estén tiernos. Echale la lata
de crema de champiñones. Mezcla bien.
Retíralo del fuego y añade la cucharada de arándanos rojos secos.
Colócalo con ayuda de un cucharón en una cazuela o en un molde para
pan. (Si lo vas a cocinar por adelantado, en este punto, puedes cubrir el
relleno y refrigerarlo hasta el día siguiente, pero asegúrate de usar un
recipiente que puedas pasar directamente de la nevera al horno).
Hornéalo a 180 °C durante aproximadamente una hora.
TABLA DE EQUIVALENCIAS
PESO

Azúcar 100 gr 1/2 taza


Azúcar moreno 100 gr 1/2 taza
Nueces pecanas enteras 100 gr 1 taza
Nueces pecanas troceadas 100 gr 3/4 taza
Harina de maíz 100 gr 2/3 taza
Harina de trigo con levadura 115 gr 1 taza
Sirope de maíz 100 gr 1/3 taza

VOLUMEN

1l 4 tazas
1/2 l 2 tazas
250 ml 1 taza
125 ml 1/2 de taza
80 ml 1/3 de taza
60 ml 1/4 taza

TEMPERATURA DEL HORNO

160 °C 325 grados Fahrenheit


180 °C 350 grados Fahrenheit
190 °C 375 grados Fahrenheit
200 °C 400 grados Fahrenheit
KRISTA DAVIS, escritora superventas del New York Times, es
autora de las series de misterio Domestic Diva Mysteries,
Paws & Claws Mysteries y Pen & Ink Mysteries. Varios de sus
libros han sido nominados al premio Agatha. Actualmente
vive en la cordillera Azul, en Virginia, con dos gatos y una
manada de perros. Sus amigos y familiares se quejan de que
Krista les utiliza como conejillos de Indias para probar sus
recetas, pero siempre acaban volviendo a por más.

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