Una Temporada en El Mas Bello de Los Planetas Tirso Aguimanca de Veca
Una Temporada en El Mas Bello de Los Planetas Tirso Aguimanca de Veca
Dendle
«La imagen del universo que manifiesta el relato nos da una idea
progresiva. Hay otros mundos y otros seres que ya han solucionado todos
los grandes poblemas. Una sucesión de humanidades, en creciente
perfección. Un universo, por decirlo, muy completo y alentador, en el cual
es posible llegar a encontrar todas las cosas y todas las respuestas».
"X V \ \ \x\ - '• f"
"N S i \ i \ r \ O ,, A O \ Vi AlfredoLefebvrc
UNA TEMPORADA EN
EL MÁS BELLO DE LOS PLANETAS
Tirso Aíruimana de Vera
PnlMicnclo en los T om os
XIII a XA"II (ario 1870)
y XA"III (año 1871).
Revista
de ESPAÑA.
MADRID.
RiDuaomDHiMUiuaov i npwmmwímwrio istmo».
t r e s 4H 71. te itl .
1870.
La p rim era n o vela española de
cien cia ficció n : un v ia je a Saturno
en el sigdo XKX
jpor Brian J. Dendíe
En 1870 la Revista de E spaña1 publicó una novela por entregas, Una tempora
da en el más bello de los planetas, de Tirso Aguimana de Veca. El tem a de la
novela es sorprendentem ente original para tratarse de un trabajo realizado en
España a m ediados del siglo XIX, toda vez que describe las aventuras de dos
terrícolas, el científico alem án Leynoff y el joven español Mendoza, que, ves
tidos con trajes espaciales prim itivos y haciendo uso de las «corrientes de
comunicación» interplanetarias, viajaron en globo al planeta S aturno2.
Aunque lastrada por una dependencia excesiva de los tópicos y m anieris
mos de la novela histórica española, Una temporada no es sólo una curiosi
dad literaria. Revela un eclecticismo desconcertante para que, a través de una
intriga rom ántica de banalidad considerable, Aguimana defienda la ideología
deísta y racionalista de la Ilustración y exponga una concepción determ inista
de caracteres más habitualm ente asociados con los escritores naturalistas de
la generación siguiente. Por la originalidad de su propuesta, precede a un au
tor, Julio Verne, de m arcado interés por los avances de la ciencia en sus no
velas científicas. En su utilización de una perspectiva extraterrestre para sati
rizar las costum bres terrestres, Una temporada se adelanta a formas más
tardías de ciencia ficción.
Pese a publicarse por prim era vez en 1870, Una temporada se escribió en
una fecha muy anterior. Desde luego que la naturaleza claram ente rom ántica
del trabajo no puede aducirse en ninguna especulación sobre la fecha en que
se escribió, toda vez que la novela histórica rom ántica pervivió en España
hasta bien entrada la década de 1870. No obstante, Aguimana declara en una
nota al pie, que m odifica las teorías médicas expuestas en el capítulo XXVII,
que el trabajo se realizó al m enos veinte años antes de su publicación: «De es
te modo pensaba el autor hace 20 años (época en que se escribió esta obra);
hoy, aunque da al fluido eléctrico anim al la m ism a im portancia en el orga
nismo, es bajo otro punto de vista muy distinto» (XV, 460).
Hay evidencias internas que sugieren que Una temporada se escribió a fi
nales de los años 1840. La tecnología de Saturno se corresponde a la de la
Europa de este período: los ciudadanos saturnianos se ilum inan con luz eléc
trica producida por pilas voltaicas de zinc y ácido nítrico; los teatros se
alum bran con electricidad (XV, 342) 3. Las referencias astronóm icas nos ayu
dan a d atar la com posición de Una temporada con gran precisión. La novela
no pudo escribirse antes de 1846 porque Leynoff cita com o «últim am ente
descubierto» (XIII, 439) al planeta Neptuno (que no fue avistado por los as-
« 5 &
trónom os hasta septiem bre de 18464. Una temporada debe haberse escrito
poco después de esa fecha: los viajeros espaciales ven sólo unos pocos aste
roides (Vesta, Juno, Ceres y Palas) que eran los conocidos en las prim eras dé
cadas del siglo XIX, pero no se m encionan otros asteroides de características
sim ilares descubiertos por los astrónom os entre 1845 y 1849; las frecuentes
referencias a las siete lunas de S aturno nos proporcionan otra sólida prueba
de que la novela se escribió antes de 1849, cuando los astrónom os descubrie
ron la octava luna de Saturno. La novela de Aguimana, pues, fue probable
m ente escrita hacia el año 1847, esto es, alrededor de veinte años antes de
que se publicara la obra de Julio Verne De la Terre á la Lune (1865), una no
vela generalm ente citada com o el prim er intento de viaje no terrestre en el si
glo XIX.
En la devoción que siente Aguimana por la ciencia se aleja de sus contem
poráneos, los autores españoles del R om anticism o, y se acerca notablem ente
a la generación venidera del N aturalism o. Se deleita en ofrecem os una pléto
ra de detalles astronóm icos; es notable lo bien que utiliza la civilización de
Saturno para exponer las tecnologías conocidas en E uropa a m ediados del si
glo XIX; pretende sobre todo explicar al lector los m étodos del razonam iento
científico. Los hom bres de ciencia, com o reclam an tanto Leynoff com o el
em dito satu m iano Nolarto, deben buscar en los hechos la confirm ación de
sus hipótesis; los argum entos sobre la inducción y la analogía hay que asen
tarlos m ás allá de nuestros sentidos. Por m edio de la observación y el razo
nam iento, los científicos establecen la perfección m atem ática del universo y
esta perfección suprem a argum enta la necesidad de un Ser Suprem o. La llave
de toda la vida es la electricidad, «el alm a del universo» (XV, 129). Esto con
duce a una concepción del hom bre casi naturalista, ya que, aunque se acepta
en teoría el libre albedrío, el tem peram ento y la conducta dependen de la
polaridad eléctrica: el am or, la antipatía, el poder de los líderes, el genio o la
crim inalidad pueden explicarse con la electricidad5.
Antes que Lom broso, Aguimana proclam a el parentesco entre genio y cri
m inalidad. Ambos son una form a de anorm alidad físicam ente determ inada y,
por tanto, no sujetos al juicio moral: «Entonces ni adm irarás a los grandes
genios ni execrarás, sino que com prenderás a ciertos crim inales célebres»
(XV, 469). De acuerdo con sus teorías determ inistas, Aguimana basa el am or
en térm inos m ecánicos, com o cuando escribe: «M aquinalm ente, y atraídos
por el fuego ardiente de sus ojos, por el magnífico fluido que de ellos em ana
ba, acercáronse uno a otro... (XVII, 601). Abundan las im ágenes eléctricas,
com o en este ejemplo: «Las palabras que pronunció Silaydi ... fueron para
Nostrady lo que es a un cadáver el contacto de una batería eléctrica» (XVIII,
122). La m edicina se tom a com o una ciencia, no como un arte. El doctor sa-
turniano Sattulo explica que el conocim iento del hom bre se consigue por la
disección y el análisis de los cadáveres, un estudio «ayudado siem pre del cál
culo y de la física» (XV, 471); la razón es el juez suprem o en am bas m aterias:
«Que el juez com petente en ese exam en es la razón, y que la razón no sufre
más yugo que el que quiere im ponerse ella a sí misma» (XV, 471).
Como en buena parte de la ciencia ficción, la descripción de las costum
bres de otros planetas perm ite al au to r ofrecer una crítica im plícita de las te
rrestres. Los saturnianos son considerados con los dem ás, evitan el alcohol,
« 6»
tienen hospitales adm irables y una adm inistración eficiente y honrada. Los
actos gubernam entales son siem pre austeros porque así no atraen al crim en.
Aunque vemos en Saturno un sistem a rígido de clases, la educación saturnia-
na previene el odio interclasista utilizando uniform es y rehuyendo el favori
tismo en todo lo posible. La clave del sistem a en S aturno es la educación
elem ental para todos: «Escuelas, pues, y siem pre escuelas, clám ase aquí en
todas partes y a todas horas; escuelas, señores, escuelas, y m edia docena de
leyes para regirnos» (XVII, 443). Sólo los m ás virtuosos y cultos pueden ser
profesores: «Para ser m aestro, señor, es preciso poseer una virtud sin tacha,
ser fino, am able y grave a la vez, poseer una instrucción m uy vasta, princi
palm ente en medicina (el destacado es mío), un conocim iento profundo del
corazón hum ano, y, sobre todo, un tacto exquisito para dirigir a los niños,
prem iar la aplicación y la virtud y castigar el vicio» (XV, 627). Como G iner de
los Ríos, Aguimana opina que la reform a m oral por m edio de la educación
conducirá necesariam ente a m ejorar la sociedad: «Procurad que los hom bres
sean buenos, y la sociedad será mejor» (XV, 627).
La reform a de la educación, sin em bargo, no es suficiente en sí m ism a
para p ro d u cir la sociedad ideal, com o se pone de relieve en la extensa dis
cusión sobre esta m ateria en el capítulo LVI. Las creencias religiosas se li
m itan al reconocim iento form al de una deidad, lo que se considera por los
satu rn ian o s ilustrados com o un sentim iento necesario para preservar la so
ciedad y co ntener pasiones perversas. Como estructura de gobierno, aunque
la R epública se considera técnicam ente com o la organización ideal de la so
ciedad, se considera que en el m om ento presente es sólo «un bello ideal, pe
ro irrealizable» (XVII, 447). Deben evitarse a toda costa los cam bios violen
tos. Los revolucionarios son m iopes porque, ignorando las costum bres,
tradiciones e intereses creados, preparan el cam ino hacia la anarquía: «No
hay gobierno nuevo, por bueno y perfecto que sea, que no tenga que chocar
contra intereses creados, contra usos y costum bres establecidos, contra tra
diciones respetables y contra el hábito m ismo, que es casi u n a segunda n a
turaleza. Y si antes de intentar tan radical y profundo cam bio no preparáis
convenientem ente al pueblo, tenedlo por seguro, N ittrando, correrá a to
rrentes la sangre, se conm overá la nación hasta sus cim ientos, y la anarquía
aparecerá sem brando por todas partes la desolación y el espanto (XVII,
447). La cacareada tolerancia saturniana por las opiniones ajenas no se ex
tiende a las críticas hacia el orden establecido: existe una «am plia toleran
cia para todas las opiniones ... con tal de que no toquéis, se entiende, el o r
den y el gobierno establecidos» (XV, 135). La sociedad satu rn ian a es, de
hecho, su p erio r a la de la Tierra sólo en su organización. La propia n a tu ra
leza hu m an a es corrupta en todos los m undos, com o com prueba finalm ente
M endoza con am argura: «Oh hom bres, hom bres, en todos los m undos sois
los m ismos...» (XVII, 127).
La exposición de las ideas de los saturnianos posee un cierto interés histó
rico, no sólo com o la expresión novelada de una ideología a la vez conserva
dora e ilustrada, que prevalecía en la clase m edia española m ediado el siglo
xix. Desgraciadam ente los elem entos didácticos presentes en Una temporada
se conectan estrecha y significativam ente con la intriga novelesca que, au n
que ubicada en Saturno, no deja de ser m eram ente una historia banal sobre
•a 7 »
las vicisitudes de dos enam orados. Una temporada adolece de todos los defec
tos de la novela histórica española de la época. Resulta tediosam ente lenta:
las conversaciones son prolijas, las elaboradas formas de cortesía, con el uso
del vos, llegan a irritar. Apenas se explotan las posibilidades de un escenario
no terrestre. Aguimana no escapa a las lim itaciones del rom anticism o m edie
val. Pese al progreso tecnológico, sus saturnianos viven en un m undo extra
ñam ente arcaico de caballeros, caballos, tornos, duelos, castillos feudales, pa
sadizos secretos y un rígido código de honor. Los personajes nunca cobran
vida, con las posibles excepciones, y para eso en contados m om entos, del es
toico erudito Leynoff y el saturniano Nostrady, que, enloquecido y degradado
por una pasión fatal, se m uestra com o una figura bien trazada en la novela
rom ántica. Aguimana, en efecto, parece sufrir frecuentes duchas frías para
no alcanzar un m ínim o de originalidad. Así, después de una nada im aginati
va descripción de la ilum inación proporcionada por los anillos de Saturno en
la noche polar de cada quince años del planeta, Aguimana pregunta al lector,
de modo un tanto apologético: «Quizá me hago pesado con tantas descrip
ciones; pero ¿cómo prescindir de ellas cuando se trata de un m undo desco
nocido? ¿He de callar, por ventura, lo que he visto?» (XVI, 604).
Creo que la novela de Aguimana merece, com o m ínim o, una breve m en
ción en cualquier historia de la ciencia ficción europea; su relato del viaje a
Saturno tiene un interés considerable com o precursor de las posteriores y
más exitosas novelas de Julio Veme, H. G. Wells y los m odernos escritores de
relatos sobre viajes interplanetarios. En lo que concierne a la relación de
Aguimana con la ciencia, el racionalism o deísta y sus puntos de vista políti
cos, conservadores m as no reaccionarios, son una reflexión rara y posible
m ente única en la novelística de su época, cuando aún perduraba el período
rom ántico en Espaa pero ya entrem ezclado con la ideología de la Ilustración.
La novela rom ántica de aventuras caballerescas y am ores virginales no era,
desde luego, el vehículo idal para m ostrar una ideología; los elem entos cientí
ficos y didácticos de Una temporada se presentan, por tanto, con un aura de
banalidad, en form a de discusiones eruditas que se suceden como entre pa
réntesis, apenas conectadas con la intriga de la novela. Una temporada, con
su fecha tardía de publicación y el lim itado talento del autor, no ejerció in
fluencia alguna en el desarrollo de la novela española. Cuando finalm ente
apareció triunfante Julio Verne, sí que se im puso un nuevo género de relatos
de aventuras científicas. La novela por entregas siguiente de esta laya en la
Revista de España sería La sombra, de Pérez Galdós6.
N otas
1. Revista de España,, Madrid, tomo XIII (1870), pp. 429-446, 584-601; tomo
XIV (1870), pp. 103-114, 289-297, 456-466, 600-624; tom o XV (1870), pp.
122-141, 260-293, 444-471, 616-632; tom o XVI (1870), pp. 114-137, 279-
302, 437-460, 588-611; tom o XVII (1870), pp. 123-138, 286-304, 435-453,
588-608, y tom o XVIII (1871), pp. 104-134. Todas las referencias de este
estudio que aparecen en el texto se refieren a los tom os y las páginas de la
Revista de España.
-a 8 *
2. Los aspectos científicos de la novela han sido tratados brevem ente por Al
fredo Lefebvre en Los españoles van a otro m undo (Barcelona, Editorial
Pomaire, 1968), pp. 37-42.
3. E ntre 1841 y 1843 se realizaron diversas dem ostraciones públicas de luz
eléctrica producida por baterías de ácido nítrico. La luz eléctrica se usó
por prim era vez en un teatro de París en 1846 para una obra con el curioso
título de Pommes de ierre malades. Ver «Eclairage» en La Grande Encyclo-
pédie (París, s. a.).
4. Uno de los m uchos anacronism os para tratarse de un viaje supuestam ente
realizado en 1822.
5. Aguimana no fue el único novelista español fascinando por el poder de la
electricidad. Ros de Olano, por ejemplo, describe al Doctor Lañuela como
«eléctrico-magnético espiritualista» (Antonio Ros de Olano, El doctor La
ñuela, M adrid, Im prenta de Manuel Galiano, 1863, pp. 65).
6. Una versión prim itiva de este artículo, titulada «Un viaje rom ántico a Sa
turno. Una temporada en el más bello de los planetas de Tirso Aguimana de
Veca» se publicó en Estudios del Rom anticism o 7 (1968), pp. 243-247. Me
siento en deuda con los Adm inistradores de la Universidad de Boston por
perm itirm e reproducir varios párrafos de aquel artículo.
•a 9 &
El m ás b ello d e lo s p la n e ta s
por Alfredo Lefebvrc
«La careta era, com o he dicho, para cubrir el rostro y la cabeza, y la tela
para envolver el cuerpo en toda su extensión, pero sin adherirse exacta-
« 11 *
mente a él. El espacio que mediaba entre la tela y el cuerpo, que sería co
mo de dedo y medio, tenía por objeto mantener la superficie de aquél, ro
deado de aire, pues sabido es que éste, no sólo penetra en los pulmones
por la traquearteria, sino que es absorbido por la piel. Tenía, además la ca
reta, una abertura enfrente de la boca, la cual podía abrirse y cerrarse por
medio de unos resortes construidos con tan exquisita perfección, que per
mitían entrar el alimento sin dejar salir el aire.
»Frente a la nariz tenía también un agujero tapado con una rosca colo
cada en la extremidad de un conducto largo y cilindrico, el cual iba a parar
al receptáculo que contenía el aire, y cuyo conducto, siendo, además, bas
tante elástico, permitía hacer todos los movimientos necesarios para ma
nejar las máquinas y para conducir el globo, en la dirección conveniente.»
« 12 »
mostrar otros mundos, que superan nuestras limitaciones y ejemplarizan to
da ética.
Nunca pone Aguimana una invención de cariz saturniano. Si describe una
siembra dirá que «unos animales parecidos a bueyes, tiran del arado, pero
son mejores que ellos». A lo más, cambia los colores habituales, junto con
mejorar siempre las calidades de toda cosa. «Eran los carruajes de graciosa
forma, grandes, cómodos, y de exquisito gusto. Tiraban de cada uno de ellos
siete caballos más corpulentos que los de la Tierra, de delgados remos, de lus
trosa cabeza, de dilatado pecho, duro casco y admirable estampa. Desde la
cabeza hasta la mitad del cuerpo, eran de un vivo encamado, y todo lo res
tante de un color muy subido de violeta».
Entre las curiosidades que aparecen en Saturno figura la luz eléctrica.
Tómese en cuenta que la invención de la bombilla de Tomás Alva Edison es
de 1879. He aquí su descripción:
« 13 »
m ientras vivamos —nos dijo el señor Notely, desgarrado el corazón por su
dolor—, hemos de m irar a una misma hora, vos, Mendoza a Saturno, y noso
tros a la Tierra. A lo menos, ya que no nos vemos, nos hablaremos con el
pensamiento».
Con todo, Saturno es un mundo semejante a un cuadro fantástico, según
expresa el autor, que «sólo puede crear la inteligencia en uno de sus delirios
más espléndidos. ¡Ah, y así era todo en Saturno!» No deja de divisarse en la
calidad y nobleza de las relaciones que los terrícolas prueban de los saturnia-
nos, cierta prestancia y generosidad propias del pueblo español. Y al fondo de
las concepciones que cultivan los saturnianos, hay una nebulosa remota, cen
tral del universo, en la cual se encuentra Dios.
Allí se entiende que la electricidad es el alma del universo. Allí no hay po
bres. Allí no hay tabernas. Es graciosa la siguiente conclusión admirativa. Va
Mendoza por una calle del país Romalia, y contempla maravillado el am bien
te de la ciudad y sus habitantes: «Se les veía entregados al trabajo, sin que en
las calles se observase ese barullo, ni ese ruido atronador que en la Tierra
producen los vagos, las mujeres del pueblo, los coches y las campanas».
Todos los sentimientos alcanzan sublimidad; un joven enam orado de una
chica que se llama Aneyda, le declarará gloriosamente: «...vuestra alma, llena
de candor, aspira a otros goces más puros, a aquellos goces casi ideales de
que sólo los ángeles pueden gozar». Un amigo suyo le ha consolado de sus
problemas sentimentales; él le contesta con grandes párrafos de reconoci
miento, hasta concluir con esta exclamación: «¡Santa amistad, y cuánto pue
des!
Con todo, «Una temporada en el más bello de los planetas» es un relato
muy singular para los días en que fue escrito, capaz de trasladam os de noso
tros mismos y de nuestra Tierra.
« 14 »
T irso Aguim ana de Veca
Tirso Aguimana de Veca es seudónimo del médico gallego Agustín María Ace-
vedo1. No figura en los Manuales de Literatura al uso, mas sí aparece citado en
los sueltos de las Biografías gallegas de Amor Meilán, en el Diccionario Bio-
bibliográfico de escritores de Couceiro Freijomil y, después, en la Enciclopedia
Gallega, en el epígrafe Acevedo, sin entrada por la voz Aguimana. Todos repro
ducen parte de un artículo del Almanaque Gallego de 1900, publicado en Bue
nos Aires, en que Castro López obtiene los datos biográficos del autor en una
conversación que mantiene con su hijo Romualdo2. He consultado los textos
antes citados y, aún más, la Bibliografía Hidrológica-Médica Española de Martí
nez Reguera de 1897, que contiene un resumen de las Memorias que presentó
como médico de balnearios, a las que más adelante me refiero, y de varios artí
culos suyos. He visto también sus partidas de bautismo y defunción.
Nació nuestro hombre en Ribadeo, provincia de Lugo, el 4 de julio3 de
1806 y fue bautizado como Agustín María Ramón, hijo de Ramón María L ó
pez Acevedo4 y Francisca Vicenta Rodríguez. Su familia materna era riba-
dense pero su padre y sus abuelos paternos eran tapiegos, de Tapia de Casa
riego, partido judicial de Castropol, Asturias, próxima a Ribadeo.
Estudió en la Universidad de Santiago y se doctoró en la de Madrid. Ter
minada su carrera, en 1834 fue nombrado subdelegado de Medicina y Cirugía
en el mentado Castropol. Pasó después a la titular de Villaviciosa y en 1849 a
la de Avilés. En 1853 se trasladó a Oviedo, en cuya Facultad de Ciencias fue
profesor de Historia Natural y, un año más tarde, miembro de la Junta de
Sanidad. Asistió a dos epidemias de tifus en Asturias, la una en 1839 en Santa
Eulalia de Oseos, municipio del partido judicial de Castropol, y la otra en
1843 en M ogobio5, lugar del municipio de Villaviciosa: en ambas se le agra
decieron públicamente sus servicios. Asistió aún a una tercera, ésta de cólera
en 1854 en Oviedo, que mereció una felicitación real en la Gaceta.
Pasó de Oviedo a Madrid para tomar parte en las oposiciones a médicos de
baños minerales, donde había ocho vacantes para doscientos candidatos y,
tras una serie de vicisitudes, obtuvo el primer lugar en la primera tema. Una
Real Orden de 14 de abril de 1859 lo nombró Director de los Baños de Arteijo
y Carballo, provincia de La Coruña, a dónde acudió ininterrumpidamente
durante las temporadas de 1860 a 18706. Cada año redactó una Memoria de
actividades en la que, con pluma fácil, daba cuenta de todos los casos trata
dos. La primera contiene una descripción del balneario y su entorno, análisis
y propiedades de sus aguas y demás, y mereció un premio por parte del Con
sejo de Sanidad.
En concurso resuelto el 27 de enero de 1871 obtuvo la plaza de Director
Médico del balneario de Caldas de Besaya, en Cantabria, del que volvió a re
dactar una gran Memoria en ese año, más otras menos extensas en los si-
« 15 »
guientes, hasta que allí falleció el 2 de junio de 1874. Su partida de defunción
—el Registro Civil se había creado en España dos años antes— es muy escue
ta: el em pleado de la Casa de Baños que da cuenta de su m uerte al juez de
Los Corrales de Buelna dice ignorarlo todo sobre él, particularm ente sobre si
tiene o no hijos.
Sus trabajos profesionales, varios de ellos sobre el sistem a nervioso, apa
recieron en diferentes publicaciones, principalm ente en el Boletín de Medici
na, Cirugía y Farmacia y El siglo médico, am bos de Madrid.
Desde 1868 y ya sin otra actividad conocida que la balnearia, las M em orias
de sus estancias de tem porada las firm a en Lugo en el mes de diciem bre de
cada año, por lo que cabe suponer que, hasta su vuelta al balneario en la es
tación veraniega, dispuso de meses de ocio para escribir novelas que han
perm anecido inéditas. Una que guardaba de tiem po atrás, Una temporada en
el más bello de los planetas, accedió a publicarla a instancias del catedrático
de Santiago D. Gum ersindo Laverde Ruiz7.
El artículo de Brian J. Dendle, m ás arriba reproducido, es realm ente bue
no. Debería servirnos de modelo a quienes tantas veces resolvemos la crítica
de una novela con poco m ás que el resum en de su argum ento. Como anécdo
ta, es notable su intuición al subrayar la palabra medicina sin saber que el au
tor era médico. Su argum entación sobre el año en que se escribió la novela es
incuestionable y, de acuerdo con esa datación, la novela se escribió entre Cas-
tropol y Villaviciosa.
Como otros m uchos, desconoce Dendle novelas anteriores a ésta de crítica
social de los usos y costum bres españoles de m ediados del siglo XIX, tales el
Astolfo de 1833 o la Lunigrafía de 1855-1858. En Astolfo, viage a un m undo
desconocido, su historia, leyes y costumbres, el protagonista alcanza otro pla
neta y la descripción de sus leyes y costum bres perm ite al au to r hacer una
crítica no ya implícita, sino decididam ente explícita, de las de España y E u
ropa. La exposición de los usos terrestres y su contrapartida en el otro plane
ta ocupan la m ayor parte de las páginas de la novela8 y la tram a am orosa se
trata m ás brevemente, al contrario de cuanto sucede en Una temporada. Al fi
nal Astolfo llega a la conclusión de que «la especie hum ana es igual en todos
los globos, toda necesita igual remedio», como lo hace Mendoza al descubrir
que la sociedad hum ana es corrupta en todos los m undos, «Hombres, en to
dos los m undos sois los mismos».
La Lunigrafía ó noticias curiosas sobre las producciones, lengua, religión, le
yes, usos y costumbres de los lunícolas9 es una obra en nueve partes de Miguel
Estorch y Siqués, quien, de acuerdo con el editor, firmó las cuatro prim eras
como M. Krotse para parecer alem án y hacer más creíble su narración. En
ella el protagonista lanza con un cañón una bala a la luna, diez años antes de
que lo hiciera Verne, en cuyo interior viaja un criado de corta talla y gran cu
riosidad, que no sólo regresa con noticias de los lunícolas, sino que establece
una línea telegráfica entre los dos astros para que los sabios de la luna ex
pongan sus usos y se espanten de los nuestros.
Otras novelas, com o episódicam ente el Viage somniaéreo a la luna ó Zúle
nla y Lambert, de Joaquín del Castillo y Mayone en 1832, hacen la crítica de
algunas costum bres terrestres. Y aún más, el Viage de un filósofo a Selenópo-
lis, corte desconocida de los habitantes de la Tierra, de D. A. M. Y E. (Don An-
•a 16 e-
tonio M arqués y Espejo) en 1804, con el grave inconveniente de lo m ucho
que copia de la francesa Le voyageur philosophe dans un pays inconnu aux
habitants de la Terre, de Mr. de Listonai en 1761.
Son bien descriptivas las páginas de Alfredo Lefebvre en Los españoles van
a otro m undo, que voy a com plem entar con algún dato más. En 1835 se dio
efectivam ente la Singular aventura de Hans Pfaall]0, de Edgar Alian Poe. Mas
tres años antes ya se había dado otro viaje a nuestro satélite en globo, de au
toría española, el citado Viage somniaéreo a la lu n a n . Aunque el m oro Ismael
no llega a la luna, sí se em barca hacia ella y sueña que la ha alcanzado y co
nocido a sus pobladores.
«La literatura [fantástica]», escribe K agarlitski12, «pasaba de los viejos
proyectos a los nuevos no porque aquéllos se realizaran, sino solam ente por
que el pensam iento ofrecía otras ideas de m ayor interés». Así, para el viaje a
la luna, del sueño o el viento que levantaba una nave, se pasó al vuelo a re
molque de pájaros de Domingo González, a los cohetes por etapas de m édula
de buey de Cyrano y a la ascensión en globo, que fue la m ás frecuente.
Así, un año después de Una temporada, apareció en tres entregas Un viaje
al planeta Júpiter,3, del más que prolífico folletinista Antonio de San Martín,
el peor literato de su género y el m ejor cocinero de caldo gallego, en palabras
de Cejador. Como el de Aguimana, era un globo grande, de noventa pies de
longitud y aún m ás de latitud, capaz de arrastra r una barquilla con un com
partim ento para la Princesa, acolchado con plum as y seda verde de legítimo
dam asco, más otras dos personas, dos perrillos, los instrum entos de observa
ción y las provisiones, sólo alcanzó el Planeta Rojo en sueños, hubo de regre
sar a la Tierra cuando el aire se hizo irrespirable.
Y dos años m ás tarde se publicó Selenia14, de Aureliano Colmenares, con
de de Polentinos, donde sí llegan a la luna en globo una pareja de recién ca
sados y el padre de la novia, en otro gran globo, con habitaciones separadas,
un tim ón para dirigirlo y unas velas que movía el viento com o aspas de moli
no, que guardan cierta sem ejanza con las ruedas de paletas del globo de M.
Leynoff.
Este globo de M. Leynoff en Una temporada, que los am ericanos dirían de
patio trasero de casa, no se detiene exactam ente al térm ino de la atm ósfera,
sino antes, en la parte superior de la m isma, hay que suponer que donde la
presión de los gases internos se iguala con la del aire exterior. Seguidam ente
entra en acción la m áquina que mueve las dos ruedas de paletas15 que des
plazan «horizontalm ente»16 al globo hasta encontrar la corriente de com uni
cación con Marte. Ahí es donde M. Leynoff utiliza la brújula, no en el espacio
exterior, sino todavía dentro de la atm ósfera terrestre.
Al final, tras en tra r en la corriente de Saturno y pasar rápidam ente ante
los anillos, con el solo tiem po de ver que tienen vegetación y vida, caen sobre
S aturno en el jardín de un palacio. Su propietario es el príncipe de Toluma,
prim o del rey de Roquelia, que los acoge y se encarga de hacerles aprender la
lengua del país. Cuando la dom inan, explican que proceden del tercer planeta
desde el sol, al que los habitantes de Saturno llam an Nattola, causando un
asom bro rayano en el estupor en quienes los escuchan.
A destacar, com o dice Lefebvre, que se engendra un tipo de relación de al
ta dignidad. Por lo demás, sigue por páginas y más páginas lo que Dendle ca-
* 17 »
lifica acertadamente de una trama banal, que debería haber acortado el autor
para no hacer la novela tediosa.
A la conclusión de su artículo, dice bien Lefebvre de la sublimidad de los
sentimientos saturnianos, el alma candorosa y el goce semejante al de los án
geles. Mas eso no impide a Aguimana escribir textos tan mundanos como «en
un lecho, cuya riqueza y magnificencia eran fabulosas, descansaba con deli
cioso abandono el cuerpo más bello y seductor que el ojo humano hubiese
visto jamás. Las ropas que lo cubrían dejaban percibir contornos de una per
fección extremada».
N otas
1. De Veca es casi Acevedo al revés, Tirso pudo ocurrírsele del San Tirso
(de Abres), cercano a Castropol, y Aguimana, un apellido inexistente, lo
formaría entonces con las letras restantes.
2. Romualdo Acevedo Rivero nació en Villaviciosa, Asturias (su madre era
también gallega), estudió Derecho en Santiago y escribió asimismo en
la Revista de España. Fundó y dirigió El Diario de Lugo, donde firmaba
con el anagrama de Amorodul. Publicó interesantes trabajos sobre la
historia de Ribadeo.
3. De julio y no de junio, como se lee en las referencias bibliográficas que
lo mencionan. Su partida de bautismo, que se conserva en el archivo
diocesano de Mondoñedo, dice que, nacido el día anterior, fue llevado a
la pila el 5 de julio.
4. De ideología muy liberal, hubo de exilarse en Londres, donde fundó El
Español Constitucional y se anunciaba como profesor de humanidades
y violín. Tan radical era que proponía la implantación de una dictadura
en España como único medio posible de traer luego la democracia.
5. Aparece escrito de otros modos, mas entiendo que se trata de este lugar.
6. Cada balneario alojaba al médico de baños que le correspondía, a su
familia y hasta a su servicio doméstico durante los meses que permane
cía abierto, remunerándolo además con el estipendio establecido.
7. Quizá cupiera preguntarse si, tras la Gloriosa de 1868 y la salida de Es
paña de Isabel II, pensó Aguimana que no tendría tropiezos con la cen
sura por sus concepciones de la religión y de Dios.
8. Se recalca que allí las leyes son pocas y claras, a fin de que todos pue
dan conocerlas y respetarlas, lo que es tema recurrente en las novelas
de esta estirpe.
9. Para el conocimiento total de esta obra, que no he encontrado completa
ni en la Biblioteca Nacional de Madrid ni en ninguna otra española, soy
deudor de la Universidad de Wisconsin.
10. 1.a edición española en Historias extraordinarias, Madrid, Mateu, 1918.
11. Castillo y Mayone, Joaquín del. Viage somniaéreo a la luna, o Zulema y
Lambert, Barcelona, Saurí y Cía., 1832.
12. Kagarlitski, Yuri. ¿Qué es la ciencia ficción?, Madrid, Guadarrama, 1977.
13. San Martín, Antonio de. Un viaje al planeta Júpiter, Madrid, Librería de
El Puente de Alcolea, 1871.
■a 18 *
14. Colmenares, Aureliano. Selenia, viaje científico recreativo de descubri
mientos en el cielo austral, verificado por la familia S ’lay, redactado en
vista de las notas del mismo Doctor Harry S ’lay, y original por D. Aurelia
no Colmenares, M adrid, Im prenta a cargo de Juan Iniesta, 1873.
15. Unas paletas que no funcionarían fuera de la atm ósfera; necesitarían de
un m ínim o de aire para ejecutar su m ovim iento de arrastre del globo.
16. Horizontalmente es claro que quiere decir circunvalando la Tierra a
gran altura, com o cuando decim os que nos movemos en horizontal so
bre su superficie curva.
-a 19 *
■qggMiffqppfl |'W iJLUil!llf"lliii-J 'H "l —U f H
CAPITULO PRIMERO.
TOMO X III. 28
434 ÜNA. T B líP O R A D A
C A P IT U LO II.
v.
CAPITULO VI.
L JL IO A DA A SATURNO.
Asi lo hicimos, en efecto; pero fué tan rápido nuestro paso por
delante de loe anilloe, que no pudimos observarlos con el telesco
pio: no nos quedó d u d a, sin embargo, de que había vida y vege
tación en ellos, pues asi debimos deducirlo del color variado de su
superficie, y de lo» bosques y colinas que , á la simple v ista, per
cibimos.
Por fin, llegamos á Saturno, y caímos sobre su parte iluminada.
A SaturnoI Y era cierto que estábame« en él?
A i í lo veia, y apénas podía creerlo.
capitulo vil
f Sé ocmtimierá.)
Ti aso A o u ím a n a dk V * c * .
UNA TEMPORADA EN EL MAS BELLO DE LOS PLANETAS
CAPITULO IX.
«áÚTUAtí UXPLICAClONKá HNTKK LOS XliEUÍCOLAa Y KL SBftoit NOMAKA.
CAPÍTULO X.
—Esperemos.
—•Me permitís, señor,— preguntó Ramilio,— que vaya & reco
nocer el terreno durante la media hora que habéis resuelto esperar?
Me conmovió la noble resolución de Ramilio, y una mirada mia
le expresó mi agradecimiento.
—Qué decís, Silaydi ?
—Que no me parece mal el pensamiento de Ramilio, y soy de
sentir que accedamos á él, con tal que nos dé palabra de retirarse
al menor asomo de peligro.
—Os la doy, señor,—contestó Ramilio.
—Id, pues,-—le dije,—y avisadnos de cualquiera novedad que
ocurra.
CAPITULO LI.
DESAPARICION DE NOTTBLY.
Desde que estábamos en la colina habia principiado á llover;
pero cuando Ramilio se marchó, el agua caía á mares. Ningún
caso hicimos, sin embargo, de este contratiempo, preocupados cou
el peligro en que suponíamos á Nottely, y con aquel en que noso
tros nos hallábamos.
A medida que el tiempo corria, aumentaba nüestra ansiedad, y
una penosa inquietud se iba apoderando de nosotros.
De pronto una detonación salida del castillo, y otra que le si
guió después, nos hicieron estremecer.
—Habéis oido?—me dijo Silaydi.
—Y tanto como he oido, amigo.
—•Marchemos,—dijo de pronto el jóven.
—Marchemos,—le contesté.
Y nos internamos en el bosque.
Poco nos faltaba para llegar al castillo, cuando sentimos pasos;
nos paramos, y mirando al frente, percibimos una figura que ve
nia caminando hácia nosotros. La-figura nos vió sin duda, puesto
que se paró.
—Adelante,—dijo Silaydi.
—Adelántenle respondí.
Y marchamos; pero á los pocos pasos, la figura echó á andar
también, y pronto «os reunimos. Era Ramilío.
—Qué hay?—le pregunté.
ITN RL MÁS BBLLO DK LOS PLANETAS» 293
c a p it u l o xirr
LA DESPEDIDA.
CAPITULO XJV.
ü OM A L L A T 80 COKTB.
Otrocy« N otty y Soletty, que oran loe dos jóvenes que habíamos
visto en la quinta, sobrino »1 uno del Sr. Rodulio y el otro del se
ñor Nomara. Venían vestidos coa uti lujo y una magnificencia que
espantaban; sobre todo el oro, plata y pedrería que llevaban en
sus trajes, era de un valor incalculable. Las plumas que ondeaban
sobre sus cabezas, aus soberbios mantos f sus largas y lujosas es
padas, y aquellas botas encarnadas tan anclas por arriba y llenas
de encajes por rus bordes, daban á sus elevadas estaturas un as
pecto tan guian como elegante. Sólo el traje del Sr, híottely se
distinguía de los demás, no por el gusto, que era exquisito, sino
por la modestia y primor de sus adornos. A h ! (pero aquella mo
destia misma, cuánto uo realzaba su apostura y gentileza! Jamas
hombre alguno ha reunido tantas perfecciones. jQué ojo« tan e x
presivos ! qué dignidad en sus maneras, y qué oíto tan marcial y
varonil í Ah I este jóven, tan admirablemente bello, parecía, como
ya otra vez he dicho, el más perfecto tipo de la raza hum anaí...
Todos nos saludaron afectuosamente. El Sr. Rodulio nos dijo,
con bu viveza acostumbrada:
— Qué t a l, om iguitos, cómo fué desde la vista?
— Muy bien, gracias,— le respondió M. Leynoff.
— Y que os parece de Romalia? habéis visto ya algo de ella ?
— No, señor, — respondió M. L ey n o ff— pues habiendo llegado
ayer por la noche, y habiéndonos levantado tarde, no hemos salido
de casa todavía,
— Tanto mejor, tanto m ejor,— dijo el anciano.
— Cómo tanto mejor?— preguntó sonriendo M. Leynoff.
— S i , porque ahora vais á verla con nosotros.
— Teneia razón.
C A P IT U LO X V .
CAPITULO XVI.
PALACIO.— ENTREVISTA CON EL R8T.
Era el palaoio extremadamente grande, ó, por mejor decir, eran
cuatro edificios que, reunidos, formaban el coloso que teníamos á
la vista. Cada edificio era un cuadrado perfecto, y cada ouadro te
nia un patio: loe cuatro edificios juntos formaban el quinto cuadro,
y por consiguiente el quinto patio, mis grande y espacioso quo
los otros.
Todas las paredes eran del más bello mármol que se pudiera
imaginar; pero ¿está en mi mano describir ahora la originalidad
de los detalles, la travesura de la invención, el capricho y magni
ficencia del ornato? Techos riquísimos matizado» de azul y oro;
columnas de exquisito pórfido esbeltas y airosa»; piedras finísimas
de variados colores y espléndidas dibujos; lujosos almocárateá;
grecas y listas floreada»; gracioso» pabellones; pechinas y bóvedas
de peregrina forma y sorprendente belleza; todo, todo se hallaba
allí reunido para convertir aquel palacio en una mansión de liadas.
La puerta por donde entramos era grandísima, y el vestíbulo
soberbio. La escalera, de anchos peldaños, tenía la balaustrada de
plata, y estaba además cubierta con una alfombra riquísima. Le
servían de techumbre bóveda» muy altas y de atrevida construc
ción.
Cuando estuvimos en lo alto, se nos ofrecieron á la vista espa
ciosas galerías soberbiamente alfombradas, y en las cuales se vejan
ROI tJNA TTRM’POUAOà
altos funcionario« veetidos con un lujo y una riqueza que me de
jaron estupefacto. En ellas se percibía también aquel aroma deli
cioso que tanto gastaba á aquellos habitantes, y que en palacio
era mucho más fino é insinuante que el que hablamos aspirado en
otras partes.
*
CAPÍTULO XVÍL.
EL TORNEO
CAPITULO XVIII.
BL PafNCtPB DE NOCDABA.
Y á tiempo vino aquella mirada querida, porque no repuesto aún
de Ift emoción que le había causado, vió que se ponía en pié uno
de los jueces, y que dirigiéndose al rey dijo en voz alta:
—Seftor: un ilustre extranjero, el Principe de Nocatira, que
desde ayer se halla en Romalia, pide á V. M. el permiso de rom
per una lanza con el más bravo de los contendientes. ¿Qué le res
pondo ?
—Que tendrómoa mucho gusto en verle—contestó el rey.
Y dirigiéndose á uno de sus Grandes, le mandó que fuese á
cumplimentar al Principe, y á introducirle en el palenque.
A la pregunta del juez, y al oir la respuesta del monarca, to
dos ae conmovieron de temor y de placer: de temor, por si el des
conocido era algún guerrero temible y vencia al jóven catiliano,
que era entónces el ídolo del pueblo, y de placer por la variedad
ó ínteres que su presencia iba A dar á aquel combate hasta entón-
ces tan bien sostenido por Nostrendy,
La verja se abre, y un guerrero entra en la plaza llenándola
de estupor.
Y no sin motivo por cierto.
Era un jóven de hercúlea musculatura, de ancho y dilatado pe
cho, de talla colosal, y de ana corpulencia formidable. Su rostro
moreno, sus ojos negros y brillantes, su frente pequeña, su nariz
chata, sus dientes blanquísimos, su bigote negro y espeso, y su
barba también negra y desmesuradamente larga, demostraban que
pertenecía A una de las naciones más cercanas de] Ecuador. Mon
taba un caballo negro como el ébano, vivo como el rayo é impe
tuoso como el huracán. Sus cascos de acero, hiriendo el suelo con
violencia, hicieron retemblar toda ia plaza. La lanza que trola el
guerrero era descomunal; pero advertido por los jueces, que sólo
podia usar de las destinadas al torneo, que no tenian punta ni
corte, dejó, no sin pesar, la suya, para empuñar la que le dieron,
y blandióla al punto con una fuerza y destreza tales, que heló de
espanto ¿ loe espectadores.
UN F.L U k s UKLLO l>K LOS PLANPTAK. 01 fl
f Se continuará.)
T irso A gocmana dk V kc a .
UNA TEMPORADA EN EL MAS BELLO DE LOS PLANETAS.
CAPITULO XIX.
LOS JABDINBS.
Entónces anochecía; pero apénas pusimos el pié dentro de 1h ver
ja, cuando un diluvio de luz inundó todo el recinto, presentán
dolo á nuestros ojos como un sitio verdaderamente mágico.
La luz venia de un enorme globo do vidrio que parecía colocado
en el cielo por su elevación. Esto globo, que cuadraba precisa
mente con el centro de la ciudad, estaba sostenido por altísimas
columnas, que, arrancando de los arrabales y encorvándose gra
ciosamente sobre al mismas, remataban en un grande anillo, en
medio del cual estaba colocado el globo. Las columnas eran hue
cas, y en sus bases se veian pilas de mil elementos cada una, re
gadas con ácido nítrico que, actuando sobro el zinc, suministraban
el fluido eléctrico necesario para sostener la luz. Loa conductores
del fluido eran alambres muy gruesos que «tibian por el hueco de
las columnas para penetrar dentro del globo, La columna más
ancha te oía una escalerilla de caracol, por la cual entraba el que
bahía de tenerlo limpio.
Ahora bien; esta luz que apareció repentinamente, no sólo ilti—
minó los jardines y sus alrededores, sino que iluminó también 1*
ciudad.
Aquella luz era muy viva, irresistible ai se la mírala.
Aquella luz era semejante á la del sí)!.
Reinaba un fresco agradable, y las calles formadas por aquellos
CNA TEMPORADA, KTO. 123
frondosos árboles estaban tan perfectamente enarenadas, que se
mentía placer al pisarlas. Cascadas, fuente», juegos sorprendentes
‘le agua que, al caer, producían uu murmullo delicioso; flores es
pléndidas que exhalaban perfumes exquisitos, y que engalanaban
de rail morios aquel sitio; lindas parterres, amenos bosquecilloa,
pabellones, estátuas y glorietas, todo, todo se hallaba allí reunido
para llenar de asombro á los pobres habitantes de la Tierra.
En efecto, muy grande era la diferencia que había entre ésta y
«quel mundo.
Apenas habíamos podido ver muy por encima todas estas tnara-
villaB, cuando uua música, llena de sublime melodía, vino á au-
nuntar el encanto y arrobamiento en que nos hallábamos snmer-
gidos. Al mismo tiempo un enjambre de criados noa sirvieron un
variado y delicadísimo refresco en bandejas de oro y sobre mesas
preparadas al efecto.
Acabado el refresco, y rniéntras conversaban loa reyes con los
ancianos y los altos funcionarios del Estado, nos paseábamos nos o-
tros y noa parábamos de cuando en cuando para gozar de loa fue
gos artificiales que, en diversos puntos del jardín, presentaban á
diestros ojos soles, árboles, cascadas y otros mi! objetos que cau
tiva l i a n nuestra atención.
M. Levnoff se quedó con aquellos personajes; pero yo cogí del
tnanto al embajador, que ya había ido á mudarse, y que entraba
ftutónces en el jardín.
' “•Venid,—le dije.
•—Adónde ?
—A este bosquocillo que tenemos enfrento
Cuando llegamos, añadí:
—Ahora que estamos soloa, hablemos de vos.
—Por qué me encargábala, Mendoza, que me guardase de Noa-
trendy y de Nomatty?
—Vais á saberlo.
? entónces le conté la conversación que les había oido en la
9l*inta de Nornara.
Escuchóme con atención, y luego dijo:
—Tranquilizaos, Mendoza; pues léjos de incomodarme lo que
acabais de referir, me agrada mucho.
—Os agradal — dije ; — no alcanzo la razón.
—Si tal, sí tal, si reflexionáis uu poco; Nostrendy, con su-en-
124 t; na temporada
cono y furor hacia m i, no hace raás que exasperarse y ofrecerse á
los ojos de Aneyda despojado de aquella dulzura y galantería que
tanto cautivan é una nina de «ti edad. Y no sólo se despoja de lis
tas cualidades, sino que, irritado por su mal humor, es probable
que trate á su prima con dureza. Esto, que tanto desvirtúa ú Nos-
trendy, ya comprendereis que me realza á mí t por encaso que sea
mi mérito. No pensáis ahora como yo?
¿y
— Ah * s í, tencis ra2on ; no babia caído en ello; pero, las ame
nazas de Nomatty no deben tenerse en cuenta?
— Bali. — dijo con sumo desden el embajador;— si lo que in
tenta contra mí es cara á cara, me importa poco; y si es k trai
ción, ó por medio de alguna intriga tenebrosa, el Eterno, en
quien confio siempre, me salvará; no tengáis duda.
—Admiro,— le respondí,— peTO no apruebo vuestra confianza.
¿No halieis observado que ni un momento os perdieron de vista esta
y
noche él sus cuatro compañeros?
— Oh, Mendoza! preguntadme primero ai he reparado en ellos
siquiera, ni en ninguno de los objetos que me rodeaban. Donde
está Aneyda, no me as dado mirar más que á ella, y, absorto en
contemplarla, me olvido del universo.
— Perdonadme si no pienso, en este punto, como vos. Yo quiero
observar á Nomatty, cuyos designios me inquietan tanto más*
cuanto que no he pedido penetrarlos todavía. Y no creáis qne es
esto todo por vos, né; porque también es por nosotros, á quien sa
béis detesta de corazón.
— Perderéis el tiempo, Mendoza.
— No importa.
— Como gustéis*
Y mudando do conversación, le pregunté:
— Quién es aquella niña que estaba, hace poco, con Aneyda, y
que fuá una de las que liemos visto en la quinta de Nomara?
— La señorita Nassnla?
— No sé como se llama; pero debe ser esa sin duda. Héla allb
— La misma,— me dijo el embajador.— Esa niña, de bellísimo
carácter por cierto, íntima de Aneyda, y muy linda además, es
hija del señor Esttrola, uno de los más altos personajes de Rom»-
lia, que queda hablando ahora con S. M. Ya os lo enseñaré á
vuelta. Su esposa es intima de 1» princesa de Toluma.
— Gracias.
tíN EL M Á* BEtLt/l DB LOS P L A N E T A » 12¿>
— Pero , por qué me hacéis esa preguota? Es acaso porque os
g*usta la señorita Noasala? Diantre! Mucho lo celebrarla.
— Nó, nó,-— le respondí, ruborizándome;— es porque esa niña
estado conmigo muy amable en la quinta de N om ar», pues
tuvo la bondad de decir que le habia parecido hermoso, á pesar de
mí poca talla. Esto, amigo, [jara una persona que acaba de llegar
6 un mando desconocido, vale mucho é inspira un» confianza qu¿
vale todavía mucho máa.
— Pensáis visitarla?
— Pues nó? Mañana irémna, si gustáis.
—Corriente, Sabéis una cosa, Mendoza?
— 'Qué?
— Que desearla que alguna de nuestras niñas os gustase.
— A. mí?
— Si.
— Y por qué?
— Porque de ese modo estaría yo seguro de que no trataríais de
volver á la Tierra.
•—Oh, Nottely ! Con eso y sin eso, es muy posible que no píense
Ctt olla por ab ora.
— De vérns? Decís eso de corazón?
— Muy de corazón , amigo. Están demasiado recientes los peli
gros que acabamos de pasar; es demasiado bueno vuestro mundo,
7 demasiado afectuosa la acogida que nos dispensáis, para que nos
acordemos de la Tierra. Además, apénas liemos visto á Saturno.
— Cierto; pero el amor á la pàtria es á veces tan vehemente.. .
— Oh! Dejemos,— lodye interrumpiéndole esta conversación,
porque me entristece.
— Dejémosla pues.
V esto diciendo, nos dirigimos al «alón del baile. Cuando llega
dos, estaban cantando, porque áates del baile había también con
cierto.
Aquí, lector amigo, me encuentro otra vez con obstáculos (la
deecripciou de los objetos) con que ya más atrás lie tropezado, y
que son cada vez máa difíciles de superar. En efecto, ¿cómo deaeri“
hir lo que entóaees se ofreció á mi vista? ¿Cómo hacerte conocer
las sensaciones que experimenté? Porque en Saturno, ai bien al
gunos objetos bou parecidos á loa nuestros, ¡la mayor parte se di
ferencian tantoI j Y son, además, loa hombres y las cosas tan supe-
126 UNA TRMPOKADA
riorea en aquel mundo! Asi es qtie las palabras faltan, las compa
raciones escasean, y sólo en calificativos tendría que agotar la
lengua más rica de la Tierra.
Lo que pnerlo decirte es que los sentidos npénaa podian apreciar
las impresiones que ofrecían en aquel local la combinada acumu
lación de luz, los perfumea, la armopia, el ornato, los matices y
el artificio. Lo que puedo asegurarte es , que sentí vértigos en un
principio, que creía sonar, y que tomaba por ilusiones de mi fan
tasía todo loque tenía delante. Y no era extrafio, porque misero
terrícola, no podía siquit?ra presumir que existiese una cosa seme
jante. Acostumbrado 4 los salones de Europa, ¿cómo podía figu
rarme que los de Komalía deducirían y empeneeeriau aquellos?
Por eso, lector, si quieres teuer una idea de lo que rae rodeaba,
preciso es que te figures realizados lodos los prodigios de las M il
y una noches, y todas las maravillas que los imaginaciones calen
turientas del Asia han creado en sus auefios más lucidos, A excep
ción de sus absurdos y aberraciones.
Saturno deja seguramente muy atrás al humilde planeta que
habitamos, y triste es que muchos de nuestros compatriotas miren
á éste como e) único y principal objeto de la solicitud del Criador.
Pero volvamos al salón.
A1U oi cantar con voz divina una música también divina, pues
no puedo calificarla de otro modo. Escuchándola, recordó las pro
ducciones de Hossini,de Donizetti y de Bellini, que últimamente
había aplaudido en la Tierra; pero jeon dolor lo «ligo! los cantos
de la Sonámbula. de Polinto y de Guillermo Teü palidecían al
lado de los que en aquel momento rué extasiaban : me parecían en-
t.ónces fríos, faltos de pasión, pobres de sentimiento, sin grandeza?
sin inspiración y sin vida. Consolémonos, sin embargo, los terríco
las, porque aquí abajo todo es relativo.
Ik^pnés de la música llegúe] baile, gracioso y g ra v e , á 1» vez-
expresivo y lleno de variedad. Kottely tuvo por pareja dos veces »
Aneyda: hablaron mucho, con animación, y entrámbos se mostra
ban sumamente satisfechos. En cambio, lag princesas, Nostrendy y
Nornaty parecían descontentos y con semblantes poco halagúelo*-
Como A todo sucede, aquella noche, de eterno recuerdo para
m í, tuvo su fin, y nos retiramos.
Al atravesar una de las antecámaras, me detuvo un hombre,
que rae saludó respetuosamente.
EN BL M¿3 BELLO DE LOS PLANETAS. 121
*—A quién buscáis? — le pregunté.
—A nádie, señor; estoy en mi puesto.
—No os comprendo.
—Soy, señor, uno de los guardias destinados por S. M. á vues
tro servicio.
—Ah, si; y el otro?
—Siguió á M. Leynoff, que, como sabéis, se retiró hace rato,
^eneis algo que mandarme?
—Venid conmigo.
V solviéndome al embajador que me seguía, le dije:
Hasta mañana en el observatorio, vendad?
—Siu falta, y si queréis, pasado mañana tendrémos un dia de
caza. Os acomoda?
—Con vos, todo lo que queráis.
—Gracias: adiós, pues.
Cuando salí á la calle amanecía.
C A PITU LO XX,
KL OBSERVATORIO.
El observatorio astronómico de Romalia estaba situado según
arte, es decir, al medio dia, y en un paraje desde donde se regis
traba un horizonte que parecía no tener término. La construcción
era sencilla, pero elegante: consistía en un templo alto, rematado
Por una media naranja, encima de la cual había una linterna. Te-
ui& ocho caras, y en cada una de ellas había una ventana: en es-
es decir, en las ventanas, estaban colocados con su9 correspon
dientes trípodes, grandes y lujosos telescopios en disposición de
P^der usarse. Veíanse también sobre las mesas y escaparates, glo
bos, planisferios, maquinas planetarias, péndulos, cronómetros,
clepaidras y otros instrumentos astronómicos dispuestos con tal ór-
j simetría, que á la vez que agradaban á la vista, podian co
serse fácilmente.
Estábamos mirando todo esto los señores Nolatto, Noinara, Ro-
dulio, Notcy, M. Leynoff y yo, cuando entró el director. Era este
un anciano venerable, de blanca cabeza y de dulce y simpática fi
sonomía. Noa saludó afectuosamente, Habiéndole correspondido
nosotros, dijo el Sr. Nolatto:
128 UNA TEMPORADA
—Vaya, señorea, que el cielo nos brinda hoy con un día sober
bio; ni el más leve celaje empaña su azul purísimo: aproveché
moslo, si gustáis.
Esto diciendo, dirigió uno de los telescopios al sol. Luego que lo
tuvo fijo, y miró algunos momentos, dijo ó M. Leynoff:
—Mirad, Leynoff, y decidme qué diferencia halláis entre vues
tros telescopios y los nuestros.
Miró M. Leynoff, y dijo:
—Ninguna; el mismo disco, las mismas manchas, el mismo océa
no luminoso, y la misma atmósfera se ven por el mió que por éste.
—Hola, y la distancia? ¿Olvidáis que si suponemos dividida la
que liay desde la Tierra al Sol, en diez partes, por ejemplo, deben
mediar ciento entre nosotros y aquel astro? Y esto, no es nada?
Vaya, confesad que as cuesta trabajo el dar la preferencia ó nues
tros instrumentos, y no oslo tomarémos á mal,
—Loco que soy, — dijo sonriendo M. Leynoff;—me había olvi
dado que estábamos en Saturno y no en la Tierra.
—Ya lo creo—repuso el Sr. Nolatto;—y, sinó dadme acá vues
tro telescopio y veré yo.
»Se lo dió M[, Leynoff, lo colocó el Sr. Nolatto en un sitio con
veniente, y después de haber mirado un corto rato, dijo:
—Ved vos ahora.
Miró M. Leynoff y se quedó estupefacto. Luego volviéndose á mí»
añadió:
—-Mirad, Mendoza, mirad y asombraos.
—Qué tal?—decía entre tanto el Sr. Nolatto.
—Que confieso,—contestó M. Leynoff,—la superioridad de vues
tra» instrumentos sobio los nuestros.
—Oh, si,—dije yo dejando el telescopio y dirigiéndome áM. Ley*
noff;—no hay remedio sino confesarlo, amigo, pues la diferencia 08
grande.
En efecto, visto el Sol por nuestro telescopio, no sólo no se le
percibían manchas, atmósfera, ni el cuerpo de este astro, sino que bu
diámetro quedaba reducido desde alli á poco mée de cuatro dedoa-
Despuéa de nosotros miraron loa demás señores, y aunque nada
dijeron por finura, bien conocimos que no se les escapara la dife
rencia que babia entre sus instrumentos y los nuestros.
—Oh, cuánto deseo ver la Tierra y los anillos de Saturno por eBO
precioso auteojo,~-dijo M. Leynoff.
UN BL MÁS BELLO DE LOS PLANETAS. 129
—Eso de noche, amigo, dijo el Sr. Nolatto; ya lo sabéis.
Cierto,—contestó M. Leynofif.
Queréis que hablemos del Sol?
—Como gustéis.
—Qué pensáis de él ?
—Lo creo un cuerpo opaco,—contestó M. LeynofT,—como creo
lue lo son todos los que pueblan el espacio. Es cierto que no hace
fcucho lo mirábamos como una inmensa hoguera - pero las inves-
'tgaciones de nuestros modernos sábios nos han hecho conocer que
*1 núcleo del astro es opaco, que este núcleo tiene su atmósfera, y
lúe esta atmósfera está cubierta por un océano luminoso que es el
t Ue le da ese brillo y esplendor que, distinguiéndolo de los plañe-
'•as, lo coloca entre las estrellas.
—Pero si el Sol es un cuerpo opaco,— dijo el Sr. Nottely , que
^cuchaba con atención,—por qué posee esa atmósfera luminosa?
Quién se la dá? Por qué no la tienen los demás planetas?
—Es verdad, - . l i j o el Sr. Nomar&;—esa misma pregunta iba á
hacer yo.
—Y yo también,—afíadi á mi vez.
El Sr. Rodulio estaba muy entretenido, arrimado á ana venta-
viendo como construian una casa que estaba cerca del obser
vatorio.
—A eso os responderá Ruttilo,—dijo el Sr. Nolatto.
—Oh, señor,— dijo el anciano; bien sabéis que ámbos pensamos
cel mismo modo respecto de ese punto. Además, vos sois más jó—
Ten que yo, y os producis mejor; respondedles, pues, os lo suplico.
—Como probablemente,—dijo el Sr. N olatto,—tocarémos esta
roche algunos puntas de astronomía, bueno será que preceda, por
^ia de exordio, lo que voy á referir; pues además de creerlo nece
arlo para el asunto que nos ocupa, formará la base de las coníeren-
cias que hayamos de tener en adelante.
No hay vacío en la naturaleza,—continuó el Sr. Nolatto,—y todo
espacio infinito que compone el universo, está lleno de un Huido
útilísimo que, llámenle algunos como quisieren, no viene á ser
para mi otra cosa que la electricidad, es decir, ese fluido prodi
gioso que, á pesar de verlo y desarrollarlo en nuestras máquinas,
todavía no hemos podido comprender por lo sorprendente de sus
foegos, por lo complicado de sus modificaciones, y por lo misterioso
de su esencia. Y como en este fluido, alma para mí del universo.
TOMO XV . 9
130 ttíía tem porada
CAPITULO XXI.
VISITA AL PRÍNCIPE 08 MOCHARA.
Hallamos á Ó3te en una suntuosa estancia, vestido, y medio re
costado en un sofá. Su trage y sus maneras, aunque distinguidos,
distaban mucho de la finura y delicadeza que tenían los Romalia-
noa. Había en este jóven mucho valor, sin duda, y cierta ruda
franqueza que no le sentaba mal; pero su persona hacía un con
traste demasiado vivo, sobre todo con el embajador.
El Príncipe tenía pendiente de su cuello el brazo enfermo. Al
vernos, ae levantó y tendió la mano al embajador.
—Os esperaba,—dijo.
—Este amigo podrá deciros cuán imposible me ha sido veros
basta ahora; pero....
El Príncipe se había sorprendido tanto, supongo que con mi
figura, y me miraba con tal atención, que, en lugar de responder
al embajador, le dijo sin apartar de mí ios ojos:
—¿Es, acaso, este caballero uno de esos extranjeros que han
llegado á Saturna, y que son habitantes de uno de los planetas
que están más acá del Sol?
—Sí, Príncipe, y aunque está él delante, no puedo ruónos de
deciros que es muy digno de vuestra estimación y de la nuestra-
Pronto lo echareis de ver si le traíais.
—No lo dudo, Nottely, y por lo mismo siento que mi corta es
tancia en Homalia no me permita ahora ese placer. Entre tanto,
—añadió dirigiéndose á mí,—podéis considerarme como uno de
vuestros amigos; advirtiéndoos que, si oe diese gana de ver la No-
etmra, tendría sumo gusto en recibiros. Os hablo aaí, caballero, p<>r
la gran consideración en que os tengo, y creed que nunca digo
más que lo que siento.
—Lo creo, señor, y tanto mi compañero como yo, agradecemos
vuestras atenciones. Aquí, y en todas partes, nos teneis ó vuestra
disposición.
—Gracias.
Y volviéndose al embajador, añadió:
—Sabéis que me voy mañana?
I5N HL MÁS DKLLO DB LOS PLANETAS. 133
—Cómo! enfermo y todo os marcháis, Principe? Me sorprende eso.
—No lo extravio; pero cesará vuestra sorpresa cuando sepáis que
no es mi voluntad, sino la de otro, la que me obliga á dejar á Ro-
malia.
—Y será una indiscreción preguntaros la de quién?—dijo son
riendo el embajador.
—La de mi rey,—respondió el Príncipe.
—Oh, oh,—dijo el embajador mirando á éste:—¿sabéis, Prín
cipe, que casi adivino el motivo?
—Muy listo sereis entónces: á ver?
--No sin una condición.
—Cuál?
—Que no me lo neguéis si acierto.
—Concedido; decid.
—Me engaílais?—preguntó sonriendo el Sr. Nottely.
—Palabra de honor.
—Entónces os diré, Príncipe, que, si marcháis con esa precipi
tación, es por algún socorro que pide al vuestro el Soberano de
Catília.
—Diantre!—dijo el Principe sorprendido;—muy largo de vista
sois, querido; habéis acertado.
Nottely bajó la cabeza y se quedó pensativo.
—Parece que os afecta la noticia.—dijo el Principe;—y si be de
juzgar por vuestro aspecto, de un modo nada agradable, por cierto.
—No lo niego,— respondió Nottely.
—Lo que quiere decir,—añadió sonriendo y animándose el Prin
cipe de Nocuara,—que no será sólo en los torneos donde tengamos
el gusto de encontrarnos.
—Puede ser, puede ser,— dijo siempre pensativo el embajador,
""-pero en todo caso, Príncipe, bien sabéis que no os negaré la re-
vaneha.
—Oh, no lo dudo, como no debeis dudar vos que la tomaré con
én8ia, pues aunque os he cobrado cariño, tengo aquí (y señalaba
*a garganta) atravesada mi derrota, y, vive Dios, que no puedo.
Por más que hago, digerirla. Qué queréis? Una vez he sido venci
do, y esta mancha que habéis echado sobre mi, sólo puede lavarla
muestra sangre. Conque......
—Ya os desquitaréis, ya os desquitaréis,—dijo interrumpiéndole
embajador.—¿Pensaisver al rey ántes de marchar?
134 UNA TBMPQHAUA
—•Esta misma tarde.
—Entónces, Principe, me despido de vos, y no os digo más que
una cosa.
— Cuál?—dijo el Principe dándole la mano, que Nottely estre
chó entre las suyas.
—Que en todo, por todo y para todo, me teneisá vuestras órdenes.
—No esperaba raénoa de vos. Hasta la vista.
—Hasta la vista.
CAPITULO XXII.
( Se continuará'J
T irso A ouuiana db V kca.
UNA TEMPORADA EN EL MAS BELLO DE LOS PLANETAS.
CAPITULO XXIII.
1Ü8SJLIO.
CAPITULO XXIV.
LA CAVERNA.
Tenía ésta una abertura informe, que se cerraba con una peña
hueca por adentro, y que, colocada en su sitio, parecía que había
nacido allí, y que allí estaba desde tiempo inmemorial; así es, que
no ae podía en modo alguno dar con la entrada de la cueva á no
estar enterado del secreto. Cuando llegamos estaba la peña le
vantada.
—Alto, señores,—dijo el embajador,—antes de entrar es preciso
preverlo todo. Teneis preparadas vuestras armas?
—Sí,— respondimos todos.
—Bien,—-dijo el embajador.
Y dirigiéndose al bandido, añadió :
—Dónde está el primer centinela?
—Como á doce pasos de la entrada,
—Y el segundo?
—Cuarenta pasos más allá.
—Y el tercero?
—Junto al grao patio, que es la estaucia de Russilío.
—Qué armas tienen?
—Pistola y puñal.
—Hay luz en los sitios donde están ?
—Sólo la que viene del gran patio.
—Cómo es eso? Explicáos.
—Quiero decir, que no teniendo más luz que la que sale de la
satancia de Russilio, para el primero es muy viva, para el segun
do confusa y para el tercero imperceptible.
-—Comprendo,—dijo el embajador.—Ahora vais á entrar vos, y
Jo, que no tengo más objeto que mataros, á la primera señal que
kagaÍB para dar aviso, os acompaño. Cuando os hable el primer
entínela, le diréis, para que no extrañe veros volver sin nada, que
«kodo muy pesados los objetos que trae el coche, necesitáis otro
^oínpañero. Tú, Corintty (dirigiéndose á uno de los Noatraci&noa),
cerca de mí, cuanto la claridad te lo permita, y á su debido
liempohundirás tu cuchillo en el pecho del bandido con resolución,
282 una temporada
y siu decir una palabra. La misma relación haréis, dijo al bandido,
á los otros dos, y tú Corintty, los tratarás como al primero, sin
más diferencia que ir un poco más atrás cuando nos acerquemos
al segundo, y más au n , cuando nos acerquemos al tercero. Está
claro que estas distancias tendrás que salvarlas después con un
gran salto, cuando vayas á dar el golpe. Comprendiste?
—Perfectamente,—respondió Corintty.
—Por lo demás, señores,— continuó el embajador, — no ataca
reis á los bandidos hasta que veáis la señal, que será cuando yo
levante el brazo. Entre tanto, sino os recomiendo el valor, porque os
creo de él el modelo más perfecto, os recomiendo la prontitud en
el herir, y ei más exquisito cuidado en no meter el menor ruido.
La sorpresa y el arrojo no3 van á dar el triunfo; yo os lo digo.
Y volviéndose al bandido, añadió :
—Y vos amigo, miraos bien y no os equivoquéis; si traíais de
vendernos, sois muerto, porque no hay poder humano que os sus
traiga de mi brazo; pero ai, por el contrario, nos sois fiel, no sólo se
os conservará la vida que 09 dejamos, sino que corre por mi cuenta
vuestra suerte.
—Aunque no me tuviérai* pre3ot — dijo el bandido, — y no me
hubiéreis ofrecido una fortuna, os obedecería, señor, porque no sé
que teneis, que rae arrastais Contad conmigo.
El bandido sufría la fascinación que aquel jóven ejercía sobre
todo» los que tenían la dicha de tratarle.
—Perfectamente, — contestó el embajador. — Ahora, mar-
chemoa.
Y yendo delante el bandido, á su lado el embajador, y detrás de
ellos Corintty, loa seguimos nosotros.
La entrada era oscura y la escalera tortuosa; pero cuando lie-
gamos al pavimento, percibimos un resplandor en lo último de 1»
galería, que nos sirvió para no extraviarnos. Andábamos muy des
pacio y en silencio, cuando una voz bronca y cavernosa, dijo :
—Quién va allá?
—Yo, Notaylo,—respondió el bandido.
—Ah, eres tú, Nosolatto? Y el equipaje, no lo traes?
—Para eso necesito ayuda, y vengo á buscarla.
—Luego es bueno? tanto mejor, voto al diablo, porque....
Vn gemido sordo y desgarrador se escapó del pecho del centi
nela, que sin concluir su frase cayó muerto sobre el pavimento.
EN EL MÁ3 BELLO BE LOS PLANETAS. 283
Corintty le había clavado su cuchillo en el pecho hasta la em
puñadura.
—Adelante, aeñores,—dijo el embajador,—y silencio.
La galería por donde caminábanlo» era larga y espaciosa, y es
taba llena de columnas que sostenían bóvedas muy altas. Se cono
cía que había pertenecido á un edificio grande y suntuoso, que el
tiempo, ó alguna erupción volcánica, habían destruido y sepulta *
do. Lo que habitaban los bandidos no eran más que sus ruinas, y
el estar estas debajo de tierra, y el tener tan disimulada la abertura,
era lo que había inutilizado las pesquisas que se habían hecho para
dar con ellos. Imponía el caminar por aquellos sitios, y cuando
nos acercamos al segundo centinela, cuya sombra divisamos al
través de la claridad que venia del patío, sentimos una especie de
terror al acordarnos que aquel infeliz iba á morir.
A medida que nos acercábamos á él, nos íbamos quedando atrás
Soletty y yo, miéntras que los Srea. Nottely y Corintty marcha
ban junto al bandido. Como este andaba naturalmente, pronto le
sintió su compañero, quien con voz vibrante preguntó :
—-Quién va?
—Yo, Clorisso,—contestó Nossolatto.
Como en este sitio había más claridad que en el anterior, el
centinela, percibiendo sin duda á alguno de nosotros, anadió con
^xtrañeza;
—Qué es eso?—Viene álguien...
No pudo concluir. Corintty, ágil como un tigre, salvó la distan
cia k que estaba de él, y, como al primero,le remató <lc¡un golpe.
—Hasta aquí, señores,—dijo el bandido parándose y mirándo
los fijamente,—hemos salido bien de la empresa; pero falta el ter
cer centinela, que estando en nn sitio donde la claridad es mayor,
üo se le puede abordar bíh gran peligro. Si ve alguno conmigo,
aviará al iostante, y como vosotros no queréis que vaya solo, por
gue estáis viendo que puedo vengarme y perderos, no sé lo que
^ebo hacer. Qué disponéis?
Y tenia razón el bandido; podía vengarse, y bien pronto lo co
nocimos. Nuestra situación era apurada, pues aumentando la luz
^ medida que nos acercábamos a! patio, nuestras vidas pendían de
a<tuel hombre. Si alguno le acompañaba, éramos descubiertos, y
6* le dejábamos ir solo, podía unirse á sus compañeros, y perder
los. Qué hacer?
284 TTlfA TEMPORADA
El Sr. Nottely, que ae habla quedado pensativo, levantó entón
eos la cabeza y dijo al bandido con aquella voz insinuante que le
era peculiar.
—Acabáis de decir que podéis perdernos, y es cierto; pero, no
sólo no lo haréis, sino que vais, por el contrario, 4 salvar 4 los in
felices que gimen bajo la tiranía de Russilio. Hay en vos algo de
noble que me dice que sólo circunstancias desgraciadas pudieron
obligaros á abrazar Ib vida tan expuesta que traíais , y entre esta
vida y la que yo os ofrezco, feliz y tranquila, no podéis vacilar*
De vos penden ahora nuestras vidas, lo conozco; y sin embargo»
os las confio seguro de que vais á velar por ellas y á salvarlas. Sólo
vos podéis acercaros al que guarda el patio y matarle: id, pues, y
hacedlo; ahí teneis rai cuchillo, tomadlo.
Y diciendo esto, sacó su cuchillo y se lo entregó.
Cogiólo el bandido sin decir una palabra, colocólo en m cinto,
é iba á marchar, cuando poniéndole la mano sobre el hombro, le
dijo el embajador;
—Pero, si 4 pesar de todo preferís vengaros, oid; juro ante Dios
que ninguno de nosotros tocará 4 un solo cabello de vuestros com
pañeros, sin que 4ntes caigáis vos hecho pedazos bajo la furia de
nuestro» golpes. Ahora marchaos.
Y se marchó I...
—No os lo oculto, amigos—dijo el embajador;—nuestra vida
pende de un hilo, puesto que está, como él mismo ha dicho, en l&s
manos de ese hombre. Ya lo habéis visto; he apelado 4 las prome
sas, al terror y 4 mover su corazón : lo que sucederá, Dios lo sabe.
Ahora acerquémonos poco á poco, hasta aquel punto en que la os
curidad no permita ver nuestras personas.
Y volviéndose á su criado, añadió:
—Corintty, dame un cuchillo.
El criado se lo dió.
Entre tanto, veiamoa perderse entre las sombras la elevada
ra del bandido, cuyos pasos largos y precipitados repetía el eco en
las negras bóvedas y altas arcadas de aquella galería de siglo?.
Nuestros corazones latían con violencia ¿ medida que se acer
caba al centinela; pero como nos estaba vedado pasar del punto
en que ia luz podía hacernos perceptibles, no sabíamos lo que su
cedería cuando llegase junto 4 él.
| Momentos de agonía fueron aquellos para nosotros!
im bl mAs bello db los pla neta s . 285
De repente, un ruido como de voces que «alió del patio, nos hizo
creer que habíamos sido vendidos: al mismo tiempo vimos desta
carse una figura gigantesca que con pasos acelerados se adelan
taba hácia nosotros.
—Firmes!—dijo el embajador.—Esperémoslos aquí ¿ la sombra,
donde no podrán acertarnos, y desde donde cada bala nuestra ma
tará un hombre.
Pero la sombra venia sola, y ae adelantaba en silencio.
Era el bandido.
—Qué hay?—preguntamos con ansiedad.
—Ya está,—nos dijo con voz breve y ademan resuelto;—venid,
señores.
—Y aquel ruido?—preguntó el embajador.
—Es el que me ha servido para asegurar el golpe, y ocultar el
gemido de la victima. Russilio disputa acaloradamente con sus
Prisioneros: venid.
•—Bien, amigo,—dijo el Sr. Nottely:—acabais de haceros acree
dor ¿ nuestro eterno agradecimiento.
Y volviéndose á nosotros, añadió:
"-A hora, señores, en marcha; pero en silencio y sin parar has-
te que ilegnemos á la puerta. Acordaos de no hacer el menor mo
vimiento hasta que veáis la señal.
laminábamos con cautela, y á medida que lo hacíamos, Íbamos
Percibiendo mejor las voces de los que disputaban.
Junto á la puerta ya, nos paramos, y oímos la conversación ai-
guíente:
a j a m a s d e c i a una voz sim pática, —obtendrás de mí lo que
deseas.
¿Y qué son seis millones,—decia otra voz áspera y bronca,—
para un hombre como tu padre? Firma esa carta, y te verás libre
t&n pronto como llegue el dinero á mi poder.
—Ya te he dicho y te repito,—repuso la voz primera,—que no
68 por el dinero por lo que dejo de firmar.
'■'•Y por qué entónces?
4 ^P o rq u e accediendo á tus deseos—repuso la voz primera—da-
rIa de mí una idea miserable. Se diria, y con razón, que aólo el
ttuedo me había hecho firmar, y yo quiero hacerte conocer que no
° tengo, y la diferencia que hay entre un hombre como yo, y un
malvado como tú. Haz lo que quieras.
286 UNA. TBM PORA.DA
— No señor, ni de Saturno.
— AhJ ¿Luego sois uno de los doe habitantes de la Tierra que
han llegado á este mundo de uu modo tan milagroso, y que viven
en La casa de papá?
— Sí señor, soy uno de ellos.
— Lo presumía,— dijo Silaydi,— no sólo por vuestra talla, sino
por lo mucho que de vosotros me hablaba papá en sus cartas. Oh,
señor!— añadió Silaydi, abrazándome con el mayor cariño , y co
mo si me hubiese conocido de antemano;— jy qué bien pagaia los
leves favores que haya podido haceras mi familia, exponiendo vues
tra vida por salvar la inia! Mucho deseaba conoceros, y lo he con
seguido de un modo tan ventajoso para m i, que me hará recor
darlo eternamente.
— He cumplido con mi deber, señor; y os digo ahora lo mismo
que el Sr. N ottely, que mi alegría por lo que acaba de pasar ex
cede mucho á la vuestra.
—‘Ya v e o ,— dijo mirándonos á los tres con visible enterneci
miento,— que me hallo entre gente que me quiere.
— No lo sabéis bien,— le respondimos á la vez Nottely y yo.
El Sr. Soletty, que le tenía cogida una mano, se contentó con
apretársela.
— Sí tal, sí tal,— dijo el Sr. Silaydi,— y me alegro deberos tanto,
porque así os amaré más.
— A mi nada me debeis,— le respondí; — pero debeia mucho á
vuestro primo, y más aún al Sr. Nottely.
— Ya sé,— respondió Silaydi,— lo que debo al embajador; pero
dejaré de estar agradecido á los que le ayudaron en su empresa*
No expusisteis vosotros vuestras vidas por mí?
— No lo niego, —le respondí;— pero, quien concibió el proyecto,
quien lo dirigió, quien nos comunicó su entusiasmo y au valor, y
quien nos condujo, en fin, á ia victoria, fuá Nottely. Pensáis 1°
mismo, querido Soletty ?
— Absolutamente lo mismo,— respondió éste.
— Ah I vo3 no conocéis todavía,— dije yo,— á este jóven extraer*
dinario que....
— Eh, alto allá, señor hablador,—dijo interrumpiéndome Not-
tely.
Y volviéndose á Silaydi, añadió :
— No hagais caso, querido Silaydi, de Mendoza, cuyas relev&P'
EN BL M ÍS BELLO DE LOS PLANETAS. 291
tes prendas tendréis oéasion de conocer, pues padece la singular
tnania de ver siempre el mérito en los demás, y nunca en si mis
mo. Ya sabéis que sin él, no tendría yo el placer de hablar con
vos ahora: ved como lo olvida el ingrato.
Y diciendo esto, cogió mi mano que estrechó con el mayor
cariño.
—Sois admirables,—dijo mirándonos el Sr. Silaydi.
En seguida se ofreció uno por uno á los Nostracianos con mucha
cordialidad. Cuando llegó al bandido que noe había facilitado la
entrada en la caverna, dijo:
—Cambia de vida, y tu suerte corre por mi cuenta.
—Gracias, señor; ya me ha hecho igual ofrecimiento el Sr. Not-
tely, y pienso aceptarlo.
—Y por qué nó el mió, y si el de él?
—Porque él fué quien ha hecho nacer en mí un aborrecimiento
sin límites á la Tida desastrosa que traía.
—Cómo asi?—dijo sorprendido el Sr. Silaydi.
—Porque es imposible ver tanto valor, tanta serenidad, tanta
abnegación, tanto ardor para hacer el bien, y tanta sabiduría para
ejecutarlo, sin que uno ae pasme y desee ser honrado.
—Tienes razón, tienes razón,—dijo conmovido el Sr. Silaydi;—
pero como en último resultado á quien has contribuido á salvar ha
sido á mí y no al embajador, á mí, y no á él, toca recompensarte.
^~Os ruego, Silaydi, — dijo el em bajador,que no mo quitéis
el gusto de hacer la suerte de este desgraciado; y ya que he prin
cipiado ó cambiarle, como él dice, permitidme que concluya.
—No puedo complaceros, Nottely, pues vos mismo conoceréis__
—Quiere decir, señores,—repuso el bandido interrumpiéndo
los,—que en lugar de uno, tendré desde hoy dos protectores. No
^ eso lo que pretendéis?
—Cabal,—contestó con viveza el Sr. S i l a y d i h é ahí dirimida
la cuestión: los dos te protegeré naos, y no se hable más del asunto.
Consentís, embajador, uo es cierto?
Y como Nottely tardaba en contestar, añadió:
-"-Ved que ai no aceptáis, estoy dispuesto á no ceder.
entónces salir una lágrima de los ojos del bandido.
El Sr. Soletty y yo, dijimos á la vez:
—Los dos, loa dos le protegereia; no hay remedio, embajador.
—Sea,—dijo éste,—pues que en ello os empeñáis.
‘292 UN A TBUPOEAbA
Y ei reato de la noche lo pasamos agradablemente entretenidos,
pues la alegría era tan viva, que nos quitó á todos el sueño.
A la mañana siguiente, preguntamos á Noseolatto sí sabia don
de estaban loa cabaLlos.
—Ya se ve que si,—nos contestó.
—-Y en dónde?—preguntó el embajador.
—En una gran cuadra que hay á cien pasos de aquí. Siempre
que hadamos alguna presa, poníamos en ella los caballos hasta el
dia siguiente, que los Íbamos ó vender ó Homalia.
—Pues es preciso que vayais á buscarlos.
—Al instante,—dijo Nossolatto.
Apénaa había marchado éste, cuando apareció el cirujano. Des
pués de saludarnos, dijo:
—No podéis imaginar, señores, la alegría que ha causado en
Romalia. vuestra aventura de esta noche.
—Sabida en vuestra casa la noticia, y sabida también en el Go
bierno, cundió al punto por la ciudad; y como no ignoráis el grao
terror que inspiraba Buasilio, debela inferir el gozo que se difun
diría en todos loe corazones, 4 medida que ee fueron conociendo
los detalles. El Gobierno, por su parte, mandó un piquete de ca
ballería para llevar el cadáver de Ruasilio y los bandidos que
hubiéseis hecho prisioneros: pronto estará aquí.
—Bien, amigo, bien,—dijo á esta sazón el embajador;—pero
lo que importa ahora no es eso, sino que veáis y curéis á los he
ridos.
—-Teneis razón,—contestó el cirujano:—dónde están?
—El de más peligro aquí,— dijo el Sr. Nottely, conduciendo
al cirujano á la cama del herido.
Reconocido, curado y vendado éste, lo sangró el cirujano.
—Qué tal?—dijo el Sr, Nottely; —es grande el peligro?
—Sin la cura que acabo de hacerle, y sobre todo, sin la san
gría, quizá si, porque la herida es larga y la reacción muy
fuerte.
—Y la bala?
—Qué bala?
—Pues no tiene una bala en el pecho?
—No, Sr. Not tel ydo que tiene es una herida hecha coú
alguna arma de punta quebrada, sin duda en el calor de ^
refriega.
RN EL MÁS BELLO DE LOS PLANETAS- *293
—Y mediante lo que acabaia de hacerle, esperáis salvarle?—
preguntó inquieto el embajador.
—No desconfío á lo menos, porque no estando interesados loa
pulmones, si se sigue el plan que voy á disponer, y el enfermo
guarda un silencio j una quietud completos, es muy posible
que cure.
—Dios lo quiera. Venid ahora, si gustáis, á examinar los demás
heridos.
Concluía el cirujano de hacerlo, y de dictar las disposiciones
consiguientes, cuando apareció Nosolatto.
Salimos entónces de las ruinas, y parte á caballo, y parte en el
coche de Silaydi, tomamos el camino de Bomalia.
Los heridos, i los cuales se había agregado el guardia que
Nottely metiera en el coche ¿ntes de la refriega, quedaron eu el
subterráneo al cuidado del ayuda de cámara de Silaydi y del ci
rujano»
f Se continuará J
T ieso Abuimana dk V bca .
!■ tí —r
CAPITULO XXV
R ecibimiento pe S ilayoi,
Al ancachacar entrames en Eomalia, y poco después «a 1» c&ea
de Silay&i, que fué recibido coa efusión por sus padres y por **
hermana. El Sr. Jiodulio que estaba allí, dijo, después de las prl"
meras manifestaciones de alegría:
—Ahora, señores, silencio, que quiero que nos cuente Silayd*
la aventura de esta noche, en la que se me figura que ha de h&~
ber Lecho algún papel cierto perillán.... Dónde está?
Y buscaba con la vista á Nottely.
—Ah, ya le veo. Venga V, acá, caballerito, y baga corro con
loe demás.
El Sr. Nottely obedeció.
—Pues, como iba diciendo,—continuó el Sr. Rodulio,— crtí°
que el referido perillán haya hecho algún papel en la tal aventu
ra; de manera que.... eh, Sil&ydi, me equivoco acaso?
—No en verdad, no os equivocáis, señor, y v&isá verlo.
—Cuenta, cuenta,—dijosonriendo el noble anciano, —pues ar
por saber lo que pasó.
Entonces el Sr. Sílaydi, con todo el fuego que le inspiraban gU
juventud, su nobleza y su agradecimiento, contó la aventura
nudosamente, poniendo nuestro valor en las nubes, y realza0
con los colores más vivos la lucha de Nottely con Russilio. Tuvo
CNA TCMPOBADA, KTQ. 44^
—Cómo! ¿Consistirá en sari hermana el que tu matrimonio de
retarde?
—Mucho, en verdad, lo temo,—contestó Nostready,
—No puede ser, no puede ser. Cómo! ¡Ella tan buena, tan ama
ble, tan düloel... Te repito que no puede ser, como te io demos
traré fán tardar mucho.
—Entonces te deberé toda mi dicha.
—Me espantas, querido,—dijo el Sr. Silaydi, mirando á su pri
mo sorprendido —.¿entóneos Anoyda se niega al matrimonio, por
lo visto?
*—No digo praciaametite que se niegue; pero lo retarda, al ®é-
nos, todo lo posible.
—Vamos,—dijo algo más tranquilo el Sr. Silaydi,—ya arregla
ré yo todo eso.
—Hazlo, y toda mi sangre no seré bastante para pagarte ce*
servicio.
—Diantre! JíucJxo amas á Aneyda, querido.
—Que si la amo!—dijo con una sonrisa que tenia algo de
trmfiael Sr- Noatrendy.—Que ai la amo! Di más bien que estoy
loco, poco méooa que frenético por «Ha, y acertarás.
—-No sabe» lo que me alegro de ello.
—Por qué?
—Vamos, favor por favor,—dijo, clavandosu vista en Nos-
trendy, el Sr. Silaydi.
—Cómo favor por favor? No te comprendo.
—Sí, que me hagas tú. un favor, y que yo te haga otro; ¿con
sientes?
—Desde luego; di pronto.
—Pues bien, hermana por hermana; quieres?
—Hermana por hermana!—repuso Noatrendy admirado*
Nomatty, que estaba cerca y oia esta conversación, perdió el color-
•—Sí, hombre, aít*~<Lyo Silaydi con amable sonrisa; dame á
Silody, y yo haré que te. den á Aneyda. Hay oosa más natural?
--Cómo!. amas tú á mi hermana?—Dijo Nactrendy coda
WÁM asombrado.
—Con delirio, querido.
—Y te ama ella?
—Dispensa si tengo la presunción de creer que no 1«
fertnte.
W t n a temporada
-Luego la hn£ tratado -en Gstilzaí
—Ni un di* dejé, de verla*, desde el primero descubrí en ella
mil bellas cualidades, y en mi trato ulterior, vi que que era un
ángel. Su hermosura no tiene ig u a l, y su virtud y su juicio son
mayores aún que su hermosura. Después de algunas conferencias
7 súplicas de mi parte, me dió Silody su consentimiento par* ob
tener el tuyo, sin el cual dice que no es posible smeatro enlao*.
Con que ya ve», quorido; quo mi felicidad pende ahora de ti, como
te tuya pende de mi. ¿Quieres„ como te dige Antee* favor por £a-
v°r, 6 Iq que es igual r hermana por hermana? Responde.
Fatal por demás era la situación de Nostrendy. Conocía dema
s í o las ventajas de aquel enlace r no sólo para eu hermana, sino
P&ra é l , pues era el único medio de casarse seguramente con
^neyda, pero esto, que hubiera sido su suprema felicidad sek me»
368 ántea, era. ahora un tormento, recordando el compromiso tan
fermtal nomo imprudente, que había contraído con Nomatty. Nos-
teendy estaba en un suplicio; así es que sólo con palabras confu
samente articuladas pudo decir .*
•^Perdóname, querido Silaydi, sí en este momento no acierto á
^pOfXrdcrte, pues la sorpresa que me ha causado tu noticia faé
^ grande, que apénas, como ves, puedo explicarme; déjame re-
P°ner uu poco, y luego hablarémos de ella cuanto quieras.
•“-Bueno, bueno,—dijo contrariado ya Süaydi;—pero no te oculto
^ me sorprende en extremo que no hubieses aeogido, en al acto,
** proposición.
"■“•No te enfades por Dios,—repuso el Sr. Noatrendyv -y conoé-
siquiera un momento para reflexionar.
"—Loe que quiera», am igo,—dijo el Sr. Bilaydi con visible Mal-
pero no extraje» que no te vuelva á tocar eata punto hasta
^ tú lo hagas.
^ diciendo esto, le volvió la espalda r y fué á sentarse junto á
^°tetty. Apénaa se. apartó Silaydi corrió Nomatty 4 unirse á Nos-
tfeady, al cual dijo pálido y temblando:
sacrificará» Noatrendy?
—Déjame,—respondió Noatrendy;—voy 4 morir, losé; pera no
teré á mi palabra.
^“Morirl y por qué?—dijo mirándole con inquietud el señor
Nomatty,
^•Pueden oirnos aquí,—dijo Nostrendy, echando Una mirada
B!f Bl> MÁS BE 1.1.0 DB LOE PLANETAS- 449
sobre mí, que era el que estaba más carca —veri i mi cuarta y en
¿I te haré ver que soy él más detractado de lo« hombrea.
Y se marcharon.
Entre tanto, decía el Sr. Nolatto:
~Ho tengo la menor duda de que la retirada de Nottely no tie
ne mis motivo que el consejo que va á reunir nuestro Monarca.
Nottely jamas falta á sus deberes* y como ayer ha estado fuera,
querrá aprovechar esta noche para meditar la cuestión y hablar
mañana eon el tino y sabiduría que acostumbra.
—Pero entónces r ese diablo de rey —dijo ei Sr, Rodiílio«—
está empeñado en apoderarse de la Cíliana á todo trance.
—Sí* Rodulio*—dijo el Sr. Nomara,—y según las últimas noti
cias que tenemos, las tropas de Catilia están ya muy cerca de Ya*-
lema. Además, sabemos qup cuenta cem socorros poderosos de He*
taydo, que le llevará en persona el Príncipe de Nomara.
—Calla!—dijo el Sr. Rüdulio,~—¿el que fíe batió con Notteiy en
el torneo?
—Elmiamo,—contestóel Sr. Nomara,—y es un valiente campeón-
-^Efectivam ente—dijo el Sr. Nolatfo,— y las cosas se van po
niendo de tai modo» Príncipe, que no sé adónáe iremos á parar.
—Veremos,—dijo el Sr. Neniara:—de todos modos, mañana en
el consejo, sabremos á qué atenernos.
—Teneis razón,—contestó ol Sr, Nolatto,,—sabremos á qué ate
nernos« pero no sabrémos nunca (y esto es lo que nos importaba)
cómo hemos de impedir que un Príncipe, por una ambición desme
surada, ponga en conflagración un continente como el nuestro.
—Cierto que valdría más Sabor e s o d i j o M. Leynoff.—P^es
preferible es prevenir un daño á repararlo; pero, por lo que vf0f
aún no habéis obtenido ese resultado loa Roquelianos.
-—Absolutamente nó,—contestó el Sr. Nolatto;—pero k) inten
tamos al menos como lo podréis ver si asistís á una reunión donde
tíe tratarán vacíos puntos, de interés vital para los pueblos
—Y cuándo?—preguntó M. Leynoff.
—Pasado mañana.
—Desde ahora os cejo la palabra, —-dijo M. Leynoff.
—Y yo,—añadí á mi vez.
—Y nosotros,—‘dijeron ios señores Norofcra y Gtrocy.
las sea.ores Silaidy y Soktty, apartados del grupo que formá
bamos, nada oyeron de esta conversación.
i;N A TEMPORADA
449
CAPITULO XXVI.
HOSPITAL DB SOMALIA.
* 0 * 0 xv. 20
UM A TB M P O R A D A 450
—Porque ya está hecho.
— Está hecho, señor!—Dije admirado.
—Si, io mismo que pagadas las exéquias del difunto.
—Ah, señor,—dije lleno de reconocimiento;—V. M. no es uu
rey, sino un padre tiernísioio para sus súbditoB, y casi un Dios
para loa extranjeros, á quienes colma de beneficios.
-—Sabéis una cosa, señor Mendoza?
—Qué, señor?
—Que si es, en efecto, dulce hacer beneficios á los súbditos y á
los extranjeros, lo es infinitamente más que unos y otros sean áig-
nos de ellos. Ahora marchaos,—añadió,—porque tengo que ir al
Consejo.
Al salir, vi con el mayor gusto al Sr. Otroey, que se paseaba
solo por los pórticos de Palacio. Después de loe saludos de costum
bre, dije, estrechándole la mano :
—Qué hacéis aquí, amigo?
—Lo que veía, querido, pasearme.
—Sin más objeto? Permitidme que lo dude.
—Hablándoos con franqueza, Mendoza, esperaba á que saliesen
del Consejo para saber algo de Catilia. El horizonte político se os-
curece por momentos y llama ya demasiado la atención .
— A9t parece,—le contesté,—por lo que vi ayer en casa del se
ñor Nomara; pero el Consejo durará mucho: ¿queréis que demos
una vuelta por la ciudad?
—Con mucho gusto, Mendoza. ¿Pero por qué no habéis venido
al Consejo? Queriéndoos tanto el rey. os hubiera admitido con
gusto. M. Leynoff está en él.
—Sí? Y quién os lo ha dicho?
—Lo he visto entrar con el Sr. Nomara: ya sabéis que son in
separables.
fín efecto, la amistad de M. LeynofFcou el Sr. Nomara, hftbi*
llegado á ser tan grande, que casi siempre estaban juntos. Se
bian tomado tanto cariño como nos lo hablarnos tomado Notlaly 3
yo, y como principiaba á tomárselo á Silaydi. Desde la ave»tur*
de Eussilio, de que tanto se había alegrado M. Leynoff, por la
que yo había tomado en la salvación del hijo de nuestro bfeak***
cbor, los señores de Nomara nos miraban como de la familia.
me extrañó, pues, que el Príncipe llevase consigo áM. Leyooff«
—No íuí al Consejo,—dije al Sr. de Ot.rocy,—porque, h ftb lán ^^
451 UNA TRMPORADA
— A h , s i, j a lo veo.
— No es cierto, querido doctor?—dijo el jóven radiante de ale
x ia .
— Si, querido, y voy á buscarlo; pero para que no se escape,
®s preciso que cierre las ventanas; asi que le coja, os lo traeré.
— Bien, doctor, bien; gracias por vuestros cuidados: no dejáis
de traérmele, por Dios.
A una señal del doctor, cerró el enfermero lo* ventanas, y sa-
timo» nosotros de )a sala. Fuera y a , dije al doctor ;
— Quién es ese desgraciado que asi imploraba vuestro auxilio?
— Un jóven de talento y bellísimo carácter , A quien la mujer
amaba abandonó por otro que tenia una posición más venta
josa que la suya.
— Y qué enfermedad padece?
— Una manía.
— Horrorosa enfermedad, doctor.
— Lo es en efecto.
^¿Queréis, doctor, decirme bajo qué punto de vista eonside-
r*U al hombre los médicos de Saturno? Aunque no soy de la fa
cultad , he leído algo de medicina, y me alegraría conocer la dife
rencia que hay acerca del modo de apreciar este sér entre vose-
kr°s y los médicos de la Tierra.
íba el doctor A responderme, cuando aparecieron en la estancia
señoree Nolatto, N ottely, M. Leynoff y el Sr. Nomara.
CAPITULO XXVII.
CONFBfiBNClA BH Bb HOSPITAL.
'S e continuará.)
CAPITULO XXVIII.
SBOUNDO PA8BO POB l*A CHIPAD.
C A P IT U L O X X I X .
CUTBOST.
CAPITULO X X X .
EL CA F¿.
CAPITULO XXXI.
EL PASEO.
capitulo xxxrr.
HL TEATRO»
Llegada la hora nos fuimos al teatro.
Era éste uno de los principales de Romalia y también de Sa
turno. Para construirlo y adornarlo se habían explotado las artes
basta un punto notabilísimo, Aun en el mundo superior en que me
encontraba. Allí las estAtuas parecía que iban A abandonar sus pe
destales; las figuras se veian destacarse de loo frescos; las molduras,
relieves, alegorías, etc., eran portentos de ejecución, de inventiva,
do travesura y de originalidad.
Ah, la arquitectura, la pintura y la escultura hablan llegado,
en sus esfuerzos, hasta lo ideal, c&si hasta Lo imposible.
El teatro estaba alumbrado por una luz suave y plateada, como
la de nuestra luna. ¡Qué efecto tan extraordinario producia aque
lla luz! ¿De qué mágia revestía los objetos, y con qué vivos des
tellos se reflejaba en los brillantes de que, con tanto placer, se
adornaban las mujeres!
Pero á todo esto yo no vcia aranas, ni quinqués, ni globos de
cristal iluminados. De dónde, pues, provenia aquella luz? Se lo
pregunté á Silaydi.
—Es la luz eléctrica,—me dijo,—que se elabora con un aparato
colocado en lo alto de las bóvedas, y A cuyo través pasa por aber
turas hecha« de propósito. Ademas, k esa luz se le hace perder
gran parte de la intensidad que le es propia por un procedimiento
nuevo de uno de nuestros físicos.
—Diantre!—exclamé;—estáis nmy adelantados, querido.
Y seguí contemplado el teatro.
Todos !os palcos estaban ocupados, á excepción de uno frente a]
nuestro que aún permanecía vacio.
124 UNA TEMPORADA
A pesar de la gran concurrencia no había calor, porque nume
rosos ventiladores, colocados eu sitios convenientes, renovaban
continuamente el aire, Respirábase, pues, un ambiente fresco; y,
segun la costumbre de Romalia, embalsamado. El telón no era de
lienzo: era un espejo grandísimo rodeado de pedrería; de manera
que, sin volverse y mirando al frente, veíamos loe espectadores.
Se representaba la Coratlila, princesa de Battalia, que era una
de las naciones más cultas de aquel continente, la cual, robada
por un príncipe de una nación limítrofe, dió lugar á una guerra
sangrienta. El príncipe amaba con delirio á Corattila; pero ésta
amaba á Corante, uno de loa jóvenes más liberal mente dotado por
la naturaleza, pues era un tipo perfecto: era, además, intrépido
guerrero y entendido espitan , de manera que, después de vários
encuentros y batallas, consiguió matar al principe en un desafio
que tuvo lugar en medio de los dos ejércitos. Entre el rapto y la
muerte del principe hay escenas tiemísimaa entre Corattila y Co
ran tío, que consigue verla disfrazándose unas veces de criado,
otras de jardinero, otras de traficante, etc.; y es imposible descri
bir, no viéndolo, la perfección suma y la naturalidad con que des
empeñaban aquellos actores sus papelea.
Ni una palabra oí miéntras el telón estuvo corrido. El más pro
fundo silencio reinaba en el local todo el tiempo que permanecían
loe actores en la escena*, se miraba como un desacato, no ya el ha
blar, sino el murmullo más ligero. Si á ti no te gusta la comedia,
decían ellos y tenían razón, no vengas é oiría; y si vas, respeta el
gusto de loa demás, ó, si tienes que hablar, espera á que el telón
se baje.
Iba á terminar el primer acto cuando se abrió la puerta del
palco que teníamos en frente y entraron en él la forastera, la se
ñora mayor y el señor Nottely.
Cuando el embajador vió á Aneyda se inmutó visiblemente; pero
reponiéndose al punto, ia saludó con una inclinación de cabeza.
Aneyda contestó al saludo; pero su rostro, blanco como el encaje
que rodeaba mi cuello, daba bien á entender la impresión que le
había hecho la prelacia del jó ven al lado de la forastera. La prin
cesa no se movió.
El telón corrido impedia hablar; pero cuando se bajó, dijo la
princesa á Notty con gesto desdeñoso *.
-—Conocéis esa forastera, Notty?
Btf EL MÁS BELLO DB LOS PLANETAS. 125
—No; la he visto en el paseo por primera vez, y la veo ahora
en el teatro.
—Es hermosa,—repuso la princesa,—pero.*.
Y calló.
—Qué, señora?—dijo sonriendo el Sr. Notty.
—A lo ménos la señora mayor, no me parece muy señora, ver
dad, Notissa?
—Ni la menor,—respondió ésta,-—y si lo son, serán de ayer.
Tan aristocráticas eran estas señoras, que á la primera ojeada
conocían á qué clase pertenecía una mujer. Ya no me cupo la me
nor duda que la madre y la hija, ó la tia y la sobrina, no eran
personas de distinción. Pero entónces, quiénes eran? ¿por qné las
acompañaba Nottely?
Ardía por hablar á éste, pero como no conocía á las señoras que
estaban con él, no me pareció prudente ir ¿ su palco«
En esto se abrió la puerta del nuestro, y entró el Sr. Rodulio.
Después de saludarnos con su naturalidad acostumbrada, dijo:
—No me estimes la visita, princesa, ni vos tampoco Notiasa,
porque no ea por vosotras, ni por estos señores por quienes vengo
aquí.
—Gracias, amigo,— dijo sonriendo la princesa,—entóneos por
quién vienes?
—No lo adivinas?
— Lo presumo, — repuso la princesa, — pero dimelo tú por si
acaso ine equivoco.
—Diantre! diantre! —dijo el Sr. Rodulio como si no hubiese oido
á la princesa,— y en efecto, es preciosa. Vaya un palmito de cara!
y el cuerpo? divino.
—Hola, parece que os guata, eh?—dijo la señora Notissa.
—Lo bueno á todo el mundo gusta, querida,—respondió el se
ñor Rodulio,— y algo daría yo por ocupar ahora el lugar del em
bajador.
Sin poderme contener dije yo entóneos:
— No conozco a osas señoras, ui sé por qué el embajador las
acompaña; pero lo que sé es, por lo que he visto esta tarde, y por
lo que veo ahora, que el embajador no se halla á gusto con ellas*
— No se halla á gusto con ellas! — dijo la señora Notissa, —
buena es esa, pues por qué uo las deja entónces?
—Señora,— le respondí,—hay ciertas cosas que no se penetran
126 UNA TBMPOHADA
fácilmente; pero pueden ser tales los motivos que obliguen al se
ñor Nottely ¿ acompañarlas, que tenga que hacerlo á pesar suyo:
—Y yo pienso lo mismo que Mendoza, — dijo con nobleza, y
á riesgo de disgustar á su madre, el Sr. Silaydi.
—Y yo también,—dijo el Sr. Notty,—pues observo que A pesar
del afan y maneras insinuantes de la forastera, Nottely no la mira
siquiera.
—Y tencis razón por vida mia, — dijo el Sr. Rodulio,—porque
Nottely parece ana estátua junto A ella. Diantre, uo comprendo
esto. Quién será esa forastera?
—No la conocemos,—respondió la señora Notisaa.
—Y vosotros, señores, la conocéis?
—Tampoco,—respondieron Silaydi y Notty.
—Voto al diantre, pues ea preciso conocerla,—dijo e! Sr. Kodu-
lio,—y ahora mismo voy.,..
No acabó de pronunciar la frase, cuando se abrió la puerta del
palco, y entró el Sr, Nomatty.
—Ah, justamente venís A tiempo, querido.
En lugar de atender al Sr. Rodulio, dijo el Sr. Nomatty hacien
do profundas inclinaciones :
—Señoras...... señores........
—Dejaos de cumplimientos,—dijo con su peculiar viveza el Se
ñor Rodulio,—y decidnos al instante una cosa.
—Qué cosa?
—Si conocéis A esas forasteras.
—Si no las conozco personalmente, sé A lo menos quiénes son.
—Acabáramos con mil y más; quiénes sou, decid.
—La señora mayor es la hermaua del Storny (1) de Nattricia,
y tia de aquella señorita que habla con el Sr. Nottely. Esto es
huérfana y no tiene más parientes que esa tia y un hermano de
esta, que van A ver ahora á Sameyda (2) donde se halla hace dos
años desempeñando una comisión de sa gobierno.
—Y la niña, qué tai, eh?—dijo el Sr. Rodulio,—es de mérito,
verdad?
—Oh,— respondió el Sr. Nomatty,— me han dicho que es per-
fecta. Tiene mil habilidades y otros tantos adoradores, sin que has-
(1) JEqmvale A Gran Almirante.
(2) La capital do la Noatracia.
EN EL MÍS BELLO l)B LOS PLANETAS. 127
tu aflora se haya podido gloriar ninguno de haber obtenido prefe-
retida. En cuanto á su físico, ya lo veis; y aus riquezas, según rae
han asegurado son muy grandes. Buen partido, á fe m ia, no es
verdad, principe?
—Ya 3o creo, — respondió el Sr. tíodulio, — ¿pero quién os ha
dado esas noticias?
—Un empleado de nuestra embajada que estuvo mucho tiempo
en Nattrieia. Esa nina llamó ayer la atención en Homalia, y nos
devanábamos los sesos por saber quién era, cuando ese empleado,
que se hallaba allí afortunadamente, nos* sacó dei apuro, dándo
nos los pormenores que acabo de referir.
—Y sabéis,—dijo el Sr. Rodulio,—cómo la conoce Nottely?
—Lo ignoro,—respondió Nomatty,— pero sé que solo él, hasta
ahora, ha tenido osta fortuna.
— De la que no me parece muy ufano, — repuso el Sr. Rodu
lio,—porque nunca lo he visto más frió ni más displicente : ¿no es
verdad, señores?
La forastera hablaba entóneos animadamente con Nottely: éste
la escuchaba distraído. La forastera, supongo que para llamarle
la atención, le alargó con una sonrisa encantadora una magnífica
ñor que tenia en la raauo; pero Nottely no levantó la suya para
tomarla. La forastera, por lo que pudimos inferir de sus ademanes,
insistió con una mirada suplicante, y eutónces Nottely cogió la
ñor.
Yo, que no &partal>a los ojos de Aneyda, vi que temblaba á pesar
de los esfuerzos que hacia para contenerse.
El Sr. Nomatty, dijo entonces :
—Sin embargo, príncipe, reparad cómo Nottely ha tomado la
ñor.
—Y ha hecho bien, — dijo ántes que respondiese el príncipe la
señora Notissa. —• Pues qué? ¿no es digna una señorita de que se
acepte su fineza? A qué partido mejor podría aspirar él? Si es tal
como Nomatty nos ha dicho, se dará por muy servido de que ad
mita sus obsequios. Pensáis lo mismo, Sr. Nomatty?
—Yo lo creo, — respondió éste, — y en su lugar rae daria por
contento.
—Y yo uo, con el permiso, se entiende, de la señora Notti&sa y
del caballero Nomatty,—repuso con sumo gozo mió el ilustre an
ciano,—porque Nottely vale mil forasteras, y si me apuráis mu-
128 UNA TEMPORADA
clio, m il princesas. ¿Dónde encontráis vos, señora, y vos, caballe-
rito (m irando alternativam ente é uno y otro), un jóven que posea
el m érito y las relevantes prendas de N ottely? Si lo hay en toda la
Roquelia, quiero que me lo claven et\ la frente.
E l Sr. N om atty no se atrevió ¿ responder; pero la señora Notisaa
dijo a lgo p ic a d a :
— Vos no sois voto, principe, porque todo el mundo sabe vuestra
predilección por ese jóven.
—Y me g lo rio de ello, Notidsa, tanto m ás, cuanto que todo e l
mundo le Lace la misma ju sticia que yo, excepto vos, por supues
to, y el caballero N om atty, que sois en verdad muy singulares-
— Es que y o , señor,— contestó éate,— no niego su mérito al se
ñor N o tte ly ; pero poseyéndolo también la forastera, ¿tiene a lgo de
particular que le guste y que le dedique sus obsequios?
— Y yo, caballero,— dijo con bastante sequedad el Sr. S ilayd i,
— no concedo á esa jóven , pese á vuestro am igo de la embajada de
Catilia, las cualidades que le atribuis; porque excepto la hermo
sura, que es en efecto grande, su aire y sus maneras la recomien
dan poco.
N om atty se puso pálido.
— B ravo!— dijo riéndose el Sr. Rodulio, —Silaydi, rae envanezco
con verte de m i partido. Y vos, N otty, qué decís?
— Yo señor,— respondió éste,— pienso enteramente como S ilaydi.
— Magnifico!— dijo, no y a riéndose sino dando grandes carca
jadas el Sr. R odu lio.— Con que, señora Notissa, y vos, caballero
N om atty, por esta vez al ménos quedáis vencidos. Y eso que no
quiero preguntar á Nass&la, ni al caballero M endoza, porque la
una por respeto 4 su mamá, y el otro por consideración A la prin
cesa, se verían muy embarazados para responder; que si no... que
si n o...
Y renovó sus carcajadas.
Bien quisiera la princesa decir a l g o ; pero como no podía ni de
bía tom ar parte en aquella conversación, tuvo que callar, aunque
llena de disgusto y de despecho.
E l telón se levantó, y cesaTou las conversaciones.
E1 Sr. Rodulio se despidió y se fue á su palco.
N ingún incidente digno de contarse ocurrió en el resto de la no
che; pero al salir, tuvo Aneyda que sufrir otro m artirio, viendo á
la forastera cogida del brazo de N o tte ly , á quien hablaba con ca -
KN CL MAS »ELLO DR LOS PLANETAS. \'¿9
lor, y á quien se acercaba tanto, que casi tocaba su cara á 1» del
jó ven. Nos acompañaron á casa la señora Notissa, Nassala y e)
Sr. Notty. Abromada Aiíeyda por el dolor, ya no reia ni hablaba
con la volubilidad febril de aquella tarde.
CAPITULO XXXIIf.
REVELACION DE SILAYD1 A Í í RNd OZA,
—Y cuál?
— Que escribáis á Silody participándole que ibais á salir para
Oatilia; pero que una órdeu del rey, mandándoos que os encar
guéis de una escuadra, la cual debeia organizar inmediatamente,
os lo impide. Añadidle que, si en virtud de la conferencia se alejan
los temores de la guerra, que marcháis al instante; y que si, por
el contrario, se aumeutau, que marcháis lo mismo, pero con la
armada. Vuestro amor dirá lo demás.
— Precisamente, Mendo.sa,era eso lo que pensaba hacer, y voy
á efectuarlo al momento.
— Corriente, y dado ese paso, dejad á los acontecimientos que
os indiquen la marcha que debeis seguir.
/ $e continuará.)
CAPITULO XXXTV.
CAPrrtJLO x x x v .
CURA Y COWVALBCETNCIA PBL SRflOR ÍIOTTfrLY.
Principiaba á amanecer, cuando le vi abrir loa ojos y pasearlos
por el cuarto, como si quisiese reconocer dónde se hallaba: después
los fijó en mi con intención, sin hablar, y como aquel que trata
de coordinar sus ideas. Por último, me dijo con voz apénas percep
tible;
—Vos aquí, Mendofca !
—Si, querido Nottely; siempre junto á vos, siempre.
Sm apartar los ojos de mí, me estuvo mirando largo rato, al ca
bo del cual dijo, procurando sonreírse:
—-Qué bueno sois l
—Sí; pero no habléis tanto, porque os hará daño.
Y como si no 1c hubiese dicho nada, añadió:
—Sabéis cómo sigue el príncipe? He parece que le he salvado.
—Y tanto como le salvásteis , querido; bien caro os hubo de
costar.
—Sí, sí; me parece que me lastimé mi poco. Ah t sí, ahora me
acuerdo; tropecé con la punta de un ancla al tiempo de ir á co
gerle.
—DLantre í así nos lo dijo el doctor, y veo que tenía razón.
—Qué doctor?
—El que os coró el brazo.
—El brazo 1—dijo, procurando levantarse para verlo;—pero no
pudiendo conseguirlo, añadió:
—Es verdad, es verdad; lo tengo muy pesado y me duele bas
tante.
—Pronto vendrá el cirujano y os lo aflojará.
Volvió á pasear los ojos por el cuarto, y después de otro mo
mento de silencio dijo:
—Pero esta no es mi habitación, Mendoza: dónde estoy?
En casa del Sr. Nomara, querido.
—En casa del Sr. Nomara!—dijo procurando incorporarse, y
volviendoá caer al instante.—Encasa del Sr. Nomara! Cómo así-’
—Oh ! por Dios, no os mováis, Nottely. Estáis en casa dei señor
287 ÜNA THMPORADA
Nomara, poique absolutamente no ha querido que os llevasen ó la
vuestra, y fué preciso obedecerle.
Largo rato de silencio, durantee! cual observé que se humedecían
sus ojos y que suspiraba con frecuencia. Por último, volvió ó decir.
—En casa del Sr Nomara! Y Aneyda? Oh Diosraio! Me abor
recerá, me despreciará.
—Nottely, no penséis en esas cosas que podrán haceros daño es
tando tan débil: dadme este gasto, os lo suplico.
Mas como si no me hubiese oido, anadió:
—Olí Mendoza! ¿qué mano oculta, qué poder ó qué casualidad
me ha llevado junto á esa mujer Aquien no conocía, y á quien de
testo sólo porque me vi forzado á acompatTarla cuaudo Aneyda
podía verme*/
Al oir esto, me puse en pié, y dije:
—Adiós, Nottely; me marcho.
—Ah ! me dejais?—me dijo, lanzando sobre mí una mirada su
plicante.
—No, si calíais, y ahora mismo si decís otra palabra.
—Bien; callaré: qué cruel sois 1
—¿No veis, querido, que en el estado en que os haLlais, no digo
ya el hablar, sino el pensar en ciertas cosas puede ocasionar con
secuencias muy funestas? Esas conversaciones no son para ahora;
dejadlas para cuando esteis mejor, y entónces hablarémos de ellas
lo que queráis.
—Os obedeceré, Mendoza, si rae contestáis á una pregunta.
—Qué pregunta?
—¿.Croéis que haya desmerecido algo en el concepto de Aneyda
por haberme visto junto Aesa mujer?
—No, Nottely; os juro que no. Aneyda es demasiado grande
para pararse en esas pequeñeces, que pudieron ser efecto de pura
casualidad.
—Callo, Mendoza, y estoy tranquilo.
Y en efecto, no volvió á desplegar sus labios. Pero ¿qué hubiera
sido del embajador si le hubiese dicho el estrago que había causado
en Aneyda su compañía con la forastera?
El doctor entró, le tomó el pulso, y le aflojó la venda: en segui
da dispuso una bebida refrigerante, porque la reacción, según me
dijo, era muy viva, y se marchó después de haber enoargado la
dieta, el silencio y la quietud.
e.N BL MÁS BHLLO DB LOS PLANETAS 288
Apénas salió el doctor, entró M. Leynoff, que me sustituyó al
lado del enfermo, miéntras yo iba 4 ver al Sr. Nomara. Estaba
éste preguntando al doctor por el estado de N ottely, cuando yo
entré.
—Ya sé, querido Mendoza, que sigue mejor nuestro Nottely.
—Asi es, señor: y vos ¿cómo os halláis?
—Yo, amigo, perfectamente. Voy 4 levantarme para ir k ver al
enfermo.
—No hagais tal cosa, señor,— dijo el cirujano, — porque en el
estado en que se halla, no sólo le perjudica el hablar, sino también
vuestra presencia. Creedme: hasta mañana nádie debe entrar en
bu cuarto sino el Sr. Mendoza, que me parece le quiere demasiado
para que no le cuide con esmero.
Y volviéndose á mi, añadió:
—Os ha hablado algo?
— Si; y tuve que amenazarle con marcharme, para hacerle
callar.
—Y habéis hecho perfectamente. Mañana será otra cosa, por
que no le hará tanto daño hablar un poco.
Todo aquel dia se pasó en recibir recados de las familias más
distinguidas de Romaüa, y hasta los menestrales se agolpaban á
la puerta para preguntar por los enfermos, á quienes querian en
extremo. A las cuatro, estaba la calle atestada de carruajes, y k
las cinco, llegó el Monarca acompañado de los señores Rcdulio,
Nolatto, Nomaty, y de los embajadores de Calilla y de Nostracia.
La famüa del Sr, Nomara bajó 4 recibirle al patio, donde quedó lo
escolta y todos los que ie seguían, excepto los señores que acabo
de nombrar, que subieron con S. M. Yo no bajó por no abandonar
4 Nottely.
Dos cosas me afectaron aquella mañana: fué la primera, la lle
gada de los empleados y dependientes de la Embajada. á quienes
rae empeñé en recibir en mi cuarto, miéntras M. Leynoff hacia
compañía al enfermo. Ante todo, abracé cordialinente al Sr. Coln*
b y ,y á los demás Nostracianos que nos habían acompañado á la
caverna de Russilio: entre ellos estaba el herido de gravedad, ya
completamente curado Es imposible describir lo alegría de aque
llos hombres cuando les aseguré que Nottely estaba fuera de peli
gro, é imposible tampoco dar una idea del tierno afecto que le pro
fesaban.
28» ÜNA THMPORABA
CAPITULO XXXVI.
DBCLAB ACION.
CAPITULO XXXVI.
CAPÍTULO XXXVII.
RAPTO*
C A P ÍT U L O X X X V IH .
CAPITULO XL.
LA. PARTIDA,
( Se continuará. /
T irso A g ui ma n a ür V k c a .
OSA TEMPORADA. EN EL MAS BELLO DE LOS PLANETAS
CAPITULO XLT
un te y da . k íi c o k o &do .
Todo lo que voy á decir acerca de Aneyda y de Silody, y que
no he podido presenciar entóneos, me faé revelado después por
aquellas encantadoras criaturas, cuando me propuse escribir estas
memorias« Lo mismo rae ha sucedido con alguna» conversaciones
de Nostrendy y de Nomatty que lian llegado á uní noticia por dos
jóvenes que »os eervi&n en aquella época« No extrañe , pues, el
lector qu.e me halle tan. enterado de estos acontecimientos, que,
además de tener relación conmigo, han dejado en mi alma un re
cuerdo profundo é indeleble« Esto advertido, continuo :
K una legua de Tolayda, en la cresta de una colina, desdo don
de se extiende la vista por el mar, si se mira al freute, y por es
pesos bosques sí se mira á los lados, se eleva el castillo de Conor-
do. Este castillo, que pertenecía k la nobilísima familia de los Sal-
dys, cuyo último vástago era Nostrendy, y que en memoria de
los hechos de armas que en él babian tenido lugar, conservaban,
con esmero, sus ilustres poseedores, era muy semejante á los que
en la Tierra nos quedan todavía del tiempo del feudalismo« Sn ar
quitectura se daba un aire k la lombardo-bizantina.
Las torres, desmesuradamente altas y esbeltas, que flanquea
ban el cuerpo principal del edificio, las murallas formidables que
encerraban su inmenso recinto , los puentes levadizos, y las depre
siones, rasguños y abolladuras, que el tiempo había impreso en
sua paredes, indicaban demasiado que el origen de este edificio,
que parecía nn castillo y palacio, á la vez, se perdia en la noche
oscura de los siglos«
UNA TEMPORADA EN BL MÁS BfPLLO DB LOS PLANBTAS. 58$
Un parque dilatado circundaba este coloso de piedra, que esta
ba rodeado, además, de una espesa muralla de follaje. Los Arbo
lea corpulentos que, en torno suyo, extendían sus vigorosas ramas
sobre los lagos y rocas cubiertas de zarza y musgo, y el Océano,
cuyas aguas lamían las paredes del parque, y cuya, superficie re
flejaba las veletas do las torres y los bastiones de las murallas,
comunicaban un no se qué de augusto á esta residencia, en la cual
los años , el aislamiento y la tradición, imprimían aquella subli
ma poesía que dan el tiempo , el silencio y los recuerdos. No se la
pedia mirar sin que el hombre enmudeciese de respeto , porque la
noche, constante entóuces en Catília (1), la envolvía con su negro
manto, no dejándola percibir sino al través de una bruma que le
daba un aspecto misterioso.
En una de la« piezas de este edificio, veíase sentada en una si
lla, y apoyada su cabeza en las dos manos, una jóven cuyo sem
blante revelaba, la tristeza y el dolor. De cnando en cuando exha
laba hondos suspiros, y más brillantes que el cristal purísimo res-
halaban algunas lágrimas por sus mejillas ardorosas. Esta joven
era Aneyda. Sola y sumida en «na profunda meditación, nada oia
ni veia, y reconcentrada en sí misma pensaba en... en su pátria?
en su familia? en Nottely? Dios y ella lo sabían.
De repeute el ruido que hizo la puerta al girar sobre sus goz
nes, la sacó de su abstracción; alzó la cabeza, y percibió á Nos-
trendy pálido y sombrío. E rala primera vez que se veían después
del rapto.
Noetrendy contemplaba inmóvil, y con las brazos cruzados, ó
su prima: ésta le miraba. ¿ su vez, con intención; pero no permi
tiéndole su enojó permanecer en silencio por más tiempo , le dijo
con voz breve y mirada altiva:
—Qué queréis? qué buscáis aquí ?
Miróla Nostrendy con ojos extraviados , guardó algunos mo
mentos de silencio, y corno si no la hubiese oido, ó como sr res
pondiese á un pensamiento interior, preguntó, á m vez:
—Me Aborrecéis, no es verdad, Aneyda?
—Cual vos mismo no podéis imaginar—contestó la jóven.
(I) Kl lector sabe yk (fue en alguno? idlios de Saturno te* uno de dUos eaft&b* Ca
lilla) hay una noche de quince años, producida por la sombra que ¿obre Aquellos pun
tos proyectan los anillos interpuesto« entro ellos y el sol.
590 UNA TEMPORADA
—Ea justo,—anadió Nostrendy;—os he robado, os he arrancado
de los brazos, de vuestro» padres, y...
—Ha sido precisodijo Aneada interrumpiéndole—que me vie
se aquí, en Catiliaj en vuestra casa, y encerrada en una prisión,
para qne as creyese capaz, de tamaña villanía.
—Soy, eneftcto, muy criminal,—repuso el jóven mirándola
de un modo extraño;—soy un malvado, lo conozco, pero ¿ye! amor,
Aneyda? Este amor que me devora, no os dice nada por mí? ¿no
me disculpa algo á vuestros ojos?
—El amor que estriba en la violencia, caballero, no es amor,
es una pasión odiosa ; yo os lo digo.
—Ah! me lo decís vos,—contestó Nostrendy con una sonrisa im
posible de describir;—me lo decís vos, ahora, en Catilia, en Conor-
do, en este sitio. en fin, donde estáis en mi poder? No me irritéis,
por Dios, Aneydai
- y qué poder tenéis vos sobre mí?—repuso Aneyda sin poderse
contener , 4 incorporándose en la silla;—quiero marchar ahora
mismo á Romalía, quiero ver 4 papá, quiero..,
—Jamas,—dijo Nostrendy interrumpiéndola.
—Jamas!—contestó la joven con terror, y volviendo á caer so
bre la silla;—jamas!
—Jamas, os lo repito, 4 no ser que, con el vuestro, Ueveis tam
bién el nombre mió.
—¿Y creeis que papá, que mi hermano, que el rey mismo no me
venguen y me arranquen de vuestro poder odioso?
—Creo que lo intenten,-—contestó Nostrendy con sangre fria;—
pero en cuanto á conseguirlo, es muy distinto.
—Y lo conseguirán,—dijo con viveza la enojada jóven
—Sí,—contestó Nostrendy,—después de haber convertido en
ruinas la Catilia y la Roquelia: los aguardo.
—Qht papá querido!—exclamó Aneyda dejando escapar algunas
lágrimas que el enojo había retenida hasta entónces;— oh, mamá!
Oh, Silaydi! Dónde estáis?
Estas palabras y estas lágrimas conmovieron de un modo extraño
á Nostrendy: parecía que unas y otras le abrasaban el corazón^ y no
podía recordar, sin una especie de estremecimiento, que aquella jó
ven sola, y sin apoyo de ningún género, estaba entregada á su po
der. Más que su amor y que sus célos, pudo eutónces la compasión;
así es que, despojándose de su enojo, le dijo con más dulzura;
EN EL MÁS BlilíIiO DB LOá PLANETAS. 591
CAPITULO XLU.
C AP IT UL O XLI1I.
SRODY.
Hallábase ésta muellemente recostada en un sofá, leyendo la
primera parte de los T rt¿ Ilérots, obra de un ingenio de Samey-
da, notable por la naturalidad de sus lances, por la variedad de
éstos, y por lo bien sostenidos que estaban los caractères de cuatro
jóvenes amigos, que interesan al lector de una manera extraordi-
EN EL MÁS BELLO DE LOS PLANETAS. 595
nana. Debía estar delickeamonte mitre tenida, puesto que oo oyó
el ruido que h íla la pueróaaI abrirse, t»í reparó01 Noipatty hasta
que lo oyó decir:
— Me permitís, Silody, un momento de conversado»?
Levantó la jóven la cabera, fijó en Nomatty ana ojos y dejó pa
tente su rostro lleno de gracia y de candor. En efecto, la» faccio
nes de Silody, aunque pequeñas, tonian un -perfil perfecto, y su
cara, más bien redonda que ovalada, era de una blancura admira«
ble. F.l tinte sonrosado de su# mejilla*, el pelo negro oq»o el éba
no , que en graciosos rizos le caía sobre los hombros, y cierta vi
veza infantil que se notaba en sus accione«, la baoiaa en extremo
interesante. Su cuerpo era airoso y esbelto, y sm talento demasia
do cultivado para una niña de su edad.
Al oir la pregunta de Nomatfcy, dejó el libro, y mirándole co
mo sorprendida, dijo:
— Me admira, caballero, Teros en este sitio.
— A mi, Silody?
— A vos, sí.
— Y por qué?
— Porque después de lo que oa dije ea> la convcrsaoion que tuvi
mos en Tobdda, creí que desistiríais de vuestra* extrañas preten
siones.
— Eso es porque no sabéis, Silody, basta qué puuto es grande
la pasión que me inapítaia,
«*-Pues sino sabia,*—dijo la jóven, entro risueña y desdeñosa
— lo sabré ahora demasiado, no e 3 verdad?
— Y por qué abora y no ántes?-*-preguntó Nomatty.
— Porque habiéndoos dicho terminantemente que no podia acce
der á vuestros deseos, veo que insistís en hacer rae cambiar de ideas,
cosa que debo atribuir á un exceso de ternura que, privándoos de
la razón, os impide ver que malgastáis uu tiempo aquí, que pu
dierais emplear en otra parte.
— Eso lo decís por oírme,— contestó Nomatty con fátua satisfac
ción— porque es imposible que miréis de ese modo un cariño tan
violento como el mió,
— Luego«»tan grande?— preguntó la nina con desden.
— Ea tau grande, divina Silody,— respondió Nomatly, — que no
hay género de s&orificio que no esté dispuesto á hacer para probá
roslo.
596 TOA TEMPORADA
CAPITULO XLJV*.
LOS BILLETES.
CAPITULO XLV.
VIAJB W? LA ASMADA Y SV ARRIBO L TOLAYDA.
CAPITULO XLVI.
INSTRUCCIONES DADAS A RAMILIO.
Llamé, en efecto, á Ramilio, que se hallaba sobre cubierta ha
blando con sus amigos.
Era Ramilio un jóven listo, fino y de esbelto talle: tenia el pelo
castaño, la frente despejada, los ojos vivos, la nariz graciosamente
redonda hácia la punta, la boca pequeña y el bigote rubio, y su
semblante, en el cual se revelaba una jovialidad burlona, era
simpático.
—Acercaos, Ramilio,—dijo el Sr. Nottely.
Acercóse el jóven, pero sin apartar de mí la vista, como si qui
siese leer en mi semblante ia aprobación ó desaprobación de lo que
iba á encomendársele.
—Os llamamos, Ramilio,—lo dije,*—para encargaros de un
asunto delicado y que requiere mucha circunspección, fíe respon
dido de vos á estos señores, y espero que me dejareis airoso.
—Ya sabéis, señor,—me contestó el jóven,—que estoy entera
mente á vuestras órdenes, y que no digo yo por dejaros airoso en
loque de mí habéis dicho á estos señores, sino que por daros gus
to en vuestro menor deseo, estoy pronto á sacrificarme.
—Lo sé,—le respondí,—ó al ruónos estoy persuadido de ello,
—Podéis estarlo, señor,—contestó el jóven.—¿Qué es lo que
teng’o que hacer?
—Vais á ser trasladado á Conordo,—dijo el embajador,—tan
pronto como nos acerquemos á Tolayda: allí ya, tomareis una
casa, é instalado en ella, averiguareis por los medios que os sugiera
vuestra prudencia, y siempre haciendo las preguntas por cuenta
propia, hácia qué parte del castillo habitan las señoritas Aneyda
y Silody, que son, como ya sabréis, pinina una y hermana otra del
Sr. Silaydi: averiguareis también cuál es la posición del castillo,
cuál au estado de defensa, y qué número de hombres componen la
guarnición.
—Si no es más que eso,—«lijo con semblante risueño Ramilio,—
pronto espero dejaros satisfecho.
—Por ahora nos basta,—dijo el Sr. Silaydi;—más adelante ve-
rémos.
(><)8 UNA TKMPOfcADA.
CAPITULO XLVU.
BATALLA*
CAPITULO XLVIIL
VUELTA DE RAMILIO.
este misterio. ¿No os parece, Silaydi, que seria bueno escribir otra
vez á Aneyda?
— No seria malo.
— Dejémonos de cartas, señores,— dijo el embajador,— dejémo-
nos de cartas, si gustáis, y hagamos otra cosa.
— Qué cosa?— preguntó Silaydi.
-—Marchar ahora mismo á Conordo.
•— A Conordo!— dijo Silaydi sorprendido;— ¿y qué pensáis ha
cer en Conordo?
— Por de pronto reconocer el castillo, y luego buscar los medios
de penetrar en él á todo trance.
— En hora buena; irémos mañana.
— Mañana! Desde aquí á mañana, Silaydi, hay para mí una
eternidad.
— ¿Y no seria mejor que tratásemos ahora de buscar los medios
más á propósito para practicar ese reconocimiento y después los
que pudiesen facilitarnos la entrada en el castillo?
— ¿Sabéis, Silaydi,— dijo el embajador, pálido de impaciencia y
mirándole con fijeza,— lo que es una muerte precedida de tormen
tos y de agonía lenta y terrible?
— No, pero lo presumo,
— Pues esa muerte,— añadió Nottely,— me impone ménos que
el enojo de vuestra hermana. Ved, pues, si podré esperar.
— Vámonos, entonces, ahora,— dijimos á la vez Silaydi y yo.
— Oh, gracias, gracias, queridos amigos,— dijo Nottely, co
giéndonos las manos y estrechándonoslas.
CAPITULO XLIX*
VISITA INESPERADA.
las cosas, que temo mucho que no lo consigan sin que preceda una
lucha con tu hermano.
—Oh,—dijo Silody,—semejante lucha, lejos de mejorar nuestra
situación, la agravaría. ¿Y si fuese Silaydi el que empeñase esa
lucha con Nostrendy? No quiero acordarme de esto, porque me
volvería loca.
—Estoy esperando que me escriba Silaydi, pues quiero rogarle
que haga todos los esfuerzos imaginables para tener uua entrevista
con Nostrendy, no solo, sino en compañía de tres amigos, por si
llegan á, acalorarse demasiado. En esta conferencia debe tratar mi
hermano de hacer conocer al tuyo cuán grande es el oprobio
que pesa sobre él mientras rae tenga en su poder, y cuán lamen“
tablea serán las consecuencias que pueden seguirse sí al instante
no me pone en libertad.
—Y yo, querida Aneyda, voy á tratar, apenas llegue Nos tren-
dy, de prepararle para esta entrevista. Todavia conño en que el
Todopoderoso ha de ablandarle.
—Ojalá!—dijo Aneyda, con melancólica sonrisa.
-—No, no me equivoco, Aneyda,—dijo Silody, besando &su pri
ma con ternura;—procura, pues, por Dios, desechar esa tristeza
que te mata, y que tanto me hace padecer. En cuanto ¿las cartaa,
ya sabes mi opinión: son falsas, Nottely es inocente.
—Sí, sí,—respondió Aneyda, con otra sonrisa que no tenia más
objeto que tranquilizar á bu prima;—ya haré todo lo posible por
estar alegre.
Aqui llegaban de la conversación, cuando se abrió la pueTta y
apareció una doncella.
—Qué hay?—preguntó Aneyda.
—Señorita,—respondió la doncella inclinándose;—una señora,
vestida de negro, os ruega que la concedáis un momento de con
versación.
—Quién es? la conocéis?
—Ni sé quién es, ni la conozco.
—Dejadla que éntre,—dijo al instante Silody.
—Es que, señorita...
—Qué?—dijo Silody, viendo que la doncella se paraba.
*—Perdonadme; pero la conferencia que solicita esta señora,
Quiere que sea á solas con la señorita Aneyda.
—Es muy extraño,—dijo ésta.
BK BL V k a BELLO BE U)B PLANETAS. 134
—Y tanto,—dijo Silody,—que soy de parecer que no la recibas
basta que diga quién es.
Y volviéndose á la doncella, añadió:
—Vé, Tiriafcta, y pregúntaselo.
Marchóse la doncella; pero no tardó en volver, diciendo:
—La señora os suplica que ia recibáis, segura de que os dirá
quién es, y el objeto que aqui 1a trae: me dijo, además, que la con
versación que solicita, os interesa tanto &vos como á ella.
—Vaya, que esto es singular,—dijo Süody, cada vez más
sorprendida.
Aneyda después de un momento de vacilación, dijo á au prima;
—Déjame, Silody, pues deseo saber lo que me quiere esa seño
ra.—Tiriatta, que éntre,—añadió dirigiéndose é. la doncella.
Pocos minutos después entró en la habitación una mujer vestida
de negro y cubierta con un velo. El cuerpo era elegante y esbelto.
Paróse un poco y miró á Aneyda de amba á abajo con atención.
Esta la miró, á su vez, con inquietud y sintiendo una especie de
estremecimiento que recorrió todo au cuerpo.
—Antes de descubrirme,—dijo la desconocida, después de ha
berse sentado,—me atrevo á rogaros que hagais de modo que n¿-
die nos interrumpa.
—Tiriattat--dijo Aneyda ála doncella,—noestoy visible paranódie.
La doncella se marchó, cerrando tras si la puerta.
—Ahora, señorita,—dijo la desconocida levantando el velo, y
dejando ver un rostro de peregrina hermosura;—miradme.
Aneyda no gritó, no despegó sus labios; pero una lividez mor
tal sustituyó A la palidez que ántes tenia.
—Notayde!—murmuró.
Un penoso silencio sucedió á este movimiento.
Rompióle Notayde, diciendo:
—Veo que me habéis conocido.
Aneyda no respondió; verdad era que tampoco podía hacerlo.
—Hay circunstancias, señorita,—continuó Notayde,—que obli
gan á una mujer á atropellar por todo, y en estas circunstancias
me hallo yo.
Conoció Aneyda que no podía guardar silencio por más tiempo
sin dar lugar á interpretaciones poco favorables para ella; así es
que, haciendo un esfuerzo sobre sí misma para vencer la repug
nancia que le inspiraba la jóven, dijo:
135 ÜNA TEMPORADA
—Pero yo no alcanzo, seBorita, qué relación pueden tener vues
tras cofias conmigo ni con la visita que me estáis haciendo.
—Oh, mucha, y ahora mismo vais á verlo.
Aneyda no contestó.
—Hace tres años,—continuó Notayde sin inmutarse lo más mí
nimo,—que vi por primera vez al Sr. Nottely: era entónces secre
tario de la embajada de Nostracia. Vos lo sabéis, señorita,—añadió
con indescriptible malicia;—es imposible ver á ese jóven sin amar
le; como lo era entónces (á lo raénos así me lo decian todos, inclu
so el Sr. Nottely) verme á mi sin adorarme. Nos amamos, pues,
seBorita, y nos amamos con delirio.
Por más que Aneyda se esforzaba en ocultar lo que sufria, no
pudo impedir qne su semblante se alterase de una manera nota
ble. Notayde hizo como que no veia, y prosiguió;
—Ni una ligera nube, ni el más leve celaje empatió nuestra
felicidad miéntr&s Nottely permaneció en Catilia; pero desde que
la abandonó, puedo decir que no tuve un momento de sosiego, á
pesar de las apasionadas cartas que me escrtbia y haber venido á
^erme hace tres meses. Sin embargo, nunca hubiera salido de
Tolayda, si no hubiese llegado á mi noticia un rumor extraño que
me llenó de sobresalto. Se decía, señorita, que el embajador de la
Nostracia amaba á la hija del príncipe de Toluma.
Hizo Aneyda un movimiento de impaciencia, y lanzó sobre su
'uterlocutora una mirada severa; pero ésta, sin hacer el menor
<*ao, siguió diciendo:
—Vos no sabéis, señorita, lo que son celos (al decir esto miraba
á Aneyda de un modo que indicaba bien que sentia todo lo con
trario), ni quiera Dios que lo sepáis; pero yo si, y puedo deciros
^ue fué tal el tormento que esta noticia me causó, que, sin ser
dueña de mí, y olvidando hasta mi reputación, rae embarqué para
Somalia, desoyendo los consejos de mi tia, que se vió precisada á
«eguirme para que mi honra no sufriese.
Aneyda, cuya impaciencia y disgusto crecían por momentos, no
pudo ménos de decirle:
—Permitidme, seBorita, que os interrumpa para deciros que
nada me interesan esas cosas, y que me h&ñais un obsequio si tu -
^déseis la bondad áe retiraros.
'■—Oh, de ningún modo,—respondió la jóven con una serenidad
c*si insultante:—me interesa tanto el favor que vengo á pediros,
BN BL UÁS BBLLO DE LOS PLANETAS. 136
que estoy decidida á no desperdiciar esta ocasión que mi buena
estrella me proporcionó, para deciros todo lo que siento: me oiréis,
pues, señorita; no hay remedio.
Fué tal la impresión que produjeron en Aneyda el descaro y la
audacia de esta jóven, que se quedó muda de asombro: aprove
chando Notayde este silencio, continuó:
—En Romalia ya, no hubo género de disculpa que no me diese
para tranquilizarme, empleando las más tiernas caricias para ha
cerme ver que su interes por mi era siempre el mismo. Creíle, y
volví á ser feliz. Sin embargo, esta felicidad duró poco, porque le
veia distraído, y porque, áun á su pesar, y delante de mi misma,
se le escapaban suspiros que me llenaban de amargura. Voa sois
excesivamente hermosa, mucho más hermosa que yo, que paso por
la jóven más linda de Catilia, y él frecuentaba demasiado vuestra
casa. Qué queríais que sucediese? Los celos se apoderaron por se
gunda vez de mi, y, en medio de que rae aseguraba que sólo por
política, y por razones de Estado, iba al palacio de Noraara, no he
vuelto á tranquilizarme.
Iba Aneyda á interrumpirla; pero Notayde se apresuró á decir:
—En esta época salvó Nottely á vuestro padre, y la idea de verle
en vuestra casa, y el recuerdo de que estaríais á su lado, y de que
vos misma le cuidaríais, pudo tanto conmigo, que caí peligrosa
mente enferma. Los médicos aseguraron á mi tia que no recobra
ría la salud si no me trasladaba á Catilia. Fué, pues, preciso obe
decer, y aquí me teneis desde entónces sin que hubiese podido salir
de casa hasta ayer, que mis fuerzas me permitieron hacerlo en
coche.
Antes de venirme, había dejado yo en el palacio de Nomara una
persona de confianza que rae participó vuestra entrevista con Not
tely, apénas convaleciente, en el jardín de vuestra casa. Alarma
da con tal noticia, le escribí al punto, y aunque su contestación
me consoló, no por eso cesó mi sobresalto.
Tentaciones le dieron á Aneyda de preguntarle por las cartas
que le había entregado Nostrendy; pero, recordando quién era ella,
y quién la persona que le estaba hablando, se detuvo, Notayde si
guió diciendo:
—Iba, sin embargo, recobrando mi perdida calma desde que
supe que vivíais en Conordo; pero como llegó en seguida el emba
jador, y está á una legua del castillo, se renovaron mis alarmas:
191 UNA TEWPOSADA
entóncee, atropellando por todo, no vacilé en venir á veros para
deciros resueltamente:
Puesto que sabéis las relaciones de Nottely conmigo, no os
degradéis hasta el punto de fijar los ojos en él, porque esto sería
indigno de vos y de vuestro rango.
—Señorita!—dijo Aáeyda sin poderse contener:—abu....
—Oh» esperad,—repuso Notayde interrumpiéndola:—tengo que
deciros....
—B asta,—-añadió Aneyda, levantándose y mirándola con in
imitable dignidad; — y ya que vuestra audacia excede á todo en
carecimiento, y qne no habéis querido marcharos, como no hace
mucho os lo rogué, ahora mismo voy....
Y al decir esto, alargaba la mano para llamar á la doncella,
cuando Notayde, avanzando algunos pasos hácia ella, se dejó caeT
de rodillas exclamando:
—Aguardad, en nombre del cielo: quiero que lo sepáis todo.
—Pero qué he de saber?— preguntó Aneyda, sorprendida de
aquella acción.
—Que Nottely me pertenece, que no puede ser de otra, que es
mió, absolutamente mió.
— Vuestro í
—Mió, s í , porque...
—Acabad.
—Porque soy madre H—contestó Notayde, bajando lentamente
la cabeza.
—Madre!—gritó Aneyda con el mismo espanto que le hubiera
causado ver rasgarse el cielo, despedir el rayo, y reducir á polvo
el mundo todo, quedando ella sola en el universo.—Madre!
—Si, señorita,—repuso Notayde con voz apénas perceptible,—
desde hace tres meses.
Aneyda, propendiendo por su celestial pureza á pensar bien de
todos, no podia figurarse que aquella mujer fuese una infame;
creyó, pues, en la culpabilidad del embajador. Entónces aquellas
ilusiones de ella tan queridas, aquellos sueños de placer y de ven
tura que tantas veces y por tanto tiempo acariciara, se disiparon
como el humo, viniendo á sustituirlos la amargura y la desespe
ración, que atormentaron stí alma de mil modos diferentes.
Conociendo que no podia soportar tan intenso sufrimiento, dijo
á Notayde, con voy insegura, sin embargo ;
TOMO x v ii. 10
EH SL mJU BBLLO t>E LOS RLANBtASL 188
—Son infundados ios temores que abrigáis respecto del afecto
que pudiera tenerme el Sr. Nottely: nada existe hoy entre loa
dos; podéis, pues, retiraros.
Y como Not&yde insistiese en demostrarle su agradecimiento,
volvió A decir con impaciencia febril:
—Retiraos, retiraos pronto.
Apénas Aneyda quedó sola, desapareció toda aquella fuerza fic
ticia que la conciencia de su dignidad le babia preatado hasta en-
tónces.
—¡Dios mió, Dios mió,-—dijo, apretando su corazón con Ambas
manos: —dadme fuerza para soportar tanto dolor!
(<$fc continuará.)
T irso Agüimana dr V rca.
UNA TEMPORADA EN EL MAS BELLO DE LOS PLANETAS.
CAPITULO L.
CAPITULO Ln.
JSL HOMBRE 1>JKI. SUBTERRANEO.
CAPITULO LUI.
CONTINÚA LA BSCBNA DHL 8TJBTBEEÍNBO.
Hé aquí, señor, continuó aquel hombre, por qué medios tan ra
ros vino é quedar mi abuelo único poseedor de este secreto, por
que como los dos ayudas de cámara y los criados fueron muertos,
y el Sr. Roquendy perdió el habla Un pronto como enfermó, ni
aquellos pudieron saber nada del secreto, ni éste comunicarlo á au
familia*
—Y tu abuelo hizo uso como tú de la galería?
—Mi abuelo, señor, que dejó la casa cuando se casó, quiso un
dia volver á*verla por si se acordaba de ella; y aprovechando un
periodo en que el castillo estaba solo, por haber ido el conserje
con su familia á Tolayda, halló la entrada, se introdujo en la ga
lería, y la recorrió toda ; entónces observó que treinta pasos ántea
de terminar, se dividía en dos, es decir, que una de ellas iba á pa
rar á la pieza baja de la torre del Mediodía, miéntras la otra, en
forma de caracol, iba á parar ó la principal. En el último peldaño,
y h&cia el paraje donde el Sr. Roquendy empujara el resorte,
halló otro correspondiente al de la sala, que empujado por él,
abrió la puerta y pudo entrar en la habitación. Dedicado después
al contrabando, como se dedican aquí todos los que viven en la
costa, conoció cuán útil podia serle el subterráneo para guardar
los géneros, como se lo fué efectivamente. Viendo, pues, lo mucho
que crecía su fortuna, jamás quiso comunicar este secreto sino á su
hijo, y aun á éste sólo lo hizo á la hora de la muerte.
—¿Y tú has recorrido alguna vez la galería, y visto las piezas á
que va á parar?
—Si señor,—contestó el hombre;—pero como nosotros no roba-
moa, y tenemos tanto interes en el secreto, nada pueden temer loa
aeñoreB del castillo, á quienes, por otra parte, profesamos el mayor
respeto.
Nottely, con lo que acababa de oir, no cabía en sí de gozo, para
ocultar su eraocion, ae reconcentró en sí mismo, y guardó silencio.
Mirábale entre tanto el hombre con inquietud, esperando el re
sultado de aquella meditación que iba á decidir de su suerte, toda
vez que estando desarmado y dominado por el jóven, le tenia á su
disposición.
Al fin levantó Nottely la cabeza, y dijo:
—Cómo te llamas?
—Sattalio, señor.
—Bien ; toma ese oro.
BN EL Mis BELLO DE LOS PLANOTAS. $03
—Oh, señor,—dijo Sattalio, admirado de lo grande del bolsi
llo;—por qué motivo?...
—Tómalo,—dijo el Sr, Nottely, obligándole á admitirlo, y es
cucha;—te reitero mi palabra de que nádie sabrá tu secreto más
que yo; pero es preciso que ejecutes al instante lo que voy á pro
ponerte.
—Y qué es, señor?—dijo el hombre, no sin inquietud.
—Prim ero, que pongas á mi disposición por esta noche tu
lancha.
—Y podré saber con qué motivo?—pregunto Sattalio.
—Para conducirme á mi, y acaso á dos personas más.
~-Y adónde?
—A Tolayda.
Nottely no quiso decir al campamento, temeroso de que la cuali
dad de enemigo no indujese á aquel hombre k cometer una traición.
— No tengo más inconveniente, señor, que faltarme otros dos
marineros, sinlos cuelas es imposible conducirla, porque esgr&nde.
—Miéntras yo esté ausente, puedas buscarlos.
—Sí me concedéis una hora, lo haré al punto.
—Te la concedo.
—Bueno.
— Ahora condúceme á la pieza principal.
—Al instante, señor.
Y cogiendo el farol que estaba sobre la mesa, echó á andar se
guido del embajador.
Desde el momento que este percibió, por la relación de Sattalio,
la posibilidad de penetrar en la torre del Mediodía y acaso de sal
var á Aneydn, se hallaba en un estado difícil de describir. Sus
piernas temblaban, su vista se desvanecía, se le anudaba la g a r
ganta, y una cosa parecida á frío recorrió todo su cuerpo.
—Qué teneis. señor?—le preguntó Sattalio.
—Nada, anda,
—Os sentís mal?
—No, no; anda,—contestó el embajador, con voz insegura.
Y anduvieron hasta que llegaron al último peldaño.
—Abro?—preguntó Sattalio.
—No, todavía no.
Y bajando la voz para que no pudiesen oirle desde adentro,
añadió:
304 0KA TEMPORADA 1K EL u kü BELLO DB LOB PLANETAS.
— Indícame dónde está el resorte, y cómo se mueve.
Hizolo asi Sattalío.
— Ahora m archa, corre á buscar tus compañeros, condúcelos á
la la n ch a , y vuelve á esperarme al sitio donde tienes los fardos.
Ni un momento te separes de allí por espacio de una hora; pero
si en este tiempo no fuese á reunirm e contigo, continúa en tus
ocupaciones, y obra como si nada hubiese pasado, como si nunca
me hubieses visto. Sé que no puedes faltarm e, porque vendiéndo
m e, te vendes; pero si tal fuese tu intención, mi venganza te al
canzará, yo te lo ju ro : ai contrario, si me eres fiel, y continúas
prestándome tus servicios, seré agradecido; no lo dudes.
A pesar de su ferocidad, no pudo ménos de conmoverse S a ita -
lio al oir este ofrecimiento; asi es que le d ijo , no sin cierta a g i
tación :
— Os serviré, señor, y ai es preciso, expondré por vos hasta la
vida.
Así acababan los enemigos de N ottely.
— Gracias; ahora marcha.
— Pero no sin dejaros el farol tres ó cuatro pasas más abajo, por
si lo necesitáis.
Solo ya el em bajador, aplicó au oido á la p u erta , y escuchó.
Nada absolutamente se sentía.
— ¡Dios! Si estará aq u í?— decía para consigo.
Y volvió á escuchar; pero nada tampoco percibió.
( A continuará.)
Ti&so A oüimana dk V rca .
UNA TEMPORADA EN EL HAS BELLO DE LOS PLANETAS.
CAPITULO LIV.
CAPITULO LV
PRISION DK NOTTBLY.
CAPITULO LVI.
CAPITULO LVII.
S1MMXHDA BATALLA AL FRKKTK D* LOS MTfHOS DS TOLA Tí)A.
Volvamos á Catilia.
Nos habíamos acostado Silaydí y yo-, rendidos de fatiga, des
pués de la expedición que hiciéramos & Conordo. Dormi&moa pro-
fundamento, cuando nos despertaron sobresaltados un cañonazo,
el Bonido de las trompetas y el ruido de los tambores: algo de
extraordinario ocurría en el campamento. Nos levantan«)«, nos
armamos, y salimos de la tienda.
En aquel instante vimos llegar f 4 rtorvla snelta y todo cubierto
de polvo, áun ayudante del general, 4 quien conocíamos Silaydí
y yo*
—Qué hay, Siraaof— le preguntó SÜaydi,
~ Que acaba de salir de Tolayda, y esté tornando, en batalla,
el ejército de Catilia.
—Y os envía el General, verdad?
—Con órden expresa para que vayaia inmediatamente.
—Vamos , pues, —dijimos Sílaydi y ya
Y montando Acaballo, no» reunimos al Sr. Samidio.
Ni nos dejó saludarle siquiera.
— Pronto, señores,—nos dijo,—pronto á ocupar vuestros- pues
tos, pues el enemigo va 4 atacarnos.
Sllaydi corrió á ocupar el suyo, y yo me situé á m lado.
EN BL M i» BBltO DB LOS PLANETAS. 449
En efecto„ formado en batel]«, y presentando un aspecto im
ponente , se hallaba el ejército de Cfttiiia.
Aqtiel di» lo mandaba Nostrendy , cuyo belicoso semblante y
brillante atavio atraía la» miradas de los soldados.
Nomatty éstaba al frente de la derecha, y el príncipe Noeuarra
en la izquierda, montado en un. fogoso corcel, ccm el cual se le
veia ir y venir de un punto A otro, dando órdenes y arengando A
las tropas.
Nuestro ejército se había formado por el mismo órden que el de
Catilia; así es, que á ertf caballería, lo mismo que á su artillera é
infantería, oponíamos nosotros las nuestras.
Mandaba en jefe el Sr. Samidio, estando encomendada el ala
izquierda al Sr. Sileydi, y la derecha al Sr. Coloby, que hacia
las veces de Notfcely.
Ambos ejércitos se extendían por la llanura de Tolayda, dejan
do e»1re ellos nn espacio, que no era , A la verdad, muy graérde.
En torno de nosotros advertíase aquella solemnidad é inquietud
que preceden siempre á los combates.
Una descarga que salía, A la vez , de las dos líneas, dió priuci-
pio á la batalla. Numerosos claros dejaron las balas en uno y otro
campo, y lo» gritos de los heridos y las alaridos de los moribundos,
que, en su agonía, se revolcaban por el suelo, fueron la chispa
eléctrica que inflamó de ira nuestros pechos.
Al sonido vibrante de los clarines, que anuncian el ataque, y
bajo la influencia del ódio y de la venganza, avanzan, uno contra
otro, los ejércitos, deseososde destrozarse. Se acercan, se atacan con
furor, ae mezclan, unos con otros , los guerreros , crugen y chis
pean laa arma», la sangre corre á torrentes, los ginctes caen, ó
son lanzados de las silla», miles de lo» de A pié muerden el polvo,
y el campo se cubre de cadáveres.
Marcha , el primero, el principe de Nocu&ra , con aspecto ce
ñudo, la boca entreabierta, y buscando el peligro con ojos codi
ciosos. Todo lo lleva por delante, todo lo arrolla , y destrozando,
uno» en pos de otros, los espesos batallones, esparce la muerte por
el camino que recorre. Los soldados, ante las proezas de aquel
hombre, principiaban á cejar, cuando dos hermanos, A cual má3
valientes, irritados al ver cómo eran tratado» sus compañeros , le
salen, intrépido», al encuentro.
El m ayor, el Sr. Caasady, despide, con furia, m pesada lanza,
TOMO XVI!. 29
450 WHk TBMt>OBADA
que , sin duda, hubiera atravesado al príncipe, si éste no la hu
biese parado con su escudo La fúria, sin embargo, faé tan gra n
de, que hizo al asta vibrar y estremecerse algunos segundos.
El príncipe, al verse acometido de aquel modo, cayó veloz sobre
mu adversario, y ántes que éste pudiese hacer nada en su defensa,
le atravesó con su lanza» Un rio de Bangre brota de la tremenda
herida, y el rostro del desdichado jóven se desencaja con espan
tosa rapidez; sus ojos se cierran en medio de un círculo azulado,
y acometido de movimientos convulsivos, espira sobre la arena.
Moredy, cuando vió sin vida ¿ su querido hermano, corre á
encontrar al príncipe. Intento vano! El principe, que no le había
perdido de vista desde el momento que avanzó hacia él, cubrió
con su escudo el sitio adonde la lanza se d irig ía , y miéntras que
Moredy se preparaba á segundar el golpe, le dió él uno, con tal
fuerza, que le hendió la cabeza en dos pedazos. Sin dar un ge
mido, y sin hacer el máa leve movimiento, cayó aquel cuerpo
como una masa inerte sobre el cadáver, todavía palpitante, de bu
hermano.
Infatigable el príncipe, desenvaina su cortadora espada, y lán
zase á escape en lo más récio de la pelea, ávido de nuevo* triun
fos. El Sr. Coloby le ve, y marcha rápido hácia él; pero animadas
las tropas del príncipe por su ejemplo, y obedeciendo á la órden
de ataque que acababa de dárseles, cayerou con tal denuedo sobre
los Nostracianos, que les fue imposible resistir. La fuga se pro
nunció por todas partes, y envuelto en ella, fué arrastrado el ae-
ilor Coloby, rabioso y lleno de indignación.
Dcseaperado el Sr. Samidio al ver que principiaba á desorde
narse el ala derecha, á pesar de los esfuerzos sobrehumanos de
Coloby, y de nuestra caballería, que se batia con valorf no pudo
contenerse, y abandonando su puesto, y seguido sólo de sus ayu
dantes , y de dos mil hombres escogidos, cayó sobre Nostrendy
con intención de matarle, é introducir el desórden en el centro.
No pasó desapercibido este movimiento para Nofltrendy, ni se le
ocultó su importancia; así e s , que se preparó á recibir á su ad
versario, tranquilo y lleno de bizarría.
El Sr. Saraidio le arrojó su lanza con gran fuerza; pero Nos
trendy la recibió en su escudo con incomparable sangre fría.
—-No me habéis hecho daño,— le dijo el jóven lanzándole la
suya con presteza;— verémos si yo soy más feliz.
RN BL MÀS BBU.O DB LO© PLANKTAS. 451
La lanza fué, en efecto, reoibida en el escudo; pero estando
«ate un poco ladeado, resbaló por él, y fué á clavarse en el brazo
del Sr. Semidio : la herida fué terrible, y al desprenderse la lanza,
se hizo todavía mayor.
Sin exhalar un ay, ni dar el más leve indicio de dolor, sacó el
Sr. Semidio de su cinto una pistola, y la disparó á Nostrendy.
Las plumas y el casco de éste volaron por el aire, y sintió como
una especie de aturdimiento que le hizo vacilar sobre la silla ; pero
recobrado al punto, y conociendo toda la importancia del tiempo,
metiendo las espuelas al caballo, y espada en mano , cayó sobre
su adversario precisamente cuando éste sacaba de su cinto otra
pistola. Tan brusca y rápida fué la acometida de Nostrendy, que
ni aun tiempo tuvo el Sr. Samidio para cubrirse con el escudo;
así es, que cogiéndole indefenso el Sr. Nostrendy, le atravesó de
parte á parte el corazón. Soltó el General el escudo y la pistola
délas manos, inclinó el cuerpo hácia atrás, y por las ancas del
caballo cayó ya cadáver en el suelo. Así murió este magnánimo
guerrero, víctima de su celo y entusiasmo por la pàtria. Muerto
él, tuvieron que abandonar el campo los que le habían acompa
ñado, arrollados y perseguidos por Nostrendy,
Entre tanto, nuestra ala izquierda se sostenía, y aun habia ga
nado terreno sobre la contraria. Absorto me tenía el valor extre
mado de Silaydi. Sin duda que el ver delante al Sr. Noraatty
aumentaba su coraje; su único y más ardiente deseo, yo lo cono
cía perfectamente, era acercarse á él. Mataba ó hería A cuantos
so le ponian por delante, y llevado de un arrojo que no pude, por
más que hice, moderar, se metió entre los jefes que seguian más
de cerca á su rival. Atravesó de una lanzada al general Salidy,
que estaba junto á él, hendió el cráneo al hermoso Turrody, fa
vorito del Monarca, y despejado el campo todo lo posible, se halló
por fin al frente del Sr. Noraatty. Ttcs de los jefes que le eran
más adictos y yo, le seguimos exponiendo nuestras vidas por si
podíamos auxiliarle.
Cuando Noraatty se vió enfrente de Silaydi, se puso pálido,
ignoro si de rábia ó de temor; le miró de hito en hito, y después
de algunos momentos de vacilación, se dirigió al Sr. Nittarro, á
quien en breves palabras encargó el mando de las tropas: hecho
esto, adelantóse hácia Silaydi, y entrambos iban á embestirse,
cuando fueron separados por nuestra ala derecha que arrollada y
452 UWA TBMPOBADA
envuelta por el Príncipe de Nocuara, huía desatentada hácia lee
buques, que de antemano, y por lo que pudiese ««ceder, se habiaa
acercada hácia k playa.
Ver esto los enemigos, y echarse sobre nosotros todo fué une;
da manera, que con este ataque que uo esperábamos, con la lluvia
de balas que los caSouea (acababan de darles una nueva direccioi)
disparaban sobre nosotros, y son el empuje que de vez en cuando
hacían loa fugitivos perseguidos por el Principe de Noouara, jm
no pudimos más que defendernos.
Sin embargo, no cedimos, y aun quizá no hubieran lograóo
derrotamos, sino nos hubiese atacado por la espalda eü ala derecha
da C&tilia, acabando de desordenamos. Preciso noe fn¿ ceder j
emprender la retirada, que ordenada al principio*, se cambió des
pués en completa fuga* Los jefes que habían seguido á Silaydi y
yo, arrastramos á éste, que loco y fuera de si, al ver perdida '&
batalla, quería atacar al Principe de Nocuara. Conseguimos al fk
llevarla, y probablemente hubiéramos perecido todos, pues el a«e*
migo «os perseguía con encarnizamiento, si el Sr. Coioby no nce
hubiese*socorrido en aquel trance supremo. Hé aquí cómo.
Cuando impulsado, como he dicho, por sus soldados, Uegó Col*-
by á la playa, paróse, y volviéndose ceñudo hácia ellos, les
afeó su conducta, les hizo ver todc lo bajo de su acción, todo b
ignominioso de su porte, y la mancha indeleble que acababan de
echar sobre las banderas, hasta entóneos tan gloriosas, de Nos-
tracift.
—Y os atreveréis,—lea dijo,—volver algún dia á ella? ¿Osares
mancha«? aquella« callea, pisadas sólo por héroes, que la» kan he
cho sagradas con su gloría? ¿Cómo, de qué modo sostendréis Im
miradas de vuestros conciudadanos, que van á caer, con deede»,
sobe» vosotros? Y qué diría Nottely?...
Al oir este nombre, para ellos tan querido, cambiaron los solda
dos de color, y, cési á un tiempo, exclamaron llenos de ver
güenza:
-r~No más, señor, no más; estamos prontos á lavar coa la vid*
nuestra afrenta: haced de nosotros lo que queráis; hacednos morí?
á todos* ai es preciso.
Dirigió entóneos el Sr. Coioby una, mirada hácia el ala kqwtíet-
da, que ae batía todavía, y viendo que toda ella principiaba á em
prender la retirada, y lo imposible que era, no ya alcana»* kvic-
KN BL M /ts BELLO DB L09 PLANETAS. 453
toria, pero ni aun defenderse siquiera, formó sus tropas en batalla
para proteger 4 lo ménos nuestro embarque.
Y raiéntras lo hacíamos, sostuvieron los Nostracianos toda la
furia de los de Catilia, que los atacaron repetidas veces, y que
fueron otras tantas rechazados con una pérdida espantosa: hicieron
prodigios de valor, sembraron el suelo de cadáveres, y recobrando
su perdida gloria, llenaron de asorabTo al Príncipe de Nocuara.
Colocados nuestro« buques en posición conveniente, pudimos con
la artillería proteger la retirada de los Nostracianos, lós cuales,
serenos y aun amenazadores, se embarcaron con el mayor órden.
Tal fué el fin de esta triste jornada, en la que, con nuestra pa
sada gloria, perdimos el campamento, que, 4 nuestra vista, y como
por mofa, ocupó al instante el enemigo.
Una sola idea, un solo pensamiento preocupaba entónces á la
armada: la batalla se habia perdido; pero...*
Y Nottely? Si Nottely hubiese estado allí, ¿hubiera sucedido lo
mismo?.,.
{Se continuará.)
T ieso A güimana di? Vbca.
*P 3 *9 % « S W te S S K S ?
CAPITULO LVm.
AMKNAZA DB NOSTRENDY: SÓPLIOA DB ANDYDA.
Poco después de concluida la batalla, declinó Nostrendy su
mando en el principe de Nocuara, y se dirigió á Conordo.
Nostrendy no podia vivir sino cerca de Aneyda; tendía hácia
eUa como la aguja imantada al polo; y á la manera que los rios
van al mar, asi sus pensamientos iban á ella encaminados.
Su pasión, que aumentaba por momentos, conmovía todo au
ser. Sobrexcitado en grado sumo su cerebro, su razón no ejercía ia
facultad reguladora que le es propia: era vencida por el exceso
del sentimiento, y supeditada por el instinto, que le decía que
Aneyda le era indispensable y necesaria á su felicidad. Perder á
su prima, era para él morir.
Por eso no se habia contenido, ni aun ante medios indignos,
con tal que tendiesen á la posesión de Aneyda; por eso faltó á las
ideas del honor y á los gritos de su conciencia; por eso, en fin,
accedió k los consejos pérfidos de Nomatty, A cada proposición de
este, se libraba en su interior una lucha violenta, en la cual
triunfaba siempre su pasión: conocía que obraba m al, pero sin
fuerzas para resistir, cedía arrastrado, k pesar suyo, por aquella
pendiente fatal.
Al encontrarse delante de Aneyda, tan idealmente voluptuosa,
Nostrendy era presa de ardientes deseos, y aspiraba, con ánsia, la
atmósfera, el perfume de virginidad, la casta, pero incitante ema
nación de la poderbsa belleza de la jóven.
UHTA. TBlfPOIUDA BU EL U Ím 680
BELLO OH LOS I>LA.HFTa 8.
Y al ocufrir«el«, i veces, que otro y no él , pudiera algún día
ser su dueño, le acometían pensamiento« insensatos, le daban ten
taciones de matarla y de matarse.
Pero esto era también perderla, y la esperanza acariciaba toda
vía el corazón de Nostrcndy, porque la esperanza no abandona
nunca al hombre, vive siempre con él, aun después de mochos
desengaños, y en los grandes infortunios, es la que le consuela y
alimenta, mostrándole etu risueña faz.
Cuando Noetrendy llegó á Conordo, acompañado, como siem
pre, de Nomatty, sus primeras palabras fueron para preguntar
por AmeydA.
Aneyda estaba enferma.
La escena con Notayde, bu entrevista con el embajador, el ha
ber sabido que estaba preso en Conordo, loe punzantes celo» que
le atormentaban , y los esfuerzos sobrehumanos que hada para
contener el llanto de su corazón; todas estas distintas emociones,
aquel intenso padecer, aquel reñido combate interior, vencieron
su naturaleza, y presa de una fiebre devoradora, cayó al fin 6n el
delirio.
Y entóneos, perdida su iuteligencia, mostraba patentes todos
sus pesares, y de su pecho hondamente herido, deagarrado, deja
ba escapar tristísimos lamentas, gritos del alma que se agitaba
dolorida, quejumbrosa, y como intentando romper loe lazos que á
la materia la unían.
AI saber el estado de su prima, se entregó Nostrendy &excesos
de ftiror, á que le predisponía su temperamento tan extremada
mente impresionable. Inquieto, corriendo de un lado á otro, dando
órdenes, á veces contradictorias, y golpeándose con rábia, pade
cía haber perdido el juicio.
Nomatty no logró calmarle, y tuvo que aguardar á que aquella
tormenta se desvaneciese por si misma, ó por alguna circunstancia
inesperada.
Y asi fué, en efecto. Oradas á una inteligente asistencia facul
tativa, y á loa acertados y minucioso« cuidados de Siiody que ni
un momento se separó de la cama de Aneyda, volvió esta á la vida,
y cesando su delirio, filé sustituido por un sueño, en un principio,
intranquilo ó incompleto, pero después profundo y reparador.
A los seis días se había levantado; pero débil, abatida, insensi
ble, al parecer, dejaba que Siiody, sentada cerca de ella, la acari-
600 VUk fSttPOfcADA
dar» y prodiga»* mil muestras de ternura > sin que ft)ase en ello
8« atención. Tal era el abandono y la tristeza en que se hallaba!
Su cabeza, inclinábase melancólica sobre el pecho, semejante á
la planta combatida por las inclemencias del cielo, y su mirada, en
otaras ocasiones tan dulce y conmovedora» no tenia entónese brillo
ni expresión.
Y eco que Silody, enterada de lo ocurrido con Notayde y el em
bajador, defendiera á éste con calor; y onn perjudicando á su her
mano, lo habló de la carta que á éste se le habla caído en su habi
tación, y que había enviado 4 Silaydi, carta que, como recordará
el lector, daba á entender qué clase do mujer era Notayde«
A pesar de todo, Aneyda no se conmovió, porque la duda se
había apoderado de ella, y la bacía inmensamente desgraciada.
Poco á poco, sin embargo, iba tomando fuerzas; su juventud se
sobreponía á su amargura, por más que no lograse hacerla desapa
recer.
Nostrendy pidió entóneos verla, y lo consiguió, teniendo la de
licadeza do no hablarle de amor, si bien tampoco tuvo ocasión para
ello, pues su prima no le miró una sola vez, ni contestó méa que
con monosílabos á sus reiteradas muestras de sentimiento por la
enfermedad que había pasado.
Pero las visitas se repitieron, y Ncstrendy comenzó 4 mostrarse
exigente. Ruegos y amenazas, lágrimas é intimaciones, empleaba
alternativamente; mas Aneyda permanecía inflexible, oponiendo 6
su terquedad una resistencia pasiva, y contestando siempre* no
puedo amare«, Noatrendy, ya suplicara éste de rodillas, ó ya,
enardecido y riego, diese rienda suelta 4 la cólera que le domi
naba«
Y llegó un día en que, aguijoneado por las insinuaciones de No>
matty, y frenético, loco por aquella sostenida resistencia, que no
hada más que avivar el ftiego ardiente que le devoraba, llegó un
día, repito, en que juró hacer matar al embajador, si no consen
tía en ser sn esposa.
*-Oh,—exclamó Aneyda, con vehemencia al oir tal amenaza;—
vos no haréis eso; nó, no lo haréis, seria una infamia.
Pero Noatrendy se encontraba, había llegado 4 aquel punto de
irritación en que la piedad abandona por completo al hombre, y
con una sonrisa cruel y un tono decisivo, añadió:
—Aneyda, el embajador morirá, sino accedéis 4 mi propuesta;
hk ht< míb m u) m 10 a phkmTkñ. 091
morirá ittfkHbleraente. Vo» decidiréis de su suerte futura; mas te
ned en cuenta que sólo aguardo vuestra contestación hasta ma
cana.
Sola, pues la habian privado de la compañía de Silody, Aneyda
no pudo dedicar al reposo ni una hora, y aquella velada equivalió
para ella á un año de padecimiento». Su cabeza ardia, y ansiando
ua aire más puro que el que en «u habitación se respiraba, salió
al balcón.
En vez de un cielo sereno, se muestra i sus ojos un horizonte
tempestuoso, y pelotones de nubes de oscuro color, de diversa for
ma, é impelidos por recio vendabal marchan, rápidos y en deeór-
den, como ejércitos que huyen. La tormenta estalla, y el viento,
convertido en huracán, recorre con Ímpetu la superficie do Satur
no; brilla el rayo, y se conmueve el firmamento con el fragor del
trueno. Con la violencia de la tempestad se desgaja el árbol, se
despedaza la roca, desbórdase el rio, y la mar azota furiosa la
costa, que, como invencible dique, la contiene.
Aneyda contempló con placer el desórden sublime de la natura
leza, sin duda porque sus sensaciones eran fuertes y tumultuosas,
como la escena que presenciaba: deslumbrada por el fulgor del re
lámpago, embriagada con la salvaje armonía de la tempestad, «n-
tió extraña fascinación; y una idea, una idea espantosa, la idea
del suicidio, cruzó por su mente trastornada. Delirante, abrió sus
brazos como para arrojarse sobre las rocas; mas de pronto retiróse
vivamente, cerró con apresuramiento el balcón y arrojóse llorando
sobre el lecho.
Dios la salvó enviándole el recuerdo de sus padree, tan poderoso
siempre para ella.
Al dia siguiente, y digo al dia siguiente por costumbre y para
dar á entender que había concluido el tiempo destinado al descan
so, pues en Oatilia, aunque clarísima, era constante entónoee la
noche, mandó llamar Aneyda á su primo.
Al entrar éste, Aneyda, que estaba medio acostada sobre un
almohadón bordado de oro, se incorporó lentamente. El carmín
había desaparecido del todo de su rostro, y hasta sus lábios apa
recían descoloridos: su respiración era fatigosa, y en mi aspecto
sólo hitbia amargura y desconsuelo.
Noetrendy, á la vista de Aneyda, se avergonzó de ai mismo: loa
estragos que el pesar causara en ella le hicieron comprender cuán
592 tJNA> TKMHOR A0A
injustificable era bu conducta, y lo indigno y villano da au porte.
Despertáronse sus instintos generosos, y tentado estuvo 4 arrojarse
a sus plantas implorando su perdón; mas, como siempre, sus caloe
y Ion consejos de Nomatfcy le contuvieron.
Permaneció, pues, inmóvil y silencioso, pero inmensamente con
movido*
Áneyda fijó en él sus ojos apagados.
«—Queréis,—dijo,—saber lo que he resuelto, verdad, Noatrendy V
—Lo deseo.
—Pues he resuelto.,..
—Qué, Aneyda?—preguntó Nostrendy.
—No contestaros sino con una condición.
—Cuál?
—Que me permitáis....
—Decid.
—Que me permitáis.... ántes de responderos.... si oe acepto ó
nó.... por esposo....
Y Aneyda se detuvo, oprimida por la fatiga.
—Decid, decid pronto,—insistió Nostrendy agitadisimo.
—Que me permitáis,—continuó Aneyda temblorosa, — hablar
una hora con.»*.
Y calló de nuevo.
—Con quién, Aneyda?
—Con..., el.... embajador,
Un rayo que hubiera caido á sus piéa no hubiera causado más
impresión en Nostrendy que aquella inesperada y extraña súplica.
—Cómo!—exclamó;—¿quereia hablar al embajador, 4 un hom
bre que os ha sido infiel?
—Nostrendy,—dijo Aneyda con una inflexión de voz ¿olorosí
sima: el embajador pertenece á otra mujer, ya lo sabéis; pero
debo,,.. quiero hablarle. Concededme, pues, lo que os pido.
La idea da que Aneyda estuviese á solas con Nottely sublevaba
¿ Nostrendy, ya porque temía que descubriese su inocencia, y ya
porque le lastimaba que su rival gozase de semejante dicha.
Fijó sobre Aneyda larga y escrutadora mirada, como si preten
diese adivinar su pensamiento; mas nada logró advertir sino su
triste estado, que, por momentos, se hacia más alarmante. Y eeto
le trastornó de tal modo, que contrariando su voluntad, dijo es
tremeciéndose :
BH BL M is BBLLO DB LOS PLANHTAS. 593
-—Bien, Axieyda, biso; vereis ai embajador.
-«-Pero pronto,---observó Aneyda;—hoy mismo, porque •! nó,—-
añadió bajo,—tal vez no tenga tiempo para ello.
Y de su» ojos cayeron lágrimas ardientes, y ahogóse su voz en
tre sollozo«.
Noetrendy no pudo sufrir aquel espectáculo.
—Calmaos, calmaos, por Dios, y vedle cuando gustéis, Aneyda;
ahora mismo si os place,—dijo.
Y salió de la habitación, martirizada su alma por el doloT y los
remordimientos.
CAPITULO L1X.
RECONCILIACION.
CAPITULO LX.
este corazón, que ahora mismo puede daros una y mil pruebas que
deshagan como el humo vuestros infundados cargos.
Yo dejar de amaros! Primero, falta saber si puedo hacerlo; se
gundo, si hay en Saturno otra que se os parezca; y tercero, si, hen
chida mi alma de vuestra imágen celestial, se pueden ver encan
to* en otras que os son tan inferiores.
Pero reparad, criatura incomparable, cómo Dios, que sabía mi
inocencia, ha castigado vuestra credulidad haciéndoos sufrir tor
mentos que debieron haber sido terribles, puesto que os lian con
ducido al estado en que os veo con inmenso dolor.
Indudablemente que cada palabra de Nottely, mirásela, ó nó,
Aneyda como cierta, era un bálsamo consolador que la volvía 4 la
vida, puesto que se la veia animarse por momentos, subir á bu
rostro un tinte sonrosado, y dilatarse y brillar el placer en su mi
rada. Sin embargo , Aneyda no podía tranquilizarse con lo que se
la decía , pues las cartas que le diera Nostrendy, y lo que le ha
bía dicho Notayde, le parecían pruebas impasibles de rebatir. Ba
jo la influencia de estas dos ideas , dijo ai embajador:
—Pero, señor, acabareis por volverme loca; al oiros hablar,
me parece que debo creeros, y si pienso en las pruebas que poseo
contra vos, esas mismas palabras os hacen infinitamente más cul
pado.
— Qué pruebas? — preguntó el embajador con extraiteza,
—La carta que escribisteis á Notayde.
—Esa carta la teneis vos, Aneyda ,—dijo Nottely con la mayor
naturalidad.
— Nó, nó,—repuso la jóven con viveza,—no es de esa carta de
la que quiero hablaros, sino de la que, desde Romalia, le escri
bisteis á Toiayda.
— Yo ! —dijo sorprendido el embajador, — es imposible, Aney
da, que digáis eso de véras.
— Cómo, señor! no habéis escrito á Notayde, desde Romalia,
una carta contestando á otra suya en que os reconvenía porque
creía que me amábais?
—Os protesto, Aneyda, que jamás escribí á esa mujer otra car
ta que la que os entregué en el jardín de vuestra casa.
— No le habéis escrito más carta que esa?—dijo Aneyda llena
de profundo asombro.
— Nó, Aneyda ; os lo juro ante Dios.
KN RL M¿S BELLO I>R LOS PLANETAS 599
—Entóneos, señor, —(lijo Aneyda, sacando del peclio las car
tea que le había entregado Noetrendy; ~ tomad, y descifradme
este misterio.
Tomó el embajador las cartas, pasó la vista por ellas, y después
de haberlas leído con suma atención, dijo 4 la jóveu:
—Y quién os ha dado estas cartas?
—Nostrendy, — contestó Aneyda.
—Nostretidy!—repuso pensativo el embajador,
Y luego como si hablase consigo mismo, añadió:
—Ah, ya; la intriga principiada en Romalia, continúa aquí, á
lo que veo.
— Qué! repuso Aneyda con ansiedad, la letra de esa carta no
es, por ventura, vuestra ?
—No, Aneyda,—dijo con gravedad el Sr. Nottely ;—esta letra
no es mia, pero está tan perfectamente imitada, que sólo con al
gún objeto infernal han podido haberla escrito.
Quedóse Aneyda también muy pensativa, aunque dudando por
primera vez que fuese Nottely el autor de aquella carta. Restaba
Notayde; pero, ¿cómo hablar de una mujer cuyo recuerdo tanto
le repugnaba? ¿Qué podia decir sin que se alarmase su celestial
pudor? Sin embargo, el recuerdo, verdaderamente tentador, déla
inmensa dicha que disfrutaría si Nottely fuese inocente, pudo
tanto con ella, que se decidió á hablar.
Mientras hacía estas reflexiones, leía otra vez las cartas el se
ñor Nottely, suspendiendo su lectura de cuando en cuando para
meditar de nuevo; sacóle desu abstracción Aneyda, cuando le dijo*.
—Pues si esas cartas son falsas, señor, será falsa también la
presencia en mi cuarto de Notayde, que vino á hablarme de su
trato con vos, y á rogarme que no correspondiese 4 vuestro amor.
—Qué decís?—preguutó atónito el embajador;—sin duda que
esa mujer ha perdido el juicio.
—Pero no habéis tratado y obsequiado 4 esa mujer cuando es
tabais en Catilia de secretario de la Embajada de Nostraeia?
'—¿Cómo queréis que la obsequiase, Aueyda, si nunca la he
visto más que en Romalia?
—No la habéis visto! No la habéis hablado más que en Roma-
lia!—dijo aturdida la jóven.
—Nó, Aueyda nó, y mil veces nó,—repuso con vehemencia el
embaj ador.
600 UNA TBMPOBADA
—»Dios mió! Dios mió! —repetía Aneyda con espanto; — pues
cómo esa m ujer?,..,
Y calló; su delicadeza no le dejaba continuar; pero el embaja
dor, que no perdía ninguna de sus palabras, preguntó al punto:
—Qué os decía esa mujer, Aneyda?
—Oh señor, oh señor..,.
—‘Pero, qué os decía?—insistió Nottely, viendo la perplejidal
de la jóven.
—Lo que rae ha dicho, rae causa horror.... Decidme, señor, eo
nombre del cielo, no tratasteis á Notayde en Catilia?
—Jamas la he visto.
—Oh qué mujer! qué m ujer!— repetía la jóven, cada vez m¿s
aturdida.
—Pero al fin , Aneyda, qué os ha dicho esa mujer?
—Nada, nada, señor,— dijo Aneyda, á cuyo rostro afluyó ua
suave color de purpura.
—-No sin motivo, Aneyda, o» pregunto lo que os ha dicho No-
t&yde.
—Me ha dicho....
—Qué? Acabad por Dios.
—Que vos érais el padre del hijo que llevaba en sus e n tra ñ as-
contestó Aneyda con débil voz, y bajando sus hermosos ojos.
—Eso osha dicho!—preguntó espantado el embajador.
—-Si señor, eso mismo,—dijo Aneyda con los ojos bajos todavu.
—Execrable mujer!—dijo el embajador.
—Pero, Dios mió,—repuso Aneyda,—si eso es falso, qué objeto
llevaba esa mujer al rogarme que no admitiese vuestro amor?
—Escuchadme, Aneyda; ahora comprendo la causa de vnestio
enojo contra m i, y os perdono lo que me habéis hecho sufrir, te
niendo en cuenta lo que habéis sufrido vos. Y no sólo os perdone,
sino que os disculpo, porque ignorando completamente lo que
pesó en Romalia después de vuestro rapto, no podíais sospechar
siquiera que se tratase de engañaros: si lo supiéseia, si tuvióaes
eu cuenta el carácter celoso de Nostrendy, la perversidad de No-
rnatty, y el poder de que disponen en Catiiia, de ningún mofo
hubiérais dado cabida ¿ esas miserables imposturas.
—Y qué ha pasado, señor? —preguntó Aneyda.
—Qué ha pasado? Escuchadme, desgraciada niña, y conoceré»
de lleno vuestro error.
EN EL MÁS BELLO OH L06 PLANETAS. t) 0 l
Entóneosle refirió Nottely el desafío de su hermano, la perfidia
de su doncella, las cartas de Silody á Sil&ydi, y todo, en una
palabra , cuanto tenía relación con aquella inicua trama.
Muchos y variados eran las matices que tomaba el semblante de
Aneyda, tan pálido y descompuesto ántes, á medida que Nottely
hablaba: la sorpresa, la alegría, el enajenamiento y el pasmo, se
pintaban en él con la mayor viveza» Escuchábale con una aten
ción tan g ran d e, que no se la sentía respirar; y cuando no le cupo
duda de la inocencia de NotteJy, cuando estuvo segura de que
había sido víctima de las intrigas de Nomatty, elevó al cielo et¡b
hermosos ojos, y con una expresión inefable de g ra titu d , excla**
m6 llena de contento.*
—Gracias, Dios mió, gracias; me volvéis la vida cuando iba á
m orir, y vuestra recompensa iguala bien á. las penas que lie su
frido. ;Oh, mamá m ia!~afiadió siempre con la vista fija en el cielo;
— perdóname si á pesar tuyo, y contra tu voluntad, renuevo á
este jóven el juram ento, tan dulce para m i, de ser auya para
siempre.
—Y vuestra madre, Aneyda,—dijo el embajador que la con
templaba con indecible ternura,—y vuestra madre, criatura ado
rable, aprueba y bendice este amor tan puro que nos lleua de una
dicha inmensa.
—Cómo! qué decís?—preguntó la jóven con una sorpresa im
posible de describir.
—Que vuestra madre aprueba nuestro am or, Aneyda.
—Oh, por Dios, sefíor, habíais de véras?
— Y tan de véras,—respondió el embajador,—que ahora mismo
vais á verlo.
Y Nottely contó, á la asombrada n ina, la escena tieraiaima
que siguió ai descubrimiento de la trama de Nomatty.
Cuando concluyó, un silencio, lleno de encanto, reinó en torno
de los dos jóvenes.
Maquinalmente, y atraídos por el fuego ardiente de sus ojos,
por el magnético fluido que de ellos em anaban, acercáronse uno
á otro, enlazáronse sus manos, y sus libios, trémulos por la pa
sión , se tocaron,
Aquel contacto pareció quemar &Aneyda, dió un ligero grito,
corrió hócia la puerta, que abrió, y por la cual, después de enviar
una última mirad» al embajador, se lanzó ligera, gozosa, ocu-
602 UNA. TRMPORADA
pada únicamente por m felicidad presente, que, en pocos instan
tes 3a habia por completo y venturosamente tranformado.
CAPITULO LXI.
APARICION INESPERADA DHL EMBAJADOR.
bre con lo« vapore« del vino, accedió, sin gran trabajo, á entregar
una carta al pri«ionero; pero desconfiando de una promesa hecha
bajo tales auspicios, y temiendo que, despejada su razón se negase
acaso ó cumplirla, le di una decente cantidad de oro, prometién
dole otra igual cuando me diese la contestación del Sr. N ottely,
Hecho esto, nos separamos, quedando citados para el dia siguiente.
— Y cum plió lo prometido?
— Ved— dijo Eamilio, con ademán de satisfacción.
Y nos entregó una carta.
Decia asi:
«Queridos amigos: Ramilio, por medio de una carta, acaba de
participarme el afan con que me buscáis: gracias; no esperaba mé*
nos de vuestro afecto, para mi tan grato. Estoy preso, y voy á mo
rir. ¿Cómo pensar de otro modo, cuando Nostrendy manda en C o-
'nordo, y Nomatty manda en Nostrendy? ¿Sabéis bien quien es
Nomatty?... Sin embargo, más aún que el peligro en que me bac
ilo, me aflige el enojo de Aneyda, y hasta tal punto es a s í, que,
sólo por saber la causa, no he vacilado en poner mi vida en ma
nos de mis enemigos: más aún; ahora que voy á perderla, sólo
Llevo el sentimiento de no haber podido desengañarla. ¿Sabéis lo
que es el enojo de Aneyda para mi? Ea el universo desquiciándose
y hundiéndose sobre mi cabeza; es la creación aniquilándose, y
reduciéndome á la nada.
La pátria me causa tormentos increíbles. ¿Habré sido criminal
postergándola á mi amor? En primer lugar, yo no crei ser preso
al entrar en Conordo, de la mauera que lo h ice; y aun cuando lo
creyera, no poseo virtud bastante para hacer callar á mi corazón
ante los recuerdos del deber; pero en pos del delito, va la expia
ción. Sabéis lo que sufro? Oh, Aneyda!.... Aneyda!....
Mi padre I Su recuerdo aumente en extremo mi dolor. Encuan
to á vosotros.... vosotros obtendréis mi último recuerdo cuando
espire.
No obstante mi situación, con una palabra que os dijese, podríais
sacarme de aquí, acaso esta misma noche; pero esta palabra, que
me daría la vida y la libertad, quebrantaría un juramento que
hice al entrar en el castillo, y ántes que ser perjuro, ya lo veis,
prefiero la muerte.
Adiós; no olvidéis nunca á vuestro Nottely.
Qué carta! Todo en ella era digno del hombre que la escribía!
RN RL MAS BRLtO DB IX>6 PLAHRTA8. 605
Guard&moe algvmoe momentos de silen cio, al cabo de los cua
les, d ijo S ila y d i:
— Y bien, M endoza, qué hacemos? qué partido tomamos?
— Y lo sé y o , por ven tara?
— Ese ju ram en to, ese ju ra m e n to ,— repetía S ilayd i, con angus
t i a , — él quién lo h aría?
— O h , si supiésemos e s o , todo estaba rem ediado; no lo quebran
taría é l , pero lo quebrantaríamos nosotros.
— Y ese juram euto ,— vo lvió á repetir S id a y d i, — es claro que
no lo hizo en el ca stillo, sino Antes de entrar en é l , es d ecir, A a l
guno de afuera que le habrá ayudado en esta empresa.
— A h , — d ijo R a m ilio , dando un g r i t o : — ahora recuerdo....
— Estábate a h í, R a m ilio? — dije yo, que, en medio de m i dolor,
ni siquiera le Labia visto:
— Perdonad, señor; pero me pareció que no debia m archar hAs-
ta que me lo iuaudásete.
— Y habéis hecho bien: qué ibais A decir?
— S í , qué ibais á d ecir? — añadió Silaydi.
— Una circunstancia, que quizá contribuya A aclarar ese miste
rio que tanto os atormenta.
— Y qué es? — preguntamos los dos á un tiempo.
— Que una de las noches que me paseaba, según costumbre, por
los alrededores del castillo, se llegó A mí un hombre a lt o , y de ma
la catadura, el c u a l, después de hacerme un »aludo y suplicarme
que le perdonase, me preguntó si era cierto que habían prendido A
un jóven m uy hermoso y ricamente vestido.
S i me chocaría la pregunta, podéis ju zg a rlo ; pero, como al ha
cerla, este hom bre, mAa que enem igo , parecia tener a lgú n Ínte
res por el Sr. N o t t e ly , no tuve inconveniente en decirle :
— A m ig o , no lo aé con seguridad, pero sospecho que sí. ¿ P o r
qué me haceifl esa pregunta?
— Por nada , por nada, — me contestó, — pero si lo prendieron,
es una lástima.
Y al decir esto, se marchó repitiendo:
— Es una lástima , es una lástima.
— H a b eia o id o , S ila y d i? — dije y o .— N o veis ahí una circuns
tancia que puede damos algu na lu z, y que la misma Providencia
nos revela?
— P ro n to , R a m ilio , — exclam ó Silaydi; — corred A Conordo, y ,
606 UNA TEMPORADA
sin perdonar género de sacriiicio , y á toda coata, traednos 4 ene
hombre. Si nos le traéis, además de nuestra gratitud, podéis con
tar con una recompensa brillante.
— Señor, —dijo Ramilio;—no necesito promesas: os juro que,
sin ellas, haré cuanto esté de mi parte por complaceros. Y os trae
ré al hombre, — añadió con entusiasmo;—si, señor, os le traeré,
de grado ó por fuerza.
Y con aire decidido, avanzó hácia la puerta.
Pero en aquel instanteoyóse un inmenso clamor, una viva gritería.
—Oh, o h ,—dijo Silaydi;—nos habrá sorprendido el enemigo?
Corramos, Mendoza.
—Dios mío!—gritó Ramilio con todas sus fuerzas, acercándose
á una de las ventanas de la cámara;—yo estoy loco, loco, ¿será
esto posible?
—Qué es eso, Ramilio? —preguntamos deteniéndonos.
—Que dicen viva el embajador de la Nostracia, viva el señor
Nottely. Si, señor, así es; eso dicen, no hay que dudarlo. Cielos!
Y lanzándose, con velocidad, por la escalera que conducía á la
cubierta, llegó á ella aún primero que nosotros.
Toda la armada aparecía conmovida; y cientos de lanchas, ates
tadas de soldados, rodeaban un buque, victoreando, con frenesí, á
Nottely, y aclamándole como la honra y la gloria del ejército.
Silaydi y yo nos mirábamos uno á otro; creiamos soñar. Notte
ly libre, Nottely en la armada, cuando acabábamos de recibir de
él tan tristes nuevas, y cuando le juzgábamos en tan grande
riesgo, casi perdido, próximo 4 morir! No podíamos creerlo.
Sin embargo, continuaban los Víctores, cada vez más entusias
tas, y el barco que laa lanchas rodeaban acercábase veloz al centro
de la armada. Echámonos al mar, y pronto estuvimos cerca de él:
entóneos ya no no9 fué posible dudar. Nottely, radiante de felici
dad , daba gracias, desde la obra muerta, á los que le dispensaban
aquella ovación, para él tau lisonjera.
—Subamos, subamos al buque,—dijo Silaydi.
—Echad la escala—gritó Ramilio, que iba con nosotros:—
echad la escala—repitió con entonación más fuerte.
Aquel grito fué oido desde el buque, y cumplida la órden.
Nos aproximamos, subimos, y.... Nottely nos recibió en sus
brazos.
Quién podría describir lo que sentíamos!...
EH RL MÁS BOLLO DK LOS PLANCTAS. (501
Después queel embajador hubo recibido las felicitaciones y en
horabuenas de los que le rodeaban, retiróse con nosotros á la cá
mara, y allí y a, volvió á abrazarnos estrechamente.
—Oh, amigos mios—dijo;—si supiéseis cuánta es mi alegría!
—Y la nuestra?—repuse yo,
—Pero, embajador, sepamos cómo ha sido esto— dijo Silaydi—
perqué os aseguro que aún dudo de lo que estoy viendo.
—Es toda una historia— contestó N ottely— y no poco intere-
state, á fe mia; escuchadla.
Y nos contó cuanto lo habia pasado con el hombre del subter
ráneo, el secreto de que se habia hecho duefío, su entrada en el
cotillo, su prisión, y la última entrevista que tuvo con Aneyda,
Cómo brillaba la dicha en su mirada al referírnosla !
Por último, concluyó así:
—En cuanto salió Aneyda de la habitación que ocupaba como
pasionero, experimentó vivos deseos, ànsia, necesidad irresistible
di estar libre, porque preso yo, cómo podía libertar á Aneyda?
Memás, la pàtria, vosotros.... En fin, ini sangre hervía, y una
v.olenta impaciencia se apoderó de mí.
La libertad, la libertad í exclamaba midiendo á grandes pasos
n i prisión, atormentando mi pensamiento para hallaT una idea
süvadora; una idea que, volviéndome á la vida, rae dejase gozar
di la dicha inmensa que la reconciliación con Aneyda me causaba;
piro sólo hallaba u n a, y esa, no podia aprovecharme de ella , sin
volar el juramento que hiciera.
—Ah, Nottely,—dije yo;— lleváis á veces vuestra delicadeza
Justa un grado de exajeracion que os perjudica.
—Escuchad, Mendoza; cuando más abatido me encontraba,
ciando iba á caer en el desaliento, cuando la desesperación se apo *
deraba, en fin, de m í, un rayo de luz, un recuerdo, aclaró mi in
teligencia, é hizo nacer en mi alma la esperanza.
Recordé que el contrabandista me habia dicho que el subterrá-
reo tenia dos ramales, uno de los cuales conducía al piso bajo de
li torre del Mediodia, y en ese piso me hallaba yo: ¿no podia suce
der que aquel ramal viniese á parar á mí habitación?
Lleno de ansiedad, registré una por una las paredes, las exa-
tiiné con nimia escrupulosidad , y después de una verdadera ago-
d a , tropecé, al fin, con el resorte que, bajo mi presión, dejó
abierto un boquete oscuro. Estaba salvado!
0Oft UNA TRM INORADA RN RL MÁS BHLLO DH LOS PLANETAS.
Fui, sin embargo, precavido. Teniendo en cuenta que mi des
aparición misteriosa debía cbocar extraordinariamente á No&fcren-
dy y á Nomatty, y que tai vez, aunque no era probable, pudiera
hacerles presumir la existencia de alguna secreta comunicación
con el castillo, lo que perjudicaría á mis ulteriores planes, hice lo
siguiente:
Cuando el criado, que me servia de comer, entró como de cos
tumbre, al medio dia, arrojéme sobre él, atóle los brazos, y envol-
víle la cabeza con su manto. Tomé en seguida las llaves que lle
vaba en la cintura, abrí la puerta, volví á cerrarla para dar á en
tender que me habia marchado por ella, y deálieéme después, si
lenciosamente por la bienhechora abertnra tan hábilmente en la
pared disimulada.
—Muy bien,—observó Silaydi;—pero, aunque fuera del encier
ro, debiéraie haber tropezado con mil obstáculos difíciles de ven
cer, y que harían, por lo tanto, presumir que álguien del castillo
os ayudaría á superarlos.
—Justamente,—dijo el embajador,—pero escuchad: al fin del
subterráneo encontró al contrabandista muy ocupado en arreglar sus
fardos, encuentro que, como comprendereis, rae agradó en extre
mo. Como el tiempo urgia, apresuróme á sacarle del pasmo que al
verme le sobrecogiera, y manifestóle que necesitaba de su persona
y de su lancha. Prestóse desde luego 4 servirme, y pronto estuvi
mos embarcados. A la media legua de Gonordo, avistamos un bu
que, que al principio me causó grande inquietud; pero al cual nos
dirigimos apresuradamente tan luego como vi en su bandera las
armas de la Gran Roquelia. Juzgad de mi sorpresa cuando supe
que lo mandaban nuestros buenos amigos Notty y Soletty, á quie
nes el rey envía á la armada con órdenes ó instrucciones reserva
das. ¥ hé aquí, concluyó el embajador, porqué raros medios, y cási
milagrosamente me hallo ahora entre vosotros. Ah, caros amigos (
Y nos estrechó de nuevo las manos,
Pasados algunos momentos de espansion y dulce desahogo, nos
dirigimos al navio almirante, acompasados de Notty y Soletty, á
quienes ya habíamos saludado cordial y afectuosamente. Hubo
consejo, y discutido y aprobado el plan, acordóse por unanimidad
atacar al enemigo al dia siguiente.
(Se continuará,)
T irso Aotumana dr Vhca.
UNA TEMPORADA EN EL MAS BELLO DE LOS PLANETAS.
(Conclusión.)
CAPITULO LXIL
ÚLTIMA BATALLA.
C APITU LO L X III.
aible conseguir ámbas cosas, ¿me entiendes bien? sino por medio
del matrimonio. Insisto Bobre este punto, para que cuando llegue
mos al medio de que voy á hablarte, no titubees, ni principies á
hacerme objeciones, como acostumbras,
— No, hombre, ya te he dicho que n ó,— repuso impaciente el
Sr. Nostrendy.— Me matas con tus preámbulos.
— Es que te conozco, Nostrendy, y sé que todu mi persuasión no
basta siempre para vencer tus hábitos y acallar ciertos escrúpulos
que, además de ser extraños en un jóven de tu edad , suelen con
vertirse á veces en obstáculos insuperables. Cuando se trata de
grandes fines, jamas se debe reparar en los medios, ¿Piensas lo
mismo?
— PienBO,— contestó Nostrendy, un poco vacilante sin embargo.
— Lo dices de un modo.,.,
— Es que tampoco te he visto nunca hablarme con tantas pre
cauciones: no parece sino que el medio que vas á proponerme es
poco raénos que inadmisible, cuando tú mismo tomas tanto tra
bajo en prepararme.
— Y no te equivocas, amigo.
— ¿Pues no te he he dicho que con tal que me case con Aneyda,
y que me rehabilite á los ojos de sus padres estoy decidido á todo?
— S i , me lo has dicho, y te he cogido la palabra; pero.,..
Y Nómatty se detuvo.
— Qué, hombre? Acaba con rail demonios.
— Que asi y todo, desconfío.
— Caramba, amigo; me haces creer que el medio que tratas de
emplear, aun cuando sea infalible, no debo admitirlo eu modo
alguno.
— Lo ves? ya vacilas: te conozco, si ó nó?
— Pero, Nomatty, y si ea villano ?
— ¿ Y qué importa que lo sea, si por él te casas con Aneyda, y
te rehabilitas á los ojos de sus padres? ¿No tienes después rique
zas y poder bastante para hacer olvidar esa misma villanía por
medio de acciones benéficas y brillantes?
— Pero lo es, sí ó nó? Responde.
— Nada respondo, ni nada digo; porque desisto de mi propósi
to,— repuso Nomatty como resentido.
Hubo un momento de silencio, durante el cual tarareaba No-
raatty una canción, miéntras Nostrendy, con la cabeza baja, pa-
EN EL M ac* BELLO DH L08 PLANETAS. 112
recia reflexionar. Por fin, encarándose con Nomatty, le dijo mi
rándole Con fijeza:
—¿Me juras, por Dios vivo, que si adopto ese medio, sea el que
fuere, me caso infaliblemente con Aneyda, y recobro el aprecio de
bus padres?
—Lo juro.
—Proponlo pues.
—Y no vacilarás en modo alguno?
—No.
—Me lo juras?
—Solemnemente.
—Pues escucha.
—Con todos mis sentidos, ya lo ves.
Tosió Nomatty, acarició sus bigotes rubios, y preguntó:
—Aneyda está en tu cesa, no es verdad?
—Si,—respondió Nostrendy con extrafleza.
—Y enteramente en tu poder. No ca cierto?
—Sí.
—Puedes entrar á todas horas en m cuarto?
—Sin duda.
—Más; entre tu cuarto y el de ella hay una comunicación se
creta que sólo tú y yo conocemos, eh?
—Si.
—Pues bien; después que ella sé haya recogido, y cuando es
tés seguro de que duerme, entra en su habitación de puntillas,
y.... Me comprendes?
Nostrendy dió un salto al oir aquella proposición hecha por No*
matty con tan pasmosa sangre fria. Cierto que para éste, conocido
su carácter, no era el consejo rnáa que una cosa muy sencilla,
atendidas las circunstancias en que su amigo se encontraba; pero
para Ñostrendv fué una proposición tanto más aterradora, cuanto
que, ni aun en sueilos, se le había ocurrido nunca, y cuanto que,
aunque ya contaba con que no seria de su gusto el medio elegido
por Nomatty, jamas pensó que fuese aquel. Su sorpresa filé tan
grande, que á pesar de au palabra, y de haber hecho un juramen
to , no pudo méuos de decirle, mirándole de reojo, y cubriéndose
de palidez:
—Estás loco por fuerza, Nomatty amigo.
—Y tu palabra? y tu juramento?—ee apresuró á decir Nomatty
113 ITNA TKMPOKADÁ
para conjurar la tormenta que, á pesar de sus precauciones, veía
próxima á estallar.
—¿Pero hubiera creído nunca,—repuso Nostrendy con indigna
ción,—queme propusieses una cosa semejante?
—Ni Dios mismo que te entienda, Nostrendy; ¿pues no me has
dicho que, fuese el que fuese ei medio por mi elegido, que lo
adoptarías al instante, con tal que te casases con Aneyda, y te
rehabilitases á los ojos de sus padres?
—Sí, io he dicho y estaba,dispuesto á cumplirlo, aun cuando
me repugnase; pero nunca se me pasó por la imaginación que el
medio fuese de un carácter tan infame.
—Y ai te da á Aneyda, y con ella el aprecio de sus padres, ¿qué
te importa?
—(tye, Nomatty,—dijo el Sr. Nostrendy con una seriedad que
sorprendió á su amigo;—ya sabes lo que amo á Aneyda. y que
daría hasta la última gota de un sangre por ser amado de ella;
sabes también que esa jóven es mi vida, mi alma, mi Dios y mi
todo hoy en Saturno; pues á pesar de eso (escúchame bien), re
nuncio á ella, si he de obtenerla de ese modo.
—En hora buena, amigo,—dijo el Sr. Nomatty;—tu gusto es
el mió; no hablemos más del asunto. Seguro eBtoy que al señor
Nottely no le pesará de tu determinación.
Todo ei cuerpo de Nostrendy se estremeció al oir este nombre,
que produjo en él los efectos de una conmoción eléctrica: el señor
Nomatty sabia pronunciarlo muy á tiempo.
—Y crees tú,—preguntó Nostrendy con violencia,—que si yo
no me caso con Aneyda, se casará el embajador?
—Y tanto como lo creo, querido , si ea que no te enoja el oirlo.
—Jamas,—dijo Nostrendy, con voz de trueno, y dando una
patada en el suelo;—jamas, miéntras yo viva.
—Nostrendy,—dijo el Sr. Nomatty, con voz dulce;—dueño eres
de hacer lo que te parezca, pero ¿te enfadarás si te digo lo que
pienso acerca de este punto?
—Habla.
—Pues ten entendido que si no haces tuya á Aneyda por el medio
que te propongó, no tardarás mucho en verla fuera de Conordo.
—Y cómo? cómo? Dilo: á ver, — interrogó Nostrendy con an
siedad.
—No podré precisártelo, amigo; pero no hay duda que Nottely,
tomo xvm. 8
BN BL BELLO D H 1,08 PLANETAS. 114
en lib e rta d , hará m il y m il esfuerzos por sacar á tu prim a de tus
manos, io que con segu irá, tarde ó temprano, por la astucia 6 por
la fuerza. E l tiene, además, relaciones en el castillo, puesto que
pudo introducirse en él sin nuestro p erm iso, y marcharse contra
nuestra voluntad; y aunque hemos despedido algunos servidores,
y encerrado otros por sospechosos, ¿quién te asegura que aún no
haya en Conordo quien le sirva?
N o lo dudes, N ostrendy; A neyda no está segura en tu poder, y
si lle g a á verse libre y en Rom alia, será irrem isiblem ente esposa
de N o tte ly , puesto que la princesa, poderoso obstáculo con que
hasta ahora tuvo que luchar, es hoy su más firm e apoyo. Y en
tóneos, oh! entónces podrás gozar de un espectáculo delicioso; en-
tónces podrás ser testigo de la dicha y ventura de esos jó v e n e s , á
cuya unión habrás contribuido con tus necios escrúpulos.
Y es sin gu lar; tú entregas á otro una m ujer por quien arries
garías hasta tu salvación eterna, si sus m agníficos ojos azules te
mirasen con ternura; si su boca, llena de seducción, te dedicara
una sonrisa cariñosa. Verdad que esto es sublim e?
Pero h ay más: la entregas, no á un hombre cualquiera, sino á
un rival preferido, á q\iien sabes id o la tra , á quien prodigará sus
más tiernas caricias, y entre cuyos brazos se arrojará ébria de
amor; tú ....
— Basta, viv e Dios,— exclam ó Nostrendy fuera de s i:— estoy
decidido á todo. Si lo que has dicho sucediera.... pero n o.... no
sucederá; la mataría ántes con mis propias manos.
— N o llegarás á ese extrem o, si aprovechas mis consejos.
— Los segu iré, los s e g u ir é ,— -dijo Nostrendy con febril a g ita
ción; pero de repente, cambiando d e to n o , añadió:— mas diuie,
N o m a tty ; ¿piensas que Aneyda me perdone algú n dia la acción....
in fam e.... que v o y ....
— Y a lo creo. Escucha; una vez Aneyda deshonrada, á nádie
máa que á tí puede pertenecer, con nádie más que contigo puede
casarse, ni de nádie más que de ti puede ser ya. H abrá al princi
pio llantos, quejas, arrebatos, y hasta m aldiciones, si tú quieres;
pero, poco á poco, la tormenta calm a, y viene la reflexión, que le
hará conocer que N ottely es ya un imposible para ella , y que
N ostrendy es el único que puede reparar su honor, si es que se
d ign a (si se d ig n a , lo oyes bien?) hacer ese obseqtiio á su fam ilia.
Qué tal? me explico?
115 UNA TKMPOKADA
CAPITULO LXIV.
(1) Loa detallo» de esta escena me lo» refirió Tinatta cuando volvimos á Romalig;
los habla preaeneiado mirando por el agujero de la llave de U habitación de Aneyda.
Al fin mujer.
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importaba eso en comparación de los martirios, sin cuento , que
hatea padecido aá creer que Nottely le era infiel, y de k mortal
inquietud que sufriera por el peligro inminente que al embajador
amenazaba, halláudose en poder de su enemigo ?
Y no se engañan los que afirman que nunca el mal viene solo,
ni el bien deja de ser seguido de otros muchos.
A la mañana siguiente , apenas Aneyda despertara, vió entrar á
Tiriatta en su habitación.
Sonrióse la doncella dulcemente , y le presentó una carta.
— Quién te la ha dado?—preguntó Aneyda.
— Un hombre que hace poco se acercó á mi, estando fuera
del castillo. Sin duda sabia cuanto os quiero, y cuán incapaz soy de
faltaros, cuando de tai modo en mí se confió.
— Y nada te ba dicho?
— Nada, sino rogarme que os la entregase pronto.
— De quién será ?—decía Aneyda para consigo. — De Silaydi,
uo es, porque conozco su letra: de Nottely, tampoco, porque tam
bién la conozco : de Noatrendy, no puede ser, ¿de quién será,
pues?
Y como no acertaba, rompió la carta , y miró la firma.
—De Mendoza! — exclamó llena de alegría.—Qué me dirá?—
Veamos.
Doria la carta :
« Señorita : hemos atacado al enemigo , y hemos vencido, no
ticia que va á colmaros de gozo, lo mismo que á vuestros padres y
á Rowaiia. Servida ya la pàtria, no pensamos más que en vos; y
tanto Silaydi, como Nottely, y como yo, no desean sarémas hasta
sacaros de Conordo. Estad alerta y pronta para el momento en que
raénos lo espercis. Sobre todo, coufianza en Dios, y en nosotros.
Vuestro, etc.—Mendoza. »
El lector comprenderá hasta qué punto subiría la alegría de
Aneyda con esta carta. Verse en libertad, restituida á Nottely, á
sus padres, á Silaydi; amada, cual nunca, del primero, aprobado
este amor por su familia, y vuelta, por último, áRomalia.... Ah(
esto era demasiado, era una dicha inmensa, que sus pasadas des
gracias hacían todavía mayor,
Aneyda tuvo pues un dia feliz, tan feliz como podía serlo en su
crítica situación; y cuando terminó, cuando llegó la hora de
entregarse al reposo, todavía acarició por largo tiempo las ideas
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CAPITOLO LXVL
BBGRBSO A ROMALIÀ.
A consecuencia de la ùltima Stalla, ge firmó la paz bajo condi
ciones altamente favorables para la Gran-Jioquelia y para la Mos
trada, y cuatro dias después, toda la escuadra navegaba con rum
bo háeia Roüialia. Con nosotros iba Silocly, pobre niGa, que, libre
de Nomatty, y cerca de Silaydi, á quien profesaba tan acendrado
amor, no gozaba, sin embargo, por completo, la dicha de los de
más, por la amargura de que inundaba su alma la terrible enfer
medad que padecía su hermano: todos procurábamos consolarla.
A medida que nos alejábamos, iban debilitándose las impresio
nes recibidas en Catilia, para renovarse y hacerse más poderosas
las que habíamos sentido en Romalia. Esta ciudad, el rey, lo»
príncipes, M. Leynoff, y nuestros amigos, recobraban todo el
afecto y vivas simpatías que nos habían merecido ántes de mar
char. Latían de gozo nuestros corazones al pensar en el entu
siasta recibimiento, en los abrazos y enhorabuenas que íbamos
á recibir por ios triunfos obtenidos en Catilia. jQué dulce es la
pàtria! jY cuánto más dulce haber merecido su carifio!
Quince dias caminamos en medio de la oscuridad, es decir, de
la noche que envolvía á Catilia, Pasado este tiempo, principiamos
á ver ios buque» más distintos, mayor extensión de mar, desapa
recer las estrellas, disminuir el brillo de los anillos, y debilitarse
el de los satélites. Es imposible describir la alegría é inefable en
canto que experimente} al ver este cambio, que aunque progresi
vo, no por eso dejaba de impresionarme vivamente.
Miraba atrás, y una oscuridad que me ocultaba á Catilia, oscu
ridad que se hacia más intensa y lóbrega, cuanto más léjos ex
tendía mi vista, traía á mi memoria el recuerdo de lo que allí ha
bíamos sufrido, y de los horrores de la guerra. Miraba adelante,
es decir, hácia el punto adonde nos dirigíamos, y sucedía todo lo
contrario. Veia destacarse, en lontananza, torrantes de luz dulce
y purísima. Esta claridad hacía nacer en mi deliciosas ilusiones,
y me pareeia percibir, allá en su fondo, poblaciones inmensas,
ciudades magníficas y paisajes espléndidos, habitadas sólo por án-
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geles. jTal impresión rae causaba aquella luz de que había care
cido tantos meses!
De pronto, apareció el sol, que me pareció entónces majestuoso
y deslumbrador, sobre toda ponderación. jCon qué brillo y es
plendor se elevaba sobre el- horizonte! ¡Quó alegría, quó vida y
qué animación no difundía en torno de nosotros y en toda la na
turaleza! Miles de cañonazos disparados de los navios, cien músi
cas que herían el aire con sus sonidos armoniosos, é infinitos vivas
que salían de nuestros labios, saludaban su presencia bienhechora.
Era esta una costumbre establecida entre los marinos, cuando al
pasar desde Catilia á la Roquelia, veían por primera vez este astro.
Al fin, avistamos á Romalia, y dimos fondo en su puerto.
Ondeaban en los edificios públicos las banderas de la nación,
ostentando sus soberbias armas, como ondeaban lasde nuestros bu
ques, engalanados con flámulas y gallardetes.
La ovación inmensa que nos dispensaron los Romalianos, la li
sonjeras palabras y distinciones con que nos honró el monarca, y
el entusiasmo de la familia de Nomara y de todos nuestros ami
gos, entre los cuales se hacían notar el Sr, Rodulio, que lloró de
gozo, y loe señores Nolatto y Cutrosy, todo esto, y lo que nosotros
experimentábamos, es inexplicable. Jamas aquel diase borrará de
mi memoria.
Al mes de nuestra llegada se celebró el matrimonio de Aneyda
y Nottely, siendo padrinos SS. MM.: los dos jóvenes esposos mar
charon en seguida á una magnifica casa de campo distante dos le
guas de la ciudad, adonde, á fuerza de ruegos, tuve que acompa
ñarlos. En ella pasamos una deliciosa temporada, volviendo des
pués á RomaÜa para asistir al enlace de Síl&ydí y Silody.
Nostrendy seguía, según noticias, mejorado, y no se desespera
ba de que recobrarse la razón.
El amor que se tenían Aneyda y Nottely, Silaydi y Silody, lé-
jes de debilitarse con la posesión, aumentaba, por el contrario,
cada dia; de manera, que podía decirse, sin exageración de nin
gún género, que el palacio de Nomara era un verdadero paraíso,
¿y cómo nó, si la finura, la elegancia, y la misma galantería que
tenían con sus esposas cuando estaban solteros, las tenían, y aún
mayores, después que so habían casado? ¿Y como nó, si la felici
dad de los cuatro jóvenes, además de estar basada en la religión y
en la virtud, se reflejaba en sus padres y en nosotros?
\ n UNA TKMPOKADA
CAPITULO LXVII.