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"*''^4/ am hyecefde uno de lÓSxhas del mes de junio de 1822, se hallaban los

habitantes de un pueblo situado a siete leguas de Berlín, contemplando con


admiración un globo de desusadas dimensiones, que rápidamente se elevaba
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ta corriente de comunicaciónCon Marte, a la que voy a dirigirme» (pues
además de las com entes de comunicación que desde los planetas van al Sol, y
viceversa, hay las que enlazan los planetas entre sí, y por una de éstas íbamos
a ir nosotros, se aclara en una nota al pie). > 'v. ss
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Son además del mayor interés las concepciones del autor sobre la ideología y
las costumbres satumianas. Como Giher de los Ríos, Aguimana piensa que la
reforma moral por medio de la educación conducirá necesariamente á mejorar la
\\ 1 1 sociedad. ^ \ >

ao Aguimana de Veca es seudónimo del médico de Ribadeo, Lugo, Agustín


Aeevedo (1806-1874). A más de trabajos profesionales, escribió algunas
lS, urta cíelas cqales la conoció el catedrático de Santiago D. Gumersindo

«Una temporada en el más bello de los planetas no es sólo una curiosidad


literaria. Revela un eclecticismo desconcertante para que [...] Aguimana
defienda la ideología deísta y racionalista de la Ilustración y exponga una
concepción determinista de caracteres habitualmente asociados con los
escritores naturalistas de la generación siguiente». \

Dendle

«La imagen del universo que manifiesta el relato nos da una idea
progresiva. Hay otros mundos y otros seres que ya han solucionado todos
los grandes poblemas. Una sucesión de humanidades, en creciente
perfección. Un universo, por decirlo, muy completo y alentador, en el cual
es posible llegar a encontrar todas las cosas y todas las respuestas».
"X V \ \ \x\ - '• f"
"N S i \ i \ r \ O ,, A O \ Vi AlfredoLefebvrc
UNA TEMPORADA EN
EL MÁS BELLO DE LOS PLANETAS
Tirso Aíruimana de Vera

PnlMicnclo en los T om os
XIII a XA"II (ario 1870)
y XA"III (año 1871).

Revista
de ESPAÑA.
MADRID.
RiDuaomDHiMUiuaov i npwmmwímwrio istmo».
t r e s 4H 71. te itl .

1870.
La p rim era n o vela española de
cien cia ficció n : un v ia je a Saturno
en el sigdo XKX
jpor Brian J. Dendíe

En 1870 la Revista de E spaña1 publicó una novela por entregas, Una tempora­
da en el más bello de los planetas, de Tirso Aguimana de Veca. El tem a de la
novela es sorprendentem ente original para tratarse de un trabajo realizado en
España a m ediados del siglo XIX, toda vez que describe las aventuras de dos
terrícolas, el científico alem án Leynoff y el joven español Mendoza, que, ves­
tidos con trajes espaciales prim itivos y haciendo uso de las «corrientes de
comunicación» interplanetarias, viajaron en globo al planeta S aturno2.
Aunque lastrada por una dependencia excesiva de los tópicos y m anieris­
mos de la novela histórica española, Una temporada no es sólo una curiosi­
dad literaria. Revela un eclecticismo desconcertante para que, a través de una
intriga rom ántica de banalidad considerable, Aguimana defienda la ideología
deísta y racionalista de la Ilustración y exponga una concepción determ inista
de caracteres más habitualm ente asociados con los escritores naturalistas de
la generación siguiente. Por la originalidad de su propuesta, precede a un au ­
tor, Julio Verne, de m arcado interés por los avances de la ciencia en sus no­
velas científicas. En su utilización de una perspectiva extraterrestre para sati­
rizar las costum bres terrestres, Una temporada se adelanta a formas más
tardías de ciencia ficción.
Pese a publicarse por prim era vez en 1870, Una temporada se escribió en
una fecha muy anterior. Desde luego que la naturaleza claram ente rom ántica
del trabajo no puede aducirse en ninguna especulación sobre la fecha en que
se escribió, toda vez que la novela histórica rom ántica pervivió en España
hasta bien entrada la década de 1870. No obstante, Aguimana declara en una
nota al pie, que m odifica las teorías médicas expuestas en el capítulo XXVII,
que el trabajo se realizó al m enos veinte años antes de su publicación: «De es­
te modo pensaba el autor hace 20 años (época en que se escribió esta obra);
hoy, aunque da al fluido eléctrico anim al la m ism a im portancia en el orga­
nismo, es bajo otro punto de vista muy distinto» (XV, 460).
Hay evidencias internas que sugieren que Una temporada se escribió a fi­
nales de los años 1840. La tecnología de Saturno se corresponde a la de la
Europa de este período: los ciudadanos saturnianos se ilum inan con luz eléc­
trica producida por pilas voltaicas de zinc y ácido nítrico; los teatros se
alum bran con electricidad (XV, 342) 3. Las referencias astronóm icas nos ayu­
dan a d atar la com posición de Una temporada con gran precisión. La novela
no pudo escribirse antes de 1846 porque Leynoff cita com o «últim am ente
descubierto» (XIII, 439) al planeta Neptuno (que no fue avistado por los as-

« 5 &
trónom os hasta septiem bre de 18464. Una temporada debe haberse escrito
poco después de esa fecha: los viajeros espaciales ven sólo unos pocos aste­
roides (Vesta, Juno, Ceres y Palas) que eran los conocidos en las prim eras dé­
cadas del siglo XIX, pero no se m encionan otros asteroides de características
sim ilares descubiertos por los astrónom os entre 1845 y 1849; las frecuentes
referencias a las siete lunas de S aturno nos proporcionan otra sólida prueba
de que la novela se escribió antes de 1849, cuando los astrónom os descubrie­
ron la octava luna de Saturno. La novela de Aguimana, pues, fue probable­
m ente escrita hacia el año 1847, esto es, alrededor de veinte años antes de
que se publicara la obra de Julio Verne De la Terre á la Lune (1865), una no­
vela generalm ente citada com o el prim er intento de viaje no terrestre en el si­
glo XIX.
En la devoción que siente Aguimana por la ciencia se aleja de sus contem ­
poráneos, los autores españoles del R om anticism o, y se acerca notablem ente
a la generación venidera del N aturalism o. Se deleita en ofrecem os una pléto­
ra de detalles astronóm icos; es notable lo bien que utiliza la civilización de
Saturno para exponer las tecnologías conocidas en E uropa a m ediados del si­
glo XIX; pretende sobre todo explicar al lector los m étodos del razonam iento
científico. Los hom bres de ciencia, com o reclam an tanto Leynoff com o el
em dito satu m iano Nolarto, deben buscar en los hechos la confirm ación de
sus hipótesis; los argum entos sobre la inducción y la analogía hay que asen­
tarlos m ás allá de nuestros sentidos. Por m edio de la observación y el razo­
nam iento, los científicos establecen la perfección m atem ática del universo y
esta perfección suprem a argum enta la necesidad de un Ser Suprem o. La llave
de toda la vida es la electricidad, «el alm a del universo» (XV, 129). Esto con­
duce a una concepción del hom bre casi naturalista, ya que, aunque se acepta
en teoría el libre albedrío, el tem peram ento y la conducta dependen de la
polaridad eléctrica: el am or, la antipatía, el poder de los líderes, el genio o la
crim inalidad pueden explicarse con la electricidad5.
Antes que Lom broso, Aguimana proclam a el parentesco entre genio y cri­
m inalidad. Ambos son una form a de anorm alidad físicam ente determ inada y,
por tanto, no sujetos al juicio moral: «Entonces ni adm irarás a los grandes
genios ni execrarás, sino que com prenderás a ciertos crim inales célebres»
(XV, 469). De acuerdo con sus teorías determ inistas, Aguimana basa el am or
en térm inos m ecánicos, com o cuando escribe: «M aquinalm ente, y atraídos
por el fuego ardiente de sus ojos, por el magnífico fluido que de ellos em ana­
ba, acercáronse uno a otro... (XVII, 601). Abundan las im ágenes eléctricas,
com o en este ejemplo: «Las palabras que pronunció Silaydi ... fueron para
Nostrady lo que es a un cadáver el contacto de una batería eléctrica» (XVIII,
122). La m edicina se tom a com o una ciencia, no como un arte. El doctor sa-
turniano Sattulo explica que el conocim iento del hom bre se consigue por la
disección y el análisis de los cadáveres, un estudio «ayudado siem pre del cál­
culo y de la física» (XV, 471); la razón es el juez suprem o en am bas m aterias:
«Que el juez com petente en ese exam en es la razón, y que la razón no sufre
más yugo que el que quiere im ponerse ella a sí misma» (XV, 471).
Como en buena parte de la ciencia ficción, la descripción de las costum ­
bres de otros planetas perm ite al au to r ofrecer una crítica im plícita de las te­
rrestres. Los saturnianos son considerados con los dem ás, evitan el alcohol,

« 6»
tienen hospitales adm irables y una adm inistración eficiente y honrada. Los
actos gubernam entales son siem pre austeros porque así no atraen al crim en.
Aunque vemos en Saturno un sistem a rígido de clases, la educación saturnia-
na previene el odio interclasista utilizando uniform es y rehuyendo el favori­
tismo en todo lo posible. La clave del sistem a en S aturno es la educación
elem ental para todos: «Escuelas, pues, y siem pre escuelas, clám ase aquí en
todas partes y a todas horas; escuelas, señores, escuelas, y m edia docena de
leyes para regirnos» (XVII, 443). Sólo los m ás virtuosos y cultos pueden ser
profesores: «Para ser m aestro, señor, es preciso poseer una virtud sin tacha,
ser fino, am able y grave a la vez, poseer una instrucción m uy vasta, princi­
palm ente en medicina (el destacado es mío), un conocim iento profundo del
corazón hum ano, y, sobre todo, un tacto exquisito para dirigir a los niños,
prem iar la aplicación y la virtud y castigar el vicio» (XV, 627). Como G iner de
los Ríos, Aguimana opina que la reform a m oral por m edio de la educación
conducirá necesariam ente a m ejorar la sociedad: «Procurad que los hom bres
sean buenos, y la sociedad será mejor» (XV, 627).
La reform a de la educación, sin em bargo, no es suficiente en sí m ism a
para p ro d u cir la sociedad ideal, com o se pone de relieve en la extensa dis­
cusión sobre esta m ateria en el capítulo LVI. Las creencias religiosas se li­
m itan al reconocim iento form al de una deidad, lo que se considera por los
satu rn ian o s ilustrados com o un sentim iento necesario para preservar la so­
ciedad y co ntener pasiones perversas. Como estructura de gobierno, aunque
la R epública se considera técnicam ente com o la organización ideal de la so­
ciedad, se considera que en el m om ento presente es sólo «un bello ideal, pe­
ro irrealizable» (XVII, 447). Deben evitarse a toda costa los cam bios violen­
tos. Los revolucionarios son m iopes porque, ignorando las costum bres,
tradiciones e intereses creados, preparan el cam ino hacia la anarquía: «No
hay gobierno nuevo, por bueno y perfecto que sea, que no tenga que chocar
contra intereses creados, contra usos y costum bres establecidos, contra tra ­
diciones respetables y contra el hábito m ismo, que es casi u n a segunda n a­
turaleza. Y si antes de intentar tan radical y profundo cam bio no preparáis
convenientem ente al pueblo, tenedlo por seguro, N ittrando, correrá a to­
rrentes la sangre, se conm overá la nación hasta sus cim ientos, y la anarquía
aparecerá sem brando por todas partes la desolación y el espanto (XVII,
447). La cacareada tolerancia saturniana por las opiniones ajenas no se ex­
tiende a las críticas hacia el orden establecido: existe una «am plia toleran­
cia para todas las opiniones ... con tal de que no toquéis, se entiende, el o r­
den y el gobierno establecidos» (XV, 135). La sociedad satu rn ian a es, de
hecho, su p erio r a la de la Tierra sólo en su organización. La propia n a tu ra ­
leza hu m an a es corrupta en todos los m undos, com o com prueba finalm ente
M endoza con am argura: «Oh hom bres, hom bres, en todos los m undos sois
los m ismos...» (XVII, 127).
La exposición de las ideas de los saturnianos posee un cierto interés histó­
rico, no sólo com o la expresión novelada de una ideología a la vez conserva­
dora e ilustrada, que prevalecía en la clase m edia española m ediado el siglo
xix. Desgraciadam ente los elem entos didácticos presentes en Una temporada
se conectan estrecha y significativam ente con la intriga novelesca que, au n ­
que ubicada en Saturno, no deja de ser m eram ente una historia banal sobre

•a 7 »
las vicisitudes de dos enam orados. Una temporada adolece de todos los defec­
tos de la novela histórica española de la época. Resulta tediosam ente lenta:
las conversaciones son prolijas, las elaboradas formas de cortesía, con el uso
del vos, llegan a irritar. Apenas se explotan las posibilidades de un escenario
no terrestre. Aguimana no escapa a las lim itaciones del rom anticism o m edie­
val. Pese al progreso tecnológico, sus saturnianos viven en un m undo extra­
ñam ente arcaico de caballeros, caballos, tornos, duelos, castillos feudales, pa­
sadizos secretos y un rígido código de honor. Los personajes nunca cobran
vida, con las posibles excepciones, y para eso en contados m om entos, del es­
toico erudito Leynoff y el saturniano Nostrady, que, enloquecido y degradado
por una pasión fatal, se m uestra com o una figura bien trazada en la novela
rom ántica. Aguimana, en efecto, parece sufrir frecuentes duchas frías para
no alcanzar un m ínim o de originalidad. Así, después de una nada im aginati­
va descripción de la ilum inación proporcionada por los anillos de Saturno en
la noche polar de cada quince años del planeta, Aguimana pregunta al lector,
de modo un tanto apologético: «Quizá me hago pesado con tantas descrip­
ciones; pero ¿cómo prescindir de ellas cuando se trata de un m undo desco­
nocido? ¿He de callar, por ventura, lo que he visto?» (XVI, 604).
Creo que la novela de Aguimana merece, com o m ínim o, una breve m en­
ción en cualquier historia de la ciencia ficción europea; su relato del viaje a
Saturno tiene un interés considerable com o precursor de las posteriores y
más exitosas novelas de Julio Veme, H. G. Wells y los m odernos escritores de
relatos sobre viajes interplanetarios. En lo que concierne a la relación de
Aguimana con la ciencia, el racionalism o deísta y sus puntos de vista políti­
cos, conservadores m as no reaccionarios, son una reflexión rara y posible­
m ente única en la novelística de su época, cuando aún perduraba el período
rom ántico en Espaa pero ya entrem ezclado con la ideología de la Ilustración.
La novela rom ántica de aventuras caballerescas y am ores virginales no era,
desde luego, el vehículo idal para m ostrar una ideología; los elem entos cientí­
ficos y didácticos de Una temporada se presentan, por tanto, con un aura de
banalidad, en form a de discusiones eruditas que se suceden como entre pa­
réntesis, apenas conectadas con la intriga de la novela. Una temporada, con
su fecha tardía de publicación y el lim itado talento del autor, no ejerció in­
fluencia alguna en el desarrollo de la novela española. Cuando finalm ente
apareció triunfante Julio Verne, sí que se im puso un nuevo género de relatos
de aventuras científicas. La novela por entregas siguiente de esta laya en la
Revista de España sería La sombra, de Pérez Galdós6.

N otas

1. Revista de España,, Madrid, tomo XIII (1870), pp. 429-446, 584-601; tomo
XIV (1870), pp. 103-114, 289-297, 456-466, 600-624; tom o XV (1870), pp.
122-141, 260-293, 444-471, 616-632; tom o XVI (1870), pp. 114-137, 279-
302, 437-460, 588-611; tom o XVII (1870), pp. 123-138, 286-304, 435-453,
588-608, y tom o XVIII (1871), pp. 104-134. Todas las referencias de este
estudio que aparecen en el texto se refieren a los tom os y las páginas de la
Revista de España.

-a 8 *
2. Los aspectos científicos de la novela han sido tratados brevem ente por Al­
fredo Lefebvre en Los españoles van a otro m undo (Barcelona, Editorial
Pomaire, 1968), pp. 37-42.
3. E ntre 1841 y 1843 se realizaron diversas dem ostraciones públicas de luz
eléctrica producida por baterías de ácido nítrico. La luz eléctrica se usó
por prim era vez en un teatro de París en 1846 para una obra con el curioso
título de Pommes de ierre malades. Ver «Eclairage» en La Grande Encyclo-
pédie (París, s. a.).
4. Uno de los m uchos anacronism os para tratarse de un viaje supuestam ente
realizado en 1822.
5. Aguimana no fue el único novelista español fascinando por el poder de la
electricidad. Ros de Olano, por ejemplo, describe al Doctor Lañuela como
«eléctrico-magnético espiritualista» (Antonio Ros de Olano, El doctor La­
ñuela, M adrid, Im prenta de Manuel Galiano, 1863, pp. 65).
6. Una versión prim itiva de este artículo, titulada «Un viaje rom ántico a Sa­
turno. Una temporada en el más bello de los planetas de Tirso Aguimana de
Veca» se publicó en Estudios del Rom anticism o 7 (1968), pp. 243-247. Me
siento en deuda con los Adm inistradores de la Universidad de Boston por
perm itirm e reproducir varios párrafos de aquel artículo.

Traducción de «Spain’s first novel of science fiction: A Nineteenth-century


voyage to Satum», en Monographic Rewiev/Revista monográfica, Ciencia
ficción, fantasía y suspense hispánicos, volumen III, 1-2, 1987, pp. 43-48

•a 9 &
El m ás b ello d e lo s p la n e ta s
por Alfredo Lefebvrc

Brian Dendle, de la Universidad de Michigan , ha señalado com o antecedente


de la ciencia ficción el relato español Una temporada en el más bello de los
planetas, escrito por Tirso Aguimana de Veca. Si no posee todos los encantos
de una historia a lo Julio Verne, el atractivo principal reside en la descripción
del viaje extraterrestre, rum bo nada menos que a Saturno.
«Al am anecer de uno de los días del mes de junio de 1822, se hallaban los
habitantes de un pueblo situado a siete leguas de Berlín, contem plando con
adm iración un globo de desusadas dim ensiones, que rápidam ente se elevaba
por el espacio».
Este es el com ienzo. Sorprende tal vez que se conciba un viaje fuera del
espacio en globo. Hay otro, si no yerro, a la luna, tam bién en globo, de Edgar
Alian Poe, la Aventura sin igual de un cierto Hans Phaal. Aguimana inventa un
recurso excelente para darle «normalidad» al medio cosm onáutico que em ­
plea. El globo asciende hasta el térm ino de la atm ósfera terrestre, allí se de­
tiene, pero m ediante una técnica especial, entra en «las corrientes de com u­
nicación» interplanetarias. Una nota explica: «Además de las corrientes que
desde los planetas van al Sol, y viceversa, hay las que enlazan los planetas en­
tre sí; p or una de éstas íbam os nosotros». Pero lo sabroso es esto: El científi­
co prom otor del viaje y alem án, naturalm ente, usa nada menos que una
«brújula» para orientar el globo en el espacio exterior. A su com pañero, un
joven español, le dirá: «No os asustéis, Mendoza, si al entrar en la corriente
de com unicación con M arte sentís un estrem ecim iento extraordinario». Así
sucede cada vez que se acercan a un planeta.
La conversación previa entre el científico Leynoff y el español es delicio­
sam ente ingenua:

«—Mendoza, yo creo que es posible trasladarse desde la Tierra a uno de


los m undos que pueblan el espacio. Y tanto lo creo, amigo mío, que pienso
yo m ism o efectuar este viaje.
«— ¡Cómo! ¿Qué decís?
«—Que pienso trasladarm e a un planeta.»

De este modo, el alem án le explica a M endoza todo su proyecto. Le m ues­


tra la nave y todos sus artilugios: «Y me enseñó, por últim o, una careta de vi­
drio para cubrir el rostro y parte de la cabeza, del borde de la cual se des­
prendía una tela doble de lienzo, en m edio de la que había una capa de gom a
elástica muy espesa.

«La careta era, com o he dicho, para cubrir el rostro y la cabeza, y la tela
para envolver el cuerpo en toda su extensión, pero sin adherirse exacta-

« 11 *
mente a él. El espacio que mediaba entre la tela y el cuerpo, que sería co­
mo de dedo y medio, tenía por objeto mantener la superficie de aquél, ro­
deado de aire, pues sabido es que éste, no sólo penetra en los pulmones
por la traquearteria, sino que es absorbido por la piel. Tenía, además la ca­
reta, una abertura enfrente de la boca, la cual podía abrirse y cerrarse por
medio de unos resortes construidos con tan exquisita perfección, que per­
mitían entrar el alimento sin dejar salir el aire.
»Frente a la nariz tenía también un agujero tapado con una rosca colo­
cada en la extremidad de un conducto largo y cilindrico, el cual iba a parar
al receptáculo que contenía el aire, y cuyo conducto, siendo, además, bas­
tante elástico, permitía hacer todos los movimientos necesarios para ma­
nejar las máquinas y para conducir el globo, en la dirección conveniente.»

Las frustraciones sentimentales que había padecido en esos días Mendoza,


le mueven a correr un riesgo de muerte tan posible como el suicidarse al
acompañar a su amigo en el viaje extraterrestre. A pesar de la resistencia del
científico, al cabo de tres días, uno y otro entran en el globo, introducen los
gases elevadores, y ya los tenemos saliendo por la atmósfera.
Las primeras etapas del viaje llevan la fascinación de la Tierra. Va empe­
queñeciendo, desaparecen todos los lugares reconocibles, los edificios, los
bosques, los mares; crece la presencia del espacio, la amplitud del universo.
Ya sabemos lo que sucede en el borde del final del aire atmosférico. Desde
allí enfilan hacia las regiones espaciales de Marte. Mientras se acercan, en la
cabina del globo, los viajeros se cuidan bien: abundan las fiambreras, el pan,
vino del Rhin y sobre todo buen apetito. El cielo es cada vez más negro, el sol
se hace más pequeño; crecen las distancias, las cifras, los asombros y se acer­
can los planetas habitados.
Mendoza se sobrecoge ante la presencia de Marte. Contempla un mundo
igual a la Tierra: «veo una ciudad, y con sus calles, casas y palacios. ¡Qué per­
fectamente se percibe el mar, y los continentes que por todas partes rodean!
Sí veo hombres, en este mundo, tan perfectamente distintos, como si me ha­
llase junto a ellos.»
La aproximación a Júpiter pone dramatismo al viaje, con peligros de
muerte por las inmensas llamaradas del planeta que recalientan al globo y
sus viajeros. No caen al enorme planeta; las «corrientes de comunicación de
Saturno» los alejan del trance y siguen avanzando hacia el lugar de destino.
Una copiosa cena — el autor debe haber sido un «gourmet»— prepara la
inminente llegada a Saturno, después de los riesgos y angustias de Júpiter.
Salmón, champaña, y luego el espectáculo de los radiantes anillos de Satur­
no, más las siete lunas. Descienden en la parte iluminada del planeta.
Allí termina el prodigioso viaje interplanetario. Es la parte más fascinante
del relato de Aguimana. Después, el mundo saturniano sólo trae como curio­
sidad el tamaño colosal de cada cosa, árboles y hombres son inmensos. Todo
lo que se describa de allí será igual a como se encontraba en la Tierra, duran­
te los días del autor. No tiene ya interés referir todo lo que le sucedió a nues­
tros viajeros espaciales. Conviven con la familia del señor Nomara y otros
personajes saturnianos. Se engendra un tipo de relación humana de alta dig­
nidad, superior a la terrestre, lección del autor, clásico procedimiento para

« 12 »
mostrar otros mundos, que superan nuestras limitaciones y ejemplarizan to­
da ética.
Nunca pone Aguimana una invención de cariz saturniano. Si describe una
siembra dirá que «unos animales parecidos a bueyes, tiran del arado, pero
son mejores que ellos». A lo más, cambia los colores habituales, junto con
mejorar siempre las calidades de toda cosa. «Eran los carruajes de graciosa
forma, grandes, cómodos, y de exquisito gusto. Tiraban de cada uno de ellos
siete caballos más corpulentos que los de la Tierra, de delgados remos, de lus­
trosa cabeza, de dilatado pecho, duro casco y admirable estampa. Desde la
cabeza hasta la mitad del cuerpo, eran de un vivo encamado, y todo lo res­
tante de un color muy subido de violeta».
Entre las curiosidades que aparecen en Saturno figura la luz eléctrica.
Tómese en cuenta que la invención de la bombilla de Tomás Alva Edison es
de 1879. He aquí su descripción:

«La luz venía de un enorme globo de vidrio que parecía colocado en el


cielo por su elevación. Este globo, que cuadraba precisamente con el cen­
tro de la ciudad, estaba sostenido por altísimas columnas que, arrancando
de los arrabales y encorvándose graciosamente sobre sí mismas, remata­
ban en un grande anillo, en medio del cual estaba colocado el globo.
»Las columnas eran huecas, y en sus bases se veían pilas de mil elemen­
tos cada una, regadas con ácido nítrico que, acumulado sobre el zinc, su­
ministraba el fluido eléctrico necesario para sostener la luz. Los conducto­
res del fluido eran alambres muy gruesos que subían por el hueco de las
columnas para penetrar dentro del globo. La columna más ancha tenía
una escalerilla de caracol, por la cual entraba el que había de tenerlo lim­
pio».

No falta en ese mundo ninguno de los valores culturales que caracterizan


la existencia terrestre. De Dios tendrían una imagen antropológica. Es con­
templada en el cuadro de un templo: «La figura representaba un hombre
desnudo, medio envuelto en una densa nube, que no dejaba percibir de él
más que el pecho, los brazos, la cabeza y parte de la cadera y el muslo iz­
quierdos, puesto que descansaba sobre el lado derecho». Enseguida exalta di­
cha representación; las admirables formas, la perfección de las facciones, la
expresividad de los ojos, tales, que parecían hablar con quien los mirase. «Y
en aquella figura celestial se veían retratadas toda la grandeza y majestad de
un Dios. Y a Dios representaba efectivamente».
La imagen del universo que manifiesta el relato nos da una idea progresi­
va. Hay otros mundos y otros seres que ya han solucionado todos los grandes
poblemos. Una sucesión de humanidades, en creciente perfección. Un uni­
verso, por decirlo, muy completo y alentador, en el cual es posible llegar a
encontrar todas las cosas y todas las respuestas.
Las relaciones entre saturnianos y terrícolas son, por lo demás, exquisitas.
Siempre se hablan los unos a los otros con gran consideración y altas pala­
bras. Por esto, cuando ya los viajeros van a regresar a la Tierra, a causa de
que Leynoff se encuentra muy grave de salud, y quiere morir en su planeta de
origen, la despedida tiene este emocionado extremo: «Todas las noches,

« 13 »
m ientras vivamos —nos dijo el señor Notely, desgarrado el corazón por su
dolor—, hemos de m irar a una misma hora, vos, Mendoza a Saturno, y noso­
tros a la Tierra. A lo menos, ya que no nos vemos, nos hablaremos con el
pensamiento».
Con todo, Saturno es un mundo semejante a un cuadro fantástico, según
expresa el autor, que «sólo puede crear la inteligencia en uno de sus delirios
más espléndidos. ¡Ah, y así era todo en Saturno!» No deja de divisarse en la
calidad y nobleza de las relaciones que los terrícolas prueban de los saturnia-
nos, cierta prestancia y generosidad propias del pueblo español. Y al fondo de
las concepciones que cultivan los saturnianos, hay una nebulosa remota, cen­
tral del universo, en la cual se encuentra Dios.
Allí se entiende que la electricidad es el alma del universo. Allí no hay po­
bres. Allí no hay tabernas. Es graciosa la siguiente conclusión admirativa. Va
Mendoza por una calle del país Romalia, y contempla maravillado el am bien­
te de la ciudad y sus habitantes: «Se les veía entregados al trabajo, sin que en
las calles se observase ese barullo, ni ese ruido atronador que en la Tierra
producen los vagos, las mujeres del pueblo, los coches y las campanas».
Todos los sentimientos alcanzan sublimidad; un joven enam orado de una
chica que se llama Aneyda, le declarará gloriosamente: «...vuestra alma, llena
de candor, aspira a otros goces más puros, a aquellos goces casi ideales de
que sólo los ángeles pueden gozar». Un amigo suyo le ha consolado de sus
problemas sentimentales; él le contesta con grandes párrafos de reconoci­
miento, hasta concluir con esta exclamación: «¡Santa amistad, y cuánto pue­
des!
Con todo, «Una temporada en el más bello de los planetas» es un relato
muy singular para los días en que fue escrito, capaz de trasladam os de noso­
tros mismos y de nuestra Tierra.

Reproducido de Los españoles van a otro mundo, de Alfredo Lefebvre,


Barcelona, Pomaire, 1968.

« 14 »
T irso Aguim ana de Veca

yor Augusto UriOe

Tirso Aguimana de Veca es seudónimo del médico gallego Agustín María Ace-
vedo1. No figura en los Manuales de Literatura al uso, mas sí aparece citado en
los sueltos de las Biografías gallegas de Amor Meilán, en el Diccionario Bio-
bibliográfico de escritores de Couceiro Freijomil y, después, en la Enciclopedia
Gallega, en el epígrafe Acevedo, sin entrada por la voz Aguimana. Todos repro­
ducen parte de un artículo del Almanaque Gallego de 1900, publicado en Bue­
nos Aires, en que Castro López obtiene los datos biográficos del autor en una
conversación que mantiene con su hijo Romualdo2. He consultado los textos
antes citados y, aún más, la Bibliografía Hidrológica-Médica Española de Martí­
nez Reguera de 1897, que contiene un resumen de las Memorias que presentó
como médico de balnearios, a las que más adelante me refiero, y de varios artí­
culos suyos. He visto también sus partidas de bautismo y defunción.
Nació nuestro hombre en Ribadeo, provincia de Lugo, el 4 de julio3 de
1806 y fue bautizado como Agustín María Ramón, hijo de Ramón María L ó­
pez Acevedo4 y Francisca Vicenta Rodríguez. Su familia materna era riba-
dense pero su padre y sus abuelos paternos eran tapiegos, de Tapia de Casa­
riego, partido judicial de Castropol, Asturias, próxima a Ribadeo.
Estudió en la Universidad de Santiago y se doctoró en la de Madrid. Ter­
minada su carrera, en 1834 fue nombrado subdelegado de Medicina y Cirugía
en el mentado Castropol. Pasó después a la titular de Villaviciosa y en 1849 a
la de Avilés. En 1853 se trasladó a Oviedo, en cuya Facultad de Ciencias fue
profesor de Historia Natural y, un año más tarde, miembro de la Junta de
Sanidad. Asistió a dos epidemias de tifus en Asturias, la una en 1839 en Santa
Eulalia de Oseos, municipio del partido judicial de Castropol, y la otra en
1843 en M ogobio5, lugar del municipio de Villaviciosa: en ambas se le agra­
decieron públicamente sus servicios. Asistió aún a una tercera, ésta de cólera
en 1854 en Oviedo, que mereció una felicitación real en la Gaceta.
Pasó de Oviedo a Madrid para tomar parte en las oposiciones a médicos de
baños minerales, donde había ocho vacantes para doscientos candidatos y,
tras una serie de vicisitudes, obtuvo el primer lugar en la primera tema. Una
Real Orden de 14 de abril de 1859 lo nombró Director de los Baños de Arteijo
y Carballo, provincia de La Coruña, a dónde acudió ininterrumpidamente
durante las temporadas de 1860 a 18706. Cada año redactó una Memoria de
actividades en la que, con pluma fácil, daba cuenta de todos los casos trata­
dos. La primera contiene una descripción del balneario y su entorno, análisis
y propiedades de sus aguas y demás, y mereció un premio por parte del Con­
sejo de Sanidad.
En concurso resuelto el 27 de enero de 1871 obtuvo la plaza de Director
Médico del balneario de Caldas de Besaya, en Cantabria, del que volvió a re­
dactar una gran Memoria en ese año, más otras menos extensas en los si-

« 15 »
guientes, hasta que allí falleció el 2 de junio de 1874. Su partida de defunción
—el Registro Civil se había creado en España dos años antes— es muy escue­
ta: el em pleado de la Casa de Baños que da cuenta de su m uerte al juez de
Los Corrales de Buelna dice ignorarlo todo sobre él, particularm ente sobre si
tiene o no hijos.
Sus trabajos profesionales, varios de ellos sobre el sistem a nervioso, apa­
recieron en diferentes publicaciones, principalm ente en el Boletín de Medici­
na, Cirugía y Farmacia y El siglo médico, am bos de Madrid.
Desde 1868 y ya sin otra actividad conocida que la balnearia, las M em orias
de sus estancias de tem porada las firm a en Lugo en el mes de diciem bre de
cada año, por lo que cabe suponer que, hasta su vuelta al balneario en la es­
tación veraniega, dispuso de meses de ocio para escribir novelas que han
perm anecido inéditas. Una que guardaba de tiem po atrás, Una temporada en
el más bello de los planetas, accedió a publicarla a instancias del catedrático
de Santiago D. Gum ersindo Laverde Ruiz7.
El artículo de Brian J. Dendle, m ás arriba reproducido, es realm ente bue­
no. Debería servirnos de modelo a quienes tantas veces resolvemos la crítica
de una novela con poco m ás que el resum en de su argum ento. Como anécdo­
ta, es notable su intuición al subrayar la palabra medicina sin saber que el au ­
tor era médico. Su argum entación sobre el año en que se escribió la novela es
incuestionable y, de acuerdo con esa datación, la novela se escribió entre Cas-
tropol y Villaviciosa.
Como otros m uchos, desconoce Dendle novelas anteriores a ésta de crítica
social de los usos y costum bres españoles de m ediados del siglo XIX, tales el
Astolfo de 1833 o la Lunigrafía de 1855-1858. En Astolfo, viage a un m undo
desconocido, su historia, leyes y costumbres, el protagonista alcanza otro pla­
neta y la descripción de sus leyes y costum bres perm ite al au to r hacer una
crítica no ya implícita, sino decididam ente explícita, de las de España y E u­
ropa. La exposición de los usos terrestres y su contrapartida en el otro plane­
ta ocupan la m ayor parte de las páginas de la novela8 y la tram a am orosa se
trata m ás brevemente, al contrario de cuanto sucede en Una temporada. Al fi­
nal Astolfo llega a la conclusión de que «la especie hum ana es igual en todos
los globos, toda necesita igual remedio», como lo hace Mendoza al descubrir
que la sociedad hum ana es corrupta en todos los m undos, «Hombres, en to­
dos los m undos sois los mismos».
La Lunigrafía ó noticias curiosas sobre las producciones, lengua, religión, le­
yes, usos y costumbres de los lunícolas9 es una obra en nueve partes de Miguel
Estorch y Siqués, quien, de acuerdo con el editor, firmó las cuatro prim eras
como M. Krotse para parecer alem án y hacer más creíble su narración. En
ella el protagonista lanza con un cañón una bala a la luna, diez años antes de
que lo hiciera Verne, en cuyo interior viaja un criado de corta talla y gran cu­
riosidad, que no sólo regresa con noticias de los lunícolas, sino que establece
una línea telegráfica entre los dos astros para que los sabios de la luna ex­
pongan sus usos y se espanten de los nuestros.
Otras novelas, com o episódicam ente el Viage somniaéreo a la luna ó Zúle­
nla y Lambert, de Joaquín del Castillo y Mayone en 1832, hacen la crítica de
algunas costum bres terrestres. Y aún más, el Viage de un filósofo a Selenópo-
lis, corte desconocida de los habitantes de la Tierra, de D. A. M. Y E. (Don An-

•a 16 e-
tonio M arqués y Espejo) en 1804, con el grave inconveniente de lo m ucho
que copia de la francesa Le voyageur philosophe dans un pays inconnu aux
habitants de la Terre, de Mr. de Listonai en 1761.
Son bien descriptivas las páginas de Alfredo Lefebvre en Los españoles van
a otro m undo, que voy a com plem entar con algún dato más. En 1835 se dio
efectivam ente la Singular aventura de Hans Pfaall]0, de Edgar Alian Poe. Mas
tres años antes ya se había dado otro viaje a nuestro satélite en globo, de au ­
toría española, el citado Viage somniaéreo a la lu n a n . Aunque el m oro Ismael
no llega a la luna, sí se em barca hacia ella y sueña que la ha alcanzado y co­
nocido a sus pobladores.
«La literatura [fantástica]», escribe K agarlitski12, «pasaba de los viejos
proyectos a los nuevos no porque aquéllos se realizaran, sino solam ente por­
que el pensam iento ofrecía otras ideas de m ayor interés». Así, para el viaje a
la luna, del sueño o el viento que levantaba una nave, se pasó al vuelo a re­
molque de pájaros de Domingo González, a los cohetes por etapas de m édula
de buey de Cyrano y a la ascensión en globo, que fue la m ás frecuente.
Así, un año después de Una temporada, apareció en tres entregas Un viaje
al planeta Júpiter,3, del más que prolífico folletinista Antonio de San Martín,
el peor literato de su género y el m ejor cocinero de caldo gallego, en palabras
de Cejador. Como el de Aguimana, era un globo grande, de noventa pies de
longitud y aún m ás de latitud, capaz de arrastra r una barquilla con un com ­
partim ento para la Princesa, acolchado con plum as y seda verde de legítimo
dam asco, más otras dos personas, dos perrillos, los instrum entos de observa­
ción y las provisiones, sólo alcanzó el Planeta Rojo en sueños, hubo de regre­
sar a la Tierra cuando el aire se hizo irrespirable.
Y dos años m ás tarde se publicó Selenia14, de Aureliano Colmenares, con­
de de Polentinos, donde sí llegan a la luna en globo una pareja de recién ca­
sados y el padre de la novia, en otro gran globo, con habitaciones separadas,
un tim ón para dirigirlo y unas velas que movía el viento com o aspas de moli­
no, que guardan cierta sem ejanza con las ruedas de paletas del globo de M.
Leynoff.
Este globo de M. Leynoff en Una temporada, que los am ericanos dirían de
patio trasero de casa, no se detiene exactam ente al térm ino de la atm ósfera,
sino antes, en la parte superior de la m isma, hay que suponer que donde la
presión de los gases internos se iguala con la del aire exterior. Seguidam ente
entra en acción la m áquina que mueve las dos ruedas de paletas15 que des­
plazan «horizontalm ente»16 al globo hasta encontrar la corriente de com uni­
cación con Marte. Ahí es donde M. Leynoff utiliza la brújula, no en el espacio
exterior, sino todavía dentro de la atm ósfera terrestre.
Al final, tras en tra r en la corriente de Saturno y pasar rápidam ente ante
los anillos, con el solo tiem po de ver que tienen vegetación y vida, caen sobre
S aturno en el jardín de un palacio. Su propietario es el príncipe de Toluma,
prim o del rey de Roquelia, que los acoge y se encarga de hacerles aprender la
lengua del país. Cuando la dom inan, explican que proceden del tercer planeta
desde el sol, al que los habitantes de Saturno llam an Nattola, causando un
asom bro rayano en el estupor en quienes los escuchan.
A destacar, com o dice Lefebvre, que se engendra un tipo de relación de al­
ta dignidad. Por lo demás, sigue por páginas y más páginas lo que Dendle ca-

* 17 »
lifica acertadamente de una trama banal, que debería haber acortado el autor
para no hacer la novela tediosa.
A la conclusión de su artículo, dice bien Lefebvre de la sublimidad de los
sentimientos saturnianos, el alma candorosa y el goce semejante al de los án­
geles. Mas eso no impide a Aguimana escribir textos tan mundanos como «en
un lecho, cuya riqueza y magnificencia eran fabulosas, descansaba con deli­
cioso abandono el cuerpo más bello y seductor que el ojo humano hubiese
visto jamás. Las ropas que lo cubrían dejaban percibir contornos de una per­
fección extremada».

N otas

1. De Veca es casi Acevedo al revés, Tirso pudo ocurrírsele del San Tirso
(de Abres), cercano a Castropol, y Aguimana, un apellido inexistente, lo
formaría entonces con las letras restantes.
2. Romualdo Acevedo Rivero nació en Villaviciosa, Asturias (su madre era
también gallega), estudió Derecho en Santiago y escribió asimismo en
la Revista de España. Fundó y dirigió El Diario de Lugo, donde firmaba
con el anagrama de Amorodul. Publicó interesantes trabajos sobre la
historia de Ribadeo.
3. De julio y no de junio, como se lee en las referencias bibliográficas que
lo mencionan. Su partida de bautismo, que se conserva en el archivo
diocesano de Mondoñedo, dice que, nacido el día anterior, fue llevado a
la pila el 5 de julio.
4. De ideología muy liberal, hubo de exilarse en Londres, donde fundó El
Español Constitucional y se anunciaba como profesor de humanidades
y violín. Tan radical era que proponía la implantación de una dictadura
en España como único medio posible de traer luego la democracia.
5. Aparece escrito de otros modos, mas entiendo que se trata de este lugar.
6. Cada balneario alojaba al médico de baños que le correspondía, a su
familia y hasta a su servicio doméstico durante los meses que permane­
cía abierto, remunerándolo además con el estipendio establecido.
7. Quizá cupiera preguntarse si, tras la Gloriosa de 1868 y la salida de Es­
paña de Isabel II, pensó Aguimana que no tendría tropiezos con la cen­
sura por sus concepciones de la religión y de Dios.
8. Se recalca que allí las leyes son pocas y claras, a fin de que todos pue­
dan conocerlas y respetarlas, lo que es tema recurrente en las novelas
de esta estirpe.
9. Para el conocimiento total de esta obra, que no he encontrado completa
ni en la Biblioteca Nacional de Madrid ni en ninguna otra española, soy
deudor de la Universidad de Wisconsin.
10. 1.a edición española en Historias extraordinarias, Madrid, Mateu, 1918.
11. Castillo y Mayone, Joaquín del. Viage somniaéreo a la luna, o Zulema y
Lambert, Barcelona, Saurí y Cía., 1832.
12. Kagarlitski, Yuri. ¿Qué es la ciencia ficción?, Madrid, Guadarrama, 1977.
13. San Martín, Antonio de. Un viaje al planeta Júpiter, Madrid, Librería de
El Puente de Alcolea, 1871.

■a 18 *
14. Colmenares, Aureliano. Selenia, viaje científico recreativo de descubri­
mientos en el cielo austral, verificado por la familia S ’lay, redactado en
vista de las notas del mismo Doctor Harry S ’lay, y original por D. Aurelia­
no Colmenares, M adrid, Im prenta a cargo de Juan Iniesta, 1873.
15. Unas paletas que no funcionarían fuera de la atm ósfera; necesitarían de
un m ínim o de aire para ejecutar su m ovim iento de arrastre del globo.
16. Horizontalmente es claro que quiere decir circunvalando la Tierra a
gran altura, com o cuando decim os que nos movemos en horizontal so­
bre su superficie curva.

-a 19 *
■qggMiffqppfl |'W iJLUil!llf"lliii-J 'H "l —U f H

UNA TEMPORADA EN EL MAS BELLO DE LOS PLANETAS

CAPITULO PRIMERO.

QUI ÓU BEA. M. L BV*OFF.


AJ amanecer de uno de los dia* del mea de Junio de 1823’ se
hallaban lo« habitantes de un pueblo, situado á siete leguas de
Berlín, contemplando, con admiración, un globo.de desusadas d i­
mensiones, que rápidamente se elevaba por el espacio.
En aquel globo, íbamos M. LeynofT, celebridad científica de
Alemania* y yo. Pero corno el lector no me oonoce, y es muy po­
sible que tampoco.haya llegado á bu noticia oh nombrado M. hey-
noff, voy en breves palabras á dar una idead© lo# dos;
Me llamo Enrique Benito de Mendoza, y soy hijo del General de
este apellido, que murió defendiendo á su pàtria (EapaCIa) cuando
Napoleón quiso, por una perfidia, subyugarla. Mi madre, de com­
plexión delicada y enfermiza, dejó de existir á poco tiempo. y yo
mo vi huérfano en harto temprana edad, toda ver que sólo tenia
15 afios en aquella época desgraciada. Desde entónese- hasta el
presente (cuento ahora 28), ha sido mi vida una sèrie no inter­
rumpida de infortunios, para mitigar loe cuales me propuse viajar
por toda Europa. En uno de estos viajes conocí á M. LeynofT.
Era éste, un hombre alto * delgado , como de unos 50 aHoe, de
aspecto aériQ, de. andar grsuve, y de rostro enjuto y descolorido.
S ub ojos, negros y rasgados, tenían un brillo extraordinario, y su
mirada, escrutadora y profunda, hacía bajar loe ojos á cualquiera
Que ee le acercase. La primera vez que le vi, me impuso este boni-
430 UNA TEMPORADA
bre; pero luego que le traté, me fué altamente simpático por su
saber, por su co »versación de poderoso atractivo, y por sus mane­
ras do tan exquisita finura, que me encantaron.
Procuré intimarme con é l , y lo conseguí. Un dio (reinaba ya
entre ios dos grande amistad), después de haber disertado larga­
mente sobre geología, me habló de astronomía, á cuya ciencia
era en extremo aficionado. Dijo tales y tantas maravillas, que me
asombró: también él guardó silencio, hasta que, levantando luego
la cabeza, dijo de pronto:
— Mendoza, yo creo que es posible trasladarse desde la Tierra á
Uno de loa mundos que pueblan el espacio. Y tanto lo creo, amigo
mió, que pienso yo mismo efectuar este viaje.
— Cómo! Qué decís?
— Que pienso trasladarme A un planeta.
— A un planeta! — dije mirándole estupefacto:— queréis, por
ventura, trasladaros á un planeta?
— S i , al más bello, al más lindo y magnífico de los planetas, á
Saturno.
Hé ahí una monomanía bien bizarra,—-dije para conmigo;—
pobre M. Leynoff!
Y como si hubiese dicho alto lo que acababa de pensar, repuso
aquel hombre con dulzura;
— Me tomáis por un visionario, no es verdad? Lo esperaba, y
me extrañaría que me hubiéseis juzgado de otro modo.
— Perdonad, pero......
— Lo esperaba, — repitió sin inmutarse lo más mínimo,— y no
por eso me resiento, amigo mió. Mi proyecto carece de sentido
común, y es, para toda persona sensata, un imposible verdadero.
— En efecto,— le contesté algo cortado;— tan imposible me pa­
rece, que por un momento os creí presa de algún desarreglo inte­
lectual. ¿Me permitiréis que os haga algunas objeciones que
modifiquen, acaso, vuestra creencia singular?
— Con sumo gusto,— me respondió.
Entónces, por medio de razonamientos que no podían, en mi
concepto rebatirse, traté de hacerle comprender loa obstáculos,
verdaderamente insuperables, que hacían de todo punto irrealiza­
ble aquella empresa temeraria. Así la califiqué.
M. Leyuoff me escuchó, sin interrumpirme, y, sonriendo siempre,
me preguntó:
RN EL wAs BKLLO !)R LOS PLA.NRTAR. 491
—Veis lo que acabala de decir?
—Si...
—Pues insisto en mi proyeeto más que nunca.
—Me asombráis.
—Oid por qué.
Y me explicó detalladamente las bases en que apoyaba la
posibilidad de su proyecto, destruyendo una por una todas mis
objeciones, é indicándome otros inconvenientes que yo no ba­
hía siquiera imaginado, al paso que me manifestaba el modo se­
guro de evitarlos.
Después me llevó á un patio de su casa, donde vi un globo de
grandes dimensiones, dividido en dos departamentos, destinados
uno para los gases, y otro (tenía la figura de una sala) para él,
en el cual había una cama, algunos muebles; instrumentos y má­
quinas, cuya aplicación y utilidad me hizo en seguida comprender.
Habiendo entrado en él, me indicó los cristales por donde debia
penetrar la luz, y uno, más grande que loe otros, colocado en la
parte superior, al través del cual podia verse el cielo con toda
comodidad. Me ensenó también los aparatos para hacer el aire, y
para purificarlo después de haber sido respirado; y me enseñó,
por último, una careta de vidrio para cubrir el rostro y parte de
la cabeza, del borde de la cual se desprendía una tela doble de
lienzo, en medio de la que había una capa de goma elástica muy
espesa.
La careta era, como he dicho, para cubrir el rostro y la cabeza,
y la tela para envolver el cuerpo en toda su extensión, pero sin
adherirse exactamente á él. El espacio que mediaba entre la tela
y el cuerpo, que seria como de dedo y medio, tenía por objeto
mantener la superficie de aquél, rodeado de aire, pues sabido es
que éste, no sólo peuetra en los pulmones por la traquearteria,
aino que es absorbido por la piel. Tenia, además, la careta una
abertura enfrente de la boca, la cual podia abrirse y cerrarse por
medio de unos resortes construidos con tan exquisita perfección,
que permitía entrar el alimento sin dejar salir el aire.
Frente á la nariz tenia también un agujero tapado por una
rosca colocada en la extremidad de un conducto largo y cilindrico,
el cual iba á parar al receptáculo que contenia el aire, y cuyo con­
ducto, siendo, además, bastante elástico, permitía hacer todos los
movimientos necesarios para manejar las máquinas, y para e.ondu-
4S& DMA T R M W R A D A
cir el globo ea la dirección más conveniente. Como se v é , todo,
absolutamente todo, lo había previsto aquel hombre extraordi­
nario.
Miéntras M. Leynoff me explicaba todo esto, m verificarla en
mí un fenómeno singular. Mi razón admitía como buenas las juB-
tas y fundadas reflexiones que me hacía, y, sin embargo, no po­
día convencerme de que fuese realizable su proyecto. Esto me afec­
taba tanto, que salí de aquella casa completamente aturdido con lo
que acababa de orr, y con lo que á mí mismo me decía para creer
ó desechar las ideas de M. Leynoff.
A la mañana s ig u ie n te e n el momento de levantarme, preocu­
pado todavía con la conversación del dia anterior, me entregaron
una oarta.que acababa de llegar de España. La abrí inmediata­
mente, y, oh, Dios mió! quién podrá decir lo q u e sentí al leerla?
¿Quién pvdró explicar la8 angustia«, loe tormentos y el dolor in­
menso que destrozaron mi alma?
Y sin embargo, aquella oarta me participaba un suceso bastante
común , j que es recibido pormuohos con notable frialdad ; aquella
carta me decía que una mujer, á quien amaba con delirioj y ooo la
cual pensaba casarme un dia, me engañaba, puesto que me había
abandonado por otro.
Pero yo, huérfano, sin tener con quién compartirla temnraqne
rebosaba mi almo , había coneodid© á aquella mujer todo mi ca­
riño, porque la creía buena, y porque tenía en ella 1§. misma con­
fianza que pudiera tenor en Dios. Ah? aquel desengaño fué terri­
ble, puesto que disipó por completo todas mis ilusione», é hizo
perder á mi vida todos aua encantos.
Creí morirme!
De pronto, y ea medio de la confusión de ideas que hacían her­
vir mi sangre, acudió á mi mente el nombre de M. Leynoff, é in­
mediatamente, y sin darme cuenta de lo que porral pasaba, mui de
mi casa y corrí á la de aquel hombre, el cual euoontré sentado
leyendo tranquilamente.
— Estáis,— le dije sin saludarle siquiera,— verdaderamente deci­
dido á emprender el viaje de que me hablasteis ayer?
— S í, tyendoaa,— m edijo mirándome con extrañe«*,— ¿perqué
me lo preguntáis?
— Porque.... porque*...
— Vamos, por qué?
RN SL J lA s BBLLO DR LOS P L A N K T A B . 433
— Porque quiero acompasaros.
— Acompañarme l Os habéis vuelto lo c o , amigo mió?
— Puede ser, pero quiero acompañaros.
— ¡ Vos, Mendoza, vos tan jóven y lleno de vida queréis acom­
pañarme en una empresa que es la muerte! A h ! no lo consentiré
de ningún modo.
Pero yo estaba desesperado, y sin hacer caso de lo que me dijo
M. Leynoff, insistí en mi idea , le conté lo que acababa de pasar­
me, y le afirmé, que si no accedía á mis deseos, aquel mismo dia
me malaria.
A l fin consintió.
— Cuándo marchamos?— Le pregunté en seguida.
— Dentro de tres dias.
— Pero me ocurre una dificultad.
— Cuál?
— Que si he de ir con vos, preciso es que haya otra careta y otra
tela para mi.
— Tengo ocho, pues ya comprendereis que si se me rompiese al­
guno de estos aparatos, y no tuviese otro con qué sustituirlo, es­
taba perdido.
— En hora buena, pero aún hay otra cosa.
— Qué cosa?
— Que yendo juntos, preciso es que hablemos, y si no hay más
aire que el que llevan nuestros aparatos, y ninguno entre vos y yo,
no será posible hacerlo.
— Esa dificultad está prevista,— dijo sonriendo M. Leynoff.
— De veras?— repuse admirado,— y cómo?
— Pasando desde mi aparato al vuestro, un cordón largo y ci­
lindrico, el cual, poniendo en comunicación el aire que nos rodea,
no podrá ménos de agitarse éste, y trasmitirnos la palabra cuando
hablemos.
— Entiendo, entiendo, — dije cada vez más admirado.
Tres dias después introduj imos en el globo los gases que debian
elevarlo, y entramos en él con planta firme y ánimo sereno: un
momento después subíamos por nuestra atmósfera.

TOMO X III. 28
434 ÜNA. T B líP O R A D A

C A P IT U LO II.

ASOBKSIOW POR KL ESPACIO.

— Ahora, venioa cerca de m i,—-me dijo M. Leynoff,«—y podréis


examinar, á vuestro guato, las diferentes fases que adquiere y pierde
la superficie de la Tierra á medida que nos vamos elevando.
En efecto, sentados cómodamente en nuestra sillas, y dirigiendo
la vista por la abertura que nos había dado paso, veiaraos perfec­
tamente los montes, los árboles, los edificios y otros mil objetos
cuyos contornos, si bien perceptibles todavía, se iban desvane­
ciendo poco á poco.
E l sol aparecía entónces sobre ei horizonte, y es imposible dar
una idea del aspecto mágico de que revistió los objetos que entón­
eos iluminaba de soslayo. Y a uo veiatnos estos sino en confuso; los
árboles desaparecían poco á poco, los edificios se oscurecían, loe
montes se aplastaban, y muy en breve no fueron á nuestros ojos
más que pequeñas arrugas, como las que tiene en bu corteza una
naranja. La superficie de la Tierra no era plana, era por el contra­
rio convexa, puesto que principiábamos á percibir sus enormes de­
clives laterales. ¡Qué espectáculo el que se ofrecía á nuestra vista!
Por abajo, una bola inmensa de un color oscuro en muchos puntos,
y pálido y amarillo eu otro3, m decir, en aquellos que el sol ilumi­
naba de soslayo; por los lados, gruesas nubes plateadas unas, y de
contornos dorados otras, las cuales, movidas á meroed del viento,
se mecían dulcemente en nuestra atmósfera; por encima, un azul
infinitamente más oscuro que el que vemos desde la superficie de la
Tierra; y más allá de este azul, es decir, en una especie de abismo
sin fondo, se destacaba el espacio cou sus inconcebibles dimensio­
nes. Qué grandeza! Qué magnificencia! Qué inmensidad! ¡A h ,
este cuadro arrebatador sumía el alora en un mundo de misterio­
sas reflexiones
De pronto, dijo M. Leynoff:
— Mendoza, hace frió; nuestra respiración principia á hacerse
trabajosa, y ántea que la sangre que afluye á nuestros rostros sal­
ga afuera, ó rasgue alguno de los vasos que penetran en el cero-
im « I, M Í8 B1TLLO DB LOS PLAWRTAB. 435
bro, e» preciso que respiremos un aire mée denso y más caliente,
que está ya preparado en nuestra* máquinas. Imitadme.
Dijo, y cogiendo una de las caretas de vidrio que teníamos á la
mano, la acomodó á su cabeza con increíble rapidez, cubriendo en
seguida el cuerpo con la tela qne de aquel ]>endia, la cual cerró
después exactamente. Hecho esto, cogió la extremidad del con­
ducto elástico que comunicaba con el aire, y lo colocó por medio
de una roeca en el agujero que tenia en frente de la nariz, hacién­
dome señas para que le imitase. Así lo hice, y tan pronto como con­
cluí, principié á sentir un calor suave, queme causó sumo plaper.
I*, tela se hinchó al punto, y aunque un poco me incomodó al
principio, me acostumbré después á ella, de manera que ya no la
sentía, ni me impedía ejecutar mis movimientos.
Media hora después, ascendía el globo oon ménos velocidad # y
no tardó mucho en quedar enteramente inmóvil.
—Hemos llegado,—me dijo M. Leynoff,—A la parte superior
de noeetra atmósfera. Ahora, Mendoza, hacodme el favor de callar
hasta que lleguemos á la corrionte de comunicación con Marte, é
la que voy á dirigirme desde luego (1).
Dicho esto, puso en acción una de las máquinas que iban en
el globo, por cuyo medio principiaron á moverse doe ruedas, ar­
madas de paletas anchas, que aquel tenia á los lados. £1 globo se
puso al instante en movimiento; M. Leynoff se colocó en uno de
tros extremos, empuñó el timón, clavó la vista en una brújula que
tenia delante , y dió la dirección ¿ m vehículo.
Qué imponente estaba entóneos aquel hombre! Inmóvil, silen­
cioso y meditabundo, no apartaba sus ojos de la brújula, ai no para
dirigirlos hácia el Sur *, era tal su recogimiento, que no se le sen­
tía respirar, y sólo podia inferirse que vivia, por las gruesas gotaa
de sudor que surcaban su frente. A poco rato, ine dijo:
—No os asustéis, Mendoza, si al entrar en la corríante de comu­
nicación con Marte, sentís un extrejneeimiento extraordinario.
Aún no había acabado de proferir estas palabras, cuando además
del extre mecí miento anunciado, sentí un empuje tan violento, que
indudablemente hubiera caído á no haberme agarrado ó una de
las máquinas que estaban fijas en el auelo por medio de unoe tor-
(1) Además de U scorrientes qtie desde ios planeta» van al 8o(, y viceversa,
hay la» que enlata*, les planeta» entre a<: por ana de éntas ibaru oh uoaoteof
436 UH* TKM PORM >A

nillos. Este sacudimiento, sin embargo, duró poco, pues en breve


nos pareció que habíamos quedado en reposo, según era suave y
dulce el movimiento del vehículo.
— Ahora,— dijo M. LeynofT,— podemos hablar sosegadamente,
pues á pesar de la extremada rapidez con que marchamos, debemos
tardar un mes en recorrer loa diez y ocho millones de leguas que hay
desde aqui hasta Marte. Tomemos un bocado y tomémoslo de nues­
tros alimentos ordinarios, pues para los primeros d ias, y miéntras
puedan conservarse las vituallas, he traído bien provistas cuatro
grandes fiambreras.
Dijo, y del cajón de un armario sacó platos, servilletas, cubier­
tos, pan y una de las cuatro fiambreras. Trajo además dos botellas
de excelente vino del Rhin, con lo cual, y el apetito que teníamos,
hicimos una comida deliciosa.
Acabada ésta, rae dijo M. LeynofT:
— Y bien, Mendoza, os arrepentís de haberme acompañado?
Creéis todavía mi empresa una locura? Habladme con franqueza.
— Oh, nó, y mil veces tió, pues voy creyendo que llevareis á
cabo este viaje peligroso. Y si tal sucede, ¡oh, amigo mió! ai tal
sucede, preciso es que os erijan estátuas todas las naciones de la
tierra.
— Consigamos naeotros nuestro objeto,— repuso M. Leynoff,—
que todo lo demás poco me importa.
Ahora, Mendoza, ya que corremos tan grandes peligros, y que
tenemos nuestra vida pendiente de un hilo, por si acaso la Provi­
dencia se digna conservárnosla, procuróme» sacar todo el partido
posible de nuestra crítica situación, ya para instruirnos, ya para
hacer nuestras observaciones, y ya para gozar de lleno de los por­
tentos que van á ofrecerse á nuestra vista. EstaiB de espalda á ese
vidrio, que da paso á, la luz, y no podéis observar ei aspecto sin­
gular que presenta el cielo en este instante. Venios aquí, colocad
vuestra silla al lado de la raia, observad, y asombraos.
Cogí, en efecto, rai silla, la coloqué al lado de M. LeynofT, miré
al cielo y me quedé pasmado.
Ni una nube, ni el más leve celaje se interponía entre nosotros
y el Sol, el cual despedia entónces una luz triste y sombría en
medio de un cielo absolutamente negro. El disco de este astro era
ya menor que el que vemos desde la superficie de la Tierra, lo cual
probaba lo mucho que de ésta y de aquel nos íbamos alejando. En
KN BL MÁS BBLLO DB LO» PLANKTAS. 437
torno del Sol, y esparcidas aquí y acullá por la bóveda celeste,
brillaban miles de estrellas que, siendo otros tantos soles iguales y
aun mayores que el nuestro, sólo parecían pequeñas por la distan­
cia á que se encontraban de nosotros.
•wOh, esto es bello,— dije á M. Leynoff,— y este cielo, absoluta­
mente negro, me llena de admiración.
— Y no sin motivo, Mendoza,— repuso M. LeynofT,— toda vez que
ese color oscuro depende ahora de hallarnos fuera de nuestra at­
mósfera, que es la que nos presenta aquel tinte hermoso azul que
tanto nos embelesa. La falta de esa misma atmósfera, es la causa
de que la luz que llega basta nosotros no ilumine inás que los ob­
jetos sobre los que con tanta viveza se proyecta, miéntras que el
resto del globo permanece enteramente negro.
Pero, Mendoza,— continuóM. Leynoff con creciente animación:—
además de lo que habéis visto en ese cielo tan extraño, fijad ahora
vuestra atención, y reconcentraos en vos mismo para contemplar
cae silencio augusto, esa calma profunda, y esa majestad terrible
que por todas partes nos rodea. Ved ese espacio inmensurable, cu­
yos remotos limites están fuera del alcance humano, y recordad
que en él se mueven, en órbitas enormísimas, millones de mundos
infinitamente más grandes, no digo ya que el nuestro, que es de
todos, excepto dos (Mercurio y Vénus), el más pequeño del uni­
verso, sino que el mismoSol, cuyo volúmen, respecto de la Tierra,
es un millón trescientas ochenta y cuatro mil cuatrocientas setenta
y dos veces mayor.
— Qué asombro!— dije aturdido.
— Y para que forméis cabal idea,— continuó M. LeynofT, — de la
magnitud de loa globos que pueblan el espacio, quiero que sepáis
que la Luna dista de nosotros setenta rádios terrestres, es decir,
sesenta veces la distancia que hay desde la superficie de la TierVa
hasta su centro, ó, io que es igual, ochenta y cinco mil leguas. Ya
comprendereis cuán grande debe ser la órbita que alrededor del
mundo describa nuestro satélite. Pues bien; si fuese posible colocar
al Sol en el lugar que está la Tierra, de manera que su centro cor­
respondiese al de ésta exactamente, no sólo cubriría su volumen
esta misma Tierra y todo el espacio comprendido entre ella y la
órbita de la Luna, sino que, jasombraos! se extendería otro tanto
más allá.
— Qué volúmen tan monstruoso!
438 UNA TEMPORADA

— &fon8tnio$o, al, tenéis razón,— continuó M. Leynoffj—*y sin


embarga, nuestro Sol no es más que una de las infinitad estrellad (y
no de las mayores) quehay en nuestra nebulosa, es decir, en eae pro­
digioso bancal ó aglomeración de solea que componen la Via láctea.
— La Via láctea!— lerapliqué estupefacto;— entónoea nuestro Sol,
y por consiguiente la T ierra , deben estar colocados en ese mismo
bancal que tan lejano vemos de nosotros.
— Quién lo duda?
— Nosotros colocadas en la Via lácteaI ¿Y creeis que haya al­
guno que no rechace y que acaso no se burlé de una aseveración
que tanto repugna á los sentidos?
— Pues hay que creerlo,— repuso M. Leynoff,-—porque es la ver­
dad. El Sol y por consiguiente la Tierra, no sólo están colooadoe en
la Via láctea, sino que lo están háciasu parte média, éa decir, muy
cerca de aquel sitio en que el bancal principia á dividirse en dos
ramales.
-—Pues entóuces,—-repuse yo,— ¿cómo vemos la Via láctea á una
distancia tan enorme, que las estrellad que la componen, aiendo
otros tantos soles, como vos decís, más bien parece una nubeoilla,
que un agregado de cuerpos luminosos?
— Por eea misma distancia, Mendoza. Si nuestro Sol fuese viato
deede cualquiera de las estrellas que componen la Via láotea, este
sol parecería qua sólo estaba separado de las demás por un espacio
insignificante, ó por mejor decir, imperceptible.
Vistas pues desde la Tierra, las estrellas que componen nuestra
nebulosa, parece que están juntas, os decir, que forman un agre­
gado, un todo que demarca la figura del bancal, y sin embargo,
ellas están separadas unas de otra* y guardan entre ai iguales y
aun mayores distancias que las enormísimas que las soparan del
Sol y de nuestro sistema planetario.
— Oh! eso es casi increíble,— dije yo.
— Y todas esas estrellas, Mendoza, todos eso« soles ó mundos
que vemos en el espacio, no componen más que una nebulosa (la
nuestra), siendo asi que el resto del universo, del oual conocemos
una parte pequeñísima, aquella parte que nuestra vista ayudada
de los más perfectos telescopios, puede con trabajo percibir, está
cuajado de otras muchas nebulosas, cada una de las cuales es tan
grande ó mayor que la nuestra, es decir, que aquella de que for-
inamos uua parte imperceptible.
EN EL m As bello de los p l a netas . 430
—Y qué limites entóneos,—dije j o , —debe tener ese espacio cu ja
sola idea me anonada!
—Y asíadid k eso,—continuó M. Leynoft,—que juzgando por las
leyes de inducción y analogía, únicas que deben guiarnos en las
cosas que no pueden apreciar nuestros sentidos, cada una de esas
estrella« ó solé«, debe tener sus planetas satélites y cometas. Con­
siderad ahora, Mendoza, i qué cúmulo inconcebible de mundos re­
corren ese espacio infinito, y qué cúmulo mayor de prodigios no
ofrece k nuestra inteligencia atónita y sobrecogida de respeto la
creencia casi segura de que todos esos mundos están habitados, es
decir, poblados de aérea de igual ó superior naturaleza que la
nuestra 1
Porque no es posible, serla hasta hacer una injuria al Ser Su­
premo, persuadirse que cuerpos tan enormes y de conatruccioD más
bella y perfecta que la nuestra, estuviesen suspendidos en el es­
pacio, siu más objeto que adm irarnos, siendo así que tanto los pla­
netas superiores, como los inferiores, tienen sus dias, sus noches,
sus años, sus eatacioues, sus atmósferas, sus mares, su» continente»
enteramente parecidos á Iob nuestros.
—Indudablemente,—dije yo.— ¡Y qué hermoso debe ser Saturno
con sus arcos y sus siete lunas de tamaños tan distintos!
— No lo sabéis bien. Saturno tiene una armazón ó aparato di­
ferente de los demás planetas, excepto uno (Neptuno), últim a­
mente descubierto, y del todo parecido á él : debe ser por consi­
guiente magnífico, y por eso lo elegí para nuestras investigaciones.
Pero dejemos esto, Mendoza, y atendamos á la conducción de
nuestro globo.
— Teneis razón.
— Ya sabéis que desde aquí á Saturno no hay noche», pue* de­
pendiendo éstas del movimiento de rotación que tienen sobre sí
mismo» lo» planeta», y no ocupando nosotros ninguno en la ac­
tualidad, nada hay que pueda interponerse entre nosotros y el Sol.
Acaso en M arte, y cuando pasemos por detras de Júpiter, experi­
mentemos una ó do», pero nada más. De consiguiente, por el cro­
nómetro que veiB allí (y aefialaha una mesa), y por el que yo llevo
en el bolsillo, distribuiremos nuestro tiempo.
— Es imposible que ámbo» durmamos á la vez, por el cuidado
que requiere la conducción de nuestro globo : forzoso es puoa que
nos compongamos de manera, que durmáis vos miéntras yo velo, y
440 TBM*»QBAI>A

que pueda hacerlo yo miéntraa vos eateie despierto. Sin embargo,


como acostumbro 4 dormir poco, y como &mi es 4 quien compete
evitar lo» peligros que puedan ocurrir durante el viaje, vos dormi­
réis cuando queráis, y yo lo haré cuando no haya otro remedio.
—Oh! no digáis eso por Dios,—le repliqué con viveza,—acaso
vuestra conversación y vuestra compañía, no me son más agrada­
bles que el descanso? ¿No deseo ver cuanto en este viaje nos suce­
da? Ah! dejádmeos ruego velar también y no queráis privarme
de la única distracción capaz de mitigar mis sufrimientos. Sed ge'
neroao, amigo mío.
—Como gustéis,—me contestó M. Leynofí.
En efecto, comíamos y dormíamos casi ¿ las mismas horas que
lo hacíamos en la tierra, »6lo que M. Leynoff invertía en esto poco
tiempo, y aun este poco tiempo, estaba siempre distraído y con zo­
zobra. Y ¿porqué? ¿Sería susceptible de miedo aquel hombre sin­
gular? Ah! no, no tenia miedo, ni ménos lo conocía; su sobre­
salto y su temor eran por mí, y de esto no me quedó la menor duda,
desde una noche en la que, creyéndome dormido, le oí decir :
— Pobre jóveni ;con qué dulzura descansa, y cuán grato me es
verle dormir! Dios poderoso!—añadió mirando al cielo,—dignaos
protegerle, y si alguno de los dos lia de morir, haz que sea yo, pues
si fuese él, tendria un sentimiento infinito, un remordimiento
eterno.
CAPITULO III.
VISTA RÁPIDA DE MARTE.

Ningún acontecimiento digno de contarse nos sucedió desde la


Tierra hasta Marte; pero el día 29 de Setiembre, 4 las ocho de la
noche (no se olvide que estas fechas eran las que no» marcaban los
relojes, puesto que por ellos mediamos el tiempo, y las que tenía­
mos cuidado de anotar en un cuaderno destinado para esto), prin­
cipiamos 4 observar que nuestro globo caminaba con una rapidez
infinitamente mayor que la que había tenido basta entónces. Tan
pronto como lo notó M. Leynoff, me dijo:
—Vamos 4 llegar 4 Marte, Mendoza, puesto que á la rapidez de
la corriente que nos conducía, se une ahora la atracción de este
planeta.
RN RL MÁS BHLL.O D B 1 .0 0 P t< A N K T A 8 4*i
—Y qué hacemos?
—Qué hacernos! Introducir en el local correspondiente los gases
do ascensión para que, cuando lleguemos k Marte, no pasemos de
la auperfitie de su atmósfera.
Dijo, y al instante llenó de ellos el receptáculo deatinado á con­
tenerlos, y lo hizo tan á tiempo, qne no tardó una hora en quedar
el globo enteramente inmóvil.
—Estamos en la parte superior de la atmósfera de Marte,—me
dijo M. Leynoff;—peroántes que busquemos la corriente de comu­
nicación con Júpiter, quiero hacer, desde este sitio, un reconoci­
miento en el planeta. Mirad bócia abajo, Mendoza.
—Ya miro.
—Qué veis?
—Nada, ó por mejor decir, una especie de niebla muy espesa.
—Está bien; esperad ahora.
Entónces sacó de uu cajón un grande anteojo, lo armó, y lo
dirigió háciael cuerpo del planeta. Largo rato estuvo mirando sin
decir una palabra: luego, abandonando el instrumento, dijo:
—Hay grandes nubes interpuestas entre nosotros y el planeta:
esperémos un poco, el tiempo, al ménos, que yo taTde en preparar
la máquina que ha de mover las ruedas para conducimos á la cor­
riente de comunicación con Júpiter.
En efecto, se puso M. Leynoff á trabajar, y después de haber in­
vertido en sus preparativos una hora, cogió de nuevo el telescopio,
lo limpió, y lo dirigió hócia el cuerpo del planeta. También estuvo
mirando largo rato sin decir una palabra; después se separó, quitó
un vidrio, puso otro y volvió á mirar; luego quitando el vidrio
que habia puesto, y colocando el que tenia anteriormente, dejó el
instrumento diciendo :
—Ahora os toca á vos : mirad, Mendo7,a, y mirad con atención.
Asilo hice, pero apénas hube mirado un instaute, cuando re­
trocedí lleno de asombro.
— Díoe poderoso! qué es esto?
— Quóteneia?—1130 <^j° sonriendo M. Leynoff.
—Qué tengo! qué tengo! que veo un mundo, un mundo abso­
lutamente igual al nuestro.
— Pues qué!—me dijo M. Leynoff, siempre sonriendo—¿creías
que Marte fuese otra cosa que un mundo, como el que nosotros
habitamos?
442 UNA TBHI>ORAOA
— Ah ( yo no sé lo que creía; ¡sospechaba sí, que fuese un mun­
do que estuviese habitado; pero de sospecharlo á verlo de una ma­
nera tan palpable, hay una diferencia extraordinaria. |Oh Mon-
sieur LeynofTJ - -aíladi sin poderme contener, — vos no sois un
hombre, sois sin duda algún eér sobrenatural que habéis tomado
la figura humana para concebir este proyecto, que vais, por lo que
reo, realizando.
Inefable era el gozo de M. Leyooff al ver mi entusiasmo, y en
su semblante noble y lleno de bondad, brillaba una satisfacción
purísima, que le hacia feliz.
—Vamos,—me dijo,—no perdamos un tiempo que es precioso;
volved á mirar, y referidme lo que vayais observando.
Volví, en efecto, 4 mirar, observé largo rato, y dije lleno de
admiración:
—Una ciudad, veo una ciudad, por vida m ía, y con aua calles,
casas y palacios! jQué perfectamente se percibe el mar, y loe con­
tinentes que por todas partes la rodean! Esto es asombroso, asom­
broso sin la menor duda. ¿Sabéis, amigo, que no sé lo que me pasa
y que me parece estoy soHando?
— No lo extrafio, pero acordaos que también lo he visto yo.
—Y habéis permanecido tan tranquilo ? En verdad que sois de
piedra, amigo mió.
—No ea eso, Mendoza.
—Pues qué ea ?
—Que todo lo que veis en M arte, lo había visto yo desde la
Tierra.
—Qué hombreI qué hombre!
—Pues aún falta lo mejor.
— Y qué falta?
—Esperad, y lo veréis.
Dicho esto cogió el teleacopio, le quitó un vidrio, le puso otro,
y me lo dió, invitándome á que mirase. Así lo hioe, pero mi asom*
bro filé mayor que las veces anteriores: estaba fuera de mí.
—Estáis loco por fuerza, traiga mió. Qué os sucede?
—-Que me ha de Suceder,-—le r e s p o n d í s i veo hombres en este
mundo tan perfectamente distintos, como ú me hallase junto á
ellos? Allí va uno acompasando 4 una mujer. \Y qué trajes
tan airosos llevan! pero* cuánto también se diferencian de los
nuestros!
HN KL MÁS BULLO D * LOB PU A N K T A g. 448
—En efecto,—dijo M. Leynoff;—pero observad la viveza de sus
colorea.
—Cierto; j aquella especie de casquete cotí plumas que el hom­
bre llera en la cabeza, lo mismo que el manto y la túnica de color
de rosa, son muy lindos.
" Y t r a j e de la mujer? Qué os parece de él, Mendoza?
—Admirable. Calla; allí vienen otros hombres; con ellos vie­
nen también mujeres y algunos niOoa que éstas llevan de la mano.
Oh, por Dios, amigo mío, por Dios descendamos á este mundo, y
bagamos en él nuestras investigaciones.
—No puede ser, Mendoza.
—Pues si no queréis descender 4 Marte , permitidmé ai aléaos,
que observe desde aquí sus maravilla«.
-^-Tampoco puede mi.
—Pero, por qué?—dije bastante disgustado.
—Porque el tiempo es precioso, y porque ei b perdemos inútil­
mente* pueden surgir graves peligros, que vos no conocéis y yo
si. Con que, os lo repito; vamos Á buscar la corriente de comuni­
cación con Júpiter.
Obedecí sin replicar, arrastrado por la superioridad de M. Ley-
uoff, que entóneee, más que un hombre, me parecía un Dios Tal
al raéooe le presentaban á mis ojos el éxito brillante que acababa
de obtener, y los descubrí mi en tos que habíamos hecho en Marte!
Y si hubiese sucedido al contrario VSi en lugar de nn mundo ha-
hitado, hubiésemos encontrado Una masa informe? No puedo ne­
garlo; M. Leynoff hubiera desmerecido mucho, en concepto tnio,
4 pesar de aer el misino en uno y otro caso. Tal es el hombre, que
jamas juaga sino por los resultado!, á penar de ser estos tan
falibles!
CAPÍTULO IV.
CONTINUACION DSEL VTAJB.
E ntretanto, la máquina funcionaba y a , y corriamos con ve­
locidad por la atmósfera del planeta. De pronto sentí otro extre-
rn¿oimiento muy parecido al que experimenté en la Tierra cuando
llegamos á la corriente de comunicación con Marte.
—'Estamos on la corriente de comunicauiou con Júpiter,—tne
444
m i UNA. TEMPORADA
dijo M. LeynofF,—y caminamos rápidamente hácia este astro.
Ahora podemos hablar lo que gustéis, pues tenemos tiempo bas­
tante para hacerlo. Con qué tanto oa ha gustado Marte?
—Cómo, si me ha gustado! Por mi parte hubiéramos bajado
á él, y hubiéramos examinado cuanto contiene de notable. Vos
no habéis querido hacerlo, y yo respeto demasiado los motivos
que á ello os obligaron, para que trate de reconveniros.
—Y teneis razxm,—rae contestó M. Leynoff,—porque, tanto co­
mo vos, deseaba yo bajar á Marte; pero tenía mis motivos para
uo hacerlo. Sin embargo, ahora casi me pesa no haber accedido ó
vuestros ruegos, por una razón.
—Y cuál?
La incertidumbre en que estoy respecto del planeta Júpiter. Si
este mundo está habitado, nada tenemos que temer; pero si por el
contrario está en fusión, el peligro que corremos es grande, inmi­
nente, y acaso imposible de evitar.
Pero bien, qué nos puede suceder, morir? Pues muramos á lo
raénos con valor.
—Oh, no es la muerte la que me aflije, no, pues al lanzarme en
este espacio sin limites, siempre la miré como segura. Mi añiccion
es sólo por vos, amigo mió, que sin mi jamas hubiérais emprendido
este viaje. Oh, Mendoza! Perdonadme si el placer irresistible de te­
neros á mi lado, he sacrificado vuestra vida y vuestro porvenir, que
aán pudiera ser dichoso.
—Y olvidáis que este viaje mitigó mis sufrimientos? ¿Olvidáis que
sin loe peligros que me rodean, que sin los prodigios que estoy
viendo, y sin la esperanza de lo que me resta aún que admirar, ya
hubiera muerto de dolor? Sed más justo, amigo mió, y recordad,
que si os sirvo de consuelo en vuestra situación actual, ó vos debo
yo la vida que aún conservo. Sabéis, que lo que está encima y por
debajo de nosotros es tan nuevo para mi, que hay momentos (y
ved que me causa rubor el decirlo) que la misma Rosalía se me
olvidaba? De qué teneis, pues, que reconveniros?
—Noble y generoso amigo!—dijo M. Leynoff, abrazándome con
ternura:—acabaia de quitarme un peso que me abrumaba; el valor
y la confianza renacen de nuevo en m i, y ya no me espantan los
peligros que puedan sobrevenirnos. Ahora, Mendoza, dispensadme
si no os hablo más, hasta que hayamos llegado á Júpiter.
En efecto, desde entónce* se reconcentró en sí mismo M. Ley-
B N RL M ia BELLO DB LOS PLAKRTAB. 446
noff; dormì* poco, comía ménos, y se paseaba muchas veces; io
demás del tiempo lo invertía en hacer cálculos. Su estuche de ma­
tem áticas estaba siempre abierto, y sentado junto á una mesa, con
el compás en la mano, trazaba círculos y echaba cuentas. Várias
veces le oí hablar consig'o mismo, pero tan bajo, que nada le per­
cibía; yen una palabra, su abstracción y recogimiento eran tan
grandes, que no se acordaba siquiera que existia. Qué hombrel
Sin embargo, la travesía que hicimos desde Marte á Júpiter, es­
tuvo muy léjos de ser ten feliz como la que habíamos hecho desde
la Tierra á Marte, pues á los quince dias de camino, sentimos un
estremecimiento extraordinario que hizo oscilar nuestro vehículo.
—Acabamos de pasar,—me dijo M. Leynoff,—al través de la
corriente de comunicación con Vesta, que es el primero de los as-
teróides: no os asustéis, Mendoza, si áutes de llegar á Júpiter,
se estremece de nuevo nuestro globo.
Dicho esto, volvió M. Leynoff á sus meditaciones, quo sólo ha-
bia interrumpido para tranquilizarme.
En efecto, no tardamos en sentir otro sacudimiento semejante al
anterior, producido por la corriente de comunicación con Juno, y
á los pocos dias otro, ocasionado por la corriente de comunicación
con Céres; éste fué más grande que los anteriores.
Pero el más violento, y el que hizo suspender á M. Leynoff sus
meditaciones, fué el producido por la corriente de comunicación
con Pálas, el cual, no sólo estremeció nuestro vehículo, sino que
suspendió su curso algunos segundos; pero siendo la corriente que
nos conducía superior en fuerza á la del asteròide, superó al fin el
poder de ésta, sacaudo al globo del peligro, y haciéndole caminar
con la misma regularidad que en un principio.
—Hemos superado,—me dijo M. Leynoff,—todos los obstáculos
que hasta ahora se nos presentaron ; pero falta el mayor y el más
terrible, que es nuestro paso por el planeta Júpiter. Si lo vence­
mos, si pasamos, en fin, por encima de su atmósfera, podemos dar
por terminado nuestro viaje, con mucha más facilidad que me ha-
bia figurado allá en la Tierra. Animo pues, Mendoza.
Dicho esto, volvió á reconcentrarse en si mismo.
Seis dias caminamos sin novedad por aquellos remotos sitios;
pero al sétimo principié á sentir un ruido extraSo que me llamó la
atención. Es imposible dar una idea de este ruido, ni hallo pala­
bras con que explicar el efecto que en mí causó.
446 UHA TEMIDO RABA , ETC.

Escuchó otra, vea, y el ruido, que aumentaba por momento« (ta l


era la rapidez con que marchábamos), hacia un contraste muy
grande con el silencio que hasta entóneos experimentáramos. Miré
á M. Leynoff..... Ah I también él lo había oido; también él medi­
taba; pero, excepto cierta palidez ocasionada por sus trabajos y
vigilias, no noté en su cara signo alguno de terror. Estaba tran­
quilo, sereno, hasta sublime en la atención con que lo escuchaba.
— ¿A qué atribula ese ruido?— me dijo, fijando ea mí una mira­
da tríate.
—-No lo aé,— le respondí;— pero sé perfectamente que e«ta ruido
no puede ser sino aiuieetro.
«—Siniestro, s i, pobre Mendoza; teneis razón; y tan siniestro,
que él nos revela, de una manera, que no admite duda, que Júpi­
ter está en fusión, y que si un m ilagro no nos salva, ram o« á pe­
recer dentro de poco,
—Pero, en fin, ¿ea sólo el ruido el que os haca presumir que Jú­
piter está en fusión?
— S í , Mendoza.
— No alcanzo el cómo.
— Puea es bien claro.
Explicáos entóncea.
— Este ruido, Mendoza, que sólo oimo# en confuso, porque falta
el aire que debiera trasmitírnoslo, y que no oiríamos absoluta­
mente nada si el espacio estuviese vacío, no es otra,cosa que el
resultado del movimiento sordo é intestino que un fiiego devorador
ejerce en las entrarías del planeta, ruido que se extiende hasta la
parte más alta de su atmósfera, que extremecc los gases de que
consta ésta, y que 6« pierde, por últim o, en el espacio. Su extre­
mada violencia y las vibraciones de ese cuerpo sutilísimo que llena
el universo, chocando contra las telas que envuelven y rodean
nuestros cuerpos, ia hacen llegar hasta nosotros.
— Entónces estamos perdidos.
— Según, pues, aunque el peligro es inminente, se halla éste
en relación coa el grado de fusión de Júpiter, es decir, que puede
todavía superarse, si el calor de este planeta no se extiende hasta
las últimas capas de su atmósfera. Os repito que esteis tranquilo,
y que no me habléis, miéntras yo no os dirija la palabra.
Obedecí sin replicar.
( St continuará.) T ie s o A o u jm a n a d e V b c a .
UNA TEMPORADA EN EL MÁS BELLO DE LOS PLANETAS

v.

VISTA RÁPIDA DE JÚPITER.

Entre tanto, la rapidez del vehículo aumentaba, y por ella, y por


lo que nos había sucedido al llegar áMarte, conocí que nos acercá­
bamos á J ápiter.
De repente sentí un calor aofocante , y que se paraba el globo,
Qocorao en Marte, quedándose absolutamente inmóvil, sino osci­
lando y meciéndose en la attfcúáferá de Júpiter, cómo oscila y se
mueve un buque en medio de una mar tempestuosa.
Miré á M. Leynoff, y estaba pálido; sus ojos se dirigían con an -
eiedad hácia el cuerpo del planeta, y miéntras que con una mano
sostenía el telescopio en disposición de servirse de él cuando lie-
gane la ocasión, no dejaba de mirar ávidamente á un papel con
números que tenia en la otra. Yo no apartaba mi vista de él. De
repente veo dibujarse en bu boca una sonrisa, que, por lo inespe­
rada, me llenó de admiración.
—Qué teneisf—le dije con ansiedad:
—Que nos hemos salvado, Mendoza; salvado ai, gracias á un
milagro de la Divina Providencia.
-—Salvado! ¿cómo aaí, cuando el globo oscila de una manera
tan violentat No os comprendo, amigo mió.
—Tranquilizaos—me dijo Leynoff—en cuyo rostro brillaba
la alegría más viva. Nos hemos salvado, os lo repito, puee, ade-
585 UNA TKMPOBAOA

más de que el calor de Júpiter es soportable eu las última» capa»


de su atmósfera, hemos tenido la fortuna de caer, casi pegados, á
la corriente de comunicación con Saturno. Es verdad que el globo
sufre ahora sacudidas muy violentas, pero también lo es que, ayu­
dados de la» paletas que tiene á sus lados, podrémos abandonar
este sitio asi que el peligro sea inminente. No perdamos un se­
gundo ; mirad hácia abajo y observad un espectáculo el más gran­
de é imponente que el ojo humano haya visto jamas.
Miré , en efecto, y .... Oh Dioaí ¿Dónde están las palabras, dónde
las ideas, dónde la elocuencia que ae necesita para describir lo que
entóncea ae ofreció á mi vista?
Al ruido extraQo que habíamos percibido en un principio, á
aquel ruido amenazador que parecía estremecer el universo, ae.
unía un calor fastidioso y sofocante. Numerosos torbellinos de
humo se elevaban desde el cuerpo del planeta hasta la parte más
alta de su atmósfera, y estos torbellinos, agitados por la violencia
extremada del calor, se precipitaban silbando por entre los huecos
y separaciones que las materia» inflamada» dejaban al pasar de un
punto á otro. En medio de estos torbellino«, y después de detona­
ciones , imposibles de describir por lo horrorosas, se elevaban con
ímpetu furioso, y á la par de la» columnas de humo, ráfagas an­
chísimas de una llama blanca en su centro y más oscura en »u base
y punta, que nos hacia ver la superficie del planeta como un océano
de fuego, cuyo calor, de una intensidad imposible de calcular,
mantenía en estado liquido las materias que lo fomentaban.
Mas á aquel ruido, á aquello» torbellinos de humo, á aquella» rá­
fagas de fuego y é aquella» detonaciones horrendas que las prece­
dían, se unia una especie de quejidos lastimeros (efecto del silbido
de los gases) semejantes á los que exhalarían sé re» humanos que
se estuviesen abrasando «n aquel incendio nunca visto. Al mismo
tiempo resonaban á loléjoe, y hacían erizar nuestros cabellos,
crujidos espantoso», prolongados y siniestroe, que se oían en los in­
tervalos de las detonaciones, y que parecían provenir del desplome
ó hundimiento de colines que se formaban y desaparecían, y de
montañas qne se derrumbaban. Tantee horrores ó la vez produjeron
eu mi tal efecto, que no pude ménoa de exclam ar:
—O h , M. Leynofiíí Si el infierno tiene un sitio en alguna par­
te, preciso ee que sea aquí, y que á él vengan A parar todos los
condenados de nuestro sistema planetario. ¿No es Júpiter, mayor
RN BL MJLfi BBM O DB LOS PLANRTA8. 586
que todos loa planeta» junto»? ¿Y no llama la atención que él solo
permanezca incandescente todavía? Qué decís?
—Que sólo Dios puede saberlo; pero alejémonos de este sitio
cuanto ántes, si no queremos abrasarnos.
Dijo, y poniendo en movimiento 1» máquina de las paletas, lle­
gamos al instante á la corriente de comunicación con Saturno, por
la cual nos dejamos conducir ébrioe de gozo.
—Hé aqui uno de los momentos más felices de mi vida— dijo
M..Leynoff.
—Oh! ai, y muy feliz, amigo mió— le contesté con una espacie
de respeto que, involuntariamente me causaba el ver como iba rea*
tizando su proyecto.

CAPITULO VI.

L JL IO A DA A SATURNO.

Cannnábaínos tranquilamente cuando me dijo M. Leynoff:


—¿Queréis, Mendoza, que comamos un .bocado con la salsa de
la satisfacción y la esperanza tan fundada de vernos pronto en Sa­
turno?
—Que me place— le contesté.
Trajo M. Leynoff una lata de salmón, que comimos con apeti­
to, bebiendo en seguida una botella de Champagne que acabó de
disipar hasta la última huella de las terribles emociones que ha­
bíamos sufrido en Júpiter.
Después de la comida, me dijo M. Leynoff •
—Ahora, Mendoza, reparad esc cielo tan oscuro y silencioso,
tachonado de estrellas, y ese so l, cuyo volúmeu disminuye progre­
sivamente Amedida que nos vamos alejando. Marte, la Tierra, Vé-
nutí y Mercurio han desaparecido ya para nosotros. aunque los bus­
quemos con el telescopio, y desde Saturno no veréraos más que al
Sol y á Júpiter, de todo nuestro sistema planetario. Prodigiosas
distancias hemos recorrido, amigo mió, y sin embargo esta» mis*
mas distancias vienen á hacerse inapreciables si las compararnos
con las que hay desde ¡Saturno á las estrellas. Un solo cabello que
uu hombre, colocado en Sirio, pusiese delaute de los ojos, ocul
tana todo nuestro sistema planetario, incluso A Urano, cuya ór­
bita e», sin embargo, «le 6t>¿.ÜÜ0.0Ü0 de leguas.
587 ÜHÁ THMi>ORA.l>A.
—Parece increíble—dijo yo.
—Y sin embargo, es la verdad. Oh, el cielo!,.. el cielo!...
Y diciendo esto bajó M. Leynoff la cabeza en ademan medita­
bundo, y permaneció en eete estado largo rato.
Quince días después observamos que aumentaba la rapidez de
nuestro globo.
—Nos acercamos á Saturno—me dijo M. Leynoff.
Y cogiendo el telescopio y dirigiéndolo hácia el cuerpo del planeta ,
lo estuvo contemplando mucho tiempo; luego se separó y dijo;
—Mirad, Mendoza.
Miré en efecto y.... Oh, qué astro tan magnifico!
Se me apareció como una luna enorme, meciéndose entre dos
anillos concéntricos entre sí, y proximo uno k otro.
En torno de esta luna giraban siete cuerpos (los satélites) que,
respecto del volumen del planeta, podían compararse á siete per­
las. El brillo, sin embargo, tanto en los arcos como en los satélites
y como en el planeta, disminuía progresivamente á medida que
noa acercábamos á éste, y en la misma proporción iba aumentando
el volúmeu de los objetos referidos, presentándose, al fin, Saturno
como un ¡mundo inmenso, sus arcos como dos fajas luminosas, y
sub satélites con el aspecto de nuestra luna, si bien algunos eran
todavía más hermosas. El más distante, sobre todo, era admirable
y casi tan grande como la Tierra.
Es imposible—me dijo M. Leynoff—que lleguemos á Saturno
sin tropezar con sus anillos, ya porque la corriente que nos con­
duce pasa muy cercana á ellos, y ya porque deseando ver cuanto
untes este mundo, necesitamos ir á caer sobre su parte iluminada,
es decir, sobre aquella parte que se halla de cara al sol; de lo con­
trario, nos expondríamos á envolvernos en una noche de quince
años. Bien sé que desde este sitio podiamoa pasar á otro donde fuese
dia; pero entóneos perderíamos mucho tiempo, y para evitarlo, nos
conviene, como he dicho, ir á caer sobre su parte iluminada.
«—Ya lo creo,—dige yo,—y si es posible, debemos procurar que
asi suceda.
— Y sucederá, Mendoza, pues para conseguirlo, uo tengo más
que introducir en el lugar corespoadíente algunos gases de ascen­
sión, aumentar su fuerza, cuando nos acerquemos a los arcos, y
vencida la atracción de estos, disminuir el poder de aquellos para
descender sobre Saturno.
F.N BL MAi? SIL L O DB LOS PLANETAS. 688

Asi lo hicimos, en efecto; pero fué tan rápido nuestro paso por
delante de loe anilloe, que no pudimos observarlos con el telesco­
pio: no nos quedó d u d a, sin embargo, de que había vida y vege­
tación en ellos, pues asi debimos deducirlo del color variado de su
superficie, y de lo» bosques y colinas que , á la simple v ista, per­
cibimos.
Por fin, llegamos á Saturno, y caímos sobre su parte iluminada.
A SaturnoI Y era cierto que estábame« en él?
A i í lo veia, y apénas podía creerlo.

capitulo vil

LA FAM ILIA DEL 8E $O R NOMARA.

El sitio donde caímos era una especie de cuadro formado por


árboles, tirados á cordel, de una altura y corpulencia colosales.
Sus ramas eran tan espesas y tan largas, que cási venían k tocar­
se en el medio del cuadro, formando sobre éste una especie de cú­
pula achatada, en medio de la cual se veia un claro por donde
únicamente penetraba el sol. Lo ancho de las hojas y lo dilatado
de las ramas hacían una sombra deliciosa.
A un lado del cuadro, se veia una mesa grande, cubierta con
un Jienro ó mantel finísimo , atestada de manjares diferentes.
Ocupaba un anciano la cabecera de esta mesa, y á sus lados es­
taban sentadas cuatro personas; dos mujeres, una y& de edad, y
la otra muy joven; y dos hombrea, uno en todo su vigor, y otro
también jóven. Vario® criados, lujosamente vestidos, servían á es­
tas personas.
El anciano era un hombre muy alto, y digt> muy alto respecto
d© nuestra estatura, algo encorvado, de blanca y despoblada ca­
bellera. Tenía nn aire noble, y al paso que su frente denotaba una
inteligencia poderosa, que su# maneras revelaban la más alta dis­
tinción , y que su rostro inspiraba cariño y respeto á la vez, su
color sonrosado y la llenura de sus carnes, daban indicios de una
constitución vigorosa todavía. Una tánica cuyos pliegues sujetaba
un cordon de seda, un manto que sobre ella caia con cierta g ra­
vedad , una especie de botas de color azul, anchas y con encajes
en sus bordes, y un sombrero grande rodeado de una blanca pin-
5S9 ÜEA TEMPORADA.

m&, era el traje que vestía. M. Leynoff y yo ie contemplamos con


placer.
No era lo mismo la mujer de ra&s edad, que ocupaba su dere­
cha. Se observaba en ella mucha distinción, y un aire verdadera­
mente aristocrático; pero au fisonomía, orgullosa y poco simpática,
eclipsaba estas buenas cualidades. La regularidad de sus facciones
denotaba que había sido hermosa, lo miaran que sus maneras indi­
caban lo elevado de su rango. Hablaba poco, observaba mucho, y
parecía que todos la respetaban: los criados al parecer temblaban
delante de ella. Una gorra y una túnica de tisú, zapatos sujetos
con cintas cruzadas á las piernas, y un manto que, sin duda por­
que se sentía calor, habia echado sobre el respaldo de su asiento,
era el vestido que llevaba.
La jóven que tenía á su lado, aunque con algunos rasgos de la
mujer que acabo de bosquejar, poseia en alto grado la benévola
fisonomía del anciano. Era de una blancura extremada, y de un
candor y de una dulzura oelestiales. No tenía facción que no fue­
se perfecta, y tanto su mirada como su sonrisa eran hechiceras.
Una túnica más blanca que la nieve ceñía su cuerpo, y esta tú­
nica, sujeta por un cordon bordado de oro, quedaba cési oculta
por una especie de gasa que, descendiendo de su bien contorneada
espalda, le llegaba hasta los piés. Calzaba unos zapatos de color
azu l, sujetos á sus piernas por cintas del mismo color , graciosa­
mente cruzadas. TÓda la persona de esta jóven revelaba finura,
dignidad y la más exquisita distinción: era un ángel en toda la
extensión de la palabra.
Enfrente de ella estaba el hombre de mediana edad, de tez mo­
rena y poblada barba. Su semblante era franco y simpático , sus
facciones pronunciadas y su aire reposado: todo revelaba en él al
hombre de juicio, y de metódica y acompasada compostura. Su
traje era por el mismo estilo que el del anciano, aunque mucho
raénoa rico.
A. su lado, y enfrente de la mujer de más edad, se hallaba un
jóven alto, pálido y de esbelto talle. Tenía el cabello negro, bigo­
te del mismo color, y una barba también negra y finamente recor­
tada. Su nariz era redonda hácia la punta, sus libios delgados y
descoloridos, y su boca pequeña: sus ojos negros y rasgados eran
de una expresión dura, y sus dientes, pequeños y muy iguales, de
una blancura perfecta. Era hernioso este jóveu, sin duda; pero su
HN XL MÍIh BRM.O OK T.Oft PLAWRTAS. 500
hermosura estaba como velada por sus maneras desdeñosas, y por
un aíre altanero en demasía.
Su traje consistía en una eapita de color de púrpura, rematada
cou franjas de oro, en una túnica bastante corta, pues sólo le lle­
gaba k los muslos, y en una especie de pantalón , con grandes lis­
tas , que iba á perderse dentro de sus botas. Cubría su cabeza una
gorra de una tela negra, parecida k los terciopelos de la tierra,
sobre la cual ondeaban tres grandes plumas, sujetas k ella por un
círculo de brillantes.
Todas estas observaciones fueron hechas ai través de los crista­
les que tenía el globo, y miéntras nos despojábamos de los cordo­
nes y aparatos que nos envolvían.
Como es de inferir, estas personas comían en buena y agradable
compañía, gozando, al parecer, de un dia de campo. Júzgtiese de bu
sorpresa cuando vieron caer, como del cielo, un objeto tan extra­
ño y desconocido (1) para ellos. Todos, por un impulso involunta­
rio, pararon de comer, y hasta los criados se quedaron inmóviles
de sorpresa; pero la sorpresa llegó al asombro, y éste al estupor,
cuando vieron saÜT del globo y ponerse inmediatamente en pié dos
hombres vestidos con unos trajes, para ellos eatravagantes, y en
cuyas caras se veia pintado un estupor igual, ó quizá mayor que
aquel de que ellos estaban poseídos.
Nos miraban y los mirábamos; callaban y nosotros hacíamos lo
mismo. La atención era profunda por ámbas partea; pero aquel si­
lencio era embarazoso para todos.
El que con más atención nos observaba era el anciano; pero
el que nos lanzaba miradas sombrías y de mal agüero era el jó ven.
Este, después de su primera sorpresa y de una inmovilidad casi
absoluta , se puso pálido, profirió una exclamación como de rabia,
y cogiendo un cuchillo de la mesa, vino con él hácia nosotros.
Inmediatamente llevamos las manos á ios bolsillos, en los cuales
habíamos metido las pistolas antes de dejar el globo; y ya las íba­
mos á sacar, y ya el jóven estaba cerca de uosotros, cuando un
grito del anciano, y algunas palabras que no comprendimos, le
hicieron detenerse, muy á pesar suyo por cierto, pues le vimos
temblar de rabia. Miró al anciano, pero sin dejar su puesto, has­
ta que nuevas palabras de aquel, acompañadas de un gesto mar-
(!) Había globos p j i S u ta rn o , pero no <1* la singular figura dH nuestro.
591 UNA TEMPORADA
cado de disgusto, le obligaron A dar la vuelta t no sin habernos
lanzado Antes una mirada amenazadora.
Conocíamos demasiado la importanma de qne nuestra primera
entrevista con los habitantes de aquel mundo fuese pacífica; así es
que aprovecham os, con Ansia, la coyuntura tan feliz que nos ofre­
cía la benévola intervención del anciano. Tan pronto como el jó -
ven llegó A la mesa, y se colocó en su puesto, hincamos una ro­
dilla en el suelo, inclinamos la cabeza en ademan respetuoso, y
cruzamos las manos sobre el pecho. Un instante después nos levan­
tamos y volvimos A mirar al anciano de un modo tan expresivo,
que debió sin duda comprender nuestra intención, toda vez que,
después de algunas palabras que cambió con sus compañeros, se
levantó y vino, poco A poco, hácia nosotros. Cuando estuvo cerca,
volvimos á arrodillarnos, levantamos nuestras manos hAcia é l, y
renovamos nuestras demostraciones de respeto, ya que no podíamos
hacerlo con palabras, i A h , sólo Dios sabe hasta qué punto es do­
loroso el ignorar la lengua de un pueblo, ó de un mundo descono­
cid o , cuando un gesto ó utfa mirada de los extranjeros puede con­
vertir en amigos ó enemigos A aquellos con quienes tenga que ro­
zarse.
Durante nuestra pantomima (sóloasi puede llam arse), no apar­
taba el anciano su vista de nosotros, examinándonos y procuran­
do leer en nuestros corazones; pero después de una detenida ob­
servación y de haber vuelto A mirar A sus compañero«, puso Am­
bas manos sobre nuestras cabezas, bajó un poco la su ya, y nos
hizo seña de qne le siguiésemos. Obedecimos sin vacilar, y le segui­
mos hasta la mesa, á la cual siempre por señas nos hizo acercar,
invitándonos á que comiésemos. Más por complacerle y captarnos
su voluntad, qua por gan as, probamos algunos bocados d® una
carne que no conocíamos, pero que estaba tan sabrosa que no pu­
dimos ménos de mirarnos M. Leynoff y yo en señal de satisfacción.
Miéntras comíamos éramos objeto de una curiosidad siempre cre­
ciente, queae revelabaen los cuatro comensales, según la naturaleza
especial de cada uno: en la mujer de més edad, era viva y desde­
ñosa; en la jóven, dulce y llena de ínteres; investigadora en el
hombre de edad madura; hostil en el jóven y cada vez más bené­
vola en el anciano.
Cuando acabamos de comer anochecía; pero estaba tan cubierta
la atmósfera, que no pudimos ver el cielo, cosa qne tanto deseéba-
EK BL MA8 B 8L L0 Dft LOS PLAMBTAS. 592
naos en Saturno. £1 anciano se levantó primero, loe demás le imi­
taron, y nosotros, fijos los ojos en aquel excelente hombre, que mi»
rábamoa ya como nuestro protector, hicimos otro tanto. M. Ley-
no ff y yo marchábamos los primeros; detrás iban el anoiano y el
jóven, y en pos de ellos les dos damas, llevando en el tnedio al
hombre de edad madura.
Durante el camino observamos quo hablaban con calor el ancia­
no y el jóven, y al ver que la conversación se animaba cada vea
más no nos quedó la menor duda que era objeto de ella la escena
que acababa de pasar.
•—-Hablan de nosotros,—me dijo M. Leynoff.
—Sin la menor duda—le contesté.
Aún no habla acabado do proferirestas palabra*, cuando la con­
versación del jóven con el anciano cesó repentiñámente; se para­
ron todos y se miraron unos y otros como si quisiesen comprender
lo que deciamos, El anciano sobre todo fné el qne preató más aten­
ción; pero viendo que guardábamos silencio, reanudó la ccnversa-
cion con el jóven, y prosiguieron au camino: nosotros hicimos lo
mismo.
Fuera del cuadro de árboles en donde habiamos comido, y atra­
vesada una extensa pradería cuyo término no podíamos percibir
por lo mucho que avanzaba la noche, llegamos á una casa decaen
po cuyo fróntia, al parecer de mármol, estaba soetenido por arca­
das de un guato arquitectónico intachable. De sus cuatro lados
destacábanse grandes balcones rasgados de atrevida forma. Un
terrado con flores y rodeado de verjas de bronce terminaba el
edificio.
Apénas picamos el pórtico apareció una doble filada criados con
antorchas encendidas. Atravesamos el vestíbulo y un patio, en cu­
yo centro b&bia una fuente de numerosos surtidores, cuyos juegos
eran tan variados y caprichosos que nos sorprendieron. Subimos
una espaciosa escalera y después de ver al paso multitud de habi­
taciones adornadas de un modo que harían aparecer miserables las
de los palacios de la tierra, entramos en un salón.
Era esto circular y su techo elevadísimo y lleno de relieves; es­
taba sostenido por columnas de una materia para nosotros desco­
nocida. Colgaduras de una tela semejante á nuestros damascos, re­
cogidas con abrazaderas d© oro descendían en anehos pliegues hasta
el suelo, que cubría alfombra muy fina y de vivo colorido.
593 UNA TEMPORADA
Loa muebles eran notables por lo delicado de sti trabajo y lo ele­
gante de su forma. Be algunos de ellos comprendimos al punto el
uso 4 que estaban destinados; pero de otro« nos fué imposible sa­
berlo.
CAPITULO vni.
IOS TERRÍCOLAS LA i^KNGWA DB LA ORAN ROQUELIA.
(1) MiéntroequeM. Ley noffy jo observábamos todo esto, hablaban
animadamente los tres hombrea y la mujer de más edad, siendo el
resultado de la. conferencia llegarse á noootros el hombre de edad
madura» cogemos do la mano y llevarnos á otra habitación donde
nos dejó, saludándonos con respeto.
Y de este «aludo ro ferinaos al punto que iban 'formando de noso­
tros un concepto máa aventajado.
La habitación donde nos dejaron «ataban cubiertas sus paredes
de una especie de raso amarilla, lo mismo que las sillas y un eotá
colocado en medio de doe cama«. El techo era de color azul y el
suelo estaba cubierto con otra alfombra tan rica como la del salón.
Un br¿serillo colocado en uno de los ángulos de la estancia despe­
dia un perfume delicioso.
f+*+Est&m<j» al fin solos 1
Era tal la grandeza de los objetos que Velamos, y t&) lo que
dentro de nosotros pasaba, que ni nos habíamos comunicado nues­
tros pensamientos, ni aun habiendo quedado solos pudimos hacerlo
en lavgo roto. Permanecíamos en pió inmóviles como eatétuas y
mirándonos uno ó otro. Al fin no pudiendo contenerme, porque mi
corazón parecía salí ráeme del pedio, abracé ¿ M, Leynoff, y le
dije:
—Dejadme que oe exprese mi reconocimiento por haberme trai-
(t) Doto haocr aqmí van aclaración, que «* Importo«!©. Vo doy 4 (odo« lo« «bjafc*
que bo visto eti Saturno los miamos nombres que Je« damos au la tierra, uu porque en
realidad fuesen iguales á fea de Asta, tino por lo mucho que $e parecen d loe que en»
iré nosotros dcai gnomo« del mismo modo. Adomáacomo et tdlotna do aquel mundo
no ]iotírian«n4end«rlo loe lector*«, forxoeo ee que el verterlo «4 casfc’llana d¿ á eso#
objeto« le« Lmeropp u*uibr«e con que loa aonoceoMia noéotm», Lf> cüehc» ac entiende
igualmente respecto do la» ciencias 4 qa® 0® dedtoAWn aquelln« singular«* habi­
tante».
R<*ng© al lector que no olvida atine* éaia adverlaneíu.
tomo un 38
RN BL m L s bUl bO 0B LOS PLANRTA3.
do ó an tunado tan bello como Saturno. ¿OU, amigo raiol Rstoy
Aquí y apéuaa puedo creerlo: so me figura, que soy presa de un
dueSo delicioso, del cual me seria muy sensible despertar.
— Ya lo veía, M endos; Saturno bb un mundo igual al nuestro,
sin más diferencia que ser mucho m ayor, y ser los hombres tam ­
bién mayores, como lo son «us edificios, como lo serán aus montes,
como lo soráu sus marea, sus ciudades, etc., etc. Ksto, que ya óm -
boe habíamos presumido, es ahora una verdad, lo q u e me hace in­
ferir que sucederá lo mismo en todos los demás planetas.
«—Asi lo creo yo también.
-«•Ahora, M endoza, sólo rae resta en c arg aras, do la fin u ra, ni
}a educación que en tan alto grado poseéis, sino la mayor pruden­
cia, el más exquisito tacto, y una profunda reserva en la* relacio­
nes que vamos á tener con estos habitantes. A lo ménos hasta que
los conozcamos bien, hablemos poco, observemos m ucho, y seamos,
sobre todo, circunspectos.
—Sois la misma sabiduría,— le respondí,— pero descuidad, que
en todo as obedeceré.
— Queréis que nos acostemos?
— Si, con tal que rae permitáis deciros ántes, cuánta es mi im­
paciencia por ver las villas, las ciudades, loe m ares y continentes
de este mundo. Ardo por lanzarme en sus reuniones, en. sus bailes,
en sus teatros, en sus cafes y en sus paseos r que deben ser inimi­
tables. i Oh M. Leynoff! no os burléis de mi ai os digo que Saturno
me parece un cielo.
— Sea,— me dijo M. Leynoff, con su paternal sonrisa,—y ya que
en ello os empefiaia, no aeró yo quieu desvanezca esa ilusión que
tanto placer os causa. Ahora, acostémonos.
Nos acostam os, en efecto, ó por mejor decir, nos hundimos on
dos inmensos colchones, tan agradables al tacto, cual si estuviesen
llenos de «navisima seda ó blanda plum a. Las sábanas, de una
blancura extrem ada, y más finas que las batistas de la Tierra, des­
pedían una fragancia que em briagaba, fía cuanto á ral, me quedé
dormido en medio de las más dulce« ilusiones.
Aún dormíamos, cuando el ruido que hizo la puerta al abrirse,
nos despertó; y como era y a de d ia , pudimos ver que entraba en
nuestro cuarto el hombre de edad madura, con un libro en Ja ma*
no. Nos saludó, inclinando la cabeza, y poco á poco se dirigió ó
la cama de M Leynoff, Cuando estuvo cerca abrió el libro, y lo
595 UNA TKKPOEADA
señaló con el dedo uncw caracteres abultados que conteaian las
primeras hojas. Tan pronto como M. Leynoff fijó en ellos bus
ojos, vi brillar en su boca una sonrisa.
— Qué. hay?—le pregunté.
— La gramática, Mendoza, ó el arte de hablar de estos habitan­
tes. Ya lo veis, previenen nuestros deseos.
—Si? Pues allá voy.
Y me tiré de la cania, vistiéndome en dos miuutos.
Brillaba la alegría más viva en el semblante del que iba a ser
nuestro maestro, cuando vió que le habíamos comprendido. Puso
al punto el libro en medio de nosotros, nos hizo señas como par»
llamar nuestra atención, y principió á pronunciar, letra por letra,
invitándonos á que las repitiésemos, lo que hicimos con el mayor
gusto. Más de una hora invirtió en esta ocupación; luego nos dejó
el libro, se sonrió para nosotros, y se marchó muy satisfecho, al
perecer.
A poco rato nos sirvieron un abundante desayuno, que cotnirnos
con apetito, y concluido éste, entró un criado, acompasado de otro
hombre que no conocíamos, y que se quedó mirándonos de hito en
hito Ignoro el tiempo que hubiera permanecido de aquel modo,
si el criado, trabándole del brazo, no le hubiese llamado la aten­
ción. Entónces se adelantó hácia nosotros, volvió á mirarnos, y pi<
dieridonos por señas el permiso, tomó algunas medidas sobre los
vestidos que llevábamos; hecho esto, se marchó, saludándonos con
respeto.
— Es un sastre,— me dijo M. Leynoff.
—Sí, y quieren, por lo que veo, hacernos trajea semejantes á los
suyos.
—Indudablemente, y puesto que hemos de vestir como ellos,
preciso será que nos dejemos crecer el pelo, y que no volvamos á
afeitarnos, toda vez que el pelo y la barba aquí son, por lo que
veo, de rigor.
Dicho esto, y viendo que uádie venia á visitarnos, ñas pusimos
á repasar nuestra lección con tanta alegría y buen talante, que no
sólo la aprendimos prouto, sino que estudiamos otras dos. La sor­
presa del hombre de edad madura fué extremada, cuando á la
mañana siguiente observó nuestros progresos. Nos miró coa una
especie de asombro, que daba bien á entender que no esperaba
tanto de nosotros. Nos puso al momento otra lección, ¿»virtió en
BTN KL *lJls BELLO DB LOS PLANETAS. 596
«nseftárnoelit otra hora, y «o marchó después de habernos saludado
con cariño. Bn resolución; nuestros progreso* ftiéron tales, que al
cabo de. noventa diaa pudimos entendernos con el maestro, «i bien
con mucho trabajo todavía. Laa primera* palabras que nos pre­
guntó, fuéron esta* *.
— Quiénes sois?
— Unos séres racionales como vosotros,— respondió Id. LeynofT.
—Como nosotros! como nosotros!—dijo el hombre, abriendo sus
grande« ojos, y fijándolos en M. Leynoff.
—Y de dónde venís?—volvió 4 preguntar.
Del tercer planeta que está más acá del sol (1), ó lo que es igual,
de un mundo semejante al vuestro, aunque 995 veces raáa pequeño
-**-De un planeta! De un mando igual a) nuestro!
Y entónces, no «ólo »bria sus ojos con espanto, sino su boca, que
mantuvo abierta largo rato; luego, como w hablase consigo mis­
mo, volvió á decir:
—Imposible, imposible; seria una cosa nunca vista, una cosa
verdaderamente inconcebible.
Y volviéndose á nosotros, añadió:
—Y cómo se llama ese mundo?
—La Tierra (9).
—La Tierra! la Tierra!—repuso con creciente asombro el buen
señor.—Y cómo habéis hecho ese viaje?
—Ah! de eso hablarémoe más adelante,—repuso M. Leyaoff,—
cuando ya instruidos en vuestra lengua, ¡Midamos explicarnos
mejor, nada os quedará por s&ber; os io prometo.
—Me confundís, — dijo el hombre, mirándonos eetupefecto;—
rae asombráis, y no sé qué pensar, ni qué decir.
Luego como ai hiciese un grande esfuerzo sobre sí mismo,
añadió:
—Perdonad; voy 4 comuuicar ©»tas noticias á S. A.
—Una palabra, amigo,—le dijo M. Leynoff;—cómo es?....
—Un momento, por D i o s r e p u s o con vives» el h o m b r e l i o
me detengáis, que pronto vuelvo.
Y sin dejarnos acabar, desapareció como un relámpago.
Media hora después le volvimos 4 ver, radiante de satisfacción.

(1) Scoll llamaban en Saturno á esto astro.


(2) Nattob la llaaiabau es Saturno.
597 UNA TEMPORADA
—Oh, amigos I—nos dijo con voz entrecor tada;r—no sabéis h as­
ta qué punto se alegró S. A. cuando le hablé de vosotros, de vues­
tros progresos y de las noticias que me habéis comunicado. Ahora
mismo queda escribiendo á su primo, el Rey do la Gran Roquelia»
participándole su admiración, y vuestro arribo á sus Estados
—En hora buena,—dijo M. Leynoff;—pero cómo e« que no ha
vuelco á vernos ese excelente principe ? Porque supongo que es de
él de quien nos estáis hablando. En verdad que me sorprende su
conducta, lauto más, cuanto que le hemos visto ántes tan amable
con nosotros* Perdonad si soy indiscreto.
—De ningún modo, y voy ó. deciros el motivo de esa conducta
que extrañáis, y de otra cosa que también os habrá sorprendido,
aunque por delicadeza la calléis.
—0« escucho.
—S. A.—dijo nuestro hombre,—no ha querido veros hasta que
pueda entenderse con vosotros, en prueba de lo cual, ya visteis
que no perdono medio para ensebaros nuestra lengua. Por esta
misma razón, y para evitar comentarios que pudieran ser perju­
diciales respecto al buen concepto que desea se forme ep Satur­
no (1) de vosotros, tampoco os permitió salir de casa, pues quiere
que os vean tales como sois, y con todo el mérito que se lo ¿gura
poseéis. En cambio , ya visteis que en nada os faltó, y que os ha
tratado con toda consideración.
—Oh, en cuanto á eso,—dijo M. Leynoff,-—no sólo no podemos
quejarnos, sino que estamos, por- el contrario, agradecidos. Os
ruego que asi se lo digáis de nuestra parte.
—Perded cuidado, que así lo haré. Y para que no os quede la
menor duda de lo xpucho que S. A. se ocupa de vosotros, os diré,
que ahora mismo acaba de preguntarme cuánto tardaríais en ha­
blar correctamente nuestra lengua.
—Sí? y qué le respondisteis ?
—Que atendidos los progresos que habíais hecho hasta ahora,
no dudaba que dentro de treinta dias, la hablaríais perfectamente.
-r-J£so le dijisteis?—rrepuso M. LeyuofF.—Diantro! Y si os en­
gañáis, amigo?
—No lo temáis,—respondió el hombre;—pero oid lo que falta
todavía.

Ü) Silentty le llamaban aquello* habitantes.


BN BL MA» BELLO DK LOS PLANETAS. 598
— Aún falu más?
— S í, escuchad.
— Escucho.
— Cuando referí á S. A. lo que acabo de deciros, me contestó:
pues bien, para ese día quiero que vengan algunos amigos de la
corte á fin de que vean y oigan, por sí mismos, á mis huéspedes;
hacédselo así presente, y añadidles , que la víspera de esc dia iré
con la familia & visitarlos, y á sacarlos de la prisión en que, bien
A mi pesar, los he tenido tanto tiempo. Qué decís?
— Que en todo es grande y previgor ese adrairahlo príncipe. Y
ahora, amigo, decidme una cosa.
— Qué?
— Cómo os llamáis?
—Sulfendy, y ros?
— Ricardo J^cynoff.
— Y vuestro compañero?
— Enrique Benito de Mendoza.
— Gracias.
— Otra pregunta, y ]*>rdonad si soy indiscreto.
— Nada de eso; haced las que gustéis.
— Estoy impaciente pnr saber lo que habéis hecho del vehículo
en que hemos venido á Saturno.
— Ah!— contestó el Sr. Sulfendy;— S. A., después de haberlo exa­
minado detenidamente, lo ha hecho guardar en unade los cuartos
más cómodos y bien ventilados del palacio: nada absolutamente ha
padecido ; estad tranquilas.
— Me dais una noticia muy agradable, mi querido Sr. Sulfendy,—
repusoM, bcynoff,— pues as aseguro que me hubiera causado pro
funda cualquier destrozo que hubiese sufrido el globo, lo
mismo que los instrumentos que vienen dentro, no por su valor,
podéis creerme, sino porque, no habiéndolos quizá en Saturno,
deseo que los veáis. Gracias.
Dicho esto, ae marchó el Sr. Sulfendy.
Por lo demás, la asistencia que so nos dispensaba era esplén­
dida , y tanto en la mesa, como en las camas, como en cnanto te­
nia relación con el servicio, reinaba un lujo y una magnificencia
que nos tenia cada vez máa sorprendidos; todo, en una palabra,
revelaba la finura y la alta posición del dueño de la casa, lo mis­
mo que las consideraciones que le merecíamos.
599 tnu TEMPORADA
Entre tanto, devorábamos nuestro libro de manera, que la vis-
pera del dia en que debíamos recibir la visita del anciano, hablá­
bamos la lengua del país con tanta perfección como el maestro.
Este quedó altamente satisfecho de nosotros, y viendo que ya nadH
tenia que enseñarnos, dijo ♦
— En verdad , amigos, que vais ¿ sorprenderá estos habitantes,
pues los que hasta ahora od lian visto están muy léjos de creer qur
poseáis un talento tan claro y uua disposición tan admirable. Por­
que (y perdonad si os hablo con esta franqueza) al ver vuestras
figuras, vuestra diminuta talla, lo corto de vuestro cabello, la
falta de vuestra barba, y vuestros trajes, que nos parecieron ex­
travagantes, más que por séres raciouales os tomamos por unos
animales maléficos, de quienes uo podíamos esperar sino desgra­
cias. Qué queréis** La sorpresa da lugar á estas equivocaciones que,
afortunadamente, desaparecen tan pronto como la reflexión reco­
bra su poderío.
— Y oyéndoos eso, ya no me adm ira,— dijo M. Leyn off,— la
acción de aquel jóven que vino hácia nosotros con el cuchillo en
la mano.
— Ea verdad, creia hacer un bien quitándoos la vida, y lo hu­
biera acaso efectuado si S. A. no hubiese intervenido tan á tiempo.
— Ahora,— dijo á esta sazón M. Leynoff,— puesto que mañana
liemos de recibir la visita de S. A. , ¿no me haréis el obsequio do
decir quién es este señor, quién aquella dama de más edad que co­
mía junto k él cuando caímos en el cuadro , quién la jóveu, quién
«d jóveu, y quién , por último, sois vos?
— El anciano,— contestó el Sr. Sulfendy,— es el muy alto y po­
deroso señor, Prínci|»e de Totuma, primo del Rey de la Gran Ro
queliá , eminente político, y de grande é indisputable valimiento
la señora de más edad es su esposa; la jóven, m hija; y el jóven,
sobrino, v , en mi concepto , su futuro yerno, si la hermosa Aneyda
se digna darle su mano. Por último, vuestro humilde servidor ha
sido ayo y maestro del hijo de S. A . , jóven de relevante mérito,
que se halla viajando en Calilla, y que regresará á su casa dentro
de breves dias.
—-Gracias, amigo, — repuso M. Leynoff. — Y ahora decidme,
qué naciones?—
— Perdonad si os interrumpo y no quiero resfwider h lo que
ibais á preguntarme. Tengo órden terminante de S. A. para no
BN EL MÁS BELLO BE LOS PLANETAS. 600
revelaros nada de lo que se refiere á Saturno, pues desea hacerlo
él por si mismo, á fiu de ver Ja sensación que os causa nuestro
mundo, que quiere comparar luego con el vuestro, acerca del cual
arde por haceros mil preguntas.
— Bueno, bueno, callaré, ya que asi lo quiere el Prlncijje de
Tojuma, á quien, ¡K>r otra parte, no puedo méuos do agradecer
un deseo que tanto nos favorece. Qué decís, Mendoza?
— Quo rao parece que falta mi siglo de aquí á mañana, atendi­
da mi impaciencia por entrar en relacione* con esa familia ilustre,
y por conocer las personas que deben venir 4 visitarnos. Esta re­
unión, M. Leynoff, va 4 ser como el exordio de mi entrada ütt este
mundo.
— El cual os espera con impaciencia,—dijo el Sr. Sulfendy.
—A mi?—dije mirándole sorprendido.
— A vos, si, y si uó, leed.
Entóuces sacó un papel del bolsillo que por sus dimensiones co­
nocí que era un periódico. Al dármelo, me indicó con el dedo uu
párrafo que leí en alta voz, y que decia :
« Acabamos de saber, con la sorpresa que es de inferir, que han
llegado á nuestro mundo dos habitantes de uno de los planetas que
están más acá del sol, y que es el tercero caminando háeia no­
sotros, Desde luego tomaríamos esta noticia como una mentira in­
signe, ai hombrea como el Principe de Toluma no lo hubiesen ase­
gurado, nada menos que á S- M. Nos confunde y nos hace perder
el seso semejante acontecimiento, no pudiendo rnénos de rogar al
Sr. Nomara (asi se llamaba el Príncipe) que no tarde en traer 4 la
capital esos dos singulares séres que tanto excitan la curiosidad
pública, y que, es bien seguro, son 4 la hora de esta el objeto de
mil extrañas conjeturas. Lo aseguran los criados de S. Á., lo ha
dicho éste á S. M.; y sin embargo, aún ñas resistimos 4 creerlo.
¡Tan imposible nos parece eae peligroso viaje que, si 4 pesar de
todo, fuese cierto, daría lugar á consideraciones de la mas alta
trascendencia. Se dice que dentro de dos dias habrá reunión en
casa del Sr. Nomara para ver y tratar á los forasteros. »
—Qué decís de esto, amigo mió?—pregunté á M. Leynoff.
—Que hallo muy natural la sorpresa de esos hombres, como lo
sería la nuestra ai alguno de ellos hubiese bajado á la Tierra.
—Teneis razón,—le contesté.
Marchóse el señor Sulfendy, y 4 la mañana siguiente, muy tein*
601 caa tbmík >ra.pa
prano, entraron en nuestra estancia dos ayudas de sámara condu­
ciendo, en una bandeja de oro, loe dos trajes que habian mandado
hacer para nosotras. Después de habernos rogado que nos laváse­
mos, peinásemos y perfumásemos, nos vistieron ellos mismos con
soltura y presteza tales, que nos admiraron. Los trajes eran muy
ricos, y nuestra sorpresa al verlos grande.
Nada, sin embargo, Ies dijimos, y dejamos que nos vistiesen á
bu guato. Acabada la operación, dijo uno de ellos:
—Van á venir SS. AA., señores.
Dicho esto, se m archaron; y apéoaa quedamos solos, dije á
M, Leynoff-
—Estáis bien, amigo mío, aunque un poco ridículo, según el
modo de ver de los terrícolas,
—Precisamente lo estaré tanto para vos, como ámbos debimos
haberlo estado para estos habitantes la primera vez que nos han
visto. Pero vos, Mendoza, no estáis ridículo, creedme; ese traje
os sienta perfectamente.
—Eso lo decís porque me queréis; pero, en fin, sea como fuere,
cumplimos con aquel refrán que dice: «Donde estuvieres....» Ya
me entendéis.

f Sé ocmtimierá.)
Ti aso A o u ím a n a dk V * c * .
UNA TEMPORADA EN EL MAS BELLO DE LOS PLANETAS

CAPITULO IX.
«áÚTUAtí UXPLICAClONKá HNTKK LOS XliEUÍCOLAa Y KL SBftoit NOMAKA.

Un momento después se abrió la puerta y entraron los princi­


pes , con su hija, su sobrino, y nuestro amigo el aeñor Sulfemly.
Venían suntuosamente vestidos.
Hubo un momento de silencio, durante el cual nos observaron
con viva curiosidad. En seguida tomó la palabra el señor Noniara,
y dijo, tendiéndonos lus manos :
—Esporo que no ine guardareis rencor por baberos teuido pre­
sos tanto tiempo, verdad?
--Olí, señor,—contestó M. Leynuff; — no digáis eso, por Dios;
pues además del motivo que para ello habéis tenido, y por «si cual
os estamos agradecidos, habéis rodeado esta prisión de encantos
talca, que más que prisión, nos ha parecido un paraíso.
A posar de que ya lo sabían, les causó gran sensación el ver io
bien que nos producíamos cu su lengua, y quienes más se sor­
prendieron fueron la Princesa y Nostrendy.
—Eso lo decís porque sois amable,—repuso el señor Nomara-—
Por lo demás, creedme, amigos, que nada hallo más enojoso que
verse uno en un mundo desconocido, 6 en una n&cion cualquiera,
cuando se ignoran la lengua y los usos de sus habitantes. Aun ai
vuestras tallas y vestidos fuesen parecidos á los nuestros, minos
rúalo; pero siendo tan distintos, era forzoso el ridículo, y el ri­
dículo, como sabéis, muta. Vuestra raru é inesperada aparición
101 UNA TKMPOUAUA

rne sorprendió, lo confieso, y aun por un momento dudé ni ¿rain


seres humanos; pero luego que os observó mejor, y después que
os ol hablar, aunque sin entender lo que decíais, ya no me cupo
Ir menor duda de que ¿rain aérea racionales ; en tai concepto se os
trató. Y á propósito del modo de trataros, os ruego que perdonéis
á mi sobrino, que, habiéndoos juzgado corno yo, y dejándose ar­
rastrar por su viveza de jóven, se portó con vosotros de una ma­
nera que me causó gran sentimiento. Le perdonareis, no es cierto?
— Nada tenemos que perdonarle,— contestó M. Leynoff, — toda
vez que lo que ha hecho es disculpable, habiéndonos juzgado
como vos: sólo sí le rogamos que ae digne honrar con bu benevo­
lencia k dos extranjeros, que, si no tienen la pretensión de pedirle
su amistad, porque no loa conoce todavía, le piden su estimación,
de la cual so creen dignos. Nos la concedéis, señor?— anadió
M. Leynoff, tendiendo la mano al jóven, que éste tomó con bas­
tante frialdad, á pesar de una imperceptible mirada de bu tío. En
seguida dijo:
— S í, puesto que mi tio lo desea.
— Y con razón, Nostrendy,— repuso el señor Nomara.— ¿Osncor-
dais de lo que 03 dije de estos caballeros? Pues ahora os añado que
cuanto más las observo, más rae afirmo en la buena' opinión que
había formado de ellos. N ó ,— dijo, conmovido y mirándonos con
interes;— vosotros no sois unos séres vulgares, nó: vuestro prodi­
gioso viaje nos lo revela demasiado; al paso que vuestro valor y
maneras distinguidas nos hacen inferir que no es pequeño el ran­
go que debeis ocupar en vuestro mundo. Me equivoco acaso ?
— No, en verdad, señor,— dijo M. Leynoff.— Mi amigo, el señor
Mendoza, es hijo único de un ilustre general, que ea una alta dig­
nidad militar allá on la Tierra, y pariente do los más grandes se­
ñorea de la nación española, al paso que, el que dono el honor de
baldaros, es un caballero de uua riqueza inmensa, y pariente, por
áraboa Jadas, de los margravea de Alemania, que son allí una es­
pecie deHoberanra. Perdonad, si las circunstancias en que nos ho ­
llamos, el no haber quien lo diga por nosotros, y el deseo de cor­
responder á la fina distinción con que ñas traíais, nos obliga ó
hablar de este modo de nosotros.
Nos pareció que el haberle* dicho quiénes éramos, había hecho
más amables á la tia y al sobrino.
— Os creo, amigos, os creo,— dijo el Sr. Nomara,— porque nada
EH RL MÁS BELLO DB LOS PLA.N15TAK. 105
me decís quo no hubiese sospechado de antemano. Ahorn veuid,—
uHadió, levantándose y estrechándonos lúa manos:— ¿mo concedei«
vuestra amistad? Queréis ]a mía?
— Y con toda nuestra alma,— contestó M. LeynofT muy conmo­
vido,— y V. A. nos honra demasiado. Ahí Pluguiese al Cielo que
algún dia pudiésemos devolveros en la Tierra la acogida tan cor­
dial, y casi règia, que nos habéis hecho en Saturno! Jamas lo ol-
vidarèmoa, seí!or; contad oon ello.
En resolución: no nos quedó la menor duda de que teníamosim
amigo firmísimo en el Sr. Roznara, un aprecio muy grande en su
hija, adhesión en el Sr. Sulfendy, un afecto equivoco en la prin­
cesa, y, sino repugnancia, á lo inénoa uua frialdad marcada en el
sobrino.
En esto, sirvieron ol almuerzo, y, mientras comiamoa, tuve oca­
sión de observar que, aunque Nostrondy obsequiaba con exquisito
afen á su prima, recibia ésta sus obsequios con visible frialdad. La
princesa lanzaba de cuando en cuando sobre ella miradas severas,
que hadan bajar los ojos á la nifia: el Sr, Nornara, ocupado cou
M. Leynoff, no vela nada de esto, y yo, íiin dejar de comer, cui­
daba con esmero á la princesa. El Sr. Sulfcndy, se cuidaba á ai
mismo.
Acabado el almuerzo, tíos rogó el Sr. Nomar» que le hiciésemos
una detallada relación de nuestro milagroso viaje, como él le lla­
maba. Entóneos, M. Leynoff, con la elocuencia, finura y amabili­
dad q u e en tan alto grado pascià, refirió, primero, Job m otivos ijdc
le obligaron á emprenderlo, y luego los más leves incidentes que
en él dos acontecieron.
Es imposible describir lo profunda atención con que nos escu­
charon, siendo tal la quietud y el silencio que guardaban, que,
más que persona*, parecían estátuaa. Cuando acabó M. Leynoff,
dijo el Sr. Nomarti:
— Oh, amigo! Habláis .y apénaa puedo creeros. Cómo! ¿Es po­
sible que hayais concebido y llevado á cabo un proyecto capaz de
helar de espanto al hombre rata atrevido? ¿Habéis atravesado, blu
conmoveros, ese espacio inmensurable que separa á Saturno de la
Tierra? ¿Habéis podido contemplar, sin que vuestra razón se per­
turbase, el infierno que habéis visto en Júpiter? Cómo? ... ¿Pero
qué digo? Ese solo hecho hace desaparecer la diferencia qufc ureía­
mos existir cutre vosotros y nosotros, y, ipor Dioe vivo! que estoy
lO fl UNA T KM POR A DA
por decir que nos superáis en algo, toda ves que, en Saturno, uó-
die imaginó, ha6fca ahora, que pudiese concebirse, y ménos reali­
zarse tal proyecto.
—Eso consiste,—respondió M. Leynoff con modestia,—en que
ninguno de vosotros se halló en unas circunstancias semejantes á
las de Mendoza y mías, pues si así fuese, no sólo hubiórais hecho
lo que hicimos nosotros, sino que lo hubierais hecho todavía mejor.
Creedme, señor; la casualidad en estas cosas es el todo, y ó la
casualidad debo yo el liaber concebido este proyecto.
—Veo con gusto,—dijo el Sr. Nomara,—que & la sabiduría y
al valor, reunís la modestia, caballero. Valéis mucho, y doy gra­
cias á ia Providencia por haberme proporcionado esta ocaaicm de
conoceros.
—Y teneis razón, señor,—dije con viveza.—M. LeynofT, pese A
su modestia, es un hombre extraordinario, y ai en Saturno no le
hacéis esta justicia porque os creeis superiores á nosotros, en la
Tierra se la harén, es bien seguro, cuando sepan que ha llevado á
feliz término este proyecto.
—Mendoza, Mendoza, decís eso por burla?—preguntó M. Ley-
uofí.
— No, á fó raía,—contesté algo enfadado,—y seguro estoy que
estos señoree piensan en esto como yo. ¿No ca cierto que pensáis lo
mismo?
—Indudablemente,—reepondieron todo«?.
—Hieuto, Mendoza,—repuso M. liCynoff,—que, al hablar asi de
mi, oe olvidéis de vos. Pues qué! ¿No habéis abandonado vuestra
posición, vuestras riquezas, vuestro porvenir, todo, en una pala­
bra, por seguirme? ¿No sabíais perfectamente los peligros ¿ que
ibais á exponeros, y que la vida ae jugaba en una empresa, A to­
das luces loca, excepto para aquel que ta había concebido y me­
ditado?
—Lo sabia, pero exageráis mi mérito. La verdad, os, señoree,
que, cuando M. Leynoff me habló de su viaje, le tuve por loco, y
si después que me expuso las razones en que se fundaba para efec­
tuarlo, dudé algo, no por eso dejé de mirarlo como uno de aque­
llo» imposibles absolutos. ¿Por qué, entóneos, le acompañasteis? me
diréis, Por qué? Porque acababa de sufrir una desgracia, efecto de
la cual iba á matarme, y porque habiendo de morir, me era in­
diferente la clase de muerte que me arrebatad la existencia.
EN LL mA.4 OlíI.LO JW LOS PLANETAS. 107
¿Hay en esto valor? ¿Hay algún mérito? AbsoLutámente ninguno.
—Os aseguro, amigo,—me dijo M. Leynoff,—que inecausáis...
—Dejemos cao.—dijo el señor Nomara interrumpiéndonos. — Un
debate en el cual cada uno de vosotros trata de rebajar su mérito
par» que resalte el del compañero, no hace más qne engrandeceros
á mía ojos, como espero os engrandecerá á loa de los habitantes de
Saturno.
Y volviéndose á las señora», añadió:
—Queréis, señoras, que demos un paseo para que estos caballe­
ros, vean por primera vez nuestra campiña?
—Ah, ai, papa, dijo Aneyda (asi se llamaba la jóven), pues deseo
ver el efecto que causa en ellos nuestro Nitto y la magnifica cam­
piña que recorre.
— Y vos, princesa, qué decís?
—Que no tengo inconveniente; mandad que enganchen.
—Entónces no gozaréraos nada, repuso el señor Nomara. Creed­
me; para un paseo como el que os propongo, el carruaje es muy
incomodo, y nos quitará el placer de pasearnos y examinar todo
lo que llame la atención á nuestros huéspedes. Tomad mi brazo, é
iréis mejor.
No había remedio; la órdea dada delante de nosotros era termi­
nante, y aunque con disgusto, tomó la princesa el brazo de su ca­
lloso, Aneyda el que le ofreció Nostrendy, y nosotros les seguimos
acompañador del señor Sulfendy. Detrás iban dos ayudas di*,
cámara.
Y cómo describir ahora la campiña que teníamos debute? Pué
tal la admiración que no.* causó, que olvidándonos de que estába­
mos en un mundo desconocido, que nos acompañaban gentes do
tanta suposición, y que nos ol>servaban con viva curiosidad, nos
quedamos inmóviles. Oid ahora.
Lo primero que llamó nuestra atención, fué un horizonte quo
parecía no tener fin , pues se desvanecía allá en el cielo. Montea y
colinas de desmesurada grandeza, estaban diseminados aquí y
acullá por aquella campiña, que tenia algo de fantástica, yen me­
dio de la cual se elevaban, en grupos y bosqueciilos agradables,
árboles corpulento«, cuyas hojas, de vivo matiz vente, prestaban
fresca y apacible sombra. A través de ellos se deslizaba un rio (el
Nitto), excesivamente caudaloso, cortado á trecho® por puentes de
atrevida construcción. Casas de recreo y altos templos se destaca-
108 UNA TI?« ro n A DA

ban por entre aquellos árboles, aumentándola alegría del paisaje.


Animales parecidos á nuestros bueyes, pero mucho mayores que
ellos, surcaban con el arado la tierra blanda y feraz, que había de
dar despula aquella vegetación tan rica que estábamos contem­
plando. Los hombres, de estatura gigantesca, que guiaban estos
bueyes, contribuían á animar este cuadro, que baciau más pinto-
resco aúnalos melodiosos cantos de un sin número de pájaros, en
extremo lindos por el brillo y variedad de sus colores,
De frente, y bácia la parte media de este soberbio panorama, se
elevaba un monte, perdido allá en las nubes, de cuya cima ae des­
prendían torrentes de agua, con impulso y violencia tales, que más
que de la cima del monte, parecía que se derrumbaba de loa aui-
líos de Saturno. A poco trecho del punto donde el torrente princi­
piaba k descender, habia una cascada, por la cual, des]izándose con
ímpetu furioso el agua, hacía mil vistosos juegos, saltando sobro
laa peilaa. El poeta y el pintor se declararían impotentes ante
aquella perspectiva realzada por el azul de un cielo purísimo, por
el murmullo de una blanda brisa, y por el tinte mágico de que un
sol remotísimo y del tamaño de una naranja, entóncea, la revestía.
—Mucho os gusta la campiña.—dijo sonriendo el Sr. Noniara.
—Por qué lo decis?—pregunto M. Leynoff, saliendo de su abs­
tracción.
—Porque os veo mudos é inmóviles de sorpresa.
—Perdonad, señor,—dijo M Leynoff,—si hemos sido impolíticos
hasta ei punto de olvidarnos de que os hallábala á nuestro lado;
pero ante tanta grandeza, de la cual no teníamos idea, sentimos
toda nuestro pequenez, y mucho me engaño ó vamos á hacer un
papel bien desairado en Saturno. Sabéis?...

CAPÍTULO X.

R15UHÍON UN LA QUINTA DHL SKftoíl N<)MARA.

Una exclamación de las señoras puso término á la conversación.


Eata exclamación la habían causado tres carruajes y alguno» ca­
ballos que, casi á escape, volaban por la llanura.
— Son nuestros convidados,—dijo el Sr. Nomara.
Y volviéndose á nosotrosr añadió;
RN RL MÁS BRLLO PR LOS PLANTITM. 109
— Dispensadme , amibos, si os mego que no os presentéis hasta
que os avise, pues quiero ser testigo de la sorpresa que vais á cau­
sal* k mis tertulios. Lo liaréis así?
— Pues nó?—contestó M. Leyuoff. —¿Qué cosa nos pediréis,
señor, que no hiciésemos con el mayor guato?
— Gracias— repuso el Sr. Noto ara.
En seguida dió ócden al Sr. Sulfendy paro que nos acompañase
k nuestro cuarto, donde comimos y donde permanecimos haciendo
diferentes comentarios acerca de la visita que Ibamos k recibir.
Habría pasado media hnrn, cuando volvió el Sr, Sulfendy para
rogarnos que le siguiésemos. Así lo hicimos, en efecto, y entramos
en el salón.
Todo estaba inundado de luz que, á torrentes, despedían varios
globos de color de rosa colgados en medio del techo, luz que, re­
flejándose en las piedras preciosas de que estaban salpicados los
vestidos, difundía vistosos destellos por todos los ámbitos del salón.
La talla gigantesca de aquellos hombres, ou aire y andar graves,
sus largas y pobladas barbas, lo pintoresco de sus trajes y las plu­
mas que ondeaban sobre sus gorras, daban á aquella reunión un
aspecto que deslumbraba.
Las mujeres eran siete, cuatro señoras y tres jóvenes, todas ellas
ataviadas con primor.
Cuando entramos, hablaban animadamente unos con otros; pero
tan pronto como fijaron los ojos en nosotros reinó el silencio, en
disposición que el ruido más ligero hubiera podido oirse. Nos ob­
servaban con tina especie de éxtasis y un recogimiento tales, que
les tenían embargada la palabra; asi es que ni nos hablaban, ni
tampoco hablaban entre sí. Este silencio duró largo rato, hasta
que, poco á poco, y á medida que fué disminuyendo la sorpresa,
principiaron á mirarse unos á otros y á dirigirse en seguida la pa­
labra, primero en voz baja, y luego en !a natural.
— Qué lástima que sean tan pequeños!— dijo una liúda niña á
la amiga que tenia á su lado, y que estaba cerca de nosotros; —
el más jóven de lew extranjeros es hermoso.
Al oir estas palabras no pude ménoa de dirigir una mirada de
reconocimiento á la que las había pronunciado.
Entre tanto, observé que Nostrendy nos habia vuelto la espalda
y que hablaba.animadamente, con otrojóven deán edad. Debo h a ­
cer mención particular de este individuopor lo mucho que figura
LIO ti NA TEMPORADA

en esta historia. Era alto, delgado, de cabello rubio, do nariz


aguilena y puntiaguda, de lóbioa muy delgados y descoloridos, de
ojos averdosados y pequeños, de pómulos salientes, de frente chata
y de mirar maligno. De ilustre cuna, aunque de escasos medios,
según supimos después, se había unido, Íntimamente, é Nostrendy,
con el cual se hahia criado desde niño y de quien lo esperaba todo.
De poco valor, pero lleno de astucia y de m alicia, era un personaje
temible.
Pero de todos loa concurrente*, el que nos llamó raáa la aten­
ción fue un jóven alto, de esbelto talle , y de gentil apostura y
continente. Vestía un traje de exquisito guato. Su túnica em de
seda, su manto de color azul, mn botas negras y pequeñas, per« sin
encajes, y su camisa, blanca como el ampo de la nieve. Tantean
gorra de terciopelo negro, adornada con plumas también negras,
como su ceñidor bordado de oro, no tenían brillantes ni ninguna
de las piedras preciosas que llevaban tan profusamente los demás.
La modestia de su trajo, que tanto contrasto hacia con los ele sur
compañeros, líos llamó al instante la atención \ nos la llamó igual­
mente la peregrina belleza de bu rostro, muy en armonía con su
aire franco y noble; y nos la llamaron, por último, sus maneras y
su porte, que revelaban valor y nna alma enérgica: en una pala­
bra, aquel jóven parecía el más perfecto tipo de la raza humana,
Sus ojos no ¿e a]jartabau un punto de nosotros, y nos hubiéramos
acercado al instante á é l, si no temiéramos llamar la atención, de
masiado tija en nosotros todavía.
— Quién os aquel jóven?— pregunté al Sr. Sulfendy.
— Cuál? El Sr. Nottelyf
— No sé cómo so llama— respondí— pero es el jóven que está
jtiufeo á aquel anciano que habla con el Sr. Nom&ra.
— Pues, si, el Sr. Nottely, justamente. Oh, amigo! ese es un jó­
ven prudente, de instrucción, tm guerrero de fama, el embajador,
en una palabra.» de Nostracia.
— Embajador y tan jóven í es posible?— dije con admiración.
— S i , pero es un jóven— repuso el »Sr. Sulfendy— de un mérito
que vos mismo echareis de ver si le traíais.
En esto el anciano que hablaba con el Sr. Nomara hizo cesar de
pronto las conversaciones que entre si tenían los concurrentes, pre**
juntándonos con voz afable»
— ¿Con que es cierto», ilustres extranjeros, que sois habitantes
RN RL Ukñ UKL.LO OH LOS PLANRTAK. 111

de uu planeta ó , lo que es igual, de un mundo igual al nuestro,


aunque 995 veces más pequero?
— Perdonad si al responderos-—dijo M. Leynoff— no os doy el
tratamiento que quizá tengáis, porque no os conozco, ni estoy al
corriente de vuestros usosy costumbres. Ruego también que se nos
dispense cualquiera palabra inconveniente, ó cualquiera indiscre­
ción que cométanlos; en la inteligencia de que no será por culpa
nuestra, aiuo por la iguoraucia en que aun estamos del trato co­
mún que hay en Saturnó.
— No os apuréis por eso— repuso el mismo anciano que habla
tomado la palabra— pues de todo nos hacemos cargo: explicaos
con libertad, y disipad, si es posible, la cxtrañeza de que nos ha­
llamos poseídos desdt* que sabemos quiénes soia y e! mundo á que
pertenecéis.
— En esc caso os diré— continuó M. Leynoff— que somos, en
efecto, habitantes del planeta que habéis dicho, ó, loque es igual,
de un mundo semejante al vuestro, aunque muoho más pequeño.
— Y cómo habéis concebido ese proyecto? ¿De qué modo lo ha­
béis ejecutado? Porque, aunque algo nos ha dicho ya Nomara,
estos señores y yo deseamos oirlo de vuestra boca, pues aun asi, y
viéndoos entre nosotros, dudamos de la realidad de un suceso que
no pueden apreciar nuestros sentidos.
Eutóiiees refirió mi noble amigo, no sólo los motivos que le obli­
garon á concebir este proyecto, sino las meditaciones y experi­
mentos que facilitaron su ejecución. Refirió, además, el modo có­
mo había formado sus cálculos, preparado sus máquinas y cons­
truido su globo, sin olvidar los más leves incidentes que tuvieron
lugar durante el viaje.
Ea imposible describir el asombro que, á medida que M. Leynoff
hablaba, se iba apoderando de loa circunstantes. Estaban suspen­
sos y colgados de aua palabras, como si no quisiesen perder ni un»
silaba de lo que decía. Acabada la relación, dijo el anciano:
— Por cierto, amigo, que ea preciso que os vea , que os toque,
y que os oiga hablar, para persuadirme que no sois fantasma», ó
un puro sueño, vosotros, vuestro mundo y vuestro viaje. Preciso
ea, sin embargo, ceder á la evidencia, y en tal concepto, permi­
tidme que ob abrace y que os felicite, en mí nombre y en el de
todos estos señores.
Y diciendo esto, abrazó4 M. Leynoff, siguiendo su ejemplo ios
112 ir* a temporada
demás eeítores, que se nos ofrecieron cordial y sinceramente, e x ­
cepto Nostreudy y Nomatty, que lo hicieron con frialdad.
Miéntraa que todos Be agrupaban en torno do nosotros, para ver­
nos más de corea, permanecía inmóvil, y siempre observándonos,
el jóven embajador; pero luego que cada uno volvió á su puesto,
y quedamos solos con el Sr. Sulfendy, se acercó á M. Leynoff, y
le dijo tendiéndole la mano :
— Sois, caballero, hombre de talento y de verdadero m érito:
quisiera cultivar vuestro trato, y adquirir algnnas noticia» de la
Tierra. (Juereis comunicármelas y honrarme con vuestro aprecio?
Kn extremo lo agradecería.
— V con tanto más gusto, RerTor,— contestó M. Leynoff,— cuan­
to que, desde que os he visto, he sentido liácia vos la ciña viva
HÍoipatia. Me tenéis cuteramente á vuestras órdenes.
— Gracias,— repuso el Sr. Nottely.— Poco valgo, pero este cor­
to valimiento deseo emplearle en obsequio vuestro, ahora que vais
k entrar en un mundo desconocido. Y lo mismo que os digo k vos,
lo digo á este caballero, á quien suplico mt: honre con su estima­
ción, ya que no nos conocemos lo bastante para que lo haga búii
con su amistad.
— Desde que os Ue visto,— le respondí, estrechando su mano que
me alargó ni dirigirme la palabra,— habría obtenido esa estima­
ción que deseáis. Me tenéis á vuestra disposición, Beílor Nottely.
— Gracias, mil gracias, — contestó conmovido e ljó v e n ,— ya
teudrómutí ocasión de volver á vemos mus despacio.
Y saludándonos profundamente, se fuó A colocar en uno de loa
Angulos del salón, desde donde miraba inquieto, háeia cierto pun­
to. Nosotros permanecimos cerca dd Sr. Noraara, el cual seguía
enfcónces una cooveraacion muy animada con el anciano que había
hecho las preguntas á M. Leynoff. Como estaban tan próximos, y
no se recataban, al perecer ilu nádie, pudimos oir lo que decian.
— Y bien, Roduiio, te habia yo engajado?— preguntó «1 setlor
Nomnra.
— Eu qué ?
— En la idea que te di de los extranjeros.
— No en verdad; son lionabres muy apreciables. ¿Cuándo los
recibe el rey?
— Dentro de dos días. Toma, lee esa carta.
Y diciendo esto, entregó una carta al Sr. Roduiio, que éate leyó
BN BL WÁ8 BELLO OK L03 PLANETAS. 113
eti voz baja, devolviéudosela enseguida. Al mismo tiempo dijo
sonriendo :
— Hola, hola! y quiere recibirlos en su trono, y rodeado de tod»
Ja corte! Grande honor es este para los extranjeros, j Oiantre,
díantre!
—Y que honra aún más á S. M.— dijo el Sr. Noraara.
— No digpo que no, —contestó el Sr, Hodulio;—pero.....
— Qué?
— Nada, nada, que hace xnuy bien el rey.
—Desengáñate, Rodulioj si cuando un rey digno de este nom­
bre , recibe en su corte á loa representantes de una nación, está
obligado á ostentar toda su grandeza, para que por ella formen
idea del poder de la que él gobierna, ¿con cuanto máa motivo no
debe hacerlo paru recibir á dos extranjeros, que pertenecen á un
mundo tan distante del nuestro? Porque si estos hombres vuelven
algun día k la Tierra, puesto que, como han venido, pueden re­
gresar á ella, ¿qué satisfacción sentirá S. M. ni figurarse que les
oye referir cuanto b&n visto y observado eu Saturno? ¿No es esto
cierto?
— Indudablemente.
— Habéis oido?— preguntó á M. LeynofT.
— Si, y ya veo que es preciso ir á la corte.
— De lo que ene alegro en el alma,—contestó, lleno de gozo.
Miéntras que los ancianos hablaban de este mudo, haci&n otro
tanto los circunstantes, dirigiéndose cada uno al que tenia á su
lado, ó á loa amigos que se les acercaban. Nostrendy y Nomatty
(asi ae llamaba el joven con quien se educara aquel) habían to­
mado asiento al lado de Aneyda, k qu'.en tenían en medio, y á
quien hablaban, sobre todo el primero, con mucho ínteres aunque
cu voz baja. Sin embargo, observé que la nina no les hacia gran
caso, pues estaba distraída, y no respondía, sino por monosílabos,
á las preguntas que te dirigían, cosa que puso de mal humor á
Nostrendy. Observé también, y se lo hice notar á M. LeynofF, que
siempre que podía, paseaba sus ojos por toda la concurrencia-* pa­
rándolas en cierto punto, donde sólo, y devorándola con lo vista, se
hallaba el embajador.
—Calla,— dije en voz baja á M. Leynoíf,— me parece que aquí
hay algo.
— Pudiera ser, — me contestó.
Tomo x iv .
114 una temporada, etc.
— Qué es esto, señores?—dijo á esta sazón el Sr. Rodulio,—
qué hacéis? ¿Penaais pasar toda la noche en conversación, y no
quereia que vean los extranjeros alguno de nuestros bailes? V&ya
una juventud poltrona, vive Dios. Arriba, señores, arriba, y sacad
pronto vuestras parejas.
Todos se rieron de la ocurrencia del Sr. flodullo, pero todos la
acogieron con placer. A una seña del anciano, se pusieron los jó­
venes en pié. El primero fué Nostrendy, que cogiendo con galan­
tería á su prima de la mano, la condujo hácia el medio del s&lon.
Su amigo eligió una de las tres jóvenes, y se colocó con ella al lado
de Noatrendy. Otros dos jóvenes muy opuestos y galanes, pariente
el uno del Sr. Nomara y el otro del Sr. llodulio, sacaron k las dea
reatantes, colocándose con ellas en sus respectivos puestea. Queda­
ba sólo el Sr. Nottely; pero tan absorto en sus meditaciones, que
parecía no haber notado lo que pasaba k su alrededor, y quizá no
lo hubiera notado en mucho tiempo, si una música armoniosa que
se oyó en uno de los puntos del salón, no le hubiera sacado de
ellas. Viendo entóneos que ya las tres jóvenes estaban en baile, se
dirigió á la princesa, i la cual dijo, haciéndole una cortesía llena
de gracia:
—Queréis hacerme el honor, señora?
Ni la más leve señal de complacencia se notó en el semblante de
la princesa, pero su extremada finura no le permitió desairar al
jóven, al cual dijo :
— Como gueteia, caballero.
Y diciendo esto, se colocó, con el embajador, á la cabeza de las
parejas.
Fué el baile al principio lento y grave, pero bien pronto figuras
y grupo» que rápidamente se sncedian, lo hicieron más alegre y
animado. Los habitantes de la Tierra no podrían formar idea de
estas diversiones, si no que las presenciasen.
Miéntras bailaban, &e llegó á nosotros el Sr. Rodulio y dijo :
—Qué os parece de nuestros bailes?
— Muy bien,— contestó M. Leynoff, —como todo lo que, hasta
ahora, hemos visto en Saturno.
( Sú continuará*;
T irso Aguimaua dr Veca.
UNA TEMPORADA EN EL MAS BELLO DE LOS PLANETAS
CAPITULO XI.
COHVSHHXCLON DK HOTTELY CON AN 8 VDA , 1NTKRIUJ SITIO A CO* KOÍlTIlRffOT*

Acabado el baile, condujeron loa caballeros sus parejas á sus


puesto*, y, colocándose A b u lado, entablaron con ella* conversa­
ciones más 6 ménoa animadas. Cuando el Sr. Nottely condujo al
suyo á la princesa, observó que había un asiento vacante entre ella
y au hija: lo miró, miró á la ñifla, y después de alguna vacilación,
se Bentó al fin. Las mejillas de la jóven se colorearon al punto: una
mirada sombría de la madro se fijó, con desden, sobre Nottely; pero
éste no la vió, porque estaba entóneos vuelto de cara hácia Aney-
da. Palpitante y con voz entrecortada, dijo á ésta:
—Os habéis divertido, señorita?
—No mucho, señor.
—Y será una indiscreción preguntaroa el porqué?
—Porque ine gustan poco loa bailes.
—Lo creo.
—Lo creeia?
— S i.
—Y poT qué?
—Porque me parece, Aneyda, que no soír de aquellas jóvenes
para quienes estos frivolos pasatiempos son el todo; porque vuestra
alma, llena de candor, aspira ó otros goces más puros, á aquellos
goces casi ideales de que sólo los ángeles pueden gozar.
—Agradezco, señor, el concepto en que me teneiB; pero permi­
tidme oa diga que lo creo exagerado, motivo por el que vues­
tras palabras, aunque tan lisonjeras para mi, rae causan pena.
—Pena decía! Cómo asi?
—Porque ese concepto, que tanto me favorece, lo habéis forma­
do Antes de conocerme, y ea muy posible....
TOMO xiv 19
290 UNA Tm*rO*At>A

Y calló Aneyda, temiendo haber dicho demasiado.


— Y bien?— interrogó el embajador.
— Que ese concepto no sea el mismo cuando rae con ozca mejor.
—Oh Aneyda!—-dijo Nottely;— en este momento en que por pri­
mera vez tengo la dicha de acercarme^ vos,permitidme, os ruego...
Iba á continuar el jóven, cuando Noatrendy t que no había sepa­
rado su vista de la herniosa pareja desde que la vió reunida, y que
con su impaciencia liabia llamado la atención de los que estaban á
ku lado, se levantó de pronto, y sin despedirse de nádie se dirigió
hácia su prima, á la cual dijo eon forzada sonrisa:
— Parece que estáis divertida, prima mía: el señor embajador ha
sido más feliz que yo, pues ha logrado distraeros, cosa que no he
podido conseguir, por más que para ello me esforcé.— Os doy mil
parabienes, señor embajador,— añadió mirando feamente á Nottely.
Había tal malignidad en la zonrisa de Noatrendy, y un aire tan
provocativo en su mirada» que Aneyda tembló. Nottely, por el con­
trario, le dijo con, la mayor calma:
— Caballero, cuando UablábRm cou esta señorita, me guardé
muy bien de interrumpiros: ahora que hablo yp, creía que debié-
raifl hacer otro tanto, mucho mAs cuando la cualidad de pariente,
y el vivir en su misma casa, o» proporciona 4 cada instante esta
fortuna, de que, al parecer, os mostráis tan avaro con loa demás.
Todavía no sois el esposo de Aneyda.
— Mas lo seré muy prouto,— dijo Noatrendy con orgullo.
— Pero no lo sois aún,— replicó con viveza el embajador, — y
miéntras no lo seáis, no reconozco en voh derecho alguno para
impedirme hablar con ella, y mónos para coartar su libertad.
— Caballero!,,.
—Señor Noatrendy: os olvidáis de que vuestras maneras de mal
género, son. la causa de que se os responda de este modo; reflexio­
nad sobre lo que habéis dicho, y conoceréis que tengo razón.
Aunque Ambos jóvenes hablaban en voz baja, np dejaron de per­
cibir los mas cercanos, y principalmente la princesa, que algo
extraordinario pasaba entre ellos; pero las sospechas de ésta se con­
virtieron en certeza, cuando observando áNostreudy, vió que pálido,
y lleno de ira, iba á contestar á Nottely. Sin vacilar le djjo al punto:
— Nostrendy, venid; tengo que hablaros.
Este incidente evitó acaso un conflicto, y dió lugar á que el
embajador pudiese decir á Aneida:
KK J?L MÍ8 BBLLO DB L08 PLANRTAS. 291
—Pero por qué?
—Porque un hombre solo puede bajarse, tenderse en el suelo,
ocultarse detrás de un árbol, ó esconderse en cualquiera sitio,
raiéntras que cuatro no darán un solo paso sin que se les descubra
prontamente.
—Pero, N otteiy, por Dios!—repuse yo;—en qué agonía no es­
taremos todo el tiempo que permanezcáis léjos de nosotros? ¿No
vale más que nos cojan juntos, y que juntos perezcamos ó nos sal­
vemos, que no que uno solo muera separado de los otros? En nom­
bre del cielo, no os vayais.
—Amigo , — me dijo el embajador fijando en mi sus ojos,— en
mejor concepto creí que me teníais: por quién me tomáis?
— Por lo que sois, querido,—dijo Silaydi con viveza,—y por lo
mismo que sois valiente y con mucha frecuencia temerario, tem­
blamos que os expongáis demasiado y os cojan.
—Son muy torpes estos catiiianos para que lo consigan: estad
tranquilos, que pronto vuelvo.
—Pero......
—Oh, por Dios!—dijo el embajador interrumpiéndome;—no me
hagais más reflexiones, porque estoy absolutamente decidido á dar
este paso: esperadme, os repito, que pronto vuelvo.
Y sin dar lugar á nuevas contestaciones, desapareció en la os­
curidad.
Quedamos solos, y no sé qué sombrío presentimiento se apoderó
de raí luego que perdí de vista ó aquel gallardo jóven. También
Silaydi me pareció preocupado, y no era extraño, porque Notteiy
era para nosotros indispensable.
Una hora habría trascurrido desde que se m archara, y aiin no
habia vuelto: principiábamos á inquietarnos.
—Le habrá sucedido algo?—dije yo.
—No lo sé,—me respondió Silaydi;—pero no estoy tranquilo.
—Ni yo. Queréis que vayamos á buscarle?
—Esperarémos otra media hora, y si en este tiempo no viene,
m&rcbarémos.
—Mal, muy mal hemos hecho, querido Silaydi, en no haberle
seguido, áua á pesar suyo, pues yendo algo léjos, no lo habria
ceuocido, y estañamos prontos á socorrerle en caso de una sorpresa.
—Tenéis muchísima razón, Mendoza; pero la cosa está hecha,
y ya no tiene remedio: esperemos pues.
292 Vhh TEMPORADA

—Esperemos.
—•Me permitís, señor,— preguntó Ramilio,— que vaya & reco­
nocer el terreno durante la media hora que habéis resuelto esperar?
Me conmovió la noble resolución de Ramilio, y una mirada mia
le expresó mi agradecimiento.
—Qué decís, Silaydi ?
—Que no me parece mal el pensamiento de Ramilio, y soy de
sentir que accedamos á él, con tal que nos dé palabra de retirarse
al menor asomo de peligro.
—Os la doy, señor,—contestó Ramilio.
—Id, pues,-—le dije,—y avisadnos de cualquiera novedad que
ocurra.
CAPITULO LI.
DESAPARICION DE NOTTBLY.
Desde que estábamos en la colina habia principiado á llover;
pero cuando Ramilio se marchó, el agua caía á mares. Ningún
caso hicimos, sin embargo, de este contratiempo, preocupados cou
el peligro en que suponíamos á Nottely, y con aquel en que noso­
tros nos hallábamos.
A medida que el tiempo corria, aumentaba nüestra ansiedad, y
una penosa inquietud se iba apoderando de nosotros.
De pronto una detonación salida del castillo, y otra que le si­
guió después, nos hicieron estremecer.
—Habéis oido?—me dijo Silaydi.
—Y tanto como he oido, amigo.
—•Marchemos,—dijo de pronto el jóven.
—Marchemos,—le contesté.
Y nos internamos en el bosque.
Poco nos faltaba para llegar al castillo, cuando sentimos pasos;
nos paramos, y mirando al frente, percibimos una figura que ve­
nia caminando hácia nosotros. La-figura nos vió sin duda, puesto
que se paró.
—Adelante,—dijo Silaydi.
—Adelántenle respondí.
Y marchamos; pero á los pocos pasos, la figura echó á andar
también, y pronto «os reunimos. Era Ramilío.
—Qué hay?—le pregunté.
ITN RL MÁS BBLLO DK LOS PLANETAS» 293

—Nada, seüor, ni á nádie he visto; pero he oido dos pistoletazos


que me parece se dispararon en el castillo, y que me hacen presu­
mir que esté dentro el Sr Nottely, ó que alguna escena terrible
debe pasar en él.
—También nosotros los hemos oido, y por eso salimos á encon­
traros. Habéis registrado los alrededores?
—Todos,—contestó Ramilio;—pero como Os dije, á nádie he
visto.
—Parece increíble que no hayais encontrado ni un soldado, ha­
biendo tantos en el castillo.
—Como llueve mucho, no habrán querido mojarse.
—Y esa es la verdadera causa,—observó Silaydi,—de una ca­
sualidad que de otro modo no pudiera comprenderse. Y aprove­
chándonos nosotros de ella, puesto que subsiste todavía (en efecto
llovía cada vez más), volvamos á registrar los tres.
—Pero sin salir de entre lo« árboles,—dijo Ramilio,—pues si
nos ven desde la torre, estamos perdidos: además, que sin dejar­
los, so percibe perfectamente cualquiera persona, ó bulto que haya
entre ellos y el castillo.
—En hora buena,—dijo Silaydi;—vamos allá.
Y con el mayor esmero, con la más nimia atención registramos,
no una sino tres veces, loe alrededores del castillo, sin que nada
hubiésemos encontrado.
—Pues señor, no hay duda,—dije yo.
—De qué?—preguntó Silaydi.
—De que, ó Nottely ha vuelto al sitio en que nos dejó, ó que
de seguro e«tá en Conordo,
—Ante todo,—me dijo el Sr. Silaydi,—volvamos prontoá ese si­
tio, no sea que, desembarcando por aquí nuestros perseguidores,
nos cojan desprevenidos y nos prendan. No somos más que tres,
y ninguna gracia tendría entregarnos voluntariamente á una
muerte segura.
—Teneis razón, Silaydi, pues nunca tanto como ahora debe­
mos conservamos para salvar al embajador, si, como lo presumo,
está en Conordo.
—Temerario!—dijo con voz conmovida el Sr. Silaydi;—¿á qué
habrá ido al castillo? y yaque fué, ¿por qué no evitó que le pren­
diesen? Un hombre tan necesario, no debiera de exponerse de ese
modo.
m ÜNA TEMPORADA
— Cierto, — repuse yo, — pero olvidáis, Silaydi, — añadí en voz
baja, á pesar de que Ramilio, por respeto, venia bastante léjos,—
el amor violento del embajador? ¿Olvidáis que el enojo de vuestra
herm ánale ha puesto fuera de si?
— Ya, ya; pero tampoco debiera olvidar él á la pátria.
Conversando de este modo, llegamos al sitio donde nos había
dejado Nottely : no había nádie.
Desde él recorrimos con la vista el horizonte; pero ninguna lan­
cha, ningún bulto percibimos en el mar.
— Y ahora qué partido tomamos? — me dijo el Sr. Silaydi.
—-E sperarlavuelta de las lanchas, pues sin estar seguros de que
cebaron de perseguirnos, no podemos trasladarnos á Tolayda.
— Luego no queréis que hagamos mó3 pesquisas?
— Y para qué? Nottely, querido Silaydi, ó ha muerto (ambos
nos pusimos pálidos) ó lo que es más probable, está en Conordo.
Si lo primero, ningún objeto tienen nuestras pesquisas; y si lo se­
gundo, tampoco, á lo menos por ahora, pues no hemos de ir á
atacar tres hombres solos un castillo defendido por 0.000
— Es muy cierto.
—Esperémos, pues, las lanchas, que si no sobreviene algún
obstáculo, nos embarcaré raes para Tolayda: ántes, sin embargo,
dejarémos aquí á Ramilio para que, j>or medio, de las relaciones
que tiene en el castillo, averigüe lo que ha sido de Nottely.
— Discurrís admirablemente, Mendoza.
— Y tan pronto como vuelva Ramilio, y tan pronto como sepa­
mos lo que ha sido de nuestro am igo, removerémos al cielo y á
Saturno para libertarlo, ya por medio de alguna negociación, ya
por medio de la astucia, ó ya por medio de la fuerza; porque no
descansaré, Silaydi, hasta que vuelva á ver á ese jóven sin el cual
me es imposible ya vivir.
—Y yo os juro ante Dios, que haré cuanto pueda por salvarle.
Esto acordado, volvimos á mirar al mar, y percibimos á lo léjos
una luz que se movia. Al instante armé el anteojo, con el cual se
había quedado Silaydi desde que Nottely se lo diera en el estre­
cho, y miré bácía la luz: eran las lanchas que regresaban á Co­
nordo. Desde entónces ya no las perdí de vista, y cuando llegaron
á la ensenada, observó que se pararon. Una, la que venía delante,
debió, sin duda, penetrar en ella, porque tardó en salir.
—No se equivocó Nottely,—dije yo.
EN BL BELLO DB LO» FLAN KTAS. '295
el cual, con todo lo más brillante de la corte, se bailaba la familia
de Nomara, Tan pronto como Aneyda entró en el salón, llenán­
dolo de asombro con su belleza, Nottely se quedó inmóvil, Hi un
momento apartó su vista de ella, y la miraba coa üña insistencia
tal, que la minina Aneyda lo notó. A mi vez, noté también que
mi prima le miraba A é l, y que al hacerlo so teñía su roetro de
rubor.
— ¡Díaatre, diantre? ¿con que hay eso?— dijo pensativo el se­
ñor Nomatty.
— No, tú no sabes,— continuó Nostrendy,— lo horrible que es ver
dos jóvenes que so miran y simpatizan entre ai, cuando la persona
que loa observa aína cóndelirio A la jóven que es mirada. Hervía mi
sangre, el corazón parecía salírseme del pecho, latifcn con violencia
mis artérioá, y sé toe abrasaba la cabeza. Pude contenerme , ha­
ciendo un esfuerzo sobrehumano; pero no lo hubiera acáso conse­
guido, si Kottely se hubiese acercado á Aneyda: afortunadamente
no faé asi, y nos marchamos sin que uno y otro se hubiesen dicho
una palabra. A l día siguiente nos vinfmó* á esta quinta, con lo
cual, y no ver ya al embajador, Ful IrhúqüUízAodotnepoco A poco,
si bien no del todo, al observar que mi prima estaba ménoa
amable conmigo, y que ae quedaba, mochas veces pensativa. Sin
embargo, no me hallaba descontento, pues veia que sus padres re­
doblaban sus atenciones conmigo, y que seguían con la Idea de
casarnos tan pronto como su hijo regresase de C&tilia.
— Eso ya es otra cofea,— dijo el Sr. Nomatty.
— Escucha ahora.
— Escucho*
— Tal era mi situación, cuando ayer volvió á presentarse eee
funesto jóven, alfa que rtádifc eíl esta casa lo supiese, puea habiendo
preguntado á la princesa sí el príncipe lo había convidado, ine
respondió que nó. Bien pronto aupé que habla sido el $r. Hodulío,*
A quien Dios confunda, lo mismo qtie á esos maldito« extranjeros,
que no puedo atravesar per lo mucho que simpatizan con Nottoly.
— Y qué más?— preguntó fríamente el Sr. Nomatty.
—*Qué más! — dijo* mirándole de reojo el Sr. Nostrendy;—
puea te parece poco lo que he dicho?
— A s i, a e i; continúa.
— Ya vea,— dijo Nostrendy,— lo que pasa, y debes inferir loque
me espera. Qué hago ahora? qué partido tomo? E» tal mi estado,
296 UNA TPMVORADA

y tanto lo que padezco, que estoy decidido á atropellar tudo, y á


provocar á ese hombre á un duelo á muerte.
—Bien, por vida m ia!—dijo mirándole con compasión el señor
Nomatty. Sabes lo que pareces?
—Qué parezco?
—Un nido, ó un aturdido, si lo quieres mejor. Con mil diablos
vuelve en ti, y escúchame si quieres.
—Di, di,—contestó Noatrendy mirándole con ansiedad.
—Vamos por partes,—dijo Nomatty.—En primer lugar, ¿uo
ocupas en Catilia una posición elevadísima? ¿Ño eres el heredero
presuntivo de la corona, siendo sobrino del rey y no teniendo éste
hijos, por ahora? V quién es tu rival? Un representante de una na­
ción republicana, un simple particular, un nádie, que no tiene
más méritos que los personales, ni más condecoraciones que laa del
último ciudadano de Nostracia. Es esto cierto, si ó nó?
—Si loe«,—contestó Nostrendy con abatimiento;—pero ¿qué im­
porta eso cuando se trata de un corazón como el de Aneyda, para
quien el mérito lo es todo y la estirpe nada?
—Oh! no corras tanto, querido,— dijo con la misma calma el
Sr. Nomatty.—Si para Aneyda no son nada la estirpe y la posi­
ción, lo serán para su padre, lo serán para su hermano, y lo serán,
sobre todo, para la princesa, que primero moriría que casar á au
hija con Nottely. No es toda tuya la princesa? No lo es el prínci­
pe? Y no lo será su hijo cuando venga?
—En cuanto á la princesa, no puedo negar que es toda mia, que
me quiere mucho, y que está, no sólo decidida á que me case con
su hija, sino muy irritada contra ésta por haberse mostrado amable
con el embajador. Esta noche rae habló de ello, y lo que me dijo
fué quizá la causa de no haber empeñado un lance con Nottely,
—Pues bien,—dijo con viveza el Sr. Noinaty: —¿no conoces,
pobre hombre, que este solo obstáculo es más que suficiente par*
que Aneyda no se case nunca con ese jóven? Y no casándose con
él, ¿hay en toda la Roquelia quien pueda razonablemente disputár­
tela? Quiero suponer (lo que es muy dudoso), que no te ame y que
ame al embajador; pero ai no se casa con él, ¿qué más le da hacerlo
contigo que con otro? Cuando la mujer que ama ve un imposible
en unirse al objeto amado, los demás le sou indiferentes; y habien­
do de casarse Aneyda, porque su posición social asi lo exige, ¿no
lo hará mejor contigo que eres un pariente tan cercana, el elegido
KW BL MÁ.S BBLLO DB LO« PLANBTA9. 297
por sus padres, el heredero probable de una corona, y el hombro,
en fin, pese á tu modestia, más apue&W y galan que hay eu Ko-
tnalia? Estás loco si no sientes ta tuerza de estas razones.
Con la raheza baja y el más profundo silencio escuchaba Nos-
treody á su amigo: sin duda que sus razones debieron hacerle al­
guna fuerza, puesto que le oímos decir:
—Oh amigo, oh hermano mió! déjame que te abrace y que te
diga cuánto alivio me causan tus palabras. Ah! ellas son un bál­
samo consolador que. infiltrándose en lo íntimo de mi alma, va
mitigando el fuego que me abrasaba, y que hubiera acabado con­
migo si no hubieses venido en mi socorro. ¡Santa amistad y cuánto
puedes! Si, Nornatty, me siento más tranquilo; y aun cuando lo
que me dices no llegue ó realizarse, al fiu es un consuelo, una es­
peranza, y la esperanza, como bien conoces, no abandona el hom­
bre basta el sepulcro.
*—Hé ah i lo que se llama hablar,—dijo con una risita que le era
peculiar el Sr. Nomatty; hé aht cómo me guata verte; y si me es­
cuchas y continúas haciendo por tranquilizarte, todavía te diré co­
sas que han de alegrarte mucho más
—Oh, habla, habla!—dijo abrazándole de nuevo el Sr, Noetren-
dy, pues no Babes el placer con que te escucho. Pero ante todo....
—Qué?
—Me prometes no marcharte hasta que esté tranquilo?
—Te lo prometo
—Te irás mañana cuando se vayan los demás?
—No,—dijo con aire de protección el Sr. Nomatty;—estoy deci­
dido á no dejarte hasta que te cases con Ancyda, con Aueyda, ¿lo
oyes bien, ral pobre amigo? ¿No lie venido con eate objeto de Cati­
r a ? Y en Romalia ya, ¿me he detenido un punto en volar á tu
lado?
—No; demasiado lo sé, y te doy por ello laa gracias. Te juro,
además, que el mismo empeño que tú pones en que me case con
Aueyda, lo pondré yo en que te cases con mi hermana,
—Toya e« mi vida,—dijo con viveza el Sr. Nomatty, —pues ya
sabes cuánto adoro á esa preciosa niña. Ahora retirémonos, que es
ya muy tarde.
Y cogidos ámbos del brazo, se marcharon.
( ófe conUmuard.y
T ibso Aguiwana dk V bca .
ONÁ TEMPORADA EN E l MAS BELLO DE LOS PLANETAS

c a p it u l o xirr

LA DESPEDIDA.

A i * mañana siguiente nos reuuitnos para el desayuno. Nos-


trendy y Nottely hablaban poco, pero en cambio se lañaban mi­
radas sombrías y de mal agüero. Aneyda estaba pálida, y el tinte
encarnado de sus ojos nos hizo conocer que Labia llorado. E l señor
Nomara obsequiaba á los convidados don au bondad acostumbra­
da , y aunque la Princesa trataba de imitarle, y en ello ponía gran­
de empeño, no inspiraba nunca la confianza que su esposo.
Acabado el desayuno dió principio la despedida, que fué cordial
y afectuosa, quedando todos en volver á vernos en Romalia. Uno
por uno nos abrazaron y se despidieron de nosotros aquellos distin­
guidos personajes. Cuando llegó au turno al Sr. Nottely, nos cogió
las manos, nos las estrechó afeetnotamente, y dijo:
—Llevo de vosotros un recuerdo grato. Sentina sobre manera
esta separación, ai no hubiese de veros pronto. Oa aguardo en JRo-
malia, j allí, principiando á tratamos con más intimidad, confio
en que nos cstimarémoa lo bastante para ser amigos. Adiós; no me
olvidéis.
—Oh, desechad ese temor,--le respondimos con viveza.
La niña á quien yo había parecido hermoso, me dijo al marchar:
—Nos verémoa euRomalia; no es aalt caballero?
—Pues nó? Tendré en ello nn grande honor.
—Gracias,—me contestó con umistosa sonrisa.
0NÁ TnMTO&ADà, RTO. 457
En seguida ac marcharon todo», ménci« el Sr. Noraatty. Eate y
Nostrendy acompañaron á los viajeros una parte del camino mon­
tado» en briosos caballos.
Aquella misma mañana nos dijo el Sr. Nomara :
— Se me olvidaba advertiros que, dentro de dos dias, marcha-
rémoa á Romalia. Si no teneis inconveniente» quisiera llevar e l
globo, por si S. M. desea verlo. Lo teneis?
— Absolutamente n in gu n o,— contestó M. L ey n o ff.— Lo único
que desearíamos es que no se rom pan, si es posible, las máquinas
que lleva dentro.
— En cuanto A eso, descuidad,— repuso el Prín cipe.—-Si que­
réis verlo, ó sacar alguna cosa ántes de la partida, no teneis máa
que llam ar á Sulfendy.
— Muy bien : gracias.
Apénas desapareció el Principe, llamamos al Sr. Sulfendy, y con
él bajamos A los almacenes; subimos después á una hermosa habita­
ción donde estaba colocado el globo, y nos hallamos enfrente de él.
Un estremecimiento indefinible de alegría y de terror se apoderó
de nosotros, tan pronto como lo viraos. N o era extraño ; este objeto
nos recordaba á nuestra pàtria, siempre querida cuando nos h a lla ­
mos lójos de ella ; nos representaba el espacio, en medio del cual
habíamos estado suspendidos; y nos traia á la memoria los peli­
gros y emociones que habíamos experimentado en nuestro viaje.
Entramos eu 61, y con nosotros lo hizo el Sr. Sulfendy, ai bien
con mucho trabajo, pues tuvo que encorvarse para subir la esca­
lera de caracol, y mantenerse así todo el tiempo que estuvo dentro.
Miéntras que 61 admiraba el vehículo y las máquinas que contenia,
admiración que, sea dicho de paso, provenía más de la novedad,
que de la grandeza de los objetos, buscábamos nosotros alguno que
pudiese Humar la atención Je aquellos habitantes, pero ay ! la Gran
Roquelia no era la inculta América para que pudiésemos sorpren­
der & rus moradores; la Gran Roquelia no era ni aun la Europa,
pues asta parte, la mus culta 6 ilustrada de la Tierra, podía con­
siderarse corno salvaje respecto de la referida civilización de aque­
llos hombres. Asi fué, que sólo sacamos nuestras espadas (laa pis­
tolas ya las habíamos sacado el primer día), un precioso estuche de
m atem áticas, y el mejor telescopio de M. Leynotf. Recogido ésto,
noe marchamos.
Cuando estuvimos solos, dije á M. Leynoff:
tomo xiv 30
15S UJNA USIÜHJRAUA
—jCamplicadpa *vap poniendo loa a$untoa de esta oaaa, ucaigo
mió* y en mala Jtarq, hemos llegado á ella. Temo mucho por Aney-
da, cuyo amor me parece demasiado grande para que pueda do­
minarlo, como su padre lo desea, ¿Se efectuará algún dia este en-
laoe?
—Es bien dudoso, M0udoza, ei recordamos la oposición tenaz de
la Princesa, y el carácter receloso de Nostreudy; pues, aun cuando
la perversidad de su amigo y el poder de que ambo« disponen en
pudieran inspirarles alguna esperanza, ésta puede ser acaso
defraudada por Nomatty mismo, y por el mérito del embajador.
En Jdn, ya verémos qué aspecto toman las cosas después que lie—
gutitao# 4 Somalia.
Al dia siguiente, parecía reinar la mayor armenia entre Nos-
trendy y bu prima, pues estaba ésta bastante amable, y aquel muy
obsequioso y satisíecho, Esto nw hizo creer que algo les hubiese
dichoel Sr. Nomara. La Princesa, si bien estaba séria todavía, no
rafiia á lo mónoa á su hija.
Dos dias después marchábamos á Romalia, en uu lujoso carruaje,
loe prlnqipea, su hija, el 8r. Sulfendy y nosotros. Nostrendy y
Nomatty, montados en dos soberbios caballos, caminaban á nuestro
lado. Los criados iban en dos coches grandes, llenos de contento
por volverá la ciudad. Era ya dp noche cuando entramos en el
palacio del Sr. Nomara. Nomatty, hechos los cumplimientos de
coalüiAbre, ae retiró á su casa.

CAPITULO XJV.

ü OM A L L A T 80 COKTB.

L a noche que llegamos, observé con sorpresa que nádie fué á


visitarnos; pero supe después que era costumbre en aquel país ex­
traordinario iu> molestar á los viajeros hasta que hubiesen desean*
aado. Mi impaciencia por ver aquella ciudad, que raí imaginación
me representaba como uu cielo, era febril; pero ay l que todo lo
que me había figurado acerca de ella, era pobre respecto de su
asombrosa realidad.
Retirados á nuestra estancia, se acostó M. LeynofF, porque venía
cansado; pero yo, como jóven y lleno de ilusiones, no puede imi­
tarle , preocupado con lo que iba á ver al dia sigoiente
EN BL M/l» BOLLO DB LOS PLANOTAS.

Estaba ya bástente entrado ol día* opondo nos levantemoo Nos


vestirnos apresuradamente, y aun no habíamos acubado de hacerlo,
cuando entró tí Sr. Sulfendy, ei Gual nos dijo con la sonrisa en los
lábioa
—Traigo órden de B. A. para conduciros al salón, donde oe es­
peran algunos amigos, que quieren dar con vosotros un paseo An­
tes de ver á 9. M. l/a malo ee quo hay tanta gente en la calle, y
en los alrededores de palacio, que no gé cómo podréis salir. Es tal
la fermentación, tal el ánsiit que tienen por veros los Romalianoa,
que á la hora de ésta no se pasa por ninguna de las calle« que ea-
tán próximas á la nuestra. ¡Qué afan y qué impaciencia por coger
los mejores sitios! I*o repito, no sé cómo podréis salir.
—Rs muy natural.—dijo M. Leynoff— pues doe babiianteg dé
un mundo desconocido, que no han visto nunca, y que son tan dis­
tintos de los do Saturno, delam llamarles mucho la atención.
—Qué deci« llamarles la atención?— repuso el Sr. Bulfendy.—
Decid más bien que acaloréis por volverlos locoe, y quo al no
tuviesen laesperanza de veros pronto, «salterian, para conseguirlo,
hasta el mismo palacio del Monarca.
Dos habitantes de uti planeta que eBtá más acá del sol J—dicen
los hom bres*e«o no puede ser, porque no está en el poder huYimno
efectuar un viaje de esta clase, Pero ello» están ahí, en esa casa,
en casa del principe do Toluraa; ¿quiénes son, puoe eioa doa sé-
res? Son racionales, ó perteneceu á la clase de los brutoaf
—Qué estáis diciendo?—»avaden la» mujeres— caos no paeden
ser rada que doe brujoa, ó algunos encantadores que vienen á sor­
prendernos.
—En fin, son tale3 las versiones y los juicios que ee hacen de
vosotros, que más que la capital de un pueblo civilizado, parece
Romalia una de las ciudades se»i »alvajes de los polos. Pero venid,
venid, señores, no hagamos esperar al Principe.
Seguírnosle en efecto*
El salón en donde entramos era muy superior al de la quinta,
pues lag columnas, que pasaban, de ochenta, ai no eran masteas,
estaban al ménos chapeadas de pinta, llenas de relieve« y moldura*
de oro, Al mismo tiempo, los diamante», los topacios, lew eame-
midas y otra multitud de piadme preciosas, de fabuloso tamaño
brillaban en la mayor parte dé loa mueble» del salón.
En él erltkmtramoM ya reunido» á loe señores Roduliír, Notiely,
460 U1RA TBláPOBJJU

Otrocy« N otty y Soletty, que oran loe dos jóvenes que habíamos
visto en la quinta, sobrino »1 uno del Sr. Rodulio y el otro del se­
ñor Nomara. Venían vestidos coa uti lujo y una magnificencia que
espantaban; sobre todo el oro, plata y pedrería que llevaban en
sus trajes, era de un valor incalculable. Las plumas que ondeaban
sobre sus cabezas, aus soberbios mantos f sus largas y lujosas es­
padas, y aquellas botas encarnadas tan anclas por arriba y llenas
de encajes por rus bordes, daban á sus elevadas estaturas un as­
pecto tan guian como elegante. Sólo el traje del Sr, híottely se
distinguía de los demás, no por el gusto, que era exquisito, sino
por la modestia y primor de sus adornos. A h ! (pero aquella mo­
destia misma, cuánto uo realzaba su apostura y gentileza! Jamas
hombre alguno ha reunido tantas perfecciones. jQué ojo« tan e x ­
presivos ! qué dignidad en sus maneras, y qué oíto tan marcial y
varonil í Ah I este jóven, tan admirablemente bello, parecía, como
ya otra vez he dicho, el más perfecto tipo de la raza hum anaí...
Todos nos saludaron afectuosamente. El Sr. Rodulio nos dijo,
con bu viveza acostumbrada:
— Qué t a l, om iguitos, cómo fué desde la vista?
— Muy bien, gracias,— le respondió M. Leynoff.
— Y que os parece de Romalia? habéis visto ya algo de ella ?
— No, señor, — respondió M. L ey n o ff— pues habiendo llegado
ayer por la noche, y habiéndonos levantado tarde, no hemos salido
de casa todavía,
— Tanto mejor, tanto m ejor,— dijo el anciano.
— Cómo tanto mejor?— preguntó sonriendo M. Leynoff.
— S i , porque ahora vais á verla con nosotros.
— Teneia razón.

C A P IT U LO X V .

PABKO POR LA OIODAO,

Enganchado« loa carruajes dijo el Sr. Rodulio volviéndose á


nosotros:
— Ahora bajemos, señorea, pues lo que querrán loe extranjeros
es ver á los Romalianos, con tanta impaciencia como tienen loa
Romalianos por verlos é ellos. ¿N o oía qué ruido y qué búllame-
ten ios malditos? Qué diantrel pues que unos y otros desean tanto
H K BL MÁS RBULLO DK L O » P I.A N K TA 8 . 461
conocerse, démosles esto gusto cuanto ántes. Vamos, señorea,
vamos.
Y diciendo esto, bajamos a] p o rta l, donde nos quedamos sus­
pensos al yer tanta gente reunida.
En el primer carru aje, Íbamos los señores N om ara, Roduiio,
N ottely y nosotros ; en el segundo, el señor Otroey, los dea jóve­
nes que habían venido ¿ visitarnos, y el Sr. Nostrendy, que se nos
juntó al salir.
Eran los carruajes de graciosa form a, grande« , cómodos y de
exquisito gusto. Tiraban de cada uno de ellos seis caballo«, más
corpulentos que los de la Tierra, de delgados remos, de huesosa
cab eza, de dilatado pecho, duro casco y admirable estampa. Des­
de la cabeza hasta la mitad del cuerpo, eran de un vivo encarnado,
y todo lo restante de un color muy subido de violeta. Parecía que
estuviesen pintados adrede, porque nos resistimos á creer que la
naturaleza pudiese producir tales matices. Im pacientes, golpea­
ban el suelo con huh brazos, y erguian con orgullo su« cabezas,
dando al vieuto sus rizadas crines y barriendo el suelo con sus es­
pesas colas.
Tan pronto como entramos en el carruaje, reinó un silencio pro­
fundo; ¡>ero cuando, rugados por los principes Roduiio y Nomara,
nos pusimos á la portezuela , que habían abierto estos señorea de
antemano, observamos muchas bocas abiertas, pescuezos estirados
de una cuarta y ojos en lo» cuales se veían pintada la ardiente cu ­
riosidad que les inspirábamos.
— Y son hombres— decia el mayor número— demasiado peque­
ños, es verdad, pero muy bien hechos; especialmente el más jóveu
es hermoso.
— Pero ese viaje ,— decían otros— ¿cómo han podido hacerlo?
Oia estas palabras el Sr. Roduiio, y como era tan franco y al
mismo tiempo tan bueno, lea dijo al punto:
— Oa admiran estos hombres? Teñáis razou, y ó nosotros noa
sucede otro tanto. Muy pronto, sin em bargo, sabréis por ellos,
puesto que van á vivir entre nosotros, quiénes son, cómo <ee su
mundo y cómo han efectuado su viaje. Entre tanto, hacedle« co­
nocer vuestra cultura y exquisita civilizaeiou , dejándoles franco
el paso para que vean la ciudad y exam inen sub bellezas. ¿Lo h a­
réis aai, verdad?
Apénas dijo el Sr. Roduiio estas palabra, cuando separándose la
46Q ÜVá T»MPOttaDA

multitud , cotoo movida por un resorte invisible, dejó libre el ca­


mino para que pudiésemoe pasar. Conmovido por aquella pronta
obediencia que revelaba cari fío y respeto á la ve«, hlzó sefí&M. Ley­
noff de que quería hablar. Se detuvieron los carruajes, que ya iban
á arrancar, y puesto en pió mi noble amigo, dijo A la mnltitud:
— SI, amigos; sabréis por nosotros, no sólo quiénes somos, cómo
ee nuestro mundo y cómo hemos efectuado nuestro viaje, sino
cuanto en él nos ha sucedido de notable. Nos habéis acogido de-
maai&do Müay y ;itod traíais con harta consideración, ]>ara que no
bagamos en obsequio vuestro todo cuanto pueda seros agradable.
Una chispa eléctrica no hubiera »ido más rápida que el entusias­
mo que despertaron estos palabras en aquella compacta multitud.
Y hablan!— decían los más cercanos.— Oh! no cabe duda que
son hombres como nosotros. Y que buenos y amables parecen! con
qué gusto líe prestan á satisfacer nuestros deseos! j Vivan los ex­
tráñenos! gritaron fiiera de sí aquellos hombres. [Viva el Rey, v i­
van los Principes i
*-| V iva n !!— respondieron un millón de vocee.
Entonces arrancamos á. escape, por la calle que teníanlos en­
frente.
—*Bien, amigo,— dijo el Sr. Rodulio á M. Leynoff
— En efecto,— aUadió el $r. Nomar*,— ha sido una ocurrencia
feliz hablar al pueblo, del cual os acabai» de captar las Himpfclirt.s.
^Datamos entre gente extrada, — repuso M. Leyn off; — y así
como sus primeras impresiones tíos pueden servir sí son fa vorahles,
asi tat&bl&n noB podrían perjudicar, si fuesen adversas.
— indudablemente,— respondieron todos
En esto caminábamos por las largas y espaciosas calles de Ro-
malta. Eran tan anchas, que M. Leynoff y yo apéhas podríamos
percibimos, sin notable disminución de la estatura, desde tina acérn
á otra. El piso era de granito, cortado k trechos por vetas de cüarso,
tana iguales é intimamente unidas, que no se percibían loa junturas.
Las casa« eran altas, elegantes, y de un gusto arquitectónico
intachable. Las fachadas estaban pintadas, y los arcos, halcones y
colomn&s que las decoraban, hubieran, por su correcto estilo, sor-
prendido y dado coios á nuestros más eminentes arquitectos. Nin­
guna de ellás tenia tejado, sino grandes terrados defendidos por
rejas de bronce, al través de las cuales se velan inntnnerable»* ar­
bustos, y las más lindas y variadas flores.
bw hl afAs e*uu> í »b txui planbtxs . 463
Entramos en una picúa.
Era esta tan grande, que podrían caber en ella baata oten mil
guerreros. Todas las casas que eoocurrmn á, formurlA* estaban soa-
tonidae por arco«, detrás de los cuales se veían espacloaae galerías
tan <?ómadas para pasearen el invierno, co m o ú tilesjw a librarse del
sol en el verano. Estas casas y estos arcos, exactam ente iguales, de
uu& misma ele vlición . de unas mismas dimensiones, y de uti mismo
gusto arquitectónico, presentaban un aspecto tan armonioso, que
nos agradó en extremo. E n medio de cada lidera de oasas, había
un edificio público; de muñera, que venian 4 ser cuatro los que
teníamos á la vista, todos magníficos. Uno, el que teníamos a n -
frente, era un tem plo; o tro, el sitio donde se reunían las autori­
dades; otro, una escuela pública de uiífcm; y el c u a rto , otra es­
cuela para las nifias. Pues bien ; como esta plaza , babia ciento en
aquella ciudad tan bella.
En medio de la plaza se veia uqu fuente rodeada de un estan­
que lleno de a g u a , dentro del cual jugueteaban miles de paces.
Del centro del estanque, y sobre una base de g ran ito , se elevaba
una columna de la misma roca, en la cual venia á fijarse un salo
pié de un caballo de bruñido bronce, eucirna de cuya ajila cabal*
gaba un guerrero de figura g ig a n te sc a , completamente armado.
Por los ojos, boca, narices y oidos del gu errero, y por los ojos,
boca, narices y oídos del caballo, «alian chorros numerosos jp finí­
simos de a g u a , dispuestos con tal gusto y artificio , que venían á
formar alrededor de la figura uua como red, ó gasa m ilagros* que,
por lo trasparente, parecía de cristal, Pero lo que llamó máa mi
atención fue, que ni una sola gota de a g u a , ¿ pesar de ser los
chorros tan delgados, cala fuera del estanque, cerca del cual es­
tuvimos largo rato sin mojarnos absolutamente nada.
Admirábamos esta fuente, cuando dijo el S r. Rodulfo;
—Me parece, señores» que seria mejor entrar en el templo piara
que loa extranjeros puedan vorlo, y subir después á la torre, desde
donde verán la ciudad en toda bu extensión. Qué decía?
— Que me parece excelente idea,— contestó el Sr. Ñamara; — y
ai loe extranjeros y Nottely no se oponen....
— Todo al contrario, querido P r i n c i p e d i j o interrumpiéndole
el Sr. N o tteJy ;— apruebo tanto más lo que ha dicho el »Sr, Rndii-
lio, cuanto que ea muy posible que los extrat\jero#.piensen del
nmrao modo (uua inrdiuaciou de cabeza les hizo conocer que
464 UNA TEMPORADA
BÍ), en cuyo caso, eoy de opinion que la qecutemos al instante.
Noa »peamos; otro tanto hicieron los del segundo carruaje, y
reunidos, entramos en el templo.
Era soberbio, y estaba construido con el más bello mármol que
he visto en mi vida. Rl gusto arquitectónico era muy parecido al
compuesto de los dos órdenes, jónico y corintio. Su longitud, toma­
da desde el ángulo de tres gradas que le sostenían , seria como de
1.000 pié», yen ancho como de 700. A su alrededor había una es­
pecie de peristilo, compuesto do 414 columnas, 72 en cada fechada,
y 123en los costado*. Estas columnas no tenían basa, y la altura,
comprendido el capitel, era como de unos 324 piés, siendo su diá­
metro de 27. Todas estaban estriadas con aristas vivas en la altu­
ra , y sostenían un magnífico cornijamento de 90 piés de elevación,
qtte no era por cierto ménoa admirable por el carácter de su&
delicados perfiles, que por la belleza del mármol de que estaba for­
mado.
El interior del templo constaba de dos partes; la primera, muy
parecida á un vestíbulo, estaba sostenida por 104 columnas sobre
dos cuerpos, miéntras que la segunda tenia 216, noventa y nueve
á cada lado con una en cada extremidad.
Bu el fondo de ésta se veía un primoroso cuadro, pintado con
una viveza y naturalidad tales, que, no sólo parecían verdaderos
loa objetos que en él se representaban, sino que crol, por un mo­
mento, animada la figura que sobre olios se destacaba, airosa y
llena de magestad.
La figura representaba un hombre desnudo, medio envuelto en
una densa nube, que ao dejaba percibir de él más que el pecho,
los brazos, la cabeza y parte de la cadera y muslo izquierdos,
puesto que descansaba sobre el lado derecho.
Es imposible describir, ni haber visto jamas forums niás admi­
rable, facciones más perfectas, ai cara más peregrina. Sus ojos,
de una belleza incomparable, eran tan expresivos, que hablaban,
por decirlo aai, con la persona que los contemplaba , y en aquella
figura celestial se veian retratadas toda la grandeza y majestad
de un Dios.
I á Dios representaba efectivamente!
Debajo de él, y de la nube que te sostenía, se destacaba, en
primer término, el espacio con sus inconcebibles dimensiones; en
seguida, Jaa nebulosas «pie nuestros instrumentos ópticos, 6 por
KN Hl M¿3 BULLO Dü LOS PLANETAS. 405
mejor decir, loé de aquel mundo, podían percibir desde Saturno;
y últimamente la nuestra, 6, lo que es igu al, la via láctea con el
aol y nuestro siaterna planetario. {Con qué verdad estaban repre­
sentados todos esto» objetosl ]Cuán inimitable, cuén divino debía
ser el pincel que coloreó, y animó después, aquella obra maestra
sin ig u a l ! { A lir y cuán elocuente y significativo no era para no­
sotros aquel cuadro!
Diosí la creación!...
Esto era sublime?
M. Leyno/T y yo nos quedamos raudos contemplando aquella
maravilla, é ignoro euánto tiempo hubiéramos permanecido de
aquel modo, si no oyésemos decir al Sr. Rodulio:
— Qué ea eso, señores? qué hacéis? Ahora no es tiempo do pen­
sar en esas cosas; subamos á la torre, si gustáis. No sabéis que
tenemos que ver á S. M.?
— Tiene razón Rodulio,— dijo el Sr. Noraara;— no sólo tenemos
que ver al rey, sino que las ideas que os ha suministrado ese cua­
dro, deben ser demasiado sériaa para tratarla« en este sitio: dejé-
rnoal&e, pues, para otro más á propósito. y entónoes podré ¡nos
hacerlo con toda comodidad. Pensáis lo mismo, Sr. Notteiy?
— Exactamente lo mismo,— respondió el jóven,— y deuda luego
me asocio á vob para hablar con eetoa eenorea de tan importante
asunto.
Nostrendy, Otrocy y los dos jóvenes, no dijeron una palabra.
Subimos A la torre.
Se componía de arcadas, de pilarea, de ca pítele* y Je pirámides.
Tenía 235 piés cuadrados, y entraba la luz por uno» calados. A l­
rededor de ella se veían 316 eatátuaa que representaban otros tan­
tos varones ilustres de Romalia.
Eu la torre ya, miramos á uno y otro lado. [Qué espectáculo
el que se nos ofreció é la vista! {Y cuánto diera por describirlo tal
cual era!
En primer lugar parecía no tener fin aquella ciudad, pueato
que sus limites se perdían, unos en el horizonte, y otros en loe
montes máa remotos. Como toda* laa casas tenían terrados, y en
ellos había jardines atestados de arbustos y de florea, el lector po­
drá inferir ¡cuán extraña, pero al mismo tiempo cuán agradable
no debía ser la vista de aquella dilatada pradería, fli puedo lla­
marla asi, que al mismo tiempo que ostentaba su admirable culor
tomo xrv. 31
466 UNA TBMmiDA, U1c.
verde, matizado por otros mil de las iofinilaa flores que en ella
lucian sus corolas, estaba cortada, k trecboa, por las verjas lleua»
de dibujos, y las columnas llena» de molduras que defendían y
rodeaban loa terrados! Las pinturas de las casas más lejanas que
so veian por su parte superior, y las pinturas y balcones de 1&*
más próximas que se veiati cási todas, contribuían á aumentar la
variedad de este nunca visto paisaje. En medio de él, y formando
grupos se destacaban las torres de loa templos, laa medias naran­
jas de los edificios, las cúpulas de los palacios, y laa chimeneas
de las casas. Y si ¿ esto se anada la animación que daban á este
cuadro las figuras que, grave y reposadamente, se paseaban por
loa terrados, la fragancia embriagadora que, á torrentes, despe­
dían lo» arbustos y las flores de que estaban atestados los jardines,
(y que eran, en mi concepto, las que inspiraban á aquellos habi­
tantes su extremada pasión por loa perfumes), y no olvidáis la luz
tan pura y dulce que ua sol remotísimo proyectaba sobre Saturno,
ni «1 suave brillo de las fajas (los anillos) que cortaban el cielo en
do* mitades, os parecería esto no un pueblo, como en realidad lo
era, sino uno de aquellos cuadros fantásticos que sólo puede crear
la inteligencia en uno de sus delirios más espléndidos. ¡Ah, y asi
era todo en Saturno.
No sé cuando hubiéramos abandonado aquel sitio, en el cual
estábamos como clavados, si no hubiera vuelto á decir el señor
Rodulio:
—Bajemos, señores, que es hora de ir á palacio.
Bajamos, en efecto, y apéuaa habíamos salido á la calle, cuando
un jóven, á caballo y de uuifbrme, se acercó á nosotros.
—Señores, dijo. S. M. os espera.
—Pronto, á palacio,— repitió el señor Bodulio.
Y sin perder momento, nos marchamos.
f Se continuará. /
T irso A qüimana ob V bca .
UNA TEMPORADA EN EL MAS BELLO DE LOS PLANETAS

CAPITULO XVI.
PALACIO.— ENTREVISTA CON EL R8T.
Era el palaoio extremadamente grande, ó, por mejor decir, eran
cuatro edificios que, reunidos, formaban el coloso que teníamos á
la vista. Cada edificio era un cuadrado perfecto, y cada ouadro te­
nia un patio: loe cuatro edificios juntos formaban el quinto cuadro,
y por consiguiente el quinto patio, mis grande y espacioso quo
los otros.
Todas las paredes eran del más bello mármol que se pudiera
imaginar; pero ¿está en mi mano describir ahora la originalidad
de los detalles, la travesura de la invención, el capricho y magni­
ficencia del ornato? Techos riquísimos matizado» de azul y oro;
columnas de exquisito pórfido esbeltas y airosa»; piedras finísimas
de variados colores y espléndidas dibujos; lujosos almocárateá;
grecas y listas floreada»; gracioso» pabellones; pechinas y bóvedas
de peregrina forma y sorprendente belleza; todo, todo se hallaba
allí reunido para convertir aquel palacio en una mansión de liadas.
La puerta por donde entramos era grandísima, y el vestíbulo
soberbio. La escalera, de anchos peldaños, tenía la balaustrada de
plata, y estaba además cubierta con una alfombra riquísima. Le
servían de techumbre bóveda» muy altas y de atrevida construc­
ción.
Cuando estuvimos en lo alto, se nos ofrecieron á la vista espa­
ciosas galerías soberbiamente alfombradas, y en las cuales se vejan
ROI tJNA TTRM’POUAOà
altos funcionario« veetidos con un lujo y una riqueza que me de­
jaron estupefacto. En ellas se percibía también aquel aroma deli­
cioso que tanto gastaba á aquellos habitantes, y que en palacio
era mucho más fino é insinuante que el que hablamos aspirado en
otras partes.
*

Junto ¿ la puerta de la estancia en que estaba el trono nos hi­


cieron parar! la entreabrió un gentil hombre respetuosamente, y
nos anunció. Debió sin duda recibir la órden de que entrásemos,
puesto que la puerta se abrió del todo, dejándonos patente un es­
pectáculo que nos hizo comprender de lleno cuán grande era la di­
ferencia que mediaba entre Saturno y la Tierra.
Era un alto y ««pacioso local donde aquellos hombres habían
acumulado todo lo que aquel mundo teuía de más g u s to , de más
rico y de más maravilloso. Doscientas columnas, ciento á cada la­
do, de oro, ó cubiertas á lo toónos de este m etal, y de la más ori­
ginal arquitectura, se extendían desde el lienzo en cuya puerta nos
hallábamos, hasta ol otro que teníamos enfrente, y contra el cual
se apoyaba el trono del monarca. Sobre los capiteles de estas co -
lnmnaa descansaba una cornisa, poT debajo de la cual, y cubrien­
do las ventanas y loa balcones, descendían en anchoa pliegues
grandes cortinas de tisú bordadas de oro. Desde el medio del salón
arrancaba una media naran ja, terminada por una claraboya que
tenia un vidrio extraordinario. Y digo extraordinario, porque ade­
más de su extensión poseía todos los colores del arco iris: no po­
día, pues, pasar por él la Iub sin que adquiriese estos colores y ain
que revistiese con ellos los objetos del salón , comunicando á éste
un aspecto m ágico è imposible de describir.
El trono era un prodigio.
Lo componía una nube trasparente, una de aquella« nubes sua­
ves y esplendorosas, que se dejan percibir cuando el astro del dia
va á ocultarse bajo el horizonte. Sobre una de estas nubes, pues,
se elevaba un sol de oro purísimo, y tan cubierto y cuajado de bri­
llantes, que ofendia la vista al mirarlo. Debajo de é i, y encima de
la nube referida, se apoyaba un trono de nácar admirablemente
trabajado. Desde el asiento hasta el suelo había una pequeña esca­
linata, cuyos peldaños de pinta maciza, y cuya balaustrada, toda
de oro, sobrepujaba en primor á cnanto hasta allí habíamos visto.
À uno y otro lado de Ih nube ae veían dos gT&daa con amentos en
extremo ricos, aunque no tanto como el de) trono.
EH E l MÁS BELLO DB LOS PLANETA«. 602
Sentado en éste veíase un hombre alto y hermoso, de ancha y
elevada frente* de nariz aguileña, de labios bastante pronunciados,
de blanquísima dentadura, de ojos azules, de aire noble y de mirar
grave. Sus cabellos, que en rizos le caian sobre los hombros, su
bigote rubio y su poblada barba le daban un aspecto dulce y lleno
de majestad.
Al lado izquierdo del rey estaba la reina, t a n s u n t u o s a m e n t e
vestida como él. Al lado de esta veíase una iiiila de corta edad*
que era au hija; y al lado de aquel un niño, que era el heredero
de la cocona. Después del niño seguían Íob señores Rodulio y Ne­
niara , primo éste de S. M ., y el otro de su augusta esposaf con
sus familias respectivas, según el rango y la edad de cada una. El
Sr. Nostrendy, como sobrino de un rey, tenia también asiento en­
tre la familia real.
A los lados de ésta veíanse los próceros del reino y los altos fun­
cionarios del Estado, y después de ellos el cuerpo diplomático,
compuesto de cien embajadores pertenecientes á aquel y á otros
continentes más lejanos. Todos estaban eu pié, formando un semi­
círculo alrededor del trono, cubiertos y ricamente ataviados.
Entramos eu este recinto M. LeynofF y yo, profundamente im­
presionados; pero, por fortuna, el silencio que reinó en la estancia,
apenas nos presentamos, ñas dió tiempo para reponernos.
Si la atención era grande en aquellos personajes, el silencio era
todavía mayor. Rompiólo el rey diciendo:
—¿Con que es cierto. nobles extranjeras , que pertenecéis á un
mundo que está más acá del Sol?
Antes de responder hincamos una rodilla en el primer peldaño
de la escalera que conducía al trono, y besamos respetuosamente la
mano del monarca.
Vueltos ¿ nuestros puestos, dijo M. Leynoff:
—Es una verdad, »Señor, que somos habitantes de un mundo
igual al vuestro, aunque novecientas noventa y cinco veces más
pequeño, y que este mundo es el tercero de los planetas que están
más acá del Sol.

—¿V cómo habéis concebido la posibilidad de trasladaros desde
la Tierra á Saturno, y habéis llevado k cabo tan arriesgada em­
presa?
—V. M. comprenderá,—respondió M. Leynoff,—que ai en la
Tierra se ha concebido y realizado este proyecto, con mucho más
tf0 3 una temporada
m otivo se hubiera realizado en Saturno, cuyo* habitante# son de
una capacidad superior A la nuestra»
Y no creáis, Señor, que al confesar esta verdad !o hacemos por­
que noa hallemos on este sitio; rió, lo hacernos porque estamos co n ­
vencidos de que asi es efectivamente.
Por io demás, circunstancias especiales haa influido en nuestra
determinación. Hastiado del mundo, por causas que seria prolijo
enumerar, me dedique al estudio de las ciencias, que amé siempre
cou pasión: estos estudios y los experimentos que respecto de ellos
hice en mis laboratorios, me indujeron á sospechar primero y á
creer después que no era un delirio el proyecto de trasladarme á
otro mundo para reconocerlo y reconocer sus moradores.
Como era m uy rico y ocupaba una alta posición en mi país, po­
seía todos loa medica necesarios para realizar esta arriesgada em­
presa. Lo tenia ya todo dispuesto, y sólo me fallaba un compañe­
ro, cuando Dios me presentó á Mendoza, á quien un am argo des­
engaño Labia sumido en una aflicción inmensa. V ea, pues, V. M.
cómo la desesperación del uno y el aburrimiento del otro han sido
las verdaderas causas de este viaje que tanto oa sorprende, y con
razón.
Y digo con razón, Señor, porque nosotros mismos nos horroriza­
mos de los peligros que hemos corrido miéntras lo ejecutábamos,
si bien no oculto á V . M. las emociones profundas y llenas de bu-
blime encanto que hemos sentido, cuando, avanzando por ese es­
pacio sin lim ites, veíamos al Sol despedir una luz triste y sombría
en medio de un cielo absolutamente negro. Y las estrellas? Si las
viérais, Señor! Diseminadas aquí y acullá por la bóveda celeste,
parecían otras tantas lámparas funerarias destinadas A presidir el
silencio augusto y la majestad terrible que entóncea nos rodeaban.
Qué espectáculo aquel, Señor! Sólo viéndolo llegaríais á formar de
él una completa idea.
— A.h! contadnos, os ru ego,— dijo el m onarca, conmovido con
lo que acababa de o ir,— hasta el más m inim o incidente de ese m i­
lagroso viaje; pero contádnoslo desde el momento en que abando-
násteis la Tierra para dirigiros á Saturno. N o sólo yo y todo« esto«
señores deseamos oírlo de vuestra boca, sino que loa mismos Ña­
m ara, Rodulio y N o tte ly , que y a os lo oyeron otra v o z , me han
dicho que lo oirían mil con el mismo placer que en el principio.
Hablad, pues; oslo suplico.
BN RL Ukñ UKLLO 1)8 LOS PLANISTAS. 604
Entónces M. Leynoíf refirió por tercera vez todo cuanto había
contado al Sr Nomara primero, y á lob convidadoe después, en la
quinta de aqiiei Principe, si bien ahora Be extendió algo más en loa
detalles.
Ya había acabado de hablar, ya bus ojos se habían dirigido por
tercera ver. á sus amigo», y el silencio y el asombro continuaban.
El rey, hablando consigo mismo, decía entrn tanto:
EbIo parece un sueño, uti cuento fantástico, pura Uubíoq que
embarga y extravia los sentidos.
Pero reponiéndose en seguida, añadió;
-^Perdouad, señores, ai, efecto de mi grande asombro, no os
lio dado aun las gracias por lo que con tanta amabilidad acabáis
de referirnos.
Y nos las dió efectivamente.
Luego, dirigiéndose á su esposa, dijo:
—Y bien, señora, qué pensáis de esto?
—Que, como V. M.t estoy también llena de sorpresa, y que al
oir esta relación, casi increíble, be sentido una especie de terror,
acompañado de un encanto indefinible.
—Si, sí, tenéis razón, — dijo el monarca.—Este viaje es efecti­
vamente un prodigio; y al atravesar ese espacio infinito, es preci­
so que se sintiesen emociones sublimes y aterradores k la vez. ¿Y el
bello mundo de Marte? Y el infierno de Júpiter? Vamos, es cosa de
volverse loco.
Dicho esto, inclinó la cabeza, y se quedó pensativo. De. pronto la
levantó, y dijo:
—Quisiera ver el globo: lo traéis?
—Si señor,—Contestó M. U'ynoff.—El Sr. Nomara ha previsto
ese deseo tan natural en V. M., v lo ha traído efectivamente.
—Que vayan á buscarlo, Nfomara,—dijo cotí viveza el rey.
Levantóse el Principe y habló en voz baja con un gentil-hom­
bre, el Cual salió al instante para mandar que lo condujesen ó pa­
lacio. Miéntras llegaba, se mantuvo el rey meditabundo, y por
consiguiente la corte, que entóneos no se ocupaba más que de nues­
tro arriesgado viaje, que tanta impresión le produjera. El palacio
de Numera estaba próximo al del Rey: por consiguiente, tardó
muy poco en llegar el globo, que no tuvo ninguna dificultad en
pasar ni por la escalera ni por aquellas anchísimas puerta«.
El primero que le examinó fué S. M. Tardó bastante en salir, y
60S UNA TEMPORADA

después que lo hizo» fueron entrando, unos en pos do otro«, todos


aquellos personajes según su rango y posición. Uno liubo que per*
maneció dentro más tiempo que los demás, y al cual, después que
salió, preguntó el rey:
—Y bien, Nolatto, qué piensas de esto? Habla, pues deseo oir
tu parecer, acerca del globo primero, y después del viaje.
Era el caballero á quien ol monarca habia dirigido la palabra,
un hombre de buena talla, delgado, más cerca de la ancianidad
que de la edad madura, de frente despejada, de nariz larga, de ca­
bellos blancos y severo aspecto. Todo el tiempo que M. Leynoff es­
tuvo hablando habia tenido inclinada la cabeza, y *e habia recon­
centrado en si mismo, como ai no quisiese perder uq gesto ni una
silaba de lo que decía. Interpelado ahora por el rey, respondió al
punto:
—Sabíamos, Señor, que podíamos ascender por nueetm atmós­
fera, apoyados en cuerpos cuyo peso fuese menor que el aire que
respiramos, y aabiainos también que no podíamos pasar de cierta
altura sin comprometer nuestra existencia; pero óun cuando han
sido varios los aparatos que hemos inventado con este objeto, ja­
mas se uos ocurrió jtríate es decirlo! quo pudiésemos , no digo ya
elevarnos y sobreponernos á la atmósfera, sino llegar hasta la parte
más alta de ella. Y si no habia mas pensado en esto, ¿cómo había­
mos de halterio hecho en los bollos y admirables aparatos que aca­
bamos de ver en ese globo, en la disposición y divisiones que hay
en él, y en los cálcalas y raedi tac iones que debieron haber precedi­
do al difícil y complicado mecanismo de las máquinas? En eato
nunca hemos pensado, Señor, y por eso nos ha sorprendido tanto
la venida de catas hombres. Esta ea mi opinión respecto al globo.
—Y que me parece exacta,—repuso con bondad el Soberano.—
Dlme ahora lo que piensa* respecto de ese viajoqu# á todos nos tie­
ne atónitos.
—Lo que yo piensa, Señor,—dijoNolatto coa una franqueza que
agradó á todos,—es que ese viaje trastorna todos nuestros cálcu­
los, como ha dicho bien V, M. Creo que M. Leynoff es un hom­
bre de verdadero mérito, y que tanto como debemos admirar sus
conocimientos en las ciencias, tanto ó más deben sorprendernos su
valor y su modestia. Os conmovéis, caballero? (M. Leynoff estaba
en efecto conmovido.) ¿Os agrada hallaren un mundo desconocido
simpatías tan profundas? Lo concilio; y esa emoción que tanto oe
BN BL líÁ» BELLO t>15 LOS PLANETAS. 608
honra rae revela, mejor que pudieran hacerlo las palabras, todo lo
grande y noble que hay eo vos. Sois, caballero, pese Avuestra mo­
destia, uuo de aquellos sérea que de cuando en cuando, y como por
vi» de compensación do los malvado» que pululan en el mundo,
nos envia la Divina Providencia. Oh, Señor!—añadió volviéndose
al monarca,—aunque b© mortifique un poco nuestro orgullo, pre­
ciso es confesar que nuestra superioridad, á lo ménos sobre este
hombre, no existe. Míe habéis mandado que hable, y os digo fran­
camente mi sentir.
Si el respeto al monarca impidió que estallasen murmullos de
aprobación cuando concluyó el Sr. Nolatto. la expresión de todos
loa semblantes, y principal mentó de los de nuestros amigos, nonos
dejó la menor duda del afecto que habíamos inspirado á aquellas
hombres.
—Nolatto, — dijo el monarca, — aprecio tu sentir tanto más,
cuanto que se halla en perfecta armonía con el concepto que he
formado de los extranjero». Ahora bien,—añadió volviéndose á
nosotros,—ya veis cuál piensa de vosotros uno de los hombres má»
sabios de Romaiia: veis también retratada en los semblantes de es­
tos caballeros la viva simpatía que les inspirásteis, y uo os oculto
que la mia hácia los dos es muy grande. Como rey , y , lo que me
es más grato todavía, como padre de mis pueblos, y por consi­
guiente como jefe de esta gran oacion , os acojo en su nombre y
me declaro vuestro protector. En tal concepto, os asigno sory cotia
bary (1), y os cedo mi palacio de No Uologuy (2) mientras residáis
en mis Estados, y por toda la vida, si, olvidándoos de la Tierra,
queréis permanecer entre nosotros. Además, quiero que dos de mis
guardias, sostenidos 6 mis expensas y vestidos con mi uniforme, o»
sirvan y acompañen á todas partas.
Fué tal la sensación que estas palabras nos causaron, y tan pro­
fundo el reconocimiento de que nos hallábamos poseídos, queá los
piés ya del monarca, y besando sus reales manos, no pudimos ar­
ticular una palabra.
—Bien, bien,—•dijo aquel excelente rey;— comprendo vuestro
silencio, mil reces más elocuente que las palabras. Ahora, levan-
iáos y besad la mano á la reina y á mis hijo»,
\l) Equivalente A cien twlluU«».
Laa Delicia*.
UNA TBHTOKABA
Volviéndose después ai Sr. Nomara, añadió:
—Ya lo ves, Principe, te los robo.
—Ob, Señor!—dijo el Sr. Nomara,—ruego á V. M. humilde­
mente que no sea tan cruel conmigo.
—No hay remedio: me quedo con ellos.
—Entónces, tendré que rebelarme, Señor.
—Rebelarte’— dijo sonriendo el Soberano ;—-no te comprendo,
Nomara.
—Rebelarme, si, Señor, si V. M. no Be digna transigir conmigo.
—Transigir! hola, hola! De potencia á potencia. En hora bue­
na: veamos cómo.
—Yo no puedo privar,—contestó el Sr. Nomara, — ni aunque
pudiera lo haría, h V. M. de proceder como quien es, ea decir, co­
mo un gran rey, dando á los extranjeros una prueba tan hermosa
de au real munificencia; pero si yo no me opongo ó esto , porque
no puedo ni debo hacerlo, dígnese V. M. dejarme á mi loa extran­
jero», ya que mi casa fué la primera que los acogió en Saturno;
V. M no sabe hasta qué punto le estimaré este favor, si se digna
concedérmelo, como humildemente se lo ruego.
—Vamos, vamos,—dijo con dulzura el Soberano; — veo que te
pones en razón, y que no es exorbitante la gracia que me pides.
Te la concedo, Principe, pero sin que por eso disminuya en lo
mis mínimo el donativo hecho, to mismo que la cesión de loa Jos
guardias.
—Gracias, mil gracias, Seflor,—contestó lleno de gozo el Sr. No­
mara.
¿Qué habíamos de decir nosotros, y cuál estarían nuestras al­
mas durante aquella disputa, que tanto nos favorecía? Nada; mirar
al rey, mirar al Príncipe, y callar. Esto fué lo que hicimos, é hi­
cimos perfectamente, puesto que todos noe comprendieron.
—Ahora, señores,—dijo el rey dirigiéndose a los concurrentes;
—os participo que quedáis convidado« para el torneo de esta tarde,
para el paseo en los jardines y para el baile que ha de seguirle.
Con qué, hasta después.
Y nos despidió á todos con la mano.
Ajanas salimos, vinieron á felicitarnos nuestros amigos, y to­
dos los que habían concurrido A la recepción; y ai bien por el
pronto atribuimos sus ofertas y loa cumplimientos que no« hicie­
ron al favor que nos dispensó el monarca, no por eso dejamoa de
F.N Rf. MÍS BBLLO D« LOS PLAWRTA3. G0&
agradecérselos con la máa viva cordialidad. Era natural; compa­
rábamos aquella córte con las de U Tierra, en las que d o Uay más
que perfidia hipocresía, y ridicula superficialidad; pw*» jouáuto
no nos equivocábamos! K1 modo franco y caballeroso con que se
nos ofrecieron aquellos hombres, cataba «n perfecta armonía con
la sinceridad y honradez de sus prinoipios; ruás adelante tuvimos
ncasiou de conocerlo.
El Sr. Nolatto, hechos sus ofrecimientos, y después que queda­
mos sóloa loa Sres. Roduiiq, Nomara, Nottely y uoaotroH, tíos dijo
con sumo agrado, y teniendo cogidas nuestras manos:
— Mailana nó, porque catareis causados de lúa diversiones de
esta noche; pero pasado matiana, si queréis, irémos ad observato­
rio, para ver desde aili vuestro planeta.
— Nuestro planeta!— dijo M. Leyooff muy sorprendido;—.pues
qué) alcanzareis desde Saturno, é ver la Tierra?
— Y porqué nó?— dijo, con la mayor naturalidad el Sr. Nolatto
— Me asombráis,—. dijo M. Leynoff.
— Pero vamos,— dijo sonriendo el Sr. Nolatto,— cuál es el mo­
tivo de ese asombro que, si be de ser franco, uo comprendo?
— Porque coa nuestros telescopio»,— respondió M. Leynuff,— {y
ved que el mió es uno de los mejores de la Tierra), no deben verse
desde Saturno, más que á Júpiter y al Sol.
— Pues e ató ucea, amigo,— dijo el Sr. Nolatto,— na hay más
remedio que conformarse, y confesar la superioridad de nuestros
instrumentos sobre los vuestro*, toda vez que* no sólo vervia desde
Saturno á Júpiter, á la Tierra y al Sol, sino á Marte, á Vénua y
k Mercurio.
— A. estos tres planetas también! — dijo más sorprendido aúu
M. Ley uoff;— pues si asi es, pluguiese al cielo que no hubiese tales
diversiones, y que fuéremos desde aquí mismo al observatorio.
— Oh, no digáis eso, por Dios,— repuso con viveza el Sr. No­
la tto ;— pues no teniendo estas diversiones mis objeto que obse­
quiaros, mirarta el rey como una falta quo dejáseis de asistir
á ellas,
— Teueis razón, muchísima razón, amigo mió,— dijo M. Leynoff
algo c o r t a d o s o y un nocio. ó por mejor deoir un ingrato, pues
tan pronto olvido los favores que se me dispensa».
— Ni necio, n-i ingrata, querido Ixjycmff,— dijo el Sr. Nottely?—
entusiasta si, y mucho, par la astronomía, de la anal no podéis
609 UNA THUPQTUDA
hablar sin extasiaros. Y hacéis bien, por vida raía, y yo seria de
vuestro parecer, ai ahora, como ha dicho el Sr. Nolatto, no fuera
el rey quien os convida, y no tuviéramos que plegarnos ¿ su vo­
luntad augusta, mucho m ás, cuando lo que quiere hacer e» ob­
sequiaros.
—No más, por Dios,—dijo M. Leynoff,—pues demasiado conoz­
co mi ligere7.a, y Inexactitud de lo que decís. Ksperarémos á pasado
mañana, y si el Sr. Nolatto continúa favoreciéndonos, nos desqui-
tarémos Ampliamente de este dia.
—Y tanto como nos desquitarémos,—contestó el Sr. Nolatto,—
pues, no sólo obaerv&rémoa los planetas, y todo lo que queráis de
sus satélites, sino que hablaremos algo de astronomía, ¿iréis con
nosotros, Principe?—dijo volviéndose al Sr. Nomara.
—Ya lo creo,—respondió éste;—y espero que también nos acom­
pañarán los Sres. Roclulio y Nottely. No ea asi, señores?
— Yo, por mi parte,—dijo el Sr. Rodulio,—os acompañaré por
el g\iato que tengo en estar con vosotros; pero por filoaofar y can­
sar la vista mirando Alas estrellas, nó, vive Dios, pue3 es cosa que
me agrada poco. Qué queréis? Cada uno se divierte A su manera.
Vosotros gozáis escudriñando secretos que no están á vuestro al­
cance, ni al de nádie, mientras yo, sin romperme la cabeza, gozo
de todo lo que se me presenta, como voy á gozar de las diversiones
de esta tarde.
—Y hacéis bien,—dijo sonriendo el Sr, Nottely;— pero sino que­
réis tomar parte en nuestra conferencia, gozareis, ai ruónos, oyén­
donos hablar.
—Con tal que digáis cosas bonitas,— respondió el Sr. Rodu-
Hn,—y no tenga que cansarme en comprenderlas, todo irá perfec­
tamente; pero, qué diantreí estarémos juntos, y esto basta.
—Asi ea,—dijo el Sr. Nolatto;—y para que el Ala Bea completo,
examinarémos al sol por la mañana, y por la noche los planetas.
No ea asi, querido Leynoff?
—Mi guat-o es el vuestro, caballero,—contestó éste.
—¿lea,—dijo el Sr. Nomara;—y ahora vamos á comer, queyu
es hora. Queréis acompañarnos, señorea? Tendrémos en ello un
gran placer.
—Lo sabemos,—contestó el Sr. N olatto;—pero tengo un con­
vidado y me es imposible dejarlo. Gracias.
Y volviéndose á nosotros, añadió;
TOMO XIV. 40
EN BI, MÁa BELLO DR LO« PLANETAS. filo
— Hasta luego, señores*
— Y yo ,— dijo el Sr. N o tte ly ,— tengo que prepararme para el
torneo, y despachar un asunto en la embajada. G racias, Príncipe.
Y volviéndose A nosotros, añadió:
— Hasta luego, amigos.

CAPÍTULO XVÍL.

EL TORNEO

Después de comer salimos en carruaje ios Prín cipes, Aneyda,


Mostrendy, el Sr. Sulfendy y nosotros, en dirección al sitio donde
debía celebrarse el torneo. Era infinito el número de personas que
concurrían al mismo paraje, deseosas de gozar de un espectáculo
que raras veces presenciaban loa habitantes de Romalia.
Este sitio lo formaba un circo extensísim o, compuesto de nu­
merosas gradas destinadas al pueblo, y de espaciosos palcos que
debían ocupar los Grandes y los altos funcionarios del Estado. La
construcción de los palcos, au adorno y las columnas que los sos­
tenían. todo estaba A la altura de la civilización de Aquel mundo.
El espacio donde debia tener lugar la lid , era firme y estaba
cubierto de mentida arena. Debajo del palco de los reyes se eleva­
ba un tablado con una escalera, al principio de la cu a l había dos
guardias y en medio del tablado tres graves personajes vestidos
de negro: eran los jueces.
Todo estaba dispuesto, cuando en medio de una esplendente
corte apareció el monarca llevando de la mano A la reina.
Una música militar, que se dejó oir en uno de los palcos de la
entrada, vino A comunicar A aquel recinto una animación que lle­
nó de alegría A todos los concurrentes.
Ebrio de gozo el pueblo con la presencia de sus reyeB, prorum-
pió en alegres vivan, que continuaron por mucho tiempo, y queso
hubieran prolongado mAs aún, si uno de los jueces no los hubiese
hecho cesa r, con una sola señal de su vara. A los vivas sucedió
el silencio y la mayor compostura, que reinaron después toda la
larde.
Enfilar una lanza por una sortija pendiente de un cordon de
seda, y colocada en el medio do la plaza, era el primer juego que
611 UNA TKMPOUADA
debía tener lugar. La lanza había de introducirse por la sortija, y
llevarla consigo el ginete, á todo el escape del caballo. El Sr, No-
matty era el primero que debía probar fortuna, y los últimos los
Sres. Nottely y Nostrendy.
Doce sortijas llevaba ya enfiladas ei Sr. Nomatty, cuando los
más afortunados de sus comparleros sólo habían enfilado siete. En
efecto, la mayor parte de éstos corrían inútilmente,
Por último, llegó su turno al Sr. Notfcely, que, disparado como
una flecha, llevó la primera sortija. Nostrendy le sigue, y lleva
la segunda. El Sr. Nottely, rápido corno el rayo, lleva la tercera.
Nostrendy vuelve y lleva la cuarta, excitando las aclamaciones de
la multitud. El embajador corre otra vez, da con la lanza en el
cordon de seda, lo rompe y salta al aire la sortija. Un murmullo
de disgusto se oyó en la multitud , que simpatizando con el jóven,
sentía vivamente aquel percance; pero en vez de desanimarse el
Sr. Nottely, y ántes que cayese al Buelo la sortija, la enfila de
nuevo, la eleva en la punta de la lanza, y la ensena al pueblo
sorprendido de aquella destreza consumada.
El entusiasmo entónces no tuvo limites, y las aclamaciones.fue
ron frenéticos.
Nostreudy no osa volver á la lid.
Alegre y palpitante coa el recuerdo de que Aneyda había pre­
senciado su triunfo, subió Nottely al palco de los reyes, hincó
una rodilla en el suelo, 6 inclinando respetuosamente la cabeza,
recibió de la mano de la reina una placa incrustada de brillan­
tes. Era costumbre en aquellas diversiones dar este premio á la
persona preferida por el vencedor. Cuando éste bajó del palco, y
durante los cortoa momentos que tuvo para decidirse; qué de co­
razones no latían con violencia, y cuál no palpitaban mil hermosas
jóvenes, esperando el resultado de la elección que se iba á hacer!
Un corazón había, sin embargo, que latía con más violencia que
los demás, y este corazón era el de Aneyda. j Oh, cuántas vecen
su rostro cambió de color durante las alternativas de aquella lucha
que le parecia no tener finí El premio era suyo, lo había ganado,
y lo esperaba con justicia; pero, jayl aquellos momentos de vaci­
lación le causaban un daño atroz,
Pero mayor lo sufría otro infeliz.
Nostrendy, pálido primero, y después lívido, Se sentía desfa­
llecer.
HH BL MÁS BELLO DF. LO» Pl.AKKTAS. B l2

La multitud esperaba también.


El silencio» en todo el recinto, era profundo.
Nottely, iamóvil, y con la placa en la mano, no se atrevía á darla
k Aneyda: darla á otra estando ella alli, era imposible. ¿Qué hacer,
pues? El mismo no lo sabia. Tomando, por fio, uua resolución que
le pareció la única que podi» sacarle del apuro, se dirigió re­
sueltamente al palco del Sr. Nomara, hincó una rodilla en tierra,
y con una sonrisa llena de gracia, que hacia más seductora
aún ni tinte suavemente encarnado de que cubrió su rostro
al verse tao cercano á Aneyda, puso la placa á los piés de la
Princesa.
— Dignaos, señora ,— la dijo,— admitir esta leve prueba de mi
respeto hácia vos, y hácia vuestro ilustre esposo. Me causaría
V. A. un gran disgusto si se negase á recibirla.
—Está bien, gracias,— dijo la Princesa con una sequedad que
heló de espanto á Aneyda, y de desesperación al embajador.
Pero al mismo tiempo, una mirada que se lanzaron uno á otro .
loa dos jóvenes, y que penetró hasta lo intimo do sus almas, les
restituyó el contento de que, con su aire glacial, les había privado
la Princesa. Y el contento creció «le punto, cuando oyeron decir
al Sr. Nomara:
—Os felicito, Nottely, por vuestro brillante triunfo, y os doy
sinceramente las gracias, por la distinción con que nos honráis
—Y nosotros,—dijo M. I,eynoff, as damos la más cordial enho­
rabuena, asegurándoos que hemos deseado vuestro triunfo, con
todo el ardor de la amistad.
—Gracias, señor,—dijo mirando al Principe.
Y volviéndose á nosotros afladió :
—Gracias, amigos; ya sé el favor que me dispensáis.
—Qué sigue ahora al juego de las sortijas?—pregunté al em­
bajador.
—El combate do las lanzas,—me respondió.
—Pe usáis tomar parte en ól?
Iba á responder, cuando abriendo suavemente 1» puerta del
palco uu ayuda de cámara del Sr. Nomara. dijo á éste:
—Señor, un posta que acaba de llegar de Saraeyda (1), espera
al señor embajador en su palacio.

(1) La capital de la Noatraeia.


613 UNA. TEMPORADA
—Con vuestro permiso, aeñores,—dijo con viveza el Sr. Notteiy;
— deber es ante todo.
Y se marchó.
Entre tanto, retumbaba la plaza con el ruido de log tamboree y
el sonido de las trompeta», anunciando el combate de Jas lanzas.
Toda la gente volvió A sus puestos, y dada la señal, se abrió el
palenque.
Entraron en él dos gallardos jóvenes, montados en briosos ca­
ballos, que, haciendo escarceos, dieron vuelta A toda ¡aplaza: por
último, se pararon en sus puestos.
Uno de ellos era Nostrendy, que repuesto en parte de su ante­
rior disgusto por la acogida glacial que !a Princesa habia hecho
á Notteiy, temblaba de coraje, y pedia con ardor este combate,
en el cual esperaba derribar A su contrario, y humillarle delante
de bu prima.
Cuando entró en la plaza, dirigió A aquella una mirada llena
de ternura, dirigió otra A su tia, que se la devolvió con agradable
sonrisa, y otra Asu tio, que le saludó afectuosamente con la mano.
Sin fijarse en nosotros, y volviéndose bAcia los reyes, inclinó respe­
tuosamente su cabeza, cruzó los brazos sobre el pecho, yeaperó.
Nostrendy era elegante y muy gentil, y en aquel momento,
auimado por ia cólera y el deseo de venganza, estaba hermoso.
Indudablemente no tenia rival en el circo, y faltando el Sr. Not-
tely, tampoco ie tenia en Romaiia. i Cuántos corazones no desea­
ban con Ansia que triunfase en esta lid ! Pero él no veia más que A
Ameyda, ó Ameyda que, silenciosa y absorta en sus meditaciones,
no se acordaba de él seguramente. Pobre Nostrendy!
El contrario de este era Soletty, sobrino del Sr. Nomarn, arro­
gante jóven, á quien ya conocen nuestros lectores, y que lleno
de esperanza entró con resolución en el palenque.
Puestos en frente uno de otro los dos jóvenes, y dada la señal
se embisten con furor. Las lanzas se hicieron pedazos y en asti­
llas volaron por el aire; pero ni uno ni otro abandonaron eus sillas,
si bien el Sr. Soletty tuvo que agarrarse A la suya para no caer.
Conmovidos los espectadores, esperaban con sobresalto el éxito
de aquella lucha.
Recibidas otras lanzas y puestas estas en ristre, marcharon uno
contra otro los dos jóvenes con rnAs furor que al principio. La lan­
za del Sr. Soletty se hizo mil pedazos; pero la deí Sr. Nostrendy
!?N * L Ukñ UKLLO UK LOS PLANPTAK. 014
í*acó á su contrario de la silla , lo sostuvo un secundo en el aire y
lo lanzó sobre la aiona. El Sr. Nostrendy fie tiró al punto del ca­
ballo, corrió Uácia él y lo levantó, aunque cou trabajo, porque es
taba muy molido el pobre jóveu.
Un millón de aplausos y otro golpe de música anunciaron el
triunfo de Nostrendy.
Este, puesto ya ¿caballo, estaba radiante de orgullo. El seflor
Nomatty que se hallaba en el palco del embajador de Catilia, y
que no había entrado en la lid por consideración á Nostrendy, ba­
tía las palmas con delirio.
Un segundo guerrero entró en la plaza; el silencio volvióá reinar.
Era el Sr. Notty, sobrino del Sr. Eodulio, jóveu de gran valor
y bizarría.
La señal se dá, y vuelan A encontrarse los dos jóvenes; pero en
tanto que Nostrendy no su movió siquiera de la silla, fué A medir
el suelo el Sr. Notty. Su caída, algo más ruda que la del Sr. Solet-
ty, le dejo mal trecho; pero levantado al punto por Nostrendy, se
retiró confuso.
Nuevos aplausos de la multitud y nueva música anunciaron este
segundo triunfo.
Nostrendy, brioso y lleno de coraje, Labia vuelto A montar, y
miéntras que los concurrentes se complacían en mirarle y aplau­
dirle, abarcaba él toda la plaza, espiando ver entrar al objeto de
su rabia, A aquel por cuya humillación hubiera dado hasta su
vida, pero en lugar de Nuttely, entró otro jóveu que fué lanzado
de la silla al primer bote.
Siguióle otro, que tuvo también el mismo fin, y luego otro y
otro hasta doce, que, no pudiendo resistir más que el primer cho­
que, ¡se vieron obligados á morder el polvo.
Los aplausos de la multitud eran frenéticos, y mil vivas herían
el aire.
Los soberanos con una sonrisa llena de bondad, felicitaban A
Nostrendy, que más bravo que nunca, parecía al dios de las bata­
llas. Estaba admirable.
Lob príncipes le manifestaron también su complacencia, y la
misma Aneyda fijó en él su» ojos, sino con amor. A lo rnénos de
una manera afectuosa. Ah! esta mirada que él cogió con avidez,
le puso lívido de placer, y fué tal el denuedo que infundió en su
alma, que desde entónces se creyó invencible.
615 C.NA TEMPORADA.

CAPITULO XVIII.
BL PafNCtPB DE NOCDABA.
Y á tiempo vino aquella mirada querida, porque no repuesto aún
de Ift emoción que le había causado, vió que se ponía en pié uno
de los jueces, y que dirigiéndose al rey dijo en voz alta:
—Seftor: un ilustre extranjero, el Principe de Nocatira, que
desde ayer se halla en Romalia, pide á V. M. el permiso de rom­
per una lanza con el más bravo de los contendientes. ¿Qué le res­
pondo ?
—Que tendrómoa mucho gusto en verle—contestó el rey.
Y dirigiéndose á uno de sus Grandes, le mandó que fuese á
cumplimentar al Principe, y á introducirle en el palenque.
A la pregunta del juez, y al oir la respuesta del monarca, to­
dos ae conmovieron de temor y de placer: de temor, por si el des­
conocido era algún guerrero temible y vencia al jóven catiliano,
que era entónces el ídolo del pueblo, y de placer por la variedad
ó ínteres que su presencia iba A dar á aquel combate hasta entón-
ces tan bien sostenido por Nostrendy,
La verja se abre, y un guerrero entra en la plaza llenándola
de estupor.
Y no sin motivo por cierto.
Era un jóven de hercúlea musculatura, de ancho y dilatado pe­
cho, de talla colosal, y de ana corpulencia formidable. Su rostro
moreno, sus ojos negros y brillantes, su frente pequeña, su nariz
chata, sus dientes blanquísimos, su bigote negro y espeso, y su
barba también negra y desmesuradamente larga, demostraban que
pertenecía A una de las naciones más cercanas de] Ecuador. Mon­
taba un caballo negro como el ébano, vivo como el rayo é impe­
tuoso como el huracán. Sus cascos de acero, hiriendo el suelo con
violencia, hicieron retemblar toda ia plaza. La lanza que trola el
guerrero era descomunal; pero advertido por los jueces, que sólo
podia usar de las destinadas al torneo, que no tenian punta ni
corte, dejó, no sin pesar, la suya, para empuñar la que le dieron,
y blandióla al punto con una fuerza y destreza tales, que heló de
espanto ¿ loe espectadores.
UN F.L U k s UKLLO l>K LOS PLANPTAK. 01 fl

Apénas entró en la plaza, fijó su vista eu el palco de los reyes ,á


quienes saludó cou una inclinación de cabeza; la paseó en seguida
por los palcoa y las gradas y la fijó, por áltirao, en Nostrendy.
que enorgullecido con sus anteriores triunfos, y sobre todo, con la
mirada de Aneyda, léjos de manifestar temor á la vista de aquel
coloso, suspiraba, al contrario, por el combate, implorando con la
vista la seRal.
Esta aedió, y los combatientes corren á encontrarse, semejantes
ó dos rocas lanzadas una contra otra por la furia de los volcanes,
Rórnpense las lanzas en menudos trozos, y el impulso de la car­
rera filé tan horroroso, que llegaron ó chocarse los escudos con un
estruendo tal, que estremeció toda la plaza. No se movió siquiera
de la silla el Principe de Nocuara: tampoco se movió Nostrendy;
pero su caballo, obligado 4 retroceder por el rudo choque de su
contrario, que era más poderoso que él, cayó al suelo. Rápido como
el relámpago, Nostrendy se puso en pié, y pálido de coraje pidió
al instante otro caballa.
El rey que, verdaderamente sentía que saliese vencedor un
Principe de una nación casi salvaje, mandó que se trajese á Nos-
trendy el mejor que hubiese en sus caballerizas, y asi se hizo in­
mediata man te. Nostrendy montó de un salto, y se colocó en su
puesto; lo mismo el Principe de Nocuara, que frió é impasible no
habia desplegado sus labios desde que entrara en .el palenque.
Empuñadas las lanzas tornan á embestirse de nuevo; pero ahora
Nostrendy no pndiendo resistir la acometida del Principe, pierde
los estribos, salta de la silla y mide el suelo con su cuerpo. Fu­
rioso con la caída, quiere volver á montar; pero los jueces le de­
claran que ha sido veocido, y que queda mantenedor el Principe
de Nocuara. Salió, pues, del circo lleno de dolor y rabia.
Otros jóvenes entraron en la lid unos en pos de otros, pero |ay!
que ni uno sólo dejó de morder el polvo al primer bote de aquel
adversario formidable.
Los reyes, la grandeza y el pueblo, aunque hecian justicia al
valor del Príncipe, que, semejante á una roca, parec-ia invencible,
sentían que obtuviese el triunfo en un torneo donde peleaban los
jóvenes más ¡lustres de Romaiia.
Ya no quedaba ninguno en estado de lidiar; ya el pueblo, triste
y abatido, manifestaba su disgusto con prolongados murmu­
llos, y ya los jueces iban á adjudicar el premio al Príncipe de No-
G17 UNA TRlfrO lUlU

cuera, cuando, de improviso, apareció en el circo un combatiente.


Un grito de alegría resonó en todo el recinto.
j Era N o tte ly !?
Montaba un poderoso caballo de batalla, tan arrogante y fe-
roz3 que sólo é l, consumado g in ete, podía dominarle. Vestía una
túnica de terciopelo azul, medio oculta por la coraza de plata
que defendía su pecho: cubría su espalda un manto que, recogido,
con coquetería, por una presilla de brillan tes, dejaba ver su rica
espada y sus botas negras con espuela* ríe oro. Ondeaban alrede­
dor de su cabeza tres grandes plumas sujetas á su casco por un
diamante enorme, y por debajo de éste, es decir, del casco, se es­
capaban sus cabellos que, á merced del viento, flotaban sobre sus
hombros. En su ancha frente campeaba terrible el númen de la
g u e rra , y e n su semblante brillaba ese entusiasmo que es el signo
precursor de la victoria. Sus ojos lanzaban fuego y su nariz se di­
lataba para aspirar con deleite el aire incitador de los combatea.
I A h , sólo el Dios de las batallas podia compararse ó aquel
jó v e n !
Nottely, tranquilo y casi risueño, hizo un respetuoso saludo á
los royes; paseó sn mirada por la coneureneio, la fijó en Aneyda
con ternura, luego en sn padre y en nosotros, y , por último , en
su adversario. E ste, sorprendido del aspecto del jó v e n , y no cre­
yéndole compatible con el valor, túvole por vencido al primer
bote.
Entre tanto Aneyda, que tiñera de un suave carmín su rostro
cuando entró Nottely, había vuelto k ponerse pálida Pudieron
oirse los latidos de su corazón, tan tumultuosos entónces, q u eap é-
tina le dejaban respirar.
De repente suena la señal.
Los combatientes parten como el rayo, y van á encontrarse al
medio del palenque.
El choque fué terrible: rompen las doa lanzas; se abollan y con­
tunden I03 escudos, y caen esparcidas por el suelo las piedras pre­
ciosas de que estaban incrustrados. Los guerreros no se mueven
siquiera; pero los caballos, estremecidos con el tremendo choque,
Be empinan y pugnan por escapar; sin embargo, halagados y con­
ducidos por sus dueños, vuelven temblorosos k sus puestos. En
ellos ya se dan á los jóvenes nuevas lanzas, que éstos empuñan con
presteza.
BN BL Hila BBLLO DB LO« PI.ANBTA8. O lft

Un silencio , semejante al de las tumbas, reinaba en toda la


plaza.
Nostrendy, pálido como un cadáver, fluctuaba entre el temor
de que triunfase su r iv a l, y la ignom inia que iba á caer sobre
aquel civilizado país si quedase veucido por un bárbaro. Terrible
era su situación.
Y A neyda?
Sólo Dios sabe hasta qué punto su sensible corazón estaba mar­
tirizado por la incertiduuibre de aquella lucha que era para ella
un continuo sufrimiento.
Entre tanto, embistiéronse otra vez los paladines; pero igual»
absolutamente igu al, fuó el resultado de este segundo encuentro
que el del primero.
Y lo mismo fueron los del tercero y cuarto hasta el q u in to, en
que, aburrido el principe de Nocuara por aquella resistencia, que
no esperaba, dijo á N o tte ly :
— Dejemos, caballero, estas lanzas para los niños, y hagamos
uso de nuestras espadas como hombres. Queréis?
— Tendría sumo gusto en complaceros, si nos diesen licencia para
ello; pero se trata de un torneo, Principe, y no de un duelo. Sin
em bargo, lo ce usuliarémos.
Y haciendo seña á uno de los guardias que estaba á la entrada
del palenque para que se acercara, le hizo presente su deseo y el
del Principe, rogándole se lo manifestase á los ju eces; pero ente­
rados éstos, respondieron que no tenían facultades para dispen­
sarles aquella gracia, y que sólo S. M. podía hacerlo.
— En mi p a ís— d ijo , como burlándose, el Principe de Nocua-
r a — ya hubiéramos terminado este negocio sin tantas trabas y ce­
remonias. Sois, en verdad , particulares.
— O h, no os apresuréis tanto, Principe, que quizá obtengáis lo
que queréis. A )o inénos voy, por mi parte, á hacer cuanto pueda
por daros gusto.
— Entónces seriáis incomparable, rni Lindo jó v e n — dijo con iro­
nía el feroz Príncipe.
Sin pérdida de momento salta el embajador de su caballo, llama
á un guardia, le entrega laa riendas, y corre al palco de los re­
yes. En él y a , dijo al monarca lo que acaba de pasar, añadién­
dole que seria un golpe mortal para la gloria de Sameyda y de
R om alia, si no accediesen á los deseos de aquel hombre.
019 t!NA TEMPORADA
— I Oh, S eñ or! morir batiéndose, es mil veces preferible á un re­
traim iento vergonzoso.
— Lo conozco, N o te íly ,— respondió el m onarca;— pero aquí no
se trata de un du elo, sino de un torneo, ea decir > de divertirnos:
y a lo sabes.
— Lo sé, Señor,— repuso N o t te ly ;— pero el Príncipe de Nocuara
se rie y burla de unas leyes que le impiden pelear y vencer, según
él dice. No se oponga V. M . ; yo se lo ruego.
— Bien, N ottely, — dijo el R e y ,— y casi tienes razón; pues el
caso es enteramente excepcional. V é á ven cerle; te lo en trego: ¿lo
humillarás pronto , no es verdad?
— H aré cuanto pueda por complacer á V, M.
V besada la Real m an o, vuelve al c ir c o , monta á ca b a llo, em­
puña las riendas, y , cubriéndose con el escudo, sacó la espada, y
dijo al Principe:
— Estoy, caballero, á vuestras órdenes; tomad campo, si gustáis.
— Sois un va lie n te ,— dijo el Prín cipe, colocándose en su puesto
y preparándose al combate.
E n tretan to, la ansiedad se pintó, cual nunca, en los especta­
dores que, no comprendiendo lo que pasaba, é ignorando lo q u e
habían hablado ios dos jóven es, se perdían en conjetu ras; pero
cuando vieron volver ai embajador, tomar campo y sacar la espia­
da, lo mismo que su adversario, la extrañeza y la angustia se
pintaron en todos los semblantes.
Pero lo que más me afectaba entóneos era A n ey d a , q u e , pálida
al principio, se había puesto lív id a al ver que venía á convertirse
en duelo, lo que no debiera ser más que un torneo. Várias veces
observé que apoyaba su cabeza contra la columna del palco, y
tem í que se desmayase, in felizl Estaba en un suplicio; pues ade­
más de la agonía que le causaba el peligro de N ottely, tenía que
sufrir la mirada severa y tenaz de la Princesa, y la de Nostrendy,
que sólo la apartaba de ella para fijarla en su rival.
Principió por fin la lucha, y era imposible decidir cuál de los
dos tenía más destreza y más valor.
Los ataques, las defensas y las arterias que empleaban para
sorprenderse, se ejecutaban con tal tino y rapidez, que los espec­
tadores no veian más que un fuego m aravilloso de espadas, uno&
m ovim ientos, veloces como el relám pago, que apénaa podían
a p reciar. y que los tenían sin aliento, pues esperaban á cada paso
F.N RI* M ia BULLO DB LOfi PLAWlTAS. 620
que se enrojeciesen los aceros con la sangre de los combatientes.
Esperanza vana I
El movimiento de las espadas e r a , a i, cada vez m ayor ; pero la
saogre, la serenidad y la calma de los jóvenes eran perfectas.
Sorprendido é irritado el Principe de Noctmra con aquella resis­
tencia que ni aun siquiera sospechara, y acostumbrado ó vencer
siempre en las lides, se dejó de reglas y de quites, y levantando
en alto su cortadora espada, y levantándose él también en los es­
tribos, la dejó caer con ámbas manos con intención de dividir á
N ottely por el medio.
Conoció éste el p eligro que le am enazaba, y trató de evitarlo
atravesando al Principe por debajo del brazo en el momento que
éste lo levantaba para h erirle; pero fué tan rápido el m ovim iento
de a q u el, que áutes que N ottely llegase á tocarle , ya su espada
liabia caído sobre él como una montaba, abollando y aplastando
el casco contraen cabeza, y aturdiéndole de manera, que induda­
blemente hubiera caído, y aun sido dividida bu cabeza, si la espada
del Principe no resbalara por el casco y no hubiese ido á parar al
hombro izquierdo, en el cual penetró haciendo brotar la Bangre.
Un g rito de horror se oyó en aquel recinto. El monarca estaba
pálido, A oeyd a desencajada, nosotros mudos de espanto, y el pue­
blo petrificado.
Pero aquella sangre fué precisamente la que salvó á N ottely,
pues despejándose con su salida, y conociendo la necesidad de no
perder momento, cayó como el rayo sobre su adversario, al cual
atacó y acosó sin descanso hasta que logró liar su espada con la
de él y arrancársela de la mano. Pero estaba tan irritado, que no
contento con esto, asió al Principe por el cuello y la cintura, lo
sacó de la s illa , lo sostuvo un segundo en el a ir e , y lo arrojó so­
bre la arena estremecido de furor.
D ifícilm ente podría pintar la a le g ría , casi frenética, de la mul­
titud al ver aquella victoria tan brillante y tan completa. Mil y
mil gritos hienden el a ire, por el que se ven volar infinitas g o r ­
ras, &1 mismo tiempo que las trompetas y una música m ilitar
anuncian el triunfo de N ottely.
Miéntras que los reyes y los grandes manifestaban su jú b ilo por
medio de las iniradas que mùtuamente se d irig ía n , y el público
batía las palmas con d elirio, el rostro de Aneyda expresó inefa­
ble gozo,
621 UNA TKMPORADA

Sólo Noatrendy y Nomatty permanecían en ana puestos, raudos


é inmóviles.
Entre tanto, Nottely prodigaba al Príncipe todos loa cuidados
que exigía su caída, bastante grave por cierto, pues al levautarle
observó que tenía muy hinchado el brazo izquierdo.
—Me lo he dislocado,—dijo el Principe con la mayor sangre
fría, y sin manifestar el más leve indicio de dolor;— pero no im­
porta; sois un valiente, y esto basta.
—No acierto á expresaros, señor,—dijo Nottely,—mi sentimien­
to por veros en ese estado. Me habíais dado un gran golpe, y en
mi cólera no tuve reflexión bastante para contentarme con desar­
maros. Perdonadme.
—Oh, no teneis vos ia culpa, —dijo el Príncipe,—sino yo que
os provoqué al combate; pero como uunca hallé tanta resistencia,
y como después de mil encuentros esta es la primera vez que he
tenido que morder el polvo, quería triunfar á todo trance. Sois un
bravo, lo repito, y aun he llegado ó presumir que no éraia hom­
bre, sino algún ángel que había tomado vuestra figura para do­
mar mi orgullo y humillarme. Dejádmelo creer así y padeceré
raénos. Vuestra mano.
Y estrechó la mano del embajador con efusión.
—Me visitareis, ¿no es cierto?
—Y con el mayor gusto,—contestó Nottely.
—Bien; ahora hacedme el obsequio de ofreceT mis respetos,
á S. M. hasta que mi brazo me permita ofrecérselos en persona;
Adiós.
Dicho esto , salió de la plaza sostenido por sus criados.
El Principe era valiente, y satisfecho el orgullo nacional, todos
sintieron su desgracia, aumentándose el ínteres por él cuando su­
pieron la conversación que habia tenido con Nottely.
Ido el Principe, y concedido el premio al embajador, subió éste
á recibirlo de manos de la reina; pero el rey se opuso á que se lo
entregase hasta que uno de sua cirujanos le reconociese la herida,
por la cual corría mucha sangre todavía.
Afortunadamente, reconocida ésta en una pieza inmediata, se
vió que no era de cuidado, pues aunque habla penetrado hasta el
hueso y rasgado como dos pulgadas, sólo había sido en la parte
muscular. Curado, pues, y vendadoel hombro, volvió el embaja­
dor al palco de loa reyes, donde recibió, de rodillas, una maguí*
KN R f. w J U B B LLO DI LOS P L A N R T A 3 . ^22

fica corona de oro incrustrada de brillantes. Acabado de recibirla,


dijo el r e y :
— Os habéis portado, querido N ottely, como quien sois, como un
verdadero héroe. Gracias.
— He peleado, Señor,— contestó el jó ven,— por la g lo ria de R o -
roalia y de datn eyda, y Dios ha bendecido raía esfuerzos. Me per­
mite V. M. que rae retire?
— S i , s i , — dijo el monarca■ id á descansar y á quitaros esc
traje. M iraos; estáis todo cubierto de sangre.
— Tiene razón V, M .; voy á mudarme, pero no ó descansar,
pues la herida vale poco, y no quiero perder las diversiones de esta
noche.
Dicho esto, y besada la real mano, ae marchó.
Apénas cerró la puerta, dijo el monarca:
— Oh juventud! Tara ti no hay peligros ni fatigas cuando se
v e n , al través de ellos, la g lo ria y el amor. Dichosa edad I
— Es admirable este jóven, Señor , — dijo la reina.
— Oh, s i, — dijo el m onarca; — y su porvenir será brillante.
E n tre ta n to , N ottely atravesáb alas galerías con dirección al
palco del Sr. Rodulio, cuando éste, el Sr. Nom ara y nosotros
le salimos ai encuentro estrechándole en nuestros brazos.
— Siempre el m ism o,— dijo el Sr. R od u lio;— sin j>ar, ¿eh? De
lo lindo rae habéis zurrado á esc condenado de P rin c ip e , que qu e­
ría nada ménos que vencer en el torneo. H í , h í , hi. Que vuelva,
que vuelva otra v e z , que y a le liaremos conocer lo que valemos.
Pues no faltaba más.
— Sin em bargo, señor, el Principe es un valiente.
— Y mucho, — dijo el Sr. N o m a r a ;— pero por lo mismo vale
más vuestra v ic to r ia , de la que debeis estar envanecido, cuando
no por v o s , á lo ménos por nosotros, cuya gloria habéis sostenido
tan denodadamente. Gracias, querido N ottely.
— N o comprendo,— dijo M. L eyn o fí,— cómo á tanta afición á las
ciencias, reúne N ottely uu valor que pudieran envidiar los guerre^
ros más famosos. En verdad que esto me sorprende, porque, como
sabéis, no ea lo común.
— Oh , señores, — contestó el jó v e n ; — no merece la cosa tantas
alabanzas, que si adm ito, es sólo porque son sinceras é hijas de
vuestro afecto. Pero dejemos esto, si gustáis, y decidm e, Princi­
pe (dirigiéndose al Sr. Rodulío), ¿me permitís que vaya A o fre -
623 UNA TBMTOKADA

cer á vuestra esposa esta leve prueba de la alta consideración que


me merece?
— Pues no? — dijo el Sr, .Rodulio,— ya se ve que lo permito;
jiero intea , querido , mirad bien lo que vais á hacer , no sea que
después os arrepintáis.
— Arrepentirme 1 y por q u é ? — preguntó sonriendo el señor
Nottely.
— Toma, porque no puedo persuadirme que tan apuesto y galan
mancebo vaya ¿en treg a r, de corazón al ménos, un premio que
tanto Le costó ganar, A una vieja, habiendo aquí tantas y tan lin­
das jóvenes que se llenarian de orgullo con esa preferencia , y más
si fuese acompañada con una mirada de esos ojos matadores que,.,
os reis? Bueno, también yo me rio de vos. Qué diantre! Aunque
viejo, todavía no he olvidado lo que busca y desea la juventud.
Con que lo repito, querido, mirad lo que vais á hacer.
— Ya lo he mirado,— contestó Nottely, dirigiéndose al palco del
Sr. B od u lio;— pero ántcs que entrase eu él le dije, deteniéndole
por el m anto:
— Y yo, a m ig o, ¿no queréis que os diga cuánta es mi alegría por
la victoria que acabais de conseguir?
— Y para q u é?— contestó el Sr. Notellv;— no leo yo acaso en
vuestros ojos esa alegría, lo mismo que el cariño que. me profe­
sáis? Ah! Vos y vuestro ilustre am igo me tenéis obligado hasta
uu punto que no acierto A explicar. Creedme, Mendoza; ei verda­
dero afecto no necesita de palabras para que se le perciba, pues se
deja conocer él por sí mismo; yo os lo digo.
— Teneis razón ♦— le contesté.
Y haciéndole que acercase á mi su oido, le dije:
— ¿Sabéis hasta qué punto habéis martirizado el corazón de al­
guno durante vuestro combate?
Nottely perdió el color.
— Por qué me decís eso?— me con testó fijando en mí sus ojos.
— Oh ! nada temáis —le dije— y sed franco conmigo. Si he sor­
prendido vuestro secreto, ó lo que es ig u a l, vuestro amor á Aney-
da, es porque no podéis ocultarlo ni auu de vos mismo, y porque
estoy dispuesto ó sacrificar mi vida, si ea preciso, para que lle­
gue 4 tener uu feliz éxito. Además, tratándose de vos seré mudo
como un sepulcro: estad tranquilo.
— Oh Mendoza ( oa juro ante Dios que oa creo, y que nada re-
EH EL MÁS BELLO DB LOS PLANETA«. 624
celo de vuestra discreción; pero si siento uu placer en encontrar
uo amigo coa quien pueda en adelante Craquearme, no os uculto
que me espanta la idea de que, cualquiera otroque vos, haya pe­
netrado este secreto. Habré tenido, acaso, esa desgracia?
—Hé ahi lo que no puedo deciros,—le contesté,—porque vues­
tro amor, querido Nottely, es tan grande, que se deja percibir
con poco que se os observe.
—Bien puede ser,—repuso Nottely pensativo,—pero decidme,
¿qué es loque habéis observado?
—Que la hija del Sr. Neniara os ama; y ....
—Qué?
—Nada, que el Sr. Rodulio está impaciente por veros entrar
en su palco. Idos.
—Por piedad , como adivinasteis eso?
—No he adivinado, lo he visto, lo he leido claramente en el
semblante de Aneyda durante vuestro combate. ¿No veis al sefior
RodulioV Vamos, marchaos pronto.
—Pero uo os engañareis? Será verdad?
—Os lo ju ro : entrad y guardaos de Nostrendy y de Nomatty.
—Cómo I
— Ya hablarémos.
Y diciendo esto, abri yo mismo la puerta del palco, de manera
que no tuvo más remedio que entrar.
Apénae el público le vió en el palco, resonaron infinitos vivas,
todo» se ponían en pié para verle y aplaudirle. Al mismo tiempo
tocaba la música uu himno guerrero que cantaban, con entusias­
mo, les jóvenes romaHauos.
En medio de esta alegría, ó por mejor decir, de esta ovación,
hizo Nottely au presente á la Princesa, que fué aceptado con reco­
nocimiento, y con no poco dolor de las que no pudieron obtener
tamaña dicha.
Pocos momentos después anunciaron los jueces la marcha de los
reyes, que abandonaron el palco en medio de las aclamaciones de
loa espectadores.
Ix>s que estábamos convidados los seguimos en nuestros cochea.
Llegamos á palacio, y entramos en los jardines.

f Se continuará.)
T irso A gocmana dk V kc a .
UNA TEMPORADA EN EL MAS BELLO DE LOS PLANETAS.

CAPITULO XIX.
LOS JABDINBS.
Entónces anochecía; pero apénas pusimos el pié dentro de 1h ver­
ja, cuando un diluvio de luz inundó todo el recinto, presentán­
dolo á nuestros ojos como un sitio verdaderamente mágico.
La luz venia de un enorme globo do vidrio que parecía colocado
en el cielo por su elevación. Esto globo, que cuadraba precisa­
mente con el centro de la ciudad, estaba sostenido por altísimas
columnas, que, arrancando de los arrabales y encorvándose gra­
ciosamente sobre al mismas, remataban en un grande anillo, en
medio del cual estaba colocado el globo. Las columnas eran hue­
cas, y en sus bases se veian pilas de mil elementos cada una, re­
gadas con ácido nítrico que, actuando sobro el zinc, suministraban
el fluido eléctrico necesario para sostener la luz. Loa conductores
del fluido eran alambres muy gruesos que «tibian por el hueco de
las columnas para penetrar dentro del globo, La columna más
ancha te oía una escalerilla de caracol, por la cual entraba el que
bahía de tenerlo limpio.
Ahora bien; esta luz que apareció repentinamente, no sólo ilti—
minó los jardines y sus alrededores, sino que iluminó también 1*
ciudad.
Aquella luz era muy viva, irresistible ai se la mírala.
Aquella luz era semejante á la del sí)!.
Reinaba un fresco agradable, y las calles formadas por aquellos
CNA TEMPORADA, KTO. 123
frondosos árboles estaban tan perfectamente enarenadas, que se
mentía placer al pisarlas. Cascadas, fuente», juegos sorprendentes
‘le agua que, al caer, producían uu murmullo delicioso; flores es­
pléndidas que exhalaban perfumes exquisitos, y que engalanaban
de rail morios aquel sitio; lindas parterres, amenos bosquecilloa,
pabellones, estátuas y glorietas, todo, todo se hallaba allí reunido
para llenar de asombro á los pobres habitantes de la Tierra.
En efecto, muy grande era la diferencia que había entre ésta y
«quel mundo.
Apenas habíamos podido ver muy por encima todas estas tnara-
villaB, cuando uua música, llena de sublime melodía, vino á au-
nuntar el encanto y arrobamiento en que nos hallábamos snmer-
gidos. Al mismo tiempo un enjambre de criados noa sirvieron un
variado y delicadísimo refresco en bandejas de oro y sobre mesas
preparadas al efecto.
Acabado el refresco, y rniéntras conversaban loa reyes con los
ancianos y los altos funcionarios del Estado, nos paseábamos nos o-
tros y noa parábamos de cuando en cuando para gozar de loa fue­
gos artificiales que, en diversos puntos del jardín, presentaban á
diestros ojos soles, árboles, cascadas y otros mi! objetos que cau­
tiva l i a n nuestra atención.
M. Levnoff se quedó con aquellos personajes; pero yo cogí del
tnanto al embajador, que ya había ido á mudarse, y que entraba
ftutónces en el jardín.
' “•Venid,—le dije.
•—Adónde ?
—A este bosquocillo que tenemos enfrento
Cuando llegamos, añadí:
—Ahora que estamos soloa, hablemos de vos.
—Por qué me encargábala, Mendoza, que me guardase de Noa-
trendy y de Nomatty?
—Vais á saberlo.
? entónces le conté la conversación que les había oido en la
9l*inta de Nornara.
Escuchóme con atención, y luego dijo:
—Tranquilizaos, Mendoza; pues léjos de incomodarme lo que
acabais de referir, me agrada mucho.
—Os agradal — dije ; — no alcanzo la razón.
—Si tal, sí tal, si reflexionáis uu poco; Nostrendy, con su-en-
124 t; na temporada
cono y furor hacia m i, no hace raás que exasperarse y ofrecerse á
los ojos de Aneyda despojado de aquella dulzura y galantería que
tanto cautivan é una nina de «ti edad. Y no sólo se despoja de lis­
tas cualidades, sino que, irritado por su mal humor, es probable
que trate á su prima con dureza. Esto, que tanto desvirtúa ú Nos-
trendy, ya comprendereis que me realza á mí t por encaso que sea
mi mérito. No pensáis ahora como yo?
¿y
— Ah * s í, tencis ra2on ; no babia caído en ello; pero, las ame­
nazas de Nomatty no deben tenerse en cuenta?
— Bali. — dijo con sumo desden el embajador;— si lo que in­
tenta contra mí es cara á cara, me importa poco; y si es k trai­
ción, ó por medio de alguna intriga tenebrosa, el Eterno, en
quien confio siempre, me salvará; no tengáis duda.
—Admiro,— le respondí,— peTO no apruebo vuestra confianza.
¿No halieis observado que ni un momento os perdieron de vista esta
y
noche él sus cuatro compañeros?
— Oh, Mendoza! preguntadme primero ai he reparado en ellos
siquiera, ni en ninguno de los objetos que me rodeaban. Donde
está Aneyda, no me as dado mirar más que á ella, y, absorto en
contemplarla, me olvido del universo.
— Perdonadme si no pienso, en este punto, como vos. Yo quiero
observar á Nomatty, cuyos designios me inquietan tanto más*
cuanto que no he pedido penetrarlos todavía. Y no creáis qne es
esto todo por vos, né; porque también es por nosotros, á quien sa­
béis detesta de corazón.
— Perderéis el tiempo, Mendoza.
— No importa.
— Como gustéis*
Y mudando do conversación, le pregunté:
— Quién es aquella niña que estaba, hace poco, con Aneyda, y
que fuá una de las que liemos visto en la quinta de Nomara?
— La señorita Nassnla?
— No sé como se llama; pero debe ser esa sin duda. Héla allb
— La misma,— me dijo el embajador.— Esa niña, de bellísimo
carácter por cierto, íntima de Aneyda, y muy linda además, es
hija del señor Esttrola, uno de los más altos personajes de Rom»-
lia, que queda hablando ahora con S. M. Ya os lo enseñaré á
vuelta. Su esposa es intima de 1» princesa de Toluma.
— Gracias.
tíN EL M Á* BEtLt/l DB LOS P L A N E T A » 12¿>
— Pero , por qué me hacéis esa preguota? Es acaso porque os
g*usta la señorita Noasala? Diantre! Mucho lo celebrarla.
— Nó, nó,-— le respondí, ruborizándome;— es porque esa niña
estado conmigo muy amable en la quinta de N om ar», pues
tuvo la bondad de decir que le habia parecido hermoso, á pesar de
mí poca talla. Esto, amigo, [jara una persona que acaba de llegar
6 un mando desconocido, vale mucho é inspira un» confianza qu¿
vale todavía mucho máa.
— Pensáis visitarla?
— Pues nó? Mañana irémna, si gustáis.
—Corriente, Sabéis una cosa, Mendoza?
— 'Qué?
— Que desearla que alguna de nuestras niñas os gustase.
— A. mí?
— Si.
— Y por qué?
— Porque de ese modo estaría yo seguro de que no trataríais de
volver á la Tierra.
•—Oh, Nottely ! Con eso y sin eso, es muy posible que no píense
Ctt olla por ab ora.
— De vérns? Decís eso de corazón?
— Muy de corazón , amigo. Están demasiado recientes los peli­
gros que acabamos de pasar; es demasiado bueno vuestro mundo,
7 demasiado afectuosa la acogida que nos dispensáis, para que nos
acordemos de la Tierra. Además, apénas liemos visto á Saturno.
— Cierto; pero el amor á la pàtria es á veces tan vehemente.. .
— Oh! Dejemos,— lodye interrumpiéndole esta conversación,
porque me entristece.
— Dejémosla pues.
V esto diciendo, nos dirigimos al «alón del baile. Cuando llega­
dos, estaban cantando, porque áates del baile había también con­
cierto.
Aquí, lector amigo, me encuentro otra vez con obstáculos (la
deecripciou de los objetos) con que ya más atrás lie tropezado, y
que son cada vez máa difíciles de superar. En efecto, ¿cómo deaeri“
hir lo que entóaees se ofreció á mi vista? ¿Cómo hacerte conocer
las sensaciones que experimenté? Porque en Saturno, ai bien al­
gunos objetos bou parecidos á loa nuestros, ¡la mayor parte se di­
ferencian tantoI j Y son, además, loa hombres y las cosas tan supe-
126 UNA TRMPOKADA
riorea en aquel mundo! Asi es qtie las palabras faltan, las compa­
raciones escasean, y sólo en calificativos tendría que agotar la
lengua más rica de la Tierra.
Lo que pnerlo decirte es que los sentidos npénaa podian apreciar
las impresiones que ofrecían en aquel local la combinada acumu­
lación de luz, los perfumea, la armopia, el ornato, los matices y
el artificio. Lo que puedo asegurarte es , que sentí vértigos en un
principio, que creía sonar, y que tomaba por ilusiones de mi fan­
tasía todo loque tenía delante. Y no era extrafio, porque misero
terrícola, no podía siquit?ra presumir que existiese una cosa seme­
jante. Acostumbrado 4 los salones de Europa, ¿cómo podía figu­
rarme que los de Komalía deducirían y empeneeeriau aquellos?
Por eso, lector, si quieres teuer una idea de lo que rae rodeaba,
preciso es que te figures realizados lodos los prodigios de las M il
y una noches, y todas las maravillas que los imaginaciones calen­
turientas del Asia han creado en sus auefios más lucidos, A excep­
ción de sus absurdos y aberraciones.
Saturno deja seguramente muy atrás al humilde planeta que
habitamos, y triste es que muchos de nuestros compatriotas miren
á éste como e) único y principal objeto de la solicitud del Criador.
Pero volvamos al salón.
A1U oi cantar con voz divina una música también divina, pues
no puedo calificarla de otro modo. Escuchándola, recordó las pro­
ducciones de Hossini,de Donizetti y de Bellini, que últimamente
había aplaudido en la Tierra; pero jeon dolor lo «ligo! los cantos
de la Sonámbula. de Polinto y de Guillermo Teü palidecían al
lado de los que en aquel momento rué extasiaban : me parecían en-
t.ónces fríos, faltos de pasión, pobres de sentimiento, sin grandeza?
sin inspiración y sin vida. Consolémonos, sin embargo, los terríco­
las, porque aquí abajo todo es relativo.
Ik^pnés de la música llegúe] baile, gracioso y g ra v e , á 1» vez-
expresivo y lleno de variedad. Kottely tuvo por pareja dos veces »
Aneyda: hablaron mucho, con animación, y entrámbos se mostra­
ban sumamente satisfechos. En cambio, lag princesas, Nostrendy y
Nornaty parecían descontentos y con semblantes poco halagúelo*-
Como A todo sucede, aquella noche, de eterno recuerdo para
m í, tuvo su fin, y nos retiramos.
Al atravesar una de las antecámaras, me detuvo un hombre,
que rae saludó respetuosamente.
EN BL M¿3 BELLO DE LOS PLANETAS. 121
*—A quién buscáis? — le pregunté.
—A nádie, señor; estoy en mi puesto.
—No os comprendo.
—Soy, señor, uno de los guardias destinados por S. M. á vues­
tro servicio.
—Ah, si; y el otro?
—Siguió á M. Leynoff, que, como sabéis, se retiró hace rato,
^eneis algo que mandarme?
—Venid conmigo.
V solviéndome al embajador que me seguía, le dije:
Hasta mañana en el observatorio, vendad?
—Siu falta, y si queréis, pasado mañana tendrémos un dia de
caza. Os acomoda?
—Con vos, todo lo que queráis.
—Gracias: adiós, pues.
Cuando salí á la calle amanecía.
C A PITU LO XX,
KL OBSERVATORIO.
El observatorio astronómico de Romalia estaba situado según
arte, es decir, al medio dia, y en un paraje desde donde se regis­
traba un horizonte que parecía no tener término. La construcción
era sencilla, pero elegante: consistía en un templo alto, rematado
Por una media naranja, encima de la cual había una linterna. Te-
ui& ocho caras, y en cada una de ellas había una ventana: en es-
es decir, en las ventanas, estaban colocados con su9 correspon­
dientes trípodes, grandes y lujosos telescopios en disposición de
P^der usarse. Veíanse también sobre las mesas y escaparates, glo­
bos, planisferios, maquinas planetarias, péndulos, cronómetros,
clepaidras y otros instrumentos astronómicos dispuestos con tal ór-
j simetría, que á la vez que agradaban á la vista, podian co­
serse fácilmente.
Estábamos mirando todo esto los señores Nolatto, Noinara, Ro-
dulio, Notcy, M. Leynoff y yo, cuando entró el director. Era este
un anciano venerable, de blanca cabeza y de dulce y simpática fi­
sonomía. Noa saludó afectuosamente, Habiéndole correspondido
nosotros, dijo el Sr. Nolatto:
128 UNA TEMPORADA
—Vaya, señorea, que el cielo nos brinda hoy con un día sober­
bio; ni el más leve celaje empaña su azul purísimo: aproveché­
moslo, si gustáis.
Esto diciendo, dirigió uno de los telescopios al sol. Luego que lo
tuvo fijo, y miró algunos momentos, dijo ó M. Leynoff:
—Mirad, Leynoff, y decidme qué diferencia halláis entre vues­
tros telescopios y los nuestros.
Miró M. Leynoff, y dijo:
—Ninguna; el mismo disco, las mismas manchas, el mismo océa­
no luminoso, y la misma atmósfera se ven por el mió que por éste.
—Hola, y la distancia? ¿Olvidáis que si suponemos dividida la
que liay desde la Tierra al Sol, en diez partes, por ejemplo, deben
mediar ciento entre nosotros y aquel astro? Y esto, no es nada?
Vaya, confesad que as cuesta trabajo el dar la preferencia ó nues­
tros instrumentos, y no oslo tomarémos á mal,
—Loco que soy, — dijo sonriendo M. Leynoff;—me había olvi­
dado que estábamos en Saturno y no en la Tierra.
—Ya lo creo—repuso el Sr. Nolatto;—y, sinó dadme acá vues­
tro telescopio y veré yo.
»Se lo dió M[, Leynoff, lo colocó el Sr. Nolatto en un sitio con­
veniente, y después de haber mirado un corto rato, dijo:
—Ved vos ahora.
Miró M. Leynoff y se quedó estupefacto. Luego volviéndose á mí»
añadió:
—-Mirad, Mendoza, mirad y asombraos.
—Qué tal?—decía entre tanto el Sr. Nolatto.
—Que confieso,—contestó M. Leynoff,—la superioridad de vues­
tra» instrumentos sobio los nuestros.
—Oh, si,—dije yo dejando el telescopio y dirigiéndome áM. Ley*
noff;—no hay remedio sino confesarlo, amigo, pues la diferencia 08
grande.
En efecto, visto el Sol por nuestro telescopio, no sólo no se le
percibían manchas, atmósfera, ni el cuerpo de este astro, sino que bu
diámetro quedaba reducido desde alli á poco mée de cuatro dedoa-
Despuéa de nosotros miraron loa demás señores, y aunque nada
dijeron por finura, bien conocimos que no se les escapara la dife­
rencia que babia entre sus instrumentos y los nuestros.
—Oh, cuánto deseo ver la Tierra y los anillos de Saturno por eBO
precioso auteojo,~-dijo M. Leynoff.
UN BL MÁS BELLO DE LOS PLANETAS. 129
—Eso de noche, amigo, dijo el Sr. Nolatto; ya lo sabéis.
Cierto,—contestó M. Leynofif.
Queréis que hablemos del Sol?
—Como gustéis.
—Qué pensáis de él ?
—Lo creo un cuerpo opaco,—contestó M. LeynofT,—como creo
lue lo son todos los que pueblan el espacio. Es cierto que no hace
fcucho lo mirábamos como una inmensa hoguera - pero las inves-
'tgaciones de nuestros modernos sábios nos han hecho conocer que
*1 núcleo del astro es opaco, que este núcleo tiene su atmósfera, y
lúe esta atmósfera está cubierta por un océano luminoso que es el
t Ue le da ese brillo y esplendor que, distinguiéndolo de los plañe-
'•as, lo coloca entre las estrellas.
—Pero si el Sol es un cuerpo opaco,— dijo el Sr. Nottely , que
^cuchaba con atención,—por qué posee esa atmósfera luminosa?
Quién se la dá? Por qué no la tienen los demás planetas?
—Es verdad, - . l i j o el Sr. Nomar&;—esa misma pregunta iba á
hacer yo.
—Y yo también,—afíadi á mi vez.
El Sr. Rodulio estaba muy entretenido, arrimado á ana venta-
viendo como construian una casa que estaba cerca del obser­
vatorio.
—A eso os responderá Ruttilo,—dijo el Sr. Nolatto.
—Oh, señor,— dijo el anciano; bien sabéis que ámbos pensamos
cel mismo modo respecto de ese punto. Además, vos sois más jó—
Ten que yo, y os producis mejor; respondedles, pues, os lo suplico.
—Como probablemente,—dijo el Sr. N olatto,—tocarémos esta
roche algunos puntas de astronomía, bueno será que preceda, por
^ia de exordio, lo que voy á referir; pues además de creerlo nece­
arlo para el asunto que nos ocupa, formará la base de las coníeren-
cias que hayamos de tener en adelante.
No hay vacío en la naturaleza,—continuó el Sr. Nolatto,—y todo
espacio infinito que compone el universo, está lleno de un Huido
útilísimo que, llámenle algunos como quisieren, no viene á ser
para mi otra cosa que la electricidad, es decir, ese fluido prodi­
gioso que, á pesar de verlo y desarrollarlo en nuestras máquinas,
todavía no hemos podido comprender por lo sorprendente de sus
foegos, por lo complicado de sus modificaciones, y por lo misterioso
de su esencia. Y como en este fluido, alma para mí del universo.
TOMO XV . 9
130 ttíía tem porada

circulan y se mueven todos los cuerpos que pueblan el espacio, de


ahí el que á impulso de su movimiento de rotación, se carguen y
circunden de él, presentándonos ese aspecto luminoso.
— Pero entóneos,— dijo el S r. N ottely— también debieran pre­
sentarlo loa planetas y aun los satélites, puesto que todos tienen un
movimiento de rotación.
— Y lo presentan,— contestó el Sr. N olatto;— pero tan débil é
insignificante, que no fie percibe, ó, por mejor decir, se desvanece
ante el infinitamente superior que tiene el Sol, como se desvanece
el brillo de la Luna ante el brillo de aquel astro; así es, que sí los
planetas y satélite» no la tuviesen prestada , jama» los podríamos
ver por su luz propia.
— ¿ Y por qué están débil el brillo de estos cuerpos,— dijo el se­
ñor Nomara,— y no lo es el de las estrellas?
— Por los volúm enes, príncipe, — respondió el Sr. N olatto.—
¿Queráis comparar con el de los planetas, la fuerza, el poder y es­
pantosa Tapidez que en su movimiento de rotación debe tener 11n
cuerpo como el Sol, cuyo diámetro, para ser cubierto, necesitaría
ciento doce mundos como el de la Tierra, y para llenar cuyo voló*
men serian precisos millón y medio de estos mismos mundos? Im­
posible. Pues bien, de la diferencia de lo» volúmenes pende la ma­
yor ó menor cantidad de fluido eléctrico robado al espacio, siendo
tan pequeña la de los planetas, que apénas se la percibe, miéntra*
que la de las estrellas se difunde á distancias incalculables.
Ahora bien ; esto era lo que yo creía y creíamos todos en Satur­
no; pero ante los hecho», ea decir, ante la relación que no» hizo
Btf. Leynoff, de la cual hablé ya al Sr. R uttilo, deben callar l »5
teoría»; y si ni uno ni otro hemos variado por completo de nuestra 5
ideas, admitimos, sin embargo, q u e á la luz que sacan del espacio
las estrellas, puede añadírsela que les mandan sus planetas respec­
tivo». La teoría de M. Leynoff, confirmada por los hechos, debe rea-
petarse.
— Oh, si, efectivam ente,— dijo el Sr. Ruttilo;— y en Saturno, ai
ménos, no la conocíamos.
— Verdad es,— dijo M. Leynoff con au modestia acostumbrad**
— que no tengo motivo para dudar de una teoría que han confir­
mado lo« hechos; pero fuera de esto, abundo en las mismas idea*
que voaotroe, respecto á que el espacio está lleno de ese fluido, qü*
es para mí también el alma del universo.
BK BL. MÁ8 BBLLO DT? LOS PL^NeTAS. 131
— Y para m i, querido L e y n o fl,— dijo el S r. N ottely .
— Y” para m í,— anadió el Sr. Nom ara.
— Una pregunta quisiera haceros,— dije al Sr. N olatto.
— Las que gustéis, caballero,— respondió éste.
— D igo que si del océano luminoso que rodea al Sol, emana, no
la luz que reciben los planetas, siuo la que posee el astro m is-
1X 10} si día en él debe ser eterno.
— Así parece que debemos suponerlo,— dijo el Sr. N o la tto ,— pues
teniendo una luz propia, y rodeándolo ésta por todas partea, es im ­
pasible que haya noches.
— Si se trata d eq u e sean tan oscuras y regulares como las nues­
tras,—-d ijo el Sr. R u ttilo ,— no hay inconveniente en adm itirlo;
pero noches parecidas á crepúsculos, ó algo más claras todavía, es
forzoso que las haya, Sr. Mendoza.
— ¿Cómo puede ser eso,— dije y o ,— si el Sol no recibe luz de
ningún cuerpo?
— Es cierto,— contestó Ruttilo.
— Quién, pues, ha de quitársela para que haya noche?— insistí
bastante satisfecho de mi pregunta.
-—Las manchas, caballero — me contestó R u ttilo.— ¿Os olvidáis
3e que el Sol las tiene casi siempre en diferentes puntos de su
áiscü?
— A h , es verdad, no me acordaba; tened la bondad de con­
tinuar.
— N ó ,— dijo ¿ este punto el Sr. N ola tto;— dejémoslo, pues y a es
tarde.
Y volviéndose á los demás, añadió:
-—Señores, á las tres en punto aquí, pues la noche que se prepara
Promete ser tan hermosa como el dia: ¿no queréis que la aprove­
chemos?
— Pues nó! Seguro es que no faltarém os,— respondimos todos.
Cuando estuvimos en la calle, sacó N o tte ly su reloj, y dijo:
'— Aún tenemos media hora: ¿queréis, Mendoza, que la aprovec­
h e m o s haciendo una visita al Principe de Nocuara? N o está léjos
aquí su casa, y nos la estimará.
*—Con mucho gusto,—le respondí.
132 UNA TÜMPO&A&A

CAPITULO XXI.
VISITA AL PRÍNCIPE 08 MOCHARA.
Hallamos á Ó3te en una suntuosa estancia, vestido, y medio re­
costado en un sofá. Su trage y sus maneras, aunque distinguidos,
distaban mucho de la finura y delicadeza que tenían los Romalia-
noa. Había en este jóven mucho valor, sin duda, y cierta ruda
franqueza que no le sentaba mal; pero su persona hacía un con­
traste demasiado vivo, sobre todo con el embajador.
El Príncipe tenía pendiente de su cuello el brazo enfermo. Al
vernos, ae levantó y tendió la mano al embajador.
—Os esperaba,—dijo.
—Este amigo podrá deciros cuán imposible me ha sido veros
basta ahora; pero....
El Príncipe se había sorprendido tanto, supongo que con mi
figura, y me miraba con tal atención, que, en lugar de responder
al embajador, le dijo sin apartar de mí ios ojos:
—¿Es, acaso, este caballero uno de esos extranjeros que han
llegado á Saturna, y que son habitantes de uno de los planetas
que están más acá del Sol?
—Sí, Príncipe, y aunque está él delante, no puedo ruónos de
deciros que es muy digno de vuestra estimación y de la nuestra-
Pronto lo echareis de ver si le traíais.
—No lo dudo, Nottely, y por lo mismo siento que mi corta es­
tancia en Homalia no me permita ahora ese placer. Entre tanto,
—añadió dirigiéndose á mí,—podéis considerarme como uno de
vuestros amigos; advirtiéndoos que, si oe diese gana de ver la No-
etmra, tendría sumo gusto en recibiros. Os hablo aaí, caballero, p<>r
la gran consideración en que os tengo, y creed que nunca digo
más que lo que siento.
—Lo creo, señor, y tanto mi compañero como yo, agradecemos
vuestras atenciones. Aquí, y en todas partes, nos teneis ó vuestra
disposición.
—Gracias.
Y volviéndose al embajador, añadió:
—Sabéis que me voy mañana?
I5N HL MÁS DKLLO DB LOS PLANETAS. 133
—Cómo! enfermo y todo os marcháis, Principe? Me sorprende eso.
—No lo extravio; pero cesará vuestra sorpresa cuando sepáis que
no es mi voluntad, sino la de otro, la que me obliga á dejar á Ro-
malia.
—Y será una indiscreción preguntaros la de quién?—dijo son­
riendo el embajador.
—La de mi rey,—respondió el Príncipe.
—Oh, oh,—dijo el embajador mirando á éste:—¿sabéis, Prín­
cipe, que casi adivino el motivo?
—Muy listo sereis entónces: á ver?
--No sin una condición.
—Cuál?
—Que no me lo neguéis si acierto.
—Concedido; decid.
—Me engaílais?—preguntó sonriendo el Sr. Nottely.
—Palabra de honor.
—Entónces os diré, Príncipe, que, si marcháis con esa precipi­
tación, es por algún socorro que pide al vuestro el Soberano de
Catília.
—Diantre!—dijo el Principe sorprendido;—muy largo de vista
sois, querido; habéis acertado.
Nottely bajó la cabeza y se quedó pensativo.
—Parece que os afecta la noticia.—dijo el Principe;—y si be de
juzgar por vuestro aspecto, de un modo nada agradable, por cierto.
—No lo niego,— respondió Nottely.
—Lo que quiere decir,—añadió sonriendo y animándose el Prin­
cipe de Nocuara,—que no será sólo en los torneos donde tengamos
el gusto de encontrarnos.
—Puede ser, puede ser,— dijo siempre pensativo el embajador,
""-pero en todo caso, Príncipe, bien sabéis que no os negaré la re-
vaneha.
—Oh, no lo dudo, como no debeis dudar vos que la tomaré con
én8ia, pues aunque os he cobrado cariño, tengo aquí (y señalaba
*a garganta) atravesada mi derrota, y, vive Dios, que no puedo.
Por más que hago, digerirla. Qué queréis? Una vez he sido venci­
do, y esta mancha que habéis echado sobre mi, sólo puede lavarla
muestra sangre. Conque......
—Ya os desquitaréis, ya os desquitaréis,—dijo interrumpiéndole
embajador.—¿Pensaisver al rey ántes de marchar?
134 UNA TBMPQHAUA
—•Esta misma tarde.
—Entónces, Principe, me despido de vos, y no os digo más que
una cosa.
— Cuál?—dijo el Principe dándole la mano, que Nottely estre­
chó entre las suyas.
—Que en todo, por todo y para todo, me teneisá vuestras órdenes.
—No esperaba raénoa de vos. Hasta la vista.
—Hasta la vista.

CAPITULO XXII.

CONTÍNÜACION 0 8 LA CONVERSACION ASTRONÓMICA.

A las tres volvimos al observatorio donde estaban ya mirando á


la Tierra los Sres. Ruttilo y Nolatto.
—Ahí 3a teneis,—dijo este, tan pronto como nos vió.
Miró M. Leynoff nuestro planeta, y al dejarme su puesto me
dijo con cierta solemnidad ;
— Ah, Mendoza, observad ese punto casi imperceptible que se
ve allá en las profundidades del cielo, ese asilo del orgullo y de la
ignorancia donde nosotros hemos nacido, y donde la mayor parte
(la mayor parte, señores, lo decimos con dolor) de nuestros compa*
triotaa consideran como imposible que la Tierra sea una estrella,
es decir, que tenga el aspecto de tal, mirada desde otro globo.
— i Cómo,— dijo con viveza el Sr. Nolatto, — no creen que la
Tierra aea una estrella ( Estáis loco por fuerza, querido LeynofT.
—Oh, no lo estoy, por más que me cueste confesarlo,— contestó
éste, — pues prescindiendo de un corto número de hombres que
piensan como nosotros, todos los demás, no sólo no creen que la
Tierra sea una estrella, sino que si se les digese que esta estrella
está colocada en la vía la d ea , nos tendrían por unos visionarios.
Estaraoe muy atrasados, querido amigo, y desde que llegamos á
Saturno, lo conocemos más aún.
—Pues aquí, querido,—dijo el Sr. Nolatto,—hasta los nifios sa­
ben que Saturno eB una estrella, si bien esta creencia va acom~
peñada de cierto orgullo, porque saben al mismo tiempo que, á 1°
ménos entre los planetas, el más hermoso de todos es el nuestro.
—Y tanto como lo ea,—dijo M. Leynoff,—por eso lo hemos el*'
gido para nuestras investigaciones. Y á propósito de investigado-
EN EL MÁS BELLO DB L06 PLANBTAS. Iw
nes, ¿podremos hablar con franqueza, es decir, podrémoe comuni­
carnos cuanto se nos ocurra, como es justo que lo hagan los que
desean instruirse?
— Pues nó,—dijo ei Sr. Nolatto,—todo lo que gustéis, querido,
—Vuestra pregunta nos hace ver,—añadió el Sr. Ruttilo,—-que
ignoráis aun que en Romalia hay amplia tolerancia para todas las
opiniones, de las cuales podéis hablar en cualquiera parte y á cual­
quiera hora, sin que nádie lo extrañe, ni os diga la menor palabra,
con tal que no toquéis, se entiende, el órden y el gobierno estable­
cidos. Y si en medio de una plaza podéis hablar lo que se os an-
luje, qué no podréis decir en el seno de la amistad?
— En hora buena,—dijo M. Leynoff*—y principiando 4 usar de
esa hermosa tolerancia, deseo saber una cosa.
—Qué cosa?—preguntó el Sr. Nolatto.
— Lo que pensáis del universo.
Hubo un momento de silencio, durante el cual todos nos pre­
paramos, el Sr. Nolatto para hablar, y nosotros para escucharle.
Por fin* dijo el Sr. Nolatto :
-—Por universo, querido I^eynoff, entendemos nosotros todo lo
creado, es decir, el espacio, los mimdoB que le pueblan, y los sé-
res que pueblan estos mundos. Lo consideramos como un sér de
desmesurada grandeza, que al mismo tiempo que vive* contribuye
á que vivan los mundos que lo componen, como éstos 4 su vez con­
tribuyen 4 que vivan los séres que los habitan. Unos y otros, es
decir, loa mundos y sus habitautea, contribuyen con su vida par­
ticular á sostener la vida general de aquel gran sér, ó lo que ea
igual, del universo. Y de este sér, ó por mejor decir, de este todo,
grande, inconcebible y fabulosamente enorme, del cual Saturno y
la Tierra no son mée que átomos imperceptibles, de este todo, re­
pito, no vemos más que una pequeña parte, aquella parte que
puede percibirse desde nuestra nebulosa (via lactea), en medio de
la cual está colocado nuestro sol, y con él, nuestro sistema plane­
tario. El resto del universo se esconde en remotimmaa regiones 4
nuestra vista, y aun á nuestra inteligencia, como se esconde al
través de él, nuestro misterioso Criador.
— Eotóoces, si consideráis al universo como up »ér,— dijo
M. Leynoff,—este ser debe perecerun dia, comoperece todolocreado.
—Si y n<st—dijo con sorpresa nuestra el Sr. Nolatto:—voy 4 ex­
plicarme :
13ü UNA TTÍMPOBADA
Al contemplar con atención profunda el mareado era peno que
tuvo el Omnipotente en poner corno bases principales de la vida
al círculo y á la esfera; al ver que por la esfera y por el circulo
vive, no sólo el universo, sino los inundoa que lo componen, y los
aérea que pueblan estos mundos, he creído, llevado en alas de la
inducción y de la analogía, únicas que, en mi concepto, deben
guiarnos en las cosas que no pueden apreciar nuestros sentidos, he
creído, repito, que era razonable, que era lógico considerar al todo
que llamamos universo como un cuerpo enormísimo, sin duda,
pero esférico.
— Y más allá de esa esfera que hay ?— dijo al punto el emba­
jador.
—Y quién hizo á Dios?— preguntó con viveza el Sr. Nolatto.
—Oh, á eso es imposible contestar,—dijo bajando la cabeza el
embajador.
—Pues entónces,— dijo el Sr. Nolatto,—parémonos en alguna
parte, si de algún modo hemos de entendernos, pues demasiado
sabemos todos que, de no hacerlo así, caerémos en el cáos bíd T e -
medio .
—Teneis razón,—dijo el Sr. Nomara,—proseguid.
—Siendo pues el universo una esfera,—continuo el Sr. Nolatto,
— dónde tiene su principio? dónde su fin? En ninguna parte, c*
indudable. Puede, sí, la inteligencia fijar un punto en esta eafera,
y partiendo de él, decir : hé aquí el principio; y volviendo á él,
después de haberla recorrido toda, añadir : hé aquí el fin. Pero
aun cuando esto sea posible, y se conciba ai se quiere fácilmente,
¿será aquel el verdadero principio y el verdadero fin de aquella es­
fera? Sólo Dios puede saberlo. Y no pudiendo hallar ni el princi­
pio ni el fin de tal esfera, porque no está en el poder humano con­
seguirlo, ¿no viene ella á darnos una idea de lo infinito, y aun de
la eternidad misma, puesto que no tiene esta principio ni fin como
la esfera?
-—Pero mi pregunta queda en pié, —dijo M. Leynoff,— pues,
siendo esa esfera creada, ó un aér, como vos decís, debe perecer un
día, puesto que nada hay eterno más que Dios.
— Y qué importa eso para el hombre?—dijo el Sr. Nolatto,—
nada, toda vez que para él siempre será infinita, siempre eterna,
como voy desde luego á demostrarlo.
Si la vida y su duración han de estar en armonía con la mng-
EN 15L MAS BBLLO DB LOS PLANP.TAS. 137

uitud é importancia de los aéres, la duración del universo no puede


en modo alguno calcularse, puesto que el número de sus años
debe perderse en lo infinito, como se pierden el tiempo y el espa­
cio. Y preciso os que sea así, toda vea que nacen y mueren las es­
trellas, sin que el uui verso se resienta en lo mÁs minimo, ni de su
aparición ni de su falta. Y si á esta ley universal están sujetos
cuerpos tan importantes como las estrellas, que son otros tantos
solea iguales y aun mayores que el que preside nuestro sistema
planetario, ¿con cuánto más motivo no lo estarán unos mundos tan
pequeños é insignificantes como los nuestros? Y siendo probable ó
Por mejor decir lo cierto, que Saturno y la Tierra desaparezcan del
ospacio en ménos tiempo que un relámpago, atendida la duración
del universo, ¿no queda éste para el hombre siempre infinito, siem­
pre eterno? ¿Qué hombre, puesto que no lo ha visto, dirá que el
Universo tuvo principio? ¿Qué hombre, puesto que no lo ha de ver,
dirá que el universo tendrá fin? Lo supondrá, lo sospechará, ¿pero
-será por eso una verdad? Para el hombre, pues, siempre queda el
universo infinito y eterno, aunque éste á su vez perezca un dia.
— Me convencéis, amigo,— dijo M. Leynoff,— y veo que la
duración del universo no está en relación con nuestros sentidos,
°umo no lo está el espacio, como no lo está lo infinito, como no lo
está lo eterno, y como no lo esté DÍ09, ni su existencia misteriosa.
Todos estos problemas quedarán sin resolver en nuestros mundos,
7 en vano bu s habitantes se afanarán por comprenderlos.
—-Los de Saturno y de la Tierra,—-dijo el Sr. Nolatto,— puede
Ser; pero los pobladores de otros mundos—
— Oómof— dijo interrumpiéndole M, Leynof;— ¿comprenderán
pobladores Ae otros mundos unos problemas tan difíciles, por
^uy superiores quo sean á nosotros?
— Para mí 9i,— dijo el Sr. Nolatto;— porque en el universo,
9 herido Leynoff, hay una progresión tan estupenda desde el mundo
risible, es decir, desde el mundo que sólo podemos apreciar por
microscopio, hasta los mundos superiores, es decir, hasta aque
mundos que ocupan el centro, ó parte más esencial del uni-
7{?rsof que las naturalezas de los séres que los habitan, en el su­
puesto que sigan la progresión de aquellos mundos, deben ser tan
grandemente poderosas, que, no sólo tendrán una inteligencia su­
p rio r á la nuestra, sino que resolverán los problemas que habéis
dicho.
138 ÜNA THMPOEADA
—Y dónde están esos habitantes y esos mandos?—dijo entónces
el Sr. Nomara?
—A eso os responderá Ruttilo,—dijo el Sr. Nolatto.
Y volviéndose al anciano, anadió:
—Varaos, querido Ruttilo, modestia á un lado: y decid á estos
.señores lo que pensáis respecto de esos mundos y de esos aérea que
nuestros cerebros no pueden comprender, ni los telescopios alcan­
zan á enseñarnos.
—El universo,—dijo entónces el Sr. Ruttilo, es efectivamente
un todo, un sér que vive por si, como ha dicho el Sr. Nolatto.
Este sér, como todos los cuerpos organizados, debe tener un
centro, que, si bien no percibimos por la enorme distancia á que
se halla de nosotros, existe indudablemente, toda vez que si asi
no fuese, ni habría vida, ni unidad, ni el órden admirable que en
él reina. Y aunque de este sér, es decir, del universo, no vemos
más que una parte pequeñísima, por loque de ella sabemos ya
podemos inferir lo que pasa en las demás.
Ahora bien; los satélites giran alrededor de sus planetas, y estos
y aquellos alrededor de sua soles, es decir, de sus centros respec­
tivos. Estos soles giran alrededor de otros soles mayores que ellos....
Y á propósito de los soles; que el nuestro tiene su movimiento de
rotación, ya lo sabemos; pero el de proyección que< aunque sos­
pechado por los astrónomos, no está demostrado todavía, lo prue­
ban, en mí concepto, Io3 elipses y no los círculos, que alrededor
de él describen los planeta*», y arrastrados por estos, los satélites.
—Cómo así?—preguntó M. Leynoff.
—S i,— repuso souriendo el noble anciano; —porque si el Sol
estuviese quieto, es decir, en un mismo punto, aun cuando girase
sobre sí mismo, las órbitas de los planetas serian perfectamente
circulares, porque ejerciendo la atracción en todas direcciones,
no podrían aquellos acercarse ni apartarse de su centro, pero como
además de su movimiento de rotación, tiene el Sol el de proyección
por medio del cual camina constantemente, de ahi el que cuando 1os
planetas lleguen á sus perihelios, se hallen raáscercanosá este astro
que cuando lo están en sus afelios. Y cuál es la causa? Lo que an­
duvo el Sol hácia adelante, miéntras los planetas caminaban hácia
atrás. Y sucedería lo mismo si el Sol estuviese quieto? Creo que oó*
—Perdonadme,—dije entónces,—sí os interrumpo; pero tengo
una duda que quisiera me resolviéseia.
EN 31. MÁS BELLO DR 1.08 PLANETAS. 139
—Exponedla,—dijo con amabilidad el Sr Ruttilo.
—Si en efecto el Sol camina constantemente, y á eso se debe el
que loa planetas se le acerquen en sus perilielios, al segundeó
tercero de éstos, serian atraídos por él, y agregados á su sustan­
cia. Porque es claro, que si en el primer perihelio se le acercan,
por ejemplo, como das, en el segundo se acercarán como uno, y en
el tercero, como ninguno.
—Es cierto,—repuso el Sr. Ruttilo,—y así sucedería infalible*
mente sin una circunstancia que vos olvidáis, señor Mendoza.
—Y cuál es?—pregunté algo cortado.
—Que el Sol, al marchar en su línea de proyección, ó lo que es
lgualt por su órbita desconocida, imprime á los astros que de él
dependen este mismo movimiento, como os lo imprime á vos el
carruaje que as conduce, y lo imprime un buque á los objetos que
Heva dentro. ¿Olvidáis que una flecha disparada en sentido verti­
cal» desde el palo mayor de un buque, vuelve á caer al pié de este
mismo palo, por grande que sea la rapidez que el buque lleve? No
pueden, pues, los planetas unirse jamá3 al Sol, aun cuando se
acerquen á él en sus perihelios, por la sencilla razón de que si él
adelanta siempre, también adelantan ellos, siendo ésta la causa
de no haber conocido hasta ahora su movimiento de proyección,
pues arrastrándonos consigo en su carrera, lo vemos á una dis­
tancia siempre igual.
—Teneis razón , teneis razón,—dije bastante desconcertado;—
y dignaos proseguir, que os escuchamos con el mayor gueto.
—Sí, si, proseguid,—añadieron todos.
—Decia, pues,—continuó el Sr. Ruttilo,—que ei los satélites
^ mueven alrededor de los planetas, éstos se mueven alrededor
de sus soles respectivos: estos soles giran alrededor de otros 3oles
mayores aún que ellos, y estos soles, mayores que los otros, se
mueven alrededor <ie los centros de sus nebulosas. Pero estos di­
versos movimientos, aunque asombrosos por los volúmenes enor­
mes de los cuerpos que los efectúan, y por las órbitas más enormes
todavía qUe describen en torno de sus centros, estos movimientos,
repito, son juegos de niños comparados con los que las mismas
nebulosas describen en órbitas. cuya desmesurada grandeza no
Podemos nosotros apreciar, alrededor de otra nebulosa, que, aun­
que fuera ciertamente de nuestro alcance, es forzoso que exista
para que la vida del mismo universo sea ordenada. Esta nebulosa,
]*10 una temporada
pues, es la principal, nn verdadero prodigio, para hablar de]
cual me faltan expresiones convenientes; es, en una palabra, ei
sitio donde yo creo que resida la morada del Altísimo, de la cual
los hombres no podemos tener cabal idea....
—Pues bien; partiendo de lo conocido á lo desconocido, pre­
gunto ahora: por qué se mueve un satélite alrededor de su planeta?
Porque la grandeza é importancia de este boü mayores que la de
aquel. ¿Por qué se mueven los planetas en torno de sus centros
respectivos? Porque la grandeza é importancia de éstos son mayores
que laa de aquellos. Pues bien; si conocéis el volúmen de loa pla­
netas; ai sabéis el que tiene el Sol; ¿cuál 6erá el de los centros de
eatoa «olea? Cual el de los centros que tengan las nebulosas?
Momento de silencio.
—Prosigamos,—dijo de alli á un rato el noble anciano.—Ya sabéis
que cuantas estrellas alcanzamos con la vista en una noche oscura
y despejada, exceptuando, por supuesto, loa planetas, no son más
que cuerpos componentes de nuestra nebulosa, es decir, de ese
magnifico bancal de estrellas llamado por los astrónomos vía lóe­
te*. Sabéis también que todas esas estrellas son otros tantos solee
iguales y aun mayores que el que preside nuestro sistema plane­
tario (tened presente el volúmen de éste, para hacer la compara­
ción con loa demás). Por inducción y analogía debemos inferir que
cada uno de estos soles tenga sus planetas, satélites y cornetas; ya
porque los tiene también el nuestro; ya porque poseyendo luz
propia, parece natural que tengan á quien comunicarla; y ya por­
que, si no vemos los cuerpos por ellos iluminados*, es por la in^
mensa distancia á que se hallan colocados de nosotros. Si apénas
distinguimos la» estrellas, ¿cómo hemos de percibir los cuerpos que
giran en torno suyo?
Reconcentraos ahora en vosotros mismos, y reflexionad, prime­
ro; en el número prodigioso de mundos que componen nuestra
nebulosa; segundo, en el volúmen enorme de estos mismos mun­
dos: y tercero, en el numero grande, infinito é inconcebible de
los séres que deben habitarlos. ¿No os estremecéis, no os anona­
dáis ante tanta grandeza y magnificencia?
Otro momento de silencio,
—Pues bien, — continuó ei Sr, Ruttilo; — como esta nebulosa
hay muchas en el universo. Algunas las percibimos á la simple
vista, en forma de una nube blanquísima, que aquí y acullá s*'
BN BL MÁS BELLO DB LOS PLANETAS* 141
tán diseminadas por <*I c ie lo ; otras las percibimos con el telescopio;
y el resto se esconde en remotísimas regiones á los instrumentos
ópticos más perfectos.
¿ C u a l, pues, será el volum en, cuál la estructura y m aravillas
de los soles que componen la nebulosa central del universo, si por
centro, como dejamos y a probado, se ha de entender una cosa m uy
superior á todo lo que g ir e en torno suyo?..*
Y ai los séres s ig u e n , como parece probable,— continuó el señor
H u ttilo,— la progresión de sus mundos; si están en arm onía con
la vida é importancia de éstos; ¿cuál será la taUa, cuál el g é o lo ,
cuál el poder é in teligen cia de los que habiten la nebulosa central
del u niverso?...
Aquí, señores, lo confieso; el hombre se abisma y confunde com­
parando tanta grandeza con su miseria y pequeñez.
Así concluyó el Sr. R u ttilo, y en verdad que su discurso me
preocupó en extrem o.
Cuando estuvimos solos dije á M. Leyn off:
— Qué pensáis de lo que acabamos de oir?
■— Pienso, M endoza, que los Sres. N olatto y R u ttilo son hom.
bree m uy notables, particularmente el ú ltim o ; pienso que lo que
han dicho es am eno, seductor, y sobre todo, profundo; pero ha­
blándoos con la franqueza que debe haber entre nosotros, no estoy
eutcramente conform e con algunas de bus ideas.
—-Con cu áles?— -pregunté y o con viveza.
— -En otra ocasión os lo diré.
— Si, y por que tengo que m adrugar, pues supongo no habrei»
olvidado que mañana estamos de caza todo el dia. Coa que buenas
boches.

( Se continuará'J
T irso A ouuiana db V kca.
UNA TEMPORADA EN EL MAS BELLO DE LOS PLANETAS.

CAPITULO XXIII.

1Ü8SJLIO.

A la mañana siguiente mtij temprano, ya estaba en mi casa un


criado de! embajador para decirme que su amo me esperaba.
Acompañado de mi guardia y de un lacayo del Sr. Nomara, Tü&
fui al punto ó la embajada.
Cuando llegamos, piafaban en el patio seis magníficos caballos.
Otro más pequeño lo tenía de la brida un hombre de tez morena*
de ojos negros, dientes blanquísimos, nariz chata, y de mirar alg°
feroz. Además de loe caballos referidos, había otros cuatro ya car­
gados, supongo que con las viandas que debíamos comer en aquel
din.
Apénas me vieron, se inclinaron respetuosamente los criados, J
un ayuda de cám ara, colocado allí con este objeto, me conduj0
por una escalera de mármol á un salón donde los Srea. Nottely*
Soletty y otros cinco caballeros me aguardaban.
No se veia en esta casa la profusión de oro, plata y pedrería
que babia en los palacios de Romaiia; pero en cambio, había raá*
gusto y elegancia.
Apénas en tré, vino á mi el embajador con aquel aire noble J
simpático que le era peculiar, y cogiéndome de la mano, rae dijo
sonriendo:
—Vamos, señor perezoso, que hace un año que os estarnos «ap6”
raudo. Qué dormilón sois!
—Rs que, amigo, no soy de hierro como vos. ¿No veis que i°e
acosté muy tarde?
UNA TEMPORADA, ETC. 207
Y saludando á los señores que se hallaban con nosotros, cambié
un apretón de manos con Soletty.
— Estáis entre N ostracianos, M en d oza ,— me dijo el em baja­
dor;— observadlos, y asi os sorprenderán ménos cuando los tratéis.
Y haciendo sonar un timbre que tenía sobre la m esa, entró un
ayuda de cámara.
— Las armas,— d ijo N o tte ly .
Un momento después nos trajeron pistolas, escopetas, que eran
unas pistolas más largas, y una especie de dardos también largos,
que tenían á un extrem o dos hileras de plu m as, y al otro una
punta de acero muy aguda. A l misino tiempo observó que todos se
ceñían sua espadas, metiendo además en sus fajas unos cuchillos de
tuonte.
Sorprendido de un aparato tan guerrero, cuando sólo se trataba
de cazar, no pude ménos de decir al embajador:
— Pero adónde vamos, am igo; á cazar ó á batirnos?
— A cazar, Mendoza. Pero ¿no podría Buceder que, yendo á ca -
zap> tuviésemos que batirnos?
N o sabe nada,— dijo el Sr. Soletty sonriendo y mirando al
Sr. N ottely.
Pero vam os, qué es lo que hay? Sed francos, y decidme si
preveis algún p e lig ro , porque el aparato de que os veo rodeados
üo es en verdad para cazar.
— Tenéis razón, Mendoza,— me contestó N o t t e l y y en el ca-
011110 08 diré lo que hay en esto. Ahora, marchemos.
Guando llegam os al patio, me dijo el embajador:
-~H e hecho traer para vos ese caballo más pequeño, porque creí
mejor en él que en uno de eso« otros, que son m uy altos
y de paso menos veloz.
Oh, N o tte ly l por D io«....
~ -Q u é! Queréis acaso desairarme?— me dijo, mirándome con ex -
trañeza.
''- N o , qo; gracias, querido N ottely; lo acepto con mucho gusto.
Ona sonrisa de satisfacción brilló en el rostro del jó v en .
"U marcha ya, le dije á éste:
7 Cc>* q ue decid: ¿qué ea lo que os o b lig a á ir armados de ese
0 °» cuando vamos á divertirnos?
—Es preciso que sepáis, M endoza, que en la R ogelia y en todo
continente hubo muchos bandidos en épocas ya lejan as; sólo
268 UNA TEMPO»ADA
que , k medida que la cultura y civilización fueron aumentando,
fué también desapareciendo esa canalla, en disposición de que hace
más de un siglo que los ladronea eran desconocidos en Ronmlia.
Hace dos años, ain embargo, que apareció en los alrededores de la
capital un hombre terrible, el feroz Rnasilio, tan sagaz, tan sutil
y tan intrépido, como valiente y afortunado. Este hombre ha co­
metido robos extraordinarios que sembraron el terror en todos es­
tos contornos. Aparece de repente, da su golpe , que lleva prepa­
rado de antemano, y desaparece sin dejar en pos de ai la más li­
gera huella, y sin que ae haya podido dar con él por más investi­
gaciones que se han hecho.
—Pero ¿es algún duende ó algún encantador ese hombre? Por­
que supongo que ningún género de sacrificio habréis dejado de
hacer para cogerle.
—Y asi ea la verdad, Mendoza,—me dijo el Sr. Soletty;—pero es
tan sagaz y sutil ese demonio, como ha dicho el Sr. Nottely, que,
no sólo burló nuestras pesquisas, sino que llevó su osadía hasta
introducirse en la ciudad, andar entre nosotros, y dar alguno«
golpes que denotan su serenidad y su valor. Os acordáis, Nottely,
del lance del Sr. Otrocy?
—Ya lo creo! Pues fué poco sonado para haberlo olvidado,..*
—Referídmelo,—dije, picado de curiosidad.
—Que os lo cuente Soletty, que ha sido testigo de él,
—Tomaba una tarde,—dijo Soletty,—nuestro amigo el Sr. Otro-
cy un vaso de helado en el café de Torlony, cuando ae le acercó un
hombre alto, corpulento, moreno, de ojos negros y penetrantes
de ancha boca, de nariz chata, de pómulos salientes, y de ceja6'
bigote y barba muy largos y extremadamente espesos. Su fisono­
mía llamaba la atención por un no aá qué de feroz que imponía, 91
bien suavizaban la dureza de su aspecto lo fino de sus modales J
auntuoso de su trage.
—Si no os incomodo, caballero—dijo,acercando una silla al *0r
flor Otrocy,—tomaría con gusto un vaso de helado junto á vos-
— Al contrario, amigo,—contestó el Sr. Otrocy;—me daréis en
eso un gran placer, pues estando juntos, hablarémos ¿ lo ménoa
algo.
Y hablaron efectivamente, y no fiólo hablaron, sino que habién-*
dolé propuesto el Sr. Otrocy dar un paseo por la ciudad, salte1*00
del café y recorrieron juntos diferentes callea, hasta que, ya 03(50
hn bl uka bbllo dh los planrtas . 269
recido, llegaron á la casa del S r. Otrocy. Encantado éste con la
verbosidad y buenas maneras de su compañero, le invitó á que su­
biese, y habiendo aceptado el desconocido, lo introdujo en el sa­
lón, donde cansados ámbos se sentaron. No habían pasado seis
minutos, cuando sacando el desconocido un agudo puñal, y acer­
cándolo al pecho del Sr. Otrocy, le dijo, sin inmutarse lo más
mínimo:
— Ni una palabra, ni un gesto, ni el más leve movimiento, ó
por Dios vivo, que os atravieso el compon.
Cuál se quedaría el Sr. Otrocy, juzgadlo vos. Se puso pálido
Primero, después iivido, tanto que el mismo Kussilio le tuvo lásti­
ma; así es, que le dijo:
— Pero si no habíais, y si ejecutáis pronto, y sin hacer el menor
ruido, lo que voy á proponeros, nada teneis por qué temer.
— ¿Y qué es?— dijo, sin aliento, eiS r. Otrocy.
— Que recojáis cuanto oro, plata y pedrería haya en este salón
y on los gabinetes inmediatos; que lo coloquéis todo en un cofre-
con llave, y que Lo pongáis después sobre esta, mesa.
Y le señaló con la punta del bastón una que estaba debajo de
un espejo.
Iba ya á ejecutarlo nuestro amigo, cuando deteniéndole el des­
c o c i d o por el brazo, añadió:
— Oídme bien: si durante la operación que vais á hacer, ó du-
rante el tiempo que permanezca á vuestro lado, entrasen algunos
amigos , ó algún criado, y delante de ellos hiciéseis la menor se-
ual que lea revelase la posición en que os halláis, no sólo os mato
^ v°fl, sino que los mato á ellos. ¿Habéis oido hablar de Rusailio?
^uea si habéis oido, como lo supongo, sabréis que es mas que ca-
paz de ejecutar lo que os ha dicho.
Al oir este nombre, palideció de nuevo el Sr. Otrocy. Conociólo
frussiiio^ y a flo jó ;
— Pero si ejecutáis lo que os mandé, y cuando salga me venia
^cotnpaüando hasta el portal, os juro, por mi alma, que no cor-
el menor riesgo.
Tranquilizado con esta promesa, pudo decir el Sr. de Otrocy:
"—Voy, caballero, á obedeceros*
Y miéntras el Sr. Otrocy recogía todo su oro, plata y pedrería,
en un cofrecito que cerró con llave, y colocó después so-
re mesa, se paseaba el Sr. Rusailio muy tranquilo, parándole
‘270 CTTfA TKMPÓRADA

de cuando en cuando á examinar los cuadros que colgaban de la


pared, y mirando de soslayo a) pobTe Otrocy.
Ya había acabado éste, y ya Hussilio se acercaba á la mesa para
coger el cofrecito, cuando entramos Notty y yo en compañía de
otro jóven.
Ni la más leve sorpresa, ni el más leve indicio de temor se ma­
nifestó en el semblante de Rusailio, á quien saludamos con una
inclinación de cabeza, porque no le conocíamos.
No dejamos, sin embargo* de notar alguna alteración en el sern-
blante del Sr. Otrocy; pero como veiamos la calma y serenidad del
desconocido, 4 quien por otra parte trataba él con la mayor ama­
bilidad, no concebimos la menor sospecha: todo al contrarío, nos
sentamos, y la conversación se hizo general. Rusailio habló poco,
pero bien, y con mucha oportunidad. Habría pasado como media
hora, cuando levantándose y encarándose con el Sr. Otrocy, le
dijo:
—¿Con que llevo, caballero, el cofrecito, y lo entrego á la per­
sona que sabéis, para que ejecute lo que tenemos acordado, no es
eso?
—Sí, amigo,—respondió el Sr. Otrocy,—y me haréis en ell°
un gran favor.
Y recogiendo el cofrecito, que cubrió con su manto el descono­
cido, y saludándonos profundamente, se marchó acompañado del
Sr. Otrocy.
Pasados algunos momentos volvió éste; y como se veia libre de
la terrible presión que hasta entónces le había subyugado, se dejó
caer sobre un sofá, y exhaló un gemido que nos llenó de sobre­
salto.
—Qué teneiB?— preguntamos todos á la vez.
—¿Sabéis quién es,—nos dijo, con voz casi apagada,—el q«6
acaba de salir de aquí?
—Nó,—respondimos muy inquietos;—quién es?
—Rusailio.
—Rusailio!—repetimos llenos de estupor,
—El mismo,—repuso el Sr. de Otrocy.
—Y aguardáis, amigo, á decírnoslo después que ae ha mar­
chado?
—Y qué queríais que hiciese?
—Hablar á todo trance,— respondió Soletty.
KN BL MÁ.S BBLLO DB LOS PLANETAS. 2^1

—Escuchad primero. Y ei Sr. Otrocy nos contó, muy por me­


nor, cuanto acababa de pasar, lo que u a ido á otros lances que ya sa­
bíamos de este personaje, vino á. hacer más terrible el concepto en
que le teníamos.
—Ya veis, Mendoza,—continuó el Sr. Soletty,—si pudiendo
hallar á Russilio por estos alrededores, sería prudente que vinié­
semos desprevenidos. Comprendéis ahora?
—Demasiado, querido; y habéis hecho perfectamente en venir
Amados. Yo también traigo mis pistolas y mi espada, que aun­
que pequeña, puede hacer las veces de puñal. ¡Caramba con el se-
Bor RuBsiliol
Toda la mañana estuvimos muy divertidos cazando y matando
Pojaros de variados y lindísimos colorea. Los que eran muy gran-
loe mataban con las escopetas, y los pequeños con el dardo.
En este sobresalían los Nostracianog, pues no erraban tiro; y en
las escopetas, los Romalianos, puesto que el Sr. Soletty mató doce
<xdubas, que eran allí una especie de aves monteses muy estima-
y que hacian el mismo papel, en aquel mundo, que hacen en
el nuestro las perdices. Y en efecto, su carne y au sabor eran pa­
recidos ¿ los que tienen estas aves.
Entretenidos en esta ocupación, y atravesando bosques inraen-
llegamos A una llanura sembrada de una planta para mí dea-
conocida, que tenia en la punta una bolita. Loa Sres. Nottely y
Soletty me dijeron que aquella bola se convertía, después de ma-
dura, en una harina blanca y finísima á la menor presión que se
hiciese; era el pan de aquellos habitantes. En medio de esta lia
nura> se elevaba una casita, en la que vivia el labrador que culti-
^aba aquel terreno. Al verla, dijo el Sr. Soletty.
—Paaa mucho de las dos, señores, y será bueno que entremos
ei* esta casa para comer, pues por poco que nos detengamos, dudo
ruucho que lleguemos con dia á Romalia. Nos hemos alejado más
lo regular, y el cielo se encapota por momentos. Miradlo.
Miró entónces el Sr. Nottely, y después de haberse hecho cargo
el estado de las nubes, dijo :
■""“O mucho me engaño, ó vamos á tener una tormenta.
En efecto, el cielo que estaba despejado cuando salimos de caea,
J que se conservó asi casi toda la m añana, ge cubría entónces de
gruesos y espesos nubarrones. Un viento suave al principio, pero
qua iba arreciando por momentos, agitaba ya con violencia loa
272 UNA TBWPORADA

bosques que rodeaban la llanura, produciendo un ruido sordo y


confuso que no dejó de llamarnos la atención.
Sin embargo, encendida la lumbre y calentada la comida, nos
sentamos á la mesa alegres y hambrientos, haciendo bravamente
las honores á cuantos platos se nos presentaron. En los interme­
dios, bebíamos un vino extraído de una planta parecida á las par­
ras de la Tierra, pero cuyos racimos eran mucho mayores que los
de aquella, y cuyos granos tenían el tamaño de ciruelas. El que
bebiamoe era de Catilia, reputado entónces por el más rico de toda
la comarca. La alegría y la expansión comenzaban á reinar eutre
nosotros, cuando un relámpago que iluminó la mitad del cielo, y
un trueno que retumbó pavoroso en los valles y en los moutes, vi­
nieron á aguarnos la función.
— Diaotre!— dijo el Sr. Soletty.— Y ya no tenemos diapara lle­
gar áRomalia. Es preciso marchar, señores, sino queremos dor­
mir á la intemperie.
— Y no seria mejor quedarnos aquí?— dije yo sintiendo abando­
nar aquel sitio en que rae hallaba tan á gusto, porque estaba efec­
tivamente muy cansado.
— Seria lo mejor, sin duda,— dijo el Sr. Soletty,— si tuviéramos
camas y ropa en que dormir; pero como nádie habita esta casa má*
que un labrador, y no hay aquí cerca quien nos provea de ániba*
cosa«, teudrémos que marchar por fuerza. Qué decís, embajador?
Iba éste é responder, cuando el chasquido de un látigo, y
ruido que hacia un carruaje caminando con rapidez, noa obligó á
acercarnos á la ventana.
En efecto, mée bien que marchar parecía que volaba un carru*'
je tirado por seis caballos, y escoltado por ocho hombres raon~
tadoB.
-—No esuo cualquiera el que viaja asi,— dijo el embajador.
— No á fe m ia,— contestó el Sr. Soletty.— Quién será?
— No lo sé,— respondió Nottely,— pero debe caminar con tant*
prisa por llegar á Romalia ántes que estalle la tormenta.
En efecto, un momento después desapareció el carruaje, y ee p£r"
dió en el espacio el ruido que producía.
— Nos vamos?— dijo el Sr. Nottely.
— Por mí loque gustéis,— respondió Soletty, — pero me paree«
que sí no nos detenemos y picamos bien, podrénios llegar á R°"
inalia poco después de anochecer.
KN EL MÁS BELLO T)tt LOS PLANETAS 273
—Pues á ello,—dijo el Sr. Nottely.
—A ello,—respondimos todos*
tío momento después, estábamos á caballo.
Los criados se apresuraban á recoger los restos de la comida para
huir también de la tormenta.
Entre tanto la atmósfera se encapotaba cada vez más. Brillaban
relámpagos que, en surcos de fuego, iluminaban lúgubremente
campiña; retumbaba el trueno, y agitados los árboles de los boa-
inmediatos por un viento impetuoso, producían un ruido con­
fuso y sostenido, que era el precursor de la tormenta.
Picábamos cuanto podiamos; sin embargo, no nos fué posible oir
ei ruido y méaos alcanzar con la vista el carruaje que nos precedía.
De pronto un relámpago más grande que los anteriores, y el
trueno de que fué seguido, rasgaron, por decirlo asi, las nubes, que
despidieron torrentes de agua, inundando las campos y poniendo
el camino intransitable.
*—A la carretera, señores, á la carretera,—-dijo con voz de true-
no el Sr, Soletty,—pues aunque por ella sea más largo el camino,
el piso es firme y no nos extraviarémos cuando llegue la noche.
Seguimos el consejo de Soletty, y como la carretera estaba cer
Ca>pronto llegamos á ella.
Entónces andábamos mucho, pero más que nosotros avanzaba la
n°che; asi es que no tardó ésta en aparecer, triste, amenazadora y
tan oscura, que ni nos veiamos unos á otros, ni nos hablábamos,
Porque el viento hob lo impedia.
De cuando en cuando el surco siniestro de un relámpago ilu­
minaba todo el horizonte; pero la oscuridad que le seguía era más
densa y profunda.
—-Horrible noche!—dijo el Sr. Nottely.
“~Lo peor es,—repuse yo,—que aún estamos muy léjos de Ro­
calla,
—Alto, señores!—dijo de pronto el embajador.
—Pues qué hay»—preguntamos todos.
*■—Acabo de tropezar con un objeto que no conozco, y que por
P°co hace caer á mi caballo. Esperemos que venga otro relárapa-
£°> á ver si con su luz podemos percibir lo que es.
sin una especie de terror nos acercamos y agrupamos alre­
dedor del Sr. Nottely, Era tal la oscuridad, que aun estando ju n -
Rpénas nos distinguíamos.
'TOMO XV. 18
272 UNA TBWPORADA

basquea que rodeaban la llanura, produciendo un ruido sordo y


confuso que no dejó de llamarnos la atención.
Sin embargo, encendida la lumbre y calentada la comida, nos
sentamos a la mesa alegres y hambrientos, haciendo bravamente
las honores á cuantos platos se nos presentaron. En los interme­
dios, bebíamos un vino extraído de una planta parecida á las par­
ras de la Tierra, pero cuyos racimos eran mucho mayores que los
de aquella, y cuyos granos tenían el tamaño de ciruelas. El que
bebiamos era de Oatilia, reputado entónces por el más rico de toda
la comarca. La alegría y la expansión comenzaban á reinar entre
nosotros, cuando un relámpago que iluminó la mitad del cielo, y
un trueno que retumbó pavoroso en los valles y en los montes, vi­
nieron á aguarnos la función.
— Diaotrei— dijo el Sr. Soletty.— Y ya no tenemos diapara lle­
gar áRomalia. Es preciso marchar, señores, sino queremos dor­
mir á la intemperie.
— Y no seria mejor quedarnos aquí?— dije yo sintiendo abando­
nar aquel sitio en que rae hallaba tan á gusto, porque estaba efec­
tivamente muy cansado.
— Seria lo mejor, sin duda,— dijo el Sr. Soletty,— si tuviéramos
camas y ropa en que dormir; pero como nádie habita esta casa
que un labrador, y no hay aquí cerca quien nos provea de ómba*
cosa«, tendrémosque marchar por fuerza. Qué decís, embajador?
Iba éste é responder, cuando el chasquido de un látigo, y
raido que hacia un carruaje caminando con rapidez, nos obligó á
acercarnos á la ventana.
En efecto, más bien que marchar parecía que volaba un carrua­
je tirado por seis caballos, y escoltado por ocho hombres mo°~
tadoB.
— No es uo cualquiera el que viaja así,— dijo el embajador.
— No á fe m ia,— contestó el Sr. Soletty.— Quién será?
— No lo sé,— respondió Nottely,— pero debe caminar con tanta
prisa por llegar á Romalia ántes que estalle la tormenta.
En efecto, un momento después desapareció el carruaje, y 86 P61*"
dió en el espacio el ruido que producia.
— Nos vamos?— dijo el Sr. Nottely.
— Por mí loque gustéis,— respondió Soletty, — pero me paree«
que si no nos detenemos y picamos bien, podrémos llegar á
malí» poco después de anochecer.
KN EL MÁ9 BELLO I)« LOS PLANETAS 273
—Pues á ello,—dijo el Sr. Nottely.
—A ello,—respondimos todos*
Un momento después, est&bamos á caballo.
Los criados se apresuraban á recoger los restos de la comida para
huir también de la tormenta.
Entre tanto la atmósfera se encapotaba cada vez más. Brillaban
relámpagos que, en surcos de fuego, iluminaban lúgubremente
campiña; retumbaba el trueno, y agitados los árboles de los boa-
inmediatos por un viento impetuoso, producian un ruido con-
fuso y sostenido, que era el precursor de la tormenta.
Picábamos cuanto podíamos; sin embargo, no nos fué posible oír
ei ruidoy raénos alcanzar con la vista el carruaje que nos precedía.
fre pronto un relámpago más grande que los anteriores, y el
trueno de que fué seguido, rasgaron, por decirlo asi, las nubes, que
despidieron torrentes de agua, inundando las campos y poniendo
el camino intransitable.
*—A la carretera, señores, á la carretera,—dijo con voz de true-
no el Sr, Soletty,—pues aunque por ella sea más largo el camino,
piso es firme y no nos extraviarémos cuando llegue la noche.
Seguimos el consejo de Soletty, y como la carretera estaba cer
^ Pronto llegamos á ella.
Entónces andábamos mucho, pero más que nosotros avanzaba la
n°che; así es que no tardó ésta en aparecer, triste, amepaaadora y
tan oscura, que ni nos veíamos unos á otros, ni nos hablábamos,
Parque el viento nos lo impedia.
t)e cuando en cuando el surco siniestro de un relámpago ilu­
minaba todo el horizonte; pero la oscuridad que le seguía era más
densa y profunda.
—Horrible noche!—dijo el Sr. Nottely.
peor es,—repuse yo,—que aún estamoB muy léjos de Ro­
salía.
“"“Alto, señores!—dijo de pronto el embajador.
-~Puea qué hay?—preguntamos todos.
Acabo de tropezar con un objeto que no conozco, y que por
P°co hace caer á mi caballo. Esperemos que venga otro relárapa-
á ver si con su luz podemos percibir lo que es.
sin una especie de terror nos acercamos y agrupamos alre­
dedor del Sr. Nottely. Era tal la oscuridad, que aun estando jun-
apénas nos distinguíamos.
tomo xv. 1S
27 4 UNA TBMPOKAOA
De repente brilló otro relámpago, y con su luz pudimos ver—
Cuatro cadáveres tendidos en la carretera, y poco distantes unos
de otrosí__
Un grito se escapó á la vez de nuestros pechos.
—Qué será esto?—dijo pensativo el Br. Nottely.
Pero ni él, ni nosotros, sabíamos á qué atenernos, cuando otro
relámpago nos hizo ver algunos pasos más allá, un carruaje sin
tiro, sin escolta y sin lacayos.
—Oh, o h ,— dijo el embajador volviéndose hácia nosotros;—
algún grave suceso acaba de ocurrir aquí. Apostaría, señores, que
este carruaje es el mismo que vimos pasar á escape, cuando aca­
bábamos de comer. Qué os parece?
—Que indudablemente es el mismo,—contestamos todos.
—Pero entónoes, qué es de su dueño?—repuso el embajador;—
qué de los caballos? qué de los criados? y qué de la escolta que le
acompañaba? En guardia, señores, en guardia y mano ¿ las pis­
tolas, porque ó yo me engaño, ó estamos en un gran peligro. Aho­
ra caminemos despacio y en silencio.
Esto diciendo, rompió la marcha el embajador , y le seguimos
todos, pistola en mano.
No habíamos andado siete pasos, cuando un gemido desgarrador
vino á herir nuestros oídos.
—Quién se queja?—dijo, parándose, e) embajador.
—Socorro, señores, socorro!—respondió una voz temblorosa.
—Al momento,—repuso el Br. Nottely, apeándose del caballo.
Todos hicimos lo mismo, y todos rodeamos silenciosamente al
que acababa de implorar nuestro auxilio de un modo tan lastimero-
Acercándonos más, pudimos percibir tendido en el suelo, y míe-
gadoensti sangre, á un hombre que, por su traje, nos pareció qlU
era tino de los guardias que iban escoltando el carruaje que dejá­
bamos atras.
—Estáis herido?—le preguntó el Br. Nottely.
—Sí señor,—respondió con voz débil el paciente.
—Y en dónde?—volvió á preguntar el embajador.
—En la cabeza y en el pecho.
A tientas y como pudo, llevó el embajador su mano á la cabeza
del herido, y después de haberla examinado, dijo:
—En efecto, aquí os han dado un golpe violento, pues ademan
de haheros roto la piel, he tocado el hueso con mis dedos.
EN KL MÁS BELLO DK LOS PLANETAS. 275

Esto diciendo, sacó su pañuelo, lo dejó mojarse con el a gu a que


caía, y reuniendo á tiento* los colgajos, le vendó lo m ejor que
pudo.
— Veamos ahora la del pecho,— dijo en seguida.
Y separándole la túnica, introdujo su mano, que el herido guió
trabajosamente hasta tocar otra herida, larga y poco profunda que
tenia sobre una costilla falsa, y que por haber tropezado con ella,
fio había penetrado en el pecho.
— Esta os la han hecho con una espada.— dijo el Sr. N ottely.
— Si señ or, y con una enlato de una pistola la o t r a , después
el que me atacaba disparó sobre mi sin acertarme.
— A m ig o ,— dijo el em bajador,— os voy á vendar esta herida co­
mo os vendé la otra, siquiera para que no acabéis de desangraros,
Parque ya lo veis, no somos cirujanos, y por consiguiente no te ­
nemos apósitos, ni instrumentos con que haceros una cura regu lar,
m aun luz, que es lo que más falta nos hacia.
— Oh, señor, — dijo el herido con voz más anim ada; — vos sois
a ^ u n ángel del cielo que ha bajado á Saturno para socorrerme.
Cuándo podré pagaros este servicio, que acaso me salvará una
v’ da que iba a perder sin vuestro au xilio?
— Vamos,— dijo el embajador con su natural bondad;— esto no
Merece ’.a pena. Y ahora que estáis curado lo m ejor que nos fué
Pasible, hacedme el obsequio de decir quién sois, y por qué os
halláis en este sitio.
Soy uno de los guardias que acompañaban al dueño de uii
Carruaje que habréis encontrado más atras.
— Y qué es de él, de sue criados y de vuestros compañeros?
*Yo no sé, señor, — contestó el herido, — si mi debilidad me
permitirá referiros la escena que acaba de pasar aquí. Vos me per-
^ d ire is que Imble despacio, y que descanse de cuando en cuando
Para poder tomar aliento.
*— Todo 1° que gustéis, am igo ; hablad despacio y del modo que
0s acomode.
Teniendo al herido en medio, escuchábamos con ansiedad.
— Caminábamos con rapidez,— dijo éste,— para lle g a r á R om a-
la con dia, y , sobre todo, para huir de la tempestad, cuando al
llegar á este sitio uos asaltaron doce hombrea arenados y perfec-
A tie n te montados. Traían dos antorchas encendidas. Uno de ellos,
**1 que parecía jefe, nos dio el alto; pero en lugar de responderle, le
276 UNA TRMPORAttA

hicimos una descarga. A los primeros tiros salió el caballero del


carruaje, montó á ca b a llo, y desenvainando la espada, se lanzó
como el rayo á la pelea. La lucha filé sangrienta, pues ¿ los pri­
meros tiros fui yo herido, y cayeron á mi lado cuatro de mis com­
pañeros, cuyos cadáveres habréis encontrado más abajo Va no
quedaban en pié más que tres, un criado y el caballero que se
batía como un león, cuando el jete dijo á éste:
— Ríndete, ó eres muerto.
— Jamas,— contestó el caballero. — Un hombre como yo , no se
rinde á un bandido como tú, liuasilio, y ahora mismo vas á pagar
todos tas crímenes.
E l caballero había o id o , como y o , el nombre del jefe á uno de
sus secuaces.
Aquí hizo una pausa el herido, porque se sentía desfallecer.
— Descansad, a m ig o ,— dijo el Sr. N o tte ly ,— todo el tiempo que
gustéis, aun cuando lo que eetais diciendo e x ig ía más brevedad,
pues presumo que no sois vos el único á quien tendréraos que so­
correr.
— Y no os equivocáis, señor,— volvió 4 decir el herido, algom & s
repuesto, después de haber descansado un rato;— pero dudo mucho
que podáis dispensar vuestros servicios a esos pobres que eornpa-
deceis, y que estoy seguro los necesitan en este momento más
que yo.
— Cómo asi?— preguntó el embajador.
— Escuchadme, y lo sabréis. Apénaa el caballero había dicho lo
que dejo expuesto, cuando cayó sobre el que llamó Russilio, deci­
dido ¿atravesarle el corazón; pero (jcosaqu e me pareció sobrena­
tural, señores!) ántes que el caballero se hubiese acercado al jefe»
v i á uno de los bandidos montado 4 la grupa de su caballo, suje­
tándole y apretándole de manera, que ántes que el caballero pu­
diese desasirse de él y de otros tres que se apresuraron ¿ayu darle,
quedó enteramente inm óvil. El je fe entre tanto se reía-
Desarmado y atado el caballero, hicieron lo mismo con el criado
y los tres guardias; y desenganchando los caballos, y haciendo
marchar delante á los cocheros, y detrás de ellos á los prisioneros,
los condujeron por ese lado (y apuntaba al lado derecho de la car­
r e te ra }; llegaron á un m ontecilio que no está l/jos de aqu í, >
cuando yo pensaba que subirían por él, y aun que pasarían al °* r0
lado, los perdí de vista, no ¿ ellos, porque ¿ ellos no los veiu, *in°
BN BL Mkü BBLLO DB LOS PLANBTA8. 2T7
á las antorchas que llevaban: en una palabra, me pareció que los
había tragado la tierra, según la prontitud con que dejé de perci­
birlo«. H é ahí, pues, por qué os decía que no podríais, aunque
quisiéseis, socorrerlos, ignorando, como ignoráis, dónde se hallan.
— Oh, eso es fatal,— decía pensativo el embajador.
— Ahora, caballero,— anadió el herido,— os ruego que nos mar­
chemos al instante, pues corremos aquí mucho peligro.
— Por qué?— preguntó con viveza el embajador,
— Porque a] marcharse el jefe, dijo á los bandidos:— Am igos,
pronto A ocultarnos, y después que pongam os á buen recaudo esta
gente, y los caballos que cogimos, tú, Nosolatto, v o lv e r á s »] coche
y conducirás al subterráneo todo lo que venga dentro. Con que, ya
h> veis; de un momento á otro puede lleg a r Nosolatto, y si ve tanta
gente reunida, retrocederá para avisar á sus compañeros.
— Muy bien, gracias,— dijo el Sr.. N ottely :— seguiremos vuestro
consejo, que no deja de ser prudente; pero ántes deseo saber una
eos».
— Qué?— preguntó el herido.
— Sabéis quién es el caballero que eacoltáb&is?
— Si, señor.
— Y quién es?
—-El hijo del priucipe de Tolum a.
— El hijo del príncipe de Tolum a ! — dijim os N o tte ly , Soletty
y yo.
'— E l mismo: le conocéis?
~~Oh Dios! Oh Dios!— repetimos á la vez los tres.
Hi hubiese sido de dia, se habría visto mi palidez, lo mismo que
ansiedad del Sr. N ottely, cuyo corazón estoy seguro que latía
e*itónces con violencia. El Sr. Soletty también dehia estar muy
afectado, porque »1 fin era un primo suyo el que se hallaba en po-
^er de los bandidos.
“ “ V bien, Mendoza y S o le ttv,— d ijo de a lli á la rgo rato el em­
bajador.*— Qué pensáis de esto? Qué determinación tomáis? ¿Queréis
abandonar á una muerte cierta, vos, Soletty, á vuestro primo, y
voa, Mendoza, al hijo de vuestro am igo?
' —damas!— respondimos á la vez los dos.
'—Bien; no esperaba ménos de tan cumplidos caballeros.
* volviéndose á las Nostracianos, añadió:
^ vosotros, queridos am igos, ¿consentiréis que tantos hom -
278 UNA. TEMPORADA
brea vayan á perder la vida, probablemente entre martirios, cuan­
do con vuestro esfuerzo podréis acaso libertarlos? ¿No sostendréis
boy, como siempre, la gloria de nuestra pàtria? ¿Queréis so­
gli irme?
—Hasta la muerte,—contestaron los Nostracianos.
—Oh, gracias, gracias, queridos amigos,—dijo el embajador
con efusión.
Entonces conocí de lleno toda la grandeza de aquel jóvcn, y el
irresistible poder que ejercía sobre cuantos le rodeaban.
—Ahora, amigos,—continuó el Sr. Nnttely,—no perdamos un
momento; el bandido va a venir, y es preciso que nos halle pre­
venidos. Tú, Cosoly (dirigiéndose k un criado), lleva los caballos
al otro laclo de la carretera, y escóndelos de manera que ni aun
con ios relámpagos puedan verse desde aqui; pero estáte alerta
por si acaso te llamamos. Vos, amigo,—añadió volviéndose al he­
rido,—tened paciencia y manteneos así todo el tiempo que podáis,
hasta ver en qué péra esto. Yo pensaba meteros en el coche para
resguardaros de la lluvia; pero como me dijisteis que iba k venir
el bandido, desiato de mi propósito, temeroso de que os mate si VP
que aún estáis con vida.
—Teneis razón, señor, — contestó el herido;—yo haré todo lo
que pueda por esperar á que volváis.
—Si volvernos,—dije yo para conmigo,
—Ahora ocultémonos nosotros,—dijo el embajador.— Ni ima
palabra, ni un movimiento que pueda alterar en lo más mínimo
la confianza del bandido. Así que llegue al coche, salimos todos,
y ¿ntes que vuelva de su sorpresa, le ponemos al pecho los cu­
chillas. Ni un tiro, señores, pues esto no baria más que alarmar
4 sus compañeros y hacerlos venir en su socorro. Lo demás es
cosa mía.
Todos nos colocamos detrás del coche, es decir, á la parte
opuesta del lado por donde había de venir Xosolatto.
Guardábamos profundo silencio,
Entre tanto, silbaba el viento, y de vez en cuando iluminaba
el rayo con m fulgor fatidico los objetos. Después, en medio de
las tinieblas que á la claridad se sucedían, retumbaba el trueno,
y su eco , repetido allá en los montes, infundía en nuestras alma?
aquella emoción indefinible que se siente siempre en los peligros,
y en los grandes espectáculos de la naturaleza.
BK EL MAs BELLO DE LOS PLANETAS. 279
Solemnes eran loa momento«.
Pero el bandido no venía.
— Por qué tardará tanto? — me dijo en voz baja el emba­
jador.
— Y quién puede saberlo?— le respondí.
— Es que tiemblo A la idea de que los maten ¿ T i t e a que podamos
socorrerlos, Si yo supiese dónde estaban, si no temiese que un en­
cuentro intempestivo lo echase todo ó perder, ni un momento os­
laría aquí parado. Ardo por librar á esos infelices de la agonía
que deben estar sufriendo.
De repente apareció una luz h tóa el medio del monteeillo.
— Veis?— le dije en voz baja al embajador
— S í, esperemos.
La luz se movía, y poco A poco se vino acercando hácia no-
sotros.
El que la traía andaba despacio y vacilante, sin duda por el
•°do que había en el camino; pero no por eso tardó mucho eu lie—
al coche. Entónces miró á uno y otro lado, y no viendo A
T1édie, se dirigió k la portezuela; mas apénas la había tocado,
cuando saliendo nosotros y rodeándole, le pusimas al pecho los
cuchillos.
Es imposible describir el asombro de aquel hombre. Ni un mo­
mento trató de defenderse; sus miradas extraviadas se dirigían h
uosotros sin decir una palabra. Después un temblor geueral iuva-
f**ó su cuerpo, y se le habría caído la antorcha de la mano, si el
embajador con rapidez no se hubiese apoderado de ella.
— Tranquilizaos,— le dijo el Sr. N ottely,— y nada temáis si
Recodéis á lo que voy á proponeros; pero, por Dias vivo, que os
1J3*Uo si decís una palabra, ó hacéis la menor señal para que ven-
á socorreros.
Nada respondió el hombre: su estupor no le permitía hablar
aún.
— Ni un momento le perdáis de vista.— nos dijo el embajador.
Y dirigiéndose al herido, y cogiéndole con sus robustos brazos,
le dijo:
— Ahora venid; voy á llevaros al carruaje y vuestra suerte será
Ia que nosotros corramos.
'—Gracias, señor, gracias,— dijo lleno de reconocimiento el po
br« hombre.
280 UNA TBMPOBADA

Colocado el herido en el coche y cerrada la portezuela, volvió


el embajador junto al bandido.
— Vais á conducirnos ahora mismo,— le d ijo ,— á la caverna
donde está Russilio. Cuidado con lo que os d ig e ; si habíais una
palabra, ó hacéis la menor señal para que vengan á socorreros,
ántes de luchar con ellos, os mato.
—■Estoy cogido, señores,— respondió el bandido,— y haré todo
lo que queráis.
— B ien,— contestó N o tte ly ;— ahora marchemos.
— Pero señores,— dijo el bandido parándose y mirándonos de
hito en hito,— adónde vais?
— A la caverna, ya os lo be dicho,— repuso el embajador.
— Es que, señores,— dijo el bandido,— no sabéis lo que vais á
hacer, y de seguro camináis a vuestra ruina, si insistís en lo que
acabais de proponerme.
— Y por qué?— preguntó el embajador.
Porque son veinte hombres resueltos los que acompañan á Rus-
eilio, y porque Russilio sólo vale por doce. Además, el sitio que
ocupan es un laberinto que sólo nosotros conocemos, y áutes de
llegar á él hay tres centinelas que darán la señal de alarma tan
pronto como nos vean. Reflexionadlo, señores, y no os preci­
pitéis.
— Bah,— dijo el embajador; —-qnercis acaso asustarnos? Pues,
am igo, es preciso que sepáis que ninguno de los que veis aquí
conoce el miedo.
Miraba el bandido con ojos espantadosá aquel hombre, que ha'
biaba con tal aplomo cuando iba á arrostrar uu peligro tan tre­
mendo: siu duda le tuvo por un Dios ó por un loco, puesto que
bajando la cabeza volvió á decir:
— Bien, señores, bien; haced !o que gustéis: qué exig is de mí?
— Por ahora nada más, que nos conduzcáis á la caverna.
— Vamos, pues, á la cavern a,— dijo el bandido, con visible
mal humor.
Y tropezando aquí, cayendo acullá, y metiéndonos en el lodo
hasta las rodillas, llegamos á la caverna.
* lf EL MÁS HELLO DE LOS PLANETA». 281

CAPITULO XXIV.
LA CAVERNA.
Tenía ésta una abertura informe, que se cerraba con una peña
hueca por adentro, y que, colocada en su sitio, parecía que había
nacido allí, y que allí estaba desde tiempo inmemorial; así es, que
no ae podía en modo alguno dar con la entrada de la cueva á no
estar enterado del secreto. Cuando llegamos estaba la peña le­
vantada.
—Alto, señores,—dijo el embajador,—antes de entrar es preciso
preverlo todo. Teneis preparadas vuestras armas?
—Sí,— respondimos todos.
—Bien,—-dijo el embajador.
Y dirigiéndose al bandido, añadió :
—Dónde está el primer centinela?
—Como á doce pasos de la entrada,
—Y el segundo?
—Cuarenta pasos más allá.
—Y el tercero?
—Junto al grao patio, que es la estaucia de Russilío.
—Qué armas tienen?
—Pistola y puñal.
—Hay luz en los sitios donde están ?
—Sólo la que viene del gran patio.
—Cómo es eso? Explicáos.
—Quiero decir, que no teniendo más luz que la que sale de la
satancia de Russilio, para el primero es muy viva, para el segun­
do confusa y para el tercero imperceptible.
-—Comprendo,—dijo el embajador.—Ahora vais á entrar vos, y
Jo, que no tengo más objeto que mataros, á la primera señal que
kagaÍB para dar aviso, os acompaño. Cuando os hable el primer
entínela, le diréis, para que no extrañe veros volver sin nada, que
«kodo muy pesados los objetos que trae el coche, necesitáis otro
^oínpañero. Tú, Corintty (dirigiéndose á uno de los Noatraci&noa),
cerca de mí, cuanto la claridad te lo permita, y á su debido
liempohundirás tu cuchillo en el pecho del bandido con resolución,
282 una temporada
y siu decir una palabra. La misma relación haréis, dijo al bandido,
á los otros dos, y tú Corintty, los tratarás como al primero, sin
más diferencia que ir un poco más atrás cuando nos acerquemos
al segundo, y más au n , cuando nos acerquemos al tercero. Está
claro que estas distancias tendrás que salvarlas después con un
gran salto, cuando vayas á dar el golpe. Comprendiste?
—Perfectamente,—respondió Corintty.
—Por lo demás, señores,— continuó el embajador, — no ataca­
reis á los bandidos hasta que veáis la señal, que será cuando yo
levante el brazo. Entre tanto, sino os recomiendo el valor, porque os
creo de él el modelo más perfecto, os recomiendo la prontitud en
el herir, y ei más exquisito cuidado en no meter el menor ruido.
La sorpresa y el arrojo no3 van á dar el triunfo; yo os lo digo.
Y volviéndose al bandido, añadió :
—Y vos amigo, miraos bien y no os equivoquéis; si traíais de
vendernos, sois muerto, porque no hay poder humano que os sus­
traiga de mi brazo; pero ai, por el contrario, nos sois fiel, no sólo se
os conservará la vida que 09 dejamos, sino que corre por mi cuenta
vuestra suerte.
—Aunque no me tuviérai* pre3ot — dijo el bandido, — y no me
hubiéreis ofrecido una fortuna, os obedecería, señor, porque no sé
que teneis, que rae arrastais Contad conmigo.
El bandido sufría la fascinación que aquel jóven ejercía sobre
todo» los que tenían la dicha de tratarle.
—Perfectamente, — contestó el embajador. — Ahora, mar-
chemoa.
Y yendo delante el bandido, á su lado el embajador, y detrás de
ellos Corintty, loa seguimos nosotros.
La entrada era oscura y la escalera tortuosa; pero cuando lie-
gamos al pavimento, percibimos un resplandor en lo último de 1»
galería, que nos sirvió para no extraviarnos. Andábamos muy des­
pacio y en silencio, cuando una voz bronca y cavernosa, dijo :
—Quién va allá?
—Yo, Notaylo,—respondió el bandido.
—Ah, eres tú, Nosolatto? Y el equipaje, no lo traes?
—Para eso necesito ayuda, y vengo á buscarla.
—Luego es bueno? tanto mejor, voto al diablo, porque....
Vn gemido sordo y desgarrador se escapó del pecho del centi­
nela, que sin concluir su frase cayó muerto sobre el pavimento.
EN EL MÁ3 BELLO BE LOS PLANETAS. 283
Corintty le había clavado su cuchillo en el pecho hasta la em­
puñadura.
—Adelante, aeñores,—dijo el embajador,—y silencio.
La galería por donde caminábanlo» era larga y espaciosa, y es­
taba llena de columnas que sostenían bóvedas muy altas. Se cono­
cía que había pertenecido á un edificio grande y suntuoso, que el
tiempo, ó alguna erupción volcánica, habían destruido y sepulta *
do. Lo que habitaban los bandidos no eran más que sus ruinas, y
el estar estas debajo de tierra, y el tener tan disimulada la abertura,
era lo que había inutilizado las pesquisas que se habían hecho para
dar con ellos. Imponía el caminar por aquellos sitios, y cuando
nos acercamos al segundo centinela, cuya sombra divisamos al
través de la claridad que venia del patío, sentimos una especie de
terror al acordarnos que aquel infeliz iba á morir.
A medida que nos acercábamos á él, nos íbamos quedando atrás
Soletty y yo, miéntras que los Srea. Nottely y Corintty marcha­
ban junto al bandido. Como este andaba naturalmente, pronto le
sintió su compañero, quien con voz vibrante preguntó :
—-Quién va?
—Yo, Clorisso,—contestó Nossolatto.
Como en este sitio había más claridad que en el anterior, el
centinela, percibiendo sin duda á alguno de nosotros, anadió con
^xtrañeza;
—Qué es eso?—Viene álguien...
No pudo concluir. Corintty, ágil como un tigre, salvó la distan­
cia k que estaba de él, y, como al primero,le remató <lc¡un golpe.
—Hasta aquí, señores,—dijo el bandido parándose y mirándo­
los fijamente,—hemos salido bien de la empresa; pero falta el ter­
cer centinela, que estando en nn sitio donde la claridad es mayor,
üo se le puede abordar bíh gran peligro. Si ve alguno conmigo,
aviará al iostante, y como vosotros no queréis que vaya solo, por­
gue estáis viendo que puedo vengarme y perderos, no sé lo que
^ebo hacer. Qué disponéis?
Y tenia razón el bandido; podía vengarse, y bien pronto lo co­
nocimos. Nuestra situación era apurada, pues aumentando la luz
^ medida que nos acercábamos a! patio, nuestras vidas pendían de
a<tuel hombre. Si alguno le acompañaba, éramos descubiertos, y
6* le dejábamos ir solo, podía unirse á sus compañeros, y perder­
los. Qué hacer?
284 TTlfA TEMPORADA
El Sr. Nottely, que ae habla quedado pensativo, levantó entón­
eos la cabeza y dijo al bandido con aquella voz insinuante que le
era peculiar.
—Acabáis de decir que podéis perdernos, y es cierto; pero, no
sólo no lo haréis, sino que vais, por el contrario, 4 salvar 4 los in­
felices que gimen bajo la tiranía de Russilio. Hay en vos algo de
noble que me dice que sólo circunstancias desgraciadas pudieron
obligaros á abrazar Ib vida tan expuesta que traíais , y entre esta
vida y la que yo os ofrezco, feliz y tranquila, no podéis vacilar*
De vos penden ahora nuestras vidas, lo conozco; y sin embargo»
os las confio seguro de que vais á velar por ellas y á salvarlas. Sólo
vos podéis acercaros al que guarda el patio y matarle: id, pues, y
hacedlo; ahí teneis rai cuchillo, tomadlo.
Y diciendo esto, sacó su cuchillo y se lo entregó.
Cogiólo el bandido sin decir una palabra, colocólo en m cinto,
é iba á marchar, cuando poniéndole la mano sobre el hombro, le
dijo el embajador;
—Pero, si 4 pesar de todo preferís vengaros, oid; juro ante Dios
que ninguno de nosotros tocará 4 un solo cabello de vuestros com­
pañeros, sin que 4ntes caigáis vos hecho pedazos bajo la furia de
nuestro» golpes. Ahora marchaos.
Y se marchó I...
—No os lo oculto, amigos—dijo el embajador;—nuestra vida
pende de un hilo, puesto que está, como él mismo ha dicho, en l&s
manos de ese hombre. Ya lo habéis visto; he apelado 4 las prome
sas, al terror y 4 mover su corazón : lo que sucederá, Dios lo sabe.
Ahora acerquémonos poco á poco, hasta aquel punto en que la os­
curidad no permita ver nuestras personas.
Y volviéndose á su criado, añadió:
—Corintty, dame un cuchillo.
El criado se lo dió.
Entre tanto, veiamoa perderse entre las sombras la elevada
ra del bandido, cuyos pasos largos y precipitados repetía el eco en
las negras bóvedas y altas arcadas de aquella galería de siglo?.
Nuestros corazones latían con violencia ¿ medida que se acer­
caba al centinela; pero como nos estaba vedado pasar del punto
en que ia luz podía hacernos perceptibles, no sabíamos lo que su­
cedería cuando llegase junto 4 él.
| Momentos de agonía fueron aquellos para nosotros!
im bl mAs bello db los pla neta s . 285
De repente, un ruido como de voces que «alió del patio, nos hizo
creer que habíamos sido vendidos: al mismo tiempo vimos desta­
carse una figura gigantesca que con pasos acelerados se adelan­
taba hácia nosotros.
—Firmes!—dijo el embajador.—Esperémoslos aquí ¿ la sombra,
donde no podrán acertarnos, y desde donde cada bala nuestra ma­
tará un hombre.
Pero la sombra venia sola, y ae adelantaba en silencio.
Era el bandido.
—Qué hay?—preguntamos con ansiedad.
—Ya está,—nos dijo con voz breve y ademan resuelto;—venid,
señores.
—Y aquel ruido?—preguntó el embajador.
—Es el que me ha servido para asegurar el golpe, y ocultar el
gemido de la victima. Russilio disputa acaloradamente con sus
Prisioneros: venid.
•—Bien, amigo,—dijo el Sr. Nottely:—acabais de haceros acree­
dor ¿ nuestro eterno agradecimiento.
Y volviéndose á nosotros, añadió:
"-A hora, señores, en marcha; pero en silencio y sin parar has-
te que ilegnemos á la puerta. Acordaos de no hacer el menor mo­
vimiento hasta que veáis la señal.
laminábamos con cautela, y á medida que lo hacíamos, Íbamos
Percibiendo mejor las voces de los que disputaban.
Junto á la puerta ya, nos paramos, y oímos la conversación ai-
guíente:
a j a m a s d e c i a una voz sim pática, —obtendrás de mí lo que
deseas.
¿Y qué son seis millones,—decia otra voz áspera y bronca,—
para un hombre como tu padre? Firma esa carta, y te verás libre
t&n pronto como llegue el dinero á mi poder.
—Ya te he dicho y te repito,—repuso la voz primera,—que no
68 por el dinero por lo que dejo de firmar.
'■'•Y por qué entónces?
4 ^P o rq u e accediendo á tus deseos—repuso la voz primera—da-
rIa de mí una idea miserable. Se diria, y con razón, que aólo el
ttuedo me había hecho firmar, y yo quiero hacerte conocer que no
° tengo, y la diferencia que hay entre un hombre como yo, y un
malvado como tú. Haz lo que quieras.
286 UNA. TBM PORA.DA

—Nome irrites, Silaydi—dijo la vera bronca;—firma, ó por Dios


vivo, que voy á hacerte hablar de otra manera.
—Te repito—dijo Silaydi con desden—que hagasloque quieras.
—Sí?-—dijo con rabia la voz áspera.
Silaydi no respondió.
—Es que no creas—anadió el bandido con una risa infernal—
queme contentaré sólo con matarte, nó; tienes unahermana divina,
y esa hermana es preciso que sea mia, absolutamente mia, ¿lo
has oido? Ya sé que tratan de casarla con un Grande de Catilia:
pero ántes que eso suceda, la traeré aquí. ¿No sería triste que sien-
do tan bella, la poseyese otro ántes que yo? Oh! no será asi, yo
te lo juro
Cómo estaría el embajador al oir estas palabras?
Nada respondió Silaydi, y, aunque no le veíamos, suponíamos
que ni siquiera mirase al bandido.
—Conque note dignas responder?—continuó Russilio, pues
él era quien hablaba.—Con que no quieres firmar? Bueno, ya ve-
rémos si ere» tan valiente como quieres hacernos suponer.
Y volviéndose á los suyos añadió:
—Hola, Rossinio, Coribie, y tú, Rotaldo, pronto al frente, J
disponeos á disparar cuando yo avíse.
—Bravo, mi capitán f—respondieron los nombrados.
Estos se pusieron en fila, y prepararon las armas.
Hubo un momento de silencio, durante el cual parecía que re­
flexionaba Russilio. Aprovechólo el Embajador para decirnos en
voz baja:
—No apartéis de mí la vista, y á la señal couvenida, entrames
todos, matamos cuantos podamos, pues la sorpesa nos dará tiemp0
para ello, y hecho esto, y quedando en número casi igual, nos
batiremos.
Preparamos muy despacio las pistolas, y desenvainamos las
pedas.
—-No te obceques, Silaydi—decia entre tanto Ruasilio—y no sa
orifiques tu vida á un vano punto de honor. Estando preso y de~
»armado, qué puedes hacer?
—Morir—respondió con resolución el jóven.
—Es esa tu respuesta?—preguntó Rusailio.
Hubo otro momento de silencio: nuestros ojos no se apartaban
del embajador.
KN EL MÁS BBLLO DF, LOS PLANETAS. 287
— Por última vez,— dijo Russüio':— firmas, sí ó nó?
— Nó,— dijo el embajador con voz vibrante levantando el bra-
zo— y entrando como el rayo en el gran patio.
El asombro que causó nuestra presencia, el lector puede infe­
rirlo; pero ántes que los bandidos se recobrasen de é l , j a había­
lo s inmolado seis que, cubiertos de sangre, se revolcaban por el
suelo.
Russilio, que al vernos se habla quedado estupefacto, se reco­
bró al instante, y disparando sus pistolas, mató k mi guardia é hi­
rió en un^brazoal Sr. Coloby, uno de los más bravos Nostracianos.
En seguida tiró de la espada, y lanzando una imprecación tre­
menda, se arrojó entre los Nostracianos, que furiosos le embistie­
r a á su vez. Comenzó entónces una lucha encarnizada.
Mientras que el embajador se batía con tres bandidos que le ha­
bían atacado á un tiempo, desataba yo k Silaydi, á los guardias y
^ los criados, que así que se vieron libres, corrieron k quitar las
urmas k los que estaban en el suelo, y con ellas embistieron á los
enemigos. El estruendo entónces de las armas, y de las impreca-
otoñe« aumeataron. Acababa el embajador de quitar la vida k los
*res que le habían atacado, cuando un cuarto blandió en el aire
8u cuchillo, y fué á clavárselo en la espalda. Doy un grito y
^utes que el embajador lo percibiese y pudiese defenderse, ya
había atravesado yo de parte á parte al asesino.
U na mirada de reconocimiento, fué lo único que me pudo decir
^íottely; pero observando que los Nostracianos retrocedían delante
de Russilio, que uno de ellos estaba tendido en el suelo, y otros
^03 muy mal heridos, se dirigió á ellos y les d ijo:
—*A un lado, amigos, que quiero conocer al Sr. Russilio.
Y apartando á los Nostracianos, se puso enfrente del terrible
jefe.
— Oh, oh) eres tú embajador?— dijo con diabólica sonrisa el
feroz Russilio.— Te he visto eu el torneo y has vencido al principe
Nocuara; pero aquí no hay príncipes, querido; te lo advierto
por ai lo ignorabas.
. ^ diciendo esto se lanzó, rechinando los dientes, sobre el emba­
jador, Recibióle éste con serenidad y sangre fría, y principió entre
08 dos un combate á muerte.
Entre tanto, ya habíamos nosotros quitado la vida k todos los
A d id o s, excepto á tres que se rindieron. Miéntras ios ataba un0
288 UNA. TEMPORADA

de los Nostracianos, corrimos todos á ayudar al em bajador; pero


éste, que lo observó, dijo sin apartar la vista de Rusailio :
— Está solo, y es indigno de nosotros abusar de las ventajas;
eso se queda para la canalla: no ea asi, Sr. Russiliot
En lugar de responder Russilio, á quien la rabia de ver muertos
Y atados á los suyos tenia fuera de s i , tiró una estocada furibunda
al embajador; pero parándola éste con su destreza acostumbrada,
introdujo m espada hasta la empunadura en el pecho del fora-
gido, que cayó envuelto en sangre, y lanzando miradas furiosas ¿
Nottely.
Quisimos socorrerle; pero él con gestos repetidos se opuso ¿ ello.
Tenía siempre la vista fija en el embajador, á quien parecía que­
rer decir algo; pero sin poder conseguirlo, pues su sangre, que se-
lia con violencia, le debilitaba por momentos. Sin embargo, ha­
ciendo un esfuerzo supremo pudo proferir estas palabras confusa -
mente articuladas:
— Sólo tú ... tú solo... hom b... dem ... án gel.,, maldito se...
Y espiró.
Entóncea acudimos á los heridos. Mi guardia estaba muerto: 1*
bala le había levantado el cráneo. El Sr. Coloby y otros dos Nos
tracianos estaban heridos, aunque no de peligTo; pero el que loes*
taba de mucho era el primero que había caído al suelo. A todos
los curamos y vendámoslo mejor posible, acostándolos después en
buenas camas que encontramos en el subterráneo.
Cubiertas estas primeras atenciones, y habiendo visto que du­
rante la lucha habia cesado la tempestad, mandamos un propio á
Romalia para participar lo ocurrido al Sr. Nomara, y hacer vemr
á un cirujano.
£1 Sr. Silaydi cogió un papel de la mesa de Rusailio, y escribió
la carta.
Dispuestas asi las cosas, principiaron á recobrar su imperio las
afecciones personales. El Sr. Silaydi no apartaba de mi la vista»
pero recordando sin duda que tenia otro deber más urgente que
cumplir, dijo al embajador:
— Acabáis, sefior, de hacerme un servicio que no podré pagar05
nunca. ¿Qué casualidad ó qué milagro os ha conducido aquí, p1*^
cia&mente en el momento que iba á perder la vida? Sé que sois e
embajador de la Nostracia, porque se lo he oido á Russilio; ¿Pef0
¿hace mucho que lo sois? Me conocéis quizá?
HN BL MÁS BBLLO DR 1.0(8 PLANETAS. 289
—No, Silaydi,—contestó Nottely con aquella dulzura quele ha­
da tan simpático;—pero conozco á muestro ilustre padre desde que
vivo en Romalia. Uno de los guardias que os acompañaban, ¿
quien encontramos herido, fué el que nos refirió el asalto de Rua­
silio, y el que nos indicó el sitio donde presumía que estuviéseis.
Un bandido á quien sorprendimos yendo á buscar los efectos de
vuestro coche, nos enteró del resto, y nos condujo aquí: hé allí
lodo.
—jY vos, hombre generoso,—dijo el Sr. Silaydi,— habéis con-
cabido y ejecutado el proyecto de salvamos, sin que os arredrase
d peligro k que ibais á exponeros, cuando apénas nos conocíais, y
cuando lo más seguro que podíais esperar era la muerte! Sois in­
comparable, caballero.
—Dichoso, y nada más, — repuso el embajador.— ¿Qué mayor
gloria que contribuir ¿ arrancar del poder de Ruasilio á tantos in­
felices que iban á aer sacrificados, y devolver al hombre que máa
venero en el mundo un hijo que tanto ama? Mi alegría por el éxito
de esta empresa es superior á la vuestra, Sr. Silaydi; podéis creerlo.
Miraba éste á aquel jóven tan dulce y modesto ahora, y le pa-
^ i a imposible que fuese el mismo que, momentos ántes, había
visto tan fiero con Ruasilio. Precisamente veia en él algo de ex­
traordinario, pues le estuvo contemplando largo rato: por último,
fe dijo:
—-Sois, señor, un verdadero héroe, y desde ahora podéis contar
fum igo y con los mioa: si, además, queréis honrarme con vuestra
d is ta d , tendré en ello un gran placer.
**^Con toda mi alma, —dijoel embajador,— tendiéndole la ma~
que Silaydi estrechó con efusión.
El embajador estaba radiante de alegría, y no era extraño. Aca­
c h a de salvar al hermano de Aneyda , y de adquirirse un amigo
* t°da prueba. Esto le tenia fuera de s í, y sus miradas me lo re­
ndaban de un modo tan expresivo, que lo comprendí perfecta­
mente.
Cumplido su deber con el Sr. Nottely , se volvió Silaydi hócia
*** Primo, á quien dijo:
tí no te doy las gra-eias, pues aunque te debo mucho, sabes
fet&bien cuánto te amo.
’ Y á voe, caballero,—añadió encarándose conmigo;—pero én~
^ tened á bien decirme: ¿sois de la Gran Roquelia?
*0*0 XV. *9
290 tJNA. TB M P O Ü A Ü A .

— No señor, ni de Saturno.
— AhJ ¿Luego sois uno de los doe habitantes de la Tierra que
han llegado á este mundo de uu modo tan milagroso, y que viven
en La casa de papá?
— Sí señor, soy uno de ellos.
— Lo presumía,— dijo Silaydi,— no sólo por vuestra talla, sino
por lo mucho que de vosotros me hablaba papá en sus cartas. Oh,
señor!— añadió Silaydi, abrazándome con el mayor cariño , y co­
mo si me hubiese conocido de antemano;— jy qué bien pagaia los
leves favores que haya podido haceras mi familia, exponiendo vues­
tra vida por salvar la inia! Mucho deseaba conoceros, y lo he con­
seguido de un modo tan ventajoso para m i, que me hará recor­
darlo eternamente.
— He cumplido con mi deber, señor; y os digo ahora lo mismo
que el Sr. N ottely, que mi alegría por lo que acaba de pasar ex­
cede mucho á la vuestra.
—‘Ya v e o ,— dijo mirándonos á los tres con visible enterneci­
miento,— que me hallo entre gente que me quiere.
— No lo sabéis bien,— le respondimos á la vez Nottely y yo.
El Sr. Soletty, que le tenía cogida una mano, se contentó con
apretársela.
— Sí tal, sí tal,— dijo el Sr. Silaydi,— y me alegro deberos tanto,
porque así os amaré más.
— A mi nada me debeis,— le respondí; — pero debeia mucho á
vuestro primo, y más aún al Sr. Nottely.
— Ya sé,— respondió Silaydi,— lo que debo al embajador; pero
dejaré de estar agradecido á los que le ayudaron en su empresa*
No expusisteis vosotros vuestras vidas por mí?
— No lo niego, —le respondí;— pero, quien concibió el proyecto,
quien lo dirigió, quien nos comunicó su entusiasmo y au valor, y
quien nos condujo, en fin, á ia victoria, fuá Nottely. Pensáis 1°
mismo, querido Soletty ?
— Absolutamente lo mismo,— respondió éste.
— Ah I vo3 no conocéis todavía,— dije yo,— á este jóven extraer*
dinario que....
— Eh, alto allá, señor hablador,—dijo interrumpiéndome Not-
tely.
Y volviéndose á Silaydi, añadió :
— No hagais caso, querido Silaydi, de Mendoza, cuyas relev&P'
EN BL M ÍS BELLO DE LOS PLANETAS. 291
tes prendas tendréis oéasion de conocer, pues padece la singular
tnania de ver siempre el mérito en los demás, y nunca en si mis­
mo. Ya sabéis que sin él, no tendría yo el placer de hablar con
vos ahora: ved como lo olvida el ingrato.
Y diciendo esto, cogió mi mano que estrechó con el mayor
cariño.
—Sois admirables,—dijo mirándonos el Sr. Silaydi.
En seguida se ofreció uno por uno á los Nostracianos con mucha
cordialidad. Cuando llegó al bandido que noe había facilitado la
entrada en la caverna, dijo:
—Cambia de vida, y tu suerte corre por mi cuenta.
—Gracias, señor; ya me ha hecho igual ofrecimiento el Sr. Not-
tely, y pienso aceptarlo.
—Y por qué nó el mió, y si el de él?
—Porque él fué quien ha hecho nacer en mí un aborrecimiento
sin límites á la Tida desastrosa que traía.
—Cómo asi?—dijo sorprendido el Sr. Silaydi.
—Porque es imposible ver tanto valor, tanta serenidad, tanta
abnegación, tanto ardor para hacer el bien, y tanta sabiduría para
ejecutarlo, sin que uno ae pasme y desee ser honrado.
—Tienes razón, tienes razón,—dijo conmovido el Sr. Silaydi;—
pero como en último resultado á quien has contribuido á salvar ha
sido á mí y no al embajador, á mí, y no á él, toca recompensarte.
^~Os ruego, Silaydi, — dijo el em bajador,que no mo quitéis
el gusto de hacer la suerte de este desgraciado; y ya que he prin­
cipiado ó cambiarle, como él dice, permitidme que concluya.
—No puedo complaceros, Nottely, pues vos mismo conoceréis__
—Quiere decir, señores,—repuso el bandido interrumpiéndo­
los,—que en lugar de uno, tendré desde hoy dos protectores. No
^ eso lo que pretendéis?
—Cabal,—contestó con viveza el Sr. S i l a y d i h é ahí dirimida
la cuestión: los dos te protegeré naos, y no se hable más del asunto.
Consentís, embajador, uo es cierto?
Y como Nottely tardaba en contestar, añadió:
-"-Ved que ai no aceptáis, estoy dispuesto á no ceder.
entónces salir una lágrima de los ojos del bandido.
El Sr. Soletty y yo, dijimos á la vez:
—Los dos, loa dos le protegereia; no hay remedio, embajador.
—Sea,—dijo éste,—pues que en ello os empeñáis.
‘292 UN A TBUPOEAbA
Y ei reato de la noche lo pasamos agradablemente entretenidos,
pues la alegría era tan viva, que nos quitó á todos el sueño.
A la mañana siguiente, preguntamos á Noseolatto sí sabia don­
de estaban loa cabaLlos.
—Ya se ve que si,—nos contestó.
—-Y en dónde?—preguntó el embajador.
—En una gran cuadra que hay á cien pasos de aquí. Siempre
que hadamos alguna presa, poníamos en ella los caballos hasta el
dia siguiente, que los Íbamos ó vender ó Homalia.
—Pues es preciso que vayais á buscarlos.
—Al instante,—dijo Nossolatto.
Apénaa había marchado éste, cuando apareció el cirujano. Des­
pués de saludarnos, dijo:
—No podéis imaginar, señores, la alegría que ha causado en
Romalia. vuestra aventura de esta noche.
—Sabida en vuestra casa la noticia, y sabida también en el Go­
bierno, cundió al punto por la ciudad; y como no ignoráis el grao
terror que inspiraba Buasilio, debela inferir el gozo que se difun­
diría en todos loe corazones, 4 medida que ee fueron conociendo
los detalles. El Gobierno, por su parte, mandó un piquete de ca­
ballería para llevar el cadáver de Ruasilio y los bandidos que
hubiéseis hecho prisioneros: pronto estará aquí.
—Bien, amigo, bien,—dijo á esta sazón el embajador;—pero
lo que importa ahora no es eso, sino que veáis y curéis á los he­
ridos.
—-Teneis razón,—contestó el cirujano:—dónde están?
—El de más peligro aquí,— dijo el Sr. Nottely, conduciendo
al cirujano á la cama del herido.
Reconocido, curado y vendado éste, lo sangró el cirujano.
—Qué tal?—dijo el Sr, Nottely; —es grande el peligro?
—Sin la cura que acabo de hacerle, y sobre todo, sin la san­
gría, quizá si, porque la herida es larga y la reacción muy
fuerte.
—Y la bala?
—Qué bala?
—Pues no tiene una bala en el pecho?
—No, Sr. Not tel ydo que tiene es una herida hecha coú
alguna arma de punta quebrada, sin duda en el calor de ^
refriega.
RN EL MÁS BELLO DE LOS PLANETAS- *293
—Y mediante lo que acabaia de hacerle, esperáis salvarle?—
preguntó inquieto el embajador.
—No desconfío á lo menos, porque no estando interesados loa
pulmones, si se sigue el plan que voy á disponer, y el enfermo
guarda un silencio j una quietud completos, es muy posible
que cure.
—Dios lo quiera. Venid ahora, si gustáis, á examinar los demás
heridos.
Concluía el cirujano de hacerlo, y de dictar las disposiciones
consiguientes, cuando apareció Nosolatto.
Salimos entónces de las ruinas, y parte á caballo, y parte en el
coche de Silaydi, tomamos el camino de Bomalia.
Los heridos, i los cuales se había agregado el guardia que
Nottely metiera en el coche ¿ntes de la refriega, quedaron eu el
subterráneo al cuidado del ayuda de cámara de Silaydi y del ci­
rujano»
f Se continuará J
T ieso Abuimana dk V bca .
!■ tí —r

OKA TEMPORADA EN EL MAS BELLO DE LOS PLANETAS.

CAPITULO XXV
R ecibimiento pe S ilayoi,
Al ancachacar entrames en Eomalia, y poco después «a 1» c&ea
de Silay&i, que fué recibido coa efusión por sus padres y por **
hermana. El Sr. Jiodulio que estaba allí, dijo, después de las prl"
meras manifestaciones de alegría:
—Ahora, señores, silencio, que quiero que nos cuente Silayd*
la aventura de esta noche, en la que se me figura que ha de h&~
ber Lecho algún papel cierto perillán.... Dónde está?
Y buscaba con la vista á Nottely.
—Ah, ya le veo. Venga V, acá, caballerito, y baga corro con
loe demás.
El Sr. Nottely obedeció.
—Pues, como iba diciendo,—continuó el Sr. Rodulio,— crtí°
que el referido perillán haya hecho algún papel en la tal aventu­
ra; de manera que.... eh, Sil&ydi, me equivoco acaso?
—No en verdad, no os equivocáis, señor, y v&isá verlo.
—Cuenta, cuenta,—dijosonriendo el noble anciano, —pues ar
por saber lo que pasó.
Entonces el Sr. Sílaydi, con todo el fuego que le inspiraban gU
juventud, su nobleza y su agradecimiento, contó la aventura
nudosamente, poniendo nuestro valor en las nubes, y realza0
con los colores más vivos la lucha de Nottely con Russilio. Tuvo
CNA TCMPOBADA, KTQ. 44^
—Cómo! ¿Consistirá en sari hermana el que tu matrimonio de
retarde?
—Mucho, en verdad, lo temo,—contestó Nostready,
—No puede ser, no puede ser. Cómo! ¡Ella tan buena, tan ama­
ble, tan düloel... Te repito que no puede ser, como te io demos­
traré fán tardar mucho.
—Entonces te deberé toda mi dicha.
—Me espantas, querido,—dijo el Sr. Silaydi, mirando á su pri­
mo sorprendido —.¿entóneos Anoyda se niega al matrimonio, por
lo visto?
*—No digo praciaametite que se niegue; pero lo retarda, al ®é-
nos, todo lo posible.
—Vamos,—dijo algo más tranquilo el Sr. Silaydi,—ya arregla­
ré yo todo eso.
—Hazlo, y toda mi sangre no seré bastante para pagarte ce*
servicio.
—Diantre! JíucJxo amas á Aneyda, querido.
—Que si la amo!—dijo con una sonrisa que tenia algo de
trmfiael Sr- Noatrendy.—Que ai la amo! Di más bien que estoy
loco, poco méooa que frenético por «Ha, y acertarás.
—-No sabe» lo que me alegro de ello.
—Por qué?
—Vamos, favor por favor,—dijo, clavandosu vista en Nos-
trendy, el Sr. Silaydi.
—Cómo favor por favor? No te comprendo.
—Sí, que me hagas tú. un favor, y que yo te haga otro; ¿con­
sientes?
—Desde luego; di pronto.
—Pues bien, hermana por hermana; quieres?
—Hermana por hermana!—repuso Noatrendy admirado*
Nomatty, que estaba cerca y oia esta conversación, perdió el color-
•—Sí, hombre, aít*~<Lyo Silaydi con amable sonrisa; dame á
Silody, y yo haré que te. den á Aneyda. Hay oosa más natural?
--Cómo!. amas tú á mi hermana?—Dijo Nactrendy coda
WÁM asombrado.
—Con delirio, querido.
—Y te ama ella?
—Dispensa si tengo la presunción de creer que no 1«
fertnte.
W t n a temporada
-Luego la hn£ tratado -en Gstilzaí
—Ni un di* dejé, de verla*, desde el primero descubrí en ella
mil bellas cualidades, y en mi trato ulterior, vi que que era un
ángel. Su hermosura no tiene ig u a l, y su virtud y su juicio son
mayores aún que su hermosura. Después de algunas conferencias
7 súplicas de mi parte, me dió Silody su consentimiento par* ob­
tener el tuyo, sin el cual dice que no es posible smeatro enlao*.
Con que ya ve», quorido; quo mi felicidad pende ahora de ti, como
te tuya pende de mi. ¿Quieres„ como te dige Antee* favor por £a-
v°r, 6 Iq que es igual r hermana por hermana? Responde.
Fatal por demás era la situación de Nostrendy. Conocía dema­
s í o las ventajas de aquel enlace r no sólo para eu hermana, sino
P&ra é l , pues era el único medio de casarse seguramente con
^neyda, pero esto, que hubiera sido su suprema felicidad sek me»
368 ántea, era. ahora un tormento, recordando el compromiso tan
fermtal nomo imprudente, que había contraído con Nomatty. Nos-
teendy estaba en un suplicio; así es que sólo con palabras confu­
samente articuladas pudo decir .*
•^Perdóname, querido Silaydi, sí en este momento no acierto á
^pOfXrdcrte, pues la sorpresa que me ha causado tu noticia faé
^ grande, que apénas, como ves, puedo explicarme; déjame re-
P°ner uu poco, y luego hablarémos de ella cuanto quieras.
•“-Bueno, bueno,—dijo contrariado ya Süaydi;—pero no te oculto
^ me sorprende en extremo que no hubieses aeogido, en al acto,
** proposición.
"■“•No te enfades por Dios,—repuso el Sr. Noatrendyv -y conoé-
siquiera un momento para reflexionar.
"—Loe que quiera», am igo,—dijo el Sr. Bilaydi con visible Mal-
pero no extraje» que no te vuelva á tocar eata punto hasta
^ tú lo hagas.
^ diciendo esto, le volvió la espalda r y fué á sentarse junto á
^°tetty. Apénaa se. apartó Silaydi corrió Nomatty 4 unirse á Nos-
tfeady, al cual dijo pálido y temblando:
sacrificará» Noatrendy?
—Déjame,—respondió Noatrendy;—voy 4 morir, losé; pera no
teré á mi palabra.
^“Morirl y por qué?—dijo mirándole con inquietud el señor
Nomatty,
^•Pueden oirnos aquí,—dijo Nostrendy, echando Una mirada
B!f Bl> MÁS BE 1.1.0 DB LOE PLANETAS- 449
sobre mí, que era el que estaba más carca —veri i mi cuarta y en
¿I te haré ver que soy él más detractado de lo« hombrea.
Y se marcharon.
Entre tanto, decía el Sr. Nolatto:
~Ho tengo la menor duda de que la retirada de Nottely no tie­
ne mis motivo que el consejo que va á reunir nuestro Monarca.
Nottely jamas falta á sus deberes* y como ayer ha estado fuera,
querrá aprovechar esta noche para meditar la cuestión y hablar
mañana eon el tino y sabiduría que acostumbra.
—Pero entónces r ese diablo de rey —dijo ei Sr, Rodiílio«—
está empeñado en apoderarse de la Cíliana á todo trance.
—Sí* Rodulio*—dijo el Sr. Nomara,—y según las últimas noti­
cias que tenemos, las tropas de Catilia están ya muy cerca de Ya*-
lema. Además, sabemos qup cuenta cem socorros poderosos de He*
taydo, que le llevará en persona el Príncipe de Nomara.
—Calla!—dijo el Sr. Rüdulio,~—¿el que fíe batió con Notteiy en
el torneo?
—Elmiamo,—contestóel Sr. Nomara,—y es un valiente campeón-
-^Efectivam ente—dijo el Sr. Nolatfo,— y las cosas se van po­
niendo de tai modo» Príncipe, que no sé adónáe iremos á parar.
—Veremos,—dijo el Sr. Neniara:—de todos modos, mañana en
el consejo, sabremos á qué atenernos.
—Teneis razón,—contestó ol Sr, Nolatto,,—sabremos á qué ate­
nernos« pero no sabrémos nunca (y esto es lo que nos importaba)
cómo hemos de impedir que un Príncipe, por una ambición desme­
surada, ponga en conflagración un continente como el nuestro.
—Cierto que valdría más Sabor e s o d i j o M. Leynoff.—P^es
preferible es prevenir un daño á repararlo; pero, por lo que vf0f
aún no habéis obtenido ese resultado loa Roquelianos.
-—Absolutamente nó,—contestó el Sr. Nolatto;—pero k) inten­
tamos al menos como lo podréis ver si asistís á una reunión donde
tíe tratarán vacíos puntos, de interés vital para los pueblos
—Y cuándo?—preguntó M. Leynoff.
—Pasado mañana.
—Desde ahora os cejo la palabra, —-dijo M. Leynoff.
—Y yo,—añadí á mi vez.
—Y nosotros,—‘dijeron ios señores Norofcra y Gtrocy.
las sea.ores Silaidy y Soktty, apartados del grupo que formá­
bamos, nada oyeron de esta conversación.
i;N A TEMPORADA
449

CAPITULO XXVI.

HOSPITAL DB SOMALIA.

Al dia siguiente, ya tenía en mi casa un nuevo guardia para


sustituir al que había muerto en la caverna de Russiiio. Tan pronto
cotno eupo el rey el resultado de la lucha, nombró otro y m e lo
*n*ndó.
Agradecido á tan singular favor, no pude ménos de ir á darle
las gracias.
Esperé la audiencia, y me presenté. Apénas me vió, me dijo con
fu e lla bondad que le era peculiar:
*'-Qué es eso, Mendoza? Venia á pedirme algo! En extremo lo
alebraría,
—Muy exigente aería, señor, si tal hiriese, pues V. M. previene
de tal modo mis deseos, que sólo 4 darle gracia» puedo venir
*pú.
—•Luego venís á dármelas, según parece?
—Sí señor.
"—Y por qué?
—Por el nuevo guardia que me ha mandado V. M.
—Os engañáis, Sr. Mendoza, —>me dijo aquel excelente eobe-
***>,—pues en este asunto soy yo, y no vos, quien debe daros las
E**oias.
—A m í, señor? No comprendo á V. M.
—A vos sí, porque á vuestro arrojo, y al de vuestro jefe, sobre
*°d°> debo yo el verme libre de un hombre tan peligroso como
^Usailio, que siempre se burló de mis agente», y que me causaba
110 poco disgusto por e) descaro con que se presentaba entre no-
Ea una verdadera victoria la derrota de ese bandido. Sé lo
hicisteis, y lo bizarramente que os batisteis todos. Gracias*
me permitirá V. M. que le haga una súplica?
"-•Hacedla.
" “Qoe me consienta dar á la familia de mi guardia una pequeña
de la espléndida que V. M. se ha dignado señalarte«.
^•No puede ser, Mendoza.
—N© puede ser! ¿Y me permitirá V. M. que le pregunte el por

* 0 * 0 xv. 20
UM A TB M P O R A D A 450
—Porque ya está hecho.
— Está hecho, señor!—Dije admirado.
—Si, io mismo que pagadas las exéquias del difunto.
—Ah, señor,—dije lleno de reconocimiento;—V. M. no es uu
rey, sino un padre tiernísioio para sus súbditoB, y casi un Dios
para loa extranjeros, á quienes colma de beneficios.
-—Sabéis una cosa, señor Mendoza?
—Qué, señor?
—Que si es, en efecto, dulce hacer beneficios á los súbditos y á
los extranjeros, lo es infinitamente más que unos y otros sean áig-
nos de ellos. Ahora marchaos,—añadió,—porque tengo que ir al
Consejo.
Al salir, vi con el mayor gusto al Sr. Otroey, que se paseaba
solo por los pórticos de Palacio. Después de loe saludos de costum­
bre, dije, estrechándole la mano :
—Qué hacéis aquí, amigo?
—Lo que veía, querido, pasearme.
—Sin más objeto? Permitidme que lo dude.
—Hablándoos con franqueza, Mendoza, esperaba á que saliesen
del Consejo para saber algo de Catilia. El horizonte político se os-
curece por momentos y llama ya demasiado la atención .
— A9t parece,—le contesté,—por lo que vi ayer en casa del se­
ñor Nomara; pero el Consejo durará mucho: ¿queréis que demos
una vuelta por la ciudad?
—Con mucho gusto, Mendoza. ¿Pero por qué no habéis venido
al Consejo? Queriéndoos tanto el rey. os hubiera admitido con
gusto. M. Leynoff está en él.
—Sí? Y quién os lo ha dicho?
—Lo he visto entrar con el Sr. Nomara: ya sabéis que son in­
separables.
fín efecto, la amistad de M. LeynofFcou el Sr. Nomara, hftbi*
llegado á ser tan grande, que casi siempre estaban juntos. Se
bian tomado tanto cariño como nos lo hablarnos tomado Notlaly 3
yo, y como principiaba á tomárselo á Silaydi. Desde la ave»tur*
de Eussilio, de que tanto se había alegrado M. Leynoff, por la
que yo había tomado en la salvación del hijo de nuestro bfeak***
cbor, los señores de Nomara nos miraban como de la familia.
me extrañó, pues, que el Príncipe llevase consigo áM. Leyooff«
—No íuí al Consejo,—dije al Sr. de Ot.rocy,—porque, h ftb lán ^^
451 UNA TRMPORADA

con franqueza, no rae gustan las cosas aériaa; soy jó v en todavía,


y me gusta más d ivertirm e.
— Y lo apruebo tanto más,— repuso el Sr. O trocy,— cuanto que
hacía lo mismo cuando era de vuestra edad. ¿Adónde queréis
que vayamos?
— Adonde g u s té is.
— ¿Queréis ver nuestros hospitales, nuestras escuelas, ó nues­
tras casas de beneficencia?
— Todo, si tenemos tiempo para ello.
— Pues varaos á este hospital.
— Vamos,
Y nos dirigim os á uno que teníamos enfrente.
Siempre me causaba una sensación g ra ta caminar por aquellas
c*Hes anchísimas, cuyas casas y palacios eran tan altos, que mi­
trado á los térra nos nos parecía que tocaban ¿ laa nubes. E n fren­
ta» como he dicho, estaba el hospital, y después de algunas pa­
t r i a que el Sr. Otrocy dijo a l portero, entramos en él.
Llamóme la atención el ver lo espacioso y lo aseado de las sa-
***• Léjos de percibir en ellaB aquel olor particular, ¿ttt g en trit ,
P**o repugnante, que hay en loe hospitales de la Tierra, sentí por
Contrario una fra gan cia que aspiraba con placer. Las camas eran
^m odas y hasta eleg a n tes, si se atiende al objeto á que estaban
A tin a d a s . Estaban m u y separadas unas de otras, y tenían sába-
k**» colchas y colchones demasiado ricos para un hospital. Cuando
eD^ m o & , estaba un hombre dando de comer á ios en ferm os; y si
admiró lo lim pio y sazonado de la com id a, no me adm iró m é-
^ la dulzura y amabilidad con que ejecutaba aquel trabajo. No
contemplaba á lo s enferm os, sino que no se enfadaba con a l-
que, además de rehusar la comida, le trataron con dureza.
Sorprendido de semejante poTte, no pude menos de decirle:
“""kfucha paciencia necesitáis, am igo.
^“•Paciencia I— me dijo con estrañ eza,— y por qué?
^-Porque veo que algunos enfermos se enfadan, y léjoe de hacer
lo mismo, los tratáis con más cariño.
" “"Pues no b a go más que mi deber, — me dijo el hombre con la
° * y o r aaturalidad.
'“'"■Ya lo veo, y a lo veo; pero no todos lo harán asi, am igo.
“■—En S om alia? y o oe aseguro, señor, que no hay en toda ella
11 «nferm ero que no trate á sus enfermos tan bien ó m ejor que y o .
EN EL MÁS BELLO DB LOS l’LANKTAS. 452
—Ya sabeie que no soy de Saturno, y por lo mismo no debéis
extrañar que os haga algunas preguntas, hijas de la ignorancia
en que aún estoy de vuestros usos.
-—Haced las que gustéis, señor.
—Por qué son tau buenos los enfermeros en Romalia?
Sonrióse mi hombre de mi pregunta, que sin duda debió pare­
cería singular, puesto que me dijo mirándome con fijeza :
—Primero, señor, porque nos buscan con un cuidado exquisito,
no admitiéndonos sino después de haber tomado informes muy mi­
nuciosos de nosotros; segundo, porque si no cumplimos con nues­
tro deber, nos despiden al momento; tercero, porque nos pagan
bieu ; y cuarto, porque se uos hace comprender que uu enfermo es
siempre digno de lástima por lo mucho que padece, y que por efecto
de este padecimiento suele cambiarse au carácter pasando de dulce
y afable á acre y muchas vocea insultante, si el mal ataca sobre
todo á la cabeza. Hé a h í, señor, las causas que nos hacen ser
tan buenos como habéis tenido la bondad de decir que os pare­
cemos.
—Y iaa creo poderosas, amigo.
—No son acaso tan buenos los enfermeros de la Tierra?
Me quedé helado al oir esta pregunta y no sabia qué contestar
cuando afortunadamente se presentó el médico del establecimiento
acompañado del Sr. Otrocy, el cual había ido á buscarle, no sólo
porque era el médico de su familia y queria saludarle, sino tam­
bién por si yo queria hacerle alguna pregunta acerca del modo
como se trataban los enfermos en Saturno.
Era el médico un hombre ya de edad , entrecano, de facciones
pronunciadas y de semblante grave, pero de trato muy ameno }r
agradable. Me saludó afectuosamente, y dijo :
— Hace días, señor, que deseaba conoceros á vos y á vuestro
compañero, de cuyo talento y sabiduría estoy enterado. Ese viaje
que acabaia de haceros coloca á una altura tal, que no debeis ex­
trañar que deseemos trataros como á dos personas verdaderamente
extraordinarias. Puedo seros útil en alguna cosa?
—Ante todo,—de respondí,—os doy gracias por el buen concepto
en que nos teueis, pudiendo aseguraros que si hemos corrido al­
gunos peligros en el viaje de que ac&bais de hablar, estamos más
que suficientemente recompensados con la acogida que nos habéis
dispeusado, y por haber visto un mundo como Saturno.
463 UNA TEMPORADA

— Según fleo, ¿tañéis á nuestro mundo por muy superior al


vuestro?
— Y tanto, que no hay comparación entre uno y otro.
— Eso lo decís porque sois amable, y porque os halláis entre
nosotros.
— No, en verdad, le respondí; lo digo porque estoy convencido
de ello.
— Y son vuestros hospitales mejores que loe de Saturno?
— Por lo que hasta ahora he visto, me parece que nó. Una cose
me admira de los vuestros, sobre todo.
-—Qué cosa?
— Los pocos enfermos que hay en elloe.
— Pues prescindiendo de alguna epidemia que suele haber de
cuando en cuando, rara vez tenemos más.
— Cómo! ¿en una capital tan grande como Rom alia, nunca hay
más enfermos que los que teneis ahora? Eso no es posible.
-— Pues es la verdad.
— Y los pobres? no vienen aquí también los pobres?
— En Rom alia no hay pobres, querido,— me dijo e lS r . Otrocy.
— No h ay pobres! Cómo así?— pregunté cada vez más sorpren­
dido.
— Porque en nuestro pala, — repuso el Sr. O trocy, — recoge el
Gobierno cuantas personas de uno y otro sexo carecen de subáis-
tencia. ¿Os ha pedido limosna algú n mendigo desde que estáis en
Rom alia?
— N o, lo confieso, y y a esto me había llamado la atención.
— Desgraciado del que tal hiciese, pues sería inmediatamente
castigado.
— Pero ántes de recogerlos, preciso será que pid an ,— d ije, cre­
yendo parar al S r. Otrocy.
— Nada de eso, querido,— respondió éste,— pues la policía conoce
hasta la últim a fam ilia pobre que h ay en las ciudades y en los
campos. Cuando cualquiera de sus individuos está enfermo , ó ca­
rece de trabajo, lo recoge al punto un com isario, mandándolo al
hospital en el primer caso , ó proporcionándole trabajo en el se­
gundo. Adem ás, tenemos establecimientos donde A los niños aban­
donados ae les educa y se les enseña un oficio, ó a rte , según su in-
cliufioian. Por lo d em ás, tanto en los hospitales, como en los es­
tablecimientos de beneficencia, hay gran esmero en proporcionar
BN BL MAs BBLLO DE LOS PLA.NHTA3. 454
á loa que los habitan cuanto es necesario para su bienestar; por
eso hay pocos enfermos, y loe que hay se curan pronto.
—Todo eso es bellísimo, amigo, y veré con guato esos edifi­
cios.
—Cuando queráis.
— Y tiene muchas salas este hospital?— pregunté al doctor.
—Otras tres exactamente iguales; podéis verlas si gustáis,
En efecto, las recorrí una después de otra, y en todas observé el
mismoórden, el mismoaseo, y la misma limpieza que en la primer«.
— Me admira todo esto,—dije al doctor.
— Es que, caballero, sabemos muy bien , que la parte higiéni­
ca de los pueblos, y , sobre todo, de los establecimientos públicos#
es la base mas firme en que reposan la salud y la vida de nuestros
conciudadanos: por eso el gobierno vigila este ramo con un afao
y una solicitud que le honran en extremo. Y no penséis que ha si'
do siempre asi, n ó , pues ántesde llegar á esta cultura que admi­
ráis, ha habido epidemias espantosas como producto inseparable
de la ignorancia, que es de todas las plagas la plaga más terrible
que puede afligir á una nación. Bien que de esto ya oiréis habl«r
mañana, s i, como lo supongo, aaistis á la reunión que ha de ha­
ber en casa del Sr. Nolatto. Pensáis ir?
— Sí, y vos?
—También.
— Me alegro mucho.
En esto un grito que salió del extremo de la sala, nos llamé*
todoe la atención.
— Qué ee aquello?—dije yo.
—Aquello, caballero, es el j ay! con que la inteligencia me
vela el trastomo que padece.
— No os comprendo, doctor.
—Ahora me com prendereis»respondió este.
Y acercándose á la cama del enfermo, le dijo con la mayor dul-
«u ra:
—Qué hay, amigo? qué queréis?
—-Allí está, doctor, allí está,— dijo con viveza aquel infeb*
cogedle, por Dios y traédmele al momento.
—A quién, querido?
— Al pérfido que me robó á Sattilda. Mirad, mirad como **
rie y me insulta el malvado.
45o UNA T B ilP O lU D A

— A h , s i, j a lo veo.
— No es cierto, querido doctor?—dijo el jóven radiante de ale­
x ia .
— Si, querido, y voy á buscarlo; pero para que no se escape,
®s preciso que cierre las ventanas; asi que le coja, os lo traeré.
— Bien, doctor, bien; gracias por vuestros cuidados: no dejáis
de traérmele, por Dios.
A una señal del doctor, cerró el enfermero lo* ventanas, y sa-
timo» nosotros de )a sala. Fuera y a , dije al doctor ;
— Quién es ese desgraciado que asi imploraba vuestro auxilio?
— Un jóven de talento y bellísimo carácter , A quien la mujer
amaba abandonó por otro que tenia una posición más venta­
josa que la suya.
— Y qué enfermedad padece?
— Una manía.
— Horrorosa enfermedad, doctor.
— Lo es en efecto.
^¿Queréis, doctor, decirme bajo qué punto de vista eonside-
r*U al hombre los médicos de Saturno? Aunque no soy de la fa­
cultad , he leído algo de medicina, y me alegraría conocer la dife­
rencia que hay acerca del modo de apreciar este sér entre vose-
kr°s y los médicos de la Tierra.
íba el doctor A responderme, cuando aparecieron en la estancia
señoree Nolatto, N ottely, M. Leynoff y el Sr. Nomara.

CAPITULO XXVII.

CONFBfiBNClA BH Bb HOSPITAL.

— Cómo es eso?— preguntó el Sr, Otrocy.


— Qué? — repuso el Sr. Nomara.
~“ E1 haber venido tan pronto.
— Porque se ha aplazado el consejo, — contestó el Sr. Nomara.
Aplazado! y por qué ?
— Porque se ha creído prudente, Antes de adoptar una reaolu-
definitiva, que marche Nostrendy A C&tilia A ver si, como
*>brino del rey , reduce á éste A que desista de sus pretensiones ao-
** Ciliana, ó en caso contrario, A que bc se preste á un arre­
z o con la Gran Roquelia, la Nostracia y la Nattricia.
EN BL M k s BELLO DE LOS PLANETAS. 4b*
— Y ha aceptado Noefcrendy?— repuso el Sr. Ottrocy.
— S í, á los ruegos de S. M. y míos.
— Y cuándo marcha ?
— Mañana.
— Y cómo habéis sabido que estábamos aquí?—*pregunté al se­
ñor Nomara.
— Porque nos lo dijo un centinela que os vió entrar en el hos­
pital; y como era temprauo, y deseaba que M. Leynoff conociese
á Sattulo (así se llamaba el doctor), le propuse venir A buscaros
en compañía del Sr. Nottely. De qué hablábala?
— Estaba rogando al doctor me dijese lo que pensaban del hom­
bre los médicos de Saturno.
— Delicada es la pregunta, dijo el Sr. Nottely; pero 00 asegu­
ro, Mendoza, que Sattulo 0« dejará poco que desear al respon­
deros.
— Luego ya conocéis &1 doctor!— le pregunté.
— Y quién no le conoce? Sattulo, Mendoza, es de aquellos
brea de quienes se oye hablar, pese 4 su modestia, tan pronto co­
mo se llega á un pueblo, y á Sattulo le conocen todos los sAbio*
y las personas mas distinguidas de Romalia. Vais A juzgar vos
mismo, y no podéis imaginaros cuánto me alegro de que le oigai**
lo mismo que M. Leynoff. Vamos, querido doctor, responded al
Sr. Mendoza,
— Bogándoos,— me dijo el doctor,— que no dais orédito á loe elo­
gios inmerecidos que me dispensa el Sr, Nottely, os diré..... Pe*°
servios tomar asiento, caballeros.
Así lo hicimos, y sentados, A su vez, el Sr. Sattulo siguió di­
ciendo :
— El hombre, señores, es para mi el resúmen de los prodigó00
del Omnipotente.
Mirado detenidamente, lo primero que llama la atenaion es ?er
que tiene, como base de la vida, un círculo. En efecto, señores,
la sangre que es de donde sacan sus principios reparadores nues­
tros órganos, recorre un círculo ó, por mejor decir, una elipse A* * 3
ó métooa prolongada, dentro de nuestro cuerpo.
¿ Y no son el circulo y la esfera, las figuras predilecta» deiC*1*"
dor, al formar loe mundo» y trazar sus movimiento»? ¿Y el circu­
lo y la esfera, no parecen ser las bases de sus existencias!
elipses, mis ó mónos prolongadas, las órbitas que, en torno;#v-
457 t;na tsmporada

aua centros, recorren loe planetaa, satélite» y cometas? ¿Y no hay


cato analogía con lo que pasa dentro de nosotros? ¿No la hay
qae unos y otros cuerpos, además de sus virtudes peculiares,
tengan también sus cubiertas respectivas? ¿La piel no es alfom ­
bra , lo que su corteza es á Saturno?
—Si, doctor,—dijo el Sr. Nottely,—pues aunque el círculo que
recorre la sangre en el hombre, lo mismo que su figura, no sean
exactamente iguales á las figuras y á los círculos que describen
•°* cuerpos celestes, preciso es no olvidar que el objeto que tuvo
Ehoa al crear estos, no es ni puede sor el mismo que tuvo al crear
*1 hombre. Alguna diferencia ha de haber entre estos séres, ia
Precisa, a) méno6, para explicar la que hay en el modo de existir
^6 Unos y otros. Tened la bondad de continuar.
"—’¿Y por qué vemos ya,—-dijo el doctor,—en estemiamo círculo
** antagonismo tan marcado, ea decir, dos sangre* distintas, y
***** opuestas en su composición y aun en sus funciones? Esto para
^ «« muy notable, señores, en alto grado notable; os lo aseguro.
— Y creo que tengáis razón, — dijo M. Leynoff.
'-L a sangre arterial,—continuó el Sr. Sattulo,—viva, rutilante,
^ aparadora , es esencialmente distinta de la venosa, pues, ade-
fuáa ¿el color oscuro de esta, y de que recoge las moléculas que ae
Aprenden de nuestros órganos al fijarse en ellos el oxígeno del
aire, parece que no tiene otra misión que ir á vivificarse en los
pulmones. ¿Ppr qué eataa dos sangres distintas en un mismo círcu*
Y digo en un mismo circulo, porque ai bien ea cierto que la
arterial sa extravasa en el sistema capilar, para ponerse
inmediato é íntimo contacto con las taoléculae integrantes de
** economía, también lo ee que vuelve á ser recogida y modifica-
** por las raicillas de las venas que la llevan nuevamente 4 loa
Loscuella, á la par del sanguíneo, el sistema nervioso del hom-
que es otro de los focoe principales de la vida. Este sistema Be
como el anterior, de dos discos, no sólo por suextrnctu-
ra/ sino por bu poeicion y atribuciones. [Cuidado que semejante
incidencia es bien notable! ¿Por qué dos sistemas nervioso« dife-
feotes?...
Primero de estos sistemas, el más precioso, por cierto, está
*«ua<hj á ponernos en relación con loa objeto» que nos rodean; el
TÍttndo, preside á la vida orgánica.
IfiN HL M Á * B R L lO DS LOS PLA N BTA ft 458

El primero, se k conoce con el nombre de cerebro-espinal; el se­


gando, con el de gsngliónico, ó gran simpático. Cada uno de ello«
tiene su centro: el cerebro-espinal , en la médula oblongada; el
gangliónico, en el plexo solar.
Y estos dos centros, señores, son los sitios adonde van á parar
las más leves impresiones y las más finas modificaciones que se
efectúan en el organ ism o, con la particularidad (fijáos en esto)
qué, al mismo tiempo que cada uno siente las que le están exclusir
vámente encomendadas, siente las que está sintiendo el otro.
— El resto del sistema nervioso,—continuó el Sr. Sattulo,— no
tiene más objeto que trasmitir las sensaciones, es decir, que lo«
cordones nerviosos que salen de los dos centros referidos, no son
más que meros conductores unas veces de las sensaciones, y otrae
de la« voliciones. Sólo los pares cerebrales tienen atribuciones pro-
piae, que os diria si tuviese tiempo para olio, porque son en extre-
mo interesantes.
—Una dificultad ae me ocurre, —dijo M. Leynoff:— ¿me perro**
tia que os la exponga?
—Con el mayor gu sto,— contestó el doctor.
— El cordon que está encargado de trasm itir la sensación del
centro á una parte, ¿es el mismo que debe conducirla de la p»1* *
al centro?
— El mismo.
—Entóneos es forzoso que, si una sube y otra baja al roía®0
tiempo, se paren ámbas en el punto donde lleguen á encontrar»«*
—N o,— contestó el Sr. S attu lo ,—porque cada cordon nervio«0
está compuesto de inuchoe filetes, rodeado cada uno de ellos detid
tejido celular finísimo, que los aísla y separa de los demás,
cuya disposición ya comprendereis que bien puede bajar una
«ación por un filete y subir otra por el inmediato, sin que e
camino se tropiecen ni confundan.
—Siendo así, teneia razón,— repuso M. Leynoff.
-Además,— continuó el Sr. Sattu lo,— cada cordon nervioso
cubierto por una especie de vaina (neuriiema) que lo aisla y
de los órganos que recorre.
— Previsión muy sábia,— dijo el S r.N o ttely ,—que permite «J6^*
za libremente sus funciones ese sistema, al cual debe el ko® ° r’J?
importancia y su poder. Pero esa sensación, qué es? ¿quién 1«
ma? cómo sube? cómo baja? podéis decírnoslo?
459 i; n a T KMPOR ADA

— Hacéis una* preguntas, querido,— d ijo el 8r. Sattulo,— c u ja


importancia tos mismo no conocéis quizá; pero j a Teré si puedo
■^atestar 4 ellas. Entre tanto, os diré que, para mi, 4 lo raénoe,
cuantas sensaciones experim enta el hombre dentro de si mismo, no
■en más que modificaciones del fluido eléctrico animal.
Todos loa médicos designan a l quid misterioso que recorre los
Barrios, unos con el nombre de fluido nérveo, otros con el de fuer-
* * nerviosa, y otro« con el de espíritus animales; pero yo, conside­
rando al hombre física y médicamente, no vacilo en asegurar que
^ que recorre sus nervios no son más que las dos grandes fuerzas
qfce animan al universo, ó, la que es igu a l, loe dos fluidos positivo
y negativo animales. Y d igo animales, para distinguirlos de loe
**Wo8féricos, pues es preciso que sepáis que, aunque la electricidad
*ine anima al hombre es igu al en la esencia á la del mundo, difie-
ain em bargo, de ésta, en que está preparada por uno de sus
anos para ponerla en relación con su estructura. La electrici­
dad, pues, de Saturno, no sirve para el hombre, asi como la de éste
sirve para Saturno. La diferencia de estas dos electricidades
A p o r ta mucho para el médico, puesto que la atm osférica obra
^em pre como causa externa, al paso que la anim al se relaciona
tu n a m en te con nuestras enfermedades»
. os será posible decir, — preguntó M. L e y n o ff,— cómo el
^ h ib re modifica el fluido eléctrico animal?
— Veré si puedo,— contestó el Sr. Sattulo.
electricidad positiva de Saturno está en la atmósfera: la e x tra e
e* **pacio por m edio de un aparato elaborador que tiene en su
^ P ^ fie ie : 1» electricidad n egativa de Saturno está en su seno; hay,
desde Saturno 4 la atmósfera un cam bio reciproco de estos
que se combinan y neutralizan á medida que se elaboran,
^ t r a a este cambio se efectúa con facilidad, la naturaleza ríe y
toda su belleza y lozanía; pero cuando el aire (cuerpo una»
I * conductor, y otras aislador, según está húmedo ó seco) lo
*a nal ura^eza ae resiente, el viento silba, el rayo bri-
el trueno retumba, y torrentes de agua inundan la superficie
®Saturno.
eso es herm oso,— dije yo. sin poderme contener,
h om b re, parte in tegran te de Saturno, puesto que v iv e en
■ttperficie, y respira au misma atm ósfera, separado de la cual,
inm ediatam ente, coge de ésta el fluido eléctrico positivo, y
|£N BL MÁA BfiXtvO DS LOS PLANBTAft 460
de aquel el negativo. En efecto, cuando respira, además del aire
que penetra en bus pulmones, entran con él loa fluidos eléctrico ca­
lórico y lumínico, que, mezclados con la sangre y modificado« por
ésta, son llevados al cerebro. No penetran, sin embargo, en es#
órgano bruscamente k causa de su estructura delicada, sino dea~
puté# de haber atravesado un enrejado de vasos sanguíneos que for­
man una membrana finisima (piamadre) que abraza inmediatamen­
te la sustancia cortical. Esta membrana se introduce, además, eú
el cerebro para formar doe producciones váculo-membranoeas, que
son loe sitios donde yo creo que se elabora el fluido eléctrico posi­
tiva. Depoaitado éste en la médula espinal, ee difunde después p®r
el organismo. No olvidéis que este fluido es el positivo: más ade­
lante hablaré del negativo (1).
Hizo aqui una pausa el doctor, y luego dijo:
—Si conforme hablo á hombres que por pura afición oyen esta«
cosas, hablase a médicos, daría otros detall es que probasen la
sibil idad de lo que expongo; pero para vosotros, y para que for­
méis idea de cómo loe médicos de Saturno consideran al hombre»
basta lo dicho.
-—Os entendemos,—le contestó el Sr. Nottely,—y oa escuchan**
con el mayor gusto. Continuad, pues.
—Os he dicho,—prosiguió el Sr. Sattulo,—que de lasangre **
extraían loe principios reparadores del organismo, y por lo q**6
acabéis de oir, de la sangre se extrae también el fluido eléctrico
animal. Cierto que ella no lo tiene entre sus elementos químico*»
pero también lo es que lo recibe, que lo modifica y lo adapta k *u
naturaleza para pasarlo después á los sitios que deben elabora1'!0*
Y digo á loa sitios, porque es preciso que sean dos, uno p*** .
fluido poaitivo, y otro para el negativo. Sigamos ocupándonos <1
primero, que, como habéis oido, se elabora en el cerebro.
Para que este trabajo se efectúe, es absolutamente forzoso» q°^
además de la sangre que se necesita para la nutrición de 1« sari*®
eia cerebral, haya un «obrante de donde se extraiga el fluido e
trico positivo. Y lo hay en efecto? lie ahi el prodigio; lo b&J*
ñores, y más que un sobrante, hay un exceso, y este exoeeofl
(1) Pe este modo pausaba ©1 autor hace SO año© (época en que ^
mtm obra): hoy, aunqae da al fluido eléctrico animal la misma hapor* * 1
en el axganiemo, ew b^jo otro punto d« vista muy distinto.
461 i;NA TEMPORADA

vftiamoa, y cuyo efecto no conociamos, pasó desapercibido hasta


hace poco. Y este exceso, sin embarga, cuya importancia es
grande; este exceso, repito, ¿no nos dice con una elocuencia irre­
sistible, que sólo para un objeto tan misterioso como él pudo ha­
berle destinado Dios? ¿Y quién más misterioso que el fluido eléc­
trico animal? ¿Y eata presunción no adquiere un grado absoluto de
certeza, si en la economía bailamos otro exceso igual, para la ela­
boración del negativo ?
—Indudablemente,—contestamos todos.
—De la atmósfera, pues,— continuó el Sr. Sáltalo,—extrae el
hombre el fluido eléctrico positivo; pero ántes de adaptarlo á la
delicada extructura de sus órganos, lo modifica en los plexo« co­
roides. Y de dónde extrae el negativo?
—De Saturno. Colocado el hombre en eu superficie, reapirm el
*ire que hay eu ella; con este aire va el fluido eléctrico positivo; el
ttfcgativo lo recoge de loa alimentos (acordaos que estos vienen
'^mediatamente de Saturno). Una vez extraido de ello«, es recogido
7 llevado por la linfa (excelente conductor) á un sistema particular
eXtraordinario y único en su clase, que es el de la vena porta. Rete
Astenia, que es independiente, independiente, lo oís, señores, del
v*noso general, lo conduce después al bazo,que es Aesta sangre lo
los pulmones á la arterial; en el bazo, pues, sufre la sangre de
a *ena porta una modificación preparatoria, que finaliza en el híga-
donde se elabora el fluido eléctrico negativo; éste, robado por
°® nervios que del plexo solar van A aquel órgano, pasa luego al
simpático para difundirse por el organismo.
“—En verdad que me admira lo que estáis diciendo,—repose ®n
Poderme contener.
lo extraño—respondió el 3r. Sattulo;— pero escuchad lo
^ falta todavía, y después mo haréis las observaciones que
íúeraia.
El hígado es el órgano más voluminoso de la economía, y á
f***1 de esto, no se le asignaba otra función que la de elaborar la
; “*** Repugnaba, sin embargo, creer que un órgano de tales pro*
frio n e s , no tuviese mée objeto que esta pequeña secreción. El
^%ado, además, tiene para nutrirse la arteria hepática, y según
* °Pimon de médicos que valen mucho, de esa misma sangre se
^trae también la bilis. Otros creen lo contrario, es decir, que la
extrae de la sangre de la vena porta, ooca á I* verdad muy
BL MÁA BEtLlvO DB LOS PLANBTA» 462
singular, pues seria en este caso el énico producto que no saliere
de la arterial; pero sea de ello lo que fuere, y aun concediendo
que la bilí» se extraiga de la sangre de la vena porta ¿está esta
sangre en relación con la cantidad de bilis que en la vejiguilla se
elabora? De ningún modo, porque la cantidad de sangre que la
vena porta vierte en el Ligado, excede mucho á la cantidad de
bilis que de ella pueda sacarse: luego siempre queda un exceso
cuyo uso tampoco conocíamos, como no conocíamos el del cerebro
¿Y no son notabilísimos estos dos excesos en los dos óiganos más
voluminosos de la economía, y que tienen la singular circunstan­
cia de ser igualmente coevales?...
—Me parece que ya vemos aquí un objeto,— continuó el señor
Sattuio,—de importancia suma, para explicar la creación de
sangres y de dos sistemas nerviosos diferentes. Si la vida no hu­
biese de resultar de dos elementos contrarios, sin los cuales seria
imposible su existencia; ¿constarían de dos elementos también con­
trarios, los dos aparatos más necesarios para sostenerla? Imposible.
Me confundo, y á veces no compreudo por qué los médicos no
se fijan en esto.
—Puea qué! no piensan todos del mismo modo?— preguntó
M. Leynofl.
—Todos no, amigo mió, porque no todos hau hecho un estudio
minucioso de la anatomía, y el imprescindible de la física par*
conocer el valor más ó ménos grande que pueden tener estas teo­
rías. Pero dejando esto á un lado, prosigamos en nuestras teñe'
xionea.
Existentes en la economía,—continuó el Sr. S&ttulo,—es***
dos fuerzas, ó, lo que es igual, los dos fluidos positivo y neg*kv0
animales ¿cómo es posible que dejen de producir efectos más ó
ménos parecidos á los que se ven en los aparatos físicos? Y l®6
producen, señorea, cosa que no debemos extrañar, si recordado6
que nuestro cuerpo tiene dentro de sí, como el torpedo, un aparato
eléctrico-magnético de una perfección extremada.
Y sin embargo de que la potencia es una (fluido eléetrieo-aaím**'f
loa efectos que produce son iufinitoe, como nos lo demuestra*5 ^
fenómenos físico-químicos que se efectúan en el organiai*10*
M. Leynoff; todo» estos fenómenos, inclusa la inteligencia ( \
(l) Considerada fisiológicamente.
463 i; na tbmporada
no dependen de otra cosa que de la organización, es decir, de la
disposición delicadísima que Dios dió k la materia ponderable.
—Os comprendo, amigo,—dijo M. LeyuofF.
—Veis ese reloj?—y señalaba el que estaba en la mesa,—pues la
potencia que lo mueve,—continuó el Sr. Sattulo,—es la elastici­
dad, sin embargo de que esta propiedad no se yó máa que por sus
efectos. Quién mueve la mano y el minutero? Inmediatamente las
ruedas, mediatamente el muelle, ó, lo que es igual, la elasticidad.
Fue* supongamos que se me antoja poner en la esfera, además de
laa horas, todo nuestro sistema planetario; ¿qué tendría que hacer
P»r& esto? añadir otra potencia? no; qué, eutóucea? Aumentar el
húmero de las ruedas y Ib complicación de loe resortes. Luego,
aunque los movimientos que se ejecutan en la esfera, pendan in­
mediatamente de las ruedas no por eso dejan de ser efecto de la
fcfeaticidad, por mas que esta potencia no se vea.
He ahí, pues, lo que sucede al hombre. Las maravillas que en
^ vemos penden inmediatamente de la organizaciou, ó io que es
de los fenómenos físico-químicos que en ésta tienen lugar;
í**o estos miamos fenómenos, no se efectuarían jamas, si no los
animase y presidiese el fluido eléctrico animal. Comprendéis
•lora?
—Perfectamente,— respondió M. Leynoff,—si bien tengo un
^rópulo que quisiera me desvanecieseis.
^-Qué escrúpulo?
—Que considerando al hombre como acabais de hacerlo, predi-
el materialismo, puesto que le convertis en una máquina;
Presto que hacéis depender todas sus operaciones, inclusas laa in-
fefectuales, del organismo; puesto que le quitáis su libertad y el
•Ibedrío que son ios atributos más preciosos de su aér, y puesto
^ fe oonvertis en un autómata. Siendo esto así, ¿para qué qua-
fe justicia? para qué loa tribunales? Según vuestras doctrinas
^debe haber castigo, ni remuneración en este mundo, ni en
UÍQgun otro.
^Oh, M. Leynoff! —dijo con fuego el Sr. Sattulo;—es imposible
creáis que yo pueda ser materialista >cuando desprecio y abo-
ese sistema. Recordad que yo hablo ahora como médico y no
^ocie teólogo ni psicólogo, que me ocupo exclusivamente de los
y de fluidos que, aunque incoercibles, son, ain la más leve
materiales. Por io demás, M. Leynoff, entre loe órganos y
tíN B L MÁA B ftLtíO OS LOS P LA N E TA S 464
808 fluidce, ó , lo que es igual, entre la materia ponderable y U
imponderable, h a j nn quiero 7 un no quiero, ó, lo que e« igual,
la voluntad; y este quiero y no quiero, ó esta voluntad, no son,
no pueden ser, ni serán jam as, jam as, ¿lo oia bien, M. Leynoff?
producto de la materia. Y por qué? Porque no fué nunca atributo
de ésta pensar ni deliberar. Y siendo esto cierto , como lo es sin
menor duda, ¿no vienen á ser este quiero y no quiero, ó, lo que a#
igu al, la voluntad, la prueba méa inequívoca de que dentro d«l
hombre hay algo más que materia, que hay en él una cosa sobre*
natural, una cosa que se sustrae é nuestras investigaciones, que
no pueden apreciar nuestros sentidos, y que por lo mismo debe
pertenecer á otra esfera muy distinta de la humana? Esta ema­
nación, pues, ó este rayo que nos viene de) Altísimo, es nuestra
alma, M. Leynoff, y esta alma como nada tiene de común o&°
la materia, no es del dominio del médico, que no debe hablar, fll
ocuparse jamas de ella, sino para enorgullecerse de poseerla.
tais abora satisfecho?
— E n teram en tecon testó M, Leynoff:— servios continuar.
— Pasemos entónces,— dijo el Sr. Sattulo,— á otra clase de f®-"
n ómenoa.
Si lo dicho hasta ahora uo bastase para probar que la electricidad
existe dentro de nosotros, y que ea la que inmediatamente nos afll'
ma, bastaría ver al organismo todo cuajado de fibraB, que bou &&
mejores conductores, para que no nos quedase dada de ente aserto*
Harta el cerebro mismo no es otra cosa que un conjunto de eSt^
hacecillos admirables, si se exceptan la sustancia cortical, que
formada por vasillo# de una tenuidad excesiva.
AAn más: estando lo# fluidos eléctrico y magnético existente® ***
los nervio#r y difundidos per el organismo, ea forzoso que ^
minen por la piel. Y se eliminan, seflores, puesto que, unido# d
gases de que se compone el aire, y á ios fluidos calórico y lutu*1*^
cO, contribuyen & formar la atmósfera que envuelve al hombre-
Esta atmósfera no se ve, es verdad, porque está formada de
po# invisibles y ponderable# unos, é invisibles é imperad«** ^
otro«, pero se siente por su b efectos. Para que tengáis una ^
©Ha, figuráosla como una luz remisa que se engancha alreded°r
la cabeza, que se estrecha en el cuello, que vuelve á encanen -
en el pecho, que disminuye en el vientre, y que disminuye
aón en 1pi extremidades. Erta atmósfera que emana del
4fi5 i; na temporada
y que está compuesta de aire, del oxígeno, hidrógeno y sales que
componen la exhalación, y de loe fluidos eléctrico, calórico y lu­
mínico, «e extiende doce ó trece paso» por delante, se desv&neoe
progresivamente, y va á perderse de un modo casi inaensible en la
atmósfera de Saturno; de manera que todo lo que el hombre roba
á ésta por medio de la respiración y de la piel, se lo devuelve por
medio de esta atmósfera, como devuelve á Saturno, por medio de
deyecciones, las sustancias que de él hahia tomado para la con­
servación de su existencia.
Figuraos ahora que atraviesan esta atmósfera doa ráfagas lumi­
nosas que salen de las pupilas, susceptibles como ellas de aumento
J disminución, y que van á perderse á ana distancia imposible de
Apreciar, porque ea muy grande ; figuraos otras doa que salen de
k* oidos, raáa gruesas que las anterior«», pero ménos poderosas
<ltte ellas, que van á perderse á una distancia también muy consi­
derable ; figuraos otras dos que salen de las naricee, más gruesas
Isa precedentes, pero que no pasan sino muy poco de la at­
mósfera que atraviesan; figuraos otra que aale por la boca, más
gruesa que las demas juntas, pero de ménoa extensión; figuraos
todo esto, repito, y tendréis una idea, oo sólo de las atmósfera»que
*** rodean, sino de lo que puede alcanzar su actividad.
Por lo dicho, y sin que ine extienda en más explicaciones, com­
prendereis perfectamente que el influjo que los aérea tienen uoos
s°hre otro», lo mismo que aua antipatías, simpatías y afecciones,
^penden de modificaciones puramente nerviosa» como 4ntes «qui­
nadam ente se creía, sino de cuerpos que, aunque invisibles é im­
ponderables, son, sin la más leve duda, materiaLaa. Por ejemplo:
úfalos aquí ahora; ¿no parece que estamos separados? Pues no es
asi, toda vez que nos hallamos reunidos por medio de nuestras at­
mósferas, é influyendo unos sobre otros, legun el estado eléctrico
cada uno.
-*iCómo el estado eléctrico?—preguntó M. Leynoff.
—Voy é explicarme,—contestó el Sr, Sattulo.
’Todo» loa hombres se hallan, unos respecto de otros, electrizados
P**itiva ó negativamente. Cuando al estado eléctrico es imo mis­
mo, ge rechazan: cuando es contrario, se atraen. Pondré un ejem-
puraque me comprendáis mejor.
Cuando dos jóvenes de diferente sexo ae encuentra», ausataóa-
fera# ae ponen en contacto, y no sólo se »«clan é introducen en
tomo xy . 30
i5N BL MÁS BRL1-0 DS LOS PLANBTAft 466
8U6 raepectivoi cuerpo» las ráfagas que de ella* se destacan, sino
que se agrandan y vigorizan hasta dar lugar á fenómenos muy
dignoe de consideración. En efecto, su sensibilidad se exalta á im­
pulso de la mutua influencia que las atmósferas y las ráfagas ejer-
cen unas «obre otras; su sangre se acelera, palpitan sus corazones,
su respiración se hace frecuente, brillan sus ojos, se colorean sus
rostros, y se sienten atraídos por una fuerza irresistible. Sin em­
bargo, la razón y la sociedad acallan estos impulsos hasta el punto
de hacerlos imperceptibles.
—Ah, esto es muy curioso—dije yo, sin poderme contener.
—En general,-—continuó elSr. Sattulo,—el hombre más vigoroso
está siempre electrizado en sentido positivo respecto del que lo es
inénM; por eso, si en lugar de la jóven, continuó este, preaentá-
seis al jóven un niño, ó un anciano, sucedería lo mismo ; pero 1»
atracción seria raénoe enérgica, pues, aunque respecto de ellos, #
halla siempre el jóven electrizado en sentido positivo, las atmós­
feras y las ráfagas que el niño y el anciano le devuelven, no son tan
poderosas corno las que él les manda; así es que se agrandan algo»
pero nunca tanto como habéis visto que sucedía con La jóven»
Pero ai en lugar de una jóven , de un niño, ó de un anciano, l0
presentáseis otro jóven de la misma edad y de igual fuerza y
derio, electrizado en un mismo sentido, es decir, en sentido po£'
tivo, podrán la educación, el talento, y loe deberes que impone Ia
sociedad, mantenerlos por algún tiempo en armonía; pero ta i
pronto como el más leve motivo ponga en acción su cólera, y o0**
aumente la extensión y el vigor de sus ráfagas y de sus atmósfe^
ra s, no sólo estos jóvenes se mirarían oon tibieza, sino que lleg*"
rían á aborrecerse.
Y de estas atmósferas y de estas ráfagas, pende, señores, el qü0
un hombre superior mande despóticamente á ejércitos poderoso^
y que arrastre y conduzca al fin que se propone, á todo un
torio por sábio y numeroso que este sea. Loa grandes genio® ^
hallan siempre electrizados en sentido positivo, respecto de 1<*
demás, que, á pesar suyo, tienen que admirarlos y seguirlo«» 4
por qué? Porque dotados de un sistema nervioso muy activo, J ***
deados de atmósfera« poderosas, derraman sobre sus oyente« caJJ
tidades enormes de fluido electro-magnético, que los atraen J 00"
tafias man hasta el punto de hacer de ellos todo lo que, oon bu«D°
ó mal fin, ee hayan propuesto.
4*n TNA TEMPORADA

Hé ahí, puea, cómo, aunque poco conocidos estoe cuerpos, nos


explican con Sencillez esas simpatías misteriosas que tanto no«
sorprendieron algún día, y que tanto nos dieron en qué pensar; y
té ahí cómo ó medida que los estudiamos, van desapareciendo
esos que el vulgo llama encantos, sortilegios y fenómenos sobrena­
turales, que no son en resumidas cuentas otra cosa que fuegos y
modificaciones <ie estos fluidos admirables.
— jO li doctor!— dijo á esta sazón M. Leynoff;— aunque falta mu­
cho por saber de esa materia sobrehumana (esta es la palabra,
doctor), lo que acab&is de referir es de tal precio , que abre un
Campo dilatado al genio del hombre por el cual, si se lanza con
resolución, llegará á ejecutar cosas, que, como ha dicho el señor
Nottely, le harán parecerse á un Dios.
— Asi es la verdad,— dijo el Sr. Sattulo;— y si cupiese en loa lími­
tes de una conferencia decir todo lo que pienso respecto de estos
fluidos, veríais que no sólo se puede explicar por ellos lo que posa
fcn la inteligencia, sino hasta el milagro de descorrer el velo á lo
futuro.
No quiero concluir,— continuó el Sr. Sattulo,— siu deciros que,
como hay dos sangres y dos sistemas nerviosos en nuestra eco­
nomía, hay también dos vidas.
— ¡Dos vidas! ¿Cómo es eso?— preguntó M. Leynof;— explicaos,
*migo.
-— Dos vidas, sí,— respondió éste.
— Y qué vidas son esas ?
— La orgánica y la de relación.
— Ah, sí, os comprendo;— proseguid, doctor.
— La orgánica,— continuó el Sr. Sattulo,— cuyas exigencias vie-
Gen de las visceras, se parece mucho á la de los brutos, puea ade-
de residir en ella el dominio del instinto, no admite, sino des­
pués de grandes luchas, la menor cortapisa á sus deseo«. Cuando
^•teB hablan, quiere satisfacerlos al momento, y lo h&ria á todas
horas y en todas partes, si la otra no corrigiese y moderase sus
ftepnlsos. De ahi las luchas que tienen entre sí, siempre tenaces,
’Gernpre peligrosas, puea no puede vencer la una, sin que se resien­
te la otra.
Sí, señores; las exigencias de las vía ceras son, á veces, tan im­
periosas , qu e, no sólo desarreglan y aun dallan ia inteligencia
P°r los esfuerzos que esta hace para contra reatarles, sino que la
15N BL M jU BRLt/1 DS LOS PLANBTAS 468
vencen y anonadan hasta el punto de que despojando al hombre
de fifi razón, acaban por convertirle en una bestia.
Otras veces no pasan asi las cosas, sino que siendo ménoe apre­
miantes las exigencias de las visceras, son, sin embargo, más per­
sistentes, en cuyo caso, los puntos del cerebro solicitados por ellas,
llegan á fatigarse y á enferm ar, constituyendo así esas variadas,
delicadísimas y progresivas gradaciones de la melancolía, de 1«
m anía, de la monomanía y de la demencia. En una palabra, 1»
preponderancia de las visceras, ó, lo que es igual, sus exigencias
qtie no pueden existir, sinoá espens&s de la integridad intelectual,
convierte al hombre en un ser malo, intratable y feroz, miéntras
que la preponderancia de la inteligencia le hace amable, espiri­
tual y afectuoso. Del equilibrio (cási nunca posible) de estas dos
vida#, resulta la armonía perfecta de las facultades que posee el
hombre, y este equilibrio lo disfrutan sólo ios que ejercitan á fe
wm sus fuerzas físicas é intelectuales, ai bien este equilibrio í pas­
maos! no produce los grandes génios.
—Qué decís?—preguntó sorprendido el Sr. Nomara.
—No, Príncipe,—repuso el Sr. Sattulo.—porque loa grandes gé"
nios, lo misino que los grandes criminales, necesitan para serlo y
distinguirse de los demás, un cerebro bien conformado (advertid
que digo conformado y no desarrollado, porque un cerebro volu­
minoso no constituye el génio, sino la armonía que entre sí tienta
las partes que lo componen), y la preponderancia de una v i s c e r a ,
ó que esta padezca una enfermedad crónica.
—Me sorprendéis,—dijo M. LeynofF.
—Pero pensareis como yo— repuso el Sr. Sattulo—cuando
país «a qué me fundo.
—Pus* decid, decid, amigo mío.
— La preponderancia de una viscera—continuó el Sr. Sattufe--*"
supone un exceso de vitalidad en ella, y este exceso es forzoso q!l<!
agrande la atmósfera que la rodea, y por consiguiente su esfe**
ém actividad. Advertid que todos loa órganos poseen una y
Y como estas atmósferas y eatas esferas (simpatías y sinergia*
loa médicos) no pueden formarlas sino kw fluidos incoercible#» *
claro que, actuando poderosamente sobre el cerebro, lo excitará^»
vigorizarán y sacarán de bu estado natural, ya comunicando Je
parta da la vitalidad que Labia eo la vtscom, ó ya elevando A
•uya á un grado de poder tal, que le hagan ooucebir esa» prod****
m I NA TBU PO RADA

clone« sublimes y brillante» que tanto embelesan á ios hombree.


Y lo mismo que sucede con la preponderancia de una viscera,
sucede con una enfermedad crónica q u e , manteniendo un punto
cooatante de fluxión, y por consiguiente de vitalidad en ella, pro­
duce los efecto« que acabo de referir. ¡Oh, ai yo pudiera deciro» todo
cuanto ea esta materia se me ocurre! Entónces ni admiraríais los
grandes génios, ni execraríais, sino que compadeceríais ciertos
célebres criminales. Basta por hoy, señores.
Impresión grande nos causó esta conferencia: Nolatto f sobre
lodo, no acababa de salir de su abstracción, ni quizá hubiera sa­
lido en mucho tiempo si el ruido que hicimos con los asientas, al
levantarnos, no ie hubiera sacado de ella.
—No, no o« vayais aún,—dijo levantando la cabeza, —pues ex
bien admiro y conozco todo el mérito de lo que acaba de decir
Sattuio, se me ocurren algunas dudas que quisiera me resolviese.
—Exponedlas,—dijo el Sr, Sattuio,—y procuraré complaceros.
Ai oir esto volvimos á sentarnos todos.
—Vos lo habéis dicho, querido Sattuio,—dijo el Sr. Nolatto;—
®n los órganos no puede haber vida, asi como sin ésta no pueden
existir aquellos.
^-Cierto que lo he dicho y lo repito,—contestó ei Sr. Sattuio.
—Y eatóncea,—repuso el Sr. Nolatto,—si la vida y los órganos
x*o pueden separarse; si sólo unidos y formando un sér es como
pueden percibirse, ¿qué fuerza, qué valor ó qué grado de certeza
kan de tener vuestras doctrinas respecto de la materia ponderable
^ imponderable, toda vez que si uria y otra son materias, incurrís
el mismo error que echáis en cara á los que no ven en el horn­
era mÍ4 que órganos? Cuál es entóaces para vos la vida? ¿Dónde
®®tá? Qué queréis hacer de ella? Y aun cuando la coloquéis en la
Materia imponderable, como caai lo habéis hecho presumir, ¿quién
ha dicho que el análisis de esas fuerzas, y de su modo de obrar
atan posible«, tratándose de una gran síntesis como es el hombre?
Le taataia? Adiós vida, adiós fluidos incoercibles, que desapareci­
d o como el relámpago sin dejar en pos de sí la más pequ8ñ$ bu«“
U*. Cómo entónces estudiáis la vida? Cómo estudiáis loa fluidos? Y
ti absolutamente es imposible, como no podéis ménos de ooaceder,
¿9ué valor tendrán, repito, vuestras teorías, que, aunque sedneto-
ra* siempre, no pueden ser más que utopias, puesto que carecen
fundamento? Desengañaos, amigo: todo estudio del hombre que
1ÍN RL MÁ* BRLL1-0 DS LOS RLANBTAS 470
qo se haga ¿obre el hombre mismo con vida* y tal como Dios nos
le ofrece á nuestra vista, será siempre erróneo, será un sistema, y
como tal, incapaz de llenar loa vacíos de la ciencia y las variadas
modificaciones de que el organismo es susceptible. Perdonadme si
os hablo con esta franqueza, puesto que asi lo exige la importan­
cia del asunto.
—Y esa franqueza, Nolatto amigo, me encanta, puesto que rae
pone en el caso de afirmarme más y más en mis doctrinas, que vos
pretendéis desvirtuar. Vuestra objeción e» justa, poderosa, y sobre
todo fundada; pero en parte, en parte sólo, lo entendéis?
—Cómo en parte?
—Voy á explicarme.
Convengo en que el hombre sólo debe considerarse como tal.
cuando goza del lleno de su existencia, y que exento de esta, no
queden más que sus órganos; convengo en que cuando se estudian
estos, no podemos estudiar la vida, ó lo que es igual, los fluidos
incoercibles, porque ya no existen, y porque no dejan en pos de sí
huella ninguna; y convengo, en fin, en que el hombre es una gran
síntesis. Ahora os pregunto: ¿el estudio de una síntesis es el mis­
mo que el que requieren los elementos que la constituyen? No,
porque la síntesis puede estar compuesta de multitud de partes, y
ser estas heterogéneas. Cuando estudiamos una síntesis, haciendo
abstracción enteramente del análisis, ¿será este estudio lo bastante
para comprender aquella síntesis, y cuanto con ella tiene referen­
cia? Imposible, porque nunca me negareis una cosa.
—Qué cosa?
—Que de esta síntesis sólo examinarémos el conjunto, es deciri
su parte externa; pero jamas podremos apreciar la parte interna*
¿Y cuál oe parece que ofrece más ventajas, examinar y estudia1,
ese exterior desentendiéndonos del interior, ó estudiar éste y des­
pués aquel, ó los dos á un mismo tiempo?
—Es que con el estudio interior,—repuso el Sr. Nolatto,—nada
podréis adelantar porque os falta la vida, los fluidos incoercible
ei queréis.
—Verdad es que me falta la vida,—dijo el Sr. Sattulo,—
una sonrisa imposible de describir, pero que penetró basta lo lntl~
mo del Sr. Nolatto; me faltan los fluidos incoercibles, no lo niego;
pero ri me falta esto, me queda su residencia, me queda franca ?
patente su habitación que puedo registrar y examinar á mi pl*06*
471 i; na temporada

como lo hago con el cadáver; me quedan loe sitios que recorrían,


me quedan sus conductores, y me quedan, en una palabra, los
muebles (visceras) de su uso que estudio, como he dicho, á mi pla­
cer. Y después de haber hecho este estudio con la atención que re­
quiere su importancia, ayudado siempre del cálculo y de la fisica,
¿os parece tan difícil presentir como ya habéis visto que lo hice,
cuál puede ser la naturaleza de los agentes que deben animar aque­
lla estancia, cuál su modo de obrar, mientras la habitan, y cuál
el fin que se propone Dios al disponer las cosas de aquel modo? No
habré acertado, es muy posible, ni tengo la fatuidad de presumirlo;
pero después de este estudio, es decir, del de las partes, ¿no puedo
hacer el del conjunto, ó lo que es igual, de la gran finteáis? Y este
estudio, precedido del anterior, ¿no será más perfecto, más seguro,
á infinitamente más útil, que si hubiese estudiado únicamente
vuestra síntesis? Querido Nolatto, persuadios de una cosa.
—Qué cosa?
*—Que la verdad es siempre una; pero que el modo de exami­
narla, cuando es de aquellas que no pueden apreciar nuestros sen­
tidos, difiere tanto, como difieren los génios, la instrucción y ca­
pacidad de los mismos que la examinaron. Queréis oir otra?
—-Decidla.
—Que el juez competente en ese exárnen es la razón, y que la
^ o n no sufre más yugo que el que quiere imponerse ella á si
^isma. Sé que me entendéis, y basta. Verdad?
—Cierto,—respondió Nolatto;—y os confieso que vuestras re­
flexiones nos han llamado sobremanera la atención y que medi­
taré detenidamente sobre ellas. Por lo demás, creedme, os he escu­
chado con gran placer y creciente curiosidad.
Inclinóse el Sr. Sattulo, nos dió la mano y nos retiramos muy
complacidos de él.

'S e continuará.)

T irso A quimana dr V bca .


UNA TEMPORADA EN EL MAS BELLO DE LOS PLANETAS.

CAPITULO XXVIII.
SBOUNDO PA8BO POB l*A CHIPAD.

Cuando llegamos Acasa, noe esperaban para comer: era ya mny


tarde.
— En dónde habéis estado, Mendoza? — me dijo el Sr. Silaydn
— En el hospital, querido, oyendo una conversación muy agra-
dable.
— Sobre qué?
—Sobre el hombre, es decir, sobre el modo como le consideran
los médicos de Saturno.
— Y os ha gustado ?
—En extremo.
—Entónces habéis oido á Sattulo.
—Calla, le conocéis?
— Y quien no conoce A »Sattulo? Saltillo , querido Meados*
un hombre de mérito, á quien se oye siempre con gusto : ys
me admira la tardanza de papá.
— Pues vamos, no hagamos esperar á las señoras.
Estábamos reunidos, y sólo nos faltaba Nostrendy.
—Que le avisen, — dijo el Sr. Noraara. ^
Salió al instante un ayuda de cámara, que no tardó eu '° '
617 UNA TFMPORAT>A

diciendo que estaba el Sr. Nostrendy acabando sus preparativos


de marcha , y que pronto bajaría.
— Está solo?—dijo el príncipe.
— Con el Sr. Nomatty.
—Entónces debemos esperarlos, — dijo la princesa.
— Señora, — dijo el ayuda de cám ara, —■me encargó el señor
Nostrendy rogase á V. A. que principiasen á comer, pues él y el
Sr. Nomatty sólo tomarían un bocadó.
—Pues comamos, — dijo el Sr. Nomara.
Noté que Aneyda y su hermano apénas tocaban ios manjares, y
que parecían como disgustados; pensé que algo acaso había pasa­
do entre ellos y Nostrendy.
Este apareció , por fin , visiblemente alterado. El Sr. Nomatty,
por el contrario, me pareció más satisfecho que nunca, cosa que
me sorprendió en extremo, j Cuánto no hubiera dado ]>or .saber lo
que había pasado entre los dos!
— Hicisteis vuestros preparativos, Nostrendy?— preguntó el
principe.
—-S í, tio.
— Pues comed algo.
V volviéndose á su amigo, añadió.
“—Sentaos, Sr. Nomatty.
Sentados todos, dijo con aire resuelto la princesa.
Cuidado, Nostrendy, con que no os detengáis mucho, y que
d ig á is á vuestra hermana para que presencie vuestro enlace con
lu c id a , que se efectuará tan pronto como volváis.
—-Bien , señora, asi lo haré.
— Y que venga , — continuó la princesa, — en el supuesto que
ha de pasar con nosotros algún tiempo. Lo oís ?
— Si señora, y os repito que así lo haré.
— Lo que importa, Nostrendy, — dijo el Sr. Nomara , — es que
^ ^ b e is de vuestro tio que retire laa tropas de la Ciliana: haced
cuanto podáis por conseguirlo.
— Lo haré , .señor,— contestó Nostrendy, — pero temo mucho
que no pueda complaceros, porque conozco al rey, y sé que la to-
de Talussa es su idea favorita.
— Entónces,— repuso el príncipe, — esforzaos para que acceda
^ la conferencia.
— Eso es más fácil, v me prometo conseguirlo.
IÍN HL MÁS BRL1*I DÜ LOS PLANBTA» 6 IB
— A qué hora pensáis salir?
— Después de media noche»
— Pues recogeos pronto, y dormid, algo.
— Ya pienso en eso, — contestó Nostrendy.
A los postres, y ántes que de costumbre, Aneyda, que se sen­
tía algo indispuesta, se retiró con su madre. El *Sr. Nomara y
M. Leynoff se levantaron poco después para dar su paseo acostum­
brado, Silaydi, Nostrendy, Nomatty y yo nos quedamos en la mesa
tomando café.
—Con que, ¿cosa convenida, eh?—dijo Silaydi, aaí que queda­
mos solos.
—S í, — contestó Nostrendy, — si no lo impide algún suceso
inesperado.
— Y qué suceso ha de impedirlo, Nostrendy?
— Qué sé yo? Pero si nada acontece, de seguro vendrá Silody*
— En ese caso, ningún obstáculo hallarás por parte de mi her
mana.
— Lo crees así?— dijo Nostrendy, mirándole con fijeza.
— Lo juro, — contestó Silaydi.
Nostrendy se inmutó visiblemente. Cada seguridad que le daba
su primo era para él una puñalada, pues veia cuanto se oponi» &
su dicha el compromiso contraído con Nomatty. ¿Cómo éste, que
( onocia su amor y la impetuosidad de su carácter, no se apresura­
ba á librarle de él? Porque era tan malvado, como religioso Nos­
trendy en cumplir su juramento. Además, tenía sus planes, que¡
conocerá el lector más adelante.
¿Pero como Nostrendy, si pensaba dar gusto á Nomatty, °* r e '
cía traer á Silody consigo? Esto me daba mucho en qué peosar-
El Sr. Nostrendy dijo:
— En hora buena.
— Tú cumple por tu parte, — dijo Silaydi, — que de la v*1*
yo respondo. Ahora te ruego que entregues esa carta á Silody'
abierta , y en ella le participo til consentimiento y mi deseo
que venga pronto á Homalia.
—Se la entregaré,-contestó Nostrendy, coetiéndolaen su cárter^1,
¿Porque el Sr. Nomatty estaba tranquilo, á pesar de la segtiri
dad con que hablaba Silaydi? Loa sucesos lo dirán.
— Y ahora que vás á hacer? — preguntó Silaydi al 1
endy.
619 i; na tem porada

— A lgunas despedidas, y á acostarme.


— Pero nos veréinos antes de m archar, nó?
— Se supone, — contestó Nostrendy.
En seguida se marcharon él y el Sr. Nom aUy. Solo« y a , me d i­
jo el Sr. S alayd i, que como procedía de buena fé estaba alegre
con Ibb promesas de su primo.
— A hora, Mendoza, os prendo.
— Me prendéis! y con qué objeto?
— Con el de que me dediquéis todo el dia de mañana.
— H ola, y qué hemos de hacer?
— Mucha« cosas: primero, algun as visitas; luego os enseñaré
las escuelas, ó cualquier establecimiento público; por la tarde re-
correrémoalo» cafés, después pasearétnos, y luego irémo» al teatro.
— Soberbio, amigo! precisamente era eso loque deseaba, sin que
hasta ahora hubiese podido conseguirlo.
— Y con quién? con papá? Nunca va al teatro, y se halla muy
á gusto con M. LeynofF, que tampoco me parece m uy aficionado
á esta* diversiones. ¿Con N otteiy, á quien os veo tan íntimamente
unido? Me parece demasiado formal ese jóven para que quiera lle­
varos á esos sitios. Os faltaba y o . Mendoza, que hago á todo, y
héme aquí.
— Cabal, amigo; y ahora podré gozar con vuestro padre, M. Ley-
noff y Notteiy de la» cosas sérias de R o m alia, y con vo s, de
sus encantos. Qué diantre! Aún soy demasiado jóven para que no
me guste divertirm e.
— Yo lo c re o , y otro tanto hicieron ellos cuando eran de nues­
tra edad. Con que cosa convenida , eh ?
— SI.
— Irémos á pié para pararnos en cualquier sitio , y asi gozaré-
moa más.
— Corriente. Y si acaso se nos reúne N otteiy, os disgustará?
— A m i? Todo al contrario, me agradaría en extrem o; quien se
disgnataria seria él.
— Es un brillante jóven , verdad?
Esto lo dije con el objeto de sondear sus disposiciones respec­
to de una persona que me interesaba tanto, y ver qué partido
podría secar de él en loa acontecimientos que preveía iban á sobre­
venir.
— Yo lo creo, M endoza; y aunque no le debiera la vida (porque
IÍN BL MÁ* BRL1-0 DS LOS PLANETAS 620
se la debo, am igo, sin el menor género de (luda), diria lo mismo.
Diantre! Todo lo reúne, buena figura, talento, instrucción y un
valor á toda prueba. Oh! es un verdadero fenómeno ese jóven. ¿Cuál
será la beldad que logre algun día cautivarle? Envidiable sería la
tal niña.
Mi corazón latía de gozo al oir estas palabras, y tentado estuve
á decirle algo; pero recordando el amor que tenía ó, Silody, y la
esperanza que fundaba en el que Nostrendy tenia á eu hermana
para conseguirla, me parecían demasiado prematuras estas expli­
caciones, y creí prudente esperar á que los acontecimientos me
proporcionasen una coyuntura más feliz; así es, que me contenté
con responderle.
— Con efecto , querido; mucho debiera envanecerse una mujer
con tal conquista, porque Nottely, como vos decís, no tiene igual.
— Papá le quiere sobremanera , y aún me parece que Aneyda le
estima mucho. Sólo en mamá he notado cierta frialdad.... un no sé
qué__ En fin , yo le preguntaré el motivo.
Temblé al oir esto: pero como cualquiera palabra que se me es­
capase , pudiera hacerle caer en la verdad, me contenté con decir:
— Sería alguna aprensión vuestra.
— Puede ser, puede ser, pero nó¡ Piantre I — dijo de pronto. ?
como si acabase de asaltarle alguna id e a; — después de un servicio
como el que me hizo , esa frialdad es muy notable. Ya veré , J ñ
veré...
Y luego volviéndose á m í, anadió:
— Os dejo, Mendoza.
Y estrechándome la mano , se marchó.
A la manaoa siguiente, salimos muy temprano de casa.
Siempre me sorprendía el no hallar en las calles ninguna de esa*
caras patibularias que recorren las ciudades de la Tierra. En S*
turno , ó á lo ménos en Romalia, no veia más que semblantee
eos, y de una inteligencia muy superior á la que suele tener
pueblo. Jamás percibi que se burlasen de mi ta lla , que debía éot
prenderles en extremo. Tampoco manifestaban esa curiosidad n c ^
que lastima á las personas delicadas, y excepto la primera vez d
nos veian , no hacían más alto en nosotros que en cualquiera. ^
afectuosos y amables con M. Leynoff y conmigo , y lo eran un^
con otros hasta el punto de no haber presenciado una * ' lft
miéntras estuvimos en Romalia: se les veia entregad08 n trB
621 i;NA TEMPORADA
sin que en las calles se observase ese barullo , ni ese ruido atrona­
dor que en la Tierra producen los vagos, las mujeres del pueblo,
los cochea y las campanas. Era una delicia caminar por aquellas
callea, en que además de su extremada limpieza, nada nos moles­
taba , pues los carruajes y los caballos, que tantos sustos causan á
loa distraídos de la Tierra, tenían un sitio destinado para ellos.
Tan absorto iba en estas contemplaciones, que lo notó Silaydi.
-~En qué pensáis, Mendoza?—me dijo.
—*En el juicio y cultura de estos habitantes.
— Quél no son asi los de la Tierra?
— Particularmente si; pero en lo general.... Decidme, Hilaydi,
hay en Uom&lia tabernas?
— Ante todo, querido, es preciso que me digáis lo que son ta­
bernas.
— Ah! aí, no me acordaba que no las conoceréis por este
nombre.
Entónces le di una idea de estos establecimientos.
— Precisamente como esos nó; pero hay sitios donde se reúnen
loe artesanos loe dias de fiesta, y en laa horas de descanso, que
son desde que se pone el gol hasta que se retiran á sus casas. Es­
tos edificios boü grandes y cómodos , y en ellos hay cuanto puede
satisfacer los deseos de esta gente, como comida, bebida, ó jue­
gos puramente de recreo.
— Y no se embriagan, quiero decir, ¿no se exceden en el vino
yen el juego?
—Jamás,—dijo, mirándome con estrañeza, el señor Silaydi.
— Diantre! Tan juicioso son los habitantes da Eomalia?
—Es que ai no lo son, querido, se lo hacen ser.
—Cómo asi? Explicadme eso.
—Porque no hay en Somalia un solo establecimiento público,
que esté fuera de la influencia del gobierno. En cada uno do ellos
tiene un agente, que responde del órden con su sueldo, con su
destino, ó otro cualquier castigo arreglado á la gravedad de la
falta; así ea, que en las tabernas, como vos laa llamáis, ó en los
cafés da nuestros trabajadores, como los llamamos nosotros, no
puede excederse ninguno de los concurrentes, porque ántes que
lo haga, se le contiene ó le arrojan á la calle. Esto en cuanto á la
primera falta, que si reincide, se le castiga, y si comete la terce­
ra, se le prohíbe para siempre la entrada en el establecimiento.
KN BL MÁS BRX.10 DB LOS PLANISTAS tf22
\ No faltaba más, sino que se les dejasen cometer los delitos para
castigarlos después! No, am igo, lo que importa e» prevenirlos, y
esto lo hace el gobierno con un cuidado y una solicitud que le
honran en extremo. Os aseguro, Mendoza, que después que se
estableció esta vigilancia, no sólo el pueblo está mucho más mori­
gerado, sino que apénas se vé uu delito en Rom&lia. Con que y *
veis, querido , que de este modo no son posibles los excesos.
— Cierto, cierto,— le respondí;— pero mucha prudencia nece^
sita el tal agente para que no abuse de sus facultades.
— En otro tiempo así sucedía, Mendoza; pero ahora que e l g o -
bierno rebosa en juicio y circunspección, ahora que los ministro8
no son como ántes, es decir, unos hombres osados é ignorante«»
sino hombres probos y llenos de sabiduría (porque no sabéis®*
cuidado con que se buscan en Romalia los ministros), ahora, repi­
to, que estos ministros no tienen mas objeto que el bien y la feh*
cidad de la nación, ahora no sucede lo que otras veces, pues su x n ¿ ~
yor empeño lo ponen en elegir hombres dignísimos de los emple00
que desempeñan. Y esto tanto con los más importantes, eomocoo
aquellos que significan poco.
— Y lo consiguen ?
— Ob aseguro que s i, Mendoza.
— Y no me diréis cómo obtienen ese resultado, cuyas ventaja3
conozcoV
— Ya lo creo, y por lo mismo que el gobierno lo conoce tam­
bién, pone tanto cuidado en la elección.
— Y cómo? queréis decírmelo?
— Primero , no admite ninguna recomendación, porque si
recomendación es admitida, dais al que recomienda y no a! r(% € 0
mendado, la gracia que solicita: puede haber un desatino m «Jor
Segundo, los busca entre la gente cuya vida páblica y privada e s
exenta de toda mancha; tercero, loa examina con extremado rig°r
acerca de los conocimientos que exige el empleo que se le confie^*
cuarto, los paga bien, y quinto, jamás los quita sin motivo g **
— Bien , am igo, me parece eso perfectamente.
Aquí íbamos de la conversación, cuando me dijo 8üaydi:
— Estamos á la puerta del Sr. Ottrocy: queréis que
suban**
Con mucho gusto.
No estaba en ella, pero nos recibió mi esposa, muge«* & n J 8
ble y de gran atractivo.
623 i;na temporada
Pasamos después á ver á los señorea Notty y Soletty, que tampo­
co encontramos, mas si á sus familias, con quienes estuvimos ha­
blando largo rato.
Por último nos dirigimos á la habitación del Sr. Esttrola, el
cual, después de estar algún tiempo con nosotros, se marchó á pa­
lacio dejándonos en compañía de su esposa é hija.
Hablábamos de cosas indiferentes, cuando entró Soletty. Después
de saludar á las señoras, y cambiar con nosotros un apretón de
manos, dijo:
— No esperaba hallaros aquí.
— Paos ya lo veis, querido.
— Qué pensáis baoer esta tarde?
— Recorrer la ciudad á pié, y entrar en algunas estableci­
mientos.
— Vais al teatro?
— Es probable,— contestó Silaydi; y ai quieres acompañarnos
al paseo, irémos juntos.
—Corriente.
— Qué pieza se ejecuta hoy ?— preguntó la señora Nofcissa.
—La Corattila,—respondió Sottely.
— Ea nueva?
— Pare vos, por lo que veo, a i; pero no para m í, que ya la he
visto en Nattricia.
— Y cual ea au argumento ?
Miéntraa Soletty , Nottisa y Silaydi, se ocupaban de la comedia,
me dijo Naasala en voz baja:
— Tenia que hablaros, caballero Mendoza.
— A m i, señorita?
— a.
— Y de qué?
— De Aneyda.
— De Aneyda í pues qué hay?
— Acaba de salir de aquí la princesa, y ha tenido cou mamá
una conversación acalorada acerca de su hija.
— Y sobre qué? podéis decírmelo?
—E3tá enojada contra ella por su frialdad respecto de Nostren-
dy , y decidida á casarla con éste tan pronto como vuelva de Ca-
tilia.
Diantre !
tCN BL KÁA BfitLl-0 DB LOS PLANISTAS (J2 4
—Lo peor es que mamá la apoya en todo, porque quiere mu­
cho ¿ Nostrendy.
— Kso más? pobre Aneyda!
— Yo quise defenderla, pero me riñeron y me mandaron ca­
llar.
— Mucho se van complicando las cosas, señorita, y si el princi­
pe no toma parte en este asunto , temo más que nunca ¿ la prin­
cesa.
—Escuchadme. No me cabe la meuor duda de que estáis al cor­
riente de las cosas de Nottely, y yo leo en el corazón de Aneyda.
Los dos ae aman , pero no se atreven á decírselo. Y francamente,
Mendoza, Dios los ha hecho el uno para el otro, porque es impo­
sible hallar do» jóvenes de tanto mérito, y que posean cualidades
más brillantes. Vos oa interesáis por Nottely; yo por Aneyda: fa­
vorezcámoslos.
— No deseo otra cosa. Algo he hecho ya, pero para hacer más,
necesitaba poseer la confianza de Aneyda.
— De eso me encargo yo. En qué sentido está Silaydif lo sa­
béis?
— He ahí el mal: Silaydi no sospecha nada del amor de su her­
mana , y méaoa que Nottely la ame á ella; pero Silaydi tiene inte­
rés en que Aneyda se case con Nostrendy.
— Cómo así?—dijo Nassala sorprendida.
— Porque Silaydi está enamorado de Silody , y á mi vista ha
ofrecido á Nostrendy , que si le daba á su hermaua, él baria que
Aneyda fuese suya.
—Oh, oh, eso es más aério, amigo, y en verdad que me hace
temblar. ¿Cuando yo creía que Silaydi fuese de los nuestros por e
servicio que le hizo el embajador, salimos ahora con ese com pi^
miso que, ni remotamente., sospechaba? Ahora sí que digo J°-
i pobre Aneyda!
—Sin embargo no desmayemos; mañana iré á su casa, y
cuanto pueda porque se confie 6 vos, á quien aé profesa la más a
ta estimación. Son ya demasiados los obstáculos que se ofrecen
esos jóvenes para que no ies prestemos nuestro apoyo.
— Yo ya estaba dispuesto á hacerlo; pero ahora que me veo se
anudado poa tan amable compañera, léjos de mirar esto como
trabajo, lo miraré como un placer.
— Eso lo decis porque sois amable.
625 i; na temporada

— Bien sabéis, señorita, cuán gran d e es mi deferencia hácia


vos, y cuán acreedora sois á mi reconocim iento. Esto no podei9
d u d a rlo, Nassala.
— N i vos que os he distinguido siem pre, desde la prim era vez
que os he visto.
— Por lo que os estaré eternamente agradecido.
— N o os olvidéis de prevenir á Aneyda.
— En cuanto á eso , descuidad.
— M uy bien, señora,— dijo á esta sazón el Sr. S o le tty ,— puesto
que vais al teatro, ya me diréis lo que os ha parecido de esa
pieza,
— Venís, Mendoza?— me dijo el Sr. Silaydi.
— Cuando gustéis.
En la calle y a , me dijo Silaydi:
— Qué queréis ver, Mendoza?
— El establecimiento más cercano.
— Pues entremos en esta escuela.
— Entremos.

C A P IT U L O X X I X .

CUTBOST.

El edificio era, como todos los de Saturno, inm ejorable. Alzábase


airoso y esbelto de en medio de los jardines que por todas partes
le rodeaban, y que, A su vez, estaban cercados por verjas de hier­
ro, al través de las cuales se escapaban las flores A millares
Cuando llegam os, los niños habían salido y a ; pero apénas supo
el maestro que nosotros estábamos a llí, se apresuró A presentarse
Acostum brado y o á ve r las figu ras vulgares, y , A veoes, ridicu­
las de los maestros de la T ierra , aquel hombre con su portó y ma­
neras intachables, y que se harían notar en la reunión m m distin­
guida, no pude ménos de sorprenderm e grandem ente.
— Me parece, querido C utrosy,— d ijo el Sr. Silaydi,-—que veni­
mos en mala ocasión: habéis depachado y a los discípulos, y este
tiempo que os quedaba libre, tendréis que destinarlo á<...
— A nada que sea importante: servios entrar.
Dentro ya, nos enseñó el establecim iento. En todas las clase« ob -
TOJIO XV. 40
ÜN BL M jU BRLt-0 DS LOS PLANBTAft (5 2 6
servó órden, aseo y comodidad. Nada faltaba tampoco en ellas de
lo necesario para la comprensión y práctica de lo que allí se ense­
naba. En una, en la de geografía, vi uu mapa notabilísimo que
llamó sobremanera mi atención. En él recorrí, con ávida mirada,
]o3 partes en que Saturno estaba dividido, las naciones que compo­
nían cada parte, y las capitales que les pertenecían. Y en este rá­
pido viaje de la imaginación, me ayudaba el Sr. C-utrosy indicán­
dome Las costumbres de cada país, nombrándome las producciones
de cada pueblo, y refiriéndome, á grandes rasgos, la historia y vi­
cisitudes de aquel mundo.
Nosotros nos encontrábamos en la parte más civilizada, que se lla­
maba Tolenayda. De ella, la nación más culta, era la Mostrada, y
después la Gran Roquelia. LaCatilia y la Nutricia eran otras dos po­
tencias, que, con bus anteriores, componían aquella parte de Sa­
turno.
Por las explicaciones de Cutrosy, y el exémen del estableci­
miento, comprendí que en la Gran Roquelia, la primera enseñanza
era objeto especial de los cuidados dei Gobierno, y que se le con­
cedía trascendental y bien entendida importancia.
— Decidme,— pregunté al profesor,— ¿hace mucho tiempo que
las escuelas están montadas de este modo?
— No mucho; tan sólo de doscientos anos n esta parte: oid la
causa. Un hombre de génioó instrucción, el inmortal Cottilo, ha­
blando cierto dia con uno de los antepasados del monarca acerca
de la corrupción escandalosa de la época, le dijo:
— Queréis, señor, extirpar en gran parte, ó acaso del lodo* los
males que abruman á la nación?
— Ya lo creo; pero es eso posible?
— V. M. puede, si gusta, regenerarla Gran Roquelia.
— Y cómo?
— Por medio de las escuelas.
Sonrióse el rey con aire de duda.
Pero Cottilo habló, y el mouarca cambió de idea.
_Vaya,-—dijo;— no creí que tu remedio fuese tan etica«» 111
que la instrucción primaria tuviese tanta trascendencia. La cosa
es grave, y merece In pena de que nos fijemos en ella.
_¡Gran señor! No lo sabe bieu Yr. M. La primera euseñanzft>}
no temo afirmarlo por mi honor, es la base más firme de la cultura
y prosperidad do uua nación, y por consiguiente, de la felicidad
tf27 UNA TEMPORADA
y bienestar de las familias. Procurad que los hombres sean buenos,
y la sociedad será mejor. ¿Y cómo se hacen estos hombres? En las
escuelas, señor, no lo dude V. M .; pues aunque á ello contribuyen
también los demas establecimientos literarios, en las escuelas es
donde se reciben las primeras impresiones, que, grabadas en al­
mas tiernas y exentas de toda mancha, adquieren un grado de fi­
jeza y poder tales, que léjos de borrarse con el tiempo, acompañan
al hombre hasta el sepulcro.
—Si, si, Cottilo,—dijo el rey;—me hace fuerza lo que dices.
Es preciso reunir mañana el Consejo, y que le expongas todas esas
razones: si, como lo creo, las aprueba, quiero que al instante ha­
gas un reglamento para las escuelas, y que tú mismo seas uno de
los maestros.
—Yo!—dijo sonriendo el Sr. Cottilo;—no puede ser, señor.
—No puede ser! y por qué?
—Porque no soy diguo de tanto honor.
—No eres digno de tanto honor (—dijo sorprendido el sobe­
rano.—Cómo! ¿tú que me das el consejo y conoces su importancia,
tú, Cottilo, no eres digno de ser maestro? Estás loco por fuerza.
—Y sabe V. M.—dijo, sonriendo, el Sr. Cottilo,—¿cómo debe
de ser un maestro de primera enseñanza, tal cual yo lo concibo?
—Un hombre sabio y bueno, y tú eres uno y otro.
—Ah, señor, si bastase ser bueno y sabio para maestro, muchos
encontrarla V. M. que pudiesen desempeñar estos destinos. Para
ser maestro, seitor, es preciso tener una virtud sin tacha, ser fino,
amable y grave á la vez, poseer una instrucción muy vasta, prin­
cipalmente en medicina, un conocimiento profundo del corazón
humano, y sobre todo, un tacto exquisito para dirigir los niños,
premiar la aplicación y la virtud, y castigar el vicio. ¡Ua muestro,
señor! un maestra, para ser bueno, no debiera ser un hombre.
—Pues qué debiera ser entónces?
—Casi un Dios.
—Y dónde encuentras tú esos aeraddioses?
—Búaqueios V.. M*
—Pero en dónde? en el cielo?
‘—Aunque pocos, también los hay en Saturno; lo que importa es
saber hallarlos.
—Pero cómo? de qué modo? Indícame tú algo.
—Escójalos V. M> entre los hombres más virtuosos, y que más
IÍN HL MÁS BEtLt-0 DS LOS PLÀ N B T À 8

brillen en las ciencias; dótelos de tin modo règio; eleve su catego­


ria al nivel de los más altas de la Gran Roquelia, pues ocupando
tan distinguido rango, poseerán todos las cualidades á él anexas,
y conocerán de lleno la responsabilidad que este mismo rango y la
sociedad les imponen en el desempeño de sus destinos. ¿No ra á
depositarse en ellos la dicha y bienestar de las fam ilias, y por con­
siguiente la cultura y prosperidad de la nación? Pues que esta tos
dote con esplendor.
Hé aqui, caballero, la conversación que pasó entre el rey y el se­
ñor C ottilo. L a propuesta se hizo al dia siguiente en el Consejo, y
uo sólo fué aprobada por unanimidad, sino con entusiasmo. ¡Tan
grande fué la convicción que el Sr. Cottilo llevó al corazón de los
vocales! Este hizo, en seguida, el reglam ento que rig e actualmente
laa escuelas, y tuvo que ser maestro porque 8. M. se empeñó en
ello. Desde entonces, Sr. Mendoza, principió la prosperidad de esta
nación.
— Me dejáis pasmado,— le contesté,— y me habéis hecho com -
prender toda la importancia que para la sociedad tiene la enseñan­
za de los niños.
— Pues por mucha que le deis, señor, nunca será, creedme, l*'
que ella tiene en realidad. Ahora voy á deciros el m otivo de que los
niños lleven un mismo traje.
— A h , sí, lo había olvidado. Os escucho.
— Prim ero, un traje ig u a l,— continuó el 3r. Cutrosy,— hace co-
uocer á los que lo llevan que iguales han de ser los deberes que ten­
g a n que cum plir; segundo, dice muda, pero elocuentemente *1
maestro, que la euseñanza debe ser también ig u a l, ea decir, que
debe dispensarla con el mismo amor á los pobres que á los ricos*»
tercero, acostumbrados los niños á esa igualdad, se cobran más ce­
du o, habiéndose observado que por este medio iba desapareció»^0»
poco á poco, esa profunda ojeriza que había entre los pobres y l° s
ricos, ojeriza que daba lu gar á ataques perpètuo» y á p e r p è t u i í
á veces sangrientas represalias; y cuarto, en fin , que con
afecto, que suele durar toda la vida, las clases altas protegen J **
interesan por laa bajas.
Debo adven iros también, que los maestros tienen un poder abso­
luto sobre los niños, del cual no abusan jam as, porque son muy
ilustrados, y los aman demasiado; pero este poder es la ha** ^6
toda buena educación, pues poco im portaría (fijaos en esto) q ° e
t>29 i; na temporada

maestros se esmerasen y sacrificasen por los niños, si éstos, apo­


yados en el indiscreto cariño de sus padres, como hemos visto su­
cedía antes, se empeñasen en no estudiar. Aquí el que no se aplica
según su capacidad, que el maestro tiene cuidado de apreciar, es
castigado con relación al grado y á la gravedad de la falta, y ya
se guardarían ios padres de decir nada al maestro, porque el g o ­
bierno los reprendería y aun los castigaría, si tratasen de recon­
venirle. H é aqui por qué ios niños aman y respetan tanto á los
maestros.
— Oh, am igo! Desde luego admiro y apruebo cuanto acabais de
referir, porque conozco demasiado su importancia.
— Y no están montadas lo mismo vuestras escuelas en la Tierra?
E l puñal estaba al pecho y no sabia qué responder, cuando a for­
tunadamente dijo el Sr. S ila y d i:
— A m igos, la conversación es buena; pero os olvidáis que es ya
m uy ta rd e; otro dia la continuareis. ¿Queréis acompañamos á co­
mer, Cutrosy?
— N o, gracias; ya sabéis que á los que tenemos hijos nos gusta
comer en fam ilia: además, se abre la clase á las tres y no puedo
¿altar ¿ ella.
Y volviéndose á m i, a ñ ad ió:
— Caballero, he tenido un placer en conoceros, y celebraría que
no fuese esta la última vez que nos viésemos.
— Así lo espero,— le contesté,— y estoy m u y agradecido á vues-
tra amabilidad : disponed de mi como gustéis.
Cuando estuvimos en )& calle, me dijo el Sr. S ila y d i:
— Os gusta Cutrosy ?
— Mucho.
— Es un hombre de mérito, y probablemente le vereis en la re­
unión de mañana.
— Pensáis ir?
— Verémos. N o me g u s ta , M endoza, hallarm e donde está papá,
&o por m í sino por él, pues temo coartar su libertad. Un padre, y
ttn padre tan angelical como el mió, mira mucho lo que dice
cuando tiene delante á su hijo.
Cuando llegam os á casa, se d irig ió Silaydi al cuarto de su m a-
^re y yo al raio. A l atravesar por delante del cuarto de Aneyda,
volví á ver &1 Sr. Nom atty en conversación con la doncella, y, como
la primera vez, se ocultaron de m i tan pronto como me vieron.
tíN HL MÁA B R U O 0« LOS PLANBTAft 630

—Nó, esto no so hace sin objeto,—dije para conmigo:—qué tra­


mará este hombre?
Iba á entrar en mi cuarto, cuando tropecé con el Sr. Sulfendy:
su semblante triste me chocé.
—Qué teneis, amigo? Parece que no estáis contento?
—Y no os equivocáis, Sr. Mendoza.
—Os sentís mal?—le dije con interes.
-—Al contrario, rae siento perfectamente: es por la señorita.
—Por Aneyda!—Pues qué hay?
—Sé, señor, cuanto os aprecian SS. A A., y asi no temo deciros
lo que pasa.
--O h , hablad, hablad, querido Sulfendy, sin temor alguno, y
seguro de mi discreción.
—Ayer, señor, hubo una escena fatal.
—En dónde?
—En el cuarto de la princesa.
—Y con qué motivo?
—Con el de despedirse el Sr. Nostrendy.
—Ah, si; y que hubo? Decid.
—Preguntó éste á la señorita, si estaba dispuesta á casarse con
él, cuando volviese, y si podría irse con esta satisfacción.
—Eso no se pregunta,—dijo al punto la princesa,—á una niña
como Aneyda, que conoce sus deberes, y sabe que sólo dando gua~
to á sus padres puede ser feliz.
—No ignoro, señora,— repuso el Sr. Nostrendy,—cuánta t*
vuestra bondad para conmigo; pero tampoco debeis extrañar que
ambicione un poco la de Aneyda.
—Y como Aneyda no tiene más voluntad que la mía, y yo res­
pondo de ella, me parece que debéis estar satisfecho. ¿No basta que
yo diga que se casará?
—Oh, si señora, y mucho que basta, si Aneyda no tiene nada
que oponer.
—Pero m am á,—dijo con voz suplicante la pobre niña, — ¿n0
te parece que soy aún demasiado jóven ? ¿ No podrías retardar
un poco este matrimonio? Soy tan feliz junto á tí, y al lado de nu
papá!
Al oir estas palabras, el Sr. Nostrendy perdió el color, afectán­
dose de tal modo, que tuvo que sentarse para no caerse. La prin­
cesa lo notó, y dijo, temblando de despecho:
631 i;NA TEMPORADA

—Señorita, abusáis de mi paciencia, y no puedo sufrir más. Ten


cuidado, Aneyda, pues no sabes aun délo que soy capaz.
—Mamá, mamá, no me quieres ya? ¿Por qué te enojas y me
riñes tanto? Si me hablas asi, me matarás.
Y la niña se ahogaba; pero la princesa, léjos de conmoverse,
añadid, cada vez más irritada:
—Responde te digo; ¿te casarás con tu primo, ai ó nó?
—Mamá!...
Y la niña, pálida como un cadáver, cayó sin conocimiento.
—Oh, señora,—dijo, en mi concepto demasiado tarde, el señor
Nostrendy;—no la atormentéis así; os lo suplico.
—Dejadme, Nostrendy; Aneyda necesita rigor, y sólo con él
acabaré de vencer su carácter rebelde. Ahora, marchaos seguro
de que cuando volváis, no hallareis oposición, yo oslo digo.
Se marchó el Sr. Nostrendy, y entre la princesa y yo, pues no
quiso que nádie entrase porque no presenciasen aquel lance, la
metimos en la cama. Allí, con sumo trabajo, y haciéndola respirar
algunas sales, conseguimos que volviese en ai.
Esto es lo que pasó ayer, y hoy, de resultas de una conversación
que la princesa tuvo con el Sr. Nomatty que no la deja un punto,
y que parece ser el encargado, cerca de ella, de los intereses de su
amigo, se reprodujo la misma escena: de manera, que si esto si­
gue así, es muy posible que la señorita enferme, y que acaso muera.
—Y el Sr. Nomara, qué dice á esto?—pregunté.
—No sabe nada.
—No sabe nada! Pues qué, Aneyda, no busca el único apoyo
capaz de librarla de los furores de su madre ?
—No, porque ésta le ha prohibido hacerlo.
—Dios mió!—dije;—y cómo hemos de remediaT esto? Perdo­
nadme, amigo, si os dejo, porque quiero verá M. Leynoff.
—Sería agraviaros,—me dijo el Sr. Sulffendy,—el encargaros
la reserva.
—Descuidad,—*le respondí.
Entré en nuestra habitación, y dije á M. Leynoff;
—Hay mil bellezas en este mundo, amigo; pero también hay sus
desgracias como en el nuestro.
—Dejarían de ser hombres estus habitantes,—me dijo M. Ley-
noff,—y seria una mentira la inmortalidad del alma, si asi no su»
cediese. Porqué decís eso, Mendoza?
FN BL MÁS BBLLO DB LOS PLAÑUTAS. 632
—Por qué he visto cosas que rae llenaron de admiración, recor­
riendo la ciudad con el hijo del Sr. Nomara; y al llegar á casa
supe que Aueyda había tenido un gran disgusto.
Entónces ie conté la conversación con el Sr. Sulfendy.
—Muy ciega está esa señora,—me dijo M. Leyuoff,—y veo que
en preciso decir algo al Sr. Nomara.
—Indudablemente—le c o n t e s t é l a s cosas no pueden seguir de
estA manera, y el mejor modo de evitarlo es contar &1 príncipe lo
que pasa ; en el alma celebro oíros hablar así.
—Quiero á Aneyda, Mendoza; primero por ella; luego porque
es hija del Sr. Nomara; y después, porque la amaNottely; de con­
siguiente, estoy pronto á hacer en su obsequio todo lo que de mi
dependa.
(Se continuará.)
T ieso Aguí m a n a dk V eca.
OKA TEMPORADA EN EL MAS BELLO DE LOS PLANETAS.

CAPITULO X X X .

EL CA F¿.

Acabábamos de comer, cuando me dijo Silaydi•


— Vamos al café; no hagamos esperar á Soletty,
— Vamos,— le respondí.
Una vea en él, experimenté, como ya dije me sucedía siempre
que entraba eu cualquier establecimiento de Romalia, una sensa­
ción sumamente grata. Y no podia ser otra cosa, puesto que al
mayor espacio y grandiosidad del edificio, se unia una Ostentación
de que los terrícolas no podemos tener cabal idea: lo que sobre to­
do me impresionaba, era la qovedad que veia en la arquitectura,
en el trabajo de los muebles, y en el ornato de las habitaciones.
Había mucha gente, pero, excepto algunas personas de edad
madura, todos eran jóvenes. ¿Creeis que encontré allí aquellas ri­
sotadas, aquellas posturas grotescas, aquellas nubes de humo, ni
aquellas expresiones groseras y á veces indecentes, que son tan
frecuentes cu los cafés de la Tierra? No, no había nada de eso; y
en medio de que unos hablaban, otros reían, otros jugaban y otros
leían con más ó ménos atención, no observé sino la mayor finura
en las maneras, y el mayor miramiento en las palabras. \ Qué lec­
ción ésta para los cafés de nuestra Tierra!...
El Sr. Soletty, que estaba con dos amigos, vino al punto á en­
contrarnos, y nos condujo á su mésa, alrededor de la cual nos sen­
tamos.
dra tk m po b a d a b n b l m JLs b b ll o db LOS PLANETAS. lis
Después de lo» saludos de costumbre, y de haber tomado, no
café, sino una infusión parecida á la de la semilla de esta planta,
dijo el Sr. Silaydi:
—De qué hablábale?
—De una forastera,—dijo el Sr. Soletty,—que llegó ayer á Ro-
rnalia, y que según dice Ricary, es hechicera.
—A mi,—dijo un elegante jóven,—y á todos los que la hemos
visto esta mañana, uos pareció encantadora.
—Y quién es?— preguntó Silaydi.
—Hé aquí lo que no puedo deciros, querido,—dijo el señor R i-
c a ry ;— nádie la conoce.
—Y viste bien?— pregunté yo.
—La mujer más á la moda no teudría nada que criticarle,—
respondió Ricary.—Sólo nos pareció....
—Qué ?—preg untó Sil ay di.
—Nada, nada; seria una aprensión nuestra.
—Pero vamos, decid; aquí todos somos de confianza.
—Hombre, qué sé y o !— contentó Ricary; —no» pareció que te­
nia un aire algo descarado, un aire que no es el de una ñifla que
se educa con el esmero y rccogimieuto de las nuestras; pero ya
digo, no nos creáis, pues muy bien pudimos equivocarnos: en
todo caso vos mismo juzgareis, si, como es de inferir, vais al
paseo.
—Y la acompañaba álguien?— dijo Silaydi.
—Es probable.
—Y dónde la visteis?
—En una tienda donde cataba haciendo algunas compras.
—Iban á pié?
—Nó, en un carruaje. En fin, ella, por su traje y apostura,
parece una persona principal; pero en cuanto á 3us maneras—
Yamos, de eso vos mismo juzgareis cuando la veáis.
Aquí estábamos de la conversación , cuando entró en la sala un
jovencito muy estirado, alegre, y tan satisfecho de sí mismo, que
nos sorprendió. Su traje era flamante y tan extremadamente rico,
que chocaba. Parecia más bien un señorito de provincia, que no
uno de aquellos jóvenes que, educados en la corte y entre perso­
nas distinguidos, poseen naturalmente maneras aristocráticas. Era
de regulares facciones, pero antipático, y basta fastidioso, por la
poca expresión de su semblante. Cuando entró, saludó á uno y
H6 ÜNA TBMPORADA
otro lado con la mayor afectación: se le contestó con una inclina­
ción de cabeza; peco 4 peaar de sus manerah Oan raraa, por no
deciT extravagantes , observé que nédie se burló de ¿1, 4 lo ménos
de uu& manera notable.
—4Íuién ea eae fenómeno?— preguntó el señor Soletty.
—Es—respondió Ric&ry—el señor Cattarmlo, hijo único de un
grande de Catilia. Educado como tul, es decir, haciendo au genio,
y sin estudiar absolutamente nade., es uu ente insignificante, 4 lo
ménoB en Romalia, porque en Catilia es tenido entre loe tontas
por uno de sús elegantes. Ahora acaba de llegar de Sameyda, y
desprecia todo lo de Romalia como en su pueblo despreciará todo
lo de Tolayda (l). Ea, señores, uno de esos mentecatos que, fiados
en au posición y en bus riquezas, se miran como hombres de im­
portancia, llegando., á fuerza de pensar en ello, 4 creerse tales, y,
á fuerza de las adulaciones de los néciOB, 4 creerse sábioa. Mirad-
o, y admirad lo satisfecho que ee halla de sí mismo y con cuánto
aplomo habla«
En efecto, hablaba y gesticulaba descompasadamente con un
jóven que le escuchaba con la mayor paciencia y sin reírse.
—Y cómo le conocéis?—‘preguntó el señor Soletty.
—Porque vino recomendad/) á papá, y éste me mandó que le
ensenare la ciudad. Ya vereia cómo se acerca á mi tan pronto como
me vea.
Y asi fué, en efecto; puea apéna* le percibió el jóven, cuando,
despidiéndose de su compañero, se vino al instante hácia Ricary.
Saludó áéste, tíos saludó á nosotros con la cabeza, y dijo bas­
tante alto, ain duda para que le oyésemos;
— jVos aquí, querido, y yo no lo sabia! ¡Cuánto es mi placer
al veros, y cuánto mayor seria si este encueufcro se hubiese verifi­
cado en los cafés espléndidos de S&meyda! {Oh, amigo, aquellos
bí que son cafésI Bien que allí todo es grande y admirable. Habéis
estado cu Sameyda?
—Nó,—le respondió el señor Ricary.
— Nó!—dyo el jóven aparentando la mayor sorpresa;—¿no ha­
béis ¿atado en Sameyda? Pues, amigo, haceos caigo que no ha­
béis visto nada. Desgraciado del que no sale <le su casa, pues
nunca será más que un pobre diablo. Yo,-¿otes de abandonar la
(1) La capitel de Catilia.
e.N HL m Aa BBLLO DB LOS PLANETAS 111
raia, era un ignorante ; pero ahora que he viajado, y, sobre* todo,
desde que estuve en Nostracia—
—Sois \m sabio, eh?— dijo interrumpiéndole el señor Ricary.
—Hombre, Unto como sabio, no diré; pero es lo cierto que
hallo en mí una diferencia extraordinaria; nada rae sorprende;
rae parece que todo lo s é , y hablo de las ciencias como si las hu­
biese estudiado á fondo; en uua palabra, rompo y rasgo si» aque­
lla cortedad que tenía ántos, y que me hacia paesar por tonto. Que­
réis una prueba de ello?
—A verla?
—Ahora mismo, me dijo Nittrady, aquel jóven de quien »cabo
de separarme, que hablaban los periódiooa de un ooraeta, que,
aeg-tm cálculos de los mejores astrónomos, debía chocar con Sa­
turno. Pues bien; ántes de viajar. yo lo hubiera ereido, y aun
rae hubiera »terrado esta notieia ; pero ahora....
—No la creeis, verdad?— dijo, interrumpiéndole de nuevo el
señor Ricary.
—Yo! No faltaba más, \ Cómo ai fuese posible saber lo que pasa
en el cielo! Quién fnó A verlo? Se puede subir más allá de nuestra
atmósfera? He oido k un sabio de la Nostracia que ni aun hacia el
medio de ella podríamos ya vivir. Con que ya veis, querido, que
caminando ese corneta en dirección al Sol ♦ como dice el periódico,
y, por consiguiente, muy por encima de la atmósfera, mal podre­
mos saber si ha de tropezar con Saturno, ó nó.
—Nos tranquilizáis, amigo,—«dijo el aeSor Ricary, — pue* aquí
no dejábamos de tenor algún cuidado.
—Vosotros? Os burláis, Ricary. Miañad, sucede con estas cosa«
lo que con las religiones. Las religiones.... Supongo que estos se­
ñores serán de confianza, eh?
—Oh, mucho.
—Despreocupados, nó?
—También.
—Rúes aquí para entre nosotros (y bajaba la voz con gran mis­
terio) , las religiones no aon más que «na engañifa de que se va­
len el gobierno y ciertas gentes para tener sujetos á los igno^
rentes.
—Me asombráis, querido, — dijo con socarronería el señor R i-
cary.
—Lo be oido rail veces á «na infinidad de amigos que tengo
118 UNA TBM PO IIAIU

aquí y en otras partee; -con que ya veis si el viajar es cosa útil.


—Prodigiosa, amigo, y basta oíros para no tener de ello la me­
nor duda.
—Y el vestir?—continuó impertérrito el locuaz jóveu;—el
vestir__
—Nos vamos, señores? Es ya muy tarde , — dijo con impacien­
cia el señor Silaydi.
—Cuando gustéis,—respondió el señor Ricary.
—Queréis, dijo ¿ éste Sil ay di, venir con nosotros para ense­
ñarnos esa niña?
—No tengo inconveniente.
Y volviéndose al amigo que le acompañaba, añadió:
-—Nos acompañas, Tolutto?
—Bueno,—contestó éste; — pero no me parece que quepamos
todos en el coche de Silaydi; si es así, iréraos nosotros en el tuyo,
—Nór nó, cabemos en él mió perfectamente,—dijo Silaydi.
—Con que vais al paseo, eh?—dijo al punto Cattarrulo;— ha­
céis bien; boy debe estar muy concurrido, y no pieuso faltar á él.
En viendo, señores, un elegaute montado en un brioso caballo de
Sameyda, ese soy yo; y para que me conozcáis mejor, os advierto
que llevaré detrás á mi ayuda de cámara montado en otro caballo,
también de Sameyda, porque ahora, señores, trajes y trenes, todo
lo gasto de Sameyda. Con que hasta luego.
Y sin esperar respuesta, se marchó; pero aún no habja andado
veinte pasos, cuando volvió y dijo:
—Las señas de ios caballos son azul y verde en el cuerpo, y en­
teramente negras las cabezas, bien que ya tendré cuidado de salu­
daros para que no me confundáis con otro. Adiós.
Y se alejó tarareando una áriade una ópera entóncesmuy en boga.
—Qué torbellino!—dijo el señor Silaydi.
—Oh, amigo! — dije yo; —Dios os perdone el haberme privado
de uno de los ratos más agradables de mi vida.
—Pero, querido,—dijo el señor Silaydi;—es posible que tengáis
paciencia para oir tan grandes desatinos? Qué mérito encontráis
en esa barabúnda de despropósitos?
—Infinito, Silaydi; porque disparatar con tanta candidez y
tanto aplomo se ve muy raras veces, y el amigo Cattarrulo estaba
dispuesto, si no le hubiéseis interrumpido, á decir un mar de cosas
graciosísimas. Nó teneis gusto, querido Silaydi.
RN EL MÁS BRLLO DE LOS PLAN ETAS. 3.19
— Ya,—-me dijo éste;— ¿y rio contais por nada estar uno reven­
tando de risa, y, k veces, do rabia sin poder manifestarlo? Porque
aquí, Mendoza, se mira como una falta gravísima, como ia prueba
más completa de una mala educación, el burlarse de otro.
— Y esa costumbre es muy laudable, Silaydi.

CAPITULO XXXI.

EL PASEO.

Entretenidos en esta conversación, llegamos al paseo.


Qué longitud y anchura la de aquel sitio! qué árboles tan igua­
les y corpulentos! qué asientos, qué fuentes y qué estanques!
Las fuentes no tenían caifas, y el agua que derramaban, ya en
forma de cascadas, ya haciendo juegos sorprendentes, producían
mi murmullo dulce, muy en armonía con el ruido sordo y confuso
que hacían las copas de aquellos inmensos árboles agitados por tm
blando céfiro.
Mil carruajes, á cual más lujosos, recorrían, llenos de bellezas,
las calles destinadas para eüo3, miéntras que por los lados camina­
ban á pié, y cogidas del brazo, parejas que hablaban y gozaban,
á porfía, de la grata y tumultuosa variedad que ofrecía aquel re­
cinto delicioso.
Apuestos y gallardos jóvenes, montados en fogosos corceles, g a ­
lopaban por otra calle que se hallaba en medio de la destinada para­
lo« coches.
— Está la forastera?— preguntó el señor Silaydi.
— No,— respondió RicaTy: — á lo ménos hasta ahora no la veo;
pero calla, allí me parece que viene con la señora mayor, y un
jóven que no conozco. S i, ellas son; miradlas, Silaydi.
— En efecto, es hermosísima,— dijo Silaydi;— pero jdiantre?—
añadió sorprendido; — el que viene con ellas es Nottely,
— N ottely!— dije yo.
—Sí, Mendoza, miradle, ahora que vuelve la cara hácia este
lado.
No cabía la menor duda; era Nottely sentado enfrente de una
niña de interesante figura, vestida con magnificencia. Al lado de
esta niña iba una persona mayor, vestida también con lujo. Tan
120 TEMPORADA
pronto como el carruaje que las conducta se colocó en fila, excitó
la curiosidad do todos la singular belleza de la jóven.
Cuando nosotros, quo marchábamos por la fila opuesta „ llega-
rnoa enfrente de ellos, nos saludó Nottely, pero nó la niña que no
hizo más que mirarnos con una insistencia que nos sorprendió.
—No os habéis equivocado, Ricary dijo el Sr. S ila y d ie sta
jóven no posee aquel candor ni aquella modestia virginales, que
tanto encantan en su edad. Qué decís, Mendoza?
—Pienso lo misino, Silaydi, y esta jóven me parece...
—Algo sospechosa, verdad?—dijo interrumpiéndome el señor
Ricary.
—A lo ménoB no me satisface,—contesté.
—Ni la señora que la acompaña,*—repuso Silaydi.*—Reparadla,
Mendoza; esc aire y esa postura son estudiados, no son natural­
mente aristocráticos.
—Pero cómo las acompaña Nottely?
—La cosa es clara,—dijo Tolutto;—será su amigo.
—Sin embargo, observo una cosa,—dijo el Sr. Silaydi.
En este momento pasó, casi á escape, el Sr. Oattarrulo, desha­
ciéndose en cortesías y besamanos, á los que no pudimos contestar
por lo mucho que nos llamaban la atención las forasteras; pero ó)
no se dió por ofendido , pues siguió de largo haciendo saludos á
una y otra parte, y atropellándolo todo.
—Quó observaste, Silaydi?—dijo el Sr. Soletty.
—Que aunque la jóven habla con visible ínteres al embajador,
éste no le contesta sino con frialdad; y aun me parece que dirige
miradas extraviadas, á uno y otro lado, eximo si buscase 4 álguien.
Reparadlo, señores, y vereis si me equivoco,
—No, en verdad, el embajador está triste, y parece, en efecto,
inquieto,—dijo el Sr. Soletty.
—Y no sólo está triste é inquieto, —repuso Silaydi,—si no que
cualquiera diría que va cumpliendo un deber penoso. No lo com­
prendo, á fe mia.
—Ni yo,—le contesté: — pero juraría que hay en esto algún
misterio.
—Bien puede ser,—dijo el Sr. Silaydi.
En esto vimos pasar á caballo al Sr. Nomatty, acompañado do
dos jóvenes eatilianos. Cuando llegaron junto á nosotros, nos sa­
ludaron profundamente; pero cuando pasaron junto á las foraste-
EN EL MÁS BELLO T>F LO0 PLANETAS. 121
ras, las miraron con tal fijeza, que me dió mucho en qué pensar.
También éstas los miraron á ellos.
—Qué hay aquí, — decía para conmigo , — que no comprendo?
Pero haya lo que quiera, ¿qué va á suceder cuando Aneyda vea &
Nottely en compañía de esa jó ven?
Aún no había acabado de bacer esta reflexión , cuando oi decir
al Sr. Soletty;
—Allí tienes á tu madre, Silaydi.
En efecto, en un carruaje tirado por seis caballos, venían la
princesa, su hija, la señora Notissa y Nassala. El Sr. Notty iba
con ollas.
—No te molestes, Silaydi,— le dijo la princesa al pasar,—pues
ya res que nos acompaña Notty.
—Bien, mamá,—respondió Silaydi,—pero querrás ir al teatro,
no ee verdad?
—Si, pero también va Notty con nosotras.
—Corre de mi cuenta, Silaydi,—dijo el Sr, Notty:—Diviértete.
Dicho esto, desaparecieron.
iba Aneyda pálida y con visible repugnancia por lo mucho
que había sufrido la víspera; pero cuando viese á Nottely con la
forastera, qué pensarla? Esto me tenia inquieto*
Y tanto me preocupaba esta idea., que no pude raénos de seguir-
la con la vista. Iba dejando absortos á cuantos la miraban, pues,
aunque algo desmejorada, eclipsó al punto todas las jóvenes del
paseo, como eclipsa el sol los més bellos astros cuando aparece
sobre el horizonte.
Al fin se pusieron uno en frente de otro los dos cochea, es decir,
el de la princesa y el de la« forastera«.
Nottely entónces perdió el color y se quedó petrificado.
En cnanto á Aneyda, si bien do pude observar so fisonomía.,
porque estaba léjos, algo debió haberla sucedido, puesto que la
señora Notissase levantó precipitadamente* y se inclinó hácia ella.
El carruaje de la princesa paró, y vi que lo sacaban de la fila,
—No se qué ha sucedido en el coche de la princesa, Silaydi;
acaban de sacarlo de la fila.
—Es verdad,—dijo asustado el jó ven ¡^corramos, señoree.
Y en dos minutos, estábamos junio al coche.
Aneyda acababa de volver en ai; pero con el «amblante profun­
damente descompuesto.
m trox T B M P O * M > A
—Qué ha aido eao?—dijo Silaydi, cada vez más asustado, é in­
terrogando al Sr. Notty con la vista; pero ¿gatee que éste contes­
tase, dijo la niña con extraña volubilidad, y procurando sonreírse:
—Nada, nada, un ligero desvanecimiento que me acometió de
pronto. Ya pasó, mamé, no te asustes, Silaydi; estoy buena, me
siento perfectamente.
—No tanto, Aneyda, no tanto,—dijo el Sr. Silaydi,—pues es­
tas muy descolorida.
Y volviéndose á loe que dos acompañaban, anadió:
—Señores, dispensadnos, pues Mendoza y yo nos pasamos «i
carruaje de mamé. Ahí os queda el mió; disponed de él como
gustéis.
Y despidiéndonos de ellos con la ruano, nos pasamos al coche
de la princesa, que en pocos minutos nos condujo al palacio de
Nomara.
Como este acontecimiento fué tan rájtido, nádie se apercibió de
él más que los del coche, y aun de estos, nádie sospechó la verda­
dera causa más que la princesa, que, Dios me lo perdone, me pa­
rece que no le disgustó, Naesala y yo. Nádie más*? Ah, sí, el señor
Silaydi, pero esto no lo supe hasta el dia siguiente.
Oh, muy irritado estaba en aquel momento contra Nottely: ver­
dad es, que me parecía incomprensible su conducta, y que me re­
sistía á creerle culpado.
Mas sosegados todos, dijo la princesa:
—Cómo te sientes, Aneyda?
—Yo, mamá, perfectamente; no lo ves?
—Te lo pregunto, — dijo la princesa, porque si aún te sientes
mal, dejarémos el teatro, á pesar de que Notissa y yo pensábamos
ir esta noche.
—Y qué importa eso, princesa?— dijo la señora Notissa;—de-
jaTémos el teatro, y harémos compañía á Aneyda.
—Pues precisamente esta noche,—dijo la niíía procurando son­
reírse,— era cuando yo quería ir, porque me parece que el dis­
traerme me haría provecho: no te parece lo mismo, Silaydi?
—Hija, respondió éste, tu gusto es el mió, y si te sientes bien
y lo deseas, por mí vamos.
—Pues iréraos, mamá, si quieres,—dijo Aneyda.
—Irémos,—contestó con bastante dulzura la princesa.
Y haciendo sonar un timbre de oro, entró un ayuda de cámara.
BN BL MÁfí BELLO DE LOS PLANETAS» 123
—De beber,—dijo la princesa.
Miéntrae bebíamos, tres cosas me llamaron la atención, que frie­
ron : cierta afabilidad que dispensaba la princesa á su bija desde
el lance del paseo; la distracción de Silaydi, y una alegría desu­
sada, bulliciosa, y casi febril, que aparentaba Áneyda. Y digo que
aparentaba, porque Áneyda tenía la muerte en el corazón.

capitulo xxxrr.

HL TEATRO»
Llegada la hora nos fuimos al teatro.
Era éste uno de los principales de Romalia y también de Sa­
turno. Para construirlo y adornarlo se habían explotado las artes
basta un punto notabilísimo, Aun en el mundo superior en que me
encontraba. Allí las estAtuas parecía que iban A abandonar sus pe­
destales; las figuras se veian destacarse de loo frescos; las molduras,
relieves, alegorías, etc., eran portentos de ejecución, de inventiva,
do travesura y de originalidad.
Ah, la arquitectura, la pintura y la escultura hablan llegado,
en sus esfuerzos, hasta lo ideal, c&si hasta Lo imposible.
El teatro estaba alumbrado por una luz suave y plateada, como
la de nuestra luna. ¡Qué efecto tan extraordinario producia aque­
lla luz! ¿De qué mágia revestía los objetos, y con qué vivos des­
tellos se reflejaba en los brillantes de que, con tanto placer, se
adornaban las mujeres!
Pero á todo esto yo no vcia aranas, ni quinqués, ni globos de
cristal iluminados. De dónde, pues, provenia aquella luz? Se lo
pregunté á Silaydi.
—Es la luz eléctrica,—me dijo,—que se elabora con un aparato
colocado en lo alto de las bóvedas, y A cuyo través pasa por aber­
turas hecha« de propósito. Ademas, k esa luz se le hace perder
gran parte de la intensidad que le es propia por un procedimiento
nuevo de uno de nuestros físicos.
—Diantre!—exclamé;—estáis nmy adelantados, querido.
Y seguí contemplado el teatro.
Todos !os palcos estaban ocupados, á excepción de uno frente a]
nuestro que aún permanecía vacio.
124 UNA TEMPORADA
A pesar de la gran concurrencia no había calor, porque nume­
rosos ventiladores, colocados eu sitios convenientes, renovaban
continuamente el aire, Respirábase, pues, un ambiente fresco; y,
segun la costumbre de Romalia, embalsamado. El telón no era de
lienzo: era un espejo grandísimo rodeado de pedrería; de manera
que, sin volverse y mirando al frente, veíamos loe espectadores.
Se representaba la Coratlila, princesa de Battalia, que era una
de las naciones más cultas de aquel continente, la cual, robada
por un príncipe de una nación limítrofe, dió lugar á una guerra
sangrienta. El príncipe amaba con delirio á Corattila; pero ésta
amaba á Corante, uno de loa jóvenes más liberal mente dotado por
la naturaleza, pues era un tipo perfecto: era, además, intrépido
guerrero y entendido espitan , de manera que, después de vários
encuentros y batallas, consiguió matar al principe en un desafio
que tuvo lugar en medio de los dos ejércitos. Entre el rapto y la
muerte del principe hay escenas tiemísimaa entre Corattila y Co­
ran tío, que consigue verla disfrazándose unas veces de criado,
otras de jardinero, otras de traficante, etc.; y es imposible descri­
bir, no viéndolo, la perfección suma y la naturalidad con que des­
empeñaban aquellos actores sus papelea.
Ni una palabra oí miéntras el telón estuvo corrido. El más pro­
fundo silencio reinaba en el local todo el tiempo que permanecían
loe actores en la escena*, se miraba como un desacato, no ya el ha­
blar, sino el murmullo más ligero. Si á ti no te gusta la comedia,
decían ellos y tenían razón, no vengas é oiría; y si vas, respeta el
gusto de loa demás, ó, si tienes que hablar, espera á que el telón
se baje.
Iba á terminar el primer acto cuando se abrió la puerta del
palco que teníamos en frente y entraron en él la forastera, la se­
ñora mayor y el señor Nottely.
Cuando el embajador vió á Aneyda se inmutó visiblemente; pero
reponiéndose al punto, ia saludó con una inclinación de cabeza.
Aneyda contestó al saludo; pero su rostro, blanco como el encaje
que rodeaba mi cuello, daba bien á entender la impresión que le
había hecho la prelacia del jó ven al lado de la forastera. La prin­
cesa no se movió.
El telón corrido impedia hablar; pero cuando se bajó, dijo la
princesa á Notty con gesto desdeñoso *.
-—Conocéis esa forastera, Notty?
Btf EL MÁS BELLO DB LOS PLANETAS. 125
—No; la he visto en el paseo por primera vez, y la veo ahora
en el teatro.
—Es hermosa,—repuso la princesa,—pero.*.
Y calló.
—Qué, señora?—dijo sonriendo el Sr. Notty.
—A lo ménos la señora mayor, no me parece muy señora, ver­
dad, Notissa?
—Ni la menor,—respondió ésta,-—y si lo son, serán de ayer.
Tan aristocráticas eran estas señoras, que á la primera ojeada
conocían á qué clase pertenecía una mujer. Ya no me cupo la me­
nor duda que la madre y la hija, ó la tia y la sobrina, no eran
personas de distinción. Pero entónces, quiénes eran? ¿por qné las
acompañaba Nottely?
Ardía por hablar á éste, pero como no conocía á las señoras que
estaban con él, no me pareció prudente ir ¿ su palco«
En esto se abrió la puerta del nuestro, y entró el Sr. Rodulio.
Después de saludarnos con su naturalidad acostumbrada, dijo:
—No me estimes la visita, princesa, ni vos tampoco Notiasa,
porque no ea por vosotras, ni por estos señores por quienes vengo
aquí.
—Gracias, amigo,— dijo sonriendo la princesa,—entóneos por
quién vienes?
—No lo adivinas?
— Lo presumo, — repuso la princesa, — pero dimelo tú por si
acaso ine equivoco.
—Diantre! diantre! —dijo el Sr. Rodulio como si no hubiese oido
á la princesa,— y en efecto, es preciosa. Vaya un palmito de cara!
y el cuerpo? divino.
—Hola, parece que os guata, eh?—dijo la señora Notissa.
—Lo bueno á todo el mundo gusta, querida,—respondió el se­
ñor Rodulio,— y algo daría yo por ocupar ahora el lugar del em­
bajador.
Sin poderme contener dije yo entóneos:
— No conozco a osas señoras, ui sé por qué el embajador las
acompaña; pero lo que sé es, por lo que he visto esta tarde, y por
lo que veo ahora, que el embajador no se halla á gusto con ellas*
— No se halla á gusto con ellas! — dijo la señora Notissa, —
buena es esa, pues por qué uo las deja entónces?
—Señora,— le respondí,—hay ciertas cosas que no se penetran
126 UNA TBMPOHADA

fácilmente; pero pueden ser tales los motivos que obliguen al se­
ñor Nottely ¿ acompañarlas, que tenga que hacerlo á pesar suyo:
—Y yo pienso lo mismo que Mendoza, — dijo con nobleza, y
á riesgo de disgustar á su madre, el Sr. Silaydi.
—Y yo también,—dijo el Sr. Notty,—pues observo que A pesar
del afan y maneras insinuantes de la forastera, Nottely no la mira
siquiera.
—Y tencis razón por vida mia, — dijo el Sr. Rodulio,—porque
Nottely parece ana estátua junto A ella. Diantre, uo comprendo
esto. Quién será esa forastera?
—No la conocemos,—respondió la señora Notisaa.
—Y vosotros, señores, la conocéis?
—Tampoco,—respondieron Silaydi y Notty.
—Voto al diantre, pues ea preciso conocerla,—dijo e! Sr. Kodu-
lio,—y ahora mismo voy.,..
No acabó de pronunciar la frase, cuando se abrió la puerta del
palco, y entró el Sr, Nomatty.
—Ah, justamente venís A tiempo, querido.
En lugar de atender al Sr. Rodulio, dijo el Sr. Nomatty hacien­
do profundas inclinaciones :
—Señoras...... señores........
—Dejaos de cumplimientos,—dijo con su peculiar viveza el Se­
ñor Rodulio,—y decidnos al instante una cosa.
—Qué cosa?
—Si conocéis A esas forasteras.
—Si no las conozco personalmente, sé A lo menos quiénes son.
—Acabáramos con mil y más; quiénes sou, decid.
—La señora mayor es la hermaua del Storny (1) de Nattricia,
y tia de aquella señorita que habla con el Sr. Nottely. Esto es
huérfana y no tiene más parientes que esa tia y un hermano de
esta, que van A ver ahora á Sameyda (2) donde se halla hace dos
años desempeñando una comisión de sa gobierno.
—Y la niña, qué tai, eh?—dijo el Sr. Rodulio,—es de mérito,
verdad?
—Oh,— respondió el Sr. Nomatty,— me han dicho que es per-
fecta. Tiene mil habilidades y otros tantos adoradores, sin que has-
(1) JEqmvale A Gran Almirante.
(2) La capital do la Noatracia.
EN EL MÍS BELLO l)B LOS PLANETAS. 127
tu aflora se haya podido gloriar ninguno de haber obtenido prefe-
retida. En cuanto á su físico, ya lo veis; y aus riquezas, según rae
han asegurado son muy grandes. Buen partido, á fe m ia, no es
verdad, principe?
—Ya 3o creo, — respondió el Sr. tíodulio, — ¿pero quién os ha
dado esas noticias?
—Un empleado de nuestra embajada que estuvo mucho tiempo
en Nattrieia. Esa nina llamó ayer la atención en Homalia, y nos
devanábamos los sesos por saber quién era, cuando ese empleado,
que se hallaba allí afortunadamente, nos* sacó dei apuro, dándo­
nos los pormenores que acabo de referir.
—Y sabéis,—dijo el Sr. Rodulio,—cómo la conoce Nottely?
—Lo ignoro,—respondió Nomatty,— pero sé que solo él, hasta
ahora, ha tenido osta fortuna.
— De la que no me parece muy ufano, — repuso el Sr. Rodu­
lio,—porque nunca lo he visto más frió ni más displicente : ¿no es
verdad, señores?
La forastera hablaba entóneos animadamente con Nottely: éste
la escuchaba distraído. La forastera, supongo que para llamarle
la atención, le alargó con una sonrisa encantadora una magnífica
ñor que tenia en la raauo; pero Nottely no levantó la suya para
tomarla. La forastera, por lo que pudimos inferir de sus ademanes,
insistió con una mirada suplicante, y eutónces Nottely cogió la
ñor.
Yo, que no &partal>a los ojos de Aneyda, vi que temblaba á pesar
de los esfuerzos que hacia para contenerse.
El Sr. Nomatty, dijo entonces :
—Sin embargo, príncipe, reparad cómo Nottely ha tomado la
ñor.
—Y ha hecho bien, — dijo ántes que respondiese el príncipe la
señora Notissa. —• Pues qué? ¿no es digna una señorita de que se
acepte su fineza? A qué partido mejor podría aspirar él? Si es tal
como Nomatty nos ha dicho, se dará por muy servido de que ad­
mita sus obsequios. Pensáis lo mismo, Sr. Nomatty?
—Yo lo creo, — respondió éste, — y en su lugar rae daria por
contento.
—Y yo uo, con el permiso, se entiende, de la señora Notti&sa y
del caballero Nomatty,—repuso con sumo gozo mió el ilustre an­
ciano,—porque Nottely vale mil forasteras, y si me apuráis mu-
128 UNA TEMPORADA
clio, m il princesas. ¿Dónde encontráis vos, señora, y vos, caballe-
rito (m irando alternativam ente é uno y otro), un jóven que posea
el m érito y las relevantes prendas de N ottely? Si lo hay en toda la
Roquelia, quiero que me lo claven et\ la frente.
E l Sr. N om atty no se atrevió ¿ responder; pero la señora Notisaa
dijo a lgo p ic a d a :
— Vos no sois voto, principe, porque todo el mundo sabe vuestra
predilección por ese jóven.
—Y me g lo rio de ello, Notidsa, tanto m ás, cuanto que todo e l
mundo le Lace la misma ju sticia que yo, excepto vos, por supues­
to, y el caballero N om atty, que sois en verdad muy singulares-
— Es que y o , señor,— contestó éate,— no niego su mérito al se­
ñor N o tte ly ; pero poseyéndolo también la forastera, ¿tiene a lgo de
particular que le guste y que le dedique sus obsequios?
— Y yo, caballero,— dijo con bastante sequedad el Sr. S ilayd i,
— no concedo á esa jóven , pese á vuestro am igo de la embajada de
Catilia, las cualidades que le atribuis; porque excepto la hermo­
sura, que es en efecto grande, su aire y sus maneras la recomien­
dan poco.
N om atty se puso pálido.
— B ravo!— dijo riéndose el Sr. Rodulio, —Silaydi, rae envanezco
con verte de m i partido. Y vos, N otty, qué decís?
— Yo señor,— respondió éste,— pienso enteramente como S ilaydi.
— Magnifico!— dijo, no y a riéndose sino dando grandes carca­
jadas el Sr. R odu lio.— Con que, señora Notissa, y vos, caballero
N om atty, por esta vez al ménos quedáis vencidos. Y eso que no
quiero preguntar á Nass&la, ni al caballero M endoza, porque la
una por respeto 4 su mamá, y el otro por consideración A la prin­
cesa, se verían muy embarazados para responder; que si no... que
si n o...
Y renovó sus carcajadas.
Bien quisiera la princesa decir a l g o ; pero como no podía ni de­
bía tom ar parte en aquella conversación, tuvo que callar, aunque
llena de disgusto y de despecho.
E l telón se levantó, y cesaTou las conversaciones.
E1 Sr. Rodulio se despidió y se fue á su palco.
N ingún incidente digno de contarse ocurrió en el resto de la no­
che; pero al salir, tuvo Aneyda que sufrir otro m artirio, viendo á
la forastera cogida del brazo de N o tte ly , á quien hablaba con ca -
KN CL MAS »ELLO DR LOS PLANETAS. \'¿9
lor, y á quien se acercaba tanto, que casi tocaba su cara á 1» del
jó ven. Nos acompañaron á casa la señora Notissa, Nassala y e)
Sr. Notty. Abromada Aiíeyda por el dolor, ya no reia ni hablaba
con la volubilidad febril de aquella tarde.

CAPITULO XXXIIf.
REVELACION DE SILAYD1 A Í í RNd OZA,

Ardía porque pasase la noche, pues pensaba al di* mgttiente ir


á ver á Nottely. En efecto, así que amaneció, me vestí y y» iba A
salir, cuando con ao poca sorpresa mia vi entrar en mi cuarto al
Sr. Silavdi. Chocóme su aire grave y meditabundo, tanto máé,
cuanto que era naturalmente alegre.
—Adóndevais tan temprano, Mendoza?—me pregutitó.
—A ver &Nottely, querido,
—Lo sospechaba.
—Ah, y por qué?
—Eso no importa; venid, tengo que hablaros.
—Y adondeV
—A la huerta.
—Vamos, pues, A la huerta.
Bajamos efectivamente, aunque muy afectado yo con la grave­
dad de Siluydi. Eti la huerta ya, me dijo:
-—Ibais á ver 4 Nottely, no es verdad?
—Sí.
—Pues no vayais.
—Y por qué ?
—Porque Nottely no acompaña á las forasteras, sino forzado.
—Forzado, por quién?
—Por la necesidad, Mendoza; no tengáis en ello la menor duda.
— Pero cómo sabéis que iba á verle con este objeto?
—Porque sé lo mucho que amais al embajador, y no dudando
que nos amais también á nosotros un poquito, v por consiguiente
a mi hermana Aneyda, vuestro noble corazón no os permite ver
padecer á esta pobre niña.
Me quedé estupefacto, y no pude proferir una palabra.
tomo xvi. y
130 UNA TEMPORADA
— Os admira que haya acertado tan bien? Pues vais á saber
por qué.
Ayer,— continué el Sr. Silaydi,*— cuando llegamos á casa, nos
fuimos, vos á vuestro cuarto y yo al de mamá. Juzgad de, mi sor­
presa, Mendoza, cuando al entrar vi á ésta muy irritada, y á
Aneyda en cama, pálida y derramando lágrimas.
— Qué es eso, mamá? Qué ha sucedido que te veo tan irritada,
y á Aneyda llorando?
— Déjame,— me contestó;— tu hermana ha de acabar conmigo.
— Pero por qué, mamá?
— Porque después del compromiso que la familia y ella misma
ha contraído con Nostrendy Tbusca ahora mil pretextos para re­
tardar su cumplimiento.
— Pero, mamá,— dijo Aneyda llorando,— yo nada ofrecí á Nos­
trendy; bien lo sabes.
— Mamá, Mendoza, entre mil excelentes cualidades, tiene la
desgracia de ser muy irritable, y á veces hasta violenta: así es que
no sufre contestación de nádie, ni aun de papá., que, de más ta­
lento que ella, suele dejarla; por eso y o , temiendo que si Aneyda
hablaba las cosas empeorasen, le dije:
— Calla, Aneyda, y deja hablar á mamá.
Y volviéndome é esta, añadí:
— Pero vamos; ¿tiene mi hermana algún motivo para rechazar
á su primo? Yo creí que este era un asunto concluido.
— Y lo era,— dijo con viveza la princesa, — y aun ella misma
consentía eQ casarse, ai no hubiese llegado á liorna]ia eae funesto
embajador...
— Mamá, mamá!— gritó Aneyda sin poderse contener:— ah, por
Dios, rae estás matando.
— Silencio!— dijo mamá llena de ira.— ¿Por ventura no sé yo
que desde entóncea has cambiado tú ? ¿No veo á ese hombre devo­
rarte con la vista á todas horas y en todas partes? ¿No le oigo sus*
pirar? ¿No percibo su emoción cuando se te acerca? ¿No te veo á
tí poco ménos conmovida que él cuando te habla? ¿No te he visto
próxima á desmayarte cuando le hirió el Principe de Nomar&?
¿Crees tú que esas cosas se escapan á una madre? Pero yo te pro­
testo ante Dios que primero ho de verte muerta, que casada con
eae hombre.
— Mamá, Mendoza, tiene también la debilidad de tributar un
SN feL MÍB ftBLLO DB LOS PLAN BT AS. 131
úulto casi religioso á la nobleza de raza, y mira oon horror un ca­
samiento de una persona ilustre con otra que no lo sea: asi es que
prosiguió diciendo:
—Cómo! la hija de los Tolum&a y de los S&ldys bahía de enla­
zarse con un hombre oscuro, con un hombre que no tiene más que
su destino, con un representante, en fin, de una nación republica­
na ] Jamas, á lo ménos miéntras yo viva.
Y diciendo esto, se paseaba con violencia, casi ahogada por la
cólera. Temblando por ella, dije al momento:
—Cálmate, yo te lo ruego. No ves que puedes caer mala? Aney-
rla nunca dará nn paso que pueda disgustarte, y yo respondo que
se ceBirá á la razón.
—Pue6 que lo haga,—dijo la princesa,—y tendrá en mí la ma­
dre más cariñosa.
Juzgad ahora, querido Mendoza, cuál me quedaría al saber uw
amor del cual no tenia la menor noticia; y si os acordáis de la con­
versación que tuve con Nostrendy la víspera de su marcha, debeia
inferir cuánto este amor me contraría, toda vez que si Aneyda in­
siste en no casarse con su primo, mi enlace con la hermana de éste
se buce cuando ménos muy dudoso.
—Y yo la amo, querido Mendoza,—continuó Silayái conmoví -
do,—yo amo á Silody, cuyas prendas, si la conociéseia, os la ha­
rían mirar con Ínteres.
Dos lágrimas, que á su pesar rodaron por las mejillas de Silay-
di, me hicieron conocer cuán grande era su pasión.
—Ya veis, Mendoza,—continuó el jóven,—cómo las cosas se
van poniendo en el palacio de Nomara; pues aún no es esto lo peor.
—Cómo así? Explicaos, por Dios.
—No lo adivináis?
—No, á fe mia.
—Que yo no puedo reprobar el amor de mi hermana á Nottely.
—Qué decís?
—Sí, Mendoza,—continuó con gravedad, el Sr. Silaydi.—Pri­
mero Aneyda nada prometió á Nostrendy; permitió, sí, que la ob­
sequiase y que hiciese todo lo posible por agradarla, dispuesta co­
mo lo estalla á aceptarle por esposo si su carácter congeniaba con
el de ella: pero no sucedió asi desgraciadamente. Nostrendy con
sus celos, y continuamente excitado por su carácter violento, vino
á hacerse insoportable para Aneyda, y cuando ya le miraba con
13*2 VHk TEMPORADA
frialdad, segira ella misma me dijo, se presentó en Romalia el em­
bajador de la Nostracia. Vos lo sabéis, Mendoza; Nottely no es uu
hombre; es casi un Dios, y nada extraño que hubiese conocido su
mérito: conocido éste, era preciso amarle, y este amor, Mendoza,
debió hacerse inmenso cuando se vió correspondido. Sé que nada
se han dicho todavía; pero ¿qué importa si sus corazones se en­
tendieron ?
Ahora bieu; el mérito de Nottely, no sólo hace disculpable este
amor á mis ojos, sino que Lo santifica. Estoy seguro que papá no
se opondrá á este matrimonio, porque sabe muy bien que hará la
felicidad de su h ija, y yo qne ie debo la vid a, y o , á despecho de
mamá, y cási seguro de que hago mi desgracia, yo, Mendoza,
estoy dispuesto á apoyarle.
— |Cómo , amigo! ¿Habíais de veras?
— Lo que oís, Mendoza.
— Oh que noble sois, querido Silaydi!— dije abrazándole.
— Si algnn dia pudisteis dudar de ini aprecio, esa duda desapa­
recerá completamente, riendo cuán sin límites es la confianza, que
as hago hoy.
— Y la merezco, Silaydi,— contestó sin vacilar.
— Lo sé,— me dijo.— Ahora escuchadme, y compadeced á vues­
tro amigo.
— Pues qué hay?— le pregunté con inquietud,
— ¿No habéis observado que un hombre se me acerró ayer en
el teatro?
— Ab , sí, ahora me acuerdo; un hombre como en traje de
camino.
— Es verdad; venia deCatilia, y me entregó esta carta: leedla.
Cogí la carta que Silaydi me entregó con mano trémula, y leí
lo siguiente:
«Son de tal naturaleza las cosas que me pasan, querido Silaydi.
que no puedo ménos de escribirte. Cuando yo esperaba el consen­
timiento de Nostrendy , que me habiaB ofrecido remitir por el cor­
reo, llegó áquel ayer por la mañana, tan pálido, abatido y triste,
que apénas lo conocía. ¿Qué ha sucedido ahí que cansó en mi her­
mano tal mudanza! No lo entiendo, y me confundo. En todo el
dia apénas habló conmigo, y le vi siempre pensativo; pero por la
noche me dejó helada cuando me dijo que era imposible roí matri­
monio contigo, puesto que, bajo juramento, me había ofrecido á
RN rl mAh bbli.o l>e los planktas. 133
Noraafcty.—-Cómo! querido Nostreudy,—le dije; has ofrecido mi
mano, sin consultarmef i uu hombre que, Léjosde serme simpáti­
co, me inspiró siempre repugnancia?—No W? canses, ¿>Undy,—tra-
puso Nostreudy cou voz sorda; esto no tiene remedio; sufre, pues,
tu suerte como yo sufro la mia. Val decir nato creí que se abogaba;
era tal su agitación, que se marchó sin decir otra palabra. Juzga
cómo quedaría. Sola ya, y sin que él io sepa, te escribo esta carta
que te mando por mi fiel Nollapo, para preguntarte» primero« qué
ha sucedido en Romalia; y segundo, para rogarte que te compa­
dezcas de tu Silody, que t.c amará mientras viva, y que se dejará
matar ántes que dar su mano aj odioso Nornatty. Quema esta carta,
—Silody.
Me quedé atónito.
—Qué decís, Mendoza?
—Que la carta me revela lo que rale esa interesante niña; que
las cosas se ponen de tal modo sérias, que necesitáis de una pru­
dencia suma para manejarlas, y que la causa de io que tucade en
Catilia y en Roinalia, es. no vacilo en asegurarlo, ese Nomatty que
ha llegado á dominar á Nostrendy. y que lo conducirá, por últi­
mo, á su ruina.
—Sí, sí, Mendoza,—dijoel Sr. Silaydi clavando los ojos en mi, y
luego eu la carta que le devolvía;—puede que tengáis razón , y
quiera Dias que no ande él en el asunto de la forastera.
—Sabéis que lo he sospechado? Cuando ayer vi que la encomiá­
is tanto.. .
—Dejemos eso, Mendoza , que ya lo averiguaremos. Ahora
e xJjo de vos una cosa.
—Qué cosa?
—Que no digáis una palabra á Nottely del modo, como yo pien­
so acerca de *u amor á. Atieyda , miéntraa yo no o$ autorice para
ello. Me lo prometéis?
-S í.
—A fé. de caballero?
—A fé de caballero.
—Basta. Mañana marcho á CatiliA.
—Qué decía?
—¿Queréis que yo abandone á esa pobre niña, cuando la veo su»
jeta á un poder tiránico capaz de llegar hasta la violencia? Nunca.
Necesito ver á Nostrendy para preguntarla qué aciaga influencia
m UNA TlíMr(U\ADA
le obliga k casar k su hermana con un hombre indigno de ella,
cuando la ama otro que es amafio, y que tiene sn misma sangre
Después, ya me entenderé con Nomatty.
—En hora buena, le contesté, y no me opondré á vuestra de­
terminación si rae concedéis otra cosa.
—Cuál?
—Ir con vos.
—Sois muy noble, Mendoza, pues esa súplica me revela el afecto
sincero que me profesáis; pero no puede ser, amigo.
—Y por qué?
—«Porque seria alarmar k papá, que nada sabe de este amor.
—Pues no pensáhais decírselo?
—Sí, tan pronto como obtuviese el consentimiento do Nostren-
dy para que los dos enlaces so efectuasen juntos.
Iba k contestar á Sil ay d i , cuando apareció eu la puerta un gen­
til-hombre de palacio.
—Qué hay?—dijo apénas le vid el Sr. Siíaydi.
—S. M. os llama, señor—dijo el gentil-hombro.
—Decidle que corro á ponerme k sus órdenes.
Inclinó la cabeza, el gentil-hombre y marchó.
Pocos momentos después, so dirigía 4 palacio Silavdi.
Yo corrí k casa del embajador.
No estaba ou ella !
—Adónde ha ido?—pregunté A uno de sus criados.
—Me parece que k palacio, señor.
Volvíamos para casa, cuando tropecé con el Sr. Saltillo.
—De dónde venís?—le pregunté, después de haberle saludado.
—De casa del Sr. Nolatto.
—Tan tem prano?.,,
—S i, tuve que ver un enfermo en la misma calle, y Rubí á pre­
guntarle á qué hora era la conferencia.
—Y á qué hora es?
—No hay conferencia, caballero.
—No hay confereucia ! pues qué ha sucedido?
—Parece que los asuntos de Oatilia se complican , y he. sido lla­
mado 4palacio el Sr. Nolatto, donde permanecerá hasta ruuy tarde.
—Quiere decir, que se aplazará la reunión para otro dia.
—Se supone; bien que si los asuntos políticos empeoran, pasará
mucho tiempo ántes que nos reunamos.
RN KL M B E L L O !>K LOS PLAN ETAS. 135
—Será forzoso que nos conformemos. Vais al hospital?
—Nó, porque subo á ver aquí otro enfermo. Dispensadme.
—Adío#, doctor.
Tan inquieto me hallaba con los acontecimientos de Silaydi, que
no me pesó se hubiese suspendido la conferencia. Vacilaba entre ir
á palacio ó volver á casa ; pero reflexionando que estaría Nottely
con el rey, y que se ocuparían de negocios graves, opté por el úl­
timo partido.
Cuando llegué, se paseaban por el salón el príncipey M. LeynofY.
Era admirable la diferencia que habia entre la calina de aquellos
hombres que se ocupaban de política, y mi extremada agitación.
—De dónde venia, Mendoza?—me dijo el Sr. Nomara.
—De ver á Nottely.
—Y le visteis?
—No estaba en easa.
—Parece que Jos asuntos de Catilia no van bien, y entónce* ho
es extraño que no le haUáseis,
—Delx) creerlo asi, jorque tampoco hay conferencia.
—No hay conferencia!—dijo mirándome con fijeza ei Sr. No-
niara.
—Asi, álo méuos, me lo dijo el Sr. Sattulo.
—Lo veis, Leynoff?—dijo el Sr. Nomara.—Nolatto habrá sido
llamado á palacio como lo fué Siloydi, y por eso no habrá reunión.
Vamos, veo que el rey de Catilia no posee la proverbial prudencia
desús antepasados, y que va á sufrir grandes disgustos. Diosle
perdone á él los que á nosotros va á causarnos.
—No comprendo—dijo M. Leynoff—cómo no se hace cargo de
que tomando á Talussa, rio sólo tendrá contra sí la Nostracia y la
Roquelia, sino casi todo vuestro continente. Dueña la Catilia de la
Ciliana, será una potencia monstruosa, y una amenaza continua
para las demás ilaciones.
—Yo lo creo—repuso el Sr. Nomara;— pero la ambición, que­
rido Leynoff, nos ciega, como ciega al rey de Catilia, que no ve
más que las ventajas que de la posesión de Tal nasa han de seguír­
sele, y olvida los peligros que su temeridad va á suscitarle.
—¿Y sabéis ya,—pregunté al principe—'Cuáles son las últimas
noticias?
•—Exactamente nó, pero espero á Siiaydi para que nos las diga.
Allí viene.
m UNA TEMPORADA

En efecto, con ia cabeza hqja, y al parecer muy pensativo, «e


volvía el jóven á zu casa.
— Qué hay, silaydi*— le dijo el príncipe así 411c entró en la
sala.
— Que el rey se mantiene firme, y se niega resueltamente á r*
tirar las tropas de la Ciliana: sólo en fuer&a de sus instancias .se­
gún dice Nostreody ha accedido & la conferencia*
— Y qué dice el rey?
— El rey se prepara a la guerra.
— Y hace perfectamente. Qué te quería?
— No lo adivinas?
— Encargarte el mando de algún navio, uó?
—*De una escuadra, papá.
— De una escuadra 1 Oh, hijo mió 1 ese es demasiada honor para
tu edad, pues, aunque te has distinguido siempre en la marina,
pasar del mando de un navio al de una escuadra , es mucho ho­
nor, te lo repito, y debes estar contento.
— Y lo estoy, papá, y procuraré hacerme digno de ese honor,
yo te lo juro.
— Ya lo sé Silaydi, y en medio de lo que debes suponer he de
sufrir por los peligros que vas á correr, como se trota de la pátria.
de tu reputación y de tn gloria, callo y me resigno.
— Oh! ya sé yo lo que tú eres— dijo el jóven— y cuánta es la
grandeza de tu alma.
Y acercándose al anciano, estampó un beso en su frente vene­
rable .
Los ojos del Sr. Nornara se humedecieron al punto.
Hubo un momento de silencio, pasado el cual dijo Silaydi.
— Te advierto, papá, que hay revista esta tarde. El rey me ha
encargado que te lo dijese, para que asistas con la familia y con
tus huespedes, pues desea que vean nuestra armada. Es probable
que concurra todo lo más escogido de Roma lia, y voy á decírselo
á mamá y ¿ Aneyda, para que se preparen.
Y haciéndome una seña, salimos jautos del salón.
— Veis— me dijo— cuánta es mi desgracia? Y a no puedo dejar ó
Romalia.
— Lo veo,— le contesté— y comprendo vuestro dolor; evitando
por lo tanto recordaros que la honra es ante todo, pues lo *jabei$
perfectamente, voy á daros un consejo.
EN EX MÁS RBLLO DK LOS PI.ANBTA8. 137

—Y cuál?
— Que escribáis á Silody participándole que ibais á salir para
Oatilia; pero que una órdeu del rey, mandándoos que os encar­
guéis de una escuadra, la cual debeia organizar inmediatamente,
os lo impide. Añadidle que, si en virtud de la conferencia se alejan
los temores de la guerra, que marcháis al instante; y que si, por
el contrario, se aumeutau, que marcháis lo mismo, pero con la
armada. Vuestro amor dirá lo demás.
— Precisamente, Mendo.sa,era eso lo que pensaba hacer, y voy
á efectuarlo al momento.
— Corriente, y dado ese paso, dejad á los acontecimientos que
os indiquen la marcha que debeis seguir.

/ $e continuará.)

T irso A guí mana br V rca.


UNA TEMPORADA EN EL MAS BELLO DE LOS PLANETAS.

CAPITULO XXXTV.

PBMCIBO DflL 8BÑOR HOMA.RA: SALVACION DE RfiTB POE HOTTOfLT.

Por la tarde subimos al coche y nos dirigimos al muelle*


El horizonte era grandioso por su mucha extensión. Las olas,
de un tamaño enorme y rizadas en sus cimas por una fuerte ma­
rejada que se había levantado entóncea, daban al mar un aspecto
amenazador.
Buques elegantes y de una construcción maravillosa, que porsa
volúmen se semejaban ó, ciudades, se mecían majestuosamente
entre las olas, ya azotando el aire con sus gallardetes, y ya la­
miendo con ellos la superficie de las agua«. Ondeaban en extenso»
pliegues mil banderas de color azul, que llevadas aquí y acullá
por un viento que arrecí&ba por momentos, dejaban ver, al través
de sus caprichosas movimientos, las soberbias armas de aquella
nación tan poderosa. Y encerraba este cuadro un dilatado muelle,
sobre cuya superficie, toda de gran mérito, so elevaban á trechos
corpulentas columnas, encima de las cuales se veian farolas.
El gentío era inmenso, y los botes más grandes que nuestro»
guiches, y las lanchas mayores que nuestras fragatas, que cruza­
ban de una á otra parte, eran infinitos.
Campeaba orgulloso, al frente de la armada, el navio almirante
más grande y ricamente empavesado que todos los demás. El cas­
tillo de popa era un conjunto de magnificencia, pues además de
los gruesos vidrios que daban paso á la luz y de los vistosos colo­
res de que estaban pintadas las maderas, lo decoraban molduras y
CHA TttWPOBADA, KTO. 280
relieves de un trabajo delicado. Cuatro filas por banda de cañones
daban al buque un aspecto aterrador. Las velas eran de púrpura
y las banderas y gallardetes de una tela azul bordada de oro.
E l sonido de las trompetas y las salvas de artillería que hicie­
ron á la vez todos los buques, anunciaron la llega d a de los reyes.
Los soberanos fluctuaron un momento entre pasar á la lancha ó
quedarse; porque la m ar, que se había puesto un poco v iv a a lgu ­
nas horas Antes, estaba entonces borrascosa. Sin em bargo, ee deci­
dió el rey y entró en la lancha: su fam ilia le siguió también.
Durante el embarque y la travesía berian el aire los sonidos de
las músicas de la guardia y las de los buques que estaban más cer­
canos. La fam ilia real lle g ó sin novedad á su destino.
Después del monarca, al cual acompañaron los principales seño­
res de la corte y algunos individuos del cuerpo diplom ático, entre
los cuales figuraba N ottely , pasó la fam ilia del Sr. N oraara, con
la cual Íbamos nosotros. Era iucreible lo que se había desmejorado
Aneyda con los padecimientos anteriores; pero el tinte melancó­
lico que se notaba en su semblante la hacia, si era posible, más
hermosa.
N o tte ly y ella se miraron; pero aquella m irad a , cuya significa­
ción y o sólo com pren dí, era un abismo de mudas reconvenciones
por un lado, y de sentidas disculpas por otro.
Subieron prim ero las señoras, no sin algún trabajo por los fuer­
tes balances de la lancha.
Como la m ar estaba picada, todos loe espectadores tenían fija la
vista sobre los que subían.
L le g ó su turno al Sr. Nomara, al cual tuvo mucho trabajo para
ponerse en la escalera; pero colocado en ella pudo lle g a r á la
borda, y ya iba á dar la mano á Sílaydi para saltar sobre cubierta,
cuando una ola que lle g ó al buque, disparada como una bala, des­
v ió á éste en tal disposición que faltando el apoyo al Sr. Nom ara,
perdió el equilibrio y cayó eu el mar.
Un g r ito se escapó á la vez de todos los espectadores; y en tanto
que Silaydi, erizado el cabello, se había quedado in m óvil, efecto
de su dolor, se vió saltar rápido desde cubierta á uti jóven que fué
á caer en el mismo sitio por donde había desaparecido el anciano.
I E ra N o t t e ly !
La mar que se abrió para dar paso á aquellos dos hombres, vo l­
v ió á cerrarse sobre ellos sin dejar rastro ninguno de su dirección.
281 UNA TRM PORAPA

Fué preciso oponerse al Sr. Silaydi, que, recobrado del estupor


que le había causado la caída de su padre, quiso arrojarse detras
del Sr. Nottely; y lo hubiera efectuado, y hubiera acaso perecido
sin los esfuerzos desesperados que se hicieron para contenerle.
Los reyes y los grandes estaban en una inquietud mortal.
La Princesa desmayada.
Aneyda cayó, sin sentido, en las brazas de la señora Notissa.
No es posible pintar la ansiedad de los espectadores en loa cor­
tos momentos que mediaron entre la desaparición del Principe y
del Sr. Nottely, y la aparición de este nadando trabajosamente
con un brazo, y arrastrando al Principe con el otro.
—-Pronto! pronto! gritó; cogedle.
Y con toda la rapidez que nos fué posible, agarramos al Princi­
pe por su tú n ica, le sacamos del agua, y le tendimos en 1& lancha
cási exánime.
En este momento saltaba en otra el Sr. Silaydi para volar al so­
corro del anciano: con él iba un facultativo del Monarca.
Mil y mil gritos de alegría resonaron en el aire; pero bien pron­
to cesaron, cuando al ir á coger á Nottely vieron que se hundia
éste, dejando teñida de sangre el agua que le cubrió.
Qué momento aquel! ¡ Jamas me acuerdo haber pasado otro se­
mejante !
—Sangre!—gritamos en la lancha.—Sangre!—gritaron los es­
pectadores.—Qué habrá sucedido al Sr. Nottely?
Ya e9taba otro facultativo, además del primero, al lado del
Principe; ya éste había vuelto en sí llamando á su libertador, y
Nottely no parecía.
Silaydi, ocupado con su padre, no podia atender al jóven.
No pude contenerme; y quitando mi manto, iba á arrojarme al
agua, cuando un bulto que vino á la superficie me contuvo.
—El es!—grité fuera de m i:—pronto, amigos, arrimad la
lancha.
—Pronto ! pronto!—gritaron un millón de voces.
—Pronto!—gritó una voz más alta que las demás. Era la del
Sr. Rodulio, que de pié sobre su lancha, estaba en un suplicio.
Y pronto era preciso, pues cuando llegó la lancha, ya el bulto
se sumergía.
—Gran Dios!— d ije ;— no hace movimiento alguno: ¿estará
muerto?
P.N BL &lAa BHLLO DB L09 PLANETAS 282
Sin vacilar, agarré con una mano la punta de un cable, me ar­
rojé aL agua , y nadando con la otra y alargándola todo lo posi­
ble, logró asir los cabellos de N o tte ly , por los cuales tiró con fu er­
z a , arrastrándole hácia m í: entóneos le agarraron cuatro rubus-
tos brazos, lo sacaron del a gu a , y lo tendieron en la lancha.
Apénas le vió el cirujano, y observando que la sangre corría to­
davía , d i j o :
— A qu í hay una herida, y es preciso reconocerla al punto.
Y cortándole la ropa del brazo izq u ierd o, que era el que tenia
más húmedo, vió que ««taba herido de través, en su tercio in fe -
rior.
— Y una arteria rota— dijo— al v e r que la sangre salla á saltos*
-—Pron to, las pinzas de lig a r , y un cordoneie.
Un ayudante le entregó las dos cosas.
N o, en mi vida Lo visto tanta prontitud y destreza como la
que desplegó aquel hombre. En um momento estuvo ligad a la ar­
tería , reconocida la h e rid a , y aplicado el apósito: después le ven­
dó el brazo, y colocando al enfermo en una postura conveniente
le d ió una cucharada de un co rd ia l, con la que no tardó en abrir
los ojos, si bien volvió ¿cerrarlos al instante.
— V eis, doctor?— le dije lleno de ansiedad-—vu elve ¿ cerrar los
ojos.
— Tranquilizaos— me dijo aquel hombre con severidad;— no mue­
re el Sr. N ottely. Tened si, sumo cuidado en no m overle, y , so­
bre todo, en no levantarle la cabeza.
Tranquilizado, en efecto, corrí hácia el 3r. Noniara. Estaba ten­
dido en la la n ch a , y con la cabeza apoyada en el pecho de su hijo-
á su lado estaba M. Leynoff.
— Qué tal, señor, cómo os bulláis?
— M uy molido, M endoza, pero demasiado bien , atendido el pe­
lig r o que acabo de pasar. Y
N ottely ?
— Pálido como un cadáver y sin conocimiento; pero, según dice
el doctor , no morirá.
— Gracias, gran Dios! gra cia s;— dijo el anciano levantando al
cielo sus ojos.
— O h , Mendoza!— me dijo S ilayd i;— no os separéis de él un m o­
mento; os lo suplico.
—^Descuidad, S ilayd i; y a sabéis cuánto le quiero.
"¡—S í, y muy bien se lo habéis probado.
283 UNA TEMPORADA

— Ahora hacedme el obsequio de llamar al cirujano,— me dijo el


principe.
Llamado éste, se presentó al punto.
— Á qué atribuís , doctor,— le dijo el Sr. Nomara,—da. herida
del embajador?
— A la punta de algún ancla, contra la cual debió tropezar, sin
duda, cuando os cogió para salvaros.
— Puede ser, puede ser— dijo el anciano.— Ahora hacedme el
favor de ir á ver al rey para participarle nueatro estado, y rogarle
que nos permita volver á casa. Vos, Mendoza, id con él para traer
á las señoras.
— Ya están áqui,— le contesté.
En efecto, acompañadas de los Bree. Rodulio, Nolatto y Bul-
fendy llegaron la princesa y su hija.
Difícilmente podría explicarse el gozo de esta ilustre familia
cuando se vió reunida. La princesa abrazó llorando á bu esposo;
pero Aneyda, no sólo le abrazó, sino que colgada de eu cuello, le
llenaba de besas y de lágrimas.
Miéntras pasaba esta escena junto al principe, pasaba otra igual
al lado del embajador. El Sr. Rodulio, ajrrojdillado junto á él, llo­
raba como un niño; M. Leynoff le tenia cogida una mano; y el
Sr. Nolatto le contemplaba con dolor.
Pasadas las primeras emociones de Aneyda, la vi volverse hócia
nosotros, y cuando percibió á N ottely, inmóvil y cubierto de san­
gre, perdió el color, se sentó al instante sin duda para no caerse,
y ya no se movió ni desplegó los lábio«: parecía una eslátua.
Calmado por el cirujano el Sr. Rodulio, se llegó al principe y le
dijo:
— El rey, querido Nornara, nos mandó aqui para que te hiciése­
mos presente lo mucho que había sentido tu desgracia y la del emba­
jador, si bien sabe ya que no corréis ningún peligro: permite, ade­
más, que os retiréis; pero quiere que os acompañen sus cirujanos.
— Está bien,— respondió el Sr. domara: — le darás las gracias
en mi nombre y en el del embajador, porque vamos á marchamos
al instante.
— Pues hasta la vista, que yo vuelvo también á dar cuenta al
rey de vuestro estado.
Idos los Sres. Rodulio y Nolatto, llamó el príncipe á los cin ys-
nos y les dijo;
CN BL MA» BHLLO DE LOS PLANETAS 284
—Nos acompañáis, señores; asi lo quiere S. M.
—Con mucho gusto—contestaron ámbos.
—¿Puede el Sr. Nottely ir en carruaje después que salgamos
de la lancha ?
—De ningún modo, contestó uno de ellos.
-Pues cómo queréis que vaya?
—En una camilla.
—Pronto; dad la órden para que una lancha se adelante, que
busque una en el primer hospital que encuentre, y que nos espere
con ella en el muelle mismo.
Dada la órden, y marchando ya la lancha, la seguimos nosotros
con despacio.
De cuando en cuando, uno de los cirujanos tomaba el pulso al
herido, y le daba una cucharada del cordial; pero como no ha­
blaba todavía, dijo una vez:
—Ha perdido mucha sangre, sin duda con los esfuerzos que hizo
para salvar al principe y salvarse ó si mismo. (Valiente jóven!
—Verdad que no corre ningún peligro, doctor?
—Ninguno.
—Qué dulce es esa palabra, amigo mió!
—Parece que le queréis mucho.
—No lo sabéis bien, —le contesté.
A cada instante el principe y su hijo preguntaban por Nottely;
y cuando el doctor les decía que seguía bien, brillaba en sus sem­
blantes el más puro gozo.
—Pero cómo no habla aun?—dije una vez al Sr. Nomara.
—Porque está muy débil, señor; ha perdido mucha sangre
con los esfuerzos que hizo para salvaros y salvarse á sí mismo:
algunos minutos más debajo del agua, y el embajador hubiera
muerto.
—Qué jóven!—decia el Sr. Silaydi.
—Es nuestro ángel tutelar, Silaydi,—repuso el príncipe.
La princesa callaba.
Aneyda, inmóvil y clavada la vísta en Nottely, no desplegó las
lóbiae.
Por fin, llegamos al muelle donde ya nos esperaba la camilla.
Sacamos al embajador con el más exquisito cuidado, y lo colo­
camos en ella.
Cogido del brazo del Sr. Sulfendy y del de su hijo, salió el
285 ONA THMPORADA

Sr. Noraara, y entró en el coche. Tras él entraron las seiíoras,


M. Leynoff, Silaydi, y el Sr. Suifendy.
—Yo voy con la camilla,—les dije.
—SI, Mendoza, sí,—contestó ei principe:—pero tened entendido
que no le llévala á su casa, sino é la mía.
—A la vuestra!
—Sí, Mendoza, á la mia, porque la de él está imzy léjos, y po­
dría perjudicarle un camino tan largo.
—Bien, señor, le llev&rémos á la vuestra.
Cuando llegamos, subimos al herido en la misma cam illa, y le
colocamos en un lecho. Acabado esto, dijo el doctor:
—Ahora no teneis más que darle, cada dos horas, una cuchara­
da de este cordial, algunos caldos, en corta cantidad, y nn poco de
agua azucarada. Ya daré una vuelta por aquí, ántes de acostarme.
M. Leynoff y yo nos empeñamos en no desamparar al herido;
con que nos instalamos uno á los piés, y otro á la cabecera de su
cama.
El Sr. Noraara se acostó también, y á su lado estaban la prince­
sa y 9u hija. El Sr. Silaydi iba y venía desde el cuarto de su padre
al de Nottely, y del de este al de aquel.
A las cuatro volvió el doctor, le tomó el pulso y le examinó con
atención.
—No hay cuidado—me dijo:—sigue perfectamente.
—Y en qué lo conocéis, doctor? El no habla, ni se mueve, y si
abre las ojos, vuelve á cerrarlos al instante.
—No importa : el pulso se reanima, el ealoT se hace general, y
el semblante ba perdido su extremada palidez ; miradle.
Diciendo esto, acercó la lnz al rostro del Sr. Nottely, que pare­
cía otro efectivamente.
—Sí, sí; teneis razón.
—Cou que hasta mañana.
—Vendréis temprano?
—La primera visita será para él.
Hice que M. Leynoff se fílese á acostar, y yo me quedé con el
enfermo.
Pasó la noche al parecer dormido; y si no dormía, estaba á lo
ménos tranquilo: su respiración no era tan frecuente como en el
camino y en la lancha, y los desmayos habían desaparecido ente­
ramente.
e.N TSL mAs BBLLO db los planetas 28(5

CAPrrtJLO x x x v .
CURA Y COWVALBCETNCIA PBL SRflOR ÍIOTTfrLY.
Principiaba á amanecer, cuando le vi abrir loa ojos y pasearlos
por el cuarto, como si quisiese reconocer dónde se hallaba: después
los fijó en mi con intención, sin hablar, y como aquel que trata
de coordinar sus ideas. Por último, me dijo con voz apénas percep­
tible;
—Vos aquí, Mendofca !
—Si, querido Nottely; siempre junto á vos, siempre.
Sm apartar los ojos de mí, me estuvo mirando largo rato, al ca­
bo del cual dijo, procurando sonreírse:
—-Qué bueno sois l
—Sí; pero no habléis tanto, porque os hará daño.
Y como si no 1c hubiese dicho nada, añadió:
—Sabéis cómo sigue el príncipe? He parece que le he salvado.
—Y tanto como le salvásteis , querido; bien caro os hubo de
costar.
—Sí, sí; me parece que me lastimé mi poco. Ah t sí, ahora me
acuerdo; tropecé con la punta de un ancla al tiempo de ir á co­
gerle.
—DLantre í así nos lo dijo el doctor, y veo que tenía razón.
—Qué doctor?
—El que os coró el brazo.
—El brazo 1—dijo, procurando levantarse para verlo;—pero no
pudiendo conseguirlo, añadió:
—Es verdad, es verdad; lo tengo muy pesado y me duele bas­
tante.
—Pronto vendrá el cirujano y os lo aflojará.
Volvió á pasear los ojos por el cuarto, y después de otro mo­
mento de silencio dijo:
—Pero esta no es mi habitación, Mendoza: dónde estoy?
En casa del Sr. Nomara, querido.
—En casa del Sr. Nomara!—dijo procurando incorporarse, y
volviendoá caer al instante.—Encasa del Sr. Nomara! Cómo así-’
—Oh ! por Dios, no os mováis, Nottely. Estáis en casa dei señor
287 ÜNA THMPORADA
Nomara, poique absolutamente no ha querido que os llevasen ó la
vuestra, y fué preciso obedecerle.
Largo rato de silencio, durantee! cual observé que se humedecían
sus ojos y que suspiraba con frecuencia. Por último, volvió ó decir.
—En casa del Sr Nomara! Y Aneyda? Oh Diosraio! Me abor­
recerá, me despreciará.
—Nottely, no penséis en esas cosas que podrán haceros daño es­
tando tan débil: dadme este gasto, os lo suplico.
Mas como si no me hubiese oido, anadió:
—Olí Mendoza! ¿qué mano oculta, qué poder ó qué casualidad
me ha llevado junto á esa mujer Aquien no conocía, y á quien de­
testo sólo porque me vi forzado á acompatTarla cuaudo Aneyda
podía verme*/
Al oir esto, me puse en pié, y dije:
—Adiós, Nottely; me marcho.
—Ah ! me dejais?—me dijo, lanzando sobre mí una mirada su­
plicante.
—No, si calíais, y ahora mismo si decís otra palabra.
—Bien; callaré: qué cruel sois 1
—¿No veis, querido, que en el estado en que os haLlais, no digo
ya el hablar, sino el pensar en ciertas cosas puede ocasionar con­
secuencias muy funestas? Esas conversaciones no son para ahora;
dejadlas para cuando esteis mejor, y entónces hablarémos de ellas
lo que queráis.
—Os obedeceré, Mendoza, si rae contestáis á una pregunta.
—Qué pregunta?
—¿.Croéis que haya desmerecido algo en el concepto de Aneyda
por haberme visto junto Aesa mujer?
—No, Nottely; os juro que no. Aneyda es demasiado grande
para pararse en esas pequeñeces, que pudieron ser efecto de pura
casualidad.
—Callo, Mendoza, y estoy tranquilo.
Y en efecto, no volvió á desplegar sus labios. Pero ¿qué hubiera
sido del embajador si le hubiese dicho el estrago que había causado
en Aneyda su compañía con la forastera?
El doctor entró, le tomó el pulso, y le aflojó la venda: en segui­
da dispuso una bebida refrigerante, porque la reacción, según me
dijo, era muy viva, y se marchó después de haber enoargado la
dieta, el silencio y la quietud.
e.N BL MÁS BHLLO DB LOS PLANETAS 288
Apénas salió el doctor, entró M. Leynoff, que me sustituyó al
lado del enfermo, miéntras yo iba 4 ver al Sr. Nomara. Estaba
éste preguntando al doctor por el estado de N ottely, cuando yo
entré.
—Ya sé, querido Mendoza, que sigue mejor nuestro Nottely.
—Asi es, señor: y vos ¿cómo os halláis?
—Yo, amigo, perfectamente. Voy 4 levantarme para ir k ver al
enfermo.
—No hagais tal cosa, señor,— dijo el cirujano, — porque en el
estado en que se halla, no sólo le perjudica el hablar, sino también
vuestra presencia. Creedme: hasta mañana nádie debe entrar en
bu cuarto sino el Sr. Mendoza, que me parece le quiere demasiado
para que no le cuide con esmero.
Y volviéndose á mi, añadió:
—Os ha hablado algo?
— Si; y tuve que amenazarle con marcharme, para hacerle
callar.
—Y habéis hecho perfectamente. Mañana será otra cosa, por­
que no le hará tanto daño hablar un poco.
Todo aquel dia se pasó en recibir recados de las familias más
distinguidas de Romaüa, y hasta los menestrales se agolpaban á
la puerta para preguntar por los enfermos, á quienes querian en
extremo. A las cuatro, estaba la calle atestada de carruajes, y k
las cinco, llegó el Monarca acompañado de los señores Rcdulio,
Nolatto, Nomaty, y de los embajadores de Calilla y de Nostracia.
La famüa del Sr, Nomara bajó 4 recibirle al patio, donde quedó lo
escolta y todos los que ie seguían, excepto los señores que acabo
de nombrar, que subieron con S. M. Yo no bajó por no abandonar
4 Nottely.
Dos cosas me afectaron aquella mañana: fué la primera, la lle­
gada de los empleados y dependientes de la Embajada. á quienes
rae empeñé en recibir en mi cuarto, miéntras M. Leynoff hacia
compañía al enfermo. Ante todo, abracé cordialinente al Sr. Coln*
b y ,y á los demás Nostracianos que nos habían acompañado á la
caverna de Russilio: entre ellos estaba el herido de gravedad, ya
completamente curado Es imposible describir lo alegría de aque­
llos hombres cuando les aseguré que Nottely estaba fuera de peli­
gro, é imposible tampoco dar una idea del tierno afecto que le pro­
fesaban.
28» ÜNA THMPORABA

La segunda fué ésta: me dirigía al cuarto del Embajador, des­


pués de despedir á los Nostracianos, cuando al pasar junto A una
ventana que estaba enfrente de aquel, percibí á Aneyda» que apro­
vechando la ocasión en que, tanto la familia como los arlados no
pensaban más que, unos en el monarca y otros en su séquito, se
llegó quedito A la puerta, apoyó la mano en la pared, pegó A ella
la cabeza, y en esta postura, y escuchando con ansiedad, perma­
neció inmóvil. Be cuando en ouando se volvia pava observar si al­
guno la miraba, y por óltimo, se marchó de puntillas, después de
haber llevado repetidas veces su pañuelo A ios ojos, Se supone que
tan pronto como la vi, me estuvo quieto para dejarla gozar de aquel
pequeño desahogo. |Y eso que estaba irritada contra el Embaja­
dor !,,,
—Ob Aneydal—dije para con m ig o—mucho aínas i Nottely!
Al tercer dia del suceso, entraron A ver al herido el Si*. Nenia­
ra y su hijo: allí estábamos nosotros. Fué tierniaima aquella pri­
mera entrevista, y me persuado que el embajador pasó entónces
uno de los mejores momentos de su vida, viéndose rodeado y feli­
citado por personas que le eran tan queridas.
—Las palabras, Nottely,—dijo con su natural gravedad el se­
ñor Nomara,— tienen poco valor en momentos conjo éste, Acabáis
de salvar mi vida, habéis salvado la da Silaydi, y ambaa conside­
raciones. grabadas profundamente en lo máa intimo de nuestras
almas, hablan mucho más alto que pudieran hacerlo las palabras.
—Oh, señor...
Iba á continuar, cuando entró el 3rf Bodulia, el cual, sin salu­
darnos siquiera, ni hacer el menor raso de nosotros, dijo cop voz
entrecortada y corriendo hácia el embajador:
— Aunque os ahogue, be de abrazaros, tunante,
Y le abrazó efectivamente.
Ninguno de nosotros dejó de afectarse al ver la ternura de aquel
hombre tan digno de aprecio por su noble franqueza y natura­
lidad.
Y d embajador, conmovido A su vez por aquel cariño nunca
desmentido, le abrazó también, pasando alrededor de su cuello el
brazo sano.
Después de él entró el Sr. Nomatty. Su visita fué, como debe
inferirse, de pura etiqueta y ceremoniosa.
Cuando quedamos solos, dije á Nottely i
TOMO X V I. 19
P.N BL MAa BULLO DB LOS PLANETAS 290
—Vamos, referidme ahora, como habéis conocido á esa foras­
tera.
—Es muy sencillo, Mendoza. Acababa de levantarme, cuando
entró mi ayuda de cámara con una carta, en la que se me rogaba
que pasase á la calle de la Flor, número 2, donde me esperaba una
señora que tenia que hablarme. Contesté en seguida, que tan pron­
to como me desocupase de un negocio urgente, iría allá, y asi lo
hice efectivamente. Juzgad de mi sorpresa cuando me encontré con
las dos mujeres que habéis visto.
—Perdonadme, Sr. Nottely,—me dijo la jóven después que la
saludé,—si os hice venir á mi casa para entregaros esta carta de
vuestro amigo el Sr. Coleydi,
Este caballero, Mendoza, es uno de los más grandes señores de
Tolayda, á quien traté bastante en mi último viaje á Catilia. No
sé si habréis visto á un jovencito atolondrado que anda por aquí
estos días, llamado Catarrulo...
—Sí, sí, le he visto en el café: me lo enseñó el Sr. Ricary, y es
por cierto un tipo bien original.
—Pues bien; el padre de ese jóven es el que me escribia, ro­
gándome que recomendase esta señorita á mis parientes de Samey-
da, adonde iba á ver á su tio.
—Con el mayor placer, señorita,—le contesté:—¿cuando que­
réis la carta?
—Mañana, si gustáis.
—Esta noebe os la traerá mi secretario.
—Gracias.—Y ahora, añadió, mirándome de un modo que no
dejó de sorprenderme;—me concederéis otro favor?
—Si está en mi mano, desde luego.
—No conozco á nádie en Romalia: ¿tendréis la amabilidad de
acompañarnos al paseo y al teatro?
Confieso, Mendoza, que hecha la pregunta, me acordé al ins­
tante de Aneyda; pero ¿cómo negarse & una súplica que nada te­
nia de particular, hecha por una dama, y una dama, además, re­
comendada por un amigo? No pude, pues, menos de responderle
afi rmati vamente.
—De véras,—me p r e g u n t ó d e véras nos dispensáis ese favor
sin molestaros?
—A qué hora queréis que me halle aqui ?
—A las dos.
5291 UNA TEMPORADA
—No faltaré.
Y me despedí.
Lo demás, ya lo sabéis; pero lo que no sabéis es el tormento que
he sufrido cuando en el paseo vi á Aneyda, y cuando me hallé
enfrente de ella en el teatro. Siempre rae causaría repugnancia la
mujer más hermosa de Saturno, si por su causa tuviese que dis­
gustar á ese ángel; pero luego que observé que las palabras y ma­
neras de la forastera no correspondían á la idea que de ella me
formé en un principio, entónces, no sólo me repugnó, sino que me
negué resueltamente á la invitación que me hicieron para que co­
miese con ellas y las acompañase al dia siguiente.
•^Comprendo, amigo, y comprendo demasiado vuestro fatal com­
promiso, lo mismo que lo que debisteis haber sufrido. Paciencia, y
quiera Dios que alguu dia no veamos en este suceso algo más que
casualidad.
—Por qué decís eso, Mendoza?
—Por nada; sospechas mías quizás. Ahora recogeos para que
no os haga daño lo mucho qne habéis hablado«
Y me retiré.

CAPITULO XXXVI.
DBCLAB ACION.

En fin, al décimo día salió el embajador de su habitación, pá­


lido ai, pero con una palidez que le hacía más interesante.
Ya de noche, nos paseábamos él y yo por una galería, cuando
se paró y me dijo:
—Mendoza, hace calor y me siento sofocado: quereia qué baje­
mos al jardin ?
—Por mí, no hay inconveniente; pero temo que os haga daño
el rocío.
—No, porque me siento bien, y porque si asi fuese, nos metería­
mos en el pabellón.
—Pues vamos.
Y bajamos efectivamente.
Al entrar en el jardín, aspiramos una blanda brisa impregnada
de la fragancia que se desprendía de las flores.
P.N BL MÁa BULLO DU LOS PLANETAS 29£
—Ah, que bien se está aquí,—dijo ei Embajador mirara do á uno
y otro lado:—sentémonos, Mendoza.
La atmósfera estaba serena; mi el más leve celaje empañaba el
azul purísimo dd cielo. Miles de estrellas entre las cuales brillaba,
espléndido, el más grande y lejano de los satélites de Saturno,
aparecían diseminadas aquí y allá por el espacio, realzando coa bu
lúe plateada el misterio de k noche, w á como el silencio que rei­
naba en torno de nosotros nos hacia sentir su sublime encanto.
Además, la ancha faja luminosa que formaban los anillos, y que
dividía el cielo en dos mitades (puesto que se extendía desde el
uno al otro extremo del horizonte), alumbraba loa objetos con un
guare é indefinible resplandor.
—Qué espectáculo tan bello i—exclamé.
—q Y cuánto no dice al alma que, replegada en sí misma, lo
contempla]—dijo el embajador.—¡Si yo pudiera manifestaros lo
que experimento dentro de mi, y las ideas que á mi mente se agol­
pan en este instante i Si fuese capaz*..
Un ligero ruido que oímos entonces, nos hizo mirar á una ala­
meda que se extendía á espaldas nuestras, y por la cual vimos ea-
lir dos mujeres que se acercaban hablando hácia nosotros. Cuando
estuvieron cerca, dijo una de ellas:
—No te canses, Nassala; le apreciaré siempre como al salvador
de mi padre y de mi hermano; pero nunca....
—Oh, no prosigáis,—dijo Nottely, adelantándose fuera de ai,
adonde estaban las dos j ó v e n e s n o prosigáis, por Dios, ó me ve­
réis espirar á vuestros piés.
La aparición del embajador fué tan rápida é inesperada, que
las jóvenes no pudieron mónoe de exhalar un grito.
-C uidado,—advertí yo, que de un salto me había puesto junto
á ellas;—cuidado, no gritéis, pues podrán oíros, y creer que, lo que
ha gido efecto de la casualidad, estaba convenido de antemano.
Después, acercándome á Nasaala, le dije «en voz baja:
—Alejémonos un poco, si gustáis, y dejémoslos hablar, porque
» ju ro que lo nacealtan.
—Alejémonos, —contest 6 Nassala.
Y como si lo hiciésemos sin objeto, nos apartamos .algunos pa­
sos de Áneyda y de Nottely, que estoy «figuro, no lo notaron si­
quiera, puesto que en el momento decía Aneyda al embajador.*
—En verdad, Sr. Nottely, que vuestra repentina aparición me
293 OHA TEMPORADA

ajustó en un principio, y rae impidió comprender lo que decíais;


in&9 ahora me alegro de ella, toda vez que me proporciona la oca­
sión de haceros presente mi agradecimiento por el auxilio qne
previsteis i papá.
—Vuestro agradecimiento!
—Y también mi satisfacción por veros restablecido. Adiós, se-
flor embajador.
Y Aneyda dió un paso para marcharse.
—Un momento, un solo momento, por piedad!—dijo el emba ­
jador.
—Qué me queréis?—repuso Aneyda parándose.
—Quiero deciros, por primera y última vez, lo qoe sufro y lo
que siente mi corazón.
—Lo que siente vuestro corazón! No os entiendo, caballero.
—Escuchadme entónces, y me enteodereis, añadió e] jóven. Kay
en Saturno mi sér que adoro, y á quien he entregado toda mi
alma desde el momento que le vi y tuve la dicha de acercarme á
él. Hubo un tiempo, sueño vano! en que creí poder inspirarle algo
de ia ternura que yo siento; mas al ver la indiferencia que me
manifiesta, y el desden y frialdad con que me trata, mis esperan­
zas mueren, mis ilusiones se disipan, y sólo me queda una triste
y dolorosa realidad.
Pero como de este ser pendía mí vida, su indiferencia tiene muy
pronto que matarme. Y raiénfcras esto sucede, y en tanto que mi
corazón herido sufre tormentos superiores á sus fuerzas, no sólo no
le aborrezco, porque esto rae serla imposible, sino que voy á hacer
fervientes votos por su felicidad. Ahora que me habéis oido, podéis
marcharos: adiós, Aneyda.
Pero Aneyda, profundamente conmovida por el lenguaje solem­
ne de Nottely, no se movió, y arrastrada per lo que dentro de sí
sentía, no pudo ménos de decir:
—Sin duda, al hablar asi, os referís á la persona con quien re­
cientemente os vi en el paseo y en el teatro ; mas no aé, en verdad,
por qué os quejáis, pnesto que, léjos de despreciaros, parecía, por
el contrario, muy dichosa á vuestro lado,
—Oh I —dijo Nottely con vehemencia: — vos no ereeis lo que
decís; no podéis creerlo; es imposible que lo creáis.
—Sí ta l, señor embajador, y estoy segura de que no me engaño.
Vos acompañáis á una jóven de grandes atractivos por los sitios
e.N BL MÁS BOLLO DB LOS PLANETAS 2M
más públicos de ítora&lia, y esto no puede hacerse á no mediar un
ínteres...
—Decid más bien un compromiso, y un compromiso ineludible
que filé lo que me forzó k ello: os lo juro por mi honor, Aneyda.
Y rápidamente contó el embajador cuanto le había pasado con
la forastera, después de lo cual volvió á decir:
—Por lo demas, creedlo; el sér de quien os hablo, k quien ado­
ro, á quien dedico todos mis pensamientos , aquel cuyo recuerdo
jamas rae deja, y por quien daría mi misma vida, ese sér sois vos,
Aneyda.
—Yo!—dijo con emoción la jóven.
—Vos, á quien miro como mi Dios y mi todo en este mundo.
—Con que es á mi k quien amais?
—A vos tan sólo; y puesto que he osado decíroslo, aborrecedme
si queréis.
A la pálida luz de los arcos, vi entónces á Aneida cubierta de
virginal pudor, palpitante el seno, entreabiertos loslábios, húme­
da la mirada, y presa toda ella de una intensa y vivísima emo­
ción.
Tras un momento de silencio, volvió k decir el embajador:
—Aneyda, tal vez os he ofendido; tal vez mi atrevimiento
atrajo sobre mi vuestro enojo; y si es así, decídmelo, decídmelo á
m í, que por desagraviaros vertería hasta la última gota de mi
sangre- Oh, no sabéis cuánto he sufrido, ni lo que sufro todavía,
esperando la primera palabra que va á salir de vuestros lábios,
porque esa palabra, Aneyda, decidirá mi suerte, haciéndome el
más feliz ó el más desdichado de los hombres. Decidla, pues, y sa­
cadme de esta duda que me reata.
Conmovida y con la cabeza baja escuchaba Aneyda al embaja­
dor ; parecía que meditaba, y sólo después de un rato pudo decir
con una naturalidad que la realzaba en extremo:
—Pues bien., seBor, no estoy enojada con vos.
—Es cierto? Podré creer lo que decís?
--Sí.
—Luego no as soy indiferente?
—Nunca tne lo habéis sido.
—Y aceptáis mi amor ?
—Con toda mi alma.
—Es decir que vos también...
205 ÜNA TBMPOBADA
—Oa amaba , y por eso he sufrido tanto, creyendo que amábais
á otra.
—Oh, Aneydaí — exclamó con fuego el embajador;—me hacéis
el más venturoso de los hombres: y por esta noche, que no olvi­
daré jamas; por esa luz que sobre nosotros proyectan nuestros sa­
télites ; y por ese cielo teñido de azul y bordado de oro que cubre
nuestras cabezas, os juro que vas y vuestra dicha serán mi único
objeto en este mundo.
—Os creo, señor,—dijo Áneyda;— os creo, porque yo, á mi
vez, os prometo que no siendo ¿ vos, á nádie uniré mi suerte en
Saturno, aun cuando para cumplir esta promesa haya de perder la
vida.
Y dicho esto, alargó su mano al embajador, que la estrechó en­
tre las suyas radiante de felicidad.
—Ya están avenidos,—dijo Nassalacon voz muy baja:— sobre­
manera me alegro de ello; y vos?
—¿Podéis dudarlo?— le c o n t e s t é p e r o reunámonos á ellos.
Y asi lo hicimos.

CAPITULO XXXVI.

■ENTREVISTA CON R t K B T .— BNCTTBNTR06.

Algunos dias después de lo que dejo reforido, me hallaba yo al


lado del embajador, cuando vinieron á llamarle de parte del rey.
—Queréis acompañarme, Mendoza?—me dijo.
—Iria con gusto,—le respondí,—pero como supongo que S. M.
querrá hablaros de negocios, tío me parece regular que esté yo
allí.
—Al contrario, amigo; vos y M. Leynoff sois para nosotros dos
aérea que ningún interes debeis tener en las cosas de Saturno; y
como si alguno tnviéseis seria siempre por nosotros, nada nos im­
porta que presenciéis todos nuestros actas. Con que, venid.
Cuando llegamos, no hicimos antesala, pues aunque S. M. des­
pachaba con dos ministros, tan pronto como supo que estábamos
allí, nos mandó entrar.
Nos recibió en una de sus habitaciones interiores, donde, coran
en todo el palacio, brillaba el oro y la magnificencia.
BN BL wAa BBLLO DB L09 PLANETAS 296
—Hola, Nottely, — le dijo con visible interes el soberano,—
cómo estáis?
—Perfectamente, setter, y aunque asi no fuese, siempre estaría
bien para servir á V. M.
—Lo sé, Nottely. Y el brazo, qué tal? Os servís ya de él?
—Si, señor, algo torpe, pero no me incomoda.
—Me alegro, primero por vos, y luego por mi, porque os ne­
cesito.
—A mí, señor?
—Sí.
—Y para qué?
—Abora os lo diré.
Y volviéndose á mí, añadid:
—Y mí pequeño béroe, cómo está?
—-Gracias, señor; para servir k V. M.
—A propósito, Nottely; mucho deben* querer á Mendoza.
~~No lo sabe bien V. M.,—dijo con viveza el embajador.
—Ya lo creo. IMantre! salvaros dos vece» la vida! pues no es
nada.
—Aparte de eso, señor, quiero ó, Mendoza por su mérito, por él
mismo.
—Bueno, bueno, no me opongo á que le queráis; estáis en vues­
tro derecho, como yo lo estov en el mió para ir aborreciéndole un
poquito.
—Cómo, señor!—dije algo inquietó:—¿habré tenido la desgracia
dé faltar á V. M.?
—Mucho que sí, ainiguito,—dijo entre risueño y enojado aquel
bondadoso soberano.—Cómo! pasarse los ocho y los diez días sin
venir á verme, habiéndole encargado que lo hiciese con frecuen­
cia! Eso ya es demasiado, caballerito, y si seguís así. me Yeré pre­
cisado á tomar alguna medida séria.
—Oh, señor!—dije hincando una rodíllh y besándole 1» mano,
que me alargó al momento:—aunque no vea á V. M., no es por
falta de cariño, sino por el temor dé robarle un tiempo que tanto
necesita, y que tan dignamente emplea en hacer la dicha de sus
súbditos; pero pedidme, señor, la vida, y rereis si titubeo en darla
por V. M.
—Ya sé que me amais, Mendoza, pero como viso tantas veces á
M. Leynoff, que siempre viene ápalacio con Nomata, y á vos tan
291 ÜNA TEMPORADA
pocas, no debéis extrañar que os reconvenga de este modo. Coa
que, cuidado con faltar de nuevo, lo entendéis?
—Si, seffor; pero hasta en esas reconvenciones mismas no haee
más V. M. que acrecer la excesiva bondad con que me honra dea-
de que tengo la dicha de vivir en sus estados.
—Bien, bien, ya veré por los resultados si os enmendáis ó nó.
Y volviéndose al embajador, anadió:
—Mendoza, Nottely, no es ua obstáculo para que hablemos de
negocios, porque si algún ínteres tiene en las cosas de Sata roo,
siempre será ó favor nuestro. Aunque enfermo, os creo al corrien­
te, por Nomara, de todo lo de Catilía, cuyo soberano, confiado en
el apoyo de Rotayde, y eu las huestes del principe de Nocuara, no
ceja en su propósito de apoderarse deTalussa. Admite, sin embar­
go, la conferencia; pero la conferencia no es, en mi concepto, otra
cosa que un pretexto para acabar de hacer su» preparativos y unir
las tropa3 aliadas á la» suyas: por eso no me descuido, y hago
tambieú lús míos. LaNostracia, cuyas intereses son los nuestros, y
que está ai corriente de todo por Coloby, se arma también; y tan
pronto como la conferencia se concluya, vendrán sus tropas á Ro~
mal ia para pasar aqui la gran revista. Sabíais esto?
—Todo, señor,—respondió Nottely.
—Ahora bien: como en C3te asunto la Nostracia y la Roquelia
uo tienen más que un pensamiento, quiero que esta noche misma
marchéis vos y Noiatto á Catilia, A fin de que ántes del dia seta-
lado para la conferencia, tanteéis los ánimos de los demás emba­
jadores para saber lo que piensan respecto de ella. Yo nada espero,
como os dije, de la conferencia; pero como deseo que de nuestra
parte esté á lo ménoa la justicia, os encargo que no omitáis medio
ninguno, salva, se entiende, la dignidad de ómbas naciones, para
obtener la paz, ya haciendo verá los ministros, y áun al rey mis­
mo, 1&5 consecuencias terribles de la guerra, y ya haciendo que
adopten igual lenguaje los embajadores de las potencias aliadas
nuestra». Bastan y sobran estas indicaciones para vos, que sote tan
hábü diplomático como intrépido guerrero; y sólo os encargo (así
que os persuada!* de que la avenencia es imposible) que deis la
ytielta inmediatamente. Ahora decidme, ¿se resentirá vuestra sa­
lud si marcháis hoy?
—De ningún modo, señor, y todo se hará como- desea V. M-
— Además, — añadió el rey, el uo haber vuelto Noetrendy,
P.N BL MAft BULLO DB LOS PLANISTAS 29 8
como habia ofrecido, á darme cuenta de la conversación habida
con su tio, me hace ver, no sólo que es inevitable la g u e rra , sino
que no se ha portado muy bien el tal sujeto: lo tendrémos pre­
sente.
— Tiene V. M. m is que mandarme?
— No; podéis marcharos. A h , no os olvidéis de veros con No-
latto para conveniros en la hora que debois salir : según mo dijo,
creo que será de noche*
—Muy bien, señor.
— Si de aquí á que salgáis, tengo alguna órden que daros, ya
os avisaré. Estáis en casa de Nomara todavía?
—Sí, señor, pero hasta el medio dia y nada más.
— Muy bien.
Y volviéndose á mí, añadió :
—Cuidado con otra, caballerito.
— No volveré á faltar, señor?
Y besando el embajador y 3*0 otra ve2 su mano, nos marchamos.
Cuando llegamos A casa entramos en el salón, donde encontra­
mos á Aneyda leyendo.
— Tan sola, Aneydaí— dijo el Sr. Nottely.
— Mamá acaba de salir con la señora Notissa y el caballero No-
matty; Siiaydi está en palacio, y M. LeynofF y papá se pasean en
la huerta.
Viendo yo la bella ocasión que á Nottely se le presentaba para
despedirse de Aneyda, les dije :
— Aprovechad este momento, amigos, para despediros.
—Para despedirnos!— dijo Aneyda perdiendo el color.
—Por muy pocos dias, Aneyda,— dijo el Sr. Nottely.
— Pues adónde vais, señor?
Antes que respondiese el embajador, les dije yo :
—Miéntras habíais, voy á la huerta para entretener al príncipe
y á M. Leynoflf.
Una mirada de gratitud faé la respuesta de los jóvenes.
Hallé, en efecto, paseándose y hablando á los dos viejos. Contó­
les, lo más detalladamente que pude, nuestra entrevista con el rey.
y hablamos mucho de este asunto, que era muy del gusto de! se­
ñor Nomara. Habría una hora que nos ocupábamos de él, cuando
dijo el príncipe:
—Quisiera ver á Nottely; sabéis dónde está, Mendoza?
299 ÜNA TEMPORADA

—Sí, seftor; queréis que le llame?


—Si no os molestáis......
—Voy al instante.
Y corrí al salón. Cuando llegué, estaba á la puerta el embaja­
dor á quien oí decir:
—Y consentís?
—S í, —respondió Aneyda.
—Esta misma noche?
—Esta misma noche.
—Y sin repugnancia, sin la más leve repugnancia siquiera?
—Sin la más leve.
—Qué feliz soy!
Y al decir esto, salió el embajador, encontrándose conmigo.
—Qué hay. Mendoza? ocurre algo?
—El príncipe quiere veros.
—Dónde está?
—En la huerta.
—Pues vamos allá.
Iba á seguirle con intención de preguntarle á qué aludían las
liltímas palabras que habia dicho á Aneyda, cuando vi entrar de
puntillasen el cuarto de ésta al Sr. Nomatty. El embajador, absorto
sin duda con la conversación que acababa de tener, nada percibió;
pero viendo que me paraba, dijo:
—No venís, Mendoza?
—Id andando, que allá voy.
Marchóse, y yo me dirigí á mi cuarto, porque tenia que pasar
por delante del de Aneyda. Cuando llegué á Ja puerta, me paré
un poco, y oí un murmullo como de personas que hablaban; pero
como nada tenia de agradable que saliesen y me hallasen allí pa­
rado, continué mi camino con intención de quedarme á la puerta
del mió y observar. No habia cinco minutos que estaba en ella,
cuando vi salir al Sr. Nomatty acompañado de la doncella, con la
cual hablaba animadamente, aunque en voz baja.
—¿Obsequiará este hombre,—dije para conmigo,—á esta mucha­
cha, ó traerá con ella algnna intriga de otro género?
Bajé k la huerta deseoso de preguntar al embajador el signifi­
cado de aquellas palabras que le habia oido cuando s&lia del salón
y que tanto me habían chocado; pero nos llamaron 4 comer y no
pude hacerlo. En la mesa, se continuó la conversación de la huer~
P.N RL Máft BULLO DB LOB PLA.NETA8 300
fca, ea decir, sobre política; pero el embajador, que atendía más &
mirar k Ancyda que á otra cosa, habló poco.
Acabada la comida, se despidió éste de la familia con aquella
finura y amabilidad que le eran peculiares. El principe y M. Ley-
noffle abrazaron tiernamente, y la princesa sólo le encargó que
visitase k Noatrendy. Aneyda se despidió de él con la finura y
reserva propias (le su edad: sus ojos dijeron lo demás*
—A qué hora pensáis salir?—preguntó el Sr. Nornara..
—Lo ignoro todavía; pero sé que será de noche, según me di­
jo S. M.
Iba á abrazar á Silaydi, cuando éste le dijo:
—No, amigo; todavía rio.
—Pues qué hay ?
—Que os acompañamos Mendoza y yo.
—Hombre...
—Y como que no hay remedio,—dijo sonriendo el Sr. Silaydi,—
marchemos.
Y nos marchamos.
Cuando llegamos k la embajada, nos abrazó Nottely cariñosa­
mente, y nos dijo:
—Ahora, mis queridos amigos, permitidme que os deje. Tengo
que arreglar varias cosas, hacer cuatro ó cinco visitas, y mis pre­
parativos de viaje. Con qué, hasta la vuelta.
Bien sentía yo no hablar algo en particular con Nottely, y , so­
bre todo, no preguntarle el significado de aquellas palabras que,
sin saber por qué, me habían chocado tanto; pero como estaba
allí Silaydi y me esperaba, me fué imposible hacerlo, j Cuánto me
pesó después no haberle llamado á parte á todo trance!
Jamás creí echar tanto do ménoa al embajador; experimentaba
un vacío, que nádie, ni aun el mismo M. LeynofF, podía llenar.
Silaydi notó mi tristeza, y como sabia la causa, me dijo con mi
interes que siempre tendré presente:
—Cuánto lo sentís, Mendoza!
—No puedo negarlo, Silaydi; amo mucho, y aún más de lo que
creia, al embajador.
—No lo extraño, porque le merece; pero más debe amaros él k
vos, que le habéis salvado das veces la vida.
—Ob, eso no merece la pena, porque él hubiera hecho por mí
otro tanto. Lo que me hace quererle más, aparte de su indispu-
301 ONA THMPOBADA

table mérito, es la amabilidad con que nos trató A M. Leynoff y á


mí, desde que nos vió en Saturno. Esto, querido Silaydi, en un
mundo desconocido, y tratándose de hombres que debían serle tan
extraños, nunca se olvida. Por eso, raiéntras viva, amaré con to la
rai alma A vuestro padre.
—Como él y todos... os amamos A vos.
—Ya lo sé.
De una manera que uo pudimos evitar, tropezamos con Nomatty,
que venia con tres jóvenes Catilianos. Filé preciso saludamos. El
Sr, Nomatty se puso muy encarnado; había antipatía entre este
jóven y nosotros. Hubo un momento de silencio bastante embara­
zoso para todos, porque interiormente, estoy seguro que nnus y
otros deseábamos vernos A cien leguas de distancia. Por último,
dijo el Sr. Nom atty:
—Parece que se marcha Nottely : es a sí, señores?
—Así parece,— respondí yo. — Y vos, caballero N om atty, no
marcháis también'?
Esto lo dije con intención de hacerle hablar.
—Hasta que sepa el rebultado de la conferencia, nó.
—Pero si el resultado es bueno, os quedareis, verdad?
—Probablemente. Pero, señores, — añadió cortado por la frial­
dad de Silaydi;—os estoy deteniendo, y queréis pasear. Dispen­
sadme.
Y nos separamos haciéndonos una profunda cortesía, pero sin
darnos la mano.
No habíamos andado veinte pasos, cuando viraos venir corrien­
do y saLtando A Cattarrulo.
—Oh, señores,—dijo éste, después que se nos acercó:—j cuánto
celebro encontraros 1
—Hola, amígnito, qué hay?
—Un baile, caballero Mendoza , un gran baile al cual asistirá
toda Romalia. Queráis qué os lleve? Soy el todo de la casa.
—No, gracias,—le respondí;—tenemos que hacer esta noche.
—Es que será brillante, y hay además muy lindas ninas: dos
particularmente, que yo obsequio y que me aman con ferocidad,
son adorables. Visten con un lujo y una elegancia que encantan.
—Con que os aman, eh?
—Qué si me am an ! que si me aman I me idolatran. Queréis ver
sus cartas?
bn hl ü ls bbljlo DK 1-CH plajnbtas, 302
Y ya echaba la mano al bolsillo, cuando dijo Silaydi:
—Nos esperan, Mendoza; vamos pronto.
—Adónde vais? al paseo? Voy cou vosotros, — dijo al instante
Cattarralo.
—No, amigo,—dijo el Sr, Silaydi;—vamos á evacuar un ne­
gocio grave.
—Lo siento, caballero Silaydi; á fé mia que lo siento, porque
acaso estarían allí mis dos divinas y os las enseñaría; pero otro
dia será. Adiós: soy todo vuestro.
Y se marchó tan de prisa como vino.
—Siento privaros de ese ente, Mendoza; pero, francamente, no
lo puedo soportar.
—En otra ocasiou lo sentiría más, Silaydi. Queréis qué volva~
naos á casa?
—Sí, aunque no sea más que por no tropezar con él.
fS e continuará, J

Tinao A ohdimjlNA. db V bca .


UNA TEMPORADA EN EL MAS BELLO DE LOS PLANETAS.

CAPÍTULO XXXVII.

RAPTO*

Habla en el palacio de Nomara cierta tristeza que rae agradó eo


extremo, porque estaba en armonía con la mía. Todos echaban de
ménos al embalador, excepto la princesa, que reía y bromeaba con
mus contertulios como si nada hubiera pasado. Aneyda hablaba con
Nassala, M. LeynoíTcon el príncipe y el Sr. Otrocy.
Después que ¿e retiraron y cenamos me fui á acostar, Nada, dije
ó. ML Leynoff, que viéndome tan abatido y conociendo la causa,
calió también. Me fué imposible dormir, y ya pasaba mucho de la
media noche cuando me pareció sentir un ruido particular que me
llamó la atención. Me puse á escuchar y se me figuró que oia gri­
tos; me incorporo en la cama, y escucho de nuevo: no había duda:
los gritos seguían é iban en aumento.
— Qué será esto?— dije para conmigo.
De repente siento pasos precipitados, como de personas que
corrían.
— No, aquí hay algo,— dije tirándome de la cama y vistiéndome
á toda prisa.
Los gritos aumentaron hasta el punto que oí decir:
— Oh qué desgracia, señorito! Qué desgracia!
A estos gritos despertó M. LeynofL
— Qué es eso, Mendoza?— me dijo.
— No lo sé, amigo: oigo gritos y he sentido pasos de personas
quo corrían, pero nada más puedo deciros.
BU BL Más BBLLO DE L09 PLANETAS 438
—Voy á vestirme,—dijo M. Leynoff,—porque tanto ruido tío se
lia ce sin motivo.
Cuando M. Leynoff dijo estas palabras ya estaba yo listo y fuera
del aposento: entónees tropiezo con el Sr. Sulfendy, que venía
corriendo,
—Qué bay? amigo?—le pregunté,
—No lo sé, señor,—me respondió sofocado por la prisa; — pero
algo ha sucedido á la señorita, porque veo gente en su cuarto: va­
mos allá, si gustáis.
—Vamos.
Y efectivamente nos dirigimos al cuarto de Aneyda. Cuando
llegamos estaban en él , medio vestidos, los principes y el señor
Silaydl escuchando ó la doncella que era la que habla dado los
gritos.
Nada preguntamos por no interrumpir la relación que aquella
hacía y que oían ios principes con ansiedad.
En esto entró M. Leynotf.
—Estábamos hablando,—continuó la doncella oon voz entre­
cortada por los sollozos,—la señorita y yo, cuando nos pareció oir
ruido en el balcón: volvimos la cabeza y vimos, detrás de los vi­
drios, moverse unas sombras que nos llenaron de espanto. Doy nn
grito, é iba á llamar, cuando sa abrió el balcón y entraron cuatro
hombres embozados y con las caras cubiertas.
Uno de ellos se vino hácia mi, y poniéndome un cuchillo al pe­
cho, me dijo;
—Si das un grito, te mato.
Otro, que parecía más fino, cogió á la señorita por un brazo, y
le dijo:
—Nada teneie que temer si no gritáis y no os oponéis á nues­
tra voluntad; pero ai creída de que vendrán á socorreros dais un
grito ó hacéis la más leve resistencia, sois perdida. Evitadnos,
pues, la violencia.
La señorita dijo entónces:
—Oh, papá mío! Dónde estás?
Un jay! desgarrador salió del pecho del Sr. Nom&ra.
—Y se dejó conducir,—continuó la jóven,—por el desconocido,
que la llevó al balcón, donde la entregó ó otros dos, que ain duda
la estaban esperando.
—Acaba,—dijo pálido de ira el Sr. Silaydi.
439 OKA TEMPORADA
Pasaría como media hora cuando el que me amenazaba con el
cuchillo, me dijo:
—Voy á marchar: si ¿ntes que salga del jardin te oigo hablar
ó dar el menor grito, vuelvo y te mato,
T ae marchó; pero yo, en lugar de obedecer, salí del cuarto
dando los gritos que habéis oido y que as han hecho despertar.
—Oh Dios!—dijo á esta sazón el Sr, Nomara levantando sus ojos
al cielo y exhalando un gemido;—dadme fuerzas para resistir tan
duro golpe.
Y se dejó caer sobre un sofá con el semblante descompuesto.
La princesa, agobiada también por el dolor, perdió el conoci­
miento.
Conmovía el ver el estado de aquellos afligidos padres,
—Y has conocido ó alguno?—dijo con reconcentrado furor el
Sr. Silaydi.
—A ninguno, señor, porque todos tenian cubiertos los rostros,
y sólo les vi los ojos.
—Y eran de Romalia, es decir, vestían como nosotros?—pre­
guntó el Sr. Silaydi,
—No señor, porque sus tánicas y mantos se parecían á los de
Nostracia.
Nos miramos unos á otros á unimismo tiempo.
—El mónstruo!—dijo la princesa, que, al volver en al, había
oido las últimas palabras de la jóven^—ya yo lo presumía.
Lo que había dicho Nottely al salir del salón se me vino entón-
cea ó la memoria,
—Cómo!—dije para conmigo;—¿tendrían aquellas palabras re­
lación con este rapto? Oh, es imposible; sería el colmo de la fata­
lidad.
El Sr. Nomara, exhalando hondos suspiros, parecía la cstátua
del dolor. M. Leynoff, que se habia acercado á él, le miraba en
silencio.
Silaydi que hacia tiempo se habia quedado pensativo, dijo le­
vantando la cabeza:
—Pronto, dos antorchas y mis armas.
—Qué vais ó hacer?—le pregunté.
—A registrar el jardin y á seguirlos.
—Bien; pero no lo hagamos mal por demasiada precipitación.
—Pues qué más queréis ?
P.N B L MAa BHLLO D E LOS P L A N E T A S 440
— Que u.os acompañen, bien armados, mi guardia y cuatro cria­
dos vuestros, porque si los encontramos ¿qué hemos de hacer los
dos »oloa siendo ellos seis? Además, mandad que ensillen buenos
caballos para todos.
— Sí, si, teneis razón, Mendoza,— dijo el Sr, NomaTa saliendo
de su estupor,— Pronto, Sulfendy Tllamad & los criados y que en­
sillen los caballos y se armen. Corre, Silaydi, no te detengas un
momento. Ob Aneyda de mi vida! que será de ti, sola y en po­
der de esos malvados!
Y volvió á caer abatido en el sofá.
— ‘Y yo juro, ante Dios,— dijo la princesa irguiendo con orgullo
su, cabeza, —que me vengaré del inferné que lia cometido tal mal-*
dad. Corre, Silaydi; t ráelos.
Y veloces como el relámpago, bajamos al jardín Silaydi y yo,
seguidos de los criados.
En él y a , encontramos una gorra tirada por eí suelo, adornada
con plumaa negras. Cogióla Silaydi y la examinó con atención.
¿Cuál serio nuestro asombro cuando viraos en ella las cifras y las
armas de Nos trac ia?
— Oh , no puede ser, no puede ser,— dije fuera de raí;— seria
una presunción horrible.
— Horrible sí, tenéis razón,— dijo el Sr, Silaydi con una sonrisa
imposible de describir;— pero, por qué no puede ser, Mendoza?
— Porque ó es preciso dudar de Dios, ó no se puede creer que
Nottely haya cometido tal infamia.
— Continuemos nuestras investigaciones— murmuró Silaydi,
como si no hubiese oido mis palabras.
Descubrimos en seguida los dos hoyos que había dejado la esca­
lera , y por el largo y ancho de estos, inferimos que era cómoda y
muy á propósito para bajar una señora. Alrededor de loe hoyos y
en dirección á una de las puntas del jardín , vimos várias huellas
que iban y venían , es decir, las que habían hecho los raptores
paro entrar, y las que habian vuelto á hacer para salir.
Nada más pudimos observar entónees.
— Vamos ahora ó la puerta,— dijo el Sr. »Silaydi.
Y marchamos sobre las pisadas mismas de los raptores. Cerca
de la puerta, encontramos un papel que Silaydi cogió con avidez;
era tra pedazo de una carta, en el cual pudimos leer á la luz
de una antorcha catas palabras; «mis instrucciones ya las reci-
441 DSA TEMPORADA

bísteis, con que no habrá disculpa si la cosa sale roal.—Nottely*


—Conocéis esta letra?—me dijo Sil aydi alargándome el papel.
—Si,—le respondí perdiendo el color;—es de Nottely.
—Y ahora qué decís?
Las fatales palabras del salón volvieron á mi memoria, y en
vez de la defensa que iba á hacer del embajador, dije lleno de
amargura:
—Que me confundo, Silaydi, y que no sé, en verdad, á qué
atenerme.
—Luego dudáis t o d a v í a d i j o mirándome con cierta descon­
fianza el Sr. Silaydi.
—Si dudo de la persona, no dudo del crimen; y sea cualquiera
el que lo haya cometido, merece la muerte. Con que á ellos, Si­
laydi .
—Ah,—me d i j o s o i s todo un caballero, y no esperaba ménos
de vos.
Y volviéndose á uno de los que llevaban las antorchas, añadió:
—Al guardia y á los criados, que vengan á la puerta con los
caballos.
—Antes de montar,—dije á Silaydi,—examinemos el terreno á
ver si han marchado á caballo ó en ruedas.
—Te neis razón.
Y á la luz de las antorchas, y después de haber observado las
surcos que se percibían en el suelo, no noe quedó la menor duda
de que Aneyda iba en carruaje.
Montamos á caballo y nos lanzamos á escape.
—Corramos,—me dijo el Sr. Silaydi,—á ver si al romper el dia
podemos alcanzarlos.
—Corramos,—le respondí;—pero, ¿qué camino hemos de seguir?
—Hé ahí lo que no sé; y si la casualidad no nos favorece, y no
quiere que los encontremos, será preciso volvernos para hacer otra
clase de pesquisas. Entre tanto, corramos.
Y corríamos, ó por mejor decir, volábamos, pues si cualquiera
nos hubiese visto en aquella carrera furiosa, debía creer que no
éramos hombres, sino fantasmas arrastrados por un torbellino.
Era ya de dia, y nada vimos: tendimos la vista por uno y otro
lado, y nada tampoco percibimos. Qué hacer? A quién preguntar?
A nádie, porque n&die pudo haber visto aquel carruaje habiendo
salido é hora tan avanzada. Fué, pues, preciso volvernos.
TOMO XVI. 20
P.N BL M ás BBLLO DB LOS PLANETAS 442
— Y Aueyda?— preguntó el 8r. Nornara asi que nos percibió.
— Corrimos, papá,— dijo Silaydi;— y corrimos A escape, basta
que rompió el día, y no liemos podido hallarlos.
Y volviéndose al Sr. Sulfendy, añadió;
— Id , Sulfendy, y decid A los criados que monten i caballo,
y que caminen A escape por seis puntos diferentes para inquirir
noticias; A la noche deben estar aquí. Reunid, además, toda la ser­
vidumbre, y decidles que A la menor palabra que se trasluzca fue­
ra, serán despedidos.
Marchóse el Sr. Sulfendy, y Silaydi añadió;
— Ahora que estamos solos, hablemos, papá. ¿Quién creeB que
haya sido el robador de Aneyda?
— Hijo mió,— dijo con amargura aquel excelente hombre,— no
me preguntes nada, porque rae pierdo en conjeturas. Si he de
creer A la doncella, fué N ottely; y si recuerdo los antecedentes de
éste, tengo por un crimen tal creencia.
— Pues fué él, papá; no hay que dudarlo.
— Y quién más que él,— dijo la princesa Antes que respondiese
el Sr. Nomara,— tenia interes en cometer ese atentado? i Ah, in­
fame !
— Pero entendámonos, Silaydi,—dijo M. Leyn off;— sólo por lo
que habéis oido á la doncella, acusáis tan resueltamente al em­
bajador?
— N o ,— respondió Silaydi;— tengo otras pruebas.
— Eso es otra cosa, —contestó M. Leynoff;— mostrádnoslas y las
examinaréraos con calma, y cual cumple A hombres que se esti­
man y estiman A sus amigos. Me parece que los servicios que A
vuestra familia ha hecho el Sr. Nottely, bien merecen que nos to­
memos por él este trabajo.
— Es cierto,— dijo con nobleza Silaydi;— y no os oculto que su­
fro extremadamente al ver que estas pruebas condenan A nn hom­
bre sin el cual papá y yo no viviríamos; pero M. Leynoff,— ana­
dió el jóven con chispeantes ojos;— vos sois caballero, y un caba­
llero sabe muy bien que todos los servicios del mundo desaparecen
cuando se trata del honor, y el nuestro ha sido lastimado cruel­
mente por Nottely.
— Bien, Silaydi.— contestó M. Leyn off;— pensaré como vos si
esas pruebas de que habéis hablado me satisfacen: mostrádnoslas.
— Y a oísteis lo que ha dicho la doncella,— continuó el Sr. S i-
443 UNA TEMPORADA
laydi;—pues Mendoza y yo hemos encontrado en la huerta una
gorra con las cifras y las armas de Noatraeia. Qué decís de esto?
—Que tiene esa prueba alguna fuerza unida á lo que ha dicho
la doncella; pero ¿no pudiera haber puesto allí esa gorra algún
enemigo de Nottely?
—No digo que no,—repuso Silaydi; pero teniendo en cuenta
que todos los raptores eran Nostracianos, ¿no parece más natural
que perteneciese á alguno de estos?
—Conozco todo el valor de lo que decís,—contestó M. Ley-
noff; pero sé también de cuánto es capaz un hombre indigno.
¿No hay en Saturno más que Nottely que tuviese Ínteres en ese
rapto?
—Nádie,—dijo con viveza la princesa,—excepto Nostrendy; y
Nostrendy, además de hallarse en Catilia, no necesitaba robar una
persona que sabe muy bien le daban sus padres con el alma.
—Hay mucho que decir en eso, señora; y si yo pudiese hablar
con libertad, quizá..,.
—Pues bien,—dijo Silaydi interrumpiéndole y entregándole el
pedazo de papel que habíamos encontrado en la huerta;—¿qué de­
cís de esto?
Cogiólo M. Leynoff, é iba á leerlo para sí, cuando le dijo Si­
laydi:
—No, no; leedlo alto para que lo oigamos todos.
Leyó, en efecto, alto M. Ley noff, y calló la boca: callamos todos
también, ménos la princesa, que dijo lleua de indignación:
—Eso es más claro que la luz del dia; pero yo le juro por mi
alma que se ha de acordar del hecho. Malvado!
Y diciendo esto se marchó con la cabeza erguida y respirando
venganza.
Me llegaba al alma ver al Sr. Nomara sumido en la mayor
aflicción, y no me atreví &marchar sin decir ¿ M. Leynoff:
—Distraedle, por Dios, y no le abandonéis.
Y volviéndome á Silaydi, añadí:
—Vámonos, para que M. Leynoff consuele á vuestro padre.
—Nádie como él puede hacerlo. Pero, Mendoza,—me dijo por
el camino,—no es inaudito lo que acaba de suceder? ¿No excede
los límites del sufrimiento humano mirar como enemigo á uu hom *
bre 4 quien amaba ayer, y al cual debo mi vida y la de papá?
—Cierto, Silaydi; pero creednos, dejemos é Dios y al tiempo
P.N BL MAfl BBLLO DB LOS PLANETAS 444
que no» revelen todo lo que hay de misterioso en este suceso: 4 lo
ménos esperemos á que vuelvan la » criados y sepamos si han in ­
quirido a lgo .
— Lo que siento,— dijo el Sr. S ilaydi, — es que no esté aquí el
em bajador, pues si estavíese, mañana mismo sabríamos 4 qué ate­
nem os. ¿Qué paciencia hay capaz de esperar diez, veinte ó treinta
dias, con los brazo» cruzados, cuando la sangre hierve y el honor
pide ven gan za ?
— Bueno, pero dejemos eso por ahora y vamos 4 acostarnos para
reparar las fatigas de esta noche.
— N o puedo dorm ir, Mendoza.
— P cto aun cuando no durmáis, descausad al ménos.
Se fué á su cuarto y yo al m ío, donde me acosté porque estaba
rendido de fatiga.

C A P ÍT U L O X X X V IH .

PROVOCACION DH SILAYDI k NOTTBLY*

D iez dias después de los sucesos referidos vino á despedirse el


Sr. N om atty. Los asuntos de C atilia iban , según nos d ijo , cada
vez peor, y esto era lo que le m ovía 4 marchar: no quería hallarse
fuera de su pátria cuando ésta podía necesitarle.
N o os olvidéis, N om atty,— dijo la princesa. —de lo que os en­
cargu é para N ostrendy.
— L o tendré presente, señora.
— Acordaos, además, que es preciso la m ayor reserva; ¿lo en­
tendéis?
— Y tanto como os entiendo, señora. Y a enteraré de todo 4 Nos-
trendy, y él hará, es bien segu ro, cuanto sea preciso para daros
gusto.
Después del adiós de la princesa, y de habérseme ofrecido con
una cordialidad que no había visto nunca en é l, se marché el se­
ñor N om atty.
Desde el rapto de A n éjela, el palacio de N eniara se había con­
vertido en un sitio de desolación: parecía que, al desaparecer la jó -
v e n , habia llevado consigo la dicha y el contento de la casa, E l
Sr. N om ara estaba lleno de am argu ra, y su salud principiaba á
445 ÜNA TEMPORADA

resentirse. M. Leynoff, por consolarle, no sólo había abandonado


sos continuas investigaciones en los archivos de Romalia, sino que
dejó hasta de reunirse con los sabios de esta ciudad, corno lo ha­
cia ántes del fatal suceso. La princesa cada vez más unida á la se-
iíora Notisaa, no respiraba más que venganza. Silajdi ocupado sin
descanso en organizar su escuadra, no por eso dejaba de esperar
con febril impaciencia la venida del embajador, y yo triste y aba­
tido por tanto contratiempo, no tenía más distracción que la seño­
rita Nassala y los cortos momentos que Silaydi me dedicaba.
Ningún rastro, ni el más leve indicio se había podido hallar del
paradero de Aneyds Tá pesar de haber mandado los criados de más
confianza en seguimiento suyo con órden expresa de hacer las más
severas pesquisas en la Nostracia y en Catilia: esto nos tenia cons­
ternados.
Por otra parte los temores de guerra aumentaban por momentos,
y pronto supimos que se habían expedido los pasaportes á los se­
ñores Nolatto, Nottely y ai embajador de la Gran Roquelia.
Al vigésimo dia de la marcha del embajador, y por consiguien­
te del rapto de Aneyda, estándonos paseando Silaydi y yo en los
pórticos de palacio, viraos apearse de un coche de camino al emba­
jador de la Gran Roquelia, á Nolatto y á Nottely.
Ver á éste, y encendérsele el rostro ¿ Silaydi, todo fué uno.
— Os ruego , Mendoza, que sea cualquiera la amistad que pro­
feséis al embajador, y lo que penséis de la desap&ricioa de Aney­
da , no toméis parte en la conversación que voy á tener con él.
— AquiV— le pregunté sorprendido.
— SI, porque pienso esperar á que salga y llamarle.
—Pero no sería mejor citarle para un sitio más á propósito?
— Y mi impaciencia, Mendoza, rae lo permite acaso? ¿no esperé
ya demasiado? Oh , ai A costa, de los de mi vida pudiese conmu­
tar los momentos que aún me faltan para hablarle, icón qué gusto
los conmutaría!
— Es que temo una cosa.
— Qué?
— Que os acaloréis demasiado, y os oigan.
— Nó, porque nos irémoe al jardín.
—Bien , puesto que no hay otro remedio, haced lo que gustéis;
pero me permitiréis una observación?
— Qué, Mendoza? — repuso, mirándome de reojo el Sr. Silaydi.
KN BL BBLLO DB LOS PLANETAS 446
— Que ántes, que él mismo os díga lo que pasó respecto al rapto,
no olvidéis lo que muchas vece3 os he dicho,
— P o r Dios, Mendoza, contestó impaciente el jóven , que me sor­
prende vuestra insistencia.
— S i , S iia yd i, — repuse con d ecisión , — no olvidéis que lo m is­
mo que puede ser culpado N ottely , puede ser inocente , y en la
d u d a , creo que debéis tener con él ciertos miramientos que no por
eso exclu yen la entereza y e l valor.
— Estáis equivocado, M endoza, ya os lo he dicho y os lo repito
de nuevo. La culpabilidad del em bajador está de tal modo probada,
que sólo la nobleza de vuestra alma puede disculparle, como os dis­
culpa á mis ojos cuando tratáis de ponerla en duda. Dejadnos á. los
dos, os lo suplico, y pronto saldréis de vuestro error,
— Bien , S iia y d i, b ie n , — le contesté con tristeza; ■— no hable­
mos más, y esperemos á N ottely.
Pasaría como cosa de una h o ra , cuando vim os salir á éste con
vários señores de la corte : no necesitamos avisarle, pues tan pron­
to como noa vió se despidió de e llo s , y se vino háeia nosotros ra­
diante de satisfacción.
H orrible fué aquel momento para mi.
Autos de acercársenos, ya habia abierto los brazos; pero cuando
observó m i serenidad y lo demudado del semblante de S iiaydi, vol­
vió á bajarloa.
— Qué es eso , queridos am igos ?— nos dijo con una amabilidad
mezclada de sorpresa.,— ¿cómo os veo tan sérios? qué tenéis? os ha
sucedido a lg o ?
—-Caballero ,— le dijo el Sr. S iia y d i, — deseo tener con voe un
momento de conversación : quereia seguirm e?
Lanzó el Sr. N ottely una mirada investigadora y llena de pro­
fundo asombro sobre S iia y d i: luego la fijó en m í con una insisten­
cia t a l , que me hizo bajar los ojos; por ú ltim o , después de a lg u ­
nos momentos de silen cio, dijo á S iia y d i:
— Y a d ó n d e querois que os s ig a , caballero?
— C erca; a q u í, al ja r d ín , — dijo con voz entrecortada el Sr. Si-
la yd i.
N u eva mirada del embajador y nuevo asombro.
— Os s ig o , — contestó.
Marchábamos en silen cio: sólo Dios sabo lo que y o sufría.
Cuando estuvim os en un sitio retirado, nos paramos, y encarán-
447 DSA TBMPORADA
ilose el Sr. Silaydi con N o tte ly , le dijo con voz cada vez naés al­
terada í
— S é , caballero, que os debo mucho, y que os lo debe igual­
mente mi familia ; pero como todas las consideraciones humanas
desaparecen ante el honor, olvido aquellas para pediros cuenta de
este.
— El honor! — dijo ol Sr. Nottely , — el honor! pues en qué he
atacado yo vuestro honor , caballero?
Sin contestar á esta pregunta, y mirando á Nottely con chis­
peantes ojos, dijo el Sr. Silaydi:
— A qué hora y en qué sitio queréis que nos veamos esta tarde?
—Pero esto es un desaño!
— Y hasta ahora no Lo habéis conocido?
— Caballero— dijo irguiendo la cabeza y tomando su aire de
majestad el Sr. N ottely;— yo no puedo batirme con vos.
— Oh am igo!— dijo acercándose el Sr. Silaydi, y poniendo su
cara casi pegada & la deljóven;— no me obliguéis á usar de aque­
llos medios á, los que ni aun los más villanos pueden resistir, por­
que os aseguro que apelaré á ellos. ¿A qué hora y en qué sitio
queréis que nos reunamos?
Sin inmutarse y sin mudar siquiera de postura, á pesar del in­
sultante movimiento de Silaydi,— dijo el embajador:
•—Os repito, caballero, que no me bato con vos, á lo raénos sin
una condición.
— Qué condición?
— Que me digáis el motivo de nuestro duelo,
— E l motivol el m otivo!— repuso exasperado el jó v e n ;— ¿pués
no lo sabéis vos?
— Si lo supiese,— respondió el embajador con la misma c a lm a -
no os lo preguntaría.
Fuera de sí el Sr. Silaydi, ee acercó de nuevo al embajador, y le
dijo con ademan provocativo:
— Os batís, sí ó nó?
— Nó— contestó el embajador siempre impasible— &i no me de­
cís el motivo.
Ya habia levantado Sila ydi su mano é iba á descargarla sobre el
rostro del Sr. Nottely, cuando cogiéndosela éste por la muñeca, y
sujetándosela con una fuerza irresistible, le dijo siempre con la
misma calma:
F.N « L MAñ BBLLO DB LOS PLANETAS 448
— Reportaos, caballero, y no olvidéis que para batirse un hom ­
bre uo necesita perder su d ig n id a d : respondedme, y á mi vez ha­
blaré y o .
— Cómo, m iserable! después de deshonrarme rehusáis satisfa­
cerm e?
Y pugnaba per desasir su ruano, sin que le fuese posible lo­
grarlo.
— Deshonraros I y o !... Os ju ro que no os comprendo, caballero.
— Donde está mi hermana ?
A l oir esta pregunta se puso lívid o el em b aja d or; soltó la mano
del Sr. S ilaydi y se quedó mirándole de hito en hito.
— Vuestra herm ana!— murmuró con aire consternado;— vues­
tra hermana \pues qué ha sucedido ¿ vuestra herm ana?
— Cómo que le ha sucedido? N o la habéis robado vos?
A l oir esto, rápido é impetuoso como el león, lanzóse el sefior
N ottely sobre S ila y d i, y cogiéndole del brazo y atrayéndole hácia
si con una fuerza convulsiva, dijo:
— Han robado á vuestra hermana í la han robado! Cómo? ¿cuán­
do? quién? Hablad pronto, caballero.
Y o sentí m i alma inundada de gozo al ver aquel arranque del
embajador, que tan bien probaba su inocencia.
A Silaydi le conmovió igu a lm en te; pero como no estaba aiin
.satisfecho, volvió á d e c ir:
— Pues q u é! no habéis sido vos el que robásteis á mi hermana?
— Dejadm e y m atadm e, sí queréis— contestó el jó v e n ,— seguro
de que no m e defenderé. Si ha desaparecido Aneyda, é ignoráis su
paradero, puesto que rae preguntáis por ella, ¿qué me Importa á
m i la vida ni vuestras amenazas?
Pronunció estas palabras con tal desesperación el Sr. N ottely,
y su abatim iento era tan grande , que al fin S ila yd i principió á
dudar. Con tono, pues, m énosduro repuso a l punto:
— Pero, caballero, en nom bre del cie lo : ¿es cierto que no habéis
sido vos el raptor de A n eyd a? de véras puedo creeros? Ved que os
lo pregunta un hermano desolado, y que os lo pregunta por m i
boca toda una fam ilia sin consuelo.
En lu g a r de responder, d ijo con el mismo abatim iento el Seüor
N o t te ly :
— M e habéis herido, caballero, lo mismo que vuestro am igo (fi­
jando en mi sus rasgados o jo s ) en lo Íntimo de mi alma por ha-
449 ÜNA TEMPORADA
berme creído capaz de tan bajo y villano crimen. Sabed, caballero,
puesto que mi dolor me ba vendido, que si amo á vuestra hermana
es con el amor más 3anto y puro que puede abrigar un hombre;
amor que me obligarla á arrancar mil veces el corazón ántes que
causarla, no ya un disgusto, sino la más leve incomodidad. Y pen­
sando asi, ¿ pudisteis haber creído que yo la hubiese robado ? jAh,
Mendoza!
Y al nombrarme me lanzó una mirada sublime por las recon­
vención ea que encerraba.
Sin poderme contener, dije al momento:
—Yo no, querido Nottely, yo no lo he creido jamás, á pesar de
las pruebas que teniamos contra vos.
—Pruebas contra rail y qué pruebas son esas?
—Primera—se apresuró á manifestar Silaydi— el dicho de la
doncella, que nos aseguró que todos los enmascarados que entraron
en la habitación de Aneyda vestían como losde Nostracia; segunda,
una gorra con plumas negras y las armas y cifras de vuestra nación,
que encontramos en el jardín; y tercera, este papel que encontra*
rnos cerca de la puerta por donde entraron y salieron los raptores.
Y sacándolo del bolsillo el Sr. Silaydi, añadió:
—Ahí lo tenéis, leedlo.
Durante las primeras pruebas, miraba el embajador de hito en
hito al Sr. Silaydi, y corno quien oye una cosa de todo punto
inesperada ; pero cuando le entregó el papel, y pasó por él la vista,
dijo gin poderse contener:
—Oh, oh, esta letra y la ílrraa son, eu efecto, mias; y aun re­
cuerdo la carta á que pertenecían. Esta carta, caballero, no ha
llegado á su destino; me ha sido robada, y han hecho uso de ella,
pero ¡con qué perfidia! han arrancado lo que explicaba mis últi­
mas palabras, y sólo dejaron lo que convenia á sus designios: aquí
hay una intriga y un misterio que no puedo penetrar.
—Y tendréis la bondad de decirme á qué aludían esas últimas
palabras ?
—A un camino eléctrico que debía abrirse desde Silydia á No-
ruga, y sobre el cual habia dado yo mis instrucciones á los inte­
resados , entre los cuales habia un pariente mió.
Al oir esto, no pudo contenerse el Sr. Silaydi; y, corriendo
hácia el embajador, y estrechándole entre sus brazos, le dijo lleno
de arrepentimiento;
CN B L M ás B B LLO D E L0 9 P L A N E T A S 450

—Ah, perdón, perdón por rai indigno arrebato, que ni siquiera


disculpa lo aanto dei motivo. Creed,..,
No le dejó acabar el Sr. Nottely, pues abrazándole, ó su vez, y
cogiéndole de la mano, le dijo:
—No me habéis ofendido, Silaydi; estábais en un error, y cuan­
to habéis hecho por efecto de él, léjos de disgustarme, os engran­
dece á mis ojos.
—Vuestra bondad, querido Nottely, es excesiva, y me confun­
de, puesto que hace resaltar más y más mi imperdonable ligereza,
Biea debia yo conoceré«: pero la cólera me privó de la razón,
—Olvidemos para siempre este incidente, y no pensemos más
que en Aneyda. Os lo repito; aquí hay una trama horrible, y el
deseo de desentramarla me saca de mi abatimiento y me devuelve
mi valor. Cor ramo« á salvarla, amigos.
—Corramos,—contestó Silaydi; pero ántes os ruego que ven­
gáis conmigo.
—Adónde?
—A casa para sacar de su error á los Principes y á WL LeynofT.
Quiero, ya que os causé tan gran disgusto, indemnizaros, al me­
nos, haciendo brillar vuestra inocencia delante de papá y de ma­
má; de mamá, lo oís, Nottely? que está furiosa contra vos.
Y al decir esto, miraba sonriendo al embajador como si quisiera
decirle: — No ves que apruebo tu amor ?
Entendióle éste perfectamente, puesto que le dijo:
—Me pagais con usura, amigo, los momentos crueles que me
habéis hecho pasar.
Y tan contentos como podíamos estar faltándonos Aneyda, vola­
mos hácia el palacio de Nomara.
CAPITULO XXXIX.
CAMBIO DB LA PRINCESA.
En el camino encontró Silaydi á un amigo, á quien tuvo que sa­
ludar r y miéntras lo hacía, dije á Nottely:
—¿No me explicareis el sentido de las últimas palabras que di­
jisteis á Aneyda cuando os despedísteis de ella?
—Qué palabras?
—Las que pronunciásteis en la. puerta del salón, estando para
salir.
451 ONA THMPOBADA
—A h, sí * ya me acuerdo; era rogándole que me escribiese á
Catilia.
—Ta debi yo haberlo presumido,—dije para conmigo, aunque
no tan bajo que dejase de oirlo el embajador.
—Qué debisteis haber presumido, Mendoza?
—Nada, nada; acerquémonos á Silaydi, que ya viene allí.
Juntos ya, corrimos á palacio, y al primer criado que encontró
le preguntó Silaydim estaban en casa SS. AA.
—Ahora mismo acabo de oír al Sr. Sulfendy, que estaban en el
salón con M, Leynoff.
Fué profunda la sorpresa de los principes cuando vieron al em­
bajador,
—Ah, papá,— dijo, casi ahogado con la prisa, el Sr» Silay­
di : — ¡cuán injustos hemos sido con el Sr. Nottely!
—Pues qué hay?—dijo la princesa.
—Qué ha de haber, mamá; que nos hemos equivocado lastimo­
samente.
—Pero en qué?
—En que Nottely no sólo no ha sido el raptor de Aneyda, sino
que ni aún sabía su desaparición. No tengas en esto la menor du­
da, mamá; pues te lo digo yo, y te lo aseguro por mi honor.
—¡No ha sido él el raptor de Aneyda 1— repuso la princesa.—
Y los trajes? y la gorra? y el pedazo de papel que encontrártela
on la huerta? Sin duda que deliras, Silaydi.
—No deliro, mamá, y si nó, escucha.
Entóneos el Sr. Silaydi, con todo el fuego que le daba el re­
cuerdo desu injusticia con Nottely, contó lo que nos había dicho
éste, pintando con vivísimos colores su dolor cuando supo la des­
aparición de Aneyda.
Grande fué la sensación que causó en todos este relato, y prin-
cipa luiente en la princesa.
Vi asomarse una sonrisa á los lábios de M. de Leynoff, y brillar
una lágrima en los ojos del Sr. Nomara.
Nottely permanecía en pié silencioso y lleno de modestia; mira­
ba alternativamente á unos y á otros, pero fijándose en el señor
Nomara, le dijo con tierna reconvención:
—Y vos, señor, vos también me habéis creído capaz de tan ne­
gro y villano crimen ?
—No, Nottely, — dijo con gravedad el Sr. Nomara. Dudé, lo
e.N SL MAft BHLLO Dfc LOB PLANETAS 452
confieso, cuando vi las pruebas que se acumulaba« contra vos;
pero recordando después vuestras virtudes, no me cupo la me­
nor duda de que érais inocente. El mal estuvo en haber callado;
pero mi amargura es ta n ta , que bien puede perdonárseme esta
falta.
—Mucho me consuela, señor, lo que decía, — repuso conmovido
el embajador.—El merecer vuestra estimación j la de M. Leynoff,
que si me ha defendido {se lo había diebo yo cuando subíamos la
escalera) miéntras todos me acriminaban, es cnanto ambiciono en
este mundo.
—Pero esto es incomprensible>— exclamó la princesa:—si el
embajador está inocente, quién es el culpado?
—No os canséis,—dijo el Sr. Nomara con abatimiento;—el cul­
pado no es difícil de encontrar. Ya yo le conocía ántes de saber la
inocencia de Nottely, y ahora os lo marcaría con el dedo si estu­
viese aquí.
—Imposible; no puede ser , — murmuró la princesa.— Sin em­
bargo, veamos.
E hizo sonar con violencia un timbre.
—Que venga Sattina,—dijo al criado qne se presentó.
Pocos momentos después entró la jóven.
Fué notable la alteración de ésta cuando vió al embajador.
—Avisa, Silaydi, que no estamos en casa para nádie.
Y volviéndose con semblante airado A la doncella, añadió :
—Eres perdida si ahora mismo no nos dices quién fué el raptor
de Aneyda.
—Y ten cueuta con tus palabras,—añadió Silaydi,—pues sí nos
ocultas la menor cosa, te juro, por quién soy, que ahora mismo te
entrego á los tribunales, al paso que si dices la verdad es muy
posible que se te perdone.
Sattina, cuya palidez era la de un cadáver, se reanimó algtm
tanto con las últimas palabras de Silaydi; asi es, que arrodi­
llándose delante de la princesa, y derramando lágrimas, dijo;
—Oh, señora, no me perdáis, por Di as, y yo os lo diré todo.
—Pues h a b la ,— dijo la princesa:— quién fué el robador de
Aneyda ?
—El Sr. NomaUy.
—Cómo el Sr. Nomatty, si marchó después que ella?
—No marchó con la señorita, es cierto; pero fué el qne la cogió
453 UNA TEM PORADA

por el brazo, y el que la entregó á unoa jóvenes de Oatilia , que


habla hecho venir con este objeto.
—Y cómo sabes tú eso ?
—Porque era su cómplice,
—Su cómplice f luego ya sabias que iban ó robar á Aneyda?
—Ruego á V. Á, que no se irrite, y que me perdone, pues para
merecer este perdón añadió la jóven ahogada por los sollozos,—
estoy dispuesta á decir toda la verdad , aun cuando sea contra mi
misma. ¡ Dichosa yo, si haciendo esta confesión, y teniendo en
cuenta los remordimientos que he sentido después que cometí el
delito, me perdona Dios también f
—Habla, habla, desdichada.
—Hace más de dos meses que el Sr. Nom&tty me está rogando
que le ayude ó efectuar este proyecto. Al principio todo fué en
vano, pues rae repugnaba la idea de vender á una señorita tan
amable, y que me trataba tan bien; pero fueron tantas las pro­
mesas y las amenazas que me hizo, que al fin cedi. Le introduje
várias veces en el cuarto de la señorita para que se enterase de su
posición y de las entradas y salidas que tenia. Él fué quien me
dijo lo que había de contestar cuando se me preguntase, y así lo
hice, si bien ocultando el inmenso dolor, las lágrimas y los gemi«
dos de la señorita cuando la llevaron. Es verdad, señora, que nun­
ca el Sr. Nomatty me hubiera vencido, si no me hubiera asegura­
do que al llevar la señorita , no tenia más objeto que casarla con
su primo, llenando asi loa deseos de V. A., á quien, según me
dijo, no era extraño este proyecto.
—Oh, tunantel—dijo con reconcentrada ira la princesa.—Y
dónde está Aneyda?
—En Catilia.
—En Catilia! ¿cómo entóncea no han podido hallarla loa que
hemos mandado allí con este objeto?
—Porque f según oí ai Sr. Nomatty, pensaban ocultarla en un
castillo que tenían á la legua de Tolayda, hasta que estuviese ca­
sada con su primo.
—¿Y Nostrendy,—preguntó la princesa, casi temblando,—sabia
que se preparaba este rapto?
—Si, señora.
-—Lo sabía! quién te lo ha dicho?
—El Sr. Nomatty, que le escribía con frecuencia y le daba
SN BL MÁS BULLO DB LOB PLAJíBTAB 454
cuenta de todo lo que hacia y pensaba hacer. N o tenga V . A . la
menor duda, porque yo misma -vi una carta.
— Y de quién era?
— B el Sr. Nostrendy.
— Y te acuerdas de alguna de sus expresiones?
— Recuerdo, señora, que el Sr. Nostrendy decía al Sr. N om atty,
que visto el nuevo servicio que el em bajador acababa de hacer al
Sr. N om a ra , que y a conocía que no le quedaba otro recurso más
que el rapto, y que siguiendo siempre sus consejos, influía cuan­
to podía coa el rey p a r» que no accediese á la p a z , pues declara­
do la gu erra, estaba seguro que nádie le arrancaría á la señorita
Aneyda.
Nos miramos unos á otros, como dudando de lo que oíamos.
— Y por qué no has diclio eso ántes, miserable?— le preguntó
S ilaydi.
— Oh, señorito, por Dios, ved lo que sufro, y acordaos de lo que
me ofrecisteis, y de que mis remordimientos igu alan bien, ai no
exceden, á mi delito. Os lo d igo con el coraron.
— Marcha, infeliz, marcha,— dijo severamente la princesa,— y
no vuelvas á ponerte en mi presencia á no aer que yo te llame.
Marchóse la doncella, y la princesa dijo, como hablando consigo
misma:
— j Engañarm e de este modo y ser cómplice de ese m alvado el
mismo por quien yo me interesaba tanto! jOh, Aneyda de rni v i­
da! ¡Cuánto no habrás sufrido al verte entre personas tan odiosas!
En este momento un g o lp e dado á la puerta, nos llamó á todos
la atención.
— ¿Qué es eso?— dijo disgustada la princesa.
— V oy á ver, m am á,— dijo el Sr. S ilaydi, adelantándose á la
puerta.
A bierta esta por el jó ven, vió á su ayuda de cámara que le pre­
sentaba, en una bandeja de oro, una carta cuidadosamente cerrada.
— Y esta carta?— dijo S ila yd i, mirando á su ayuda de cámara.
— Acaba de traerla un propio todo cubierto de polvo, y me ha
dicho que era urgente que 03 la entregase; por eso rae he atrevido
á llam ar, señor.
— Está bien; marchaos, y que cuiden al portador.
Cerrada la puerta y leído el sobre por Silaydi, dijo visible­
m ente conmovido.
455 UNA THMPOBADA
—De Catilia.
—¡De Catilia!- exclamamos todos á la vez.
—Abrela, hijo mió,—dijo con viveza la princesa;—ábrela pronto
á ver ai nos dice algo de tu hermana.
Abrióla el Sr. Silaydi sobre et cual tenia yo clavada la vista*
Mudó de color dos ó tres veces, y no pudo hablar en algunos se­
gundos*
—Qué tienes, Silaydi?—dijo asustada la princesa;—¿qué dice esa
carta? Habla, por Dios, pues ya ves que nos estamoB muriendo de
impaciencia*
—Ante todo, mamá, y vos, mi querido papá, escuchadme:
Todos estábamos pendientes de las palabras de! jóven.
Silaydi continuó:
En mi último viaje á Catilia, he tratado mucho y conocido todo
el mérito y relevantes prendas de mi prima Silody. De este trato
ha nacido un amor santo y puro que nos hemos jurado el uno al
otro para siempre* Yo no os dije nada de esto, porque no dudaba de
vuestra aprobación, atendido el rango é ilustre cuna de Silody, y
porque pensaba hacerlo cuando, obtenido el consentimiento de
Nostrendy, pudiese efectuarse mi enlace ai mÍ3mo tiempo que el de
Aneyda. Nostrendy al marcharse me dió aquel consentimiento, y
la palabra de traer consigo á su hermana, y Nostrendy, señora,
(clavando su vista en la princesa), ha faltado de un modo villano á
su palabra. Y digo de un modo villano, porque cuando me daba
aquí su consentimiento, ya habia ofrecido su mano á otro *
—¡A otro!—dijo sorprendida la princesa.
—Si, mamá.
—¿Y á quién?
—A Nomatty.
—jA Nomatty!—repuso, con despecho, la princesa.—A No­
matty, tratándose del hijo del principe de Totuma! Quién te lo ha
dicho?
—Silody en una carta.
—Oh, esto es inicuo,—dijo agitadísima la princesa.
—Espera, mamá.
Desde esa carta,—continuó Silaydi,—no volví á tener otra, lo
que me causaba mayor inquietud, cuando se me entrega la que
voy á leer. Oidla, mamá, oidla, señores,—añadió,—y admirad la
perfidia de esos hombres.
KN BL MÁS TOLLO DB LOS PLANISTAS 456
«Estarás irritarlo contra mí, querido Silaydi; pero tu ira se cam­
biará en lástima cuando sepas la causa de rai silencio. Ya te he re­
ferido mi primera entrevista con Nostrendy; pero no sabes que á
los tres dias de su llegada, exigió mi formal consentimiento para
casarme con Nomatty. Viendo que tío tenia más respuesta qne lá­
grimas y tristes recuerdos do un inolvidable mamá, se puso furioso
contra mi, y llegó al extremo de encerrarme, sin permitir que me
sirviese más que mi doncella. No contento con esto, hizo que
guardase mi puerta uno de sus criados, para que me vigilase, y
no dejase entrar más que á Nomatty. Esto supongo que lo hizo te­
meroso de que te escribiese
»Dadas estas órdenes,—me dijo:—no te canses, Silody; sobre tu
destino pesa una fatalidad que sólo puedes conjurar, casándote con
Nomatty. Hasta que me des tu consentimiento, no saldrás de aquí,
y si á pesar de todo te empeñas en contrariarme, me veré precisa­
do á tratarte coa más rigor. Dicho esto me volvió la espalda.
»Apénas quedé sola, percibí un papel en el suelo, que sin duda
se le cayó á Nostrendy: lo cogí: era una carta que leí al punto, y
cayo contenido me dejó pasmada. Te la mando para que veas la
inicua trama que se urde contra Aneyda. Es tal la vigilancia del
criado que está ¿ la puerta, que no sé cómo podré hacerla llegar á
tu poder; pero confio en que se me proporcionará ocasión un día ú
otro. No olvides ua instante á tu—Silody.»
Leída esta carta, dijo Silaydi.
—Escuchad ahora la postdata.
«He sido trasladada áConordo, antiguo castillo, que tenemos á la
legua de la capital. En Codorno, está también Aneyda: mi fiel No-
ilapo, el que te llevó la carta, me lo ha dicho. Silaydi, compadé­
cete de Aneyda y de Silody: sálvanos.»
Qué decís de esto, señores?—preguntó Silaydi.
—Lee ahora la otra carta, hijo mió,—dijo el Sr. Nomara,—por
más que mi alma se destroce de dolor.
La princesa tenia inclinada la cabeza y cataba muda, pensativa
y llena de indignación.
El Sr. Silaydi abrió la otra carta, y leyó lo siguiente:
« Ante todo, te doy las gracias, querido Nostrendy, porque al
fin, sigues mis consejos, y trabajas para que haya guerra: la
guerra es hoy nuestra salvación, como lo conocerás si reflexionas.
» La venida de Notayde ha producido un efecto maravilloso,
451 ONA TBMPOEMDA
pues Aneyda, irritada por lo» celos, » no odiaba, do amaba ya al
embajador, con el cual la vió en el paseo y en el teatro. Y á. pro­
pósito de Notayde, querido; ella y su tía hacían el papel de seño­
ras, cual ai efectivamente lo fuesen. Todo iba perfectamente por
este lado, cuando la fatalidad quiso que cayese al mar el principe
de Toluma, y que le salvase Nottely. Este, que se hirió en un
brazo al coger al principe, ha sido conducido desmayado al pala­
cio de Nomara; de No mora ¿lo oyes bien, mi pobre amigo? donde
le tienes perfectamente cuidado por ese miserable Mendoza, que,
como habias previsto, es ahora el todo de la casa. Así las cosas,
¿qué esperas en la princesa? Tiene contra si los servicios hechos
por Nottely á su familia. Yo la obsequio y adulo todo Jo que puedo;
pero mas enterado que ella de lo que paaa en su casa, conozco que
no es bastante poderosa para vencer las dificultades que se oponen
á tu enlace con Aneyda. Además, el amor de esta y de Nottely
crece por momentos ¡ siento decírtelo, Nosfcrendy, pero es forzoso
que lo haga para acabar de una vez cou tus escrúpulos. ¿Ves
ahora otro recurso más que el rapto? ¿te decides, al fin, por él?
Casada contigo Aneyda, sea por voluntad, sea por fuerza, ¿no
será aprobado tu enlace por su familia, y hasta por ella misma
cuando vea que no tiene otro remedio? ¿Y la guerra no no6 dará
tiempo sobrado para reducir, de uu modo ó de otro, á tu encan­
tadora prisionera? Estés loco ai no aientes la fuerza de esbaa razo­
nes. Al verificar el rapto, pienso hacerlo de manera que de él
aparezca responsable el embajador: asi podré, aun después de
realizado, permanecer algún tiempo en Eomalia, donde asuntos
de interes reclaman mi presencia, y jugaré además una mala pa­
sada k Nottely, que bien lo merece, k fé mia. Espera con impa­
ciencia tu respuesta, -^Nom atty.»
—Oh, esto es fatal, desconsolador,—dijo el Sr. Nomara,
—Villano, papá, villano,—•dijo ciego de cólera el Sr. Silaydi.
—í Hija m ia!—exclamó en extremo conmovida la princesa:—
¿quién te arrancará ahora del poder de esos miserables? ¿Quién
te volverá á los brazos de una madre que te ama, y que tan dura
é injustamente te trató?
Al oir estas palabras, no pudo contenerse el embajador.
Bello y radiante de entusiasmo, se adelantó hácia la princesa,
4 la cual dijo con üna mirada llena de expresión:
—No me lo rogueis, señora, &i esto oa es penoeo; peto perrai—
TOMO XVL 30
BN BL MÁS BBLLO DB LOS PLANETAS 458
tidme, al ménos, que vaya en busca de vuestra ilustre hija, y que
os la devuelva, pues lo conseguiré, ó perderé mi vida en la de­
manda.
La princesa contempló un momento á aquel gallardo jóven, que,
haciendo abstracción de sus agravios, venia 4 ofrecerle su apoyo.
Sin duda que repasaba en bu memoria la villana conducta de sos
protegidos; sin duda que la comparaba con la noble y generosa
del embajador; sin duda que recordaba con cuánta paciencia ba-
bia sufrido éste sus desaires; sin duda que trajo igualmente á su
memoria los dos grandes servicios que acababa de hacer á su es­
poso y 4 su hijo; sin duda, repito, que pensaba en todo esto, pues
que con un aire hasta entónces en ella nunca visto, y con un es­
tremecimiento que noB sorprendió á todos, dijo:
—Acepto, señor embajador, vuestro ofrecimiento, y lo acepto
con orgullo y gratitud. Decís que vais 4 salvar á mi hija, ¿no es
verdad t pues yo para que lo hagais con más empeño, os digo, que
á quien vais á salvar es...
—¿A quién, señora?—preguntó con ansiedad el jóven.
— \ A vuestra esposa! Os la doy, Nottely •*hacedla feliz.
—íExcelso Dios!—exclamó este cayendo de rodillas ásus piés.
Un silencio de algunos minutos siguió ó esta escena solemne. ♦♦

CAPITULO XL.

LA. PARTIDA,

Horas después de lo que dejo referido, fui á la habitación de


Silaydi, á quien encontré con el embajador ocupándose de la pró­
xima partida. Apénas entré, vino aquel hácia mí, y poniéndome
la mano sobre el hombro, me dijo :
—Ahora, caballerito, preparaos.
—¿Para qué?
—Para venir con nosotros.
—Eso iba á proponeros.
—¿De vèr as?
—A fè mia.
—Tan preciso nos sois, Mendoza, á Silaydi y 4 mí,—dijo el em­
bajador,—que éste no ha hecho máB que adelantarse álainvitaciou
ÜNA TEM PORADA
453
que yo iba á haceros. No os riaia, pero no eé qué teneia para no-*
sotros, me parece que nos traéis la dicha, sois como tina especie de
talismán que nos resguarda de los peligros, y á ral muy particu­
larmente. ¿Os acordáis de Busailiof ¿Os acordáis del mar?
—Además, no os arrepentiréis,—anadió Sil ay di,—-porque vaisá
ver un pais envuelto en una noche que parece eterna, y cuyo as­
pecto os sorprenderá por lo extraordinario.
—No os canséis,~ieB respondí,—porque aunque no me llevara
la curiosidad de ver á Catilia, sólo por participar de vuestros ries­
go?, no dejaría de acompañaros. ¿Qué queréis que hiciese sin
vosotros?
—Eso es verdad,—respondieron los dos á un tiempo.
—Con que, cosa convenida ¿eh?—preguntó Süaydi.
*—De todo punto,—contesté.
—¿Cuando llegan las tropas de Nostracia, Nottely?—-dijo SilaydJ.
—Mañana.
—Y en Romalia ya, ¿cuando queréis que marchen?
—Por la noche ó ni amanecer*
—Bueno; pues cada uno á hacer sus preparativos, y hasta
después.
A la mañana siguiente, se conmovía la ciudad ; se oía el ruido
de los tambores, resonaban las trompetas, vibraba el aire con los
cañonazos, y se estremecía el suelo con las pisadas de los caballos.
Iva aquel momento entraban on Homalia las tropas de la Nostracia.
Por la tarde, fuimos á la revista.
El rey, sentado en un trono improvisado, pero espléndido, esta­
ba rodeado de su corte, A su derecha formaban las tropas de la
Nostracia; á su izquierda las de la Roquelia.
El aspecto de aquellos soldados era gentil y guerrero, sobre toda
ponderación*, sus uniformes airosos y deslumbradores.
Principió la revista.
Con la mayor atención, y fijos los ojos principalmente en las ar-
maB, inspeccionó el rey todos los cuerpos. Váriaa veees le vi lla­
mar á los jefes, y mandar parar loa batallones para hacerles ad­
vertencias sumamente importantes, según me dijo Nottely*
Acabada la revista, y puesto en pié, dijo á las tropa*:
—Id, valientes, y no olvidéis nunca que en las puntas de vnes-
t ras lanzas y las bocas de vuestros cañones lleváis la honra y la
gloria de la pàtria : morid ántes que una y otra sean holladas por
BN RL MÁS BULLO OR LOS PLANBTAS. 460
Io« imprudentes que pretenden hoy trastornar nuestro continente.
La pàtria y vuestro soberano os bendicen.
Una aclamación inmensa acogió estas palabras.
Después de haber recibido la órden de estar listos para el ama­
necer del dia siguiente, se retiraron las tropas á sus cuarteles. Si-
laydi, Nottely y yo, fuimos á ver al rey. Nuestra despedida con
él, fué afectuosa.
La que tuvimos en casa del Sr, Nomara, fué tiernísíma: k
ella asistió el Sr. liodulio, que no nos abandonó hasta que nos
embarcamos. Los seSores Otrocy, Notty y Soletty, también nos
acompasaron; pero el S r. Nomara y M. Leynoff, no tuvieron
valor para hacerlo.
Excusado es decir que nos ofrecimos escribir todos los correos,
y por el telégrafo, si la gravedad de las noticias lo exigiese.
Despuntaba la aurora cuando, en medio de las músicas de los
batallones, de las salvas de artillería y de los vivas de la multi­
tud, nos dimos á la vela para Catilia.
Todavía me estremezco ahora, si recuerdo los peligros que en
este país hemos corrido ; pero no anticipemos los sucesos,

( Se continuará. /

T irso A g ui ma n a ür V k c a .
OSA TEMPORADA. EN EL MAS BELLO DE LOS PLANETAS
CAPITULO XLT
un te y da . k íi c o k o &do .
Todo lo que voy á decir acerca de Aneyda y de Silody, y que
no he podido presenciar entóneos, me faé revelado después por
aquellas encantadoras criaturas, cuando me propuse escribir estas
memorias« Lo mismo rae ha sucedido con alguna» conversaciones
de Nostrendy y de Nomatty que lian llegado á uní noticia por dos
jóvenes que »os eervi&n en aquella época« No extrañe , pues, el
lector qu.e me halle tan. enterado de estos acontecimientos, que,
además de tener relación conmigo, han dejado en mi alma un re­
cuerdo profundo é indeleble« Esto advertido, continuo :
K una legua de Tolayda, en la cresta de una colina, desdo don­
de se extiende la vista por el mar, si se mira al freute, y por es­
pesos bosques sí se mira á los lados, se eleva el castillo de Conor-
do. Este castillo, que pertenecía k la nobilísima familia de los Sal-
dys, cuyo último vástago era Nostrendy, y que en memoria de
los hechos de armas que en él babian tenido lugar, conservaban,
con esmero, sus ilustres poseedores, era muy semejante á los que
en la Tierra nos quedan todavía del tiempo del feudalismo« Sn ar­
quitectura se daba un aire k la lombardo-bizantina.
Las torres, desmesuradamente altas y esbeltas, que flanquea­
ban el cuerpo principal del edificio, las murallas formidables que
encerraban su inmenso recinto , los puentes levadizos, y las depre­
siones, rasguños y abolladuras, que el tiempo había impreso en
sua paredes, indicaban demasiado que el origen de este edificio,
que parecía nn castillo y palacio, á la vez, se perdia en la noche
oscura de los siglos«
UNA TEMPORADA EN BL MÁS BfPLLO DB LOS PLANBTAS. 58$
Un parque dilatado circundaba este coloso de piedra, que esta­
ba rodeado, además, de una espesa muralla de follaje. Los Arbo­
lea corpulentos que, en torno suyo, extendían sus vigorosas ramas
sobre los lagos y rocas cubiertas de zarza y musgo, y el Océano,
cuyas aguas lamían las paredes del parque, y cuya, superficie re­
flejaba las veletas do las torres y los bastiones de las murallas,
comunicaban un no se qué de augusto á esta residencia, en la cual
los años , el aislamiento y la tradición, imprimían aquella subli­
ma poesía que dan el tiempo , el silencio y los recuerdos. No se la
pedia mirar sin que el hombre enmudeciese de respeto , porque la
noche, constante entóuces en Catília (1), la envolvía con su negro
manto, no dejándola percibir sino al través de una bruma que le
daba un aspecto misterioso.
En una de la« piezas de este edificio, veíase sentada en una si­
lla, y apoyada su cabeza en las dos manos, una jóven cuyo sem­
blante revelaba, la tristeza y el dolor. De cnando en cuando exha­
laba hondos suspiros, y más brillantes que el cristal purísimo res-
halaban algunas lágrimas por sus mejillas ardorosas. Esta joven
era Aneyda. Sola y sumida en «na profunda meditación, nada oia
ni veia, y reconcentrada en sí misma pensaba en... en su pátria?
en su familia? en Nottely? Dios y ella lo sabían.
De repeute el ruido que hizo la puerta al girar sobre sus goz­
nes, la sacó de su abstracción; alzó la cabeza, y percibió á Nos-
trendy pálido y sombrío. E rala primera vez que se veían después
del rapto.
Noetrendy contemplaba inmóvil, y con las brazos cruzados, ó
su prima: ésta le miraba. ¿ su vez, con intención; pero no permi­
tiéndole su enojó permanecer en silencio por más tiempo , le dijo
con voz breve y mirada altiva:
—Qué queréis? qué buscáis aquí ?
Miróla Nostrendy con ojos extraviados , guardó algunos mo­
mentos de silencio, y corno si no la hubiese oido, ó como sr res­
pondiese á un pensamiento interior, preguntó, á m vez:
—Me Aborrecéis, no es verdad, Aneyda?
—Cual vos mismo no podéis imaginar—contestó la jóven.

(I) Kl lector sabe yk (fue en alguno? idlios de Saturno te* uno de dUos eaft&b* Ca­
lilla) hay una noche de quince años, producida por la sombra que ¿obre Aquellos pun­
tos proyectan los anillos interpuesto« entro ellos y el sol.
590 UNA TEMPORADA
—Ea justo,—anadió Nostrendy;—os he robado, os he arrancado
de los brazos, de vuestro» padres, y...
—Ha sido precisodijo Aneada interrumpiéndole—que me vie­
se aquí, en Catiliaj en vuestra casa, y encerrada en una prisión,
para qne as creyese capaz, de tamaña villanía.
—Soy, eneftcto, muy criminal,—repuso el jóven mirándola
de un modo extraño;—soy un malvado, lo conozco, pero ¿ye! amor,
Aneyda? Este amor que me devora, no os dice nada por mí? ¿no
me disculpa algo á vuestros ojos?
—El amor que estriba en la violencia, caballero, no es amor,
es una pasión odiosa ; yo os lo digo.
—Ah! me lo decís vos,—contestó Nostrendy con una sonrisa im­
posible de describir;—me lo decís vos, ahora, en Catilia, en Conor-
do, en este sitio. en fin, donde estáis en mi poder? No me irritéis,
por Dios, Aneydai
- y qué poder tenéis vos sobre mí?—repuso Aneyda sin poderse
contener , 4 incorporándose en la silla;—quiero marchar ahora
mismo á Romalía, quiero ver 4 papá, quiero..,
—Jamas,—dijo Nostrendy interrumpiéndola.
—Jamas!—contestó la joven con terror, y volviendo á caer so­
bre la silla;—jamas!
—Jamas, os lo repito, 4 no ser que, con el vuestro, Ueveis tam­
bién el nombre mió.
—¿Y creeis que papá, que mi hermano, que el rey mismo no me
venguen y me arranquen de vuestro poder odioso?
—Creo que lo intenten,-—contestó Nostrendy con sangre fria;—
pero en cuanto á conseguirlo, es muy distinto.
—Y lo conseguirán,—dijo con viveza la enojada jóven
—Sí,—contestó Nostrendy,—después de haber convertido en
ruinas la Catilia y la Roquelia: los aguardo.
—Qht papá querido!—exclamó Aneyda dejando escapar algunas
lágrimas que el enojo había retenida hasta entónces;— oh, mamá!
Oh, Silaydi! Dónde estáis?
Estas palabras y estas lágrimas conmovieron de un modo extraño
á Nostrendy: parecía que unas y otras le abrasaban el corazón^ y no
podía recordar, sin una especie de estremecimiento, que aquella jó­
ven sola, y sin apoyo de ningún género, estaba entregada á su po­
der. Más que su amor y que sus célos, pudo eutónces la compasión;
así es que, despojándose de su enojo, le dijo con más dulzura;
EN EL MÁS BlilíIiO DB LOá PLANETAS. 591

—'No lloréis, Aneyda, porque me raatais: estáis en mi poder, es


cierto; pero olvidáis que sois aquí la reina? ¿Olvidáis que soy yo
vuestro esclavo? Miradme: no os conmueve mi dolor? ¿No veía
cuán pálido y abatido me tienen mis remordimiento» y el amor
grande y sin limite» que o» profeso? Tan odiosa os es oata casa?
Tan aborrecible mi presencia? ¿Será posible, Aneyda, que ni una
mirada me dirijáis á lo ménoa de compasión? De compasión! iQué
palabra, Aneyda, cuando la pronuncian lábios que se abrasan do
amor! Oh, por Dios, decidme algo!
— Dejadme, Nostreudy,—<Ujo la jóven ocultando au rostro entre
las manos.
— Aneyda,—añadió Nostrendy hincando una rodilla en el suelo
y extendiendo hácia ella sti3 brazas;— hérne &qui triste y lleno de
desesperación. Bien sabéis que el amor, que este amor intenso y
violento que me devora, es la causa única de mi crimen. Perdo­
nadme, Aneyda, y dejadme entrever siquiera que algún día, á
fuerza de respeto y de atenciones, podré recobrar vuestro cariño.
Me concedéis este favor? Me perdonáis al fin?
— Nunca,— repuso con viveza la jóven,— miéntras permanezca
en Catllia.
— Cuidado, no confiéis tanto en el ascendiente que habéis ad­
quirido sobre mi, ni olvidéis, Aneyda, que eu Saturno no hay
hombre alguno que os sustraiga á mi poder. He ido demasiado
iéjos y na puedo retroceder. Pensad en esto.
Eutónces le volvió la espalda é iba á marcharse, cuando oyó la
voz de Aneyda que le decía:
— Una palabra, una sola palabra: escuchad.
— Qué?—dijo Nosfcrendy,
— Que me matéis ahora, en este momento mismo y os bende­
ciré mil veces.
— Mataros!— contestó Nostrendy con sarcástica sonrisa y lan­
zándola una mirada que estremeció á la jóven.— Mataros! Cnando
yo os mate, Aneyda, será precediéndoos en ese trance. ¿Puedo yo
vivir sin vas? Vuestra vida no me es más cara que la tnia? ¿Mata­
ros! Cómo habéis concebido una idea tan extraña? Adiós, Aneyda.
Y, sin esperar contestación, desapareció con rapidez, cerrando
tras si la puerta.
592 vwa temporada

CAPITULO XLU.

DOITDB AB VK q t/S NOMATTY SIBMPRK B.S EL MISMO.

A los pocos pasos tropezó Nostrendy cou éste, que le esperaba.


—Qué hay?—le dijo con su sonrisa peculiar.
—Nada nuovo, ó, por mejor decir, mucho malo.
—No lo extraño,—respondió Nomatty.
— No lo extrañas! Y por qué?
—Porque siendo esta vuestra primera entrevista después del
rapto, debe estar en su mayor altura la cólera que le causó.
—Sin embargo, Nomatty, creo que hemos hecho mal, muy mal
en apelar á la violencia.
—Concedo eso,— repuso Nomatty,— y quiero suponer, por un
momento, que Áneyda permanece en Romalía; ¿qué esperabas tú
de ella? Que te amase? Imposible. Que se casase contigo obligada
por stia padre? Ménos, porquo el principe jamas la violentaría, y
la princesa no podría luchar contra su esposo y sus hijos mediando
los servicios hechos por Nottely ó su familia. Además: ¿no te he
dicho, hombre obcecado, que yo mismo, oculto en el jardin, había
sido testigo de su primera declaración ? ¿ No te he dicho que yo
mismo había oido el juramento que mùtuamente se hicieron de ser
el uno del otro para siempre? Te lo repito; ¿qué esperabas tú enton­
ces? Te quedaba otro recurso más que el rapto? Responde.
—Conozco que tienes razón; pero....
Y Nostrendy se detuvo.
—Qué? Acaba.
—Que aún pudiera acaso remediarse lo hecho y recobrar cuando
oo el amor, á lo ménos la estimación de Aneyda.
— Y cómo? A veri
-—Arrojándome á sus piés, pidióudola perdón y conduciéndola
yo mismo á Romalia. En corazones como el de Aneyda la nobleza
io puede todo, la violencia nada. Ah, bien te lo he dicho yo, y no
has querido creerme.
—Bueno,—contestó Nomatty, sonriendo con malignidad;—doy
por supuesto que recobrases su estimación: ¿te contentaría* cou
ella?
BN BL MÁ.3 BELLO DE LOS PLA.NKTA3.
Y como Nostrendy no respondía, añadió:
—Qué dices?
—Es que después de la estimación, vendría el amor,
—Ahora,—dijo Noinatty, riéndose y mirando A su amigo como
con lástim a:— estás loco, por fuerza, pobre Nostrendy. ¿Cómo
puedes figurarte que, aun cuando recobrases ia estimación de
Aneyda, poniéndola en libertad, olvidaría ella a i rapto y la pri­
sión en que la tuviste? Y si ántes de haber cometido esta falta,
amaba ya al embajador, ¿quieres que le olvide ahora para amarte
á tí en seguida? Desengáñate, Nostrcndy ; hemos ido demasiado
lejos para que podamos retroceder- O Aneyda será de Nottely, ó
el único medio que te queda para que sea tuya, es hacer lo que te
aconsejo.
—Conozco que tienes razón,—dijo Nostrendy con abatimiento;
—conozco también que obro mal, y sin embargo, fuerza es que
siga tus consejos. Fatal situación la mia(
—Báh, piensas que sólo tú te hallas en este caso? Pues estás
muy equivocado. Además, ¿no es noble y santo el En que con
Aneyda te propones? Y casándote con ella, ¿no haces santos tam­
bién los medios que emplees para conseguirlo? ¿No te amará ella
después? No te amarán sus padres? Haz, sean cuales fueren las
medios que para ello emplees, que se case contigo, y yo respondo
de lo demás.
—Y qué me aconsejas ahora?
—Que la indispongas con Nottely
—Y cómo?
—Por medio de estas cartas que traigo con este objeto: tómalas.
— Y qué cartas son esas?— dijo Nosfcrendy cogiéndolas de la
mano de su amigo.
—Una de Notayde á Nottely, y otra de éste á la linda niña.
— Y son, en efecto, de ellos?
—Asi me lo han asegurado,—repuso Nomatty con un aplomo
que hacía honor á su descaro.
—¿Y crees tú que baste esto para indisponer á Aneyda con Not­
tely?
—Oh, amigo, ya he visto en Romalin las eotiBecof'noias que
causaron los celos en tu prima, para que dude un momento de
este poderoso medio. Haz lo que te digo, y tü mismo podrás apre­
ciar los resultados.
594 una temporada
•—Te obedezco, Nomatty, porque fiu el astado ep que roo hallo
no me es dado pensar ni hacer cosa alguna por mi mismo,
—Bien sabes que miro tus cosas con más interés aun que las
mías.
—Lo feój y ya que hablamos de mí, hablemos también de ti.
¿Cómo estás con Silody?
—Ahora mismo voy á verla.
—•Pues no la has visto desde que llegaste de Hora alia?
—Vun sola vez.
—Ve, pues, y ya me dirás cómo se porta.
— Sabes quiénes vienen navegando hácia Catilia?
—Nuestros rivales.
—Cierto. Supongo que todo estará dispuesto para recibirlos.
—Todo,—dijo Nostrendy con una sonrisa extraña;—y el prin­
cipe de Nocuara los aguarda con tanta impaciencia oamc yo.
—Es un valiente campeón.
—Cierto, y arde por llegar á las manos cap Nottely.
’—Pluguiese al cielo que en ellas dejase su vida el odiroo emba­
jador.
—O en laa mías,—añadió Nomatty con voz sorda.
—^También.
Esto diciendo, se separaron; pero apónaa habia dado Nomatty
algunos pasos, cuando volvió, y dijo:
—¿Te has acordado de quitar k los prisioneros tintero, papel y
plumas?
—Sí.
—¿Son á toda prueba los criados á quienes encargaste su cus­
todia?
—Los más antiguos, y las que me tienen más afecto.
—Perfectamente, Haata luego, pues.

C AP IT UL O XLI1I.
SRODY.
Hallábase ésta muellemente recostada en un sofá, leyendo la
primera parte de los T rt¿ Ilérots, obra de un ingenio de Samey-
da, notable por la naturalidad de sus lances, por la variedad de
éstos, y por lo bien sostenidos que estaban los caractères de cuatro
jóvenes amigos, que interesan al lector de una manera extraordi-
EN EL MÁS BELLO DE LOS PLANETAS. 595
nana. Debía estar delickeamonte mitre tenida, puesto que oo oyó
el ruido que h íla la pueróaaI abrirse, t»í reparó01 Noipatty hasta
que lo oyó decir:
— Me permitís, Silody, un momento de conversado»?
Levantó la jóven la cabera, fijó en Nomatty ana ojos y dejó pa­
tente su rostro lleno de gracia y de candor. En efecto, la» faccio­
nes de Silody, aunque pequeñas, tonian un -perfil perfecto, y su
cara, más bien redonda que ovalada, era de una blancura admira«
ble. F.l tinte sonrosado de su# mejilla*, el pelo negro oq»o el éba­
no , que en graciosos rizos le caía sobre los hombros, y cierta vi­
veza infantil que se notaba en sus accione«, la baoiaa en extremo
interesante. Su cuerpo era airoso y esbelto, y sm talento demasia­
do cultivado para una niña de su edad.
Al oir la pregunta de Nomatfcy, dejó el libro, y mirándole co­
mo sorprendida, dijo:
— Me admira, caballero, Teros en este sitio.
— A mi, Silody?
— A vos, sí.
— Y por qué?
— Porque después de lo que oa dije ea> la convcrsaoion que tuvi­
mos en Tobdda, creí que desistiríais de vuestra* extrañas preten­
siones.
— Eso es porque no sabéis, Silody, basta qué puuto es grande
la pasión que me inapítaia,
«*-Pues sino sabia,*—dijo la jóven, entro risueña y desdeñosa
— lo sabré ahora demasiado, no e 3 verdad?
— Y por qué abora y no ántes?-*-preguntó Nomatty.
— Porque habiéndoos dicho terminantemente que no podia acce­
der á vuestros deseos, veo que insistís en hacer rae cambiar de ideas,
cosa que debo atribuir á un exceso de ternura que, privándoos de
la razón, os impide ver que malgastáis uu tiempo aquí, que pu­
dierais emplear en otra parte.
— Eso lo decís por oírme,— contestó Nomatty con fátua satisfac­
ción— porque es imposible que miréis de ese modo un cariño tan
violento como el mió,
— Luego«»tan grande?— preguntó la nina con desden.
— Ea tau grande, divina Silody,— respondió Nomatly, — que no
hay género de s&orificio que no esté dispuesto á hacer para probá­
roslo.
596 TOA TEMPORADA

— Be Yéras?— repuso Sílody sonriendo


—Os lo juro por mi hoúov,— respondió Nomatty.
— Pues lo siento,
— Y por qué ?
— Porque rae repugnáis.
~ O s repugno?
— Y me repugnareis siempre,
— Ah* siempre deeis?
— Siempre, entendedlo bien, Sr. Nomatty.
— Pues ahora k rai vez, os digo yo.,.,
—Qué?—preguntó la^niña con tí veza*
— Que lo siento.
— Ah, y por qué?
— Porque no pudiendo yo viv ir sin vos, tendré el disgusto de
obligaros á correspondente.
— Obligarme!— dijo encogiéndose de hombros la nina— pues es
gracioso.
— Cómo, gracioso?
— Y más que gracioso, ridículo. ¿De cuando acá, 9r. Nomatty, se
ha visto que un hombro obligue á una mujer k qne le corresponda?
— Desde que esa mujer desconoce sus deberes, —repuso Nom at-
ty regentido,— quiero decir, desde que olvida que disgustaría á su
hermano sí supiese que trataba así á su amigo,
— Ah— dijo Silody perdiendo su jovialidad , y revistiéndose de
un aire sério;— ya me espantaba yod e que mi hermano no saliese
á luz en esta conversación.
— Y qué queréis, señorita? Despreciáis rai afecto, y os burláis
de él, y yo quioro hacoros conocer que nádie, ni aun vos misma,
se burle impunemente de Nomatty.
— Pues por qué no desistió de vuestras pretensiones?
— Porque me es imposible,
—Entónces no os quejéis de mis desaires.
— Ni vos de que me vengue de ellos.
— Me amenazáis ?
— Y cómo nó si vos misma rae obligáis ó ello?
— Triste e$, Sr¿ Nomatty— repuso cada vez más séria la enojada
niña— que abuséis asi del dominio que teneis sobre mí hermano, y
más triste todavía que le forcéis á cometer acciones indignas de
un caballero.
EN HL MÁfl BELLO DE LOS FLANETAS. 597
—Y qué acciones son esas?
—El rapto de mi prima, por ejemplo* ¿Creeis que ignoto ^ttién
fué el autor y el consejero de esta inicua trama? ¿Crecí# que no
estoy persuadida de que mi hermano jamas hubiera cometido este
atentado si vos no le hubiéseis incitado á ello? .Esta es mi creencia,
caballero; ya veis que os lo digo con franqueza.
—Puea estáis en un error,—dijo Nomatty—en echarme á mi
toda la culpa.
—Pues quién la tiene entóneos?
—Las circunstancias.
—Cómo las circunstancias? no os comprendo.
—Las circunstancias, Silody, ó más bien la fatalidad, si loque-
roía mejor. Nostrendy está loco por Aneyda; Aneyda, no sólo no
le corresponde, sino que ama á otro, y este otro puede casarse con
ella el dia raéuoe pensado. Ahora bien; el dia que esto suceda, Nos-
t.rendy se mata: mil veces me lo ha jurado, y le creo, porque le
conozco, y porque sé hasta qué punto es violenta su pasión que­
ríais, señorita, que yo dejase morir á Nostrendy, al amigo de mi
infancia, al amigo de mi juventud !
—Eso no podía yo quererlo, caballero.
—Pues qué queríais entónces?
—Que le aconsejáseis mejor; que usáseis de la influencia que
ejercéis sobre él, primero, para moderar su amor; segundo, para
hacerle ver que un caballero debe morir ántea que cometer una
acción de que pueda avergonzarse j y tercero, para advertirle que,
tratándose de una familia corno la de Nornara, y de una jóvett
como Aueyda, léjos de favorecerte las acciones poco nol/les, no
hacen masque atraer sobre él un ódio grande y profundo que sólo
se extingue con la vida. Esto es lo que yo quería, caballero: ¿lo
habéis hecho ?
—He hecho má3, Silody, — respondió Nomatty, bastante des­
concertado ;—lie hecho cuanto he podido para evitar conflictoá* en­
tre familias que se hallan enlazadas con los vínculos de la sangre.
—Habéis hecho eso?
—Sí, señorita.
—Pues yo no lo creo.
•—No lo creeis?
—Nó; y tanto no lo creo, que, aunque no amase A Silaydí, ja­
mas daría mi mano á un hombre que se hubiese portado como vos.
598 UNA TBtoPOH*t>A
—Cruel estáis hoy, Silody hermosa.
—Justa y nada más:>3r. Nematty.
—rpero* en fin, admitís mis obsequios, si ó nó?
Nunca*.
—Es esa vuestra última resolución ?
—Invariable, amigo, no lo dirdeiat.
Y diciendo eafco, le volvió la espalda , cogió el libro, y se puso á
leer.

CAPITULO XLJV*.
LOS BILLETES.

Al otro dia, muy temprano, entró Nematty on la habitación de


Nosirendy, en traje de camino, y cubierto de polvo.
—Qué hay?—le preguntó Nostrendy.
—Que de hoy 4 rfianana deben de fondear, al frente de Tolay-
da, iae dos armadas de Roquelia y de Noetracia.
—Quién ha traído la noticia?
—Nuestro buque, el más ligeto, y de potencia eléctrica más
grande, que las encontró á la altura de Lodunska, y que viró de
bordo para traer la notioia á S* M*.
—Y éste, qué dice?
—Que es forzoso que nos hallemos mañana en Tolayda paca
ocupar nuestros puestos.
—Bueno; pues dá la órden pa/a que todo esté listo al amanecer.
—Se hará. Adánde vae?
—Al cuarto de Aneyda.
—Y las caTlas?
—Las llevo conmigo«
—Corriente, X Silody?
—Espero que 1a encuentres más amable.
—De véras?No me engaitas, Nosfcrendy?
—Tú juzgarás; y puesto que hemos de marchar mañano , pue­
des ir A verla ahora mismo.
—Tan pronto como me mude. Adiós,
Cuando entró Nostrendy en el cuarto de Aneyda, estaba ésta
inmóvil y pensativa. En su postura Labia un abandono que au-
BN É L MÁS B E L LO OH LO& B L A ttR T A S . 509

mentaba sus encantos; pero que in d ic ia al mismo tiempo el des­


aliento que se había apoderado de su alma,
— Aneyda,— dijo Nostrendy con voz tímida.
La joven no contestó,
— Aneyda, —repitió Nostrendy en voz más alta, aunque siempre
afectuosa.
Volvió entónces la jóven la cabeza, y miró á su primo, á quien
dijo con tristeza:
— Qué me queréis ?
— Quiero deciros,^—aííadió Nostrendy con un intefes que entón­
ces no era fingido, — que si continuáis entregándoos asi al dolor,
vuestra salud se resentirá.
— Y qué me importa mi salud?
— Qué os importa!— dijo Nostrendy con viva solicitud.
— En el estado en que me hallo, la muerte me sería dulcísima.
— Pero tanto dolor, Aneyda, no es ya por la prisión , no es por
vuestra familia, ni mucho ménos por Romalia.
— Pues, por quién esentónces?— preguntó la jóven, k Cuyo rostro
afluyó un leve color de púrpura.
— Y me lo preguntáis?— repuso Nostrendy con una especie de
estremecimiento que en vano trató de reprimir;— tanto dolor no
puede ser sino por..,
Y no acabó, porque la palabra se le anudaba en la garganta.
— Por Nottely, no es eso lo que queréis decir?— preguntó la
jóven con imponente dignidad.
—-Por Nottely, si. Es por Nottely, por ese hombre aborrecible,
por ese hombre que nació para mi tormento, por ese hombre, en
fin, que va á ser causa de vuestra desgracia y de la mía. Sin em­
bargo, ..
Aquí se detuvo, mirando á su prima y de un modo que daba
lástima.
— Sin embargo,— dijo con viveza la jóven ,— él nunca hubiera
cometido conmigo la acción inicua que habéis cometido vos.
— No?— dijo Nostrendy con una sonrisa más terrible aun que su
cólera.
— Nó, nunca Nottely me hubiera arrebatado de mi casa.
— Y si hubiera hecho otra cosa todavía peor?
— Otra cosa todavía peor!
— Infinitamente peor.
$00 U NA T H lfil^ O R A O A

—. No concibo nada peor que (o que habéis hecho vos.


— Pues os equivocada, Áueyda.
— Me equivoco!
— Os equivocáis, sí,— dijo Nostrendy con. una especie de cruel
satisfacción,— pues hay otra cosa peor que la acción que me repro­
cháis.
Aneyda estaba en un suplicio, pues deseaba, y temía á la vez,
saber lo que Nostrendy quería decirle; pero pudiendo en ella más
el temor que la curiosidad, se contentó con decir;
— Bien, bien, sea lo que fuere, nada me importa, nada deseo
saber,
— Pues es lástim a,— dijo Nostreudy, sacando del bolsillo dos
papeles perfumados y cuidadosamente doblados,— porque estas dos
cartas que me fiieron entregadas ayer, os harían conocer, que si
existe un hombre que á pesar de vuestros desdenes os ama elem-
pre con idolatría, hay otro que, siendo sin dudo preferido, os en­
gaña y burla de la manera más cruel.
El golpe ftié duro y Aneyds lo recibid de lleno en el corazón.
Vivamente agitada, preguntó con ansiedad:
— Pero de quién son esas cartas?
— Una de Nottely á aquella linda jóven que vió en Remalla, y
que tuvo la dicha de acompañara! paseo y al teatro, y otra de esta
al hermoso embajador.
-Im posible,—-dijo sin poderse contener Aneyda.
— Imposible!— repuso Nostren&y coa una alegría que tenia algo
de feroz;— pues juzgadlo vos misma si gustáis: ahí teneis las car­
tas; tomadlas.
Y diciendo esto le alargó las cartas, que Aneyda cogió m&qui-
nalmente, puesto que se quedó con ellas en las rodillas, mirando-
las y sin leerlas.
— No las leeis?
Ni una palabra contestó la jóven ; pero levantó lentamente las
cartas, fijó en eíla^ la vista temblando, y apénas leyó el primer
renglón de la de Nofctely, cayó sin conocimiento,
Asustado No&fcrendy, y aun arrepentido de lo que acababa de
hacer, corrió hácia ella y le cogió una mano; maa apénas la tocó,
cuando como si hubiese recibido una descarga eléctrica volvió
Aneyda en sí, diciendo con una viveza y im atolondramiento muy
en armonía con el trastorno de su alma-
UN Til. IfAs ¡TULLO 1)R LOS PLANISTAS. 80 L
— No es nada, do es nada; ya pasó; no o« asustéis, Nostrendy.
Y ai acabar de decir estas palabras se esforzaba por hacer aso­
mar á su boca una sonrisa, que en aquellas circunstancias era la
expresión mis viva y sublime del dolor.
— Pero estáis muy pálida, A n e y d a d i j o cada ves más asusta­
do Nostrendy.
—N6, nó,— repetía la niña con la misma sonrisa y con aquel
atolondramiento que tanto contraste hacia con la lividez de sil
semblante;—ya no tengo nada, ya pasó, ya pasó. Sólo quisiera...
—Qué?—dijo Nostrendy, inquieto sobremanera.
-Quisiera,— dijo Aneyda,, mirando como extraviada & todos
lados;— quisiera.,, vamos, yo no sé lo que quisiera.
Y se echó A reir,
— Pero qué queréis, Aneyda?— dijo, no ya asustado, sino lleno
de terror, el Sr. Nostrendy.
—Quisiera,., quisiera... estar sola, Nostrendy, quisiera morir;
por qué no hacéis que me maten pronto?
— Aneyda, Aneyda,— exclamó Nostrendy con espanto, — cal­
maos en nombre del cielo; queráis que me marche? ¿Queréis que
venga Silody ?
—Quién?—preguntó mirando á su primo coa ojos desencajados.
—Mi hermana, Aneyda; mi hermana que os consolará, y ayu­
dará, si acaso os ponéis mala.
— Ah, si, Silody, bueno, que venga; pero de aquí A un rato, de
aquí á un rato, después que se calme esta cabeza { y la apretaba
cotí las manoa) que se me paite, que no sé que tengo en ella,
que....
Y al decir esto se desmayó de nuevo.
En extremo arrepentido Nostrendy, salió del cuarto desespe­
rado.
Poco á poco, sin embargo, fué volviendo en si la jóven, miró á.
todos lados, y no viendo á nádie, pues la doncella no había vuelto
todavía, cogió otra vea las cartas, y se puso á leerlas pálida y tem­
blorosa.
Deda la de Nottely :
«Y o no sé, divina Notayde, cómo y por dónde has sabido que
yo había declarado mi amor á Aneyda en el jardín de su palacio.
Cierto que tuve una conversación con ella en este sitio; pero lo es
más todavía, que no hemos hablado do amor. Y mal podíamos ha-
TOMO XV T. 30
G02 UNA. TEMPOUABA
berlo hecho, cuando no estábamos solos, pues nos acompasaban
la señorita Nassala y el caballero Mendoza. Pero, aunque estu­
viésemos solos, aunque rae bailase, no digo ya junto A Aneyda, á
quien solo profeso estimación, sino al lado de una deidad ¿serta
posible que, ocupada nú alma con tu recuerdo, hallase en otra nada
que pudiese cautivarme?Tranquilízate, ángel mió, y vive segura,
del todo segura, lo oyes bien? que miéntras respire será tuyo, en­
teramente tuyo, tu —NútUhj.Ti
Decía la de Notayde:
«Oh gracias, gracias, Nottely mío, por el consuelo que acabas
de darme con tu carta El fué tan grande, como intensa fué mi
amargura cuando supe que habias hablado con Aneyda en el jar-
din de au palacio. Qué había de pensar yo? ¿Se puede amar, ¡qué
digo amar! idolatrar á, un hombre como yo lo hago, sin que los
celos nos asalten alguna vez? Perdóname, Nottely mío, y vive se­
guro que el día que olvides á tu Notayde, aquel será el último de
su vida. ¿Puede la que una vez haya sido por tí querida, vivir con
tu indiferencia? Imposible. Hé ahí cómo piensa, y pensará m ién-
tras viva, tu — Notayde.»
Cuando acabó de leer las cartas, quedóse Aneyda pensativa, y
estrujándolas en sus manos sin saber lo que hacia; luego levantó
al cielo sus ojos, y dijo con la muerte en el corazón:
—¿Será posible, gran Dios! que un hombre llegue á cometer ta­
maña villanía? Será posible que en él quepa tan refinada falsedad?
Pero lió,— añadió, después de un rato,—no puede ser; Nottely es
demasiado grande y noble para que se degrade hasta ese punto:
ya otra vez me equivoqué, y equivocarme la segunda sería fatal.
No pueden ¡ser fingidas estas cartas? Ah! precisamente he de tener
aquí las que él me entregó la noche que me declaró su am or: voy
¿compararlas con las de Nostrendy,
Y diciendo esto, sacó de una eajita las dos cartas que el lector
se acordará le había dado Nottely en el jardín de au palacio, y de
las cuales no había querido separarse, como un recuerdo délas
tormentos que los celos le habían causado entóneos. Comparólas
unas con otras llena de ansiedad, y bajo el influjo de un temblor
siempre creciente.
—Oh, no hay duda, no hay duda,—decía la infeliz,—es la mis­
ma letra, son verdaderas. Desdichada Aneyda!
Y se quedó inmóvil y abismada en su dolor,
BN SL MAS BELLO DB LOS PLANETAS. 863
De pronto sintió dos brazos que dulcemente la estrechaban su
garganta, y unos lábios que rozaban su mejilla. Rápidamente in­
corporóse, y vió á Silody que la contemplaba con ternura. Aneyda
se conmovió, agitóse su pecho, sus ojos, hasta entónces secos, se
humedecieron, y sollozando, arrojóse en los brazos de su prima.
Tenia al fin una amiga con quien compartir sus penas!

CAPITULO XLV.
VIAJB W? LA ASMADA Y SV ARRIBO L TOLAYDA.

Mientras lo dicho sucedía en Catilia, nos deslizábamos nosotros


por el anchuroso Océano, impelidos por un viento fuerte y seguido.
Nada tendrían de particular para aquellos habitantes el cielo, ni
la mar, ni los buques, ni los hombres que los tripulaban; mas para
mi era otra cosa, puesto que todo ello formaba un conjunto tan
grandioso, que suspendía y embargaba los sentidos. Solo, en pié,
y arrimado al bauprés f mi vista pugnaba por abarcar el horizon­
te , y mi imaginación, recorriendo el espacio, se trasladaba á la
Tierra.
Allí todo me paTecia pobre, mezquino, miéntras que aquí todo
era grande, imponente y maravilloso. Creeis que exagero ? ¡Plu-
giese al cielo que pudiéseis verlo!
Veinte días había que navegábamos por aquel piélago infinito,
cuando la noche del ultimo se hizo, al parecer, eterna, fíl negro
manto que acababa de tender sobre nosotros, se hacía cada vez más
denso, y á medida que nos engolfábamos en la oscuridad» se re­
vestían los objetos de un tinte extraño y desconocido para mi. No
era completa, sin embargo, esta oscuridad, puesto que á ello se
oponían dos satélites que se hallaban entónces sobre el horizonte,
y una línea larga y brillante que dividía el cielo en dos mitades:
esta línea la producían los anillos. Y aunque estos, interpuestos
entre nosotros y el cuerpo del planeta, eran los que causaban la
prolongada noche que, por espacio de quiuce anos, debía envolver
aquel continente, no por eso dejaban de proyectar sobre él su débil
luz: ésta* unida á la que despedían los satélites, producía una cla­
ridad de color azul, dulce y malancólica á la vez. Qué cielo aquel!
qué horizonte, y qué aspecto el que presentaba nuestra armada!
604 una temporada

Este cuadro, que iluminado por aquella luz fantástica, presentaba


los objetos como en lontananza, y envueltos en una especie de
bruma trasparente, era verdaderamente mágico.
Quizá me baga pesado con tantas descripciones; pero ¿cómo
prescindir de ellas cuando se trata de un mundo desconocido? ¿He
de callar, por ventura* lo que he visto?
Tan entretenido me hallaba en la contemplación de este espec­
táculo, que no percibí á Nottely basta que tocándome en el hom­
bro, me dijo;
— Qué hacéis ?
—- Pasmado, amigo, pasmado con tanta maravilla.
— Pues?
—Este cielo, querido Nottely, este mar, este horizonte envuelto
en esa bruma sutilísima, y revestido« de esa luz fascinadora, me
tienen fuera de mi.
— Sí, tenei» razón,— respondió Nottely;— este espectáculo es
magnifico, aun para nosotros que lo vemos tantas voces.
— Y cómo será entonces para mi?
—Cierto,—me dijo el Sr. Nottely,—mas aliara venid conmigo.
— Adánde?
— A la cámara del almirante,
Bajamos, en efecto, á la cámara, en laque hallamos como unas
treinta personas formando corro» sentadas, cubiertas y guardan-
<lo utm imponente gravedad: eran los jefes. Eu una csf>ecie do si-
llon. estaba el almirante. Era este un hombre corpulento, de edad
entre la madura y la vejez, entre cano, de facciones pronunciadas
y de barba y bigote negros, aunque salpicados de pelos blancos:
su mirada era penetrante y su aspecto giave. Llamábase el seilor
Satoidio,
Después que nos sentamos el embajador y yo, dijo el almirante:
— So »lores, mañana tbndeamos en las aguas de Tolayda» y es
probable que en ella ero peñen) os la primera batalla.
— La primera batalla!—dijo uno de lo« jefes,—¿pues no vamos
directamente á Tíilussa?
— [riamos, si preciso fuere, — repuso ol almirante; —pero creo
que uo pasemos de Tolayda.
— Cómo asi? — preguntó el mismo jefe.
— Es muy sencillo , Noriccio,—-repuso el almirante:— para ir
á Tahisaa, es forzoso que pasemos el estrecho, y éste, como sabéis-
RN PX MÁS BULLO DB LOS PLAKL5TAS. 605
está poco separado do Tolayda, Ahora bien; si el estrecho está fran­
co, porque la armada de Cu til ia se baile aún en Talusaa, Tolayda
quedaría expuesta 6 uu golpe de mano, que, dado por nosotros#
nos liaría dueños de ella; la posesión de esta plaza irrogaría al rey
graves perjuicios, míénfcras que &nosotros nos proporcionaría ven­
tajas que nos facilitarían las operaciones ulteriores en Catilia. Él
rey tendría que huir, y , no sólo se vería precisado á llamar su
ejército de la Ciliana, sino que tendría que sostener la guerra en
el corazón de sus estados- ¿Os parece que querría exponerse á tan­
tos riesgos? Sería 0I colmo de la imprevisión.
—Es cierto, es cierto,—contestó el Sr. Noriccio.
—Quisiera equivocarme,—continuó e) almirante,—pues en tal
caso nuestra eampafla sería corta y brillante.
—Pienso lo mismo,— dijo & esta sazón el Sr. Nottely,—y segu­
ro estoy que al fondear nos hallarémoa con la armade, de Catilina,
que empeñará ai instante la batalla. Si vencemos, la guerra se
continuará en las llanuras de Tolayda; y si somos vencidos, toda­
vía tendrémos que sostener la segunda* y, quién sabe, si la terce­
ra batalla sobre el mar.
—Indudablemente,—repuso el almirante,—y por eso no pode­
mos raénos do advertir á estos señores, que tengan sus escuadras
Jistas para entraren acción asi que lleguemos ATolayda.
Y pasando la vista por los concurrentes, anadió:
— Y ahora ¿quó os diré? Nada, porque á hombres de vuestro
temple seria un insulto encargarles ei valor: sólo os recordaré,
primero, que la posesión de la Ciliana se va A disputar en las
aguas de Tolayda; y segundo, que la muerte en el campo del ho­
nor es el más bello timbre que un hombre puede legar A sus des­
cendientes, cuando la recibe defendiendo la gloria de la pAtria.
Dicho esto, se disolvió la reunión.
-—Ahora la nuestra,—dijo el Sr. Nottely, así que quedamos
solos.
—¿Cómo la nuestra?
—SI, Mendoza,—contestó Nottely,—la nuestra, la que vamos á
tenor vos, Siiaydi y yo. Esta fué la de la p átria; ahora falta la
nuestra: venid.
Y llamando al Sr. Siiaydi, nos fuimos &nuestra cAmar», donde
reunidos al fin, dijo N ottely:
— Creo oportuno, y más que oportuno indispensable, que tan
606 tfNA, TEMPORAL
pronto como demas fondo, mandemos á uno de nuestros criados, á
aquel que nos inspire más confianza, 4 Conordo, con el encargo de
hacer las más vivas diligencias para , averiguar hácia qué parte
del castillo están las habitaciones de Aneyda y de Silody, cuáles
son las posiciones de aquel, y cuál su estado de defensa, Hecho
esto, y luego que sepamos el resultado de sus investigaciones,
obrarémoa del modo que creamos mas conveniente. ¿Qué os
parece?
—Bien,—contesté yo,—y desde luego pongo á vuestra disposi­
ción mi guardia, en el cual tengo la mayor confianza, y en quien,
desde que está 4 mi lado, observé mucho valor, despejo y sagaci­
dad. Además, ha residido en Tolayda, y conoce los más grandes
señorea de la Córte. Antes de oíros, querido Not.tely, ya iba yo á
hacer igual propuesta, porque estaba seguro de que la aprobaríais
atendida su importancia ; pero os habéis anticipado, y sólo me
resta deciTOB que elijamos el criado. Os lo repito, ¿queréis mi
guardia?
—Pero hace poco que le tenéis, Mendoza,—dijo el Sr. Silaydi:—
¿no podéis haberos equivocado respecto de las cualidades que le
suponéis? ¿Estáis seguro, además, de su lealtad?
—Oreo que sí, Silaydi,—le respondí,—me tiene carino, y no de~
sea más que complacerme.
—¿Teueis vos, otro mejor?—preguntó Nottely.
—Tongo á Rotondo, criado antiguo fiel y leal á toda prueba.
—Excelentes cualidades,—dijo el Sr. Nottely; —pero entre las
cuales no veo figurar las dos que posee el guardia de Mendoza, y
que son las que en la actualidad necesitamos.
—Ah, sí, ol despejo y la sagacidad,—dijo el Sr. Silaydi,—no le
faltan á Rotondo, aunque respecto de ellas, no dudo en d arla pre­
ferencia al guardia de Mendoza.
—•Y no es tampoco pequefía circunstancia,—affadió el embaja­
dor,—el haber vivido en Tolayda, y hallarse relacionado con los
Criados de los principales personajes.
—Es cierto,—repuso Silaydi,—llamémosle, pues, y enterémosle
al momento del asunto.
BN EL MÁS BELLO DE LOS PLANBTAS. 607

CAPITULO XLVI.
INSTRUCCIONES DADAS A RAMILIO.
Llamé, en efecto, á Ramilio, que se hallaba sobre cubierta ha­
blando con sus amigos.
Era Ramilio un jóven listo, fino y de esbelto talle: tenia el pelo
castaño, la frente despejada, los ojos vivos, la nariz graciosamente
redonda hácia la punta, la boca pequeña y el bigote rubio, y su
semblante, en el cual se revelaba una jovialidad burlona, era
simpático.
—Acercaos, Ramilio,—dijo el Sr. Nottely.
Acercóse el jóven, pero sin apartar de mí la vista, como si qui­
siese leer en mi semblante ia aprobación ó desaprobación de lo que
iba á encomendársele.
—Os llamamos, Ramilio,—lo dije,*—para encargaros de un
asunto delicado y que requiere mucha circunspección, fíe respon­
dido de vos á estos señores, y espero que me dejareis airoso.
—Ya sabéis, señor,—me contestó el jóven,—que estoy entera­
mente á vuestras órdenes, y que no digo yo por dejaros airoso en
loque de mí habéis dicho á estos señores, sino que por daros gus­
to en vuestro menor deseo, estoy pronto á sacrificarme.
—Lo sé,—le respondí,—ó al ruónos estoy persuadido de ello,
—Podéis estarlo, señor,—contestó el jóven.—¿Qué es lo que
teng’o que hacer?
—Vais á ser trasladado á Conordo,—dijo el embajador,—tan
pronto como nos acerquemos á Tolayda: allí ya, tomareis una
casa, é instalado en ella, averiguareis por los medios que os sugiera
vuestra prudencia, y siempre haciendo las preguntas por cuenta
propia, hácia qué parte del castillo habitan las señoritas Aneyda
y Silody, que son, como ya sabréis, pinina una y hermana otra del
Sr. Silaydi: averiguareis también cuál es la posición del castillo,
cuál au estado de defensa, y qué número de hombres componen la
guarnición.
—Si no es más que eso,—«lijo con semblante risueño Ramilio,—
pronto espero dejaros satisfecho.
—Por ahora nos basta,—dijo el Sr. Silaydi;—más adelante ve-
rémos.
(><)8 UNA TKMPOfcADA.

—Puesto que el Sr. Mendoza tiene, á lo que parece, el mismo


Ínteres que vos y el Sr. Nottely, bien podéis estar seguros de que
haré por complaceros cuanto pueda.
— Asi lo esperamos,—dijo el Sr. Nottely;—y tan pronto como
averigüéis lo que os he dicho, volvereis á participárnoslo.
—Lo haré, señor , — contestó Ramilio, — ¿Teneis algo D iá s que
mandarme?
—Nada,—dijo el Sr. Silaydi alargándole un bolsillo,—sino que
no economicéis gasto ninguno para obtener las noticias que os pe­
dimos.
—No, por Dios, Silaydi,—exclamé extendiendo mi mano para
recoger el bolsillo; pero más veloz que yo, me la separó Silaydi
diciéndorae:
—En adelante, Mendoza, nunca os ocupéis de dinero tratándose
de vos, de Nottely ó de mi, pues entre nosotros es indiferente que
lo dé uno ú otro. El primero que lo haga , aquel tiene la prefe­
rencia.
•—Asi es,—repuso el Sr. Nottely.
—Guardadle entónees, Ramilio , puesto que estos señores lo de­
sean.
HSzolo así el jóven, pero lentamente y como si quisiese darme ó
entender que sólo por obedecerme lo tomaba. Kn seguida anadió:
—Puedo retirarme ahora?
—Sí,—-le contesté.
—Mo agrada este jóven,—dijo el Sr. Silaydi tan pronto como
marchó.
—Me alegro,—le respondí,—de que asi lo juzguéis, Silaydi.
—Después que sepamos lo que baya averiguado Ramilio,—con­
tinuó el Sr. Nottely,—haremos los tres un reconocimiento en Co-
nordo, y enterados de su disposición exterior, tratarémos de ver
de qué medios hemos de valernos para arrancar á las dos niñas del
poder de sus verdugos. Os aseguro, amigos, que esta es la idea
que me preocupu desde que dejé :t Romalia.
—Os creo, Nottely,—dijo el Sr. Silaydi,—pues ánií ine sucede
otro tanto.
—Y tan natural es lo que decís, que á mí, que no puedo tener
vuestro interes, no me ocupa otro objeto desde que llegué á To~
layda.
—¿No os parece,—dijo el Sr. Silaydi,—que sería bueno que Ilu
KN 1ÍL MÁS BULLO DK LOS PLAN liTA S. 609
luilio llevase una carta mia para Aneyda, participándole nuestra
llegada?
— Yo lo creo,—dijo el Sr. Nottelv,— si fuese posible entregár­
sela ; pero teniendo en cuenta los caracteres de Nostrendy y de
Nomatty, conceptúo que habrán tomado tales precauciones, que
no conseguirá Ramilio hacerla llegar á su poder.
—Y quién sabe?— repuso el Sr. Silaydi; — Ramilio me parece
listo, y no extrañaría que, halagando ó seduciendo á algún críalo
y gratificándole ámpliamente, recabase de él que entregue la
carta á Aueyda.
— Por si acaso, escribidla, Silaydi,—dije yo.
Silaydi escribió la carta siguiente:
«Acabo de llegar, querida. Aneyda, delante de Tolayda en com­
pañía de Nottely y de Mendoza. Vienen reunidas laa dos armadas
de Roquelia y de Nostracia, y quizá hoy principien las boatilida-
des. Nuestro disgusto por tu rapto fué horroroso. Papá y mamá,
aunque buenos, están sumidos en una tristeza mortal, y yo no es­
taré tranquilo hasta verte libre de ese hombre. Si no hubiese
guerra, ya estarias con nosotros, porque yo solo bastaba para ar­
rancarte de Conordo; pero hoy, Nostrendy es un enemigo, y para
vencerle necesito vencer ántes un ejército. Bien sabe él lo que hizo
:ii provocar la guerra; pero, sea cual fuere el éxito de la lucha, yo
te prometo que no marcliarémos sin tí de este país. No te abando­
nes, pues, al dolor, ni olvides que aún te espera una felicidad tan
grande, que te hará m irar, hasta como un sueño, los tormentos
que ahora sufres. De esta felicidad te hablaré cuando te vea.
»Mendoza, que está á mi lado, me encarga para ti los más afec­
tuosos recuerdos. Su disgusto por lo que sufres, lo mismo que su
deseo de verte libre, es como el nuestro: creo que digo bastante.
Nottely......Nottely, Aneyda, nos supera á todos en el sentimiento
y arde por volar á Conordo.
»Da esa carta á mi adorada Silody ( supongo que ella te habrá
hablado de nuestro amor), y no olvides que se desvela por tí—S i-
laydi . »
La carta mereció nuestra aprobación. La dirigida á Silody, co­
mo que todo se re feria á cosas de amor, no creo que interese á loa
lectores. Yo mismo ful á llevarlasá Ramilio, que me prometió ha­
cer milagros porque llegasen á su destino.
Entre tanto avanzaba 3a armada con uua rapidez maravillosa;
610 UNA TEMPORADA
y como jamas se detenia, porque cuando paraba el viento trabaja­
ban las ruedas que los buques tenían en las quillas, y cuyas rue­
das eran movidas por un aparato eléctrico que aquellos tenian en
sus centros, percibimos á Tolayda al dia siguiente.
El espectáculo que nos presentó esta ciudad era, como todo lo
de Saturno, incomparable. Antas de verla, ó, lo que es igual, An­
tes de percibir sus edificios, envueltos, por supuesto, entre las som­
bras, llamó sobremanera mi atención un sinnúmero de globos lu­
minosos que, en líneas paralelas, ocupal>aii un espacio ilimitado.
La altura de estos globos era muy grande, y la luz que despedían
vivísima.
A medida que nos acercábamos, Ibamos percibiendo las torres,
las cúpulas, las casas, los terrados y las murallas. La ciudad te­
nia la misma extensión que Romalia; pero la llanura que la cir­
cundaba, las casas de campo que en ella estaban esparcidas, y los
árboles y plantas que por todas partes se destacaban, la bacian
parecer mayor. Entrente de nosotros había un puerto grande y es­
pacioso rodeado de un muelle magnífico, que resguardaban las
baterías de la plaza. La entrada de este puerto se cerraba de una
manera extraña y digna de referirse.
A una altura capaz de dar paso á un navio de linea, se veía un
trozo de muelle que correspondía exactamente á la entrada de
este. Dicho trozo, cuyas piedras habían sido enlazadas do una ma­
nera que no podían separarse, estaba suspendido en el aire por
cadenas enormes de hierro, apoyadas en columnas de granito: por
medio de estas cadenas lo hacían subir y bajar máquinas que se
apoyaban en el muelle mismo. Cuando este trozo estaba arriba,
hacia una vista aterradora, y cuando descendía, su superficie su­
perior quedaba tan al nivel con la del muelle, que parecía no ha­
ber allí tal abertura; la inferior descansaba en el fondo del mar,
impidiendo de este modo que el agua interior se juntase á Ja ex­
terior.
Cuando dimos fondo , el trozo del muelle estaba arriba, y de­
lante del puerto, y extendiéndose por Ambos lados, formaba en
batalla toda la armada de Catilia.
Al bulo derecho de Tolayda, y perdida allá en la bruma, se veía
una especie de luna que iluminaba una mole inmensa : este mole
se destacaba de la cresta de una colina, rodeada enteraraen 3 por
el mar, sobre el cual proyectaba su sombra jigantesca. S o la , in-
BN Vt MÁS BELLO DE LOS PLANETAS. 611
móvil y combatida por las olas, esta mole se asemejaba al destino,
burlándose de los cálculos y mezquinos proyectos de los hombrea.
Aquella luna era un globo de luz semejante á los que ilumina­
ban á Tolayda*
Aquella mole era el castillo de Oonordo.
La ciudad, los globos que sobre ella se veían, la llanura que la
rodeaba, las casas y árboles que en esta estaban esparcidos, la ar­
mada, semejante á un bosque que la defendía, y el castillo de Co-
nordo perdido como dije entre las sombras, formaban un conjunto,
que iluminado por la luz plateada de los satélites, y la linea bri­
llante de los arcos, me tenía cuteramente fascinado.
Antes de colocarnos en frente de la armada de C&tilia, ya ha­
bíamos arrojado al agua una lancha que con treinta marineros
conducía á Ramilio á Conordo. Se alejó con rapidez, y en pocos
momentos se perdió en la oscuridad.
De pié, inmóviles como estátuas, le seguían con la vista Silaydi
y Nottely. No me cabe la menor duda que sus corazones latían con
violencia, y que sus almas, rápidas como el pensamiento, volaban
liácia las lindas prisioneras.
(Se continuará.)
T irso Aoüimana dr Vbca.
UNA TEMPORADA EN EL MAS BELLO DE LOS PLANETAS.

CAPITULO XLVU.

BATALLA*

Acabábamos de colocamos en frente de la armada de Catilia,


cuando el viento que nos había conducido hasta Tolayda cesó re­
pentinamente; las olas fueron perdiendo poco á. poco su volúmen,
la superficie del mar se puso plana, loa buques se quedaron inmó­
viles y clavados en sus sitios, y un silencio profundo sustituyó al
ruido sordo y confuso que había reinado hasta entóaces.
Y qué silencio aq u el!
El silencio precursor de los horrores í
¡El silencio de la muerte, á la cual, con lúgubre y siniestra faz,
veiá yo volar en torno de las cabezas de los que debían perecer en
aquel dia l
Qué contraste! Un momento ántes todo era vida y animación
en el mar, en los buques y en la ciudad que teníamos en frente,
y algunos momentos después, con el ruido del viento y de las olas,
hablan cesado hasta los mormullos que producían las conversacio­
nes que unos con otros tenían los soldados.
De repente un cañonazo disparado desde el navio almirante, que
ocupaba el centro de la armada enemiga, vino á estremecer de un
modo extraño nuestras fibras: el estampido, que el eco repitió
desde los montea más cercanos hasta los más remotos, llevaba
consigo un no sé qué de fatídico, que hizo más solemne la majes­
tad terrible que precede á los combate«*
Nuestro navio almirante respondió con otro.
OKA TKM POBADA BN fitL MÁS DKLLO DB I O S PLANETAS. 124
El eco lo repitió también; y aquellas respuestas progresiva­
mente descendentes, que parecían perderse en el abismo, llenaban
el alma de presentimientos pavorosoa
Al oir el cañonazo de nuestro buque volaron á ocupar sus pues­
tos Nottely y Silaydi, y aún no habían acabado de colocarse en
ellos, cuando una andanada de la línea enemiga lanzó sobre noso­
tros una lluvia de balas.
A aquella andanada respondimos nosotros con otra, que, con­
testada al instante por la de Catilia, dió lugar á la tercera, luego
á la cuarta, y así sucesivamente; de manera que al cabo de dos
horas las dos armadas, que se habían ido acercando poco á poco,
se tocaban, y aquello se había convertido en un infierno. En efec­
to: ardía la playa, retemblaban loa edificios de Tolayda, se agi­
taba el mar, vibraba el aire estremecido por las balas que lúgu­
bremente silbaban en torno de nosotros, se rasgaban las velas y
se venían .abajo hechos pedazos los palos de los navios. Uno de
éstos, cuyo coetado acababan de abrir alguna balas que llegaron
k él k un mismo tiempo, se había ido á pique: los gritos desgar­
radores de los moribundos y los clamores frenéticos de los que
imploraban auxilio, partían el alma: pocos fueron los que se sal­
varon .
De repente, y como si se hallasen las dos annadas poseídas de
un mismo deseo, cesó el fuego, y una voz tonante, una voz de
pavoroso eco, resonó á la vez en los navios, y esta voz fué;
— Al abordaje!!
Veamos aboTa cómo estaban colocados los jefes.
Los navios almirantea estaban en los centros. Mandaba el ala
derecha de la armada de Catilia el príncipe de Nocuara, y la iz­
quierda el Sr. Nostrendy, á cuyo lado estaba Nomatty. Mandaba
el ala derecha de la nuestra, formada por las tropas de Roquelia,
el Sr. Saraidio, á, cuyas órdenes estaba Silaydi; y la izquierda,
compuesta por los de Nostracia, el Sr. Nottely, k cuyo lado me
hallaba yo.
A la voz de abordaje, y después de aferrados los navios, se lan­
zaron unos contra otros los guerreros, blandiendo sus hachas.
Imposible es decir lo que después pasó. Los gritos que para ani­
marse daban los soldados, sus esfqerzos para apoyarse en la cu­
bierta, los golpes de hacha que al chocarse y caer sobre las cabe­
zas se dejaban oir, las imprecaciones de los combatientes, los ayes
125 UNA TEMPORADA
de loe berilios y los gemidos de los moribundos, producían un
ruido prolongado y siniestro, que llevaba el espanto y el horror
hasta, lo intimo de nuestras almas. ¿Y cómo nó, si este ruido que
sólo puede sentirse, pero nunca describirse, era el precursor y el
compañero de la muerte?...
En esto el principe de Noeuara salta dentro del navio del señor
Samidio, seguido de los suyos.
Ya había inmolado un número crecido de guerreros, y trataba
de hacer otro tanto con el resto, cuando abriéndose paso el Sr. Sa­
midio, se puso en frente de él. Cubierto con el escudo, y fijando la
vísta sobre el hombro derecho del príncipe, le tiró un golpe tre­
mendo con intención de derribárselo; pero habiéndolo parado el
príncipe con una destreza sin igual, le devolvió otro tan violento
que hizo chocar el escudo contra la cabeza del Sr. Samidio, deján­
dole aturdido y sin aliento.
Ya iba á clavar su espada en el corazón del general, cuando se
vió repentinamente amenazado por un gallardo jóven. Era Silay-
di, que después de haber hecho prodigios de valor, y obligado á
retirarse á los que habían seguido al príncipe, cayó ¡sobre éste
deseoso c|e matarle y salvar al Sr. Satnidio. Miráronse los dos jó­
venes con reconcentrada ira, blandieron las hachas con increible
rapidez, é iban á dejarlas caer, cuando observaron que el buque
ae sumergía, en medio de alaridos espantosos. Tuvieron, pues, que
abaudonar la lucha para lanzarse al agua y salvarse á nado, lo
que no hubieran acaso conseguido si no fuesen socorridos por las
lanchas que ee hallaban allí con este objeto.
Miéntras esto sucedía en el ala derecha de nuestra armada,
principiaba la izquierda á arrollar á la contraria, llevándolo todo
por delante el Sr. Nottely. Nada se le resistia, y ya había obli­
gado á entrar en el puerto á la mayor parte de los buques enemi­
gos , cuando visto esto por el Sr. Nostrendy, y que echaba á pi­
que ó entraba al abordaje ¿ los que estaban fuera todavía , con el
objeto de poner término á tanto estrago acercó su buque al de
Nottely. Junto á él ya, le disparó una andanada que no le causó
afortunadamente otro percance que echar abajo el trinquete, y
hacer pedazos la obra muerta de aquel lado. Pálido de rabia Nos-
trendy al ver el poco efecto de la descarga, arrancó el hacha áe
las manos de un soldado, y se la arrojó ¿ Nottely. Este, que no
había perdido ninguno de sus movimientos, y á cuya vista nada
bn bl más bello de lo» planetas. 126
se le escapaba, se encorvó para que pasase el hacha por encima
de su cabeza, como asi sucedió, en efecto, aunque matando á un
soldado y yendo ó clavarse en el palo mayor del buque. ; Tan es­
pantosa era la furia que llevaba!
Nottely tranquilo, y sin olvidarse jamás de los vínculos que
unían á Nostrendy con Aneyda, le disparó un pistoletazo, cuya
bala le pasó rozando el cráneo (había perdido ya su casco); y si
bien no le hirió, porque tal era la intención del jóven, le dejó tan
aturdido y trastornado, que tuvo que agarrarse á un callón para no
caerse. Furioso Nomatty por ver así á su amigo, disparó á Nottely
otro, con tal acierto, que, no sólo le llevó el casco y parte de los
cabellos, sino que le hizo retroceder algunos pasos. Recobrado al
punto, y viendo que todos los buques habian entrado ya en e!
puerto, se aprovechó del aturdimiento de Nostrendy paia volar al
socorro de nuestra ala derecha, que principiaba entónces á cejar.
En efecto, era tal el ánimo que el valor, cáai sobrenatural, del
Principe de Nocuara infundía en sus soldados, que nuestra ala de­
recha principiaba, como he dicho, á ceder, é indudablemente hu­
biera sido derrotada, si en aquel momento una descarga horroro­
sa no hubiese llenado de estupor á lo» soldados de Oatilia. Era
nuestra ala izquierda que, vencedora de la enemiga, y después de
haberla obligado á encerrarse en el puerto, avanzaba sobre la iz­
quierda de Catilia deseosa de destrozarla.
Lívido de furor el príncipe de Nocuara al ver perdida la batalla,
xio por eso le abandonó su serenidad: ántes al contrario , puesto
en pié sobre el castillo de popa, y obrando como hábil general,
dió la órden para retirarse, á ver si podia llegar al puerto ántes
que nosotros, que á toda prisa avanzábamos para impedírselo. Con
voz de trueno mandó que las máquinas redoblasen su tensión, lo
que, efectuado al punto, hizo que loa buques caminasen con una
rapidez que sólo podía creerse presenciándola.
Entre tanto, Nottely puesto en pié, todo cubierto de sangre,
hecho girones su manto, descubierta la cabeza, y despidiendo
fuego por los ojos, daba la misma órden.
Los buques volaban, pero llegaron primero los del príncipe de
Nocuara, y ya habian entrado muchos en el puerto, cuando apa­
reciendo nuestra ala izquierda, descargó sobre los restantes una
nueva andanada, que echó á pique nueve de ellos. Viendo esto el
principe de Nocuara, hizo adelantar su navio algo más allá de la
127 UNA TEMPORADA
entrada del puerto, con el objeto de que ai abrigo sujo pudiesen
entrar los que estaban fuera; pero si bien con esta hábil maniobra
consiguió bu objeto, no evitó el encontrarse con Nottely, que
marchaba ávido de nuevos triunfos al frente de los demás. Las
descargas se redoblaron entóneos con increíble furor , los soldados
caían á centenares, árabos buques estaban desarbolados, y ya se
preparaban á embestirse, cuando observando el príncipe que for­
maban corro alrededor de él los buques que iban llegando, y que
pronto quedaría envuelto si no lograba retirarse, hizo seña al ti­
monero para que dirigiese la proa al puerto, otra al director para
que diese á las máquinas toda la fuerza de que fuesen capaces, y
rápido como el relámpago, y despreciando la lluvia de balas que
caía sobre é l, atravesó la entrada de pié, inmóvil, amenazador y
dejando percibir en su boca una sonrisa que en aquellas circuns­
tancias era el signo más expresivo de la rábia que le devoraba.
Apénas entró el principe, cuando con un estruendo imposible
de describir por lo espantoso , vino á hundirse en el abismo, y á
cerrar la entrada del puerto, la mole inmensa que sobre ella esta-
ba suspendida.
Todo había concluido entóncesl
Al tumulto anterior, sucedió una calma profunda. Mi alma, agi­
tada por mil sentimientos diferentes, sólo podia fijarse en la esce­
na de horror que acababa de presenciar. Aquella lucha de jigan-
tes, habida en medio de las sombras; aquel mar cuya superficie tan
pura y trasparente ántes, se veia ahora cubierta de sangre; aquella
ciudad , cuyos habitantes debieron haber sufrido tormentos por el
peligro en que veían á sus parientes y allegados; aquel silencio
que habia sucedido á lo® gritos y alaridos que durante el combate
habían atormentado mis oidos, y el tinte melancólico que la luz
de aquel prodigioso cielo derramaba sobre estas escenas de exter­
minio, me sumergieron en un abismo de dolorosas reflexiones. jY
estos hombres tan cultos tienen guerras todavía! decia para con­
migo. ¿Y será posible que la sabiduría, siempre en progreso , no
llegue á extinguirlas para siempre? Oh hombres, hombres! en to­
dos los mundos sois los mismos!...
Entre tanto que yo me entregaba á estas reflexiones, daba algu-
aas órdenes el Sr. Samidio (habia sido salvado por una de las lan­
chas), siendo la principal el que acercasen los buques á la playa
para sacar de ellos las tiendas, que mandó armar inmediatamente.
RN BL MÁ8 BELLO DR LOS PLANETAS. 128
Todo estuvo ejecutado en un momento, y era de ver aquel sitio,
tan solitario ántes, convertido aliora en un pueblo. Pero | qué lujo
y qué gusto en aquellas tiendas! Qué hechura tan elegante la suya!
Qué riqueza eu las mesas, en los asientos y en las colgaduras I El
aspecto de aquel pueblo improvisado, sobre el cual se proyectaba
la luz pálida de los arcos, era verdaderamente hermoso.

CAPITULO XLVIIL

VUELTA DE RAMILIO.

N ottely, Silaydi y yo ocupábamos una misma tienda. Ya nos


habíamos bailado, ya nos habíanlos mudado, ya habíamos curado
algunas heridas y pequeñas rozaduras que habíamos recibido en el
combate, y ya, sentados cómodamente en un sofá, nos preparába­
mos á hablar de nuestras cosas, cuando de pronto y con la sonrisa
en los lábios apareció Karailio á la entrada de la tienda.
Un grito se escapó, á la vez, de nuestros pechos.
— La satisfacción que veo pintada en vuestro rostro, Ramilio,—
le dijo elS r. N ottely,— ñas hace creer que habéis desempeñado
nuestro encargo: me equivoco acaso?
— N o, en verdad, — respondió Ramilio.
— Y habéis entrado en Conordo?
— Aunque nó en los salones, estuve en el pátio.
— ¿Entóneos habréis visto las fortificaciones, y el número de sol­
dados que tiene la guarnición?
— Sí, señor.
— Y habéis entregado la carta?
— S í, señor.
— De véras? — dijo lleno de gozo el Sr. Nottely.
— Aquí teneis la respuesta.
Y al decir esto, sacó una carta, cuidadosamente cerrada, que
entrego á Nottely. Cogióla éste muy conmovido, y quiso abrirla;
pero no pudo, porque su excesiva agitación se lo impedía. Para
calmarla y disimular dolante de Ramilio, volvió á preguntar con
voz alterada, sin embargo:
— Y cuántos hombres hay en Conordo, Ramilio?
— Seis m il, señor : aquello no es un castillo , es una ciud&delA
inexpugnable.
129 UNA TEMPOBAIU
*— ¿ Habeia proourado retener eti la memoria laa fortificaciones
interiores?
— He hecho m ás, señor, — respondió RamLlio souriéndose.
•— Pues qué habéis hecho ?
— Un cróquis.
— Un cróquis 1
— S i, señor; tomadlo.
Nuestra sorpresa fué extrem ada.
— Pero quién ha sacado este cróquis?
— »Y o , señor.
— Vos f
— S5, señor, — contestó Ram ilio con naturalidad: — dibujo bas­
tante bien para poder hacer ese trabajo léjoa de los objetos que re­
presenta; y como he estado diferentes veces eu Conordo, he podi­
do rectificarlo á mi placer. Está ex a c to , señor, y podéis guiaros
por él con toda seguridad.
— Sois una alhaja, a m ig o , — le dijo el Sr. N ottely.
Rarnüio cataba radiante de a le g ría , y yo más satisfecho que él.
— Y hácia qué parte cae la habitación de A n e y d a ? — preguntó
el Sr. N o t te ly , después de haber pasado la vista por el cróquis.
— La señorita Aneyda está en el segundo piso de la torre del M e­
diodía.
— Y Silody?
— Ea la del N orte.
— Y cónuo o a habéis manejado para en tregar la carta á la pri­
mera.
— Renovando mis relaciones con un ayuda de cámara del señor
Noatrendy.
— P erfectam en te,— dijo N o tte ly ; — y podréis contar con ese
jóveu en caso que le necesitemos?
— Y con un criado de escalera abajo, que por lo que pudiera su­
ceder he tenido cuixlado de poner de nuestra parte.
— Os lo rep ito, a m ig o ; sois adm irable. Ahora marchaos, y des­
cansad, que ya os Ilamarémos si volvem os á necesitaros.
Y al decir e s to , arrancó de su g o rra un m agnifico b rilla n te , y
se lo entregó. Rehusólo R a m ilio, como era natural; pero insistió
N o tte ly , dictándole.*
— Eso no es dinero, R am ilio; es una memoria mi a, qne quiero
que con servéis, tomadla.
tomo xvn. y
BN BL MÁS BRILLO DE LOS PLANETAS. 180
Tomóla, en efecto, Ramilio; hizo luego una profunds cortesía,
y se retiró.
— Es un tesoro ese jóven, Mendoza, — me dijo el Sr. Nottely.
— Si, á fó m ia, — añadió Silaydi;— pero abrid pronto la carta,
y veamos lo que dice Aneyda.
— Es para vos, Silaydi, — dijo Nottely alargándosela con manó
trémula.
— Y como entre nosotros no hay secreto , abridla, y leédnosla.
Nottely abrió la carta, y con voz entrecortada por la emoción,
leyó lo siguiente:
«Tu carta, querido Silaydi, me ha causado honda impresión.
Estás en Tolayda, y esto que debiera llenarme de alegría, me cau­
sa por el contrario pena. Y por qué? porque estando tan cerca, no
puedo, sin embargo, verte,
»No quiero referirte mis desgracias; ellas son tales, que á pesar
de ia felicidad de que rae hablas, acabarán pronto con mi vida. Al
dolor de verme separada de vosotros (algo, sin embargo, rae con­
suela el saber que papá y mamá están buenos), se une otra clase
de disgustos que van minando sordamente mi salud, y de los cuo-
les no puedo hablarte en mi carta, j Cuánto diera por estar contigo
un solo dia f
»Nostrendy, hasta ahora (excepto el horror de la prisión) se
lia portado de una manera reg u lar; pero como es tan violento y
celoso, tiemblo que me cause un disgusto el dia rnénos pensado.
Qué cruel es hallarse en poder de uu hombre que se desprecia!
»En medio de mi amargura, todavía he tenido una satisfacción,
que fué el saber cuánto amas á Silody. ¿Por qué no melohaadicho
ántea? La he entregado tu carta, y adjunta te remito su respuesta.
»Me ha conmovido en extremo el ínteres delSr. Mendoza: parti­
cípale cuán grande es mi afecto háciaél, lo mismo que mi gratitud*
»Y en cuanto al Sr. Nottely, díle que le deseo tanta dicha como
tormentos sufre la desgraciada — Aneyda.»
Ya al medio de la caita se había inmutado el Sr. N ottely: pero
cuando la concluyó, se puso lívido.
Lástima nos causó á Silaydi y á mi verle en aquel estado: Silay­
di lo sentía tanto, que ni aun trató de leer la carta de Silody, que,
con la de Aneyda, se le habia caido á Nottely de las manos,
— Qué hay aquí?— dijo mirándome y levantando del suelo las
cartas.
131 UNA. TKMPORADA

— Y quién puede saberlo ?«— le contesté; — sospechar, sospecho


algo, pero nunca vienen á ser más que sospechas.
— Y qué sospecháis, Mendoza?— pregunté Silaydi con ínteres«
— Que sea alguna intriga de Nomatty.
—Enténces ese hombre es un monstruo,—dijo frunciendo el ce­
llo el Sr, Silaydi.
—Para mí, á lo raénos, lo es. Olvidáis el rapto? ¿Olvidáis la
carta del jardín? Olvidáis la intriga de Notayde? Pues el que co­
mete un crimen, Silaydi, puede cometer miL
—Es cierto, es cierto,—decía Silaydi.
Miéntras hablábamos, seguía Nottely mudo y como abstraído.
Viendo yo que no acababa de salir de aquel estado, me resolví á
decirle:
—Pero Nottely, por Dios, ¿así os abatis, sin motivo acaso?
Miréme el jóven con ojos extraviados, y como si sólo el sonido
de mi voz, y no mis palabras, le hubieran llamado la atención.
—Qué decíais?— preguntó sin fijarse en mis palabras.
-—Que me oigáis un momento,—le respondí.
Mas como si no hablase con él, y como ai sólo atendiese á lo que
pasaba en su cabeza, exclamó:
—Pero ¿qué tiene Aneyda, Dios mió? ¿Por qué me dirige esas
palabras que me han desgarrado el corazón? ¿Por qué tanto des­
den y frialdad conmigo?
—Alguna equivocación acaso,—le respondí,—ó alguna intriga
del mismo que os persigue con su odio.
—Pero ¿por qué ese encono contra mi? ¿Por qué herirme de nn
modo tan cruel? Qué les hago yo?
Y al decir esto, pasaba la mano por su frente fría y bañada en
sudor.
—Vamos, que si vos sufrís,—dijo Silaydi, estrechándole la ma­
no,—no sufre ella ménos, como debo inferirlo de su carta.
—Pero si yo no le di el menor motivo.
—Si vos no se lo disteis, no faltaría quien se lo diera en vuestro
nombre. Creedme; más bien que enojaros con ella, compadecedla,
porque, como dice Silaydi, y tiene razón, sufre acaso más que
vos,
—Y si ella sufre, ¿no basta eso para que yo me desespere?
—En hora buena,—le contesté,—pero dejando esto á un lado,
tratemos de ver de qué medios hemos de valernos para descifrar
EH BL MÁS BELLO DE LOS PLANETAS. 132

este misterio. ¿No os parece, Silaydi, que seria bueno escribir otra
vez á Aneyda?
— No seria malo.
— Dejémonos de cartas, señores,— dijo el embajador,— dejémo-
nos de cartas, si gustáis, y hagamos otra cosa.
— Qué cosa?— preguntó Silaydi.
-—Marchar ahora mismo á Conordo.
•— A Conordo!— dijo Silaydi sorprendido;— ¿y qué pensáis ha­
cer en Conordo?
— Por de pronto reconocer el castillo, y luego buscar los medios
de penetrar en él á todo trance.
— En hora buena; irémos mañana.
— Mañana! Desde aquí á mañana, Silaydi, hay para mí una
eternidad.
— ¿Y no seria mejor que tratásemos ahora de buscar los medios
más á propósito para practicar ese reconocimiento y después los
que pudiesen facilitarnos la entrada en el castillo?
— ¿Sabéis, Silaydi,— dijo el embajador, pálido de impaciencia y
mirándole con fijeza,— lo que es una muerte precedida de tormen­
tos y de agonía lenta y terrible?
— No, pero lo presumo,
— Pues esa muerte,— añadió Nottely,— me impone ménos que
el enojo de vuestra hermana. Ved, pues, si podré esperar.
— Vámonos, entonces, ahora,— dijimos á la vez Silaydi y yo.
— Oh, gracias, gracias, queridos amigos,— dijo Nottely, co­
giéndonos las manos y estrechándonoslas.

CAPITULO XLIX*

VISITA INESPERADA.

— Sí, mí querida Aneyda,— decía Silody ¿ su prima, estrechán­


dola la mano,— conozco que la situación es grave; pero también
confío en que han de sacarnos de ella Nottely y Silaydi, sin cho­
car directamente con Nostrendy. Esto, á lo ménos, es lo que me
ofreció tu hermano.
— Y lo cumplirá, Silody,— observó Aneyda, con aquella tristeza
que tanto realzaba su hermosura;— pero á tal punto han llegado
133 U NA TKMPORADA

las cosas, que temo mucho que no lo consigan sin que preceda una
lucha con tu hermano.
—Oh,—dijo Silody,—semejante lucha, lejos de mejorar nuestra
situación, la agravaría. ¿Y si fuese Silaydi el que empeñase esa
lucha con Nostrendy? No quiero acordarme de esto, porque me
volvería loca.
—Estoy esperando que me escriba Silaydi, pues quiero rogarle
que haga todos los esfuerzos imaginables para tener uua entrevista
con Nostrendy, no solo, sino en compañía de tres amigos, por si
llegan á, acalorarse demasiado. En esta conferencia debe tratar mi
hermano de hacer conocer al tuyo cuán grande es el oprobio
que pesa sobre él mientras rae tenga en su poder, y cuán lamen“
tablea serán las consecuencias que pueden seguirse sí al instante
no me pone en libertad.
—Y yo, querida Aneyda, voy á tratar, apenas llegue Nos tren-
dy, de prepararle para esta entrevista. Todavia conño en que el
Todopoderoso ha de ablandarle.
—Ojalá!—dijo Aneyda, con melancólica sonrisa.
-—No, no me equivoco, Aneyda,—dijo Silody, besando &su pri­
ma con ternura;—procura, pues, por Dios, desechar esa tristeza
que te mata, y que tanto me hace padecer. En cuanto ¿las cartaa,
ya sabes mi opinión: son falsas, Nottely es inocente.
—Sí, sí,—respondió Aneyda, con otra sonrisa que no tenia más
objeto que tranquilizar á bu prima;—ya haré todo lo posible por
estar alegre.
Aqui llegaban de la conversación, cuando se abrió la pueTta y
apareció una doncella.
—Qué hay?—preguntó Aneyda.
—Señorita,—respondió la doncella inclinándose;—una señora,
vestida de negro, os ruega que la concedáis un momento de con­
versación.
—Quién es? la conocéis?
—Ni sé quién es, ni la conozco.
—Dejadla que éntre,—dijo al instante Silody.
—Es que, señorita...
—Qué?—dijo Silody, viendo que la doncella se paraba.
*—Perdonadme; pero la conferencia que solicita esta señora,
Quiere que sea á solas con la señorita Aneyda.
—Es muy extraño,—dijo ésta.
BK BL V k a BELLO BE U)B PLANETAS. 134
—Y tanto,—dijo Silody,—que soy de parecer que no la recibas
basta que diga quién es.
Y volviéndose á la doncella, añadió:
—Vé, Tiriafcta, y pregúntaselo.
Marchóse la doncella; pero no tardó en volver, diciendo:
—La señora os suplica que ia recibáis, segura de que os dirá
quién es, y el objeto que aqui 1a trae: me dijo, además, que la con­
versación que solicita, os interesa tanto &vos como á ella.
—Vaya, que esto es singular,—dijo Süody, cada vez más
sorprendida.
Aneyda después de un momento de vacilación, dijo á au prima;
—Déjame, Silody, pues deseo saber lo que me quiere esa seño­
ra.—Tiriatta, que éntre,—añadió dirigiéndose é. la doncella.
Pocos minutos después entró en la habitación una mujer vestida
de negro y cubierta con un velo. El cuerpo era elegante y esbelto.
Paróse un poco y miró á Aneyda de amba á abajo con atención.
Esta la miró, á su vez, con inquietud y sintiendo una especie de
estremecimiento que recorrió todo au cuerpo.
—Antes de descubrirme,—dijo la desconocida, después de ha­
berse sentado,—me atrevo á rogaros que hagais de modo que n¿-
die nos interrumpa.
—Tiriattat--dijo Aneyda ála doncella,—noestoy visible paranódie.
La doncella se marchó, cerrando tras si la puerta.
—Ahora, señorita,—dijo la desconocida levantando el velo, y
dejando ver un rostro de peregrina hermosura;—miradme.
Aneyda no gritó, no despegó sus labios; pero una lividez mor­
tal sustituyó A la palidez que ántes tenia.
—Notayde!—murmuró.
Un penoso silencio sucedió á este movimiento.
Rompióle Notayde, diciendo:
—Veo que me habéis conocido.
Aneyda no respondió; verdad era que tampoco podía hacerlo.
—Hay circunstancias, señorita,—continuó Notayde,—que obli­
gan á una mujer á atropellar por todo, y en estas circunstancias
me hallo yo.
Conoció Aneyda que no podía guardar silencio por más tiempo
sin dar lugar á interpretaciones poco favorables para ella; así es
que, haciendo un esfuerzo sobre sí misma para vencer la repug­
nancia que le inspiraba la jóven, dijo:
135 ÜNA TEMPORADA
—Pero yo no alcanzo, seBorita, qué relación pueden tener vues­
tras cofias conmigo ni con la visita que me estáis haciendo.
—Oh, mucha, y ahora mismo vais á verlo.
Aneyda no contestó.
—Hace tres años,—continuó Notayde sin inmutarse lo más mí­
nimo,—que vi por primera vez al Sr. Nottely: era entónces secre­
tario de la embajada de Nostracia. Vos lo sabéis, señorita,—añadió
con indescriptible malicia;—es imposible ver á ese jóven sin amar­
le; como lo era entónces (á lo raénos así me lo decian todos, inclu­
so el Sr. Nottely) verme á mi sin adorarme. Nos amamos, pues,
seBorita, y nos amamos con delirio.
Por más que Aneyda se esforzaba en ocultar lo que sufria, no
pudo impedir qne su semblante se alterase de una manera nota­
ble. Notayde hizo como que no veia, y prosiguió;
—Ni una ligera nube, ni el más leve celaje empatió nuestra
felicidad miéntr&s Nottely permaneció en Catilia; pero desde que
la abandonó, puedo decir que no tuve un momento de sosiego, á
pesar de las apasionadas cartas que me escrtbia y haber venido á
^erme hace tres meses. Sin embargo, nunca hubiera salido de
Tolayda, si no hubiese llegado á mi noticia un rumor extraño que
me llenó de sobresalto. Se decía, señorita, que el embajador de la
Nostracia amaba á la hija del príncipe de Toluma.
Hizo Aneyda un movimiento de impaciencia, y lanzó sobre su
'uterlocutora una mirada severa; pero ésta, sin hacer el menor
<*ao, siguió diciendo:
—Vos no sabéis, señorita, lo que son celos (al decir esto miraba
á Aneyda de un modo que indicaba bien que sentia todo lo con­
trario), ni quiera Dios que lo sepáis; pero yo si, y puedo deciros
^ue fué tal el tormento que esta noticia me causó, que, sin ser
dueña de mí, y olvidando hasta mi reputación, rae embarqué para
Somalia, desoyendo los consejos de mi tia, que se vió precisada á
«eguirme para que mi honra no sufriese.
Aneyda, cuya impaciencia y disgusto crecían por momentos, no
pudo ménos de decirle:
—Permitidme, seBorita, que os interrumpa para deciros que
nada me interesan esas cosas, y que me h&ñais un obsequio si tu -
^déseis la bondad áe retiraros.
'■—Oh, de ningún modo,—respondió la jóven con una serenidad
c*si insultante:—me interesa tanto el favor que vengo á pediros,
BN BL UÁS BBLLO DE LOS PLANETAS. 136
que estoy decidida á no desperdiciar esta ocasión que mi buena
estrella me proporcionó, para deciros todo lo que siento: me oiréis,
pues, señorita; no hay remedio.
Fué tal la impresión que produjeron en Aneyda el descaro y la
audacia de esta jóven, que se quedó muda de asombro: aprove­
chando Notayde este silencio, continuó:
—En Romalia ya, no hubo género de disculpa que no me diese
para tranquilizarme, empleando las más tiernas caricias para ha­
cerme ver que su interes por mi era siempre el mismo. Creíle, y
volví á ser feliz. Sin embargo, esta felicidad duró poco, porque le
veia distraído, y porque, áun á su pesar, y delante de mi misma,
se le escapaban suspiros que me llenaban de amargura. Voa sois
excesivamente hermosa, mucho más hermosa que yo, que paso por
la jóven más linda de Catilia, y él frecuentaba demasiado vuestra
casa. Qué queríais que sucediese? Los celos se apoderaron por se­
gunda vez de mi, y, en medio de que rae aseguraba que sólo por
política, y por razones de Estado, iba al palacio de Noraara, no he
vuelto á tranquilizarme.
Iba Aneyda á interrumpirla; pero Notayde se apresuró á decir:
—En esta época salvó Nottely á vuestro padre, y la idea de verle
en vuestra casa, y el recuerdo de que estaríais á su lado, y de que
vos misma le cuidaríais, pudo tanto conmigo, que caí peligrosa­
mente enferma. Los médicos aseguraron á mi tia que no recobra­
ría la salud si no me trasladaba á Catilia. Fué, pues, preciso obe­
decer, y aquí me teneis desde entónces sin que hubiese podido salir
de casa hasta ayer, que mis fuerzas me permitieron hacerlo en
coche.
Antes de venirme, había dejado yo en el palacio de Nomara una
persona de confianza que rae participó vuestra entrevista con Not­
tely, apénas convaleciente, en el jardín de vuestra casa. Alarma­
da con tal noticia, le escribí al punto, y aunque su contestación
me consoló, no por eso cesó mi sobresalto.
Tentaciones le dieron á Aneyda de preguntarle por las cartas
que le había entregado Nostrendy; pero, recordando quién era ella,
y quién la persona que le estaba hablando, se detuvo, Notayde si­
guió diciendo:
—Iba, sin embargo, recobrando mi perdida calma desde que
supe que vivíais en Conordo; pero como llegó en seguida el emba­
jador, y está á una legua del castillo, se renovaron mis alarmas:
191 UNA TEWPOSADA
entóncee, atropellando por todo, no vacilé en venir á veros para
deciros resueltamente:
Puesto que sabéis las relaciones de Nottely conmigo, no os
degradéis hasta el punto de fijar los ojos en él, porque esto sería
indigno de vos y de vuestro rango.
—Señorita!—dijo Aáeyda sin poderse contener:—abu....
—Oh» esperad,—repuso Notayde interrumpiéndola:—tengo que
deciros....
—B asta,—-añadió Aneyda, levantándose y mirándola con in­
imitable dignidad; — y ya que vuestra audacia excede á todo en­
carecimiento, y qne no habéis querido marcharos, como no hace
mucho os lo rogué, ahora mismo voy....
Y al decir esto, alargaba la mano para llamar á la doncella,
cuando Notayde, avanzando algunos pasos hácia ella, se dejó caeT
de rodillas exclamando:
—Aguardad, en nombre del cielo: quiero que lo sepáis todo.
—Pero qué he de saber?— preguntó Aneyda, sorprendida de
aquella acción.
—Que Nottely me pertenece, que no puede ser de otra, que es
mió, absolutamente mió.
— Vuestro í
—Mió, s í , porque...
—Acabad.
—Porque soy madre H—contestó Notayde, bajando lentamente
la cabeza.
—Madre!—gritó Aneyda con el mismo espanto que le hubiera
causado ver rasgarse el cielo, despedir el rayo, y reducir á polvo
el mundo todo, quedando ella sola en el universo.—Madre!
—Si, señorita,—repuso Notayde con voz apénas perceptible,—
desde hace tres meses.
Aneyda, propendiendo por su celestial pureza á pensar bien de
todos, no podia figurarse que aquella mujer fuese una infame;
creyó, pues, en la culpabilidad del embajador. Entónces aquellas
ilusiones de ella tan queridas, aquellos sueños de placer y de ven­
tura que tantas veces y por tanto tiempo acariciara, se disiparon
como el humo, viniendo á sustituirlos la amargura y la desespe­
ración, que atormentaron stí alma de mil modos diferentes.
Conociendo que no podia soportar tan intenso sufrimiento, dijo
á Notayde, con voy insegura, sin embargo ;
TOMO x v ii. 10
EH SL mJU BBLLO t>E LOS RLANBtASL 188
—Son infundados ios temores que abrigáis respecto del afecto
que pudiera tenerme el Sr. Nottely: nada existe hoy entre loa
dos; podéis, pues, retiraros.
Y como Not&yde insistiese en demostrarle su agradecimiento,
volvió A decir con impaciencia febril:
—Retiraos, retiraos pronto.
Apénas Aneyda quedó sola, desapareció toda aquella fuerza fic­
ticia que la conciencia de su dignidad le babia preatado hasta en-
tónces.
—¡Dios mió, Dios mió,-—dijo, apretando su corazón con Ambas
manos: —dadme fuerza para soportar tanto dolor!
(<$fc continuará.)
T irso Agüimana dr V rca.
UNA TEMPORADA EN EL MAS BELLO DE LOS PLANETAS.

CAPITULO L.

RECONOCIMIENTO QUE HICIMOS EN EL CASTILLO DE CONORDO

NOTTBLY, fílLAYDf Y YO.

Al entrar en la lancha para dirigirnos á Conordo, me fijé en


un hombre que , de pié y embozado en su manto, nos miraba al
embarcarnos. Creí que fuese algún curioso y no hice caso; pero al
ver que cuando principiamos á andar dió la vuelta y se dirigió á
Tolayda, se me hizo altamente sospechoso, tanto m ás, cuanto que
me pareció haberle visto ya otra vez, al entrar en nuestra tienda,
hablando con un criado del embajador. Callé, sin embargo, por­
que no me dijesen que era caviloso.
La calma que había reinado durante la batalla continuaba toda­
vía; el mar presentaba una superficie plana, y el cielo una sere­
nidad completa: se oia con grata complacencia el acompasado
ruido de los remos que al caer y levantarse del agua hacían saltar
gota« tan brillantes como la estela que la lancha dejaba en pos de
sí. Veiamos en lontananza, y envueltos entre las sombras, las faro­
las y los edificios de Tolayda, que, inmóviles y silenciosos, domi­
naban la llanura, é iban desapareciendo de nuestra vista las tien­
das y las luces de nuestro improvisado campamento.
A medida que estos objetos se perdían en la brum a, se destaca­
ban y hacían más perceptibles ios contornos del castillo de Conor­
do* Alumbrada esta mole por un globo de luz eléctrica, presentaba
una figura majestuosa, y la sombra que sus torres y almenas pro­
yectaban en las paredes y en el suelo, haciendo resáltar más los
puntos iluminados, lee daba un aspecto sorprendente.
cna th m fo ba da , k to . 2£7
Absorto en la contemplación de este espectáculo, que hacia máa
interesante el reconocimiento que íbamos á practicar, y absortos
Silaydi y Nofctely en sus reflexiones; nos fuimos acercando al cas­
tillo. Vimos, y nos fuimos haciendo cargo, de sus baterías, de sus
bastiones y de sus fosos; y por medio de un anteojo que Nottely
había traído, percibimos distintamente los centinelas que silencio­
sos se paseaban por la muralla. El lienzo que observamos primero
fué el del Mediodía; pero tratando de reconocer el que miraba al
Norte, fuá preciso introducirnos en una especie de estrecho que
una larga cordillera dejaba entre ella y la colina. Entramos en él,
siempre mirando al castillo, y ya habíamos llegado á la mitad,
cuando un ruido extraño, que se hacía cada vez más perceptible,
nos llamó la atención. Escuchamos, y pudimos distinguir que lo
producían cuatro lanchas que velozmente se adelantaban hácia
nosotros. Al punto se puso en pié el embajador, sacó el anteojo, y
procuró saber qué gente las tripulaba.
—Sospechosas son estas lanchas,—dijo, después de un rato, el
Sr. Nottely.
—Y en qué os fundáis?—preguntó Silaydi,
—En que vienen atestadas de soldados.
—Hola, hola; pero contra nosotros no será,—dijo Silaydi,—por­
que no pueden saber que nos hallamos en este sitio.
—Os equivocáis, Silaydi,—dije con resolución; — no me cabe la
menor duda de que vienen, cuando ménoa, observándonos.
—Diantre, amigo! y cómo sabéis eso?
Entóneos les referí lo del embozado, y su rápida marcha hácia
Tolayda; tan pronto como nos hicimos á la mar.
—Estáis seguro de lo q u e decís, Mendoza?- me preguntó el
embajador.
—Segurísimo,—le contesté.
—Entóneos no estamos bien,—dijo el Sr. N ottely:—la lucha es
muy desigual; y aun suponiendo que matemos la m itad, el resto
nos matará á nosotros. La culpa es mia, que, dominado por rai
impaciencia, olvidé que yendo á un punto enemigo, debiéramos
tomar más precauciones; verdad es que no contando con que se
nos vigilase, no las creí necesarias. Podíamos encontrar una lan­
cha : esto importaba poco, si el encuentro fuese casual; pero las que
■vienen hácia nosotros no es por casualidad, es á propósito.
—Y qué hacemos entóncesf
288 UNA. TEMPORADA

— Usar de la astucia, reservando las arm a» para el áltirao e x ­


tremo.
Dijo, y sentándose en la popa, empuñó el timón, dió la órden á
los remeros para que vogasen con toda« sus fuerzas, y encargó á
Silaydi que de pié y con el anteojo en la mano no perdiese de vista
á las lanchas.
Todo así dispuesto, arrancamos con ra p id e z, salimos del estre­
cho, doblamos una punta que nos ocultó enteramente de las lan­
chas, y nos dirigim os, costeando la colina, á buscar una pequeña
abertura que el Sr. N o ttely conocía, y que, según dijo, daba paso
4 una ensenada. A llí podíamos estar seguros de que no nos verían,
á no seT que entrasen en ella por el mismo sitio que nosotros: esta
ensenada diataba medio cuarto legu a de Conordo. A l fin , arriba­
mos á e lla , y lu ego que estuvimos dentro, dijo N o t t e ly :
— Coloquémonos etl este recodo que está léjos de 1a abertura y
y desde donde no nos verán, á no ser que entren en la ensenada.
A s í lo hicimos.
— Ahora esperemos— dijo el Sr. N o tte ly , en cuyo semblante no
ee veia y a rastro ninguno de dolor.
Sin duda que el p eligro debía tener ¡>ara este jóven atractivo,
puesto que de tal modo le cambiaba, y puesto que, no sólo estaba
tranquilo, sino que se dejaba percibir en su bocaruna sonrisa que,
al mismo tiempo que nos sorprendía, nos animaba.
— Si entran aquí— dijo por último— las ventajas para nosotros
son m uy g ra n d es, porque no podrán pelear las cuatro lanchas á
la vez, sino una é una, y una á una no es imposible vencerla«. Si,
por el contrario, pasan de la rg o por creer una locura que nos atre­
viésemos á entraT en un punto tan p e lig ro s o , eatónoe« tra ta ré-
mos de saltar en tierra para ocultarnos en cualquier sitio, hasta
que estemos seguros de que cesaron de perseguirnos. Ahora el
más profundo silencio, señores.
Todos callam os, pero los latidos de nuestros corazones se oian
perfectamente.
N o habría pasado un cuarto de hora, cuando el ruido de los re*
mos nos hizo conocer que las lanchas se acercaban.
Por señas nos dió á entender N o tte ly que nos preparásemos.
Todos empuñamos las armas.
De pronto una de las lanchas se aproxim ó á la abertura, cesó
el movimiento de los remos, y un silencio como el de las tumbas
HN E L Illa BELLO DE LOS P L A N E T A S . 289
reinó en torno nuestro. La lancha, empero, no acababa de entrar
en la ensenada, ó, á lo menos, no la velamos desde el sitio en que
nos hallábamos.
Con el arma al brazo y la puntería hecha, sólo esperábamos
verla para disparar.
Apénas respirábamos.
Pe repente una voz sonora y de vibrante timbre nos hizo oir
estas palabras:
—No están, muchachos; sin duda que se dirigen á Sifctoldo.
A ellos!
—A ellos!—respondieron á un tiempo loa soldados.
Y el ruido de los remos volvió á oírse, y con él el murmullo de
las conversaciones que unos con otros entablaron los soldados.
Poco á poco fuó disminuyendo el ruido, se hizo después confuso
y, por último, se extinguió.
Largas y profundas aspiraciones dilataron nuestros pechos, opri­
midos poco ¿ntes. Sólo Nottely estaba tan tranquilo como si no
hubiese sucedido nada.
—La hemos acertado—dijo con una sonrisa de satisfacción—en
meternos en este sitio. Desde la abertura ban reconocido la ense­
nada, y como no nos vieron, porque estamos en el recodo, y como
por otra parte no podian figurarse que viniésemos á encerrarnos
aquí, se marcharon.
—Siempre previsor en todo, querido Nottely,—dijo el Sr. Silay-
di—nos habéis traído á un peligro para evitar otro m ayor, y lo
habéis conseguido, como conseguís cuanto intentáis, y ahora ¿qué
hacemos?
—Desembarcar pronto y ocultarnos después.
Llevamos la lancha á la parte opuesta de la abertura por donde
habíamos entrado, y dimos fondo. Desembarcamos en seguida, y
tratamos de ganar la colina, Nottely, Silaydi y y o ; pero era tan
áspera la roca por donde teníamos que subir, que temimos no lle­
gar á conseguirlo. Lo intentamos, sin embargo, de dos en dos,
(iba también Ramilio con nosotros), y después de mil fatigas y
de vernos expuestos á rodar é ir á destrozarnos sobre las peñas que
temamos debajo, llegam os, por fin, á la campiña, sin más daño
que algunos rasguños y algunas desolladuras en los dedos.
Luego que estuvimos en terreno firme, miró Nottely con el an-
teojo, y vió efectivamente que las lanchas se dirigian á Sittoldo,
TOMO XVII. 19
290 UNA TEN PORA DÀ
que era un pueblecito que se hallaba entre Conordo y Tolayda.
Quizá algún lector extrañe que Nottely mirase por el anteojo
siendo de noche; pero debe tener presente que esta no era comple­
ta , sino una especie de crepúsculo más próximo á la noche que al
dia, Tampoco debe olvidar que aquella claridad en nada se pare­
cía á la de la Tierra t pues estaba acompañada de un tinte azul
tan bello, que al mismo tiempo que revestía los objetos de este
color, inspiraba al alma sensaciones deliciosas.
—No encontrándonos en Sittoldo—dijo el embajador—es casi se­
guro que á la vuelta penetrarán en la ensenada, y si ven la lan­
cha y no nos encuentran 4 nosotros, inferirán que no debemos es­
ta r léjos; nos buscarán, y más ó ménos pronto darán con nosotros.
Para evitar esto es necesario que los remeros saquen la lancha de
la ensenada y que la conduzcan, faldeando la colina, ¿ cien varas,
donde hay otro sitio lleno de arbustos y de zarzas, en el cual pue­
den ocultarse fácilmente.
Así se lo hicimos entender á los remeros, encargándoles que no
se separasen del sitio designado hasta que fuésemos á buscarlos,
Marcháronse al punto, y pronto desaparecieron detras de la colina,
—Cómo conocéis tan bien estos sitios?—pregunté á Nottely des­
pués que marchó la lancha.
—Porque cacé mucho tiempo en ellos cuandp era secretario de
la embajada de Nostracia.
El lugar donde nos hallábamos distaba poco del castillo; pero
como estaba más bajo que é l , y poblado de árboles corpulentos,
era imposible que nos viesen, á no venir á él á propósito, ó que la
casualidad condujese á alguno por allí.
—Ahora, señores,— dijo el em bajador,— esperadme aquí, que
voy á hacer un reconocimiento por los alrededores del castillo.
—Solo?—pregunté yo.
—Y por qué nó?
—Oh ! de ningún modo!—dijimos á la vez Silaydi y yo.
—Cómo de ningún modo?—preguntó con estrañeza el embajador.
—De niDgun modo, Nottely,—dijo Silaydi,—á no ser que vaya­
mos todoe.
—Imposible,—repuso el jóven.
—Cómo imposible?
—Imposible, Silaydi, os lo repito,—dijo con alguna impaciencia
el embajador.
EK BL M Í8 BBLLO DB 1*08 PLANETAS. 291
—Pero por qué?
—Porque un hombre solo puede bajarse, tenderse en el suelo,
ocultarse detrás de un árbol, ó esconderse en cualquiera sitio,
miéntras que cuatro no darán un solo paso sin que se les descubra
prontamente.
—Pero, Nottely, por Dios!—repuse yo;—en qué afonía no es­
taremos todo el tiempo que permanezcáis léjos de nosotros? ¿No
vale más que nos cojan jnotos, y que juntos perezcamos ó nos sal­
vemos, que no que uno solo muera separado de los otros? En nom­
bre del cielo, no os vayais.
—A m igo,— me dijo el embajador fijando en mi sus ojos,— en
mejor concepto creí que rae teníais: por quién me tomáis?
— Por lo que sois, querido,—dijo Silaydi con viveza,—y por lo
mismo que sois valiente y con mucha frecuencia temerario, tem­
blamos que os expongáis demasiado y oa cojan.
—Son muy torpes estos catilianos para que lo consigan: estad
tranquilos, que pronto vuelvo.
—Pero......
—Oh, por Dios!—dijo el embajador interrumpiéndome;—no me
hagais más reflexiones, porque estoy absolutamente decidido á dar
este paso: esperadme, os repito, que pronto vuelvo.
Y sin dar lugar á nuevas contestaciones, desapareció en la os­
curidad.
Quedamos solos, y no aé qué sombrío presentimiento se apoderó
de raí luego que perdí de vista é aquel gallardo jóven. También
Silaydi me pareció preocupado, y no era extraño, porque Notteiy
era para nosotros indispensable.
Una hora habría trascurrido desde que se m archara, y aán no
habia vuelto: principiábamos 4 inquietarnos.
—Le habrá sucedido algo?—dije yo.
—No lo sé,—me respondió Silaydi;—pero no estoy tranquilo.
—Ni yo. Queréis que vayamos á buscarle?
— Esperarémos otra media hora, y si en este tiempo no viene,
marcliarémos.
— Mal, muy mal hemos hecho, querido Silaydi, en no haberle
seguido, áun á pesar suyo, pues yendo algo léjos, no lo habria
conocido, y estañamos prontos á socorrerle en caso de una sorpresa.
— Teneis muchísima razón, Mendoza; pero la cosa está hecha,
y ya no tiene remedio: esperemos pues.
292 TJNA TEM PO HADA
—Esperemos.
—Me permitís, señor,— preguntó Ramilio,— que vaya ó reco­
nocer el terreno durante la media hora que habéis resuelto esperar?
Me conmovió la noble resolución de Ramilio, y una mirada mia
1©expresó mi agradecimiento.
—Qué decís, Silaydi?
—Que no me parece mal el pensamiento de Ramilio, y soy de
sentir que accedamos á él, con tal que nos dé palabra de retirarse
al menor asomo de peligro»
—Os la doy, señor,—contestó Ramilio.
—Id, pues, —le dije,—y avisadnos de cualquiera novedad que
ocurra.
CAPITULO LI.
DESAPARICION DE NOTTBLY.
Desde que estábamos en la colina había principiado á llover;
pero cuando Ramilio se marchó, el agua caía á marea. Ningún
caso hicimos, sin embargo, de este contratiempo, preocupados con
el peligro en que suponíamos á Nottely, y con aquel en que noso­
tros nos hallábamos.
A medida que el tiempo corria, aumentaba nüestra ansiedad, y
una penosa inquietud se iba apoderando, de nosotros.
De pronto una detonación salida del castillo, y otra que le si­
guió después, nos hicieron estremecer,
—Habéis oido?—me dijo Silaydi.
—Y tanto como he oido, amigo.
—Marchemos,—dijo de pronto el jóven.
—Marchemos,—le contesté.
Y nos internamos en el bosque.
Poco nos faltaba para llegar al castillo, cuando sentimos pasos:
nos paramos, y mirando al frente, percibimos una figura que ve­
nia caminando hácia nosotros. La figura nos vió sin duda, puesto
que se paró.
—Adelante,—dijo Silaydi.
—Adelante,—le respondí.
Y marchamos; pero á los pocos pasos, la figura echó á andar
también, y pronto nos reunimos. Era Ramilio.
—Qué hay?—le pregunté.
BTN BL MÁS BBLLO DK LOS PLANETAS. 293
—Nada, señor, ni &nádie he visto; pero he oido dos pistoletazos
que me parece se dispararon en el castillo, y que me hacen presu­
mir que esté dentro el Sr Nottely, ó que alguna escena terrible
debe pasar en él.
—También nosotros los hemos oido, y por eso salimos á encon­
traros. Habéis registrado los alrededores?
—Todos,—contestó ftamilio;—pero como Os dije, á nádie he
visto.
—Parece increíble que no hayais encontrado ni un soldado, ha-
biendo tantos en el castillo.
—Como llueve mucho, no habrán querido mojarse.
—Y esa es la verdadera causa,—observó Silaydi,—de una ca­
sualidad que de otro modo no pudiera comprenderse, Y aprove­
chándonos nosotros de ella, puesto que subsiste todavía (en efecto
llovía cada vez más), volvamos á registrar los tres.
—Pero sin salir de entre lo« árboles,—'dijo Ramilio,—pues si
nos ven desde la torre, estamos perdidos: además, que sin dejar­
los, se percibe perfectamente cualquiera persona, ó bulto que haya
entre ellos y el castillo.
—En hora buena,—dijo Silaydi;—vamos allá.
Y con el mayor esmero, con la más nimia atención registramos,
no una sino tres veces, loe alrededores del castillo, Bin que nada
hubiésemos encontrado.
—Pues señor, no hay duda,—dije yo.
—Be qué?—preguntó Silaydi.
—De que, ó Nottely ha vuelto al sitio en que nos dejó, ó que
de seguro está en Conordo,
—Ante todo,—rae dijo el Sr. Silaydi,—volvamos prontoá ese si­
tio, no sea que, desembarcando por aquí nuestros perseguidores,
nos cojan desprevenidos y nos prendan. No somos más que tres,
y ninguna gracia tendría entregarnos voluntariamente á una
muerte segura.
—Teneis razón, Silaydi, pues nunca tanto como ahora debe­
mos conservamos para salvar al embajador, si, como lo presumo,
está en Conordo.
—Temerario!—dijo con voz conmovida el Sr. Silaydi;—¿á qué
habrá ido al castillo? y yaque fué, ¿por qué no evitó que le pren­
diesen? Un hombre tan necesario, no debiera de exponerse de ese
modo.
294 UNA TEM PORADA
— Cierto, — repuse yo, — pero olvidáis, Siiaydi, — añadí en vea
baja, á pesar de que Ramilio, por respeto, venia bastante léjos,—
el amor violento del embajador? ¿Olvidáis que el enojo de vuestra
herm ánale ha puesto fuera de si?
— Ya, ya; pero tampoco debiera olvidar él á la pátria.
Conversando de este modo, llegamos al sitio donde nos había
dejado Nottely : no habia nádie,
Desde él recorrimos con la vista el horizonte; pero ninguna lan­
cha, ningún bulto percibirnos en el mar,
— Y ahora qué partido tomamos? — me dijo el Sr. Siiaydi.
— Esperarla vuelta de las lanchas, pues sin estar seguros de que
cesaron de perseguirnos, no podemos trasladarnos á Tolayda,
— Luego no queréis que hagamos más pesquisas?
— Y para qué? Nottely, querido Siiaydi, ó lia muerto (arabo*
nos pusimos pálidos) ó lo que es más probable, está en Conordc.
Si lo primero, ningún objeto tienen nuestras pesquisas; y si lo se­
gundo, tampoco, á lo menos por ahora, pues no hemos de ir á
atacar tres hombres solos un castillo defendido por 0.000
— Es muy cierto.
—Esperémos, pues, las lanchas, que si no sobreviene algún
obstáculo, nos embarcarérnos para Tolayda: ántes, sin embargo,
dejarémos aquí á Ramilio para que, por medio, de las relaciones
que tiene en el castillo, averigüe lo que ha sido de Nottely.
— Discurrís admirablemente, Mendoza.
— Y tan pronto como vuelva Ramilio, y tan pronto como sepa­
mos lo que ha sido de nuestro amigo , removerémos ai cielo y á
Saturno para libertarlo, ya por medio de alguna negociación, ya
por medio de la astucia, ó ya por medio de la fuerza; porque no
descansaré, Siiaydi, hasta que vuelva á ver á ese jóven sin el cutí
me es imposible ya vivir.
—Y yo os juro ante Dios, que haré cuanto pueda por salvarle.
Esto acordado, volvimos á mirar al mar, y percibimos á lo léjcs
una luz que se movia. Al instante armé el anteojo, con el cual se
habia quedado Siiaydi desde que Nottely se lo diera en el estre­
cho, y miré háciu la luz: eran las lanchas que regresaban á C o
nordo. Desde entónces ya no las perdí de vista, y cuando iiegaroa
á la ensenada, observó que se pararon. Una, la que venia delante,
debió, ain duda, penetrar en ella, porque tardó en salir.
—No se equivocó Nottely,—dije yo.
BN BL MÁS BBLLO DB LOS PLANETAS. 205
—En qué?
—En decir que, á la vuelta, entrarian en la ensenada,
— Nunca se equivocó Nottely, Mendoza.
Una de las lanchas entró, efectivamente, en ella.
—Si lo hubiesen hecho á la ida, les hubiera sido mejor.
—Indudablemente. Pero mirad; ahora vuelve á salir.
En efecto, la lancha salió y se reunió á las otras. Después de
algunos momentos que estuvieron parados los que habian entrado
(supongo que para referir ó sus compañeros el resultado de sus
investigaciones), continuaron todos su inarcha, faldearon la colina,
penetraron en el estrecho, y se dirigieron al castillo. Allí supongo
que desembarcarían los soldados, porque ya no los veiamos; pero
nos guardamos muy bien de ir al sitio donde nos esperaba la
lancha, hasta que pasó el tiempo que nos pareció preciso para es­
tar seguros.
Antes de hacerlo, dimos nuestras instrucciones á Ramilio, el cual
se quedó con el mayor gusto* jurando que no tardaria en saber lo
que habia sido de Nottely.
Cuando llegamos al campamento, aun no se habia notado nues­
tra falta; pero tan pronto como los marineros contaron á sus ami­
gos lo que habia sucedido al embajador, y esta noticia cundió por
el ejército, fué preciso contener á los soldados, que querían ir á
Conordo y arrasarlo.
Los jefes bramaban de coraje, y también eran de parecer que
marchásemos á Conordo y lo sitiásemos. Y aaí hubiera probable­
mente sucedido, á no haberles hecho conocer Silaydi y yo el gran
peligro en que ponían la vida de Nottely si se empellaban en lle­
var á cabo su propósito.
—Tau pronto como se acerque ó, Conordo—dijo Silaydi—una
fuerza superior á la del castillo, le matarán, sin duda, pues nues­
tro misino afan por rescatarle les hará ver lo mucho que vale y
nos interesa la vida de ese jóveu. Nó, señores; esperemos la venida
de Bamilio, y después que sepamos lo que ha sucedido ¿ Nottely,
adoptarémoa los medios que nos parezcan más oportunos para li­
bertarle.
Si no se convencieron los jefes, convinieron, al rnénos, en espe­
rar á Rain ilio.
296 UNA TKM BüftABA

CAPITULO Ln.
JSL HOMBRE 1>JKI. SUBTERRANEO.

Hé aquí lo que nos contó Nottely que le habia sucedido, des­


pués que se separó de nosotros en la colina de Codorno.
Caminó al principio mirando al frente, y registrando con cau­
tela los alrededores* Como llovia, se envolvió en su manto, y si­
guió andando hasta la última día de árboles, donde se paró. Desde
allí registró el espacio que mediaba eotreéstos y el castillo. Segu­
ro de que no babia que temer, á lo ménos por entónces, levantó la
cabeza y la fijó en la to rre: era ésta precisamente la que ocupaba
Aneyda, y el recuerdo de que estaba allí, sola quizá, y á tan po­
cos pasos de él, le conmovió de una manera extraordinaria: sobre­
púsose, no obstante, y abandonó aquel sitio para acabar de reco­
nocer el castillo. Sin salir nunca de los árboles, para no aer visto
de los centinelas, filé dando vuelta al edificio, y observando con
atención las torres, las murallas y demás fortificaciones que lo
defendían.
Ya habia llegado á la parte del castillo que caía sobre la playa,
ya babia examinado todo aquel lienzo, y ya se preparaba á medir
la altura que tenia sobre el nivel del mar, cuando, mirando hácia
abajo, le pareció percibir entre las sombras uua figura humana
que salía de la base de la coliua y se dirigía hácia la ribera. Si­
guióla con la vista, y observó que entraba en una lancha, con la
cual tomó la dirección de un pequeño buque, que estaba anclado
á poca distancia de la playa.
—¿Qué vendrá á hacer aquí este hombre?—dijo para consigo
el embajador.
Y se quedó mirando el buque.
Pasarían como cosa de quince minutos, cuando notó que la lan­
cha se separaba otra vez del buque, y que volvía hácia la playa:
cuando llegó, le pareció que el hombre echaba el ancla; luego le
vió encorvarse y levantar un bulto bastante pesado, que condujo á
la base de la colina, donde desapareció.
Algunos minutos después volvió á salir, y tomó de nuevo la
dirección del buque.
Bíf BL MÍ8 BELLO DK L06 PLANETAS, 297
Arrastrado por una curiosidad que no podía resistir, dijo para
ai el embajador:
—No , pues si vuelves otra vez, yo te aseguro que he de saber
quién eres.
Y con este objeto se separó del punto en donde estaba para ir
ó buscar otro cuya pendiente fuese ménos áspera: hallólo cerca de
allí, y después de haberlo examinado, y de estar seguro de que era
practicable, se determinó é bajar, lo que hizo con trabajo y hasta
con peligro de caer sobre las peñas que estaban junto á la playa.
Sin embargo, llegó á ésta sin más novedad que haberse dejado
parte del manto en un árbol que halló al paso.
En la playa ya, buscó un sitio en el que pudiese ocultarse, y
fué tan dichoso, que lo halló junto al camino por donde el hombre
tenia que pasar. Colocóse en él, y miéntras lo esperaba y se aco­
modaba en su escondite, recorrió con la vista los alrededores: su
sorpresa fué extremada cuando al mirar la base de la colina per­
cibió una claridad confusa que salía de la roca misma.
—Qué habrá allí? Qué claridad es aquella? — se preguntó el
embajador.—En verdad que esta aventura es bien extraña.
Dicho esto, miró al mar. El hombre acababa de desembarcar, y
abrumado por el peso de un abultado fardo, adelantábase lenta­
mente hácia la colina.
Cuando pasó por el sitio en que Nottely se ocultaba, se levantó
éste y fué á colocarse detrás de él: como el hombre iba cargado,
y el piso era arenoso, pudo hacerlo sin que aquel lo percibiese.
Así caminaron uno detrás de otro hasta llegar á la claridad que
habla visto el embajador, el cual reconoció entónces, con sorpresa,
que salía de una galería, cuya abertura daba paso é un hombre
sin necesidad de doblarse para entrar: se convenció, además, de que
esta abertura debia estar oculta é ignorada de todos ménos de
aquel hombre , puesto que en sus alrededores se veian zarzas y
otras malezas recientemente removidas.
El hombre entró en la cueva, y detrás de él entró Nottely; el
hombre se adelantó hácia un sitio donde la luz era más viva , y
Nottely le siguió también. Miéntras lo hacía, iba examinando el
camino que era, como he dicho, una especio de galería abierta en
la misma peña, circunstancia que le obligó á inferir que no sin
motivo se había construido allí.
Como á veinte pasos de la entrada, vió Nottely unos doce bul-
298 UN4 TEMPORADA
toe parecidos al que el hombre llevaba á cuestas; y sobre una
mesa cubierta con un mantel, un farol, do3 botellas , un vaso y
várioa manjares que no habían sido tocados todavía. Nottely sos­
pechó entóneos quién era el hombre, y ó haberlo sabido ántes, no
se hubiera tomado el trabajo de esperarle, porque no mereeia la
pena; mas allí ya , quiso saber con qué objeto se liabia construido
aquel camino subterráneo que, léjos de terminar en el sitio de los
fardos, se alargaba todavía mucho más.
Cuando el hombre llegó adonde estaban los bultos, puso en
el suelo el que llevaba al hombro : pero aún no había acabado de
hacerlo, cuando un golpecito dado por Nottely, le obligó á levan­
tarse y á volver rápidamente la cabeza.
La vista de una serpiente no le hubiera causado más impresión
que la que le causó el jóven. Dió un paso atrás, y , veloz como el
relámpago, echó mano á un cuchillo que llevaba en el cinto.
Nottely, léjos de inmutarse por la actitud de su adversario, cu­
ya cara y hercúlea musculatura impondrían á cualquiera, goza­
ba, por el contrario, de la sorpresa que acababa de causarle. Era
esta tan grande, que el hombre dudaba si lo que veia era reali­
dad ó sueño. Aumentaban esta duda y le ponian fuera de seso, la
serenidad imperturbable del jóven, su belleza y la magnificencia
de su traje; reflexionando, sin embargo, en el peligro que corría
por haberse descubierto el subterráneo, y su modo de vivir , se
repuso al punto. Entónces se adelantó á Nottely, y le dijo con
acento amenazador :
—Quién eres?
—No lo ves ?
—Veo; pero qué buscas aquí?
Con la vista fija en el cuchillo, pero tranquilo, el Sr. Nottely,
en lugar de responder, preguntó á su vez:
—Al contrario, amigo, tú eres quien vasá decirme ahora mis­
mo lo quo haces en este sitio.
—Y quién eres tú para preguntármelo?—dijo el hombre con
sonrisa feroz.
—Eso no hace al caso por ahora, y sí el que me digas quién
eres, y lo que haces en este sitio.
—Estás cansado de vivir?
—Quiéres responder al puuto?
—Si?—dijo el hombre con lúgubre sonrisa;—espera.
BN BL MÁ8 BBLLO DB LOB PLANBTA8 299
Y rechinando los dientes, cayó sobre Nottely con intención de
clavarle el cuchillo en el pecho.
Pero éste sin moverse, ni valerse siquiera desús armas, levantó
su brazo, cogió con rapidez la muñeca de aquel hombre, y , no
sólo se la sujetó y apartó cual si fuese su mano una tenaza, sino
que principió á retorcérsela con una fuerza tal, que el hombre,
exhalando un grito, dejó caer el cuchillo déla mano.
Soltóle el embajador, y le dijo con la misma tranquilidad que si
no hubiese pasado nada:
—Con que vamos, amigo, qué haces aquí? quién eres ?
Aturdido el hombre al ver aquella serenidad, y , sobre todo,
aquella fuerza, túvole por un ser sobrenatural, y se aferró de tal
uiodo en esta idea, que, no sólo le respondió con respeto, sino tem­
blando :
—Soy, señor, un habitante de estas cercanías,
—Y en qué te ocupabas ahora?
—Señor...
Y el hombre vacilaba.
—Responde; es forzoso qne lo hagas.
—Oh señor,—dijo el hombre hincando una rodilla en el suelo;
—•si no sois un sér sobrenatural y si un hombre, no me perdáis por
Dios, Soy padre , tengo hijos, y la necesidad de mantenerlos, y
dejarles algún dia con qué vivir, me obligan á dedicarme á este
trabajo.
—Y qué trabajo es ese?
—Comprar y vender géneros sin pagar los derechos que se exi­
gen en los puertos.
—Y de dónde traes esos géneros?
—‘De Romalia.
—Y dónde los vendes?
—En Tolayda.
—Eres solo, ó tienes asociados?
—Tengo tres ; pero para depositar aquí los géneros, soy yo solo.
—Cómo así?
—Porque nádie en el mundo conoce este sitio más que yo.
—Y qué sitio es este?
—Señor, dijo el hombre temblando, y mirando al jóven en ade­
man suplicante; es mi secreto , si me obligáis á revelároslo, soy
Perdido.
300 UNA tbmpohada
—Escucha,—dijo el embajador, fijando uua mirada profunda
en aquel hombre;—en las circunstancias en que me hallo, necesito
saber á todo trance qué aitio es este : si te niegas á decírmelo, te
obligaré á hacerlo por la fuerza, guardando ó descubriendo este se­
creto, según convenga ónó 4 mis designios; pero si buenamente
me das acerca de él cuantas noticias poseas, te juro, por mi honor,
que quedará sepultado entre los dos. Elige.
—¿De véras, señor, de véras podré confiar en la palabra que me
dais? ¿No pretendéis arrancarme este secreto para perderme des­
pués?
—Si tal fuese mi iatenciou no te daria á elegir uno de los me­
dios que te propongo, y á nada rae comprometería,
—Es cierto, es cierto, y voy á deciros lo que sé,
—En hora buena.

CAPITULO LUI.
CONTINÚA LA BSCBNA DHL 8TJBTBEEÍNBO.

—Preguntad lo que gustéis,—dijo el contrabandista.


—Qué camino es este?
—Este camino, señor, es una galería que principia en el sitio
por donde babeis entrado y termina en el castillo de Conordo.
Oir esto el embajador, latir con fuerza su corazón y colorearse
sus mejillas, todo filé uno.
—jY yo que miraba como perdido el tiempo,— decía para con­
sigo,—de averiguar quién era este hombre! Oh Dios!—exclamó,—
qué de causas pequeñas producen, á veces, resultados asombrosos!
El embajador comprendió de lleno las inmensas ventajas que de
este secreto podría sacar.
—Y por dónde sabes tá eso?—preguntó de nuevo.
—Por mi padre que rae reveló este secreto á la hora de su muer­
te, como 4 él se lo había revelado el suyo.
— Y el suyo cómo lo supo?
—Por el abuelo del Sr. Nostrendy, de quien fué criado.
—Y sabes el motivo por qué se le dijo?
—Si señor, y es un suceso raro que nadie, ni el mismo Sr. Nos­
trendy, sabe en Catilia más que yo.
—Refiéremelo,—dijo el Sr. Nottely, cuya curiosidad aum entaba
por momentos.
BN BL uka BKULLO DB LOS PLANETAS. 301
—Había venido á Conordo el muy alto y poderoso Sr. Roquen­
dy, abuelo del Sr. Nostrendy, con el objeto de sacar unos papeles
del archivo. Sólo le acompañaban dos ayudas de cámara y tres
criados, porque pensaba volverse al dia siguiente. Como pasaba
de un año que residía en Tolayda no había guarnición en el casti­
llo, y asi tuvo lugar lo que voy á referir.
Sería la media noche cuando el Sr. Roquendy, que tenía con­
sigo á mi abuelo para que le limpiase el cajón de donde sacara los
papeles, sintió gritos y gemidos lastimosos; entreabrió 3a puerta
y vió venir corriendo á un ayuda de cámara, que, con el cabello
erizado y el semblante descompuesto, gritaba:
—Socorro! Socorro! Ladrones!
Antes de llegar á la puerta fué muerto el infeliz por un bandido
que le clavó su puñal en el pecho. Ver esto, cerrar la puerta, co­
ger la luz que ardía sobre la mesa, empujar un resorte que habia
en el suelo, abrirse una puerta perfectamente disimulada, entrar
por ella, hacer seña á mi abuelo para que le siguiese y lanzarse á
la galería, todo lo hizo el Sr. Roquendy en ménos tiempo que yo
empleo en referirlo.
Cuando principiaron á andar ya se oían los golpes que los ban­
didos daban en la puerta para derribarla, pues querían, á todo
trance, coger al Sr. Roquendy y obligarle por medio de tormen­
tos á decir dónde tenía el dinero (debo advertiros que era una
creencia general en Tolayda que estos señores guardaban sus te­
soros en Conordo); pero los fugitivos, sin hacer el menor caso, con­
tinuaron su camino. Por fin llegaron á esta entrada, que para
«líos fué entónces salida, y mandando el Sr. Roquendy á mi abuelo
que separase las zarzas y malezas que la ocultaban, se hallaron en
la playa. Mi abuelo, por órden de su señor, volvió á cerraT la en­
trada cuidadosamente.
Estaban, como he dicho, en la playa; pero era preciso pasar
«n ella lo que faltaba de la noche, ó volverso á Tolayda por mar.
El Sr. Roquendy optó por esto, temeroso de que cuando lo» ban­
didos no le hallasen en su cuarto, saliesen á registrar las cerca­
nías: mandó, pues, á rai abuelo que despertase á unos pescadores
que vivían en esa casa que está debajo de la colina , y coa ellos
«« marcharon á Tolayda. Algunos minutos después de haber lle­
gado, fué atacado el Sr. Roquendy de una apoplegía fulminante
que le quitó la vida en pocas horas.
&>2 OKA TBMTOfcADA

Hé aquí, señor, continuó aquel hombre, por qué medios tan ra­
ros vino é quedar mi abuelo único poseedor de este secreto, por­
que como los dos ayudas de cámara y los criados fueron muertos,
y el Sr. Roquendy perdió el habla Un pronto como enfermó, ni
aquellos pudieron saber nada del secreto, ni éste comunicarlo á au
familia*
—Y tu abuelo hizo uso como tú de la galería?
—Mi abuelo, señor, que dejó la casa cuando se casó, quiso un
dia volver á*verla por si se acordaba de ella; y aprovechando un
periodo en que el castillo estaba solo, por haber ido el conserje
con su familia á Tolayda, halló la entrada, se introdujo en la ga­
lería, y la recorrió toda ; entónces observó que treinta pasos ántea
de terminar, se dividía en dos, es decir, que una de ellas iba á pa­
rar á la pieza baja de la torre del Mediodía, miéntras la otra, en
forma de caracol, iba á parar ó la principal. En el último peldaño,
y h&cia el paraje donde el Sr. Roquendy empujara el resorte,
halló otro correspondiente al de la sala, que empujado por él,
abrió la puerta y pudo entrar en la habitación. Dedicado después
al contrabando, como se dedican aquí todos los que viven en la
costa, conoció cuán útil podia serle el subterráneo para guardar
los géneros, como se lo fué efectivamente. Viendo, pues, lo mucho
que crecía su fortuna, jamás quiso comunicar este secreto sino á su
hijo, y aun á éste sólo lo hizo á la hora de la muerte.
—¿Y tú has recorrido alguna vez la galería, y visto las piezas á
que va á parar?
—Si señor,—contestó el hombre;—pero como nosotros no roba-
moa, y tenemos tanto interes en el secreto, nada pueden temer loa
aeñoreB del castillo, á quienes, por otra parte, profesamos el mayor
respeto.
Nottely, con lo que acababa de oir, no cabía en sí de gozo, para
ocultar su eraocion, ae reconcentró en sí mismo, y guardó silencio.
Mirábale entre tanto el hombre con inquietud, esperando el re­
sultado de aquella meditación que iba á decidir de su suerte, toda
vez que estando desarmado y dominado por el jóven, le tenia á su
disposición.
Al fin levantó Nottely la cabeza, y dijo:
—Cómo te llamas?
—Sattalio, señor.
—Bien ; toma ese oro.
BN EL Mis BELLO DE LOS PLANOTAS. $03
—Oh, señor,—dijo Sattalio, admirado de lo grande del bolsi­
llo;—por qué motivo?...
—Tómalo,—dijo el Sr, Nottely, obligándole á admitirlo, y es­
cucha;—te reitero mi palabra de que nádie sabrá tu secreto más
que yo; pero es preciso que ejecutes al instante lo que voy á pro­
ponerte.
—Y qué es, señor?—dijo el hombre, no sin inquietud.
—Prim ero, que pongas á mi disposición por esta noche tu
lancha.
—Y podré saber con qué motivo?—pregunto Sattalio.
—Para conducirme á mi, y acaso á dos personas más.
~-Y adónde?
—A Tolayda.
Nottely no quiso decir al campamento, temeroso de que la cuali­
dad de enemigo no indujese á aquel hombre k cometer una traición.
— No tengo más inconveniente, señor, que faltarme otros dos
marineros, sinlos cuelas es imposible conducirla, porque esgr&nde.
—Miéntras yo esté ausente, puedas buscarlos.
—Sí me concedéis una hora, lo haré al punto.
—Te la concedo.
—Bueno.
— Ahora condúceme á la pieza principal.
—Al instante, señor.
Y cogiendo el farol que estaba sobre la mesa, echó á andar se­
guido del embajador.
Desde el momento que este percibió, por la relación de Sattalio,
la posibilidad de penetrar en la torre del Mediodía y acaso de sal­
var á Aneydn, se hallaba en un estado difícil de describir. Sus
piernas temblaban, su vista se desvanecía, se le anudaba la g a r ­
ganta, y una cosa parecida á frío recorrió todo su cuerpo.
—Qué teneis. señor?—le preguntó Sattalio.
—Nada, anda,
—Os sentís mal?
—No, no; anda,—contestó el embajador, con voz insegura.
Y anduvieron hasta que llegaron al último peldaño.
—Abro?—preguntó Sattalio.
—No, todavía no.
Y bajando la voz para que no pudiesen oirle desde adentro,
añadió:
304 0KA TEMPORADA 1K EL u kü BELLO DB LOB PLANETAS.
— Indícame dónde está el resorte, y cómo se mueve.
Hizolo asi Sattalío.
— Ahora m archa, corre á buscar tus compañeros, condúcelos á
la la n ch a , y vuelve á esperarme al sitio donde tienes los fardos.
Ni un momento te separes de allí por espacio de una hora; pero
si en este tiempo no fuese á reunirm e contigo, continúa en tus
ocupaciones, y obra como si nada hubiese pasado, como si nunca
me hubieses visto. Sé que no puedes faltarm e, porque vendiéndo­
m e, te vendes; pero si tal fuese tu intención, mi venganza te al­
canzará, yo te lo ju ro : ai contrario, si me eres fiel, y continúas
prestándome tus servicios, seré agradecido; no lo dudes.
A pesar de su ferocidad, no pudo ménos de conmoverse S a ita -
lio al oir este ofrecimiento; asi es que le d ijo , no sin cierta a g i­
tación :
— Os serviré, señor, y ai es preciso, expondré por vos hasta la
vida.
Así acababan los enemigos de N ottely.
— Gracias; ahora marcha.
— Pero no sin dejaros el farol tres ó cuatro pasas más abajo, por
si lo necesitáis.
Solo ya el em bajador, aplicó au oido á la p u erta , y escuchó.
Nada absolutamente se sentía.
— ¡Dios! Si estará aq u í?— decía para consigo.
Y volvió á escuchar; pero nada tampoco percibió.

( A continuará.)
Ti&so A oüimana dk V rca .
UNA TEMPORADA EN EL HAS BELLO DE LOS PLANETAS.

CAPITULO LIV.

APARICION DB NOTTBLT BN BL OüAHTO DB ANHYDA.

Aquel silencio y la consideración de que Aneyda pudiese h a ­


llarse tan cerca de é l, afectaron ó Nottely de un modo tal, que no
podía resistirlo ; asi fué que, atropellando por todo , empujó el re­
sorte, y la puerta se abrió.
Entró en la sala, y la puerta se cerró tras él.
Tendida en un sofá, y apénas repuesta del disgusto que le ha­
bía causado la escena que tuviera con Notayde, estaba Aneyda. Y
ahora... 4
¿Quién podrá pintar el gesto, el ademan, la actitud, la expre­
sión con que reveló la pobre jóven todo lo que dentro de si expe­
rimentó al ver á Nottely? Echado el cuerpo hácia atrás, dilatada
y fija la mirada, contraído el rostro, anhelante la respiración, y
extendidos los brazos, contemplaba atónita al embajador, de cuya
presencia allí parecia querer asegurarse. Vencida por un impulso
irresistible, avanzó algunos pasos hácia é l; mas de pronto exhaló
un grito, y volvió á alejarse, sin apartar, sin embargo, los ojos de
aquella figura, que le parecia fantástica.
Carifto y repulsión, gozo y am argura, todo alternativamente se
lela en el semblante de Aneyda, blanco entónces como la azuce­
na, pero idealizado por el sufrimiento, interesante como nunca
y seductor cual un ensueilo de felicidad.
Nottely la admiró estático algunas momentos; pero recordando
lo critico de la situación y lo urgente del tiempo, le dijo;
436 una T k u fo k a d a
—-Aneyda, vengo á salvaros.
—Cómo, señor, vos aquí f
—Sí, Aneyda, yo.
—Vos, vos, y decís que venia á salvarme? Vos? Oh!
Nottely se quedó helado.
—¿Pues qué—le dijo—no me veis en vuestra estancia, y qte
por llegar hasta vos acaho de poner mi vida en manos de mis ene­
migo«?
Más que su cólera, más que su indignación y que sus celos, puco
entóncea con Aneyda una idea que repentinamente la asaltó, y
filé: que si Nottely era visto por alguno del castillo estaba perdido
sin remedio. Esta idea ae enseñoreó de ella de un modo tal, que
dejando á un lado toda otra consideración, no pudo ménos de de­
cirle i
—Marchaos, señor embajador, marchaos; si os van, sois per­
dido.
Un rayo fiiéron para Nottely estas palabras; pues ignorando la
causa del enojo de Aneyda, no podía ménos de sorprenderle si
porte, y tanto, que en vez de contestar, se quedó mirándola de hito
en hito.
—Qué 1no os marcháis?—preguntó Aneyda:—ved que ai os ec-
cuentran aquí, no sólo os prenderán, sino que...
Y calló, por no atreverse á manifestar lo que pensaba.
-Prenderme!—dijo el embajador encogiéndose de hombros':—
prenderme! Y qué me importa á mí que me prendan?
—Qué oe importa! Oh, señor! un minuto, un segundo más que
permanezcáis aquí......
—Basta, Aneyda; no os canséis en aconsejarme que me marche,
puesto que no puedo obedeceros, ¿Qué es la priBÍon, qué es la
muerte, comparadas con ese enojo que rae es imposible compren­
der? Decidme la causa, Aneyda, y os deberé más que la vida.
—Que no podéis, decís, comprender la cansa de mi enojo!...
Ah, señor embajador, os burláis sin dudaf..,, Pero marchaos pron­
to, marchaos; en nombre del cielo os lo suplico.
Causaba compasión ver la alarma y agonía de aquel ángel, qu<
ni tm momento apartaba los ojos de Nottely sino para fijarlos en h
puerta, por la cual creía ver entrar á cada instante á Nostrendy t
k Nomatty.
Conociólo el embajador, y le dijo conmovido:
BN HL M Í 8 BJ8XLO OB LOfl PLAKBTAS 437
—Sufría^ no ea verdad , Aneyda ¥ Oh * ai I sufrís m ucho, pues
vuestra impaciencia y alteración me lo revelan demasiado. Mae
decidme; ¿es por vos, ó por mí, el sobresalto que teneia? Porque si
es por voS) os tranquilizaré al punto librándoos de mi presencia.
— Señor,—dijo Aneyda con una ansiedad que no podia resis­
tir,—¿queréis hacerme el obsequio de marcharos?
Nottely interpretó mal aquella insistencia* cuya verdadera cau­
sa no acababa de comprender; pero cediendo, al fin * á ella, dijo
con un tonoenquesedejaba traslucir laagitaoion que le dominaba;
—Lo exigía? Queréis absolutamente que me retire? Voy desde
lubgo ó obedece roe,* pero ántee concededme un favor, Aneyda»
—Qué favor, señor?
—Que me dediquéis un recuerdo; lo merezco; os lo juro ante
Dios.
Al oir eetas palabras, Aneyda, que no podía conciliar la in­
fidelidad de Nottely con el ínteres que le demostraba, y ménoaatím
con el peligro ¿ que por ella acababa de exponerse, en lugar de
contestar, exclamó dejándose caer eu una silla;
—Dios raio, Dios mioí volvedme loca, loca, ó quitadme la vida,
pues no puedo soportar tantos tormentos.
—Cómo! — dijo Nottely, afectado en lo íntimo de su alma al
verla en aquel estado:—¿será posible que yo, que no he cesado de
adoraros, que os adoro ahora más que nunca, y que al separarme
de vos llevo la muerte en el corazón, sea el que os compadezca,
cuando me tratáis tan cruelmente?
—¿Y es á mi, señor, á quien dirigís esa« palabras?—-dijo la ni­
ña con una mirada de amarga reconvención.
—Y ó quién más que á vos podía dirigirlas?
—A m í, á m i , — repetía la niña con indecible tristeza, —4 mi
decis que no habéis cesado de adorarme?
—A roe, Aneyda; á vos, criatura celestial; á vos, único y que­
rido objeto de mi vida; á vos sola puedo dirigir esas palabras.
—Señor,— dijo Aneyda incorporándose y mirando á la puerta
con espanto;— me estáis matando» ¿Queréis, en obsequio del Dios
que nos oye y que lee en nuestros corazones, dejarme y salvaros?
Como se ve, Aneyda, aun en medio de su indignación, jam as
perdía de vista el peligro de Nottely. Oh amor, amor!...
—Oid, Aneyda,—dijo el embajador con voe solemne:— habéis
una vez concebido sospechas contra m í, y esa vez visteis bien
438 tm * TH H K V R à D k

pronto cuán fátil y deleznable era el fundamento que tenían. ¿Ha­


bréis vuelto á incurrir en esa debilidad? No puedo creerlo.
—Pues oa equivocáis, señor.
—Cómo!—dijo el embajador con una sorpresa que no pudo mé-
nos de notar la jó ven ; —¿habéis vuelto, en efecto, á sospechar
de mi?
—Si señor; he vuelto á sospechar de vos; pero esta vez |ohí esta
vez, en lugar de sospechas, ha sido una verdadera realidad, una
terrible realidad, pues no hace una hora que a q u í, en este sitio,
sentada en aquella silla, y derramando lágrimas, he visto, he oido
y hablado con.... O h, señor! marchaos pronto; os lo pido de rodi­
llas si es preciso.
Aturdido, anonadado Nottely por lo que acababa de escuchar,
no encontró en el acto, palabras con que expresar lo que sentía;
mas habiendo logrado reponerse, iba al fin á sincerarse, cuando
de repente se abrió la puerta y apareció Nostrendy.
Aneyda dió un grito y cayó sin conocimiento.
Nottely inmóvil clavó la vista en su rival.

CAPITULO LV

PRISION DK NOTTBLY.

En cuanto á lo que experimentó Nostrendy, es indecible. Agol­


pándosele la sangre al corazón, quedó su rostro descolorido, y h u ­
bo sin duda de sentir tm vértigo, pues p&reeia que iba á caer. Pero
verificóse la reacción, sus ojos despidieron rayos, coloreáronse sus
mejilla«, llevó la mano á la empuñadura de la espada, y adelan­
tóse resueltamente hácia Nottely. La lucha iba á estallar, pareeia
inevitable, y sin embargo, no fué asi. Nostrendy, por una de esas
transiciones iuexnlicables, se detuvo, cerró momentáneamente los
ojos como si tuviese que reconcentrar todo el poder de su voluntad
para dominar el òdio y el rencor que perturbaban su espíritu, y
gradualmente fué serenando su semblante que no tardó en adqui­
rir su naturalidad habitual : era, al fin, dueño de si.
Entónces, dirigiéndose al embajador, le habló con altanería, pero
de muy distinto modo que lo hubiera hecho al principio cuando le
cegaba la ira.
BW BL IfJU BHLLO DB LOS PLANBTAS. 439
—Señor em bajador,—>dijo,—qué sorpresa! Yo crei que no era
lícito, ni aun político, entrar un caballero en casa de otro, sin ha­
ber obtenido ántes m permiso. Pensáis tomismo?
—Absolutamente lo mismo,—contestó Nottely con aquella dig­
nidad que sabia tomar cuando la ocasión lo requería; — pero como
no es á vos, sino á la señorita Aneyda á quien tenia el honor de
visitar, por eso no crei necesario ese permiso.
—Y la señorita Aneyda, dónde está?— preguntó con irónica
sonrisa el Sr. Nostrendy.
—En vuestra casa f lo sé : pero cómo ? de qué modo? ¿ en qué
concepto? Queréis decírmelo?
Estas preguntas fueron otras tantas puñaladas para Nostrendy.
—Como una pariente en casa de otro,—dijo procurando repo­
nerse;—tiene eso algo de particular?
—Oh, mucho, Sr. Nostrendy. y vos lo sabéis mejor que yo.
—No os comprendo, caballero.
—De véras no me comprendéis?
—Nó, si no oa explicáis más claramente.
—Ahí ¿con que queréis que os diga lo que no debiérais oir sin
ruborizaros? ¿Queréis que os diga que la señorita Aneyda no está
en vuestra casa por su voluntad , sino como prisionera, y que en
tal concepto ningún derecho teneis sobre ella más que el de la
fuerza? ¿Queréis que os diga que la habéis robado, cobarde y vi­
llanamente, causando la desesperación de su familia? ¿Y queréis
qué os haga saber, por último, puesto que por lo que veo lo igno­
ráis, que el que procede de esta manera pierde, aunque lo posea,
el título de caballero? Queréis qué os diga todo esto? Pues ya os lo
digo, Sr. Nostrendy.
—Pronto,—dijo temblando,—salid de aquí, ó...
—Me haréis prender, no es eso?*—dijo desdeñosamente el señor
Nottely.—Por cierto que nada lo extrañaría.
—Salid, salid pronto, caballero, ó vive Dios, que no respondo
de mí.
—Solo?
—Pues quién queréis que os acompañe? ¿ha venido álguien con
vos?
—Entónces queréis prenderme.
—Y aunque lo hiciese, tendría eso algo de particular?
—Tratándose de vos, nó; pero de un caballero, mucho.
440 UNA T tU P O K A D à

— Cómo t qué querela decir?— repuso frunciendo eì teño, « i ae-


ñor Nostrendy.
— Quiero decir» caballero, que por este mucho entiendo yo lo
que debisteis haber entendido vos desdo que me visteis en vuestra
casa í entiendo que un hombre indefenso debe ser sagrado para uu
enemigo generoso. Y digo indefenso, porque aunque estoy arma­
do, ¿qué importan mis armas ni mi arrojo contra la fuerza de que
disponéis?
— ¿ Y olvidáis, señor Nottely, que estamos en guerra, y que la
guerra autoriza para apoderarse de un enemigo en cualquier sitio
que se le encuentre?
— Eso se entiende con ciertas gentes, caballero, y cuando el ene­
migo no tiene contienda alguna personal con el que le prende;
pero entre nosotros... ¿Queréis que os diga, Sr* Nostrendy, lo que
un hombre de pundonor hubiera hecho en lugar vuestro?
— ¿Sabéis, señor,— dijo Nostrendy irguiendo con orgullo su ca­
beza y adelantando un paso liáeia Nottely,— que estáis abusando
de mi paciencia? ¿Sabéis que *i quiero puedo aquí mismo mandar
que os despedacen? ¿Creeis, sin duda, mis palabras vanas amena­
zas? Os sonreís? Ah ! jes que ignoráis cuántos tormentos me habei»
causado, cuánta hiel acumulártela dentro de mi pecho! ¡Ea que ig ­
noráis que habéis ucibarado mi vida y... que os aborrezco! Sr. N o t­
tely. Pero nó, no abusaré do las fuerzas y medios de que dispongo ;
solo, frente á frente y con espada en mano, podré mejor vengarme.
Venid, señor embajador, venid*
— Quercia, pues, un duelo?
— Lo ansio.
— Medio bárbaro es, en verdad, el duelo— dijo N ottely;— pero
además de enemigo personal, sois también enemigo de mi pàtria,
9r. Nostrendy, y aunque no os òdio, como vos me odiáis á mí, os
compadezco.
— fíao más, $r. Nottely? Oh, venid, seguidme, ahora, al instan­
te, ó vive Dios , que no respondo de mi.
Y Nostrendy cogió del brazo al embajador, y lo arrastró tras sí.
A l salir encontraron una doncella, á la cual dijo éste ;
— Id, y socorred ¿ vuestra ama.
Oyólo Nostrendy, y lanzó sobre el embajador una de aquellas
miradas que el alma comprende, pero que la pluma no puede des­
cribir .
XN «I* MÁS BELLO DR LOS PLANISTAS. 441
En esto bajabaú los peldaños de la escalera que conducía al pa­
tio, lugar donde se paró Nostrendy, decidido á que allí se verifi­
case el duelo. El patio aparecía desierto; mas de improviso, y
cuando iban á colocarse en sus puestos, entró en él un pelotón de
soldados que, en tropel y rápidamente, se echaron sobre Nottely.
Y tan pronta é inesperada fué la agresión, que éste no tuvo más
tiempo que para disparar sus pistolas, cuyas detonaciones fueron
laa que recordará el lector oimos en la colina. Sin poder moverse
y oprimido por el número, el embajador tuvo que ceder y resig­
narse. Desarmado y sujetos los brazos, fué conducido al piso bajo
de la torre, donde le encerraron.
Nostrendy sorprendido por aquella acometida, de que no tenia
noticia, quiso oponerse é ella; pero fué contenido por Nomatty
quien le dijo sin soltarle de la mano:
—Oye primero las razones que tengo para obrar así, hax des­
pués lo que te parezca.
—Y tú, qué has hecho, desventurado?
—Salvarte y salvar á Aneyda—respondió Nomatty con voz
melosa.
— Y el honor?
—Puro, amigo, purísimo, pues yo cargo con lo malo de la ac­
ción, si algo malo puede haber en apoderarse de un enemigo cuan­
do estamos con él en guerra.
—Eee enemigo venía conmigo, y estaba bajo mi protección,—
repuso cbn despecho el Sr. Nostrendy;—voy ¿ soltarle.
Y al decir eeto intentó alejarse en la dirección, que había se­
guido Nottely. Nomatty le cogió del brazo.
—Guárdate de hacerlo,—dijo—si no quieres perderte, y perder
4 Aneyda para siempre.
—Cómo asi,—preguntó Nostrendy, vivamente afectado con la
última expresión.
—Ven á mi cuarto y te lo diré.
Nostrendy titubeó, luchó algunos instantes; pero siguió á No-
m&tty.
Pobre Nostrendy! Cada vez avanzaba más en el camino de su
ruina. (I)
(1) No olvide el lector que las conversaciones de Nostrendy con Nomatty
nos eran referidas por los dos jóvenes que ya dije teníamos á nuestro servi­
cio, y que estaban encargados de no perderte* jamas do vista.
442 UNA. TRMPOBADA

CAPITULO LVI.

REUNION E N CASA D EL SB. NOLATTO.

Dejemos, por ahora, á Catilia, y trasladémonos á Romalia para


saber algo de las persona» queridas que hemos dejado a\U. Cierto
que no presencié lo que voy á referir; pero también lo es, que de
todo fui informado por M. Leynoff cuando, acabada la guerra, re­
gresamos á Romalia.
Los Príncipes, aunque más consolados con las noticias que les
mandábamos por el correo, sufrían, sin embargo, mucho por la
prisión de Aneyda, y por los peligros en que suponían á Silaydi:
tanto uno como otro, no cesaban de hacer ferviente« súplicas al
Eterno para que les conservase aquellos dos séres, que eran su fe­
licidad en este mundo.
M. Leynoff estaba escribiendo siempre, y e! tiempo que no in­
vertía en esta ocupación, sacaba apuntes, registraba archivos y
examinaba antigüedades: el resto lo dedicaba al Sr. Nomara y á
los señores Buttilo y Nolatto, con quienes había contraido estrechí­
sima amistad También ellos le querían mucho áél; así es que siem­
pre estaban juntos, motivo por el que les llamaban en Romalia los
inseparables.
El Monarca, aunque ocupado siempre en los negocios del E sta­
do, no por eao dejaba do recibir con el mayor gusto á M. Leynoff,
á quien estimaba cada vez más, y á quien preguntaba por mí,
llamándome su pequeño héroe.
Los Sres. Rodulio y Otrocy, cuyo humor era excelente, gozabau
de cuantas diversiones se les presentaban, sin que por eso dejasen
de asistir, de cuando en cuando, á las reuniones que tenían sus
amigos.
Las Sras. Nottissay Nassala no salían del palacio de Nomara, y
los Sres. Notty y Soletty, que habían quedado de guarnición en
Romalia, nos escribían con frecuencia.
Al cuarto dia de haber marchado nosotros, tuvo lugar una re­
unión en casa del Sr. Nolatto con motivo del cumpleaños de este
caballero. Hubo una comida suntuosa, y á ella, además de los se­
ñores Nomara, Rodulio, Ruttilo, Saltado, Guttrosy y M. Leynoff,
HW KI. lf ¿ 8 BlELLO BK LO* PLANETAS. 443
asistieron otros cuatro personajes, cuyo talento y sabiduría eran
proverbiales en Romalia.
Después de levantados los manteles, y de haberse retirado las
señoras, dijo M!. Leynoff:
—Sin adulación, señores; estoy sorprendido de la cultura y ci­
vilización que hay en Romalia; pero me sorprende en extremo
haber oído decir que, en ámbaa cosas, está más adelantada Samey-
da. Ea esto posible? No hay en ello exageración?
—No, querido Leynoff, no la hay,—dijo con noble franqueza el
Sr. Nolatto. La Nostracia es hoy, no sólo la nación más poderosa
de Saturno, sino la más culta é ilustrada. Su Gobierno es un ver­
dadero modelo de acierto, tacto y circunspección.
—Señores,—dijo con su viveza habitual el Sr. Rodulio:—todos
los Gobiernos son buenos: la causa, la única y verdadera causa de
los trastornos de la sociedad, está en el hombre. Y por qué? Por­
que es malo, porque ea pésimo este maldito bicho. ¿Cómo se des­
truye esta causa? Educándole, señores; cambiándole, y, sobre
todo, instruyéndole. Y esto, cómo se consigue? Por medio de las
escuelas y de excelentes y escogidísimos (notad, señores, que he
dicho escogidísimos) maestros. Luego en las escuelas reside el bien
y el mal de una nación: el mal, si los maestros son como los que
teníamos ¿rites, es decir, nulos, groseros é ignorantes; y el bien,
ai son como los de ahora, ó, si es posible, mejores. Ya veis, seño­
rea, que las escuelas son el todo para una nación, y que, en su
órden interior, y sobre todo en la elección de los maestros, debe
poner un Gobierno su principal (notad, señores, que he dicho prin­
cipal) atención. Escuelas, pues, y siempre escuelas, elámaso aquí,
en todas partes y á todas horas: escuelas, señores, escuelas, y me­
dia docena de leyes bastan para regirnos.
Y se sentó volviendo la cabeza á una y otra parte.
Ni uno hubo que no le dirigiese una sonrisa de benevolencia.
—Rodulio,— observó el Sr. Nomara:—has dicho una verdad
tan grande, que desde luego te aseguro que ninguno de los que
estamos aquí dejamos de mirarla como tal. Aún más; todos te
concedemos que ea una de las bases más poderosas para hacer la
felicidad de una nación; pero diferimos, sin embargo, en una cosa.
—En cuál?—preguntó el Sr. Rodulio.
—En que tú miras la enseñanza pública como base única de esn
felicidad, mientras yo quiero, por lo ménos, sean dos.
444 UHA. TBMPOBADA
—Y cuál e» 1» otra* 4 ver?
—La religión.
Todo« loa circxmatantea inclinaron la cabeza en señal de asenti­
miento.
—Sí, Rodulio,—continuó el 8r. Nomara dando á m voz la en­
tonación que la gravedad del asunto requería;—la religión, por­
que sin la religión no concibo la felicidad en las familias, y, por
consiguiente, en las naciones. La religión, que ha nacido con
nosotros, qtfe está identificada con nuestras almas, que es un sen­
timiento íntimo, instintivo,si puedo explicarme así, en las nacio­
nes y en los individuos, puesto que no hay uno solo 4 quien no
hable y que no sienta su necesidad.
Hombres hay que pasan por honrados, porque las leyes de los
hombres nada tienen que reprocharles , y sin embargo, son nnos
monstruos. Díganlo sino esos tormentos «ordos, pero sostenidos,
que en lo interior de sus casas hacen sufrir á sus esposas; tormen­
tos que pasan tanto más desapercibidos, cuanto más virtuosas sean
aquellas. Dígalo la pésima educación que dan á sus hijas, los la­
zos infames que tienden á otras mujeres, las intrigas tenebrosas
que ponen en juego para perder á un enemigo, los manejos viles
deque so valen para sustraer intereses que no les pertenecen, y
los pensamientos y deseos execrables que conciben, ejecutan ó
mandan ejecutar en medio del silencio y del misterio. Y estos crí­
menes, mil veces más terribles que los que llevan al cadalso 4 un
asesino, quién los castiga? quién los evita? Los tribunales? Nó, por­
que carecen de las pruebas necesarias para ponerlos bajo el domi­
nio de laa leyes. Quién entónces?
La religión.
—Bien sé, señorea,— prosiguió diciendo el Sr. Nomara*—que
hay todavía en Saturno incrédulos que se mofan de la religión, y
que niegan la existencia del mismo Dios. Insensatos! (Corno si la
materia pudiese crearse á sí misma! (Como si lo que carece de in­
teligencia pudiese producir el cálculo! Y qué cálenlo, señores? El
cálculo que mantiene los mundos en sus órbitas, el cálculo que
anima y gobierna al universo, el cálculo, en fin, quediópor resul­
tado lo que se puede mirar como el resúmen de los prodigios del
Omnipotente, la inteligencia del hombre!!
La materia crearse á sí misma !
Aberración monstruosa! sacrilego pensamiento1!
BN RL MÁS SILLO OH LOS PLANKTAfl. 445
Y digo saorílego pensamiento, porque la existencia sólo del cál­
culo supone necesariamente- una inteligencia, y la materia no
puede en xaodo alguno poseerla. Y hay cálculo en el univeorso?
Grande, profundo, inmenso, pues aunque el hombre no puede
abarcarlo todo por lo limitado de eu genio, lo ve, por deoirlo asi,
y lo deduce dol que existe en nuestro sistema planetario. Y ha­
biendo cálculo, i uo ee abeolulamente forzoso que haya una inteli­
gencia que lo hubiese concebido ántea de llevarlo á ejecución? Y
esta inteligencia, tratándose de un cálculo como el del universo,
puede ser otra mia que la de Dios? Permitidme al méuos que yo
lo crea aaí con todo el ardor de mi corazón.
—Como lo creemos todos, prínciperespondim os á ia vez los
concurrentes:
—Admitida* la existencia de Di as—continuó el Sr. N ornara—
de suyo ee deducen la inmortalidad del alma y la vida futura, y
estas dos eternas verdades, que no necesitan pruebas, porque na­
cen con nosotros, son la existencia de Dios, la base de la religión.
Y, señores, áun suponiendo que ninguna de las religiones sea
revelada; áun suponiendo, como algunos aseguran, que no sean
más que meras creaciones subjetivas, sin nada absolutamente de
objetivo; ó, á lo sumo, un instinto de nuestra naturaleza que se de­
pura, adelanta y perfecciona por el progreso de la civilización y
de la actividad intelectual; áun suponiendo esto, repito, creedme,
siempre serian dignas de la mayor consideración, y siempre, no lo
dudéis, de todo punto indispensables.
La ley es la religión, decían ciertos pueblos de la antigüedad,
manifestando así la alta importancia que le concedían. Y en ver­
dad que no era exagerada esta importancia, toda vez que la reli­
gión es, en concepto mió, la gran ley, la ley por excelencia, el
primero, el más fuerte y principal de todos los vínculos que unen
entre si laa sociedades, Y hé aquí, Rodulio, por qué las naciones
necesitan, además de la enseñanza pública......
—Estoy, estoy,—dijo interrumpiéndole el Sr. Rodulio:—prosi­
gue, que te escucho con el m&yor gusto.
—Pues bien,—continuó el Sr. Nomara:—la Nostracia, ya que
de ella principiamos á hablar, comprendió que la corrupción y la
ignorancia eran laa calamidades más grandes, los azotes más
terrible« que afligen á la humanidad, la causa de su decadencia
y disolución, y por eso su afán constante, sus objetos prefería-
446 UKA TBMPORADA
tes, son fomentar la moralidad, ios conocimientos y el trabajo.
La Nostracia es hoy la única nacida que no tiene más que una
voluntad, porque, unidos loa individuos que la componen, conspi­
ran á un mismo fin, es decir, á la prosperidad de la pàtria y á la
perfección de los ciudadanos. Es fuerte y vigorosa por el trabajo,
noble y magnànima por la virtud, ilustre y brillante por su saber,
y poderosa y acatada por su valor é independencia. Enemiga del
espíritu de conquista, se contenta con su territorio, y sus banderas
sólo ondean para ayudar al débil y humillar al ambicioso; por eso
la aman todos, tanto como la admiran y respetan.
La Nostracia es una nación modelo.
—Bien, perfectamente,—dijo, poniéndose en pié, un jó ven alto,
moreno, de poblada barba y largos cabellos;—acabais de hacer la
apología de la Nostracia, y me agrada eso á fe mía.. .. Pero uua
cosa, señores: si consideráis el gobierno de esa nación como el más
justo, equitativo y sabio, y como el más análogo á la naturaleza y
dignidad del hombre, ¿por qué no lo establecéis? ¿por qué no traba­
jamos todos, aunando nuestros esfuerzos, para llegar á plantearlo?
—Nittraudo, — preguntó con aire serio el Sr. Nolatto, — fuera
de la Noatracia, ¿creeis hoy posible ese gobierno?
—Y lo dudáis?—exclamó el Sr. Nittraudo.—Ahi creo, por vida
mia, que ya no teneis en cuenta vuestra dignidad; creo que ha­
béis olvidado los males de los siglos bárbaros, los horrores del feu­
dalismo y las persecuciones de los déspotas. ¿Qué corazón no late
con placer, qué sangre no hierve á impulso de un noble orgullo
al pensar tan sólo en la institución republicana? En ella todo« tie­
nen participación en el gobierno, y todos son perfectamente igua­
les. ¿Y no es justo que así sea, puesto que la naturaleza nos hizo
también hermanos?
Veamos: ¿ha debido el magnate á su mérito la posición que ocu­
pa ya al nacer? ¿Ha tenido el pobre la culpa de serlo ya desde la
cuna? Y si tanto éste como el poderoso son iguales ante Dios, ¿por
qué no han de serlo también entre los hombres? ¿Por qué no han
de tener los mismos derechos y la misma participación en el poder?
La riqueza da el talento y el valor? ¿lo quita por ventura la pobreza?
Nó; y me parece que no hay razón ninguua para hacer admisibles
esa» repugnantes gradaciones que vemos eu la sociedad, unto en
las riquezas como en las gerarquias y en las clases. ¿Admite esto
duda por ventura? ¿No convence y arrastra á la razón?
KN BL M iS BBLLO DK LOS PLAHKTA9. 447
-—En teoría, sin duda; pero en la práctica......
—En 1® teoría y en la práctica, — interrumpió el Sr. Nittran-
do;—probadme lo contrario, Nolatto.
—Desde luego, y con pocaa palabras.
—Os escucho.
—Los hombrea que piensan como vos, Nittrando (permitidme
que hable con esta franqueza que no ataca á la persona, sino á las
ideas), no ven, en mi concepto, las cosas sino por su exterior, sin
tratar de profundizarlas; no ven que tornan del todo una pequeSa
parte, aquella parte tan sólo que está en armonía con su modo de
ver y de sentir. Aborrecen la severa realidad, tanto como idolatran
las ilusiones de su fantasía, y constantemente nos atruenan los oí­
dos con las palabras, para ellos sacramentales, de igualdad, frater­
nidad y comunidad de bienes y derechos, sin mentar ni una vez
sola los deberes.
Y observad, Nittrando, que vos y los que, como vos, discurren,
avanzais más que la Nostracia; avanzais tanto, que pensáis en el
comunismo, como si fuese posible plantearlo, y como si planteán­
dolo, pudiese durar un dia. Sofíais con la igualdad absoluta, (como
si los hombres fuesen idénticos en lo físico y en lo moral, como si
no hubiese entre ellos naturales y profundas diferencias en lo feo,
en lo hermoso, en la talla, en lo valiente, en to cobarde y en su
talento é instrucción! Os forjáis un bello ideal, pero irrealizable.
Y aun circunscribiéndonos á loa que , en nuestra pátria, quie­
ren establecer un república como la de Nostracia, diré: que si tal
proyecto se llevase á cabo, dejaría la Gran Roquelia de llamarse
la segunda nación del mundo. Antes de establecer una república,
es preciso formar los hombres, como lo hizo la Nostracia, como lo
estamos haciendo nosotros, y como lo harán en su dia otras nacio­
nes más atrasadas en la actualidad.
No hay gobierno nuevo, por bueno y perfecto que sea, que no
tenga que chocar contra intereses creados, contra usos y costum­
bres establecidos, contra tradiciones respetables y contra el hábito
mismo, que es cási una segunda naturaleza. Y si ántea de intentar
tan radical y profundo cambio no preparáis convenientemente al
pueblo, tenedlo por seguro, Nittrando, correrá á torrentes la san­
gre, se conmoverá la nación hasta en sus cimientos, y la anarquía
aparecerá sembrando por todas partea la desolación y el eapanto.
Convenceos de que la misma Gran Roquelia, con toda su cultura,
448 DMA TXMPOHADA
no está aún bastante preparada para la república; porque bien sa­
béis, qué de virtudes cívicas, qué de moralidad éilustración, noson
precisas para hacer permanente y beneficiosa esa forma de gobier­
no! Hoy, por prematura , duraría poco, y, metéoro político, bri­
llaría un momento, para dejarnos después entre tinieblas.
Loe que abogaia por la república, ó procedéis de buena fé, ó nó:
ei lo primero, abrís, sin saberlo, un precipicio, en el cual, des­
pués de haber hundido á vuestros conciudadanos, acabareis por
hundiros vosotros mismos * si lo segundo, al tratar de elevaros, é
favor de los trastornos que provocáis, no hacéis otra cosa que sa­
crificar, A intereses personales, la tranquilidad, y ventura de la
pótria.

CAPITULO LVII.
S1MMXHDA BATALLA AL FRKKTK D* LOS MTfHOS DS TOLA Tí)A.
Volvamos á Catilia.
Nos habíamos acostado Silaydí y yo-, rendidos de fatiga, des­
pués de la expedición que hiciéramos & Conordo. Dormi&moa pro-
fundamento, cuando nos despertaron sobresaltados un cañonazo,
el Bonido de las trompetas y el ruido de los tambores: algo de
extraordinario ocurría en el campamento. Nos levantan«)«, nos
armamos, y salimos de la tienda.
En aquel instante vimos llegar f 4 rtorvla snelta y todo cubierto
de polvo, áun ayudante del general, 4 quien conocíamos Silaydí
y yo*
—Qué hay, Siraaof— le preguntó SÜaydi,
~ Que acaba de salir de Tolayda, y esté tornando, en batalla,
el ejército de Catilia.
—Y os envía el General, verdad?
—Con órden expresa para que vayaia inmediatamente.
—Vamos , pues, —dijimos Sílaydi y ya
Y montando Acaballo, no» reunimos al Sr. Samidio.
Ni nos dejó saludarle siquiera.
— Pronto, señores,—nos dijo,—pronto á ocupar vuestros- pues­
tos, pues el enemigo va 4 atacarnos.
Sllaydi corrió á ocupar el suyo, y yo me situé á m lado.
EN BL M i» BBltO DB LOS PLANETAS. 449
En efecto„ formado en batel]«, y presentando un aspecto im­
ponente , se hallaba el ejército de Cfttiiia.
Aqtiel di» lo mandaba Nostrendy , cuyo belicoso semblante y
brillante atavio atraía la» miradas de los soldados.
Nomatty éstaba al frente de la derecha, y el príncipe Noeuarra
en la izquierda, montado en un. fogoso corcel, ccm el cual se le
veia ir y venir de un punto A otro, dando órdenes y arengando A
las tropas.
Nuestro ejército se había formado por el mismo órden que el de
Catilia; así es, que á ertf caballería, lo mismo que á su artillera é
infantería, oponíamos nosotros las nuestras.
Mandaba en jefe el Sr. Samidio, estando encomendada el ala
izquierda al Sr. Sileydi, y la derecha al Sr. Coloby, que hacia
las veces de Notfcely.
Ambos ejércitos se extendían por la llanura de Tolayda, dejan­
do e»1re ellos nn espacio, que no era , A la verdad, muy graérde.
En torno de nosotros advertíase aquella solemnidad é inquietud
que preceden siempre á los combates.
Una descarga que salía, A la vez , de las dos líneas, dió priuci-
pio á la batalla. Numerosos claros dejaron las balas en uno y otro
campo, y lo» gritos de los heridos y las alaridos de los moribundos,
que, en su agonía, se revolcaban por el suelo, fueron la chispa
eléctrica que inflamó de ira nuestros pechos.
Al sonido vibrante de los clarines, que anuncian el ataque, y
bajo la influencia del ódio y de la venganza, avanzan, uno contra
otro, los ejércitos, deseososde destrozarse. Se acercan, se atacan con
furor, ae mezclan, unos con otros , los guerreros , crugen y chis­
pean laa arma», la sangre corre á torrentes, los ginctes caen, ó
son lanzados de las silla», miles de lo» de A pié muerden el polvo,
y el campo se cubre de cadáveres.
Marcha , el primero, el principe de Nocu&ra , con aspecto ce­
ñudo, la boca entreabierta, y buscando el peligro con ojos codi­
ciosos. Todo lo lleva por delante, todo lo arrolla , y destrozando,
uno» en pos de otros, los espesos batallones, esparce la muerte por
el camino que recorre. Los soldados, ante las proezas de aquel
hombre, principiaban á cejar, cuando dos hermanos, A cual má3
valientes, irritados al ver cómo eran tratado» sus compañeros , le
salen, intrépido», al encuentro.
El m ayor, el Sr. Caasady, despide, con furia, m pesada lanza,
TOMO XVI!. 29
450 WHk TBMt>OBADA
que , sin duda, hubiera atravesado al príncipe, si éste no la hu­
biese parado con su escudo La fúria, sin embargo, faé tan gra n ­
de, que hizo al asta vibrar y estremecerse algunos segundos.
El príncipe, al verse acometido de aquel modo, cayó veloz sobre
mu adversario, y ántes que éste pudiese hacer nada en su defensa,
le atravesó con su lanza» Un rio de Bangre brota de la tremenda
herida, y el rostro del desdichado jóven se desencaja con espan­
tosa rapidez; sus ojos se cierran en medio de un círculo azulado,
y acometido de movimientos convulsivos, espira sobre la arena.
Moredy, cuando vió sin vida ¿ su querido hermano, corre á
encontrar al príncipe. Intento vano! El principe, que no le había
perdido de vista desde el momento que avanzó hacia él, cubrió
con su escudo el sitio adonde la lanza se d irig ía , y miéntras que
Moredy se preparaba á segundar el golpe, le dió él uno, con tal
fuerza, que le hendió la cabeza en dos pedazos. Sin dar un ge­
mido, y sin hacer el máa leve movimiento, cayó aquel cuerpo
como una masa inerte sobre el cadáver, todavía palpitante, de bu
hermano.
Infatigable el príncipe, desenvaina su cortadora espada, y lán­
zase á escape en lo más récio de la pelea, ávido de nuevo* triun­
fos. El Sr. Coloby le ve, y marcha rápido hácia él; pero animadas
las tropas del príncipe por su ejemplo, y obedeciendo á la órden
de ataque que acababa de dárseles, cayerou con tal denuedo sobre
los Nostracianos, que les fue imposible resistir. La fuga se pro­
nunció por todas partes, y envuelto en ella, fué arrastrado el ae-
ilor Coloby, rabioso y lleno de indignación.
Dcseaperado el Sr. Samidio al ver que principiaba á desorde­
narse el ala derecha, á pesar de los esfuerzos sobrehumanos de
Coloby, y de nuestra caballería, que se batia con valorf no pudo
contenerse, y abandonando su puesto, y seguido sólo de sus ayu­
dantes , y de dos mil hombres escogidos, cayó sobre Nostrendy
con intención de matarle, é introducir el desórden en el centro.
No pasó desapercibido este movimiento para Nofltrendy, ni se le
ocultó su importancia; así e s , que se preparó á recibir á su ad­
versario, tranquilo y lleno de bizarría.
El Sr. Saraidio le arrojó su lanza con gran fuerza; pero Nos­
trendy la recibió en su escudo con incomparable sangre fría.
—-No me habéis hecho daño,— le dijo el jóven lanzándole la
suya con presteza;— verémos si yo soy más feliz.
RN BL MÀS BBU.O DB LO© PLANKTAS. 451
La lanza fué, en efecto, reoibida en el escudo; pero estando
«ate un poco ladeado, resbaló por él, y fué á clavarse en el brazo
del Sr. Semidio : la herida fué terrible, y al desprenderse la lanza,
se hizo todavía mayor.
Sin exhalar un ay, ni dar el más leve indicio de dolor, sacó el
Sr. Semidio de su cinto una pistola, y la disparó á Nostrendy.
Las plumas y el casco de éste volaron por el aire, y sintió como
una especie de aturdimiento que le hizo vacilar sobre la silla ; pero
recobrado al punto, y conociendo toda la importancia del tiempo,
metiendo las espuelas al caballo, y espada en mano , cayó sobre
su adversario precisamente cuando éste sacaba de su cinto otra
pistola. Tan brusca y rápida fué la acometida de Nostrendy, que
ni aun tiempo tuvo el Sr. Samidio para cubrirse con el escudo;
así es, que cogiéndole indefenso el Sr. Nostrendy, le atravesó de
parte á parte el corazón. Soltó el General el escudo y la pistola
délas manos, inclinó el cuerpo hácia atrás, y por las ancas del
caballo cayó ya cadáver en el suelo. Así murió este magnánimo
guerrero, víctima de su celo y entusiasmo por la pàtria. Muerto
él, tuvieron que abandonar el campo los que le habían acompa­
ñado, arrollados y perseguidos por Nostrendy,
Entre tanto, nuestra ala izquierda se sostenía, y aun habia ga­
nado terreno sobre la contraria. Absorto me tenía el valor extre­
mado de Silaydi. Sin duda que el ver delante al Sr. Noraatty
aumentaba su coraje; su único y más ardiente deseo, yo lo cono­
cía perfectamente, era acercarse á él. Mataba ó hería A cuantos
so le ponian por delante, y llevado de un arrojo que no pude, por
más que hice, moderar, se metió entre los jefes que seguian más
de cerca á su rival. Atravesó de una lanzada al general Salidy,
que estaba junto á él, hendió el cráneo al hermoso Turrody, fa­
vorito del Monarca, y despejado el campo todo lo posible, se halló
por fin al frente del Sr. Noraatty. Ttcs de los jefes que le eran
más adictos y yo, le seguimos exponiendo nuestras vidas por si
podíamos auxiliarle.
Cuando Noraatty se vió enfrente de Silaydi, se puso pálido,
ignoro si de rábia ó de temor; le miró de hito en hito, y después
de algunos momentos de vacilación, se dirigió al Sr. Nittarro, á
quien en breves palabras encargó el mando de las tropas: hecho
esto, adelantóse hácia Silaydi, y entrambos iban á embestirse,
cuando fueron separados por nuestra ala derecha que arrollada y
452 UWA TBMPOBADA
envuelta por el Príncipe de Nocuara, huía desatentada hácia lee
buques, que de antemano, y por lo que pudiese ««ceder, se habiaa
acercada hácia k playa.
Ver esto los enemigos, y echarse sobre nosotros todo fué une;
da manera, que con este ataque que uo esperábamos, con la lluvia
de balas que los caSouea (acababan de darles una nueva direccioi)
disparaban sobre nosotros, y son el empuje que de vez en cuando
hacían loa fugitivos perseguidos por el Principe de Noouara, jm
no pudimos más que defendernos.
Sin embargo, no cedimos, y aun quizá no hubieran lograóo
derrotamos, sino nos hubiese atacado por la espalda eü ala derecha
da C&tilia, acabando de desordenamos. Preciso noe fn¿ ceder j
emprender la retirada, que ordenada al principio*, se cambió des­
pués en completa fuga* Los jefes que habían seguido á Silaydi y
yo, arrastramos á éste, que loco y fuera de si, al ver perdida '&
batalla, quería atacar al Principe de Nocuara. Conseguimos al fk
llevarla, y probablemente hubiéramos perecido todos, pues el a«e*
migo «os perseguía con encarnizamiento, si el Sr. Coioby no nce
hubiese*socorrido en aquel trance supremo. Hé aquí cómo.
Cuando impulsado, como he dicho, por sus soldados, Uegó Col*-
by á la playa, paróse, y volviéndose ceñudo hácia ellos, les
afeó su conducta, les hizo ver todc lo bajo de su acción, todo b
ignominioso de su porte, y la mancha indeleble que acababan de
echar sobre las banderas, hasta entóneos tan gloriosas, de Nos-
tracift.
—Y os atreveréis,—lea dijo,—volver algún dia á ella? ¿Osares
mancha«? aquella« callea, pisadas sólo por héroes, que la» kan he­
cho sagradas con su gloría? ¿Cómo, de qué modo sostendréis Im
miradas de vuestros conciudadanos, que van á caer, con deede»,
sobe» vosotros? Y qué diría Nottely?...
Al oir este nombre, para ellos tan querido, cambiaron los solda­
dos de color, y, cési á un tiempo, exclamaron llenos de ver­
güenza:
-r~No más, señor, no más; estamos prontos á lavar coa la vid*
nuestra afrenta: haced de nosotros lo que queráis; hacednos morí?
á todos* ai es preciso.
Dirigió entóneos el Sr. Coioby una, mirada hácia el ala kqwtíet-
da, que ae batía todavía, y viendo que toda ella principiaba á em­
prender la retirada, y lo imposible que era, no ya alcana»* kvic-
KN BL M /ts BELLO DB L09 PLANETAS. 453
toria, pero ni aun defenderse siquiera, formó sus tropas en batalla
para proteger 4 lo ménos nuestro embarque.
Y raiéntras lo hacíamos, sostuvieron los Nostracianos toda la
furia de los de Catilia, que los atacaron repetidas veces, y que
fueron otras tantas rechazados con una pérdida espantosa: hicieron
prodigios de valor, sembraron el suelo de cadáveres, y recobrando
su perdida gloria, llenaron de asorabTo al Príncipe de Nocuara.
Colocados nuestro« buques en posición conveniente, pudimos con
la artillería proteger la retirada de los Nostracianos, lós cuales,
serenos y aun amenazadores, se embarcaron con el mayor órden.
Tal fué el fin de esta triste jornada, en la que, con nuestra pa­
sada gloria, perdimos el campamento, que, 4 nuestra vista, y como
por mofa, ocupó al instante el enemigo.
Una sola idea, un solo pensamiento preocupaba entónces á la
armada: la batalla se habia perdido; pero...*
Y Nottely? Si Nottely hubiese estado allí, ¿hubiera sucedido lo
mismo?.,.
{Se continuará.)
T ieso A güimana di? Vbca.
*P 3 *9 % « S W te S S K S ?

UNA TEMPORADA EN EL MAS BELLO DE LOS PLANETAS.

CAPITULO LVm.
AMKNAZA DB NOSTRENDY: SÓPLIOA DB ANDYDA.
Poco después de concluida la batalla, declinó Nostrendy su
mando en el principe de Nocuara, y se dirigió á Conordo.
Nostrendy no podia vivir sino cerca de Aneyda; tendía hácia
eUa como la aguja imantada al polo; y á la manera que los rios
van al mar, asi sus pensamientos iban á ella encaminados.
Su pasión, que aumentaba por momentos, conmovía todo au
ser. Sobrexcitado en grado sumo su cerebro, su razón no ejercía ia
facultad reguladora que le es propia: era vencida por el exceso
del sentimiento, y supeditada por el instinto, que le decía que
Aneyda le era indispensable y necesaria á su felicidad. Perder á
su prima, era para él morir.
Por eso no se habia contenido, ni aun ante medios indignos,
con tal que tendiesen á la posesión de Aneyda; por eso faltó á las
ideas del honor y á los gritos de su conciencia; por eso, en fin,
accedió k los consejos pérfidos de Nomatty, A cada proposición de
este, se libraba en su interior una lucha violenta, en la cual
triunfaba siempre su pasión: conocía que obraba m al, pero sin
fuerzas para resistir, cedía arrastrado, k pesar suyo, por aquella
pendiente fatal.
Al encontrarse delante de Aneyda, tan idealmente voluptuosa,
Nostrendy era presa de ardientes deseos, y aspiraba, con ánsia, la
atmósfera, el perfume de virginidad, la casta, pero incitante ema­
nación de la poderbsa belleza de la jóven.
UHTA. TBlfPOIUDA BU EL U Ím 680
BELLO OH LOS I>LA.HFTa 8.
Y al ocufrir«el«, i veces, que otro y no él , pudiera algún día
ser su dueño, le acometían pensamiento« insensatos, le daban ten­
taciones de matarla y de matarse.
Pero esto era también perderla, y la esperanza acariciaba toda­
vía el corazón de Nostrcndy, porque la esperanza no abandona
nunca al hombre, vive siempre con él, aun después de mochos
desengaños, y en los grandes infortunios, es la que le consuela y
alimenta, mostrándole etu risueña faz.
Cuando Noetrendy llegó á Conordo, acompañado, como siem­
pre, de Nomatty, sus primeras palabras fueron para preguntar
por AmeydA.
Aneyda estaba enferma.
La escena con Notayde, bu entrevista con el embajador, el ha­
ber sabido que estaba preso en Conordo, loe punzantes celo» que
le atormentaban , y los esfuerzos sobrehumanos que hada para
contener el llanto de su corazón; todas estas distintas emociones,
aquel intenso padecer, aquel reñido combate interior, vencieron
su naturaleza, y presa de una fiebre devoradora, cayó al fin 6n el
delirio.
Y entóneos, perdida su iuteligencia, mostraba patentes todos
sus pesares, y de su pecho hondamente herido, deagarrado, deja­
ba escapar tristísimos lamentas, gritos del alma que se agitaba
dolorida, quejumbrosa, y como intentando romper loe lazos que á
la materia la unían.
AI saber el estado de su prima, se entregó Nostrendy &excesos
de ftiror, á que le predisponía su temperamento tan extremada­
mente impresionable. Inquieto, corriendo de un lado á otro, dando
órdenes, á veces contradictorias, y golpeándose con rábia, pade­
cía haber perdido el juicio.
Nomatty no logró calmarle, y tuvo que aguardar á que aquella
tormenta se desvaneciese por si misma, ó por alguna circunstancia
inesperada.
Y asi fué, en efecto. Oradas á una inteligente asistencia facul­
tativa, y á loa acertados y minucioso« cuidados de Siiody que ni
un momento se separó de la cama de Aneyda, volvió esta á la vida,
y cesando su delirio, filé sustituido por un sueño, en un principio,
intranquilo ó incompleto, pero después profundo y reparador.
A los seis días se había levantado; pero débil, abatida, insensi­
ble, al parecer, dejaba que Siiody, sentada cerca de ella, la acari-
600 VUk fSttPOfcADA
dar» y prodiga»* mil muestras de ternura > sin que ft)ase en ello
8« atención. Tal era el abandono y la tristeza en que se hallaba!
Su cabeza, inclinábase melancólica sobre el pecho, semejante á
la planta combatida por las inclemencias del cielo, y su mirada, en
otaras ocasiones tan dulce y conmovedora» no tenia entónese brillo
ni expresión.
Y eco que Silody, enterada de lo ocurrido con Notayde y el em­
bajador, defendiera á éste con calor; y onn perjudicando á su her­
mano, lo habló de la carta que á éste se le habla caído en su habi­
tación, y que había enviado 4 Silaydi, carta que, como recordará
el lector, daba á entender qué clase do mujer era Notayde«
A pesar de todo, Aneyda no se conmovió, porque la duda se
había apoderado de ella, y la bacía inmensamente desgraciada.
Poco á poco, sin embargo, iba tomando fuerzas; su juventud se
sobreponía á su amargura, por más que no lograse hacerla desapa­
recer.
Nostrendy pidió entóneos verla, y lo consiguió, teniendo la de­
licadeza do no hablarle de amor, si bien tampoco tuvo ocasión para
ello, pues su prima no le miró una sola vez, ni contestó méa que
con monosílabos á sus reiteradas muestras de sentimiento por la
enfermedad que había pasado.
Pero las visitas se repitieron, y Ncstrendy comenzó 4 mostrarse
exigente. Ruegos y amenazas, lágrimas é intimaciones, empleaba
alternativamente; mas Aneyda permanecía inflexible, oponiendo 6
su terquedad una resistencia pasiva, y contestando siempre* no
puedo amare«, Noatrendy, ya suplicara éste de rodillas, ó ya,
enardecido y riego, diese rienda suelta 4 la cólera que le domi­
naba«
Y llegó un día en que, aguijoneado por las insinuaciones de No>
matty, y frenético, loco por aquella sostenida resistencia, que no
hada más que avivar el ftiego ardiente que le devoraba, llegó un
día, repito, en que juró hacer matar al embajador, si no consen­
tía en ser sn esposa.
*-Oh,—exclamó Aneyda, con vehemencia al oir tal amenaza;—
vos no haréis eso; nó, no lo haréis, seria una infamia.
Pero Noatrendy se encontraba, había llegado 4 aquel punto de
irritación en que la piedad abandona por completo al hombre, y
con una sonrisa cruel y un tono decisivo, añadió:
—Aneyda, el embajador morirá, sino accedéis 4 mi propuesta;
hk ht< míb m u) m 10 a phkmTkñ. 091
morirá ittfkHbleraente. Vo» decidiréis de su suerte futura; mas te­
ned en cuenta que sólo aguardo vuestra contestación hasta ma­
cana.
Sola, pues la habian privado de la compañía de Silody, Aneyda
no pudo dedicar al reposo ni una hora, y aquella velada equivalió
para ella á un año de padecimiento». Su cabeza ardia, y ansiando
ua aire más puro que el que en «u habitación se respiraba, salió
al balcón.
En vez de un cielo sereno, se muestra i sus ojos un horizonte
tempestuoso, y pelotones de nubes de oscuro color, de diversa for­
ma, é impelidos por recio vendabal marchan, rápidos y en deeór-
den, como ejércitos que huyen. La tormenta estalla, y el viento,
convertido en huracán, recorre con Ímpetu la superficie do Satur­
no; brilla el rayo, y se conmueve el firmamento con el fragor del
trueno. Con la violencia de la tempestad se desgaja el árbol, se
despedaza la roca, desbórdase el rio, y la mar azota furiosa la
costa, que, como invencible dique, la contiene.
Aneyda contempló con placer el desórden sublime de la natura­
leza, sin duda porque sus sensaciones eran fuertes y tumultuosas,
como la escena que presenciaba: deslumbrada por el fulgor del re­
lámpago, embriagada con la salvaje armonía de la tempestad, «n-
tió extraña fascinación; y una idea, una idea espantosa, la idea
del suicidio, cruzó por su mente trastornada. Delirante, abrió sus
brazos como para arrojarse sobre las rocas; mas de pronto retiróse
vivamente, cerró con apresuramiento el balcón y arrojóse llorando
sobre el lecho.
Dios la salvó enviándole el recuerdo de sus padree, tan poderoso
siempre para ella.
Al dia siguiente, y digo al dia siguiente por costumbre y para
dar á entender que había concluido el tiempo destinado al descan­
so, pues en Oatilia, aunque clarísima, era constante entónoee la
noche, mandó llamar Aneyda á su primo.
Al entrar éste, Aneyda, que estaba medio acostada sobre un
almohadón bordado de oro, se incorporó lentamente. El carmín
había desaparecido del todo de su rostro, y hasta sus lábios apa­
recían descoloridos: su respiración era fatigosa, y en mi aspecto
sólo hitbia amargura y desconsuelo.
Noetrendy, á la vista de Aneyda, se avergonzó de ai mismo: loa
estragos que el pesar causara en ella le hicieron comprender cuán
592 tJNA> TKMHOR A0A
injustificable era bu conducta, y lo indigno y villano da au porte.
Despertáronse sus instintos generosos, y tentado estuvo 4 arrojarse
a sus plantas implorando su perdón; mas, como siempre, sus caloe
y Ion consejos de Nomatfcy le contuvieron.
Permaneció, pues, inmóvil y silencioso, pero inmensamente con­
movido*
Áneyda fijó en él sus ojos apagados.
«—Queréis,—dijo,—saber lo que he resuelto, verdad, Noatrendy V
—Lo deseo.
—Pues he resuelto.,..
—Qué, Aneyda?—preguntó Nostrendy.
—No contestaros sino con una condición.
—Cuál?
—Que me permitáis....
—Decid.
—Que me permitáis.... ántes de responderos.... si oe acepto ó
nó.... por esposo....
Y Aneyda se detuvo, oprimida por la fatiga.
—Decid, decid pronto,—insistió Nostrendy agitadisimo.
—Que me permitáis,—continuó Aneyda temblorosa, — hablar
una hora con.»*.
Y calló de nuevo.
—Con quién, Aneyda?
—Con..., el.... embajador,
Un rayo que hubiera caido á sus piéa no hubiera causado más
impresión en Nostrendy que aquella inesperada y extraña súplica.
—Cómo!—exclamó;—¿quereia hablar al embajador, 4 un hom­
bre que os ha sido infiel?
—Nostrendy,—dijo Aneyda con una inflexión de voz ¿olorosí­
sima: el embajador pertenece á otra mujer, ya lo sabéis; pero
debo,,.. quiero hablarle. Concededme, pues, lo que os pido.
La idea da que Aneyda estuviese á solas con Nottely sublevaba
¿ Nostrendy, ya porque temía que descubriese su inocencia, y ya
porque le lastimaba que su rival gozase de semejante dicha.
Fijó sobre Aneyda larga y escrutadora mirada, como si preten­
diese adivinar su pensamiento; mas nada logró advertir sino su
triste estado, que, por momentos, se hacia más alarmante. Y eeto
le trastornó de tal modo, que contrariando su voluntad, dijo es­
tremeciéndose :
BH BL M is BBLLO DB LOS PLANHTAS. 593
-—Bien, Axieyda, biso; vereis ai embajador.
-«-Pero pronto,---observó Aneyda;—hoy mismo, porque •! nó,—-
añadió bajo,—tal vez no tenga tiempo para ello.
Y de su» ojos cayeron lágrimas ardientes, y ahogóse su voz en­
tre sollozo«.
Noetrendy no pudo sufrir aquel espectáculo.
—Calmaos, calmaos, por Dios, y vedle cuando gustéis, Aneyda;
ahora mismo si os place,—dijo.
Y salió de la habitación, martirizada su alma por el doloT y los
remordimientos.

CAPITULO L1X.

RECONCILIACION.

Una semana hacia que Nottely se encontraba prisionero, y aun­


que no le faltaban todas las comodidades de la vida, era la pieza
quo le servia de cárcel melancólica y de lúgubre aspecto, á que
coutribuian no poco los muebles deslustrados y las colgaduras
maltratadas por el trascurso de los años que la decoraban.
Sin distracción, además, de ningún género, era natural que se
entregase á multitud de peusamientos, que, en la situación en que
se hallaba, no podían ménos do ser tristes.
Justo siempre en aus apreciaciones el Sr, Nottely, bien sabia
que Nostrendy no le perseguía tanto por ódio y perversidad de co­
razón, como por celos; pero, teniendo en cuenta el carácter pérfi­
do de Nomatty, la influencia funesta que ejercía sobre su amigo,
y la debilidad do éste, no tuvo la menor duda de que su muerte
era infalible.
Pero lo que le mortificaba, sobre todo, y hacia que los demás re­
cuerdos pasasen desapercibidos, era Aneyda, á quien habla dejado
en una situación fatal, y á la que no habia podido desengañar:
esta consideración no le permitía sosegar. Mucho le atormentaban
también aquellas palabras d e: « a q u í, en este sitio, sentada en
aquella silla y derramando lágrim as, he visto, he oido y hablado
con.>. porque no podía comprender á qué aludían. Hubiera dado
U mitad de su existencia por explicarse con Aneyda.
Al octavo día do su encierro, el embaj&doT, de espaldas á la puer *
TOM O X V II. as
594 HlfA TKMPOBAÍU
ta de entrada y medio sepultado en un antiguo sitial, hallábase
en esa disposición de ánimo en que solemos caer cuando el infor­
tunio y las tribulaciones nos aflijen. Parecía su inteligencia para­
lizada, quieto su corazón y embotada su alma por el sentimiento.
Era un estado particular, especialisimo, entre la vigilia y el sue­
no, como si su organización no funcionara, 6 funcionara á medias,
como si paulatinamente y ain padecimiento le fuera la vida aban­
donando.
El viento agitábase en las torres del castillo, remedando lasti­
mosos ayes, y el mar, que aún no había recobrado su calma, des­
de la pasada borrasca, dejaba oir sordo y continuado rumor. N ot-
telv percibía en confuso estos ruidos que contribuían á s u adorme­
cimiento, y en confuso también sintió que la puerta de su prisión
se abría; pero no se movió, ni en mucho tiempo se moviera, si una
voz, á que hubiera contestado desde la tum ba, no sonara dulce y
armoniosa cerca de él.
Disipado, como por influjo mágico, el entorpecimiento de sus
sentidos, púsose en pié, y de su pecho anhelante escapóse un
grito de indescriptible expresión.
Nottely ofrecía en aquel momento la más acabada imágen del
asombro.
—*Aneyda! Aneyda!—exclamaba fuera de si,—jY yo que pen­
saba que me olvidaríais! ¡Ah, qué me importan ahora Nostrcndy
ni su cólera, qué me importa Nomatty, qué esta prisión y sus hor­
rores? Momento es este que compensa bien todos mis sufrimientos.
Si supiérais....
Y el exceso de su gozo, no le permitió acabar.
Tan viva alegría, manifestada tan espontáneamente por el em­
bajador, animó por un momento el semblante de Aneyda; pero
el recuerdo de Not&yde borró en seguida aquel destello de es­
peranza.
—SeHor,—le dijo:—segura estoy de que extrañareis el que ha­
ya venido á veros; pero el móvil qne me impulsa á ello es noble,
y creo que disculpa y hace buena una acción que pudiera acaso
parecer inconveniente.
Nottely, miéntras hablaba Aneyda, no pudo ménos de notar su
palidez, y lo marchito y alterado de bu rostro. Hasta t&l punto le
afectó esta idea, que no oyó siquiera lo que le decía, y obedeciendo
á la impresión que le dominaba, dijo sin poderse contener:
EN EL MÍ8 BELLO &B LOB BLAKBÍA8. 5fl5
—V08 estáis mala, ó lo habéis estado: oa veo débil, y hasta va­
cilante en el andar. Qué habéis tenido, Aneyda?
—Señor,—repuso ésta con voz triste y solemne que estremeció
al embajador;—los momentos son preciosas, y el objeto que aquí
me trae demasiado g ra v e, para que nos ocupemos ahora de mi sa­
lud, que, por otra parte, debe interesaros poco.
El movimiento de impaciencia que hizo el embajador para con­
testar 4 Áneyda, obligó 4 ésta 4 decirle:
—Oh, por Dios, señor; os ruego, que no me interrumpáis hasta
que me hayais oido; después hablaréis vos y escucharé yo, si me
dejan tiempo para ello.
Afectado Nottely con lo que acababa de oír, ofreció silenciosa­
mente un asiento 4 Aneyda, y permaneció en pié en actitud respe­
tuosa.
Aneyda, después de marcada vacilación, siguió diciendo:
—Señor, van 4 mataros.
Ni el más leve movimiento, ni el más pequeño gesto se observó
en el embajador, que pudiese dar indicio de haberle afectado esta
noticia.
—Esto que os digo, y que he sabido ayer,—continuó con sumo
trabajo la jóven ,—me lia causado mucho daño, pues al eomuni-
cármerlo, Nostready me advirtió que sólo dándole mi mano oa de­
jaría la vida. Natural es, señor, que deduzcáis que no hubiera lle­
gado Nostrendy 4 tal extremo sino después de haber visto la
inutilidad de sus esfuerzos para que correspondiese 4 su cariño;
pero el hecho es que hoy me hallo en el terrible trance de veros
morir, ó de unirme 4 un hombre que aborrezco.
Era tal la avidez cou que Nottely escuchaba á Aneyda, que su
semblante iba tomando diversos matice>s , segun la impresión que
en él hacían las palabras de la jóven. Esta continuó con la misma
solemnidad que en un principio.
—Vos , señor embajador, atendido 4 lo que ha pasado entre los
dos, no sois digno de que me sacrifique porsalvaros, porque oa habéis
portado conmigo de una manera cruel, y que jamas hubieracreido,
4 uo haber tenido pruebas contra las cuales en vano trataríais...
—Aneyda! — dijo Nottely levantándose con una impaciencia
que no pudo reprimir; — Aneyda....
—O tne dejais, señor, acabar sin interrum pirm e, ó, de lo con­
trario, me retiro.
596 tnu riMPORi-DA
—Pero me estala matareo, Aneyda,—repuso Nottely deses­
perado*
—Aht señor 1—-dijo la jóven con una expresión indefinible de
dolor;—por mocho que padézcala vos j no padeceréis tanto, es bien
ueguro, como he padecido yo en este castillo odioso*
—Pero yo estoy inocente, Aneyda; oidme, en nombre del cielo,
y lovereis.
—Inocente!—repuso la jóven con dolorosa sonrisa;—inocente!
Adiós, señor; me marcho.
—Oh, nó, nó,—dijo Nottely fuera de sí, cayendo de rodillas á
sus p i e s l a muerte A fuego lento, y precedida de martirioe, la
sentiría méoos, que el que os marcháseis sin oírme. En nombre de
vuestro padre, Aneyda, no os vayais.
Esta ardiente, súplica conmovió profundamente A Aneyda, que
volvió A sentarse diciendo:
_Pues escachadme, y no me interrumpáis, si quereia que A mi
ves oe oiga yo.
_Os decía, señor embajador, que en medio de que no oa creo
digno de que me inmole por vos, no puedo olvidar, ni aquel momen­
to supremo en que me deciarAsteis vuestro amor, llenándome de la
felicidad más para que he sentido en mi vida, ni el noble y gene­
roso sacrificio que habéis hecho para salvar A mi hermano y A
papá. Estos recuerdo«, grabados en mi alma de una manera inde­
leble, superan, al fin, el horror que Nostrendy me inspira, y he
resuelto.,.*
—Qué?
—Salvaros.
__A mt?—*epuso el Sr. Nottely.
_A vos, sí, señor embajador.
_.A mi? &raí, deeté, que queréis salvarme de ese modo?—dijo
Nottely con una sonrisa imposible de describir;—á m í....? ¡Oh
Aneyda! mil muertes, sí mil pudiera sufrir, preferiría A que me
salváseis de eae modo.
—Es imposible, señor, hablar con vos, y suceda lo que quiera,
me retiro.
__Perdón, Aneyda adorable, perdón y no volveré i desplegar
mía labios. Decís cosas á que es imposible no contestar. Perdón,
otra vez, y no ou interrumpiré ya más.
—Es cierto,—continuó Aneyda haciendo un esfuerzo, porque
tCN BL MÁS BBLLO DB LOfi PLANETA«. 597
«e fatigaba en ex tremo,--^que estoy decidida por salvaros....
Nottely hizo un movimiento involuntario, irresistible.
—S eñor!....— dijo Aneyda al observarlo.
Nottely se quedó inmóvil.
—Os repito que, aunque estoy decidida á dar mi mano á Nos-
trendy por salvaros, no lo haré sino coa dos condiciones: una..,,»
Aneyda hizo una pausa, porque la fatiga le impedia continuar.
El embajador estaba en un suplicio, ya por ver á Aneyda tan
equivocada respecto de él, y ya porque no ie dqjaba disculparse;
esto, sobre todo, le desesperaba.
íiepueeta un tanto Aneyda, continuó:
—Una de las condiciones será que os ponga en libertad dos ho­
ras ántes que le dé mi m ano; y o tra , que tan pronto como el sa­
cerdote nos bendiga, me permita ir & pasar veinte dias á Roraalia.
Y veinte dias, señor...,,
Aneyda hizo otra pausa,
.—Veinte dias son xuás que suficientes para librarme de una vida
cuyo peso no puedo soportar. Hé ahí pues, señor embajador, có­
mo, aunque dé mi mano á Nostrendy, jamas le perteneceré. Aho­
ra, si queréis, podéis hablar.

CAPITULO LX.

CONTINÚA LA CONVERSACION DE ANEYDA CON NOTTBLY.

Nottely avanzó un paso hácia lajó v en , y juntando sus manos


como para rendirle culto,
—Oh la más grande y noble de las criaturas 1—dijo con fuego
y lleno de entusiasmo:—¿cómo podré pagaros nunca la prueba de
amor que acabéis de darme? Me creíais culpado, y habéis venido á
verme; me creíais culpado, y os sacrificábais por salvarme. Mujer
adorable, por quien me abraso en el más santo y puro am or; ¿có­
mo habéis podido creer que os haya faltado nunca? ¿Cómo habéis
podido creer que haya cesado de adoraros?
—Señor......
—Oh í dejadme, por Dios, Aneyda, que desahogue este corazón,
próximo á desfallecer bajo el peeo abrumador de vuestro enojo;
598 UNA TKMPOfcADA

este corazón, que ahora mismo puede daros una y mil pruebas que
deshagan como el humo vuestros infundados cargos.
Yo dejar de amaros! Primero, falta saber si puedo hacerlo; se­
gundo, si hay en Saturno otra que se os parezca; y tercero, si, hen­
chida mi alma de vuestra imágen celestial, se pueden ver encan­
to* en otras que os son tan inferiores.
Pero reparad, criatura incomparable, cómo Dios, que sabía mi
inocencia, ha castigado vuestra credulidad haciéndoos sufrir tor­
mentos que debieron haber sido terribles, puesto que os lian con­
ducido al estado en que os veo con inmenso dolor.
Indudablemente que cada palabra de Nottely, mirásela, ó nó,
Aneyda como cierta, era un bálsamo consolador que la volvía 4 la
vida, puesto que se la veia animarse por momentos, subir á bu
rostro un tinte sonrosado, y dilatarse y brillar el placer en su mi­
rada. Sin embargo , Aneyda no podía tranquilizarse con lo que se
la decía , pues las cartas que le diera Nostrendy, y lo que le ha­
bía dicho Notayde, le parecían pruebas impasibles de rebatir. Ba­
jo la influencia de estas dos ideas , dijo ai embajador:
—Pero, señor, acabareis por volverme loca; al oiros hablar,
me parece que debo creeros, y si pienso en las pruebas que poseo
contra vos, esas mismas palabras os hacen infinitamente más cul­
pado.
— Qué pruebas? — preguntó el embajador con extraiteza,
—La carta que escribisteis á Notayde.
—Esa carta la teneis vos, Aneyda ,—dijo Nottely con la mayor
naturalidad.
— Nó, nó,—repuso la jóven con viveza,—no es de esa carta de
la que quiero hablaros, sino de la que, desde Romalia, le escri­
bisteis á Toiayda.
— Yo ! —dijo sorprendido el embajador, — es imposible, Aney­
da, que digáis eso de véras.
— Cómo, señor! no habéis escrito á Notayde, desde Romalia,
una carta contestando á otra suya en que os reconvenía porque
creía que me amábais?
—Os protesto, Aneyda, que jamás escribí á esa mujer otra car­
ta que la que os entregué en el jardín de vuestra casa.
— No le habéis escrito más carta que esa?—dijo Aneyda llena
de profundo asombro.
— Nó, Aneyda ; os lo juro ante Dios.
KN RL M¿S BELLO I>R LOS PLANETAS 599
—Entóneos, señor, —(lijo Aneyda, sacando del peclio las car­
tea que le había entregado Noetrendy; ~ tomad, y descifradme
este misterio.
Tomó el embajador las cartas, pasó la vista por ellas, y después
de haberlas leído con suma atención, dijo 4 la jóveu:
—Y quién os ha dado estas cartas?
—Nostrendy, — contestó Aneyda.
—Nostretidy!—repuso pensativo el embajador,
Y luego como si hablase consigo mismo, añadió:
—Ah, ya; la intriga principiada en Romalia, continúa aquí, á
lo que veo.
— Qué! repuso Aneyda con ansiedad, la letra de esa carta no
es, por ventura, vuestra ?
—No, Aneyda,—dijo con gravedad el Sr. Nottely ;—esta letra
no es mia, pero está tan perfectamente imitada, que sólo con al­
gún objeto infernal han podido haberla escrito.
Quedóse Aneyda también muy pensativa, aunque dudando por
primera vez que fuese Nottely el autor de aquella carta. Restaba
Notayde; pero, ¿cómo hablar de una mujer cuyo recuerdo tanto
le repugnaba? ¿Qué podia decir sin que se alarmase su celestial
pudor? Sin embargo, el recuerdo, verdaderamente tentador, déla
inmensa dicha que disfrutaría si Nottely fuese inocente, pudo
tanto con ella, que se decidió á hablar.
Mientras hacía estas reflexiones, leía otra vez las cartas el se­
ñor Nottely, suspendiendo su lectura de cuando en cuando para
meditar de nuevo; sacóle desu abstracción Aneyda, cuando le dijo*.
—Pues si esas cartas son falsas, señor, será falsa también la
presencia en mi cuarto de Notayde, que vino á hablarme de su
trato con vos, y á rogarme que no correspondiese 4 vuestro amor.
—Qué decís?—preguutó atónito el embajador;—sin duda que
esa mujer ha perdido el juicio.
—Pero no habéis tratado y obsequiado 4 esa mujer cuando es­
tabais en Catilia de secretario de la Embajada de Nostraeia?
'—¿Cómo queréis que la obsequiase, Aueyda, si nunca la he
visto más que en Romalia?
—No la habéis visto! No la habéis hablado más que en Roma-
lia!—dijo aturdida la jóven.
—Nó, Aueyda nó, y mil veces nó,—repuso con vehemencia el
embaj ador.
600 UNA TBMPOBADA
—»Dios mió! Dios mió! —repetía Aneyda con espanto; — pues
cómo esa m ujer?,..,
Y calló; su delicadeza no le dejaba continuar; pero el embaja­
dor, que no perdía ninguna de sus palabras, preguntó al punto:
—Qué os decía esa mujer, Aneyda?
—Oh señor, oh señor..,.
—‘Pero, qué os decía?—insistió Nottely, viendo la perplejidal
de la jóven.
—Lo que rae ha dicho, rae causa horror.... Decidme, señor, eo
nombre del cielo, no tratasteis á Notayde en Catilia?
—Jamas la he visto.
—Oh qué mujer! qué m ujer!— repetía la jóven, cada vez m¿s
aturdida.
—Pero al fin , Aneyda, qué os ha dicho esa mujer?
—Nada, nada, señor,— dijo Aneyda, á cuyo rostro afluyó ua
suave color de purpura.
—-No sin motivo, Aneyda, o» pregunto lo que os ha dicho No-
t&yde.
—Me ha dicho....
—Qué? Acabad por Dios.
—Que vos érais el padre del hijo que llevaba en sus e n tra ñ as-
contestó Aneyda con débil voz, y bajando sus hermosos ojos.
—Eso osha dicho!—preguntó espantado el embajador.
—-Si señor, eso mismo,—dijo Aneyda con los ojos bajos todavu.
—Execrable mujer!—dijo el embajador.
—Pero, Dios mió,—repuso Aneyda,—si eso es falso, qué objeto
llevaba esa mujer al rogarme que no admitiese vuestro amor?
—Escuchadme, Aneyda; ahora comprendo la causa de vnestio
enojo contra m i, y os perdono lo que me habéis hecho sufrir, te­
niendo en cuenta lo que habéis sufrido vos. Y no sólo os perdone,
sino que os disculpo, porque ignorando completamente lo que
pesó en Romalia después de vuestro rapto, no podíais sospechar
siquiera que se tratase de engañaros: si lo supiéseia, si tuvióaes
eu cuenta el carácter celoso de Nostrendy, la perversidad de No-
rnatty, y el poder de que disponen en Catiiia, de ningún mofo
hubiérais dado cabida ¿ esas miserables imposturas.
—Y qué ha pasado, señor? —preguntó Aneyda.
—Qué ha pasado? Escuchadme, desgraciada niña, y conoceré»
de lleno vuestro error.
EN EL MÁS BELLO OH L06 PLANETAS. t) 0 l
Entóneosle refirió Nottely el desafío de su hermano, la perfidia
de su doncella, las cartas de Silody á Sil&ydi, y todo, en una
palabra , cuanto tenía relación con aquella inicua trama.
Muchos y variados eran las matices que tomaba el semblante de
Aneyda, tan pálido y descompuesto ántes, á medida que Nottely
hablaba: la sorpresa, la alegría, el enajenamiento y el pasmo, se
pintaban en él con la mayor viveza» Escuchábale con una aten­
ción tan g ran d e, que no se la sentía respirar; y cuando no le cupo
duda de la inocencia de NotteJy, cuando estuvo segura de que
había sido víctima de las intrigas de Nomatty, elevó al cielo et¡b
hermosos ojos, y con una expresión inefable de g ra titu d , excla**
m6 llena de contento.*
—Gracias, Dios mió, gracias; me volvéis la vida cuando iba á
m orir, y vuestra recompensa iguala bien á. las penas que lie su­
frido. ;Oh, mamá m ia!~afiadió siempre con la vista fija en el cielo;
— perdóname si á pesar tuyo, y contra tu voluntad, renuevo á
este jóven el juram ento, tan dulce para m i, de ser auya para
siempre.
—Y vuestra madre, Aneyda,—dijo el embajador que la con­
templaba con indecible ternura,—y vuestra madre, criatura ado­
rable, aprueba y bendice este amor tan puro que nos lleua de una
dicha inmensa.
—Cómo! qué decís?—preguntó la jóven con una sorpresa im­
posible de describir.
—Que vuestra madre aprueba nuestro am or, Aneyda.
—Oh, por Dios, sefíor, habíais de véras?
— Y tan de véras,—respondió el embajador,—que ahora mismo
vais á verlo.
Y Nottely contó, á la asombrada n ina, la escena tieraiaima
que siguió ai descubrimiento de la trama de Nomatty.
Cuando concluyó, un silencio, lleno de encanto, reinó en torno
de los dos jóvenes.
Maquinalmente, y atraídos por el fuego ardiente de sus ojos,
por el magnético fluido que de ellos em anaban, acercáronse uno
á otro, enlazáronse sus manos, y sus libios, trémulos por la pa­
sión , se tocaron,
Aquel contacto pareció quemar &Aneyda, dió un ligero grito,
corrió hócia la puerta, que abrió, y por la cual, después de enviar
una última mirad» al embajador, se lanzó ligera, gozosa, ocu-
602 UNA. TRMPORADA
pada únicamente por m felicidad presente, que, en pocos instan­
tes 3a habia por completo y venturosamente tranformado.

CAPITULO LXI.
APARICION INESPERADA DHL EMBAJADOR.

En el campamento preparábanse, entre tanto, con actividad, pa­


ra un combate decisivo. La honra de la Gran Roquelia y de la
Nostracia, empañada por la pérdida de la última batalla, exigía
pronta reparación. En las fisonomías de los soldados y de los jefes
notábase despecho y vergüenza t y hasta parecía que no se atre­
vían á mirarse con franqueza unos á otros. Todos deseaban con
impaciencia volver á encontrarse con los enemigos; pero la pru­
dencia y el temor de que saliesen frustradas sus esperanzas, les
aconsejaban ser cautos y precavidos, no arrojándose temeraria­
mente á una lucha que no ofreciese, para ellos, probabilidades de
triunfo.
Silaydi y yo participábamos de los sentimientos del ejército, y
teníamos, además, O tro motivo de disgusto. Nos acordábamos de
Aneyda y de Silody, y sobre todo del embajador, á quien suponía­
mos en gran riesgo. Desasosegados, sin poder desechar las ideas que
tanto nos mortificaban, se nos veia constantemente vagando de un
punto á otro de la armada, recorriendo la playa, y examinando
las lanchas que llegaban. Esperábamos á Ramilio, á quien , por
segunda vez, enviáramos á Conordo.
Al quinto dia llegó, por fin, y al verle, nos abalanzamos á él á
un mismo tiempo,
—Qué averiguásteis?—le preguntamos.
Ramilio venía muy fatigado, y, ántes de contestarnos, hizo dos
grandes aspiraciones, y enjugó el copioso sudor que bailaba su
frente. Su traje descompuesto, y sus botas cubiertas de lodo, ates­
tiguaban el celo con que nos sirviera.
Para animarlo, abrí yo mismo un armario, saqué una botella y
le serví una copa, llena hasta el borde, de exquisito vino. Ramilio
hizo un saludo, tomó la copa, y la apuró de un sorbo, lanzando
en seguida un suspiro de satisfacción.
—Señorea,—dijo entónces;—mi expedición ha durado más de
EN Kt MÁS BULLO f>B LOS PLANETAS. 603
lo que creia, y lié aquí el motivo. Después que prendieron al se­
ñor Nottely, redoblaron de tal modo la vigilancia en el castillo,
que «o me fué posible hablar al ayuda de cámara del Sr. Noatren*
dy, ni tampoco al criado con quien trabé relaciones la vez pri­
mera que estuve en Conordo. Esto me impacientaba basta un
punto, que no acierto á expresar; pero no babia más remedio que
conformarse: tomé, pues, la determinación de pasar horas ente­
ras rondando el castillo.
Por fin, al cuarto día encontré al criado á media legua do Co­
nordo, en la carretera que va A Tolayda: juntéme Aél, y le hice
muchas preguntas, á las que no contestó como otras veces, lo que.
me hizo inferir que debieron haber sido muy rigorosas las órdenes
que se les dieron. Sin embargo, como no tiay hombre sin defecto,
y el mío tenia uno que yo conocía, invitóle A entrar en una fonda
que babia en el sitio donde nos hallábamos; vaciló algunos mo­
mentos, pero al fin entró: al cabo de un cuarto de hora, ya no
tenia secretos para mi. Corno inferiréis, me aproveché de su ex­
pansiva franqxieza para adquirir las noticias que necesitaba.
—Veamos, veamos, — dijo Siiaydi; — hablad pronto, y sin ro­
deos.
—Pues bien, —continuó Rarailio:—supe que el Sr. Nottely ha­
bía entrado en el castillo, y que al salir de la habitación de la se­
ñorita Aneyda, acompañado del Sr. Nostrendy, fué atado pérfida
y villanamente por un enjambre de soldados, que, sujetándole
Antes de que pudiese defenderse, le prendieron.
—Ah miserables!—exclamé yo.
—Pero eso es incomprensible—observó Silavdi.—Cómo entró el
embajador en el castillo? Cómo le acompañaba Nostrendy?
—Hé ahí,—dijo Ramilio—lo que yo tampoco veo claro; pero al
fin así sucedió: en esto no cabe duda, Sin embargo, en cuanto á
lá entrada del Sr. Nottely, la opinión en Conordo, según me ase­
guró el criado, es que le fué facilitada por algún sirvieute ganado
por aquel señor, y tanto lo creen así, que despidieron del castillo á
dos jóvenes, sobre quienes recayeron las vsospechas, y á quienes, á
pesar de sus vivas protestas de adhesión, molieron grandemente
los huesos, ántea de echarlos fuera. Pobres muchachos!—añadió el
criado con muestras de aflicción—si estaban inocentes l
—Continuad, continuad—advertí yo.
—A eso voy—contestó Ramilio.—Hecho más tratable mi hom~
604 UNA THMPO&ADA

bre con lo« vapore« del vino, accedió, sin gran trabajo, á entregar
una carta al pri«ionero; pero desconfiando de una promesa hecha
bajo tales auspicios, y temiendo que, despejada su razón se negase
acaso ó cumplirla, le di una decente cantidad de oro, prometién­
dole otra igual cuando me diese la contestación del Sr. N ottely,
Hecho esto, nos separamos, quedando citados para el dia siguiente.
— Y cum plió lo prometido?
— Ved— dijo Eamilio, con ademán de satisfacción.
Y nos entregó una carta.
Decia asi:
«Queridos amigos: Ramilio, por medio de una carta, acaba de
participarme el afan con que me buscáis: gracias; no esperaba mé*
nos de vuestro afecto, para mi tan grato. Estoy preso, y voy á mo­
rir. ¿Cómo pensar de otro modo, cuando Nostrendy manda en C o-
'nordo, y Nomatty manda en Nostrendy? ¿Sabéis bien quien es
Nomatty?... Sin embargo, más aún que el peligro en que me bac­
ilo, me aflige el enojo de Aneyda, y hasta tal punto es a s í, que,
sólo por saber la causa, no he vacilado en poner mi vida en ma­
nos de mis enemigos: más aún; ahora que voy á perderla, sólo
Llevo el sentimiento de no haber podido desengañarla. ¿Sabéis lo
que es el enojo de Aneyda para mi? Ea el universo desquiciándose
y hundiéndose sobre mi cabeza; es la creación aniquilándose, y
reduciéndome á la nada.
La pátria me causa tormentos increíbles. ¿Habré sido criminal
postergándola á mi amor? En primer lugar, yo no crei ser preso
al entrar en Conordo, de la mauera que lo h ice; y aun cuando lo
creyera, no poseo virtud bastante para hacer callar á mi corazón
ante los recuerdos del deber; pero en pos del delito, va la expia­
ción. Sabéis lo que sufro? Oh, Aneyda!.... Aneyda!....
Mi padre I Su recuerdo aumente en extremo mi dolor. Encuan­
to á vosotros.... vosotros obtendréis mi último recuerdo cuando
espire.
No obstante mi situación, con una palabra que os dijese, podríais
sacarme de aquí, acaso esta misma noche; pero esta palabra, que
me daría la vida y la libertad, quebrantaría un juramento que
hice al entrar en el castillo, y ántes que ser perjuro, ya lo veis,
prefiero la muerte.
Adiós; no olvidéis nunca á vuestro Nottely.
Qué carta! Todo en ella era digno del hombre que la escribía!
RN RL MAS BRLtO DB IX>6 PLAHRTA8. 605
Guard&moe algvmoe momentos de silen cio, al cabo de los cua­
les, d ijo S ila y d i:
— Y bien, M endoza, qué hacemos? qué partido tomamos?
— Y lo sé y o , por ven tara?
— Ese ju ram en to, ese ju ra m e n to ,— repetía S ilayd i, con angus­
t i a , — él quién lo h aría?
— O h , si supiésemos e s o , todo estaba rem ediado; no lo quebran­
taría é l , pero lo quebrantaríamos nosotros.
— Y ese juram euto ,— vo lvió á repetir S id a y d i, — es claro que
no lo hizo en el ca stillo, sino Antes de entrar en é l , es d ecir, A a l­
guno de afuera que le habrá ayudado en esta empresa.
— A h , — d ijo R a m ilio , dando un g r i t o : — ahora recuerdo....
— Estábate a h í, R a m ilio? — dije yo, que, en medio de m i dolor,
ni siquiera le Labia visto:
— Perdonad, señor; pero me pareció que no debia m archar hAs-
ta que me lo iuaudásete.
— Y habéis hecho bien: qué ibais A decir?
— S í , qué ibais á d ecir? — añadió Silaydi.
— Una circunstancia, que quizá contribuya A aclarar ese miste­
rio que tanto os atormenta.
— Y qué es? — preguntamos los dos á un tiempo.
— Que una de las noches que me paseaba, según costumbre, por
los alrededores del castillo, se llegó A mí un hombre a lt o , y de ma­
la catadura, el c u a l, después de hacerme un »aludo y suplicarme
que le perdonase, me preguntó si era cierto que habían prendido A
un jóven m uy hermoso y ricamente vestido.
S i me chocaría la pregunta, podéis ju zg a rlo ; pero, como al ha­
cerla, este hom bre, mAa que enem igo , parecia tener a lgú n Ínte­
res por el Sr. N o t t e ly , no tuve inconveniente en decirle :
— A m ig o , no lo aé con seguridad, pero sospecho que sí. ¿ P o r ­
qué me haceifl esa pregunta?
— Por nada , por nada, — me contestó, — pero si lo prendieron,
es una lástima.
Y al decir esto, se marchó repitiendo:
— Es una lástima , es una lástima.
— H a b eia o id o , S ila y d i? — dije y o .— N o veis ahí una circuns­
tancia que puede damos algu na lu z, y que la misma Providencia
nos revela?
— P ro n to , R a m ilio , — exclam ó Silaydi; — corred A Conordo, y ,
606 UNA TEMPORADA
sin perdonar género de sacriiicio , y á toda coata, traednos 4 ene
hombre. Si nos le traéis, además de nuestra gratitud, podéis con­
tar con una recompensa brillante.
— Señor, —dijo Ramilio;—no necesito promesas: os juro que,
sin ellas, haré cuanto esté de mi parte por complaceros. Y os trae­
ré al hombre, — añadió con entusiasmo;—si, señor, os le traeré,
de grado ó por fuerza.
Y con aire decidido, avanzó hácia la puerta.
Pero en aquel instanteoyóse un inmenso clamor, una viva gritería.
—Oh, o h ,—dijo Silaydi;—nos habrá sorprendido el enemigo?
Corramos, Mendoza.
—Dios mío!—gritó Ramilio con todas sus fuerzas, acercándose
á una de las ventanas de la cámara;—yo estoy loco, loco, ¿será
esto posible?
—Qué es eso, Ramilio? —preguntamos deteniéndonos.
—Que dicen viva el embajador de la Nostracia, viva el señor
Nottely. Si, señor, así es; eso dicen, no hay que dudarlo. Cielos!
Y lanzándose, con velocidad, por la escalera que conducía á la
cubierta, llegó á ella aún primero que nosotros.
Toda la armada aparecía conmovida; y cientos de lanchas, ates­
tadas de soldados, rodeaban un buque, victoreando, con frenesí, á
Nottely, y aclamándole como la honra y la gloria del ejército.
Silaydi y yo nos mirábamos uno á otro; creiamos soñar. Notte­
ly libre, Nottely en la armada, cuando acabábamos de recibir de
él tan tristes nuevas, y cuando le juzgábamos en tan grande
riesgo, casi perdido, próximo 4 morir! No podíamos creerlo.
Sin embargo, continuaban los Víctores, cada vez más entusias­
tas, y el barco que laa lanchas rodeaban acercábase veloz al centro
de la armada. Echámonos al mar, y pronto estuvimos cerca de él:
entóneos ya no no9 fué posible dudar. Nottely, radiante de felici­
dad , daba gracias, desde la obra muerta, á los que le dispensaban
aquella ovación, para él tau lisonjera.
—Subamos, subamos al buque,—dijo Silaydi.
—Echad la escala—gritó Ramilio, que iba con nosotros:—
echad la escala—repitió con entonación más fuerte.
Aquel grito fué oido desde el buque, y cumplida la órden.
Nos aproximamos, subimos, y.... Nottely nos recibió en sus
brazos.
Quién podría describir lo que sentíamos!...
EH RL MÁS BOLLO DK LOS PLANCTAS. (501
Después queel embajador hubo recibido las felicitaciones y en­
horabuenas de los que le rodeaban, retiróse con nosotros á la cá­
mara, y allí y a, volvió á abrazarnos estrechamente.
—Oh, amigos mios—dijo;—si supiéseis cuánta es mi alegría!
—Y la nuestra?—repuse yo,
—Pero, embajador, sepamos cómo ha sido esto— dijo Silaydi—
perqué os aseguro que aún dudo de lo que estoy viendo.
—Es toda una historia— contestó N ottely— y no poco intere-
state, á fe mia; escuchadla.
Y nos contó cuanto lo habia pasado con el hombre del subter­
ráneo, el secreto de que se habia hecho duefío, su entrada en el
cotillo, su prisión, y la última entrevista que tuvo con Aneyda,
Cómo brillaba la dicha en su mirada al referírnosla !
Por último, concluyó así:
—En cuanto salió Aneyda de la habitación que ocupaba como
pasionero, experimentó vivos deseos, ànsia, necesidad irresistible
di estar libre, porque preso yo, cómo podía libertar á Aneyda?
Memás, la pàtria, vosotros.... En fin, ini sangre hervía, y una
v.olenta impaciencia se apoderó de mí.
La libertad, la libertad í exclamaba midiendo á grandes pasos
n i prisión, atormentando mi pensamiento para hallaT una idea
süvadora; una idea que, volviéndome á la vida, rae dejase gozar
di la dicha inmensa que la reconciliación con Aneyda me causaba;
piro sólo hallaba u n a, y esa, no podia aprovecharme de ella , sin
volar el juramento que hiciera.
—Ah, Nottely,—dije yo;— lleváis á veces vuestra delicadeza
Justa un grado de exajeracion que os perjudica.
—Escuchad, Mendoza; cuando más abatido me encontraba,
ciando iba á caer en el desaliento, cuando la desesperación se apo *
deraba, en fin, de m í, un rayo de luz, un recuerdo, aclaró mi in­
teligencia, é hizo nacer en mi alma la esperanza.
Recordé que el contrabandista me habia dicho que el subterrá-
reo tenia dos ramales, uno de los cuales conducía al piso bajo de
li torre del Mediodia, y en ese piso me hallaba yo: ¿no podia suce­
der que aquel ramal viniese á parar á mí habitación?
Lleno de ansiedad, registré una por una las paredes, las exa-
tiiné con nimia escrupulosidad , y después de una verdadera ago-
d a , tropecé, al fin, con el resorte que, bajo mi presión, dejó
abierto un boquete oscuro. Estaba salvado!
0Oft UNA TRM INORADA RN RL MÁS BHLLO DH LOS PLANETAS.
Fui, sin embargo, precavido. Teniendo en cuenta que mi des­
aparición misteriosa debía cbocar extraordinariamente á No&fcren-
dy y á Nomatty, y que tai vez, aunque no era probable, pudiera
hacerles presumir la existencia de alguna secreta comunicación
con el castillo, lo que perjudicaría á mis ulteriores planes, hice lo
siguiente:
Cuando el criado, que me servia de comer, entró como de cos­
tumbre, al medio dia, arrojéme sobre él, atóle los brazos, y envol-
víle la cabeza con su manto. Tomé en seguida las llaves que lle­
vaba en la cintura, abrí la puerta, volví á cerrarla para dar á en­
tender que me habia marchado por ella, y deálieéme después, si­
lenciosamente por la bienhechora abertnra tan hábilmente en la
pared disimulada.
—Muy bien,—observó Silaydi;—pero, aunque fuera del encier­
ro, debiéraie haber tropezado con mil obstáculos difíciles de ven­
cer, y que harían, por lo tanto, presumir que álguien del castillo
os ayudaría á superarlos.
—Justamente,—dijo el embajador,—pero escuchad: al fin del
subterráneo encontró al contrabandista muy ocupado en arreglar sus
fardos, encuentro que, como comprendereis, rae agradó en extre­
mo. Como el tiempo urgia, apresuróme á sacarle del pasmo que al
verme le sobrecogiera, y manifestóle que necesitaba de su persona
y de su lancha. Prestóse desde luego 4 servirme, y pronto estuvi­
mos embarcados. A la media legua de Gonordo, avistamos un bu­
que, que al principio me causó grande inquietud; pero al cual nos
dirigimos apresuradamente tan luego como vi en su bandera las
armas de la Gran Roquelia. Juzgad de mi sorpresa cuando supe
que lo mandaban nuestros buenos amigos Notty y Soletty, á quie­
nes el rey envía á la armada con órdenes ó instrucciones reserva­
das. ¥ hé aquí, concluyó el embajador, porqué raros medios, y cási
milagrosamente me hallo ahora entre vosotros. Ah, caros amigos (
Y nos estrechó de nuevo las manos,
Pasados algunos momentos de espansion y dulce desahogo, nos
dirigimos al navio almirante, acompasados de Notty y Soletty, á
quienes ya habíamos saludado cordial y afectuosamente. Hubo
consejo, y discutido y aprobado el plan, acordóse por unanimidad
atacar al enemigo al dia siguiente.
(Se continuará,)
T irso Aotumana dr Vhca.
UNA TEMPORADA EN EL MAS BELLO DE LOS PLANETAS.

(Conclusión.)

CAPITULO LXIL

ÚLTIMA BATALLA.

A la hora indicada comenzaron á ponerse en movimiento nues­


tros batallones, y por distintas sendas llegaron al campamento
enemigo, sobre el cual, habiendo sorprendido á los centinelas en
sus inmediaciones apostados» cayeron de improviso, sembrando
el desorden y la desolación por todas partes.
Sin em bargo, merced á disposiciones acertadas de sus jefes, se
rehicieron los Catilianos y conteniendo, en parte, nuestro ataque,
impidieron, por medio de operaciones hábilmente combinadas, que
los envolviésemos. Pudieron, pues, formar en batalla y oponer á
nuestros esfuerzos una resistencia desesperada.
Dos horas, poco más ó ménos, después de haber principiado la
lucha, fui encargado por Nottely de una comisión cerca del Se­
ñor Ticiatty, que h ad a entónces las veces de General en jefe, y
que rodeado de su estado mayor, seguid, desde una eminencia,
con ávida é inquieta mirada las operaciones de entrambos ejér­
citos.
Cumplido mi encargo, dirigí la vista en derredor.
Todas las armas peleaban ; todas estaban en acción, y como allí
no se gastaba pólvora, y por lo tanto no habia humo, presentaba
el campo de batalla todos sus horrores á la vez, iluminados por la
melancólica luz de los satélites, y el crepúsculo singular que en­
volvía A C&t.ilia.
Impetuosos ataques de caballería, ruido atronador de los catio­
nes, cargas de los infantes, confusión, desórden , choques formi-
105 TINA T EMPO RA DA

dables, destrucción espantosa, gritos desesperados que, aun en


medio de aquel estruendo, se oian penetrantes, lastimeros, lan­
zados como una maldición por los soldados al morir, ó por los he­
ridos al ser aplastados por los caballos, ó bajo las ruedas de la ar­
tillería : todo esto formaba un conjunto indescriptible que me im­
presionaba en extremo, que aterraba y conmovía profundamente
el alma.
Una circunstancia vino á dar un aspecto verdaderamente extraño
al combate (de cuya grandeza no podia un terrícola íormar idea,
sino viéndolo) que se verificaba á mis pies en la vasta llanura de
Tolayda. Helaaqui.
Confusa y débil claridad apareció hácia el Norte, y poco á poco
y gradualmente fué haciéndose más intensa. Destellos brillantes
se elevaron por encima del horizonte, al mismo tiempo que dos
anchas fajas de cambiantes y vivísimos colores, surcadas por lí­
neas semejantes á las que traza el rayo, se alzaron, una al Orien­
te, al Ocaso otra. Estas fajas ascendían lentamente variando siem­
pre de matices, hasta que ya á inmensa altura se juntaron y con­
fundieron para formar una techumbre mágica, una bóveda por­
tentosa, cruzada sin cesar, y en direcciones diversas, por celajes
brillantes y relámpagos deslumbradores.
Este era un soberbio panoram a, ó por mejor decir un meteoro
singular, parecido, aunque ménos espléndido, á nuestras auroras
boreales; pero de lo que no se podrá formar eal>al idea sino vién­
dolo, es del aspecto de que aquel encendido cielo revistió las esce­
nas de inuez'te y exterm inio, que mis ojos espantados contem­
plaban.
Por una ilusión de óptica, muy natural en aquellas circunstan­
cias, me pareció que la estatura de los guerreros se acrecentaba,
hasta adquirir enormes proporciones, hasta tocar el ígneo celaje
que se reflejaba en loa lujosos arneses, en las brufíidas armas y en
los escudas; otro tanto sucedía con los encuentros, la matanza y
los horrores, que también parecían aumentarse, haciendo el com­
bate infinitamente más colosal y gigantesco. No hay comparacio­
nes, no hay frases en lengua alguna para pintar lo que estaba
viendo, y sólo diré que en aquella lucha parecían los hombres só-
res fantásticos ó sobrenaturales, batiéndose en un océano inmenso
de fuego.
No hay palabras, repito, para describir aquel cielo encendido,
EN EL M ac* BELLO DE L 0 8 P LA N E T A S. 100
aquella tierra cubierta de sangre, el rayo que recorría el espacio,
la» balas que vomitaban los cationes y abrían en las filas grandes
claros, el escape furioso de los caballos en medio de aquella atmós­
fera abrasada, y el estruendo discordante, sostenido, aterrador,
verdaderamente infernal que de aquel càos salia.
Nunca, estoy seguro, se vió espectáculo más terriblemente gran­
dioso, cuadro más extraordioarioy completo de devastación y ruina.
Este dia, el triunfo se inclinaba á las tropas de la Gran Hoque-
lia y de la Nostracia: yo no podia abarcar todo el dilatado cam­
po de batalla; pero en cuanto podia alcanzar veia á los Catilianos
mal parados» Nuestros soldados, ansiando recobrar sus perdidos
laureles, hacían alarde de un valor indomable, y dirigidos coa
acierto por los jefes, á los que la pasada derrota hacia obrar con
más prudencia y Bangre fria, nada se les hacia diñcil. Además,
estaba alli Nottely, que reanimaba el ardor de los soldados, co­
municándoles su entusiasmo, y á quien acompañaba constante­
mente la victoria.
Observando el Sr. Tiriatty que algunas baterías perfectamente
situadas del enemigo, causaban grandes estragos en nuestra ala
izquierda, envió un ayudante con la órden de que á toda costa
se tomasen.
—Hecho esto,—dijo—está ganada la batalla.
Iba el ayudante á marchar cuando yo me oírecí á sustituirle;
accedió el General, y bajé precipitadamente de la eminencia, de­
seoso de juntarm e con el embajador. Cumplida mi comisión, no
tardé en encontrarle : hallábase en lo más recio de la batalla, y
avanzaba al frente de los Noatracianos, intentando arrollar un
cuerpo de tropas dirigidas por el Príncipe de Nocuara. Al fin los
doe caudillos se vieron, y no tardaron en tropezarse.
Entóncea sucedió una cosa singular. Los que en torno suyo se
batían, suspendieron la pelea, como si á un mandato obedeciesen,
y formando corro cerca de ellos, esperaron el fin de aquel combate
que Ncttely y el Príncipe trabaron ec aquel momento.
—Hola, querido embajador,—decia el príncipe cubriéndose con
el escudo, y atacando vivamente á su adversario:—¿por dónde ha­
béis andado? Pensaba ya que estuviéseis entre loa muertos.
—Cási, cáai, caro amigo; pero, aunque así hubiese sucedido,
creed que habría resucitado, sólo por tener el gusto de batirme
otara vez con vos.
107 UNA TEMPORADA

Y Nottely menudeaba sus mandobles, acosando muy de cerca á


su enemigo.
El combate, sin embargo, tenia trazas de prolongarse, cuando,
impaciente el príncipe de Nocuara, acudió á su golpe favorito,
que era levantar la espada con laa do» manos, y dejarla caer con
la rapidez del rayo sobre su contrario. Pero Nottely conocía aquel
golpe: apónas le vió decidido á efectuarlo, empuñó el escudo con
fuerza, afirmóse en los estribos, hundió las espuelas á su caballo,
y con la velocidad de una flecha, fué, no á chocar, siuo á estre­
llarse contra el principe, al cual aturdió é hizo caer al suelo con
violencia. En él, 4 instancias del embajador, fué recogido por su
ayudante, que le encontró arrojando sangre por las narices y boca,
con la cara hinchada, los ojos salientes y en un estado semi-apo-
plético.
Vencido el príncipe, sus tropas fueron dispersadas fácilmente;
y como las baterías enemigas que nos perjudicaban fuerou toma­
das bien pronto, la victoria se declaró decididamente por nosotros,
á posar de los heróicos esfuerzos de los Generales enemigos, y prin­
cipalmente de Nostrendy, que se retiraba bramando, envuelto por
los soldados que huian.
Quedó, por fin, sin enemigos la llanura, y volvimos nosotros 4
ocupar de nuevo el campamento.
El brillante meteoro que había alumbrado la batalla, y quo fue­
ra disminuyendo poco á poco, mostraba 4 la sazón sus últimos
colores y postreras luces.

C APITU LO L X III.

DONDE S « PKl/BBA QUB NO E6 FACIL ABANDONAR RL CAMINO DEL MAL,


UNA VEZ EMPRENDIDO.

El amor es la más grande de las pasiones, y cuando se enseño­


rea de un alma, la domina por completo acallando los demás sen­
timientos. Asi sucedía á Nostrendy: la derrota de las tropas de
Catilía, que, á encontrarse en otras circunstancias, le hubiera afec­
tado profundamente, la sentía entónces tan sólo porque hacía mu­
cho más difícil conservar á su prima en su poder. Temia que la
paz se firmase, y entónces, ¿cómo retenia 4 Aneyda en el castillo?
KN JBL M üd BELLO DE LOS PL A N ET A S. 108
Esto es lo que decía Nostrendy á Nomatty, y» en Cunordo, dos
horas después de haber terminado la batalla.
—Sí,—exclamaba; —mi situación es ahora peor que nunca.
Ah, Nomatty; todos tus cálculos han salido fallidos, y, en vez de
acercarme á Aneyda, como tantas veces me ofreciste, no han he­
cho sino alejarme de ella cada vez más. ¡Aciago dia aquel en que
te conocí l
—A fé mia, Nostrendy, que no tienes razón en lo que dices.
¿Podía yo prever lo que sucedió? Imposible. Pues bien ; la evasión
del embajador trastornó todos rais planes, que si nó, Aneyda sería
hoy tuya. Aunque después de la entrevista, que imprudentemente
consentiste, no pareciera intimidarse con tus amenazas, al fiu
estoy seguro que se plegaria A tu voluntad cuando viese subir
Á Nottely al cadalso, porque á él hubiera subido,—anadió No~
matty con firmeza,—y en él dejaría su vida si preciso fuera.
—No importa,—dijo Nostrendy con despecho;—ya no tengo
fé. Sí no hubiera dado oidos á tus consejos; si me hubiera negado
á sacar á Aneyda de la casa de sus padres; si no hubiera acudido á
medios indignos de un hombre de honor, mi situación sería otra,
es bien seguro. Dices que si Aneyda hubiera visto al embajador en
el cadalso, lo que, de seguro, sucedería, si este no se fugara, que
indudablemente accedcria á mis ruegos; pero, ¿quién irie garan­
tiza eso? ¿Quién me dice que no sucedería lo de otras veces, es
decir, lo contrario de lo que rae prometías? ¡Ah, Nomatty!
Y Nostrendy rechinaba loe dientes y pisoteaba la alfombra lleno
de rabia.
Nomatty se puso pálido.
—Pero, Nostrendy,—dijo: —ai no te calmas, si no te tranquili­
zas, ¿cómo he de sacarte del apuro?
—Del apuro, del apuro,—repetía Nostrendy con una Bonrisa
más temible aún que su cólera,—y hay poder humano que me sa­
que ahora de él? Me sacarás tú, tú? Ya sé por desgracia á lo
que alcanzan tus promesas. Vive Dios...
Y se paró, mirando de alto abajo á Nomatty con tan reconcen­
trada ira, que éste tembló de pies á cabeza.
—Bueno, bueno,—dijo Nomatty';—puesto que lo tomas así,
querido, mejor será que yo me marche: no creí que mis servicios
tuviesen esta recompensa. Adiós, Nostrendy.
Y dió efectivamente la vuelta, mientras que Nostrendy se p&-
109 ITNA TKMPOKADA

seaba furioso. Cuando Nomatty llegó á la puerta, paróse aquel, y


dijo con voz entrecortada.
— Dirne, qué ha» hecho tü por mí-? ¿He obtenido algo de esos
que llamas tu» servicios? Lo que he obtenido es el aborrecimiento
de Áneyda, el desprecio de so familia, y, lo que es peor, el de mí
mismo. Hé ahí lo que he obtenido, hé ahí tu obra; estás contento?
— Y no trato de reparar todos esos males ?— dijo Nomatty desde
la puerta, pero sin volver más que la cabeza.
— Y cómo? de qué modo? es eso posible ahora?— preguntó Nos-
trendy con ademan, sin embargo, ménos descompuesto, pues la
idea de verse abandonado por Nomatty le aterraba.
— Pues no ba de serlo?— dijo éste volviéndose y poniéndose de
frente hácia au amigo.
— Pero cómo? cómo? dí pronto el cómo,— repuso impaciente el
Sr. Nostrendy.
— Has olvidado lo que te dije el dia anterior á la desaparición de
Nottely?— preguntó Nomatty, adelantándose un paso hácia Nos-
trendy.
— Y qué me dijiste?— preguntó éste dando otro pnso hácia Nomatty.
— Que aun cuando todos los medios empicados hasta entónces
me fallasen, tenia otro infalible.
— Ah , s í , es verdad , no me acordaba,— dijo Nostrendy, aproxi­
mándose á Nomatty.
— Pues de él iba á hablarte precisamente,— añadió éste, volvién­
dose al mismo sitio en qüe estaba ántes de marcharse,-—cuando te
dejaste arrebatar de la cólera. ¿Lo hubiera creído nunca de tí,
Nostrendy ?
La palabra infalible pudo tanto con éste, porque se refería á
Aneyda, que su furia principió á calmarse. Con voz más dulce y
semblante más sereno, dijo á bu amigo alargándole la mano;
— Es verdad, es verdad, no he sabido lo que hacía; perdóname,
querido Nomatty.
— Bien, pero no vuelvas á enfadarte de ese modo.
— Jamas: te lo prometo.
— Sentémonos, pues, y hablemos, dijo Nomatty.
Y se sentaron tan amigas, como si no hubiese p&sado nada.
— Vamos, habla pronto,— dijo Nostrendy,— porque te juro que
me muero por saber ese medio que, según dicea, es infalible i infa­
lible bas dicho, no es verdad?
JSN S L M ae? BELLO DtS LOS P L A N E T A S. 110

—S i; pero ántes debo hacerte algunas reflexiones que miro como


precisas , para que te penetres de su importancia, y de que debes
someterte á él.
—¿Pero no puedes decirme primero el medio, y hacerme des­
pués las reflexiones?—repuso Nostrendy, que en su impaciencia
aborrecía los preámbulos.
—No.
—Y la razón?
—La razón es, que nada importa que un medio sea infalible, si
no te penetras de la necesidad de ejecutarlo.
—Luego temes que no lo adopte?
—Sí.
—Y por qué?
—Porque eres en ciertas cosas tan timido é irresoluto, como va­
liente y arrojado en las batallas.
—Oh, como sea infalible, nada temas.
—En cuanto á la infalibilidad, yo respondo.
—Pues entónces habla.
— Y si te asusta? si te repugna?
—Me aseguras que es infalible?
—Con mi cabeza.
—Y que con él obtendré á Anevda?
—Sin la menor duda.
—Y que me rehabilitará á los ojos de sus padres?
—Sí te casas con Aneyda, qué duda tiene?
—Habla, pues, con seguridad.
—Sea cual fuere el medio, y aun cuando te repugne?
—Sí.
—No olvides esa promesa.
—Nó, hombre, qué de palabras!
—Mira, NcetTendy; ya te he dicho, cuando tratamos de ia muer­
te de Nottely, que por un capricho de Ja suerte se ha frustrado,
(pie en el estado á que han llegado las cosas, sólo casándote con
Aneyda podrías recobrar su amor, y rehabilitarte á los ojos de sus
padres. Te acuerdas?
—Me acuerdo.
—Y convienes en ello?
—Convengo.
—Y fotzoeo es que así lo hagas, pues es absolutamente irnpo-
ITNA TKMPOHADA
111

aible conseguir ámbas cosas, ¿me entiendes bien? sino por medio
del matrimonio. Insisto Bobre este punto, para que cuando llegue­
mos al medio de que voy á hablarte, no titubees, ni principies á
hacerme objeciones, como acostumbras,
— No, hombre, ya te he dicho que n ó,— repuso impaciente el
Sr. Nostrendy.— Me matas con tus preámbulos.
— Es que te conozco, Nostrendy, y sé que todu mi persuasión no
basta siempre para vencer tus hábitos y acallar ciertos escrúpulos
que, además de ser extraños en un jóven de tu edad , suelen con­
vertirse á veces en obstáculos insuperables. Cuando se trata de
grandes fines, jamas se debe reparar en los medios, ¿Piensas lo
mismo?
— PienBO,— contestó Nostrendy, un poco vacilante sin embargo.
— Lo dices de un modo.,.,
— Es que tampoco te he visto nunca hablarme con tantas pre­
cauciones: no parece sino que el medio que vas á proponerme es
poco raénos que inadmisible, cuando tú mismo tomas tanto tra­
bajo en prepararme.
— Y no te equivocas, amigo.
— ¿Pues no te he he dicho que con tal que me case con Aneyda,
y que me rehabilite á los ojos de sus padres estoy decidido á todo?
— S i , me lo has dicho, y te he cogido la palabra; pero.,..
Y Nómatty se detuvo.
— Qué, hombre? Acaba con rail demonios.
— Que asi y todo, desconfío.
— Caramba, amigo; me haces creer que el medio que tratas de
emplear, aun cuando sea infalible, no debo admitirlo eu modo
alguno.
— Lo ves? ya vacilas: te conozco, si ó nó?
— Pero, Nomatty, y si ea villano ?
— ¿ Y qué importa que lo sea, si por él te casas con Aneyda, y
te rehabilitas á los ojos de sus padres? ¿No tienes después rique­
zas y poder bastante para hacer olvidar esa misma villanía por
medio de acciones benéficas y brillantes?
— Pero lo es, sí ó nó? Responde.
— Nada respondo, ni nada digo; porque desisto de mi propósi­
to,— repuso Nomatty como resentido.
Hubo un momento de silencio, durante el cual tarareaba No-
raatty una canción, miéntras Nostrendy, con la cabeza baja, pa-
EN EL M ac* BELLO DH L08 PLANETAS. 112
recia reflexionar. Por fin, encarándose con Nomatty, le dijo mi­
rándole Con fijeza:
—¿Me juras, por Dios vivo, que si adopto ese medio, sea el que
fuere, me caso infaliblemente con Aneyda, y recobro el aprecio de
bus padres?
—Lo juro.
—Proponlo pues.
—Y no vacilarás en modo alguno?
—No.
—Me lo juras?
—Solemnemente.
—Pues escucha.
—Con todos mis sentidos, ya lo ves.
Tosió Nomatty, acarició sus bigotes rubios, y preguntó:
—Aneyda está en tu cesa, no es verdad?
—Si,—respondió Nostrendy con extrafleza.
—Y enteramente en tu poder. No ca cierto?
—Sí.
—Puedes entrar á todas horas en m cuarto?
—Sin duda.
—Más; entre tu cuarto y el de ella hay una comunicación se­
creta que sólo tú y yo conocemos, eh?
—Si.
—Pues bien; después que ella sé haya recogido, y cuando es­
tés seguro de que duerme, entra en su habitación de puntillas,
y.... Me comprendes?
Nostrendy dió un salto al oir aquella proposición hecha por No*
matty con tan pasmosa sangre fria. Cierto que para éste, conocido
su carácter, no era el consejo rnáa que una cosa muy sencilla,
atendidas las circunstancias en que su amigo se encontraba; pero
para Ñostrendv fué una proposición tanto más aterradora, cuanto
que, ni aun en sueilos, se le había ocurrido nunca, y cuanto que,
aunque ya contaba con que no seria de su gusto el medio elegido
por Nomatty, jamas pensó que fuese aquel. Su sorpresa filé tan
grande, que á pesar de au palabra, y de haber hecho un juramen­
to , no pudo méuos de decirle, mirándole de reojo, y cubriéndose
de palidez:
—Estás loco por fuerza, Nomatty amigo.
—Y tu palabra? y tu juramento?—ee apresuró á decir Nomatty
113 ITNA TKMPOKADÁ
para conjurar la tormenta que, á pesar de sus precauciones, veía
próxima á estallar.
—¿Pero hubiera creído nunca,—repuso Nostrendy con indigna­
ción,—queme propusieses una cosa semejante?
—Ni Dios mismo que te entienda, Nostrendy; ¿pues no me has
dicho que, fuese el que fuese ei medio por mi elegido, que lo
adoptarías al instante, con tal que te casases con Aneyda, y te
rehabilitases á los ojos de sus padres?
—Sí, io he dicho y estaba,dispuesto á cumplirlo, aun cuando
me repugnase; pero nunca se me pasó por la imaginación que el
medio fuese de un carácter tan infame.
—Y ai te da á Aneyda, y con ella el aprecio de sus padres, ¿qué
te importa?
—(tye, Nomatty,—dijo el Sr. Nostrendy con una seriedad que
sorprendió á su amigo;—ya sabes lo que amo á Aneyda. y que
daría hasta la última gota de un sangre por ser amado de ella;
sabes también que esa jóven es mi vida, mi alma, mi Dios y mi
todo hoy en Saturno; pues á pesar de eso (escúchame bien), re­
nuncio á ella, si he de obtenerla de ese modo.
—En hora buena, amigo,—dijo el Sr. Nomatty;—tu gusto es
el mió; no hablemos más del asunto. Seguro eBtoy que al señor
Nottely no le pesará de tu determinación.
Todo ei cuerpo de Nostrendy se estremeció al oir este nombre,
que produjo en él los efectos de una conmoción eléctrica: el señor
Nomatty sabia pronunciarlo muy á tiempo.
—Y crees tú,—preguntó Nostrendy con violencia,—que si yo
no me caso con Aneyda, se casará el embajador?
—Y tanto como lo creo, querido , si ea que no te enoja el oirlo.
—Jamas,—dijo Nostrendy, con voz de trueno, y dando una
patada en el suelo;—jamas, miéntras yo viva.
—Nostrendy,—dijo el Sr. Nomatty, con voz dulce;—dueño eres
de hacer lo que te parezca, pero ¿te enfadarás si te digo lo que
pienso acerca de este punto?
—Habla.
—Pues ten entendido que si no haces tuya á Aneyda por el medio
que te propongó, no tardarás mucho en verla fuera de Conordo.
—Y cómo? cómo? Dilo: á ver, — interrogó Nostrendy con an­
siedad.
—No podré precisártelo, amigo; pero no hay duda que Nottely,
tomo xvm. 8
BN BL BELLO D H 1,08 PLANETAS. 114
en lib e rta d , hará m il y m il esfuerzos por sacar á tu prim a de tus
manos, io que con segu irá, tarde ó temprano, por la astucia 6 por
la fuerza. E l tiene, además, relaciones en el castillo, puesto que
pudo introducirse en él sin nuestro p erm iso, y marcharse contra
nuestra voluntad; y aunque hemos despedido algunos servidores,
y encerrado otros por sospechosos, ¿quién te asegura que aún no
haya en Conordo quien le sirva?
N o lo dudes, N ostrendy; A neyda no está segura en tu poder, y
si lle g a á verse libre y en Rom alia, será irrem isiblem ente esposa
de N o tte ly , puesto que la princesa, poderoso obstáculo con que
hasta ahora tuvo que luchar, es hoy su más firm e apoyo. Y en­
tóneos, oh! entónces podrás gozar de un espectáculo delicioso; en-
tónces podrás ser testigo de la dicha y ventura de esos jó v e n e s , á
cuya unión habrás contribuido con tus necios escrúpulos.
Y es sin gu lar; tú entregas á otro una m ujer por quien arries­
garías hasta tu salvación eterna, si sus m agníficos ojos azules te
mirasen con ternura; si su boca, llena de seducción, te dedicara
una sonrisa cariñosa. Verdad que esto es sublim e?
Pero h ay más: la entregas, no á un hombre cualquiera, sino á
un rival preferido, á q\iien sabes id o la tra , á quien prodigará sus
más tiernas caricias, y entre cuyos brazos se arrojará ébria de
amor; tú ....
— Basta, viv e Dios,— exclam ó Nostrendy fuera de s i:— estoy
decidido á todo. Si lo que has dicho sucediera.... pero n o.... no
sucederá; la mataría ántes con mis propias manos.
— N o llegarás á ese extrem o, si aprovechas mis consejos.
— Los segu iré, los s e g u ir é ,— -dijo Nostrendy con febril a g ita ­
ción; pero de repente, cambiando d e to n o , añadió:— mas diuie,
N o m a tty ; ¿piensas que Aneyda me perdone algú n dia la acción....
in fam e.... que v o y ....
— Y a lo creo. Escucha; una vez Aneyda deshonrada, á nádie
máa que á tí puede pertenecer, con nádie más que contigo puede
casarse, ni de nádie más que de ti puede ser ya. H abrá al princi­
pio llantos, quejas, arrebatos, y hasta m aldiciones, si tú quieres;
pero, poco á poco, la tormenta calm a, y viene la reflexión, que le
hará conocer que N ottely es ya un imposible para ella , y que
N ostrendy es el único que puede reparar su honor, si es que se
d ign a (si se d ig n a , lo oyes bien?) hacer ese obseqtiio á su fam ilia.
Qué tal? me explico?
115 UNA TKMPOKADA

E l S r. N o m a tty h ab lab a ta l com o lo sen tía y c re ía qu e debían


su ceder las cosas , p orq u e su a lm a in n o b le no p o d ía ponerse á la
a ltu ra d e las ideas de la jó v e n , de a q u e lla s ideas g r a n d e s y e le v a ­
das q u e h acen qu e una m u je r » au n qu e u ltr a ja d a » si uo lo ha si­
d o p o r sil c u lp a , p r e fie r a , no su d e s h o n o r, p orqu e en este caso no
lo h a y , sino su d e s g r a c ia , á u n irse á un h o m b re q u e ha p roced id o
con e lla tan v ilm e n te .
— D ios q u ie ra q u e así s u c e d a , — d ijo N o s t r e n d y , con a b a ti­
m ien to .
— Y casado con A n e y d a , — a ñ a d ió con p e tu la n c ia el S r. N o ­
m a tty ; — q u ie ro q u e m e d ig a s , si d u ra rá un dia su d isgu sto c o n ­
tra t i , y si no se ca lm a rá al in sta n te la c ó le ra d e sus padres. E h ,
d ig o a l g o , ó q u ié b ro m e la c a b e za ?
Y v ie n d o qu e N o s tr e n d y no aca b a b a de re s p o n d e r , a ñ a d ió ;
— V a m o s , h o m b re ; d i a l g o , q u e no p a rece sino q u e estás hecho
u n a e s tá tu a , cu an do d eb iera s b a ila r d e g o z o .
— N o m a t t y , — d ijo con tris te z a N o s t r e n d y ; — cuando con sid ero
e l paso q u e v o y á d a r , todo m i cu erp o se estrem ece de una m a n e ­
ra in u s ita d a , de una m an era e x t r a ñ a , y q u e no puedo y o e x p li­
c a rm e . M a s sien to qu e m i s a n g re se h ie la , qu e se p a ra liza n m is
fu erza s, y q u e se e x t r a v ia m i ra zó n . A y l su fro m u ch o, a m ig o m ió .
¿ A q u ién no cau saría lá s tim a e l estado de este jó v e n ? Pu es p r e ­
c is a m e n te este estado es e l q u e lle n a b a de g o z o al S r. N o m a tty ,
q u e con a ire de p ro te c c ió n y p on ien d o una m an o sobre e l h om b ro
de su a m ig o , le d i j o :
— B a h , te n c o n fia n za , q u e v e lo p o r t i , y cuando y o v e lo p or ti,
b ien sabes q u e pu edes d o m ir tra n q u ilo .

CAPITULO LXIV.

N ostrendy bn el dormitorio db A nbyda. (1)*

E l m ism o dia q u e el e m b a ja d o r se fu g ó d e l ca stillo de C on ordo,


lo supo A n e y d a p o r S ilo d y . C o m o es de i n f e r i r , esta n o tic ia prod u ­
j o en la jó v e n una in d e c ib le sa tisfa cció n . Es v e rd a d q u e e lla con ­
tin u ab a presa, m al g r a v ís im o , q u e la a flig ia e n e x tre m o : pero, ¿qu é

(1) Loa detallo» de esta escena me lo» refirió Tinatta cuando volvimos á Romalig;
los habla preaeneiado mirando por el agujero de la llave de U habitación de Aneyda.
Al fin mujer.
BN BL M as) BELLO DB L08 PLANETAS. 1 16
importaba eso en comparación de los martirios, sin cuento , que
hatea padecido aá creer que Nottely le era infiel, y de k mortal
inquietud que sufriera por el peligro inminente que al embajador
amenazaba, halláudose en poder de su enemigo ?
Y no se engañan los que afirman que nunca el mal viene solo,
ni el bien deja de ser seguido de otros muchos.
A la mañana siguiente , apenas Aneyda despertara, vió entrar á
Tiriatta en su habitación.
Sonrióse la doncella dulcemente , y le presentó una carta.
— Quién te la ha dado?—preguntó Aneyda.
— Un hombre que hace poco se acercó á mi, estando fuera
del castillo. Sin duda sabia cuanto os quiero, y cuán incapaz soy de
faltaros, cuando de tai modo en mí se confió.
— Y nada te ba dicho?
— Nada, sino rogarme que os la entregase pronto.
— De quién será ?—decía Aneyda para consigo. — De Silaydi,
uo es, porque conozco su letra: de Nottely, tampoco, porque tam­
bién la conozco : de Noatrendy, no puede ser, ¿de quién será,
pues?
Y como no acertaba, rompió la carta , y miró la firma.
—De Mendoza! — exclamó llena de alegría.—Qué me dirá?—
Veamos.
Doria la carta :
« Señorita : hemos atacado al enemigo , y hemos vencido, no­
ticia que va á colmaros de gozo, lo mismo que á vuestros padres y
á Rowaiia. Servida ya la pàtria, no pensamos más que en vos; y
tanto Silaydi, como Nottely, y como yo, no desean sarémas hasta
sacaros de Conordo. Estad alerta y pronta para el momento en que
raénos lo espercis. Sobre todo, coufianza en Dios, y en nosotros.
Vuestro, etc.—Mendoza. »
El lector comprenderá hasta qué punto subiría la alegría de
Aneyda con esta carta. Verse en libertad, restituida á Nottely, á
sus padres, á Silaydi; amada, cual nunca, del primero, aprobado
este amor por su familia, y vuelta, por último, áRomalia.... Ah(
esto era demasiado, era una dicha inmensa, que sus pasadas des
gracias hacían todavía mayor,
Aneyda tuvo pues un dia feliz, tan feliz como podía serlo en su
crítica situación; y cuando terminó, cuando llegó la hora de
entregarse al reposo, todavía acarició por largo tiempo las ideas
111 VNA TKMP0KAD1

risueñas q « e tan dulcemente la co n m o viera » por el día. A l fin se


durmió,«
Una luz que ardia dentro de un glob o de cristal azul iluminaba
la estancia con un suave y misterioso resplandor.
N o habría pasado media hora que la jó ven se había quedado
dorm ida, cuando 6in hacer el menor ruido se abrió una puerte-
cita capaz de dar paso á una persona, que con el m ayor cuidado
estaba construida en una de las paredes de ia habitación que pre­
cedía al dorm itorio de A n e y d a ; tan bien disimulada estaba, que
era de todo punto imposible dar con e lla , á no estar iniciado en
el secreto.
Por aquella puerta entró un hombre.
Y este hombre parecía un espectro, atendida su palidez y lo des­
compuesto de su rostro.
N ádie por este rostro hubiera conocido ¿ Nostrendy.
De puntillas, con la cabeza baja y el más profundo sileneio se
d irigía lentamente hácia la cam a; temblaba! como si tuviese frió ,
y tanto por esto como por lo vacilante de sus pasos, podía in fe rir­
se que sufría.
De repente se paró y echó una ojeada por el aposento.
En él había m uerto en madre L .„
Creyó verla y oir que le m ald ecía!...
Su tem blor creció de punto, y en medio de que sus pasos vaci­
laban más que ántes, dió la vuelta decidido, al parecer, ár retirar­
se. H ízolo asi efectivam ente y caminó lleno de angustia hácia la
puerta; cáei la tocaba ya, cuando se abrió esta dejando ver allá
en el fondo, es decir entre las sombras, una mano que con rapidez
y como si la persona á quien pertenecía estuviese enfadada, le ha­
cia señas para que volviese hácia la cama.
Era N om atty.
L a puerta se cerró de nuevo, y Nostrendy se volvió y continuó
su marcha.
La alfom bra riquísim a que pisaba , era arrollada muchas veces
por la vacilación y torpeza de sus pasos, tanto que tenía con fre­
cuencia que pararse.
Cuando hubo recorrido la estancia y llegado bajo el dintel del
dorm itorio ée Aneyda, alzó con mano trémula las cortinas que lo
ocultaban, y m iró...
Un extrem ecim iento indefin ible recorrió todo su cuerpo.
BN BL M ae# 8 K L I .il DB LOS P L A N E T A S . 1 18

De pronto este hombre se trasformò, irguió au cuerpo que mar­


chaba ántea encorvado, desapareció su palidez, coloreó su rostro
y se paró mudo de asombro*
Y no sin motivo por cierto.
En un lecho, cuya riqueza y magnificencia eran fabulosas, des­
cansaba con delicioso abandono el cuerpo más bello y seductor
que el ojo humano hubiese visto jamas. Las ropas que lo cubriau
dejaban percibir contornos de una perfección tan extremada, que
el estatuario más hábil no hubiera podido imitarlos aunque en
ello formase empeño. Sus manos, una de las cuales estaba fuera
de la cama y extendida á lo largo del muslo, miéntras que la otra
permanecía con extremada gracia debajo de la mejilla, eran de
formas las más lindas y admirables. Nada más hechicero que
aquella garganta de una morbidez y blancura sin iguales, en tor­
no de la cual venían á esparcirse rizas magníficos, destacados de
la más suave, de la más fina y abundante cabellera que mujer
alguna hubiese poseído en Saturno.
Al sacar Aneyda el brazo.que, como he dicho, tenia tendido á lo
largo del muslo, babíasele corrido su finísima camisa, dejando
descubierto una parte de su seno, tan blanco, tan terso, tan her­
moso, que Nostrendy, cuya razón principiaba á resentirse, creyó
que iba á perderla enteramente. Sin saber lo que hacía dió algu­
nos pasos hácia la cama, y no pudieodo proseguir volvió á quedar­
se inmóvil.
Sin duda que Aneyda debía soñar con las deliciosas impresiones
recibidas aquel d ia, puesto que se dejó percibir en su boca una
sonrisa dulce y llena de atractivo.
Aquella sonrisa dejó ver unos dientes blanquísimos, pequemos
y de una igualdad maravillosa*
Y esta sonrisa, aquel rostro y aquel seno encantador, acabaron
de trastornar la razón del infeliz Nostrendy, sobre todo cuando
dando un paso más percibió aquella fragancia embriagadora, que
emanaba de aquel cuerpo celestial.
Entónces sintió el jóven dentro de sí mismo una modificación
extraña que le cambiaba y hacía ver los objetos de distinto modo,
puesto que Aneyda; de un Angel purísimo que era ántes, vino á
convertirse para él en una hada voluptuosa y lasciva que le arras­
traba é incitaba de una manera irresistible. Una cosa parecida á
vértigo se apoderó de su cabeza, sus piernas temblaban, se extre-
119 UNA TKMPOKADA

meció su cuerpo, la cara se le descompuso y se le erizaron los ca­


bellas. Sus ojos teñidos de sangre parecían aalirsele de las órbi­
tas, sentía en la boca una saliva espesa y un ardor en las fauces
que le incomodaba.
Aquel estado era un martirio que no podía resistir.
Acercóse, pues, y cogió con mano temblorosa la ropa de la
cama.
Sin duda que algún ángel velaba entónces por la jóven, pues
tan pronto como Nostrendy tocó la colcha, se despertó: levantó la
cabeza, paseó sus asombrados ojos por el cuarto, y al ver delante
de si aquella especie de espectro sombrío y amenazador, dió un
grito, y saltó, como el relámpago, de la cama, llevando consigo
las ropas que la cubrían.
Nostrendy, agitado y fuera de sí, miraba á Aneyda.
Aneyda, en cuya cara se veiael espanto y el más profundo te­
mor, miraba á Nostrendy.
Un silencio penoso reinó algunos momentos.
Miéntraa duraba, fué Aneyda recobrando, poco 4 poco, sus sen­
tidos, y comprendiendo, en cuanto se lo permitía su virginal pu­
reza, el verdadero peligro que corría; asi es, que después de un
rato de verdadera agonía, dijo con voz baja é insegura:
—Ab, ¿sois vos?
Nostrendy no respondió; pero continuaba mirando 4 Aneyda.
—Si, vos sois, sin duda, porque, ¿quién más que vos podría ha­
llarse en este sitio, sin mi permiso, y á tales horas?
Nada tampoco respondió Nostrendy; pero su vista permanecía
fija sobre Aneyda.
—Habéis marchado de crimen en crimen sin que Dios ni los
hombres os arredrasen en esa funesta senda; pero os faltaba el úl­
timo, el último que es el más grande é infame de todos, y natura
era que lo perpetraseis.
Tampoco ahora respondió Nostrendy; pero sus facciones toma­
ron un aspecto espantoso.
—Y no os habéis contentado con el crimen, nó; aso era poco
todavía para vos: habéis sido bajo, y de bajeza en bajeza, habéis
llegado á la abyección. Sr. Nostrendy, me causáis horrar.
Las facciones de Nostrendy se contrajeron convulsivamente.
—Si,—dijo al fin, con una sonrisa salvaje; con aquella sonrisa
propia de los delirantes y que denota un trastorno mental terri-
JEN EL M as* B ELLO DB LOS P L A N E T A S . 120
ble;— he cometido todos loa crímenes que decía; perooe engañáis,
Aneyda, al añadir que he llegado al último: nó, cate no le he co­
metido todavía, y como no quiero desmentiros, voy ahora mismo
á consumarlo.
Y al decir esto, corrió como un demente hácia la jóven.
Aneyda, que so vió perdida, puesto que nada contenia & aquel
furioso, se levantó al punto, se arrimó al rincón del cuarto, y no
teniendo ya á> dónde refugiarse, elevó al cielo sus rasgados ojos, y
de lo íntimo de ati alma, rogó al Eterno que no la desamparase en
aquel momento supremo.
Sobrecogido Nostrendy al ver la actjtud sublime de la jóven,
se contuvo. Un destello de razón le trajo entónces & la memoria
á su madre, que había muerto en aquel cuarto, su ilustre cuna, y
la alta sociedad en que vivía; tres consideraciones que le pusieron
en un estado verdaderamente lamentable, por la lucha que enta­
blaron en su interior, entre ceder ó seguir adelante con su empe­
ño. En aquel momento pudo, sin embargo, decir:
— Os concedo aún dos minutos: ¿queréis, Aneyda, darme mañana
vuestra mano, y me retiro?
Aneyda no respondió.
— Ved, señorita, que estoy decidido á todo,— añadió Nostrendy
con voz ronca:— ¿queréis ser mi a mañana, sí ó nó?
Y como nada contestaba Aneyda, porque el terror «e? lo impe­
día, cogi'ó Nostrendy su brazo, apretóselo brutalmente, y loco y
fuera de si, volvió á decir:
— Queréis?
AI brusco movimiento de Nostrendy, corriéronse las Topos que
cubrían á la jóven, dejando ver, casi desnudos, sus hombros, bu
deslumbradora ga rgan tay una parte de su seno.
Al notarlo se extremeció Nostrendy.
Pero Aneyda, siempre hermosísima, estaba en aquel momento
encantadora; así eB que se hizo una tentación poderosa, irresisti­
ble para el desdichado jóven, cuya sangre recorría veloz sus hin­
chadas? venas, y cuya voluntad supeditada, á la sazón, por el de­
seo, había desaparecido enteramente. Sin tener en cuéntalas con­
secuencias que pudieran resultar, iba tal vez á abalanzarse ó
Aneyda, cuando, de pronto, se sintieron pasos en la habitación
inmediata, y tres hombres entraron en la alcoba de Aneyda.
Eramos Nottely, Silaydi y yo. ¿Cómo habíamos entrado?
121 UNA TKMPOKADA.

Por el subterráneo, cuyo fiel guardador era Sattalio.


En cuanto á la oportunidad de nuestra presencia «lü , lo había
querido, sin duda, la Providencia, y por ello le dimos infinitas
g ra c ia s ..
N o hay pluma bastante elocuente para expresar el efecto de
nuestra aparición.
Noatrendy, que nos observó un momento con fija y atónita m i­
rada, dió- un salto como para echarse sobre nosotros; pero parán­
dose bruscamente, retrocedió algunos pasos-, y se llevó entrambas
manos á la cabeza, como si esta se le saltase: su razón principiaba
¿ resentirse.
En cuanto k A neyda, arrojóse en los brazos de su hermano, que
la llevó á> la sala por donde entráramos, y donde se vistió apresu­
radamente con el prim er traje que halló á mano.
En dos minutos estuvo lista, y y a Silaydi ae encaminaba háeia
nosotros, cuando la puertecilla que diera paso á Nostrendy se en­
treabrió, asomando por ella la rubia y astuta cabeza de N om aity.
Reconocerle S ilaydi y lanzarse á él, todo fué uno. C ogióle por los
cabellos con tal fuerza y decisión, que por más ezfuerzos que hizo
no le fué posible desasirse.
— Oh, no os escapareis,— decía Silaydi, soltándole los cabellos y
agarrándole por el brazo,— Qué queríais? Ir á alborotar el castillo y
poner la guarnición sobre las armas? Estáis ya demasiado conocido,
señor m ió, para que habiendo venido aquí, os dejemos escapar.
Por qué vinisteis? Puesto que habéis entrado en la ja u la , quedaos
en ella.
Y volviéndose á m í , que me había acercado á e llo s , añ adió:
— Mendoza, llam ad á N o tty y á Soletty, para que están al lado
de este caballero, hasta que nos marchemos.
F u ic o n ie n d o á la g a lería , y vo lví con nuestros am igos, que al ver
áN oraatty tan pálido y desconcertado, no pudieron ménoade reirse.
— H ola, a m ig o ,— le dijo con socarronería, y alargándole la
mano el Sr. S o le tty ; — qué tal os fué de salud?
Nom&tty no contestó; pero sus miradas de hiena daban bien a
entender cómo le devolvería el saludo, si pudiese hacerlo i su ma­
nera.
Inm ediatam ente se acercó el Sr, N otty, y alargándole también
la mano, á pesar de haber visto que no se la tomara i S o le tty , le
dijo 6 sr* vea:
N
JB JBL BELLO DU LOS PLANETAS. 122
—Qué tal se halla mi buen amigo, el melifluo Sr. Nomatty? ¿Le
ha ido bien desde la vista? Pero qué diantrea teneis? No contestáis?
Os habéis quedado mudo?
Nada tampoco contestó Nomatty, pero en cambio sus ojos lan­
zaban rayos.
Mas si los señorea Notty y Soletty no pudieron ménos de reirse
al ver la figura que hacia Nomatty, tampoco pudieron ménoa de
extremecerse al fijar su vista en Nostrendy, cuyo aspecto tenia al­
go de siniestro por su inmovilidad, por su silencio y por lo des­
compuesto de su rostro. Un temblor involuntario y una especie
de compasión se apoderó de ellos así que le percibieron. Contem­
plábanle con tristeza, pues así como el dolor y desesperación de
Nomatty les causaba risa, así el dolor y desesperación de Nos-
trendy les causaba espanto por su inmensa intensidad. El amor,
ios celos, el remordimiento y la vergüenza, habian llevado á este
infeliz hasta á aquel límite fatal donde acaba la razón y principia
la locura.
Sílaydi, que, como dejo dicho, sujetaba á Nomatty por el brazo,
arrastróle hasta la alcoba de Aneyda. En un rincón, hasta donde
habia retrocedido, escasamente iluminado por la débil luz que ha­
bía en el aposento, seguía Nostrendy fijo y clavado en su puesto,
ain pestañear siquiera, insensible al parecer, y cual si fuera de
piedra.
—Nostrendy,-—exclamó Silaydi; — ahí tienes al hombre que te
hizo ser infame. Mírale y dale las gracias.
Y arrojó á Nomatty violentamente dentro de la habitación.
En seguida juntóse á Aneyda, y reunidos todos, entramos en el
subterráneo. Ningún temor abrigábamos de ser perseguidos; uu
buque de guerra nos esperaba en la mar.
CAPITULO LXV.
DONDE NOMATTY RECIBE AL PIN BL PREMIO DB SUS SERVICIOS.

Las palabras que pronunció Silaydi ántes de retirarse fueron


para Nostrendy lo que es á un cadáver el contacto de una batería
eléctrica. Vuelto en sí, extendió sus brazos en dirección á ios que
se iban, exhaló un gemido, y dió algunos pasos como para seguir­
los; mas tan pronto como se cerró la puerta, pareció que le aban-
123 UNA TKM PO KADA

donaban las ideas y que bu inteligencia volvía al cóos. Pero esto


duró poco, toda vez que sus ojos, que giraban vagarosos sin fijar­
se en punto alguno, tomaron de pronto una dirección determinada,
adquirieron brillo y expresión, y su mirada, ántes triste é indeci­
sa, tornóse viva, intensa, luminosa: al mismo tiempo una sonrisa
horrible crispó sus labios, y paso ó paso, con espantosa lentitud,
adelantóse hácia Nomatty.
Este quiso huir, quiso hablar, pero no pudo: el terror se lo impedía*
Hubo algunos momentos de silencio,
Al fin Nostrendy dijo, cruzándose de brazos:
—Velas todavía por mí, querido Nomatty? Entóncea puedo dea-
causar, verdad?
Y se rió con la risa de los delirantes.
—Nost....,
Nomatty no concluyó; el miedo le tenia embargada la pulabra.
—Ya estoy casado, eh? Oh I el medio era infalible, y ......
tina carcajada, capaz de helar de espanto á las furias infernales,
terminó su pensamiento.
—Nostrendy, querido Nostrendy,— dijo Nomatty, haciendo un
esfuerzo supremo, y extendiendo liúda él sus manos con ademan
suplicante.
Y como si Nostrendy no hubiese visto ni oido nada, continuó
con la misma tremenda risa:
—Y qué feliz soy ahora! no es verdad, Nomatty amigo?
—Nostrendy, escúchame, por Dios; te lo suplico.
—Ya se ve! cuando tú tomas las cosas á tu cargo, y velas*por
los amigos!....
—Nostrendy, una sola palabra, una sola, en nombre del cielo;
escúchame.
—Ah, miserable!—dijo el Sr. Nostrendy sacando la espada;—
defiéndete, ó te atravieso el corazón.
Nomatty, que se creyó muerto cuando Nostrendy sacó la espa­
da, al oir ahora que le mandaba defenderse, vislumbró todavía un
rayo de esperanza, pues además de manejar muy bien esta arma,
confiaba en sacar partido de la cólera de su amigo. No esperó,
pues, que se lo repitiese; sacó su espada, y se puso en guardia.
Lanzóse Nostrendy sobre él con la furia de un león, y principiaron
un combate tanto más terrible, cuanto que sólo podia terminar con
la muerto de uno de los dos.
KJN BL M *d BELLO DK LOS PL A N E T A S . 124

No se oia en la estancia más que el mido lúgubre de las espa­


das y los rugidos de Nostrendy que le arrancaba su ódio. La cara
de éste estaba horrenda con la cólera, y la de Nomatiy lívida con
el terror; de manera que si Nostrendy cometia faltas por la rabia,
Nomatty las cometia mayores por el miedo: no podia, pues, durar
el combate, y en efecto, no duró. Nostrendy, cuya fueraa era en­
tonces sobrehumana, desvió con un quite la espada de Nomatty, y
le metió la suya, hasta la empuñadura, por el pecbo. Cayó No­
matty de espaldas, lanzando una imprecación tremenda, conmo­
viendo el suelo con su peso, y manchándolo con la sangra qne á
borbotones salia de la ancha y mortal herida.
Nostrendy, con ojos desencajado», con el cabello eriT^do y son­
risa feroz, permaneció mirándole largo rato. De repente dió una
carcajada, corrió á la puerta secreta, que abrió de un puntapié,
llegó á su cuarto, donde estaban dos ayudas de cámara, que tem­
blaron al verle , y sin hacer ei menor caso de ellos, ni decir una
palabra, se lanzó á la escalera, que bajó á saltos; llegó al patio, de­
jando espantados á cuantos hallaba al paso; salió del cantillo, y se
dirigió á Tolayda, á pié, sin gorra, con la espada en la mano y
con ta! prisa, que en ménosde una hora anduvo la larga legua que
hay desde el castillo á la ciudad. Cuando llegó á ésta, se dirigió
á su casa, corriendo por las callea y diciendo en alta voz:
—Le maté, le niatél Aneyda es raial
Y saltaba y reía, llenando de estupor á cuantos le miraban.
A medida que andaba, corria la gente detrás de él; de manera,
que cuando llegó á su casa, iba seguido de infinidad de curiosos.
La noticia cundió con rapidez por la ciudad, y llegó á oMos del
rey, el cual mandó al instante das gentiles-hombres para que se
enterasen de lo que había sobre el particular. Cuando éstos llega­
ron al palacio, hallaron á Nostrendy paseando por la sa la , dando
saltos y diciendo:
—Es mia, es mía! maté á Nottely!
Estaba loco!....
Nomatty espiró aquel mismo dia en medio de urr delirio, en el
que repefia las sarcásticas expresiones de Nostrendy, y en el que
pronunciaba con desesperación el nombre de Silody.
125 UNA T KM POH ADA

CAPITOLO LXVL
BBGRBSO A ROMALIÀ.
A consecuencia de la ùltima Stalla, ge firmó la paz bajo condi­
ciones altamente favorables para la Gran-Jioquelia y para la Mos­
trada, y cuatro dias después, toda la escuadra navegaba con rum­
bo háeia Roüialia. Con nosotros iba Silocly, pobre niGa, que, libre
de Nomatty, y cerca de Silaydi, á quien profesaba tan acendrado
amor, no gozaba, sin embargo, por completo, la dicha de los de­
más, por la amargura de que inundaba su alma la terrible enfer­
medad que padecía su hermano: todos procurábamos consolarla.
A medida que nos alejábamos, iban debilitándose las impresio­
nes recibidas en Catilia, para renovarse y hacerse más poderosas
las que habíamos sentido en Romalia. Esta ciudad, el rey, lo»
príncipes, M. Leynoff, y nuestros amigos, recobraban todo el
afecto y vivas simpatías que nos habían merecido ántes de mar­
char. Latían de gozo nuestros corazones al pensar en el entu­
siasta recibimiento, en los abrazos y enhorabuenas que íbamos
á recibir por ios triunfos obtenidos en Catilia. jQué dulce es la
pàtria! jY cuánto más dulce haber merecido su carifio!
Quince dias caminamos en medio de la oscuridad, es decir, de
la noche que envolvía á Catilia, Pasado este tiempo, principiamos
á ver ios buque» más distintos, mayor extensión de mar, desapa­
recer las estrellas, disminuir el brillo de los anillos, y debilitarse
el de los satélites. Es imposible describir la alegría é inefable en­
canto que experimente} al ver este cambio, que aunque progresi­
vo, no por eso dejaba de impresionarme vivamente.
Miraba atrás, y una oscuridad que me ocultaba á Catilia, oscu­
ridad que se hacia más intensa y lóbrega, cuanto más léjos ex­
tendía mi vista, traía á mi memoria el recuerdo de lo que allí ha­
bíamos sufrido, y de los horrores de la guerra. Miraba adelante,
es decir, hácia el punto adonde nos dirigíamos, y sucedía todo lo
contrario. Veia destacarse, en lontananza, torrantes de luz dulce
y purísima. Esta claridad hacía nacer en mi deliciosas ilusiones,
y me pareeia percibir, allá en su fondo, poblaciones inmensas,
ciudades magníficas y paisajes espléndidos, habitadas sólo por án-
BN BL M Kti BULLO DK L08 PLAN ETAS. 126
geles. jTal impresión rae causaba aquella luz de que había care­
cido tantos meses!
De pronto, apareció el sol, que me pareció entónces majestuoso
y deslumbrador, sobre toda ponderación. jCon qué brillo y es­
plendor se elevaba sobre el- horizonte! ¡Quó alegría, quó vida y
qué animación no difundía en torno de nosotros y en toda la na­
turaleza! Miles de cañonazos disparados de los navios, cien músi­
cas que herían el aire con sus sonidos armoniosos, é infinitos vivas
que salían de nuestros labios, saludaban su presencia bienhechora.
Era esta una costumbre establecida entre los marinos, cuando al
pasar desde Catilia á la Roquelia, veían por primera vez este astro.
Al fin, avistamos á Romalia, y dimos fondo en su puerto.
Ondeaban en los edificios públicos las banderas de la nación,
ostentando sus soberbias armas, como ondeaban lasde nuestros bu­
ques, engalanados con flámulas y gallardetes.
La ovación inmensa que nos dispensaron los Romalianos, la li­
sonjeras palabras y distinciones con que nos honró el monarca, y
el entusiasmo de la familia de Nomara y de todos nuestros ami­
gos, entre los cuales se hacían notar el Sr, Rodulio, que lloró de
gozo, y loe señores Nolatto y Cutrosy, todo esto, y lo que nosotros
experimentábamos, es inexplicable. Jamas aquel diase borrará de
mi memoria.
Al mes de nuestra llegada se celebró el matrimonio de Aneyda
y Nottely, siendo padrinos SS. MM.: los dos jóvenes esposos mar­
charon en seguida á una magnifica casa de campo distante dos le­
guas de la ciudad, adonde, á fuerza de ruegos, tuve que acompa­
ñarlos. En ella pasamos una deliciosa temporada, volviendo des­
pués á RomaÜa para asistir al enlace de Síl&ydí y Silody.
Nostrendy seguía, según noticias, mejorado, y no se desespera­
ba de que recobrarse la razón.
El amor que se tenían Aneyda y Nottely, Silaydi y Silody, lé-
jes de debilitarse con la posesión, aumentaba, por el contrario,
cada dia; de manera, que podía decirse, sin exageración de nin­
gún género, que el palacio de Nomara era un verdadero paraíso,
¿y cómo nó, si la finura, la elegancia, y la misma galantería que
tenían con sus esposas cuando estaban solteros, las tenían, y aún
mayores, después que so habían casado? ¿Y como nó, si la felici­
dad de los cuatro jóvenes, además de estar basada en la religión y
en la virtud, se reflejaba en sus padres y en nosotros?
\ n UNA TKMPOKADA

CAPITULO LXVII.

EBGEBSO A LA TlBBBA, MUBBTR BB M. LEYNOFF.

Habían pasado como unos seis meses, después de nuestra vuelta


á Romalia, cuando observé que M. Leynoff, ya fuese efecto de los
años, ya de sus continuas meditaciones, ó del mucho estudio que
hacia todos los días, se desmejoraba por momentos. A pesar de que
comia bien, más acaso de lo que tenia de costumbre, perdía fuer­
zas, hablaba poco, y estaba triste, hasta el punto de que, cuando
se reía, lo hada como esforzándose. Como todos le queríamos tan­
to, no tardamos en echar de ver esta novedad, que nos alarmó en
extremo, especialmente al Sr. Nomara y á mí.
El principe se empeñó en que se llamase ál médico, á lo que se
opuso M. Leynoff, diciendo que su mal no era más que una ligera
indisposición que se disiparía por si misma; pero yo, sin hacerle
caso, fui inmediatamente A buscar al Sr. Sattulo.
Tan pronto como éste vió al enfermo le llamó la atención el
tinte algo oscuro de la piel y cierta rubicundez que tenía en lns
mejillas; pero después que le hizo várias preguntas, que le tomó
el pulso y que le miró la lengua, se quedó profundamente pensa­
tivo. Observé yo, cuando el enfermo sacó la lengua, que estaba
esta cubierta de una capa blanquecina, mas espesa y oscura hácia
su base, algo seca, y que tenia sobre ella una saliva pegajosa. Se
me olvidó decir que ya hacia tiempo se quejaba M* Leynoff de
que tenia sed y que bebía con frecuencia.
Después que el Sr. Sattulo estuvo meditando largo rato, con­
dujo á M. Leynoff á su habitación , donde estuvieron encerrados
media hora. Cuando salieron oí decir al Sr, Sattulo:
— Sé que enfermedad teneia.
— Pero es de véras una enfermedad?— preguntó M. Leynoff.
— Sí, amigo, pero una enfermedad que curarémos mediante
Dios— repuso sonriendo el Sr. Sattulo.
— Bueno, bueno— dijo sonriendo también M. Leynoff.— 4Y qué
he de hacer?
— En primer lugar absteneros desde hoy del dulce , fruta, le­
gumbres y de todo alimento feculento.
UN SIi M as* BELLO DK L08 PLANETAS. 138
—Precisamente de lo que más me guata—dijo M. Leynoff.
—Pues no hay remedio, si queréis sanar.
—No os apuréis , Sattulo—dijo el Sr, Nom&ra,—que yo cuida­
ré de que no se salga un punto de lo que mandáis.
—Y yo lo mismo,—dije á mi vez;—y os protesto que no come­
rá absolutamente nada que yo no vea.
—En hora buena,— dijo el Sr, Sattulo.
Y acercándose á una mesa, receté, explicando después el modo
de tomar la medicina.
Hecho esto se despidió el Sr. Sattulo, al cual fui yo acompa­
sando hasta la puerta. Cuando estuvimos solos le dije:
—Vamos, que hay ?
—Es grave, muy grave, Mendoza, lo que tiene M. LeynoíT.
—Qué decís?
—Sí, amigo mió, y en verdad que lo siento an el alma.
—Pues qué tiene?
—Una glucosuría.
—Y es tan grave esa enfermedad ?
—Muy grave, Mendoza.
—Pero le curareis, verdad?
—Le aliviaré y alargaré su vida cuanto pueda, pero en cuanto
á curarle...
—Qué? Acabad.
—No lo creo ya posible.
—Oh Dios! oh Dios!—exclamé lleno de dolor.
—Nada le digáis á él, y excuso advertiros que haré en su ob­
sequio todo cuanto esté en mi mano.
—No esperaba ménos de vos : gracias.
Y nos despedimos.
Tan pronto como supieron en el palacio el estado de M. Ley-
noff, el dolor más .vivo se pintó en todos los semblantes; pero el
que estaba más afectado era el Sr. Noraara. Pronto lo supo tam­
bién el rey, que se dignó hacerle una visita dos dias después de
haberle visto Sattulo.
,
Como el relámpago cundió la noticia por la ciudad y á no ha­
berlo visto, jamás hubiéramos creído que causase tanta sensación.
Al momento vinieron á visitarle cuantos tenian el gusto de tra­
tarlo; y los Sres. Euttilo y Nolatto no se separaban de su lado.
Indudablemeute que con el método prescrito por el Sr. Sattulo
129 UNA TBMPOBADA
mejoró rancho M. Leynoff por espacio de tree meses; pero al cabo
de ellos volvió á perder terreno con rancha más rapidez que en un
principio. Esto alarmó á M. Leynoff, tanto que, estando un dia con
el Sr. Nomara y conmigo, dijo ó Sattulo con melancólica sonrisa:
—Amigo mió ; no es el temor de la muerte lo que me obliga ó
hablaros del modo que voy ó hacerlo, nó; pues aunque siempre
imponente, la espero tranquilo: lo que yo temo es morir en Re­
malla , y no en mi p a ís , pues deseo que mis cenizas reposen al
lado de las de mis padres. En tal concepto, os ruego que me di­
gáis cuál es mi estado, y que me lo digáis con toda aquella fran­
queza que debe usarse con un hombre que, como os he dicho, uo
desea ni teme tampoco la muerte.
— Me es imposible ocultaros,— dijo sumamente conmovido el
Sr. Sattulo—que no tengo motivo, hasta ahora, para hallarme sa­
tisfecho de mis remedios.
—No es eso lo que os pregunto, querido Sattulo,
—Pues qué, entónces?
—Lo que os pregunto, y quiero que me digáis sin ambajes ni con­
templación de ningún género, es si esta enfermedad se cura ó nó«
—Pero esas preguntas, querido amigo,— dijo ol Sr. Sattulo,—
esas preguntas..,.
—Qué?
— Son terribles y en extremo embarazosas para un médico;
bien lo sabéis.
—SI,—dijo con la misma triste sonrisa M. Leynoff,—para un
médico que me tiene tanto afecto como vos. Vamos, querido Sat­
tulo, ó un lado toda contemplación: esperáis curarme, si ó nó?
—Y qué!— dijo sorprendido el Sr. Sattulo; —oiréis, sin conmo­
veros, una sentencia que vos mismo presumís que ha de ser mala?
No me pongáis en ese extremo, amigo mió.
—Oh, yo os protesto,— repuso M» Leynoff,—que os acosaré y
no os dejaré marchar hasta que me hayais dioho la verdad. ¿No
reflexionáis que ei hay mal en ello, sólo yo soy el culpado? Hablad
puee y dejaos de miramientos.
Titubeaba todavía el Sr. Sattulo é imploraba con la vista nues­
tro auxilio; pero tanto el principe como yo, agobiados por aquella
cruel conversación, nada podíamos responder.
Viendo esto el Sr. Sattulo, fijó en M. Leynoff una mirada escru­
tadora , y luego dijo:
TOMO xvm. 9
JSN E L M as ) B EL L O DH LOS P L A N E T A S . 130
—Lo exigía?
—Absolutamente,—contestó impasible M. LeynofF.
—¿Y no temeis que se exaspere vuestra dolencia con una noti­
cia mala?
—De ningún modo; hablad con resolución.
—Pues bien, la enfermedad que teneis, os m atará.
Ni la contracción más mínima, ni la más leve alteración obser­
vamos en el semblante de aquel hombre extraordinario al oir esta
sentencia fatal; ántes al contrario, como si nada le hubiese dicho
Sattulo, añadió con la mayor calma;
—Bueno; otra pregunta.
—Cuál?—repuso con voz alterada el Sr. Sattulo, ó cuyos ojos
asomaron algunas lágrimas.
—Qué tiempo os parece que viviré?
Y viendo que Sattulo vacilaba, volvió á decir;
—Vamos; valor, amigo, y acabemos de una vez.
—Siguiendo el método que os he dispuesto,—dijo el Sr. Sattulo,
cada vez más afectado,—aún podéis vivir seis meses.
—Es más de lo que necesito para volver á Ja Tierra, y arreglar
mis cosas. Gracias, querido Sattulo.
Y viendo las lágrimas que se deslizaban de nuestros ojos, aña­
dió cogiendo nuestras manos y estrechándolas entre las suyas.
—Por qué os afligís? á qué tanto dolor?
—Y nos lo preguntáis?—le contesté.
—Y nos queréis dejar?—añadió el Sr. Nomara.
Mirónos atentamente M. LcynofT, y luego dijo:
—En verdad que no os comprendo. ¿Esperábais, por ventura,
que viviese siempre? Y siendo esto imposible, ¿no debia morir
ántes que vos, Mendoza? ¿Qué importa, pues, que esto tenga lu­
g ar ahora, ó algunos dias después? Nada, amigo mió, nada, y
debeis, por lo tanto, conformaros.
Y volviéndose al Sr. Nomara, añadió;
— Ya sabéis, querido príncipe, que el amor á la pátriaeo innato
en nosotros, y por consiguiente, vas, que sois la misma sabiduría,
y cuyo recto juicio he tenido tantas veces ocasión de apreciar, y á
quien profeso (espero que lo creereis así) el más puro y tierno
afecto, vos, repito, no debeis extrañar que quiera dejar mis restos
allí donde he recibido el sér. Vuestro recuerdo, principe, será mi
último pensamiento; contad con ello.
131 UNA TBMPOBADA

El Sr. Nomara, raudo y conmovido cual nunca le había visto


en loa lancea más apurado», arrancó aua manos de entre las de
M. Leynoff, y ee dejó caer en un sofá, ocultando su rostro para
que no viésemos correr sus lágrimas. Sattulo estaba también muy
conmovido, y yo rae sentía desfallecer.
—Pero qué es esto?— nos dijo al vernos en aquel estado.—Me
causáis vosotros mil veces raás tormento que la proximidad de ese
fantasma que llaman muerte. La m uerte! ¿ Y qué e s, en último
resultado, la muerte? La muerte para un hombre que, como yo,
jamás ha cometido un crimen, y que se conforma con las dis­
posiciones del Altísimo, no es más que el descanso eterno; es,
amigos mios, la salida de un mundo lleno de amargura y de do-
lor, para ir á gozar otro lleno de encanto y de delicias; es el aban-
dono de séres y objetos que valen poco (hablo en g en eral, bien lo
sabéis), para ir á buscar otros lleno« de hermosura y perfección;
es arrancar la funesta venda que Yela nuestra inteligencia, para
ir á ver mundos sin cuento, para examinar el espacio, medir lo
infinito, y conocer la eternidad; es, en una palabra, despojar mi
alma de su cubierta m ortal, para que libre de los lazas que la
unían al cuerpo, vuele á embriagarse en la contemplación del
Sér augusto y eterno que hizo los mundos y gobierna el universo.
Estaca la muerte; y queréis, amigos, privarme de tantos goces?
Tentado estoy ó creer que no me amais.
Habia pronunciado M. Leynoff con tai fuego y sublime elo­
cuencia estas palabras, que á pesar de nuestro dolor no pudimos
menos de levantar la cabeza para observarle. Estaba admirable.
Al instante que se supo la sentencia de Sattulo, y la resolución
de M. Leynotf de dejar á Saturno, fué general la consternación
de los amigos. Todos, sin excepción, acudieron al palacio para
rogarle que se quedase; pero por más súplicas y reflexiones que le
hicieron, se mantuvo inflexible. Hasta el rey mismo, á quien los
Sres. Nomara y Rodulio habían acudido para que le hablase, nada
pudo conseguir.
—Y vos, Mendoza, uo os quedáis?—me preguntaron.
—Oh, «i, sí,—dijo con viveza M. Leynoff;—es muy justo, y
soy el primero que se lo aconsejo. ¿Qué vale para él la Tierra com­
parada con Saturno? Nada, y haría muy mal en volver á ella.
Y encarándose conmigo, añadió:
—Quedaos, Mendoza; os lo suplico.
BN BL M as# BELLO I)K 1*08 PLANETAS. m
- O h , amigo! — (lije Aguadísimo, y endechándole entre mia
brazos con el mayor c a r i ñ o m e mat&is hablándome de e*e mo­
do* Siempre he creído que sacrificaríais por mí la vida, y si así
es, ¿por qué no habéis de creer que la sacrifique yo por vos? |Yo
ubaudonaros, solo y enfermo, tratándose de un viaje tan terrible!
Jamás.
Nada me respondió M, Lcynoff; pero su cabeza inclinada, y las
lágrimas que se desprendían de sus ojos, me demostraron dema­
siado hasta qué punto era sensible á esta prueba positiva de ca­
riño,
Al oir mis palabras, todos se convencieron de que la cosa no
tenia remedio.
El sentimiento, sin embargo, era excesivo, y el de los Sres, Ro-
dulio, Nomara, Nolatto, Ruttilo y Nottely, causaba lástima.
— Todas las noches, miéntras vivamos,— nos dijo el Sr. Nottely,
desgarrado el corazón por su dolor,— hemos de mirar á una mis­
ma hora, vos, Mendoza, á Saturno, y nosotros á la Tierra. A lo
ménos, ya que no nos veamos, nos habl&rémos con el pensa­
miento.
La enfermedad de M. Leynoff, y su decisión de abandonar á
Saturno, hicieron irrealizable el viaje que teníamos proyectado á
la Nostracia. Estaba de Dios que no habíamos de ver nunca un
pueblo republicano feliz y sábiamente gobernado.
En fin, por abreviar y apartar los ojos de un cuadro tan doloro­
so, diré; que llegado el dia determinado, preparamos el globo, que
con el mayor esmero conservaba en su palacio el Sr. Nomara, y
despedidos del rey, que se dignó abrazarnos, húmedos sus ojos y
con visible enternecimiento, y de todos nuestros amigos, á quienes
suplicamos muy de vérasque no se hallasen á nuestro lado en d
momento de partir, y hecha igual súplica á la familia del Sr. No­
mara, que accedió á ella con lágrimas, quedamos solos M. Ley­
noff y yo. No quiero, sin embargo, pasar en silencio las palabras
que dijo la princesa, después de habernos abrazado y mirando á bu
familia, sumida entónces en una tristeza sin límites.
— ¡O h, plugieae al cielo que nunca hubiesen venido á Saturno
estos hombres que noe matan hoy con au separación fatal!
Cómo estaríamos nosotros?...
El Sr. Rodulio no se separó de nuestro lado hasta que nos abra­
zó repetidas veces.
133 UNA TKMPOKADA
Solos ya, bajamos al jardin, inflamos e¡ globo, entramos en él,
y nos lanzamos al espacio.
Fué feliz nuestro viaje; y al cabo de tres meses y dos dias, con­
tados por el cronómetro de M. Leynoíf, llegamos á la Tierra. Caí­
mos precisamente á seis leguas de Viena, adonde nos trasladamos
á caballo. Desdo esta capital, y en una litera, pues ya el enfermo
no podía resistir el ooche, nos trasladamos á Berlín, y desde aquí,
ála quinta de M. Leynoff. Todo en ella estaba como lo habíamos
dejado; pero los criados prorumpieron en amargo llanto cuando
vieron á su amo tan flaco y desencajado.
En efecto, mi noble amigo estaba tan débil, que al momento
que llegó tuvo que meterse en cama. Yo quise en el acto mandar
á buscar un módico; peroM. Leynoíf se opuso ó. ello, diciéndome
con melancólica sonrisa;
—Y para qué? No sabéis ya que mi enfermedades incurable? Y
además, lo que no ha bocho Sattulo ¿ creeis que puedan hacerlo
los médicos de la Tierra?
Conocí la fuerza de estas razones, y guardé silencio.
Viendo que sus fuerzas disminuían por momentos, llamó M. Ley-
uoff k un notario é hizo su testamento. Cuando el notario marchó
y entré en su ouarto, me dijo:
—Colocad, Mendoza, ese testamento en aquel cajón (y me lo
señalaba con el dedo), y cuando yo haya fallecido, lo abriréis. Ju­
radme que cumpliréis al pié de la letra mi última voluntad,
—Lo juro.
—Ahora tomad esos papeles,—añadió sacando un gran cuader­
no de debajo de la almohada y entregándomelo.
-—Y qué queréis que haga con ellos?
—Quiero que los publiquéis después de mi muerte. Contienen
noticia» que pueden contribuir al más rápido desarrollo de la cul­
tura humana: la mayor parte están sacado» de los archivos de
Romalia, y son de un mérito y de un valor extraordinario. Contie­
nen, además, la historia de un hombre extraño, y que asombrará
á la Tierra, como en su época asombró á Saturno. Los lances y
aventuras de este hombre, aunque de una certeza irrecusable, pa­
recen increíble» por lo que tienen de maravillosos. Os sorprende­
rán, Mendoza, como á mí me han sorprendido.
Dicho esto, calló M, Leynoff porque se cansaba, y estaba, ade­
más , muy fatigado.
BN BL MÄH BBLLO DK LOS PLANETAS. m
Hechas sus disposiciones temporales, y conociendo que se acer­
caba su fin , trató de preparar su alma, como lo hizo con una un­
ción y una tranquilidad que me asombraron.
Ni un momento me separé de su lado, aunque rail veces me instó
M. Leynoff á que descansase; pero yo no quise hacerlo, por loque
su última sonrisa y su última mirada fueron para mi.
La noche que murió tuvo una especie de delirio: hablaba solo,
callaba enseguida, y parecía que se quedaba dormido. Tres ho­
ras ántea de morir, rae miró de hito en luto, y me dijo estrechán­
dome la mano:
— Mendoza; dentro de poco se correrá para raí el velo que en­
cubre los misterios que inútilmente trata el hombre de compren­
der. Siento á la muerte que se... acerca... hasta luego t
Dicho esto, cerró los ojos y parecía que hablaba entre dientes:
por dos veces le oi nombrar al Sr. Nomara; luego cesó también
este movimiento, y le entró una gran fatiga. A las dos de la m a-
fiana espiró!...
Por demás sería hablar ahora de lo intenso de mi dolor; baste
decir, que en quince dias no salí de mi cuarto, ni aun para pre­
senciar las exequias del difunto. Cuando se abrió el testamento en
presencia del notario y de los testigos, vi que yo era el único he­
redero de aquella inmensa fortuna. M. Leynoff me dejaba cuanto
poseía, como prueba del tierno y profundo afecto que me habia pro­
fesado.
Abrí también los cuadernos; y si las noticias que contenían me
admiraron, me admiraron más aún los hechos extraordinarios del
hombre que mi indicara mi amigo. Sí el público acoge con bene~
volencia esta historia, publicaré entóneos la vida de aquel hombre:
en caso contrario, nó.
Tinao A güimana dk Vsoa.

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